En Defensa Del Altruismo

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Matthieu Ricard

En defensa del altruismo El poder de la bondad Traducción de Juan José del Solar

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A Juan, añorado amigo, excelso maestro. En tu recuerdo. (1056) «Al traducir hay que aproximarse hasta lo intraducible; sólo entonces se tomará conciencia de la nación y de la lengua extranjeras.» JOHANN WOLFGANG VON GOETHE, Máximas y reflexiones

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Tus amigos de Ediciones Urano

Título original: Plaidoyer pour l'altruisme – La force de la bienveillance Editor original: NiL éditions, París Traducción: Juan José del Solar Bardelli: Introducción – capítulo 37 Con la colaboración de Ivana Suito Buselli, Victoria Melero de Prentice y Catherine Muñoz: capítulo 38 - Bibliografía 1.a edición Marzo 2016 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público. Copyright © 2013 by NiL éditions, París Copyright © 2013 Edigraphie: mapas y gráficos All Rights Reserved © 2016 de la traducción by herederas de Juan José del Solar Bardelli © 2016 de la traducción by Ivana Suito Buselli, de la parte correspondiente © 2016 by Ediciones Urano, S.A.U. Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona www.edicionesurano.com Copyright de la reseña biográfica de David Pérez Blázquez © 2014 Grupo de Investigación HISTRAD - Universidad de Alicante ISBN: 978-84-7953-888-0 E-ISBN: 978-84-9944-781-0 Depósito legal: B-42-2016

A mis maestros espirituales, Su Santidad el Dalái Lama, Kangyur Rimpoché y Dilgo Khyentsé Rimpoché, y a todos los que me abrieron los ojos a la compasión. A mi madre, Yahne Le Toumelin, y a mi hermana Ève, que me enseñaron el altruismo con el ejemplo. A mis amigos y mentores científicos, gracias a los cuales este libro tiene cierta credibilidad: Daniel Batson, Richard Davidson, Paul Ekman, Tania Singer, Antoine Lutz, Paul Gilbert, Richard Layard, y a todos los que me han iluminado sobre tantos temas.

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A mi fiel editora Nicole Lattès, y a todo su equipo, por su apoyo durante este largo trabajo.

A quienes tanto han contribuido a mejorar este libro, Christian Bruyat, Marie Haeling, Carisse Busquet y Françoise Delivet. A mis amigos, colaboradores y benefactores de la Asociación Karuna-Shechen, que ponen en funcionamiento la compasión, colaborando en más de cien proyectos humanitarios. A Raphaële Demandre, que no deja pasar una ocasión para ayudar a quienes están necesitados. Por último, y principalmente, a todos los seres que son la razón de ser del altruismo.

No hay nada más poderoso que una idea cuyo tiempo ha llegado. VICTOR HUGO

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Índice Portadilla Créditos Dedicatoria Cita

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JUAN JOSÉ DEL SOLAR BARDELLI Traductor. Perú / España Perfil biográfico Actividad traductora Bibliografía Introducción La fuerza del ejemplo Los desafíos de hoy La necesidad del altruismo

I ¿Q UÉ ES EL ALTRUISMO? 1 La naturaleza del altruismo Algunas definiciones La acción sola no define el altruismo Es la motivación lo que da color a nuestros actos Darle toda su importancia al valor del otro El altruismo no exige «sacrificio» Estar atento y tener muy en cuenta las necesidades del otro Estados mentales momentáneos y disposiciones duraderas 2 Extender el altruismo Amor altruista, compasión y empatía La importancia de la lucidez Alegrarse de la felicidad del otro y cultivar la imparcialidad Superar el miedo Extender la comprensión de las necesidades del otro Del altruismo biológico al altruismo extendido Aspectos emocionales y cognitivos del altruismo y de la compasión El amor y la compasión basados en el discernimiento El altruismo no es ni una recompensa ni un juicio moral La posibilidad de poner fin a los sufrimientos de los seres refuerza el altruismo 3 ¿Qué es la empatía? Entrar en resonancia con el otro Resonancias convergentes y divergentes Empatía y simpatía ¿Es necesario sentir lo que el otro siente para manifestar altruismo hacia él? Ponerse en el lugar del otro

Las diversas formas de empatía: el punto de vista de las ciencias humanas Piedad y compasión El punto de vista de la neurociencia: contagio emocional, empatía y compasión Los beneficios de la empatía ¿Qué estado mental conduce al altruismo? 4 De la empatía a la compasión en un laboratorio de neurociencias Sólo se cansa la empatía, no la compasión El punto de vista del meditador Impregnar la empatía de compasión 5 El amor, emoción suprema La biología del amor Cuando dos cerebros se ponen de acuerdo La oxitocina y las interacciones sociales Calmar y abrirse a los otros: el papel del nervio vago Cultivar el amor a lo cotidiano Amor y altruismo: emoción pasajera y disposición duradera

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 6 La realización del doble bien: el nuestro y el del otro ¿Es egoísta un acto cuando nos beneficiamos de él? Todo el mundo pierde o todo el mundo gana ¿Está el altruismo intrínsecamente vinculado a nuestro bienestar?

II ¿EXISTE EL ALTRUISMO VERDADERO? 7 El altruismo interesado y la reciprocidad generalizada El altruismo interesado y la realización del bien común La reciprocidad a largo plazo ¿Hacia una reciprocidad generalizada? 8 El altruismo desinteresado El desinterés evaluado en el laboratorio La explicación más simple Deshacerse del cinismo 9 La banalidad del bien La omnipresencia del voluntariado El surgimiento de las ONG Los mitos del pánico, de las reacciones egoístas y de la resignación impotente 10 El heroísmo altruista Heroísmo y altruismo La historia de Lucille 11 El altruismo incondicional La historia de Irene Unidos en el altruismo Una visión del mundo: «Todos pertenecemos a la misma familia» 12 Más allá de los simulacros, el altruismo verdadero: una investigación experimental El altruismo a la luz de la investigación experimental Estudiar el altruismo en lo cotidiano Ayudar para aliviar nuestro propio desamparo La experimentación en laboratorio Ayudar para evitar una sanción: el sentimiento de culpabilidad Ayudar para evitar la reprobación del otro

La espera calculada de una contrapartida Ayudar esperando una recompensa: el test experimental 13 Argumentos filosóficos contra el egoísmo universal La teoría del egoísmo universal se sustrae a toda refutación por los hechos ¿Hacemos el bien a los demás porque eso nos hace sentir bien? ¿No había alternativa? ¿Es incompatible con el altruismo el hecho de desear el propio bien? ¿Actuar según nuestra voluntad y nuestros deseos vuelve todas nuestras acciones egoístas? Si el altruismo no existiera, lo mismo ocurriría con cualquier otro sentimiento frente a otra persona El egoísmo universal es incompatible con la existencia de la moral Escapar al derrotismo y elegir el altruismo ¿La benevolencia es más natural que el odio? Alimentar el potencial de bondad presente en cada ser

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com III EL SURGIMIENTODEL ALTRUISMO

14 El altruismo en las teorías de la evolución Una iluminación revolucionaria sobre la evolución de lo vivo: Charles Darwin De la aparición de la vida al surgimiento de la cooperación y del altruismo Cooperación frente a competición ¿Es compatible el altruismo con la «lucha por la vida»? ¿De qué altruismo hablamos? Favorecer a quienes llevan nuestros genes La odisea de George Price La reciprocidad de los comportamientos benéficos ¿Genes egoístas? Regreso a las fuentes La noción de «grupo» desde el punto de vista de la evolución ¿Puede propagarse el altruismo? 15 ¿El amor maternal, fundamento del altruismo extendido? Un gran número de «madres» ¿Y el papel de los padres en todo ello? ¿La facultad de la empatía corre el riesgo de disminuir en el hombre? 16 La evolución de las culturas Enseñar, acumular, imitar, evolucionar Más rápido que los genes Pastores desconfiados y granjeros pacíficos Las diferencias culturales no son de orden genético Los mecanismos de la evolución de las culturas Hacia una cultura más altruista 17 Los comportamientos altruistas en los animales Sin negar la violencia Los comportamientos benévolos La ayuda mutua La amistad La alegría de los reencuentros, la tristeza de las separaciones La empatía específica de los grandes simios La gratitud Las múltiples facetas de la empatía de los elefantes Comportamientos altruistas en los delfines y otros cetáceos La ayuda mutua entre animales de especies diferentes El consuelo La expresión del duelo

El fenómeno de la adopción La transmisión de las culturas sociales Saber lo que piensan los otros, o la «teoría del espíritu» El delfín listo Una bonobo que intenta hacer volar un pájaro ¿Es necesario ser capaz de hacerse una idea de sí mismo para hacerse una idea del otro? ¿Hasta dónde llegan las pruebas? ¿Antropomorfismo o antropocentrismo? 18 El altruismo en el niño Desde el nacimiento hasta los doce meses Los bebés prefieren a la gente amable De uno a dos años De dos a cinco años Una serie de experimentos reveladores Los estímulos y las recompensas son inútiles Elogios y críticas La tendencia a ayudar al otro es innata Cuando las normas sociales atemperan el altruismo espontáneo Conciencia moral y juicios morales Después de los cinco años de edad Surgimiento y regresión de la agresividad en el transcurso de la infancia Una toma de conciencia de la interdependencia de todas las cosas Afirmación autoritaria del poder, suspensión del afecto e «inducción» Arrepentimiento y culpabilidad Cuatro actitudes esenciales Brindar al niño la ocasión de ser útil a los demás Las consecuencias dramáticas de la privación de afecto Amar, facilitar, apoyar

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19 Los comportamientos prosociales ¿Estamos generalmente dispuestos a ayudar a los demás? El efecto espectador Los determinantes del valor cívico Ciudad y campo Individualistas y colectivistas Hombres y mujeres Humores y circunstancias Los valores personales Los efectos de la empatía La empatía facilita las negociaciones difíciles Efecto de los comportamientos prosociales sobre el bienestar

IV CULTIVAR EL ALTRUISMO 20 ¿Podemos cambiar? La plasticidad neuronal La importancia de los factores epigenéticos Seres diferentes Devolver su protagonismo a la transformación individual 21 El entrenamiento del espíritu: lo que las ciencias cognitivas dicen acerca de él Los efectos de la meditación a largo plazo Los meditadores en el laboratorio Una docena de años de experimentación La atención puede mejorarse Efectos del amor altruista y de la compasión

Meditación sobre la presencia abierta El cerebro es modificado estructuralmente por la meditación Conectividad cerebral La captación de las expresiones faciales estaría asociada a nuestro grado de empatía Altruismo y control de las emociones Los beneficios de un entrenamiento a corto plazo sobre los comportamientos prosociales Efectos de la meditación sobre la salud mental Efectos de la meditación sobre la benevolencia en la relación social Atenuación de los aspectos desagradables del dolor físico La meditación puede frenar el envejecimiento de las células Aplicaciones prácticas de estas investigaciones 22 Cómo cultivar el altruismo: meditaciones sobre el amor altruista, la compasión, la alegría y la imparcialidad La preparación para la meditación Una postura física apropiada Motivación Estabilizar nuestro espíritu Meditación sobre el amor altruista Centremos primero nuestra meditación en un ser querido Extender nuestra meditación La compasión La alegría del bien ajeno, la celebración y la gratitud La imparcialidad Cómo combinar estas cuatro meditaciones Cambiar la propia felicidad por el sufrimiento del otro

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com V LAS FUERZAS CONTRARIAS 23 El egocentrismo y la cristalización del ego La formación del «Yo» y la cristalización del ego Las distintas facetas de nuestra identidad En busca del ego Las caras frágiles de la identidad Del «Yo» al «mío» ¿Qué hacer con el ego? La fuerza benévola del no ego Reducir los prejuicios entre grupos El experimento de la Cueva de los Ladrones Resolución de conflictos 24 La expansión del individualismo y del narcisismo Las dos caras del individualismo La libertad verdadera La deriva del individualismo El espejo deformante del narcisismo: todo el mundo estaría por encima de la media La personalidad narcisista contra el altruismo La caída de Narciso Delirios de grandeza La epidemia del narcisismo La autoadoración Autoestima buena y mala Las ventanas del narcisismo El reino del niño rey La soledad de la hiperconectividad Dios no te ha creado para que seas como todo el mundo Las virtudes de la humildad

25 Los campeones del egoísmo El fenómeno Ayn Rand Reducir a lo mínimo estrictamente necesario el papel del Gobierno Los errores morales e intelectuales de Ayn Rand Freud y sus sucesores El altruismo sería una compensación malsana de nuestro deseo de perjudicar La exacerbación del egoísmo ¿«Liberar» las emociones o «liberarse» de las emociones? ¿Tiene el psicoanálisis valor científico? Una generalización abusiva Los sucesores de Freud han continuado evolucionando en la esfera del egocentrismo 26 Sentir odio o compasión por uno mismo ¿Puede uno odiarse de verdad? El sentimiento de no tener ningún valor La violencia dirigida contra uno mismo Instaurar una relación cálida consigo mismo Comprender que uno es parte de la humanidad El ejercicio de la plena conciencia Autoestima y benevolencia hacia sí mismo Autocompasión, compasión por el otro

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 27 Las carencias de la empatía El burnout: agotamiento emocional Regenerar la compasión en la práctica de la medicina Los factores que contribuyen al burnout El agotamiento emocional vinculado a un entorno desfavorable Hombres y mujeres frente al burnout ¿Puede la compasión ser patológica? Narcisismo y trastornos de la personalidad asociados a la falta de empatía Cabeza llena, corazón vacío: el caso de los psicópatas Psicopatía inducida por el ejercicio de la violencia Los psicópatas de traje y corbata El cerebro de los psicópatas Tratamiento de los psicópatas Regenerar la empatía, ampliar la benevolencia 28 En el origen de la violencia: la desvalorización del otro La falta de empatía El odio y la animosidad La sed de venganza El punto de vista del terapeuta Violencia y narcisismo El ego amenazado La imprudencia de los megalómanos Los mecanismos de la violencia La ficción del mal absoluto El placer de hacer el mal La violencia como solución de facilidad El respeto a la autoridad La falsa prisión de Stanford, o el poder de las situaciones La violencia surgida de la sed de riquezas y de poder El dogmatismo ideológico: hacer el mal en nombre del bien ¿Existe un «instinto de violencia»? Lo que las neurociencias esclarecen sobre la violencia La influencia de los medios

El caso de los videojuegos Los videojuegos benéficos Las imágenes violentas exacerban la sensación de inseguridad Temperatura, ruido y armas Las mujeres y los niños, primeras víctimas de la violencia La violencia moral Cómo reducir la violencia El valor de la no violencia 29 La repugnancia natural a matar Evitar dispararle al otro El miedo a morir traumatiza menos que la obligación de matar Crear una distancia Rituales de evitación ¿Quién mata? Asfixiar la empatía mediante el condicionamiento Aprender a matar antes de los veinte años Solamente víctimas ¿Qué lecciones podemos extraer? El punto de vista de las religiones

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 30 La deshumanización del otro: matanzas y genocidios La desindividualización tanto de los autores como de las víctimas La deshumanización del otro El asco El matrimonio del miedo y del odio o la demonización del otro La insensibilización La compartimentación moral Disonancia cognitiva y racionalización La cohesión del grupo Autoridad y situaciones El caso del Batallón 101 La organización de un sistema Más allá de las condiciones humanas Un engranaje fatal La fuerza moral: negarse a pactar con el opresor La no intervención frente a la intensificación gradual del genocidio La toma de conciencia de la realidad de un genocidio Los sistemas totalitarios La responsabilidad de proteger 31 ¿La guerra ha existido siempre? ¿Somos descendientes de monos asesinos? Una vida social más bien apacible ¿De quién descendemos? La violencia en los hombres prehistóricos ¿Ha existido siempre la guerra? Los primeros signos de guerra La violencia de las sociedades primitivas ¡Lanzad los venablos, pero procurad no herir a nadie! Ni ángeles ni demonios: poner la violencia en perspectiva 32 El declive de la violencia El declive de la violencia individual El declive de la violencia institucionalizada El rechazo a la violencia: una evolución de las culturas El declive de las guerras y de los conflictos

¿Ha sido el siglo XX el más sangriento de la historia? Atentados terroristas Los factores responsables del declive de la violencia La existencia de un Estado consolidado La expansión de la democracia Interdependencia e intercambios comerciales Las misiones de paz y la pertenencia a organizaciones internacionales La guerra ya no suscita admiración El florecimiento del respeto a los derechos del hombre, de la mujer, de los niños y de los animales El declive de la intolerancia religiosa La marginalización de la violencia La educación y la lectura, catalizadores de la empatía El aumento de la influencia de las mujeres Más vale restaurar la paz y curar las heridas que vengar las afrentas Los desafíos que hay que superar La edad de la razón

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 33 La instrumentalización de los animales: una aberración moral La magnitud de los sufrimientos que infligimos a los animales La rentabilidad ante todo La hipocresía de los «cuidados» Una realidad oculta Una empresa global Todos los días, todo el año… ¿Matar humanamente?

34 El tiro por la culata: efectos de la ganadería y de la alimentación cárnica sobre la pobreza, el medio ambiente y la salud La carne de los países ricos cuesta cara a los países pobres El impacto en las reservas de agua dulce Ganadería y cambio climático Deyecciones de los animales Los efectos de la pesca Consumo de carne y salud humana Las buenas noticias 35 El egoísmo institucionalizado 100 millones de muertos en el siglo XX: la historia del tabaco ¿Qué soluciones? La negación del calentamiento del clima La ciencia maltratada La industria farmacéutica: un desafío para la salud pública Una distorsión de la investigación científica Las empresas farmacéuticas carecen totalmente de transparencia Los reguladores no cumplen con su deber El coste de la investigación es muy inferior a la inversión en publicidad Los visitadores médicos influyen indebidamente en los médicos Muchas investigaciones sólo sirven para producir un avatar de lo que ya existe Graves faltas éticas con «cobayas» humanas Las soluciones posibles Monsanto, arquetipo grotesco del egoísmo institucionalizado Una ciudad envenenada Los PCB se esparcen por el mundo entero Proteger los negocios, no decir nada Una severa condena, rápidamente olvidada El agente naranja El Roundup

Los transgénicos Monsanto se reconvierte La expansión de los transgénicos en todos los continentes Algunas victorias

VI CONSTRUIR UNA SOCIEDAD MÁS ALTRUISTA 36 Las virtudes de la cooperación Las ventajas de la cooperación Cooperación en el seno de una empresa, competencia entre las empresas El cooperativismo La confianza recíproca resuelve el problema de los bienes comunes Cooperación y «castigo altruista» Mejor que el castigo: la recompensa y la apreciación Las condiciones favorables a la cooperación

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 37 Una educación ilustrada La neutralidad no lleva a ningún sitio Una revolución tranquila Un logro espectacular Una educación del corazón y de la mente El aprendizaje cooperativo Los beneficios de la tutoría La iniciativa de las Escuelas Respetuosas con los Derechos Filosofía con niños de ocho años La clase a modo de rompecabezas El Barefoot College (‘Colegio de los pies descalzos’), la escuela de pastores y el Parlamento de niños La empatía de los profesores Un bebé en la clase Reconciliarse con la naturaleza La educación positiva 38 Combatir las desigualdades Las desigualdades económicas aumentan en casi todo el mundo La excepción sudamericana El precio de las desigualdades Cómo reducir las desigualdades 39 Hacia una economía altruista El Homo economicus, racional, calculador y egoísta Las desviaciones del libre mercado Protecciones por el bien de todos El principio del fin de los incentivos exorbitantes: los suizos muestran el camino Unir la voz de la solicitud a la voz de la razón Extender la reciprocidad Hacia una economía positiva y solidaria El auge del comercio justo Los fondos éticos Los bancos cooperativos Crear una Bolsa de economía positiva La ayuda al desarrollo Devolver a la sociedad: la filantropía a nivel planetario La llegada de una solidaridad masiva El auge de la gratuidad del acceso al conocimiento La innovación al servicio del bien común 40 La sencillez voluntaria y feliz

¿Qué se puede esperar del consumismo? Consumo y altruismo Alquilar y reparar en lugar de comprar El dinero no hace la felicidad… salvo si lo donamos Simplificar, simplificar, simplificar Un llamamiento a la sencillez 41 El altruismo hacia las generaciones futuras El holoceno: un período excepcional para la prosperidad humana Preservar esta situación favorable sólo puede beneficiarnos Límites planetarios dentro de los cuales la humanidad puede continuar prosperando El futuro no duele… por el momento La magnitud del desafío ¿Una violación desmesurada de los derechos humanos? ¿Tienen ya derechos los seres del futuro? ¿Qué piensan de esto nuestros contemporáneos? Huella ecológica Es indispensable una colaboración íntima entre la ciencia y los Gobiernos Alimentar a 9 mil millones de seres humanos La injusticia de los cambios medioambientales Un ejemplo edificante de interdependencia El pesimismo es una pérdida de tiempo: existen soluciones La alternativa indispensable a los hidrocarburos Una transición total hacia las energías renovables Abastecer de energía a los países pobres Gestionar racionalmente los recursos hídricos Alimentación para todos sin destruir la biosfera: una revolución realmente verde Revitalizar los suelos Instaurar una economía circular reciclando todos los metales raros Una red inteligente de reparto de las energías renovables Algunas señales alentadoras Las ciudades verdes dan ejemplo Pasar a la acción y no buscar más excusas para no hacer nada Una cuestión de sentido común

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42 Una armonía duradera Ni crecimiento ni decrecimiento: una prosperidad equilibrada Las debilidades del modelo económico actual Hacia nuevos criterios de prosperidad Tres indicadores esenciales: prosperidad equilibrada, satisfacción con la vida, calidad del medio ambiente Una contabilidad nacional que reconozca el valor del capital natural y del capital humano Una ecología del bienestar Mutualidad: integrar el capital económico, el capital social y el capital natural dentro de la empresa 43 Compromiso local, responsabilidad global ¿Qué gobierno queremos para el mundo? Transformarse uno mismo para transformar el mundo Compromiso comunitario: la revolución de las ONG Dar más importancia a la sociedad civil Integrar la comprensión de la interdependencia La globalización tanto para lo mejor como para lo peor Universalidad de los derechos, responsabilidad de cada uno Una democracia informada y una meritocracia responsable ¿Hacia una federación mundial? Conclusión Notas

Fuentes de los gráficos Bibliografía Agradecimientos Karuna-Shechen Compasión en acción Semblanza biográfica de Juan José del Solar Bardelli

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JUAN JOSÉ DEL SOLAR BARDELLI Traductor. Perú / España (1 de marzo de 1946 – 18 de abril de 2014) Perfil biográfico

Destacado traductor de autores germanófonos. Movido por la curiosidad y la fascinación que sintiera por el idioma ale‐ mán, marchó a Europa tras terminar los estudios de secundaria (educación media), y después de algunos ciclos en la Fa‐ cultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Cursó estudios de filología románica y germánica en la Universidad de Heidelberg y de filología y literatura francesas en La Sorbona de París. Viajero infatigable, filólogo de formación y «traductor de corazón», vivió en Cataluña durante tres dé‐ cadas, desde 1972. En 1998 sufrió un infarto cerebral (durante una estancia en Alemania) que le paralizó medio cuerpo y le llevó a tomar la decisión de trasladarse en diciembre de 2002 a su Lima natal, donde residiría hasta su muerte, el 18 de abril de 2014. Su última obra traducida es la que el lector tiene ahora en sus manos. La intensa y dilatada experiencia profesional de Juan José del Solar también ha destilado un notorio aporte ideológico para el gremio, bien a través de su magisterio, impartiendo seminarios de traducción literaria en universidades de Ale‐ mania, Austria y Suiza, bien como miembro honorario del Colegio de Traductores del Perú o como miembro del consejo de redacción de la revista de traducción literaria Vasos comunicantes, editada por ACETT. Su dedicación íntegra a la tra‐ ducción ha sido laureada, además, con varios galardones: el premio de traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República Federal de Alemania (1985); el Premio Nacional de Traducción del Ministerio de Cultura de España en dos ocasiones: a la mejor obra traducida (1995), por Historia del doctor Fausto, y a la obra de un traductor (2004); el pre‐ mio nacional austríaco de traducción literaria (1999) y el premio de traducción de la fundación Calwer Hermann-HesseStiftung (2004). En 2010 el Estado peruano le otorgó la condecoración de Gran Oficial de la Orden al Mérito por Servi‐ cios Distinguidos.

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Actividad traductora

Vertió al español más de ochenta obras escritas en lengua alemana, entre ellas las de los nobeles Thomas Mann, Her‐ mann Hesse, Elias Canetti y Herta Müller. Precisamente el escritor de origen búlgaro Elias Canetti le dirigiría el 18 de mayo de 1979 una carta, en la que le mostraba su admiración y profundo agradecimiento por la excelencia de sus versio‐ nes al español, que consideraba inmejorables. Nada extraño, pues, que acabaran trabando una estrecha amistad ni que el nobel designara a Del Solar traductor oficial de sus obras. Tampoco la crítica literaria escatima elogios a la hora de aludir al traidor en las recensiones de aquellas obras que —en muchas ocasiones, por primera vez— pueden leerse en español gracias al esmerado trabajo del traductor peruano; alusiones, por lo demás, que ponen el acento en la «elegancia» de esti‐ lo, juiciosa y natural, con que Del Solar culmina su labor. No en vano, la musicalidad de la lengua, en torno a cuyo eje acaba de concretarse la elección estilística, constituye una preocupación central en sus traducciones. Desde una óptica propiamente traduccional, sus planteamientos teóricos asumen la necesidad de reivindicar una versión fiel a las constan‐ tes estilísticas del autor, a fin de mantener la especificidad de su escritura.

Bibliografía

A pesar de ser un traductor consagrado, las referencias a Del Solar son coyunturales y omiten el calado profundo e inte‐ lectual a que invita su esmerado trabajo. Así, de forma tangencial, se refieren a Juan José del Solar algunos artículos apa‐ recidos en la prensa española y peruana con motivo de la concesión del Premio Nacional de Traducción (p. ej.: «Del So‐ lar y Mario Merlino, Premios Nacionales de Traducción», El Mundo, 12.11.2004), algunas reseñas a nuevas publicaciones literarias (p. ej.: «La mirada extraña», Revista de Libros, número 137, mayo de 2008), o incluso algún reportaje sobre al‐

guna obra o escritor (p. ej.: «Elias Canetti en pocas palabras», El País, 03.03.2007). Resultan de interés la entrevista con‐ cedida a Julio Zavalán Vega para la revista virtual de literatura El hablador, número 16 (), el discurso laudatorio de Hans Meinke a Del Solar a la entrega del premio concedido por la fundación Calwer Hermann Hesse (, 02.07.2004) y, especialmente, amén de los prólogos del propio traductor, las aproxi‐ maciones a su modus operandi desde los ensayos de Jaime Siles («El testigo escuchón. Cincuenta caracteres», ABC, 11.03.1994) y Violeta Pérez («Robert Walser. Las recensiones como crítica y documento de la recepción literaria», Hieronymus Complutensis, número 1, enero-junio de 1995). David PÉREZ BLÁZQUEZ1 Dpto. de Traducción e Interpretación Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Alicante

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1 Pérez Blázquez, D. (2014), «Juan José del Solar», en Histrad: Biografías de traductores, en línea: http://web.ua.es/es/histrad/documentos/biografias/juanjose-del-solar-bardelli.pdf

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Introducción Soy poco proclive a hablar de mí mismo y prefiero ceder la palabra a los grandes pensadores que han inspirado mi exis‐ tencia. Sin embargo, hablarles de ciertas etapas que he recorrido en mi vida los ayudará a comprender cómo decidí escri‐ bir este libro y defender las ideas que en él expongo. Después de haber crecido en Occidente, fui a la India por primera vez en 1967, a la edad de veinte años, para encon‐ trarme con los grandes maestros del budismo tibetano, entre los que figuraba Kangyur Rimpoché, quien se convertiría en mi principal guía espiritual. Aquel mismo año empecé a trabajar en una tesis sobre genética celular bajo la dirección de François Jacob, en el Instituto Pasteur. A esos años de formación científica debo el haber aprendido a valorar la im‐ portancia del rigor y la honestidad intelectuales. En 1972, una vez terminada mi tesis, decidí establecerme en Darjeeling, cerca de mi maestro. Durante los años poste‐ riores a ese encuentro, llevé una vida sencilla en la India, luego en Bután, Nepal y el Tíbet. Apenas recibía una carta al mes, no tenía radio ni periódicos y no sabía nada de lo que sucedía en el mundo. Estudiaba con mis maestros espiritua‐ les, Kangyur Rimpoché, y después de su muerte en 1975, con Dilgo Khyentsé Rimpoché. Pasé, pues, cierto número de años en un retiro contemplativo en una ermita, dedicándome lo mejor que podía a las actividades de los monasterios con los que me había comprometido: Ogyen Kunzang, Chöling en Darjeeling, y Shechen en Nepal, trabajando al mismo tiempo en la conservación del patrimonio cultural y espiritual del Tíbet. Gracias a las enseñanzas que recibí de esos maestros fui tomando conciencia de los inestimables beneficios del altruismo. En 1997 recibí un mensaje de Francia, en el que me proponían mantener un diálogo con mi padre, el filósofo Jean-Fra‐ nçois Revel. La publicación del libro surgido de dichas conversaciones, que tuvieron lugar en Nepal, El monje y el filósofo, marcó el final de una vida tranquila y anónima, pero me ofreció a cambio nuevas oportunidades. Tras un cuarto de siglo de inmersión en el estudio y la práctica del budismo, lejos del escenario occidental, me encon‐ tré nuevamente enfrentado a las ideas contemporáneas. Reanudé el contacto con el mundo científico dialogando con el astrofísico Trinh Xuan Thuan (El infinito en la palma de la mano, 2000). Tomé parte asimismo en los encuentros del Mind and Life Institute, una organización puesta bajo la égida del Dalái Lama y fundada por el neurocientífico Francisco Varela, que tiene por objetivo favorecer los intercambios entre la ciencia y el budismo. En 2000 empecé a participar acti‐ vamente en programas de investigación en neurociencias, cuyo objetivo es analizar los efectos, a corto y largo plazo, del entrenamiento del espíritu por la meditación. Mi experiencia se constituyó, pues, en la confluencia de dos grandes influencias, la de la sabiduría budista de Oriente y la de las ciencias occidentales. A mi regreso de Oriente, mi mirada había cambiado, y el mundo también. Ahora me había acostumbrado a vivir en el seno de una cultura y entre personas cuya prioridad era convertirse en mejores seres humanos, transformando su mane‐ ra de ser y de pensar. Las preocupaciones ordinarias como la ganancia y la pérdida, el placer y el desplacer, el elogio y la crítica, eran consideradas allí pueriles y fuentes de sinsabores. Por encima de todo, el amor altruista y la compasión cons‐ tituían las virtudes cardinales de toda vida humana y se encontraban en el corazón del camino espiritual. Fui inspirado, y aún lo sigo siendo, por la idea budista según la cual cada ser humano posee en sí un potencial inalterable de bondad y alegría. Tanto más desconcertante resultaba el mundo occidental con el que volví a encontrarme, un mundo donde el indivi‐ dualismo es apreciado como una fuerza y una virtud, al punto de que se confunde con el egoísmo y el narcisismo. Interrogándome sobre las fuentes culturales y filosóficas de esta diferencia, recordé a Plauto, para quien «el hombre es un lobo para el hombre»1 —afirmación recogida y ampliada por Thomas Hobbes, que habla de «la guerra de todo hom‐ bre contra todo hombre»—,2 y a Nietzsche, quien afirma que el altruismo es la marca de los débiles, y finalmente a Freud,

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quien asegura «no haber descubierto sino muy poco “bien” entre los hombres».3 Yo pensaba que sólo se trataba de unos cuantos espíritus pesimistas, y calculaba mal el impacto de sus ideas. Preocupado por comprender mejor este fenómeno, comprobé hasta qué punto la suposición de que todos nuestros ac‐ tos, palabras y pensamientos están motivados por el egoísmo, ha influido en la psicología occidental, las teorías de la evolución y la economía, hasta adquirir la fuerza de un dogma cuya validez sólo ha sido impugnada recientemente. Lo más sorprendente sigue siendo la tenacidad de algunos grandes espíritus que quieren descubrir a cualquier precio una motivación egoísta en cada acto humano. Al observar la sociedad occidental, no podía por menos de estar de acuerdo en que los «sabios» ya no eran los mode‐ los, sino que habían sido sustituidos por la gente célebre, rica o poderosa. La importancia desmesurada que se concedía al consumo y al gusto de lo superfluo, así como al reino del dinero, me llevaron a pensar que muchos de nuestros con‐ temporáneos habían olvidado el objetivo de la existencia —alcanzar un sentimiento de plenitud— para perderse en los medios. Por lo demás, ese mundo parecía ser presa de una curiosa contradicción, pues los sondeos de popularidad situaban en los primeros puestos a Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela y la madre Teresa. Durante años, el abate Pierre fue, según los mismos sondeos, el francés más popular. Esta paradoja se esclareció un poco cuando leí una encuesta en la que se preguntaba a varios centenares de estadounidenses: «¿A quién admiras más, al Dalái Lama o a Tom Cruise?» A esta pregunta, el 80 % respondió: «Al Dalái Lama». Luego les preguntaron: «Si pudieras elegir, ¿quién preferirías ser?» «Tom Cruise», declaró el 70 % de los encuestados. Lo cual demuestra que reconocer los verdaderos valores humanos no impide que nos seduzca el señuelo de la riqueza, el poder y la fama, y preferir la imagen de la felicidad a la idea de un es‐ fuerzo de transformación espiritual. En la realidad cotidiana, a pesar de toda la violencia que aflige al mundo, nuestra existencia está muy a menudo entre‐ tejida por actos de cooperación, de amistad, de afecto y deferencia. La naturaleza no es sólo «garras y colmillos rojos de sangre», como deploraba el poeta Alfred Tennyson.4 Además, a diferencia de las ideas recibidas y de la impresión que nos dan los medios, todos los estudios de fondo, sintetizados en una obra reciente de Steven Pinker, profesor de Harvard, demuestran que la violencia, en todas sus formas, no ha dejado de disminuir en el curso de los últimos siglos.5 Gracias al contacto con mis amigos científicos, me tranquilizó comprobar, no obstante, que durante los últimos treinta años, esta visión deformada de la naturaleza humana había sido corregida por un número cada vez mayor de investiga‐ dores que demostraron que la hipótesis del egoísmo universal había sido desmentida por la investigación científica.6 Da‐ niel Batson, en particular, fue el primer psicólogo que se dedicó a probar, recurriendo a protocolos científicos rigurosos, que el altruismo verdadero existía y no se reducía a una forma de egoísmo disfrazado.

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La fuerza del ejemplo Cuando era joven, a menudo oía decir que la bondad era la cualidad más admirable del ser humano. Mi madre me lo de‐ mostraba constantemente con sus actos, y, a mi alrededor, muchas personas a las que respetaba me incitaban a tener buen corazón. Sus palabras y sus actos eran una fuente de inspiración y me abrían un campo de posibilidades que ali‐ mentaba mis esperanzas. Fui educado en un medio laico y nadie me inculcaba dogmas sobre el altruismo o la caridad. Tan sólo la fuerza del ejemplo me enseñó mucho más. Desde 1989 tengo el honor de servir como intérprete de francés al Dalái Lama, quien declara a menudo: «Mi religión es la bondad», y la quintaesencia de cuyas enseñanzas es: «Todo ser, incluso hostil, teme como yo el sufrimiento y busca la felicidad. Esta reflexión nos lleva a sentirnos profundamente afectados por la felicidad del otro, amigo o enemigo. Es la base de la compasión auténtica. Buscar la fe​licidad permaneciendo indiferente ante los demás es un error trágico». Esta enseñanza la encarna el Dalái Lama en la vida cotidiana. Ante cualquier persona, la visitante o el transeúnte con el que se cruza en un aeropuerto, él está siempre presente de manera total e inmediata, con una mirada desbordante de bondad que penetra en vuestro corazón para depositar en él una sonrisa y retirarse luego discretamente. Hace unos años, cuando me preparaba para partir a un retiro en las montañas de Nepal, pedí unos cuantos consejos al Dalái Lama. «Al principio, medita sobre la compasión, en el centro, medita sobre la compasión, al final, medita sobre la

compasión», me respondió. Todo practicante debe transformarse primero él mismo antes de poder ponerse eficazmente al servicio de los demás. No obstante, el Dalái Lama insiste en la necesidad de construir un puente entre la vida contemplativa y la vida activa. Si la compasión sin sabiduría es ciega, la compasión sin acción es hipócrita. Es bajo su inspiración y la de mis otros maes‐ tros espirituales como, desde 1999, yo consagro mis recursos y una gran parte de mi tiempo a las actividades de KarunaShechen.2 Se trata de una asociación humanitaria, integrada por un grupo de voluntarios totalmente entregados a esa causa, y de generosos benefactores, que construye y financia escuelas, clínicas y hospicios en el Tíbet, Nepal y la India. Karuna Shechen ha realizado más de ciento veinte proyectos.

Los desafíos de hoy Nuestra época se enfrenta a numerosos desafíos. Una de nuestras mayores dificultades consiste en conciliar los imperati‐ vos de la economía, de la busca de la felicidad y del respeto al medio ambiente. Estos imperativos corresponden a tres escalas de tiempo, el plazo corto, mediano y largo, a los que se superponen tres tipos de intereses —los nuestros, los de nuestro prójimo y los de todos los seres. La economía y las finanzas evolucionan a un ritmo cada vez más rápido. Los mercados bursátiles se elevan y se desplo‐ man de un día al otro. Los nuevos métodos para hacer transacciones a gran velocidad, concebidos por los equipos de ciertos bancos y utilizados por los especuladores, permiten efectuar 400 millones de transacciones por segundo. El ciclo de vida de los productos se vuelve extremadamente breve. ¡Ningún inversionista está dispuesto a colocar su dinero en bonos del Tesoro reembolsables al cabo de cincuenta años! Quienes viven holgadamente fruncen el ceño cuando se trata de reducir su tren de vida en beneficio de los más desfavorecidos y de las generaciones venideras, mientras que quienes viven en la penuria aspiran de manera legítima a tener más prosperidad, y también a entrar en una sociedad de consumo que anima a adquirir lo superfluo. La satisfacción de la vida se mide en función de un proyecto de vida, de una carrera, de una familia y de una genera‐ ción. Se mide también por la calidad de cada instante que pasa, de las alegrías y sufrimientos que colorean nuestra exis‐ tencia, de nuestras relaciones con los otros; se evalúa además por la naturaleza de las condiciones exteriores y por la ma‐ nera como nuestro espíritu traduce esas condiciones en bienestar o malestar. En lo que respecta al medio ambiente, hasta hace poco su evolución se medía en términos de eras geológicas, biológi‐ cas y climáticas de decenas de miles de años, salvo en casos de catástrofes planetarias debidas al impacto de asteroides gigantes o de erupciones volcánicas. En la actualidad, el ritmo de estos cambios no para de acelerarse por los trastornos ecológicos provocados por las actividades humanas. En particular, los cambios rápidos que se han producido desde 1950 han definido una nueva era para nuestro planeta, el antropoceno (literalmente, ‘la era de los humanos’). Es la primera vez en la historia del mundo en que las actividades humanas modifican profundamente, (y de momento, degradan) la totali‐ dad del sistema que mantiene la vida en la Tierra. Para muchos de nosotros, la noción de «simplicidad» evoca una privación, un estrechamiento de nuestras posibilida‐ des y un empobrecimiento de la existencia. No obstante, la experiencia demuestra que una simplicidad voluntaria no im‐ plica en absoluto una disminución del bienestar, sino que aporta, por el contrario, una mejor calidad de vida. ¿Es más agradable pasar un día con los hijos y los amigos, en casa, en un parque o en contacto con la naturaleza, o pasarlo reco‐ rriendo tiendas? ¿Es más agradable disfrutar de la alegría de tener un espíritu satisfecho o querer constantemente algo más: un coche más caro, ropa de marca o una casa más lujosa? El psicólogo estadounidense Tim Kasser y sus colegas de la Universidad de Rochester han demostrado el coste más elevado de los valores materiales.7 Gracias a sus estudios, que abarcan una veintena de años, han descubierto que, en el seno de una muestra representativa de la población, los individuos que concentraban su existencia en la riqueza, la ima‐ gen, el estatus social y otros valores materialistas promovidos por la sociedad de consumo, están menos satisfechos de su existencia. Centrados en ellos mismos, prefieren la competencia a la cooperación, contribuyen menos al interés general y se preocupan poco de las cuestiones ecológicas. Sus vínculos sociales se han debilitado y, si bien cuentan con muchas re‐ laciones, tienen menos amigos de verdad. Manifiestan menos empatía y compasión con quienes sufren, y tienden a ins‐

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trumentalizar a los otros según sus propios intereses. Tienen, paradójicamente, menos buena salud que el resto de la po‐ blación. Ese consumismo inmoderado está estrechamente vinculado a un egocentrismo excesivo. Por lo demás, los países ricos, que aprovechan al máximo la explotación de los recursos naturales, no quieren reducir su tren de vida. Sin embargo, son ellos los principales responsables de los cambios climáticos y de las otras calamidades (incremento de las enfermedades sensibles a los cambios climáticos, la malaria, por ejemplo, que se propaga en nuevas regiones o en altitudes más elevadas desde que la temperatura mínima ha ido aumentando) que afectan a las poblaciones más desposeídas, aquellas cuya contribución a esos cambios es la más insignificante. Un afgano produce dos mil quinien‐ tas veces menos CO2 que un catarí y mil veces menos que un estadounidense. El magnate estadounidense Stephen For‐ bes declaró a una cadena de televisión conservadora (Fox News), a propósito de la elevación del nivel de los océanos: «Modificar nuestros comportamientos porque algo acontecerá dentro de cien años es, diría yo, profundamente extraño».8 ¿No es una declaración semejante lo que resulta realmente absurdo? El jefe del mayor sindicato de la carne en los Estados Unidos es incluso más abiertamente cínico: «Lo que cuenta —dijo— es que vendamos nuestra carne. Lo que ocurra dentro de cincuenta años no es asunto nuestro».9 Ahora bien, resulta que todo eso es asunto nuestro, es asunto de nuestros hijos, de nuestro prójimo y de nuestros des‐ cendientes, así como de la totalidad de los seres, humanos y animales, ahora y en el futuro. Concentrar nuestros esfuer‐ zos únicamente en nosotros mismos y nuestro prójimo, y a corto plazo, es una de las manifestaciones más deplorables del egocentrismo. El individualismo puede, por sus aspectos positivos, favorecer el espíritu de iniciativa, la creatividad y la liberación de normas y dogmas desusados y apremiantes, pero también puede degenerar muy rápidamente en un egoísmo irresponsa‐ ble y un narcisismo galopante, en detrimento del bienestar de todos. El egoísmo se halla en el corazón de la mayoría de los problemas a los cuales tenemos que enfrentarnos hoy: la distancia cada vez mayor entre ricos y pobres; la actitud de «cada cual para sí», que no hace sino aumentar, y la indiferencia hacia las generaciones venideras.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La necesidad del altruismo

Necesitamos un hilo de Ariadna que nos permita reencontrar nuestro camino en ese laberinto de preocupaciones graves y complejas. El altruismo es ese hilo que puede permitirnos enlazar naturalmente las tres escalas temporales: plazos cor‐ to, medio y largo, armonizando sus exigencias. El altruismo se presenta a menudo como un valor moral supremo, tanto en las sociedades religiosas como en las lai‐ cas. Sin embargo, no tendría cabida en un mundo totalmente dominado por la competencia y el individualismo. Algunos se rebelan incluso contra la «imposición del altruismo», que consideran una exigencia de sacrificio, y elogian las virtudes del egoísmo. Ahora bien, en el mundo contemporáneo, el altruismo es más que nunca una necesidad, incluso una urgencia. Es tam‐ bién una manifestación natural de la bondad humana, cuyo potencial tenemos todos, a pesar de las múltiples motivacio‐ nes, con frecuencia egoístas, que atraviesan y a veces dominan nuestros espíritus. ¿Cuáles son, de hecho, los beneficios del altruismo frente a los problemas mayores que hemos descrito? Tomemos unos cuantos ejemplos. Si cada uno de nosotros cultivara más el altruismo, es decir, si tuviéramos más consideración por el bienestar ajeno, los inversores, por ejemplo, no se entregarían a especulaciones salvajes con los ahorros de los peque‐ ños ahorristas que han depositado en ellos su confianza, con el objetivo de cosechar los máximos dividendos a fin de año. No especularían con los recursos alimentarios, las semillas, el agua y otros elementos vitales para la supervivencia de los más desposeídos. Si tuvieran más consideración por la calidad de vida de quienes nos rodean, los que deciden y otros actores sociales se preocuparían de mejorar las condiciones de trabajo, de la vida familiar y social, y muchos aspectos más de la existencia. Acabarían interrogándose sobre la distancia cada vez mayor que separa cada vez más a los más desposeídos de los que representan el 1 % de la población, pero poseen el 25 % de las riquezas.3 En fin, podrían abrir los ojos sobre el destino de la sociedad de la que se aprovechan y sobre la cual han construido su fortuna. Si tuviéramos más consideraciones para con los demás, actuaríamos todos tratando de remediar la injusticia, la discri‐

minación y la indigencia. Reflexionaríamos entonces sobre la manera como tratamos a las especies animales, reducién‐ dolas a no ser sino instrumentos de nuestro dominio ciego que las transforma en productos de consumo. En fin, si demostrásemos tener más consideración hacia las generaciones futuras, no sacrificaríamos ciegamente el mundo a nuestros intereses efímeros, no dejando a quienes vengan después de nosotros sino un planeta polucionado y empobrecido. Por el contrario, nos esforzaríamos en promover una economía solidaria que deje un lugar a la confianza recíproca y valore los intereses ajenos. Consideraríamos la posibilidad de una economía diferente, la que sostienen ahora muchos economistas modernos,4 una economía que repose sobre los tres pilares de la verdadera prosperidad: la naturaleza, cuya identidad debemos preservar, las actividades humanas que deben expandirse, y los medios financieros que permitan ase‐ gurar nuestra supervivencia y nuestras necesidades materiales razonables.5 La mayoría de los economistas clásicos han basado durante demasiado tiempo sus teorías en la hipótesis de que los hombres van en pos exclusivamente de intereses egocéntricos. Esta hipótesis es falsa, pero constituye el fundamento de los sistemas económicos contemporáneos basados en el principio del librecambismo que sistematizó Adam Smith en La riqueza de las naciones. Estos mismos economistas han pasado por alto la necesidad de que cada individuo tome en con‐ sideración el bien ajeno, necesidad claramente formulada, sin embargo, por Adam Smith en la Teoría de los sentimientos morales. Olvidando asimismo el hincapié hecho por Darwin en la importancia de la cooperación en el mundo de lo vivo, algu‐ nas teorías contemporáneas sobre la evolución consideran que el altruismo sólo tiene sentido si es proporcional al grado de parentesco biológico que nos une a quienes llevan una parte de nuestros genes. Ya veremos cómo algunas nuevas tesis en la teoría de la evolución permiten tener en cuenta la posibilidad de un altruismo extendido que trascienda los víncu‐ los de proximidad familiares y tribales y valore el hecho de que los seres humanos son esencialmente «supercooperado‐ res».6 Contrariamente a lo que podría sugerir el alud de noticias alarmantes que aparecen con frecuencia en la primera pági‐ na de los periódicos, un buen número de estudios demuestran que cuando ocurre una catástrofe natural u otro tipo de situación dramática, la ayuda mutua es más la regla que el cada cual para sí mismo, la calma es mayor que el pánico, la entrega afectuosa, mayor que la indiferencia, y el valor, más fuerte que la cobardía.10 Más aún, la experiencia de miles de años de prácticas contemplativas da testimonio de que la transformación indivi‐ dual es posible. Esta experiencia milenaria ha sido corroborada ahora por las investigaciones en el ámbito de las neuro‐ ciencias, que han demostrado que toda forma de entrenamiento —aprender a leer o a tocar un instrumento musical, por ejemplo— produce una reestructuración en el cerebro, tanto en el plano funcional como en el estructural. Y es lo que ocurre asimismo cuando nos entrenamos para desarrollar el amor altruista y la compasión. Los trabajos recientes de varios teóricos de la evolución7 hacen, a su vez, hincapié en la importancia de la evolución de las culturas, más lenta que los cambios individuales, pero mucho más rápida que los cambios genéticos. Esta evolución es acumulativa y se transmite en el curso de las generaciones por la educación y la imitación. Y eso no es todo. En efecto, las culturas y los individuos no cesan de influenciarse mutuamente. Los individuos que crecen en el seno de una nueva cultura son diferentes porque sus nuevas costumbres les transforman el cerebro a través de la neuroplasticidad, y la expresión de sus genes a través de la epigenética. Esos individuos contribuirán a hacer evolu‐ cionar su cultura y sus instituciones, de manera que ese proceso se repetirá en cada generación. Para recapitular, el altruismo parece ser un factor determinante en la calidad de nuestra existencia, presente y futura, y no debe ser relegado al rango de pensamiento noble y utópico de unos cuantos ingenuos de gran corazón. Hay que tener la perspicacia de reconocerlo y la audacia de decirlo. Pero ¿qué es el altruismo? ¿Existe el verdadero altruismo? ¿Cómo se manifiesta? ¿Podemos llegar a ser más altruistas? En caso afirmativo, ¿cómo? ¿Qué obstáculos es preciso superar? ¿Cómo construir una sociedad más altruista y un mun‐ do mejor? Tales son las principales cuestiones que intentaremos esclarecer en esta obra.

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2 Véase www.karuna-shechen.org. 3 Estas cifras se refieren a la situación en los Estados Unidos. 4 En particular Joseph Stiglitz, Dennis Snower, Richard Layard y Ernst Fehr, así como los actores del movimiento FNB («Felicidad nacional bruta»),

promulgado por Bután y ahora seriamente tomado en cuenta por Brasil, Japón y otros países. 5 Estos tres pilares corresponden al concepto de «mutualidad», desarrollado por el economista Bruno Roche. 6 Debidas sobre todo a los trabajos de David Sloan Wilson, Elliott Sober, E. O. Wilson y Martin Nowak. 7 Sobre todo los de Robert Boyd y Peter J. Richerson; véase Richerson, P. J. y Boyd, R. (2005), Not by Genes Alone.

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I ¿Qué es el altruismo? Vivir es ser útil a los demás. SÉNECA

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1 La naturaleza del altruismo Algunas definiciones ¿Es el altruismo «la preocupación desinteresada por el bien ajeno», es decir, una motivación, un estado de ánimo mo‐ mentáneo, como lo define el diccionario Larousse, o bien una disposición a interesarse y dedicarse con ahínco a cuidar de otra persona, según el diccionario Robert, indicando así un rasgo de carácter más duradero? Las definiciones abundan y a veces se contradicen. Si se quiere demostrar que el verdadero altruismo existe y favorecer su expansión en la sociedad, será indispensable esclarecer el significado de este término. El término «altruismo», derivado del latín alter, ‘otro’, fue utilizado por primera vez en el siglo XIX por Auguste Comte, uno de los padres de la sociología y el fundador del positivismo. El altruismo, según Comte, supone la «eliminación de los deseos egoístas y del egocentrismo, así como la culminación de una vida consagrada al bien del otro».1 El filósofo estadounidense Thomas Nagel precisa que el altruismo es una «proclividad a actuar teniendo en cuenta los intereses de otras personas y sin segundas intenciones».2 Es una determinación racional a actuar surgida de «la influencia directa que ejerce el interés de una persona sobre las acciones de otra, por el simple hecho de que el interés de la primera constituye la motivación del acto de la segunda».3 Otros pensadores, confiados en el potencial de benevolencia presente en el ser humano, van incluso más lejos y, como el filósofo estadounidense Stephen Post, definen el amor altruista como un «placer desinteresado producido por el bie‐ nestar de otro, asociado a los actos —cuidados y servicios— que se requieren con este fin. Un amor ilimitado extiende esta benevolencia a todos los seres sin excepción, y de forma duradera».4 El agapé del cristianismo es un amor incondi‐ cional por otros seres humanos, y el amor altruista y la compasión del budismo, maitri y karuna, se extienden a todos los seres sensibles, humanos y no humanos. Algunos autores hacen hincapié en el hecho de pasar a la acción, mientras que otros consideran que es la motivación lo que define el altruismo y califica nuestros comportamientos. El psicólogo Daniel Batson, que ha consagrado su carrera al estudio del altruismo, precisa que «el altruismo es una motivación cuya finalidad última es incrementar el bienestar del otro».5 Distingue claramente el altruismo en tanto que finalidad última (mi objetivo es explícitamente hacer el bien a otro), y en tanto que medio (yo le hago el bien a otro con miras a conseguir mi propio bien). A sus ojos, para que una motivación sea altruista, el bien del otro debe constituir un objetivo en sí.8

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Entre las otras modalidades del altruismo, la bondad corresponde a una manera de ser que se traduce espontá‐ neamente en actos en cuanto las circunstancias lo permiten; la benevolencia, que viene del latín benevole, ‘querer el bien del otro’, es una disposición favorable hacia el otro, acompañada de una voluntad de pasar a la acción. La solicitud consiste en preocuparse de forma duradera y vigilante por el destino del otro: sentirse afectado por su situación, se intenta subvenir a sus necesidades, favorecer su bienestar y remediar sus sufrimientos. La entrega afectuosa consiste en ponerse con abnegación al servicio de ciertas personas o de una causa benéfica para la socie‐ dad. La gentileza es una forma de dulce deferencia que se manifiesta en nuestra manera de comportarnos con los demás. La fraternidad (y la sororidad, para retomar una expresión de Jacques Attali) proviene del sentimiento de pertenecer a la gran familia humana, cada uno de cuyos representantes es percibido como un hermano o herma‐ na cuyo destino nos importa; la fraternidad evoca también las nociones de buen entendimiento, cohesión y unión. La altruidad es definida por el biólogo Philippe Kourilsky como «el compromiso deliberado de actuar por la libertad de los otros».6 El sentimiento de solidaridad con un grupo más o menos amplio de personas nace cuando se debe hacer frente a desafíos y obstáculos comunes. Por extensión, este sentimiento puede experimen‐

tarse ante los más desposeídos de entre nosotros, los que se ven afectados por una catástrofe; es la comunidad de destino lo que nos une.

La acción sola no define el altruismo En su obra titulada The Heart of Altruism (‘La esencia del altruismo’), Kristen Monroe, profesora de ciencias políticas y filosofía de la Univesidad de Irvine (California), propone reservar el término «altruismo» para las acciones realizadas por el bien de otro, asumiendo algún riesgo y sin esperar nada a cambio. Según ella, las buenas intenciones son indispensa‐ bles para el altruismo, pero no bastan. También hay que actuar, y la acción debe tener un objetivo preciso, el de contri‐ buir al bienestar de otro.7 Monroe reconoce, no obstante, que los motivos de la acción cuentan más que sus consecuencias.8 Nos parece, pues, preferible no restringir el uso del término altruismo a comportamientos exteriores, pues no permiten, por sí mismos, co‐ nocer con certeza la motivación que los inspiró. Así como la aparición de consecuencias indeseables e imprevistas no pone en tela de juicio la naturaleza altruista de una acción destinada al bien de otro, el impedimento a pasar a la acción, inde‐ pendiente de la voluntad de quien quiere actuar, no disminuye en nada el carácter altruista de su motivación. Además, para Monroe un acto no puede ser considerado altruista si no conlleva un riesgo ni tiene ningún «costo», real o potencial, para quien lo realiza. Un individuo altruista estará, sin duda, dispuesto a asumir riesgos por el bien de otro, pero el mero hecho de asumir riesgos por el bien de otro no es ni necesario ni suficiente para calificar el comporta‐ miento de altruista. Podemos imaginar que un individuo se exponga a peligros para ayudar a alguien con la idea de ga‐ narse su confianza y obtener de él beneficios personales suficientemente importantes como para justificar los peligros a los que se expuso. Además, hay personas que aceptan exponerse a un peligro por razones puramente egoístas, por ejem‐ plo, para buscar la gloria realizando una proeza peligrosa. Por el contrario, un comportamiento puede estar sinceramente destinado al bien del otro sin por ello conllevar ningún riesgo importante. Aquel que, impulsado por la benevolencia, dona una parte de su fortuna o bien pasa años en el seno de una organización caritativa para ayudar a gente que atraviesa momentos difíciles no asume necesariamente un riesgo y, sin embargo, su comportamiento merece, a nuestro parecer, ser calificado de altruista.

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Es la motivación lo que da color a nuestros actos Nuestras motivaciones, ya sean benévolas, malévolas o neutras, dan color a nuestros actos como un tejido da color al tro‐ zo de cristal sobre el cual se encuentra. La sola apariencia de los actos no permite distinguir un comportamiento altruista de uno egoísta; una mentira destinada a hacer el bien, de otra dicha para perjudicar. Si una madre empuja bruscamente a su hijo hacia el bordillo de la acera para impedir que un coche lo atropelle, su acto sólo es violento en apariencia. Si al‐ guien nos aborda con una gran sonrisa y nos cubre de elogios con el único objetivo de timarnos, su conducta puede pa‐ recer benévola, pero sus intenciones son manifiestamente egoístas. En su obra Altruism in Humans (‘El altruismo en los seres humanos’), Daniel Batson propone un conjunto de criterios que permiten calificar nuestras motivaciones de altruismo.9 El altruismo exige una motivación: un reflejo instintivo o un comportamiento automático no pueden ser califi‐ cados de altruista o egoísta, sean cuales sean sus consecuencias, benéficas o perjudiciales. Puede ocurrir también que busquemos el bien de otro por razones que no son ni altruistas ni egoístas, particu‐ larmente por sentido del deber o para hacer respetar la justicia. La diferencia entre el altruismo y el egoísmo es cualitativa y no cuantitativa, es la calidad de nuestra motiva‐ ción, y no su intensidad lo que determina su naturaleza altruista. Distintas motivaciones, altruistas y egoístas, coexisten en nuestro espíritu y pueden neutralizarse cuando con‐ sideramos simultáneamente nuestros intereses y los de otro. El paso a la acción depende de las circunstancias y no califica la naturaleza altruista o egoísta de nuestras

motivaciones. El altruismo no requiere un sacrificio personal; puede incluso generar beneficios personales en la medida en que éstos no constituyan la finalidad última de nuestros comportamientos, sino que sean únicamente sus conse‐ cuencias secundarias. En esencia, el altruismo reside en la motivación que anima un comportamiento. Puede ser considerado autén‐ tico mientras el deseo del bien de otro constituya nuestra preocupación principal, aunque esta preocupación aún no se haya concretado en actos. El egoísta, en cambio, no contento con estar centrado en sí mismo, considera a los demás como instrumentos al servicio de sus propios intereses. No duda en descuidar, e incluso en sacrificar, el bien de otro cuando esto re‐ sulta ser útil para conseguir sus fines.

Habida cuenta de nuestra limitada capacidad para controlar los acontecimientos exteriores y de nuestra ignorancia con respecto al giro que pueden tomar a largo plazo, tampoco podemos calificar un acto de egoísta o altruista basándo‐ nos en la simple comprobación de sus consecuencias inmediatas. Dar droga o una bebida alcohólica a alguien que está siguiendo una cura de desintoxicación con el pretexto de que sufre con el síndrome de abstinencia, le procurará sin duda un apreciable alivio momentáneo, pero un gesto semejante no le hará ningún bien a largo plazo. En cualquier circunstancia, en cambio, nos resulta posible examinar atenta y honestamente nuestra motivación y de‐ terminar si es egoísta o altruista. El elemento esencial es, pues, la intención que subyace a nuestros actos. La elección de los métodos depende de los conocimientos adquiridos, de nuestra perspicacia y de nuestras capacidades para actuar.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Darle toda su importancia al valor del otro

Conceder valor al otro y sentirse afectado por su situación son los dos componentes esenciales del altruismo. Cuando esta actitud prevalece en nosotros, se manifiesta bajo la forma de la benevolencia para con quienes penetran en el ámbito de nuestra atención, y se traduce en la disponibilidad y la voluntad de hacerse cargo de ellos. Cuando comprobamos que el otro tiene una necesidad o un deseo particulares cuya satisfacción le permitiría no sufrir y sentir cierto bienestar, la empatía nos hace sentir primero espontáneamente esa necesidad. Luego, la preocupación por el otro genera la voluntad de ayudar a satisfacerla. Si, por el contrario, concedemos poco valor al otro, nos será indiferen‐ te; no tendremos en cuenta sus necesidades y tal vez ni siquiera las notaremos.10

El altruismo no exige «sacrificio» El hecho de sentir alegría por hacer el bien a otros, y de obtener, por añadidura, beneficios para sí mismo no hace que un acto se vuelva, en sí, egoísta. El altruismo auténtico no exige que suframos ayudando a los demás, y no pierde su autenti‐ cidad si va acompañado de un sentimiento de profunda satisfacción. Además, la noción misma de sacrificio es muy rela‐ tiva. Lo que a algunos les parece un sacrificio es sentido por otros como una culminación, tal como ilustra la siguiente historia. Sanjit Bunker Roy, con quien colabora nuestra asociación humanitaria Karuna-Shechen, cuenta que a la edad de veinte años, siendo él un hijo de buena familia, educado en uno de los colegios más prestigiosos de la India, estaba destinado a estudiar una buena carrera, su madre ya lo veía médico, ingeniero o funcionario del Banco Mundial. Aquel año, 1965, una terrible hambruna se abatió sobre la provincia de Bihar, una de las más pobres de la India. Bunker, inspirado por Jai Prakash Narayan, amigo de Gandhi y gran figura moral india, decidió ir a ver con unos amigos de su edad lo que estaba pasando en las aldeas más afectadas. Regresó al cabo de unas semanas, transformado, y declaró a su madre que quería irse a vivir a una aldea. Tras un momento de silencio consternado, su madre le preguntó: —¿Y qué vas a hacer en una aldea? Bunker respondió: —Trabajar como obrero no calificado cavando pozos.

«Mi madre estuvo a punto de caer en coma», cuenta Bunker. Los otros miembros de la familia intentaron tranquilizar‐ la diciéndole: —No te preocupes, como todos los adolescentes, está atravesando su crisis de idealismo. Después de haber padecido unas cuantas semanas en uno de esos lugares, se desencantará y volverá. Pero Bunker no regresó, sino que se quedó cuarenta años en las aldeas. Durante seis años cavó trescientos pozos con una perforadora en las campiñas de Rajastán. Su madre no volvió a dirigirle la palabra durante años. Cuando Bunker se instaló en la aldea de Tilonia, las autoridades locales tampoco lo comprendían: —¿Le persigue la policía? —No. —¿Le han suspendido en los exámenes? ¿No consiguió un puesto de funcionario? —Tampoco. Alguien de su extracción social y con un grado de instrucción semejante estaba fuera de lugar en una aldea pobre. Bunker cayó en la cuenta de que podía hacer algo más que cavar pozos. Observó que los hombres que habían hecho estudios partían hacia las ciudades y ya no contribuían en absoluto a ayudar a sus aldeas. «Los hombres son inutiliza‐ bles», proclamó con malicia. Más valía, pues, educar a las mujeres, particularmente a las jóvenes abuelas (treinta y cincocincuenta años) que disponían de más tiempo que las madres de familia. Aunque fuesen analfabetas, era posible educar‐ las para que llegasen a ser «ingenieros solares», competentes en la fabricación de paneles fotovoltaicos. Además, había poco riesgo de que se marcharan de su aldea. Bunker fue largo tiempo ignorado, luego criticado por las autoridades locales y los organismos internacionales, inclui‐ do el Banco Mundial. Pero él perseveró y formó a cientos de abuelas analfabetas que aseguraron la electrificación solar de casi un millar de aldeas en la India y otros países. Sus actividades son apoyadas ahora por el Gobierno indio y otras orga‐ nizaciones; son citadas como ejemplo en todas partes. Bunker concibió asimismo programas destinados a utilizar la sabi‐ duría ancestral de los campesinos, sobre todo la manera de recoger el agua de lluvia para alimentar cisternas con capaci‐ dad suficiente para subvenir a las necesidades anuales de los aldeanos. Antes, las mujeres debían caminar varias horas cada día para traer pesadas tinajas de agua a menudo polucionada. En Rajastán, Bunker fundó el Barefoot College («Co‐ legio de los descalzos»), en el que los integrantes del personal docente no tienen ningún diploma, pero comparten su ex‐ periencia fundada en años de práctica. Todo el mundo vive allí de manera sencilla, en el estilo de las comunidades de Gandhi, y nadie cobra más de cien euros al mes. Por supuesto que se ha reconciliado con su familia, que ahora está orgullosa de él. Así, durante muchos años, lo que había parecido a sus parientes un sacrificio insensato, se ha convertido para él en un logro que lo colma de entusiasmo y de satisfacción. Lejos de desanimarlo, las dificultades con las que se había topado en su camino no hicieron más que esti‐ mular su inteligencia y sus facultades creadoras. Hasta hoy, y desde hace cuarenta años, Bunker ha realizado con éxito un gran número de proyectos notables en veintisiete países. Y mucho más: todo su ser irradia la alegría de una vida corona‐ da por el éxito. Para instruir a los aldeanos de manera viva, Bunker y sus colaboradores organizan representaciones en las que salen al escenario grandes marionetas de cartón piedra. Como una especie de guiño a quienes lo miraban por encima del hom‐ bro, esas marionetas son fabricadas con informes reciclados del Banco Mundial. Bunker cita a Gandhi: «Primero os ig‐ noran, luego se ríen de vosotros, luego os combaten, y entonces ganáis».

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Estar atento y tener muy en cuenta las necesidades del otro Según el filósofo Alexandre Jollien, «la primera cualidad del amor altruista es escuchar atentamente las necesidades del otro. El altruismo nace de las necesidades del otro y las hace suyas».11 Y, refiriéndose al sabio indio Swami Prajnanpad, Alexandre añade: El altruismo es un arte de la precisión, no consiste en darlo todo a granel y en desorden, sino en estar cerca del otro y de sus necesidades. Cuando Swami Praj​nanpad afirma que «el amor es cálculo», se está refiriendo a un cálculo de pre‐

cisión que permite adaptarse perfectamente a la realidad y a las necesidades del otro. Muy a menudo nos hacemos una idea del bien y se la endilgamos al otro. Decimos: «Eso es tu bien» e imponemos dicho bien al otro. Pero amar al otro no es amar a un álter ego. Tenemos que dejar que el otro sea otro y despojarnos de todo lo que podamos proyectar so‐ bre él, despojarnos de nosotros mismos para ir al encuentro del otro, escuchándolo con benevolencia. A mi padre, Jean-François Revel, se le cayó el alma a los pies cuando le anuncié que iba a dejar mi carrera científica para irme a vivir al Himalaya, cerca de mi maestro espiritual. Pero tuvo la bondad de respetar mi elección y permanecer en silencio. Después de la publicación del libro El monje y el filósofo explicó que «a los veintiséis años, Matthieu era un adulto y tenía pleno derecho a decidir qué hacer con su vida». En el mundo de la ayuda humanitaria no es, sin embargo, raro que ciertas organizaciones bienintencionadas decidan sobre la manera de «hacer el bien» en algunas poblaciones, sin escuchar verdaderamente los deseos y necesidades reales de los beneficiarios potenciales. La distancia entre los programas de ayuda y las aspiraciones de las poblaciones locales es a veces considerable.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Estados mentales momentáneos y disposiciones duraderas

Para Daniel Batson, el altruismo no es tanto una manera de ser como una fuerza motivadora orientada hacia un objetivo, una fuerza que desaparece cuando se alcanza ese objetivo. Batson considera así el altruismo como un estado mental mo‐ mentáneo vinculado a la percepción de una necesidad particular en otra persona, más que como una disposición dura‐ dera. Prefiere hablar de altruismo que de altruistas ya que, en todo momento, una persona puede tener dentro de sí una mezcla de motivaciones altruistas hacia ciertas personas, y egoístas hacia otras. El interés personal puede así entrar en competencia con el interés del otro y crear un conflicto interior. No obstante, nos parece legítimo hablar asimismo de disposiciones altruistas o egoístas según los estados mentales que predominen habitualmente en una persona, pues todos los grados entre el altruismo incondicional y el egoísmo limitado son concebibles. El filósofo escocés Francis Hutcheson decía sobre el altruismo que no era un «movimiento accidental de compasión, de afecto natural o gratitud, sino una humanidad constante, o el deseo del bien público de todos aquellos a los que puede llegar nuestra influencia, deseo que nos incita de modo uniforme a realizar obras de beneficencia y nos im‐ pulsa a informarnos correctamente sobre la mejor manera de ponerse al servicio de los intereses de la humanidad».12 A su vez, el historiador estadounidense Philip Hallie piensa que «la bondad no es una doctrina ni un principio, sino una manera de vivir».13 Esta disposición interior duradera va acompañada de una visión particular del mundo. Según Kristen Monroe, «los altruistas tienen simplemente una manera diferente de ver las cosas. Allí donde nosotros vemos un extraño, ellos ven un ser humano, uno de sus semejantes… Es esa perspectiva la que constituye el corazón del altruismo».14 Los psicólogos Jean-François Deschamps y Rémi Finkelstein han demostrado asimismo la existencia de un vínculo entre el altruismo considerado como un valor personal y los comportamientos prosociales, sobre todo el voluntariado.15 Además, nuestras reacciones espontáneas frente a circunstancias imprevisibles reflejan nuestras disposiciones profun‐ das y nuestro grado de preparación interior. La mayoría de nosotros tenderá la mano a quien acaba de caerse al agua. Un psicópata o una persona dominada por el odio tal vez mirarán ahogarse al infeliz sin mover un solo dedo, e incluso con una satisfacción sádica. Fundamentalmente, en la medida en que el altruismo impregna nuestro espíritu, se expresa enseguida cuando nos ve‐ mos enfrentados a las necesidades del otro. Como escribía el filósofo estadounidense Charles Taylor, «la ética no concier‐ ne sólo a lo que es bueno hacer, sino a lo que es bueno ser».16 Esta visión de las cosas permite inscribir el altruismo den‐ tro de una perspectiva más amplia y contar con la posibilidad de cultivarlo como manera de ser. 8 Batson coincide en este punto con Immanuel Kant, que escribía: «Actúa siempre de manera que trates a la humanidad […] como un fin y nunca simplemente como un medio», Fundamentos de la metafísica de las costumbres (1785).

2 Extender el altruismo El altruismo es como los círculos que se forman en el agua cuando se tira una piedra: son muy pequeños al principio, pero luego se amplían hasta abarcar la superficie entera del océano.

ALEXANDRE JOLLIEN1

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A la mayoría de nosotros nos resulta natural mostrarnos sinceramente benévolos con un ser querido o con cualquier persona que demuestre tener buenas intenciones para con nosotros. Sin embargo, a priori parece más difícil extender esta benevolencia a numerosos individuos, y muy particularmente a quienes nos tratan mal, No obstante, tenemos la ca‐ pacidad, por el raciocinio y el entrenamiento mental, de incluirlos en la esfera del altruismo, comprendiendo que la be‐ nevolencia y la compasión no son simplemente «recompensas» atribuidas en función de buenos comportamientos, sino que tienen por objetivo esencial promover la felicidad de los seres y remediar sus sufrimientos. Evocaré en particular los métodos propuestos por el budismo para lograr este objetivo. Al hacerlo no pretendo incitar al lector a que adopte esta vía espiritual, sino resaltar el valor universal de algunos puntos surgidos de la filosofía y la práctica del budismo. Esas cualidades se inscriben en lo que el Dalái Lama denomina la promoción de los valores humanos o la ética secular, una éti‐ ca que, por principio, no se opone a las religiones, pero que tampoco depende de ninguna de ellas.2 El altruismo y la compasión tienen por vocación extenderse así lo más ampliamente posible. Es preciso comprender tan sólo que nuestro bien y el del mundo no pueden reposar en la indiferencia ante la felicidad del otro ni en la negativa a ver los sufrimientos a nuestro alrededor.3

Amor altruista, compasión y empatía El budismo define el amor altruista como «el deseo de que todos los seres encuentren la felicidad y las causas de la felici‐ dad». Por «felicidad» el budismo entiende no sólo un estado pasajero de bienestar o una sensación placentera, sino una manera de ser basada en un conjunto de cualidades que incluyen el altruismo, la libertad interior, la fuerza del alma, así como una visión justa de la realidad.4 Al hablar de las «causas de la felicidad», el budismo no se refiere sólo a las causas inmediatas del bienestar, sino a sus raíces profundas, a saber, la busca de la sabiduría y de una comprensión más justa de la realidad. Este deseo altruista va acompañado de una constante disponibilidad hacia el otro, asociada a la determinación de ha‐ cer todo cuanto esté en nuestro poder para ayudar a cada ser en particular a conseguir una auténtica felicidad. En este punto el budismo coincide con Aristóteles, para quien «amar» consistía en «querer para alguien lo que creemos que está bien» y «ser capaz de procurárselo en la medida en que podamos».5 No se trata aquí de una simple posición dogmática que decretaría que «el sufrimiento es el mal», sino de tomar en consideración que es deseo de todo ser escapar al sufrimiento. Una actitud puramente normativa, cuyo objetivo fuera poner fin al sufrimiento como entidad abstracta, conllevaría el riesgo de que prestásemos menos atención a los seres mismos y a sus sufrimientos específicos. Por eso el Dalái Lama nos da este consejo: Para sentir una compasión y una benevolencia verdaderas hacia los demás, debemos elegir una persona real como tema de meditación e incrementar nuestra compasión y nuestro amor benevolente para con esa persona, antes de ex‐ tenderlos a otras. Trabajamos con una sola persona a la vez, de lo contrario, nuestra compasión corre el riesgo de di‐ luirse en un sentimiento demasiado general y nuestra meditación perderá concentración y fuerza.6

Además, la historia nos ha demostrado que cuando se define el bien y el mal de manera dogmática, todas las derivas son posibles, desde la Inquisición hasta las dictaduras totalitarias. Como decía con frecuencia mi padre, Jean-François Revel: «Los regímenes totalitarios proclaman: “Nosotros sabemos cómo haceros felices. Basta con que sigáis nuestras di‐ rectivas. Sin embargo, si no estáis de acuerdo, lamentaremos tener que eliminaros”».7 El amor altruista se caracteriza por una benevolencia incondicional frente a la totalidad de los seres, susceptible de ex‐ presarse a cualquier instante en favor de cada ser en particular. Impregna el espíritu y se expresa de manera apropiada según las circunstancias para subvenir a las necesidades de todos. La compasión es la forma que adopta el amor altruista cuando es enfrentado a los sufrimientos de otro. El budismo la define como «el deseo de que todos los seres sean liberados del sufrimiento y de sus causas» o, como escribe poéticamen‐ te el monje budista Bhante Henepola Gunaratana: «El deshielo del corazón al pensar en el sufrimiento del otro».8 Esta aspiración debe ser seguida por la puesta en marcha de todos los medios posibles para remediar sus tormentos. Aquí, una vez más, las «causas del sufrimiento» incluyen no solamente las causas inmediatas y visibles de los sufri‐ mientos, sino también sus causas profundas, la ignorancia en primer lugar. La ignorancia es comprendida aquí como una comprensión errónea de la realidad que nos lleva a conservar estados mentales perturbadores tales como el odio y el de‐ seo compulsivo, y actuar dominados por ellos. Este tipo de ignorancia nos conduce a perpetuar el ciclo del sufrimiento y a dar la espalda al bienestar duradero. El amor benévolo y la compasión son, pues, las dos facetas del altruismo. Su objeto los distingue: el amor benévolo desea que todos los seres conozcan la felicidad, mientras que la compasión se centra en la erradicación de sus sufrimien‐ tos. El amor y la compasión deberán durar mientras haya seres y mientras éstos sufran. Definiremos aquí la empatía como la capacidad de entrar en resonancia afectiva con los sentimientos del otro y ser conscientes de su situación. La empatía nos alerta en particular sobre la naturaleza y la intensidad de los sentimientos ex‐ perimentados por el otro. Podría decirse que cataliza la transformación del amor altruista en compasión.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La importancia de la lucidez

El altruismo debe ser iluminado por la lucidez y la sabiduría. No se trata de aprobar desconsideradamente todos los de‐ seos y caprichos de los demás. El amor verdadero consiste en asociar una benevolencia sin límites a un discernimiento sin fallos. El amor así definido debe tener en cuenta los pormenores de cada situación y preguntarse: ¿cuáles serán los beneficios y los inconvenientes a corto y largo plazo de lo que voy a hacer?, ¿afectará mi acción a un número pequeño o grande de individuos? Más allá de toda parcialidad, el amor altruista debe considerar lúcidamente la mejor manera de conseguir el bien de los demás. La imparcialidad exige no favorecer a alguien simplemente porque se siente por él más simpatía que por otra persona que está igualmente, o incluso más necesitada.

Alegrarse de la felicidad del otro y cultivar la imparcialidad Al amor altruista y a la compasión, el budismo añade la alegría por la felicidad y las cualidades del otro, así como la imparcialidad. El regocijo consiste en sentir en el fondo del corazón una alegría sincera por los logros y las cualidades del otro, por aquellos que obran en beneficio de otros y cuyos proyectos benévolos se ven coronados por el éxito, por quienes han cul‐ minado sus aspiraciones perseverando en sus esfuerzos, y por quienes poseen múltiples talentos. Esta alegría y esta apre‐ ciación van acompañadas por el deseo de que su bienestar y sus cualidades no declinen, sino que se perpetúen y acre‐ cienten. Esta facultad de felicitarse por las cualidades del otro sirve asimismo como antídoto contra la comparación so‐ cial, la envidia y los celos, que reflejan una incapacidad para alegrarse de la felicidad del otro. Constituye asimismo un remedio contra una visión sombría y desesperada del mundo y de la humanidad. La imparcialidad es un componente esencial del altruismo, pues el deseo de que los seres encuentren la felicidad y sean liberados de sus sufrimientos no debe depender ni de nuestras ataduras personales ni de la manera como los demás nos tratan o se comportan con nosotros. La imparcialidad adopta la mirada de un médico benévolo y afectuoso que se alegra

cuando los demás gozan de buena salud y se preocupa de la curación de todos los enfermos, quienesquiera que sean. El altruismo puede, en efecto, verse influido por el sentimentalismo y dar origen a actitudes parciales. Si durante un viaje por un país pobre me topo con una pandilla de niños y uno de ellos me resulta más simpático que los otros, el he‐ cho de concederle un trato de favor proviene de una intención benévola, pero da testimonio asimismo de falta de equi‐ dad y perspicacia. Podría ser que otros de los niños ahí presentes hubieran tenido más necesidad de mi ayuda. De manera similar, si nos preocupa el destino de ciertos animales simplemente porque son «bonitos», y permanece‐ mos indiferentes ante el sufrimiento de los que nos parecen repugnantes, se trata de un falso pretexto de altruismo, indu‐ cido por prejuicios y preferencias afectivas. De ahí la importancia de la noción de imparcialidad. Según el budismo, el altruismo debe extenderse a la totalidad de los seres sensibles, cualquiera que sea su aspecto, su comportamiento y su grado de proximidad a nosotros. Como la imagen del sol que reluce de manera igual tanto sobre los «buenos» como sobre los «malos», sobre un paisaje magnífico como sobre un montón de basura, la imparcialidad se extiende a todos los seres sin distinción. Cuando la compasión así concebida recae en una persona malintencionada, no consiste en tolerar, y menos aún en fomentar, no ha‐ ciendo nada, su actitud malévola y sus actos perjudiciales, sino en considerar gravemente enferma o víctima de la locura a esa persona y desear que sea liberada de la ignorancia y de la hostilidad que habitan en ella. Dicho con otras palabras, no se trata de contemplar con ecuanimidad, e incluso con indiferencia, los actos dañinos, sino de comprender que es po‐ sible erradicar sus causas como se pueden eliminar las causas de una enfermedad. El carácter universal del altruismo extendido no lo convierte por ello en un sentimiento vago y abstracto, desconecta‐ do de los seres y de la realidad. No nos impide evaluar con lucidez el contexto y las circunstancias. En vez de diluirse en‐ tre la multitud y la diversidad de los seres, el altruismo extendido se ve reforzado por su número y la variedad de sus ne‐ cesidades particulares. Se aplica espontáneamente y de manera pragmática a cada ser que se presenta en el campo de nuestra atención. Además, no exige obtener un éxito inmediato. Nadie puede esperar que todos los seres dejen de sufrir de un día para otro, como por milagro. A la inmensidad de la tarea debe, pues, responder la magnitud del valor. Lo que hace decir a Shantideva, maestro budista indio del siglo VII:

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¡Mientras perdure el espacio, y mientras haya seres, ojalá también pueda yo existir para disipar el sufrimiento del mundo!

Superar el miedo Uno de los aspectos importantes del amor altruista es el valor. Un verdadero altruista está dispuesto a ir sin miedo ni ti‐ tubeos hacia los demás. El sentimiento de inseguridad y el miedo son obstáculos mayores para el altruismo. Si nos senti‐ mos afectados por la menor contrariedad, desaire, crítica o insulto, nos encontramos debilitados y pensamos sobre todo en protegernos. El sentimiento de inseguridad nos incita a encerrarnos en nosotros mismos y a guardar distancia frente a los demás. Para volvernos más altruistas, tendremos que desarrollar una fuerza interior capaz de darnos el sentimiento de disponer de los recursos interiores que nos permitan enfrentarnos a las circunstancias continuamente cambiantes de la existencia. Fortalecidos con esta confianza, estaremos entonces listos para abrirnos a los demás y a manifestar el al‐ truismo. Por eso se habla en el budismo de «compasión valerosa». Gandhi también decía: «El amor no teme nada ni a nadie. Corta el miedo en su raíz misma».

Extender la comprensión de las necesidades del otro Cuanto más nos concierne el destino de quien está atravesando dificultades, más se refuerza la motivación para aliviarlo. Pero es importante identificar clara y correctamente las necesidades del otro y comprender lo que realmente necesita, a

fin de satisfacer sus diferentes grados de bienestar.9 Según el budismo, la necesidad última de todo ser humano es liberar‐ se del sufrimiento en todas sus formas, incluyendo las que no son inmediatamente visibles y proceden de la ignorancia. Reconocer que esa necesidad es compartida por todos los seres permite extender el altruismo tanto a los amigos como a los enemigos, a los familiares como a los desconocidos, a los seres humanos como a todos los seres vivos. En el caso de un enemigo, por ejemplo, la necesidad que se tiene en cuenta no es sin duda el cumplimiento de sus designios malévolos, sino la necesidad de arrancar de cuajo las causas que los originaron.

Del altruismo biológico al altruismo extendido El Dalái Lama distingue dos tipos de amor altruista: el primero se manifiesta espontáneamente con las disposiciones bio‐ lógicas que hemos heredado de la evolución. Refleja nuestro instinto de cuidar de nuestros hijos, de nuestros parientes y, en un plano más general, de quienes nos tratan con benevolencia. Este altruismo natural e innato no necesita ningún entrenamiento. Su forma más poderosa es el amor de los padres. No obstante, sigue siendo limitado y parcial, pues depende generalmente de nuestros vínculos de parentesco o de la ma‐ nera como percibimos a los demás, favorable o desfavorablemente, así como de la manera como ellos nos tratan. La solicitud que se da a un niño, a una persona mayor o a un enfermo, nace a menudo de nuestra percepción de su vulnerabilidad y de su necesidad de protección. Cierto es que tenemos la capacidad de emocionarnos con el destino de niños que no sean los nuestros y de personas que no sean parientes nuestros, pero el altruismo natural no se extiende fá‐ cilmente a desconocidos, y menos aún a nuestros enemigos. Es asimismo inconstante porque puede desaparecer cuando un amigo o un pariente que hasta entonces se había mostrado bien dispuesto hacia nosotros, cambia de actitud y nos tra‐ ta de pronto con indiferencia, o incluso hostilidad. El altruismo extendido, en cambio, es imparcial. En la mayoría de la gente no es espontáneo y exige ser cultivado. «La simpatía, aunque adquirida como instinto, también se fortalece mucho con el ejercicio y la costumbre»,9 escribía Darwin. Sea cual sea nuestro punto de partida, todos tenemos la posibilidad de cultivar el altruismo y trascender los límites que lo confinan al círculo de nuestros parientes. El altruismo instintivo, adquirido en el curso de nuestra evolución, en particular el de la madre por su hijo, puede ser‐ vir de base al altruismo más extendido, aunque ésa no haya sido su función inicial. Esta idea ha sido defendida por nu‐ merosos psicólogos, como William McDougall, Daniel Batson y Paul Ekman, y sostenida por algunos filósofos, entre ellos Elliott Sober y el especialista en evolución David Sloan Wilson.10 Esta extensión comporta dos etapas principales: de un lado, se perciben las necesidades de un número más grande de seres, muy particularmente de los que hasta entonces se habían considerado extraños o enemigos. De otro lado, se da valor a un conjunto de seres sensibles mucho más amplio, que supera el círculo de nuestros parientes, del grupo social, ét‐ nico, religioso y nacional que es el nuestro, y que se extiende incluso más allá de la especie humana.11 Es interesante anotar que Darwin no sólo se interesaba por esta expansión, sino que la consideraba necesaria: «La sim‐ patía, por las causas que ya hemos indicado, tiende siempre a ser más amplia y universal. No podríamos restringir nues‐ tra simpatía, aun admitiendo que la inflexible razón nos lo impusiera como ley, sin perjudicar la parte más noble de nuestra naturaleza».12 Era también el ideal expresado por Einstein en una carta escrita en 1921:

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El ser humano es una parte del todo que llamamos el universo, una parte limitada por el tiempo y el espacio. Se expe‐ rimenta a sí mismo, sus pensamientos y sus sentimientos como acontecimientos separados del resto, eso es una espe‐ cie de ilusión óptica de su conciencia. Esta ilusión es una forma de prisión para nosotros, pues nos restringe a nuestros deseos personales y nos obliga a reservar nuestro afecto a las pocas personas que están más cerca de nosotros. Nuestra tarea debería consistir en liberarnos de esa prisión ampliando el círculo de compasión de tal manera que incluyamos en él a todas las criaturas vivas y a toda la naturaleza en su belleza.13 Esta actividad comienza con la toma de conciencia siguiente: si miro la zona más profunda de mí mismo, deseo no su‐

frir. No me despierto por la mañana pensando: «¡Ojalá pudiera sufrir todo el día y, si es posible, toda mi vida!» Cuando he reconocido esta aspiración en mí mismo, ¿qué ocurre si me proyecto mentalmente en la conciencia de otro ser? Como yo, tal vez él esté dominado por toda suerte de tormentos y una gran confusión mental, pero, al igual que yo, ¿no preferi‐ ría acaso no sufrir, si le fuera posible? Comparte mi deseo de escapar al sufrimiento y ese deseo es digno de respeto. Lamentablemente, hay personas que, al no haber podido beneficiarse de condiciones que les habrían permitido expan‐ dirse, se perjudican a sí mismas voluntariamente y se automutilan o cometen actos de desesperación que van hasta el sui‐ cidio.14 La falta de amor, de sensatez, de confianza en sí mismo, y la ausencia de una dirección clara en su vida son tan agobiantes que las llevan en ocasiones a la autodes​trucción. Esos actos extremos son a veces un grito de desesperación, una llamada al socorro, una manera de expresarse para quienes no saben cómo encontrar la felicidad, o no han podido encontrarla debido a la brutalidad de las condiciones exteriores.

Aspectos emocionales y cognitivos del altruismo y de la compasión

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Sentirse emocionado por el sufrimiento del otro, sentir uno mismo sufrimiento porque él sufre, alegrarse cuando está alegre y entristecerse cuando está afligido son cosas que dependen de la resonancia emocional. En cambio, discernir las causas inmediatas o duraderas, superficiales o profundas de los sufrimientos del otro y gene‐ rar la determinación de remediarlas es algo que depende del conocimiento y de la compasión «cognitiva». Ésta se halla vinculada a la comprensión de la totalidad de las causas del sufrimiento. Por eso su dimensión es más amplia y sus efec‐ tos son más importantes. Estos dos aspectos del altruismo, el afectivo y el cognitivo, son complementarios y no constitu‐ yen dos actitudes mentales separadas y estancas. En ciertas personas, en un primer tiempo el altruismo adopta la forma de una experiencia emocional más o menos fuerte, susceptible de transformarse luego en altruismo cognitivo cuando la persona comienza a analizar las causas del sufrimiento. Sin embargo, el altruismo queda limitado si es reducido sólo a su componente emocional. En efecto, según el budismo, la causa fundamental del sufrimiento es la ignorancia, esa confusión mental que deforma la realidad y genera una pléyade de sucesos mentales perturbadores, que van del odio al deseo compulsivo, pasando por los celos y la arrogancia. Si nos interesamos únicamente por las causas secundarias del sufrimiento, es decir, por sus ma‐ nifestaciones visibles, nunca podremos remediarlas plenamente. Si un barco tiene una avería, no basta con evacuar el agua de las calas y bodegas con personal de refuerzo. Es indispen‐ sable tapar la brecha por la que se cuela el agua.

El amor y la compasión basados en el discernimiento Para extender el altruismo, es necesario tomar conciencia de los distintos grados del sufrimiento. Cuando Buda hablaba de «identificar el sufrimiento», no se refería a los sufrimientos evidentes de los que con tanta frecuencia somos testigos o víctimas: las enfermedades, las guerras, las hambrunas, la injusticia o la pérdida de un ser querido. Estos sufrimientos, los que nos afectan directamente (a nuestros parientes, a nosotros) e indirectamente (a través de los medios o de nuestras experiencias vividas), y los sufrimientos que surgen de las injusticias socioeconómicas, de las discriminaciones y de las guerras son manifiestos a los ojos de todos. Son las causas latentes del sufrimiento lo que Buda deseaba sacar a la luz, causas que pueden no manifestarse enseguida bajo la forma de experiencias penosas, mas no por ello dejan de constituir una fuente constante de sufrimientos. En efecto, muchos de nuestros sufrimientos tienen sus raíces en el odio, la avidez, el egoísmo, el orgullo, los celos y otros estados mentales que el budismo agrupa bajo el apelativo de «toxinas mentales», porque envenenan literalmente nuestra existencia y la de los demás. Según Buda, el origen de estas perturbaciones mentales es la ignorancia. Pero esta ignorancia no se debe a una simple falta de información, sino a una visión distorsionada de la realidad y a una incom‐ prensión de las causas primeras del sufrimiento. Como explica el maestro tibetano contemporáneo Chö​gyam Trungpa: «Cuando hablamos de ignorancia, no se trata en absoluto de estupidez. En cierto sentido, la ignorancia es muy inteligen‐ te, pero es una inteligencia completamente de sentido único, reaccionamos tan sólo a nuestras propias proyecciones en

lugar de ver simplemente lo que es».15 La ignorancia está, en efecto, vinculada a un desconocimiento de la realidad, es decir, de la naturaleza de las cosas, li‐ bre de las fabricaciones mentales que le imponemos. Esas fabricaciones cavan un foso entre la manera como se nos pre‐ sentan las cosas y su naturaleza verdadera: consideramos permanente lo que es efímero, y felicidad, lo que, la mayoría de las veces, no es sino fuente de sufrimiento: la sed de riquezas, de poder, de fama y de placeres pasajeros. Percibimos el mundo exterior como un conjunto de entidades autónomas a las que atribuimos características que, se‐ gún creemos, les son propias. Las cosas nos parecen ser intrínsecamente «agradables» o «desagradables» y clasificamos rígidamente a la gente en «buenos» y «malos», «amigos» o «enemigos», como si se tratara de características inherentes a esas personas. El «Yo», o el ego que las percibe, nos parece igualmente real y concreto. Este yerro generará poderosos re‐ flejos de afecto y de aversión, y, mientras nuestro espíritu permanezca oscurecido por esa falta de discernimiento, caerá bajo el dominio del odio, del afecto, de la avidez, de los celos o de la arrogancia, y el sufrimiento estará siempre dispuesto a surgir. Si nos referimos a la definición de altruismo formulada por Daniel Batson como un estado mental vinculado a la per‐ cepción de una necesidad particular en el otro, la necesidad última enunciada por el budismo consiste en disipar esa vi‐ sión errónea de la realidad. No se trata en absoluto de imponer una visión dogmática particular de lo que ésta es, sino de suministrar los conocimientos necesarios para poder, a través de una investigación rigurosa, llenar el vacío que existe en‐ tre la percepción de las cosas y su verdadera naturaleza. Esta actitud consiste, por ejemplo, en no considerar permanente lo que es de naturaleza cambiante, en no percibir entidades independientes en lo que no son sino relaciones interdepen‐ dientes, y en no imaginar un «Yo» unitario, autónomo y constante en lo que no es sino un flujo de experiencias que cam‐ bian sin cesar, dependiendo de innumerables causas. Buda decía siempre: «No aceptéis mis enseñanzas por simple respe‐ to hacia mí, examinadlas como se somete a prueba el oro, frotándolo, martillándolo y haciéndolo fundir en el crisol». Y al hacer esto, ofrece simplemente una carta o una tarjeta de viaje que permitía seguir las huellas de alguien que ya había recorrido el camino que uno deseaba seguir. Desde este punto de vista, el conocimiento, o la sabiduría, es la comprensión justa de la realidad, a saber, el hecho de que todos los fenómenos resultan del concurso de un número ilimitado de causas y de condiciones que cambian sin ce‐ sar. Como un arcoíris que se forma cuando el sol brilla sobre una cortina de lluvia y se desvanece en cuanto una de esas condiciones desaparece, los fenómenos existen de un modo esencialmente interdependiente y no tienen una existencia autónoma y permanente. Este conocimiento no satisface únicamente una curiosidad intelectual, su objetivo es esencial‐ mente terapéutico. Comprender la interdependencia permite sobre todo destruir el muro ilusorio que nuestro espíritu ha levantado entre él mismo y los demás. Eso pone de manifiesto los fundamentos erróneos del orgullo, los celos y la male‐ volencia. Al ser interdependientes todos los seres, su felicidad y su sufrimiento nos conciernen de manera íntima. Querer construir la propia felicidad sobre el sufrimiento de otros es no solamente inmoral, sino también irreal. El amor y la compasión universales son consecuencias directas de una comprensión justa de esta interdependencia. No es, por tanto, necesario sentir emocionalmente los estados de ánimo del otro para alimentar una actitud altruista. Es, en cambio, indispensable ser consciente de su deseo de evadirse del sufrimiento, concederle valor y sentirse íntima‐ mente concernido por la realización de sus aspiraciones profundas. Cuanto más sean de tipo cognitivo el amor altruista y la compasión, más amplitud darán al altruismo y menos afectadas estarán por las perturbaciones emocionales tales como el desamparo generado por la percepción del sufrimiento del otro. En vez de generar benevolencia, esta percepción del dolor puede incitar a replegarse en sí mismo, o incluso a favorecer el surgimiento de un sentimentalismo que corre el riesgo de desviar el altruismo hacia el favoritismo.

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ADOPTAR LA ACTITUD DEL MÉDICO

El altruismo extendido no depende de la manera como se comportan aquellos a quienes se dirige, pues se sitúa en un plano más fundamental. Se manifiesta cuando somos plenamente conscientes del hecho de que los seres se comportan de manera nociva porque están dominados por la ignorancia y los venenos mentales que ésta genera. Entonces somos capaces de superar nuestras reacciones instintivas frente a los comportamientos malévolos, pues comprendemos que éstos no se diferencian en nada de los de un enfermo mental que agrede a quienes lo rodean: nos comportamos entonces a la manera de un médico. Si un paciente que padece de trastornos mentales golpea al

practicante que lo está examinando, éste no lo golpeará a su vez, sino que, al contrario, lo cuidará. A primera vista, puede parecer incongruente tratar a un enemigo con benevolencia, «Si él no quiere mi bien, ¿por qué habría yo de querer el suyo?». La respuesta del budismo es simple: «Porque él tampoco quiere sufrir, porque él también está dominado por la ignorancia». Frente al malhechor, el verdadero altruismo consiste en desear que éste tome conciencia de su desviación y deje de causar daño a sus semejantes. Esta reacción, que es lo opuesto del deseo de vengarse, de castigar infligiendo otro sufrimiento, no es una prueba de debilidad, sino de sabiduría. La compasión no excluye hacer todo lo posible para impedir que el otro vuelva a causar perjuicios. No impide utilizar todos los medios disponibles para poner fin a los crímenes de un dictador sanguinario, por ejemplo, pero irá necesariamente acompañada por el deseo de que el odio y la crueldad desaparezcan de su espíritu. En ausencia de cualquier otra solución, no se prohibirá recurrir a la fuerza, a condición de que ésta no sea inspirada por el odio, sino por la necesidad de prevenir sufrimientos más grandes. El altruismo tampoco consiste en minimizar o tolerar las fechorías de los demás, sino en remediar el sufri‐ miento en todas sus formas. El objetivo es romper el ciclo del odio en vez de aplicar la ley del talión. Si devolvié‐ ramos «ojo por ojo y diente por diente —decía Gandhi—, el mundo pronto estaría ciego y desdentado». Más su‐ tilmente, Shantideva escribía: «¿A cuántos malhechores mataría yo? Los hay por todas partes y jamás se podrá

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com acabar con ellos. Pero si mato el odio, venceré a todos mis enemigos».16

«Por muy horrible que sea la vida de un hombre, lo primero que hay que hacer es intentar comprenderlo»,17 escribe el filósofo estadounidense Alfie Kohn. Asbjorn Rachlew, el oficial de policía que supervisó el interrogato‐ rio de Anders Breivik, el fanático autor de los asesinatos en masa perpetrados recientemente en Noruega, declaró: «Nosotros no golpeamos la mesa con el puño, como se ve en el cine, debemos dejar que la persona hable el máxi‐ mo posible, y practicar activamente el arte de escuchar, y luego, al final, le preguntamos: “¿Cómo explica usted lo que ha hecho?”»18 Si queremos prevenir el resurgimiento del mal, resulta esencial saber primero por qué y cómo pudo surgir.

El altruismo no es ni una recompensa ni un juicio moral La práctica del amor altruista y de la compasión no tiene como objetivo recompensar una buena conducta, y su ausencia no es una sanción que castigue comportamientos reprensibles. El altruismo y la compasión no están fundados en juicios morales, aunque no los excluyan. Como escribe André Comte-Sponville: «Sólo tenemos necesidad de moral a falta de amor». La compasión, en particular, tiene como objetivo eliminar todos los sufrimientos individuales, sean los que sean, dondequiera que estén, y sean cuales sean sus causas. Considerados así, el altruismo y la compasión pueden ser impar‐ ciales e ilimitados.

La posibilidad de poner fin a los sufrimientos de los seres refuerza el altruismo «Nos cansamos de la piedad cuando la piedad es inútil»,19 escribía Camus. La piedad impotente y distante se convierte en compasión, es decir, en deseo intenso de liberar al otro de sus sufrimientos, cuando se toma conciencia de la posibilidad de eliminar esos sufrimientos y se reconocen los medios para conseguir ese objetivo. Esas distintas etapas corresponden a las Cuatro Verdades Nobles formuladas por Buda durante su primera enseñanza en el parque de las Ciervas, en Senath, cerca de Benarés. La primera es la verdad del sufrimiento que debe ser reconocida por lo que es, bajo todas sus formas, vi‐ sibles y sutiles. La segunda es la verdad de las causas del sufrimiento, la ignorancia que conlleva la malevolencia, la avidez y muchos otros estados mentales perturbadores. Al tener estos venenos mentales causas que pueden ser eliminadas, la cesación del sufrimiento, la tercera verdad, es, por consiguiente, posible. La cuarta verdad es la de la vía que transforma esa posibilidad en realidad. Esta vía es el proceso que pone en acción todos los métodos que permiten eliminar las causas fundamentales del sufrimiento. Puesto que la ignorancia no es finalmente sino un yerro, siempre es posible disiparla. Confundir, en la penumbra, una cuerda con una serpiente genera miedo, pero en cuanto se ilumina esa cuerda y se reconoce su verdadera naturaleza, ese

miedo ya no tiene razón de ser. La ignorancia es, pues, un fenómeno adventicio que no afecta la naturaleza última de las cosas: simplemente la sustrae de nuestra comprensión. Por eso el conocimiento es liberador. Como puede leerse en el Ornamento de los sutras: «La li‐ beración es el agotamiento del yerro». Si el sufrimiento fuera una fatalidad vinculada a la condición humana, inquietarse por él sin cesar no haría sino au‐ mentar inútilmente nuestros tormentos. Como decía el Dalái Lama en un tono ligero: «Si no hay ningún remedio al su‐ frimiento, pensad en él lo menos posible, idos a la playa y bebed una buena cerveza». En cambio, si las causas de nuestros sufrimientos pueden ser eliminadas, sería lamentable ignorar esta posibilidad. Como escribía en el siglo XVIII el séptimo Dalái Lama: Si existe un medio para liberarse del sufrimiento, es adecuado utilizar cada instante para conseguirlo. Sólo los insensatos desean sufrir más. ¿No es triste ingerir veneno a sabiendas?20

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Desde el punto de vista del budismo, el nirvana no es una extinción, sino el hecho, para un ser particular, de alcanzar el Despertar y liberarse así de la ignorancia y del sufrimiento. Eso no significa que el sufrimiento dejará de existir como fenómeno universal en lo que el budismo denomina samsara, o mundo condicionado por el dolor, sino que cada ser ten‐ drá individualmente la posibilidad de liberarse de él. La toma de conciencia de esta posibilidad otorga a la compasión una dimensión totalmente distinta, que la diferencia de la piedad impotente. En un curso dado en París en 2003, el Dalái Lama propone el ejemplo siguiente: Imagínese que desde la cabina de un pequeño avión de turismo que vuela a poca altitud ve usted un náufrago que está nadando en medio del océano Pacífico: le es imposible socorrerlo o alertar a quien sea. Si usted piensa: «¡Qué lásti‐ ma!», su piedad se caracteriza por un sentimiento de impotencia. Si entonces usted vislumbra una isla que el náufrago no puede ver debido a la niebla, pero a la cual podría llegar si nadase en la buena dirección, su piedad se transformará en compasión, y consciente de la posibilidad de que el infeliz sobreviva, usted deseará de todo corazón que vislumbre esa isla tan cercana e intentará por todos los medios posibles darle alguna señal. El altruismo auténtico reposa, pues, en la comprensión de las causas del sufrimiento y en la convicción de que cada cual tiene el potencial necesario para liberarse de él. Como se apoya más en el discernimiento que en las emociones, no se manifiesta necesariamente en el sabio por las emociones intensas que suelen acompañar la expresión de la empatía afectiva. Además, presenta la característica de estar exento de ataduras egocéntricas fundadas en los conceptos de sujeto y objeto considerados como entidades autónomas. En fin, el altruismo se aplica a la totalidad de los seres. Por eso, en la vía del budismo, el amor altruista y la compasión conducen a la inquebrantable determinación de alcan‐ zar el Despertar (la comprensión de la realidad última asociada a la liberación de la ignorancia y de las aflicciones menta‐ les) para el bien de los seres. Esta resolución valerosa, llamada bodhicitta tiene, pues, dos objetivos: el Despertar y el bien de los seres. Nos liberamos nosotros mismos de la ignorancia para ser capaces de liberar a los otros de las causas del sufrimiento. Esta visión de las cosas conduce igualmente a considerar la posibilidad de cultivar el altruismo. En efecto, tenemos la capacidad de familiarizarnos con nuevas maneras de pensar y con cualidades presentes en nosotros en estado embriona‐ rio, pero sólo las desarrollaremos mediante un entrenamiento. Contemplar los beneficios del altruismo nos anima a comprometernos en esa gestión. Además, comprender mejor los mecanismos de un entrenamiento semejante nos per‐ mite medir plenamente nuestro potencial de cambio. 9 Para Daniel Batson, la solicitud empática es una emoción orientada hacia otro, generada por la percepción de que el otro está atravesando dificultades, y en armonía con esa percepción. Véase Batson, C. D. (2011), Altruism in Humans, Oxford Univ. Press, p. 11.

3 ¿Qué es la empatía? «Empatía» es un término empleado cada vez con más frecuencia, tanto por los científicos como en el habla corriente. De hecho, comprende varios estados mentales distintos que nos esforzaremos por precisar. La palabra «empatía» es una tra‐ ducción de la palabra alemana Einfühlung, que remite a la ‘capacidad de sentir al otro desde el interior’; fue utilizada por primera vez por el psicólogo alemán Robert Vischer en 1873 para designar la proyección mental de uno mismo en un objeto exterior, una casa, un viejo árbol nudoso o una colina barrida por los vientos, al cual uno se asocia subjetivamen‐ te.10 El filósofo Theodor Lipps extendió luego la noción para describir el sentimiento de un artista que se proyecta por su imaginación no solamente en un objeto inanimado, sino también en la experiencia vivida de otra persona, y propuso el siguiente ejemplo para ilustrar el sentido de este vocablo: participamos intensamente en la caminata de un equilibrista por su cuerda rígida. No podemos evitar entrar en su cuerpo y dar mentalmente cada paso con él.1 Además, añadimos a eso sensaciones de inquietud y vértigo de las que el equilibrista está felizmente exento. La empatía puede desencadenarse por una percepción afectiva de lo sentido por el otro o por la imaginación cognitiva de lo que vivió. En ambos casos, la persona hace una clara distinción entre lo que ha sentido ella misma y lo del otro, a diferencia del contagio emocional, durante el cual esa diferenciación es más borrosa.2 La empatía afectiva se produce, pues, espontáneamente cuando entramos en resonancia con la situación y los senti‐ mientos de otra persona, con las emociones que se manifiestan en las expresiones de su rostro, su mirada, su tono de voz y su comportamiento. La dimensión cognitiva de la empatía nace al evocar mentalmente una experiencia vivida por otra persona, ya sea imaginando lo que siente y la manera como su experiencia la afecta, ya sea imaginando lo que nosotros sentiríamos en su lugar. La empatía puede conducir a una motivación altruista, pero también puede, cuando se ve enfrentada a los sufrimien‐ tos de otro, generar un sentimiento de de​samparo y de evitación que incita a replegarse en sí mismo o a apartarse de los sufrimientos de los que se es testigo. Los significados atribuidos por algunos pensadores y diferentes investigadores a la palabra «empatía», así como a otros conceptos próximos, tales como la simpatía y la compasión, son múltiples y pueden, por eso, prestarse fácilmente a la confusión. Sin embargo, las investigaciones científicas llevadas a cabo en las décadas de 1970 y 1980 por los psicólogos Daniel Batson, Jack Dovidio y Nancy Eisenberg, así como, en fecha más reciente, por los neurocientíficos Jean Decety y Tania Singer, han permitido detectar los matices de este concepto y examinar sus vínculos con el altruismo.

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Entrar en resonancia con el otro La empatía afectiva consiste, pues, en entrar en resonancia con los sentimientos del otro, tanto la alegría como el sufri‐ miento. Inevitablemente nuestras propias emociones y proyecciones mentales se mezclan con la representación de los sentimientos del otro, a veces sin que se puedan distinguir unos de otros. Según el psicólogo Paul Ekman, eminente especialista de las emociones, esta toma de conciencia empática se desarro‐ lla en dos etapas: empezamos por reconocer lo que el otro siente, luego entramos en resonancia con sus sentimientos.3 Como mostró Darwin en su tratado titulado La expresión de las emociones en el hombre y los animales, la evolución nos proporcionó la capacidad de leer las emociones de otro en las expresiones de su rostro, según su tono de voz y su postura física.4 No obstante, este proceso es deformado por nuestras propias emociones y nuestros prejuicios, que actúan como filtros. Así, Darwin tardó un tiempo antes de militar con pasión por la abolición de la esclavitud. Para eso tuvo que sen‐ tirse profundamente afectado por la manera como trataban a los esclavos con los que se topó durante los años que pasó

navegando en el Beagle. Según las teorías en curso en su época, los blancos y los negros tenían orígenes diferentes; estos últimos se hallaban en un plano intermedio entre el hombre y el animal, y eran tratados en consecuencia. Sólo después de haberse enfrentado al destino de los esclavos y haber sentido en lo más profundo de sí mismo sus sufrimientos, se convirtió Darwin en un ardiente abogado de la abolición de la esclavitud.

Resonancias convergentes y divergentes Ekman distingue dos tipos de resonancia afectiva. La primera es la resonancia convergente: yo sufro cuando usted sufre, monto en cólera cuando lo veo encolerizado. Si, por ejemplo, su esposa vuelve a casa indignada porque su jefe se ha por‐ tado mal con ella, usted se indigna y exclama furioso: «De verdad, siento mucho que hayas tenido que soportar a seme‐ jante sinvergüenza, ¿qué puedo hacer por ti? ¿Quieres una taza de té, o prefieres que salgamos a dar un paseo?» Su reac‐ ción acompaña las emociones de su esposa, pero en una tonalidad emocional diferente. El distanciamiento le permite ayudarla desmantelando los sentimientos de cólera y amargura de su esposa. En los dos casos, la gente mira con buenos ojos que nos preocupemos así de sus sentimientos. En cambio, si usted no entra fácilmente en resonancia con los sentimientos de su esposa, le dirá algo así como: «¿Pa‐ saste un mal rato? ¡Y a mí qué! Ya verás cómo te las arreglas», lo que no le aportará ningún consuelo.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Empatía y simpatía

En español, en la lengua corriente, la palabra «simpatía» ha conservado su sentido etimológico, que proviene del griego sympatheia, ‘afinidad natural’. Sentir simpatía por alguien significa que sentimos cierta afinidad con esa persona, que nos sentimos de acuerdo con sus sentimientos y que la consideramos con benevolencia.11 La simpatía nos abre al otro y reduce las barreras que nos separan de él. Cuando decimos a alguien: «Cuenta usted con toda mi simpatía», significa que comprendemos las dificultades en las que se encuentra esa persona y convenimos en que sus aspiraciones a liberarse de ellas están justificadas, o incluso que le manifestamos un apoyo benévolo. Sin embargo, Darwin, al igual que algunos psicólogos, como Nancy Eisenberg,5 una pionera en el estudio del altruis‐ mo, definen más precisamente la simpatía como la solicitud o la compasión hacia otra persona, sentimiento que nos lleva a desear que sea feliz o que su destino mejore. Según Nancy Eisenberg, empezamos por sentir una resonancia emocional generalmente asociada a una resonancia cognitiva que nos lleva a tener en cuenta la situación y el punto de vista del otro. El recuerdo de nuestras propias expe‐ riencias pasadas se suma a esos sentimientos para desencadenar una movilización interior. La totalidad de este proceso conlleva una reacción frente al destino del otro. Esta reacción dependerá particularmente de la intensidad de nuestras emociones y de la manera como las controlemos. Una reacción de aversión o de evitación también puede producirse. Según los casos, estas reacciones conducirán a la simpatía y a los comportamientos sociales altruistas, o bien al desáni‐ mo egocéntrico, que se traducirá ya sea en un comportamiento de evitación, ya sea en una reacción egoísta prosocial que nos impulsa a ayudar sobre todo para calmar nuestra ansiedad. El primatólogo Frans de Waal, a su vez, considera la simpatía como una forma activa de la empatía: «La empatía es el proceso por el cual reunimos informaciones sobre otra persona. La simpatía, en cambio, refleja el hecho de sentirnos in‐ teresados por el otro y el deseo de mejorar su situación».6 Intentemos precisar las relaciones entre la empatía y el altruis‐ mo para ver con más claridad todas estas definiciones.

¿Es necesario sentir lo que el otro siente para manifestar altruismo hacia él? Entrar en resonancia afectiva con otro puede sin duda ayudar a desencadenar una actitud altruista, pero no es en absolu‐ to indispensable que yo sienta lo que el otro siente. Imaginemos que voy sentado en un avión junto a una persona aterro‐ rizada por los viajes aéreos y visiblemente atenazada por un malestar inexpresable. Hace buen tiempo, el piloto es experi‐ mentado y aunque yo me siento personalmente a gusto, eso no me impide sentir y manifestar una solicitud sincera hacia

esa persona y tranquilizarla lo mejor posible con una presencia de ánimo tranquila y cálida. Por mi parte, al no sentir ninguna ansiedad, no estoy perturbado por lo que ella siente, pero siento solicitud hacia ella y lo que siente. Y es precisa‐ mente esa calma lo que me permite ofrecerle ese acompañamiento y tranquilizarla. Del mismo modo, si sé que la persona que se encuentra frente a mí tiene una enfermedad grave, aunque ella todavía no lo sepa ni sufra aún físicamente por eso, yo siento un poderoso sentimiento de compasión y de amor. En este caso, no se trata de sentir lo que ella siente, pues aún no está sufriendo. Dicho esto, imaginar lo que otro siente entrando en resonancia afectiva con él puede despertar en mí una compasión más intensa y una solicitud empática más activa, pues habré tomado conciencia claramente de sus necesidades por mi experiencia personal. Es esa capacidad de sentir lo que el otro siente lo que les falta a los indiferentes ante el destino de los otros, a los psicópatas en particular.

Ponerse en el lugar del otro

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Imaginarse en el lugar del otro, preguntarse cuáles son sus esperanzas y sus miedos, y considerar la situación desde su punto de vista son, cuando nos tomamos la molestia de hacer esta gestión, poderosos medios para experimentar empa‐ tía. Para sentirse interesado por el destino de otro, es esencial considerar atentamente su situación, adoptar su punto de vista y darse cuenta de lo que sentiríamos si nos encontrásemos en esa situación. Como apuntaba Jean-Jacques Rousseau: «El rico apenas tiene compasión por el pobre porque no puede imaginarse pobre». Es importante, en efecto, dar un rostro al sufrimiento del otro: éste no es una entidad abstracta, un objeto, un indivi‐ duo lejano y fundamentalmente separado de todo. A veces oímos hablar de situaciones trágicas que para nosotros siguen siendo desencarnadas. Luego vemos imágenes, miradas, escuchamos voces, y todo cambia. Más que las llamadas de las organizaciones humanitarias, las caras demacradas y los cuerpos esqueléticos de los niños de Biafra, difundidos por esas organizaciones y los medios del mundo entero, contribuyeron a movilizar a las naciones e incitarlas a remediar la trágica hambruna que causó estragos entre 1968 y 1970.12 Cuando percibimos el sufrimiento del otro de manera palpable, la cuestión ya no se plantea: yo le concedo valor espontáneamente y me siento interesado por su destino. Un catedrático estadounidense cuenta cómo, durante los primeros años de la epidemia del sida, cuando la enfermedad llevaba la impronta de la infamia, la mayoría de los jóvenes de su clase adoptaban una actitud muy negativa ante los en‐ fermos atacados por ese mal. Algunos hasta llegaban a decir que «esos merecían morir». Otros preferían alejarse de ellos diciendo: «No quiero tener nada que ver con esa gente». Pero después de que el catedrático proyectara un documental sobre el sida, que daba un rostro a los sufrimientos de los moribundos, la mayoría de los alumnos quedaron conmovidos y algunos incluso tenían lágrimas en los ojos.7 Numerosos soldados han relatado que al encontrar en los bolsillos o en el macuto del adversario las fotos de su fami‐ lia, visualizaban de pronto la vida de ese hombre y comprendían que era su semejante. En su novela Sin novedad en el frente, inspirada en sus propias experiencias, Erich Maria Remarque describe los sentimientos de un joven soldado ale‐ mán que acaba de matar a un enemigo con sus propias manos y se dirige a él: Tú no has sido para mí sino una idea, una combinación surgida en mi cerebro y que ha suscitado en mí una resolu‐ ción. Es esa combinación la que yo he apuñalado. Ahora caigo en la cuenta por primera vez de que eres un hombre como yo. Había pensado en tus granadas, en tu bayoneta y en tus armas. Ahora es tu mujer a la que veo, así como tu cara y lo que hay de común en nosotros. Perdóname, camarada. Siempre vemos las cosas demasiado tarde. ¿Por qué no nos dicen sin cesar que vosotros también sois unos pobres perros como nosotros, que vuestras madres se atormen‐ tan como las nuestras y que todos tenemos el mismo miedo a la muerte, la misma manera de morir y los mismos su‐ frimientos? Perdóname, camarada. ¿Cómo has podido ser mi enemigo?8 El filósofo estadounidense Charlie Dunbar Broad constata muy acertadamente: «Gran parte de la crueldad que la gen‐ te aplaude o tolera lo es únicamente porque esas personas son demasiado estúpidas para imaginarse ellas mismas en la situación de las víctimas, o se abstienen deliberadamente de hacerlo».9

¿Es necesario reflexionar mucho tiempo para imaginarse el suplicio de una mujer adúltera lapidada piedra tras piedra, o los sentimientos de un condenado a muerte, culpable o inocente, que está a punto de ser ejecutado, o incluso la deses‐ peración de una madre que ve morir a su hijo? ¿Debemos esperar a que el sufrimiento del otro se nos imponga con una intensidad tal que ya no nos sea posible ignorarlo? ¿No es la misma ceguera lo que conduce al crimen y a la guerra? Kaf‐ ka escribió a este respecto: «La guerra es una falta de imaginación monstruosa». En mi infancia viví varios años con una de mis abuelas, que tenía todas las características de una abuela «buenaza». Cuando estábamos de vacaciones en Bretaña, esa buena abuela solía pasar sus tardes pescando con su caña en los mue‐ lles del puerto de Croisic, junto a un grupo de ancianas bretonas tocadas con la cofia de encaje blanco típica de la región de Bigoudens. Nunca se me habría ocurrido pensar que esas encantadoras damas pudieran entregarse a algo que no fue‐ se una actividad perfectamente honorable. ¿Cómo hubiera podido mi abuela hacerle daño a alguien? Los pececillos reto‐ zones que sacaba del agua parecían juguetes que centelleaban a la luz del sol. Cierto es que había un momento penoso en el que se asfixiaban en la cesta de mimbre y sus ojos se ponían vidriosos, pero yo desviaba la mirada y prefería observar el pequeño corcho que flotaba en la superficie del agua, esperando que se hundiera, signo anunciador de que otro pez había picado. ¡Desde luego, no me hubiera imaginado estar un solo instante en la piel del pez! Algunos años más tarde, cuando yo tenía trece, una amiga me espetó a bocajarro: «¡Cómo! ¿Tú pescas?» Su tono de asombro y reprobación a la vez, y su mirada eran suficientemente elocuentes. «¿Tú pescas?» Y de pronto la escena se me apareció en toda su realidad: el pez arrancado de su elemento vital por un gancho metálico que le atravesaba la boca, «ahogándose» en el aire como nosotros en el agua. Para atraer al pez hacia el anzuelo, yo también había atravesado a una lombriz, convirtiéndola en carnada, sacrificando así una vida para sacrificar más fácilmente otra. Esa dulce abuela no era, pues, una «buenaza» para todo el mundo. Ni ella ni yo nos habíamos tomado hasta entonces la molestia de ponernos uno en el lugar del otro. ¿Cómo había podido yo apartar tanto tiempo la mirada de esos sufri‐ mientos? Con el corazón contrito, renuncié de inmediato a la pesca, que no era para mí sino un pasatiempo siniestro, y unos años después me volví vegetariano por el resto de mi vida. Sé que esas preocupaciones por pececillos pueden parecer excesivas o irrisorias en comparación con los dramas que arrasan con la vida de tantos seres humanos en el mundo, pero me parece importante comprender que la compasión ver‐ dadera no debe conocer barreras. Si no sentimos compasión por algunos sufrimientos de algunos seres, corremos el ries‐ go de carecer de compasión por todos los sufrimientos y todos los seres. Espontáneamente somos más proclives a sentir simpatía por alguien en quien percibimos los vínculos comunes que tienen con nosotros, vínculos que pueden ser de or‐ den familiar, étnico, nacional, religioso, o reflejar simplemente nuestras afinidades. No obstante, la empatía debería ex‐ tenderse hasta convertirse en una resonancia que nazca de nuestra humanidad compartida y del hecho de que comparti‐ mos con todos los seres sensibles la misma aversión hacia el sufrimiento.10 En la vida cotidiana, ponerse en el lugar de los otros y mirar las cosas desde su punto de vista es una necesidad si que‐ remos vivir en armonía con nuestros semejantes. De lo contrario, corremos el riesgo de encerrarnos en nuestras fabrica‐ ciones mentales que deforman la realidad y generan tormentos inútiles. Si creo que el conductor de la unidad del metro me cierra la portezuela en la nariz, quedo contrariado y me pregunto: «¿Por qué la cierra justo delante de mí? ¡Hubiera podido dejarme pasar!» En este caso, he omitido adoptar el punto de vista del conductor, que no ve sino una oleada con‐ tinua de pasajeros anónimos y cerrará forzosamente las portezuelas delante de quien sea, antes de poner en marcha la unidad.

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Las diversas formas de empatía: el punto de vista de las ciencias humanas El psicólogo Daniel Batson ha demostrado que las distintas acepciones de la palabra «empatía» proceden finalmente de dos cuestiones: ¿cómo puedo yo conocer lo que el otro piensa y siente? y ¿cuáles son los factores que me llevan a sentirme interesado por el destino del otro y a responderle con solicitud y sensibilidad?11 Batson enumeró ocho modalidades diferentes del término «empatía», que están vinculadas pero no constituyen sim‐ plemente aspectos diversos del mismo fenómeno.12 Después de analizarlas, llegó a la conclusión de que sólo una de esas formas, que él llama «solicitud empática», es a la vez necesaria y suficiente para generar una motivación altruista.13

La primera forma, el conocimiento del estado interior del otro, puede proporcionarnos razones para sentir solicitud ha‐ cia él, pero no es ni suficiente ni indispensable para hacer que surja una motivación altruista. Podemos, en efecto, ser conscientes de lo que alguien piensa o siente, permaneciendo indiferentes a su destino. La segunda forma es la imitación motriz y neuronal. Preston y De Waal fueron los primeros en proponer un modelo teórico para los mecanismos neuronales que subyacen a la empatía y el contagio emocional. Según estos investigadores, el hecho de percibir a alguien en una situación dada induce a nuestro sistema neuronal a adoptar un estado análogo al suyo, lo que conlleva un mimetismo corporal y facial acompañado de sensaciones similares a las del otro.14 Este proceso de imitación por observación de los comportamientos físicos se encuentra también en la base de los procesos de apren‐ dizaje transmitidos de un individuo a otro. Según la neurocientífica Tania Singer, este modelo no distingue claramente la empatía, en la que se establece sin ambigüedad la diferencia entre sí mismo y el otro, de un simple contagio emocional, en el que confundimos nuestras emociones con las del otro. Según Batson, este proceso puede contribuir a generar senti‐ mientos de empatía, pero no basta para explicarlos. En efecto, no imitamos sistemáticamente las acciones de los otros: reaccionamos con intensidad al observar a un futbolista que mete un gol, pero no nos sentimos forzosamente proclives a imitar ni a resonar emocionalmente con alguien que está ordenando sus papeles o comiendo un plato que no nos gusta. La tercera forma, la resonancia emocional, nos permite sentir lo que el otro siente, sin importar que ese sentimiento sea de alegría o tristeza.15 Nos es imposible vivir exactamente la misma experiencia que otro, pero podemos sentir emo‐ ciones similares. Nada mejor para ponernos de buen humor que observar la gran alegría de un grupo de amigos que se reencuentran; y al contrario, el espectáculo de personas que son presa de una enorme tristeza nos conmueve y hasta hace brotar lágrimas de nuestros ojos. Sentir de manera aproximada lo que ha vivido el otro puede desencadenar una motiva‐ ción altruista, pero aquí también, este tipo de emoción no es ni indispensable ni suficiente.16 En algunos casos, el hecho de sentir la emoción del otro corre el riesgo de inhibir nuestra solicitud. Si frente a una persona aterrorizada empezamos también nosotros a sentir miedo, podremos sentirnos más concernidos por nuestra propia ansiedad que por el destino del otro.17Además, para generar una motivación semejante, basta con tomar conciencia del sufrimiento del otro, sin que sea necesario sufrir uno mismo. La cuarta forma consiste en proyectarse intuitivamente en la situación del otro. Es la experiencia a la cual se refería Theodor Lipps al utilizar la palabra Einfühlung. Sin embargo, para sentirse interesado por el destino del otro no es nece‐ sario imaginarse todos los detalles de su experiencia: basta con saber que sufre. Además, corremos el riesgo de equivo‐ carnos imaginando lo que el otro siente. La quinta forma es la de representarnos lo más claramente posible los sentimientos del otro en función de lo que nos dice, de lo que observamos, y de nuestro conocimiento de esa persona, de sus valores y aspiraciones. Sin embargo, el simple hecho de representarse así el estado interior de otro no garantiza el surgimiento de una motivación altruista.18 Una persona calculadora y malintencionada puede utilizar el conocimiento de lo que usted ha vivido interiormente para manipularlo y hacerle daño. La sexta forma consiste en imaginar lo que sentiríamos si estuviéramos en el lugar del otro con nuestro propio carácter, nuestras aspiraciones y nuestra visión del mundo. Si uno de sus amigos es muy aficionado a la ópera o al rock and roll y usted no soporta ese género de música, podrá usted sin duda imaginarse que él siente placer y alegrarse por ello, pero si usted mismo estuviera sentado en la primera fila, no sentiría sino irritación. Por eso George Bernard Shaw escribió: «No hagáis a los otros lo que desearíais que os hagan, pues no tienen necesariamente los mismos gustos que vosotros». La séptima forma es el desamparo empático que sentimos cuando somos testigos del sufrimiento de otro o lo evoca‐ mos. Esta forma de empatía corre más riesgo de culminar en un comportamiento de evitación que en una actitud altruis‐ ta. En efecto, no se trata de una preocupación por el otro ni de ponerse en el lugar del otro, sino de una ansiedad personal desencadenada por el otro.19 Un sentimiento de desamparo semejante no conllevará necesariamente una reac​ción de solicitud ni una respuesta apropiada al sufrimiento del otro, sobre todo si podemos reducir nuestra ansiedad apartando nuestra atención del dolor que él siente. Algunas personas no soportan ver imágenes conmovedoras. Prefieren apartar la mirada de dichas representaciones, que les hacen daño, antes que tomar nota de la realidad. Ahora bien, elegir una escapatoria física o psicológica no es en

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absoluto útil para las víctimas y sería mejor tomar conciencia plenamente de los hechos y actuar con miras a remediarlos. Así, cuando la pensadora Myriam Revault d’Allonnes escribe: «Es para no sufrir yo por lo que no quiero que el otro sufra, y me intereso por él por amor a mí misma […] la compasión no es, por lo tanto, un sentimiento altruista»,20 des‐ cribe el desamparo empático y no la compasión en el sentido en que la entendemos en esta obra, a saber, un estado de ánimo que procede directamente del amor altruista y se manifiesta cuando este amor es enfrentado al sufrimiento. La compasión verdadera está centrada en el otro y no en uno mismo. Cuando estamos preocupados principalmente por nosotros mismos nos volvemos vulnerables a todo lo que pueda afectarnos. Prisionero de este estado de ánimo, nuestro valor es minado por la contemplación egocéntrica del dolor de los otros, sentido como un lastre que sólo aumenta nuestro desamparo. En el caso de la compasión, al contrario, la con‐ templación altruista del sufrimiento de los otros decuplica nuestro valor, nuestra disponibilidad y nuestra determinación de remediar esos tormentos. Si ocurre que la resonancia con el sufrimiento del otro conlleva un desamparo personal, tendremos que dirigir de nue‐ vo nuestra atención hacia el otro y reavivar nuestra capacidad de bondad y amor altruista. Para ilustrar esto, me gustaría relatar la historia siguiente, que me confió una amiga psicóloga:

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En Nepal, un día, vino a mi consulta una joven, Sita, porque su hermana se acababa de suicidar ahorcándose. La ator‐ mentaba el remordimiento por no haber podido impedir un acto semejante, y se sentía perseguida por las imágenes de su hermana, a la que buscaba en todas partes entre las multitudes y aguardaba por las noches. Incapaz de concentrar‐ se, se pasaba el día entero llorando, y cuando ya no tenía lágrimas, quedaba sumida en una postración de la que era difícil sacarla. Durante una de nuestras sesiones, me miró fijamente a los ojos; era la encarnación del sufrimiento. Y de pronto me espetó a bocajarro: «¿Sabe usted lo que es perder a una hermana de esa manera? Nunca me recuperaré; des‐ de que nací compartíamos la misma habitación, lo hacíamos todo juntas. No supe retenerla». Le tomé la mano y, frente a la intensidad insostenible de su sufrimiento, me sentí vacilante. Me vino a la memoria el suicidio de mi prima hermana a los dieciséis años y tuve que hacer un enorme esfuerzo para no romper a llorar yo también. Una resonancia emocional consciente me había afectado de lleno. Sabía que si lloraba con Sita, no podría ayudarla. Esperé un momento, reteniendo sus manos entre las mías, le pedí que llorara hasta quedarse sin lágrimas y respirara lentamente. Yo hacía lo mismo para calmar mi propia emoción. Era consciente de ser invadida por los asal‐ tos de su desesperación. Conseguí calmarme y mirarla, y no hacerle caso a mi corazón, que latía con fuerza, ni a mis ojos, anegados en lágrimas, y tampoco seguir recordando a esa prima. Por último, cuando el punto culminante emocional hubo pasado y sentí que Sita se iba liberando poco a poco del predominio de las imágenes traumáticas, le dije simplemente: «Comprendo su aflicción, pero ¿sabe?, usted no es la única que está en este caso». Esperé un momento para comprobar si me escuchaba, antes de proseguir: «Yo también perdí una prima casi a la misma edad que usted. Sé lo doloroso que es. Pero comprendí y acepté que no podía haber hecho nada en aquel momento, que no era culpa mía, y que ese dolor se puede curar». Sita levantó de golpe la cabeza para escrutarme de nuevo directamente a los ojos, por ver si decía la verdad y, más allá de eso, para verificar si era de veras posible reponerse de un mazazo semejante. Para mi gran sorpresa, se levantó y me abrazó murmurando: «Voy a intentarlo. Gracias».

En la primera parte de la consulta, la terapeuta se vio claramente dominada por el desamparo empático. Durante unos cuantos minutos, y aunque sintiese compasión, era impotente para ayudar a su paciente, a tal punto había comunidad y proyección de afectos. Sólo cuando se recuperó y volvió a concentrarse en el otro y en su dolor, fue capaz de encontrar las palabras susceptibles de ayudarlo a superar su sufrimiento. La octava forma, la solicitud empática, consiste en tomar conciencia de las necesidades del otro y sentir luego un deseo sincero de ayudarlo. Según Daniel Batson,21 sólo esta solicitud empática es una respuesta volcada hacia el otro —y no hacia uno mismo—, respuesta que es al mismo tiempo necesaria y suficiente para desembocar en una motivación altruista. En efecto, frente al desamparo de una persona, lo esencial es adoptar la actitud que le aporte el máximo consuelo y deci‐ dir qué acción es la más apropiada para remediar sus sufrimientos. Es secundario que usted esté o no consternado, que

sienta o no las mismas emociones que ella. Daniel Batson concluye, pues, afirmando que las seis primeras formas de empatía pueden, cada una, contribuir a gene‐ rar una motivación altruista, pero que ninguna de ellas garantiza el surgimiento de una motivación semejante. La sépti‐ ma, el desamparo empático, por su lado, va claramente en contra del altruismo. Sólo la última, la solicitud empática, es a la vez necesaria y suficiente para hacer surgir una motivación altruista en nuestro espíritu e incitarnos a la acción.

Piedad y compasión La piedad es un sentimiento de conmiseración egocéntrico, a menudo condescendiente, que no indica en absoluto una motivación altruista. Por ejemplo, haremos caridad imbuidos por un sentimiento de superioridad. Como dice un prover‐ bio africano: «La mano que da está siempre más arriba que la que recibe». El filósofo Alexandre Jollien precisa: «En la piedad hay, pues, una humillación para quien la recibe. El altruismo y la compasión proceden dentro de la igualdad, sin humillar al otro». Parafraseando a Spinoza, Alexandre añade: «En la piedad, lo primero es la tristeza. Estoy triste de que el otro sufra, pero no lo amo de verdad. En la compasión, lo primero es el amor».22 El novelista Stefan Zweig también había captado bien esta diferencia cuando escribía que la piedad sentimental no es en realidad sino «la impaciencia del corazón por desembarazarse lo antes posible de la penosa emoción que nos embarga ante el sufrimiento ajeno, que no es en absoluto la compasión, sino un movimiento instintivo de defensa del alma contra el sufrimiento ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la piedad no sentimental, sino creadora, que sabe lo que quiere y está decidida a perseverar hasta el límite extremo de las fuerzas humanas».23 La piedad sentimental está emparentada con el desamparo empático que hemos descrito más arriba.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El punto de vista de la neurociencia: contagio emocional, empatía y compasión

Una nomenclatura y un análisis ligeramente diferentes han sido propuestos por la neurocientífica Tania Singer, directora del Instituto Max Planck de neurociencia de Leipzig, y la filósofa Frédérique de Vignemont. Basándose en el estudio del cerebro, han distinguido tres estados: el contagio emocional, la empatía y la compasión.24 Para ellas, estos tres estados afectivos se diferencian de una representación cognitiva, que consiste en hacerse una idea de los pensamientos y las in‐ tenciones del otro y adoptar su perspectiva subjetiva, sin por ello entrar en resonancia afectiva con él.13 Singer y Vignemont definen la empatía como (1) un estado afectivo (2) similar (isomorfo, en lenguaje científico) al es‐ tado afectivo del otro (3) desencadenado por la observación o la imaginación del estado afectivo del otro y que implica (4) la toma de conciencia de que el otro es la fuente de nuestro estado afectivo.25 Una aproximación semejante a la empa‐ tía no es fundamentalmente diferente de la propuesta por Daniel Batson, pero nos ayuda a captar mejor las modalidades de ese estado mental complejo. Una característica esencial de la empatía es, pues, el entrar en resonancia afectiva con el otro, pero estableciendo clara‐ mente la distinción entre uno mismo y él: yo sé que lo que siento viene del otro, pero no confundo mis sentimientos con los suyos. Resulta que las personas a las que les cuesta distinguir claramente sus emociones de las del otro pueden verse inundadas fácilmente por el contagio emocional y, debido a ello, no acceden a la empatía, que es la etapa siguiente.26 La intensidad, la claridad y la cualidad, positiva o negativa, de la emoción manifestada por el otro, así como la existen‐ cia de lazos afectivos con la persona que sufre, pueden tener una gran influencia sobre la intensidad de la respuesta em‐ pática del observador.27 Las similitudes y el grado de intimidad entre los protagonistas, la evaluación precisa de las nece‐ sidades del otro28 y la actitud de la persona que sufre frente a la que percibe su sufrimiento (el hecho, por ejemplo, de que la persona que sufre monte en cólera contra su interlocutor) constituyen otros factores que modularán la intensidad de la empatía. Las características de la persona que siente la empatía también van a influenciar; por ejemplo, yo no tengo vértigo, y me costará entrar en resonancia empática con una persona víctima de ese mal, pero eso no me impedirá tomar concien‐ cia del hecho de que necesita ayuda o consuelo.

El contexto también tendrá su importancia. Si, por ejemplo, considero que la alegría de alguien es inapropiada, e in‐ cluso está fuera de lugar (en el caso de alguien que se felicita por un acto de venganza, por ejemplo), no entraré en reso‐ nancia afectiva con esa persona.29 En el caso del contagio emocional, siento de manera automática la emoción del otro sin saber que es él quien la provo‐ ca ni ser realmente consciente de lo que me ocurre. Según los casos, el diámetro de mi pupila cambia, las palpitaciones de mi corazón se aceleran o aminoran su ritmo, o bien miro a la derecha y a la izquierda con inquietud, sin ser conscien‐ te de esas manifestaciones físicas. Desde el momento en que pienso: «Estoy ansioso porque él está ansioso», no se habla más de contagio emocional, sino de empatía, de resonancia afectiva consciente. El contagio emocional, el desamparo, por ejemplo, existe en los animales y en los niños pequeños. Así, un bebé empie‐ za a llorar cuando oye llorar a otro bebé; pero eso no significa necesariamente que experimenten empatía, ni que se sien‐ tan afectados uno por el otro. Habría que saber si pueden distinguir entre sí mismos y otros, lo que no es fácil de deter‐ minar porque no podemos interrogarlos. En los bebés, los primeros signos de distinción entre ellos mismos y otros apa‐ recen entre los dieciocho y los veinticuatro meses. La compasión es definida aquí por Tania Singer y sus colegas como la motivación altruista de intervenir en favor de quien sufre o está necesitado. Es, por tanto, una toma de conciencia profunda del sufrimiento del otro, unida al deseo de aliviarlo y hacer algo por su bien. La compasión implica, pues, un sentimiento cálido y sincero de solicitud, pero no exige que se sienta el sufrimiento del otro, como es el caso en la empatía.30 Olga Klimecki, que por entonces era una investigadora del laboratorio de Tania Singer, resume así el punto de vista de los investigadores: en la dimensión afectiva, experimento un sentimiento hacia vosotros, en la dimensión cognitiva, os comprendo, y en la dimensión de la motivación, quiero ayudaros.31 Para ilustrar estos diferentes estados mentales, tomemos el ejemplo de una mujer a cuyo marido le aterrorizan los vue‐ los en avión, y consideremos las distintas reacciones que esa mujer puede tener ante él. 1. Está sentada al lado de su marido, sin prestarle atención. Pero a medida que él comienza a respirar más deprisa, y sin que ella se dé verdaderamente cuenta, su respiración se acelera y se vuelve más agitada. Se trata aquí de un contagio emocional. En efecto, si alguien le pregunta cómo se siente, ella podrá responder: «Estoy bien», o a lo sumo: «No sé por qué, pero no me encuentro muy a gusto». Ahora bien, si le mide usted el ritmo cardíaco, la dilatación de la pupila u otros parámetros fisiológicos, comprobará la presencia de signos de ansiedad. Presa del contagio emocional, esa mujer no es, pues, consciente de los sentimientos del otro y sólo tiene una percepción confusa de los suyos. 2. Se da cuenta de que se siente preocupada por el hecho de que su marido está muy ansioso. Ahora siente empatía por él. Ella misma siente cierto malestar, y que su respiración y su pulso se aceleran. Es consciente de sentir desamparo por‐ que su marido es víctima de esa emoción. No hay confusión entre ella y él. Ella entra en resonancia afectiva con él, pero no intentará necesariamente ayudarlo. Ésas son las características de la empatía. Y ésta no ha generado aún una motiva‐ ción altruista. 3. No está ansiosa; experimenta más bien una sensación cálida de solicitud y la motivación de hacer algo para atenuar los tormentos del marido. Piensa: «Yo estoy bien, pero mi esposo está consternado, ¿qué hacer para que no esté afectado hasta ese punto? Voy a tomar su mano y tratar de calmarlo y consolarlo». Se trata aquí, según Tania Singer, de compasión. 4. Cuando la perspectiva es puramente cognitiva, el componente afectivo está ausente. La mujer no funciona sino en un modo conceptual. Se dice: «Sé que mi marido tiene miedo en los aviones. Tengo que cuidarlo y ser muy atenta con él». No siente ni ansiedad ni un sentimiento cálido. Tan sólo tiene un esquema mental que le recuerda que la gente que le tiene fobia a viajar en avión no se siente bien a bordo y deduce que tal es el caso de su marido, por eso le toma la mano, pensando que eso le hará bien. Las investigaciones de Tania Singer y de su equipo han demostrado que la empatía, la compasión y la perspectiva cog‐ nitiva reposan todas en bases neuronales diferentes y corresponden, por tanto, a estados mentales claramente distintos.32

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Los beneficios de la empatía Los neurocientíficos consideran que la empatía presenta dos ventajas importantes. En primer lugar, comparada con la

aproximación cognitiva, la empatía afectiva ofrece sin duda un camino más directo y preciso para predecir el comporta‐ miento de otro. Hemos observado, en efecto, que el hecho de compartir con otro emociones similares activa en nosotros reacciones mejor adaptadas a lo que él siente y a sus necesidades. En segundo lugar, la empatía nos permite adquirir conocimientos útiles sobre nuestro entorno. Si, por ejemplo, veo que alguien sufre después de haberse quemado con una máquina, el hecho de entrar en resonancia afectiva con él me hace experimentar un sentimiento de aversión hacia esa máquina, sin tener que pasar yo por la experiencia dolorosa de la quemadura. Así, la empatía es una herramienta eficaz para evaluar, por medio de la experiencia de otro, el mundo que me rodea. Finalmente, la empatía es también un valioso útil de comunicación con el otro.14

¿Qué estado mental conduce al altruismo? Ya hemos visto antes que, entre los ocho tipos de empatía enumerados por Daniel Batson, sólo la solicitud empática era necesaria y suficiente para generar una motivación altruista. ¿Qué ocurre con las categorías investigadas por Tania Singer y sus colegas neurocientíficos? El contagio emocional puede servir de precursor a la empatía, pero, en sí mismo, no ayuda en nada a generar una moti‐ vación altruista, pues va acompañado por una confusión entre uno mismo y el otro. Puede incluso constituir un obstácu‐ lo al altruismo, cuando estamos inundados por ese contagio emocional y, desorientados, no nos preocupamos sino de nosotros mismos. La empatía, o resonancia afectiva, también es neutra a priori. Según las circunstancias y los individuos, puede evolu‐ cionar para convertirse en solicitud y generar el deseo de subvenir a las necesidades de otro. Pero la empatía también puede de​sencadenar un desamparo que centre nuestra atención en nosotros mismos y nos aparte de las necesidades del otro. Por esta razón, la empatía no basta por sí misma para generar el altruismo. La aproximación cognitiva puede, en cambio, constituir una etapa hacia el altruismo, aunque, como la empatía, no es ni necesaria ni suficiente para generar una motivación altruista. Corre asimismo el riesgo de generar comportamientos totalmente egoístas, como en el caso de los psicópatas, que no sienten ni empatía ni compasión, pero son expertos en adivinar los pensamientos de otro y utilizan esa facultad con el fin de manipularlos. Queda, pues, la compasión, cuya esencia es una motivación altruista, necesaria y suficiente para que deseemos el bien del otro y generemos la voluntad de darle cumplimiento mediante la acción. En efecto, esta compasión es consciente de la situación del otro y está asociada al deseo de aliviar su sufrimiento y procurarle bienestar. Por último, no está lastrada por una confusión entre las emociones sentidas por el otro y las nuestras. Así pues, la importancia de la compasión abierta a todos los seres que sufren es puesta de manifiesto por los psicólo‐ gos, que hablan de solicitud empática, por los neurocientíficos y por el budismo, en el cual ocupa una posición central.

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10 El término inglés empathy fue utilizado por primera vez a principios del siglo xx para traducir Einfühlung, por el psicólogo Edward Titchener. 11 Es interesante advertir que la palabra griega sympatheia significa asimismo ‘interdependencia mutua’. 12 En nuestros días, la abundancia y la repetición regular de estas imágenes en los medios han terminado por desgastar la reacción empática, generando una resignación apática en el seno de la opinión pública. Véase Boltanski, L.(2007), La Souffrance à distance, Gallimard, Folio. 13 Lo que los especialistas llaman «teoría del espíritu». 14 En diversas patologías —el narcisismo, la psicopatía y los trastornos de la personalidad—, una serie de componentes de la cadena de las reacciones afectivas implicadas en las interacciones sociales no funcionan normalmente y la empatía es inhibida. Véase capítulo 27, «Las carencias de la empatía».

4 De la empatía a la compasión en un laboratorio de neurociencias En 2007 me encontraba con Tania Singer en el laboratorio de neurociencias de Rainer Goebel en Maastricht, en condi‐ ción de colaborador y conejillo de Indias de un programa de investigación sobre la empatía. Tania me pedía generar un poderoso sentimiento de empatía imaginando personas afectadas por grandes sufrimientos. Ella empleaba una nueva técnica de IRMf (imágenes por resonancia magnética funcional), utilizada por Goebel, que presenta la ventaja de seguir los cambios de actividad del cerebro en tiempo real (IRMf-tr), mientras que habitualmente los datos sólo pueden ser analizados a posteriori. Según el protocolo de este tipo de experiencia, el meditador, yo mismo en este caso, debe alternar una veintena de veces los períodos durante los cuales engendra un estado mental particular, en este caso la empatía, con momentos en los que relaja su espíritu en un estado neutro, sin pensar en nada particular ni aplicar ningún método de meditación. Durante una pausa, al cabo de una primera serie de períodos de meditación, Tania me preguntó: «¿Qué estás hacien‐ do? Eso no se parece en nada a lo que observamos habitualmente cuando las personas sienten empatía por el sufrimiento del otro». Yo le expliqué brevemente que había meditado sobre la compasión incondicional, esforzándome por sentir un poderoso sentimiento de amor y bondad hacia personas víctimas del sufrimiento, pero también hacia todos los seres sensibles. De hecho, el análisis completo de los datos, realizado ulteriormente, confirmó que las áreas cerebrales activadas por la meditación sobre la compasión eran muy diferentes de las vinculadas a la empatía, que Tania venía estudiando hacía años. En los estudios precedentes, gente no entrenada en la meditación observaba a una persona que, sentada cerca del escáner, recibía descargas eléctricas dolorosas en la mano. Esos investigadores comprobaron entonces que una parte del área cerebral asociada al dolor es activada en los sujetos que no hacen sino observar a alguien que está sufriendo. Sufren, pues, al ver el sufrimiento del otro. Más precisamente, dos áreas del cerebro, la ínsula anterior y el córtex cingulado, son poderosamente activadas durante esa reacción empática y su actividad está correlacionada con una experiencia afectiva negativa del dolor.1 Cuando me entregué a la meditación sobre el amor altruista y la compasión, Tania comprobó que las áreas cerebrales activadas eran muy diferentes. En particular, el área vinculada a las emociones negativas y al desamparo no era activada durante la meditación sobre la compasión, mientras que sí lo eran ciertas áreas cerebrales tradicionalmente asociadas a las emociones positivas, al amor maternal, por ejemplo.2

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Sólo se cansa la empatía, no la compasión De ahí nació la idea de explorar esas diferencias a fin de distinguir más claramente entre la resonancia empática con el dolor del otro y la compasión sentida por su sufrimiento. Sabíamos asimismo que la resonancia empática con el dolor puede conducir, cuando se repite muchas veces, a un agotamiento emocional y al desamparo. Es lo que experimentan a menudo las enfermeras, los médicos y los técnicos asistentes de enfermería que están constantemente en contacto con pacientes que son víctimas de grandes sufrimientos. Este fenómeno, llamado burnout en inglés, se suele traducir por los términos ‘agotamiento [o desgaste] emocional’ y ‘fatiga de compasión’. (También es conocido como ‘síndrome del profe‐ sional quemado’.)Afecta a personas que «se derrumban» cuando las preocupaciones, el estrés o las presiones a las que de‐ ben enfrentarse en su vida profesional las socavan a un grado tal que se vuelven incapaces de proseguir con sus activida‐ des. El burnout afecta muy particularmente a las personas que se enfrentan cada día a los sufrimientos de los otros, parti‐

cularmente al personal sanitario y a los trabajadores sociales. En los Estados Unidos, un estudio ha demostrado que el 60 % del personal sanitario de enfermería padece o ha padecido de burnout y que una tercera parte se ve afectada por él hasta el punto de tener que interrumpir momentáneamente sus actividades.3 En el curso de las discusiones con Tania y sus colaboradoras, comprobamos que la compasión y el amor altruista esta‐ ban asociados a emociones positivas. Pensábamos, pues, que el burnout era, de hecho, una «fatiga de empatía», y no de compasión. Ésta, en efecto, lejos de conducir al desamparo y al abatimiento, refuerza nuestro ánimo, nuestro equilibrio interior y nuestra determinación, valiente y cariñosa, de ayudar a los que sufren. En esencia, desde nuestro punto de vis‐ ta, el amor y la compasión no generan ni fatiga ni desgaste, sino que, al contrario, ayudan a superarlos y a repararlos, si es que aparecen.4 Cuando un meditador budista se entrena en la compasión, comienza por reflexionar sobre los sufrimientos que afligen a los seres vivos y en sus causas. Para hacerlo, se representa esas diferentes formas de desamparo de la manera más realis‐ ta posible, hasta que le resulten insoportables. Esta actividad empática tiene por objetivo generar una aspiración profun‐ da a remediar esos sufrimientos. Pero como ese simple deseo no basta, hay que cultivar la determinación de ponerlo todo en marcha para aliviarlos. El meditador es así llevado a reflexionar sobre las causas profundas del sufrimiento, tales como la ignorancia que deforma la percepción de la realidad, o incluso en las toxinas mentales que son el odio, el deseoapego y los celos, que no cesan de generar nuevos sufrimientos. El proceso conduce entonces a una mayor disponibilidad hacia los otros y a una voluntad de actuar por su bien. Este entrenamiento en la compasión corre parejas con el entrenamiento en el amor altruista. A fin de cultivar este amor, el meditador empieza por imaginarse un ser querido por el cual siente una benevolencia sin límites. Luego se es‐ fuerza por extender poco a poco esa misma benevolencia a todos los seres, como un sol que ilumina y hace brillar todo cuanto se encuentra en su ámbito. Estas tres dimensiones —el amor al otro, la empatía (que es resonancia con el sufrimiento del otro) y la compasión— están vinculadas naturalmente. En el seno del amor altruista, la empatía se manifiesta cuando nos vemos enfrentados a los sufrimientos de los seres, un enfrentamiento que da origen a la compasión (el deseo de remediar esos sufrimientos y sus causas). Así, cuando el amor altruista pasa a través del prisma de la empatía, se convierte en compasión.

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El punto de vista del meditador Volvamos al experimento: la primera sesión de la mañana siguiente estuvo consagrada a la empatía. Se trataba de generar lo más intensamente posible un sentimiento de empatía con el sufrimiento de otra persona, un ser querido, por ejemplo. La idea era concentrarse de manera exclusiva en la empatía, sin hacer intervenir el amor altruista ni la compasión, y evi‐ tar, pues, que se manifiesten espontáneamente. Al aislar así la empatía, esperábamos ser capaces de comprender mejor ese sentimiento e identificar las áreas cerebrales específicas que activa. Durante la meditación, en cambio, yo utilizaba todas mis facultades de concentración para generar el estado mental elegido —aquí la empatía— a fin de volverlo más nítido, y lo más estable e intenso posible. Lo reavivaba si se debilitaba, y volvía a suscitarlo si una distracción lo había disipado momentáneamente. Durante cada sesión de alrededor de una hora y media, los períodos de meditación, que duran más o menos un minuto, se alternan con períodos de reposo de treinta segundos. Se trataba, no obstante, de un reposo muy relativo, porque no hay que moverse más que unos cuantos milíme‐ tros durante toda la duración del experimento. Aquel día, el tema de la meditación sobre la empatía me lo había dado un documental sobrecogedor que había visto la víspera. Estaba consagrado a las condiciones de vida de los niños disminuidos mentales internados en un hospital ru‐ mano, que, aunque lavados y alimentados cada día, estaban prácticamente abandonados a su suerte. La mayoría de ellos mostraba una delgadez aterradora. Uno era tan frágil que se había roto la pierna al caminar. Los asistentes técnicos sani‐ tarios se habían contentado con ponerle una tablilla y dejarlo perecer en su camastro. Cuando los aseaban, la mayoría de esos niños gemían de dolor. Otro niño, también él esquelético, estaba sentado en el suelo, en el rincón de una habitación vacía, y meneaba sin cesar la cabeza, con la mirada vacía. Todos parecían tan perdidos en su resignación impotente que ni siquiera levantaban los ojos hacia los asistentes sanitarios que se les acercaban. Todos los meses morían varios niños.

Me imaginaba también a una persona querida gravemente herida en un accidente de tránsito, que yacía en un charco de sangre al borde de una carretera, de noche, muy lejos de cualquier socorro; a mi turbación se había sumado incluso la aversión hacia ese espectáculo sangriento. Así, durante casi una hora, en alternancia con breves períodos neutros, me imaginé lo más intensamente posible esos sufrimientos sin nombre. Entrar en resonancia con ese dolor se volvió rápidamente intolerable. Su intensidad creaba una distancia, un malestar que me incapacitaba y me impedía ir espontáneamente hacia esos niños. Una experiencia breve, pero muy intensa, de empatía disociada del amor y de la compasión me había llevado ya al burnout. En ese preciso momento escuché que Tania me decía por los audífonos que si estaba dispuesto a hacer una sesión más en el escáner podíamos pasar enseguida a la meditación sobre la compasión, que había sido programada para la tarde. Acepté, pues, con entusiasmo, ya que sentía con gran intensidad hasta qué punto le faltaban el amor y la compasión a la empatía sentida aisladamente. En cuanto orienté mi meditación hacia el amor y la compasión, mi paisaje mental se transformó por completo. Las imágenes del sufrimiento de los niños seguían estando presentes con toda su fuerza, pero en vez de crear en mí un sentimiento de desamparo e impotencia difícil de soportar, yo sentía ahora un valor profundo unido a un amor sin límites hacia esos niños. Resulta que, meditando ahora sobre la compasión, todo sucedía como si yo hubiera abierto una presa y liberado olea‐ das de amor y compasión que impregnaban los sufrimientos de esos niños. Cada átomo de sufrimiento era sustituido por un átomo de amor. La distancia que me separaba de ellos se borraba. En vez de no saber cómo acercarme a ese niño tan frágil que gemía al menor contacto o a esa persona ensangrentada, los estrechaba ahora mentalmente entre mis brazos, bañándolos de ternura y afecto. Y estaba convencido de que, en una situación real, yo hubiera sabido envolver a esos ni‐ ños en un manto de ternura que sólo les habría aportado consuelo. Algunos objetarán que no hay nada de altruista en todo esto y que el meditador se beneficia aliviando su desamparo. A eso responderemos primero que no hay nada malo en que el meditador se libere de los síntomas del desamparo, que pueden tener un efecto paralizante y corren el riesgo de volver a centrar sus preocupaciones en él mismo, en detrimento de la presencia atenta que podría ofrecer a quien sufre. Además, y éste es el punto más importante, las emociones y los estados mentales tienen innegablemente un efecto contagioso. Si quien está en presencia de una persona que sufre siente angustia, eso no podrá sino agravar el malestar mental de ésta. Por el contrario, si la persona que acude en ayuda irradia benevolencia, si de ella emana una calma tranquilizadora, y si, finalmente, sabe demostrar su atención, no cabe ninguna duda de que el paciente será consolado por esa actitud. Al fin y al cabo, la compasión y la benevolencia desarrollan en quien las siente la fuerza de ánimo y el deseo de acudir en ayuda de otros. La compasión y el amor altruista tienen, pues, un aspecto cálido, cariñoso y positivo, que no tiene la simple empatía ante el sufrimiento del otro. Para volver a mi experimento personal, si bién comprobé que la meditación sobre la empatía se topaba con un límite, el del burnout, me parecía, en cambio, que nadie podía cansarse del amor y de la compasión. En efecto, esos estados de ánimo alimentaban mi valor en vez de socavarlo, y al mismo tiempo reforzaban mi determinación de ayudar a otros en lugar de acrecentar mi turbación. Seguía estando enfrentado al sufrimiento, pero el amor y la compasión conferían una calidad constructiva a mi manera de abordar los sufrimientos del otro y ampliaban mi inclinación y mi determinación a acudir en su ayuda. Estaba, pues, claro, desde mi punto de vista, que si había una «fatiga» de la empatía, que llevaba al síndrome de agotamiento emocional, no había fatiga del amor y de la compasión. Cuando se analizaron cuidadosamente los datos, Tania me explicó que los cambios de mi experimento iban acompa‐ ñados de modificaciones significativas en la actividad de ciertas áreas de mi cerebro. Esas modificaciones habían afectado principalmente la ínsula anterior y el córtex cingulado anterior, asociados a la empatía. Esos trabajos de investigación continúan hoy en día y hay publicaciones científicas en curso.5 Combinando una investigación introspectiva precisa con un análisis de los datos suministrados por el escáner, se aso‐ cia de manera instructiva la aproximación llamada «de primera persona», la del meditador, a la aproximación «de tercera persona», la del investigador. Pueden entreverse aquí los beneficios, para la investigación, de una colaboración semejante entre científicos y meditadores experimentados. Tania Singer y sus colegas han emprendido hace tiempo un estudio longitudinal,15 un proyecto bautizado como «Re‐ Curso», que apunta a entrenar durante un año a un grupo de novicios voluntarios, en un sinnúmero de capacidades afec‐

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tivas y cognitivas, capacidades mentales que incluyen la empatía y la compasión.6 Antes de embarcarse en un proyecto de tanta envergadura, los investigadores han llevado a cabo varios programas de formación de una semana con sujetos novicios que practicaban meditaciones sobre el amor altruista y la empatía. Ese estudio preliminar ha demostrado ya que, en la mayoría de la gente, la empatía sentida ante el sufrimiento del otro está relacionada de manera sistemática con sentimientos completamente negativos: dolor, desamparo, inquietud, abatimien‐ to. La rúbrica neuronal de la empatía es similar a la de las emociones negativas. De manera general, se sabe que las áreas neuronales implicadas en la empatía ante el dolor del otro (la ínsula anterior y el córtex cingulado), también son activa‐ das cuando nosotros mismos sentimos dolor. Tania Singer y sus colegas han dividido, pues, a un centenar de sujetos en dos grupos. Uno de ellos meditaba sobre el amor y la compasión, mientras que el otro sólo trabajaba con la empatía. Los primeros resultados muestran que tras una semana de meditaciones orientadas hacia el amor altruista y la compasión, los sujetos novicios perciben de manera mu‐ cho más positiva y benévola los vídeos que muestran gente que está sufriendo. «Positiva» no significa aquí en absoluto que los observadores consideren el sufrimiento como algo aceptable, sino que reaccionan ante él con estados mentales constructivos, como el valor, el amor maternal, la determinación de encontrar un medio para ayudar, y no con estados mentales «negativos», que generan más bien el desamparo, la aversión, el abatimiento y la evitación.7 Además, la empatía deja de estar sistemáticamente en correlación con una percepción negativa y perturbadora del su‐ frimiento del otro. Se atribuye este cambio al hecho de que esos sujetos se han entrenado para experimentar sentimientos de benevolencia hacia otro en todas las situaciones. Son así capaces de abordar con amor y compasión una situación pe‐ nosa, y demostrar resistencia frente al dolor del otro. Habitualmente, la resistencia se sitúa del lado del paciente; es, se‐ gún la definición de Boris Cyrulnik, su capacidad de vivir y superar un trauma apelando a sus recursos interiores.8 Noso‐ tros entendemos aquí por resistencia la capacidad del observador de superar su sentimiento de desamparo inicial y susti‐ tuirlo por una benevolencia y una compasión activas. Los datos que miden la actividad cerebral de esos sujetos novicios también han demostrado que se activa el área neuronal del sentimiento de afiliación y de la compasión, lo que no ocurre en el grupo que sólo medita sobre la empatía. En cambio, cuando los sujetos consagran una semana a cultivar únicamente la empatía y a entrar en resonancia afecti‐ va con los sufrimientos de los otros, continúan asociando la empatía a valores negativos y manifiestan una percepción aumentada de su sufrimiento, a veces hasta el punto de no poder controlar sus emociones y sus lágrimas. Para esos suje‐ tos, los afectos negativos aumentan al ver vídeos que muestran escenas de sufrimiento. Este grupo de participantes ha experimentado igualmente más sentimientos negativos ante escenas habituales de la vida cotidiana, lo que demuestra que el entrenamiento para la resonancia empática aumenta la sensibilidad ante los afectos negativos en situaciones ordi‐ narias. Algunos sujetos han afirmado que experimentaban más empatía por todos aquellos con los que se cruzaban en la vida cotidiana, ya se tratara de familiares o desconocidos. Una de las participantes declaró que al mirar a la gente a su al‐ rededor cuando subía al tranvía por la mañana, empezaba a ver sufrimiento por todas partes.9 Conscientes de estos efectos potencialmente desestabilizadores, Tania Singer y Olga Klimecki añadieron un entrena‐ miento en el amor altruista (una hora diaria), después de la semana consagrada a la empatía. Observaron entonces que ese añadido contrapesaba los efectos negativos del entrenamiento para la empatía: los afectos negativos volvían a caer a su nivel de partida y los afectos positivos aumentaban. Esos resultados, también aquí, iban asociados a cambios corres‐ pondientes en las áreas cerebrales vinculadas respectivamente a la compasión, a los afectos positivos y al amor maternal.10 Además, los investigadores han podido demostrar asimismo que una semana de entrenamiento en la compa‐ sión aumentaba los comportamientos a favor de las obras sociales en un juego virtual especialmente concebido para me‐ dir la tendencia a ayudar a otros. En comparación, una semana de entrenamiento en la memoria no ha inducido ninguna mejora de los comportamientos a favor de las obras sociales.11 En el laboratorio de neurociencias de Richard Davidson, en Madison, Wisconsin, el investigador francés Antoine Lutz y sus colaboradores estudiaron asimismo este fenómeno. Demostraron también que en dieciséis meditadores a largo pla‐ zo que generan un estado de compasión, las áreas cerebrales implicadas en el amor maternal y el sentimiento de perte‐ nencia —como la ínsula mediana (y no la anterior, como en el dolor)—, así como las áreas vinculadas a la «teoría del es‐ píritu» (la representación de los pensamientos del otro) son activadas al escuchar grabaciones de voces que expresan des‐

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amparo, lo que no ocurre en los meditadores noveles.12 Esas observaciones confirman el hecho de que los meditadores experimentados son a la vez más sensibles y se sienten más afectados por el sufrimiento de otro y que reaccionan no ex‐ perimentando un mayor desamparo, sino sintiendo benevolencia y que uno puede, por tanto, entrenarse para adquirir esos estados de ánimo.

Impregnar la empatía de compasión Hace poco charlaba con una enfermera que, como la mayoría de sus colegas, se enfrenta continuamente a los sufrimien‐ tos y a los problemas de los pacientes de los cuales se ocupa. Me decía que, en las nuevas modalidades de formación de los técnicos de enfermería, se hace hincapié en la necesidad de mantener una distancia emocional frente a los enfermos para evitar el famoso burnout que afecta a tantos profesionales de la salud. Esta mujer, muy cálida y cuya simple presen‐ cia tranquiliza, me confió luego: «Es curioso, tengo la impresión de ganar algo cuando me ocupo de los que sufren, pero cuando hablo de esta “ganancia” con mis colegas, me siento un poco culpable de sentir algo positivo». Yo le describí bre‐ vemente la diferencia que parece existir entre la compasión y el desamparo empático. Esta diferencia concordaba con su experiencia y probaba que ella no tenía ninguna razón para sentirse culpable. Contrariamente al desamparo empático, el amor y la compasión son estados de ánimo positivos, que refuerzan la capacidad interior de enfrentarse al sufrimiento del otro. Si un niño es hospitalizado, la presencia a su lado de una madre cariñosa, que le coge la mano y lo consuela con pala‐ bras afectuosas, le hará sin duda más bien que la ansiedad de una mamá inundada por el desamparo empático que, no pudiendo soportar ver a su hijo enfermo, recorre de un extremo a otro el pasillo. Tranquilizada por mis explicaciones, esa amiga enfermera me confió que, a pesar de los escrúpulos que había tenido de vez en cuando, este punto de vista coincidía con su experiencia de técnica sanitaria. A la luz de estas investigaciones preliminares, parecería, pues, lógico formar en el amor altruista y en la compasión a quienes por su profesión tienen que ocuparse cotidianamente de personas que sufren. Una formación semejante ayuda‐ ría igualmente a los familiares (padres, hijos, cónyuges) que tienen a su cargo personas enfermas o discapacitadas. El amor altruista crea en nosotros un espacio positivo que sirve de antídoto contra el desamparo empático e impide que la resonancia afectiva se amplíe hasta el punto de volverse paralizante y genere el agotamiento emocional característico del burnout. Sin el aporte del amor y de la compasión, la empatía entregada a sí misma es como una bomba eléctrica por la que ya no circula el agua, rápidamente se calentará y se quemará. La empatía no debe, pues, tener cabida en el espacio mucho más amplio del amor altruista. Es asimismo importante considerar el aspecto cognitivo de la compasión, dicho de otro modo, la comprensión de los diferentes niveles del sufrimiento y de sus causas manifiestas o latentes. Así, ¿será posible que nos pongamos al servicio de los demás y los ayudemos eficazmente conservando al mismo tiempo nuestra fuerza de ánimo, nuestra benevolencia y nuestra paz interior? Como escribe Christophe André: «Tenemos necesidad de la dulzura y de la fuerza de la compasión. Cuanto más lúcidos somos sobre este mundo, más aceptamos verlo tal como es, y más nos rendimos ante esta evidencia: no podemos toparnos con todos los sufrimientos que encontramos en una vida humana sin esa fuerza y esa dulzura».13

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15 Esta expresión designa un estudio que observa durante meses, e incluso años, la evolución de los sujetos. Bornemann, B. y Singer, T. (2013), «The ReSource study training protocol», en T. Singer y M. Bolz (eds.), Compassion: Bridging Practice and Science. A multimedia book [e-book].

5 El amor, emoción suprema Hasta aquí hemos presentado el altruismo como una motivación, como el deseo de realizar el bien de otro. En este capí‐ tulo vamos a presentar las investigaciones de Barbara Fredrickson y otros psicólogos sobre una aproximación del amor, considerado aquí como una resonancia positiva entre dos o varias personas, una emoción sin duda pasajera, pero renova‐ ble al infinito. Esta emoción coincide con la noción de altruismo en numerosos puntos, pero difiere en otros. Barbara Fredrickson, de la Universidad de Carolina del Norte, es, junto con Martin Seligman, una de las fundadoras de la psicología positiva. Fue una de las primeras psicólogas que llamó la atención sobre el hecho de que las emociones positivas, tales como la alegría, la satisfacción, la gratitud, la fascinación, el entusiasmo, la inspiración y el amor son mu‐ cho más que la simple ausencia de emociones negativas. La alegría no es la simple ausencia de tristeza, y la benevolencia no es una simple ausencia de malevolencia. Las emociones positivas conllevan una dimensión suplementaria que no se reduce a la neutralidad del espíritu: son fuente de profundas satisfacciones. Eso significa que, para expandirse en la exis‐ tencia, no basta con neutralizar las emociones negativas y perturbadoras, también hay que favorecer la eclosión de emo‐ ciones positivas. Las investigaciones de Fredrickson han demostrado que esas emociones positivas nos abren el espíritu porque nos permiten hacer frente a las situaciones desde una perspectiva más amplia, ser más receptivos al otro y adoptar actitudes y comportamientos flexibles y creativos.1 En el polo opuesto de la depresión, que a menudo produce una caída en barrena, las emociones positivas generan una espiral ascendente. Nos vuelven asimismo más resistentes y nos permiten manejar mejor la adversidad. Desde el punto de vista de la psicología contemporánea, una emoción es un estado mental con frecuencia intenso, que no dura sino unos instantes, pero es susceptible de reproducirse un sinnúmero de veces. Los especialistas de las emocio‐ nes, Paul Ekman y Richard Lazarus en particular, han identificado cierto número de emociones fundamentales, entre las que figuran la alegría, la tristeza, la cólera, el miedo, la sorpresa, el asco y el desprecio —reconocibles por expresiones fa‐ ciales y reacciones fisiológicas bien caracterizadas—, a las que se añaden el amor, la compasión, la curiosidad, el interés, el afecto y los sentimientos de vergüenza y culpabilidad.2 Con el tiempo, la acumulación de esas emociones momentáneas ejerce su influencia en nuestros humores, y la reiteración de los humores modifica poco a poco nuestras disposiciones mentales, nuestros rasgos de carácter. A la luz de investigaciones recientes, Barbara Fredrickson adelanta que, de todas las emociones positivas, el amor es la emoción suprema. Los diccionarios lo definen como «la inclinación de una persona por otra» (Larousse), y más precisamente como una «disposición favorable de la afectividad de la voluntad frente a lo que se siente o reconoce como bueno» (Le Robert). Por otra parte, la variedad de las definiciones del amor no es de extrañar, pues como escribía la poetisa y novelista canadiense Margaret Atwood, «los esquimales tienen cincuenta y dos palabras para designar la nieve, dada la importancia que tiene para ellos. Debería haber un número igual de palabras para el amor».3 Barbara Fredrickson, por su parte, define el amor como una resonancia positiva que se manifiesta cuando tres hechos se dan simultáneamente: el compartir una o varias emociones positivas, una sincronía entre el comportamiento y las reacciones fisiológicas de dos personas, y la intención de contribuir al bienestar del otro, intención que genera una solici‐ tud mutua.4 Esta resonancia de emociones positivas puede durar cierto tiempo, e incluso amplificarse como la reverbera‐ ción de un eco hasta que, inevitablemente, como es el destino de todas las emociones, se desvanece. Según esta definición, el amor es a la vez más amplio y más abierto, y su duración es más breve de lo que nos imagina‐ mos generalmente: «El amor no dura. Es mucho más efímero de lo que la mayoría de nosotros quiere admitir. Por con‐ tra, es indefinidamente renovable». Las investigaciones de Fredrickson y sus colegas han demostrado, en efecto, que si el amor es muy sensible a las circunstancias y necesita ciertas condiciones previas, una vez que se han identificado dichas

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condiciones, se puede reproducir el sentimiento de amor un número incalculable de veces por día.5 Para captar bien lo que estas investigaciones pueden aportarnos, es preciso tomar distancia frente a lo que llamamos habitualmente amor. No se trata aquí de amor filial o de amor romántico, ni de un compromiso por matrimonio o cual‐ quier otro ritual de fidelidad. «El fundamento de mi noción de amor es la ciencia de las emociones», escribe Fredrickson en su obra reciente, publicada en los Estados Unidos, destinada al gran público, Love 2.0, que es una síntesis del conjunto de sus trabajos.6 Los psicólogos no niegan, por supuesto, que podamos considerar el amor como un vínculo profundo susceptible de durar años, incluso una vida entera; también han puesto en evidencia los considerables beneficios de esos vínculos para la salud física y mental.7 Piensan, sin embargo, que el estado duradero llamado amor por la mayoría de la gente es el resultado de la acumulación de innumerables momentos, mucho más breves, durante los cuales se experimenta esta reso‐ nancia emocional positiva. Asimismo, es la acumulación de disonancias afectivas, momentos repetidos de compartir emociones negativas, lo que erosiona y acaba por destruir esos lazos profundos y de larga duración. En el caso del apego posesivo, por ejemplo, esa resonancia desaparece; en el caso de los celos, se envenena y se transforma en resonancia negativa. El amor permite ver al otro con solicitud, benevolencia y compasión. Se vincula así al altruismo en la medida en que nos sentimos sinceramente afectados por el destino de otro y por su propio bien.8 Dista mucho de otros tipos de relacio‐ nes. En una etapa más temprana de su carrera, Fredrickson se había interesado por lo que considera en las antípodas del amor, a saber, el hecho de considerar a la mujer (o al hombre), como un «objeto sexual» que puede tener tantos efectos perjudiciales como el amor los tiene positivos. Aquí se trata, en efecto, de una inversión no en el bienestar del otro, sino en su apariencia física y en su sexualidad, no por el otro, que no es considerado entonces más que como un instrumento, sino por sí mismo, por su propio placer.9 En menor medida, el apego posesivo asfixia la resonancia positiva. No alimentar esos apegos no significa que amemos menos a alguien, sino que no estamos preocupados ante todo por el amor a nosotros mismos a través del amor que pre‐ tendemos dar al otro. El amor es altruista cuando se manifiesta como la alegría de compartir la vida de quienes nos ro‐ dean, amigos, compañeros, esposa o marido, y de contribuir a su felicidad un instante tras otro. En lugar de estar obse‐ sionados por el otro, nos sentimos preocupados por su felicidad; en lugar de querer poseerlo, nos sentimos responsables de su bienestar; en vez de esperar ansiosamente una gratificación de su parte, sabemos dar y recibir con alegría y benevolencia. Esta resonancia positiva pueden experimentarla en todo momento dos o más personas. Un amor semejante no está, pues, reservado a un cónyuge ni a una pareja, no se reduce a los sentimientos de ternura que se experimentan por los hi‐ jos, los padres o los parientes. Puede presentarse en cualquier momento, con una persona sentada a nuestro lado en un tren, cuando nuestra atención benévola ha suscitado una actitud análoga, en el respeto y la apreciación mutuas. Este concepto de amor concebido como una resonancia mutua difiere, no obstante, del altruismo extendido tal como lo hemos definido más arriba y que, por su parte, consiste en una benevolencia incondicional, no necesariamente mutua, y que no depende de la manera como el otro nos trata o se comporta.

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La biología del amor El amor, en tanto que resonancia positiva, está profundamente inscrito en nuestra constitución biológica y resulta, en el plano fisiológico, de la interacción de la actividad de ciertas áreas cerebrales (vinculadas a la empatía, al amor maternal y al sentimiento de satisfacción), de la oxitocina (un péptido fabricado en el cerebro que influye en las interacciones socia‐ les) y del nervio vago, que tiene por virtud calmar y facilitar la vinculación con el otro. Los datos científicos obtenidos en el curso de las dos últimas décadas han demostrado cómo el amor, o su ausencia, modifica fundamentalmente nuestra fisiología y la regulación de un conjunto de sustancias bioquímicas que pueden in‐ cluso influir en la manera como nuestros genes se expresan en el seno de nuestras células. Este conjunto de interacciones complejas afecta profundamente nuestra salud física, nuestra vitalidad y nuestro bienestar.

Cuando dos cerebros se ponen de acuerdo Ocurre con frecuencia que dos personas que conversan y pasan un rato juntas se sienten perfectamente en consonancia una con otra. En otros casos, la comunicación no se produce y no se aprecia en absoluto el tiempo compartido. Es precisamente lo que ha estudiado el equipo de Uri Hasson en la Universidad de Princeton. Esos neurocientíficos han podido demostrar cómo los cerebros de dos personas vinculadas por una conversación adoptan configuraciones neuronales muy similares y entran en resonancia. Han comprobado que el simple hecho de escuchar atentamente las pa‐ labras de otro y hablarle desencadena la activación de las mismas áreas cerebrales en ambos cerebros de modo notable‐ mente sincrónico.16 Hasson habla de «un mismo acto realizado por dos cerebros». En lenguaje corriente se dirá que «dos espíritus se encuentran». Hasson piensa que ese acoplamiento de los cerebros es esencial para la comunicación.10 Tam‐ bién ha demostrado que se hallaba muy pronunciado en la ínsula, un área del cerebro que, como hemos visto,17 se en‐ cuentra en el meollo de la empatía e indica una resonancia emocional.11 La sincronización es particularmente elevada en los momentos más emocionales de la conversación.12 Esos resultados han llevado a Fredrickson a deducir que los micromomentos de amor, de resonancia positiva, son, también ellos, un solo acto realizado por dos cerebros. Una buena comprensión mutua es, según ella, fuente de una soli‐ citud mutua, a partir de la cual las intenciones y las acciones benévolas van a manifestarse de manera espontánea.13 Nuestra experiencia subjetiva pasa así de una atención habitualmente centrada en el «Yo» a una atención más generosa y abierta al «nosotros».14 Pero eso no es todo. El equipo de Uri Hasson también ha demostrado que nuestro cerebro llega incluso a anticipar unos cuantos segundos la expresión de la actividad del cerebro del otro. Una conversación durante la cual se produce una resonancia empática positiva conlleva así una anticipación emocional de lo que la otra persona está a punto de decir. Es un hecho que estar muy atento al otro nos lleva, la mayor parte del tiempo, a anticipar lo que va a contarnos y los sen‐ timientos que va a expresar. Se ha hablado mucho del fenómeno de las «neuronas espejo». Están presentes en áreas minúsculas del cerebro y son activadas cuando vemos, por ejemplo, que otro hace un gesto que nos interesa.15 Esas neuronas fueron descubiertas por casualidad en el laboratorio de Giacomo Rizzolatti, en Parma (Italia). Los investigadores estudiaban la activación de un tipo particular de neuronas en el mono que coge un plátano. Y resulta que cuando estaban comiendo en el laboratorio, en presencia de los monos, se dieron cuenta de que la grabadora crepitaba cada vez que un investigador se llevaba comi‐ da a la boca: las neuronas de los monos también eran activadas. Este descubrimiento revelaba que las mismas zonas cere‐ brales son activadas en una persona que realiza un gesto y en la que la observa. Las neuronas espejo pueden, pues, sumi‐ nistrar una base elemental a la imitación y a la resonancia intersubjetiva. Sin embargo, el fenómeno de la empatía, que incluye aspectos emocionales y aspectos cognitivos, es mucho más complejo e implica numerosas áreas del cerebro.

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La oxitocina y las interacciones sociales Las investigaciones en el ámbito de la química del cerebro han llevado asimismo a interesantes descubrimientos en el ámbito de las interacciones sociales, después de que Sue Carter y sus colaboradores pusieran de manifiesto los efectos de un péptido, la oxitocina, fabricado en el cerebro por el hipotálamo, y que circula también por todo el cuerpo. Esos inves‐ tigadores estudiaban a los campañoles o ratones de campo, que son monógamos a diferencia de sus homólogos de las montañas. Comprobaron que el nivel de oxitocina era más elevado en el cerebro de los primeros que en el de los segun‐ dos. A continuación demostraron que si se aumenta artificialmente el nivel de oxitocina en el cerebro de los ratones de las praderas, su tendencia a permanecer juntos y acurrucarse unos contra otros es aún más fuerte que la acostumbrada. En cambio, si se inhibe la producción de oxitocina en los machos de las praderas, se vuelven tan volubles como sus pri‐ mos de las montañas.16 La oxitocina también está vinculada al amor maternal. Si se inhibe la producción de oxitocina en las ovejas, descuidan a sus crías recién nacidas. En cambio, cuando una rata lame a sus pequeños y se ocupa de ellos atentamente, aumenta17 el número de receptores sensibles a la oxitocina en la amígdala (un área pequeña del cerebro, esencial para la expresión de

las emociones) y en las regiones subcorticales del cerebro. Los ratoncillos así tratados con afecto demuestran luego ser más tranquilos, más curiosos y menos ansiosos que los otros. Los trabajos de Michael Meaney también han demostrado que en los ratoncillos que son bien cuidados por su madre durante sus diez primeros días de vida, la expresión de los ge‐ nes que inducen al estrés está bloqueada.18 En los humanos, la tasa de oxitocina aumenta mucho durante las relaciones sexuales, pero también en el parto y justo antes de la lactancia. Aunque las fluctuaciones más sutiles de la oxitocina en los seres humanos sean difíciles de estudiar con técnicas no invasivas, las investigaciones se han visto enormemente facilitadas cuando se comprobó que la oxitocina inhalada por vaporización llegaba hasta el cerebro. Esta técnica ha permitido mostrar que las personas que respiraron una bocanada de oxitocina percibían mejor las señales interpersonales, miraban más a menudo a los ojos de los otros y prestaban más atención a sus sonrisas y a los sutiles matices emocionales que expresaban sus caras. Así manifestaban una mayor capacidad para captar correctamente los sentimientos del otro.19 En el laboratorio de Ernst Fehr, en Zúrich, Michael Kosfeld y Markus Heinrichs pidieron a unos voluntarios que parti‐ ciparan en un «juego de confianza», después de haber inhalado u oxitocina o un placebo.20 En el juego tenían que decidir qué suma aceptaban prestarle al que jugaba con él, quien luego podía o bien devolverles el dinero, o bien quedárselo. A pesar del riesgo de deslealtad, los que habían inhalado oxitocina tenían dos veces más confianza en su compañero de jue‐ go que quienes habían aspirado un placebo.18 Otros investigadores han demostrado que, al compartir una información que debía seguir siendo confidencial, la confianza en el otro había aumentado un 44 % después de una inhalación de oxi‐ tocina.21 Un conjunto de trabajos ha corroborado ahora que inhalar bocanadas de oxitocina vuelve a la gente más confia‐ da, más generosa, más cooperativa, más sensible a las emociones de otro, más constructiva en las comunicaciones y más caritativa en sus juicios. Los neurocientíficos han demostrado incluso que una sola inhalación de oxitocina bastaba para inhibir la parte de la amígdala que se activa cuando sentimos cólera, miedo y nos sentimos amenazados, así como para estimular la parte de la amígdala que normalmente se activa cuando hay interacciones sociales positivas.22 De manera más general, los investigadores han demostrado que la oxitocina desempeña un papel importante en las reacciones que consisten en «calmar y conectar», en los comportamientos que llevan a un apaciguamiento y a un «rela‐ cionar», por oposición al reflejo de huida o ataque.23 Apacigua, en efecto, las fobias sociales y estimula nuestra capacidad para vincularnos a los otros.24 Como los seres necesitan vínculos enriquecedores, no solamente para reproducirse, sino también para sobrevivir y prosperar, la oxitocina ha sido calificada por los neurobiólogos como «gran facilitadora de vida».25 La oxitocina conoció, pues, su hora de celebridad después de haber sido bautizada por los medios como «hormona del amor» y «hormona de los mimosos». La situación es, de hecho, más compleja. La oxitocina tiene un efecto indudable so‐ bre la naturaleza de las interacciones sociales, pero no únicamente de manera positiva. Se ha demostrado que, si bien re‐ fuerza la confianza y la generosidad en ciertas situaciones y para ciertas personas, en otras circunstancias y para indivi‐ duos dotados de rasgos de carácter diferentes, puede igualmente aumentar los celos, la tendencia a alegrarse de la desgra‐ cia de los otros, así como el favoritismo hacia los miembros de su propio clan.26 Así, un estudio demostró que después de haber inhalado oxitocina, algunos voluntarios eran más cooperadores con quienes consideraban como pertenecientes a «los suyos», pero menos cooperadores con quienes pertenecían a otros grupos.27 Parece, pues, que según las situaciones y los individuos, la oxitocina puede en ciertos casos reforzar nuestros compor‐ tamientos a favor de las obras sociales, y en otros, nuestras tendencias a discriminar entre nuestros parientes y quienes no pertenecen a nuestro grupo. La observación de estos efectos en apariencia contradictorios ha llevado a Sue Carter a aventurar la hipótesis de que este péptido cerebral participaría en un sistema de regulación de los comportamientos so‐ ciales, y que su acción se imprimiría sobre el telón de fondo de nuestra historia personal y nuestros rasgos emocionales. La oxitocina actuaría también intensificando nuestra atención por los indicios sociales, ayudándonos así a resaltarlos. Bajo el efecto de este neuropéptido, una naturaleza sociable se manifestará plenamente, mientras que en un tempera‐ mento ansioso o celoso, la oxitocina no hará sino exacerbar esos sentimientos. Hasta ahora no se ha hecho ningún estu‐ dio específico sobre los efectos potenciales de la oxitocina en nuestras motivaciones altruistas, y queda, pues, mucho por explorar acerca de su papel en las relaciones humanas.

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Calmar y abrirse a los otros: el papel del nervio vago El nervio vago une el cerebro con el corazón y varios otros órganos. En situaciones de miedo, cuando el corazón se nos sale del pecho y estamos dispuestos a huir o a enfrentarnos a un adversario, él es el que vuelve a calmar nuestro organis‐ mo y facilita la comunicación con el otro. Además, el nervio vago estimula los músculos faciales, permitiéndonos adoptar expresiones en armonía con las de nuestro interlocutor y mirarlo con frecuencia a los ojos. Ajusta asimismo los diminutos músculos de la oreja mediana, que permiten concentrarse en la voz de alguien en medio del ruido que nos rodea. Su actividad favorece así los intercam‐ bios y aumenta las posibilidades de resonancia positiva.28 El tono vagal refleja la actividad del nervio vago y puede ser evaluado midiendo la influencia del ritmo respiratorio so‐ bre el ritmo cardíaco. Un tono vagal elevado es bueno para la salud física y mental. Acelera las palpitaciones del corazón cuando aspiramos (lo cual permite distribuir con rapidez la sangre oxigenada poco antes), y las aminora cuando espira‐ mos (tratándolo con miramientos en un momento en que es inútil hacer circular la sangre con rapidez). Normalmente, nuestro tono vagal es en extremo estable de un año a otro e influye en nuestra salud con el tiempo. No obstante, difiere notablemente de una persona a otra. Se ha comprobado que quienes tienen un tono vagal elevado se adaptan mejor física y mentalmente a circunstancias cambiantes, son más aptos para regular sus procesos fisiológicos internos (azúcar en la sangre, respuesta inflamatoria), así como sus emociones, su atención y su comportamiento. Están menos expuestos a las crisis cardíacas y se recuperan más rápidamente en casos de infarto.29 El tono vagal es también un indicador de la solidez del sistema inmunitario. Ade‐ más, un tono vagal elevado se asocia a una disminución de la inflamación crónica que, a su vez, aumenta los riesgos de accidente vascular cerebral, diabetes y ciertos tipos de cáncer.30 Estos datos un tanto técnicos adquieren una importancia particular cuando se sabe que Barbara Fredrickson y su equipo han demostrado que era posible mejorar considerablemente el tono vagal recurriendo a la meditación sobre el amor altruista.

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Cultivar el amor a lo cotidiano Tras haber comprobado las cualidades de las emociones positivas en general y del amor en particular, Barbara Fredrick‐ son se preguntó cómo poner de manifiesto las relaciones de causa-efecto (y no simples correlaciones) entre el incremen‐ to del amor altruista y el aumento de las cualidades que hemos descrito en este capítulo: la alegría, la serenidad y la grati‐ tud, por ejemplo. Fredrickson decidió comparar en condiciones rigurosas a un grupo destinado a sentir cada día más amor y otras emociones benéficas con un grupo testigo, haciendo por sorteo el reparto entre los dos grupos. Quedaba por saber cómo hacer que los sujetos de uno de los grupos sintiera más emociones positivas. La investigadora se interesó entonces por una técnica ancestral practicada desde hace dos mil quinientos años por los meditadores budistas: el entrenamiento en el amor benévolo, o amor altruista, a menudo enseñado en Occidente bajo el nombre de metta (un término pali, la lengua original del budismo). Fredrickson se dio cuenta de que esta práctica, cuyo objetivo es precisamente producir al hilo del tiempo un cambio metódico y voluntario, correspondía exactamente a lo que estaba investigando.31 Para el experimento contrató a ciento cuarenta adultos que gozaban de buena salud (setenta en cada grupo), sin incli‐ nación espiritual particular ni experiencia en la meditación. El experimento duró siete semanas. Durante ese tiempo, los sujetos del primer grupo, repartidos en equipos de una veintena de personas, recibieron un cursillo sobre la meditación del amor altruista impartido por un instructor calificado, y practicaron luego, generalmente solos y durante unos veinte minutos por día, lo que habían aprendido. Durante la primera semana, se hizo hincapié en el amor benévolo hacia uno mismo, durante la segunda, hacia los parientes, y durante las cinco últimas semanas la meditación tuvo por objeto no so‐ lamente los parientes de los participantes, sino también a todos los conocidos, desconocidos y, finalmente, a la totalidad de los seres. Los resultados fueron muy claros: este grupo, que sólo estaba constituido, sin embargo, por novicios en materia de

meditación, había aprendido a calmar su espíritu y, más aún, a desarrollar notablemente su capacidad de amor y de be‐ nevolencia. Comparados con las personas del grupo testigo (a las que se les ofreció participar en el mismo entrenamien‐ to una vez que terminara el experimento), los sujetos que habían practicado la meditación sentían más amor y compro‐ miso en sus actividades cotidianas, más serenidad, alegría y otras emociones benéficas.32 En el curso del entrenamiento, Fredrickson advirtió asimismo que los efectos positivos de la meditación sobre el amor altruista persistían durante el día, fuera de la sesión de meditación, y que, día tras día, se observaba un efecto acumulativo. Las mediciones de la condición física de los participantes demostraron también que su estado de salud había experi‐ mentado una neta mejoría. Incluso su tono vagal, que como hemos visto no cambiaba normalmente en el curso del tiem‐ po, había aumentado.33 Hasta el punto de que el psicólogo Paul Ekman, en uno de nuestros encuentros, sugirió crear «gimnasios del amor altruista»; aludía a esos salones de cultura física que encontramos por todas partes en las ciudades, debido a los beneficios, también ampliamente demostrados, del ejercicio físico regular sobre la salud.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Amor y altruismo: emoción pasajera y disposición duradera

Al término de este capítulo se imponen unas cuantas reflexiones. Los trabajos de investigación que acabamos de mencio‐ nar son a buen seguro apasionantes, y las diversas prácticas que describe Barbara Fredrickson son susceptibles de mejo‐ rar considerablemente la calidad de vida de cada uno de nosotros. Para Barbara, con quien tuve la ocasión de comentar estas cuestiones, «el amor es ante todo una emoción, un estado momentáneo que surge para impregnar tanto el espíritu como el cuerpo».34 Exige también, según ella, la presencia del otro: Eso significa que cuando tú, a solas, piensas en aquellos a quienes amas, reflexionas sobre tus relaciones amorosas pa‐ sadas, aspiras a más amor, o incluso cuando practicas la meditación sobre el altruismo o bien escribes una carta de amor apasionada, en ese momento preciso no tienes la experiencia del amor verdadero. Cierto es que las fuertes sensa‐ ciones que experimentas estando solo son importantes y desempeñan un papel absolutamente esencial para tu salud y tu bienestar. Pero no están (aún) compartidas y les falta, pues, el ingrediente esencial e innegablemente físico de la re‐ sonancia. La presencia física es la clave del amor, de la resonancia positiva.35 Sin negar en absoluto la importancia y la cualidad muy particulares de las interacciones físicas con otro ser humano, no hay que perder de vista por ello dos dimensiones suplementarias y esenciales del altruismo. Si, en cambio, las emociones no duran, su repetición acaba por generar disposiciones más duraderas. Cuando una per‐ sona dotada de una disposición altruista entra en resonancia con otra, esta resonancia estará siempre impregnada de be‐ nevolencia. Cuando esta disposición es débil, las resonancias positivas momentáneas pueden estar, en los instantes que siguen, asociadas a motivaciones egoístas que limitarán sus efectos positivos. De ahí la importancia, como es el caso en la meditación budista estudiada por Barbara Fredrickson, de cultivar con perseverancia no solamente los momentos de re‐ sonancia positiva, sino también una motivación altruista duradera. Eso nos lleva a la segunda dimensión: el aspecto cognitivo, más amplio aún que el aspecto emocional y menos vulne‐ rable a los cambios de humor. Esta dimensión cognitiva permite extender a un gran número de seres, incluyendo aque‐ llos con los que nunca tendremos la ocasión de toparnos, un altruismo sin límites. Es también integrando estas distintas dimensiones vinculadas a las emociones momentáneas y renovables, a los procesos cognitivos y a las disposiciones dura‐ deras como el amor altruista podrá alcanzar su punto óptimo.

16 Se trata de reacciones al contenido de la conversación y no sólo al sonido de la voz del otro o de la propia voz cuando es uno el que habla. En efecto, la sincronización de las actividades cerebrales cesa si la otra persona habla una lengua extranjera, como el ruso, que el que escucha no comprende. 17 En el capítulo 4, «De la empatía a la compasión en un laboratorio de neurociencias». 18 Estos investigadores han demostrado que la oxitocina no aumenta la disposición a correr riesgos en general (por ejemplo, saltar en paracaídas), sino más específicamente a aceptar correr un riesgo cuando decidimos confiar en otro, estando en juego nuestros intereses.

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6 La realización del doble bien: el nuestro y el del otro Según la vía budista, como en muchas otras tradiciones espirituales, contribuir a la realización del bien del otro es no so‐ lamente la más deseable de las actividades, sino también la mejor manera de realizar indirectamente nuestro propio bien. La busca de una felicidad egoísta está condenada al fracaso, mientras que la realización del bien del otro constituye uno de los principales factores de expansión y, en última instancia, de progreso hacia el Despertar. El ideal del budismo es la bodhicitta: «la aspiración a alcanzar el Despertar para el bien de los otros». Además, esa aspi‐ ración es el único medio de conseguir la felicidad para nosotros mismos. Como escribe Shantideva, maestro budista in‐ dio del siglo VII en su obra titulada El camino hacia el Despertar: Todas las dichas del mundo vienen de la busca de la felicidad del otro; todos los sufrimientos del mundo vienen de la busca de nuestra propia felicidad. ¿Para qué hacer más comentarios? ¡Comparad sólo al ser pueril que actúa en su propio interés con el sabio que obra en bien de los demás!1 Este punto de vista no es ajeno al pensamiento occidental. El obispo filósofo Jo​seph Butler,2 uno de los primeros en refutar las tesis de Thomas Hobbes sobre la universalidad del egoísmo, escribía:

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Así pues, parece muy poco probable que nuestro bien personal se acreciente en la misma medida que nuestra presun‐ ción por el amor a nosotros mismos. […] Esta aspiración [la del amor de sí] puede llegar a ser predominante hasta el punto de decepcionarse a sí misma, e incluso contradecir su propio objetivo, el de nuestro bien personal. En Emilio o De la educación, Jean-Jacques Rousseau distingue el amor de sí —el hecho de sentirnos contentos cuando nuestras aspiraciones son satisfechas— perfectamente compatible con la benevolencia hacia otro, y el amor propio, que nos impulsa a situar de manera sistemática nuestros intereses antes de los del otro, y exige que todo el mundo tenga en consideración nuestros deseos. Por consiguiente, la realización del bien del otro no implica el sacrificio de nuestra propia felicidad, todo lo contrario. Para remediar los sufrimientos del otro, podemos elegir entre pagar con nuestra propia persona, renunciar a algunas de nuestras posesiones o a nuestra comodidad. En efecto, si nos mueve una motivación altruista sincera y determinada, vi‐ viremos ese gesto como un éxito y no un fracaso, una ganancia y no una pérdida, una alegría y no una mortificación. La abnegación llamada «de sacrificio» y denigrada como tal por los defensores del egocentrismo3 no es sacrificio sino para el egoísta. Para el altruista se convierte en una fuente de expansión. La cualidad de lo que hemos vivido no es disminui‐ da, sino aumentada por ella. «El amor es la única cosa que se duplica cada vez que la damos», decía Albert Schweitzer. No se puede, pues, hablar ya de sacrificio, porque subjetivamente, el acto realizado, lejos de haber sido sentido como un sufrimiento o una pérdida, por el contrario, nos ha aportado la satisfacción de haber actuado de manera justa, deseable y necesaria. Cuando se habla del «coste» de una acción altruista, o de los sacrificios consentidos en favor de los otros, se trata a menudo de sacrificios exteriores —nuestra comodidad física, nuestros recursos financieros, nuestro tiempo, etc.— pero

ese coste exterior no corresponde por ello a un coste interior. Incluso si hemos consagrado tiempo y recursos a la realiza‐ ción del bien del otro, si ese acto es vivido como una ganancia interior, la noción misma de coste se desvanece. Además, si reconocemos el valor de la aspiración común a todos los seres sensibles de escapar al sufrimiento, nos pa‐ recerá racional y deseable aceptar ciertas dificultades para asegurarles grandes beneficios. Desde este punto de vista, si resulta que una acción altruista nos hace indirectamente bien, tanto mejor; si no nos hace bien ni mal, no tiene impor‐ tancia; y si exige algunos sacrificios, vale la pena, porque nuestro sentimiento de adecuación con nosotros mismos se verá así aumentado. Todo es una cuestión de mesura y sentido común: si la disminución del sufrimiento es el criterio principal, sería irra‐ cional sacrificar nuestro bienestar duradero para que el otro pueda disfrutar de una ventaja menor. El esfuerzo consenti‐ do debe tener un sentido. Sería absurdo arriesgar nuestra vida para pescar un anillo que alguien ha dejado caer al agua o gastar una suma importante de dinero para dar una caja llena de bebidas alcohólicas a un borracho enfermo. En cambio, tendría sentido salvar la vida de la persona si se hubiera caído al agua con su anillo en el dedo, y utilizar nuestro dinero en ayudar al borracho a liberarse del alcoholismo que lo está matando.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Es egoísta un acto cuando nos beneficiamos de él?

Un acto desinteresado no lo es menos si estamos satisfechos de haberlo realizado. Podemos sentirnos satisfechos de un acto altruista sin que esa satisfacción haya motivado nuestro acto. Además, el individuo que hace un gesto altruista por razones puramente egoístas corre el riesgo de verse decepcionado al no conseguir el efecto esperado. La razón es muy simple: sólo un acto benévolo surgido de una motivación igualmente benévola puede generar una motivación profunda. Cuando un campesino cultiva su campo y siembra trigo, lo hace con miras a cosechar el grano suficiente para alimen‐ tar a su familia. Al mismo tiempo, los tallos del trigo le suministran paja. Pero nadie afirmará que el campesino ha consa‐ grado un año de trabajo al objetivo único de cosechar paja. John Dunne, profesor del Departamento de Religiones de la Universidad de Emory (Estados Unidos), habla con una pizca de humor de «economía budista» para designar la manera como los budistas perciben las pérdidas y los beneficios verdaderos. Así, si salgo vencedor en un conflicto financiero, me enriquezco exteriormente, pero pago el precio interior de la hostilidad que perturba mi espíritu y deja en él las huellas del resentimiento. Me he empobrecido, pues, interior‐ mente. En cambio, si realizo un acto de generosidad desinteresada, me empobrezco exteriormente, pero me enriquezco interiormente en términos de bienestar. El «coste» material que puede ser contabilizado como una «pérdida» exterior re‐ sulta ser una «ganancia» interior. De hecho, desde el punto de vista de la economía psicológica, el mundo es el que gana: quien da con generosidad y quien recibe con gratitud. Según el gran maestro tibetano Dilgo Khyentsé Rimpoché, el budista verdadero es aquel que «responde a las necesida‐ des del otro espontáneamente, por compasión natural, y no espera nunca una recompensa. Como las leyes de la causali‐ dad se aplican necesariamente, seguro que sus acciones por el bien de los otros darán frutos, con los cuales él jamás con‐ tará. Tampoco pensará, además, que no le testimonian suficiente gratitud o que deberían tratarlo con más miramientos, sino que se alegrará en el fondo de su corazón y se sentirá plenamente satisfecho si quien le había hecho daño cambia de actitud».4 Este concepto de economía interior apela a una noción con frecuencia mal comprendida, la de «mérito». En el budis‐ mo, los méritos no son «puntos buenos» de virtud, sino energías positivas que nos permitirán hacer el mayor bien a los otros siendo felices nosotros mismos. En este sentido, los méritos son como una gran plantación que hemos cuidado mucho y que produce una abundante cosecha, capaz de satisfacer a todo el mundo.

Todo el mundo pierde o todo el mundo gana La busca de la felicidad egoísta parece condenada al fracaso por varias razones. En primer lugar, desde el punto de vista de la experiencia personal, el egoísmo, surgido del sentimiento exacerbado de la importancia de uno mismo, resulta ser una fuente perpetua de tormentos. El egocentrismo multiplica nuestras esperanzas y nuestros temores, y alimenta nues‐

tra tendencia a rumiar lo que nos afecta. La obsesión del «Yo» nos conduce a magnificar el impacto del menor aconteci‐ miento sobre nuestro bienestar, a mirar el mundo en un espejo deformado. Proyectamos sobre aquello que nos rodea jui‐ cios y valores fabricados por nuestra confusión mental. Esas proyecciones constantes nos vuelven no solamente misera‐ bles, sino también vulnerables a todas las perturbaciones exteriores y a nuestros propios automatismos del pensamiento, que alimentan en nosotros una sensación de malestar permanente. En la burbuja del ego, la menor contrariedad adquiere proporciones desmesuradas. La estrechez de nuestro mundo interior hace que, al rebotar todo el tiempo contra las paredes de esa burbuja, nuestros estados de ánimo y nuestras emo‐ ciones se amplifiquen de manera desproporcionada e invasora. La menor alegría se convierte en euforia, el éxito alimenta la vanidad, el afecto se fija como apego, el fracaso nos sume en la depresión. La falta de placer nos irrita y nos vuelve agresivos. Carecemos de los recursos interiores para administrar sanamente los altibajos de la existencia. Ese mundo del ego es como un pequeño vaso de agua: unas pizcas de sal bastan para que sea imbebible. En cambio, quien hace estallar la burbuja del ego es comparable a un gran lago: un puñado de sal no altera en nada su sabor. En esencia, el egoísmo sólo hace perdedores: nos vuelve infelices y, por nuestra parte, nosotros mismos somos causantes de la desgracia de quienes nos rodean. La segunda razón es el hecho de que el egoísmo se halla fundamentalmente en contradicción con la realidad. Reposa en un postulado erróneo según el cual los individuos son entidades aisladas, independientes unos de otros. El egoísta es‐ pera construir su felicidad personal en la burbuja de su ego. Se dice en esencia: «Cada cual debe construir su propia feli‐ cidad. Yo me ocupo de la mía, ocupaos vosotros de la vuestra. No tengo nada contra vuestra felicidad, pero no es asunto mío». El problema es que la realidad es totalmente diferente: no somos entidades autónomas y nuestra felicidad no puede construirse sino con el concurso de los otros. Incluso si tenemos la impresión de ser el centro del mundo, ese mundo si‐ gue siendo el de los otros. El egoísmo no puede, pues, considerarse como una manera eficaz de amarnos a nosotros mismos, porque es la causa primera de nuestro malestar. Constituye una tentativa particularmente torpe de asegurar nuestra propia felicidad. El psi‐ cólogo Erich Fromm, coincidiendo con el pensamiento budista, explica así este comportamiento: «Amarse a sí mismo está necesariamente vinculado al hecho de amar a otra persona. El egoísmo y el amor de sí mismo, lejos de ser idénticos, son, de hecho, dos actitudes opuestas. El egoísta no se ama demasiado, sino demasiado poco; de hecho, se odia».5 El egoísta es un ser que no hace nada sensato para ser feliz. Se odia porque, sin saberlo, hace todo lo necesario para ser infe‐ liz, y este fracaso permanente provoca una frustración y una rabia interior que él devuelve contra él y contra el mundo exterior. Si el egocentrismo es una fuente constante de tormentos, todo lo contrario ocurre con el altruismo y la compasión. En el plano de la experiencia vivida, el amor altruista va acompañado de un profundo sentimiento de plenitud y, como vere‐ mos en otro sitio, es también el estado de ánimo que desencadena la activación más importante de las áreas cerebrales asociadas a las emociones positivas. Se podría decir que el amor altruista es la más positiva de todas las emociones positivas. Además, el altruismo se adapta a la realidad de lo que somos y de lo que nos rodea, a saber, el hecho de que todo es fundamentalmente interdependiente. La percepción habitual de nuestra vida cotidiana puede hacernos creer que las co‐ sas tienen una realidad objetiva e independiente, pero, de hecho, no existen sino en dependencia de otras cosas. La comprensión de esta interdependencia universal es la fuente misma del altruismo más profundo. Al comprender hasta qué punto nuestra existencia física, nuestra supervivencia, nuestra comodidad, nuestra salud, etc. dependen de los otros y de lo que nos suministra el mundo exterior —remedios, alimentos, etc.— resulta fácil ponernos en su lugar, que‐ rer su felicidad, respetar sus aspiraciones y sentirnos íntimamente interesados por la realización de esas aspiraciones. La superioridad del altruismo sobre el egoísmo no reposa, pues, solamente en valores morales, sino también en el sen‐ tido común y en una percepción justa de la realidad.

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¿Está el altruismo intrínsecamente vinculado a nuestro bienestar? Así como el calor surge inevitablemente cuando se enciende una fogata, el verdadero altruismo corre parejas de manera

natural con una profunda satisfacción personal. Cuando realizamos espontáneamente una acción benévola, permitiendo, por ejemplo, que un ser recupere la salud o la libertad, o incluso que se escape de la muerte, ¿no tenemos acaso la impre‐ sión de habernos adecuado a nuestra naturaleza más íntima? ¿No desearíamos acaso experimentar con más frecuencia una disposición de ánimo semejante, que hace que todas las barreras ilusorias inventadas por el egocentrismo entre el «Yo» y el mundo se desvanezcan aunque sea un instante, y que experimentemos un sentimiento de comunidad de natu‐ raleza que refleje la interdependencia esencial de todos los seres? En cambio, cuando nos recuperamos después de que nos haya invadido momentáneamente un arrebato de cólera, ¿acaso no solemos decir: «Estaba fuera de mí» o «No era yo mismo»? Los estados mentales nocivos tienden a alejarnos siempre un poco más de ese sentimiento de adecuación consigo mismo que el filósofo Michel Terestchenko llama la «fi‐ delidad a sí mismo». Propone sustituir una concepción del altruismo considerado como «la devaluación, el aniquila‐ miento, el desposeimiento de sí, el desinterés sacrificial que se abandona a una alteridad radical (Dios, la ley moral o el otro)», por la noción de una «relación benévola con otro que resulta de la presencia de sí, de la fidelidad a sí mismo, de hacer concordar sus actos con sus convicciones (filosóficas, éticas o religiosas) al mismo tiempo que con sus sentimien‐ tos (de empatía o de compasión), e incluso a veces, más simplemente aún, actuar de acuerdo con la imagen de sí mismo, independientemente de cualquier mirada o juicio del otro, de todo deseo social de reconocimiento».6 Entonces se esclarece la naturaleza de la relación entre bondad y felicidad; proceden de un acuerdo con nosotros mis‐ mos. Platón decía: «El hombre más feliz es el que no tiene en el alma ninguna huella de maldad».7 El altruismo, la bondad y la felicidad tienen asimismo un sentido desde el punto de vista de la evolución de los anima‐ les sociales que somos nosotros. El amor, el afecto y la preocupación por el otro son, a largo plazo, esenciales para nues‐ tra supervivencia. Un recién nacido no sobreviviría más de unas horas sin la ternura de su madre; un anciano inválido moriría rápidamente sin los cuidados de quienes lo rodean. Tenemos necesidad de recibir amor para poder y saber darlo.

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II ¿Existe el altruismo verdadero? Toda verdad pasa por tres etapas: primero la ridiculizan. Después, se enfrenta a una fuerte oposición. Luego, la consideran como si hubiera sido siempre algo evidente.

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ARTHUR SCHOPENHAUER

7 El altruismo interesado y la reciprocidad generalizada Los simulacros del altruismo son legión. Podemos hacer el bien del otro esperando calculadamente una contrapartida, con el deseo de ser elogiado o de evitar la reprensión, o incluso para aliviar el sentimiento de incomodidad que sentimos ante el sufrimiento de otro. El «altruismo interesado» es una mezcla de altruismo y egoísmo. No es una fachada hipócri‐ ta, porque tiende sinceramente a contribuir al bien de otro, pero sigue siendo condicional y no se ejerce sino en la medi‐ da en que contribuye asimismo a favorecer igualmente nuestros propios intereses. Los seres humanos aceptan de buen grado hacerse favores mutuamente y, sin dejar de vigilar sus intereses, utilizan esos favores hechos como una moneda de cambio. Los intercambios comerciales equitativos, las prácticas de intercambio en las sociedades tradicionales, el dar y retribuir lo dado son ejemplos de ello. Esta práctica es compatible con el respeto al otro en la medida en que se actúe de manera equitativa y se intente no perjudicar a nadie. El altruismo desinteresado no es, pues, necesariamente engañoso. Sin embargo, si un acto que favorece a un individuo ha sido realizado con la in‐ tención de obtener de él un beneficio, no se lo puede calificar de altruismo puro. Además, a falta de ser animada por una actitud benévola, la simple práctica del intercambio acaba a menudo en la desconfianza, el disi​mulo, la manipulación, e incluso la hostilidad. El altruismo interesado también puede deberse al egoísmo puro y simple. Como observaba La Rochefoucauld: «A me‐ nudo nos convencemos de que estimamos a la gente más poderosa que nosotros y, no obstante, es sólo el interés lo que produce nuestra amistad. No nos damos por el bien que les queremos hacer, sino por el que queremos recibir».1 ¿No se‐ ría entonces el altruista sino un «egoísta razonable», para retomar la fórmula de Remy de Gourmont? ¿Somos acaso inca‐ paces de algo mejor?

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El altruismo interesado y la realización del bien común Algunos autores, como Jacques Attali y André Comte-Sponville, consideran que la busca del altruismo interesado, racio‐ nal y equitativo es, en un primer tiempo, un objetivo más realista que el advenimiento en nuestras sociedades de un al‐ truismo desinteresado. Jacques Attali evoca la interdependencia de los comportamientos humanos como principio fun‐ dador de ese altruismo interesado: El altruismo interesado es el lugar de paso entre la libertad y la fraternidad. Creo que nuestra civilización sólo sobrevi‐ virá si es capaz de hacer que cada uno encuentre su felicidad en la felicidad de los otros.2 […] Nos interesa la felicidad del otro; nuestra paz depende del retroceso de la pobreza en otros lugares.3 Para el economista Serge-Christophe Kolm, este «lugar de paso» es la reciprocidad general: El altruismo voluntario y sin obligación de reciprocidad […] basa en las libertades individuales los actos positivos ha‐ cia otro, que constituyen la trama del sentimiento comunitario: es la reconciliación de la libertad y la fraternidad.4 Una sociedad armoniosa es, por lo tanto, la que encuentra un justo equilibrio entre los intereses de cada individuo y los de la comunidad y favorece una atmósfera de benevolencia recíproca. Esta benevolencia nace de la comprensión de que es sólo a condición de respetar este justo equilibrio que el bien de cada uno tendrá más oportunidades de ser realizado. Lo que Comte-Sponville enuncia así: «Creo, pues, que todo el arte de la política consiste en volver más inteligentes a los

individuos egoístas, lo que yo llamo la “solidaridad”, y lo que Jacques Attali denomina el “altruismo interesado”. Se trata de hacer que la gente comprenda que les interesa tener en cuenta los intereses del otro».5

La reciprocidad a largo plazo Una reciprocidad que resulta ser equitativa a largo plazo es un componente esencial de toda sociedad humana y de un gran número de sociedades animales. La cooperación es, en efecto, esencial para la supervivencia de los animales socia‐ les. Según Darwin, «los instintos sociales llevan al animal a encontrar placer en la sociedad de sus semejantes, a sentir cierta simpatía por ellos, a hacerles diversos favores, […] los animales sociales se defienden recíprocamente, […] y se ad‐ vierten recíprocamente en caso de peligro».6 Un ejemplo de reciprocidad descrito con frecuencia sobre animales es el de una especie de murciélago, el vampiro co‐ mún de América del Sur. Estos vampiros viven en grupos de una veintena de individuos. Principalmente las hembras y sus crías. De noche, salen a cazar animales de granja, cuya sangre chupan. Pero muchos de ellos regresan al amanecer con el morral vacío, una noche de cada tres en promedio. Si, por desgracia, un vampiro no encuentra alimento dos no‐ ches seguidas, lo que es frecuente entre los jóvenes, probablemente no sobrevivirá hasta la tercera noche debido a sus ele‐ vadas necesidades metabólicas. El hambriento se acercará entonces a una congénere para pedirle comida. Y ésta casi siempre acepta regurgitarle una parte de la sangre recogida durante la noche. El etólogo Gerald Wilkinson, que ha estudiado largo tiempo a esos murciélagos, ha demostrado que esas regurgitacio‐ nes no las hacen solamente hembras emparentadas (madres-hijas o parientes cercanos), sino también hembras no empa‐ rentadas que establecieron alianzas que pueden durar una decena de años: esas hembras permanecen a menudo juntas y se asean mutuamente más que las otras. No obstante, si una hembra se niega varias veces a regurgitar sangre para las otras, será ignorada por el grupo, e incluso expulsada de la percha de la comunidad. Por ese hecho, correrá el riesgo de morir de inanición hasta que, a su vez, tenga necesidad de sangre.7 En las sociedades humanas, la reciprocidad constituye la textura de una comunidad equilibrada en cuyo seno cada uno está dispuesto a hacerle servicios al otro y manifiesta gratitud cuando le hacen alguno. En una comunidad donde la gente se conoce bien, cada uno da por supuesto que los otros se comportarán de manera benéfica con ellos cuando se presente la necesidad. Si resulta que algún miembro de la comunidad no juega el juego, que disfruta de las bondades de otro sin pagarle con la misma moneda, será rápidamente condenado al ostracismo por sus pares. En los altos valles del Zanskar, situados en el extremo noroeste de la India, la vida comunitaria es regulada por una re‐ ciprocidad duradera de este tipo. En los pueblos, cada año se designa un barrio de una decena de hogares para encargar‐ se de los preparativos de las fiestas de Año Nuevo. Además, cada familia debe, a su vez, ofrecer al vecindario un banquete durante el cual se prepara una comida sabrosa y abundante. Se trata de acuerdos tácitos que cada uno se siente obligado a respetar. En Zanskar se forman asimismo cofradías de gente vinculada no por lazos de sangre, sino por un juramento hecho durante un rito religioso. En cada acontecimiento familiar importante, como un nacimiento, una boda o una muerte, los miembros de esa cofradía se ayudan unos a otros. En el caso de un deceso, por ejemplo, se encargan de los gastos y la organización de los funerales. En el curso de los últimos años, muchos jóvenes han emigrado a las ciudades de las llanuras indias, y a los que se han quedado en el pueblo les resulta una pesada carga asumir esas convenciones de reci‐ procidad. No obstante, estaría mal visto abandonarlas, y la gente del pueblo hace todo lo posible por preservarlas.8 Este sistema de reciprocidad es muy diferente de un acuerdo o de una transacción comercial. Nadie está obligado por un contrato ni puede obligar a nadie a «reembolsar su deuda». Ninguna autoridad exterior se inmiscuye. Sería inconce‐ bible, e incluso ridículo, ir al encuentro del jefe del pueblo para quejarse de que la familia Tal o Cual hace mucho tiempo que no ha dado una fiesta. Los cotilleos bastan. La gente ora se queda en el círculo de la reciprocidad, ora sale de él, con las consecuencias que este abandono puede suponer en términos de aislamiento. Las poblaciones de los Andes, que vivieron antes y durante el imperio Incaico, estaban estructuradas en unidades so‐ ciales que reunían a numerosas familias. Los miembros de la comunidad se hacían servicios similares para los trabajos del campo, la construcción de las casas, etc. Sin embargo, se llevaba una contabilidad muy precisa de las tareas realizadas, y la reciprocidad implicaba horas de servicio equivalentes: eran muy conscientes de haber ayudado a labrar cinco surcos

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o de haber entregado una tela que había exigido cierto número de horas de tejido y se esperaba en contrapartida un ser‐ vicio proporcional en número de horas de trabajo o en valor. Ahí también, la reciprocidad tenía un gran valor de enri‐ quecimiento y preservación del vínculo social.9 La reciprocidad cuantificada puede llevar a situaciones extremas, como en el pueblo ik en África, que permite labrar un campo o reparar un tejado contra la voluntad de su propietario, mientras éste permanece de espaldas, con el objetivo de imponerle una deuda de gratitud que no dejarán de reclamar en tiempo útil. «Una vez vi tanta gente subida a un teja‐ do para repararlo que estuvo a punto de venirse abajo, y todo ese ajetreo se hacía a pesar de las protestas del propietario, al que nadie escuchaba»,10 informa Colin Turnbull, el antropólogo que ha estudiado el sistema de dar y retribuir lo dado entre los ik. «Un individuo, en concreto, se había vuelto bastante impopular —añade Turnbull— porque aceptaba todas las ayudas, pero las pagaba al instante con comida (lo cual era más fácil que realizar tareas fatigosas) a fin de anular in‐ mediatamente la deuda de gratitud.» Ya lo dice un viejo adagio escandinavo: «El avaro siempre tiene miedo de los rega‐ los».11 En general, sin embargo, como ratifica Paul Ekman:

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En el seno de las pequeñas comunidades y de los pueblos, cuanto más coopera la gente, más se incrementa la prosperi‐ dad, lo que permite así a los niños tener mejores oportunidades de sobrevivir. En lo concerniente a las poblaciones de Nueva Guinea que estudié hace cincuenta años y que casi nunca habían tenido contacto con los hombres modernos, trabajar conjuntamente era una necesidad: ya se tratara de cocinar, de dar a luz o de luchar contra los depredadores, nadie quería asociarse con los aprovechados ni los pendencieros. En una aldea, usted no puede explotar a los otros con total impunidad sin heredar una mala reputación que es fatal. Así, al hilo del tiempo, el patrimonio hereditario de la especie debe tender hacia la cooperación.12

La reciprocidad incluye igualmente una solidaridad que supera el don recíproco. Entre los nómadas del Tíbet, por ejemplo, la tasa de natalidad, pero por desgracia también las tasas de mortalidad tanto maternal como infantil, siguen siendo elevadas. Cuando una madre muere al dar a luz, una familia emparentada, que vive en una tienda vecina, se hace cargo casi automáticamente de los huérfanos, y los dos hogares se funden en uno solo hasta que los niños sean grandes o el padre viudo vuelva a contraer matrimonio. Todos los que practican este tipo de cooperación comunitaria, desde los cazadores de las regiones de matorrales de África hasta los papúes de Nueva Guinea, dan testimonio de la alegría que sienten al unir sus esfuerzos con miras a con‐ seguir un objetivo común, y afirman que esos momentos de trabajo compartido y de cooperación se cuentan entre los más apreciados de la vida cotidiana. El surgimiento de las ciudades no es posible sino gracias a una sinergia en diferentes planos de cooperación. No obs‐ tante, en una comunidad mucho más amplia, como la de una metrópoli, resulta imposible conocer a todos los otros miembros de la comunidad. Eso facilita el surgimiento de los campeones del «cada uno para sí», y de los aprovechados que pueden así escaparse del compromiso tácito de reciprocidad.

¿Hacia una reciprocidad generalizada? Las mutuas y las cooperativas representan una forma de reciprocidad voluntaria, casi anónima (según la talla y la voca‐ ción de esos organismos). En el plano de los Estados, instituciones como la Seguridad Social y la asistencia social a las personas mayores, a los necesitados, huérfanos y desocupados representan una forma de reciprocidad generalizada me‐ diante el impuesto redistribuido por el Estado-providencia. Contra eso se rebelan los medios conservadores ultralibera‐ les, muy particularmente en los Estados Unidos. El economista Serge-Christophe Kolm no da la razón a ninguno de los dos sistemas económicos que se repartieron el mundo en el siglo XX: el mercado capitalista y la planificación totalitaria, sistemas que, según él, «se fundan ambos en el egoísmo, la instrumentación pura y simple del individuo, la hostilidad, el conflicto de la competencia, el dominio, la ex‐ plotación y la alienación».13 Este economista defiende el modelo alternativo de una reciprocidad general, «fundada sobre lo mejor del hombre, sobre las mejores relaciones sociales, que las refuerzan». Precisa esta noción de reciprocidad: cada

uno da a la sociedad y recibe del conjunto de los otros. Por regla general, el origen del don no es conocido. No hay do‐ nantes específicos. Es «todos para uno, y uno para todos».14 Vemos, pues, a la luz de este capítulo, que el altruismo interesado y el altruismo recíproco son muy diferentes del egoísmo limitado en cuanto permiten tejer relaciones constructivas entre los miembros de la sociedad. Pueden asimismo servir como trampolín al altruismo puro. En efecto, a medida que la gente toma conciencia de las virtudes de la benevo‐ lencia, ¿por qué no abandonaría la idea y el deseo de recibir algo a cambio, decidiendo que el altruismo merece ser prac‐ ticado con el único objetivo de hacer el bien a otro, sin que se tome en cuenta ninguna consideración egocéntrica?

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8 El altruismo desinteresado Todos conocemos ejemplos de acciones que nos han parecido perfectamente desinteresadas. Una anécdota sólo tiene va‐ lor de testimonio, pero la acumulación de anécdotas concordantes, como las que siguen, acaba por tener valor de prueba. Intérprete de fagot en la ópera de Nueva York, Cyrus Segal esperaba el autobús en una acera de Manhattan cuando su valioso instrumento, que él había puesto a su lado, le fue sustraído subrepticiamente. Tocaba ese instrumento hacía vein‐ ticinco años, y aunque lo había asegurado, a Cyrus se le cayó el alma a los pies. Cada fagot tiene su personalidad, y él sa‐ bía que jamás volvería a encontrar exactamente el mismo compañero. Un poco más tarde, un vagabundo entró en una tienda de música y ofreció el fagot por la módica suma de diez dólares (cuando estaba valorado en doce mil). El vende‐ dor de la tienda, que provenía de una familia de músicos, se imaginó fácilmente lo que debía de sentir el propietario y decidió enseguida comprar el instrumento, no sin haberlo rebajado regateando ¡a tres dólares!Luego preguntó a todos los músicos que pasaban por su local si habían oído hablar de un colega víctima del robo de un fagot. En los días que siguie‐ ron, la noticia llegó a oídos de Cyrus, que se dirigió a toda prisa a la tienda y reconoció su querido instrumento. El ven‐ dedor, Marvis, no pidió ninguna recompensa y ni siquiera aceptó que Cyrus le devolviese los tres dólares.1 He aquí algo que no es tan heroico como saltar al agua helada para salvar a alguien que se está ahogando, pero que constituye mani‐ fiestamente un hermoso ejemplo de acción generosa y desinteresada. En 2010, Violet Large y su esposo Allen, que vivían en Nueva Escocia (Canadá), ganaron más de once millones de dó‐ lares en la lotería. En lugar de comprarse una casa nueva y vivir de manera más lujosa, la pareja decidió que era preferi‐ ble dar que recibir, y distribuyó el 98 % de esa suma a organizaciones caritativas locales y nacionales. «No hemos com‐ prado ni una sola cosa, declaró Violet, no necesitábamos nada.»2 A lo que Allen añadió: «La felicidad no se compra. Ese dinero que ganamos no era nada. Lo que tenemos es ella y yo». Stan Brock pasó años en la selva amazónica entre los indios wapishana, a veintiséis horas a pie del médico más cer‐ cano. Vio morir a tanta gente por falta de atención sanitaria que se hizo a sí mismo la promesa de llevar ayuda médica a la región. Después de haber conocido su hora de gloria en reportajes televisados donde se lo veía a caballo cazando con lazo animales salvajes y luchando en un pantano con una anaconda, se dijo que todo eso no tenía ningún sentido y que ya iba siendo hora de hacer algo válido. Tras establecerse más tarde en los Estados Unidos, se indignó de ver a tantos conciudadanos suyos privados del acceso a los servicios de salud, especialmente a los cuidados dentales y oftalmológicos. Decidió entonces organizar campamen‐ tos sanitarios itinerantes en los que miles de pacientes pobres fueran a tratarse en cuanto abriesen las puertas, no sin ha‐ ber pasado a veces la noche a la intemperie. Gracias a sus cientos de voluntarios, la fundación caritativa que él fundó, RAM (Remote Area Medical), ha atendido hasta ahora a más de medio millón de pacientes en los Estados Unidos. Con aviones viejos llega también a Guyana para llevar ayuda a las regiones más apartadas. Ahora, a sus setenta y siete años, Stan ha hecho voto de pobreza y no posee ni casa, ni coche, ni cuenta en un banco, ni ningún tipo de bienes. Duerme so‐ bre una alfombra que desenrolla en el suelo de su habitación. A un periodista de la BBC que le espetó una vez: «¡Todos los días no deben de ser divertidos para usted!», Stan le respondió: «¡Todo lo contrario, aprecio cada instante!» Éstos no son sino unos cuantos testimonios. Guardémonos bien de inferir apresuradamente que son raros por la sen‐ cilla razón de que son notables. Existen centenares de historias similares que, en su conjunto, dicen más que largos razonamientos.

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El desinterés evaluado en el laboratorio El carácter desinteresado de un comportamiento puede ser puesto de manifiesto de manera experimental.3 El psicólogo

Leonard Berkowitz pidió a un grupo de voluntarios que fabricara cajas de papel bajo el control de un supervisor. Luego se informó a la mitad de los voluntarios que su rendimiento, aunque anónimo, influiría en la manera como el supervisor sería calificado. Resultó que los participantes de este grupo trabajaron mejor y más tiempo que los miembros del otro grupo, a los que no les habían dicho nada acerca del supervisor. Los primeros actuaron, pues, de forma espontánea y anónima por el bien de un supervisor al que nunca volverían a ver, por lo que no se puede atribuir su comportamiento a que esperaban algún tipo de retribución. Por otro lado, algunos sociólogos han demostrado que la frecuencia de los actos altruistas disminuía cuando iban acompañados de una recompensa material. Un estudio efectuado con un gran número de donantes de sangre reveló que menos del 2 % de los donantes esperaban recibir una contrapartida a cambio de su donación. La casi totalidad de los do‐ nantes expresaba simplemente su deseo de ayudar a quienes lo necesitaban.4 Más aún, un estudio célebre, realizado en Inglaterra, reveló que el hecho de remunerar a los donantes hacía decaer su número. Como la atribución de una remune‐ ración degradaba su acto altruista, los donantes habituales se sentían menos proclives a hacer ese servicio.5 De hecho, la cantidad de sangre donada en relación al número de habitantes era, hasta entonces, netamente superior en Inglaterra que en los Estados Unidos, donde las donaciones son remuneradas.

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Cuando se hace un verdadero regalo de forma sincera a alguien, la belleza del gesto se debe al hecho de complacer y no de esperar algo a cambio. El otro recibe vuestro obsequio con mayor alegría cuando sabe que vuestro gesto no va acom‐ pañado de ningún cálculo. Es la gran diferencia entre un regalo hecho con buen corazón a una persona querida y, por ejemplo, un regalo comercial, que todo el mundo sabe que es interesado. Dos investigadoras estadounidenses, Nancy Eisenberg y Cynthia Neal,6 han trabajado con niños de tres a cuatro años, estimando que era poco probable que sus respuestas sean influidas por la hipocresía o la intención de manipular a su in‐ terlocutor. Cuando los niños del jardín de infancia observados por esas investigadoras compartían espontáneamente con los otros lo que tenían, o bien consolaban a un niño triste o descontento, ellas indagaban las razones de sus gestos pre‐ guntándoles cosas como: «¿Por qué le has dado eso a John?» El examen de las respuestas demostró que la gran mayoría de los niños hacía referencia explícita al hecho de que el otro necesitaba ayuda: «Tenía hambre», respondió, por ejemplo, uno que había compartido su comida. Los niños nunca mencionaban el miedo a ser castigados por el profesor o a recibir una reprimenda de sus padres si no ayudaban a sus camaradas. Sólo unos cuantos respondieron que esperaban algo a cambio, como ser bien vistos, por ejemplo. Lucille Babcock, que recibió la medalla de la Carnegie Hero Fund Commission por «comportamiento heroico»,7 no tenía la impresión de merecerla: «No me avergüenza haberla obtenido, pero me siento confundida, porque no me había planteado las cosas desde esa perspectiva». Lo mismo ocurre con los «justos» que salvaron judíos durante las persecucio‐ nes nazis: los honores a los que tuvieron derecho posteriormente eran considerados por algunos como accesorios, ines‐ perados, embarazosos, incluso «indeseables». La perspectiva de recibir semejantes honores no había formado nunca par‐ te de la motivación de sus actos. «Era muy sencillo —comenta un salvador—, no hacía nada grandioso. Nunca conside‐ raba los riesgos ni me imaginaba que mi comportamiento pudiera conllevar una reprensión o un reconocimiento. Yo pensaba que estaba haciendo exactamente lo que debía hacer.»8 Hay, pues, situaciones en las que el altruismo verdadero es la explicación más sencilla y verosímil de comportamientos que se producen constantemente en nuestra vida cotidiana. Un altruismo que se sitúa más allá del elogio y de la repren‐ sión. Los argumentos habituales de quienes se las ingenian para sospechar motivaciones egoístas detrás de todo acto al‐ truista no resisten en absoluto el análisis. Tal como subraya el filósofo y moralista Charlie Dunbar Broad, «como ocurre con frecuencia en la filosofía, hay gente inteligente que acepta a priori una idea errónea, y luego consagra sus esfuerzos y una ingenuidad sin límites a explicar según sus presupuestos simples hechos que, sin embargo, según toda evidencia, van en contra de esa idea».9 El padre Ceyrac, que durante sesenta años se ocupó de treinta mil niños desfavorecidos en el sur de la India, me dijo

un día: A pesar de todo, me asombra la inmensa bondad de la gente, incluso de quienes parecen tener el corazón y el ojo ce‐ rrados. Son los demás, todos los demás, los que fundamentan la trama de nuestras vidas y forman la materia de nues‐ tras existencias. Cada uno es una nota en el «gran concierto del universo», como decía el poeta Tagore. Nadie puede resistirse a la llamada del amor. Nos derrumbamos siempre al cabo de cierto tiempo. Pienso de verdad que el hombre es intrínsecamente bueno. Hay que ver siempre lo bueno y hermoso de una persona, nunca destruir, y siempre buscar la grandeza del hombre, sin distinción de religión, de casta ni de pensamiento.

Deshacerse del cinismo El espíritu crítico es sin duda una cualidad primera de la investigación científica, pero si se vuelve cinismo y denigración sistemática de todo cuanto parece derivar de la bondad humana, ya no es una prueba de objetividad, sino un indicio de estrechez de espíritu y de pesimismo crónico. Lo comprobé al contactar con un equipo de televisión que preparaba un reportaje sobre el Dalái Lama. Me encontré con los integrantes de ese equipo en Nepal, en los Estados Unidos y en Fran‐ cia, donde los ayudé lo mejor que pude a filmar diversos acontecimientos privados en los que participaba el Dalái Lama, así como a conseguir una entrevista con él. Hasta que terminé por darme cuenta de que su objetivo principal era buscar fallos que ellos consideraban ocultos en las acciones y la persona del Dalái Lama.10 Al final del rodaje, le dije al realiza‐ dor: «Al entrar en contacto con algunas de las grandes figuras morales de nuestro tiempo, personalidades como Nelson Mandela, Desmond Tutu, Vaclav Havel o el Dalái Lama, ¿no cree usted que sería mejor intentar ponernos a su altura que intentar rebajarlos a la nuestra?» No se dignó a contestarme más que con una sonrisa sarcástica e incómoda. Todos somos una mezcla de cualidades y defectos, de sombra y de luz. Dominados por una pereza malévola, es sin duda más fácil renunciar a volverse mejor que reconocer la existencia de la bondad humana y esforzarse por cultivarla. Por eso, cuando se es testigo de esa bondad, vale más inspirarse en ella que denigrarla, y hacer lo posible para darle más cabida en nuestra existencia.

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9 La banalidad del bien Un mendigo recibe dos billetes de cincuenta rupias, una suma relativamente importante en Nepal, y le da la mitad a su compañero de infortunio. Una enfermera agotada después de una noche de guardia se queda, no obstante, unas horas más para asistir a un moribundo que parte solo. Mi hermana, Ève, que se ha ocupado toda su vida de niños con dificulta‐ des, nunca ha dudado en levantarse en plena noche para dar acogida a una niña que se fugaba. En el metro, un magrebí que advierte el estado de angustia de una pasajera a la que nunca volverá a ver, le murmura: «No te preocupes, hija mía, ya pasará». Al término de una jornada demasiado agotadora, un ingeniero regresa de su despacho y camina quinientos metros más para mostrarle a un extranjero perdido en la capital el camino hacia su hotel. Se ha hablado de la banalidad del mal.19 Pero también se podría hablar de la «banalidad del bien», imaginándose las mil y una manifestaciones de solidaridad, deferencia y compromiso en favor del bien del otro, que jalonan nuestras vidas cotidianas y ejercen una influencia considerable en la calidad de la vida social. Además, los que realizan esos innumera‐ bles actos de ayuda mutua y solicitud dicen generalmente que es muy «normal» ayudar a su prójimo. Si está justificado evocar esa noción de banalidad, es también porque en cierto modo es silenciosa: el bien de todos los días es anónimo; no llena las primeras páginas de los periódicos como lo hace un atentado, un crimen odioso o la libido de un político. Y, por último, si hay banalidad es un indicio de que todos somos potencialmente capaces de hacer el bien a nuestro alrededor.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La omnipresencia del voluntariado

«La ayuda es un acto conforme a la naturaleza. No te canses nunca de recibirla ni de darla»,1 decía Marco Aurelio. Entre una quinta y una tercera parte de la población europea, según el país —o sea, más de cien millones de personas—, parti‐ cipan en actividades de voluntariado.2 En los Estados Unidos, esa cifra se aproxima al 50 % de la población e incluye so‐ bre todo mujeres y jubilados que, cuando disponen de tiempo libre, consideran un deber suyo servir a otros miembros de la sociedad.3 Las actividades de voluntariado estadounidenses se han desarrollado particularmente en el ámbito de las artes y contribuyen al funcionamiento de numerosas instituciones culturales. Alrededor de 1.500 personas, por ejemplo, trabajan gratuitamente para el Museo de Bellas Artes de Boston. Por otro lado, tres cuartas partes de los habitantes de los Estados Unidos hacen donaciones cada año a asociaciones caritativas. En Francia, el número de voluntarios rondaría los 14 millones, o sea, uno de cada cuatro franceses (una tercera parte de los cuales tiene más de sesenta años).4 Los que consagran al menos dos horas por semana a su actividad solidaria son algo más de 3 millones.5 En 2004, las actividades de voluntariado representaban el equivalente a 820.000 empleos a tiem‐ po completo.6 Los voluntarios trabajan casi siempre para asociaciones cuya única razón de ser es prestar asistencia a per‐ sonas necesitadas. La prestación de servicios no comerciales por esos voluntarios mejora sin duda alguna el bienestar de todos. El compromiso solidario puede ir mucho más allá de una simple actividad de voluntariado. El voluntariado al servicio de proyectos y de organizaciones humanitarias, particularmente, representa un grado de implicación suplementario. Se podrían llenar volúmenes enteros para dar testimonio sobre quienes en todo momento y en todo el mundo se dedican al servicio de su prójimo. Citemos dos ejemplos entre muchos otros.7

UNA SATISFACCIÓN A CADA INSTANTE En 2010 conocí a Chompunut, una tailandesa de unos cuarenta años, pletórica de salud física y mental. Me contó

su historia: «De niña, siempre me atrajo la idea de ayudar a los abandonados por la sociedad. Me habían dicho que las condiciones en las que vivían los presos en mi país eran desastrosas. Estudié enfermería y me presenté como voluntaria para trabajar varios años en una cárcel de Bangkok. Entonces oí decir que el destino de los pre‐ sos era todavía peor en Surat Thani, una ciudad costera del golfo de Tailandia. Hace ahora diez años que trabajo ahí. Por falta de dinero, no hay un solo médico en la prisión, y yo soy la única que se ocupa de la salud de 1.300 reclusos. Algunos son considerados peligrosos y sólo me autorizan a verlos a través de las rejas. Pero yo siempre encuentro una manera de procurarles cuidados o simplemente tomarles la mano y decirles unas palabras de con‐ suelo. Nunca he tenido problemas. Me respetan porque saben mejor que nadie que sólo estoy ahí por ellos y que hago todo lo que puedo para ayudarlos. Los crímenes que han cometido no me conciernen. Cuando de verdad se encuentran mal, puedo hacer que los transfieran temporalmente a un hospital». Ser la única mujer en una cárcel, estar a cargo de la salud de 1.300 hombres, podría ser una prueba psicológica difícil de superar. Animada por su determinación, Chompunut cumple su misión sin esfuerzos: «¡Hay tanto que hacer y ellos se encuentran tan mal! Cada uno de mis gestos alivia un sufrimiento, lo cual es para mí una satisfac‐ ción a cada instante».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com LA INCREÍBLE HISTORIA DE JOYNAL ABEDIN

A los sesenta y dos años, en Bangladés, Joynal Abedin pedalea todo el día en un rickshaw, un medio de transporte muy común en Asia y que es un gran triciclo con una banqueta posterior ideada para dos personas, pero en la que no es raro que se instalen tres o cuatro pasajeros. Abedin gana el equivalente de uno a dos euros por día. «Mi padre murió porque no pudimos llevarlo al hospital, que estaba a dos días de camino de aquí. ¡Me invadió una ira tan intensa! La gente de aquí piensa que porque somos pobres, somos impotentes. Yo quería probar que se equivocaban.» Joynal Abedin partió a la ciudad con una sola idea en la mente: construir una clínica en su pueblo, Tanhasha‐ dia. Se hizo a sí mismo la promesa de no regresar hasta que tuviera el dinero suficiente para dar inicio a las obras. Pedaleó durante treinta años, ahorrando cada día una parte de lo que ganaba. A la edad de sesenta años, había ahorrado el equivalente a tres mil euros, cantidad suficiente para realizar su proyecto. ¡Regresó al pueblo y cons‐ truyó una pequeña clínica! Al principio no logró conseguir médicos: «No confiaban en mí», dice. Empezó, pues, con personal paramédico. Pero rápidamente la gente comenzó a valorar el trabajo increíble que realizaba, y reci‐ bió ayuda. En la actualidad, la clínica del pueblo, aunque modesta, trata alrededor de trescientos pacientes por día. Para mantenerla, Abedin hace pagar a los pacientes una modesta contribución, a la que se suman las dona‐ ciones, a menudo anónimas, que han comenzado a afluir después de que los periódicos relataran su historia. Tras recibir una donación más importante, construyó también, en su pequeño terreno, un centro educativo que puede acoger a ciento cincuenta niños. A los sesenta y dos años, Abedin aún conduce su rickshaw, transportando infatigablemente a sus pasajeros, de‐ dicando cada pedaleo al bienestar de los pacientes de su clínica.

El surgimiento de las ONG Se han censado alrededor de 40.000 organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales en todo el mundo, y un número aún mucho más importante de ONG nacionales. Rusia cuenta con casi 280.000 ONG nacionales; en 2009, ¡la India contaba con más de 3 millones! El número de organizaciones benéficas se ha duplicado en los Estados Unidos des‐ de el año 2000 (casi 1 millón actualmente). Cierto es que no todas son eficaces y a veces se ha criticado la gestión de al‐ gunas de ellas. No obstante, este movimiento, por su amplitud, es una de las grandes novedades de los cincuenta últimos años y representa un factor mayor de transformación social. Algunas ONG tienen un objetivo político o están centradas en actividades deportivas o artísticas. Sin embargo, en su mayoría tienen una vocación social: reducción de la pobreza, saneamiento, educación, salud, ayuda de urgencia en casos de conflictos o catástrofes naturales. Otras trabajan por la promoción de la paz o para mejorar la situación de las mujeres.

BRAC (Bangladesh Rural Advancement Commitee), la ONG más grande del mundo, ha ayudado a más de 70 millo‐ nes de mujeres en Bangladés y siete países más a salir de la miseria. PlaNet Finance opera en sesenta países para facilitar la labor de los microprogramas de microcrédito. Otras ONG se consagran a la protección del medio ambiente o de los animales, de manera global como Greenpeace y EIA (Environmental Investigation Agency), o de manera local como de‐ cenas de miles de ONG. Algunas organizaciones como Kiva, GlobalGiving y MicroWorld,8 ponen en contacto de forma directa y eficaz, a tra‐ vés de Internet, a gente necesitada con donantes deseosos de mejorar la vida de otros. Fundada en 2005, Kiva, por ejem‐ plo, ha permitido a más de medio millón de donantes hacer préstamos de tipo microcrédito por valor de trescientos mi‐ llones de dólares en sesenta países. El 98 % de estos préstamos ha sido reembolsado. Asimismo, desde 2003, GlobalGi‐ ving ha financiado la realización de más de 5.000 proyectos educativos. En cuanto a MicroWorld, pone en contacto a prestadores potenciales con personas que necesitan una financiación para poner en marcha una actividad que los ayuda‐ rá a sacar a sus familias de la pobreza. No se trata aquí sino de unos cuantos ejemplos entre muchos otros.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los mitos del pánico, de las reacciones egoístas y de la resignación impotente

En un capítulo de su inspiradora obra titulada La bonté humaine (‘La bondad humana’), el psicólogo Jacques Lecomte realizó un trabajo de síntesis que demuestra que cuando ocurren catástrofes, la solidaridad puede más que el egoísmo, la disciplina se impone sobre el pillaje, y la calma, sobre el pánico.9 Sin embargo, a menudo se nos hace creer que ocurre lo contrario. Jacques Lecomte describe el caso emblemático del huracán Katrina que, en agosto de 2005, devastó Nueva Or‐ leans y las costas de Luisiana, provocando la rotura de los diques del Misisipi. Fue una de las catástrofes naturales más devastadoras de la historia de los Estados Unidos: A ese drama se añadió rápidamente otro, pues, desde los primeros días que siguieron a ese acontecimiento, los medios informaron sobre comportamientos humanos aterradores. Así, el 31 de agosto, un reportero de la CNN declara que había habido disparos de armas de fuego y pillajes, y que «Nueva Orleans parece más una zona de guerra que una me‐ trópoli estadounidense moderna». La situación parecía tan alarmante que Ray Nagin, el alcalde de Nueva Orleans, ordenó a 1.500 policías que interrum‐ pieran sus tareas de salvamento para poner fin a los pillajes.10 Los medios hablaban de mujeres violadas y asesinatos, di‐ ciendo que los policías mismos habrían sido el blanco de los francotiradores. La gobernadora de Luisiana, Kathleen Blanco, declaró luego: «Restauraremos la ley y el orden. Lo que más me encoleriza es que catástrofes como ésta revelen a menudo lo peor que hay en el ser humano. No toleraré este tipo de comportamientos».11 Envió entonces tropas de la Guardia Nacional a Nueva Orleans, con la autorización de disparar contra los malhechores, precisando que «esas tropas acaban de regresar de Iraq, están bien entrenadas, tienen experiencia en el campo de batalla y están bajo mis órdenes para restablecer el orden en las calles. […] Los soldados saben disparar y matar, y están más que dispuestos a hacerlo si fuera necesario, y yo confío en que lo hagan».12 Esta visión apocalíptica de Nueva Orleans es difundida en el mundo en‐ tero, y el despliegue de fuerzas militares destinadas a restablecer el orden superó los 72.000 hombres. Todo aquello pare‐ ce confirmar la creencia según la cual, comenta Lecomte, «cuando está libre del control del Estado, el ser humano regre‐ saría a sus inclinaciones más viles y asesinas, sin ninguna sensibilidad ante el sufrimiento del otro. Salvo por un detalle: que esas informaciones aterradoras eran totalmente falsas. Las consecuencias de esa falsificación de los hechos fueron dramáticas».13 En efecto, esa histeria de noticias alarmantes había logrado convencer a los socorristas de que estaban frente a una jau‐ ría de malhechores descontrolados, que les impedían así llegar a tiempo y actuar eficazmente. ¿Qué había ocurrido? Los periodistas informaron sobre la situación a partir de rumores de segunda mano. Una vez pasado el frenesí mediático, hi‐ cieron su autocrítica. Así, un mes después del paso del huracán, Los Angeles Times reconocía que: «Las violaciones, la violencia y la estimación del número de muertos eran falsas».14 The New York Times cita a Edward Compass, jefe de la policía de Nueva Orleans, quien había declarado que unos facinerosos se habían hecho con el control de la ciudad y se

habían producido agresiones y violaciones (sobre todo de niños). Admitió que sus declaraciones anteriores habían sido falsas: «No tenemos información oficial sobre ningún asesinato, ni sobre ninguna violación o agresión sexual. […] A pri‐ mera vista, la respuesta global de los habitantes de Nueva Orleans no se correspondía en absoluto con la imagen genera‐ lizada de caos y violencia difundida por los medios».15 En realidad, cientos de grupos de ayuda mutua se formaron espontáneamente. Uno de ellos, que se había autodenomi‐ nado los «Robin Hoods», estaba integrado por once amigos, a los que pronto se unieron habitantes de su barrio obrero. Después de llevar a sus familias a un lugar seguro, regresaron a pesar del peligro para participar en el salvamento de los habitantes. Durante dos semanas requisaron barcas y buscaron comida, agua y ropa en casas abandonadas. Se habían impuesto respetar ciertas reglas, como no llevar armas. Este grupo colaboró con la policía local y la Guardia Nacional, que les con‐ fiaron supervivientes a los que había que sacar de la zona de peligro.16 Finalmente, «aunque se produjeron algunos actos de delincuencia, la gran mayoría de las actividades espontáneas fue‐ ron de naturaleza altruista».17 Según un agente de las fuerzas del orden, «de verdad, de verdad, la mayoría de los habitan‐ tes se han ayudado unos a otros y sin pedir nada a cambio». Según las indagaciones del Centro de Investigación sobre las Catástrofes, la decisión de militarizar la zona tuvo tam‐ bién como consecuencia un aumento del número de víctimas. Algunos habitantes se negaron a abandonar sus hogares debido a informaciones según las cuales la ciudad estaba infestada de saqueadores, y los socorristas tuvieron miedo de acercarse a las zonas siniestradas.18 Así, centrándose en la lucha contra una violencia imaginaria, «los responsables oficia‐ les fracasaron al intentar aprovecharse plenamente de la buena voluntad y del espíritu altruista de los habitantes y de los recursos de la comunidad. […] Al afectar el mantenimiento del orden por parte de quienes participaban en el salvamen‐ to, los responsables pusieron la ley y el orden antes que la vida de las víctimas del huracán».19 Lo que ocurrió en Nueva Orleans no es un caso aislado. Un mito muy difundido pretende que, cuando hay catástrofes, la gente reacciona con el pánico y el «sálvese quien pueda». Los medios y las películas de ficción nos han acostumbrado a ver escenas de pánico, secuencias de multitudes enteras que huyen despavoridas en el más absoluto desorden. Al hacerlo, se confunden a menudo las emociones de miedo, perfectamente legítimas y que incitan a alejarse lo más rápido posible del peligro, con las reacciones de «pánico», en el curso de las cuales la gente pierde el control de sí misma y se comporta de manera irracional.20 Según los sociólogos, una persona es presa del pánico cuando se siente arrinconada en un lugar peligroso, y la huida, que le parece su única oportunidad de sobrevivir, es imposible, y piensa a la vez que nadie puede acudir en su auxilio.21 En esos casos, el miedo se convierte en un pánico incontrolado. El Centro de Investigaciones sobre las Catástrofes de la Universidad de Dela​ware (Estados Unidos) ha reunido la ma‐ yor base de datos que existe en el mundo sobre las reacciones humanas frente a las catástrofes. Del análisis de todas esas informaciones se desprende que tres creencias ampliamente difundidas son mitos: el pánico general, el incremento masi‐ vo de los comportamientos egoístas, e incluso criminales, y el sentimiento de impotencia en la espera de los socorros. Además, Thomas Glass y sus colaboradores en la Universidad Johns Hopkins, han analizado las reacciones humanas en diez catástrofes mayores que dejaron numerosas víctimas: terremotos, descarrilamientos de trenes, caídas de aviones, explosiones de gas, huracanes, tornados y la explosión de una bomba seguida de un incendio. En todos los casos, han comprobado que las víctimas habían formado espontáneamente grupos animados por jefes, y se habían repartido los pa‐ peles con miras a la supervivencia del mayor número posible de personas.22 El sociólogo Lee Clarke escribió: «Durante el atentado al World Trade Center, el 11 de septiembre de 2001, los testigos están de acuerdo en afirmar que el pánico estuvo prácticamente ausente, mientras que la cooperación y la ayuda mutua eran frecuentes. A pesar del elevado número de víctimas, el 99 % de los ocupantes que se encontraban debajo del nivel de impacto de los aviones sobrevivieron gracias esencialmente a la ausencia de pánico».23 El sociólogo inglés John Drury y sus colaboradores corroboran la observación de Lee Clarke:

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Durante los atentados ocurridos en Londres en 2005 [tres explosiones en el metro y una en un autobús], en los que 56 personas resultaron muertas y 700 heridas, el comportamiento más frecuente fue la asistencia al otro, que era la mayor parte del tiempo un perfecto desconocido, mientras que el miedo a nuevas explosiones o al hundimiento del túnel es‐

taba en todos los espíritus.24 […] Ninguna de las personas entrevistadas enunció términos vinculados con el egoísmo. En cambio, aparecieron reiteradamente palabras y expresiones como «unidad», «semejante», «afinidad», «parte de un todo», «todo el mundo», «conjunto», «calidez», «empatía». […] Todos estos testimonios llevaron a los investigadores a hablar de «identidad común». Enrico Quarantelli, cofundador del Centro de Investigación sobre las Catástrofes, concluye diciendo: «En adelante, ya no creo que el término “pánico” pueda tratarse como un concepto de las ciencias sociales. Es una etiqueta extirpada de los discursos populares. […] A lo largo de nuestras investigaciones, que abarcan más de setecientos casos, me resultaría muy difícil citar […] ni siquiera unas pocas manifestaciones marginales de pánico».25 En la mayoría de las catástrofes, los actos de pillaje caracterizados son la excepción. Según Enrico Quarantelli, en efec‐ to, es preciso distinguir entre «pillaje» y «apropiación justificada». Ésta consiste en llevarse, habida cuenta de la urgencia, objetos y productos disponibles —inutilizados o abandonados— con la intención de devolverlos en la medida de lo posi‐ ble, salvo que se trate de productos de consumo inmediato: alimentos, agua, medicamentos… indispensables para la su‐ pervivencia. Los investigadores han comprobado asimismo que, cuando hay pillaje, raramente lo perpetran grupos orga‐ nizados, sino más bien individuos que lo hacen escondiéndose, y cuyo comportamiento es condenado por los demás su‐ pervivientes.26 En el caso del tsunami que devastó las costas japonesas en 2011, la ausencia de cualquier comportamiento de pillaje, robo e indisciplina fue tan grande que los medios, que esa vez estaban presentes en el corazón del drama, no pudieron sino asombrarse ante las admirables cualidades del pueblo japonés a favor de las obras sociales. Sin duda se explican por ese sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que cada uno se siente prójimo y responsable del otro, y por el ci‐ vismo y el sentido del deber que, en la cultura japonesa, pueden más que el individualismo. Las catástrofes naturales, los atentados y los accidentes son, por supuesto, circunstancias excepcionales que no tienen nada de trivial. Pero al evocarlas en este capítulo sobre la «banalidad del bien» hemos deseado hacer hincapié en el hecho de que, incluso en circunstancias semejantes, los comportamientos más corrientes son la ayuda mutua, el socorro y la solicitud. Mientras que la indiferencia, el egoísmo, la violencia y la avidez son excepcionales.

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19 Fue la filósofa Hannah Arendt quien habló de la «banalidad del mal» a propósito de Adolf Eichmann, el administrador nazi de los campos de exterminio que, durante su proceso, se esforzó por dar de sí mismo la imagen de un funcionario banal, de un hombre común y corriente, que no hacía sino cumplir con sus funciones y ejecutar órdenes. Arendt, H. (1967), Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen.

10 El heroísmo altruista ¿Hasta dónde puede llegar el altruismo desinteresado? Numerosos estudios demuestran que, cuando el coste de la ayuda es demasiado elevado, los comportamientos altruistas son menos frecuentes. Pero distan mucho de ser inexistentes. Si los ejemplos de valor y determinación de acudir en ayuda de otros a pesar de riesgos considerables son calificados de he‐ roicos, no es necesariamente debido a su rareza —oímos hablar de actos heroicos casi a diario— sino a que medimos el grado de audacia y de entrega afectiva que exigen esos actos, preguntándonos sin duda cuál habría sido nuestra reacción en la misma situación. El 2 de enero de 2007, Wesley Autrey y sus dos hijas estaban esperando el metro en la estación de la calle 137 en Nueva York. De pronto, un joven presa de un ataque de epilepsia atrajo su atención, Wesley intervino rápidamente y pidió un bolígrafo para mantenerle la mandíbula abierta. Cuando terminó la crisis, el joven se levantó, tambaleante, pero como estaba aún medio aturdido, se cayó del andén.1 Ya se encontraba sobre los rieles cuando Wesley percibió los faros de un tren que se acercaba. Confió sus hijas a una mujer para que las mantuviera alejadas del borde del andén, y saltó a la vía. Esperaba poder subir al joven de nuevo al andén, pero comprendió que no tendría tiempo para hacerlo. Entonces se tiró sobre el cuerpo del joven y lo colocó entre los dos rieles. El conductor del tren piso el freno a fondo en vano: casi todo el convoy les pasó por encima y quedaba tan poco espacio libre que la gorra de Wesley se manchó con la grasa de los bajos del tren. Más tarde, Wesley dijo a los perio‐ distas: «No tengo la impresión de haber hecho nada excepcional. Me dije simplemente: “Alguien tiene que intervenir, si no, el tipo no vivirá para contarlo”». Explicó que, gracias a su experiencia, pudo tomar su decisión en una fracción de segundo: «Trabajo en la construcción y solemos estar en espacios cerrados. Miré bien y mis cálculos a ojo resultaron exactos: había el espacio justo». Según Samuel y Pearl Oliner, profesores eméritos de la Universidad de Humboldt en California, que han consagrado su carrera a la sociología del altruismo, y más particularmente al estudio de los Justos que salvaron a numerosos judíos durante la persecución nazi, el altruismo es heroico cuando: — tiene por objetivo ayudar a otro; — implica un riesgo o un sacrificio mayores; — no está asociado a una recompensa; — es voluntario.2 Como la anterior, la aventura siguiente, relatada por Kristen Monroe, cumple sin duda alguna con esos cuatro criterios:

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Un hombre de unos cuarenta años acostumbraba a practicar el senderismo por las colinas del sur de California. En el curso de uno de sus paseos, oyó gritar a una madre. Un puma acababa de arrebatarle a su hijito. El hombre echó a co‐ rrer en la dirección en la cual, según las indicaciones de la madre, el puma se había llevado al niño y siguió sus huellas hasta que lo encontró. Las fauces del puma tenían firmemente aferrada a su víctima, todavía viva. El hombre cogió un palo y atacó al animal, de modo que el puma soltó al niño para volverse hacia él. El audaz caminante logró rechazar al puma y devolvió al niño, gravemente herido, pero vivo, a su madre. Y mientras, gracias a su intervención, la madre y el niño se ponían en camino al hospital, totalmente seguros, el salvador desapareció.3 Claro está que el acontecimiento fue divulgado por la madre agradecida, lo cual valió al hombre una notoriedad que él no deseaba en absoluto, así como tampoco la distinción de héroe otorgada por la Carnegie Hero Fund Commission, que cada año galardona en los Estados Unidos actos particularmente heroicos. El salvador hizo todo lo posible por escapar a la atención general, rechazando todas las entrevistas, incluida la que había solicitado Kristen Monroe, que por entonces

estaba escribiendo su libro The Heart of Altruism (‘El corazón del altruismo’). En su carta de rechazo, cortés pero firme, el hombre explicaba que «la atención de la que era objeto por parte de la prensa y la televisión estaba fuera de lugar y que los elogios públicos le resultaban muy desagradables». La mayoría de nosotros no tenemos ningún modo de saber cómo actuaríamos si nos viésemos enfrentados a una si‐ tuación semejante. En general, una madre reacciona siempre para salvar a su hijo, y cuando arriesga su vida por él, no tiene necesidad de reflexionar. Pero algunos actúan del mismo modo por gente totalmente desconocida. A pesar del po‐ deroso supuesto según el cual todos seríamos fundamentalmente egoístas, los ejemplos de salvadores heroicos aportan argumentos mayores que permiten poner en tela de juicio ese dogma. Cierto es que algunos objetarán: «Ésos son santos, nosotros no somos como ellos», una postura que evita cómodamente tener que cultivar el altruismo en la vida.

Heroísmo y altruismo

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Para Philip Zimbardo y sus colegas psicólogos de la Universidad de Stanford, el heroísmo implica la aceptación volunta‐ ria de un nivel de peligro o de sacrificio que va mucho más allá de lo que se espera normalmente de cada uno.4 El autor del acto heroico no tiene, pues, la obligación moral de aceptar ese riesgo. En el caso de un peligro físico, debe asimismo superar su miedo para actuar de manera rápida y decisiva.5 Zimbardo identifica tres grandes formas de heroísmo: marcial, civil y social. El heroísmo marcial implica actos de valor extremo y de abnegación que van más allá de lo que exigen la disciplina militar y el sentido del deber, dar su vida por sal‐ var la de sus compañeros, por ejemplo. El heroísmo civil, el de alguien que se lanza al agua helada para salvar a una per‐ sona que se está ahogando, implica un peligro para el cual el actor generalmente no está preparado y que no es guiado por un código de obediencia o de honor. El heroísmo social —el de los militantes contra el racismo en tiempos del apartheid en Sudáfrica, o el de los empleados que denuncian un escándalo en una empresa— es menos espectacular y se ma‐ nifiesta por lo general durante un período más largo que los actos vinculados a las dos primeras formas de heroísmo. Si el heroísmo social no comporta generalmente peligro físico inmediato, el precio que es preciso pagar puede ser muy alto y conllevar, por ejemplo, la pérdida de un empleo o el ostracismo por parte de los colegas o de la sociedad.6 En 1984, Cate Jenkins, una química de la Agencia de Protección del Medio Ambiente en los Estados Unidos, recibió de Greenpeace un expediente donde se demostraba que los estudios científicos presentados por Monsanto para probar la inocuidad de los PCB (policlorobifeniles) habían sido falsificados, y que Monsanto sabía que esos productos químicos eran altamente tóxicos. Cate alertó a sus superiores y les entregó un informe abrumador. Pero el vicepresidente de Mon‐ santo intervino y habló con los superiores de la Agencia, de suerte que el informe fue enterrado hasta que Cate, indigna‐ da, decidió entregarlo a la prensa. ¡Pobre de ella!: fue trasladada, luego hostigada durante años, hasta el punto de que su vida se convirtió en un infierno. Sin embargo, gracias a ella salió a la luz la colusión entre el Gobierno y Monsanto, y nu‐ merosas víctimas de los PCB y del «agente naranja» (utilizado en Vietnam como defoliante) pudieron ser indemnizadas.7 Zimbardo propone una visión situacionista del heroísmo. Sostiene que la mayoría de la gente es capaz de heroísmo cuando las condiciones exigen una intervención rápida y valiente. Si las situaciones sirven de catalizadores indispensa‐ bles para el heroísmo, la decisión de quien interviene es tomada en la intimidad de su conciencia. Para numerosos hé‐ roes, como los que salvaban judíos perseguidos por los nazis, el compromiso heroico se hallaba vinculado a un examen de conciencia guiado por normas morales profundamente ancladas en la persona.8 En una encuesta realizada con 3.700 adultos en los Estados Unidos, Zeno Franco y Philip Zimbardo preguntaron a los participantes cuál era la diferencia, para ellos, entre el heroísmo y el simple altruismo.9 El 96 % de las personas interroga‐ das estimaron que salvar gente en un incendio era un acto del heroísmo más puro, mientras que sólo el 4 % dijeron con‐ siderarlo un acto simplemente altruista.20 En cambio, en el caso de quienes daban alarmas y demás héroes sociales, las respuestas fueron más moderadas: el 26 % de los participantes estimaba que esa forma de acción no era ni heroica ni altruista, tal vez debido a las polémicas que suelen asociarse a ella.10 Algunos han definido el altruismo como una ayuda desinteresada, y el heroísmo como el altruismo aplicado en situaciones extremas.

La historia de Lucille Lucille tuvo una vida agitada. Desde su más tierna infancia manifestó espontáneamente valor para acudir en ayuda de otros. De niña, cuando en los Estados Unidos de los años cincuenta del siglo pasado se vivía aún una intensa discrimina‐ ción racial, ella tomó partido resueltamente por una niñita de color a la que el conductor del autobús escolar se negaba a admitir en su vehículo con la gallina que llevaba. Lucille hizo subir a la niñita y la sentó junto a ella, algo que en esa épo‐ ca era considerado escandaloso. Ese comportamiento desató las iras de la población local contra Lucille y su madre. Más tarde, cuando se presentó como voluntaria en el ejército estadounidense, Lucille fue enviada a África. A pesar de su cons‐ titución frágil, en cierta ocasión logró arrojar al agua a un sargento que estaba pegando violentamente a un hombre a ori‐ llas de un río. El sargento se vengó y le dio una paliza tan fuerte que la dejó discapacitada por el resto de su vida. Lo cual no le impidió continuar socorriendo a otros, como lo demuestra el siguiente testimonio recogido por Kristen Monroe:11 El 29 de julio12 yo estaba trabajando en mi oficina […] cuando escuché un fuerte grito: «¡Dios mío, socorro! ¡Me hace daño, socorro!». Miré por la ventana y vi a un hombre que agarraba a una joven. Se trataba de mi vecina, que estaba lavando su coche. El hombre agarró a la joven por la cola de caballo, la arrastró detrás del coche y la tiró sobre la acera.

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Yo sabía que había que hacer algo, y enseguida. A esa hora estaba sola en el vecindario. Mi discapacidad era muy grave. Llevaba dos aparatos ortopédicos, uno para mi pierna y otro para mi espalda, y acababa de llegar del hospital.

Pero Lucille salió. A pesar de que necesitaba un bastón para caminar, bajó lo mejor que pudo las escaleras de su casa y corrió hacia el violador y la muchacha. Cuando llegó, se encontró en presencia de un gigante de un metro noventa y cin‐ co de estatura que ya había desgarrado la blusa de la joven y se disponía a violarla. Lucille gritó al tipo que la soltara, pero el hombre no prestó ninguna atención a la anciana. Me acerqué a él para repetirle que la soltara. El tipo volvió ligeramente la cabeza para mirarme, pero siguió. Yo levanté mi bastón y lo golpeé en la nuca y la cabeza. Eso lo obligó a levantarse. Le dije: —¡Ven aquí, que voy a matarte! ¡Vamos, ven aquí! ¡A mí no me vengas con bromas! Y grité a la muchacha: —¡Vete a casa y cierra con llave! Me importa un bledo lo que pase, ¡sobre todo no lo dejes entrar! Después, la gente me preguntaba: —¿Tuvo usted miedo? —Sí, tuve miedo: el tipo tenía un aspecto tan brutal que creí que había llegado mi hora. Pero no podía soportar que le hiciera daño a otro ser humano, a una inocente. No me educaron para eso. El individuo me golpeó en el hombro. Le asesté otro bastonazo y lo seguí golpeando. Él continuaba plantado ahí, dándome puñetazos. Pero yo no retrocedí. Volví a gritarle a la muchacha: —¡Corre, métete en casa! Cuando por fin entró, comprendí que, si no retenía al tipo aquel, sería uno más de esos casos de «Bueno, vale, pero lo cierto es que no tiene usted pruebas». Entonces pensé: «Ya que has empezado, tienes que llegar hasta el final». Y comencé a vapulearlo sin tregua con mi bastón. El tipo me amenazaba: «Cerda asquerosa, te voy a hacer trizas». Le respondí: «De acuerdo, atácame». Por último, dio media vuelta y corrió hacia su coche. Lo perseguí. En el momen‐ to en que entraba en el vehículo, hice que su pie quedase atrapado en la portezuela y me dije: «Esto va a inmovilizar‐ lo». Acto seguido rompí a gritar: «¡Llamad a la policía, por el amor de Dios, llamad a la policía!» Entonces se apeó del coche y echó a correr. Yo sabía que todo lo que me quedaba por hacer era impedir que huyese. Lo perseguí blandiendo mi bastón y el corazón estuvo a punto de fallarme, ¿sabe? Fue un auténtico infierno. Llegó un hombre y preguntó: —¿Qué está pasando? Le respondí: —Este tipo ha intentado violar a una muchacha ahí mismo.

—Vuélvase a su casa, que yo ya me ocupo del asunto —repuso. De modo que di media vuelta y regresé a mi casa. Las fuerzas del orden llegaron por fin y redujeron y detuvieron al agresor. Lucille salió del apuro con unas cuantas contusiones: Pero cuando se tiene tanta rabia como la que yo tenía, el dolor no se siente, ¿sabe? Esos hombres [los violadores] son unos cobardes, la situación puede cambiar si usted rompe a gritar muy fuerte. […] Se trata de sentirse lo bastante preocupada por alguien, por un ser humano; de sentir que de verdad tienes que ayudarlo, cueste lo que cueste. Yo mido un metro setenta y peso cincuenta y nueve kilos. No le haría daño ni a una mosca. Pero conseguí asustarlo. Si la gente no puede bajar a la calle e implicarse directamente en lo que está ocurriendo, al menos puede descolgar el teléfono y asomarse a la ventana. Hay que hacer algo. Hay que moverse. ¿O vamos a quedarnos sentados y dejar que los otros nos maltraten toda la vida?

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Kristen Monroe preguntó a Lucille por qué había sido ella, y no otra persona, quien impidió la violación, cuando tanta gente no habría tenido el valor de hacerlo o ni siquiera hubiera pensado en ello. «Lo he pensado mucho —respondió Lu‐ cille—. Mi madre y mi abuela me enseñaron a combatir cualquier forma de injusticia. Si estoy ahí, soy responsable. Ellas me enseñaron a amar a la humanidad entera». Los actos de heroísmo no siempre tienen un final tan feliz; se conocen innumerables ejemplos de gente que perdió la vida intentando salvar a alguien. Se cuenta que en el siglo XIX, un ermitaño tibetano llamado Dola Jigmé Kalsang llegó una mañana a la plaza pública de una aldea en la que se había congregado una multitud. Al aproximarse, vio que estaban a punto de ejecutar a un ladrón, y de una manera particularmente cruel, pues lo habían sentado en un caballo de hierro que iban a calentar hasta ponerlo incandescente. Dola Jigmé se abrió paso entre la multitud y anunció: «Soy yo quien co‐ metió el robo». Se hizo un gran silencio y el mandarín que presidía la ejecución se volvió, impasible, hacia el recién llega‐ do y le preguntó: «¿Estás dispuesto a asumir las consecuencias de lo que acabas de decir?» Dola Jigmé asintió con la ca‐ beza. Murió en el caballo de hierro y el ladrón se salvó. En un caso tan extremo, ¿cuál podía ser la motivación de Dola Jigmé, excepto una compasión fuera de lo común? Forastero en esos parajes, hubiera podido seguir su camino sin que nadie le prestara la menor atención. Más cerca de nosotros, Maximilian Kolbe, un padre franciscano, se ofreció como voluntario para sustituir en el campo de concentración de Auschwitz a un padre de familia que, junto con otros nueve, había sido condenado a morir de ham‐ bre y de sed como represalia por la evasión de otro prisionero. Recordemos también la audacia del «rebelde desconocido» que, el 5 de junio de 1989, en una avenida de Pekín, se plantó delante de un carro de combate e inmovilizó durante treinta minutos una columna de otros diecisiete carros que iba a disolver la manifestación por la libertad del movimiento democrático chino en la plaza de Tiananmen. Consiguió encaramarse al carro que iba delante y decirle al conductor: «¿Por qué estáis aquí? Mi ciudad está sumida en el caos por culpa vuestra. Dad media vuelta y dejad de matar a mi pueblo». Nadie sabe qué fue de él, pero la imagen de su enfrenta‐ miento al poder ciego de la tiranía se difundió por el mundo entero y lo convirtió en un héroe universal. Ejemplos como éstos parecen superar nuestras capacidades ordinarias, aun cuando numerosos padres, las madres en particular, tienen el sentimiento de estar dispuestos a sacrificar sus vidas para salvar a sus hijos. A fin de cuentas, los rela‐ tos de actos heroicos ponen de relieve la parte de bondad inherente a la naturaleza humana y nos recuerdan que los seres humanos son capaces tanto de lo mejor como de lo peor. A propósito de la «banalidad del heroísmo», Philip Zimbardo escribe: «La mayoría de las personas que se hacen culpables de malas acciones no se diferencian radicalmente de las que son capaces de actos heroicos puesto que, al fin y al cabo, son gente normal».13 En ciertas situaciones y en momentos particulares, la interacción de las circunstancias y de los temperamentos de cada uno hacen inclinar la balanza hacia el altruismo o el egoísmo, hacia la pura compasión o la peor de las crueldades. 20 En el caso de un soldado que da su vida por sus compañeros, el 88 % de las personas interrogadas consideraba ese acto como heroico, el 9 % como altruista, y el 3 % como no perteneciente a ninguna de las dos categorías.

11 El altruismo incondicional El altruismo heroico adquiere una dimensión suplementaria cuando se manifiesta no solamente en la urgencia, sino tam‐ bién en la duración, mediante acciones repetidas, difíciles, y particularmente peligrosas para la persona o el grupo que interviene en auxilio de aquellos cuya vida está amenazada. Ciudadano alemán, Otto Springer vivía en Praga durante la Segunda Guerra Mundial. Adquirió una empresa cuyo an‐ terior propietario había sido judío. Se aprovechó de su posición para salvar a numerosos judíos de la deportación a los campos de concentración suministrándoles documentación falsa y sobornando a los oficiales de la Gestapo. Trabajó con la resistencia austriaca. Contrajo matrimonio con una mujer de confesión judía a fin de protegerla, y fue finalmente dete‐ nido y deportado. Pero incluso estando prisionero, consiguió salvar de la muerte a centenares de judíos y escapar él mis‐ mo de ella. Posteriormente se retiró a California, donde lo conoció Kristen Monroe,1 que describe a un hombre rebosan‐ te de humanidad y entusiasmo, seguro de sí mismo, aunque de gran humildad. Reconocía haber salvado a numerosos judíos, y añadía:

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No sé si realmente puedo decir que lo que hice es altruismo. Si quiere un verdadero ejemplo de altruismo, le puedo citar un caso incontestable. Era uno de mis amigos. Un hombre extremadamente inteligente, que se llamaba Kari. […] Sabía que si se casaba con una mujer judía, podría protegerla. Preguntó a sus amigos: «¿Dónde puedo conocer a una mujer judía para casarme con ella?» Había una que había perdido a su marido y vivía sola con sus dos hijas. Kari se casó con ella y todo fue bien durante un tiempo. Pero un día la Gestapo vino a detener a su mujer y a una de sus hijas. Las dos fueron enviadas a Auschwitz. Kari escondió a la niña que quedaba. Algo más tarde, todos los que estaban casados con judíos fueron obligados a divor‐ ciarse, bajo pena de ser encarcelados. Todos los amigos de Kari lo exhortaron a divorciarse, pues su mujer, por desgracia, ya estaba en Auschwitz. Pero Kari respondió que, como los alemanes eran tan puntillosos, si se divorciaba examinarían su expediente y se darían cuenta de que sólo habían detenido a una de las dos niñas, y buscarían a la otra. Kari consideró que su deber era seguir casado para evitar que la Gestapo encontrara el rastro de la niña. «Kari acabó en un campo de concentración para evitar que la niña corriese el riesgo de ser descubierta. Eso es el verdadero altruismo», comenta Otto Springer. ¿Por qué Otto había arriesgado su propia vida para salvar a otra persona? No era un hombre religioso y tampoco se consideraba alguien particularmente virtuoso (decía en broma que su moralidad era sólo un poquito superior a la de un diputado estadounidense medio). Gracias a su empresa hubiera podido conseguir un buen puesto en la India, lo que le habría permitido pasar los años de la guerra en un lugar seguro. ¿Por qué, pues, había actuado así? Simplemente había enloquecido de indignación. Sentía que debía hacerlo… Era imposible no sentir compasión ante tanta brutalidad. Nada especial. Nadie podía permanecer inactivo y no hacer nada cuando llegaron los nazis. Y Kristen Monroe comenta: «Sin embargo Otto y yo sabíamos perfectamente, en el fondo de nosotros mismos, que la mayoría de la gente no hizo nada. Si todos hubieran sido “normales”, en el sentido que Otto daba a esa palabra, el Holo‐ causto no habría tenido lugar». Al término de sus conversaciones, Monroe escribe: Yo sabía que Otto me había hecho presenciar algo extraordinario, de un grado de pureza del que yo nunca había sido testigo: el altruismo. Sabía que era verdad. No estaba segura de poder comprenderlo totalmente yo misma y menos aún de explicarlo a otros de manera satisfactoria.

Los salvadores sabían todos que, si eran descubiertos, arriesgaban no solamente su vida, sino también la de los miem‐ bros de su familia. Su decisión era desencadenada a menudo por un acontecimiento inesperado, como encontrarse con alguien que huía, corriendo el riesgo de ser llevado a un campo de exterminio. Pero llevar a cabo su compromiso exigía una planificación compleja y peligrosa. Sus acciones a menudo permanecían ignoradas, y nunca intentaban sacar prove‐ cho de ellas. En la casi totalidad de los casos, lejos de obtener la menor ventaja de su comportamiento altruista, sufrieron largo tiempo las consecuencias en su salud o en su situación financiera y social. No obstante, ninguno lamentaba lo que había hecho.

La historia de Irene Irene Gut Opdyke es la encarnación misma del valor y del altruismo más puro en la medida en que todos sus actos fue‐ ron dictados por su invencible determinación de salvar otras vidas con el riesgo constante de perder la suya.2 Había nacido en una pequeña ciudad de Polonia en el seno de una familia católica en la cual el amor al prójimo era el pan de cada día. Vivió una infancia feliz, rodeada de sus cuatro hermanas y unos padres cariñosos y atentos. El 1 de septiembre de 1939, en el momento en que Alemania y la URSS se repartieron Polonia, cuando ella cursaba sus estudios de enfermería en Radom, los bombarderos alemanes arrasaron gran parte de la ciudad. Irene fue bruscamente separada de su familia, a la que no volvió a ver sino dos años después. Entonces tenía diecisiete años. Huyó con un grupo de combatientes y enfermeras hacia Lituania, donde fue violada por soldados soviéticos, golpeada y abandonada tras ha‐ ber sido dada por muerta. Se despertó en un hospital ruso, con los ojos hinchados hasta el punto de no ver nada. Había sido salvada por un médico ruso que, al encontrarla tirada en la nieve, inconsciente, tuvo piedad de ella. Cuando se recu‐ peró, trabajó unos meses en ese hospital como enfermera antes de ser repatriada a Polonia. En 1941, Irene regresó a Radom, donde se habían refugiado sus padres, que lo habían perdido todo e intentaban so‐ brevivir. La felicidad del reencuentro no duró mucho: su padre, Tadeusz, fue reclutado por el ejército alemán para traba‐ jar en una fábrica de cerámica situada en la antigua frontera germano-polaca. La madre decidió reunirse con su marido en compañía de sus tres hijas más jóvenes, dejando en Radom a Irene sola con su hermana Janina. Entonces Irene fue testigo de los primeros saqueos y pogromos contra los judíos. Obligada a trabajar en cadena en una fábrica de municio‐ nes, conoció al comandante Rügemer, que dirigía la fábrica. Impresionado por su dominio del alemán (Irene hablaba fluidamente cuatro lenguas: polaco, ruso, alemán y yidis), el comandante le propuso que trabajara a su servicio en el co‐ medor de los oficiales alemanes en la ciudad. Y allí, a la edad de veinte años, comenzó a salvar a decenas de judíos. Empezó con un gesto aparentemente anodino y que hubiera podido costarle la vida: todos los días dejaba provisiones debajo del cerco de alambre de púas que separaba el comedor de oficiales del gueto de Ternopol. Más tarde se envalentonó. Responsable de la lavandería del comedor de oficiales, aprovechó su posición para hacer salir a los judíos empleados en el campo de trabajo vecino e integrarlos en el equipo de la lavandería donde el trabajo era menos penoso y estaban mejor alimentados. Nadie desconfiaba de esa empleada a la vez frágil y eficaz: «Me hallaba decidida a transformar mi fragilidad en venta‐ ja». Así estaba en condiciones de espiar las conversaciones entre el comandante Rügemer y Rokita, el cruel comandante de las SS, encargado del exterminio de todos los judíos de la ciudad de Ternopol y de Ucrania occidental. Cada vez que obtenía informaciones relativas a un saqueo o sanciones las comunicaba a sus amigos judíos. Ella misma llevaba a los bosques de Janowka a gente que quería irse de los campos de trabajo y de los guetos, escondiéndolos en la parte trasera de una dorozka, un coche de caballos. «No me preguntaba: “¿Voy a hacerlo?” sino: “¿Cómo voy a hacerlo?”. Cada uno de los pasos de mi infancia me había llevado a esa encrucijada de caminos. Tenía que seguir esa vía, de lo contrario no hu‐ biera sido yo misma», diría más tarde. No solamente llevaba a los fugitivos al bosque, sino que los abastecía regularmente y les traía medicamentos. En 1943, Alemania comienza a retirarse ante el avance de los ejércitos de Stalin. El comandante Rügemer decide insta‐ larse en una villa de Ternopol. En julio de 1943, el temible Rokita jura exterminar a todos los judíos de la región antes de fin de mes.3 Ante la urgencia de la situación, Irene asume riesgos inauditos: esconde a sus amigos en un canal de ventila‐ ción situado en el cuarto de baño del comandante, luego, cuando todo el mundo duerme, los lleva a la nueva villa requi‐

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sada por Rügemer y los instala en los subsuelos que ha mandado acondicionar para ello. ¡Once personas en la villa en la que vive el comandante Rügemer! Un día el comandante volvió de improviso y descubrió a Clara y Fanka, dos de las protegidas de Irene, que estaban en la cocina. Irene aceptó a regañadientes ser amante de Rügemer para salvar la vida de sus amigas. «El precio que tenía que pagar no era nada habida cuenta de lo que estaba en juego. Yo tenía la bendición de Dios. Estaba totalmente segura de la legitimidad de mis actos.» Contra lo que cabía esperar, el comandante guardó el secreto; llegó incluso a pasar veladas en‐ teras en compañía de las dos jóvenes amigas de Irene, ignorando que en el subsuelo de su villa se escondían nueve judíos más. En 1944, el Ejército Rojo avanza hacia Ternopol y el comandante Rügemer ordena a Irene evacuar la casa y hacer des‐ aparecer a sus dos amigas. Mientras la comarca es martilleada a cañonazos por la artillería soviética y las patrullas alema‐ nas hacen surcos en los campos, Irene lleva de noche a sus once amigos al bosque de Janowka, donde se unen a los otros clandestinos que se habían refugiado allí. Cuando los alemanes se marchan de Ternopol, Irene es obligada a seguir al comandante Rügemer, pero en Kielce logra huir y se une a los resistentes polacos que combaten al Ejército Rojo para liberar Polonia. Entonces fue detenida por las fuerzas de ocupación soviéticas. Consiguió escapar y fue acogida por personas a las que había salvado durante la guerra. Al terminar el conflicto bélico, se enteró de que todos sus amigos estaban sanos y salvos y vivían en Cracovia. En 1945, agotada por esas luchas, la desnutrición y la enfermedad, vivía en el campo de refugiados de Hessisch-Lichte‐ nau, en Alemania, hasta que una delegación de las Naciones Unidas, presidida por su futuro esposo, William Opdyke, escucha el relato de sus peripecias y le consigue la nacionalidad estadounidense. En 1949 emigra a los Estados Unidos. En 1956 contrae matrimonio y empieza así una nueva vida en California. Al evocar el pasado, Irene concluye:

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Sí, era yo, una muchacha, con nada más que mi libre albedrío, que tenía aferrado con fuerza en mi mano como una perla de ámbar. […]. La guerra era una serie de elecciones hechas por mucha gente. Algunas de esas elecciones han sido las más vergonzosas y crueles de toda la historia de la humanidad. Pero algunos de nosotros hemos hecho otras. Yo hice la mía.

¿QUIÉNES SON LOS SALVADORES? Seis millones de judíos, el 60 % de los que vivían en Europa, fueron exterminados por los nazis. Según Samuel y Pearl Oliner, el número de salvadores, que no sólo ayudaron, sino también arriesgaron su vida sin ninguna com‐ pensación, se elevaría a unos 50.000.4 Un gran número de esos salvadores no será nunca conocido y muchos otros habrán perecido por haber presta‐ do asistencia a los judíos, un acto que era punible con la pena de muerte en Alemania, Polonia y Francia particu‐ larmente. La organización Yad Vashem ha reunido los nombres de 6.000 salvadores cuyos hechos heroicos han sido puestos de relieve por aquellos que les debían la vida. Según los Oliner, si se compara a esos justos con una muestra de personas que, pese a haber vivido en la misma época en esas mismas regiones, no intervinieron a favor de los oprimidos, se comprueba que muchos de los salva‐ dores habían recibido una educación basada en la preocupación por el otro en valores que trascendían el indivi‐ dualismo. Los padres de los salvadores hablaban a sus hijos sobre «respeto al otro, franqueza, honestidad, justicia, imparcialidad y tolerancia con más frecuencia que sobre valores materiales. Además, hacían poco hincapié en la obediencia y la observancia de reglas estrictas. Es sabido que la tendencia a someterse a la autoridad hizo que mu‐ chos ciudadanos ejecutaran órdenes que su conciencia moral les habría disuadido de obedecer. La mayoría de los salvadores no dudaron a la hora de transgredir las reglas convencionales de la moral, con miras a conseguir un bien más grande: el de salvar a las personas a las que protegían. Entre las motivaciones de su acción, los salvadores mencionan muy a menudo la preocupación por el otro y la equidad, así como sentimientos de indignación ante los horrores perpetrados por los nazis. Los salvadores tienen con frecuencia una visión universalista del hombre. Más de la mitad de ellos resaltaron la

importancia de la profunda convicción de que «los judíos, como ellos, pertenecían a la categoría universal de los seres humanos, que tienen todos el derecho a vivir sin ser perseguidos».5 Las motivaciones vinculadas a la empatía son citadas por las tres cuartas partes de los salvadores, que evocan la compasión, la piedad, la preocupación, el afecto. Esa compasión iba por lo general acompañada de la determina‐ ción de hacer todo lo necesario para salvar a otros: «Decidí que, aunque me jugara la vida, iba a ayudarlos. […] Era necesario. Alguien debía hacerlo. No podía seguir siendo un espectador pasivo del sufrimiento que se prolon‐ gaba cotidianamente».6 Uno de ellos, Stanislas, que protegió a un gran número de personas, declaró: «¿Puede usted imaginarse la si‐ tuación? Dos chiquillas vienen a verlo, una tiene dieciséis o diecisiete años, y le cuentan que sus padres fueron asesinados y ellas, violadas. ¿Qué hay que decirles? “¿Lo siento mucho, pero yo no puedo hacer nada?”»7 La toma de conciencia de que «la persona que está en una situación desesperada es mi semejante» es citada con frecuencia por los salvadores como uno de los factores clave que los hizo decidirse a salvar a otros.

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En algunos casos, poblaciones enteras se unieron para salvar a los judíos de la deportación. Esa movilización se produjo particularmente en Dinamarca y en Italia, donde ciertos sectores de la población se unían para proteger y esconder siste‐ máticamente a familias judías. Lo mismo sucedió en Francia, en las regiones aisladas del Alto Loira, donde las comuni‐ dades protestantes fueron muy activas para hacer pasar a Suiza a numerosas personas judías. El caso de la localidad de Le Chambon-sur-Lignon es ejemplar. Los primeros refugiados que llegaron a Le Chambon fueron republicanos españoles que habían escapado de las tropas de Franco. Luego llegaron alemanes que huían del régimen nazi, seguidos por jóvenes franceses deseosos de escapar al servicio de trabajo obligatorio del Gobierno de Vichy. Pero el grupo más importante, con diferencia, fue el de los judíos. Eran los que estaban en mayor peligro y hacían correr más riesgos a quienes los escondían. Poco a poco, la población local se organizó para albergar clandestinamente a más de 5.000 judíos, cuando el pueblo no contaba más que con 3.300 habitantes. Bajo la inspiración de su pastor hugonote, André Trocmé, los feligreses pusieron en acción toda suerte de estrategias para esconder y alimentar a un gran número de personas, pero también para conse‐ guirles documentación falsa y conducirlos a un lugar seguro. En Un si fragile vernis d’humanité (‘Una capa tan frágil de huma​nidad’), Michel Terestchenko resume el desarrollo de los acontecimientos inspi​rándose en el libro dedicado por el historiador estadounidense Philip Hallie a los salvadores de Chambon:8 Una noche del invierno de 1940-1941, cuando se disponía a poner leña en el horno de la cocina, Magda Trocmé, la esposa del pastor, se llevó un sobresalto al oír que llamaban a la puerta. Cuando abrió, se encontró frente a una mujer temblorosa, que tiritaba bajo la nieve que la cubría, visiblemente aterrorizada y dispuesta a huir. La mujer le preguntó con una vocecilla inquieta si podía entrar. «Naturalmente, pase, pase», le respondió enseguida Magda Trocmé. «Durante el resto de la ocupación —escribe Hallie—, Magda y el resto de los habitantes de Le Chambon se darán cuenta de que, desde el punto de vista del refugiado, cerrarle la puerta a alguien no es sólo una negativa a ayudarlo: es hacerle daño. Sea cual sea la razón que tengas para no acoger a un refugiado, tu puerta cerrada lo pone en peligro.»9 Todas esas actividades eran, claro está, extremadamente peligrosas, y lo iban siendo cada vez más a medida que la gue‐ rra se mostraba desfavorable a los nazis, que eran más y más implacables.10 Philip Hallie recoge estas declaraciones de Magda Trocmé: «Si hubiéramos dependido de una organización, aquello no habría funcionado. ¿Cómo hubiera podido una gran organización tomar decisiones sobre gente que se agolpaba ante nuestras puertas? Cuando los refugiados esta‐ ban ahí, en nuestro umbral, había que tomar decisiones al instante. La burocracia habría impedido salvar a muchos. Allí, cada uno era libre de decidir rápidamente por sí mismo».11 Michel Terestchenko concluye en los siguientes términos: El deber de ayudar al otro era en ellos como una «segunda naturaleza», una «disposición constante». […] La acción

altruista en favor de los judíos brotaba espontáneamente desde lo más profundo de su ser como una obligación de la que no podían sustraerse, portadora, sin duda, de peligros considerables, pero que no tenía nada de sacrificio. Al ac‐ tuar así, ellos no renunciaban a su ser ni a sus «intereses» profundos, muy al contrario, respondían en una perfecta conformidad y fidelidad a ellos mismos.12

Una visión del mundo: «Todos pertenecemos a la misma familia» Según Kristen Monroe, que estudió los perfiles de numerosos salvadores, resultó que eran de procedencias sociales muy diferentes.13 Así, durante las persecuciones nazis de la Segunda Guerra Mundial, hubo, por ejemplo, un holandés que tra‐ bajaba en una tienda de frutos secos. Una pareja de salvadores tenía ocho hijos, algunos de los cuales pasaban hambre porque sus padres compartían la comida con aquellos a los que protegían. La hija del director general de General Motors en Europa, educada en escuelas internacionales, que hablaba varias lenguas, se cuenta asimismo en el número de esos salvadores. Finalmente, una condesa de Silesia, que había crecido en un castillo de 93 habitaciones, se rebeló contra su familia rica y antisemita, obtuvo un doctorado en ciencias veterinarias y trabajó en un circo antes de contribuir a salvar a numerosos judíos. Después de la guerra, algunos Gobiernos ofrecieron compensaciones financieras a los salvadores que se encontraban en grandes dificultades materiales después de haber protegido a familias judías. Pero la casi totalidad de ellos rechazaron esas compensaciones.14 Debemos hacer hincapié en que muchos de ellos fueron rechazados por sus conciudadanos, du‐ rante y después de la guerra. A veces los trataban de «enamorados de los judíos» y su heroísmo era a menudo objeto de sarcasmo. Algunos se casaron en otro país y no contaban ni siquiera a sus allegados lo que habían hecho.15 «Todos los altruistas a los que interrogué —escribe Monroe— consideraban accesorios los honores que les hicieron más adelante (particular‐ mente la distinción de “Justo entre las Naciones”, la distinción civil más alta otorgada por la organización del Estado he‐ breo). Para la mayoría de ellos, esta recompensa, concedida más de treinta años después de los acontecimientos, era ines‐ perada; para un número sorprendente de personas, resultaba indeseable. Si bien los salvadores estaban, en su mayor par‐ te, contentos de recibirla, lo cierto es que nunca habían actuado pensando en recibir ningún tipo de recompensa. Lo que manifestaban era una profunda satisfacción por haber salvado vidas.» Según Monroe, el único punto en común que se desprende de los múltiples testimonios de los salvadores es una visión del mundo y de los otros fundamentada en la conciencia de la interdependencia de todos los seres y de su condición hu‐ mana común.16 De ello se infiere que todos merecen ser tratados con benevolencia. «Siempre he considerado a los judíos como hermanos», dijo un salvador alemán al escritor Marek Halter.17 Para muchos, no hay gente fundamentalmente «buena» o «mala», sino sólo personas que han tenido vidas diferentes. Esta comprensión parece dar a los altruistas una gran tolerancia y una notable capacidad de perdonar. Como les confiaba un salvador a Samuel y Pearl Oliner:

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La razón es que todos los hombres son iguales. Todos tenemos derecho a vivir. Aquello era ni más mi menos que una carnicería y yo no podía soportarla. Hubiese ayudado tanto a un musulmán como a un judío. […] Es como salvar a alguien que se está ahogando. Usted no le pregunta a qué Dios reza, simplemente va a salvarlo. […] Tenían tanto dere‐ cho a vivir como yo.18 Samuel y Pearl presentan como prueba el caso de una mujer que formaba parte de un grupo que escondía a familias judías. Un día, cuando pasaba con su marido cerca de un cuartel alemán durante una incursión aérea, un soldado ale‐ mán salió de pronto corriendo, con una profunda herida en la cabeza, que le hacía perder mucha sangre. Inmediatamen‐ te, el marido lo instaló en su bicicleta, lo transportó a la comandancia alemana, llamó a la puerta y partió sólo cuando la abrieron. Más tarde, algunos de sus amigos resistentes lo trataron de traidor por haber «ayudado al enemigo». El marido respondió: «No, el hombre estaba gravemente herido, ya no era un enemigo, sino simplemente un ser humano desampa‐ rado». Ese hombre no aceptaba ser considerado ni como un «héroe» por haber salvado a familias judías, ni como un

«traidor» por haber ayudado a un soldado alemán gravemente herido.19 Lo cual demuestra que, para los altruistas heroi‐ cos, las etiquetas de pertenencia nacional, religiosa y política caen por su propio peso. En resumen, el comportamiento de todos esos salvadores presentaba cierto número de características del altruismo verdadero. Corrían riesgos considerables, tanto para sí mismos como para sus familias, y no esperaban absolutamente nada a cambio de sus acciones, sabiendo que las víctimas estaban acorraladas, desprovistas de todo, y no tenían sino una mínima oportunidad de sobrevivir. Hubieran podido sustraerse con facilidad a su sentimiento de obligación moral, por‐ que esconder judíos buscados por los nazis constituía un acto de extrema peligrosidad. Se dio incluso el caso de judíos escondidos que pensaron entregarse a la Gestapo para no comprometer a la familia que los acogía, pero la mayoría de los salvadores los disuadían con firmeza. Mordecai Paldiel, que, en Israel, fue director del departamento de los «Justos entre las Naciones», concluye que es la bondad fundamental, presente en cada uno de nosotros, la que nos permite comprender esos comportamientos de al‐ truismo incondicional que, según él, demuestran que constituye una predisposición humana innata. Escribe lo siguiente en el Jerusalem Post:20

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Cuanto más examino las acciones de los «Justos entre las Naciones», más dudo de la legitimidad de la tendencia habi‐ tual a magnificar esas acciones en proporciones irracionales. Tenemos la tendencia a mirar a esos benefactores como héroes: de ahí la busca de motivaciones subyacentes. Sin embargo, los Justos no se consideran en absoluto a sí mismos como héroes, y perciben su comportamiento durante el Holocausto como algo perfectamente normal. ¿Cómo resolver ese enigma? Durante siglos hemos estado sometidos a un lavado de cerebro por parte de filósofos que han hecho hincapié en el aspecto detestable del hombre, resaltando su disposición egoísta y malévola, en detrimento de sus otras cualidades. De manera consciente o no, con Hobbes y Freud, aceptamos la proposición según la cual el hombre es esencialmente un ser agresivo, proclive a la destrucción, preocupado principalmente por él mismo, y sólo marginalmente interesado por las necesidades de los otros. […] La bondad nos deja estupefactos, pues nos negamos a reconocerla como una característica humana natural. Tam‐ bién buscamos durante largo tiempo una motivación oculta, una explicación extraordinaria a ese comportamiento particular. […] En vez de tratar de interponer una cortés distancia entre ellos y nosotros elogiando sus acciones, ¿no sería preferible redescubrir el potencial altruista en nosotros mismos? Ayudar de vez en cuando a alguien, aunque sea particularmen‐ te difícil, forma parte de nuestra naturaleza humana. […] No busquemos explicaciones misteriosas a la bondad en los demás, y redescubramos más bien el misterio de la bondad en nosotros.

12 Más allá de los simulacros, el altruismo verdadero: una investigación experimental Cuando alguien roba, estafa o comete un acto de violencia, enseguida la gente comenta con aire desengañado: «Es la na‐ turaleza humana» o incluso «Ha enseñado su verdadero rostro», dando a entender que cualquier otra forma de compor‐ tamiento no es en el fondo sino una fachada hipócrita que intentamos exhibir con más o menos éxito, pero que tarde o temprano acaba por agrietarse y revelar nuestra verdadera naturaleza. En cambio, cuando alguien da muestras de una gran bondad y se entrega incansablemente al servicio de los que sufren, la gente dirá: «Es un verdadero santo», dando a entender que es un comportamiento heroico, fuera del alcance del común de los mortales. Quienes sostienen que el hombre no es sino egoísmo, no dejan de dar múltiples ejemplos de comportamientos cuya fachada altruista oculta una motivación egoísta. El filósofo y naturalista estadounidense de origen español George Santa‐ yana proclama:

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En la naturaleza humana los impulsos generosos son ocasionales y reversibles. […] Constituyen amables interludios semejantes a los sentimientos lacrimosos de un rufián, o no son sino agradables autoilusiones hipócritas. […] Pero cread una atención, cavad un poco bajo la superficie y encontraréis a un hombre que es feroz, obstinada y profunda‐ mente egoísta.1 El biólogo de la evolución Michael Ghiselin expresa este punto de vista de manera caricaturesca en una frase citada con frecuencia: Teniendo plenamente la posibilidad de actuar en su propio interés, nada, dejando aparte el oportunismo, podría impe‐ dir [al ser humano] tratar brutalmente, mutilar o asesinar a su hermano, a su amigo, a uno de sus padres o a su hijo. Raspad la piel de un «altruista» y veréis sangrar a un hipócrita. […] Lo que se considera cooperación resulta ser una mezcla de oportunismo y de explotación.2 Ni siquiera la amistad es vista con buenos ojos por La Rochefoucauld: Lo que los hombres han llamado amistad no es sino una asociación, un miramiento recíproco de intereses, un inter‐ cambio de buenos oficios: no es finalmente sino un comercio donde el amor propio se propone siempre ganar algo.3

UN EJEMPLO Imaginemos que estoy dando un paseo en el Himalaya con varias personas entre las cuales hay amigos cercanos y algunos desconocidos que se han unido a nosotros al partir en la etapa de esa mañana. Un albergue y una comida nos esperan al terminar la tarde después de atravesar un puerto de montaña, pero no tenemos provisiones para luego. Durante una pausa, me doy cuenta, al registrar mi mochila, de que me queda un buen pedazo de queso y un gran trozo de pan que había olvidado. Primera posibilidad: me alejo un poco y me lo como todo a hurtadillas. Segunda posibilidad: lo comparto con mis amigos cercanos. Tercera posibilidad: me dirijo alegremente hacia el grupo diciéndoles: «¡Mirad lo que he encontrado!» A primera vista, estos tres comportamientos corresponden, respectivamente, al egoísmo puro y duro, al altruismo limitado por mis preferencias personales, y al altruismo imparcial. Pero la situación no es tan simple, pues incluso si yo comparto con todos, todo depende de mi motivación.

Puedo actuar espontáneamente siguiendo mi carácter benévolo. Pero es posible que comparta el pan y el queso por razones mucho menos altruistas: el miedo a ser sorprendido comiéndome mi refrigerio solo en un rincón; el hecho de que aprecio los cumplidos y de que sacrificar un pedazo de queso me dará la ocasión de mejorar mi imagen entre los que me rodean; el cálculo de que una vez llegados a la etapa siguiente, animados por mi afabili‐ dad, los otros me invitarán a cenar; el deseo de ganarme la simpatía de mis compañeros de ruta que me habían ignorado hasta entonces; o incluso el sentido del deber, pues mis padres me habían inculcado que «siempre hay que compartir», aunque me muera de ganas de comérmelo todo. Este ejemplo ilustra los distintos falsos pretextos que conviene distinguir del altruismo verdadero.

Es preciso reconocer que algunos gestos hipócritas pueden ser beneficiosos para otros aunque provengan de un cálcu‐ lo interesado, por ejemplo cuando se ofrece un regalo a alguien esperando obtener un beneficio. Otras actuaciones en apariencia altruistas no están necesariamente motivadas por la voluntad de engañar, pero siguen estando inspiradas so‐ bre todo por la busca de nuestros propios intereses, o por sentimientos nobles, como el sentido del deber, que no son sin embargo altruismo puro.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El altruismo a la luz de la investigación experimental

En los capítulos precedentes, hemos ilustrado con ayuda de experiencias vividas algunas de las numerosas manifestacio‐ nes de la voluntad humana, incluyendo las que se produjeron en las situaciones más peligrosas. Cuando consideramos el comportamiento de Irene Gut Opdyke, cuya vida hemos relatado, y el de otras personas que en todas las circunstancias, por muy amenazadoras que fueran, manifestaron una determinación y una entrega afectuosa y sin concesión para evitar sufrimientos a los otros, sustraerlos a la persecución y asegurar su supervivencia, parece a priori irracional no reconocer en él la marca del altruismo más sincero. Insistir en explicar por el egoísmo la totalidad de los comportamientos humanos es producto de una idea preconcebi‐ da, y costaría mucho citar aunque sólo fuera un estudio empírico en la literatura científica que venga a corroborar este prejuicio. Cierto es que las motivaciones de un acto pueden ser de naturalezas diversas, unas altruistas, otras egoístas, pero nada permite negar la existencia del altruismo verdadero. A pesar de todo, las brumas del egoísmo universal conti‐ núan flotando en el aire del tiempo e influyendo en la psique colectiva de nuestros contemporáneos. Entre las décadas de 1930 y 1970 el término «altruismo» aparece raramente en las obras de psicología. En 1975, en su discurso como presidente de la Asociación Estadounidense de Psicología, Donald Campbell resumió así el pensamiento general de la época: «La psicología y la psiquiatría […] no sólo describen al hombre como motivado por deseos egoístas, sino que enseñan, de manera implícita o explícita, que es su deber serlo».4 Es lo que ha llevado al psicólogo Daniel Batson a decirse que si se quisiera poner término a todas esas objeciones, ha‐ bría que recurrir a una aproximación experimental sistemática. Justifica así su elección: Puede parecer de mal gusto escudriñar en las motivaciones de quien ha arriesgado su vida para proteger a quienes in‐ tentaban escapar al Holocausto, las de los bomberos que murieron llevando a un lugar seguro a los supervivientes del atentado del World Trade Center, o las de un hombre que salva a un niño herido del ataque de los tiburones. Pero si de verdad queremos saber si los humanos pueden ser motivados por el altruismo, es necesaria una investigación minu‐ ciosa.5 […] Casos como los que hemos evocado antes son a la vez reconfortantes e inspiradores. Nos recuerdan que los huma‐ nos —pero también los animales— pueden hacer cosas maravillosas unos por otros. Es importante no olvidar esto. Sin embargo, esos casos no suponen una prueba decisiva de la existencia del altruismo. […] En efecto, el altruismo no consiste únicamente en ayudar al otro, aunque sea de manera heroica. El altruismo se refiere a una manera particu‐ lar de motivación, una motivación cuyo último objetivo es acrecentar el bienestar del otro. […] Nos vemos, pues, obligados a considerar la posibilidad de que incluso un santo o un mártir pueda haber actuado con miras a obtener de su acto un beneficio personal. La lista de las ventajas que alguien puede obtener para sí ayu‐ dando a otro es larga. Podemos ayudar para recibir muestras de gratitud, para que nos admiren, para estar satisfechos

de nosotros mismos. También podemos ayudar para evitar la crítica, el sentimiento de culpabilidad o la vergüenza. También podemos querer ponernos entre los candidatos que se beneficiarán de una ayuda futura, en caso de que la necesitemos. Para asegurarnos un lugar en la historia o en el paraíso, o incluso para disminuir el desamparo que nos produce el sufrimiento de otro. Si queremos aportar pruebas convincentes de la existencia del altruismo, no podemos limitarnos a los casos espectaculares. Simplemente no nos permiten zanjar la cuestión.6 Cuando inició sus investigaciones, Daniel Batson sabía mejor que nadie que la mayoría de los científicos atribuían comportamientos en apariencia altruistas a motivaciones egoístas, lo cual lo llevó a pensar que sólo test experimentales podían permitir sacar conclusiones claras sobre la naturaleza de las motivaciones en juego y confirmar o invalidar la hi‐ pótesis de la existencia del altruismo de manera suficientemente rigurosa para convencer a los espíritus más escépticos.7

Estudiar el altruismo en lo cotidiano

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El objetivo de Daniel Batson no era, pues, estudiar el altruismo heroico en lo que tiene de excepcional, sino poner de ma‐ nifiesto el altruismo en la vida cotidiana. La motivación altruista que deseo poner de manifiesto no es patrimonio exclusivo del héroe o del santo. No es ni ex‐ cepcional ni va contra la naturaleza. Por el contrario, mostraré que el altruismo es una motivación que nos anima con frecuencia a cada uno de nosotros. […] Mientras supongamos que el altruismo […] es raro y contra la naturaleza, ten‐ dremos tendencia a situarlo en los límites de nuestra experiencia cotidiana, en actos de abnegación extrema. […] Yo quiero resaltar que es precisamente en lo que vivimos todos los días donde podemos encontrar las mejores pruebas del papel del altruismo en la vida humana.8

¿Cómo manifestar este altruismo de todos los días? A mediados del siglo pasado, los behavioristas, encabezados por John B. Watson y Burrhus Skinner, decidieron interesarse exclusivamente por los comportamientos observables, sin preo​cuparse de lo que ocurre en la «caja negra» (el mundo interior de la subjetividad), negándose a hablar de motivacio‐ nes, emociones, imaginario mental e incluso de conciencia. Al prohibirse así investigar el ámbito de las motivaciones, el behaviorismo no podía hacer progresar nuestros conocimientos en lo referente al altruismo. Es obvio que la descripción de nuestros comportamientos exteriores no permite por sí sola discernir las motivaciones profundas que nos animan. Hacía falta, pues, imaginar test experimentales que permitieran determinar sin ambigüedad las motivaciones de los sujetos que se sometieran a ellos. Batson lo explica así: Para quienes intentan comprender la naturaleza humana y los recursos que nos permitirían construir una sociedad más humana, la motivación cuenta al menos tanto como el comportamiento. No sólo necesitamos saber que los seres humanos (y los animales) hacen cosas maravillosas; también necesitamos saber por qué las hacen.9 Daniel Batson y los integrantes de su equipo en la Universidad de Kansas han consagrado así la mayor parte de su ca‐ rrera a responder a esta pregunta. ¿Por qué las personas se ayudan unas a otras? Pueden estar impulsadas por un altruismo auténtico, pero también pue‐ den obedecer a motivaciones de tipo egoísta, que podemos subdividir en tres grupos principales, según si el objetivo es disminuir un sentimiento de malestar, evitar una sanción u obtener una recompensa. En el primer caso, el hecho de sentir empatía con alguien que sufre puede susci​tar en usted una sensación desagrada‐ ble. Lo que usted desea en ese caso es reducir su sentimiento de ansiedad. Ayudar al otro es entonces una de las maneras de lograr su objetivo. Cualquier alternativa que permita disminuir su malestar —en par​ticular evitando ser confrontado con el sufrimiento de otro— será igualmente adecuada. Es una de las explicaciones citadas con más frecuencia en la lite‐ ratura psicológica de los últimos cincuenta años y en la literatura filosófica de los últimos siglos. La sanción temida en el segundo tipo de motivación egoísta puede ser la pérdi​da de bienes materiales y de una serie de ventajas, el deterioro de nuestras relacio​nes con el otro (reprobación, rechazo, mala reputación), o bien un sentimiento

de mala conciencia (culpabilidad, vergüenza o sentimiento de fracaso). En fin, como hemos visto, la retribución esperada también puede ser de orden material o relacional, depender de los otros (ventajas materiales, elogios, repu​tación, mejora de nuestro estatus, etc.) o de uno mismo (satisfacción de sí, de ha‐ ber cumplido bien con su deber, etc.). Examinemos algunas de esas motivaciones egoístas y la manera como Batson y los integrantes de su equipo han de‐ mostrado que no pueden explicar de modo satisfactorio todos los comportamientos humanos.

Ayudar para aliviar nuestro propio desamparo Hemos visto antes que el espectáculo de los sufrimientos de otros corre el riesgo de provocar en nosotros un sentimiento de incomodidad que puede ir hasta el desamparo. Es el comportamiento que Daniel Batson ha definido como el desam‐ paro empático. Nos replegamos en nosotros mismos y nos sentimos afectados sobre todo por el efecto del sufrimiento y de las emociones que suscita en nosotros. En este caso, sea cual sea el modo de intervención elegido —ayudar al otro o volver la espalda a su sufrimiento—, el acto no proviene de un movimiento altruista. Si nos resulta imposible sustraernos al espectáculo de los sufrimientos del otro, la asistencia que le prestemos estará motivada sobre todo por el deseo de aliviar nuestro propio malestar. Si una alternativa cómoda se presenta y permite evi‐ tar enfrentarse a los tormentos de otro, el individuo preferirá generalmente esta escapatoria. Según el moralista Frank Sharp, allí donde la empatía es sentida como algo doloroso, el hecho de ayudar resulta ser simplemente una tentativa de desembarazarse de la manera más expeditiva posible del malestar que nos produce el sufrimiento del otro.10 Para un altruista verdadero, un sentimiento semejante de incomodidad funcionará inicialmente como una señal de alarma que le advertirá del sufrimiento de otro y le hará tomar conciencia del nivel de desamparo de su situación. Así advertido, el altruista utilizará todos los medios disponibles para remediar ese desconcierto y sus causas. Tal como expli‐ ca el filósofo estadounidense Thomas Nagel: «La simpatía es la percepción dolorosa del sufrimiento como un estado que debe ser aliviado».11

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La experimentación en laboratorio Si el estímulo que representa el sufrimiento de otro es la causa principal de mi malestar, se me presentan dos soluciones: ya sea ayudar al otro a liberarse de su sufrimiento (y de paso pongo fin a mi desamparo), ya sea encontrar otro medio de escapar de ese estímulo alejándome física o psicológicamente. La huida psicológica es más eficaz pues si vuelvo simple‐ mente la mirada y sigo estando preocupado por el sufrimiento del otro, no me libero, sin embargo, de mi sentimiento de incomodidad —«lejos de los ojos» sigue estando «cerca del corazón»—. ¿Cómo se puede verificar mediante la experi‐ mentación si un individuo obedece a esa primera motivación egoísta o se comporta de manera verdaderamente altruista? Los participantes en uno de los experimentos concebidos por Daniel Batson son instalados en cabinas individuales y observan en una pantalla a una estudiante, llamada Katie, que se encuentra en la habitación contigua. Se les explica que Katie es una estudiante que se ha prestado a un experimento sobre sus rendimientos en el trabajo en situaciones desagra‐ dables. Allí recibirá descargas eléctricas de una intensidad no peligrosa para ella (de dos a tres veces el equivalente de una descarga de electricidad estática), pero desagradables. Y eso en cierto número de sesiones, entre dos y diez, de dos minutos cada una, durante las cuales recibirá descargas a intervalos irregulares. Las observadoras, unas cuarenta mujeres cuando el sujeto observado es, como en este caso, una mujer, están divididas en dos grupos por sorteo.21 A continuación, convocan a las observadoras, una por una, al laboratorio. A las del primer grupo se les explica que Katie hará entre dos y diez sesiones de test, pero que sólo se les pide que asis‐ tan a las dos primeras. Es la situación de la «escapatoria fácil». A las observadoras del segundo grupo también se les dice que Katie recibirá entre dos y diez series de descargas eléc‐ tricas, pero que ellas deberán observarla hasta el final. Es la situación de la «escapatoria difícil». Al conjunto de las observadoras se les explica que Katie se ha prestado a este estudio porque debe hacer frente a las necesidades de su joven hermano después de la muerte de sus padres en un accidente de coche, y que la remuneración

ofrecida por el laboratorio la ayudará a hacerlo. Además, a la mitad de las observadoras de cada grupo se les pide que se tomen un tiempo para imaginarse claramente la situación de Katie. A la otra mitad se les cuenta simplemente la historia de Katie, sin pedirles ningún trabajo de imagi‐ nación. El objetivo de esta manipulación psicológica es suscitar más empatía en las observadoras que se toman el tiempo de imaginar la situación de Katie. Al inicio de cada sesión, la observadora, sentada sola en una cabina, ve aparecer en la pantalla de un circuito cerrado de televisión a Katie que está entrando en la habitación contigua. En realidad, se trata de una grabación en vídeo que las participantes ven una tras otra a medida que se van sucediendo en el laboratorio. Es importante, en efecto, que el proto‐ colo experimental sea idéntico para todas las observadoras. Katie es, de hecho, una actriz que no recibe verdaderamente descargas eléctricas, algo que sus observadoras ignoran. En el vídeo se ve también a Martha, que está a cargo de la experimentación, explicar a Katie el protocolo del experi‐ mento. Se le dice que las descargas que va a recibir son entre dos y tres veces más fuertes que una descarga eléctrica está‐ tica, pero no pueden causarle un daño duradero. Le ponen un electrodo en el brazo. Desde la primera sesión, al ver las expresiones faciales de Katie, es evidente que, a fin de cuentas, las descargas le resultan en extremo penosas, hasta tal punto que, al finalizar la segunda sesión, Martha interrumpe el experimento y vuelve a la habitación para traerle un vaso de agua. Durante ese tiempo, otro responsable interroga a la observadora de ese momento sobre sus reacciones emocionales, en particular sobre su grado de desamparo, por un lado, y sobre su grado de empatía al ver las reacciones dolorosas de Ka‐ tie, por otro lado. Luego, Martha pregunta a Katie cómo se siente. Ésta confiesa que, cuando era pequeña, se cayó un día del caballo so‐ bre una cerca electrificada, y a raíz de ese trauma reacciona muy intensamente a las descargas eléctricas, incluso ligeras. Martha sugiere a Katie que interrumpan el experimento, pero Katie responde: «No, si he comenzado, quiero terminar… Vuestra investigación es importante… Voy a continuar». Martha propone entonces una solución: «La persona que te está observando desde la cabina es una estudiante de psi‐ cología, como tú; tal vez esté dispuesta a ocupar tu lugar». Con una mezcla de duda y alivio, Katie acaba consintiendo. Martha anuncia que va a suspender brevemente el experimento y pronto estará de vuelta. La pantalla pasa a negro. La responsable explica a la observadora: «Ya has visto lo que ocurre. Martha sugiere que ocupes el lugar de Katie. Por supuesto que no estás obligada en absoluto a hacerlo y puedes conservar tu papel de observadora. Si decides ayudar a Katie, ocuparás su lugar las ocho últimas sesiones y será ella quien te observe. No te encontrarás con Katie personalmente». El investigador agrega una opción suplementaria en función de los grupos: a cada una de las observadoras del grupo de la escapatoria fácil le dice: «Si no deseas ocupar el puesto de Katie y prefieres continuar en tu papel de observadora, sabiendo que ya has desempeñado ese papel durante dos períodos de observación, eres libre de marcharte, en cuanto ha‐ yas llenado simplemente un cuestionario sobre los sentimientos que experimentas en este momento (ansiedad, empatía, etc.)». A las observadoras del grupo de la escapatoria difícil, el investigador les dice: «Si no deseáis ocupar el puesto de Katie, continuaréis observándola durante las ocho sesiones restantes». Los resultados muestran que, entre las observadoras cuyo grado de empatía es débil, sólo el 18 % de las mujeres ansio‐ sas que miran a Katie eligen ocupar su puesto en el caso de la escapatoria fácil. Pero en el caso de la escapatoria difícil, el 64 % de las observadoras deciden hacerlo, al no poder aliviar su desamparo escapándose.

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Proporción de personas que proponen ocupar el puesto de Katie y recibir ligeras descargas eléctricas. Se observa que las personas en las que predomina la solicitud empática siguen ocupando el lugar de Katie, cuando fácilmente podrían abstenerse. No es el caso de las personas con fuerte desamparo empático, que ocupan el lugar de Katie sólo cuando la escapatoria es difícil.22

En cambio, una media del 85 % de las observadoras que sienten una intensa empatía y poco desamparo personal ocu‐ pan el lugar de Katie en los dos casos, ya sea en la escapatoria fácil o en la difícil. La conclusión es, pues, que la solicitud empática manifestada por estas últimas proviene de un altruismo verdadero, porque intervienen por el bien de Katie, y no solamente para aliviar su propio desamparo.

Ayudar para evitar una sanción: el sentimiento de culpabilidad Algunos prefieren ayudar a otro, aunque no sean proclives a hacerlo de manera espontánea, porque este esfuerzo es, psi‐ cológicamente, menos costoso que padecer un sentimiento de culpabilidad. Thomas Hobbes, que no cesaba de proclamar que el hombre sólo actúa empujado por su afán de autoconservación — lo cual lo lleva a privilegiar sistemáticamente sus intereses personales—, fue sorprendido un día en el momento en que se disponía a dar una moneda a un mendigo. Al verlo, un transeúnte que estaba al tanto de las opiniones del filósofo, excla‐ mó: «¡Ajá! Esto se parece muchísimo al altruismo», a lo que Hobbes replicó: «En absoluto, no he hecho este gesto sino para aliviar mi mala conciencia». Citemos otra anécdota célebre. En cierta ocasión, cuando se desplazaba en un carruaje, el presidente Abraham Lincoln confió a uno de los pasajeros su convicción de que los hombres que hacen el bien están, en el fondo, motivados por el egoísmo. Apenas hubo dicho estas palabras, su vehículo atravesó un puente y oyeron, abajo, los gruñidos desesperados de una cerda cuyas crías se habían caído al agua. Lincoln pidió al cochero que se detuviese, saltó a tierra y sacó a las crías a la orilla. Cuando reanudaron el viaje, su compañero comentó: «Bueno, Abe, ¿dónde está el egoísmo en este pequeño episodio?» A lo que Lincoln respondió: «Bendito seas, Ed, eso era la esencia misma del egoísmo. Mi espíritu no habría estado en paz todo el día si yo hubiera pasado de largo, dejando a esa vieja cerda preocupada por sus pequeñuelos. ¿No comprendes que he hecho este gesto sólo para tener el espíritu sereno?» Observemos, sin embargo, que el simple hecho de experimentar un sentimiento de malestar o de culpabilidad ante la idea de descuidar el bien de otros no es en sí un signo de egoísmo. Si fuéramos exclusivamente egoístas, no tendríamos ninguna razón para sentirnos afligidos por los sufrimientos de otros. La persona en la que predomine el egoísmo asfixia‐ rá las tímidas protestas de su sentimiento de culpabilidad fabricando justificaciones morales por no haber actuado, que se expresan a menudo mediante reflexiones del tipo: «En el fondo, se lo ha buscado», «Esa gente tiene lo que se merece»,

o bien: «Los pobres sólo tendrían que trabajar más». Llegados a un límite extremo, a fin de desembarazarse de cualquier sentimiento de malestar ante la idea de comportar‐ se egoístamente, algunos llegarán a elaborar un sistema filosófico fundado en una inversión de los valores. Tal fue el caso de la filósofa estadounidense Ayn Rand. El «egoísmo ético», que ella llamaba «objetivismo» afirma que el altruismo es inmoral porque exige de nosotros sacrificios intolerables y representa una obligación inaceptable impuesta a nuestro de‐ seo de vivir felices.23 ¿Cómo demostrar entonces que la gente no ayuda simplemente para evitar sentirse culpable? En el laboratorio se ex‐ plica esta vez a las participantes repartidas en dos grupos, todas estudiantes, que pueden evitar que otra estudiante, Julie, reciba descargas eléctricas si responden correctamente a un test que les presentan. Pero el test que les dan es tan difícil que ninguna participante lo responde como es debido. Luego dicen a uno de los grupos que el test era relativamente fácil (lo que las culpabiliza), y al otro, que no era culpa de ellas, que el test era demasiado difícil. Los resultados del experimento muestran que los sujetos que tenían una empatía fuerte seguían preocupados por el destino de Julie, sea cual sea la explicación que se dé a su fracaso en el test, mientras que los sujetos que tenían una empatía débil se tranquilizan en cuanto se les dice que no es culpa suya si Julie recibió una descarga. De ello se infiere que no es simplemente para tener buena conciencia por lo que los altruistas acuden en ayuda de una persona necesitada. Uno de los argumentos que le opusieron a Batson es que una escapatoria física (irse del laboratorio) no implica nece‐ sariamente una escapatoria psicológica (olvidar a Katie), vinculada a un sentimiento de malestar o culpabilidad. Las par‐ ticipantes de empatía fuerte, las que ocuparon el lugar de Katie en todas las circunstancias, hubieran podido decirse: «Sí, pero si no ayudo a Katie ahora, después voy a sentirme mal»,12 lo que es una motivación egoísta. Era importante saber, pues, si en el momento de la experimentación, ellas anticipaban el tormento que les causaría pensar en el destino de Ka‐ tie.13 Los resultados demostraron que los individuos de empatía fuerte deseaban que los mantuvieran al tanto de la situa‐ ción de Katie un mes más tarde, incluso cuando el pronóstico relativo a su salud era pesimista. Mientras que los indivi‐ duos menos empáticos elegían en su mayor parte la escapatoria psicológica —no oír hablar nunca más de Katie— tal como habían elegido la escapatoria física en el primer experimento, descrito más arriba. Los investigadores concluyeron que, cuando estamos sinceramente afectados por el destino de alguien, no intentamos evitar oír hablar de esa persona si le va mal simplemente porque tememos el sentimiento de malestar que esas malas no‐ ticias tendrán sobre nosotros. Es preciso mostrar ahora que la gente tampoco actúa para evitar tener que justificarse ante ellos mismos por su no intervención. En este caso, se propone a las participantes regalar un poco de su tiempo para ayudar a una mujer que se en‐ cuentra en una situación difícil. A un primer grupo se le dice que las otras participantes, en su gran mayoría, se han pre‐ sentado como voluntarias para ayudar una vez. Al segundo grupo se le dice que sólo una minoría de ellas ha ofrecido su ayuda. Se entiende que, si una participante no tiene ganas de ayudar, puede decirse a sí misma que, después de todo, no es la única en ese caso, ya que la mayoría de las otras hacen lo mismo que ella. Los resultados muestran que las que sienten una empatía fuerte por la joven ofrecen su ayuda en los dos ejemplos, mientras que las personas de empatía débil desis‐ ten en el segundo ejemplo, lo que les permite justificar su inactividad.

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Ayudar para evitar la reprobación del otro Si actuamos de manera altruista porque tememos ser criticados, el gesto que hacemos está subordinado a la considera‐ ción que descontamos a otro. El coste de un gesto semejante, que pagamos de grado o por fuerza, para el otro, nos parece menos elevado que el oprobio de nuestros semejantes. Es éste un motivo frecuente en el altruista hipócrita. ¿Cómo estar seguro de que la gente no ayuda con el único objetivo de evitar la reprobación del otro? Para someter a prueba esta hipótesis, formamos un nuevo grupo de participantes a las que se propone pasar un rato con Janet, a quien presentamos como una mujer que está atravesando una etapa difícil en su vida, padece de soledad y va en busca de amis‐ tades. Luego se forman dos subgrupos. Al primero se le dice que el investigador y Janet serán informados sobre su deci‐

sión de pasar o no un rato con ella. Al otro se le garantiza la confidencialidad de su decisión. Como antes, suscitamos un sentimiento de empatía en la mitad de las participantes pidiéndoles que se imaginen du‐ rante unos momentos el destino de Janet; mientras que a la otra mitad se le pide simplemente que lea la petición de Janet, en la que expresa su deseo de conocer gente. Los resultados demuestran que las tres cuartas partes de los participantes con empatía elevada aceptan conocer a Janet, sea o no confidencial su elección. En cambio, una proporción mayor de su‐ jetos con empatía débil declina la oferta de conocer a Janet en caso de que se beneficien del anonimato. Eso confirma, pues, el hecho de que a un altruista verdadero no le in​fluye la anticipación de los juicios del otro ni tampoco lo motiva el reconocimiento social.14

La espera calculada de una contrapartida Yo le hago un favor, pero espero otro a cambio, en un plazo más o menos largo. Esta espera puede ser explícita, implícita o disimulada. Este tipo de altruismo se observa con frecuencia en los animales —yo te rasco el cuello si tú me rascas el mío—. Los antílopes impalas tienen por costumbre lamerse el cuello, pero si uno deja de hacerlo, el otro también reac‐ ciona del mismo modo. Si la esperanza de beneficiarnos de una ventaja es nuestro objetivo último, nuestros cálculos interesados podrán ad‐ quirir la apariencia del altruismo con el único objetivo de suscitar en el otro un comportamiento favorable para nosotros, sin ninguna consideración por su propio bien. Se sabe que esos cálculos tienen a veces objetivos a largo plazo. Por ejemplo, durante años se cubre de atenciones a una persona mayor con la esperanza de recibir su herencia; se colmará de favores a los notables del lugar con la perspectiva de conseguir ulteriormente un beneficio personal. El segundo simulacro del altruismo consiste en hacer un favor a alguien con el fin de recibir cumplidos o ser apreciado por esa persona, o incluso hacer dones caritativos con el fin de granjearse una buena reputación. No obstante, alimentar el deseo de establecer relaciones de amistad con otros y, para ello, romper el hielo haciendo un gesto benévolo no es, en sí, egoísta, en la medida en que uno no se propone instrumentalizar al otro al servicio de sus in‐ tereses personales. Los elogios tampoco son perniciosos en sí mismos. Si somos sinceros en las acciones beneficiosas que realizamos, re‐ cibir elogios puede constituir un estímulo bienvenido (a condición de que la vanidad no se inmiscuya), y hacer cumpli‐ dos es una prueba de reconocimiento del bien que hacen los otros. A este respecto, sin embargo, un adagio budista invita a la prudencia: «Considera que los elogios que te hacen no se dirigen a tu persona, sino a la virtud que has encarnado por tus actos, y que las críticas, en cambio, se dirigen a ti y a tus imperfecciones». De todas formas, si realizamos un acto, incluso útil a otro, con el único objetivo de recibir cumplidos y ser bien consi‐ derados socialmente, se tratará de un simulacro de altruismo. Para realizar el bien de otro y experimentar a la vez un sentimiento de plenitud, el altruismo y la compasión no deberán ser egocéntricos. Como escribe Christophe André: «La compasión no es compasión sino en la acción gratuita, no es —nunca— una inversión que espera algo a cambio. De lo contrario, desembocará tarde o temprano en la amargura y el resentimiento».15

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Ayudar esperando una recompensa: el test experimental Si ayudamos a alguien esperando una recompensa, deberíamos estar menos satisfechos si, en el curso de la operación, otra persona lo ayuda en lugar de nosotros, porque en ese caso ya no podremos recibir la recompensa con la que contá‐ bamos, material o social. Sin embargo, para el altruista lo que cuenta ante todo es que la persona sea ayudada: poco im‐ porta quien se encargue de ello. Su grado de satisfacción debería, pues, seguir siendo el mismo. Es lo que intentaron veri‐ ficar Batson y su equipo. ¿Ayuda la gente porque consigue una recompensa subjetiva; por ejemplo, porque eso la pone de buen humor? Regre‐ semos al experimento de Katie: si las participantes de empatía fuerte ayudan porque se sienten bien después de haber ayudado —una explicación que se da con frecuencia—, deberían ayudar con menos ganas cuando no tienen ninguna

forma de saber si su ayuda será eficaz. El experimento ha demostrado que las participantes de empatía fuerte, al verse en esta nueva situación, ayudan igual cuando se les dice que las tendrán al corriente de los progresos de la condición de la estudiante huérfana, que cuando se les dice que no recibirán ninguna noticia de ella. Además, cuando se les da la opción de conocer o no la situación de Katie un mes más tarde, añadiendo incluso que los pronósticos no son muy buenos, las altruistas se sienten preocupadas por el destino de Katie y desean, en su mayoría, recibir noticias suyas. Si ayudaran únicamente para complacerse, deberían preferir no exponerse al riesgo de recibir malas noticias. ¿Y si la gente ayudara para sentirse orgullosa de ser «diferente»? ¿Cómo saber si una persona considerada altruista ayuda simplemente para experimentar un sentimiento de orgullo al realizar un gesto benévolo? Bastará con verificar que estará igualmente satisfecha si otro actúa en su lugar. Para un verdadero altruista, lo que cuenta es el resultado y no la sa‐ tisfacción de ser el héroe. Esto es precisamente lo que otro experimento ha demostrado. Las participantes escuchan a través de unos auriculares la voz de una mujer, Suzanne, que les explica que debe realizar un test de atención y que, cada vez que se equivoque, reci‐ birá una descarga eléctrica. «No es atroz [risa nerviosa], pero no deja de ser una buena descarga, y preferiría no cometer demasiados errores», añade para suscitar un sentimiento de empatía. Por su parte, en un primer momento, la participante realizará la misma tarea que Suzanne, sin ningún riesgo de recibir una descarga y, cada vez que lo consiga, anulará la descarga que Suzanne debe recibir cuando se equivoca. Se evalúa asi​‐ mismo mediante un cuestionario el grado de empatía de las participantes hacia Suzanne. Después, en un segundo momento, se anuncia a ese mismo grupo de participantes que, al final, Suzanne no recibirá descargas y el investigador se contentará con señalarle los errores que cometa. Los resultados revelan que los verdaderos altruistas (los que han manifestado más empatía hacia Suzanne) quedan igual de satisfechos cuando consiguen ahorrarle a Suzanne descargas eléctricas que cuando les dicen que, finalmente, no recibirá ninguna descarga. Su satisfacción está, pues, vinculada al hecho de saber que Suzanne no ha sufrido, y no a la idea de que son ellos los que le han ahorrado el dolor de las descargas eléctricas.16 A medida que Daniel Batson publicaba sus investigaciones, otros investigadores se las ingeniaban para encontrar ex‐ plicaciones egoístas a los resultados observados.17 Cada vez, Batson y los integrantes de su equipo imaginaban nuevos protocolos destinados a responder específicamente a las objeciones hechas y a poner a prueba todas las explicaciones egoístas concebibles.18 La conclusión fundamental a la que llega Batson, como resultado de ese trabajo de investigación paciente y sistemático, es la siguiente: «El examen de veinticinco trabajos de investigación en psicología social, realizados a lo largo de quince años, ha permitido verificar la hipótesis según la cual existe realmente el altruismo verdadero, el que tiene por única motivación la realización del bien de otro. […] Actualmente, no existe ninguna explicación plausible de los resultados de esos estudios que esté fundada en el egoísmo».19 ¡Osábamos esperarlo, pero siempre es bueno escucharlo! Es, en efecto, crucial disipar los prejuicios que han prevaleci‐ do tanto tiempo en lo tocante a la universalidad del egoísmo. Si estuvieran justificados, esforzarse por promover una so‐ ciedad más altruista sería una pura y simple pérdida de tiempo. Éste no es, pues, el caso, y como afirma Michel Terest‐ chenko: «En cuanto hipótesis científica que apunta a la predicción y comprensión de las conductas humanas, el egoísmo psicológico ha sido desmentido y refutado por toda una serie de experimentos centrados en la empatía; por consiguiente, su pretensión de explicar todas las conductas humanas, incluso las que son aparentemente desinteresadas, generosas, etc., debe considerarse falsa. Ésta es la única conclusión científica que se impone hasta que se demuestre lo contrario».20 Estos trabajos de investigación han dado lugar a numerosas discusiones,21 pero no siempre han sido refutados hasta ahora. En efecto, la hipótesis altruista explica mejor los comportamientos de ayuda mutua, generosidad y benevolencia. Ahora corresponde, pues, a los partidarios del egoísmo universal justificar su interpretación a pesar de los desmentidos que les hacen la experiencia vivida y todas las investigaciones científicas. Esta conclusión es capital: si realmente existe el altruismo verdadero, si no es patrimonio de esos seres excepcionales que son los héroes o los santos, y si su presencia puede ser puesta de manifiesto en innumerables acciones de la vida coti‐ diana, como han demostrado las investigaciones de Daniel Batson, Nancy Eisenberg, Michael Tomasello y otros investi‐ gadores, de todo eso podemos deducir importantes enseñanzas. Significa que, a semejanza de cualquier otra cualidad, el

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altruismo puede ser cultivado en el plano personal y estimulado en el plano social; que en la escuela no es vano hacer más hincapié en la cooperación, en los comportamientos prosociales, en la solidaridad, la fraternidad, la no discrimina‐ ción y todas las actitudes que proceden del altruismo. Y que no es indicio de un idealismo ingenuo considerar el desarro‐ llo de una economía que integre en su funcionamiento la preocupación por el otro. Todo el mundo sabe que el egoísmo existe —parece que, sobre este punto, no necesitamos convencer a nadie—, pero cuando hayamos reconocido que el altruismo es inherente a la naturaleza humana, habremos dado un gran paso hacia el advenimiento de una cultura que se abre a la otra en vez de replegarse en intereses puramente individualistas. 21 Si el sujeto observado es un hombre, los observadores serán igualmente hombres, a fin de suprimir los efectos de cortesía o de «galantería». La posibilidad, por ejemplo, de que los hombres se sientan «obligados» a ayudar a una mujer en dificultades complicaría el estudio por la adición de parámetros suplementarios. Todos estos experimentos han sido realizados también con hombres, y los resultados son idénticos en los dos casos. 22 Todas las fuentes de las ilustraciones que aparecen en esta obra están al final del volumen, p. 791. 23 Volveremos a hablar más extensamente sobre este punto de vista en el capítulo 25, «Los campeones del egoísmo».

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13 Argumentos filosóficos contra el egoísmo universal Ver al hombre como un individuo que, en cualquier circunstancia, intenta promover sus intereses personales, es una concepción que cristalizó bajo la influencia del filósofo inglés Thomas Hobbes, que presenta al hombre como un ser fun‐ damentalmente egoísta, y que luego ha sido adoptada por muchos pensadores contemporáneos.24 Los especialistas de las ciencias humanas llaman «egoísmo universal», o «egoísmo psicológico», a la teoría que postula no solamente que el egoísmo existe, algo que nadie pone en duda, sino también que motiva todas nuestras acciones. Incluso si deseamos la felicidad de otro, eso no sería sino una manera de «maximizar» disimuladamente nuestros propios intereses. Si nadie niega el hecho de que el interés personal puede ser una de las razones por las cuales ayudamos a otros, la teoría del egoís‐ mo universal va mucho más allá afirmando que es la única. David Hume, uno de los grandes adversarios de Hobbes, era muy severo con los defensores del egoísmo universal y consideraba que ese punto de vista estaba inspirado por «el examen más irreflexivo y precipitado posible de los hechos».1 Era más proclive a observar empíricamente los comportamientos humanos que a construir teorías morales. Hablando de los pensadores de su época, anotaba: «Ya va siendo hora de que rechacen todo sistema ético, por muy sutil e ingenioso que sea, que no se base en los hechos y en la observación». Para él, negar la existencia del altruismo iba contra el sentido común:

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La objeción más evidente contra la hipótesis egoísta es que, en cuanto a tal, va en contra tanto del sentido común como de nuestras concepciones más imparciales; es necesario hacer un máximo esfuerzo al filosofar para postular una paradoja tan extraordinaria. Al observador más negligente le parece que existen disposiciones tales como la benevo‐ lencia y la generosidad, pasiones tales como el amor, la amistad, la gratitud. Estos sentimientos tienen sus causas, sus efectos, sus objetos, sus maneras de operar, indicados en el lenguaje común y la observación común y corriente, y cla‐ ramente distinguidos de los de las pasiones egoístas.2 Sin embargo, enfrentados a los numerosos ejemplos de altruismo de los que son, como todos nosotros, testigos en su vida cotidiana, los defensores del egoísmo universal se las ingenian para encontrarles explicaciones que desafían el senti‐ do común. A propósito de un hombre que se había precipitado fuera de su coche y no había dudado en lanzarse al agua helada para salvar a alguien de morir ahogado, el sociobiólogo estadounidense Robert Trivers afirma que, sin un motivo egoísta, «es evidente que el salvador no debería molestarse en salvar al que está a punto de ahogarse».3 El problema es que esta teoría refleja una visión estrecha y reduccionista de las motivaciones humanas. El filósofo Joel Feinberg constata: Si los argumentos en favor del egoísmo psicológico se compusieran esencialmente de pruebas empíricas escrupulosa‐ mente obtenidas (informes bien do​cu​men​tados, experimentos verificados, sondeos, conversaciones, datos de la​bo​rato‐ rio, etc.), el filósofo crítico no tendría nada que censurar. Después de todo, ya que el egoísmo psicológico pretende ser una teoría científica de las motivaciones humanas, validarla o invalidarla es algo que incumbe al psicólogo experimen‐ tal y no al filósofo. Ahora bien, en realidad, las pruebas empíricas del egoísmo psicológico son más bien raras. […] Es en general un «científico de salón» el que sostiene la tesis del egoísmo universal y, por lo general, sus argumentos se basan simplemente en sus impresiones o son, en gran medida, de tipo no empírico.4

La teoría del egoísmo universal se sustrae a toda refutación por los hechos Una hipótesis científica debe no solamente ser susceptible de dar lugar a una verificación experimental, sino que también debe brindar la posibilidad de ser refutada por hechos que, si se producen, probarán su falsedad. Ahora bien, si una teo‐ ría se formula de manera tal que siempre se verifique, al margen de cuáles sean los hechos observados, no hará progresar el estado de los conocimientos. Como demostró Karl Popper, una teoría en principio infalsificable no es científica, es una ideología. El egoísmo psicológico muestra su debilidad cuando pretende explicar por sí solo todos los comportamientos huma‐ nos. Es egoísta negar una ciruela a un niño (quiere guardarla para usted), y es egoísta dársela (usted lo hace para tener buena conciencia o para poner fin a las demandas insistentes del niño, que lo exasperan). Sin verificar experimentalmen‐ te la verdadera motivación de la persona, se podría adelantar, de manera igualmente arbitraria, la hipótesis contraria: es tan altruista darle una ciruela a un niño (usted sabe que le gustan las ciruelas), como negársela (usted sabe que las cirue‐ las le hacen daño en el estómago). El hecho de aplicar la palabra «egoísta» a todos nuestros comportamientos sin excepción conduce a situaciones absur‐ das: el soldado que se lanza sobre una granada para evitar que sus compañeros mueran sería igual de egoísta que el que empuja a su camarada sobre la granada para salvar su pellejo. Ser egoísta sería así sinónimo de existir y de respirar. Como escribía Abraham Maslow: «Si la única herramienta de la que se dispone es un martillo, es tentador tratarlo todo como si fueran clavos».5 En el plano filosófico los principales argumentos presentados por los defensores del egoísmo universal son los siguientes:

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— hacemos el bien a los demás porque, a fin de cuentas, conseguimos una satisfacción; — un acto heroico no es verdaderamente altruista pues quien lo hace actúa impulsivamente y en realidad no tiene elección; — hagamos lo que hagamos, no podemos desear otra cosa que nuestro propio bien, lo cual es en sí un acto egoísta; — puesto que todo lo que hacemos libremente es la expresión de nuestra voluntad y de nuestros deseos, nuestras acciones son, por consiguiente, egoístas.

¿Hacemos el bien a los demás porque eso nos hace sentir bien? Algunas personas afirman convencidas: «He ayudado mucho a los demás, pero eso me ha dado una gran satisfacción. Soy yo quien tengo que darles las gracias a ellos». Los anglosajones hablan del warm glow, que podría traducirse por ‘cá‐ lido fulgor interior’, o bien ‘calorcillo interior’, que acompaña a la satisfacción de realizar buenas obras. Sin embargo, una hipótesis semejante no podría aplicarse a todos los comportamientos altruistas. Cuando un bombe‐ ro se precipita a una casa en llamas para salvar a alguien, podríamos imaginar que se dice a sí mismo: «Voy a meterme en el horno. ¡Ah, qué bien me sentiré después!» Esta hipótesis es evidentemente absurda. Como subraya el psicólogo Alfie Kohn: «Para probar la rectitud de una tesis semejante, no bastará con mostrar la son‐ risa que ilumina el rostro del salvador que acaba de arrebatarle una persona a la muerte. Tendrá que probar que, antes de lanzarse a una intervención arriesgada, el salvador ya tenía en mente ese momento de fascinación».6 Además, el hecho de sentir satisfacción al realizar un acto altruista no vuelve ese acto egoísta, pues la busca de esa sa‐ tisfacción no constituye su motivación principal. Si hace usted una caminata por la montaña para llevar provisiones a un amigo inmovilizado en una cabañita, es verdad que la caminata es buena para su salud y que usted se beneficia de ella, pero ¿no sería engañoso deducir que usted ha llevado provisiones a su amigo porque la caminata le sienta bien? El fun‐ dador de la psicología moderna, William James, daba este otro ejemplo: «Aunque un buque de vapor queme carbón al atravesar el Atlántico, no se puede concluir que atraviesa el Atlántico con el objetivo de quemar carbón».7 A decir verdad, si hace usted un cálculo egoísta del tipo: «Voy a ser altruista con esta persona porque después me sen‐ tiré bien», la alegría no acudirá a la cita. La satisfacción nace del altruismo verdadero, no del egoísmo calculador. Herbert

Spencer, filósofo y sociólogo inglés del siglo XIX, ya lo había observado: «Los beneficios personales que obtenemos por hacer el bien a otros […] sólo son plenamente aprovechables si nuestras acciones están realmente desprovistas de egoís‐ mo».8 En pocas palabras, quienes califican de egoísta toda acción altruista que aporte una ventaja a quien la realice con‐ funden causa primera y efectos secundarios. También podemos responder diciendo que los actos altruistas no siempre vienen acompañados de emociones agrada‐ bles. Los salvamentos efectuados en casos de urgencia y los que consisten en proteger a personas perseguidas durante largo tiempo están a menudo precedidos o acompañados por momentos de miedo más o menos intenso. Esos actos se realizan con mayor frecuencia en situaciones trágicas durante las cuales la manera como «uno se siente» pasa a un se‐ gundo plano ante la urgencia de la acción que es preciso realizar. Esta tensión, a veces extrema, no se podría calificar de agradable. Durante la guerra, Irene Gut Opdyke arriesgó su vida varias veces para salvar a judíos amenazados de muerte en Polo‐ nia. Ella misma explica claramente la diferencia entre las emociones sentidas en el fragor de la batalla y el sentimiento de plenitud experimentado al rememorar los hechos. ¿Era consciente de la nobleza de sus actos? «En ese momento yo no me daba cuenta —explica—, pero cuanto más envejezco, más rica me siento. Si hubiera que hacerlo de nuevo, volvería a hacerlo sin cambiar nada. Es un sentimiento maravilloso saber que, hoy, muchas personas están vivas, que algunas de ellas se han casado y tienen hijos que, a su vez, también tendrán otros, simplemente porque yo tuve valor y fuerza.»9 El hecho de apreciar retrospectivamente la rectitud de una acción no hace sino aumentar su nobleza sin quitar nada a su altruismo. Existe una variante a la teoría del egoísmo universal, es la teoría del hedonismo psicológico, la busca constante del pla‐ cer, que se encuentra en los escritos del filósofo inglés John Stuart Mill.10 Consiste en afirmar: «Somos egoístas porque la única cosa que deseamos realmente es tener experiencias placenteras, prolongarlas y evitar o abreviar las experiencias desagradables». Según el hedonismo psicológico, no somos, pues, altruistas sino en la medida en que serlo nos aporte placer y evitaremos serlo si eso nos permite evitar cualquier disgusto. Pero este argumento no tiene ningún sentido: es perfectamente normal que el sentimiento de haber realizado un acto que deseábamos hacer sea experimentado de mane‐ ra positiva. Y eso por el simple hecho de que la realización de ese acto suprime la tensión que persistirá mientras el obje‐ tivo de nuestros esfuerzos no haya sido alcanzado.11 Un corredor que cruza la línea de meta, un arquitecto que finaliza la construcción de una casa, un pintor que acaba un cuadro, una persona que termina de lavar su ropa interior, todos aprecian el hecho de haber llevado a buen fin su trabajo. Pero la gente hace la colada para tener ropa interior limpia, y no para sentir la satisfacción de haber «terminado de hacer la colada». Igualmente, el simple hecho de que la realización del bien de otro nos procure satisfacción no implica que nuestra motivación sea egoísta, pues hemos actuado por el bien de otro y no pensando en nuestra satisfacción. Además, tal como subraya Feinberg, el hecho de que sintamos satisfacción por el cumplimiento de un acto altruista presupone que somos naturalmente proclives a favorecer la felicidad del otro. Si fuéramos totalmente indiferentes ante su destino, ¿por qué sentiríamos placer ocupándonos de él?12

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¿No había alternativa? En el caso de algunos salvadores intrépidos, los partidarios del egoísmo universal aún tienen un argumento de reserva. Se apoyan en las declaraciones hechas por numerosos héroes ordinarios: «No había alternativa», dicen después de haber ayudado a otros, a menudo arriesgando su propia vida. Margot, una mujer que había corrido riesgos considerables para proteger a judíos perseguidos por el nazismo, lo explicaba así a Kristen Monroe: «Cuando alguien se está ahogando, no te paras a reflexionar y preguntarte si debes actuar o no, si debes proceder de esta o de aquella manera, etc.».13 Los defensores del egoísmo universal sacan la conclusión de que no se puede calificar de altruista un comportamiento automático porque no está precedido por una intención. Pero el hecho de haber actuado sin dudar no quiere decir que no se tenía más remedio que hacerlo ni que ninguna intención presidía el acto. Aquello quiere decir simplemente que la elección era tan clara que conllevaba una acción inmediata, lo que no equivale en absoluto a comportarse como un autómata.

Daniel Batson observa: Usted puede decir a posteriori —como muchos de los que se precipitan a edificios en llamas o se lanzan a aguas peli‐ grosas— que no ha reflexionado antes de actuar. No obstante, parece probable que usted, y ellos, han reflexionado, sin lo cual la ayuda prestada espontáneamente no se habría adaptado a las condiciones […] parece más justo decir que usted —y ellos— no ha reflexionado atentamente, pero que de todas formas ha reflexionado. La respuesta que ha dado iba dirigida al objetivo que se quería alcanzar.14 Cuando debemos tomar una decisión ante una situación imprevista que evoluciona muy rápidamente y no permite tergiversaciones, nuestro comportamiento espontáneo es la expresión de nuestro estado interior. Lo que parece un com‐ portamiento instintivo es en realidad la manifestación clara y espontánea de una manera de ser adquirida en el transcur‐ so del tiempo.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Es incompatible con el altruismo el hecho de desear el propio bien?

No hay que confundir «amor a sí mismo» o, para ser más preciso, «desear el propio bien», con el egoísmo. Como explica el filósofo Ronald Milo, el amor a sí mismo conduce a desear el propio bien, mientras que el amor egoísta conduce a no desear más que éste. Joseph Butler, un filósofo y teólogo inglés del siglo XVIII, hace hincapié en la pluralidad de nuestras preocupaciones, así como en la compatibilidad entre querer el propio bien y desear igualmente el de los otros. Defiende el «amor a sí mismo ilustrado», para el que uno de los efectos secundarios del altruismo puede ser contribuir a la realiza‐ ción de nuestra propia felicidad, sin que eso vuelva nuestra motivación inicial egoísta.15 Además, hay actos que contribu‐ yen a nuestro propio bienestar —caminar, dormir, respirar— y que no son ni egoístas ni altruistas.16 Si querer el bien para sí mismo fuera algo siempre egoísta, apunta Norman Brown, filósofo de la Universidad de Cam‐ bridge, se debería calificar de egoísta el hecho de afanarse practicando la sabiduría o la virtud, que son dos maneras loa‐ bles de desarrollarse en la existencia.17 En verdad, el egoísta peca principalmente por ignorancia. Si comprendiera mejor los mecanismos de la felicidad y del sufrimiento, realizaría su propio bien dando prueba de bondad ante el otro. Jean-Jacques Rousseau lo formulaba así: «Sé y siento que hacer el bien es la felicidad más verdadera que el corazón humano puede disfrutar».18 Para el budismo, desear verdaderamente el bien es aspirar a vivir cada momento de la existencia como un momento de plenitud, es querer llegar a un estado de sabiduría, liberado del odio, del deseo egocéntrico, de los celos y de los otros venenos mentales. Un estado que ya no se ve perturbado por el egoísmo y va acompañado de una bondad dispuesta a expresarse frente a todos aquellos que nos rodean.

¿Actuar según nuestra voluntad y nuestros deseos vuelve todas nuestras acciones egoístas? Seríamos egoístas porque son nuestros propios deseos los que nos incitan a actuar. Cuando actúo libremente, no hago a fin de cuentas sino lo que quiero y sería, por consiguiente, egoísta. Como explica Norman Brown, este argumento «equi‐ vale simplemente a decir que el hombre actúa empujado por sus propios deseos, afirmación de una trivialidad lamenta‐ ble. Pues no es loable, sino lógicamente imposible estar motivado por el deseo de otro, habida cuenta del hecho de que un deseo no es sino la proclividad del sujeto a la acción».19 Desde este punto de vista, para ser altruista, una acción no debería haber sido deseada por el sujeto que la realiza, lo cual es absurdo. Además, si actuáramos en favor del otro únicamente para satisfacer nuestro deseo de ayudar, bastaría con pensar en otra cosa para hacer desaparecer ese deseo que nos incomoda. Pero no es así: en cuanto nuestra atención se vuelve a la persona que necesita asistencia, el deseo de acudir en su ayuda vuelve a surgir y se mantiene hasta que no hayamos hecho algo útil por ella. La diferencia entre el altruismo y el egoísmo no reside, pues, en el hecho de que sea yo quien desee algo, sino en la naturaleza de mi deseo, que puede ser benévolo, malévolo o neutro. Puedo desear el bien de otro, como puedo desear el

mío. El egoísmo no consiste simplemente en desear algo, sino en satisfacer deseos exclusivamente centrados en intereses personales, sin tener en cuenta los intereses de otro. Por otra parte, en la mayoría de los casos es posible infundir altruismo a actividades en apariencia éticamente neutras. Podemos, por ejemplo, desear vivir mucho tiempo y con buena salud para consagrarnos mejor a la doble realización de nuestro propio bien y del de los otros. Si este objetivo permanece siempre presente en el corazón de nuestros pensamien‐ tos, hagamos lo que hagamos, nuestro espíritu quedará impregnado de benevolencia. El punto de inflexión entre altruismo y egoísmo reside, pues, en la naturaleza de nuestra motivación. Es nuestra moti‐ vación, el objetivo último que perseguimos, lo que da color a nuestras acciones, determinando su carácter altruista o egoísta. Estamos lejos de controlar la evolución de los acontecimientos exteriores, pero, sean cuales sean las circunstan‐ cias, siempre podemos examinar nuestras intenciones y adoptar una actitud altruista.

Si el altruismo no existiera, lo mismo ocurriría con cualquier otro sentimiento frente a otra persona

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Joseph Butler propuso un razonamiento por reducción al absurdo: si es verdad que los seres humanos son puramente egoístas, de esto se infiere que no se sienten afectados de ningún modo por el destino de los otros. Si esto es así no debe‐ rían desear nunca nada particular a los otros, ni bueno ni malo, dado que estos deseos, aunque opuestos, implican en ambos casos interesarse por el destino de otra persona, positiva o negativamente. Un egoísta perfecto podría perjudicar o hacer bien a otro para favorecer sus intereses, pero no podría sacrificar sus intereses por ningún motivo. Ahora bien, sa‐ bemos que algunas personas arriesgan su vida para vengarse y hacer daño a otro. Si son capaces de perjudicar sacrifican‐ do sus intereses, ¿por qué no serían capaces de hacer el bien de manera desinteresada?

El egoísmo universal es incompatible con la existencia de la moral Toda moral se funda en la consideración de lo que es justo y deseable para otro. Un egoísta radical no considera a los otros sino como medios para llegar a sus propios fines. No puede, pues, tener una consideración sincera por ellos y su destino. En un mundo del «cada uno para sí», no podría haber sentido moral, sino, a lo sumo, acuerdos establecidos en‐ tre egoístas para limitar los prejuicios que correrían el riesgo de infligirse mutuamente. Si el egoísmo fuera de verdad el único componente de todas nuestras motivaciones, ¿por qué experimentaríamos el más mínimo sentimiento de indignación al pensar en las fechorías de otro? ¿Por qué nos rebelaríamos contra los estafa‐ dores o el capitán que abandona su barco naufragado antes de haber evacuado a los pasajeros? Deberíamos considerar todos esos actos como perfectamente normales. En realidad, incluso las personas más egoístas alaban a veces las acciones benévolas o generosas realizadas por los otros. De ese modo reconocen implícitamente en el otro la posibilidad del altruismo. Ahora bien, para reconocerla en el otro, es preciso descubrir la posibilidad en uno mismo. No podemos prestar a otro sentimientos que nos son completa‐ mente desconocidos. Además, el egoísta más inveterado considerará normal ser tratado de manera equitativa y se indignará si es víctima de una injusticia. Ahora bien, no puede reivindicar un tratamiento equitativo sin reconocer implícitamente el valor de la equidad en sí misma. Si ése es el caso, él también deberá aceptar ser equitativo con el otro. Un número cada vez mayor de investigadores, en particular el psicólogo Jonathan Haidt, ha verificado experimental‐ mente que el sentido moral era innato en el hombre. Según Haidt, en numerosas situaciones sentimos al principio de manera instintiva, o intuitiva, si un comportamiento es o no aceptable, luego justificamos a posteriori nuestras elecciones mediante razonamientos.20 En resumen, según Norman Brown, «la noción de egoísmo psicológico es considerada por la mayoría de los filósofos como una de las ilusiones más ingenuas de la historia de la filosofía, una concepción peligrosa y seductora, por añadidu‐ ra, que se las ingenia para asociar el cinismo hacia los ideales humanos con un vago sentido de la metodología científica, que induce en el lector corriente la impresión de ser sofisticado, una confusión conceptual a la que no puede resistirse».

Nada, en el ámbito de la experiencia vivida, de los estudios sociológicos o de la experimentación científica, permite pasar de la comprobación de la existencia del egoísmo a la afirmación dogmática según la cual todas nuestras acciones sin excepción son motivadas por el egoísmo. La idea del egoísmo universal parece, pues, reposar más en un apriorismo intelectual que en los conocimientos adqui‐ ridos por la investigación de los comportamientos humanos.

Escapar al derrotismo y elegir el altruismo Admitir la idea de que el altruismo y la bondad forman parte de la naturaleza humana es también un estímulo para ex‐ presar plenamente ese potencial en nuestros pensamientos y en nuestras acciones. Al presuponer un egoísmo natural, intentamos justificar algunos de nuestros comportamientos antisociales y socavamos cualquier voluntad de remediar nuestros defectos. Cuántas veces no escuchamos decir a propósito del egoísmo: «De todas maneras, está en la naturaleza humana». Jerome Kagan, profesor de Harvard describe así la tendencia de la sociedad estadounidense a aceptar la idea de que el interés personal prevalece sobre cualquier otra consideración:

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Numerosos estadounidenses prefieren creer que el egocentrismo representa, junto con los celos, la violencia y el inces‐ to, las secuelas inevitables de una herencia animal que deberíamos aprender a asumir.21

Nuestra opinión sobre la existencia del altruismo verdadero no es, pues, solamente una cuestión teórica, ya que puede influenciar considerablemente en nuestra manera de pensar y de actuar. Como decía Martin Luther King: «Cada hombre debe decidir si caminará a la luz del altruismo creativo o en las tinieblas del egoísmo destructor».

¿La benevolencia es más natural que el odio? El Dalái Lama dice con frecuencia que el amor es más natural que el odio, y el altruismo más natural que el egoísmo, pues desde el nacimiento hasta la muerte todos necesitamos, para sobrevivir, dar y recibir amor a fin de realizar a la vez nuestro propio bien y el del otro. En general, nos sentimos «bien» cuando manifestamos bondad a otro, y «mal» cuando lo perjudicamos. Preferimos la compañía de personas benévolas; incluso los animales se alejan de alguien que es iracun‐ do, brutal e impredecible. Según él, la relación entre bondad y bienestar se explica por el hecho de que el hombre es un «animal social» y que, desde su nacimiento hasta su muerte, su existencia y su supervivencia dependen estrechamente de la ayuda mutua y de la benevolencia de la que se beneficie y de la que, a su vez, dará prueba para con otro. ¿Cómo explicar entonces que la humanidad esté sometida a tanta violencia y conflictividad? Se puede comprender la benevolencia como la expresión de un estado de equilibrio mental del ser humano y la violencia como un desequilibrio. El odio es una desviación que provoca el sufrimiento de quien lo padece y de quien lo inflige. Cuando avanzamos por un camino de montaña puede faltar poco para dar un paso en falso y rodar cuesta abajo. Cuando perdemos nuestros puntos de referencia y nos apartamos de nuestro estado de equilibrio, todo puede ser posible. Resulta, pues, evidente que es preciso aprender a dominar nuestros pensamientos malévolos en cuanto surgen en nuestro espíritu, tal y como es preciso apagar un incendio forestal desde las primeras llamas, antes de que el bosque ente‐ ro se incendie. Sin esta vigilancia y este dominio, nos resulta muy fácil apartarnos considerablemente de nuestro poten‐ cial de benevolencia.

Alimentar el potencial de bondad presente en cada ser Muchos seres excepcionales han hecho hincapié en el hecho de que, incluso en circunstancias muy desfavorables, casi siempre era posible apelar al lado bueno de la naturaleza humana, de manera que se manifieste abiertamente en los com‐ portamientos. Nelson Mandela, en particular, mostró cómo una actitud semejante podría ser puesta al servicio de una causa social o política:

El amor nace en el corazón del hombre más naturalmente que su contrario. Incluso en los peores momentos del encar‐ celamiento, cuando mis compañeros y yo estábamos totalmente desalentados, yo siempre percibía un fulgor de huma‐ nitarismo en uno de los guardianes, durante un segundo tal vez, pero eso bastaba para tranquilizarme y permitirme continuar. La bondad del hombre es una llama que se puede ocultar, pero que jamás se puede extinguir.22 El Dalái Lama nos recuerda a menudo que el hombre, a diferencia de los animales, es la única especie capaz de hacer un bien o un mal inmenso a sus semejantes. ¿Qué hacer para que sea el lado bueno de la naturaleza humana el que tome la delantera? Podemos encontrar una inspiración en estas palabras atribuidas a un anciano amerindio: «Una lucha impla‐ cable tiene lugar dentro de nosotros —dijo a su nieto—, una pelea entre dos lobos. Uno es malo, es odio, avidez, arrogan‐ cia, celos, rencor, egoísmo y mentira. El otro es bueno, es amor, paciencia, generosidad, humildad, perdón, benevolencia y rectitud. Esos dos lobos combaten dentro de ti como dentro de todos los hombres». El niño reflexionó un instante y luego preguntó: «¿Cuál de los dos lobos ganará?» «Aquel al que alimentes», respondió el abuelo.

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24 Para examinar en detalle las posiciones de estos pensadores, véase Batson, C. D. (1991), The Altruism Question: Toward a Social Psychological Answer, Lawrence Erlbaum, capítulos 1 y 2.

III El surgimiento del altruismo Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com

14 El altruismo en las teorías de la evolución Una iluminación revolucionaria sobre la evolución de lo vivo: Charles Darwin En 1859, Darwin publica Sobre el origen de las especies, texto seguido de varias otras obras fundadoras de la teoría de la evolución. En ellas describe el movimiento y las etapas sucesivas que hicieron evolucionar las formas más elementales de la vida hacia otras formas más complejas, particularmente a los estados mentales y las emociones que caracterizan al hombre y a ciertas especies animales. Darwin reconocía en el ser humano «instintos de simpatía y benevolencia para con sus semejantes, instintos que están siempre presentes y, en cierta medida, siempre activos en su espíritu».1 Concibe la simpatía como «un elemento funda‐ mental de los instintos sociales», y concluye que «el hombre que no poseyera instintos semejantes sería un monstruo». Contrariamente a una idea ampliamente difundida según la cual el darwinismo no dejaría lugar al altruismo, la teoría evolucionista insiste en el desarrollo de la empatía y de la cooperación entre los individuos. En efecto, no olvidemos que es Herbert Spencer, filósofo inglés llamado el «bulldog de Darwin», y no el mismo Darwin, quien acuñó la expresión «lu‐ cha por la vida». En una época en la que aún no se sabía casi nada de genética, las observaciones minuciosas y la perspicacia de Darwin habrían de revolucionar nuestra comprensión de las relaciones entre las especies animales y su historia. Darwin com‐ prendió que la diversidad de las especies era el resultado de un proceso largo y continuo de adaptación a las condiciones del medio ambiente. Dando prueba de un notable discernimiento en el estudio de la naturaleza de las relaciones y de las particularidades que se les habían escapado a sus predecesores, reunió sus descubrimientos en una teoría de la evolución de las especies fundada en la combinación de tres elementos esenciales:

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— mutaciones genéticas, que se producen por azar y conllevan variaciones hereditarias que diferencian a los miembros de una especie; — las variaciones que permiten a los individuos sobrevivir mejor y reproducirse, y que son favorecidas por la selec‐ ción natural, de manera que los individuos portadores de esas mutaciones son cada vez más numerosos en el curso de las generaciones; — la adaptación: si las condiciones exteriores cambian, puede que los individuos portadores de otros rasgos estén mejor adaptados a las nuevas condiciones; bajo la presión selectiva ejercida por el medio ambiente, esos individuos, a su vez, prosperarán en el curso de las generaciones. Aunque surgía de los descubrimientos de Gregor Mendel (1822-1884), contemporáneo de Darwin (1809-1882), la no‐ ción de gen no apareció antes de la muerte de este último, y la estructura del ADN sólo fue aclarada por Watson y Crick en los años cincuenta del siglo pasado, lo cual vuelve especialmente notable el discernimiento de Darwin. Hoy en día se habla, pues, de genes más que de «rasgos hereditarios», pero los fundamentos de la teoría de la evolución no se han visto modificados.

De la aparición de la vida al surgimiento de la cooperación y del altruismo El nacimiento de la vida se corresponde con la aparición de entidades capaces de mantener su integridad en un medio determinado y reproducirse transmitiendo a la generación siguiente la información necesaria para la constitución de nuevas entidades. Esta información está codificada en un conjunto de moléculas que constituyen los genes. Las entidades que tienen un genoma y características muy similares y que, en el caso de la reproducción sexuada, se reproducen entre ellas, forman una especie, vegetal o animal. Disfrutan, pues, de cierto grado de autonomía sin dejar de estar constante‐

mente en interacción dinámica con su entorno. ¿Cómo se pasa de las formas más elementales de interacciones a las formas más complejas de los mecanismos psicoló‐ gicos? Los distintos procesos biológicos y los comportamientos tienen, en principio, una función. Por ejemplo, la función de la fotosíntesis es permitir a las plantas utilizar la energía de la luz, la función de la incubación es mantener los huevos calientes hasta su eclosión, la de la caza, tal como la practican los animales salvajes, es procurarse alimentos. A esta noción de función se suma la de necesidad. Para crecer, un árbol necesita agua, oxígeno, luz, elementos nutriti‐ vos extraídos del suelo, etc. Estos procesos se han vuelto cada vez más complejos en el curso de la evolución. Las necesidades de una bacteria, de una ostra, de un ratón o de un ser humano son diferentes, pero en la biosfera todas estas especies son interdependientes unas de otras. En el reino animal, esas necesidades dan origen a tendencias, que pueden ir del simple tropismo de una bacteria que se desplaza a lo largo de un gradiente de concentración en factores nutricionales a la propensión de una lombriz de tierra a alejarse de una superficie seca y ardiente, que pone su vida en peligro, para desembocar en tendencias y pulsiones com‐ plejas en los organismos más evolucionados. La dimensión del deseo o de la aspiración viene a añadirse a las necesidades y a las tendencias cuando un organismo adquiere la facultad de tomar conciencia de ella de manera subjetiva. Las aspiraciones orientan y facilitan la realización de las funciones, necesidades y tendencias del organismo. La aspiración consciente más elemental de un ser sensible es la que consiste en evitar el sufrimiento y buscar el bienestar. Las aspiraciones se vuelven cada vez más complejas a medida que la apreciación del sufrimiento y del bienestar pasa del ámbito físico al mental. Cuando un depredador mata una presa, la función vital de la presa es interrumpida y adquiere la función de alimento para el depredador. Las necesidades y las aspiraciones de la presa son contrariadas, pero las del depredador son satisfe‐ chas. El carácter deseable o indeseable de una situación es, pues, una noción relativa, que depende de puntos de vista particulares. La capacidad de un organismo de tomar conciencia de su identidad y de sus aspiraciones corre parejas con una aptitud correspondiente para tomar conciencia de que el otro también tiene una identidad y aspiraciones propias. De ahí nace la empatía. Como las aspiraciones de unos y otros pueden concordar u oponerse, es en esa fase cuando la ética entra en escena. Ésta se basa en una apreciación del carácter deseable o indeseable de un comportamiento (beneficioso o perjudicial), o de una situación (equitativa o injusta), apreciación que tiene en cuenta las aspiraciones de otro sin por ello descuidar las nuestras. Esta evaluación va asociada a un juicio de valor sobre la naturaleza altruista o egoísta de nuestras motivaciones. Un individuo que no tuviera en absoluto en cuenta las necesidades y aspiraciones de los otros, instrumentalizaría por entero a éstos para satisfacer sus propias necesidades, sin plantearse ninguna pregunta sobre la legitimidad de su motiva‐ ción y de sus acciones, que serían entonces enteramente egoístas. El altruismo fundado en la reciprocidad conduce al «contrato social», es decir a un conjunto de reglas que regulan las relaciones entre los individuos, con las que aceptamos conformarnos porque nosotros mismos obtenemos ventajas de ellas. La ética adquiere una dimensión suplementaria cuando el individuo reflexiona sobre la validez que poseen, en sí mis‐ mas, las aspiraciones del otro, que ya no es considerado un medio, sino un fin en sí mismo. Por la empatía y el razona‐ miento, que culminan en el ser humano, el individuo es ahora capaz de ponerse en el lugar del otro, de considerar su punto de vista, de tomar conciencia de sus aspiraciones y comprender que son tan legítimas como las suyas. Entonces respeta al otro y deja de considerarlo un instrumento al servicio de su interés personal. Cuando tomar así conciencia del valor del otro genera una motivación y comportamientos cuyo objetivo final sea realizar el bien al otro, se habla de altruismo. Una acción altruista puede aportarnos un beneficio personal sin que éste haya sido nuestro objetivo. También puede pasarnos factura porque decidimos renunciar a algunas de nuestras ventajas en beneficio del otro. Sin embargo, no se trata de un sacrificio en la medida en que estamos satisfechos de actuar así. La cualidad y la legitimidad de una ética aumentan con su grado de universalidad. Los malhechores, por ejemplo, pue‐ den pasar su tiempo asaltando a gente y a la vez respetando una «ética de bandoleros» que los lleva a compartir equitati‐

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vamente su botín. Un malhechor o un tirano pueden observar una ética familiar que los lleva a preocuparse del bienestar de sus hijos, al tiempo que oprimen sin piedad al resto de la población. Estas éticas no pueden pretender tener un valor universal. Notemos que la mayoría de nuestros sistemas éticos sólo tienen en cuenta a los seres humanos. Esto no pone en tela de juicio la utilidad de esos sistemas, pero restringe considerablemente su radio de acción. Una ética sólo puede ser univer‐ sal si toma en consideración las aspiraciones de la totalidad de los seres vivos, en todas sus modalidades y con todos sus grados de complejidad. Según una ética semejante, el deseo de no sufrir que sienten todos los seres debe ser respetado, incluso si no es experimentado por un ser dotado de una inteligencia superior e incluso si no es expresado en un lengua‐ je que nosotros, los seres humanos, seamos capaces de comprender. Quienes disfrutan de una inteligencia superior debe‐ rían, en cambio, servirse de esta facultad para reconocer en los otros seres el mismo deseo de evitar el sufrimiento. La ética está fundamentalmente vinculada al altruismo. Comienza con el altruismo limitado a nuestros parientes y a quienes desean nuestro bien, luego se extiende a los desconocidos que pertenecen a la misma familia humana que noso‐ tros, y culmina en el interés por todos los seres sensibles. ¿Somos capaces de observar una ética semejante? Estamos biológicamente programados para el altruismo restringido, pero esta capacidad puede servir de fundamento al altruismo extendido.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Cooperación frente a competición

Darwin tenía en mente tres tipos de comportamientos: los comportamientos puramente automáticos e instintivos (los de los organismos más simples), los comportamientos que persiguen los intereses individuales (con frecuencia en detrimen‐ to de los otros individuos) y los comportamientos surgidos de instintos sociales que se expresan particularmente por el cuidado de los padres y la simpatía con otros miembros del grupo. Darwin tenía en mente de manera clara la posibili‐ dad, en el hombre, de extender esta simpatía más allá del círculo familiar, del clan, e incluso de la especie humana: A medida que el hombre avanza en la civilización y las pequeñas tribus se unen para formar comunidades más nume‐ rosas, la simple razón indica a cada individuo que debe extender sus instintos sociales y su simpatía a todos los miem‐ bros de la misma nación, aunque no los conozca personalmente. Una vez llegado a ese punto, sólo una barrera artificial puede impedir que sus simpatías se extiendan a todos los hombres de todas las naciones y de todas las razas. La experiencia nos demuestra que, lamentablemente, tiene que pa‐ sar mucho tiempo hasta que consideremos como nuestros semejantes a hombres que difieren de manera considerable de nosotros por su aspecto exterior y por sus costumbres. La simpatía extendida fuera de los límites de la humanidad, es decir la compasión por los animales, parece ser una de las últimas adquisiciones morales. […] Esta cualidad, una de las más nobles con las que ha sido dotado el hombre, parece provenir incidentalmente de que nuestras simpatías, al volverse más delicadas a medida que se extienden, aca‐ ban por aplicarse a todos los seres vivos. Esta virtud, una vez que ha sido honrada y cultivada por algunos hombres, se extiende entre los jóvenes mediante la instrucción y el ejemplo, y termina por formar parte de la opinión pública.2 Para Paul Ekman, especialista en las emociones y en su evolución, Darwin formula así una posición cercana a la ex‐ presada en Oriente por el budismo.3 En cuanto a la fórmula «lucha por la vida», el mismo Darwin no la utilizó más que en sentido metafórico. En efecto, dos perros pueden luchar por un pedazo de carne, y dos plantas pueden «luchar» contra la aridez para sobrevivir en un desierto. Los dos perros luchan uno contra el otro, mientras que las dos plantas luchan contra la aridez.4 En este caso, la «lucha por la vida» no implica ninguna hostilidad entre dos especies. Algunas especies salen vencedoras en el proceso de la evolución sin haber combatido en ninguna batalla; tienen, por ejemplo, un mejor sistema inmunitario, están provistas de ojos o de orejas que les permiten detectar mejor a los depredadores.5 Además, aunque algunos organismos estén a ve‐ ces compitiendo directamente con miembros de otras especies o de su propia especie para apropiarse de los recursos ra‐ ros y preciosos, o bien para establecer su rango en una jerarquía social, si consideramos el conjunto de las interacciones en

el tiempo, comprobaremos que, en la mayoría de los casos, esta competición no es ni violenta ni directa.6 En 1880, el biólogo ruso Karl Fiodorovich Kessler, por entonces decano de la Universidad de San Petersburgo, puso de relieve el hecho de que, junto a la ley de la lucha recíproca, la ley de la ayuda recíproca es mucho más importante para el éxito en la lucha por la vida y para la evolución progresiva de las especies.7 Esta idea, que se inscribía en la continuidad de las de Darwin, incitó a Piotr Kropotkin, geógrafo y anarquista, a consagrarse al estudio de la ayuda mutua entre los animales, cuyos puntos más significativos consignó en su obra La ayuda mutua, un factor de la evolución.8 La competición es generalmente más visible y espectacular que la cooperación. Una riña en un lugar público convoca de inmediato una aglomeración y atrae mucho más la atención que un grupo de personas que lleva varias horas coope‐ rando de múltiples maneras. Sin embargo, es razonable afirmar que el mundo de lo vivo está tejido más a base de coope‐ ración que de competición. De hecho, como explica Martin Nowak, director del Departamento de Dinámica de la Evolu‐ ción de Harvard, la evolución tiene necesidad de la cooperación para ser capaz de construir nuevos niveles de organiza‐ ción: los genes colaboran en los cromosomas, éstos colaboran en las células, las células colaboran en organismos y es‐ tructuras más complejas, estas estructuras colaboran en los cuerpos y, a su vez, estos cuerpos colaboran en las socieda‐ des.9 Así, a lo largo de toda la historia de la vida, ciertas unidades inicialmente independientes se han ido uniendo de for‐ ma cooperativa para acabar, con el tiempo, constituyendo individuos de pleno derecho, un ser humano, por ejemplo, o bien «superorganismos», como en el caso de una colonia de hormigas. Vista en este contexto, la palabra «cooperación» no implica ninguna motivación consciente, puesto que se aplica tanto a los genes como a las bacterias o a los animales superiores.10 En general, los animales se asocian de maneras diferentes y más o menos complejas. Algunos permanecen solitarios fuera de los breves períodos de procreación. Los animales gregarios, en cambio, son atraídos por la compañía de sus se‐ mejantes y tienden a reagruparse en refugios comunes, sin interactuar necesariamente. Se pasa luego, en la escala de la complejidad, a la fase subsocial, caracterizada por la aparición de los cuidados de los padres. En esa fase los animales se dedican enteramente a la crianza de sus pequeños hasta el destete. En algunas especies sigue luego la fase colonial, la de las grandes colonias de aves, por ejemplo, en las cuales los padres no se ocupan sino de su progenie, pero en un área co‐ mún que favorece la seguridad del grupo. En la fase comunal, las hembras cooperan para cuidar de las crías, alimentarlas y protegerlas. Finalmente, en la fase llamada eusocial, la más compleja, se observa la construcción y la defensa de un há‐ bitat comunal —un nido de hormigas, por ejemplo— en el que los adultos cooperan a largo plazo para educar a los jóve‐ nes, así como una división del trabajo y una especialización de las tareas.11 Explicar la cooperación altruista ha sido uno de los grandes desafíos planteados a la teoría de la evolución, ya que esta cooperación implica un coste para el individuo. La aceptación de este coste es difícil de explicar desde la perspectiva de la «lucha por la vida», pues en apariencia el individuo no obtiene de él ningún beneficio para su supervivencia. Sin em‐ bargo, los ejemplos de este tipo de comportamiento abundan entre los seres humanos, a los que continuamente vemos comprometerse en formas de colaboración intensas, repetidas, distintas, a menudo costosas o arriesgadas, que se extien‐ den mucho más allá del círculo restringido de los parientes, hasta individuos sin ningún vínculo de parentesco.12

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¿Es compatible el altruismo con la «lucha por la vida»? Darwin constató la existencia de comportamientos que se manifestaban en situaciones en las que resultaban útiles al gru‐ po, pero inútiles para el individuo, como en el caso de las obreras estériles en una sociedad de insectos. Decía que se en‐ contraba ante la «objeción más seria que se pueda hacer a mi teoría».13 La selección natural «no puede determinar en un individuo una conformación que le sea más nociva que útil, pues sólo puede actuar por y para su bien».14 Para existir, el altruismo debe tener una utilidad fundamental para la especie: Por muy compleja que sea la manera como ha nacido este sentimiento, como es muy importante para todos los anima‐ les que se ayudan y defienden unos a otros, se desarrollará en el curso de la selección natural; pues esas comunidades, que comprendían el mayor número de individuos más compasivos, podían prosperar mejor y criar un número más elevado de descendientes.15

Es el grupo, a expensas del individuo, el que se beneficia del altruismo. Posteriormente, los teóricos que desarrollaron y completaron las ideas de Darwin, tropezaron siempre con la cuestión del altruismo. En palabras del filósofo evolucio‐ nista Elliott Sober: La cuestión del altruismo les planteaba, en efecto, un problema espinoso, puesto que a priori les parecía que un indivi‐ duo que se comportaba de manera totalmente egoísta tenía una ventaja en la «lucha por la vida». El egoísta se apropia‐ ría sin dudar de los alimentos y los otros recursos limitados, eliminaría brutalmente a sus rivales potenciales a la hora de la reproducción, y no dudaría en matar a los altruistas si eso pudiera favorecer su supervivencia. Por eso no queda‐ ba nada claro cómo los genes que se manifestaran en un temperamento altruista hubieran podido implantarse en una población cualquiera. Desde esta perspectiva, dar voluntariamente una ventaja al otro parece ser una contraindicación mayor a la optimiza‐ ción de las oportunidades de supervivencia del individuo. Los altruistas deberían ser, lógicamente, los eternos perdedo‐ res en la lucha por la vida. No obstante, las cosas distan mucho de ser así.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿De qué altruismo hablamos?

Debemos tener presente, en este capítulo, que cuando los evolucionistas hablan de «altruismo», no se interesan por las motivaciones, sino únicamente por los comportamientos a favor de las obras sociales, es decir, por los comportamientos que benefician a otros individuos, que tienen un coste más o menos elevado para sus autores. Ahora bien, hemos defini‐ do el altruismo como un estado mental, una motivación, una intención de subvenir a las necesidades del otro, un deseo de hacerle un bien o de ahorrarle un sufrimiento. Elliott Sober llama a esta motivación «altruismo psicológico», por oposi‐ ción al «altruismo evolucionista».16 Para un evolucionista, el término «altruista» se aplica a las hormigas obreras estériles cuyo comportamiento beneficia al hormiguero, o también al ave que lanza un grito de alarma cuando se aproxima un depredador, permitiendo así a sus congéneres huir a un lugar seguro, pero atrayendo sobre sí la atención del ave rapaz —un comportamiento que a menu‐ do le resulta fatal—. Según la teoría clásica de la lucha por la vida, ese tipo de comportamientos que suponen un sacrifi‐ cio no tienen sentido alguno, porque al perder prematuramente la vida, esos «altruistas» dejan menos descendientes que los que sobreviven. Ese tipo de comportamientos deberían ser eliminados naturalmente en el curso de las generaciones. Incluso las bacterias, según Dugatkin, pueden ser consideradas «altruistas» si su comportamiento conlleva una disminu‐ ción de su potencial de reproducción y, no obstante, beneficia el de otras bacterias.17 Vemos, pues, que estamos lejos del altruismo considerado como una motivación. Daniel Batson recuerda una observación de Richard Dawkins, el autor de El gen egoísta, en la que explica que una va‐ riación genética que produjera dientes en mal estado en ciertos caballos sería «altruista» en términos de evolución, por‐ que esos caballos comerían menos hierba y dejarían más para los otros animales.18 Se podría decir igualmente que los humanos que tienen mal aliento son altruistas porque son menos susceptibles de encontrar un cónyuge y dejan así a otros la posibilidad de transmitir sus genes a la generación siguiente, ¡lo que no tiene el menor sentido ni relación alguna con el altruismo! Como precisa Batson, «la palabra “altruismo” tal como yo la utilizo no remite a los dientes en mal esta‐ do de los caballos ni al mal aliento de los humanos, sino a la motivación específica que tiene por objetivo realizar el bien de otro». Esta tergiversación que los evolucionistas hacen de la terminología normal utilizada para designar las motivaciones es lamentable, pues no ha cesado de crear confusiones inútiles. Sin duda hubiera sido preferible que los evolucionistas utili​‐ zaran otros términos, tales como «beneficioso», «útil», «ventajoso» o «favorable» a otro, por ejemplo, a fin de evitar, como ocurre muy a menudo, que sus discusiones sobre la naturaleza del altruismo evolucionista influyan en nuestra vi‐ sión del altruismo verdadero en la naturaleza humana.

Favorecer a quienes llevan nuestros genes

El problema del «altruismo evolucionista» fue en parte resuelto por un joven estudiante inglés, apasionado por la cues‐ tión del altruismo. En los años sesenta, en la Universidad de Cambridge, William Donald Hamilton decidió, contra vien‐ to y marea, interesarse por la evolución genética del altruismo. Solitario y tímido, Hamilton ni siquiera pidió una mesa de trabajo. Trabajaba en su casa, en las bibliotecas, e incluso en los bancos de las estaciones ferroviarias, cuando las bi‐ bliotecas cerraban. Tuvo que enfrentarse a las críticas reiteradas de sus profesores y hasta estuvo a punto de tener que in‐ terrumpir su carrera científica. Pero perseveró y publicó dos ar​tículos, uno en 1963, el otro en 1964, que aparecieron en medio de una indiferencia total.19 Sus directores de tesis, considerando que no merecía su doctorado en ciencias, se lo negaron hasta 1968. Sin embargo, esos dos artículos acabarían influyendo profundamente en la ciencia de la evolución. Hamilton había descrito en ellos, con ayuda de una ecuación relativamente simple, lo que iba a ser considerado como uno de los grandes descubrimientos del siglo XX en materia de evolución.20 Darwin hablaba de la transmisión de «rasgos» hereditarios más o menos favorables para la supervivencia del indivi‐ duo, y, por tanto de su capacidad de engendrar descendientes portadores de sus rasgos. Hamilton demostró que engen‐ drar el mayor número posible de descendientes no era la única forma de asegurar la transmisión de sus genes a las gene‐ raciones siguientes. El mismo objetivo puede alcanzarse si se reproducen parientes próximos, portadores también ellos de una parte de los genes. En sus dos artículos, Hamilton propone una ecuación que se ha hecho famosa y da cuenta de lo que en adelante se lla‐ mará la «selección de parentela», según la cual los comportamientos que ayudan a un individuo genéticamente emparen‐ tado se ven favorecidos por la selección natural. Hasta entonces, se medía el «éxito reproductor» de un individuo por el número de sus descendientes portadores de sus genes.25 Pero Hamilton mostró que ese valor selectivo no es solamente proporcional al éxito del individuo mismo, sino también al éxito de todos los que están emparentados con él genéticamente, sus hermanos y hermanas, sus sobrinas y sobrinos. En efecto, también ellos llevan una parte de los genes del individuo en cuestión (la hermana de un individuo dado tiene, de promedio, 50 % de genes en común con él; un primo hermano, 25 %; una sobrina, 12,5 %, etc.). El éxito reproductor global (o incluso el valor selectivo global llamado inclusive fitness por Hamilton) es, entonces, la suma de su éxito reproductor directo (su descendencia) y de su éxito reproductor indirecto (el de sus padres que llevan una parte de sus genes). A fin de cuentas, lo que importa es la cantidad global de ejemplares de nuestros genes que es transmitida a la generación siguiente, de manera directa o indirecta. Los comportamientos altruistas de algunos animales parecían de pronto tener un sentido desde el punto de vista de la evolución. La ecuación de Hamilton formalizaba la intuición del gran genetista J. B. S. Haldane, según la cual vale la pena dar su vida para salvar la de al menos dos hermanos o hermanas, o incluso ocho sobrinos o sobrinas. Si un lobo se sacri‐ fica apartándose de la manada perseguida por los cazadores para atraer su atención sobre él, salvando la vida de un nú‐ mero suficiente de sus hermanos y hermanas, sobrinas y sobrinos, que llevan sus genes y podrán, a su vez, reproducirse, su sacrificio representa un beneficio neto para la propagación de sus propios genes. Desde entonces, la ecuación de Hamilton ha sido verificada muchas veces en la naturaleza, en las situaciones más complejas. Se ha demostrado que en una especie de ardilla de tierra, el suslik de Belding, por ejemplo, los individuos que con más frecuencia dan la alarma cuando se acerca un depredador —un comportamiento muy arriesgado, porque cuan‐ do el depredador atrapa una presa, en la mitad de los casos, se trata del desdichado que dio la alarma— son los que tie‐ nen el mayor número de parientes en los alrededores.21 En 1965, el gran especialista en insectos sociales Edward O. Wilson descubrió el trabajo de Hamilton y contribuyó am‐ pliamente a su difusión en la comunidad científica. La ecuación de Hamilton ha sido verificada de manera espectacular en los insectos eusociales como las hormigas (que constituyen por sí solas la mitad de la biomasa de todos los insectos reunidos), algunas abejas y otros himenópteros.22 De todo esto se deduce que una mutación que predisponga a un comportamiento de tipo «altruismo evolucionista» es favorecida por la selección natural (y no penalizada como se pensaba hasta entonces) siempre y cuando el coste de la ac‐ ción soportado por el individuo «altruista» sea inferior a la ganancia correspondiente a la propagación de sus genes por aquellos que están emparentados con él.

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La odisea de George Price Antes de ser reconocido como un innovador genial, William D. Hamilton tuvo como compañero, en su busca intelectual, hasta entonces solitaria, a un espíritu original llamado George Price.23 Nacido en el seno de una familia pobre, hijo de un electricista y de una cantante de ópera, George Price estudió Química, y luego, a los veinte años, participó en el Proyecto Manhattan, que se hallaba en el origen de la bomba atómica. Trabajó un tiempo para IBM como inventor, luego emigró a Londres. En una biblioteca leyó por casualidad los artículos de Hamilton, que lo intrigaron. Luego le escribió. Así se inició una correspondencia que llevó a George Price, en sus inicios, novato en el ámbito de la evolución, a construir mo‐ delos matemáticos para explicar no solamente la cooperación y el altruismo, sino también la intimidación, la agresividad y los comportamientos perjudiciales en general. Llevando consigo sus notas, George Price llamó a la puerta de la oficina de Cedric Smith, director del Departamento de Genética Humana de la Universidad de Londres. Éste quedó tan impre‐ sionado por sus ideas que al instante le dio las llaves de un despacho para permitirle proseguir sus investigaciones en me‐ jores condiciones. Finalmente, después de otros intercambios con Hamilton, George Price formuló una ecuación, llamada de «covarian‐ za», que distinguía los diversos tipos de comportamientos, benévolos y malévolos, y la comprobación que se hace en el mundo animal, según la cual el altruismo disminuye cuando se pasa de la familia inmediata al grupo, para convertirse en agresividad entre individuos de grupos diferentes. Además, Price demostró que, en condiciones adecuadas, el altruismo podía desarrollarse en el seno de un grupo de individuos. Como ocurrió con Hamilton, las ideas de Price fueron ignoradas al comienzo. El artículo que envió a la revista Nature fue rechazado y, si acabaron aceptándolo, fue únicamente porque Hamilton se negó a publicar su artículo siguiente24 has‐ ta que no apareciera el de Price, explicando que fundamentaba las proposiciones de su nuevo artículo en la ecuación de Price. El artículo de éste, titulado «Selection and Covariance»25 (‘Selección y covarianza’) finalmente se publicó, pero na‐ die le prestó atención. Hamilton parecía ser la única persona que comprendió su importancia. Años más tarde, la contri‐ bución de Price fue reconocida como una de las aportaciones más significativos del siglo XX en lo que respecta a la evolución.

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La reciprocidad de los comportamientos benéficos Durante más del 98 % de la historia humana, nuestros antepasados vivieron como cazadores-recolectores,26 en pequeñas tribus cooperativas. Los hijos eran criados con ayuda de los miembros de la familia extensa y, generalmente, de la tribu entera. Los dos sexos participaban en la busca de alimentos, los hombres cazando y las mujeres recogiendo plantas co‐ mestibles.27 Esas sociedades estaban fundadas en la reciprocidad y la cooperación. En 1971, Robert Trivers sugirió que el hecho de entablar relaciones de intercambio y ayuda mutua a largo plazo puede facilitar la supervivencia de cada individuo y su reproducción. Los que respeten la regla de reciprocidad conseguirán a largo plazo ventajas que no obtendrán los que vayan por libre. Según su teoría del «altruismo recíproco», a los individuos les interesa, pues, ayudarse mutuamente a largo plazo, incluso si no están emparentados. Aunque Trivers tampoco se sienta afectado por las motivaciones y no aborde la cuestión del «altruismo psicológico», la teoría del altruismo recípro‐ co amplía el círculo de los comportamientos benéficos si la comparamos con la de Hamilton, que no afecta sino a los su‐ jetos emparentados genéticamente. Según Trivers, el altruismo recíproco es susceptible de haber evolucionado en las es‐ pecies que tienen una vida útil relativamente larga, son interdependientes, se conocen lo suficiente para saber distinguir un individuo de fiar y susceptible de devolver el favor que le hacen, de otro que no es sino un aprovechado sin escrúpu‐ los; especies que tienen una organización igualitaria y están colectivamente implicadas en el cuidado de los individuos jóvenes.28 Las investigaciones de Kim Hill29 sobre las tribus aché de las montañas de Paraguay han demostrado que el 10 % del tiempo dedicado a la cosecha de frutas de los hombres y las mujeres beneficia a miembros de la tribu que no están empa‐ rentados, pero han ayudado a los otros. Resulta también que a la hora de compartir alimentos, más que el grado de pa‐ rentesco, lo que cuenta es la preocupación por la equidad y la conciencia de las necesidades reales de cada uno. Una reci‐

procidad semejante tiene tanto más sentido entre los aché cuanto que el avituallamiento de alimentos es irregular y alea‐ torio. El altruismo recíproco constituye así una manera de asegurarse el sustento para los días en que haya escasez de alimentos. Kim Hill y sus colegas estudiaron asimismo las estructuras sociales de los grupos de cazadores-recolectores que aún sobreviven actualmente en el mundo entero. Se dieron cuenta de que, debido a la propensión de los hijos de ambos sexos a abandonar el hogar familiar, la mayoría de los miembros de esas comunidades son más a menudo amigos que parien‐ tes. El surgimiento de la benevolencia hacia los extranjeros parece, pues, haberse producido en los humanos no por me‐ dio de los genes (como habría que esperar si el modelo de Hamilton se aplicara a los humanos, algo que evidentemente no se da), sino como producto de la evolución gradual de las culturas.30

¿Genes egoístas?

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En 1976, Richard Dawkins publicó una obra que obtuvo un gran éxito, El gen egoísta, en la que explica que el aspecto más importante del proceso de la evolución no es la supervivencia de los individuos, sino la de los genes.31 La contribu‐ ción principal de Dawkins fue demostrar que la selección y la competición darwinianas no se ejercen en el plano de las especies ni tampoco de los individuos, sino en el plano de los replicadores fundamentales de la herencia que son las mo‐ léculas de ADN, que constituyen los genes. Dawkins expresa esta idea sin ambigüedad cuando escribe: «Somos máqui‐ nas de supervivencia, robots programados a ciegas para preservar las moléculas egoístas conocidas con el nombre de genes». Allí donde Darwin veía la posibilidad de que «la simpatía se extendiera a todos los hombres de todas las naciones y de todas las razas», incluso «fuera de los límites de la humanidad», es decir, a los animales, Dawkins niega toda probabili‐ dad. Escribe: El argumento de este libro es que nosotros, al igual que todos los otros animales, somos máquinas creadas por nues‐ tros genes. […] Yo diría que el atributo predominante de un gen que ha prosperado es el egoísmo implacable. Este egoísmo del gen dará lugar habitualmente a un egoísmo en el comportamiento individual. Hay circunstancias particulares que hacen que un gen pueda conseguir mejor sus propios objetivos egoístas, susci‐ tando una forma limitada de altruismo en el plano de los individuos. […] Aunque deseemos creer que no es así, el amor universal y el bienestar de las especies en general son conceptos que no tienen absolutamente ningún sentido cuando hablamos de evolución.32 Es verdad que Dawkins no se opone a la idea de construir un mundo mejor, pero piensa que no estamos predispuestos naturalmente para ello, y que para alcanzar ese objetivo nada juega en nuestro favor: Si hay una lección que extraer de todo esto, es que debemos enseñar a nuestros hijos a comportarse de manera altruis‐ ta, pues no podemos esperar que esa cualidad forme parte biológicamente de ellos mismos.33 Como veremos en el capítulo consagrado a los animales y a la infancia, esto no es en absoluto lo que se desprende de investigaciones como las de Felix Warneken y Michael Tomasello, de las cuales sacan las siguientes conclusiones: «Por eso nuestra tesis es que las tendencias altruistas observadas en el curso de las primeras fases de la ontogénesis humana dan testimonio de una disposición natural». El hecho de que no solamente los humanos, sino también los chimpancés, se ayuden mutuamente de manera altruista indica asimismo que «las raíces filogenéticas del altruismo humano podrían, pues, remontarse al antepasado común de los hombres y de los chimpancés hace unos seis millones de años».34 Aunque el hecho de que Dawkins hiciera hincapié en el papel central de los genes en el proceso evolutivo no se presta a controversia, la utilización de términos psicológicos para designar procesos de naturaleza muy diferente es desacertada. El título mismo de su obra —El gen egoísta— contribuyó indudablemente a su éxito: ¿qué habría sido del libro si se hu‐ biera titulado De la autoperpetuación de los genes? Sin embargo, según la gran etóloga Jane Goodall, este libro se convir‐ tió en un best seller «en parte porque ofreció a numerosas personas una justificación del egoísmo y de la crueldad huma‐

na. No eran sino nuestros genes. No podemos hacer nada al respecto… Tal vez era incluso reconfortante liberarse así de toda responsabilidad en nuestra mala conducta».35 Como apunta Frans de Waal: «Los genes no pueden ser más “egoístas” que un río “enfurecido” o los rayos de sol “aca‐ riciadores”; son, en sentido propio, ramales del ADN».36 Incluso si Dawkins precisa que no «se interesa por la psicología de las motivaciones», al utilizar un término, «egoísta», que evoca inevitablemente una motivación, no ha hecho sino agravar la confusión que ya reinaba sobre la cuestión de la naturaleza del altruismo. Esta ambigüedad no dejó de incitar las imaginaciones y dar una justificación a los comportamientos más individualis‐ tas y egoístas de nuestra época. Frans de Waal cita el caso de la empresa Enron, que acabó en una bancarrota estrepitosa debido a malversaciones: «Para el presidente de Enron, Jeff Skilling —actualmente en la cárcel—, no había otro libro que El gen egoísta de Richard Dawkins, e instauró una competencia encarnizada en el seno de su empresa».37 En efecto, Skilling instituyó una comisión de evaluación interna entre colegas, conminados a juzgarse mutuamente. Luego «ponía de patitas en la calle» a todos aquellos que obtenían una puntuación baja. Hasta el 20 % de los empleados caían en la trampa cada año después de haber sido humillados en un sitio de Internet en el que se esbozaba un retrato poco halagüeño de ellos. ¡Para poder sobrevivir en el mundo de Enron, había que ensañarse con los colegas!

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Regreso a las fuentes

A pesar de su notable conformidad con la organización de numerosos insectos eusociales, la teoría de Hamilton fracasa estrepitosamente al intentar explicar los comportamientos humanos y, de manera general, todo comportamiento caracte‐ rizado por un alto nivel de cooperación, independiente de los lazos de parentesco. Los humanos son, en efecto, capaces de ampliar el círculo de su altruismo no solamente a otros humanos no emparentados, sino también a otras especies no humanas, lo que es aún menos concebible desde el punto de vista de la selección de parentela. El periodista científico del diario británico The Guardian escribió, a propósito de los ciento ochenta trabajadores japo‐ neses de la central nuclear de Fukushima que, durante meses, continuaron trabajando hasta cincuenta horas seguidas para enfriar los reactores estropeados, exponiéndose así de forma voluntaria a niveles de radiación gravemente nocivos para su salud: La selección de parentela funciona bien en el reino animal, pero tiene pocas posibilidades de explicar semejantes ma‐ nifestaciones de altruismo y de cooperación humana. Un trabajador de la central nuclear japonesa que deseara propa‐ gar sus genes les haría un mayor servicio comprando billetes de tren para partir con toda su familia lo más lejos posi‐ ble de Fukushima.38 Por lo que respecta a los animales que se cuidan de otras especies, como la tigresa del zoológico de Calcuta que llegó incluso a amamantar a una camada de cerditos huérfanos, en vez de devorarlos, Richard Dawkins declaró en un docu‐ mental de televisión que se trataba de «fracasos de los genes egoístas». No solamente los genes serían «egoístas», sino que para serles fieles, deberíamos comportarnos únicamente de manera egoísta. Sin embargo, estando de acuerdo con los principios darwinianos de la evolución, el altruismo extendido es per‐ fectamente explicable teniendo en cuenta el papel fundamental de la cooperación en la evolución. En cualquier caso, es lo que se desprende de recientes descubrimientos en el ámbito de la evolución que relacionan un número considerable de observaciones sobre los comportamientos animales con nuevos modelos matemáticos sobre la dinámica de las poblaciones. E. O. Wilson fue, como hemos visto, uno de los grandes promotores de la teoría de la selección de parentela. «Debí re‐ conocer que Hamilton, que sabía infinitamente menos cosas que yo sobre los insectos sociales, había realizado sobre ellos el único gran descubrimiento de este siglo»,39 escribió, no obstante, en 1971. Durante cuarenta años, esta teoría fun‐ damentada en la importancia de los lazos de parentesco, dominó el pensamiento evolucionista. Hoy, tras haber llegado a la cumbre de una larga y distinguida carrera de investigador, E. O. Wilson piensa que se ha equivocado: ahora está con‐ vencido de que es la cooperación generalizada, compatible con la selección darwiniana clásica, la que explica el surgi‐

miento y el éxito de las especies sociales, como lo atestigua el título de su última obra, The Social Conquest of Earth (‘La conquista social de la Tierra’).40 Otras voces, incluyendo las de eminentes genetistas como Luca Cavalli-Sforza y Marcus Feldman, desde la década de 1970, habían llamado la atención sobre las limitaciones de la teoría de Hamilton para explicar el altruismo.41 Sus suceso‐ res tuvieron, en efecto, tendencia a considerar la selección de parentela como el principio universal de la evolución, y han intentado hacer que todo entrase, a duras penas, en esa teoría, incluida la cooperación altruista. Con el paso de los años, Wilson también empezó a tener dudas cada vez mayores sobre la validez de esa teoría. Esas dudas cristalizaron cuando decidió colaborar con Martin Nowak, biólogo, matemático y director del Programa de dinámica de la evolución en Har‐ vard. Wilson pensaba que la teoría de Hamilton era brillante matemáticamente, pero dudaba cada vez más de sus aplica‐ ciones en el mundo real a medida que las observaciones de campo, siempre más numerosas, venían a contradecirla. No‐ wak, por el contrario, tenía la impresión de que la teoría de Hamilton estaba bien verificada en la naturaleza, pero desde el punto de vista del matemático la juzgaba oscura y limitada. Su encuentro contribuyó a una liberación mutua.42 Nowak y Corina Tarnita, una brillante matemática de su equipo en Harvard, han concebido un modelo matemático más riguroso, fundado en la concepción darwiniana clásica de la selección natural, que engloba tanto las relaciones de parentesco, cuando están implicadas, como los comportamientos de cooperación que participan en la evolución. Este modelo, fundado en la dinámica y la genética de las poblaciones, tiene en cuenta la variedad de las interacciones que se producen en una población, tanto en el plano individual como en el colectivo.43 La necesidad de esta nueva formulación era doble: disponer de una teoría que trascendiese las limitaciones de la de Hamilton en lo concerniente al «altruismo extendido», y tener en cuenta el número creciente de excepciones a la teoría de la selección de parentela. Especialistas en avispas, sobre todo, James Hunt, de la Universidad de Carolina del Norte, y Raghavendra Gadagkar, del Instituto Indio de las Ciencias de Bangalore, descubrieron que la selección de parentela no se aplicaba a las especies que estaban estudiando.44 Philip Johns y sus colaboradores también demostraron que después de un encuentro conflictivo entre dos colonias no emparentadas de termitas, los supervivientes de cada colonia cooperan con éxito para no ser sino una sola.45 En particular, según Wilson, el factor principal que condujo a la aparición de las grandes sociedades animales (la eu‐ socialidad), no es fundamentalmente el vínculo de parentesco, sino la construcción de «nidos» —entendidos aquí en el sentido amplio de habitación colectiva y de reproducción, como un hormiguero subterráneo, por ejemplo— que pueden ser defendidos y en los que se crían varias generaciones de jóvenes. Cuando una hembra, la reina de un hormiguero, por ejemplo, y sus descendientes adultos se quedan en el nido para ocuparse de las generaciones siguientes, puede establecer‐ se así una comunidad eusocial. Los vínculos de parentesco que existan, pues, en una comunidad semejante serían, así, no la causa necesaria (como creía Hamilton), sino una de las consecuencias de la formación de esa comunidad. En pocas palabras, los vínculos de parentesco son útiles, pero no necesarios, y ahora se conocen numerosos ejemplos de colonias eusociales constituidas por individuos no emparentados.26 El modelo matemático y explicativo de Nowak, Tarnita y Wilson no ha dejado de levantar una tempestad de contro‐ versias en los medios evolucionistas que, desde hace decenios, han centrado su visión de la evolución en la selección de parentela. Siguió luego un intercambio intenso de publicaciones y argumentaciones en la revista científica Nature, y el debate continúa en la actualidad.46 No obstante, este modelo aporta nuevos argumentos a la idea de una selección natural que opera en múltiples planos, el de los grupos de individuos y el de las culturas que influyen en los comportamientos de dichos grupos.

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La noción de «grupo» desde el punto de vista de la evolución Desde Darwin, la idea de que la selección natural podría ser favorable o desfavorable no solamente a individuos, y más específicamente a sus genes, sino también a grupos de individuos que podemos considerar una entidad, ha conocido di‐ versas fortunas y continúa provocando innumerables polémicas. Concebida por Darwin, fue desechada a fines de la dé‐ cada de 196027 y luego retomada por Hamilton y Price en 1975, sin encontrar mayor eco, y finalmente reactualizada por

David Sloan Wilson, Elliott Sober,28 E. O. Wilson y Martin Nowak con nuevos argumentos. En términos generales, un grupo se define aquí como un conjunto de individuos que se constituye durante cierto pe‐ ríodo de tiempo, en el transcurso del cual influyen mutuamente en su devenir (y su éxito reproductor).47 Las abejas de una colmena, por ejemplo, tienen más influencia sobre el destino de los otros habitantes de su colmena que sobre el de una colmena vecina. Este grupo puede tener una existencia de duración variable, que va desde unos cuantos días hasta una vida entera. Una docena de exploradores que se dispongan a partir en busca de un tesoro en una jungla de América Central constituyen un grupo semejante: todos pueden obtener beneficios y todos se expondrán también a peligros. Las acciones de cada miembro tendrán repercusiones en el destino de todos los otros.29

¿Puede propagarse el altruismo? La presión de la selección se realiza en todos los niveles de organización de lo vivo, desde las células del organismo pluri‐ celular hasta los ecosistemas, pasando por los individuos y los grupos. La selección de grupo no se opone en absoluto a la selección individual, pero supera sus limitaciones. En esencia, cuando los individuos compiten unos contra otros, los que menos cooperan y aprovechan al máximo la benevolencia de los otros son los que más éxito tienen, pero cuando los que compiten son grupos, los que han apostado por la mayor cooperación son los que ganan. De hecho, en el curso de la evo‐ lución, la aptitud de los grupos para cooperar ha sido una baza determinante: los grupos muy cooperadores han sobrevi‐ vido más que los otros.48 Según los modelos matemáticos presentados por Wilson y Sober, los grupos que contienen una mayoría de los indivi‐ duos altruistas prosperarán debido a las ventajas que la cooperación y la ayuda mutua aportan al grupo en su conjunto, a pesar de la presencia de cierto número de egoístas que se aprovechan del altruismo de los otros. Los miembros de este grupo tendrán, pues, más descendientes, cuya mayoría se caracterizará por el altruismo. Los grupos que contienen una mayoría de egoístas prosperan mucho menos debido a la actitud predominante del «cada uno para sí», que perjudica el éxito global de la comunidad. En un grupo semejante, los altruistas minoritarios se ven desfavorecidos y se encuentran demasiado aislados para que su espíritu de cooperación influya en los otros. Cierto es que los individuos egoístas tienen aquí una ventaja sobre los individuos altruistas, pero su grupo se estancará en su con‐ junto y dejará menos descendientes. Si este proceso se repite de generación en generación, la proporción de individuos portadores del rasgo altruista au‐ mentará. La lección de este modelo, comprobado matemáticamente en un gran número de generaciones, es alentadora: cuando el porcentaje de altruistas en una población supera un umbral determinado, el carácter altruista se amplifica en el curso de las generaciones.30 En colaboración con Sober y Wilson, Martin Nowak y Corina Tarnita han precisado las condiciones que permiten prosperar a la cooperación altruista. Resulta, en efecto, que las sociedades humanas pueden ser descritas en términos de conjuntos de personas que comparten ciertos intereses, valores y actividades. Cuantos más puntos en común tenga uno con alguien, más estará interactuando con él, y más sus intereses compartidos lo incitarán a cooperar. El eterno problema en una comunidad de individuos que cooperan es la presencia de aprovechados, aquellos a quie‐ nes los economistas llaman «polizones», que se aprovechan de la benevolencia de los cooperadores para abusar de ellos y arrimar el ascua a su sardina. Cuando la mayor parte de la gente se tiene confianza y coopera, los aprovechados pueden fácilmente explotar a los otros. Y cuando su número aumen​ta demasiado, la comunidad se debilita. Así, la tasa de con‐ fianza y de cooperación fluctuará a lo largo del tiempo. Poco a poco, los cooperadores tenderán a reencontrarse y a trabajar juntos, mientras que los grupos en los que los aprovechados hacen la ley se debilitarán con el tiempo. No obstante, las fluctuaciones continuarán repitiéndose, pues nuevos apro​vechados se introducirán regularmente en un grupo de cooperadores prósperos. 49 Examinando diversos modelos matemáticos en cientos de generaciones virtuales, Nowak y sus colaboradores han po‐ dido demostrar que, aparte de la movilidad, el éxito de la cooperación dependía, a fin de cuentas, de la frecuencia con la que los cooperadores se asociaban entre ellos. Si esta frecuencia es más elevada que la frecuencia con la que los aprove‐ chados se alían con otros aprovechados, los cooperadores altruistas acabarán siendo mayoritarios. En pocas palabras,

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para progresar hacia una sociedad más altruista, es esencial que los altruistas se asocien y unan sus esfuerzos. En nuestra época, esta sinergia entre cooperadores y altruistas ya no exige que estén reunidos en un mismo lugar geográfico, pues los medios de comunicación contemporáneos, las redes sociales en particular, permiten el surgimiento de movimientos de cooperación al reunir a un gran número de personas geográficamente dispersas. 25 En términos técnicos, se dirá que el «valor selectivo» de un individuo es igual a su tasa de reproducción. 26 Cf. las obras recientes de estos dos autores, Wilson, E. O. (2012), La conquista social de la Tierra, Debate, Barcelona; y Nowak, M. y Highfield, R. (2011), Supercooperadores, Ediciones B, Barcelona, que contienen la totalidad de las referencias científicas pertinentes. 27 Tras la publicación del libro de Williams, G. C. (1966), Adaptation and Natural Selection. Princeton University Press, que hizo una crítica sin concesiones a la selección de grupo. 28 Estos autores ofrecen una apasionante visión de conjunto de la cuestión del altruismo en la evolución en su obra Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), Unto Others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard University Press. 29 Eso no implica que el grupo se encuentre en un mismo lugar. Aunque un explorador extranjero vaya a sentarse a su mesa, no formará parte del grupo. En cambio, un miembro de pleno derecho del grupo puede muy bien no participar en la expedición y quedarse en Francia para asegurar el apoyo logístico a distancia. 30 Recordemos, al leer lo que sigue, que en la pluma de los especialistas de la evolución, la palabra «altruismo» designa los comportamientos «que benefician al otro». Sólo cuando esos autores emplean la expresión «altruismo psicológico» se refieren al sentido de la palabra «altruismo» tal como Daniel Batson y nosotros mismos lo entendemos en la presente obra.

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15 ¿El amor maternal, fundamento del altruismo extendido? Según Daniel Batson, aunque los orígenes evolucionistas del altruismo no hayan sido aún totalmente elucidados, «se en‐ cuentran, al menos en parte, en el instinto nutricio que manifiestan los padres humanos cuando cuidan a sus hijos. Este impulso ha sido seleccionado al extremo en el curso de nuestra historia evolutiva; sin él, nuestra especie habría desapare‐ cido hace mucho tiempo. Tal vez porque el altruismo basado en el instinto de cuidar a los otros está hasta tal punto mez‐ clado con la trama misma de nuestra existencia, es tan habitual y natural, que no hemos reconocido su importancia».1 Para Batson, en los seres humanos es más lógico y más fácilmente verificable de manera empírica buscar las bases genéti‐ cas del altruismo en una generalización cognitiva de los sentimientos de ternura y de empatía que han surgido del instinto parental, profundamente inscrito en nuestros genes, que derivarlo de la selección de parentela de Hamilton, del altruismo recíproco de Trivers, o de una tendencia genética a la socialización y a la formación de alianzas.2 La idea viene de Darwin, para quien el amor al otro estaba fundado en el afecto parental y filial, y vinculado a la emo‐ ción, tan importante a sus ojos, de la simpatía.3 Las especies de mamíferos que no se preocuparan del bienestar de su progenie de​saparecerían rápidamente.4 Psicólogo social muy influyente a principios del siglo XX, William McDougall ela‐ boró una aproximación de la psicología fundada en la selección natural de Darwin, en la que hacía hincapié en el instin‐ to parental, las «emociones de ternura» asociadas a él y, por extensión, la solicitud que sentimos hacia todos los seres vul‐ nerables que necesitan protección. McDougall elaboró la idea según la cual el cuidado parental, que él consideraba el más poderoso de todos los instintos, es el fundamento del altruismo extendido a personas no emparentadas.5 Varios investigadores contemporáneos entre los cuales figuran Elliott Sober, Frans de Waal, Paul Ekman y, ya lo hemos citado, Daniel Batson, han retomado esta hipótesis y argumentado que es frecuente que una cualidad seleccionada en el curso de la evolución sea llamada a cumplir, más adelante, una función diferente. Así, la tendencia a ser benévolos con nuestros hijos y nuestros parientes no sólo habría desempeñado un papel primordial en la conservación de nuestra espe‐ cie, sino que también estaría en el origen del altruismo extendido.6 Como apunta Paul Ekman:

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Las investigaciones han demostrado que las mujeres que han sido madres reaccionan fisiológicamente con mucha más intensidad al grito de un hijo que una mujer que nunca ha tenido hijos. Las primeras reaccionan a los gritos de su pro‐ pio hijo, pero también a los de cualquier otro niño, aunque con menos intensidad. El instinto que nos impulsa a prote‐ ger a nuestro hijo puede convertirnos en los padres de todos los hijos. La misma reacción se manifiesta, por lo demás, con personas mayores debilitadas. A medida que nuestra preocupación por el otro aumenta, deseamos ayudar a todos los necesitados.7 En los animales se encuentran también casos asombrosos de adopción altruista entre especies diferentes, como el de una perra que se hizo célebre en Buenos Aires por haber salvado a un bebé abandonado poniéndolo al lado de sus cacho‐ rros. Asimismo, en un documental sorprendente, se ve un leopardo perseguir y matar a un babuino hembra. Antes de morir, ésta pare una cría.8 Al ver al recién nacido, la fiera, desconcertada, duda un instante, luego cambia de actitud: trata con dulzura al pequeño babuino y, cuando se acercan otros depredadores, lo toma delicadamente entre sus fauces para ponerlo a resguardo en la rama de un árbol. El bebé babuino, primero aterrado, intenta trepar más alto y es recuperado por el leopardo; luego, agotado, se queda inmóvil entre las patas de la fiera, que empieza a lamerlo y limpiarlo. Los dos se quedan dormidos uno contra el otro. Finalmente, el frío de la noche dará cuenta de la vida del pequeño babuino.

Un gran número de «madres» La procreación humana se distingue de la de los grandes simios en varios puntos. Hasta un período reciente desde el punto de vista de la evolución, las hembras tenían hijos a intervalos cercanos, y éstos, más vulnerables en el nacimiento, dependían más tiempo de sus madres. Se estima que entre los cazadores-recolectores, las mujeres tenían una media de un hijo cada cuatro años. Una hembra de chimpancé sólo tiene hijos cada seis años y una orangután, cada ocho. Un chimpancé joven es casi autónomo desde la edad de seis años, pero hacen falta años para que un niño humano adquiera su independencia. La combinación de estos dos factores —una procreación más frecuente y un período de dependencia más largo de los hijos— implica que las madres humanas tienen más necesidad de asistencia para criar a sus hijos. En los homínidos, la aparición de cuidados parentales en los que participa una multiplicidad de individuos podría remontarse a 1,8 millones de años.9 Sarah Blaffer Hrdy consagró su carrera a estudiar esta cuestión, y la síntesis de sus propios trabajos y de los de un gran número de otros antropólogos y etólogos la llevó a formular esta tesis:

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Una de las grandes novedades de los primeros homínidos en su manera de criar a los jóvenes es el abanico mucho más amplio de personas que, aparte de la madre, cuidaban de los hijos. Esta dependencia de un mayor número de personas ha creado una presión selectiva a favor de los individuos más aptos para descodificar los estados mentales de otro y distinguir a los individuos susceptibles de ayudarlos de los que podían causarles perjuicios.10

Así, el hecho de que los recién nacidos interactúen muy rápidamente con un elevado número de personas podría, pues, haber contribuido considerablemente a incrementar el grado de cooperación y de empatía en el ser humano. Apar‐ te de la empatía afectiva, según Michael Tomasello, psicólogo del Instituto Max Planck de Leipzig, una de las principales capacidades adquiridas por los humanos es la de sentirse más afectados que los animales por lo que piensan los otros y tenerlo constantemente en cuenta en sus comportamientos. Entre los hadza de África, un recién nacido pasa por las manos de dieciocho personas en las veinticuatro horas que siguen a su nacimiento.11 Se ha demostrado que los «padres secundarios» desempeñaban un papel crucial en el desarro‐ llo cognitivo, la empatía, la autonomía y las otras cualidades del niño.12 Durante el primer año, la madre sigue siendo la principal persona que se ocupa del niño, pero éste es muy a menudo cuidado por abuelas, tías abuelas, hermanos y her‐ manas, los padres e incluso algunos visitantes. La lactancia por mujeres que no sean la madre, inexistente en los monos salvajes, es practicada en el 87 % de las sociedades de cazadores-recolectores y, en nuestros días, aún en ciertas socieda‐ des rurales, como hemos observado en el Tíbet y en Nepal.13 Ahora bien, se trata de un fenómeno nuevo en relación con los grandes simios. Durante los seis primeros meses des‐ pués del nacimiento, una chimpancé hembra no deja que nadie toque a su hijo, ni siquiera las hermanas de éste que, sin embargo, parecen muy deseosas de cuidarlo.31 Una de las razones de este comportamiento protector es el riesgo de infanticidio por parte de los machos del grupo. Si un babuino de menos de seis meses se queda solo es generalmente muy mala señal: su madre probablemente ha desapa‐ recido y él no sobrevivirá mucho tiempo. Esta situación tiene consecuencias importantes para las comunicaciones sociales y para el desarrollo de la empatía: un chimpancé joven no está relacionado sino con su madre y, además, no tiene por qué preocuparse por su eventual ausen‐ cia ni verificar si se encuentra o no en los alrededores, porque es llevado continuamente por ella. En cambio, un recién nacido humano está en contacto visual, auditivo y emocional (a través de las expresiones faciales que reconoce y puede imitar desde su nacimiento) no solamente con su madre, sino también con su padre y un gran número de personas que, todas, le hablan, le hacen gestos e intercambian miradas con él, lo toman en sus brazos, etc. Un estudio realizado entre 1950 y 1980 por el United Kingdom Medical Research Council del Reino Unido siguió la tasa de crecimiento de los niños en las tribus de horticultores mandinga de Gambia. En más de dos mil niños, casi el 40 % de los que habían sido criados únicamente por sus dos padres murieron antes de la edad de cinco años. Pero para un niño cuyos hermanos y hermanas (sobre todo las hermanas), y la abuela materna vivieran en una proximidad inme‐ diata, la probabilidad de morir antes de cumplir los seis años caía del 40 al 20 %.14 En particular, la presencia cercana de

una abuela desde el nacimiento determina el estado de salud y las capacidades cognitivas del niño tres años más tarde.15 Para Hrdy, sin la ayuda de «parientes adjuntos» nunca hubiera existido la especie humana. La noción de «familia», limi‐ tada a una pareja y sus hijos, no data de más allá del siglo XX en Europa y los años cincuenta del mismo siglo en los Esta‐ dos Unidos.16 Anteriormente, la mayoría de las familias reunían a los miembros de tres generaciones, incluyendo con frecuencia a tíos, primos, etc. En los años treinta, sobre todo en los Estados Unidos, las madres siguieron durante una temporada las teorías tan céle‐ bres como nefastas del Dr. John Watson, que les recomendaba tomar lo menos posible en brazos a sus recién nacidos, y dejarlos gritar todo el tiempo que quisieran, a fin de volverlos fuertes e independientes. Las madres, decía, deberían tener vergüenza de los «remilgos sentimentales con los que hasta entonces se habían ocupado de su progenie».17 Ahora bien, resulta que los huérfanos búlgaros y chinos dieron testimonio de los efectos catastróficos de la carencia de contacto físico y de interacciones emocionales en el desarrollo fisiológico y cerebral de los niños.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Y el papel de los padres en todo ello?

Entre los simios grandes, los jóvenes juegan a veces con los machos adultos, aunque un gorila macho, por ejemplo, nunca carga a uno joven ni se ocupa de él. Hay, no obstante, algunas excepciones, como la de los monos titís. La madre no carga a su hijo sino para alimentarlo y dormir. Los bebés titís pasan la mayor parte del tiempo en la espalda de su padre y ma‐ nifiestan más angustia cuando son separados de él que de su madre.18 Además, no es raro que los chimpancés machos adopten a un joven huérfano, se lo echen a la espalda y cuiden muy bien de él.19 En general, los padres se ocupan mucho menos de su progenie que las mujeres, aunque existen excepciones, entre los aka de África, por ejemplo, donde los padres cuidan a los recién nacidos la mitad del tiempo, tanto de día como de no‐ che. Actualmente, en Bangladés, en la comunidad de los bediya, o gitanos de las aguas que viven en el delta de los Sun‐ darbans, son principalmente los padres los que se quedan en las barcas y se ocupan de sus hijos durante el día, mientras que las mujeres surcan los campos para vender pequeñas baratijas.20 En promedio, los padres de las sociedades de caza‐ dores-recolectores pasan todos mucho más tiempo con sus hijos que los padres de las sociedades modernas occidentales.21

¿La facultad de la empatía corre el riesgo de disminuir en el hombre? Los especialistas de la evolución saben que la supresión de un factor de selección puede conllevar rápidas consecuencias evolutivas. Sarah Hrdy tiene en mente una posible atrofia de la empatía si los hijos ya no se benefician de las ricas inter‐ acciones asociadas a los cuidados colaboradores. Desde su punto de vista, la empatía y las facultades de comprender al otro se han desarrollado gracias a maneras particulares de cuidar a los hijos, y si ocurre que una proporción cada vez mayor de seres humanos ya no se beneficia de esas condiciones, la compasión y la busca de conexiones emocionales des‐ aparecerán de modo tan seguro como las facul​tades visuales de un pez cavernícola. Hrdy tiene en mente una situación en la que, tecnológicamente, nuestros descendientes sean competentes en ámbitos que nos cuesta imaginar, y sigan sien‐ do igual de competitivos y tal vez más inteligentes que los humanos de hoy. En cambio, añade: «¿Serán humanos en el sentido en que conserven esa cualidad de humanidad que constituye el rasgo distintivo de nuestra especie (empáticos y curiosos por conocer las emociones de los otros), pese a estar conformados como lo estamos por nuestra antigua heren‐ cia de cuidados comunitarios? No es seguro».22 Uno de los desafíos, de los dramas a veces, de la mujer contemporánea, es que a menudo debe enfrentarse sola a una tarea que la evolución de los homínidos había vuelto comunitaria y en la que colaboraba una multitud de buenas volun‐ tades en las sociedades tradicionales. Las guarderías infantiles pueden ofrecer un sustituto, pues algunos estudios han demostrado que las de buena calidad tenían un efecto muy positivo en el desarrollo de las facultades cognitivas y emo‐ cionales de los niños.23 Mientras que algunos recomiendan a la mujer volverse menos maternal,24 lo que habría que ha‐ cer, según Sarah Hrdy, es reavivar el instinto parental en todos los miembros de la sociedad.

31 Hrdy, S. B. (2009), Mothers and Others, Belknap Press, p. 68. No obstante, todas las madres de ciertas especies de primates que practican la crianza cooperativa dejan que otros individuos se ocupen de sus bebés. Lo mismo ocurre con ciertas especies de macacos, que permiten a sus congéneres coger en sus manos a sus bebés (comunicación de Frans de Waal).

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16 La evolución de las culturas Enseñar, acumular, imitar, evolucionar La noción de cultura es compleja y ha sido definida de múltiples maneras.1 Los especialistas en la evolución la conciben como un conjunto de informaciones que afectan al comportamiento de los individuos pertenecientes a una cultura de‐ terminada. Esas informaciones, que incluyen las ideas, los conocimientos, los valores, las competencias y las actitudes, son adquiridas por la enseñanza, por la imitación y por cualquier otra forma de transmisión social.2 La evolución cultural se aplica igualmente a los valores morales —ciertos valores, más inspiradores que otros, serán más susceptibles de ser transmitidos de un individuo a otro—, así como a las creencias en general, en la medida en que algunas creencias confieren a la gente mayores oportunidades de sobrevivir o de alcanzar una posición social elevada. La enseñanza —la transmisión voluntaria, organizada, de conocimiento—, es esencialmente un comportamiento al‐ truista que, en sus aspectos culturales, no profesionales, consiste en obsequiar a los otros con informaciones útiles sin esperar retribución. Los animales enseñan ciertas formas de conocimientos a su progenie, la caza, por ejemplo, pero la transmisión voluntaria de conocimientos a individuos no emparentados es un fenómeno específicamente humano.3 Punto esencial: la transmisión y la evolución cultural humanas son acumulativas. Al empezar, cada generación dispo‐ ne de los conocimiento y adquisiciones tecnológicos de las generaciones precedentes. Los útiles y los comportamientos tienen una historia. Se irán haciendo cada vez más complejos a medida que las generaciones sucesivas mejoren su cali‐ dad y enriquezcan el repertorio.4 Otro factor contribuye considerablemente a la evolución de las culturas: el instinto de imitación. La mayoría de los se‐ res humanos son proclives a conformarse con las actitudes, costumbres y creencias predominantes. La conformidad con las normas será estimulada por la comunidad, mientras que la no conformidad conllevará la reprobación y diversas for‐ mas de sanciones, poco costosas para quien las inflige y a veces desastrosas para quien es objeto de ellas. Estas penalida‐ des pueden afectar a la reputación de un individuo, y hasta conllevar su exclusión de la comunidad. La evolución de las culturas favorece la creación de instituciones sociales que definen y cuidan el respeto a las normas de comportamiento, a fin de asegurar la armonía de la vida comunitaria. No obstante, estas normas no están fijadas: como las culturas, evolucionan con la adquisición de nuevos conocimientos. Así se irán definiendo grupos culturales di‐ ferentes que competirán en un modelo darwiniano. En consecuencia, algunas culturas florecerán, mientras que otras se debilitarán. Como precisan Boyd y Richerson:

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Así como la teoría de la evolución explica por qué los genes persisten y se propagan, así también una teoría coherente de la evolución debe poder explicar por qué algunas creencias y actitudes se expanden y perduran, mientras que otras desaparecen.5

Más rápido que los genes El estudio de la evolución es una disciplina nueva que ha llevado a notables adelantos en los últimos treinta años, princi‐ palmente bajo el impulso de dos investigadores estadounidenses, Robert Boyd y Peter Richerson. Según ellos, se produce una doble evolución que funciona en paralelo: una, muy lenta, de los genes, y otra más rápida, de las culturas, que permi‐ te la aparición de facultades psicológicas que nunca hubieran podido evolucionar bajo la influencia de los genes solos. De ahí el título de su obra Not by Genes Alone (‘No sólo por los genes’).6 El surgimiento de sociedades complejas en el curso de los últimos cinco mil años se ha producido, en efecto, demasia‐

do rápidamente para ser el resultado de cambios genéticos. Pero también se ha producido demasiado lentamente para explicarse sólo en términos de adaptación puramente individual, la cual puede producirse en el lapso de algunos años. La cultura, en cambio, tiene un ritmo de evolución que permite explicar el crecimiento moderadamente rápido de la complejidad social en el curso de estos cinco últimos milenios. En efecto, la razón misma por la que la cultura ha apare‐ cido en el curso de la evolución reside precisamente en el hecho de que es «capaz de hacer cosas de las que los genes son incapaces».7 Según Boyd y Richerson, esta evolución cultural es la que ha permitido las mayores transformaciones que se han pro‐ ducido en las sociedades humanas desde la aparición de nuestra especie. Así por ejemplo, en el curso de los tres últimos siglos nuestra percepción cultural de la violencia, de las guerras en particular, ha evolucionado considerablemente. He‐ mos pasado de culturas que consideraban la tortura como un espectáculo público de todo punto aceptable, y la guerra como algo noble y glorioso, a una sociedad en la que la violencia es cada vez menos tolerada y la guerra considerada cada vez más inmoral y bárbara. Progresamos hacia una cultura de paz y de respeto a los derechos del hombre. Y eso no es todo, pues las culturas y los individuos no cesan de influenciarse mutuamente. Los individuos que crecen en el seno de una cultura nueva son diferentes por el hecho de que adquieren nuevas costumbres y estas costumbres transforman sus cerebros a través de la neuroplasticidad y la expresión de sus genes a través de la epigenética. Estos indi‐ viduos contribuirán a hacer que su cultura evolucione más, y así sucesivamente.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Pastores desconfiados y granjeros pacíficos

Tomemos un ejemplo típico de transmisión cultural. Se sabe que los asesinatos son netamente más frecuentes en los es‐ tados del sur de los Estados Unidos que en los del norte. Los sociólogos que han estudiado esta cuestión han notado que la gente del sur era más cortés, pero también más dispuesta a reaccionar ante un insulto o ante una provocación, y más aferrada a la segunda enmienda de la Constitución que autoriza a los ciudadanos a llevar armas de fuego. Los sureños conceden una gran importancia al sentido del honor y son proclives a tomar la justicia por su mano cuando los códigos del honor son transgredidos. La cultura está así inscrita en su fisiología: las reacciones ante un insulto, medidas por el nivel de cortisol (indicador del estrés) y de testosterona (indicador de propensión a la violencia), son más fuertes en los del sur que en los del norte. Al examinar de cerca los distintos orígenes de las poblaciones estadounidenses, los investigadores cayeron en la cuenta de que los sureños eran en su mayoría descendientes de pastores escoceses e irlandeses que, en sus países de origen, vi‐ vían en regiones poco pobladas. Como todo pastor, debían vigilar constantemente sus rebaños y proteger de los intrusos las áreas de pastoreo. Este modo de vida generó una cultura más proclive a la violencia, en la que la palabra dada, los acuerdos tácitos (las vastas extensiones de los pastizales salvajes no pertenecen legalmente a los pastores), la respuesta rápida a las provocaciones y los códigos de honor tenían gran importancia. En cambio, el norte de los Estados Unidos fue colonizado por granjeros venidos de Inglaterra, Holanda y Alemania, cuyos códigos culturales son más pacíficos. Un granjero no vive continuamente con el miedo de que alguien venga a robarle en su campo. Yo he observado personalmente comportamientos similares a los de los habitantes del sur de los Estados Unidos entre los nómadas del este del Tíbet. Son muy fiables, pero dispuestos a tomar represalias en cuanto una de las leyes de su có‐ digo de honor es transgredida. Es muy difícil hacerlos entrar en razón a este respecto. Están continuamente preocupados por sus rebaños. Recuerdo haber acampado con un grupo de amigos tibetanos a 5.000 metros de altitud, en un lugar apa‐ rentemente desierto. Al anochecer comenzó a nevar. Teníamos una tienda grande, pero mis amigos me dijeron: «Vamos a dormir fuera». Para mi gran asombro, explicaron: «Es por los caballos. Se los podrían llevar durante la noche». Así pues, pasaron la noche fuera, arropados en sus grandes zamarras de piel de carnero, y al despertarse por la mañana se sacudieron alegremente la nieve que se había acumulado sobre ellos.

Las diferencias culturales no son de orden genético Todas las investigaciones indican que las diferencias culturales presentes en el mundo no son de naturaleza genética. El

estudio de un centenar de niños coreanos adoptados a corta edad por familias blancas estadounidenses ha mostrado que esos niños se comportan como niños estadounidenses y no manifiestan ningún rasgo cultural que recuerde su origen co‐ reano. Además, esos niños no manifiestan en general sino un escaso interés por su cultura de origen.8 Otro estudio cen‐ trado en niños de origen europeo adoptados por indios de América después de que sus padres fueran asesinados ha mostrado asimismo que esos niños adoptaron fielmente los comportamientos, costumbres y sentimientos de pertenencia de los indios.9 Las diferencias del nivel de violencia entre los estadounidenses del sur y del norte del país, mencionadas antes, deben pues, evidentemente, ser imputadas a los sistemas particulares de valores y de normas transmitidos de generación en ge‐ neración por la educación y el ejemplo y no a una mutación genética.

Los mecanismos de la evolución de las culturas

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Los valores culturales son inspirados con frecuencia por quienes nos instruyen y por personas de relieve entre la pobla‐ ción: jefes carismáticos, pensadores, celebridades. Resulta que las personas menos instruidas y más desprovistas son las más influenciables en el conformismo de los valores dominantes. También hay que tener en cuenta el hecho de que las ideas y los valores culturales no se transmiten intactos, sino que muy a menudo son alterados: la transmisión puede ser parcial, comportar errores o estar sesgada. En algunos casos, esa transmisión también puede ser fiable y fiel, en un curso de gramática, física o matemáticas, por ejemplo. Todo depende del grado de invariabilidad intrínseco y objetivo de la disciplina enseñada. Hemos visto que la transmisión cultural es acumulativa. Las adquisiciones se añaden unas a otras en cada generación. Es la única razón por la que el mundo moderno disfruta de tantos adelantos en el ámbito de la tecnología. Si en cada ge‐ neración hubiera que reinventar la manera de encender fuego, extraer los metales y producir electricidad, Apple y Black‐ berry no serían respectivamente sino una manzana y una mora. Las culturas evolucionan más rápidamente cuando un gran número de informaciones nuevas pasan a estar disponi‐ bles. Si hay pocos conocimientos nuevos o si el entorno es muy estable, las culturas tienen pocas razones para cambiar. Si el entorno es demasiado inestable, las culturas no tienen tiempo para adaptarse a las fluctuaciones continuas y rápidas.10 En condiciones cambiantes y complejas, generalmente será más ventajoso someterse a las costumbres predominantes del grupo. Para que la cooperación o cualquier otro valor, el altruismo por ejemplo, se propague en un grupo de individuos, es preciso antes que nada que éstos concedan importancia a los objetivos del grupo y estén dispuestos a cooperar, incluso al precio de un coste personal. Los investigadores también han mostrado la importancia de la fuerza del ejemplo, del es‐ píritu de emulación que nace observando y actuando de común acuerdo con los otros. Finalmente, para que se pueda operar un proceso de selección entre diferentes valores culturales, el individualismo o el espíritu cooperativo, por ejemplo, es preciso que esas diferencias tengan efectos sobre la prosperidad o el debilitamien‐ to de quienes poseen dichos valores.

Hacia una cultura más altruista A nivel genético no somos, pues, ni mejores ni peores que nuestros antepasados de hace varios milenios. No obstante, los seres humanos pueden cambiar individualmente y las culturas en las que crecen también evolucionan. Las culturas y los individuos se van formando mutuamente como las hojas de dos cuchillos se afilan frotándolas una contra la otra. Sabiendo que la emulación, la inspiración y la fuerza del ejemplo, los aspectos más nobles del conformismo, son a la vez la trama que asegura la estabilidad y la continuidad de las culturas, así como la fuerza motriz de su expansión, nos incumbe encarnar, en nuestro ser y nuestros comportamientos, el altruismo que deseamos estimular: el mensajero debe ser el mensaje. Hemos visto que el altruismo, la cooperación y la ayuda mutua estaban mucho más presentes en la vida cotidiana de lo que sugieren los medios y los prejuicios en vigor. En el curso de los últimos cincuenta años hemos visto desarrollarse la aversión hacia la guerra, o asistido incluso a la toma de conciencia de que la Tierra no es sino un «gran pueblo». El papel

cada vez mayor de las ONG, el hecho de que numerosos ciudadanos se sientan afectados por lo que acontece en otros lugares del mundo, particularmente cuando es necesaria una asistencia, todo eso indica un cambio en las mentalidades, en nuestras culturas, que se vuelven más hacia un sentimiento de «responsabilidad universal», para utilizar una expre‐ sión cara al Dalái Lama. Esta evolución está, pues, en marcha. Tal vez baste con participar en ella añadiendo nuestra pie‐ dra al edificio, nuestra gota al océano. Pero también podemos imaginar que podríamos facilitarla y ampliarla a la manera de un catalizador que acelera una reacción química.

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17 Los comportamientos altruistas en los animales El capitán Stansbury encontró, a orillas de un lago salado de Utah, un pelícano viejo y completamente ciego, que esta‐ ba muy gordo y debía ser alimentado hacía tiempo por sus compañeros. El Sr. Blyth me informa que ha visto cuervos indios alimentar a dos o tres de sus compañeros ciegos, y he oído hablar de un hecho análogo observado en un gallo doméstico. Yo mismo he visto un perro que nunca pasaba junto a uno de sus grandes amigos, un gato enfermo acosta‐ do en una cesta, sin lamerlo al pasar, la señal más segura de un buen sentimiento en un perro. […] Además del amor y la simpatía, los animales poseen otras cualidades que en el hombre consideramos morales.1

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Así se expresaba Charles Darwin en el siglo XIX. Tendremos una idea del camino recorrido si pensamos que, ciento cincuenta años antes, Descartes y Malebranche declaraban con aplomo que los animales no eran nada más que «autóma‐ tas inconscientes que no poseen pensamiento, ni sensibilidad, ni vida mental de ningún tipo». Desde entonces se suceden los estudios que ponen de manifiesto la riqueza de la vida mental de los animales. Como han observado Jane Goodall, Frans de Waal y muchos otros etólogos, las señales elementales que utilizamos para expre‐ sar el dolor, el miedo, la cólera, el amor, la alegría, la sorpresa, la impaciencia, el aburrimiento, la excitación sexual y mu‐ chos otros estados mentales y emocionales no son propios de nuestra especie. Darwin consagró a este tema un tratado entero, rebosante de observaciones, titulado La expresión de las emociones en el hombre y los animales.2 Si lo pensamos bien, lo sorprendente habría sido lo contrario. Si la inteligencia, la empatía y el altruismo existen en el hombre, ¿cómo hubieran podido surgir de la nada? Si representan el resultado de millones de años de evolución gradual, esperamos observar en los animales las señales precursoras de todas las emociones humanas. Tal era la opinión de Dar‐ win cuando escribió en La descendencia del hombre y la selección sexual:3 Si ningún ser organizado, exceptuando al hombre, hubiera poseído facultades de este orden, o si estas facultades hu‐ bieran sido, en éste, de una naturaleza muy diferente de la que son en los animales inferiores, no habríamos podido convencernos de que nuestras facultades elevadas son el resultado de un desarrollo gradual. Pero se puede demostrar fácilmente que no existe ninguna diferencia fundamental de este género. […] Ciertos hechos demuestran que las facultades intelectuales de los animales situados en una posición muy alta de la escala son más elevadas de lo que habitualmente se cree. Una visión global de la evolución de las especies permite comprender mejor que todo es una cuestión de nivel de complejidad.

Sin negar la violencia Nuestro propósito en este capítulo es explorar la empatía y los comportamientos altruistas en los animales. No se trata de negar la omnipresencia de la violencia en el reino animal. Entendemos aquí por violencia el conjunto de los actos y acti‐ tudes hostiles y agresivos, incluyendo el hecho de herir o matar a otro individuo y de utilizar la fuerza para ejercer una coacción, para conseguir algo contra la voluntad del otro. La mayor parte de las especies de las que vamos a hablar son capaces de comportamientos extremadamente violentos. La «guerra de los chimpancés» que fue observada por Jane Goodall en la reserva de Gombe, en Tanzania, ha hecho correr ríos de tinta sobre los posibles orígenes guerreros del hombre, un tema que volveremos a tratar más adelante. Sin embargo, conviene tomar distancia frente a las cosas. Jane Goodall y sus colaboradores se quedaron estupefactos al ver a un grupo de chimpancés exterminar a uno de sus congé‐ neres, miembro de un grupo que se había separado del primero y vivía en una parte del territorio que otrora había sido

común. Pero no hay que olvidar que observaban ese comportamiento por primera vez, mientras que llevaban años si‐ guiendo día a día la vida de esos chimpancés. Los conocían individualmente a todos y hasta les habían puesto nombres. Otros investigadores también observaron este fenómeno de eliminación de un grupo competidor, pero esos casos siguen siendo relativamente raros. El comportamiento asesino más frecuente entre los chimpancés es el infanticidio, cometido generalmente por los machos. Tampoco olvidemos que la violencia, tanto la de los animales como la de los seres humanos, siempre atrae más nuestra atención que los comportamientos pacíficos. No obstante, ningún dato científico permite hasta hoy llegar a la conclusión de que la violencia es una pulsión interna en los hombres y en los animales. Después de cuarenta años consagrados al estudio del comportamiento animal, principalmente en los grandes simios, uno de los primatólogos más importantes de nuestra época, Frans de Waal, considera que el punto central de sus investi‐ gaciones ya no es demostrar la existencia de la empatía en los animales, sino estudiar cómo se expresa. Sin embargo, la existencia de la empatía animal ha sido largo tiempo desconocida. Frans cuenta haber oído afirmar a un psicólogo de re‐ nombre que los animales cooperaban de manera ocasional, pero daban infaliblemente la prioridad a su propia supervi‐ vencia.32 Y como para demostrar de una vez por todas la veracidad de su punto de vista, concluye diciendo: «Nunca se ha visto a un mono saltar al agua para salvar a uno de sus compañeros». Al escuchar estas afirmaciones, Frans de Waal empezó a hurgar en su memoria y se acordó de Washoe, una chimpancé hembra que, al oír los gritos de desamparo de una hembra amiga, atravesó saltando dos cercas electrificadas para llegar hasta donde estaba su compañera, que se debatía desesperadamente en una zanja. Pataleando en el lodo resbaladizo de los taludes. Washoe logró aferrar la mano que le tendía su amiga y sacarla al terreno seco, lo cual no es una proeza menor si sabemos que los chimpancés no saben nadar y son presa del pánico en cuanto el agua les llega a las rodillas. Esa hidro‐ fobia no puede ser superada sino por una motivación poderosa, y las explicaciones que invocan cálculos de interés, del tipo «Si yo la ayudo ahora, ella me ayudará más adelante», no tienen en este caso más validez que en el de Wesley Autrey al saltar a las vías del metro de Nueva York para salvar a un pasajero cuando el convoy se acercaba. Sólo un impulso al‐ truista espontáneo puede incitar a alguien a superar así todos sus reflejos de prudencia. En otras ocasiones hemos visto chimpancés ahogarse al intentar socorrer a sus congéneres jóvenes caídos al agua. En los primates abundan los ejemplos de ayuda mutua. Se han observado chimpancés que cuidaban a sus compañeros heridos por leopardos. Lamían la sangre de sus heridas, quitaban delicadamente la suciedad de sus llagas y espantaban a las moscas que revoloteaban alrededor de ellos. Luego seguían vigilando a los heridos, y cuando se desplazaban, camina‐ ban más lentamente para adaptarse al ritmo de sus compañeros debilitados.4 En el Centro de Primatología de Wisconsin, una pequeña hembra de macaco rhesus padecía de trastornos motores tan graves que apenas podía realizar actos de la vida cotidiana como caminar, trepar y alimentarse. Ahora bien, lejos de re‐ cha​zarla, los miembros de su familia y el grupo la cuidaban de manera muy particular, aseándola, sobre todo, dos veces más que a las otras hembras de la misma edad.5 Es preciso saber que el aseo mutuo es una de las principales formas de cuidado y de interacción social entre los monos. Con frecuencia se han observado en los grandes simios este tipo de ac‐ tos de solicitud para con sus congéneres minusválidos. Los animales se asocian de maneras distintas y más o menos complejas, desde el simple gregarismo, el hecho de ser atraídos por la compañía de sus semejantes, hasta estadios de organización social compleja en que los adultos cooperan para cuidar de los jóvenes, alimentarlos y protegerlos. A medida que la riqueza y la diversidad de las interacciones van en aumento, a los animales les resulta útil tener en cuenta con la mayor exactitud posible los comportamientos de sus con‐ géneres. Esta tendencia culmina con la facultad de percibir las intenciones del otro e imaginar lo que piensa y siente. De esa manera nace la empatía.

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Los comportamientos benévolos Antes de interrogarnos sobre la «teoría del espíritu» —la facultad de ponerse mentalmente en el lugar del otro para com‐ prender sus intenciones o sus necesidades—, empecemos por considerar una serie de comportamientos animales que ilustran sus disposiciones para la empatía.

Los comportamientos benévolos pueden adoptar distintas formas: ayudar a los congéneres, protegerlos, sustraerlos a un peligro, manifestarles simpatía y amistad, incluso gratitud, consolarlos cuando sufren, trabar con ellos lazos de amis‐ tad que no estén vinculados a la reproducción o al parentesco y, finalmente, manifestar signos de duelo por la muerte de uno de los suyos.

La ayuda mutua Numerosas observaciones muestran que los animales son capaces de ayudar espontáneamente a un congénere que se en‐ cuentra en peligro o que tiene necesidades específicas a las que es incapaz de enfrentarse solo. He aquí unos cuantos ejemplos. En una autopista de Chile, en medio del tráfico, un perro, visiblemente de​sorientado, avanza evitando lo mejor que puede los vehículos que pasan a su lado. Pronto es atropellado por uno de ellos. Las cámaras de seguridad que captan la escena lo muestran enseguida tendido en la calzada. De pronto surge, no se sabe de dónde, otro perro amarillo que, en medio del tráfico, aferra con sus colmillos uno de los cuartos traseros del perro herido y, haciendo grandes esfuerzos y tras intentarlo dos veces, arrastra a su congénere inconsciente hasta el borde de la autopista. Ambos escapan milagrosa‐ mente a los vehículos que hacen todo lo posible para evitarlos.6 En un tono más ligero, escuché en la BBC el testimonio del guardián de una perrera que una mañana comprobó, asombrado, que tres perros habían salido de sus jaulas y se habían hartado comiendo lo que había en las cocinas. Por la noche comprobó que las jaulas estuvieran bien cerradas, pero la misma escena se repitió la noche siguiente. Intrigado, se escondió en un rincón de la perrera para ver qué pasaba. Poco después de que los empleados abandonaran su lugar de trabajo, vio a uno de los perros abrir el pestillo de su jaula pasando la pata a través de la reja, lo cual no era nada fácil. Pero ¡oh, sorpresa!, en lugar de precipitarse hacia las cocinas, el animal fue primero a abrir las jaulas de otros dos perros que eran amigos suyos, y sólo después se dirigió, con sus vivarachos compañeros, a las cocinas desiertas. Varias cualidades de este perro merecen ser resaltadas: el ingenio del que da muestra para salir de su jaula, su sentido de la amistad y su facultad de retrasar una gratificación esperada todo el día (¡una expedición a las cocinas!) para, enci‐ ma, permitir que otros perros consuman una buena parte de lo que hubiera podido saborear a solas. Iain Douglas-Hamilton, que estudió durante cuarenta años a los elefantes en la reserva nacional de Masai Mara, en Kenia, vio un día un elefante cuya trompa había sido seccionada en parte por una trampa. El paquidermo estaba muy nervioso y no conseguía alimentarse. Iain vio entonces a otro elefante que se le acercó y, después de tocar al herido varias veces con su trompa, trajo unos juncos que había arrancado en la orilla del río y los llevó directamente a la boca del mu‐ tilado. Finalmente, el elefante herido fue otra vez capaz de alimentarse, pero sólo con los juncos que eran lo suficiente‐ mente tiernos para que pudiera cogerlos con su muñón. Lo más extraordinario es que la manada entera, para no abando‐ narlo, se instaló en las proximidades de los juncales, que utilizó como su principal fuente de alimentación. Esta observa‐ ción revela no solamente una solidaridad de grupo, sino también una comprensión de las necesidades específicas del otro.

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La amistad Los primates se muestran capaces de iniciar una relación de amistad duradera. Frans de Waal cita el caso de dos macacos hembras, no emparentadas, que estaban siempre juntas, intercambiaban continuamente muestras de afecto, daban cáli‐ dos besos al bebé de la otra, y se echaban una mano en los conflictos, hasta el punto de que una de ellas (que ocupaba un rango inferior en la jerarquía) rompía a aullar mirando fijamente a su amiga cada vez que otro mono se acercaba con una actitud amenazadora.7 Lucy era una chimpancé hembra criada por humanos, y para darle compañía le trajeron un gatito. El primer encuen‐ tro no fue bien. Lucy, visiblemente contrariada, empujó violentamente al gatito e incluso intentó morderlo. El segundo encuentro no fue mejor, pero en el tercero Lucy mantuvo la calma. El gatito empezó entonces a seguirla a todas partes y, al cabo de media hora, la chimpancé hembra, olvidando sus reservas, tomó al gatito en sus brazos, lo besó y cambió com‐

pletamente de actitud. Muy pronto los dos se volvieron inseparables. Lucy aseaba al gatito, lo mecía en sus brazos, le fa‐ bricó un pequeño lecho y lo protegía cuando se acercaban seres humanos. El gatito no acostumbraba a aferrarse a los flancos de Lucy, como lo hacen los chimpancés pequeños, sino que saltaba de buen grado sobre su espalda y permanecía en ella mientras Lucy se desplazaba. Si no, Lucy lo llevaba en su mano. Lucy, que se comunicaba con los investigadores con la ayuda de símbolos en una pantalla de ordenador y tenía un vocabulario relativamente rico, dio incluso al gatito el nombre de «Pelotita».8

La alegría de los reencuentros, la tristeza de las separaciones En un zoológico, dos chimpancés machos adultos que habían vivido en el mismo grupo, y luego habían pasado mucho tiempo separados, un día volvieron a ser reunidos. Los responsables temían que se pelearan, pero los dos grandes monos se fundieron uno en brazos del otro e intercambiaron besos con gran emoción, dándose fuertes palmadas en la espalda como viejos amigos. Luego se asearon recíprocamente durante largo rato.9 Los reencuentros entre los grupos de elefantes amigos que no se han visto desde hace tiempo también dan lugar a os‐ tentosas manifestaciones. Cynthia Moss cuenta la reunión de dos manadas de elefantes que se habían detectado en la dis‐ tancia (aparte de los barritos audibles, los elefantes se comunican también a largas distancias mediante sonidos de fre‐ cuencia muy baja, inaudibles para el oído humano). Empezaron a barritar desde que estuvieron a medio kilómetro unos de otros, guiándose recíprocamente por esas llamadas y mostrando signos de alegría. Cuando por fin pudieron verse mu‐ tuamente, fueron directamente uno hacia el otro, cruzaron sus colmillos, enrollaron sus trompas, sacudiendo las orejas y frotándose uno contra el otro. Todos los otros elefantes hicieron lo mismo.10 También se han descrito numerosos casos de animales amigos que, después de haber vivido mucho tiempo juntos, pierden todo interés por sus ocupaciones habituales cuando uno de sus compañeros muere, y se dejan morir de inani‐ ción. J. Y. Henderson, que durante años fue veterinario de circo, cuenta el caso de dos caballos que durante mucho tiem‐ po habían compartido la misma caballeriza.11 Cuando uno de ellos murió, el otro empezó a gemir continuamente. Ape‐ nas dormía y comía. Intentaron ponerlo con otros caballos, prodigarle cuidados particulares y mejorar su alimentación habitual. No hubo nada que hacer, murió a los dos meses, sin que el veterinario hubiera podido diagnosticar una enfer‐ medad concreta.

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La empatía específica de los grandes simios En La edad de la empatía, Frans de Waal menciona numerosos casos de empatía entre los grandes simios que revelan una comprensión precisa de las necesidades del otro y de las reacciones apropiadas: En nuestro Centro de Primates, tenemos una hembra vieja, Peony, que pasa sus días en régimen de semilibertad con los otros chimpancés en un gran recinto. Los días malos, cuando su artritis hace de las suyas, a ella le cuesta mucho caminar y trepar. Pero las otras hembras acuden en su ayuda. Por ejemplo, Peony protesta y resopla para subir a la es‐ tructura de escalada sobre la que varios monos se han reunido para una sesión de aseo. Una hembra más joven y sin lazos de parentesco con ella, se coloca detrás de Peony, pone las manos sobre su amplio trasero y la empuja, lo que no es tarea fácil, hasta que Peony llega a donde están los demás.12 Alejar a alguien de un peligro inminente es otra manera de proteger al otro. Para eso hay que anticiparse y compren‐ der que el otro está en peligro, que no es consciente del mismo y que es preciso intervenir antes de que sea demasiado tarde. Jane Goodall cuenta haber observado en la reserva de Gombe, en Tanzania, a Pom, una joven hembra de nueve años, lanzar un grito de alarma al ver una gran serpiente. Todo el pequeño grupo se había refugiado en un árbol, salvo Prof, el hermano pequeño de Pom, que no había comprendido la señal o la había ignorado, y seguía acercándose a la serpiente.

Pom bajó raudamente para recuperar a su hermanito y lo llevó a un lugar seguro.13 Los chimpancés criados por seres humanos son capaces de manifestar comportamientos empáticos bien adaptados a las situaciones. En la antigua URSS, aislada del resto del mundo científico, la etóloga rusa Nadia Kohts, estudió durante años el comportamiento de un joven chimpancé, Yoni, al que crió con amor en compañía de su propio hijo. El siguiente pasaje, citado por Frans de Waal, ilustra la solicitud manifestada por Yoni hacia su madre adoptiva: Si yo fingía llorar, cerrar los ojos y sollozar, Yoni interrumpía al punto sus juegos o cualquier otra actividad y acudía enseguida, muy excitado y consternado, desde los lugares más alejados de la casa, como el tejado o el techo de su jaula, de donde yo nunca lograba hacerlo bajar, a pesar de mis llamadas insistentes y mis tentativas de seducción. Se ponía a dar vueltas rápidamente a mi alrededor, como si buscara a un agresor, escrutando mi cara, y tomaba dulcemente mi barbilla en su palma, luego pasaba con delicadeza un dedo por mi cara, como para intentar comprender lo que ocu‐ rría, y giraba en todos los sentidos apretando los puños. Cuanto más triste e inconsolable era mi llanto, más cálida se volvía su compasión.14

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La gratitud

Los primates manifiestan con frecuencia gratitud hacia quienes los cuidan, despiojándose mutuamente, pero también manifestando de manera clara su alegría. Uno de los pioneros de la primatología, Wolfgang Köhler, se dio cuenta una tarde de que dos chimpancés habían quedado olvidados fuera bajo una lluvia torrencial. Se apresuró a ir a su encuentro, consiguió abrir la puerta cerrada con cadenas y se hizo a un lado para dejar que los chimpancés llegaran lo más rápida‐ mente posible a su cama seca y caliente. Ahora bien, aunque la lluvia siguiera chorreando sobre el cuerpo de los chim‐ pancés, ateridos de frío, y que hasta entonces no hubieran dejado de manifestar su desdicha y su impaciencia, antes de regresar a la comodidad de su refugio, se volvieron hacia Köhler y lo abrazaron, uno alrededor del pecho y el otro en torno a las piernas, con gran alegría. Sólo después de haber manifestado su gratitud ostentosamente se precipitaron hacia la paja acogedora de su refugio.15

Las múltiples facetas de la empatía de los elefantes En el ecosistema de Amboseli, en el sur de Kenia, Cynthia Moss y sus colaboradoras estudiaron, durante treinta y cinco años, el comportamiento de unos dos mil elefantes, cada uno de los cuales estaba identificado y tenía un nombre. Los elefantes tienen una vida social muy rica y poseen complejos sistemas de comunicación auditivos, olfativos y visuales. Entre los que viven en las sabanas africanas, las hembras permanecen toda su vida en la misma manada, y con frecuencia las madres cuidan a los hijos jóvenes de otras madres, lo cual es un factor importante de supervivencia.16 Entre la multi‐ tud de observaciones recabadas con el paso de los años, los investigadores han extraído más de doscientos cincuenta ca‐ sos significativos de reacción empática ante el desamparo de un congénere.17 Entre esas reacciones figuran comporta‐ mientos tan diversos como el hecho de coaligarse ante un peligro, proteger a los otros, consolarlos, ayudarlos a despla‐ zarse, cuidar a los pequeños de otras madres o extraer objetos extraños del cuerpo de un congénere. Los elefantes adultos coordinan a menudo sus fuerzas cuando se presenta un peligro bajo la forma de un depredador o de un elefante hostil. Cuando un joven o un adulto heridos están en peligro, otro elefante acude generalmente a proteger‐ lo. El caso más frecuente es el de las madres que protegen a sus hijos jóvenes, impidiendo que se acerquen a un lugar pe‐ ligroso, como el borde abrupto de una ciénaga, o se interponen para separar a dos jóvenes que pelean, aunque las madres amigas también pueden intervenir. Cuando una madre debe separarse de su vástago durante unas horas, sus compañeras toman el relevo. Cuando un elefante se queda atascado en un lodazal o bien se cae y no puede levantarse, muy a menudo otros elefan‐ tes intentan sacarlo con sus trompas, empujarlo con sus patas o levantarlo con sus colmillos. Cuando un dardo de veterinario, o a veces una lanza, se queda incrustada en el cuerpo de un elefante, es frecuente que otros toquen la zona herida, y a veces logran extraer el objeto extraño. También se ha visto una madre sacar una bolsa de

plástico de la boca de su hijo pequeño y tirarla lejos.

Comportamientos altruistas en los delfines y otros cetáceos Los delfines, como testimonian innumerables observaciones recogidas por los etólogos Melba y David Caldwell, son ca‐ paces de prodigar el mismo tipo de ayuda específica que los humanos, los grandes simios y los elefantes.18 John Lilly cuenta el caso de un delfín joven que, a la altura de las Antillas, se había apartado de su grupo. Fue atacado por tres tiburones y lanzó gritos de desamparo. Enseguida, los adultos del grupo que, hasta entonces, habían estado con‐ versando entre ellos, guardaron silencio y nadaron rápidamente hacia donde estaba el joven en peligro. Al llegar al lugar como torpedos a toda velocidad (60 kilómetros por hora) atacaron a los tiburones y tardaron poco en matarlos y enviar‐ los hacia las profundidades. Durante ese tiempo, las hembras se ocuparon del joven herido, que ya no podía salir a la su‐ perficie para respirar. Dos de ellas lo levantaron situándose debajo de él hasta que su cabeza emergiera del agua. De tanto en tanto, otras hembras las relevaban para que ellas pudieran a su vez, aprovisionarse de aire.19 En algunos casos se ha observado que estas operaciones de rescate podían durar hasta dos semanas, hasta que el delfín herido se curase o bien muriese. Durante todo ese tiempo, los salvadores no se alimentaban y subían a la superficie sólo el tiempo necesario para respirar.20 También se dispone de numerosos testimonios sobre delfines que han socorrido a hombres. En Harbin, en China, en el parque de atracciones de Tierra Polar, la nadadora Yang Yun participaba en un concurso de buceo, sin respirar, en un estanque de 7 metros de profundidad, mantenido a una temperatura glacial por las belugas que albergaba. La nadadora fue presa de unos calambres tan fuertes en una pierna que sintió que se hundía y creyó morir. Una beluga, Mila, tomó delicadamente una de las piernas en su boca y volvió a sacarla a la superficie, mientras que otra beluga la empujaba por debajo con su lomo.21 En Nueva Zelanda cuatro nadadores fueron rodeados de pronto por una manada de delfines que nadaban a su alrede‐ dor en círculos cada vez más estrechos, a la manera de un perro pastor que reagrupa a sus carneros. Cuando uno de los nadadores intentó alejarse, dos delfines lo obligaron a reintegrarse al grupo. Unos instantes más tarde, un nadador vio pasar un gran tiburón blanco, y los delfines no dejaron que sus protegidos se fueran hasta después de cuarenta minutos.22 En cuanto a las ballenas, casi siempre acuden en ayuda de un congénere atacado por los barcos balleneros. Se interpo‐ nen entre el barco y su compañera herida y a veces hacen zozobrar la embarcación. Los balleneros explotan con frecuen‐ cia este comportamiento. Si consiguen apoderarse de un bebé vivo, saben que todos los adultos se reagruparán alrededor de él. Sólo deben emplearse en matarlos a todos.23 También se han descrito comportamientos de ayuda mutua en las morsas, que crean poderosos vínculos sociales, comparten sus alimentos, se ocupan de las crías de las otras morsas y acuden en ayuda de un congénere cuando es ataca‐ do.24 Las morsas heridas no son abandonadas a su suerte. Las que por ejemplo han sido alcanzadas en tierra firme por las balas de un cazador son, en la medida de lo posible, arrastradas hasta el agua y, si les cuesta mucho nadar, otras morsas las llevan sobre su espalda para mantenerles la cabeza fuera del agua y permitirles así respirar.25

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La ayuda mutua entre animales de especies diferentes La ayuda mutua entre individuos de especies diferentes es más rara, sin ser por ello excepcional. Los investigadores la consideran una extensión del instinto maternal y del instinto de protección. En sus Memorias, el etólogo Ralph Helfer cuenta una escena de la que fue testigo en África oriental. Durante la esta‐ ción de las lluvias, una madre rinoceronte y su bebé habían llegado a un claro cercano a un depósito de sal, cuando el pe‐ queño se deslizó en una ciénaga espesa. Luego llamó a su madre, que regresó, lo olfateó y, no sabiendo luego qué hacer, volvió a la arboleda. Como el pequeño seguía lanzando llamadas de auxilio, la madre regresó, pero parecía impotente. Entonces apareció una manada de elefantes interesados también por el depósito de sal. La madre rinoceronte, temiendo por su hijo, arremetió contra los paquidermos, que se alejaron. Luego volvió a la arboleda. Unos momentos más tarde,

un gran elefante regresó, se acercó al rinoceronte bebé, lo olfateó con su trompa y deslizó sus colmillos debajo de él para levantarlo. La madre irrumpió enseguida y arremetió de nuevo contra el elefante, que se alejó. Estas maniobras se repitie‐ ron durante varias horas. Cada vez que la madre rinoceronte volvía a la arboleda, el elefante regresaba para intentar sacar al pequeño de la ciénaga, luego renunciaba ante la embestida de la madre. La manada de elefantes acabó por irse. A la mañana siguiente, Helfer y un guardia forestal se acercaron para tratar de liberar al pequeño rinoceronte. Éste se asustó y en sus esfuerzos por huir consiguió salir de la ciénaga, antes de unirse a su madre, que se acercaba, alertada nuevamente por sus gritos.26

El consuelo Suelen observarse comportamientos consoladores en los cánidos (perros, lobos), pero también en los córvidos. Teresa Romero y sus colegas han enumerado más de tres mil casos en los chimpancés.27 De su estudio se desprende que estos comportamientos son más frecuentes entre los individuos socialmente próximos y que se observan más a menudo en las hembras que en los machos (con la excepción, eso sí, de los machos dominantes, que son pródigos en actos de consuelo, sin duda para reforzar la cohesión social del grupo). Generalmente, el chimpancé va a consolar a quien pierde un altercado en el que no ha habido reconciliación. En cam‐ bio, cuando los protagonistas se reconcilian después del combate,28 este comportamiento es raro, lo que demuestra que el consolador es capaz de evaluar las necesidades del otro. El consuelo se expresa de diversas maneras: se brinda a la vícti‐ ma una sesión de aseo, se la abraza, se la toca cariñosamente o se la besa. El consuelo es recíproco: quienes consuelen se‐ rán consolados a menudo cuando les toque perder una disputa.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La expresión del duelo

La expresión del duelo es particularmente notable en los elefantes. Cuando uno de ellos está a punto de morir, sus congé‐ neres se congregan alrededor de él, intentan levantarlo, y a veces incluso alimentarlo. Luego, si comprueban que está muerto, van a buscar ramas que depositan sobre su cuerpo y en torno a él, a veces hasta cubrirlo del todo. La manada también celebra rituales: los elefantes se colocan a veces en círculo alrededor del muerto, con la cabeza vuelta hacia el ex‐ terior, o desfilan y cada uno lo toca con su trompa o su pata, haciendo una pausa ante él antes de dejar que pase el si‐ guiente. No podemos evitar evocar el ritual de los funerales humanos, durante el cual cada uno deposita una flor sobre su tumba. Cuando la manada acaba por alejarse, si el elefante muerto era joven, la madre se suele quedar atrás un rato y, cuando se une nuevamente a la manada, da muestras de abatimiento durante varios días y camina detrás de los otros. Los elefantes presentan también la particularidad de sentirse atraídos por las osamentas de sus congéneres, que no pa‐ recen tener ninguna dificultad en identificar. Pueden pasarse una hora revolviendo los huesos de un lado para otro y husmeándolos; a veces se llevan un fragmento. Cynthia Moss cuenta que se había llevado de su campo los huesos de la quijada de una elefanta para determinar su edad. Unas semanas más tarde, la manada a la que había pertenecido la di‐ funta pasó cerca de ahí. Los elefantes dieron un rodeo para ir a examinar las osamentas, luego se marcharon. Pero un ele‐ fante joven, que más tarde fue identificado como el huérfano de la muerta, se quedó aún un rato largo después de que la manada se marchara, tocando la quijada de su madre, moviéndola delicadamente con sus patas y cogiéndola con su trompa.29 No cabe ninguna duda de que había reconocido la procedencia de esos huesos y que ese descubrimiento susci‐ taba en él recuerdos y emociones. Moss observó también a una elefanta, Agathe, que quince meses después de la muerte de su madre, regresaba con frecuencia al lugar donde había muerto y manipulaba largo rato su cráneo. Se ha observado incluso un caso intrigante de sentimiento de duelo en otra especie. En Zimbabue, un joven elefante había adoptado a un joven rinoceronte como compañero de juegos. Cuando éste fue abatido por unos cazadores furtivos, que lo enterraron después de serrarle el cuerno, el joven elefante cavó hasta un metro de profundidad para desenterrar el cuerpo de su amigo, mientras otros dos elefantes intentaban consolarlo levantándolo con sus cuerpos.30 Los chimpancés manifiestan asimismo señales de consternación cuando muere uno de sus semejantes, y a veces se quedan observándolo largo rato en silencio. Las madres chimpancés que pierden a un pequeño quedan afectadas durante

semanas. En Guinea, se vio a una madre cargar durante más de dos meses el cuerpo desecado de su pequeño, espantando con ramas las moscas que se le acercaban. Jane Goodall describe cómo Flint, un joven chimpancé de ocho años que estaba muy unido a su madre, Flo, cayó en una profunda depresión cuando ésta murió. Tres días más tarde, trepó al nido de ramas donde su madre descansaba ha‐ bitualmente, lo contempló largo rato, luego volvió a bajar y se acostó en la hierba, postrado, con los ojos muy abiertos mirando el vacío. Dejó prácticamente de alimentarse y murió tres semanas más tarde.31 El duelo ha sido observado en gran número de otras especies, incluidos los animales de compañía. En Escocia, un skye terrier permaneció catorce años junto a la tumba donde habían enterrado a su amo en 1858, negándose a abandonarla. Los vecinos lo alimentaron hasta su muerte, luego lo enterraron cerca de su amo. Los habitantes del pueblo le hicieron entonces una estatua en el pequeño cementerio, en homenaje a su fidelidad.

El fenómeno de la adopción

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Jane Goodall describe varios casos de adopción.32 Mel, un joven chimpancé de tres años, perdió a su madre y no tenía hermanos ni hermanas. No habría sobrevivido si Spindle, un macho de doce años no emparentado con él, no lo hubiera adoptado. Muy pronto se hicieron inseparables. Spindle aguardaba a Mel durante los desplazamientos del grupo, y le per‐ mitía asimismo viajar sobre su espalda. Cuando Mel se aproximaba demasiado a los machos furiosos durante los alterca‐ dos en el seno del grupo, Spindle acudía a buscarlo para apartarlo del peligro, lo que no dejaba de ser un riesgo para él. Christophe Boesch y sus colegas han observado frecuentes adopciones entre los chimpancés del bosque de Tai, en África oriental.33 Generalmente, un huérfano de menos de cinco años no sobrevive, o bien se desarrolla más lentamente que los otros. Los huérfanos adoptados, en cambio, tienen un desarrollo normal. De treinta y seis huérfanos estudiados por Boesch, dieciocho fueron adoptados. Es interesante comprobar que, entre ellos, la mitad lo fue por individuos ma‐ chos, uno de ellos por su propio padre, al no tener los otros ningún vínculo directo con su protegido. En efecto, los ma‐ chos no se unen habitualmente con una hembra en particular, y se ocupan poco de sus crías. Pero los padres adoptivos cargan a sus hijos en la espalda en sus desplazamientos cotidianos (una media de 8 kilómetros diarios), y durante años comparten sus alimentos, lo que representa una inversión considerable. Los investigadores piensan que esos comporta‐ mientos solidarios se han visto estimulados por el hecho de que los chimpancés viven en una zona donde abundan los leopardos.

La transmisión de las culturas sociales Hemos visto que las culturas elaboradas, que implican una transmisión acumulativa de conocimientos, sólo han adquiri‐ do importancia entre los seres humanos. Sin embargo, eso no significa que los animales estén desprovistos de cultura. En el seno de una especie, se observan de un grupo al otro variantes culturales que no son de origen genético. Los chimpancés de regiones vecinas, en África, han desarrollado estilos de aseo que difieren de un grupo al otro, mientras que entre los orangutanes de Sumatra son los útiles empleados los que varían según las regiones. Estas variacio‐ nes no son debidas a la influencia de los medios ecológicos, sino a la diversificación del aprendizaje social. En unas cuan‐ tas semanas, comunidades enteras de monos, pájaros, delfines, ballenas, lobos y osos, para citar algunas, pueden adoptar una nueva costumbre «descubierta» por uno de sus miembros. A menudo se cita el caso de los paros de Inglaterra que con el pico abrían las tapas de aluminio de las botellas de leche para picotear la crema que flotaba en la superficie, con unas semanas de intervalo y en todo el país. El duelo elaborado de los elefantes al que nos hemos referido antes está em‐ parentado con lo que los humanos consideran una cultura. El primatólogo escocés William McGrew fue el primero en introducir la noción de cultura animal.34 Como resalta el etólogo Dominique Lestel, aunque las culturas animales se distinguen de las culturas humanas por el hecho de que no están basadas en el lenguaje, el arte, la religión u otros aspectos específicos de las culturas humanas, son, sin duda alguna, culturas, pues se transmiten socialmente, y no genéticamente. Esas culturas siguen siendo, no obstante, mucho más limi‐ tadas que en el hombre, pues no parecen acumularse con el paso de las generaciones.

Saber lo que piensan los otros, o la «teoría del espíritu» ¿Son capaces los animales de tener una idea de lo que acontece en el espíritu de otro? Sin duda son capaces de observar los comportamientos de sus congéneres y tenerlos en cuenta, pero eso no implica que sean capaces de imaginarse sus es‐ tados mentales. Se sabe que los animales pueden practicar el disimulo y montar escenas para engañar a sus semejantes. Cuando un arrendajo, por ejemplo, esconde provisiones y se da cuenta de que otro arrendajo lo ha observado, finge no saberlo y, en cuanto el otro se aleja, regresa a su escondrijo, saca las provisiones y las esconde en otro sitio. Ha comprendido muy bien, pues, que los otros arrendajos intentarían robarle su propiedad. Pero ¿en qué medida puede ponerse en lugar del otro e imaginar lo que piensa? Emil Menzel35 fue uno de los primeros etólogos que investigaron esta cuestión, mientras que el concepto de «teoría del espíritu» —teoría sobre lo que piensa el otro— fue formulada por David Premack y Guy Woo‐ druff.36 ¿Nos permiten hacernos una idea precisa al respecto las observaciones de las que disponemos? Según un estudio de Brian Hare sobre los chimpancés del Centro de Primates Yerkes, cerca de Atlanta, los grandes simios que se encuentran en la parte baja de la jerarquía social tienen en cuenta lo que sabe un competidor dominante antes de acercarse a los ali‐ mentos.37 Thomas Bugnyar ha observado, por su parte, comportamientos similares en el gran cuervo, cuando un gran cuervo se acerca a un escondrijo de alimentos, mira quién hay a su alrededor. Si ve un congénere susceptible de haberlo visto esconder la comida, se precipita hacia el escondrijo para estar seguro de recuperar el botín antes que el otro. Si ve solamente individuos de los que está seguro que no saben dónde se encuentra el escondrijo, se toma todo su tiempo.38 También se han puesto de manifiesto comportamientos comparables en los monos capuchinos, los perros y los lobos y, como veremos, en los delfines.39 Según Frans de Waal, la idea de que la teoría del espíritu sólo se aplica al hombre queda socavada por todas sus observaciones.40 Un estudio de Shinya Yamamoto y sus colegas permitió demostrar que no sólo los chimpancés se ayudan mutuamen‐ te, sino que son capaces de evaluar con precisión las necesidades del otro.41 En este experimento, dos chimpancés que se conocen son encerrados en dos jaulas contiguas. Una pequeña ventana permite pasar objetos de una jaula a la otra. El primer chimpancé recibe en su jaula una caja con siete objetos: un palo, una pajita para beber, un lazo, una cadena, una cuerda, una gran brocha y un cinturón. Luego ponen al segundo chimpancé en una situación en la que necesita un objeto útil, ya sea un palo, ya sea una pajita para que le den zumo de frutas. El segundo chimpancé le comunica al primero, mediante gestos y por la voz, que necesi‐ ta ayuda. El primero mira, evalúa la situación, escoge nueve veces de cada diez, el objeto adecuado y lo entrega a su con‐ génere por la ventana. No espera ninguna recompensa. Si entonces le impiden ver interponiendo un panel opaco, el primer chimpancé sigue deseando ayudar cuando escu‐ cha que el otro le pide ayuda. Pero al no poder ver y evaluar su necesidad precisa, le pasa uno cualquiera de los siete ob‐ jetos. Este experimento fue repetido con varios chimpancés y, en un caso, el chimpancé al que solicitaron ayuda se des‐ plazó para mirar por un agujerito que había descubierto en la parte superior del panel opaco, a fin de evaluar la situación del otro y hacerle llegar el objeto adecuado.

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El delfín listo En el Centro de Estudios de los Mamíferos Marinos de Gulfport (Misisipi), los responsables del entrenamiento de los delfines tuvieron la idea de recurrir a su ayuda para limpiar el estanque. No fue necesario mucho tiempo para hacer com‐ prender a los delfines que podían cambiar un trozo de plástico o de cartón por un pez, y muy pronto quedó el estanque inmaculado. Pero Kelly, una hembra, descubrió una estratagema para aumentar el rendimiento. Cuando encontraba ba‐ sura importante, un periódico o una caja de cartón, en lugar de cambiarla enseguida por un pez, la escondía en una hen‐ didura del fondo de la roca, luego la rompía en pequeños trozos y se los llevaba uno por uno a su entrenador, para cam‐ biarlos por peces. Una buena táctica, pues, que supone al menos dos capacidades. La primera es la de resistir a la tenta‐ ción de recibir un pez de inmediato al entregar la basura que acababa de encontrar. Se sabe, en comparación, que menos

de uno de cada dos niños resiste a la tentación de comerse un bombón enseguida en lugar de dos bombones diez minu‐ tos más tarde. La segunda capacidad es la de comprender que lo importante no es ni el tamaño del papel, ni el hecho de entregar inmediatamente todo lo que se encuentra, sino que cada fragmento tiene el mismo valor que el todo. Pero el ingenio de Kelly no terminó ahí. También tuvo la idea de esconder pedazos de pescado (aplazando nuevamen‐ te su recompensa para más tarde), que de vez en cuando llevaba a la superficie del agua para atraer a las gaviotas, mien‐ tras ella permanecía invisible debajo. De inmediato, una gaviota detectaba el señuelo y cuando estaba a punto de atrapar‐ lo, Kelly le aferraba las patas con su mandíbula, sin herirla. Luego, esperaba que un instructor queriendo evitar la muerte de la gaviota, se apresurase a lanzarle un pescado, y ella soltaba enseguida al ave. Después de haber comprobado el éxito de su estratagema, Kelly se lo enseñó a su hijo, y pronto la captura de gaviotas se convirtió en el deporte preferido de los delfines del estanque.42 Kelly demostró así que era capaz de razonar, de utilizar herramientas, hacer planes, recurrir a as‐ tucias muy elaboradas y enseñárselas a los otros.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Una bonobo que intenta hacer volar un pájaro

Frans de Waal cuenta la historia de una bonobo llamada Kuni que, después de haber visto un estornino darse un porrazo contra la pared de vidrio de su jaula, lo cogió delicadamente y lo animó a alzar el vuelo gesticulando con su mano. Al ver que no tenía éxito, lo llevó a la copa de un árbol, le desplegó las alas entre sus dos manos, como si se tratara de un avión en miniatura y lanzó al estornino al aire, esperando, cabe pensar, que alzaría el vuelo. Kuni había tenido en cuenta, pues, lo que hacen habitualmente las aves. El pájaro, que había quedado muy mal parado, se estrelló contra el suelo. Kuni bajó entonces de su rama y, durante largo rato, protegió al estornino moribundo de los jóvenes chimpancés que se le acerca‐ ban.43

¿Es necesario ser capaz de hacerse una idea de sí mismo para hacerse una idea del otro? Esta pregunta puede parecer extraña, pero es importante en lo que se refiere al desarrollo de la empatía. Se sabe, en efec‐ to, que los niños humanos empiezan a manifestar empatía entre los dieciocho y los veinticuatro meses, más o menos en el momento en que comienzan a reconocerse en un espejo. La prueba clásica consiste en pintar una marca de color rojo en la frente del niño sin que se dé cuenta: cuando se reconoce en el espejo, toca la mancha roja e intenta generalmente borrarla. Debido a que no hay espejos en la jungla y en los océanos, es mucho más asombroso que muchos animales ha‐ yan superado esa prueba del espejo. Los primeros fueron los grandes simios, como demostró el psicólogo y especialista de la evolución Gordon Gallup en 1970,44 luego llegó el turno de los delfines, de los elefantes y de las urracas. En 1999, un equipo de neurocientíficos advirtió que unas neuronas muy particulares, las neuronas de Von Economo (llamadas también células VEN, por sus siglas en inglés, o neuronas en huso, por su forma), estaban presentes entre las veintiocho familias de primates, en los humanos y las cuatro especies de grandes simios.45 Ahora bien, son precisamente estas especies las que superan el test del espejo. Más tarde, también se descubrió la presencia de células VEN en las balle‐ nas, los delfines y los elefantes.46 Existen, pues, correlaciones entre el reconocerse a sí mismo en un espejo, la presencia de células VEN y la capacidad de empatía avanzada. Los investigadores, sin embargo, están de acuerdo en que la empatía puede adoptar múltiples for‐ mas, y que la facultad de reconocerse en un espejo no podría constituir una condición necesaria para la comprensión de sí mismo y del otro.

¿Hasta dónde llegan las pruebas? ¿Se puede demostrar en los animales la existencia del altruismo en cuanto «motivación cuya finalidad última es el bien de otro»? Con los experimentos de Daniel Batson hemos visto hasta qué punto es difícil demostrar sin ambigüedad la existencia de esta motivación en el ser humano. Podemos imaginarnos los obstáculos a los que tendrá que enfrentarse el etólogo que intente realizar experimentos similares con animales, con los que naturalmente es mucho más difícil

comunicarse. Algunas de las observaciones realizadas parecen, sin embargo, tener por única explicación posible una motivación al‐ truista. Frans de Waal me contó la anécdota siguiente: «A una vieja madre chimpancé le costaba cada vez más desplazar‐ se, particularmente para llegar al abrevadero que estaba bastante lejos de su madriguera. Cuando se ponía con gran difi‐ cultad en movimiento hacia el abrevadero, una u otra de las hembras jóvenes se le adelantaba, se llenaba los abazones y regresaba hacia la vieja madre, que abría la boca de par en par para que la joven le escupiera el agua dentro». Daniel Batson está de acuerdo en que, en este caso, todo indica la presencia de una verdadera solicitud empática, pero que este tipo de ejemplo, por muy conmovedor que sea, no constituye una prueba de altruismo, pues no estamos en condi​ciones de saber a qué motivación obedece el sujeto.47 Con esta incertidumbre en el espíritu algunos investigadores se las han ingeniado para imaginar dispositivos experimentales que permitan responder a esta pregunta de manera convincente. Muchos de estos experimentos son debidos a Michael Tomasello, Felix Warneken y sus colegas del Instituto Max Planck de Leipzig. Warneken en particular, quería saber si los chimpancés eran capaces de acudir en ayuda de un congé‐ nere de manera gratuita, dicho de otro modo sin que hubiera recompensa de por medio.48 La escena tiene lugar en Ugan‐ da, en una reserva donde los chimpancés pasan sus días en un vasto terreno cercado. Por la tarde los reúnen en una casa abandonada. Durante la prueba, un investigador se pega a los barrotes que lo separan de los monos, fingiendo querer atrapar un palo que se encuentra al lado de los chimpancés y fuera del alcance del hombre. Muy rápidamente, uno de los chimpan‐ cés coge el palo y se lo tiende al investigador. Luego, el palo es puesto en un lugar más difícil de alcanzar, que exige que el chimpancé trepe a una plataforma situada a 2,5 metros de altura.49 Sin embargo, el chimpancé trepa. Es interesante ad‐ vertir que el hecho de recompensarlo no aumenta la frecuencia de la ayuda. Warneken advierte que los niños de dieci‐ ocho meses reaccionan espontáneamente de la misma manera. ¿Querían los chimpancés agradar a los hombres? Nada lo indica, pues no conocían a los investigadores, que no eran los que se ocupaban de ellos y los alimentaban habitualmente. Para saber si los chimpancés estaban dispuestos a ayudar a sus congéneres de manera desinteresada, Warneken utilizó un segundo dispositivo. Dos chimpancés se encuentran en jaulas contiguas separadas por barrotes. Uno de ellos intenta varias veces abrir una puerta que da a una habitación donde los dos saben que hay alimentos. La puerta está cerrada por una clavija dispuesta de manera tal que se encuentra fuera del alcance del chimpancé que intenta entrar, pero está al alcance de la mano de su vecino, que no puede acceder a la habitación donde están los alimentos. ¿Echará el segundo una mano al primero, sa‐ biendo muy bien que no tendrá ninguna recompensa? Contra todo pronóstico la respuesta es sí. Consciente de la necesi‐ dad del otro y testigo de su impotencia, el vecino quita la clavija que retiene la cadena y permite así a su compañero darse un banquete. En una película antigua realizada por Meredith Crawford durante uno de los estudios fundamentales sobre los com‐ portamientos de ayuda mutua de los chimpancés,50 se ve una bandeja repleta de comida colocada frente a dos jaulas. Una cuerda pasa por las dos asas de la bandeja y las dos extremidades de la cuerda llegan cada una a una jaula. Si uno solo de los chimpancés tira de la cuerda, ésta se escapa de las asas y la bandeja no se mueve. Ahora bien, han dado de comer co‐ piosamente a uno de los dos chimpancés, que por eso no se siente muy motivado a tirar de su extremo de la cuerda. Pero el otro tiene hambre y querría que su vecino cooperase. Entonces se le ve aferrar su extremo de la cuerda y, mediante ges‐ tos, incitar a su congénere a tirar de la cuerda, luego se detiene. El primer mono pasa entonces un brazo por entre los ba‐ rrotes y anima a su colega dándole palmaditas en la espalda, como hacemos cuando decimos a un amigo: «¡Venga, ade‐ lante!» El segundo chimpancé, después de haberlo animado varias veces, acaba tirando de la cuerda hasta que la bandeja queda al alcance del chimpancé hambriento. Esta observación fue hecha pública en 1937, para demostrar que los chimpancés comprendían la naturaleza cooperati‐ va de la tarea que les asignaban.33 Pero también parece abogar en favor del altruismo, porque el que echaba una mano al otro no tenía nada que ganar, excepto, podría sin duda objetarse, entablar vínculos mutuamente beneficiosos. Una experiencia similar fue realizada en Tailandia con elefantes. Joshua Plotnik y sus colegas enseñaron a dos elefantes a tirar juntos de los dos extremos de una cuerda para acercar hasta ellos una gran bandeja de madera que contenía comi‐

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da y estaba a diez metros de distancia.51 Como habían pasado la cuerda alrededor de la bandeja, si uno de los dos elefan‐ tes comenzaba a tirar de ella solo, la cuerda se deslizaba en torno a la bandeja, que, sin embargo, no se movía. Los elefan‐ tes aprendieron rápido a realizar esta operación, y desde el segundo día consiguieron, ocho veces de cada diez, acercar la bandeja hasta ellos, sincronizando perfectamente sus movimientos. Entonces les complicaron la tarea soltando primero a un elefante, luego esperando un poco antes de soltar al segundo. Los elefantes comprendieron que no servía de nada co‐ menzar a tirar en solitario, y en la mayoría de los casos esperaban (hasta cuarenta y cinco segundos) a que el otro llegase. Uno de ellos fue incluso más listo y se contentó con bloquear su extremo de la cuerda poniendo la pata encima y dejando que el otro hiciera todo el trabajo de tirar. Vemos, pues, que también hay pícaros entre los elefantes. Estos ejemplos ilustran la colaboración «instrumental». Un animal puede decidir entre cooperar o no. Pero los investi‐ gadores han querido observar asimismo las elecciones prosociales, las que consisten en optar entre dos maneras de ac‐ tuar, una beneficiosa para otro individuo, sin que implique ningún coste para uno mismo, y otra que no tiene en cuenta la situación ni los deseos del otro. Para hacerlo, Victoria Horner, Malini Suchak y sus colegas realizan el experimento siguiente: meten a dos chimpancés en sendas jaulas vecinas en las que cada uno puede observar el comportamiento y las reacciones del otro. Uno de los dos monos dispone de treinta fichas mezcladas en un bote: quince azules y quince rojas. Fuera de las jaulas, y bien a la vista de los dos chimpancés, hay una bandeja donde se han dispuesto dos tazones con comida. El chimpancé que posee las fi‐ chas ha sido entrenado previamente para cambiar fichas por comida. Pero esa vez, si entrega una ficha azul será el único que coma, y si entrega una ficha roja, la comida será distribuida entre los dos chimpancés. Al principio, el que tiene las fichas las entrega al azar, pero muy pronto los dos chimpancés comprenden que con las fichas «egoístas» sólo el que entrega la ficha comerá. En este caso, el chimpancé que no recibe nada manifiesta su decep‐ ción y solicita a su colega mediante gritos y expresiones corporales. Ahora bien, el experimento demuestra que la mayo‐ ría de los que distribuyen fichas acaban eligiendo principalmente las fichas «altruistas».52 Podría pensarse que el primer chimpancé hace esta elección no por altruismo, sino para poder comer en paz, sin tener que soportar a un energúmeno que manifiesta ruidosamente su desaprobación cuando la ficha elegida no le aporta nada. Ahora bien, si el hecho de llamar la atención del poseedor de las fichas influye claramente en su elección, cuando el chimpancé frustrado expresa su deseo con demasiada violencia (escupiéndole agua al primero, pasando agresivamente sus dedos a través de los barrotes, sacudiendo la jaula, etc.), el otro elige con menos frecuencia las fichas «altruistas», como si esas reacciones desmedidas lo indispusieran con su congénere. Son, pues, las reacciones moderadas —las que parecen simplemente tener por objetivo llamar la atención del otro—, sin agobiarlo, las que desencadenan el mayor nú‐ mero de elecciones prosociales

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¿Antropomorfismo o antropocentrismo? ¿Se trata de altruismo en el sentido en que lo comprendemos en el hombre? Las investigaciones que se realizan desde hace unos treinta años, aunque sigan siendo controvertidas, indican que ciertos animales son capaces de tener solicitud empática, es decir, altruismo. A fin de cuentas, no es algo extraño en la medida en que esperamos encontrar en los ani‐ males todos los elementos precursores del altruismo humano. Los científicos que con más claridad han puesto de manifiesto la riqueza de las emociones expresadas por un gran nú‐ mero de especies animales han sido acusados con frecuencia de antropomorfismo —un pecado mortal en los especialis‐ tas de los comportamientos animales—. Se ha llegado a reprochar a Jane Goodall que pusiera nombres a los chimpancés que estaba estudiando. Para hacerlo bien, hubiera debido simplemente darles un número. Asimismo, se ha reprochado a Frans de Waal utilizar una palabra «reservada» a los comportamientos humanos para describir los de los chimpancés o los bonobos. De hecho, muchos universitarios se niegan aún a utilizar para los animales términos que se refieren a estados mentales como la ira, el miedo, el sufrimiento, el afecto, la alegría o cualquier otra emoción semejante a las nuestras. Bernard Ro‐ llin,53 profesor de filosofía y ciencias animales en la Universidad de Colorado, explica que los investigadores, en sus es‐

fuerzos por no utilizar, al referirse a los animales, las palabras que describen las emociones humanas, no hablan de mie‐ do, sino de «comportamientos de retirada»; no describen el «sufrimiento» de una rata colocada bajo una placa ardiente, sino que cuentan simplemente el número de sus sobresaltos y convulsiones; no hablan de gritos ni de gemidos de dolor sino de «vocalizaciones». El vocabulario del sentido común se sustituye por una jerga que tiene más de negación que de objetividad científica. Comenta Frans de Waal: Todo el mundo sabe que los animales tienen emociones y sentimientos, y que toman decisiones parecidas a las nues‐ tras. Con la excepción, según parece, de algunos universitarios. Si va usted a un Departamento de Psicología, oirá de‐ cir: «Cuando un perro rasca la puerta y ladra, dices que quiere salir; pero ¿cómo sabes que quiere salir? El perro sim‐ plemente ha aprendido que ladrar y rascar las puertas le permite abrirlas».54 Evidentemente sería absurdo atribuir a una lombriz de tierra emociones complejas como el orgullo, los celos o la pa‐ sión romántica; pero cuando un animal está visiblemente alegre, triste o quiere jugar, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre? Una obstinación semejante va contra el sentido común y desconoce la naturaleza misma de la evolución. «Si alguien desea violar este principio de continuidad —escribe Bernard Rollin— y afirmar que existen saltos cuánticos entre las especies animales, y a la vez seguir siendo partidario de la evolución, tendrá que asumir la carga de la prueba.»55 La teoría de la evolución implica que la psicología, al igual que la anatomía, se fue desarrollando de manera gradual. Resul‐ ta, por tanto, inconcebible que las emociones, la inteligencia y la conciencia hayan aparecido repentinamente en el hom‐ bre. En La descendencia del hombre y la selección sexual,56 Darwin no puede ser más explícito:

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Si ningún ser organizado, exceptuando al hombre, hubiera poseído algunas facultades de ese orden, o si esas faculta‐ des hubieran sido en éste de naturaleza totalmente distinta de lo que son en los animales inferiores, nunca hubiéramos podido convencernos de que nuestras facultades elevadas son el resultado de un desarrollo gradual. Pero podemos de‐ mostrar fácilmente que no existe ninguna diferencia fundamental de este género. Frans de Waal califica de antropocentrismo el empecinamiento en querer dar al hombre el monopolio de ciertas emo‐ ciones:34 Los individuos se apresuran a descartar una verdad que conocen desde la infancia: sí, los animales tienen sentimientos y se preocupan por los otros. Cómo y por qué esta certidumbre desaparece en la mitad de los seres humanos en cuanto les crece la barba o los senos es un fenómeno que siempre me dejará asombrado. Caemos en el error común y corrien‐ te de creernos los únicos capaces. Somos humanos y dotados también de humanidad, pero la idea de que esta humani‐ dad pueda tener orígenes más lejanos, de que nuestra bondad se inscriba en un marco infinitamente menos restringi‐ do aún no ha logrado imponerse.57 En Occidente, múltiples razones culturales contribuyen a este antropocentrismo; en él se encuentran restos de la ideo‐ logía judeocristiana, según la cual solamente el hombre poseería un alma, el desprecio de los pensadores del siglo XVII, como Descartes y Malebranche, para quienes los animales no son sino «autómatas de carne», y luego, en nuestra época, el orgullo antropocéntrico que considera que inscribir al hombre en la continuidad de la evolución de los animales es una injuria contra la dignidad humana y su inconmensurable superioridad. Hay sin duda otra razón por la que muchos seres humanos se aferran con tenacidad a la idea de que existe una fronte‐ ra definitiva entre los hombres y los animales. Si reconociéramos que los animales no son fundamentalmente diferentes de nosotros, ya no podríamos tratarlos como instrumentos al servicio de nuestro placer. Como prueba, este testimonio dado por un investigador a Bernard Rollin: «Mi trabajo resulta mucho más fácil si actúo como si los animales no tuvie‐ ran la menor conciencia».58 La toma de conciencia de que todos los seres sensibles, desde el más simple hasta el más complejo, se sitúan en un contínuum evolutivo, y que no hay, pues, una ruptura fundamental entre los distintos grados de su evolución, debe lle‐ varnos naturalmente a respetar a las otras especies y a utilizar nuestra inteligencia superior no para aprovecharnos de

ellas como si fueran simples instrumentos al servicio de nuestro bienestar, sino para favorecer su bienestar al mismo tiempo que el nuestro. Curiosamente, incluso el estudio de la empatía ha tropezado con obstáculos en el marco del estudio de las emociones humanas. Muchos investigadores en este ámbito nos han participado sus contrariedades. Frans de Waal deplora la ausen‐ cia de consideración de la ciencia para con la empatía hasta hace poco: «Incluso en lo que respecta a nuestra especie, el tema de la empatía era considerado absurdo y ridículo, al igual que los fenómenos sobrenaturales, tales como la astrolo‐ gía y la telepatía». Richard Davidson vivió una experiencia similar cuando se lanzó al estudio de las neurociencias de las emociones en los humanos. Al principio, sus directores científicos le decían que estaba perdiendo el tiempo, y que esa línea de investigación no tenía ningún futuro. Durante largo tiempo tuvo que enfrentarse a los prejuicios según los cuales es tarea vana interesarse por los procesos cerebrales de las emociones, pues sólo los procesos cognitivos tendrían impor‐ tancia. Pero Richie perseveró y convirtió ese ámbito de la investigación en una de las ramas más activas de las neurocien‐ cias.59 Además, estudiar las emociones negativas —el odio, el deseo, los celos, el desprecio— pase, pero estudiar el amor altruista y la compasión no era serio… Recientemente, Tania Singer, una de las grandes especialistas en la empatía dentro de las neurociencias, me confió que muchos investigadores tradicionales consideran que el ámbito de la investigación de Singer es «un poco simple». Cuando los dos investigadores antes mencionados, con los que tengo el privilegio de colaborar desde hace más de doce años, em‐ prendieron la tarea de estudiar los efectos de la meditación en el cerebro y en las capacidades empáticas, también trope‐ zaron entonces con la indulgencia divertida de muchos colegas. Pero poco a poco se fueron acumulando resultados apa‐ sionantes y las investigaciones sobre la empatía, el altruismo, la compasión, las emociones positivas y los efectos del en‐ trenamiento del espíritu sobre el cerebro y sobre nuestra manera de ser han conseguido un puesto relevante en el mundo científico.

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32 Se trataba de Jerome Kagan, eminente profesor de Harvard. 33 Agradezco a Malini Suchak y Frans de Waal sus explicaciones sobre la interpretación de esos experimentos. 34 Frans de Waal acuñó el término inglés anthropodenial o ‘antroponegación’, que designa la negación, comúnmente observada en la comunidad científica y en el gran público, de cualquier similitud entre los estados mentales y las emociones humanas y animales.

18 El altruismo en el niño Una de las grandes cuestiones que han sido objeto de debates en la civilización occidental es la de saber si, como afirma Jean-Jacques Rousseau, nacemos buenos y dispuestos a cooperar unos con otros antes de que la sociedad nos corrompa, o si, como sostiene Thomas Hobbes, nacemos egoístas y poco dispuestos a ayudarnos mutuamente, y sólo la sociedad nos enseña a comportarnos de manera más civilizada. Las investigaciones llevadas a cabo desde hace unos treinta años, en particular las de Michael Tomasello y Felix War‐ neken, del Instituto Max Planck de Leipzig,1 se inclinan a favor de la primera hipótesis. Han establecido que, desde la edad de un año, cuando apenas están aprendiendo a caminar y hablar, los niños manifiestan ya espontáneamente com‐ portamientos de ayuda mutua y cooperación que los adultos no les han enseñado. Más tarde, después de cumplir cinco años, la tendencia a la cooperación y la ayuda mutua es influenciada por el aprendizaje de las relaciones sociales y las consideraciones de reciprocidad, ignoradas por niños más jóvenes que, a su vez, ayudan sin hacer ninguna discriminación. El niño aprende entonces a ser más circunspecto en sus elecciones y asi‐ mila progresivamente las normas vigentes en la sociedad en la que crece. También resulta interesante anotar que los trabajos del psicólogo y pediatra Richard Tremblay y de sus colegas cana‐ dienses —autores de un estudio que ha seguido la evolución de miles de niños a lo largo de varias décadas—, han mos‐ trado que es también entre los diecisiete y los cuarenta y dos meses (tres años y medio) cuando los niños recurren más a menudo a agresiones físicas, aunque éstas sean inofensivas debido a su corta edad.2 En la mayoría de ellos, la incidencia de esas agresiones disminuye a partir de los cuatro años aproximadamente, a medida que aprenden a regularlas y que su inteligencia emocional se desarrolla. Este elevado número de comportamientos físicos agresivos a una edad tan tierna puede parecer desconcertante y con‐ tradictorio con las manifestaciones igualmente numerosas y espontáneas de cooperación altruista. Pero, en realidad, la espontaneidad y la frecuencia de estos dos tipos de comportamientos, a priori incompatibles, se deben al hecho de que las emociones comienzan a manifestarse plenamente cuando los sistemas cerebrales de regulación no están aún operati‐ vos. Basta con observar cómo los niños pequeños pasan en unos cuantos segundos de la risa al llanto, y luego nuevamen‐ te a la risa, para comprobar esta volatilidad emocional. Las neurociencias confirman que es hacia la edad de cuatro años cuando se vuelven operativas las estructuras del córtex que permiten la regulación matizada de los episodios desencade‐ nados por áreas cerebrales más primitivas vinculadas al miedo, a la cólera o al deseo. La evolución ulterior de esas pre‐ disposiciones a los comportamientos altruistas y a la violencia dependerá luego de un gran número de factores internos y externos.

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Desde el nacimiento hasta los doce meses En un estudio frecuentemente citado, los psicólogos de la infancia Sagi y Hoffman han observado que, apenas un día después de nacer, un bebé que escucha llorar a otro lactante, también empieza a llorar.3 Posteriormente, Martin y Clark demostraron que esa reacción alcanzaba su punto máximo cuando se le hacía escuchar al recién nacido el llanto de un bebé de su edad. En cambio, un recién nacido reacciona mucho menos al llanto de un niño de más edad, y no llora en absoluto al oír el llanto de un chimpancé bebé. ¡Por último, deja de llorar cuando se le hace oír una grabación de su pro‐ pio llanto!4 Esta comprobación experimental tendería a probar que el pequeño humano es capaz, desde su nacimiento, de hacer una distinción elemental entre «sí mismo» y «otro». Otros investigadores atribuyen esa reacción a un simple «contagio emocional», que, como hemos visto, es un precursor de la empatía.5 Para Daniel Batson, esta reacción al llanto de otro recién nacido podría ser no la señal de un sentimiento empático,

sino la expresión de un instinto innato de competición con miras a recibir alimentos o llamar la atención de los padres.6 Se sabe que en cuanto un pajarillo pía en el nido al ver llegar a su madre con alimentos para su nidada, todos los otros comienzan a piar lo más fuerte que pueden. Esta reacción es interpretada como una reacción competitiva, no empática.

Los bebés prefieren a la gente amable Muy tempranamente, por más que sean simples espectadores, los niños prefieren manifiestamente a la gente que se com‐ porta de manera benévola con otros que a quienes los tratan con hostilidad. En el laboratorio de Paul Bloom, en la Uni‐ versidad de Yale, unos investigadores mostraron a niños de seis a diez meses un vídeo en el que una muñeca de madera provista de grandes ojos muy visibles trepa con mucha dificultad por una pendiente bastante empinada. Otra muñeca entra en escena y la ayuda empujándola por detrás. Finalmente, una tercera muñeca, fácilmente distinguible de la segun‐ da, interviene a su vez y empuja hacia abajo a la primera muñeca, la que intentaba subir por el plano inclinado, hacién‐ dola rodar hasta donde empezaba la pendiente. Luego, cuando tienden a los bebés las dos muñecas que intervinieron, la gran mayoría abrazó a la muñeca benévola.7

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com De uno a dos años

Entre los diez y los catorce meses, los bebés reaccionan ante el desamparo del otro de manera mucho más activa: miran nerviosamente a la persona, gimen, rompen a llorar o incluso se alejan de ella. Pero raras veces intentan hacer directa‐ mente algo por la víctima. Algunos miran a su madre o se acercan a ella como para pedirle ayuda. A partir de los catorce meses, aproximadamente, los bebés comienzan a manifestar consideración hacia la persona que atraviesa momentos difíciles, yendo hacia ella, tocándola con cariño o besándola. Una niñita que observe atentamente a un bebé que llora le dará, por ejemplo, su propio biberón o un collar con el que está encariñada.8 Después de los dieciocho meses, los niños ayudan de manera mejor adaptada a las necesidades del otro: llaman a un adulto, abrazan a la víctima o bien le llevan, no los objetos con los que ellos están encariñados, sino aquellos que, como saben por experiencia, podrían consolarlos. Hoffman cita el ejemplo de un niño que empezó por darle su oso de peluche a otro niño que estaba llorando. Cuando vio que eso no surtía efecto, corrió a buscar en la habitación contigua el oso con el que ese niño estaba encariñado. Esta vez su acción se vio coronada por el éxito: el niño abrazó a su oso recuperado y dejó de llorar.9 Es entre los catorce y los veinticuatro meses cuando el niño toma más conciencia de su propia identidad, es capaz de reconocerse en un espejo y distingue más claramente sus emociones de las de otro. Hacia los veinticuatro meses, los ni‐ ños se vuelven asimismo capaces de hablar de sus propias emociones y las de los otros.10

De dos a cinco años En el curso de su segundo año, los niños entran en la fase calificada por Hoffman de «empatía verídica» y ya son capaces de considerar las cosas desde el punto de vista del otro y modelar su propio comportamiento a partir de las necesidades de ese otro. La adquisición del lenguaje le permite asimismo extender la gama de las emociones con las que entran en re‐ sonancia empática. Finalmente, llegan a experimentar empatía por personas que no están físicamente presentes y a ex‐ tenderla a grupos más amplios, como los «pobres» o los «oprimidos». Unos investigadores que habían filmado treinta horas de juegos de veintiséis niños de edades comprendidas entre los dos y los cinco años, advirtieron unos mil doscientos actos en los que esos niños compartían, consolaban y cooperaban.11 Con la edad, la preocupación por el otro también se va matizando más: una niñita de tres años, por ejemplo, dará como muestra de consuelo un sombrero a una amiga cuyo desamparo observa, sabiendo que tres días antes había perdido su sombrero preferido.12 En la vida cotidiana, desde su más temprana edad (uno a tres años), los niños ayudan espontáneamente a sus padres

en sus tareas ordinarias.13 No se trata de una simple imitación, porque a partir de los dos años y medio o tres años, los niños hacen a menudo comentarios del tipo: «¿Puedo ayudarte?», o bien: «Voy a limpiar». Los niños ayudan no sólo a sus allegados, sino también a la gente que conocen. Solamente más tarde, hacia los cinco años, harán discriminaciones, reservando un destino diferente a los que no forman parte de su «grupo».

Una serie de experimentos reveladores Las investigaciones más recientes del equipo de Michael Tomasello y Felix Warneken en el Instituto Max-Planck de Leip‐ zig han demostrado que los niños de muy corta edad ofrecían espontáneamente su ayuda a un investigador para realizar diversas tareas —recoger un objeto que se había caído al suelo, por ejemplo— sin esperar ninguna recompensa. Como advierte Felix Warneken: «Esos niños son tan pequeños que aún usan pañales y apenas son capaces de hablar, y, sin em‐ bargo, ya ponen de manifiesto comportamientos de ayuda mutua».14 Hasta entonces, pocos investigadores habían estudiado experimentalmente el fenómeno de ayuda mutua en los niños de muy corta edad.15 En efecto, las teorías del desarrollo estuvieron largo tiempo influenciadas por la hipótesis formulada por Jean Piaget y su discípulo Lawrence Kohlberg, según la cual los comportamientos empáticos orientados hacia otro no se manifestaban antes de la edad escolar, y antes de esa edad el niño era enteramente egocéntrico. Piaget estudió el desarrollo del juicio moral en el niño, que está vinculado a su desarrollo cognitivo. Pero al hacer hincapié exclusivamente en la facultad de razonar, descuidó el aspecto emocional y sacó la conclusión de que los niños pequeños carecían de em‐ patía antes de los siete años de edad.16 Desde entonces, innumerables investigaciones experimentales han demostrado que las cosas son del todo distintas y que la empatía se manifiesta muy tempranamente en el niño.17 Éste comienza por ofrecer una ayuda «instrumental», llevando, por ejemplo, a un adulto un objeto que necesita. Un poco más tarde mani‐ fiesta una ayuda «empática» consolando, por ejemplo, a una persona triste.18 Cuando un investigador que está tendiendo ropa interior deja caer una pinza y se esfuerza por recuperarla, la casi to‐ talidad de los niños de dieciocho meses se desplazan para recoger la pinza y entregársela. En promedio, reaccionan du‐ rante los cinco segundos posteriores a la caída de la pinza, que es aproximadamente el mismo lapso de tiempo que nece‐ sitará un adulto que se encuentre en una situación similar. De igual manera, los niños abrirán la puerta de un armario que no puede abrir un hombre por estar con los brazos cargados de libros.19 Hay más todavía, los niños reconocen específicamente una situación en la que el adulto de verdad necesita ayuda, si éste tira deliberadamente la pinza al suelo en lugar de hacer que caiga como por error, los niños no se mueven. Los niños de dieciocho meses llegan incluso a mostrar la manera correcta de realizar una tarea simple a un adulto que se equivoca. Al ver a un investigador que hace torpes esfuerzos para recuperar por un agujero demasiado pequeño una cuchara que se le ha escapado de las manos y ha caído en una caja, los niños se desplazan para abrir una trampilla que han descubierto a un lado de la caja, recuperan la cuchara y se la entregan. Pero también en este caso, los niños no se mueven si éste ha tirado a posta la cuchara por el agujero.20

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Los estímulos y las recompensas son inútiles Durante estos experimentos, en ningún caso el investigador pide ayuda verbalmente, y la mayor parte del tiempo ni si‐ quiera mira en dirección a los niños para hacerles comprender que se encuentra en una situación difícil. Además, cuan‐ do los investigadores pidieron a las madres presentes en la sala que animaran a sus hijos a ayudar, eso no cambió nada. En efecto, los niños manifestaban tanto entusiasmo que, para observar diferencias en su voluntad de ayudar, había que distraerlos mientras el investigador volvía a ponerse en una situación en la que parecía tener necesidad de ayuda. Casi siempre los niños interrumpían inmediatamente sus juegos para ayudarlo. Es particularmente interesante observar que, si los niños reciben una recompensa por parte del investigador, su pro‐ pensión a ayudar no aumenta. Incluso ocurre lo contrario: se ha comprobado que los niños que han sido recompensados ofrecen con menos frecuencia su ayuda que aquellos a quienes no se les ha dado nada.21 Como observan Warneken y To‐

masello: «Este resultado más bien sorprendente aporta una confirmación suplementaria a la hipótesis según la cual los niños están más impulsados por motivaciones internas que por estímulos externos».22 Si el niño es recompensado por haber hecho una buena acción, corre el riesgo de pensar que ha actuado por la recom‐ pensa, y no por quien se beneficia con su acción. Adquiere una motivación «extrínseca», no actúa con el objetivo de ayu‐ dar a alguien, sino para conseguir una ventaja. Cuando dejamos de apelar a su potencial de bondad, el niño tiende a comportarse de manera menos altruista.

Elogios y críticas ¿Hay que felicitar al niño cuando se ha portado bien, y criticarlo en caso contrario? Los estudios muestran que si se hace comprender al niño que es capaz de altruismo y que es «amable», tendrá tendencia a comportarse con benevolencia cuando le den la ocasión de hacerlo.23 Cuando se comporta de manera malévola, la mejor estrategia parece ser hacerle comprender el daño que ha causado, llevándolo a adoptar el punto de vista del otro, y criticar su acción sin decirle, no obstante, que es «malo». Si se le llega a persuadir de que es «malo», se conseguirá el efecto contrario, a saber, que en la próxima ocasión el niño tenderá efectivamente a comportarse como si de verdad fuera malo. Y se corre el riesgo de hacer de él un pesimista inclinado a pensar que ser «malo» está en su naturaleza y él no puede cambiar nada: tenderá entonces a actuar de conformidad con esta imagen de sí mismo.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La tendencia a ayudar al otro es innata

Teniendo en cuenta estas investigaciones, Michael Tomasello anticipa cierto número de razones para demostrar que los comportamientos de cooperación y de ayuda desinteresada se manifiestan de manera espontánea en el niño. Esos comportamientos se manifiestan muy tempranamente —entre los catorce y los dieciséis meses— mucho antes de que los pa‐ dres hayan inculcado a sus hijos las normas de sociabilidad. Y no están determinados por una presión exterior. Son obser‐ vados a la misma edad en culturas diferentes, lo cual indica que son el resultado de una tendencia natural en los niños a prestar ayuda, y no son producto de la cultura ni de una intervención de los padres. Por último, la evidencia de compor‐ tamientos similares entre los grandes simios hace pensar que los comportamientos de cooperación altruista no aparecie‐ ron de novo en el ser humano, sino que ya estaban presentes en el antepasado común de los humanos y de los chimpancés hace unos seis millones de años, y que la solicitud hacia nuestros semejantes está profundamente anclada en nuestra natu‐ raleza.24 Otros experimentos recientes confirman esta afirmación: en Vancouver, los psicólogos Lara Aknin, J. Kiley Hamlin y Elisabeth Dunn25 han demostrado que unos niños de dos años eran más felices cuando daban una golosina a alguien que cuando ellos mismos recibían una.35

Cuando las normas sociales atemperan el altruismo espontáneo Según Warneken y Tomasello, para que el altruismo pueda mantenerse en el transcurso de las generaciones, deberá estar asociado a mecanismos que protejan a los individuos contra la explotación de unos por otros.26 El psicólogo Dale Hay cita a Maquiavelo: «El príncipe debe aprender a no ser bueno».27 Sin ir tan lejos, hemos visto que si bien el niño pequeño da al principio muestras de altruismo hacia todos los que se presentan, a partir de los cinco años comienza a hacer discriminaciones en función de los grados de parentesco, de la reciprocidad en los comporta‐ mientos y las normas culturales que le inculcan. Su altruismo se vuelve así más selectivo. Estos descubrimientos se oponen por completo a las ideas de Freud, para quien «el niño es absolutamente egoísta, ex‐ perimenta con intensidad sus necesidades y aspira a satisfacerlas sin ninguna consideración por otros, en particular por sus rivales, los otros niños».28 Siempre según Freud, solamente cuando el niño, a la edad de cinco o seis años, interioriza las normas, las coacciones y limitaciones parentales y sociales impuestas a su egoísmo natural, empezará a comportarse de manera aceptable en la sociedad. Ahora bien, las investigaciones científicas descritas arriba demuestran exactamente

lo contrario: de un lado, el niño es altruista por naturaleza desde su más tierna edad, y, de otro lado, sólo aprende a moderar su altruismo innato después de haber interiorizado las normas sociales. Una educación ilustrada debería consistir, pues, en preservar esas inclinaciones naturales a cooperar protegiéndose, sin por ello inculcar al niño valores egoístas, individualistas y narcisistas.

Conciencia moral y juicios morales De las investigaciones llevadas a cabo, en particular, por los psicólogos Nancy Eisenberg y Elliot Turiel, se infiere que la conciencia moral es en gran parte innata. El sentido de la equidad, por ejemplo, aparece espontáneamente hacia la edad de tres años y aumenta con el tiempo.29 La equidad es una disposición altruista porque beneficia al grupo en su totalidad. Según esas investigaciones, formuladas por Nicolas Baumard en su obra Comment nous sommes devenus moraux: «Los niños declaran, en efecto, que golpear o tirar del pelo es malo, sea este hecho castigado o no. Llegan incluso a decir que un acto puede ser malo aunque lo haya ordenado un adulto».30 Según el psicólogo Jonathan Haidt, la conciencia moral procede principalmente de intuiciones («simplemente sé que está mal»), a las que se añaden a posteriori una reflexión que resulta de procesos conscientes y razonamientos.31 La existencia de una conciencia moral es universal, aunque el tenor de los juicios morales varíe considerablemente según el contexto y las culturas.32 Se ha podido demostrar, siguiendo la evolución de niños de dos a siete años, que la situación más favorable para el desarrollo de esa conciencia moral innata es aquella en la que los padres responden de manera rápida y con calidez a las solicitudes de su hijo dispuesto a cooperar. Resulta que esos niños no son proclives a hacer trampas, por ejemplo, incluso si se les brinda la ocasión, y continúan realizando una tarea que su madre les ha confiado, aunque ésta se ausente.33

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Después de los cinco años de edad

La última fase de desarrollo, según Martin Hoffman, corresponde a la capacidad de sentir empatía y de preocuparse por el otro, imaginando, por ejemplo, el destino de un niño que padece por la hambruna y el trabajo forzado en un país le‐ jano. Hacia la edad de siete años, el niño toma conciencia del hecho de que el sexo y la pertenencia étnica son caracterís‐ ticas duraderas, y de que los otros tienen una historia que puede suscitar empatía.34 También aprende a ponerse activa‐ mente en el lugar del otro, tal como explica Adam, un niño de ocho años: «Lo que haces es olvidar todo lo que tienes en la cabeza, y luego metes tu espíritu en su espíritu. Después sabes cómo se sienten y por tanto sabes cómo ayudarlos».35 Entre los diez y los doce años, el comportamiento del niño evoluciona de manera más abstracta, por lo que respecta a obligaciones morales. Él mismo reflexiona más sobre lo que significa «ser una buena persona» y sobre el modo de con‐ cordar sus actos con la conciencia moral, que aprende inicialmente de forma intuitiva. Eso lo lleva a comprender, por ejemplo, que algunos sufrimientos son el resultado de la pertenencia a una comunidad oprimida, y a sentir simpatía por las víctimas. Según las observaciones de Nancy Eisenberg, los niños más proclives a reaccionar con solicitud cuando otro está en una situación difícil son los que tienen una buena inteligencia emocional y saben regular mejor sus emociones. Los niños que reaccionan ante el sufrimiento de otro con ansiedad y desamparo son también los más centrados en sí mismos, y los menos aptos para mantener buenas relaciones sociales.36

Surgimiento y regresión de la agresividad en el transcurso de la infancia Así como se tardó en estudiar experimentalmente los comportamientos de cooperación en los niños de uno a tres años de edad, se pensó largo tiempo que los comportamientos agresivos antes de la edad escolar no constituían un objeto de estudio interesante. Se consideraba que las peleas entre los más pequeños no tenían importancia, y que más que inquie‐ tar hacían sonreír. Hasta que Richard Tremblay y sus colaboradores en la Universidad de Montreal se preguntaron lo que ocurría antes de los cinco años de edad. ¡Cuál no sería su sorpresa al comprobar que era entre un año y medio y cuatro

años cuando la frecuencia de las agresiones físicas (golpear, morder, empujar, llegar a las manos, tirarse unos de otros, lanzarse objetos, etc.) resultaba ser la más elevada en la vida de un ser humano! Les pareció que la mayoría de los niños comenzaban a agredirse físicamente entre los doce y los veinticuatro meses, que la frecuencia de las agresiones aumenta rápidamente, llega a un punto culminante entre el mes veinticuatro y el cua‐ renta y ocho, y luego disminuye mucho hasta la adolescencia, primero en las chicas, después en los chicos.37 Durante la adolescencia se observa un ligero recrudecimiento de la agresividad en éstos (que son responsables de la gran mayoría de los actos de violencia), pero luego la violencia no deja de disminuir a lo largo de toda la vida adulta. De esos estudios se infiere que los niños empiezan por recurrir espontáneamente a la agresión física antes de aprender a no seguir agrediendo, a medida que su regulación emocional se pone en funcionamiento. Otro descubrimiento importante: la disminución de la agresividad interviene de manera variable según los niños. Más de veintidós mil niños representativos del conjunto de la población canadiense fueron así seguidos desde su nacimiento hasta la adolescencia, y se comprobaron tres evoluciones diferentes de la frecuencia de las agresiones físicas. Para la mi‐ tad de los niños, esta frecuencia aumenta desde los diecisiete hasta los cuarenta y dos meses, luego disminuye sustancial‐ mente hasta los once años. Una tercera parte de los niños recurre con mucho menos frecuencia a la agresión física desde la edad de diecisiete meses, y la frecuencia de las agresiones sigue siendo débil hasta los once años. En cambio, el 17 % de los niños se distinguen claramente de los otros dos grupos: las agresiones son mucho más frecuentes en ellos desde la edad de diecisiete meses, y manifiestan comportamientos agresivos en todas las edades. Los niños de este tercer grupo se topan con toda suerte de dificultades, cuyas consecuencias se agravan en la adoles‐ cencia. A los doce años ya son considerablemente más susceptibles de tener problemas de relación con otros niños de su edad, de experimentar estados depresivos, de ser vistos por sus educadores como más inestables y antisociales. Al finali‐ zar la etapa escolar, solamente el 3,3 % de ellos obtiene un diploma de estudios secundarios, frente al 75,8 % de los chicos que han recurrido raras veces a la agresión física. Cuando son adolescentes, frecuentemente tienen altercados con la justicia. El mundo de la primera infancia, entre los dos y los cinco años es, pues, el de las alternancias rápidas y de los extre‐ mos, tanto el del altruismo sin cálculo como el de la impetuosidad sin límites. Es muy importante brindar al niño todas las condiciones favorables para el desarrollo de lo mejor de él mismo, rodeándolo de amor y brindándole, mediante nuestra manera de actuar, un ejemplo vivo de lo que podría llegar a ser.

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Una toma de conciencia de la interdependencia de todas las cosas Desde su más tierna infancia, el niño experimenta un sentimiento de pertenencia al grupo: es uno entre muchos otros y el otro es un poco él mismo. Este sentimiento se pone de manifiesto claramente en las actividades cooperativas, en el curso de las cuales los niños persiguen un objetivo común y toman conciencia de su interdependencia, en el seno de la cual el «Yo» se funde en el «nosotros».38 Con la edad, este sentimiento colectivo del «nosotros» se restringe gradualmente a ciertas categorías de individuos, a «grupos» —familia, amigos— y, más tarde, etnia, religión y otros factores de diferenciación, de división y, con frecuencia, de discriminación. En la adolescencia y en la edad adulta, algunos extienden de nuevo el círculo del altruismo y experimentan un profun‐ do sentimiento de «humanitarismo compartido» con los otros seres humanos, y de empatía con los que sufren. Una edu‐ cación progresista debería hacer hincapié en la interdependencia que reina entre los hombres, los animales y nuestro en‐ torno natural, para que el niño adquiera una visión holística del mundo que lo rodea y contribuya de manera constructi‐ va a configurar la sociedad en la cual evoluciona, haciendo hincapié más en la cooperación que en la competición, y más en la solicitud que en la indiferencia. De la concepción que tengamos de la infancia dependerán las prácticas educativas que pongamos en marcha. Si reconocemos que el niño nace con una propensión natural a la empatía y al altruismo, su educación servirá para acompañar y facilitar el desarrollo de esta predisposición.

Afirmación autoritaria del poder, suspensión del afecto e «inducción» Algunos padres son proclives a afirmar su autoridad de manera radical o a dejar de manifestar su afecto cuando el niño se porta mal. Ninguna de estas actitudes da buenos resultados. Martin Hoffman distingue tres tipos principales de inter‐ vención parental: la afirmación autoritaria del poder, la suspensión del amor y la inducción.39 La afirmación autoritaria del poder va acompañada de severas amonestaciones, órdenes imperativas, privaciones de objetos o actividades con los que el niño se ha encariñado, y castigos corporales. Estos métodos producen un efecto con‐ trario al que se pretende conseguir, pues generan en el niño cólera, miedo y un resentimiento crónico. Los castigos tien‐ den asimismo a volver al niño menos empático con sus semejantes y a disminuir su sociabilidad.40 Los castigos corpora‐ les, supuestamente educativos, constituyen el modo de intervención preferido de los padres abusivos, que castigan y pe‐ gan a sus hijos por una nadería.41 Mi hermana Ève, que durante más de treinta y cinco años se ha ocupado de niños procedentes de medios desfavoreci‐ dos, cuenta la historia de unos padres que pegaban sistemáticamente a sus hijos y pensaban que así los educarían: «Da‐ ban a sus hijos bofetadas que parecían arrancarles la cabeza», decía, y cuando se les ordenó: «No debéis pegar a vuestros hijos», el padre respondió: «Pero si yo no les pego, ¡no tengo ningún palo!» Los padres habían pasado, en su niñez, por los servicios sociales, y habían sido víctimas de malos tratos domésticos.42 Con la suspensión del amor, el padre pone de manifiesto su irritación y su desaprobación, alejándose del niño de dos maneras: afectivamente, diciendo que no lo quiere y amenazando con abandonarlo, y físicamente, condenándolo a que‐ darse solo («¡Al rincón!», «¡Vete a tu cuarto!»), o bien ignorando su presencia, apartando de él la mirada y negándose a hablarle o a escucharlo. La suspensión del afecto crea un sentimiento de inseguridad en el niño, que ya no puede contar con el amor de sus padres. Las investigaciones demuestran de manera unánime que la actitud más constructiva y eficaz consiste en explicar con calma al niño por qué sería mejor que cambiara de comportamiento. Esta aproximación es la que Hoffman denomina inducción. Se incita al niño a adoptar la perspectiva del otro y, en particular, a tomar conciencia del daño que puede cau‐ sar a otro. Se le muestra igualmente cómo reparar el perjuicio que ha cometido.43 Si el niño se ha burlado de la apariencia física de un compañero suyo, por ejemplo, sus padres le explicarán hasta qué punto los comentarios hirientes sobre el as‐ pecto físico, el color de la piel o cualquier otra especificidad que uno no ha elegido pueden hacer sufrir al otro y tener repercusiones dolorosas sobre su existencia. Pedirán al niño que se imagine cómo se sentiría él mismo si lo tratasen de esa manera. Le sugerirán acercarse a su compañero para manifestarle su amistad. La inducción debe realizarse con perspicacia, benevolencia y equidad. Sin embargo, no es sinónimo de laxismo y no excluye la firmeza. Hace comprender claramente al niño que sus padres desaprueban su conducta sin provocarle, no obs‐ tante, un sentimiento de culpabilidad que le resultaría perjudicial. La inducción va acompañada a menudo de apoyo afectivo y evita la afirmación autoritaria del poder. Como explica el psicólogo Jacques Lecomte, la firmeza «transmite al niño una información clara sobre lo que quiere el padre, pero invitándolo a afirmar su propia autonomía. El apoyo solo no es tan eficaz, en particular después de un rechazo por parte del niño».44 Si los padres se contentan con razonar y ape‐ lar a la buena voluntad del hijo, éste comprenderá pronto que puede tener la última palabra. Según otros estudios, men‐ cionados por Lecomte, «un estilo educativo parental que asocie el amor y las normas tendrá generalmente efectos positi‐ vos en el niño: mejor equilibrio personal, buenas relaciones con su entorno e incluso mejor rendimiento escolar».45 Re‐ sulta asimismo que los niños son más sensibles a las llamadas de la empatía que a las llamadas de normas morales abs‐ tractas.46 Uno de los puntos importantes de la inducción es que presupone la disposición altruista del niño y su voluntad a cooperar si advierte claramente el efecto de un comportamiento beneficioso para los otros.

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Arrepentimiento y culpabilidad El arrepentimiento consiste primero en un testimonio. Permite reconocer los propios errores y desear no repetirlos. Inci‐ ta a reparar el daño cometido, cuando es posible. El arrepentimiento es constructivo, pues va acompañado de un deseo

de transformación y ayuda a considerar la situación en la que uno se encuentra como un punto de partida en el camino que lleva a una mejora de sí mismo. En cambio, el sentimiento de culpabilidad es asociado a un juicio negativo sobre lo que somos fundamentalmente. Mientras que el arrepentimiento se refiere a actos particulares y nos hace pensar simplemente que hemos obrado mal, el sentimiento de culpabilidad se extiende a todo nuestro ser y nos lleva a concluir: «Soy fundamentalmente malo». Con‐ duce, pues, a una desvalorización de sí mismo y genera tormentos incesantes. Las investigaciones muestran que el hecho de rebajar continuamente a un niño haciéndole sentir vergüenza lo perjudi‐ ca. El niño tendrá la impresión de estar desprovisto de toda cualidad, y ser incapaz de adecuarse al ideal que se le asigna. De eso sacará la conclusión de que seguirá siendo no querido. Esta desvalorización puede conducirlo al autoodio, a la violencia contra sí mismo y a una cólera reprimida contra otros. Aquí también, las conclusiones a las que llevan los datos experimentales van contra las hipótesis de Freud, para quien el sentimiento de culpabilidad nacería del miedo a los castigos parentales y no sólo del arrepentimiento de haber provoca‐ do el sufrimiento de otro. Enteramente narcisista, el niño manipulador, según Freud, buscaría por todos los medios con‐ seguir lo que desea, oscilando ansiosamente entre el miedo a los castigos y el de perder la protección de sus padres. Este sombrío retrato no se asemeja en nada al del niño naturalmente empático y altruista que nos describen las investigacio‐ nes psicológicas recientes.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Cuatro actitudes esenciales

Jacques Lecomte identifica cuatro actitudes parentales que, teniendo en cuenta la totalidad de los estudios realizados en este ámbito, son las más susceptibles de favorecer el altruismo en el niño:47 — demostrarle afecto; — actuar uno mismo de manera altruista y servirle así de modelo; — hacerle cobrar conciencia del impacto de sus acciones sobre los demás; — brindarle la ocasión de ser útil a los otros. El ejemplo vivo dado por los padres en cada instante de la vida cotidiana es más eficaz que todas las lecciones de mo‐ ral. Varios estudios confirman, además, que los padres que se comprometen en actividades de voluntariado tienen más probabilidades de ver a sus hijos actuar de manera igual cuando tengan su edad. La generosidad también parece transmi‐ tirse de una generación a otra, tanto como la predisposición a ayudar al prójimo.48 En cambio, los padres que encarnen un modelo egoísta influirán en sus hijos en esa dirección.49

Brindar al niño la ocasión de ser útil a los demás Confucio decía: «Si me enseñan algo, lo olvidaré; si me muestran algo, tal vez lo recuerde; si me hacen hacer algo, lo asi‐ milaré». Lo mismo ocurre con la mayoría de las cualidades humanas, y en particular con el altruismo en el niño. La par‐ ticipación guiada en actividades comunitarias lo ayuda a integrar maneras altruistas en su conducta habitual.50 En los países del Himalaya, más de una vez he tenido la ocasión de observar que los jóvenes a los que se confían responsabilida‐ des hacia otros más pequeños aprenden rápidamente a actuar de manera atenta con los que dependen de sus cuidados. Incluso cuando no están vigilados por un adulto, esos jóvenes se muestran solícitos con aquellos de los cuales se encar‐ gan, actúan con madurez y no se comportan de manera caprichosa.

Las consecuencias dramáticas de la privación de afecto Está perfectamente comprobado que el lactante y el niño pequeño tienen una enorme necesidad de amor y de afecto para crecer de manera óptima. Pero no es raro que, desde su primera infancia, algunos niños reciban tan poco afecto y experimenten tantos sufrimientos que quedan profundamente heridos por ello. Posteriormente les resulta muy difícil

encontrar un espacio de paz y amor en ellos y, en consecuencia, confiar en los otros. Los investigadores han descubierto, en estos niños, un vínculo entre la violencia física de la que fueron víctimas y un grado débil de empatía y sociabilidad.51 En el mejor de los casos, a menudo con la ayuda de una persona de confianza, como ha demostrado Boris Cyrulnik, consiguen manifestar facultades de resiliencia asombrosas, que les permiten cicatrizar sus heridas psicológicas y desarro‐ llarse en la existencia.52 En cierta época se llegó incluso a recomendar que no se manifestara demasiado afecto a los niños pequeños, con el fin de endurecerlos para prepararlos para la vida. El doctor John Watson, uno de los principales fundadores del behaviorismo, desconfiaba de las emociones en general. Los behavioristas, que dominaron la investigación sobre el comportamien‐ to durante una treintena de años en la primera mitad del siglo XX, pensaban, erróneamente, que todo era una cuestión de condicionamiento del comportamiento, y que los estados de ánimo y las emociones no tenían casi ninguna importancia. Watson era particularmente escéptico sobre el amor maternal, que consideraba peligroso. Creía que al cuidar demasiado a su bebé, las madres les hacían daño y provocaban en ellos debilidades, miedos y sentimientos de dependencia e inferio‐ ridad. La sociedad necesitaba más estructura y menos calor humano. Watson soñaba con baby farms (‘granjas de niños’), establecimientos para bebés sin padres, donde los niños pudieran ser educados según principios científicos. Un niño sólo podría ser tocado si se había portado excepcionalmente bien. Y, aun así, no recibiría ni un abrazo ni un beso, sino que sólo le tocarían levemente en la cabeza. Comenta Frans de Waal:

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Por desgracia, esas baby farms existieron en algunos orfanatos, y los resultados fueron trágicos. Los niños eran vigila‐ dos en pequeños parques separados unos de otros por cortinas blancas, privados de todo estímulo visual y de todo contacto. Tal como habían recomendado los científicos, a esos niños nunca los cogían en brazos ni los acunaban ni les hacían cosquillas, parecían zombis con caras inmóviles y miradas fijas y sin expresión. Si Watson hubiera tenido ra‐ zón, esos niños habrían tenido que prosperar, pero lo cierto es que, de hecho, no oponían ninguna resistencia a las en‐ fermedades. En algunos de esos orfanatos, en los Estados Unidos, la mortalidad se aproximaba al 100 %. Las opiniones de Watson fueron muy respetadas en los años veinte, lo que parece incomprensible hoy en día.53

Numerosos huérfanos y niños discapacitados rumanos (entre 100.000 y 300.000) conocieron el mismo destino bajo el régimen del dictador Ceausescu. El mundo recuerda imágenes de esos niños huraños, aferrados como bestias a los ba‐ rrotes de sus camas metálicas. Esos niños no sabían reír ni llorar. Pasaban sus días sentados, meciéndose mecánicamente o abrazados unos con otros en posición fetal. En algunos orfanatos chinos, asimismo, cientos de niños fueron abandona‐ dos de la misma manera, al no ser nunca tocados por las pocas personas que, supuestamente, debían encargarse de ellos. Los resultados en el desarrollo físico y psicológico de esos niños fueron catastróficos. El profesor Michael Rutter, del King’s College de Londres, siguió durante más de veinte años la evolución de 150 huér‐ fanos rumanos adoptados por familias inglesas. Los niños que salieron de los orfanatos antes de los seis meses de edad no tuvieron secuelas importantes. En cambio, la tasa de déficits graves y persistentes que afectaban la salud, el coeficiente intelectual, el equilibrio emocional y anomalías cerebrales (el tamaño de su cabeza y de su cerebro era inferior a la me‐ dia) llegaba al 40 % en los bebés salidos del orfanato entre los diez meses y un año.54 Personalmente fui testigo de cambios extraordinarios en niños de corta edad en los orfanatos de Nepal: pequeños se‐ res que a primera vista parecían sin vida, indiferentes y ausentes, se transformaron en niños maravillosamente vivos en los meses que siguieron a su adopción por padres que los tocaban, les hablaban y les prodigaban constantemente ternura.

Amar, facilitar, apoyar Es innegable que el grado de amor y de ternura que el niño recibe en la primera infancia influye profundamente en el resto de su existencia. Los niños víctimas de abusos corren, por ejemplo, dos veces más riesgos que los otros de padecer de depresión durante la adolescencia o la edad adulta.55 Parece, pues, que para los adultos debería ser un deber desarro‐ llar y expresar lo mejor que tienen en ellos, a fin de manifestar el máximo de afecto, bondad y amor por sus hijos y por aquellos de quienes se encargan en la comunidad o en el sistema educativo. Es muy importante recalcar, sin embargo,

que muchas personas que fueron maltratadas en su infancia se convirtieron posteriormente en padres amorosos. Según Jacques Lecomte, es cierto que hay una probabilidad mucho mayor de que las personas que han sido maltratadas maltra‐ ten a su vez a otros, aunque esta probabilidad sigue siendo muy débil (entre el 5 y el 10 %).56 La gran mayoría de las per‐ sonas maltratadas en su infancia practican lo que Lecomte llama el «contramodelado», o sea, que deciden (en general, en la preadolescencia o en la adolescencia) que harán lo contrario de lo que hicieron sus padres cuando ellas tengan hijos. Y es lo que ocurre la mayor parte del tiempo. Huelga decir que el apoyo a los padres debe mantenerse en el tiempo para producir un efecto verdadero. Todo un programa, pues, que comienza por la transformación de uno mismo. 35 En el primer experimento, el investigador saca una golosina de su bolsillo, se la da al niño y le pide, bien que se la quede, bien que se la dé a otro: el niño manifiesta más alegría en el segundo caso. En el segundo experimento, el investigador entrega golosinas al niño, que las coloca en su bol. Un poco más tarde sugiere al niño que le dé una golosina al otro: es en esta situación cuando el niño manifiesta su máxima alegría.

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19 Los comportamientos prosociales Como ocurrió con el altruismo, la investigación sobre los comportamientos prosociales no interesó en absoluto, al prin‐ cipio, a los investigadores; hasta la década de 1960, se dedicaron diez veces más estudios a la agresión y a los otros com‐ portamientos antisociales que a la ayuda, la cooperación, la solidaridad, etc. Según Hans Werner Bierhoff, autor de una obra de síntesis sobre el tema:36 Una de las razones de esta falta de interés científico se halla vinculada quizás a la creencia de que todo lo que concier‐ ne al ámbito prosocial se realiza a expensas de la prosperidad económica. […] Esta creencia podría explicar la convic‐ ción de muchos «espíritus fuertes», según la cual los comportamientos prosociales indican cierta complacencia por parte de quienes ayudan. No obstante, las teorías y las investigaciones recientes demuestran, por el contrario, que los comportamientos prosociales tienen numerosos efectos positivos en quienes ayudan y contribuyen también al buen funcionamiento de la sociedad en su conjunto.1

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Estamos generalmente dispuestos a ayudar a los demás?

Las investigaciones han demostrado que la mayoría de los individuos ayudan a los otros en la vida cotidiana. Si alguien (un investigador en este caso) deja caer un guante al caminar por una acera de suerte que la persona que lo sigue pueda verlo fácilmente, en el 72 % de los casos esa persona interpelará al investigador y recogerá el guante.2 En este caso, el coste de la intervención y la vulnerabilidad del que interviene son desdeñables. Pero cuando estos dos factores adquieren importancia, la disponibilidad a ayudar a otro disminuye. Si es usted hombre, en Nueva York, y pide permiso a alguien para utilizar su teléfono porque usted ha perdido el suyo, sólo el 15 % de la gente accederá a su deman‐ da. En cambio, si es usted mujer y hace la misma petición en una zona rural, aunque sea allí desconocida, la respuesta será favorable en casi el 100 % de los casos.3 ¿Qué ocurre en situaciones de urgencia? Cuando un estudiante voluntario finge desmayarse en un convoy del metro de Filadelfia, en el 95 % de los casos recibe ayuda en los cuarenta segundos que siguen. En el 60 % de los casos, más de una persona interviene. Aquí también, la tasa de intervención es elevada cuando el coste percibido es débil. Por «coste» los psicólogos entienden la implicación en términos de tiempo, inversión psicológica, complejidad de la intervención y de las consecuencias posibles. Si de la boca de la víctima sale sangre (ficticia), la tasa de intervención cae del 95 al 65 % y las intervenciones son menos inmediatas (hay que contar con una media de un minuto antes de que alguien intervenga), pues ver sangre da miedo y aumenta así el coste psicológico de la ayuda.4

El efecto espectador Alguien se siente indispuesto, dos individuos están a punto de pelearse en la calle, acaba de producirse un accidente en la carretera ¿voy a intervenir, ir hacia la persona que sufre, interponerme en la pelea o precipitarme hacia las víctimas del accidente? Numerosos estudios han demostrado que la probabilidad de que me ponga de manifiesto es inversamente proporcional al número de personas presentes. Ayudaré con mucha más frecuencia si soy el único testigo. Bibb Latané y sus colegas de la Universidad de Carolina del Norte han sido de los primeros en demostrar que el 50 % de las personas que se enfrentaban solas a una situación de urgencia simulada de manera realista intervenían, mientras que esta propor‐ ción caía al 22 % cuando había dos testigos presentes.5 Si varias personas están presentes cuando ocurre un incidente, cada una de ellas tenderá a dejar a las otras la responsa‐

bilidad de intervenir. Esta reacción será tanto más pronunciada cuanto más numeroso sea el grupo. Esta disolución de la responsabilidad es también llamada «efecto espectador» o «efecto testigo». Cada individuo se pregunta por qué tendría que intervenir él y se siente aliviado al pensar que otro va a encargarse. Además, cuando nadie interviene, cada uno duda a la hora de tomar la iniciativa. Este «efecto espectador» tuvo consecuencias dramáticas en el caso, citado a menudo, de Kitty Genovese. El 13 de mar‐ zo de 1964, en Nueva York, Kitty se dirigía a su coche cuando un individuo se le acercó y la apuñaló. El tipo se marchó y luego regresó al cabo de unos minutos para seguir golpeándola. Ella daba alaridos de dolor: «¡Dios mío, me ha apuñala‐ do! ¡Auxilio, socorro!» El asaltante volvió una tercera vez para rematarla. Durante todo ese tiempo, una media hora apro‐ ximadamente, treinta y ocho personas que vivían en los apartamentos que daban a la calle escucharon los gritos de auxi‐ lio y fueron testigos de los ataques reiterados. Pero ni una sola se movió. No fue sino media hora después de la muerte de Kitty cuando alguien acabó llamando a la policía. «No quería inmiscuirme», dijeron la mayoría de los testigos. Más re‐ cientemente, en 2011, en China, unas imágenes captadas por una cámara de vigilancia muestran a una niñita de dos años y medio que es atropellada por una camioneta. Luego, no menos de dieciocho personas pasan sin decir esta boca es mía frente a la niña que aún se movía en un charco de sangre.6 Por suerte, esto no siempre es así. En California, Bobby Green vio un día en directo en la televisión un incidente du‐ rante el cual un hombre era brutalmente golpeado por unos malhechores. Inmediatamente se precipitó al lugar de los hechos, corriendo un kilómetro, y llevó a la víctima al hospital.7 Si los testigos tienen la impresión de que las personas que se enzarzan en una pelea están emparentadas (marido y mu‐ jer, por ejemplo), intervienen con mucha menos frecuencia, incluso si una de ellas es ostensiblemente maltratada. En 1993, un niño de dos años, James Bulger, fue asesinado por dos chicos de diez años. Sesenta y una personas admitieron haber visto al niño debatirse llorando mientras los dos mayores se lo llevaban de un supermercado al solar donde perpe‐ traron el crimen. La mayoría de esos testigos declaró haber pensado que se trataba de dos hermanos que se llevaban a su hermano menor a casa.

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Los determinantes del valor cívico ¿Vamos a intervenir cuando nos damos cuenta de que alguien está en peligro? Bibb Latané y John Darley han identifica‐ do cinco etapas en este proceso. En primer lugar, ¿qué está ocurriendo? Debo tomar nota de la situación. En segundo lu‐ gar, ¿es urgente actuar? ¿Esa persona está dormida en un banco público o se siente indispuesta? ¿Esos individuos están a punto de llegar a las manos o se trata de un altercado verbal entre miembros de una familia? En tercer lugar, ¿es compe‐ tencia mía intervenir? ¿Me incumbe la responsabilidad de ayudar o debo contar con que las otras personas presentes ayudarán a la que está en peligro? En cuarto lugar, ¿soy capaz de intervenir? ¿Tengo las condiciones requeridas para ha‐ cerlo? ¿Es preferible que intervenga directamente o que pida auxilio? En quinto lugar, finalmente tomo una decisión. Las investigaciones han demostrado que son necesarios aproximadamente de treinta a cuarenta segundos para pasar por esas cinco etapas. Más adelante, la disolución del sentimiento de responsabilidad y la evaluación del riesgo pesan sobre el paso a la acción.8

Ciudad y campo Numerosos estudios han revelado que los habitantes de las zonas rurales están más dispuestos a ayudar que los habitan‐ tes de las ciudades. Se ha probado, por ejemplo, la disposición a depositar en un buzón de correos una carta franqueada encontrada en la calle, o el deseo de ayudar de alguien que ha marcado un número de teléfono equivocado.9 Los habitan‐ tes de las ciudades pequeñas son mucho más serviciales que los de las grandes. Cuando un niño interpela a alguien en una calle transitada diciéndole: «Me he perdido, ¿podría usted llamar a mi casa?», tres cuartas partes de los adultos de una ciudad pequeña accederán a su petición; en cambio, menos de la mitad en una gran ciudad. Según Harold Takoos‐ hian, el autor del estudio, los habitantes de las ciudades se adaptan a las exigencias incesantes de la vida urbana, redu‐ ciendo sus implicaciones en la vida de sus conciudadanos.10

Enfrentada a una sobrecarga de interacciones sociales, la gente de la ciudad se ve obligada a filtrar esas informaciones para no retener sino lo que la afecta directamente. Son más desconfiados y se sienten más vulnerables que sus congéneres del campo. Cuanto más elevada sea la tasa de criminalidad en un barrio, menos dispuestos estarán los habitantes a ayu‐ darse mutuamente. En los Estados Unidos, la tasa de criminalidad es 2,7 veces más elevada en las ciudades que en el campo.11 El habitante de la ciudad está a menudo absorbido por numerosas actividades. Ha perdido la costumbre de entablar relaciones personales con todos aquellos con los que se cruza, pues los contactos son demasiado numerosos y con fre‐ cuencia parecen desprovistos de sentido. Además, el habitante de la ciudad está preocupado por su propia seguridad. Si en el campo es natural dirigir la palabra a la persona con la que uno se cruza en un camino e interesarse por lo que hacen sus vecinos, semejantes relaciones son excepcionales en las ciudades. Raramente dirigimos la palabra a la persona que está sentada a nuestro lado en el metro. En las metrópolis, salvo que sea una vocación, es imposible ocuparse de todas las personas en situaciones difíciles con las que uno se encuentra en un solo día: los mendigos, las personas que tendrían necesidad de que se ocupen de ellas, teniendo en cuenta su estado de salud, sus recursos financieros o su estatus de gente sin techo. Asfixiar nuestra compa‐ sión no carece de consecuencias. Un estudio ha demostrado que la conciencia moral se ve disminuida. En la Universidad de Carolina del Norte, Daryl Cameron y Keith Payne pidieron a un grupo de voluntarios que reprimieran su compasión mientras les mostraban fotos de niños llorando, de gente sin techo, de víctimas de guerras y hambrunas. Poco después, se les hizo responder a unos test para evaluar su conciencia moral. Comparados con otro grupo de voluntarios que habían mirado las mismas imágenes, dejando que sus emociones se expresaran libremente, los que habían reprimido su compa‐ sión aceptaban más gustosos la idea de transigir con las normas y valores morales en función de las circunstancias.12 La situación en las ciudades y en los lugares donde imperan grandes sufrimientos plantea, pues, un desafío permanen‐ te a quienes se sienten afectados por el destino de sus semejantes. Si nos ponemos cada vez en el lugar del otro, acaba re‐ sultando difícil desviar la mirada. Aunque si quisiéramos intervenir, no haríamos sino eso. La elección loable que hacen algunos es una ocupación a tiempo completo, no algo que se puede hacer de forma pasajera. Personajes carismáticos como el abate Pierre, que no soportan permanecer indiferentes ante tantos sufrimientos y movilizan a sus conciudadanos con gran fuerza de inspiración, pueden desempeñar un papel de primera magnitud en la organización de un sistema de ayuda mutua. Sin embargo, por regla general, debería ser tarea de la comunidad de los ciudadanos, es decir del Estado, de los ayuntamientos, de las ONG, traducir en acciones concretas el espíritu de solidaridad naturalmente presente en la mayoría de nosotros, como testimonian los estudios realizados en los espacios menos poblados.

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Individualistas y colectivistas Los niños educados en el seno de culturas colectivistas, en las que se hace hincapié en el bienestar del grupo y de la vida comunitaria, se comportan con más altruismo que los niños surgidos de culturas individualistas. Beatrice y John Whi‐ ting, de la Universidad de Harvard, han observado los comportamientos prosociales de niños de tres a diez años de edad en Kenia, México, Filipinas, Japón, la India y los Estados Unidos. Comprobaron que los niños de las sociedades comuni‐ tarias no industrializadas eran claramente más altruistas que los otros. El 100 % de los niños kenianos observados tenían una elevada puntuación de altruismo, frente a solamente un 8 % de los niños estadounidenses.13 Esos niños participan muy tempranamente en las actividades comunitarias, y ofrecer su ayuda se ha vuelto en ellos una segunda naturaleza. Es también lo que ocurre con niños educados en los kibutz israelíes.14 ¿Cuál es la influencia de las diferentes culturas sobre los adultos? Uno de los primeros estudios fue realizado por R. Feldman en París, Boston y Atenas.15 En una estación de tren, una persona que manifiestamente vivía en el país, pidió a un transeúnte que tuviera a bien depositar en el correo una carta franqueada, explicándole que estaba a punto de partir al extranjero. El 85 % de la gente aceptó en Boston, el 68 % en París y el 12 % en Atenas. Ante una persona extranjera que hablaba poco la lengua, la disposición a ayudar cambiaba notablemente: el 75 % de la gente ayudaron en Boston, el 88 % en París (los parisinos son, pues más amables de lo que se dice) y el 48 % en Atenas. ¿Por qué los atenienses son tan poco cooperadores con sus compatriotas? Al parecer, los griegos definen estrechamente su círculo social y, en consecuencia,

reaccionan de manera distante frente a la mayoría de sus conciudadanos.16

Hombres y mujeres Los hombres ayudan más en las situaciones de peligro.17 En uno de los estudios efectuados en las calles de Nueva York, el 60 % de las personas que brindaban su ayuda en caso de accidente eran hombres.18 Si se consulta la lista de los estadou‐ nidenses que han recibido la medalla de la Carnegie Hero Fund Commission, otorgada por actos heroicos, solamente el 9 % de los condecorados son mujeres. La interpretación propuesta por los investigadores es que los hombres dudan me‐ nos a la hora de intervenir en las situaciones de crisis que exigen implicarse físicamente de manera potencialmente peligrosa. En cambio, las mujeres son recompensadas más a menudo (56 %) que los hombres por actos de compromiso en la ac‐ ción humanitaria. También son más numerosas (58 %) que los hombres entre los donantes de órganos.19 Además, en las condiciones de la vida cotidiana, las mujeres manifiestan considerablemente más empatía que los hombres.20 Prodigan más cuidados y apoyo psicológico. En el ámbito de las actividades de voluntariado, en Europa, se encuentran tantas mu‐ jeres como hombres.21

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Humores y circunstancias

Las personas de buen humor ayudan más que las otras. Puede tratarse de una situación temporal: tal vez acaban de cose‐ char un éxito, de leer buenas noticias, de imaginarse unas vacaciones en Hawái, o incluso de compartir un almuerzo en buena compañía.22 Otros, por su temperamento, están de buen humor la mayor parte del tiempo. Se ha comprobado que éstos participan más en actividades sociales que la media de quienes pertenecen a la misma sociedad.23 La imagen que tenemos de nosotros mismos influye igualmente en la inclinación a ayudar a otro. Al terminar un test sobre la personalidad, se anuncia a la mitad de los participantes que los resultados indican que son muy solícitos con los otros, y a la otra mitad, que tienen un elevado nivel de inteligencia. Al salir del laboratorio, cada estudiante que acaba de pasar el test se cruza con alguien que deja caer ante él una decena de lápices que se esparcen por el suelo. Los estudiantes a los que calificaron de benévolos y serviciales recogen dos veces más lápices de media que aquellos cuya inteligencia fue alabada.24

Los valores personales Como explica el psicólogo Jean-François Deschamps, los comportamientos planificados que se extienden a lo largo de varios meses o años son inspirados con suma frecuencia por nuestros valores personales. Según la definición del psicólo‐ go israelí Shalom Schwartz, que se ha dedicado a estudiar este tema durante tres décadas, los valores son conceptos o creencias relacionados con objetivos o comportamientos que juzgamos deseables, tanto para nosotros mismos como para el otro, y que guían nuestras elecciones en la mayoría de las circunstancias de la vida cotidiana.25 Esos valores se for‐ jan en la infancia y pueden ser cuestionados a medida que se enriquece nuestra experiencia del mundo y de los otros. Jean-François Deschamps y Rémi Finkelstein, del laboratorio parisino de psicología social, han puesto de manifiesto una correlación entre el altruismo considerado como un valor personal y un comportamiento prosocial. Han demostrado en particular que las personas para las que el altruismo constituye un valor personal importante, se comprometen más en actividades de voluntariado.26 Según Shalom Schwartz, el conjunto de esos estudios demuestra que la benevolencia y el «universalismo» son los dos valores que inducen con más frecuencia comportamientos prosociales. Para ese autor, la benevolencia afecta principal‐ mente al bienestar de nuestros parientes y del grupo con el cual nos identificamos, mientras que el universalismo afecta al bienestar de todos. Resulta que son también dos de los tres valores considerados más importantes en las sesenta y seis culturas estudiadas. A eso se añade el conformismo, que incita a comportarse prosocialmente para acatar las normas vi‐

gentes en una sociedad y ser así aceptado por sus miembros. Entre los otros factores que favorecen los comportamientos prosociales en general, los investigadores han puesto de relieve los valores morales transmitidos por los padres, la confianza en su poder de cambiar las cosas, la capacidad de to‐ lerar lo imprevisible y la apertura a las experiencias nuevas.27 En el seno de los valores que se oponen a los comportamientos prosociales, Schwartz cita el sentimiento de inseguri‐ dad, que incita a preocuparse por su propio destino más que por las necesidades de los otros y esforzarse por mantener un entorno estable, protector y seguro. Este sentimiento limita la apertura a los otros y disminuye la adopción de riesgos. En fin, ir en pos del poder hace prevalecer el interés personal, la valorización de uno mismo, el dominio y la competi‐ ción. Incita a justificar los comportamientos egocéntricos, incluso en detrimento de otro. Según Vincent Jeffries, de la Universidad de Northridge, entre las virtudes que favorecen los comportamientos proso‐ ciales se cuentan la templanza, la fortaleza de ánimo, la equidad y el discernimiento. Estas cualidades permiten dominar las emociones y favorecen el espíritu de iniciativa, el sentimiento de justicia, la compasión y la visión a largo plazo.28

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los efectos de la empatía

Las novelas, las películas y otros medios son muy eficaces para despertar la empatía hacia los oprimidos y las víctimas de la discriminación, como los esclavos (La cabaña del tío Tom), las personas internadas en asilos psiquiátricos (Alguien voló sobre el nido del cuco), la gente desfigurada (El hombre elefante), las víctimas de la opresión colonial (Gandhi, Lagan), los animales tratados como productos de consumo (Terriers, Food Inc.), y las víctimas presentes y futuras de los cambios del medio ambiente (Una verdad incómoda y Home). Las telenovelas que escenifican la vida cotidiana de las mujeres víctimas de violencias conyugales en México, o el pro‐ blema de las mutilaciones genitales y del matrimonio de las niñas demasiado jóvenes en África, han permitido hacer evolucionar las mentalidades en ámbitos donde los Gobiernos y las ONG habían fracasado durante mucho tiempo. Elizabeth Paluck evaluó el impacto de una telenovela destinada a promover la reconciliación entre tutsis y hutus en Ruanda.29 Los personajes de la intriga son en ella presa de los dilemas a los que se enfrentaban numerosos ruandeses. El problema de las amistades entre miembros de las dos etnias es escenificado, así como la dificultad para administrar el re‐ cuerdo de las matanzas, la pobreza, etc. En uno de los episodios aparece una pareja formada por un hombre tutsi y una mujer hutu que se aman a pesar de la desaprobación de sus comunidades y fundan un movimiento de jóvenes por la paz y la reconciliación. Se comprobó que los espectadores se habían identificado estrechamente con los protagonistas y, se‐ gún la encuesta de Paluck, los efectos fueron muy positivos. Comparados con una muestra de espectadores de otros pro‐ gramas, los que habían seguido los episodios de la telenovela aceptaban más fácilmente los matrimonios mixtos y que‐ rían cooperar más con los miembros de la otra comunidad.

La empatía facilita las negociaciones difíciles La empatía puede favorecer la resolución de los conflictos entre negociadores de dos grupos adversos. Adam Galinsky y sus colegas han demostrado que cuando los negociadores determinaban fríamente su táctica calculando con antelación las posibles reacciones de la parte contraria, a la manera de un jugador de ajedrez, se atenían a la posición más ventajosa para su propio campo. En cambio, cuando les pedían que se pusieran en el lugar de sus competidores, que imaginaran su situación, sus dificultades y sus esperanzas, esto los llevaba a hacer concesiones y creaba una atmósfera positiva que con‐ ducía a mejores resultados para las dos partes a largo plazo.30 Galinsky sacó la conclusión de que «pensar en lo que el otro piensa» ofrece una ventaja táctica si se quiere ganar a cualquier precio, pero que «sentir lo que el otro siente» facilita la adopción de una solución mutuamente aceptable y benéfica a largo plazo.

Efecto de los comportamientos prosociales sobre el bienestar El comportamiento prosocial también es beneficioso para quien lo practica. El encuentro con las personas a quienes se

ayuda, la participación en actividades de voluntariado, la adhesión a organizaciones sin ánimo de lucro y el hecho de po‐ der poner sus competencias al servicio de otro corren parejas con un elevado nivel de bienestar. Numerosos trabajos de investigación han puesto de manifiesto el vínculo existente entre altruismo y bienestar.31 Allan Luks ha estudiado la moral de miles de estadounidenses que participaban regularmente en actividades de volun‐ tariado. Comprobó que por lo general gozaban de mejor salud que otras personas de la misma edad, manifestaban más entusiasmo y energía y eran menos proclives a la depresión que la media de la población.32 Otro estudio ha demostrado que las adolescentes que consagran una parte de su tiempo al voluntariado están menos expuestas a la toxicomanía, a los embarazos precoces y a dejar los estudios.33 Por último, las personas que atraviesan períodos depresivos como conse‐ cuencia de acontecimientos trágicos, como la pérdida de un cónyuge, se recuperan más rápidamente si consagran cierto tiempo a ayudar a los demás.34 Si bien un gran número de estudios revelan correlaciones entre estados psicológicos positivos y el hecho de ayudar a los otros, no prueban, sin embargo, que el altruismo sea la causa de esos estados mentales. Daniel Batson y otros psicólo‐ gos se preguntan si es el altruismo o el simple hecho de pasar más tiempo con sus semejantes lo que tiene efectos positi‐ vos sobre la salud. Es concebible, en efecto, que el simple hecho de convertirse en miembro de un grupo de ornitólogos o de un club de bridge produzca los mismos efectos.35 Consciente de estos problemas metodológicos, Doug Oman revisó seis encuestas que habían tenido en cuenta más ri‐ gurosamente otros factores susceptibles de influir en los resultados, y sacó la conclusión de que las actividades de volun‐ tariado no solamente aumentan la calidad de vida de las personas mayores, sino también su longevidad.36 Martin Seligman, uno de los pioneros de la psicología positiva, propuso a un grupo de estudiantes pasar un día distra‐ yéndose, y a otro grupo participar en una actividad altruista (ayudar a personas mayores, trabajar en un comedor de be‐ neficencia, etc.), dando a cada cual la misma cantidad de dinero, y que luego le presentaran un informe para el siguiente curso. Los resultados fueron concluyentes: la satisfacción procurada por los placeres personales (comer en un restauran‐ te, ir al cine, saborear unos helados, ir de compras, etc.) era muchísimo menor que la que habían producido las activida‐ des altruistas. Los estudiantes que se habían dedicado al voluntariado notaron que estaban más entusiasmados, atentos, afables e incluso eran más apreciados por los otros aquel día.37 Varios estudios han demostrado asimismo que ocuparse de un animal mejora la salud psicológica y física, reduciendo el estrés y la tensión arterial, y también aumen​ta la longevidad. El hecho de ocuparse de una mascota ha sido igualmente asociado a notables beneficios para los enfermos y las personas solas en los asilos de ancianos, así como para los reclusos.38 Innumerables testimonios nos recuerdan igualmente hasta qué punto la bondad es uno de los determinantes más po‐ derosos del sentimiento de realización y plenitud. Necdet Kent, diplomático turco en Marsella, que logró convencer a las autoridades alemanas de que hicieran bajar de un tren a varias decenas de judíos ya embarcados, contó a Marek Halter que en ningún otro momento de su vida había experimentado un sentimiento tan grande de paz interior.39

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36 Bierhoff, H. W. (2002), Prosocial Behaviour, Psychology Press Ltd.

IV Cultivar el altruismo No es ni el genio, ni la gloria, ni el amor lo que mide la elevación del alma humana, es la bondad.

HENRI LACORDAIRE

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20 ¿Podemos cambiar? Un día, al término de una conferencia que había dado sobre el altruismo, uno de los asistentes se levantó y me dijo en tono irritado: «¿Qué espera animándonos a cultivar el altruismo? ¡Mire la historia de la humanidad! ¡Es siempre lo mis‐ mo! Una sucesión ininterrumpida de guerras y sufrimientos. Es la naturaleza humana. ¡Usted no cambiará nada!» Pero ¿es verdaderamente así? Hemos visto que las culturas pueden evolucionar. ¿Puede también cambiar el individuo? Y si puede, ¿influirá ese cambio en la sociedad y en las generaciones siguientes? Cierto es que nuestros rasgos de carácter cambiarán poco mientras no hagamos nada por mejorarlos. Sin embargo, no están fijados. Nuestros rasgos fundamentales, que resultan de las aportaciones combinadas de nuestra herencia genética y del entorno en el que hemos crecido, no constituyen sino la base de nuestra identidad. Las investigaciones científicas en el ámbito de la neuroplasticidad demuestran que toda forma de entrenamiento induce una reestructuración en el cere‐ bro, tanto en el plano funcional como en el estructural. En cuanto a la cultura, sería reductor considerar que sólo constituye para el individuo un molde en el que, le guste o no, estaría obligado a meterse. Por supuesto que la sociedad y sus instituciones influyen en los individuos y los condicio‐ nan, pero éstos pueden, a su vez, hacer que la sociedad evolucione. Y como esta interacción se mantiene a lo largo de las generaciones, la cultura y los individuos se van formando mutuamente, como las hojas de dos cuchillos se afilan una contra la otra. Si deseamos favorecer el advenimiento de una sociedad más altruista, es importante, pues, evaluar las capacidades de cambio respectivas de los individuos y de la sociedad. Si el ser humano no tiene ningún poder para evolucionar por sí mismo, vale más concentrar todos nuestros esfuerzos en la transformación de las instituciones y de la sociedad, y no per‐ der tiempo animando la transformación individual. Es la opinión del filósofo André Comte-Sponville, cuyos argumentos ocupan un lugar central en el debate:

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Me dice usted que si no se transforma primero al hombre, no se puede transformar la sociedad. Detrás de nosotros tenemos dos mil años de progreso histórico que demuestran lo contrario. Los griegos eran todos racistas y esclavistas; era su cultura. Pero yo no tengo la sensación de ser mejor que Aristóteles o Sócrates simplemente porque no soy escla‐ vista ni racista. Hay, pues, un progreso de las culturas y las sociedades, y no de los individuos en cuanto tales. Soy igual de egoísta y cobarde que cualquier hombre de la Antigüedad. Si alguien dice hoy en día: «Es un tipo genial porque no es esclavista», es un imbécil, porque esa persona no tiene nada que ver con eso, la responsable es su cultura. Hoy, quien no es racista ni esclavista es simplemente alguien de su tiempo. Si se hubiera esperado a que los humanos sean justos para que los más pobres puedan cuidar de sí mismos, los más pobres habrían muerto sin cuidados. No se ha esperado a que los humanos sean justos, se ha creado la Seguridad So‐ cial, se han creado los impuestos, se ha creado un Estado de derecho. Creo, pues, que todo el arte de la política consiste en volver más inteligentes a los individuos egoístas. Lo que yo llamo la «solidaridad» y Jacques Attali denomina «al‐ truismo interesado». Se trata de hacer comprender a la gente que pagar impuestos, por ejemplo, nos interesa. No creo en absoluto en el progreso de la humanidad, pero creo mucho en el progreso de la sociedad. Así pues, si usted cuenta con el altruismo individual para evitar las crisis económicas, el desempleo y la miseria, en ese ámbito no lo seguiré en absoluto. Para conciliar el altruismo y el egoísmo se ha inventado la política, lo que es una manera de ser egoísta de forma conjunta e inteligente, más que torpemente unos contra otros. Quien mejor ha expresado las relaciones entre el egoísmo de masa y la celebración que hacemos todos del amor y la generosidad, es el Dalái Lama, que en una frase genial ha dicho: «Sed egoístas, amaos los unos a los otros». Una frase

que yo cito a menudo porque es de una profundidad extrema, porque une el eudemonismo con el altruismo: «Si que‐ réis ser felices, amaos los unos a los otros».37 Al escuchar esas palabras me quedé perplejo y, en ese momento, sin una respuesta convincente. Pero transponiendo la reflexión al lenguaje biológico, el argumento de André Comte-Sponville —el hombre en sí no ha cambiado— equivale a decir que la especie humana no ha cambiado genéticamente desde hace dos mil años. Esto es cierto para la mayoría de nuestros genes, lo cual no tiene nada de asombroso si pensamos que se necesitan generalmente decenas de miles de años para que una modificación genética importante afecte a una especie tan evolucionada como la humana. Las predisposi‐ ciones genéticas que influyen en nuestros rasgos de carácter son, pues, prácticamente las mismas hoy que en los tiempos de Aristóteles. El Dalái Lama abunda en este sentido cuando afirma que no hay diferencias fundamentales entre los hombres de hoy y los de la época de Buda, así como tampoco entre los orientales y los occidentales: «Compartimos todos —dice a menudo— la misma naturaleza humana, sentimos las mismas emociones de alegría y de tristeza, de benevolen‐ cia o de cólera, y todos intentamos evitar el sufrimiento. También somos todos fundamentalmente los mismos en cuanto seres humanos». Pero eso no es todo. Los descubrimientos científicos de los últimos decenios muestran que nuestra herencia genética, por muy influyente que sea, no representa sino un punto de partida que nos predispone a poner de manifiesto tal o cual disposición. Este potencial —y éste es un punto crucial— puede expresarse de múltiples maneras bajo la influencia de nuestro entorno y del aprendizaje al que nos entregamos entrenando nuestro espíritu o nuestras capacidades físicas. Así, resulta más apropiado comparar nuestra herencia genética y nuestro ser biológico a unos planos arquitectónicos, suscep‐ tibles de ser modificados en el curso de la construcción, o incluso a un tema musical a partir del cual el artista improvisa.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La plasticidad neuronal

La transformación individual es posible sobre todo por la maleabilidad de nuestro cerebro. Durante largo tiempo, un dogma casi universalmente aceptado en el ámbito de las neurociencias afirmaba que, una vez formado y estructurado, el cerebro adulto ya no fabrica neuronas y no cambia sino para declinar con la edad. Se pensaba que la organización del ce‐ rebro era tan compleja que cualquier modificación importante provocaba disfunciones mayores. Según Fred Gage, del Salk Institute, uno de los grandes especialistas en neuroplasticidad, «era más fácil creer que el cerebro estaba irreversible‐ mente configurado y ningún cambio se produciría en él. Así, el individuo continuaba siendo más o menos el mismo».1 Se creía que el cerebro era algo fijado, y sus rasgos caracterológicos, invariables. Hoy se sabe que esa doctrina era completamente falsa. Uno de los descubrimientos mayores de los últimos treinta años concierne a la «neuroplasticidad», un término que apunta al hecho de que el cerebro evoluciona continuamente cuando es expuesto a situaciones nuevas. El cerebro adulto posee, en efecto, una plasticidad extraordinaria. Tiene la ca‐ pacidad de producir nuevas neuronas, de reforzar o disminuir la actividad de las neuronas existentes e incluso de atribuir una función nueva a un área cerebral que habitualmente cumple otra muy diferente. Las investigaciones llevadas a cabo con ciegos han demostrado que el área cerebral normalmente dedicada a la visión («área visual») estaba en ellos colonizada y utilizada por la audición, además del área auditiva normal, lo que permite a los invidentes tener una percepción mucho más precisa de la localización espacial de los sonidos. De igual manera, en los sordos el área auditiva es movilizada para afinar la visión, lo que les permite tener una visión periférica y una facultad para detectar los movimientos muy superior a la de los que oyen.2 Ya en 1962, Joseph Altman, del MIT de Boston, demostró que continuamente se formaban nuevas neuronas en ratas, gatos y conejillos de Indias adultos.3 Pero esos descubrimientos eran tan revolucionarios que fueron ignorados o ridiculi‐ zados por las celebridades de la época. En 1981, Fernando Nottebohm verificó, a su vez, que en los canarios que crean un nuevo repertorio de cantos en cada primavera, dos áreas encefálicas vinculadas a ese aprendizaje aumentaban de volu‐ men un 99 % y un 76 %, respectivamente, es decir, de masa neuronal, con relación al otoño anterior.4 En 1997, Fred Gage dejó durante un mes unas ratas solas en una jaula vacía, en la que no tenían otra cosa que hacer que alimentarse una vez al día. Luego las trasladó a una verdadera Disneylandia para ratas, con túneles, ruedas, estan‐

ques, diversos elementos para escalar, así como otras ratas para hacerles compañía. Las repercusiones de este traslado en su cerebro fueron asombrosas. En 45 horas, el hipocampo,38 la zona del cerebro asociada al aprendizaje, aumentó un 15 % de volumen, pasando de una media de 270.000 a 317.000 neuronas.5 Quedaba por demostrar que un fenómeno semejante pudiera producirse en los humanos. Inyectando en el cerebro de pacientes fallecidos un compuesto químico que permite seguir la evolución de tumores cerebrales, Peter Eriksson, un in‐ vestigador sueco, descubrió que en el hipocampo se habían formado poco antes nuevas neuronas. Era evidente que, hasta la muerte, en ciertas áreas del cerebro humano se forman nuevas neuronas (hasta 1.000 por día).6 Como pone de relieve Fred Gage, «dicho fenómeno tiene lugar a lo largo de toda la vida. Este descubrimiento es un hito importante pues de‐ muestra que es concebible adquirir un dominio acrecentado de nuestra capacidad cerebral, hasta un punto que nunca habíamos creído posible».7 En el caso de las ratas de Fred Gage, reaccionaron ante una situación nueva en la que se vieron inmersas involuntaria‐ mente. Los científicos hablan de un «enriquecimiento exterior», que es semipasivo. Pero también podemos entrenarnos de manera activa y voluntaria para desarrollar capacidades específicas. En este caso también, las investigaciones han puesto de manifiesto transformaciones del cerebro en quienes aprenden a hacer juegos malabares, a jugar al ajedrez y en los atletas que se entrenan asiduamente. En los violinistas, las áreas del cerebro que controlan los movimientos de la mano que ejerce la digitación se van desarrollando a medida que el aprendizaje avanza. Los músicos que empiezan su formación muy tempranamente y la prosiguen durante numerosos años presentan las modificaciones más grandes del cerebro.8 Se sabe incluso que el hipocampo de los taxistas londinenses, que deben memorizar el nombre y la localización de catorce mil calles, es estructuralmente más voluminoso, lo que además guarda relación proporcional con el número de años en el oficio.9 Por último, también se puede considerar la posibilidad de un «enriquecimiento interior» por un trabajo del espíritu. Durante la práctica de la meditación, en particular, no cambia nada en el entorno exterior. Pero al entrenar su espíritu, el meditador consigue un enriquecimiento interior máximo. Ahora bien, las investigaciones realizadas por las neurocien‐ cias desde hace una quincena de años, en las cuales yo mismo he participado, demuestran que la atención, el equilibrio emocional, la compasión y otras cualidades humanas pueden, ellas también, ser cultivadas, y que su desarrollo va acom‐ pañado de profundas transformaciones funcionales y estructurales del cerebro.

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La importancia de los factores epigenéticos Para que un gen esté «activo», es preciso que «se exprese», es decir, que sea «transcrito» bajo la forma de una proteína específica que actúe sobre el organismo portador de ese gen. Pero si un gen no se expresa, si permanece «silencioso», es como si estuviera ausente. Ahora bien, las investigaciones recientes de la genética han revelado que el entorno puede mo‐ dificar considerablemente la expresión de los genes a través de un proceso llamado «epigenético». Esta expresión puede ser activada o desactivada bajo la influencia no solamente de las condiciones exteriores, sino también de nuestros estados mentales. Dos gemelos monocigóticos, por ejemplo, que tienen exactamente los mismos genes, pueden adquirir características fisiológicas y mentales diferentes si son separados y expuestos a condiciones de vida disímiles. En términos científicos, se dirá que son genéticamente idénticos, pero fenotípicamente diferentes. De igual manera, la oruga y la mariposa tienen exactamente los mismos genes, pero éstos no se expresan del mismo modo según los momentos de la vida del insecto. Estas modificaciones en la expresión de los genes son más o menos duraderas y en ciertos casos pueden incluso trans‐ mitirse de una generación a otra en ausencia de cambios en la secuencia del ADN de los genes mismos. Estos descubri‐ mientos han revolucionado verdaderamente la genética, pues hasta entonces la noción misma de transmisión de caracte‐ res adquiridos era considerada una herejía.10 La influencia de las condiciones exteriores es, pues, considerable, y hoy se sabe que esa influencia repercute hasta en los genes. Una serie de experimentos célebres realizados por Michael Meaney y sus colegas de la Universidad McGill de Mon‐ treal se centraron en ratones recién nacidos que poseían genes que los predisponían a una gran ansiedad. Estos ratones fueron confiados durante sus diez primeros días de vida a una raza de madres seleccionadas por ser particularmente solí‐

citas con sus crías: las lamen de manera continua y están en contacto físico con ellas la mayor parte del tiempo. El equipo comprobó que, al cabo de los diez días, los genes vinculados a los síntomas de la ansiedad de esos ratones no se habían expresado y tampoco se expresarían durante toda su vida.11 En cambio, unos ratones genéticamente idénticos, pero confiados a madres normales y corrientes que no les dan ese suplemento de amor maternal, se vuelven miedosos y ansiosos durante el resto de su existencia. El nivel de estrés en la edad adulta no depende, pues, de la herencia genética, que en esto es idéntica para todos, sino de la manera como esos ratones fueron tratados durante sus diez primeros días de vida. Así pues, nuestro destino genético no es inamovible. Desde entonces, Michael Meaney, Moshe Szyf y otros investigadores han realizado estudios sobre poblaciones huma‐ nas. Se sabe que los niños que han padecido graves abusos tienen un 50 % más de posibilidades de padecer depresiones en la edad adulta.12 Ahora bien, las investigaciones han demostrado que los malos tratos padecidos por esos niños desen‐ cadenan modificaciones epigenéticas que perduran mucho más allá de la época durante la cual son maltratados. Se ob‐ servan en particular modificaciones duraderas de la expresión de genes implicados en la producción y la regulación del cortisol, una hormona asociada al estrés. En esas personas, el nivel de cortisol se mantiene crónicamente elevado, incluso si por otro lado gozan de buena salud y ya no padecen agresiones.13 El hecho de que a menudo padezcan múltiples episo‐ dios de depresión podría así explicarse por una vulnerabilidad persistente asociada a las modificaciones epigenéticas que intervienen en sus neuronas en el momento en que eran víctimas de esos abusos. ¿Podría conllevar cambios epigenéticos un entrenamiento del espíritu que aspire a cultivar emociones positivas? Los estudios preliminares llevados a cabo en el laboratorio de Richard Davidson, en Wisconsin, en colaboración con la gene‐ tista española Perla Kaliman, demuestran que la meditación sobre el amor altruista y la compasión puede inducir impor‐ tantes modificaciones epigenéticas.39 Entrevemos aquí la posibilidad de una transformación epigenética del individuo que no se debe solamente a la in‐ fluencia del entorno, sino a un entrenamiento voluntario destinado a cultivar cualidades humanas fundamentales.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Seres diferentes

A la luz de los experimentos arriba descritos, consideremos de nuevo los argumentos expuestos por André Comte-Spon‐ ville. Parece que es posible una transformación simultánea de las culturas y de los individuos. Los niños que crecen en una cultura donde prevalecen los valores altruistas y donde la sociedad estimula más la cooperación que la competición cam‐ biarán no sólo su comportamiento, sino también su manera de ser. Serán diferentes, no sólo porque se adaptarán a nue‐ vas normas culturales y a nuevas reglas fijadas por instituciones, sino porque su cerebro habrá sido configurado de manera diferente y porque sus genes se expresarán de modo diferente. Así, un proceso dinámico de influencias mutuas tendrá lugar en el curso de las generaciones. Tal como constatan Boyd y Richerson, especialistas en la evolución de las culturas: Lo que les ocurre a los individuos (la selección natural, por ejemplo) influirá en las propiedades de la población (la frecuencia de los genes, etc.). […] La frecuencia de una variante cultural, que es una propiedad de la población, influi‐ rá en la probabilidad de que esa variante sea imitada por los individuos. Los individuos pueden parecer prisioneros impotentes de sus instituciones, porque, a corto plazo, las decisiones in‐ dividuales tienen poca influencia sobre las instituciones, pero, a largo plazo, la acumulación de numerosas decisiones individuales ejerce una profunda influencia sobre las instituciones.14 En el fondo, son individuos los que instauran regímenes totalitarios, y otros los que los derriban para restablecer la de‐ mocracia. Son individuos los que han perpetrado genocidios cuando deshumanizaron a sus semejantes, y otros, a veces contemporáneos de los primeros, los que promulgaron la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.

Devolver su protagonismo a la transformación individual A pesar de los inmensos progresos conseguidos en los ámbitos de la democracia, de la condición de la mujer, de los dere‐

chos del hombre en general, de la justicia y la solidaridad, así como de la erradicación de la pobreza y de las epidemias, aún queda mucho por hacer. Para facilitar esos cambios, sería lamentable descuidar el papel de la transformación perso‐ nal. Uno de los dramas de nuestra época parece ser subestimar considerablemente la capacidad de transformación de nuestro espíritu, incluso si se puede objetar que nuestros rasgos de carácter son relativamente estables. Observados a un intervalo de varios años, son raros los iracundos que se vuelven pacientes, los atormentados que encuentran la paz inte‐ rior o los pretenciosos que se vuelven humildes. Es innegable, sin embargo, que algunos individuos cambian, y el cambio que se opera en ellos demuestra que no se trata de algo imposible. Nuestros rasgos de carácter perdurarán mientras no hagamos nada por mejorarlos y dejemos que nuestras disposiciones y automatismos se mantengan, e incluso se refuercen con el tiempo. Pero es un error creer que están fijados de una vez para siempre. Constantemente nos esforzamos por mejorar las condiciones exteriores de nuestra existencia, y a fin de cuentas es nuestro espíritu el que experimenta el mundo y traduce esa percepción en forma de bienestar o sufrimiento. Si transfor‐ mamos nuestra manera de aprender las cosas, transformamos automáticamente la calidad de nuestra vida. Y este cambio es posible. Es el resultado de un entrenamiento del espíritu que a veces se denomina «meditación».

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37 André Comte-Sponville, palabras pronunciadas durante una reunión de diálogo organizado gracias a los buenos oficios de Christophe y Pauline André. 38 El hipocampo es un área del cerebro que administra el saber adquirido mediante nuevas experiencias, y luego lo difunde hacia otras áreas del cerebro, donde dicho saber será memorizado y vuelto a utilizar. 39 Por supuesto que no se trata de sacar muestras de neuronas, aunque también se pueden observar cambios epigenéticos en las células sanguíneas, y se ha comprobado, estudiando las células de personas fallecidas, que esos cambios corresponden a modificaciones similares de las neuronas del cerebro. En el laboratorio de Barbara Fredrickson también se están realizando estudios sobre los efectos epigenéticos de la meditación acerca del amor altruista.

21 El entrenamiento del espíritu: lo que las ciencias cognitivas dicen acerca de él El año 2000, un encuentro excepcional tuvo lugar en Dharamsala, en la India. Algunos de los mejores especialistas en el estudio de las emociones —psicólogos, investigadores en el ámbito de las neurociencias y filósofos— pasaron una sema‐ na conversando con el Dalái Lama en la intimidad de su residencia, en las estribaciones del Himalaya. Fue también la primera vez que tuve ocasión de tomar parte en los apasionantes encuentros organizados por el Mind and Life Institute, fundado en 1987 por Francisco Varela, un eminente neurocientífico, y Adam Engle, un jurista estadounidense. El diálogo se centró en la manera de administrar las emociones destructoras.1 Durante ese encuentro, una mañana el Dalái Lama declaró: «Todas estas discusiones son muy interesantes, pero ¿qué podemos aportar realmente a la sociedad?» Durante el almuerzo, tras una discusión animada, se propuso lanzar un pro‐ grama de investigación sobre los efectos a corto y largo plazo del entrenamiento del espíritu, es decir, la meditación. Por la tarde, en presencia del Dalái Lama, dicho proyecto fue adoptado con entusiasmo. Fue el inicio de un programa inno‐ vador sobre las ciencias contemplativas. Unos años antes, Francisco Varela, Richard Davidson y Cliff Saron, secundados in situ por Allan Wallace, habían llega‐ do a Dharamsala con un encefalógrafo portátil y, animados por el Dalái Lama, habían realizado pruebas con varios me‐ ditadores. Pero las condiciones de experimentación distaban mucho de ser ideales; hubo que esperar al año 2000 para que las «neurociencias contemplativas» despegaran realmente. Se iniciaron estudios y yo tuve la suerte de participar en varios de ellos, particularmente en los laboratorios del des‐ aparecido Francisco Varela en Francia, de Richard Davidson y Antoine Lutz en Madison, Wisconsin, de Paul Ekman y Robert Levenson en Berkeley, de Jonathan Cohen y Brent Field en Princeton, y de Tania Singer en Leipzig.

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Los efectos de la meditación a largo plazo Parecía lógico comenzar estudiando a sujetos que habían practicado la meditación durante muchos años. En ellos, en efecto, cabía esperar las transformaciones más notables del cerebro. Si el resultado de sus pruebas no revelaba ningún cambio en su cerebro y su comportamiento, habría sido vano observar a otros sujetos que no hubieran meditado sino durante unos meses o semanas. En cambio, si se observaban cambios importantes en los meditadores experimentados, podríamos luego preguntarnos cómo habían llegado ahí y estudiar la manera como un debutante progresa en el curso del tiempo. En la fase inicial, Antoine Lutz y Richard Davidson estudiaron, pues, a una veintena de personas —monjes y laicos, hombres y mujeres, orientales y occidentales— que habían realizado entre diez mil y sesenta mil horas de meditación consagradas al desarrollo del amor altruista, de la compasión, de la atención y de la plena conciencia, en el curso de reti‐ ros intensivos (que a menudo duraban varios años seguidos), a los que se añadían entre quince y cuarenta años de prácti‐ ca cotidiana. Para citar un término de comparación, en el momento del concurso de admisión al Conservatorio Nacional Superior de Música, un violinista de alto nivel totaliza aproximadamente unas diez mil horas de práctica. El análisis de los datos mostró muy pronto diferencias espectaculares entre los meditadores y los sujetos no entrena‐ dos. Los primeros tenían la facultad de generar estados mentales precisos, poderosos y duraderos. Las áreas del cerebro asociadas a la compasión, por ejemplo, presentaban una actividad considerablemente más importante en los que tenían una larga experiencia meditativa. Además, cada tipo de meditación tenía una «signatura» diferente en el cerebro, lo cual significaba que la meditación sobre la compasión activaba un conjunto de áreas cerebrales (lo que se denomina una «red

neuronal») diferente de las que son activadas cuando el sujeto medita, por ejemplo, sobre la atención vigilante. Para retomar las palabras de Richard Davidson, «esos trabajos parecen demostrar que el cerebro puede ser entrenado y modificado físicamente de una manera que poca gente hubiera imaginado».2 Las investigaciones demostraron asimis‐ mo que cuanto mayor era el número de horas de práctica, más importante era la transformación cerebral. Desde enton‐ ces, numerosos artículos publicados en revistas científicas de gran prestigio han difundido esos trabajos, devolviendo así su puesto relevante a la investigación sobre la meditación, que hasta entonces no había sido tomada nada en serio.

Los meditadores en el laboratorio Durante la primera serie de experimentos en los que participé en Madison, se estableció un protocolo en el que se dispo‐ nía que el meditador alternaría entre un estado neutro y varios estados específicos de meditación, que implicaban esta‐ dos de atención, cognitivos y afectivos diferentes. Se eligieron seis tipos de meditación: la concentración en un solo pun‐ to, el amor altruista combinado con la compasión, la «presencia abierta» (véase más abajo), la visualización de imágenes mentales, la imperturbabilidad al miedo y la devoción. Estos ejercicios espirituales que un practicante del budismo reali‐ za durante numerosos años lo llevan a una meditación cada vez más estable y clara.3 Sólo se consideraron los tres prime‐ ros tipos de meditación para proseguir con las investigaciones, debido a que implicaban cualidades que, lejos de ser espe‐ cíficamente budistas, tenían validez universal y podían ser cultivadas por todos. En el marco de los experimentos de laboratorio, los científicos miden las diferencias observables entre la actividad ce‐ rebral del meditador en reposo, llamado «estado neutro», y la que se pone de manifiesto durante la meditación. Para po‐ der disponer de datos suficientes, el meditador alterna numerosas veces períodos de reposo de cuarenta y cinco segundos con períodos de meditación de uno a cinco minutos. Una sesión entera puede durar hasta dos horas, durante las cuales el sujeto debe permanecer completamente inmóvil, acostado en un escáner si el aparato grabador está destinado a una IRM funcional, o sentado si se trata de un electroencefalógrafo. Estas dos técnicas son complementarias, el electroencefalograma (EEG) es muy preciso temporalmente, pero la ima‐ gen por resonancia magnética funcional (IRMf) es mucho más precisa espacialmente. El EEG se realiza con ayuda de sensores que se reparten sobre el cuero cabelludo y que, al medir las débiles corrientes eléctricas emitidas por las neuro‐ nas, permiten seguir la evolución de la actividad cerebral en casi una milésima de segundo, localizando aproximadamen‐ te el origen de las señales. La IRMf se hace gracias a un escáner muy poderoso que permite estudiar de manera mucho más precisa la localización de una actividad cerebral. No obstante, la IRMf no puede descubrir los cambios que duran menos de un segundo o dos. A esas dos técnicas, los científicos han añadido un gran número de test de comportamiento y cognitivos, destinados a medir la atención, el equilibrio emocional, la resiliencia, la resistencia al dolor, la empatía y los comportamientos proso‐ ciales. En particular, las investigaciones han explorado los cambios que pueden producirse en los seis «estilos emociona‐ les» principales descritos por Richard Davidson: la resiliencia, o sea la capacidad de superar la adversidad; la disposición, en el sentido temporal, o sea el tiempo durante el cual podemos mantener una emoción positiva; la intuición social, o sea la capacidad de captar las señales sociales (expresiones faciales y corporales, tono de voz, etc.), que emanan de quienes nos rodean; la conciencia reflexiva, o sea el grado de conciencia de las sensaciones físicas que reflejan nuestras emocio‐ nes; la sensibilidad al contacto, o sea la capacidad de ajustar nuestras reacciones emocionales en función del contexto en el cual nos encontramos; y por último la atención, o sea la agudeza y la claridad de la concentración.4 Trabajar con sujetos que han consagrado años de entrenamiento a la meditación presenta varias ventajas para los cien‐ tíficos. Los estados mentales generados por esas personas están en general claramente definidos y son reproducibles en un grado aceptable de fiabilidad. Además, pueden manifestar capacidades particulares que no son observadas en los su‐ jetos no entrenados, lo que permite obtener datos científicos nuevos. Por último, son capaces de describir con mucha más precisión y detalles el contenido de su experiencia subjetiva.5

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Una docena de años de experimentación

Desde 2000 a 2012, más de un centenar de hombres y mujeres, monjes y laicos que practicaban el budismo, y un gran número de principiantes se prestaron a esos experimentos científicos en una veintena de universidades de renombre.6 En abril de 2012, el primer Simposio Internacional sobre la Investigación en Ciencias Contemplativas reunió en Denver (Es‐ tados Unidos) a más de setecientos investigadores del mundo entero, dando así la medida del auge de ese campo de in‐ vestigación. Además, en junio de cada año, un centenar de jóvenes investigadores se reúnen durante una semana con in‐ vestigadores experimentados. Esas investigaciones no solamente han demostrado que la meditación había provocado cambios importantes, tanto funcionales como estructurales, en el cerebro de los practicantes experimentados, sino también que unas cuantas sema‐ nas de meditación, a razón de treinta minutos por día, ya inducían cambios significativos en la actividad cerebral, el sis‐ tema inmunitario, la calidad de la atención y muchos otros parámetros.

La atención puede mejorarse

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La práctica de la concentración consiste en elegir un objeto en el cual focalizamos nuestra atención, que nos esforzamos por mantener, sin dejarnos distraer. Este entrenamiento apunta a pasar gradualmente de un estado de ánimo inestable y caprichoso a un estado de ánimo en el que prevalecen la atención clara, estable, la capacidad de administrar las emocio‐ nes y la paz interior. Sea cual sea la cualidad que se desee cultivar, es indispensable afinar la atención, sin lo cual el espíri‐ tu no estará disponible para el entrenamiento que se desea realizar. Durante este ejercicio, fijamos generalmente la con‐ centración en un elemento preciso, que puede ser el vaivén de la respiración, una sensación física o un objeto exterior, por ejemplo un punto luminoso en la pantalla del laboratorio. Dejamos entonces que nuestro espíritu repose atentamen‐ te en el «objeto elegido» y lo devolvemos a él en cuanto nos damos cuenta de que nos hemos dejado distraer. Numerosos meditadores, recién salidos de un retiro de tres años, han demostrado ser capaces, en el curso de un test clásico de vigilancia, de mantener una atención perfecta durante cuarenta y cinco minutos, mientras que para la mayor parte de los sujetos no entrenados, la atención se degrada considerablemente después de diez minutos de esfuerzo.7 Una persona relativamente experimentada (una media de diecinueve mil horas de práctica) puede activar las áreas del cerebro vinculadas a la atención mejor que un sujeto no entrenado; en cambio, en los sujetos más experimentados (una media de cuarenta y cuatro mil horas de práctica) se comprueba una menor activación de esas áreas, aunque su atención continúa siendo estable.8 Esta observación concuerda con ciertos trabajos que han demostrado que cuando alguien ha conseguido dominar la ejecución de una tarea, las estructuras cerebrales que pone en funcionamiento son por lo general menos activas que cuando aún estaba en la fase de aprendizaje. Los investigadores han comprobado asimismo que tres meses de entrenamiento asiduo en la meditación mejoraban notablemente la estabilidad de la atención.9 La atención de los sujetos estudiados necesitaba menos esfuerzo, variaba me‐ nos de un test al otro y se dejaba distraer menos por sonidos perturbadores, lo cual da testimonio de un mejor control cognitivo.10 Otros estudios han demostrado que la práctica de la atención permitía también a los meditadores ver con claridad una secuencia de palabras o de imágenes que cambiaban rápidamente, cuando lo habitual es que la gente perciba e identifi‐ que una imagen, y luego «se pierda» las dos o tres imágenes que siguen.11

Efectos del amor altruista y de la compasión Para meditar sobre el amor altruista y la compasión, se piensa primero en un ser querido por el que se siente un amor o una bondad incondicionales. Luego se extiende ese amor a la totalidad de los seres, y continuamos así hasta que el espíri‐ tu entero esté impregnado de amor. Si comprobamos que ese amor disminuye, lo reavivamos, y si estamos distraídos, de‐ volvemos nuestra atención al amor. Para la compasión, comenzamos por pensar en un ser querido que sufre y deseamos sinceramente que sea liberado de sus sufrimientos. Luego se procede como antes para el amor. Cuando los sujetos que participaban en estas investigaciones meditaban sobre el amor altruista y la compasión, se ad‐ vertía un notable aumento de la sincronización de las oscilaciones de las ondas cerebrales en las frecuencias llamadas

gamma, asociadas a la conectividad entre diferentes áreas del cerebro.40 Eso llevó a Antoine Lutz a concebir el estado de meditación como un mecanismo de integración global de las actividades de diferentes regiones cerebrales. El nivel de sincronización alcanzado por los meditadores expertos es netamente superior al de un cerebro «normal» en reposo, de «una magnitud jamás escrita en las publicaciones sobre las neurociencias», según Richard Davidson, y la in‐ tensidad medida en las frecuencias gamma aumenta en función del número de horas (de quince mil a sesenta mil según los sujetos) dedicadas a la meditación sobre el amor altruista.12 La imaginería cerebral, más precisa, ha demostrado que las áreas fuertemente activadas durante la meditación sobre el amor altruista ya eran conocidas por su vinculación con la empatía, las emociones positivas, el amor maternal y la prepa‐ ración a la acción en general (áreas premotoras). Para los contemplativos eso no es nada sorprendente, pues la compa‐ sión genera una actitud de entera disponibilidad que prepara al paso a la acción. En dos estudios posteriores, efectuados en el mismo laboratorio, Antoine Lutz y Richard Davidson han demostrado que cuando se hace escuchar alternativamente la grabación del grito de una mujer víctima del desamparo y la de un bebé que ríe, a unos meditadores experimentados en estado de compasión, se observa una activación de varias áreas del cere‐ bro vinculadas a la empatía, entre ellas la ínsula. Esta área es más activada por los gritos de desamparo que por las risas del bebé. Se observa asimismo una estrecha correlación entre la intensidad subjetiva de la meditación sobre la compa‐ sión, la activación de la ínsula y el ritmo cardíaco.13 Esta activación será tanto más intensa cuantas más horas de entrena‐ miento tengan los meditadores. La amígdala y el córtex cingulado son igualmente activados, lo que indica una mayor sensibilidad hacia el estado emocional del otro.14 Parece, pues, que el hecho de cultivar un estado meditativo vinculado a las emociones positivas como el amor altruista y la compasión modifica la actividad de áreas y redes cerebrales conocidas por su vinculación con la empatía.15 Barbara Fredrickson y sus colegas han demostrado asimismo que de seis a ocho semanas de meditación sobre la com‐ pasión, a razón de treinta minutos diarios, aumentaban las emociones positivas —alegría, esperanza, gratitud, entusias‐ mo— y el grado de satisfacción con la existencia.16 Los sujetos experimentan más alegría, benevolencia, gratitud, espe‐ ranza y entusiasmo, y cuanto más largo ha sido su entrenamiento, más notables son los efectos positivos. En la Universidad de Emory, en Atlanta, el equipo de Chuck Raison ha demostrado asimismo que la meditación sobre el amor altruista refuerza el sistema inmunitario y disminuye la respuesta inflamatoria. Esos investigadores han demos‐ trado sobre todo que la reducción de la tasa de una hormona vinculada al proceso inflamatorio (la interleucina-6) en la sangre era proporcional al tiempo dedicado a la meditación.17 Otras investigaciones, resumidas en un artículo por Stefan Hofmann,18 de la Universidad de Boston, han confirmado que las meditaciones sobre el amor altruista y sobre la compasión no solamente aumentan los humores positivos, sino que también disminuyen los negativos. Se traducen en una activación de áreas cerebrales vinculadas a la gestión de las emociones y a la empatía, y ofrecen perspectivas prometedoras para remediar el estrés, la depresión, la ansiedad y el burnout.

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Meditación sobre la presencia abierta La meditación sobre la presencia abierta consiste en dejar que el espíritu repose en un estado claro, vasto y, a la vez, alerta y libre de los encadenamientos del pensamiento. El espíritu no está concentrado en ningún objeto en particular, pero continúa estando perfectamente presente. Cuando aparecen pensamientos, el meditador no trata de bloquearlos, sino que se contenta con dejar que se desvanezcan naturalmente. En este estado meditativo, el sentimiento egocentrista se va borrando poco a poco, favoreciendo por eso mismo la eclosión espontánea del amor altruista y de la compasión. Según los meditadores que han cultivado la presencia abierta, en ausencia de las barreras del egoísmo y del apegarse al ego, el amor y la compasión surgen espontáneamente y están exentos de discriminaciones entre quienes «merecen» o no nuestro amor altruista. Resulta que, al igual que la meditación sobre el amor altruista, la práctica de la presencia abierta genera asimismo un incremento importante de las ondas cerebrales en las frecuencias gamma, que va acompañado de una conectividad y una sincronización aumentadas entre distintas áreas cerebrales.

Es interesante observar que incluso cuando los practicantes experimentados están en estado de «reposo», es decir cuando no están formalmente meditando, se aprecia en ellos una activación de las ondas gamma superior a la que se des‐ cubre en los no practicantes. Además, un estudio realizado en Madison, en el laboratorio de Giulio Tononi, ha demostrado que en los meditadores que suman entre dos mil y diez mil horas de práctica, el incremento de las ondas gamma se mantiene durante su sueño profundo, con una intensidad proporcional al número de horas previamente dedicadas a la meditación.19 El hecho de que estos cambios persistan en esas personas en reposo y durante su sueño indica una transformación es‐ table de su estado mental habitual, incluso en ausencia de cualquier esfuerzo específico, como, por ejemplo, durante una sesión de meditación.20

El cerebro es modificado estructuralmente por la meditación

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Lo que hemos descrito hasta ahora demuestra que la meditación conlleva importantes modificaciones funcionales en el cerebro, es decir, que se observan cambios en la actividad de ciertas áreas cerebrales, debidos a la meditación en el curso de procesos cognitivos y afectivos bien definidos. Pero es igualmente importante demostrar que esos cambios van acom‐ pañados de modificaciones de la estructura del cerebro, es decir, del volumen de las áreas cerebrales afectadas, volumen que refleja la cantidad de neuronas presentes en esa área y el número de conexiones que esas neuronas establecen entre ellas. Esta predicción se halla en el centro de la teoría de la neuroplasticidad que predice que la actividad repetida de un área neuronal puede inducir cambios duraderos en la organización de esa área. Un primer estudio llevado a cabo por Sarah Lazar y sus colegas de la Universidad de Harvard ha demostrado que el volumen del córtex cerebral en quienes llevaban largo tiempo meditando, con una media de diez años de experiencia, había aumentado.21 En fecha más reciente, Britta Hölzel ha demostrado que los cambios estructurales se producían ya después de un período de ocho semanas de entrenamiento para la meditación sobre la plena conciencia. Observó un in‐ cremento de la concentración y del grosor de la sustancia gris en el hipocampo izquierdo (área vinculada al aprendizaje y al control emocional), así como en otras áreas del cerebro.22

Conectividad cerebral La conectividad cerebral permite comprender mejor las relaciones que mantienen las distintas áreas del cerebro en un proceso de regulación emocional. En el caso de la agresividad o del miedo, por ejemplo, una buena conectividad funcio‐ nal entre el córtex y la amígdala es indispensable para regular nuestras reacciones instintivas agresivas o atemorizadas en función de una evaluación justa de la situación. De nada sirve sentir pánico a la menor señal de alerta y agredir violenta‐ mente a todos los que nos rodean en cuanto las cosas no marchan como desearíamos. Ese tipo de reacciones irán en con‐ tra de la solicitud empática. Además, algunos trastornos graves, como la epilepsia y la esquizofrenia, están vinculados a defectos de conectividad. Así pues, una conectividad elevada parece ideal para un buen funcionamiento del cerebro y, en particular, para el desarrollo del altruismo y de la compasión. Ahora bien, el estudio de personas que han practicado durante mucho tiempo la meditación demuestra que la conecti‐ vidad estructural entre las distintas áreas del cerebro es en ellas superior a la que se mide en un grupo de control.23 Otro estudio ha puesto de manifiesto un incremento de la conectividad cerebral en el córtex después de sólo once horas de preparación a la meditación.24

La captación de las expresiones faciales estaría asociada a nuestro grado de empatía En el laboratorio de Paul Ekman, unos meditadores participaron en un experimento que permitía medir la facultad de identificar correctamente expresiones faciales que traducían emociones diversas. Se muestran en una pantalla una serie

de caras que expresan la alegría, la tristeza, la ira, el miedo, el asco o la sorpresa. Estas seis emociones son universales, biológicamente determinadas, y se expresan de la misma manera en todo el mundo. Se comienza por ver una cara neu‐ tra, luego la misma, que expresa una emoción y sólo permanece en la pantalla la trigésima parte de un segundo. La ex‐ presión emocional es nuevamente seguida por una expresión neutra. Esas imágenes pasan tan rápidamente que se nos pueden escapar con sólo que parpadeemos. El test consiste en identificar, en esa trigésima parte de un segundo, los sig‐ nos faciales de la emoción que acabamos de entrever. Estas «microexpresiones», como las llama Paul Ekman, son, en efecto, movimientos involuntarios que se producen a cada instante en nuestra vida cotidiana y funcionan como indicadores no censurados de nuestros sentimientos interio‐ res. La capacidad de reconocer esas expresiones faciales indica una disposición inusual a la empatía. El estudio de miles de sujetos permitió ver a Ekman que los más dotados para este ejercicio son también los más abier‐ tos, los más curiosos por las cosas en general y los más meticulosos. «Entonces —concluyó—, pensé que muchos años de experiencia en la meditación (que exigen tanta apertura de espíritu como rigor) deberían acrecentar la aptitud para llevar a cabo este ejercicio.» Y resultó que los dos meditadores experimentados que se sometieron al test pulverizaron los récords de reconocimien‐ to de los signos emocionales. Tanto uno como el otro obtuvieron resultados superiores a los de los cinco mil sujetos que se habían sometido al test previamente. «Lo hacen mejor que los policías, los abogados, los psiquiatras, los agentes de aduana, los jueces, e incluso los agentes de los servicios secretos», grupo que hasta entonces había demostrado ser el más preciso. «Da la impresión de que uno de los beneficios que les aportó su formación es una mayor receptividad a esos sig‐ nos sutiles del estado anímico de otro»,25 anotó Ekman.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Altruismo y control de las emociones

Es interesante observar que, según otros estudios, las personas que saben administrar mejor sus emociones se comportan de manera más altruista que las que son más emotivas.26 Enfrentados al sufrimiento de los otros, los emotivos se preocu‐ pan, de hecho más de sus propias reacciones (miedo, ansiedad, etc.). Un espíritu libre y sereno es más apto para conside‐ rar las situaciones dolorosas desde un punto de vista altruista que un espíritu continuamente perturbado por conflictos internos. Resulta, además, interesante observar que ciertos testigos de una injusticia o de una agresión se dedican más a perseguir, cubrir de improperios o incordiar al malhechor que a preocuparse por ayudar a la víctima.

Los beneficios de un entrenamiento a corto plazo sobre los comportamientos prosociales Otros experimentos científicos han demostrado asimismo que no era necesario ser un meditador muy entrenado para beneficiarse de los efectos de la meditación y que veinte minutos de práctica diaria durante algunas semanas inducían cambios significativos. Elen Weng, investigadora del laboratorio de Richard Davidson, comparó dos grupos: en uno, los participantes se en‐ tregaban durante sólo dos semanas, a razón de treinta minutos por día, a una meditación sobre el amor altruista, y en el otro, seguían un curso de «reevaluación cognitiva». Weng demostró que en el primer grupo se comprobaba un incre‐ mento de los comportamientos prosociales. Además, en tan sólo dos semanas de meditación sobre el amor altruista se observaba ya una disminución de la actividad de la amígdala, un área del cerebro asociada, en particular, a la agresivi‐ dad, la ira y el miedo.27 Utilizando un juego creado en la Universidad de Zúrich, que brinda la oportunidad de ayudar a otro participante a superar un obstáculo, con el riesgo de obtener una puntuación menos buena para uno mismo, Susanne Leiberg, Olga Klimecki y Tania Singer han demostrado que los participantes que hayan recibido un breve entrenamiento en la medita‐ ción sobre la compasión ayudaban más que los que habían recibido un entrenamiento destinado a mejorar la memoria (a fin de comparar los efectos de esta meditación con otro tipo de entrenamiento activo que no tiene nada que ver con el altruismo). Estas investigadoras han demostrado que el incremento de los comportamientos prosociales con personas desconocidas era proporcional a la duración del entrenamiento para la compasión, realizado de dos a cinco días antes.28

El hecho de que un entrenamiento relativamente corto tenga un efecto duradero permite augurar buenas posibilidades de poner en marcha entrenamientos semejantes en los establecimientos escolares y hospitalarios.

Efectos de la meditación sobre la salud mental En lo que respecta a la esquizofrenia, un estudio preliminar de los psicólogos David Johnson y Barbara Fredrickson ha permitido descubrir que los pacientes que durante cierto tiempo habían practicado la meditación sobre el amor altruista han sentido una paz y relajación mayores y se distraían menos de lo habitual durante las sesiones de meditación en gru‐ po, incluso si unos cuantos tuvieron dificultades ante la idea de enviar pensamientos benévolos a todos los seres. Los par‐ ticipantes han demostrado asimismo una disminución importante de sus afectos negativos y un incremento de la fre‐ cuencia y la intensidad de sus emociones positivas. Estos efectos subsistían tres meses después del experimento.29 Otros estudios han documentado el impacto positivo de la práctica de la «plena conciencia» sobre los síntomas de la ansiedad y la depresión, así como para la mejora del sueño y de la atención.30 Los psicólogos canadienses John Teasdale y Zindel Segal fueron los primeros en demostrar que en pacientes que habían padecido al menos tres crisis de depresión, seis meses de práctica sobre la plena conciencia asociada a una terapia cognitiva reducía en casi un 40 % los riesgos de una recaída el año que seguía a una depresión grave.31

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Efectos de la meditación sobre la benevolencia en la relación social

Tener relaciones sociales es una necesidad fundamental del hombre, y numerosos estudios demuestran los beneficios de la relación social sobre la salud mental y física. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, los cambios sociales vincula‐ dos al individualismo, al hecho de que un número cada vez mayor de personas vivan solas, ha conllevado una descon‐ fianza y alienación mayores. ¿Es posible reforzar nuestro sentimiento de pertenencia y conexión con quienes nos rodean? Conocemos la importan‐ cia que la confianza en otro tiene sobre la armonía social. La disminución de esa confianza va acompañada de prejuicios desfavorables para quienes no están incluidos en nuestro círculo próximo. Se han utilizado diversos métodos para redu‐ cir esos prejuicios. Algunos hacen hincapié en las consecuencias negativas de la discriminación;32 otros favorecen los contactos personales positivos con miembros de un grupo hacia el cual se tienen prejuicios desfavorables.33 Los investi‐ gadores se interesan actualmente por métodos que permitirían no sólo reducir las actitudes negativas, sino también au‐ mentar las positivas. Así, la psicóloga Cendri Hutcherson se interesó por la meditación budista sobre el amor altruista y ha podido demos‐ trar que una sola sesión de práctica de siete minutos aumentaba el sentimiento de pertenencia a la comunidad, la rela‐ ción social y las actitudes benévolas con personas desconocidas.34 Por otra parte, Yoona Kang, de la Universidad de Yale, ha demostrado que seis semanas de meditación sobre el amor altruista reducían considerablemente las discriminaciones hacia ciertos grupos (personas de color, sin techo, etc.).35

Atenuación de los aspectos desagradables del dolor físico Se sabe que el conocimiento anticipado de la gravedad o la inocuidad de lo que vamos a sentir desempeña un papel pre‐ ponderante en la experimentación del dolor, soportamos mejor los dolores cuya duración e intensidad son previsibles — lo que permite estar listos para recibirlos y administrarlos mejor— que los dolores imprevistos, aquellos cuya intensidad podría ir en aumento y cuya duración es desconocida. La apreciación del dolor depende, pues, en gran parte de nuestra actitud mental. Aceptamos, por ejemplo, los efectos dolorosos de un tratamiento médico cuando tenemos la esperanza de curarnos. Numerosas personas están dispuestas a donar sangre o un órgano para salvar la vida de un prójimo. El he‐ cho de dar así un sentido altruista al dolor nos otorga un poder sobre él y nos libera también del de​samparo y del senti‐ miento de impotencia.

¿Puede la meditación influir en nuestra percepción del dolor? Varios laboratorios de investigación se han dedicado a esta cuestión. Las investigaciones de David Perlman y Antoine Lutz en la Universidad de Madison han demostrado que cuando los contemplativos experimentados en la meditación entran en estado de presencia abierta y son luego sometidos a un dolor intenso, perciben ese dolor con la misma lucidez y agudeza que los sujetos no entrenados, pero el aspecto des‐ agradable del dolor ha disminuido considerablemente.36 Además, los meditadores aguerridos no presienten el dolor con ansiedad, como les ocurre a los sujetos no entrenados. Después de la sensación dolorosa, regresan más rápidamente a un estado emocional normal. Por último, se acostumbran al dolor con más rapidez que los principiantes.37 En el curso de esa meditación, el practicante observa simplemente el dolor sin interpretarlo, ignorarlo, rechazarlo o temerlo, en un estado de plena conciencia serena. Subjetivamente, la sensación conserva su intensidad, pero pierde su carácter repulsivo. Por su parte, Fadel Zeidan y sus colegas en la Universidad de Carolina del Norte han demostrado que después de sólo cuatro días de entrenamiento, a razón de veinte minutos diarios, los sujetos que entraban en meditación sobre la plena conciencia y luego eran expuestos al dolor consideraban, en promedio, ese dolor un 57 % menos desagradable y un 40 % menos intenso que los sujetos de un grupo de control, que no habían realizado ningún entrenamiento.38 Los estudios preliminares llevados a cabo por el equipo de Tania Singer en el Instituto Max Planck de Leipzig demues‐ tran que cuando los practicantes experimentados se embarcan en una meditación sobre la compasión por una persona que sufre y se los somete a ellos mismos a un dolor físico (una descarga eléctrica en la muñeca), la compasión por el otro atenúa notablemente la cualidad desagradable de su propio dolor.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La meditación puede frenar el envejecimiento de las células

Los telómeros son segmentos de ADN situados en la extremidad de los cromosomas. Aseguran la estabilidad de los ge‐ nes durante la división celular, pero son acortados cada vez que la célula se divide. Cuando la longitud del telómero dis‐ minuye por debajo de un umbral crítico, la célula deja de dividirse y entra gradualmente en un estado de senescencia.39 Pero los telómeros están protegidos por una enzima llamada telomerasa.40 Así, el envejecimiento de las células de nuestro cuerpo, nuestra salud y nuestra longevidad se ven afectados por la tasa de actividad de la telomerasa.41 Se ha observado que el estrés y el desamparo psicológico disminuyen la actividad de la telomerasa, acelerando así el envejecimiento y presagiando una morta​lidad prematura.42 Se ha demostrado asimismo que un cambio en el estilo de vida que conlleve una reducción del estrés puede traducirse en un aumento del 30 % de la actividad de la telomerasa.43 Un estudio realizado bajo la dirección de Cliff Saron, de la Universidad de Davies, en California, y llevado a cabo con treinta meditadores que habían practicado una media de seis horas diarias durante tres meses, en el curso del Shamata Project, dirigido por Alan Wallace, reveló que la actividad de la telomerasa era considerablemente más elevada al finali‐ zar los tres meses de práctica en los meditadores que en los miembros del grupo de control. Este estudio es el primero que pone de manifiesto una relación entre los cambios psicológicos positivos y altruistas inducidos por la meditación y la actividad de la telomerasa.44 Los investigadores han demostrado asimismo que quienes practican la meditación se bene‐ ficiaban de una mejor salud mental y encontraban más sentido a su existencia.

Aplicaciones prácticas de estas investigaciones Secularizadas y validadas científicamente, estas técnicas de meditación podrían, por ejemplo, ser integradas eficazmente al programa de educación de los niños —una especie de equivalente mental del curso de educación física— así como al tratamiento terapéutico de los problemas emocionales de los adultos. Cuando Daniel Goleman preguntó al Dalái Lama qué esperaba de esos experimentos, éste respondió: «Al ejercitar su espíritu, la gente puede volverse más tranquila y al‐ truista. Es lo que indican estos trabajos sobre el entrenamiento del espíritu según el budismo. Y éste es mi objetivo prin‐ cipal: no busco promover el budismo, sino más bien la manera como la tradición budista puede contribuir al bienestar de la sociedad. Huelga decir que, como budistas, nosotros meditamos sin cesar para el bien de todos los seres. Pero no so‐

mos sino seres humanos ordinarios, y lo mejor que podríamos hacer es cultivar nuestro propio espíritu». Es, pues, evi‐ dente, teniendo en cuenta la totalidad de esos trabajos que se siguen llevando a cabo activamente en numerosos labora‐ torios de alto nivel, que el altruismo y los comportamientos prosociales que genera pueden ser voluntariamente incre‐ mentados por una práctica meditativa regular. 40 Las ondas gamma tienen frecuencias de oscilación rápidas entre 25 y 42 hercios.

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22 Cómo cultivar el altruismo: meditaciones sobre el amor altruista, la compasión, la alegría y la imparcialidad Todos hemos experimentado, en grados diferentes, algún amor profundamente altruista por un ser querido o una com‐ pasión intensa por alguien que sufre. Algunos de nosotros somos por naturaleza más altruistas que otros, a veces hasta el heroísmo. Otros están más replegados en sí mismos y les cuesta considerar el bien de otro como un objetivo esencial, y más aún darle preferencia sobre su interés personal. De manera general, incluso si hay pensamientos altruistas que atraviesan nuestro espíritu, son fluctuantes y no tardan en ser sustituidos por otros, simples pensamientos vagabundos o estados mentales más conflictivos como la ira y los ce‐ los. Si queremos realmente integrar en nosotros el altruismo y la compasión, debemos cultivar esas cualidades en perío‐ dos largos, anclarlas en nuestro espíritu, mantenerlas y reforzarlas hasta que habiten de forma duradera en nuestro paisa‐ je mental. Meditar es familiarizarse con una nueva manera de ser, y es también cultivar cualidades que permanecen en estado latente mientras no se haga el esfuerzo de desarrollarlas. La meditación es una práctica que permite cultivar esas cualida‐ des de la misma manera que otras formas de entrenamiento nos permiten aprender a leer, a tocar un instrumento musi‐ cal o adquirir cualquier otra aptitud cuyo potencial tenemos.1 Es, en fin, una manera de considerar a los otros y al mun‐ do que nos rodea.41 Si, por ejemplo, percibimos el mundo como un lugar hostil y al otro como un adversario siempre dispuesto a aprove‐ charse de nosotros, nuestra relación con los otros estará impregnada de miedo y desconfianza. Si consideramos el mun‐ do como un lugar acogedor y a los otros como personas benévolas a priori, abordaremos nuestra vida cotidiana impreg‐ nados por esta visión cálida. Alimentados por el sentimiento de pertenecer a la gran familia humana, consideraremos a los otros como esencialmente idénticos a nosotros en su deseo de ser felices y no sufrir. En cambio, si nos consideramos como una entidad fundamentalmente separada de quienes nos rodean, y miramos a los otros como simples instrumen‐ tos de nuestro bienestar, nuestra relación con el otro será marcadamente egocéntrica.

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La preparación para la meditación Las circunstancias de la vida cotidiana no siempre son favorables para meditar. Nuestro tiempo y nuestro espíritu están ocupados por toda clase de actividades y preocupaciones. De ahí que, al principio, es necesario comenzar a meditar en un lugar tranquilo y asegurarnos de que el tiempo que reservamos a la meditación, incluso si es corto, no sea interrumpi‐ do por otras preocupaciones.

Una postura física apropiada Durante las sesiones de meditación formal, la postura física influye en el estado mental. Si es demasiado relajada, tendre‐ mos muchas posibilidades de caer en el letargo y la somnolencia. En cambio una postura demasiado rígida y tensa corre el riesgo de generar agitación mental. Hay que adoptar, pues, una postura cómoda y equilibrada. Podemos sentarnos con las piernas cruzadas en la postura llamada «del loto» o, si ésta resulta demasiado difícil, sentarse simplemente con las piernas cruzadas. Las manos reposan una sobre la otra en el regazo, en el gesto de la ecuanimidad, la mano derecha sobre

la izquierda. La columna vertebral debe estar bien recta y la mirada dirigida hacia delante o ligeramente hacia abajo, los ojos muy abiertos o entornados. Aquellos a quienes les cueste permanecer sentados con las piernas cruzadas pueden me‐ ditar en una silla o en un cojín alto. Lo esencial es mantener una posición equilibrada, con la espalda recta.

Motivación Cuando comenzamos a meditar, como para cualquier otra actividad que realicemos, resulta esencial verificar nuestra motivación. Es esa motivación, altruista o egoísta, vasta o limitada, la que da una dirección buena o mala a nuestra medi‐ tación y a todos nuestros actos.

Estabilizar nuestro espíritu

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Para cultivar el amor altruista y la compasión, nuestro espíritu debe estar disponible y concentrado. Ahora bien, a menu‐ do es inestable, caprichoso, bamboleado entre la esperanza y el miedo, ocupado por una palabrería interior de la que apenas somos conscientes. Debemos, pues, esforzarnos por volverlo más libre, claro y atento. Dominar el espíritu no sig‐ nifica imponerle obligaciones suplementarias, sino liberar​lo del dominio de los automatismos mentales y las turbulencias interiores. En un primer momento, la práctica de la meditación pondrá pues la mira en calmar el torbellino de los pensa‐ mientos. Con este fin, mejoraremos nuestro poder de con​cen​tración tomando un soporte simple y siempre disponible: el vaivén de nuestra respiración. Respiramos calmada y naturalmente. Concentramos toda nuestra atención en los movimientos del aliento. Observa‐ mos la sensación que crea el paso del aire en las fosas nasales cuando espiramos. Advertimos el momento en el que el aliento está suspendido entre la espiración y la inspiración siguiente. Al inspirar, nos concentramos de nuevo en el lugar por donde sentimos que pasa el aire. Mantenemos esa concentración fuera del ciclo siguiente y así sucesivamente, respi‐ ración tras respiración, sin tensión pero tampoco sin relajarnos al punto de caer en una semisomnolencia. La conciencia de la respiración debe ser límpida y serena. Cuando nos damos cuenta de que nos hemos distraído, retomamos simplemente la observación de la respiración. No intentamos detener los pensamientos; simplemente evitamos alimentarlos y los dejamos atravesar el campo de nuestra conciencia como el ave pasa por el cielo sin dejar huellas. Todo entrenamiento implica esfuerzos y todo cambio tropieza con resistencia. Tendremos, pues, que aprender a supe‐ rar los obstáculos que se oponen a la meditación, entre los cuales figuran la agitación mental y su contrario, el letargo, así como la falta de determinación. Debemos equilibrar nuestros esfuerzos, de manera que no estemos ni demasiado tensos ni demasiado relajados. Vale más meditar regularmente durante períodos cortos que efectuar de vez en cuando sesiones largas. Podemos, por ejemplo, dedicar veinte minutos cada día a la meditación y aprovechar las pausas en nuestras actividades para reavivar, aunque sólo sea unos minutos, la experiencia que hayamos adquirido durante nuestra práctica formal. Nuestra asiduidad no debe depender del humor del momento, lo importante es perseverar.

Meditación sobre el amor altruista Para meditar sobre el amor altruista, hay que comenzar por ser conscientes de que en lo más profundo de nosotros mis‐ mos tememos el sufrimiento y aspiramos a la felicidad. Esta etapa es particularmente importante para quienes tienen una imagen negativa de ellos mismos o han sufrido mucho y piensan que no están hechos para ser felices (véase el capí‐ tulo 26 «Sentir odio o compasión por uno mismo»). Generamos una actitud cálida, tolerante y benévola con nosotros mismos; decidimos que, en adelante, para nosotros no queremos sino el bien. Una vez reconocida esta aspiración, debemos admitir luego que es compartida por todos los seres. Reconocemos nuestra humanidad común. Tomamos conciencia de nuestra interdependencia. La camisa que llevamos puesta, el vaso en el que bebemos, la casa donde vivimos, todo eso no es posible sino gracias a la actividad de un sinnúmero de otros

seres. El objeto más simple de nuestra vida cotidiana está como impregnado por la presencia de otro. Reflexionemos so‐ bre el origen de la hoja de papel blanco en la que escribimos. Según Greg Norris, que estudia el «ciclo de vida» de los productos manufacturados, al menos treinta y cinco países están implicados en la fabricación2 de una hoja de papel. Imaginemos al leñador que cortó el árbol, al obrero en su fábrica, al transportista en su camión, a la vendedora en su mostrador; como nosotros, tienen una vida llena de alegrías y sufrimientos, parientes y amigos. Todos comparten nues‐ tra humanidad; ninguno de ellos desea sufrir. Esta toma de conciencia nos debe llevar a sentirnos más cercanos a todos esos seres, a experimentar empatía con ellos, a sentirnos afectados por su destino y a desearles el bien.

Centremos primero nuestra meditación en un ser querido Es más fácil comenzar a entrenarnos en el amor altruista pensando en alguien que nos es querido. Imaginemos un niño que se nos acerca y nos mira alegre, confiado y lleno de inocencia. Le acariciamos la cabeza, lo contemplamos con ternu‐ ra y lo tomamos en nuestros brazos, al tiempo que experimentamos un amor y una benevolencia incondicionales. Dejé‐ monos impregnar enteramente por ese amor que no quiere sino el bien de ese niño. Permanezcamos unos instantes en la plena conciencia de ese amor, sin otra forma de pensamiento.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Extender nuestra meditación

Extendamos luego esos pensamientos benévolos a quienes conocemos menos. También ellos desean ser felices, incluso si a veces son torpes en sus intentos por escapar al sufrimiento, Vayamos más lejos; incluyamos en esa benevolencia a quie‐ nes nos han hecho daño, y a quienes perjudican a la humanidad en general. Eso no significa que les deseemos éxito en sus obras malévolas; hacemos simplemente votos para que abandonen su odio, su crueldad o su indiferencia, y se vuel‐ van benévolos, preocupados por el bien del otro. Lancemos sobre ellos la mirada que lanza un médico sobre sus pacien‐ tes más gravemente enfermos. Por último, abracemos a la totalidad de los seres sensibles en un sentimiento de amor ilimitado.

La compasión La compasión es la forma que toma el amor altruista cuando es enfrentado al sufrimiento del otro. Para eso hay que sen‐ tirse interesado por el destino del otro, tomar conciencia de su sufrimiento, desear que se libere de él y estar dispuesto a actuar en ese sentido. Para generar la compasión, imaginemos que un ser querido es, una noche, víctima de un accidente en la carretera y yace herido en el arcén, presa de terribles dolores. El socorro tarda en llegar y no sabemos qué hacer. Sentimos intensa‐ mente el sufrimiento de ese ser querido como si fuera nuestro, mezclado con un sentimiento de angustia e impotencia. Ese dolor nos atenaza en lo más profundo de nosotros mismos, hasta el punto de resultar insoportable. En ese momento, tratemos de experimentar un inmenso sentimiento de amor hacia esa persona. Tomémosla tierna‐ mente en nuestros brazos e imaginemos que de nosotros emanan ondas de amor y se vierten sobre ella. Visualicemos que cada átomo de su sufrimiento es sustituido ahora por un átomo de amor. Desde lo más hondo de nuestro corazón deseemos que dicha persona sobreviva, se cure y deje de sufrir. Enseguida, extendamos esa compasión cálida a otros seres que nos sean queridos, y luego, poco a poco, a la totalidad de los seres, formulando desde el fondo del corazón este deseo: «Ojalá que todos los seres pudieran liberarse del sufri‐ miento y de las causas de sus sufrimientos».

La alegría del bien ajeno, la celebración y la gratitud En este mundo hay seres que poseen inmensas cualidades, otros que colman a la humanidad de beneficios y cuyas accio‐ nes se ven coronadas por el éxito. Alegrémonos sinceramente de sus éxitos, deseemos que sus cualidades no desfallezcan,

sino que, por el contrario, perduren y se acrecienten. Esta facultad de celebrar los mejores aspectos del otro es un antído‐ to contra la envidia y los celos, que reflejan la incapacidad de alegrarse de la felicidad del otro. Es también un remedio contra el desaliento y la visión sombría y desesperada del mundo y de los seres. Si la alegría del bien ajeno se considera una virtud cardinal en el budismo, la encontramos también en Occidente; en David Hume, por ejemplo, cuando escribe: Con frecuencia elogiamos acciones virtuosas realizadas en épocas y países remotos. Ni siquiera los más grandes es‐ fuerzos de la imaginación permiten descubrir en ello la menor traza de interés personal, ni de revelar un vínculo cual‐ quiera entre nuestra felicidad actual y acontecimientos tan profundamente alejados de nosotros.3 Esta apreciación y estos elogios son fundamentalmente desinteresados; no podemos esperar nada a cambio, no tene‐ mos de qué enorgullecernos ni ningún miedo de ser criticados si no nos alegramos; en pocas palabras, nuestros intereses personales no cuentan en absoluto en esos casos. Debido a que está dirigida hacia el otro, esta alegría constituye un terreno fértil para el altruismo. Esta apreciación sin reserva de la felicidad del otro lleva también a desear que esa felicidad dure y se acreciente. «Amar —decía Leibniz— es alegrarse de la felicidad de otro […], es convertir la felicidad de otro en nuestra propia feli​cidad».4 Su contrario, el despe‐ cho al pensar en las cualidades de otro, sólo tiene inconvenientes; al igual que los celos, me hace infeliz y no me aporta nada, ni siquiera una fracción de la felicidad, de las posesiones o de las cualidades de la persona a la que envidio. La alegría puede ir acompañada de gratitud cuando se dirige a quienes han sido benévolos con nosotros. Los psicólo‐ gos han puesto de manifiesto los efectos benéficos de la gratitud. Refuerza los comportamientos prosociales y los lazos afectivos; aumenta el bienestar, disminuye la envidia y las actitudes malévolas.5 El budismo nos anima a extender esta gratitud a todos los seres, en primer lugar a nuestros padres, que nos dieron la vida y nos alimentaron y protegieron cuando éramos incapaces de ocuparnos de nosotros mismos; y a todos quienes contribuyeron a nuestra educación y nos rodearon de afecto y solicitud, en particular a los amigos espirituales que nos mostraron el camino hacia la libertad interior.

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La imparcialidad La imparcialidad es el complemento esencial de las tres meditaciones precedentes. El deseo de que todos los seres sean liberados del sufrimiento y de sus causas debe, en efecto, ser universal, y no debe depender de nuestras preferencias o de la manera como los otros nos tratan. Seamos como el médico que se alegra de que los otros tengan buena salud y se preocupa por la curación de todos sus pacientes, sea cual sea el comportamiento de éstos. Como el sol que brilla igual‐ mente sobre los buenos y sobre los malos, la imparcialidad permite extender a todos los seres, sin distinción, el amor al‐ truista, la compasión y la alegría que hemos cultivado en las meditaciones precedentes.

Cómo combinar estas cuatro meditaciones Cuando meditamos sobre el amor altruista, puede ocurrir que nuestra atención se extravíe y se aferre sólo a las personas que queremos. Será el momento de pasar a la meditación sobre la imparcialidad, para extender este amor a todos, pa‐ rientes, desconocidos o enemigos. Puede ocurrir entonces que la imparcialidad se convierta en indiferencia: en lugar de sentirnos afectados por todos los seres, nos distanciamos de ellos y dejamos de interesarnos por su destino. Es el momento de pensar en quienes sufren y cultivar una compasión sincera. A fuerza de pensar continuamente en los sufrimientos que afligen a los otros, podemos ser invadidos por un senti‐ miento de impotencia, desaliento o incluso de​sesperación, y sentirnos superados por la enormidad de la tarea. Entonces hay que alegrarse pensando en todos los que tienen más cualidades y éxitos que nosotros. Si esta alegría llegara a convertirse en una euforia ingenua, pasaremos de nuevo al amor altruista. Y así sucesivamente.

Al término de la sesión, regresemos unos instantes a nuestra visión del mundo; contemplemos nuevamente la interde‐ pendencia de todas las cosas, tratemos de cultivar una percepción más justa, menos egocéntrica de la realidad. Com‐ prendamos que los fenómenos son impermanentes, interdependientes, y por eso desprovistos de la existencia autónoma que les atribuimos habitualmente. Así tendremos más libertad en nuestra manera de percibir el mundo. Meditemos so‐ bre los siguientes versículos del maestro budista Chandrakirti: Como la estrella fugaz, el espejismo, la llama, la ilusión mágica, la gota de rocío, la burbuja en el agua, como el sueño, el relámpago o la nube: considera así todas las cosas. Intentemos permanecer unos instantes en la plena conciencia del momento presente, en un estado de simplicidad na‐ tural, en el que el espíritu no esté demasiado ocupado por los pensamientos discursivos. Antes de retomar el curso de nuestras actividades, concluyamos con deseos que permitan construir un puente entre la meditación y la vida cotidiana. Para hacerlo, dediquemos sinceramente los beneficios de la meditación a todos los seres, pensando: «Ojalá que la energía positiva generada no sólo por esta meditación, sino también por todas mis obras, pala‐ bras y pensamientos benévolos, pasados, presentes y futuros, pueda contribuir a aliviar los sufrimientos de los seres, a corto y largo plazo».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Cambiar la propia felicidad por el sufrimiento del otro

Para desarrollar la compasión, el budismo ha recurrido a una visualización particular que consiste en intercambiar men‐ talmente, a través de la respiración, el sufrimiento de otro por nuestra felicidad, y en desear que nuestro sufrimiento sus‐ tituya al de los otros. Tal vez pensemos que ya tenemos demasiados problemas y que sería excesivo pedir que encima car‐ guemos con el sufrimiento del otro. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. La experiencia demuestra que cuando asumi‐ mos mentalmente el sufrimiento del otro por la compasión, no sólo no aumenta nuestro propio sufrimiento, sino que, por el contrario, éste disminuye. La razón es que el amor altruista y la compasión son los antídotos más poderosos contra nuestros propios tormentos. ¡Es, pues, una situación de la que se beneficia todo el mundo! En cambio, la contemplación de nuestros propios dolores, reforzada por la constante cantilena del «yo, yo, yo» que resuena espontáneamente en noso‐ tros, va minando nuestro valor y no hace sino aumentar nuestra vulnerabilidad. Empecemos por sentir un amor profundo por una persona que ha sido muy benévola con nosotros. Luego imagine‐ mos que ese ser sufre enormemente. Mientras nos invade un sentimiento de empatía dolorosa ante su sufrimiento, deje‐ mos que surja en nosotros un poderoso sentimiento de amor y de compasión y comencemos la práctica llamada del intercambio. Consideremos que en el momento en que espiramos, junto con nuestro aliento enviamos a ese ser querido toda nues‐ tra felicidad, nuestra vitalidad, nuestra buena suerte, nuestra salud, etc., bajo la forma de un néctar refrescante, luminoso y calmante. Deseemos que reciba esos beneficios sin ninguna reserva, y pensemos que ese néctar colma todas sus necesi‐ dades. Si su vida está en peligro, imaginemos que se ha prolongado; si está en la indigencia, que consigue todo lo que le falta; si está enfermo, que se cura, y si es infeliz, que encuentra la felicidad. Al inspirar, pensemos que estamos inhalando, bajo la forma de una masa negruzca, todos los sufrimientos físicos y mentales de ese ser, y pensemos también que este intercambio le alivia sus tormentos. Imaginemos que sus sufrimientos vienen hacia nosotros como una bruma traída por el viento. Cuando hayamos absorbido, transformado y eliminado sus males, sentiremos una gran alegría, libre de toda forma de atadura. Repitamos esta práctica varias veces, hasta que se convierta en una segunda naturaleza. Después, extendamos gradualmente esta práctica de intercambio a otros seres co‐ nocidos, y luego a la totalidad de los seres. Según una variante de esta práctica, cuando espiramos, pensamos que nuestro corazón es una brillante esfera lumino‐ sa de la que emanan rayos de luz blanca que llevan nuestra felicidad a todos los seres a lo largo y ancho del mundo. Cuando aspiramos, inhalamos sus tormentos bajo la forma de una nube densa y sombría que penetra en nuestro corazón y se disuelve en la luz blanca sin dejar huellas.

O bien imaginemos que nos multiplicamos en una infinidad de formas que llegan hasta los confines del universo, se hacen cargo de los sufrimientos de todos los seres con los que se topan y les regalan su felicidad; que nos transformamos en ropa para quienes tienen frío, en alimentos para los hambrientos o en refugio para los sin techo. Se podrá terminar la sesión leyendo o recitando estos versos de Shantideva: Ojalá pueda ser yo un protector para los abandonados, un guía para los que caminan, una embarcación, una barca, un puente para quienes quieren pasar a la otra orilla. Ojalá pueda ser una isla para quienes necesitan hacer una escala, una lámpara para quienes necesitan luz, un lecho para quienes quieren descansar, un servidor para quienes necesitan ser servidos. ¡Ojalá pueda ser la piedra milagrosa, la vasija del gran tesoro, la fórmula mágica, la panacea universal, el árbol que satisface los deseos, la vaca de la ubre inagotable! Como la tierra y los otros elementos que sirven para miles de usos de los seres innumerables, en todo el espacio infinito, ojalá pueda, de mil maneras, ser útil a los seres que pueblan este espacio, hasta que estén todos libres del sufrimiento.6 Esta práctica permite asociar la respiración al desarrollo de la compasión. Puede ser utilizada en cualquier momento de la vida cotidiana, particularmente cuando nos vemos enfrentados a los sufrimientos de otro o incluso a nuestros pro‐ pios sufrimientos. Cuando sufrimos, comprendemos que, aunque el sufrimiento sea en sí mismo indeseable, eso no significa que no po‐ damos utilizarlo de manera beneficiosa. Como explica el Dalái Lama: «Un sufrimiento profundo puede abrirnos el espí‐ ritu y el corazón, y abrirnos a los otros». Pensemos:7 «Hay otros que están afligidos por penas comparables a las mías, e incluso peores. ¡Cómo me gustaría que también pudieran liberarse de ellas!» Las distintas meditaciones arriba descritas pueden ser practicadas de dos maneras complementarias: en el curso de sesiones regulares de práctica y al realizar tareas de la vida cotidiana. Podemos particularmente mantener la plena con‐ ciencia de nuestros gestos y nuestras sensaciones mientras hacemos labores simples como lavar la vajilla o la ropa, mien‐ tras caminamos por la calle, observando escenas de la vida de todos los días. En particular, y para permitir que el altruis‐ mo esté más presente en nuestros pensamientos, podemos desear interiormente, en cualquier momento, que aquellos con quienes nos cruzamos a diario sean felices y queden libres de todo sufrimiento. Así, poco a poco, el amor altruista, la compasión, la plena conciencia y otras cualidades desarrolladas por la meditación acabarán plenamente integradas en nuestra manera de ser.

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41 Etimológicamente, las palabras sánscrita y tibetana traducidas en castellano por ‘meditación’ son, respectivamente bhavana (‘cultivar’) y gom pa (‘familiarizarse’).

V Las fuerzas contrarias Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com

23 El egocentrismo y la cristalización del ego ¿Cuáles son las fuerzas que se van a oponer al altruismo, y cómo contrarrestarlas? Son éstas dos preguntas fundamenta‐ les cuya respuesta es preciso conocer para contribuir al desarrollo del altruismo y de la sociedad. Lo que se opone directamente al altruismo es el egocentrismo. En primer lugar intentaremos, pues, identificar la natu‐ raleza y las manifestaciones de ese egocentrismo e ir hasta sus fuentes, es decir, la formación del concepto de ego y del apego que le tenemos. Mostraremos que a medida que el egocentrismo va cavando un foso entre uno mismo y el otro, la noción de pertenencia a un grupo particular (familia, etnia, religión, pueblo, ciudad, país, club de fútbol, etc.) va per‐ diendo una importancia cada vez mayor en detrimento de la solidaridad y del valor concedido a otro. Este proceso nos lleva a definir, consciente o inconscientemente, grupos diferentes de personas más o menos próximas a él.1 Las divisiones así establecidas no son anodinas; conducen a discriminaciones. Numerosos estudios psicológicos han demostrado que el individuo tiene la tendencia a dar sistemáticamente preferencia a los miembros de su grupo, descui‐ dando así la preocupación por la equidad. El repliegue sobre sí mismo que acompaña al egocentrismo conduce de mane‐ ra natural a una merma de la empatía y del altruismo. La influencia del egocentrismo puede culminar en el recurso a la violencia para satisfacer los propios deseos o perjudicar a sabiendas a los otros.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La formación del «Yo» y la cristalización del ego

Al mirar hacia el exterior, solidificamos el mundo proyectando sobre él atributos —buenos o malos, hermosos o feos, deseables o repulsivos— que no le son en absoluto inherentes. Al mirar hacia el interior, fijamos la corriente de la con‐ ciencia imaginando un «Yo» que dominaría en el corazón de nuestro ser. Damos por descontado el hecho de percibir las cosas tal como son y raras veces ponemos en duda esta opinión. Nos ocupamos permanentemente de lo que es efímero, y percibimos como entidades autónomas lo que en realidad es una red infinita de relaciones que no cesan de cambiar. Nuestros conceptos fijan las cosas en entidades artificiales y perdemos nuestra libertad interior, como el agua pierde su fluidez cuando se transforma en hielo. La psicología de la primera infancia estudia cómo el recién nacido aprende a conocer el mundo, a situarse poco a poco con relación a los otros. Hacia la edad de un año, el niño empieza a comprender que los otros son distintos de él, que el mundo no es una simple extensión de él mismo y que puede actuar sobre él. Hemos visto que a partir de la edad de die‐ ciocho meses el niño comienza a reconocerse en un espejo y adquiere la conciencia de sí mismo. Aunque nuestro cuerpo esté sometido cada instante a transformaciones y nuestro espíritu sea el teatro de innumera‐ bles experiencias emocionales y conceptuales, concebimos el «Yo» como una entidad única, constante y autónoma. La simple percepción de un «Yo» se ha cristalizado ahora en un sentimiento mucho más fuerte, el ego. Sentimos, además, que este ego es vulnerable, y queremos protegerlo y satisfacerlo. Así se manifiesta la aversión hacia todo cuanto lo ame‐ naza, la atracción por todo cuanto le agrada y lo reconforta. Esos dos estados mentales dan origen a una multitud de emociones conflictivas: la animosidad, el deseo compulsivo, la envidia, etc.

Las distintas facetas de nuestra identidad El sentimiento de identidad personal comporta tres aspectos: el Yo, la persona y el ego.2 El Yo vive en el presente; es el que piensa «yo tengo hambre», o «yo existo». Es el lugar de la conciencia, de los pensamientos, del juicio y de la voluntad. Es la experiencia de nuestro estado actual. Como explica el neuropsiquiatra David Galin,3 la noción de persona es más amplia, es un contínuum dinámico exten‐

dido en el tiempo, que integra diversos aspectos de nuestra existencia en los planos corporal, mental y social. Sus fronte‐ ras son más imprecisas: la persona puede referirse al cuerpo («tener buen aspecto»), a sentimientos íntimos (un «senti‐ miento muy personal»), al carácter (una «buena persona»), a las relaciones sociales («separar su vida personal de su vida profesional»), o al ser humano en general (el «respeto a la persona»). Su continuidad en el tiempo nos permite relacionar las representaciones de nosotros mismos que pertenecen al pasado con las que atañen al futuro. Recurrir a la noción de persona es perfectamente legítimo si se considera ésta como un concepto práctico que permite designar la historia de nuestra experiencia vivida, es decir, el conjunto de las relaciones dinámicas entre la conciencia, el cuerpo y el entorno. Queda el ego. De manera espontánea pensamos que constituye el núcleo mismo de nuestro ser. Lo concebimos como un todo indivisible y permanente que nos caracteriza desde la infancia hasta la muerte. El ego no es solamente la suma de «mis» miembros, «mis» órganos, «mi» piel, «mi» nombre, «mi» conciencia, sino su propietario. El célebre «Pienso, luego existo» de Descartes, que hace de la existencia de un «Yo» distinto una condición del pensamiento, consolidó pro‐ fundamente en el pensamiento occidental la creencia en un «Yo» separado del mundo. Ahora bien, el hecho de pensar no prueba nada en cuanto a la existencia de una entidad individual, simplemente da testimonio del hecho de que la corrien‐ te de nuestra conciencia tiene, por naturaleza, la capacidad de experimentar el mundo y experimentarse a sí misma. En términos budistas, se dirá que la cualidad «luminosa» de la conciencia, que permite esta experiencia, no necesita la pre‐ sencia de una entidad autónoma subyacente. La experiencia pura no puede ser cosificada en una entidad cualquiera. El Yo, en particular, no es otra cosa que el contenido actual de nuestro flujo mental, que cambia a cada instante. No basta, en efecto, con percibir algo, o tener una idea de una cosa, para que esté dotada de existencia: percibimos perfecta‐ mente un espejismo o una ilusión óptica, ambas desprovistas de realidad. La idea de que el ego podría no ser sino un concepto va contra la intuición de la mayoría de los pensadores occidenta‐ les. Descartes, nuevamente, es formal: «Cuando considero mi espíritu, es decir, a mí mismo en cuanto soy solamente una cosa que piensa, no puedo distinguir en ella ninguna parte, pero me concibo como una cosa sola y entera».4 Indiscutible‐ mente, tenemos la percepción instintiva de un ego unitario, que constituye una entidad distinta. Ahora bien, el simple hecho de percibirlo no prueba en absoluto la presencia de una entidad tal como la imaginaba Descartes. En efecto, cuan‐ do se intenta precisar la naturaleza de esa entidad, es imposible tocarla con el dedo y atribuirle cualidades de autonomía y singularidad.5

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En busca del ego Si el ego existiera en tanto que entidad distinta, deberíamos ser capaces de describir esa entidad de manera suficiente‐ mente clara para confirmarnos que es algo más que un simple concepto. Podemos preguntarnos en particular: «¿Dónde se encuentra el ego?» No puede estar únicamente en mi cuerpo, pues cuando digo: «Soy orgulloso», es mi conciencia la que es orgullosa, no mi cuerpo. ¿Se encuentra entonces únicamente en mi conciencia? Dista mucho de ser evidente. Cuando digo: «Alguien me ha empujado», ¿es mi conciencia la que ha sido empujada? Por supuesto que no. Evidente‐ mente el ego no puede encontrarse fuera del cuerpo y de la conciencia. Al continuar con este examen lógico, nos damos cuenta de que el ego no reside en ninguna parte del cuerpo, pero tampoco está difundido en su totalidad. ¿Sería simple‐ mente la suma de sus partes, su estructura y su continuidad? En este caso, ya no se puede hablar de entidad. Nos agrada pensar que el ego está asociado a la conciencia. Pero esta conciencia es, también ella, un flujo inasible: el pasado está muerto, el futuro aún no ha nacido y el presente no dura. ¿Cómo podría el ego, considerado una entidad dis‐ tinta, existir suspendido entre algo que ya no existe y algo que todavía no existe? Ninguna de estas posibilidades nos lleva a descubrir una entidad unitaria. Cuanto más intentemos cercar al ego, más se nos escapará. La única conclusión posible es que el ego no es sino una designación mental fijada a un proceso dinámi‐ co, un concepto útil que nos permite vincular un conjunto de relaciones cambiantes que integran percepciones del en‐ torno, sensaciones, imágenes mentales, emociones y pensamientos. Tenemos, en efecto, una tendencia innata a simplificar los conjuntos complejos para transformarlos en «entidades» y a inferir que esas entidades son duraderas. Es más fácil funcionar en el mundo dando por descontado que la mayor parte de nuestro entorno no cambia de minuto en minuto, y tratando la mayoría de las cosas como si fueran casi constantes.

Yo perdería cualquier concepción de lo que es «mi cuerpo» si lo percibiera como un torbellino de átomos que no perma‐ nece nunca idéntico a sí mismo ni siquiera una millonésima de segundo. Pero olvido demasiado rápido que la percep‐ ción ordinaria de mi cuerpo y de los fenómenos que me rodean no es sino una aproximación, y que en realidad todo cambia a cada instante. La percepción errónea de mi cuerpo como una entidad que permanece más o menos idéntica a sí misma y está separada del mundo es una simplificación útil en nuestra experiencia cotidiana. Pero es importante com‐ prender que no se trata sino de una percepción, reforzada por una necesidad práctica, que luego se ha confundido con la realidad. Lo mismo ocurre con el ego, cuya percepción, reforzada por la costumbre, no es otra cosa que una construcción mental. También el budismo concluye que el ego no es inexistente —constantemente lo experimentamos—, pero que sólo exis‐ te como ilusión. En este sentido, el budismo dice que el ego (el «Yo» percibido como una entidad) está «desprovisto de existencia autónoma y permanente». El ego es parecido a un espejismo examinado superficialmente y visto de lejos, el espejismo de un lago parece real, pero cuando nos acercamos, nos costará mucho encontrar agua en él.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Las caras frágiles de la identidad

La idea de nuestra identidad, de nuestra imagen, de nuestro estatus en la vida, está profundamente anclada en nuestro espíritu e influye continuamente en nuestras relaciones con los otros. Cuando una discusión presenta mal cariz, no es tanto el tema de la discusión lo que nos importa y contraría, sino el hecho de que se ponga en tela de juicio nuestra iden‐ tidad. Cualquier palabra que amenace la imagen que tenemos de nosotros mismos nos resulta insoportable, mientras que el mismo calificativo aplicado a otra persona nos preocupa poco. Si tenemos una imagen muy sólida de nosotros mismos intentaremos constantemente asegurarnos de que sea reconocida y aceptada. Nada resulta más penoso que verla puesta en tela de juicio. Pero ¿cuánto vale esa identidad? Es interesante observar que «personalidad» viene de persona, que en latín significa ‘máscara’. La máscara «a través» de la cual (per) el actor hace «resonar» (sonat) su papel.6 Mientras que el actor sabe que lleva una máscara, nosotros olvidamos a menudo distinguir entre el papel que desempeñamos en la sociedad y nuestra verdadera naturaleza. Nos agrada hablar del papel familiar y social de un individuo. El papel de una madre o de un padre, el papel del geren‐ te de una empresa o de un artista en la sociedad. Ahora bien, al hacer esto se opera un deslizamiento constante y sub‐ consciente entre la idea de una función particular —pianista, deportista, profesor— y la identificación de la persona con esa función hasta el punto de que ésta acaba por definir al individuo y nos aleja de nuestro humanitarismo fundamental, que compartimos con todos nuestros semejantes. Al aferrarnos al universo confinado de nuestro ego, tendemos a preocuparnos únicamente por nosotros mismos. Cualquier contrariedad nos perturba y nos de​sanima. Estamos obsesionados por nuestros éxitos, nuestros fracasos, nuestras esperanzas e inquietudes; la felicidad tiene entonces todas las posibilidades de escapársenos. Si el ego no es sino una ilusión, liberarse de él no supone extirpar el corazón de nuestro ser, sino simplemente abrir los ojos. Abandonar esa fijación en nuestra imagen equivale a ganar una gran libertad interior. Por miedo al mundo y a los otros, por miedo a sufrir, nos imaginamos que, replegándonos en el interior de una burbu‐ ja, la del ego, estaremos protegidos. No obstante, nos encontramos así en una relación falsa con la realidad, porque so‐ mos fundamentalmente interdependientes con los seres y con nuestro entorno. Cuando dejamos de considerar nuestro Yo como la cosa más importante del mundo, nos sentimos más fácilmente in‐ teresados por los otros. La vista de sus sufrimientos suscita de manera más espontánea nuestro valor y nuestra determi‐ nación de actuar u obrar por su bien.

Del «Yo» al «mío» A medida que el «Yo» se refuerza y cristaliza en «ego», el «mío» hace lo mismo. El Dalái Lama ilustra así el apego al sen‐ timiento de lo «mío»: usted contempla un magnífico jarrón de porcelana en un escaparate. Un vendedor torpe lo deja

caer. Usted suspira: «¡Qué lástima, un jarrón tan hermoso!» y sigue tranquilamente su camino. Ahora imagínese que al‐ guien le ha regalado ese jarrón, que usted lo ha puesto en la repisa de su chimenea y que se cae y se hace añicos. Entonces exclamará horrorizado: «¡Mi jarrón se ha roto!» y quedará profundamente afectado. Sin embargo, la única diferencia es la etiqueta de «mío» que usted le ha pegado al jarrón.

¿Qué hacer con el ego? A diferencia del budismo, los métodos de la psicología se dedican poco a relativizar la importancia del ego, y menos aún a poner fin a la ilusión de su existencia. El intento por poner en tela de juicio la noción de ego tal como se ha desarrolla‐ do en Occidente es reciente, es una idea nueva, casi subversiva allí donde el ego es considerado el elemento fundador de la personalidad. ¿Erradicar totalmente el ego? Pero entonces, ¿yo ya no existo? ¿Cómo se puede concebir un individuo sin ego? La toma de conciencia del carácter ilusorio del ego, ¿corre acaso el riesgo de modificar mis relaciones con mis parientes y el mundo que me rodea, de desestabilizarme? ¿La ausencia de ego, o un ego demasiado débil o difuso no son acaso señales clínicas que dan testimonio de una pato‐ logía más o menos severa? ¿No es preciso disponer de una personalidad bien estructurada antes de poder renunciar al ego? Tales son las preguntas que se hace el hombre occidental, acostumbrado a pensar su relación con el mundo a partir de la noción de ego. La idea de que es necesario tener un ego robusto se debe sin duda al hecho de que las personas que padecen trastornos psíquicos son consideradas seres que tienen un «Yo» fragmentado, frágil y deficiente. Ahora bien, afirmar eso es confun‐ dir el ego y la confianza en sí. El ego no puede procurar sino una confianza ficticia, construida sobre atributos precarios —el poder, el éxito, la belleza y la fuerza física, la brillantez intelectual, la admiración de otro— y todos los demás ele‐ mentos que, según creemos, constituyen nuestra «identidad», a nuestros ojos y a los del otro. Cuando esta fachada se vie‐ ne abajo, el ego se irrita o se hace la víctima y la confianza en sí se destruye.

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La fuerza benévola del no ego Según el budismo, disipar la ilusión del ego es liberarse de una vulnerabilidad fundamental y ganar así una verdadera confianza en sí mismo, una de las cualidades naturales de la ausencia de ego. En efecto, el sentimiento de seguridad que procura la ilusión del ego es eminentemente frágil. La desaparición de esa ilusión corre parejas con la toma de conciencia de nuestro formidable potencial interior. Esta toma de conciencia genera una confianza inquebrantable a la que no ame‐ nazan ni las circunstancias exteriores ni los miedos interiores. Paul Ekman, especialista en la ciencia de las emociones, advierte en quienes otorgan poca importancia a su ego «una impresión de bondad, una cualidad de ser que los otros perciben y aprecian y, a diferencia de numerosos charlatanes ca‐ rismáticos, una perfecta adecuación entre su vida privada y su vida pública».7 Pero, sobre todo, «esas personas inspiran a las otras por el poco caso que hacen de su estatus, de su fama, en una palabra, de su “Yo”. No se preocupan en absoluto por saber si su posición o su importancia son reconocidas». Semejante ausencia de egocentrismo, añade, «simplemente genera confusión desde un punto de vista psicológico». Hace hincapié asimismo en que «la gente aspira instintivamente a estar en compañía de ellas y, aunque aún no sepan explicar por qué, encuentran su presencia enriquecedora». Un estudio que analiza y sintetiza numerosos trabajos científicos sobre las consecuencias psicológicas del egocentris‐ mo, realizado por el psicólogo Michael Dambrun, de la Universidad de Clermont-Ferrand, en el que colaboré, ha demos‐ trado que el egocentrismo exacerbado está vinculado a la búsqueda de la felicidad hedonista, es decir, la felicidad basada en placeres fluctuantes, y la disminución del sentimiento de bienestar. En cambio, el debilitamiento del egocentrismo se traduce en la busca de la felicidad eudemonista, es decir, basada en una manera de ser, un sentimiento de culminación y de plenitud, y en un bienestar más estable y profundo, basado en la apertura al otro.8

Reducir los prejuicios entre grupos

Un hombre (un actor) yace en el césped de un parque de la Universidad de Mánchester, en Inglaterra, al borde de un ca‐ mino transitado. Parece tener una indisposición. La gente pasa de largo. Sólo un pequeño número de transeúntes se de‐ tiene para ver si necesita ayuda. El mismo hombre está tumbado en el mismo césped, pero esta vez lleva puesto el unifor‐ me del Liverpool FC (un club rival de los de Mánchester, pero que tiene numerosos seguidores entre los estudiantes ve‐ nidos de Liverpool), y el 85 % de los transeúntes seguidores del Liverpool FC se acercan entonces para ver si necesita que le echen una mano. Al final del camino, un equipo de investigadores de la universidad interroga a todos los transeúntes, se hayan detenido o no.9 Ese estudio, al igual que muchos otros, confirma que el sentimiento de pertenencia influye de manera considerable en la disposición a cooperar y ayudarse mutuamente. El sentimiento de pertenencia a una comunidad en la que cada cual se siente cercano y responsable de los otros tiene grandes virtudes. Refuerza la solidaridad, valora al otro y favorece la busca de objetivos comunes que van más allá del marco individual. Permite, por supuesto, conceder más importancia al «nosotros» que al «Yo». Pero el sentimiento de pertenencia a un grupo también tiene efectos perjudiciales para la armonía de las relaciones humanas. La valorización de los miembros de «nuestro» grupo va acompañada de una desvalorización correlativa de quienes no forman parte de él, son extraños o pertenecen a un grupo rival. Esta parcialidad conlleva diferentes formas de discriminación, tales como el racismo, el sexismo y la intolerancia religiosa. Incluso si el grupo al cual nos apegamos es la especie humana en general, ese apego tiene como contrapartida el «especismo», una actitud según la cual las otras es‐ pecies del mundo vivo son consideradas intrínsecamente inferiores. Los estudios de los psicólogos LeVine y Campbell sobre los prejuicios y comportamientos de los grupos étnicos han puesto de manifiesto las siguientes características: los miembros de un grupo consideran que sus valores son universales y fundamentalmente justos; cooperan con los otros miembros de su grupo al tiempo que los castigan, llegado el caso, por sus fechorías (robo, asesinato, etc.). Desean continuar siendo parte del grupo, obedecen a las autoridades que los repre‐ sentan y están dispuestos a pelear y a morir para defender sus intereses. En cambio, consideran a los miembros de los otros grupos intrínsecamente inferiores, despreciables e inmorales. Cooperan poco con ellos, no respetan la autoridad de sus dirigentes, los censuran por las dificultades que encuentran ellos mismos, y están dispuestos a pelear contra ellos. No les tienen confianza y les temen. En la educación que imparten a sus hijos, citan a los miembros del otro grupo como ejemplos que no hay que seguir.10 Cuando el sentimiento del valor personal vinculado al grupo se exacerba —el psicólogo Henri Tajfel cita el ejemplo de los miembros del Ku Klux Klan que se ponen sus capirotes y sus hábitos blancos, y de los aprendices de terroristas que se reúnen en secreto— conduce a los peores comportamientos sectarios y a los conflictos más violentos.11 Tajfel ha demostrado que incluso la creación puramente artificial de dos grupos sobre la base de preferencias entre los cuadros de Klee o de Kandinsky, por ejemplo, incluso después de echarlo a cara o cruz, conduce rápidamente a la gente a preferir a los miembros de «su» grupo y asignarles más recursos y dar menos confianza a los miembros del «otro» grupo.

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El experimento de la Cueva de los Ladrones En una célebre serie de experimentos, el psicólogo Muzafer Sherif y sus colegas habían organizado unas colonias para muchachos de edades comprendidas entre doce y catorce años. Los habían dividido en dos grupos de once adolescentes que habían instalado en dos extremos de un gran terreno llamado la «Cueva de los Ladrones» Durante una semana cada grupo creía estar solo en ese terreno, ocupando una cabaña, encontrando lugares para bañarse, dando paseos, etc. El pri‐ mer grupo se bautizó a sí mismo «Serpientes de Cascabel». Al principio de la segunda semana, se le comunicó a cada grupo la existencia del otro. Esta simple información suscitó rápidamente un sentimiento de hostilidad recíproco. El grupo que aún no tenía nombre, se denominó inmediatamente «Águilas» (que, por supuesto, se comen a las serpientes). La división entre «nosotros» y «ellos» empezó a funcionar de inmediato. Seguidamente los investigadores anunciaron que los dos grupos se enfrentarían en una serie de competiciones (parti‐ dos de béisbol, inspecciones de las cabañas y de su estado de limpieza, etc.). Además, los hicieron comer en el mismo co‐ medor en el que estaban expuestos los premios y los trofeos que serían otorgados a los vencedores de las competiciones.

Tras un principio honorable, las actividades deportivas degeneraron muy rápidamente. Los jugadores se insultaban y, después de la derrota de las Águilas, su jefe prendió fuego a la bandera de las Serpientes, lo que incitó a estos últimos a pagarles con la misma moneda. En el transcurso de los días la situación se fue degradando, las tensiones adquirieron una intensidad imprevista y los investigadores decidieron interrumpir el experimento.12 Unos años más tarde, los mismos investigadores intentaron un nuevo experimento. Como se declaró de nuevo un ele‐ vado nivel de tensión entre los dos grupos, los investigadores imaginaron distintas estratagemas para restablecer la paz. En un principio pidieron a todos que encontraran y luego repararan una fuga en la canalización de agua que alimentaba el campo. En el curso de esta tarea, la hostilidad se atenuó, pero no tardó en reaparecer. Los investigadores organizaron a continuación una velada en la que llevaron al cine a los chicos de los dos grupos. Pero, una vez más, la paz no duró mu‐ cho tiempo. Finalmente tuvieron la idea de meter en un profundo lodazal el camión que aprovisionaba el campamento, de suerte que extraerlo exigiera la colaboración de todos los chicos durante un día, a costa de grandes esfuerzos. Un solo grupo no hubiera podido extraer el vehículo. Se observó que entre los miembros de los dos grupos se creaban lazos de solidaridad, y luego de amistad, a medida que colaboraban con buen corazón en un objetivo común. La enemistad entre los dos gru‐ pos cesó y los chicos decidieron regresar a la ciudad juntos en el mismo autobús. Para los investigadores un experimento semejante tenía profundas implicaciones en la elaboración de una verdadera cultura de la paz. Demostraron que no basta con que dos grupos hostiles dejen de pelearse o cohabiten: es preciso que trabajen en conjunto para el bien común.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Resolución de conflictos

Para reducir las tensiones y los conflictos entre grupos antagónicos, conviene, pues, animar el establecimiento de contac‐ tos entre sus miembros. Cuando éstos aprenden a conocerse pasando tiempo juntos, son mucho más proclives a la bene‐ volencia, pues conceden más valor al otro percibiendo con mayor equidad sus necesidades, sus esperanzas y sus miedos. Como demuestra el experimento de los chicos de la Cueva de los Ladrones, no basta con ponernos en contacto, lo cual tiende generalmente a exacerbar los sentimientos hostiles.13 Una de las técnicas más eficaces consiste en proponer a los dos grupos un objetivo común que no puede ser conseguido sino uniendo todas sus fuerzas.14 Los participantes apren‐ den entonces a apreciarse trabajando juntos para conseguir ese objetivo. En esencia, deshacerse del apego al ego no disminuye en nada el deseo legítimo de ser feliz, pero elimina la importan‐ cia desmesurada que damos a nuestra felicidad en relación con la de los otros. Deshacerse de ese apego supone, pues, no desvalorizar nuestra felicidad sino revalorizar la de otro.

24 La expansión del individualismo y del narcisismo Nuestra existencia, e incluso nuestra supervivencia dependen estrechamente de nuestra capacidad para construir relacio‐ nes mutuamente beneficiosas con los otros. Los seres humanos tienen una profunda necesidad de sentirse unidos, de te‐ ner confianza y disfrutar de la confianza del otro, de amar y ser amados. La psicóloga Cendri Hutcherson resumió un conjunto de experimentos que demostraban que el hecho de sentirse uni‐ do a los otros aumenta nuestro bienestar psicológico y nuestra salud física, disminuyendo el riesgo de depresión.1 El sentimiento de conexión y la pertenencia a la comunidad ampliada, acrecienta asimismo la empatía y favorece los comportamientos fundados en la confianza y la cooperación.2 Todo eso induce un círculo virtuoso o, más precisamente, según la palabra de una de las fundadoras de la psicología positiva, Barbara Fredrickson, una «espiral virtuosa» ascen‐ dente, porque la confianza y la disposición a cooperar se refuerzan a medida que son compartidas.3 A pesar de las evidentes ventajas generadas por los vínculos sociales, vivimos en un mundo donde el individuo está cada vez más aislado y desconfía más. Los grandes cambios tecnológicos, económicos y sociales han conllevado un debi‐ litamiento del vínculo social, así como una erosión de la confianza mutua.4 En 1950, un sondeo revelaba que el 60 % de los americanos del norte y de los europeos confiaban a priori en un desconocido. En 1998, este porcentaje había caído al 30 %.5 En Occidente, el individuo se repliega cada vez más en sí mismo, y esta tendencia constituye un obstáculo a la ex‐ pansión del altruismo. La libertad individual y la busca de la autonomía son fuentes de numerosos beneficios, pero no pueden desarrollarse sin ser equilibrados por un sentido apropiado de la responsabilidad y de la solidaridad con el otro.

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Las dos caras del individualismo Según el ensayista estadounidense David Brooks,6 el concepto de individualismo se propagó ampliamente a partir del siglo XVII, cuando Francis Bacon y sus pares concibieron un método científico destinado a comprender los fenómenos físicos y biológicos complejos reduciéndolos a la interacción entre sus partes, que son, a su vez, unidades distintas (áto‐ mos, moléculas, etc.) más fácilmente analizables. Este término fue, pues, inicialmente utilizado en un contexto científico, matemático y lógico. Cierto es que la ciencia ha podido hacer progresos considerables identificando y analizando los componentes más esenciales de los fenómenos, así como sus causas inmediatas. Pero esos progresos han llevado a veces a descuidar la im‐ portancia de las relaciones globales entre los fenómenos y entre los sistemas que éstos constituyen. El reduccionismo ig‐ nora también los fenómenos emergentes, es decir, que el todo es cualitativamente diferente de la suma de sus partes. Aplicar una aproximación reduccionista a los seres humanos considerándolos entidades autónomas en vez de pertene‐ cientes a un vasto conjunto interdependiente es ignorar, pues, la complejidad de las relaciones humanas. En nuestros días, la palabra «individualismo» tiene, por lo general, dos sentidos. Designa una corriente de pensamien‐ to perfectamente legítima que defiende el respeto al individuo, estipulando que no debe ser utilizado como un simple instrumento al servicio de la sociedad. Esta corriente de pensamiento ha dado origen al concepto esencial de los dere‐ chos del hombre, sin por ello ocultar la importancia de los deberes del ciudadano, de la interdependencia de los miem‐ bros de la comunidad humana y de la solidaridad. Un individualismo semejante no es, pues, en absoluto sinónimo de egoísmo, en la medida en que confiere al individuo una autonomía moral y le permite hacer sus elecciones con total libertad. Existe, no obstante, otra concepción del individualismo, cuya expansión en nuestra época bien podemos deplorar. Se trata de una aspiración egocéntrica a liberarse de toda conciencia colectiva y dar prioridad al «cada uno para sí». Anima al individuo a hacer todo lo que le dictan sus deseos y sus impulsos inmediatos para despreciar a los otros y su responsa‐

bilidad para con la sociedad. Según el diccionario Littré, el individualismo es un «sistema de aislamiento en la existencia. Es lo opuesto del espíritu de asociación». Desde mediados del siglo XIX, el historiador Alexis de Tocqueville veía en el individualismo un repliegue en la esfera privada y un abandono de la esfera pública, de la participación en la vida de la ciudad. Asimismo, a finales del siglo XIX, el sociólogo Émile Durkheim se inquietaba por la decadencia de los valores y de las normas comunes, así como por la aversión a cualquier traba a la elección personal e individual. El economista y sociólogo inglés Richard Layard considera que en este caso se trata de un exceso de individualismo y que «los individuos no podrán nunca llevar una vida satisfactoria fuera de una sociedad cuyos integrantes se preocupen unos por otros y cuiden de promover el bien del otro tanto como el suyo. La busca del éxito personal en detrimento del de los otros no puede crear una sociedad feliz, pues el éxito de una persona implica necesariamente el fracaso de otra. Hoy en día, el fiel de la balanza se inclina demasiado hacia la busca de los intereses individuales. Este exceso de indivi‐ dualismo está, pensamos, en el origen de toda una serie de problemas en la sociedad».7

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La libertad verdadera

El individualismo suele asociarse a la noción de libertad individual. «Para mí, la felicidad sería hacer todo lo que yo quie‐ ra sin que nadie me impida nada», declaraba una joven inglesa interrogada por la BBC. Una estadounidense de veinte años, Melissa, dice, por su parte: «Me burlo totalmente de la manera como la sociedad me considera. Vivo mi vida según la moral, las perspectivas y los criterios que yo misma voy creando».8 Liberarse de los dogmas y las obligaciones impuestas por una sociedad rígida y opresora es una victoria, pero esa libe‐ ración no será sino una ilusión si nos lleva a depender de nuestras propias fabricaciones mentales. Querer hacer lo que se nos pasa por la cabeza es tener una concepción extraña de la libertad, porque así nos convertimos en el juguete de los pensamientos que agitan nuestro espíritu, como la hierba que el viento doblega en todos los sentidos en la cumbre de una colina. Tomada en este sentido, la libertad individual acaba por perjudicar al individuo y destruir el tejido social. El ensayista Pascal Bruckner deplora «esa enfermedad del individualismo que consiste en querer escapar a las consecuen‐ cias de sus actos, esa tentativa de disfrutar de los beneficios de la libertad sin padecer ninguno de sus inconvenientes».9 El individualista confunde la libertad de hacer lo que sea y la verdadera libertad, que consiste en ser dueño de uno mismo. La espontaneidad es una cualidad preciosa, a condición de no confundirla con la agitación mental. Ser libre in‐ teriormente es antes que nada liberarse de la dictadura del egocentrismo y de los sentimientos negativos que la acompa‐ ñan: avidez, odio, celos, etc. Es tener nuestra vida en nuestras propias manos, en vez de abandonarla a las tendencias for‐ jadas por nuestras costumbres y condicionamientos. Tomemos el ejemplo de un marino en su barco: su libertad no con‐ siste en dejar su nave a la deriva, a merced de los vientos y las corrientes, pues en ese caso no navegaría, sino que iría a la deriva, sino en controlar su barco, manejando como es debido el timón, desplegando las velas y navegando hacia el rum‐ bo que ha elegido. La verdadera libertad es esencialmente la que nos libera de las emociones conflictivas. Sólo se adquiere disminuyendo el amor obsesivo de sí mismo. Contrariamente a lo que podría pensarse, el estado de libertad interior ante las emociones no conlleva ni apatía ni indiferencia y la existencia no pierde por ello sus colores. La idea de que soy libre de hacer todo lo que quiera en mi pequeño mundo mientras eso no perjudique a otros está basada en una visión demasiado estrecha de las relaciones humanas. «Una libertad semejante no está basada en las rela‐ ciones entre los hombres, sino en la separación», escribe Karl Marx. Además, limitándose a abstenerse de perjudicar, se corre el riesgo de perjudicar al otro renunciando a la posibilidad de hacerle un bien: «La inactividad de los buenos no es menos perjudicial que la nefasta actividad de los malos», decía Martin Luther King. Una sociedad armoniosa es aquella en la que se asocia la libertad de realizar el propio bien a la responsabilidad de realizar el de los demás.

La deriva del individualismo El individualismo llevado al extremo ha conducido al culto a las apariencias, al esteticismo, al rendimiento, que la publi‐

cidad, esa arma de la sociedad de consumo, no deja de promocionar. Se da prioridad al hedonismo, al deseo de ser «dife‐ rente», al culto de la expresión y de la libertad personales. Se quiere ser «auténtico» «deleitándose» a cada instante. Hay que «prorrumpir en risas» y «sacar el máximo partido de las cosas».10 En política, sobre todo en los Estados Unidos, el individualismo corre parejas con una desconfianza hacia el Estado, que es considerado, en el mejor de los casos, como un mal necesario, y, en el peor, como un verdadero enemigo de las libertades individuales. Los padres fundadores de la sociedad individualista estadounidense se inspiraron en la idea rousseauniana según la cual los primeros hombres estaban liberados de todas las ataduras sociales y vivían libres e inde‐ pendientes.11 Solamente más tarde se vincularían por un «contrato social», según el cual renunciaban a ciertas de sus li‐ bertades para beneficiarse de la vida en comunidad. Esta visión no corresponde a la realidad porque los seres humanos, según toda probabilidad, descienden de una larga estirpe de primates que vivían en grupo con un alto grado de interde‐ pendencia. Cuanto más vulnerable es la especie a los depredadores y a las condiciones adversas, más importante es la tendencia a formar comunidades. El hombre es, según toda evidencia, un animal social.12 El individualismo también puede expresar un deseo de aislamiento: «Haga lo que tiene que hacer, pero quédese en su casa y no se meta en mis asuntos». Maurice Barrès describe así el individualismo de los habitantes de un pueblo de Lore‐ na: «Saben muy bien lo que ocurre en la casa del vecino, lo vigilan, pero se esfuerzan por hacer ver que no tienen necesi‐ dad de él».13 Se prevé que, en 2015, el 30 % de los neoyorquinos vivirán solos. Ahora mismo, en Europa occidental y en América del Norte, el 40 % de las personas mayores viven solas, contra sólo un 3 % en Hong Kong, donde las familias reúnen aún a varias generaciones. El individualismo lleva asimismo a pensar que somos entidades fundamentalmente separadas unas de otras. El filóso‐ fo español Ortega y Gasset expresa así esta idea: «La vida humana en cuanto realidad radical no es sino la vida de cada persona, no es sino mi vida. Es esencialmente una soledad, una soledad radical».14 Estamos lejos de la comprensión de la interdependencia de todas las cosas. El individualista cree protegerse, pero al reducirse a una entidad autónoma, se disminuye y se vuelve vulnerable, pues se siente amenazado por los otros en vez de beneficiarse de su cooperación. El sociólogo Louis Dumont escribía, hablan‐ do de la fragmentación de la sociedad: «El todo se ha convertido en un montón punteado».15 En vez de un conjunto in‐ terdependiente que funcione como tal, nos hemos vuelto un «montón» de individualidades que se las apañan cada una por su lado.

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El espejo deformante del narcisismo: todo el mundo estaría por encima de la media El riesgo principal del individualismo es degenerar en narcisismo, que se traduce particularmente en una sobrevalora‐ ción de sí mismo con relación al otro. Algunos estudios realizados en los Estados Unidos han demostrado, por ejemplo, que el 85 % de los estudiantes piensan, por ejemplo, que son más sociables que la media, y el 90 % que forman parte del 10 % de los más dotados.16 No menos del 96 % de los docentes de las universidades estiman que son mejores pedagogos que sus colegas, y el 90 % de los automovilistas (¡incluso los que poco antes habían provocado un accidente!) están con‐ vencidos de que conducen mejor que los otros.17 Esos mismos estudios demuestran que la mayor parte de la gente piensa que es más popular, agradable, equitativa e inteligente que la media. Se creen también más lógicos y divertidos. El problema es que, por definición, la mayoría de la gente no puede estar por encima de la media. Y, por si esto fuera poco, la mayoría piensa que su capacidad de juzgarse objetivamente es también superior a la normal.18 Esta sobrevaloración de uno mismo no se limita al mundo terrenal. En los Estados Unidos, en un sondeo, se presentó a un millar de personas una lista de quince personalidades y se les preguntó: «¿Quién tiene más posibilidades de ir al Pa‐ raíso?» Por encima de Lady Diana Spencer, que obtuvo el 60 % (el sondeo se realizó en 1997), el jugador de baloncesto Michael Jordan (65 %) y la presentadora de televisión Oprah Winfrey, fue la Madre Teresa quien, con el 79 %, consiguió el máximo de respuestas favorables. Pero el verdadero campeón salió a la luz cuando se planteó la última pregunta: «¿Y qué posibilidades tiene usted de ir al Cielo?» Hubo un 87 % de respuestas positivas.19

La personalidad narcisista contra el altruismo El narcisismo es descrito en psicología como «una tendencia general a lo grandioso, una necesidad de admiración y una falta de empatía».20 El narcisista es un admirador incondicional de su propia imagen, la única que le interesa y alimenta con fantasmas incesantes de éxito, de poder, de belleza, de inteligencia y de todo cuanto pueda reforzar esa imagen hala‐ güeña. No tiene ninguna consideración para con los otros, que no son para él sino instrumentos susceptibles de realzar su propia imagen. Le falta claramente la casilla del amor al prójimo. Quienes padecen de una estima desmesurada de sí mismos se describen como personas más simpáticas, atractivas y populares. Evidentemente se ilusionan y, según sus amigos, sus competencias para relacionarse son simplemente como las de la media.21 Los narcisistas no tienen, pues, simplemente una buena opinión de sí mismos, se sobrestiman flagran‐ temente. Las contrariedades comienzan para ellos cuando son evaluados objetivamente, en los exámenes, por ejemplo, y resultan ser como todo el mundo. A menudo se ha afirmado que, al tener una alta opinión de sí mismas, las personalidades narcisistas aumentaban sus posibilidades de éxito en los exámenes y las actividades profesionales, pero esto es inexacto: las investigaciones han de‐ mostrado que, en el fondo, fracasan con mayor frecuencia que la media de sus pares. Algunos psicólogos han creído durante mucho tiempo que, en el fondo de sí mismos, los narcisistas se detestan y so‐ brevaloran su imagen para remediar un sentimiento de inseguridad. El conjunto de los trabajos de investigación, resumi‐ dos por Jean Twenge, ha demostrado que esta hipótesis era falsa en la gran mayoría de los casos.22 En particular, Keith Campbell y sus colegas de la Universidad de Georgia han concebido un medio para evaluar las actitudes inconscientes con ayuda del «test de asociación implícita». La grabación de los tiempos de respuesta a las preguntas en un teclado de ordenador ha demostrado que los narcisistas asocian más rápidamente que los otros «Yo» con calificativos elogiosos como «maravilloso», y menos rápidamente que la media con calificativos despreciativos, como «execrable», lo que revela una autoestima exagerada.42 Así, los resultados han demostrado que las personas narcisistas padecen de un complejo de superioridad.23 Intentar ayudar a un narcisista aconsejándole que aumente su autoestima equivale, pues, a echar aceite sobre una fogata. Lo que debe aprender es a respetar a los otros. Algunos, en el extremo opuesto de los narcisistas, se desprecian, se agreden a sí mismos y se consideran indignos de ser amados. En su caso, las investigaciones de los psicólogos Paul Gilbert y Kristin Neff han revalorizado los beneficios de la autocompasión, que es diferente de la autoestima y no conduce a la infatuación, como ocurre con una autoestima desmesurada. Tener compasión por uno mismo equivale a preguntarse lo que de verdad es bueno para uno y a tratarse con benevolencia, calidez y comprensión, así como a aceptar sus límites.24 Así como el antídoto de la animosidad contra los demás es la compasión, el antídoto del autoodio es la compasión por uno mismo, que no conlleva los efectos indesea‐ bles de la sobrevaloración de sí.

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La caída de Narciso Cuando el narcisista acaba enfrentado a la realidad, según los casos, puede adoptar dos actitudes diferentes: la cólera ha‐ cia sí mismo o hacia los demás. En el primer caso, se reprocha no haber podido ser mejor y se revuelve contra sí mismo, bajo forma de agresividad, de ansiedad o de ira contenida, la energía que desplegaba hasta entonces para promover su ego. La caída del narcisista puede conducir a la depresión, e incluso al suicidio. También puede expresarse por la animosidad contra otro.25 En el curso de un estudio, se informó a ciertos estudiantes de que sus resultados en los test de inteligencia eran inferiores a la media. Los identificados como los que tenían la más alta opinión de sí mismos compensaron esa mala noticia vilipendiando a los otros participantes, mientras que quienes tenían una modesta opinión de sí mismos mostraron una tendencia a reaccionar de manera más amable y a felicitar a los otros por sus buenos resultados. A fuerza de criticar a los otros por sus propios fracasos, los narcisistas no aprenden de sus errores ni se toman la molestia de remediar sus debilidades.26 El psiquiatra Otto Kernberg, que estudió el caso de alumnos que mataron a varios de sus compañeros con armas de fuego en escuelas estadounidenses, habla de «narcisismo malévolo». Al no poder hacerse valer por cualidades positivas

de las que carecen, las personalidades narcisistas esperan imponer el respeto a los demás haciéndoles daño. Eric Harris y Dylan Klebold, los dos alumnos que perpetraron la matanza del instituto de Columbine, con el asesinato de doce alum‐ nos y un profesor, reaccionaron de manera exagerada a los insultos relativamente suaves de sus compañeros. Pero para el ego sobredimensionado de esos dos adolescentes, sus com​pañeros eran seres despreciables que merecían recibir una lec‐ ción. En una cinta de vídeo grabada antes de pasar a la acción, Eric y Dylan se preguntaban qué cineasta célebre, Spiel‐ berg o Tarantino, haría una película sobre su historia. Se les ve decirse riendo: «¿No es excitante imaginarse el respeto con que nos tratarán?»27 El narcisismo es un rasgo de carácter dominante en los psicópatas, que están totalmente despro‐ vistos de empatía por aquellos a quienes manipulan y hacen sufrir, a veces con complacencia.

Delirios de grandeza Los dictadores son con frecuencia narcisistas y psicópatas a la vez. Además son megalómanos, como testimonia la di‐ mensión mítica con la que embellecen su biografía, o su propensión a mandar erigir estatuas monumentales de ellos mismos, para no hablar de los desfiles espectaculares organizados frente a inmensas multitudes. Kim Jong-il, el difunto «querido líder» de Corea del Norte, es el ejemplo típico de estos psicópatas megalómanos. Se‐ gún su biografía oficial, nació en la cumbre del glaciar Paedkul (el lugar más alto de Corea). El glaciar habría emitido en‐ tonces un sonido misterioso y se habría abierto para dejar salir un doble arcoíris. Kim Jong-il habría caminado a las tres semanas de edad y habría empezado a hablar a las ocho. ¡Durante sus estudios en la universidad, habría escrito no menos de mil quinientos libros! Desde su primera incursión en el golf, habría hecho una puntuación apabullante, cinco hoyos con un solo golpe (un récord mundial). Y la guinda del pastel, según el periódico norcoreano Minju Joson también sería el inventor de la hamburguesa de treinta centímetros.28 No se hace, por supuesto, ninguna mención a la hambruna cróni‐ ca que afecta a su pueblo, a la represión implacable de cualquier disidencia y a sus innumerables conciudadanos encerra‐ dos en campos de concentración.

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La epidemia del narcisismo A juzgar por los trabajos de la psicóloga estadounidense Jean Twenge, América del Norte padece desde hace una veinte‐ na de años una verdadera epidemia de narcisismo que aún no afecta mucho a Europa y Oriente.29 En 1951, el 12 % de los adolescentes entre catorce y dieciséis años estaban de acuerdo con la afirmación: «Yo soy al‐ guien importante». En 1989, este porcentaje pasó al 80 %!30 El análisis de decenas de miles de cuestionarios ha demostra‐ do que el 93 % de los alumnos de las clases secundarias tenían una puntuación de narcisismo considerablemente más elevada en el año 2000 que en 1980.31 En los Estados Unidos, en 2006, un colegial de cada diez padecía del trastorno de la personalidad narcisista.32

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Los propios jóvenes estadounidenses admiten estos cambios. Un sondeo realizado en un millar de estudiantes de‐ muestra que las dos terceras partes de ellos están de acuerdo con la proposición: «Comparados con los de la generación precedente, los jóvenes de mi generación son más proclives a valorizarse, a tener una confianza exagerada en sí mismos y a intentar atraer la atención sobre su persona». La mayoría consideran que una de las razones principales de este egocen‐ trismo proviene de la utilización de las redes sociales como Myspace, Facebook y Twitter,34 que están en gran parte con‐ sagradas a la promoción de sí. De hecho, el narcisismo afecta principalmente a los jóvenes. En un estudio llevado a cabo sobre 35.000 personas, los investigadores del equivalente estadounidense del Ministerio de Sanidad (NIH) han demos‐ trado que el 10 % de las personas de entre veinte y treinta años padecían del trastorno de la personalidad narcisista, fren‐ te a sólo el 3,5 % de las de más de sesenta y cinco años.35 Cuando, en 2007, los medios publicaron el resultado de las investigaciones de Twenge, un gran número de estudiantes, lejos de refutar ese incremento del narcisismo, replicaron que estaba totalmente justificado. Uno de ellos escribió a un periódico: «Esta autoestima extremada estará justificada cuando esta generación sea recordada como la mejor de todos los tiempos». Otro insiste: «¿Cuál es el problema? ¡Sí, somos especiales! Saberlo no es nada malo. No es de la vanidad de lo que esta generación hace bandera, sino del orgullo».36 Uno de los campeones del narcisismo, el empresario estadounidense Donald Trump, que exhibe su nombre en inmen‐ sas letras doradas en todos los inmuebles y rascacielos que posee, en su avión particular, los pabellones de su universidad y otros lugares, declaró en cierta ocasión: «Enseñadme a alguien sin ego, y yo os enseñaré a un perdedor».37 Pero resulta que esta afirmación es falsa. Se ha comprobado que los alumnos de secundaria que tienen una opinión muy —demasiado — elevada de sí mismos obtienen resultados escolares que empeoran de año en año, y el porcentaje de los que abando‐ nan sus estudios es superior a la media. El exceso de autoconfianza los lleva a pensar que saben sin haber estudiado. En consecuencia, no están motivados ni son perseverantes. El despertar es penoso durante los exámenes.38 Es fácil poner en evidencia el narcisismo de esas personas pidiéndoles que respondan a un cuestionario trampa. D. L. Paulhus y sus colegas sometieron a un amplio grupo de estudiantes a un test en el que se planteaban una serie de pregun‐ tas del tipo: «¿Sabes cuándo se firmó el Tratado de Versalles?», o incluso «¿Sabes cuándo se firmó el Tratado de Montice‐ llo?», o bien «¿Conoces la obra pictórica de John Kormat?» No se pedía una respuesta detallada, simplemente había que elegir entre «no» y «por supuesto», incluso a las preguntas relacionadas con asuntos o personajes que nunca habían exis‐ tido, como el Tratado de Monticello o la obra de John Kormat.39 Algunos ejemplos suplementarios bastarán para dar cuenta de las proporciones adquiridas por la epidemia del narci‐ sismo. En los Estados Unidos, se pueden contratar los servicios de una limusina, o de un agente de publicidad y de seis paparazzi que lo acompañan a usted en una velada y a lugares públicos, y lo ametrallan con sus flashes como si usted fue‐ ra un famoso, gritando su nombre para que mire al objetivo, lo que tiene por efecto atraer todas las miradas hacia usted.

Impresionados, los transeúntes le hacen fotos con su teléfono móvil, mientras que en el restaurante, el maître le asigna inmediatamente la mejor mesa y lo trata con la máxima deferencia. Al día siguiente, la agencia le da un ejemplar de una pseudorrevista People, enteramente consagrado a su persona y cuya portada ocupa usted. Todo ello por la modesta suma de 3.000 dólares. La agencia que organiza esta escenificación, «Celeb 4 A Day» («Famoso por un día»), está en plena ex‐ pansión. La publicidad anuncia: «Nuestro credo es que el Señor y la Señora Todo-el-Mundo merece tanta atención, o más, que los famosos de verdad».40 Según un sondeo realizado en 2006, llegar a ser famoso es la ambición principal de los jóvenes de los Estados Unidos (el 51 % de la población de veinticinco años). Una adolescente a la cual le preguntaban: «¿Qué querrías ser cuando seas mayor?» respondió: «Famosa». «Famosa ¿por qué?» «Eso no importa, yo quiero ser famosa, y punto». Yo mismo he escu‐ chado a un hombre de veintitrés años pedir a un lama tibetano que rece para que «un día su nombre figure, sea por la razón que sea, en los créditos de una película». Incluso la criminalidad es un medio para acceder a la fama, cuando ningún otro proceder parece posible. Robert Haw‐ kins, que había asesinado a nueve personas en un supermercado de Omaha (Nebraska) en diciembre de 2007, escribió antes de cometer sus crímenes y suicidarse: «¡Figúrate tú lo famoso que voy a ser!»

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La autoadoración

Un anuncio de autopromoción de la cadena televisiva NBC proclama: «Puede que usted no se haya dado cuenta, pero todo el mundo nace con su verdadero amor: uno mismo. Si usted se ama a sí mismo, todo el mundo lo amará».41 En ju‐ nio de 2010, si googleabas la expresión «Cómo amarte a ti mismo» en inglés (How to love yourself), obtenías 4,8 millones de respuestas. Uno de los best sellers del año 2003 en los Estados Unidos se titulaba: Manual para enseñar a las jóvenes a amarse a sí mismas: cómo enamorarse perdidamente de la persona más importante del mundo: ¡TÚ! 42 Paris Hilton, una de las repre‐ sentantes más notables del narcisismo, ha hecho colgar sobre el sofá de su salón una inmensa foto de ella misma y lleva una blusa en la que está impresa su foto. Además, ha declarado: «No hay nadie en el mundo como yo». Para satisfacer el deseo de ser único y diferente todo debe ser personalizado, hasta la taza de café. En los Estados Uni‐ dos, alguien se ha divertido calculando todas las combinaciones de café posibles que ofrecen las cadenas de fast food, del tipo «café con leche gigante con canela y chocolate negro con azúcar de caña». Llegó a las 18.000. En un envase de Burger King se puede leer: «Tú eres muy especial y te mereces un sándwich igual de especial». En la India, hace poco, bebí una botella de agua mineral (Kinley Mineral Water) en la que habían escrito: «Coca-Cola le ofrece más de 3.300 maneras de refrescarse, relajarse y complacerse». Es el triunfo del narcisismo comercial a la medida.43 En Francia conocemos la pu‐ blicidad de L’Oréal para un tinte de cabello: «Elijo la coloración más cara, porque yo lo valgo». Aunque, de manera general, la tasa de narcisismo sigue siendo mucho menos elevada en Francia que en el resto de Eu‐ ropa y los Estados Unidos, tiende, no obstante, a aumentar incluso en los países en los que hasta ahora ha estado muy poco difundido, como los países escandinavos, por ejemplo. Un estudio realizado en Noruega ha analizado en la prensa escrita la frecuencia de una serie de palabras que reflejan una visión comunitaria («común», «compartido», «responsabi‐ lidad», «igualdad») y otra serie de palabras que denotan valores individualistas («yo», «derechos», «individual», «privile‐ gio», «preferencias»). Resulta que entre 1984 y 2005, en un mismo volumen de textos, el total de las palabras de la prime‐ ra serie ha caído de 60.000 a 40.000, y el de las palabras de la segunda ha pasado de 10.000 a 20.000. La epidemia del nar‐ cisismo se expande rápidamente en China y en Rusia, entre los nuevos ricos que han surgido desde hace unos diez años. Es importante tratar de comprender las razones y motivaciones de esta epidemia de narcisismo, porque sus conse‐ cuencias a largo plazo son destructivas para la sociedad. Según Twenge, la focalización sobre la autoadmiración provoca «una huida de la realidad hacia las regiones de un imaginario grandioso. Tenemos falsos ricos (gravemente endeudados), falsa belleza (gracias a los cosméticos y a la cirugía estética), falsos atletas (gracias a las sustancias dopantes), falsas cele‐ bridades (a través de la telerrealidad o YouTube) y falsos estudiantes geniales (gracias a cómo se inflan las notas escola‐ res)».44

Autoestima buena y mala La promoción de la autoestima está de moda, pero todos los estudios han confirmado que es contraproducente cuando no apunta solamente a dar confianza en uno mismo, lo cual es excelente, sino a fabricar una imagen deformada de uno mismo, como ha ocurrido muy a menudo, sobre todo en los Estados Unidos, particularmente. El psicólogo Roy Bau‐ meister, que ha hecho la síntesis más completa de todas las investigaciones dedicadas a la autoestima, concluye diciendo: «Es muy dudoso que unos cuantos beneficios mínimos justifiquen todos los esfuerzos y los gastos que las escuelas, los padres y los terapeutas han invertido en la promoción de la autoestima […]. Después de todos estos años, lamento decir que mi recomendación es la siguiente: olvídese de la autoestima y concéntrese en el dominio del Yo y la autodisciplina».45 De hecho, las investigaciones demuestran que favorecer el desarrollo del dominio de sí permite a los niños perseverar en el esfuerzo de mantener el rumbo de forma duradera y tener éxito en la escuela, objetivos que perseguía en vano la peda‐ gogía centrada en la autoestima. Los estudiantes que tienen mejor control de sí mismos tienen mayores oportunidades de terminar sus estudios y corren menos riesgos de abusar del alcohol y las drogas o, para las chicas, de quedar embara‐ zadas durante la adolescencia.46 No obstante, es importante subrayar que una autoestima «buena» y sana es indispensable para desarrollarse en la exis‐ tencia y que una desvalorización enfermiza de sí puede conllevar trastornos psicológicos graves y grandes sufrimientos. Los aspectos positivos de una sana autoestima han sido ampliamente puestos de manifiesto por Christophe André en sus obras La autoestima y Imparfaits, libres et heureux (‘Imperfectos, libres y felices’).47 Según mi amigo Christophe, la autoestima es, en definitiva, «lo que nos permite sacar lo mejor de lo que somos en el instante presente, en función de nuestro entorno».48 Una buena autoestima facilita la resiliencia y nos permite conservar nuestra fuerza interior y nuestra serenidad frente a los acontecimientos adversos de la vida. Permite asimismo reconocer y tolerar nuestras imperfeccio‐ nes y limitaciones sin por ello sentirnos disminuidos. William James, el fundador de la psicología moderna, escribía en 1892: «Curiosamente, sentimos el corazón en extremo aligerado cuando aceptamos de buena fe nuestra incompetencia en un ámbito particular».49 Una autoestima construida sobre un ego envanecido no puede procurar sino una confianza ficticia y frágil. Cuando el decalaje con la realidad se vuelve demasiado grande, el ego se irrita, se crispa y vacila. La confianza en sí se hunde, y ya no queda sino frustración, depresión y cólera. Una autoconfianza digna de este nombre está naturalmente libre de infa‐ tuación y no depende de la promoción de una imagen artificial de sí mismo. La auténtica autoconfianza nace de un senti‐ miento de adecuación consigo mismo, basado en una fuerza apacible, no amenazada ya por las circunstancias exteriores ni los miedos interiores, una libertad más allá de la fascinación por la imagen y el miedo de perderla. Christophe André concluye diciendo: «Nada más alejado de una buena autoestima que el orgullo. […] En cambio, la humildad es más que simplemente favorable a una buena autoestima, es su esencia misma».50

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Las ventanas del narcisismo Las redes sociales en Internet ofrecen a los ciudadanos del mundo un potencial sin precedentes para reunirse, permane‐ cer en contacto con sus amigos, escapar al control de los regímenes dictatoriales o unir sus esfuerzos para una causa no‐ ble. Pero esas redes también se han convertido en un escaparate del narcisismo que permite a cada uno atraer el máximo de atención sobre sí mismo. La divisa de YouTube es Broadcast yourself (‘Difúndete’). Otra red social muy popular lleva el nombre de «MySpace» (Mi espacio). En los Estados Unidos, cientos de páginas de Facebook se abren sobre el logo I love ME. Un joven estadounidense de trece años declaró: «Todo adolescente que pretenda estar en MySpace para hablar con sus amigos es un mentiroso. Es únicamente un medio de exhibirse».51 Otro estudiante estima que «Facebook puede con‐ vertirse en un abismo de amor propio que nos consume por entero».52 Estas redes sociales también se convierten, pues, en un medio para arrastrar a los otros al lodo. La psicóloga Britanny Gentile y sus colegas de la Universidad de Georgia se han preguntado si las redes del tipo MyS‐ pace se contentaban con atraer a las personalidades narcisistas o si, peor aún, inducían a adoptar tendencias narcisistas. Por sorteo repartieron en dos grupos a un buen número de estudiantes, luego pidieron a los del primer grupo que dedi‐

caran un tiempo a actualizar su página en MySpace, y a los del segundo a dedicar el mismo tiempo a establecer un itine‐ rario entre dos localidades con ayuda de Google Maps. Seguidamente pidieron a los estudiantes que respondieran a un cuestionario destinado a medir su grado de narcisismo. No quedaron del todo sorprendidos al comprobar que el 75 % de los estudiantes que habían pasado aunque sólo fuera treinta y cinco minutos en MySpace habían alcanzado un grado de narcisismo superior a la media que había pasado el mismo tiempo en Google Maps.53 Algunos decían incluso: «Me gusta ser el centro de atención», o «A todo el mundo le gusta escuchar mis historias», o incluso: «Soy un líder nato». Según Christophe André, en las sociedades tradicionales, en las que todo el mundo se conocía y tenía su lugar (estu‐ viera o no satisfecho), no era en absoluto útil intentar proyectar una imagen cualquiera de sí mismo. A lo máximo que se arriesgaba era a quedar en ridículo. En nuestros días, sin embargo, tenemos que vérnoslas continuamente con desconoci‐ dos que no saben nada de nuestra identidad, de nuestras cualidades y nuestros defectos. Es, pues, tentador, y a menudo útil, presentar de manera más ostentosa la imagen propia que nos gustará ver reconocida por quienes nos rodean.54

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El reino del niño rey

Los padres modernos se conforman de buen grado con los caprichos de sus hijos. Los padres estadounidenses, en parti‐ cular, llegan incluso a aceptar que no quieran hacer sus tareas escolares. Así, una madre decidió exonerar a su hijo de que hiciera sus deberes porque eso lo hacía «infeliz»; otra dejó que su hijo de diez años decidiera si tenía o no ganas de ir a la escuela.55 En las sociedades tradicionales, los niños comen lo que la familia come y son vestidos por sus padres en fun‐ ción del clima y de las circunstancias y no según su fantasía. Un buen número de padres estadounidenses, lejos de inspi‐ rar una sana dosis de modestia a sus hijos, no cesan de llamar «princesitas» a sus hijas y calificar a sus hijos de «los mejo‐ res del mundo». En la guardería les hacen cantar: «¡Yo soy especial, mírame!». Siempre en los Estados Unidos, los padres y educadores repiten a los niños de la mañana a la tarde: «¡Eres especial!» Los niños se lo toman en serio y visten camisetas o llevan pegatinas con la frase: «Soy especial». Uno de los programas escolares destinados a reforzar la autoestima fue bautizado: «La ciencia del yo. El sujeto soy yo».56 ¿Para qué cansarse es‐ tudiando biología o física, cuando yo soy igual de interesante o más? Una de cada diez blusas para niñas lleva en algún lugar la palabra «princesa». Yo mismo recibí de los Estados Unidos una postal musical de cumpleaños que pregonaba: «¡Queremos hacerle saber que usted es verdaderamente especial!» En la escuela, también hay que saber tratar con miramientos las susceptibilidades y el amor propio de los niños. En los Estados Unidos, algunos establecimientos han eliminado la nota más baja (F). Un estudio ha revelado que, en 2004, el 48 % de los alumnos de secundaria habían obtenido una media de A (la mejor nota), mientras que sólo representaban el 18 % en 1968. Es frecuente que los estudiantes se quejen al profesor de no haber obtenido la nota A, y exijan que les revi‐ sen la nota.57 Discuten asimismo los comentarios y las apreciaciones de los profesores arguyendo que «todas las opinio‐ nes son igual de válidas».58 No es, pues, de extrañar que los estudiantes estadounidenses piensen que son los mejores y más brillantes del mundo, y eso aunque son mucho menos buenos que los estudiantes de otros países, según casi todas las evaluaciones del éxito escolar.59 Las escuelas estadounidenses inflan, asimismo, los premios y las distinciones escola‐ res, tanto en las clases como en los juegos y las competiciones deportivas. Incluso a los que llegan últimos se les entrega un trofeo por «excelencia en la participación».60 Una escuela primaria de Nueva York decretó que el mes de septiembre sería el mes del «Todo sobre mí» y la primera semana, la del «Concéntrate en el individuo».

La soledad de la hiperconectividad Según la socióloga estadounidense Sherry Turkle, los medios de comunicación llamados «sociales» constituyen, de he‐ cho, para el individuo un medio de estar solo pese a hallarse conectado con mucha gente.61 Un joven de dieciséis años, usuario habitual de las redes sociales, comentaba con cierta pena: «Algún día, seguro que no ahora, me gustaría aprender a mantener una conversación». Los jóvenes han pasado de la conversación a la conexión. Cuando tienes tres mil «ami‐ gos» en Facebook, es evidente que no puedes tener conversaciones con todos ellos. Lo único que haces es conectarte para

hablar de ti, con un público «fidelizado». Las conversaciones electrónicas son lapidarias, rápidas y a veces brutales. Las conversaciones humanas, cara a cara, son de naturaleza diferente: evolucionan con mayor lentitud, están más matizadas y enseñan a tener paciencia. En la conversación estamos llamados a ver las cosas desde otro punto de vista, lo cual es una condición necesaria para la empatía y el altruismo. Muchas personas están hoy dispuestas a hablar con máquinas que les dan la impresión de preocuparse por ellas. Di‐ versos institutos de investigación han concebido robots sociales destinados a servir de compañeros a personas ancianas y a niños autistas. Paro, el compañero robótico terapéutico más conocido, es una foca bebé desarrollada en el Instituto de Investigación sobre los Sistemas Inteligentes de Tokio. Está destinado a personas mayores, más particularmente a las afectadas por la enfermedad de Alzheimer. A menudo esas personas están desprovistas de vínculos sociales (en el hospi‐ tal o en un asilo de ancianos), y ese compañero, que cuando lo tocan responde con movimientos, pequeños gritos y son‐ risas, tiene como cometido ofrecerles una especie de presencia. Sherry Turkle cuenta haber visto a una persona mayor confiarse a uno de esos robots con apariencia de foca bebé y hablarle sobre la pérdida de su hijo. El robot parecía mirarla a los ojos y seguir la conversación. Esa mujer decía sentirse reconfortada. En 2009, un japonés contrajo matrimonio con una mujer virtual de videojuego, durante una ceremonia difundida en YouTube, y se la llevó (con una consola de juego portátil) de luna de miel a la isla de Guam.62 ¿El individualismo llevaría así a un empobrecimiento de las relaciones humanas y a una soledad tal que ya no se podría encontrar compasión o amor sino en un robot? ¿Corremos el riesgo de tener simpatía sólo por nosotros mismos y no administrar las alegrías y las penas de la existencia sino en la burbuja de nuestro ego? Así, el 9 de noviembre de 2010, una taiwanesa contrajo ma‐ trimonio… consigo misma, enfundada en ropa blanca, durante una fiesta, precisando que era la expresión de la promesa de amarse a sí misma.63

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Dios no te ha creado para que seas como todo el mundo

Las grandes religiones preconizan todas la humildad. En los Proverbios del Antiguo Testamento se lee que «el Señor des‐ truirá la casa del orgulloso», mientras que en el Sermón de la Montaña, Jesús declara que «los humildes heredarán esta tierra». San Francisco de Asís no cesaba de predicar y encarnar la humildad. El cristianismo también pone énfasis en el perdón, que requiere un mínimo de humildad, de la que están desprovistas las personas narcisistas. Los cristianos insis‐ ten en «el olvido de sí» (kénosis), y el exégeta C. S. Lewis escribe: «La mayoría de las experiencias religiosas profundas obliteran el “Yo”. Implican el olvido de uno mismo y la renuncia». La regla de San Benito, que inspira la vida de los mon‐ jes benedictinos, prescribe los doce peldaños de la humildad que el monje está obligado a poner en práctica. Asimismo se lee en el Bhagavad-Gita, uno de los grandes textos del hinduismo: «La humildad, la modestia, la no vio‐ lencia, la tolerancia, la simplicidad, […] el dominio de sí […] el no ego […] es, yo lo afirmo, el conocimiento. Lo contra‐ rio de eso es la ignorancia».64 El budismo, a su vez, considera la humildad como una de las virtudes cardinales del camino espiritual. Practicándola, muchas máximas incitan a deshacerse del orgullo, por ejemplo: «La humildad es como la copa puesta en el suelo, dis‐ puesta a recibir la lluvia de las cualidades». Los occidentales se sorprenden generalmente al escuchar que los grandes eruditos o contemplativos orientales dicen: «Yo no tengo nada de particular y no sé muchas cosas». Creen erróneamente que se trata de falsa modestia. Sin embargo, en nuestra época, muchos son tentados por religiones «a la carta», que en parte deben su éxito a su vo‐ luntad de tratar con miramientos e incluso halagar al ego, en vez de ayudar a desenmascararlo. Desde hace unos treinta años, Japón ha conocido una explosión de cultos y una gran diversidad de corrientes religiosas. Según la Agencia Guber‐ namental de Asuntos Culturales, 182.000 asociaciones religiosas diferentes se han registrado en el país, y al menos 500 nuevas religiones están representadas en esas asociaciones.65 En California, una mujer llamada Sheila fundó el sheilaís‐ mo, creencia de la que ella es la única adepta. Cuando le preguntaron en qué consistía esa religión, respondió: «Intenta amarte a ti mismo y ser amable contigo mismo».66 En los Estados Unidos, los fieles no son nada proclives a frecuentar las iglesias que predican la humildad, y algunas Iglesias evangélicas halagan expresamente las tendencias narcisistas. Venden camisetas que llevan la inscripción «Jesús

me ama». Otras afirman que «Dios quiere que seas rico». Esta tendencia no es solamente el hecho de un clero a veces más interesado por las ganancias que por el progreso espiritual, sino la ideología predominante de las Iglesias evangelis‐ tas más populares de los Estados Unidos. El esfuerzo, la perseverancia, el altruismo y el entrenamiento del propio espíritu han cedido el puesto a la improvisa‐ ción a merced de los impulsos del momento y a la continua promoción del ego. Es lo que el maestro tibetano Trungpa Rimpoché llamaba «el materialismo espiritual».67

Las virtudes de la humildad La humildad es a veces despreciada, considerada una debilidad. La filósofa Ayn Rand proclama: «Rechacen la humildad, ese vicio con el que ustedes se cubren como con un harapo, llamándolo virtud».68 Sin embargo, el orgullo, la exacerba‐ ción narcisista del «Yo», cierra la puerta a cualquier progreso personal, pues para aprender, primero hay que pensar que no se sabe. La humildad es un valor olvidado por el mundo contemporáneo, que es el teatro del parecer. Las revistas no dejan de dar consejos para «afirmarse», «imponerse», «ser bella», «parecer», a falta de ser. Esta obsesión por la imagen favorable que es preciso dar de sí es tan intensa que ya ni siquiera nos planteamos la cuestión de lo infundado del pare‐ cer, sino solamente la de cómo parecer bien. No obstante, como escribía La Rochefoucauld: «Ganaríamos más dejándo‐ nos ver tal como somos que intentando parecer lo que no somos». La mayoría de la gente asocia la humildad a la falta de autoestima y de confianza en sus propias capacidades, cuando no la asimila a un complejo de inferioridad. Desconoce los beneficios de la humildad, pues si la presunción es el patri‐ monio del necio, la humildad es la virtud de quien mide todo cuanto le queda por aprender y el camino que aún debe recorrer. Los humildes no son personas bellas e inteligentes que se afanan por convencerse de que son feas y estúpidas, sino seres que hacen poco caso de su ego. Al no considerarse el ombligo del mundo, se abren con más facilidad a los otros y son particularmente conscientes de la interconexión entre todos los seres. El humilde no tiene nada que perder ni ganar. Si lo elogian, considera que es por lo que ha logrado realizar y no por él mismo en tanto que individuo. Si lo critican, considera que sacar a la luz sus defectos es el mejor servicio que le pueden hacer. «Pocas personas son lo bastante sabias para preferir la crítica que les resulta útil al elogio que los traiciona», escri‐ bía La Rochefoucauld,69 haciéndose eco de los sabios tibetanos, que recuerdan de buen grado que «la mejor enseñanza es la que desenmascara nuestros defectos ocultos». Libre de esperanzas y de miedos, el humilde sigue teniendo una natura‐ leza despreocupada. Paradójicamente, la humildad favorece también la fuerza de carácter: el humilde toma sus decisio‐ nes según lo que considera justo, y se atiene a ello, sin inquietarse por su imagen ni por el qué dirán. La humildad es una cualidad que se encuentra invariablemente en el sabio que ha adquirido numerosas cualidades, pues, según dicen, es cuando el árbol está cargado de frutos cuando sus ramas se inclinan hacia el suelo, mientras que el orgulloso es como el árbol cuyas ramas desnudas apuntan hacia el cielo. Viajando con Su Santidad el Dalái Lama a me‐ nudo he comprobado la gran humildad transida de bondad de este hombre, sin embargo tan venerado. Siempre está atento a la gente de condición modesta y no asume nunca un papel de personaje importante. Un día, después de haber saludado a François Mitterrand, que acababa de acompañarlo a la escalinata del Elíseo, el Dalái Lama, antes de subir al coche, fue a estrechar la mano de un guardia republicano que estaba a un lado, todo esto bajo la mirada atónita del presi‐ dente de la República. La humildad es un componente del altruismo, pues la persona humilde está naturalmente volcada hacia los otros y atenta a su bienestar. Algunos estudios de psicología social han demostrado que quienes se sobrestiman presentan, en cambio, una tendencia a la agresividad superior a la media.70 También han puesto de manifiesto un vínculo entre la hu‐ mildad y la facultad de perdonar, mientras que las personas que se creen superiores juzgan más duramente los defectos ajenos y los consideran menos perdonables.71

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42 Los participantes no son conscientes de las diferencias de tiempo de respuesta ni del significado de esas diferencias: en términos científicos se habla de una medida implícita de la autoestima.

25 Los campeones del egoísmo Como hemos visto en detalle, los trabajos llevados a cabo por diversos equipos de psicólogos han demostrado que los actos verdaderamente altruistas abundaban en la vida cotidiana, contrarrestando la tesis de una motivación humana de naturaleza sistemáticamente egoísta. Otra categoría de pensadores, por su parte, no sostienen que el altruismo es inexistente, pero sí que es pernicioso, in‐ moral o malsano. Esos pensadores fundan lo que los psicólogos y filósofos llaman «el egoísmo ético», dicho en otras pa‐ labras, la doctrina que hace del egoísmo una virtud que sería el fundamento de una moral personal. Ya Maquiavelo justificaba en ciertos aspectos el egoísmo. Estaba convencido de que el mal era necesario para gobernar y que el altruismo constituía una debilidad. «El príncipe —escribió— no puede ejercer impunemente todas las virtudes, porque el interés de su conservación lo obliga a actuar contra la humanidad, la caridad y la religión. Así, debe optar por acomodarse a los vientos y caprichos de la fortuna y mantenerse en el bien, si puede, pero entrar en el mal, si debe hacer‐ lo».1 Una posición más radical será adoptada por los filósofos alemanes Max Stirner y Friedrich Nietzsche, que denuncian el altruismo como una lamentable señal de impotencia. Max Stirner ejerció cierta influencia en el desarrollo intelectual de Karl Marx y en el movimiento anarquista alemán. Rechaza la idea de cualquier deber y de cualquier responsabilidad hacia los otros. A sus ojos, el egoísmo representa el símbolo de una civilización avanzada. Lo elogia en los siguientes tér‐ minos: «Es el egoísmo, es el interés personal lo que debe decidir, no el principio de amor ni los sentimientos de amor ta‐ les como la caridad, la indulgencia, la benevolencia o incluso la equidad y la justicia».2 Nietzsche también tiene poca estima por el amor al prójimo, noción que considera como una actitud promovida por los débiles para los débiles, que inhibe el desarrollo personal y la creatividad. Según él, no deberíamos sentir ninguna obli‐ gación de ayudar a otro como tampoco deberíamos sentir ninguna culpabilidad por no intervenir en su favor. «Debes buscar tu conveniencia incluso a expensas de todo el resto»,3 aconseja antes de añadir: «Vosotros os afanáis por vuestro prójimo y lo expresáis con hermosas palabras. Pero yo os digo que vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a voso‐ tros mismos».4 Al hacer esto, Nietzsche fustiga violentamente el cristianismo y a todos los que predican el sometimiento del individuo a una autoridad exterior. Concluye en Ecce Homo, escrito poco antes de que Nietzsche perdiera definitiva‐ mente la razón: «La moral, esa Circe de la humanidad, ha falseado, ha invadido con su esencia todo cuanto es psicología, hasta formular el sinsentido de que el amor es algo “altruista”».5 Después de estos filósofos, el siglo XX conoció dos personajes emblemáticos del egoísmo. Uno es la filósofa estadouni‐ dense Ayn Rand. Casi desconocida en Europa, es un icono en los Estados Unidos.6 El otro es Sigmund Freud, aún muy influyente en Francia, Argentina y Brasil, pero camino de ser olvidado en todo el resto del mundo, donde la enseñanza universitaria de la psicología ya no hace gran caso del psicoanálisis.7 La primera proclama que ser egoísta es la mejor ma‐ nera de ser feliz. El segundo afirma que empeñarse en adoptar una actitud altruista conlleva un desequilibrio neurótico y es, por tanto, más sano asumir plenamente un egoísmo natural.

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El fenómeno Ayn Rand El caso de la filósofa Ayn Rand,8 que llega a afirmar que el altruismo es «inmoral», es particularmente interesante porque continúa gozando de una influencia considerable en la sociedad estadounidense, particularmente en los medios conser‐ vadores ultraliberales.9 Resulta difícil comprender el abismo que separa hoy en los Estados Unidos a los republicanos y los demócratas, a los partidarios y opositores de la solidaridad social y de un papel activo del Estado en la vida de los ciu‐

dadanos, sin medir la influencia del pensamiento de Ayn Rand. Nacida en Rusia a principios del siglo XX y nacionalizada estadounidense, murió en 1982 cuando se inició el reaganismo y es una de las autoras más populares allende el Atlántico. En 1991, según un sondeo efectuado por la Biblioteca del Congreso,10 los estadounidenses citaban La rebelión de Atlas, su obra principal, como el libro que más ha influido en ellos… ¡después de la Biblia! Publicada en 1957, de esta novelarío de 1.400 páginas que define la visión del mundo de Ayn Rand, se han impreso 24 millones de ejemplares. Aún hoy se siguen editando cientos de miles por año. Dos novelas más, Vivir (publicada en inglés con el título Anthem, 1938) y El manantial (1943), también fueron importantes éxitos de ventas. Esta autora y filósofa estuvo tan de moda en los Estados Unidos que casi todo el mundo ha pasado por «una época Ayn Rand». El presidente Ronald Reagan era uno de sus fervientes admiradores. Alan Greenspan, expresidente de la Re‐ serva Federal, que controla la economía estadounidense, declaró que Ayn Rand había modelado profundamente su pen‐ samiento y que «sus valores estaban en sintonía».11 Ayn Rand se encontraba al lado de Greenspan cuando éste prestó ju‐ ramento ante el presidente Ford. También ha sido una heroína para el Tea Party43 y los movimientos políticos que le de‐ ben la voluntad de reducir a lo mínimo estrictamente necesario el papel del Estado en la vida de los ciudadanos. Paul Ryan, que fue candidato a la vicepresidencia de los Estados Unidos en 2012 al lado de Mitt Romney, exige a sus colabora‐ dores que lean los libros de Ayn Rand y afirma que ella es quien inspiró su carrera política. Lo esencial del programa eco‐ nómico y social de Paul Ryan consistía en reducir los impuestos a los ricos y los subsidios a los pobres.12 Ayn Rand estaba muy imbuida de su influencia y hablaba «modestamente» de las tres «A» que contaban en la historia de la filosofía: Aristóteles, san Agustín y ella misma,44 ¡nada menos! En Francia, La rebelión de Atlas sólo fue publicada recientemente, bajo el impulso y con la financiación de un admirador estadounidense.13 La razón de esa publicación tar‐ día se debe sobre todo al hecho de que la corriente de pensamiento encarnada por Rand, el objetivismo14 —cuyos princi‐ pios aparecen resumidos en un ensayo más conciso titulado La virtud del egoísmo—,15 permanece por suerte bastante alejado de la mentalidad europea. Ayn Rand no pretende que todos somos fundamentalmente egoístas: deplora que no lo seamos lo suficiente. Para ella el altruismo no es sino un vicio masoquista que amenaza nuestra supervivencia y nos conduce a descuidar nuestra felici‐ dad en beneficio de la de los otros y a comportarnos como «animales destinados al sacrificio». «El altruismo significa que usted sitúa el bienestar de los otros por encima del suyo, que usted vive con el objetivo de ayudarlos y que eso da un sen‐ tido a su vida. Es inmoral según mi moralidad»,16 declaraba en la televisión en 1979. En cambio, exalta «la palabra graba‐ da que debe ser mi faro y mi estandarte. La palabra que no morirá aunque todos tengamos que perecer en la batalla. La palabra sagrada: EGO».17 El altruismo, según ella, no sólo es perjudicial, sino «una noción monstruosa» que representa la «moralidad de los ca‐ níbales que se devoran unos a otros». Es también una degradación: «Tienes que ofrecer tu amor a quienes no lo mere‐ cen… Ésta es vuestra moral de sacrificio y los ideales inseparables que os ofrece: reformar la sociedad para convertirla en un corral de ganado humano; y remodelar vuestro espíritu a imagen y semejanza de un montón de basura».18 La filósofa estadounidense no se anda con rodeos. En 1959, durante una entrevista televisada, declaraba: «Considero que el altruismo es maléfico… El hombre sólo debe tener estima por sí mismo… El altruismo es inmoral porque le pide amar a todo el mundo sin discriminación… No hay que amar más que a quien se lo merece». Cuando el periodista que la entrevista observa: «Muy pocas personas en el mundo parecen merecer su amor», Ayn Rand replica: «Por desgracia, así es… Nadie ha dado nunca una razón válida que justifique que el hombre deba proteger a sus semejantes».19 En una de sus novelas, El manantial, Rand concluye: «Los estragos del egoísmo son infinitamente menores que los que se han per‐ petrado en nombre del altruismo».20 Ayn Rand considera que las relaciones humanas deben basarse en los principios del comercio. Ampliando estas decla‐ raciones, en la misma entrevista, el periodista la interroga sobre su vida personal: «Usted ayuda económicamente a su marido, ¿no es eso una contradicción?» «No, porque lo amo con un amor egoísta. Me interesa ayudarlo. Yo no llamaría a eso un sacrificio, porque estar con él me procura un placer egoísta». Luego insiste afirmando que, en presencia de una persona que se está ahogando, sólo es moralmente aceptable asumir riesgos para salvarla si se trata de un ser querido cuya desaparición nos haría la vida insoportable. En cualquier otro caso, sería inmoral intentar salvarla de ahogarse si el

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peligro que uno mismo corre es elevado. Sería demostrar una falta de autoestima.21 Sería tentador dejar a un lado a Ayn Rand y considerarla como una anomalía siniestra, una psicópata arrogante que ha dado rienda suelta a sus divagaciones egoístas y pretendido reconstruir el mundo a partir de casi nada (toleraba a Aristó‐ teles, al que consideraba como su única inspiración filosófica, aunque estaba en «desacuerdo con muchas de sus posicio‐ nes»).22 Sin embargo, el hecho de que haya marcado tanto la cultura estadounidense, que a su vez ejerce una gran in‐ fluencia en el resto del mundo, nos obliga a considerar este fenómeno, por muy embarazoso que sea, con la mirada de un clínico que no puede ignorar una enfermedad extraña que amenaza con propagarse al resto del mundo.

Reducir a lo mínimo estrictamente necesario el papel del Gobierno Es Ayn Rand quien dio cuerpo al individualismo extremo que va creciendo en los Estados Unidos. Ella proporcionó una doctrina a todos aquellos que sostienen que el Gobierno debe contentarse con vigilar la protección de las libertades indi‐ viduales y no intervenir en absoluto en los asuntos personales de los ciudadanos, y sobre todo en el funcionamiento de la economía. Ni el Estado ni nadie debe obligarnos a preocuparnos por los pobres, las personas de avanzada edad y los en‐ fermos, y a pagar impuestos destinados a ayudarlos. Eso sería imponer a los individuos la obligación inaceptable de com‐ partir recursos que han ganado con el sudor de su frente con personas a las que ni siquiera conocen, y sin recibir ningu‐ na compensación a cambio. En pocas palabras, en una economía liberal, los pobres son considerados como asesinos del crecimiento, seres que perjudican a los empresarios.23 Sólo el individuo sería creador, la sociedad sería depredadora, y el Estado-providencia, concepción que prevalece en Europa, constituiría «la psicología nacional más nefasta que jamás se haya descrito». Y quienes se beneficien del Estado no serían sino una banda de sinvergüenzas.24 Para Rand, son los po‐ bres quienes explotan a los ricos. Esta adepta del egoísmo se opuso, pues, a la Seguridad Social, a los subsidios de todo tipo, al salario mínimo garantiza‐ do, etc. Según ella, los ciudadanos no deben pagar sino impuestos mínimos y voluntariamente consentidos tan sólo para permitir al Estado proteger sus intereses personales y asegurar su seguridad conservando el monopolio del uso legal de la fuerza (policía y ejército). El Estado no debe intervenir en el funcionamiento de la economía, y debe abstenerse de cual‐ quier forma de regulación. Esta apología del «capitalismo del dejar hacer» ha dado origen a las formas extremas de la economía desregulada cuyas penosas consecuencias comprobamos hoy en día.25

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Los errores morales e intelectuales de Ayn Rand Cuando un sistema político-económico es de tal índole que la sociedad abandona a las personas ancianas, solas y sin re‐ cursos, a los niños cuyos padres no tienen medios para ofrecerles una educación, o a los enfermos que mueren por falta de cuidados, no solamente dicho sistema no cumple con su papel, sino que los valores humanos que deberían gobernar la sociedad se encuentran degradados. Según el economista Joseph Stiglitz, son sobre todo los ricos quienes temen un Estado fuerte, pues «podría utilizar su poder para corregir los desequilibrios de nuestra sociedad, quitándoles una parte de su riqueza para consagrarla a inver‐ siones públicas que servirían al interés general o ayudarían a los desfavorecidos».26 Pero de hecho, «lo cierto —prosigue Stiglitz— es que no ha existido nunca ninguna gran economía próspera en la que el Estado no haya desempeñado un pa‐ pel importante».27 Es lo que ocurre particularmente en los países escandinavos, donde los impuestos son muy elevados —lo cual horrorizaría a Ayn Rand— y la desigualdad entre los ricos y los pobres es mínima. Las ideas de Ayn Rand son, pues, una receta para la promoción salvaje del individualismo y de la desigualdad en la sociedad, una desigualdad cuyos efectos negativos sobre el bienestar, la prosperidad, la justicia y la salud misma, son bien conocidos.28 Hoy, como subraya el economista Daniel Cohen en La prosperidad del mal, «el espejismo de un mundo abandonado a las fuerzas del cada uno para sí ha tenido que ser olvidado. […] El papel del Estado recupera el brillo perdido».29 Ayn Rand desarrolla su argumento principal de la manera siguiente: el bien más precioso del hombre es su vida. Ésta es un fin en sí mismo y no puede ser utilizada como un medio para realizar el bien del otro. Según la ética objetivista,

cuidar de sí mismo y perseguir su propia felicidad por todos los medios disponibles constituyen la razón moral más ele‐ vada del hombre.30 Hasta ahí, el razonamiento no ha sido muy original y se puede admitir que la aspiración más querida del ser humano es vivir la vida hasta su culminación y conocer más alegrías que sufrimientos. Luego, Ayn Rand construye torpemente la piedra angular de su edificio intelectual, que entonces se viene abajo: puesto que el deseo fundamental del hombre es permanecer vivo y ser feliz, de ello se infiere que debe ser egoísta. Ahí se sitúa el fallo lógico. Ayn Rand razona en la abstracción y pierde contacto con la experiencia vivida. Ésta mues‐ tra, en efecto, que un egoísmo tan extremo como el que ella preconiza tiene muchas más oportunidades de hacer infeliz al individuo que de favorecer su desarrollo. Y tal fue, según parece, el caso de la misma Rand, según los testimonios de quienes la frecuentaron mucho tiempo. Altanera, narcisista, áspera y desprovista de empatía, en el límite de la psicopatía, tuvo relaciones vengativas y conflictivas con muchos de sus parientes y colaboradores. Despreciaba al común de los mor‐ tales, a quienes consideraba «mediocres, estúpidos e irracionales».31 Perdida en la esfera del razonamiento conceptual, Ayn Rand ignora que, en la realidad —esa realidad por la que ella afirma tener el máximo aprecio—, el altruismo no es ni un sacrificio ni un factor de frustración, sino lo que constituye una de las principales fuentes de felicidad y desarrollo en el ser humano. Como escriben Luca y Francesco Cavalli-Sforza, padre e hijo, renombrado genetista el primero y filósofo el segundo, «la ética nació como ciencia de la felicidad. Para ser feliz, ¿vale más ocuparse de los otros o pensar exclusivamente en uno mismo?»32 Las investigaciones en psicología social han demostrado que la satisfacción generada por las actividades egocéntricas es menor que la que proviene de las activi‐ dades altruistas.33 El filósofo estadounidense James Rachels ofrece un argumento suplementario para evidenciar la incoherencia de las tesis de Ayn Rand:

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¿En virtud de qué diferencia puedo yo considerarme tan especial con relación a otro? ¿Soy acaso más inteligente? ¿He realizado más cosas? ¿Disfruto más de la vida que los otros? ¿Tengo acaso más derecho a vivir y ser feliz que quienes me rodean? Sería imposible responder afirmativamente a esta última pregunta. Por consiguiente, promover el egoísmo como una virtud moral es una doctrina tan arbitraria como el racismo. En realidad, debemos preocuparnos por los intereses y el bienestar del otro exactamente por las mismas razones que nos llevan a preocuparnos de nuestros dere‐ chos y de nuestras aspiraciones, de nuestras alegrías y nuestros sufrimientos.34

Freud y sus sucesores La posición de Freud sobre el altruismo, menos dogmática que la de Ayn Rand, está más fundada en la intuición que en el razonamiento, pero resulta igualmente alejada de la realidad. Freud pinta una imagen desvalorizadora del ser humano, y eso desde la fase de la primera infancia: «El niño es absolutamente egoísta, siente intensamente sus necesidades y aspi‐ ra, sin ningún miramiento hacia los otros, a su satisfacción, en particular de cara a sus rivales, los otros niños».35 Ahora bien, todos los estudios fundados en la observación objetiva y sistemática de un gran número de niños, en particular los de Tomasello y Warneken que hemos comentado antes, han demostrado sin ambigüedad que la afirmación de Freud es falsa, y que la empatía y los comportamientos benévolos se cuentan entre las primeras disposiciones espontáneas de los niños pequeños. Además, si creemos lo que Freud escribe en una carta al pastor Pfister, las cosas no se arreglarían en la edad adulta: «No me devano los sesos reflexionando sobre el bien y el mal; pero, en general, he descubierto muy poco “bien” entre los hombres. Hasta donde yo sé, en su mayoría no son más que gentuza […]».36 Según Freud, la sociedad y sus miembros sólo tienen importancia para el individuo en la medida en que favorecen o contrarían la satisfacción de sus instintos. Esta disposición abarcaría todos los aspectos de nuestra existencia, hasta los sueños, que son «todos absolutamente egoístas». Freud llega incluso a afirmar: «Cuando parece que el sueño es provoca‐ do por el interés que nos inspira otra persona, eso no es sino una apariencia engañosa».37 Freud sólo hace raras alusiones al altruismo,45 sobre todo cuando declara: «En otras palabras, el desarrollo individual

aparece como el producto de la interferencia de dos tendencias: la aspiración a la felicidad que llamamos generalmente “egoísmo” y la aspiración a la unión con los otros miembros de la comunidad, que calificamos de “altruismo”».38 Añade, sin embargo, que las tendencias altruistas y sociales son adquiridas bajo obligaciones externas y que «no hay que sobre‐ valorar la capacidad humana para la vida social».39 Y sobre todo, la definición que él da del altruismo como «aspiración a la unión con los otros miembros de la comunidad» es inapropiada: podemos unirnos a los otros para hacer el bien, pero también para hacer daño, promover el racismo, adherirse a una banda de malhechores o perpetrar un genocidio.46 Darwin y muchos otros no han cesado desde entonces de hacer hincapié en la propensión natural del hombre y otros animales que viven en sociedad a manifestar instintos sociales que, según Darwin, «están siempre presentes y son persis‐ tentes», así como a prestar ayuda y socorro a sus congéneres, añadiendo: «Sin ser estimulados por ninguna pasión ni de‐ seo especial, sienten por ellos cierto afecto y simpatía; y se sienten tristes si están mucho tiempo separados de ellos. En cambio, se sienten felices de estar en compañía de ellos, lo mismo que nos ocurre a nosotros».40 Darwin concluye: «Sería absurdo suponer que estos instintos derivan del egoísmo».41 Freud utiliza con frecuencia el término «Einfühlung» que, como hemos visto, ha dado origen al término «empatía», sin considerarlo una etapa hacia el altruismo. Como explica Jacques Hochmann en su Histoire de l’empathie (‘Historia de la empatía’),42 Freud habla más bien de la empatía como de un medio para comparar nuestro estado de ánimo con el de otro y comprender mejor, por ejemplo, el efecto cómico involuntario producido por un comentario ingenuo o estúpido. «Nuestra risa —escribe Freud— expresa un sentimiento complaciente de superioridad.»43 En ¿Por qué la guerra?, Freud formula la hipótesis de la existencia de una «pulsión de muerte» que se ejercería inicial‐ mente contra el individuo mismo antes de volverse hacia los otros:

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Todo sucede verdaderamente como si estuviéramos obligados a destruir a personas y cosas, a fin de no destruirnos a nosotros mismos y de protegernos contra la tendencia a la autodestrucción.44 Este retrato devastador de la naturaleza humana ha dejado huella en el pensamiento contemporáneo, aunque haya sido puesto radicalmente en tela de juicio y se ha demostrado que carece de fundamento científico. Las tesis de Freud y del etólogo Konrad Lorenz, según las cuales la tendencia a la agresión es una pulsión primaria y autónoma en el ser hu‐ mano y los animales, se han visto, en efecto, cuestionadas por numerosos trabajos de investigación.47 Carl Gustav Jung, otra figura fundacional del psicoanálisis, lanza una mirada igualmente sombría sobre la naturaleza humana: Casi nos parece un eufemismo cuando la Iglesia habla del pecado original… Esa tara del hombre, su tendencia al mal es infinitamente más pesada de lo que parece, y se la subestima muy erróneamente… El mal radica en la propia natu‐ raleza humana.45 Freud y Jung forjaron así en el mundo moderno una versión secular del pecado original.

El altruismo sería una compensación malsana de nuestro deseo de perjudicar Según Freud y sus discípulos, el ser humano manifiesta muy poca proclividad a hacer el bien, y si por casualidad acaba teniendo pensamientos altruistas y comportándose de manera benévola, no se trataría de altruismo verdadero, sino de un medio de contener sea como fuere las tendencias agresivas constantemente ocultas en su espíritu. La agresividad se‐ ría, en efecto, un «rasgo indestructible de la naturaleza humana».46 En Pulsiones y destinos de las pulsiones, Freud escribe: «El odio, en cuanto relación de objeto, es más antiguo que el amor; proviene del rechazo originario que el Yo narcisista opone al mundo exterior, prodigando las excitaciones».47 Para Freud, la moral y los comportamientos prosociales nacerían únicamente de un sentimiento de culpabilidad y de mecanismos de defensa utilizados por el ego para administrar las restricciones que la sociedad impone a las pulsiones agresivas innatas del individuo, así como a las exigencias irracionales del superyó.

Según el etólogo Frans de Waal, el argumento de quienes piensan que el hombre es naturalmente malévolo y agresivo es por lo general el siguiente: «(1) la selección natural es un proceso egoísta y malo (2) que produce automáticamente in‐ dividuos egoístas y malos, y (3) sólo los románticos con flores en el cabello piensan de otra manera».48 Darwin, por su parte, estaba convencido de que la conciencia moral era innata y fue adquirida en el curso de la evolución. Diversos tra‐ bajos de investigación presentados por el psicólogo Jonathan Haidt en su obra The Righteous Mind (‘La mente recta’) han demostrado que la conciencia moral se manifiesta espontáneamente en los niños pequeños, y no es atribuible a la in‐ fluencia de los padres, ni a las normas sociales o las «exigencias que la sociedad impone», como afirmaba Freud.49 El psi‐ cólogo Elliot Turiel ya había observado que, desde su más tierna edad, el niño tiene el sentido de la equidad y considera que hacer daño a otro es represensible.50 Para el psicoanálisis, en cambio, el altruismo no es sino un mecanismo de defensa destinado a protegerse de pulsiones agresivas difíciles de reprimir. Sobre todo no hay que esforzarse para ser altruista. En opinión de Freud: «Todos los que quieren ser más nobles de espíritu de lo que su constitución permite son víctimas de neurosis; habrían tenido una salud mejor si les hubiera sido posible ser menos buenos».51 Para Anna, la hija de Freud, el altruismo se inscribe en el marco de los mecanismos de defensa contra los conflictos interiores.52 Concretamente, y según el Dictionnaire international de la psychanalyse (‘Diccionario internacional del psi‐ coanálisis’), sería un derivado de la agresividad, que, en vez de ser reprimida, se desplazaría hacia objetivos «nobles». El altruismo sería también «una satisfacción indirecta, en la que el conflicto se aferra al placer que nos negamos a nosotros mismos, pero que ayudamos a que obtengan los demás». El altruismo sería, por último, «una manifestación del maso‐ quismo», pues quien lo practica buscaría ante todo los sacrificios vinculados al altruismo.53 No obstante, según las inves‐ tigaciones realizadas en el ámbito de la psicología, no existe el menor indicio que pruebe que la bondad haya surgido de motivaciones negativas o masoquistas. A decir de Freud, cuando las personas padecen enfermedades infecciosas, sobre todo la sífilis, en el fondo tienen ganas de contagiárselas a los demás por despecho, al estar ellos enfermos mientras que los otros gozan de buena salud. Si a pe‐ sar de todo se abstienen de infectar a quienes los rodean, se debe a «la lucha que esos desdichados se ven obligados a mantener contra el deseo inconsciente de transmitir su enfermedad a otros: ¿por qué deben ser ellos los únicos infecta‐ dos y ver que les niegan tantas cosas, mientras los otros se encuentran bien y son libres de participar en todos los goces?»54 Freud parece haber descartado la posibilidad de que, si alguien intenta no infectar a otro, no sea por ir contra sus tendencias fundamentalmente malévolas, sino por la sencilla razón de que le preocupe sinceramente el destino de sus semejantes. Jacques Van Rillaer, profesor emérito de psicología en la Universidad de Louvain-la-Neuve, antiguo psicoa‐ nalista y autor de la obra Las ilusiones del psicoanálisis, menciona que uno de sus profesores de psicoanálisis, Alphonse de Waelhens, afirmaba, en la época en que Van Rillaer cursaba esos estudios: «Cuando quiera usted saber cuál es la verdade‐ ra motivación de las personas, piense lo peor y normalmente acertará».55

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La exacerbación del egoísmo El psicoanálisis se describe a menudo como un medio de conocimiento de sí más que como una terapia. Se opone a toda forma de evaluación global de la eficacia de sus métodos, juzgando esa aproximación demasiado simplista (Lacan llega a hablar de la «subversión de la posición del médico por el auge de la ciencia»).56 Pero, como demuestra un informe del Inserm,57 cuando esta eficacia se ha evaluado teniendo en cuenta un número suficiente de casos, los beneficios terapéuti‐ cos han resultado casi inexistentes en comparación con las terapias conductistas y cognitivas que, a su vez, han demos‐ trado su eficacia para un número importante de trastornos. Parece incluso que el hecho de seguir una terapia psicoanalítica conlleva con frecuencia un incremento del egocentris‐ mo y una disminución de la empatía. Al finalizar una encuesta sobre la imagen y los efectos del psicoanálisis efectuada con una amplia muestra de población, el psicólogo social Serge Moscovici concluyó afirmando que, en la mayoría de los casos, «el psicoanalizado, arrogante, cerrado, entregado a la introspección, se retira siempre de la comunicación con el grupo».58 En cuanto al psiquiatra francés Henri Baruk, reprocha a la práctica analítica reforzar los conflictos interperso‐

nales en la medida en que el sujeto psicoanalizado «ve a menudo con acritud a sus parientes, a sus padres, a su cónyuge, a quienes hace responsables de sus males». Baruk advierte asimismo que algunos sujetos psicoanalizados se vuelven ex‐ traordinariamente agresivos, son de una extrema severidad con los otros, a quienes acusan sin cesar, lo que los convierte en individuos antisociales.59 La práctica psicoanalítica parece atrofiar, pues, nuestras aptitudes para el altruismo. Algunos psicoanalistas, lejos de negar esta orientación egoísta, parecen apoyarla. François Roustang habla de «llevar al otro a la inexistencia».60 Jacques Lacan afirma que «las personas bienintencionadas son mucho peores que las malinten‐ cionadas».61 Pierre Rey, exdirector del semanario Marie Claire, se obligó a hacer sesiones diarias con Lacan para intentar curarse de fobias sociales que, según él, no disminuyeron en absoluto en el curso de sus diez años de terapia.62 Afirma haber aprendido mucho de su análisis, entre otras cosas el hecho de que «todas las relaciones humanas se articulan en torno a la devaluación del otro: para ser, es preciso que el otro sea menos».63 Rey no dejó de aplicar dichos principios, como testimonia la anécdota siguiente: en el curso de una velada en casa de unos amigos, oyó a dos chicos que denunciaban que Lacan era un charlatán peligroso. «Durante cinco minutos —confie‐ sa Rey—, fui capaz de contenerme y no intervenir.» Luego «sentí un velo blanco que me nublaba la mirada, mientras que una subida fantástica de adrenalina me hizo ponerme en pie, pálido al principio, con los músculos tensos y rostro muy serio. Los señalé uno a uno con un índice asesino y oí mi propia voz, aguda como la de un niño, que les decía: “Escu‐ chadme, imbéciles… Escuchadme bien: moved una sola pestaña, añadid una sola palabra, y os machaco”. Paralizados, blancos como el papel, creo que ni siquiera respiraban. Por miedo a cumplir mi promesa, di media vuelta. Ellos aprove‐ charon para salir huyendo de puntillas».64 Es innegable que muchos psicoanalistas tratan a sus pacientes con benevolencia y que los pacientes dan testimonio de haberse beneficiado con la terapia psicoanalítica, pero es preciso comprobar, a la luz de los escritos y palabras de los fun‐ dadores, que, glo​balmente, la teoría psicoanalítica estimula el egoísmo y deja poco espacio al altruismo.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿«Liberar» las emociones o «liberarse» de las emociones?

El testimonio de Pierre Rey, como el de otros, muestra que el psicoanálisis difícilmente puede ser considerado una cien‐ cia de las emociones. Si no, ¿cómo llegaría a tener semejante incapacidad para administrar las emociones destructoras? Rey informa: «Brotaron de mí en un borboteo aterrador los gritos bloqueados detrás de mi caparazón de cordial benevo‐ lencia. Desde entonces, cada cual sabía a qué atenerse acerca de los sentimientos que le manifestaba. Cuando amaba, en la vida y en la muerte, amaba. Cuando odiaba, en la vida y en la muerte, no tardaban en enterarse».65 Hay aquí una confusión, repleta de consecuencias, entre liberar las emociones como se dejaría libre una jauría de pe‐ rros salvajes, y liberarse del yugo de las emociones destructivas y conflictivas, en el sentido de ya no ser más su esclavo. En el primer caso, se renuncia a cualquier dominio de las emociones negativas y se las deja explotar a la menor ocasión, en detrimento del bienestar de otro y de la propia salud mental. En el segundo caso, se aprende a liberarse de su poder, sin reprimirlas ni dejar que destruyan nuestro equilibrio. El psicoanálisis no ha apelado nunca a la práctica de métodos que permitan liberarse gradualmente de las toxinas mentales que son el odio, el deseo compulsivo, los celos, la arrogancia y la falta de discernimiento, y de cultivar las cuali‐ dades que son el amor altruista, la empatía, la compasión, la plena conciencia y la atención.

¿Tiene el psicoanálisis valor científico? El mismo Freud definía el psicoanálisis como «un procedimiento para la investigación de los procesos anímicos que ape‐ nas son accesibles de otra manera; como un método para el tratamiento de los trastornos neuróticos, que se basa en esta investigación; de una serie de puntos de vista psicológicos, adquiridos por esta vía, que aumentan progresivamente para unirse en una disciplina científica nueva».66 Más tarde fue presentado como una «ciencia de lo individual» por el psicoa‐ nalista Robert de Falco, quien afirma que «el éxito del psicoanálisis en el mundo y su internacionalismo surgieron de la combinación de la exigencia de un saber científico riguroso y de un judaísmo que ha roto vínculos con la religión».67

Los filósofos de las ciencias, los psicólogos y los especialistas en ciencias cognitivas piensan, en su gran mayoría, que el psicoanálisis no puede ser considerado como una ciencia válida. Han llegado a esta misma conclusión por caminos diferentes. El filósofo de la ciencia Karl Popper piensa que el psicoanálisis no puede ser considerado una ciencia, porque una teo‐ ría que no puede ser probada ni refutada, jamás podrá ser cogida en falta y, por ese mismo hecho, no es sino una especu‐ lación que no hace progresar nuestros conocimientos.68 Un científico digno de este nombre comienza por formular hipótesis —por ejemplo, la existencia, en el desarrollo afec‐ tivo del niño, del complejo de Edipo—, luego somete dichas hipótesis a pruebas experimentales rigurosas susceptibles de confirmarlas o desmentirlas. Si la observación muestra que los efectos previstos por la teoría no se producen, ésta es re‐ futada y debe ser abandonada o modificada. El criterio de refutación permite, pues, distinguir el proceso científico de la pseudociencia. Ahora bien, el psicoanálisis se ha sustraído a todo tipo de refutación gracias a sofismas que le permiten tener siempre la razón, sean cuales sean los hechos observados y los argumentos que se les oponen: el psicoanálisis se autoconfirma sin interrupción. Si un paciente llega a la cita con antelación, está ansioso; si llega a la hora, es un maniático; y si llega tarde, es recalcitrante y hostil. Para tomar un ejemplo más específico, los autores del Livre noir de la psychanalyse (‘Libro negro del psicoanálisis’) se preguntan cómo probar o refutar la piedra angular del edificio freudiano, que es el complejo de Edi‐ po. Parece imposible, pues si un niño pequeño adora a su madre y teme a su padre, el psicoanálisis dirá que ofrece una ilustración perfecta de este proceso universal, y si rechaza a su madre y siente atracción por su padre, se dirá que reprime su «Edipo», sin duda por miedo a la castración, o incluso que manifiesta un «Edipo negativo». Pase lo que pase, el psi‐ coanálisis sólo puede tener razón. El psicólogo Adolf Wohlgemuth resumía así esta posición: «Cara, yo gano; cruz, tú pierdes».69 En consecuencia, Popper considera que las explicaciones de los psicoanalistas son tan vagas e imaginarias como las de los astrólogos y están más emparentadas con una ideología que con una ciencia. Otro gran filósofo de las ciencias y de la epistemología, Ludwig Wittgenstein, quedó primero fascinado por la sofisti‐ cación aparente del psicoanálisis, pero después de un maduro examen, llegó a la siguiente conclusión:

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Freud hizo un flaco servicio con sus pseudoexplicaciones fantásticas (precisamente porque son ingeniosas). Cualquier asno tiene ahora en la mano esas imágenes para explicar, gracias a ellas, fenómenos patológicos.70 La especulación intelectual, por sofisticada que sea, no podría liberarse del enfrentamiento con la realidad, o sea, de una verificación experimental rigurosa. Las «pseudoexplicaciones fantásticas» abundan en los textos psicoanalíticos, como testimonia la que ofrece la célebre psicoanalista infantil Melanie Klein, quien parece haberse beneficiado de un acceso casi sobrenatural a lo que se cuece en la cabecita de los niños de menos de dos años, que aún no tienen uso de la palabra: El objetivo principal del sujeto es apropiarse de los contenidos del cuerpo de la madre y destruir a ésta con todas las armas de las que dispone el sadismo. […] En el interior del cuerpo de la madre, el niño espera encontrar: el pene del padre, excrementos y niños, todos estos elementos asimilados a sustancias comestibles.[…] Los excrementos se trans‐ forman en fantasmas con armas peligrosas: orinar equivale a cortar, apuñalar, quemar, ahogar…, mientras que las ma‐ terias fecales se asimilan a armas y a proyectiles.71 Otro epistemólogo (historiador del conocimiento), Adolf Grünbaum, adopta una posición diferente a la de Popper. Para él, algunos enunciados de Freud son perfectamente refutables debido a que, al examinarlos, resultan simplemente falsos.72 Freud escribe, por ejemplo: «La inferioridad intelectual de tantas mujeres, que es una realidad indiscutible, debe ser atribuida a la inhibición del pensamiento, inhibición requerida para la represión sexual».73 Como advierte Jacques Van Rillaert, haciéndose eco de Grünbaum, Freud enuncia ahí dos leyes empíricas que se pue‐ den someter a prueba: la inferioridad intelectual de las mujeres sería una realidad (la psicología científica ha mostrado que no es así en absoluto); y la falta de inteligencia de las mujeres se debería a la represión sexual (dudo que se pueda ob‐

servar, en una muestra lo bastante amplia, que cuando las mujeres sexualmente muy controladas consiguen liberarse de sus inhibiciones, sus capacidades intelectuales se ven automáticamente aumentadas).74 Frank Cioffi, profesor de epistemología en la Universidad de Kent, adopta un tercer método de refutación: califica a Freud de pseudocientífico por la simple razón de que publicó falsas alegaciones para probar sus hipótesis. Freud nunca llevó a cabo investigaciones sistemáticas sobre un gran número de sujetos para someter a prueba sus ideas, al estimar que las observaciones clínicas de algunos pacientes bastaban para probar sus teorías. Más aún, las investigaciones históricas han demostrado que Freud no dudaba en falsear la descripción y las conclusiones de sus observaciones clínicas para que confirmasen sus teorías. El psiquiatra Henri Ellenberger encontró en un instituto psiquiátrico los documentos relaciona‐ dos con Anna O., la primera paciente psicoanalizada según los principios freudianos. Después de la tentativa de curación por Josef Breuer, su estado empeoró mucho con respecto a antes y fue internada varios años en el hospital en cuestión. Pues bien, resulta que Freud escribió que Anna O. se había curado de «todos sus síntomas» por el psicoanálisis.75 En Les Patients de Freud (‘Los pacientes de Freud’), Borch-Jacobsen ha demostrado además que, en general, las terapias llevadas a cabo por Freud terminaban en fracasos.76 Todo eso no tendría ninguna importancia si una teoría semejante se limitara al mundo de las ideas, pero el hecho de que se haya convertido en una práctica terapéutica no ha dejado de tener consecuencias perjudiciales para muchos pa‐ cientes. Un ejemplo típico es el del autismo. En los años cincuenta del siglo pasado, los psicoanalistas, encabezados por Bruno Bettelheim, hicieron a las madres responsables del autismo de su hijo. «Yo sostengo —escribió Bettelheim— que el factor que precipita al niño en el autismo infantil es el deseo de sus padres de que no exista.»77 Los psicoanalistas pasa‐ ron luego cuarenta años intentando «tratar» a las madres (añadiendo a su sufrimiento de tener un hijo autista el de cul‐ pabilizarlas de la enfermedad), y abandonando a los niños a su suerte. Temple Grandin78 es profesora de etología en la Universidad de Colorado. También es autista. Cuando, de niña, mani‐ festó síntomas graves, su madre la llevó a una consulta con Bettelheim. Éste declaró a la madre que era histérica y que su hija se había vuelto autista porque ella no la había querido. Desesperada, la madre de Temple fue a consultar con otro psicoanalista, que le explicó: «En términos freudianos, eso significa que la madre quiere un pene». La madre, una perso‐ na equilibrada que había tratado siempre a su hija con afecto, hizo el siguiente comentario humorístico: «Hay muchas cosas que quisiera en la vida, pero en la lista no figura ningún pene».79 En efecto, según el psicoanálisis, «la psicosis del niño nacería de un mecanismo de defensa frente a la actitud de una madre incestuosa a la que la ausencia de falo llevaría a destruir el sustituto del falo que falta, representado por su descen‐ dencia».80 Imagínense algo más absurdo. En Francia, según Franck Ramus, director de investigaciones del CNRS, los psicoanalistas continúan basándose en responsabilizar a los padres —muy especialmente, a las madres— por la enfermedad de los hijos. Una de ellas cuenta que le preguntaron reiteradamente: «¿Había usted deseado realmente a su hijo?» Alexandre Bolling, padre de un niño autista de cinco años, explica lo siguiente: «Uno de los psiquiatras a los que consultamos consideraba que yo era esquizofrénico, lo cual explicaba los trastornos de mi hijo…» Un psiquiatra de unos treinta años dice haber asistido a «escenas alucinan‐ tes» cuando estaba haciendo unas prácticas de pedopsiquiatría en centros de consulta para autistas: «La culpabilización de los padres es una realidad. Durante las conversaciones, la gente no se interesaba más que por los padres y los bombar‐ deaba a preguntas. Durante las sesiones en que presentaban sus informes, a todos los padres los calificaban de psicóticos, y los problemas de los niños eran la consecuencia exclusiva de la toxicidad paterna o materna».81 Estas teorías han sido abandonadas hace décadas por todos los investigadores y científicos, para los cuales el autismo es un trastorno del neurodesarrollo de fuerte componente genético.82 Existen numerosas formas de autismo y, según los trabajos sintetizados por Martha Herbert, de la Universidad de Harvard, es posible que el incremento de la incidencia del autismo en el curso de los últimos cincuenta años se deba en parte a la utilización globalizada de pesticidas y fertilizan‐ tes.83 Lo cierto es que esta enfermedad no es provocada en modo alguno por la influencia psicológica de la madre. En Inglaterra y en muchos otros países, el 70 % de los autistas, tratados ocupándose atentamente de ellos, y no de sus madres, acaban accediendo a centros escolares normales. Sólo los casos muy graves se llevan a instituciones especializa‐ das. En Francia ocurre lo contrario: solamente el 20 % de los niños autistas son escolarizados y llevan una vida casi nor‐ mal. Los otros cargan con el lastre de la influencia del pensamiento psicoanalítico en los medios académicos.84 Reciente‐

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mente, la máxima autoridad sanitaria de Francia, la Haute Autorité de Santé (HAS), ha concluido que el psicoanálisis era «no pertinente» para el tratamiento del autismo. Recomienda un diagnóstico precoz, ejercicios educativos y terapias cog‐ nitivas basadas en instrumentos de comunicación específicos para la utilización de imágenes, juegos o ejercicios de ges‐ tión de los comportamientos.

Una generalización abusiva Existen, por supuesto, individuos anormalmente egoístas, agresivos, y que alimentan obsesiones diferentes, pero, como me recordaba el psicólogo Paul Ekman: «Freud concibió su teoría de la naturaleza humana a partir de un pequeño mues‐ trario de personas muy perturbadas. Cuando usted comprueba una enfermedad en cierto número de pacientes, no pue‐ de inferir de ello que todos los seres humanos padezcan dicha enfermedad».85 A continuación, añade: «Tomemos el com‐ plejo de Edipo. Es probable que ciertos individuos lo padezcan, pero ¡el deseo de tener relaciones sexuales con los padres —a partir de los cinco años de edad— seguro que no forma parte fundamental de la naturaleza humana!» Se podría comparar un paciente particularmente agresivo a un coche estropeado cuyo acelerador está atascado. La única manera de mantener una velocidad normal es presionar continuamente el freno. Un mecánico podrá pasar mucho tiempo identificando y reparando este problema, pero se equivocaría si afirmara que «todos los automóviles tienen una pulsión interna que los incita a acelerar constantemente salvo que sean retenidos por el uso del freno», como hacen los psicoanalistas que afirman que debemos reprimir constantemente nuestras pulsiones agresivas.86 Los comportamientos patológicos no pueden ser considerados sistemáticamente como una simple acentuación enfer‐ miza de los comportamientos normales, incluso si a veces ocurre. A menudo son de una naturaleza diferente, incompati‐ ble con esos comportamientos normales. Una persona sobria no está «menos borracha» que un ebrio, no lo está en abso‐ luto. Una persona que padece de tics nerviosos luchará contra esos movimientos involuntarios, pero una persona con buena salud no necesita reprimir continuamente sus tics. Para ella el problema no se plantea.

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Los sucesores de Freud han continuado evolucionando en la esfera del egocentrismo Muchos émulos de Freud han preservado hasta nuestros días la ortodoxia de su doctrina. Otros han vuelto a examinar ciertos puntos clave y han cuestionado por ejemplo, el instinto de violencia o el postulado según el cual todos nuestros deseos están dictados por la sexualidad —¿qué decir, por ejemplo, del deseo de pasearse por un bosque, o de visitar a un amigo de edad?—. Sin embargo, al intentar dar a sus terapias un aspecto más humano muy a menudo no han hecho sino promover las formas más atractivas del egocentrismo. Como han mostrado los psicólogos Michael y Lise Wallach,87 en la mayoría de las adaptaciones de las teorías freudianas, como las propuestas por Harry Sullivan, Karen Horney y, en cier‐ tos aspectos, Erich Fromm, el egocentrismo continúa reinando como soberano absoluto. Preocupadas por cuidar del in‐ dividualismo de nuestros contemporáneos, estas terapias han dado prioridad a la expresión espontánea de sí mismo aun‐ que permaneciendo también egocentradas. Esos psicólogos sostienen particularmente que todas las formas de restricciones y obligaciones, dictadas por la socie‐ dad o por nuestras normas interiores, ponen trabas a nuestra realización personal y nos alejan de nuestra verdadera identidad.88 La gratificación sin obligación de nuestros impulsos parece ser una prioridad. Pero, en ese caso, sería impo‐ sible participar en actividades colectivas y vivir en sociedad. ¿Cómo hacer música o deporte sin acatar determinadas re‐ glas o someterse a una disciplina? Imaginen una orquesta en la que cada músico toque como mejor le parezca ignorando al director y las partituras musicales. Nada distinguiría la música de una cacofonía cualquiera.89 En la práctica, la expresión de sí mismo liberada de toda obligación parece más bien destinada a poner trabas al bien de la sociedad que a darle cumplimiento.90 Una vez conocí a una joven estadounidense que me dijo: «Para ser verdadera‐ mente yo misma, para ser libre, debo ser fiel a lo que he sentido y expresar espontáneamente lo que me corresponde y me conviene mejor». Ahora bien, la verdadera libertad no consiste en hacer todo lo que se nos pase por la cabeza, sino en ser dueño de uno mismo. Gandhi abundaba en ese sentido cuando decía: «La libertad exterior que alcancemos depende del grado de libertad interior que hayamos adquirido. Si ésta es la comprensión justa de la libertad, nuestro esfuerzo princi‐

pal debe estar destinado a realizar un cambio en nosotros mismos». Esta transformación, si deseamos contrarrestar los puntos de vista debilitantes de los campeones del egoísmo, consiste precisamente en disminuir nuestro egocentrismo y cultivar el altruismo y la compasión. 43 Movimiento político estadounidense ultraconservador, heteróclito y contestatario, surgido de la crisis financiera de 2008, opuesto al Estado federal y a casi toda forma de impuestos. Se unió al Tea Party, por ejemplo, la candidata frustrada a la vicepresidencia de los Estados Unidos, Sarah Palin. 44 Aunque su visión del héroe ideal, el superhombre egocéntrico, consideran los filósofos que está más cerca de Nietzsche que de Aristóteles. Rand desprecia a todos los demás filósofos, en particular a Immanuel Kant, a quien trata de «monstruo» y acusa de ser «el peor de los hombres» porque preconiza una ética fundada en el deber y la responsabilidad hacia la colectividad, en las antípodas de la autonomía individualista proclamada por ella. 45 La palabra «altruismo» no aparece más que siete veces en los veinte volúmenes de sus obras completas. Cf. Gesammelte Werke, Fischer Verlag. 46 Posteriormente, el término «altruismo» no será utilizado por los psicoanalistas y no figura en el Vocabulaire de la psychanalyse de Laplanche, J. Pontalis, J.-B. (2007), PUF. 47 Véase el apartado «¿Existe un “instinto de violencia”?» en el capítulo 28, «En el origen de la violencia: la desvalorización del otro».

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26 Sentir odio o compasión por uno mismo De todas las enfermedades, la más cruel es despreciar nuestro ser.

MONTAIGNE

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La capacidad de amar a otro suele asociarse a la de amarse a sí mismo. La regla de oro en la que coinciden, bajo formula‐ ciones casi semejantes, todas las grandes religiones es «Ama al otro como a ti mismo». Parece, pues, que el hecho de desearse el bien a sí mismo es un precursor indispensable del altruismo. Si no concedemos ningún valor a nuestro propio bienestar, peor aún, si nos deseamos el mal, será muy difícil desear el bien a quien sea. En cambio, si nos deseamos ver‐ daderamente el bien y reconocemos el valor y la legitimidad de esta aspiración, podremos extenderla a otros. De hecho, los estudios clínicos demuestran que quienes se desprecian, se desean el mal y a veces se infligen sufrimientos físicos, ad‐ miten que tienen muchas dificultades para concebir amor y compasión por los otros.1 También es preciso recordar que el simple hecho de desearse el bien no es en modo alguno egoísta, porque es compatible con el deseo del bien de otro. Como decía el cómico Coluche: «No hay ningún mal en desearse el bien».

¿Puede uno odiarse de verdad? En el curso de uno de sus numerosos encuentros con científicos, el Dalái Lama escuchó a un psicólogo hablar del auto‐ odio. Se volvió hacia su traductor, creyendo haber comprendido mal, y luego hacia el psicólogo, al que preguntó: «¿Ha dicho usted realmente “autoodio”? Pero ¡eso es imposible! Uno no puede desearse el mal a sí mismo». Aunque la psicolo‐ gía budista sea de una gran riqueza y abunde en matices, no tiene en cuenta la posibilidad de que un individuo se desee el mal. El psicólogo explicó al Dalái Lama que el autoodio era, por desgracia, un mal muy extendido en Occidente. Si‐ guió luego una larga conversación, y después de haber escuchado las explicaciones de los científicos, el Dalái Lama reac‐ cionó: «Ahora lo comprendo un poco mejor. Es algo parecido a un profundo malestar, a una enfermedad del Yo. La gente desea fundamentalmente no sufrir, pero se reprocha no estar tan bien dotada o no ser tan feliz como desearía». El psicó‐ logo explicó que eso no era sino una dimensión del problema, y que ciertas personas habían padecido crueldades y vio‐ lencias reiteradas hasta el punto de pensar que si habían sufrido tanto era porque fundamentalmente eran malos. Dijeron también al Dalái Lama que algunos hasta llegaban a autolesionarse voluntariamente, y que la automutilación la practica‐ ban entre el 10 y el 15 % de los adolescentes europeos. El Dalái Lama permaneció unos instantes en silencio, visiblemen‐ te emocionado. Para remediar el autoodio, los clínicos occidentales han resaltado la necesidad de ayudar a sus pacientes a desarrollar más benevolencia hacia ellos mismos; han puesto a punto terapias basadas en el concepto de autocompasión. Inicialmen‐ te, por mi parte, sentía cierta reticencia ante este concepto, del que oía hablar a menudo en Occidente. Me preguntaba, en efecto, si centrando demasiado la atención en uno mismo, una terapia semejante no corría el riesgo de reforzar las ten‐ dencias egocéntricas y narcisistas, en detrimento de la apertura a los otros. Tomé conciencia de los beneficios de la auto‐ compasión para la salud mental a raíz de fructíferas conversaciones con Paul Gilbert, investigador y clínico inglés que, desde hace unos treinta años, se ocupa de personas que padecen de autoagresividad, así como con la psicóloga estadou‐ nidense Kristin Neff, cuyas investigaciones han demostrado que, en general, el desarrollo de la autocompasión (self compassion) y los beneficios que genera no van acompañados de un incremento del narcisismo. Así pues, intenté vincular

este concepto de autocompasión a las enseñanzas budistas. Si vamos al fondo de las cosas, sentir benevolencia y autocompasión equivale a preguntarse: «¿Qué es realmente bueno para mí?» Si nos planteamos esa pregunta con toda honestidad, deberíamos convenir en que: «Sí, si fuera posible, prefe‐ riría no sufrir y sentir más bienestar». El obstáculo principal, para muchas personas que tienen una imagen muy negativa de sí mismas y adoptan comporta‐ mientos autodestructivos, se debe también al hecho de que, muy a menudo, les ha sido negada durante mucho tiempo la posibilidad de alcanzar la felicidad. El simple deseo de ser felices no tiene como consecuencia sino el resurgimiento de los recuerdos de acontecimientos traumáticos. Esas personas acaban, entonces, volviendo esa violencia contra sí mismas, en lugar de esperar una felicidad que no ha cesado de escapárseles. No obstante, desde el momento en que aceptan aunque sólo sea la idea de que es preferible no sufrir, lo que a menudo es un paso difícil de dar para ellas, están dispuestas a adoptar maneras de ser y de actuar que les permiten escaparse del círculo vicioso del sufrimiento. Otro punto esencial parece ser la toma de conciencia de un potencial de cambio. Muy a menudo, quienes se agreden a sí mismos consideran que son fundamentalmente culpables («Es culpa mía») y que están condenados a ser lo que son («Forma parte de mi naturaleza»). Si su desgracia fuera inevitable, no haríamos sino aumentar sus tormentos diciéndoles que pueden curarse. Ahora bien, si no podemos elegir lo que somos, a saber, el resultado de una multitud de factores in‐ dependientes de nuestra voluntad (por ejemplo la manera como hemos sido tratados en la infancia), podemos, en cam‐ bio, actuar sobre nuestro presente y nuestro futuro.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El sentimiento de no tener ningún valor

No es, pues, raro que algunas personas vivan atormentadas por la impresión de que son indignas de ser amadas, están desprovistas de toda cualidad y son ineptas para la felicidad. Estos sentimientos provienen muy a menudo del desprecio y de las críticas reiteradas de los padres o los parientes. A ello se añade un sentimiento de culpabilidad cuando esas per‐ sonas se juzgan responsables de las imperfecciones que se les atribuyen.2 Asediadas por esos pensamientos negativos, no cesan de criticarse y se sienten aisladas de los demás. Un estudio llevado a cabo con adolescentes deprimidos ha demostrado que los que tenían el más alto nivel de pensa‐ mientos de autodevaluación eran los que un año más tarde presentaban el riesgo más elevado de cronificación de su epi‐ sodio depresivo.3 Según Paul Gilbert, en la autocrítica patológica, que constituye una especie de hostigamiento interior, una parte de sí acusa constantemente a otra, a la que odia y desprecia.4 Se considera más seguro criticarse a uno mismo que provocar la ira de quienes abusan de uno, y arriesgarse así a un incremento de la violencia. A veces se llega incluso a anticiparse y criticarse a uno mismo para desactivar el riesgo de verse humillado por los demás. Al rebajarse, uno espera atraer cierta simpatía. Sin embargo, quienes aplican esta estrategia ocultan, a menudo, una profunda ira hacia quienes los han maltra‐ tado, mezclada con un sentimiento de vergüenza. Estos sentimientos se manifiestan generalmente desde la infancia, muy a menudo a raíz de malos tratos infligidos por familiares; conllevan trastornos psicológicos graves, entre ellos numerosas formas de fobias sociales, angustia, depresión y agresividad contra uno mismo o contra los demás. La privación de amor y la minusvaloración de uno mismo pueden conducir a la desesperación, e incluso al suicidio, tal como testimonian las declaraciones de una persona citadas por Kristin Neff: «A veces estoy tan sola que me parece que estaría mejor muerta. Pienso en morir porque tengo muy poco valor y nadie me quiere. Yo no me quiero. Más vale estar muerta de verdad que sentirse muerta por dentro».5 Según Neff: La mejor manera de contrarrestar la autocrítica obsesiva consiste en comprenderla, tener compasión de ella y luego sustituirla por una reacción más benévola. Dejándonos emocionar por los sufrimientos que hemos experimentado a causa de nuestro desprecio de nosotros mismos, reforzamos nuestro deseo de curar. Finalmente, después de habernos golpeado la cabeza un tiempo suficiente contra las paredes, acabamos decidiendo que ya basta y exigiendo el fin de los dolores que nos infligimos a nosotros mismos.6

Para que esas personas pasen de la desesperación al deseo de volver a levantar cabeza es preciso ayudarlas a que ins‐ tauren una relación más cálida consigo mismas y a que sientan compasión por sus sufrimientos en vez de juzgarse duramente.

La violencia dirigida contra uno mismo Tal como hemos dicho antes, los comportamientos de automutilación afectan, pues, del 10 al 15 % de los adolescentes en Europa occidental, más particularmente a las chicas, un gran número de las cuales han vivido infancias muy traumáticas, (malos tratos, violaciones, incestos, desvalorizaciones sistemáticas por parte de sus padres, etc.).7 En las que presentan trastornos importantes de la personalidad, la automutilación se produce entre el 70 y el 80 % de los casos. Casi la mitad de las personas afectadas se hieren todos los días o varias veces por semana. Algunas se cortan con objetos afilados, otras se golpean con o contra un objeto, se muerden hasta sangrar, se arrancan el cabello… Al infligirse un daño físico impor‐ tante, intentan poner fin a un estado emocional doloroso. La mayor parte afirma que la automutilación les procura una sensación de alivio y reduce la fuerte tensión física y psicológica que las constriñe. Las dos terceras partes afirman no sentir dolor durante la automutilación.8 Ésta provoca, en efecto, la liberación de endorfinas por parte del cerebro, sustan‐ cias que procuran una efímera sensación de apaciguamiento. Christophe André cuenta el caso de un paciente, tratado con éxito por un síndrome de autocompasión, y que se hacía daño hasta en sueños: «Es un sueño en el que estoy desesperado: me revuelco en el suelo, intento golpearme, pero ni si‐ quiera lo consigo. Eso me desespera todavía más, pues en mi sueño tengo la sensación de que merezco esos golpes, y que tengo que dármelos de todos modos. Me digo: “¡Te los mereces, te lo mereces!”. E intento golpearme cada vez con más fuerza, hasta hacerme daño. Es muy importante para mí hacerme daño».9 Las prácticas de escarificación y automutilación pueden ser interpretadas como una manera de castigarse a sí mismo —pues la persona está convencida de que es «detestable»— pero también como un grito de desesperación que diría, en esencia: «¿No ves mi sufrimiento? Te lo voy a mostrar. Estas heridas, esta sangre, no las puedes ignorar. Así comprende‐ rás mejor hasta qué punto sufro, y tal vez decidas ayudarme». Estas prácticas no son un hecho específicamente cultural, sino más bien una señal de extremo desamparo cuando el dolor lo inunda todo y no es escuchado. Son señales precurso‐ ras de un posible paso al suicidio.10

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Instaurar una relación cálida consigo mismo Paul Gilbert se ocupa desde hace treinta años de personas que padecen de autoagresividad. Ha puesto a punto un méto‐ do terapéutico de entrenamiento a la compasión (Compassionate Mind Training o CMT).11 Intenta hacer descubrir a sus pacientes una zona de seguridad y de calidez humana y, poco a poco sustituir el autoodio por la benevolencia hacia sí mismo. Unos estudios clínicos llevados a cabo en un gran número de pacientes han demostrado que el CMT reducía considerablemente los estados depresivos, las automutilaciones y los sentimientos de inferioridad y de culpabilidad. Según Gilbert, uno de los problemas de quienes se autocritican en exceso es que no disponen de recuerdos apacigua‐ dores susceptibles de ser evocados cuando se sienten mal, particularmente recuerdos de tratos benévolos y afectuosos. Se representan con facilidad la parte crítica de ellos mismos, la que tiende a controlarlos y dominarlos, pero les cuesta hacer llegar a la conciencia y visualizar las imágenes benévolas y compasivas. Uno de los papeles del terapeuta consiste, pues, en ayudarlos a instaurar una relación más cálida consigo mismos.12 Para hacerlo, pueden utilizarse diversas técnicas. Puede sugerirse a los pacientes que imaginen la manera como al‐ guien benévolo consideraría su situación. Luego se les pide que intenten adoptar el punto de vista de esa persona. O in‐ cluso se les propone que imaginen que una parte de sí mismos o que una persona imaginaria manifiesta bondad y una profunda compasión por ellos, y que luego evoquen esa imagen cuando vuelve a surgir la autocrítica.13 Si un paciente se ha automutilado, se le pide que intente sentir compasión por su herida. También es preciso ayudar a los pacientes a comprender que la manera como se enfrentan a sus emociones nunca será

objeto de una desaprobación. Asimismo se les explica que automutilarse no es «malo», que es comprensible teniendo en cuenta lo que han vivido, pero que podrían plantearse una manera mejor de superar sus dificultades.14 Las investigaciones de Kristin Neff la han llevado a identificar tres componentes esenciales de la compasión hacia uno mismo: — la solicitud hacia uno mismo, que consiste en tratarse a sí mismo con afabilidad y comprensión en vez de juzgar‐ se severamente; — el reconocimiento y la apreciación de nuestra humanidad común, que nos hacen considerar nuestras experien‐ cias personales como parte del conjunto de las experiencias de innumerables seres, en lugar de aislar nuestro sufrimiento; — ejercitarse en adquirir plenamente conciencia de todas nuestras experiencias, en vez de ignorar nuestros tormen‐ tos o exagerarlos.15

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Según Kristin Neff, quienes han adquirido costumbres de autocrítica extrema no se dan cuenta de que, de hecho, son capaces de bondad hacia sí mismos. Con este fin, se les pide que comiencen por identificar esta posibilidad, aunque la sientan muy débilmente, y luego le den nueva vida.16

Comprender que uno es parte de la humanidad

Es importante tomar conciencia de la interdependencia de todos los seres y del mundo que nos rodea. El psicólogo Heinz Kohut insistía en que el sentimiento de pertenencia era una de las aspiraciones principales del ser humano. Una de las causas mayores de los problemas de salud mental es el sentimiento de estar separado de los otros, aunque se encuen‐ tren a unos cuantos centímetros de nosotros.17 Pues bien, el sentimiento de no tener ningún valor corre parejas con el de estar separado de los otros y, por eso mismo, ser vulnerable. Por esa razón, según K. Neff, el reconocimiento de nuestra humanidad común, que es inherente a la compasión por nosotros mismos, «es una poderosa fuerza de curación… Sea cual sea nuestro estado de desamparo, jamás podrán arrebatarnos nuestra humanidad».18 Para permitirles reforzar el sentimiento de estar conectados al mundo y al conjunto de los seres, Paul Gilbert propone a sus pacientes visualizaciones como la siguiente: Te invito a imaginar ante ti un mar de un azul soberbio, cálido y plácido, que viene a acariciar una orilla arenosa. Ima‐ gínate que estás simplemente erguido, con el agua deslizándose agradablemente sobre tus pies. Y ahora, levantando los ojos hacia el horizonte, imagínate que ese mar está ahí desde hace millones de años, y que desde entonces es una fuen‐ te de vida. Ha visto muchas cosas en la historia de la vida, y sabe muchas. Ahora, imagínate que ese mar te acoge ple‐ namente por lo que eres, que conoce tus luchas y tus penas. Deja que se establezca entre tú y el mar, con su poder y su sabiduría, un vínculo privilegiado, aceptando plenamente lo que eres.19

El ejercicio de la plena conciencia Esta tercera técnica tiene su origen en el budismo. Permite administrar los pensamientos y las emociones perturbadoras. Una versión secular ha sido preparada por Jon Kabat-Zinn, que la utiliza desde hace treinta años con mucho éxito en el medio hospitalario bajo el nombre de «reducción del estrés por la plena conciencia» (en inglés, Mind Based Stress Re‐ duction, MBSR), un nombre que prefirió al de «meditación». Desde entonces, los métodos de Jon Kabat-Zinn son aplica‐ dos en cientos de hospitales en el mundo, principalmente para resolver las dificultades y los dolores físicos y mentales asociados a las enfermedades graves, a la convalecencia postoperatoria, a la quimioterapia y a los otros tratamientos con‐ tra el cáncer, así como a los dolores crónicos. Numerosos estudios han puesto de manifiesto que en los pacientes que siguen durante ocho semanas un entrenamien‐ to de la plena conciencia según el método MBSR,20 a razón de treinta minutos por día, el sistema inmunitario se refuer‐

za, y las emociones positivas (alegría, optimismo, apertura al otro) son más frecuentes.21 En el caso del autoodio, un estu‐ dio de Shapiro y de sus colegas ha puesto de manifiesto que un entrenamiento de seis semanas en la MBSR aumenta con‐ siderablemente el nivel de autocompasión de los participantes.22 Uno de los aspectos de la práctica de la plena conciencia consiste en evitar que el individuo se identifique con lo que lo atormenta. Cada vez que nos identificamos con nuestros estados mentales, éstos salen reforzados. La autocrítica mórbida y la autoagresividad pueden invadir nuestro espíritu como la fiebre nuestro cuerpo. Pero siempre tenemos la capacidad de observarlas, como lo haríamos con un acontecimiento exterior que se desarrolla frente a nuestros ojos. Con la plena conciencia, nos ejercitamos en contemplar la agresividad, es decir el flujo de pensamientos que la constituye y la alimen‐ ta, hasta que ya no nos perturba. Esta técnica permite crear una «zona de seguridad» y dejar que la agresividad se vaya atenuando gradualmente en el campo de la plena conciencia.

Autoestima y benevolencia hacia sí mismo

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Las investigaciones de Kristin Neff han puesto claramente de relieve las diferencias entre autocompasión y autoestima.23 En efecto, podríamos preguntarnos si las personas que se autocritican no deberían esforzarse, ante todo, por adquirir una opinión más elevada de sí mismas. Pero, como hemos visto, también podemos, por el contrario, temer un refuerzo del narcisismo del individuo. De hecho, las investigaciones han demostrado que adquirir una opinión demasiado elevada de sí mismo conlleva numerosos inconvenientes, entre ellos una tendencia a sobrestimar sus capacidades, a exigir de sí algo de lo que no es capaz y a criticar a los otros cuando las cosas van mal.24 Kristin Neff ha puesto de manifiesto el hecho de que, a diferencia de la autoestima, el aumento de la autocompasión no iba acompañado de un incremento del narcisismo.25 Va acompañado, por el contrario, de una aceptación serena de nues‐ tras propias debilidades y flaquezas, aceptación que nos preserva de la tentación de reprocharnos lo que somos, sin por ello ser sinónimo de resignación.26 K. Neff sostiene que: Una de las razones por las que la autocompasión es probablemente más benéfica que la autoestima es que tiende a es‐ tar disponible precisamente allí donde la autoestima fracasa. Nuestras carencias y nuestros defectos pueden ser abor‐ dados de manera benévola y equilibrada, aunque tengamos juicios desfavorables sobre nosotros mismos. Eso significa que la autocompasión permite disminuir el sentimiento de asco de sí, sin que se deba adoptar por ello una imagen po‐ sitiva de sí mismo totalmente irreal, que es una de las causas principales del fracaso de los programas de mejora de la autoestima.27 El efecto de antídoto contra la ansiedad, la depresión, la vergüenza y los tormentos mentales, que se atribuyó durante mucho tiempo al desarrollo de una mayor autoestima, resulta estar, en realidad, mucho más estrechamente correlaciona‐ do con la autocompasión.28

Autocompasión, compasión por el otro Según las observaciones de Paul Gilbert y sus colegas, en los pacientes que padecen de autoagresividad, la evocación del amor al otro y la compasión por los que sufren suscitan generalmente una reacción de rechazo. Es sin duda exigir dema‐ siado a personas a las que ya les cuesta mucho amarse a sí mismas. Por supuesto que existen notorias excepciones: perso‐ nas que han sufrido considerablemente en su juventud debido a los adultos, pero que luego se han reconstruido y se pa‐ san el resto de su vida ayudando a personas en situación difícil. Una vez que se ha establecido una mejor relación consigo mismo, resulta más fácil sentir benevolencia y compasión por los otros. Los desafíos son sin duda inmensos, pues en el origen de los malos tratos infligidos a los niños se encuentran causas sociales múltiples. Los padres responsables de esas crueldades las han sufrido a menudo ellos mismos. La pobreza, el ais‐ lamiento y la multiplicidad de los problemas psicológicos y materiales favorecen este tipo de comportamiento agresivo.29 Numerosas iniciativas han surgido para poner remedio a esas situaciones difíciles. El psicólogo David Olds y su equi‐

po de la Universidad de Rochester, por ejemplo, elaboraron durante veinticinco años un programa de apoyo a las jóvenes embarazadas, con pocos estudios y que vivían en medios desfavorecidos. Resultó que las visitas frecuentes de enfermeras al domicilio de esas jóvenes durante su embarazo y en el curso de los dos años posteriores al nacimiento disminuían el riesgo de malos tratos y favorecían el desarrollo de los niños.30 Éste no es más que un ejemplo entre numerosos tipos de intervenciones posibles. Todo cuanto pueda hacerse para prestar asistencia a los padres en dificultades, a las madres so‐ bre todo, y permitir que los niños se beneficien de los cuidados, la benevolencia y el afecto que necesitan, contribuirá a disminuir la violencia parental y, a corto plazo, la autoagresión entre quienes hayan crecido en un entorno marcado por la violencia. Así, resulta indispensable favorecer la autocompasión en las personas que responden a los malos tratos infantiles con comportamientos autodestructivos. Esta autocompasión puede luego servir de fundamento y catalizador para extender esta compasión a todos los seres que sufren. Como escribe Christophe André: «¿Por qué incrementar uno mismo los su‐ frimientos que la vida nos depara? La compasión es querer el bien de todos los humanos, incluido uno mismo».31

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27 Las carencias de la empatía Hemos visto que la resonancia afectiva con otro, la empatía, era uno de los factores que, combinado con la valorización del otro y la preocupación por su destino, generaban una actitud y comportamientos altruistas. Pero también puede ocu‐ rrir que falte la empatía. Las causas de semejante carencia y sus efectos son múltiples. En algunos casos, la carencia de empatía resulta de un desgaste emocional vinculado a situaciones exteriores que crean tensiones crecientes y se traducen en la fatiga profesional, burnout, particularmente en los médicos y enfermeros. En otros casos, el de los psicópatas, la fal‐ ta total de empatía y sentimientos se manifiesta desde la infancia. Vinculada a la herencia genética, esa falta está asociada a disfunciones de ciertas zonas del cerebro. En todos los casos, esas carencias tienen efectos negativos mayores sobre las personas que las padecen y sobre todos aquellos a los que esas personas afectan, porque su insensibilidad fría las lleva a perjudicar a otros, y a veces a perpetrar atrocidades.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El burnout: agotamiento emocional

Los cuidadores se enfrentan cotidianamente al sufrimiento de los demás. Cuando sienten empatía, padecen por el sufri‐ miento de sus pacientes. Ese sufrimiento de​sencadenado por la empatía es real, y los trabajos en neurociencias han de‐ mostrado que se activan las áreas cerebrales del dolor o del desamparo.1 ¿Cuáles serán las consecuencias a largo plazo? Los sufrimientos de un paciente no van a durar siempre. En el mejor de los casos, se curará de su mal y, en el peor, su‐ cumbirá. Por suerte, es muy raro que sufran intensamente durante años. Los pacientes se suceden, pero la carga de sufri‐ miento empático del cuidador se renueva día a día. ¿Qué ocurre entonces? En muchos casos, el cuidador acaba sufriendo un burnout. Su capacidad de resistencia ante los sufrimientos del otro se agota. Ya no soporta esa situación. Quienes pa‐ decen de ese tipo de agotamiento se ven generalmente obligados a interrumpir su actividad. Un estudio ha demostrado que, en los Estados Unidos, el 60 % de los médicos en ejercicio profesional han presentado síntomas de burnout, que comprenden agotamiento emocional, sentimiento de impotencia y de ineficacia, incluso de inutilidad. Las víctimas de burnout tienen también tendencia a despersonalizar a los pacientes a los que tratan, por con‐ siguiente, peor, mientras que la frecuencia de errores médicos aumenta.2 Algunos médicos adoptan otra estrategia. Se dicen: «Para ocuparme bien de mis enfermos, debo evitar reaccionar emocionalmente a su sufrimiento». Se comprende que una sensibilidad y reacciones emocionales excesivas puedan afec‐ tar la calidad de los cuidados o perturbar a un cirujano que necesita toda su tranquilidad para efectuar gestos perfecta‐ mente precisos y tomar decisiones difíciles. Pero establecer una barrera emocional entre uno mismo y el paciente no es sin duda la mejor manera de abordar el sufrimiento de este último. Esta actitud puede degenerar rápidamente en una fría indiferencia. A la edad de treinta y cinco años, una amiga se enteró, durante un examen médico, de que sufría de una extraña mal‐ formación congénita que no había sido diagnosticada hasta entonces: su aorta pasaba a través de los pulmones, lo que afectaba a su corazón, y era indispensable someterla a una operación arriesgada. La mañana de la intervención, el ciru‐ jano fue a verla después de haber consultado los resultados de los últimos exámenes y le espetó sin ningún reparo: «Los escáneres son un desastre». ¡Curiosa manera de preparar a una paciente antes de una intervención durante la cual su vida pende de un hilo! Otra amiga médica me confió que había renunciado a especializarse en cirugía debido a la dureza que había observado en muchos de sus colegas. En cambio, un gran número de enfermeras y médicos dan prueba de una gran calidez humana que reconforta al pa‐ ciente. Ahora bien, resulta que las personas que se encuentran naturalmente dotadas de bondad y de compasión se ven afectadas con menos frecuencia por el agotamiento empático. ¿No será la facultad de experimentar y manifestar benevo‐

lencia lo que marca la diferencia? Uno de los factores esenciales del burnout sería, pues, la fatiga progresiva de la empatía cuando no se regenera o transforma mediante el amor altruista. Se habla a veces de fatiga de la compasión. Sería sin duda más justo hablar de fatiga de la empatía, como hemos visto en el capítulo 4. La empatía se limita a una resonancia afectiva con aquel que sufre. Acumulada, puede desembocar fácil‐ mente en el agotamiento del desamparo. Pero el amor altruista es un estado de ánimo constructivo que ayuda tanto a quien lo experimenta como a quien es beneficiario del mismo. Cultivar la benevolencia puede, por lo tanto, remediar las dificultades planteadas por el burnout.

Regenerar la compasión en la práctica de la medicina Uno de mis amigos, el médico David Shlim, que ha vivido mucho tiempo en Nepal y practica la meditación hace años, organiza desde el año 2000 en los Estados Unidos seminarios que reúnen a un centenar de médicos deseosos de dar un espacio más amplio a la compasión en el ejercicio de su profesión.3 Durante esos seminarios, los médicos observaron que, pese al hecho de que la benevolencia y la compasión forman parte integral del ideal de la medicina, del Juramento de Hipócrates y del código deontológico de la profesión, el currículo de los estudios médicos ni siquiera mencionaba la palabra «compasión», y menos aún los métodos para cultivarla. Un médico presente en el seminario hizo la siguiente ob‐ servación: «Creo que no oí nunca las palabras “medicina” y “compasión” asociadas en todos mis estudios de medicina». Los estudiantes de medicina y los médicos jóvenes que comienzan a ejercer en los hospitales son puestos a prueba muy a menudo por horarios draconianos que exigen con frecuencia veinticuatro horas de presencia ininterrumpida junto a los enfermos. Este «entrenamiento» es tan agotador que, según los propios médicos, no deja el menor lugar a la compasión. David me confiaba que, cuando era un médico joven, a veces tenía que quedarse treinta y seis horas seguidas. Un día, a las cuatro de la madrugada, acababa de adormilarse en la sala de guardias cuando lo despertó el interfono: acababan de admitir en el servicio de urgencias a una paciente, su séptima de aquella noche. Mientras se arrastraba hacia allí como un boxeador medio noqueado, se sorprendió pensando que si la enferma moría antes de que él llegase, podría volver a dor‐ mir en lugar de pasarse las horas siguientes ocupándose de ella. De hecho, era una paciente que se quejaba más de lo que sufría, y David recuerda que a un observador no le habría resultado fácil decidir si era la paciente o el médico quien tenía un aspecto más infeliz.4 David no había perdido su compasión, pero no tenía la energía suficiente para ponerla en práctica. Para numerosos internos en formación, el agotamiento genera irritabilidad, resentimiento y amargura más que bon‐ dad, compasión y empatía. Además, a los estudiantes de medicina los seleccionan más por sus competencias que por su deseo de ayudar a los demás. Sin brindar a esos jóvenes médicos un entrenamiento apropiado en benevolencia, ¿cómo cabe esperar que manifiesten una disponibilidad y una compasión que, en las circunstancias a las que deben enfrentarse, constituirían un desafío incluso para quienes han cultivado esas cualidades durante años? Como escribe Harvey Fine‐ berg, presidente del Instituto de Medicina de las Academias Nacionales Americanas: «Todo médico sabe qué es preciso hacer para ser competente, técnicamente hablando: adquirir más conocimientos sobre los progresos científicos, así como sobre los procedimientos y medicamentos nuevos y eficaces. Pero ¿cuántos tienen la menor idea sobre la manera de ser más compasivos?» En su prefacio a Medicina y compasión, David Shlim escribe: «Adiestrarse en la compasión exige sin duda esfuerzos. […] Como los propios estudios médicos, el aprendizaje de la compasión puede llevar toda una vida, con constantes pro‐ gresos del principio hasta el fin».5 Por supuesto que en todo el mundo existen innumerables médicos, enfermeras y ayudantes sanitarios que se consa‐ gran incansablemente al bienestar de los otros con una entrega admirable. Pero para reducir el burnout que afecta a los profesionales de la salud y no deshumanizar una profesión cuya esencia misma es el humanitarismo, sería útil ofrecer a quienes se dedican a ella los medios para desarrollar las cualidades interiores que necesitan para socorrer mejor a los otros. Si el personal sanitario tuviera la posibilidad de cultivar la compasión e introducirla en el corazón mismo de las prácticas corrientes de los hospitales, los pacientes se sentirían más arropados y los médicos y las enfermeras obtendrían más satisfacción y un mejor equilibrio emocional. Más aún, concediendo mayor importancia a la compasión, quienes

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conciban o reformen los sistemas de salud insistirían más en la manera como se trata a los enfermos que en la reducción de costes y la rapidez de los cuidados.

Los factores que contribuyen al burnout El fenómeno del burnout no afecta solamente a quienes tienen a su cargo a personas que sufren. Es un síndrome más amplio, que limita a numerosas personas en el mundo del trabajo. La psicóloga Christina Maslach, profesora de la Uni‐ versidad de Berkeley (California), se ha consagrado al estudio de las causas y los síntomas del burnout. Lo define como un síndrome de agotamiento emocional que resulta de una acumulación de estrés asociada a las interacciones humanas difíciles durante nuestras actividades cotidianas.6 Identifica tres consecuencias principales del burnout: el agotamiento emocional, el cinismo y el sentimiento de ineficacia. El agotamiento emocional es la sensación de estar «vacío», de «ya no poder más», de no tener ya ni las energías ni las ganas para enfrentarse al mañana. Quienes se encuentran en este caso reducen sus relaciones con los otros. Incluso si continúan trabajando, se repliegan tras el profesionalismo y la burocracia para administrar sus relaciones sociales de ma‐ nera puramente formal y desprovista de todo compromiso personal y emocional. Levantan una barrera afectiva entre ellos y los otros. Un policía neoyorquino confió a Christina Maslach: «Cuando te haces poli, cambias: te vuelves duro y cínico. Tienes que endurecerte si quieres aguantar en el oficio. Y a veces, sin darte cuenta, actúas igual en la vida diaria, incluyendo a tu esposa y a tus hijos. Pero es necesario. Si te implicas demasiado, emocionalmente, en lo que ocurre en el trabajo, acabas en el manicomio».7 El segundo síntoma importante del burnout es el cinismo y la insensibilidad para con quienes uno se codea profesio‐ nalmente. Se los despersonaliza, considerándolos con una actitud fría y distante, y evitando entablar con ellos relaciones demasiado personales. Se termina incluso por renunciar a los propios ideales. Una asistenta social confiaba a Maslach: «Comencé a despreciar a todo el mundo y no podía disimular mi desprecio», mientras que otra le contó: «Cada vez me siento menos afectada por los demás y extremadamente negativa. Todo me importa un bledo». Algunos desean incluso que los demás «se alejen de sus vidas y los dejen tranquilos». Estos síntomas van acompañados igualmente de un sentimiento de culpabilidad. El personal sanitario siente desampa‐ ro al pensar que no se ocupa de sus pacientes como debería, y se vuelven fríos e insensibles. El tercer aspecto del burnout se manifiesta entonces bajo la forma de una pérdida del sentimiento de culminación per‐ sonal y realización de sí mismo, lo que genera una impresión de fracaso. La pérdida de la confianza en sí y en el valor de lo que se ha realizado conlleva un profundo desánimo y, muy a menudo, estados depresivos, una pérdida de sueño, una fatiga crónica, dolores de cabeza, enfermedades gastrointestinales y tensión arterial elevada. Un estudio realizado en los países de la Unión Europea ha demostrado que del 50 al 60 % del conjunto de las jornadas de trabajo perdidas lo son por causas relacionadas más o menos directamente con el estrés.8

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El agotamiento emocional vinculado a un entorno desfavorable La mayoría de las personas que padecen de burnout subestiman la influencia de su entorno y sobrestiman su parte de responsabilidad personal. Se acusan de toda suerte de defectos, rechazan la responsabilidad que recae sobre ellas y sacan la conclusión de que «algo no funciona en ellos» o de que son incompetentes en su trabajo.9 De hecho, algunos estudios han demostrado que el agotamiento profesional es el resultado de una acumulación coti‐ diana de estrés, vinculada principalmente a las situaciones y condiciones de trabajo que erosionan las facultades de ad‐ ministrar dicho estrés bajo la presión constante de tensiones emocionales. Quienes son víctimas de esas circunstancias creen que los hacen trabajar demasiado, carecen de control sobre sus actividades y tienen la sensación de no ser bien re‐ compensados por su trabajo; se sienten atrapados entre las exigencias profesionales y los valores morales personales.10 Como el desgaste es gradual, les cuesta apreciar la importancia de las causas situacionales. Cuando se dan cuenta de que su condición se agrava y de que están a punto de derrumbarse, no suele ser porque haya ocurrido nada nuevo en su entorno. Y sacan la conclusión de que ellos son los únicos responsables de lo que les sucede.

La pérdida de autonomía y el sentimiento de impotencia que la acompaña contribuyen al agotamiento profesional. Es sabido que las personas que tienen libertad de elegir y ejercer cierto control sobre sus actividades se desenvuelven mejor en el mundo laboral que las que no hacen más que obedecer órdenes. Éstas se sienten atrapadas por las exigencias de sus superiores y por las restricciones impuestas a sus acciones y a su margen de maniobra. La sensación de impotencia y de frustración puede afectar también a los trabajadores sociales y a los miembros de otras profesiones que saben lo que podrían hacer pero no lo consiguen. Eve Ekman, hija del psicólogo Paul Ekman, se ocu‐ pa de los sin techo de San Francisco, que tienen una necesidad urgente de asistencia médica o psicológica. Ella misma me explicó que lo más agotador en su trabajo, aparte de la fuerte carga emocional vinculada al estado de los pacientes mismos, era el sentimiento de impotencia para poner remedio a las raíces del problema: el Ayuntamiento ya no daba cré‐ ditos, habían cerrado los refugios y, una vez administrada la urgencia inmediata, no le quedaba otra salida que echar a los miserables a la calle, sabiendo naturalmente que muy pronto se enfrentarían a nuevas dificultades. «Yo no puedo lle‐ vármelos a mi casa; no puedo hacer nada más, y tengo la sensación de que lo que hago no sirve para nada y no tiene nin‐ gún sentido. Por desgracia, el desánimo puede conducir a despersonalizar a los indigentes y a rechazarlos.» Eve concluye: «Es importante, pues, prepararse uno mismo para esas tareas y mantener una plena conciencia de nuestros estados inte‐ riores para no sucumbir al burnout». En el extremo opuesto de la escala social, los dirigentes autoritarios son asimismo vulnerables al burnout debido a las tensiones creadas por su necesidad de controlarlo todo. De manera más general, los temperamentos impulsivos que care‐ cen de paciencia y tolerancia son contrariados de forma continua y se agotan rápido emocionalmente. Ya en otro registro, el miedo crónico que afecta a los celadores de las cárceles, constantemente amenazados por la vio‐ lencia que reina en sus lugares de trabajo y que se añade al hecho de que esos guardianes son considerados supuestamen‐ te «duros» y personas que no muestran sus emociones, ese miedo se traduce con frecuencia en el estrés psicosomático, problemas de salud y, por último, en el agotamiento profesional. Un excelador confió a Christina Maslach: «Todo nuevo celador debe aprender a controlar sus emociones y, sobre todo, un miedo atroz. Cada uno de nosotros tenía su propia manera de reaccionar ante el miedo, pero no teníamos ningún medio para liberar nuestras tensiones».

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Hombres y mujeres frente al burnout Las investigaciones indican que los hombres y las mujeres son igual de vulnerables al burnout.11 Se observan, sin embar‐ go, algunas diferencias menores: las mujeres son más vulnerables al agotamiento emocional, mientras que los hombres tienden a despersonalizar a aquellos con quienes trabajan y a manifestarles una frialdad desdeñosa. Eso podría deberse parcialmente al hecho de que las mujeres trabajan con más frecuencia que los hombres en el universo de los cuidados (enfermeras, asistentas sociales, consejeras psicológicas), mientras que los hombres son mayoritarios entre los médicos, los psiquiatras, los oficiales de policía y los responsables de servicios. No obstante, a la luz de sus trabajos de investiga‐ ción, Christina Maslach piensa que eso no basta para explicar las diferencias observadas, y que éstas se hallan más vincu‐ ladas a las diferencias de temperamento entre los dos sexos. Por lo demás, en los Estados Unidos, los inmigrantes asiáticos padecen burnout como la población blanca, pero los afroamericanos y los inmigrantes de origen hispano se ven claramente menos afectados.12 Estos últimos están mucho menos sujetos al agotamiento emocional y a la despersonalización del otro, tal vez porque las comunidades afroamerica‐ na e hispana hacen más hincapié en los lazos de familia y de amistad y en la importancia de las relaciones personalizadas con los otros.

¿Puede la compasión ser patológica? Cuidar de los otros y consagrarse a aliviar sus sufrimientos es algo que, a priori, deriva del altruismo. No obstante, en ciertos casos, las motivaciones de quienes se ponen al servicio de otro son ambiguas, incluso egoístas. Algunos se lanzan a realizar actividades caritativas porque tienen una profunda necesidad de aprobación o afecto.13 Algunos ayudan a los otros para realzar la insignificante estima que tienen de sí mismos, o porque colman así una necesidad de intimidad y de

contactos humanos que permanece insatisfecha en su vida cotidiana. En otro registro, algunos psicólogos, como Michael McGrath, de la Universidad de Rochester, no dudan en hablar de un altruismo patológico, definido como «el apresuramiento por situar las necesidades de los otros por encima de las pro‐ pias, al punto de perjudicarse uno mismo, física y psicológicamente, o las dos a la vez».14 Notemos, sin embargo, que esta definición es ambigua y no permite distinguir entre las motivaciones egocentristas y las motivaciones realmente altruis‐ tas. ¿Una madre que se sacrifica para salvar a su hijo sufre acaso de compasión patológica? No puede decirse que la com‐ pasión es más sana o inapropiada sino en las situaciones en las que las dificultades y los sufrimientos que estamos dis‐ puestos a asumir son mucho más grandes que el bien que podemos aportar a otro. Sacrificar su calidad de vida para sa‐ tisfacer los caprichos de otro no tiene ningún sentido. Dejar que la propia salud se deteriore para ofrecer a los otros una ayuda que no es verdaderamente vital o que otros pueden aportarles mientras que nosotros estamos al límite de nuestras fuerzas físicas o psicológicas no es algo razonable. En cambio, cuando los inconvenientes para nosotros mismos son de la misma magnitud que las ventajas para otros, la elección depende de nuestro grado de altruismo, pero no puede ser con‐ siderado malsano. Recordemos el ejemplo de Maximilian Kolbe, un padre franciscano que, en el campo de exterminio de Auschwitz, se ofreció para sustituir a un padre de familia cuando, como represalia por la evasión de un prisionero, diez hombres habían sido designados para morir de hambre y de sed.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Narcisismo y trastornos de la personalidad asociados a la falta de empatía

Si el burnout desemboca en la falta de empatía debido a un lento desgaste del equilibrio emocional, otras carencias de empatía corresponden a disposiciones duraderas debidas en parte a causas hereditarias y en parte a la influencia de las condiciones exteriores. Son entonces asociadas a disfunciones cerebrales que han sido estudiadas por las neurociencias. En el narcisismo, los trastornos de la personalidad, la psicopatía y ciertas formas de autismo, componentes diferentes de la cadena de reacciones afectivas en la vida social no funcionan normalmente y conllevan una falta de empatía y de consideración hacia el otro. Los narcisistas no piensan sino en sí mismos y no se interesan verdaderamente por el destino de los otros, aunque no tengan dificultades para imaginarse lo que piensan los otros. Sin embargo, no son necesariamente manipuladores y ma‐ lignos como los psicópatas. Quienes padecen «trastornos de la personalidad» están, también ellos, excesivamente centrados en sí mismos. Dema‐ siado emotivos, excitables y trastornados, les cuesta mucho inferir correctamente los sentimientos de otro. Tienen nece‐ sidad de amor, pero están llenos de resentimiento y de cólera, generalmente porque han sido descuidados o maltratados en su infancia (del 40 a 70 % de ellos han sido víctimas de abusos).15 Por eso, aunque tengan necesidad de los otros, los rechazan y padecen de un vacío interior, de una vida emocional dolorosa y de depresión recurrente. Entre ellos, el 10 % acaban por matarse, y el 90 % hace una tentativa de suicidio. La causa principal de su falta de empatía es la falta de afecto y los abusos, a menudo sexuales, que tuvieron en la infancia. En cuanto a los autistas, padecen de una falta de perspectiva cognitiva. Les cuesta representarse lo que los otros pien‐ san y sienten. Según Richard Davidson, tienen también dificultades para regular sus emociones y temen estar expuestos a situaciones que desencadenen en ellos tempestades emocionales, lo cual explica sin duda el hecho de que eviten la mi‐ rada de los otros, que está para ellos demasiado cargada emocionalmente y es difícil de descifrar.16 Algunos autistas ma‐ nifiestan poca empatía, pero otros no son sólo capaces de sentir empatía, sino que la sienten más que el promedio de la gente. Es en los psicópatas en quienes la empatía falta más cruelmente. El sufrimiento de los demás no los conmueve en modo alguno, y utilizan su inteligencia para manipular y hacer daño al otro.

Cabeza llena, corazón vacío: el caso de los psicópatas Los psicópatas (llamados también sociópatas o «personalidades antisociales»)17 están casi por entero desprovistos de em‐ patía. Habitualmente, desde la infancia manifiestan una ausencia de interés por las aspiraciones y los derechos del otro y

no cesan de violar las normas sociales.18 Antes de ejercer sus maldades contra los humanos, a menudo, son crueles con los animales, a los que les gusta torturar. El hecho de que los otros sufran, estén aterrorizados o felices, sus sentimientos, en suma, no provocan ninguna reac‐ ción afectiva en los psicópatas. Debido a que no sienten nada desagradable al ver sufrir a sus víctimas, cometen las peo‐ res atrocidades sin dudas ni remordimientos. En particular les cuesta sentir y manifestar los sentimientos de tristeza y de miedo, los suyos propios como los de los otros. Cuando se les pide que lo intenten, sus tentativas evocan en ellos muy pocas reacciones subjetivas fisiológicas y cerebrales.19 En algunos, el menor incidente que los contraríe, o el deseo de afirmar su necesidad de dominio sobre otro puede pro‐ vocar crisis de rabia, pero más a menudo, esos individuos dan muestras de una crueldad fría y maquiavélica. Cuando se han propuesto un objetivo, lo persiguen con determinación, sin tener en cuenta las circunstancias. Si los psicópatas no sienten ninguna resonancia afectiva con los otros, destacan, en cambio al representarse mental‐ mente lo que ocurre en la cabeza de éstos.20 Utilizan esa facultad vinculada a una inteligencia calculadora y, a menudo, a un encanto superficial para engañar y manipular a sus víctimas. Los psicópatas pueden ser difíciles de identificar porque operan bajo la máscara de la normalidad: aunque son capaces de las peores atrocidades, a primera vista no presentan ningún signo de enfermedad mental. Contrariamente a los esquizofrénicos, no tienen alucinaciones y no escuchan vo‐ ces. No están ni confundidos ni agitados, y a menudo tienen una inteligencia superior a la media. Están simplemente desprovistos de sentimientos y parecen más la encarnación del Mal que individuos locos. Tampoco tienen ningún escrúpulo en intimidar y recurrir a la violencia para conseguir sus objetivos. Cuando sus ma‐ nipulaciones tienen éxito, sienten satisfacción, pero cuando son desenmascaradas y fracasan, no sienten vergüenza ni lástima y sólo esperan la ocasión de volver a comenzar. No temen los castigos que no tienen sobre ellos ningún efecto re‐ dentor o preventivo de las reincidencias.21 Mentirosos crónicos, ni fiables ni honestos, son incapaces de mantener rela‐ ciones amistosas o sentimentales duraderas.22 A los psicópatas les falta, pues, toda la cadena de reacciones que comienzan con el contagio emocional, prosiguen con la empatía y culminan en la solicitud empática o compasión. En ellos, dada la ausencia de cualquier sentimiento a favor del otro, todo ocurre en el plano cognitivo y no tienen otro objetivo que promover sus intereses. Los psicólogos y crimi‐ nólogos que han trabajado con psicópatas han quedado impresionados por su extremo egocentrismo: narcisistas, se con‐ sideran superiores a los otros y dotados de los derechos y prerrogativas innatas que trascienden las de los demás.23 En pocas palabras, según Robert Hare, profesor emérito en la Universidad de Columbia Británica, en Canadá, uno de los pioneros en este ámbito de la investigación, un psicópata «es una persona enteramente centrada en sí misma, implacable, sin remordimiento, que carece profundamente de empatía».24 Según Hare, autor de una lista de referencia de las caracte‐ rísticas que permiten identificar a un psicópata,25 «intentar explicar sentimientos a un psicópata es como describir colo‐ res a un daltónico». En su libro Sin conciencia, Hare cita el caso de un psicópata que trataba de explicar por qué no sentía ninguna empatía por las mujeres a las que había violado: «Ellas tienen miedo, ¿no? Pero eso, sabe usted, yo no lo acabo de entender; una vez tuve miedo, y no era desagradable».26 Hare ha demostrado que los sujetos normales reaccionan mucho más rápidamente cuando les presentan palabras emocionalmente cargadas como «violación» o «sangre» que ante palabras neutras como «árbol» o «lápiz». Sin embargo, los psicópatas no manifiestan ninguna diferencia afectiva al leer u oír esas palabras. Su actividad cerebral no cambia prácticamente en nada, sea cual sea el tipo de palabra que les presenten. Adrian Raine, de la Universidad de Pensilvania, ha demostrado igualmente que cuando se pedía a unos psicópatas que leyeran en voz alta, en presencia de testigos, una descripción de todas las fechorías que habían cometido, tarea que des‐ encadena en sujetos normales sentimientos pronunciados de vergüenza y culpabilidad, las zonas cerebrales vinculadas a esos estados de ánimo no eran activadas en esas personas.27 Un asesino en serie sostuvo que era «bueno y amable» con sus víctimas, cinco mujeres a las que había secuestrado em‐ puñando una pistola, para luego violarlas y matarlas a cuchillazos. Como prueba de su bondad, afirmó que «siempre in‐ tentaba ser amable y dulce con ellas, hasta que comenzaba a matarlas», añadiendo que, cuando decidía apuñalar a sus víctimas, «la muerte era siempre repentina para que ellas no se imaginaran previamente lo que iba a ocurrirles».28

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Otro asesino en serie, el español Rodríguez Vega fue apodado el Mataviejas. Afable y encantador, de aspecto cuidado, abordaba a las señoras mayores en los parques públicos, se ganaba su confianza y les proponía realizar trabajillos en sus casas. Una vez en el domicilio, violaba a las mujeres de edades comprendidas entre sesenta y cinco y ochenta y dos años, y luego las asfixiaba con una almohada. Rodríguez Vega fue finalmente detenido y confesó sus crímenes. Cuando los psi‐ cólogos le pidieron que explicara sus actos, respondió que hay gente que va al cine porque le gusta y que a él le gustaba matar mujeres: «Mato porque me gusta». Jamás mostró el menor signo de remordimiento y fue, a su vez, asesinado en la prisión.29 Asimismo, durante la Segunda Guerra Mundial, Joe Fisher se alegró de enterarse de que, en la guerra, matar era re‐ compensado con condecoraciones. Le pareció que «matar era demasiado agradable para no seguir haciéndolo»,30 y per‐ petró numerosos crímenes una vez reincorporado a la vida civil. El psicópata conoce la diferencia entre el bien y el mal, pero no le presta ninguna atención. Cuando lo pillan, intenta justificarse, minimizar el impacto de sus acciones, echar la responsabilidad a otros, con frecuencia a sus víctimas, y en‐ contrar explicaciones engañosas. Frederick Treesh, un asesino en serie, fue capturado después de un tiroteo con la policía en agosto de 1994. En el curso de las dos semanas precedentes, había asaltado varios bancos y tiendas, y cometido varias agresiones a mano armada, pero pensaba que no había hecho demasiado daño, «aparte de las dos personas a las que he‐ mos matado, y de las dos que hemos herido, las mujeres a las que hemos golpeado con nuestras pistolas, y las bombillas que hemos incrustado en la boca de otros, no le hemos hecho daño a nadie».31 Para Robert Hare, la razón por la que los psicópatas no temen los castigos es que están muy poco afectados por el sen‐ timiento anticipado de los sufrimientos futuros. Hare pidió a varios sujetos que mirasen un reloj de pared que marcaba una cuenta atrás de unos diez segundos, al cabo de los cuales iban a recibir una leve descarga eléctrica en el dedo. Los sujetos normales sentían anticipadamente el dolor y comenzaban a sudar cuando ese momento se acercaba. Pero los psi‐ cópatas no manifestaban ninguna señal; no tenían ninguna aprensión por el dolor anunciado. En cambio, manifestaban reacciones psicológicas normales en el momento en que se producía la descarga eléctrica. En una población normal, se encuentra una media de un 3 % de psicópatas entre los hombres y un 1 % entre las muje‐ res. Pero entre los presos, el 50 % de los hombres y el 25 % de las mujeres presentan trastornos de la personalidad, y alre‐ dedor del 20 % de los hombres son psicópatas.32 Cuando los psicópatas quedan en libertad después de cumplir una pena de prisión, son tres veces más propensos que los demás delincuentes a reincidir en un plazo de menos de un año.33 De hecho, el diagnóstico de psicopatía proporciona el mejor pronóstico de reincidencia. En un estudio de síntesis, James Blair, que dirige la Unidad de Neurociencias Afectivas y Cognitivas del Instituto Na‐ cional de Salud Mental de los Estados Unidos (NIMH, por sus siglas en inglés), opina que la disfunción emocional vin‐ culada a la psicopatía tiene un importante componente hereditario, de alrededor del 50 %.34 Observa que los trastornos de la personalidad graves, como los abusos sexuales, van generalmente acompañados por una reactividad aumentada a las perturbaciones emocionales y a los acontecimientos percibidos como una amenaza, mientras que lo contrario ocurre en los psicópatas, que reaccionan en menor grado a esos acontecimientos. La no reactividad emocional de los psicópatas está asociada a una disminución de la actividad funcional de dos áreas del cerebro vinculadas a la expresión y a la regula‐ ción de las emociones (la amígdala y el córtex ventrolateral).

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Psicopatía inducida por el ejercicio de la violencia Si la mayoría de los psicópatas lo son desde la primera infancia, otros pueden llegar a serlo en circunstancias extremas. Forzar a la gente a matar puede desensibilizarlos ante el sufrimiento del otro hasta el punto de convertirlos en psicópatas. John Muhammad era un soldado estadounidense al que consideraban, antes de que lo enviasen a Irak, un hombre aman‐ te de la buena vida, casado y con tres hijos. Su esposa, Mildred, cuenta que todo cambió cuando John regresó de Irak.35 Era un hombre destrozado, hablaba muy poco y no quería que la gente se le acercase, incluida su esposa. Ésta terminó por pedirle el divorcio, después de lo cual él la amenazó varias veces con matarla. Mildred tomó esas amenazas muy en serio, pues John era alguien que sopesaba sus palabras. En 2002, cinco personas fueron asesinadas en un solo día, en el estado de Maryland, cada una por una sola bala dispa‐

rada a distancia. En quince días, mientras una atmósfera de terror se instalaba en la región, trece personas murieron. Un buen número de dichos crímenes se produjeron en el vecindario de la casa de Mildred. Cuando John fue finalmente identificado y detenido, los elementos de la investigación hicieron pensar que el objetivo de los asesinatos parecía ser Mildred. Al incluir el asesinato de su mujer en una serie de crímenes perpetrados aparentemente al azar en lugares públi‐ cos, John hubiera podido matar a su esposa sin que las sospechas recayeran sobre él. Sólo hubieran incriminado al miste‐ rioso «francotirador de las afueras». Trágicamente, el síndrome de John fue inducido por un sistema que pone a los seres humanos en situaciones en las que se ven obligados a matar a otros humanos a los que no conocen y de los que nada saben, y por los cuales no tienen a priori ninguna necesidad de manifestar un odio personal. Este proceso, que conduce a considerar a toda persona situada «en el otro extremo» como alguien a quien hay que abatir, acaba por deshumanizar a un ser humano normal.

Los psicópatas de traje y corbata

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No todos los psicópatas son violentos, y cierto número de ellos tienen un gran éxito en la sociedad moderna, particular‐ mente en el mundo de las finanzas y las empresas, como demuestra el libro del psicólogo laboral Paul Babiak, escrito en colaboración con Robert Hare, Snakes in Suits: When Psychopaths Go to Work (‘Serpientes en traje: cuando los psicópatas van al trabajo’).36 Son los «psicópatas de éxito», en contraste con los «psicópatas que trabajan», los cuales, impulsivos y violentos, acaban rápidamente en la cárcel. Según Babiak, los psicópatas de traje y corbata «carecen de empatía», pero en el mundo de los negocios esto no se ve necesariamente como algo malo, en particular cuando es preciso tomar decisio‐ nes difíciles como despedir empleados o cerrar una fábrica. Hombres de mucha labia, encantadores y carismáticos, pero sin escrúpulos, convincentes, virtuosos en la gestión de su imagen y manipuladores sin parangón, consideran a sus colegas de manera estrictamente utilitaria y se sirven de ellos para escalar posiciones en la empresa. En un mundo en que el entorno económico es cada vez más competitivo, numero‐ sos psicópatas se han instalado así en las altas esferas del mundo empresarial y las finanzas. El tristemente célebre Ber‐ nard Madoff, así como Jeff Skilling, expresidente de la empresa texana Enron, condenado a veinticuatro años de cárcel por fraude en 2006, son dos ejemplos notorios. Dos investigadoras británicas de la Universidad de Surrey (Reino Unido), Belina Board y Katarina Fritzon, utilizaron la lista de evaluación de Robert Hare para estudiar los rasgos de la personalidad de 39 consejeros delegados de grandes empresas británicas y compararlos con los pacientes del hospital psiquiátrico de Broadmoor: «Teníamos una muestra re‐ ducida, pero los resultados fueron incontestables.[…] Los trastornos de la personalidad de los hombres de negocios se confundían con los de los criminales y pacientes psiquiátricos de Broadmoor», informaba en The New York Times Belina Board, quien concluía que los directivos objeto del estudio se habían vuelto «psicópatas con éxito», que, como los pacien‐ tes que padecían de trastornos psicóticos de la personalidad, carecían de empatía, tenían tendencia a explotar a los de‐ más, eran narcisistas, dictatoriales y rebosaban desmesura.37 De hecho, superaban incluso a los pacientes psiquiátricos y a los psicópatas ordinarios en ciertos ámbitos como el egocentrismo, el encanto superficial, la falta de sinceridad y la ten‐ dencia a la manipulación. No obstante, eran menos proclives a la agresión física, a la impulsividad y a la falta de remordimientos.

El cerebro de los psicópatas Kent Kiehl, de la Universidad de Nuevo México en Albuquerque (Estados Unidos), emprendió un programa de investi‐ gación de varios millones de dólares, financiado por el Instituto Nacional de Salud Mental, para reunir expedientes, reso‐ nancias magnéticas cerebrales, informaciones genéticas y entrevistas de un millar de psicópatas, con el objetivo de com‐ pilar una base de datos utilizable por todos los investigadores. Kiehl estima que el coste de las diligencias judiciales y el encarcelamiento de los psicópatas, añadido a las tragedias que ocasiona, alcanza, en los Estados Unidos, una cifra com‐ prendida entre 250 y 400 mil millones de dólares por año. Ningún otro trastorno mental de semejantes dimensiones ha‐ bía sido tan descuidado.38

Como es inconcebible hacer que vayan al laboratorio un número tan grande de presos a menudo peligrosos, Kent Kiehl y sus colegas viajan de una prisión a otra en un camión de 15 metros de largo que transporta un aparato de IRMF optimizado para funcionar en esas condiciones poco habituales.39 Uno de los primeros trabajos de ese equipo, realizado por Carla Harenski, ha demostrado que cuando se exponía a los psicópatas a estímulos emocionalmente trastornadores (imágenes que representan transgresiones morales graves, como un hombre que presiona un cuchillo contra el cuello de una mujer, o bien caras aterrorizadas), las regiones del cerebro que reaccionan intensamente en los sujetos normales se encontraban notablemente desactivadas en los psicópatas, sobre todo en el caso de la amígdala, del córtex orbitofrontal y del surco temporal superior.40 Por lo demás, se ha observado una reducción física de la talla de la amígdala en los criminales psicópatas.41 En opinión de Kent Kiehl, lo que interviene es el conjunto del área paralímbica: estructuras cerebrales interconectadas implicadas en el tratamiento de las emociones (la ira y el miedo en particular), la consecución de objetivos, el respeto o la violación de las normas morales, la toma de decisiones, las motivaciones y el autocontrol.42 Su hipótesis se apoya en datos de las resonancias magnéticas, que revelan un adelgazamiento del tejido paralímbico, lo cual indica que esa región cerebral está subdesarrollada.43 En cuanto a Adrian Raine, ha puesto de manifiesto deterioros mayores de la materia gris del córtex prefrontal en las personalidades con tendencias psicópatas que presentan trastornos neurológicos.44 No obstante, como observa Raine, aún es difícil distinguir sin ambigüedad la secuencia entre las causas y los efectos: «¿Es el hecho de vivir una vida violenta de psicópata lo que conlleva modificaciones estructurales y funcionales del cere‐ bro, o viceversa?»45

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Tratamiento de los psicópatas

Durante largo tiempo, debido a opiniones que se remontan a los años cuarenta del siglo pasado y a un estudio efectuado en los setenta, frecuentemente citado pero poco convincente, se daba por descontado que esos enfermos eran incurables y que las intervenciones practicadas podían incluso agravar sus tendencias psicopatológicas.46 Sin embargo, más recien‐ temente, los trabajos de investigación innovadores llevados a cabo por el psicólogo Michael Caldwell en el Centro de Tratamiento de Jóvenes Delincuentes de Mendota, en Madison (Wisconsin), han generado un nuevo optimismo mos‐ trando que ciertas intervenciones correctamente organizadas, entre las que figuran terapias cognitivas y una asistencia psicológica a las familias en el caso de los delincuentes juveniles que manifiestan rasgos psicopáticos, podían ser eficaces.47 Michael Caldwell utilizó en particular la terapia llamada de «descompresión», cuyo objetivo es interrumpir el círculo vicioso de los desaguisados y los castigos que, por reacción, conllevan a su vez nuevos comportamientos reprensibles. Sin embargo, ante todo, me confió Michael, con quien me encontré en Madison, el éxito de sus intervenciones es debido principalmente al hecho de haber creado relaciones más humanas entre los guardianes y los detenidos.48 Antes, los guar‐ dianes no consideraban a los detenidos sino como delincuentes peligrosos que debían ser mantenidos bajo control por todos los medios. Por su lado, los psicópatas, según las palabras de Caldwell, «no diferenciaban entre un ser humano y un Kleenex», es decir que consideraban a los otros como instrumentos, útiles o amenazadores. Trabajando pacientemen‐ te con todos, Caldwell consiguió ayudar a los psicópatas a considerar a los guardianes como seres humanos, y hacer comprender a los guardianes que, sin dejar de velar por su seguridad, podían tratar más humanamente a los psicópatas en sus interacciones cotidianas. Los resultados fueron notables: una muestra de más de 150 jóvenes psicópatas tratados por Caldwell exhibieron una probabilidad dos veces más débil de cometer un crimen que un grupo equivalente atendido en un centro de detención y rehabilitación clásico. En este último caso, los jóvenes delincuentes estudiados cometieron dieciséis asesinatos en los cua‐ tro años que siguieron a su liberación de la cárcel. Los que, en número equivalente, siguieron el programa de Caldwell, no mataron a nadie. Las ventajas económicas son asimismo considerables: cada vez que la sociedad estadounidense gasta 100.000 dólares

en tratamientos, se ahorra los 70.000 dólares que hubieran sido necesarios para mantener mucho tiempo a los delincuen‐ tes en la cárcel.49 Por desgracia, la psicopatía es a menudo ignorada por los sistemas de salud y, lo que resulta absurdo si se considera su frecuencia, ni siquiera está incluida en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders o DSM), el manual de referencia en la mayoría de los países, sin duda porque a los no especialistas les cuesta diagnosticar a los psicópatas, que mienten de manera convincente en el cur‐ so de las conversaciones con los psicólogos. En vez de pensar que los psicópatas son monstruos, es importante comprender que son seres que, debido a sus caren‐ cias empáticas y emocionales, pueden ser llevados a comportarse de manera monstruosa. Como siempre, es indispensable distinguir la enfermedad de la persona a la cual afecta.

Regenerar la empatía, ampliar la benevolencia

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com De niña, Sheila Hernández se sentía siempre sola.

Mi madre me confió a unos extranjeros, un hombre y una mujer, y el tipo comenzó a maltratarme a los catorce años. Me ocurrieron mil percances dolorosos y yo quería olvidar. Me despertaba por la mañana y recuerdo que eso me enfu‐ recía, simplemente me decía que nadie sería capaz de ayudarme, que yo sólo ocupaba un lugar inútil en la tierra. Em‐ pecé a consumir drogas para ayudarme a desembarazarme de este sufrimiento íntimo. Sólo vivía para drogarme, y me drogaba para vivir, y como las drogas me deprimían todavía más, sólo tenía ganas de una cosa: morir.50

Al borde del colapso, fue admitida en el Hospital Johns Hopkins. Seropositiva, padecía de endocarditis y de neumonía. El uso constante de las drogas le había afectado tanto la circulación sanguínea que ya no podía servirse de sus piernas. En opinión de un médico, Sheila Hernández estaba «virtualmente muerta» cuando Glenn Treisman, que cuida desde hace decenios la depresión entre indigentes seropositivos y toxicómanos, fue a verla. Sheila le dijo que no quería hablarle porque no tardaría en morir y se iría del hospital lo más pronto posible. «¡No! —le dijo Treisman—. Ni hablar. No vas a salir para ir a morirte como una estúpida en la calle. Es la cosa más insensata que jamás he escuchado. Te vas a quedar aquí, y dejarás de drogarte. Te vamos a curar tus infecciones, y si la única manera que hay de que te quedes aquí es decla‐ rarte loca peligrosa, lo haré.» Sheila se quedó. Después de treinta y dos días de atentos cuidados, sus percepciones cambiaron por completo: Finalmente me di cuenta de que todo lo que yo creía antes de entrar en el hospital era mentira. Los médicos me dije‐ ron que yo tenía tal y tal cualidad, que valía algo, después de todo. Para mí fue como volver a nacer. […] Comencé a vivir. El día en que partí, oí cantar a los pájaros, y, ¿sabes?, nunca los había oído antes. ¡No sabía, hasta ese día, que los pájaros cantaran! Por primera vez sentí el olor de la hierba, de las flores e incluso el cielo me pareció nuevo. Nunca ha‐ bía prestado atención a las nubes, figúrate. Sheila Hernández no ha vuelto a consumir droga. Unos meses más tarde regresó al Hopkins, donde la contrataron para trabajar como administrativa en el hospital. Realizó un trabajo de apoyo jurídico para un estudio clínico sobre la tuberculosis, y en la actualidad ayuda a los participantes a encontrar alojamiento. «Mi vida se ha transformado por com‐ pleto. Me paso el tiempo ayudando a la gente, y ¿sabes?, me gusta de verdad.» Un gran número de Sheilas no salen nunca del abismo. Las que salen son raras, no porque su situación sea irremedia‐ ble, sino porque nadie acude en su ayuda. El ejemplo de Sheila y de muchas otras demuestra que manifestar benevolen‐ cia y amor puede permitir al otro renacer de manera asombrosa, como una planta mustia que se riega con cuidado. El potencial de ese renacimiento estaba presente, tan próximo, pero tanto tiempo denegado u ocultado. La lección más grande es aquí la fuerza del amor y las consecuencias trágicas de su ausencia. Se sabe que las personas que han padecido abusos en su primera infancia manifiestan a menudo comportamientos au‐ todestructivos o bien violencia hacia otros. En su caso, no es que hayan sido deshumanizados, sino que, de manera trági‐ ca, no han sido suficientemente humanizados, por el afecto, los cuidados, la presencia, el contacto de padres cariñosos o

de personas que les hubieran manifestado calor humano en un estadio de su vida, el de la primera infancia, cuando es absolutamente necesario para el desarrollo normal de un ser humano. Se sabe que el encuentro o la presencia de perso‐ nas sinceramente benevolentes pueden suponer una diferencia vital. Otros trabajos sugieren que la empatía puede ser un antídoto importante para prevenir el maltrato de los niños y la negligencia de la que son víctimas, así como las agresiones sexuales. J. S. Milner y sus colaboradores han mostrado que las madres que manifestaban una empatía acrecentada cuando miraban un vídeo de un niño llorando no representaban casi ningún riesgo para sus propios hijos, mientras que las que no mostraban ningún cambio discernible de empatía, ya sea que el niño ría, llore o simplemente mire a su alrededor, presentaban un elevado riesgo de maltratar a sus hijos. Estas últimas manifestaron asimismo sentir un desamparo personal y una hostilidad aumentadas cuando miraban a su hijo llorar.51 Por lo que respecta a los abusos sexuales, se ha demostrado que ciertas intervenciones clínicas que apuntan a incre‐ mentar la empatía reducen la probabilidad de abuso, violación y acoso sexual en hombres que presentan un alto riesgo de cometer una agresión sexual.52 Diversos trabajos de investigación han demostrado también que el altruismo, inducido al ampliar la empatía, puede inhibir la agresividad. Las investigaciones sobre el perdón han demostrado en particular que una etapa importante en el proceso del perdón consiste en sustituir la cólera por la empatía.53 Harmon-Jones y sus colegas neurocientíficos han puesto de manifiesto el hecho de que la empatía inhibe directamente la actividad de áreas del cerebro vinculadas a la agresividad.54 La lección principal que es preciso sacar de todos estos conocimientos es que la empatía es un componente vital de nuestra humanidad. Sin ella, nos cuesta dar un sentido a nuestra existencia, vincularnos a los otros y encontrar un equili‐ brio emocional. También podemos derivar hacia la indiferencia, la frialdad y la crueldad. Por eso es esencial reconocer su importancia y cultivarla. Además, para evitar hundirnos en el exceso de resonancia afectiva que puede conducir al desamparo empático y al burnout, es preciso, como dijimos en un capítulo anterior, incluir la empatía en la esfera más amplia del amor altruista y de la compasión. Así dispondremos de las cualidades necesarias para realizar el bien del otro permitiendo al mismo tiempo nuestro propio desarrollo.

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28 En el origen de la violencia: la desvalorización del otro La debilidad última de la violencia es que es una espiral descendente que genera lo mismo que intenta destruir. En vez de disminuir el Mal, lo multiplica.

MARTIN LUTHER KING, JR.

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En las raíces de toda forma de violencia se encuentran una falta de altruismo y una desvalorización del otro. Al no con‐ ceder suficiente valor al destino de éste, lo perjudicamos a sabiendas, física y moralmente, Entenderemos aquí por violencia el conjunto de actos y actitudes hostiles y agresivos entre individuos, incluyendo el uso de la coacción y de la fuerza para conseguir algo contra la voluntad de otro o para atentar contra integridad física o mental. La violencia es utilizada a menudo por los humanos o los animales para conseguir comida, para reproducirse, para defenderse, para conquistar un territorio o protegerlo, para afirmar su autoridad o su rango jerárquico. Asimismo podemos perjudicar a otro torturándolo mentalmente y haciéndole la vida insoportable sin por ello recurrir a la violen‐ cia física. ¿Por qué la violencia? Las actitudes que nos incitan a perjudicar a otro están en parte vinculadas a nuestras disposicio‐ nes y rasgos de carácter, pero están asimismo fuertemente influenciadas por nuestras emociones momentáneas y por las situaciones en las cuales nos encontramos. Los comportamientos violentos pueden surgir en el fragor de la batalla o ser premeditados.

La falta de empatía Cuando entramos en resonancia afectiva con el otro, si sufre, nos sentiremos incómodos, mientras que, si no sentimos empatía, su sufrimiento nos será indiferente. El caso extremo es el de los psicópatas: cuando preguntaron a uno de ellos, encarcelado por violación y secuestro: «¿Que si me siento mal si le hago daño a alguien? Sí, a veces. Pero la mayor parte del tiempo es como… aaah… [risas] ¿Cómo se sintió usted la última vez que aplastó una cucaracha?»1 Un granjero que se preocupaba exclusivamente por la rapidez, eficacia y rentabilidad de la ganadería que criaba, y que castraba a sus caballos aplastándoles los testículos entre dos ladrillos, respondió a alguien que le preguntó si eso no era demasiado doloroso: «No, si tienes cuidado con tus pulgares».2

El odio y la animosidad El odio nos hace ver al otro bajo una luz enteramente desfavorable. Nos lleva a ampliar sus defectos y a ignorar sus cuali‐ dades. Esas distorsiones cognitivas se traducen en una percepción deformada de la realidad. El psicólogo Aaron Beck de‐ cía que cuando estamos bajo la influencia de una cólera violenta, las tres cuartas partes de nuestras percepciones del otro son fabricaciones mentales.3 La agresividad que se desprende del odio implica así una categorización rígida que hace ver al adversario como alguien fundamentalmente malo, y a nosotros mismos como seres justos y buenos.4 El espíritu se en‐ cierra en la ilusión y se persuade de que el manantial de su insatisfacción reside por entero en el exterior de él mismo. En realidad, aunque el resentimiento haya sido desencadenado por un objeto exterior, no se encuentra en ningún sitio que no sea nuestro espíritu.

Los efectos nefastos de la animosidad son evidentes: el Dalái Lama los describe así: Cediendo a la animosidad, no siempre hacemos daño al otro, pero seguro que nos perjudicamos a nosotros mismos. Perdemos nuestra paz interior, ya no hacemos nada correctamente, digerimos mal, ya no dormimos, hacemos huir a todos los que vienen a vernos, lanzamos miradas furiosas a quienes tienen la audacia de salir a nuestro encuentro. Ha‐ cemos la vida imposible a quienes viven con nosotros y alejamos incluso a nuestros amigos más queridos. Y como los que son compasivos con nosotros son cada vez menos numerosos, nos vamos quedando cada vez más solos. […] Mientras demos cobijo en nosotros a ese enemigo interior que es la cólera o el odio, en vano destruiremos hoy a nues‐ tros enemigos exteriores, otros surgirán mañana.5

La sed de venganza

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«Ojo por ojo, diente por diente.» El deseo de venganza es una causa mayor de la violencia. La venganza por la sangre es aprobada en numerosas culturas. Dondequiera que haya guerras tribales, la venganza constituye uno de los principales motivos.6 Un habitante de Nueva Guinea describe así sus sentimientos cuando se entera de que el que había asesinado a su tío había sido paralizado por una flecha envenenada: «Es como si tuviera alas… me siento tan feliz».7 El afán de venganza está estrechamente vinculado al egocentrismo, sobre todo cuando no sólo se ha padecido un daño, sino además se ha sido humillado, particularmente en público. El orgullo herido está dispuesto a grandes sacrifi‐ cios para vengarse. Es algo que ocurre entre los individuos, pero también en las naciones que entran en guerra para ven‐ gar los atentados contra su orgullo nacional. Cuando alguien se venga violentamente de una crítica que ha perjudicado su imagen, el hecho de castigar esta afrenta no prueba, sin embargo, que la crítica haya sido injustificada. Pegarle a al‐ guien que lo ha tildado de mentiroso no prueba que usted haya dicho la verdad.8 La existencia de «códigos de honor» aumenta considerablemente los riesgos de enfrentamientos violentos. Un estudio ha demostrado que los jóvenes que otorgan gran importancia a esos códigos y están siempre dispuestos a desagraviar una afrenta son los más susceptibles de cometer un acto violento grave al año siguiente.9 La mansedumbre, el perdón y el esfuerzo de comprensión de los móviles del agresor son a menudo considerados elec‐ ciones generosas pero facultativas. Resulta difícil comprender que el deseo de venganza provenga fundamentalmente de una emoción similar a la que ha llevado al agresor a perjudicar. Más raro es todavía que las víctimas sean capaces de con‐ siderar que un criminal sea él mismo víctima de su propio odio. Sin embargo, mientras el odio de uno genere el del otro, el ciclo del resentimiento y de las represalias no tendrá fin. La historia está llena de ejemplos de odios entre familias, cla‐ nes, tribus, grupos étnicos o naciones, que se han perpetuado de generación en generación. Además, la venganza es con gran frecuencia desproporcionada con relación a la gravedad del prejuicio que pretende vengar. Abundan los ejemplos de represalias desmesuradas por afrentas menores al honor de alguien. En la lápida de la tumba de un vaquero de Colo‐ rado, se lee: «Llamó mentiroso al Gran Smith».10 En ciertas culturas y religiones, la venganza no solamente es tolerada, sino exaltada en sus textos fundacionales. Aun‐ que el Nuevo Testamento exhorte al perdón («Perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»), la Biblia pone en boca del Eterno las siguientes palabras: Me vengaré de mis adversarios cuando afile mi espada reluciente y comience a impartir justicia. ¡Daré su merecido a los que me odian! Mis flechas se embriagarán de sangre, y mi espada se hartará de carne: sangre de heridos y de cauti‐ vos, cabezas de jefes enemigos. ¡Alegraos, naciones, con su pueblo, porque él vengará la sangre de sus siervos. Dios se vengará de sus enemigos, y purificará su tierra y a su pueblo!11

El punto de vista del terapeuta Es importante subrayar que podemos sentir una profunda aversión por la injusticia, la crueldad, la opresión, el fanatis‐ mo, los actos perjudiciales, y hacer todo lo posible para contrarrestarlos, sin por ello sucumbir al odio. Al mirar a un in‐

dividuo presa del odio, deberíamos considerarlo más como un enfermo a quien curar que como un enemigo que abatir. Es importante no confundir al enfermo con su enfermedad, la repulsión ante un acto abominable con la condena defini‐ tiva de una persona. Cierto es que el acto no se hace solo, pero el más cruel de los verdugos no nació cruel, y ¿quién pue‐ de afirmar que no cambiará? Como dice el Dalái Lama: «¿Puede ser necesario neutralizar a un perro malo que muerde a todo el mundo a su alrededor; pero, para qué encadenarlo o meterle una bala en la cabeza cuando ya no es sino un viejo chucho desdentado que apenas se mantiene sobre sus patas?»12 Y Gandhi afirma: «Si se practica el “ojo por ojo y diente por diente” el mundo entero pronto se quedará ciego y sin dientes». En vez de aplicar la ley del Talión, ¿no sería preferible aligerar nuestro espíritu del resentimiento que lo corroe y, si tenemos la fuerza, desear que el asesino cambie radicalmente, que renuncie al mal y repare en la medida de lo posi‐ ble el daño que ha cometido? En 1998, en Sudáfrica una adolescente estadounidense fue violada y asesinada en la calle por cinco chicos. Durante el proceso, los padres de la víctima, ambos abogados, dijeron a los principales agresores, mi‐ rándolos de frente a los ojos: «No queremos haceros lo que le hicisteis a nuestra hija». Unos meses antes de morir en Auschwitz, Etty Hillesum escribía: «No veo otra salida: que cada uno de nosotros se examine retrospectivamente, extirpe y aniquile todo lo que crea tener que aniquilar en los otros. Y estemos bien conven‐ cidos de que el menor átomo de odio que añadamos a este mundo lo volverá más inhóspito de lo que ya es».13 Esto es particularmente cierto en el caso de la pena de muerte, que aún se practica en numerosos países, aunque el nú‐ mero de ejecuciones no cese de disminuir con el transcurso de los años. En el siglo XVIII, en Inglaterra, una joven de die‐ cisiete años fue ahorcada por haber robado unas enaguas. En China, en fecha aún reciente, uno podía ser condenado a muerte por haber robado una bicicleta. China sigue siendo, con diferencia, el país del mundo donde hay más ejecucio‐ nes. Amnistía Internacional ha renunciado a hacer un recuento preciso del número de las ejecuciones debido a la opaci‐ dad del sistema judicial chino, pero considera que se eleva a varios miles por año. Según las estimaciones de la Dui Hua Foundation, alrededor de cinco mil personas fueron ejecutadas en 2009.14 Un periodista de la BBC entrevistó a una ma‐ dre china que lloraba la muerte de su hijo, un adolescente de diecinueve años que había sido condenado a muerte e iba a ser ejecutado la semana siguiente por un crimen que no había cometido. Él había confesado cuando lo torturaban. Poco después, el verdadero asesino fue descubierto y, también él, ejecutado.15 En Arabia Saudita, hay inocentes que son conde‐ nados regularmente a muerte debido a denuncias de brujería presentadas por sus vecinos. Sin embargo, se sabe que la pena de muerte no tiene realmente valor disuasorio. Su supresión en todos los países de la Unión Europea no dio lugar a un aumento de la criminalidad, y su restablecimiento en algunos estados de los Estados Unidos, donde había sido momentáneamente suprimida, no la disminuyó. Sabiendo que la reclusión perpetua basta para impedir que un asesino reincida, la pena de muerte se reduce, pues, a la venganza legalizada. «Si el crimen es una trans‐ gresión de la ley, la venganza es lo que se ampara detrás de la ley para cometer un crimen», escribe el ensayista Bertrand Vergely.16 Así, la pena de muerte no es otra cosa que la ley del Talión revestida con la toga de la justicia. Ahora bien, como señala Arianna Ballotta, presidenta de la Coalición italiana para la abolición de la pena de muerte: «En tanto que sociedad, no podemos matar a fin de mostrar que matar es un mal».

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WILBERT RIDEAU: SALVADO POR HACER EL BIEN The New York Times llamó a Wilbert Rideau «el hombre más rehabilitado de América». Nacido en Luisiana, pobre, creció en un entorno marcadamente racista. Fue abandonado sucesivamente por un padre brutal, y luego por su madre, que trabajaba como empleada de hogar, antes de que la asistencia pública se hiciera cargo de él. En 1961, a los diecinueve años, Wilbert perpetró un atraco a un banco, esperando robar el dinero suficiente para comenzar una nueva vida en California. Tomó como rehenes a tres empleados del banco, pero cuando éstos intentaron escaparse, poseído por el pánico, disparó, matando a una mujer e hiriendo grave‐ mente a dos personas más. Wilbert era negro, los rehenes eran blancos. Cuando fue detenido y conducido a pri‐ sión, varios centenares de personas lo esperaban para lincharlo. A duras penas se escapó de una justicia expediti‐ va. Después de un proceso durante el cual la defensa no citó a comparecer a un solo testigo, Wilbert fue internado

en la prisión de Angola, una de las que peor fama tenían en los Estados Unidos. Pasó veinte años en el corredor de la muerte. Su pena fue luego conmutada por la de reclusión perpetua, y después de cuatro años de prisión, de‐ bido a una revisión de su proceso, su crimen fue considerado un homicidio involuntario en lugar de un asesinato con premeditación. Fue entonces liberado tras haber purgado veinte años más que la pena que le correspondía. Nunca ha negado sus crímenes, que lo continúan obsesionando. Incluso los momentos más apacibles de su vida reavivan el recuerdo doloroso del daño irreparable que infligió. «Por mucho que me arrepienta de lo que hice, eso no le devolverá la vida a mi víctima. Debo vivir por dos y hacer todo el bien que pueda.» En la cárcel de Angola, Wilbert comenzó a leer, luego a escribir. Por último se convirtió en el primer editor ne‐ gro de una revista destinada a los prisioneros, The Angolite, que llegó a ser, gracias al apoyo de unos cuantos res‐ ponsables instruidos, el primer periódico carcelario de los Estados Unidos que prácticamente no fue censurado. ¿Cómo logró cambiar Wilbert? Según sus propias palabras: «Si sigues odiándote a ti mismo, terminarás por suicidarte. La gente no cambia porque la toque una varita mágica. Crece. Yo comencé por darme cuenta de hasta qué punto mis acciones habían afectado a mi madre. Y luego, por una simple extensión de este sentimiento, acabé lamentando el destino de la familia de la víctima, y después de los otros. Sabía que yo valía más que el crimen que había cometido. En los Estados Unidos, nadie intenta rehabilitar a nadie. Tienes que rehabilitarte tú solo. No co‐ nozco nada mejor que la educación para cambiar a la gente». Wilbert aprendió a apartarse completamente de la violencia: «Estaba en una de las prisiones más violentas de los Estados Unidos, pero conseguí pasar todos esos años sin participar en ninguna trifulca. Hay que seguir unas cuantas reglas simples: no mezclarse en el tráfico de drogas y no implicarse en las actividades regidas por la vio‐ lencia». Un periodista de la BBC le preguntó un día: —¿Siente a veces violencia en usted? —No. —¿Y rabia? —Puedo estar enfadado, pero no verdaderamente rabioso. He aquí unas cualidades que serían bienvenidas en la mayoría de la gente llamada «del montón».

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Violencia y narcisismo Según una opinión que ha prevalecido largo tiempo entre los psicólogos, las personas que tienen una mala opinión de sí mismas serían proclives a recurrir a la violencia para compensar su sentimiento de inferioridad y mostrar a los otros aquello de lo que son capaces. Si esta teoría fuera verdadera, para que esos individuos renuncien a la violencia bastaría con suministrarles los medios para construir una mejor imagen de sí mismos. Sin embargo, como ha demostrado el psi‐ cólogo Roy Baumeister, de la Universidad de Florida, que consagró su carrera a analizar la instigación de la violencia, to‐ dos los estudios serios han concluido afirmando que esa teoría era falsa. Resulta que, por el contrario, la mayoría de las personas violentas tienen una elevada opinión de sí mismas. Raramente humildes y modestas, la mayoría de ellas son arrogantes y vanidosas.17 Todos los que han tratado a los dictadores del siglo XX —Stalin, Mao Zedong, Hitler, Amin Dada o Saddam Hussein— confirman que sin duda padecían de un complejo de superioridad más que de inferioridad. Si una opinión negativa de uno mismo contribuyera a la expresión de la violencia, se debería observar un aumento de la violencia en las personas que atraviesan un período depresivo, que está asociado a una desvalorización de sí mismo. Ahora bien, si es verdad que algunas enfermedades mentales van acompañadas de una mayor propensión a la violencia, no es el caso de la depresión. Los trastornos bipolares están marcados por una alternancia de episodios depresivos, acompañados de una desvalorización de sí mismo, y de períodos de exaltación durante los cuales el sujeto se siente dis‐ puesto a conquistar el mundo. Sin embargo, es en la fase eufórica, marcada por un fuerte aumento de la autoestima, cuando se manifiestan los comportamientos violentos.18 Por otra parte, muchos criminales psicópatas y violadores rein‐ cidentes se consideran seres de excepción, dotados de múltiples talentos.19

El ego amenazado

Quien está dotado de verdadera humildad no se preocupa en absoluto por su imagen. Quien posea cualidades indiscuti‐ bles y una autoconfianza justificada, tendrá pocas posibilidades de verse afectado por las críticas. En cambio, quien so‐ brevalora considerablemente las cualidades de su ego perpetuamente amenazado por la opinión de los otros, reacciona fácilmente con cólera e indignación.20 El psicólogo Michael Kernis y sus colaboradores han demostrado que las indivi‐ dualidades más reac​tivas y hostiles son las que tienen una opinión de sí mismas elevada pero inestable. 21 Las personas dotadas de un ego sobredimensionado y que se sienten vulnerables son, pues, las más peligrosas. Todo interlocutor que les falta el respeto o los ofende, incluso superficialmente, seguro que recibirá de inmediato una respuesta hostil.22 Una serie de entrevistas realizadas por el psicólogo Leonard Berkowitz a ciudadanos ingleses encarcelados por agresiones vio‐ lentas confirmó también que esos delincuentes tenían un ego hipertrofiado pero frágil, y reaccionaban ante la menor provocación.23 Lo mismo ocurre con los dictadores y los regímenes totalitarios. Debido a que, a pesar de las apariencias, son cons‐ cientes de la ilegitimidad de la opresión que ejercen sobre su pueblo o sobre otros, son particularmente intolerantes y es‐ tán dispuestos a aplastar cualquier disidencia. El historiador político Franklin Ford anota que «la historia antigua (y tam‐ bién la reciente) sugiere que el terror oficial es generalmente la marca del régimen que puede aparecer brutalmente segu‐ ro de sí mismo, pero que, en realidad, no se siente tan seguro».24 Cuando nos enfrentamos a las críticas, podemos reaccionar de dos maneras: o bien las consideramos fundadas y revi‐ samos la opinión que tenemos de nosotros mismos, o bien no las apreciamos en absoluto y las rechazamos. Considera‐ mos que el otro es malintencionado, estúpido o tiene prejuicios contra nosotros. En este caso, la reacción más corriente es la ira.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La imprudencia de los megalómanos

La tendencia a mantener ilusiones positivas sobre uno mismo conduce muy a menudo a sobrestimar la propia capacidad de vencer al adversario, lo que termina a veces en confrontaciones catastróficas. Los errores más graves de los estrategas importantes provienen de una sobrevaloración exagerada de sus fuerzas. En ciertas ocasiones, una maniobra de intimi‐ dación que no es sino pura fanfarronería puede engañar al adversario, pero muy a menudo terminan en una vergonzante derrota. El politólogo Dominic Johnson estudió este fenómeno en el ámbito de los videojuegos, y demostró que cuanto más seguro estaba un jugador de sí mismo, más perdía. En un juego en el que los participantes asumen el papel de jefes de Estado que entran en conflicto unos con otros, los jugadores desencadenan una cascada de represalias devastadoras para los dos bandos. Como las mujeres están menos afectadas por este defecto, la peor de las combinaciones posibles es la que opone a dos hombres que padecen un exceso de confianza en ellos.25 En algunos casos, una actitud firme puede resultar eficaz para señalar que no estamos dispuestos a no intervenir y per‐ mitir disuadir a agresores potenciales. Es lo que explica en parte la vanagloria y los comportamientos de intimidación a los que se entregan a menudo los machos entre los hombres y entre los animales. Estos comportamientos ritualizados pueden sustituir enfrentamientos violentos.

Los mecanismos de la violencia Tengan o no razón los protagonistas, si queremos poner remedio a la violencia, es preciso comprender lo que ocurre en la cabeza de la gente. Para ello, resulta indispensable escuchar no solamente el testimonio de la víctima, sino también el del agresor. En la mayoría de los casos, los que han utilizado la violencia no se consideran culpables y se presentan tam‐ bién ellos como víctimas, afirman haber sido tratados injustamente y estiman que se debe practicar la tolerancia con ellos. En Prisioneros del odio, Aaron Beck explica que los agresores están firmemente parapetados detrás de la creencia de que su causa es justa y que sus derechos han sido escarnecidos. El objeto de su furia que, en opinión de observadores neutros, resulta ser la víctima, es percibido por ellos como el ofensor.26 Los serbios de Bosnia, por ejemplo, autores de una despiadada limpieza étnica, se consideraban uno de los pueblos más perjudicados del mundo. Incluso en los casos

en que estas afirmaciones tergiversan burdamente la realidad, es importante analizar los motivos de los agresores si deseamos prevenir nuevas erupciones de violencia. El estudio de los perfiles psicológicos muestra que las víctimas tienden a ver los acontecimientos en blanco y negro, a categorizar los comportamientos del autor de la violencia como enteramente malos y a presentarse ellas mismas como víctimas del todo inocentes. Además, las víctimas estiman, por lo general, que han padecido actos de crueldad gratuita, mientras que, si los agresores reconocen generalmente haber cometido alguna falta, en la mayoría de los casos niegan haber actuado por pura maldad. Los estudios indican que las víctimas y los autores de actos violentos deforman los hechos casi tanto unos como otros. Naturalmente, los autores de actos de violencia presentan los hechos tratando de minimizar su falta, mientras que las víc‐ timas exageran casi siempre el mal que han padecido.27 Las víctimas tienden a retrotraer las crueldades de las que han sido objeto a un contexto cronológico que se remonta a un pasado lejano, contrariamente a los autores de actos violen‐ tos, que prefieren explicar los hechos a la luz de las circunstancias inmediatas y manifiestan el deseo de pasar página. Una mujer maltratada describirá los años de crueldades que ha padecido, mientras que el hombre que acaba de cometer un abuso intentará explicar la violencia que acaba de ejercer invocando los acontecimientos que la originaron. En el caso de la violencia «personal», las investigaciones prueban que los perjuicios casi siempre son compartidos. En lo que concierne a las violencias conyugales, el sociólogo Murray Straus ha mostrado que la agresión mutua es más la norma que la excepción. Incluso cuando un solo cónyuge es violento, afirma haber reaccionado a una injusticia por parte del otro.28 Un gran número de crímenes se cometen «en nombre de la justicia»: venganzas inspiradas por los celos o el senti‐ miento de traición, crímenes de honor, arreglos de cuentas, reacciones a insultos, conflictos familiares que se envenenan, y actos de autodefensa. Según el jurista y sociólogo Donald Black, solamente el 10 % de los homicidios tienen un objetivo «pragmático» (asesinato de un policía durante una detención, de un particular durante un robo con allanamiento frus‐ trado, o de la víctima de una violación para que no hable). En la mayoría de los casos, los criminales reivindican la «mo‐ ralidad» de sus actos.29 Varios criminólogos48 han señalado que la mayoría de los actos de violencia provenían de una hostilidad mutua, de provocaciones recíprocas y de una escalada de la animosidad en el curso de un altercado. El crimen es generalmente el resultado de una serie de querellas y violencias entre los miembros de una familia, vecinos, o conocidos; una persona in‐ sulta a otra, que devuelve el insulto en lugar de intentar aplacar el conflicto.30 Una síntesis de los numerosos trabajos publicados llevó a Roy Baumeister a constatar que la mayoría de los asesinatos se cometen en dos tipos de situaciones. En el primer caso, dos personas que se conocen se pelean, el conflicto se envene‐ na y se intercambian injurias y amenazas, hasta que uno de los protagonistas saca un cuchillo o un arma de fuego y mata al otro. La mayoría de las personas lamentan estos crímenes cometidos en caliente. En el segundo caso, el asesinato resul‐ ta de un robo con allanamiento a mano armada, durante el cual los delincuentes encuentran una resistencia inesperada y recurren a la violencia para conseguir sus objetivos, eliminar a los testigos, o incluso salir huyendo.31 Estos estudios nos informan sobre lo que ocurre en la mayoría de los asesinatos documentados, pero no ignoran en absoluto la existencia, menos frecuente, de asesinatos premeditados y matanzas espantosas como las que ocurrieron es‐ tos últimos años en los Estados Unidos, en la escuela de Columbine y, más recientemente en la de Sandy Hook en Connecticut.

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La ficción del mal absoluto Hasta quienes han cometido las peores atrocidades —incluidos los peores dictadores— afirman haber actuado para de‐ fenderse contra las fuerzas del mal, y a menudo están convencidos de ello. Su interpretación de la realidad, por aberrante y repugnante que sea, no impide comprobar que ninguno de ellos parece haber sido impulsado inicialmente por el sim‐ ple deseo de hacer el mal por el mal.32 Los medios y las obras de ficción se complacen en evocar el mal en estado puro. Ponen en escena monstruos, mutantes fundamentalmente malvados que desean perjudicar por perjudicar y se alegran de hacerlo. La mayoría de las películas de

terror empiezan con escenas de felicidad rápidamente trastornadas por la intrusión del mal, un mal gratuito o motivado por el único placer sádico de hacer sufrir.33 El mal viene del «otro», del desconocido, del que no es de los nuestros. No se trata de personas benévolas que momentáneamente hayan dejado de serlo: el malo siempre ha sido malo y lo será siem‐ pre; es implacable, profundamente egoísta, seguro de sí, y víctima de accesos de rabia incontrolables. Es el enemigo de la paz y de la estabilidad. Lo que Baumeister denuncia como mito, es la idea de que ciertos seres puedan ser malos por naturaleza y no tengan otro objetivo que hacer daño. Si los crímenes que aparecen como la manifestación de un mal absoluto y gratuito son am‐ pliamente difundidos en los medios, es precisamente porque son raros y aberrantes.34

El placer de hacer el mal Resulta que el ejercicio repetido de la violencia conlleva una insensibilización ante el sufrimiento de otro, ya sea en la guerra, durante un genocidio, o, en un grado menor, jugando con videojuegos violentos. Cierto número de asesinos en serie han reconocido que se complacían matando.35 El asesino Arthur Shawcross hablaba de su tiempo de servicio en Vietnam como de uno de los mejores momentos de su vida. Tenía carta blanca para matar hombres, mujeres y niños. No solamente mataba, sino que también torturaba y mutilaba a sus víctimas.36 De regreso a los Estados Unidos, cometió ca‐ torce asesinatos antes de ser detenido. En Camboya, los jemeres rojos torturaban a sus víctimas antes de matarlas. Es lo que ocurre en la mayoría de las guerras. La repetición de estas atrocidades gratuitas a lo largo de la historia ha llevado al filósofo Luc Ferry a hablar de la fac‐ tualidad del mal radical, que no consiste solamente en hacer el mal, sino en tomar el mal en cuanto tal como proyecto. Para él, este mal radical es «uno de los rasgos propios de la humanidad. Esgrime como prueba el hecho de que el mundo animal parece ignorar ampliamente la tortura. […] El hombre tortura o mata a veces sin otro objetivo que el asesinato o la tortura en cuanto tales: ¿por qué, si no, unos milicianos serbios obligan a un abuelo croata a comerse el hígado de su nieto todavía vivo?»37 A algunos miembros de las bandas criminales se les ocurre torturar sádicamente a sus víctimas antes de matarlas. Sin embargo, el sociólogo estadounidense Martin Sánchez Jankowsky, que ha vivido diez años en medio de las bandas cali‐ fornianas, informa que, entre estos criminales, aquéllos no representan sino una ínfima minoría.38 Lamentablemente, para esa minoría, este placer se convierte rápidamente en una adicción.39 El psicólogo social Hans Toch estima que alre‐ dedor del 6 % de los hombres proclives a la violencia llegan a serlo crónicamente y se complacen en ello.40 Ahí también vemos que no estamos lejos del porcentaje del 3 % de psicópatas presentes en toda población. ¿Cómo comprender que podamos sentir placer haciendo sufrir a otro? Roy Baumeister ha sugerido que el placer vin‐ culado al sadismo no viene del acto mismo, sino del momento posterior. Lo compara con el placer que procuran los de‐ portes extremos. En el caso del puenting (en inglés, bungee jumping), por ejemplo, se salta al vacío desde un puente o desde lo alto de un acantilado, atado por un arnés a una cuerda elástica que, poco antes de tocar el suelo, hace rebotar al que se lanza. Según Baumeister, cuando después de esta experiencia terrorífica, se vuelve a la vida normal, este regreso es acompañado de un sentimiento eufórico. Al cabo de cierto número de veces, el aspecto terrorífico del acto disminuye, mientras que el placer que suscita sigue siendo muy fuerte, lo que crea un fenómeno de dependencia. Baumeister piensa que lo mismo ocurre con la violencia sádica. Infligiendo a los otros una violencia —un comportamiento que empieza por ser desagradable, chocante e indignante, pero al cual nos acostumbramos—, el momento que sigue al acto violento es vi‐ vido como un alivio que produce euforia. A continuación, el asco ante la violencia misma disminuye gradualmente y la persona mata sin el menor sentimiento.41

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La violencia como solución de facilidad Con el tiempo, los individuos violentos sienten cada vez menos moderación para cometer sus crímenes. A medida que se insensibilizan, resultan capaces de violencias cada vez más grandes que llegan hasta el asesinato, que puede convertirse

entonces en una ocupación como cualquier otra. El periodista afroamericano del Washington Post Nathan McCall, que creció en el seno de una banda de Portsmouth, cuenta cómo la primera vez que participó en una violación colectiva se sintió terriblemente incómodo: sintió incluso piedad por la víctima y asco por su acto. Pero, posteriormente, la violación colectiva se convirtió en una rutina. McCall fue a parar a la cárcel, donde fue autodidacta y comenzó una nueva vida, la de un escritor que consagró sus esfuerzos a mejorar las relaciones interraciales en los Estados Unidos. Según los criminólogos Gottfredson y Hirschi, una de las razones por las que las personas prefieren a veces utilizar la violencia para alcanzar sus fines se debe al hecho de que la mayoría de los crímenes no exigen mayores competencias, ni paciencia, ni trabajo ni esfuerzos. Robar precipitadamente en los supermercados, atacar una tienda o tirar del bolso de una anciana en la calle es más fácil que ganarse la vida aprendiendo un oficio y adquiriendo aptitudes que exigen años de aprendizaje. Una pistola basta para desvalijar la caja de una tienda; ni siquiera es necesario ser un buen tirador, pues ge‐ neralmente basta con sacar el arma y amenazar al cajero.42 Los terroristas están igualmente convencidos de que la violen‐ cia es el mejor y el más simple de los medios para imponer su voluntad, pues consideran que tienen pocas oportunidades de conseguirlo por medios legales.43 Asimismo, los delincuentes se hacen justicia entre ellos mediante la violencia: dos traficantes no pueden recurrir a los tribunales o a la policía para arreglar sus litigios. Por eso crean una justicia paralela y expeditiva. La fuerza del ejemplo es también un factor de violencia importante. Se sabe que los niños que han visto mucho tiempo a sus padres pelearse y agredirse físicamente tienen más posibilidades de entregarse a violencias conyugales cuando les toque vivir en pareja.44 Se han habituado a considerar que la violencia es un medio aceptable para resolver un conflicto o imponer su voluntad. Muchos niños maltratados se vuelven a su vez padres que maltratan. No obstante, los estudios sociológicos han mostrado que, a la larga, para la gran mayoría de los criminales, el crimen no sale a cuenta: el 80 % de los que cometen robos con efracción en bancos se hacen arrestar, y los que se entregan al cri‐ men organizado tienen una esperanza de vida muy inferior que el resto de la población.45

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El respeto a la autoridad

Cuando nos sometemos a una autoridad, es ella la que decide lo que es bueno o malo. Si un oficial ordena a un soldado que ejecute a unos prisioneros de guerra, sabe que eso va en contra de las convenciones internacionales, pero el soldado no está en condiciones de desobedecer las órdenes de un superior. Además, se dice que esos prisioneros tal vez hayan asesinado a algunos de sus compañeros. Varios estudios, entre ellos el del psicólogo estadounidense Stanley Milgram,46 han revelado hasta qué punto podemos plegarnos a las órdenes de un individuo en posición de autoridad, incluso si está en perfecta contradicción con nuestro propio sistema de valores. En una serie de experimentos, ahora célebres, realizados entre 1960 y 1963, Milgram hizo creer a unos voluntarios (600 sujetos reclutados a través de anuncios clasificados), que estaban participando en un expe‐ rimento sobre la memoria y que los científicos querían evaluar los efectos del castigo sobre el proceso de aprendizaje. Pi‐ dió a los participantes que hicieran aprender varias combinaciones de palabras a un alumno (en realidad, un cómplice del investigador). Si el alumno daba una respuesta errónea, el participante debía administrarle una descarga eléctrica que aumentaba quince voltios por cada error cometido. El participante disponía de una hilera de botones que mostraban los voltajes, escalonados de 15 a 450 voltios y acompañados de indicaciones que iban desde «descarga benigna» hasta «des‐ carga muy elevada», culminando en 450 voltios con esta advertencia: «Peligro, choque muy severo». En realidad, el alumno actor no recibía descargas, pero simulaba el dolor mediante gritos cuya intensidad era proporcional a la potencia de las descargas infligidas. El «profesor» escuchaba al «alumno», pero no lo veía. El científico que dirigía el experimento llevaba puesta una camisa blanca y presentaba una apariencia de autoridad res‐ petable. No daba sino unas cuantas instrucciones, en un tono firme y lapidario, del género: «El experimento exige que pro​siga». Antes de iniciar este experimento en la Universidad de Yale, Milgram había hecho un sondeo entre sus colegas psi‐ quiatras y sociólogos, y entre los estudiantes diplomados, pidiéndoles que predijeran el resultado de las pruebas. Respon‐ dieron unánimemente que la gran mayoría de los sujetos se negaría a administrar las descargas en cuanto éstas se volvie‐

ran dolorosas. Sólo unos cuantos casos psicopáticos, el 2 o el 3 % de los sujetos, deberían normalmente permanecer indi‐ ferentes a los sufrimientos que infligían. La realidad fue muy distinta. Mantenidos en el «recto camino» por las conminaciones del investigador, el 65 % de los participantes acabaron por administrar la dosis máxima que sabían que era potencialmente mortal. ¡La media de la des‐ carga más fuerte administrada fue de 360 voltios! Este experimento ha sido reproducido varias veces en otros laborato‐ rios y se han obtenido cada vez los mismos resultados. Según Milgram y quienes han analizado estos experimentos, el individuo que entra en un sistema de autoridad ya no se considera como un actor responsable de actos contrarios a la moral, sino más bien como un agente que ejecuta las vo‐ luntades de otro. Transfiere su responsabilidad a quien ejerce la autoridad. Las aproximadamente treinta variantes del experimento original de Milgram han permitido precisar los factores que influyen en este comportamiento: los sujetos deben percibir la autoridad como legítima; el experimento debe ser presen‐ tado como si tuviera un valor científico; el investigador no debe estar en contacto directo con él. La presencia de una au‐ toridad aporta una garantía moral a la violencia y permite justificar actos que se juzgarían abominables en otras circunstancias. Los vídeos del experimento muestran que los sujetos de Milgram están, de hecho, muy afectados por lo que se creen obligados a hacer. Algunos se vuelven hacia el investigador con una expresión desconcertada, una mirada inquieta, casi suplicante, pero cuando el investigador les da la orden de continuar, la mayoría se resigna a hacerlo. El actor que finge recibir las descargas grita sin cesar: «¡Basta, sacadme de aquí, os he dicho que tenía una insuficiencia cardíaca!», pero eso no es suficiente. Algunos ríen nerviosos, y encuentran la situación extraña. A un participante que grita: «¡Yo no quiero ser responsable de todo esto!», el investigador le responde en tono seguro: «Yo soy responsable de todo». Más allá de 350 voltios, el sujeto deja de gritar y ya no reacciona a las descargas. Un participante, conminado a continuar, exclama indig‐ nado: «Pero si ya no reacciona… ¡Quién sabe si no estará muerto!» El investigador insiste y el participante acaba por aceptar. Milgram informa haber observado a un hombre de negocios sosegado, que se hallaba en la mejor etapa de su vida, lle‐ gar al laboratorio sonriendo y seguro de sí: «En veinte minutos quedó reducido a un desecho humano, la cara llena de tics, tartamudeando, al borde del colapso nervioso… En cierto momento se golpeó la frente y murmuró: “¡Dios mío, pa‐ remos esto!” Y sin embargo, continuó obedeciendo hasta el final». Milgram precisa que cuando el investigador se ausenta, los participantes encuentran diversos medios para no infligir las descargas eléctricas, pero en presencia del científico, pocos se atreven a enfrentarse a él abiertamente para decirle: «Lo que usted me pide es totalmente inaceptable». Sólo un puñado se rebela, y cuando el investigador le dice a uno de ellos: «No tiene otra elección», este último cruza los brazos sobre el pecho y responde con desconfianza: «Sí, tengo varias elec‐ ciones, y elijo detener esto». Los participantes en este experimento no eran ni sádicos ni indiferentes. Mientras administraban descargas eléctricas de intensidad creciente, sus manos y su voz temblaban, y el sudor perlaba sus frentes. Educados como muchos otros en el respeto a la autoridad de sus padres y educadores, estaban manifiestamente perturbados por un conflicto moral. Cuando se está así dividido entre la ética personal y la obligación moral de someterse a una autoridad, y no hay posibilidad de retroceder, la mayor parte del tiempo se obedecen las órdenes. En nuestros días, el inconformismo y la rebelión contra cualquier traba a las libertades individuales están mucho más difundidos, aunque de todas formas, en 2010, una repeti‐ ción del experimento de Milgram en un estudio de televisión dio resultados idénticos.47

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La falsa prisión de Stanford, o el poder de las situaciones En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo imaginó un experimento poco ordinario para evaluar la influencia de las circuns‐ tancias y de las situaciones sobre los comportamientos humanos, malévolos en particular. Mandó construir una réplica de una cárcel verdadera en el subsuelo de la prestigiosa Universidad de Stanford, en California, con algunas celdas y cuartos para los guardianes. Luego reclutó a voluntarios dispuestos a ser, unos cuantos, los prisioneros y otros, los guar‐ dianes. Al comienzo, ninguno de los estudiantes correspondía naturalmente a uno de esos dos grupos. Sin embargo, en el

curso de una semana, evolucionarían de manera radical. La escenificación fue extremadamente realista, porque unos policías de verdad, que habían aceptado prestarse al expe‐ rimento, fueron a arrestar a los voluntarios designados por sorteo para convertirse en prisioneros. Estos últimos fueron transferidos, con los ojos vendados, a la «prisión» de la universidad y debidamente encarcelados. Los guardianes, tam‐ bién elegidos por sorteo, asumieron sus funciones. Al principio, desempeñaban su papel lo mejor posible, pero los prisio‐ neros, vestidos como reclusos con un número en el pecho, se divertían, y a todos les costaba tomarse en serio la situa‐ ción. No obstante, las cosas cambiaron muy pronto. El jefe de los guardianes improvisados leyó en voz alta el reglamento de la prisión, mientras que los científicos filma‐ ron la mayoría de los acontecimientos con una cámara oculta. En unos cuantos días, la situación se deterioró considera‐ blemente. Los guardianes no toleraron ni disensión ni infracciones al reglamento, e imaginaron toda suerte de castigos humillantes para los prisioneros: les hacían hacer muchos ejercicios bruscos, los insultaban y se dirigían a ellos única‐ mente por su número. En poco tiempo, algunos prisioneros adoptaron una actitud sumisa y resignada, mientras que otros manifestaron aspiraciones de rebelión. Los guardianes aumentaron la presión y empezaron a despertar a los prisio‐ neros varias veces por la noche. «¡Arriba, dormilones!», aullaban al tiempo que lanzaban silbidos estridentes. Las vejacio‐ nes, algunas de las cuales se volvieron obscenas, eran cada vez más frecuentes, se cometían actos de violencia; algunos prisioneros empezaron a derrumbarse y uno de ellos inició una huelga de hambre. La situación se degradó hasta tal pun‐ to que los científicos se vieron obligados a interrumpir precipitadamente el experimento al cabo de seis días, en lugar de los quince previstos inicialmente. Uno de los guardianes testimonió más tarde: «Voluntariamente, tuve que deshacerme de todo sentimiento hacia cual‐ quier prisionero, fuera quien fuese, y perder todo respeto por ellos. Comencé a hablarles tan fría y duramente como po‐ día. No dejaba que se manifestara ninguno de los sentimientos (cólera o desesperación) que ellos hubieran esperado ver en mi cara». Poco a poco, su sentimiento de pertenencia al grupo se reforzó: «Yo consideraba a los guardianes como un grupo de tíos simpáticos encargados de mantener el orden en el seno de otro grupo de personas, los prisioneros, indig‐ nos de nuestra confianza y de nuestra benevolencia». Para Philip Zimbardo, «el mal consiste en comportarse intencionadamente de una manera que lesione, maltrate, reba‐ je, deshumanice o destruya a gente inocente, o bien en utilizar la propia autoridad o el poder del sistema para incitar a otros a hacerlo o permitírselo en su nombre».48 A la luz de sus investigaciones, acabó tomando conciencia de que la ma‐ yoría de nosotros tendemos a sobrestimar la importancia de los rasgos de carácter vinculados a nuestras disposiciones habituales y, por el contrario, a subestimar la influencia que las situaciones pueden ejercer en nuestros comportamientos. Cuando confié a Philip Zimbardo que yo no pensaba que los practicantes budistas que hubieran cultivado durante mu‐ cho tiempo el amor y la compasión se comportarían como los estudiantes de Stanford, Philip respondió que sus investi‐ gaciones le habían demostrado que más valía ser prudente en ese tipo de pronósticos y que él no estaba muy convencido de mi hipótesis.49 El experimento de Stanford sirvió de experiencia de aprendizaje. Nos muestra cómo unos individuos a priori benévo‐ los son inducidos a hacer sufrir a otros de manera totalmente gratuita, despreciando valores morales que, sin embargo, son los suyos. Este cambio total se produce bajo la presión insidiosa constituida por un marco dado cuya lógica se impo‐ ne a todos, hasta el punto de que sus normas sustituyen los valores individuales de cada uno.50 Este experimento permite comprender mejor el caso de Abou Ghraib, esa cárcel iraquí donde los guardianes estadou‐ nidenses, entre los que había mujeres, humillaban de manera monstruosa a sus prisioneros. En las imágenes de vídeo que se han divulgado, se ve sobre todo a una mujer uniformada llevar atado a uno de los prisioneros, desnudo y a cuatro patas como si de un perro se tratara. El presidente George Bush declaró que no se trataba sino de unas cuantas «ovejas sarnosas» en el seno de un ejército por lo demás sano. Pero Zimbardo replicó que no eran unas cuantas ovejas las que habían infectado un rebaño, era el redil mismo el que estaba contaminado y al que había que incriminar. Era él el que había condicionado tan poderosamente a soldados ni peores ni mejores que los otros.

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La violencia surgida de la sed de riquezas y de poder

Apropiarse de los bienes de otro, dominar y despojar a sus rivales, ha constituido siempre una fuente mayor de violencia, tanto para los individuos como para las naciones. Se trata en ese caso de una violencia utilitaria, depredadora, calculado‐ ra y generalmente despiadada. Un delincuente al que le preguntaron por qué desvalijaba los bancos, respondió fríamen‐ te: «Porque es allí donde se encuentra el dinero».51 También muy a menudo por razones prácticas —por miedo a ser de‐ nunciado o porque un atraco sale mal—, los delincuentes matan a los testigos de su delito, sin haberlo premeditado. Esta violencia pragmática es ilustrada en una escala muy distinta por las conquistas de Gengis Khan en el siglo XIII. Es principalmente el deseo de apoderarse de las riquezas de los pueblos conquistados y aumentar su poder lo que impulsó a este conquistador mongol a convertirse probablemente en el asesino más grande de la historia. Sus invasiones dejaron alrededor de 40 millones de muertos. Aplicado a la población mundial de hoy, eso representaría 700 millones de indivi‐ duos.52 Sus tropas mataron a 1,3 millones de habitantes de la ciudad de Merv y a los 800.000 habitantes de Bagdad, don‐ de sus ejércitos hicieron estragos durante varios días para no dejar ningún superviviente.53 No era un genocidio. Gengis Khan quería dos cosas: imponer su poder y apropiarse de las riquezas de los otros pue‐ blos. Había establecido una regla muy simple: o bien las ciudades aceptaban abrirle sus puertas y reconocer su soberanía, y él no las atacaba; o bien le oponían resistencia y él las destruía y mataba a su población. En el plano individual, el deseo de asentar su dominio sobre los otros es también un poderoso motivo de comporta‐ mientos violentos. Según el filósofo Frantz Fanon, quienes han practicado la tortura confiesan que aunque no lleguen a hacer hablar a los más resistentes, el simple hecho de hacerlos aullar de dolor constituye ya una victoria.54 Asimismo, se‐ gún Baumeister, los hombres que se entregan a la violencia conyugal lo hacen generalmente a fin de asentar su poder en el seno de la familia y mostrar así que son los jefes.55

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El dogmatismo ideológico: hacer el mal en nombre del bien

Cuando una ideología religiosa o política declara que es aceptable matar en nombre de una causa superior, quienes la han adoptado hacen caso omiso de sus escrúpulos y matan por esa «buena causa» a todos los que no se adapten a los dogmas o principios promulgados por el grupo dominante. Las purgas políticas consisten en suprimir violentamente la menor disensión designando cómodos chivos expiatorios responsabilizados de los problemas que los dirigentes habían sido incapaces de resolver. Tal fue el caso de los jemeres rojos, que no admitían nunca un solo error y eliminaron salvaje‐ mente a todos los que consideraban responsables de los fracasos de su ideología política, torturando y ejecutando a más de un millón de inocentes. Esta violencia cometida por un régimen político encuentra su equivalente religioso en el ejemplo de los cruzados. En Antioquía, estos últimos decapitaban a sus enemigos y lanzaban sus cabezas con catapultas por encima de las murallas de la ciudad asediada. En Jerusalén, mataron a musulmanes que, sin embargo, no se habían opuesto activamente a ellos. Reunieron a una comunidad de judíos, los encerraron en una sinagoga y les prendieron fuego. Persuadidos de actuar al servicio de su Dios, los cruzados hacían el mal en nombre del bien.56 Entre los siglos XI y XIII, las Cruzadas dejaron más de un millón de muertos. Si se relaciona esa cifra con la población mundial de la época (alrededor de 400 millones), equivale a 6 millones de muertos en el siglo XX, una cifra numéricamente igual a la del Holocausto.57

¿Existe un «instinto de violencia»? Algunos de los pensadores e investigadores más influyentes del siglo XX, en particular Sigmund Freud y Konrad Lorenz, han afirmado que el hombre y los animales poseían un instinto de violencia innato que les costaba mucho reprimir. Se‐ gún Freud, el mandamiento bíblico «no matarás» es la prueba misma de que «descendemos de una serie infinitamente larga de generaciones de asesinos que, tal vez como nosotros mismos, tenían en la sangre la pasión del crimen».58 Según ellos, se supone que saciar ese instinto agresivo, al igual que el de las pulsiones sexuales y el deseo de alimentos, procura cierta satisfacción. En El malestar en la cultura, Freud afirma: «La tendencia a la agresión es una predisposición pulsional original y autónoma del hombre».59 Además, la agresividad se acumularía en el ser humano como la presión en una olla

a presión y tendría imperativamente necesidad de liberarse y explotar de vez en cuando. Pero ni los fisiólogos ni los psicólogos han podido demostrar la existencia de una pulsión espontánea de hostilidad. La agresividad no se manifiesta como una motivación natural comparable a la del hambre, la sed, la necesidad de actividad y de contactos sociales.60 Estas últimas son tendencias que suscitan regularmente en todos conductas específicas, incluso en ausencia de estimulaciones del medio externo. Según el psicólogo Jacques Van Rillaer, «la agresividad no es una espe‐ cie de sustancia producida por el organismo, que el individuo debería exteriorizar bajo pena de destruirse a sí mismo. Para comprender las conductas de defensa y de ataque, es infinitamente más útil interrogarse sobre las relaciones del su‐ jeto con los otros y consigo mismo, que invocar la acción de una misteriosa pulsión de muerte. […] Esta teoría freudiana no es más que un mito».61 La hipótesis de una agresividad omnipresente en el reino animal constitutiva de su naturaleza fue igualmente popula‐ rizada por Konrad Lorenz, uno de los fundadores de la etología moderna, en su obra divulgativa Sobre la agresión: el pretendido mal,62 en la que el autor intenta demostrar el carácter fundamentalmente violento de las especies animales. Afir‐ ma que la agresión es un medio «indispensable para alcanzar los objetivos más elevados del hombre».63 Según él, la des‐ gracia del hombre proviene de que está «desprovisto de esos cerrojos de seguridad que impiden a los animales carnívoros y depredadores matar a los miembros de su misma especie».64 Cuando dos lobos luchan por el dominio de la manada, si uno de ellos decide abandonar la lucha se tumba boca arriba, presentando así su carótida al adversario, situación extre‐ madamente peligrosa pero que tiene por efecto hacer que desaparezca instantáneamente la agresividad de este último. Para Lorenz, cuando el hombre empezó a fabricar armas, no hubo ya ningún freno: «Temblamos ante la idea de una cria‐ tura tan irascible como son todos los primates prehumanos blandiendo ahora un “puñetazo” definitivo». En pocas pala‐ bras, padeceríamos de una «dosis nefasta de agresividad cuya herencia malsana penetra aún hoy al hombre hasta la mé‐ dula»,65 y lo convierte en un asesino nato. En realidad, como veremos en un capítulo posterior, la gran mayoría de los se‐ res humanos siente una profunda repugnancia a matar a otros seres humanos. Al principio de su carrera, el etólogo Frans de Waal fue interpelado por el hincapié hecho hasta entonces en los com‐ portamientos violentos, particularmente por Lorenz. Se propuso estudiar el comportamiento de los macacos de cola lar‐ ga, una especie considerada particularmente agresiva. Pero después de largos períodos de observación, comprobó que a fin de cuentas esos monos raramente se peleaban.66 Después de varias décadas consagradas al estudio de los primates, De Waal concluyó que la agresividad dependía esencialmente de las condiciones exteriores y del estilo de relaciones institui‐ do entre los individuos, y no de un instinto de violencia universal y consustancial a todo ser como sostenía Lorenz. Muchos otros etólogos han contradicho así las tesis de Lorenz, entre ellos Irenäus Eibl-Eibesfeldt, que en su libro Amor y odio: historia natural del comportamiento humano67 ofrece numerosos argumentos que refutan esas tesis y concluye afirmando que «la naturaleza humana es sociable y acogedora, [aun cuando] no podemos ignorar que comporta tenden‐ cias antagonistas».68 El psicólogo Alfie Kohn llega a una comprobación similar: «Mal que les pese a Freud y a Konrad Lo‐ renz, dos teóricos de la agresión intrínseca, no hay ninguna evidencia en el ámbito del comportamiento animal y de la psicología humana que sugiera que los individuos de una especie cualquiera peleen únicamente a causa de una estimula‐ ción interna».69 Más aún, los etólogos están de acuerdo en considerar patológica la violencia crónica e impulsiva y reconocen que la cólera y la agresividad son perjudiciales para la salud.70 Durante un estudio llevado a cabo por Williams y Barefoot, 255 estudiantes de medicina pasaron un test de personalidad que medía su grado de agresividad. Veinticinco años más tarde, resultó que los más agresivos habían tenido cinco veces más accidentes cardiovasculares que los menos coléricos.71 Aquí, como en el caso de «síndrome del mundo malo» del que ya hemos hablado, parece que la fascinación que ejerce sobre nosotros el espectáculo de la violencia nos hace olvidar que no constituye la norma de los comportamientos ani‐ males. Ciertamente es más excitante mostrar fieras cazando que durmiendo una buena parte del día, pero es un poco como si las imágenes que se mostraran de la vida de un hombre fueran las de un cazador de domingo que mata una cier‐ va, y no las del padre de familia, del labrador o del médico que también es. La triste realidad de cazar por placer es inne‐ gable pero no permite por sí sola definir al hombre. La idea de que los asesinos son totalmente incapaces de controlar sus pulsiones violentas también ha sido descartada

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por los especialistas, con la excepción de algunos casos patológicos graves. Según el experto del FBI John Douglas, que estudió el caso de cientos de asesinos, es imposible creer que esos criminales hubieran perdido temporalmente el control de sus acciones. Observa, por ejemplo, que ninguno de esos asesinos ha cometido un crimen en presencia de un policía uniformado. Si su rabia asesina hubiera sido verdaderamente incontrolable, ese factor no les habría impedido matar.72 Esto se aplica igualmente a la violencia colectiva. Según el historiador Gérard Prunier, en enero de 1993, una comisión internacional de los derechos del hombre llegó a Ruanda antes de que el genocidio hubiera alcanzado su punto culmi‐ nante, pero en un momento en que unos miembros de la comunidad hutu habían empezado a matar a numerosos tutsis y a incendiar sus casas. Pero en cuanto llegó la comisión, los delitos cesaron de inmediato y se reanudaron los asesinatos apenas volvió a retirarse.73 Los seres humanos son, pues, en general capaces de frenar su voluntad de hacer daño cuando saben que no es el momento de darle libre curso. Algunas necesidades son, evidentemente, más difíciles de satisfacer que otras, el deseo de droga o alcohol, por ejemplo, en las personas que padecen de adicción, pero sólo unas cuantas necesi‐ dades naturales, como la de retomar la respiración después de haberla bloqueado, escapan a cualquier forma de control.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Lo que las neurociencias esclarecen sobre la violencia

Cuando se activan ciertas áreas del cerebro de una rata o de un gato, estos animales son presa inmediatamente de una rabia incontrolable y atacan con furia a todos los que estén a su alcance.74 Esos mismos estudios han mostrado que la es‐ timulación de otras áreas del cerebro activa el comportamiento de caza del gato, lo que no sucedía antes, y el animal co‐ mienza a perseguir una presa imaginaria. Sin embargo, no ataca violentamente y sin discriminar a todos los que se pre‐ senten y no parezcan una presa. La caza y la violencia son, pues, dos comportamientos distintos, y los circuitos neurona‐ les de la agresión violenta y de la depredación son también diferentes. Además, las áreas del cerebro vinculadas a la agre‐ sión están organizadas de manera estructurada. Cuando se activa un número determinado de esas áreas, el gato escupe y arquea el lomo, pero el investigador aún puede tocarlo. Cuando se activan algunas regiones suplementarias, el gato se en‐ furece y salta a la cara del investigador.75 La amígdala es, en particular, una de las áreas cerebrales más estrechamente im‐ plicadas en los comportamientos impulsivos de miedo y de agresión en los animales superiores y en los seres humanos. Es accionada en particular durante la percepción de un peligro, que se traduce en una reacción de huida o de ataque. Charles Whitman mató a varias personas desde lo alto de una torre situada en el campus de la Universidad de Texas, en Austin, antes de descerrajarse un tiro en la cabeza. Dejó una carta en la que confesaba que se sentía incapaz de resis‐ tirse a la rabia que se apoderaba de él y pedía que examinasen su cerebro después de su muerte. La autopsia reveló que un tumor comprimía su amígdala.76 Es evidente que nuestro mundo emocional puede verse considerablemente trastor‐ nado por semejantes anomalías cerebrales. Otros estudios en neurociencias esclarecen las diferencias entre los diversos tipos de violencia. Adrian Raine, de la Universidad de Pensilvania, comparó en particular los cerebros de asesinos que habían actuado de manera impulsiva, con los de asesinos que habían premeditado su crimen. Sólo los primeros mostraban una disfunción de un área del cere‐ bro (el córtex orbital), que desempeña un papel esencial en la regulación emocional y el control de la violencia.

La influencia de los medios Casi 3.500 estudios científicos y todos los trabajos de síntesis publicados durante el último decenio han demostrado que el espectáculo de la violencia es, de hecho, una incitación a la violencia. Para la Academia Estadounidense de Pediatría, «las pruebas son claras y convincentes: la violencia en los medios es uno de los factores responsables de las agresiones y de la violencia». Dichos efectos son duraderos y mensurables. Los niños son particularmente vulnerables, pero nos afec‐ tan a todos.77 Estos trabajos también han permitido refutar enteramente la hipótesis (inspirada en parte por las teorías freudianas) según la cual el espectáculo de la violencia permitiría al individuo purgarse de las pulsiones agresivas que supuestamente habitan en él. Ahora se ha establecido que, por el contrario, este espectáculo agrava las actitudes y los comportamientos

violentos.78 Eso no quita que, a pesar de esas observaciones científicas, la idea de una catarsis liberadora siga siendo regu‐ larmente invocada. Según Michel Desmurget, director de investigaciones del Inserm en el Centro de Neurociencias Cognitivas de Lyon, las imágenes violentas operan según tres mecanismos principales. En primer lugar, aumentan la propensión a actuar con violencia o agresividad; es el mecanismo de cebadura. Luego elevan nuestro umbral de tolerancia a la violencia; es el me‐ canismo de la habituación. Por último, exasperan nuestros sentimientos de miedo e inseguridad; es el síndrome del mundo malo. La convergencia de estas influencias es lo que, a fin de cuentas, explica el impacto de la violencia audiovisual.79 Se ha establecido asimismo que las imágenes violentas atenúan las reacciones emocionales a la violencia, reducen la propensión a socorrer a un desconocido víctima de una agresión y debilitan la capacidad de empatía. Después de dos décadas de estudios sobre la influencia de la televisión, unos investigadores de la Universidad de Pen‐ silvania demostraron que los telespectadores que miran constantemente actos negativos manifiestan una tendencia au‐ mentada a actuar de la misma manera y que, cuanto más se mire la televisión, más proclive se es a pensar que la gente es egoísta y nos engañaría a la primera de cambio.80 Mucho antes de la época de lo audiovisual, Cicerón observaba ya: «Si nos vemos obligados, a cada instante, a contemplar u oír hablar de acontecimientos horribles, esa marea ininterrumpida de impresiones detestables privará incluso a los más humanitarios entre nosotros de cualquier respeto por la humani‐ dad».81 Por el contrario, cuando los medios se esfuerzan por resaltar los aspectos generosos de la naturaleza humana, los espectadores entran fácilmente en resonancia con esa aproximación positiva. Así, la reciente serie llamada Héroes de la CNN tiene un gran éxito en los Estados Unidos. Esta emisión presenta retratos y testimonios de personas a menudo muy humildes y desconocidas, que se han lanzado a proyectos sociales innovadores y benéficos, o se han implicado totalmen‐ te en la defensa de causas justas. Los estudios más reveladores son los que han medido el incremento de la violencia a raíz de la introducción de la tele‐ visión en regiones donde no existía. Uno de esos estudios, realizado en comunidades rurales aisladas de Canadá, inclu‐ yendo algunas ciudades, ha demostrado que dos años después de la llegada de la pequeña pantalla, las violencias verbales (injurias y amenazas) observadas en las escuelas primarias, se multiplicaron por dos, y las violencias físicas, por tres. Otro estudio ha puesto en evidencia un aumento espectacular de la violencia en los niños después de la introducción de programas de televisión en lengua inglesa (que contenían una elevada proporción de imágenes violentas) en Sudáfrica. Habida cuenta de la magnitud de los efectos observados, Brandon Centerwall, de la Universidad de Washington, en Seattle, ha evaluado que si la televisión no existiera, sólo en los Estados Unidos se producirían 10.000 homicidios, 70.000 violaciones y 700.000 agresiones violentas menos cada año. En Francia, según el Consejo Superior del Audiovisual, un telespectador mira la tele una media de tres horas y media por día, lo que lo expone, grosso modo, a dos asesinatos y a una decena de actos violentos por hora, o sea cerca de 2.600 asesinatos y 13.000 actos violentos por año. En los Estados Unidos, un niño de doce años ha visto ya unos 12.000 asesi‐ natos en la televisión. Una investigación centrada en el análisis de 10.000 horas de programas seleccionados al azar ha mostrado que el 60 % de las emisiones estadounidenses contenían actos de violencia, a razón de seis escenas por hora. Lo más aterrador es que en los programas destinados a la juventud, ese porcentaje alcanza el 70 %, con 14 escenas de violen‐ cia por hora. Se miden los beneficios que podría conllevar una reducción del número de imágenes violentas. De hecho, un estudio ha puesto de manifiesto que, en niños de nueve años de edad, esta reducción tenía como consecuencia directa una disminución del nivel de violencia en la escuela. Por lo demás, como han demostrado los psicólogos Mares y Woo‐ dard,82 los programas de televisión de tendencia prosocial conllevan un aumento de los comportamientos correspon‐ dientes, disminuyen la agresividad y animan a los espectadores a ser más tolerantes. El aspecto más preocupante de los efectos nefastos de la violencia audiovisual es su durabilidad. Dimitri Christakis y Frederick Zimmerman, de la Universidad de Washington, en Seattle, siguieron durante cinco años a casi 200 niños de edades comprendidas entre los dos y cinco años. Estos psicólogos revelaron que una hora de programas violentos por día cuadruplicaba la probabilidad de detectar en esos niños trastornos del comportamiento en los cinco años siguientes.83 Se observan los mismos efectos en los adultos: los sujetos que habían mirado la televisión entre una y tres horas por día cuando tenían veintidós años, presentaban, a los treinta años, una vez y media más riesgos de agredir a un tercero física o verbalmente, y dos veces y media más riesgos de estar implicados en una trifulca que los individuos que la habían

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mirado menos de una hora.84 El psicólogo Bruce Bartholow, de la Universidad de Misuri, ha demostrado que el cerebro de las personas expuestas regularmente a imágenes de violencia se vuelve casi insensible a esas imágenes cuando se las proyectan ante ellos. Esas personas se muestran más agresivas que las otras durante un test que mide su agresividad justo después de la proyección.85 Según Michel Desmurget: Los datos científicos indican hoy, sin la menor duda, que disminuyendo nuestra exposición a los contenidos violentos, contribuiríamos a crear un mundo menos violento. Por supuesto, eso no significa que la televisión sea responsable de todos los males de nuestra sociedad. Tampoco significa que todos los espectadores vayan a convertirse en asesinos pe‐ ligrosos si miran demasiadas películas violentas en la televisión. Eso significa simplemente que la pequeña pantalla representa un vector notable de miedo, ansiedad, agresividad y violencia, y que sería una lástima no actuar sobre esta palanca causal, mucho más accesible que otros determinantes sociales, tales como la pobreza, la educación, los maltra‐ tos infantiles, etc. Más que criticar (incluso vilipendiar) a la comunidad científica cuando denuncia los efectos de esta violencia televisiva, sin duda sería legítimo pedir cuentas a los grupos audiovisuales que la utilizan tan ampliamente.86

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Lo más triste es que la voluntad de las cadenas de televisión de incrementar su audiencia difundiendo constantemente imágenes de violencia no es sólo lamentable, habida cuenta de sus efectos sobre la sociedad, sino que procede además de una mala apuesta. En efecto, se piensa que esa difusión de la violencia responde al gusto del público. Ahora bien, las in‐ vestigaciones no confirman esta opinión. Los psicólogos Ed Diener y Darlene DeFour mostraron a cincuenta estudiantes una película policíaca que tenía frecuentes escenas de violencia y, a otros cincuenta estudiantes, la misma película en la que habían cortado esas escenas, conservando, sin embargo, el hilo de la intriga. Resultó que los estudiantes que habían visto la versión no violenta apreciaron la película igual que los otros. Los investigadores concluyeron que el hecho de re‐ ducir considerablemente la frecuencia de escenas violentas en los programas de televisión y en el cine no conllevaría nin‐ guna pérdida de audiencia.87 Este punto de vista es también confirmado por la popularidad de películas que presentan la naturaleza humana bajo una luz positiva, muy alejada de la visión cínica de la existencia que ofrecen películas como Los intocables, El tigre y la nieve, Amélie, Forrest Gump, etc.

El caso de los videojuegos Los videojuegos se han convertido en uno de los pasatiempos preferidos de los niños y adolescentes del mundo mo‐ derno. En los Estados Unidos, el 99 % de los chicos y el 94 % de las chicas han jugado a videojuegos, y el tiempo que les dedican no cesa de aumentar.88 Un trabajo de síntesis, realizado por Craig Anderson y sus colegas, a partir de 136 trabajos de investigación que miden los efectos producidos por la práctica de videojuegos violentos sobre 130.000 personas, determinó que esos juegos favo‐ recen indudablemente el desarrollo de pensamientos y comportamientos agresivos y disminuyen los comportamientos prosociales. Dichos efectos son importantes y se manifiestan tanto en los niños como en los adultos, tanto en hombres como en mujeres.89 Douglas Gentile y sus colegas de la Universidad de Iowa, por ejemplo, han establecido que cuanto más se exponen los adolescentes a la violencia de los videojuegos, más hostiles son unos contra otros, más discuten con sus profesores, más frecuentemente se ven implicados en trifulcas, y menos éxito tienen en sus estudios.90 El grado de hostilidad y de insensibilización de los sujetos que han jugado con juegos violentos es netamente superior al de los que han jugado a juegos neutros desde el punto de vista de la violencia, un juego de carreras de moto, por ejemplo. Roland Irwin y Alan Gross, de la Universidad de Misisipi, dejaron que unos niños de ocho años jugaran a un videojue‐ go excitante durante veinte minutos. Para algunos era un combate violento, mientras que para otros era una carrera de motos. Seguidamente, los llevaron a una sala de recreación donde fueron observados durante quince minutos interac‐ tuando con otros niños. Los resultados revelaron que los niños que habían jugado el juego del combate cometían dos ve‐ ces más actos agresivos que los que habían jugado a carreras de moto.91 Para medir los efectos de los videojuegos a largo plazo, Douglas Gentile y sus colegas entrevistaron dos veces, en un

intervalo de un año, a más de 400 niños de edades comprendidas entre los nueve y los once años, así como a sus camara‐ das y profesores. Resultó que los que jugaban más con videojuegos violentos atribuyeron, un año más tarde, más inten‐ ciones hostiles a quienes encontraban, se mostraban más agresivos verbal y físicamente, y eran menos proclives al al‐ truismo.92 El análisis de los videojuegos muestra que el 89 % contienen violencia y la mitad actos de extrema violencia contra los personajes del juego.93 Cuanto más realista es el juego y más sangre se ve correr, más se acentúa su efecto sobre la agresi‐ vidad del espectador.94 Como informa Laurent Bègue, profesor de psicología social en la Universidad de Grenoble,95 el videojuego más vendido en el mundo en 2008, Grand Theft Auto IV, es de una violencia inaudita. El jugador, por ejem‐ plo, puede conducir sobre las aceras y aplastar a los peatones, cuya sangre acaba salpicando los parachoques y el parabri‐ sas del 4×4 del que acaba de apoderarse por la fuerza. Debido al hecho de que, en los videojuegos, las acciones son con‐ troladas por el mismo jugador, la identificación con el personaje que ejerce la violencia es potencialmente más fuerte que si se mira de manera pasiva imágenes violentas en una pantalla de televisión o de cine. A ello se añade el aspecto repetiti‐ vo, susceptible de crear dependencia. Es sabido que, en todo aprendizaje, los cambios en el nivel del cerebro y del tempe‐ ramento son más marcados cuando se practica una actividad regularmente. Uno de los estudiantes entrevistados por Elly Konijn y sus colegas, de la Universidad de Ámsterdam, sobre su gusto por los vídeos violentos, dijo: «Me gusta mucho Grand Theft Auto porque se puede disparar sobre la gente y rodar a toda velocidad contra los coches. Cuando sea mayor yo también podré hacerlo».96 Los psicólogos L. Kutner y C. Olson han distinguido cuatro aspectos de los juegos virtuales particularmente buscados por los niños: la excitación y el placer (jue‐ gan para ganar, para alcanzar cierta puntuación o para superar el desafío propuesto); la socialización (les gusta jugar en‐ tre amigos); el efecto sobre sus emociones (juegan para aplacar su cólera, olvidar sus problemas, sentirse menos solos) y disipar el aburrimiento (juegan para matar el tiempo).97 Desde el punto de vista del experto e instructor militar estadounidense Dave Grossman, el condicionamiento efectua‐ do por los videojuegos violentos, en los que hay enemigos que aparecen repentinamente, reiteradas veces, y deben ser enseguida pulverizados de manera sangrante y realista, es una forma de insensibilizarse frente al acto de matar, de cuya eficacia ha habido pruebas en el ejército. Hay, sin embargo, una diferencia crucial: los niños y los otros adeptos a los vi‐ deojuegos no están sometidos a ninguna autoridad que defina las reglas y los límites de sus acciones. Los soldados están al menos sometidos a las órdenes de sus superiores y no disparan sino cuando han recibido la instrucción formal de ha‐ cerlo.98 Además, los niños asocian los juegos violentos no a tragedias desgarradoras, sino a la diversión, al placer, a sus bebidas y comidas preferidas, y a los amigos con los que juegan. Toda una parte de la población está así dispuesta a aceptar como modelos a superhéroes dotados de poderes sobrenaturales, que no tienen otra misión que matar en serie, sin razón, al mayor número posible de personas,99 «sin contar —añade el psicólogo Laurent Bègue— la impostura de la industria del juego, que, con beneficios que distan mucho de ser virtuales (70 mil millones de euros en 2011), sigue estigmatizando a los padres (que deben controlar mejor los juegos a los que tiene acceso su progenie) y haciendo creer que, si hay un pro‐ blema, proviene no de sus programas informáticos, ¡sino de personas que tienen problemas psiquiátricos que perturban el ambiente de la barraca de tiro al blanco!»100 Es innegable que los videojuegos también pueden ser utilizados con fines educativos, a condición de que sean concebi‐ dos para eso. De lo contrario, se ha establecido que su utilización es perjudicial para los resultados escolares.101 Por lo de‐ más, se ha observado que la práctica de los videojuegos puede aumentar la atención visual.102 No se puede, pues, decir simplemente que los videojuegos son malos o que no son tan perjudiciales como se dice. Todo depende de su contenido, y es precisamente ese contenido el que produce efectos benéficos o negativos. A John Wright, eminente observador de la influencia de los medios, le agradaba decir: «El medio no es el mensaje. El mensaje es el mensaje».

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Los videojuegos benéficos Me gustan los videojuegos, pero son verdaderamente violentos. Me gustaría jugar a un videojuego en el que se ayudara a la gente que ha sido herida en los otros juegos. Lo llamaría «el hospital hiperocupado».

DEMETRI MARTIN, humorista estadounidense

Hasta hace poco, se había concedido poca atención a la creación de videojuegos prosociales, no violentos, en los que los personajes cooperen y se ayuden mutuamente, en lugar de matarse unos a otros. Las cosas están a punto de cambiar. Desde hace dos años, bajo la inspiración del asesor científico del presidente Obama, un grupo de investigadores que incluye psicólogos, educadores y neurocientíficos se reunió en varias ocasiones en Washington a fin de considerar la me‐ jor manera de utilizar con fines constructivos la pasión de los jóvenes por los videojuegos. Durante uno de esos encuentros, Richard Davidson, director de los laboratorios de imaginería mental y ciencias afec‐ tivas en la Universidad de Wisconsin, lanzó un desafío a los fabricantes: concebir videojuegos que permitan cultivar la compasión y la amabilidad, más que la agresividad y la violencia. Davidson se asoció con Kurt Squire, profesor en UW Madison y director de la Games Learning Society Initiative (‘So‐ ciedad de los Juegos de Aprendizaje’), y su proyecto recibió una subvención de 1,4 millones de dólares de la Fundación Bill y Melinda Gates, con la misión de diseñar y probar rigurosamente dos juegos educativos destinados a ayudar a los alumnos de educación secundaria a cultivar sus competencias sociales y emocionales.103 El primer juego ayudará a cultivar la atención y a calmar el espíritu. Según Davidson, «si usted puede aprender a con‐ centrar su atención, esta facultad tendrá efectos sobre todos los tipos de aprendizaje». El segundo hará hincapié en la em‐ patía, el altruismo y la cooperación en favor de obras sociales. «La empatía —declaró Davidson—, es un componente esencial de la inteligencia emocional y resulta ser en la vida un mejor índice de éxito de la inteligencia cognitiva.» Existen razones de peso para pensar que si esos juegos son concebidos de manera atractiva, propia para utilizar cons‐ tructivamente la atracción general que esos pasatiempos ejercen sobre los jóvenes, tendrán efectos positivos sobre los ju‐ gadores. Saleem, Anderson y Gentile han realizado el primer estudio que muestra claramente que los videojuegos orien‐ tados prosociales,104 reducen el nivel general de hostilidad y los sentimientos malévolos, aumentando simultáneamente las emociones positivas, en relación con los juegos violentos o simplemente neutros, y eso a corto y largo plazo.49 Cuando verificaron la motivación de los jugadores, comprobaron que la disminución de la agresividad y el incremento de los efectos positivos estaban particularmente marcados en quienes actuaban como impulsados por una motivación altruista. En cambio, en los jugadores que declaraban haber participado en los juegos orientados a fines sociales, sobre todo por razones egoístas, en este caso para disminuir su desamparo empático, el nivel de hostilidad aumentaba en el curso de los juegos.105

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Las imágenes violentas exacerban la sensación de inseguridad Los trabajos de investigación han mostrado asimismo que cuanto más mira televisión un individuo, más percibe el mun‐ do como un lugar hostil, saturado de violencia y peligros. A fuerza de estar sumergidos en escenas de asesinatos, guerras, matanzas, violaciones y destrucción, el espectador acaba por tener una imagen eminentemente deformada del mundo, porque la televisión es incomparablemente más violenta que la realidad cotidiana. Al seleccionar de manera sistemática los acontecimientos dramáticos para presentar un resumen de la actualidad, y al difundir películas y reportajes violentos, la televisión ofrece una visión errónea de la realidad. Si, a los veinte años, los jóvenes occidentales han visto ya 20.000 asesinatos en la televisión, ¿cuántos de ellos han sido testigos de un solo asesinato en su vida cotidiana? Una ínfima mi‐ noría, afortunadamente.

Temperatura, ruido y armas La temperatura Entre un gran número de factores que favorecen los comportamientos violentos, los investigadores han mencionado la

influencia de la temperatura ambiente, del nivel sonoro ambiental y la presencia de armas. Diferentes investigaciones han puesto de manifiesto sobre todo la relación entre temperatura y agresividad, comprobando que el número de agresiones aumenta directamente con la elevación de la temperatura. El psicólogo Craig Anderson ha analizado las estadísticas cri‐ minales relacionadas en el conjunto de los Estados Unidos entre 1971 y 1980. Controló las variables conocidas por su contribución a la criminalidad (medios financieros, edad, nivel de educación, etc.) y demostró que la incidencia de los crímenes violentos es máxima en julio, agosto y septiembre. Otro estudio que se extiende a lo largo de cuarenta y cinco años ha mostrado que el número de crímenes violentos está vinculado a la temperatura anual. Para verificar que este efecto no se debía simplemente al hecho de que durante los meses de verano los días se alargan y la gente pasa más tiempo fuera, en los lugares públicos, lo que les da la ocasión de entregarse a actos de violencia, An‐ derson estudió también este fenómeno en el laboratorio. Pidió a unos sujetos que se entregaran a distintas actividades en habitaciones donde la temperatura se situaba entre 22 y 35 ºC. Los resultados confirmaron que los pensamientos agresi‐ vos aumentaban linealmente en función de la temperatura. Otras observaciones han mostrado que no solamente los pensamientos, sino también los comportamientos agresivos aumentan con la temperatura.106 Sin embargo, cuando el ca‐ lor se vuelve sofocante, los comportamientos agresivos disminuyen: la agresividad es sustituida por el letargo y los suje‐ tos adoptan más bien un comportamiento de evitación. Mediante datos obtenidos fuera del laboratorio en Minneapolis y en Dallas, algunos investigadores han confirmado así que el número de comportamientos violentos aumenta en el curso de la mañana, luego disminuye cuando la temperatura es tan elevada que los comportamientos de evitación toman la delantera. ¿Y la influencia del frío? Sorprendentemente, se ha comprobado que los inuits tampoco están libres de la violencia in‐ ducida por las variaciones de temperatura. Parece, pues, que toda desviación importante de temperatura con relación a la media habitual es una causa de estrés y, en consecuencia, de agresividad.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El ruido

En los animales, particularmente en los roedores, se sabe que un entorno ruidoso aumenta la agresividad. Diferentes ex‐ perimentos confirman que esta comparación se aplica también a los humanos. Por ejemplo, los participantes en un estu‐ dio de Russell Geen, de la Universidad de Misuri, se han mostrado más agresivos cuando eran sometidos a estimulacio‐ nes sonoras desagradables que otros participantes no expuestos a esos sonidos.

La visión de las armas Se ha podido demostrar que, por su sola presencia, las armas desencadenan procesos psicológicos que activan la agresi‐ vidad. El psicólogo social estadounidense Leonard Berkowitz había dado a unos sujetos voluntarios la oportunidad de vengarse de los insultos proferidos por alguien (un cómplice del investigador) administrándole descargas eléctricas (en realidad ficticias). En la mitad de los casos, el investigador ponía también en la mesa un revólver (haciendo creer que era para otro estudio). Resulta que los sujetos que estaban en presencia de esa arma administraban, para vengarse, más des‐ cargas eléctricas que los otros. En fecha más reciente, un estudio de Christopher Barlett, de la Universidad de Iowa, ha demostrado que las personas que juegan a un videojuego violento con un joystick que tenga forma de pistola son más agresivas después del experimento que las que habían jugado al mismo juego con una manecilla clásica.107

Las mujeres y los niños, primeras víctimas de la violencia Un informe de Amnistía Internacional titulado Tortura: mujeres a las que se destruye, indica que una de cada cinco muje‐ res del mundo es víctima de crueldades graves en la vida cotidiana, y que la tortura «está arraigada en una cultura que, en todas partes, niega a las mujeres la igualdad de derechos con los hombres, e intenta legitimar la violencia contra ellas».108 En la India, la proporción de mujeres que padecen violencia doméstica se eleva al 40 %, y en Egipto, al 35 %. La organización, que cita numerosos testimonios de mujeres y muchachas golpeadas y violadas, añade que «sus verdugos son por lo general miembros de su familia o de su comunidad, o incluso sus empleadores».

La existencia de «crímenes de honor», que pueden ir hasta el homicidio, es señalada en varios países, entre ellos Irak, Jordania, Pakistán, Afganistán y Turquía. Mujeres y niñas de todas las edades son acusadas de haber deshonrado a su fa‐ milia y a su comunidad. El solo presentimiento de que una mujer haya podido atentar contra el honor familiar puede conducir a la tortura y al asesinato.109 En noviembre de 2012, unos padres pakistaníes mataron a su hija de quince años, Anusha, rociándola con ácido simplemente porque había mirado a un muchacho que se había detenido frente a ellos en una motocicleta, y ellos se lo habían prohibido (hubiera tenido que bajar la mirada); luego la dejaron agonizar en el suelo durante horas porque «era su destino» (dijo su madre) después de semejante deshonra. Las mujeres que han sido compradas y vendidas para someterlas a explotación laboral, sexual o a un matrimonio for‐ zado están igualmente expuestas a la tortura. Después de la droga y las armas, la trata de seres humanos constituye la ter‐ cera fuente de beneficios para el crimen organizado internacional. Las mujeres víctimas de él son particularmente vulne‐ rables a la violencia física, sobre todo a la violación, a la detención ilícita, a la confiscación de sus documentos de identi‐ dad y a la esclavitud. En los conflictos armados, las mujeres son a menudo víctimas de torturas debido a su papel de educadoras y en cuanto símbolos de su comunidad. Así, durante el genocidio perpetrado en Ruanda en 1994 y el conflicto en la antigua Yugosla‐ via, había mujeres tutsis, musulmanas, serbias, croatas y kosovares que fueron torturadas simplemente porque pertene‐ cían a un grupo étnico, nacional o religioso particular. Las mujeres que han sido víctimas de torturas pueden toparse con numerosos obstáculos cuando intentan obtener re‐ paraciones, en particular la indiferencia o las burlas de la policía, la ausencia de disposiciones apropiadas en la legisla‐ ción penal, los prejuicios sexistas en el sistema judicial y los procedimientos penales que perjudican la equidad de las diligencias. En algunos países, las mujeres no están autorizadas a comparecer ante la justicia: son los hombres de su familia los que supuestamente deben representar sus intereses. La policía se abstiene regularmente de investigar los casos de violencia alegados por las mujeres y las vuelve a enviar a menudo a su triste destino en lugar de registrar sus quejas. En Pakistán, las mujeres víctimas de una violación que no consiguen probar que no eran consentidoras pueden ser ellas mismas acu‐ sadas de zina (‘fornicación’), delito castigado con la muerte por lapidación o la flagelación en público. Como subraya el informe de Amnistía Internacional, «ya va siendo hora de que los Gobiernos reconozcan que la vio‐ lencia ejercida en el hogar y en la comunidad no es un asunto privado, sino que compromete la responsabilidad de los Estados. Las normas internacionales indican claramente que los Estados deben asegurarse de que nadie sea sometido a torturas u otros malos tratos, sean quienes sean sus autores o su contexto […] al no tener en cuenta esta obligación, asu‐ men la responsabilidad de los sufrimientos que no han impedido».

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La violencia moral En algunos casos, los sufrimientos mentales infligidos por otro son más duros y difíciles de soportar que las violencias físicas. Los sufrimientos son desencadenados por una multiplicidad de causas sobre las cuales no tenemos a veces nin‐ gún poder, pero, a fin de cuentas, es nuestro espíritu el que traduce en bienestar o en malestar las circunstancias exterio‐ res a las que debemos enfrentarnos. En consecuencia, cualquier forma de violencia que destruya nuestra paz interior afecta seriamente nuestra percepción del mundo y de los otros. Algunas formas de violencia, entre ellas la violación, aso‐ cian la violencia física a efectos devastadores sobre la integridad mental. Otras actitudes, como el desprecio, la indiferen‐ cia, las palabras o las actitudes hirientes, y la malevolencia en general, pueden destruir nuestro bienestar interior y nues‐ tra alegría de vivir. El hostigamiento es una de las formas más corrientes de crueldad mental, en la que el psicólogo sueco Heinz Leymann ha diferenciado distintas facetas. Puede consistir en negar a alguien la posibilidad de expresarse, en interrumpirlo cons‐ tantemente, en cubrirlo de improperios, en criticar su trabajo y su vida privada, en ridiculizarlo, en burlarse de su aspec‐ to físico, en remedar sus maneras de ser, en atacar sus convicciones personales, políticas o religiosas, e incluso en amena‐ zarlo. También puede consistir en ignorar la presencia de alguien, en evitar cualquier contacto visual con él, no dirigirle la palabra y dar la impresión de que se lo rechaza, en atribuirle un trabajo que lo aísle de sus colegas, en impedir a éstos

que le hablen, en imponerle tareas muy inferiores o muy superiores a sus competencias, tareas inútiles o absurdas, o in‐ cluso hacerle ejecutar trabajos humillantes o perjudiciales para la salud. El hostigamiento puede culminar en la agresión física, la sexual en particular.110 En los establecimientos escolares, las novatadas también son formas de hostigamiento a veces crueles que pueden marcar durante mucho tiempo a los que son víctimas de ellas. Una manera de remediarlo es instituir un sistema de tuto‐ ría en el que los alumnos ayuden a sus compañeros más jóvenes a repasar sus lecciones. Esta manera de responsabilizar a los mayores es beneficiosa no sólo para los progresos escolares sino también para disminuir las novatadas.

Cómo reducir la violencia Tres factores principales se oponen al deseo de hacer daño a los otros: el altruismo o la benevolencia, que hacen que nos sintamos sinceramente afectados por el destino de los otros; el dominio de nuestras emociones, que nos permite no su‐ cumbir a impulsos repentinos; y los escrúpulos morales, que nos hacen dudar ante la idea de perjudicar a los otros o la‐ mentar haberlos perjudicado. Hemos expuesto ampliamente las características de la benevolencia y de la consideración hacia el otro en las primeras partes de esta obra. En cuanto al dominio de las emociones, resulta que muchos criminales tienen en común ser muy impulsivos y sufrir de una falta de regulación emocional. Son más vulnerables que la media de los individuos a las diferentes adicciones y dilapidan a menudo en muy poco tiempo el botín que les aportan sus actividades delictivas. Varios trabajos de investiga‐ ción han demostrado que el hecho de ser fácilmente presa de emociones intensas y pasajeras, sin retroceso, favorece el paso a la acción violenta. En general, toda tensión emocional que escapa a nuestro control lleva a hacer elecciones instin‐ tivas e irracionales que parecen ser la solución o la escapatoria más fácil a una situación emocionalmente cargada.111 La experiencia muestra que un entrenamiento apropiado y una atención mantenida permiten a la larga identificar y administrar las emociones y los acontecimientos mentales a medida que aparecen. Este entrenamiento comprende tam‐ bién el desarrollo de emociones sanas como la empatía, la compasión y el amor altruista. La primera etapa de este entrenamiento consiste en identificar la manera como surgen las emociones. Esta acción exi‐ ge cultivar una atención vigilante al desarrollo de las actividades mentales, acompañada de una toma de conciencia que permita distinguir las emociones perturbadoras de las que favorecen el desarrollo del bienestar. La experiencia muestra asimismo que, como una infección no tratada, las emociones perturbadoras ganan potencia desde que se les da libre curso. Al hacerlo, adaptamos costumbres de las que seremos nuevamente presas en cuanto su carga emocional haya alcanzado un umbral crítico. Además, este umbral bajará cada vez más, y nos volveremos cada vez más irascibles. Las conclusiones de varios estudios psicológicos van asimismo contra la idea preconcebida según la cual, si se deja ex‐ plotar la cólera, se hace bajar la presión acumulada.112 En realidad, desde el punto de vista fisiológico, se produce todo lo contrario: si se evita dejar que la cólera se manifieste abiertamente, la tensión arterial disminuye (y disminuye todavía más si se adopta una actitud amigable), mientras que aumenta si se la deja estallar.113 De nada sirve tampoco reprimir las emociones. Eso equivaldría a impedirles expresarse, dejándolas intactas, lo que no puede constituir sino una solución temporal y malsana. Los psicólogos afirman que una emoción reprimida puede pro‐ vocar graves trastornos mentales y físicos, y que es preciso evitar a cualquier precio volver nuestras emociones contra nosotros mismos. Sin embargo, la expresión no controlada de las emociones puede también tener consecuencias desas‐ trosas. Se puede morir de un ataque de apoplejía en un acceso de cólera, o consumirse literalmente de deseo obsesivo. Lo que importa, pues, ante todo, es saber establecer el diálogo justo con sus emociones. Para hacerlo, uno de los métodos utilizados más a menudo consiste en neutralizar las emociones perturbadoras con ayuda de antídotos específicos. En efecto, dos procesos mentales diametralmente opuestos no pueden sobrevenir de ma‐ nera simultánea. Se puede oscilar rápidamente entre el amor y el odio, pero no se puede sentir en el mismo instante de conciencia el deseo de hacer daño a alguien y el de hacerle el bien. Como decía el filósofo Alain: «Un movimiento exclu‐ ye a otro: si tiendes amigablemente la mano, eso excluye el puñetazo».114 Asimismo, entrenando el espíritu en el amor al‐ truista, se elimina poco a poco el odio, ya que esos dos estados de ánimo pueden alternarse, pero no coexistir. Esos antí‐

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dotos son al psiquismo lo que los anticuerpos son al organismo. Puesto que el amor altruista actúa como un antídoto contra el odio, cuanto más se lo desarrolle, más menguará el de‐ seo de hacer daño para finalmente desaparecer. No se trata, pues, de reprimir nuestro odio, sino de volver el espíritu ha‐ cia algo diametralmente opuesto: el amor y la compasión. Poco a poco, el altruismo acabará por impregnar cada vez más nuestro espíritu, hasta convertirse en una segunda naturaleza. Una segunda manera de enfrentarnos a las emociones perturbadoras consiste en disociarnos mentalmente de la emo‐ ción que nos aflige. Habitualmente nos identificamos por completo con nuestras emociones. Cuando somos víctimas de un acceso de cólera, ésta es omnipresente en nuestro espíritu y deja poco espacio a otros estados mentales tales como la paciencia o la consideración de las razones que podrían calmar nuestro descontento. Sin embargo, incluso en ese mo‐ mento, el espíritu sigue siendo capaz de examinar lo que ocurre en él. Para eso basta con que observe sus emociones como nosotros lo haríamos con un acontecimiento exterior que se produce ante nuestros ojos. La parte de nuestro espíri‐ tu que es consciente de la cólera es simplemente consciente: no está encolerizada. Dicho de otro modo, la plena concien‐ cia no se ve afectada por la emoción que observa. Comprender esto permite tomar distancia y dar a la cólera espacio su‐ ficiente para que se disuelva por sí misma. Al hacerlo, evitamos dos extremos tan perjudiciales uno como el otro: reprimir la emoción, que permanecerá en algún rincón sombrío de nuestra conciencia, como una bomba con temporizador, o dejarla explotar, en detrimento de quienes nos rodean y de nuestra propia paz interior. Las sociedades que se esfuerzan por promover una opinión elevada de sí mismas, así como los individuos narcisistas, juzgan el sentimiento de vergüenza malsano e indeseable.115 No obstante, el sentimiento de malestar y de arrepentimien‐ to cuando se reconoce haber cometido un acto que va contra nuestros valores morales proviene de una comprobación lúcida y constituye un motor de transformación: al reconocer nuestros errores deseamos no repetirlos y, cuando es posi‐ ble, reparar el daño infligido. El arrepentimiento se diferencia del sentimiento de culpabilidad que, en lugar de concen‐ trarse en un acto particular, rebasa el ser entero, nos hace pensar: «Soy una persona horrible», y se traduce en la desvalo‐ rización de sí mismo y la duda sobre la facultad de transformarse. Los estudios psicológicos muestran que el hecho de experimentar un sentimiento de culpabilidad pensando en los su‐ frimientos que hemos infligido a otro, o contemplando la posibilidad de perjudicarlo, asociado a una toma de conciencia empática de esos sufrimientos, sirve de antídoto a la violencia. Esos escrúpulos conducen nuevamente al individuo a la razón y aniquilan asimismo la sensación de placer que algunos delincuentes asocian al acto perjudicial.116

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El valor de la no violencia Es relativamente fácil disparar sobre una multitud. Sin duda hace falta más valor para enfrentarse, descalzos y sin armas, a tropas armadas, como lo hicieron los monjes birmanos durante la insurrección de 2008 para manifestar su desaproba‐ ción contra el régimen dictatorial que aún reinaba. La verdadera no violencia no es un signo de debilidad, sino de valor y determinación. No consiste en dejarse oprimir, sino en actuar de manera justa, sin ser cegado por el odio y el deseo de venganza que ocultan cualquier facultad de juicio. Como dice a menudo el Dalái Lama, la no violencia y la tolerancia no significan decir: «¡Venga, hacedme daño!» No son ni sumisión ni abandono, sino que se acompañan de una fuerza de es‐ píritu y una inteligencia que nos ahorran sufrimientos mentales inútiles y nos evitan caer en la malevolencia. Es sabido que la violencia conlleva muy a menudo una reacción en cadena desastrosa para todos. Es preciso, pues, evitarla por to‐ dos los medios y resolver los conflictos mediante la negociación y el diálogo. Cuando somos víctimas de un abuso o de una injusticia, es legítimo utilizar los medios apropiados y el vigor necesario para remediarlos, pero nunca con odio y siempre con la esperanza de llegar a una situación más justa y constructiva. Es lo que hicieron Gandhi en la India, con el movimiento no violento del Satyagraha («la fuerza de la verdad»), y Martin Luther King en todas sus acciones, fundadas en estas palabras: «La no violencia es un arma poderosa y justa, que corta sin herir y ennoblece al hombre que la maneja. Es una espada que cura».117 48 Entre ellos, Luckenbill, Gottfredson y Hirschi.

49 También verificaron que los videojuegos violentos no sólo aumentaban la agresividad, sino que además disminuían los estados mentales positivos.

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29 La repugnancia natural a matar Las investigaciones efectuadas por el general de brigada estadounidense SLA Mar​shall sobre el comportamiento de los soldados durante la Segunda Guerra Mundial revelaron, para gran sorpresa de su Estado Mayor, que solamente entre el 10 y el 15 % de los soldados en situación de combate habían utilizado sus armas para disparar contra el enemigo. Los otros no dieron menos pruebas de valentía: desembarcaron en las playas de Normandía, socorrieron a sus camaradas he‐ ridos, entregaron municiones a otros, pero no se servían de sus armas. No se escondían ni huían, pero no disparaban contra el enemigo, incluso cuando eran atacados y su vida estaba en peligro. El general Marshall concluyó que «era razo‐ nable pensar que un individuo sano y normal (alguien que es capaz de soportar las funciones mentales y físicas del com‐ bate) conserva una reticencia generalmente insospechada a matar a otro ser humano. No acabará con una vida humana por su propia voluntad si le es posible eludir esta obligación».1 Las conclusiones de este estudio, en su momento, fueron controvertidas, de tan inesperadas, pero el análisis de las gue‐ rras napoleónicas, de la guerra de Secesión en los Estados Unidos, de la guerra de las Malvinas y otros conflictos conduce a los mismos resultados.2 En 1863, en Vicksburg, durante la guerra de Secesión estadounidense, el sargento Benjamin McIntyre fue testigo de un enfrentamiento tan intenso como inofensivo: «Parece sorprendente que una compañía de hombres pueda disparar una salva tras otra a una distancia que no supera los diez pies y no haga una sola víctima. Y, sin embargo, es lo que sucedió».3 Durante esa batalla se dispararon cincuenta mil balas. A esa distancia, la probabilidad de acertarle al enemigo era del 50 %. Hubiera debido de haber centenares de muertos cada minuto. Estos hechos hacen referencia a las guerras tradicionales, en el curso de las cuales reclutas y soldados profesionales pe‐ lean en el seno de un ejército. Las cosas son diferentes en el caso de las matanzas y los genocidios, durante los cuales los individuos, por diversos mecanismos, entre ellos la deshumanización del otro y la insensibilización, aniquilan su repug‐ nancia a matar.

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Evitar dispararle al otro Durante la Segunda Guerra Mundial se puso de manifiesto que, la mayoría de las veces, los soldados no disparaban sino cuando sus superiores los obligaban a hacerlo, y cesaban en cuanto éstos se marchaban del lugar. Según el coronel Albert J. Brown: «Los jefes de escuadrón y los sargentos debían ir y venir a lo largo de la línea de fuego, golpeando a sus hom‐ bres para que abrieran fuego. Teníamos la impresión de haberlo conseguido si lográbamos que, en todo un escuadrón, dos o tres hombres disparasen contra el enemigo».4 La mayoría de los soldados evita obedecer las órdenes: algunos se cuelgan el arma al hombro y fingen disparar, otros disparan por encima o al lado de su objetivo. Hay incluso quienes explican con orgullo y satisfacción que han logrado desobedecer la orden de matar. Según el teniente estadounidense Dave Grossman, que explora este asunto en su obra On Killing: «En el momento decisivo, cada soldado se daba cuenta de que no conseguía matar al hombre que tenía delante».5 La repugnancia a matar aumenta a medida que crece la proximidad física entre los combatientes: se percatan de que entonces se enfrentan a un ser humano semejante a ellos mismos. El historiador John Keegan ha observado con asombro la ausen​cia casi total de heridas de arma blanca durante las cargas masivas con la bayoneta en Waterloo y durante la bata‐ lla del Somme. Cuando los soldados empezaban a combatir a gran proximidad, la aversión a utilizar la bayoneta para atravesar el cuerpo del otro era tal que muy a menudo volvían sus armas y combatían a culatazos.6 Se pueden encontrar diferentes explicaciones a esta repugnancia natural. Si, por ejemplo, yo percibo al otro como mi semejante, tomo conciencia de que tiene hijos, una familia, proyectos en la vida… Cuanto más cerca me siento de él, más afectado me siento por su suerte. En cuanto el otro tiene un rostro, concedo naturalmente valor a su existencia y me re‐

sulta difícil infligirle sufrimientos, y más aún matarlo. «Antes, aquellos a los que iba a matar me parecían lo contrario de mí mismo. Esta vez estaba arrodillado sobre un espejo»,7 dice el héroe troyano Héctor bajo la pluma de Jean Giraudoux.

El miedo a morir traumatiza menos que la obligación de matar En los combates en los que la proximidad es muy grande es donde los traumatismos generados por el condicionamiento a matar son los más violentos. Por la mirada y el contacto físico, nos encontramos estrecha e intensamente confrontados a la humanidad del otro, sin medio de escapar a las etapas de la muerte que infligimos. El soldado que se enfrenta direc‐ tamente al enemigo sabe que ha matado, a quién ha matado y a cuántas personas ha matado. Se encuentra así enfrentado a un dilema sin solución: ya sea supera su repugnancia a matar, pero actúa contra su con‐ ciencia, ya sea no dispara contra el enemigo, pero entonces se siente culpable de haber abandonado a sus compañeros de combate, sobre todo si algunos de ellos no han sobrevivido. Ahora bien, como escribe Glenn Gray, un veterano de la Se‐ gunda Guerra Mundial, «el sentimiento de haber sido incapaz de actuar según su conciencia puede conducir a la máxi‐ ma repulsión, no sólo contra sí mismo, sino contra la especie humana».8 Al dar muerte, se mata una parte de sí mismo.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Crear una distancia

Para evitar que el soldado considere al adversario como su semejante, se le inculcará la idea de que es un ser desprecia‐ ble, odioso, totalmente diferente de él. El enemigo se convierte en un ser repugnante, una «rata», «chusma», un ser infe‐ rior que no merece vivir y que amenaza a los prójimos del soldado, a su patria, a la humanidad entera. Al aparecer el «otro» bajo rasgos abyectos, el proceso de identificación se vuelve más difícil, y resulta deseable eliminarlo. Dave Gross‐ man distingue varios tipos de distancia entre el asesino y sus víctimas: cultural, moral, social, física y semántica.9 La distancia cultural está fundada sobre las diferencias étnicas, raciales o religiosas, que permiten deshumanizar al otro afirmando que es fundamentalmente diferente de uno. La distancia moral hace hincapié en la creencia en la legitimidad moral del soldado y de su deseo de venganza. Según los estudios de Samuel Stouffer, el 44 % de los soldados estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial hubieran queri‐ do matar a un soldado japonés, mientras que solamente el 6 % expresaba ese deseo hacia los soldados alemanes.10 Esta diferencia ha sido atribuida al deseo de vengarse del ataque a Pearl Harbor. La distancia moral aumenta cuando el soldado se tranquiliza diciéndose que sólo cumple con su deber y ejecuta fiel‐ mente las órdenes de sus superiores. Según Grossman: «El soldado que mata debe convencerse de que sus víctimas son inferiores a las bestias, de que no son otra cosa que una maldita chusma, y que es justo cumplir con lo que su patria y sus jefes le han ordenado hacer. […] El asesino debe silenciar imperiosamente todo pensamiento que le sugiera que ha ac‐ tuado mal. Debe actuar con igual violencia contra cualquiera que amenace sus convicciones. Su salud mental depende estrechamente de la creencia de que lo que hace es bueno y justo».11 La distancia social crece con la convicción de que ciertas clases sociales serían inferiores a las otras desde todo punto de vista y que estarían integradas por seres infrahumanos cuya vida es muy desdeñable. Durante las guerras feudales, por ejemplo, las matanzas no eran obra de siervos ni de campesinos, sino de las élites aristocráticas, que perseguían a sus ad‐ versarios a caballo. En la India, los dalits (literalmente los «aplastados»), otrora llamados «intocables», son víctimas de numerosos crímenes cometidos por los miembros de las castas que se consideran superiores. La justicia sólo favorece ra‐ ramente a los intocables, incluso cuando hay delito flagrante: la matanza de catorce intocables perpetrada en 1982 en el pueblo de Kestara, por ejemplo, se saldó con la libre absolución de los acusados, que habían actuado a plena luz del día. La distancia física vuelve más abstracto al acto de matar. Como escribe el psicólogo e instructor militar Richard Stroz‐ zi-Heckler, «el combatiente de las guerras modernas puede lanzar bombas por la mañana desde un avión que vuela a 6.000 metros de altura y causar indecibles sufrimientos a la población civil, y comer hamburguesas por la noche a cientos de kilómetros de distancia. […] No tiene que recordar toda su vida la mirada del hombre al que aplastó el cráneo».12 An‐ dré Malraux decía que no se puede matar a un enemigo que lo mira a uno a los ojos. Un hutu que participó en el genoci‐ dio ruandés testimonia:

Recuerdo a la primera persona que me miró en el momento del golpe sangriento. Fue algo terrible. Los ojos del que matamos son inmortales. Nos hacen frente en un momento fatal. Tienen un terrible color negro. Impresionan más que el derramamiento de sangre y los estertores de las víctimas, incluso en una gran algarabía de muerte. Los ojos del ase‐ sinado son una calamidad para el asesino si éste los mira. Son la censura de aquel a quien mata.13 La distancia virtual separa al operador de sus futuras víctimas, reducidas a no ser sino simples objetivos virtuales en una pantalla. La guerra del Golfo recibió el sobrenombre de «guerra Nintendo». En ella el enemigo se convirtió en un eco en una pantalla de radar, una imagen térmica de noche, una simple pareja de coordenadas geográficas en un GPS. La utilización de los drones, teleguiados desde puestos de mando situados en el otro extremo del mundo, es un ejem‐ plo contemporáneo de esta distancia virtual. Sin embargo, las nuevas tecnologías permiten al operador ver con mucho más realismo los efectos de sus acciones, y muchos operadores de drones, trastornados por su tarea, desarrollan trastor‐ nos psicológicos graves. Brandon Bryant fue piloto de dron durante seis años.14 Bastaba con que pulsase un botón en Nuevo México para que un hombre muriera en el otro extremo del planeta. Brandon recuerda su primer disparo de misil: en su pantalla ve clara‐ mente a dos hombres morir al instante, y asiste a la agonía del tercero. El hombre ha perdido una pierna, se sostiene el muñón, su sangre caliente inunda el asfalto. Al volver a su casa, Brandon llamó a su madre llorando. «Durante una sema‐ na estuve como aislado del resto del mundo.» A lo largo de seis días, Brandon vio morir en directo hombres, mujeres y niños. Nunca se había imaginado que mataría a tanta gente. De hecho, ni siquiera habría imaginado jamás que mataría a uno solo. Un día, después de haber lanzado un misil sobre una vivienda supuestamente ocupada por talibanes, ve correr a un niño hacia la esquina de la casa. Un resplandor invade luego la pantalla: la explosión. Las paredes de la casa se desplo‐ man. El niño ha desaparecido. Brandon siente un nudo en el estómago. Ya no soporta ver personas que explotan en su pantalla: «Ojalá se me pudriesen los ojos», dice. Se derrumba, doblado en dos, y escupe sangre. Los médicos diagnosti‐ can estrés postraumático. Brandon abandona la US Air Force y ahora intenta reconstruir su visión del mundo. Se crea también una distancia semántica. No se habla de «matar» al enemigo, sino de «neutralizarlo» o «liquidarlo». La humanidad del enemigo es negada, se convierte en un animal raro al que se denomina «Fritz», «japo», «moro». Incluso las armas de guerra reciben nombres benignos. La bomba más monstruosa que los Estados Unidos hayan utilizado en Vietnam o en Afganistán pesaba 6,8 toneladas, lo arrasaba todo en varios centenares de metros a su alrededor y se llama‐ ba Daisy Cutter, ‘segadora de margaritas’. Uno de los defoliantes más terribles, del que se vertieron 80 millones de litros en Vietnam y que aún causa numerosos cánceres y el nacimiento de niños anormales, lleva el nombre anodino de «agen‐ te naranja». Se emplean toda suerte de eufemismos según las situaciones, se «limpia» o «trata» una zona, se «liquida una bolsa de resistencia». Tampoco se dice que alguien se ha dejado abatir mientras intentaba matar a otros hombres, sino que ha caído «en combate» o en el «campo del honor». A nadie lo matan sus propias tropas, sino que es «víctima del “fuego amigo”», etcétera.

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Rituales de evitación Para evitar matar, las culturas antiguas, pero también más recientemente las pandillas callejeras, han elaborado códigos y rituales que les permiten integrarse a simulacros de batallas, de victorias y de sumisiones. Este recurso a actos simbólicos hace posible que muestren su fuerza y manifiesten su resentimiento evitando pasar a la violencia. Como explica el psicó‐ logo social Peter Marsh, los protagonistas crean así una fachada perfecta de agresividad y poder, pero el verdadero nivel de violencia sigue siendo muy débil.15 Gwynne Dyer concluye afirmando que ciertamente uno encuentra «al psicópata ocasional que realmente quiere destripar a los otros, pero la mayoría de los participantes están, de hecho, interesados en el prestigio, la ostentación, el beneficio, y preocupados por limitar los daños».

¿Quién mata?

Otro aspecto que revelan estos estudios es igualmente perturbador: en los conflictos armados, una parte ínfima de los hombres es responsable de la mayoría de las pérdidas enemigas. Esto es tan cierto en el ejército de tierra como en el del aire. Se ha demostrado que, en el curso de la Segunda Guerra Mundial, solamente el 1 % de los pilotos de guerra esta‐ dounidenses eran responsables del 30 al 40 % de las destrucciones en vuelo de aviones enemigos, no porque fueran me‐ jores pilotos que los otros, o más intrépidos, sino, según R. A. Gabriel, «porque la mayoría de los pilotos de caza jamás han disparado contra nadie ni intentado hacerlo». Veían en la cabina del avión situado en su línea de mira a otro hom‐ bre, un aviador con el que se sentían vinculados por la fraternidad del aire, «un hombre que se parecía terriblemente a ellos mismos».16 ¿Quiénes son entonces los soldados que no sienten inhibición a la hora de matar? «El soldado natural —según el his‐ toriador militar canadiense Gwynne Dyer— no tiene ninguna reticencia a matar en un contexto que le procura una justi‐ ficación moral o pragmática (la guerra, por ejemplo), y si es el precio a pagar para ser admitido en el tipo de entorno que lo atrae.»17 Esos soldados «se vuelven a menudo mercenarios, pues en tiempos de paz el ejército regular es demasiado aburrido para ellos. […] Los hombres así son raros y no constituyen sino una ínfima fracción de las fuerzas armadas. In‐ cluidas las profesionales. La mayoría de ellos se reagrupan en las fuerzas especiales de tipo comando». Un estudio de Swank y Marchand,18 también relativo a la Segunda Guerra Mundial, revela que casi el 2 % de los solda‐ dos capaces de soportar combates ininterrumpidos durante largos períodos de tiempo presentaban perfiles de psicópatas agresivos. Resultó que esos mismos hombres no sentían ningún remordimiento por sus actos. En cuanto a los otros, des‐ pués de sesenta días de combate continuado, el 98 % de los supervivientes padecían de diversos trastornos psiquiátricos. Algunos individuos van incluso más lejos. Dave Grossman cita el caso de un veterano de Vietnam, R. B. Anderson, que, en un testimonio titulado Parting Shot: Vietnam was fun, escribe:

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Lo cierto es que era una gozada. […] Era tan bueno que volví a empezar y regresé por segunda vez. ¿En qué otro lugar podía usted repartir su tiempo entre la «caza mayor» por excelencia y los deleites de la ciudad? ¿En qué otro lugar po‐ día usted estar sentado en la ladera de una colina y asistir a la destrucción del campo base de un regimiento por un ataque aéreo? […] Yo era un guerrero en la guerra. […] Sólo un veterano puede conocer el escalofrío del asesinato y la pesadumbre de perder a un amigo más cercano que la propia familia.19 Otros veteranos admiten haber sentido cierta euforia en el momento en que daban en el blanco y mataban a un enemigo. Sin embargo, muy a menudo esa euforia queda pronto ahogada por un profundo sentimiento de culpabilidad.

Asfixiar la empatía mediante el condicionamiento Para ser capaz de matar, es preciso llegar a asfixiar cualquier sentimiento de empatía, de proximidad y de semejanza con el otro. Un psicópata carece naturalmente de empatía. Es capaz de infligir fríamente las peores torturas a otro sin por ello emocionarse. Por eso no es sorprendente que el entrenamiento de los soldados de los ejércitos modernos integre técnicas dirigidas específicamente a hacer desaparecer esa repugnancia natural a matar. Al ser el hombre raramente psicópata (entre el 1 y el 2 % de la población aproximadamente), se intenta aniquilar su empatía. Para hacerlo, se le hace simular varias veces el acto de matar, a fin de trivializar este acto e insensibilizar gradualmente al que lo comete. Después de la Segunda Guerra Mundial, los instructores militares cayeron en la cuenta de que, para que este condicio‐ namiento sea eficaz, hacía falta dar formas humanas a los blancos y hacerlos surgir repentinamente en un entorno dado, lo que obliga al soldado a disparar muy rápido, sin reflexionar. Las figuras caen de espaldas cuando el tirador da en el blanco, y eso provoca en él un sentimiento de satisfacción. Tiene así un condicionamiento reforzado por una recompen‐ sa. Al imitar de manera realista un entorno creíble, se lleva al soldado a no sentir ya la menor vacilación o reacción emo‐ cional en el momento de disparar contra seres vivos. Cuando un enemigo aparece súbitamente, los soldados que han pa‐ sado por esta fase de condicionamiento intensivo afirman disparar de manera automática, como si estuvieran siempre en período de entrenamiento para apuntar hacia blancos móviles.

Los militares estadounidenses han recurrido a varias técnicas más para arraigar el acto de matar en lo más profundo del psiquismo de los reclutas. Un sargento de la marina estadounidense, veterano de Vietnam, testimonia: «Se hacía en‐ trenamiento físico por la mañana, y cada vez que tu pie izquierdo tocaba tierra debías repetir la consigna: “Mata, mata, mata, mata”. Estaba tan integrada en tu espíritu que cuando llegaba el momento de la verdad, aquello ya no te incordiaba, ¿entiendes?»20 Este condicionamiento era impuesto de manera repetitiva durante miles de horas, bajo la batuta de una autoridad draconiana, con la amenaza continua de castigos para los que fracasaban. No es, pues, sorprendente que nu‐ merosos autores, entre ellos Gwynne Dyer, hablen de condicionamiento pavloviano para matar, más que de entrena‐ miento.21 Estos métodos permitieron aumentar considerablemente el número de soldados dispuestos a matar. Durante la guerra de Corea, el porcentaje de combatientes que dispararon contra el enemigo pasó del 15 a más del 50 %, y llegó a 90 y 95 % en la guerra de Vietnam, hecho sin precedentes en la historia de las guerras. Hoy en día las cosas han cambiado. Los marines estadounidenses han adoptado un nuevo código que prescribe a los soldados considerar a cualquier adversario como un ser humano al mismo título que ellos mismos y evitar las violencias que no sean indispensables para el éxito de su misión.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Aprender a matar antes de los veinte años

Los militares estadounidenses habían comprobado igualmente que este entrenamiento tenía pocos efectos sobre los re‐ clutas adultos, y que la mejor edad para adiestrar a los hombres para matar era entre los diecisiete y los veinte años. Pasa‐ da dicha edad, resulta en gran parte inútil, porque difícilmente se logra superar la repugnancia a matar. Los jóvenes re‐ clutas, en cambio, se prestan de buena gana al condicionamiento, motivados por su confianza en sus superiores jerárqui‐ cos. Según Grossman, «se les obliga así a interiorizar los horrores de los combates durante uno de los períodos de su vida en el que son más vulnerables y maleables».22 La guerra de Vietnam recibió, además, el sobrenombre de «Guerra de Ado‐ lescentes» (teenager war), pues la edad media de los combatientes era inferior a los veinte años. Las investigaciones en neurociencias han demostrado que el cerebro es el teatro de importantes modificaciones, prin‐ cipalmente durante dos períodos de la existencia: una primera efervescencia de actividad neuronal se produce justo des‐ pués del nacimiento, cuando el recién nacido es expuesto a toda la riqueza y variedad de las estimulaciones sensoriales que llegan del mundo exterior. Luego, este proceso se desacelera hasta la pubertad. Investigaciones recientes han revelado que un segundo período de cambios mayores se produce en la adolescencia. Entre los dieciséis y los veinte años, un gran número de redes neuronales formadas durante la infancia se deshacen. Se forman nuevas redes más especializadas y más estables, que serán conservadas en la edad adulta.23 Además, antes de los veinte años, el córtex prefrontal, uno de cuyos papeles es asegurar la regulación de las emociones generadas por otras áreas cerebrales, no está completamente desarrollado, lo cual explica la inestabilidad emocional de los adolescentes, su reactividad a flor de piel, su gusto por el riesgo y la novedad. Esta etapa es necesaria, pero va acom‐ pañada de una gran vulnerabilidad. Así, con el único objetivo de aumentar su eficacia en el combate, se inculcó de manera profunda y duradera la facultad de matar a sus semejantes a muchachos que, en Vietnam por ejemplo, habían sido movilizados por su Gobierno y no eran, por tanto, voluntarios. Se manipularon sus disposiciones mentales más profundas y se modificó radicalmente la imagen que tenían de sus semejantes. Un condicionamiento semejante exige tiempo, y para deshacerlo haría falta el mis‐ mo tiempo, si no más. Por lo demás, poco es lo que se hace en este sentido. Después de haber pasado su tiempo en la guerra, los reclutas son entregados a sí mismos en la sociedad, sin que nadie se preocupe de compensar con un antídoto adecuado el condicionamiento deshumanizador que padecieron. Hoy en día, muchos psicólogos y neurobiólogos, entre ellos Amishi Jha, de la Universidad de Miami, se han dedicado a prestar asistencia a esos veteranos.

Solamente víctimas Huelga decir que las principales víctimas de la guerra son las que padecen esta violencia. Pero no hay víctimas sin agre‐ sores, y resulta esencial comprender mejor los mecanismos de la agresión. Cuando, por razones diversas, los soldados

consiguen superar su repugnancia a dar muerte a otros, las secuelas psicológicas que eso deja en ellos son muy profun‐ das. William Manchester, enrolado en la marina estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, cuenta en sus me‐ morias que en el momento de matar de un pistoletazo a un tirador de élite japonés, al que se había acercado furtivamen‐ te, murmuró, como alelado: «Lo siento muchísimo» y empezó a vomitar de manera incontrolada. «Era —escribe— una traición a todo lo que me habían enseñado desde mi infancia.»24 El precio a pagar por obligar a los hombres a superar su repugnancia a matar es, pues, muy elevado. Según distintas estimaciones, casi el 90 % de los estadounidenses llamados a combatir en Vietnam e Irak han padecido posteriormente trastornos psicológicos graves. Entre el 15 y el 45 % de los veteranos padecen un síndrome postraumático que se traduce en crisis de extrema ansiedad, de terror, pesadillas recurrentes, fenómenos de disociación con la realidad, comporta‐ mientos obsesivos, depresivos y asociales, y muy a menudo suicidios: ha habido más suicidios de veteranos que regresa‐ ron de Irak y Afganistán que muertos en combate.25 Un estudio llevado a cabo en la Universidad de Columbia, que incluía a 6.810 veteranos, ha demostrado que solamen‐ te los que habían participado en combates intensivos padecían este síndrome.26 Comparados con el resto de la población estadounidense, están mucho más allá de la media nacional relacionada con el uso de tranquilizantes, el número de di‐ vorcios, la tasa de desempleo, de alcoholismo y de suicidio, la hipertensión, las enfermedades del corazón y las úlceras. En cambio, los veteranos de Vietnam que no estuvieron en situación de combate presentan características análogas a las de los reclutas que permanecieron en los Estados Unidos.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Qué lecciones podemos extraer?

Hemos visto cómo el condicionamiento para matar puede modificar el comportamiento y la autoestima de los jóvenes soldados. Ahora bien, la maleabilidad de nuestro temperamento y la plasticidad de nuestro cerebro permiten considerar la posibilidad de transformaciones igualmente importantes, en este sentido, de la benevolencia. La colaboración entre las neurociencias y los contemplativos que, durante milenios, han perfeccionado métodos efica‐ ces, ha demostrado que el hecho de cultivar el amor altruista tiene, también él, efectos profundos y duraderos. Se sospe‐ cha que el entrenamiento del espíritu propuesto por los contemplativos budistas es diametralmente opuesto al de los jó‐ venes neófitos. Consiste en reavivar, ampliar y estabilizar nuestra tendencia natural a sentir empatía y dar importancia a los otros, sean quienes sean. Este entrenamiento se diferencia igualmente de un condicionamiento, pues está asociado a una reflexión profunda sobre las razones que hacen del altruismo una virtud útil a todo ser humano.

El punto de vista de las religiones Puesto que afirman transmitir un mensaje de amor, se espera de las religiones una condena clara y unívoca de cualquier acto de matar. Ahora bien, sus posiciones son a veces, como mínimo, ambiguas, particularmente en lo relacionado con la guerra. Un joven soldado destacado en Irak leyó un día, encima de la puerta de la capilla militar, la inscripción: «Damos cumplimiento a la obra de Dios». Aquello le pareció a tal punto aberrante que perdió la fe.27 Como observaba el Dalái Lama: «Dios debe de estar perplejo. Los dos bandos se matan mutuamente y, durante ese tiempo, rezan a Dios».28 Anthony Swofford, un exsoldado de la marina estadounidense que combatió en la primera guerra del Golfo dice muy acertadamente en su libro Jarhead: He comprendido que la religión y el ejército eran incompatibles. Se puede creer lo contrario viendo el gran número de militares extremadamente creyentes, pero se olvidan de algo. Pierden de vista la misión del ejército: aniquilar las vidas y los medios de subsistencia de otros seres humanos. ¿Para qué, según vosotros, sirven estas bombas?29 En su libro, por lo demás notable,30 Dave Grossman intenta encontrar en la Biblia una legitimación del acto de matar. Con el fin de aplacar la conciencia de los soldados cristianos que temían haber infringido el quinto (sexto en el judaís‐ mo) de los diez mandamientos, «No matarás», él afirma que este mandamiento significa: «No cometerás asesinatos», y

que la Biblia no prohíbe matar, pues muchos personajes eminentes de la Biblia mataban a sus enemigos por razones que les parecían justificadas. De hecho, el Antiguo Testamento y la Torá blanquean el acto de matar en el caso de una guerra llamada «justa», con‐ cepto que ha dado lugar a numerosas interpretaciones.31 La Torá acepta también la pena capital en casos de asesinato, in‐ cesto, adulterio e idolatría.32 En su Gran Catecismo, Lutero explica igualmente que Dios y los Gobiernos no quedan vin‐ culados por el quinto mandamiento, ya que deben castigar a los criminales. El Corán adopta una posición similar: «No matéis la vida que Alá ha vuelto sagrada, salvo por una causa justa». El Corán prohíbe, no obstante, ser el primero en ata‐ car.33 Eximir así del quinto (o sexto) mandamiento a la guerra y a la pena de muerte ha conducido a menudo, al expandir los límites de lo que se considera justo y aceptable, a perpetrar matanzas y genocidios en nombre del «bien». Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, las autoridades religiosas, tanto católicas como protestantes, prohibieron a los sacerdotes y pastores ser objetores de conciencia. Eso no impidió que el pastor André Trocmé, que, junto con los habi‐ tantes de la comuna de Le Chambon-sur-Lignon, salvó a varios miles de judíos, militase por la no violencia. En el testa‐ mento que redactó en plena guerra, cuando sus actividades como salvador de judíos lo ponían constantemente en peli‐ gro, escribió acerca de la objeción de conciencia: «No puedo ni matar ni participar en esa obra de muerte que es la gue‐ rra».34 Este punto de vista parece estar más de acuerdo con las palabras de san Pablo: «Los preceptos […] se resumen en estas palabras: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace daño al prójimo».35 Lo resume muy claramente el arzobispo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz: «No conozco ninguna religión que afirme que matar es admisible».36 Cuando pronunció estas palabras durante un encuentro de representantes de varias re‐ ligiones en el que yo participé en el Foro Económico Mundial de Davos, me permití insinuar que este punto de vista fue‐ ra objeto de una declaración común, sin equívocos, destinada a los fieles de las diferentes religiones. La cuestión fue elu‐ dida bajo el pretexto de que existía «una diversidad de puntos de vista sobre este asunto»… Para el budismo no hay diferencia entre el hecho de matar en tiempos de paz y en tiempos de guerra. Un soldado es responsable de los asesinatos que ha cometido; un general es responsable de los asesinatos cometidos bajo sus órdenes. Un budista sincero sólo puede negarse a participar en actos de guerra. Lo mismo ocurre con el jainismo, que proclama una estricta no violencia, ahimsa. Los adeptos del jainismo son modelos en materia de transposición de este ideal en la vida cotidiana. Estas dos religiones no teístas fundan su comprensión del mundo en las leyes de causa y efecto. Según ellas, la ignorancia, el odio, la animosidad, el deseo, son las causas primeras de la violencia. La malevolencia es siempre contraproducente porque genera o perpetúa el odio. No es menos posible llevar a cabo una acción firme y determinada sin sentir el menor odio, para impedir a un ser peli‐ groso hacer daño. Un día preguntaron al Dalái Lama cuál sería la mejor conducta a seguir si un delincuente entraba en una habitación amenazando a sus ocupantes con un revólver. Él respondió en un tono entre serio y jocoso: «Le tiraría de las piernas para neutralizarlo, luego me acercaría para acariciarle la cabeza y ocuparme de él». Sabía bien que la realidad no siempre es tan simple, pero deseaba hacer comprender que una acción enérgica bastaba y que era no solamente inútil, sino nefasto, añadirle odio. Una posición semejante suscita de inmediato preguntas del tipo: «¿Vais a renunciar a defenderos o a defender vuestro país frente a una agresión? ¿Hay que dejar que los dictadores opriman a su pueblo y maten a sus opositores? ¿No hay que intervenir para interrumpir un genocidio?» Estas preguntas planteadas a quemarropa implican respuestas evidentes: «Sí, hay que defenderse contra una agresión. Sí, hay que eliminar a un dictador, si es el único medio de evitar innumerables sufrimientos. Sí, hay que impedir a cualquier precio un genocidio». Pero también hay que plantear las preguntas correc‐ tas. Si nos encontramos acorralados entre semejantes extremos es porque no hemos hecho, a veces desde hace tiempo, todo lo posible para evitar que el agresor nos ataque y que un genocidio pueda producirse. Sabemos demasiado bien que los signos precursores de prácticamente todos los genocidios han sido ignorados, cuando era factible haberlos remedia‐ do oportunamente. Si quiero evitar tener disentería en un país tropical, no me contento con llevar una bolsa llena de antibióticos: me in‐ formo sobre la calidad del agua, la filtro, la hago hervir; cavo un pozo salubre en el pueblo, respeto las normas de higiene

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y las enseño a los otros. Del mismo modo, quien quiera evitar matar a cualquier precio no se contenta con decirse: «Si las cosas van mal, cogeré mi fusil y problema resuelto». Estará constantemente atento a todas las causas posibles de descon‐ tento y resentimiento en el otro y hará esfuerzos por poner remedio a todo aquello antes de que la animosidad se mani‐ fieste e inflame irremediablemente los espíritus. Muy a menudo, la violencia es considerada como el medio más eficaz y rápido para solucionar un conflicto. Pero resulta que, como enseñaba Buda: «Si el odio responde al odio, el odio no cesa‐ rá jamás».

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30 La deshumanización del otro: matanzas y genocidios Hemos demostrado que existe en el hombre una profunda repugnancia a matar a sus semejantes. Sin embargo, por muy poderosa que sea, esta resistencia es superada en ciertas situaciones particulares y conlleva comportamientos que se cuentan entre los más siniestros de la historia humana, llevando a perpetrar persecuciones, matanzas y genocidios. La repetición de estas atrocidades exige que nos interroguemos sobre los procesos que conllevan el derrumbe de las barreras que nos impiden matar habitualmente. Los factores que erosionan esa aversión son múltiples y ponen en juego poderosas emociones, entre ellas el odio, el miedo y la repugnancia. Esos factores incluyen igualmente la desvalorización, la deshumanización y la demonización del otro, a las que se añade una insensibilización del verdugo, indiferente a los sufrimientos infligidos, una disociación afec‐ tiva y moral con relación a las víctimas, una disolución de las responsabilidades y la instalación de sistemas ideológicos que justifican la violencia. Los individuos son así arrastrados a un engranaje con frecuencia irreversible. Como explica el psicólogo Aaron Beck en Prisioneros del odio, los miembros de un grupo convertido en enemigo son, en primer lugar, homogeneizados. Se les hace perder su identidad. Las víctimas se vuelven intercambiables. Seguidamente son deshumanizadas y ya no son percibidas como seres susceptibles de inspirar empatía: «Se han convertido simplemen‐ te en objetos inanimados, como los patos mecánicos de una cabina de tiro al blanco o los blancos de un juego informáti‐ co. En último lugar son demonizadas… Matarlas ya no representa una elección entre otras: deben ser exterminadas… Atacamos la imagen proyectada, pero matamos a personas reales».1 Cuando el valor de un grupo de individuos es degradado en el espíritu de los miembros de otro grupo, cada individuo del grupo devaluado se vuelve una cantidad desdeñable. A partir de entonces es percibido como una unidad abstracta considerada nociva o explotable a voluntad. Un eslogan de los jemeres rojos anunciaba a aquellos a los que eliminaban masivamente: «Conservaros no es una ventaja, destruiros no es una pérdida».2 Además de la persecución, este proceso de desvalorización puede conducir igualmente a la instrumentalización de los individuos: los humanos se vuelven escla‐ vos, y los animales, productos alimenticios. Durante la conquista de Filipinas por los Estados Unidos a fines del siglo XIX, un soldado del regimiento estadouni‐ dense Washington declaró: «Matar hombres es un juego de moda. Es mucho mejor que matar conejos. Cargamos e hici‐ mos una matanza como nunca. […] Centenares o miles de ellos. […] Ninguna crueldad es excesiva para esos monos descerebrados».3 Pio, un participante en el genocidio de Ruanda, testimonia: «La cacería era salvaje, los cazadores eran salvajes, la caza era salvaje, el salvajismo cautivaba los espíritus».4 A principios del siglo XX, en las plantaciones de caucho de Argentina, los comerciantes británicos celebraban el Domingo de Pascua regando a los indígenas con queroseno, al que luego pren‐ dían fuego para «disfrutar con su agonía, mientras otros se reían a mandíbula batiente evocando la caza al indio».5 En un libro publicado en Alemania en 1920 y titulado Die Freigabe der Vernich​tung Lebensunwerten Lebens (‘El permi‐ so para destruir vida desprovista de valor’), Karl Binding, profesor de derecho, y Alfred Hoche, profesor de psiquiatría, defendieron la idea de que buena parte de los enfermos y discapacitados mentales no merecían vivir.6 Los describían como «espíritus muertos» o «averiados», «fardos inútiles», «cascarones vacíos de humanidad». Darles muerte era una ac‐ ción saludable.7 Binding y Hoche detallaron en su obra lo que consideraban una justificación jurídica y médica de la eu‐ tanasia, que inspiró al III Reich el plan Aktion T4, durante el cual casi 250.000 enfermos y discapacitados fueron asesina‐ dos en cámaras de gas.50 Casi 10.000 bebés que presentaban malformaciones fueron igualmente asesinados con inyeccio‐ nes letales.

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Según los historiadores Frank Chalk y Kurt Jonassohn, las matanzas masivas han existido en todos los tiempos, pero no han dejado huellas escritas porque el destino de las poblaciones exterminadas preocupaba poco a los cronistas de an‐ taño. La destrucción de Melos por los atenienses, la de Cartago por los romanos y las de numerosas ciudades por los mongoles causaron también millones de víctimas, al igual que las Cruzadas.

La desindividualización tanto de los autores como de las víctimas En el seno de un grupo que perpetra actos de violencia masiva, el individuo no es sino un miembro del grupo entre mu‐ chos otros. Al haber perdido sus especificidades individuales, cesa de reflexionar de manera autónoma, de examinar la moralidad de sus actos, de experimentar sentimientos de culpabilidad. Una desindividualización semejante puede producirse incluso con personas que conocemos. Después del genocidio ruandés, durante el cual los autores de las matanzas conocían casi siempre a sus víctimas, que habían sido sus vecinos y a menudo sus amigos, un participante declaró: «No nos importaba nada suprimir hasta al último de nuestros vecinos… Ya no eran lo que habían sido antes, y nosotros tampoco. No nos incordiaban, ni tampoco el pasado, pues ya nada nos incor‐ diaba».8

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La deshumanización del otro

Los autores de matanzas masivas utilizan las mismas metáforas en todo el mundo. Los objetos de su odio se convierten en un número igual de ratas, cucarachas, monos o perros. Impuros y repugnantes —pues corre por sus venas una «san‐ gre mala»—, las víctimas contaminan al resto de la población y deben, por tanto, ser eliminadas lo antes posible. Un co‐ lono californiano, responsable de la muerte de 241 indios yukis porque uno de ellos había matado un caballo que le per‐ tenecía, justificaba sus actos comparando los indios a liendres y recordó que de una liendre nacía un piojo,9 metáfora co‐ rriente entre los invasores de América del Norte. Durante la matanza de Nankín, en 1937, los generales japoneses decían a sus tropas: «No debéis considerar a los chi‐ nos como seres humanos, sino como algo de valor inferior a un perro o un gato».10 Más cerca en el tiempo, durante la primera guerra del Golfo, en 1991, los pilotos estadounidenses comparaban sus disparos aéreos sobre los soldados ira‐ quíes que se estaban retirando a una «caza de pavos», y trataban de «cucarachas» a los civiles que corrían para protegerse de las balas.11 Durante la guerra de Bosnia, armado de un megáfono, el miliciano serbio Milan Lukic invitaba a los musulmanes a abandonar la ciudad en estos términos: «Musulmanes, viles hormigas amarillas, vuestros días están contados».12 En fe‐ brero de 2011, el dictador libio Muamar el Gadafi llamaba a sus seguidores a salir a las calles para «eliminar a todas las cucarachas que se oponían a su régimen», al tiempo que hacía asesinar a su pueblo. Los nativos americanos suscitaron el mismo desprecio y fueron, también ellos, deshumanizados antes de ser asesina‐ dos. Como escribía el filósofo Thomas Hobbes a propósito de los indios de América del Norte: «Ese pueblo salvaje vive a la manera de los brutos […], como perros de jauría, monos, asnos, leones, bárbaros y jabalíes».13 A Oliver Wendell Hol‐ mes, profesor de anatomía y fisiología en Harvard en el siglo XIX, le parecía natural que el blanco odiara al indio y lo «persiga como a una bestia salvaje del bosque», para que «ese esbozo al lápiz rojo sea borrado y el lienzo esté listo para un hombre un poco más semejante a la imagen de Dios».14 El mismísimo presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt declaró en 1886: «No llegaría a decir que los únicos indios buenos sean los indios muertos, pero creo que es el caso de nueve de cada diez de ellos, y en cuanto al décimo, no me gustaría verlo muy de cerca».15 Durante siglos, los blancos han desvalorizado sistemáticamente a los negros, recurriendo a ese mismo proceso de asi‐ milación a animales. En su Historia de Jamaica, Edward Long escribía que el orangután estaba más cerca del negro que el negro del hombre blanco,16 y a fines del siglo XIX, el eminente especialista en el cerebro Paul Broca afirmaba que «la con‐ figuración del cerebro del negro tiende a acercarse a la del mono».17 Según el filósofo Charles Patterson, «tratar a la gente comparándola con animales es siempre un funesto presagio, pues

eso los convierte en blancos de humillación, explotación y crimen. Así, por ejemplo, en los años que precedieron al geno‐ cidio armenio, los turcos otomanos calificaban a los armenios de “ganado”».18 Liberado de los campos de exterminio, Primo Levi cree que la única utilidad de la violencia es volver a las víctimas semejantes a los animales para facilitar el tra‐ bajo de los matarifes.19 Envilecer a los judíos comparándolos con animales es una tendencia que se remonta a los inicios de la historia cristia‐ na. El patriarca de Constantinopla, san Juan Crisóstomo, calificaba la sinagoga de «guarida de bestias salvajes» y afirma‐ ba que «los judíos no se comportan mejor que los cerdos y las cabras en su grosería obscena». Gregorio de Nicea, tam‐ bién padre de la Iglesia, trataba al pueblo judío de «raza de víboras».20 En Europa, en el siglo XVI, Lutero, el abanderado de la Reforma, vilipendiaba a los judíos que se negaban a convertirse al protestantismo, afirmando que había que expul‐ sarlos como a «perros rabiosos». Llegó incluso a declarar que si algún día le pedían que bautizara a un judío, lo ahogaría como a una serpiente venenosa. Comparaba sus sinagogas a «pocilgas maléficas». Para «repelerlos», propuso un método de purificación en ocho puntos. Una especie de solución final anticipada. «No hay que mostrar ninguna consideración, piedad ni bondad con ellos. ¡Somos culpables de no matarlos!», escribió en su tratado Sobre los judíos y sus mentiras.21 Jacques Sémelin, especialista en matanzas masivas, estima que la necesidad de deshumanizar al enemigo sería la razón por la que el verdugo desfigura con frecuencia a sus víctimas: al cortarles la nariz o las orejas, se asegura de que ya no tie‐ nen un rostro humano, y crea una distancia psicológica que le permite convencerse de que aquellos con los que comete esas atrocidades no son, o ya no son, seres humanos.22

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com MATANZA MASIVA Y GENOCIDIO

La palabra «genocidio» fue introducida por el jurista Raphael Lemkin, quien inició, en 1933, una campaña para crear lo que iba a convertirse en la Convención sobre el Genocidio. En 1944, propuso este término para designar la destrucción de una nación o de un grupo étnico.23 Sus esfuerzos dieron lugar a una resolución que definía el genocidio, adoptada por las Naciones Unidas en diciembre de 1946. Fue seguida, en 1948, por una Convención sobre la Prevención y la Represión del Crimen de Genocidio, rela‐ cionada con los actos «cometidos con la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso en cuanto tal».24 Estos actos incluyen igualmente las medidas tendentes a trabar los nacimientos en el seno de un grupo, así como el traspaso forzado de niños de un grupo a otro. Debido al uso a veces inadecuado de la palabra «genocidio», Jacques Sémelin cree que los conceptos de «vio‐ lencia masiva» o «violencias extremas» son a menudo más pertinentes, o incluso la noción de «matanza», que él define como «una forma de acción muy a menudo colectiva, de destrucción de no combatientes, hombres, muje‐ res, niños o soldados desarmados». Añade que «esta palabra designa también la matanza de los animales».25 En el caso de algunas matanzas masivas, particularmente la de Camboya, el sociólogo y filósofo Ervin Staub habla de un autogenocidio, debido a que las víctimas y los verdugos pertenecían al mismo grupo étnico y religio‐ so.26

El asco El asco es una reacción emocional de defensa atávica contra agentes exteriores susceptibles de contaminarnos: las secre‐ ciones corporales (mucosidades, vómitos, excrementos), los parásitos (gusanos, piojos, etc.), los cuerpos en descomposi‐ ción y los vectores de enfermedades contagiosas (apestados, leprosos). El asco conlleva una reacción de rechazo, incluso de destrucción, de las sustancias o de los individuos virtualmente contaminantes. Esta emoción, cuya evolución nos ha equipado para que nos preservemos de las amenazas biológicas, es con frecuencia transpuesta a un plano moral. Enton‐ ces incita a rechazar a quienes se considera «impuros» y nefastos, y que constituyen, se piensa, una fuente de contamina‐ ción para la sociedad en los planos étnico, religioso o ideológico. Quienes se erigen en representantes de la «pureza», consideran entonces un deber entregarse a una «limpieza». Los agentes contaminantes siguen siendo peligrosos incluso

en pequeño número, de ahí la necesidad, a los ojos de los perseguidores, de desembarazarse incluso del último. Se sabe que Hitler y la propaganda nazi comparaban a los judíos con el cáncer, con el tifus, con ratas portadoras de la peste que amenazaban contaminar la pureza de los arios. Esta imagen de enfermedades producía en los alemanes una reacción fóbica, casi paranoica.27

El matrimonio del miedo y del odio o la demonización del otro Quienes fomentan los crímenes masivos se las ingenian para instilar un sentimiento de miedo en el espíritu de las pobla‐ ciones que quieren reclutar. Luego transforman este miedo en odio. Se presentan como víctimas e invocan el derecho a defenderse eliminando a quienes los amenazan. Se justifican con frecuencia por matanzas pasadas, como ocurrió en Ser‐ bia: «¡Acordaos de los ustachas (nacionalistas croatas) que asesinaron a miles de serbios durante la última guerra! ¡Acor‐ daos de los chetniks (nacionalistas serbios) que asesinaron a miles de croatas!»28 En cuanto a los hutus, proclamaban: «Y los inyenzi (combatientes tutsis) que atacaron nuestro país en los años sesenta, matando a nuestras mujeres y a nuestros hijos, regresan hoy para hacer lo mismo». Según Sémelin, el despertar de esos recuerdos dolorosos permite incrementar el miedo y construir el odio.29 Si se considera a menudo que un grupo deshumanizado está compuesto de infrahombres —durante la guerra de Viet‐ nam, el responsable de Información Pública estadounidense John Mecklin declaró que la capacidad de razonamiento de los vietnamitas «era apenas superior a la de un estadounidense de seis años»—,30 un grupo demonizado es percibido como un conjunto de personas que, pese a estar dotadas de todas sus facultades, se han puesto al servicio de una herejía peligrosa. Los perseguidores se apoyan en una ideología, ya sea religiosa como en el caso de las Cruzadas o la Inquisición; o re‐ volucionaria, como en el del Terror durante la Revolución francesa; o marxista, como durante las purgas estalinianas, maoístas o del régimen de Pol Pot. Esas ideologías están dispuestas a todo para favorecer la llegada de un mundo confor‐ me a sus utopías. Mao no veía ningún problema en sacrificar a la mitad de la humanidad para permitir la erradicación del imperialismo capitalista; eso permitiría a la mitad superviviente inaugurar la edad de oro del socialismo.51 En una visión semejante, los seres no son más que peones en el gran tablero de ajedrez de los dictadores.

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La insensibilización Hemos visto que a medida que los individuos se entregan a la violencia, se vuelven insensibles a los sufrimientos del otro. Su capacidad de empatía declina hasta desaparecer. Entonces son capaces de violencias cada vez más extremas, y el asesi‐ nato se vuelve para ellos un trabajo como cualquier otro. A partir de sus conversaciones con los antiguos combatientes en Bosnia, la historiadora Natalija Basic puso de mani‐ fiesto las diferentes etapas de ese proceso de insensibilización. Primero hay una «fase de radicalización acumulativa en el curso de la cual el ejecutor aprende a matar. En una segunda fase, las violencias cometidas son interpretadas como accio‐ nes “morales”. Luego viene la fase de acostumbrarse a la idea de dar muerte. Por último, el acto de matar es definido como un “trabajo”, una profesión propiamente dicha».31 Tal como explica igualmente Jacques Sémelin, una vez pasado el tiempo del primer shock, los ejecutores se acostum‐ bran a la matanza. Adquieren reflejos, técnica, y se vuelven profesionales del asesinato colectivo. Un participante en el genocidio ruandés testimonia: «En los primeros días, los que ya habían matado pollos, y sobre todo cabras, tenían venta‐ ja. Se comprende. Más tarde, todo el mundo se acostumbró a esta nueva actividad y recuperó su retraso».32 Un militante hutu, Léopold, cuyas declaraciones fueron recogidas por el periodista y escritor Jean Hatzfeld, testimo‐ niaba, después del genocidio durante el cual 800.000 tutsis fueron asesinados en tres meses: «Como mataba a menudo, empezaba a sentir que eso no me hacía nada… durante las matanzas, ya no consideraba nada de particular en la persona tutsi, excepto que debía ser suprimida. Que quede claro que a partir del primer señor que maté hasta el último, no me arrepentí de haber matado a nadie».33

Funcionario de la policía austríaca reclutado en un Einsatzkommando alemán, Walter Mattner escribía a su mujer, mientras combatía en Bielorrusia en 1941: Participé en la gran matanza de anteayer. Ante los primeros vehículos, la mano me tembló en el momento de disparar, pero uno se acostumbra. En el décimo, apuntaba claramente y disparaba de manera segura contra las mujeres, los ni‐ ños y los bebés. Tenía muy presente el hecho de tener también dos bebés en casa, con los cuales esas hordas hubieran actuado exactamente igual, y quizás incluso diez veces peor. La muerte que les dimos fue dulce y rápida comparada con las torturas infernales de miles y miles en las prisiones de la GPU. Los bebés volaban trazando en el cielo grandes arcos de circunferencia, y nosotros los abatíamos al vuelo, antes de que cayeran en el foso y el agua. Hay que acabar con esas bestias que han lanzado a Europa a la guerra.34 Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz que supervisó el exterminio de 2,9 millones de personas, confesó en su au‐ tobiografía que los sufrimientos que infligía a sus víctimas generaban en él tormentos emocionales, pero que por el ma‐ yor bien del nacionalsocialismo había «asfixiado toda debilidad».35 Un amigo superviviente de los campos me decía, en mi juventud, que algunas trabajadoras forzosas obligadas a trabajar en los campos se pasaban la primera semana lloran‐ do y luego se volvían tan implacables como las otras.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La compartimentación moral

Según el psicólogo Albert Bandura, nuestra capacidad para activar y desactivar selectivamente nuestras normas morales permite explicar cómo la gente puede ser cruel en un momento dado, y compasiva al momento siguiente.36 Esta desacti‐ vación se efectúa de varias maneras, cuyos efectos pueden añadirse. La persona va a asociar objetivos presentados como loables (defender la patria, arrancar mediante la tortura informaciones importantes, desembarazarse de quienes amena‐ zan a la sociedad, etc.) con actos reprensibles; ocultará su implicación en cuanto agente difundiendo la responsabilidad de lo que hizo en su grupo o desplazándola hacia personajes de la autoridad; cerrará los ojos ante los sufrimientos causa‐ dos a otro; acusará de todos los males a quienes son objeto de malos tratos. De esta manera, un mismo individuo puede conseguir manifestar ternura por sus hijos, que a sus ojos son plenamente dignos de ella, y la mayor crueldad por quie‐ nes ve como «cucarachas» que le han ordenado exterminar. En Frente al límite,37 el filósofo Tzvetan Todorov cita el caso de Josef Kramer, antiguo librero y comandante del campo de Bergen-Belsen, que lloraba escuchando a Schumann, pero era igualmente capaz de destrozar con su matraca el cráneo de una detenida que no avanzara bastante rápido. «¿Por qué la música lo hacía llorar, y no la muerte de seres humanos que se le asemejaban?», se pregunta Todorov. En su proceso, Kramer declaró: «No sentía ninguna emoción al cumplir esos actos».38 Eso no le impedía ser un padre afectuoso, como declaró su mujer: «Los niños lo eran todo para mi mari‐ do».39 Estudiando el caso de cinco médicos nazis, el psiquiatra Jay Lifton demostró que su doble papel, el de cuidador y el de perseguidor, llegó a ser posible por un proceso de desdoblamiento psicológico o de compartimentación, que les permitía adoptar una u otra de ambas identidades según las circunstancias.40 Esta compartimentación, explica Lifton, permite a la parte «normal» de sí mismo evitar el sentimiento de culpabilidad, mientras que la otra, desaprobada por la primera, hace el «trabajo sucio». Es así como un antiguo Gauleiter declaró que «sólo su “alma oficial”» había cometido los crímenes que le valieron ser ahorcado en 1946: su «alma privada» siempre los había reprobado.41 Este proceso es para el verdugo una cuestión de auto​preservación, en ausencia de la cual no podría soportar cometer atrocidades cotidianas.

Disonancia cognitiva y racionalización La expresión «disonancia cognitiva» fue acuñada por el psicólogo Leon Festinger y designa en el verdugo el recurso al desdoblamiento subconsciente de él mismo para eludir el conflicto interno entre los actos inhumanos que realizan y su imagen de sí mismo. En efecto, los verdugos se encuentran sumidos en una situación intensa de «disonancia cognitiva».42

Viven un conflicto agudo entre sus prácticas de asesinos y las representaciones que tienen de ellos mismos. Para evitar considerarse como individuos abyectos y soportarse a sí mismos cuando matan, deben fabricar representaciones de sus víctimas que les permiten justificar su conducta y reencontrarse en conformidad con una imagen de ellos mismos, si no buena, al menos aceptable. Arreglarse para encontrar un sentido a sus acciones les permite seguir matando con buena conciencia. A fin de reconciliarse con el horror de sus crímenes y descargarse de una responsabilidad demasiado pesada para lle‐ var, los asesinos apelan a menudo al sentido del deber y a la necesidad de cometer una tarea repugnante pero saludable. En lugar de pensar: «¡Qué cosas horribles he hecho!», se dicen: «¡Qué cosas horribles he tenido que hacer!»43 En las declaraciones que Franz Stangl, director del campo de concentración de Treblinka, hizo a la periodista e histo‐ riadora Gitta Sereny, explica: «No podía vivir si no compartimentaba mi pensamiento».44 Stangl se aferra a la idea de que él mismo no enciende los fuegos de los hornos crematorios: «Había cientos de medios para pensar en otra cosa. Yo los utilicé todos. […] Me esforzaba por concentrarme en el trabajo, el trabajo y mil veces más el trabajo».45 Pretendió que había hecho cosas horribles, pero que no venían de su voluntad e incluso iban contra ésta. Disociaba su conciencia de sus actos: «No me habían pedido mi opinión. No era yo el que hacía eso».46 Los verdugos racionalizan igualmente sus crímenes intentando ver en ellos un remedio para salir del paso. Mukank‐ waya, una hutu de treinta y cinco años, madre de seis hijos, describe cómo, junto con otras mujeres, habían golpeado con garrotes a los niños de las casas vecinas hasta matarlos. Las pequeñas víctimas las miraban con los ojos muy abiertos por el terror: ¡habían sido amigos y vecinos durante toda su vida! Ella justificaba esta matanza afirmando haber hecho un «favor» a esos niños, que hubieran sido huérfanos y sin recursos, pues sus padres ya habían sido asesinados.47 Una de las formas de disonancia cognitiva consiste también en trivializar las matanzas recurriendo a un humor maca‐ bro que emplea voluntariamente un vocabulario anodino. En Croacia, los grupos serbios que penetraban en Vukovar gri‐ taban: «Slobodan, envíanos lechuga. Carne, ya tenemos: nosotros degollamos a los croatas».48 Asimismo, el 14 de julio de 1995, el coronel serbobosnio Ljubisa Beara informa a su superior que en Srebrenica hay «todavía tres mil quinientos pa‐ quetes por distribuir», es decir, por ejecutar.49 En el vocabulario nazi, «alojar en otra casa» o «evacuar» significaba enviar a un campo de concentración a «piezas» que debían someterse a un «tratamiento especial», nombre en clave para el ex‐ terminio masivo en las cámaras de gas.50

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La cohesión del grupo Como recuerda Sémelin, la conformidad y la fidelidad al grupo constituyen dos ejes más del movimiento de báscula ha‐ cia la matanza. El grupo constituye una fuente de poder sobre el individuo, dominio asegurado por el miedo a verse re‐ chazado y ser considerado un traidor.51 Durante la Revolución francesa y el Terror que la siguió, se guillotinaron más «traidores» a la causa que enemigos de la Revolución. Mientras un enemigo refuerza la determinación del grupo a prose‐ guir su combate, la presencia de un renegado vuelve a poner en tela de juicio la validez de la ideología adoptada; por eso es considerada una amenaza intolerable. A ello se añade la necesidad de implicar en la matanza al mayor número posible de individuos, de manera que la responsabilidad de las muertes sea ampliamente compartida.52 A fin de crear un verdadero espíritu de cuerpo, el grupo adopta a veces ritos de iniciación exigiendo que el recién lle‐ gado pruebe su lealtad abatiendo a una víctima por primera vez, bajo la mirada de todos. En Ruanda, los hutus que aún no habían matado a tutsis eran tachados de cómplices. Los que integraban las bandas inter​hamwe hutus capturaban a un tutsi y conminaban al sospechoso a matarlo para mostrar que estaba verdaderamente con ellos.53

Autoridad y situaciones «Deseo con todas mis fuerzas llamar la atención de los responsables sobre la trágica facilidad con la que las “buenas per‐ sonas” pueden convertirse en verdugos sin siquiera darse cuenta»,54 escribió Germaine Tillion, superviviente del campo de Ravensbrück, etnóloga y gran autoridad moral. El psicólogo Philip Zimbardo nos recuerda hasta qué punto subesti‐

mamos nuestra vulnerabilidad a la influencia de las situaciones exteriores, y no las vigilamos suficientemente:55 «Todo acto que un ser humano haya cometido, por muy horrible que sea, es posible para cada uno de nosotros en determinadas circunstancias, buenas o malas. Saber esto no excusa el mal, lo democratiza distribuyendo la reprobación entre los acto‐ res ordinarios en lugar de declarar que no es el patrimonio de algunos seres marginales y déspotas; de Ellos y no de No‐ sotros».56 Así, cuando intentamos comprender las causas de comportamientos inhumanos y aberrantes, debemos co‐ menzar por analizar la situación antes de invocar las disposiciones individuales (rasgos de carácter, patologías, influen‐ cias genéticas, etc.). Sin embargo, como ha señalado el historiador Christopher Browning en el caso de la Alemania nazi, «en cuarenta y cinco años, y después de centenares de procesos, no se ha encontrado un solo abogado ni un solo acusado culpable capaz de presentar un solo caso en el que la negativa a matar civiles no armados haya conllevado el terrible castigo de golpear a los insumisos».57 Según uno de sus colegas, Ervin Staub, cuando los búlgaros se negaron a entregar a las poblaciones ju‐ días y se manifestaron en las calles contra esa orden, los nazis no insistieron.58

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com CONFORMARSE A LA AUTORIDAD

Volviendo a los experimentos de Stanley Milgram que hemos descrito antes, el psicólogo Philip Zimbardo infiere cierto número de factores que, de manera general, permiten a quienes detentan la autoridad llevar a una persona ordinaria a recurrir a la violencia en contra de sus convicciones morales.59 El representante de la autoridad debe primero presentar una justificación aceptable para que se cumpla una acción normalmente considerada inadmisible, tal como la práctica de la tortura, bajo pretexto de velar por la se‐ guridad nacional. Ese jefe instituye luego una forma de obligación contractual y da a quienes dirige un papel aso‐ ciado a valores positivos (servir a la patria, participar en un experimento científico, etc.). Las instrucciones y las reglas a observar deben parecer sensatas a primera vista. Más adelante serán utilizadas para exigir una obediencia ciega, incluso si lo que ocurre se ha vuelto insensato. La mayoría de la gente cae presa del engranaje y deja de ejercer su espíritu crítico. Los jefes utilizan un vocabulario engañoso —se habla de «deber con la patria», de «defensa de nuestros dere‐ chos», de «pureza nacional», de «solución final»—.60 El sentimiento de responsabilidad es diluido, de modo que si las cosas van mal, otros serán considerados responsables. Se comienza de manera anodina, luego se aumenta gradualmente la gravedad de las exacciones, de forma que la diferencia entre dos etapas no sea demasiado chocante. El personaje que detenta la autoridad debe parecer, también él, respetable de entrada, y su transformación en personaje abusivo e irracional se producirá por etapas. Por último, hay que hacer difícil toda escapatoria. En el caso del estudio de Milgram, el investigador da órde‐ nes lapidarias y no autoriza ninguna discusión. Para liberarse, el participante debe atreverse a desafiar abierta‐ mente a la autoridad. En el caso de las dictaduras, aquellos a quienes se les pide ejercer crueldades en las pobla‐ ciones perseguidas son amenazados con padecer la misma suerte que sus víctimas si no obedecen.

El caso del Batallón 101 En Aquellos hombres grises,61 el historiador Christopher Browning detalla con minuciosidad la historia del Batallón de Reserva 101 de la policía regular de Hamburgo. Este batallón estaba integrado por habitantes de la ciudad, provenientes en sus dos terceras partes de la clase obrera y una tercera parte de la pequeña burguesía, hombres maduros, movilizados en la policía, porque habían sido juzgados demasiado mayores para servir en el ejército. Nunca habían participado en matanzas y nada los predisponía a convertirse en ejecutores sin piedad. Debían unirse al ejército alemán que ocupaba Polonia, en el momento más violento de las persecuciones que el régimen hitleriano perpetraba contra las comunidades judías. En la madrugada del 23 de julio de 1942, el batallón es enviado al pueblo de Jozefow, que contaba con 1.800 judíos entre sus habitantes. Sólo el comandante, Wilhem Trapp, de cincuenta y tres años, que había comenzado su carrera como soldado raso y al que sus hombres llamaban afectuosamente «Papá Trapp», está al tanto de la misión.

«Pálido, nervioso, con la voz estrangulada y los ojos llenos de lágrimas», informan los documentos y testimonios reunidos por Browning, Trapp explica a sus hombres que deberán cumplir una tarea aterradora. Esa misión no es de su gusto, dice, pero las órdenes provienen de las más altas autoridades. El batallón deberá reunir a todos los judíos de Joze‐ fow. Los hombres capaces de trabajar serán llevados a un campo. Todos los otros, ancianos, mujeres y niños serán asesi‐ nados. Trapp termina con una propuesta: aquellos de sus hombres que no se sientan con fuerzas para participar en esa misión pueden salir de las filas y serán dispensados. Un hombre da un paso adelante, seguido por una docena más. Ya la víspera, el teniente Buchmann, puesto al corriente antes que los hombres del batallón, se había negado a tomar parte en la operación, explicando que «él en ningún caso participaría en una acción de esa índole, en la que mujeres y niños inocentes serían asesinados».62 Los demás, cerca de quinientos policías, no se oponen. En cuanto sus hombres son enviados a cumplir su misión, el desamparo de Trapp, que dirige las operaciones desde su cuartel general, instalado en un aula, es evidente a los ojos de todos. Según un testimonio, «recorría la habitación de un extremo al otro, llorando como un niño». Durante ese tiempo, comienza la redada. Trescientos hombres capaces de tra‐ bajar son separados de sus familias y reunidos en la plaza pública, y todos los otros son llevados a un bosque donde em‐ pieza la matanza. Durará hasta la caída de la noche. Al no estar preparados para matar, los policías tardan en cumplir su tarea. Eso da origen a un número considerable de largas agonías. Algunos, asqueados, se van del bosque después de ha‐ ber asesinado a una persona, pretenden rebuscar en las casas o se dedican a otras ocupaciones. Uno de ellos, casi enlo‐ quecido, se marcha solo a los bosques, aullando durante horas. Otros, incapaces de proseguir con la innoble misión, pi‐ den a su sargento que los releve y son enviados al pueblo. Otros disparan voluntariamente al lado de su blanco. Pero la mayoría continúa matando. Se les distribuye alcohol. Por la tarde, diecisiete horas después de que llegaran a Jozefow, no queda un solo judío vivo, excepto una niñita que sale del bosque, herida en la cabeza, a la que Trapp coge en brazos para ponerla bajo su protección. Los hombres regresan al cuartel del pueblo, «horriblemente manchados de sangre, restos de cerebros y de huesos», silenciosos, obsesionados por la vergüenza. ¿Por qué tan pocos hombres aprovecharon la ocasión para eludir esa misión funesta? Según Browning, por una parte hubo el efecto de sorpresa. Al ser cogidos desprevenidos, los policías no dispusieron de ningún plazo para reflexionar. Igualmente importante fue el espíritu de cuerpo, la identificación del hombre uniformado con sus compañeros de armas y la extrema dificultad que sienten para apartarse del grupo. Salir de las filas esa mañana significaba abandonar a sus compañeros y equivalía a admitir que se era «débil», incluso «cobarde». Otro, consciente de lo que implica el valor verda‐ dero, el de negarse, dirá simplemente: «He sido cobarde». Si sólo una docena de policías se sustrajeron de entrada a la inminente matanza, mucho más numerosos fueron los que intentaron eludirla, recurriendo a estratagemas llamativas, o pidiendo ser liberados de los pelotones de ejecución cuando comenzó la matanza. Se calcula que entre el 10 y el 20 % de los hombres se negaron a formar parte de los peloto‐ nes de ejecución. Eso significa que al menos el 80 % de los hombres mataron sin interrupción a los 1.500 judíos de Joze‐ fow hasta que no quedó ninguno. Los insumisos invocarán sobre todo una repulsión de orden puramente físico, y no principios morales o políticos. Unos días más tarde, el batallón se dirige a otro pueblo y detiene a cierto número de judíos. Todos, incluidos los poli‐ cías, temen que se prepare una nueva matanza, y Trapp decide liberar a los judíos y enviarlos a sus casas. Pero los hombres no tardarán en endurecerse para asesinar. Un mes más tarde, una parte del batallón es enviada a Lo‐ mazy. Allí, asistidos por trawnikis, prisioneros de guerra de las regiones soviéticas entrenados por las SS, una tercera par‐ te de los hombres del batallón, en su mayoría ebrios, pues esta vez les habían dado alcohol antes de la acción, extermina‐ ron a 1.700 judíos, que acto seguido fueron enterrados en fosas comunes, en dos veces menos tiempo que en Jozefow. Los reticentes son ahora menos numerosos. Como explica Jacques Sémelin: «La experiencia adquirida en el terreno sería, a fin de cuentas, el factor más importan‐ te de inflexión en el asesinato masivo. Es en la guerra donde se forjan los guerreros, y por el acto de matar como se for‐ man los ejecutores de las matanzas».63 Los asesinatos en masa se encadenan, y el batallón participa también en la deportación de miles de judíos hacia el campo de concentración de Treblinka, y finalmente en la matanza gigantesca de la «Fiesta de la Cosecha», que causa 42.000 víctimas, el 3 de noviembre de 1943, en la región de Lublin. Cuando, a principios de 1944, se inicia la caída del III

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Reich, regresan en su mayoría a Alemania: los 500 hombres del batallón 101 habrán sido responsables de la muerte di‐ recta o indirecta de al menos 83.000 judíos y varios centenares de civiles polacos.

La organización de un sistema Matar a un gran número de personas en poco tiempo requiere la organización de un sistema, a veces sofisticado, como en el caso de las cámaras de gas y de los hornos crematorios, a veces terriblemente simple, como el uso generalizado de los machetes en Ruanda o como ciertos medios utilizados por los tutsis contra los hutus durante las matanzas de Burun‐ di en 1972. Como explica uno de sus participantes: «Muchas técnicas, muchas, muchas. Por ejemplo, se puede reunir a 2.000 personas en un edificio, pongamos que una prisión; hay espacios que son grandes. El edificio se cierra a cal y canto. Los hombres se quedan dentro quince días sin comida ni bebida. Y luego se abre. Aparecen cadáveres. No vapuleados ni nada. Muertos».64 Se ha demostrado que la mayoría de las matanzas masivas y los genocidios son obra de minorías implacables, organi‐ zadas según una jerarquía altamente represiva, que les permite imponer su autoridad por el terror sobre la mayoría de la población. Ésta se resigna generalmente ante un sistema represivo eficaz y omnipresente: los riesgos individuales asocia‐ dos a la rebelión son demasiado grandes y con frecuencia inútiles. En lo que respecta a Ruanda, el investigador estadounidense Scott Straus llegó a la conclusión de que el número de asesinos hutus, en 1994, se situaba entre el 14 y el 17 % de la población masculina adulta.65 Además, solamente una cuar‐ ta parte de esos homicidas fue responsable de casi el 75 % de las matanzas. En pocas palabras, «aunque una participación masiva caracterice el genocidio en Ruanda, un reducido número de ejecutores armados, especialmente activos, se lleva‐ ron la parte del león en dichas matanzas». Un experto en la materia, el politólogo estadounidense John Mueller considera que la guerra étnica es sobre todo cosa de pequeñas bandas de gánsteres y vándalos que consiguen sembrar el terror y lo aprovechan, además, para enriquecerse despojando a sus víctimas.66 Asimismo, como explica Benedikt Kautsky, supervi‐ viente de Auschwitz: «Nada sería más falso que ver a las SS como una horda de sádicos que torturaban y maltrataban a miles de seres humanos por instinto, pasión y sed de alegría. Los que actuaban así eran una pequeña minoría».67 Aunque los instigadores de la matanza y los asesinos en serie no representaran más que un escaso porcentaje de la po‐ blación, como en todo genocidio, en ciertas regiones de Ruanda, la locura asesina y el espíritu de grupo llevaron a la práctica totalidad de la población masculina a participar en las matanzas, aunque en grados muy distintos. Según el es‐ critor Jean Hatzfeld, en las colinas cercanas a la ciudad de Nyamata, por ejemplo, 50.000 de los 59.000 habitantes tutsis fueron asesinados a machetazos en el plazo de un mes, ya fuera en sus casas, en las iglesias donde se habían refugiado, o en los bosques y las marismas donde intentaban ocultarse.68

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Más allá de las condiciones humanas En Frente al límite, Tzvetan Todorov se ocupa de lo que le ocurre al hombre cuando es sometido a condiciones inhuma‐ nas y acaba perdiendo su humanidad. Hemos visto cómo,52 en el caso del experimento de la prisión de Stanford llevado a cabo por Philip Zimbardo, la organización de situaciones exteriores que alteran las relaciones normales entre los seres humanos podía rápidamente llevar a un grupo de estudiantes del montón a comportarse con una crueldad y un sadismo que ellos mismos no habrían nunca sospechado. En las condiciones insostenibles de los campos de concentración, los sentimientos y los valores morales que constituyen los fundamentos de la existencia humana eran con frecuencia aniqui‐ lados. Tal como atestigua Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz, «la moralidad, la solidaridad nacional, el pa‐ triotismo y los ideales de libertad, de justicia y de dignidad humana se deslizaban del hombre como harapos podridos».69 Las privaciones eran tales, explica Primo Levi, otro superviviente de Auschwitz, que los comportamientos morales pa‐ recían imposibles: «Aquí, la lucha por la vida es implacable, pues cada uno está desesperada y ferozmente solo». Para so‐ brevivir hay que abandonar toda dignidad, asfixiar todo resplandor de conciencia, lanzarse a la pelea como un bruto con‐ tra otros brutos, abandonarse a las fuerzas subterráneas insospechadas que sostienen a las generaciones y a los indivi‐

duos en la adversidad.70 La experiencia que tuvieron los prisioneros de los campos comunistas es la misma. Varlam Chalamov, que pasó veinti‐ cinco años en un gulag, afirma: «Las condiciones del campo no permiten a los hombres seguir siendo hombres, los cam‐ pos no han sido creados para eso».71 Una comprobación confirmada por Evguénia Guinzbourg, detenida en el gulag de Kolyma durante veinte años: «Un ser humano llevado al extremo por formas de vida inhumanas […] pierde gradual‐ mente todas las nociones que tenía del bien y del mal. […] Sin duda estábamos moralmente muertos».72 Al umbral de resistencia se llega a menudo a consecuencia del hambre prolongada o de la amenaza inminente de la muerte: «El hambre es una prueba insuperable. El hombre que llega a este último grado de decadencia está, en general, dispuesto a todo», constata Anatoly Martchenko, disidente soviético y escritor que fue internado en uno de los gulags que subsistieron después de la muerte de Stalin.73 «Pero ¿cuál es el significado de esta observación? —se pregunta Todo‐ rov—. ¿Que en eso reside la verdad de la naturaleza humana y que la moral no es sino una convención superficial, que se abandona a la primera ocasión? De ningún modo: al contrario, lo que prueba es que las reacciones morales son espontá‐ neas y omnipresentes, y que es necesario emplear los medios más violentos para erradicarlas».74 Comparte la opinión de Gustaw Herling, escritor superviviente de un gulag: «He llegado a la convicción de que un hombre sólo puede ser hu‐ mano cuando vive en condiciones humanas, y de que no hay nada más absurdo que juzgar las acciones que comete vi‐ viendo en condiciones inhumanas». Pero Todorov observa que, al leer los testimonios de los supervivientes, es forzoso constatar que algunas personas han demostrado un sentido moral, incluso un heroísmo extraordinario. Primo Levi particularmente, que, haciendo hincapié en el clima de desconfianza y rivalidad entre los prisioneros, habla con afecto de su amigo Alberto, que pereció en el cur‐ so de las marchas forzadas de evacuación de los campos y que, luchando por su supervivencia, supo mantenerse fuerte y duro a la vez. Evoca también a otro amigo, Jean Samuel, al que llamaba «Pikolo», y que «no dejaba de mantener relacio‐ nes humanas con sus camaradas menos privilegiados».75 Los testimonios de los supervivientes de Auschwitz demuestran que, sin ayuda, la supervivencia era imposible. Simon Laks confirma haber debido la suya a «algunos compatriotas de rostro y corazón humanos».76 Evguénia Guinzbourg co‐ menta asimismo innumerables gestos de solidaridad, prueba de que, a fin de cuentas, todos no estaban «moralmente muertos».77 Por muy poderosa que sea, la coacción de las circunstancias exteriores no puede nunca ser total y, según Viktor Frankl, psiquiatra austríaco, filósofo y superviviente de los campos, «en el campo de concentración se le puede quitar todo al hombre, excepto una cosa: la última libertad de elegir tal o cual actitud ante las condiciones que le son im‐ puestas».78 En los campos hay normas, pero diferentes de las de la sociedad ordinaria. Como explica Todorov, robar a los admi‐ nistradores de los campos no sólo es admitido, sino admirado; en cambio, el robo, sobre todo de pan, entre compañeros detenidos, es despreciado y, en la mayoría de las ocasiones, severamente sancionado. Los soplones son detestados y casti‐ gados. Matar puede ser un acto moral, si así se le impide a un asesino continuar cometiendo atrocidades. El falso testi‐ monio puede convertirse en una acción virtuosa si permite salvar vidas humanas. Amar a su prójimo como a sí mismo es una exigencia necesaria, pero evitar hacerle daño no lo es. Tadeusz Borowski, cuyo relato sobre la vida en Auschwitz se cuenta entre los más abrumadores, concluye diciendo, no obstante: «Pienso que el hombre reencuentra siempre al hombre de nuevo, a través del amor. Y que eso es lo más impor‐ tante y duradero».79 Él mismo se comportaba en Auschwitz de manera totalmente distinta de la de los personajes de sus escritos, y su entrega a los otros llegaba casi al heroísmo.

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Un engranaje fatal Las personas que dan un paso en el camino de la barbarie no son siempre plenamente conscientes de franquear un límite inaceptable, no comprenden claramente la salida de ese camino y piensan que una distorsión menor a su sentido moral no tendrá consecuencias. Este compromiso inicial no es generalmente sino la primera etapa de un engranaje del que lue‐ go resulta difícil escaparse y que lleva al individuo a perpetrar violencias cada vez más graves y numerosas.

Es así como, debido a influencias exteriores a las que no se atreven o no saben oponerse, por miedo o por debilidad, esos individuos cometen actos que se habrían negado a perpetrar si se lo hubieran pedido en otro contexto. Como explica el psicólogo Roy Baumeister: «En cuanto los miembros del grupo están bañados en sangre hasta la cin‐ tura, es demasiado tarde para que cuestionen el proyecto del grupo en su conjunto. Es entonces más probable que vayan a hundirse aún más profundamente».80 En Un si fragile vernis d’humanité (‘Un barniz tan frágil de humanidad’), el filósofo Michel Terestchenko demuestra perfectamente cómo puede uno dejarse involucrar en el engranaje del mal o, al contrario, evitar involucrarse.81 Cita el ejemplo de Franz Stangl que, paso a paso, llegó a ser el comandante del campo de concentración de Sobibor, y luego del de Treblinka en Polonia. Persona débil de espíritu, a cada nueva ascenso, que lo comprometía más y más en el camino de la ignominia, Stangl dudaba y trataba de sustraerse a las nuevas responsabilidades que le encomendaban. Pero el miedo a las represalias, contra él mismo y su familia, su sumisión a la autoridad y su falta de fuerza moral hicieron que cada vez cediera, precipitándose más y más en la barbarie. Después de la guerra, Franz Stangl encontró refugio en Brasil, donde finalmente fue detenido en 1967 y condenado en 1970 a cadena perpetua por el asesinato de 900.000 personas. En 1971 concedió una entrevista de setenta horas a la his‐ toriadora Gitta Sereny.82 El segundo día de sus conversaciones, evocando la detención de uno de sus antiguos jefes, que fue torturado por los alemanes, declaró de pronto: «Odio a los alemanes por haberme arrastrado a donde me arrastra‐ ron. […] Debí haberme suicidado en 1938. Fue entonces cuando empezó todo para mí. Debo reconocer mi culpabili‐ dad».83 Fue sólo al final de sus conversaciones cuando Stangl reconoció de nuevo su responsabilidad y dijo a Sereny: «Nunca he hecho intencionadamente mal a nadie». Luego, después de un largo silencio, añadió: «Pero estaba ahí… Comparto la culpabilidad… Mi culpabilidad es estar aún allí. Hubiera debido morir». Luego dio a entender a Sereny que ya no tenía nada más que decirle. Stangl, que estaba custodiado en una celda aislada, murió diecinueve horas más tarde de una crisis cardíaca. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Simple oficial de policía, fue rápidamente promovido en el departamento de investigaciones criminales de una pequeña ciudad austriaca. En 1938, los nazis le piden que renuncie al catolicismo y fir‐ me una declaración a este efecto. A los ojos de Stangl, aquello era una etapa importante hacia su degeneración. Tuvo la impresión de haber vendido su alma.84 A continuación fue transferido al cuartel general de la Gestapo en la ciudad, lue‐ go nombrado, en Berlín, director de Seguridad del Instituto del Plan AktionT4,53 dedicado, como hemos visto, a la euta‐ nasia de los discapacitados mentales y físicos. Este programa permitió a los nazis probar y perfeccionar técnicas de elimi‐ nación masiva que iban a utilizar en los campos de concentración. Cuando Stangl se enteró del tipo de trabajo que se es‐ peraba de él, intentó escaparse: «Estaba… estaba sin voz. Y luego dije que no me sentía particularmente apto para el co‐ metido».85 Pero su superior le hizo comprender que su nombramiento era la prueba de la excepcional confianza que ha‐ bían depositado en él, y que no tendría que practicar las eutanasias en persona. Si aceptaba, se suspenderían las acciones disciplinarias en curso contra él. El jefe de las operaciones, Christian Wirth, cuyo apodo era «el Salvaje», que se converti‐ ría en director del campo de Belzec, declaraba con desprecio que «había que desembarazarse de todas esas bocas inúti‐ les». Por deducción, en 1942, Stangl fue enviado a Polonia y le encomendaron la construcción del campo de Sobibor. Un día, sus jefes lo llevaron al campo de Belzec, que ya estaba en funcionamiento. Descubrió el horror de la situación: «Las fosas estaban repletas de miles de cuerpos en descomposición».86 Christian Wirth le dice entonces que aquello era en lo que iba a convertirse Sobibor y que a él, Stangl, lo habían nombrado jefe. Éste respondió que no estaba hecho para una tarea semejante, pero todo fue inútil. Con un amigo, Michel, pensó desertar y huir, pero renunció por miedo a fracasar, y por miedo al destino que le estaría reservado a él, así como a su mujer y a sus hijos, a los que quería por encima de todo. Durante una visita a Sobibor, su mujer acabó por descubrir lo que pasaba en el campo y quedó horrorizada. Se enfren‐ tó a su marido, quien aseguró no estar implicado en los horrores cometidos. «¿Cómo puedes estar en el campo y no estar im​plicado? —replicó ella—, ¿acaso no ves nada?», ante lo cual, tratando de calmarla, él respondió: «Sí, lo veo, pero no le hago nada a nadie», añadiendo que su trabajo era puramente administrativo.87 Por último, fue nombrado director de Tre‐ blinka: «Treblinka era la cosa más horrible que vi durante el III Reich —confió a Gitta Sereny ocultando la cabeza entre sus manos—, era el Infierno de Dante».88 Fue a buscar al general Globocnik, jefe de las operaciones en Varsovia, e intentó una vez más declararse incompetente

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afirmando que no podía ejecutar esas órdenes: «Es el fin del mundo. […] Y le hablé de los miles de cuerpos que se pu‐ drían a la intemperie». El general le respondió: «Ése es precisamente el objetivo: que sea el fin del mundo… para ellos».89 Fue a ver al nuevo jefe de la policía y le suplicó que lo trasladaran. En vano. Entonces se acostumbró a su trabajo maca‐ bro, empezó a beber como la mayoría de sus compañeros, para no pensar demasiado en el asunto y llevar a cabo su tarea. ¿Qué lección sacar de este ejemplo trágico? Michel Terestchenko subraya la «importancia radical de rechazar desde el principio, de no ceder a la menor exigencia». Sólo este rechazo sin concesión «permite preservar la integridad moral del individuo al mismo tiempo que su libertad».90 El rechazo da por sentado que se pone en tela de juicio no una orden en particular, sino la autoridad de la cual emana. Cierto es que no es algo fácil y, como escribe Terestchenko, «cada uno se pone fácilmente la armadura del caballero cuando ésta no cuesta sino el precio del sueño. Pero, vueltos a la realidad, el peso de las cosas, la coacción de las situacio‐ nes, la preo​cupación de los intereses propios se hacen sentir de nuevo, atrapándonos en la torpeza y la pasividad dócil. Raros son aquellos que encuentran en sí mismos el valor para escaparse».91 Varlam Chalanov, que pasó diecisiete años en un gulag, nos advierte: «Si abandonamos las crestas de nuestras monta‐ ñas, si buscamos enmiendas, arreglos, perdones, todo se acabará; si nuestra conciencia se calla, no podremos evitar desli‐ zarnos por la resbaladiza pendiente».92 Sin embargo, han existido personas que supieron decir no.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La fuerza moral: negarse a pactar con el opresor

El caso del pastor Trocmé y de los habitantes de la comuna de Le Chambon-sur-Lignon, en el Alto Loira, que salvaron a miles de judíos de la persecución nazi, ofrece el contraste sobrecogedor de personas que, desde el principio, decidieron claramente que no transigirían en lo que consideraban justo y que, con peligro de sus vidas, llegaron a decirle abierta‐ mente al representante del Gobierno de Vichy que protegían familias judías y no tenían intención de dejar de hacerlo, fuera cual fuese el precio a pagar.93 Para ellos, era inmoral no proteger a los judíos, y nunca pusieron este principio en tela de juicio, pensando que hay fronteras que no deben traspasarse. En Buena gente en tiempos del mal, Svetlana Broz, nieta del mariscal Tito, cuenta diferentes ejemplos de ayuda mutua individual y de resistencia colectiva durante la guerra de Bosnia, como en Baljvine, pueblo de montaña donde los serbios se habían opuesto siempre al paso de los paramilitares que perseguían a los musulmanes, quienes habían, a su vez, prote‐ gido a los serbios de ese pueblo durante la Segunda Guerra Mundial.94 El primer día de la matanza de Srebrenica, Drazen Erdemovic, un croata casado con una serbia, decidió fugarse para no participar en la barbarie. Preguntó a sus colegas: «¿Sois normales? ¿Sabéis lo que estáis haciendo?», y le respondieron que, si no quería ser de los suyos, podía devolver su fusil y alinearse con los musulmanes. En el curso de ese día, calcula que participó, bajo coacción, en el asesinato de un centenar de prisioneros. Pero cuando lo llamaron a otro sitio para ma‐ tar a quinientas personas más, se negó y recibió incluso el apoyo de una parte de su unidad.95 En Ruanda, en la misma Kigali, en ciertos lugares, algunos hombres se negaron a participar en la matanza, como en el Hôtel des Mille Collines, donde el director Paul Rusesabagina ofreció cerveza y dinero a los militares y milicianos que fueron a buscar a los tutsis a los que él protegía. Asimismo, el obispo Joseph Sibomana, de la diócesis de Kivungo, dio todo su dinero a milicianos que amenazaban con matar a los tutsis refugiados en su iglesia, para salvarlos.96 Según Jacques Sémelin, el paso al acto del genocidio se produce en general en una situación de efervescencia social que incita a los individuos a garantizar la matanza, incluso a participar en ella: «Los individuos no son monstruosos en cuanto tales, sino en cuanto están comprometidos en la dinámica monstruosa del asesinato masivo».97 Cada individuo sigue siendo, sin embargo, responsable de sus actos, esté o no de acuerdo con lo que está ocurriendo. Si nuestro grado de libertad es a veces muy reducido, no es por ello nulo: cada uno tiene la posibilidad de decir no, o al menos de no seguir el camino que lleva a convertirse en un verdugo.

La no intervención frente a la intensificación gradual del genocidio

El genocidio procede generalmente por etapas. Primero es probado repetidas veces durante períodos cortos en muestras de población, luego extendido a un mayor número. El genocidio armenio, por ejemplo, comenzó con matanzas circuns‐ critas. Luego, ante la pasividad de las otras naciones, llegó la escalada. Unos 200.000 armenios fueron asesinados en 1905. Y la comunidad internacional apenas protestó. Animados por esta indiferencia, los turcos emprendieron el exter‐ minio metódico de medio millón de armenios.98 Más tarde, Hitler sacó las lecciones de la no intervención de las poten‐ cias vecinas, y la víspera de la invasión de Polonia, declaró: «Al fin y al cabo, ¿quién habla hoy del exterminio de los ar‐ menios?»99 Después de la Noche de los Cristales Rotos, el 9 de noviembre de 1938, se llevaron a cabo numerosos pogromos a raíz de una llamada al asesinato y al saqueo propagada por Goebbels a través de la radio del Estado. Una parte importante de la población quedó horrorizada por ese estallido de violencia. Sin embargo, como sub​raya Jacques Sémelin, las reaccio‐ nes espontáneas contra las acciones inexcusables del poder establecido sólo pueden tener una oportunidad de hacerlo cambiar de rumbo si los portavoces se atreven a manifestar esa desaprobación. «Pero resulta que ninguna autoridad espi‐ ritual o moral, en el interior de Alemania, se hizo abiertamente eco de esa emoción popular. A este increíble desencade‐ namiento de odio siguió, pues, un silencio ensordecedor que podía interpretarse como una forma de consentimiento, e incluso de contento.»100 Todo ocurrió como si las capacidades de reacción colectiva de la población hubieran sido pro‐ gresivamente asfixiadas. La sociedad alemana se dejó arrastrar en un proceso de destrucción que toleraba sin reaccionar. Algo más grave aún, «este engranaje pasivo se transformó simultáneamente en un engranaje activo que se tradujo en la adhesión de múltiples sectores a la colaboración en la solución final».101

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La toma de conciencia de la realidad de un genocidio

Siempre según Jacques Sémelin, esta toma de conciencia comporta dos fases. La primera es la incredulidad de los países extranjeros y la resistencia a la información. En el caso del exterminio de los judíos, la enormidad de la matanza transmi‐ tida por ciertos informadores la volvía literalmente increíble a los ojos de los dirigentes de los países aliados y de su opi‐ nión pública, y todos pensaban que los informes que les llegaban eran exagerados. Hubo una negación colectiva atroz‐ mente dolorosa para los supervivientes, que se vieron obligados no sólo a callar, sino que también se hicieron sospecho‐ sos de presentar testimonios dudosos. En una segunda fase, las noticias comienzan a volverse creíbles, gracias a la diseminación de una multitud de informa‐ ciones y rumores, y terminan por imponerse a la conciencia de un número creciente de individuos. Después de un tiempo de latencia o de incubación viene la tercera fase, la de la toma de conciencia propiamente dicha, en el curso de la cual las defensas mentales se derrumban para dejar paso a la realidad en todo su horror.102 Este tiempo de latencia resulta a menudo fatal para las poblaciones afectadas, como fue el caso en Ruanda, porque esa ausencia de reacción de la comunidad internacional anima a los planificadores de matanzas masivas a proseguir con su programa de exterminio hasta concluirlo. Lamentablemente, incluso esta toma de conciencia se traduce raras veces en una intervención. Se finge actuar, se transfieren las responsabilidades a otros, se intentan negociaciones destinadas al fracaso —al no tener los perseguidores ninguna intención de renunciar a su proyecto— y, muy a menudo, se tergiversa hasta que la tragedia alcanza proporcio‐ nes irreversibles.

SIGNOS PRECURSORES DE LOS GENOCIDIOS Y POLITICIDIOS

A raíz del genocidio de Ruanda, en 1998, el presidente Clinton, obsesionado por la incapacidad de las naciones, la de su país en particular, para intervenir a tiempo, pidió a la politóloga Barbara Harff que analizara los indicadores de un riesgo elevado de genocidio. Harff y sus colegas estudiaron 36 episodios con riesgos de genocidio entre las 129 guerras civiles y caídas de regímenes que se habían producido entre 1955 y 2004. Descubrieron 8 factores que hubieran podido permitir predecir el 90 % de esos genocidios:103 — la existencia de antecedentes con riesgos de genocidio (las condiciones que ya habían llevado a genocidios corrían el riesgo de estar siempre presentes);

— la amplitud de los cambios políticos (las élites despóticas amenazadas estaban dispuestas a recurrir a todos los me‐ dios para permanecer en el poder o para recuperarlo); — el carácter étnico de la élite dirigente (si los dirigentes provienen de una etnia minoritaria, reaccionan con una re‐ presión violenta cuando se sienten amenazados); — el carácter ideológico de esa clase dirigente (un sistema ideológico extremo justifica sus esfuerzos tendiendo a res‐ tringir, perseguir o eliminar a ciertas categorías de personas); — el tipo de régimen (los regímenes autocráticos son mucho más proclives a comprometerse en la represión de los grupos de oposición); — una apertura limitada a los intercambios comerciales (la apertura indica, al contrario, una voluntad del Estado y de los dirigentes de mantener la primacía del derecho y de las prácticas económicas equitativas); — las discriminaciones severas, políticas, económicas o religiosas de cara a las minorías; — los esfuerzos de un grupo motivado por una ideología de exclusión para tomar el poder cuando la autoridad central se ha derrumbado (como ocurrió con los serbios en Bosnia).

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Teniendo en cuenta la suma de todos los factores citados, más de la mitad de los episodios con riesgo de genocidio de los últimos cincuenta años han sido genocidios ideológicos (Camboya), o «politicidios» punitivos durante los cuales un régimen ha castigado a una minoría rebelde (como la matanza de los curdos por el régimen de Saddam Hussein).104

Los sistemas totalitarios «Hay que establecer claramente como principio que el error más grande pesa sobre el sistema, sobre la estructura misma del Estado totalitario»,105 escribe Primo Levi. Los regímenes totalitarios desprecian la razón y no conceden ningún valor a la vida humana. No hacen ningún esfuerzo para evaluar las consecuencias de su ideología y de sus actividades. Despre‐ cian asimismo la libertad intelectual, el auge de los conocimientos y el respeto a la justicia. Goering proclamaba en mar‐ zo de 1933: «Aquí no necesito preocuparme de la justicia; mi única misión es destruir y exterminar, nada más». El des‐ precio de los dirigentes por los individuos al servicio de un ideal ciego conduce asimismo a no conceder ningún valor al otro y, por extensión, a la vida humana. Mao Zedong no vacilaba en decir que la vida de sus ciudadanos no contaba en absoluto para conseguir sus propios fines: «Si se suman todos los propietarios de bienes raíces, los campesinos ricos, los contrarrevolucionarios, los malos elementos y los reaccionarios, su número debería llegar a los 30 millones… En nuestra población de 600 millones de personas, esos 30 millones no son sino una vigésima parte. ¿Qué hay que temer?… ¡Tene‐ mos tanta gente…! Podemos permitirnos perder unos cuantos. ¿Qué diferencia hay?»106 Y añadía: «Los muertos tienen ventajas. Fertilizan el suelo».107 Mao, directa o indirectamente, causó la muerte de 50 millones de personas. Los que están al servicio de los dictadores y ejecutan sus órdenes son a menudo víctimas de la misma ceguera y del mismo desprecio de la vida humana. Como explica Todorov, todos los regímenes extremistas se sirven del principio «Quien no está conmigo está contra mí», pero sólo los regímenes totalitarios añaden: «Y quien está contra mí debe pere‐ cer». Lo que caracteriza más específicamente el totalitarismo es que ese enemigo se encuentra en el interior mismo del país, y que extendemos el principio de guerra a las relaciones entre grupos de compatriotas. Los sistemas totalitarios re‐ nuncian a la universalidad y dividen la humanidad en seres superiores (sus partidarios) y seres inferiores (sus opositores, que deben ser castigados, e incluso eliminados). Es el régimen el que detenta la medida del bien y del mal y decide la di‐ rección en la que la sociedad debe evolucionar.108 El Estado debe controlar la totalidad de la vida social del individuo: su trabajo, el lugar donde vive, sus bienes, la educación o las distracciones de sus hijos, e incluso su vida familiar y amorosa. Este dominio total le permite obtener la sumisión de sus sujetos: ya no hay lugar donde puedan resguardarse y escaparse de él.

La responsabilidad de proteger En vez de poner por delante el «deber de injerencia»,109 que corre el riesgo de irritar a los Estados quisquillosos en la de‐

fensa de su soberanía, los politólogos Gareth Evans y Mohamed Sahnoun prefieren hablar de la responsabilidad que in‐ cumbe a los Estados de proteger a sus ciudadanos. Sin embargo, subrayan, si los Estados no están en condiciones de pro‐ teger a sus ciudadanos de matanzas a gran escala, de hambrunas u otras calamidades, o si no están dispuestos a hacerlo, una responsabilidad semejante debe estar asegurada por la comunidad de los Estados, principalmente por la ONU y las organizaciones intergubernamentales y regionales. Una responsabilidad semejante implica tres obligaciones: la de prevenir, eliminando las causas latentes y las causas inmediatas de los conflictos internos; la de reaccionar con medidas apro‐ piadas, coercitivas si es necesario, ante situaciones en las que la protección de los ciudadanos es una necesidad imperiosa; la de reconstruir, proporcionando asistencia a todos los niveles a fin de facilitar que se reanuden las actividades, la recons‐ trucción y la reconciliación. 50 El programa Aktion T4 afectaba a todos los pacientes que padecían de esquizofrenia, epilepsia, senilidad, parálisis incurable, debilidad de espíritu, encefalitis y trastornos neurológicos en sus fases finales, así como a los pacientes hospitalizados desde hacía al menos cinco años. 51 «Cuántas personas morirían si estallara la guerra. El mundo tiene 2.700 millones de habitantes. […] En una situación extrema, la mitad sobreviviría, pero el imperialismo quedaría arrasado y el mundo entero se volvería socialista.» Mao Zedong en Chang, J. y Halliday, J. (2006), Mao: L’histoire inconnue, Gallimard, pp. 478-479. 52 Véase el capítulo 28, «En el origen de la violencia: la desvalorización del otro». 53 Los cuarteles generales estaban situados en el número 4 de la Tiergartenstrasse

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31 ¿La guerra ha existido siempre? ¿Es la guerra una fatalidad? Para el filósofo inglés Thomas Hobbes: «El estado natural es también el estado de la guerra de todos contra todos, una guerra perpetua, porque resulta del equilibrio de poderes naturalmente iguales, guerra racio‐ nal, porque el hombre es el enemigo natural del hombre».1 Hobbes presenta al hombre como un ser fundamentalmente egoísta, proclive a la violencia y a la competición, dis‐ puesto a todo para hacer triunfar sus intereses sobre los de otro. Era uno de aquellos que piensan que, entregados a sí mismos, los hombres acaban rápidamente por matarse unos a otros. Winston Churchill va incluso más lejos: «La historia de la raza humana es la guerra. Dejando aparte breves y precarios interludios, nunca ha habido paz en el mundo; antes del comienzo de nuestra historia, los conflictos asesinos eran uni‐ versales y sin fin». A lo largo de toda nuestra educación escolar se nos ha enseñado que la historia de la humanidad no es sino una sucesión ininterrumpida de guerras. Orgullosos de esa herencia intelectual, los primeros paleontólogos que se dedicaron a estudiar la historia de la especie humana interpretaron sistemáticamente las marcas de fracturas o aplastamientos observadas en los restos de hombres prehistóricos como signos de muerte violenta causada por sus congéneres. Como vamos a ver, ha resultado que, en la mayoría de los casos, aquello no era sino el fruto de su imaginación. De hecho, la mayor parte de la historia del Homo sapiens se desarrolló antes de que el fenómeno de la guerra apareciese hace alrededor de diez mil años. Un manual de psicología evolucionista explica que la historia humana «revela coaliciones de machos en guerra omni‐ presentes a través de todas las culturas».2 El fundador de la sociobiología, Edward O. Wilson, comparte esta visión del hombre y de su evolución: «¿Son los seres humanos naturalmente agresivos? La respuesta es sí. A lo largo de toda la his‐ toria, la guerra, que no es otra cosa que la técnica más organizada de la agresión, ha sido endémica en todas las formas de sociedades desde los grupos de cazadores-recolectores hasta los Estados industriales».3 Semejantes afirmaciones son innumerables en los medios de la antropología, la arqueología y la paleontología. No obstante, desde hace unos veinte años, un número creciente de investigadores defiende tesis muy diferentes. En su obra Beyond War: The Human Potential for Peace (‘Más allá de la guerra: el potencial humano para la paz’), el antropólo‐ go Douglas Fry ha reunido los descubrimientos de investigadores que han vuelto a examinar un amplio conjunto de in‐ vestigaciones arqueológicas y etnográficas.4 El debate sobre nuestros orígenes, violentos o pacíficos, no parece estar a punto de extinguirse, pero como subraya el eminente etólogo Robert Sapolsky en su prefacio al libro de Fry:

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Un examen en profundidad de los hechos nos conduce en primer término a criticar el statu quo concerniente a la gue‐ rra y la naturaleza humana, llamada aquí «el punto de vista del hombre guerrero» y, en segundo término, a dar una nueva interpretación de la agresividad humana. Este libro defiende la idea de que la guerra no es inevitable y de que los humanos tienen una capacidad considerable para administrar los conflictos de manera no violenta.

¿Somos descendientes de monos asesinos? Según dos antropólogos influyentes, Richard Wrangham y Dale Peterson, autores de un libro de título explícito —Demonic Males: Apes and the Origins of Human Violence [‘Machos demoníacos: los simios y el origen de la violencia humana’] —, somos los «supervivientes embrutecidos de cinco millones de años de acostumbrarnos a la agresión mortal».5 Los hombres serían así los descendientes de «monos asesinos» y habrían heredado de sus antepasados una predisposición innata a la violencia. Asimismo, en su superventas Génesis en África,6 el divulgador científico Robert Ardrey proclama: «¡Somos hijos de

Caín! La unión del carnívoro y del gran cerebro dio como resultado el hombre. Nuestro antepasado más antiguo fue un asesino. Sus costumbres de asesino son lo que hay más seguro en nuestra herencia. […] El hombre es un depredador cuyo instinto es matar con la ayuda de un arma».7 Estas afirmaciones reposan en dos hipótesis: la violencia predomina en algunos grandes monos y lo mismo ocurría en nuestro antepasado común.

Una vida social más bien apacible El primer punto se apoya principalmente en la observación de comportamientos violentos en los chimpancés, más en particular en el episodio de la «guerra de los chimpancés» descrito por Jane Goodall en la reserva de Gombe en Tanza‐ nia. En realidad, lo hemos visto en un capítulo precedente, la eliminación de un grupo de chimpancés por una banda ri‐ val sigue siendo un fenómeno relativamente raro. En la vida cotidiana, las disputas son poco frecuentes y se saldan por lo general con reconciliaciones entre protagonistas que se despiojan mutuamente. Las observaciones en esos lugares efec‐ tuadas por Jane Goodall y otros investigadores muestran en efecto que, si los chimpancés consagran el 25 % de su tiempo a las interacciones sociales, para un individuo dado, la frecuencia de interacciones agresivas no supera una media de dos disputas por semana.8 Además, en los chimpancés no es raro que un macho dominante se interponga durante una dispu‐ ta y mantenga a los protagonistas a distancia, el tiempo para calmar los ánimos. ¿Qué ocurre con los otros primates? Después de haber analizado un gran número de estudios dedicados a unas sesen‐ ta especies, Robert Sussman y Paul Garber han demostrado que la amplia mayoría de las interacciones son amigables y cooperativas (aseo, compartir alimentos, etc.).9 En cambio, las interacciones antagónicas —altercados, desplazamientos forzosos, amenazas y enfrentamientos— constituyen apenas el 1 % de las interacciones sociales. Sussman y Garber con‐ cluyen: «Considerados en su conjunto, estos datos pueden explicar por qué los primates no humanos viven en grupos sociales relativamente estables y unidos y resuelven sus problemas cotidianos de manera generalmente cooperativa».10 Asimismo, después de haber observado babuinos durante quince años, Shirley Strum afirma: «La agresión no tiene una influencia tan omnipresente e importante en la evolución como se ha podido pensar».11

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¿De quién descendemos? Genéticamente somos muy próximos a los chimpancés y a los bonobos (nuestro ADN es un 99,5 % idéntico al de ellos), pero no descendemos ni de los unos ni de los otros. Según los datos de que disponemos, la descendencia evolutiva de los «homínidos» (los antepasados comunes del hombre y de los grandes simios) se separó de los pequeños simios hace alre‐ dedor de diez millones de años. Luego, la descendencia humana se apartó de los grandes simios hace seis millones de años, mucho antes de la escisión entre bonobos y chimpancés. No hay, pues, ninguna razón para pensar a priori que nuestro antepasado común se pareciera más a los chimpancés que a los bonobos que, a su vez, son aún más apacibles. Como subraya Frans de Waal: Si los bonobos hubieran sido conocidos antes, las hipótesis de la evolución humana habrían podido hacer hincapié en las relaciones sexuales, la igualdad entre machos y hembras, el origen de las familias, más que en la guerra, la caza, la utilización de herramientas y otras prerrogativas masculinas. La sociedad bonobo parece gobernada por el «haz el amor, no la guerra» de los años sesenta, más que por el mito del mono asesino sanguinario que domina los manuales desde hace más de tres décadas.12

La violencia en los hombres prehistóricos En 1925, un joven profesor de anatomía, Raymond Dart, descubrió el cráneo fosilizado de un joven primate de dos a tres años en una cantera de Sudáfrica. El cráneo del «niño de Taung», bautizado así por el nombre del lugar, estaba extraordi‐ nariamente bien conservado y presentaba una mezcla de características simiescas y humanas. Dart nombró a la especie

Australopithecus africanus («el mono del sur de África») y afirmó que se trataba de un antepasado del género humano. Su hipótesis fue inicialmente rechazada por la comunidad científica. Luego, a medida que se sacaron a la luz nuevos especí‐ menes de australopiteco, se reconoció la importancia de su descubrimiento y el australopiteco fue elevado al rango de nuestros antepasados, los homínidos. Pero Dart tenía también una imaginación desbordante. Aunque no era especialista en los procesos de fosilización, des‐ pués de haber descubierto varios especímenes de australopiteco, vio en la presencia de cráneos fracturados y de osamen‐ tas rotas, un igual número de pruebas de que esos antepasados del hombre eran no sólo cazadores, sino que se mataban unos a otros y se entregaban al canibalismo.13 Los numerosos cráneos de babuinos y algunos cráneos de australopitecos hundidos o agujereados encontrados en el mismo lugar significaban, a los ojos de Dart, que los individuos habían sido asesinados con porras hechas con tibias, cuyas protuberancias habían producido las marcas observadas en los cráneos. Asimismo, a partir de la observación de agujeros regularmente espaciados en un cráneo, sacó la conclusión de un asesi‐ nato ritual. Cuando un colega le preguntó: «Según usted, ¿qué porcentaje de los australopitecos fueron asesinados?», Dart respondió: «¿A qué viene esta pregunta? Todos, por supuesto». En la prosa colorida de Dart, nuestros antepasados eran «auténticos asesinos; criaturas carnívoras que se apoderaban brutalmente de sus presas, las mataban a golpes, des‐ pedazaban sus cuerpos quebrados, los desmembraban, calmaban su sed insaciable con la sangre caliente de las víctimas y devoraban golosamente su carne todavía palpitante».14 Todo un programa… Las interpretaciones de Dart —que entretanto han inspirado toda una literatura sobre la barbarie ancestral del hom‐ bre, entre otros Génesis en África, que hemos citado anteriormente— no han resistido a las investigaciones efectuadas por sus sucesores. El examen minucioso de los restos fósiles ha llevado a los especialistas de la antropología física a concluir que la fragmentación de los huesos y los cráneos era el resultado de las compresiones ejercidas sobre los especímenes por las rocas y la tierra durante los milenios de su fosilización.15 Otro paleontólogo, C. K. Brain, llegó a la conclusión de que los agujeros observados en las bóvedas craneanas eran probablemente perforaciones producidas por los colmillos de una especie extinguida de leopardo cuyos restos han sido encontrados en la misma capa geológica de los australopitecos. La talla y la disposición de los caninos protuberantes de esas fieras correspondían exactamente a la disposición de los agujeros emparejados que se observaban en los cráneos de los babuinos y australopitecos.16 Podemos, pues, sumarnos a las conclusiones de Douglas Fry: «Los asesinos simiescos y caníbales que Dart había pintado con tanto realismo resultaron ser nada más que una cena de leopardos. Las aterradoras reconstrucciones de Dart no eran sino pura fantasía».17 Frans de Waal resume así este giro:

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La ironía del destino es que hoy creemos que el australopiteco, lejos de haber sido un depredador, fue una de las presas preferidas de los grandes carnívoros. […] Podría ser, pues, que los inicios de nuestra descendencia hayan estado mar‐ cados no por la ferocidad, sino por el miedo.18 En cuanto a las marcas encontradas en el cráneo del niño de Taung, se ha demostrado posteriormente que se parecían por completo —talla y distribución, trazados de los rasguños, formas de las fracturas, etc.— a las marcas que aún hacen en nuestros días las águilas coronadas de Costa de Marfil en el cráneo de los jóvenes babuinos de los que se alimentan.19 Así, los principales descubrimientos que habían llevado a los primeros investigadores a afirmar que nuestros antepasa‐ dos prehistóricos eran muy violentos entre sí, han resultado ser, uno tras otro, explicables de manera más plausible me‐ diante fenómenos naturales o violencias infligidas por depredadores no humanos.

¿Ha existido siempre la guerra? La guerra es definida como una agresión efectuada en grupo por los miembros de una comunidad contra los miembros de otra comunidad. En la casi totalidad de los casos causa la muerte de miembros no específicos de la comunidad enemi‐ ga. La guerra debe, pues, ser distinguida de la violencia personalizada característica de los homicidios y de los actos de venganza que apuntan a uno o varios individuos en particular.20 La guerra deja huellas identificables: fortificaciones erigidas alrededor de las ciudades; armas destinadas al combate

(que se diferencian de las armas de caza); representaciones de escenas guerreras en el arte; sepulturas que contienen un número importante de esqueletos con puntas de proyectiles u otros artefactos imbricados en los huesos u otras partes del cuerpo; y también una reducción del número de machos enterrados cerca de las ciudades (sugiriendo que han muerto en otro sitio). La presencia simultánea de varias de estas indicaciones y su repetición en una misma región constituye una prueba de actividades guerreras. Ahora bien, el examen de numerosos documentos arqueológicos ha llevado a muchos investigadores, entre ellos al an‐ tropólogo Leslie Sponsel a observar que: Durante la fase de cazadores-recolectores de la evolución cultural, que representa el 99 % de la existencia humana en el planeta […], la falta de pruebas arqueológicas de la guerra sugiere que ha sido rara o inexistente durante la mayor par‐ te de la prehistoria humana.21 Durante millones de años, los homínidos, nuestros antepasados, disponían de inmensos espacios. Según el trabajo de síntesis efectuado por la Oficina de Censos de los Estados Unidos, hace diez mil años, justo antes del desarrollo de la agricultura, la población del planeta contaba entre uno y diez millones de individuos.22 Hasta esa época, se encuentran vestigios que indican que algunos individuos probablemente fueron víctimas de asesinatos, pero no se encuentra ningu‐ na huella de guerra entre grupos. Según el antropólogo Jonathan Haas, «las pruebas arqueológicas de la existencia antes de diez mil años de alguna forma de guerra en alguna zona del planeta son desdeñables».23 Eso parece comprensible si se piensa, como subraya Frans de Waal, que «las primeras sociedades humanas vivían en pequeños grupos dispersos, aleja‐ dos unos de otros, y no tenían ninguna razón para hacerse la guerra. Estaban mucho más preocupados por sobrevivir escapándose de los terroríficos depredadores que dominaban la naturaleza de entonces».24

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los primeros signos de guerra

El estudio de las sociedades de cazadores-recolectores que han sobrevivido hasta nuestra época muestra asimismo que se trata de pequeñas comunidades igualitarias, sin jefes ni jerarquía marcada, que, debido a su gran movilidad no podían poseer muchos bienes ni acumular provisiones.25 Según el especialista en la evolución Bruce Knauft: «Debido a la insis‐ tencia en el acceso igualitario a los recursos, en la cooperación y en difusas redes de afiliación, la tendencia opuesta a la rivalidad entre los grupos y a la violencia colectiva, es mínima».26 En cuanto al etnólogo Christopher Boehm, reputado por su saber enciclopédico, estudió centenares de sociedades diversas y resume así la imagen que surge de los datos que analizó: Hace cuarenta mil años, cuando aparecieron los humanos anatómicamente modernos que aún vivían en pequeños grupos y todavía no habían domesticado las plantas y los animales, es muy probable que todas las sociedades humanas practicaran comportamientos igualitarios y que la mayor parte del tiempo, lo hicieran con gran éxito.27 Aún en nuestros días, los paliyan del sur de la India, estudiados por el etnógrafo británico Peter Gardner conceden un gran valor al respeto al otro, a su autonomía y a la igualdad entre todos los miembros de la comunidad, hombres y muje‐ res. Después de la caza, la comunidad reparte la carne en porciones iguales, luego cada uno coge una de esas partes, haya o no participado en la caza y sea cual sea el papel que haya desempeñado en ella. Los paliyan evitan cualquier forma de competencia e incluso se abstienen de hacer comparaciones entre las personas. No buscan ninguna forma de prestigio y no tienen jefe. Prefieren solucionar los conflictos por la mediación o la evitación más que por la confrontación.28 Exacta‐ mente lo mismo ocurre entre los kung del Kalahari. Cuando la acción de un cazador consumado ha sido particularmente fructífera, éste es recibido con alegría, pero también para evitar que se lo crea, con bromas del tipo: «¡Qué montón de piel y huesos inútiles!» Quien busque imponerse como jefe se expone al ostracismo general.29 Numerosas culturas tienen, asimismo, costumbres que tienden a impedir la aparición de una jerarquía en el seno del grupo. Según Boehm, «entre las tribus hadza, si un jefe en potencia intenta persuadir a otros hadza que trabajen para él, éstos le hacen comprender claramente que sus tentativas los divierten». Entre los iban, si un «jefe intenta dar órdenes,

nadie escucha».30 Cuando algunos cazadores-recolectores comenzaron a volverse sedentarios, aparecieron las desigualdades, las estrati‐ ficaciones jerárquicas y las transmisiones hereditarias de riqueza.31 Las poblaciones sedentarias empezaron a cultivar la tierra y a domesticar animales; así pudieron acumular riquezas, que conferían poder, debían ser protegidas y atraían mi‐ radas codiciosas. Esta nueva situación creó razones, hasta entonces inexistentes para atacar a un grupo de personas con el fin de apoderarse de sus riquezas, de sus tierras o de su ganado. Las correrías ya no iban dirigidas contra individuos en particular, sino contra comunidades. Poco a poco se van transformando en guerra de conquista. Gobiernan minorías triunfantes. Se ve aparecer una nobleza, un clero y otras estructuras jerárquicas que marcan el fin de la igualdad en el seno de la sociedad. Es, pues, hace alrededor de diez mil años cuando se observan los primeros signos de guerra. En el Próximo Oriente, en esa época, la caza y la recolección dan paso a una economía fundada en la agricultura y la ganadería. Las investigacio‐ nes arqueológicas indican huellas dispersas de guerras que se remontan a nueve mil quinientos años aproximadamente, luego una propagación geográfica y una intensificación de la guerra en el curso de los siglos. Las fortificaciones, ausentes hasta entonces, aparecen hace unos siete mil años a lo largo de las rutas comerciales.32 Se advierten también los primeros signos de matanzas y de sepulturas agrupadas de hombres en la plenitud de su vida.33 Las famosas murallas de Jericó, que se remontan a más de nueve mil años, fueron durante mucho tiempo considera‐ das, erróneamente, como las primeras fortificaciones guerreras conocidas. Un examen más atento de la situación ha lle‐ vado a la arqueóloga Marilyn Roper a concluir que no se encuentra ningún signo de guerra: ni sepulturas que escondan un gran número de esqueletos y de armas, ni trazas de incendios o de invasión de la ciudad, etc. Además, otros cinco lu‐ gares contemporáneos de la región están desprovistos de murallas.34 Los fosos de Jericó sólo fueron cavados en tres la‐ dos, dejando, pues, un lado abierto, lo que no tiene ningún sentido para una estructura defensiva. Finalmente, teniendo en cuenta todos los datos disponibles, el arqueólogo Bar-Yosef propuso una alternativa plausible: las murallas neolíticas de Jericó parecen haber sido construidas para formar una defensa contra las inundaciones y las avalanchas de fango.35 En el continente americano, los primeros signos de guerra aparecen hace cuatro mil años en el Perú, y tres mil años en México. En su estudio centrado en las regiones costeras de América del Norte, el arqueólogo Herbert Mashchner anota que antes de dos mil años no se encuentran sino un pequeño número de huellas de traumatismos atribuibles a mazazos, por ejemplo, entre los restos de esqueletos. Luego, hace alrededor de mil quinientos, e incluso mil ochocientos años, los signos característicos de actividades guerreras se vuelven evidentes. Se notan estructuras defensivas y pueblos más gran‐ des, construidos sobre posiciones estratégicas que facilitan su defensa. Además, se observa una decadencia de la pobla‐ ción, atribuida a los conflictos.36 Parece, pues, que las afirmaciones de los antropólogos Wrangham y Peterson, según las cuales «ni en la historia ni en el planeta se encuentran huellas de una sociedad verdaderamente pacífica», no reposan en ninguna prueba tangible.37 Esos autores sostienen que la existencia de la guerra se remonta a millones de años, sin apuntalar sus afirmaciones con ayuda de datos arqueológicos. Para Fry, uno de los errores metodológicos de esos autores consiste en equiparar las muer‐ tes violentas (un término ambiguo) y los homicidios a los actos de guerra.38 Hablan, entonces, como hace asimismo el arqueólogo estadounidense Lawrence Keeley, de «guerras prehistóricas», para referirse a hechos que no tienen nada en común con lo que hoy llamamos «guerra».39 Como señala Fry, es algo así como si se hablase de guerra cuando una ingle‐ sa envenena a su marido o cuando unos bandidos de América del Sur desvalijan y matan a unos viajeros en una carretera desierta.40

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La violencia de las sociedades primitivas Los antropólogos nos enseñan que los seres humanos han pasado más del 99 % de su existencia en el planeta en bandas nómadas que subsistían gracias a la recolección y a la caza. Ahí también encontramos en acción los mismos prejuicios, bien ilustrados, por ejemplo, por el manual de psicología evolutiva titulado El lado oscuro del hombre: los orígenes de la violencia masculina, cuyo autor, el antropólogo Michael Ghiglieri, declara: «Los documentos que describen la historia

humana, que comprenden centenares de estudios etnográficos de culturas tribales del mundo entero, revelan la omnipre‐ sencia, en todas las culturas del planeta, de guerras de coalición llevadas a cabo por varones».41 El mismo autor concluye de manera muy alentadora: «Vivimos en un mundo donde los estafadores, los ladrones, los violadores, los asesinos y los instigadores de la guerra merodean en todos los paisajes humanos». Uno de los antropólogos que contribuyó más ampliamente a esta visión sombría de las cosas es Napoleon Chagnon, autor de una publicación que alcanzó celebridad instantánea, sobre los indios yanomamis de la selva amazónica.42 En ese artículo y en el libro que siguió, Yanomamö: la última gran tribu,43 Chagnon afirmaba en particular que los hombres que habían cometido crímenes en el curso de razias en las tribus vecinas tenían más mujeres y tres veces más hijos que los que no habían matado nunca a nadie. Así, los asesinos que tenían una ventaja reproductora sobre sus congéneres menos violentos transmitirían más a menudo sus genes a las generaciones siguientes y deberían, pues, haber sido favorecidos por la evolución. Cha​gnon dedujo que «la violencia es tal vez la principal fuerza que actúa tras la evolución de la cultu‐ ra». De su libro se vendieron millones de ejemplares en el mundo, y contribuyó ampliamente a propagar la imagen del hombre primitivo violento. Pero resultó que su estudio fallaba en numerosos puntos, particularmente en la selección de los grupos de edades dife‐ rentes: el muestrario de asesinos que Chagnon había seleccionado tenía una media de diez años más que el de los no ase‐ sinos. Es evidente que, con independencia de su condición de «homicidas o no homicidas», los hombres de treinta y cin‐ co años tenían que tener, en promedio, más hijos que los de veinticinco años. El estudio de Chagnon está viciado por muchos otros errores metodológicos que invalidan sus conclusiones. El psicólogo Jacques Lecomte investigó minuciosamente otros estudios antropológicos sobre este tema y no encontró sino dos, uno llevado a cabo entre los cheyennes, el otro entre los waorani de Ecuador.44 Ambos son metodológicamente más rigurosos que el de Chagnon y llegan a la conclusión opuesta: los hombres implicados en acciones asesinas tienen en promedio menos hijos que los otros.45 El antropólogo Kenneth Good, discípulo de Chagnon, se esperaba lo peor cuando se dirigió al lugar. Finalmente, pasó muchos años entre los yanomamis y hasta se casó con una joven. Descubrió una realidad muy diferente:46

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Para mi gran sorpresa —escribe—, yo había encontrado entre ellos un género de vida que aunque peligroso y rudo también estaba hecho de camaradería, de compasión, y daban mil lecciones cotidianas de armonía comunitaria.47 […] En el curso de los meses fui apreciando cada vez más su manera de vivir, la armonía y la cohesión de su grupo. […] Me gustaba la ayuda mutua familiar, la manera como se ocupaban de los hijos, sin separarse nunca de ellos, mimándo‐ los o educándolos constantemente. Me gustaba el respeto que se tenían unos a otros. […] A pesar de las razias, los arrebatos de cólera y los combates, a fin de cuentas, es un pueblo feliz, que vive en una sociedad armoniosa.48 Kenneth Good es perfectamente consciente del potencial de violencia de los yanomamis y reconoce la existencia de razias para vengarse de un asesinato o apoderarse de mujeres que pertenecían a las tribus vecinas pero, según él, genera‐ lizando en todo un pueblo el comportamiento de algunos individuos, Chagnon deformó la realidad tanto como lo haría un sociólogo que describiera a los neoyorquinos como «un pueblo de ladrones y de criminales». En resumen, entre los yanomamis, la violencia no es sino el hecho de una minoría de individuos, e incluso entre estos últimos, es rara.49 Uno puede preguntarse si la popularidad del libro de Chagnon no se debe en parte al hecho de que parece dar creden‐ ciales científicas a la creencia en la naturaleza violenta del hombre. ¿Cómo hacerse una idea más matizada sobre la inci‐ dencia de la violencia en las culturas primitivas? En su introducción a la Cambridge Encyclopedia of Hunters and Gaterers, publicada por la Universidad de Cambridge, Richard Lee y Richard Daly resumen las conclusiones de los numero‐ sos estudios realizados hasta la actualidad: Los cazadores-recolectores son generalmente pueblos que han vivido hasta hace poco en la ausencia de una disciplina general impuesta por un Estado. […] A todas luces, han vivido asombrosamente bien juntos, resolviendo sus proble‐ mas entre ellos, muy a menudo sin recurrir a un personaje de autoridad y sin una inclinación particular a la violencia. No era, pues, la situación descrita por el gran filósofo del siglo XVII, Thomas Hobbes, en su célebre fórmula de «la gue‐

rra de todos contra todos».50 Aún en nuestros días, los batek y los semai de Malasia, por ejemplo, evitan la violencia y eligen sistemáticamente ale‐ jarse de sus enemigos potenciales, llegando a emprender la fuga para evitar cualquier conflicto. Sin embargo, están lejos de ser cobardes y demuestran un gran valor en la vida cotidiana. El antropólogo Kirk Endicott preguntó una vez a un ba‐ tek por qué sus antepasados no habían utilizado sus cerbatanas con flechas envenenadas para disparar contra los malayos que realizaban incursiones para capturar bateks y reducirlos a la esclavitud. El hombre quedó sorprendido por la pregun‐ ta y respondió: «¡Pues porque eso los habría matado!»51 Cuando se producen disputas en el seno de su comunidad o con otro grupo, encuentran un medio para arreglarlas gracias a la mediación. Tal como explicaba un semai, «estamos muy atentos a no hacer daño a los otros […] verdaderamente detestamos estar implicados en conflictos. Queremos vivir en paz y en seguridad».52 La no violencia es inculcada a los niños desde su más tierna infancia. Cierto es que existen voces disidentes, como la antropóloga Carole Ember, aunque ella también comete el error de in‐ cluir en la apelación de «guerra» los comportamientos hostiles de todo tipo, incluyendo los asesinatos individuales.53 Uti‐ lizando criterios más realistas, otros investigadores han censado más de setenta culturas tradicionales que están en su mayoría exentas de violencia.54 Eso no significa que la violencia y el crimen estén ausentes de esas culturas, sino que se trata de disputas personales y no de conflictos entre grupos.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¡Lanzad los venablos, pero procurad no herir a nadie!

En la Tierra de Arnhem, en Australia, se encuentran numerosos lugares en los que hay arte rupestre de diez mil años de antigüedad, donde están representados animales, seres humanos y criaturas míticas. La mayoría de las escenas evocan la vida cotidiana, y sobre algunas de ellas aparecen personajes que lanzan venablos y bumeranes. Los arqueólogos Paul Taçon y Christopher Chippindale han interpretado estas últimas como escenas de guerra. En un artículo titulado «Antiguos guerreros de Australia», explican que «algunas de las pinturas representan combates y su epí‐ logo, incluyendo escenas de batallas muy detalladas».55 Ahora bien, estudios bien documentados han establecido que la guerra era desconocida entre los aborígenes.56 Pero, sobre todo, los etnólogos han descrito una costumbre ancestral, practicada hasta hace poco, que se asemeja mucho a las que estaban representadas en las pinturas rupestres. Cuando los miembros de dos tribus habían acumulado quejas y per‐ juicios unos contra otros —seducción de mujeres o promesas no cumplidas—, una vez superado cierto límite de toleran‐ cia, una de las tribus partía en expedición y acampaba cerca de la otra. La primera noche individuos que se conocían bien y no se habían visto desde hacía tiempo se dedicaban a visitarse mutuamente. Luego, a la mañana siguiente, unas cuantas docenas de hombres de cada bando se ponían cara a cara. Un anciano de una de las tribus abría las hostilidades arengando a un individuo de la otra tribu, vertiendo sobre él toda clase de recriminaciones, sin ahorrar en detalles. Cuando el anciano se quedaba sin aliento ni argumentos, el acusado replica‐ ba con igual inspiración, todo el tiempo que deseara. Luego le llegaba el turno a un segundo miembro de la primera tribu para lanzar su denuncia, a la que la persona aludida respondía expresando sus propias quejas. Cabe notar que estos re‐ proches vehementes iban siempre dirigidos a individuos, nunca al grupo mismo. Ahora bien, como hemos visto, se sabe que las violencias masivas, las matanzas y los genocidios comienzan siempre por la demonización de un grupo particular. Después de interminables palabreos, empieza finalmente el lanzamiento de venablos. Se trataba siempre de un indivi‐ duo que apuntaba a otro en particular, y era principalmente practicado por los ancianos y no por los jóvenes en la pleni‐ tud de su fuerza. Cuando los que lanzaban el arma eran jóvenes, los mayores no dejaban de recordarles: «¡Procura no he‐ rir a nadie!», y los intercambios de lanzamientos calculados para no dar en el blanco continuaban hasta que, por un des‐ cuido, una persona resultaba herida. Entonces todo se detenía. Sea como fuera, después de una nueva andanada de pro‐ testas, a la que se unían esta vez todos los parientes de la víctima, que se encontraban muy a menudo repartidos en los dos bandos debido a los matrimonios entre grupos, se levantaba la sesión. Vemos cómo se presentaba, de manera teatral, la posibilidad de que cada uno de los miembros de ambas tribus, que

habitualmente mantenían buenas relaciones, «se desahogara» cuando se habían acumulado demasiados rencores. Así se evitaba un conflicto mucho más grave. Al abrir el absceso, se cura la enfermedad y las buenas relaciones se renuevan. Le‐ jos de ser un acto de guerra, esas batallas ceremoniales servían para aplacar las tensiones y evitar conflictos verdaderos. No obstante, a pesar del hecho de que en veinte años de observaciones, W. Lloyd Warner nunca descubrió un solo muer‐ to resultante de esas makarata, hizo de ese ritual, al que sin embargo definió él mismo como un «combate de ceremonia para hacer la paz», una de las «seis categorías de guerras» que inventarió.57 Es como mínimo paradójico llamar «guerra» a un ritual destinado a hacer la paz y que no causa ninguna muerte.58

Ni ángeles ni demonios: poner la violencia en perspectiva Era importante, pues, en referencia al trabajo de síntesis de Douglas Fry y de otros antropólogos, disipar la creencia en una humanidad desde siempre brutal, sanguinaria e instintivamente proclive a la violencia. Sin embargo, una vez resta‐ blecida una visión más cercana a la realidad, a saber, que la mayoría de las tribus primitivas hacían más hincapié en la cooperación y la cohabitación pacífica que en la explotación y la agresividad, sería igualmente falso dar una visión idílica de nuestros antepasados. La imagen del «buen salvaje» de Rousseau no es más plausible que la del «hombre guerrero». La violencia individual formaba parte de la existencia de nuestros antepasados y se traducía en asesinatos, seguidos, a su vez, de represalias. Aunque la manera de establecer la cantidad se presta a controversia, parece que la tasa de muertes violentas (incluyendo la muerte debida a los depredadores no humanos) se sitúa en torno al 15 % en las sociedades prehistóricas y en las sociedades contemporáneas de cazadores-recolectores, con extremos que han llamado naturalmen‐ te la atención, como el de los waorani de la Amazonía, por ejemplo, entre los que se ha censado hasta un 60 % de muer‐ tes violentas en los hombres.59 En cambio, hoy en día, la tasa de homicidios en Europa sólo es de 1 entre 100.000 habitantes (0,001 %) por año. A pe‐ sar de todas las noticias alarmistas difundidas por los medios, vivimos incomparablemente más seguros que en el pasado. Si la guerra no ha existido, pues, durante el 98 % de la historia humana, conoció en cambio una gran expansión hace alrededor de diez mil años, para alcanzar dimensiones catastróficas durante varios milenios. No obstante, en el curso de los últimos siglos, y más particularmente desde la segunda mitad del siglo XX, como muestra el capítulo siguiente, el nú‐ mero de conflictos y su gravedad no han dejado de disminuir.60

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32 El declive de la violencia A cada instante se cometen hechos de extrema violencia en un rincón u otro del planeta, y nos informan casi al instante sobre ellos. Los estadísticos también nos dicen a veces que la violencia se incrementa en tal o cual región del mundo. Pero ¿cuál ha sido la evolución global de la violencia en el curso de los siglos? Para responder a esta pregunta es indispensable, por una parte, considerar la evolución de la violencia durante largos períodos de tiempo y, por otra, no tener en cuenta únicamente los acontecimientos o conflictos que hieren más nuestra conciencia, sino analizar el mayor número de datos posible. La respuesta es sorprendente y desmiente las ideas recibidas: la violencia individual y colectiva no ha dejado de dismi‐ nuir desde hace un milenio, y muy particularmente desde hace sesenta años. Esta conclusión es el fruto de investigacio‐ nes precisas llevadas a cabo por varios equipos en el curso de los últimos treinta años. Una de las razones por las que esta afirmación nos desconcierta se debe a la ignorancia o al olvido del nivel de violen‐ cia que ha caracterizado los siglos pasados. Un sondeo, realizado por Steven Pinker, autor de una erudita obra de 800 pá‐ ginas sobre el declive de la violencia, muestra que la gente se equivoca sistemáticamente en su evaluación del nivel de violencia que prevalece en diferentes épocas de nuestra historia. Según ese sondeo, los ingleses encuestados creen que el siglo XX ha sido globalmente un poco más violento que el siglo XIV en términos de homicidios, mientras que en realidad lo fue de veinte a cincuenta veces menos según el país. Lo mismo ocurre con la casi totalidad de los otros parámetros to‐ mados en consideración para medir la violencia en el curso de los siglos.

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El declive de la violencia individual En el siglo XIV, un europeo tenía una media de cincuenta veces más riesgo de ser víctima de un homicidio que hoy. Utili‐ zando los archivos de los tribunales y de los ayuntamientos ingleses, el politólogo Robert Gurr ha puesto en evidencia que en Oxford, en 1350, la tasa anual de homicidios era de 110 por 100.000 habitantes. Esa tasa cayó a 10 en el siglo XVI y a 1 hoy en día.1 Como muestra el gráfico inferior, ocurre lo mismo en toda Europa.

Los homicidios de personas no emparentadas disminuyeron más que los asesinatos de familiares, mientras que los

hombres siguieron siendo responsables del 92 % de los asesinatos. A fines de la década de 1820, los infanticidios repre‐ sentaban el 15 % de los homicidios en Europa. En Francia, hoy, no representan más que el 2 %, y los homicidios en gene‐ ral han disminuido a la mitad desde 1820.2 Según las estadísticas de la OMS, las más completas en este ámbito, la tasa anual media de homicidios en el mundo había caído a 8,8 por 100.000 personas en 2009.3 En la totalidad de los países de Europa Occidental, esta tasa cayó a 1, mientras que sigue elevada en los países donde las fuerzas del orden y de la justicia son corruptas o están dominadas por importantes traficantes de drogas (34 por 100.000 en Jamaica, 30 en Colombia y 35 en Venezuela). A otras naciones, como Rusia (30) y Sudáfrica (69) les cuesta efectuar la transición entre régimen totalitario y Estado de derecho.4 Ocurre que la violencia aumenta momentáneamente en algunos países o algunas ciudades, debido a situaciones parti‐ culares provocadas sobre todo por los conflictos y la inestabilidad política. Pero es a largo plazo como hay que juzgar el declive de la violencia. En los Estados Unidos, por ejemplo, a fines de los años sesenta, la violencia se incrementó hasta duplicarse al principio de los noventa (mientras que había permanecido estable en Canadá). Luego, a raíz de la introduc‐ ción de nuevas políticas de seguridad urbana, las tasas de agresiones, robos, violaciones y otros delitos cayeron nueva‐ mente a la mitad.

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Los castigos corporales aún eran corrientes cuando yo iba a la escuela pública en Île-de-France en la década de 1950. Hasta hace poco, se consideraban medios pedagógicos eficaces, y se fomentaba su uso tanto en la escuela como en casa. Durante las últimas décadas han disminuido de manera espectacular. Un maestro prusiano del siglo XVIII, visiblemente fanático de las estadísticas, informa en sus memorias que infligió ¡154.000 latigazos y 911.527 bastonazos a sus alumnos en cincuenta y un años de carrera!5 El 81 % de los alemanes abofeteaba aún a sus hijos en 1992, pero en 2002 ese número cayó al 14 %, mientras que el porcentaje de los que los golpeaban hasta producirles hematomas cayó del 31 % al 4 %, todo ello a raíz de la prohibición nacional de los castigos corporales. No obstante, éstos seguían siendo frecuentes en al‐ gunos países de Asia y África.6 De manera más general, los malos tratos a los niños han disminuido considerablemente en la mayoría de los países. Así, como muestra el gráfico superior, cayeron más del 50 % en Estados Unidos entre 1992 y 2010.7 La violencia doméstica también ha disminuido considerablemente en los países occidentales (en los Estados Unidos, la frecuencia de las violaciones disminuyó un 85 % entre 1979 y 2006)8 aunque sigue siendo un problema grave en nume‐ rosos países.

El declive de la violencia institucionalizada Se entiende por violencia institucionalizada toda forma de sufrimiento que un individuo inflige a otro y que es reconoci‐ da como «legítima» por las instancias dirigentes de una sociedad, que la fomentan y la avalan. Durante varios milenios, los sacrificios humanos eran frecuentes en numerosas civilizaciones: entre los hebreos, los

griegos, los hindúes y los celtas, por ejemplo; adquirieron formas extremas entre los khonds de la India (un grupo étnico que vivía en los estados de Orissa y Madhya Pradesh), o en las tribus de Benín o de Dahomey, que sacrificaban a sus con‐ géneres por millares. El grado máximo lo alcanzaron los aztecas, que, según el historiador Matthew Price, sacrificaban hasta cuarenta personas por día, lo que corresponde a 1,4 millones de individuos entre 1440 y 1524.9 En las castas eleva‐ das de la India, las viudas a veces eran quemadas vivas en la pira funeraria de su difunto marido. Se calcula que este ri‐ tual, llamado sati, costó la vida a 200.000 viudas indias desde el siglo XIV al XIX, época en que los ingleses prohibieron tal costumbre. En la Edad Media, la tortura se practicaba abiertamente y no parecía chocar a nadie. La horca, el suplicio de la rueda, el empalamiento, el descuartizamiento por caballos y el suplicio de la hoguera eran moneda corriente.10 Los condenados, a veces inocentes, eran colgados de una viga, con las piernas separadas, cabeza abajo, para ser partidos en dos por una sierra, comenzando por la entrepierna, todo en presencia de una multitud de mirones, incluidos niños. Los que infligían esas torturas eran expertos en anatomía y se las ingeniaban para prolongar los dolores de los torturados. Las torturas fue‐ ron autorizadas por el papa Inocencio IV (c. 1195-1254) en el marco de persecuciones religiosas, y fueron ampliamente practicadas por los dominicos de la Inquisición, que mataron alrededor de 350.000 personas. El papa Pablo IV (14761559), Gran Inquisidor, era un ferviente adepto de la tortura, lo que no impidió que lo canonizaran en 1712.11 Hace solamente doscientos cincuenta años, en Francia, el presidente de la Academia de las Ciencias observaba con complacencia el suplicio de un hombre descuartizado en público por haber atacado a Luis XV con una navaja.12 Samuel Pepys, diputado del Parlamento inglés y autor de un Diario que describe la vida en Londres en el siglo XVII, cuenta que una vez fue a pasear a Charing Cross, donde habían instalado una picota que servía para las ejecuciones públicas. Aquel día, Pepys asistió al ahorcamiento del mayor general Harrison, cuyo cuerpo fue luego despedazado para que su cabeza y su corazón fueran exhibidos ante el público, que lanzaba gritos de alegría. Pepys anotó que Harrison tenía un aspecto de tan buen humor como podría tenerlo un hombre en semejantes circunstancias. Pepys fue luego «a comer ostras con unos amigos».13 En los siglos XVI y XVII, entre 60.000 y 100.000 personas (de las que un 85 % eran mujeres) fueron ejecutadas por bru‐ jería, generalmente quemadas en una hoguera después de haber confesado bajo torturas los crímenes más inverosímiles (como haber devorado bebés, provocado naufragios o haberse unido al demonio). La última de las «brujas» que fue que‐ mada viva públicamente en Suiza fue Anna Göldin, en 1782, en el cantón de Glaris. En tiempos de la Inquisición española, los autos de fe eran anunciados con la antelación suficiente para que la pobla‐ ción pudiera llegar a tiempo de asistir y, como con ocasión de un partido de fútbol en nuestros días, la víspera del supli‐ cio todos los hoteles de la ciudad estaban repletos. Llevaban al condenado en procesión al lugar donde lo iban a ejecutar, el público entonaba cánticos religiosos, la sentencia se leía en voz alta y la ejecución se llevaba a cabo. A veces se estran‐ gulaba a los que debían ser quemados en la hoguera, pero la multitud protestaba si hacían ese favor a demasiados conde‐ nados, pues querían ver a algunos quemarse vivos.14 La historiadora Barbara Tuchman cuenta que los habitantes de una pequeña ciudad francesa compraron un condenado a una ciudad próxima, para poder así disfrutar de una ejecución pú‐ blica.15 La violencia estaba presente hasta en las diversiones, comenzando por los juegos del circo de la antigua Roma. Barbara Tuchman describe dos deportes populares en el siglo XIV en Europa:

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Los jugadores, con las manos atadas a la espalda, se afanaban por matar a cabezazos a un gato clavado a un poste, con el riesgo de acabar con las mejillas laceradas o los ojos destrozados por las garras del animal frenético… o un cerdo encerrado en un corral y perseguido por hombres armados con garrotes, mientras el animal corría gruñendo de un lado para otro y era saludado por las risotadas de los espectadores, hasta que sucumbía a los golpes.16 En el siglo XVI, en París, un espectáculo muy apreciado por las multitudes consistía en hacer descender lentamente so‐ bre una hoguera gatos colgados de cuerdas y mirarlos debatirse mientras lanzaban aullidos horribles hasta que perecían carbonizados.

El rechazo a la violencia: una evolución de las culturas Medimos la distancia recorrida hasta nuestros días. Las mentalidades comenzaron a evolucionar en el siglo XVII y, sobre todo, en el XVIII. Con los filósofos de la Ilustración se empezó a hablar más a menudo de simpatía hacia los semejantes, de los derechos del hombre, de aspiraciones legítimas al bienestar y de justicia equitativa. La gente se inclinaba con más empatía hacia los sufrimientos del otro. En 1764, un joven milanés de veintiséis años, Cesare Beccaria, publicó un tratado, De los delitos y de las penas, en el que defendía a ultranza la abolición de la tortura y de la pena de muerte. Beccaria sugería asimismo que los Gobiernos y la jus​ticia deberían esforzarse ante todo por prevenir los delitos y reformar a los delincuentes más que castigarlos. Ese panfleto tuvo una acogida considerable en Europa, y sus ideas fueron retomadas por Voltaire, D’Alembert y Thomas Jef‐ ferson.17 Pero también fue puesto en el Índice de libros prohibidos y ridiculizado por Muyard de Vouglans, abogado y es‐ pecialista en cuestiones religiosas, quien lo acusó de ser un corazón tierno y querer poner en tela de juicio ciertas prácti‐ cas, sobre todo la tortura, que habían demostrado su eficacia en el curso de los siglos. En 1762, en Toulouse, Jean Calas fue acusado de haber dado muerte a su hijo. Condenado, fue sometido públicamente al suplicio de la rueda. Atado de brazos y piernas en cruz sobre una rueda, le fueron rompiendo los huesos con una porra mientras él proclamaba su inocencia. Al cabo de dos horas acabaron por estrangularlo. A raíz de este caso, que tuvo una resonancia particular, Voltaire escribió su Tratado sobre la tolerancia y obtuvo la revisión del proceso y la rehabilitación de Calas. Hoy, en la mayoría de los países, las normas han cambiado y van en el sentido del respeto a la vida, a los dere‐ chos del hombre y a la justicia. La esclavitud, que costó la vida a millones de africanos y habitantes de Oriente Medio (el abanico de estimaciones va de 17 a 65 millones),18 ha sido progresivamente abolida, sobre todo a partir de fines del siglo XVIII. El primer país que abolió la esclavitud fue Suecia, en 1335, y el último, Mauritania, en 1980. Pero, aunque ha sido oficialmente suprimida en todo el mundo, la esclavitud sigue siendo endémica en ciertos países y adopta nuevas formas, principalmente a través del tráfico de niños y mujeres destinados a la prostitución y a la mendicidad. De todos modos, hoy en día es obra de trafi‐ cantes mafiosos y funcionarios corruptos, y no, como ocurría antes con la esclavitud, de los Gobiernos y de la ciudadanía en su conjunto. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, por primera vez en la historia de los hombres, se impuso la idea de unos principios universales aplicables en todas partes y para todos. El 10 de diciembre de 1948 se firmó en París la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, cuyo primer artículo estipula: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros», mientras que el tercero recuerda que «todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». En 1983, la Convención Europea de los Derechos del Hombre prohíbe la pena de muerte, salvo en tiempos de guerra. En 2002, el protocolo número 13 la prohíbe en todas las circunstancias, incluidos los tiempos de guerra, y hasta ahora ha sido ratificado por 45 de los 47 países que firmaron la Convención. La pena de muerte ha sido abolida en 140 de los 192 países miembros de las Naciones Unidas. Según Amnistía Inter‐ nacional, en 2011, sólo 20 de los 198 países del globo han realizado ejecuciones capitales,19 entre ellos China (varios mi‐ les de ejecuciones por año), Irán (360 en 2011), Arabia Saudita (82), Irak (68), los Estados Unidos de América (43), Ye‐ men (41) y Corea del Norte (30). La mayoría de los Estados modernos han firmado la Convención Internacional contra la Tortura adoptada por las Na‐ ciones Unidas en 1984. Las cosas distan mucho de ser perfectas —en Arabia Saudita, por ejemplo, aún ejecutan a las per‐ sonas denunciadas por brujería— pero eso no debe hacer olvidar que las normas mejoran continuamente.

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Según estudios realizados en los Estados Unidos, la aceptación de la diferencia progresa. El número de personas lin‐ chadas, que eran casi siempre gente de color, pasó de 150 por año en la década de 1880 a cero en la década de 1960.20 El número de asesinatos motivados por el odio racial en ese mismo país, donde se perpetran anualmente 17.000 homici‐ dios, ha caído a 1 por año. La violencia racial ya no representa sino el 0,5 % de todas las formas de agresión. Según un sondeo del Instituto Gallup, el 95 % de los estadounidenses desaprobaban los matrimonios interraciales en 1955. Este porcentaje ha caído ahora al 20 %, mientras que el número de los que piensan que los alumnos blancos y negros deben asistir a escuelas separadas ha pasado del 70 % en 1942 al 3 % hoy.

El declive de las guerras y de los conflictos Desde el siglo XV al XVII, cada año estallaban en Europa de dos a tres guerras.21 Los caballeros, condes, duques y prínci‐ pes europeos no paraban de atacarse y vengarse de las agresiones pasadas, esforzándose por arruinar a sus adversarios, matando y mutilando a los campesinos, incendiando los pueblos y destruyendo las cosechas.

Hay equipos de investigadores que han analizado miles de conflictos, muchos de los cuales habían caído en el olvido y han sido redescubiertos gracias a la consulta metódica de los archivos históricos de numerosos países. Los estudios reali‐ zados a partir de estos trabajos permiten deducir tendencias generales. El politólogo Peter Brecke, en particular, analizó 4.560 conflictos que se produjeron después del año 1400.22 Tomó en cuenta todo conflicto —tanto entre distintos países

como en el seno de un país (guerras civiles, ajustes de cuentas entre clanes y tribus, etc.)— que hubiera producido al me‐ nos cincuenta muertos. En un libro que contiene más de mil referencias bibliográficas, Steven Pinker, profesor de Har‐ vard, resume así las grandes líneas de estas investigaciones: la frecuencia de las guerras entre Estados ha disminuido re‐ gularmente en el curso de los siglos, así como el número medio de víctimas por conflicto. Además, el 2 % de las guerras (las «grandes guerras») son responsables del 80 % de las muertes. Por último, resulta que las guerras no siguen ningún ciclo regular, sino que estallan en cualquier momento, en función de circunstancias particulares.23 El gráfico superior ilustra el fenómeno de la disminución general del número de conflictos en Europa desde 1400 hasta nuestros días (los principales picos corresponden a las guerras de religión, a las guerras napoleónicas y a las dos guerras mundiales del si‐ glo XX). El número de conflictos, en cambio, ha aumentado en África.

¿Ha sido el siglo XX el más sangriento de la historia?

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La Segunda Guerra Mundial ha sido la más mortífera de la historia, con 63 millones de muertos, mientras que la Primera Guerra Mundial dejó 15 millones. En cifras absolutas, el siglo XX ha sido sin duda el más sangriento de la historia. No obstante, si tenemos en cuenta los efectos de toda índole causados indirectamente en la población por los conflictos, el número de civiles diezmados por las hambrunas y las enfermedades, por ejemplo, y la proporción entre el número de muertos y la población mundial de la época, resulta que numerosas guerras han causado estragos mucho más considera‐ bles que la Segunda Guerra Mundial. Lo que está más cerca de nosotros —en el espacio y el tiempo— nos preocupa más y tendemos a olvidar los aconteci‐ mientos históricos demasiado lejanos. ¿Quién, aparte de los historiadores, ha oído hablar de la rebelión de An Lushan, en China, en el siglo VIII? Sin embargo, esa guerra civil, que duró ocho años, causó 10 millones de muertos, el equivalente a 325 millones de muertos en nuestros días.24 Si evaluamos el impacto de las guerras pasadas midiendo la proporción de la población mundial que murió a causa de ellas, la Segunda Guerra Mundial ocupa el undécimo lugar entre los conflictos más mortíferos. Si 63 millones de muertos entre 1939 y 1945 equivalen a 173 millones de la población mundial de 2011, las conquistas mongolas de Gengis Khan, en el siglo XIII, que causaron 40 millones de muertos, equivalen a 770 millones de muertos de hoy, lo que convierte ese conflicto bélico en el más sangriento de la historia en número de víctimas tenien‐ do en cuenta la población mundial.25 Matthew White, un bibliotecario erudito que consagró veinte años de su vida a compilar todas las fuentes disponibles, calculó la mortalidad provocada por otras atrocidades de la historia. Los conflictos bajo la dinastía china Xin, en el siglo I, dejaron 10 millones de muertos, el equivalente de 368 millones de hoy en día; las invasiones de Tamerlán en los siglos XIV y XV causaron 17 millones de muertos (340 millones de hoy), la caída de la dinastía Ming, en el siglo XVII, pro‐ vocó 25 millones (321 millones de hoy). La caída del Imperio romano entre los siglos III y V provocó 8 millones de vícti‐ mas (294 millones de hoy), las conquistas musulmanas de la India del siglo XI al XVII, 13 millones (260 millones de hoy), y la conquista de las Américas, que condujo al exterminio de las poblaciones locales (debido a las matanzas y, sobre todo, a las enfermedades traídas por los colonos) del siglo XV al XIX causó 15 millones de muertos (192 millones de hoy).26 Estos cálculos pueden parecer artificiales a quienes consideren que lo que importa, ante todo, es el número de vidas humanas sacrificadas, pero las cifras corregidas reflejan un nivel de violencia más representativo y miden el impacto de dicha violencia sobre esas poblaciones en términos de riesgo y de inseguridad. Se comprenderá que nuestra experiencia vivida y la calidad de la vida en sociedad serán muy diferentes si cada uno de nosotros tiene una posibilidad entre diez mil de morir asesinado durante el año. De hecho, es menos peligroso vivir en la Tierra en nuestra época que en ningún otro momento de nuestra historia desde la aparición de las guerras, hace diez mil años. Desde hace casi sesenta años, ninguna de las grandes potencias mundiales ha entrado en guerra contra otra. El servi‐ cio militar ha sido reducido o suprimido en la mayoría de los países democráticos, así como el tamaño de los ejércitos, incluso si las ventas de armas por los países ricos al resto del mundo siguen siendo un factor importante de violencia. Bajo la égida de las Naciones Unidas, las fronteras nacionales son ahora reconocidas como sacrosantas y el número de guerras que han generado redistribuciones de territorios ha caído notablemente desde 1950. Brasil, rodeado por diez paí‐

ses, no ha estado en guerra desde hace ciento cuarenta años, Suecia, desde hace ciento setenta años, y Suiza desde hace doscientos años. Costa Rica renunció a su ejército en 1948. Desde 1950, sólo los conflictos que implican a un país o a un grupo de países islámicos no han disminuido de manera significativa.27

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En particular, el número medio de víctimas por conflicto ha caído de 30.000 en 1950 a 800 en 2005.28 Esta estadística va contra los prejuicios, pues todo el mundo recuerda conflictos sangrientos como la guerra Irán-Irak en la década de 1990, que dejó casi un millón de muertos. Sin embargo, son las cifras que surgen del análisis del conjunto de los conflic‐ tos de toda dimensión, que comprenden tanto las guerras entre Estados como las guerras civiles, los conflictos entre co‐ munidades que implican milicias, mercenarios y otras organizaciones paramilitares, así como las violencias unilaterales (es decir, las matanzas de poblaciones civiles no armadas, perpetradas por milicias o Gobiernos). Esta tendencia se muestra en los gráficos anteriores, extraídos sobre todo de los trabajos de Bethany Lacina y Nils Petter Gleditsch del Ins‐ tituto Internacional de Investigación sobre la Paz de Oslo, que trata de todos los conflictos, con la exclusión de los geno‐ cidios (analizados separadamente). En lo que respecta a los genocidios, los análisis de los politólogos Rudolph Rummel y Barbara Harff, así como de los investigadores que han compilado la base de datos sobre los conflictos de la Universidad de Uppsala, en Suecia (Uppsala Conflict Data Program, UCDP), han sido sintetizados por Steven Pinker en el gráfico que aparece a continuación. En él comprobamos que el número de víctimas va también a la baja desde 1950, a pesar de trágicos rebotes —Bosnia con 250.000 muertos, Ruanda con 700.000 y Darfur con 373.000 (evaluado hasta 2008).

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Además, según el politólogo John Mueller, la mayoría de los genocidios recientes se hubieran podido impedir con una intervención apropiada de las fuerzas de mantenimiento de la paz. La mayoría de los 700.000 tutsis fallecidos durante el genocidio ruandés fueron asesinados por unos 10.000 hombres reclutados por los dirigentes hutus entre los sectores más violentos de la población —bandas criminales, mercenarios, alcohólicos y drogadictos—,29 que las Naciones Unidas y las potencias mundiales hubieran podido neutralizar fácilmente. En resumen, a pesar del surgimiento de cierto número de guerras y matanzas trágicas, el mundo ha conocido, desde hace sesenta años, el período más pacífico de la historia después de diez mil años. Globalmente, a pesar de importantes desigualdades según las regiones, un ciudadano del mundo de hoy corre mucho menos peligro de ser asesinado o de pa‐ decer violencias que hace un siglo, y mucho menos todavía que hace mil años.

Atentados terroristas El eco mediático de los atentados terroristas es inmenso. Sin embargo, las cifras de la más grande de las bases de datos disponibles, la Global Terrorism Database, muestran que el número de muertes imputables al terrorismo es ínfimo com‐ parado con el provocado por otras causas de muerte violenta.30 Según la agencia de observación que mantiene al día esta base de datos, desde el atentado del 11 de septiembre el terrorismo ha causado la muerte de 30 ciudadanos estadouni‐ denses, o sea, tres por año, mientras que, durante el mismo período, ha habido 18.000 homicidios y los accidentes de trá‐ fico han dejado 40.000 muertos. Como subraya John Mueller, un estadounidense medio corre más riesgo de morir vícti‐ ma de un rayo, la alergia a los cacahuetes o a las picaduras de avispa que por un atentado terrorista.31 Por último, los ex‐ pertos han demostrado que el miedo al terrorismo ha provocado seis veces más muertes en los Estados Unidos que el terrorismo en sí. Calculan que 1.500 estadounidenses han muerto en la carretera al preferir recorrer un trayecto con su vehículo en lugar de utilizar el avión, por miedo a que éste fuera desviado o atacado y acabara por estrellarse. Ignoran que la posibilidad de morir en un accidente de aviación durante un vuelo de 4.000 kilómetros es equivalente al riesgo que entraña un desplazamiento de 20 kilómetros en coche.32 Los resultados de un cuestionario planteado a usuarios de trans‐ portes aéreos testimonian de manera trágicómica de esta fobia al terrorismo: el 14 % de los sujetos interrogados se decla‐ raron dispuestos a suscribir un seguro que cubriera los atentados terroristas frente a sólo el 10 % partidarios de un segu‐ ro a todo riesgo, cuando resulta que éste, por definición, ¡incluye el primero!33 En todo el mundo, alrededor de 7.000 personas son asesinadas anualmente en atentados terroristas (incluidos los de los países en guerra como Afganistán). Los militantes islámicos sunitas son responsables de las dos terceras partes de esas muertes.34 Dicho esto, los principales movimientos terroristas, sobre todo Al-Qaeda y Lashkar-e-Toiba en Pakistán, son cada vez menos populares en los países musulmanes. Según un sondeo del Instituto Gallup, el 38 % de los musulma‐ nes interrogados en numerosos países aprueban en parte el atentado del 11 de septiembre, pero sólo el 7 % lo aprueban

del todo.35

Los factores responsables del declive de la violencia Antes de que los estudios globales a los que acabamos de referirnos hayan medido el declive de la violencia, el filósofo Norbert Elias había presentido esta tendencia y la había atribuido a la interdependencia acrecentada de los ciudadanos del mundo.36 Cuanto más dependen las personas unas de otras, menos ventajas tienen en perjudicarse. La vida consen‐ sual en sociedad requiere un dominio acrecentado de las emociones y la valorización de la urbanidad. Cuando nuestra existencia depende de un mayor número de personas, tenemos, pues, tendencia a ser menos violentos con ellas. En pocas palabras, el conjunto de las investigaciones muestra que la tasa de homicidios más baja se encuentra en las sociedades urbanas, seculares, comerciales y muy conectadas socialmente.37 El sentido cívico también está correlacionado con el nivel de violencia. El sociólogo estadounidense Robert Putnam ha demostrado, por ejemplo, que la conciencia cívica está más acentuada en el norte de Italia que en el sur, donde la violen‐ cia es más frecuente (6 a 15 homicidios anuales por 100.000 habitantes en el sur, frente a entre 1 y 2 en el norte). Ha de‐ mostrado asimismo que la conciencia cívica está asociada a la calidad de los servicios sociales, en particular de los servi‐ cios educativos.38

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La existencia de un Estado consolidado

Las poblaciones que viven en un Estado-nación consolidado tienen, en promedio, una tasa de mortalidad violenta cuatro veces menor que las poblaciones que no disfrutan de la existencia de un Estado dotado de instituciones funcionales.39 Europa no contaba menos de 5.000 unidades políticamente independientes (baronías, ducados, principados, etc.) en el siglo XV, 500 en el XVIII, 200 en la época napoleónica, 34 en los años sesenta del siglo pasado y 50 en nuestros días.40 Tal como hemos subrayado, las innumerables entidades políticas del siglo XV estaban constantemente en conflicto unas con otras. A medida que se fueron formando los grandes reinos, luego los países, y por último las democracias, los reyes, y des‐ pués los Estados, se arrogaron el monopolio de la violencia. Cualquier otra forma de violencia vinculada a los conflictos entre clanes rivales, a las milicias privadas y al hecho de que los ciudadanos quisieran hacer justicia ellos mismos, se vol‐ vió ilícita y fue reprimida por las autoridades, que a partir de entonces disponían de medios de intervención mucho más potentes para imponer y luego mantener la paz. En un Estado de derecho, los ciudadanos respetan la autoridad y las le‐ yes si perciben los beneficios y reconocen que son equitativos. Si esto ocurre, observan esas leyes y la violencia disminuye. En el curso de los últimos siglos, los Estados europeos han desarmado poco a poco a los ciudadanos, las milicias y las otras bandas armadas. Según algunos analistas, si en los Estados Unidos el número de homicidios —sobre todo en los estados del sur— es de diez a quince veces más elevado que en Europa, es porque la democracia fue instaurada allí antes de que el Estado desarmase a los ciudadanos, que conservaron el derecho a tener armas. Inicialmente, el Estado autoriza‐ ba la constitución de milicias ciudadanas armadas para mantener el orden ahí donde sus fuerzas no estaban aún presen‐ tes. En la época de la colonización del Lejano Oeste, en la que el Estado desempeñó un papel desdeñable, las tasas de ho‐ micidios alcanzaron récords: 229 homicidios por 100.000 habitantes en Fort Griffith (Texas), 1.500 en Wichita, y hasta 24.000 al año (¡una persona de cada cuatro!) en Benton (Wyoming). Los vaqueros se mataban unos a otros a la menor provocación. Esta tolerancia a llevar armas se ha perpetuado, aunque ya no tenga ninguna razón de ser, porque el Estado es ahora responsable de la seguridad de todos los ciudadanos en todo el territorio. Llevar armas sigue estando profundamente arraigado en la cultura estadounidense. Recientemente, en el estado de Tennessee, me topé con una inmensa tienda en cuyo letrero se leía Guns, Gold and Guitars (‘Armas, oro y guitarras’). Como escribió el comentarista de la CNN Fareed Zakaria, «los Estados Unidos se distinguen del resto del mundo no porque tienen más locos (pienso que se puede partir

del principio de que tales personas están repartidas equitativamente entre todas las sociedades), sino porque tienen más armas». Son, en efecto, el único país del mundo donde se cuentan más de 70 armas por 100 habitantes (Yemen ocupa el segundo lugar). Más de 310 millones de armas de fuego circulan entre la población civil, y es tan fácil comprar un fusil semiautomático que dispara hasta 50 balas por segundo como comprar un molinillo de café. Un cargador de 600 balas sólo cuesta 20 euros. A raíz de una nueva matanza en diciembre de 2012 en la escuela elemental de Sandy Hook, en Newtown (Connecticut), en el curso de la cual 20 niños y 8 adultos fueron asesinados con arma automática, Larry Pratt, director ejecutivo de la Asociación de Propietarios de Armas de América (Gun Owners of America) declaraba a la cade‐ na de televisión CNN: «Pero si todo el mundo llevara un arma, al menos la gente podría defenderse»,41 y proponía armar al personal docente. ¡La cosa promete! A pesar de eso, y aunque los homicidios sigan siendo considerablemente más numerosos que en Europa, desde la esta‐ bilización del Estado, su número se ha dividido por diez. Asimismo, entre los kung africanos, considerados particular‐ mente pacíficos y calificados de «pueblo inofensivo» en el título de un libro que les está consagrado, se observa que la tasa de homicidios, ya de por sí baja, disminuyó el triple cuando la región pasó a estar bajo la autoridad del Estado de Botsuana.42

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La expansión de la democracia

Los líderes de países democráticos que pueden ser destituidos de sus cargos por el voto popular son menos proclives a comprometerse en guerras absurdas y perjudiciales. La democracia ha revelado ser la forma de gobierno más apta para favorecer la paz en el interior de un país y entre diferentes países. Una democracia estable y un Estado de derecho consti‐ tuyen un factor reductor de violencia: las democracias entran en guerra con mucha menos frecuencia que los regímenes dictatoriales o los países en los que las instituciones democráticas no son respetadas.43 Las guerras civiles son igualmente menos frecuentes en las democracias y, cuando se producen, causan menos víctimas que en las autocracias. Si se consi‐ deran dos a dos los países miembros de las Naciones Unidas y se evalúa la probabilidad de que esos países entren en gue‐ rra, resulta que esa probabilidad es la más baja si los dos son democracias, pero es ya significativamente reducida cuando uno solo de los dos países lo es.44 Más aún, una comunidad de Estados democráticos como la Unión Europea, que consti‐ tuye el mejor ejemplo de ello, es la forma de gobierno global más apta para favorecer la paz entre sus miembros. Dos paí‐ ses democráticos que pertenezcan a una comunidad semejante o a una federación corren un 83 % menos de riesgo de entrar en guerra que otras dos naciones escogidas al azar.45

En el curso del tiempo, el aumento regular del número de democracias con relación a las autocracias no puede sino reforzar la paz en el mundo.

Interdependencia e intercambios comerciales La economía de la Edad Media se basaba sobre todo en la posesión y la explotación de tierras. Uno de los medios más rápidos de enriquecerse era, pues, conquistar las tierras del vecino. Las revoluciones económicas y tecnológicas de los siglos XIX y XX supusieron un aumento de los intercambios de servicios y de mercancías. Por este hecho, la dependencia mutua de las poblaciones aumentó. Como subraya Steven Pinker: «Si usted intercambia favores y excedentes con alguien, su socio comercial le será más útil vivo que muerto».46 Resulta, pues, que los países abiertos que mantienen un alto nivel de relaciones comerciales con los otros países tienen menos probabilidades de entrar en conflicto unos con otros. Esto aboga, pues, por la mundialización que, como se sabe, no tiene sino partidarios entre las diversas corrientes de pensamiento sobre el porvenir de la comunidad humana. A priori, el aumento de los intercambios libremente consentidos, en un mundo más abierto (a la educación, a las reformas de salud, a la tolerancia, al derecho a no ser maltratado, etc.) tiene en cuenta la interdependencia de todos los habitantes de la Tierra y, bien comprendido y bien utilizado, debe‐ ría conducir a un mayor respeto al otro y a la propagación de un sentimiento de responsabilidad universal. Son los pro‐ gresos realizados en esta vía que parecen conllevar una disminución de la violencia y de sus causas. Pero apertura y libertad deben ir asociadas a una motivación de tipo altruista. En ausencia de altruismo, la apertura de las fronteras y la libertad generalizada corren el riesgo de conducir a la explotación de los más débiles. Algunos sustitu‐ yen entonces el colonialismo militar y político por el colonialismo económico y se sirven el librecambio y de la apertura de las barreras aduaneras para explotar a las poblaciones más pobres: su trabajo, sus tierras y los recursos de sus países. Es especialmente lo que ocurre con los recursos mineros en África. Pues resulta que el distanciamiento cada vez mayor entre los más ricos y los más pobres es no solamente inmoral, sino también un factor creciente de resentimiento y, a fin de cuentas, de violencia. Como la democracia, la mundialización debe, pues, aprenderse e ir acompañada de una madu‐ rez incrementada de los ciudadanos y de los Gobiernos e inspirada no por el afán de lucro, sino por el espíritu de coope‐ ración y la preocupación por el destino del otro. Para que los efectos del comercio entre países libres sean plenamente beneficiosos, parece indispensable hacer hinca‐ pié en el desarrollo de un comercio verdaderamente equitativo. Una regulación bien pensada debería, sin embridar las libertades ni restringir la apertura de las fronteras, permitir controlar a los aprovechados y a los especuladores, y asegu‐ rarse de que las empresas multinacionales no sucumban a la tentación de transformarse en hábiles sistemas de explota‐ ción de los más pobres. En el curso de la década de 1990, Luiz Inácio Lula da Silva estuvo dos veces a punto de ser elegido presidente de Brasil. Cada vez, Wall Street descarriló la elección amenazando con una retirada de los capitales invertidos en el país y un fuerte aumento de las tasas de interés que le habían sido concedidas, una serie de medidas que habrían precipitado a Brasil a la crisis. Goldman Sachs estuvo en la primera fila de los que intentaron intimidar así a los electores brasileños. Como sub‐ raya el economista Joseph Stiglitz, «los mercados son cortos de vista, y su programa económico y político intenta promo‐ ver el bienestar de los grandes capitalistas y no el del país».47 En 2002, sin embargo, los brasileños se negaron finalmente a que el gran capital internacional les dictara a quién tenían que votar, y eligieron a Lula. Éste hizo un gran bien a su país, reduciendo considerablemente la desigualdad y estimulando el crecimiento y la educación, al tiempo que reducía la violencia.

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Las misiones de paz y la pertenencia a organizaciones internacionales Según la politóloga Virginia Fortna, la respuesta al título de su libro Does Peace​ke​eping Work? (‘¿Son eficaces las misio‐ nes de paz?’) es un «sí claro y rotundo».48 Fortna examinó los datos relacionados con 115 casos de alto el fuego en gue‐ rras civiles que habían estallado entre 1944 y 1997. De ellos se deduce que las misiones de mantenimiento de la paz des‐ plegadas por las Naciones Unidas, la OTAN, la Unión Africana o cualquier otra entidad adecuada reducen un 80 % el riesgo de recaída en un conflicto. Incluso si algunas misiones de paz fracasan —como atestiguan el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica de Bosnia— su presencia reduce considerablemente el riesgo de reanudación de las hostilidades. Uno de los efectos positivos más marcados de estas misiones es tranquilizar a los protagonistas de un conflicto sobre el hecho

de que ya no corren el riesgo de ser atacados en cualquier momento por su adversario. Además, aceptar la presencia de una misión de paz favorece las negociaciones. La presencia de esas misiones evita asimismo que incidentes menores de‐ generen rápidamente en confrontaciones mayores. Por último, gracias a la mejora de la asistencia humanitaria en los paí‐ ses en guerra (MSF, Médicos sin Fronteras, Unicef, Cruz Roja Internacional y las otras ONG), el número de personas que mueren de hambre y de enfermedad a causa de las guerras ha disminuido en el curso de los últimos treinta años.49

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La pertenencia a organizaciones internacionales ha contribuido innegablemente al declive de la violencia, incluso si el poder de coerción de esas instancias, particularmente las Naciones Unidas, el Tribunal Internacional de Justicia y los tra‐ tados internacionales —pensemos en los que prohíben la utilización de minas antipersona o la práctica de la tortura— sigue siendo limitado. La Comisión Europea, el Parlamento Europeo y el Tribunal Europeo de Justicia son instituciones que permiten resolver los conflictos por la vía judicial y trascender, pues, los intereses de los Estados. Se ha dicho que «la paz es el logro principal del proceso de integración europea»,50 y es por ello por lo que la Unión recibió el Premio Nobel de la Paz en 2012.

La guerra ya no suscita admiración La actitud ante la guerra también ha cambiado. En el pasado pocas voces se elevaban para desacreditar la guerra, como la de Voltaire que habla en Cándido, de «millones de asesinos de uniforme». En el siglo XIX, Hegel aún escribía: «Las gue‐ rras son terribles, pero necesarias, pues salvan al Estado de la petrificación social y del estancamiento». Alexandre de Tocqueville, por su parte, afirmaba: «La guerra engrandece casi siempre el espíritu de un pueblo y eleva su carácter»,51 mientras que en los albores del siglo XX, Émile Zola proclamaba en un artículo: «Nadie desea la guerra. Sería un deseo execrable. […] Sólo que la guerra es inevitable. […] ¡La guerra es la vida misma! Sólo las naciones guerreras han prospe‐ rado; una nación muere en cuanto se desarma».52 Hasta la Primera Guerra Mundial, el heroísmo patriótico era de rigor, y el pacifismo rebajado al rango de cobardía im‐ perdonable. Se acompañaba con bandas militares a los soldados que partían, y se bendecían los cañones. «En la escuela, se cantaba “¡Morir por la patria!”. Era el canto más hermoso»,53 cuenta el campesino francés Ephraïm Grenadou, vete‐ rano de la guerra del 14. Los autores de la época glorificaban la guerra. Algunas voces potentes se elevaron, sin embargo, en favor del pacifismo, como la de la Internacional Socialista, que se oponía rotundamente a la guerra y fue apoyada en particular por Jean Jaurès, quien, a principios de la Primera Guerra Mundial luchó hasta su último aliento por la paz, proclamando: «La afirmación de la paz es el más grande de los combates». Odiado por los nacionalistas, fue asesinado en julio de 1914 por uno de ellos, que fue absuelto en 1919. En el curso del siglo XX, la actitud de nuestros contemporáneos ante la guerra ha evolucionado considerablemente. El

entusiasmo patriótico pertenece a una época pasada, y hoy, como subraya el politólogo John Mueller, la guerra ya no se percibe como una empresa heroica, santa, viril o purificadora, sino como una operación inmoral, repugnante, bárbara, fútil, estúpida y una fuente de despilfarro.54 Los vencedores ya no suscitan admiración, mientras que los vencidos ya no se consideran poblaciones humilladas sino víctimas. Al principio de la segunda guerra de Irak, nadie deseaba ver a Sa‐ dam Hussein proseguir su dictadura asesina, pero millones de manifestantes salieron a la calle para afirmar: «Todo antes que otra guerra». Esta evolución contribuye a favorecer el desarrollo de un sentimiento de «responsabilidad universal», que el Dalái Lama y muchos otros grandes personajes morales de nuestro tiempo como Gandhi, Nelson Mandela, Des‐ mond Tutu y Martin Luther King han convocado con sus buenos deseos.

El florecimiento del respeto a los derechos del hombre, de la mujer, de los niños y de los animales

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Un análisis del contenido de centenares de miles de libros publicados en inglés ha mostrado que la frecuencia de las refe‐ rencias a los derechos cívicos se ha duplicado desde 1960, la de los derechos de la mujer se ha quintuplicado, y las de los derechos de los niños, decuplicado.55 En los países democráticos occidentales, la violencia contra las mujeres es cada vez menos aceptada, y los maltratos que aún hacen estragos en numerosos países soliviantan a la opinión pública de las sociedades en las que reina una ma‐ yor igualdad entre los sexos. En 1976, en los Estados Unidos, la violencia conyugal no llegaba sino al puesto 91 en una lista de 140 delitos. La mayoría de las personas interrogadas en ese país pensaba que la violencia era inaceptable entre individuos que no se conocen, pero tolerable entre cónyuges. Esta encuesta revelaba asimismo que, en esa época, los es‐ tadounidenses ¡consideraban que la venta de LSD era un delito más reprensible que la violación de una mujer en un par‐ que! Las cosas han cambiado desde entonces: en 1995, un nuevo sondeo mostró que el 80 % de las personas interrogadas veían la violencia conyugal como «un problema social y legal de gran importancia». Recordemos que, en los Estados Unidos, las violaciones cayeron un 85 % entre 1979 y 2006. No obstante, la violencia contra las mujeres sigue siendo un problema notable en numerosos países del mundo. Un informe de la OMS, que se refiere a 48 naciones, afirma que, según los países, del 10 al 50 % de las mujeres han sido vícti‐ mas de violencia doméstica grave —el 50 % en Perú y Etiopía, frente al 10 % en Japón, en Brasil y en Serbia—.56 Las dis‐ paridades siguen siendo grandes. Solamente el 1 % de los neozelandeses piensa que es admisible pegarle a la mujer cuan‐ do desobedece a su marido, frente al 78 % de los egipcios de las zonas rurales y al 50 % de los habitantes de los estados del norte de la India. La lista de las atrocidades cometidas contra las mujeres es larga, y va de la mutilación genital a la prostitución forzada, pasando por los «delitos de honor».57 Los abusos contra los niños son asimismo cada vez menos tolerados y, como hemos visto, su frecuencia ha disminuido considerablemente. Según las encuestas, en 1976, solamente el 10 % de las personas interrogadas en los Estados Unidos opinaba que el maltrato de los niños debía considerarse un problema grave. En 1999, este porcentaje había pasado al 90 %.58 La actitud ante los animales también ha evolucionado mucho desde la década de 1970, principalmente a raíz de la pu‐ blicación de Liberación animal, el libro del filósofo Peter Singer, que lanzó el movimiento del mismo nombre.59 En el mundo entero, la manera como se trata a los animales en numerosos mataderos es abominable, pero el gran público ha comenzado a tomar conciencia de este problema moral ineludible. Bajo la presión de la opinión pública, se han promul‐ gado reglamentos que impiden las crueldades más bárbaras e imponen una mejora, aunque sea muy relativa, en el trato dado a los animales antes y durante la matanza. En los laboratorios de investigación, los investigadores han tenido largo tiempo carta blanca para entregarse a los ex‐ perimentos más inverosímiles e inútiles (como hacer morir de calor a cientos de gatos para estudiar su resistencia a las altas temperaturas). Se han puesto en práctica reglamentos cada vez más estrictos (particularmente en Europa), y un sondeo reciente ha mostrado que la mayoría de los investigadores reconocen ahora que los animales sienten el dolor — algo que, sorprendentemente, había sido refutado largo tiempo—. Un programa de disección virtual (V-Frog) permite hoy estudiar la anatomía y la fisiología de una rana de manera mucho más precisa e instructiva que los métodos arcaicos

y bárbaros de la vivisección.60 Hoy en día, los investigadores que son indiferentes al destino de los animales de laborato‐ rio son despreciados por sus colegas. Por lo demás, aparte de las regiones del mundo donde se cuentan desde hace siglos numerosos vegetarianos (400 a 500 millones en la India, es decir alrededor del 40 % de la población), en muchos países, el número de personas que se vuel‐ ven vegetarianas por preocuparse de la suerte de los animales aumenta de manera regular. Paralelamente, el número de cazadores disminuye, mientras que su promedio de edad aumenta.

El declive de la intolerancia religiosa Un estudio sobre los habitantes de América del Norte indica que, en 1924, el 91 % de los alumnos de las escuelas secun‐ darias estadounidenses estimaba que «la religión cristiana es la única religión verdadera y que todos los pueblos deberían convertirse a ella». En 1980, esta cifra había caído al 38 %, y eso a pesar del poder de los movimientos evangelistas en los Estados Unidos. En 1990, el 62 % de los protestantes estadounidenses y el 74 % de los católicos estaban de acuerdo con la proposición «Todas las religiones son dignas de respeto».61 Y se ha demostrado que una mayor tolerancia corre parejas con una disminución de la violencia. La intolerancia religiosa no deja de ser, sin embargo, un factor importante de violencia en el mundo. En numerosas sociedades la religión es manipulada con fines políticos y utilizada como una bandera unificadora a fin de reavivar las pasiones sectarias, tribales o nacionalistas y exacerbar los odios. La intolerancia también la practican personas tan pro‐ fundamente convencidas de la verdad de su creencia que estiman que todos los medios son buenos para imponerla a otros. La incapacidad de respetar las tradiciones religiosas e intelectuales de otros, incluyendo por supuesto las de los no creyentes, conduce a ignorar la diversidad de los seres humanos y de sus aspiraciones legítimas. Como dice a menudo el Dalái Lama: «La convicción profunda que se tiene prosiguiendo su propio camino debe duplicarse de un respeto absolu‐ to por el de los otros».

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La marginalización de la violencia Según el jurista Donald Black, en los países desarrollados, la mayoría de los crímenes son cometidos por los miembros de los sectores más desfavorecidos de la población. Éstos se benefician poco de la seguridad que se supone les brinda el Estado. Desconfían de las autoridades, las desprecian y son, a su vez, despreciados por ellas. Según el criminólogo Mark Cooney, son apátridas en el seno del Estado, funcionan fuera del sistema estatal, a menudo gracias a actividades ilegales. Al no poder recurrir a los tribunales ni apelar a la policía, instituyen una justicia paralela que les es propia y muy a me‐ nudo arreglan sus diferencias recurriendo a la violencia.62 La mayoría de los homicidios se emparentan así con penas ca‐ pitales aplicadas por personas privadas. Según Steven Pinker, el proceso de «civilización de las costumbres» ha reducido de manera considerable la violencia en nuestras sociedades, pero no la ha eliminado: la ha relegado a los marginados so‐ cioeconómicos.63

La educación y la lectura, catalizadores de la empatía A fines del siglo XVIII, más de la mitad de los franceses sabían leer y escribir. En Inglaterra, el número de libros publica‐ dos por decenio pasó de algunos cientos en el siglo XV a 80.000 a principios del siglo XIX.64 Parece que, en cierta medida, cuando se comenzó a leer relatos y novelas que defendían la tolerancia y describían el sufrimiento vinculado a la violen‐ cia, a la costumbre de ponerse en el lugar del otro, de adoptar su punto de vista e imaginar sus sentimientos, se favoreció el desarrollo de la empatía y el declive de la violencia. La cabaña del tío Tom, por ejemplo, en que la novelista Harriet Beecher Stowe describe de manera desgarradora la condición de un esclavo, fue la novela más vendida del siglo XIX y tuvo un impacto de primer orden en el surgimiento y el éxito de la causa abolicionista.65

El aumento de la influencia de las mujeres A pesar de los progresos que quedan por cumplir, los países occidentales se orientan hacia un respeto y un reconoci‐ miento incrementados del papel de la mujer en la sociedad. Salvo unas raras excepciones, la guerra es planificada, decidi‐ da y perpetrada por hombres, y el 99,9 % de los soldados que participan en los combates son también hombres (incluso en países como Israel, que reclutan un gran número de mujeres, éstas rara vez se encuentran en primera línea del frente). Además, los hombres son más intransigentes durante las negociaciones. Swanee Hunt, exembajadora estadounidense y militante contra la explotación de las mujeres en el mundo, nos contó que un día se encontró con un grupo de oficiales africanos comprometidos en negociaciones de paz que parecían bloqueadas por la inflexibilidad de las dos partes presen‐ tes. Al constatar que las dos delegaciones estaban compuestas exclusivamente por hombres, Hunt preguntó: «¿Por qué no hay ninguna mujer en vuestro grupo?» Le respondieron: «Porque las mujeres harían concesiones». Hunt recuerda haber pensado en ese momento: «¡Eureka! ¡Por eso esta negociación, como muchas otras, no tiene éxito!»66 En efecto, ¿cómo encontrar una solución aceptable para los diversos protagonistas sin hacer concesiones mutuas? Un conjunto de estudios etnográficos muestra que toda sociedad que trata mejor a las mujeres es menos favorable a la guerra. En Oriente Medio sobre todo, un sondeo ha revelado que las personas más favorables a la igualdad de la condi‐ ción de los hombres y las mujeres eran también los más favorables a una resolución no violenta del conflicto araboisraelí.67 Steven Pinker concluye que «El estudio de la biología y de la historia lleva a pensar que, ceteris paribus, un mundo en el que las mujeres disfrutaran de más influencia sería un mundo en el que habría menos guerras».68 Tsutomu Yamaguchi, superviviente de los dos ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki (adonde huyó después de la explosión de Hiroshima, creyendo encontrar allí refugio) formuló este último consejo antes de morir a los noventa y tres años: «Las únicas personas que deberían estar autorizadas a gobernar un país dotado de armamentos nucleares deberían ser madres que aún amamantaran a sus bebés».69 Las mujeres y los niños son las primeras víctimas de las guerras y cuan‐ ta más voz tengan en la sociedad, menos elevados serán los riesgos de conflictos. Además, no se trata simplemente de dar ventaja de poder a las mujeres, sino asimismo de alejarse de los modelos culturales que celebran la fuerza viril, glorifican la guerra y hacen apología de la violencia como medio rápido y eficaz de resolver los problemas70. En Sex and War, el biólogo Malcolm Potts y sus coautores estiman que dar a las mujeres plenos poderes sobre su reproducción (dejándoles libre acceso a la contracepción y a la elección de su cónyuge) es un factor crucial para combatir la violencia.71 Negar que las mujeres sean tratadas como simples criaturas destinadas a la reproducción es el mejor medio de evitar que una parte desmesurada de la población esté constituida por hombres jóvenes que se encuentran a menudo sin empleo y marginali‐ zados. Se ha demostrado que, en las sociedades que conceden más autonomía a las mujeres, se observan menos bandas de jóvenes desarraigados que se convierten en promotores de disturbios.72 Desmond Tutu, la activista gandhiana Ela Bhatt, el expresidente Jimmy Carter y los demás miembros del grupo de sa‐ bios Global Elders han lanzado el movimiento «Hijas, no esposas».73 El arzobispo Desmond Tutu, en particular, milita con pasión contra el matrimonio de las niñas desde la infancia o en la pubertad, fenómeno muy difundido en África y en Asia (cada día, 25.000 niñas se casan demasiado jóvenes y en contra de su voluntad). Una adolescente de menos de quin‐ ce años corre cinco veces más riesgo de morir de parto que una mujer joven de unos veinte años. Esta plaga es capaz de impedir la realización de seis de los ocho objetivos del milenio para el desarrollo que intentan conseguir las Naciones Unidas: reducir la pobreza y el hambre, asegurar la educación primaria para todos, promover la igualdad de los sexos y la autonomía de las mujeres, reducir la mortalidad infantil, mejorar la salud maternal, combatir el sida, el paludismo y las otras enfermedades. Solamente dos objetivos, la preservación del medio ambiente y la organización de la colaboración mundial para el desarrollo, no están directamente vinculados al problema del matrimonio precoz de las jóvenes. La edu‐ cación obligatoria de las niñas podría contribuir a contrarrestar esta costumbre.

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Más vale restaurar la paz y curar las heridas que vengar las afrentas La mayoría de los procesos de paz se han visto coronados por el éxito cuando una de las partes involucradas ha dado por su propia voluntad un paso innovador, arriesgado e irrevocable. Este género de iniciativa tranquiliza al adversario y le da

confianza en el hecho de que el otro no tiene la intención de reanudar las hostilidades. En lo que concierne a los conflic‐ tos civiles, resulta que más vale aplacar los resentimientos y facilitar la reconciliación que insistir para que «se haga justi‐ cia» a cualquier precio. Recientemente he escuchado el testimonio de mujeres de Liberia afirmando que preferían el re‐ greso de la paz a la comunidad que reavivar los odios persiguiendo a todos los que habían cometido atrocidades. Este de‐ seo de pasar la página contentándose con una justicia incompleta y concediendo una amnistía general (salvo para algu‐ nos jefes militares) dejó perplejos a los representantes del Tribunal Internacional de Justicia, divididos entre sus compro‐ misos de no dejar asesinos impunes de crímenes contra la humanidad y la opinión de los ciudadanos afectados, para quienes la reconciliación contaba más que una justicia punitiva. Uno de los mejores ejemplos de esta actitud es el de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación creada en 1995 por Nelson Mandela y presidida por el arzobispo Desmond Tutu, ambos premios Nobel de la Paz. Dicha comisión fue encargada de censar las violaciones de los derechos del hombre y las fechorías cometidas durante los quince últimos años del apartheid, por el Gobierno sudafricano y por los movimientos de liberación, a fin de permitir una reconciliación na‐ cional entre víctimas y autores de abusos. El punto fuerte de esta acción consistió en animar la confesión pública de los crímenes cometidos, asociada a menudo a una demanda de perdón, en presencia de las víctimas, y ofrecer a cambio una amnistía. Era importante a los ojos de todos desvelar la verdad y reconocer sin disimulo todos los crímenes cometidos a fin de no dejar en la sombra nada que pueda perpetuar los resentimientos, y luego decidir de común acuerdo renunciar a la aplicación de la ley del talión. «Per‐ donar sin olvidar» (To forgive, not to forget) fue la divisa de esta empresa de curación.74

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los desafíos que hay que superar

Hay aún mucho que hacer, y todavía se despilfarran inmensos recursos económicos para mantener guerras. Cada día se destinan a gastos militares en el mundo 2.000 millones de dólares, mientras que esa suma colosal podría utilizarse para financiar toda suerte de necesidades urgentes para la humanidad. Por no citar más que dos ejemplos recientes: el coste de la guerra de Irak ascendió a 3 trillones de dólares, y el de la guerra de Afganistán, desde su comienzo en 2001 hasta su final en 2011, a 557 trillones de dólares.75 Hoy en día, el 95 % de las armas que alimentan los conflictos en el mundo las fabrican y venden los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, lo que entra en flagrante contradicción con la razón de ser del propio Consejo. El comercio de armas es ciertamente una de las actividades más inmorales de los Estados. Como declaraba el Dalái Lama durante una visita a Francia: «Un país que vende armas vende su alma». Pero la reducción de los armamentos en sí no bastaría. Las armas no son sino los instrumentos de la guerra, y los estu‐ dios históricos muestran que el aumento del poder destructivo de las armas no conlleva necesariamente un aumento del número de víctimas en los conflictos. El arma absoluta, la bomba atómica, por suerte no ha vuelto a ser utilizada desde Hiroshima y Nagasaki. Son, pues, los factores propicios a la guerra lo que es preciso contrarrestar prioritariamente. La penuria de los recursos naturales no es obviamente un factor que incite a los pueblos a entrar en guerra. Muchos países de África que disponen de importantes recursos mineros no son menos devastados por los conflictos.76 Tal como hemos visto, las causas recurrentes de los conflictos están más bien vinculadas a la ausencia de un Gobierno democrático estable, a la corrupción, a la represión y a las ideologías intolerantes. La pobreza de los ciudadanos sobre todo cuando se agrava rápidamente representa una causa mayor de inestabilidad y de violencia. Las privaciones alimenticias, la degradación de los servicios de salud, de educación y de seguridad son cau‐ sas frecuentes de conflictos. La mitad de las guerras se producen hoy en los países donde viven los 1.000 millones de per‐ sonas más desprovistas de recursos (lo que no siempre ha ocurrido, porque en el pasado los países ricos partían a menu‐ do a la conquista de colonias o luchaban entre ellos). Los países cuyo PIB per cápita era de 250 dólares en 2003 han en‐ trado en guerra cinco veces más a menudo (15 contra 3 %) en los últimos cinco años que los países cuyo PIB per cápita se situaba en torno a los 1.500 dólares. Descuidar la pobreza en el mundo constituye, pues, una fuente de inseguridad y de violencia.77 Si la pobreza puede conducir a la guerra, la guerra conduce, a su vez, a la pobreza, al conllevar la devastación de las

infraestructuras (carreteras, fábricas, etc.) y de los recursos agrícolas, la dispersión de las personas calificadas y el caos de las instituciones. En cuanto a los dictadores, hacen poco caso de la razón y de la vida humana. Un Estado sólido y demo‐ crático es, pues, como hemos visto, indispensable para salir a la vez de la pobreza y de las guerras. Las transiciones son siempre largas y difíciles, como testimonia el Estado actual de los países del antiguo bloque comunista, pues la organiza‐ ción de la democracia exige tiempo y requiere una profunda transformación de las culturas. En cuanto a las religiones, deben hacer esfuerzos particulares en favor de la paz. Históricamente no han sido siempre los instrumentos de la paz que, no obstante, preconizan sus ideales. Con frecuencia se han convertido en fermentos de división y no de unión. Es, pues, sumamente importante que los jefes religiosos se encuentren y aprendan a conocerse mejor, como recomienda constantemente el Dalái Lama, a fin de que puedan actuar todos juntos a favor del apacigua‐ miento cuando aparezcan turbulencias y disensiones. En resumen, las guerras causan más sufrimiento en las víctimas de una agresión que bienestar a los agresores. Sin em‐ bargo, mientras el agresor obtenga ventajas de la guerra, por muy limitadas que sean, será difícil impedir que no surjan guerras. Es preciso, pues, que todos los que recurren a la violencia sean penalizados, de manera que ya no puedan sacar ningún provecho de ella.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La edad de la razón

A medida que cada vez más niños tienen acceso a la educación y pueden desarrollar mejor su inteligencia y sus conoci‐ mientos, los ciudadanos del mundo toman conciencia de la necesidad de vivir en paz. Se ha comprobado que las faculta‐ des del raciocinio, el grado de inteligencia y el nivel de equilibrio emocional de los niños de diez años presagiaban su aceptación posterior de los puntos de vista democráticos, pacifistas, antirracistas e igualitarios frente a las mujeres.78 En la conclusión de su obra de 800 páginas sobre el declive de la violencia, Steven Pinker apuesta por la razón para re‐ ducir la violencia. Considera que sólo ella nos permite extender el círculo de la empatía y de la conciencia moral más allá del círculo de nuestros parientes y de los miembros de nuestro «grupo» —nación, religión, etnia o cualquier otra parti‐ cularidad susceptible de atentar contra la percepción de nuestra humanidad común.79

33 La instrumentalización de los animales: una aberración moral La noción de altruismo se ve puesta seriamente a prueba por la manera como tratamos a los animales. Cuando una so‐ ciedad acepta como algo evidente la pura y simple utilización de otros seres sensibles al servicio de sus propios fines, sin conceder ningún género de consideración al destino de aquellos a quienes instrumentaliza, no se puede hablar sino de egoísmo institucionalizado. La desvalorización de los seres humanos conduce con frecuencia, como hemos visto, a asimilarlos a animales y a tra‐ tarlos con la brutalidad que se reserva habitualmente a estos últimos. La explotación masiva de los animales va acompa‐ ñada de un grado de desvalorización suplementaria: son reducidos al estado de productos de consumo, de máquinas para hacer carne, de juguetes vivos cuyo sufrimiento divierte o fascina a las multitudes. Se ignora a sabiendas su carácter de seres sensibles para rebajarlos al rango de objetos. Este punto de vista fue crudamente expresado por Émile Baudement, el primer catedrático de zootecnia del Instituto Agronómico de Versalles:

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Los animales son máquinas vivientes, no en la acepción figurada de la palabra, sino en su acepción más rigurosa, tal como la admiten la mecánica y la industria […] dan leche, carne, fuerza: son máquinas que producen un rendimiento para un gasto determinado.1 En la misma línea de pensamiento, en los años setenta, el comentarista de un reportaje televisivo sobre la implantación de la ganadería industrial en Francia anunciaba con cierta altivez en la voz: «Todos los actos de su vida biológica deberán corresponder a nuestras necesidades y a nuestras horas. […] El bovino se vuelve lo que uno esperaba: un producto in‐ dustrial».2 Más cínico todavía, un dirigente de la empresa estadounidense Wall’s Meat declaraba recientemente: «La cerda reproductora debería ser concebida como un elemento precioso de equipamiento mecánico cuya función es volver a es‐ cupir cochinillos como una máquina de fabricar salchichas, y debería ser tratada como tal».3 Esta visión del sistema la resume el presidente de una empresa estadounidense de aves de corral con 225.000 gallinas ponedoras, Fred C. Haley: «El objetivo de la producción de huevos es hacer dinero. Si perdemos esto de vista, erramos nuestro objetivo».4 ¿Es concebible desear el advenimiento de una sociedad más altruista cerrando los ojos ante el destino que infligimos a los miles de animales sacrificados cada año para nuestro consumo? En las granjas industriales, la duración de la vida de los animales es de alrededor 1/60 de la que sería en condiciones naturales. Es como si la esperanza de vida de un francés no fuera sino de un año y cuatro meses.5 Se confina a los anima‐ les en jaulas donde ni siquiera pueden darse la vuelta; se les castra; cuando nacen, se separa a las crías de sus madres; se les hace sufrir para divertirnos (corridas, peleas de perros, de gallos); se les captura con trampas que les destrozan las ex‐ tremidades con cepos de acero; los desuellan vivos,54 los trituran también vivos en tornillos sin fin (destino reservado a cientos de millones de polluelos machos cada año). En pocas palabras, se decide cuándo, dónde y cómo deben morir sin preocuparnos en absoluto por lo que sienten.

La magnitud de los sufrimientos que infligimos a los animales Los hombres siempre han explotado a los animales, primero cazándolos, luego, domesticándolos. Pero sólo a principios

del siglo XX esta explotación adquirió una magnitud hasta entonces inigualada. Paralelamente, acabó por desaparecer de nuestra vida cotidiana porque es perpetrada deliberadamente fuera de nuestras miradas. Los anuncios publicitarios y los libros para niños nos muestran imágenes de vacas jugueteando en campos floridos, pero la realidad es muy diferente. En los países ricos, en América del Norte, en Europa, y cada vez más en otros sitios del mundo, particularmente en China, el 99 % de los animales que comemos son «producidos» en granjas industriales donde su breve vida no es sino una suce‐ sión de sufrimientos. Todo eso resulta posible desde el instante en que consideramos a otros seres vivos como objetos de consumo, reservas de carne, «productos agrícolas» o «bienes mobiliarios» que podemos tratar como mejor nos parece. A principios del siglo XX, los primeros grandes mataderos estadounidenses estaban, según el testimonio de James Ba‐ rrett, «dominados por el espectáculo, el ruido y el olor de la muerte a una escala monumental».6 Los sonidos emitidos por las máquinas para matar y los animales sacrificados asaltaban el oído permanentemente. En La jungla,7 obra que provocó un verdadero clamor de indignación en 1906, Upton Sinclair describió la situación en los mataderos de Chicago, donde los animales eran sacrificados masivamente por trabajadores pobres, muy a menudo emigrantes explotados por los grandes trust financieros de la época:

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Cada día enviaban alrededor de diez mil bovinos, un número igual de cerdos, y cinco mil carneros; es decir, que todos los años de ocho a diez millones de animales vivos eran transformados allí en productos comestibles. […] Se conducía primero a los rebaños hacia pasarelas del ancho de un camino, que pasaban por encima de los parques y por las cuales avanzaba un flujo continuo de animales. Al verlos precipitarse hacia su destino sin presentir nada, uno experimentaba un sentimiento de malestar: se hubiera dicho un río que arrastraba la muerte. Pero nuestros amigos no eran poetas… No veían en ello sino una organización de una eficacia prodigiosa. […] Aquí no se desperdicia nada —explicó el guía—. Del cerdo, se aprovecha todo, salvo sus gruñidos.8

El politólogo Jeremy Rifkin advierte que «por primera vez se utilizan máquinas para acelerar el proceso de asesinato masivo, relegando a los hombres al nivel de simples ejecutores obligados a ajustarse al ritmo y a las exigencias impuestos por la propia cadena».9 Upton Sinclair prosigue su relato: En la entrada se alzaba una inmensa rueda de hierro de alrededor de veinte pies de circunferencia, con anillos fijados en el perímetro. […] Los hombres ataron el extremo de una cadena alrededor de la pierna del cerdo más cercano y en‐ gancharon el otro extremo a uno de los anillos de la rueda. Al estar ésta en rotación, el animal fue levantado brutal‐ mente del suelo. […] El cerdo ya había iniciado un viaje sin retorno. Una vez llegado a la cima de la rueda, fue encau‐ zado sobre un riel y atravesó la habitación, suspendido en el vacío. Durante ese tiempo, se levantaba a otro de sus con‐ géneres, luego a un segundo, luego a un tercero y así hasta que formasen dos hileras. Los animales así colgados por una pata se debatían frenéticamente gruñendo. El estruendo era aterrador, destrozaba los tímpanos. […] Después de unos instantes de calma momentánea, el tumulto se reanudaba cada vez más y aumentaba hasta alcanzar un paroxis‐ mo ensordecedor. Era más de lo que podían soportar algunos visitantes. Los hombres intercambiaban miradas riendo nerviosamente; las mujeres se quedaban paralizadas, las manos crispadas, el rostro congestionado, los ojos llenos de lágrimas. En cambio, más abajo, los obreros, indiferentes a esas reacciones, continuaban haciendo lo que tenían que hacer; ni los gritos de los animales ni los llantos de los humanos los perturbaban. Enganchaban a los cerdos uno a uno, y lue‐ go, de un rápido cuchillazo, los degollaban. A medida que los animales iban avanzando, los gritos disminuían al mis‐ mo tiempo que la sangre y la vida se escapaban de sus cuerpos. Por último, después de un postrer espasmo, desapare‐ cían en un chorro de salpicaduras en el interior de una enorme cuba de agua hirviendo. […] La máquina de matar continuaba imperturbable su actividad, hubiera o no espectadores. Era como un crimen atroz perpetrado en el secreto de una mazmorra, sin que nadie lo supiera y en medio del olvido general.10

La rentabilidad ante todo

En nuestros días, sólo en los Estados Unidos se matan más animales en un solo día que en un año en todos los mataderos en la época de Sinclair. Según David Cantor, fundador de un grupo de estudios para una política responsable con los ani‐ males, es «un sistema cruel, expeditivo, de gestión rigurosa, orientado hacia el lucro, en el que apenas se considera a los animales como seres vivos, cuyos sufrimientos y cuya muerte no cuentan».11 En las últimas décadas del siglo XX se han producido cambios importantes en la industria de la carne. Los mataderos se han vuelto numerosos pero mucho más grandes, capaces de sacrificar cada uno varios millones de animales por año. Se hubiera podido esperar que el destino de los animales también iba a mejorar. En los países de la Unión Europea, nue‐ vas reglamentaciones apuntan a reducir ligeramente los sufrimientos en las granjas industriales. En los Estados Unidos, testimonios recientes, como el del escritor Jonathan Safran Foer,12 muestran que lo único que ha cambiado realmente es que ahora se matan más animales, más rápido, más eficazmente y por menos dinero. La cría industrial escapa casi en todas partes a las leyes que protegen a los animales de los malos tratos: «Las Common Farming Exemptions (‘exenciones derivadas de las prácticas ganaderas habituales’) equiparan todos los métodos de crianza mientras sean de práctica corriente en el sector, constata Foer. En otras palabras, los ganaderos —“empresas co‐ merciales” sería un término más adecuado— tienen el poder de definir lo que es la crueldad. Si la industria adopta una práctica (por ejemplo, la amputación sin analgésicos de un apéndice no deseado; puede dejar volar su imaginación sobre este punto), la operación se vuelve automáticamente legal».13 Como cuidar o incluso aplicar la eutanasia a los animales debilitados o con mala salud que se desploman sin poder levantarse para seguir a los otros en «la escalera hacia el Paraíso» (el nombre dado a la rampa que lleva a la muerte) cos‐ taría dinero, en la mayoría de los estados estadounidenses es legal dejar a esos animales debilitados agonizar de hambre y de sed durante días, o tirarlos vivos a camiones de la basura. Eso se produce todos los días. Los obreros son mantenidos constantemente bajo presión para que la cadena de matanza continúe avanzando a pleno rendimiento: «No desaceleran la cadena por nada ni por nadie», confiaba un empleado a Gail Eisnitz, investigadora de la Humane Farming Association.14

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Mientras la cadena avance, les importa un comino lo que tengas que hacer para que el cerdo entre. Hay que colgar un animal en cada gancho si no quieres que el capataz te arree un puntapié en el culo. […] Todos los obreros utilizan tu‐ bos de metal para matar a golpes los cerdos que no quieren ir hacia las rampas. Si un cerdo se niega a pasar y detiene la producción, le pegas hasta matarlo, y luego, lo pones a un lado para colgarlo más tarde.15 La competencia económica hace que cada matadero se esfuerce por matar más animales por hora que sus competido‐ res. La velocidad de los obreros en los mataderos permite tratar mil cien animales por hora, lo que significa que un obre‐ ro debe matar un animal cada pocos segundos. Los fallos son habituales.16 En Inglaterra, el doctor Alan Long, que visita regularmente los mataderos en condición de investigador, ha notado cierta renuencia en los obreros que van a matar animales jóvenes. Le confiaron que lo más duro de su trabajo era matar a los corderos y los terneros, porque «no son más que bebés». Es un momento desgarrador, dice el doctor Long, «cuando un ternerillo aterrado, al que acaban de arrancar de su madre, empieza a mamar los dedos del carnicero con la esperanza de sacar leche, y no recibe sino la maldad humana». Ha tachado la actuación de los mataderos industriales de «implaca‐ ble, despiadada y sin remordimientos».17

La hipocresía de los «cuidados» Si los profesionales aconsejan a veces a los criadores que eviten tal o cual práctica cruel, es debido a sus repercusiones negativas en el aumento de peso de los animales; si los incitan a tratar menos duramente a los animales destinados al ma‐ tadero, es porque las contusiones hacen perder valor al cadáver: no se piensa jamás que habría que evitar maltratar a los animales porque es algo inmoral en sí mismo.18 En cuanto a los veterinarios empleados por la industria, su papel no es el de velar por la salud de los animales, sino contribuir a la maximización de beneficios. Los medicamentos no son utilizados para curar las enfermedades, sino para

sustituir sistemas inmunitarios destruidos. Los criadores ni siquiera intentan producir animales sanos, sino evitar que mueran demasiado pronto, antes de haber generado un beneficio.19 Al mismo tiempo los animales son atiborrados de antibióticos y de hormonas del crecimiento. El 60 % de los antibióticos utilizados en Estados Unidos se destinan a la ga‐ nadería. Como observa la filósofa Élisabeth de Fontenay: Lo peor se disimula en la formidable hipocresía que consiste en preconizar y poner en marcha una pretendida ética del bienestar, como si se tratara de una limitación aportada por respeto al animal frente a los abusos de la cría industrial, mientras que resulta necesariamente provechosa para el buen funcionamiento y la rentabilidad de la empresa.20 Una vez que han servido, se destruye lo que queda como objetos embarazosos y se los elimina como basura.

Una realidad oculta

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En la década de 1990, la pintora Sue Coe desplegó durante seis años todo su ingenio para introducirse en los mataderos de diferentes países, principalmente en los Estados Unidos. Todo el tiempo tuvo que enfrentarse a una marcada hostili‐ dad, que iba desde imprecaciones tales como: «¡Usted no tiene nada que hacer aquí!», hasta amenazas de muerte si publi‐ caba el nombre del matadero visitado. Jamás la autorizaron a utilizar su cámara fotográfica; sólo sus bosquejos eran tole‐ rados: «Los mataderos, en particular los más grandes, están custodiados como edificios militares. Generalmente conse‐ guía entrar porque conocía a alguien que tenía relaciones comerciales con la fábrica o el matadero». En su libro Dead Meat (‘Carne muerta’), describe así su visita a un matadero de Pensilvania:21 El suelo estaba muy resbaladizo, y las paredes y todo el resto, cubiertas de sangre. La sangre seca había formado una costra sobre las cadenas. Yo no tenía ningunas ganas de caer sobre toda esa sangre y esos intestinos. Los operarios usan botas antideslizantes, delantales amarillos y cascos. Es un espectáculo de caos controlado, mecanizado. Como la mayoría de los mataderos, «el lugar está sucio —mugriento incluso—, con moscas que vuelan por todas par‐ tes». Según otro testimonio, las salas de refrigeración están llenas de ratas que, por la noche, corren sobre la carne y la mordisquean.22 Llega la hora del almuerzo; los operarios se dispersan. Sue se queda sola con seis cuerpos decapitados que sangran. Las paredes están manchadas y hay gotas de sangre en su carnet. Siente que algo se mueve a su derecha y se acerca a la jaula del matadero para ver mejor. En el interior hay una vaca. No ha sido sacrificada; se resbaló en la sangre y se cayó. Los hombres se fueron a almorzar dejándola ahí. Los minutos pasan, de vez en cuando intenta levantarse, golpeando con sus cascos las paredes de la jaula. Una vez levanta suficientemente la cabeza para mirar fuera y vuelve a caerse. Se oye la san‐ gre que gotea, y de un altavoz sale música. Sue comienza a dibujar… Un hombre, Danny, regresa de su almuerzo. Le da tres o cuatro puntapiés violentos a la vaca herida para hacerla levan‐ tar, pero ella no puede. El tipo se inclina hacia la jaula metálica e intenta matarla con su pistola neumática, luego le dispa‐ ra una bala de doce centímetros en la cabeza. Danny ata una cadena a una de las patas posteriores de la vaca y la levanta. Pero la vaca no está muerta. Lucha, sus pa‐ tas se agitan mientras se alza, cabeza abajo. Sue advierte que algunas vacas están totalmente muertas, pero otras no. «Se debaten como locas mientras Danny les corta la garganta.» Danny habla con las que aún están conscientes: «¡Venga, chi‐ ca, sé buena!» Sue mira la sangre manar «como si todos los seres vivos fueran recipientes blandos que sólo esperaran ser perforados». Danny se acerca a la puerta y hace avanzar a las vacas siguientes a golpes de garrote eléctrico. Las vacas, aterradas, se resisten y patean con sus cascos. Mientras las obliga a penetrar en el lugar donde van a ser sacrificadas, Danny repite con voz cantarina: «¡Vamos, nenas!» Sue visita después un matadero de caballos en Texas. Los caballos que esperan ser sacrificados se hallan en un estado terrible. Uno de ellos tiene la quijada fracturada. Los latigazos llueven sobre ellos dejando oír chasquidos con olor a que‐

mado. Los caballos intentan escaparse de la zona de matanza, pero los hombres les golpean la cabeza hasta que dan me‐ dia vuelta. El compañero de Sue ve una yegua blanca a punto de parir un potro frente a la jaula. Dos empleados le dan latigazos para obligarla a ir más rápido hacia la zona de matanza y arrojan el potro a un depósito destinado a los despo‐ jos. En una rampa, encima de ellos, el jefe observa indolente la escena, con un sombrero de cowboy. Saliendo de otra fábrica que le recordará el Infierno de Dante, Sue Coe ve una vaca con la pata rota que yace bajo el sol. Se le acerca, pero el personal de seguridad la detiene y la obliga a retirarse del lugar: «No dejo de pensar en la Shoá, lo que me incordia enormemente»,23 escribe Sue.

Una empresa global La suerte de los otros animales de cría no es nada mejor. En América, se sacrifican cada año ciento cincuenta veces más pollos que hace ochenta años, gracias al desarrollo de la crianza en batería. Tyson Foods, la compañía avícola más grande del mundo, sacrifica más de diez millones de pollos a la semana. Cincuenta mil millones de aves de corral son sacrifica‐ das anualmente en el mundo. Cada pollo dispone, durante su breve vida, de un espacio del tamaño de una hoja de papel de carta. El aire que respira está cargado de amoniaco, de polvo y de bacterias.24 El hacinamiento es la causa de numerosos comportamientos anor‐ males: desplumaje, picotazos agresivos y canibalismo. «La batería se convierte en un manicomio para gallináceas», ob‐ serva el naturalista texano Roy Bedichek.25 El crecimiento artificialmente acelerado de los pollos puede ser comparado al de un niño que alcanzara un peso de 150 kilos a la edad de diez años. Para reducir estos comportamientos que les cuestan caro, los criadores mantienen a los pollos en una casi oscuridad y, para impedir que se hieran o se maten, les seccionan el pico. En la década de 1940, se les quemaban los picos con un so‐ plete. Actualmente, los criadores utilizan una guillotina provista de cuchillas termógenas. Los muñones que resultan de esta amputación expeditiva forman con frecuencia neuromas que provocan agudos dolores.26 En una granja estadounidense donde se amontonaban dos millones de gallinas ponedoras repartidas en hangares que contenían cada uno 90.000, un responsable explicó a unos periodistas del National Geographic: «Cuando la producción [de huevos] desciende por debajo del umbral de rentabilidad, las 90.000 gallinas son vendidas en bloque a un transfor‐ mador que hará con ellas paté o sopa de pollo».27 Y se vuelve a partir de cero. Los transportes son asimismo fuente de largos sufrimientos. En los Estados Unidos, se calcula que del 10 al 15 % de los pollos mueren durante el viaje. Entre los que llegan a los mataderos, una tercera parte presenta fracturas recientes de‐ bidas a la manera como han sido manipulados y transportados masivamente. Se supone que en los mataderos se aturde a los pollos en un baño electrizado. Pero para ahorrar emplean generalmen‐ te un voltaje demasiado leve (1/10 de la dosis requerida para aturdir). En consecuencia, numerosos pollos —al menos cuatro millones por año en América, según una estimación gubernamental— llegan aún conscientes a la cuba para escal‐ dar.28 Los pollitos machos de las gallinas ponedoras son destruidos: 50 millones en Francia, 250 millones en los Estados Uni‐ dos cada año. «¿Destruidos? Ésta es una palabra sobre la cual parece interesante saber más —se plantea Jonathan Safran Foer—. La mayoría de los pollitos machos mueren después de haber sido aspirados a lo largo de una serie de tubos que los llevan a una placa electrizada. […] Otros son arrojados, del todo conscientes, a trituradoras (imagínese una tritura‐ dora de madera llena de pollitos). ¿Cruel? Eso depende de lo que usted entienda por crueldad.»29 En lo que respecta a los cerdos, para impedirles que se muerdan la cola entre ellos, se la cortan con un instrumento que aplasta el muñón al mismo tiempo para reducir el desangramiento. Las cerdas están confinadas en jaulas metálicas apenas más grandes que sus cuerpos y donde están atadas durante dos o tres meses por un collar que les impide volverse y dar un paso adelante o atrás. Cuando la cerda está a punto de parir, se la coloca en un dispositivo llamado «virgen de acero», un marco metálico que impide cualquier libertad de movimiento. Los machos son castrados sin anestesia. Se les corta la piel de los escrotos con un cuchillo, se pelan los testículos y se tira hasta romper el cordón que los retiene.30 Según Foer, «los cochinillos que no crecen lo bastante rápido —los más débiles— cuestan caro en recursos y no tienen cabida en la ganadería. Los cogen por las patas traseras y les destrozan la cabeza sobre el suelo de cemento. Una práctica

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corriente: “Hemos llegado a destrozar hasta ciento veinte en un solo día”, cuenta un operario de una granja industrial de Misuri».31 Los terneros sufren al ser separados de sus madres y son encerrados en jaulas que les impiden adoptar su posición na‐ tural para dormir, la cabeza bajo el flanco. Las jaulas son también demasiado estrechas para permitir al ternero volverse o lamerse. Los alimentos para terneros tienen deliberadamente menos hierro, pues los consumidores aprecian la carne «pálida», cuyo color se debe al hecho de que a los animales los han vuelto anémicos.32 Al mismo tiempo, los terneros la‐ men cualquier objeto de hierro existente en su jaula. Por eso las jaulas son de madera para que cualquier objeto de hierro quede fuera de su alcance.33

Todos los días, todo el año… Jonathan Safran Foer nos presenta una descripción apenas soportable del procedimiento completo de la matanza. No ol‐ videmos que eso ocurre hoy todos los días, a lo largo del año, en la casi totalidad de los mataderos de los países llamados civilizados.

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En un matadero clásico, los animales bajan por un tobogán hasta la jaula de aturdimiento. […] El responsable de la operación, el knocker, apoya una gran pistola neumática entre los ojos del bovino. Una varilla de acero se hunde en el cráneo del animal, lo que lo deja inconsciente, incluso lo mata, luego esta varilla se mete de nuevo en el cañón. A ve‐ ces, ésta no hace sino aturdir al animal que, en ese caso, queda consciente, o se despierta más tarde en pleno «trata‐ miento».34

Algunos directores de mataderos eligen deliberadamente métodos de aturdimiento menos eficaces, porque si los ani‐ males están «demasiado muertos» y su corazón ya no funciona, sangran demasiado lenta o insuficientemente. Así, cier‐ tos animales permanecen conscientes o se despiertan durante el tratamiento: Hablemos claramente: los animales son desangrados, despellejados y desmembrados cuando todavía están conscien‐ tes. Eso ocurre todo el tiempo y tanto la industria como las autoridades lo saben. Varios mataderos acusados de desan‐ grar, despellejar o desmembrar animales vivos han defendido sus actos afirmando que esas prácticas eran corrientes. Cuando Temple Grandin, profesora de etología en la Universidad de Colorado, realizó una auditoría al conjunto de la profesión en 1996, llegó a la conclusión de que uno de cada cuatro mataderos de bovinos es incapaz de hacer que, al pri‐ mer golpe, los animales queden inconscientes de manera fiable. La rapidez de la cadena ha aumentado casi un 800 % en un siglo, y el personal, formado a menudo de manera expeditiva, trabaja en condiciones de pesadilla: los errores son inevitables. Así, es frecuente que los animales no estén aturdidos en absoluto. En un matadero, unos empleados escandalizados filmaron clandestinamente un vídeo que hicieron llegar al Washington Post. Más de veinte operarios firmaron declaracio‐ nes juradas afirmando que las violaciones denunciadas en la película son frecuentes y que los responsables están perfec‐ tamente enterados: «He visto miles y miles de vacas sufrir vivas el proceso de matanza. […] Pueden encontrarse desde hace siete minutos en la cadena y estar todavía vivas. He trabajado despellejando y he visto algunas que aún estaban vi‐ vas». En esa etapa, se retira la piel de la cabeza del animal a partir del cuello. Y cuando la dirección se digna a escuchar a los asalariados que se quejan, suele ser para despedirlos enseguida. Después de desollar la cabeza, el cadáver (o la vaca) llega a los que «cortan las patas»: «Cuando alguna se despierta — explica un empleado de la cadena—, parece como si intentara trepar por las paredes». Cuando las vacas llegan al nivel de los que cortan patas, éstos no tienen tiempo de esperar a que venga un colega a rematar a la res, de modo que le amputan la parte baja de las patas con tenazas: «Los animales se vuelven locos, y empiezan a dar patadas en todos los sentidos». Cien millones de animales son igualmente asesinados cada año por su piel. En un documental filmado con cámara oculta por un equipo de investigadores suizos,35 se ven criadores chinos que aturden visones haciéndolos girar, atados por sus patas traseras, y golpeándoles la cabeza contra el suelo. Luego los desuellan vivos, y una vez que se ha quitado

todo el pellejo con la piel, tiran los animales, que están en carne viva, sobre una pila de sus congéneres. Contemplar los visones que agonizan lentamente, silenciosos e inmóviles, es insoportable para cualquier persona dotada aunque sólo sea de un gramo de piedad. El contraste es tanto más sobrecogedor cuando, mientras continúan «mondando» esos animales como calabacines, los criadores charlan entre ellos, con el cigarrillo en la boca, como si nada estuviera ocurriendo. Todas las descripciones y, más aún, la visión de los documentales que muestran esa triste realidad, son tal vez insopor‐ tables para muchos de nosotros. Sin embargo, sería bueno preguntarnos por qué eso nos molesta hasta tal punto. ¿No será porque a pesar de todo lo toleramos? Lamentablemente, no se trata de unas cuantas escenas de horror cogidas con alfileres. Las cifras superan lo imagina‐ ble. Cada año, más de mil millones de animales terrestres pasan por el matadero en Francia, 15 mil millones en los Esta‐ dos Unidos, y aproximadamente 100 mil millones en el mundo.36 Más recientemente, China, la India y numerosos países emergentes han intensificado la cría industrial. En numerosos países, principalmente en el seno de la Unión Europea, nuevas leyes deberían poner fin a los peores de estos tratamientos que, sin embargo, todavía se practican en muchas granjas industriales en otros lugares del mundo. En cuanto a los peces, crustáceos y «frutos» de mar, un estudio que utiliza datos suministrados por varias organizacio‐ nes internacionales relacionadas con sus capturas anuales, y que tiene en cuenta el tonelaje de dichas capturas y la eva‐ luación del peso medio de cada especie, llega a la cifra astronómica de alrededor de un billón, con b, de peces pescados anualmente.37 Esta estimación no incluye las numerosas capturas que no se registran oficialmente, que son al menos el doble, ni el número inmenso de especies marinas que se ven gravemente afectadas por la industria pesquera. En Francia, el número de peces y de crustáceos muertos cada año se sitúa alrededor de los 2.000 millones. Como observa Foer:

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Ningún pez conoce una muerte dulce. Ni uno solo. No vale la pena preguntarse si el pez que está en su plato ha sufri‐ do. La respuesta es siempre que sí. Ya se trate de peces, cerdos u otros animales que comemos, ¿es este sufrimiento lo más importante del mundo? Desde luego, no. Pero ésa no es la cuestión. ¿Ese sufrimiento es más importante que los sushis, el tocino o los nuggets de pollo? Ésa sí es la cuestión.38

¿Matar humanamente? Es verdad que aquí y allá se han introducido ciertas mejoras. En los Estados Unidos, donde la cría industrial hace tiempo que está exenta de la aplicación de todas las leyes sobre la protección de los animales, la situación ha mejorado un poqui‐ to gracias al trabajo de Temple Grandin, que ha vuelto a diseñar los planos de los mataderos a fin de que los animales sientan menos pánico al aproximarse a la muerte. Así, la rampa que los conduce en fila india hacia el lugar donde serán sacrificados se llama ahora «la escalera del Paraíso»; lástima que los animales no sepan leer… Es, sin duda, deseable ate‐ nuar todo el sufrimiento de esos animales, sea de la naturaleza que sea, pero sigue habiendo algo terrible en la actitud que consiste en tranquilizarse diciéndose que, en adelante, 100 mil millones de animales serán «sacrificados humana‐ mente» cada año. El jurista y autor David Chauvet comenta sobre ese tema: «Para la mayoría de la gente, el hecho de matar los animales no constituye un problema puesto que se los mata sin sufrimiento. Se habla entonces de “sacrificar humanamente”. Por supuesto, nadie aceptaría ser “sacrificado humanamente”, salvo tal vez para abreviar sus propios sufrimientos. Pero cier‐ tamente los animales no tienen interés en ser sacrificados para acabar a trozos en los estantes de los supermercados».39 En diciembre de 2006, el gobernador de Florida, Jeb Bush, hermano del expresidente de los Estados Unidos, suspendió temporalmente la ejecución de los condenados a muerte porque se habían necesitado veinte minutos para que uno de ellos sucumbiera a una inyección letal que supuestamente debía matarlo en cuatro. Afirmó que lo hacía por razones «hu‐ manitarias». Personalmente, yo no veo nada de humanitario en el hecho de matar a alguien en cuatro minutos en vez de en veinte. Antes de la ejecución, también se sirve a los condenados su comida preferida. Eso vale más que torturar du‐ rante horas al condenado antes de matarlo, pero la pena de muerte sigue siendo lo que es, un acto de venganza legal: «Si el crimen es una transgresión de la ley, la venganza es lo que se oculta detrás de la ley para cometer un crimen», escribe

Bertrand Vergely.40 La explotación de miles de millones de animales puede ser considerada una matanza permanente que se oculta detrás de la indiferencia. Ese punto no ha escapado a algunos defensores de los derechos de los animales: contentarse con volver más «huma‐ nas» las condiciones de vida y de muerte no es sino una escapatoria para asegurarse una conciencia más tranquila prosi‐ guiendo con la matanza de los animales. Lo que hace falta es ponerle fin. Y recuerdan que las tentativas para que la escla‐ vitud fuera más «humana» no contribuían, de hecho, sino a prolongarla, mientras que lo necesario era su abolición. La mayoría de los sufrimientos que infligimos a otros no tienen nada de inevitables. Resultan posibles por nuestra ma‐ nera de verlos. Si identificamos a un grupo étnico, por ejemplo, con chusma, no tendremos ningún escrúpulo en querer eliminarlo. Si consideramos a ciertas personas como enemigos jurados, nos felicitaremos por sus sufrimientos. A partir del momento en que otros seres sensibles son para nosotros seres inferiores cuyo destino es desdeñable, no dudaremos en utilizarlos como instrumentos al servicio de nuestro bienestar. Algunos objetarán: «Al fin y al cabo, así es la vida. ¿Por qué tanto sentimentalismo ante comportamientos que han sido siempre nuestros? Los animales mismos se han devorado siempre unos a otros. Son las leyes de la naturaleza. ¿Para qué querer cambiarlas?» A eso puede responderse que en teoría hemos evolucionado, desde las épocas consideradas bár‐ baras, para volvernos más pacíficos y humanos. ¿Cómo, si no, maravillarse de los progresos de la civilización? Hoy toda‐ vía, quienes utilizan sistemáticamente la brutalidad y la violencia ¿no son acaso calificados de «bárbaros»? «El primer bárbaro —escribe Claude Lévi-Strauss— es el hombre que cree en la barbarie.»41 A la mayoría de nosotros nos bastaría sin duda con estar mejor informados y tomar conciencia de lo que ocurre todos los días en las granjas industriales y los mataderos, para que cambiemos naturalmente de opinión e incluso de modo de vida. Los medios, que participan a menudo en la difusión del prêt-à-penser, no informan en absoluto al público, y de to‐ das maneras, les resultaría imposible investigar libremente en los mataderos. No obstante, se encuentran, particularmen‐ te en Internet, reportajes que muestran sin ambigüedad la realidad de los lugares de donde proviene la carne que come‐ mos. Citemos el documental titulado Terrícolas,42 que muestra claramente la manera como tratamos a los animales. ¿Es aún posible mantener los ojos cerrados? Tal vez algún día la visión futurista de H. G. Wells se convierta en realidad:

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No hay carne en el planeta Utopía. Antes la había. Pero hoy ya no soportamos la idea de mataderos… Aún recuerdo mi alegría, cuando era niño, al ver cerrar el último matadero.43 Eso no depende más que de nosotros. 54 Es particularmente el caso de los animales que se crían por su piel, en las granjas chinas, por ejemplo, y lo mismo ocurre en los mataderos cuando los animales han sobrevivido a lo que se suponía iba a matarlos y son, por consiguiente, desollados vivos.

34 El tiro por la culata: efectos de la ganadería y de la alimentación cárnica sobre la pobreza, el medio ambiente y la salud

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En el capitulo precedente hemos tratado sobre las graves preocupaciones éticas relativas a la manera como tratamos a los animales. Pero eso no es todo. Si nos preocupamos de la pobreza y de las desigualdades crecientes entre los ricos y los pobres, del ambiente y de la salud humana, y si aceptamos las conclusiones de las investigaciones científicas presentadas por varios informes de síntesis —los del Grupo de Expertos Intergubernamental sobre la Evolución del Clima (GEIC de la ONU), de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (Food and Agriculture Orga‐ nisation, FAO), del Instituto Worldwatch y otros más—, no podemos sino interrogarnos sobre la importancia desmesu‐ rada concedida a la ganadería y sobre los impactos negativos del consumo de carne para el hombre y para nuestro am‐ biente. Juzguemos teniendo en cuenta las siguientes cifras: — La ganadería contribuye al 18 % de las emisiones de gas de efecto invernadero vinculadas a las actividades hu‐ manas, en segundo lugar después de las construcciones y antes de los transportes. — Para producir un kilo de carne es preciso utilizar diez kilos de alimentos que podrían alimentar a los países po‐ bres.1 — El 60 % de las tierras disponibles en el mundo están destinadas a la ganadería. — La ganadería sola consume el 45 % de toda el agua destinada a la producción de alimentos. — Reduciendo el consumo de carne, se podría evitar el 14 % de los fallecimientos en el mundo.

La carne de los países ricos cuesta cara a los países pobres La ecuación es simple: 1 hectárea de tierra puede alimentar a 50 vegetarianos o 2 carnívoros. Para producir 1 kilo de car‐ ne se necesita la misma superficie de tierra que para cultivar 200 kilos de tomates, 160 kilos de patatas u 80 kilos de man‐ zanas.2 En La dieta ecológica, Frances Moore Lappé hace hincapié en que 1 acre de cereales da cinco veces más proteínas que el mismo acre utilizado para producir carne; 1 acre de leguminosas da diez veces más, y 1 acre de legumbres hojosas, quince veces más.3 La ganadería consume cada año 750 millones de toneladas de trigo y de maíz que bastarían para alimentar convenien‐ temente a los 1.400 millones de seres humanos más pobres. Más del 90 % de los 225 millones de toneladas de soja cose‐ chadas en el mundo sirve también para alimentar al ganado.4 En los Estados Unidos, el 70 % de los cereales se destinan a alimentar al ganado; en la India, sólo un 2 %.5 Ahora bien, resulta que las dos terceras partes de todas las tierras disponibles son utilizadas para la ganadería (30 % para pastoreo y 30 % para producir los alimentos del ganado).6 Para obtener 1 caloría de carne de buey de ganadería intensiva hacen falta de 8 a 26 calorías de alimentos vegetales, que hubieran podido ser consumidas directamente por el hombre.7 Se necesitan 7 kilos de cereales para producir 1 kilo de carne de buey. El rendimiento es, pues, ínfimo. No es de extrañar que Frances Moore Lap​pé haya calificado ese género

de agricultura como «fábrica de proteínas a la inversa».8 Plantando avena, se obtienen seis veces más calorías por hectárea que dedicando esa hectárea a producir carne de cer‐ do, y veinticinco veces más para la carne de buey. Así, 1 hectárea de brócoli produce veinticuatro veces más hierro que 1 hectárea utilizada para producir carne de buey. Comer carne es un privilegio de país rico que se ejerce en detrimento de los países pobres. Como muestra el gráfico de la página siguiente, cuanto más se enriquecen las poblaciones, más carne consumen. Un estadounidense come 120 kilos de carne por año, frente a sólo 2,5 kilos de un indio. Los países ricos consumen una media de 10 veces más carne que los países pobres.9 El consumo mundial de carne se ha multiplicado por 5 entre 1950 y 2006, o sea una tasa de crecimiento dos veces superior a la de la población mundial y, si la tendencia actual prosigue, este consumo se duplicará de aquí a 2050.10

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En pocas palabras, un poco más de una tercera parte de la producción mundial de cereales es destinada cada año al ganado, así como una cuarta parte de la producción mundial de pescado.11 Como observa el ecólogo Éric Lambin, «la competencia entre el hombre y el ganado por el consumo de cereales se traduce en un aumento del precio de estos últi‐ mos, lo que tiene consecuencias trágicas para las poblaciones más pobres».12 El hecho de que la cuarta parte de los 2.800 millones de personas que viven con menos de 2 dólares al día dependan de la ganadería para su subsistencia, y de que la ganadería en general contribuya de manera importante al desarrollo econó‐ mico debe ser tenido en cuenta, pero no invalida el punto de vista que acabamos de exponer. En efecto, no son esos pe‐ queños explotadores los que contribuyen a la producción masiva de carne (un indio, como hemos visto, consume sesenta veces menos carne que un estadounidense), y, en consecuencia, a un desvío hacia la producción de carne en recursos de cereales que podrían alimentar directamente a las poblaciones pobres.13 Son las grandes explotaciones casi industriales de ganadería intensiva, así como los monocultivos destinados a esas explotaciones, los que crean ese dese​quilibrio y esa injusticia. A pesar de todo, incluso las pequeñas explotaciones de las poblaciones pobres participan en la degradación de las tierras en las cuales viven esas poblaciones. A largo plazo, su subsistencia estaría mejor asegurada por métodos agroe‐ cológicos que protejan la calidad de los suelos y de la vegetación.14 Según las estimaciones del Instituto Worldwatch, para producir un bistec de carne picada en América Central, se transforman en tierra de pastoreo 17 metros cuadrados de selva virgen y se destruyen 75 kilos de plantas y de animales.15 Ahora bien, resulta que los Estados Unidos importan 100.000 toneladas de carne de vacuno de América Central cada año.16 Si todos los cereales destinados al ganado estadounidense fueran consumidos directamente por humanos, podrían alimentar a 800 millones de éstos. 17 En 1985, durante la hambruna en Etiopía, mientras la población se moría de ham‐ bre, ese país exportaba cereales para alimentar reses británicas.18 Las selvas tropicales húmedas cubren alrededor de 720 millones de hectáreas y cobijan un 50 % de la biodiversidad del

planeta. Más de 200 millones de hectáreas de esas selvas han sido destruidas desde 1950, especialmente para dejar sitio a pastizales o granjas de bovinos.19 Un informe de Greenpeace publicado a fines de enero de 2009 estima que el 80 % de la tala de la Amazonía se debe al aumento de la cabaña bovina.20 En cuanto al hecho de consagrar 100 millones de toneladas de trigo y de maíz a la producción de etanol para automó‐ viles, el emisario de las Naciones Unidas para la alimentación ha estimado que este desvío constituía un «crimen contra la humanidad». Alimentar coches cuando casi mil millones de personas no consiguen saciar su hambre…

El impacto en las reservas de agua dulce El agua dulce es un recurso raro y precioso. Solamente el 2,5 % del agua del planeta es agua dulce, de la que casi tres cuartas partes está contenida en los glaciares y las nieves perpetuas.21 En muchos países pobres, el acceso al agua es muy limitado. Las poblaciones, en su mayoría mujeres y niños, deben recorrer a menudo varios kilómetros a pie para llegar a un lugar donde haya agua y llevarla a su vivienda. La penuria de agua potable es una amenaza a escala mundial: el 40 % de la población del mundo repartida en 24 países sufre de escasez de agua, tanto desde el punto de vista de la cantidad como de la calidad.22 Más de 3 millones de niños de menos de cinco años mueren cada año de diarreas causadas esencialmente por las aguas contaminadas y los gérmenes patógenos transmitidos por los alimentos. En el futuro, el 70 % de los recursos de agua dulce estarán degradados o contaminados.23 Ahora bien, resulta que la producción de 1 kilo de carne exige cincuenta veces más agua que la de 1 kilo de trigo.24 La revista Newsweek ha descrito este volumen de agua de manera muy gráfica: «En la cantidad de agua que se necesita para producir un buey de 500 kilos podría flotar un destructor».25 Se estima que la mitad del consumo de agua potable mun‐ dial está destinada a la producción de carne y productos lácteos. En Europa, más del 50 % de las aguas contaminadas se debe a la ganadería extensiva de los animales, incluyendo las piscifactorías. En los Estados Unidos, el 80 % del agua pota‐ ble sirve para la ganadería. Las exigencias de la producción animal están a punto de agotar amplias capas freáticas de las que dependen innumerables regiones secas en el mundo. Al ritmo actual, la cantidad de agua utilizada para la ganadería industrial debería aumentar un 50 % de aquí al año 2050.26

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Ganadería y cambio climático El impacto medioambiental de la producción de carne es particularmente grave en el caso de la ganadería intensiva. La ganadería extensiva y la producción de carne son, como hemos visto, la segunda causa principal de emisiones de gas de efecto invernadero (18 % de las contribuciones vinculadas a las actividades humanas). La producción de 1 kilo de carne de buey genera así cincuenta veces más de emisiones de gas de efecto invernadero que la de 1 kilo de trigo.27 La producción mundial de carne contribuye en un 18 % a las emisiones de gas de efecto inver‐ nadero responsables del cambio climático.28 Esta cifra incluye los gases emitidos en las diversas etapas del ciclo de pro‐ ducción de la carne: tala para crear pastizales, producción y transporte de los abonos, los combustibles de las maquina‐ rias agrícolas, la fabricación de las hormonas del crecimiento y de los aditivos alimentarios, emisiones gaseosas del siste‐ ma digestivo del ganado, transporte del ganado a los mataderos, mecanización de la matanza, tratamiento y embalaje de la carne y transporte a los puntos de venta. En total, la ganadería destinada a la producción de carne contribuye más al calentamiento climático que el conjunto del sector del transporte (que representa el 13 % de las emisiones de gas de efec‐ to invernadero), y sólo es superada por la industria de la construcción y los gastos energéticos globales del hábitat humano. El efecto invernadero es debido sobre todo a tres gases: el metano, el dióxido de carbono y el protóxido de nitrógeno. El metano es particularmente activo porque una molécula de gas contribuye veinte veces más al efecto invernadero que una molécula de dióxido de carbono. Ahora bien resulta que del 15 al 20 % de las emisiones de metano están vinculadas a la ganadería. Desde hace dos siglos, la concentración de metano en la atmósfera se ha más que duplicado.

Los rumiantes —bueyes, vacas, búfalos, carneros, cabras y camellos— constituyen una de las fuentes más importantes de producción de metano (37 % de las emisiones vinculadas al hombre). El metano resulta de la fermentación microbia‐ na en el sistema digestivo de los rumiantes: es exhalado en el curso de la respiración por eructos, y bajo forma de flatu‐ lencias. Finalmente es eliminado en los desechos sólidos que producen esos animales, por la descomposición del excre‐ mento y por la fermentación de las deyecciones animales en las zanjas de almacenaje.29 ¡Una vaca lechera produce más de 130 kilos de metano por año, lo que corresponde a 500 litros de gas por día!30 Por lo que respecta al dióxido de carbono, la expansión de la industria de la carne ha contribuido de manera impor‐ tante al aumento del 30 % de su concentración atmosférica desde hace dos años. La producción de la carne industrial de‐ pende, en efecto, de la mecanización de la agricultura —para producir la enorme cantidad de alimentos para animales que necesita—, de la fabricación y de la utilización de abonos químicos a base de petróleo, de la tala y otros elementos que son igualmente fuentes de emisión de CO2. Según Steve Boyan, de la Universidad de Maryland, un automóvil produ‐ ce 3 kilos de dióxido de carbono al día, mientras que la destrucción de una selva tropical necesaria para la producción de una sola hamburgesa produce 75 kilos de dicho gas. En cuanto al protóxido de nitrógeno, es el más agresivo de los gases de efecto invernadero: trescientas veinte veces más activo que el dióxido de carbono. Es también un compuesto estable que posee, en la atmósfera, una duración de vida de ciento veinte años. Las principales fuentes de emisión de este gas son el esparcimiento de abono nitrogenado, el proceso de degradación de esos abonos en el suelo y los desechos de la ganadería, el 65 % de las emisiones de protóxido de nitró‐ geno debidas al hombre son producidas por la ganadería. La contribución del protóxido de nitrógeno representa alrede‐ dor del 6 % del total de los gases de efecto invernadero.31

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Deyecciones de los animales

Un bovino produce una media de 23 toneladas de deyecciones al año.32 Sólo en los Estados Unidos, el ganado produce ciento treinta veces más excrementos que los humanos, o sea 40.000 kilos por segundo. La capacidad contaminante de dichos excrementos es, a igualdad de peso, ciento sesenta veces más elevada que la de los vertidos sin tratar de un alcan‐ tarillado municipal. Los purines contaminan las aguas más que las otras fuentes industriales combinadas.33 La empresa Smithfield mata, ella sola, cada año 31 millones de cerdos, que producen el equivalente a 130 kilos de excrementos por ciudadano de América del Norte. Esa empresa ha contaminado enormemente los ríos de Carolina del Norte. Los excrementos de animales generan ingentes cantidades de amoniaco que polucionan los cursos de agua y las ribe‐ ras marinas y causan una invasión de algas que asfixian la vida acuática. Inmensas zonas de Europa Occidental, del no‐ reste de los Estados Unidos y de las regiones costeras del sudeste asiático, así como vastas llanuras de China reciben hoy excedentes considerables de nitrógeno que pueden ir de 200 a 1.000 kilos de nitrógeno por hectárea y por año.34 Los excedentes de nitrógeno y de fósforo se infiltran en el suelo por lixiviación o por escorrentía, lo que contamina las capas freáticas, los ecosistemas acuáticos y las zonas húmedas.35

Los efectos de la pesca La pesca intensiva conduce progresivamente a la extinción de numerosas especies de peces y tiene un impacto enorme en la biodiversidad. Los pescadores van a buscar los peces cada vez a más profundidad en el océano. Después de haber agotado las especies que viven cerca de la superficie, los barcos de pesca no han dejado de hacer bajar a mayor profundi‐ dad sus redes, y rascan ya el fondo de los océanos. Además, se estima que la cantidad de peces pescados a escala mundial es ampliamente superior a las capturas declaradas. Por ejemplo, según las estimaciones del biólogo marino Daniel Pauly y sus colegas de la Universidad de Columbia Británica en Vancouver, China capturaría cada año 4,5 millones de tonela‐ das de peces, una gran parte de las cuales a lo largo de las costas africanas, aunque no declare sino 368.000 toneladas a la FAO.36 Debido a consideraciones puramente comerciales y a regulaciones inadaptadas, la pesca industrial va acompañada asi‐

mismo de un inmenso despilfarro de vidas. La pesca de arrastre de langostinos, por ejemplo, lanza por la borda, muertos o agonizantes, entre el 80 y el 90 % de los animales marinos sacados cada vez que la traína emerge del fondo. Además, una buena parte de esas capturas accesorias (el bycatch) está constituida por especies amenazadas. Los langostinos no representan en peso más que el 2 % de la cantidad de alimentos marinos consumidos en el mundo, pero el 33 % del bycatch mundial. Como apunta Jonathan Safran Foer en Eating Animals (‘Comer animales’): No pensamos en ello en absoluto, pues no sabemos nada. ¿Qué pasaría si el etiquetaje de un producto indicara cuán‐ tos animales han sido sacrificados para que el que queremos comernos se encuentre en nuestro plato? Pues en el caso de los langostinos de Indonesia, por ejemplo, se podría leer en el envase: «Por cada 500 gramos de langostinos, 13 ki‐ los de otros animales marinos han resultado muertos y arrojados al mar». En el caso de la pesca del atún, junto con éste, suelen morir peces de otras 145 especies no deseadas.37

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Consumo de carne y salud humana

Numerosos estudios epidemiológicos han comprobado que comer carne, sobre todo carne roja y embutidos, aumenta el riesgo de cáncer de colon y de estómago, así como de enfermedades cardiovasculares. Un estudio llevado a cabo por la red EPIC (European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition) bajo la di‐ rección de Elio Riboli y que abarca a 521.000 individuos, ha demostrado que los participantes en el test que comían más carne roja tenían un 35 % más de riesgo de desarrollar un cáncer de colon que los que consumían menos.38 Un estudio aparecido en Archives of Internal Medicine y que abarca a 500.000 personas muestra que el 11 % de los fa‐ llecimientos entre los hombres y el 16 % entre las mujeres podrían ser evitados reduciendo el consumo de carne roja.39 Según el informe de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Humano (2007-2008), el riesgo de cáncer colorrectal dis‐ minuye alrededor del 30 % cada vez que se reducen 100 gramos de consumo cotidiano de carne roja. Los países que son grandes consumidores de carne roja como Argentina y Uruguay son asimismo los países con las tasas de cáncer de colon más elevadas del mundo.40 El consumo de carnes tratadas (embutidos) ha sido, a su vez, asociado a un aumento del ries‐ go de cáncer de estómago. Según otro estudio publicado en la Universidad de Harvard en 2012 por An Pan, Frank Hu y sus colegas, que abarca a más de 100.000 personas, estudiadas durante numerosos años, el consumo cotidiano de carne está asociado a un riesgo aumentado en un 18 % en los hombres y en un 21 % en las mujeres para la mortalidad cardiovascular, y, respectivamen‐ te, en un 10 y un 16 % para la mortalidad por cáncer.41 Entre los grandes consumidores de carne roja, el simple hecho de sustituir la carne por cereales completos u otras fuentes de proteína vegetales disminuye en un 14 % el riesgo de mortalidad precoz. En total, en la duración de ese mismo estudio, el 9,3 % de los fallecimientos entre los hombres y el 7,6 % entre las mujeres se hubieran podido evitar si todos los participantes hubieran consumido menos de 40 gramos de carne roja al día. A causa del fenómeno de bioconcentración, la carne contiene alrededor de catorce veces más, y los productos lácteos cinco veces y media más, de residuos de pesticidas que los vegetales.42 Los contaminantes orgánicos persistentes se acu‐ mulan, en efecto, en los tejidos grasos de los animales y entran así en la alimentación humana. Esos contaminantes orgá‐ nicos persistentes se encuentran igualmente en la carne de los peces de piscifactoría, que reciben alimentos concentrados fabricados particularmente a partir de proteínas animales. Estas moléculas son cancerígenas y tóxicas para el desarrollo del sistema nervioso del feto y de los niños.43 Tal como hemos dicho en el capítulo anterior, en los Estados Unidos, el 60 % de los antibióticos son utilizados con el único objetivo de mantener vivos animales de cría industrial hasta el momento en que sean sacrificados. Como las gran‐ des granjas industriales no pueden tratar individualmente a los animales enfermos, se añaden cantidades masivas de an‐ tibióticos a sus alimentos. Del 25 al 75 % de esos antibióticos van a parar a los ríos, la tierra y el agua potable, favorecien‐ do la aparición de resistencias a esos tratamientos y provocando otros efectos indeseables.

Las buenas noticias

El metano, como hemos visto, es veinte veces más activo que el CO2 en la producción del efecto invernadero. Hay, no obstante, una buena noticia: su duración en la atmósfera es de diez años, frente a un siglo en el caso del CO2. Bastaría, pues, con reducir la producción de carne para que disminuyera rápidamente un factor importante del calentamiento climático. Otra buena noticia es que, tal como hemos mencionado, el mundo podría alimentar a 1.500 millones de pobres ce‐ diéndoles los 1.000 millones de toneladas de cereales que alimentan al ganado destinado al matadero. Si, por ejemplo, todos los habitantes de América del Norte se abstuvieran de comer carne durante un solo día, eso per‐ mitiría, indirectamente, ¡alimentar a 25 millones de pobres todos los días durante un año entero! Por eso, según dice R. K. Pachauri, premio Nobel de la Paz y director del Grupo de Expertos Intergubernamental sobre la Evolución del Clima en las Naciones Unidas, una tendencia mundial hacia un régimen vegetariano es esencial para combatir el hambre en el mundo, así como la escasez de energía y los peores impactos del cambio climático: «En términos de acción inmediata y de factibilidad para conseguir reducciones en un breve lapso de tiempo, es claramente la opción más atractiva»,44 concluye. La excelente noticia es, pues, que todos podemos participar de manera eficaz, fácil y rápida en la desaceleración del calentamiento global y en la erradicación de la pobreza. Para ello no es necesario dejar de viajar o de tener calefacción (aunque, por cierto, deberíamos moderar asimismo estos factores), basta con una cosa: decidir, aquí y ahora, dejar de co‐ mer carne, o, si es demasiado difícil, al menos reducir su consumo.

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35 El egoísmo institucionalizado Quienes confían y creen en el surgimiento de una sociedad más altruista no deben desanimarse ante las manifestaciones del egoísmo. Sin embargo, la existencia del altruismo verdadero no hace desaparecer el egoísmo de la sociedad. Éste re‐ viste incluso a veces formas extremas que, si bien no son más que las acciones de una minoría de nosotros, pueden poner en peligro a la sociedad en su conjunto. Se comprende que el egoísmo sea la regla en los regímenes totalitarios, que conceden poco valor al individuo. También se manifiesta, no obstante, en los países libres y democráticos cuando grupos de intereses cínicos hacen de sus beneficios una prioridad absoluta, ignorando las consecuencias nefastas de su actividad para la población. Cuando esos grupos re‐ curren a sabiendas a todo tipo de manipulaciones para preservar sus intereses, resulta entonces legítimo hablar de egoísmo institucionalizado. Es el caso de las industrias, empresas o grupos financieros que, provistos de medios considerables, logran influir en los Gobiernos y conseguir que modifiquen las leyes y los reglamentos en favor de sus intereses particulares. Esas organiza‐ ciones dedican fortunas a campañas publicitarias destinadas a promover productos nocivos, o a disimular los efectos ne‐ gativos de sus actividades, sea cual sea el precio a pagar por los humanos del planeta. Su poderío financiero les permite también recurrir a abogados prestigiosos a fin de prolongar indefinidamente los procesos judiciales en los que se hallan inmersos y desanimar por eso mismo a las víctimas de sus actividades, que a menudo sólo disponen de modestos recursos. Si esos grupos de interés pueden así concentrar las riquezas, cargar los costes ambientales a la sociedad, explotar a los trabajadores y engañar a los consumidores —todo eso en nombre de un crecimiento económico que ni está ni se le espe‐ ra—, y si su contribución a la sociedad es, a fin de cuentas, negativa, entonces, como subraya Joseph Stiglitz a propósito de la crisis financiera de 2008, es el sistema económico y político el que plantea el problema: «Una sola expresión puede describir lo que ocurrió: pérdida de referencias. En el sector financiero y en muchos otros sectores, la brújula ética de nu‐ merosos profesionales se estropeó».1 Los ejemplos del egoísmo institucionalizado abundan, y el objetivo de este libro no es hacer su inventario. Algunos ejemplos particularmente emblemáticos bastan, por desgracia, para demostrar cómo semejantes prácticas han podido ver la luz y perduran todavía con toda impunidad.

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Mercaderes de la duda Éste es el título de la obra de Naomi Oreskes y Erik Conway, historiadores de las ciencias, que describe, con pruebas que las corroboran, las fechorías de la industria del tabaco, principalmente en los Estados Unidos, y de los grupos de interés que niegan tanto la realidad del calentamiento climático como la influencia de las actividades humanas en el clima.2 Uno de los aspectos más perturbadores de su investigación es el papel desempeñado por científicos cercanos a la extrema de‐ recha estadounidense que, durante unas cuantas décadas, han llevado a cabo campañas de desinformación eficaces que les permiten engañar a la opinión y denigrar hechos científicamente bien establecidos. Los físicos Frederick Steitz y Fred Singer participaron el primero en la creación de la bomba atómica durante la Segun‐ da Guerra Mundial, y el segundo, en la puesta a punto de los cohetes espaciales y de los satélites de observación. Steitz llegó a ser también presidente de la Academia de las Ciencias estadounidense.3 Nada en su formación científica les confe‐ ría las competencias requeridas para proclamar, como hicieron durante años, que la relación entre el tabaco y el cáncer no estaba demostrada, que la lluvia ácida no la provoca el humo de la industria del carbón, sino los volcanes (lo cual es falso) y que los gases CFC (clorofluocarburos) no tenían efectos destructivos para la capa de ozono. Cesando todo traba‐ jo de investigación, y secundados por los físicos William «Bill» Nierenberg y Robert Jastrow, se las ingeniaron igualmen‐

te durante treinta años para negar el calentamiento global del planeta. Comenzaron por afirmar que no existía, luego que era natural, y finalmente, aunque siguiera aumentando, que bastaría con adaptarse a él, refutando los resultados de los estudios serios llevados a cabo sobre el tema y pretendiendo que la comunidad científica estaba dividida sobre el particular. Sus tácticas eran tanto más perversas cuanto que ellos mismos se presentaban como defensores de la «buena ciencia», acusando a sus colegas de manipular los datos y las conclusiones de sus investigaciones al servicio de corrientes políticas anticapitalistas, liberticidas e incluso comunistas. Orgullosos de su notoriedad y del apoyo incondicional de las indus‐ trias que temían una reglamentación de sus actividades, consiguieron influir en varios presidentes, Ronald Reagan y Bush padre e hijo en particular (George Bush padre los llamaba «mis sabios»).4 Engañaron asimismo a publicaciones pe‐ riodísticas tan respetables como The New York Times, The Washington Post y Newsweek, que se prestaron a hacerse eco de sus campañas de desinformación, preocupados por «dar un mismo lugar a las distintas corrientes de opinión», situando en el mismo plano investigaciones científicas escrupulosas y opiniones tergiversadas. Estos expertos, al servicio de los lobbies financieros, tenían todos en común una obsesión antisoviética, proveniente de la Guerra Fría, y una simpatía de‐ clarada por el capitalismo ultraliberal.5

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 100 millones de muertos en el siglo XX: la historia del tabaco

En los años treinta del siglo pasado, investigadores alemanes demostraron que el tabaco favorecía el cáncer de pulmón. Pero debido a su vinculación con el régimen nazi, sus investigaciones fueron ignoradas. No fue hasta 1953 cuando Ernest Wynder y sus colegas del Sloan-Kettering Institute de Nueva York descubrieron que los alquitranes del tabaco untados en la piel de ratones producían cánceres mortales.6 Esta noticia tuvo el efecto de una bomba en los medios, y la industria del tabaco fue presa del pánico. En diciembre de 1953, los presidentes de las cuatro marcas más grandes de cigarrillos estadounidenses7 se reunieron alrededor de John Hill, el jefe de la principal agencia de comunicación de los Estados Unidos, a fin de iniciar una campa‐ ña mediática destinada a convencer a la población de que las «conclusiones de los investigadores estaban desprovistas de fundamentos» y sus acusaciones eran noticias sensacionalistas elaboradas minuciosamente por investigadores ávidos de publicidad y de subsidios para sus laboratorios.8 Esta campaña será posteriormente considerada por los tribunales como la primera, en fecha, de las numerosas etapas de un complot organizado con el objetivo de disimular los efectos tóxicos del tabaco. Hill y sus cómplices comenzaron por formar el Comité de Investigación de la Industria del Tabaco. Hill insistía en in‐ cluir la palabra «investigación», a fin, decía, de «sembrar y mantener la duda» en el espíritu del público. Ese comité dis‐ tribuyó a los médicos, políticos y periodistas cientos de miles de opúsculos en los que pretendidamente estaba demostra‐ do que no había ninguna razón para alarmarse por la nocividad del tabaco.9 Al hacerlo, consiguieron perturbar a la opinión. «La duda es nuestro “producto” porque es el mejor medio de combatir el conjunto de los hechos que ahora son cono‐ cidos por el gran público», declaraba un memorándum interno de un dirigente de una gran marca de tabaco en 1957.10 Doubt Is Their Product es también el título del libro del científico David Michaels, secretario adjunto de Energía, Am‐ biente, Seguridad y Salud bajo la Administración Clinton y que, a la manera de Oreskes y Conway, demuestra cómo la industria del tabaco reclutó muy rápidamente a «expertos» con la misión de suministrar a sus servicios de comunicación elementos que permitieran «mantener el debate abierto» allí donde los trabajos de investigación habían establecido sin lugar a dudas que el tabaco es la causa de millones de muertes prematuras.11 En 1957, el Servicio Estadounidense de Salud Pública determinó que el tabaco era «la causa principal del aumento de la frecuencia de los cánceres de pulmón». En Europa, otros organismos de salud pública hicieron declaraciones similares. En 1964, a partir de más de 7.000 estudios que demostraban la nocividad del tabaco, el surgeon general55 estableció en un informe, también titulado «Tabaco y salud», que un fumador corría un riesgo veinte veces mayor de morir de cáncer de pulmón que un no fumador, que el tabaco conllevaba además un claro aumento de otras enfermedades pulmonares y

cardíacas y que, cuanto más fumaba una persona, más nefastos eran los efectos sobre su salud.12 La industria comprendió que se enfrentaba a una crisis grave, pero no se declaró vencida y reagrupó sus fuerzas. El servicio de relaciones públicas de la marca Brown and Williamson eligió hacer como si no pasara nada y, en 1967 anun‐ ció que «no había ninguna prueba científica que demostrara que el tabaco causaba cáncer o cualquier otra enfermedad». Frente a los tribunales, la industria del tabaco conseguía siempre unir a unos cuantos científicos a su clan para afirmar que los datos de la ciencia eran inciertos. Sólo posteriormente salió a la luz que esos científicos al servicio de la industria habían, en efecto, llegado a la misma conclusión que los otros. Mucho más: también habían comprobado que la nicotina creaba un hábito en el fumador, dos conclusiones que la industria eligió primero esconder, luego negar hasta la década de 1990, cuando fue acusada de disi‐ mular los hechos. Como táctica preventiva, introdujo en el mercado en la década de 1960 marcas de cigarrillos llamadas «mejores para la salud». Si pensamos que 5 millones de personas morían entonces en el mundo y mueren aún cada año a causa del cigarrillo, nos damos cuenta del cinismo de esa marca de fábrica. Una nueva oleada de pánico sacudió a la industria en la década de 1980, cuando el cirujano general llegó a la conclu‐ sión de que el tabaquismo pasivo era igualmente nocivo para la salud, y preconizó medidas que limitaran el uso del taba‐ co en el interior de los edificios. La industria del tabaco se alió de nuevo con Fred Singer para desacreditar no solamente a la EPA (Environmental Protection Agency, Agencia de Protección Ambiental) que había compilado los trabajos cientí‐ ficos, sino a los investigadores mismos, acusándolos de hacer «investigación de pacotilla». Ya desde la década de 1970, la industria del tabaco sabía que los humos de tabaco que flotan en el aire contienen más productos tóxicos que el humo inhalado por el fumador.56 La razón principal es que la combustión de este humo natural se hace a temperatura más baja y de manera incompleta.13 El estudio más convincente llegó de Japón en 1981. Takeshi Hirayama, del Instituto de Investigación sobre el Cáncer, demostró que las mujeres de fumadores morían dos veces más de cáncer de pulmón que las mujeres de no fumadores. El estudio abarcaba a 540 mujeres seguidas durante catorce años. Cuanto más fumaban los maridos, más aumentaba la tasa de mortalidad de las esposas.14 La industria del tabaco se volvió entonces hacia un estadístico de gran renombre, Nathan Mantel, quien declaró que los resultados de Hirayama habían sido analizados incorrectamente. Los servicios de comunicación de las empresas to‐ maron el relevo, los periódicos titularon en primera página que nuevas investigaciones desmentían los riesgos del taba‐ quismo pasivo y páginas llenas de publicidad que anunciaban la buena noticia fueron financiadas por los fabricantes de cigarrillos. En otra muestra de doblez, memorándums internos encontrados más tarde confirman que sabían muy bien de qué lado se hallaba la verdad. Uno de ellos anota: «Hirayama tenía razón. TI (Tobacco Industry) lo sabía y atacó a Hi‐ rayama sabiendo que sus resultados eran exactos».15 Fumar ya no era sólo una cuestión de riesgo personal. Poner en peligro a los amigos, a los colegas y a los propios hijos era un asunto muy diferente, que seguro que la opinión pública no se tragaría con tanta facilidad. Y, sin embargo, los industriales del tabaco persistieron en su empresa deshonesta: Sylvester Stallone cobró 500.000 dó‐ lares por fumar cigarrillos en cinco de sus películas, a fin de asociar el acto de fumar a la fuerza y a la buena salud. Philip Morris financió un proyecto llamado Whitecoat, enrolando científicos europeos a fin de «invertir la concepción científica y popular errónea, según la cual el FTE [fumée de tabac environnementale, humo del tabaco en el ambiente] es nocivo para la salud»,16 un gasto de 16 millones de dólares con el único objetivo de mantener la duda en el espíritu del público. Fred Singer, fiel a su puesto, multiplicó los artículos en la prensa, denunciando los nuevos informes científicos, que él ca‐ lificó de «ciencia de pacotilla» (junk science). En 1999, analizando los artículos aparecidos en la prensa relacionados con el tabaquismo pasivo, dos investigadores de la Universidad de California, Gail Kennedy y Lisa Bero, establecieron que el 62 % de los artículos publicados en los periódicos y revistas no especializadas entre 1992 y 1994 continuaban afirmando que las investigaciones que abundaban en los efectos nefastos del tabaquismo pasivo eran «motivo de controversia», mientras que todos los trabajos de científicos serios habían confirmado dicha nocividad.17 Otra estratagema consistió en crear revistas pseudocientíficas en las que la industria del tabaco publicó artículos que no hubieran nunca pasado el umbral de los comités de selección de las revistas científicas serias, así como en organizar conferencias a las que invitaban a científicos adeptos a la causa, cuyas opiniones eran luego retomadas en «informes». Todas estas estrategias servían para constituir un conjunto de referencias que, aunque desprovisto de valor científico, te‐

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nía por objetivo contradecir las investigaciones serias.18 Finalmente, en 2006 un tribunal estadounidense dictaminó que «la industria del tabaco había puesto a punto y aplica‐ do estratagemas destinadas a engañar a los consumidores en cuanto a los peligros del cigarrillo, peligros de los que eran conscientes desde la década de 1950, como probaban los documentos internos de las mismas compañías del tabaco». En noviembre de 2012, un juez federal estadounidense ordenó a las compañías de tabaco publicar en los periódicos comunicados en los que se retractaban, afirmando claramente que habían mentido con respecto a los peligros del taba‐ quismo. Estos comunicados debían describir sin disimulo los efectos del tabaco en la salud de los fumadores y mencio‐ nar el hecho de que el tabaquismo mata a una media de más de 1.200 estadounidenses por día, más que los asesinatos, el sida, el suicidio, la droga, el alcohol y los accidentes de tráfico juntos.19 Actualmente, según la Organización Mundial de la Salud (OMS),20 el tabaquismo mata aún a casi 6 millones de perso‐ nas cada año. Unos 5 millones de ellas son consumidores o exconsumidores, más de 600.000 de los cuales, 80.000 en Eu‐ ropa, son no fumadores involuntariamente expuestos al humo.21 El tabaquismo pasivo es, pues, peligroso, incluso en pe‐ queñas dosis.22 El tabaco ha provocado 100 millones de muertes en el siglo XX. Si la tendencia actual continúa, producirá hasta mil millones de víctimas en el siglo XXI. El 80 % de estos fallecimientos tendrán lugar en países de rentas bajas o medianas. A pesar de todo eso, la industria del tabaco sigue sin darse por vencida. Ahora apunta a los países en vías de desarro‐ llo, y prospera en África y en Asia (donde vive el 60 % de los mil millones de fumadores del planeta, de los cuales 350 millones son chinos). En Indonesia, por ejemplo, propone a los jóvenes una remuneración si aceptan transformar sus co‐ ches en soporte publicitario para sus marcas. Por la mañana en la televisión, hay hasta 15 spots publicitarios por hora para promover el consumo de tabaco. En ese país, con 11 millones de trabajadores, el sector del tabaco es el segundo em‐ pleador nacional y el 63 % de la población masculina fuma.23 En la India, 50.000 niños trabajan en las granjas y fábricas de tabaco. En China, Marlboro llega a patrocinar uniformes escolares (con su logo, por supuesto).24 Mundialmente, se‐ gún la OMS, los ingresos fiscales por las ventas de tabaco son en promedio ciento cincuenta y cuatro veces más elevados que las sumas gastadas en la lucha antitabaco.25 Los efectos a largo plazo de las campañas de desinformación continúan haciéndose sentir, porque el 25 % de los estadounidenses piensan todavía actualmente que no hay ningún argumento só‐ lido que pruebe que fumar mata.26 Un mal conductor en estado de embriaguez que provoque un accidente mortal será condenado por «haber causado una muerte sin intención de causarla». ¿Qué decir de aquellos que causan la muerte sin «intención» de causarla, sabien‐ do perfectamente que la causan?

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¿Qué soluciones? Según la OMS, los anuncios antitabaco impactantes y las fotos puestas en las cajetillas permiten reducir el número de jó‐ venes que comienzan a fumar, y aumentar el de los fumadores que deciden dejar el cigarrillo. Se sabe también que la prohibición de la publicidad hace bajar el consumo. Lo primero que habría que hacer sería, pues, prohibir cualquier publicidad. Los estudios demuestran que la mayoría de los fumadores conscientes de los peligros del tabaco desean dejar de fu‐ mar. Sin embargo, en muchos países, poca gente conoce los riesgos específicos del consumo de tabaco (solamente el 37 % en China, donde la gente fuma libremente en los trenes o los autobuses abarrotados). Los Gobiernos deben, pues, en pri‐ mer lugar informar correctamente a la población. Se sabe que un control terapéutico, consejos y la toma de ciertos medicamentos pueden, como mínimo, duplicar las oportunidades de éxito para dejar el cigarrillo. Los consumidores tienen, pues, necesidad de una ayuda para dejarlo. Ahora bien, resulta que sólo 19 países, que representan el 14 % de la población mundial, disponen de servicios de salud nacionales que propongan una ayuda para dejar el hábito. Habida cuenta del carácter adictivo de la nicotina y de sus efectos homicidas, una prohibición global parecería ser la solución más lógica y humana. Es insensato que se le conceda tan poca importancia a la hecatombe generada por el taba‐

co. Como apuntaba Jacques Attali en un editorial de L’Express: El escándalo del Mediator, en el corazón de un nudo de conflictos de intereses, es ejemplo de una inquietante deriva de nuestro sistema de salud. […] Pero lo más alucinante es que nadie, absolutamente nadie, se pregunte por qué no se trata con la misma severidad un producto totalmente inútil, cuya nocividad está hoy en día probada, consumido dia‐ riamente por 1,3 mil millones de personas en el mundo, y que deja cada año 5 millones de muertos, o sea más que el sida y el paludismo juntos. […] Pero no se lo prohíbe. ¿Por qué? Porque aporta mucho dinero a los Estados. En Fran‐ cia, ha aportado, en 2009, 10 mil millones de euros de impuestos y 3 mil millones de IVA. […] Ya no hay que tergiver‐ sar. Todo está claro en lo sucesivo: hay que prohibir la producción, la distribución y el consumo del tabaco. Se pon‐ drían en juego ciertos empleos; los Estados perderían algunos ingresos; se animaría por un tiempo el mercado negro, habría que hacer algunos gastos para desintoxicar a quienes lo están… pero se ganaría tanto en calidad y en esperanza de vida que el balance, incluso económico, sería evidentemente positivo en todas partes.27

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Es también la opinión de la periodista y médico Martine Pérez, que ha dedicado un libro a este tema y da nuevas pers‐ pectivas para las cifras, diciendo que, si el Mediator es considerado responsable de 900 a 2.000 fallecimientos en treinta años, en ese mismo período, el tabaco ha dejado 1,8 millones de muertos en el mismo país.28 La OMS, por su parte, considera ineficaz una prohibición en el contexto de la mundialización. No obstante, se podría imaginar que una organización como la Unión Europea tome la iniciativa y dé ejemplo. Países como Finlandia, Australia y Nueva Zelanda han tomado ya el camino de la erradicación con dos iniciativas: quitar toda imagen positiva del tabaco uniformizando las cajetillas de cigarrillos, y prohibir fumar en la calle para poner fin al fenómeno de imitación. Un grupo de expertos médicos ingleses estima igualmente que la perspectiva de una prohibición mundial es poco rea‐ lista; anima más bien a los Gobiernos a hacer pagar sistemáticamente la factura de salud pública a las compañías de taba‐ co, ya que son ellas las proveedoras de todas esas enfermedades y muertes.29 En Canadá está en curso un proceso de peti‐ ción colectiva de 45.000 habitantes de Québec que reclaman 27 mil millones de dólares de indemnizaciones a esas com‐ pañías. En los Estados Unidos, las grandes marcas de cigarrillos firmaron en 1998 el Master Settlement Agreement, por el cual se comprometieron a pagar la suma récord de 246 mil millones de dólares en veinticinco años. De todos modos, la justicia estadounidense no golpeó pese a todo con demasiada fuerza, puesto que la industria del tabaco continúa yen‐ do viento en popa, contrariamente a quienes fuman sus productos.

La negación del calentamiento del clima En 1965, Roger Revelle, asesor científico del presidente Johnson, fue encargado de preparar un informe sobre el aumento del dióxido de carbono en la atmósfera. Sus conclusiones, presentadas en la Cámara del Congreso, determinaron: «La generación actual ha alterado la composición de la atmósfera a escala mundial emitiendo regularmente una cantidad de dióxido de carbono proveniente de la combustión de carburantes fósiles».30 Pero era la época de la guerra de Vietnam y el Gobierno tenía otras prioridades. Los climatólogos, a su vez, ya habían concebido modelos que predecían, bajo el efec‐ to del incremento del CO2, un aumento de la temperatura en la superficie del globo, con consecuencias considerables desde todo punto de vista: biodiversidad, migraciones humanas, enfermedades, etc. El Gobierno estadounidense pidió entonces a dos grupos de expertos que siguieran estudiando la cuestión.57 Ellos también llegaron a la misma conclusión. Un testimonio que incomodó mucho a los políticos: intervenir eficazmente hu‐ biera exigido cambios considerables en el ámbito de la energía. Eligieron, pues, dejar de lado el problema. Uno de los científicos cuenta que, cuando les dijeron a los gobernantes en Washington que la tasa de CO2 iba a dupli‐ carse en los próximos cincuenta años, les respondieron: «Volved dentro de cuarenta y nueve años».31 El Gobierno esta‐ dounidense adoptó el punto de vista del «Ya veremos qué pasa» y pretendió que, de todas maneras, la humanidad sabría adaptarse. ¿Por qué sería, pues, necesario legislar para disminuir la tasa de CO2 en la atmósfera?32 Mientras los científicos continúan acumulando estudios e intentando alertar a los responsables y a la opinión, los mag‐ nates estadounidenses financian campañas en los medios para negar el calentamiento climático, apoyados por algunos

laboratorios dispuestos a defender esta tesis. Según los cálculos presentados en un informe de investigación de Green‐ peace, los hermanos David y Charles Koch, dos magnates de la industria petrolera de opiniones ultraconservadoras, que son, respectivamente, la quinta y la sexta fortunas mundiales, han contribuido con más de 60 millones de dólares desde 1997.33 El periodista Chris Mooney demostró que Exxon Mobil había, en algunos años, entregado 8 millones de dólares a nada menos que 40 organizaciones que denigran las investigaciones científicas que prueban el calentamiento global.34 En 2009, había más de 2.300 lobbystas en el Congreso estadounidense centrados en las cuestiones vinculadas al cambio cli‐ mático, con el objetivo de proteger los intereses de las grandes industrias.35 La asociación independiente estadounidense Open Secrets, que lucha por una «política responsable» ha publicado el conjunto de las cantidades de las contribuciones realizadas a las elecciones estadounidenses de noviembre de 2012. Así nos enteramos de que muchas empresas francesas —GDF Suez, Lafarge, Sanofi, etc.—financiaron la campaña de candi‐ datos que se contaban entre los negadores más activos del calentamiento climático, como el representante de Illinois, John Shim​kus, quien declaró en 2009 que el ascenso del nivel de los océanos no se produciría porque Dios prometió a Noé que la humanidad no sería amenazada nunca más por un diluvio.36 Como subraya Thomas Homer-Dixon, del Centro Internacional de Innovación en la Gobernación de Ontario: «El conjunto del proceso de negociación sobre los cambios climáticos es un ejercicio de mentira prolongado y elaborado, mentiras de unos contra otros, contra nosotros mismos y, sobre todo, contra nuestros hijos. Y esas mentiras comienzan a corromper nuestra civilización en todos los planos».37

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La ciencia maltratada

Investigador con un currículo irreprochable, Benjamin Santer trabaja en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, vinculado a la Universidad de California. Fue él quien, en un artículo de la revista Nature, aportó en 1996 la prueba deci‐ siva de que el calentamiento climático se debía a las actividades humanas y no a las variaciones de la actividad solar. Sus trabajos demostraron, en efecto, que la troposfera (la parte del espacio más cercana a nosotros) se calentaba, mientras que la estratosfera (el espacio al exterior de la troposfera) se enfriaba. Esto hubiera debido ser lo contrario si el calenta‐ miento de nuestro clima fuera causado por el Sol: si la estratosfera recibiera en primer lugar los rayos del Sol, habría de‐ bido comenzar a calentarse.38 Santer fue encargado entonces de coordinar la redacción del octavo capítulo del informe del GIEC de las Naciones Unidas, que trata de los cambios climáticos. Esta institución recibió el Premio Nobel de la Paz en 2007, con Al Gore. Enfrentados a la evidencia de la conclusión que se derivaba de los datos presentados por Santer, e incapaces de refutar‐ la científicamente, Steitz, Singer, Bill Nieremberg y sus comparsas proclamaron que el investigador había falsificado deli‐ beradamente sus resultados. También intentaron que lo expulsaran de su universidad. Steitz redactó un editorial en el Wall Street Journal titulado «Un engaño mayor sobre el presunto “calentamiento global”», así como otros artículos de la misma índole, acusando a Santer de haber suprimido ciertas partes de este octavo capítulo del informe del GIEC, pasajes que sembraban dudas sobre el calentamiento global y sus causas. En verdad, Ben Santer no había hecho sino proceder a cierto número de revisiones a raíz de recomendaciones de sus colegas. Cuando un investigador somete un artículo a una revista científica o escribe un informe de síntesis, es normal, en efecto, que sus datos, análisis y conclusiones sean pasados por el tamiz de un grupo de expertos. Como de costumbre, estos últimos habían pedido precisiones e informaciones suplementarias. Fred Steitz conocía evidentemente este proceso. No obstante, afirmó sin el menor fundamento que las modificaciones aportadas por el investigador estaban destinadas a «engañar a los políticos que decidían y al público, a fin de hacerles creer que existían pruebas científicas que demostraban que las actividades humanas generaban un calentamiento del cli‐ ma».39 En un artículo pretendió no haber visto nunca «peor ejemplo de corrupción del proceso de verificación por los expertos». Ahora bien, al no ser un especialista en cuestiones climáticas, Fred Steitz no había tenido conocimiento del contenido de las modificaciones aportadas al artículo. Sus comentarios sólo eran, pues, viento, pero un viento que él con‐ siguió que soplara sobre todos los medios estadounidenses.58 Es así como, a lo largo de los años, los medios estadounidenses han sido bombardeados por informaciones falaces des‐

tinadas a aportar a los políticos más conservadores los argumentos que necesitaban. La revista de la Academia de Cien‐ cias estadounidense, la PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences), publicó un estudio que demostraba que el 97 % de los investigadores especializados en el clima en los Estados Unidos atribuían al hombre la responsabilidad del calentamiento climático y de sus consecuencias esperadas. Esta unanimidad de la comunidad científica no bastó para impresionar al senador de Oklahoma, James Inhofe, quien replicó: «Ese 97 % no quiere decir nada».40 En otras circuns‐ tancias, ese mismo senador había descrito el calentamiento global como «la más grande novatada jamás montada contra el pueblo estadounidense»,41 añadiendo que el «CO2 no causa ningún problema y sería más bien benéfico para nuestro ambiente y nuestra economía».42 Todos los candidatos republicanos a la investidura presidencial de 2012 proclamaron su escepticismo a propósito de los cambios climáticos y se negaron a considerar las emisiones industriales de carbono como la primera causa del calentamiento global.43 El 64 % de los estadounidenses continúan pensando que la comunidad cien‐ tífica está profundamente dividida sobre el tema.44 En Francia, el exministro Claude Allègre consiguió, en su obra L’Imposture climatique (‘La impostura climática’),45 acu‐ mular la mayoría de los errores y opiniones gratuitas diseminadas por los lobbies estadounidenses. Negaba en particular la amplitud del calentamiento climático y el hecho de que es debido a las emisiones de gas de efecto invernadero —«Creo que en las circunstancias actuales, la influencia mayor del CO2 sobre el clima no está demostrada, y que es incluso dudo‐ sa»—,46 resaltando la hipótesis, desde hace tiempo desacreditada por Ben Santer, que haría al Sol responsable de un ca‐ lentamiento momentáneo del planeta, negando la fusión de los casquetes polares47 y confundiendo la inestabilidad de las condiciones meteorológicas con el cambio climático.48 De hecho, ningún factor natural conocido puede explicar el calen‐ tamiento reciente, y las conclusiones de los expertos del GIEC sobre el papel de las actividades humanas en el calenta‐ miento reciente se apoyan en más de 500 trabajos coincidentes.49 En abril de 2010, más de 600 científicos especialistas del clima reaccionaron ante las posiciones de Claude Allègre e hicieron un llamamiento a la dirección del CNRS.50 Entre las reacciones, Stéphane Foucart publicó en Le Monde el ar‐ tículo «Cent-fautes de Claude Allègre» (‘Cien errores de Claude Allègre’), demostrando que el libro estaba plagado de errores: referencia a autores o artículos que no existían, equiparación de las opiniones de presentadores de la televisión estadounidense a las de científicos del clima, atribución arbitraria a científicos de puntos de vista que nunca habían de‐ fendido, etc. «Sembrar la duda», «Mantener la polémica abierta»: los objetivos de los grupos de interés se han visto coronados por el éxito. Ahora bien, se trata de hacer prevalecer el interés de unos cuantos sobre el bien común. Convertir este género de negación en un caballo de batalla guarda relación, pues, con el egoísmo institucionalizado.

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La industria farmacéutica: un desafío para la salud pública Desde hace un siglo, las sociedades farmacéuticas del mundo entero han producido medicamentos, los antibióticos en particular, que han salvado a un número incalculable de personas, y han contribuido a que la esperanza de vida pase, en Francia, de cuarenta y ocho años en 1900 a ochenta años en la actualidad. Sin embargo, estos éxitos indiscutibles no son una excusa para entregarse a un conjunto de prácticas que no son sin duda de interés para los pacientes. Es, en efecto, alarmante comprobar, como acaba de demostrar el médico inglés Ben Goldacre en su obra Mala farma,51 que los intereses privados de las empresas farmacéuticas han prevalecido muy a menudo sobre los de la salud pública. Bajo el pretexto de proteger sus inversiones en la investigación, esas empresas ocultan datos de los estudios a partir de los cuales afirman que un nuevo medicamento es eficaz. En particular, sólo comunican a la comunidad médica y científica los resultados de los estudios favorables a sus productos. Si a eso se añaden las exageraciones y distorsiones inherentes a toda campaña de publicidad, que alaba las mercaderías de manera desproporcionada con relación a sus beneficios reales, los médicos no disponen de las informaciones que les permitirían escoger con pleno conocimiento de causa los mejores tratamientos para sus pacientes. En pocas palabras, como expresa Philippe Masquelier, médico generalista y vicepresi‐ dente de la Asociación Formindep:59 «La transparencia de la industria farmacéutica termina donde comienzan sus inter‐ eses económicos».

Una distorsión de la investigación científica Sería perfectamente posible conocer sin ambigüedad la eficacia de los medicamentos vendidos en el mercado. Pero resul‐ ta que no es así debido a una falta de transparencia sistemática de las compañías farmacéuticas y de la falta de voluntad de los organismos de reglamentación. ¿Por qué? Los medicamentos son probados por los mismos que los fabrican, y no por laboratorios científicos independientes. La comparación entre los protocolos experimentales utilizados en los estudios científicos rigurosos y los que se emplean en los laboratorios farmacéuticos muestra que, en estos últimos, están a menudo mal concebidos, efectuados con un núme‐ ro insuficiente de pacientes, en un período demasiado breve. Además, los resultados son interpretados de manera que exageran los beneficios del producto. Cuando los test producen resultados que no satisfacen a las empresas, éstas se limi‐ tan a ignorarlos, impidiendo así a los investigadores independientes una evaluación justa de los medicamentos en cuestión. En 2007, Lisa Bero y otros investigadores de la Universidad de San Francisco examinaron todos los test publicados re‐ lativos a los beneficios de las estatinas, medicamentos anticolesterol que reducen el riesgo de crisis cardíaca y son prescri‐ tos en grandes cantidades. Analizaron 192 test que comparan una estatina específica con otra o con un tipo de medica‐ mento diferente, y comprobaron que los estudios financiados por la industria daban veinte veces más a menudo resultados favorables a sus propios productos que los estudios efectuados por laboratorios científicos independientes. Este ejemplo es la regla más que la excepción.52 Para realizar un estudio riguroso hay que reunir un grupo que abarque un número suficiente de personas que padez‐ can de cierta enfermedad, luego dividirlo en dos grupos por sorteo. Los de la primera mitad recibirán el tratamiento es‐ tudiado; los de la otra, un placebo que no contiene ninguna sustancia activa ni otro medicamento.60 El efecto placebo (la distancia entre los efectos de la toma del placebo y la evolución de los pacientes sin ninguna medicación) es habitual‐ mente del orden del 30 % y puede llegar al 60 y el 70 % en el caso de las migrañas y las depresiones.53 El medicamento debe tener una eficacia superior a la del placebo. Lamentablemente, existen numerosas maneras de adulterar estos procedimientos experimentales. Así, se seleccionan pacientes más susceptibles de reaccionar favorablemente al tratamiento. O bien se contentan con examinar los resultados a la mitad del trayecto e interrumpir el estudio prematuramente para evitar obtener un resultado menos bueno al tér‐ mino del test. Las empresas farmacéuticas que utilizan los servicios de investigadores se reservan la prerrogativa de inter‐ rumpir un estudio en cualquier momento, si consideran que no va en la buena dirección, lo que evidentemente falsea la evaluación objetiva del medicamento probado. Una vez terminado el estudio, la compañía controla enteramente la publi‐ cación o el ocultamiento de los resultados, según le convenga.

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Las empresas farmacéuticas carecen totalmente de transparencia Un artículo publicado en JAMA (Journal of the American Medical Association), la principal revista médica estadouniden‐ se, señala que en un muestrario de 44 estudios realizados por laboratorios farmacéuticos, en 40 casos, los investigadores debieron firmar un contrato de confidencialidad.54 Esta confidencialidad no tiene nada que ver con la protección de los derechos de los laboratorios sobre el producto que han desarrollado. Apunta únicamente a no difundir sino los test que muestran que sus productos son eficaces e ignorar impunemente los que han dado resultados negativos. Para tomar el ejemplo de la Unión Europea, la mitad de todos los test efectuados sobre productos médicos no son publicados nunca. Ahora bien, resulta que el conocimiento del conjunto de los estudios realizados sobre un nuevo producto y la compara‐ ción con medicamentos ya existentes son indispensables para que los médicos sean capaces de prescribir el medicamento más eficaz. Actualmente, los médicos no disponen más que de resultados preseleccionados por los laboratorios. De he‐ cho, los pocos estudios sistemáticos, largos y costosos, que han sido realizados, indican que la mayoría de los nuevos me‐ dicamentos lanzados al mercado no son más eficaces que los que ya existen. Y a veces lo son incluso menos. Citemos un ejemplo revelador, el del Tamiflu. En 2005, temiendo una pandemia de gripe aviar, los Gobiernos del mundo entero gastaron miles de millones de dólares en comprar y almacenar este medicamento que, supuestamente, re‐

ducía las complicaciones de la gripe, que pueden ser fatales. En Inglaterra había suficientes dosis para tratar al 80 % de la población. Sin embargo, hasta hoy, Roche, el fabricante, no ha publicado ningún dato que muestre que el Tamiflu reduce eficazmente la tasa de neumonía y la mortalidad. El sitio de Internet de Roche anuncia, no obstante, que este medica‐ mento reduce el 67 % de las complicaciones. En diciembre de 2009, Cochrane Collaboration, una organización sin ánimo de lucro que tiene por objetivo facilitar la colaboración entre científicos del mundo entero, decidió verificar qué había de cierto en eso. Esta organización efectúa y publica cada año cientos de análisis sistemáticos y en profundidad sobre la investigación médica. Cochrane se puso en contacto con Roche, que se declaró dispuesto a comunicar los resultados bajo la reserva de que siguieran siendo confi‐ denciales, lo que no tenía ningún sentido para una organización cuyo objetivo era informar a la comunidad científica. Además, Cochrane debía comprometerse a no revelar ni las condiciones impuestas por Roche, ni los resultados de su in‐ vestigación, y ¡ni siquiera el hecho de que esas investigaciones existían! Todo eso a propósito de un medicamento que ya había sido consumido por cientos de miles de personas y había costado miles de millones a los Gobiernos, es decir, a los ciudadanos. Cochrane pidió explicaciones y Roche no respondió.55 En enero de 2011, Roche anunció que todos sus datos habían sido transmitidos a Cochrane —lo cual era falso— en febrero y que habían sido publicados —lo cual era igual‐ mente falso—. En octubre de 2012, la redactora jefe del prestigioso British Medical Journal, Fiona Godlee, publicó una carta abierta a Roche, pidiéndole que hiciera públicos los resultados de una decena de test no publicados, pues Roche sólo había hecho públicos los de dos test favorables a su medicamento.56 Todo en vano. Cochrane efectuó entonces un análisis sobre los escasos datos disponibles, y resultó claro que los métodos descritos en los artículos que supuestamente debían probar los beneficios del Tamiflu distaban mucho de ser óptimos: el tipo de per‐ sonas elegidas para ser sometidas a los test, particularmente, no era aleatorio, sino que estaba determinado por el resulta‐ do positivo al que la sociedad quería llegar. Además, faltaban muchos datos importantes. Hasta hoy no existe ningún es‐ tudio realizado a «doble ciego» y contra placebo que demuestre la eficacia del Tamiflu sobre las formas graves de la gripe. A lo sumo se ha notado una ligera reducción de la duración de los síntomas en las formas triviales. A raíz de una encuesta publicada en 2008, resultó que GlaxoSmithKline (GSK) se había abstenido de dar a conocer los datos de 9 estudios que muestran no solamente la ineficacia sobre los niños de su antidepresivo a base de paroxetina, sino que, además, ponen igualmente de manifiesto sus graves efectos indeseables, a saber, un aumento del riesgo de sui‐ cidio entre los niños.57 GSK no hizo ningún esfuerzo para informar a nadie, y un documento interno afirma: «Sería co‐ mercialmente inaceptable incluir en el prospecto una declaración que indique que la eficacia no ha sido demostrada, pues eso perjudicaría el perfil de la paroxetina». Durante el año que siguió a esta nota confidencial, sólo en el Reino Uni‐ do se extendieron 32.000 recetas de paroxetina a niños. El Vioxx (rofecoxib) fue lanzado al mercado por el laboratorio Merck, principalmente para aliviar los dolores de la ar‐ trosis. Pero Merck continuó llevando a cabo campañas agresivas para promover las ventas de Vioxx, aunque el laborato‐ rio conocía desde el año 2000 los peligros cardiovasculares graves de ese producto. La empresa no se decidió a retirarlo del mercado hasta 2004, después de que se hubieran contado decenas de miles de accidentes cardiovasculares, a menudo mortales.58 Con motivo de un proceso, un grupo de expertos independientes demostró que Merck había ocultado el exceso de mortalidad debido al rofecoxib, algo comprobado, sin embargo, en el curso de ensayos clínicos que apuntaban a explorar su acción sobre la enfermedad de Alzheimer. Bajo el manto de la confidencialidad, Merck no había transmitido sino in‐ formaciones parciales y análisis incorrectos. Ahora bien, según dos ensayos clínicos no publicados, la mortalidad causa‐ da por el rofecoxib, en comparación con un placebo, era tres veces superior.59 En los dos artículos publicados, los autores, muchos de los cuales eran empleados de Merck, habían afirmado que el rofecoxib era «bien tolerado».60 ¿Por los supervi‐ vientes, tal vez? Durante la última década, diversas medidas y resoluciones relacionadas con los medicamentos han sido adoptadas por los organismos nacionales e internacionales, así como por los editores de revistas médicas, pero ninguna ha sido respeta‐ da.61 En 2007, se decidió que los resultados de todos los estudios, positivos o negativos, debían ser puestos en línea en un sitio de Internet creado a este efecto. También en este caso, una auditoría publicada en el British Medical Journal reveló que sólo 1 estudio de cada 5 era puesto a la disposición de la comunidad médica. De nuevo una farsa.

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Los reguladores no cumplen con su deber Lo mismo ocurre con los reguladores gubernamentales que, se supone, deben verificar la calidad de las investigaciones de los laboratorios de medicamentos y dar las autorizaciones para colocarlos en el mercado. No siempre tienen acceso a todos los datos de las empresas farmacéuticas; según Goldacre, el médico inglés autor de Bad Pharma, a veces es tan difí‐ cil obtener de ellos todos los datos de los que disponen como «extraer sangre de una piedra». Cita el ejemplo de los investigadores del Centro Cochrane que trabajaban en 2007 en un estudio sistemático sobre dos medicamentos ampliamente utilizados para las curas de adelgazamiento, el Orlistat y el Rimonabant. Un estudio seme‐ jante necesita el acceso a todos los datos existentes: si faltan algunos, particularmente los que han dado resultados negati‐ vos, los investigadores no podrán tener sino una imagen deformada de la situación. En junio de 2007, Cochrane pidió a la EMA (European Medicines Agency), la Agencia Europea de Medicamentos, el organismo que aprueba y supervisa los medicamentos para toda Europa, que le comunicara los protocolos experimenta‐ les y los informes sobre los estudios en cuestión. Dos meses más tarde, la EMA respondió que había decidido no comu‐ nicar esos informes, invocando la protección de los intereses comerciales y la propiedad intelectual de las empresas far‐ macéuticas. Los investigadores respondieron a vuelta de correo diciendo que no había estrictamente nada, en un estudio objetivo sobre la inocuidad y la eficacia de un medicamento, que pudiera atentar contra la protección de semejantes in‐ tereses comerciales. E incluso si lo hubiera, ¿podría la EMA explicar por qué los intereses comerciales de las compañías farmacéuticas deberían prevalecer sobre la salud de los pacientes?62 Como última tentativa y sin grandes esperanzas, los investigadores de Cochrane se volvieron hacia el mediador euro‐ peo. «Aquello fue el inicio de una batalla por los datos que cubriría de vergüenza a la EMA y duraría más de tres años», informa Goldacre.63 En 2009, un imprevisto: uno de los dos medicamentos, el Rimonabant, es retirado del mercado por‐ que aumenta el riesgo de problemas psiquiátricos graves y suicidios. La EMA se vio entonces obligada por el mediador europeo a comunicar todos los datos que poseía. En 2010, las conclusiones del mediador fueron abrumadoras: la EMA había incumplido sus deberes y fracasado al responder a la grave acusación según la cual su retención de información era contraria al interés de los pacientes. Durante todos esos años, los pacientes padecieron por la falta de transparencia de las empresas farmacéuticas y de los reguladores gubernamentales. Con bombo y platillos, la Agencia Europea de Medicamentos ha creado un registro de los test médicos llamado Eu‐ draCT, y la legislación europea exige que todos los estudios sean consignados en él. No obstante, según todas las opinio‐ nes competentes, la transparencia continúa fallando, y la OMS, entre otros, ha declarado que el registro EudraCT era prácticamente inutilizable debido a que es casi imposible navegar en la masa de datos brutos y mal organizados que han sido puestos en línea.64

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El coste de la investigación es muy inferior a la inversión en publicidad Las compañías farmacéuticas gastan cada año sumas astronómicas en publicidad para influir en las decisiones terapéuti‐ cas de los médicos —60.000 millones de dólares por año sólo en los Estados Unidos, el equivalente del PIB de Bolivia o de Kenia, y tres veces el de Laos.65 Cuando una empresa farmacéutica se niega a dejar que un país en vías de desarrollo utilice un nuevo medicamento contra el sida a un precio asequible es, dice ella, porque necesita ingresos para financiar investigaciones muy costosas. Este argumento pierde toda credibilidad cuando nos enteramos de que esa empresa, como todas las otras empresas far‐ macéuticas, gasta dos veces más de dinero en el marketing de sus productos que en la investigación. Es inaceptable con‐ siderar un medicamento como un producto de consumo ordinario, un producto cosmético o una botella de lejía, por ejemplo. Los medicamentos no deberían tener otra razón de ser que su utilidad al servicio de la salud pública. En conse‐ cuencia, sólo se les deberían aplicar criterios de decisión estrictamente científicos y comenzar por prohibir cualquier for‐ ma de publicidad de la que sean objeto. El dinero gastado en publicidad es, además, pagado enteramente por los pacientes mismos o por los fondos públicos si son reembolsados por la Seguridad Social, o incluso por las compañías de seguros que financian las cotizaciones de los

pacientes. Alrededor del 25 % del precio de venta de un medicamento sirve para cubrir los gastos publicitarios. La publicidad médica hace más que atraer la atención de los médicos hacia un medicamento que hacia otro, frecuente‐ mente es engañosa. Para verificarlo, basta con reunir las afirmaciones encontradas en los anuncios médicos y comparar‐ las con los datos disponibles sobre los medicamentos en cuestión. Un estudio semejante fue realizado en 2010 por un grupo de investigadores holandeses que analizó las principales re‐ vistas médicas del mundo entre 2003 y 2005.66 Los resultados fueron aterradores: solamente la mitad de los efectos tera‐ péuticos descritos por las publicidades era corroborado por los estudios científicos correspondientes. Además, sólo la mitad de los estudios mismos era de buena calidad. Las principales revistas médicas del mundo, JAMA y NEJM (New England Journal of Medicine), por ejemplo, reciben cada una entre 10 y 20 millones de dólares de ingresos por la publicidad pagada por las empresas farmacéuticas.67 Las estrategias promocionales de las empresas farmacéuticas engloban la prensa médica, a los representantes médicos, los diversos dispositivos de formación médica y a los líderes de opinión en el ámbito de la salud.68

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los visitadores médicos influyen indebidamente en los médicos

Numerosas razones deberían llevar a los médicos a dejar de recibir a los representantes de las empresas farmacéuticas.69 Esos representantes llamados «visitadores médicos» acuden regularmente a ellos a ponderar el mérito de los productos fabricados por su laboratorio. En 2006, un poco más de 22.000 visitadores médicos recorrieron Francia, es decir el 22 % de los efectivos de la industria farmacéutica.70 Como el número de médicos en activo en Francia era de alrededor de 220.000 en 2012,71 había, pues, un representante por cada 10 médicos (¡1 por cada 6 en los Estados Unidos!). En Francia, una tercera parte de los médicos recibe más de 7 visitadores médicos por semana. Cierto es que los visitadores médicos hacen su trabajo a conciencia, y sería indecoroso criticarlos en el plano personal. Además, en la situación actual, facilitan la tarea del médico, cuyos horarios a menudo sobrecargados le hacen imposible leer toda la literatura científica que aparece cada mes en su especialidad. Es el sistema que es deficiente y éticamente inaceptable, porque se sabe que las empresas farmacéuticas y, por exten‐ sión, quienes las representan, ofrecen una imagen deformada de sus productos. El interés general estaría satisfecho si los nuevos medicamentos elogiados por los laboratorios fueran más eficaces que los que ya existen, pero por desgracia, como hemos visto, no es lo que suele ocurrir. En Francia, la ley precisa claramente que la información transmitida por los representantes debe estar exenta de cual‐ quier forma de incitación a la prescripción. Pero ¿cómo podrían no influir en la prescripción? Los representantes médi‐ cos deben, por la misión que les es confiada, dar una opinión partidaria de la empresa a la que representan. Distribuyen separatas aparte de artículos académicos elogiosos de sus productos, y están obligados a pasar en silencio los estudios que mencionen que las sustancias en cuestión son inactivas, menos eficaces que los medicamentos ya disponibles, o peor, que presenten efectos secundarios indeseables. Así, puede decirse que son, en cierta medida, cómplices de la estrategia de retención de informaciones de las empresas farmacéuticas a las que representan. La mayoría de los médicos afirma conservar su espíritu crítico. Pero los estudios realizados sobre esta cuestión mues‐ tran que dista mucho de ser así. Uno de ellos siguió a un grupo de médicos antes y después de un viaje efectuado a ex‐ pensas de una compañía farmacéutica a un lugar de veraneo que estaba de moda.72 Antes de su partida, la mayoría de los médicos había declarado que no pensaban que este tipo de acontecimiento fuera a cambiar sus hábitos de prescribir. Sin embargo, resultó que a su regreso habían triplicado las prescripciones de los productos de la empresa en cuestión. ¿Cómo lo sabemos? En los Estados Unidos es cosa fácil porque las farmacias están autorizadas a vender sus archivos de prescripción a empresas comerciales que los analizan por cuenta de las sociedades farmacéuticas.73 Los nombres de los pacientes se omiten, pero no los de los médicos. Las empresas pueden, pues, saber qué medicamentos prescribe el médi‐ co, y afinar la argumentación de venta de sus representantes. Y, a diferencia de Francia, nada les prohíbe conceder favores a los médicos que más utilicen sus productos. Según Ben Goldacre, los médicos tienen que negarse simplemente a recibir a los visitadores médicos a quienes se les debería prohibir el acceso a las clínicas, los hospitales y las facultades de Medicina.74 Además, los farmacéuticos no debe‐

rían estar en ningún caso autorizados a divulgar informaciones relacionadas con las recetas. En Francia, opina lo mismo Martin Hirsch, actualmente director de la Agencia del Servicio Cívico, quien declaró en una cadena de televisión en enero de 2011: «Saquemos los laboratorios de los hospitales, de la formación inicial y conti‐ nua de los médicos. Expulsemos a los visitadores médicos de las consultas».75 «Peligroso: ¿qué alternativa propone usted para las 22.000 personas que se quedarían sin empleo?», le replicaron. La cuestión no puede reducirse a semejantes con‐ sideraciones cortoplacistas. Está en juego la salud pública. Además, habida cuenta de los considerables ahorros que reali‐ zaría la Seguridad Social, el Estado sacaría ampliamente provecho ayudando a esos visitadores médicos a reconvertirse.

Muchas investigaciones sólo sirven para producir un avatar de lo que ya existe Por supuesto que en ocasiones un laboratorio farmacéutico descubre y fabrica un nuevo medicamento que salva cientos de miles de vidas. Sin embargo, en nuestros tiempos, la mayoría de los nuevos medicamentos no aportan ningún progre‐ so terapéutico tangible, y eso que son vendidos a un precio mucho mayor que los precedentes. Una verdadera mejora consistiría en una mayor eficacia, una toma menos frecuente, una disminución de los riesgos, o incluso una administra‐ ción más simple o más segura del tratamiento. Ahora bien, un gran número de los «nuevos» medicamentos pertenecen a dos categorías conocidas en inglés con el nombre de me-too y me-again, ‘yo también’ y ‘otra vez yo’, y nada justifica su lanzamiento al mercado. Los «yo también» son copias de medicamentos existentes vendidos bajo nombres diferentes. Los «otra vez yo» son me‐ dicamentos cuya patente llega a su término (la duración legal es de veinte años) y pasará pronto a ser de dominio públi‐ co. Los fabricantes, viendo llegar con ansiedad el día en que otras empresas podrán comercializar libremente versiones genéricas de productos que hasta entonces les aportaban fortunas, se apresuran a sacar una nueva versión cuya fórmula química está muy ligeramente modificada, sin que eso suponga la menor diferencia terapéutica. Rebautizado y lanzado con gran refuerzo publicitario, el «yo también» será vendido dos o tres veces más caro que el producto difunto. No es di‐ fícil, porque, como hemos visto, para obtener la autorización de comercializar un medicamento, basta con demostrar que es muy ligeramente mejor que un placebo, lo que ocurre con el 30 % de los nuevos medicamentos aprobados por las au‐ toridades sanitarias. Aquello que los pacientes necesitan no es un duplicado más caro, sino un medicamento más eficaz. Según un análisis de Adrian Hollis, publicado por la OMS, el principal problema con los «yo también» y los «otra vez yo» es que restringen la incitación a innovar. Habría pues, que exigir, antes de autorizar un nuevo medicamento en el mercado, pruebas de que es realmente superior a los que ya existen.76 Por dar un ejemplo entre cientos de otros, hace aproximadamente diez años, la empresa AstraZeneca ganaba 5.000 mi‐ llones de dólares cada año —es decir, una tercera parte de su volumen total de ventas— con el omeprazol para tratar el reflujo gástrico y el ardor de estómago. Como la patente estaba a punto de caducar, los precios iban a caer (para gran ale‐ gría de los pacientes) y la facturación bajaría. AstraZeneca introdujo entonces un «yo también» bajo la forma del esome‐ prazol,61 que la empresa lanzó en 2001. ¿La diferencia? Desde el punto de vista terapéutico, ninguna,77 salvo que cuesta diez veces más. ¿Por qué los médicos lo prescriben a ese precio? Es el poder de la publicidad engañosa. En los Estados Unidos, Thomas Scully, el director de Medicare y Medicaid, demostró que el despilfarro de dinero ge‐ nerado por el uso del esomeprazol (comercializado bajo el nombre de Nexium), en lugar del precedente, se elevaba a 800 millones de dólares anuales. Llegó incluso a decir que «todo médico que receta Nexium debería sentir vergüenza de sí mismo». AstraZeneca se quejó a la Casa Blanca, y el Congreso hizo saber a Scully que más le valía callarse.78 El estudio ALLHAT (antihypertensive and lipid-lowering treatment & prevent heart attack trial, ‘tratamiento antihiper‐ tensor e hipolipidémico para prevenir las crisis cardíacas’),79 que comenzó en 1994 y costó 125 millones de dólares, se centraba en la tensión arterial, una enfermedad que afecta a más o menos una cuarta parte de la población adulta. Se comparó la clortalidona, un compuesto antiguo y barato, con la amlodipina, un nuevo compuesto más caro que se receta muy a menudo. Se sabía que los dos medicamentos eran igual de eficaces para controlar la tensión arterial. El objetivo era conocer el número de crisis cardíacas que afectaban a los pacientes tratados con estos dos medicamentos. Al término del estudio, en 2002, se comprobó —para gran asombro de todos— que el antiguo medicamento era claramente mejor. Además, los ahorros de los pacientes y de la Seguridad Social si se hubiera recetado ese medicamento habrían superado

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ampliamente el coste del estudio. Por desgracia, dicho estudio no impidió la venta de la amlodipina al precio alto y con gran refuerzo publicitario de cara a médicos y farmacéuticos.80 Otro estudio llevado a cabo por James Moon y sus colegas ha demostrado, después de investigar los diez compuestos prescritos con más frecuencia en Inglaterra, que el hecho de utilizar toda una gama de «yo también» en lugar de los me‐ dicamentos menos costosos (aunque idénticos), gravaba el erario público con varios miles de millones de libras esterlinas por año, sin ningún beneficio para la salud de los pacientes.81 Lo mismo ocurre en todo el mundo.

Graves faltas éticas con «cobayas» humanas Durante décadas, en los Estados Unidos, muchos medicamentos nuevos eran probados en prisioneros. Actualmente, son los pobres de los países ricos y las poblaciones de los países en vías de desarrollo los que son sometidos a estos test. Es cierto que los pagan, a veces con sumas atractivas para un indio empobrecido, pero los contratistas subsidiarios son poco vigilados, y muy a menudo poco escrupulosos, los accidentes, frecuentes, y el recurso de las víctimas, inexistente en esos casos. A veces, quienes convierten así la experiencia de cobaya en un oficio del que depende su supervivencia padecen tanto por tomar continuamente sustancias nuevas que acaban fingiendo que toman las pastillas. Uno de esos «profesio‐ nales» describe su calvario como «una economía de la tortura suave».82 Estos test presentan asimismo el fallo de efectuarse en grupos étnicos diferentes de las poblaciones a las que los medi‐ camentos serán finalmente administrados. Dista mucho de ser cierto que los habitantes pobres de comunidades rurales de China, Rusia o la India reaccionen a las sustancias que se les dan de la misma forma que un habitante de Nueva York. Si, por ejemplo, usted administra un nuevo medicamento para la tensión arterial a personas que no lo han tomado nun‐ ca, es muy probable que los efectos sean mucho más alentadores que en alguien que ya ha seguido varios tratamientos. Los resultados se ven así adulterados. De todos modos, quienes se prestan a estas investigaciones serán raramente los be‐ neficiarios de estos nuevos fármacos, destinados sobre todo a los países ricos.

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Las soluciones posibles Frente a semejante indiferencia ante el bien de otro, frente a infracciones tan graves, es importante considerar los reme‐ dios posibles. Hemos visto que la industria farmacéutica sólo suministra informaciones incompletas y tergiversadas. Hasta hace poco, esta situación se les escapaba ampliamente a los medios y al público, a pesar de los gritos de alarma lan‐ zados ocasionalmente por científicos responsables. Es, pues, indispensable que las autoridades reguladoras de la salud, independientes de la industria, sean las que infor‐ men claramente a los facultativos sobre las virtudes y los peligros de los medicamentos existentes, y aseguren la forma‐ ción continua de los médicos. Unos comités científicos independientes deben también juzgar la validez de los estudios efectuados por los laboratorios. Para eso, la condición previa indispensable es el acceso a todos los datos experimentales de los test de eficacia de los productos farmacológicos. Este dispositivo sería sin duda oneroso, pero, a fin de cuentas, los Estados realizarían ahorros colosales. Las empresas farmacéuticas deberían también ser penalizadas si se revela que han disimulado resultados de estudios desfavorables a su producto, lo que es hoy moneda corriente. En Mala farma: cómo las empresas farmacéuticas engañan a los médicos y perjudican a los pacientes, Ben Goldacre, autor de uno de los estudios más serios sobre esta cuestión, estima que dedicar recursos a sanear el sistema de la producción de medicamentos, sería más importante y útil para la sociedad que hacer nuevas investigaciones. En Francia, la revista médica Prescrire, fundada en 1981 por un grupo de farmacéuticos y médicos, se orienta en la misma dirección, denunciando la influencia inapropiada de los lobbies farmacéuticos, los tratamientos ineficaces, incluso peligrosos (Prescrire fue la primera en pedir, en 2005, la retirada del Mediator). La revista, dedicada a la formación per‐ manente del personal sanitario, no acepta ninguna publicidad de las empresas farmacéuticas. Cada año, esta revista pu‐ blica un historial de las compañías farmacéuticas establecido en función de su transparencia, de su buena voluntad para poner a disposición los datos de sus investigaciones y de su objetividad en relación con la eficacia y los efectos indesea‐

bles de sus productos. En 2012, Prescrire identificó quince nuevos medicamentos considerados peligrosos y advirtió que la mayoría de los nuevos productos lanzados al mercado no hacían sino aumentar la acumulación de las sustancias que no presentan efec‐ tos terapéuticos superiores a los medicamentos ya disponibles. Más inquietante todavía: una novedad de cada cinco pre‐ senta un balance beneficio-riesgo negativo y que es preciso evitar. Los expertos de la revista recomiendan el aumento de la financiación de las investigaciones clínicas independientes de las empresas farmacéuticas; la creación de un cuerpo de expertos independientes; la exigencia de comparar los nuevos medicamentos con los tratamientos existentes; una mayor transparencia que garantice un acceso a los datos de los ensa‐ yos clínicos y de las formaciones continuas del personal sanitario, que sean, desde el punto de vista financiero, entera‐ mente independientes de las empresas farmacéuticas. En definitiva, el núcleo del problema sigue siendo la falta de datos, tal como explica Ben Goldacre: «Es la clave de toda esta historia […] porque envenena el agua de pozo para todo el mundo. Si no se hacen nunca los test adecuados, y si los test que han dado resultados negativos son ocultados, es simplemente imposible conocer los efectos reales de los trata‐ mientos que utilizamos». Por falta de información o porque los datos transmitidos son tergiversados, incluso erróneos, los médicos toman decisiones equivocadas e infligen así, involuntariamente, sufrimientos inútiles y, a veces, la muerte a quienes desean curar.83

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Monsanto, arquetipo grotesco del egoísmo institucionalizado

Monsanto ha encarnado el egoísmo institucionalizado durante casi un siglo, y, merece, por esta razón ser destacada. Im‐ plantada en cuarenta y seis países, esta empresa es sobre todo conocida por el gran público como el líder mundial de las OGM y una de las responsables de la extensión masiva de los monocultivos. Ejerce un control draconiano sobre los gran‐ jeros, a los que vende semillas, aunque éstos no están autorizados a reutilizarlas de un año a otro. Lo que menos se sabe es que, desde su creación en 1901 por un químico autodidacta, John Francis Queeny, la empresa ha sido uno de los más grandes fabricantes de productos tóxicos, incluidos los PCB (comercializados con el nombre de Pyralène en Francia)62 y el tristemente célebre agente naranja utilizado durante la guerra de Vietnam. Miles de personas murieron a causa de esos productos que contenían principalmente dioxinas. Durante decenas de años, Monsanto disi‐ muló y luego negó los efectos nocivos para la salud de esos productos, hasta que una serie de procesos desvelaron sus malversaciones criminales. Monsanto se presenta actualmente como una empresa de las «ciencias de la vida», convertida de pronto a las virtudes del desarrollo duradero. En su obra titulada El mundo según Monsanto, Marie-Monique Robin, periodista laureada con el Premio Albert Lon‐ don y realizadora de documentales, informa sobre los resultados de un minucioso trabajo de investigación que llevó a cabo en todos los continentes.

Una ciudad envenenada Anniston es una pequeña ciudad del estado de Alabama, en el sur de los Estados Unidos, que cuenta hoy con 23.000 ha‐ bitantes, el 25 % de los cuales, principalmente afroamericanos, viven por debajo del umbral de la pobreza. Anniston fue durante un tiempo una de las ciudades más contaminadas de los Estados Unidos. Fue allí, en efecto, donde entre 1929 y 1971 Monsanto fabricó los PCB y vertió impunemente residuos altamente tóxicos de este producto en el Snow Creek, un canal que atraviesa la ciudad. «Era agua envenenada. Monsanto lo sabía, pero jamás dijo nada», cuenta David Baker, un superviviente.63 Actualmente, los barrios más contaminados están abandonados y ofrecen la imagen de una ciudad fantasma. Los PCB servían como lubricantes y aislantes en máquinas, entraban en la composición de pinturas y productos para el tratamiento del metal, las soldaduras, los adhesivos, etc. Los había en todas partes. Ahora han sido clasificados entre «los contaminantes orgánicos persistentes» (POP), sustancias muy peligrosas pues son resistentes a las degradaciones na‐ turales y se acumulan en los tejidos vivos a lo largo de la cadena alimenticia.

A finales de los años sesenta, comienzan a circular informaciones públicas a propósito de los peligros que podrían ocasionar los PCB. Monsanto se inquieta…por sus negocios. Una nota interna redactada en 1970 explica a los agentes comerciales: «Pueden responder verbalmente, pero jamás una respuesta escrita. No podemos permitirnos perder un solo dólar de business». En los noventa, en Anniston, el ritmo de los fallecimientos se acelera, las mujeres son víctimas de abortos naturales y una proporción elevada de niños manifiesta síntomas de retraso mental. Monsanto ofrece a los habitantes pobres com‐ prarles su casa a buen precio a cambio de la promesa de no llevarlos a juicio. Luego la empresa ofrece 1 millón de dólares a los habitantes afectados para comprar su silencio y arreglar la cuestión de una vez por todas. Antes de que esta estrate‐ gia se concrete, un abogado de Anniston, Donald Stewart, asume la causa de la población y acaba por obtener de un tri‐ bunal la autorización para consultar los archivos internos de Monsanto, una montaña de documentos que la empresa se había negado a hacer públicos hasta entonces. El examen de esos archivos revela que desde 1937, la empresa sabía que los PCB suponían graves riesgos para la salud, que habían muerto obreros después de haber estado expuestos a los vapores de los PCB que contenían dioxinas, y que otros habían contraído una enfermedad de la piel que los había desfigurado. Esta enfermedad, bautizada «cloracné» se manifiesta por una erupción de pústulas en todo el cuerpo y un ennegrecimiento de la piel, y puede durar varios años, e incluso no desaparecer nunca. En 1955, un investigador de Monsanto establecido en Londres sugiere que se efectúen estudios para evaluar de manera rigurosa los efectos tóxicos del Aroclor. El Dr. Kelly, director del servicio médico de Monsanto, le responde en tono seco: «No veo qué ventaja particular podría usted sacar haciendo nuevos estudios».84 Pero la presión aumenta. En noviembre de 1966, el Dr. Denzel Ferguson, biólogo de la Universidad de Misisipi y su equipo zambullen 25 peces enjaulados en el agua del canal que atraviesa Anniston: «Todos los peces perdieron el sentido del equilibrio y murieron en 3 minutos y medio escupiendo sangre». En algunos puntos el agua está tan contaminada que mata a todos los peces, incluso si se la diluye trescientas veces. El experto concluye: «Snow Creek es una fuente po‐ tencial de problemas legales futuros. […] Monsanto debe evaluar los efectos biológicos de sus residuos para protegerse de eventuales acusaciones».85

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Los PCB se esparcen por el mundo entero Los PCB han contaminado todo el planeta, del Ártico al Antártico.86 En 1966, un investigador sueco, Søren Jensen, des‐ cubre una sustancia tóxica no habitual en muestras de sangre humana: PCB. Cae en la cuenta, por deducción, de que los PCB han contaminado ampliamente el entorno, aunque no hayan sido fabricados en Suecia. Encuentra cantidades im‐ portantes en los salmones pescados cerca de las costas e incluso en los cabellos de sus propios hijos.87 Llegó a la conclu‐ sión de que los PCB se acumulan a lo largo de la cadena alimenticia en los órganos y los tejidos grasos de los animales, y que son al menos tan tóxicos como el DDT. «Sin embargo —comenta Marie-Monique Robin—, la dirección de Monsan‐ to no cambia de actitud: un año más tarde, aprueba un crédito suplementario de 2,9 millones de dólares para desarrollar la gama de los productos Aroclor en Anniston y Sauget.» En Francia, en 2007, el Ródano fue seriamente contaminado por el Pyralène (hasta el punto de que sigue estando prohibido pescar ciertas especies de peces en ese río), cuya venta está prohibida desde 1987, aunque aún sigue presente en numerosos equipamientos, con una tasa de cinco a doce veces superior a lo que establecen las normas sanitarias. Por las mismas razones, aún hoy la pesca está totalmente prohibida en el Sena río abajo de París, y parcialmente en el Garona y el Loira.88 Según el informe anual de la asociación Robin des Bois, en Francia en abril de 2013, 550 sitios terrestres franceses estaban contaminados por el PCB, es decir, 100 más que en el año 2011. Esta extensión se debe al hecho de que el Pyralène, a pesar de su prohibición, sigue presente en numerosas máquinas y continúa extendiéndose en el entorno, particularmente cuando esas máquinas y equipos domésticos (radiadores de aceite, por ejemplo) son abandonados.

Proteger los negocios, no decir nada

Durante cuarenta años, la empresa Monsanto hizo como si no ocurriera nada, hasta la prohibición definitiva de los PCB en los Estados Unidos en 1977.89 «La irresponsabilidad de la empresa es absolutamente alucinante», comenta Ken Cook, director de Environmental Working Group, una ONG de Washington que alberga en su sitio web la «montaña de docu‐ mentos internos de Monsanto»:90 «Tiene todos los datos en su mano, pero no hace nada. Por eso afirmo que su compor‐ tamiento es criminal». Monsanto acabó por pedir a un laboratorio privado que hiciera investigaciones cuyos resultados indican que los PCB «muestran un grado de toxicidad aún más elevado que el esperado».91 Eso no impidió que, en 1976, las oficinas de San Luis, sede de la compañía, enviaran un documento a Monsanto Europa, advirtiéndoles de que si se planteaban preguntas sobre los efectos cancerígenos de los PCB, debían responder que «los estudios sanitarios preliminares llevados a cabo en nuestros obreros, que fabrican PCB, así como los estudios a largo plazo realizados en animales, no nos permiten pensar que los PCB sean cancerígenos».92 En resumen, como escribe Marie-Monique Robin, «la sola y única obsesión de la em‐ presa de San Luis era proseguir su actividad y continuar haciendo negocios, contra viento y marea».93

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Una severa condena, rápidamente olvidada

Finalmente tuvo lugar un proceso en Nueva York, en 2002, gracias a la entrada en escena de un gran equipo de abogados neoyorquinos. Monsanto y su filial Solutia fueron declaradas culpables de haber contaminado el territorio de Anniston y la sangre de su población con los PCB. Los motivos de la condena son: «negligencia, abandono, fraude, atentado contra las personas y los bienes, y perjuicios». El veredicto va acompañado de un severo juicio que considera que el comporta‐ miento de Monsanto «ha superado de manera extrema todos los límites de la decencia, y que puede ser considerado atroz y absolutamente intolerable en una sociedad civilizada».94 Monsanto y sus filiales fueron condenadas a pagar 700 millones de dólares por indemnizaciones e intereses. A pesar de eso, «nunca han demostrado la menor compasión por las víctimas: ni una sola palabra de disculpa o una señal de arrepentimiento. ¡Negación ahora y siempre!», dirá Ken Cook, que siguió todo el proceso.95 «Integridad, transparencia, diálogo, voluntad de compartir y respeto», proclamaba la Carta de Monsanto en 2005. Hoy, su página web de Internet francesa proclama: La integridad es la base de todo lo que emprendemos. Incluye la honestidad, el decoro, la coherencia y el valor. […] Procuraremos que la información esté disponible, sea accesible y comprensible. […] La seguridad de nuestros colabo‐ radores, de las comunidades con las que operemos, de nuestros clientes, de los consumidores y del entorno será nues‐ tra prioridad absoluta.96 La seguridad, ¿una prioridad absoluta de Monsanto? Desde luego, no lo ha demostrado en el pasado y nada prueba que lo vaya a ser en el futuro. ¿Deberá otro juez federal obligar a Monsanto a publicar en los periódicos la lista de sus fechorías?

El agente naranja En 1959, Monsanto se lanza a producir el herbicida Lasso, más conocido por el seudónimo de «agente naranja», que será vendido al ejército estadounidense para defoliar la jungla vietnamita entre 1962 y 1971.97 El agente naranja provocó nu‐ merosos cánceres en Vietnam, así como el nacimiento de 15.000 niños con severas malformaciones congénitas y enfer‐ medades graves.98 Numerosos soldados estadounidenses también las padecieron. Ciertos documentos desclasificados han revelado que los dos principales fabricantes, Monsanto y Dow Chemicals, ha‐ bían ocultado deliberadamente los datos de sus propias investigaciones para no perder un mercado muy provechoso, que por entonces dio lugar a la firma del mayor contrato jamás firmado por el ejército estadounidense.99 En 1983, Raymond Suskind, de la Universidad de Cincinnati, publicó un estudio financiado por Monsanto, concluyendo que las dioxinas surgidas del 2,4,5-triclorofenol, la sustancia principal del agente naranja, no tenían efectos nefastos para la salud.100 Su

estudio será citado a menudo para tranquilizar a la opinión respecto al uso por parte del ejército estadounidense del agente naranja en Vietnam. En el curso de un proceso iniciado a Monsanto, quedó claro, demasiado tarde para las vícti‐ mas, que Suskind había manipulado los datos con el objetivo de demostrar la inocuidad de un producto altamente can‐ cerígeno.101 A raíz de un expediente elaborado por Greenpeace y de un informe sobre los fraudes de Monsanto, redactado por Cate Jenkins, de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, que Monsanto intentó acallar por todos los medios,102 así como finalmente la intervención decisiva del almirante Elmo Zumwalt, excomandante de la flota estadounidense en Vietnam, cuyo hijo había muerto a consecuencia de la exposición al agente naranja, el Congreso estadounidense acabó por pedir a la Academia Nacional de las Ciencias que hiciera una lista de las enfermedades que podían ser atribuidas a una exposición a la dioxina.103 Esta lista, entregada dieciséis años más tarde, incluía trece patologías graves, lo que permi‐ tió al Departamento de los Excombatientes indemnizar y hacerse cargo de los gastos de salud de los miles de veteranos que habían servido durante la guerra de Vietnam.104 El que pagó fue, pues, finalmente el Estado, y no Monsanto. Nada se previó, en cambio, para los niños vietnamitas.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El Roundup

Era el herbicida milagro de Monsanto, que poseía todas las cualidades, ningún efecto nocivo para el hombre y, más aún, certificado como biodegradable, es decir respetuoso con el medio ambiente. «El Roundup puede ser utilizado en lugares donde juegan niños y animales de compañía, pues se descompone en materias naturales», anuncia Monsanto. Desde en‐ tonces, la empresa ha sido condenada en varios países por publicidad engañosa, en Francia principalmente en 2007, aun‐ que sólo a 15.000 euros de multa, lo que muestra que finalmente es rentable engañar a la gente, porque incluso si cogen a alguien con las manos en la masa, las sanciones son leves. En Argentina, donde el Roundup se vierte de manera corriente desde aviones sobre vastas plantaciones de soja, se han censado numerosos casos de intoxicaciones, algunas de ellas mortales. En los Estados Unidos, los documentos desclasifi‐ cados han mostrado que los laboratorios que trabajaban para Monsanto habían maquillado los informes que establecían la toxicidad del glifosato-4 (el componente químico del Roundup) para los animales.105 Desde entonces, varios estudios han asociado su uso a un aumento de ciertos cánceres en los Estados Unidos, Canadá y Suecia.106

Los transgénicos En 1972, dos genetistas de Stanford, Paul Berg y Stanley Cohen, consiguen, uno, recombinar dos segmentos de ADN sur‐ gidos de especies diferentes en una sola molécula híbrida, y el otro, introducir en el ADN de una bacteria un gen extraí‐ do de un cromosoma de sapo.107 Ese mismo año, Monsanto pide al genetista Ernest Jaworski, asistido por un grupo de unos treinta investigadores, que intente manipular el patrimonio genético de las plantas para volverlas resistentes a los herbicidas. Después de numerosas peripecias, los investigadores de Monsanto, así como los de otros dos laboratorios, anuncian que han logrado introducir un gen de alta resistencia a un antibiótico en células de tabaco y petunia, utilizando como vector una bacteria que infecta frecuentemente esas dos plantas. Los tres laboratorios en cuestión, entre ellos Monsanto, registran patentes. Es el comienzo de la «privatización de lo vivo», pues el Tribunal Supremo de los Estados Unidos había establecido que «todo lo que bajo el sol ha sido tocado por el hombre puede ser patentado». La Oficina Europea de Patentes de Múnich le pisa los talones y concede patentes sobre microorganismos, luego sobre plantas (1985), animales (1988) y finalmente embriones humanos (2000).108 Hoy en día, la Oficina de Patentes de Washington concede cada año alrededor de 15.000 patentes relacionadas con organismos vivos. Los investigadores de Monsanto se lanzan entonces a una loca carrera para desarrollar plantas resistentes a su herbici‐ da estrella, el Roundup. El proyecto es el siguiente: los agricultores plantarán soja resistente al Roundup, luego pulveriza‐ rán el herbicida en cantidades suficientes para matar todas las malas hierbas y cualquier otra forma de vegetación. Sólo

se salvará la soja resistente y crecerá en solitario en medio de un desierto biológico.109 Los investigadores de Monsanto consiguen finalmente insertar en las células de la soja un gen de resistencia al Roun‐ dup recuperado entre los microorganismos de los estanques de descontaminación de una fábrica de glifosato. En 1993, Monsanto lanza la soja Roundup Ready (‘lista para el Roundup’). Como advierte el biólogo japonés Masaharu Kawata, de la Universidad de Nagoya, la combinación de genes extraños insertados en la soja, llamada «cassette genético», no ha existido nunca en el ámbito natural de la vida, y ninguna evolución natural hubiera podido producirla.110 En 1994, Monsanto presenta una solicitud de lanzamiento al mercado de su soja Roundup Ready (RR), el primer OGM (organismo genéticamente modificado) de cultivo industrial. La institución reguladora estadounidense, la Food and Drug Administration (FDA), decreta que «los alimentos […] derivados de variedades vegetales desarrolladas por los nuevos métodos de modificación genética están reglamentados en el mismo marco y según el mismo enfoque que los que han surgido del cruzamiento tradicional de las plantas».111 Pretender que los OGM o transgénicos son «casi idénticos» a sus homólogos naturales (lo que se denomina el «princi‐ pio de equivalencia», un concepto desprovisto de todo fundamento científico) equivale a asimilarlos a productos alimen‐ ticios normales y permite a las empresas de biotecnología escaparse de los test toxicológicos previstos por la ley para los aditivos alimenticios y otros productos sintéticos, así como del etiquetaje de sus productos en los Estados Unidos.112

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Monsanto se reconvierte

Monsanto cae en la cuenta de que, para maximizar sus beneficios, también es preciso poseer las semillas. La empresa ad‐ quiere entonces un gran número de empresas semilleras y sus acciones en bolsa suben rápidamente. «Mejorar la agricultura, mejorar la vida», tal es la divisa que se puede leer en la página web francesa de Monsanto, que se describe hoy como una «empresa relativamente nueva», cuyo objetivo principal es ayudar a los agricultores del mundo entero. Es como si el gravoso pasado químico de Monsanto, que se remonta a 1901, no hubiera existido nunca. A fines de la década de 1990, la empresa cambia de rumbo y se concentra en la agricultura bajo el impulso de un nue‐ vo presidente, Robert B. Shapiro, llamado el «gurú de Monsanto». Con el lema «alimento, salud y esperanza», promete el oro y el moro: empresas que fabrican plásticos biodegradables, maíces que producen anticuerpos contra el cáncer, aceites de colza que protegen contra las enfermedades cardiovasculares, etc. En los Estados Unidos, más del 90 % del maíz, la soja y el algodón se cultivan a partir de semillas genéticamente modi‐ ficadas, cuyas patentes obran en su mayoría en poder de Monsanto, y los productos derivados de OGM aparecen en aproximadamente el 70 % de los productos alimenticios manufacturados. Monsanto controla sus granos con puño de hierro y persigue legalmente a granjeros y pequeñas empresas. Por lo ge‐ neral los representantes de Monsanto se presentan en casa del agricultor y le dicen que ha violado las convenciones tec‐ nológicas (Monsanto exige que le vuelvan a comprar nuevas semillas cada año),113 según Bill Freese, analista del Center for Food Safety de Washington, los representantes dicen: «Monsanto sabe que usted almacena y reutiliza semillas Roun‐ dup Ready. Si no firma estos documentos, Monsanto lo perseguirá y le quitará su granja o todo lo que posea». Los que resisten se enfrentan a la cólera jurídica de Monsanto. La condena más grave contra un agricultor se elevó a 3 millones de dólares, y el nivel medio de las sanciones alcanza los 380.000 dólares, cantidad que puede arruinar a un agricultor. Pero esos juicios no son sino la punta visible del iceberg. El número de casos solucionados fuera de los tribunales es de veinte a cuarenta veces más importante que el de los procesos. Y el colmo es que si usted posee una granja situada al lado de otra granja en la que se utilizan las semillas de Monsan‐ to, y si por desgracia las semillas migran a su granja, llevadas por el viento o las aves, Monsanto puede perseguirlo, recla‐ marle regalías y a veces arruinarlo. «Nuestra misión de empresa agrícola y tecnológica comprometida a favor de los derechos del hombre constituye una oportunidad única de proteger y hacer avanzar los derechos del hombre.» Así habla el presidente actual de Monsanto, Hugh Grant, añadiendo prudentemente: «pero también de proteger, al hacerlo, los derechos de los asalariados de Mon‐ santo y nuestros socios comerciales». Como escribía Auguste Detœuf, politécnico y humorista: «El obrero no vende sino su cuerpo; el técnico no vende sino su cerebro; el comerciante vende su alma».114

La expansión de los transgénicos en todos los continentes En 1998, unos científicos africanos se opusieron firmemente a la campaña de promoción de los OGM de Monsanto, que utilizaba niños africanos hambrientos con este lema: «¡Que comience la cosecha!» Esos científicos, que representaban a la mayor parte de los países afectados por la pobreza y el hambre, declararon que las tecnologías genéticas superaban la capacidad de las naciones para alimentarse por sí mismas, destruyendo la biodiversidad, las técnicas locales y los méto‐ dos agrícolas duraderos.115 Es lo que ya se ha producido en América del Sur. Tal como Walter Pengue, un ingeniero agrónomo de la Universidad de Buenos Aires, confiaba a Marie-Monique Robin: «La soja Roundup Ready se ha expandido en Argentina a una veloci‐ dad absolutamente única en la historia de la agricultura: ¡una media de más de 1 millón de hectáreas por año! Es un ver‐ dadero desierto verde que devorará de hoy en adelante uno de los graneros del mundo».116 Antes de la llegada de los OGM, Argentina cultivaba una gran variedad de cereales (maíz, trigo, sorgo), oleaginosas (girasol, cacahuete, soja), así como legumbres y frutas, y la producción de leche estaba tan desarrollada que se hablaba de «estanque de leche». Ciertas regiones de Argentina, como la provincia de Santiago del Estero, tienen una de las tasas de deforestación más elevadas del mundo. Bosques de una gran biodiversidad ceden el puesto a monocultivos de soja. Con frecuencia, las grandes em‐ presas despojan por la fuerza a los campesinos de sus tierras. A corto plazo, el cultivo intensivo de la soja OGM salvó de la quiebra al Gobierno argentino, para el que los descuen‐ tos previos sobre los granos y los aceites representan el 30 % del presupuesto nacional. Pero los perjuicios a largo plazo son de una amplitud apenas concebible. El uso intensivo del Roundup tiende a volver la tierra estéril, puesto que lo mata todo salvo la soja OGM. Las miles de especies de microorganismos que dan vida a la tierra desaparecen. En el plano de la salud, los médicos locales han observado un aumento significativo de las anomalías de la fecundidad, como los abortos naturales, las muertes fetales precoces y gran número de otros problemas en las poblaciones que se encuentran muy fre‐ cuentemente bajo las pulverizaciones aéreas masivas del insecticida.117 En cuanto a la India, se doblega bajo el precio elevado de las semillas de algodón transgénico de Monsanto (variedad conocida bajo la sigla Bt) y de los fertilizantes que deben acompañarlas, lo que causa el endeudamiento de los campesi‐ nos. Y cuando baja el precio de venta de sus cosechas, numerosos padres de familia se ven impulsados a suicidarse, co‐ miendo a menudo un insecticida o el fertilizante, el veneno mismo que ha causado su ruina. «Nos mintieron —relató un alcalde a Marie-Monique Robin—. Dijeron que estas semillas mágicas nos permitirían ganar mucho dinero, pero esta‐ mos todos endeudados y la cosecha es nula. ¿Qué va a ser de nosotros?» «¡Dígale al mundo que el algodón Bt es un desastre!», exclamó otro granjero.118 El Hindu Times habla de 270.940 suicidios de campesinos indios desde 1995. Mon‐ santo niega que exista un vínculo entre esos suicidios y la introducción del algodón Bt, pero los granjeros indios y las ONG respectivas no parecen compartir la misma opinión. Vandana Shiva, galardonada con el Premio Nobel alternativo en 2003 y nombrada por el periódico inglés The Guardian una de las cien mujeres más notables del mundo, se subleva contra las prácticas que están en la raíz de tantos actos de desesperación en la India. Explica que la región de la India que tiene la tasa más elevada de suicidios de agricultores es la región de Vidharbha, en el estado de Maharashtra (diez suici‐ dios por día). Es también la región con la superficie más importante de algodón Monsanto OGM Bt. Las semillas de Monsanto OGM han revolucionado el mercado de las simientes. Los granos de algodón que se repro‐ ducían infinitamente de forma natural costaban 7 rupias el kilo. En cambio, los del algodón Bt han llegado a costar hasta 17.000 rupias el kilo.119 En agosto de 2012, el estado de Maharashtra prohibió la venta de granos de algodón transgénico Monsanto, comercializados por la sucursal india Mahyco Monsanto Biotech, debido a la calidad inferior de los granos, vendidos a precios exorbitantes.64 En 1987, Navdanya, la fundación de Vandana Shiva lanzó una campaña llamada «semillas de esperanza», como con‐ trapunto al título del libro de Shiva Seeds of Suicide (‘Semillas de suicidio’).120 Llama a una transición que comprenda un retorno a las semillas renovables orgánicas y a las variedades de semillas de polinización abierta que los agricultores pue‐ den conservar y compartir. Se inicia entonces una transición de la agricultura química hacia la agricultura biológica, y del comercio único, basado en precios artificiales, al comercio equitativo, basado en precios reales. Según su experiencia de campo, estima que los agricultores que han adoptado este cambio ganan diez veces más que los que cultivan el algo‐

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dón Bt. A los que la tratan de ingenua idealista y pretenden que la agricultura biológica no será nunca capaz de satisfacer las necesidades alimenticias del planeta, Vandana Shiva responde que el poder de la agroindustria llevará a un predominio de semillas genéticamente homogéneas, perjudicando de manera catastrófica la biodiversidad, lo que acabará obligando a los agricultores a utilizar cantidades cada vez mayores de fertilizantes químicos, pesticidas y agua. Los agricultores de los países en vías de desarrollo no obtendrán equitativamente los beneficios económicos de sus cosechas, que irán a parar a un puñado de multinacionales que controlarán el poder y el futuro de la seguridad alimenticia.

Algunas victorias Para el consumidor que hace sus compras en un supermercado, el único medio de saber si un producto contiene OGM, o ha brotado de ellos, es el etiquetaje. Ahora bien, las legislaciones son diferentes en Europa y en los Estados Unidos. Eu‐ ropa está más protegida que Estados Unidos contra los abusos de empresas como Monsanto. La ley europea estipula que el etiquetaje es obligatorio para todo producto que contenga más de 0,9 % de ingredientes de origen transgénico. En cambio, en los Estados Unidos, hasta ahora no se ha impuesto ninguna norma que vaya en este sentido para el conjunto de los estados. California luchaba aún en noviembre de 2012 para que los alimentos que contenían OGM sean etiqueta‐ dos, y los ingredientes transgénicos, mencionados. Si este nuevo proyecto de ley californiano se aprueba, este combate constituiría un precedente en un país donde el 88 % del maíz y el 94 % de la soja han brotado de semillas genéticamente modificadas.121 El Gobierno francés abogó en octubre de 2012 en favor de una «reconsideración del dispositivo europeo de evalua‐ ción, autorización y control de los OGM y de los pesticidas». Declaró que estaba dispuesto a reforzar los estudios científi‐ cos e independientes sobre los efectos a largo plazo del consumo de alimentos OGM asociados a pesticidas. Un nuevo informe de la Federación Nacional de los Amigos de la Tierra revela que el cultivo de plantas OGM continúa bajando en Europa y que la superficie cultivada de OGM también disminuye.122 Por su parte, Alemania, así como cinco países europeos, suspendió en 2012 el cultivo del maíz genéticamente modifi‐ cado; esa decisión fue tomada contra la opinión de la Comisión Europea. Recordemos que Greenpeace no ha cesado de alertar a la opinión pública sobre los peligros potenciales de la agricul‐ tura basada en semillas genéticamente modificadas y sobre las manipulaciones de la industria agroalimentaria. Para poner remedio al hambre en el mundo y alimentar a 9.000 millones de personas en 2050, es más juicioso invertir en una agricultura verde y no en el uso de manipulaciones genéticas costosas que amenazan la biodiversidad y dejan a los agricultores a merced de la avidez de las multinacionales. También hay que dejar de patentar lo vivo. Los Estados han manifestado demasiada indulgencia con las manipulaciones opacas de esas multinacionales que desvían la globalización en su beneficio, mientras que una globalización ilustrada, fundada en la solidaridad y la comprensión de la interdepen‐ dencia de los seres vivos y de su ecosistema podría ser, por el contrario, un fermento de cooperación para el bien de to‐ dos. En conclusión, el egoísmo institucionalizado del que acabamos de dar unos cuantos ejemplos, podría hacer pensar que el altruismo no es un componente fundamental de la naturaleza humana y desanimar a quienes se esfuerzan por cul‐ tivarlo y promover la solidaridad en el seno de la sociedad. Sin embargo, el conjunto de los hechos presentados en este libro no permite poner en tela de juicio la existencia ni la importancia del altruismo en nuestra vida. Lo que este capítulo muestra, ante todo, es el poder del que dispone una minoría de egoístas determinados, poderosos y sin escrúpulos, para descarrilar la buena marcha de la sociedad y desviarlo todo únicamente en beneficio de ellos. Un perro que muerde hace más daño que cien perros inofensivos. Incumbe, pues, a la sociedad civil denunciar las malversaciones de quienes prac​‐ tican el egoísmo institucionalizado, y a las instancias gubernamentales, neutrali​zarlas.

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55 El cargo de ‘cirujano general’ en los Estados Unidos cumple una función intermedia entre la de ministro de Salud y la de portavoz de las instituciones sanitarias. 56 El humo del tabaco contiene 4.000 sustancias químicas diferentes, de las que 60 son cancerígenas. El humo que escapa del cigarrillo posee un conteni‐ do siete veces mayor en benceno, setenta veces mayor en nitrosaminas y cien veces mayor en amoniaco que el humo inhalado o exhalado por el fumador. 57 Un grupo que se denominó «los Jasons» y que estaba integrado principalmente por físicos; luego, una comisión dirigida por Jule Charney, profesor del

Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) de Boston. 58 El Wall Street Journal negó al principio a Santer el derecho de réplica. Luego, después de que Santer lo solicitara por tercera vez, acabó publicando su escrito, mutilado y sin las de las firmas de otros cuarenta científicos de renombre que le habían aportado su aval. 59 Un colectivo fundado en 2004, cuyo objetivo es «favorecer una formación y una información médicas independientes de cualquier interés que no sea la salud de las personas». 60 Ni los enfermos ni quienes administran el tratamiento saben que se trata de un placebo o de las sustancias estudiadas. Sólo quienes analicen los resultados tendrán acceso a dicha información. Este tipo de estudio, llamado «doble ciego», es la única manera de distinguir entre el efecto placebo y el efecto de la sustancia que se añade al efecto placebo, que está siempre presente. 61 Para tener una nueva autorización de venta, hacía falta al menos una pequeña diferencia. El esomeprazol es un enanciómero del precedente, o sea, una molécula que es como la imagen especular de otra molécula, lo cual, en este caso, no cambia estrictamente ninguna de sus propiedades terapéuticas. 62 El PCB, comercializado por Monsanto bajo el nombre de Aroclor en los Estados Unidos, es un aceite clorado altamente tóxico, que fue utilizado como aislante de las industrias eléctricas y electrónicas y que bajo el efecto del calor desprende dioxina. El Pyralène está prohibido en Francia desde 1987. 63 Según un informe desclasificado, fechado en marzo de 2005 por la Agencia de Protección del Medio Ambiente de los Estados Unidos (Environment Protection Agency o EPA), durante cuarenta años, 810 toneladas de residuos contaminados fueron depositadas en un vertedero a cielo abierto situado so‐ bre el lugar mismo, en el corazón del barrio habitado por la comunidad afroamericana de la ciudad. 64 Los cultivos de las variedades tradicionales de semillas de algodón están listos para la recolección al cabo de 150-160 días, a diferencia de las varieda‐ des Bt, que requieren un período de cultivo de 180-200 días. La utilización de semillas tradicionales también reduce las necesidades de abonos y pesticidas.

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VI Construir una sociedad más altruista La utopía no significa lo irrealizable, sino lo irrealizado. La utopía de ayer puede convertirse en la realidad de hoy.

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THÉODORE MONOD

36 Las virtudes de la cooperación La única vía que ofrece alguna esperanza de un futuro mejor para toda la humanidad es la de la cooperación y la colaboración.

KOFI ANNAN1

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Como subraya Joël Candau, del laboratorio de antropología y sociología de la Universidad de Niza, «nuestra especie es la única en la que se observan cooperaciones intensas, regulares, diversas, arriesgadas, extensas, y que a veces suponen san‐ ciones costosas entre individuos sin relaciones de parentesco».2 Ayuda mutua, dones recíprocos, reparto, intercambios, colaboración, alianzas, asociaciones, participación, son algunas de las tantas formas de la cooperación omnipresente en la sociedad humana. La cooperación, y no solamente la fuerza creadora de la evolución —hemos visto que la evolución necesita cooperación para ser capaz de construir niveles de organización cada vez más complejos— se encuentra también en el centro de los logros sin precedente de la especie humana. Permite a la sociedad realizar tareas que una persona sola no podría hacer. Cuando le preguntaron al gran inventor Thomas Edison por qué tenía 21 ayudantes, respondió: «Si pu‐ diera resolver todos los problemas yo solo, lo haría». Cooperar puede parecer paradójico. Desde el punto de vista del egoísmo, la estrategia más tentadora es la del «pasaje‐ ro clandestino» que se aprovecha de los esfuerzos de los otros para llegar a sus fines con un mínimo de esfuerzo. Sin embargo, muchos estudios muestran que es preferible, para sí mismo y para los otros, tenerse confianza mutua y cooperar, más que ir de caballero solitario. Aunque el ser humano tenga cierta tendencia a la cooperación «cerrada» que genera el instinto tribal, está igualmente dotado de una aptitud única a la cooperación «abierta», que se extiende mucho más allá del parentesco y del grupo de pertenencia.3 «En este sentido —prosigue Candau—, la cooperación humana constituye un desafío tanto a la teoría más ortodoxa de la evolución, centrada en la noción de competición entre individuos únicamente preocupados por su propia reproduc‐ ción, como a la teoría económica clásica fundada en la existencia de actores “egoístas” enteramente dedicados a la maxi‐ mización de sus intereses. Hay ahí, pues, un hecho antropológico que pide ser explicado.»4

Las ventajas de la cooperación Una hermosa mañana de otoño, me encontré con mi amigo Paul Ekman, uno de los psicólogos más eminentes de nues‐ tra época, que ha consagrado su vida al estudio de las emociones. Yo lo había conocido en 2000, durante un encuentro del Mind and Life Institute, organizado en torno al Dalái Lama, en la India, sobre el tema de las emociones destructoras y, desde entonces, no hemos cesado de colaborar.5 Habíamos previsto pasar un día juntos para conversar sobre la cuestión del altruismo. A raíz de sus múltiples encuen‐ tros y diálogos con el Dalái Lama, Paul también se ha convencido de que debemos hacer todo lo humanamente posible para facilitar el advenimiento de una sociedad más altruista, solidaria y coopera​dora. Comenzó por contarme cómo en las pequeñas comunidades y en los pueblos, cuanto más cooperan los habitantes, más prósperos se vuelven y más posibilidades de sobrevivir tienen sus hijos. Entre las tribus de Nueva Guinea, donde Paul trabajó en la década de 1960, desde la preparación de las comidas hasta los partos, pasando por la defensa contra los depredadores, todos deben trabajar juntos. En los pueblos nadie quiere trabajar con quienes buscan disputas, y si alguien intenta explotar a los otros, no se escapará de una mala reputación que le dejará pocas oportunidades de sobrevivir en la comunidad. Por eso, con el correr del tiempo, nuestra herencia genética nos ha orientado hacia la cooperación.

Además, hay una satisfacción inherente al hecho de trabajar juntos para alcanzar un objetivo común. Debido a la di‐ versidad natural, siempre habrá gente fundamentalmente egoísta, pero no representan sino una franja de la sociedad. Por desgracia, como hemos visto en el capítulo sobre el egoísmo institucionalizado, pueden, en algunos casos, convertirse en una oligarquía muy poderosa. En una comunidad pequeña, si alguien sufre, los otros se sienten inmediatamente afectados y tienden a brindarle so‐ corro. Ephraïm Grenadou, un campesino francés de principios del siglo XX, recuerda: «Cuando sonaba el toque de alar‐ ma en el campanario del pueblo, si había un incendio o algo, todo el mundo acudía muy, muy rápido. Venían de los cam‐ pos, de las casas, de todas partes, en unos instantes la gran plaza del pueblo estaba abarrotada de gente».6 En nuestro mundo moderno, los medios nos enfrentan en un día a más sufrimientos de los que podríamos aliviar en una vida ente‐ ra, una situación única en la historia de la especie humana. Por eso, según Paul Ekman: «Si debemos efectuar un cambio que tienda hacia un incremento del altruismo, deberá ser selectivo, estar concentrado en objetivos específicos y vincula‐ do a acciones que tengan impactos y se integren en un movimiento social». ¿Hasta qué punto la cooperación y la benevolencia pueden ir más allá del círculo de nuestros allegados? Nada es inamovible: la educación y el entorno cultural son al menos tan importantes como la herencia genética. El entorno de los cinco primeros años de nuestra vida tiene una influencia considerable en la estructuración de nuestras motivaciones y de nuestras emociones, que actúan luego como un filtro sobre nuestra percepción de las emociones de otros. Según Paul Ekman, que expresa el punto de vista de la evolución, las emociones adecuadas, es decir las que están adaptadas a una situación dada y se expresan de manera constructiva, favorecen la cooperación. Dicho de otro modo, sin cooperación no podemos sobrevivir. Los seres humanos, por su lenguaje, su capacidad de empatía y su amplio registro emocional, están dotados de una profunda sociabilidad, que raramente es tomada en cuenta por las políticas públicas, y descuidada por la mayor parte de los economistas. Según los epidemiólogos Richard Wilkinson y Kate Pickett: «Si nos concebimos a nosotros mismos como individuos movidos por nuestro interés personal y un instinto asocial de posesión, corremos el riesgo de organizar sistemas que reposan en la zanahoria y el palo, el castigo y la recompensa, creando así una versión errónea y desdichada de la humanidad con la cual soñamos».7 En el plano individual, la competición envenena los lazos afectivos y sociales. En una sociedad fuertemente competitiva, los individuos desconfían unos de otros, se inquietan por su seguridad y buscan constantemente promover sus intereses y su rango social, sin preocuparse demasiado de los otros. En cambio, en una sociedad cooperativa, los individuos se tienen confianza y están dispuestos a consagrar tiempo y recursos a otros. Así se engrana un ciclo virtuoso de solidaridad y reciprocidad, que alimenta relaciones armoniosas. Si la cooperación es globalmente provechosa ¿cómo promoverla? Para Joël Candau, la elección de una «cooperación abierta», que trascienda los grupos de pertenencia, es ante todo una elección moral, que necesita que se supere la duda inherente a los desafíos a los que deben enfrentarse los miembros de toda sociedad: ¿es preciso limitar la cooperación a los miembros de la comunidad o bien abrirla a otros grupos? ¿Qué equilibrio encontrar entre cooperación y competi‐ ción? ¿Qué destino reservar a quienes se aprovechan de un sistema cooperativo para promover sólo sus intereses?8

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Cooperación en el seno de una empresa, competencia entre las empresas Según Richard Layard, profesor en la London School of Economics, la cooperación es un factor de prosperidad indispen‐ sable en el seno de una empresa. Desde hace algún tiempo, se ha difundido la idea según la cual es deseable promover una competición sin piedad entre los empleados de una misma empresa —o entre los alumnos de una clase en el caso de la educación—, pues los resultados de todos deberían verse mejorados. En realidad, esta competición es perjudicial, pues deteriora las relaciones humanas y las condiciones de trabajo. A fin de cuentas, como ha demostrado el economista Jef‐ frey Carpenter, es contraproducente y disminuye la prosperidad de la empresa.9 El trabajo de equipo, en particular, está minado por los incentivos y los bonos individuales. En el otro extremo, la re‐ muneración del resultado del equipo en su conjunto estimula la cooperación y mejora esos resultados.10 Los dirigentes y los gerentes de las empresas deben, pues, esforzarse por facilitar la confianza, la solidaridad y la cooperación. Según Layard la competición sólo es sana y útil entre las empresas. Dejar que las empresas entren en libre competencia

estimula la innovación y la búsqueda de mejoras en los servicios y los productos. Conlleva también una reducción de los precios que favorece a todos. Algo totalmente distinto ocurre en una economía estatal, pesadamente burocratizada y cen‐ tralizada, que conduce muy a menudo al estancamiento y a la ineficacia.11

El cooperativismo Según el historiador Joel Mokyr, el éxito de las empresas reposa menos en los genios de mil talentos que en la coopera‐ ción fructífera entre personas que tienen buenas razones para confiar unas en otras.12 Según la Alianza Cooperativa In‐ ternacional, una ONG que agrupa cooperativas del mundo entero, una cooperativa es «una asociación autónoma de per‐ sonas voluntariamente reunidas para satisfacer sus aspiraciones y sus necesidades económicas, sociales y culturales co‐ munes por medio de una empresa cuya propiedad es colectiva y donde el poder es ejercido democráticamente». En el caso en que los asalariados son propietarios de la empresa y deciden ellos mismos sobre el reparto de los ingresos, resulta que esos asalariados están más satisfechos con las condiciones de trabajo, gozan de una mejor salud física y mental y tie‐ nen incluso una tasa de mortalidad baja.13 El cooperativismo nació de la voluntad de liberar a los empleados del dominio de los patrones sobre los beneficios y permitirles beneficiarse equitativamente de las riquezas en cuya producción participan. Según la Organización Mundial del Trabajo, «las cooperativas cumplen un papel de emancipación y permiten a las capas más pobres de la población par‐ ticipar en los progresos económicos. Ofrecen posibilidades de empleo a quienes tienen competencias, pero poco o nada de capital, y organizan la solidaridad y la asistencia mutua en el seno de las comunidades». Este movimiento incluye las cooperativas de usuarios o de consumidores, las cooperativas de producción, en el seno de las cuales los asociados son en su mayoría asalariados, las cooperativas de empresas que asocian empresarios agrícolas, artesanos, marinos, comercian‐ tes, etc., así como los bancos cooperativos, cuyos asociados son los clientes del banco (cajas de ahorros, cooperativas de crédito, por ejemplo).14 En este sentido, las cooperativas, las mutuas y las ONG pertenecen a la economía llamada social y solidaria.15 Hay más de 21.000 cooperativas en Francia, que es considerada líder europea porque sus cooperativas agru‐ pan a 23 millones de miembros (frente a 20 millones en Alemania y 13 millones en Italia, que ocupan el segundo y tercer lugar, respectivamente, entre 37 países miembros de las Cooperativas de Europa).16

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La confianza recíproca resuelve el problema de los bienes comunes En un artículo aparecido en 1968 en la revista Science, artículo que sería abundantemente citado, Garrett Hardin hablaba de la «tragedia de los bienes comunes».17 Tomando el ejemplo de un pueblo de ganaderos ingleses en el que cada uno ha‐ cía pacer sus carneros en un prado que no pertenecía a nadie, plantea la hipótesis de que, en una situación semejante, a cada ganadero le interesa hacer pacer un máximo de animales en un terreno abierto a todos, pero cuyos recursos son li‐ mitados, lo cual lleva inevitablemente a la sobreexplotación y, a fin de cuentas, a la degradación del prado. Al final, pen‐ saba, todo el mundo acaba perdiendo. Hardin presentaba este resultado como inevitable, sin por ello apoyar sus conclusiones en datos históricos sólidos. Desde la publicación de su artículo, la «tragedia de los bienes comunes» se ha convertido en uno de los temas de discu‐ sión preferidos de los economistas. Hardin daba asimismo el ejemplo de la explotación de los océanos, que amenazaba con llevar, unas tras otras, las diferentes especies de peces al borde de la extinción. A este respecto, su artículo, que data‐ ba de 1968, era profético, puesto que hoy, el 90 % de la población de los grandes peces ha sido exterminada. En cambio, en el caso del ejemplo elegido por Hardin —la práctica de los «prados comunales», que durante largo tiempo se había dado en numerosos países europeos, y aún sigue vigente en ciertas regiones del mundo—, las investiga‐ ciones históricas han mostrado que se había equivocado. En primer lugar, es falso afirmar que los prados no pertenecían a nadie; eran tácitamente propiedad de la comunidad, que era muy consciente de su valor. Los miembros de esta comu‐ nidad habían instaurado un sistema de regulación armoniosa del uso de los bienes comunes que funcionaba para satis‐ facción general. Como subraya la historiadora Susan Buck Cox: «Lo que existió, de hecho, no fue una “tragedia”, sino más

bien un “triunfo” de los prados comunales: durante siglos, y tal vez milenios, la tierra ha sido administrada eficazmente por las comunidades».18 El ecologista Ian Angus19 abunda en este sentido y anota que Friedrich Engels había descrito la existencia de esta cos‐ tumbre en la Alemania precapitalista. Las comunidades que compartían así el uso de las tierras eran llamadas «marcas»: La utilización de las tierras de labor y de los prados se hallaba bajo la supervisión y la dirección de la comunidad. […] La naturaleza de esta utilización era determinada por los miembros de la comunidad en su conjunto. […] A intervalos regulares, los pastores se encontraban en los campos a fin de discutir sobre los asuntos de la «marca» y pronunciar jui‐ cios sobre las transgresiones a las normas y sobre los litigios.20 Este sistema sucumbió finalmente a la revolución industrial y a las reformas agrarias que dieron primacía a la propie‐ dad privada, a los grandes terratenientes, al monocultivo y a las explotaciones agrícolas industriales. La privatización de las tierras fue a menudo nefasta para la prosperidad. La de los bosques, por ejemplo, permitió destruirlos a propietarios ávidos de beneficios rápidos. Asimismo, no fueron las pequeñas comunidades, sino los grandes terratenientes quienes sobreexplotaron las tierras y provocaron la erosión y el agotamiento de los suelos, la utilización excesiva de fertilizantes y pesticidas, y el monocultivo de transgénicos. Como muchos otros, Hardin suponía que la naturaleza humana era egoísta y que la sociedad no era sino un conjunto de individuos indiferentes al impacto de sus acciones en la sociedad. De hecho, su artículo ha sido utilizado con frecuen‐ cia como pretexto para promover la privatización de las tierras. Así, el Gobierno conservador canadiense propuso, en 2007, privatizar las tierras de pueblos indígenas, a fin de, como quien dice, facilitar su «desarrollo». Una visión más próxima a la realidad ha sido propuesta por Elinor Ostrom, primera mujer que recibió el Premio No‐ bel de Economía, que consagró la mayor parte de su carrera científica a este tema. Su obra El gobierno de los bienes comunes21 está llena de ejemplos de poblaciones que han llegado a acuerdos de estrategia cooperativa. En todo el mundo, en efecto, pequeños agricultores, pescadores y otras comunidades locales han creado sus propias instituciones y definido reglas destinadas a preservar sus recursos comunes, asegurando que perduren tanto en los años buenos como en los malos. En España, en las regiones donde el agua es escasa, el sistema de irrigación de las huertas funciona eficazmente desde hace más de cinco siglos, tal vez diez.22 Los que utilizan redes de irrigación se encuentran regularmente para ajustar las reglas de su gestión comunitaria, nombrar guardianes y resolver los conflictos ocasionales. La cooperación funciona per‐ fectamente bien, y en la región de Valencia, por ejemplo, la tasa de infracción por toma de agua ilegal sólo es de 0,008 %. Como anota el psicólogo Jacques Lecomte, en Murcia, el tribunal de las aguas se llama, además, el «Consejo de Hombres Buenos».23 En Etiopía, Devesh Rustagi y sus colegas han estudiado la explotación del patrimonio forestal comunal por 49 grupos en la región de Bale de la provincia de Oromia. Se dieron cuenta de que los grupos formados por el mayor número de cooperadores eran los más eficientes en la gestión de los recursos forestales. El hecho de organizar sanciones y patrullas para prevenir el saqueo resultó decisivo para el éxito de la cooperación.24 Ostrom ha demostrado que el buen funcionamiento de ese tipo de comunidades dependía de cierto número de crite‐ rios. En primer lugar, los grupos deben tener fronteras definidas. Si son demasiado grandes, los miembros no se conocen y a la cooperación le es difícil instalarse. También es preciso que haya reglas que administren el uso de los bienes colecti‐ vos y respondan a las especificidades de las necesidades locales, siendo modificables según las circunstancias. Los coope‐ radores deben no solamente respetar esas reglas, sino disponer de un sistema de sanciones graduadas en caso de conflic‐ to, y aceptar el hecho de que la resolución de los litigios pueda ser costosa. En unas palabras de reconocimiento a Ostrom, Hervé Le Crosnier concluye así: «Fundamentalmente, su mensaje con‐ siste en decir que las personas enfrentadas día tras día a la necesidad de asegurar la permanencia de los bienes comunes que son el soporte de su vida tienen mucha más imaginación y creatividad de la que los economistas y los teóricos quie‐ ren admitir».25 Internet ofrece innumerables ejemplos de contribuciones benévolas, pero preciosas para el bien común. El sistema de

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explotación informática Linux, por ejemplo, que administra Google, Amazon y Facebook, para no citar sino éstos, es un sistema sin propietarios, no comercial, cuyos códigos están abiertos a todos y puede así ser mejorado por los programa‐ dores del mundo entero.

Cooperación y «castigo altruista» Para que la cooperación reine en la sociedad, es indispensable poder identificar y neutralizar a quienes utilizan en su provecho la buena voluntad de todos, desviando así la cooperación de su objetivo principal. En una pequeña comunidad, donde todo el mundo se conoce, los aprovechados son rápidamente detectados y desterrados de la sociedad. En cambio, cuando pueden pasar más fácilmente desapercibidos, en las ciudades, por ejemplo, es indispensable promover la coope‐ ración por la educación y la transformación de las normas sociales. En abril de 2010 se celebró en Zúrich, organizado por el Mind and Life Institute y el Departamento de Economía de la Universidad de Zúrich (UZH),65 un encuentro sobre el tema «¿Es compatible el altruismo con los sistemas económicos modernos?» Eminentes economistas, psicólogos, especialistas en ciencias cognitivas y empresarios sociales se reunieron

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en torno al Dalái Lama. En esa ocasión, tuve la suerte de poder conversar con Ernst Fehr, un economista suizo de gran reputación, que puso en tela de juicio el paradigma según el cual los individuos no tienen otras consideraciones que sus propios intereses. Los trabajos de Fehr han mostrado, en efecto, que una mayoría de personas estaba más bien dispuesta a confiar en los otros, a cooperar y a comportarse de manera altruista. Por eso concluyó que era irreal y contraproducen‐ te construir teorías económicas fundadas en el principio del egoísmo universal.26 Repetidas veces, Ernst Fehr y sus colaboradores han colocado grupos de personas en situaciones en las que la confian‐ za mutua desempeñaba un papel determinante. Les pedían, por ejemplo, que participaran en apuestas que podían saldar‐ se en pérdidas o ganancias reales. El experimento tipo se desarrolla como sigue: se entregan a 10 personas 20 euros. Pueden guardárselos para sí o con‐ tribuir a un proyecto común. Cuando una de ellas ha invertido sus 20 euros en el proyecto, el investigador duplica la apuesta, concediéndole 40 euros. Una vez que los 10 participantes han decidido su estrategia, la suma total invertida en el proyecto se distribuye en partes iguales entre los miembros del grupo. Resulta entonces que, si todos cooperan, cada uno gana. En efecto, los 200 euros invertidos por el grupo, incrementa‐ dos por los otros 200 euros provenientes del laboratorio, aportan 40 euros a cada participante, es decir, el doble de su in‐ versión. Esta situación ideal supone que cada uno de los miembros del grupo tenga confianza en los otros. De hecho, basta con que más de la mitad de los participantes cooperen para que todos se beneficien. En cambio, si impera la desconfianza, nueve personas se guardan sus 20 euros y una sola invierte su dinero en el pro‐ yecto común, en cuanto esta magra suma es dividida entre todos, los 9 participantes que se han negado a cooperar se quedan con 22 euros (los 20 euros que se han guardado y los 2 euros provenientes del reparto de los 20 euros de la perso‐ na que tuvo confianza), mientras que el único cooperador se queda con solamente 2 euros (pues los 20 euros que invirtió se encuentran repartidos entre 10 personas), es decir, una pérdida de 18 euros. Según las teorías económicas clásicas, en una sociedad de egoístas que desconfían de todo el mundo, nadie estaría interesado en cooperar. Ahora bien, el equipo de Ernst Fehr ha observado, en el curso de experimentos repetidos muchas veces, que, contra‐ riamente a los prejuicios, del 60 al 70 % de las personas confían al principio unas en otras y colaboran de manera espontánea. Sin embargo, en toda población hay siempre cierto número de individuos a los que no les gusta cooperar (alrededor del 30 %). ¿Qué se observa? A la segunda vuelta, los cooperadores han notado que hay malos jugadores en el grupo, pero perseveran, no obstante, y siguen cooperando. Sin embargo, a medida que el juego se repite, se cansan de quienes se aprovechan de la confianza general para enriquecerse sin asumir riesgos. La cooperación se derrumba y se vuelve casi nula en la décima vuelta. Así, la erosión de la confianza y de la buena voluntad de la mayoría se produce cuando una minoría explota el sistema en su beneficio, perjudicando al conjunto de la comunidad. Por desgracia, es lo que ocurre en un sistema económico que concede una libertad total a los especuladores sin escrúpulos. Esta misma es la consecuencia de la desregulación total de

los sistemas financieros. El problema no es, pues, que la gente no esté dispuesta a colaborar y que el altruismo no tenga su puesto en la economía, sino que los aprovechados impiden expresarse al altruismo mayoritario. Dicho en otras pala‐ bras, los egoístas hacen descarrilar el sistema. ¿Se puede impedir el derrumbe de la cooperación? Ernst Fehr tuvo la idea de proseguir el experimento introduciendo un nuevo parámetro: la posibilidad de sancionar a los malos colaboradores. Todo participante podía en adelante gastar anónimamente 1 euro de su bolsillo para que el investigador impusiera una multa de 3 euros a los aprovechados. Es lo que Ernst Fehr llama una «sanción altruista», por el hecho de que conlleva un coste a quien la inflige y no le aporta nada por el momento.27 ¿Por qué alguien debería actuar así? Parece absurdo desde el punto de vista del interés personal, pero la experiencia muestra que la mayoría de la gente tiene un gran sentido de la equidad y está dispuesta a gastar una suma determinada para que la justicia sea respetada. El impacto de esta nueva medida fue espectacular. La tasa de cooperación subió velozmente y se estabilizó en casi el 100 %. Es importante anotar que este nuevo protocolo se desarrolló con los mismos participantes de antes. Los caballeros solos, que no contribuían nunca a las ganancias del grupo, empezaron a cooperar e invirtieron la totalidad de su dinero en el proyecto común. En la primera fase del test, los egoístas habían saboteado la dinámica del grupo. En la segunda, los altruistas lograron, no transformar a los egoístas en altruistas —lo que lamentablemente es utópico— sino crear un sistema tal que los egoís‐ tas tuvieran interés en comportarse como si fueran altruistas. De ello se deduce, pues, que son los altruistas ilustrados quienes deben establecer las reglas, así como las instituciones que las harán respetar. En definitiva, todo el mundo se beneficia, hasta el punto de que si, después de continuar jugando, se propone más tar‐ de al grupo suprimir la sanción altruista, el conjunto de los participantes declara desear que se mantenga, incluido el 30 % de aprovechados que se han dado cuenta de que la comunidad funcionaba mucho mejor de esa manera y que ellos mismos salían ganando. El método de las sanciones altruistas es muy antiguo y permitió a las sociedades primitivas mantener durante decenas de miles de años, sistemas cooperativos eficaces.28

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Las investigaciones demuestran que, en ausencia de reglas, el derrumbe de la cooperación es observado en todas las culturas. En cambio, los efectos de la sanción altruista difieren considerablemente de una cultura a otra. En algunas cul‐ turas, la mayoría de la gente no aprecia a los justicieros y se vengan castigándolos a su vez. A falta de poder identificar individualmente a los cooperadores, deciden castigarlos al azar para hacerles comprender que más les valdría no inmis‐ cuirse en los asuntos de los otros. Una sanción antisocial sustituye entonces a la sanción altruista. Esta tendencia es fuerte en las culturas que tienen poco sentido cívico, en las que el Estado es ineficaz, la justicia poco respetada, y donde la gente no confía en las fuerzas del orden corruptas. En esos países, el fraude no solamente es admiti‐ do, sino considerado como un medio de supervivencia. Se puede medir la fuerza de sentido cívico evaluando, por ejem‐

plo, qué porcentaje de la población juzga aceptable colarse en los transportes públicos. Benedikt Herrmann y sus colegas han estudiado el comportamiento de los habitantes de dieciséis ciudades del mundo.29 Comprobaron que los castigos antisociales —que apuntan a minar el sentido cívico en lugar de estimularlo— eran prácticamente inexistentes en los países escandinavos, en Suiza, el Reino Unido y en el resto de los países que hacen hincapié en la cooperación y en los valores comunitarios. En cambio, su tasa es muy elevada en los países donde el senti‐ do cívico es débil o la cooperación se limita a los parientes o a los amigos cercanos. En este caso, el castigo antisocial pre‐ domina. Es lo que se observa, por ejemplo, en Grecia, en Pakistán y en Somalia, tres países que, además, están muy mal calificados según el índice de percepción de la corrupción (IPC), publicado cada año por Transparencia Internacional.30 Resulta también que las sociedades que han establecido normas altruistas y cooperativas son más florecientes y admi‐ nistran mejor el problema de los bienes comunes. Si los daneses pueden, mientras almuerzan, dejar a su bebé tomando el aire sin vigilancia en un cochecito de niño en el exterior de un restaurante, sin temer que sus hijos sean secuestrados, mientras que en México o Nueva York eso sería una locura, es porque han interiorizado cierto sistema de valores.66 Si los habitantes de Taipéi y Zúrich pagan de manera espontánea el coste de su trayecto en autobús o en tranvía en la caja pre‐ vista para ello y en ausencia de todo control, eso muestra que no son aprovechados endémicos obligados a ceñirse al re‐ glamento por miedo a ser castigados: pagan voluntariamente su billete y no conciben ver que alguien haga trampa. En los países donde el fraude está culturalmente admitido, sea cual sea el número de controladores, los aprovechados en‐ cuentran siempre un medio para lograr sus objetivos. Es importante, pues, combinar varias estrategias: organizar instituciones apropiadas que permitan a los altruistas cooperar sin trabas, canalizar los comportamientos egoístas hacia comportamientos prosociales, estableciendo reglamen‐ taciones sensatas y equitativas, y hacer evolucionar las costumbres por la educación.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Mejor que el castigo: la recompensa y la apreciación

Los evolucionistas Martin Nowak y Drew Fudenberg de la Universidad de Harvard han hecho notar que en la vida real las interacciones entre individuos no son generalmente anónimas y se producen raras veces de manera aislada. Cuando las personas saben quién ha cooperado, quién ha estafado y quién las ha castigado, la dinámica de las interacciones cam‐ bia. La repetición de las interacciones permite adaptarse a los comportamientos de cada uno. Además, las personas se preocupan por su reputación y no quieren correr el riesgo de ser desterradas por sus pares por haberse comportado de manera antisocial.31 El estudio del comportamiento de niños muy jóvenes muestra que son capaces de observar cómo un individuo coope‐ ra con los otros y deducir si será o no un buen cooperador con ellos. De hecho, desde la edad de un año, prefieren a las personas que se comportan de manera cooperativa.32 En este contexto, Nowak y sus colaboradores se han preguntado si, en la realidad, recompensar a los buenos coopera‐ dores no sería más eficaz que castigar a los malos. Las sanciones calificadas de «altruistas» por los economistas no dicen en verdad nada sobre lo que las motiva. Un castigo es verdaderamente altruista en el caso de padres que corrigen a sus hijos para disuadirlos de adquirir hábitos nocivos. La sanción también puede estar motivada por el sentimiento de que es importante mantener el sentido de la equidad en la sociedad. Sin embargo, a veces se reduce a una forma de venganza. La neurocientífica Tania Singer ha demostrado que los hombres, en particular, están dispuestos a gastar cierta suma de dinero únicamente por el placer de vengarse después de haber sido engañados en un juego de confianza.33 En un contex‐ to en el que las personas implicadas son identificables, la venganza corre el gran riesgo de desencadenar un círculo vicio‐ so de represalias en que todo el mundo puede verse perjudicado. En una serie de experimentos llevados a cabo por David Rand y otros investigadores bajo la dirección de Nowak y Fu‐ denberg, resultó que en el curso de interacciones repetidas en un juego de confianza que permitía identificar personal‐ mente a los cooperadores y a los aprovechados (lo cual modifica la situación con relación al experimento de Ernst Fehr, en el que los participantes son anónimos), la estrategia que produjo los mejores resultados a largo plazo consistía en per‐ severar en la cooperación, pasase lo que pasase.34 En un grupo de doscientos estudiantes, los que obtuvieron las ganan‐ cias más importantes eran todos cooperadores. Los que se habían dedicado únicamente a castigar sin consideración se

encerraron por lo general en ciclos de represalias que los hicieron caer a la parte baja del cuadro de ganancias. Las sanciones costosas no son, pues, sino un último recurso eficaz, incluso si valen mucho más que el dejar hacer. Sin embargo, el mejor medio para elevar el nivel de cooperación es claramente favorecer y estimular las interacciones positi‐ vas —intercambios equitativos, cooperación, refuerzo de la confianza mutua—. Un sistema centrado en las recompensas y los estímulos, asociado a la salvaguarda de los reglamentos y las sanciones que permiten protegerse contra los aprove‐ chados, parece, pues, el medio más apto para promover una sociedad justa y benévola. En una empresa, en particular es más útil crear una atmósfera de trabajo agradable, honrar de diversas maneras los servicios buenos y fieles y redistribuir entre los empleados una parte de los beneficios, que penalizarlos si refunfuñan al cumplir con sus tareas. Aquí también la cooperación es más eficaz que la sanción.

ELOGIO DE LA FRATERNIDAD

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Ojalá todos los hombres pudieran recordar que son hermanos. VOLTAIRE En 1843, Jean-Charles Dupont, jurista de la Société des Droits de l’Homme, escribió en la Revue républicaine: «Todo hombre aspira a la libertad, a la igualdad, pero no puede alcanzarla sin la asistencia de otros hombres, sin fraternidad».35 Al cabo de un siglo, la Declaración Universal de Derechos Humanos (adoptada en 1948) estipula desde su primer artículo: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros». Hermana melliza del altruismo, la fraternidad refleja un deseo de mayor mutualidad y reciprocidad; refuerza la cohesión social favoreciendo la solidaridad y la cooperación. La fraternidad, para Jacques Attali, es «hoy la fuerza principal que tira de la vanguardia del mundo».36 Según él, es un rechazo de la soledad, valora la relación con el otro, invita a la mezcla, enseña a conocer al otro, a dar y a acoger. También nos muestra que, en el seno de un mundo interdependiente, cada uno necesita que el otro tenga éxito. En cambio, cuando cada uno se interesa sólo por su propio destino, casi todo el mundo acaba perdiendo. «La fraternidad —prosigue Attali—, está aún en el placer de transmitir, cuando ningún interés perso‐ nal está implicado, cuando las personas se complacen en llenar la soledad del otro, en mostrar compasión por el sufrimiento del otro, en dar sin esperanza de devolución, en adoptar niños por el simple placer de verlos felices, en ocuparse de personas discapacitadas, débiles, para tener una oportunidad de comportarse como seres huma‐ nos, sin esperar consideración ni recompensa alguna.»37 Se manifiesta entonces en el florecimiento prodigioso de las acciones caritativas, en la proliferación de organi‐ zaciones no gubernamentales para ayudar, alimentar, salvar, cuidar, reparar, en la movilización que sigue a todas las catástrofes naturales; en la voluntad cada vez mayor de pagar con su persona y en la globalización cuando ésta conlleva no una explotación económica de los países pobres por las multinacionales, sino un compartir los cono‐ cimientos, la tecnología, las riquezas culturales y artísticas.38 Aunque, siempre según Attali, «la mayor parte de los revolucionarios de los siglos XIX y XX la hayan considera‐ do un concepto impreciso, ingenuo, bueno a duras penas para los cristianos, los masones o los imbéciles», la fra‐ ternidad sobrevive: «También está en los gulags de todas las Rusias, en los campos de todas las Alemanias, cuan‐ do se convierte en condición de supervivencia. También está en la India cuando Mahatma Gandhi hace de ella el arma de la dignidad. […] Por último, está ahí cada vez que alguien tiene el valor verdaderamente revolucionario de enunciar tan sólo que a cada uno le interesa la felicidad del otro. Se anuncia incluso cuando se le da otro nom‐ bre: altruismo o responsabilidad, compasión o generosidad, amor o tolerancia».39 En una frase, como nos advertía Martin Luther King: «Debemos aprender a vivir juntos como hermanos; de lo contrario, vamos a morir todos juntos como idiotas».40

Las condiciones favorables a la cooperación

En su obra ¿Por qué cooperamos?, el psicólogo Michael Tomasello explica que las actividades colaboradoras del hombre están fundadas en la existencia de un objetivo común, en cuya realización los participantes adoptan papeles diferentes, coordinados por una atención conjunta.41 Los colaboradores deben ser receptivos a las intenciones de los otros y reaccio‐ nar ante ellas de manera apropiada. En más de un objetivo común, la actividad colaboradora exige cierta división del tra‐ bajo y una comprensión de los papeles de cada uno fundamentada en una buena comunicación. La cooperación exige tolerancia, confianza y equidad. También está reforzada por las normas sociales, que han variado enormemente en el curso del tiempo. El filósofo Elliott Sober y el evolucionista David Sloan Wilson han estudiado un gran número de sociedades en el mundo y observa‐ do que, en la gran mayoría de ellas, los comportamientos considerados aceptables son definidos por normas sociales. La importancia de esas normas se debe al hecho de que hacerlas respetar no cuesta gran cosa, mientras que los castigos pue‐ den, por el contrario, ser muy costosos para quienes son objeto de ellos —la exclusión de la comunidad, por ejemplo—.42 Por fortuna, en nuestros días, las normas sociales tienden más hacia el respeto a la vida, a los derechos del hombre, a la paridad entre los hombres y las mujeres, a la solidaridad, la no violencia y una justicia equitativa. Martin Nowak describe, por su parte, cinco factores favorables a la cooperación. El primero es la repetición regular de servicios recíprocos, como es el caso, por ejemplo, de los campesinos que se ayudan mutuamente en la época de las cose‐ chas, o de los aldeanos que participan todos en la construcción de la casa de un vecino. El segundo factor es la importan‐ cia de la reputación en el seno de una comunidad: los que cooperan de buen grado son apreciados por todos, mientras que los malos cooperadores son mal vistos. El tercer factor está relacionado con la estructura de la población y de las re‐ des sociales, estructura que facilita o contrarresta la formación de comunidades cooperantes. El cuarto factor es la in‐ fluencia de los lazos familiares que incita a cooperar más con los individuos emparentados. Por último, el quinto factor está vinculado al hecho de que la selección natural opera en varios niveles: en determinadas circunstancias, la selección actúa únicamente en el nivel de los individuos y, en otras, influye en el destino de un grupo de individuos considerado en su conjunto. En este último caso, un grupo de cooperadores puede tener más éxito que un grupo de malos cooperadores que estén constantemente en competición unos con otros. A lo largo de las generaciones, los seres humanos han tejido una tela de reciprocidad y de cooperación en los pueblos, las ciudades, los Estados y, en nuestros días, a través del mundo entero. Debido a la conectividad de las redes mundiales, la información y los conocimientos pueden transmitirse a lo largo del planeta en unos cuantos segundos. Si un pensa‐ miento estimulante, una innovación productiva o una solución a un problema de importancia vital se difunden así, pue‐ den aprovecharse en el mundo entero. Existen, pues, innumerables modalidades propicias al desarrollo de la coopera‐ ción. De ahora en adelante, más que nunca, tenemos necesidad de cooperar, y de hacerlo a escala mundial.

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65 Tania Singer, Diego Hangartner y yo mismo concebimos y organizamos esta conferencia por lo que se refiere tanto al contenido de los debates como a los participantes invitados, entre los cuales destacaban el psicólogo Daniel Batson, la etóloga Joan Silk, el neurocientífico William Harbaugh y el empresario social Bunker Roy. 66 Una danesa fue detenida por la policía neoyorquina por «abandonar un niño», después de haber dejado a su hijo en un cochecito en la puerta de un restaurante, como acostumbraba a hacer en su país.

37 Una educación ilustrada Enseñar no es llenar un jarrón, es encender una fogata.

ARISTÓFANES No se es inteligente sino entre varios.

ALBERT EINSTEIN

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Martin Seligman, uno de los fundadores de la «psicología positiva» (según la cual, para desarrollarse en la existencia, no basta con neutralizar las emociones negativas y perturbadoras, sino que es preciso favorecer también la eclosión de emo‐ ciones positivas) ha planteado a miles de padres la pregunta siguiente: «¿Qué es lo que más desearía para sus hijos?». En su mayor parte le respondieron: la felicidad, la confianza en sí, la alegría, el florecimiento, el equilibrio, la amabilidad, la salud, la satisfacción, el amor, una conducta equilibrada y una vida llena de sentido. Para resumir, el bienestar encabeza lo que los padres desean principalmente para sus hijos.1 «¿Qué se enseña en la escuela?», preguntó a continuación Seligman a los mismos padres, que respondieron: la capaci‐ dad de reflexión, la capacidad de adaptarse a un molde, las competencias en lenguas y en matemáticas, el sentido del tra‐ bajo, la costumbre de hacer exámenes, la disciplina y el éxito. Las respuestas a estas dos preguntas prácticamente no coin‐ ciden. Las cualidades enseñadas en la escuela son, sin lugar a duda, útiles y en su mayoría necesarias, pero la escuela po‐ dría asimismo enseñar los medios para llegar al bienestar y a la realización de sí, en pocas palabras, a lo que Seligman lla‐ ma una «educación positiva», una educación que enseñe también a cada alumno a convertirse en un ser humano mejor. En la mayor parte de sus conferencias públicas, el Dalái Lama insiste en el hecho de que la inteligencia, por muy im‐ portante que sea, no deja de ser un útil que puede ser empleado tanto para el bien como para el mal. El uso que hagamos de nuestra inteligencia dependerá, de hecho, enteramente de los valores humanos que inspiran nuestra existencia. Según el Dalái Lama, que insiste en este punto, la inteligencia debe ser puesta al servicio de valores altruistas. En otros tiempos, estos valores eran inculcados por la educación religiosa, a veces de manera positiva, pero muy a menudo de manera nor‐ mativa y dogmática, que no dejaba en absoluto a los niños la posibilidad de explorar su potencial personal. Actualmente, la educación no puede ser sino secular, respetando así la libertad de cada uno. Sin embargo, al hacerlo, la educación mo‐ derna, centrada con demasiada frecuencia en el «éxito», el individualismo y la competición, no ofrece en absoluto me‐ dios que permitan apreciar la importancia de los valores humanos. El Dalái Lama explica: La educación no se reduce a transmitir el saber o las competencias que permitan alcanzar objetivos limitados. Tam‐ bién consiste en abrir los ojos de los niños a los derechos y las necesidades de los otros. Nos incumbe hacerles com‐ prender que sus acciones tienen una dimensión universal, y debemos encontrar un medio para desarrollar su empatía innata de manera que adquieran un sentimiento de responsabilidad hacia su prójimo. Porque eso es lo que nos impul‐ sa a actuar, si tuviéramos que elegir entre la virtud y el saber, la virtud sería ciertamente preferible. El buen corazón, que es su fruto, es en sí un gran beneficio para la humanidad, lo que no es el caso del saber.2 Siempre según él, resulta esencial volver a introducir en la educación la enseñanza de esos valores fundamentales so‐ bre la base de los conocimientos científicos adquiridos en el curso de las últimas décadas en el ámbito de la psicología, del desarrollo del niño, de la plasticidad del cerebro, del entrenamiento en la atención y el equilibrio emocional, de las virtudes de la benevolencia, la solidaridad, la cooperación y la comprensión de la interdependencia entre todos los seres. Veamos ahora, sin pretender ofrecer un análisis exhaustivo, algunas iniciativas susceptibles de favorecer el floreci‐

miento de esos valores altruistas.

La neutralidad no lleva a ningún sitio Por miedo a imponer valores particulares, muchos educadores prefieren adoptar una aproximación moralmente neutra y estiman que la función de la escuela no es influir en las preferencias morales de los alumnos. Cierto es que podemos des‐ confiar de una enseñanza prescriptiva de la moral que refleje la visión del mundo de quien la enseña. Sin embargo, ¿quién podría deplorar el hecho de inspirar en los niños una apreciación constructiva de ayuda mutua, de honestidad y de tolerancia? La neutralidad moral es, en efecto, una añagaza, porque los niños se forjarán de todas maneras un sistema de valores. No obstante, sin el apoyo de educadores sagaces, corren el riesgo de acabar por encontrarlo en los medios, que rezuman violencia, en la primacía dada al consumismo y al individualismo promovidos por la publicidad, o en la frecuentación de otros niños tan desorientados como ellos. Para ser armoniosas y justas, una sociedad y la educación que le sirve de base, no pueden prescindir de un consenso sobre la nocividad de la violencia y la discriminación, así como sobre las ventajas de la benevolencia, la equidad y la tolerancia. De hecho, muchos educadores ofrecen referentes que permiten a los jóvenes orientarse en la existencia, así como fuentes de inspiración universalmente aceptadas.3 Numerosas iniciativas van en esta dirección. Así, en Canadá, en la Columbia Británica, bajo el impulso de Clyde Herz‐ man y otros investigadores, se enseña actualmente la inteligencia emocional en la mayoría de las escuelas. En Québec, un nuevo programa de enseñanza de ética secular se presentó en 2010 y el Dalái Lama pronunció una conferencia sobre este tema ante un público de varios centenares de educadores en proceso de formación. En la India, en enero de 2013, siem‐ pre por iniciativa del Dalái Lama, la Universidad de Delhi decidió incluir cursos de «valores humanos seculares» en to‐ das sus formaciones. En los Estados Unidos, bajo el impulso del pedagogo y psicólogo Mark Greenberg, varios centena‐ res de escuelas enseñan a los niños a reconocer y administrar mejor sus emociones y las de los otros, lo que contribuye a disminuir el número de conflictos.4 En Francia, educadores como Daniel Favre, neurocientífico y profesor de ciencias de la educación de la IUFM de Montpellier, han demostrado con sus trabajos y su experiencia de campo que se podía remo‐ tivar a los alumnos y reducir la violencia en el medio escolar.5

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Una revolución tranquila La escuela primaria de Kidlington está situada en un barrio pobre de Oxford, en Inglaterra. En 1993, Neil Hawkes, el di‐ rector, decidió introducir la enseñanza de los valores humanistas en la educación de los quinientos alumnos del centro.6 Uno de los métodos utilizados consiste en establecer una lista de palabras que representen los valores considerados más importantes por los educadores y los alumnos: respeto, benevolencia, responsabilidad, cooperación, confianza, toleran‐ cia, apertura, paciencia, paz, valor, honestidad, humildad, gratitud, esperanza, amor, generosidad, etc. Cada palabra se convierte a su vez en la «palabra del mes» y es expuesta en un lugar destacado en las paredes de la escuela. Esa palabra es el objeto de discusión en grupo y representa el punto focal alrededor del cual se enseñan las diferentes materias. También sirve de base de discusión para resolver los conflictos. Más que considerar los valores humanos como un apéndice para enseñar al margen de otras disciplinas, esos valores se convierten en la plataforma a partir de la cual se elabora el currículo de los estudios y se toman las decisiones organi‐ zativas y pedagógicas. Entre los alumnos, tomar conciencia del hecho de que pueden administrar sus emociones y su comportamiento trans‐ forma el ambiente de la clase, suscita un compromiso más sostenido y aumenta el placer de estudiar. Las evaluaciones de este método en el curso de los años me han demostrado que el entorno creado por esa pedagogía fundada en los valores humanos es favorable no solamente al desarrollo personal de los alumnos y a la calidad de sus relaciones sociales, sino también a sus progresos escolares. Desde la introducción de ese programa, los resultados de la escuela de Kidlington han estado siempre por encima de la media nacional y han sido muy superiores a los de las escuelas situadas, como es el caso de Kidlington, en barrios desfavorecidos.7 Frances Farrer, autor de esta evaluación, ha advertido una mejora de la estabilidad emocional, de los comportamientos

en general, y un mayor sentimiento de pertenencia a la comunidad. La escuela de Kidlington es visitada actualmente por educadores del mundo entero que desean inspirarse en su modelo. Farrer comprueba asimismo que los breves períodos de reflexión que abren las clases de la mañana y de la tarde tienen un efecto apaciguador duradero en los alumnos y dis‐ minuyen la incidencia de los conflictos. En 2003, en Australia, bajo la supervisión del Ministerio de Educación, se lanzó un programa similar en 316 escuelas que agrupaban a más de 100.000 alumnos. Una evaluación de los resultados, llevada a cabo por Terence Lovat y sus cole‐ gas de la Universidad de Newcastle, permitió corroborar que en un entorno donde los valores humanos moldean las acti‐ vidades de la clase, el aprendizaje mejora, los educadores y los estudiantes están más satisfechos y la escuela es más tran‐ quila. La escuela, según Lovat, se ha vuelto así «un lugar mejor para enseñar y un lugar mejor para aprender».8

Un logro espectacular

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Es una mañana en un aula de preescolar de una escuela de Madison, en el estado de Wisconsin (Estados Unidos). Tum‐ bados de espaldas, niños de cuatro a cinco años, todos en su mayoría provenientes de medios desfavorecidos, aprenden a concentrarse en el vaivén de su respiración y en los movimientos de un osito de peluche colocado sobre su pecho. Al cabo de unos minutos, al sonido de un triángulo musical, se levantan y van juntos a observar los progresos de las «semi‐ llas de paz» que cada uno de ellos han plantado en macetas alineadas a lo largo de las ventanas de la habitación. El edu‐ cador les pide que tomen conciencia del cuidado que necesitan las plantas y, por asociación de ideas, del cuidado que también necesita la amistad. Luego los ayuda a comprender que lo que los vuelve serenos es también lo que permite a los otros niños estar serenos. Al inicio de cada sesión, los niños expresan en voz alta la motivación que debe inspirar su jor‐ nada: «Ojalá todo lo que yo piense, diga y haga no perjudique a nadie, sino, al contrario, sirva para ayudarlo». Son éstos unos cuantos elementos de un programa de diez semanas concebido por el Centro de Investigación de la Buena Salud Mental (Center for Investigating Healthy Minds), fundado por el psicólogo y neurocientífico Richard Da‐ vidson. Aunque su colaboradora Laura Pinger y sus otros colegas no enseñen este programa más que tres veces por se‐ mana, a razón de treinta minutos por sesión, ejerce un efecto notable sobre los niños. Éstos preguntan además a los ins‐ tructores por qué no van todos los días.9 En el curso de las semanas, los niños son llevados con normalidad a practicar actos de bondad, a darse cuenta de que lo que los incomoda también incomoda a los otros, a identificar mejor sus emociones y las de sus camaradas, a practicar la gratitud y a formular deseos benévolos para ellos mismos y para otros. Cuando están perturbados, se les hace ver que ciertamente pueden resolver sus problemas actuando sobre las circunstancias exteriores, pero también actuando sobre sus propias emociones. Al cabo de cinco semanas llega el momento de dar a otros una o varias plantas de las que cada uno ha hecho crecer. Los niños son seguidamente llevados a tomar conciencia de que están vinculados a todos los niños del planeta, a todas las escuelas y a todos los pueblos, los cuales aspiran a la paz y dependen unos de otros. Eso los lleva a sentir gratitud ha‐ cia la naturaleza, los animales, los árboles, los lagos, los océanos, el aire que respiramos, y a tomar conciencia de que es importante tener cuidado de nuestro mundo. Podemos preguntarnos si no es un poco ingenuo pensar que un programa semejante, por muy interesante que parez‐ ca, puede tener un efecto real sobre niños tan pequeños. Es la razón por la que los investigadores no se han contentado con observaciones subjetivas, sino que también han evaluado los efectos del programa, interrogando en profundidad a los educadores y a los padres sobre el comportamiento y las actitudes de los niños antes y después de haberse sometido a él. Esta evaluación reveló una neta mejoría de los comportamientos prosociales y una disminución de los trastornos emocionales, así como de los conflictos en los participantes en el experimento. Pero los científicos añadieron un último test, el llamado de las «pegatinas». En dos oportunidades, al comienzo y al final del programa, dan a cada uno de los niños cierto número de figuritas autoadhesivas que les encantan, así como cua‐ tro sobres en los que figuran, respectivamente, una foto de su mejor amiga/o, de aquel/lla a quien menos apreciaban, de un niño desconocido y de un niño visiblemente enfermo que lleva un apósito en la frente. A continuación pidieron a cada niño que repartiese como quisiera las pegatinas en los cuatro sobres que serían distribuidos a sus compañeros. Al

comienzo de la intervención, los niños dieron la casi totalidad de los autoadhesivos a su mejor amiga/o y muy pocos a las otras. Se podría esperar que después de diez semanas de práctica de la benevolencia se produjera un cambio. Y, en efecto, la diferencia fue espectacular: durante el segundo test, al final del programa, los niños dieron un número igual de pegatinas a las cuatro categorías de niños: ya ni siquiera hacían diferencias entre su compañero preferido y el que menos querían. Se calcula el alcance de este resultado cuando se sabe hasta qué punto las divisiones vinculadas al sentimiento de perte‐ nencia a un grupo son habitualmente marcadas y duraderas. Teniendo en cuenta los notables resultados de este método, de su simplicidad y del efecto que puede tener en el desarrollo ulterior de los niños —lo que actualmente es objeto de otro estudio—, parece lamentable no organizarlo en todo el mundo. En efecto, el Ayuntamiento de Madison ha pedido ahora al equipo dirigido por Richard Davidson que amplíe este programa a varias escuelas de la ciudad. Cuando estos resultados llegaron al conocimiento del Dalái Lama, hizo el siguiente comentario: «Una escuela, diez escuelas, cien escuelas; luego, mediante las Naciones Unidas, las escuelas del mundo entero…»

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com DESCUBRIR LA INTERDEPENDENCIA

Estamos en una clase de unos veinte niños de entre seis y siete años de edad, que viven acogidos por familias de la escuela Paideia, en Atlanta (Estados Unidos). Un instructor llegado de la Universidad de Emory pregunta: «Mirad este jersey. Me gusta. Es cómodo, me mantiene caliente. Mi padre me lo regaló, y cuando lo llevo puesto, pienso en él. Pero no viene de ningún sitio. ¿De dónde ha venido? ¿Qué ha sido necesario para que yo pueda llevar ahora este jersey?» Los niños responden con gran algarabía: «¡Tú!» «Sí, por supuesto —responde el educador, algo desconcertado —, pero ¿qué más?» «Tú necesitas a tu padre», dice otro. «Sí, claro, pero mi padre no hace jerséis.» «¡Lo has comprado en una tienda!», exclama alguien. «Sí, pero el vendedor tampoco teje jerséis.» Por deduc‐ ción —por así decirlo—, los niños acaban hablando del tejido, de la lana, de las ovejas, de las granjas, del trans‐ porte, de las carreteras y de las personas implicadas en la existencia del jersey que, a su vez, también necesitan pa‐ dres, abuelos, vivienda, alimentos, etc. «¿Y dónde termina todo esto?», pregunta el educador. Sin dudar, un niño exclama alegremente: «¡No termina! Necesitas al mundo entero». La conclusión deja a los niños medio asombrados, hasta que uno de ellos pregunta, perplejo: «¿Incluso a los niños?» El educador asiente con la cabeza: «Sí, incluso a los niños».

Una educación del corazón y de la mente La toma de conciencia de la interdependencia de todos los seres forma parte de un programa concebido por la Universi‐ dad de Emory, en Atlanta. Dicho programa se orienta a enseñar una meditación analítica sobre el altruismo y la compa‐ sión (CBCT, cognitive based compassion therapy, ‘terapia cognitiva basada en la compasión’) a niños que viven en familias de acogida después de haber sufrido traumas relacionados con la negligencia paterna y la separación de sus padres bioló‐ gicos. La probabilidad de que estos niños interrumpan su escolarización es muy alta.10 En el marco del programa, estos niños participan en sesiones de veinticinco a treinta minutos, dos veces por semana, durante la jornada escolar normal. Las principales cualidades que este programa se propone promover son la inteligencia emocional, la compasión hacia uno mismo y los demás, la conciencia de la interdependencia, la empatía, y la no discriminación. De manera más amplia, el objetivo del programa CBCT es actuar al mismo tiempo sobre la comunidad escolar, los profesores, los administrado‐ res de la escuela, los padres e incluso sobre el sistema de colocación de los niños, gracias al énfasis que se pone en la compasión. Este programa tiene una duración de ocho semanas y comprende (1) el desarrollo de la atención y la estabilidad de la mente; (2) la observación del mundo interior de los pensamientos, sentimientos y emociones; (3) la exploración de la

compasión hacia uno mismo (el reconocimiento de nuestra aspiración a la felicidad, estados mentales que contribuyan a la realización personal y a la voluntad de liberarse de estados emocionales negativos para la felicidad); (4) el desarrollo de la imparcialidad con respecto a todos los seres humanos, sean éstos amigos, enemigos o extraños y, paralelamente, preguntarse sobre el valor —fijo, o superficial y cambiante— de esta categorización, y la identificación de un deseo co‐ mún a todos, de ser felices y de no sufrir; (5) el desarrollo de la gratitud hacia todos, ya que nadie puede sobrevivir sin el apoyo de muchos otros; (6) el desarrollo de la benevolencia y la empatía; (7) el desarrollo de la compasión por los que sufren y el deseo de verlos liberados de sus sufrimientos; (8) la aplicación del altruismo y la compasión en la vida cotidiana. Los niños son muy receptivos a este tipo de educación y, por lo general, manifiestan su deseo de que continúe. Cuando uno de los profesores comparaba la cólera con una chispa en el bosque que, al principio, se puede apagar con facilidad, pero que rápidamente se convierte en un gran fuego devastador e incontrolable, una niñita de cinco años hizo este co‐ mentario: «Hay muchos incendios forestales en mi vida».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El aprendizaje cooperativo

Aprender con los demás, por los demás, para los demás y no solo contra los demás: el aprendizaje cooperativo consiste en hacer trabajar juntos a los alumnos, en pequeños grupos para que se ayuden mutuamente, se motiven y celebren los éxitos y esfuerzos de unos y otros. Cuando se tiene que realizar una tarea difícil, los esfuerzos de cada uno de los miem‐ bros del grupo son necesarios para el éxito del conjunto del trabajo, lo que supone no solo actuar en común, sino además reflexionar acerca de cómo relacionar mejor las competencias de cada uno. En la escuela, la educación cooperativa consiste en formar grupos compuestos por niños de diferentes niveles, de ma‐ nera que los más adelantados puedan ayudar a los que tienen más dificultad. En este caso, se observa que los niños que aprenden con mayor facilidad, en lugar de sentirse superiores a los otros (como sucede en un sistema de evaluación constante por medio de exámenes escritos calificados), se sienten investidos de la responsabilidad de ayudar a quienes tienen problemas para entender. Además, el espíritu de camaradería del grupo y la ausencia de juicios intimidatorios, por parte de los demás, inspiran confianza a los niños y los motivan a dar lo mejor de sí mismos. En el caso de grupos de cooperación compuestos por niños del mismo nivel, con dificultades en sus estudios, se obser‐ vó que la solidaridad los ayudaba a pensar en nuevas formas de resolver sus dificultades, en lugar de sentirse como antes, aislados a causa de su nivel. En su obra L’Apprentissage coopérant (‘El aprendizaje en cooperación’), Robert Pléty, profesor de matemáticas e investigador de la Universidad de Lyon, explica cómo procede en su clase: dicta su curso de matemáti‐ cas seguido de un ejercicio, para identificar quiénes son los estudiantes que han comprendido y quiénes no. Luego, los divide en grupos de dos, tres o cuatro, algunos compuestos únicamente por alumnos que no han comprendido, otros compuestos por alumnos que lo han comprendido todo, y otros por una combinación de los dos. Seguidamente, observa lo que sucede cuando les pide que hagan nuevamente el mismo ejercicio (lo que es importante en el caso de los alumnos que no han comprendido), o un nuevo ejercicio (para ver si la cooperación mejora también los resultados de los mejores alumnos). Robert Pléty realizó este estudio durante siete años, durante los cuales acumuló gran número de datos. Los resultados son impresionantes: en el caso de los grupos mixtos, el índice de éxito aumenta ¡en un 75 %! Los gru‐ pos compuestos por los mejores alumnos, en la mayoría de los casos, se mantienen en el nivel más alto. La sorpresa la dan los grupos de alumnos en los que todos habían fallado: después de haberlos puesto juntos, el 24 % realizó con éxito el ejercicio. Entonces, la dinámica del aprendizaje cambió. Los alumnos menos buenos lograron progresar juntos, adop‐ tando el método de pruebas y errores que terminó por coronarse con el éxito. Además, observa Pléty, «el interés y la sa‐ tisfacción parecían reflejarse en los rostros eternamente enfurruñados de algunos alumnos en la clase de matemáticas».11 La idea del aprendizaje en cooperación no es nueva. En el siglo XVII, Johann Amos Comenius, educador checo precur‐ sor de Rousseau, muy influyente en su época y considerado por algunos como el padre de la educación moderna, estaba convencido de que los estudiantes podían sacar provecho de una enseñanza recíproca. Más tarde, a fines del siglo XIX, en Quincy (Massachusetts), Francis Parker, pedagogo apasionado, generalizó el apren‐ dizaje cooperativo en todas las escuelas de la región. Todos los años llegaban miles de visitantes a conocer sus escuelas, y

sus métodos de aprendizaje cooperativo se propagaron a través de todo el sistema educativo de América del Norte. La‐ mentablemente, en los años treinta se empezó a fomentar la competencia en las escuelas públicas. Sin embargo, en los cuarenta el sociólogo Morton Deutsch volvió a poner de moda el aprendizaje cooperativo que desde los años ochenta hasta hoy es promovido por David y Roger Johnson y muchos otros pedagogos. Actualmente se practica con éxito en to‐ das partes en el mundo, aunque sigue siendo una tendencia minoritaria. Estos últimos autores concibieron un método que pusieron en práctica en muchas escuelas y cuyos resultados evalua‐ ron posteriormente. Con Mary Beth Stanne, de la Universidad de Arizona, los Johnson además sintetizaron los datos, producto de 164 trabajos de investigación, sobre diferentes métodos de aprendizaje cooperativo, y comprobaron que los mejores resultados eran los obtenidos por grupos pequeños, de dos a cinco estudiantes que, después de recibir las indica‐ ciones del profesor, trabajaban juntos hasta comprenderlo todo y realizar la tarea que se les había encomendado. Segui‐ damente, celebraban su éxito colectivo. Los mejores resultados se obtienen cuando los grupos son heterogéneos, desde el punto de vista de las competencias, sexo, origen cultural y nivel de motivación.12 En comparación con la enseñanza competitiva, el aprendizaje cooperativo presenta muchas ventajas, en términos de memorización de las lecciones, deseo de aprender, tiempo necesario para realizar una tarea y transferencia de conoci‐ mientos entre los alumnos. Además, se observa una mejora de la inteligencia emocional, el sentido moral, las relaciones de amistad, los comportamientos altruistas y las relaciones con los profesores. Los niños tienen una mejor salud psicoló‐ gica, más confianza en sí mismos y gusto por el estudio. En cuanto al comportamiento, el aprendizaje cooperativo va acompañado de una disminución de las discriminaciones (racistas y sexistas), de la delincuencia, el acoso y la toxicoma‐ nía. El 61 % de las clases que practica el aprendizaje cooperativo obtuvo resultados superiores a los de las clases tradicio‐ nales.13 Los Johnson describen la competencia como una «interdependencia negativa» en la que los estudiantes trabajan unos contra otros, para lograr un objetivo que sólo algunos pueden alcanzar.14

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los beneficios de la tutoría

La agrupación de niños con aptitudes diferentes también se puede hacer en el marco de la tutoría. En este caso, a un niño se le confía otro menor, para que le dé clases particulares, unas horas por semana, bajo la supervisión de un profesor que ayuda al tutor a preparar las sesiones. En este caso los beneficios también son múltiples, como señala una síntesis efec‐ tuada por Peter Cohen, James y Chen Lin Kulik, del Centro de Investigación sobre el Aprendizaje y la Enseñanza de la Universidad de Michigan, a partir de 65 estudios.15 Un resultado bastante inesperado es que no sólo progresa el niño que recibe las clases, sino que sucede lo mismo con su tutor. Cuando el tutor no tiene un buen nivel escolar, podría temerse que, si dedica su tiempo a enseñar a otro, sus di‐ ficultades se agravarán. Pero lo que ha sorprendido a los investigadores es que sucede lo contrario: como el tutor se siente responsable de su alumno, se esfuerza por revisar las materias que estudió uno o dos años antes y adquiere más placer por sus propios estudios. De esta manera, el alumno que tiene dificultades es a la vez quien recibe y brinda ayuda, y la tutoría incrementa la capacidad de aprender de los tutores, desarrollando su capacidad para enseñar. Al finalizar el año, los niños agrupados en binomios tutor-alumno obtienen, en promedio, mejores resultados que los niños que no partici‐ paron en dicho programa.16 Actualmente, la tutoría entre pares se practica en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Austra‐ lia, Nueva Zelanda, Israel, Bélgica francófona (varios cientos de escuelas) y un poco en todo el mundo. Otra forma de tutoría es la que ejerce un adulto en favor de un niño con dificultades. En 1991, Ray Chambers67 creó en los Estados Unidos la fundación Points of Light (‘Puntos de Luz’), cuyo propósito era reclutar personas susceptibles de servir como tutores a niños procedentes de medios desfavorecidos. Actualmente, este programa agrupa a más de 5 millones de tutores y da importantes resultados.

La iniciativa de las Escuelas Respetuosas con los Derechos Esta iniciativa de la rama canadiense de UNICEF ayuda a las escuelas a transformar el medio de aprendizaje adoptando

un enfoque basado en el respeto por los derechos, el mismo que favorece la comprensión de los valores universales de respeto por los demás y por sí mismo, en el seno de la comunidad escolar. Actualmente, esta iniciativa se aplica en mu‐ chos países, principalmente en Canadá y el Reino Unido.17 Un estudio realizado en el Reino Unido en más de 1.600 Escuelas Respetuosas con los Derechos puso en evidencia una mejora del aprendizaje, una reducción del absentismo, de los prejuicios y las humillaciones, así como una mejora de los comportamientos prosociales y una actitud más positiva frente a la diversidad. Además, los alumnos que asisten a es‐ tos centros están más motivados y han aprendido a expresar sus opiniones, a participar en procesos de decisión, a resol‐ ver los conflictos de manera pacífica y a comprender mejor los problemas mundiales en materia de justicia social.

Filosofía con niños de ocho años En el pueblecito de Tursac, en la Dordoña (Francia), el profesor Claude Diologent decidió organizar talleres de filosofía con sus alumnos de primaria. ¿Demasiado complicado? En absoluto. A los niños les encanta. A veces el profesor propone un tema, otras veces los niños eligen un asunto que les interesa —como la felicidad, la honestidad, la equidad, la amabili‐ dad, etc.— y, con ayuda del profesor, discuten todos juntos. Se sientan en círculo y se pasan, uno a otro, un pequeño bas‐ tón de uso de la palabra. El niño que recibe el bastón puede expresarse tranquilamente sin que nadie lo interrumpa. Cuando el bastón da la vuelta al círculo, se establece un diálogo entre los niños, guiados por el profesor. Todos los viernes por la tarde, los niños se reúnen alrededor de quien, durante un mes, es el «presidente» de la asamblea de niños, y discu‐ ten problemas que se han suscitado durante la semana. Por ejemplo, si un alumno ha insultado a un compañero, el presi‐ dente le pregunta por qué ha actuado de esa manera y si se da cuenta de que ha mortificado al otro. El alumno reconoce de buen grado lo que ha sucedido, se explica, se disculpa, y el otro lo perdona. Este tipo de talleres filosóficos, destinados a alumnos muy pequeños, se ha implementado un poco en todas partes en el mundo. Keith Topping, de la Universidad de Dundee, y Steve Trickey, psicólogo escolar, realizaron una síntesis de diez estudios que puso de manifiesto una mejora del pensamiento creativo, las aptitudes cognitivas, la inteligencia emocional, el razonamiento lógico así como la lectura, la aptitud para las matemáticas y la confianza en sí mismo. Teniendo en cuen‐ ta estos resultados, Topping y Trickey se preguntaron por qué la filosofía con los pequeños no se integraba sistemática‐ mente en la educación.18

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La clase a modo de rompecabezas La jigsaw classroom, o «clase a modo de rompecabezas» es una técnica de enseñanza desarrollada en 1971 por el psicólo‐ go estadounidense Elliot Aronson.19 Basado en el aprendizaje cooperativo, este método alienta a los alumnos a escuchar, interactuar y compartir, otorgándole a cada uno un papel esencial: el aprendizaje no puede darse sin la cooperación de cada uno y, como en todo rompecabezas, cada pieza es indispensable para la comprensión del conjunto. Los estudiantes son divididos en grupos de seis y las lecciones también se dividen en seis partes, cada alumno recibe sólo una de estas partes que tiene que estudiar durante unos diez minutos. Luego, los alumnos de cada grupo que reci‐ bieron la misma parte de la lección se juntan e intercambian ideas para verificar que han comprendido bien su parte. Después, los grupos de seis alumnos se vuelven a reunir y pasan una media hora intercambiando lo que saben con los demás miembros del grupo. Finalmente, a todos se les toma la lección completa. De esta manera, los alumnos aprenden rápidamente a compartir sus conocimientos y toman conciencia de que ninguno de ellos puede tener éxito en la prueba sin la ayuda de todos los demás. Las clases a modo de rompecabezas reducen la hostilidad entre los alumnos y las intimidaciones. Se han mostrado particularmente eficaces para eliminar los prejuicios raciales y otras formas de discriminación, y para mejorar los resul‐ tados escolares de los alumnos que pertenecen a etnias minoritarias.20 Los efectos más benéficos se obtienen cuando este método es adoptado desde la escuela primaria. Asimismo, se constató que mejoraba los resultados escolares de los alum‐ nos incluso si sólo se aplica el 20 % del tiempo de la clase. Por lo tanto, puede utilizarse conjuntamente con cualquier otra pedagogía.

El Barefoot College (‘Colegio de los pies descalzos’), la escuela de pastores y el Parlamento de niños Son las siete de la noche de un mes de febrero. Cerca de Tilonia, un pueblecito del Rajastán (India), entramos en una ha‐ bitación de cuatro por seis metros de una casa situada al borde de la charca de la localidad. Dos lámparas, recargadas du‐ rante el día con paneles solares, iluminan el lugar. En unos minutos, unas treinta niñas de entre seis y catorce años, acompañadas por cuatro o cinco muchachos, se sientan en el suelo de tierra batida. La profesora tiene apenas unos años más que la niña mayor. La clase empieza con un alegre alboroto. La profesora ha dispuesto en círculo, en el suelo, una serie de tarjetas blancas en las que figuran símbolos en lengua hindi. En cuanto una alumna descubre que dos sílabas pueden formar una palabra toma rápidamente una de las tarjetas, la muestra a todos los demás y explica el sentido de la misma. Con la ayuda de las tarjetas, luego se escribe una frase larga en círculo y los alumnos, por turnos, tienen que ir leyéndola, dando la vuelta al círculo. Enseguida, en parejas, las niñas entonan cantine‐ las vinculadas con la lluvia (en el Rajastán, la lluvia es tan poco frecuente que todos rezan para que llegue), la cosecha, los animales de la granja, acompañando sus cantos con gestos que imitan a los personajes. La velada sigue así, de manera lú‐ dica, hasta las diez de la noche y, durante ese tiempo, los niños aprovechan todas las ocasiones para responder las pre‐ guntas que la profesora les hace. Sus rostros no muestran ningún signo de aburrimiento o distracción. Estas alumnas no son como las demás. Se pasan todo el día cuidando vacas o cabras. En los alrededores de Tilonia, el equipo del Barefoot College, fundado hace casi cuarenta años por Bunker Roy,68 creó poco a poco ciento diez escuelas nocturnas, para hijos de campesinos de toda la región. En cada aula, un espacio puesto a su disposición por el pueblo, la profesora da clases a cinco niveles de estudios. Sita tiene catorce años y la profesora le pregunta cuántos litros de leche da su vaca cada día. Ella responde: «Cuatro». ¿Y cuántas vacas cuidas? «Tres.» ¿Cuántos litros de leche tendrás cada quince días? Sita se dirige a la pizarra, hecha para el Barefoot College por las mujeres del pueblo, saca de su bolsillo una tiza hecha por jóvenes discapacitados del colegio y hace la multiplicación. Inmediatamente, tres niñas se acercan y la ayudan, verificando las cifras que va escribiendo y su‐ surrándole sus opiniones. Aquí, nadie es castigado si ayuda a sus compañeros cuando el profesor les hace una pregunta. Es una reacción normal. Toda la educación está vinculada a imágenes de la vida diaria y se realiza en el marco de la cooperación. Bajo la dirección del Barefoot College, los niños de estas ciento diez escuelas nocturnas también constituyeron un Par‐ lamento de niños que cuenta con cuarenta diputados, en su mayoría niñas, y que funciona todo el año, elige ministros y se reú​ne una vez al mes para discutir sobre temas relativos a la vida de los niños. En este Parlamento, los niños toman conciencia de sus derechos y no dudan en plantear las preguntas más delicadas cuando se cometen abusos contra algu‐ nos de ellos. Los padres y los jefes del pueblo se toman el asunto con mucha seriedad y envían una delegación para que asista, en silencio, a las deliberaciones del Parlamento. Los niños también hacen campaña en los pueblos, en época de elecciones, cada dos años, de esta manera aprenden los principios de la democracia. El Parlamento de niños de Rajastán permite a éstos convertirse en miembros iguales y responsables de la sociedad, independientemente de su casta, sexo o situación económica. Los diputados inspeccionan con regularidad las aproximadamente ciento cincuenta escuelas noc‐ turnas situadas en su jurisdicción. Los niños presionan a las autoridades locales para incitarlas a mejorar las condiciones de vida en los pueblos, por ejemplo, instalar energía solar o bombas de agua. Asimismo, organizan actividades culturales y festivales para niños, concebidos para ofrecer intermedios muy bienvenidos en su dura rutina cotidiana. Un hecho notable es que las autorida‐ des sanitarias han observado una mejora general de la situación de salud, en los pueblos de la región que el Parlamento de niños representa. Bunker Roy cuenta que, cuando este Parlamento recibió un premio en Suecia, una niñita de trece años que, en ese mo‐ mento tenía rango de primera ministra, se reunió con la reina de Suecia, quien, impresionada por el aplomo y la calma que la pequeña lugareña manifestaba en la asamblea de dignatarios adultos, le preguntó: «¿Cómo haces para tener tanta seguridad?» A lo que la pequeña campesina respondió: «Soy primera ministra, Majestad».

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La empatía de los profesores Según el pedagogo estadounidense Mark Greenberg, desde el punto de vista de los alumnos, un buen profesor es alguien que no sólo es capaz de enseñar bien, sino que además manifiesta un conjunto de cualidades humanas (escucha, benevo‐ lencia, disponibilidad, etc.). Además, se ha observado que cuando los profesores muestran empatía el nivel escolar de los alumnos mejora, mientras que la violencia y el vandalismo disminuyen.21 Como explica el psicólogo Jacques Lecomte en un artículo sobre los resultados de la educación humanista, efectiva‐ mente es esencial que los profesores establezcan una relación personalizada con sus alumnos y que no sólo se conformen con transmitirles conocimientos, de manera fría y distante.22 Para encender la llama de la que hablaba Aristófanes, el profesor tiene que estar sinceramente involucrado en la suerte del alumno. En particular, tiene que manifestar, con res‐ pecto al alumno, tres cualidades indispensables: autenticidad, solicitud y empatía. En su obra Kids Don’t Learn from People They Don’t Like (‘Los niños no aprenden de la gente que no les gusta’), David Aspy y Flora Roebuck, del Consorcio Nacional por la Humanización de la Educación, en Washington, comprobaron que los profesores que más manifiestan estas tres cualidades permiten al conjunto de sus alumnos progresar más que el pro‐ medio de la institución, durante el año escolar.23 Aspy y Roebuck elaboraron un programa destinado a mejorar estas tres cualidades en los profesores de una escuela situada en un medio socioeconómico muy pobre. Los resultados fueron con‐ cluyentes: esta escuela ganó nueve puestos en la escala de competencia en lectura. En promedio, los alumnos de siete a diez años progresaron más en matemáticas que todos los demás alumnos de la misma zona escolar. La escuela tuvo su índice de absentismo más bajo en cuarenta y cinco años de existencia. El vandalismo y la frecuencia de las peleas entre los alumnos disminuyeron mucho. Las ventajas son mutuas: el porcentaje de renuncias de los profesores pasó del 80 al 0 % y como la noticia se difundió, muchos profesores de otros centros escolares solicitaron su traslado a esta escuela. En Nepal, Uttam Sanjel, fundador de las escuelas Samata Shiksha Niketan —totalmente construidas con bambú y que albergan cada una hasta dos mil niños—,69 recurrió a un método poco común para contratar a los profesores. Cuando hubo que contratar a cien nuevos profesores para una escuela nueva construida en Pojara, Sanjel puso un anuncio en el diario y recibió aproximadamente mil candidaturas. Con su equipo, preseleccionó alrededor de trescientas (en su mayo‐ ría mujeres), luego puso a prueba tres profesores en cada clase, durante una semana. Después, pidió a los niños que eli‐ gieran al profesor con el que se sintieran más inspirados, al que comprendieran mejor y con el que tuvieran más ganas de estudiar. Sin duda, este método de evaluación de competencias todavía no está listo para ponerse en marcha en Occiden‐ te, pero, en este caso, parece que dio excelentes resultados. Las clases son muy dinámicas y los niños dialogan constante‐ mente entre sí y con los profesores. En los exámenes nacionales anuales, los alumnos de las escuelas Samata tienen índi‐ ces de éxito superiores a la media.

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Un bebé en la clase En una clase reservada a niños difíciles, a menudo violentos, una madre lleva a su hijo pequeño y lo coloca en el suelo sobre una manta, alrededor de la cual los alumnos forman un círculo. Durante un rato, los alumnos observan atenta‐ mente al bebé, luego se les propone que lo tomen en brazos. Al principio dudan, pero finalmente algunos se deciden y lo hacen con mucho cuidado. Después se les pide que describan cómo imaginan ellos la experiencia del bebé, así como sus propias emociones. Éste es el proyecto Raíces de la Empatía, concebido por Mary Gordon, quien, conjuntamente con sus colaboradores, trabaja en Canadá y en Australia, para incrementar la solicitud y el respeto mutuo entre los alumnos. Actualmente, esta organización tiene más de 1.100 programas en los que participan 70.000 estudiantes. Mary Gordon ve en esta forma ori‐ ginal de intervención, una manera de construir «niño por niño», una sociedad más afectuosa, pacífica y civil.24 Una vez al mes, la madre regresa con su bebé y los alumnos siguen su desarrollo, las nuevas formas que tiene de inter‐ actuar con el entorno, etc. En cada sesión, los estudiantes discuten entre sí y con los educadores. Las evaluaciones de la eficacia de Raíces de la Empatía, realizadas por Kimberly Schonert-Reichl, de la Universidad de Columbia Británica, muestran que el programa tiene efectos positivos en el desarrollo afectivo de los alumnos. Se obser‐

va una reducción de los comportamientos agresivos, una atmósfera más benevolente en las clases, una mejor inteligencia emocional, un aumento del comportamiento altruista (en el 78 % de los alumnos), de la capacidad para adoptar el punto de vista del otro (71 %), de los comportamientos en los que se comparte (69 %) y una disminución de la agresión en el 39 % de los alumnos.25 Más aún, estas mejoras se mantuvieron o aumentaron durante los tres años que siguieron a la fi‐ nalización del programa.26 Según Mary Gordon, la respuesta a las humillaciones y a otros comportamientos antisociales reside en la benevolencia y la compasión, presentes en forma natural en cada uno de nosotros. Los niños, dirigidos por el profesor de Raíces de la Empatía, observan la relación padre-hijo, la forma en la que el niño se desarrolla, y, al mismo tiempo, aprenden a comprender mejor el amor paterno así como su propio temperamento y el de sus compañeros de clase. Darren, un alumno de quince años, ya había estado encerrado dos veces en reformatorios. Cuando tenía cuatro años su madre había sido asesinada delante de él y, desde entonces, había vivido en diferentes familias de acogida. Siempre asumía poses amenazadoras para establecer su autoridad. Tenía la cabeza rapada, con excepción de una cola de caballo en lo alto del cráneo y un gran tatuaje en la nuca. Ese día, una mujer joven visitaba la escuela con Evan, su bebé de seis meses. Finalizada la clase, la madre preguntó si alguien quería tomar en brazos al niño. Ante la sorpresa general, Darren se ofreció a hacerlo. La madre, pese a estar un poco preocupada, de todos modos le acercó al bebé. Darren lo colocó en el arnés para cargarlo, de cara a su pecho, y el pequeño se acurrucó tranquilamente en él. Darren lo llevó a un rincón tran‐ quilo y se balanceó hacia adelante y atrás con el bebé en brazos durante algunos minutos. Finalmente, regresó al lugar donde esperaban la madre y el profesor y preguntó: «Si a uno nunca nadie lo ha querido, ¿creen que puede ser un buen padre?» Se había sembrado una semilla. Gracias a estos momentos de contacto con el afecto incondicional de un bebé, un adolescente, cuya vida estaba marcada por la tragedia y el abandono, comenzó a tener otra visión de sí mismo y de las posibles relaciones entre los seres humanos.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Reconciliarse con la naturaleza

Hace poco me encontraba en la región francesa del Franco Condado, en casa de un amigo cuyos padres fueron los últi‐ mos agricultores independientes de la región. Mientras recorríamos el campo, este amigo me decía: «Antes, en la tempo‐ rada de las cerezas, todos estábamos subidos en los árboles encantados de la vida. Ahora, las cerezas se quedan en las ra‐ mas. Los niños de hoy en día ya no se suben a los árboles». En efecto, varios estudios han mostrado que los niños de Europa y de América del Norte, en medios urbanos, juegan juntos diez veces menos en los lugares públicos, en particular en la calle, en comparación con treinta años atrás.27 A me‐ nudo, el contacto con la naturaleza se limita a una imagen de fondo de la pantalla del ordenador y los juegos son cada vez más solitarios, sin nada de belleza, de maravilla, de espíritu de camaradería y de satisfacciones simples. Entre 1997 y 2003, el porcentaje de niños de nueve a doce años que pasaban el tiempo al aire libre jugando juntos, paseando o hacien‐ do jardinería se ha reducido a la mitad.28 Este fenómeno está vinculado a muchos factores como el hecho de que cada vez más familias viven en el medio urbano, que «la calle» se ha vuelto peligrosa para los padres debido al tráfico, las malas compañías, etc. En su libro Last Child in the Woods (‘El último niño del bosque’), Richard Louv, periodista y escritor estadounidense, dice que estamos criando una generación de niños que sufren del «trastorno de déficit de naturaleza», porque práctica‐ mente ya no tienen ningún contacto ni ninguna interacción con un medio natural. Louv cita esta observación de un alumno pequeño: «Prefiero jugar en casa porque ahí están todos los aparatos electrónicos».29 Varias investigaciones su‐ gieren que una intensificación del contacto directo con la naturaleza tiene un impacto importante en el desarrollo cogni‐ tivo y afectivo del niño.30 Desde hace años, se considera Finlandia como el país con la mejor educación de Europa. Muchos son los factores que han contribuido a esto, incluido el hecho de que la labor del profesor es muy valorada y que éstos tienen una gran liber‐ tad para elegir los métodos pedagógicos que les parecen más apropiados. Además, los finlandeses se aseguran de que se respete un equilibrio entre la atención dirigida en la clase y el juego en grupo fuera de ésta, lo que mejora las facultades empáticas y la inteligencia emocional de los niños. El Ministerio de Asuntos Sociales y Salud finlandés resume la visión

de la filosofía educativa de su país de la siguiente manera: «Lo esencial en la adquisición del saber no es la información […] predigerida que llega del exterior, sino la interacción entre el niño y el entorno».31

La educación positiva Muy a menudo el éxito se mide simplemente por el logro en los exámenes escolares y por la obtención de un trabajo bien remunerado. En consecuencia, en el mundo actual, demasiado a menudo las presiones que se ejercen en los niños para que tengan éxito, son considerables. Martin Seligman y otros psicólogos consideran que esta presión y la vulnerabilidad que trae consigo en caso de fracaso son los factores que han contribuido a un fuerte aumento —diez veces más que en los años sesenta— del índice de depresión y de suicido en adolescentes de los países desarrollados. Hace cincuenta años, la edad promedio de la primera depresión en los Estados Unidos y en Europa Occidental se situaba alrededor de los veinti‐ siete años, actualmente es antes de los quince.32 En el marco de lo que han denominado la «educación positiva», que tiene por objeto la enseñanza del bienestar a los jóvenes, Seligman y sus colaboradores de la Universidad de Pensilvania, Karen Reivich y Jane Gillham, han elaborado dos programas principales destinados a las escuelas: el Programa de Resiliencia de la Universidad de Pensilvania (Penn Resiliency Programme, PRP) y el Programa de Psicología Positiva de Strath Haven. El primero tiene por objeto mejorar la capacidad de los estudiantes para hacer frente a los problemas cotidianos que son la carga de todo adolescente. Este programa favorece el optimismo y enseña a los alumnos a enfrentar con más flexibilidad los problemas que encuentran. Además, les enseña técnicas para manejar el estrés. Durante los últimos veinte años, 21 estudios sobre más de 3.000 jóve‐ nes entre ocho y veintiún años mostraron que este programa permite, en particular, disminuir considerablemente los riesgos de depresión. En 2008, la escuela australiana Geelong Grammar School propuso a Martin Seligman que fuera algunos meses con toda su familia y con unos quince colaboradores, a poner en marcha los métodos de la psicología positiva en todos los niveles de la escuela, desde el director hasta los cocineros pasando, por supuesto, por los alumnos y los profesores. Los profesores de Geelong integran la educación positiva a todas las materias teóricas, al campo del deporte, al trabajo de los consejos de clase y hasta a la enseñanza de la música. La empatía y la benevolencia forman parte del programa y los estudiantes son motivados a ponerlas en práctica en su vida cotidiana. Uno de los alumnos declara: «Te sientes mucho mejor cuando haces algo por los demás que cuando jue‐ gas, incluso con videojuegos». Un año después, en opinión de todos, la atmósfera de la escuela había cambiado profundamente, ni uno solo de los doscientos profesores dejó Geelong al terminar el año escolar y tanto las admisiones como las candidaturas se incrementaron. La mayoría de las iniciativas que subyacen a la educación positiva y cooperativa se basan en evaluaciones que han de‐ mostrado, con creces, sus efectos beneficiosos para los niños. Vemos así que los valores humanos y, en particular, los di‐ versos componentes del altruismo, la cooperación y la tutoría pueden desempeñar un papel muy positivo en la educación.

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67 Ray Chambers primero hizo carrera, con éxito, en el mundo de las finanzas, pero, cansado del ambiente de Wall Street, decidió ayudar a proseguir sus estudios a cientos de estudiantes pobres y meritorios de Nueva Jersey. Actualmente, es emisario del secretario general de las Naciones Unidas para la erradicación de la malaria. 68 Sobre la vida de Sanjit Bunker Roy, véase el capítulo 1, «La naturaleza del altruismo». 69 La construcción de nueve de estas escuelas fue financiada por Karuna-Shechen, la asociación humanitaria que fundé con un grupo de amigos. Véase www.karuna-shechen.org

38 Combatir las desigualdades El desequilibrio entre ricos y pobres es la más mortal y antigua de las enfermedades de las repúblicas.

PLUTARCO

En la naturaleza existen desigualdades a todo nivel tanto entre las diferentes especies animales como entre los individuos de una misma especie, y los seres humanos no son la excepción a la regla. Aunque no seamos iguales en el plano de la fuerza física, de las capacidades intelectuales o de la riqueza en el momento de nacer, podemos decir que sí somos iguales en nuestro deseo de no sufrir y de realizarnos en la vida. La sociedad no puede pretender imponerles a todos una felici‐ dad a medida. En cambio, tiene el deber de no abandonar a los que sufren. No podemos impedir que se den las desigual‐ dades, sin embargo, tenemos que hacer todo lo posible para evitar que perduren. Una sociedad individualista hará pocos esfuerzos en este sentido, mientras que una sociedad que le da valor al altruismo y que coloca la suerte de los demás en el centro de sus preocupaciones velará por corregir las desigualdades, fuente de sufrimientos, de discriminaciones, de difi‐ cultades para realizarse en la vida y de acceso reducido a la educación y la salud. Las desigualdades, explica el sociólogo y filósofo Edgar Morin, pueden ser de diferentes tipos: territorial (regiones po‐ bres y regiones ricas), económica (de extrema riqueza a extrema miseria en el seno de una misma región), sociológica (formas de vida) o sanitaria (entre los que gozan de los adelantos de la medicina y la tecnología y los demás). También es necesario distinguir entre las desigualdades vinculadas con la educación y con las condiciones profesionales (entre aque‐ llos que disfrutan el ejercicio de su profesión y los que la consideran una obligación), las desigualdades en la administra‐ ción de la justicia (en algunos países donde la mayoría de los jueces tienen un precio), en el campo fiscal (evasión de ca‐ pitales a los paraísos fiscales) y las desigualdades entre aquellos que soportan su vida y aquellos que la disfrutan. Según Morin:

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Estas desigualdades no sólo se miden por la cantidad de dinero que uno tiene. La riqueza no hace obligatoriamente la felicidad. Pero la miseria hace la infelicidad. […] Una política de la humanidad no tiene por misión igualarlo todo, lo que traería consigo la destrucción de la diversidad, sino considerar los caminos de reforma que permitan reducir pro‐ gresivamente las peores desigualdades.1

Las desigualdades económicas aumentan en casi todo el mundo Hemos visto que, en los Estados Unidos, el 1 % de los más adinerados posee actualmente el 40 % de la riqueza del país, mientras que hace veinticinco años sólo poseía el 13 %.2 Esta cifra, símbolo de la desigualdad, ha sido retomada por el movimiento Occupy Wall Street70 y ha dado origen a su eslogan: «Somos el 99 %». Un nivel de desigualdad como éste, moralmente injustificable, es un flagelo para la sociedad. Además, contrariamente a lo que sostienen los neoliberales, la riqueza de arriba se queda arriba y no «gotea» hacia abajo creando una economía más dinámica para todos. «La de‐ sigualdad —explica Stiglitz— es la causa y la consecuencia de la quiebra del sistema político, y alimenta en nuestro siste‐ ma económico una inestabilidad que, a su vez, la hace más grave. Este círculo vicioso es el que nos ha precipitado al abis‐ mo, y sólo podremos salir de él con políticas concertadas.»3 Las sociedades más igualitarias se esfuerzan constantemente por mantener la justicia social, mientras que en las socie‐ dades más desiguales, las instituciones financieras y políticas hacen los mismos esfuerzos para mantener la desigualdad, en beneficio de la minoría dominante.4

La desigualdad desmotiva a quienes más la sufren y se consideran tratados injustamente. La pérdida de confianza y la desilusión no favorecen ni la productividad ni la calidad de vida en el trabajo. En la década comprendida entre 1880 y 1890, el banquero Pierpont Morgan decía que jamás aceptaría invertir en una empresa en la que los directivos ganaran más de seis veces el salario promedio.5 En los Estados Unidos, en 2011, un di‐ rector general de empresa ganaba en promedio doscientas cincuenta y tres veces más que un simple asalariado (en lugar de treinta veces hace cincuenta años, y dieciséis veces hoy en Japón).6 En Francia, según el informe de la agencia de análisis Proxinvest, los ingresos anuales de un «alto directivo de empre‐ sa» representan entre 400 y 1.500 años de SMI (salario mínimo interprofesional), y pueden ir de los 5,5 millones de euros del consejero delegado de la empresa de seguridad digital Gemalto a los 19,6 millones de euros para el director general de la empresa de publicidad Publicis. En cuanto a los ingresos anuales de los altos ejecutivos y de algunos deportistas, corresponden a 35 años de SMI para un deportista de alto nivel, 23 años para un ejecutivo del sector de las finanzas y 18 años para un directivo de empresa asalariado.7 Como explica Edgar Morin, en el contexto francés, la nueva pobreza, la de los precarios, de los dependientes, de los indefensos, la del «cuarto mundo» (denominado así por el fundador de ATD Cuarto Mundo, Joseph Wresinski en 1960) es la primera que se agrava.8 Podemos preguntarnos, como Andrew Sheng, presidente de la Comisión Reguladora de la Banca en China: «¿Por qué a un ingeniero financiero se le tiene que pagar cien veces más que a un verdadero ingeniero? Un verdadero ingeniero construye puentes, un ingeniero financiero construye sueños. Y cuando esos sueños se convierten en pesadillas, los que pagan son los demás».9 Un amigo economista me contó que, a la pregunta «¿Cómo justifica usted la suma colosal que recibe [10 millones de euros al año] en comparación con sus empleados?», el jefe de uno de los bancos más grandes de Europa respondió: «Por‐ que me lo merezco». ¿Existe realmente un jefe que merezca que le paguen trescientas veces más que a sus empleados? El pueblo suizo no opina lo mismo y, en marzo de 2013, con motivo de un referéndum, votó por que los salarios más altos de los empresarios se mantuvieran dentro de límites razonables. Los Estados Unidos se fracturan cada vez más de prisa. Desde hace treinta años, el 90 % de los estadounidenses ha vis‐ to incrementarse sus ingresos sólo un 15 %, mientras que quienes forman parte del 1 % de los más adinerados han dis‐ frutado de un incremento del 150 %. Entre 2002 y 2007, ese 1 % de la población acaparó más del 65 % del crecimiento de la renta nacional.10 Mientras que los más pudientes se enriquecían considerablemente, la situación de la mayoría de los estadounidenses se deterioraba. En Europa, aunque las desigualdades salariales sean mucho menores que en los Estados Unidos, se están incrementan‐ do. Los países más igualitarios son los escandinavos, donde la diferencia de ingresos entre el 10 % de los más pobres y el 10 % de los más ricos sólo es de 1 a 6.11 En Francia, según el INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos), el 10 % de los franceses poseen el 50 % del patrimonio de los hogares.12 Como en los Estados Unidos, la crisis no ha afectado los ingresos más altos. El 10 % de los hogares más pobres posee menos del 0,1 % del patrimonio global de los hogares franceses. Y la brecha se acentúa continuamente: entre 1998 y 2005, la renta de los 3.500 hogares más ricos se incrementó en un 42 %, mientras que la renta media de los franceses sólo aumentó un 6 %. Investigaciones realizadas por economistas del FMI sugieren que, en casi todo el mundo, la desigualdad de los ingre‐ sos desacelera el crecimiento y provoca crisis financieras. Un informe reciente del Banco Asiático de Desarrollo ha seña‐ lado que, si durante los últimos veinte años, la desigualdad de la distribución de los ingresos en los países emergentes de Asia no se hubiera agravado, el rápido crecimiento de esta región del mundo hubiera podido sacar a 240 millones de per‐ sonas más de la extrema pobreza.13 China es una excepción, ya que, a pesar de mantener un régimen totalitario y opresivo, extrañamente aliado desde los años noventa a un sistema capitalista de Estado, durante las últimas décadas ha sacado de la pobreza a más gente que ningún otro país en la historia. Según un informe de la OCDE, el número de personas que se encuentran por debajo del umbral de pobreza (1 euro al día) ha disminuido en 150 millones en la década comprendida entre 2000 y 2010, y no re‐ presenta más que el 6 % de la población rural. En el mismo período, en todo el país, el salario de los más pobres se ha in‐ crementado proporcionalmente más que el de los más ricos. Sin embargo, entre los más ricos, se han amasado fortunas

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enormes, a menudo debido al nepotismo de los dirigentes y a la omnipresencia de la corrupción. Estas desigualdades ocasionan problemas sociales y reivindicaciones que se incrementan cada vez más.14 Además, la opacidad del sistema permite que muchos escándalos queden ocultos y que sus autores se libren de toda sanción. En la India, desde que se introdujeron las reformas neoliberales en la década de 1980, la economía prosperó mucho y el PIB creció en promedio un 6 % al año. Pero esta prosperidad nacional vino acompañada de un crecimiento considera‐ ble de las desigualdades. Mientras que el 20 % de los más ricos hacen cada vez más alarde de signos exteriores de riqueza, los pobres se han vuelto aún más vulnerables y su situación es más precaria. Los análisis del estadístico Abhijit Sen, de la Universidad Jawaharlal Nehru de Nueva Delhi, muestran que, si el poder adquisitivo del 20 % de los más ricos aumentó en un 40 % entre 1989 y 2004, el del 80 % de los más pobres —es decir, 600 millones de personas, principalmente poblaciones rurales— disminuyó. En conjunto, según un estudio sobre 70 países, publicado por la Organización Internacional del Trabajo, a instancias de las Naciones Unidas, desde el inicio de 1900, las desigualdades en los ingresos han seguido profundizándose en la ma‐ yor parte de regiones del mundo. Los trabajadores sólo han obtenido una ínfima parte de los frutos del crecimiento eco‐ nómico mundial. Además, en todos los países estudiados, en período de crisis, las élites casi siempre salen bien libradas, mientras que las personas de bajos ingresos se ven afectadas de manera desproporcionada. Los más ricos también se aprovechan más que los otros de la reactivación de la economía.15 En resumen, en 51 de los 73 países estudiados, la brecha entre ricos y pobres se ha acentuado.16 En Fraternidades, Attali resume esta evolución desde hace doscientos años:

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La renta media de los países más ricos, tres veces superior a la de los países más pobres en 1820, lo fue once veces en 1913, treinta y cinco veces en 1950, cuarenta y cuatro veces en 1973 y setenta y dos veces en 1993. La quinta parte más rica de la humanidad recibe el 86 % de la renta mundial, contra sólo el 1 % que recibe la quinta parte de los más po‐ bres. ¡La riqueza total de los mil millones de seres humanos más pobres actualmente es igual a la de las cien personas más ricas!17 En cuanto a las mujeres, éstas sólo perciben el 10 % de la renta mundial mientras que realizan dos terceras partes del trabajo de la humanidad. Un informe de la OCDE de 2011 confirmó esta tendencia y, cuando se publicó en París, Ángel Gurría, secretario gene‐ ral de la organización, declaró: El contrato social empieza a resquebrajarse en muchos países. Este estudio acaba con la hipótesis según la cual los be‐ neficios del crecimiento económico repercuten automáticamente en las clases desfavorecidas, y que un aumento de la de​sigualdad estimula la movilidad social. Sin una estrategia exhaustiva de crecimiento solidario, las desigualdades se‐ guirán profundizándose. Los dispositivos fiscales y de protección social, que desempeñan un papel importante en la atenuación de las desigual‐ dades inducidas por el libre comercio, han perdido su eficacia en muchos países en los últimos quince años. Otro factor ha sido la bajada del tipo de imposición máxima para las personas con altos ingresos en la mayoría de los países. La OCDE subraya la necesidad de que los Gobiernos revisen sus políticas fiscales, a fin de que más gente pudiente asuma una parte equitativa de la carga fiscal. Como decía Warren Buffet: «Ha habido una guerra de clases en los últimos veinte años, y mi clase la ganó». Una encuesta realizada por el Foro Económico Mundial de Davos a más de mil expertos concluye que la desigualdad tiene que ser considerada como el problema más urgente de la próxima década.18

La excepción sudamericana En Latinoamérica, la tasa de pobreza ha bajado en un 30 % durante los últimos diez años. Según Nora Lustig, economis‐

ta de la Universidad de Tulane, este progreso se debe a la educación, a la equidad de los salarios y a las ventajas sociales concedidas a las familias más pobres, con la condición de que envíen a sus hijos a la escuela.19 El salario mínimo, en todo el continente, se ha disparado desde 2003, en más del 50 %, en particular en Brasil. Lo mismo sucede con las jubilacio‐ nes, que dependen de los salarios.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Según Karla Breceda, Jamele Rigolini y Jaime Saavedra, tres economistas del Banco Mundial, actualmente los Gobier‐ nos latinoamericanos gastan una parte mucho mayor de su PIB en la educación de los niños que pertenecen al 20 % de los más pobres, de lo que dedican al mismo concepto los Estados Unidos.20 En algunos países de Latinoamérica, el por‐ centaje de niños que termina sus estudios de secundaria ha aumentado en un 20 %. Muchos países sudamericanos tam‐ bién se han erigido como los campeones de la educación preescolar. Por ejemplo, el Ayuntamiento de Río ha incrementa‐ do considerablemente su red de escuelas de educación inicial desde 2009. Todo niño que procede de una familia que está por debajo del límite de pobreza tiene la seguridad de obtener una vacante en una guardería, a partir de los seis meses de edad. Un informe del Banco Mundial indica que los niños de la generación actual, en Latinoamérica, están más instrui‐ dos que sus padres y ascienden más rápidamente la escala educativa.

El precio de las desigualdades Richard Wilkinson, un epidemiólogo de la Universidad de Nottingham (Inglaterra) y Kate Pickett, de la Universidad de York, han pasado juntos cincuenta años estudiando los efectos de las desigualdades en la sociedad. Consignaron los re‐ sultados de sus investigaciones en una obra titulada The Spirit Level71 (en su edición española, Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva), que muestra que una mayor igualdad engendra sociedades más sanas, en las que reinan una mayor armonía y prosperidad.21 Basándose en el conjunto de investigaciones científicas y en datos proporcionados por las principales organizaciones internacionales, entre ellas las Naciones Unidas, los autores demuestran que, para cada uno de los parámetros sanitarios o sociales que son la salud física, la salud mental, el éxito escolar, el estatus de la mujer, la confianza en los demás, la obe‐ sidad, la toxicomanía, la violencia y los homicidios, la tasa de encarcelamiento, la posibilidad de pasar de la pobreza al desahogo, los embarazos precoces, la mortalidad infantil y el bienestar de los niños en general, los resultados son mucho peores en los países donde reina una mayor desigualdad. Un estudio de síntesis, realizado por epidemiólogos de la universidad japonesa de Yamanashi y de la Escuela de Salud Pública de Harvard, ha permitido demostrar que, en los 30 países más ricos, se podría reducir aproximadamente el 10 % de la mortalidad en personas de quince a sesenta años reduciendo las desigualdades de renta. Solamente en los Estados Unidos, cada año se podrían evitar 900.000 muertes si la tasa de desigualdad disminuyera un 7 %.22

Incluso teniendo sólo en cuenta los países desarrollados, las diferencias son impresionantes entre los países más iguali‐ tarios, como Japón, los países escandinavos, los Países Bajos y Bélgica, y los más desiguales como Singapur, los Estados Unidos, Sudáfrica, México, Rusia, Portugal y el Reino Unido. En los mismos Estados Unidos, en el estado más igualita‐ rio, Nuevo Hampshire, todos los parámetros antes mencionados son mucho mejores que en los otros estados del país. Con respecto a la esperanza de vida al nacer, los países desarrollados son nuevamente los más igualitarios. Japón, Sue‐ cia y el resto de los países escandinavos, donde la cohesión social es más fuerte, están a la cabeza, mientras que los Esta‐ dos Unidos ocupan el último puesto de la clasificación. Lo mismo sucede con las contribuciones a la ayuda internacional en proporción al PIB: las más importantes, con dife‐ rencia, son las de los países escandinavos (entre el 0,8 % y el 1 % del PIB) mientras que son cuatro veces menores en los Estados Unidos, Australia y Portugal (todos alrededor del 0,2 %), que también son campeones en materia de desigual‐ dad. Tanto en lo que se refiere a éste, como para la ayuda internacional (0,5 % del PIB), Francia se sitúa en la mitad de la escala. La confianza en los demás, en particular, desempeña un papel muy importante en la buena marcha de una sociedad. Su ausencia se traduce en un incremento de la ansiedad, un sentimiento de inseguridad y más violencia, aislamiento y trastornos mentales. La confianza favorece el altruismo y la cooperación. El nivel de confianza está estrechamente rela‐ cionado con el grado de igualdad. Si planteamos la siguiente pregunta: «¿Cree usted que se puede confiar en la mayoría de las personas?», la respuesta es positiva aproximadamente en un 70 % en los países escandinavos, y cae al 40 % en los Estados Unidos, 35 % en el Reino Unido, 20 % en Singapur y 17 % en Portugal. Si se considera la evolución de este fenó‐ meno en el tiempo, la caída de la tasa de confianza —que en los Estados Unidos pasa del 60 % en 1960 al 40 % en 2004, fecha de la última encuesta— corresponde a un incremento de las desigualdades.23 En muchos países se puede ver que, si los pobres tienen menos salud que los ricos, y si viven menos tiempo, no es tan‐ to debido al monto global de sus ingresos, sino a las diferencias de ingresos entre los más ricos y los más pobres. Con po‐ der adquisitivo igual, teniendo en cuenta el nivel de vida del país, en 1996 un estadounidense afroamericano tenía una esperanza de vida de 66,1 años, mientras que la esperanza de vida de un costarricense era de 75 años. La diferencia se explica por el hecho de que, en Costa Rica, la discriminación racial es baja, mientras que los afroamericanos estadouni‐ denses son víctimas de racismo, tienen en promedio una educación inferior a la de los blancos y viven en los barrios des‐ favorecidos, aislados del resto de la sociedad.24 En efecto, las desigualdades son fuente de desprecio y rechazo, como comprobamos de manera flagrante con la estig‐ matización de algunos grupos (los afroamericanos en los Estados Unidos, los inmigrantes en Europa, los extranjeros en todas partes, etc.). Una de las consecuencias de esta estigmatización es la opinión muy extendida de que son los propios individuos, y no la sociedad, los responsables de la pobreza, hasta el punto de censurarlos por ello. Como ya había obser‐ vado Tocqueville: «Así, el mismo hombre que está lleno de humanidad por sus semejantes cuando éstos son al mismo tiempo sus iguales, se vuelve insensible a sus dolores apenas desaparece la igualdad».25 Las grandes brechas de riqueza engendran sociedades violentas y conflictivas, porque la riqueza no se puede medir únicamente en volumen de bienes, sino en términos de calidad relacional. Además, de esto se deriva, por parte de los más pobres, un retiro de la vida pública y una fuerte abstención en el momento de las elecciones. Por el contrario, la solidaridad beneficia a los pobres cuando la cooperación prevalece sobre la competencia, pero tam‐ bién beneficia a la clase media y a las clases acomodadas, que están mejor cuando el abanico de desigualdades es reduci‐ do. A la larga, las sociedades democráticas más igualitarias también son las más prósperas. Por ejemplo Suecia, mucho más igualitaria que los Estados Unidos, desde el año 2000, registra 0,5 puntos más de crecimiento al año. En un análisis publicado en 2011, dos economistas del FMI, Andrew Berg y Jonathan Ostry, comprobaron que el cre‐ cimiento ha sido más persistente en los países más igualitarios y que, en la duración de los períodos de crecimiento, la distribución de los ingresos importaba más que el grado de liberalización de los intercambios.26 En Finlandia y Bélgica, la tasa de éxito escolar de los menos favorecidos no sólo es mucho mayor que en los países muy desiguales como los Estados Unidos, sino que también es mejor, aunque en menor proporción, en los hijos de pa‐ dres más adinerados. De esta manera, los beneficios de la igualdad social se propagan a toda la sociedad. En un docu‐ mento del Banco Mundial, Ezequiel Molina, Jaime Saavedra y Ambar Narayan constatan que los países en los que la de‐

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sigualdad escolar es más elevada se desarrollan más lentamente.27 Estas constataciones eliminan prácticamente el argumento repetido sin cesar por los conservadores estadounidenses, según el cual demasiada igualdad mata el crecimiento. Para los incondicionales de la economía de libre competencia, el enriquecimiento de los más ricos estimula la economía y beneficia a todos, lo que, como hemos visto, es falso. Wilkinson y Pickett demuestran exactamente lo contrario: ¡lo que beneficia a todos, incluso a los ricos, es el enriquecimiento de los pobres! Una de las características de los países más igualitarios es la «movilidad social», es decir, la probabilidad de que los po‐ bres se vuelvan ricos y que los ricos no se mantengan tan ricos durante toda su vida, o de generación en generación. Por ejemplo, en Suecia, solo el 20 % del nivel de riqueza (o de pobreza) se transmite de una generación a otra, mientras que en China, país mucho más desigual, la tasa es del 60 %.28

Cómo reducir las desigualdades

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En La vía, Edgar Morin presenta una serie de propuestas para reducir estas de​sigualdades como, por ejemplo, bajar o eli‐ minar por completo las deudas de los países pobres y ofrecerles, a precios abordables, fuentes de energía renovable, me‐ dicamentos y, gratuitamente, tratamientos contra las pandemias, así como los alimentos que necesiten en caso de ham‐ bruna. También habría que restablecer la autosuficiencia de cultivos de primera necesidad en los países que la han perdi‐ do, y poner en marcha sistemas de regulación económica apropiados para eliminar las especulaciones financieras, fuen‐ tes artificiales de fluctuaciones de precios de los productos básicos, que con frecuencia llevan a la ruina a los pequeños productores. También habría que establecer controles internacionales, para evitar que la corrupción desvíe la ayuda ofre‐ cida a los países pobres, incrementando las desigualdades.29 En El camino de la esperanza, Edgar Morin y Stéphane Hessel proponen la creación, a nivel internacional, de un Con‐ sejo Permanente de lucha contra las desigualdades, que vele por las causas y las manifestaciones de las mismas, contro‐ lando al mismo tiempo los excesos arriba y remediando las insuficiencias, la precariedad y las dependencias vinculadas a la miseria abajo.30 A nivel internacional, añade Edgar Morin, también habría que establecer un observatorio permanente de las desigual‐ dades, que hiciera un seguimiento de su evolución y propusiera medidas concretas que permitieran reducirlas progresivamente. En Escandinavia, la principal fuente de igualdad es la redistribución de los recursos por el Estado. Las tasas de im‐ puestos son elevadas, pero los servicios sociales son muy importantes. El Gobierno sueco, en particular, ha trabajado con más audacia que otros, para reforzar la eficacia del servicio público, concebido para proteger a los pobres. Esto no ha im‐ pedido a los países escandinavos, los más igualitarios del mundo, mantenerse entre los países cuyo crecimiento es el más fuerte y más estable. Además, según un informe del FMI de 2011, «se observa una fuerte correlación entre los largos períodos de creci‐ miento y la evolución de la distribución de los ingresos en el sentido de la igualdad».31 Una síntesis de las propuestas de muchos expertos, publicada por la revista The Economist, presenta reformas que per‐ mitirían reducir las desigualdades en el mundo. En primer lugar, habría que castigar duramente la corrupción, el nepo‐ tismo y el tráfico de influencias que permiten a individuos bien situados y a las multinacionales ejercer presiones indebi‐ das sobre los Gobiernos y gozar de monopolios gracias a los cuales mantienen su control sobre los mercados. El nepotis‐ mo está particularmente extendido en China y en otros países emergentes, mientras que, en los países desarrollados, los monopolios industriales contribuyen mucho a mantener las de​sigualdades y a concentrar las riquezas en manos de una minoría. Los bancos y las grandes empresas presionan al Estado en períodos de crisis, con el pretexto de que son «dema‐ siado grandes para quebrar sin provocar catástrofes nacionales», lo que les permite escapar de toda sanción por su ges‐ tión deplorable e, incluso, deshonesta. Entre las otras prioridades figuran la reducción de los abusos y los derroches y el establecimiento de una protección social eficaz que satisficiera, en particular, las necesidades de los más pobres y de los más jóvenes, solicitando al mismo tiempo ayuda financiera a los más ricos y a los más viejos. América Latina ha mostra‐ do que esto era posible uniendo la ayuda social al compromiso de los ciudadanos con el aprendizaje profesional y la edu‐

cación de sus hijos. El impuesto sobre la renta tiene que considerarse un medio para financiar al Estado y reducir las desigualdades, y no como una herramienta para castigar a los ricos. Según diferentes expertos, sería preferible no incrementar masivamente las tasas de impuestos de los más ricos, sino asegurarse de que el impuesto sea progresivo —el multimillonario estadou‐ nidense Warren Buffet fue noticia en 2012, cuando declaró que su secretaria pagaba proporcionalmente más impuestos que él y que estaba dispuesto a aumentar su contribución fiscal— y que el sistema fiscal se vuelva más eficaz eliminando, en particular, los paraísos fiscales. En efecto, los más ricos disponen de los medios para eludir los impuestos y deducir sumas considerables en sus declaraciones de la renta, por medio de diferentes estratagemas que no están al alcance de las clases medias y de los pobres, lo que acentúa aún más las injusticias y de​sigualdades. Esto también es cierto a nivel de las empresas. Por ejemplo, BP anunció su intención de deducir de sus impuestos 9.900 de los 32.200 millones de dólares con los que fue penalizada para limpiar los daños causados en el golfo de México, por la gigantesca marea negra de abril de 2010. Aunque el Departamento de Justicia de los Estados Unidos acusó a BP de «falta grave» y «deliberada» en este asunto, esta deducción de impuestos irá a cargo del Estado y, a fin de cuentas, de los contribuyentes.32 De la misma forma, en los Estados Unidos, las empresas farmacéuticas lograron que el Estado no nego‐ ciara los precios de los medicamentos reembolsables por la Seguridad Social, con lo que recibieron un regalo del Estado y, por extensión, de los contribuyentes, de por lo menos 50 mil millones de dólares al año.33 En resumen, una sociedad desigual es una sociedad fracturada. Los líderes políticos tienen que reparar esta fractura y solucionar las desigualdades que, en todas partes, salvo en América Latina y en los países escandinavos, no han dejado de acentuarse desde los años setenta. Para esto se necesita una voluntad política que no puede estar inspirada solamente en el laisser-faire del libre mercado y que exige promover una economía del bien común, basada en la solidaridad, la reci‐ procidad y la justicia social, también llamada «economía positiva», término propuesto por el grupo BeCitizen para desig‐ nar una economía altruista, que restaure el bienestar social y el capital ecológico.

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70 Occupy Wall Street es un movimiento de protesta pacífica que denuncia los abusos del capitalismo financiero. Se inició en septiembre de 2011 cuando unas mil personas realizaron una manifestación en los alrededores de Wall Street, el barrio de la bolsa de Nueva York. Este movimiento —que se parece al de los Indignados, inspirado por Stéphane Hessel en Europa—, se extendió rápidamente a todos los Estados Unidos y a 500 ciudades de 82 países. 71 Spirit level se refiere al «nivel de burbuja» que permite verificar si un plano es horizontal o inclinado. Este término se utiliza simbólicamente, para in‐ dicar una forma de detectar las desigualdades.

39 Hacia una economía altruista En la tierra hay lo suficiente para responder a las necesidades de todos pero no lo suficiente para satisfacer la avidez de cada uno.

GANDHI

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La economía tiene que estar al servicio de la sociedad y no la sociedad al servicio de la economía. Además tiene que be‐ neficiar a la sociedad en su conjunto. Sin plantear con esto exigencias castrantes al espíritu empresarial, la innovación y la prosperidad, la regulación de la economía tiene que impedir a quienes están movidos por alcanzar únicamente sus intereses, que aprovechen los engra‐ najes del sistema financiero reorientando, sólo hacia ellos, recursos desproporcionados, con respecto a su contribución a la colectividad. Como señalaba el escritor Daniel Pennac: «La felicidad individual debe producir repercusiones colecti‐ vas, sin las cuales la sociedad es sólo un sueño de depredador».1 El Estado tiene que proteger a los débiles, garantizar que el trabajo de cada uno sea retribuido en su justo valor, velar por que los privilegiados y los más adinerados no utilicen su poder para influir en las decisiones políticas a su favor. Una economía es disfuncional cuando los que han aportado una contribución negativa a la sociedad son los que más se benefician de ella. Éste puede ser el caso de un autócrata que se enriquece desmesuradamente apropiándose de los be‐ neficios de los recursos naturales de su país, o también de un banquero que recibe incentivos colosales, mientras sus acti‐ vidades han puesto en apuros a la sociedad. Una economía sana no debe llevar a desigualdades desproporcionadas. Aquí no se trata de disparidades naturales, que se manifiestan en toda comunidad humana, sino de desigualdades extremas producto no sólo de las capacidades reales de las personas, sino de sistemas económicos y políticos sesgados, para facilitar esta iniquidad. Nada de todo esto es fruto de la fatalidad, y es totalmente posible orientar de manera diferente el curso de las cosas, basta con que haya un mínimo de voluntad popular y política. Incluso en el mundo económico, el respeto por los valores humanos encarnados en el altruismo, no es un sueño idealista sino la expresión pragmática de la mejor manera de llegar a una economía equitativa y a una armonía duradera. Para ser armoniosa, la búsqueda de la prosperidad debe integrar las aspiraciones al bienestar de todos los ciudadanos y el respeto por el medio ambiente.

El Homo economicus, racional, calculador y egoísta El concepto de «hombre económico», Homo economicus, apareció a fines del siglo XIX en críticas a los escritos de econo‐ mía política de John Stuart Mill2 y fue retomado abundantemente por los fundadores de la teoría económica denomina‐ da «neoclásica», en particular por Francis Edgeworth y Vilfredo Pareto. Se trata de una representación teórica de las rela‐ ciones entre los seres humanos, según la cual éstos serían actores egoístas capaces de hacer de manera racional las mejo‐ res elecciones, para satisfacer sus preferencias y promover sus propios intereses.3 Esta teoría se opone a la noción de Homo reciprocans, que afirma que los humanos están motivados por el deseo de cooperar y que tienen en cuenta el bien de la comunidad. La idea subyacente es que, si todo el mundo se comporta de este modo y si el mercado de la oferta y la demanda sigue sin tener ninguna exigencia, dicho mercado funcionará para el mayor beneficio de cada uno. La teoría «neoclásica» se ha enseñado a millones de estudiantes desde principios del siglo XX. En Economía, uno de los manuales de economía más influyentes, que ya está en su decimoséptima edición, Paul Samuelson y William Nordhaus explican que el Homo econo-

micus es una visión idealizada del hombre racional, según la cual la población estaría compuesta por dos tipos de perso‐ nas: «los consumidores, que tratan de satisfacer sus gustos lo mejor posible, y los empresarios que se esfuerzan única‐ mente por maximizar sus beneficios».4 Ahora bien, como subraya Philippe Kourilsky, profesor del Collège de France: «El Homo economicus es una caricatura del hombre real. En realidad, está deshumanizado y contribuye a la deshumaniza‐ ción de una parte de la ciencia económica».5 Como podemos imaginar, el Homo economicus no es un altruista: «El primer principio de la economía es que cada agente sólo está motivado por el interés personal»,6 escribía Francis Edgeworth, uno de los fundadores de la economía moderna.72 Muchos otros lo siguieron, entre ellos William Landes y Richard Posner —el primero, economista y el segun‐ do, jurista—, que afirman: «En el mercado competitivo, el altruismo no es un rasgo dotado de un valor de supervivencia positivo».7 Según esta visión simplista del ser humano, aunque nos prestemos servicios mutuamente, siempre es para servir a nuestros propios intereses, y sólo mantenemos relaciones humanas para sacar algún provecho de éstas.8 Aquí volvemos a encontrar la idea del egoísmo universal, de la que habíamos hablado anteriormente. Ni siquiera la noción de equidad, a la que recurren con frecuencia los economistas, escapa a este destino. La psicóloga Elaine Walster y sus coautores nos aseguran en efecto que: «La teoría de la equidad también se basa en la hipótesis simple, pero ostensiblemente cierta, de que el hombre es egoísta».9 Todas estas afirmaciones no se basan en conocimientos científicos, sino en creencias simplistas. En efecto, esta visión de la economía es a la vez simplista y errónea. Como escribe Amartya Sen, galardonado con el Premio Nobel y profesor en Harvard:

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Me parece absolutamente extraordinario que se pueda sostener que cualquier actitud que no sea la maximización del interés personal es irracional. [Una propuesta semejante] implica necesariamente que rechazamos el papel de la ética en la toma de decisiones reales. […] Considerar el egoísmo universal como una realidad quizás es un engaño, pero ha‐ cer de éste un criterio de racionalidad es completamente absurdo.10 El defecto más grave del Homo economicus, prosigue Kourilsky, es su amoralidad fundamental: «En economía clásica, se supone que este déficit de moralidad estaría compensado por la noción, un poco mística, de “mano invisible” que res‐ tablecería, de manera bastante misteriosa, algunos equilibrios».11 Según la metáfora propuesta por Adam Smith, la «mano invisible» designa un fenómeno espontáneo que guía los mercados cuando individuos razonables, que sólo bus‐ can su interés personal, son colocados en libre competencia. Smith sostiene que intentando maximizar su propio bienes‐ tar, los individuos participan en el bien de toda la sociedad. En su opinión, la intervención del Estado es inútil, ya que la mano invisible es la mejor guía de la economía. En consecuencia, los partidarios incondicionales de la economía de mer‐ cado estiman que, si esta mano invisible es la que se ocupa de todo, ellos no tienen ningún deber para con la sociedad.12 En realidad, la mano invisible de un egoísmo ciego no puede construir un mundo mejor: las libertades sin deberes sólo conducen a una exacerbación del individualismo. El propio Adam Smith lo reconocía de buen grado: «Es raro —escribía — que personas que se dedican a lo mismo estén reunidas, aunque sea con ocasión de un momento de placer o para dis‐ traerse, sin que la conversación termine en alguna conspiración contra el público, o en alguna maquinación para hacer subir los precios».13 Actualmente, muchos creadores de empresas son conscientes de que la visión del Homo economicus sólo es una carica‐ tura de la naturaleza humana y ellos mismos tienen sistemas de valores diferentes, más complejos, en los cuales los valo‐ res altruistas tienen un lugar de pleno derecho. Milton Friedman, el célebre promotor de la economía libertaria y de la desregulación, afirmaba: «Pocas tendencias po‐ drían debilitar tanto los cimientos de nuestra sociedad libre como la aceptación por parte de los directivos de empresas de una responsabilidad social que no fuera la de hacer ganar la mayor cantidad de dinero posible a sus accionistas». Du‐ rante los últimos diez años, señala Frans de Waal en La edad de la empatía: «Todos los países avanzados tuvieron enor‐ mes escándalos en su sector de negocios y, en cada ocasión, siguiendo los consejos de Milton Friedman sus directivos lograron debilitar las bases de su sociedad. […] En estas condiciones, la estafa colosal de la empresa Enron hizo que las

sesenta y cuatro páginas de su “Código de ética” fueran tan ficticias como el manual de seguridad del Titanic».14 Es evidente, subraya el economista francés Serge-Christophe Kolm, que «un sistema económico no sólo produce bie‐ nes y servicios. También produce seres humanos y relaciones entre éstos. La forma en la que la sociedad produce y con‐ sume influye mucho en las personalidades, caracteres, conocimientos, deseos, felicidades y tipos de relaciones interper‐ sonales».15 Tantas cosas esenciales para la felicidad no tienen nada que ver con las transacciones económicas. El propio Adam Smith, padre de la economía de mercado, estaba lejos de ser tan extremo como sus sucesores y, en una obra que los economistas han olvidado demasiado a menudo, Teoría de los sentimientos morales, afirmaba: «Contener nuestros sentimientos egoístas y dar libre curso a nuestros sentimientos benevolentes constituye la perfección de la natu‐ raleza humana; y esto sólo puede producir entre los hombres esta armonía de sentimientos y de pasiones en la que con‐ siste toda su gracia y conveniencia».16 Una teoría económica que excluye el altruismo es básicamente incompleta y reductora. Sobre todo, no está en armonía con la realidad, y por lo tanto condenada al fracaso. En efecto, los modelos matemáticos complejos, construidos por los economistas neoclásicos para tratar de explicar los comportamientos humanos, se basan en presupuestos que en su ma‐ yoría son falsos, ya que la mayor parte de las personas no son totalmente egoístas, no están plenamente informadas (la ocultación de la información es una de las estratagemas que emplean los que manipulan los mercados) y están lejos de realizar siempre elecciones racionales. Nuestras decisiones, económicas u otras, muy a menudo son irracionales y están muy influenciadas por nuestras emo‐ ciones. Estos puntos han sido ampliamente puestos de manifiesto en psicología comportamental, en particular por Amos Tversky y Daniel Kahneman. Su demostración les valió el primer Premio Nobel de Economía otorgado a un psicólogo, en este caso a Kahneman.17 Asimismo, el neurocientífico Brian Knutson y su equipo, de la Universidad de Stanford, de‐ mostraron hasta qué punto las decisiones económicas, en particular asumir un riesgo, estaban muy influenciadas por la emotividad, la impulsividad y las preferencias personales. Resulta que las zonas cerebrales del sistema límbico, relaciona‐ das con las emociones que guían los comportamientos primitivos de búsqueda de alimentos y de evasión de los depreda‐ dores, también desempeñan un papel importante en nuestras reacciones a las recompensas monetarias y a los castigos.18 Además, cuando los inversores toman decisiones financieras, la observación de su actividad cerebral revela estados de excitación elevados, que les facilitan el hecho de asumir el riesgo y que influyen en la objetividad de sus decisiones. El contexto de una situación también influye, a pesar nuestro, en las decisiones supuestamente racionales: el psicólogo Dan Ariely pidió a diferentes personas que anotaran en una hoja los dos últimos números de la Seguridad Social, luego los hizo participar en una subasta. Los estudiantes cuyo número de la Seguridad Social terminaba en un número alto, entre 80 y 99, ofrecieron en promedio 56 dólares por el teclado de un ordenador, mientras que aquellos cuyo número ter‐ minaba en un número bajo, entre 1 y 20, ¡sólo ofrecieron 16 dólares por el mismo teclado!19 No hubo nada de razonable en esta decisión económica, sin embargo, tan común. En Pensar rápido, pensar despacio, Daniel Kahneman da muchos ejemplos de decisiones irracionales que tomamos constantemente.20 Las emociones, las motivaciones y los sistemas de valores influyen indudablemente en las decisiones económicas. Ya que éste es el caso, más vale que las emociones sean positivas y que las motivaciones sean altruistas. Entonces, ¿por qué no introducir en la economía la voz de la solicitud, en lugar de contentarse con escuchar la voz de la razón, una voz nece‐ saria pero insuficiente a la que los economistas le hacen tanto caso?

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Las desviaciones del libre mercado El inversor multimillonario y filántropo George Soros habla del «fundamentalismo del libre mercado», para describir la creencia de que el libre mercado no es sólo la mejor sino la única forma de manejar un sistema económico y de preservar la libertad de los ciudadanos: «La doctrina del laisser-faire capitalista considera que la manera de servir mejor al bien co‐ mún es a través de la búsqueda, sin obstáculos, del interés personal»,21 escribe. Si el laisser-faire del libre mercado total‐ mente desregulado estuviera basado en las leyes de la naturaleza y tuviera un valor científico, si no fuera más que un acto de fe enunciado por los campeones del ultraliberalismo, habría resistido la prueba del tiempo. Pero éste no es el caso, ya que su imprevisibilidad y los abusos que permitió llevaron a las crisis financieras que conocemos. Para Soros, si la doctri‐

na del laisser-faire económico debía responder a los criterios de una teoría científica refutable por los hechos, habría sido rechazada desde hace mucho tiempo.22 El libre mercado favorece la creación de empresas, la innovación en múltiples campos, por ejemplo, el de las nuevas tecnologías, el de la salud, el de Internet y las energías renovables, y ofrece oportunidades innegables a los jóvenes em‐ prendedores, que quieren desarrollar actividades útiles para la sociedad. También hemos visto, en el capítulo sobre la re‐ ducción de la violencia, que los intercambios comerciales entre países democráticos reducen considerablemente los ries‐ gos de conflicto armado entre ellos. Sin embargo, a falta de protección, el libre mercado permite el uso depredador de los sistemas financieros, incrementando la oligarquía, las desigualdades, la explotación de los productores más pobres y la monetización de muchos aspectos de la vida humana cuyo valor no tiene nada que ver con el dinero.

EL PRECIO DE TODO, EL VALOR DE NADA

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En su libro titulado Lo que el dinero no puede comprar: los límites morales del mercado,23 Michael Sandel, uno de los filósofos estadounidenses más destacados y asesor del presidente Obama, considera que los economistas neo‐ liberales conocen el precio de todo y no reconocen el valor de nada. En 1997, irritó a más de uno cuando puso en tela de juicio la moralidad del protocolo de Kioto sobre el calen‐ tamiento climático, acuerdo que suprimió la estigmatización moral vinculada a las actividades que dañan el me‐ dio ambiente, simplemente haciendo pagar el «derecho a contaminar». En su opinión, China y los Estados Uni‐ dos son los países menos receptivos a las objeciones expresadas por el acuerdo, frente al integrismo del libre mer‐ cado: «En otras partes de Asia, en particular en la India, así como en Europa y en Brasil, nadie duda de que hay

límites morales para los mercados comerciales».24 Y da algunos ejemplos de la comercialización de valores que, en su opinión, no deberían ser monetizados: — Por 8.000 dólares, parejas occidentales pueden comprar los servicios de madres de alquiler de la India. — Por 250.000 dólares, en Sudáfrica, un cazador rico puede concederse el derecho de matar a un rinoceronte negro, especie protegida y en vías de extinción. — Por entre 1.500 y 25.000 dólares al año, médicos cada vez más numerosos, ofrecen en los Estados Unidos un servicio de «portería», que permite el acceso permanente a su teléfono móvil y la posibilidad de obtener una cita el mismo día. — Un casino en línea «le dio» 10.000 dólares a una madre soltera de Utah, en situación de extrema pobreza, para edu‐ car a su hijo, exigiéndole como retribución que se hiciera tatuar de manera permanente la dirección electrónica del casino en la frente. ¿Podemos monetizarlo todo? ¿Tendría sentido comprar un Premio Nobel sin haberlo merecido? En cuanto a la esclavitud, ésta continúa bajo nuevas formas: tráfico de mujeres y de niños para la prostitución en el mundo ente‐ ro; trabajadores de Bangladés, Nepal y Pakistán duramente explotados en los países del Golfo; familias enteras, en la India, unidas por deudas de varias generaciones a empleadores que las privan de toda libertad (en estas fami‐ lias, más de 10 millones de niños son víctimas de trabajo forzado). Con respecto a la adopción, las leyes europeas ya no permiten que los niños sean vendidos y comprados, inclu‐ so si el proceso de adopción es lento y complicado y si los futuros padres están impacientes: los niños no son bie‐ nes de consumo, sino seres dignos de amor y respeto. Pero el comercio de niños sigue en otras partes del mundo. En cuanto a los animales, en los que por lo general nunca se piensa, son como esclavos que se venden y se compran, por supuesto contra su voluntad, ya que la mayoría de nuestras sociedades los tratan siempre como ob‐ jetos comerciales. La única pregunta que el economista formula es: «¿Cuánto cuesta?» Los mercados no distinguen entre las elec‐ ciones dignas e indignas: sólo las partes involucradas acuerdan el valor de las cosas y de los servicios que inter‐ cambian. Esto puede aplicarse a cualquier cosa, incluido un contrato de asesino a sueldo. ¿Queremos una economía de mercado o una sociedad de mercado? Según Sandel, si bien la economía de mer‐ cado es una herramienta eficaz de organización de las actividades productivas, desde el punto de vista moral, en cambio, no debería invadir todos los sectores de la vida humana.

Así pues, no hay que poner en tela de juicio el libre mercado, en sí mismo, sino el hecho de que cualquier libertad sólo se puede ejercer en el marco de responsabilidades con respecto a los demás. Estas responsabilidades están guiadas por valores morales y por una ética respetuosa del bienestar de la comunidad, empezando por la obligación de no perjudicar al otro buscando intereses personales. Por el hecho de que quienes se benefician sin escrúpulos aprovechan cualquier ocasión para utilizar en su beneficio y en detrimento del otro cualquier libertad sin condición, es indispensable estable‐ cer reglas, que sólo son medidas de protección de la sociedad. Sin embargo, esto no es lo que ha sucedido y, como explica Amartya Sen: Las herramientas de regulación fueron destruidas una por una por las Administraciones Reagan y la de George W. Bush. Ahora bien, el éxito de la economía liberal siempre dependió ciertamente del dinamismo del propio mercado, pero también de mecanismos de regulación y de control, para evitar que la especulación y la búsqueda del beneficio lleven a asumir demasiados riesgos. […] Si ustedes están preocupados por la libertad y la felicidad, traten de organizar la economía de tal modo que ambas cosas sean posibles.25

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Según Stiglitz:

La regulación funciona, ya que los períodos en los cuales existían regulaciones bien concebidas fueron períodos de lar‐ ga prosperidad, mientras que la desregulación financiera ha ocasionado una volatilidad catastrófica de los mercados y ha permitido las manifestaciones más distorsionadas por parte de los aprovechados, provocando, en particular, una desalineación colosal entre las remuneraciones privadas de esos inversores y los beneficios sociales de la economía.26

En realidad, la economía de libre mercado no funciona tan bien como pretenden sus partidarios. Se dice que permite una mayor estabilidad, pero las crisis mundiales sucesivas han mostrado que puede ser muy inestable y tener consecuen‐ cias devastadoras. Además, es evidente que el mercado está lejos de ser tan eficaz como se pretende y la igualdad de la oferta y la demanda, tan apreciada por los economistas clásicos, sólo es un mito, ya que vivimos en un mundo en el que enormes necesidades siguen insatisfechas, en el que, en particular, las inversiones necesarias para erradicar la pobreza y responder al desafío del calentamiento climático no existen. Para Stiglitz, el desempleo —que hace que innumerables tra‐ bajadores sin empleo no contribuyan a la colectividad en la medida de su potencial— es el peor fracaso del mercado des‐ regulado, la mayor fuente de ineficacia y una de las principales causas de las desigualdades. La pobreza, explica Amartya Sen, es una privación de libertad, y no de cualquier libertad, sino la de expresar el potencial que cada uno posee en su vida.27 Más aún, los campeones del mercado libre muy a menudo son irresponsables. Como subraya Stiglitz: «Los banqueros habían hecho apuestas que, sin el apoyo del Estado, los habrían dejado por los suelos, y con ellos a toda la economía. Pero el examen atento del sistema prueba que eso no era un accidente: fueron incitados a comportarse así».28 Incitados por políticos acomodaticios y reguladores que no querían ver nada. Los políticos y los economistas que dominan la política de los Estados Unidos, desde la Administración Reagan, pen‐ saron que había que suprimir todas las regulaciones esmerándose en el libre mercado y en dar curso libre al laisser-faire tan apreciado por la filósofa Ayn Rand. Creyeron que ésta era la mejor manera de favorecer la igualdad de oportunidades para todos: los más emprendedores y los más trabajadores serían los que mejor lo lograrían. El sueño americano es el del limpiabotas que se vuelve millonario a fuerza de ingenio y perseverancia. Sin embargo, en los Estados Unidos los estu‐ dios muestran que, con algunas excepciones, los más ricos que, recordémoslo constituyen el 1 % de la población, así como sus descendientes, tienen las mayores posibilidades de preservar su nivel de riqueza a largo plazo. Stiglitz resume la situación de la siguiente manera: «Los Estados Unidos crearon una máquina económica maravillosa, pero que, evidente‐ mente, sólo trabaja en beneficio de los que están arriba».29 Según los defensores de la desregulación, el enriquecimiento de los ricos debe beneficiar a los pobres, porque los ricos crean empleos, dinamizan la economía y producen el «goteo» de la riqueza hacia abajo. Entonces, no hay que matar a la gallina de los huevos de oro. El problema comienza cuando la gallina se queda con todos sus huevos. Las cifras apoyan esta afirmación. Así, Thierry Pech, director de la publicación mensual Alternatives économiques, muestra en su obra Le

Temps des riches (‘El momento de los ricos’) que, en realidad, el goteo de hoy es mínimo y ya no sacia la sed de los pobres más que el agua de un espejismo. Si se tienen los medios para pagar, a menudo muy caro, a un asesor fiscal que lo ayude a proteger sus haberes, elaborando hábiles montajes que le permitan evitar pagar al Estado la contribución que la mayo‐ ría de los ciudadanos menos adinerados paga, es posible que uno no pague prácticamente ningún impuesto. En Francia, algunos años, señala Pech, ha habido hasta 7.000 contribuyentes acomodados cuyos ingresos anuales medios sobrepasa‐ ban los 200.000 euros, pero que se declaraban exentos del impuesto sobre la renta.30 En resumen, los pobres no pagan impuestos, las clases medias pagan impuestos, y los más ricos pagan asesores fiscales para no pagar impuestos. En los Estados Unidos, millones de personas entre las más pobres han sido expulsadas de sus viviendas a raíz de la fal‐ ta de transparencia de los bancos, que les habían otorgado créditos en condiciones aparentemente idílicas, pero en reali‐ dad depredadoras. La mayoría de los países pudientes tienen a la vez una enorme cantidad de viviendas vacías y un nú‐ mero creciente de personas sin techo. Lo superfluo de unos ha terminado por privar a los otros de lo necesario. Si ciudadanos cada vez más numerosos en todo el mundo se indignan contra el sistema económico actual, como re‐ cuerda Joseph Stiglitz, es porque después de la crisis de 2008,

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consideran con toda razón injusticias flagrantes el hecho de que muchos profesionales de las finanzas hayan salido de esta crisis embolsándose incentivos desmesurados, mientras que las víctimas de la crisis provocada por sus artimañas salieron desempleados. […] Lo que sucedió en esta crisis lo demostró claramente: no es la contribución a la sociedad la que determina la importancia relativa de las remuneraciones. Los banqueros fueron retribuidos abundantemente mientras que su contribución a la sociedad —e incluso a su propia empresa— fue negativa. El enriquecimiento de las élites y de los banqueros sólo tiene una causa: que quieren y pueden aprovecharse de los demás.31

Para ilustrar esto, recordemos que, en los albores de la crisis, Goldman Sachs recomendaba encarecidamente a sus clientes invertir en InfoSpace,73 una start-up que se había desarrollado rápidamente vendiendo diferentes servicios por Internet, a la cual le daba la nota más alta posible, mientras que uno de sus propios analistas la calificaba de «pacotilla». Excite, una empresa del mismo tipo igualmente bien calificada, se consideraba internamente como una «mierda».74 En 2008, después de que 9 millones de estadounidenses pobres perdieron su casa, a menudo su único patrimonio, los res‐ ponsables de Goldman Sachs recibieron por su parte 16 mil millones de dólares de bonificaciones.75 Paralelamente, los cinco principales directivos de Lehman Brothers, uno de los más grandes otorgadores de préstamos hipotecarios de ries‐ go, se embolsaron más de mil millones de dólares entre 2000 y 2007. Cuando la empresa quebró y sus clientes se arruina‐ ron, ellos conservaron todo ese dinero. Como subraya Stiglitz: «Cuando el fin, ganar más, justifica los medios, que en la crisis estadounidense de las subprimes consistía en explotar a los más pobres y menos instruidos, es que nuestro sentido moral ha sufrido un grave accidente».32

Protecciones por el bien de todos El presidente Ronald Reagan, apoyado por los economistas de la Escuela de Chicago, favorables al laisser-faire, inauguró un período de treinta años de desregulación financiera suprimiendo, en 1982, las regulaciones sobre los depósitos efec‐ tuados por los clientes en los bancos, lo que permitió a los banqueros hacer inversiones de riesgo con el dinero de las personas que les habían confiado sus ahorros. Finalizada la década, cientos de empresas de ahorro y crédito habían que‐ brado, lo que costó 124 mil millones de dólares a los contribuyentes estadounidenses y devoró las economías de quienes habían confiado en ellos.33 En 2004, Henry Paulson, consejero delegado de Goldman Sachs, se movió en los círculos po‐ líticos para hacer que se desregularan los límites de endeudamiento de los bancos, lo que permitió a éstos incrementar desmesuradamente sus préstamos sin la menor garantía de poderlos reembolsar. Según Nouriel Roubini, profesor de la Escuela de Empresariales de la Universidad de Nueva York, el sector financiero, paso a paso, se apoderó del sistema político. Entre 1998 y 2008, gastó más de 5 mil millones de dólares para hacer lobbying con diferentes políticos. En Washington, hay un promedio de seis lobbystas por cada diputado o senador. Desde la crisis de 2008, estos lobbystas gastaron aún más dinero. En Europa, según las cifras de 2005 comunicadas por Siim Kallas,

comisario europeo de Asuntos Administrativos, había en Bruselas 15.000 lobbystas que representaban a 2.600 grupos de interés.34 El economista James K. Galbraith (hijo del célebre economista John K. Galbraith) concluyó al respecto que los miem‐ bros de esta nueva clase han decidido apoderarse del Estado y manejarlo, no para poner en marcha un proyecto ideológi‐ co, sino de manera que les dé el máximo de dinero, que perturbe el mínimo su poder y que les ofrezca la mayor cantidad de posibilidades de salir a flote en caso de que algo se tuerza. En resumen, decidieron actuar como depredadores con res‐ pecto a las instituciones existentes.35 La libertad que ofrece la desregulación debería haberse utilizado para estimular la creatividad, como una competencia sana y leal, pero muy a menudo permitió a los inversores utilizar nuevas tecnologías para evadir las pocas regulaciones que quedaban, ofrecer créditos depredadores y engañar a los usuarios a través de manejos financieros cada vez más tur‐ bios. Lord Turner, jefe de la Autoridad Británica de Servicios Financieros (Financial Services Authority) reconoció en 2009 que «buena parte de las actividades de la City76 no tenía ninguna utilidad social».36 Las únicas regulaciones vigentes en los Estados Unidos, por ejemplo, fueron concebidas bajo la influencia de los gran‐ des grupos financieros, para aplastar toda competencia posible y volver a la era de los monopolios. Las patentes sobre la vida, las plantas y las semillas, y las acciones de empresas como Monsanto y las compañías farmacéuticas son ejemplos flagrantes de esto.77 Las potencias financieras se oponen, en particular, a toda reglamentación orientada a proteger al consumidor y el medio ambiente. George Soros estima que, dado que los mercados son inestables por naturaleza, las reglamentaciones son tan indispen‐ sables como los compartimentos estancos de un gran buque: si un sector financiero hace agua, los otros quedan a salvo, evitando que todo el buque se hunda. La desregulación ha llevado a eliminar los compartimentos de seguridad de los sectores financieros. Uno de los medios para limitar la volatilidad de los mercados sería aplicar la tasa Tobin, sugerida en 1972 por James Tobin, galardonado con el Premio Nobel de Economía, que consiste en un impuesto a las transacciones monetarias internacionales. La tasa del impuesto sería baja, entre 0,05 y 0,2 %, pero ayudaría a controlar la inestabilidad de las transacciones. Un impuesto sobre las transacciones de cambio de una tasa del 0,005 % aplicada a los mercados de cambio de las principales divisas (dólar, euros, libra y yen) produciría ingresos de más de 30 mil millones de dólares al año y reduciría el volumen de las transacciones en un 14 %, estabilizando de esta manera el mercado. Un impuesto del 0,1 % sobre las transacciones financieras produciría anualmente entre 150 y 300 mil millones de dólares, que podrían ser utilizados para subvencionar, por ejemplo, el desarrollo de energías renovables. También sería un instrumento eficaz contra la especulación. Actualmente, un impuesto semejante es seriamente considerado por varios Gobiernos y por el Parlamento Europeo.37 Las regulaciones tienen que ser concebidas por expertos suficientemente competentes que tengan en mente los inter‐ eses de toda la sociedad, que velen por preservar la equidad, reducir las desigualdades, meter en cintura a los aprovecha‐ dos y que den, a la mayoría de la población que desea la cooperación y la reciprocidad benevolente (como vimos a pro‐ pósito de las experiencias de Ernst Fehr y de Martin Nowak; véase capítulo 36, pp. 542-543), la posibilidad de no ser to‐ mada como rehén por una minoría de especuladores sin escrúpulos. Según Michael Porter, profesor de Harvard, y Mark Kramer, consultor económico, las buenas regulaciones son las que promueven los objetivos sociales y las inversiones, generan bienestar compartido y estimulan la innovación, en lugar de favorecer la búsqueda de beneficios a corto plazo y sólo el bien de algunos, como es el caso de la economía desregulada. Según estos autores, estas regulaciones tienen que fijar objetivos sociales claramente definidos, relativos, por ejemplo, al uso de los recursos energéticos, así como a temas de salud y seguridad. Además, tienen que incitar a los productores a incluir en su contabilidad y en la evaluación de los precios de retorno, el coste de las consecuencias ecológicas de sus productos y de sus actividades (gestión de desechos, degradación del medio ambiente, dilapidación de las riquezas natu‐ rales). Sin embargo, las regulaciones tienen que preservar las capacidades de innovación de las empresas dándoles la li‐ bertad de elegir los medios que les permitan lograr los objetivos sociales y ambientales fijados por los reguladores. Las regulaciones no deben socavar los progresos que buscan promover. En todos los casos, las regulaciones tienen que favorecer la transparencia, neutralizar las prácticas engañosas y servir como antídoto a la perversión de los mercados sometidos al monopolio de las grandes multinacionales.

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Porter y Kramer están a favor de un capitalismo rico en objetivos sociales, que cree valores compartidos y que produz‐ ca beneficios recíprocos. Y dan el ejemplo de Yara, una empresa noruega de abonos minerales que tomó conciencia del número de agricultores africanos que no podía acceder a los abonos y a otros productos agrícolas debido a la ausencia de facilidades portuarias y viales. Con ayuda del Gobierno noruego, Yara puso en marcha en Mozambique y en Tanzania un programa de 60 millones de dólares, destinado a mejorar las instalaciones portuarias y las carreteras, para crear «corre‐ dores de crecimiento» cuyo propósito es mejorar la situación de 200.000 agricultores y crear 350.000 nuevos empleos.38

El principio del fin de los incentivos exorbitantes: los suizos muestran el camino Las desviaciones actuales ilustran lo que sucede cuando nos olvidamos de las reglas de ética o incluso de sentido común que constituían originalmente la base del «liberalismo protestante». Un banquero británico le explicaba a uno de mis amigos que el contrato de trabajo que él firmó cuando lo contrató la City de Londres precisaba que «evidentemente no se pagaría ningún incentivo si el conjunto del banco no había tenido beneficios». Si ese tipo de contrato, que era la regla en los años setenta hubiera seguido vigente, se habrían evitado muchos escándalos. «Ha sido una locura. La gente ha perdi‐ do su alma, tenían que ganar cada vez más, más que los demás y ni siquiera sabían por qué», cuenta Henri Philippi, ex‐ responsable de HSBC France en L’Argent sans maître (‘El dinero sin dueño’).39 Cuando todo va bien, los financieros reci‐ ben salarios de estímulo, cuyo objeto es motivar su rendimiento, y cuando los resultados son malos, reciben salarios, igualmente altos, llamados de retención (ya no se atreven a hablar de estímulo), para incitarlos a quedarse en la empresa.40 Algunas empresas llegan incluso a ofrecer incentivos de partida a sus ejecutivos, para que prometan no pasar‐ se a una empresa de la competencia. El 3 de marzo de 2013, durante un referéndum, el 67,9 % de los suizos aprobó ampliamente una ley que limitaba las «remuneraciones abusivas» de los jefes de las empresas suizas. Esta ley prohíbe, en particular, los incentivos de bienveni‐ da y de partida (los famosos paracaídas dorados). En efecto, muchas grandes empresas atraen a los directivos ofreciéndo‐ les un incentivo de bienvenida que puede ascender a 5 o 10 millones de euros. Es más, los suizos decidieron que las re‐ muneraciones del consejo de administración y de la dirección de las empresas, a partir de este momento, tienen que ser aprobadas anualmente por la asamblea general de accionistas. Las sanciones en caso de infracción van desde una multa que corresponde a seis años de ingresos a tres años de prisión. Poco antes de esta votación histórica, a finales de febrero, la indemnización por despido de 72 millones de francos sui‐ zos (60 millones de euros) que el consejo de administración del grupo farmacéutico Novartis había previsto para su pre‐ sidente, Daniel Vasella, provocó una verdadera oleada de indignación y obligó al señor Vasella —quien ya había acumu‐ lado cerca de 100 millones de euros durante su permanencia en Novartis— a renunciar a este paracaídas de oro macizo. Por si el mensaje no hubiera sido claramente entendido, el 10 de marzo de 2013, por primera vez en la historia de la economía moderna, los accionistas del banco suizo Julius Baer rechazaron, por una mayoría del 63,9 % contra el 36,1 %, el informe sobre las remuneraciones de sus dirigentes en una votación celebrada durante la asamblea general. Dicho in‐ forme preveía en particular una remuneración total de 6,6 millones de francos suizos (a la sazón, 5,4 millones de euros al año) para el director general, Boris Collardi.41 La Unión Europea podría seguirle los pasos en 2014 y examina medidas destinadas a limitar los incentivos bancarios. Por el momento ha aplazado la votación sobre estas medidas debido a la presión del Reino Unido (en 2008, estos incenti‐ vos de los financieros de la City de Londres habían alcanzado un máximo de 11.500 millones de libras esterlinas, pero esta cifra ya cayó a 4.400 millones de libras en 2012, según las cifras del Centre for Economics and Business Research).

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Unir la voz de la solicitud a la voz de la razón «Existen dos problemas que la economía de mercado y el egoísmo individualista nunca podrán resolver, el de los bienes comunes y el de la pobreza en medio de la abundancia. Para esto, necesitamos de la solicitud (care en inglés) y del al‐ truismo.» Ésta es la opinión expresada por Dennis Snower, profesor de economía en Kiel y fundador del Global Econo‐ mic Symposium (GES) que se llevó a cabo en Río de Janeiro en octubre de 2012, al que me invitó en compañía de la neu‐

rocientífica Tania Singer. Hacer semejante declaración en un discurso de apertura, ante un auditorio de aproximadamente seiscientos financie‐ ros, hombres de Estado, empresarios sociales y periodistas, exigía cierta audacia. En efecto, para los economistas clásicos, es incongruente hablar de motivación (que no sea el interés personal), de emociones (aunque intervengan en todas nues‐ tras decisiones) y, con mayor razón, de altruismo y solidaridad. Nosotros lo hemos visto: se supone que la economía no debe utilizar otro lenguaje que no sea el de la razón. Dennis Snower estaba, pues, bastante preocupado antes de pronun‐ ciar su discurso, como lo estaba por dedicar tres sesiones plenarias a una neurocientífica que hablaría sobre la empatía y, peor todavía, a un monje budista que explicaba que, dado que el altruismo y la felicidad son indisociables, el concepto que responde de manera más eficaz los desafíos de nuestro tiempo es el altruismo. Para su gran alivio, las cosas salieron muy bien y, tres días después, cuando los participantes tuvieron que votar diez propuestas que el GES debía esforzarse por apoyar, se incluyeron dos de nuestros proyectos. El de los «gimnasios menta‐ les del altruismo» destinados a cultivar el altruismo en el seno de las empresas, así como el del entrenamiento en la com‐ pasión desde las primeras etapas de la educación, programa de investigación dirigido por el psicólogo y neurobiólogo Richard Davidson en Madison con un éxito sorprendente, presentado por mí en esa ocasión. Para nuestra gran sorpresa, este último proyecto fue adoptado como proyecto número uno. Dennis Snower había ganado su apuesta: los participan‐ tes se habían abierto a su visión de las cosas. El planteamiento de Dennis Snower era el siguiente: ¿cómo promover la cooperación necesaria para resolver los pro‐ blemas mundiales más importantes? Nos enfrentamos en particular a dos tipos de problemas, el de los «bienes comunes» o «bienes públicos» y el de la pobreza en medio de la abundancia. Un bien común existe para un grupo social en la medida en que puede ser utilizado por todos los miembros del grupo, independientemente de su contribución a dicho bien público. Los servicios sociales, la ciencia básica y la investigación médica, los parques y jardines de los que todos nos beneficiamos son algunos ejemplos de ello. Las libertades democráti‐ cas son uno de los bienes comunes más importantes, aunque éstas, por lo general, no son reconocidas como tales. En muchos países, los ciudadanos han luchado por sus libertades y a menudo tuvieron que pagar un precio muy alto por conseguirlas. Pero una vez adquiridas, todo el mundo se beneficia de ellas, incluso aquellos que no lucharon por conseguirlas. El problema de los bienes comunes es que los que no contribuyen a conseguirlos de todas maneras pueden seguir be‐ neficiándose de ellos. Entonces, la tentación de comportarse como aprovechado es muy fuerte. Para aquellos que contri‐ buyen al bien común se trata de un comportamiento verdaderamente altruista, porque uno se expone a un coste que be‐ neficiará a otros. Es lo que sucede por ejemplo, cuando se escribe un artículo en Wikipedia, cuando se cotiza a la Seguri‐ dad Social, o cuando uno hace esfuerzos por prevenir el calentamiento climático, la sobreexplotación de los océanos, o cualquier otro daño causado al medio ambiente. La calidad del medio ambiente, en particular, es una de las riquezas comunes esenciales de las que cada uno puede be‐ neficiarse, sin que le falte a los demás. Por ejemplo, cada uno se beneficia con la reducción de las emisiones de gas de efecto invernadero. Si todos contribuyen a los esfuerzos y a los costes necesarios para la reducción de estos gases, todo el mundo ganará con ello. Pero, si sólo algunos contribuyen, pagarán caro su gesto sin que nadie se beneficie mucho, ya que algunos esfuerzos aislados no serán suficientes. En otro plano totalmente distinto, los esfuerzos orientados a establecer reglas mundiales, para sanear el sistema financiero que se ha vuelto disfuncional, también contribuyen a los bienes co‐ munes, mientras que dejar el camino libre a los egoístas y a los aprovechados sólo puede degradar el medio ambiente y la sociedad. Por supuesto, las riquezas naturales —los bosques, los pastizales abiertos, el agua, la biodiversidad, etc.— forman parte de los bienes comunes. Cada hectárea de bosque destruida por un particular o por un pequeño grupo reduce la superfi‐ cie de bosques para todos los habitantes del planeta. Si cada uno actúa de forma egoísta, el efecto será catastrófico. Para retomar los términos de Dennis Snower, «Homo economicus —ser individualista, egoísta y supuestamente racio‐ nal en el que reposan el sistema y la política económicas— no contribuye suficientemente a la riqueza colectiva ya que el libre comercio no lo recompensa por todos los beneficios que podría aportarle al mundo». En otras palabras, si un indi‐ viduo aislado se abstiene sabiamente de eliminar demasiados árboles, la economía de mercado se burla de él.

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¿Cuál es el remedio para esta situación?, se pregunta entonces Snower. La respuesta es clara: «Es la voluntad de los in‐ dividuos de contribuir con el bien común, incluso si su contribución sobrepasa los beneficios personales que obtiene con ello». El segundo problema es la pobreza en medio de la abundancia. Éste también es un problema que el Homo economicus nunca estará dispuesto a resolver, ya que no es su problema. Según él, si una madre soltera que no ha tenido la suerte de ir a la escuela vive en la miseria, lo único que tiene que hacer es trabajar más. El proceso de globalización y el incremento de las riquezas también han dejado de lado a muchos países que quedan atrapados en la pobreza, la mala salud, la inse‐ guridad alimentaria, la corrupción, los conflictos y un bajo nivel de educación. Para romper ese círculo vicioso, los privilegiados no sólo tienen que aceptar corregir estas desigualdades, sino también desearlo, sin abrigar otra esperanza que no sea la de mejorar la vida de los demás. Para Snower, es algo que el libre mer‐ cado nunca podrá generar espontáneamente y, ahí también, la solución está en la voluntad de los más favorecidos de aceptar pagar personalmente para ofrecer mejores servicios a los más pobres. Los economistas clásicos concluyeron al respecto que había que encontrar nuevas formas de motivar a la gente a hacer frente a los problemas de la pobreza y de las riquezas comunes. Por ejemplo, los Gobiernos pueden eliminar los impues‐ tos y subvencionar a los más desfavorecidos; también pueden redefinir los derechos de propiedad, redistribuir los ingre‐ sos y la riqueza, o proporcionar directamente bienes colectivos a la población. Pero, en un mundo en el que el propósito de los políticos es hacerse elegir o reele​gir, en el que los grupos de interés financiero ejercen una influencia desproporcionada en la elaboración de las políticas, en el que los intereses de las gene‐ raciones futuras a menudo son ignorados ya que sus representantes no participan en la mesa de negociaciones, en el que los Gobiernos siguen sus políticas económicas nacionales en detrimento del interés mundial, los que toman las decisio‐ nes no están dispuestos a crear instituciones cuyo objetivo sea motivar a los ciudadanos a contribuir a la riqueza colecti‐ va, lo que permitiría erradicar la pobreza. En estas condiciones ¿cómo incitar a la gente de diferentes países y culturas a contribuir a los bienes comunes? Puede haber dos posibles respuestas: una expresada por la voz de la razón y la otra por la voz de la solicitud, del care. La voz de la razón es la que nos motiva a considerar las cosas de manera objetiva. La que nos permite en particular re‐ flexionar sobre el intercambio de los puntos de vista y nos hace comprender que si queremos que los demás se compor‐ ten de manera responsable, tenemos que comenzar por hacerlo nosotros mismos, lo que favorece la cooperación. Este enfoque racional sin duda ha sido un factor importante en la promoción de los derechos de la mujer, las minorías y otros grupos de individuos cuyos derechos son burlados. Además, éste nos motiva a tener en cuenta consecuencias de nuestras acciones a largo plazo. Pero a pesar de estas consideraciones, afirma Dennis Snower, nadie ha podido mostrar de manera convincente que sólo la razón, sin la ayuda de una motivación prosocial, es suficiente para llevar a los individuos a ampliar el campo de su responsabilidad, para incluir en él a todos aquellos que se ven afectados por sus acciones. Además, si la balanza del poder está inclinada a nuestro favor, nada nos impedirá servirnos de ésta sin vergüenza en perjuicio de los otros. Separada de la solicitud y aguijoneada por el egoísmo, la razón puede llevar a comportamientos deplorables, a la manipulación, la ex‐ plotación y el oportunismo sin piedad. Por eso la voz de la solicitud es necesaria. Ésta se basa en una interpretación diferente de la naturaleza humana y per‐ mite incluir naturalmente en la economía, como lo hacemos en nuestra existencia, la empatía, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, la compasión por aquellos que sufren y el altruismo, que incluye todas estas cualidades. Juntándose con la voz de la razón, la voz de la solicitud puede cambiar fundamentalmente nuestra voluntad de contribuir a la rique‐ za común. A quienes sostienen que es más racional ser egoísta que altruista, porque es la manera más realista y eficaz de asegurar su prosperidad y su supervivencia, y que los altruistas son idealistas utópicos e irracionales, que siempre se hacen explo‐ tar, podemos responderles con Robert Frank, de la Universidad de Cornell: «Los altruistas no son ni más ni menos racio‐ nales que los egoístas. Simplemente, tienen objetivos diferentes».42 Incluso es probable que, en muchas situaciones, el al‐ truista se comporte de manera más realista que el egoísta, cuyos razonamientos estarán sesga​dos por la búsqueda de su único interés. El altruista considera las situaciones desde una perspectiva más abierta. Le será más fácil considerar las si‐

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tuaciones desde diferentes ángulos, y tomar las decisiones más apropiadas. No tener ninguna consi​deración por el interés de los demás no es racional, es sólo inhumano. Además, mientras que la voz de la razón sola no proporciona a los egoístas suficientes justificaciones para convencer‐ los de eliminar la pobreza en medio de la abundancia, la voz de la solicitud les puede proporcionar muchas. Por esta ra‐ zón, merece nuestra atención y tiene que guiarnos en nuestros esfuerzos por resolver los problemas mundiales.

Extender la reciprocidad El altruismo es contagioso y la imitación o la inspiración desempeña un papel importante en las sociedades humanas. Muchos estudios han demostrado que el simple hecho de haber visto a alguien ayudar a un desconocido aumenta la pro‐ babilidad de que uno haga lo mismo. Esta tendencia es acumulativa: cuanto más veo a los otros actuando de manera ge‐ nerosa y ocupándose del prójimo, más tiendo a comportarme como ellos. A la inversa, cuanto más egoístas son los de‐ más, más inclinado estoy yo también a serlo. En los años ochenta, el economista francés Serge-Christophe Kolm, exprofesor de Stanford y director de Estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, se preguntó, en La Bonne économie. La réciprocité générale (‘La buena economía: la reciprocidad general’) por la forma de llegar a una economía y a una sociedad suficientemente al‐ truistas y solidarias, en el contexto del mundo moderno. Con palabras particularmente diferentes de las de Francis Edge‐ worth, mencionado anteriormente, y poco comunes en un economista, Kolm considera que:

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La sociedad buena está hecha de hombres buenos. […] La bondad: es poner en primer lugar el altruismo, la solidari‐ dad voluntaria, la donación recíproca, la generosidad, el compartir como hermanos, la comunidad libre, el amor al prójimo y la caridad, la benevolencia y la amistad, la simpatía y la compasión.43 Según él, en el siglo XX han prevalecido dos sistemas económicos: «El mercado capitalista y la planificación totalitaria, los dos basados en el egoísmo, el trato al otro como un objeto, la hostilidad, el conflicto y la competencia entre personas, la dominación, la explotación y la alienación». Pero existe una alternativa: «Otro sistema es posible, basado en lo mejor del hombre, en las mejores relaciones sociales, y fortaleciéndolas». Este sistema es la economía de la reciprocidad, una economía que genera relaciones interpersonales «infinitamente más gratificantes y humanas, que producen mejores per‐ sonas, sin comparación y en opinión de todos». Según Kolm, la reciprocidad general, en la cual cada uno da a la sociedad (tiempo, recursos y capacidades) y, recíprocamente, se beneficia de las donaciones de cada uno, sin que se pueda decir con precisión de quién viene lo que recibimos, es «todos para uno y uno para todos».44 Al contrario, se podría hablar de reciprocidad negativa si intercambiamos bienes y servicios con la idea de que vamos a beneficiarnos del intercambio más que los demás. Para los que temen que una economía semejante no pueda funcionar y produzca una recesión, Kolm demuestra, ba‐ sándose en ecuaciones, que sucedería lo contrario. La reciprocidad «permite una realización económica mucho más efi‐ caz y productiva».45 Además, esta eficacia, y la prosperidad asociada a ella, no se reduce a una «prosperidad global» abstracta, calculada sumando indistintamente todas las fortunas, lo que daría una imagen engañosa de la situación de los diferentes sectores de la población. Lo que importa es la prosperidad real que beneficia a la sociedad a todo nivel, incluidas las clases medias y la gente más pobre. Que la riqueza del país sea el doble en los Estados Unidos, donde el 1 % de la población posee el 40 % de la riqueza, o en un país africano en el que los recursos petroleros o mineros van directamente a las arcas de los dirigentes, no tiene ninguna utilidad para los que siguen en la pobreza. En los Estados Unidos, la prosperidad ni siquiera ha beneficiado a la clase media, cuyos ingresos están estancados desde hace veinte años. Como escribía Auguste Detœuf: «El capital es trabajo acumulado, pero como no podemos hacer todo, unos son los que trabajan y otros los que acumu‐ lan».46 Según Kolm, las ventajas de la reciprocidad son múltiples. Favorece la eficacia, la productividad y la transparencia, por el hecho de que la información se comparte de manera natural, en lugar de ser monopolizada o desviada, como es el caso

y lo hemos visto, en la mayoría de las grandes empresas. Las motivaciones altruistas favorecen la cooperación, que au‐ menta la eficacia. La reciprocidad produce más justicia en la distribución de los recursos y de los beneficios. A su vez, la justicia favorece la reciprocidad y se inicia un círculo virtuoso. La reciprocidad trae consigo la cooperación, que siempre estuvo en el centro de la evolución de las especies, de la creatividad y del progreso. Ésta se fortalece a medida que los in‐ dividuos toman conciencia de sus posibilidades y sus ventajas. En particular, produce una disminución de los gastos ha‐ bitualmente destinados a la competencia, y una mejora considerable de las relaciones de trabajo, lo que favorece la creati‐ vidad.47 ¿Cómo influir en esta dinámica?

MONDRAGÓN, UNA ALTERNATIVA DE ÉXITO Las sociedades modernas, en su mayoría, han elegido una organización capitalista de la producción. En el capita‐ lismo, algunos propietarios privados crean empresas, seleccionan a sus administradores y deciden lo que quieren producir, dónde lo quieren hacer, y qué uso dar a los beneficios. Así, unas pocas personas toman todas las deci‐ siones en nombre de una mayoría de empleados que proporciona lo esencial del trabajo productivo. Esta mayoría tiene que aceptar las consecuencias de las decisiones tomadas por la dirección y los principales accionistas. El ca‐ pitalismo insiste en que esta organización de la producción, tan antidemocrática, es la única manera de ser eficaz, en términos de resultados. El éxito ejemplar de Mondragón, en el País Vasco español y de muchas otras coopera‐ tivas en el mundo, demuestra la falsedad de este argumento. Actualmente, la Corporación Mondragón (CM) es el grupo cooperativo más grande del mundo, fruto de la vi‐ sión de un joven sacerdote vasco, José María Arizmendiarrieta Madariaga, que, en 1941, fue nombrado vicario de la parroquia de Mondragón, pequeña ciudad gravemente afectada por la Guerra Civil. Para hacer frente a un des‐ empleo masivo, José María decide trabajar por el desarrollo económico de la ciudad, basándose en ideas mutua‐

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listas.48 En 1943, crea una escuela de formación profesional gestionada democráticamente. En 1956, cinco jóvenes diplomados de esta escuela organizan un taller dedicado a la fabricación de hornos y cocinas a petróleo. Poco a poco, el esfuerzo solidario de los empleados-socios permite transformar este modesto taller en un grupo indus‐ trial, que se convierte en el primero en el País Vasco y el séptimo en España. Siempre bajo el impulso de José María, estos jóvenes empresarios fundan también la Caja Laboral Popular Cooperativa de Crédito, banco cooperativo de crédito que proporciona a los trabajadores los fondos necesarios para empezar nuevas empresas cooperativas. En 2010, la Caja Laboral tenía más de 20 mil millones de euros en depósitos. Actualmente, la Corporación Mondragón (CM) comprende más de 250 sociedades (de las cuales la mitad si‐ guen siendo cooperativas) agrupadas en seis campos: industria, finanzas, comercio al por menor, conocimiento (Universidad Mondragón), investigación y formación. En 2010, Mondragón contaba con 85.000 miembros, de los que el 43 % eran mujeres. La igualdad de poderes entre hombres y mujeres influye favorablemente en las relacio‐ nes en el interior de la empresa, a diferencia de las grandes sociedades capitalistas que, muy a menudo, están con‐ troladas por hombres. Los ingresos globales ascienden a 30 mil millones de euros al año, pero Mondragón se mantuvo independiente de la bolsa, lo que le permite tomar sus decisiones con toda libertad. Toda la diferencia está en la manera en que Mondragón está organizado. En cada empresa, los miembros de la cooperativa (en promedio 80-85 % de todos los trabajadores de cada em‐ presa) son propietarios colectivos de la empresa y la dirigen. En la asamblea general anual, los trabajadores-socios son los que eligen democráticamente y contratan o despiden a sus ejecutivos. Nombran a un administrador gene‐ ral, pero mantienen el poder de tomar las decisiones fundamentales: qué hacer, dónde y cómo, y cómo utilizar los beneficios. El empleado mejor pagado puede ganar sólo seis veces más que el peor remunerado, en lugar de cuatrocientas veces de promedio en una empresa estadounidense. En consecuencia, en el País Vasco los salarios de los obreros de CM son superiores en un 15 % a la media local, mientras que los salarios de los ejecutivos son muy inferiores a los del sector privado. Mondragón también promueve la seguridad del empleo gracias a un sistema que permite desplazar a los traba‐

jadores de las empresas de la Corporación que necesitan menos empleados hacia otras que necesitan cada vez más, de manera abierta y transparente regida por reglas democráticas asociadas a subvenciones que permiten mi‐ nimizar los costes para los empleados desplazados. Una parte de los ingresos de cada empresa miembro alimenta un fondo de investigación, lo que ha permitido un impresionante desarrollo de nuevos productos. CM también creó la Universidad de Mondragón, donde hay más de 4.000 estudiantes matriculados. Durante la visita de un periodista británico de The Guardian, un empleado de CM declaró: «No somos un pa‐ raíso, sino más bien una familia de empresas cooperativas que luchan por construir otro tipo de vida, en torno a otra forma de trabajar».49 Como señala este periodista, Richard Wolff, «teniendo en cuenta el rendimiento del capitalismo español de nuestros días —25 % de desempleo, un sistema bancario quebrado y la austeridad impuesta por el Gobierno (como si no hubiera alternativa)— Mondragón parece un oasis bienvenido en un desierto capitalista».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Hacia una economía positiva y solidaria

Según Edgar Morin, actualmente asistimos a un renacimiento de la economía social y solidaria en diferentes países, entre ellos Francia. Este desarrollo se basa en cooperativas y mutuas de microcrédito (siempre y cuando no sea desviada de su intención original por el beneficio bancario), y en el comercio equitativo que favorece a los pequeños productores de los países del Sur, manteniendo precios de compra que no sufran las fluctuaciones brutales del mercado, y apoyando a las asociaciones locales que eliminan a los intermediarios depredadores. También habría que motivar la alimentación de proximidad, como hacen las Asociaciones para Mantener una Agricultura Campesina (AMAP, por el francés Associa‐ tions pour le Maintien d’une Agriculture Paysanne), en el seno de las cuales los productores de verduras entregan direc‐ tamente sus productos a los particulares urbanos, así como el cultivo biológico y la agroecología. De esta manera, encontramos en esto la voluntad de liberarse de la única lógica del mercado y privilegiar la ayuda mu‐ tua, recurriendo a las redes sociales, que utilizan diferentes instrumentos de financiación o de garantías basadas en la confianza entre sus miembros.50 Una economía del bien común tiene que favorecer la justicia social y la igualdad de oportunidades, a fin de que cada ser humano pueda expresar plenamente sus capacidades. Durante el Foro Económico Mundial de Davos en enero de 2010, en la sesión titulada «Repensar los valores en el mundo de la poscrisis», Muhammad Yunus, premio Nobel de la Paz y creador del microcrédito, que permite a los pobres escapar por sí mismos de la pobreza, declara: No es necesario cambiar la forma de hacer negocios, basta con cambiar el objetivo que se persigue. Una economía cuyo propósito sólo es la búsqueda del beneficio es egoísta. Reduce la humanidad a una sola dimensión, la del dinero, lo que lleva a ignorar nuestra humanidad. Y luego, está la economía altruista cuya primera finalidad es ponerse al ser‐ vicio de la sociedad. Es lo que llamamos una «economía social». La caridad puede ayudar de manera momentánea y puntual, pero no tiene efecto continuo. La economía social puede ayudar a la sociedad de manera sostenible.51 La economía social en sí misma es tan viable como la economía egoísta, pero su beneficiario directo es la sociedad. Por ejemplo, usted puede fundar una empresa con el fin de crear decenas de miles de empleos o proporcionar agua pota‐ ble y barata a miles de pueblos, como hizo el Grameen Bank de Yunus. Éstos son algunos objetivos que difieren de la simple búsqueda de beneficio. Si usted logra crear esos empleos o proporcionar el agua potable, éste será su indicador de éxito en el balance de fin de año. Según Yunus: «Actualmente, lo esencial de la tecnología está puesto al servicio de em‐ presas egoístas. Ahora bien, esta misma tecnología podría ponerse al servicio de empresas altruistas».52

MUHAMMAD YUNUS, O CÓMO NO LIMITAR AL SER HUMANO La crisis de hoy en día se debe al hombre, no es como un tsunami, un desastre natural. ¿Cómo la hemos provoca‐

do? Hemos transformado el mercado financiero en un casino. Actualmente, este mercado está gobernado por la avidez, la especulación, y no por la producción real. Cuando usted pasa de la economía real a la economía espe‐ culativa, esto es lo que obtiene.53 Tenemos que replantearlo todo. Correr detrás del dinero y maximizar los beneficios termina por absorber toda nuestra atención y transformarnos en una suerte de máquinas de producir dinero. Tenemos que recordar que so‐ mos seres humanos y que un ser humano es una entidad mucho más amplia. Olvidamos nuestro propósito. Pro‐ ducir dinero no lo resuelve todo. Esto nos limita, nos reduce a ser máquinas de ganancias. Cuando veo un problema, inmediatamente siento deseos de crear una actividad económica que lo resuelva. En la empresa social, los beneficios no van a los inversores, sino a la empresa. Es una compañía sin dividendos, con‐ cebida para resolver problemas sociales. Tiene que ser eficaz, no para ganar dinero, sino para que las cosas se ha‐ gan. En la economía convencional, el objetivo es producir beneficios. En la economía social, el objetivo es realizar un proyecto que beneficie a la comunidad. Tomemos un ejemplo: en Bangladés hay 160 millones de habitantes y el 70 % de éstos no tenían electricidad. Esto me hizo pensar lo siguiente: «Ésta es una buena ocasión para hacer algo útil». Entonces, creamos Grameen Energy para proporcionar energía solar renovable en los pueblos. Al principio, sólo vendíamos una docena de pa‐ neles al día, a un precio ligeramente más alto que el precio de coste, simplemente para poder mantener la activi‐ dad. Actualmente, dieciséis años después, vendemos mil paneles diarios y, en noviembre de 2012, sobrepasamos la cifra simbólica de un millón de hogares equipados con sistemas solares. La consecuencia fue que el precio de los paneles solares bajó. Como, al mismo tiempo, el precio del petróleo se disparó, todavía es más atractivo para los pobres disponer de energía renovable. Fueron necesarios dieciséis años para llegar al millón de hogares, pero necesitaremos menos de tres años para llegar a un millón más. No lo hici‐ mos para ganar dinero, sino para alcanzar un objetivo social. El hecho de utilizar petróleo para cocinar e iluminar las casas es la causa de muchos problemas de salud y de incendio. Entonces, la energía renovable es buena, tanto para el medio ambiente, como para la salud y la subsistencia de la gente. Dos tercios de la población de Bangladés están sumidos en la pobreza. Estas personas no tienen nada que ver con los bancos. Con las manos vacías, son impotentes. El microcrédito llegó para llenar el vacío que dejaron los bancos. Al principio, las grandes instituciones financieras declararon que era imposible. Pero les mostramos que esto funcionaba muy bien. Grameen Bank no hace venir ningún dinero del exterior. Sólo recibimos el dinero que la gente deposita en él. En su mayoría se trata de mujeres que nos solicitan pequeños préstamos y que también nos confían sus ahorros, cuando tienen algo. A las mujeres a quienes les damos préstamos, tenemos que proponerles planes que puedan comprender y que, a su vez, sean simples y atractivos. Actualmente tenemos 8,5 millones de prestatarios en 80.000 pueblos. La gente no es la que tiene que ir al banco, es Grameen Bank quien va cada semana a llamar a sus puertas. Yo nunca compré ni tuve una sola acción del Grameen Bank. El dinero no me interesa. Actualmente, después de treinta y siete años de experiencia, todos los años prestamos 1,5 mil millones de dólares. Y más del 99 % de es‐ tas sumas son reembolsadas. Muchas grandes compañías poseen fundaciones caritativas. Éstas podrían transformarse fácilmente en econo‐ mía social y convertirse en instrumentos mucho más poderosos. No firmarán cheques. En las empresas sociales, uno se tiene que comprometer personalmente y aportar su solicitud y su poder creativo. Así, esto se vuelve más gratificante. La ciencia ficción siempre se adelanta a la ciencia. Pero gran parte de lo que ayer era ciencia ficción, hoy es ciencia. De la misma forma, se debería hablar de la «social ficción» e inspirar a la gente, que entonces se pregun‐ taría: ¿por qué no? No se hacen verdaderos cambios simplemente con predicciones. Éstas son muy conocidas por no predecir correctamente el futuro. Nadie predijo la caída del muro de Berlín, o de la Unión Soviética, pero esto sucedió muy rápido. Así pues, tenemos que imaginar el futuro y, luego, convertirlo en realidad.

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El auge del comercio justo

En su obra Le Commerce équitable (‘El comercio justo’), el empresario social Tristan Lecomte habla del drama de los pe‐ queños productores, quienes, debido a su pobreza crónica, su aislamiento, su incapacidad para agruparse y proponer un volumen suficiente de producción, son incapaces de negociar con los compradores y las multinacionales muy poderosas, que fijan sus precios a gran número de pequeños productores dispersos y desorganizados. Para tener acceso directo a los mercados, estos pequeños productores tienen que integrarse a un grupo que respete sus intereses y que les garantice un ingreso decente.54 Además, muchos intermediarios se apropian de la mayor parte de los beneficios. En Tailandia, por ejemplo, el arroz sin pelar es comprado al pequeño productor sólo por 10 céntimos de euro el kilo. Los compradores tailandeses han for‐ mado una red casi mafiosa que mantiene el precio de compra lo más bajo posibles para un precio de reventa muy supe‐ rior.55 Además, los precios mundiales son muy fluctuantes. Por ejemplo, el precio del café bajó un 45 % en un año, de 1998 a 1999. Un obrero malgache que cose camisetas en una fábrica textil gana, 2,5 céntimos por camiseta, es decir, cincuenta veces menos de lo que ganaría un obrero francés por el mismo trabajo.56 La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (CNUCED) promueve intercambios más equita‐ tivos entre los países del Sur y del Norte. Pero así como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que busca pro‐ teger a los trabajadores de los países pobres, no tiene ningún poder jurídico, la Organización Mundial del Comercio (OMC), que tiene poder para sancionar a los países que no respetan sus obligaciones, lamentablemente frena la apertura de los mercados de los países ricos a los productores de los países pobres. En cuanto a los préstamos del FMI a los países con dificultades, están asociados a exigencias de ajustes estructurales que, a menudo, han permitido a estos países evitar la quiebra (como fue el caso de la Argentina), pero no están casi nunca dirigidos a los intereses de los más pobres y de los pequeños productores, ya que favorecen la hegemonía de las multinacionales. En consecuencia, para favorecer el desarrollo sostenible y el comercio equitativo, es indispensable ayudar a los centros de producción de los países pobres a progresar, mejorando las condiciones sociales y medioambientales vinculadas a su producción. Sin este acompañamiento, las exigencias de protección del medio ambiente pueden convertirse en una carga adicional para los pequeños productores, a los cuales se les imponen exigencias paralizantes, al seguir comprándoles sus productos a precios ri​dículos. Como explica Tristan Lecomte, a diferencia de la ayuda que se proporciona en forma de donaciones, el comercio equi‐ tativo establece un sistema de intercambio que permite a los pequeños productores prosperar y, en un plazo dado, autofi‐ nanciarse.57 De esta manera, una economía solidaria reemplaza la caridad. El año 1988 vio la creación de la Federación Internacional del Comercio Alternativo (IFAT, International Federation for Alternative Trade) y el lanzamiento en los Países Bajos (al principio con los productos de la marca Max Havelaar) del comercio equitativo en la gran distribución. En 1997, las tres principales marcas internacionales de comercio equitativo, Max Havelaar, Transfair y Fairtrade se agruparon en la Organización de Certificación del Comercio Justo (FLO, Fairtra‐ de Labelling Organization). Oxfam también es una asociación inglesa pionera en este campo, que vinculó programas de ayuda para el desarrollo a la compra de productos de pequeños productores y su reventa, a través de una amplia red de tiendas, principalmente en Inglaterra. El logo «Max Havelaar» garantiza el carácter equitativo de la filial y alcanza actualmente a más de 800.000 productores en 46 países, mejorando las condiciones de vida de 5 millones de personas. En resumen, según la carta de la Plataforma para el Comercio Equitativo (PFCE, Plate-Forme pour le commerce équi‐ table), este tipo de comercio tiene que ser solidario y dirigirse prioritariamente a los productores más pobres para una colaboración sostenible. Hay que comprar sus productos lo más directamente posible y a un precio que permita al pro‐ ductor vivir decentemente. Este comercio también tiene que ser «transparente», dando toda la información sobre el pro‐ ducto en sí y sobre los circuitos de su comercialización. Tiene que valorar el medio ambiente y las negociaciones libres y democráticas entre productores y compradores, eliminando el trabajo abusivo de los niños y motivando a los producto‐ res a ser autónomos. En Cambiar el mundo, Sylvain Darnil y Mathieu Le Roux dan muchos ejemplos de éxito del comercio equitativo.58 En Laos, Sisaliao Svengsuka fundó Laos’ Farmer Products, la primera cooperativa no colectivista de ese país actualmente

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pacífico, pero todavía dirigido por un Gobierno comunista autoritario. Esta empresa reúne las cosechas de 10.000 fami‐ lias para entregar sus productos en los puntos de venta de comercio equitativo en Europa y los Estados Unidos. En Japón, Yusuke Saraya fundó Saraya Limited, próspera empresa de detergentes biodegradables en un 99,9 %. En 2003, la firma tuvo un volumen de negocio de 150 millones de euros. Saraya llegó a reducir del 5 al 10 % al año su consu‐ mo de energía, agua y embalajes, manteniendo al mismo tiempo, su crecimiento. En la India, Elaben Bhatt fundó el primer sindicato para las vendedoras ambulantes de la región de Gujarat, la Self Employed Women Association (SEWA), que permitió a las mujeres excluidas de los mercados oficiales, y víctimas de acoso por parte de las autoridades, ser reconocidas y respetadas. Elaben luchó para obtenerles licencias y además creó un banco de microcréditos, basándose en el modelo de la Grameen Bank de Muhammad Yunus. Desde entonces las 700.000 afiliadas al sindicato pueden obtener préstamos a tasas decentes, para invertir en sus actividades. Como en el caso del Grameen Bank, los préstamos se devuelven en un 98 %.59

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Los fondos éticos

Aunque todavía no representan más que algunos puntos porcentuales del mercado financiero, actualmente los fondos éticos están en plena expansión. Se aplican diferentes criterios de calificación, como: prohibición del trabajo infantil, ayuda a la educación, a la salud y al desarrollo de las poblaciones del Tercer Mundo, protección del medio ambiente y política de recursos humanos favo‐ rables para los asalariados. Es más, los fondos éticos se muestran como buenas inversiones a largo plazo ya que, dada su vocación altruista, están menos sujetos a las malversaciones, flagelo de la economía egoísta. La Inversión Socialmente Responsable (ISR) aplica sus principios de desarrollo sostenible a las colocaciones financie‐ ras. Los administradores financieros que practican la ISR seleccionan las empresas que tienen las mejores prácticas me‐ dioambientales, sociales o de gobierno, y excluyen las empresas que se basan en valores morales insuficientes, que no res‐ petan las normas de las convenciones internacionales, así como sectores de actividad completos tales como el tabaco o el comercio de armas. La ISR empezó a organizarse en Francia desde los años ochenta y, desde 2011, una Semana de la ISR, bajo el importante patrocinio del Ministerio de Ecología, Desarrollo Sostenible y Energía, coordina cada año unas cin‐ cuenta actividades. En consecuencia, el sistema bancario francés empieza a tomar en serio la ISR y Francia ocupa en el primer lugar de los mercados ISR en Europa, con 1,884 billones de euros de activos financieros en 2012, por delante del Reino Unido (1,235 billones) y los Países Bajos (636.000 millones).60 En 2012, en 14 países de Europa estudiados en deta‐ lle, la ISR alcanzó los 6,76 billones de euros, es decir, el 14 % de los activos financieros. Sin embargo, cabe señalar que la etiqueta IRS a menudo se concede a fondos que se contentan con no invertir en algunas industrias, como las del tabaco o las armas, por ejemplo, pero que van a invertir en industrias petroleras o farmacéuticas cuyos criterios éticos son muy pobres. Por el contrario, existe una minoría de fondos ISR que buscan activamente empresas que tengan un impacto so‐ cial y medioambiental verdaderamente positivo, como es el caso, por ejemplo, del Triodos Bank en los Países Bajos, que ofrece una transparencia perfecta en sus inversiones,61 así como Calvert Investments en los Estados Unidos. Por su parte, Al Gore, ex vicepresidente de los Estados Unidos, lanzó en el Reino Unido, junto con el financiero David Blood, un fondo de inversión bautizado con el nombre de Generation Investment Management (GIM), destinado a pro‐ yectos que favorecen los proyectos a largo plazo y la conservación del medioambiente. El fondo ya ha captado varios cientos de millones de libras esterlinas. Global Alliance for Banking on Values (GABV) es un consorcio que reagrupa, en los cinco continentes, a una veintena de bancos alternativos (microfinanciación, banca comunitaria, banca de desarrollo sostenible) o éticos, comprometidos en la ayuda a las comunidades locales, al mismo tiempo que buscan soluciones viables a los problemas globales, sin per‐ der de vista el equilibrio que debe reinar entre los factores constituyentes de la noción de triple línea de rentabilidad em‐ pleada por los economistas: la ganancia, los individuos y el planeta. El consorcio, en rápida expansión, espera estar al servicio de mil millones de personas en el año 2020.

Los bancos cooperativos En Francia, un cierto número de establecimientos bancarios funcionan como cooperativas y proponen invertir en accio‐ nes sociales y en el desarrollo sostenible. Entre ellos se encuentra Crédit coopératif, que financia cooperativas de produc‐ tores y de consumidores ofreciéndoles microfinanciación e inversiones solidarias al servicio de la comunidad. Como eli‐ gió no cotizar en Bolsa, a fin de conservar su independencia y para trabajar en un horizonte a largo plazo, Crédit coopé‐ ratif tiene «socios» en vez de accionistas. Según Claude Sevaistre, encargado de comunicación, «las personas tienen la prioridad, no el capital. Y rige el principio de un socio un voto».62 Otro ejemplo nos lo proporciona la NEF (Nouvelle Économie Fraternelle), fundada en 1979, que ofrece herramientas financieras destinadas a apoyar proyectos medioambientales, sociales y culturales. De acuerdo con la guía Environnement: comment choisir ma banque? (‘Medio ambiente: ¿cómo elegir mi banco?’) publicada el año 2008 por Amigos de la Tierra, la más importante organización ecológica del planeta, «la NEF es el único actor financiero francés que publica todos los años la totalidad de los proyectos que financia e informa sobre las cantidades de los préstamos otorgados y la descripción de las actividades financiadas».63 La inversión de impacto (impact investing) es un nuevo método de inversión que tiene como primer objetivo respon‐ der a una necesidad social o medioambiental, eventualmente con un retorno financiero «moderado». Según algunos ex‐ pertos financieros, este método constituye una nueva clase de activos financieros destinada a crecer mucho. Un estudio del J. P. Morgan y de la Fundación Rockefeller publicado en 2010 estima que este tipo de inversión alcanzará los 500 mil millones de dólares en los próximos diez años.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Crear una Bolsa de economía positiva

Una iniciativa útil consistiría en crear, en Francia y otros lugares, Bolsas de economía positiva que agruparán las inversio‐ nes vinculadas a las actividades económicas orientadas al bien común y que tienen un componente altruista. El objetivo de dichas Bolsas no sería competir con el sistema financiero dominante, sino ofrecer una alternativa confiable y eficaz a todos aquellos que desean participar en el auge de diferentes sectores de la economía positiva: — la economía social y solidaria, que agrupa las cooperativas, mutuas, bancos de ahorro solidarios, empresas de mi‐ crocrédito, micromecenazgo (crowd​funding), inversión de impacto y oficios de solidaridad; — los fondos éticos que sólo ofrecen inversiones social y ecológicamente responsables y otras inversiones cuyo perfil es fiel a un conjunto de criterios éticos; — el comercio equitativo, que salvaguarda el interés de los pequeños productores, les permite organizarse mejor y ganar en publicidad; — la economía verde y la producción de energías renovables (que recibiría subsidios del Estado hasta que haya re‐ emplazado la producción basada en los hidrocarburos). También incluye las inversiones en descontaminación de las ciudades y los medios naturales (ríos, océanos, etc.), así como en producción de proteínas vegetales y la dismi‐ nución de la crianza industrial y la instrumentalización de los animales. Ya se han lanzado algunas iniciativas. En Londres, una Bolsa Social (Social Stock-Exchange o SSE), en gestación desde 2007, después de algunas dificultades, está a punto de entrar en funcionamiento este año (2013) y espera convertirse en un portal de acceso para las empresas sociales que quieren obtener capitales y para los inversores que desean encontrar empresas que reflejen sus valores éticos y solidarios. En Brasil, Celso Grecco, empresario social, creó una Bolsa de Valores Sociales o BVS, que opera en el seno de la bolsa más grande de Brasil, Bovespa, y que ofrece a los inversores un portafolios de oportunidades de inversión social confia‐ ble, con la eficacia y la transparencia que a veces les falta a las organizaciones filantrópicas, en particular a las de Brasil. En 2006, el modelo BVS fue reproducido en Sudáfrica por el empresario social Tamzin Ratcliffe que fundó Greater Good en asociación con la bolsa de Johannesburgo, creando así nuevos caminos para la inversión social y solidaria.

La ayuda al desarrollo Con respecto a la ayuda otorgada por los Estados a los países en vías de desarrollo (APD), en importe monetario bruto los Estados Unidos están a la cabeza, según las cifras de la OCDE, con 30.700 millones de dólares en 2011, por delante de Alemania (14.500), el Reino Unido (13.700), Francia (13.900) y Japón (10.600). Sin embargo, si se compara este importe con el producto interior bruto (APD/PIB) de los países involucrados, Suecia, Noruega y Luxemburgo son los únicos que llegan al 1 %, y sólo los alcanzan Dinamarca (0,86 %) y los Países Bajos (0,75) en la lista de los cinco países que han al‐ canzado la tasa de 0,7 % fijada como objetivo por las Naciones Unidas. Estos países están muy por encima de los Estados Unidos (0,2 %), Corea del Sur (0,12 %) y Grecia (0,11 %). Francia está ubicada en la zona media, con un 0,46 %.64

Devolver a la sociedad: la filantropía a nivel planetario

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Entre los grandes filántropos de los siglos XX y XXI, figuran en particular Andrew Carnegie, industrial estadounidense que, a principios del siglo XX, donó el equivalente a 7 mil millones de dólares de hoy a diferentes fundaciones y que creó, en particular, aproximadamente 2.500 bibliotecas públicas gratuitas en los Estados Unidos. Bill Gates, el fundador de Mi‐ crosoft, ha dedicado el 95 % de su fortuna a la lucha contra las enfermedades y el analfabetismo en los países del Sur. Su fundación, la Fundación Bill & Melinda Gates, creada en 2000 ya lleva gastados cerca de 10 mil millones de dólares en vacunar a 55 millones de niños, y dispone de un presupuesto tan importante como el de la Organización Mundial de la Salud (OMS).65 Por su parte, el multimillonario Warren Buffett anunció su intención de donar el equivalente a 28 mil millones de eu‐ ros a organizaciones caritativas dirigidas por Bill y Melinda Gates, y por miembros de su propia familia. Esta decisión, que afecta al 80 % de su fortuna, constituye la mayor donación individual jamás realizada en la historia. Chuck Feeney, filántropo estadounidense de origen irlandés, durante mucho tiempo fue uno de los más grandes filán‐ tropos anónimos de la historia. Donó en secreto 6 mil millones de dólares a diferentes causas en el mundo, antes de ser finalmente identificado en 1997 (véase recuadro siguiente).66 En cuanto a Pierre Omidyar, fundador de eBay, y su esposa Pam, crearon una fundación, Omidyar Network, que está involucrada en proyectos de microcrédito en Bangladés, para mejorar la suerte de las mujeres en la India y para promover la transparencia gubernamental en muchos países. Giving Pledge, campaña lanzada en 2010 por Warren Buffett y Bill Gates, está orientada a motivar a las personas más ricas del mundo a donar la mayor parte de su fortuna a causas filantrópicas. En abril de 2013, 105 multimillonarios ya habían firmado un compromiso en ese sentido.67 Estos filántropos subrayan que es bueno dejar a sus herederos suficiente dinero para que puedan desenvolverse, pero no demasiado, ya que corren el riesgo de no hacer nada. Esta visión difundi‐ da en América del Norte, está bastante alejada de la cultura europea, fiel a la transmisión de los bienes a través de la he‐ rencia. Así, algunas de las mayores fortunas francesas con las que se puso en contacto Warren Buffett, como Arnaud La‐ gardère y Liliane Bettencourt, en concreto, declinaron formar parte de este proyecto filantrópico.68 En Francia, según el Centre d’Étude et de Recherche sur la Philantrophie (CerPhi, Centro de Estudios e Investigación sobre Filantropía), el importe donado por los franceses ha pasado de mil millones a 4 mil millones de euros entre 1980 y 2008. En 2009, según Recherches et Solidarités —que se define como una «red de expertos al servicio de las solidaridades —,69 el importe medio de las donaciones declaradas en Francia fue de 280 euros por hogar. En los Estados Unidos, la fi‐ lantropía privada representa el 1 % del PIB estadounidense, es decir, más del doble de la media europea.

EL FILÁNTROPO INVISIBLE Durante los últimos treinta años, Chuck Feeney, dueño de una fortuna de 7,5 mil millones de dólares, proceden‐ tes del imperio de las boutiques duty free que él creó, recorrió el mundo entero para poner en marcha operaciones secretas destinadas a alimentar múltiples proyectos caritativos de su fundación, Atlantic Philanthropies. Desde los Estados Unidos hasta Australia, pasando por Irlanda y Vietnam, destinó 6,2 mil millones de dólares a la educa‐

ción, la ciencia, la salud y los derechos humanos. Nadie que tuviera este nivel de riqueza ha donado nunca prácti‐ camente toda su fortuna en vida. El saldo de 1,3 mil millones de dólares será gastado de aquí al año 2016. Mien‐ tras que los titanes del mundo de los negocios están obsesionados por el atesoramiento y la multiplicación de ri‐ quezas, Feeney hace todo lo posible para vivir y morir en la frugalidad. Durante los primeros quince años de esta misión, emprendida en 1984, ocultó su generosidad de manera casi obsesiva. La mayoría de las organizaciones que se beneficiaban con sus donaciones no tenían ni idea de la proce‐ dencia de las sumas considerables que recibían a través del intermediario Atlantic Philanthropies. Las personas que lo sabían guardaban el secreto. Sospechoso de ocultar ilegalmente importantes sumas de dinero, Feeney tuvo que revelar finalmente sus activi‐ dades, cuando quiso vender su sociedad. Entonces, tuvo que probar que había donado dichas sumas. «Estoy muy contento —declaró en una de las pocas entrevistas que aceptó dar— cuando lo que hago ayuda a los demás, y tris‐ te, cuando lo que hago no es útil para nadie.»70 En 1997, Feeney renunció de mala gana a su anonimato. Sin embargo, esta transición fue benéfica, porque dos de los hombres más ricos del mundo, Bill Gates y Warren Buffett, reconocieron que para ellos fue una fuente de inspiración muy importante. Bill Gates y su esposa crearon la Bill & Melinda Gates Foundation a la que ya han dedicado 30 mil millones de dólares. Durante sus viajes, Chuck Feeney sigue viviendo austeramente y reside en viviendas modestas. Ha recorrido millones de kilómetros en clase turista, declarando que la clase business no le permite llegar más rápido a su des‐ tino. Usa un reloj Casio de plástico que, dice, le indica la hora igual que un Rolex. Su mensaje a los filántropos es simple: «No esperen a ser viejos o, peor aún, a estar muertos, para donar su fortuna. Dónenla cuando tengan sufi‐

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ciente energía, relaciones e influencias para motivar a otros».71

Durante la conferencia «Philanthropy for the 21st Century» (‘Filantropía para el siglo XXI’), que se celebró en Gran Bretaña en febrero de 2012,72 los participantes subrayaron el hecho de que la filantropía todavía no está reconocida en su justa medida por los Estados. Sin embargo, el hecho de que una proporción cada vez mayor de la riqueza del mundo se encuentre en manos privadas muestra que es uno de los mejores medios para darle utilidad social a una parte de estos fondos en beneficio del bien común. Además, un número cada vez mayor de empresas ha tomado conciencia de que el compromiso social no sólo es bueno para su imagen, sino también para mejorar la motivación y satisfacción de sus empleados. Según Antoine Vaccaro, presidente del CerPhi,73 en un mundo que ya no puede contar solamente con el Estado para asegurar el interés general, las formas nuevas de fundaciones y de puentes múltiples entre el mundo de la generosidad y el de la economía social y solidaria, son ya reconocidas como capaces de constituir una contribución notable para el cui‐ dado del interés general, junto con los Estados.

La llegada de una solidaridad masiva En Francia, la explosión del sector asociativo se produjo en la década de 1970; cerca de 30.000 asociaciones se crearon únicamente en el año 1975. Actualmente, se calcula en aproximadamente 1,2 millones el número de asociaciones francesas. La financiación participativa en Internet, o crowdfunding, también ha experimentado un desarrollo espectacular en algunos años. En 2012, se invirtieron de esta manera aproximadamente 2.700 millones de dólares (1.600 en los Estados Unidos), es decir, un salto del 80 % con respecto a 2011. Este tipo de financiación debería superar los 5 mil millones de dólares en 2013. En el sitio web GlobalGiving, entre 2002 y mayo de 2013, 321.644 donantes aportaron aproximadamente 85 millones de dólares a 7.830 proyectos. Uno de los proyectos en curso en mayo de 2013, Kranti (revolución), recibió 165.342 dóla‐ res de 1.142 donantes para brindar educación a adolescentes indias que, víctimas de traficantes de seres humanos, habían sido obligadas a prostituirse.

Kiva fue fundada en 2005 en virtud de la convicción de que «las personas son generosas por naturaleza y van a ayudar a los demás si se les da la posibilidad de hacerlo, de manera transparente y responsable».74 Por medio de su sitio web de microcrédito, Kiva promueve relaciones de asociación y no de beneficencia. Según las cifras de mayo de 2013, cada semana más de 1,5 millones de dólares son prestados a más de 3.200 prestatarios por 21.600 prestadores; es decir, que se otorga un préstamo en línea cada doce segundos. Desde el lanzamiento de Kiva en 2005, el 98,99 % de los préstamos fue‐ ron debidamente reembolsados. En Kickstarter, una de las plataformas de Internet más conocidas en este campo, en 2012 aproximadamente el 30 % de las inversiones estuvieron destinadas a proyectos sociales o filantrópicos, contra el 17 % a pequeñas empresas, el 12 % a películas o artes escénicas y el 7,5 % a música. Uno solo de los donantes contribuyó a más de 750 proyectos. Desde su creación en 2006, el sitio web de financiación participativa Razoo ha recaudado 150 millones de dólares y permitido a más de 15.000 ONG realizar innumerables proyectos sociales. El sitio web australiano StartSomeGood (‘Co‐ menzar a hacer el bien’) alojó, por ejemplo, el proyecto de la asociación A Place in the Sun (‘Un lugar bajo el sol’), que quería organizar un campamento de verano de siete semanas en una zona rural de Mali, para aplicar, con cinco profeso‐ ras locales de primaria, un programa piloto de enseñanza. En Mali, sólo el 33 % de los adultos saben leer y escribir, lo que representa la tasa de alfabetización más baja del mundo. Se necesitaban 9.600 dólares y, cuando consultamos el sitio web, en 9 días 43 donantes habían hecho aportaciones que ascendían a 7.800 dólares. Edgar Morin y Stéphane Hessel propusieron crear Casas de la Fraternidad que agruparan instituciones públicas y pri‐ vadas de carácter solidario ya existentes, como Socorro Católico, SOS Amistad, SOS Suicidio, etc., e incluir nuevos servi‐ cios de emergencia para víctimas de peligros morales o materiales, «las víctimas de sobredosis, no son víctimas sólo de la droga, sino también de la desesperanza o la tristeza». Serían centros de amistad y atención a los demás, de socorro, infor‐ mación, iniciativas y voluntariado.75

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El auge de la gratuidad del acceso al conocimiento

Los aproximadamente 18,6 millones de contribuyentes registrados en la enciclopedia en línea Wikipedia dedicaron de forma gratuita 41.019.000 horas a colaborar en este proyecto, contra sólo 12.000 horas de trabajo remunerado para la primera edición de la Enciclopedia Británica, que, durante mucho tiempo, se consideró la autoridad en la materia. Sola‐ mente en Francia, se modifican cada trimestre más de 1 millón de entradas y, desde el lanzamiento de Wikipedia en 2001 hasta abril de 2013, se han hecho 1.290 millones de modificaciones en las diferentes lenguas en las que se presenta.76 En cualquier parte del mundo donde hay una conexión de Internet disponible, ya es posible seguir gratuitamente cur‐ sos en las universidades más prestigiosas. En Francia, todas las universidades tienen un sitio web dedicado a la enseñan‐ za en línea (). Según el Ministerio de Educación Superior de Francia, que pagó la for‐ mación de 2.000 profesores en la materia, el volumen de cursos disponibles en archivos descargables, vídeo o audio, se triplicó entre 2009 y 2010, pasando de doce mil a treinta mil horas. Esta práctica está inspirada en el famoso Massachu‐ setts Institute of Technology (MIT) estadounidense, que abrió esta nueva vía hace más de veinte años. Actualmente, la mayoría de las grandes universidades del mundo le han seguido los pasos. El sitio web Coursera () ya ofrece 370 cursos gratuitos de 33 universidades a 3,5 millones de abonados, mientras que EDX () pone a disposición cursos ofrecidos en 28 de las más prestigiosas universidades como Harvard, MIT, la Escuela Politécnica de Lausana, la Universidad Nacional de Australia, etc. Estos sistemas permiten seleccionar los mejores cursos disponibles, incrementando la difusión de los profesores, quie‐ nes ya llegan a un público muy amplio. Por su parte, los profesores tienen el deber de proporcionar cursos bien presenta‐ dos, atractivos y permanentemente actualizados.

EL PROFESOR MÁS ESCUCHADO DEL MUNDO En agosto de 2004, Salman Khan, que entonces gestionaba un hedge fund en Boston, empezó a dar cursos por te‐

léfono a su prima Nadia, que tenía problemas para hacer sus deberes de matemáticas. Como Nadia progresó muy rápidamente, otros primos quisieron beneficiarse de los consejos de «Sal». Para facilitar las cosas, en 2006, Sal col‐ gó vídeos pedagógicos de diez minutos en YouTube, a fin de que cada uno pudiera consultarlos según su conve‐ niencia. En 2010, Sal dejó su empleo de gestor de fondos para dedicarse a tiempo completo a su vocación de ofre‐ cer «una educación gratuita a nivel mundial sin importar a quién ni dónde» con la ayuda de algunos colaborado‐ res (entre 10 y 30 personas según las necesidades). Hoy en día, la «Khan Academy» ofrece gratuitamente más de 4.300 vídeos sobre aritmética, física, química, biología, historia y finanzas, que han sido vistos por más de 260 mi‐ llones de alumnos, entre los cuales 6 millones de personas diferentes cada mes.

El éxito de estos sistemas altruistas invalida las presuposiciones de los economistas clásicos y muestra que los sistemas basados en la cooperación, la apertura y la confianza finalmente funcionan mejor, como subraya Gilles Babinet, especia‐ lista en temas de economía digital:

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La transición digital quedará incompleta sin el paso de una cultura de desconfianza y separación a una cultura de cola‐ boración y de compartir. El auge de la transformación digital se basa en efecto en valores de apertura, de libre acceso a la información y de creación conjunta de valor. A menudo su éxito es el de la fertilización cruzada de contenidos ela‐ borados libremente por múltiples contribuyentes. A los sectores públicos o las grandes empresas que priorizan la sepa‐ ración, la cultura del secreto, el principio jerárquico y los canales de comunicación verticales, les cuesta mucho trabajo adaptarse.77

La innovación al servicio del bien común En muchos países en vías de desarrollo, algunos teléfonos móviles baratos ofrecen servicios bancarios a millones de pe‐ queños agricultores y productores, permitiéndoles vender directamente sus productos a mejores precios, sin pasar por múltiples intermediarios que, en cada etapa, se quedan con una parte de las ganancias. Así, en Kenia, Vodafone M-pesa sirve a 10 millones de pequeños productores, y las transacciones que se hacen a través de este medio representan el 11 % del PIB nacional. En la India, Thomson Reuters ha puesto en marcha, por un costo equivalente a 4 euros de abono tri‐ mestral, un servicio de mensajería por móvil, que informa a los campesinos sobre los precios de los productos agrícolas y las previsiones meteorológicas, dándoles al mismo tiempo algunos consejos. Una primera evaluación de los beneficios de este servicio mostró que había mejorado los ingresos del 60 % de los 2 millones de campesinos que se habían inscrito.78 Johnson & Johnson, una empresa que, desde su creación en 1886, pone el acento en los valores sociales, ayudó, por ejemplo, a sus empleados a dejar de fumar, lo que tuvo como efecto una disminución de dos tercios del número de fuma‐ dores. Esta compañía, a fin de cuentas, ahorró 250 millones de dólares en gastos sanitarios, es decir, aproximadamente 3 dólares por dólar invertido en los programas de de​sintoxicación entre 2002 y 2008.79 Johnson & Johnson también se cla‐ sificó, en 2012, como la tercera entre las empresas más «verdes» en los Estados Unidos, según el semanario Newsweek.80 Vemos, pues, que los beneficios son mutuos para el empleador y el empleado, el productor y el consumidor.

EL HOMBRE QUE CAMBIÓ EL PAISAJE DE BANGLADÉS Cuando por primera vez encontré a Fazle Abed en Vancouver, tomando una taza de té, durante una conferencia por la paz con el Dalái Lama, no sabía nada de él. Me preguntó qué hacía y le respondí que me ocupaba de una organización humanitaria, que había construido unas treinta escuelas y unas quince clínicas. Entonces me dijo, sin la menor afectación: «Yo he construido 35.000 escuelas». Me sentí insignificante. En otra ocasión, en Nueva Delhi, me dijo: «Es sencillo, lo único que tienes que hacer es multiplicar lo que haces por cien». En todo caso, es lo que él ha hecho. Nacido en Pakistán Oriental, que se convertiría en Bangladés, Fazle Abed primero estudió ingeniería naval en la Universidad de Glasgow. Pero dado que casi no había astilleros navales en Pakistán Oriental, siguió estudios de contabilidad en Londres. De regreso a su país, Fazle fue contratado por la

compañía Shell y sus competencias le permitieron escalar rápidamente en el organigrama de la empresa. En 1970, trabajaba en la sede de la compañía en Londres, cuando un ciclón devastó su país y causó 300.000 víctimas. Fazle decidió dejar su empleo muy bien remunerado y volver a Pakistán Oriental, donde, con algunos amigos, creó HELP, organización cuya finalidad era ayudar a los damnificados de la isla de Manpura, que había perdido las tres cuartas partes de su población. Luego se vio obligado a dejar nuevamente Pakistán Oriental, cuando se dieron las luchas que precedieron a la división con Pakistán Occidental. Creó una ONG para apoyar, desde algunos países europeos, la causa de la independencia de su país. Cuando a finales de 1971 terminó la guerra de la Independencia, Fazle vendió su vivienda en Londres y se fue, llevándose todos sus bienes, para ver cómo podría ayudar a su país. El nuevo Bangladés salía de una guerra de‐ vastadora, y los 10 millones de personas refugiadas en la India habían vuelto. Fazle eligió empezar sus actividades en una región rural alejada, del noreste, y fundó Bangladesh Rural Advancement Committee (BRAC). Gracias a su aptitud para la organización y a su lucidez, actualmente BRAC es la ONG más grande del mundo. A fecha de hoy, este organismo ha ayudado a 70 millones de mujeres y, en total, a más de 110 millones de personas en 69.000 pueblos. Da empleo a 80.000 voluntarios y a 120.000 asalariados en un número cada vez mayor de países, en par‐ ticular en África, donde constató que su modelo de intervención de múltiples niveles —microcrédito (80 millones de personas se beneficiaron por medio de BRAC), educación, gestión del agua potable, mejora de la higiene, etc. — era sumamente apropiado y eficaz en regiones donde muy pocos programas habían tenido éxito. No es exage‐ rado decir que la ONG BRAC cambió el paisaje de Bangladés. No hay ningún lugar en el campo donde la sigla de esta ONG no esté presente en una escuela, un taller de formación de mujeres o un centro de planificación familiar. Fazle Abed logró ganar su apuesta. No sólo ha multiplicado sus actividades por cien, sino por cien mil, conser‐ vando la misma eficacia y la misma calidad. En el Foro Económico Mundial de Davos, un buen número de parti‐ cipantes llegaron en jet privado al aeropuerto de Milán, luego se dirigieron en helicóptero o en limusina hasta la célebre estación de veraneo. Una madrugada, a las cinco de la mañana, cuando terminó el Foro de 2010, encontré a Fazle, sentado solo en la oscuridad de un autocar que debía llevarnos al aeropuerto de Zúrich. Esto me dijo mu‐ cho sobre la sencillez y la modestia detrás de las cuales se esconde la indomable determinación que le ha permiti‐ do realizar una obra tan grande.

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72 Francis Edgeworth (1845-1926) fue cátedratico de economía en Oxford y uno de los representantes más destacados de la escuela económica neoclásica. 73 En 2000, InfoSpace utilizó métodos contables dudosos para declarar 46 millones de dólares de beneficios cuando, en realidad, había perdido 282 millo‐ nes de dólares. 74 En una audiencia del Congreso, el senador Carl Levin preguntó al presidente de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein: «¿No existe un conflicto cuando us‐ ted vende algo a alguien, estando al mismo tiempo contra dicha inversión, y no le revela nada sobre la situación real a la persona a la que usted se lo ven‐ de?» Y Blankfein responde: «En el marco del ordenamiento del mercado, no es un conflicto». En 2008, Blankfein ganaba 825.900 dólares a la semana. Además, declara que como banquero «hacía el trabajo de Dios». (The Sunday Times, 8 de noviembre de 2010.) 75 485 millones para su consejero delegado, Richard Fuld. 76 La City es el centro financiero de Londres y uno de los más importantes del mundo. 77 Véase el capítulo 35, «El egoísmo institucionalizado».

40 La sencillez voluntaria y feliz La civilización, en el verdadero sentido de la palabra, no consiste en multiplicar los deseos sino en reducirlos voluntariamente. Sólo esto establece la verdadera felicidad y la satisfacción, aumentando nuestra capacidad de servir.

GANDHI1

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El término «austeridad» no es muy agradable. En la mente de la mayoría de las personas, evoca la privación de los place‐ res cotidianos, una vida apagada y restricciones que impiden realizarse libremente en la vida. Además, según algunos economistas, la historia muestra que, por lo general, los programas de austeridad, son poco eficaces porque originan el subempleo, que lleva al desempleo y a la recesión.2 La sencillez voluntaria es un concepto muy diferente. No consiste en privarse de lo que nos hace felices —sería absur‐ do— sino en comprender mejor lo que proporciona una verdadera satisfacción y no ambicionar más lo que produce más tormento que felicidad. La sencillez va acompañada de la felicidad. «La sencillez voluntaria —según el activista social estadounidense Duane Elgin— es una vida exteriormente simple e interiormente rica.»3 Según él, esta sencillez no exige un «regreso a la naturaleza» para aquellos que ya la dejaron y que quizá la practicaron en todas las situaciones. Simplificar nuestra existencia es tener la inteligencia para examinar lo que, generalmente, consideramos placeres indispensables y verificar si proporcionan un auténtico bienestar. La sencillez vo‐ luntaria puede experimentarse como un acto liberador. No implica, pues, vivir en la pobreza, sino en la sobriedad. No es la solución a todos los problemas, pero con toda seguridad, puede contribuir a ello. La sencillez voluntaria tampoco es patrimonio de tribus primitivas que no tienen otra elección: un sondeo realizado en Noruega mostró que el 74 % de las personas encuestadas preferirían una vida más simple, centrada en lo esencial e indispensable, en lugar de una vida opu‐ lenta con muchas ventajas materiales obtenidas al precio de un estrés muy alto.4 La sencillez voluntaria tampoco es una moda que nació en los países ricos. Esta forma de vida, a veces asociada a la sabiduría, siempre ha sido alabada en todas las culturas. El escritor y pensador Pierre Rabhi, uno de los pioneros de la agroecología, considera que ha llegado el momento de instaurar una política y una cultura basadas en el poder de una «sobriedad feliz», que aceptamos libremente, decidiendo moderar nuestras necesidades, romper con las tensiones antropófagas de la sociedad de consumo y colocar nuevamente al ser humano en el centro de nuestras preocupaciones. Una elección semejante resulta profundamente liberadora.5 Existe la posibilidad de incrementar sin cesar nuestros bienes, de vivir en una hermosa casa decorada con estilo, co‐ mer platos cada vez más refinados, pero ¿a qué precio? El de nuestro tiempo, nuestra energía y nuestra atención y, a fin de cuentas, nuestro bienestar… Como decía el sabio taoísta Zhuangzi: «Quien ha descubierto el sentido de la vida ya no se esfuerza por alcanzar lo que no contribuye a la vida». La crisis actual, en efecto, tiene dos aspectos. El primero es un drama humano, el de las poblaciones más pobres que sufren con toda su crudeza las crisis financieras y la desigualdad creciente, mientras que los ricos apenas se ven afectados e incluso las aprovechan para enriquecerse aún más. El segundo está vinculado a la búsqueda inagotable de lo superfluo. Hace poco vi, en el hall de un gran hotel de Singapur, enormes columnas de mármol de dos metros de diámetro que lle‐ gaban hasta el techo. Esta decoración ostentosa debía de haber costado una fortuna, y era al mismo tiempo perfectamen‐ te inútil. La sencillez voluntaria es a la vez feliz y altruista. Feliz porque no está constantemente atormentada por la sed del «más», y altruista porque no incita a concentrar en pocas manos recursos desproporcionados, que distribuidos de otra manera mejorarían considerablemente la vida de aquellos que están privados de lo necesario.

La sencillez voluntaria también va acompañada de la sabiduría: como no aspira a lo que no es razonable, constante‐ mente tenemos en el campo de la conciencia el destino de los que hoy en día están necesitados, así como el bienestar de las generaciones futuras.

¿Qué se puede esperar del consumismo?78 En 1955, un especialista estadounidense en la venta al por menor llamado Victor Lebow describía lo que un capitalismo en plena expansión nos exigiría: Nuestra economía superproductiva exige que hagamos del consumo nuestra forma de vida, que convirtamos la com‐ pra y el uso de bienes en rituales, que busquemos nuestras satisfacciones espirituales y las de nuestro ego en el consu‐ mo. La economía necesita que las cosas se consuman, se quemen, se agoten, se reemplacen y se desechen a un ritmo cada vez mayor.6

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Durante la crisis financiera de 2008, una de las primeras reacciones públicas del presidente George W. Bush fue pedir a los ciudadanos estadounidenses que empezaran a consumir más. Cuanto más consumieran, más rápido se recuperaría el país de la crisis y más personas serían felices. Lo menos que podemos decir al respecto es que esta lógica no corresponde a las conclusiones de las investigaciones científicas. Los múltiples efectos del consumismo han sido estudiados en largos períodos de tiempo por los psicosociólo‐ gos, en particular por Tim Kasser, autor de The High Price of Materialism (‘El alto precio del materialismo’) y sus colegas. Sus estudios, que abarcan dos décadas y que implican muestras de miles de participantes representativos de la población en su conjunto, establecieron que los individuos más inclinados al consumo de todo tipo de bienes y servicios —los que priorizan la riqueza, la imagen, el estatus social y otros valores materialistas promovidos por una sociedad llamada de consumo— se sienten claramente menos satisfechos con su vida que aquellos que ponen el acento en los valores más fundamentales de la existencia como la amistad, la satisfacción, la calidad de la experiencia vivida, la preocupación por los demás, así como el sentimiento de responsabilidad con respecto a la sociedad y al medio ambiente. En comparación con el resto de la población, aquellos que son propensos a buscar su satisfacción en el consumo de todo tipo de bienes y que están apegados a los valores materiales sienten menos emociones positivas. Cuando se les pide que consignen en un diario íntimo sus experiencias cotidianas, comprobamos que hablan menos de alegría, entusiasmo, gratitud y serenidad, que las personas poco inclinadas al consumismo. Siempre según el estudio de Tim Kasser, los grandes consumidores están más ansiosos y deprimidos, son más propen‐ sos a los dolores de cabeza y de estómago. Tienen menos vitalidad y muestran dificultades para adaptarse a la existencia en general. Su salud es menos buena que la del promedio de la población. Beben más alcohol y fuman más cigarrillos. Pasan más tiempo viendo la televisión. Cuando se sienten un poco deprimidos, tienden a ir «de compras». Preocupados por sus posesiones, están más contrariados que el promedio si llegan a perderlas. Sueñan más a menudo con la muerte, que los atormenta. Admiran a los ricos y consideran que éstos son «inteligentes, cultivados, y que todo les sale bien». Se‐ gún el Dalái Lama, «esto explica por qué es un error poner demasiada esperanza en el desarrollo material. El problema no es el materialismo como tal sino, más bien, la hipótesis subyacente según la cual una perfecta satisfacción podría na‐ cer de saciar sólo los sentidos».7

Consumo y altruismo Observamos en particular, que los materialistas de tomo y lomo experimentan, con relación al promedio, poca empatía y compasión hacia los que sufren; que son manipuladores y que tienen tendencia a explotar a los demás, para su beneficio. Las investigaciones de Kasser también mostraron que no les gusta ponerse mentalmente «en el lugar del otro».8 Poco in‐ teresados en las soluciones que necesitan una visión de conjunto de los problemas, prefieren la competencia a la coopera‐ ción.9 Contribuyen menos al interés general y apenas les interesan las cuestiones medioambientales. Sus lazos sociales

son débiles: tienen relaciones profesionales, pero pocos amigos verdaderos. Sus amistades y sus relaciones son más su‐ perficiales y menos duraderas que las del resto de la población. Sufren más de soledad y se sienten desligados de su ambiente. En resumen, según Tim Kasser, parece que «los valores materialistas llevan a la gente a pensar que no tienen ninguna ventaja al estar cerca de los demás y a manifestarles solicitud, ya que no tienen nada que ganar con esto. […] Estos valo‐ res llevan a los individuos a considerar a los demás principalmente como instrumentos para llegar a sus fines materialis‐ tas».10 El psicólogo Barry Schwartz habla de «amistades utilitarias» y considera que en las sociedades capitalistas y de consu‐ mo, «todo lo que se necesita es que cada “amigo” pueda ofrecer algo “útil” al otro. Las amistades utilitarias se parecen mucho a las relaciones contractuales de la economía de mercado».11 Estas correlaciones negativas entre las tendencias consumistas y el bienestar se han observado en una gran variedad de contextos en América del Norte y del Sur, en Europa y en Asia. En todas partes, la importancia que se concede a la rique‐ za y al estatus social va acompañada de una menor preocupación por el medio ambiente en general.12 En suma, las investigaciones de Kasser y sus colegas demuestran que el gusto por el consumo y los valores materialis‐ tas favorecen el sufrimiento personal y son un obstáculo para el establecimiento de interacciones humanas armoniosas y marcadas por la solicitud. Sheldon y Kasser también han mostrado que alcanzar objetivos relacionados con los valores humanos produce una satisfacción mucho mayor que la realización de objetivos materiales.13 La sociedad de consumo se basa en el culto al deseo. Influenciado por un sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays (quien estaba a cargo de la máquina de propaganda del presidente Woodrow Wilson y uno de los gurús de las empresas publicitarias), banquero de Wall Street en los años treinta, explicaba sus objetivos de la siguiente manera:

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Tenemos que hacer que los estadounidenses pasen de una cultura de la necesidad a una cultura del deseo. La gente tie‐ ne que acostumbrarse a desear, a querer nuevas cosas, incluso antes de haber terminado de consumir las anteriores. Tenemos que formar una nueva mentalidad. Los deseos del hombre tienen que ser mayores que sus necesidades.14 Estas hermosas palabras me recuerdan la reflexión de un lama tibetano al contemplar los cientos de carteles publicita‐ rios de neón que iluminaban las fachadas de los inmuebles de Times Square en Nueva York: «Tratan de robarme mi espíritu». Para remediar la inclinación al consumo, Kasser sugiere en particular prohibir todo tipo de publicidad destinada a los niños, como se ha hecho en Suecia y Noruega.15 Él cita las palabras reveladoras de Wayne Chilicki, presidente y director general de General Mills, una de las empresas alimentarias más grandes del mundo: «Cuando se trata de identificar con‐ sumidores de poca edad, en General Mills seguimos el modelo de Procter & Gamble “desde la cuna hasta la tumba”. Pen‐ samos que tenemos que atrapar a los niños muy pronto y luego conservarlos toda la vida».16 Tim Kasser concluye que poniendo énfasis en los valores exteriores en lugar de hacerlo en los valores interiores, bus‐ camos la felicidad donde no está y contribuimos a nuestra propia insatisfacción. Subraya que, en el panorama económico actual, el egoísmo y el materialismo ya no son considerados problemas morales, sino objetivos fundamentales de la exis‐ tencia. Lo que Pierre Rabhi expresa de la siguiente manera: «El consumidor se convierte en el engranaje de una máquina que produce cada vez más, para que uno consuma cada vez más».17

Alquilar y reparar en lugar de comprar Hace apenas medio siglo, uno tenía un reloj o una cámara fotográfica para toda la vida. Uno cuidaba esos objetos que, entre sus cualidades, tenían la de durar. Actualmente, el ciclo de vida de los productos de consumo es cada vez más cor‐ to, lo que incrementa considerablemente la contaminación industrial. Una de las soluciones que proponen el político Anders Wijkman y el ecologista Johan Rockström es reem​plazar la compra de productos manufacturados por un sistema de alquiler, acompañado por un servicio de mantenimiento y actualización de buena calidad. Los consumidores gozarían de mejores productos a su disposición, mientras que los fabricantes tendrían interés en mantener el mayor tiempo posi‐

ble sus productos en servicio y reciclarlos de manera eficaz. Los servicios de mantenimiento también crearían muchos empleos, lo que no sucede cuando uno simplemente se des‐ hace de los productos. De esta manera se reforzaría el aspecto circular y reciclable del consumo, evitando el interminable despilfarro que actualmente es la norma. En 2010, 65 mil millones de toneladas de materias primas recientemente extraí‐ das del medio ambiente entraron en el sistema económico. Se espera que esta cifra alcance los 82 mil millones en 2020.18 Ya hay algunas iniciativas en este sentido. La firma Xerox alquila los servicios de sus máquinas, en lugar de venderlas. Igualmente, Michelin alquila los neumáticos para vehículos pesados, los mantiene en buen estado y finalmente los reci‐ cla. La Rolls-Royce ha dejado de vender sus motores a reacción a las compañías aéreas, ahora los alquila y garantiza su mantenimiento.19 En Francia, el senador ecologista Jean-Vincent Placé denunció la obsolescencia programada, es decir, el hecho de que muchos industriales programan la duración de vida de sus productos, de manera que sea apenas un poco mayor que la garantía. A la primera avería, los productos son considerados irreparables y hay que comprar uno nuevo. Jean-Vincent Placé denuncia este procedimiento como «una aberración económica y social» y, en abril de 2013 pre‐ sentó un proyecto de ley que impone a los fabricantes una ampliación de la duración legal de conformidad del producto. Esta nueva garantía obligará a los fabricantes a hacerse cargo de los productos defectuosos por un período más largo (de dos a cinco años). La propuesta de ley también exige que los fabricantes pongan a disposición de sus clientes las piezas de recambio para las reparaciones, por un período de diez años, contados a partir de la compra del producto. Los fabrican‐ tes que redujeran voluntariamente la duración de vida de un producto podrían exponerse a dos años de prisión y hasta 37.500 euros de multa.20 En Inglaterra, se formaron muchos comités de voluntarios apasionados por la mecánica y el bricolaje y la nueva ten‐ dencia es: «Ya no desechamos, ahora reparamos». En Francia el sitio web pone a disposición de los consumidores fichas explicativas para ayudarlos a reparar, ellos mismos, sus aparatos.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com El dinero no hace la felicidad… salvo si lo donamos El espíritu se enriquece con lo que recibe; el corazón, con lo que da.

VICTOR HUGO

Es evidente que, para aquellos que no poseen los medios elementales para subsistir y tienen problemas para alimentar a sus hijos, el hecho de duplicar o triplicar sus recursos puede cambiarlo todo y proporcionarles un sentimiento de satis‐ facción inesperado. Sin embargo, pasado el límite en el que se vive con desahogo, el incremento de la riqueza no lleva a un incremento correspondiente de la satisfacción con la vida.21 La «paradoja de Easterlin» (gráfico inferior) debe su nombre al investigador que puso en evidencia este fenómeno.

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Este esquema ilustra perfectamente que el notabilísimo crecimiento económico de los Estados Unidos no ha traído consigo un incremento de la satisfacción con la vida.22 Los nigerianos se consideran tan felices como los japoneses, mientras que su PIB por habitante es veinticinco veces inferior al de Japón.23 Según Richard Layard, profesor de la London School of Economics: «Esta paradoja es igualmente cierta para los Estados Unidos, Inglaterra y Japón. […] Tenemos más alimentos, más ropa, más automóviles, vivimos en casas más grandes, equipadas con calefacción central, pasamos más vacaciones en el extranjero, tenemos una semana de trabajo más corta y, sobre todo, gozamos de una mejor salud; sin embargo, con todo esto, no somos más felices».24 Muchos otros factores también son igualmente importantes, o incluso más, que la riqueza. La confianza en sus seme‐ jantes es uno de ellos. Según muchos estudios, Dinamarca es uno de los países en los que la gente está más satisfecha con sus condiciones de vida. No figura entre los países más ricos, pero hay poca pobreza y de​sigualdad. Esta satisfacción se explica, entre otras razones, por el alto nivel de confianza que la gente tiene entre sí, incluidos los desconocidos y las ins‐ tituciones: la gente considera que, a priori, un desconocido es benévolo. Esta confianza va acompañada por un nivel muy bajo de corrupción. Como todo medio, la riqueza puede servir tanto para construir como para destruir. Puede ser un medio poderoso para hacer el bien a los que nos rodean, pero también puede incitarnos a perjudicar a los demás. ¿Qué puede hacer usted con 4 mil millones que no pueda hacer con 2 mil? Muy poco por usted mismo y mucho por los demás. Aunque sus propias necesidades estén ampliamente satisfechas, muchas personas necesitan ayuda desesperadamente. Cuando Jules Renard, escritor incisivo y un tanto pesimista decía: «Si el dinero no hace la felicidad ¡dónalo!», no sabía que estaba diciendo algo bueno. Y hubiera podido añadir: «Y te sentirás satisfecho». En efecto, resulta que es emocional‐ mente más beneficioso dar que recibir. Es lo que han mostrado las investigaciones de la psicóloga canadiense Elizabeth Dunn, cuando comparó el grado de bienestar de las personas que habían gastado dinero, tanto para ellas, como para los demás: «Comprobamos que las personas que habían declarado haber gastado más dinero para los demás, también eran las más felices».25 Este efecto ha sido confirmado, tanto en el caso de la filantropía a gran escala como en el caso de dona‐ ciones de un importe de 5 dólares, en una encuesta realizada en 136 países, donde fueron encuestadas un promedio de 1.300 personas en cada caso.26 La correlación entre el dinero y la felicidad es, pues, sorprendentemente débil, lo que, según los psicólogos Elizabeth Dunn, Daniel Gilbert y Timothy Wilson, puede explicarse, en parte, por la manera en que la gente gasta su dinero. Apo‐ yándose en investigaciones empíricas, sugieren que, para ser felices, sería mejor que los consumidores empedernidos buscaran más experiencias gratificantes en lugar de objetos materiales, que utilizaran su dinero para ayudar a los demás, en lugar de gastar en sí mismos, que dejaran de compararse materialmente con otros (lo que alimenta la envidia o la va‐ nidad) y que prestaran especial atención a la felicidad de los otros.27

Simplificar, simplificar, simplificar «Nuestra vida se pierde en los detalles… ¡Simplificad, simplificad, simplificad!», decía el moralista estadounidense Henry David Thoreau. Simplificar sus actos, sus palabras y sus pensamientos no es dejarse acaparar por actividades y ambicio‐ nes que devoran el tiempo y que sólo traen satisfacciones menores y conformarse materialmente con lo que es útil y ne‐ cesario para una vida decente sin desear lo superfluo. En 2005, Kirk Brown y Tim Kasser compararon un grupo de doscientos partidarios de la sencillez voluntaria con un grupo de doscientos estadounidenses ordinarios. Y surgieron algunas diferencias interesantes: los practicantes de la sen‐ cillez voluntaria se sentían mucho más satisfechos con su vida, estaban mucho más dispuestos a actuar de manera favo‐ rable al medio ambiente y a reducir su huella ecológica.28

EL PRESIDENTE DE LA SENCILLEZ

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El uruguayo José Mujica, más conocido como Pepe, no sólo fue el presidente más pobre del mundo, sino que también es una de las personas más populares. El diario Courrier international seleccionó su historia como «el artículo preferido» del año 2012. A los que se asombraban, Mujica les explicaba: «Mi estilo de vida no tiene nada de revolucionario, no soy pobre, vivo de manera sencilla. Parezco un viejo excéntrico, pero es una elección libre y deliberada». Antes de llegar a la presidencia, pasó quince años en prisión, nueve de los cuales en un aislamiento total, pa‐ gando así muy caro su compromiso con los tupamaros, que luchaban contra la dictadura. Torturado durante todo el tiempo que duró su detención, estuvo a punto de volverse loco. Explica que la lectura y la escritura le salvaron la vida. En 1985, cuando se restauró la democracia, Pepe Mujica se lanzó a la política y en 2009 fue elegido presidente. Para Pepe, nada de palacio presidencial de lujo en Montevideo. El presidente prefirió seguir viviendo en una granja deteriorada de 45 metros cuadrados bajo un techo de zinc, con un pozo en el jardín donde va a sacar el agua, en un barrio pobre de las afueras de Montevideo. Desde hace veinticinco años vive ahí con su mujer Lucía y con Manuela su perra de raza desconocida y de tres patas. La casa ni siquiera le pertenece, es de su mujer, que es senadora. Los dos cultivan la tierra ellos mismos para vender flores. José Mujica transfería más del 90 % de su salario presidencial (aproximadamente 9.400 euros al mes) a algunas ONG, en particular a un programa de vivienda para los habitantes más pobres. Lo que le quedaba para vivir es aproximadamente el equivalente al ingreso promedio en Uruguay. Mujica rechaza la sociedad de consumo, citan‐ do a los filósofos de la antigüedad: «Pobre es aquel que necesita mucho». Su única propiedad es un Volkswagen escarabajo, comprado en 1987 y valorado en 1.400 euros. Sus últimas vacaciones las pasó con Lucía en las terrazas de los cafés, sin guardaespaldas. «Quiero tener tiempo para las cosas que me motiven. […] Ésa es la verdadera libertad: la sobriedad, consumir poco, tener una casita que me deje tiempo para aprovechar lo que realmente me gusta. […] Si tuviera muchas cosas, tendría que cuidarlas para que no me las robaran. La vieja o yo pasamos la escoba y listo, nos queda mucho tiempo y eso es lo que nos entusiasma.» En septiembre de 2012, a los setenta y siete años, se presentó en una importante conferencia latinoamericana del Mercosur79 con la nariz rota y explicó que se había hecho daño ayudando a un vecino a reparar su casa, des‐ truida debido a las inclemencias del tiempo. Tiene una forma de hablar franca y no dudaba en calificar al matri‐ monio Kirchner —el 10 de diciembre de 2015 Cristina Fernández de Kirchner dejó de ser presidenta de la Argen‐ tina—, de «peronistas delincuentes», y al expresidente argentino Carlos Menem, de «mafioso» y «ladrón». Uru‐ guay es uno de los países menos corruptos del continente sudamericano y uno de los más felices. Pepe Mujica acusa a la mayoría de los dirigentes del mundo de alimentar una «pulsión ciega de promoción del crecimiento a través del consumo, como si lo contrario fuera el fin del mundo».29

Un llamamiento a la sencillez

En junio de 2012, durante la conferencia sobre el desarrollo sostenible de las Naciones Unidas «Río + 20», José Mujica, una vez más, pronunció un discurso memorable sobre la sencillez: No podemos indefinidamente continuar gobernados por el mercado, sino que tenemos que gobernar al mercado. […] Los viejos pensadores —Epicuro, Séneca… y también los aimara— decían: «Pobre no es el que tiene poco, sino verda‐ deramente pobre es el que necesita infinitamente mucho y desea y desea y desea más y más». Mis compañeros trabajadores lucharon mucho por las ocho horas de trabajo y ahora están consiguiendo seis horas. Pero el que consigue seis horas se consigue otro trabajo, por tanto trabaja más que antes. ¿Por qué? Porque tiene que pagar una cantidad de cuotas: la motito que compró, el autito que compró. Y pague cuotas y pague cuotas. Y cuando quiere acordar es un viejo reumático como yo y se le fue la vida. Y uno se hace esta pregunta: ¿ése es el destino de la vida humana? Estas cosas son muy elementales. El desarrollo no puede ser en contra de la felicidad. ¡Tiene que ser a favor de la felicidad humana, del amor, arriba de la tierra, de las relaciones humanas, de cuidar a los hijos, de tener amigos, de te‐ ner lo elemental! Precisamente, porque eso es el tesoro más importante que tiene.

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78 Aquí empleamos la palabra «consumismo» en el sentido difundido en sociología (aunque dudoso desde el punto de vista etimológico) que define una actitud y una forma de vida centradas en el consumo. Aquí no se trata pues del sentido, también común, que define la «acción concertada de los consumidores». 79 Denominación abreviada del Mercado Común del Sur, comunidad económica formada por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, Venezuela y Bolivia.

41 El altruismo hacia las generaciones futuras El holoceno: un período excepcional para la prosperidad humana Durante los doce mil últimos años, hemos vivido en una era geológica denominada «holoceno», caracterizada por una estabilidad climática excepcional que ha permitido la expansión de la civilización humana tal como la conocemos (véase el gráfico de la página siguiente). En el medio ambiente ideal de este período templado se pudieron desarrollar la agricul‐ tura y las sociedades complejas. Entonces, sólo bastaron mil años a la mayoría de los seminómadas que vivían de la caza y la recolección, para volverse sedentarios hace aproximadamente diez mil años.1 Antes del holoceno, los humanos tenían muchas dificultades para sobrevivir. Hubo incluso un momento en que casi se extinguieron: estudios sobre el ADN de las poblaciones mundiales muestran que, probablemente, todos nosotros descen‐ demos de sólo 2.000 individuos, que fueron los únicos supervivientes, hace aproximadamente cien mil años, de condi‐ ciones de vida particularmente duras en la región subsahariana.2 Nosotros somos los supervivientes de una especie ame‐ nazada, y esta supervivencia se la debemos en gran parte a la estabilidad sin precedentes del clima de los diez mil últimos años. Antes, las glaciaciones y la fuerte inestabilidad del clima limitaron el crecimiento de la población. Hace doce mil años, la Tierra tenía entre 1 y 10 millones de seres humanos, hace cinco mil años aproximadamente 15 millones. Desde hace sólo aproximadamente dos mil quinientos años se pasó el límite de los 100 millones.3

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Durante el período glacial que precedió al holoceno, una gran parte del hemisferio norte estaba recubierta de glaciares de varios kilómetros de espesor, que impedían la formación de sociedades humanas importantes y la práctica de la agri‐ cultura. Sin embargo, la temperatura promedio sólo era de 4 a 5 ºC más baja que la actual, lo que muestra hasta qué pun‐ to diferencias de temperatura que pueden parecer a priori mínimas son susceptibles de ocasionar condiciones de vida radicalmente diferentes. Algunas perturbaciones climáticas menores se produjeron ciertamente durante el holoceno —el calentamiento del año

1000 y la pequeña glaciación de principios del siglo XVII—, pero cada vez el sistema terrestre volvió rápidamente a su equilibrio. La razón más probable de esta estabilidad climática excepcional de los diez últimos milenios es que la órbita de la Tie‐ rra alrededor del Sol se ha mantenido particularmente estable, casi circular, desde hace doce mil años. En efecto, las va‐ riaciones de esta órbita están consideradas como una causa mayor de los cambios climáticos que se produjeron en el pa‐ sado.4 Esta estabilidad podría seguir durante al menos veinte mil años si no estuviera hoy amenazada por el hombre mis‐ mo, que ha desencadenado los cambios climáticos más rápidos que nuestro planeta haya conocido hasta la fecha. Según Will Steffen, director del Instituto del Cambio Climático de la Universidad Nacional Australiana: «La expansión de la empresa humana podría desgastar la resistencia del equilibrio climático del holoceno, que, sin eso, seguiría durante mile‐ nios».5

Preservar esta situación favorable sólo puede beneficiarnos

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Hasta la revolución industrial, la influencia del hombre sobre el medio ambiente era limitada y fácilmente absorbida por la naturaleza, que reciclaba ella misma los subproductos de las actividades humanas. El desarrollo de la agricultura era la principal transformación del planeta. Entonces era inconcebible que una especie viva producto de la evolución natural pudiera crear alteraciones a escala planetaria. Pero las cosas han cambiado. Hacia mediados del siglo XVIII, adquirimos la capacidad de transformar los combustibles fósiles en fuentes de energía baratas y eficaces, innovación que ha permitido un desarrollo económico y social sin prece‐ dentes. La captación y la transformación del nitrógeno de la atmósfera en productos químicos, en particular los fertili‐ zantes, han sido también posibles por la utilización de las energías fósiles. Se han realizado progresos inmensos en el campo de las condiciones sanitarias, de la medicina y de la viabilidad de ambientes urbanos, que han permitido una ex‐ plosión de la población: mil millones de habitantes poblaban la Tierra en 1800, hoy la pueblan 7 mil millones. Estas nuevas fuentes de energía han permitido al hombre acondicionar y explotar vastas regiones hasta entonces salva‐ jes, ocasionando en particular una deforestación sin precedentes. En 2011, la mitad de los bosques de la Tierra habían sido talados, la mayor parte durante los últimos cincuenta años. Desde 1990, la mitad de los bosques tropicales han sido destruidos y es posible que estos desaparezcan totalmente antes de cuarenta años.6 Por primera vez, las características de una era geológica están estrechamente asociadas a la acción del hombre. Desde 1950 hemos entrado efectivamente en esta era que se ha acordado en llamar desde ahora antropoceno, la «era humana», la primera durante la cual las actividades del hombre se han convertido en el principal agente de transformación del pla‐ neta, el equivalente de las más grandes fuerzas de la naturaleza. ¿Por qué 1950? Si se miran las curvas de crecimiento de los distintos factores que han tenido un impacto sobre el me‐ dio ambiente, se constata que la década de 1950 marcó lo que los científicos han llamado «la gran aceleración».80 Los gráficos presentados a continuación son elocuentes: el consumo de agua dulce, la cantidad de automóviles, la de‐ forestación, la explotación de los recursos marinos, la utilización de abonos químicos, el índice de CO2 y de metano en la atmósfera, etc., han aumentado de manera casi exponencial. No es necesario ser un genio en matemáticas para entender que es inconcebible que el crecimiento siga al mismo ritmo sin provocar alteraciones mayores. El nivel del océano sube un poco más de 3 milímetros por año, un ritmo que es el doble del del siglo XX; la temperatu‐ ra media corre el peligro de aumentar de 2 ºC (según los cálculos más optimistas) a 8 ºC antes de fin de siglo (según los cálculos más pesimistas); en el mundo, la superficie del 95 % de los glaciares se reduce de año en año,7 la deforestación no se ralentiza81 y los océanos se calientan y se acidifican como consecuencia de la disolución del gas carbónico exceden‐ te en la atmósfera, lo que afecta a los organismos marinos, que no han conocido cambios de tal envergadura durante los últimos 25 millones de años. Actualmente, según Johan Rocks​tröm, director del Centro de Resiliencia de la Universidad de Estocolmo, «la presión humana sobre el sistema terrestre ha alcanzado un grado tal que no se pueden excluir bruscos cambios medioambientales a nivel mundial».8

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En 2007, en algunos meses solamente, el Ártico perdió el 30 % de su cobertura estival de hielo marino, iniciando lo que Mark Serreze, director del National Snow and Ice Data Center, considera como una «espiral mortal».9 De manera general, el Ártico se ha calentado por lo menos dos veces más deprisa que el resto del planeta. La razón de esto es que el hielo refleja hacia la atmósfera el 85 % de la luz que recibe, mientras que la superficie oscura del océano absorbe el 85 % de la luz recibida (y del calor asociado a ella). Por consiguiente, cuanto más se descongela el hielo, más se acelera el des‐ hielo del hielo restante. Lo mismo sucede con los glaciares del Himalaya, ese «tercer polo», que han sido oscurecidos por la contaminación de polvo y de humos industriales llegados del subcontinente indio. Con una sola voz, millares de científicos (el 97 % de ellos) afirman que si la humanidad no cambia rápidamente su modo de vida, y si su reacción es insuficiente, el sistema planetario corre el peligro de alcanzar un «punto de no retorno» que no podremos controlar, desestabilizando el clima y colocando a la humanidad en condiciones contrarias a su desarrollo. Todavía quedan climatoescépticos (3 % de los científicos), que arman mucho escándalo en los medios de co‐

municación, pero cuyo discurso carece de sustancia, tal como hemos visto en el capítulo 35.

Límites planetarios dentro de los cuales la humanidad puede continuar prosperando El concepto de «límites planetarios» fue introducido y explicitado en un artículo aparecido en la revista Nature en 2009, firmado por el sueco Johan Rockström y otros veintisiete científicos de fama internacional, entre ellos el premio Nobel Paul Crutzen, que fue el primero que propuso que se rebautizara nuestra era como el «antropoceno».10 Rockström afirma: «La transgresión de los límites planetarios puede ser devastadora para la humanidad, pero si los respetamos nos espera un futuro brillante durante los siglos futuros».11 Quedándonos por debajo de esos límites, preser‐ varemos un espacio de seguridad dentro del cual la humanidad podrá continuar prosperando. El estudio de la resiliencia del sistema terrestre, de su dinámica compleja y de los mecanismos de autorregulación de los sistemas vivos es lo que ha permitido evidenciar la existencia de «límites» más allá de los cuales existe el riesgo de que se produzcan «desequilibrios» potencialmente irreversibles.

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Para diez grandes cambios medioambientales, se han identificado límites que no se deben franquear, los cuales, en su mayor parte, han sido cuantificados con precisión: — el cambio climático; — la disminución de la capa de ozono; — la utilización de los suelos (agricultura, ganadería, explotación de los bosques); — la utilización del agua dulce; — el empobrecimiento de la biodiversidad; — la acidificación de los océanos; — las entradas de nitrógeno y de fósforo en la biosfera y los océanos (dos factores); — el contenido de aerosoles en la atmósfera;82 — la contaminación química. Estos diez factores deben mantenerse en una zona de seguridad, más allá de la cual corremos el peligro de al‐ canzar un punto de no retorno. Como se ve en las figuras presentadas a continuación, todos los factores medidos eran insignificantes en 1900 y lo eran aún ampliamente en 1950 más acá de los límites fijados posteriormente. En la actualidad, tres factores importantes —el cambio climático, la pérdida de biodiversidad (cuyo índice se ha he‐ cho diez veces superior al índice de seguridad12) y la contaminación por los compuestos nitrogenados (cuyo índi‐ ce es tres veces superior al límite de seguridad)— han franqueado sus límites respectivos, y los otros seis se acer‐ can a ellos rápidamente.

Desde luego que hay un margen de incertidumbre en las evaluaciones de esos límites, pero lo que es cierto es que la biosfera ha entrado en una zona peligrosa, como un automovilista perdido en la bruma en una carretera que lleva a un precipicio sin conocer la distancia exacta más allá de la cual será demasiado tarde para frenar. Más aún, esos límites son íntimamente dependientes unos de otros, y el sobrepasar uno de ellos puede desencadenar un efecto dominó que acelere el que se franqueen los otros. La acidificación de los océanos, por ejemplo, está estrecha‐ mente relacionada con el cambio climático, debido al hecho de que un cuarto del dióxido de carbono adicional generado por los humanos se disuelve en los océanos, donde forma ácido carbónico que inhibe la capacidad de los corales, de los moluscos, de los crustáceos y del plancton para construir sus conchas y sus esqueletos. La acidificación de la superficie de los océanos ha aumentado en un 30 % desde el principio de la revolución industrial. Hoy es cien veces más rápida de lo que ha sido nunca desde hace 20 millones de años, lo que daña gravemente los arrecifes de coral.13 La pérdida de la biodiversidad es particularmente severa. Tal como van las cosas, hasta el 30 % de todos los mamífe‐ ros, pájaros y anfibios están amenazados de extinción antes del fin del siglo XXI.14 La tasa de extinción de las especies se ha acelerado de cien a mil veces por las actividades humanas en el siglo XX, comparada con las tasas medias en ausencia de catástrofes importantes (del tipo de la que llevó a la desaparición de los dinosaurios). En el siglo XXI, se espera que esta tasa se multiplique por diez. Éstas no son cosas que se puedan reparar.

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En lo que se refiere a los productos químicos, las «contaminaciones orgánicas persistentes», los metales pesados y los elementos radiactivos, tienen efectos perjudiciales y acumulativos en los organismos biológicos, reduciendo la fertilidad y causando daños genéticos permanentes. Estos contaminantes han provocado ya la disminución de muchas especies animales, de los pájaros marinos y de muchos mamíferos en particular. Los humanos no se han librado de ello. En 2004, trece ministros de la Unión Europea aceptaron que se analizara su sangre. En esos análisis se identificaron cincuenta y cinco productos químicos, que iban desde productos utilizados para evitar que los alimentos se peguen al fondo de las sartenes hasta los plásticos y los perfumes, e incluso pesticidas prohibidos en Europa. Todos los ministros tenían en su sangre trazas de PCB, un producto tóxico fabricado por Monsanto y que fue prohibido en Europa en la década de 1970.15 El sistema planetario es resiliente, es decir, que es capaz de reaccionar a perturbaciones, tal como lo puede hacer un mamífero, por ejemplo, regular y mantener constante su temperatura interior, incluso si la temperatura exterior varía. Sin embargo, esta capacidad tiene límites. El ciclo del nitrógeno y el del fósforo, por ejemplo, han sido profundamente perturbados. Las prácticas agrícolas modernas y el tratamiento inadecuado de los desechos urbanos liberan actualmente más nitrógeno en la biosfera que el conjunto de los procesos terrestres del planeta juntos. Sólo una pequeña parte de los abonos utilizados en la agricultura es metabolizada por las plantas; así es como regresa lo esencial del nitrógeno y del fósforo a los ríos, a los lagos y al mar, donde perturba los ecosistemas acuáticos.16

El futuro no duele… por el momento La gran mayoría de los tibetanos que conozco no ha oído hablar nunca de calentamiento climático; todos saben, en cam‐ bio, que el hielo invernal es menos espeso que antes y que las temperaturas están subiendo. En otras partes del mundo, donde el acceso a la información es libre, muchos de nosotros somos conscientes de los peligros provocados por el calen‐ tamiento climático, pero dudamos en tomar las medidas suficientes para contenerlo. La evolución nos ha dotado de medios para reaccionar enérgicamente a un peligro inmediato, pero nos es más difícil sentirnos involucrados en un problema que se producirá dentro de diez o veinte años. Tenemos tendencia a pensar: «Ya veremos cuando suceda». Estamos aún menos inclinados a tomar en cuenta las consecuencias de nuestro tren de vida sobre el medio ambiente de las generaciones futuras. A menudo nos repugna la idea de privarnos de placeres inmediatos con la perspectiva de re‐ ducir los efectos desastrosos que probablemente tendrán a largo plazo. Diana Liverman, una reputada investigadora de ciencias del medio ambiente, lamentaba que el CO2 no sea de color rosa. Si todo el mundo pudiera ver el cielo ponerse más y más rosado a medida que emitimos CO2, es probable que nos alarmáramos un poco más sobre las consecuencias

de estas emisiones.17 Los indios de los Estados Unidos tenían la costumbre de decir que antes de tomar una decisión importante había que prever los efectos de esta decisión sobre su pueblo hasta la séptima generación. Hoy es muy difícil que los que toman las decisiones muestren interés por lo que corre el riesgo de pasarle a la generación siguiente. En cuanto a los economistas ultraliberales, ésos no se interesan más que por las relaciones entre productores y consumidores, y dan por sentado que el acceso a la energía y a los recursos naturales sin restricción es un hecho que no debería ser cuestionado. Hoy, las dos terceras partes de los ecosistemas más importantes del planeta están sobreexplotadas18 y, según la fórmula de Pavan Sukhdev, banquero indio y director del grupo de estudio Economía de los Ecosistemas de la Biodiversidad (The Econo‐ mics of Ecosystems and Biodiversity, TEEB): «Estamos consumiendo el pasado, el presente y el futuro de nuestro plane‐ ta».19

La magnitud del desafío

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En 2010, las emisiones de gas de efecto invernadero aumentaron un promedio del 5,9 % frente al 1,7 % por año entre 1970 y 1995. A pesar de las negativas de los escépticos, las temperaturas medias también han aumentado continuamente.83 El aumento de la temperatura media es diez veces más rápido que durante la última era glacial. Esta rapidez, según la gran mayoría de los expertos, sólo se explica por las actividades humanas, habiendo sido refutadas to‐ das las alternativas propuestas, principalmente la hipótesis según la cual el calentamiento se debería a una mayor activi‐ dad del Sol.84 Al ritmo al que van las cosas, la probabilidad de que cualquier verano siguiente al del año en curso sea el más caliente jamás registrado (desde que se comenzó a tomar medidas en 1900) será de 50 a 80 % en África en 2050, y se acercará al 100 % a finales del siglo XXI.20

Gran parte de la incertidumbre relativa a la magnitud del calentamiento está relacionada con la posibilidad de una aceleración repentina provocada por la interacción de diversos factores. Un estudio publicado en 2010 por Natalia Shak‐ hova y sus colegas del International Arctic Research Center muestra, por ejemplo, que las emisiones de metano debidas al deshielo del permafrost de la tundra siberiana son mucho mayores que las que se habían predicho hasta entonces.21 Ahora bien, un calentamiento del clima de tan sólo 1,5 ºC ocasionaría ya cambios importantes para las sociedades hu‐ manas. Los recursos alimenticios disminuirán, muchas enfermedades contagiosas sensibles a la temperatura aumenta‐ rán, y las migraciones de población impuestas por el cambio de clima serán fuente de numerosos conflictos. Se podrían calcular hasta 200 millones de refugiados.

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En cuanto al nivel de los océanos, medido desde 1993 por los satélites altimétricos, sube 3,3 milímetros por año y, de‐ bido a su aceleración, podría subir 80 centímetros de aquí a 2100, obligando a poblaciones enteras a emigrar.22 Más de 200 millones de personas estarán en peligro. Actualmente 14 de las 19 megalópolis mundiales se encuentran al nivel del mar.

¿Una violación desmesurada de los derechos humanos? Imaginemos que algunos miles de individuos deciden la suerte de los 7 mil millones restantes, sin consultarlos ni preo‐ cuparse por sus aspiraciones. Podemos imaginar el clamor de indignación que tal iniciativa desencadenaría. Se hablaría de una violación flagrante de los derechos humanos. Pero ¿acaso no es lo que estamos haciendo actualmente al decidir la suerte de las generaciones futuras? Esta actitud refleja la concepción limitada que algunos tienen del altruismo. Se preocupan por la suerte de sus hijos y nietos, pero les es difícil sentirse preocupados por la suerte de las generaciones futuras. Groucho Marx ilustra de maravi‐ lla esta actitud egocéntrica con su célebre ocurrencia: «¿Por qué preocuparme por las generaciones futuras? ¿Qué han hecho ellas por mí?» Groucho Marx no creía que tuviera razón, pero ése es el punto de vista de muchos filósofos, que sostienen que, como nuestra relación con los seres futuros es unidireccional, ninguno de dichos seres podrá recompensarnos o castigarnos por nuestras acciones presentes. Un exprofesor del Oberlin College de Ohio, el estadounidense Norman Care, por ejem‐ plo, sostiene que no se pueden tener vínculos de afecto con seres futuros e indeterminados, ni tampoco preocuparse por ellos, y que «sus intereses no deberían interesarnos».23 Considera que no nos unen lazos de comunidad con los hombres del mañana, ni ningún sentimiento de pertenencia a una empresa o a una humanidad común. Otros pensadores, como el filósofo inglés Derek Parfit, por el contrario, no comparten esta opinión tan individualista y piensan que, moralmente, nada justifica que se preste más importancia a las generaciones actuales que a las del futuro.24

¿Tienen ya derechos los seres del futuro? Claro que nos cuesta trabajo representarnos estas generaciones futuras: a nuestros ojos son solamente una multitud de personas indeterminadas. Los filósofos se han preguntado sobre el estatuto moral de seres que todavía no existen, sobre todo si podían tener derechos. La cuestión puede parecer extraña ya que, por más virtuales y anónimos que sean esos seres hoy, es cierto que un número incalculable de ellos vendrá al mundo. Según la filósofa del medio ambiente Clare Palmer,85 a quien he preguntado a este respecto, los filósofos se enfrentan en ese caso con el hecho de que las teorías que tratan de los derechos de los individuos han sido concebidas para resolver

cuestiones de ética entre personas que viven en nuestra época.25 Richard Degeorge, de la Universidad de Kansas, está en‐ tre los que consideran que un ser futuro no podrá tener derechos más que cuando llegue al mundo.26 Ernest Partridge, filósofo estadounidense especialista en ética medioambiental, responde que este argumento vale para los «derechos activos», es decir, los derechos de hacer tal o cual cosa, pero que los «derechos pasivos», el derecho de no ser privado de la posibilidad de vivir en buena salud, por ejemplo, son perfectamente aplicables a las personas futuras.27 Por lo demás, muchos filósofos consideran que derechos y deberes sólo tienen que ver con personas precisas y que no‐ sotros no tenemos que sentirnos responsables del sufrimiento o de la felicidad de los seres en general. Para resolver este impasse, en lugar de argumentar sobre la noción de «derecho», basta con hablar el lenguaje del altruismo y de la compa‐ sión. Si la extensión del altruismo a todos los seres que nos rodean es una facultad única del género humano, su exten‐ sión a las generaciones futuras no es más que una consecuencia lógica de ello. El no saber quiénes serán esos seres no le quita nada al hecho de que, como nosotros, aspirarán a no sufrir y a ser feli‐ ces. Por lo tanto no podemos sentirnos dispensados de preguntarnos sobre las consecuencias de nuestras acciones y de nuestro modo de vida. Nosotros encontramos normal no destrozar la casa que vamos a legar a nuestros nietos. ¿Por qué no manifestar la misma atención respecto a los futuros habitantes del planeta? Ése es el punto de vista de Edith Brown Weiss, profesora de derecho internacional y medioambiental de la Universidad de Georgetown, quien habla de un «prin‐ cipio de equidad intergeneracional» que exige que cada generación deje a la siguiente (o a las siguientes) un planeta al menos en tan buen estado como el que ella heredó.28

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com ¿Qué piensan de esto nuestros contemporáneos?

Según las investigaciones de Robert Kurzban y Daniel Houser —el primero, psicólogo de la Universidad de Pensilvania, y el segundo, economista—, alrededor del 20 % de las personas son altruistas de ideas claras que tienen en cuenta la suerte de las generaciones futuras y están dispuestos a modificar su modo de consumo para evitar la degradación del medio ambiente. Entre ellos, algunos están motivados principalmente por el respeto a la naturaleza, otros están preocupados sobre todo por el bienestar humano, mientras que otros consideran que estas dos cuestiones son indisociables.29 Alrededor del 60 % de las personas siguen las tendencias predominantes y a los líderes de opinión, lo que refleja el po‐ der del instinto gregario en el ser humano. Estos «seguidores» son también «cooperadores condicionales»: contribuyen al bien público a condición de que todo el mundo lo haga. El 20 % no está en absoluto inclinado a cooperar y desean ante todo aprovecharse de todas las oportunidades que se les presentan. No se oponen a priori a la felicidad de los demás, pero eso no tiene que ver con ellos. Reivindican el dere‐ cho a ser felices sin que eso implique en contrapartida deberes y responsabilidades hacia los demás. Prefieren la compe‐ tencia a la cooperación, y por lo tanto se dedican a promover su prosperidad personal. Esos individualistas de corazón que van por libre son conocidos a veces menos amablemente con el término free riders —literalmente, ‘gorrones’— porque se aprovechan al máximo de sus semejantes y del planeta, considerados como instru‐ mentos de su bienestar personal. Como se sienten poco responsables de sus contemporáneos, se preocupan todavía me‐ nos por sus semejantes de mañana. Aquí encontramos la actitud de los libertarios, adeptos de Ayn Rand —«Yo, yo, siem‐ pre yo, aquí y ahora»— y se recordarán las palabras del multimillonario Steven Forbes sobre la subida esperada del nivel de los mares: «Modificar nuestros comportamientos porque algo va a producirse dentro de cien años es, diría yo, suma‐ mente extraño».30 Dicho de otra manera, después de mi, el diluvio.

Huella ecológica El modo de vida de esta minoría individualista, a menudo la más rica, es tal que su huella ecológica es desproporcionada en relación con el resto de la población. La huella ecológica de una persona se define como la superficie de tierra necesa‐ ria para proporcionarle alimento y hábitat, la energía necesaria para los desplazamientos que efectúa y que están ligados a lo que consume, así como a la gestión de sus desechos y las emisiones (de gas de efecto invernadero y contaminantes) de las que es responsable. Si se divide la superficie total de los suelos biológicamente productivos de la Tierra por el nú‐

mero de habitantes, cada persona debería disponer de 1,8 hectáreas. Pero sucede que la huella ecológica actual es en pro‐ medio de 2,7 hectáreas por persona en el mundo, lo que confirma que vivimos globalmente por encima de nuestros me‐ dios. Estas huellas ecológicas varían con el nivel de vida: la de un estadounidense promedio es de 8 hectáreas; la de un sueco, de 6 hectáreas; la de la mayoría de africanos, 1,8 hectáreas y 0,4 hectáreas para un indio.31 Stephen Pacala, de la Universidad de Princeton, ha calculado que los más adinerados, que representan el 7 % de la población mundial, son res‐ ponsables de la mitad de las emisiones de CO2, mientras que el 50 % de los más pobres sólo emiten el 7 % de CO2, una proporción ínfima para 3,5 mil millones de personas. El 7 % de los más ricos, que tienen además los mejores medios para protegerse de la contaminación, se aprovechan del resto del mundo.32 Es verdad que entre las grandes fortunas existen seres generosos y determinados a trabajar por un mundo mejor, pero son una minoría. Hoy en día, el modo de vida de los más ricos compromete la prosperidad futura de la humanidad y la integridad de la biosfera. Es preciso actuar, pero no basta con ahorrar conformándose con aislar mejor las habitaciones, utilizar energía de ori‐ gen solar o geotérmico, usar aparatos que consuman menos electricidad, etc. Lo cierto es que se percibe que los que ha‐ cen ese tipo de economías gastan por otro lado más dinero en viajar, por ejemplo, o en realizar otras actividades y com‐ pras que ocasionan, directa o indirectamente, emisiones de gas de efecto invernadero y otras diversas formas de conta‐ minación. Por lo tanto no solamente es preciso economizar la energía, sino también vivir sobriamente y dejar de asociar sobriedad con insatisfacción.33 Algunos países han logrado hacer frente a ese desafío. Japón, por ejemplo, consume dos veces menos de energía por habitante que los países de la Unión Europea y tres veces menos que los Estados Unidos. Eso se debe al hecho de que debe importar gran parte de su energía, lo que aumenta el costo de la misma. El alto precio de la energía ha tenido un efecto saludable sobre el consumo, sin perjudicar por ello la prosperidad del país y su competitividad a nivel internacio‐ nal. Por el contrario, esas limitaciones han estimulado la innovación y el desarrollo de empresas que consumen menos energía, en particular en el campo de las nuevas tecnologías.34

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Es indispensable una colaboración íntima entre la ciencia y los Gobiernos Limitar el calentamiento global en 2 ˚C parece exigir, según las investigaciones más recientes, una reducción del 80 % de las emisiones de CO2 de aquí a 2050. La voluntad política que permitiría alcanzar este objetivo es muy débil, particular‐ mente en tiempo de recesión, cuando los dirigentes no piensan más que en relanzar el consumo.35 Los científicos, que son quienes aportan los datos más fiables, a menudo son considerados más como aguafiestas que como depositarios de un saber que permite aclarar el debate y tomar las mejores decisiones.36 Los que deciden no dejan de negociar compro‐ misos que son por naturaleza perjudiciales, ya que son mucho menos eficaces que las soluciones recomendadas. Es como si una persona gravemente enferma negociara con su médico la posibilidad de no tomar más que medias dosis de los re‐ medios indispensables para su curación. Desde hace treinta años, los Gobiernos han firmado más de 500 acuerdos internacionales para proteger el medio am‐ biente. Pero, con excepción del Protocolo de Montreal (1987) que ha permitido eficazmente hacer más lenta la rarefac‐ ción de la capa de ozono, la mayoría ha tenido pocos efectos a causa de una falta de coordinación, de voluntad política y, sobre todo, de la ausencia de sanciones contra los que no respetan esos acuerdos. En su libro titulado Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, Jared Diamond ha calculado que los mil millones de habitantes que viven en los países ricos gozan de recursos treinta y dos veces más altos por persona que los 6 mil millones restantes.37 Si estos 6 mil millones consumieran tanto como los mil millones más ricos, se necesi‐ tarían tres planetas para cubrir sus necesidades. Analicemos, por ejemplo, el caso de China, donde el ingreso por habi‐ tante es la décima parte del de un estadounidense promedio: si cada chino consumiera tanto como el estadounidense medio, las necesidades planetarias en recursos naturales se duplicarían. O más aún, si China tuviera el mismo número de automóviles por habitante que los Estados Unidos, absorberían toda la producción mundial de petróleo.38 Y el caso es que China avanza claramente en este sentido. La situación, pues, resulta insostenible. Ya es hora de instaurar un clima de confianza entre los científicos, los que deciden, los economistas, las empresas y los

medios de comunicación para que estos últimos escuchen y entiendan a los científicos, y que trabajen por una causa co‐ mún con un espíritu de cooperación y de solidaridad. Como decía H. G. Wells: «La historia es una carrera entre la edu‐ cación y la catástrofe». Tampoco hemos podido aprender las lecciones de la historia, que muestran que muchas culturas, entre ellas la civiliza‐ ción maya y la civilización jemer, antaño muy prósperas, desaparecieron entre otras razones por haber sobreexplotado los suelos y los recursos naturales de los que disponían.39 Hoy no se trata solamente de la suerte de los pueblos circuns‐ critos a territorios bien definidos, sino del destino de la humanidad y de la biodiversidad entera. Las soluciones deben ser puestas en práctica también por el conjunto de las naciones. La sociedad contemporánea se ha construido sobre el mito de un crecimiento limitado que muy pocos economistas y políticos desean cuestionar. Ninguna generación pasada ha hipotecado hasta este punto el futuro. Los acreedores de estas deudas se presentarán en forma de desastres ecológicos cuando hayamos transgredido los límites de seguridad de nues‐ tro planeta. Al principio, los países que hayan contribuido menos al despilfarro sufrirán más que los otros, pero a fin de cuentas ninguno se salvará. Como decía Martin Luther King: «Hemos llegado en diferentes botes, pero ahora estamos todos en el mismo barco».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Alimentar a 9 mil millones de seres humanos

La población humana va a seguir aumentando hasta el año 2050, y probablemente se estabilice en alrededor de 9 mil mi‐ llones. Este crecimiento se producirá principalmente en los países más pobres.86 Por consiguiente, la producción de ali‐ mentos deberá aumentar en un 70 % de aquí a 2050. Sacar a mil millones de seres humanos de la pobreza y alimentar a 2 o 3 mil millones más es un desafío gigantesco, acrecentado todavía más por la fragilización del ecosistema que ocasiona la producción de los bienes alimentarios adicionales requeridos. La expansión de la agricultura y de la ganadería contri‐ buye ampliamente a que se rebasen cinco de los nueve límites planetarios que es preciso respetar para preservar la segu‐ ridad de la humanidad.87 Es, por lo tanto, indispensable poner en práctica los medios de producir más alimentos para los seres humanos sin degradar más nuestro ecosistema. Sólo la agricultura contribuye en un 17 % a la emisión de gas de efecto invernadero. Según una evaluación de la FAO, en el conjunto de las zonas tropicales mundiales, el producto de las cosechas podría disminuir de un 25 a un 50 % en los futuros cincuenta años, como consecuencia de una reducción de las precipitaciones anuales en esas zonas.40 El calenta‐ miento ocasionará un aumento temporal de la producción agrícola en las zonas templadas, pero este aumento corre el peligro de ser rápidamente comprometido por la proliferación de enfermedades y de parásitos perjudiciales para las cosechas. Sin embargo, según el informe «Agroecología y derecho a la alimentación» publicado en 2011 por Olivier de Schutter, el relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, la agroecología puede doblar la producción alimentaria de regiones enteras en diez años reduciendo la pobreza rural y aportando soluciones al cambio climático. Las propuestas de este jurista belga podrían transformar el sistema de comercio internacional establecido desde la posguerra por la OMC.41 A los que arguyen que, si se suprimen los pesticidas, la producción agrícola caerá en un 40 % y no se podrá alimentar a todo el mundo, Olivier de Schutter responde: Esas cifras suponen que se renuncie a los pesticidas sin que eso sea compensado por una mejora de nuestras formas de producir, por ejemplo, por métodos de control biológico que la agroecología promueve. […] Además, la agroecología reduce los costes de producción, ya que reduce la utilización de pesticidas o de abonos químicos. Los precios de esos productos han aumentado además más rápidamente en estos cuatro o cinco últimos años que los precios de los pro‐ ductos alimentarios mismos. La agroecología es particularmente beneficiosa para los pequeños productores de los paí‐ ses del Sur que quieren producir a bajo coste.42 La agroecología es una ciencia de vanguardia que reúne ecología, biología y conocimientos tradicionales. La investiga‐

ción en agroecología no está aún demasiado desarrollada porque no se puede patentar y, por lo tanto, resulta poco atrac‐ tiva para las grandes empresas. También sufre por el hecho de que la gente no ve la modernización de la agricultura más que desde la perspectiva de una mecanización y de una industrialización siempre más avanzadas.

La injusticia de los cambios medioambientales Me reuní por primera vez con Jonathan Patz en compañía de mi amigo el neurobiólogo Richard Davidson en un peque‐ ño restaurante nepalés de Madison (Winsconsin, Estados Unidos). Jonathan llegó en bicicleta, y nada en su sencillez de‐ jaba adivinar su eminente trayectoria académica. Ahora es director del Global Health Institute de la Universidad de Ma‐ dison y uno de los principales autores de los informes del GIEC (Grupo Intergubernamental sobre la Evolución del Cli‐ ma) de las Naciones Unidas y laureado con el Premio Nobel de la Paz junto con Al Gore en 2007. Se ha especializado en‐ tre otras cosas en el estudio de los efectos de los cambios medioambientales sobre la salud. Él nos explicó por qué los cambios medioambientales mundiales son la causa de una de las más graves crisis éticas de nuestro tiempo, es decir, la desigualdad con que estos cambios afectan a las poblaciones. Desigualdad entre las naciones (los países pobres sufrirán mucho más que los más ricos), entre las generaciones (las generaciones futuras sufrirán esos cambios mucho más que la generación presente), entre las especies (algunas se verán afectadas hasta el punto de extin‐ guirse) y entre las clases sociales en un mismo país (también en este caso los más desfavorecidos sufrirán más que los ri‐ cos; los niños y los ancianos, más que los adultos en la flor de la vida, y los que viven en la calle, más que los que tienen una vivienda.43 Las regiones que sufren ya y van a sufrir más a causa de las consecuencias del calentamiento mundial y otras alteracio‐ nes de nuestros ecosistemas son, efectivamente, las menos responsables de estos cambios. Jonathan nos mostró dos ma‐ pas del mundo. En el primero, el tamaño de los países es proporcional a su parte de responsabilidad en el volumen global de emisiones de CO2 en la atmósfera. Se ve que los países ricos del hemisferio norte, Estados Unidos, Europa y Rusia, es‐ tán inflados como globos de goma, mientras que África desaparece prácticamente del mapa. En el segundo mapa, el ta‐ maño de los países es ahora proporcional al número de muertes debidas a las recientes subidas de temperatura. Esta vez, son los países ricos los que se vuelven casi invisibles, mientras que África y la India invaden el planisferio.44 El riesgo de patologías ligadas al clima se habrá más que duplicado en 2030.45

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Son los mismos países los que sufrirán de forma desproporcionada el aumento de numerosas enfermedades cuyas in‐ cidencias varían según el clima. Según la OMS, el 88 % de la morbilidad atribuible al cambio climático afecta a los niños de menos de cinco años. Múltiples enfermedades están ahí, entre ellas la malaria, el dengue, la fiebre amarilla, el cólera, la diarrea, le ceguera de los ríos (oncocercosis), la leishmaniasis, la enfermedad de Lyme, las enfermedades respiratorias, el asma en particular. Cada año, la contaminación del aire en entornos urbanos provoca 800.000 muertes.46 Además, la salud de las poblaciones también será afectada por la malnutrición, las migraciones feroces y los conflictos ligados al cambio climático. Según Jonathan, el conjunto de datos actuales permite llegar a la conclusión de que el 23 % de todas las muertes —36 % entre los niños— están relacionadas con factores medioambientales influidos por las activi‐ dades humanas. Y nos da un ejemplo estremecedor: durante los Juegos Olímpicos de verano de Atlanta, en 1996, los or‐ ganizadores habían limitado la circulación automovilística. Una de las consecuencias fue que el tráfico de la hora punta de la mañana disminuyó en un 23 %, y los picos de ozono bajaron un 28 %. Al mismo tiempo, las visitas a Urgencias re‐ lacionadas con el asma en los niños ¡cayeron en un 42 % en los hospitales! A la inversa, durante el calentamiento provocado por el fenómeno de El Niño entre 1997 y 1998 en Lima, las tempera‐ turas invernales fueron 5 ºC por encima del promedio, y el número de admisiones en los hospitales por diarreas agudas aumento en un 200 %, en comparación con los cinco años anteriores.47 La malaria mata de 1 a 3 millones de personas cada año en el mundo, la mayoría niños que viven en países en vías de desarrollo. Pero sucede que la transmisión de la malaria está fuertemente influenciada por el clima. El tiempo de

desarrollo del parásito en el interior del mosquito depende estrechamente de la temperatura. Puede ser de treinta días si la temperatura ambiente es de alrededor de 18 ºC, pero sólo será de diez días a 30 ºC. Además, la relación no es lineal: en las regiones calientes, un aumento de 0,5 ºC de la temperatura puede traducirse en un aumento del 30 al 100 % del nú‐ mero de mosquitos.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com De igual manera, la incidencia de la malaria se acrecienta por la deforestación. Se ha demostrado que la deforestación en la cuenca del Amazonas aumenta la superficie del hábitat propicio a la reproducción del mosquito Anofeles darlingi, el principal vector de la malaria en la región. El índice de picaduras en las zonas deforestadas de la Amazonia peruana es casi trescientas veces más alto que en las regiones donde el bosque está intacto (teniendo en cuenta las diferencias de densidad de población humanas en esos diversos biotopos).48 Numerosos estudios han evidenciado también una correla‐ ción entre la deforestación y la mayor exposición a la malaria en África subsahariana.49 Además, como ha señalado el economista Jeffrey Sachs, se ha observado una correlación entre la prevalencia de la ma‐ laria y la pobreza: cuanto más pobres son las poblaciones, menos pueden defenderse contra la malaria; y cuanto más afectadas por la malaria son las poblaciones, menos próspera es su economía.50 Los países africanos donde la malaria es endémica tienen un PIB que crece en promedio un 0,4 % por año, a diferencia del 2,3 % de los países que están relativa‐ mente poco afectados por esta enfermedad. Con el impulso del exinversor y filántropo Ray Chambers, actual emisario de las Naciones Unidas para la erradicación de la malaria, se lanzó un ambicioso programa en los siete países africanos más afectados. Ray y su equipo lograron re‐ caudar 6 mil millones de dólares y distribuyeron 300 millones de mosquiteras impregnadas de insecticida, lo que permite proteger a 800 millones de personas. Este proyecto ya ha salvado la vida a 1 millón de personas, y Ray espera erradicar la malaria en esos países en 2015.88 Sin embargo, estos esfuerzos corren el peligro de verse comprometidos a medio plazo por el calentamiento climático.

Un ejemplo edificante de interdependencia Para terminar, Jonathan Patz nos cuenta esta anécdota que muestra hasta qué punto son estrechamente interdependien‐ tes todos los elementos del medio ambiente. En los años cincuenta, la OMS había lanzado un programa de control de la malaria en Borneo, utilizando grandes cantidades de dieldrina. El programa parecía eficaz, ya que los mosquitos fueron en gran parte erradicados. No obstante, uno o dos años más tarde, estalló una epidemia de tifus y todos los techos de paja de los pueblos se desplomaron. ¿Por qué?

La dieldrina desde luego había matado a los mosquitos, así como a las moscas y a las cucarachas. Pero eso no era todo. Las salamanquesas, que se alimentan de insectos en las casas, acumularon índices muy altos de dieldrina en sus tejidos adiposos. Los gatos, que se comen a las salamanquesas, murieron a consecuencia de esto. En ausencia de los gatos, pulu‐ laron las ratas y con ellas las pulgas, que parasitan a las ratas y son portadoras del tifus. Las pulgas transmitieron la enfer‐ medad a los humanos. Ésta es una primera catástrofe en cadena, pero ¿por qué se hundieron los techos? La dieldrina no sólo mató a los mosquitos. También eliminó una especie de avispa que mata un cierto tipo de orugas para depositar en ellas sus huevos, lo que permite a las futuras larvas alimentarse del cadáver de la oruga. Como consecuencia, las orugas proliferaron en los techos de paja, que se debilitaron y después se hundieron. Este ejemplo ilustra de maravilla la increí‐ ble riqueza y la sutileza de los lazos de interdependencia que unen a todos los actores y fuerzas dinámicas de la naturale‐ za. También nos lleva a tener mucho más cuidado con equilibrios naturales que funcionan desde hace milenios.

El pesimismo es una pérdida de tiempo: existen soluciones

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Como decía justamente Yann Arthus-Bertrand, fotógrafo y ecologista, si queremos preservar la prosperidad de nuestra biosfera, «es demasiado tarde para ser pesimistas». Johan Rockström da dos buenas razones para ser optimistas: la posi‐ bilidad de reemplazar enteramente las energías fósiles de aquí a 2050 por energías renovables, y el hecho completamente posible de una revolución agrícola «triplemente verde». El Consejo Alemán sobre el Cambio Climático (WGBU, Wissenschaftlicher Beirat des Bundesregierung Globale Um‐ weltvervänderungen) ha diseñado un plan que permitiría poner fin a la utilización de todas las energías fósiles —petró‐ leo, carbón y gas natural— de aquí a 2050, satisfaciendo las demandas mundiales de energía. Además del recurso a las energías renovables, uno de los puntos clave de este plan es el uso generalizado de vehículos que funcionen con hidró‐ geno, con metano, con gas, con electricidad, etc.51 Poner en práctica un programa como ése supone evidentemente que los dirigentes mundiales se movilicen: ese pro‐ yecto necesitará una inversión mundial de alrededor de mil millones de dólares por año, y resultará rentable a largo pla‐ zo. Esta inversión masiva está lejos de ser irrealizable, ya que las subvenciones gubernamentales mundiales destinadas a mantener el precio del petróleo a un nivel inferior a su coste real representan de 400 a 500 mil millones de dólares anua‐ les. Estas subvenciones perpetúan el consumo de petróleo y de gas y obstaculizan el desarrollo de las tecnologías de ener‐ gías renovables, que en el mismo tiempo no han recibido más que 66 mil millones de dólares de subsidios.52 El G20 ha asumido ahora el compromiso de poner fin a las subvenciones a las energías fósiles, cuya utilización se re‐ ducirá a medida que las energías renovables sean puestas a disposición de los países pobres, a fin de no disminuir las po‐ sibilidades de estos últimos por un alza considerable del precio de la energía. Tenemos otra razón para ser optimistas. Al contrario de otras degradaciones medioambientales irremediables (la pér‐ dida de especies animales y vegetales en particular), el calentamiento climático es en parte reversible: es posible enfriar la atmósfera capturando suficiente CO2. Un informe de la compañía McKinsey, que data de 2010, muestra que una reduc‐ ción del 40 % de las emisiones de gas de efecto invernadero es posible de aquí a 2030, gracias a cambios tecnológicos que, por añadidura, nos permitirían ahorrar.53 La Fundación Europea para el Clima (ECF, European Climate Foundation) ha publicado un informe titulado Roadmap 2050 (‘Hoja de ruta para 2050’) que muestra que es perfectamente posible reducir las emisiones de CO2 de un 80 a un 95 % de aquí a 2050, a condición de que el 80 % de la electricidad provenga de fuentes de energía renovables. Ade‐ más, este informe demuestra de manera convincente que, con el tiempo, el coste de la energía se volvería claramente in‐ ferior al coste de las energías fósiles. Para Rockström y sus colegas, no hay ninguna duda de que un impuesto de 50 a 180 dólares por tonelada de CO2 emi‐ tido constituiría el mejor estímulo para acelerar la transición hacia las energías renovables. El impuesto aplicado actual‐ mente por la Unión Europea es de sólo 20 dólares por tonelada, lo que es insuficiente según la opinión de los científicos. El ejemplo de Suecia es edificante. Ese país ha impuesto 100 dólares por tonelada, lo que prácticamente ha eliminado la utilización de hidrocarburos fósiles para la calefacción y ha reducido considerablemente las emisiones industriales de CO2 sin que por ello se haya obstaculizado el crecimiento económico del país. En Alemania, un nuevo sistema de tarifa‐

ción de la electricidad ha producido un auge considerable de las energías renovables, sobre todo las eólicas y solares, que ya desde ahora aseguran el 10 % de la producción del país. En China, el sector de la energía solar va a multiplicarse por diez de aquí a 2015. Según un informe de la Comisión Australiana sobre el Clima, en 2012 China ha reducido a la mitad su crecimiento en demanda de electricidad. Se han realizado progresos considerables también en España y en los países escandinavos. Como informa Jeremy Rifkin, presidente de la Fundación para las Tendencias Económicas, en 2009 se ins‐ taló en la Unión Europea más fuerza eólica que cualquier otra fuente de energía: el 38 % del despliegue total de energías nuevas. El sector, que emplea actualmente a más de 200.000 asalariados en el conjunto de la Unión y produce el 4,8 % de la electricidad, podría proporcionar, según las previsiones, cerca del 17 % de la electricidad del mercado europeo en 2020 y el 35 % en 2030. Habrá entonces una mano de obra de cerca de medio millón de personas.54 Ha llegado el momento de hacer esta transición a nivel mundial. El coste necesario para limitar las emisiones de gas de efecto invernadero, proteger los bosques tropicales y estabilizar el clima ha sido calculado en unos 150-200 mil millones de dólares por año. Es cierto que esto representa una suma con‐ siderable, pero si se piensa que se gastan cada año 400 mil millones de dólares en el mundo en publicidad, que la produc‐ ción de 500 nuevos aviones de caza F15 para el ejército estadounidense cuesta 500 mil millones de dólares, y que la gue‐ rra de Irak habrá costado 3 billones de dólares a los Estados Unidos,55 Es preciso constatar que las empresas y los Gobier‐ nos están dispuestos a hacer gastos colosales en realizaciones secundarias o con fines destructivos. Esta suma podría reunirse cada año por diversos medios, con tal de que la voluntad política exista. Un impuesto de 1 dólar por barril de petróleo, por ejemplo, produciría 30 mil millones de dólares por año, lo que no es excesivo si se pien‐ sa que la utilización del petróleo es, directa o indirectamente, la principal causa del cambio climático. Restaurar y preservar los ecosistemas ocasiona gastos a corto plazo, pero constituye una excelente inversión a largo plazo. Así, en el caso de los bosques tropicales, el coste de la restauración se calcula en 3.450 dólares por hectárea, mien‐ tras que los beneficios producto de esa restauración se elevan a 1.620 dólares, es decir, un retorno interno de 50 %. Este dividendo es del 20 % en el caso de los otros tipos de bosques, del 27 % para los lagos y ríos, del 7 % para los arrecifes co‐ ralinos, del 12 % para los pantanos y de alrededor del 79 % para los herbazales.56 Según Rockström, las empresas financieras, industriales y bancarias deberían todas ellas proporcionar un balance de su impacto medioambiental e incluir en la formación de su personal la educación sobre los efectos de sus actividades so‐ bre el medio ambiente.

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La alternativa indispensable a los hidrocarburos El 78 % de las emisiones de CO2 proviene de la utilización de energías fósiles. La producción de hidrocarburos ha au‐ mentado en más de diez veces desde 1950. La agricultura, por su parte, se ha hecho cada vez más dependiente de la ener‐ gía fósil: cálculos efectuados en los Estados Unidos demuestran que se necesitan de 7 a 8 calorías de energía fósil para la producción de cada caloría de alimento consumida. Actualmente se necesitan 1,6 toneladas de hidrocarburos para ali‐ mentar a un estadounidense promedio durante un año. Hasta ahora, el crecimiento económico de los países ricos iba ligado al crecimiento del consumo de hidrocarburos.57 Pero la época del petróleo barato ha pasado. Cada año consumimos dos veces más petróleo del que se descubre, y de ahí la deplorable idea de recurrir a los gases de esquisto. Diferentes estudios desarrollados por varios grupos independientes han mostrado que el nivel máximo de producción de hidrocarburos se alcanzará en 2018 a más tardar, tras lo cual se producirá un aumento constante de los precios.89 La mayoría de los esfuerzos se han concentrado en la explotación de recursos existentes y en la búsqueda de nuevos yacimientos, una solución que no hace sino alargar el plazo. Los Gobier‐ nos se han retrasado considerablemente en la elaboración de soluciones de recambio. Si logramos generar casi la totalidad de la energía que necesitamos a partir de fuentes renovables, habremos resuelto la mayor parte del desafío climático. Lo bueno de la gestión de la energía, subraya Rockström, reside en el hecho de que las energías producidas son perfectamente sustituibles unas por otras: la electricidad producida con la ayuda del carbón es exactamente la misma que la producida por los sistemas eólicos.58

Una transición total hacia las energías renovables No hay ninguna duda de que las energías renovables pueden bastar suficientemen​te para las necesidades mundiales, que son actualmente de alrededor de 500 exajulios (EJ): el potencial de producción de energía eólica es superior a 1.000 EJ, y si se suman los potenciales de energía geotérmica, solar e hidroeléctrica, se llega a 11.000 EJ.59 El proyecto Desertec, que nació en Alemania, se ha puesto como objetivo instalar en el Sahara un sistema nuevo de captación de la energía solar. Durante el día, la radiación solar podría calentar hasta los 1.300 ºC depósitos de aceite cuyo calor serviría después para producir vapor, que movería a su vez turbinas generadoras de electricidad. Como el aceite se enfría de manera relativamente lenta, el calor almacenado durante el día bastaría para asegurar durante la noche la pro‐ ducción de electricidad hasta la mañana del día siguiente. Solamente 10 kilómetros cuadrados de instalación en el Sahara permitirían abastecer el Norte de África y casi la totalidad de Europa de electricidad (por medio de cables submarinos, prácticamente sin pérdida de energía). Desertec ha emprendido ya proyectos piloto en Marruecos, en Túnez y en Egipto. Esta tecnología es aplicable a todos los desiertos del mundo, desde el centro de España a Australia pasando por el desier‐ to de Gobi. Igualmente, según un estudio japonés, si se instalaran paneles voltaicos en el 4 % de la superficie de los de‐ siertos del mundo, producirían una cantidad de energía igual al consumo energético mundial.60 En 2009, por primera vez en Europa, las inversiones en la producción de electricidad renovable por medio de fuerza eólica y de paneles solares sobrepasaron las inversiones en la electricidad convencional. Globalmente, la producción de energía renovable no representa todavía sino un pequeño porcentaje de la energía producida en el mundo, pero esta pro‐ ducción crece más del 20 % por año. El desafío consiste, pues, en pasar del 2-3 % de energías renovables al 80 %, incluso al 100 %, antes de 2050.61 Los edificios residenciales y comerciales consumen actualmente el 40 % de toda la energía producida y son el primer factor de emisión de gas de efecto invernadero. Hoy es posible utilizar «energías pasivas», e incluso equipar los edificios de forma que produzcan electricidad redistribuible en la red.

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Abastecer de energía a los países pobres Durante este tiempo, los países pobres sufren de una falta crónica de recursos energéticos. En África, el 85 % de la pobla‐ ción no tiene acceso a la electricidad. Lo mismo sucede con el 60 % de la población de Asia del Sur. El aporte de energía sana y renovable al Tercer Mundo es esencial para remediar la pobreza y mejorar la salud de las poblaciones desfavoreci‐ das. Un mejor acceso a las energías renovables permitiría también hacer funcionar mejor las escuelas, las clínicas y los edificios comunales de los pueblos. En Bangladés, por ejemplo, gracias al programa desarrollado por la organización Grameen Solar de Muhammad Yunus en 2010, un millón de personas reciben electricidad captada por paneles solares. La producción masiva de esta energía solar también ha hecho caer considerablemente el coste de la electricidad. Desarrollar el acceso de las poblaciones pobres a las fuentes de energía constituye ahora una de las prioridades de las Na‐ ciones Unidas, cuyo objetivo es proporcionar un acceso universal a la energía de aquí a 2030.62 Más de un millón y medio de personas mueren cada año por la contaminación causada en el interior de las viviendas por fogones que queman madera, carbón o boñigas secas, y por la iluminación con aceite o queroseno. El recurso a la electricidad y a los hornos solares, que utilizan grandes placas baratas para hacer hervir el agua y cocinar los alimentos, permite suprimir estas causas de accidentes.

Gestionar racionalmente los recursos hídricos También es absolutamente indispensable hacer más racional nuestra gestión del agua dulce. Actualmente, el 70 % del agua dulce que utilizamos proviene de lagos, de ríos y de napas freáticas que se agotan. Una cuarta parte de los grandes cursos de agua del mundo ya no llegan al océano, porque sus aguas son sobreexplotadas para las necesidades de la agri‐ cultura. Y la situación no hace sino agravarse. El 70 % de las captaciones de agua dulce se utilizan para la agricultura. Nada consume más agua que producir alimen‐

tos, sobre todo alimentos a base de carne (la producción de un kilo de carne exige cincuenta veces más agua que la de un kilo de cereales). En el mundo, la producción de alimentos para una sola persona requiere en promedio, en todas las etapas, entre 3.000 y 4.000 litros de agua por día, una cifra asombrosamente alta, mientras que entre 50 y 150 litros cubren sus otras necesidades: beber, lavarse y limpiar su vivienda y su ropa. Se necesitan dos tipos de mejoras: recuperar más agua de lluvia y utilizar mejor el agua «verde». Si se llama «agua azul» el agua de los ríos, de los lagos y de las napas freáticas, el agua «verde» es el agua invisible que mantiene la hume‐ dad del suelo, que se encuentra en el interior de las plantas, que se evapora después de la transpiración de la vegetación y vuelve a la atmósfera. Más del 60 % del agua que forma parte del ciclo hidráulico natural es agua «verde».63 Es la que hace crecer todas las plantas y permite la agricultura tributaria de las aguas de lluvia, que representa el 80 % de la agricul‐ tura mundial. A ese nivel es donde se sitúan las posibilidades más destacadas para mejorar la agricultura. En los países en vías de desarrollo, y más particularmente en Asia del Sur, es posible restaurar los niveles de las napas freáticas y realimentar los pozos secos de los pueblos construyendo diques de retención del agua de lluvia, lo que permite al agua infiltrarse en los suelos en lugar de evaporarse rápidamente. Además, recoger el agua de lluvia en el techo de las casas y almacenarla en grandes cisternas subterráneas construidas con materiales tradicionales es de sobras suficiente para cubrir las necesidades de pueblos que, hasta ahora, sufrían de una terrible escasez de agua dulce. Estas técnicas han sido desarrolladas en particular por el Barefoot College fundado por Bunker Roy en las regiones áridas de Rajastán, en la India.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Alimentación para todos sin destruir la biosfera: una revolución realmente verde

El 40 % de la superficie terrestre se utiliza para la agricultura. La agricultura y la ganadería son responsables del 30 % de las emisiones de gas de efecto invernadero y son las causas principales de las fugas de nitrógeno y de fósforo en el medio natural. Varios informes científicos presentan nuevos métodos que permitirían producir suficientes alimentos evitando deteriorar nuestro entorno.64 Un informe de síntesis publicado por la FAO en 2011, muestra que es posible producir un 70 % más de alimentos en el mundo sin aumentar la superficie de las tierras cultivadas.65 Sin embargo, este informe subraya que el crecimiento de la productividad no debe hacerse recurriendo a métodos de cultivo intensivo que utilizan abonos químicos y pesticidas. Según Johan Rockström, lo que necesitamos es una revolución realmente verde. La primera revolución verde se produ‐ jo en la década de 1960 y llevó la producción mundial de cereales a más del doble, principalmente el arroz, el maíz y el trigo. La India, en particular, se benefició de un aumento espectacular de recursos alimentarios. Sin embargo, esta prime‐ ra revolución se basó en una utilización masiva de abonos químicos, de pesticidas, de nuevas semillas híbridas y de mé‐ todos de irrigación por bombas diésel que extraen el agua de grandes profundidades. Las consecuencias a largo plazo de este aumento temporal de la producción han resultado nefastas en muchos campos: agotamiento de las napas freáticas, erosión y empobrecimiento de los suelos, contaminación química e impactos sociales negativos sobre las comunidades campesinas, cuyo modo de vida se vio profundamente perturbado. En su libro profético Primavera silenciosa, Rachel Carson se preguntaba: «¿Puede aplicarse a la superficie de la tierra tal cantidad de sustancias tóxicas sin hacerla no apta para la vida?».66 Se habla de insecticidas, cuando en realidad se trata de «biocidas». Los agroecologistas de todo el mundo disponen ahora de un número creciente de pruebas que muestran que la agri‐ cultura biológica puede, incluso a gran escala, producir aproximadamente la misma cantidad de recursos alimentarios que la agricultura «química». Han obtenido esos resultados equilibrando la agricultura y la ganadería, la cual produce el abono natural, procediendo a la rotación de los cultivos que permite reaprovisionar el suelo de nitrógeno orgánico y evi‐ tando la labranza profunda, lo que preserva la calidad de los suelos. Las pérdidas de nitrógeno de los suelos se reducen en un 30 % si los agricultores cultivan plantas de cobertura en el invierno, centeno y trigo por ejemplo, lo que también aumenta la retención del carbono en los suelos. Según el Instituto del Medio Ambiente y el Centro de Resiliencia de Estocolmo, dirigido por Rockström, la nueva re‐ volución agrícola deberá añadir dos revoluciones verdes a la primera. Por una parte, habrá que abandonar progresiva‐ mente el uso de abonos químicos y de pesticidas, y, por otra, utilizar el agua «verde» procedente de fuentes renovables

que no agotan los lagos, los ríos y las napas freáticas. Un resumen de todas estas posibilidades, presentado en «Solutions for a cultivated planet» (‘Soluciones para un plane‐ ta cultivado’),67 un artículo de Jonathan Foley aparecido en la revista Nature, muestra que es posible alimentar a 9 mil millones de seres humanos cultivando de manera no destructiva las tierras todavía disponibles, en las regiones tropicales en particular. El autor también subraya la necesidad de reducir, en diferentes etapas de producción, la forma en que se malgastan los recursos alimentarios: el 30 % de los alimentos comprados en los países ricos acaba en la basura (y lo mis‐ mo pasa con los medicamentos). Cerca del 50 % de los alimentos producidos en el mundo no llegan nunca a un estóma‐ go humano a causa de problemas tan variados como la insuficiencia de infraestructuras y de instalaciones de almacena‐ miento, de las reglas demasiado estrictas sobre las fechas de caducidad, de las ofertas del tipo «Llévese dos por el precio de uno» y de la costumbre que han adoptado los consumidores de no escoger más que alimentos de apariencia perfecta.

Revitalizar los suelos

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Una de las medidas que más calurosamente se recomienda es el abandono de la labranza que expone al aire la parte más rica del suelo: las materias orgánicas se calientan al sol, se secan y se evaporan, emitiendo CO2 y ocasionando una pérdi‐ da masiva de reservas en carbono. La microfauna —bacterias, ácaros, gusanos de tierra y otros organismos que dan vida al suelo— se destruye y la erosión se agrava. La tierra aséptica por la labranza se vuelve además dura y compacta, lo que impide que las raíces alcancen el agua profunda. El suelo es así cada vez menos fértil y su rendimiento disminuye. Por lo tanto las tierras deberían ser trabajadas lo más ligeramente posible en la superficie, incluso no serlo en absoluto: en Uru‐ guay, en Paraguay y en Bolivia, durante los últimos diez a quince años, el 70 % de los agricultores ha abandonado la la‐ branza de los campos y su rendimiento ha vuelto a su mejor nivel. Estas técnicas también han sido introducidas en muchas explotaciones francesas.68 Permiten hundir ligeramente las semillas en la tierra, evitando remover el suelo. Tienen la ventaja de reducir considerablemente la erosión y el tiempo de trabajo (y por consiguiente el consumo energético), mejorar la estructura, el buen estado y la porosidad del suelo (per‐ mitiendo que el agua se infiltre mejor), y favorecer la riqueza biológica de la tierra. En la década de 1980, en Burkina Faso, el agroecologista Pierre Rabhi demostró que era posible revertir el proceso de desertificación con métodos fácilmente aplicables por las comunidades locales. Esos métodos simples consisten en revi‐ talizar los suelos áridos mediante el humus natural, rico en microorganismos y capaz de retener hasta cinco veces su peso en agua; en reforestar; en reconstruir muros bajos de piedra que hacen más lento el flujo del agua; y en revalorizar las semillas tradicionales que son más duraderas.69 Estas mismas técnicas han sido aplicadas por un humilde campesino, Yacouba Sawadogo, que desde entonces se ha ganado el respeto de todos los agricultores del país y de los grandes orga‐ nismos internacionales y que en treinta años ha logrado volver fértiles 6 millones de hectáreas en el Sahel. En estos terri‐ torios, el nivel de las napas freáticas ha vuelto a subir, los árboles han reverdecido el paisaje y las cosechas de cereales se han vuelto abundantes.70 Como hemos visto en el capítulo titulado «El egoísmo institucionalizado», la ONG india Navdanya está presente en dieciséis estados indios donde distribuye semillas de no menos de 600 variedades de arroz y 150 variedades de trigo, a los agricultores deseosos de practicar la agricultura biológica y de volver a tener autonomía alimentaria.90 Actualmente, la asociación Navdanya cuenta con medio millón de campesinos entre sus miembros.

EL MARIDAJE DEL ARROZ Y DEL PATO En el pueblo de Fukuoka, el granjero japonés Takao Furuno, en su juventud, fue el triste testigo de la desaparición de los pájaros y de los animales salvajes debido a la expansión de la agricultura intensiva. Desde 1978, inspirado por la lectura de Primavera silenciosa, el libro de culto de Rachel Carson,71 Takao decide adoptar los métodos de la agricultura biológica. El trabajo no es fácil, y Takao pasa largas jornadas manteniendo sus arrozales y quitando laboriosamente las malas hierbas que los invaden. Diez años después, encuentra por casualidad un viejo libro que

cuenta que antes los cultivadores tenían la costumbre de hacer chapotear patos en los arrozales. ¿Por qué?, se pre‐ gunta Takao. De espíritu curioso, suelta unos patos en sus arrozales y enseguida comprende: los patos se alimen‐ tan de las malas hierbas y de los insectos parásitos, pero no tocan las plantas de arroz. Además, al remover el fon‐ do de los arrozales inundados, oxigenan el agua. Y sus deposiciones constituyen un excelente abono. Los patos y el arroz están hechos para entenderse. Como informan los dos empresarios Sylvain Darnil y Mat‐ hieu Le Roux en Cambiar el mundo,72 después de diez años de trabajo fatigoso, Takao Furuno y su esposa encon‐ traron el medio de prescindir de productos químicos y dejan que los patos trabajen en su lugar. Más aún, el rendi‐ miento mejora considerablemente y puede alcanzar hasta 6.500 kilos por hectárea en años buenos, a diferencia de los 3.800 kilos en promedio de las granjas vecinas.73 El agricultor también ahorra muchísimo al renunciar a los productos químicos. Mientras que se necesita en promedio un litro de petróleo (en forma de abono, pesticidas y combustibles) para producir 1 kilo de arroz, este método permite prescindir totalmente de él. En Japón los pro‐ ductos biológicos tienen mucha demanda, el «arroz pato» (duck rice) se vende a un precio entre un 20 y un 30 % más alto que el arroz tradicional. En Vietnam, en Camboya o en Laos, los granjeros que han adoptado el método del arroz pato han visto au‐ mentar la productividad de sus arrozales en un 30 % en promedio en comparación con los que son cultivados por métodos tradicionales.

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Takao, cuyo libro The Duck Power (‘El poder del pato’)74 es un best seller en Asia, calcula que en dicho conti‐ nente 75.000 granjas —10.000 de éstas, en Japón (que producen el 5 % del arroz consumido en el país)— han adoptado sus métodos. La cría de patos da también a los agricultores la ocasión de utilizar los insectos como un recurso alimentario en lugar de dedicar tanto tiempo a eliminarlos. Takao incluso ha introducido peces en los arrozales.

Instaurar una economía circular reciclando todos los metales raros A pesar de esfuerzos meritorios, la tasa de reciclaje de las materias primas sigue siendo sumamente baja. Según un infor‐ me de 2011 del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el paso a una economía verde supone un pro‐ greso espectacular de las bajas tasas actuales de reciclaje de metales. Sólo 20 de los 60 metales tomados en consideración se reciclan en un 50 %, y esa tasa es inferior al 1 % para 34 de los otros 40 metales, muchos de los cuales desempeñan un papel crucial en las tecnologías limpias, como las baterías de vehículos híbridos o los imanes para generadores eólicos.75 Sin embargo, en teoría, los metales pueden reciclarse indefinidamente, y su reciclaje ofrecería nuevas fuentes de empleo. Reciclar el aluminio en vez de producirlo a partir de la bauxita reduciría en un 90 % las emisiones de CO2 ligadas a su producción. Actualmente, sin embargo, solamente una tercera parte del aluminio proviene del reciclaje. Igualmente, si se reciclara el plomo en lugar de extraerlo de su mineral, se disminuirían en un 99 % las emisiones correspondientes de CO2. Lo mismo sucede con el hierro, el cobre, el níquel, el estaño y los otros metales. Además, anualmente se producen 50 millones de toneladas de desechos electrónicos, de los que apenas el 15 o 20 % se reciclan.76 Más aún, los yacimientos de metales raros se agotan muy rápidamente. Según una evaluación de las reservas de 18 metales raros utilizados en sectores clave de la industria, 6 se agotarían de aquí a cincuenta años a la tasa actual de con‐ sumo, igual que sucedería con otros 13 si el mundo entero utilizara aunque no fuera más que la mitad de la cantidad consumida por los Estados Unidos.77 ¿Han oído ustedes hablar del indio? Este elemento tiene mucha demanda para la fabricación de pantallas planas de ordenadores y de televisores. Es el más amenazado de los 18 metales raros, y al ritmo de consumo actual debería agotarse dentro de trece años. Su precio se multiplicó por diez entre 2006 y 2009. El precio del tantalio, utilizado para la fabricación de teléfonos móviles, también ha aumentado considerablemente, y la voluntad de controlar su explotación es una de las causas de la sangrienta guerra civil del Congo. Al ritmo actual —si la demanda no aumenta, lo que es poco probable— el zinc se agotará en cuarenta y seis años, el estaño en cuarenta, la plata en veintinueve y el cobre en sesenta y uno. Sólo el aluminio (1.027 años), el platino (360) y el cromo (143) son todavía relativamente abundantes.

Una red inteligente de reparto de las energías renovables En La tercera revolución industrial,78 el economista Jeremy Rifkin propone convertir todos los edificios en otras tantas minicentrales eléctricas locales que funcionen gracias a la geotermia, al viento, al sol y a la transformación de los desechos. Si millones de edificios obtuvieran así energías renovables, almacenando los excedentes en forma de hidrógeno (que en todo momento puede reconvertirse en electricidad) o se revendieran a millones de otros usuarios, el poder que resultaría de ello sobrepasaría ampliamente lo que pueden producir las centrales eléctricas nacionales, sean nucleares, a carbón o a gas. El proceso consiste en producir hidrógeno por simple electrolisis del agua a partir de la electricidad solar, mientras que otro sistema lo recombina con el oxígeno en una pila de combustible para producir electricidad a demanda. Este procedimiento tiene la inmensa ventaja de ser absolutamente limpio y, al contrario de las baterías, no utiliza ningún elemento contaminante, como el cadmio o el litio. Un sistema de programación informática podría permitir distribuir los excedentes en las zonas que no tienen electrici‐ dad en un momento particular a causa de las intermitencias de producción, y alimentar los bornes de recarga de los vehículos a hidrógeno. Autobuses experimentales y automóviles a hidrógeno circulan ya en Euro​pa. En mayo 2007, el Parlamento Europeo votó una declaración oficial por la cual este cuerpo legislativo de los veintisiete Estados miembros de la Unión Europea se comprometió a favor de esta tercera revolución industrial.79 Varios proyectos piloto han sido desarrollados, principalmente en Córcega: cerca de Ajaccio, un amplio campo de paneles fotovoltaicos ha sido acoplado a un sistema de producción y almacenamiento de hidrógeno que permite compensar la intermitencia inevitable relacio‐ nada con la producción eléctrica a partir del sol, a una escala casi industrial.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Algunas señales alentadoras

Algunos países han hecho esfuerzos loables en el campo de la preservación del medio ambiente. Vietnam, por ejemplo, ha logrado, a pesar de una modernización rápida, pero gracias a un esfuerzo sistemático de reforestación, que contrasta particularmente con la deforestación salvaje de su vecino indonésico, hacer pasar su superficie forestal del 28 al 38 % del territorio entre 1990 y 2005. El índice de reforestación entre 1970 y 1980 era allí dos veces más rápido que el de la defo‐ restación.80 En Costa Rica, más del 95 % de la energía del país proviene de fuentes renovables. En el Himalaya, Bután, un país del tamaño de Suiza, tiene el proyecto de prescindir totalmente de abonos y de pesticidas de aquí a cinco años y al‐ canzar un índice de emisión neto de CO2 del 0 % de aquí a diez años, es decir, que el país no emitirá más CO2 del que pueda ser capturado por el 65 % de cobertura natural del país (principalmente bosques). La Cumbre Mundial sobre la Biodiversidad organizada por las Naciones Unidas en Nagoya en 2010 terminó con un consenso entre los Gobiernos mundiales para aumentar la superficie de las zonas biológicamente protegidas. El 17 % de la superficie terrestre y el 10 % de los océanos serán considerados como reservas naturales. En una segunda cumbre en Hyderabad, en la India, en octubre 2012, los países signatarios de la Convención para la Diversidad Biológica decidieron doblar las aportaciones económicas (10 mil millones de dólares) de los países desarrollados a los países en desarrollo de aquí a 2015, para poner en práctica el plan de salvamento de lo «vivo» y la estrategia en 20 puntos adoptada en Nagoya para el período 2010-2020. El proceso de protección de las zonas de alta mar pasó a la velocidad superior y se definieron «áreas marinas de interés biológico o ecológico» en el Pacífico sudoccidental, el Caribe, el Atlántico centrooccidental y el Mediterráneo. Otra iniciativa es la de los «mercados éticos», que utilizan «balances de transición verde» (GTS, Green Transition Sco‐ recard) y siguen la evolución de las inversiones del sector privado en los «mercados verdes». El informe publicado por esta organización en 2012 presentaba un volumen de negocios de 3,3 trillones de dólares en esos mercados desde 2007.81

Las ciudades verdes dan ejemplo La ciudad de Portland, en Oregón, año tras año ocupa el primer lugar del palmarés de las mejores ciudades estadouni‐ denses donde vivir. En la década de 1970, Tom McCall, el primer alcalde ecologista, hizo desmantelar la autopista que

atravesaba la ciudad para transformarla en un espacio verde público de 4.000 hectáreas. Sus sucesores siguieron sus pa‐ sos. Entre 1990 y 2008, la ciudad ha reducido un 19 % sus emisiones de CO2. Su superficie plantada de árboles ha alcan‐ zado desde entonces el 26 % y sigue aumentando (hasta el 30 % de aquí a 2030). Esta ciudad de 1,4 millones de habitan‐ tes ha construido más de 700 kilómetros de carril bici, y los trabajadores que van al trabajo a pie o en bicicleta reciben, en la mayoría de las empresas, 50 dólares adicionales al mes. Las botellas de vidrio están todas en régimen de depósito para estimular el reciclaje, y la mayoría de restaurantes de comida rápida (McDonald’s, Starbucks, etc.) han cambiado de modelo de negocio para dejar paso a restaurantes donde se comen productos locales. Portland es la única ciudad esta‐ dounidense donde Walmart, el número uno mundial de supermercados, no ha podido instalarse a causa del rechazo de los habitantes.82 Estocolmo, con un millón de habitantes, es también un modelo de ciudad verde, como informa Edgar Morin en La vía. El 70 % de la calefacción urbana proviene de energías renovables. La ciudad se ha fijado como objetivo no recurrir más a energías fósiles de aquí a 2050.83 Hoy en día, el 95 % de la población de Estocolmo vive a menos de trescientos me‐ tros de un espacio verde. Las numerosas zonas verdes de la ciudad participan en la purificación del agua, en la reducción del ruido, en la diversidad biológica y en el bienestar de sus habitantes. La mayoría de los habitantes de Estocolmo utiliza transportes colectivos no contaminantes. La instalación de un peaje urbano, como resultado de un referéndum realizado en 2007, ha reducido considerablemente la circulación automovilís‐ tica, y, como consecuencia, la contaminación atmosférica. Así, desde 1990 las emisiones de gas de efecto invernadero han disminuido en un 25 % en Estocolmo. Esta ciudad también ha puesto en práctica un sistema innovador de gestión de desechos que asegura una elevada tasa de reciclaje. En Hamburgo, un ecodistrito en construcción tendrá calefacción por cogeneración: utilizará el sistema solar y el foto‐ voltaico, y gestionará la recuperación de las aguas de lluvia. La Convención de Alcaldes asocia ciudades europeas que se comprometen a mejorar su eficacia energética y a aumen‐ tar el uso de fuentes de energía renovables. Los signatarios de la Convención tienen como propósito respetar, incluso so‐ brepasar, el objetivo de la Unión Europea de reducir las emisiones de CO2 en un 20 % de aquí al 2020. Más de cuatro mil ciudades de Europa han firmado estos convenios, entre ellas París, Marsella, Lille, Toulouse, Rennes y muchas pequeñas ciudades francesas.84 Bougival, municipio de 8.500 habitantes del departamento francés de Yvelines, ha renovado entera‐ mente el alumbrado público, y reduciendo la intensidad de la luz durante algunas horas de la noche ha conseguido aho‐ rrar un 70 %. La ciudad también ha reformado un complejo escolar y ha reducido la huella de carbono en un 98 % equi‐ pando los edificios con calefacción con madera alimentada por la poda de los árboles de sus bosques. Sus habitantes han creado jardines comunitarios y han instalado colmenas. Los jardineros municipales han suprimido el uso de pesticidas.85 Masdar, ciudad en construcción desde 2008 en Abu Dabi, funcionará exclusivamente con energías renovables, entre ellas energía solar, recurso constante en el desierto del emirato. Debería estar acabada en 2015 y contará con 50.000 habi‐ tantes. Está prevista para funcionar con un nivel cero de emisión de CO2 y sin desechos. No habrá automóviles. ¡No está nada mal, teniendo en cuenta que es el reino del petróleo! Al norte de Shanghái, en China, Dongtan, proyecto de ciudad ecológica que utilizará únicamente energía renovable, debería acoger entre 50.000 y 80.000 habitantes al principio y hasta 500.000 en 2050. Otro ejemplo: BedZED (Beddington Zero Emissions Developpement)86 es un conjunto de viviendas respetuosas con el medio ambiente en el distrito de Hackbridge en Londres, que produce más energía de la que consume y presenta un balance de carbono positivo.

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Pasar a la acción y no buscar más excusas para no hacer nada Los progresos necesarios para hacer frente a los desafíos medioambientales chocan con toda clase de obstáculos, que van de la inercia a la negación, pasando por los compromisos y la espera. Están primero los negacionistas que niegan el cambio climático o su origen humano. Éstos encarnan más la sinrazón y el absurdo a medida que los datos científicos continúan acumulándose y que los cambios en la biosfera se producen ante nuestros ojos. En efecto, los datos científicos de que disponemos actualmente son más que suficientes para justificar ac‐

ciones decididas, a menos que sucumbamos a lo que mi padre, Jean-François Revel, llamaba «el conocimiento inútil». También están los hastiados que afirman que hace décadas que se nos anuncian catástrofes que no se producen. Hacia 1880, un científico anunció que en poco tiempo las calles de París se iban a hundir bajo una capa de excrementos de ca‐ ballo, porque cada vez había más caballos en la capital francesa. Pero esos escépticos que proclaman haber visto ya de todo se darán cuenta pronto de que no se trata simplemente de temores alarmistas ligados a problemas localizados, como por ejemplo la contaminación industrial de Londres, en el siglo XIX, que volvió la atmósfera irrespirable y transformó el Támesis en una cloaca pútrida, sino de transformaciones en gran parte irreversibles. Es cierto que la acumulación de noticias alarmantes sobre el cambio climático, sobre la pérdida de biodiversidad y otros desafíos medioambientales es tal que una parte de la opinión pública acaba por hastiarse o, a la inversa, por experi‐ mentar un sentimiento de impotencia frente a la magnitud de las transformaciones que se operan y de las intervenciones necesarias para paliarlas. Todo el mundo lamenta que las poblaciones de abejas disminuyan en todo el mundo, que la po‐ blación de los grandes peces marinos se haya reducido en un 90 %, que no quede más que un 10 % de los bosques de hace diez mil años: «¡Qué lástima!», piensan, tratando de tranquilizarse, diciéndose: «Bah, acabaremos por encontrar una solución…». Como resume Sunita Narain, directora del Centro para la Ciencia y el Medio Ambiente de Nueva Del‐ hi: «¡No se preocupen, conténtense con consumir!» Ése es el mantra de nuestro tiempo.87 En el pasado, las comunidades locales han hecho frente con éxito a muchas dificultades de ese tipo, pero hoy el proble‐ ma es completamente distinto: es la primera vez en la historia de la humanidad que nuestra especie está asociada a cam‐ bios planetarios tan rápidos y tan radicales. Vienen después los relativistas que piensan, como el estadístico danés Bjorn Lomborg, que es más urgente remediar la pobreza, la escasez de recursos alimentarios, el sida y otras enfermedades contagiosas que dedicar recursos a prevenir un calentamiento climático que él considera incierto.88 Ése es un doble error de juicio, porque el calentamiento es ahora in‐ negable y porque, hay que repetirlo, son precisamente las poblaciones más desfavorecidas las que sufrirán más enferme‐ dades, cuya rapidez de contagio está en función de la temperatura y de la escasez de recursos alimentarios, también agra‐ vada por el cambio climático. El bienestar de la humanidad va de la mano con el combate contra el calentamiento climático. Afirmar que el bienestar de la humanidad de hoy importa más que la supervivencia de la de mañana es lo mismo que decir que es más útil mejorar el confort de las casas de un pueblo que apagar el incendio que amenaza con destruirlas. Y aún están los oportunistas, a los que molesta la idea de prosperidad sin crecimiento. Éstos desean un crecimiento máximo que beneficie lo más posible a la generación presente. Para no hacer nada ahora a favor del medio ambiente, ellos alaban por adelantado la ingeniosidad de las generaciones futuras, que encontrarán soluciones, afirman. No se trata de subestimar la creatividad y las capacidades de innovación de la especie humana, pero hay que ser clarividente, la exis‐ tencia de límites críticos hará la tarea imposible en muchos campos. Desde ahora, tratamos de volver a introducir aquí y allá algunas especies localmente desaparecidas —lobos, diablos de Tasmania y, en Francia, osos, linces y buitres—, pero estos ajustes cosméticos, rara vez coronados por el éxito, no ofrecerán en el mejor de los casos más que un pobre consue‐ lo si el 30 % de las especies vivas desaparece, lo que, al ritmo actual, será el caso en 2050.

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Una cuestión de sentido común El planeta no ha permanecido nunca estático y no lo estará jamás. Numerosas especies han aparecido y se han extingui‐ do antes de que el Homo sapiens entrara en escena. Por lo tanto no sería cuestión de concebir un «estado ideal» para un planeta en constante evolución. Pero ha ocurrido un cambio importante, hemos entrado en esta era que los científicos han convenido en llamar el «antropoceno», esta era en el curso de la cual el hombre se ha convertido en una fuerza geo‐ lógica que modifica profundamente los equilibrios naturales de manera suficientemente importante como para amenazar el bienestar de la humanidad y la supervivencia de innumerables especies. En conclusión, es imperativo y urgente tomar conciencia de las interacciones entre el hombre y la naturaleza, entre nuestras economías y las grandes transformaciones que afectan al planeta, es decir, fundamentalmente de nuestra perte‐ nencia a la biosfera. Mientras nos acercamos a los límites de lo que la Tierra puede ofrecernos y soportar, debemos reco‐

nocer que nuestro bienestar futuro depende de nuestra capacidad para quedarnos de este lado de esos límites de seguri‐ dad. El informe Armonía con la naturaleza, presentado en 2010 por el secretario general de las Naciones Unidas, señala esta interdependencia: Finalmente, los comportamientos destructores en el plano ecológico aparecen cuando se olvida que los seres humanos son parte integrante de la naturaleza y que atentar contra ésta es también dañarnos gravemente a nosotros mismos.89 La puesta en práctica de acciones necesarias pasa a continuación por el refuerzo de la gobernanza y de la cooperación internacional, pero también y sobre todo por el desarrollo del altruismo y de la solidaridad tanto a nivel de las comuni‐ dades como al de los individuos que somos. 80 Para algunos, el inicio del antropoceno se remonta al siglo XVIII; sin embargo, la mayoría de los ecólogos considera que es la «gran aceleración», a partir de 1950, la que marca el principio de esta era, debido a la magnitud de los cambios ecológicos. 81 La deforestación y los incendios que la acompañan contribuyen al menos en un 20 % a las emisiones de CO2 imputables al hombre. 82 Las partículas de aerosoles en la atmósfera son responsables de alrededor de 800.000 muertes prematuras cada año en el mundo. La carga de aerosoles es suficientemente grande para ser incluida en los límites planetarios, pero la línea de seguridad aún no se ha determinado cuantitativamente con precisión. 83 Según Rockström, 2009, p. 102. 84 Este calentamiento global, que refleja la evolución general del clima desde hace un siglo, no debe confundirse con las fluctuaciones meteorológicas, a veces extremas, que se producen en todas las circunstancias en algunos lugares. Por ejemplo, el invierno de 2010 fue particularmente frío en Escandina‐ via, en Rusia y en la costa este de los Estados Unidos, pero fue más cálido de lo normal en el resto del mundo. En el Ártico y en Canadá, las temperaturas fueron 4 ºC superiores a la media. 85 Profesora de la Universidad de Texas. Autora de varias obras y coautora de una colección en cinco volúmenes sobre la filosofía del medio ambiente, Environmental Philosophy, con J. Baird Callicott, Routledge (2005). 86 Evaluación realizada por el IAASTD (Evaluación Internacional del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología Agrícola para el Desarrollo), una organi‐ zación fundada por las Naciones Unidas y el Banco Mundial. 87 Estos cinco límites se refieren a la utilización de los suelos, las cantidades de nitrógeno y de fósforo en la biosfera, la pérdida de biodiversidad, la conta‐ minación química y el cambio climático. 88 Ray Chambers, comunicación personal. 89 Que incluye a Fredrick Robelius, miembro del equipo sueco de Kjell Aleklett (sistema energético global de Uppsala), que se ha interesado por el con‐ junto de grandes reservas de petróleo en el mundo; la ASPO (Association for the Study of Peak Oil and Gas, ‘Asociación para el Estudio del Pico del Pe‐ tróleo y del Gas’), presidida también por el profesor Aleklett; al Banco Central Alemán, Merrill Lynch & Co.; el informe Sustainable Energy and Security (‘Energía durable y seguridad’) producido por la compañía de seguros Lloyd’s y el informe The Oil Crunch (‘La crisis del petróleo’), preparado por varios hombres de negocios reunidos alrededor de Richard Branson; y el UK Industry Task Force on Peak Oil and Energy Security (‘Grupo de Trabajo de la In‐ dustria sobre el Pico del Petróleo y la Seguridad Energética’). Citados por Wigkman, A. y Rockström, J. (2013), Bankrupting Nature: Denying Our Planetary Boundaries, Routledge, p. 69. 90 Existen unas veinte especies de arroz que cuentan con miles de variedades clasificadas según su grado de precocidad y la longitud de su ciclo vegetal (que va de noventa a más de doscientos diez días).

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42 Una armonía duradera Los problemas no se resuelven con la misma forma de pensar que los ha creado.

ALBERT EINSTEIN

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¿De qué serviría que una nación fuera riquísima y todopoderosa pero en ella la gente no fuera feliz? Una sociedad huma‐ na responsable, ya lo hemos visto, debe asegurar una calidad de vida conveniente a las generaciones presentes remedian‐ do la pobreza, y a las generaciones futuras evitando degradar el planeta. Según esto, el crecimiento es en sí mismo secun‐ dario comparado con el establecimiento de un equilibrio entre las aspiraciones de todos y una «armonía duradera» que tome en cuenta la suerte de las generaciones futuras, y esto no es concebible sino en el contexto de la cooperación y del altruismo. Sólo la realización de estos dos últimos puntos nos permitirá hacer frente al desafío presentado al principio de esta obra y conciliar las exigencias de la prosperidad, de la calidad de vida y de la protección del medio ambiente a corto, medio y largo plazo. Actualmente, más vale buscar un crecimiento cualitativo de las condiciones de vida, que un creci‐ miento cuantitativo del consumo.

Ni crecimiento ni decrecimiento: una prosperidad equilibrada En la actualidad, la mayoría de los economistas definen el crecimiento en términos de aumento de las riquezas —incluso de acumulación de riquezas como un fin en sí— y de explotación de los recursos naturales. Pero este tipo de crecimiento ya no está adaptado a las realidades de hoy. Los recursos naturales han bastado para cubrir nuestras necesidades hasta ahora, pero son limitados por la fuerza de las cosas. Sin embargo, la idea misma de una limitación del crecimiento es acogida con incredulidad por la mayoría de los economistas y políticos y, tal como señala el economista inglés Partha Das Gupta, «la naturaleza sigue siendo tratada como un capital cuya única utilidad es ser explotada para servir a los in‐ tereses humanos».1 Según el ecólogo Johan Rockström, no se podría describir mejor la herejía de una economía que cre‐ ce incluso a expensas de las materias primas que le permiten existir: «La población mundial aumenta, el consumo au‐ menta, pero la Tierra no aumenta».2 Rockström subraya que los únicos recursos naturales prácticamente ilimitados son el viento y la energía solar. Pero son precisamente los que menos utilizamos. En pocas palabras, como señalaba Kenneth Boulding, economista inglés naturalizado estadounidense: «Los que pien‐ san que el crecimiento económico puede continuar indefinidamente son enfermos mentales o economistas».3 Pero eso no es todo. Si se escoge seguir alentando el crecimiento como si nada, los economistas hacen una apuesta muy mala para las generaciones por venir. El informe presentado por uno de sus más eminentes colegas, sir Nicholas Stern, ha mostrado de forma convincente que los costes económicos de la inacción en materia de prevención del calenta‐ miento climático serán muy superiores a las inversiones que permitirían moderar o impedir ese calentamiento.4 Stern prevé, entre otras cosas, el desplazamiento de más de 200 millones de personas de aquí a 2050, a causa de los calenta‐ mientos climáticos. Herman Daly, profesor de la Universidad de Maryland, considera que ya hoy los costes medioambientales ligados al crecimiento económico sobrepasan los beneficios ocasionados por este mismo crecimiento: una vez pasado un cierto lí‐ mite, el crecimiento económico, que olvida contabilizar como costes los daños que ocasiona, nos empobrece en lugar de enriquecernos.5 Estamos aquí frente a un profundo dilema. En efecto, ni el crecimiento, que en su forma y ritmo actuales es insosteni‐

ble con los recursos naturales de que disponemos, ni el decrecimiento, que perjudicaría a los más pobres, constituyen medios adecuados para hacer frente a los desafíos actuales. Es lo que señala el economista británico Tim Jackson, profe‐ sor de desarrollo sostenible en la Universidad de Surrey, en su obra Prosperidad sin crecimiento: economía para un planeta finito.6 Jackson identifica tres razones por las cuales el crecimiento actual no puede seguir: en primer lugar, el modelo económico vigente da por sentado que la riqueza es un indicador apropiado de la prosperidad. Desde luego que ésa es una visión ingenua y simple de lo que constituye la calidad de la existencia, por el hecho de que, muy a menudo, un cre‐ cimiento excesivo va contra el bienestar de la mayoría y ocasiona lo que Jackson llama una «recesión social». En segundo lugar, los beneficios del crecimiento se distribuyen de manera muy desigual y favorecen desmesurada‐ mente a los que ya son ricos. Recordemos que el 5 % de la humanidad se embolsa el 75 % de los ingresos mundiales, mientras que el 5 % de los más pobres sólo recibe el 2 % de esos ingresos. En un sistema que agrava las desigualdades en vez de reducirlas, subraya Jackson, «se puede hacer crecer la economía mundial durante un millón de años sin hacer por ello desaparecer la pobreza».7 Y en tercer lugar, un crecimiento económico ilimitado es simplemente imposible a causa de los límites ecológicos del planeta. Más aún, los ciudadanos de la segunda mitad del siglo XXI pagarán muy caro el egoísmo y los excesos de los ciu‐ dadanos actuales. Pero Jackson no aboga por ello a favor de un decrecimiento. Esto desestabilizaría la sociedad agravando el desempleo y perjudicando, una vez más, principalmente a los más pobres, que así tendrían menos oportunidades todavía de acceder a los servicios sociales básicos de nuestras sociedades desarrolladas. Este autor no propone una solución milagro, pero de‐ muestra que la persecución ciega de un consumo cada vez mayor es perjudicial para el porvenir de la humanidad. El término medio entre crecimiento y decrecimiento se sitúa en una armonía duradera, es decir, una situación que ase‐ gure a cada uno un modo de vida decente y reduzca las desigualdades al mismo tiempo que deja de explotar el planeta a un ritmo desenfrenado. Para llegar a esta armonía y mantenerla, se necesita por una parte sacar a mil millones de perso‐ nas de la pobreza, y por la otra, reducir el consumo galopante propio de los países ricos. También hay que tomar con‐ ciencia de que un crecimiento material ilimitado no es en absoluto necesario para nuestro bienestar. Se sabe, por ejem‐ plo, que en los diez próximos años el crecimiento económico de Europa y de muchos otros países es muy probable que se estanque. Entonces más vale reorientar nuestra atención a un crecimiento cualitativo de la satisfacción con la vida y a la preservación del medio ambiente.

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Las debilidades del modelo económico actual Según James Gustave Speth, decano de Estudios Medioambientales de la Universidad de Yale y exdirector del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la degradación acelerada de la Tierra no es simplemente el resultado de políticas nacionales deficientes o de simples negligencias: esta degradación se debe a los fallos sistemáticos del capita‐ lismo actual que, con el fin de alcanzar un crecimiento económico perpetuo, nos ha llevado simultáneamente al límite de la abundancia y al borde de la ruina. En The Bridge at the Edge of the World (‘Un puente al fin del mundo’),8 identifica como principal motor de la destrucción del medio ambiente las 60.000 compañías multinacionales que han surgido du‐ rante las últimas décadas y que se esfuerzan continuamente en aumentar su tamaño y su rentabilidad sin ninguna consi‐ deración por las generaciones futuras. Considera que el sistema del capitalismo moderno no puede más que ocasionar consecuencias medioambientales cada vez más graves, que sobrepasarán todos los esfuerzos para controlarlas. Por lo tanto, es necesario cambiar de ruta y dedicarse a construir desde hoy una sociedad de «poscrecimiento», basada más en el bienestar que en la riqueza económica. El principal cambio de perspectiva tiene que ver con la importancia dada al PIB. Para Amartya Sen, premio Nobel de Economía, la crisis económica es una ocasión para repensar más profundamente las nociones de progreso y de bienestar y para concebir otras herramientas de medida que no sea el PIB. Para Sen, «el PIB es muy limitado. Utilizado solo, es un desastre. Los indicadores de producción o de consumo de mercancías no dicen gran cosa sobre la libertad y el bienestar, que dependen de la organización de la sociedad, de la distribución de las rentas».9 Necesitamos, por lo tanto, otros varios indicadores que reflejen entre otras cosas la esperanza de vida, la educación, el acceso a la salud, la desigualdad, el bie‐

nestar subjetivo, la preservación del medio ambiente, etc. El inventor del PIB, el premio Nobel de Economía Simon Kuznets, había mostrado hace ya sesenta años que el PNB (producto nacional bruto) y el PIB (producto interior bruto), concebidos para controlar la crisis de 1929, no miden más que algunos aspectos de la economía y nunca deberían servir para evaluar el bienestar, incluso el progreso de una na‐ ción: «El bienestar de un país […] difícilmente se deduce de la medida de la renta nacional»,10 escribía Kuznets ya en 1934. Y llamaba la atención sobre el hecho de que no bastaba con preguntar lo que aumenta cuantitativamente, sino la naturaleza de lo que aumenta: «Hay que tener en mente la distinción entre cantidad y calidad del crecimiento. […] Cuando se fija como objetivo “más” crecimiento, habría que precisar más crecimiento de qué y para hacer qué».11 El PIB cuantifica el valor total de la producción, durante un año, de la riqueza creada por los agentes económicos (ho‐ gares, empresas, Administraciones públicas) que residen en el interior del país. Pero la verdadera prosperidad posee otros muchos parámetros que el PIB no toma en cuenta. En particular, la medida del PIB no hace ninguna distinción en‐ tre el aumento del volumen de los bienes y de los servicios cuando va acompañado de un mayor bienestar y el mismo au‐ mento cuando se hace en detrimento de ese bienestar. En los años noventa, los economistas empezaron a hablar más a menudo de PIB que de PNB, lo que debilitó todavía más la correlación entre la riqueza teórica de un país y el bienestar de su población. El PNB corresponde a la producción anual de riquezas creadas por un país, ya sea que esa producción tenga lugar en el país o en el extranjero. Sin embargo, si los productos de un país son exportados en gran cantidad, lo que es generalmente el caso de los recursos mineros y pe‐ troleros, el PIB aumenta, mientras que el PNB puede disminuir si los ciudadanos no se benefician de los ingresos genera‐ dos por esos recursos —ya sea porque dichos recursos sean explotados por compañías extranjeras, o una clase gobernan‐ te poco escrupulosa se los apropie—. En otros casos, el PIB aumenta mucho mientras que la calidad de vida se degrada a causa de los daños medioambientales y de los conflictos ligados al control sobre los recursos mineros, como es el caso en el Congo. Así lo subraya el psicólogo Martin Seligman:

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En la época de la revolución industrial, los indicadores económicos constituían una aproximación muy buena del éxito de un país. La satisfacción de las necesidades elementales —alimentarse, alojarse, vestirse— era azarosa, y progresaba con el aumento de las riquezas. Pero cuanto más próspera se vuelve una sociedad, menos buena es la medida de la ri‐ queza como indicador de su éxito. En el siglo XXI, los productos y los servicios esenciales, que antes eran escasos, se han vuelto corrientes, y algunos países disponen de ellos en sobreabundancia. Como las necesidades elementales son ampliamente satisfechas en las sociedades modernas, otros factores que no son la riqueza desempeñan un papel consi‐ derable en la evaluación de su éxito. […]Actualmente, la divergencia existente entre riqueza y calidad de vida salta a la vista.12 No se puede esperar que la calidad de vida sea un simple subproducto del crecimiento económico, porque una y otro no tienen los mismos criterios. Sería más apropiado introducir el concepto de «felicidad nacional bruta», para retomar un término que Bután, pequeño país del Himalaya, lanzó hace ya algunos años. Desde hace tres décadas existe una cien‐ cia que permite medir diversos aspectos de la satisfacción con la vida y sus correlaciones con otros factores extrínsecos (recursos financieros, rango social, educación, grado de libertad, nivel de violencia en la sociedad, situación política) e intrínsecos (bienestar subjetivo, optimismo o pesimismo, egocentrismo o altruismo). Hace ya cerca de cuarenta años, cuando se presentaba a la presidencia de los Estados Unidos, el senador Robert Ken‐ nedy declaraba de manera visionaria: Hemos abandonado demasiado y por demasiado tiempo la excelencia y los valores de la sociedad a favor de la acumu‐ lación de bienes materiales. Hoy, nuestro producto interior bruto es superior a 800 mil millones de dólares por año, pero ese PIB —si debiéramos evaluar a los Estados Unidos por esa herramienta— contabiliza la contaminación del aire y la publicidad de los cigarrillos y los ingresos de las ambulancias que se ocupan de los heridos en los accidentes en las carreteras. Incluye la destrucción de nuestras secuoyas y de nuestras maravillas naturales en una expansión caó‐ tica. Incluye el napalm y el coste de las ojivas nucleares, así como los coches de policía blindados que combaten los desórdenes en las calles. Incluye los fusiles y los cuchillos, así como los programas de televisión que glorifican la vio‐

lencia para vender juguetes a nuestros hijos. En cambio, el producto interior bruto no tiene en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o el placer de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía o la solidez de nuestros matrimonios; la inteligencia de nuestros debates públicos o la integridad de nuestros responsables oficiales. No mide ni nuestro humor ni nuestro va‐ lor, ni nuestra sabiduría ni nuestros conocimientos, ni nuestra compasión ni nuestra abnegación por nuestro país; en resumen, mide todo salvo lo que da valor a nuestra vida.13

Hacia nuevos criterios de prosperidad Ningún Estado desea tener la sensación de que su prosperidad declina, y toda declinación del PIB inquieta o da lugar a una constatación de fracaso. No obstante, si la prosperidad de las naciones fuera medida simultáneamente en términos de prosperidad económica, de bienestar y de integridad del medio ambiente, los dirigentes y los ciudadanos podrían ale‐ grarse de un crecimiento anual de los dos últimos indicadores, aun si el PIB no aumentara. Varias iniciativas, apoyadas por un cierto número de economistas influyentes91 y de políticos, tratan de integrar esos tres parámetros en un sistema coherente: El indicador de verdadero progreso (IVP), o Genuine Progress Indicator (GPI), utilizado por el instituto californiano Redefining Progress (‘Redefinir el Progreso’), integra el trabajo doméstico y el trabajo voluntario en las contribuciones económicas, y no considera la contaminación y las desigualdades sociales. Para los años comprendidos entre 1950 y 2002, la curva de la satisfacción con la vida medida en los Estados Unidos no es en absoluto correlativa a la del PIB, pero se superpone a la del IVP. El índice de desarrollo humano (IDH) publicado desde 1990 por el PNUD (Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas) toma en cuenta la calidad de la edu​cación, la esperanza de vida y el PIB. Sin embargo, tiene el defecto de omitir la evaluación de la calidad del medio ambiente. A partir de 1987, en el Instituto Fordham, dos sociólogos estadounidenses, Marc y Marque-Luisa Miringoff, han cal‐ culado un índice de salud social (ISS) compuesto por dieciséis variables, entre ellas la mortalidad y la pobreza infantil, el maltrato a los niños, el suicidio y el abuso de drogas entre los adolescentes, así como el abandono de estudios universita‐ rios, el desempleo, la desigualdad de los ingresos, el acceso a la vivienda, la cobertura por un seguro médico, el índice de criminalidad, la pobreza de los mayores de sesenta y cinco años y su esperanza de vida.14 Cabe destacar que estas medi‐ ciones no incluyen ninguna evaluación del bienestar subjetivo que refleje el nivel de satisfacción con la vida de los ciudadanos. En la misma época, en su obra For the Common Good (‘Por el bien común’), los economistas Herman Daly y John Cobb han formulado por su parte un índice de bienestar económico duradero (IBDE).15 Excluyen del PIB, por ejemplo, las actividades que perjudican el desarrollo sostenible —la contaminación y la degradación del medio ambiente en primer lugar— e incluyen actividades que contribuyen a la calidad del medio ambiente. Daly y Cobb observan que, hasta cierto punto, el aumento del PIB va acompañado del bienestar, en particular en los países pobres. Sin embargo, más allá de un límite determinado, un aumento del PIB se traduce en una disminución del bienestar y una degradación del medio am‐ biente a causa de los perjuicios causados por el consumo excesivo. El economista chileno Manfred Max-Neef, que participó en deliberaciones sobre la felicidad nacional bruta (FNB) en Bután, por su parte, propone un modelo que incluye nueve necesidades humanas básicas, entre las cuales se encuentran las necesidades materiales habituales, pero también las necesidades de protección, de libertad, de participación (en la vida social) y de afecto. Basa su modelo en seis principios: — La economía está al servicio de los ciudadanos, y no los ciudadanos al servicio de la economía. — El desarrollo involucra a las personas y no a objetos. — El crecimiento no es lo mismo que el desarrollo, y el desarrollo no requiere necesariamente crecimiento. — Ninguna economía es posible en ausencia de los servicios proporcionados por nuestros ecosistemas. — La economía es un subsistema de un sistema mayor pero acabado, la biosfera. El crecimiento incesante es por lo tanto imposible.

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— Un proceso económico, o intereses financieros, no pueden ser colocados en ningún caso por encima del respeto a la vida. En el Reino Unido, después de la publicación en 2012 de un informe sobre el bienestar de la población, el primer mi‐ nistro David Cameron fue acusado de preocuparse por cuestiones que presentaban un interés menor para el país, a lo que él respondió: «A los que dicen que todo eso parece una distracción en relación con la gravedad de los asuntos del Gobierno, yo les diría que buscar lo que verdaderamente mejora la vida de los ciudadanos y obrar en ese sentido consti‐ tuyen, en verdad, los asuntos importantes de un Gobierno».

Tres indicadores esenciales: prosperidad equilibrada, satisfacción con la vida, calidad del medio ambiente El enfoque de la felicidad nacional bruta (FNB) propuesto por Bután parece particularmente prometedor porque va acompañado de una visión a largo plazo. Por eso suscita el interés de un número creciente de economistas, de sociólogos y de políticos. A diferencia de los índices citados anteriormente, la FNB presta atención a la felicidad subjetiva y ha per‐ feccionado los medios para evaluarla, pero también integra indicadores de riqueza social (voluntariado, cooperación, etc.) y de riqueza natural (valor del patrimonio natural intacto) como complementos a la prosperidad económica, que deja de ser la única prioridad. El reino de Bután, convertido recientemente en una democracia dotada de una monarquía constitucional, es un país del Himalaya con una superficie ligeramente superior a la de Suiza y con alrededor de 700.000 habitantes. Ha pasado di‐ rectamente de la Edad Media al desarrollo sostenible, saltándose la etapa de la degradación de los recursos naturales que ha afectado a la mayoría de los demás países. El balance es alentador: en lugar de disminuir (como ha sido el caso en to‐ dos los países de Asia, con excepción de Vietnam) el índice de cobertura natural —representado por los bosques, las zo‐ nas húmedas, las praderas, los glaciares y otras superficies que no son activamente utilizadas por el hombre— ha aumentado durante los últimos veinte años, pasando del 60 al 65 % de la superficie del país. Como subrayamos en el capítulo «El altruismo hacia las generaciones futuras», el país en su conjunto tiene el proyecto de volverse «carbono cero» de aquí a diez años (no emitirá más CO2 del que pueda captar) y el poco abono químico utili‐ zado en algunos valles será eliminado de aquí a cinco años. La caza y la pesca están prohibidas en el conjunto del territo‐ rio,92 así como la venta de tabaco. La educación y la medicina son gratuitas. Además, inspirado por su cultura budista que enfatiza la paz interior, el país ha decidido hacer de la consecución de la felicidad la prioridad del Estado. Los buta‐ neses son enteramente conscientes de que tienen todavía mucho que hacer entre ellos mismos para mejorar la calidad de vida en su país y que la FNB no es una fórmula mágica, pero tienen el mérito de haber escogido prioridades aptas para asegurar una prosperidad basada en cuatro pilares: el desarrollo sostenible, la conservación del medio ambiente, la pre‐ servación de la cultura y una buena gobernanza. El primer ministro de Bután, Lyonchen Jigme Thinley, subraya hasta qué punto es esencial tener una visión de futuro a largo plazo. Cuando preguntaba a algunos de sus colegas extranjeros cómo veían ellos el futuro de su país dentro de cin‐ cuenta años, se sorprendió al constatar que a menudo parecían «andar a tientas en la oscuridad».16 Esta aventura comenzó en 1972, cuando el cuarto rey del país, Jigme Singye Wangchuck,93 declaró en un famoso dis‐ curso, después de su ascenso al trono: «La felicidad nacional bruta importa más que el producto nacional bruto». Las pri‐ meras veces que enunciaron este concepto en las reuniones internacionales, los representantes butaneses fueron acogidos con sonrisas divertidas. Desde entonces, este nuevo paradigma de prosperidad ha hecho su camino y ha atraído la aten‐ ción de los más grandes economistas del momento. Joseph Stiglitz comenta al respecto:

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Cuando Bután adoptó el concepto de FNB, algunos pretendieron que lo que esperaban era distraer así la atención so‐ bre su falta de desarrollo. Yo pienso todo lo contrario. La crisis nos ha hecho tomar conciencia de lo malas que eran nuestras mediciones, incluso en economía: el PIB estadounidense parecía bueno, después nos dimos cuenta de que se trataba de un espejismo.17

En julio de 2011, una resolución titulada «Felicidad, hacia un enfoque holístico del desarrollo», presentada por Bután y coapadrinada por 68 países, fue adoptada por unanimidad por los 193 miembros de las Naciones Unidas. En abril de 2012, una jornada entera, en la que participé, se dedicó a la puesta en práctica de esta resolución, en la sede de las Nacio‐ nes Unidas en Nueva York. En esta ocasión, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, declaró: La prosperidad material es importante, pero está lejos de ser el único determinante del bienestar. […] Bután ha reco‐ nocido la superioridad de la felicidad nacional sobre el ingreso nacional desde la década de 1970 y ha adoptado la des‐ de entonces célebre «felicidad nacional bruta» en lugar de producto nacional bruto. Esta visión está ganando terreno en otros países. Costa Rica es conocida por ser el país más «verde» del mundo —un ejemplo de desarrollo global y ecológicamente responsable—. Comparado con otros países de niveles de ingresos similares, ocupa el primer lugar en el desarrollo humano, y es un remanso de paz y de democracia.18 Durante esta jornada, en una reunión preparatoria organizada por el Instituto de la Tierra, dirigido por Jeffrey Sachs, de la Universidad de Columbia, tres premios Nobel de Economía, científicos,19 filósofos y representantes de numerosos países (entre ellos, la presidenta de Costa Rica y una importante delegación brasileña) establecieron un plan de acción. Desde entonces, el movimiento no ha cesado de crecer. Además de Bután y Costa Rica, los Gobiernos de Brasil y de Ja‐ pón han tomado ahora medidas para incluir la felicidad nacional bruta en su agenda política nacional. La provincia de Alberta, en Canadá, también ha instaurado un «índice canadiense de bienestar» que después ha medido. La Comisión Europea tiene su proyecto «PIB y más allá», mientras que el Organismo de Cooperación y de Desarrollo Económicos, representado en las Naciones Unidas por la estadística en jefe de la OCDE, Martine Durand, ha establecido sus propias líneas directrices de medición del bienestar.

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Una contabilidad nacional que reconozca el valor del capital natural y del capital humano El PIB sólo tiene en cuenta las transacciones monetarias del mercado. Cuando se talan los bosques y se vacían de vida los océanos, estos resultados son contabilizados positivamente en forma de un crecimiento del PIB. En ello hay un efecto doblemente perverso, ya que no solamente se omite contar el valor de los bienes naturales, sino que su degradación se contabiliza en forma de beneficio económico.20 Así lo explica el primer ministro de Bután: Si taláramos todos nuestros bosques, el PIB se dispararía, porque sólo mide el valor de la madera cuando los árboles se talan y se venden en el mercado. El PIB ignora completamente el valor de nuestros bosques vivos y no talados. Por lo tanto no es sorprendente que el mundo haya acumulado una deuda ecológica masiva que no aparece por ninguna par‐ te en las contabilidades nacionales.21 La socióloga Dominique Méda lo amplía en este sentido: «Llevando la lógica a su extremo, se podría sostener que una sociedad que se destruye enteramente, que se consume y se agota, sería cada vez más rica, hasta que ya no tuviera nada más que vender».22 Si en un país hay más criminalidad, contaminación, guerras y enfermedades, el PIB aumenta a causa de los movimien‐ tos financieros ligados a los gastos en las prisiones, la policía, las armas y la atención de salud. Este aumento es contabili‐ zado como el signo positivo de una economía en expansión, mientras que corresponde a una declinación del bienestar. Además, añade Jigme Thinley: El PIB ignora todo un conjunto de actividades económicas que contribuyen a nuestra calidad de vida, simplemente porque no se produce ningún intercambio monetario. Así el trabajo voluntario, las actividades de interés colectivo, el trabajo vital y no remunerado realizado en el hogar, todo esto no representa nada para el PIB; lo mismo pasa con el tiempo precioso que necesitamos para meditar, cuidar el jardín y estar en contacto con nuestra familia o los amigos, que no tiene ningún valor para el PIB.

Este punto fue ilustrado por el psicólogo estadounidense Tim Kasser durante una conferencia sobre las relaciones en‐ tre el budismo y la sociedad de consumo, que tuvo lugar en Bangkok en 2008. Esta mañana he pasado un momento maravilloso con mi hijo en un parque. Además de la alegría de estar juntos, he‐ mos descubierto muchas clases de flores tropicales y de pájaros multicolores, y hemos aprovechado la belleza y la cal‐ ma del lugar. Imaginemos que en lugar de eso yo hubiera llevado a mi hijo de compras a un supermercado, que a la salida hubiéramos tomado un mototaxi y que éste se hubiera enganchado con un automóvil. Habríamos tenido que llevar al conductor, herido leve, al hospital, y al chófer responsable del accidente se le habría impuesto una multa: todo eso hubiera sido mucho mejor para el PIB. Uno de los primeros economistas modernos, Jean-Baptiste Say, señalaba en 1803 que el aire, el agua y la luz del sol no son bienes a los que se dé en general el nombre de «riquezas».23 Sin embargo, es evidente que la calidad del aire, como la del agua, influyen de manera notable en la calidad de vida y con la luz solar, que es una fuente inagotable de energía re‐ novable, deben ser considerados como un capital natural. Wijkman y Rockström, uno político y el otro científico del me‐ dio ambiente, llaman también nuestra atención sobre el hecho de que no se pueden reemplazar indefinidamente los bie‐ nes naturales por bienes artificiales: el hecho de reemplazar la madera por el plástico y el trabajo humano por el de las máquinas tiene límites.24 Nada puede reemplazar el aire puro, una vegetación intacta y tierras sanas y fértiles. Es esencial, por tanto, distinguir y evaluar en su justo valor los diferentes tipos de capitales —industriales, financieros, humanos y naturales— y dar a cada uno la importancia que merece. Además, el PIB continúa creciendo mientras el país se enriquece globalmente, aun si el 1 % de los más ricos son los que concentran la mayor parte de las riquezas adquiridas, mientras que la felicidad nacional bruta es incompatible con la injusticia social y las desigualdades crecientes entre los ricos y los pobres. Hay muchos otros ejemplos de esta manera absurda de hacer las cuentas: según el dogma económico vigente, cuantos más carburantes fósiles quememos y así produzcamos gas de efecto invernadero, más aumenta el PIB y más «ricos» nos hacemos. Las verdaderas consecuencias negativas del cambio climático siguen siendo invisibles —por lo menos en lo in‐ mediato—. El ejemplo de las mareas negras que han devastado el golfo de México muestra que el verdadero coste de la gasolina no se refleja nunca en el precio que figura en la estación de servicio: los sistemas de contabilidad actuales igno‐ ran los daños ecológicos. El colmo de la ironía es que, al contrario, los gastos ocasionados por la limpieza y la reparación de los lugares se traducen en un aumento del PIB. El hecho de que el capital natural haya sufrido pérdidas considerables y de que algunos ecosistemas estén a punto de caer en una degradación irreversible no aparece por ninguna parte en las cuentas. Las únicas cifras negativas que a veces se consideran son las referentes al desgaste de las máquinas y de los edificios, nunca a la degradación del planeta.25 Los economistas, en particular, admiten a regañadientes tener en cuenta «externalidades», un término que se refiere a las consecuencias indirectas de las actividades económicas. Una empresa de explotación forestal que arrasa 1.000 hectá‐ reas no incluye en ningún caso en sus cuentas la externalidad que representa el déficit de producción de oxígeno y la ab‐ sorción del CO2, la erosión de los suelos y la pérdida de biodiversidad provocadas por la desaparición de los árboles. El término mismo de «externalidad» muestra bien hasta qué punto los efectos nefastos de las actividades económicas sobre el medio ambiente son considerados como inconvenientes secundarios y perturbaciones indeseables en el manejo de los negocios. En realidad, a causa de la severidad de su impacto sobre las condiciones de vida, estas externalidades han alcanzado una importancia tal que están a punto de eclipsar las preocupaciones centrales de los economistas. Por lo tanto, hay que abandonar este concepto de externalidad e integrar las variables que representa en las evaluaciones económicas. En pocas palabras, el capital natural —el valor de los bosques intactos, de las reservas de agua dulce, de las zonas hú‐ medas, de la biodiversidad— debe ser contabilizado en su justo valor e incluirse en el balance económico de un país, al mismo nivel que las reservas monetarias o de oro, por ejemplo. Representa un tesoro inestimable, y una economía que no incluya ese capital natural está profundamente equivocada. De hecho, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, el Grupo de Estudio Económico de los Ecosistemas y de la Biodi‐ versidad (TEEB, The Economics of Ecosystems and Biodiversity) se dedica a una serie de investigaciones que han permi‐

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tido sentar las bases de un sistema de contabilidad nacional que tiene en cuenta el estado de los ecosistemas. En Bután, en la Comisión de la Felicidad Nacional Bruta dirigida por Dasho Karma Ura, muchos expertos internacio‐ nales inspirados por esta experiencia única prestan sus servicios para asegurar el éxito de estos nuevos datos económicos. Robert Costanza e Ida Kubiszewski sobre todo han proporcionado el primer cálculo jamás realizado del valor económico del capital natural de un país —en este caso Bután—, es decir, 760 mil millones de ngultrums (la moneda nacional buta‐ nesa), el equivalente a 11 mil millones de euros por los servicios prestados por el ecosistema cada año. Ahora bien, esto es 4,4 veces más que el PIB butanés. Además, los servicios prestados por el ecosistema, los bosques en primer lugar, se extienden lejos de las fronteras de Bután, ya que éstos participan en la regulación del clima, almacenan el carbono y pro‐ tegen las cuencas fluviales de las que se benefician otros países. La contabilidad nacional de Bután integra también el capital social, incluido el tiempo que la gente da de manera vo‐ luntaria para ayudar a sus semejantes limpiando detritus, reparando los monumentos públicos o religiosos, combatiendo los incendios o ayudando a los enfermos, los ancianos o los discapacitados. También incluyen los costes de salud negati‐ vos relacionados con el alcoholismo (en lugar de contabilizar positivamente la venta de alcohol) y de otros bienes de con‐ sumo dañinos. Este nuevo paradigma económico permite así evaluar e incluir en la contabilidad nacional los ahorros realizados cuando la criminalidad disminuye, los beneficios realizados por el sistema de salud como consecuencia de la prohibición de la venta de tabaco (mortalidad menos alta debida a la disminución de cánceres de pulmón, de las enfermedades car‐ díacas o de las afecciones respiratorias). En cuanto al bienestar subjetivo, los butaneses, ante el estímulo de Dasho Karma Ura, han desarrollado un conjunto de cuestionarios mucho más detallados y sofisticados que la mayoría de los sondeos utilizados en el mundo para evaluar la felicidad subjetiva. Entre las preguntas que han hecho a ocho mil de ellos, que constituyen una muestra representativa de la población, figuran, por ejemplo: «¿Cuántas veces ha sentido usted celos durante los últimos quince días?», o «¿Cuál es la calidad de su sueño?», «¿Con cuántas personas podría usted contar si cayera enfermo?», «¿Cuánto tiempo pasa usted al día socializando con sus vecinos?», «¿Habla usted a menudo de espiritualidad con sus hijos?» o incluso: «¿Practica us‐ ted la meditación?» El primer ministro afirma: «Si podemos demostrar la viabilidad práctica de una contabilidad que funcione sobre la base de la FNB (y no del PIB), capaz así de fijar una ruta y de avanzar de manera sana y equilibrada, esta demostración constituirá una de las mayores contribuciones de nuestro pequeño país al resto del mundo.»

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Una ecología del bienestar Hemos insistido mucho sobre el medio ambiente como riqueza natural, y sobre la importancia esencial de su preserva‐ ción para la prosperidad futura de la biosfera. Pero también es necesario señalar que la presencia de un medio ambiente natural sano contribuye notablemente al bienestar subjetivo. En su obra titulada Une écologie du bonheur (‘Una ecología de la felicidad’), Éric Lambin, profesor de las universidades de Lovaina y de Stanford, presenta una síntesis de numerosos trabajos que muestran que a pesar de las contingencias de la vida moderna, seguimos estando íntimamente ligados a la naturaleza.26 El físico esloveno Aleksander Zidansek ha señalado, principalmente, una correlación positiva entre la satisfacción con la vida —subjetiva— de los habitantes de un país dado y el índice de realizaciones medioambientales de ese país.27 Tam‐ bién ha mostrado que el índice de emisión de dióxido de carbono de un país es inversamente proporcional al bienestar de sus ciudadanos. El padre de la sociobiología, E. O. Wilson, habla de «biofilia» y constata hasta qué punto tiene el hombre una afinidad emocional innata con los demás seres vivos, con el mundo vegetal y los paisajes naturales. Esta relación inmemorial con la naturaleza, profundamente integrada en nuestra constitución biológica, ha sido objeto de una investigación científica particularmente interesante. De acuerdo con ella, cuando se les presentan a diferentes personas fotografías de paisajes variados, las que son más apreciadas son las que representan vastos paisajes de sabanas verdes salpicadas de pequeños bosques y de superficies de agua.28

Sorprende bastante comprobar que esta preferencia se verifica cualquiera que sea el origen geográfico de las personas interrogadas, incluidos los esquimales ¡que sin embargo nunca han visto tales paisajes! Estas reacciones se explican sin duda por el hecho de que para nuestros ancestros, venidos de regiones subsaharianas, los lugares ligeramente elevados con una vista despejada y algunos árboles donde refugiarse ofrecían un punto de vista ideal para vigilar tanto los depre‐ dadores, a los que temían, como la caza de la que se alimentaban. El aspecto verde evoca la abundancia, y los puntos de agua, las condiciones favorables para sobrevivir. La contemplación de tales paisajes produce en la mayoría de nosotros una sensación de paz, de seguridad y de contento. Un estudio publicado en la revista Science por el geógrafo estadounidense Roger Ulrich ha demostrado también que pacientes convalecientes después de una intervención quirúrgica se recuperaban mejor cuando su habitación de hospital daba a un paisaje natural —un parque o un lago— en vez de a una pared de ladrillos o un edificio. Los primeros dejaban el hospital un día antes en promedio que los segundos, tenían menos necesidad de analgésicos y las enfermeras encontra‐ ban que eran pacientes más agradables.29 Igualmente, en una prisión de Michigan se observó que los prisioneros cuya ventana de la celda daba a un patio inte‐ rior tenían que recurrir a los servicios médicos con una frecuencia un 24 % superior a la de los prisioneros cuya ventana daba a un paisaje campestre.30

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Mutualidad: integrar el capital económico, el capital social y el capital natural dentro de la empresa ¿Puede una empresa capitalista aplicar estos principios de armonía duradera y tener en cuenta, en sus actividades, los tres indicadores de prosperidad material, de satisfacción con la vida y de preservación del medio ambiente que hemos descrito en este capítulo? En todo caso ése es el proyecto de la empresa Mars, conocida por las barras de chocolate del mismo nombre, aunque comercializa muchos otros productos alimentarios —Snickers, Bounty, el arroz Uncle Ben’s, Suzi Wan, diferentes marcas de café y de té, alimentos para mascotas (Pedigree, Petcare, Whiskas), así como semillas orgáni‐ cas (Seeds of Change)—. Mars emplea directamente a 80.000 personas, posee 160 fábricas y dispone de un capital de 35 mil millones de dólares (veinte veces más que Danone, por dar un punto de comparación). Empresa familiar que no coti‐ za en bolsa, puede decidir bastante libremente su orientación. Desde hace unos diez años, Mars ha pedido a un equipo dirigido por el economista francés Bruno Roche que desarro‐ lle un sistema que permita conciliar las tres exigencias que son la prosperidad económica, la calidad de vida de todos los implicados en las actividades de la empresa, incluidos los pequeños productores locales, y la preservación del medio am‐ biente. Para hacer esto, se necesitaba que Mars se abriera a la idea de limitar sus beneficios para integrar los otros dos componentes. Bruno Roche concibió así el concepto de «mutualidad» que, según él, puede permitir hacer frente a los desafíos con‐ temporáneos ligados a la disminución de los recursos naturales, la degradación del medio ambiente y los efectos nefastos de las desigualdades sociales. La expresión «economía de la mutualidad» remite al hecho de que los beneficios deben ser compartidos mutuamente por los inversores, los trabajadores y la naturaleza. Se basa en tres pilares que hay que respetar y cuya perennidad hay que asegurar: la naturaleza, que provee recursos y a la cual hay que cuidar; el trabajo, que utiliza y transforma estos recursos y que debe ser remunerado de forma equitativa, y el capital, que permite asegurar la continuidad entre varios proyectos consecutivos. La naturaleza, el trabajo y el capital deben ser «retribuidos», cada uno a su manera, si no se quiere crear desequilibrios entre estos tres pilares de la prosperidad. Como me ha explicado Bruno Roche durante las conversaciones que tenemos desde hace algunos años, diferentes es‐ cuelas de pensamiento han seguido enfoques desequilibrados en relación con estos tres pilares: los economistas marxis‐ tas querían remunerar el trabajo a expensas del capital y de la naturaleza; los economistas del libre mercado enteramente desregulado querían remunerar únicamente el capital, mientras que los ecologistas puros se centran únicamente en la protección de la naturaleza. Según Bruno Roche, es indispensable integrar de manera constructiva estos tres componen‐ tes omnipresentes en las actividades humanas.

La economía de la mutualidad toma seriamente en consideración el bienestar de las personas involucradas en las acti‐ vidades económicas; también está dispuesta a limitar el beneficio para proteger los recursos naturales. Mars ha lanzado ahora un proyecto piloto en un sector de su actividad (el café) y, si todo sucede como se prevé, proyecta extender este sis‐ tema al conjunto de la empresa. Aunque por el momento haya sido bastante discreta sobre su iniciativa, esta empresa es‐ pera inspirar a otras para que adopten este modelo alternativo de desarrollo sostenible. Entre la filantropía, que es una acción de donación, y la empresa social, que rein​vierte los beneficios en una causa so‐ cial y no distribuye dividendos entre sus accionistas, la economía de la mutualidad podría permitir a las grandes empre‐ sas funcionar de una manera más respetuosa con el bienestar nacional bruto y la biosfera. En su obra titulada La tercera revolución industrial, el politólogo Jeremy Rifkin concluye: Nuestra tarea crucial e inmediata es poner el capital público, el capital privado y muy particularmente el capital social de la humanidad al servicio de una misión: hacer que el mundo pase a una economía de tercera revolución industrial y a una era poscarbono. […] Solamente cuando comencemos a pensar en familia extendida, mundial —que no com‐ prende solamente a nuestra propia especie, sino también a todos los compañeros de viaje en este hábitat evolucionista que es la Tierra— seremos capaces de salvar a nuestra comunidad biosférica y de regenerar el planeta para nuestros descendientes.31

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91 Entre ellos Herman Daly, Robert Costanza, Manfred Max-Neef y Charles Hall, así como economistas progresistas como Joseph Stiglitz, Nicholas Stern, Dennis Snower, Partha Das Gupta y Amartya Sen. 92 Los butaneses matan de todas maneras animales por la carne y sólo una minoría son vegetarianos. La caza era un privilegio del que disfrutaban los reyes anteriores, pero ahora esta práctica ha sido abandonada. 93 Hasta finales del siglo XIX, Bután estaba constituido por un conjunto de pequeñas provincias federadas sin Gobierno central. El primer rey, Ugyen Wangchuck, reinó de 1907 a 1952. Bután entró en las Naciones Unidas en 1971. En 2006, el cuarto rey, Jigme Singye Wangchuck, declaró que deseaba ins‐ tituir la democracia, y abdicó a favor de su hijo, Jigme Khesar Namgyel Wang​chuck, que se convirtió en 2010 en el quinto rey en una monarquía constitu‐ cional comparable a la monarquía británica.

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43 Compromiso local, responsabilidad global El político piensa en las próximas elecciones; el estadista, en la próxima generación.

JAMES FREEMAN CLARKE94

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El nacionalismo es a los países lo que el individualismo es a los individuos. Así como los problemas de sociedad no pue‐ den ser resueltos sino con la participación de cada uno en la puesta en marcha de soluciones concebidas de manera co‐ lectiva, los problemas mundiales no pueden serlo sino con la colaboración de las naciones y de las instituciones transna‐ cionales cuya autoridad reconocen. Para hacer frente a los múltiples desafíos que a todos nos conciernen, los de la degradación del medio ambiente en particular, los jefes de Estado deberían desempeñar a nivel mundial un papel equivalente al de las autoridades provincia‐ les dentro de una nación.95 Al mismo tiempo que administran los asuntos nacionales, deberían delegar en autoridades transnacionales el poder de tomar las decisiones que afectan la suerte de todo el planeta. El calentamiento de la atmósfera, la pérdida de la biodiversidad, la contaminación del aire, de la tierra y del agua, el deshielo de los glaciares y la degradación de los océanos son problemas cuyo control va mucho más allá de las capacida‐ des de las comunidades locales solas. Sin embargo, éstas deben estar estrechamente implicadas en la puesta en marcha de soluciones globales. Todos estos fenómenos están estrechamente interconectados, pero también están relacionados con las cuestiones de salud, de pobreza, de derechos humanos, de desorden de los sistemas financieros y de muchos otros temas. Por lo tanto, es indispensable aportar soluciones integradas que rijan la conducta global de los asuntos humanos. En opinión del filósofo André Comte-Sponville, si un Estado mundial no es posible ni deseable, tenemos la necesidad evidente de una política mundial que vaya «en el sentido de una humanidad única, de un planeta único, que intente pre‐ servar lo esencial. […] Una gobernanza mundial no se hará contra los Estados, ni sin ellos».1 Para Pascal Lamy, quien fue durante dieciocho años director de la OMC: «La gobernanza mundial designa el sistema que establecemos para ayudar a la sociedad humana a alcanzar su objetivo común de manera duradera, es decir, con equidad y con justicia».2 Según él, la mejor manera de instaurar más justicia y equidad es tener más gobernanza mundial. La gestión de los bienes mundiales colectivos —los medioambientales en particular— es lo que constituye la base de la gobernanza mundial, considerando el hecho de que las respuestas puramente nacionales ya no bastan. Ésta es también la opinión de Laurence Tubiana, fundadora del Instituto de Desarrollo Sostenible, y de Jean-Michel Severino, exdirector de la Agencia Francesa de Desarrollo, para quienes «el reajuste doctrinario de la cooperación internacional alrededor del concepto de bienes públicos permite […] salir de los impasses de las negociaciones internacionales sobre el desarrollo, pudiendo mediante la percepción de los intereses comunes relanzar una solidaridad internacional que se ahoga».3 Según el llamamiento del Collegium International96 de marzo de 2012, «un orden global de funcionamiento del mun‐ do se ha convertido en algo indispensable». Para lograrlo, es preciso que los hombres y mujeres del mundo reconozcan sus interdependencias múltiples, entre continentes, entre naciones y entre individuos, y que tomen conciencia de su co‐ munidad de destino. Los intereses de la comunidad humana sólo pueden salvaguardarse por medidas comunes a todos, mientras que chocan con la miopía de los intereses nacionales, de los egoísmos locales, la hegemonía de las empresas multinacionales, las manipulaciones de los lobbies que meten la mano en las políticas, que transforman a menudo la es‐ cena internacional en foros de regateos a menudo sórdidos.

¿Qué gobierno queremos para el mundo? El término governance (gobernanza), ‘el arte o la manera de gobernar’, se empleó en francés antiguo hasta el siglo XIV como sinónimo de gobierno. Habiendo caído en desuso, reapareció en los años noventa del siglo pasado a través del in‐ glés. Aunque este vocablo irrita a algunas personas, como al universitario canadiense Alain Deneault, que lo considera como una manera de travestir el control de las empresas privadas por el Estado,4 la expresión «gobernanza mundial» de‐ signa hoy el conjunto de reglas de organización de las sociedades humanas a escala planetaria.5 Según Pierre Jacquet, director del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, el economista Jean Pisani-Ferry y Laurence Tubiana: «Para que la elección de la integración internacional sea duradera, es necesario que las poblaciones perciban sus beneficios, que los Estados se pongan de acuerdo sobre sus finalidades y que las instituciones que la gobier‐ nen sean percibidas como legítimas».6 Estas tres condiciones todavía no se cumplen más que muy parcialmente. Instancias internacionales dotadas de poder ejecutivo deben poder regir todo lo que se relaciona principalmente con la salud global, con los derechos humanos y de los animales, con la justicia internacional, la pobreza, el control de las ar‐ mas y las cuestiones medioambientales. La construcción de una gobernanza mundial responsable que permita adaptar la organización política de la sociedad a la globalización implica la formación de una legitimidad política democrática a todos los niveles: local, estatal, regional, mundial. Para conseguirlo, se necesita un sistema de organizaciones internacionales justas, transparentes, democráticas y dotadas de recursos y de capacidades de intervención importantes. Ya se han producido avances considerables en el siglo XX: la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Hu‐ manos, la creación de las Naciones Unidas, de la OMS, de la OMC, de la FAO, de la Oficina Internacional del Trabajo, de la Corte Internacional de Justicia, de la Unión Europea y de otras muchas instancias internacionales. Estos organismos ya han llevado a cabo un trabajo considerable, aunque a veces se ven obstaculizados por los que hacen pasar los intereses nacionales por delante de los de la comunidad mundial, así como por conflictos de intereses. Otros son más cuestionados, las instituciones financieras internacionales, el Banco Mundial, el FMI y el Banco de Pa‐ gos Internacionales (BPI) principalmente, ya que siguen estando, en su mayoría, bajo el control de los Estados Unidos que dictan su ley. China y la India, que representan ahora más de la cuarta parte del PIB mundial, no disponen más que del 5 % de los votos del mismo.7 Tal como señala Joseph Stiglitz: «La necesidad de instituciones internacionales como el FMI, el Banco Mundial y la OMC nunca ha sido tan grande, pero la confianza que se tiene en ellas nunca ha sido tan es‐ casa».8 El FMI y el Banco Mundial, por ejemplo, ayudan a los países en desarrollo, pero a cambio los obligan a abrir sus mercados a los productos occidentales, agrícolas, por ejemplo, que están subvencionados, y a adoptar reestructuraciones que perjudican a la economía local de esos países, sobre todo a los pequeños productores que no pueden competir con las multinacionales. Jacquet, Pisani-Ferry y Tubiana hablan de que las instituciones internacionales no están completas, hecho atribuible al desfase que «se ha agravado entre la naturaleza de los problemas a tratar y la arquitectura institucional: ésta no refleja la jerarquía de los problemas de hoy. Por ejemplo, el medio ambiente se ha convertido en un tema de preocupación y de negociación central, pero no tiene un apoyo institucional a la altura de su importancia».9 ¿Cómo avanzar pasando de un compromiso local a una responsabilidad global? Para eso es preciso integrar tres nive‐ les de transformación: individual, comunitario y global.

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Transformarse uno mismo para transformar el mundo Ésta podría ser la divisa de un compromiso personal imbuido de un sentimiento de responsabilidad global. El hecho de estar inmerso desde hace doce años en el mundo de la acción humanitaria me ha mostrado que los granos de arena que bloquean a menudo los engranajes son el resultado de la corrupción, de conflictos de ego y otras varias imperfecciones humanas. Se comienza por querer ayudar a los demás, y se acaba por perder enteramente de vista el fin virtuoso que uno se había fijado. Querer trabajar precipitadamente por el bien de los demás, sin prepararse primero, es como querer operar al instante

enfermos en la calle, sin haber estudiado medicina ni construido hospitales. Es cierto que los años de estudio y los innu‐ merables trabajos necesarios para la construcción de un hospital no curan a nadie, pero una vez realizados, permiten cu‐ rar a los enfermos con muchísima más eficacia. Lo primero que hay que hacer si se quiere servir a los demás es desarrollar uno mismo suficiente compasión, amor al‐ truista y valor para poder ponerse eficazmente a su servicio sin traicionar su objetivo inicial. Remediar el propio egocen‐ trismo es un medio poderoso de servir a los demás. Por lo tanto, no hay que subestimar la importancia de la transforma‐ ción personal.

Compromiso comunitario: la revolución de las ONG Después de la transformación personal viene el compromiso comunitario. En Breve historia del futuro, Jacques Attali sos‐ tiene que vamos hacia un aumento formidable del poder del altruismo con las organizaciones no gubernamentales que, en su opinión, son las que gobernarán un día el mundo.10 Para hacerlo, estas ONG, surgidas de compromisos locales y de movimientos sociales, deben saber cooperar en la creación de una sinergia global para extender su capacidad de acción. Según el psicólogo Paul Ekman, lo que marca la diferencia entre los miembros de ONG fuertemente motivados y los de las grandes organizaciones internacionales que a menudo están lejos del campo de acción, es el sentimiento de un vínculo emocional con aquellos cuya condición nos esforzamos por mejorar, y con los que comparten nuestra visión y nos acompañan en nuestra acción. Este compromiso comunitario se pone a veces en movimiento por la fuerza de las ideas, por la imaginación creadora y el poder de inspiración de grandes figuras morales como Nelson Mandela o el Dalái Lama, así como de empresarios so‐ ciales que unen una visión altruista a largo plazo con una notable eficacia de acción, como Muhammad Yunus, Fazle Abed, Vandana Shiva, Bunker Roy y muchos otros. Hay que despertar la esperanza e inflamar el entusiasmo al mismo tiempo que se ponen en marcha soluciones pragmáticas susceptibles de ser reproducidas a gran escala. La influencia de las ONG medioambientales ha permitido llegar al protocolo de Kioto sobre la reducción de las emi‐ siones de gas de efecto invernadero. El trabajo de Handicap International y el de la ONG Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Terrestres, que valió a su directora, Jody Williams, el Premio Nobel de la Paz, han desembocado en el Tratado de Ottawa sobre la prohibición de minas antipersona. Amnistía Internacional y la Federación Internacional de Derechos Humanos han ayudado también a la creación del Tribunal Penal Internacional. Las campañas de Greenpea‐ ce han dado como resultado muchas medidas importantes, aunque todavía muy insuficientes, para proteger el medio ambiente. Las grandes ONG internacionales, como Oxfam, Care, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Médicos sin Fronteras, Médicos del Mundo, Save the Children, Acción contra el hambre, Greenpeace o Max Havelaar, producen bie‐ nes públicos mundiales, pero tienen todavía poca influencia en los países sometidos a regímenes dictatoriales, para los cuales el solo nombre de «organización no gubernamental» es percibido como una amenaza. En los Estados democráti‐ cos, en cambio, su estatura independiente y objetiva les permite movilizar la opinión, proponer soluciones y, con más o menos éxito, influir en los Gobiernos. En cambio, las pequeñas ONG que se han creado por millones, a menudo son capaces de realizar acciones muy bené‐ ficas a un nivel local, evitando, en la medida de lo posible, atraer sobre ellas la ira de los regímenes autoritarios, y de efec‐ tuar en el campo de la salud, de la educación y de los servicios sociales un trabajo que normalmente debería ser el de un Estado funcional. Son la expresión del espíritu de solidaridad y de determinación que se encuentra en todas las socieda‐ des a nivel de la población civil.

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Dar más importancia a la sociedad civil Henry Mintzberg, profesor canadiense de la Universidad McGill, mundialmente reconocido en el campo de la gestión, propone una revitalización radical de la sociedad civil, lo que él llama el sector «plural», que comprende las organizacio‐

nes caritativas, las fundaciones, los organismos comunitarios y no gubernamentales, las asociaciones profesionales, las cooperativas, las mutuas, las instituciones de salud, las escuelas y universidades sin ánimo de lucro, tantas organizaciones que tienen, por naturaleza, más facilidad para crear una dinámica colectiva de generación de valor, y para adoptar un comportamiento responsable frente a los bienes comunes: los recursos naturales y las comunidades humanas.11 Considera que debemos trascender las políticas lineales de izquierda, de derecha o de centro, y comprender que una sociedad equilibrada, como un taburete estable, debe descansar en tres pilares sólidos: un sector público de fuerzas polí‐ ticas que se manifieste en Gobiernos respetados, un sector privado de fuerzas económicas que se manifieste en empresas responsables y un sector plural de fuerzas sociales que se manifieste en comunidades civiles fuertes. Una sociedad armo‐ niosa y solidaria reside entonces en el equilibrio de estos tres sectores: «Cada uno de ellos debe desempeñar su papel. Si el sector público es la cabeza y el sector privado las tripas, el sector plural, por su parte, es el corazón de la sociedad». Hoy, el sector plural es el más débil de los tres y debe ser reforzado para tomar su lugar al lado de los otros dos si se quie‐ re alcanzar un equilibrio en la sociedad. «Algunos países, como los Estados Unidos o el Reino Unido, deben desarrollarlo frente al poder aplastante del sector privado; otros, como China, deben también hacerlo frente al poder también aplas‐ tante del sector público; Brasil, y quizá la India, son en mi opinión los que más se acercan al equilibrio entre los tres sec‐ tores, y en ese sentido son los mejores agentes del modelo económico del futuro.»12 De manera provocadora, Mintzberg define así el credo de la sociedad capitalista: la codicia es buena, los mercados son sacrosantos, la propiedad privada es sagrada, y los Gobiernos son sospechosos. No es más suave con los Gobiernos tota‐ litarios que, en el extremo opuesto, quitan el poder de las manos de los ciudadanos para colocarlo enteramente en manos del Estado. En los dos casos, el resultado es un desequilibrio. Para Mintzberg, las estructuras de gobernanza están atascadas en una forma de democracia individualista que se re‐ monta el siglo XVIII, mientras que la solución de los problemas de nuestro tiempo requiere principalmente esfuerzos de cooperación a nivel internacional. Considera que los grupos comunitarios del sector plural son los mejor adaptados a la creación de las iniciativas sociales que necesitamos. Una multitud de estas iniciativas están actualmente en curso por me‐ dio de los medios de comunicación social, pero se necesitan muchas otras para evitar la alianza malsana entre las gran‐ des empresas y los gobiernos. En La tercera revolución industrial, Jeremy Rifkin describe la sociedad civil como el lugar en el que los humanos crean capital social. También él lamenta que esta sociedad civil esté a menudo relegada al último plano de la vida social y con‐ siderada marginal en relación con la economía y el Estado, cuando, de hecho, es el espacio principal en el que se desarro‐ lla la civilización:

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Hasta donde yo sé, no hay en la historia ningún ejemplo de pueblo que haya creado primero mercados y Estado y des‐ pués una cultura. Los mercados y los Estados constituyen prolongaciones de la cultura. […] La sociedad civil es el lu‐ gar en el que creamos el capital social, que es en realidad confianza acumulada, y éste es el capital que se invierte en los mercados y en los Estados. Si éstos destruyen la confianza social que ésta ha puesto en ellos, la población dejará de apoyarlos o impondrá su reorganización.13 Rifkin recuerda que la sociedad civil es también una fuerza económica emergente y que un estudio realizado en 2010 en más de cuarenta países por el Johns Hopkins Center for Civil Society Studies reveló que el «tercer sector» sin fines lu‐ crativos representa en promedio el 5 % del PIB en los ocho países donde se realizó este estudio,14 es decir, más, por ejem‐ plo, que las compañías de electricidad, de gas y de agua, y tanto como la construcción (5,1 %).15 En muchos países, el «tercer sector» representa también un importante porcentaje de los empleos. Millones de perso‐ nas trabajan en él voluntariamente, pero millones de otras personas trabajan en estas mismas organizaciones como asala‐ riados. El sector sin fines lucrativos emplea alrededor del 5,6 % de la población económicamente activa en los cuarenta y dos países estudiados. Actualmente, es en Europa donde el crecimiento del sector sin fines lucrativos es el más alto.16 Contrariamente a lo que pasaba hace ahora unos diez años, entre los jóvenes, muchos desdeñan los empleos tradicio‐ nales en el sector público y en el sector privado para trabajar en el tercer sector sin ánimo de lucro.17

Integrar la comprensión de la interdependencia Para pasar del compromiso comunitario a la responsabilidad global es indispensable tomar conciencia de la interdepen‐ dencia de todas las cosas y asimilar esta visión del mundo, de manera que nuestra forma de actuar se transforme. El al‐ truismo y la compasión están íntimamente ligados a esta comprensión de la interdependencia, que permite derribar el muro ilusorio que levantamos entre «Yo» y el «otro», entre el «Yo» y el «nosotros» y nos hace responsables de nuestra tie‐ rra y de sus habitantes. El Dalái Lama lo explica así: Adquirir un sentimiento de responsabilidad universal —percibir la dimensión universal de cada uno de nuestros actos y el derecho de todos a la felicidad y al no sufrimiento— es adquirir una actitud mental que, cuando vemos una oca‐ sión de ayudar a otro, nos lleva a asumirla más que a preocuparnos únicamente de nuestros pequeños intereses perso‐ nales.18

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com La globalización tanto para lo mejor como para lo peor

¿Cómo unir de manera altruista la acción comunitaria local con la que afecta al conjunto del planeta? En El camino de la esperanza, Stéphane Hessel y Edgar Morin examinan los aspectos a menudo antagónicos de la globalización: «La globali‐ zación constituye a la vez lo mejor y lo peor que le ha podido ocurrir a la humanidad. Lo mejor, porque todos los frag‐ mentos de la humanidad se han vuelto por primera vez interdependientes, viven un destino común. […] Lo peor, porque ha dado lugar a una carrera desenfrenada hacia catástrofes en cadena».19 Ésta es también la opinión del economista Joseph Stiglitz, quien considera que la globalización no es mala en sí mis‐ ma, sino que se vuelve perversa cuando los Estados la administran esencialmente en provecho de intereses particulares, el de las multinacionales o de los dictadores, principalmente. Unir los pueblos, los países y las economías alrededor del globo puede ser tan eficaz para estimular la prosperidad como para extender la avaricia y acentuar la miseria.20 Mientras que el 70 % de la población vive por debajo del límite de pobreza, Nigeria, por ejemplo, cuenta con muchos multimillonarios que se han enriquecido gracias a la venta mundial de sus riquezas petroleras. En estos casos, la globali‐ zación está pervertida por la alianza de malas instituciones políticas —que permiten el enriquecimiento privado de oli‐ garcas— con multinacionales cuyo único objetivo es aumentar indefinidamente sus beneficios mientras dejan a las co‐ munidades locales hundirse en la pobreza. Tal como ha subrayado el historiador estadounidense Francis Fukuyama, las malas instituciones existen porque hay grupos políticos en el poder interesados en mantener esta situación, por más per‐ judicial que sea para el país en su conjunto.21 Para Joseph Stiglitz, «la globalización tal como se gestiona actualmente, no hace progresar ni la eficacia mundial ni la justicia».22 Una globalización sin obstáculos y sin consideración profunda de la situación de todos los afectados por ella no puede servir eficazmente a la mayoría de las poblaciones y sólo beneficia a los más poderosos. Según La paradoja de la globalización,23 de Dani Rodrik, profesor de Harvard, aunque la globalización económica haya elevado el nivel de prosperidad de los países desarrollados dando trabajo a cientos de millones de trabajadores po‐ bres en China y otros países de Asia —trabajo que se reduce a menudo a una verdadera explotación—, este concepto se basa en pilares inseguros, y su visibilidad a largo plazo no está probada. El centro del argumento de Rodrik es que es im‐ posible alcanzar simultáneamente la democracia, la globalización y la autodeterminación nacional y económica. Den de‐ masiado poder a los gobernantes y llegarán al proteccionismo; den demasiadas libertades a los mercados y obtendrán una economía mundial inestable con muy poco apoyo social y político para aquellos a quienes se suponía que la globali‐ zación iba a ayudar. Rodrik está a favor de una globalización inteligente, y no máxima y salvaje. Así pues, lo que necesitamos no es una globalización de la explotación económica de los países del Tercer Mundo, sino una globalización del acceso a la salud, a los conocimientos (los conocimientos científicos como los conocimientos an‐ cestrales) y de las condiciones de paz y de libertad que permitan a cada uno poner en práctica lo mejor que tiene. Para Hessel y Morin, hay que saber a la vez globalizar y desglobalizar: hay que perpetuar y desarrollar «todo lo que la globali‐ zación aporte de intersolidaridades y de fecundidades culturales»,24 pero al mismo tiempo hay que desglobalizar para

restituir a las poblaciones locales autonomías vitales, favoreciendo las diversidades culturales, la economía del terruño, la agroecología y la alimentación local, la artesanía y los comercios de cercanía, y salvaguardando las prácticas y sabidurías tradicionales que han demostrado durante siglos su eficacia. Pascal Lamy observa que «la diferencia se ahonda entre los desafíos mundiales y la forma de responder a ellos, nadie lo pone en duda hoy en día. Una de las consecuencias más importantes de esta diferencia es, en mi opinión, el sentimien‐ to de desposesión que se extiende entre los ciudadanos de este planeta. Desposesión de su propio destino, desposesión del poder de actuar tanto a nivel individual como nacional, por no hablar del nivel mundial».25 Según él, no es la globali‐ zación la que crea ese sentimiento, sino la ausencia de medios para hacerle frente como convendría. Es la ausencia de go‐ bernanza democrática al nivel requerido, el nivel mundial.

Universalidad de los derechos, responsabilidad de cada uno

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Durante un diálogo entre Stéphane Hessel y el Dalái Lama, el primero señalaba:

El esfuerzo de los redactores de la Declaración Universal no concierne sólo a Occidente, sino a la universalidad de los seres humanos. Sus redactores comprendían a un chino, un libanés, latinoamericanos, indios. No es gratuito que René Cassin pudo hacer adoptar el adjetivo «universal» a ese texto, único en este sentido entre los textos internacionales. No dejemos que haya dictadores que se refugian detrás de la acusación de occidentalismo de ese texto para escapar a sus exigencias.26 El Dalái Lama confirma este punto de forma inequívoca: Algunos Gobiernos de Asia han sostenido que los criterios de los derechos humanos enunciados en la Declaración Universal son los que reivindica Occidente, y que no se pueden aplicar en Asia y en otras partes del Tercer Mundo a causa de diferencias culturales y de niveles desiguales de desarrollo social y económico. Yo no comparto este punto de vista […], ya que en la naturaleza de todos los seres humanos está aspirar a la libertad, a la igualdad, a la dignidad, y los orientales tienen derecho a ello igual que los demás. […] La diversidad de culturas y de tradiciones no puede justi‐ ficar en ningún caso las violaciones de los derechos humanos. Así, la discriminación de las mujeres, de las personas de raza diferente y de las categorías más débiles de la sociedad puede formar parte de la tradición en ciertas regiones, pero si va contra derechos humanos universalmente reconocidos, entonces esas formas de comportamiento deben cambiar.

Una democracia informada y una meritocracia responsable ¿Cómo conseguir que los pueblos se den el mejor Gobierno posible? Como dijo el Dalái Lama después de haber puesto fin «libre, alegre y orgullosamente» a cuatro siglos de colusión entre poder espiritual y poder temporal dentro de la Ad‐ ministración tibetana en el exilio: «El tiempo del control de los dictadores y de los jefes religiosos sobre los Gobiernos ya pasó. El mundo pertenece a 7 mil millones de seres humanos, y son ellos y solamente ellos quienes deben decidir demo‐ cráticamente la suerte de la humanidad». Ésas son las palabras que ha pronunciado en numerosas ocasiones desde 2011, cuando abandonó las últimas prerrogativas políticas que estaban hasta entonces asociadas a su función, al término de un proceso de democratización de las instituciones tibetanas que emprendió desde su llegada al exilio en suelo indio. «La democracia —bromeaba Churchill— es el peor sistema de gobierno, con la excepción de todos los demás que se han ido probando.»27 ¿Cómo lograr, efectivamente, que las mejores decisiones para el conjunto de la población puedan emerger de una masa inmensa de individuos que no siempre tienen acceso a un saber que les permita decidir con pleno conocimiento de causa? Los dictadores han resuelto la cuestión decidiendo por todo el mundo, y los jefes religiosos deci‐ diendo según los dogmas de su religión respectiva. Con muy pocas excepciones, los primeros y los segundos han causa‐ do, y causan todavía, sufrimientos inconmensurables. La mayoría de las tribus primitivas, lo hemos visto, eran de naturaleza fundamentalmente igualitaria. Cuando se se‐

dentarizaron, fueron generalmente los individuos considerados más sabios, con más experiencia y que habían dado prueba de ello, los que eran escogidos como jefes. La elección de los dirigentes conciliaba así consenso y meritocracia. A medida que esas comunidades crecieron, acumularon riquezas y se jerarquizaron, aparecieron otros sistemas, principal‐ mente la conquista brutal del poder y la sumisión de las poblaciones a la autoridad de potentados. La historia humana ha acabado por mostrar que la democracia es la única forma de gobierno susceptible de respetar las aspiraciones de una ma‐ yoría de ciudadanos. Pero ¿cómo evitar las desviaciones del populismo, de las decisiones apresuradas tomadas para satisfacer las demandas de los que sólo juzgan las políticas en función de las ventajas y los inconvenientes a corto plazo? Los políticos aseguran su reelección accediendo a esas demandas y no se atreven a comprometerse en reformas profundas cuyos frutos no serán cosechados inmediatamente, y que a veces implican decisiones impopulares. Los riesgos de la demagogia son hoy particularmente evidentes en el caso de la negación del calentamiento global, muy en boga en los Estados Unidos, negación cuyos argumentos se derretirían cien veces más deprisa que los hielos de la Antártida si la mayoría de la población, los medios de comunicación de masas y los políticos estuvieran más al tanto de los conocimientos adquiridos por la ciencia, y si los que están correctamente informados tuvieran la posibilidad de to‐ mar las decisiones necesarias para la prosperidad de la humanidad a largo plazo. También es necesario que la ciencia se pliegue menos a las exigencias de los mercados financieros que la alejan de la producción de conocimiento en beneficio de una valoración económica de la investigación. La mercantilización de la ciencia y de la medicina hace pasar a menudo los intereses de los laboratorios farmacéuticos por delante de los de los enfermos, y los intereses de las firmas agroali‐ mentarias por delante de los de los agricultores y de los consumidores.28 El Instituto Berggruen para la Gobernanza, fundado por el filántropo de origen alemán Nicolas Berggruen, quien de‐ cidió dedicar su fortuna a la mejora de los sistemas de gobernanza en el mundo, define la «gobernanza inteligente»29 como la realización de un equilibrio entre una meritocracia construida gracias a una serie de elecciones efectuadas a di‐ versos niveles de la sociedad (desde autoridades locales a responsables nacionales) y un proceso democrático que permi‐ te a los ciudadanos impedir las desviaciones potenciales del poder hacia la corrupción, el nepotismo, el abuso y el totali‐ tarismo.97 Según Nicolas Berggruen y el editorialista político Nathan Gardels, una democracia informada implica una descentra‐ lización máxima del poder de decisión, confiada a comunidades ciudadanas activas en los campos de su competencia.30 Para gestionar e integrar esos poderes interdependientes pero deslocalizados, según esos autores habría que instaurar una instancia política basada en las competencias y la experiencia, que disponga de una visión de conjunto del sistema y tome las decisiones sobre las cuestiones referentes al bien común de los ciudadanos. Esta instancia constituye una meritocracia ilustrada protegida de las presiones correspondientes a los intereses inmediatos de ciertos grupos de influencia. Sin embargo, para ser legítima, esta instancia debe ser transparente, obligada a rendir cuentas, y su funcionamiento debe ser vigilado por representantes de los ciudadanos, democráticamente elegidos. Berggruen y Gardels conciben una estructura piramidal que estimularía, en cada nivel de representación, la emergen‐ cia de comunidades de tamaño humano de elegidos que se conocen y son capaces de juzgar la experiencia y las capacida‐ des de sus pares.31 Imaginemos que este sistema se aplique a un país de 80 millones de habitantes. El país se divide en 100 circunscripciones de 800.000 habitantes. Cada comunidad de 2.000 habitantes, que constituye un «barrio», elige 10 dele‐ gados. Éstos se reúnen, deliberan y eligen a uno de ellos, llamado a participar en un consejo de «sector» compuesto por 20 miembros que representan en total a 40.000 habitantes. Éstos, a su vez, eligen un representante regional, y 20 repre‐ sentantes regionales eligen a un diputado que representa una circunscripción de 800.000 habitantes y que participa en el Parlamento nacional, integrado así por 100 diputados. Los elegidos representan grupos que, a diferentes niveles, reflejan el conjunto del cuerpo electoral. Este sistema se uti‐ liza principalmente en Australia y en Irlanda. La diferencia con la elección directa de un diputado que representa a 800.000 habitantes es que en cada nivel las personas que eligen al que los representará en el nivel superior conocen y es‐ tán en condiciones de apreciar de primera mano la experiencia, la sabiduría y las capacidades de la persona que ellos eli‐ gen. En cada nivel, los candidatos deben probar que disponen de capacidades (conocimientos y experiencia) proporcio‐ nales al grado de responsabilidad que se pretende. Esta solución consiste entonces en fragmentar el sistema político en

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pequeñas unidades gestionables, a escala humana, en la que cada una elige la que le es inmediatamente superior.32

¿Hacia una federación mundial? Por su lado, Jacques Attali, en Mañana, ¿quién gobernará el mundo?, considera que el federalismo es la forma de adminis‐ tración del mundo que tiene más posibilidades de ser eficaz. Una gobernanza mundial debe poseer, en efecto, una di‐ mensión de supranacionalidad sin por ello ser centralizada. De ahí el federalismo. Precisa Attali: El federalismo obedece a tres principios: la separación, que consiste en repartir las competencias legislativas entre Go‐ bierno federal y Gobiernos federados; la autonomía, que permite a cada nivel de Gobierno ser el único responsable en su campo de competencia; la apropiación, gracias a la cual las entidades federadas, representadas dentro de las institu‐ ciones federales y que participan en la adopción de leyes federales, experimentan un sentimiento de pertenencia a la comunidad y a sus reglas, y tienen la certeza de la capacidad del centro para mantener la diversidad y el compromiso.33

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com En resumen, concluye Attali:

Para sobrevivir, la humanidad debe ir incluso más allá de la toma de conciencia actual de una vaga «comunidad inter‐ nacional». Debe tomar conciencia de la unidad de su destino, y primero de todo de su existencia como tal. Debe com‐ prender que, unida, puede hacer mucho más que dividida.

94 James Freeman Clarke (1810-1888) fue un teólogo estadounidense defensor de los derechos humanos y activista social. 95 Agradezco a mi amigo Thierry Lombard, filántropo y socio de Lombard-Odier & Co., las conversaciones que hemos mantenido sobre el tema. 96 El Collegium International cuenta, o contaba, entre sus miembros destacados, con Edgar Morin, Michel Rocard, Mireille Delmas-Marty, Richard von Weizsäcker, Stéphane Hessel, Fernando Henrique Cardoso, Peter Sloterdijk, Patrick Viveret, Ruth Dreifuss y muchos otros. 97 El Consejo para el Siglo XXI, surgido del Instituto Berggruen, reúne a un conjunto de personalidades, entre ellas, Gordon Brown, Gerhard Schröder, Amartya Sen, Joseph Stiglitz, Francis Fukuyama y Pascal Lamy.

Conclusión Atreverse al altruismo No es que no nos atrevamos a hacer las cosas porque éstas son difíciles. Son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas.

SÉNECA

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Llegamos al fin de esta larga aventura. Por mi parte, me he consagrado a ella con pasión a lo largo de cinco fructíferos años de investigación, de lecturas y de reuniones. Primero había previsto no tratar más que dos temas centrales: la existencia del altruismo verdadero y la manera de cultivarlo. Pero ¿acaso era posible ignorar lo que se opone al altruismo y lo amenaza, el egocentrismo, la desvalorización del otro, la violencia? Profundizando mis investigaciones descubrí poco a poco que el altruismo desempeñaba un papel determinante en la mayor parte de las dimensiones de nuestra existencia, y muy particularmente que era la clave de la solución de las crisis que atravesamos actualmente, crisis sociales, económicas, ecológicas. Así llegó a tomar cuerpo este ensayo. Era preciso evitar la simplificación de una realidad infinitamente compleja, en la que los diferentes fenómenos son estrechamente interdependientes. Durante esta década, tuve la suerte de conocer y conversar con la mayoría de los pensadores, científicos y economistas cuyas conclusiones y a veces sus trabajos he presentado aquí. Sin embargo, soy muy consciente de que este trabajo de sín‐ tesis sigue siendo imperfecto y que algunos años adicionales de investigación me hubieran permitido ofrecer a los lecto‐ res un conjunto más logrado. Falta que las ideas y los trabajos científicos que he podido reunir permitan exponer la hipó‐ tesis que yo presentaba al principio de esta obra, es decir, que el altruismo es el hilo de Ariadna que permite unir armo‐ niosamente las exigencias de la economía, a corto plazo, de la satisfacción con la vida a medio plazo y de nuestro medio ambiente futuro, a más largo plazo. Deseo desde el fondo de mi corazón que esta obra pueda aportar su granito de arena, aunque sea modesto, a la edificación de un mundo mejor. Ahora, para que las cosas cambien realmente, hay que atreverse al altruismo. Atreverse a decir que el altruismo verda‐ dero existe, que puede ser cultivado por cada uno de nosotros, y que la evolución de las culturas puede favorecer su ex‐ pansión. Atreverse, igualmente, a enseñarlo en las escuelas como una herramienta preciosa que permita a los niños reali‐ zar su potencial natural de benevolencia y de cooperación. Atreverse a afirmar que la economía no puede conformarse con escuchar la voz de la razón y del estricto interés personal, sino que también debe escuchar y hacer oír la voz de la so‐ licitud. Atreverse a tener seriamente en cuenta la suerte de las generaciones futuras, y a modificar la forma en que explo‐ tamos hoy el planeta que mañana será el suyo. Atreverse, en fin, a proclamar que el altruismo no es un lujo, sino una necesidad. Ahora que nos acercamos a un peligroso punto de no retorno en lo que se refiere al medio ambiente, tenemos sin em‐ bargo el poder de vencer estas dificultades explotando plenamente nuestra extraordinaria aptitud para cooperar los unos con los otros: «La cooperación —nos recuerda el evolucionista Martin Nowak—, no solamente ha sido el arquitecto principal de 4.000 millones de años de evolución, sino que ha constituido la mejor esperanza para el porvenir de la hu‐ manidad y nos permitirá hacer frente a los graves desafíos que nos esperan».1 Para hacerlo, debemos cultivar el altruismo a nivel individual, ya que es ahí donde todo comienza. El altruismo nos indica lo que está bien hacer, pero también cómo es deseable ser y qué cualidades y virtudes debemos cultivar. Partiendo de una motivación benevolente, el altruismo debe estar integrado en la experiencia vivida y reflejar el carácter único de

cada ser y de cada situación. También hay que promover el altruismo a nivel de la sociedad gracias a la educación, a las instituciones que respetan los derechos de cada uno y a los sistemas políticos y económicos que permiten a todos desarrollarse sin por ello sacrificar el bienestar de las generaciones futuras. Finalmente, es esencial federar en un esfuerzo común los diferentes movimientos que se esfuerzan en promover el altruismo y la cooperación: «Lo único que va a resca‐ tar a la humanidad es la cooperación», decía el filósofo y matemático Bertrand Russell.2 El altruismo ha sido el concepto central de mis investigaciones porque es el que más abarca, pero no por eso hay que olvidar que de lo que se trata fundamentalmente es de amor, de un amor que se extiende a todos, incluido uno mismo. «El mejor consejo práctico que yo puedo dar a la generación actual es practicar la virtud del amor», decía también Ber‐ trand Russell, conjuntamente en eso con el Dalái Lama, quien afirma muy a menudo que el amor y la compasión son las bases mismas de la sociedad, y proclama: «Mi religión es la bondad». Y explicita así su pensamiento en Sabiduría antigua, mundo moderno: ética para el nuevo milenio:

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La revolución espiritual que yo preconizo no es una revolución religiosa. Tampoco tiene nada que ver con un estilo de vida que, de alguna manera, sería de otro mundo, y menos aún con algo mágico o misterioso. Se trata más bien de una reorientación radical, lejos de nuestras preocupaciones egoístas habituales, en beneficio de la comunidad que es la nuestra, de una conducta que tenga en cuenta, al mismo tiempo que los nuestros, los intereses ajenos.

Este amor altruista es el mejor garante de una vida que está llena de sentido, una vida en la cual se trabaja para la feli‐ cidad de los otros y se trata de remediar sus sufrimientos, una vida que se puede considerar con un sentimiento de satis‐ facción serena cuando se acerca la muerte. «Todos los que he conocido, para ser realmente felices, habían aprendido cómo servir a los otros», concluía Albert Schweitzer.3 La verdadera felicidad es indisociable del altruismo, porque partici‐ pa de una bondad esencial que va acompañada del deseo profundo de que cada uno pueda alcanzar su plenitud en la existencia. Es un amor siempre disponible y que procede de la simplicidad, de la serenidad y de la fuerza inmutable de un buen corazón. Katmandú, Nepal, 2 de junio de 2013 Mientras haya seres y mientras dure el espacio, ¡ojalá pueda yo también durar para disipar el sufrimiento del mundo!

SHANTIDEVA

Notas Introducción 1. Plauto, La comédie des ânes, en Théâtre complet, Gallimard, Folio, 1971, p. 85. [Asinaria: comedia de los burritos, Atela, Madrid, 2007]. 2. Hobbes, T. (1651), Le Léviathan, Dalloz, 1999, cap. 13, p. 125. [Leviatán o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, Alian‐ za, Madrid, 2008]. 3. Freud, S., Correspondance avec le pasteur Pfister 1909-1939, Gallimard, 1991, p. 103. 4. Tennyson, A. L. (1994), Works of Alfred Lord Tennyson, Wordsworth. [La cita pertenece al poema de 1849 In memoriam, Del Prado, Ma‐ drid, 2003]. 5. Véanse especialmente Tremblay, R. E. (2008), Prévenir la violence dès la petite enfance, Odile Jacob, y la obra de síntesis de Pinker, S. (2011), The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined, Viking Adult. [Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, Paidós Ibérica, Barcelona, 2012]. 6. Véanse especialmente los escritos del psicólogo Daniel Batson, The Altruism Question (1991) y Altruism in Humans (2011), Oxford Univer‐ sity Press, así como los estudios de la politóloga y filósofa Kristen Renwick Monroe, The Heart of Altruism (1996); del sociólogo Alfie Kohn, The Brighter Side of Human Nature, Altruism and Empathy in Everyday Life (1992); de los psicólogos Michael y Lise Wallach, Psychology’s sanction for selfishness (1983); del etólogo Frans de Waal, L’Âge de l’empathie (2010) [La edad de la empatía: lecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, Tusquets, Barcelona, 2011] y del psicólogo Jacques Lecomte, La Bonté humaine : Altruisme, empathie, générosité (2012), Odile Jacob; así como los de varios filósofos, incluyendo a Joseph Butler, David Hume, Charlie D. Broad, y Norman J. Brown. 7. Kasser, T. (2003), The High Price of Materialism, MIT Press. 8. Stephen Forbes, declaración durante un debate en Fox News, 18 de octubre de 2009. 9. BBC World Service, 8 de enero de 2010. 10. Véanse los excelentes capítulos de Jacques Lecomte en La Bonté humaine (2012), op. cit., sobre una serie de tragedias recientes que dieron lugar a distorsiones y exageraciones, así como el capítulo 9 de esta obra, «La banalidad del bien».

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com I. ¿Qué es el altruismo? 1. La naturaleza del altruismo

1. Comte, A. (1830), Œuvres d’Auguste Comte, vol. 7-10, «Système de politique positive ou Traité de sociologie», Anthropos. 2. Nagel, T. (1970), Possibility of Altruism, Princeton University Press, 1979, p. 79. 3. Ibid., p. 80. 4. Post, S. G. (2003), Unlimited Love: Altruism, Compassion, and Service, Templeton Foundation Press, p. vi. 5. Batson, C. D. (2011), Altruism in Humans, op. cit., p. 20. 6. Kourilsky, P. (2011), Le Manifeste de l’altruisme, Odile Jacob, p. 27. 7. Monroe, K. R. (1996), The Heart of Altruism: Perceptions of a Common Humanity, Cambridge University Press, p. 6. 8. Ibid. 9. La reseña completa sobre las características de la motivación altruista se encuentra en Batson, C. D. (2011), op. cit., pp. 22-23. 10. En su obra dedicada a la simpatía, el filósofo Max Scheler escribe: «El amor es un movimiento que va de un valor inferior a uno más ele‐ vado, proceso en cuyo transcurso el valor más grande del objeto o la persona se nos impone de manera repentina; el odio, por el contra‐ rio, se mueve en dirección opuesta». Más adelante, Edith Stein retomará los análisis de Max Scheler y considerará la cuestión de la empa‐ tía desde un enfoque puramente fenomenológico en la tradición de Husserl, de quien fue discípula cercana. Véase Scheler, M. (1954), The Nature of Sympathy (edición revisada), Transaction Publishers, 2008, y Stein, E. (1917), On the Problem of Empathy, ICS Publications, 1989. [Sobre el problema de la empatía, Trotta, Madrid, 2004]. Doy las gracias a Michel Bitbol por llamar mi atención sobre estas dos obras. 11. Alexandre Jollien, durante una conversación con el autor, Gstaad, 29 de enero de 2012. 12. Hutcheson, F. (2003), Essai sur la nature et la conduite des passions et affections avec illustrations sur le sens moral, L’Harmattan, p. 189, ci‐ tado por Terestchenko, M. (2007), Un si fragile vernis d’humanité : Banalité du mal, banalité du bien, La Découverte, p. 60. 13. Hallie, P. P. y Berger, M. (1980), Le Sang des innocents : Le Chambon-sur-Lignon, village sauveur, Stock, citado por Terestchenko, M., op. cit., 2007, p. 207. 14. Monroe, K. R. (1996), op. cit., p. 3. 15. Deschamps, J. F. y Finkelstein, R. (2012), «Existe-t-il un véritable altruisme basé sur les valeurs personnelles?», Les Cahiers internationaux de psychologie sociale (1), 37-62. 16. Taylor, C. (1989), Sources of the Self: The Making of the Modern Identity, Harvard University Press. [Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós Ibérica, Barcelona, 2006].

2. Extender el altruismo 1. Palabras de Alexandre Jollien durante una conversación con el autor, Gstaad, 29 de enero de 2012. 2. Dalái Lama, G. T. (1999), Sagesse ancienne, monde moderne, Fayard. [El arte de vivir en el nuevo milenio, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 3. Véase André, C. (2009), Les États d’âme, Odile Jacob, p. 351 y siguientes.

4. Véase Ricard, M. (2003), Plaidoyer pour le bonheur, NiL. [En defensa de la felicidad, Urano, Barcelona, 2011]. 5. Aristóteles, Retórica, II, 4, 1380b 34, citado por Audi, P. (2011), L’Empire de la compassion, Les Belles Lettres, p. 37. 6. Dalái Lama y Vreeland, N. (2004), L’Art de la compassion, Éditions 84, pp. 67-71. [Con el corazón abierto, Debolsillo, Barcelona, 2009]. 7. Jean-François Revel, conversación con el autor. 8. Gunaratana, B. H. (2001), Eight Mindful Steps to Happiness: Walking the Path of the Buddha, Wisdom Publications, p. 74. 9. Darwin, C. (1891), La Descendance de l’homme et la sélection sexuelle, C. Reinwald, p. 669. [El origen del hombre: la selección natural y la sexual, Formación Alcalá, Jaén, 2009]. 10. Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), Unto others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard University Press. [El comportamiento altruista, evolución y psicología, Siglo XXI, Madrid, 2000]. 11. Agradezco a Daniel Batson por ayudarme a precisar estos dos puntos al respecto. 12. Darwin, C. (1891), op. cit., p. 145. 13. Einstein, carta escrita en 1950 a su amigo Robert S. Marcus, que acababa de perder a su hijo. El manuscrito se encuentra en los Albert Einstein Archives de la Universidad Hebrea de Jerusalén (Israel). Se puede ver una copia de la original en la página web: . 14. Véase el capítulo 26, «Sentir odio o compasión por uno mismo». 15. Trungpa, C. (1976), Au-delà du matérialisme spirituel, Le Seuil, Points Sagesses. [Más allá del materialismo espiritual, Edhasa, Barcelona, 1985]. 16. Shantideva (2008), Bodhicaryâvatâra : La Marche vers l’Éveil, Padmakara. [La marcha hacia la luz, Miraguano, Madrid, 1993]. 17. Kohn, A. (1992), The Brighter Side of Human Nature: Altruism and Empathy in Everyday Life, Basic Books, p. 156. 18. BBC World Service, Outlook, 7 de septiembre de 2011. 19. Camus, A. (1947), La Peste, Gallimard, p. 87. [La peste, Edhasa, Barcelona, 2005]. 20. Traducción del tibetano por Matthieu Ricard a partir de las Obras completas: The Collected Works of the Seventh Dalai Lama (Gsung ‘Bum) blo-bzan-bskal-bzang-rgya-mtsho, publicadas por Dodrup Sangye, Gangtok (1975-1983).

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 3. ¿Qué es la empatía?

1. Lipps, T. (1903), «Einfühlung, innere Nachahmung und Organempfindung», Archiv für die gesamte Psychologie, 1(2), 185-204. 2. Véanse especialmente Decety, J., «L’empathie est-elle une simulation mentale de la subjectivité d’autrui», p. 78, y Pacherie, E., «L’empathie et ses degrés», p. 147, en Berthoz, A., Jorland, G. y varios (2004), L’Empathie, Odile Jacob. 3. Paul Ekman, durante una conversación personal, noviembre de 2009. 4. Darwin, C. (1877), L’Expression des émotions chez l’homme et les animaux, C. Reinwald. [La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, Alianza, Madrid, 1998]. 5. Darwin, C. (1891), op. cit.; Eisenberg, N. y Strayer, J. (1990), Empathy and its Development, Cambridge Univ. Press. [La empatía y su desarrollo, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1992]. 6. F. B. M. de Waal (2010), L’Âge de l’empathie : Leçons de nature pour une société plus apaisée, Les liens qui libèrent, p. 134. [La edad de la empatía: lecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, Tusquets, Barcelona, 2011]. 7. Wilder, D. A. (1986), «Social categorization: Implications for creation and reduction of intergroup bias», Advances in experimental social psychology, 19, 291-355. Citado en Kohn, A. (1992), op. cit., p. 145. 8. Remarque, E. M. (1923), À l’ouest rien de nouveau, Le Livre de Poche, 1988, pp. 220-221. [Sin novedad en el frente, 12.ª edición, Edhasa, Barcelona, 2009]. 9. Citado en Milo, R. D. (1973), Egoism and Altruism, Wadsworth Publications, p. 97. 10. Véase especialmente Kohut, H. (2009), The Restoration of the Self, University of Chicago Press. [La restauración del sí-mismo, Paidós Ibéri‐ ca, Barcelona, 2001]. 11. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 12 y siguientes. Cursiva añadida por el autor. 12. Batson, C. D., «These things called empathy: Eight related but distinct phenomena», en Decety, J. (2009), The Social Neuroscience of Empathy, The MIT Press. 13. Batson, C. D. (2011), op. cit. En su obra, encontraremos varias referencias científicas que corresponden a estas diversas definiciones de empatía. 14. Véase Preston, S. D., de Waal, F. et al. (2002), «Empathy: Its ultimate and proximate bases», Behavioral and Brain Sciences, 25(1), 1-20. El modelo «Perception-action model» (PAM) fue inspirado, en parte, en las investigaciones sobre las neuronas espejo, que están presentes en algunas áreas del cerebro y se activan cuando, por ejemplo, vemos a alguien hacer un gesto que nos interesa (véase capítulo 5, subsec‐ ción: «Cuando dos cerebros se ponen de acuerdo»). Las neuronas espejo pueden proporcionar una base elemental para la imitación y la resonancia intersubjetiva, pero el fenómeno de la empatía es mucho más complejo e implica varias áreas del cerebro. Rizzolatti, G. y Sini‐ gaglia, C. (2008), Mirrors in the Brain: How Our Minds Share Actions, Emotions, and Experience, Oxford University Press, Estados Unidos. 15. Thompson, R. A. (1987), «Empathy and emotional understanding: The early development of empathy», Empathy and its Development, 119-145, en Eisenberg, N. y Strayer, J. (1990), Empathy and its Development, Cambridge Univ. Press. [La empatía y su desarrollo, Desclée De Brouwer, Bilbao, 1992]. 16. Batson, C. D., Early, S. y Salvarani, G. (1997), «Perspective taking: Imagining how another feels versus imagining how you would feel», Personality and Social Psychology Bulletin, 23(7), 751-758. 17. Mikulincer, M., Gillath, O., Halevy, V., Avihou, N., Avidan, S. y Eshkoli, N. (2001), «Attachment theory and reactions to others’ needs: Evidence that activation of the sense of attachment security promotes empathic responses», Journal of Personality and Social Psychology, 81(6), 1205. 18. Coke, J. S., Batson, C. D. y McDavis, K. (1978), «Empathic mediation of helping: A two-stage model», Journal of Personality and Social Psychology, 36(7), 752. 19. Según los autores, a este tipo de empatía se le llama: — «Estrés empático», en Hoffman, M. L. (1981), «The development of empathy», en J. P. Rushton y R. M. Sorrentino (eds.), Altruism and Helping Behavior: Social, Personality, and Developmental Perspectives, Erlbaum, pp. 41-63. — «Simpatía dolorosa», en McDougall, W. (1908), An Introduction to Social Psychology, Methuen; «angustia personal», en Batson, C. D. (1987), «Prosocial motivation: Is it ever truly altruistic», Advances in Experimental Social Psychology, 20, 65-122. — «Sentimiento desagradable provocado por la observación», en Piliavin, J. A., Dovidio, J. F., Gaertner, S. L. y Clark, R. D., III (1981), Emer-

gency Intervention, Academic Press New York. — «Empatía», en Krebs, D. (1975), «Empathy and altruism», Journal of Personality and Social Psychology, 32(6), 1134. Citados por Batson, C. D. (2011), op. cit. 20. Revault d’Allonnes, M. (2008), L’Homme compassionnel, Seuil, p. 22. Esta confusión es comprensible si nos remitimos a la etimología lati‐ na de «compasión», término derivado de las palabras «compatior» (‘sufrir con’), «compassio» (‘sufrimiento común’). 21. Batson, C. D. (1991), The Altruism Question: Toward a Social Psychological Answer, Lawrence Erlbaum; Batson, C. D. (2011), op. cit. 22. Spinoza no utiliza los términos «piedad» y «compasión», pero, según A. Jollien, en la lengua de la época, nos hace comprender que en la piedad, lo primero es la tristeza y en la compasión, el amor. En su Ética, libro 3, número 28, dice: «La conmiseración es una tristeza que acompaña la idea de un mal que le sucedió a otro a quien imaginamos como nuestro semejante». Y en el número 24, Spinoza escribe: «La misericordia es amor en cuanto afecte al hombre de tal manera que éste se alegre por la felicidad de otro y, al contrario, se entristezca por la desgracia de otro». Conversación con A. Jollien, 29 de enero de 2012. 23. Zweig, S. (1939), La Pitié dangereuse, Grasset, p. 9. [La piedad peligrosa, Debate, Madrid, 2002]. Citado por Audi, P. (2011), L’Empire de la compassion, Les Belles Lettres, p. 33. 24. Si se trata de dolor, las áreas implicadas incluyen la ínsula anterior y la corteza cingulada anterior (CCA). Si se trata de disgusto, la ínsula también está presente. Si usted comparte una sensación táctil neutra, la corteza somatosensorial secundaria se activará. Si comparte emo‐ ciones agradables y placenteras, se podrán implicar la ínsula, el cuerpo estriado y la corteza orbitofrontal medial. La toma de perspectiva cognitiva descansa sobre la corteza prefrontal medial, la unión temporoparietal (TPJ) y el surco temporal superior (STS), una red que se activa cuando le pedimos a la gente que reflexione sobre sus pensamientos y creencias. 25. Véase Vignemont, F. de, y Singer, T. (2006), «The empathic brain: how, when and why?», Trends in Cognitive Sciences, 10(10), 435-441. Además de este artículo, este capítulo está basado principalmente en las explicaciones dadas por Tania Singer, con quien colaboro desde hace muchos años, durante conversaciones en enero de 2012. 26. Decety, J., «Es la empatía una simulación mental de la subjetividad de los demás», en Berthoz, A., Jorland, G. y varios (2004), Odile Jacob, p. 86. 27. Singer, T., Seymour, B., O’Doherty, J. P., Stephan, K. E., Dolan, R. J. y Frith, C. D. (2006), «Empathic neural responses are modulated by the perceived fairness of others», Nature, 439(7075), 466-469; Hein, G., Silani, G., Preuschoff, K., Batson, C. D. y Singer, T. (2010), «Neu‐ ral responses to ingroup and outgroup members’ suffering predict individual dif​ferences in costly helping», Neuron, 68(1), 149-160; Hein, G. y Singer, T. (2008), «I feel how you feel but not always: the empathic brain and its modulation», Current Opinion in Neurobiology, 18(2), 153-158. 28. Batson, C. D., Lishner, D. A., Cook, J. y Sawyer, S. (2005), «Similarity and nurturance: Two possible sources of empathy for strangers», Basic and Applied Social Psychology, 27(1), 15-25. 29. Para saber más detalles sobre los diferentes puntos citados anteriormente, véase Vignemont, F. de y Singer, T. (2006), op. cit. 30. Singer, T. y Steinbeis, N. (2009), «Differential roles of fairness and compassion based motivations for cooperation, defection, and punish‐ ment», Annals of the New York Academy of Sciences, 1167(1), 41-50; Singer, T. (2012), «The past, present and future of social neuroscience: A European perspective», Neuroimage, 61(2), 437-449. 31. Klimecki, O., Ricard, M. y Singer, T. (2013), «Empathy versus compassion—Lessons from 1st and 3rd person methods», en T. Singer y M. Bolz (eds.) (2013), Compassion: Bridging Practice and Science, A multimedia book [E-book]. 32. Klimecki, O. M., Leiberg, S., Lamm, C. y Singer, T. (2012), «Functional neural plasticity and associated changes in positive affect after compassion training», Cerebral Cortex.

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4. De la empatía a la compasión en un laboratorio de neurociencias 1. Para tener una síntesis de 32 estudios que tratan la empatía con relación al dolor, véase Lamm, C., Decety, J. y Singer, T. (2011), «Metaanalytic evidence for common and distinct neural networks associated with directly experienced pain and empathy for pain», Neuroimage, 54(3), 2492-2502. 2. El aumento de una reacción positiva a través de la compasión está asociado a la activación de una red cerebral que incluye las áreas de la corteza orbitofrontal medial, el cuerpo estriado ventral, el área tegmental ventral, el núcleo del tronco cerebral, el núcleo accumbens, la ínsula medial, el pallidum y el putamen; todas estas áreas del cerebro han sido anteriormente asociadas al amor (principalmente al amor maternal), el sentimiento de afiliación y gratificación. En el caso de la empatía, éstas son la ínsula anterior, la corteza cingulada media. Klimecki, O. M. et al. (2012), op. cit.; Klimecki, O., Ricard, M. y Singer, T. (2013), op. cit. 3. Felton, J. S. (1998), «Burnout as a clinical entity—its importance in health care workers», Occupational medicine, 48(4), 237-250. 4. Para tener una distinción neuronal entre la compasión y la fatiga de la empatía, véase Klimecki, O. y Singer, T. (2011), «Empathic distress fatigue rather than compassion fatigue? Integrating findings from empathy research in psychology and social neuro​science», en Oakley, B., Knafo, A., Madhavan, G. y Wilson, D. S. (2011), Pathological Altruism, Oxford University Press, Estados Unidos, pp. 368-383. 5. Singer, T. y Bolz, M. (eds.) (2013), op. cit.; Klimecki, O., Ricard, M. y Singer, T. (2013), op. cit. La más reciente es Klimecki, O. M., Leiberg, S., Ricard, M. y Singer, T. (2013), «Differential Pattern of Functional Brain Plasticity after Compassion and Empathy Training», Social Cognitive and Affective Neuroscience. 6. Bornemann, B. y Singer, T. (2013), «The ReSource study training protocol», en T. Singer y M. Bolz (eds.), Compassion: Bridging practice and Science, A multimedia book [E-book]. 7. Klimecki, O. M. et al. (2012), op. cit. 8. Cyrulnik, B., Jorland, G. y varios (2012), Résilience : Connaissances de base, Odile Jacob. 9. A nivel neuronal, los investigadores observaron que el entrenamiento en la resonancia empática aumenta la actividad en una red relacio‐ nada tanto con la empatía por el dolor del otro como con la experiencia del dolor personal. Dicha red comprende la ínsula anterior y la corteza cingulada anterior medial (MCC). T. Singer y M. Bolz (eds.) (2013), op. cit. 10. De manera más precisa, estas regiones comprenden la corteza orbitofrontal, el cuerpo estriado ventral y la corteza cingulada anterior. Respecto al entrenamiento, nuestros participantes recibieron clases sobre la noción de metta, palabra que significa ‘amor altruista’ en pali. Las instrucciones que recibieron los participantes estaban enfocadas, sobre todo, en el aspecto de la benevolencia y los deseos benevolen‐ tes («Podría ser feliz, tener buena salud, etc.»). El entrenamiento incluía pasar una jornada entera con un educador, seguido de prácticas diarias en grupo, una hora cada noche. También se animó a los participantes a practicar en sus casas. 11. Klimecki, O. M. et al. (2012), op. cit.

12. Lutz, A., Brefczynski-Lewis, J., Johnstone, T. y Davidson, R. J. (2008), «Regulation of the neural circuitry of emotion by compassion medi‐ tation: effects of meditative expertise», PLoS One, 3(3), e1897. 13. André, C. (2009), Les États d’âme, Odile Jacob, p. 352.

5. El amor, emoción suprema 1. Fredrickson, B. L. (2001), «The role of positive emotions in positive psychology: The broaden-and-build theory of positive emotions», American psychologist, 56(3), 218; Fredrickson, B. (2002) «Positive emotions», en Snyder, C. R. y López, S. J. (2002), Hand​book of Positive Psychology, Oxford University Press Inc., p. 122 y 125 para la cita siguiente. 2. Ekman, P. (2007), Emotions revealed: Recognizing faces and Feelings to Improve Communication and Emotional Life, Holt Paperbacks; Ek‐ man, P. E. y Davidson, R. J. (1994), The Nature of Emotion: Fundamental Questions, Oxford University Press. 3. Atwood, M. (2007), Faire surface, Robert Laffont. 4. Fredrickson, B. (2013), Love 2.0: How Our Supreme Emotion Affects Everything We Feel, Think, Do, and Become, Hudson Street Press, p. 16. Agradezco a B. Fredrickson que me enviara las pruebas de su libro antes de su publicación. 5. Ibid., p. 5. 6. Ibid. 7. House, J. S., Landis, K. R. y Umberson, D. (1988), «Social relationships and health», Science, 241(4865), 540-545. Véase también Diener, E. y Seligman, M. E. P. (2002), «Very happy people», Psychological science, 13(1), 81-84. 8. Hegi, K. E. y Bergner, R. M. (2010), «What is love? An empirically-based essentialist account», Journal of Social and Personal Relationships, 27(5), 620-636. 9. Fredrickson, B. (2013), op. cit., nota 7, p. 186, así como Fredrickson, B. L. y Roberts, T. A. (1997), «Objectification theory», Psychology of Women Quarterly, 21(2), 173-206; Fredrickson, B. L., Hendler, L. M., Nilsen, S., O’Barr, J. F. y Roberts, T. A. (2011), «Bringing back the body: A retrospective on the development of objectification theory», Psychology of Women Quarterly, 35(4), 689-696. 10. Stephens, G. J., Silbert, L. J. y Hasson, U. (2010), «Speaker-listener neural coupling underlies successful communication», Proceedings of the National Academy of Sciences, 107(32), 14425-14430; Hasson, U. (2010), «I can make your brain look like mine», Harvard Business Review, 88(12), 32-33. Citado y explicado por Fredrickson, B. (2013), op. cit., pp. 39-44. 11. Singer, T. y Lamm, C. (2009), «The social neuroscience of empathy», Annals of the New York Academy of Sciences, 1156(1), 81-96; Craig, A. D. (2009), «How do you feel now? The anterior insula and human awareness», Nature Reviews Neuroscience, 10: 59-70. 12. Hasson, U., Nir, Y., Levy, I., Fuhrmann, G. y Malach, R. (2004), «Intersubject synchronization of cortical activity during natural vision», Science, 303(5664), 1634-1640. 13. Fredrickson, B. (2013), op. cit., p. 43. 14. Fredrickson, B. (2001), Positivity: Groundbreaking Research Reveals How to Embrace the Hidden Strength of Positive Emotions, Overcome Negativity, and Thrive, Crown Archetype. 15. Para una síntesis sobre el hallazgo y las investigaciones sobre las neuronas espejo, véase Rizzolatti, G. y Sinigaglia, C. (2008), Mirrors in the Brain: How Our Minds Share Actions, Emotions, and Experience, Oxford University Press. 16. Cho, M. M., DeVries, A. C., Williams, J. R. y Carter, C. S. (1999), «The effects of oxytocin and vasopressin on partner preferences in male and female prairie voles (Microtus ochrogaster)», Behavioral Neuroscience, 113(5), 1071. 17. Champagne, F. A., Weaver, I. C. G., Diorio, J., Dymov, S., Szyf, M. y Meaney, M. J. (2006), «Maternal care associated with methylation of the estrogen receptor-alpha1b promoter and estrogen receptor-alpha expression in the medial preoptic area of female offspring», Endocrinology, 147(6), 2909-2915. 18. Francis, D., Diorio, J., Liu, D. y Meaney, M. J. (1999), «Nongenomic transmission across generations of maternal behavior and stress res‐ ponses in the rat», Science, 286(5442), 1155-1158. 19. Guastella, A. J., Mitchell, P. B. y Dadds, M. R. (2008), «Oxytocin increases gaze to the eye region of human faces», Biological psychiatry, 63(1), 3; Marsh, A. A., Yu, H. H., Pine, D. S. y Blair, R. J. R. (2010), «Oxytocin improves specific recognition of positive facial expres‐ sions», Psychopharmacology, 209(3), 225-232; Domes, G., Heinrichs, M., Michel, A., Berger, C. y Herpertz, S. C. (2007), «Oxytocin impro‐ ves “mind-reading” in humans», Biological Psychiatry, 61(6), 731-733. 20. Kosfeld, M., Heinrichs, M., Zak, P. J., Fischbacher, U. y Fehr, E. (2005), «Oxytocin increases trust in humans», Nature, 435(7042), 673-676. 21. Mikolajczak, M., Pinon, N., Lane, A., De Timary, P. y Luminet, O. (2010), «Oxytocin not only increases trust when money is at stake, but also when confidential information is in the balance», Biological Psychology, 85(1), 182-184. 22. Gamer, M., Zurowski, B. y Büchel, C. (2010), «Different amygdala subregions mediate valence-related and attentional effects of oxytocin in humans», Proceedings of the National Academy of Sciences, 107(20), 9400-9405. Véase también Kirsch, P., Esslinger, C., Chen, Q., Mier, D., Lis, S., Siddhanti, S., Meyer-Lindenberg, A. (2005), «Oxytocin modulates neural circuitry for social cognition and fear in humans», The Journal of Neuroscience, 25(49), 11489-11493; Petrovic, P., Kalisch, R., Singer, T. y Dolan, R. J. (2008), «Oxytocin attenuates affective evaluations of conditioned faces and amygdala activity», The Journal of Neuroscience, 28(26), 6607-6615. 23. Uvnäs-Moberg, K., Arn, I. y Magnusson, D. (2005), «The psychobiology of emotion: The role of the oxytocinergic system», International Journal of b-Behavioral Medicine, 12(2), 59-65. 24. Campbell, A. (2010), «Oxytocin and human social behavior», Personality and Social Psychology Review, 14(3), 281-295. 25. Lee, H. J., Macbeth, A. H. y Pagani, J. H. (2009), «Oxytocin: the great facilitator of life», Progress in Neurobiology, 88(2), 127-151. 26. Shamay-Tsoory, S. G., Fischer, M., Dvash, J., Harari, H., Perach-Bloom, N. y Levkovitz, Y. (2009), «Intranasal administration of oxytocin increases envy and schadenfreude (gloating)», Biological Psychiatry, 66(9), 864-870. 27. De Dreu, C. K. W., Greer, L. L., Van Kleef, G. A., Shalvi, S. y Handgraaf, M. J. J. (2011), «Oxytocin promotes human ethnocentrism», Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(4), 1262-1266. 28. Porges, S. W. (2003), «Social engagement and attachment», Annals of the New York Academy of Sciences, 1008(1), 31-47. 29. Bibevski, S. y Dunlap, M. E. (2011), «Evidence for impaired vagus nerve activity in heart failure», Heart Failure Reviews, 16(2), 129-135. 30. Kiecolt-Glaser, J. K., McGuire, L., Robles, T. F. y Glaser, R. (2002), «Emotions, morbidity, and mortality: new perspectives from psycho‐ neuroimmunology», Annual Review of Psychology, 53(1), 83-107; Moskowitz, J. T., Epel, E. S. y Acree, M. (2008), «Positive affect uniquely predicts lower risk of mortality in people with diabetes», Health Psychology, 27(1S), S73. 31. Fredrickson, B. (2013), op. cit., p. 10. 32. Fredrickson, B. L., Cohn, M. A., Coffey, K. A., Pek, J. y Finkel, S. M. (2008), «Open hearts build lives: positive emotions, induced through loving-kindness meditation, build consequential personal resources», Journal of Personality and Social Psychology, 95(5), 1045.

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33. Kok, B. E., Coffey, K. A., Cohn, M. A., Catalino, L. I., Vacharkulksemsuk, T., Algoe, S. B., Brantley, M. y Fredrickson, B. L. (2012), «Positi‐ ve emotions drive an upward spiral that links social connections and health». Originales presentados para su publicación; Kok, B. E. y Fredrickson, B. L. (2010), «Upward spirals of the heart: Autonomic flexibility, as indexed by vagal tone, reciprocally and prospectively predicts positive emotions and social connectedness», Biological Psychology, 85(3), 432-436. 34. Fredrickson, B. (2013), op. cit., p. 16. 35. Ibid., p. 23.

6. La realización del doble bien, el nuestro y el de otro 1. Shantideva (2008), Bodhicaryâvatâra : La Marche vers l’Éveil, Padmakara, VII, 129-130. [La marcha hacia la luz, Miraguano, Madrid, 1993]. 2. Butler, J. (1751), Five Sermons (nueva edición), Hackett Publishing, 1983. 3. Véase el capítulo 25, «Los campeones del egoísmo». 4. Khyentsé, D. (2008), Au cœur de la compassion : Commentaire des Trente-Sept Stances sur la pratique des bodhisattvas, Padmakara, p. 143. [La esencia de la compasión: comentario sobre las treinta y siete prácticas de los bodisatvas, Dharma, Novelda, 2011]. 5. Fromm, E. (1967), L’Homme pour lui-même, Les Éditions sociales françaises. [Ética y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica de Espa‐ ña, Madrid, 1980]. 6. Terestchenko, M. (2007), op. cit., p. 17. 7. Platón, Gorgias, Œuvres complètes, tomo 1, Gallimard, 1940.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com II. ¿Existe el altruismo verdadero?

7. El altruismo interesado y la reciprocidad generalizada

1. La Rochefoucauld, F. de, Réflexions ou sentences et maximes morales de Monsieur de La Rochefoucauld, nueva edición, revisada y corregida, Gale Ecco, 2010. [Máximas y reflexiones morales, Eilibros, Barcelona, 2002]. 2. Entrevista concedida a Monde des religions. Palabras recogidas por Frédéric Lenoir y Karine Papillaud, 2007. 3. Jacques Attali, entrevista en 20minutes.fr, 19 de noviembre de 2006. 4. Kolm, S.-C. (1984), op. cit., p. 191. 5. André Comte-Sponville, conversaciones durante una velada organizada gracias a los buenos oficios de Christophe y Pauline André. 6. Darwin, C. (1891), op. cit., pp. 104-108. 7. Wilkinson, G. S. (1988), «Reciprocal altruism in bats and other mammals», Ethology and Sociobiology, 9(2-4), 85-100. 8. Agradezco a Danielle Follmi por brindarme estas informaciones. 9. Ref.: 10. Turnbull, C. M. (1972), The Mountain People, Simon & Schuster, p. 146. [La gente de la selva, Milrazones, Cantabria, 2011]. 11. Las diversas formas de práctica del don y contre-don en las sociedades tradicionales han dado lugar a innumerables estudios. Véase espe‐ cialmente Mauss, M. (2007), Essai sur le don : Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques, PUF, así como el prólogo de Floren‐ ce Weber. 12. Paul Ekman, comunicación personal, 2009. En 1972, P. Ekman trabajó como antropólogo en una tribu papuana de Nueva Guinea donde estudió la expresión facial de las emociones. 13. Kolm, S.-C. (1984), op. cit., p. 11. Doy las gracias al economista belga François Maniquet por introducirme en el pensamiento de este au‐ tor, así como al mismo S.-C. Kolm por tener la bondad de recibirme y compartir sus trabajos conmigo. Serge-Christophe Kolm fue direc‐ tor del ENPC (Centro de Investigación en Análisis Socioeconómico), director de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Cien‐ cias Sociales y profesor de las universidades de Harvard y Stanford. 14. Kolm, S.-C. (1984), op. cit., p. 56.

8. El altruismo desinteresado 1. «The Samaritans of New York», The New York Times, 5 de septiembre de 1988, p. 26. 2. Daily Mail, 5 de noviembre de 2010 y CBC News, 4 de noviembre de 2010. 3. Berkowitz, L. y Daniels, L. R. (1963), «Responsibility and dependency», The Journal of Abnormal and Social Psychology, 66(5), 429. 4. Kohn, A. (1992), op. cit., p. 230. 5. Titmuss, R. M. (1970), «The gift relationship: From human blood to social», Policy, London. 6. Eisenberg-Berg, N. y Neal, C. (1979), «Children’s moral reasoning about their own spontaneous prosocial behavior», Developmental Psychology, 15(2), 228. 7. La Carnegie Hero Fund Commission fue fundada en 1904 por el filántropo estadounidense Andrew Carnegie para recompensar los actos de heroísmo cada año; ha distribuido cerca de 10.000 medallas desde su fundación. 8. Monroe, K. R. (1996), op. cit., p. 61. 9. Milo, R. D. (1973), op. cit., p. 98. 10. France 2, «Envoyé spécial», 9 de octubre de 2008. Durante una secuencia, se veía al Dalái Lama partir en un auto hacia la casa de un indi‐ viduo que vivía en un gran rancho de Colorado para encontrarse con personalidades políticas susceptibles de facilitar un diálogo cons‐ tructivo entre representantes del pueblo tibetano en el exilio y el Gobierno chino. Yo les había explicado la razón del viaje del Dalái Lama. Sin embargo, el comentario del reportaje fue el siguiente: «El Dalái Lama se va en un gran 4×4 a visitar a sus amigos millonarios». Todo el reportaje tenía este tono.

9. La banalidad del bien 1. Marco Aurelio, Meditaciones, 2. Según Gaskin, K., Smith, J. D. y Paulwitz, I. (1996), «Ein neues Bürgerschaftliches Euro​pa: Eine Untersuchung zur Verbreitung und Rolle von Volunteering in zehn europäischen Ländern», Lambertus. En los países que se investigaron, las personas que practican el voluntaria‐

do representan el 38 % de la población en los Países Bajos, el 36 % en Suecia, el 34 % en Gran Bretaña, el 32 % en Bélgica, el 28 % en Di‐ namarca, el 25 % en Francia e Irlanda y el 18 % en Alemania. 3. Martel, F. (2006), De la culture en Amérique, Gallimard, p. 358; Clary, E. G. y Snyder, M. (1991), «A functional analysis of altruism and pro‐ social behavior: The case of voluntee​rism», en Prosocial behavior, Sage Publications Inc., Thousand Oaks, pp. 119-148. 4. Laville, J.-L. (2010), Politique de l’association, Seuil. Trabajan para 1.100.000 asociaciones, con 21,6 millones de miembros. 5. Véronique Châtel, Profession : bénévole, en L’Express, fuera de serie, n.o 9, mayo-junio de 2011, p. 54. 6. Los campos de acción son diversos: cultura y distracción (28 %), deportes (20 %), acción social, sanitaria y humanitaria (17 %), defensa de los derechos (15 %), sindicatos, una asociación en defensa de los consumidores, etc., religión (8 %), educación (6 %), partidos políticos, valoración del patrimonio (3 %), medio ambiente (2,6 %), defensa de la biodiversidad, la «renaturación» de medios naturales, etc. Véase « Le travail bénévole : un essai de quantification et de valorisation » [archivo] INSEE, Économie et statistique, n.o 373, 2004. [PDF]. 7. Ejemplo narrado por Post, S. G. (2011), The Hidden Gifts of Helping: How the Power of Giving, Compassion, and Hope Can Get Us Through Hard Times, John Wiley & Sons. 8. , , 9. Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit., capítulo 1. 10. Esterbrook J. (31 de agosto de 2005), «New Orleans fights to stop looting», CBS news. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 22. 11. Arkansas Democrat Gazette (2 de septiembre de 2005). Citado en «Governor Kathleen Blanco: Strong leadership in the midst of catas‐ trophe», documento PDF. 12. Anónimo (2 de septiembre de 2005), «Troops told “shoot to kill” in New Orleans», ABC News online. 13. Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 24. 14. Rosenblatt, S. y Rainey, J. (2005), «Katrina takes a toll on truth, news accuracy», Los Angeles Times, 27. 15. Dwyer, J. y C. Drew, «Fear exceeded crime’s reality in New Orleans», The New York Times, 25(2005): A1. Véase también Rodríguez, H., Trainor, J. y Quarantelli, E. L. (2006), «Rising to the challenges of a catastrophe: The emergent and prosocial behavior following Hurrica‐ ne Katrina», The Annals of the American Academy of Political and Social Science, 604(1), 82-101. Así como Tierney, K., Bevc, C. y Kuli‐ gowski, E. (2006), «Metaphors matter: Disaster myths, media frames, and their consequences in Hurricane Katrina», The Annals of the American Academy of Political and Social Science, 604(1), 57-81. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 348. 16. Lecomte, J. (2012), op. cit., pp. 25-26. 17. Rodríguez, H. et al. (2006), op. cit., p. 84. 18. U. S. House of Representatives (2006), «A failure of initiative; Final Report of the Select Bipartisan Committee to Investigate the Prepara‐ tion for and Response to Hurricane Katrina», U. S. Government Printing Office, Washington, pp. 248-249. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 348. 19. Tierney, K., Bevc, C. y Kuligowski, E. (2006), op. cit., pp. 68, 75. 20. Quarantelli, E. L. (1954), «The nature and conditions of panic», American Journal of Sociology, pp. 267-275. 21. Der Heide, E. A. (2004), «Common misconceptions about disasters: Panic, the “disaster syndrome” and looting», The First, 72, 340-380. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 349. 22. Glass, T. A. (2001), «Understanding public response to disasters», Public Health Reports, 116(suplemento 2), 69. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 28. 23. Clarke L. (2002), «Le mythe de la panique», Sciences humaines, 16-20. Clarke, L. (2002), «Panic: myth or reality?», Contexts, 1(3), 21-26. También, Connell, R. (2001), «Collective behavior in the September 11, 2001 evacuation of the World Trade Center», 24. Drury, J., Cocking, C. y Reicher, S. (2009), «The nature of collective resilience: Survivor reactions to the 2005 London bombings», International Journal of Mass Emergencies and Disasters, 27(1), 66-95. Resumido por Lecomte, J. (2012), op. cit., pp. 36-37. 25. Citado por Clarke, L. (2002), op. cit., p. 19. 26. Quarantelli, E. L. (2008), «Conventional beliefs and counterintuitive realities», Social Research: An International Quarterly, 75(3), 873904. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 33.

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10. El heroísmo altruista 1. Según diversos artículos, en especial el de Cara Buckley, «Man is rescued by stranger on subway tracks», The New York Times, 3 de enero 2007. En otro accidente similar, el socorrista no quería siquiera ser identificado. En marzo de 2009, después de que un hombre fuera em‐ pujado a la vía férrea en la Penn Station de Nueva York, un ciudadano saltó a las vías para ayudarle a salir. Mientras la gente se acercaba a felicitar al socorrista, sucio y manchado por la grasa de los rieles, éste subió al siguiente tren que llegó a la estación, y se negó a hablar con un periodista que se encontraba ahí: Michael Wilson, «An unsung hero of the subway», The New York Times, 16 de marzo de 2009. 2. Oliner, S. P. (2003), Do Unto Others: Extraordinary Acts of Ordinary People (edición ilustrada), Basic Books, p. 21. 3. Monroe, K. R. (1996), The Heart of Altruism, op. cit., p. 140. 4. Franco, Z. E., Blau, K. y Zimbardo, P. G. (2011), «Heroism: A conceptual analysis and differentiation between heroic action and altruism», Review of General Psychology, 15(2), 99-113. 5. Hughes-Hallett, L. (2004), Heroes, Harper Collins, London; Eagly, A. y Becker, S. (2005), «Comparing the heroism of women and men», American Psychologist, 60, 343-344. 6. Franco, Z. y Zimbardo, P. (2006-2007, otoño-invierno), «The banality of heroism», Greater Good, 3, 30-35; Glazer, M. P. y Glazer, P. M. (1999), «On the trail of courageous behavior», Sociological Inquiry, 69, 276-295; Shepela, S. T., Cook, J., Horlitz, E., Leal, R., Luciano, S., Lutfy, E., Warden, E. (1999), «Courageous resistance», Theory & Psychology, 9, 787-805. 7. Robin, M.-M. (2010), Le Monde selon Monsanto, La Découverte, Kindle, pp. 1432-1530. [El mundo según Monsanto: de la dioxina a los OGM: una multinacional que les desea lo mejor, Península, Barcelona, 2013]. 8. Shepela, S. T. et al. (1999), op. cit. 9. Franco, Z. E., Blau, K. y Zimbardo, P. G. (2011), op. cit. 10. Monin, B., Sawyer, P. J. y Márquez, M. J. (2008), «Rejection of moral rebels: Resenting those who do the right thing», Journal of Personality and Social Psychology, 95, 76-93. 11. Monroe, K. R. (1996), op. cit., pp. 66-67. 12. 29 de julio de 1987, Little Rock, Arkansas. Después de estos acontecimientos, Lucille Babcok recibió la medalla de la Carnegie Hero Fund

Commission por la extraordinaria valentía que demostró al socorrer a esta joven de veintidós años. 13. Zimbardo, P. (2011), The Lucifer Effect, Ebury Digital, Kindle, p. 1134. [El efecto Lucifer: el porqué de la maldad, Paidós Ibérica, Barcelona, 2008].

11. El altruismo incondicional 1. Monroe, K. R. (1996), op. cit., pp. ix-xv. 2. Opdyke, I. G. (1999), In My Hands: Memories of a Holocaust Rescuer, Anchor. 3. El 90 % de la población judía de Polonia, aproximadamente 3.000.000 de personas, perecieron ejecutadas durante las masacres colectivas o en los campos de exterminio de Auschwitz, Sobibor, Treblinka, Belzec y Majdanek, todos situados en Polonia. 4. Oliner, S. P. y Oliner, P. M. (1988), The Altruistic Personality: Rescuers of Jews in Nazi Europe, Macmillan, Estados Unidos, p. 2. 5. Ibid., p. 166. 6. Ibid., p. 168. 7. Ibid., p. 131. 8. Terestchenko, M. (2007), Un si fragile vernis d’humanité, op. cit., p. 213 y Hallie, P. P. (1980), Le Sang des innocents, op. cit., p. 124. 9. Ibid., p. 173. 10. Resumen según Terestchenko, M. (2007), op. cit. 11. Hallie, P. P. (1980), op. cit., pp. 267-268. 12. Terestchenko, M. (2007), op. cit. 13. Monroe, K. R. (1996), op. cit., p. 121. 14. Ibid., p. 140. 15. Ibid., p. 142. 16. Ibid., pp. 206-207. 17. Halter, M. (1995), La Force du bien, Robert Laffont, p. 95. 18. Ibid. 19. Oliner, S. P. y Oliner, P. M. (1988), op. cit., p. 228. 20. Paldiel, M. (8 de octubre de 1989), «Is goodness a mystery?», Jerusalem Post.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 12. Más allá de los simulacros, el altruismo verdadero: una investigación experimental

1. Citado por Harold Schulweis, en el prólogo de Oliner, S. P. y Oliner, P. M. (1988), op. cit. 2. Ghiselin, M. T. (1974), The Economy of Nature and the Evolution of Sex, University of California Press, p. 247. 3. La Rochefoucauld, F. de (1678/2010), op. cit. 4. Campbell, D. T. (1975), «On the conflicts between biological and social evolution and between psychology and moral tradition», American Psychologist, 30(12), 1103. Citado por Batson, C. D. (1991), op. cit., p. 42. 5. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 4. 6. Ibid., pp. 87-88. 7. Hatfield, E., Walster, G. W. y Piliavin, J. A. (1978), «Equity theory and helping relationship», Altruism, sympathy and helping: Psychological and Sociological principles, 115-139. Citado por Batson, C. D. (1991), p. 39. 8. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 4. 9. Ibid., p. 89. 10. Sharp, F. C. (1928), Ethics, Century, p. 494. 11. Nagel, T. (1979), Possibility of Altruism (nueva edición), Princeton University Press, p. 80. 12. Respecto a estas objeciones, véanse Hoffman, M. L. (1991), «Is empathy altruistic?», Psychological Inquiry, 2(2), 131-133; Sober, E. y Wil‐ son, D. S. (1999), Unto Others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard Univ. Press [El comportamiento altruista, evolución y psicología, Siglo XXI, Madrid, 2000]; Wallach, L. y Wallach, M. A. (1991), «Why altruism, even though it exists, cannot be de‐ monstrated by social psychological experiments», Psychological Inquiry, 2(2), 153-155. 13. El hecho de que ellas, sin duda, puedan pensar en el destino de Katie más adelante, después del test, no influye en el resultado del experimento. 14. Los sujetos de empatía débil, en cambio, sólo ayudan cuando temen que su inacción sea criticada. 15. André, C. (2009), Les États d’âme, Odile Jacob, p. 353. 16. El experimento también muestra que los altruistas pasan mejor el test cuando el destino de Suzanne depende de ellos, y están menos atentos cuando saben que Suzanne no corre ningún riesgo. Al contrario, los que tienen poca empatía obtienen una puntuación inferior a la de los altruistas cuando Suzanne está en peligro, pero curiosamente obtienen una puntuación superior cuando saben que ella no arries‐ ga nada. La explicación propuesta es que, en el segundo caso, se interesan más en su puntuación personal, mientras que los altruistas se desentienden del test porque no es útil para Suzanne. 17. Véase especialmente Cialdini, R. B. (1991), «Altruism or egoism? That is (still) the question», Psychological Inquiry, 2(2), 124-126. 18. Los lectores interesados encontrarán estos detalles en los artículos de C. D. Batson y en la síntesis que hace en su obra reciente, Altruism in Humans (2011), op. cit. 19. Batson, C. D. (1991), The Altruism Question, op. cit., p. 174. 20. Terestchenko, M. (2004), «Égoïsme ou altruisme?», Revue du MAUSS no 1, 312-333. 21. Véase especialmente Cialdini, R. B. (1991), op. cit.

13. Argumentos filosóficos contra el egoísmo universal 1. Hume, D. (1991), Enquête sur les principes de la morale, Garnier-Flammarion. [Investigación sobre los principios de la moral, Alianza, Ma‐ drid, 2014]. 2. Ibid., p. 221. 3. Citado en Kohn, A. (1992), The Brighter Side of Human Nature, op. cit., p. 216. 4. Feinberg, J. y Shafer-Landau, R. (1971), Reason and Responsibility: Readings in Some Basic Problems of Philosophy, Wadsworth Publishing

Company, capítulo 19. 5. Maslow, A. H. (1966), The Psychology of Science, a Reconnaissance, Henry Regnery Co. 6. Kohn, A. (1992), op. cit. 7. Para más detalles, véase James, W. (1890), Principles of Psychology, Holt, vol. 2, p. 558. 8. Spencer, H. (1892), The Principles of Ethics, vol. 1, D. Appleton and Co., pp. 241, 279. Citado por Kohn, A. (1992), op. cit., p. 210. 9. Palabras confiadas a Kristen Monroe, Monroe, K. R. (1996), op. cit., p. 142. 10. Para una presentación más detallada, véase Broad, C. D. (2010), Ethics and the History of Philosophy (reedición), pp. 218-231. 11. Schlick, M. (2011), Problems of Ethics, Nabu Press. 12. Feinberg, J. (1971), op. cit. 13. Monroe, K. R. (1996), op. cit., p. 201. 14. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 64. 15. Butler, J. (1751), Five Sermons, op. cit. 16. Milo, R. (1973), op. cit. 17. Brown, N. J. (1979), «Psychological egoism revisited», Philosophy, 54(209), 293-309. 18. Rousseau, J.-J., Rêveries du promeneur solitaire, Sexto paseo, Le Livre de Poche. [Las ensoñaciones del paseante solitario, Alianza, Madrid, 2008]. 19. Brown, N. J. (1979), op. cit. 20. Haidt, J. (2012), The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, Allen Lane. 21. Kagan, J. (1989), Unstable Ideas: Temperament, Cognition, and Self, Harvard University Press. Citado por Kohn, A. (1992), op. cit., p. 41. 22. Mandela, N. (1996), Un long chemin vers la liberté, Le Livre de Poche. [El largo camino hacia la libertad: la autobiografía de Nelson Mandela, Aguilar, Madrid, 2012].

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com III. El surgimiento del altruismo

14. El altruismo en las teorías de la evolución

1. Darwin, C. (1891), La Descendance de l’homme et la sélection sexuelle, op. cit., p. 121 y p. 120 para la cita siguiente. [El origen del hombre: la selección natural y la sexual, Formación Alcalá, Jaen, 2009]. 2. Ibid., p. 132. 3. Ekman, P. (2010), «Darwin’s compassionate view of human nature», JAMA, 303(6), 557. 4. Sober, E., en Davidson, R. J. y Harrington, A. (2002), Visions of Compassion: Western Scientists and Tibetan Buddhists Examine Human Nature, Oxford University Press, p. 50. 5. Agradezco a Frans de Waal las aclaraciones que me proporcionó sobre este punto. 6. Véase especialmente Trivers, R. L. (1985), Social Evolution, Benjamin-Cummings. 7. Memorias de la Sociedad de Naturalistas de San Petersburgo. Citado por Kropotkin, P., L’Entraide, un facteur de l’évolution, Sextant, 2010. [El apoyo mutuo, un factor de la evolución, Nossa y Jara, Madrid, 1989]. 8. Piotr Kropotkin se oponía a la «ley del más fuerte», denunciaba el individualismo propio de la sociedad burguesa y deseaba poner en evi‐ dencia la sociabilidad del hombre y las especies animales. En su obra El apoyo mutuo, un factor de la evolución, publicada en 1902, conclu‐ yó, basándose en múltiples observaciones, que la simpatía que mostramos por nuestros semejantes y la solidaridad que les manifestamos son componentes fundamentales del instinto humano y están presentes dondequiera que observemos en la naturaleza. Sin embargo, el pensamiento de Kropotkin está lleno de contradicciones ya que, como escribió en particular en el periódico Le Révolté, él no se oponía al uso de la violencia para hacer triunfar la «rebelión permanente». 9. Nowak, M. A. y Highfield, R. (2011), SuperCooperators: altruism, evolution, and why we need each other to succeed, Simon & Schuster, pp. 274-275. [Supercooperadores, Ediciones B, Barcelona, 2012]. Bourke, A. F. G. (2011), Principles of Social Evolution, Oxford University Press. Asimismo, véase el excelente artículo de síntesis de Joël Candau (2012), «Pourquoi coopérer», Terrain (1), 4-25. 10. Se sabe, por ejemplo, que más de quinientas especies de bacterias colonizan los dientes y las mucosas bucales humanas, lo que ofrece un potencial evidente para la cooperación así como para la competencia. Pero se ha señalado que la cooperación entre estas bacterias es lo que les permite sobrevivir en un ambiente donde una sola especie es incapaz de proliferar. Véase Kolenbrander, P. E. (2001), «Mutualism versus independence: strategies of mixed-species oral biofilms in vitro using saliva as the sole nutrient source», Infect. Immun., 69, 57945804. Respecto a las bacterias, véase también, Koschwanez, J. H., Foster, K. R. y Murray, A. W. (2011), «Sucrose utilization in budding yeast as a model for the origin of undifferentiated multicellularity», PLoS biology, 9 (8). 11. Véase especialmente Aron, S. y Passera, L. (2000), Les Sociétés animales : évolution de la coopération et organisation sociale, De Boeck Uni‐ versité. Así como Wilson, E. O. (2012), The Social Conquest of Earth (1.a edición), Liveright. [La conquista social de la Tierra: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿adónde vamos?, Debate, Madrid, 2012]. 12. Candau, J. (2012), op. cit. y Henrich, J. y Henrich, N. (2007), Why Humans Cooperate: A Cultural and Evolutionary Explanation, Oxford University Press. 13. Darwin, C. (1859), De l’origine des espèces, capítulo 10. [El origen de las especies, Espasa Libros, Madrid, 2000]. 14. Darwin C. (1891), La Descendance de l’homme et la sélection sexuelle, C. Reinwald, capítulo 4. [El origen del hombre: la selección natural y la sexual, Formación Alcalá, Jaen, 2009]. 15. Darwin, C. (1871), The Origin of Species and the Descent of Man, 2 vols., Londres. [El origen del hombre: la selección natural y la sexual, Formación Alcalá, Jaen, 2009]. 16. Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), Unto Others, op. cit., pp. 201-205. 17. Dugatkin, L. A. (1997), Cooperation Among Animals, Oxford University Press. 18. Según Frans de Waal, este ejemplo no tiene ninguna relación con el altruismo, pues incluso desde el estricto punto de vista evolucionista, no se puede hablar de altruismo a menos que un rasgo haya sido seleccionado porque beneficia a los otros. Pero no tendría sentido afir‐ mar que el hecho de tener mala dentadura es un rasgo que evolucionó porque aportase beneficios a otros. Comunicación personal. 19. Hamilton, W. D. (1963), «The evolution of altruistic behavior», The American Naturalist, 97(896), 354-356. Hamilton, W. D. (1964), «The genetical evolution of social behaviour», Journal of Theoretical Biology, 7(1), 1-16. 20. Wilson, E. O. (1971), The Insect Society, Cambridge, MA.

21. Clutton-Brock, T. H., O’Riain, M., Brotherton, P., Gaynor, D., Kansky, R., Griffin, A. y Manser, M. (1999), «Selfish sentinels in cooperative mammals», Science, 284(5420), 1640. 22. Al igual que en los camarones alfeidos, la rata-topo lampiña, algunas avispas, abejas, coleópteros, y en virtud de descubrimientos recien‐ tes, en algunos trematodos. La primera de estas confirmaciones apareció a los trece años de la publicación del primer artículo de Hamil‐ ton, después de las investigaciones de Robert Trivers y Hope Hare: Trivers, R. L. y Hare, H. (1976), «Haplodiploidy and the evolution of the social insects», Science, 191(4224), 249-263. 23. Véase la biografía de George Price: Harman, O. S. (2010), The Price of Altruism, Norton, New York. 24. Hamilton, W. D. (1970), «Selfish and spiteful behaviour in an evolutionary model», Nature, 228, 1218-1219. 25. Price, G. R. et al. (1970), «Selection and covariance», Nature, 227(5257), 520. 26. Hill, K. (2002), «Altruistic cooperation during foraging by the Ache, and the evolved human predisposition to cooperate», Human Nature, 13(1), 105-128; Kelly, R. L. (1995), The Foraging Spectrum: Diversity in Hunter-Gatherer Lifeways, Smithsonian Institution Press, Washington. 27. Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), Not by Genes Alone: How Culture Transformed Human Evolution, University of Chicago Press. Wood, W. y Eagly, A. H. (2002), «A cross-cultural analysis of the behavior of women and men: implications for the origins of sex differences», Psychological Bulletin, 128(5), 699. 28. Trivers, R. L. (1971), «The evolution of reciprocal altruism», Quarterly Review of Biology, 35-57; Axelrod, R. y Hamilton, W. D. (1981), «The evolution of cooperation», Science, 211(4489), 1390; Boyd, R. y Richerson, P. J. (1988), «An evolutionary model of social learning: the effects of spatial and temporal variation», Social Learning: Psychological and Biological Perspectives, 29-48. 29. Hill, K. (2002), op. cit. 30. Hill, K. R., Walker, R. S., Božičević, M., Eder, J., Headland, T., Hewlett, B., Hurtado, A. M. et al. (2011), «Coresidence patterns in huntergatherer societies show unique human social structure», Science, 331(6022), 1286. Los investigadores han estudiado principalmente a los inuits de Labrador, los achés de Paraguay, los wanindiljaugwas australianos y muchas otras comunidades. 31. Dawkins, R. (2003), Le Gène égoïste, Odile Jacob. [El gen egoísta, Salvat, Barcelona, 2002]. 32. Ibid., p. 19. 33. Ibid., p. 192. 34. Warneken, F. y Tomasello, M. (2009), «The roots of human altruism», British Journal of Psychology, 100, 455-471. 35. Goodall, J. y Berman, P. L. (1999), Reason for Hope: A Spiritual Journey, Grand Central Publishing, p. 121. [Gracias a la vida, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 36. Waal, F. B. M. de (2010), L’Âge de l’empathie, op. cit., p. 63. [La edad de la empatía: lecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, Tusquets, Barcelona, 2011]. 37. McLean, B. y Elkind, P. (2003), The smartest guys in the room: The amazing rise and scandalous fall of Enron, Penguin. Citado por Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., pp. 63-64. Clarke, T. (2005), «Accounting for Enron: shareholder value and stakeholder interests», Corporate Governance: An International Review, 13(5), 598-612. 38. «The very human heroes of Fukushima», The Guardian, jueves 24 de marzo de 2011. 39. Wilson, E. O. (1971), op. cit. 40. Wilson, E. O. (2012), The Social Conquest of Earth (1.a edición), Liveright. [La conquista social de la Tierra: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿adónde vamos?, Debate, Madrid, 2012]. 41. Cavalli-Sforza, L. L. y Feldman, M. W. (1978), «Darwinian selection and “altruism”», Theoretical Population Biology, 14(2), 268-280. 42. Nowak, M. A. y Highfield, R. (2011), op. cit., p. 106. 43. Véase el suplemento detallado «Supplementary Information» doi:10.1038/nature09205, disponible en www.nature.com/nature, que acom‐ paña al artículo principal Nowak, M. A., Tarnita, C. E. y Wilson, E. O. (2010), «The evolution of eusociality», Nature, 466 (7310), 10571062. La ecuación de covarianza de George Price tampoco escapa a este nuevo análisis, que la hizo aparecer como una tautología matemática. 44. Hunt, J. H. (2007), The Evolution of Social Wasps, Oxford University Press, Estados Unidos; Gadagkar, R. (2001), The Social Biology of Ro‐ palidia marginata: Toward Understanding the Evolution of Eusociality, Harvard University Press. 45. Johns, P. M., Howard, K. J., Breisch, N. L., Rivera, A. y Thorne, B. L. (2009), «Nonrelatives inherit colony resources in a primitive termite», Proceedings of the National Academy of Sciences, 106(41), 17452-17456. La etóloga Elli Leadbeater también mostró que las avispas Polistes dominulus construyen nuevos nidos cada primavera, y lo hacen a menudo en pequeños grupos de hembras en los que no todas están apa‐ readas. Ella observó que las hembras que participaban en el trabajo de construcción de nidos tenían una descendencia más numerosa que las avispas solitarias. Leadbeater, E., Carruthers, J. M., Green, J. P., Rosser, N. S. y Field, J. (2011), «Nest inheritance is the missing source of direct fitness in a primitively eusocial insect», Science, 333(6044), 874-876. 46. Nowak, M. A., Tarnita, C. E. y Wilson, E. O. (2010), op. cit. Para tener una de las respuestas a este artículo, véase: Abbot, P., Abe, J., Al‐ cock, J., Alizon, S., Alpedrinha, J. A. C., Andersson, M., Balshine, S. (2011), «Inclusive fitness theory and eusociality», Nature, 471(7339), E1-E4. Para ver la respuesta de los autores: Nowak, M. A., Tarnita, C. E. y Wilson, E. O. (2011), Nowak et al. respuesta, Nature, 471(7339), E9-E10. 47. Hamilton, W. D. (1975), «Innate social aptitudes of man: an approach from evolutionary genetics», Biosocial Anthropology, 133, 155. 48. Bowles, S. y Gintis, H. (2011), A Cooperative species: Human Reciprocity and Its Evolution, Princeton University Press. 49. Nowak, M. A. y Highfield, R. (2011), op. cit., pp. 262-263.

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15. ¿El amor maternal, fundamento del altruismo extendido? 1. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 4. 2. Ibid. 3. Darwin, C. (1871), op. cit., p. 308. De hecho, el cuidado parental, que sería una de las principales fuentes de empatía, está basado en los ins‐ tintos más antiguos que precedieron a la facultad de sentir empatía, ya que se observa también en especies animales cuyo sistema nervio‐ so rudimentario no autoriza facultades cognitivas y emocionales complejas. Por ejemplo, las madres escorpión transportan a sus crías en su espalda, a pesar de que esto haga que sus movimientos sean mucho más lentos y las exponga al riesgo de ser capturadas por un depre‐ dador. Shaffer, L. R. y Formanowicz, J. (1996), «A cost of viviparity and parental care in scorpions: reduced sprint speed and behavioural compensation», Animal Behaviour, 51(5), 1017-1024.

4. Bell, D. C. (2001), «Evolution of parental caregiving», Personality and Social Psychology Review, 5(3), 216-229. 5. McDougall, W. (1908), An Introduction to Social Psychology, Methuen. Agradezco a Daniel Batson estas aclaraciones. Véase también, Bat‐ son, C. D (1991), op. cit., capítulos 2 y 3. 6. Sober, E., en Davidson, R. J. y Harrington, A. (2002), Visions of Compassion: Western Scientists and Tibetan Buddhists Examine Human Nature, Oxford University Press, Estados Unidos, p. 99, y Sober, E. y Wilson, D. S. (1998), op. cit.; Waal, F. de (1997), Le Bon Singe : Les bases naturelles de la morale, Bayard. [Bien natural: los orígenes del bien y del mal en los humanos y otros animales, Herder, Barcelona, 1997]; Churchland, P. S. (2011), Braintrust: What Neuroscience Tells Us about Morality, Princeton University Press. [El cerebro moral: lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad, Paidós Ibérica, Barcelona, 2012]. 7. Paul Ekman, palabras registradas durante una conversación con el autor. 8. Leopardo y babuino joven: 9. Hrdy, S. B. (2009), Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding, Belknap Press, pp. 67, 109. 10. Ibid., p. 66. 11. Marlowe, F. (2005), «Who tends Hadza children?», en Hunter-Gatherer Childhoods, B. Hewlett y M. Lamb, New Brunswick, pp. 177-190. Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 76. 12. Sagi, A., IJzendoorn, M. H., Aviezer, O., Donnell, F., Koren-Karie, N., Joels, T. y Harl, Y. (1995), «Attachments in a multiple-caregiver and multiple-infant environment: the case of the Israeli kibbutzim», Monographs of the Society for Research in Child Development, 60(2-3), pp. 71-91. Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 131. 13. Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 77. 14. Sear, R., Mace, R. y McGregor, I. A. (2000), «Maternal grandmothers improve nutritional status and survival of children in rural Gam‐ bia», Proceedings of the Royal Society of London, Series B: Biological Sciences, 267(1453), 1641. Citado en Hrdy, S. B. (2009), op. cit., pp. 107-108. 15. Pope, S. K., Whiteside, L., Brooks-Gunn, J., Kelleher, K. J., Rickert, V. I., Bradley, R. H. y Casey, P. H. (1993), «Low-birth-weight infants born to adolescent mothers», JAMA, 269(11), 1396-1400. Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., pp. 107-108. 16. Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 144. 17. Watson, J. (1928), Psychological Care of Infant and Child, W. W. Norton. Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 82. 18. Fernández-Duque, E. (2007), «Cost and benefit of parental care in free ranging owl monkey (Aotus azarai)», resumen, artículo presenta‐ do en el 76.o coloquio anual de la American Association of Physical Anthropologists, marzo, 28-31, Filadelfia; Wolovich, C. K., Perea-Ro‐ dríguez, J. P. y Fernández-Duque, E. (2008), «Food transfers to young and mates in wild owl monkeys (Aotus azarai)», American Journal of Primatology, 70(3), 211-221. Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., pp. 88-89. 19. Boesch, C., Bole, C., Eckhardt, N. y Boesch, H. (2010), «Altruism in forest chimpanzees: the case of adoption», PloS one, 5(1), e8901. 20. Busquet, G. (2013), À l’écoute de l’Inde ; des mangroves du Bangladesh aux oasis du Karakoram, Transboréal, p. 105 y siguientes. 21. Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 128. 22. Ibid., pp. 292-293. 23. Véanse especialmente el estudio exhaustivo sobre el efecto de las guarderías, NICHD Early Child Care Research Network 1997, así como McCartney, K. (2004), «Current research on child care effects», en Tremblay, R. E. et al., Encyclopedia on Early Childhood Development [en línea], Montreal: Centre of Excellence for Early Childhood Development, 2004, 1-5. Este estudio está en ejecución y se puede seguir su desarrollo en y . Citado por Hrdy, S. B. (2009), op. cit., p. 125. 24. Por ejemplo, la filósofa e historiadora Élisabeth Badinter considera que el concepto de instinto maternal está «bien usado» y que todo dis‐ curso que se inspire en el naturalismo es un paso hacia atrás. Badinter, É. (2011), Le Conflit : La femme et la mère, Le Livre de Poche. [La mujer y la madre: un libro polémico sobre la maternidad como nueva forma de esclavitud, La Esfera de los Libros, Madrid, 2011].

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16. La evolución de las culturas 1. Algunos incluso llegan a negar su importancia, como la antropóloga Laura Betzig, que no duda en escribir en un erudito volumen: «Perso‐ nalmente, pienso que la cultura es inútil». Betzig, L. L. (1997), Human Nature: A Critical Reader, Oxford University Press, p. 17. Citado por Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., p. 19. 2. Ibid., p. 5. 3. Tomasello, M. (2009), Why we Cooperate, The MIT Press, p. XIV. [¿Por qué cooperamos?, Katz, Madrid, 2010]. 4. Ibid., p. X. 5. Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., p. 6. 6. Boyd, R. y Richerson, P. J. (1976), «A simple dual inheritance model of the conflict between social and biological evolution», Zygon®, 11(3), 254-262, así como su obra principal, Not by Genes Alone (2004), op. cit. 7. Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., p. 7. 8. Lydens, L. A., «A Longitudinal Study of Crosscultural Adoption: Identity Development Among Asian Adoptees at Adolescence and Early Adulthood», Northwestern University, 1988. Citado por Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., pp. 39-42. 9. Heard, J. N. y J. Norman, White into Red: A Study of the Assimilation of White Persons Captured by Indians, Scarecrow Press, 1973. Citado por Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., pp. 41-42. 10. Según Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., pp. 139-145, el desarrollo del aprendizaje social, propio del hombre, que es la base de la evolución de las culturas, podría haber tenido como catalizador las fluctuaciones climáticas sin precedente que dominaron la segunda mi‐ tad de la era del pleistoceno, durante los 500.000 últimos años. Efectivamente, existe una correlación entre las variaciones climáticas y un aumento del volumen del cerebro de los homínidos y varios mamíferos, que incrementó su capacidad de adoptar nuevos comportamien‐ tos y, en el caso de los homínidos, de fabricar nuevas herramientas y adquirir conocimientos transmisibles. Los homínidos comenzaron a fabricar herramientas hace casi 2,6 millones de años, pero estas herramientas cambiaron poco durante mucho tiempo. Luego, hace 250.000 años, la cantidad y sobre todo la variedad de las herramientas aumentaron de manera súbita. Finalmente, hace 50.000 años, los humanos de África se extendieron por el mundo entero. Véase Hofrei​ter, M., Serre, D., Poinar, H. N., Kuch, M., Pääbo, S. et al. (2001), «Ancient DNA», Nature Reviews Genetics, 2(5), 353-359. Citado en Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), op. cit., p. 143.

17. Los comportamientos altruistas en los animales 1. Darwin, C. (1891), La Descendance de l’homme et la sélection sexuelle, op. cit., capítulo 4, pp. 101-109. [El origen del hombre: la selección na-

tural y la sexual, Formación Alcalá, Jaen, 2009]. 2. Darwin, C. (1877), L’Expression des émotions chez l’homme et les animaux, op. cit. [La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, Alianza, Madrid, 1998]. 3. Darwin, C. (1891), op. cit., p. 68. 4. Parque nacional de Taï, en Costa de Marfil, citado por Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 7. 5. Waal, F. B. M. de (1997), Le Bon Singe, op. cit. 6. Véase la secuencia: 7. Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 56. 8. Savage, E., Temerlin, J. y Lemmon, W. (1975), «Contemporary Primatology», 5th Int. Congr. Primat., Nagoya 1974, pp. 287-291, Karger, edición francesa, 1997. 9. Waal, F. B. M. de (1997), op. cit., p. 220. 10. Moss, C. (1988), Elephant Memories: Thirteen Years in the Life of an Elephant Family, William Morrow & Co., pp. 124-125. [Los elefantes, Plaza & Janés, Barcelona, 1992]. 11. Henderson, J. Y. (1952), Circus Doctor, P. Davies, p. 78. Citado en Masson, J. M. y McCarthy, S. (1997), Quand les éléphants pleurent, Albin Michel. [Cuando lloran los elefantes, Mr Ediciones, Madrid, 1998]. 12. Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 153. 13. Goodall, J. y Berman, P. L. (1999), Reason for Hope: A Spiritual Journey, Grand Central Publishing, p. 139. [Gracias a la vida, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 14. Citado en Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., pp. 130-131. 15. Köhler, W. y Winter, E. (1925), The Mentality of Apes, K. Paul, Trench, Trubner. [Experimentos sobre la inteligencia de los chimpancés, De‐ bate, Madrid, 1989]. Citado por Rollin, B. E. (1989), The Unheeded Cry: Animal Consciousness, Animal Pain and Science, Oxford Univer‐ sity Press, p. 223. 16. Lee, P. (1987), «Allomothering among African elephants», Animal Behaviour, 35(1), 278-291. 17. Bates, L. A., Lee, P. C., Njiraini, N., Poole, J. H., Sayialel, K., Sayialel, S., Byrne, R. W. (2008), «Do elephants show empathy?», Journal of Consciousness Studies, 15(10-11), 204-225. 18. Caldwell, M. C. y Caldwell, D. K. (1966), «Epimeletic (care-giving) behavior in Cetacea», Whales, Porpoises and Dolphins, University of California Press, Berkeley, California, 755-789. 19. Lilly, J. C. (1963), «Distress call of the bottlenose dolphin: stimuli and evoked behavioral responses», Science, 139(3550), 116; Lilly, J. C. (1962), Man and Dolphin, Gollancz. 20. Brown, D. H. y Norris, K. S. (1956), «Observations of captive and wild cetaceans», Journal of Mammalogy, 37(3), 311-326; Siebenaler, J. y Caldwell, D. K. (1956), «Cooperation among adult dolphins», Journal of Mammalogy, 37(1), 126-128. 21. El incidente fue fotografiado. Véase Daily Mail, 29 de julio de 2009: 22. Según un reportaje de la New Zealand Press Association, 22 de noviembre de 2004. 23. Nishiwaki. M. (1962), «Aerial photographs show sperm whales’ interesting habits», Nor. Hvalfangstid. 51:395-398. Davis. W. M. (1874), Nimrod of the Sea; or the American Whaleman, Harper. 24. «Who Is the Walrus?», The New York Times, 28 de mayo de 2008. 25. Mohr, E. (1956), Das Verhalten der Pinnipedier, W. de Gruyter. 26. Helfer, R. (1990), The Beauty of the Beasts, Jeremy P. Tarcher, pp. 82-83. 27. Romero, T., Castellanos, M. A. y Waal, F. B. M. de (2010), «Consolation as possible expression of sympathetic concern among chimpan‐ zees», Proceedings of the National Academy of Sciences, 107(27), 12110. 28. Véase Waal, F. B. M. de (1992), De la réconciliation chez les primates, Flammarion. 29. Moss, C. (1988), Elephant Memories, op. cit., pp. 272-273. [Los elefantes, Plaza & Janés, Barcelona, 1992]. 30. Ryan, M, Thornycraft, P, «Jumbos mourn black rhino killed by poachers», Sunday Independent, 18 de noviembre de 2007, citado por Be‐ koff, M. y Pierce, J. (2009), Wild Justice: The Moral Lives of Animals, University of Chicago Press, p. 105. [Justicia salvaje: la vida moral de los animales, Turner, Madrid, 2010]. 31. Goodall, J. (2011), Through A Window: Thirty Years with the Chimpanzees of Gombe, Phoenix, p. 190. [A través de la ventana: treinta años estudiando a los chimpancés, Salvat, Barcelona, 1994]. Foto de Flint postrado, p. 213. 32. Goodall, J. y Berman, P. L. (1999), Reason for Hope: A Spiritual Journey, Grand Central Publishing, pp. 139-140. [Gracias a la vida, Debol‐ sillo, Barcelona, 2003]. 33. Boesch, C., Bole, C., Eckhardt, N. y Boesch, H. (2010), «Altruism in forest chimpanzees: the case of adoption», PloS One, 5(1), e8901. 34. McGrew, W. C. (1992), Chimpanzee Material Culture: Implications for Human Evolution, Cambridge University Press; McGrew, W. C. (2004), The Cultured Chimpanzee: Reflections on Cultural Primatology, Cambridge University Press. Véase también el artículo de Domini‐ que Lestel en la revista Science et Avenir, fuera de serie, octubre-noviembre, 2005. 35. Menzel, E. W. (1975), «Purposive behavior as a basis for objective communication between chimpanzees», Science, 189(4203), 652; Men‐ zel, E. W. (1978), «Cognitive mapping in chimpanzees», Cognitive Processes in Animal Behavior, 375-422. 36. Premack, D., Woodruff, G. et al. (1978), «Does the chimpanzee have a theory of mind?», Behavioral and brain sciences, 1(4), 515-526. 37. Hare, B., Call, J. y Tomasello, M. (2001), «Do chimpanzees know what conspecifics know?», Animal Behaviour, 61(1), 139-151. 38. Bugnyar, T. y Heinrich, B. (2005), «Ravens, Corvus corax, differentiate between knowledgeable and ignorant competitors», Proceedings of the Royal Society B: Biological Sciences, 272(1573), 1641. 39. En el caso de los lobos y los perros, véase Virányi, Z., Gácsi, M., Kubinyi, E., Topál, J., Belényi, B., Ujfalussy, D. y Miklósi, Á. (2008), «Comprehension of human pointing gestures in young human-reared wolves (Canis lupus) and dogs (Canis familiaris)», Animal Cognition, 11(3), 373-387. En el caso de los monos capuchinos, véase Kuroshima, H., Fujita, K., Adachi, I., Iwata, K. y Fuyuki, A. (3 de julio de 2003), «A capuchin monkey (Cebus apella) recognizes when people do and do not know the location of food», Animal Cognition, 6(4), 283-291. 40. Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., pp. 150-151, 346-347. 41. Yamamoto, S., Humle T. y Tanaka M., «Chimpanzees’ flexible targeted helping based on an understanding of conspecifics’ Goals», Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 2012. 42. Rohan, A. de (2003), «Deep thinkers: The more we study dolphins, the brighter they turn out to be», The Guardian (Gran Bretaña). Cita‐

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do en Balcombe, J. y Balcombe, J. P. (2010), Second Nature: The Inner Lives of Animals, Palgrave Macmillan, p. 33. 43. Resumen de Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 132. 44. Gallup, G. G. (1970), «Chimpanzees: self-recognition», Science, 167(3914), p. 86. 45. Nimchinsky, E. A., Gilissen, E., Allman, J. M., Perl, D. P., Erwin, J. M. y Hof, P. R. (1999), «A neuronal morphologic type unique to hu‐ mans and great apes», Proceedings of the National Academy of Sciences, 96(9), 5268. 46. Hakeem, A. Y., Sherwood, C. C., Bonar, C. J., Butti, C., Hof, P. R. y Allman, J. M. (2009), «Von Economo neurons in the elephant brain», The Anatomical Record: Advances in Integrative Anatomy and Evolutionary Biology, 292(2), 242-248. 47. Daniel Batson, comunicación personal. 48. Warneken, F. y Tomasello, M. (2006), «Altruistic helping in human infants and young chimpanzees», Science, 311(5765), 1301. 49. Warneken, F. y Tomasello, M. (2007), «Helping and cooperation at 14 months of age», Infancy, 11(3), 271-294. 50. Crawford, M. P. (1937), «The cooperative solving of problems by young chimpanzees», Comparative Psychology Monographs, 14(2), 1-88. Para ver el extracto de la película: 51. Plotnik, J. M., Lair, R., Suphachoksahakun, W. y Waal, F. B. M. de (2011), «Elephants know when they need a helping trunk in a coopera‐ tive task», Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(12), 5116. 52. Horner, V., Carter, J. D., Suchak, M. y Waal, F. B. M. de (2011), «Spontaneous prosocial choice by chimpanzees», Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(33), 13847-13851. 53. Rollin, B. E. (1989), The Unheeded Cry: Animal Consciousness, Animal Pain and Science, Oxford University Press. 54. Frans de Waal en diálogo con Martha Nussbaum, 55. Rollin, B. E. (1989), op. cit., p. 32. 56. Darwin, C. (1891), op. cit., p. 68. 57. Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 196. 58. Rollin, B. E. (1989), op. cit., p. 23. 59. Véase su obra reciente, que reconstruye el historial de sus investigaciones. Davidson, R. J. y Begley, S. (2012), The Emotional Life of Your Brain, Hudson Street Press.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 18. El altruismo en el niño

1. Tomasello, M. (2009), Why We Cooperate, op. cit., p. 3. [¿Por qué cooperamos?, Katz, Madrid, 2010]. 2. Tremblay, R. E. (2008), Prévenir la violence dès la petite enfance, Odile Jacob. 3. Sagi, A. y Hoffman, M. L. (1976), «Empathic distress in the newborn», Developmental Psychology, 12(2), p. 175. Para observar una presentación de las diversas fases del desarrollo de la conciencia de sí mismo en el niño, la reacción a la angustia de los otros, incluso los comportamientos benévolos, véase Hoffman, M. L. (2000), Empathy and Moral Development: Implications for Caring and Justice, Cambridge Univ. Press. [Desarrollo moral y empatía: implicaciones para la atención y la justicia, Idea Books, Barcelona, 2002]. 4. Martin, G. B. y Clark, R. D. (1982), «Distress crying in neonates: Species and peer specificity», Developmental Psychology, 18(1), 3. 5. Sagi y Hoffman dedujeron la presencia de una «reacción de angustia empática rudimentaria», que permite al recién nacido ponerse en sin‐ tonía con el estado afectivo de otro lactante, pero sin poder distinguir claramente sus propias emociones de las de los otros. Según el neu‐ rocientífico Jean Decety, «estos resultados demuestran que el recién nacido posee los dos aspectos esenciales de la empatía: 1) compartir emociones con las personas a las que puede identificar y 2) distinguir entre el Yo y el otro». (Decety, J., «L’empathie est-elle une simulation mentale de la subjectivité d’autrui », en Berthoz, A., Jorland, G. y varios, 2004, L’Empathie, Odile Jacob.) Otros investigadores, como la neurocientífica Tania Singer, son más prudentes en sus interpretaciones, ya que los signos indudables de distinción entre el Yo y el otro sólo aparecen a partir de los catorce meses. Preguntada por el tema, Tania Singer calcula que la discriminación ejercida entre los llantos diferentes por el recién nacido simplemente se debe a que su constitución le permite desde el nacimiento distinguir una voz humana de un ruido ordinario y otorgar grados de importancia que varían según los tipos de voz. La intensidad del contagio emocional podría estar relacionada con el grado de similitud entre el lactante y el niño que llora. Según ella, la razón por la que los recién nacidos no lloran cuan‐ do escuchan una grabación de sus propios llantos puede atribuirse a que nuestro cerebro anticipa los efectos de nuestras propias reaccio‐ nes (nuestro llanto, por ejemplo) y los neutraliza automáticamente antes de que estas reacciones se produzcan. Ésta es la razón por la que no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos. Igualmente, poner una de mis manos sobre la otra como signo de consuelo no ten‐ drá el mismo efecto tranquilizador que cuando alguien me toma de la mano cuando estoy sufriendo. (Tania Singer, comunicación perso‐ nal, febrero de 2012.) 6. Soltis, J. (2004), «The signal functions of early infant crying», Behavioral and Brain Sciences, 27, 443-490; Zeifman, D. M. (2001), «An etho‐ logical analysis of human infant crying: Answering Tinbergen’s four questions», Developmental Psychobiology, 39, 265-285. Citado por Batson, R. D. (2011), Altruism in humans, op. cit. 7. Hamlin, J. K., Wynn, K. y Bloom, P. (2007), «Social evaluation by preverbal infants», Nature, 450(7169), 557-559. Ya se había realizado este experimento con éxito en el mismo laboratorio con niños más grandes, de doce a diesiséis meses. Kuhlmeier, V., Wynn, K. y Bloom, P. (2003), «Attribution of dispositional states by 12-month-olds», Psychological Science, 14(5), 402-408. Si volvemos a realizar este experi‐ mento con objetos inanimados (en lugar de figuras con apariencia humana), ningún objeto es preferido respecto a los demás. 8. Citado por Hoffman, M. L. (2000), Empathy and Moral Development, op. cit., p. 100. Llaman a un adulto para que les ayude, pero los infor‐ mes de alteridad se mantienen bastante imprecisos y un niño de catorce meses podrá tomar la mano de un niño que llora no para condu‐ cirlo hacia la madre de este último, aunque esté presente, sino hacia su propia madre. 9. Hoffman, M. L. (2000), op. cit.; Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit., pp. 232-235. Carolyn Zahn-Waxler, que estudió durante más de treinta años el surgimiento de la empatía en los niños, observó la manera en que los niños pequeños reaccionan en la vida cotidiana cuando personas cercanas se encuentran en dificultades. Por ejemplo, pidió a las madres que simularan el dolor de haberse golpeado con algo, o pusieran caras de estar tristes, cansadas, o que tuvieran dificultad para respirar. Casi siempre, los niños brindaron consuelo, dando besos y otros signos de afecto, o actuando de manera reflexiva, por ejemplo, alcanzando un biberón a un hermano o una hermana más pequeños, o una manta a una persona que tiritara de frío. Zahn-Waxler, C. y Radke-Yarrow, M. (1982), «The development of altruism: Alternative research strategies», The development of prosocial behavior, 109-137. 10. Los niños que aprueban el test del espejo empiezan a manifestar empatía hacia alguien que solloza o que parece estar triste (a los dieci‐ ocho meses en caso de las niñas y veintiún meses en caso de los niños). Bischof-Köhler, D. (1991), «The development of empathy in in‐ fants», ; Bretherton, I., Fritz, J., Zahn-Waxler, C. y Ridgeway, D. (1986), «Learning to talk

about emotions: A functionalist perspective», Child Development, 529-548. 11. Citado por Kohn, A. (1998), The Brighter Side of Human Nature, op. cit. 12. Véase Barber, N. (2000), Why Parents Matter: Parental Investment and Child Outcomes, Praeger Pub Text, p. 124. 13. Rheingold, H. L. (1982), «Little children’s participation in the work of adults, a nascent prosocial behavior», Child Development, 114-125. 14. Reportaje en la radio de la BBC por Helen Briggs, comentarista científica. 15. Además de los trabajos de Rheingold, H. L. (1982), op. cit. 16. Piaget, J. (1932), Le Jugement moral chez l’enfant, F. Alcan. [El criterio moral en el niño, Mr Ediciones, Madrid, 1984]. 17. Eisenberg, N. y Fabes, R. A. (1998), «Prosocial development», en Eisenberg, N. y Damon, W. (1998), Handbook of Child Psychology, John Wiley & Sons, 3: 701-778. 18. Svetlova, M., Nichols, S. R. y Brownell, C. A. (2010), «Toddlers’ prosocial behavior: From instrumental to empathic to altruistic helping», Child Development, 81 (6), 1814-1827. 19. Warneken, F. y Tomasello, M. (2006), «Altruistic helping in human infants and young chimpanzees», Science, 311(5765), 1301; Warneken, F. y Tomasello, M. (2009), «The roots of human altruism», British Journal of Psychology, 100(3), 455-471. Asimismo, se pueden ver los ví‐ deos de estos experimentos en la página web: 20. Warneken, F. y Tomasello, M. (2009), op. cit. Tomasello, M. (2009), op. cit. 21. Ibid. 22. Ibid. Además, según Fabes, R. A., Fultz, J., Eisenberg, N., May-Plumlee, T. y Christopher, F. S. (1989), «Effects of rewards on children’s prosocial motivation: A socialization study», Developmental Psychology, 25(4), 509, se observó el mismo efecto en sujetos de siete a once años que participaron en un programa a favor de niños enfermos en un hospital. Primero, algunos recibieron un juguete como recom‐ pensa, y los demás no. En un segundo momento, se ofreció nuevamente a los niños la posibilidad de ayudar a los pequeños enfermos. Pero los que fueron recompensados la primera vez ayudaron menos que los otros. Este efecto negativo era aún más acusado en los niños cuyas madres tenían la costumbre de recompensarlos por ayudar en casa. 23. Véanse, por ejemplo, las múltiples investigaciones de Joan E. Grusec, en especial Grusec, J. E. y Redler, E. (1980), «Attribution, reinforce‐ ment, and altruism: A developmental analysis», Developmental Psychology, 16(5), 525-534. 24. Tomasello, M. (2009), op. cit. 25. Aknin, L. B., Hamlin, J. K. y Dunn, E. W. (2012), «Giving leads to happiness in young children», PLoS One, 7(6), e39211. 26. Warneken, F. y Tomasello, M. (2009), op. cit. 27. Hay, D. F. (1994), «Prosocial development», Journal of Child Psychology and Psychiatry, 35(1), 29-71. 28. Freud, S. (1900), L’Interprétation du rêve, Œuvres complètes, vol. 4. PUF, 2003, p. 290. Gesammelte Werke: II/III, p. 256. [La interpretación de los sueños, Círculo de Lectores, Barcelona, 1984]. 29. Eisenberg, N., Cumberland, A., Guthrie, I. K., Murphy, B. C. y Shepard, S. A. (2005), «Age changes in prosocial responding and moral reasoning in adolescence and early adulthood», Journal of Research on Adolescence, 15(3), 235-260. 30. Turiel, E. (1983), «The development of social knowledge: Morality and convention», Cambridge University Press; Helwig, C. C. y Turiel, E. (2002), «Children’s social and moral reasoning, The Wiley-Blackwell Handbook of Childhood Social Development», 567-583. Existen innumerables obras y artículos científicos sobre este tema. Para una excelente síntesis, véase Baumard, N. (2010), Comment nous sommes devenus moraux : Une histoire naturelle du bien et du mal, Odile Jacob. 31. Greene, J. y Haidt, J. (2002), «How (and where) does moral judgment work?», Trends in Cognitive Sciences, 6(12), 517-523. 32. Miller, J. G. y Bersoff, D. M. (1994), «Cultural influences on the moral status of reciprocity and the discounting of endogenous motiva‐ tion», Personality and Social Psychology Bulletin, 20(5), 592-602. 33. Kochanska, G. (2002), «Mutually responsive orientation between mothers and their young children: A context for the early development of conscience», Current Directions in Psychological Science, 11(6), 191. Véase también Kochanska, G. y Murray, K. T. (2000), «Motherchild mutually responsive orientation and conscience development: From toddler to early school age», Child Development, 71(2), 417431. Citados por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 239. 34. Barber, N. (2000), Why parents matter: Parental Investment and Child Outcomes. Praeger Publications, p. 124. 35. Citado por Kohn, A. (1998), op. cit. 36. Eisenberg, N. y Fabes, R. A. (1998), «Prosocial development», op. cit. 37. Tremblay, R. E. (2008), Prévenir la violence dès la petite enfance, Odile Jacob; Keenan, K., Tremblay, R., Barr, R. y Peters, R. V. (2002), «The development and socialization of aggression during the first five years of live», R. E. Tremblay, G. Barr y R. de V. Peters (eds.), Encyclopedia on Early Childhood Development, 1-6. 38. Tomasello, M. (2009), op. cit. 39. Hoffman, M. L. (2008), Empathie et développement moral, op. cit. [Desarrollo moral y empatía: implicaciones para la atención y la justicia, Idea Books, Barcelona, 2002]. 40. Janssens, J. M. y Gerris, J. R. M. (1992), «Child rearing, empathy and prosocial develop​ment», en J. M. Janssens y J. R. M. Gerris (eds.), Child rearing: Influence on Prosocial and Moral Development, pp. 57-75. Swets y Zeitlinger; Krevans, J. y Gibbs, J. C. (1996), «Parents’ use of inductive discipline: Relations to children’s empathy and prosocial behavior», Child Development, 67(6), 3263-3277. 41. Trickett, P. K. y Kuczynski, L. (1986), «Children’s misbehaviors and parental discipline strategies in abusive and nonabusive families», Developmental psychology, 22(1), 115. 42. Ricard, E. (2012), La Dame des mots, Éditions NiL. 43. Hoffman M. L. (2008), Empathie et développement moral, op. cit., [Desarrollo moral y empatía: implicaciones para la atención y la justicia, Idea Books, Barcelona, 2002]; Krevans, J. y Gibbs, J. C. (1996), op. cit.; Stewart, S. M. y McBride-Chang, C. (2000), «Influences on chil‐ dren’s sharing in a multicultural setting», Journal of Cross-Cultural Psychology, 31(3), 333-348. 44. Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit., p. 245. Véase también Crockenberg, S. y Litman, C. (1990), «Autonomy as competence in 2year-olds: Maternal correlates of child defiance, compliance, and self-assertion», Developmental Psychology, 26(6), 961. 45. Lecomte, J. (2007), Donner un sens à sa vie, Odile Jacob, capítulo 3. 46. Eisenberg-Berg, N. y Geisheker, E. (1979), «Content of preachings and power of the model/preacher: The effect on children’s generosity», Developmental Psychology, 15(2), 168. 47. Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit., p. 240. 48. Bekkers, R. (2007), «Intergenerational transmission of volunteering», Acta Sociológica, 50(2), 99-114; Wilhelm, M. O., Brown, E., Rooney, P. M. y Steinberg, R. (2008), «The intergenerational transmission of generosity», Journal of Public Economics, 92(10-11), 2146-2156; Rice,

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M. E. y Grusec, J. E. (1975), «Saying and doing: Effects on observer performance», Journal of Personality and Social Psychology, 32(4), 584; Rushton, J. P. y Littlefield, C. (1979), «The effects of age, amount of modelling, and a success experience on seven to eleven-year-old chil‐ dren’s generosity», Journal of Moral Education, 9(1), 55-56; Rushton, J. P. y Teachman, G. (1978), «The effects of positive reinforcement, attributions, and punishment on model induced altruism in children», Personality and Social Psychology Bulletin, 4(2), 322-325. 49. Bryan, J. H. y Walbek, N. H. (1970), «The impact of words and deeds concerning altruism upon children», Child Development, 747-757. 50. Rogoff, B. (2003), The Cultural Nature of Human Development, Oxford University Press. 51. Howes, C. y Eldredge, R. (1985), «Responses of abused, neglected, and non-maltreated children to the behaviors of their peers», Journal of Applied Developmental Psychology, (2-3), 261-270; Main, M. y George, C. (1985), «Responses of abused and disadvantaged toddlers to distress in agemates: A study in the day care setting», Developmental Psychology, 21(3), 407; Miller, P. A. y Eisenberg, N. (1988), «The rela‐ tion of empathy to aggressive and externalizing/antisocial behavior», Psychological Bulletin, 103(3), 324. 52. Cyrulnik, B. (2004), Les Vilains Petits Canards, Odile Jacob. [Los patitos feos: la resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida, De‐ bolsillo, Barcelona, 2013]. 53. Waal, F. B. M. de (2010), op. cit., p. 12. 54. Beckett, C., Maughan, B., Rutter, M., Castle, J., Colvert, E., Groothues, C., Sonuga-Barke, E. J. (2006), «Do the effects of early severe depri‐ vation on cognition persist into early adolescence? Findings from the English and Romanian adoptees study», Child Develop​ment, 77(3), 696-711. 55. Nanni, V., Uher, R. y Danese, A. (2012), «Childhood maltreatment predicts unfavorable course of illness and treatment outcome in de‐ pression: a meta-analysis», American Journal of Psychiatry, 169(2), 141-151. 56. Jacques Lecomte, comunicación personal. Según él, la creencia en la reproducción intergeneracional del maltrato viene del sesgo estadís‐ tico de inversión de las probabilidades (la mayoría de los padres maltratadores fueron maltratados y se deduce erróneamente que la ma‐ yoría de los niños maltratados llegan a ser maltratadores). Véase la tesis de Jacques Lecomte, « Briser le cycle de la violence ; quand d’an‐ ciens enfants maltraités deviennent des parents non maltraitants », disponible en: . Asimismo, véase Lecomte, J. (2010), Guérir de son enfance, Odile Jacob.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 19. Los comportamientos prosociales

1. Bierhoff, H. W. (2002), Prosocial Behaviour, Psychology Press Ltd., Kindle, 216-227. 2. Bierhoff, H. (1983), «Wie hilfreich ist der Mensch?», [¿Hasta qué punto es el ser humano servicial?], Bild der Weissenchaft, 20, 118-126. 3. Milgram, S. (1970), «The experience of living in cities», Set, 167, 1461-1468. Este studio es muy antiguo, pero fue confirmado posterior‐ mente; véanse Amato, P. R. (1983), «Helping behavior in urban and rural environments: Field studies based on a taxonomic organization of helping episodes», Journal of Personality and Social Psychology, 45(3), 571; Levine, R. V., Martínez, T. S., Brase, G. y Sorenson, K. (1994), «Helping in 36 US cities», Journal of Personality and Social Psychology, 67(1), 69. 4. Piliavin, I. M., Piliavin, J. A. y Rodin, J. (1975), «Costs, diffusion, and the stigmatized victim», Journal of Personality and Social Psychology, 32(3), 429-438; Piliavin, J. A. y Piliavin, I. M. (1972), «Effect of blood on reactions to a victim», Journal of Personality and Social Psychology, 23(3), 353-361. 5. Latané, B. y Darley, J. M. (1970), The unresponsive Bystander: Why Doesn’t He Help?, Appleton-Century Crofts New York; Latané, B. y Nida, S. (1981), «Ten years of research on group size and helping», Psychological Bulletin, 89(2), 308. Para un estudio más reciente, véase Fis‐ cher, P., Krueger, J. I., Greitemeyer, T., Vogrincic, C., Kastenmüller, A., Frey, D., Kainbacher, M. (2011), «The bystander-effect: A metaanalytic review on by​stander intervention in dangerous and non-dangerous emergencies», Psychological Bulletin, 137(4), 517. 6. 7. Citado por Oliner, S. P. (2003), Do Unto Others: Extraordinary Acts of Ordinary People (edición ilustrada), Basic Books, p. 93. 8. Schwartz, S. H. y Gottlieb, A. (1976), «Bystander reactions to a violent theft: Crime in Jerusalem», Journal of Personality and Social Psychology, 34(6), 1188. Para un modelo más elaborado que el de Latané, véase Schwartz, S. H. y Howard, J. A. (1982), «Helping and coopera‐ tion: A self-based motivational model», Cooperation and Helping Behavior: Theories and Research, 327-353. En una situación de emergen‐ cia, las personas que tienen capacidades particulares —las enfermeras, los jefes de equipo, quienes recibieron formación de socorrista, etc. — muestran mayor tendencia que las demás a involucrarse en el rescate: Cramer, R. E., McMaster, M. R., Bartell, P. A. y Dragna, M. (1988), «Subject competence and minimization of the bystander effect», Journal of Applied Social Psychology, 18(13), 1133-1148. En cuan‐ to a quienes se consideran demasiado incompetentes para intervenir directamente, a menudo toman la iniciativa de llamar a los socorris‐ tas: Shotland, R. L. y Heinold, W. D. (1985), «Bystander response to arterial bleeding: Helping skills, the decision-making process, and differentiating the helping response», Journal of Personality and Social Psychology, 49(2), 347. 9. Korte, C. y Kerr, N. (1975), «Response to altruistic opportunities in urban and nonurban settings», The Journal of Social Psychology, 95(2), 183-184. 10. Takooshian, H., Haber, S. y Lucido, D. (1977), «Who wouldn’t help a lost child? You, maybe», Psychology Today, 10, 67. 11. US Census Bureau, Statistical Abstracts of the United States (Washington DC: Author, 2002). Citado en Barber, N. (2004), op. cit., p. 148. 12. Cameron, C. D. y Payne, B. K. (2012), «The cost of callousness regulating compassion influences the moral self-concept», Psychological Science. 13. Whiting, B. B. y Whiting, J. W. (1975), «Children of six cultures: A psycho-cultural analysis», Harvard University Press. Además, los tra‐ bajos de D. Rosenhan mostraron de manera más particular que la influencia de los padres desempeñaba un rol determinante en la dispo‐ sición para ayudar a los otros. Véase Rosenhan, D. (1970), «The natural socialization of altruistic autonomy», Altruism and Helping Behavior, 251-268. 14. Nadler, A. y Jeffrey, D. (1986), «The role of threat to self-esteem and perceived control in recipient reaction to help: Theory development and empirical validation», Advances in Experimental Social Psychology, 19, 81-122. 15. Feldman, R. E. (1968), «Response to compatriot and foreigner who seek assistance», Journal of Personality and Social Psychology, 10(3), 202. 16. Triandis, H. C., Vassiliou, V. y Nassiakou, M. (1968), «Three cross-cultural studies of subjective culture», Journal of Personality and Social Psychology, 8(4p2), 1. 17. Eagly, A. H. y Crowley, M. (1986), «Gender and helping behavior: A meta-analytic review of the social psychological literature», Psychological Bulletin, 100(3), 283. 18. Piliavin, I. M., Rodin, J. y Piliavin, J. A. (1969), «Good samaritanism: An underground phenomenon?», Journal of Personality and Social Psychology, 13(4), 289. Una síntesis realizada a partir de 99 estudios confirma que los hombres ayudan más en las situaciones de emergen‐

cia. Véanse Eagly, A. H. y Crowley, M. (1986), op. cit., así como, para las situaciones de la vida cotidiana, Bierhoff, H. W., Klein, R. y Kramp, P. (1991), «Evidence for the altruistic personality from data on accident research», Journal of Personality, 59(2), 263-280. 19. Eagly, A. H. (2009), «The his and hers of prosocial behavior: An examination of the social psychology of gender», American Psychologist, 64(8), 644. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., pp. 157-158. 20. Eisenberg, N. y Lennon, R. (1983), «Sex differences in empathy and related capacities», Psychological Bulletin, 94(1), 100, realizaron un metaanálisis de 16 trabajos diferentes cuyas conclusiones son muy sólidas. 21. Gaskin, K., Smith, J. D. y Paulwitz, I. (1996), «Ein neues bürgerschaftliches Europa: Eine Untersuchung zur Verbreitung und Rolle von Volunteering in zehn europäischen Ländern», Lambertus. 22. Rosenhan, D. (1970), «The natural socialization of altruistic autonomy», Altruism and Helping Behavior, 251-268; Isen, A. M. y Levin, P. F. (1972), «Effect of feeling good on helping: Cookies and kindness», Journal of Personality and Social Psychology, 21(3), 384. 23. Watson, D., Clark, L. A., McIntyre, C. W. y Hamaker, S. (1992), «Affect, personality, and social activity», Journal of Personality and Social Psychology, 63(6), 1011. 24. Strenta, A. y DeJong, W. (1981), «The effect of a prosocial label on helping behavior», Social Psychology Quarterly, 142-147. 25. Schwartz, S. H. (1994), «Are there universal aspects in the structure and contents of human values?», Journal of social issues, 50(4), 19-45. 26. Deschamps, J. F. y Finkelstein, R. (2012), Existe-t-il un véritable altruisme basé sur les valeurs personnelles?», Les cahiers internationaux de psychologie sociale (1), 37-62. 27. Hellhammer, K., Holz, N. y Lessing, J. (2007), «Die Determinanten zivilcouragierten Verhaltens», Zeitschrift Psychologischer Forschung (Revista de investigación en psicología), 13. 28. Jeffries, V. (1998), «Virtue and the altruistic personality», Sociological Perspectives, 151-166. 29. Paluck, E. L. (2009), «Reducing intergroup prejudice and conflict using the media: A field experiment in Rwanda», Journal of Personality and Social Psychology, 96(3), 574-587. Citado por Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 179. 30. Galinsky, A. D., Maddux, W. W., Gilin, D. y White, J. B. (2008), «Why it pays to get inside the head of your opponent the differential ef‐ fects of perspective taking and empathy in negotiations», Psychological Science, 19(4), 378-384. Para más detalles y todas las referencias, véase Batson, C. D. (2011), op. cit., pp. 171-172. 31. Diener, E. y Seligman, M. E. P. (2002), «Very happy people», Psychological Science, 13(1), 81-84. 32. Luks A. y Payne, P. (1991), The Healing Power of Doing Good: The Health and Spiritual Benefits of Helping Others, Ballantine. Para tener una visión completa sobre los beneficios de las actividades altruistas y el voluntariado, véase Post, S. G. (2011), The Hidden Gifts of Helping: How the Power of Giving, Compassion, and Hope Can Get Us Through Hard Times, John Wiley & Sons. 33. Nicholson, H. J., Collins, C. y Holmer, H. (2004), «Youth as people: The protective aspects of youth development in after-school settings», The Annals of the American Academy of Political and Social Science, 591(1), 55-71. 34. Brown, S. L., Brown, R. M., House, J. S. y Smith, D. M. (2008), «Coping with spousal loss: Potential buffering effects of self-reported hel‐ ping behavior», Personality and Social Psychology Bulletin, 34(6), 849-861. 35. Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 186, así como Dovidio, J. F., Piliavin, J. A., Schroeder, D. A. y Penner, L. (2006), The Social Psychology of Prosocial Behavior, Lawrence Erlbaum Associates Publishers. 36. Oman, D. (2007), «Does volunteering foster physical health and longevity?», en S. G. Post (ed.), Altruism and Health: Perspectives from Empirical Research, Oxford University Press, pp. 15-32. 37. Seligman, M. E. P. (2002), Authentic Happiness: Using the New Positive Psychology to Realize your Potential for Lasting Fulfillment, Free Press. 38. Allen, K. (2003), «Are pets a healthy pleasure? The influence of pets on blood pressure», Current Directions in Psychological Science, 12(6), 236-239; Dizon, M., Butler, L. D. y Koopman, C. (2007), «Befriending man’s best friends: Does altruism towards animals promote psycho‐ logical and physical health?», en S. G. Post (ed.), Altruism and health: Perspectives from empirical research; Oxford University Press, pp. 277-291. Netting, F. E., Wilson, C. C. y New, J. C. (1987), «The human-animal bond: Implications for practice», Social Work, 32(1), 60-64. 39. Halter, M. (1995), La Force du bien, Robert Laffont, p. 199.

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IV. Cultivar el altruismo 20. ¿Podemos cambiar? 1. Begley, S. (2008), Entraîner votre esprit, transformer votre cerveau : Comment la science de pointe révèle le potentiel extraordinaire de la neuroplasticité, Ariane Éditions, p. 8. [Entrena tu mente, cambia tu cerebro: cómo una nueva ciencia revela nuestro extraordinario potencial para transformarnos a nosotros mismos, Granica, Barcelona, 2008]. 2. Estos fenómenos fueron puestos de manifiesto en el caso de los hurones sordos de nacimiento, cuya corteza auditiva trataba la percepción de los rayos de luz, y en el caso de los ratones ciegos de nacimiento, cuya corteza visual trataba la percepción de los sonidos. En cierta ma‐ nera, se puede decir que los hurones escuchaban la luz y que los ratones veían los sonidos. Begley, S. (2008), op. cit., pp. 51-53, así como: Sur, M., Leamey, C. A. et al. (2001), «Development and plasticity of cortical areas and networks», Nature Reviews Neuroscience, 2(4), 251262; Sur, M. y Rubenstein, J. L. R. (2005), «Patterning and plasticity of the cerebral cortex», Science’s STKE, 310(5749), 805. 3. Altman, J. (1962), «Are new neurons formed in the brains of adult mammals?», Science, 135(3509), 1127-1128. 4. Nottebohm, F. (1981), «A brain for all seasons: cyclical anatomical changes in song control nuclei of the canary brain», Science, 214(4527), 1368. 5. Kempermann, G., Kuhn, H. G. y Gage, F. H. (1997), «More hippocampal neurons in adult mice living in an enriched environment», Nature, 386(6624), 493-495. 6. Eriksson, P. S., Perfilieva, E., Björk-Eriksson, T., Alborn, A. M., Nordborg, C., Peterson, D. A. y Gage, F. H. (1998), «Neurogenesis in the adult human hippocampus», Nature Medicine, 4(11), 1313-1317. 7. Fred Gage durante el XII Encuentro de Mind and Life en 2004 («Neuroplasticity: The neuronal substrates of learning and transforma‐ tion»), en Dharamsala, en la India, con la presencia del Dalái Lama. Consurltar Begley, S. (2008), op. cit., p. 73. 8. Elbert, T., Pantev, C., Wienbruch, C., Rockstroh, B. y Taub, E. (1995), «Increased cortical representation of the fingers of the left hand in string players», Science, 270(5234), 305-307. 9. Maguire, E. A., Spiers, H. J., Good, C. D., Hartley, T., Frackowiak, R. S. J. y Burgess, N. (2003), «Navigation expertise and the human hippo‐ campus: a structural brain imaging analysis», Hippocampus, 13(2), 250-259; Maguire, E. A., Woollett, K. y Spiers, H. J. (2006), «London

taxi drivers and bus drivers: a structural MRI and neuro-psychological analysis», Hippocampus, 16(12), 1091-1101. 10. Carey, N. (2011), The Epigenetics Revolution, Icon Books. [La revolución epigenética: de cómo la biología moderna está reescribiendo nuestra comprensión de la genética, la enfermedad y la herencia, Ediciones de Intervención Cultural, Barcelona, 2013]. 11. Las modificaciones epigenéticas pueden producirse por acción de varios mecanismos. Uno de ellos es la «metilación» de genes. Un grupo metilo se fija en una de las bases que constituyen el ADN y bloquea el acceso del gen involucrado. Este gen ya no podrá ser transcrito en proteína y permanece inactivo. Se puede decir que la expresión de este gen ha sido «reprimida». Los investigadores piensan que la metila‐ ción actúa modificando la estructura tridimensional del ADN, generando una especie de «pliegue» al nivel del gen, que impide el acceso del ARN que efectúa la transcripción de genes en proteínas que luego estarán activas en la célula. Agradezco a Michael Meaney estas explicaciones. Aparte de la metilación, que es estable, la acetilación de histonas, un grupo de proteínas que se asocian al ADN, puede ocasionar efectos epi‐ genéticos de duración más corta, mientras que ciertos tipos de ARN, que no codifican para ninguna proteína, pueden interactuar con los genes y volverlos silenciosos. Véanse Francis, D., Diorio, J., Liu, D. y Meaney, M. J. (1999), «Nongenomic transmission across generations of maternal behavior and stress responses in the rat», Science, 286(5442), 1155-1158; Champagne, F. A., Weaver, I. C. G., Diorio, J., Dy‐ mov, S., Szyf, M. y Meaney, M. J. (2006), «Maternal care associated with methylation of the estrogen receptor-alpha1b promoter and es‐ trogen receptor-alpha expression in the medial preoptic area of female offspring», Endocrinology, 147(6), 2909-2915. Véase también Ca‐ rey, N. (2011), The Epigenetics Revolution, op. cit. [La revolución epigenética: de cómo la biología moderna está reescribiendo nuestra comprensión de la genética, la enfermedad y la herencia, Ediciones de Intervención Cultural, Barcelona, 2013]. 12. Heim, C., Shugart, M., Craighead, W. E. y Nemeroff, C. B. (2010), «Neurobiological and psychiatric consequences of child abuse and ne‐ glect», Developmental Psychobiology, 52 (7), 671-690. 13. En el caso de las personas que se suicidaron, las autopsias revelan altos niveles de metilación de genes de las neuronas cerebrales en suje‐ tos que sufrieron violencia en su infancia, pero niveles de metilación relativamente bajos en quienes no sufrieron tales abusos. Esto signi‐ fica que el hecho de haber sufrido abusos desencadena modificaciones duraderas en la expresión de genes. Heim, C., Newport, D. J., Heit, S., Graham, Y. P., Wilcox, M., Bonsall, R., Nemeroff, C. B. (2000), «Pituitary-adrenal and autonomic responses to stress in women after sexual and physical abuse in childhood», JAMA, 284(5), 592-597; Yehuda, R., Halligan, S. L. y Grossman, R. (2001), «Childhood trauma and risk for PTSD: relationship to intergenerational effects of trauma, parental PTSD, and cortisol excretion», Development and Psychopathology, 13(03), 733-753; McGowan, P. O., Sasaki, A., D’Alessio, A. C., Dymov, S., Labonté, B., Szyf, M., Meaney, M. J. (2009), «Epigene‐ tic regulation of the glucocorticoid receptor in human brain associates with childhood abuse», Nature Neuroscience, 12(3), 342-348. Cita‐ do en Carey, N. (2011), op. cit. 14. Richerson, P. J. y Boyd, R. (2004), Not by Genes Alone, op. cit., p. 247.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 21. El entrenamiento del espíritu: lo que las ciencias cognitivas dicen acerca de él

1. La información sobre estos encuentros dio lugar a un libro: Goleman, D. y Dalái Lama (2003), Surmonter les émotions destructrices : Un dialogue avec le Dalaï-lama, Robert Laffont. [La salud emocional: conversaciones con el Dalái Lama sobre la salud, las emociones y la mente, Kairós, Barcelona, 2012]. 2. Kaufman, M, «Meditation gives brain a charge, Study Finds», The Washington Post, 3 de enero de 2005, p. A05. 3. Véase Ricard, M. (2010), L’Art de la méditation, NiL. [El arte de la meditación, Urano, Barcelona, 2009]. 4. Davidson, R. J. y Begley, S. (2012), The Emotional Life of Your Brain: How Its Unique Patterns Affect the Way You Think, Feel, and Live — and How You Can Change Them, Hudson Street Press, p. XII. 5. Lutz, A., Dunne, J. D. y Davidson, R. J. (2007), «Meditation and the neuroscience of consciousness: An introduction», The Cambridge Handbook of Consciousness, 499-551. 6. Entre los numerosos investigadores implicados en estos estudios, por ejemplo citamos a Julie Brefczynski-Lewis, Linda Carlson, Richard Davidson, Brooke Dodson-Lavelle, Paul Ekman, Brent Field, Barbara Fredrickson, Hugh Grant, Brita Hölzel, Amishi Jha, Jon KabatZinn, Olga Klimecki, Sara Lazar, Antoine Lutz, Brendan Ozawa-de Silva, David Perlman, Chuck Raison, Cliff Saron, Heleen Slagter, John Teasdale, Fadel Zeidan, Tania Singer, Mark Williams y muchos otros. 7. Estudios realizados por Brent Field en el laboratorio de Jonathan Cohen, en la Universidad de Princeton, cuyos resultados aún no han sido publicados. 8. Brefczynski-Lewis, J. A., Lutz, A., Schaefer, H. S., Levinson, D. B. y Davidson, R. J. (2007), «Neural correlates of attentional expertise in long-term meditation practitioners», Proceedings of the National Academy of Sciences, 104(27), 11483-11488. 9. Lutz, A., Slagter, H. A., Rawlings, N. B., Francis, A. D., Greischar, L. L. y Davidson, R. J. (2009), «Mental training enhances attentional sta‐ bility: Neural and behavioral evidence», Journal of Neuroscience, 29(42), 13418-13427. 10. Gyatso, Tenzin (el XIV Dalái Lama) y Jinpa, G. T. (1995), «The World of Tibetan Bud​dhism: An Overview of its Philosophy and Practi‐ ce», Wisdom Publications. Wallace, B. A. (2006), The Attention Revolution: Unlocking the Power of the Focused Mind, Wisdom Publica‐ tions; Ricard, M. (2010), L’Art de la méditation, NiL. [El arte de la meditación, Urano, Barcelona, 2009]. 11. Esto se debe a que el cerebro siempre está implicado en el tratamiento del estímulo percibido de manera consciente y no dispone de re‐ cursos de atención suficientes para tratar los estímulos siguientes. Se llama «período refractario» (attentional blink en inglés, o ‘parpadeo atencional’) a la incapacidad de tratar las imágenes siguientes. El descubrimiento más sorpredente fue que los meditadores experimenta‐ dos, incluso si eran ancianos (el período refractario aumenta con la edad porque los mecanismos de atención se hacen más lentos) tenían intervalos notablemente cortos. Un meditador de sesenta y cinco años, en particular, no lo tenía en absoluto y percibía todos los estímu‐ los, a pesar de que pasaban a una velocidad muy alta (resultados inéditos de las investigaciones efectuadas en los laboratorios de Anne Treisman y Jonathan Cohen de la Universidad de Princeton). Heleen Slagter y Antoine Lutz también demostraron que después de tres meses de entrenamiento intensivo en meditación sobre la conciencia plena, el período refractario de atención se reducía de manera consi‐ derable. La interpretación subjetiva del meditador es que habitualmente la atención atraída por un objeto se vuelve hacia éste, se fija en el momento y luego debe dejarlo. Este proceso toma cierto tiempo, y a una persona no entrenada le faltan la segunda y luego la tercera imá‐ genes porque su mente aún está ocupada tratando la primera. Cuando un meditador experimentado se pone en un estado de «presencia abierta», de conciencia plena del momento presente, está totalmente receptivo y acoge lo que viene a él sin quedarse fijo en eso, lo que re‐ duce considerablemente, o incluso elimina, el período refractario. Slagter, H. A., Lutz, A., Greischar, L. L., Francis, A. D., Nieuwenhuis, S., Davis, J. M. y Davidson, R. J. (2007), «Mental training affects distribution of limited brain resources», PLoS Biology, 5(6), 138. 12. El primero de estos artículos, Lutz, A., Greischar, L. L., Rawlings, N. B., Ricard, M. y Davidson, R. J. (2004), «Long-term meditators selfinduce high-amplitude gamma synchrony during mental practice», Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of

America, 101(46), 16369. 13. Lutz, A., Greischar, L. L., Perlman, D. M. y Davidson, R. J. (2009), «BOLD signal in insula is differentially related to cardiac function du‐ ring compassion meditation in experts vs. novices», Neuroimage, 47(3), 1038-1046. 14. Otros estudios sugieren que las lesiones en la amígdala alteran el aspecto afectivo de la empatía, sin afectar su aspecto cognitivo. Véase Hurlemann, R., Walter, H., Rehme, A. K. et al. (2010), «Human amygdala reactivity is diminished by the b-noradrenergic antagonist pro‐ panolol», Psychol. Med, 40, 1839-1848. 15. Lutz, A., Brefczynski-Lewis, J., Johnstone, T. y Davidson, R. J. (2008), «Regulation of the neural circuitry of emotion by compassion medi‐ tation: effects of meditative expertise», PLoS One, 3(3), e1897; Klimecki, O. M., Leiberg, S., Ricard, M. y Singer, T. (2013), «Differential Pattern of Functional Brain Plasticity after Compassion and Empathy Training», Social Cognitive and Affective Neuroscience. doi:10.1093/scan/ nst060. 16. Fredrickson, B. L., Cohn, M. A., Coffey, K. A., Pek, J. y Finkel, S. M. (2008), «Open hearts build lives: Positive emotions, induced through loving-kindness meditation, build consequential personal resources», Journal of Personality and Social Psychology, 95(5), 1045. 17. Pace, T. W. W., Negi, L. T., Adame, D. D., Cole, S. P., Sivilli, T. I., Brown, T. D., Issa, M. J. et al. (2009), «Effect of compassion meditation on neuroendocrine, innate immune and behavioral responses to psychosocial stress», Psychoneuroendocrinology, 34(1), 87-98. 18. Hofmann, S. G., Grossman, P. y Hinton, D. E. (2011), «Loving-kindness and compassion meditation: Potential for psychological interven‐ tions», Clinical Psychology Review, 31(7), 1126-1132. 19. Es decir, en la fase más profunda del sueño y no durante la fase de «sueño paradójico» (REM) que corresponde a los sueños. 20. Lutz, A., Slagter, H. A., Rawlings, N. B., Francis, A. D., Greischar, L. L. y Davidson, R. J. (2009), «Mental training enhances attentional sta‐ bility: neural and behavioral evidence», The Journal of Neuroscience, 29(42), 13418-13427. 21. Lazar, S. W., Kerr, C. E., Wasserman, R. H., Gray, J. R., Greve, D. N., Treadway, M. T., Fischl, B. (2005), «Meditation experience is associa‐ ted with increased cortical thickness», Neuroreport, 16(17), 1893. Estos incrementos son provocados por un aumento de zonas de sustan‐ cia gris que contienen las conexiones interneuronales y están relacionadas con el proceso de aprendizaje. La cantidad y el tamaño de las sinapsis y ramificaciones dendríticas se incrementan, fenómenos que también se observan en las otras formas de entrenamiento y apren‐ dizaje. Se llama neuropilo a las zonas de sustancia gris situadas entre los cuerpos celulares neuronales, los cuerpos celulares gliales y los capilares sanguíneos. El neuropilo está constituido por el conjunto desordenado de una multiplicidad de prolongaciones citoplásmáticas neuronales (axones y dendritas) y gliales, de calibre variable. 22. Principalmente, en las regiones asociadas a la percepción sensorial, a la regulación emocional y cognitiva, y a la producción de neuro‐ transmisores que afectan los humores, la corteza cingulada posterior, la ínsula, la junción temporoparietal, el cerebelo y el tronco cerebral (que produce la noradrenalina). Véanse Hölzel, B. et al. (2011); Hölzel, B. K., Carmody, J., Evans, K. C., Hoge, E. A., Dusek, J. A., Morgan, L., Pitman, R. K. et al. (2010), «Stress reduction correlates with structural changes in the amygdala», Social Cognitive and Affective Neuroscience, 5(1), 11-17; Hölzel, B. K., Carmody, J., Vangel, M., Congleton, C., Yerramsetti, S. M., Gard, T. y Lazar, S. W. (2011), «Mindfulness practice leads to increases in regional brain gray matter density», Psychiatry Research: Neuroimaging, 191(1), 36-43. 23. Luders, E., Clark, K., Narr, K. L. y Toga, A. W. (2011), «Enhanced brain connectivity in long-term meditation practitioners», NeuroImage, 57(4), 1308-1316. 24. Xue, S., Tang, Y.-Y. y Posner, M. I. (2011), «Short-term meditation increases network efficiency of the anterior cingulate cortex», Neuroreport, 22(12), 570-574. 25. Goleman, D. y Dalái Lama (2003), Surmonter les émotions destructrices : Un dialogue avec le Dalaï-lama, Robert Laffont. [La salud emocional: conversaciones con el Dalái Lama sobre la salud, las emociones y la mente, Kairós, Barcelona, 2012]. 26. Nancy Eisenberg, «Empathy-related emotional responses, altruism and their socialization», en Davidson, R. J. y Harrington, A. (2002), Visions of Compassion: Western Scientists and Tibetan Buddhists Examine Human Nature, Oxford University Press, p. 139. 27. Weng, H. Y., Fox, A. S., Shackman, A. J., Stodola, D. E., Caldwell, J. Z. K., Olson, M. C., Rogers, G. y Davidson R. J. (en prensa), «Compas‐ sion training alters altruism and neural responses to suffering», Psychological Science, NIHMSID: 440274. Se puede predecir el grado de comportamiento social observando simplemente las diferencias de las actividades cerebrales en la amígdala. 28. Leiberg, S., Klimecki, O., Singer, T. (2011), «Short-Term Compassion Training Increases Prosocial Behavior in a Newly Developed Proso‐ cial Game», PloS One, 6(3), e17798. 29. Johnson, D. P., Penn, D. L., Fredrickson, B. L., Kring, A. M., Meyer, P. S., Catalino, L. I. y Brantley, M. (2011), «A pilot study of lovingkindness meditation for the negative symptoms of schizophrenia», Schizophrenia Research. 30. Baer, R. A. (2003), «Mindfulness training as a clinical intervention: A conceptual and empirical review», Clinical Psychology: Science and Practice, 10(2), 125-143; Carlson, L. E. y Garland, S. N. (2005), «Impact of mindfulness-based stress reduction (MBSR) on sleep, mood, stress and fatigue symptoms in cancer outpatients», International Journal of Behavioral Medicine, 12(4), 278-285; Jha, A. P., Krompinger, J. y Baime, M. J. (2007), «Mindfulness training modifies subsystems of attention», Cognitive, Affective, & Behavioral Neuroscience, 7(2), 109119. 31. Teasdale, J. D., Segal, Z. V., Williams, J. M., Ridgeway, V. A., Soulsby, J. M. y Lau, M. A. (2000), «Prevention of relapse/recurrence in major depression by mindfulness-based cognitive therapy», Journal of Consulting and Clinical Psychology, 68(4), 615; Kuyken, W., Byford, S., Taylor, R. S., Watkins, E., Holden, E., White, K., Mullan, E. (2008), «Mind​fulness-based cognitive therapy to prevent relapse in recurrent depression», Journal of Consulting and Clinical Psychology, 76(6), 966-978. 32. Rudman, L. A., Ashmore, R. D. y Gary, M. L. (2001), «“Unlearning” automatic biases: The malleability of implicit prejudice and stereoty‐ pes», Journal of Personality and Social Psychology, 81(5), 856-868. 33. Dasgupta, N. y Greenwald, A. G. (2001), «On the malleability of automatic attitudes: Combating automatic prejudice with images of ad‐ mired and disliked individuals», Journal of Personality and Social Psychology, 81(5), 800-814. 34. Hutcherson, C. A., Seppala, E. M. y Gross, J. J. (2008), «Loving-kindness meditation increases social connectedness», Emotion, 8(5), 720724. 35. Kang, Y., Gray, J. R. y Dovidio, J. F., «The nondiscriminating heart: Loving-kindness meditation training decreases implicit bias against stigmatized outgroups», original presentado para su publicación. 36. La actividad de la amígdala y la corteza insular anterior es considerablemente más débil en los meditadores que en los noveles. 37. Lutz, A., McFarlin, D. R., Perlman, D. M., Salomons, T. V. y Davidson, R. J. (2012), «Altered anterior insula activation during anticipation and experience of painful stimuli in expert meditators», NeuroImage; Perlman, D. M., Salomons, T. V., Davidson, R. J. y Lutz, A. (2010), «Differential effects on pain intensity and unpleasantness of two meditation practices», Emotion, 10(1), 65. 38. Zeidan, F., Martucci, K. T., Kraft, R. A., Gordon, N. S., McHaffie, J. G. y Coghill, R. C. (2011), «Brain mechanisms supporting the modula‐

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tion of pain by mindfulness meditation», The Journal of Neuroscience, 31(14), 5540-5548. La reducción de la intensidad subjetiva del do‐ lor iba acompañada de una actividad más intensa de las áreas del cerebro asociadas a la regulación cognitiva de las sensaciones dolorosas (corteza cingulada anterior e ínsula anterior), mientras que la reducción del aspecto desagradable del dolor estaba asociada a una activa‐ ción de la corteza prefrontal orbital involucrada en la perspectiva y la revaluación de las sensaciones. Para un estudio reciente, véase Zei‐ dan, F., Grant, J. A., Brown, C. A., McHaffie, J. G. y Coghill, R. C. (2012), «Mindfulness meditation-related pain relief: Evidence for uni‐ que brain mechanisms in the regulation of pain», Neuroscience Letters. 39. Fossel, M. (2000), «Role of cell senescence in human aging», Journal of Anti-Aging Medicine, 3(1), 91-98; Chan, S. R. y Blackburn, E. H. (2004), «Telomeres and telomerase», Philosophical transactions of the Royal Society of London, Series B: Biological Sciences, 359(1441), 109-122. 40. Blackburn, E. H. (1991), «Structure and function of telomeres», Nature, 350(6319), 569-573. 41. Cawthon, R. M., Smith, K. R., O’Brien, E., Sivatchenko, A. y Kerber, R. A. (2003), «Association between telomere length in blood and mortality in people aged 60 years or older», The Lancet, 361(9355), 393-395; Epel, E. S. (2009), «Telomeres in a Life-Span Perspective A New “Psychobiomarker”?», Current Directions in Psychological Science, 18(1), 6-10. 42. Véase especialmente, Njajou, O. T., Hsueh, W.-C., Blackburn, E. H., Newman, A. B., Wu, S.-H., Li, R., Cawthon, R. M. (2009), «Associa‐ tion between telomere length, specific causes of death, and years of healthy life in health, aging, and body composition, a population-ba‐ sed cohort study», The Journals of Gerontology Series A: Biological Sciences and Medical Sciences, 64(8), 860-864. 43. Ornish, D., Lin, J., Daubenmier, J., Weidner, G., Epel, E., Kemp, C., Carroll, P. R. (2008), «Increased telomerase activity and comprehensi‐ ve lifestyle changes: a pilot study», The Lancet Oncology, 9(11), 1048-1057. 44. Jacobs, T. L., Epel, E. S., Lin, J., Blackburn, E. H., Wolkowitz, O. M., Bridwell, D. A., Zanesco, A. P. et al. (2010), «Intensive meditation trai‐ ning, immune cell telomerase activity, and psychological mediators», Psychoneuroendocrinology. Asimismo, véase Hoge MD, E. A., Chen BS, M. M., Metcalf BA, C. A., Fischer BA, L. E., Pollack MD, M. H. y DeVivo, I. (2013), «Loving-kindness meditation practice associated with longer telomeres in women», Brain, Behavior, and Immunity.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 22. Cómo cultivar el altruismo: meditaciones sobre el amor altruista, la compasión, la alegría y la imparcialidad

1. Davidson, R. J. y Lutz, A. (2008), «Buddha’s brain: Neuroplasticity and meditation [in the spotlight]», Signal Processing Magazine, IEEE, 25(1), 176-174. 2. Greg Norris (Universidad de Harvard), comunicación personal. Véase la página web: 3. Hume, D. (2010), Enquête sur les principes de la morale, Flammarion. [Investigación sobre los principios de la moral, Alianza, Madrid, 2014]. 4. Leibniz, G. (1693), Codex juris gentium diplomaticus, Principios o derecho natural. 5. McCullough, M. E., Emmons, R. A. y Tsang, J.-A. (2002), «The grateful disposition: A conceptual and empirical topography», Journal of Personality and Social Psychology, 82(1), 112-127; Mikulincer, M. y Shaver, P. R. (2005), «Attachment security, compassion, and altruism», Current Directions in Psychological Science, 14(1), 34-38; Lambert, N. M. y Fincham, F. D. (2011), «Expressing gratitude to a partner leads to more relationship maintenance behavior», Emotion-APA, 11(1), 52; Grant, A. M. y Gino, F. (2010), «A little thanks goes a long way: Ex‐ plaining why gratitude expressions motivate prosocial behavior», Journal of Personality and Social Psychology, 98(6), 946-955. 6. Shantideva (2008), Bodhicaryâvatâra : La Marche vers l’Éveil, Padmakara, capítulo 3, versículos 18-22. 7. El Dalái Lama, durante una conferencia dada en Oporto, Portugal, noviembre de 2001.

V. Las fuerzas contrarias 23. El egocentrismo y la cristalización del yo 1. Los sociólogos hablan de endogrupo y de exogrupo. 2. Para profundizar en los avances, véase Galin, D. (2003), «The concepts of “self ”, “person”, and “I” in western psychology and in buddhism», en Wallace, B. A., Buddhism & Science: Breaking New Ground, Columbia University Press, pp. 107-142; Wallace, B. A. (1998), Science et Bouddhisme : à chacun sa réalité, Calmann-Lévy; Damasio, A. R. (2002), Le Sentiment même de soi : Corps, émotions, conscience, Odile Jacob. 3. Galin, D. (2003), op. cit. 4. Descartes, R. (1982), Méditations touchant la première philosophie, VI, en Adam, C. y Tannery, P., Œuvres de Descartes, Vrin, vol. IX. [Meditaciones metafísicas, Alianza, Madrid, 2011]. 5. Hablaremos de teorías freudianas en el capítulo sobre los «campeones del egoísmo». No las incluimos en este capítulo por su falta de vali‐ dez (difícilmente se puede escribir esto sin argumentarlo; más valdría no hablar de ello, creo) tanto desde el punto de vista introspectivo del budismo como del punto de vista científico. 6. Los actores utilizaban la boca de la máscara como un megáfono, para transmitir su voz. 7. Paul Ekman, comunicación personal. Véase también Goleman, D. y Dalái Lama (2003), Surmonter les émotions destructrices : Un dialogue avec le Dalaï-lama, Robert Laffont. [La salud emocional: conversaciones con el Dalái Lama sobre la salud, las emociones y la mente, Kairós, Barcelona, 2012]. 8. Dambrun, M. y Ricard, M. (2011), «Self-centeredness and selflessness: A theory of self based psychological functioning and its consequen‐ ces for happiness», Review of General Psychology, 15(2), 138. 9. Informe presentado en «Science in action», programa científico de la BBC World Service, en 2001. 10. LeVine, R. A. y Campbell, D. T. (1972), Ethnocentrism: Theories of conflict, ethnic attitudes, and group behavior, Wiley, New York. 11. Tajfel, H. (1981), Human Groups and Social Categories: Studies in Social Psychology, Cambridge University Press, Cambridge, Reino Uni‐ do. [Grupos humanos y categorías sociales: estudios de psicología social, Herder, Barcelona, 1984]. 12. Entonces, los investigadores propusieron una velada de reconciliación, cuyo objetivo secreto era en realidad acentuar la discordia. Pusie‐ ron frutas y bebidas sobre una mesa: la mitad estaba intacta y bien presentada; la otra, en mal estado (frutas estropeadas, etc.). Hicieron que un grupo llegase antes que el otro. Los miembros de este grupo, sin dudar, se sirvieron de la parte buena y dejaron las frutas aplasta‐ das a los del segundo grupo, que, al llegar, se quejaron con vehemencia e insultaron a los miembros del primer grupo. A la mañana si‐ guiente, el grupo afectado se vengó ensuciando las mesas del comedor, lanzando comida a los niños del otro grupo, y pegando carteles

con declaraciones amenazantes. 13. Pettigrew, T. F. (1998), «Intergroup contact theory», Annual review of psychology, 49(1), 65-85. 14. Sherif, M., Harvey, O. J., White, B. J., Hood, W. E. y Sherif, C. W. (1961), Intergroup Conflict and Cooperation: The Robber’s Cave Experiment, University of Oklahoma Book Exchange, Norman; Sherif, M. (1961), The Robbers Cave Experiment: Intergroup Conflict and Cooperation, Wesleyan.

24. La expansión del individualismo y del narcisimo 1. Hutcherson, C. A., Seppala, E. M. y Gross, J. J. (2008), «Loving-kindness meditation increases social connectedness», Emotion, 8(5), 720724. 2. Cialdini, R. B., Brown, S. L., Lewis, B. P., Luce, C. y Neuberg, S. L. (1997), «Reinterpreting the empathy-altruism relationship: When one into one equals oneness», Journal of Personality and Social Psychology, 73, 481-494; Glaeser, E. L., Laibson, D. I., Scheinkman, J. A. y Sout‐ ter, C. L. (2000), «Measuring trust», The Quarterly Journal of Economics, 115(3), 811-846. 3. Fehr, E. y Rockenbach, B. (2003), «Detrimental effects of sanctions on human altruism», Nature, 422(6928), 137-140. 4. Putnam, R. D. (2001), Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community (1.a edición), Touchstone Books by Simon & Schuster; McPherson, M., Smith-Lovin, L. y Brashears, M. E. (2006), «Social isolation in America: Changes in core discussion networks over two decades», American Sociological Review, 71(3), 353-375. 5. Rahn, W. M. y Transue, J. E. (1998), «Social trust and value change: The decline of social capital in American youth, 1976-1995», Political Psychology, 19(3), 545-565. 6. David Brooks, comunicación personal, julio de 2011. 7. Layard, R. y Dunn, J. (2009), A Good Childhood: Searching for Values in a Competitive Age, Penguin, p. 6. [Una buena infancia: en busca de valores en una época competitiva, Alianza, Madrid, 2011]. 8. Twenge, J. M. (2006), Generation Me: Why Today’s Young Americans Are More Confident, Assertive, Entitled—and More Miserable Than Ever Before (1.a edición), Free Press, p. 20. 9. Bruckner, P. (1996), La Tentation de l’innocence, Le Livre de Poche. [La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona, 2005]. 10. Véase el análisis de Lipovetsky, G. (1989), L’Ère du vide : Essais sur l’individualisme contemporain, Gallimard. [La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 2003]. 11. Rousseau no pretende describir lo que realmente pasó en los tiempos prehistóricos, sino que propone una ficción teórica. 12. Véase Waal, F. B. M. de (2010), L’Âge de l’empathie, op. cit. [La edad de la empatía: lecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, Tusquets, Barcelona, 2011]. 13. Barrès, M. (1907), Mes cahiers, tomo 6, p. 46. 14. Gasset, J. O., L’Homme et les gens, 2008, Rue d’Ulm. [El hombre y la gente, Alianza, Madrid, 1994]. 15. Dumont, L. (1991), Essais sur l’individualisme, Seuil. [Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1987]. 16. Alicke, M. D. y Govorun, O. (2005), «The better-than-average effect», en M. D. Alicke, D. A. Dunning y J. I. Krueger (eds.), The Self in Social Judgment, Psychology Press, Nueva York, pp. 85-106. 17. Preston, C. E. y Harris, S. 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(1994), «Narcissistic illusions in self-evaluations of intelligence and attractiveness», Journal of Personality, 62(1), 143-155. 22. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement, Free Press, p. 25; Bosson, J. K., Lakey, C. E., Campbell, W. K., Zeigler-Hill, V., Jordan, C. H. y Kernis, M. H. (2008), «Untangling the links between narcissism and self-esteem: A theoretical and empirical review», Social and Personality Psychology Compass, 2(3), 1415-1439; Gabriel, M. T., Critelli, J. W. y Ee, J. S. (1994), «Narcissistic illusions in self-evaluations of intelligence and attractiveness», Journal of Personality, 62(1), 143-155. 23. Campbell, W. K., Bosson, J. K., Goheen, T. W., Lakey, C. E. y Kernis, M. H. (2007), «Do narcissists dislike themselves “deep down insi‐ de”?», Psychological Science, 18(3), 227-229. 24. Neff, K. (2011), «Self-Compassion: Stop Beating Yourself Up and Leave Insecurity Behind», William Morrow. [Sé amable contigo mismo: el arte de la compassion hacia uno mismo, Oniro, Barcelona, 2012]. 25. Jordan, C. H., Spencer, S. J., Zanna, M. P., Hoshino-Browne, E. y Correll, J. (2003), «Secure and defensive high self-esteem», Journal of Personality and Social Psychology, 85(5), 969-978. 26. Heatherton, T. F. y Vohs, K. D. (2000), «Interpersonal evaluations following threats to self: role of self-esteem», Journal of Personality and Social Psychology, 78(4), 725. 27. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 199. 28. Véase que, igualmente, proporciona muchas referencias. 29. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement, Free Press. Según estos estudios, el «top 4» de los países egoístas es Serbia, Chile, Israel y Estados Unidos, y el «top 5» de los países menos egoístas lo forman Corea del Sur, Suiza, Japón, Taiwán y Marruecos. 30. Newsom, C. R., Archer, R. P., Trumbetta, S. y Gottesman, I. I. (2003), «Changes in adolescent response patterns on the MMPI/MMPI-A across four decades», Journal of Personality Assessment, 81(1), 74-84. Citado por Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2001), op. cit., p. 35. 31. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2001), «Age and birth cohort differences in self-esteem: A cross-temporal meta-analysis», Personality and Social Psychology Review, 5, 321, 344; Gentile, B. y Twenge, J. M., «Birth cohort changes in self-esteem, 1988-2007», texto inédito. Ba‐ sado en: Gentile, B. (2008), «Master’s thesis», San Diego State University. 32. Grant, B. F., Chou, S. P., Goldstein, R. B., Huang, B., Stinson, F. S., Saha, T. D., Pickering, R. P. (2008), «Prevalence, correlates, disability, and comorbidity of DSM-IV borderline personality disorder: results from the Wave 2 National Epidemiologic Survey on Alcohol and Re‐ lated Conditions», The Journal of Clinical Psychiatry, 69(4), 533.

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33. Twenge, J. M., Konrath, S., Foster, J. D., Campbell, W. K. y Bushman, B. J. (2008), «Egos Inflating Over Time: A Cross-Temporal MetaAnalysis of the Narcissistic Personality Inventory», Journal of Personality, 76(4), 875-902. 34. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 34. 35. Ibid., p. 36. 36. Ibid., p. 32. 37. Ibid., p. 41. 38. Robins, R. W. y Beer, J. S. (2001), «Positive illusions about the self: Short-term benefits and long-term costs», Journal of Personality and Social Psychology, 80(2), 340-352. 39. Paulhus, D. L., Harms, P. D., Bruce, M. N. y Lysy, D. C. (2003), «The over-claiming tech​nique: Measuring self-enhancement independent of ability», Leadership Institute Faculty Publications, 12. Citado por Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 43. 40. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 94. 41. Ibid., p. 14. 42. Mastromarino, D. (ed.) (2003), The Girl’s Guide To Loving Yourself: A book about Falling in Love with the One Person who Matters Most... YOU!, Blue Mountain Arts. 43. Según la expresión empleada por Gilles Lipovetsky (1989), L’Ère du vide : Essais sur l’individualisme contemporain, Gallimard, p. 72. [La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona, 2003]. 44. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 4. 45. Baumeister, R. (2005), «The Lowdown on high self-esteem. Thinking you’re hot stuff isn’t the promised cure-all», Los Angeles Times, 25 de enero de 2005. Citado por Twenge, J. M. (2006), op. cit., p. 66. 46. Twenge, J. M. (2006), op. cit., p. 67. 47. André, C. y Lelord, F. (2008), L’Estime de soi : S’aimer pour mieux vivre avec les autres, Odile Jacob. [La autoestima: gustarse a sí mismo para mejor vivir con los demás, Kairós, Barcelona, 2002]; André, C. (2009), Imparfaits, libres et heureux : Pratiques de l’estime de soi, Odile Jacob. [Prácticas de autoestima, Kairós, Barcelona, 2007]. 48. André, C. (2009), op. cit., p. 40. 49. James W., Précis de psychologie (2003) Les Empêcheurs de penser en rond, citado por André, C. (2009), op. cit., p. 88. 50. Ibid., p. 416. Citando a Tangney J. P., «Humility», en Snyder, C. R. y López, S. J. (2002), Handbook of Positive Psychology, Oxford Univer‐ sity Press Inc., pp. 411-419. 51. «Any teenager that claims he is on MySpace to talk to his friends is a liar. It’s only about showing off», Kelsey, C. M. (2007), Generation MySpace: Helping Your Teen Survive Online Adolescence, Da Capo Press, p. 47. Citado por Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), p. 109. 52. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., pp. 108-109. 53. Gentile, B., Twenge, J. M., Freeman, E. C. y Campbell, W. K. (2012), «The effect of social networking websites on positive self-views: An experimental investigation», Computers in Human Behavior, 28(5), 1929-1933. Estos resultados pueden depender del estilo de las diversas redes sociales. El mismo estudio, ejecutado con usuarios de Facebook, mostró que al cabo de treinta y cinco minutos de uso, manifesta‐ ban un aumento de autoestima, pero no de su narcisismo. 54. Christophe André durante una intervención en el programa « Voix bouddhistes », France 2, 10 de febrero de 2013. 55. Según la psicóloga Bonne Zucker, entrevistada en la revista People. Field-Meyer, T., «Kids out of control», People, 20 de diciembre de 2004. Citado por Twenge, J. M. (2006), op. cit., p. 75. 56. Twenge, J. M. (2006), op. cit., p. 55. 57. Según las estadísticas gubernamentales del National Assessment of Eductional Progress, citado por Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 49. 58. Twenge, J. M. (2006), op. cit., p. 28. 59. Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), op. cit., p. 147. 60. Ibid., p. 81. 61. Turkle, S. (2011), Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other, Basic Books; Turkle, S., «The flight from conversation», The New York Times, 24 de abril de 2012. 62. Chris Meyers, agencia Reuters, Tokio, 20 de diciembre de 2009. 63. BBC News, Asia Pacific, 64. Bhagavad-Gita, capítulo 13, versículos 8-12. 65. Según Nobutaka Inoue, profesor de estudios sobre el sintoísmo en la Universidad Kokugakuin de Tokio. Véase Norrie, J. (2 de noviembre de 2007), «Explosion of cults in Japan fails to heed deadly past», The Age. 66. Bellah, R. N. et al. (1996), Habits of the Heart: Individualism and Commitment in American Life (2.a edición), University of California Press. Citado por Twenge, J. M. et al. (2010), p. 246. [Hábitos del corazón, Alianza, Madrid, 1989]. 67. Trungpa, C. (1976), Pratique de la voie tibétaine (nueva edición revisada), Seuil. [Más allá del materialismo espiritual, Edhasa, Barcelona, 1985]. 68. Rand, A. (2006), La Révolte d’Atlas, Éditions du Travailleur, 2009, p. 1636. [La rebelión de Atlas, Caralt, Barcelona, 1973]. 69. La Rochefoucauld F. de (2010), Réflexions ou sentences et maximes morales de Monsieur de La Rochefoucauld (nueva edición, revisada y corregida), Gale Ecco, Print Editions. [Máximas y reflexiones morales, Eilibros, Barcelona, 2002]. 70. Bushman, B. J. y Baumeister, R. F. (1998), «Threatened egotism, narcissism, self-esteem, and direct and displaced aggression: Does selflove or self-hate lead to violence?», Journal of Personality and Social Psychology, 75, 219-229. 71. Exline J. J. y Baumeister, R. F. (2000), Case Western Reserve University. Datos no publicados, citados por J. P. Tangney, «Humility», en Handbook of Positive Psychology (2002), op. cit., pp. 411-419.

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25. Los campeones del egoísmo 1. Maquiavelo, N. (1921), Le Prince, 2007, Folio. [El príncipe, Planeta DeAgostini, Barcelona, 2010]. 2. Stirner, M. (1899), L’Unique et sa propriété, Stock, p. 208. [El único y su propiedad, Mateu, Barcelona, 1970]. 3. Nietzsche, F. (2011), Le Gai Savoir, Kindle, pp. 1718-1730. [La gaya ciencia, Akal, Madrid, 2011]. 4. Nietzsche, F. (2011), Ainsi parlait Zarathoustra, De l’amour du prochain, Kindle, pp. 957-960. [Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 2003]. 5. Nietzsche, F. (1997), Ecce Homo : Comment on devient ce que l’on est, Mille et une nuits. [Ecce homo: cómo se llega a ser lo que se es, Alianza,

Madrid, 2011]. 6. Recientemente, aparecieron algunos artículos y obras en Francia acerca de Ayn Rand. Por ejemplo, véanse « Votez égoïste », de Juliette Cerf, Télérama, n.o 3276, del 24 de octubre de 2012, y « Haines américaines » de Guillaume Atgé en L’Express del 4 de octubre de 2012, así como el libro de la universitaria canadiense Nicole Morgan, Morgan, N. (2012), Haine froide : À quoi pense la droite américaine ?, Seuil. 7. Por ejemplo, en los Estados Unidos sólo se habla de Freud cuando se estudia la historia de las ideas. Según Steven Kosslyn, extitular de la cátedra de Psicología de Harvard, en la actualidad, en América del Norte, probablemente no haya ni una sola tesis doctoral de psicología en curso que tenga por objeto el psicoanális. (Steven Kosslyn, comunicación personal.) 8. Ayn Rand (1905-1982) es el pseudónimo de Alissa Zinovievna Rosenbaum, que emigró de Rusia a los Estados Unidos tras la Revolución bolchevique y se nacionalizó estadounidense. 9. Según un sondeo del Instituto Gallup realizado en 2009, cerca del 25 % de los estadounidenses son ultraliberales. Este movimiento cuenta con el apoyo destacado del Cato Institute y de la revista Reason (‘Razón’), cuyos titulares recientes son, por ejemplo: «¡Ha vuelto! Ayn Rand, más grande que nunca» (She is back! Ayn Rand bigger than ever), diciembre de 2009, y «Cómo cortar al Gobierno antes de que éste te corte a ti» (How to slash the government before it slashes you), noviembre de 2010. 10. Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. 11. Greenspan, A. (2007), The Age of Turbulence, Penguin Press, p. 51. [La era de las turbulencias: aventuras en un nuevo mundo, Ciro, Bar‐ celona, 2011]. 12. Véase la crónica del premio Nobel de economía, Paul Krugman, «Galt, gold and God», editorial en The New York Times, 23 de agosto de 2012. 13. Para nuestras citas, usamos la traducción digital publicada por Monique di Pieirro, La Révolte d’Atlas, Éditions du Travailleur, 2009. La traductora presentó su trabajo como «una iniciativa desinteresada que fue únicamente motivada por la lasitud y la exasperación del pú‐ blico francófono por recibir de forma regular cada año desde 1957 la promesa de la publicación completa en lengua francesa de una obra conocida como un clásico de la literatura estadounidense». Una nueva traducción, publicada recientemente, Rand, A. (2011), La Grève (Atlas Shrugged), Belles Lettres, fue financiada por el hombre de negocios estadounidense, Andrew Lessman, miembro activo de la Ayn Rand Foundation. [La rebelión de Atlas, Caralt, Barcelona, 1973]. 14. El objetivismo afirma que la realidad existe objetivamente de manera independiente de la observación, bajo la forma de identidades dota‐ das de atributos específicos, y que la conciencia también está dotada de existencia real. El objetivismo considera válidos los conceptos que son el producto de la razón. No hay nada original en todo esto, ya que Rand retomó las posiciones del realismo metafísico, actualmente desacreditado por la mecánica cuántica. 15. Rand, A. (2008), La Vertu d’égoïsme, Belles Lettres. [La virtud del egoísmo, Grito Sagrado, Buenos Aires, 1964]. 16. Se puede consultar la entrevista de Donahue en YouTube: 17. Rand, A. (2006), Anthem, Rive Droite. 18. Rand, A. (2009), op. cit., p. 1626. 19. Ayn Rand fue entrevistada por el célebre periodista Mike Wallace. Véase 20. Rand, A. (1999), La Source vive, Omnibus, p. 407. [El manantial, Aguilar, Madrid, 2004]. 21. Rand, A. (1964), The Virtue of Selfishness, Signet, pp. 49-52. 22. Sin embargo, los especialistas en Aristóteles, como Douglas B. Rasmussen, tachan las ideas de Ayn Rand sobre la filosofía de Aristóteles de «extremadamente vagas», y su conocimiento del sistema ético de éste de «muy insuficiente». Den-Uyl, D. J. y Rasmussen, D. B. (1984), Philosophic Thought of Ayn Rand, University of Illinois Press, p. 10. Citado por fr.wikipedia.org, artículo “Ayn Rand”. 23. Véase especialmente el análisis de Nicole Morgan sobre la derecha estadounidense en su obra Haine froide, op. cit. 24. Ayn Rand en 1976, citada por The Economist, 20 de octubre de 2012, p. 54. 25. Véase Ayn Rand, The Nature of Government, in Virtue of Selfishness. Las ideas de Ayn Rand sobre la política del laissez faire se inspiran en el economista austríaco Ludwig von Mises, a quien Rand consideraba el mejor economista de los tiempos modernos. 26. Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, p. 148. [El precio de la desigualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Madrid, 2012]. 27. Ibid., p. 251. 28. Ibid., así como Wilkinson, R. y Pickett, K. (2010), The Spirit Level: Why Equality is Better for Everyone, Penguin. [Desigualdad: un análisis de la (infelicidad) colectiva, Turner, Madrid, 2009]. 29. Cohen, D. (2009), La Prospérité du Vice – une Introduction (Inquiète) à l’Économie, Albin Michel, Édition Kindle, 3048. [La prosperidad del mal: una introducción (inquieta) a la economía, Taurus, Madrid, 2011]. 30. Rand, A. (1964), op. cit., p. 26. 31. Michael Prescott (2005), 32. Cavalli-Sforza, F. (1998), La Science du bonheur, Odile Jacob, 2011. [La ciencia de la felicidad, Random House, Barcelona, 2001]. 33. Véase el capítulo 19 de esta obra así como Diener, E. y Seligman, M. E. P. (2002), «Very happy people», Psychological Science, 13, 81-84, y Seligman, M. E. P. (2002), Authentic happiness: Using the New Positive Psychology to Realize Your Potential for Lasting Fulfillment, Free Press. [La auténtica felicidad, B de Bolsillo, Barcelona, 2011]. 34. Rachels, J., «Ethical Egoism» (2008), en Reason & Responsibility: Readings in Some Basic Problems of Philosophy, Joel Feinberg y Russ Sha‐ fer-Landau (eds.), pp. 532-540, Thomson Wadsworth, California, 2008. 35. Freud, S. (1900), L’Interprétation du rêve. Œuvres complètes. Psychanalyse, vol. 4, PUF, 2003, p. 290. Gesammelte Werke, II/III, p. 256. [La interpretación de los sueños, Akal, Madrid, 2013]. 36. Freud, S. (1991), Correspondance avec le pasteur Pfister, 1909-1939, Gallimard, 103. Jacques Van Rillaer tuvo la amabilidad de proporcio‐ narme estas fuentes. 37. Freud, S. (1900), op. cit., 2003, p. 233, Gesammelte Werke, II/III, p. 274. 38. Freud, S. (1981), Malaise dans la civilisation, Kindle, pp. 1567-1569. [El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 2010]. 39. Freud, S. (1915), Sur la guerre et la mort, en Œuvres complètes, Psychanalyse, vol. 13, PUF, pp. 1914-1915. 40. Darwin, C. (1881), La Descendance de l’homme et la sélection sexuelle, C. Reinwald (librero-editor), p. 120. [El origen del hombre: la selección natural y la sexual, Formación Alcalá, 2009]. 41. Ibid., p. 98. 42. Hochmann, J. (2012), Une histoire de l’empathie : Connaissance d’autrui, souci du prochain, Odile Jacob, pp. 53-59. 43. Freud, S. (1905), Standard Edition, vol. VIII, Jokes and their Relation to the Unconscious, Hogarth Press, 1971. [El chiste y su relación con lo

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inconsciente, Alianza, Madrid, 2012]. Pasaje traducido del inglés por Hochmann, J. (2012), op. cit., p. 54. Esta risa también sería provocada por la constatación de que la persona logra así economizar la energía que se emplea habitualmente en inhibir nuestras pulsiones y mante‐ ner las buenas formas. 44. Ibid., vol. XV, p. 112. 45. Jung, C. G. (1978), Présent et avenir, Denoël, pp. 137, 140. 46. Freud S. (1981), Malaise dans la civilisation, PUF, p. 68. [El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 2010]. 47. Freud, S. (1915), Gesammelte Werke, X, p. 231. 48. Waal, F. B. M. de (2013), The Bonobo and the Atheist: In Search of Humanism Among the Primates, WW Norton & Co., p. 39. 49. Haidt, J. (2012), The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, Allen Lane. Esto no excluye el hecho de que las normas sociales desempeñen posteriormente un papel importante al modelar de diversas maneras la moralidad personal de los individuos. 50. Turiel, E., Killen, M. y Helwig, C. C. (1987), «Morality: Its structure, functions, and vagaries», The Emergence of Morality in Young Children, University of Chicago Press, pp. 155-243; Hamlin, J. K., Wynn, K. y Bloom, P. (2007), «Social evaluation by preverbal infants», Nature, 450(7169), 557-559. 51. Freud, S. (1908), “Civilized” Sexual Morality and Modern Nervous Illness, en J. Strachey (ed.), The standard edition, Hogarth Press, vol. 9, 1959, p. 191. 52. Freud, A. (1936), Das ich und die abwehrmechanismen. 53. Bernard Golse, artículo «Altruisme» en Mijolla, A. de, Golse, B., Mijolla-Mellor, S. de y Perron, R. (2005), Dictionnaire international de la psychanalyse en 2 volúmenes (edición revisada y aumentada), Hachette; Ionescu, S., Jacquet, M.-M. y Lhote, C. (2012), Les Mécanismes de defense : Théorie et clinique (2.a edición), Armand Colin. 54. Freud, S. (1921), Psychologie collective et analyse du moi. [Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 2000]. Traducción de S. Jankélevitch, revisada por el autor, p. 51. Reedición en Essais de psychanalyse (1968), Petite Bibliothèque Payot. 55. Jacques Van Rillaer, comunicación personal, y Van Rillaer, J. (1980), Les Illusions de la psychanalyse, Mardaga. [Las ilusiones del psicoanálisis, Ariel, Barcelona, 1985]. 56. Comunicación de Jacques Lacan, Lettres de L’École freudienne, febrero-marzo de 1967, p. 34 y siguientes. [Actas de la Escuela Freudiana de París, Petrel, Barcelona, 1979]. 57. Canceil, O., Cottraux, J., Falissard, B., Flament, M., Miermont, J., Swendsen, J., Thurin, J.-M. (2004), Psychothérapie : trois approches évaluées, Inserm. 58. Moscovici, S. (1967), La Psychanalyse, son image et son public, PUF, 1976, p. 143. Citado por Van Rillaer, J. (1980), op. cit., p. 374. 59. Baruk, H. (1967), «De Freud au néo-paganisme moderne», La Nef, 3, p. 143; Baruk, H. (1968), en La Psychiatrie française de Pinel à nos jours, PUF, p. 29. Durante una investigación conducida por la socióloga Dominique Frischer con unos treinta parisinos analizados, uno de ellos «egoísta en el pasado, reconoció que el análisis desarrolló esta tendencia, haciendo de él un perfecto egocéntrico». Frischer, D. (1976), Les Analysés parlent, Stock, p. 312. Citado por Van Rillaer, J. (1980), op. cit., p. 373. 60. Citado por Van Rillaer, J. (1981), op. cit., p. 33. 61. Lacan, J. (1999), Encore : Le séminaire, livre XX, Seuil, p. 64. [El seminario, Paidós Ibérica, Barcelona, 1981]. 62. Citado por Van Rillaer, J. (2005), « Les bénefices de la psychanalyse », en Le Livre noir de la psychanalyse, Les Arènes, p. 200. 63. Rey, P. (1999), Une saison chez Lacan, Laffont, p. 74. [Una temporada con Lacán, Seix Barral, Barcelona, 1990]. 64. Ibid., p. 146. En la misma grabación, la respuesta que dio por teléfono a una mujer que le llamó varias veces para que le devolviera un li‐ bro prestado que él había perdido, también es constructiva: «Óyeme, vieja asquerosa, tiré al retrete tu libro de mierda. Y ahora, te lo ad‐ vierto, si me vuelves a llamar, ¡te rompo la cara! No quiero volver a oír tu voz, ¡nunca más!» (p. 170). 65. Ibid., p. 156. 66. Freud, S. (1923), Psychanalyse et théorie de la libido, Œuvres complètes, PUF, vol. XVI; edición de 1991, p. 183. Citado por Van Rillaer, J. (2012), « La psychanalyse freudienne : science ou pseudoscience ? », Pratique Neurologique-FMC, 3(4), 348-353. 67. De Falco, R. (junio de 2009), Raison, revista de Libre Pensée. 68. Popper señala, por ejemplo, que es imposible demostrar o refutar la existencia del inconsciente freudiano, ya que para demostrarlo, se ne‐ cesitaría poder conocerlo, y en ese caso ya no sería inconsciente. Así, el razonamiento psicoanalítico es circular. El inconsciente cognitivo de la psicología contemporánea y las neurociencias no tiene nada que ver con el freudiano y puede, en cambio, ser verificado por el estu‐ dio del comportamiento y los mecanismos cerebrales. 69. Meyer, C., Borch-Jacobsen, M., Cottraux, J., Pleux, D. y Van Rillaer, J. (2010), Le Livre noir de la psychanalyse : Vivre, penser et aller mieux sans Freud, Les Arènes, p. 279. 70. Wittgenstein, L. (1978), Culture and Value, Blackwell Publishers, p. 55. Citado por Bouveresse, J. (1991), Philosophie, mythologie et pseudo-science : Wittgenstein lecteur de Freud, Éditions de l’éclat, p. 13. [Aforismos: cultura y valor, Espasa Libros, Madrid, 2004]. 71. Klein, M. (1948), Essais de psychanalyse, traducido, Payot, 1948, p. 263. Citado en Meyer, C. et al. (2010), op. cit., p. 228. 72. Grünbaum, A. (2000), La Psychanalyse à l’épreuve, Éditions de l’éclat. 73. Freud, S. (1908), « La morale sexuelle civilisée et la maladie nerveuse des temps modernes », La Vie sexuelle, PUF, p. 42. [Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, Alianza, Madrid, 2010]. 74. Van Rillaer, J. (2010), « Les mécanismes de défense freudiens » en Meyer, C., Borch-Jacobsen, M., Cottraux, J., Pleux, D. y Van Rillaer, J. (2010), op. cit., p. 364. 75. Ellenberger, H. F. (1972), «The story of “Anna O”: A critical review with new data», Journal of the History of the Behavioral Sciences, 8(3), 267-279. Citado por Van Rillaer, J. (2012), « La psychanalyse freudienne : science ou pseudoscience ? », Pratique neurologique-FMC, 3(4), 348-353. 76. Borch-Jacobsen, M. (2011), Les Patients de Freud : Destins, Éditions Sciences humaines. 77. Bettelheim, B. (1967), La Forteresse vide, Gallimard, p. 171. [La fortaleza vacía: autismo infantil y el nacimiento del yo, Paidós Ibérica, Bar‐ celona, 2007]. 78. BBC, Horizon, 8 de junio de 2006, producido y realizado por Emma Sutton. 79. Temple Grandin, BBC Radio, The Interview, 12 de abril de 2012, así como las memorias de su madre: Cutler, E. (2004), Thorn in My Pocket: Temple Grandin’s Mother Tells the Family Story (1.a edición), Future Horizons. 80. « Autisme : un scandale français », Sciences et Avenir, 782, abril de 2012. 81. Ibid.

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82. Franck Ramus, palabras recogidas por Hervé Ratel, Sciences et Avenir.fr, 29 de marzo de 2012. Algunos autistas tienen un cerebro más voluminoso y un estudio reciente, publicado en la revista PNAS, puso de manifiesto una sobreproducción de neuronas del 67 % en la corteza prefrontal implicada en el lenguaje y el pensamiento. 83. Herbert, M. R. y Weintraub, K. (2012), The Autism Revolution: Whole Body Strategies for Making Life All It Can Be, Ballantine Books Inc. 84. Véase especialmente el expediente de Franck Ramus, director de investigaciones del CNRS, « Autisme : un scandale français », Sciences et Avenir, op. cit. 85. Paul Ekman, comunicación personal. 86. Este ejemplo fue dado por Robert Holt, en Holt, R. R. (1965), «A review of some of Freud’s biological assumptions and their influence on his theories», en Greenfield, N. S. y Lewis, W. C. (1965), Psychoanalysis and Current Biological Thought, University of Wisconsin Press, 6, 93-124. 87. Wallach, M. A. y Wallach, L. (1983), Psychology’s Sanction for Selfishness: The Error of Egoism in Theory and Therapy, W. H. Freeman & Co. Ltd. 88. Horney, K. (1951), Neurosis and Human Growth — The Struggle Toward Self-Realization, Routledge and Kegan Paul. 89. Wallach, M. A. y Wallach, L. (1983), op. cit., pp. 116-120. 90. Ibid., p. 162.

26. Sentir odio o compasión por uno mismo

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1. Para tener una excelente revisión del conjunto de investigaciones, véase Gilbert, P. y Irons, C. (2005), «Focused therapies and compassiona‐ te mind training for shame and self-attacking», Compassion: Conceptualisations, Research and Use in Psychotherapy, 263-325. 2. Ibid. 3. Park, R. J., Goodyer, I. M. y Teasdale, J. D. (2005), «Self-devaluative dysphoric experience and the prediction of persistent first-episode ma‐ jor depressive disorder in adolescents», Psychological Medicine, 35(4), 539-548. 4. Gilbert, P. y Irons, C. (2005), op. cit., p. 271. 5. Neff, K. (2011), Self-Compassion: Stop Beating Yourself Up and Leave Insecurity Behind, William Morrow, p. 34 (traducido del inglés). [Sé amable contigo mismo: el arte de la compasión hacia uno mismo, Oniro, Barcelona, 2012]. 6. Ibid. 7. Santa Mina, E. E. y Gallop, R. M. (1998), «Childhood sexual and physical abuse and adult self-harm and suicidal behaviour: a literature review», Canadian Journal of Psychiatry, 43, 793-800; Glassman, L. H., Weierich, M. R., Hooley, J. M., Deliberto, T. L., y Nock, M. K. (2007), «Child maltreatment, non-suicidal self-injury, and the mediating role of self-criticism», Behaviour Research and Therapy, 45(10), 2483-2490. 8. Bohus, M., Limberger, M., Ebner, U., Glocker, F. X., Schwarz, B., Wernz, M. y Lieb, K. (2000), «Pain perception during self-reported dis‐ tress and calmness in patients with borderline personality disorder and self-mutilating behavior», Psychiatry Research, 95(3), 251-260. 9. André, C. (2009), Les États d’âme, Odile Jacob, p. 356. 10. Para tener más información sobre las tendencias suicidas, véase Stanley, B., Gameroff, M. J., Michalsen, V. y Mann, J. J. (2001), «Are suici‐ de attempters who self-mutilate a unique population?», American Journal of Psychiatry, 158(3), 427-432. 11. Gilbert, P. y Irons, C. (2005), op. cit. 12. Ibid., p. 291. 13. Ibid., pp. 303, 312. 14. Ibid., p. 287. 15. Neff, K. D. (2011), op. cit., p. 41. Neff, K. D. (2003), op. cit., p. 22. 16. Neff, K. D. (2011), op. cit., p. 43. 17. Kohut, H. (1971), The Analysis of the Self, New York Univerity Press; Neff, K. D. (2011), op. cit., p. 64. Véase también Baumeister, R. F. y Leary, M. R. (1995), «The need to belong: desire for interpersonal attachments as a fundamental human motivation», Psychological bulletin, 117(3), 497. 18. Neff, K. D. (2011), op. cit., p. 69. 19. Gilbert, P. y Irons, C. (2005), op. cit., p. 312. 20. MBSR, «Mindfulness Based Stress Reduction» es un entrenamiento secular para la meditación sobre la conciencia plena, basado en una meditación budista, que fue desarrollado en el sistema hospitalario de los Estados Unidos de América hace más de veinte años por Jon Kabat-Zinn y se utiliza actualmente con éxito en más de 200 hospitales para disminuir los dolores posoperatorios y los asociados al cán‐ cer y otras enfermedades graves. Véase Kabat-Zinn, J., Lipworth, L. y Burney, R. (1985), «The clinical use of mindfulness meditation for the self-regulation of chronic pain», Journal of Behavioral Medicine, 8(2), 163-190. 21. Davidson, R. J., Kabat-Zinn, J., Schumacher, J., Rosenkranz, M., Muller, D., Santorelli, S. F., Sheridan, J. F. (2003), «Alterations in brain and immune function produced by mindfulness meditation», Psychosomatic Medicine, 65(4), 564-570. Sobre los efectos a largo plazo de la meditación, véase el capítulo 21, «El entrenamiento del espíritu: lo que las ciencias cognitivas dicen acerca de él». 22. Shapiro, S. L., Astin, J. A., Bishop, S. R. y Cordova, M. (2005), «Mindfulness-based stress reduction for health care professionals: Results from a randomized trial», International Journal of Stress Management, 12(2), 164-176. 23. Neff, K. D. (2003a), «Self-compassion: An alternative conceptualization of a healthy attitude toward oneself», Self and Identity, 2(2), 85101; Neff, K. D. (2003b), «The development and validation of a scale to measure self-compassion», Self and Identity, 2(3), 223-250. 24. Crocker, J., Moeller, S. y Burson, A. (2010), «The costly pursuit of self-esteem», Handbook of Personality and Self-Regulation, 403-429. 25. Neff, K. D. (2003b), op. cit. 26. Gilbert, P. (1989), Human Nature and Suffering, Lawrence Erlbaum; Gilbert, P. y Irons, C. (2005), op. cit. 27. Neff, K. D., Kirkpatrick, K. L. y Rude, S. S. (2007), «Self-compassion and adaptive psychological functioning», Journal of Research in Personality, 41(1), 139-154. Véase también Swann, W. B. (1996), Self-Traps: The Elusive Quest for Higher Self-Esteem, W. H. Freeman. 28. Leary, M. R., Tate, E. B., Adams, C. E., Allen, A. B. y Hancock, J. (2007), «Self-compassion and reactions to unpleasant self-relevant events: The implications of treating oneself kindly», Journal of Personality and Social Psychology, 92(5), 887. 29. Véanse especialmente las conclusiones de Richard Tremblay basadas en el estudio longitudinal de Montreal, que se realizó durante tres décadas. Tremblay, R. E. (2008), Prévenir la violence dès la petite enfance, Odile Jacob. 30. Olds, D. L., Robinson, J., O’Brien, R., Luckey, D. W., Pettitt, L. M., Henderson, C. R., Hiatt, S. (2002), «Home visiting by paraprofessionals and by nurses: a randomized, controlled trial», Pediatrics, 110(3), 486-496.

31. André, C. (2009), Les États d’âme, Odile Jacob, p. 353.

27. Las carencias de la empatía 1. Singer, T. y Lamm, C. (2009), «The social neuroscience of empathy», Annals of the New York Academy of Sciences, 1156(1), 81-96. 2. Krasner, M. S., Epstein, R. M., Beckman, H., Suchman, A. L., Chapman, B., Mooney, C. J. y Quill, T. E. (2009), «Association of an educatio‐ nal program in mindful communication with burnout, empathy, and attitudes among primary care physicians», JAMA, 302(12), 12841293. 3. David Shlim, prólogo de Rimpoché, C. N. (2006), Medicine and Compassion. 4. Ibid. 5. Ibid. 6. Maslach, C. (1982), Burnout: The Cost of Caring, Prentice Hall Trade, p. 3. 7. Ibid., p. 4. 8. Prólogo de Pr. Patrick Légeron en Maslach, C. y Leiter, M. P. (2011), Burnout : Le syndrome d’épuisement professionnel, Les Arènes, p. 16. 9. Maslach, C. (1982), op. cit., p. 10 y siguientes. 10. Maslach, C. y Leiter, M. P. (2011), op. cit., pp. 32-40. 11. Maslach, C. (1982), op. cit., p. 58. 12. Ibid., p. 59. 13. Ibid., p. 70. 14. McGrath, M. y Oakley, B. (2011), «Codependency and pathological altruism», en Oakley, B., Knafo, A., Madhavan, G. y Wilson, D. (2012), Pathological Altruism, Oxford University Press, Estados Unidos, capítulo 4, p. 59. 15. Zanarini, M. C. (2000), «Childhood experiences associated with the development of borderline personality disorder», Psychiatric Clinics of North America, 23(1), 89-101. 16. Richard Davidson, comunicación personal. 17. El concepto de «psicópata» fue introducido por Cleckley, H. (1941), The Mask of Sanity; An Attempt to Reinterpret the So-Called Psychopathic Personality, edición revisada, 1982, Mosby Medical Library. 18. American Psychiatric Association (1994), DSM-IV: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (4.a edición), American Psy‐ chiatric Association, Washington, DC. 19. Blair, R. J. R, Jones, L., Clark, F. y Smith, M. (1997), «The psychopathic individual: A lack of responsiveness to distress cues?», Psychophysiology, 34(2), 192-198. 20. Hare, R. D. (1999), Without Conscience: The Disturbing World of the Psychopaths Among Us (1.a edición), Guilford Press. [Sin conciencia: el inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean, Paidós Ibérica, Barcelona, 2003]. 21. Newman, J. P., Patterson, C. M. y Kosson, D. S. (1987), «Response perseveration in psychopaths», Journal of Abnormal Psychology, 96(2), 145. 22. Miller, G. (2008), «Investigating the psychopathic mind», Science, 321(5894), 1284-1286. 23. Hare, R. D., McPherson, L. M. y Forth, A. E. (1988), «Male psychopaths and their criminal careers», Journal of Consulting and Clinical Psychology, 56(5), 710. 24. Hare, R. D. (1993), «Without conscience», op. cit. 25. La lista de 20 puntos de Hare incluye: encanto superficial, sentido de grandeza, necesidad de estímulos y predisposición al aburrimiento, mentira patológica, arte de manipular a los otros y engañarlos, ausencia de remordimientos y del sentimiento de culpabilidad, frialdad interpersonal, falta de empatía, estilo de vida parásito, control emocional débil, promiscuidad sexual, problemas de comportamiento des‐ de temprana edad (mentira, robo, engaño, vandalismo, crueldad con los animales), ausencia de objetivos realistas a largo plazo, impulsi‐ vidad, irresponsabilidad, incapacidad de asumir la responsabilidad de sus propias acciones, una gran cantidad de relaciones sentimentales de corto plazo, delincuencia juvenil, reincidencia, y multiplicidad y diversidad de actividades criminales. Para la versión más reciente de esta lista, véase Hare, R. D. (2003), Manual for the Revised Psychopathy Checklist (2.a edición), Toronto, ON, Canadá, Multi-Health Systems. 26. Hare, R. D. (1993), Without Conscience, op. cit. 27. Raine, A., Lencz, T., Bihrle, S., LaCasse, L. y Colletti, P. (2000), «Reduced prefrontal gray matter volume and reduced autonomic activity in antisocial personality disorder», Archives of general psychiatry, 57(2), 119. 28. Citado por Pinker, S. (2011), The Better Angels of Our Nature: Why Violence Has Declined, Viking Adult, p. 495. [Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, Paidós Ibérica, Barcelona, 2012]. 29. 30. Norris, J. (1992), Walking Time Bombs, Bantam, p. 63. 31. McCormick, J., Annin, P. (1994), «Alienated, marginal and deadly», Newsweek, septiembre de 1994. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 495. 32. Fazel, S. y Danesh, J. (2002), «Serious mental disorder in 23 000 prisoners: a systematic review of 62 surveys», The Lancet, 359(9306), 545550. Hart, S. D. y Hare, R. D. (1996), «Psychopathy and antisocial personality disorder», Current Opinion in Psychiatry, 9(2), 129-132. 33. Hemphill, J. F., Hare, R. D. y Wong, S. (1998), «Psychopathy and recidivism: A review», Legal and Criminological Psychology, 3(1), 139170. 34. Blair, R. J. R., Peschardt, K. S., Budhani, S., Mitchell, D. G. V. y Pine, D. S. (2006), «The development of psychopathy», Journal of Child Psychology and Psychiatry, 47(3-4), 262-276; Blonigen, D. M., Hicks, B. M., Krueger, R. F., Patrick, C. J. y Iacono, W. G. (2005), «Psycho‐ pathic personality traits: Heritability and genetic overlap with internalizing and externalizing psychopathology», Psychological Medicine, 35(05), 637-648. 35. Muhammad, M. (2009), Scared Silent (1.a edición), Strebor Books. 36. Babiak, P. y Hare, R. D. (2007), Snakes in suits: When Psychopaths Go to Work, HarperBusiness. 37. Board, B. J. y Fritzon, K. (2005), y Board, B., «The Tipping Point», The New York Times, 11 de mayo de 2005, sección Opinión:

38. Kiehl, K. y Buckholtz, J., « Dans la tête d’un psychopathe », (noviembre-diciembre de 2011), Cerveau et Psycho, 48. 39. Miller, G. (2008), «Investigating the psychopathic mind», Science, 321(5894), 1284-1286.

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40. Harenski, C. L., Harenski, K. A., Shane, M. S. y Kiehl, K. A. (2010), «Aberrant neural processing of moral violations in criminal psycho‐ paths», Journal of Abnormal Psychology, 119(4), 863; y para una revisión de síntesis, Blair, R. J. R. (2010), «Neuroimaging of psychopathy and antisocial behavior: A targeted review», Current Psychiatry Reports, 12(1), 76-82. 41. Ermer, E., Cope, L. M., Nyalakanti, P. K., Calhoun, V. D. y Kiehl, K. A. (2012), «Aberrant paralimbic gray matter in criminal psycho‐ pathy», Journal of Abnormal Psychology, 121(3), 649. 42. Anderson, N. E. y Kiehl, K. A. (2012), «The psychopath magnetized: insights from brain imaging», Trends in Cognitive Sciences, 16(1), 5260. 43. Además de la corteza orbitofrontal y la amígdala, el sistema límbico comprende la corteza cingulada anterior —que regula los estados emocionales y ayuda a los individuos a controlar sus pulsiones y la repentina ocurrencia de errores en su comportamiento—, así como la ínsula —que desempeña un papel esencial en el reconocimiento de la violación de las normas sociales y en los sentimientos de cólera, te‐ mor, empatía y asco—. Se sabe que los psicópatas son indiferentes a las normas sociales y que tienen una tolerancia al asco particular‐ mente elevada, ya que toleran olores e imágenes repugnantes con serenidad. 44. Raine, A., Lencz, T., Bihrle, S., LaCasse, L. y Colletti, P. (2000), «Reduced prefrontal gray matter volume and reduced autonomic activity in antisocial personality disorder», Archives of general psychiatry, 57(2), 119. 45. Miller, G. (2008), op. cit. 46. Cleckley, H. (1941), op. cit.; Salekin, R. T. (2002), «Psychopathy and therapeutic pessimism: Clinical lore or clinical reality?», Clinical Psychology Review, 22(1), 79-112. 47. Caldwell, M., Skeem, J., Salekin, R. y Van Rybroek, G. (2006), «Treatment response of adolescent offenders with psychopathy features a 2year follow-up», Criminal Justice and Behavior, 33(5), 571-596; Caldwell, M. F., McCormick, D. J., Umstead, D. y Van Rybroek, G. J. (2007), «Evidence of treatment progress and therapeutic outcomes among adolescents with psychopathic features», Criminal Justice and Behavior, 34(5), 573-587. 48. Michael Caldwell, comunicación personal, Madison, octubre de 2012. 49. Caldwell, M. F. et al. (2006), op. cit., y Kiehl, K. y Buckholtz, J., En la cabeza de un psicópata (noviembre-diciembre de 2011), Cerveau et Psycho, 48. 50. Testimonio extraído de la obra de Andrew Solomon (2002), Le Diable intérieur : Anatomie de la dépression, Albin Michel. [El demonio de la depresión, Punto de Lectura, Madrid, 2003]. 51. Milner, J. S., Halsey, L. B. y Fultz, J. (1995), «Empathic responsiveness and affective reac​tivity to infant stimuli in high-and low-risk for physical child abuse mothers», Child Abuse & Neglect, 19(6), 767-780. Para tener resultados paralelos obtenidos al utilizar medidas fisio‐ lógicas, véase Frodi, A. M. y Lamb, M. E. (1980), «Child abusers’ responses to infant smiles and cries», Child Development, 51(1), 238. Ci‐ tados por Batson, C. D. (2011), Altruism in Humans, Oxford University Press. 52. Véase especialmente Schewe, P. A. (2002), Preventing Violence in Relationships: Interventions across the Life Span, vol. VIII, American Psy‐ chological Association. 53. Véanse especialmente McCullough, M. E., Worthington Jr., E. L. y Rachal, K. C. (1997), «Interpersonal forgiving in close relationships», Journal of Personality and Social Psychology, 73(2), 321 McCullough, M. E., Rachal, K. C., Sandage, S. J., Worthington Jr., E. L., Brown, S. W. y Hight, T. L. (1998), «Interpersonal forgiving in close relationships, II. Theoretical elaboration and measurement», Journal of Personality and Social Psychology, 75(6), 1586; Witvliet, C. V. O., Ludwig, T. E. y Vander Laan, K. L. (2001), «Granting forgiveness or harboring grudges: Implications for emotion, physiology, and health», Psychological Science, 12(2), 117-123. Citado por Batson, C. D. (2011), op. cit. 54. Harmon-Jones y sus colaboradores evaluaron el efecto de la empatía sobre la ira midiendo, con un electroencefalograma (EEG), la activi‐ dad de la corteza frontal izquierda, de la que se sabe que está correlacionada a la intensidad de la ira. En la fase inicial del experimento, los investigadores influyen en el grado de empatía de los miembros de dos grupos de estudiantes voluntarios (que participaban en el ex‐ perimento uno por uno) pidiendo a los unos que imaginen los sentimientos de una estudiante que sufre de esclerosis múltiple, inducien‐ do de esta manera una empatía elevada hacia ella (en realidad, se trata de una cómplice de los investigadores), y a los otros, que analicen la situación de la enferma de una manera distante y objetiva, lo que sólo induce una empatía débil. Luego, la estudiante voluntaria que se supone que sufre de esclerosis múltiple da a los voluntarios un informe brusco e insultante, apropiado para generar una reacción agresiva, sobre un ensayo que los voluntarios habían escrito, o una evaluación neutra. Se registra la actividad del EEG de los voluntarios inmedia‐ tamente después de haber recibido estas evaluaciones. Se comprobó que la actividad de la corteza frontal, que normalmente aumenta cuando alguien es insultado y va ligada a la agresividad, aumentó mucho en los sujetos del grupo a quienes se les pidió adoptar una acti‐ tud distante, pero resultó inhibida en aquellos a quienes les indujeron la empatía. Este experimento es uno de los que demuestran más claramente que la empatía puede inhibir directamente el deseo de agredir. Harmon-Jones, E., Vaughn-Scott, K., Mohr, S., Sigelman, J. y Harmon-Jones, C. (2004), «The effect of manipulated sympathy and anger on left and right frontal cortical activity», Emotion, 4(1), 95. Citado por Batson, C. D. (2011), op. cit., p. 167.

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28. En el origen de la violencia: la desvalorización del otro 1. Hare, R. D. (1993), Without Conscience: The Disturbing World of the Psychopaths among Us, Pocket Books, p. 33. [Sin conciencia: el inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean, Paidós Ibérica, Barcelona, 2003]. Citado por Baumeister, R. F. (2001), Evil: Inside Human Cruelty and Violence, Barnes & Noble, p. 221. 2. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 509. 3. Aaron Beck dijo esto durante una reunión con el Dalái Lama en Suecia en 2005. Esta cifra indica la importancia de las sobreimposiciones mentales que afectan a nuestras percepciones bajo la influencia de la cólera, pero no corresponde a una evaluación precisa y medida de las distorsiones cognitivas. 4. Para tener una presentación detallada de este mecanismo, véase Beck, A. (2004), Prisonniers de la haine : Les racines de la violence, Masson, p. 211-214. [Prisioneros del odio: las bases de la ira, la hostilidad y la violencia, Paidós Ibérica, Barcelona, 2003]. 5. Dalái Lama, (2001), Conseils du cœur, Presses de la Renaissance. 6. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 164 y Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 157. 7. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 529 y siguientes. 8. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 167. 9. Brezina, T., Agnew, R., Cullen, F. T. y Wright, J. P. (2004), «The code of the street A quantitative assessment of Elijah Anderson’s subculture of violence thesis and its contribution to youth violence research», Youth Violence and Juvenile Justice, 2(4), 303-328. 10. Courtwright, D. T. (1998), Violent Land: Single Men and Social Disorder from the Frontier to the Inner City (nueva edición), Harvard Uni‐

versity Press. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 103. 11. Deuteronomio 32,41-43 (Biblia interconfesional), 12. Dalái Lama, discurso en la Sorbona, durante un encuentro de los galardonados del Premio de la Memoria, en 1993. Traducción personal. 13. Hillesum, E. (1995), Une vie bouleversée, Journal, 1941-1943, Points. [Una vida conmocionada: diario, 1941-1943, Anthropos, Barcelona, 2007]. 14. Dui Hua Foundation, Reducing Death Penalty Crimes in China More Symbol Than Substance, Dialogue, 40, 2010. 15. Reportaje difundido en la radio BBC World Service, 6 de octubre de 2006. 16. Vergely, B. (1998), Souffrance, Flammarion. 17. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., pp. 132-134. 18. Goodwin, F. K. y Jamison, K. R. (2007), Manic-depressive illness: bipolar disorders and recurrent depression (vol. 1), Oxford University Press. 19. Scully, D. (1990), Understanding Sexual Violence: A Study of Convicted Rapists, Routledge. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 138. 20. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., pp. 141, 144. 21. Kernis, M. H. (1993), «The roles of stability and level of self-esteem in psychological functioning», en Self-Esteem: The Puzzle of Low SelfRegard (pp. 167-182), Plenum Press, New York. Véase también André, C. y Lelord, F. (2008), L’Estime de soi : S’aimer pour mieux vivre avec les autres, Odile Jacob, capítulo 4. [La autoestima: gustarse a sí mismo para mejor vivir con los demás, Kairós, Barcelona, 2002]. 22. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 149. 23. Berkowitz, L. (1978), «Is criminal violence normative behavior? Hostile and instrumental aggression in violent incidents», Journal of Research in Crime and Delinquency, 15(2), 148-161. 24. Ford, F. L. (1987), Political Murder: From Tyrannicide to Terrorism, Harvard Univ. Press, p. 80. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 152. 25. Johnson, D. D., McDermott, R., Barrett, E. S., Cowden, J., Wrangham, R., McIntyre, M. H. y Rosen, S. P. (2006), «Overconfidence in war‐ games: experimental evidence on expectations, aggression, gender and testosterone», Proceedings of the Royal Society B: Biological Sciences, 273(1600), 2513-2520. 26. Beck, A. (2004), op. cit., p. 34. 27. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., pp. 39-48. 28. Straus, M. (1980), «Victims and aggressors in marital violence», American Behavioral Scientist, 23(5), 681. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 53. 29. Black, D. (1983), «Crime as social control», American Sociological Review, 34-45. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 83. 30. Luckenbill, D. F. (1977), «Criminal homicide as a situated transaction», Social Problems, 176-186; Gottfredson y Hirschi, 1991, A General Theory of Crime. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 53. 31. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 117. 32. Ibid., p. 62. 33. Twitchell, J. B. (1985), Dreadful Pleasures: An Anatomy of Modern Horror, Oxford University Press Inc.; Twitchell, 1985, Dreadful Pleasures, citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., pp. 64, 66. 34. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 77. 35. Norris, J. (1992), Walking Time Bombs, Bantam, p. 53. 36. Ibid., pp. 18-19. 37. Luc Ferry, « La haine, propre de l’homme », Le Point, 22 de marzo de 2012, n.o 2062. 38. Jankowski, M. S. (1991), Islands in the Street: Gangs and American Urban Society, University of California Press, p. 177. 39. Finkelhor, D. y Yllö, K. (1987), License to Rape: Sexual Abuse of Wives, Free Press. 40. Toch, H. (1993), Violent Men: An Inquiry into the Psychology of Violence (2.a edición revisada), American Psychological Association. 41. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., pp. 232-236. 42. Gottfredson, M. y Hirschi, T. (1990), A general theory of crime, Stanford University Press, p. 105. 43. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 106. 44. Gelles, R. J. (1988), Intimate Violence, Simon & Schuster. 45. Katz, J. (1990), Seductions of Crime: Moral and Sensual Attractions in Doing Evil, Basic Books, así como Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 111. 46. Milgram, S. (1963), «Behavioral study of obedience», The Journal of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371. 47. « Le Jeu de la mort », emitido en France 2 el 17 de marzo de 2010. 48. Zimbardo, P. (2007), The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil, Random House. [El efecto Lucifer: el porqué de la maldad, Paidós Ibérica, Barcelona, 2008]. 49. Incluso consideramos la posibilidad de repetir el experimento de la cárcel de Stanford sólo con veteranos practicantes budistas, y con la introducción de múltiples variantes: que todos sean guardianes, que todos los prisioneros fueran meditadores budistas, o incluso los dos. También se podría considerar una población mixta de estudiantes y meditadores. Pero, según Phil, actualmente sería casi imposible obte‐ ner el permiso de los comités de ética que examinan las propuestas de investigación, debido a las consecuencias potencialmente perturba‐ doras para los voluntarios. 50. Zimbardo, P. (2007), op. cit. 51. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 509. 52. Ver el cuadro de la revista New Scientist, , basado en White, M. (2012), The Great Big Book of Horrible Things: The Definitive Chronicle of History’s 100 Worst Atrocities, W.W. Norton & Co., así como McEvedy, C., Jones, R. et al. (1978), Atlas of World Population History, Penguin Books Ltd., para conocer las cifras respecto a la población mundial en diversos mo‐ mentos de la historia. 53. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 196. 54. Fanon, F. (2002), Les Damnés de la terre, La Découverte. [Los condenados de la tierra, Txalaparta, Tafalla, 2011]. 55. Baumeister, R. F. (2001), Evil: Inside Human Cruelty and Violence, Barnes & Noble, p. 120. 56. Maalouf, A. (1999), Les Croisades vues par les Arabes (1.a edición), J’ai lu. [Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza, Madrid, 2003].

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57. Rummel, R. J. (1994), Death by Government, Transaction Publishers. 58. Freud S. (1915) « Considérations actuelles sur la guerre et sur la mort ». Traducción, en Essais de psychanalyse, Petite Bibliothèque Payot, 1963, p. 262. 59. Freud, S. (2002), Œuvres complètes, Vol. XVIII, 1926-1930, Le Malaise dans la culture, PUF, p. 308. [El malestar en la cultura, Alianza, Ma‐ drid, 2010]. 60. Además, como explica Jacques Van Rillaer, psicoanalista veterano que exploró este tema con detalle en su obra Las ilusiones del psicoanálisis, en la actualidad los psicólogos rechazan el principio según el cual los seres vivos intentan fundamentalmente buscar un estado total‐ mente libre de tensión y reducir toda nueva tensión que se produzca en ellos. Al contrario, un animal o un hombre situado en un lugar cómodo, pero aislado por completo de toda estimulación que pueda generar tensiones, rápidamente sentirán que esta situación es muy desagradable. Van Rillaer, J. (1995), Les Illusions de la psychanalyse, op. cit., p. 289, y la nota 94. [Las ilusiones del psicoanálisis, Ariel, Bar‐ celona, 1985]. 61. Ibid., p. 296. 62. Lorenz K. (1969), L’Agression, une histoire naturelle du mal, Flammarion, p. 5. [Sobre la agresión: el pretendido mal, Siglo XXI de España, Madrid, 1992]. 63. Ibid., p. 265. 64. Ibid., pp. 232-233. 65. Ibid., p. 48. 66. Waal, F. B. M. de (1997), Le Bon Singe : Les bases naturelles de la morale, Bayard, pp. 205-208. [Bien natural: los orígenes del bien y del mal en los humanos y otros animales, Herder, Barcelona, 1997]. 67. Eibl-Eibesfeldt I. (1972), Contre l’agression, Stock. [Amor y odio: historia natural del comportamiento humano, Salvat, Barcelona, 1994]. 68. Ibid., p. 91. 69. Kohn, A. (1992), The Brighter Side of Human Nature, op. cit., p. 51. 70. Davidson, R. J., Putnam, K. M. y Larson, C. L. (2000), «Dysfunction in the neural circuitry of emotion regulation—a possible prelude to violence», Science, 289(5479), 591-594; Friedman, H. S. (1992), Hostility, Coping, & Health vol. XVI. American Psychological Association, Washington, DC. 71. Williams, R. B., Barefoot, J. C. y Shekelle, R. B. (1985), «The health consequences of hostility», en Chesney, M. A. y Rosenman, R. H. (1985), Anger and Hostility in Cardiovascular and Behavioral Disorders, Hemisphere Publishing Corporation. 72. Douglas, J. E. (1995), «Mindhunter: inside the FBI’s elite serial crime unit», Scribner, New York. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 273. 73. Prunier, G. (1998), Rwanda : le génocide, Dagorno. 74. Adams, D. B. (2006), «Brain mechanisms of aggressive behavior: an updated review», Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 30(3), 304318. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., pp. 495-496. 75. Panksepp, J. (2004), Affective Neuroscience: The Foundations of Human and Animal Emotions, vol. 4, Oxford University Press, Estados Unidos. 76. Davidson, R. J., Putnam, K. M. y Larson, C. L. (2000), «Dysfunction in the neural circuitry of emotion regulation-a possible prelude to violence», Science, 289(5479), 591-594. 77. Conclusión de un informe conjunto de seis de las principales asociaciones médicas estadounidenses, American Academy of Pediatrics, Policy statement, «Media violence», en Pediatrics, vol. 124, pp. 1495-1503, 2009. 78. En contraste con los miles de estudios que señalan que las imágenes y los videojuegos aumentan los comportamientos violentos, ni un solo estudio ha identificado efecto alguno de desahogo que reduzca dichos comportamientos (efecto catártico). Véase el siguiente artículo de síntesis sobre el impacto de la violencia en los medios: Christensen P. N. y Wood W. (2007), «Effects of media violence on viewers’ ag‐ gression in unconstrained social interaction», en Preiss, R. W., Gayle, B. M., Burrell, N., Allen, M. y Bryant, J. (2007), Mass Media Effects Research: Advances through Meta-Analysis, Lawrence Erlbaum, pp. 145-168. Citado por Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit., p. 316. 79. Desmurget, M. (2012), « La télévision, creuset de la violence », Cerveau et Psycho, 8, noviembre-enero de 2012. Desmurget, M. (2012), TV Lobotomie : La vérité scientifique sur les effets de la télévision, Max Milo. 80. Gerbner, G., Gross, L., Morgan, M. y Signorielli, N. (1986), «Living with television: The dynamics of the cultivation process», Perspectives on media effects, 17-40; Gerbner, G., Gross, L., Morgan, M., Signorielli, N. y Shanahan, J. (2002), «Growing up with television: Cultivation processes», Media effects: Advances in theory and research, 2, 43-67. 81. Citado en Kohn, A. (1992), op. cit., p. 37. 82. Mares, M. L. y Woodard, E. (2005), «Positive effects of television on children’s social interactions: A meta-analysis», Media Psychology, 7(3), 301-322. 83. Christakis, D. A. y Zimmerman, F. J. (2007), «Violent television viewing during preschool is associated with antisocial behavior during school age», Pediatrics, 120(5), 993-999. 84. Desmurget, M. (2012), « La télévision, creuset de la violence », Cerveau et Psycho, 8, noviembre-enero de 2012. Estos efectos son indepen‐ dientes del temperamento habitual, más o menos agresivo, de la persona. 85. Sestir, M. A. y Bartholow, B. D. (2010), «Violent and nonviolent video games produce opposing effects on aggressive and prosocial outco‐ mes», Journal of Experimental Social Psychology, 46(6), 934-942; Bartholow, B. D., Bushman, B. J. y Sestir, M. A. (2006), «Chronic violent video game exposure and desensitization to violence: Behavioral and event-related brain potential data», Journal of Experimental Social Psychology, 42(4), 532-539; Engelhardt, C. R., Bartholow, B. D., Kerr, G. T. y Bushman, B. J. (2011), «This is your brain on violent video games: Neural desensitization to violence predicts increased aggression following violent video game exposure», Journal of Experimental Social Psychology, 47(5), 1033-1036. Sin embargo, a los autores de actos graves de violencia, especialmente de asesinatos, la influencia de los medios les afecta sobre todo cuando ya están predispuestos a la violencia. Comparados con el resto de la población, efectivamente, las personas agresivas van a ver más películas violentas y la influencia que éstas ejercen sobre su tendencia a encolerizarse y a cometer actos de violencia es más fuerte que en otras personas. Véase Bushman, B. J. (1995), «Moderating role of trait aggressiveness in the effects of violent media on aggression», Journal of Personality and Social Psychology, 69(5), 950. 86. Desmurget, M. (2012), «L’empreinte de la violence», Cerveau et Psycho, 8, noviembre-enero de 2012. 87. Diener, E. y DeFour, D. (1978), «Does television violence enhance program popularity?», Journal of Personality and Social Psychology, 36(3), 333. Citado por Lecomte, J. (2012), op. cit., p. 314.

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88. Lenhart, A., Kahne, J., Middaugh, E., Macgill, A. R., Evans, C. y Vitak, J. (2008), «Teens, Video Games, and Civics: Teens», Pew Internet & American Life Project, 76; Escobar-Chaves, S. L. y Anderson, C. A. (2008), «Media and risky behaviors», The Future of Children, 18(1), 147-180. 89. Anderson, C. A., Shibuya, A., Ihori, N., Swing, E. L., Bushman, B. J., Sakamoto, A., Saleem, M. (2010), «Violent video game effects on ag‐ gression, empathy, and prosocial behavior in eastern and western countries: a meta-analytic review», Psychological Bulletin, 136(2), 151. 90. Gentile, D. A., Lynch, P. J., Linder, J. R. y Walsh, D. A. (2004), «The effects of violent video game habits on adolescent hostility, aggressive behaviors, and school performance», Journal of Adolescence, 27(1), 5-22. 91. Irwin, A. R. y Gross, A. M. (1995), «Cognitive tempo, violent video games, and aggressive behavior in young boys», Journal of Family Violence, 10(3), 337-350. 92. Anderson, C. A., Sakamoto, A., Gentile, D. A., Ihori, N., Shibuya, A., Yukawa, S., Kobayashi, K. (2008), «Longitudinal effects of violent video games on aggression in Japan and the United States», Pediatrics, 122(5), 1067-1072. 93. Glaubke, C. R., Miller, P., Parker, M. A. y Espejo, E. (2001), Fair Play? Violence, Gender and Race in Video Games, Children NOW. 94. Barlett, C. P., Harris, R. J. y Bruey, C. (2008), «The effect of the amount of blood in a violent video game on aggression, hostility, and arou‐ sal», Journal of Experimental Social Psychology, 44(3), 539-546. 95. Bègue, L. (2012), « Jeux video, l’école de la violence », Cerveau et Psycho, 8, noviembre-enero de 2012. 96. Konijn, E. A., Nije Bijvank, M. y Bushman, B. J. (2007), «I wish I were a warrior: the role of wishful identification in the effects of violent video games on aggression in adolescent boys», Developmental Psychology, 43(4), 1038. 97. Kutner, L. y Olson, C. (2008), Grand Theft Childhood: The Surprising Truth About Violent Video Games and What Parents Can Do, Simon & Schuster. 98. Grossman, D. (2009), On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society (edición revisada), Back Bay Books, pp. 306, 329. 99. Ibid., p. 325. 100. Bègue, L. (2012), «Devient-on tueur grâce aux jeux vidéo?», Cerveau et Psycho, 8, noviembre-enero de 2012, 10-11. 101. Anderson, C. A., Gentile, D. A. y Buckley, K. E. (2007), Violent Video Game Effects on Children and Adolescents: Theory, Research, and Public Policy, Oxford University Press. 102. Green, C. S. y Bavelier, D. (2003), «Action video game modifies visual selective attention», Nature, 423(6939), 534-537. 103. Bavelier, D. y Davidson, R. J. (2013), «Brain training: Games to do you good», Nature, 494(7438), 425-426. 104. Los juegos sociales incluyen Chibi Robo, en el que el jugador controla un robot que ayuda a todos en la casa y otros lugares. Cuanto más ayude el jugador, más puntos ganará. Otro juego de este tipo es Super Mario Sunshine, en que los jugadores ayudan a limpiar una isla con‐ taminada. La meta de los equipos de investigadores que desarrollan en la actualidad nuevos juegos sociales es que sean realmente atracti‐ vos y mantengan el interés del jugador. 105. Saleem, M., Anderson, C. A. y Gentile, D. A. (2012), «Effects of prosocial, neutral, and violent video games on college students’ affect», Aggressive Behavior, 38(4), 263-271; Greitemeyer, T., Osswald, S. y Brauer, M. (2010), «Playing prosocial video games increases empathy and decreases schadenfreude», Emotion, 10(6), 796-802. 106. Nathan DeWall, C. y Bushman, B. J. (2009), «Hot under the collar in a lukewarm environment: Words associated with hot temperature increase aggressive thoughts and hostile perceptions», Journal of Experimental Social Psychology, 45(4), 1045-1047; Wil​kowski, B. M., Meier, B. P., Robinson, M. D., Carter, M. S. y Feltman, R. (2009), «“Hot-headed” is more than an expression: The embodied representation of anger in terms of heat», Emotion, 9(4), 464. 107. Bingenheimer, J. B., Brennan, R. T. y Earls, F. J. (2005), «Firearm violence exposure and serious violent behavior», Science, 308(5726), 1323-1326. 108. Los actos de violencia contra las mujeres son objeto de dos informes de Ammistía Internacional publicados el 6 de marzo de 2001 en París y Estados Unidos. El informe en inglés se titula Broken Bodies, Shattered Minds. Torture and Ill-treatment of Women. («Cuerpos des‐ trozados, voluntades destruidas. Tortura y maltrado de mujeres».) 109. BBC world service, 5 de noviembre de 2012, 110. Para un informe exhaustivo sobre el acoso y sus causas, véase Di Martino, V., Hoel, H. y Cooper, C. L. (2003), Prévention du harcèlement et de la violence sur le lieu de travail, Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas. Las víctimas de acoso reúnen en general ciertas características como timidez, autoestima débil, sentimiento de autoeficacia débil («No saldré de esto»), inestabilidad emo‐ cional o incluso un carácter linfático, marcado por la pasividad. Por último, el acoso es facilitado por ciertas características calificadas como situacionales de la víctima, tales como una vulnerabilidad relacionada con una situación económica precaria, dificultades sociofa‐ miliares, un nivel de formación superior o inferior al de los otros miembros del grupo. Tales características son conocidas por favorecer los fenómenos de chivo expiatorio dentro de los grupos. 111. Keinan, G. (1987), «Decision making under stress: Scanning of alternatives under controllable and uncontrollable threats», Journal of Personality and Social Psychology, 52(3), 639. 112. Zillmann, D., «Mental control of angry aggression», en Wegner, D. y Pennebaker, P. (1993), Handbook of Mental Control, Prentice Hall, Englewood Cliffs. 113. Hokanson, J. E. y Edelman, R. (1966), «Effects of three social responses on vascular processes», Journal of Personality and Social Psychology, 3(4), 442. 114. Alain (1985), Propos sur le bonheur, Folio. 115. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 313. 116. Ibid., pp. 304-342. 117. King, M. L. y Jackson, J. (2000), Why we can’t wait, Signet Classics. [Por qué no podemos esperar, Aymá, Barcelona, 1973].

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29. La repugnancia natural a matar 1. Marshall, S. (1947), Men Against Fire: The Problem of Battle Command, University of Oklahoma Press, 2000. 2. Véanse especialmente los estudios de Picq, C. A. du, (1978), Études sur le combat, Ivrea, sobre las guerras antiguas; Griffith, P. (1989), Battle Tactics of the Civil War, Yale University Press, sobre las guerras napoleónicas y la guerra de Secesión; y Holmes, R. (1985), Acts of War: The Behavior of Men in Battle, The Free Press, sobre el comportamiento de los soldados argentinos durante la guerra de las Malvinas. Ci‐ tados por Grossman, D. (2009), On Killing: The Psychological Cost of Learning to Kill in War and Society, Back Bay Books. 3. McIntyre, B. F. (1862), Federals on the Frontier: The Diary of Benjamin F. McIntyre, Nannie M. Tilley, University of Texas Press, 1963. Cita‐

do por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 11. 4. Citado por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 27. 5. Ibid., p. 28. 6. Keegan, J. (1976). Citado por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 122. 7. Giraudoux, J. (2009), La Guerre de Troie n’aura pas lieu, acto I, escena 3. [La guerra de Troya no tendrá lugar, Cátedra, Madrid, 1996]. 8. Gray, J. G. (1998), The Warriors: Reflections on Men in Battle, Bison Books. Citado en Grossman, D. (2009), op. cit., p. 39. [Guerreros: reflexiones del hombre en la batalla, Iné​dita, Barcelona, 2004]. 9. Grossman, D. (2009), op. cit., p. 160. 10. Stouffer, S. A., Suchman, E. A., Devinney, L. C., Star, S. A. y Williams Jr., R. M. (1949), The American Soldier: Adjustment During Army Life, Princeton University Press. 11. Grossman, D. (2009), op. cit., p. 212. 12. Strozzi-Heckler, R. (2007), In Search of the Warrior Spirit, Blue Snake Books. 13. Hatzfeld, J. (2005), Une saison de machettes, Seuil. [Una temporada de machetes, Anagrama, Barcelona, 2004]. 14. Abé, N. (14 de diciembre de 2012), «Dreams in Infrared: The Woes of an American Drone Operator», Spiegel Online International. Ver‐ sión francesa, Courrier international, 3 de enero de 2012. 15. Marsh, P. y Campbell, A. (1982), Aggression and Violence, Blackwell Publishers. 16. Gabriel, R. A. (1988), No more heroes: Madness and Psychiatry in War, Hill and Wang. 17. Dyer, G. (2006), War: The Lethal Custom, Basic Books. Citado por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 180. 18. Swank, R. L. y Marchand, W. E. (1946), «Combat neuroses: Development of combat exhaustion», Archives of Neurology & Psychiatry, 55(3), 236. 19. Citado en Grossman, D. (2009), op. cit., pp. 237-238. 20. Dyer, G. (2006), op. cit., citando a un sargento de los marines estadounidenses, veterano de la guerra de Vietnam, en Grossman, D. (2009), op. cit., p. 253. 21. Ibid. Citado por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 19. 22. Grossman, D. (2009), op. cit., p. 267. 23. Giedd, J. N., Blumenthal, J., Jeffries, N. O., Castellanos, F. X., Liu, H., Zijdenbos, A., Rapoport, J. L. (1999), «Brain development during childhood and adolescence: a longitudinal MRI study», Nature Neuroscience, 2(10), 861-863. 24. Manchester, W. (1981), Goodbye, Darkness: A Memoir of the Pacific War, Michael Joseph. Citado por Grossman, D. (2009), op. cit., p. 116. 25. Williams, T. (2012), «Suicides Outpacing War Deaths for Troops», The New York Times, 8 de junio de 2012. 26. Snow, B. R., Stellman, J. M., Stellman, S. D., Sommer, J. F. et al. (1988), «Post-traumatic stress disorder among American Legionnaires in relation to combat experience in Vietnam: Associated and contributing factors», Environmental Research, 47(2), 175-192. 27. Entrevista en BBC World Service, 2003. 28. Palabras pronunciadas por el XIV Dalái Lama durante la 25.ª edición de los encuentros del Mind and Life Institute, 21 de enero de 2003, sur de la India. 29. Swofford, A. (2004), Jarhead: A Soldier’s Story of Modern War, Scribner. 30. Grossman, D. (2009), op. cit. 31. Sobre la guerra «justa», véase: Biblia, Samuel 33,8; Éxodo 20,13 y 34,10-14; Deuteronomio 7,7-26. 32. Torá, Números 35,16-23; Levítico 20,10; Éxodo 22,20 y 32. 33. Corán, 17,33 y 186. 34. Boismorant, P. (2007), Magda et André Trocmé, Figures de résistance. Textos escogidos, Éditions du Cerf, extraídos de Souvenirs, p. 119. 35. San Pablo, Romanos 13,8-10. 36. Estas palabras fueron pronunciadas por Desmond Tutu durante un encuentro con un grupo de pensadores y representantes de diversas religiones en el Foro Económico Mundial de Davos, el 26 de enero de 2012.

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30. La deshumanización del otro: matanzas y genocidios 1. Beck, A. (2004), op. cit., p. 25. 2. Citado por Waal, F. de (2013), The Bonobo and the Atheist: In Search of Humanism Among the Primates, W. W. Norton & Co, p. 212. 3. Miller, S. C. (1982), Benevolent Assimilation: American Conquest of the Philippines, 1899-1903, Yale University Press, pp. 188-189, citado por Patterson, C. (2008), Un éternel Treblinka, Calmann-Lévy, pp. 69-70. [¿Por qué maltratamos tanto a los animales?: un modelo para la masacre de personas en los campos de exterminio nazis, Milenio, Lleida, 2009]. 4. Hatzfeld, J. (2005), Une saison de machettes, Seuil, p. 54. 5. Suárez-Orozco, M. y Nordstrom, C. (1992), «A Grammar of terror: Psycho​cultural responses to state terrorism in dirty war and post-dirty war Argentina», The Paths to Domination, Resistance, and Terror, 219-259. Citado por Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 226. 6. Binding, K. y Hoche, A. (2006), Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens, Bwv Berliner-Wissenschaft (edición original, 1920); Schank, K. y Schooyans, M. (2002), Euthanasie, le dossier Binding & Hoche, Le Sarment. 7. Citado por Staub, E. (1992), The Roots of Evil: The Origins of Genocide and Other Group Violence (reimpresión), Cambridge University Press, nota 21. 8. Hatzfeld, J. (2005), op. cit., p. 53. 9. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 326. 10. Chang, I. (1997), The Rape of Nanking: The Forgotten Holocaust of World War II (1.a edición), Basic Books, p. 56. Citado por Patterson, C. (2008), op. cit., p. 75. 11. Menninger, K. A. (1951), «Totemic aspects of contemporary attitudes toward animals», Psychoanalysis and Culture: Essays in Honor of Géza Róheim, 42-74, International Universities Press, New York, p. 50. Citado por Patterson, C. (2008), op. cit., p. 70. 12. Sémelin, J. (2005), Purifier et détruire : Usages politiques des massacres et génocides, Seuil, p. 290. 13. Citado en Hodgen, M. (2011), Early Anthropology in the sixteenth and Seventeenth Centuries (vol. 1014), University of Pennsylvania Press, p. 22. 14. Stannard, D. E. (1992), American Holocaust: The Conquest of the New World, Oxford University Press, p. 243. Citado por Patterson, C. (2008), op. cit., p. 64.

15. Pronunciado en un discurso en enero de 1886 en Dakota del Sur. Hagedorn, H. (1921), Roosevelt in the Bad Lands, Houghton Mifflin Company, pp. 354-356, edición 2010, Bilbio Bazar. 16. Patterson, C. (2008), op. cit., p. 54. 17. Gould, S. J. (1996), La Mal-mesure de l’homme, Odile Jacob, p. 135. Citado en Patterson, C. (2008), op. cit., p. 58. [La falsa medida del hombre, Crítica, Barcelona, 2007]. 18. Patterson, C. (2008), op. cit., p. 54. 19. Levi, P. (1988), Si c’est un homme, Pocket, « Appendice », p. 210. [Si esto es un hombre, El Aleph, Barcelona, 2012]. 20. Staub, E. (1992), op. cit., p. 101. 21. Shirer, W. L. William L. (1990), Le IIIe Reich, Stock. William Shirer anota en p. 236: «El gran fundador del protestantismo era a su vez un ferviente antisemita y partidario absoluto de la autoridad política. Él quería una Alemania libre de judíos. El consejo de Lutero fue literal‐ mente seguido cuatro siglos más tarde por Hitler, Goering y Himmler». Los nazis celebraban su Luthertag (día de Lutero) y el Fahrenhorst, miembro del Comité de Organización del Luthertag, hacía de Lutero «el primer Führer espiritual alemán». [Auge y caída del Tercer Reich I, Planeta, Barcelona, 2010]. 22. Sémelin, J. (2005), Purifier et détruire, op. cit. 23. Staub, E. (1992), op. cit., nota 2. 24. Convención sobre la prevención y la represión del crimen de genocidio. Resolución 230 de la ONU el 9 de diciembre de 1948, artículo 2. 25. Sémelin, J. (2005), op. cit., pp. 391, 384-385. 26. Staub, E. (1992), op. cit. 27. Glass, J. M. (1997), «Against the indifference hypothesis: the Holocaust and the enthusiasts for murder», Political Psychology, 18(1), 129145. 28. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 64. 29. Ibid., p. 64 y Nahoum-Grappe, V. (2003), Du rêve de vengeance à la haine politique, Buchet-Chastel, p. 106. 30. Drinnon, R. (1997), Facing West. The Metaphysics of Indian-Hating and Empire-Building (reimpresión), University of Oklahoma Press, p. 449. Citado por Patterson, C. (2008), op. cit., p. 76. 31. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 320. 32. Ibid., p. 41. 33. Hatzfeld, J. (2005), op. cit., p. 58. 34. Carta de Walter Mattner del 5 de octubre de 1941, en Ingrao, C. (2002), «Violence de guerre, violence de génocide. Les pratiques d’agres‐ sion des Einsatzgruppen», pp. 219-241, en Audoin-Rouzeau, S. y Asséo, H. (2002), La Violence de guerre, 1914-1945: Approches comparées des deux conflits mondiaux, Complexe. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 299. 35. Hoess, R. (1959), Commandant at Auschwitz: Autobiography, Weidenfeld & Nicholson. [Yo: comandante de Auschwitz, Ediciones B, Bar‐ celona, 2009]. 36. Bandura, A., Barbaranelli, C., Caprara, G. V. y Pastorelli, C. (1996), «Mechanisms of moral disengagement in the exercise of moral agency», Journal of Personality and Social Psychology, 71(2), 364. 37. Todorov, T. (1991), Face à l’extrême, Seuil. [Frente al límite, Siglo XXI, México DF, 2004]. 38. Tillon, G. (1997), Ravensbrück, Seuil, 2.a edición, p. 109. 39. Langbein, H. (2011), Hommes et femmes à Auschwitz, Tallandier, p. 307. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 157. 40. Lifton, R. J. (1988), The Nazi Doctors: Medical Killing and the Psychology of Genocide (nueva edición), Basic Books, pp. 418-422. 41. Arendt, H. (1966), Eichmann à Jérusalem: Rapport sur la banalité du mal (edición revisada y aumentada), Gallimard, pp. 143-144. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 163. [Eichman en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 2001]. 42. Expresión propuesta por el psicólogo estadounidense Léon Festinger, Festinger, L. (1957), A Theory of Cognitive Dissonance, Stanford University Press. Véase también Gustave-Nico, F. (1997), La Psychologie sociale, Seuil, p. 160. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 301. 43. Según Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 304. 44. Sereny, G. (1975), Au fond des ténèbres (edición original), Denoël, p. 145. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit. [En aquellas tinieblas, Unión, Madrid, 1978]. 45. Ibid., p. 214. 46. Sereny, G. (1995), op. cit., p. 412. 47. Mark, F., «No hard feelings. Villagers Defend Motives for Massacres», Associated Press, 13 de mayo de 1994. 48. Grmek, M. D., Mirko D., Gjidara, M. y Simac, N. (1993), Le Nettoyage ethnique, Fayard, p. 320. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 302. 49. Conversación telefónica interceptada, entre el coronel Ljubisa Beara (antiguo jefe de Seguridad Militar de la Republika Srpska de 1992 a 1996) y el general Krstic. Véase « Srebrenica : quand les bourreaux parlent », Le Nouvel Observateur, 18 a 24 de marzo de 2004. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 304. 50. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 299. 51. Según Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 312. 52. Ibid., p. 313. 53. Varios autores (1999), Aucun témoin ne doit survivre : Le génocide au Rwanda, Alison Des Forges (ed.), Karthala, p. 376. Citado por Séme‐ lin, J. (2005), op. cit., p. 313. 54. Tillion, G. (1973), Ravensbruck, Seuil, p. 214. Citada por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 140. 55. Zimbardo, P. (2011), The Lucifer Effect, Ebury Digital, pp. 5001-5002. [El efecto Lucifer: el porqué de la maldad, Paidós Ibérica, Barcelona, 2008]. 56. Ibid., pp. 5013-5015. 57. Browning, C. (2007), op. cit., p. 223. 58. Staub, E. (1992), op. cit. 59. Miller, A. G. (2005), The Social Psychology of Good and Evil, The Guilford Press. 60. Según el periodista Ron Rosenbaum, la expresión «solución final de la cuestión judía» fue utilizada desde 1931 en los documentos del Partido Nazi. Ésta apareció en una carta enviada por Goering a Reinhard Heydrich, el asistente principal de Heinrich Himmler, en julio de 1941, y se retomó oficialmente durante la Conferencia de Wannsee (20 de enero de 1942), convocada por Heydrich, donde se reunie‐ ron los secretarios de Estado de los ministerios principales. Según el acta de la conferencia, redactada por Eichmann, los 11 millones de

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judíos de toda Europa debían ser detenidos y evacuados al Este, donde encontrarían la muerte. El término fue igualmente utilizado por el mismo Hitler. Rosenbaum, R. y Bonnet, P. (1998), Pourquoi Hitler ?, Le Grand Livre du mois; Browning, C. R. (2004), The Origins of the Final Solution: The Evolution of Nazi Jewish Policy September 1939-March 1942, William Heinemann Ltd.; Furet, F. (1992), Unanswered Questions: Nazi Germany and the Genocide of the Jews, Schocken Books. 61. Browning, C. (2007), op. cit. 62. Ibid., p. 106. 63. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 294. 64. Malkki, L. H. (1995), Purity and exile: Violence, Memory, and National Cosmology among Hutu Refugees in Tanzania, University of Chica‐ go Press. 65. Straus, S. (2004), «How many perpetrators were there in the Rwandan genocide? An estimate», Journal of Genocide Research, 6(1), 85-98. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 254. 66. Mueller, J. (2000), «The banality of “ethnic war”», International Security, 25(1), 42-70. 67. Langbein, H. (2011), op. cit., p. 274. 68. Hatzfeld, J. (2005), op. cit., p. 13. 69. Borowski, T. (1976), This Way for the Gas, Ladies and Gentlemen, Penguin Books Ltd., p. 168. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 38. 70. Levi, P. (1988), op. cit., pp. 115-120. 71. Chalamov, V. (1980), Kolyma, François Maspero, pp. 11, 31, en Todorov, T. (1991), op. cit., p. 38. 72. Guinzbourg, E. S. (1980), Le Ciel de la Kolyma, Le Seuil, pp. 21, 179, . [El cielo de Siberia, Argos Vergara, Barcelona, 1980], en Todorov, T. (1991), op. cit., pp. 38-39. 73. Martchenko, A. (1970), Mon témoignage. Les camps en URSS après Staline, Seuil, pp. 108-109, en Todorov, T. (1991), op. cit., p. 45. 74. Ibid., pp. 45-66, 164. 75. Levi, P. (1988), op. cit., p. 143. 76. Laks, S. y Coudy, R. (1948), Musiques d’un autre monde, Mercure de France, reeditado con el título Mélodies d’Auschwitz (2004), Cerf. Ci‐ tado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 41. 77. Todorov, T. (1991), op. cit., p. 41. 78. Frankl, V. E. (1967), Viktor Frankl. Un psychiatre déporté témoigne, Éditions du Chalet, p. 114. [El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona, 2010]. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 69. 79. Borowski, T. (1964), op. cit., p. 135. Citado por Todorov, T. (1991), op. cit., p. 40. 80. Baumeister, R. F. (2001), Evil: Inside Human Cruelty and Violence, Barnes & Noble, p. 304. 81. Terestchenko, M. (2007), Un si fragile vernis d’humanité : Banalité du mal, banalité du bien, La Découverte. 82. Sereny, G. (2013), Au fond des ténèbres, Tallandier. [En aquellas tinieblas, Unión, Madrid, 1978]. 83. Sereny, G. (1995), Into That Darkness, Pimlico (edición original, 1974), p. 39. Estos extractos y los siguientes fueron traducidos del inglés por Terestchenko, M. (2007), op. cit. 84. Sereny, G. (1995), op. cit., p. 37. 85. Ibid., p. 51. 86. Ibid., p. 111. 87. Ibid., p. 136. 88. Ibid., p. 157. 89. Ibid., p. 160. 90. Terestchenko, M. (2007), op. cit., p. 94. 91. Ibid., p. 96. 92. Chalamov, V. y Mandelstam, N. (1998), Correspondance avec Alexandre Soljenitsyne et Nadejda Mandelstam, Verdier. 93. Véase el capítulo 11, «El altruismo incondicional». 94. Intervención de Xavier Bougarel en el grupo de investigación del CERI: « Faire la paix. Du crime de masse au peacebuilding », 20 de ju‐ nio de 2001. 95. Habiéndose entregado voluntariamente a la Corte Penal Internacional de La Haya, su caso fue el primero en ser juzgado por la misma. Véase el informe de su juicio en Internet: 96. La ONG African Rights publicó en 2002 un folleto que presentaba el retrato de diecinueve «Justos» ruandeses que salvaron a Tutsis de manera desinteresada durante el genocidio: Tribute to Courage, African Rights, Londres, agosto de 2002. Citado por Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 266. 97. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 286. 98. Alexander, E. (1991), A Crime of Vengeance: An Armenian Struggle for Justice, Free Press. 99. Baumeister, R. F. (2001), op. cit., p. 292. 100. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 110. Tras la Noche de los Cristales Rotos «ninguna voz oficial de la jerarquía religiosa se elevó para protes‐ tar contra lo que acababa de suceder, nada del lado protestante como del lado católico». Este silencio en 1938 «atestigua un colapso del religioso que ya no sabe hacer recordar a todos la prohibición de la muerte». Sucederá lo mismo con la Iglesia ortodoxa en Serbia y con la Iglesia católica ruandesa. 101. Sémelin, J. (2005), op. cit., p. 243. 102. Ibid., pp. 180, 184. 103. Harff, B., Marshall, M. G. y Gurr, T. R. (2005), «Assessing Risks of Genocide and Politicide», Peace and Conflict, 57-61. 104. Harff, B. (2003), «No lessons learned from the Holocaust? Assessing risks of genocide and political mass murder since 1955», American Political Science Review, 97(1), 57-73. 105. Levi, P. (1989), Les Naufragés et les Rescapés : Quarante ans après Auschwitz, Gallimard, p. 43. [Los hundidos y los salvados, El Aleph, Bar‐ celona, 2011]. 106. Zhisui, L. y Thurston, A. F. (1994), La vie privée du président Mao, Omnibus. 107. Chang, J. y Halliday, J. (2007), Mao: The Unknown Story (nueva edición), Vintage, p. 457. [Mao, la historia desconocida, Taurus, Madrid, 2006]. 108. Todorov, T. (1991), op. cit., p. 138. 109. Un concepto inicialmente propuesto por Jean-François Revel.

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31. ¿La guerra ha existido siempre? 1. Hobbes, T. (2002), Leviathan, Public Domain Books. [Leviatán o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, Alianza, Ma‐ drid, 2008]. 2. Buss, D. (1999), Evolutionary Psychology: The New Science of the Mind, Allyn & Bacon. 3. Wilson, E. O. (2001), «On human nature», en D. Barash (ed.), Understanding Violence, Allyn & Bacon, pp. 13-20. 4. Fry, D. P. (2007), Beyond War: The Human Potential for Peace, Oxford University Press, Estados Unidos. 5. Wrangham, R. y Peterson, D. (1996), Demonic Males: Apes and the Origins of Human Violence, Houghton Mifflin, New York. 6. Ardrey, R. (1977), Les Enfants de Caïn, Stock, p. 299. [Génesis en África: la evolución y el origen del hombre, Hispano Europea, Barcelona, 1969]. 7. Ibid., p. 299. 8. De 0,009 a 0,016 hechos conflictivos por hora según los estudios. Véase Goodall, J. (1986), Chimpanzees of Gombe, Harvard University Press. En el caso de los gorilas, esta frecuencia es de 0,20 hechos conflictivos por hora. Véase Schaller, G. B. (1963), The Mountain Gorilla, University of Chicago Press. 9. Sussman, R. W. y Garber, P. A. (2005), Cooperation and Competition in Primate Social Interactions, p. 640. 10. Ibid., p. 645. 11. Strum, S. C. (2001), Almost Human: A Journey into the World of Baboons, University of Chicago Press, p. 158. 12. Waal, F. B. M. de y Lanting, F. (2006), Bonobos : Le bonheur d’être singe, Fayard. 13. Para tener una reseña detallada, véase Fry, D. (2007), op. cit., pp. 34-39. 14. Dart, R. A. (1953), «The predatory transition from ape to man», International Anthropological and Linguistic Review, 1(4), 201-218; Dart, R. A. (1949), «The predatory implemental technique of Australopithecus», American Journal of Physical Anthropology, 7(1), 1-38. 15. Trabajos de Sherry Washburn y Carlton Coon, revisados en Roper, M. K. (1969), «A survey of the evidence for intrahuman killing in the Pleistocene», Current Anthropology, vol. 10, 4: 427-459. 16. Brain, C. K. (1970), «New Finds at the Swartkrans Australopithecine Site», Nature, 225 (5238), 1112-1119. 17. Fry, D. (2007), op. cit., p. 38. 18. Waal, F. B. M. de y Lanting, F. (2006), Bonobos : Le bonheur d’être singe, op. cit. 19. Berger, L. R. y Clarke, R. J. (1995), «Eagle involvement in accumulation of the Taung child fauna», Journal of Human Evolution, 29(3), 275-299; Berger, L. R. y McGraw, W. S. (2007), «Further evidence for eagle predation of, and feeding damage on, the Taung child», South African Journal of Science, 103(11-12), 496-498. Un escenario similar se produjo en 1939, después del descubrimiento, en una gruta al sur de Roma, en Monte Circeo, en medio de un círculo de piedras, del cráneo de un hombre de Neandertal cuyo lado derecho estaba destro‐ zado y el agujero occipital (el agujero en la base del cráneo a través del cual la médula espinal se conecta con el cerebro) estaba artificial‐ mente agrandado. El director de las excavaciones, Carlo Alberto Blanc, interpretó estos signos como una prueba innegable de sacrificio humano y de canibalismo. Posteriormente, esta interpretación fue retomada en varias obras sobre la prehistoria. Por otra parte, análisis recientes han señalado que se podría explicar bastante bien la disposición circular de las piedras por los deslizamientos de tierra y que nada indicaba que se tratara de un arreglo humano. Además, otros paleontólogos notaron la presencia de cientos de huesos, a menudo roídos, así como excrementos fosilizados de hienas. Se demostró que la cámara de la muerte ritual del hombre de Neandertal era una ma‐ driguera de hienas manchadas. Los daños infligidos al cráneo son análogos a los que causan las mandíbulas de un carnívoro y no se ob‐ serva ninguna estría de herramienta en los bordes del agujero occipital agrandado. En conclusión, no se ha identificado ni el más mínimo indicio de asesinato o de canibalismo. Stiner, M. C. (1991), «The faunal remains from Grotta Guattari: a taphonomic perspective», Current Anthropology, 32(2), 103-117; White, T. D., Toth, N., Chase, P. G., Clark, G. A., Conrad, N. J., Cook, J., Giacobini, G. (1991), «The question of ritual cannibalism at Grotta Guattari», [comentarios y respuestas], Current Anthropology, 32(2), 118-138. 20. Véase, por ejemplo, Prosterman, R. L. (1972), Surviving to 3000: An Introduction to the Study of Lethal Conflict, Duxbury Press, p. 140. 21. Sponsel, L. E. (1996), «The natural history of peace: a positive view of human nature and its potential», A Natural History of Peace, 908912. 22. Según la Oficina del Censo de los Estados Unidos, la población mundial hace diez mil años era de entre 1 y 10 millones de habitantes.

23. Haas, J. (1996), «War», en Levinson, D. y Ember, M. (1996), Encyclopedia of Cultural Anthropology (vol. 4), Henry Holt, p. 1360. 24. Waal, F. B. M. de (2009), The Age of Empathy: Nature’s Lessons for a Kinder Society (1.a edición), Potter Style, p. 22. [La edad de la empatía: lecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, Tusquets, Barcelona, 2011]. Traduzco del inglés (este pasaje no figura en la edición francesa). Además, por poco la raza humana no sobrevive, ya que se sabe, por el estudio de ADN mitocondrial, que nuestra es‐ pecie en cierto momento de su existencia se redujo a unos 2.000 individuos, de quienes todos nosotros somos descendientes en la actualidad. 25. Véanse especialmente Flannery, K. V. y Marcus, J. (2012), The Creation of Inequality: How Our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire, Harvard University Press; Price, T. D. y Brown, J. A. (eds.) (1985), Prehistoric Hunter Gatherers: The Emergence of Cultural Complexity, Academic Press; Kelly, R. L. (1995), The Foraging Spectrum: Diversity in Hunter-Gatherer Lifeways, Smithsonian Institution Press, Washington. 26. Knauft, B. M., Abler, T. S., Betzig, L., Boehm, C., Dentan, R. K., Kiefer, T. M., Rodseth, L. (1991), «Violence and sociality in human evolu‐ tion», [comentarios y respuestas], Current Anthropology, 32(4), 391-428. Citado por Fry, D. (2007), op. cit. 27. Boehm, C., Barclay, H. B., Dentan, R. K., Dupre, M.-C., Hill, J. D., Kent, S., Rayner, S. (1993), «Egalitarian behavior and reverse dominan‐ ce hierarchy», [comentarios y respuestas]. Current Anthropology, 34(3), 227-254. Citado por Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), Unto Others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard University Press, p. 185. [El comportamiento altruista, evolución y psicología, Siglo XXI, Madrid, 2000]. 28. Gardner, P. (1999), «The Paliyan», en R. Lee y R. Daly (eds.), The Cambridge Encyclopedia of Hunters and Gatherers, 261-264. 29. Flannery, K. V. y Marcus, J. (2012), The Creation of Inequality: How Our Prehistoric Ancestors Set the Stage for Monarchy, Slavery, and Empire, Harvard University Press. 30. Boehm, C. et al. (1993), op. cit.; Boehm, C., Antweiler, C., Eibl-Eibesfeldt, I., Kent, S., Knauft, B. M., Mithen, S., Wilson, D. S. (1996), «Emergency decisions, cultural-selection mechanics, and group selection», [comentarios y respuestas], Current Anthropology, 37(5), 763793. Citado por Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), op. cit., p. 180. 31. Reyna, S. P. y Downs, R. E. (1994), Studying War: Anthropological Perspectives (vol. 2), Routledge; Boehm, C. (2009), Hierarchy in the fo-

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rest: The Evolution of Egalitarian Behavior, Harvard University Press. 32. Haas, J. (1999), The Origins of War and Ethnic Violence. Ancient Warfare: Archaeological Perspectives, Sutton Publishing. 33. Roper., M. (1975), «Evidence of warfare in the Near East from 10,000-4,300 B.C», en M. Nettleship (ed.), War, Its Causes and Correlates, Moutton, pp. 299-344. 34. Ibid. 35. Bar-Yosef, O. (1986), «The walls of Jericho: An alternative interpretation», Current Anthropology, 27(2), 157-162. 36. Maschner, H. D. (1997), The Evolution of Northwest Coast Warfare (vol. 3), en D. Martin y D. Frayer (eds.), Troubles Times: Violence and Warfare in the Past, Gordon and Breach, pp. 267-302. 37. Wrangham, R. y Peterson, D. (1996), Demonic Males: Apes and the Origins of Human Violence, Houghton Mifflin, New York. 38. Fry, D. P. y Söderberg, P. (2013), «Lethal Aggression in Mobile Forager Bands and Implications for the Origins of War», Science, 341(6143), 270-273. 39. Keeley, L. H. (1997), War before Civilization, Oxford University Press, Estados Unidos. 40. Fry, D. (2007), op. cit., p. 16. 41. Ghiglieri, M. P. (2000), The Dark Side of Man: Tracing the Origins of Male Violence, Da Capo Press, p. 246. [El lado oscuro del hombre: los orígenes de la violencia masculina, Tusquets, Barcelona, 2005]. 42. Chagnon, N. A. (1988), «Life histories, blood revenge, and warfare in a tribal population», Science, 239(4843), 985-992. 43. Chagnon, N. A. (1968), Yanomamo, the fierce people, Holt McDougal. [Yanomamö: la última gran tribu, Alba, Barcelona, 2006]. 44. Moore, J. H. (1990), «The reproductive success of Cheyenne war chiefs: A contrary case to Chagnon’s Yanomamo», Current Anthropology, 31(3), 322-330; Beckerman S., Erickson, P. I., Yost, J., Regalado, J., Jaramillo, L., Sparks, C., Ironmenga, M. y Long, K. (2009), «Life histo‐ ries, blood revenge, and reproductive success among the Waorani of Ecuador», Proceedings of the National Academy of Sciences, 106(20), 8134-8139. 45. Lecomte, J. (2012), La bonté humaine, op. cit., pp. 199-204. 46. Good, K. y Chanoff, D. (1992), Yarima, mon enfant, ma sœur, Seuil. Citado por Lecomte, J. (2012). 47. Ibid., p. 15. 48. Ibid., pp. 90-93. 49. En 2001, cuatro antropólogos veteranos hicieron la siguiente declaración: «En su libro Yanomamö: la última gran tribu, Chagnon fabricó una imagen sensacionalista y racista sobre los yanomamis, calificándolos como astutos, agresivos y temibles, y afirmando falsamente que vivían en un estado crónico de guerra. [...] Entre todos juntos, hemos pasado más de veinte años con los yanomamis. La mayoría de no‐ sotros habla un dialecto yanomami o más. Ninguno reconoce la sociedad descrita en los libros de Cha​gnon». Albert, B., Ramos, A., Tay‐ lor, K. I. y Watson, F. (2001), Yanomami: The Fierce People?, Survival International. 50. Lee, R. B. y Daly, R. H. (1999), The Cambridge Encyclopedia of Hunters and Gatherers, Cambridge University Press, «Introduction». 51. Endicott, K. (1988), «Property, power and conflict among the Batek of Malaysia», Hunters and Gatherers, 2, 110-127. Citado por Fry, D. (2007), op. cit. 52. Citado por Fry D. (2005), The Human Potential for Peace: An Anthropological Challenge to Assumptions about War and Violence, Oxford University Press, Oxford, p. 73. Véanse también Robarchek, C. A. (1977), «Frustration, aggression, and the nonviolent Semai», American Ethnologist, 4(4), 762-777; Robarchek, C. A. (1980), «The image of nonviolence: World view of the Semai Senoi», Federated Museums Journal, 25, 103-117; Robarchek, C. A. y Robarchek, C. J. (1998), «Reciprocities and Realities: World Views», Aggressive Behavior, 24, 123133. 53. Carol Ember, en particular, afirma que las sociedades de cazadores-recolectores no eran tan pacíficas como se pretende hacer creer y que el 90 % de éstas practicaba frecuentemente la guerra. Pero incluyendo bajo la denominación de «guerra» los comportamientos hostiles de todo tipo (se calificará metafóricamente como «guerra» una larga serie de hostilidades perpetradas entre dos familias en ciertas culturas), como los asesinatos por venganza de un solo individuo, lo que no tiene mucho sentido. Además, la mitad de las sociedades analizadas por Ember en realidad no son de cazadores-recolectores nómadas, sino sociedades más sofisticadas, incluyendo cazadores a caballo, etc. Es interesante mencionar este ejemplo, ya que el artículo de Carol Ember fue bastante citado posteriormente. Ember, C. R. (1978), «Myths about hunters-gatherers», Ethnology, 17(4), 439-448. Citado por Fry, D. (2007), op. cit., pp. 195-196. 54. Ember, C. R. y Ember, M. (1992), «Warfare, aggression, and resource problems: Cross-cultural codes», Cross-Cultural Research, 26(1-4), 169-226. Citado por Fry, D. (2007), op. cit., p. 13. 55. Taçon, P. y Chippindale, C. (1994), «Australia’s ancient warriors: Changing depictions of fighting in the rock art of Arnhem Land, NT», Cambridge Archaeological Journal, 4(2), 211-248. Citado por Fry, D. (2007), op. cit., pp. 133-135. 56. Wheeler, G. C. (1910), The Tribe, and Intertribal Relations in Australia; Berndt, R. M. y Berndt, C. H. (1988), The World of the First Australians: Aboriginal Traditional Life: Past and present, Aboriginal Studies Press. 57. Warner, W. L. (1937), A black civilization: a social study of an Australian tribe, Gloucester publications, 1969. 58. Fry, D. (2007), op. cit., p. 102. 59. Para tener una serie de cuadros que reúnen los diversos datos sobre este tema, véase Pinker, S. (2011), The Better Angels of our Nature: Why Violence has declined, Viking Adult, pp. 49, 53. [Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones, Paidós Ibérica, Barcelona, 2012]. 60. Ibid.

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32. El declive de la violencia 1. Gurr, T. R. (1981), «Historical trends in violent crime: A critical review of the evidence», Crime and Justice, 295-353. Véase también Eisner, M. (2003), «Long-term historical trends in violent crime», Crime & Just., 30, 83. 2. Tremblay, R. E. (2008), Prévenir la violence dès la petite enfance, Odile Jacob, p. 31. 3. OMS: Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito/WHO, United Nations Office on Drug and Crime (UNDOC), 2009. 4. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 89. 5. Durant, W. y A. (1965), The Story of Civilization IX: The Age of Voltaire, Simon & Schuster. Citado por Tremblay, R. E. (2008), p. 33. 6. Harris, J. R. (1998), The Nurture Assumption: Why Children turn out the Way they do, Free Press. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 437. [El mito de la educación, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 7. Finkelhor, D., Jones, L. y Shattuck, A. (2008), «Updated trends in child maltreatment, 2010», Crimes Against Children Research Center,

8. The Washington Post del 19 de junio de 2006, haciendo referencia a los datos del Departamento de Justicia estadounidense, así como Pin‐ ker, S. (2011), op. cit., p. 408. 9. Cifras publicadas por Matthew White, citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 135. En la página web: , Matthew White presenta innumerables estadísticas sobre la mortalidad durante los siglos. 10. Asimismo, véanse los grabados recopilados por Norbert Elias, en que se observan horcas, mercenarios incendiando cabañas, y todo tipo de torturas y otros actos de violencia junto a escenas de la vida campesina, mezclados con las actividades de la vida cotidiana. Elias, N. (1973), La civilisation des mœurs, Calmann-Lévy. [El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid, 1988]. 11. Held, R. (1985), Inquisition, Qua d’Arno. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 132. 12. Badinter, E. (1999), Les Passions intellectuelles, tomo II, Désirs de gloire (1735-1751), Fayard. 13. «The Diary of Samuel Pepys», 13 de octubre de 1660, 14. Roth, C. (1964), Spanish Inquisition (reimpresión), WW Norton & Co. [La Inquisición Española, Mr Ediciones, Madrid, 1989]. 15. Tuchman, B. W. (1978), A Distant Mirror: The Calamitous 14th Century, Knopf. [Un espejo lejano: el calamitoso siglo XIV, Península, Bar‐ celona, 2000]. 16. Tuchman, B. W. (1991), Distant Mirror: The Calamitous Fourteenth Century (nueva edición), Ballantine Books Inc., p. 135. Citado en Pin‐ ker, S. (2011), op. cit., p. 67. [Un espejo lejano: el calamitoso siglo XIV, Península, Barcelona, 2000]. 17. Beccaria, C. (1764), Traité des Délits et des Peines, Flammarion, 1991. [De los delitos y de las penas, Tecnos, Madrid, 2008]. 18. Rummel, R. J. (1994), Death by Government, Transaction Publishers. A ésta se le suman las víctimas de la esclavitud en Oriente, que no han sido calculadas. 19. Las Naciones Unidas adoptaron una moratoria sobre la pena de muerte en 2007, por 105 votos contra 54 (entre ellos, el de los Estados Unidos). 20. Payne, J. L. (2003), A History of Force: Exploring the Worldwide Movement against Habits of Coercion, Bloodshed, and Mayhem, Lytton Pu‐ blishing Co., p. 182. 21. Brecke, P. (2001), «The Long-Term Patterns of Violent Conflict in Different Regions of the World». Preparado por la conferencia de Upp‐ sala, 8 y 9 de junio de 2005; Uppsala, Suecia; Brecke, P. (1999), «Violent conflicts 1400 AD to the present in different regions of the world», «1999 Meeting of the Peace Science Society», manuscrito no publicado. 22. Brecke, P. (1999 y 2001), op. cit. Véase Conflict Catalogue. 23. Pinker, S. (2011), op. cit. Véanse especialmente los capítulos 5 y 6. 24. White, M. (2010), «Selected death tolls for wars, massacres and atrocities before the 20th century», . Citado por Pinker. S. (2011), op. cit., p. 194. 25. Véase el cuadro de la revista New Scientist, , basado en White, M. (2012) sobre las ci‐ fras respecto a la mortalidad, y en McEvedy, C., Jones, R. et al. (1978), sobre las cifras respecto a la población mundial en diversos mo‐ mentos de la historia. Para dar un ejemplo, los invasores mongoles masacraron a los 1,3 millones de habitantes de la ciudad de Merv y a los 800 000 habitantes de Bagdad, registrando las ruinas para asegurarse de no dejar supervivientes. Véase Pinker, S. (2011), p. 196. 26. White, M. (2012), The Great Big Book of Horrible Things: The Definitive Chronicle of History’s 100 Worst Atrocities, WW Norton & Co., así como la página web: que contiene centenares de referencias. 27. Gleditsch, N. P. (2008), «The Liberal Moment Fifteen Years On», International Studies Quarterly, 52(4), 691-712, y el diagrama en Pinker, S. (2011), op. cit., p. 366. 28. Human Security Report Project, H. S. R. (2011). Véase también el Instituto Internacional de Estudios para la Paz (Peace Research Institu‐ te of Oslo o PRIO) que igualmente constituyó una importante base de datos sobre los conflictos (). Véanse también Lacina, B. y Gleditsch, N. P. (2005), «Monitoring trends in global combat: A new dataset of battle deaths», European Journal of Population/Revue européenne de Démographie, 21(2), 145-166; Lacina, B., Gleditsch, N. P. y Russett, B. (2006), «The declining risk of death in battle», International Studies Quarterly, 50(3), 673-680. 29. Mueller, J. (2007), The Remnants of War, Cornell University Press. 30. Global Terrorism Database de la Universidad de Maryland, véase 31. Véase 32. Gigerenzer, G. (2006), «Out of the frying pan into the fire: behavioral reactions to terrorist attacks», Risk Analysis, 26(2), 347-351. Esta evaluación está basada en el repentino aumento del tráfico terrestre y la cantidad de muertes en las carreteras durante los meses siguien‐ tes al atentado del 11 de septiembre. 33. Johnson, E. J., Hershey, J., Meszaros, J. y Kunreuther, H. (1993), «Framing, probability distortions, and insurance decisions», Journal of Risk and Uncertainty, 7(1), 35-51. 34. Según el informe del National Counterterrorism Center, disponible en la página web: 35. Esposito, J. L. y Mogahed, D. (2008), Who Speaks for Islam?: What a Billion Muslims Really Think, Gallup Press. 36. Elias, N. y Kamnitzer, P. (1975), La Dynamique de l’Occident, Calmann-Lévy. Elias, N. (1973), op. cit. 37. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 64. 38. Putnam, R. D., Leonardi, R. y Nanetti, R. (1994), Making Democracy Work: Civic Traditions in Modern Italy, Princeton Universtiy Press. Citado por Tremblay, R. E. (2008), op. cit., p. 27. Véase también Gatti, U., Tremblay, R. E. y Schadee, H. (2007), «Civic community and violent behavior in Italy», Aggressive Behavior, 33(1), 56-62. 39. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 52. 40. Wright, Q. (1942/1983) y Wikipedia, en el artículo « Nombre de pays en Europe depuis 1789 ». 41. CNN, Piers Morgan Tonight, 18 de diciembre de 2012. 42. Thomas, E. M. (1990), The Harmless People (2.a edición revisada), Vintage Books. Así como Gat, A. (2006), War in Human Civilization (edición comentada), Oxford University Press. Citados por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 55. 43. Véase Pinker, S. (2011), op. cit., pp. 278-287. 44. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 287. 45. Russett, B., Eichengreen, B., Kurlantzick, J., Peterson, E. R., Posner, R. A., Severino, J. M., Ray, O. et al. (2010), «Peace in the Twenty-First Century?», Current History. 46. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 76. 47. Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, p. 205. [El precio de la desigualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % ne-

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cesita, Taurus, Madrid, 2012]. 48. Fortna, V. P. (2008), Does Peacekeeping Work?: Shaping Belligerents’ Choices after Civil War, Princeton University Press. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., pp. 314-315. 49. Human Security Report Project (2009). 50. Bertens, Jan-Willem, «The European movement: Dreams and realities», artículo presentado en el seminario «The EC After 1992: The Uni‐ ted States of Europe?», Maastricht, 2 de enero de 1994. 51. Mueller, J. (1989), Retreat From Doomsday: The Obsolescence of Major War, Basic Book. Citado en Pinker, S. (2011), op. cit., p. 242. 52. Émile Zola, artículo publicado en La Patrie, el periódico de la Liga de Patriotas. 53. « Souvenirs d’Ephraïm Grenadou », recopilados por Alain Prévost, transmitido por France Culture en 1967 y en 2011-2012. Véase tam‐ bién Grenadou, E. (1966), Vie d’un paysan français, Seuil. 54. Mueller, J. (1989), Retreat from Doomsday: The Obsolescence of Major War, op. cit. 55. Análisis de libros presentados en la página web de Google Books. Véase Michel, J. B., Shen, Y. K., Aiden, A. P., Veres, A., Gray, M. K., Pic‐ kett, J. P. et al. (2011), «Quantitative analysis of culture using millions of digitized books», Science, 331(6014), 176. 56. Heise, L. y García-Moreno, C. (2002), «Violence by intimate partners», World Report on Violence and Health, 87-121. 57. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 413. 58. Straus, M. A. y Gelles, R. J. (1986), «Societal change and change in family violence from 1975 to 1985 as revealed by two national sur‐ veys», Journal of Marriage and the Family, 465-479. Y sobre las encuestas de 1999, PR Newswire, . Citados por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 439. 59. Singer, P. (1993), La Libération animale, Grasset. [Liberación animal, Taurus, Madrid, 2011]. 60. V-Frog 2.0 propuesto por Tractus Technology. Para tener un informe científico sobre la introducción de esta técnica, véase Lalley, J. P., Piotrowski, P. S., Battaglia, B., Brophy, K. y Chugh, K. (2008), «A comparison of V-Frog and copyright to physical frog dissection», Honorary Editor, 3(3), 189. Así como «Virtual dissection», Science, 22 de febrero de 2008, 1019. 61. Caplow, T., Hicks, L. y Wattenberg, B. J. (2001), The First Measured Century: An Illustrated Guide to trends in America, 1900-2000, Ameri‐ can Enterprise Institute Press. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 392. 62. Cooney, M. (1997), «The decline of elite homicide», Criminology, 35(3), 381-407. 63. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 85. 64. 65. Stowe, H. B. y Bessière, J. (1986), La Case de l’oncle Tom, Le Livre de Poche. [La cabaña del tío Tom, Susaeta, Madrid, 2014]. 66. Swanee Hunt se explicaba durante un encuentro por la paz organizado por el Dalai Lama Center for Peace and Education en Vancouver en 2009 (Vancouver Peace Summit). 67. Goldstein, J. S. (2003), War and Gender: How Gender shapes the War System and Vice Versa, Cambridge University Press, pp. 329-330 y 396-399. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 527. 68. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 528. 69. Dwigth Garner, «After the bomb’s shock, the real horror began unfolding», The New York Times, 20 de enero de 2010. 70. Véase Pinker, S. (2011), op. cit., p. 686. 71. Potts, M. y Hayden, T. (2010), Sex and War: How Biology Explains Warfare and Terrorism and Offers a Path to a Safer World, BenBella Books. 72. Hudson, V. M. y Boer, A. D. (2002), «A surplus of men, a deficit of peace: security and sex ratios in Asia’s largest states», International Security, 26(4), 5-38. 73. Véase la página web: así como 74. Sólo algunos altos cargos gubernamentales como el expresidente Pieter Botha no manifestaron ningún remordimiento y no dieron ape‐ nas explicaciones. El informe final criticó igualmente el comportamiento de ciertos jefes del movimiento de liberación, el ANC (Congre‐ so Nacional Africano). 75. Sobre la guerra de Irak, véase la estimación de Joseph E. Stiglitz y Linda J. Bilmes, The Washington Post, 8 de marzo de 2008. Sobre el cos‐ te de la guerra en Afganistán, véase , así como el Congressional Research Service, Brookings Institution, y el Pentá‐ gono, según un informe presentado por Newsweek el 10 de octubre de 2011, recopilado por Rob Verger y Meredith Bennett-Smith. 76. Además, estas fuentes generalmente caen en manos de déspotas corruptos o de poderosos extranjeros sin escrúpulos. La película de fic‐ ción Diamante de sangre, basada en una situación real muestra bien la complejidad trágica de la situación de los países pobres pero ricos en recursos minerales preciosos. 77. Human Security Report (2005). 78. Deary, I. J., Batty, G. D. y Gale, C. R. (2008), «Bright children become enlightened adults», Psychological Science, 19(1), 1-6. 79. Pinker, S. (2011), op. cit., p. 668 y siguientes.

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33. La instrumentalización de los animales: una aberración moral 1. Jussiau, R., Montméas, L. y Parot, J.-C. (1999), L’élevage en France : 10 000 ans d’histoire, Educagri Editions. Citado por Nicolino, F. (2009), Bidoche. L’industrie de la viande menace le monde, Les liens qui libèrent. 2. Programa de televisión Eurêka del 2 de diciembre de 1970, titulado « Sauver le bœuf... », con los comentarios de Guy Seligman y Paul Ceu‐ zin. Véanse los archivos del INA, . Citado por Nicolino, F. (2009), op. cit. 3. National Hog Farmer, marzo de 1978, p. 27. Citado por Singer, P. (1993), op. cit., p. 199. 4. Poultry Tribune, noviembre de 1986, citado por Singer, P. (1993), op. cit., p. 174. 5. La esperanza de vida de una ternera, de una vaca y de un cerdo es de veinte años. Las terneras son sacrificadas a los tres, las vacas lecheras son «reformadas» (sacrificadas) a los seis años, y los cerdos a los seis meses. La esperanza de vida de un pollo es de siete años en condicio‐ nes de vida normales, pero se le sacrifica a las seis semanas. Esto afecta a 1.000 millones de animales en Francia. 6. Barrett, J. R. (1990), Work and Community in the Jungle: Chicago’s Packinghouse Workers, 1894-1922, University of Illinois Press, p. 57. Cita‐ do en Patterson, C. (2008), Un éternel Treblinka, Calmann-Lévy, p. 59. [¿Por qué maltratamos tanto a los animales?: un modelo para la masacre de personas en los campos de exterminio nazis, Milenio, Lleida, 2009]. 7. Sinclair, U. (1964), The Jungle, Signet Classic, pp. 35-45. [La jungla, Capitán Swing, Madrid, 2012]. Upton Sinclair, joven periodista, tenía veintiséis años cuando, en 1904, su jefe lo envió a investigar sobre las condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago. Con la compli‐

cidad de algunos obreros, se introdujo clandestinamente en los mataderos y las fábricas, y descubrió que, con la condición de tener un balde en la mano y no permanecer nunca inmóvil, podía circular en las fábricas sin llamar la atención. Lo visitó todo. Lo vio todo. La jungla confirió a su autor de veintisiete años una gloria instantánea, y un comité de eminentes intelectuales, encabezado por Albert Einstein, le propuso para el Premio Nobel de Literatura. La jungla desencadenó un escándalo. Best seller del año, la obra fue traducida a 17 idio‐ mas. Asediado por los periodistas, perseguido por las amenazas, o promesas, de las grandes corporaciones, llevado por la ola del descon‐ tento popular, Upton Sinclair fue recibido en la Casa Blanca por el presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt. Se pidió una inves‐ tigación y se reconoció la exactitud de las críticas de Sinclair. (Según el prólogo de Jacques Cabau en la edición francesa de La Jungle.) [La jungla, Capitán Swing, Madrid, 2012]. 8. Ibid., p. 12. 9. Rifkin, J. (1992), Beyond Beef: The Rise and Fall of the Cattle Culture, Penguin, p. 120. Citado en Patterson, C. (2008), op. cit., p. 115. 10. Sinclair, U. (1964), op. cit., pp. 62-63. 11. David Cantor, «Responsible Policies for Animals», . Citado en Patterson, C. (2008), op. cit., p. 114. 12. Foer, J. S. (2012), Faut-il manger les animaux ?, Points. 13. Ibid., p. 68. 14. Ibid., p. 82. 15. Patterson, C. (2008), op. cit., p. 166. 16. Eisnitz, G. A. (1997), Slaughterhouse: The Shocking Story of Greed. Neglect, and Inhumane Treatment inside the US Meat Industry, Promet‐ heus, p. 181, citado por Patterson, C. (2008), op. cit., p. 166. 17. Ibid., p. 174. 18. Resumido por Singer, P. (1993), op. cit., p. 163. 19. Foer, J. S. (2012), op. cit., p. 240. 20. Fontenay, É. de (2008), Sans offenser le genre humain : Réflexions sur la cause animale, Albin Michel, p. 206. Así como Burgat, F. (1998), L’Animal dans les pratiques de consommation, PUF, Que sais-je? 21. Coe, S. (1996), Dead Meat, Four Walls Eight Windows. Las siguientes citas son resúmenes de la versión original inglesa, pp. 111-133, tra‐ ducidas por mí, con extractos de la versión que da Patterson, C. (2008), op. cit., pp. 106-108. 22. Eisnitz, G. A. (1997), Slaughterhouse, op. cit., p. 182. 23. Coe, S. (1996), op. cit., p. 120. 24. Carpenter. G. et al. (1986), «Effect of internal air filtration on the performance of broilers and the aerial concentrations of dust and bacte‐ ria», British Poultry Journal, 27, 471-480. Citado por Singer, P. (1993), op. cit., p. 172. 25. Bedichek, R. (1961), Adventures with a Texas naturalist, University of Texas Press. Citado por Harrison, R. (2013), Animal Machines: The New Factory Farming Industry (Rei Upd.), CABI Publishing, edición original (1964), p. 154. 26. Breward, J. y Gentle, M. (1985), «Neuroma formation and abnormal afferent nerve discharges after partial beak amputation (beak trim‐ ming) in poultry», Experienta, 41(9), 1132-1134. 27. National Geographic Magazine, febrero de 1970. Citado por Singer, P. (1993), op. cit., p. 177. 28. Foer, J. S. (2012), op. cit., p. 176. 29. Ibid., p. 65. 30. «Dehorming, castrating, branding, vaccinating cattle», publicación n.o 384 del Mississippi State University Extension Service, en colabo‐ ración con el USDA; consultar también «Beef cattle: dehoming, castrating, branding and marking», USDA, Farmers’ Bulletin, 2141, sep‐ tiembre de 1972, en Singer, P. (1993), op. cit., p. 225. 31. Foer, J. S. (2012), op. cit., p. 239. 32. The Wall Street Journal, noviembre de 1973. 33. Ibid., abril de 1973. 34. Foer, J. S. (2012), op. cit., pp. 284-289. 35. Véase «A shocking look inside Chinese fur farms», documental filmado por Mark Rissi por cuenta de Swiss Animals Protection/EAST International, que se puede ver en la página web de la asociación PETA: 36. Según las cifras publicadas por Agreste (organismo dependiente del Ministerio de Agricultura), se puede estimar de forma razonable que, incluyendo los peces y animales marinos, se mata un mínimo de tres mil millones de animales directa e indirectamente cada año en Francia para el consumo humano, a los que hay que sumar aproximadamente treinta millones de animales abatidos en cacerías (sin con‐ tar los heridos que agonizan en el bosque) y casi tres millones utilizados para la investigación (sin contar los animales invertebrados). 37. Mood, A. y Brooke, P. (julio de 2010), Estimating the Number of Fish Caught in Global Fishing Each Year, (). Estos autores utilizaron las estadísticas publicadas por la FAO respecto al tonelaje de capturas anuales por cada especie y calcularon la cantidad de peces estimando el peso promedio de los peces de las especies estudiadas. 38. Foer, J. S. (2012), op. cit., p. 245. 39. Chauvet, D. (2008), « La volonté des animaux ? », Cahiers antispécistes, 30-31, diciembre de 2008. 40. Vergely, B. (1997), La Souffrance : Recherche du sens perdu, Folio, p. 75. 41. Lévi-Strauss, C. y Pouillon, J. (1987), Race et histoire, Gallimard, p. 22. 42. « Terriens », la versión francesa de Earthlings, realizada por Shaun Monson, disponible en Internet, con subtítulos en francés en la página web: 43. Wells, H. G. (1907), Une utopie moderne, Mercure de France. [Una utopía moderna, Océano, Barcelona, 2000].

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34. El tiro por la culata: efectos de la ganadería y de la alimentación cárnica sobre la pobreza, el medio ambiente y la salud 1. Ensminger, M. E. (1991), Animal Science, Interstate, Danville, IL. 2. Rifkin, J. (2012), La Troisième Révolution industrielle, Les liens qui libèrent. [La tercera revolución industrial: cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 3. Doyle, J. (1985), Altered Harvest: Agriculture, Genetics and the Fate of the World’s Food Supply (2.a edición), Viking Press. 4. El Worldwatch Institute es una organización de investigación fundamental con sede en Estados Unidos. Uno de sus proyectos actuales es

un análisis comparativo de las innovaciones agrícolas ecológicamente sostenibles para reducir la pobreza y el hambre. 5. Según el United States Department of Agriculture-Foreign Agricultural Service (USDA-FAS), 1991. 6. Según Worldwatch. 7. Foer, J. S. (2012), Faut-il manger les animaux ?, Points, p. 265 y nota 105. Cálculo basado en fuentes gubernamentales y de universidades estadounidenses. 8. Moore-Lappé, F. (1971), Diet for a Small Planet, Ballantine, New York, pp. 4-11. [La dieta ecológica, RBA, Barcelona, 1997]. 9. McMichael, A. J., Powles, J. W., Butler, C. D. y Uauy, R. (2007), «Food, livestock production, energy, climate change, and health», The Lancet, 370(9594), 1253-1263. 10. FAO (2006), L’ombre portée de l’élevage. Impacts environnementaux et options pour atténuation, Roma; FAO (2009), Comment nourrir le monde en 2050. 11. FAO (2006), op. cit. y (2003), “Agricultura mundial: hacia los años 2015/2030”. 12. Lambin, E. (2009), Une écologie du bonheur, Le Pommier, p. 70. 13. Moore-Lappé, F. (1976), op. cit., pp. 11-12, 21. 14. FAO (2006), op. cit. 15. 16. Boyan, S. (7 de febrero de 2005), «How Our Food Choices Can Help Save the Environment», Mccffa.com. 17. Pimentel, D., Williamson, S., Alexander, C. E., González-Pagán, O., Kontak, C. y Mulkey, S. E. (2008), «Reducing energy inputs in the US food system», Human Ecology, 36(4), 459-471. 18. «Compassion in world farming». Citado por Marjolaine Jolicœur, AHIMSA, 2004. 19. Kaimowitz, D. (1996), Livestock and Deforestation in Central America in the 1980s and 1990s: a Policy Perspective, Cifor; Kaimowitz, D., Mertens, B., Wunder, S. y Pacheco, P. (2004), «Hamburger connection fuels Amazon destruction», Center for International Forest Research, Bogor, Indonesia. 20. Amazon Cattle Footprint, Greenpeace, 2009. 21. Dompka, M. V., Krchnak, K. M. y Thorne, N. (2002), «Summary of experts’ meeting on human population and freshwater resources», en Karen Krchnak (ed.), Human Population and Freshwater Resources: U. S. Cases and International Perspective, Yale University. 22. Según el Banco Mundial y el McKinsey Global Institute (2011), Natural Resources, 23. International Food Policy Research Institute y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. 24. Borgstrom, G. (1973), Harvesting the Earth, Abelard-Schuman, pp. 64-65. 25. «The Browning of America», Newsweek, 22 de febrero de 1981, p. 26. Citado por Rob​bins, J. (1991), Se nourrir sans faire souffrir, Alain Stanke, p. 420. 26. Rosegrant, M. W. y Meijer, S. (2002), «Appropriate food policies and investments could reduce child malnutrition by 43 % in 2020», The Journal of Nutrition, 132(11), 3437S-3440S. 27. Jancovici, J.-M. (2005), L’Avenir climatique : Quel temps ferons-nous ?, Seuil. 28. Se puso en duda la cifra de 18 % dada en 2006 por la FAO, porque la cifra respecto al ganado se calcula sobre la base de un análisis que incluye el ciclo de vida completo del proceso, es decir, que comprende la deforestación, etc. Pero no se aplicó el mismo método para el transporte, de modo que esto es lo mismo que comparar peras con manzanas. No obstante, desde entonces, se ha llevado a cabo otro es‐ tudio por investigadores muy comprometidos de la Universidad de Cambridge, la Universidad Nacional de Australia y otras, cuyos resul‐ tados se publicaron en The Lancet. Este estudio afirma que la cifra estaría en torno al 17 % (McMichael, A. J. et al. [2007]), op. cit. Quienes refutan esta cifra proponen una tasa de 4 % resultado del IPCC; pero se trata de emisiones directas y no del ciclo de vida completo. Es im‐ portante tener en cuenta la integridad del ciclo de vida porque las emisiones indirectas provenientes del ganado constituyen un porcenta‐ je significativo del total de emisiones. 29. 30. Desjardins, R., Worth, D., Vergé, X., Maxime, D., Dyer, J. y Cerkowniak, D. (2012), «Carbon Footprint of Beef Cattle», Sustainability, 4(12), 3279-3301. 31. FAO (2006), op. cit., p. 125. 32. Según el Worldwatch Institute. 33. Agencia de Protección Ambiental estadounidense y General Accounting Office (GAO). Citado por Foer, J. S. (2012), Faut-il manger les animaux ?, Points. 34. Steinfeld, H., De Haan, C. y Blackburn, H. (1997), «Livestock-environment interactions», Issues and options. Report of the Commission Directorate General for Development, Fressingfield, UK, WREN Media. 35. Narrod, C. A., Reynnells, R. D. y Wells, H. (1993), «Potential options for poultry waste utilization: A focus on the Delmarva Peninsula», United States Environmental Protection Agency (EPA). 36. Pauly, D., Belhabib, D., Blomeyer, R., Cheung, W. W. W. L., Cisneros-Montemayor, A. M., Copeland, D., Zeller, D. (2013), «China’s dis‐ tant-water fisheries in the 21st century», Fish and Fisheries. 37. Foer, J. S. (2012), op. cit., p. 66, «Environmental Justice Foundation Charitable Trust, Squandering the Seas: How Shrimp Trawling Is Th‐ reatening Ecological Integrity and Food Security Around the World», Environmental Justice Foundation, Londres, 2003, 12. 38. EPIC (European Prospective Investigation into Cancer and Nutrition). Informe elaborado bajo la dirección de Elio Riboli (2005). 39. Sinha, R., Cross, A. J., Graubard, B. I., Leitzmann, M. F. y Schatzkin, A. (2009), «Meat intake and mortality: a prospective study of over half a million people», Archives of internal medicine, 169(6), 562. Citado en Nicolino, F. (2009), Bidoche. L’industrie de la viande menace le monde, Les liens qui libèrent, p. 318. 40. Lambin, E. (2009), op. cit., p. 78. 41. Pan, A., Sun, Q., Bernstein, A. M., Schulze, M. B., Manson, J. E., Stampfer, M. J., Hu, F. B. (2012), «Red meat consumption and mortality: results from 2 prospective cohort studies», Archives of Internal Medicine, 172(7), 555. Estos análisis tuvieron en cuenta los factores de ries‐ go de enfermedades crónicas tales como la edad, el índice de masa corporal, la actividad física, los antecedentes familiares de enfermedad cardíaca, o cánceres mayores. 42. Haque, R., Kearney, P. C. y Freed, V. H. (1977), «Dynamics of pesticides in aquatic environments», en Pesticides in aquatic environments, Springer, pp. 39-52; Eligehausen, H., Guth, J. A. y Esser, H. O. (1980), «Factors determining the bioaccumulation potential of pesticides in the individual compartments of aquatic food chains», Ecotoxicology and Environmental Safety, 4(2), 134-157.

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43. Lambin, E. (2009), op. cit., p. 80. 44. Entrevista en The Telegraph, 7 de septiembre de 2008.

35. El egoísmo institucionalizado 1. Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, p. 17. [El precio de la desi​gualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Madrid, 2012]. 2. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), Merchants of Doubt: How a Handful of Scientists Obscured the Truth on Issues from Tobacco Smoke to Global Warming (reimpresión), Bloomsbury Press. Véase también Hoggan, J. (2009), Climate Cover-up: The Crusade to deny Global Warming, Greystone Books. Así como Pooley, E. (2010), The Climate War: True Believers, Power Brokers, and the Fight to save the Earth, Hyperion. 3. Fred Steitz dirigió, por cuenta de la R. J. Reynold Tobacco Company, un programa que, de 1979 a 1985, distribuyó 45 millones de dólares (equivalentes a 98 millones actuales) entre investigadores complacientes para efectuar estudios que pudieran utilizarse en los tribunales para defender la inocuidad del tabaco. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 6. 4. Lahsen, M. (2008), «Experiences of modernity in the greenhouse: A cultural analysis of a physicist “trio” supporting the backlash against global warming», Global Environmental Change, 18(1), 204-219. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 6. 5. Singer, S. F. (1989), «My adventures in the ozone layer», National Review, 30. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 249. 6. Wynder, E. L., Graham, E. A. y Croninger, A. B. (1953), «Experimental production of carcinoma with cigarette tar», Cancer Research, 13(12), 855-864. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 15. 7. American Tobacco, Benson and Hedges, Philip Morris y U. S. Tobacco. 8. United States of America vs Philip Morris, R. J. Reynolds et al. (1999), p. 3. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 15 y nota 24, p. 282. 9. En 1957, por ejemplo, uno de estos panfletos, titulado Smoking and Health (‘Tabaco y Salud’) fue distribuido a 350.000 médicos. Tobacco Industry Research Committee: BN2012002363, Legacy Tobacco Document Library. Otro opúsculo, editado en 1993 para la circulación interna de la industria del tabaco y titulado Bad Science: A Resource Book, contenía una mina de informaciones sobre los medios más efi‐ caces para combatir y desacreditar las investigaciones científicas que demostraban los efectos nocivos del tabaco, así como una libreta de direcciones de investigadores y periodistas que apoyaban la causa y que podían participar en movilizaciones. Bad science: A Resource Book. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., pp. 6, 20. 10. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 34. 11. Michaels, D. (2008), Doubt is Their Product: How Industry’s assault on Science Threatens Your Health, Oxford University Press, Estados Unidos. 12. Schuman, L. M. (1981), «The origins of the Report of the Advisory Committee on Smoking and Health to the Surgeon General», Journal of Public Health Policy, 2(1), 19-27. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., pp. 21-22. 13. Según los datos y las referencias reunidos por Wikipedia (). 14. Hirayama, T. (1981), «Passive smoking and lung cancer», British Medical Journal (Clinical research ed.), 282(6273), 1393-1394. Antes de esto, el primer estudio importante se remonta a 1980. Realizado con una muestra de 2.100 personas y publicado en Inglaterra, indicaba que los no fumadores que trabajaban en las oficinas donde sus colegas fumaban manifestaban las mismas alteraciones de los pulmones que los fumadores leves. Este estudio fue bastante criticado por científicos que tenían, todos ellos, relación con la industria del tabaco. Para un estudio reciente, véase Öberg, M., Jaakkola, M. S., Woodward, A., Peruga, A. y Prüss-Ustün, A. (2011), «Worldwide burden of disease from exposure to second-hand smoke: a retrospective analysis of data from 192 countries», The Lancet, 377(9760), 139-146. 15. Glanz, S. A. (2004), The Cigarette Papers online Wall of History, UCSF. 16. Non-Smokers’ Rights Association, The Fraser Institute: Economic Thinktank or Front for the Tobacco Industry?, abril de 1999. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 140. 17. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 242; nota 6, p. 335. 18. Así fue como se crearon los diarios Tobacco and Health y Science Fortnightly, por no citar más que sólo estos dos, en el caso del tabaco. Se utilizaron los mismos métodos para los estudios climáticos. Otros artículos fueron formateados exactamente igual a los del PNAS (los Anales de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos) y distribuidos a todos los medios, aunque no hayan sido publicados ni expuestos en un diario científico. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 244. 19. Associated Press, 27 de noviembre de 2012. 20. OMS. Notas descriptivas, n.o 339, mayo de 2012 (). 21. Sin contar los casos de bronquitis y neumonía en los niños pequeños, así como un empeoramiento en los problemas de asma de millones de niños. Britton, J. y Godfrey, F. (2006), «Lifting the smokescreen», European Respiratory Journal, 27(5), 871-873. El informe presentado en el Parlamento Europeo está disponibe en la página web: www.ersnet.org. En Francia, la cifra sería de 3.000 al año. Tubiana, M., Treda‐ niel, J., Thomas, D. y Kaminsky, M. (1997), « Rapport sur le tabagisme passif », Bull. Acad. Nati. Med., 181, 727-766. 22. Glantz, S. A. y Parmley, W. W. (2001), «Even a little secondhand smoke is dangerous», JAMA, 286(4), 462-463. 23. « L’Asie fume à pleins poumouns », GEO, octubre de 2011, 292, p. 102. 24. OMS. Notas descriptivas, n.o 339, mayo de 2012. 25. Ibid. 26. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 241. 27. Jacques Attali, « Bien pire que le Médiator : le Tabac », Social, 6 de febrero de 2011. 28. Pérez, M. (2012), Interdire le tabac, l’urgence, Odile Jacob. 29. West, R. (2006), «Tobacco control: present and future» British Medical Bulletin, 77-78(1), 123-136. 30. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 171 y nota 9, p. 320. 31. Ibid., p. 174, nota 20 y p. 321. 32. Una nueva comisión dirigida ahora por científicos que apoyaban el statu quo, entre los cuales estaban Thomas Schelling y William Nie‐ renberg, cercanos a grandes empresas del sector que ejercían fuertes presiones para evitar toda reglamentación, concluyó que bastaría con tratar los síntomas en su momento. La comunidad científica optó, erróneamente, por no manifestarse respecto a este informe: «Sabíamos que estrictamente no valía nada y nos limitamos a ignorarlo», dijo el geofísico y especialista en física planetaria Edward Frieman a Ores‐

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kes. En consecuencia, la Casa Blanca apostó por la adaptación en un futuro aún lejano. Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 182. 33. Se puede descargar el informe en formato PDF con las cifras y la atribución detalladas en la página web de Greenpace: 34. Mooney, C. (2006), The Republican War on Science, Basic Books, en la revista de investigación Mother Jones, mayo-junio de 2005.

35. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), Bankrupting Nature: Denying Our Planetary Boundaries, Routledge, p. 96. 36. Las empresas francesas se sitúan en el cuarto puesto entre las compañías extranjeras que financiaron la campaña electoral estadounidense. Se pueden consultar los detalles exactos sobre la contribución de cada empresa a cada candidato en la página web: 37. Citado en Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit. 38. Santer, B. D., Taylor, K. E., Wigley, T. M. L., Johns, T. C., Jones, P. D., Karoly, D. J., Ramaswamy, V. (1996), «A search for human influences on the thermal structure of the atmosphere», Nature, 382(6586), 39-46. 39. Steitz, F., «A Major Deception on Global warming», The Wall Street Journal, 26 de junio de 1996. Citado por Oreskes, N. y Conway, E. M. M. (2011), op. cit., p. 3. 40. Declaración del 14 de marzo de 2002, 41. Declaración del 4 de enero de 2005, 42. Declaración del 28 de julio de 2003, 43. Michelle Bachmann asegura que las emisiones de CO2 son inofensivas. Hermann Cain, una de las últimas autoridades, habla del «mito» del calentamiento y Dick Perry, gobernador de Texas, también denuncia una «falsa alarma» creada por científicos que buscan subvencio‐ nes. Éstos son los mismos candidatos que también desean prohibir la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas y en su lugar enseñar el «creacionismo». Al final, Mitt Romney compartirá su opinión bajo la presión de los republicanos de extrema derecha. 44. Sondeo realizado por ABC News. 45. Allègre, C., L’Imposture climatique ou la fausse écologie, Pocket, 2012. 46. Ibid., p. 8. 47. Claude Allègre: « La glace de l’Antarctique ne fond pas ? Non, elle ne fond pas. Pour l’instant en tout cas », op. cit., p. 68. Respuesta de los científicos del CNRS: «La pérdida de hielo de la Antártida se produce principalmente por el flujo acelerado. Se observa una pérdida neta de hielo desde hace varios años. [...] La contribución actual de la Antártida al incremento del nivel de los mares es de 0,55 milímetros anuales, con un fuerte aumento desde hace algunos años. Varios tipos de datos de campo y de satélite muestran una pérdida de masa al menos equivalente a las pérdidas de Groenlandia». Véanse Velicogna, I. y Wahr, J. (2006), «Measurements of time-variable gravity show mass loss in Antarctica», Science, 311(5768), 1754-1756; Rignot, E., Koppes, M. y Velicogna, I. (2010), «Rapid submarine melting of the calving faces of West Greenland glaciers», Nature Geoscience, 3(3), 187-191. 48. Claude Allègre: «Desde hace tres inviernos, lidiamos con el hielo. [...] Se ha deliberado en Copenhague sobre un eventual calentamiento del planeta de 2 °C, mientras una tormenta de nieve se abatía sobre Europa y los Estados Unidos y en muchas regiones repentinamente hacía un frío polar», op. cit., pp. 8, 16. Respuesta del CNRS: «Las consecuencias de la actividad humana en relación con el clima afectan a los últimos cincuenta años y los siglos venideros. Las variaciones en algunos años o estaciones apenas tienen un impacto mínimo en la tendencia a esta escala temporal». 49. Informe del GIEC (2007), capítulo 9. Disponible en Internet. 50. Sylvestre Huet, « Claude Allègre : L’appel des 604 et leurs arguments », Libération, 8 de abril de 2010. 51. Goldacre, B. (2012), Bad Pharma: How Drug Companies mislead Doctors and harm Patients, Fourth Estate. [Mala farma: cómo las empresas farmacéuticas engañan a los médicos y perjudican a los pacientes, Paidós Ibérica, Barcelona, 2013]. 52. Para dar otro ejemplo, en 2006, Robert Kelly y los investigadores de psiquiatría del Beth Israel Medical Center en Nueva York examinaron todos los estudios hechos sobre los medicamentos utilizados en psiquiatría publicados en cuatro revistas académicas, 542 estudios en to‐ tal. Se descubrió que los estudios encargados por la industria señalaban los efectos benéficos de sus medicamentos en el 78 % de los casos, mientras que este porcentaje caía al 48 % cuando los estudios los llevaban a cabo laboratorios independientes. Kelly, R. E., Cohen, L. J., Semple, R. J., Bialer, P., Lau, A., Bodenheimer, A., Galynker, I. I. (2006), «Relationship between drug company funding and outcomes of clinical psychiatric research», Psychological medicine, 36(11), 1647. 53. Messica, L. (2011), Effet placebo : mécanismes neurobiologiques et intérêts thérapeutiques, données actuelles à partir d’une revue de la littérature, Éditions universitaires européennes. 54. Gøtzsche, P. C., Hróbjartsson, A., Johansen, H. K., Haahr, M. T., Altman, D. G. y Chan, A. W. (2006), «Constraints on publication rights in industry-initiated clinical trials», JAMA, 295(14), 1645-1646. Citado por Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 38. Además, un sondeo mues‐ tra que el 90 % de sujetos y pacientes que se prestan para estos test médicos piensan que su participación es una contribución importante para la sociedad, mientras que las compañías farmacéuticas se niegan a publicar sus datos de investigación: Wendler, D., Krohmal, B., Emanuel, E. J. y Grady, C. (2008), «Why patients continue to participate in clinical research», Archives of Internal Medicine, 168(12), 1294. Citado por Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 43. 55. Doshi, P. (2009), «Neuraminidase inhibitors – the story behind the Cochrane review», BMJ, 339. Citado por Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 365. 56. Godlee, F. (2012), «Open letter to Roche about oseltamivir trial data», BMJ, 345. 57. Medicines and Healthcare products Regulatory Agency (MHRA) GSK investigation concludes. . Entre 1994 y 2002, GSK realizó nueve series de test sobre los efectos de la paroxetina en niños, que no sólo indicaron que el medicamento era eficaz para tratar la depresión infantil, sino que también revelaron efectos secundarios perjudiciales. De forma astuta y consciente, GSK utilizó una laguna legal. Los fabricantes no están obligados a decla‐ rar los efectos no deseados, aunque sean graves, de un medicamento excepto los que afectan a los usos específicos («usar en adultos», por ejemplo) para los que ha recibido el permiso de comercialización. GSK sabía que prescribían el medicamento a niños, y también sabía que presentaba problemas de seguridad para ellos, pero decidió no revelar esta información. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 58. 58. Juni, P., Nartey, L., Reichenbach, S., Sterchi, R., Dieppe, P. y Egger, M. (2004), «Risk of cardiovascular events and rofecoxib: cumulative meta-analysis», The Lancet, 364(9450), 2021-2029. Asimismo, véase Rédaction (2005) « Comment éviter les prochaines affaires Vioxx », Prescrire (2005), 25(259), 222-225. 59. Psaty, B. M. y Kronmal, R. A. (2008), «Reporting mortality findings in trials of rofecoxib for Alzheimer disease or cognitive impairment»,

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JAMA, 299(15), 1813-1817; « Le célécoxib encore sur le marché : au profit de qui ? », Prescrire (2005), 25(263), 512-513. 60. Prescrire (2009), 29(303), 57. 61. En 2004, por ejemplo, el Comité Internacional de Redactores de Revistas Médicas (ICMJE, por sus siglas en inglés) anunció que a partir de 2005 ninguna revista publicaría ensayos clínicos a menos que hubieran sido correctamente registrados antes de su aplicación (con el objetivo de que se puedan supervisar los resultados de dichos ensayos). El problema parecía resuelto, pero todo siguió como antes: los editores no cumplieron sus amenazas, sin duda debido a los ingresos económicos, cuantificables en millones de dólares, que los mismos editores obtienen cuando publican decenas de millares de ejemplares en tiradas aparte con los lanzamientos de la industri farmacéutica. De Angelis, C., Drazen, J. M., Frizelle, P. F. A., Haug, C., Hoey, J., Horton, R., Overbeke, A. J. P. M. (2004), «Clinical trial registration: a statement from the International Committee of Medical Journal Editors», New England Journal of Medicine, 351(12), 1250-1251. Golda‐ cre, B. (2012), op. cit., p. 51. 62. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 71. 63. Ibid., p. 72. 64. Ibid., pp. 51-52. 65. Gagnon, M. A. y Lexchin, J. (2008), «The cost of pushing pills: a new estimate of pharmaceutical promotion expenditures in the United States», PLoS Medicine, 5(1), e1. Para conocer los valores de los PIB nacionales, véase 66. Heimans, L., Van Hylckama Vlieg, A. y Dekker, F. W. (2010), «Are claims of advertisements in medical journals supported by RCTs», Neth. J. Med, 68, 46-9. 67. Fugh-Berman, A., Alladin, K. y Chow, J. (2006), «Advertising in medical journals: should current practices change?», PLoS Medicine, 3(6), e130. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 305. Un estudio reciente en los Estados Unidos reveló que el 60 % de los jefes de servicio hospi‐ talario recibía dinero de la industria por trabajar a su favor como consultores, conferenciantes, miembros de consejos consultivos, etc. Campbell, E. G., Weissman, J. S., Ehringhaus, S., Rao, S. R., Moy, B., Feibelmann, S. y Goold, S. D. (2007), «Institutional Academic-Indus‐ try Relationships», JAMA, 298(15), 1779-1786. En total, 17.700 médicos recibieron dinero, por un total de 750 millones de dólares prove‐ nientes de AstraZeneca, Pfizer, GSK, Merck, y muchos otros. 384 médicos recibieron más de 100.000 dólares por persona. Véase Golda‐ cre, B. (2012), op. cit., p. 331. Estas informaciones están disponibles en la página web de ProPublica: 68. Prescrire (2008), 28(299), 705. 69. Fugh-Berman, A. y Ahari, S. (2007), «Following the script: how drug reps make friends and influence doctors», PLoS Medicine, 4(4), e150. 70. Véase el archivo de Jérémie Pottier en Réflexiences, www.reflexiences.com/dossier/143/les-medecins-sont-ils-manipules-par-les-laboratoi‐ res-pharmaceutiques. 71. Según el Directorio Compartido de los Profesionales de la Salud de Francia (RPPS). 72. Orlowski, J. P. y Wateska, L. (1992), «The effects of pharmaceutical firm enticements on physician prescribing patterns. There’s no such thing as a free lunch», Chest, 102(1), 270-273. 73. Verispan, Wolters-Kluwer e IMS Health. Esta última compañía posee los datos sobre los dos tercios de todas las recetas presentadas en las farmacias. 74. Stell, L. K. (2009), «Drug reps off campus! Promoting professional purity by suppressing commercial speech», The Journal of Law, Medicine & Ethics, 37(3), 431-443. Asimismo, véase la entrevista de Goldacre en la página web del prestigioso diario científico Nature, 28 de sep‐ tiembre de 2012: 75. Las propuestas de Martin Hirsch son las siguientes: 1) Vover a crear laboratorios públicos de investigación médica, sin colaboración de la industria farmacéutica, con el objetivo de que haya una fuente de investigadores totalmente independiente de la industria farmacéutica que pueda participar en las comisiones especializadas, sin conflictos de intereses. 2) Prohibir a las «sociedades científicas» aceptar fondos de la industria farmacéutica, para que sean científicas e independientes, que no deberían ser dos cualidades incompatibles entre sí. 3) Fi‐ nanciar con fondos públicos la formación médica de forma permanente y los congresos médicos, y sin participación de la industria far‐ macéutica que convierte en sus deudores a médicos e investigadores. 4) «Nacionalizar» la farmacovigilancia y procurar que los estudios de riesgo sean encargados directamente por las autoridades sanitarias y no confiarlos al laboratorio que supervisa el medicamento y que «dirige» los estudios que pueden poner en peligro los medicamentos que produce. 5) Tener un diseño mucho más estricto para la preven‐ ción de conflictos de intereses. 6) Garantizar la información de los médicos sobre los medicamentos de manera diferente a la que llama‐ mos «promoción», es decir, por los visitadores médicos. 76. Hollis, A. (2004), «Me-too drugs: Is there a problem?», WHO report. Extraído de 77. Véanse las indicaciones del National Institute for Clinical Excellence (NICE), «CG17 Dyspepsia: full guideline», Guidance/Clinical Gui‐ delines, 78. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 148. 79. ALLHAT, Antihypertensive and Lipid-Lowering Treatment to Prevent Heart Attack Trial (estudio sobre los tratamientos contra la hiper‐ tensión y la hipolipidemia para prevenir las crisis cardíacas que duró ocho años, conducido por el Departamento de Salud de los Estados Unidos). 80. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 149. 81. Moon, J., Flett, A. S., Godman, B. B., Grosso, A. M. y Wierzbicki, A. S. (2011), «Getting better value from the NHS drugs budget», BMJ, 342(7787), 30-32. 82. Helms, R. (2006), Guinea Pig Zero: An Anthology of the Journal for Human Research Subjects (1.a edición), Garrett County Press. Asimis‐ mo, véase la página web: . Citado por Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 107. 83. Goldacre, B. (2012), op. cit., p. 342. 84. Robin, M.-M. (2010), Le Monde selon Monsanto, La Découverte, Kindle, pp. 616-618. [El mundo según Monsanto: de la dioxina a los OGM: una multinacional que les desea lo mejor, Península, Barcelona, 2008]. 85. Ibid., p. 623. 86. Una exposición regular a estos productos puede provocar cánceres, enfermedades cardiovasculares, diabetes, reducción de las defensas inmunológicas, disfunción de la tiroides y las hormonas sexuales, problemas de reproducción así como trastornos neurológicos graves. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 726.

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87. Jensen, S. (1966), «Report of a new chemical hazard», New Scientist, 32(612), 247-250. 88. Respecto a la contaminación por los PCB en el conjunto de ríos y lugares terrestres en Francia, véase el informe «Atlas des sites pollués au PCB», 7.a edición, publicado en abril de 2013 por la asociación Robin des Bois: 89. Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 572-579. 90. Citado por Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 7962-7964. 91. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 706. 92. Ibid., p. 720. 93. Ibid., pp. 685-686. 94. Ibid., p. 823. 95. Palabras confiadas a Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 806-807. 96. Se puede consultar la Carta de Monsanto en la página web: 97. El agente naranja también fue producido por otras firmas, como Dow Chemicals, cuya filial, Union Carbide, fue, en 1984, responsable de la catástrofe de Bhopal en la India, que oficialmente mató a 3.500 personas, pero sin duda causó 20.000 o 25.000 decesos según las asocia‐ ciones de víctimas. Se estima que se derramaron 80 millones de litros de defoliantes sobre 3,3 millones de hectáreas de bosques y tierras. El 90 % de los árboles y arbustos afectados fueron destruidos en dos años. Más de 3.000 pueblos resultaron contaminados, y el 60 % de los defoliantes utilizados eran de agente naranja, que contenían un equivalente a 400 kilos de dioxinas. Las dioxinas son subproductos alta‐ mente tóxicos de compuestos como los PCB y el 2,4,5-triclorofenol (2,4,5,-T), la sustancia principal del agente naranja. La toxicidad varía según las especies. Dos microgramos (0,000002 gramos) por kilo son suficientes para matar a la mitad de ciertas cobayas contaminadas, pero hacen falta treinta y cinco veces más para matar a los monos rhe​sus. No se ha podido medir con precisión esta toxicidad en los hu‐ manos. Sin embargo, según la OMS, «Las dioxinas son muy tóxicas y pueden provocar problemas a nivel de procreación y desarrollo, per‐ judicar el sistema inmunológico, interferir con el sistema hormonal y causar cánceres»; Stellman, J. M., Stellman, S. D., Christian, R., We‐ ber, T. y Tomasallo, C. (2003), «The extent and patterns of usage of agent orange and other herbicides in Vietnam», Nature, 422(6933), 681-687. Citado por Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 8038-8040; Stellman, J. M., «The extent and patterns of usage of agent orange and other herbicides in Vietnam», Nature, 17 de abril de 2003. 98. «Monsanto’s agent orange: The persistent ghost from the Vietnam war», Organic Consumers Association, 2002: ; Le Cao, D. et al., «A comparison of infant mortality rates between two Vietnamese villa‐ ges sprayed by defoliants in wartime and one unsprayed village» Chemosphere, vol. 20, agosto de 1990, pp. 1005-1012. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 8186. 99. Siete compañías producían agente naranja: Dow Chemicals, Monsanto, Diamond Sham​rock, Hercules, T-H Agricultural & Nutrition, Thompson Chemicals y Uniroyal. Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 1280-1281. 100. Suskind, R. R. (1983), «Long-term health effects of exposure to 2,4,5-T and/or its contaminants», Chemosphere, 12(4), 769. 101. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 1319. 102. Se informó a Monsanto, no se sabe cómo, y su vicepresidente escribió al presidente del consejo científico de la EPA para quejarse sobre «las informaciones altamente provocadoras y erróneas sobre los estudios epidemiológicos que involucran a la fábrica de Monsanto en Ni‐ tro. [...] Estamos muy disgustados por las acusaciones infundadas contra Monsanto y el doctor Suskind». Frustrada, Cate hizo llegar el informe a la prensa, lo que provocó una conmoción. Monsanto no dejó de intervenir ante la EPA para que la investigación no tuviera re‐ sultados y que Cate fuera sancionada, incluso despedida. Finalmente, fue trasladada y sufrió acoso durante años. 103. La lista incluía cánceres (aparato respiratorio, próstata), algunos de ellos muy raros, como el sarcoma de tejidos blandos o el linfoma no hodgkiniano, y también la leucemia, la diabetes (tipo 2), la neuropatía periférica (que sufre Alan Gibson, el veterano que conocí) y el cloracné. 104. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 1585. 105. «Problems Plague the EPA Pesticide Registration Activities», US Congress, House of Representatives, House Report, 98-1147, 1984. Ci‐ tado por Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 820. Véase también el artículo del The New York Times, 2 de marzo de 1991. 106. Canadá: McDuffie, H. H., Pahwa, P., McLaughlin, J. R., Spinelli, J. J., Fincham, S., Dosman, J. A., Choi, N. W. (2001), «Non-Hodgkin’s lymphoma and specific pesticide exposures in men cross-Canada study of pesticides and health», Cancer Etiology Biomarkers & Prevention, 10(11), 1155-1163. Suecia: Hardell, L., Eriksson, M. y Nordström, M. (2002), «Exposure to pesticides as risk factor for non-Hodg‐ kin’s lymphoma and hairy cell leukemia: pooled analysis of two Swedish case-control studies», Leukemia & Lymphoma, 43(5), 1043-1049. Estados Unidos: De Roos, A. J., Blair, A., Rusiecki, J. A., Hoppin, J. A., Svec, M., Dosemeci, M., Alavanja, M. C. (2005), «Cancer incidence among glyphosate-exposed pesticide applicators in the Agricultural Health Study», Environmental Health Perspectives, 113(1), 49. 107. Cuando Paul Berg anunció luego su intención de introducir un virus cancerígeno procedente de un mono en una célula de Escherichia coli, una bacteria que coloniza el estómago y los intestinos humanos, la comunidad científica se alarmó: «¿Qué pasaría si, por desgracia, el organismo manipulado se escapa del laboratorio?», preguntó el genetista Robert Pollack. Se decretó una moratoria provisional sobre las manipulaciones genéticas. Pero no duró y los experimentos de ingeniería genética se multiplicaron. 108. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 4822. 109. Entonces otros competidores entraron en liza para presentar primero las patentes sobre la mayoría de los grandes cultivos del mundo: Calgene —una nueva empresa californiana que acaba de lograr que el tabaco sea resistente al glifosato (el componente del Roundup)—, Rhône-Poulenc, Hoechst, Dupont y Ciba-Geigy, y otros gigantes de la química. 110. CropChoice News, 16 de noviembre de 2003. Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 8424-8425. 111. Food and Drug Administration, «Statement of policy: foods derived from new plant varieties», Federal Register, vol. 57, n.o 104, 29 de mayo de 1992, p. 22983. Citado por Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 8449-8451. 112. «El principio de equivalencia sustancial es una coartada, que no tiene ningún fundamento científico y que fue creado ex nihilo para evi‐ tar que los transgénicos sean considerados al menos como aditivos alimentarios, lo que permite a las empresas de biotecnología evadir los test toxicológicos establecidos por la Food Drug and Cosmetic Act, y también el etiquetado de sus productos», Robin, M.-M. (2010), op. cit., pp. 3521-3524. 113. Según el informe 2007 del Center for Food Safety, Monsanto dispone de un presupuesto de 10 millones de dólares y un equipo de 75 personas encargadas a tiempo completo de la vigilancia y el seguimiento judicial de los agricultores usuarios de sus productos. Hasta ju‐ nio de 2006, Monsanto había presentado de 2.391 a 4.531 demandas por la «piratería de semillas» en contra de agricultores de 19 países,

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con las que había obtenido entre 85 y 160 millones de dólares. 114. Detœuf, A. (1962), Propos de O. L. Barenton, confiseur, Éditions du Tambourinaire, p. 111. [Reflexiones de O.L. Barenton: empresario de principios de siglo, Gestión 2000, Barcelona, 1997]. 115. 116. Robin, M.-M. (2010), op. cit., p. 6082. 117. Ibid., p. 6135. 118. Ibid., p. 6777. 119. Shiva, V. J., «From Seeds of Suicide to Seeds of Hope», Huffington Post, 28 de abril de 2009. 120. Shiva, V. J., Kunwar; Navdanya (organización) (2006), Seeds of Suicide: the Ecological and Human Costs of Seed Monopolies and Globalisation of Agriculture, Navdanya. 121. Chapelle, S., Le Journal des Alternatives, 5 de noviembre de 2012. 122. Surgida del GIC (Grupo de Interés Ciudadano), esta asociación agrupa principalmente a Greenpeace, ATTAC y los Amigos de la Tierra.

VI. Construir una sociedad más altruista 36. Las virtudes de la cooperación

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1. Extracto de un discurso en la Asamblea General de la ONU, 24 de septiembre de 2001. 2. Candau, J. (2012), « Pourquoi coopérer », Terrain, 1, 4-25. 3. Véanse también Axelrod, R. (1992), Donnant Donnant. Théorie du comportement coopératif, Odile Jacob. [La evolución de la cooperación: el dilema del prisionero y la teoría de juegos, Alianza, Madrid, 1996]; Kappeler, P. M. y Van Schaik, C. (2006), Cooperation in Primates and humans: Mechanisms and Evolution, Springer Verlag; Henrich, J. y Henrich, N. (2007), Why Humans Cooperate: A Cultural and Evolutionary Explanation, Oxford University Press. 4. Candau, J. (2012), op. cit. 5. El contenido de esta reunión fue publicado en la obra: Goleman, D. y Dalái Lama (2003), Surmonter les émotions destructrices : Un dialogue avec le Dalaï-lama, Laffont. [La salud emocional: conversaciones con el Dalái Lama sobre la salud, las emociones y la mente, Kairós, Bar‐ celona, 2012]. Véase también Ekman, P., Davidson, R. J., Ricard, M. y Wallace, B. A. (2005), «Buddhist and psychological perspectives on emotions and well-being», Current Directions in Psychological Science, 14, 59-63. 6. Recuerdos de Ephraïm Grenadou, recopilados por Alain Prévost, transmitido por France Culture en 1967 y en 2011-2012. Véase también Grenadou, E. (1966), Vie d’un paysan français, Seuil. 7. Wilkinson, R. y Pickett, K. (2009), The Spirit Level: Why Equality is Better for Everyone, Bloomsbury Publishing PLC, p. 209. [Desigualdad: un análisis de la (infelicidad) colectiva, Turner, Madrid, 2009]. 8. Candau, J. (2012), op. cit., p. 40. 9. Carpenter, J., Matthews, P. y Schirm, J. (2007), Tournaments and Office Politics: Evidence from a Real Effort Experiment (SSRN Scholarly Pa‐ per N.o ID 1011134), Rochester, New York, Social Science Research Network. 10. DeMatteo, J. S., Eby, L. T. y Sundstrom, E. (1998), Team-Based Rewards: Current Empirical Evidence and Research in Organizational Behavior, 20, 141-183. Tamu.edu. 11. Richard Layard, durante una conversación con el autor. 12. Mokyr, J. (2009), The Enlightened Economy: An Economic History of Britain 1700-1850, Yale University Press, pp. 384-385. 13. Wilkinson, R. y Pickett, K. (2009), op. cit. 14. Draperi, J.-F. (2012), La république coopérative, Larcier. 15. Según Virginie Poujol, « De la coopération pour la survie à la coopération comme facteur d’émancipation ? », en Loncle, P., Corond, M. y varios (2012), Coopération et Éducation populaire, L’Harmattan, p. 135. 16. En Francia, los sectores principales de las cooperativas son los de servicios industriales (41 %) y la agricultura (33 %). También se en‐ cuentra la vivienda (17 %), la banca (5 %), el consumo (3 %) y las farmacias (1 %). Véase 17. Hardin, G. (1968), «The tragedy of the commons», Science, 162(3859), 1243-1248. 18. Cox S. J. (1985), «No tragedy on the commons», Environmental ethics, 7, 49-61 (p. 60). 19. Angus, I. (2008), «The Myth of the Tragedy of the Commons», Monthly Review Magazine. 20. Engels, F. (1902), The Mark, New York Labor News Co. 21. Ostrom E. (2010), Gouvernance des biens communs : Pour une nouvelle approche des ressources naturelles, De Boeck. 22. Ibid., pp. 90-104; Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, Odile Jacob. 23. Elinor Ostrom, citado por Lecomte, J. (2012), op. cit. 24. Rustagi, D., Engel, S. y Kosfeld, M. (2010), «Conditional cooperation and costly monitoring explain success in forest commons manage‐ ment», Science, 330(6006), 961-965. 25. Hervé Le Crosnier, Le Monde diplomatique, 15 de junio de 2012. 26. Fehr, E. y Gächter, S. (2000), «Cooperation and punishment in public goods experiments», The American Economic Review, 90(4), 980994; Fehr, E., Fischbacher, U. y Gächter, S. (2002), «Strong reciprocity, human cooperation, and the enforcement of social norms», Human Nature, 13(1), 1-25. 27. Fehr, E. y Gächter, S. (2002), «Altruistic punishment in humans», Nature, 415(6868), 137-140. 28. Boyd, R., Gintis, H., Bowles, S. y Richerson, P. J. (2003), «The evolution of altruistic punishment», Proceedings of the National Academy of Sciences, 100(6), 3531-3535; Flack, J. C., Girvan, M., Waal, F. B. M. de y Krakauer, D. C. (2006), «Policing stabilizes construction of social niches in primates», Nature, 439(7075), 426-429; Mathew, S. y Boyd, R. (2011), «Punishment sustains large-scale cooperation in prestate warfare», Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(28), 11375-11380. 29. Herrmann, B., Thöni, C. y Gächter, S. (2008), «Antisocial punishment across societies», Science, 319(5868), 1362-1367. 30. Desde 1995, la ONG Transparency International publica cada año un índice de percepción de corrupción (Corruption Perception Index, CPI) que clasifica los países según el grado de corrupción que perciben los ciudadanos de un país. Este índice se elabora con la ayuda de encuestas realizadas a hombres de negocios y sociólogos.

31. Nowak, M. A., Sasaki, A., Taylor, C., y Fudenberg, D. (2004), «Emergence of cooperation and evolutionary stability in finite populations», Nature, 428, 646-650; Imhof, L. A., Fudenberg, D. y Nowak, M. A. (2005), «Evolutionary cycles of cooperation and defection», Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 102(31), 10797-10800; Dreber, A., Rand, D. G., Fudenberg, D. y Nowak, M. A. (2008), «Winners don’t punish», Nature, 452(7185), 348-351. 32. Hamlin, J. K. y Wynn, K. (2011), «Young infants prefer prosocial to antisocial others», Cognitive Development, 26(1), 30-39; Hamlin, J. K., Wynn, K., Bloom, P. y Mahajan, N. (2011), «How infants and toddlers react to antisocial others», Proceedings of the National Academy of Sciences, 108(50), 19931-19936. 33. Singer, T., Seymour, B., O’Doherty, J. P., Stephan, K. E., Dolan, R. J. y Frith, C. D. (2006), «Empathic neural responses are modulated by the perceived fairness of others», Nature, 439(7075), 466-469. 34. Rand, D. G., Dreber, A., Ellingsen, T., Fudenberg, D. y Nowak, M. A. (2009), «Positive interactions promote public cooperation», Science, 325(5945), 1272-1275. 35. Ozouf, M. (1997), « Liberté, égalité, fraternité, peuplements de pays paix et la guerre », en Lieux de mémoire (dir. Pierre Nora), Quarto Gallimard, tomo III, pp. 4353-4389. 36. Attali, J. (1999), Fraternités, Fayard, p. 172. 37. Ibid., p. 173. 38. Ibid., p. 174. 39. Ibid., pp. 170-171. 40. Martin Luther King, discurso pronunciado el 31 de marzo de 1968. 41. Tomasello, M. (2009), Why We Cooperate, MIT Press. [¿Por qué cooperamos?, Katz, Madrid, 2010]. 42. Sober, E. y Wilson, D. S. (1999), Unto Others: The Evolution and Psychology of Unselfish Behavior, Harvard University Press, p. 166. [El comportamiento altruista, evolución y psicología, Siglo XXI, Madrid, 2000]; Boyd, R. y Richerson, P. J. (1992), «Punishment allows the evo‐ lution of cooperation (or anything else) in sizable groups», Ethology and Sociobiology, 13(3), 171-195. Según Colin Turnbull, en el caso de los mbuti de África, «incluso las acciones más insignificantes y las más rutinarias de la vida cotidiana de la familia constituyen potencial‐ mente una fuente de mucha preocupación para toda la tribu. [...] Es esencial que haya, en la tribu, un esquema de comportamiento gene‐ ral aceptado por todos y que se aplique a todas las actividades concebibles», Turnbull, C. M. (1965), The Mbuti Pygmies: an Ethnographic Survey, American Museum of Natural History, New York, vol. 50, p. 118.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 37. Una educación ilustrada

1. Seligman, M. (2013), S’épanouir, Belfond, Kindle, pp. 1759-1769. 2. Dalái Lama, G. T. (1999), Sagesse ancienne, monde moderne, Fayard. [El arte de vivir en el nuevo milenio, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 3. Para tener una crítica del «neutralismo» en la educación y la enseñanza de valores universalmente aceptables y deseables, véase también White, J. (1991), Education and the Good Life: Autonomy, Altruism, and the National Curriculum, Advances in Contemporary Educational Thought, vol. 7, ERIC. 4. Greenberg, M. T. (2010), «School-based prevention: current status and future challenges», Effective Education, 2(1), 27-52. 5. Favre, D. (2006), Transformer la violence des élèves : Cerveau, motivations et apprentissage, Dunod; Favre, D. (2010), Cessons de démotiver les élèves : 18 clés pour favoriser l’apprentissage, Dunod. 6. Hawkes, N. (2010), Does Teaching Values Improve the Quality of Education in Primary Schools? A Study about the Impact of Values Education in a Primary School, VDM Verlag Dr. Müller. Véase también la página web: 7. Farrer, F. (2005), A Quiet Revolution: Encouraging Positive Values in Our Children, Rider & Co. 8. Lovat, T., Toomey, R. y Clement, N. (2010), International Research Handbook on Values Education and Student Wellbeing, Springer; Lovat, T. y Toomey, R. (2009), Values Education and Quality Teaching: The Double Helix Effect, Springer-Verlag New York Inc. 9. Formas de meditación que asocian el análisis intelectual al desarrollo de la atención, la conciencia plena y la benevolencia se enseñan en ciertos establecimientos escolares de América del Norte y algunos países de Europa. Greenland, S. K. (2010), The Mindful Child: How to Help Your Kid Manage Stress and Become Happier, Kinder, and More Compassionate, The Free Press. [El niño atento: mindfulness para ayudar a tu hijo a ser más feliz, amable y compasivo, Desclée De Brouwer, Bilbao, 2014]. Igualmente, respecto a la práctica de la conciencia plena en la educación paterna: Kabat-Zinn, J. y M. (2012), À chaque jour ses prodiges, Les Arènes. 10. Ozawa-de Silva, B. y Dodson-Lavelle, B. (2011), «An education of heart and mind: Practical and theoretical issues in teaching cognitivebased compassion training to children», Practical Matters, 1(4), 1-28. 11. Pléty, R. (1998), L’Apprentissage coopérant, Presses universitaires de Lyon (PUL), p. 7. 12. Johnson, D. W., Johnson, R. T. y Stanne, M. B. (2000), Cooperative Learning Methods: A Meta-Analysis, University of Minnesota, Minnea‐ polis. Véase también la obra básica de los dos primeros especialistas: Johnson, D. W. y Johnson, R. T. (1998), Learning Together and Alone: Cooperative, Competitive, and Individualistic Learning (5.a edición), Pearson. 13. Slavin, R. E., Hurley, E. A. y Chamberlain, A. (2003), Cooperative Learning and Achievement: Theory and Research, Wiley Online Library. Un estudio más reciente confirmó que la educación cooperativa mejora los resultados escolares: Tsay, M. y Brady, M. (2010), «A case study of cooperative learning and communication pedagogy: Does working in teams make a difference», Journal of the Scholarship of Teaching and Learning, 10(2), 78-89. 14. Johnson, D. W., Johnson, R. T. y Holubec, E. J. (1991), Cooperation in the Classroom (edición revisada), Interaction Book Company. 15. Cohen, P. A., Kulik, J. A. y Kulik, C. L. C. (1982), «Educational outcomes of tutoring: A meta-analysis of findings», American Educational Research Journal, 19(2), 237-248. Véase también la sección: « Enseignement » en la página web: , fundada por Jacques Lecomte. 16. Barley, Z., Lauer, P. A., Arens, S. A., Apthorp, H. S., Englert, K. S., Snow, D. y Akiba, M. (2002), Helping At-Risk Students Meet Standards, Midcontinent Research for Education and Learning, Aurora, CO; Finkelsztein, D. (1997), Le Monitorat : s’entraider pour réussir, Hachette Littérature. 17. Véase: 18. Topping, K. J. y Trickey, S. (2007), «Collaborative philosophical enquiry for school children: cognitive effects at 10-12 years», British Journal of Educational Psychology, 77(2), 271-288; Trickey, S. y Topping, K. J. (2004), «Philosophy for children: a systematic review», Research Papers in Education, 19(3), 365-380. 19. Aronson, E. y Patnoe, S. (2011), Cooperation in the Classroom: The Jigsaw Method (3.a edición revisada), Pinter & Martin Ltd.

20. Lucker, G. W., Rosenfield, D., Sikes, J. y Aronson, E. (1976), «Performance in the interdependent classroom: A field study», American Educational Research Journal, 13(2), 115-123; Fini, A. A. S., Zainalipour, H. y Jamri, M. (2011), «An investigation into the effect of coope‐ rative learning with focus on jigsaw technique on the academic achievement of 2nd-grade middle school students», J. Life Sci. Biomed, 2(2), 21-24. 21. Jennings, P. A. y Greenberg, M. T. (2009), «The prosocial classroom: Teacher social and emotional competence in relation to student and classroom outcomes», Review of Educational Research, 79(1), 491-525; Aspy, D. N. y Roebuck, F. N. (1977), Kids Don’t Learn from People They Don’t Like, Human Resource Development Press, Amherst, MA. 22. Lecomte, J. (abril de 2009), « Les résultats de l’éducation humaniste », Sciences humaines, 203. 23. Aspy, D. N. y Roebuck, F. N. (1977), op. cit. 24. Gordon, M. (2005), Roots of Empathy: Changing the World Child by Child, Thomas Allen & Son, Markham, ON. 25. Schonert-Reichl, K. A. (2005), «Effectiveness of the roots of empathy program in promoting children’s emotional and social competence: A summary of research outcome findings», Apéndice B en Gordon, M. (2005), op. cit. 26. Santos, R. G., Chartier, M. J., Whalen, J. C., Chateau, D. y Boyd, L, «Effectiveness of the roots of empathy (ROE) program in preventing aggression and promoting prosocial behavior: Results from a cluster randomized controlled trial in Manitoba», presentado en la confe‐ rencia de ciencias del comportamiento, Banff, marzo de 2008. 27. Rivkin, M. S. (1995), The Great Outdoors: Restoring Children’s Right To Play Outside. ERIC; Karsten, L. (2005), «It all used to be better? Different generations on continuity and change in urban children’s daily use of space», Children’s Geographies, 3(3), 275-290. 28. George, D. S., «Getting lost in the great indoors», The Washington Post, 19 de junio de 2007. Citado por Rifkin, J. (2012), La Troisième Révolution industrielle, Les liens qui libèrent, p. 352. [La tercera revolución industrial: cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 29. Louv, R. (2008), Last Child in the Woods: Saving Our Children from Nature-Deficit Dis​order, Algonquin Books, p. 10. Citado por Rifkin, J. (2012), op. cit., p. 353. 30. Kellert, S. R., «The biological basis for human values of nature», en Kellert, S. R. y Wilson, E. O. (1995), The Biophilia Hypothesis, Island Press. 31. Citado por Rifkin, J. (2012), op. cit., p. 360. 32. Lewinsohn, P. M., Rohde, P., Seeley, J. R. y Fischer, S. A. (1993), «Age-cohort changes in the lifetime occurrence of depression and other mental disorders», Journal of Abnormal Psychology, 102(1), 110.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com 38. Combatir las desigualdades

1. Morin, E. (2011), La Voie : Pour l’avenir de l’humanité, Fayard. [La vía, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 2. Para conocer los detalles del cálculo y las fuentes, véase Stiglitz, J. (2011), Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, p. 385, nota 4. [El precio de la desigualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Madrid, 2012]. 3. Stiglitz, J. (2012), op. cit., p. 9. Véase también Stiglitz, J. (2011), «Of the 1%, by the 1%, for the 1%», Vanity Fair, mayo de 2011. 4. Kuroda, H. y Bank, A. D. (2012), Asian Development Outlook 2012: Confronting Rising Inequality in Asia, Asian Development Bank. 5. Citado por Bourguinat, H. y Briys, E. (2009), L’Arrogance de la finance : Comment la théorie financière a produit le krach, La Découverte. 6. Piketty, T. y Sáez, E. (2001), Income Inequality in the United States, 1913-1998, National Bureau of Economic Research. 7. Datos de 2011, publicados el 11 de diciembre de 2012 por Proxinvest (socio de European Corporate Governance Service, ECGS), en su de‐ cimocuarto informe « La rémunération des Dirigeants des sociétés du SBF 120 ». El nivel récord del jefe de Publicis se debe en parte al pago anticipado de sus bonificaciones diferidas, que representa una prima excepcional de 16 millones de euros. 8. Morin, E. (2011), La Voie : Pour l’avenir de l’Humanité, Fayard. [La vía, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 9. Declaración de Andrew Sheng en el documental Inside Job de Charles Ferguson, que ofrece una aclaración pertinente sobre las consecuen‐ cias de la desregulación y sobre la psicología y el comportamiento de los individuos que dieron origen a la crisis de 2009. Recibió el Oscar al mejor documental en 2011. Ferguson, C. (2011), Inside Job, Sony Pictures Entertainment. 10. Feller, A., Stone, C. y Sáez, E. (2009), «Top 1 percent of Americans reaped two-thirds of income gains in last economic expansion», Center on Budget and Policy Priorities. 11. 12. Encuesta del INSEE, « Patrimoines des ménages ». 13. Kuroda, H. y Bank, A. D. (2012), Asian Development Outlook 2012: Confronting Rising Inequality in Asia, Asian Development Bank. 14. Christopher, C., Daly, M. y Hale, G. (2009), «Beyond Kutznets: Persistent Regional Inequality in China», FRBSF Working Paper 09-07; Wan, G., Lu, M. y Chen, Z. (2007), «Globalization and regional income inequality: empirical evidence from within China», Review of Income and Wealth, 53(1), 35-59. 15. En Estados Unidos, los economistas Emmanuel Sáez y Thomas Piketty constataron que el 93 % de las ganancias durante la recuperación económica posterior a 2009 se destinaron al 1 % de los más ricos. Shaw, H., Stone, C., Piketty, T. y Sáez, E. (2010), «Tax data show richest 1 percent took a hit in 2008, but income remained highly concentrated at the top», Center on Budget and Policy Priorities. 16. «Informe sobre el trabajo en el mundo 2008: desigualdades de renta en la era de la finanza global». Informe de la OIT, octubre de 2008. 17. Attali, J. (1999), Fraternités, Fayard, p. 57. [Fraternidades: una nueva utopía, Paidós Ibérica, Barcelona, 2000]. 18. 19. Lustig, N., López-Calva, L. y Ortiz-Juárez, E. (2012), «The decline in inequality in Latin America: How much, since when and why», Since When and Why (24 de abril de 2011). 20. Breceda, K., Rigolini, J. y Saavedra, J. (2009), «Latin America and the social contract: Patterns of social spending and taxation», Population and Development Review, 35(4), 721-748. 21. Wilkinson, R. y Pickett, K. (2009), op. cit. 22. Es decir, si el índice de desigualdad Gini pasara de 0,36 a 0,29. Este índice sería igual a 0 si todo el mundo tuviese los mismos recursos y a 1 si una sola persona los poseyera todos. Kondo, N., Sembajwe, G., Kawachi, I., Van Dam, R. M., Subramanian, S. V. y Yamagata, Z. (2009), «Income inequality, mortality, and self rated health: meta-analysis of multilevel studies», BMJ, 339. 23. National Opinion Research Center, General Social Survey, Chicago NORC, pp. 1999-2004. 24. Wilkinson, R. (2009), op. cit., p. 64. 25. Tocqueville, A. de (2010), De la démocratie en Amérique, Flammarion, p. 35. [La democracia en América, Akal, Madrid, 2007]. 26. Berg, A., Ostry, J. D. y Zettelmeyer, J. (2012), «What makes growth sustained?», Journal of Development Economics, 98(2), 149-166.

27. Molina, E., Narayan, A. y Saveedra, J. (2013), «Outcomes, Opportunity and Development: Why Unequal Opportunities and not Outco‐ mes Hinder Economic Development», informe del Banco Mundial. Citado por The Economist, Special report, 13 de octubre de 2012. 28. Ibid. 29. Morin, E. (2011), op. cit., pp. 114-115. 30. Morin, E. y Hessel, S. (2011), Le Chemin de l’espérance, Fayard, p. 44. [El camino de la esperanza: una llamada a la movilización cívica, Destino, Barcelona, 2012]. 31. Berg, A. y Ostry, J. D. (2011), Inequality and Unsustainable Growth: Two Sides of the Same Coin?, IMF; Berg, A., Ostry, J. D. y Zettelmeyer, J. (2012), «What makes growth sustained?», Journal of Development Economics, 98(2), 149-166. 32 «The next PB Blow up: A 9.9 Billion Tax Credit», The Wall Street Journal, 3 de febrero de 2003. 33. Stiglitz, J. (2012), op. cit., p. 92.

39. Hacia una economía altruista 1. Pennac, D. (1997), La Fée carabine, Gallimard. [El hada carabina, Debolsillo, Barcelona, 2006]. 2. Persky, J. (1995), «Retrospectives: the ethology of Homo economicus», The Journal of Economic Perspectives, 9(2), 221-231. 3. En base a sus preferencias, suponen que maximizarán su satisfacción al utilizar los recursos disponibles, calculando los costes y los benefi‐ cios. La obra de Gary Becker (1976), The Economic Approach to Human Behavior, University of Chicago Press, Chicago, es una de las más representativas de este pensamiento actual. 4. Samuelson, P. A. y Nordhaus, W. D. (2009), Economics (19.a edición, revisada y corregida), McGraw Hill Higher Education. Se extrajo la cita de la 12.a edición (1983), p. 903. 5. Kourilsky, P. (2009), Le Temps de l’altruisme, Odile Jacob, p. 142. 6. Edgeworth F. Y. (1967), Mathematical Psychics: An Essay on the Application of Mathematics to the Moral Sciences, A. M. Kelley, p. 16. [Psicología matemática, Pirámide, Madrid, 1999]. 7. Landes, W. M. y Posner, R. (1977), Altruism in Law and Economics, National Bureau of Economic Research Cambridge, Mass., Estados Unidos. 8. Blau, P. (1964), Exchange and Power in Social Life, John Wiley and Sons, Nueva York, p. 17. [Intercambio y poder en la vida social, Hora, Barcelona, 1982]. 9. Walster, E. H., Hatfield, E., Walster, G. W. y Berscheid, E. (1978), Equity: Theory and Research, Allyn and Bacon. 10. Sen, A. (1993), Éthique et économie, PUF, p. 18. Citado por Lecomte, J. (2012), La Bonté humaine, op. cit. [Sobre ética y economía, Alianza, Madrid, 2011]. 11. Kourilsky, P. (2009), op. cit., p. 145. 12. «El individuo que sólo piensa en su propia ganancia está guiado por una mano invisible para alcanzar un fin que definitivamente no está en sus intenciones: [...] Al buscar solamente su interés personal, a menudo trabaja de una manera mucho más eficaz en interés de la socie‐ dad, como si en realidad tuviera el objetivo de trabajar para ella.» Smith, A., Recherche sur la nature et les causes de la richesse des nations, libro IV, capítulo 2, 1776; según la reedición, Flammarion, 1991, tomo 2, pp. 42-43. [Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Tecnos, Madrid, 2009]. 13. Smith, A. (1881), Recherche sur la nature et les causes de la richesse des nations, Ink book, 2012. Edición inglesa original: 1776, tomo 1, ca‐ pítulo 10, p. 10. [Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Tecnos, Madrid, 2009]. 14. Waal, F. B. M. de (2010), L’Âge de l’empathie, op. cit., p. 62. 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(2012), op. cit., pp. 12-13. 32. Ibid., p. 16. 33. Ferguson, C. (2011), op. cit. 34. Kallas, S. (3 de marzo de 2005), The Need for an European Transparency, discurso en Nottingham. Citado por Kempf, H. (2013), op. cit., p. 78. 35. Galbraith, J. K. (2009), L’État prédateur : Comment la droite a renoncé au marché libre et pourquoi la gauche devrait en faire autant, Seuil, p. 185. Citado por Kempf, H. (2013), L’Oligarchie ça suffit, vive la démocratie, Points, p. 69. 36. Citado por Irène Inchauspé, « L’État redéfinit son rôle », Challenges, 179, 10 de septiembre de 2009, p. 53.

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37. Attali, J. (2012), Demain, qui gouvernera le monde ?, Fayard/Pluriel. [Mañana, ¿quién gobernará el mundo?, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012]. 38. Porter, M. y Kramer, M. (enero-febrero de 2011), «How to fix capitalism», Harvard Business Review, p. 74. 39. Filippi, C.-H. (2009), L’Argent sans maître, Descartes & Cie. 40. Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, p. 222. [El precio de la desigualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Madrid, 2012]. 41. Según un comunicado de la AFP del 10 de abril de 2013. 42. Frank, R. H. (1988), Passions Within Reason: The Strategic Role of the Emotions,W. Norton & Company, p. 236. 43. Kolm, S.-C. (1984), La Bonne Économie, PUF, p. 109. 44. Ibid., p. 56. 45. Véase también Kolm, S.-C. (2009), Reciprocity: An Economics of Social Relations, (reeditado), Cambridge University Press; Kolm, S.-C. e Ythier, J. M. (2006), Handbook of the Economics of Giving, Altruism and Reciprocity: Foundations, North Holland. 46. Detœuf, A. (1962), Propos de O. L. Barenton, confiseur, Éditions du Tambourinaire. 47. Kolm, S.-C, (1984), op. cit., p. 227. 48. Para más detalles, consultar « Mondragon » en: , así como el artículo de Prades, J. (2005), « L’é‐ nigme de Mondragon. Comprendre le sens de l’expérience », Revue internationale de l’économie sociale, 296, 1-12. 49. Wolff, R. (24 de junio de 2012), «Yes, there is an alternative to capitalism: Mondragon shows the way», The Guardian. 50. Morin, E. (2011), La Voie : Pour l’avenir de l’humanité, Fayard. [La vía, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 51. Transcrito por el autor a partir de sus notas. 52. Muhammad Yunus, comunicación personal. 53. Extracto de las palabras de Muhammad Yunus pronunciadas en la Universidad de la Tierra, UNESCO, París, el 27 de abril de 2013. 54. Lecomte, T. (2004), Le Commerce équitable, Éditions d’Organisation, pp. 12, 17. 55. Ibid., p. 20. 56. Ibid., p. 25. 57. Ibid., pp. 48-49. 58. Darnil, S. y Roux, M. L. (2006), 80 Hommes pour changer le monde : Entreprendre pour la planète, Le Livre de Poche. [Cambiar el mundo, Aguilar, Madrid, 2006]. 59. Ibid. 60. Según las cifras de Eurosif (European Sustainable Investment Forum): European SRI Study, 2012. 61. y 62. Mao, B. (23 de febrero de 2009), « Banques durables : une alternative d’avenir ? », GEO, 63. Documento descargable de la página web: 64. OCDE, Développement : l’aide aux pays en développement fléchit sous l’effet de la récession mondiale, comunicado del 4 de abril de 2012. 65. Sin negar los grandes logros de la Fundación Gates, muchos expertos en salud pública subrayan que, al invertir masivamente en la lucha contra ciertas enfermedades como la malaria y el sida, la fundación ha descuidado otros aspectos y, en consecuencia, también los han descuidado las autoridades sanitarias locales movilizadas para la implementación de programas de la Fundación Gates. Es, sobre todo, el caso de la lucha contra la tuberculosis, así como la salud de la madre y el niño, y otros problemas que afectan a los más pobres. Véase es‐ pecialmente The Lancet (2009), «What has the Gates Foundation done for global health?», The Lancet, 373(9675), 1577. 66. O’Clery, C. (2013), The Billionaire Who Wasn’t: How Chuck Feeney Secretly Made and Gave Away a Fortune, PublicAffairs. 67. Según la revista Forbes, 19 de febrero de 2013. 68. France Inter, informativo de las 13.00 horas, 16 de agosto de 2011. Véase también , « Les Américains donnent leur fortune, pourquoi ? », 7 de mayo de 2013. 69. Véase 70. Steven Bertoni, «Chuck Feeney: The billionaire who is trying to go broke», Forbes Magazine, 8 de octubre de 2012. 71. Ibid. 72. Con el auspicio de la Fundación Ditchley. . Citado por Vaccaro, A. (2012), « En‐ courager le renouveau de la philanthropie », conferencia dada el 15 de marzo de 2012 en la Escuela de Estudios Superiores de Comercio de París. 73. Vaccaro, A. (2012), « le renouveau de la philanthropie », Le Journal de l’École de Paris du management, 96(4), 31-37. Véase también, L’Her‐ minier, S., L’Espoir philanthropique (2012), Lignes de Repères. 74. About us, 75. Morin, E. y Hessel, S. (2011), Le Chemin de l’espérance, Fayard, p. 29. [El camino de la esperanza: una llamada a la movilización cívica, Destino, Barcelona, 2012]. 76. Giles, J. (13 de abril de 2013), «The Wiki-opoly threatening the world’s best encyclopedia», New Scientist, 2912, 38-41. 77. Babinet, G. (febrero de 2013), Pour un new deal numérique, Institut Montaigne, p. 26. 78. Porter, M. y Kramer, M. (enero-febrero de 2011), «How to fix capitalism», Harvard Business Review, p. 68. 79. Ibid., p. 71. 80. «Greenest companies in America», Newsweek, 22 de octubre de 2012.

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40. La sencillez voluntaria y feliz 1. Gandhi, citado por Varinda Tarzie Vittachi, Newsweek, 26 de enero de 1976. 2. Stiglitz, J. (2012), op. cit., p. 318. 3. Elgin, D. (2010), Voluntary Simplicity: Toward a Way of Life That Is Outwardly Simple, Inwardly Rich, William Morrow Paperbacks. 4. Elgin, D. y Mitchell, A. (1977), «Voluntary simplicity», The Co-Evolution Quarterly, 3, 4-19. 5. Rabhi, P. (2010), Vers la sobriété heureuse, Actes Sud. [Hacia la sobriedad feliz, Errata Naturae, Madrid, 2013]. 6. Citado por Scott Russell Sanders, «To fix the economy, we first have to change our definition of wealth», Orion magazine, julio-agosto de 2011. 7. Dalái Lama, G., T. (1999), Sagesse ancienne, monde moderne, Fayard. [El arte de vivir en el nuevo milenio, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 8. Sheldon, K. M. y Kasser, T. (1995), «Coherence and congruence: Two aspects of personality integration», Journal of Personality and Social

Psychology, 68(3), 531. 9. Kasser, T. (2003), The High Price of Materialism, MIT Press; Kasser, T. (2008), «Can buddhism and consumerism harmonize? A review of the psychological evidence», en International Conference on Buddhism in the Age of Consumerism, Mahidol University, Bangkok, pp. 1-3. 10. Kasser, T. (2003), op. cit., Kindle, p. 813. 11. Schwartz, S. H. (1994), «Are there universal aspects in the structure and contents of human values?», Journal of Social Issues, 50(4), 19-45. 12. Schultz, P. W., Gouveia, V. V., Cameron, L. D., Tankha, G., Schmuck, P. y Franvek, M. (2005), «Values and their relationship to environ‐ mental concern and conservation behavior», Journal of Cross-Cultural Psychology, 36(4), 457-475. Estudios interculturales muestran que, cuando las personas dan más importancia a objetivos como la riqueza y el estatus, tienen menor tendencia a preocuparse por la protec‐ ción del medio ambiente, por la importancia de tener «un mundo de belleza». En su comportamiento manifiestan menos benevolencia y sentimiento de relación con todos los seres vivos: Schwartz, S. H. (1992), «Universals in the content and structure of values: Theoretical advances and empirical tests in 20 countries», Advances in Experimental Social Psychology, 25(1), 1-65; Saunders, S. y Munro, D. (2000), «The construction and validation of a consumer orientation questionnaire designed to measure Fromms (1955) marketing character in Australia», Social Behavior and Personality: An International Journal, 28(3), 219-240. 13. Sheldon, K. M. y Kasser, T. (1998), «Pursuing personal goals: Skills enable progress, but not all progress is beneficial», Personality and Social Psychology Bulletin, 24(12), 1319-1331. 14. Paul Mazur en un artículo de 1927 de la Harvard Business Review, citado por Häring, N. y Douglas, N. (2012), Economists and the powerful: Convenient theories, distorted facts, ample rewards, Anthem Press, p. 17. 15. Ruskin, G. (1999), «Why they whine: How corporations prey on our children», Mothering, noviembre-diciembre de 1999. Citado por Kasser, T. (2003), op. cit., 1127. 16. Mencionado por Ruskin, G. (1999), op. cit. 17. Rabhi, P. (2010), op. cit., p. 18. 18. Ellen McArthur Foundation (2012), Towards a Circular Economy («Hacia una economía circular»). 19. Stahel, W. R. (2010), The Performance Economy, Palgrave Macmillan, Hampshire, Reino Unido. 20. AFP, 23 de abril de 2013. 21. Para tener información más amplia sobre libros y artículos de síntesis, véase especialmente, Layard, R. (2006), Happiness: Lessons from a new science, Penguin. [La nueva felicidad: lecciones de una nueva ciencia, Taurus, Madrid, 2005]; Kahneman, D., Diener, E. y Schwarz, N. (2003), Well-being: The Foundations of Hedonic Psychology, Russell Sage Foundation Publications. 22. Myers, D. G. (2000), «The funds, friends, and faith of happy people», American Psychologist, 55(1), 56. 23. Graham, C. (2012), Happiness around the World: The Paradox of Happy Peasants and Miserable Millionaires, Oxford University Press. 24. Layard, R. (2007), op. cit. 25. Dunn, E. W., Aknin, L. B. y Norton, M. I. (2008), «Spending money on others promotes happiness», Science, 319(5870), 1687. 26. Aknin, L. B., Barrington-Leigh, C. P., Dunn, E. W., Helliwell, J. F., Biswas-Diener, R., Kemeza, I., Norton, M. I. (2010), Prosocial Spending and Well-Being: Cross-Cultural Evidence for a Psychological Universal, National Bureau of Economic Research. 27. Dunn, E. W., Gilbert, D. T. y Wilson, T. D. (2011), «If money doesn’t make you happy, then you probably aren’t spending it right», Journal of Consumer Psychology, 21(2), 115. 28. Brown, K. W. y Kasser, T. (2005), «Are psychological and ecological well-being compatible? The role of values, mindfulness, and lifestyle», Social Indicators Research, 74(2), 349-368. 29. BBC World Service, 15 de noviembre de 2012, reportaje, Vladimir Hernández, Montevideo.

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41. El altruismo hacia las generaciones futuras 1. Rockström, J. y Klum, M. (2012), The Human Quest: Prospering Within Planetary Boundaries, Bokförlaget Langenskiöld, p. 112. 2. Population Bottlenecks and Pleistocene Human Evolution. Según otra teoría, hace aproximadamente setenta mil años, la población humana se habría reducido a unas diez mil personas a raíz de una erupción volcánica catastrófica que alteró profundamente el clima. Véase Daw‐ kins, R. (2004), The Grasshopper’s Tale. The Ancestor’s Tale, A Pilgrimage to the Dawn of Life, Houghton Mifflin Company, Boston, p. 416. [El cuento del antepasado: un viaje a los albores de la evolución, Antoni Bosch, Barcelona, 2008]. 3. McEvedy, C. y Jones, R. (1978), Atlas of World Population History, Penguin Books Ltd.; Thomlinson, R. (1975), Demographic Problems: Controversy over Population Control, Dickenson Publishing Company. 4. Richardson, K., Steffen, W. y Liverman, D. (2011), Climate Change: Global Risks, Challenges and Decisions, Cambridge University Press, ca‐ pítulo 1, p. 4. 5. Steffen, W., Persson, A., Deutsch, L., Zalasiewicz, J., Williams, M., Richardson, K., Gordon, L. et al. (2011), «The Anthropocene: From glo‐ bal change to planetary stewardship», Ambio, 40(7), 739-761. 6. Ellis, E. C., Klein Goldewijk, K., Siebert, S., Lightman, D. y Ramankutty, N. (2010), «Anthropogenic transformation of the biomes, 1700 to 2000», Global Ecology and Biogeography, 19(5), 589-606; Taylor, L. (2004), The Healing Power of Rainforest Herbs: A Guide to Understanding and Using Herbal Medicinals, Square One Publishers. Hasta el 90 % de bosques tropicales costeros de África occidental han desapa‐ recido desde 1900. En Asia del Sur, se han perdido aproximadamente el 88 % de bosques tropicales. Una gran parte de lo que queda de bosques tropicales del mundo se encuentra en la cuenca del Amazonas, donde el bosque amazónico cubre cerca de 4 millones de kilóme‐ tros cuadrados. En América Central, dos tercios de bosques tropicales de baja altitud se transformaron en pastizales desde 1950 y se per‐ dió el 40 % de todos los bosques durante los últimos cuarenta años. Madagascar perdió el 90 % de sus bosques tropicales del Éste. Para ver el conjunto de las referencias científicas, véase el artículo «Deforestation» en la página web en inglés de Wikipedia. 7. Thompson, L. G., Mosley-Thompson, E. y Henderson, K. A. (2000), «Ice-core palaeoclimate records in tropical South America since the Last Glacial Maximum», Journal of Quaternary Science, 15(4), 377-394. 8. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit.; Lenton, T. M., Held, H., Kriegler, E., Hall, J. W., Lucht, W., Rahmstorf, S. y Schellnhuber, H. J. (2008), «Tipping elements in the Earth’s climate system», Proceedings of the National Academy of Sciences, 105(6), 1786-1793. 9. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 117. 10. Rockström, J., Steffen, W., Noone, K., Persson, A., Chapin, F. S., Lambin, E. F., Schellnhuber, H. J. (2009), «A safe operating space for hu‐ manity», Nature, 461(7263), 472-475. 11. Ibid. 12. Mace, G. et al. (2005), Biodiversity in Ecosystems and Human Wellbeing: Current State and Trends, Hassan, H., Scholes, R. y Ash, N. (eds.), Island Press, capítulo 4, pp. 79-115.

13. Guinotte, F. (2008), «Ocean acidification and its potential effects», Annals of New York Academy of Sciences, 1134, 320-342. 14. Díaz, S. et al. (2005), Biodiversity Regulation of Ecosystem Services in Ecosystems and Human Well-Being: Current State and Trends, Hassan, H., Scholes, R. y Ash, N. (eds.), Island Press, pp. 297-329. 15. WWF (octubre de 2004), «Bad blood? A Survey of chemicals in the blood of European ministers», Citado en Rockström, J. y Klum, M. (2012), op. cit., p. 209. 16. Rockström, J., Steffen, W., Noone, K., Persson, A., Chapin, F. S., Lambin, E. F., Schellnhuber, H. J. (2009), «A safe operating space for hu‐ manity», Nature, 461(7263), 472-475. 17. Diana Liverman, comunicación personal durante el encuentro del Institut Mind and Life, « Écologie, éthique et interdépendance », Dha‐ ramsala, octubre de 2011. 18. Según una evaluación del Millenium Ecosystem Assesment (MEA), bajo los auspicios de las Naciones Unidas. 19. Pavan Sukhdev, prólogo de la obra de Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit. Sukhdev también es fundador de Corporation 2020, una organización dedicada a la economía medioambiental responsable. 20. Battisti, D. S. y Naylor, R. L. (2009), «Historical warnings of future food insecurity with unprecedented seasonal heat», Science, 323(5911), 240-244. 21. Shakhova, N., Semiletov, I., Salyuk, A., Yusupov, V., Kosmach, D. y Gustafsson, Ö. (2010), «Extensive methane venting to the atmosphere from sediments of the East Siberian Arctic Shelf», Science, 327(5970), 1246-1250. 22. Cazenave, A. y Llovel, W. (2010), «Contemporary sea level rise», Annual Review of Marine Science, 2, 145-173; Nicholls, R. y Leatherman, S. (1995), «Global Sea-Level Rise», en K. Strzepek y J. Smith (eds.), As Climate Changes: International Impacts and Implications, Cambrid‐ ge University Press, pp. 92-123; Pfeffer, W. T., Harper, J. T. y O’Neel, S. 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Además, actualmente, los arqueólogos piensan que la decadencia de la civilización jemer se debió a la superpoblación, que habría provocado una erosión catastrófica de las tierras, relacionada con la agricultura intensiva y el abandono de la planificación agrícola y la gestión de reservas de agua. 40. Ibid., p. 54. 41. Robin, M.-M. (2012), Les moissons du futur : Comment l’agroécologie peut nourrir le monde, Éditions La Découverte. [Las cosechas del futuro, Península, Barcelona, 2013]. 42. Sophie Caillat, « Le grand entretien », Rue 89, Le Nouvel Observateur, 15 de octubre de 2012. 43. Schneider, S. H. y Lane, J. (2006), «Dangers and thresholds in climate change and the implications for justice», Fairness in adaptation to climate change, 23-51, en Adger, W. N. et al. (2006), Fairness in Adaptation to Climate Change, MIT Press; Thomas, D. S. y Twyman, C. 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50. Sachs, J. y Malaney, P. (2002), «The economic and social burden of malaria», Nature, 415(6872), 680-685. 51. WBGU (2011), «A vision for a renewable energy future by 2050». 52. Según un informe de la Agencia Internacional de la Energía, en 2010, 37 gobiernos gastaron 409 mil millones de dólares en subsidios para mantener el precio de las energías fósiles por debajo del precio de coste. IEA (International Energy Agency), Energy Technology Perspectives, informe anual. Citado por Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 78. 53. McKinsey, véanse especialmente los informes CO2 abatement: Exploring options for oil and natural gas companies; Carbon & Energy Economics; Roads toward a Low-Carbon Future. 54. Asociación Europea de Energía Eólica (European Wind Energy Association o EWEA), EWEA: Factsheets, 2010. Citado por Rifkin, J. (2012), op. cit., p. 63. 55. Según una estimación de Joseph Stiglitz y Linda Bilmes, «The true cost of the Iraq war», The Washington Post, 5 de septiembre de 2010. 56. TEEB, Sukhdev, 2008. Citado por Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 290. 57. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 60. 58. Rockström, J. y Klum, M. (2012), The Human Quest, op. cit., p. 281. 59. WBGU (2012), World in Transition – a Social Contract for Sustainability, Flagship Report 2011, German Advisory Council on Climate Change. 60. Kurokawa, K., Komoto, K., Van Der Vleuten, P. y Faiman, D. (2007), Energy From the Desert: Practical Proposals for Very Large Scale Photovoltaic Systems, Earthscan London. 61. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 74. 62. Ibid., p. 65. 63. Rockström, J. y Klum, M. (2012), op. cit., pp. 286-287. 64. Incluyendo los informes de la IAASD, el UN World Water Developpment Report, Water in a Changing World (2010); el GGIAR Com‐ prehensive Assessment (CA 2007), citado por Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 55; WWAP, United Nations (2009), Water in a Changing World (vol. 3), United Nations Educational; Jackson, R. B., Carpenter, S. R., Dahm, C. N., McKnight, D. M., Naiman, R. J., Postel, S. L. y Running, S. W. (2001), «Water in a changing world», Ecological applications, 11(4), 1027-1045. 65. Rockström, J. y Falkenmark, M. (2000), «Semiarid crop production from a hydrological perspective», FAO 2011, «Save and Grow: A po‐ licymaker’s guide to the sustainable intensification of smallholder crop production», Roma, (7369), 337-342. 66. Carson, R. (1963), Printemps silencieux, Plon. [Primavera silenciosa, Crítica, Barcelona, 2010]. 67. Foley, J. A., Ramankutty, N., Brauman, K. A., Cassidy, E. S., Gerber, J. S., Johnston, M. y West, P. C. (2011), «Solutions for a cultivated pla‐ net», Nature, 478(7369), 337-342. 68. Véase el informe de J. Peigné y sus colegas de varios organismos, como el Isara-Lyon y el INRA: Techniques sans labour en agriculture biologique et fertilité du sol. 69. Rabhi, P. (2002), Du Sahara aux Cévennes: Itinéraire d’un homme au service de la Terre-Mère, Albin Michel. 70. Véase Dubesset-Chatelain, L. (febrero de 2003), « L’homme qui a réussi à faire reculer le désert », GEO, 408, p. 20. 71. Carson, R. (1963), op. cit. 72. Darnil, S. y Le Roux, M. (2006), 80 Hommes pour changer le monde : Entreprendre pour la planète, Le Livre de poche. [Cambiar el mundo, Aguilar, Madrid, 2006]. 73. Boys, A. (2000), Food and Energy in Japan, entrevista con Takao Furuno. 74. Furuno, T. (2001), The Power of Duck: Integrated Rice and Duck Farming, Tagari Publications. Citado en Darnil, S. y Le Roux, M. (2006), op. cit. 75. PNUE (2011). Informe sobre la Taux de recyclage des métaux [tasa de reciclaje de metales]. 76. Evaluación de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA). Citada por Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 164. 77. «How long it will last?» (2007), New Scientist. Citado por Rockström, J. y Klum, M. (2012), The Human Quest, op. cit., p. 221. 78. Rifkin, J. (2012), La Troisième Révolution industrielle, op. cit. [La tercera revolución industrial: cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 79. Ibid., pp. 79, 105. 80. Meyfroidt, P. y Lambin, É. (2008), «The causes of the reforestation in Vietnam», Land Use Policy, 25(2), 182-197. 81. Ethical Markets 2012, The Green Transition Scorecard, Ethical Markets Media. 82. « Portland, la capitale écolo de l’Amérique », GEO, 392, octubre de 2011. 83. Morin, E. (2011), op. cit., p. 256. 84. 85. Agradezco a Luc Watelle sus informaciones. 86. Véase 87. Sunita Narain. Citado en Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit. 88. Lomborg, B. (2001), The Skeptical Environmentalist: Measuring the Real State of the World (reimpreso), Cambridge University Press, pp. 165-172. [El ecologista escéptico, Espasa Libros, Madrid, 2005]. 89. Informe Armonía con la naturaleza, presentado por el secretario general de las Naciones Unidas durante la asamblea general del 19 de agosto de 2010. Este aspecto del informe se basa en la contribución de Éric Chivian (dir.), Biodiversity: Its importance to Human Health – Interim Executive Summary (Center for Health and the Global Environment, Harvard Medical School, 2002).

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42. Una armonía duradera 1. Partha Das Gupta, citado por Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit. 2. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 37. 3. Ibid. 4. Stern, N. (2007), The Economics of Climate Change: The Stern Review, Cambridge University Press. [El informe Stern: la verdad sobre el cambio climático, Paidós Ibérica, Barcelona, 2007]. 5. Daly, H. E. (1997), Beyond Growth: The Economics of Sustainable Development (nueva edición), Beacon Press. 6. Jackson, T. (2010), Prospérité sans croissance : La transition vers une économie durable, De Boeck. [Prosperidad sin crecimiento: economía para un planeta finito, Icaria, Barcelona, 2011].

7. Ibid. 8. Speth, J. G. (2009), The Bridge at the Edge of the World: Capitalism, the Environment, and Crossing from Crisis to Sustainability, Yale Univer‐ sity Press. 9. Le Monde, 9 de junio de 2009. 10. Kuznets, S., «National Income, 1929-1932», 73.o Congreso, 2.a sesión, documento del Senado n.o 124, 1934, p. 7. 11. Kuznets, S., «How to Judge Quality», New Republic, 20 de octubre de 1962, pp. 29-32. 12. Seligman, M. (2013), S’épanouir, Belfond, Kindle, pp. 4829-4854; Diener, E. y Seligman, M. E. (2004), «Beyond money toward an eco‐ nomy of well-being», Psychological Science in the Public Interest, 5(1), 1-31. 13. Kennedy, R. ,Discurso del 18 de marzo de 1968 en la Universidad de Kansas, en The Gospel According to RFK Westview Press, p. 41. Cita‐ do por Jacques Lecomte (). 14. Sus trabajos se resumen en Miringoff, M. L. y Miringoff, M.-L. (1999), The Social Health of the Nation: How America is Really Doing, Ox‐ ford University Press, Estados Unidos. 15. Daly, H. E., Cobb, Jr., J. B. y Cobb, C. W. (1994), For the Common Good: Redirecting the Economy toward Community, the Environment, and a Sustainable Future, Beacon Press. 16. H. E. Lyonchen Jigme Thinley, comunicación personal. 17. Citado en Jyoti Thottam, «The Pursuit of Happiness», Time Magazine, 22 de octubre de 2012, p. 49. 18. Los debates pueden verse en la página web: . Mi modesta contribución se encuentra en 1h 58min 30s de la parte I. 19. Incluyendo los premios Nobel Daniel Kahneman, Joseph Stiglitz y George Akerlof, los economistas Jeffrey Sachs y Richard Layard, así como eminentes científicos entre los que están Richard Davidson, Daniel Gilbert, Martin Seligman, Robert Putnam, John Helliwell y mu‐ chos otros más. 20. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., p. 3. 21. H. E. Lyonchen Jigme Thinley, «Bután sera el primer país con una contabilidad nacional ampliada» («Bhutan will be first country with expanded capital accounts»). Conferencia de prensa durante la publicación de la primera contabilidad nacional que incluía los capitales natural, social y humano, 10 de febrero de 2012. 22. Meda, D. (2008), Au-delà du PIB : Pour une autre mesure de la richesse, Flammarion, p. 98. 23. Say, J. B. (2001), Traité d’économie politique, ou simple exposition de la manière dont se forment, se distribuent, et se consomment les richesses, Adamant Media Corporation (edición original, 1803). 24. Wijkman, A. y Rockström, J. (2013), op. cit., pp. 132-133. 25. Ibid., p. 3. 26. Lambin, É. (2009), Une écologie du bonheur, Le Pommier. Éric Lambin comparte su tiempo entre el Centre de recherche sur la Terre et le climat George-Lemaître, en la Universidad Católica de Lovaina, y la School for Earth Science en la universidad californiana de Stanford. 27. Zidansek, A. (2007), «Sustainable development and happiness in nations», Energy, 32(6), 891-897. Citado por Lambin, É. (2009), op. cit., p. 38. 28. Kellert, S. R. y Wilson, E. O. (1995), The Biophilia Hypothesis, Island Press. 29. Lambin, É. (2009), op. cit., p. 51. 30. Ulrich, R. (1984), «View through a window may influence recovery», Science, 224, 224-225. Citado por Lambin, É. (2009), op. cit., p. 52. 31. Rifkin, J. (2012), La Troisième Révolution industrielle, op. cit., p. 380. [La tercera revolución industrial: cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011].

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43. Compromiso local, responsabilidad global 1. Comte-Sponville (10 de septiembre de 2009), Challenges, 179, p. 51. 2. Lamy, P. (2005), « Gouvernance globale : Leçons d’Europe », Conferencia Gunnar Myrdal, ONU, Ginebra. 3. Tubiana, L., Severino, J.-M. (2002), Biens publics globaux, gouvernance mondiale et aide publique au développement, informe del CAE (Con‐ sejo de Análisis Económico) sobre el gobierno mundial. 4. Deneault, A. (2013), Gouvernance : Le management totalitaire, Lux. 5. « Forum pour une nouvelle gouvernance mondiale ». 6. Jacquet, P., Pisani-Ferry, J. y Tubiana, L. (2003), « À la recherche de la gouvernance mondiale », Revue d’économie Financière, 70, enero de 2003. 7. Attali, J. (2012), Demain, qui gouvernera le monde ?, Fayard/Pluriel. [Mañana, ¿quién gobernará el mundo?, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012]. 8. Stiglitz, J. E. (2006), «Global public goods and global finance: does global governance ensure that the global public interest is served?», en Touffut, J.-P. (2006), Advancing Public Goods, Edward Elgar Publications. 9. Ibid. 10. Jacques Attali, entrevista en , el 19 de noviembre de 2006, durante la publicación del libro Brève Histoire de l’avenir, Fayard. 11. Véase el manifiesto «Rebalancing society», en la página web: 12. Reverchon, A. (21 de mayo de 2012), « Henry Mintzberg contre l’entreprise arrogante », Le Monde/Economie, 13. Rifkin, J. (2012), La Troisième Révolution industrielle, Les liens qui libèrent, p. 374. [La tercera revolución industrial: cómo el poder lateral está transformando la energía, la economía y el mundo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2011]. 14. Salamon, L. M. (2010), «Putting the civil society sector on the economic map of the world», Annals of Public and Cooperative Economics, 81(2), 167-210. Citado por Rifkin, J. (2012), op. cit., p. 374 y siguientes. Los ocho países que fueron estudiados de forma más completa son los Estados Unidos, Canadá, Francia, Japón, Australia, República Checa, Bélgica y Nueva Zelanda. 15. Kurzweil, R. (2007), Humanité 2.0 : La bible du changement, M21 Editions, p. 30. [La singularidad está cerca, Lola Books, Berlín, 2012]. 16. Ibid. 17. Rifkin, J. (2012), op. cit., p. 377. 18. Dalái Lama, G. T. (1999), Sagesse ancienne, monde moderne, Fayard. [El arte de vivir en el nuevo milenio, Debolsillo, Barcelona, 2003]. 19. Morin, E. y Hessel, S. (2011), Le Chemin de l’espérance, Fayard, p. 11. [El camino de la esperanza: una llamada a la movilización cívica,

Destino, Barcelona, 2012]. 20. Stiglitz, J. (2012), Le Prix de l’inégalité, Les liens qui libèrent, pp. 11-12. [El precio de la desigualdad: el 1 % de población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Madrid, 2012]. 21. Fukuyama, F., Acemoglu, D. y Robinson, J. A., «Why Nations Fail», The American Interest, 26 de marzo de 2012. 22. Stiglitz, J. (2012), op. cit., p. 212. 23. Rodrik, D. (2011), The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, W. W. Norton & Co. [La paradoja de la globalización: democracia y el futuro de la economía mundial, Antoni Bosch, Barcelona, 2012]. 24. Morin, E. y Hessel, S. (2011), Le Chemin de l’espérance, Fayard, p. 12. [El camino de la esperanza: una llamada a la movilización cívica, Destino, Barcelona, 2012]. 25. Pascal Lamy, « Vers une gouvernance mondiale ? », Conferencia en el Instituto de Estudios Políticos de París, 21 de octubre de 2005. Lamy, P. (2004), La Démocratie-monde : Pour une autre gouvernance globale, Seuil. 26. Dalái Lama, y Hessel, S. (2012), Déclarons la paix ! Pour un progrès de l’esprit, Indigène. 27. Winston Churchill, en un discurso pronunciado el 11 de noviembre de 1947 en Londres, en la Cámara de los Comunes, The Official Report, House of Commons (5.a serie), 11 de noviembre de 1947, vol. 444, pp. 206-207. 28. Presentación del taller de la Fundación Ciencias Ciudadanas en el Foro Social Mundial. 29. Berggruen, N. y Gardels, N. (2013), Gouverner au xxie siècle : La voie du milieu entre l’Est et l’Ouest, Fayard. [Gobernanza inteligente para el siglo XXI: una vía intermedia entre Occidente y Oriente, Taurus, Madrid, 2013]. 30. Ibid., pp. 172-173. 31. Ibid., p. 181. 32. Ibid., p. 183. 33. Attali, J. (2012), Demain, qui gouvernera le monde ?, Fayard/Pluriel, pp. 305-306. [Mañana, ¿quién gobernará el mundo?, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012].

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Conclusión: Atreverse al altruismo

1. Nowak, M. y Highfield, R. (2011), SuperCooperators, op. cit., pp. 271-272, 280. [Supercooperadores, Ediciones B, Barcelona, 2012]. 2. El origen de esta célebre cita, atribuida a Bertrand Russell, no pudo ser rastreado. 3. Albert Schweitzer, de un discurso pronunciado en la escuela Silcoates de Gran Bretaña en diciembre de 1935.

Fuentes de los gráficos Capítulo 12. Según la presentación de Daniel Batson en la conferencia «Altruism and Compassion in Economic Systems: A Dialogue at the Interface of Economics, Neuroscience and Contemplative Sciences», organizada en Zúrich por el Mind and Life Institute en abril de 2009. Basado en Bat‐ son, C. D., Duncan, B. D., Ackerman, P., Buckley, T., y Birch, K. (1981), «Is empathic emotion a source of altruistic motivation», Journal of personality and Social Psychology, 40 (2), 290-302, y Batson, C. D., O’Quint, K., Fultz, J., Vanderplas, M., y Isen, A. M. (1983), «Influence of self-reported distress and empathy on egoistic versus altruistic motivation to help», Journal of Personality and Social Psychology, 45(3), 706. Capítulo 24. Según Twenge, J. M. y Campbell, W. K. (2010), The Narcissism Epidemic: Living in the Age of Entitlement, Free Press, p. 32. Capítulo 32. Según Pinker, S. (2011), The better angels of our nature: Why violence has declined, Viking Adult, p. 63. Según datos de Eisner, M. (2003), «Long-term historical trends in violent crime», Crime & Just., 30, 83. Tabla 1, p. 99.

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Capítulo 32. Según Finkelhor, D., Jones, L. y Shattuck, A. (2008), «Updated trends in child maltreatment, 2006», Crimes Against Children Research Center. Capítulo 32. Según Pinker, S. (2011), op. cit., p. 149. Basado en Hunt, L. (2008), Inventing Human Rights: A History, W. W. Norton & Company, pp. 76, 179, y Mannix, D. P. (1964), The History of Torture, Dell paperback, pp. 137-138. Capítulo 32. Según Brecke, P. (1999), «Violent conflicts 1400 AD to the present in different regions of the world», en 1999 Meeting of the Peace Science Society (original inédito). Capítulo 32. Según Lacina, B. y Gleditsch, N. P. (2005), «Monitoring trends in global combat: A new dataset of battle deaths», European Journal of Population/Revue Européenne de Démographie, 21(2), 145-166. Capítulo 32. Según UCDP/PRIO Armed Conflict Dataset, Lacina, B. y Gleditsch, N. P. (2005), «Monitoring trends in global combat: A new dataset of battle deaths», European Journal of Population/Revue Européenne de Démographie, 21(2), 145-166. Adaptado por el Human Security Report Project; Human Security Centre, 2006. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 304. Capítulo 32. Según Pinker, S. (2011), op. cit., p. 338 (modificado). Los datos hasta 1987 provienen de Rummel (1997), los datos posteriores a 1987, de fuentes diversas. Capítulo 32. Según Pinker, S. (2011), op. cit., p. 294, en base a los datos de Cederman, L.-E. y Rao, M. P. (2001), «Exploring the dynamics of the democra‐ tic peace», Journal of Conflict Resolution, 45(6), 818-833. Capítulo 32. Según Gleditsch, N. P. (2008), «The Liberal Moment Fifteen Years On», International Studies Quarterly, 52(4), 691-712. Basado en las investi‐ gaciones de Siri Rustad. Citado por Pinker, S. (2011), op. cit., p. 314. Capítulo 34. Según FAO (2006), L’ombre portée de l’élevage. Impacts environnementaux et options pour atténuation, Roma; FAO (2009), Comment nourrir le monde en 2050. Capítulo 36. Según Fehr, E. y Gächter, S. (2000), «Cooperation and Punishment in Public Good Experiments», The American Economic Review, vol. 90, n.º 4, p. 989. Capítulo 38. Según Gasparini, L. y Lustig, N. (2011), «The Rise and Fall of Income Inequality in Latin America», CEDLAS, Working Papers 0118, Univer‐ sidad Nacional de La Plata. Capítulo 40. Según Myers, D. G. (2000), «The funds, friends, and faith of happy people», American Psychologist; American Psychologist, 55(1), 56. Capítulo 41. Stockholm Resilience Center, basado en los datos del GRIP (European Greenland Ice Core Project), y Oppenheimer, S. (2004), Out of Eden: The Peopling of the World (nueva edición), Constable & Robinson Publishing. Capítulo 41. Fuente común del conjunto de 12 gráficos.

Según Steffen, W., Sanderson, A., Tyson, P. D., Jäger, J., Matson, P. A., Moore III, B., Oldfield, F., Richardson, K., Schellnhuber, H.-J., Turner, B. L. y Wasson, R. J. (2004), Global Change and the Earth System. A Planet Under Pressure, The IGBP Book Series, Springer-Verlag, Berlín, Heidelberg, Nueva York. Este artículo contiene además las referencias científicas en las que se basa cada uno de los gráficos. Adaptación pro‐ porcionada por cortesía de Diana Liverman. Capítulo 41. Stockholm Resilience Center, según Rockström, J., Steffen, W., Noone, K., Persson, Å., Chapin, F. S., Lambin, E. F., Schellnhuber, H.-J. (2009), «A safe operating space for humanity», Nature, 461 (7263), 472-475. Capítulo 41. Según el NASA Goddard Institute for Space Studies. NASA Earth Observatory / Robert Simmon. Capítulo 41. Según Guinehut, S. y G. Larnicol (2008), CLS/Cnes/Legos. NASA Global Change Master Directory.

Capítulo 41. Según Patz, J. A., Gibbs, H. K., Foley, J. A., Rogers, J. V. y Smith, K. R. (2007), «Climate change and global health: quantifying a growing ethi‐ cal crisis», EcoHealth, 4(4), 397-405.

Demo version eBook Converter www.ebook-converter.com Capítulo 41. Gráfico cortesía de Jonathan Patz.

Bibliografía La siguiente es una seleccción de obras que permiten profundizar en los temas abordados en este libro. El conjunto de referencias bibliográficas, en particular las de los artículos científicos en los que se basan los argumentos de este libro, se encuentra en el apartado de Notas al final del libro. Puede descargarse un archivo con todas las referencias organizadas por orden alfabético, Altruisme-bibliographie.pdf, en la página web

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Agradecimientos En primer lugar, gracias infinitas a mis maestros espirituales, que han dotado de dirección, sentido y dicha cada instante de mi existencia: Su Santidad el Dalái Lama, Kangyur Rimpoché, Dilgo Khyentsé Rimpoché, Dudjom Rimpoché, Truls‐ hik Rimpoché, Pema Wangyal Rimpoché, Jigmé Khyentsé Rimpoché y Shechen Rabjam Rimpoché. Haberlos conocido es, con diferencia, lo mejor que me ha ocurrido en la vida, y se debe únicamente a mi confusión mental y mi pereza que no haya avanzado más en mi trayectoria espiritual. Tengo asimismo una inmensa deuda de gratitud con mis queridos padres, a quienes debo la vida, así como a mi her‐ mana Ève, que nos dio una lección de humanidad. Gracias también a mis mentores y amigos científicos, Daniel Batson, Richard Davidson, Paul Ekman, Tania y Wolf Singer, Antoine Lutz y Richard Layard, al igual que a François Jacob, gracias al cual pude iniciarme en el pensamiento científico. Agradezco de todo corazón a Christian Bruyat, Marie Haeling, Carisse Busquet y Françoise Delivet sus pacientes y ex‐ pertas relecturas de las distintas versiones del original. Enseñándome claramente los puntos débiles de ciertos argumen‐ tos, ayudándome a ordenar las ideas y mejorando considerablemente el estilo y la presentación del texto, han contribuido enormemente a que esta obra sea lo que es hoy. Los errores y defectos que aún subsistan son fruto exclusivo de mis pro‐ pias limitaciones. Muchísimas gracias a los expertos que se han prestado a releer atentamente los capítulos relacionados con su especiali‐ dad, en francés o traducidos al inglés: Daniel Batson por los capítulos de la primera parte, Tania Singer, Antoine Lutz y Olga Kli​mecki por los capítulos sobre neurociencia, Anaïs Rességuier y Patrick Carré por el capítulo sobre filosofía, Frans de Waal por los capítulos sobre la evolución y sobre los animales, Jacques Van Rillaer por el capítulo sobre el psi‐ coanálisis, Gérard Tardy, Tarek Toubale, Cornelius Pietzner y mi primo David Baverez por los capítulos sobre economía, al igual que a todos los que me han brindado consejos preciosos sobre secciones más extensas del texto: Christophe An‐ dré, Michael Dambrun, Raphaële Demandre, Jean-François Deschamps, Jacques Lecomte, Caroline Lesire, Ilios Kotsou, Yahne Le Toumelin, Michel Terestchenko, así como Barbara Maibach, que me ayudó a ordenar la bibliografía y a trans‐ cribir las grabaciones de mis diálogos con mis amigos científicos. Estoy muy agradecido al Mind and Life Institute, al que pertenezco desde 2000, y a su fundador, el malogrado Francis‐ co Varela. Gracias a dicha institución he podido participar en una veintena de encuentros apasionantes con científicos, filósofos, economistas y contemplativos reunidos en torno a Su Santidad el Dalái Lama para dialogar sobre temas tan va‐ riados como las emociones destructivas, la materia y la vida, la física cuántica, la neuroplasticidad, la naturaleza de la conciencia, la educación, el altruismo dentro de los sistemas económicos, la ecología y la ética. Estos encuentros han dado pie a otros, en particular los de Émergences en Bruselas, el foro Happiness and its Causes en Australia, el Foro Eco‐ nómico Mundial y el Global Economic Symposiums, en los que he participado con regularidad. De este modo, he podido conocer y posteriormente hablar con gran cantidad de los especialistas, pensadores y em‐ prendedores sociales citados en este libro: Christophe André, Jacques Attali, Aaron Beck, Daniel Batson, Michel Bitbol, Michael Caldwell, Ray Chambers, Richard Davidson, John Dunne, Nancy Eisenberg, Paul Ekman, Abel Fazle, Ernst Fehr, Barbara Fredrickson, Fred Gage, Jane Goodall, Paul Gilbert, Daniel Goleman, Mark Greenberg, Alexandre Jollien, Jon Kabat-Zinn, Serge-Christophe Kolm, Daniel Kahneman, Stephen Kosslyn, Éric Lambin, Richard Layard, Jacques Lecom‐ te, Diana Liverman, Antoine Lutz, Michael Meaney, Kristin Neff, Greg Norris, Clare Palmer, Jonathan Patz, Pierre Rabhi, Charles Raison, Bunker Roy, Jacques Van Rillaer, Bruno Roche, Johan Rockström, Cliff Saron, Phil Shaver, Tania Singer y su equipo, Wolf Singer, Martin Seligman, Dennis Snower, el arzobispo Desmond Tutu, Richard Tremblay, Frans de Waal, B. Alan Wallace, Stewart Wallis, Philip Zimbardo y muchos más.

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Estoy asimismo muy agradecido a mis cómplices en el altruismo, Christophe y Pauline André, que tuvieron la bondad de acogerme en su casa y su mesa, organizando veladas de diálogos con pensadores que yo deseaba conocer para oír ha‐ blar del altruismo, así como a los participantes en estas cenas, por los conocimientos y opiniones que quisieron compar‐ tir: André Comte-Sponville, Alexandre Jollien, David Serban-Schreiber, Tzvetan Todorov y Michel Terestchenko. Quiero expresar también mi reconocimiento a S. E. Lyonchen Jigme Thinley, primer ministro de Bután, y a Dasho Karma Ura, que dirige la Gross National Happiness Commission en Bután, por haberme incluido en su grupo de refle‐ xión y haberme permitido participar en sus debates en Bután y en las Naciones Unidas, lo que, a su vez, me ha llevado a dialogar con otros pensadores citados en este libro, como Jeffrey Sachs y Joseph Stiglitz. Gracias de todo corazón a Jacques Lecomte, que me dio prueba de su amistad al enviarme su excelente libro La Bonté humaine antes de publicarlo, mientras yo trabajaba en la culminación de la presente obra, empezada cuatro años antes. Me sorprendió y, al mismo tiempo, me animó descubrir que nuestros libros estaban inspirados por las mismas reflexio‐ nes y, a menudo, por las mismas fuentes, cosa de la que nos alegramos, ya que, desde luego, no andamos sobrados de vo‐ ces que transmitan una idea más positiva de la naturaleza humana. Doy también las gracias a todo el equipo de Karuna-Shechen, la organización humanitaria que fundé hace doce años y que ha llevado a cabo más de 120 proyectos en el Tíbet, en Nepal y la India, en los ámbitos de la educación, la sanidad y la asistencia social, amigos, colaboradores y bienhechores que viven la compasión activamente. Gracias igualmente a mis amigas y colaboradoras, que tanto me ayudan en las distintas actividades en las que estoy involucrado: Patricia Christin, Raphaële Demandre y Vivian Kurz. Por último, no tengo palabras suficientes para expresar mi agradecimiento a Nicole Lattès, amiga y editora desde siem‐ pre, que me animó constantemente a lo largo de cuatro años de arduo trabajo, al igual que a todo el equipo de las Édi‐ tions NiL y Robert Laffont, en particular, a Françoise Delivet, Catherine Bourgey, Christine Morin y Benita Edzard.

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Karuna-Shechen Compasión en acción Los derechos de autor que genere este libro serán destinados en su totalidad a proyectos humanitarios en el Tíbet, Nepal y la India emprendidos por Karuna-Shechen, asociación sin ánimo de lucro que ha llevado a cabo más de 120 proyectos humanitarios en esos países, en el convencimiento de que nadie debería verse privado de servicios educativos y asisten‐ cia sanitaria esenciales por falta de medios. Fundada en el año 2000, Karuna-Shechen desarrolla programas en respuesta a las necesidades y aspiraciones de las comunidades locales, siempre manteniendo el respeto de su herencia cultural única, y otorgando una atención particular a la educación y al mejoramiento de la condición de las mujeres. En la actualidad, Karuna-Shechen ofrece asistencia sanitaria a más de 100.000 pacientes anualmente en 22 clínicas. Y proporciona educación a 15.000 niños en 21 escuelas. También ha construido hogares de ancianos, así como puentes. Y ha dotado de electricidad a un gran número de aldeas, gracias al aprovechamiento de la energía solar y de sistemas de captación de agua de lluvia. Karuna-Shechen ha contribuido al renacimiento de una docena de artesanías tradicionales del Tíbet. Ha reconstruido centros de retiro para meditar, restaurado más de 400 volúmenes de textos antiguos y dispone de un archivo de más de 15.000 fotografías sobre el arte himalayo. Las personas que deseen apoyar nuestro esfuerzo pueden ponerse en contacto con la asociación Karuna-Shechen, 20 bis, rue Louis-Philippe, 92200 Neuilly sur Seine, Francia. www.karuna-shechen.org [email protected]

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Semblanza biográfica de Juan José del Solar Bardelli Por Ivana Suito

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Recibir el encargo de escribir una semblanza sobre la vida de Juan José del Solar Bardelli ha sido un reto, un honor y, a la vez, una actividad que me produce una serie de sentimientos encontrados. Un reto, porque no soy escritora sino traductora y siempre tengo un texto ya escrito por un autor, que me da el punto de partida para el apasionante trabajo de desentrañar su sentido y volcarlo, de la mejor manera posible, en la otra lengua. En este caso, sólo tengo mis recuerdos y los de algunos pocos familiares y amigos de Juan José, para dar a conocer toda una vida... Un honor, porque como traductora considero admirable la dedicación, exigencia, rigurosidad, sensibilidad y talento de una persona que dedicó la mayor parte de su vida a esta apasionante profesión, que acerca a los hombres y que les da la posibilidad de enriquecerse con conocimientos y culturas diferentes. Y sentimientos encontrados, porque conocí a Juan José desde niña, y lamento no haber podido estar más cerca de él, apoyarlo y aprender todo lo que me hubiera podido enseñar, si él no hubiera partido de manera tan súbita e inesperada. Juan José nació en Lima, Perú, el 1 de marzo de 1946. Sus padres fueron Juan Alejandro del Solar Lostaunau y Julia Elvira Bardelli Alfonzo. Fue un niño muy querido, ya que llegó después de tres hijas, Julia, Gladys y Rosita y con nueve años de diferencia con esta última. Sin embargo, debido justamente a la diferencia de edades, las hermanas pronto se casaron y no convivieron mucho tiempo con él. Rosita, la menor, cuenta que su madre estaba pendiente de su salud que, aparentemente, no era muy bue‐ na. Y relata una anécdota muy simpática al respecto: cuando ella se casó, y se radicó fuera de Lima, en unas vacaciones de verano se llevó a su hermano a una playa del norte a pasar unos días junto con su marido. La mamá, muy preocupada por Juan José, le dio mil recomendaciones a la hermana y una caja repleta de medicinas, con todas las indicaciones del caso. Pero Rosita escondió los medicamentos y lo dejó disfrutar del sol, el mar y el verano a su antojo, sin ninguna res‐ tricción y felizmente sin que le sucediera nada, a pesar de estar todo el día jugando en la playa. Menciona que Juan José era un niño muy tranquilo, curioso y apasionado por la lectura y la música clásica. Yo nací dos años después que Juan José y una relación familiar, bastante peculiar, hizo que nos conociéramos desde niños y que yo lo considerara siempre como de la familia: su abuelo se casó en segundas nupcias con mi bisabuela. Lamentablemente, no coincidíamos mucho. Sólo con ocasión de alguna fiesta familiar o en algunos almuerzos de do‐ mingo en casa de sus abuelos. Después del almuerzo, a todos los niños nos esperaba un jardín lleno de flores, lugar perfecto para correr y divertir‐ nos. Pero mientras los demás nos dedicábamos a jugar, Juan José desaparecía y se instalaba a leer en la enorme biblioteca de su abuelo, mostrando desde temprana edad su enorme interés por la lectura. En esa época, Julia, la hermana mayor de Juan José, viajó a Europa y dejó a su hija Laura, un poco menor que él, vi‐ viendo con sus abuelos. Laura recuerda que era un niño muy mimado y que «se hacía lo que él pedía». Cuenta que también viajaban al valle del Santa y Chimbote, donde estaban en contacto con la naturaleza. «Juan tocaba el piano, leíamos juntos El Gigante Egoísta y gracias a él aprendí a apreciar la música clásica.»

Estudió la primaria y la secundaria en el colegio Sagrados Corazones Recoleta, de varones, congregación de religiosos franceses. Y gracias a algunos de sus compañeros de clase, también he podido recoger algunos testimonios muy interesantes. Rafael Ratto Hubner cuenta que Juan José fue uno de los compañeros más queridos de la promoción. Y que se ganó un lugar preferente, que se mantuvo tanto en primaria como en secundaria. Se destacaba en particular por su gran capaci‐ dad intelectual. Mostraba gran rigurosidad, concentración y disciplina en los estudios. Además, era muy maduro y serio en sus conversaciones, sin dejar de lado su espíritu bromista y, por momentos, hasta humorístico. Por ejemplo: cada uno de los profesores tenía un «apodo» puesto por Juan José de forma muy discreta y que conocían sólo sus amigos más cercanos. Todo dentro de un marco de respeto y reconocimiento a la autoridad. Y con una radio portátil de transistores, a pilas, que comenzaban a popularizarse en esa época en Lima, escuchaba música clásica con varios compañeros. Además, comenta que Juan José tenía un gran apego a la fe católica. Su religiosidad se hacía sentir en cada una de las actividades del colegio. Le gustaba mucho la festividad del Sagrado Corazón de Jesús y se sabía de memoria todas las canciones litúrgicas tanto en latín como en español. Gonzalo Rodríguez Maisterrena, otro de sus compañeros de la sección B, lo describe como un niño de personalidad muy reservada, pero siempre afable con todos. Durante las horas escolares y seguramente en casa, los estudios ocupa‐ ban todo su tiempo. Otro compañero de Juan José del colegio La Recoleta fue Humberto Costa, quien lo describe como un niño tímido, aplicado, inteligente y negado para los deportes. Su gran amigo en la sección B era Félix Portocarrero, quien también le disputaba el primer puesto, pero las notas de Juan José siempre fueron insuperables: nunca dejó de figurar en el cuadro de honor del plantel. Y Jorge Traverso dice lo siguiente: «Con Juan José me unió su amor por la música. Siendo muy niños recuerdo que ha‐ cíamos intercambio de discos de música clásica». Al terminar la secundaria, después de algunos ciclos en la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, decidió emprender viaje a Alemania, junto con su amigo Félix Portocarrero. Rosita, su hermana, cuenta que antes de viajar, se matriculó en un instituto de enseñanza de alemán y que en ocho meses ya lo hablaba y lo leía, pero que su meta era Alemania. En una ocasión, Juan José me contó que su interés por la lengua alemana empezó cuando a los ocho o nueve años su madre le regaló una versión completa, formada por varios discos de 33 revoluciones, de la ópera La flauta mágica de Mo‐ zart. El libreto de la ópera, escrito en alemán por Emanuel Schikaneder, despertó su curiosidad y el deseo de traducirlo. Sin embargo, tuvo que esperar unos cuantos años hasta que una entrañable amiga de habla alemana le tradujo algunas arias. En Alemania realizó estudios de filología románica y germánica en la Universidad de Heidelberg. Y luego obtuvo una licenciatura en Letras Modernas en la Universidad de París, La Sorbona. Por su estancia en Europa, amigos y parientes dejamos de verlo y sólo teníamos referencias suyas a través de las pocas noticias que hacía llegar. Desde inicios de la década de 1970 empezó a trabajar como traductor literario independiente para importantes edito‐ riales españolas. Y tradujo más de 80 obras —narrativa, ensayo y obras teatrales— de diferentes autores, básicamente del alemán y el francés al español. Entre los autores traducidos por Juan José sobresalen cinco premios Nobel de Literatura: Thomas Mann (1929), Hermann Hesse (1946), Isaac Bashevis Singer (1978), Elias Canetti (1981) y Herta Müller (2009). Pasaron muchos años antes de que mi vocación diera un giro y de la sociología se dirigiera a la traducción e iniciara la carrera. En ese momento, tuve la suerte de volver a ver a Juan José con ocasión de una visita que hizo a Lima. Y gracias a una amiga en común que había sido su profesora en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos: la doctora GredIbscher. La doctora GredIbscher, filóloga alemana y profesora universitaria, le tenía un gran cariño a Juan José y me avisó de que había llegado a Lima y que podría verlo en una reunión organizada para darle la bienvenida.

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Sin duda, los mayores logros de Juan José se vieron plasmados en las opiniones de sus editores y autores. Por ejemplo, el editor de una de las versiones de La Metamorfosis señala: «La traducción de Juan José del Solar es probablemente la me‐ jor versión castellana de este relato». O la opinión, en Masa y poder, de uno de los editores de Elias Canetti, quien eligió a Juan José para que se encargara de la traducción al español de sus obras completas. «Juan José del Solar fue uno de los más tempranos traductores de Elias Canetti al español, y gracias a la calidad de su trabajo, se ganó desde muy pronto la confianza del autor, quien manifestó en más de una ocasión su deseo de que él fuera algo así como su traductor “oficial” a este idioma. Hay una correspondencia que acredita dicha confianza y que revela, de paso, el cuidado y la atención con que Elias Canetti atendía las dudas y preguntas que su traductor al español le plantea‐ ba, así como su interés porque se preservaran en lo posible determinados rasgos de su escritura. Esto último adquiere tanto más valor cuanto que el ladino (el español hablado por los judíos que salieron de España en 1492, a consecuencia de la expulsión) fue la primera lengua hablada durante su infancia por Canetti, quien, si bien no puede afirmar que su‐ piera correctamente español, podía desde luego leerlo, era sensible a su sonoridad y estaba capacitado para apreciar el mayor o menor acierto de determinadas soluciones. Sin que ello suponga rebajar el mérito de otros traductores, el caso es que Elias Canetti reconoció en Juan José del Solar —el más constante de sus traductores al español— a un interlocutor afín y sensible a sus obsesiones…» Quienes no estén familiarizados con la traducción pueden pensar que se trata de un trabajo sencillo y que basta con conocer dos lenguas para poder traducir. Nada más lejos de la verdad… La labor del traductor, en general, y del traduc‐ tor literario, en particular, requiere de muchos conocimientos no sólo lingüísticos sino extralingüísticos. Para Amparo Hurtado, el traductor tiene que ser el mejor lector del texto, para poder captar hasta los más leves matices de sentido pero, a la vez, un excelente redactor, para poderlos reformular en la otra lengua. Lamentablemente, en 1998, durante una estancia en Alemania (en una «Casa del traductor») Juan José tuvo un acci‐ dente cardiovascular, que su compañero Humberto Costa explica como una tromboflebitis en una pierna. Con tan mala suerte que los coágulos que se desprendieron, en vez de ir hacia los pulmones, penetraron por una comunicación intra‐ cardíaca para seguir una vía anómala e irse a alojar en el cerebro, provocándole una hemiplejia. Tras un período de convalecencia en Alemania, Juan José regresó a Barcelona. Después de pocos años, aquejado por este problema de salud, decide regresar a Lima y se instala en su pequeña casa ubicada en una quinta antigua de Miraflo‐ res, donde sigue trabajando para editoriales españolas, a pesar de las limitaciones físicas de la hemiplejia, entre muchas otras, escribir con una sola mano. Y a su regreso a Lima, enfermo, además de sus familiares son justamente sus compañeros de colegio quienes lo aco‐ gen, con el cariño de esa amistad infantil que no tiene límites y que, a pesar de la distancia y el tiempo, se mantiene intac‐ ta. Muchos recién se enteran de sus logros y se organizan para ayudarlo y difundir su valioso aporte a las letras. Uno de ellos fue Pedro Ricardo Vásquez quien, conjuntamente con miembros del Consejo Nacional del Colegio de Traductores, lo presentó como candidato a dos premios nacionales: el Premio Nacional de Cultura en la modalidad de Trayectoria y el Premio Esteban Campodónico Figallo de la Universidad de Piura. Con paciencia y dedicación y con la celosa vigilancia de Juan José, Ricardo escaneó las cubiertas de las traducciones publicadas, para ilustrar los expedientes que se debían presentar para fundamentar su postulación. Desafortunadamente, una y otra vez los premios fueron asig‐ nados a otros candidatos, probablemente debido a los muchos años que Juan José estuvo viviendo fuera de su país. Cuando me enteré de su regreso, enseguida lo llamé y le pedí que me recibiera, porque tenía muchas ganas de verlo. Me recibió con el mismo cariño de siempre, como si nos hubiéramos dejado de ver ayer. Pasamos mucho tiempo char‐ lando mientras él me enseñaba todas sus traducciones publicadas. Cabe mencionar que un ambiente completo de su casa, muy austeramente amueblada, lo ocupaba su biblioteca, a la que sólo dejaba entrar a muy pocas personas. Y como había vivido y trabajado toda su vida fuera del Perú, me propuse difundir sus méritos, porque la comunidad traductora local debía conocerlos y sentirse orgullosa. Fue así como en el año 2003 el Colegio de Traductores del Perú le rindió un homenaje muy sentido y lo nombró Miembro Honorario de la Orden. También fue invitado a la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Femenina del Sagrado Corazón (Unifé) y a la Facultad de Lenguas Modernas de la Universidad Ricardo Palma, para par‐

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ticipar en mesas redondas sobre la traducción literaria, actividades que fueron muy enriquecedoras y apreciadas por pro‐ fesores y alumnos. A pesar de todos sus males, Juan José seguía dedicado única y exclusivamente a su gran pasión: la traducción, aunque cada vez con mayores dificultades, debido a su deteriorada condición física. Fue entonces cuando, al verlo angustiado por cumplir con los plazos de entrega, le propuse ayudarlo, solicitando el apoyo de algunos estudiantes del último año de la carrera de traducción, o recién egresados, que pudieran colaborar con él. Sobre todo escribiendo la traducción que él les fuera dictando. A pesar de su costumbre de trabajar siempre solo y de su gran celo profesional, aceptó y recibió con gusto a algunos jóvenes traductores que se organizaron en turnos para asistirlo. Sin embargo, esta ayuda duró muy poco —sólo unos po‐ cos meses— porque una mañana, Juan José no se volvió a despertar, dejando un enorme vacío y una traducción incon‐ clusa, justamente la última parte de esta obra. Una de las jóvenes que lo ayudó hasta pocos días antes de su partida fue Catherine Muñoz, traductora-intérprete egre‐ sada de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Unifé, quien recuerda que cuando recibió noticias acerca de Juan José, su trayectoria y la situación en la que se encontraba, no dudó en responder y ofrecerle su ayuda. Cathy recuerda que «estaba fascinada por conocer a una persona con tanta experiencia y reconocimiento. Me interesa‐ ba mucho saber cómo trabajaba un profesional tan calificado. Y además, se trataba de una traducción del francés, qué más podía pedir. Definitivamente era un honor poder participar junto a él en aquel proyecto y también un reto, ya que temía que él juzgara mi falta de experiencia. Pero mis temores se disiparon cuando conocí su humildad como profesio‐ nal; él apreciaba mi apoyo y eso me dio confianza». Cuando Cathy llegó por primera vez a la casa de Juan José y lo conoció enseguida entendió por qué necesitaba su ayu‐ da. «Se veía mucho mayor para la edad que tenía, debido a los quebrantos de salud que su cuerpo había soportado por tantos años. Su vida diaria no era nada sencilla ya que necesitaba de los cuidados de dos enfermeros que se turnaban, y de la señora Martha, quien a diario se encargaba de las tareas domésticas.» Cathy sigue recordando: «Cada vez que lo visitaba, yo esperaba en la salita a que el enfermero lo llevara de su cama al sillón, que era su lugar de trabajo. Apoyaba su ordenador portátil sobre una tablilla que a su vez reposaba sobre sus pier‐ nas y el sillón... Trabajar así no era cómodo en absoluto para él, ya que cada cierto tiempo sentía molestias musculares y esto nos obligaba a realizar pausas a menudo en las que yo iba nuevamente a la sala, mientras que el enfermero le hacía masajes para calmar, temporalmente, los calambres o dolores. A eso se sumaba la gran cantidad de medicinas que toma‐ ba a diario». El apoyo que Cathy le brindaba consistía en acompañarlo junto a su sillón para escribir su traducción. «Él sostenía el libro con una mano y leía una frase, pensaba en sus posibilidades de traducción, y si tenía alguna duda me pedía que consultara alguno de sus diccionarios. Luego me dictaba la traducción al español.» Recuerda que era muy cuidadoso en los detalles, que leía una y otra vez el texto, tantas veces como fuera necesario, para que la traducción resultara óptima y natural. Y es que, a pesar de su hemiplejia, siempre se mantuvo lúcido hasta el último día. En el plano personal, Cathy cuenta que Juan José «se sentía muy feliz y agradecido cuando recibía la visita de familia‐ res y amigos. Incluso recibir una tarjeta postal de algún amigo en el extranjero le brindaba gran placer al saber que algu‐ nos no lo olvidaban en los momentos más difíciles de su vida. A veces recordaba sus años de juventud con gran nostalgia y comentaba que le encantaba viajar y ser libre. Me contaba sus experiencias acerca de lugares que visitó. Veía en su ros‐ tro emociones encontradas, por una parte gran alegría al recordar sus buenos años y por otra tristeza cuando se veía a sí mismo inválido. Solía decir que era muy duro para él soportar el dolor corporal diario. A veces se resignaba ante la situa‐ ción y me decía que ya estaba muy cansado, que la vida era dura y que rezaba por que esto acabara pronto. Yo no sabía qué responder. Cómo puede uno escuchar esas palabras sin sentirse impotente. Lamentablemente, considero que su fa‐ llecimiento fue un suceso que él mismo veía venir». Es que la partida súbita de Juan José sorprendió a muchos amigos y conocidos. Entre ellos a Enrique Góngora Padilla, traductor peruano radicado también en Barcelona. Cuando en 1997 recibió el encargo de traducir del inglés un dicciona‐ rio de símbolos tradicionales tuvo la fortuna de poder contar con los consejos de Juan José, a quien había conocido en Lima en 1992. Desde que la hemiplejia lo aquejó, recuerda Enrique, Juan José «vivía relativamente apartado del ruido de

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los círculos culturales, pero fue siempre una persona enormemente perceptiva, actitud que le ayudó a mantenerse infor‐ mado sobre las tendencias intelectuales y estéticas de su tiempo. Fue también generoso con quienes, como yo, aprendía‐ mos el oficio de traductor, y se mostraba siempre dispuesto a compartir sus conocimientos». Otro testimonio muy sentido de la muerte de Juan José es el de Alonso Cueto, literato peruano quien publicó un inter‐ esante artículo en un diario limeño unos meses después, del que tomo algunos fragmentos. «Hace unos pocos meses murió en Lima una de las figuras más secretas y notables de la literatura peruana, alguien cuyo trabajo ha pasado desapercibido como el de muchos traductores. La obra de Juan José del Solar Bardelli (19462014) comprende numerosas traducciones del alemán al castellano, entre ellas algunas notables como la de Muerte en Venecia de Thomas Mann, La Metamorfosis de Kafka y la monumental de uno de los mejores ensayos que conozco, Masa y poder de Elias Canetti. También tradujo Siddhartha de Hesse y a numerosos autores de lengua alemana como Robert Walser.» Como amiga y colega de Juan José, el único consuelo que me queda es que los últimos días de su vida se dedicó, en cuerpo y alma, a la traducción de esta extraordinaria obra de Matthieu Ricard: En defensa del altruismo. Tarea que, consi‐ derando su contenido, debe de haber sido para él sumamente gratificante. Pero como su traducción quedó inconclusa con su intempestiva partida, Victoria Melero de Prentice, Catherine Muñoz y quien escribe formamos un equipo y asu‐ mimos el enorme desafío que nos planteó Ediciones Urano: terminarla, como homenaje póstumo a un amigo querido y a un extraordinario traductor.

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Juan José dedicó toda su vida a la traducción literaria, siendo su primera traducción —cuando tenía veintisiete años— una antología de textos del filósofo alemán Max Horkheimer, a la que siguieron: Ensayos de pubertad de Hubert Fichter; El profeta mudo, La noche mil dos y Confesión de un asesino de Joseph Roth; El saltador del muro de Peter Schneider; Diarios 1920-1922 y Narrativa completa de Bertolt Brecht; Malina, Tres senderos hacia el lago de Ingeborg Bachmann; Aforismos de Georg Christoph Lichtemberg; Una boda en Brownsville y otros relatos de Isaac Bashevis Singer; Justicia, Griego busca griega, El encargo, El juez y el verdugo, La visita de la vieja dama, El valle del caos, La muerte de la pitia, Los físicos y La sospecha de Friedrich Dürrenmatt; Correspondencia y Siddhartha de Hermann Hesse; El hombre es un gran faisán en el mundo, En tierras bajas, La piel del zorro, Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma de Herta Müller; Máximas y reflexiones de Johann Wolfgang von Goethe; Historia del doctor Johann Fausto, anónimo del siglo XVI, Masa y poder, Auto de Fe, Las voces de Marrakesch, La provincia del hombre, La conciencia de las palabras, Apuntes para Marie Louise, Los emplazados —pieza teatral—, La antorcha al oído, Historia de una vida, La escuela del buen oír de Elias Canetti; Narraciones y otros escritos, La metamorfosis, Un médico rural de Franz Kafka; La muerte en Venecia y Cuentos completos de Thomas Mann; Vida de poeta, La rosa, El ayudante, Los hermanos Tanner de Robert Walser; El monje y el filósofo de Jean François Revel y En defensa del altruismo de Matthieu Riccard, entre otros.

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