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El empapelador, por William Gay La desaparición de la hija del doctor a plena luz del día fue un evento tan cataclísmico

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El empapelador, por William Gay La desaparición de la hija del doctor a plena luz del día fue un evento tan cataclísmico que dividió para siempre el tiempo entre el entonces y el ahora, entre el antes y el después. En los años siguientes, fortificada con una jarra de martinis secos, ella había repetido los eventos previos a la desaparición. Eran de mal gusto y banales pero en retrospectiva cargados de amenaza, un presagio de lo que iba a suceder, como un lacayo o un bufón entrando antes que el rey a un salón. Había estado discutiendo con el empapelador. Su hija de cuatro años, Zeineb, estaba parada justo detrás del empapelador, él arrodillado aplastando las burbujas de aire con una amplia plancha de plástico. Zeineb tenía sus dedos en el pelo del empapelador. El pelo del empapelador era largo, lo llevaba hasta los hombros y era del color del lino y a la niña le encantaba. El empapelador estaba acostumbrado a que ella hiciese esto y ni siquiera se daba vuelta. Solo seguía adelante con su trabajo. Sus brazos eran suaves y marrones y acordonados de músculos y en la luz que caía sobre el empapelador, a través de las ventanas con vitrales, la esposa del doctor podía ver que estaban suavemente recubiertos de vello dorado. Estudió estos brazos desconcertada mientras formulaba sus pensamientos. Usted dice que un rollo cuesta tanto, dijo. La esposa del doctor era de Pakistán y todavía tenía mucho acento cuando hablaba. Yo no sé de rollos simples y rollos dobles. Usted me dice precio de rollo doble pero instala rollo simple. Mi amiga me lo dijo. Me está costando quizá el doble. El empapelador, todavía de rodillas, se dio vuelta. Le sonrió desde el piso. Tenía ojos pálidos y azules. Yo le dije cuánto costaba un rollo. Usted compró los rollos. La niña, aún no desaparecida, estaba mirando los ojos del empapelador. Era un clon a escala reducida de su madre, la madre vista a través del lado equivocado de un telescopio, y el empapelador sospechaba que cuando creciera ni sus rasgos ni su expresión se alterarían, solamente crecería, como algo inflado con una bomba de aire. Y deja globos, dijo la esposa del doctor, haciendo un gesto hacia la pared. No dejo globos, dijo el empapelador. Usted ha visto mi trabajo antes. Estos no son globos. El papel está húmedo. El pegamento está húmedo. Todo se va a encoger y a achatar. Sonrió otra vez. Tenía dientes limpios y parejos. Y, además, le dijo, le di mi precio especial para calientapijas. No sé de qué se queja. Su boca trabajó convulsivamente. Por un momento, dio la impresión de que él le había dado una cachetada. Cuando las palabras llegaron, fue en una escupida. Usted es una basura, dijo ella. Escoria. Con las manos en las rodillas, él se impulsó para levantarse, los dedos oscuros de la niña saliendo de su pelo. No me llame basura, dijo, como si estuviera perfectamente bien llamarlo escoria, pero ya le estaba hablando a la espalda de la mujer. Ella había girado sobre sus tacos y sacudiendo las caderas atravesó una puerta en forma de arcada hacia el living catedralicio. El empapelador miró a la niña desde arriba; la cara de la niña brillaba con una extraña dicha reprimida, como si ella y el empapelador compartieran un secreto que el resto del mundo todavía ignoraba. En el living el albañil estaba supervisando la instalación de un candelabro que pendía del cielorraso con una cadena dorada. El albañil era un hombre de barba rala que bailoteaba, le enseñaba a la mujer las características del candelabro y sonreía obsequiosamente. Ella le dio una mirada enojada y seca. Movió la mano restándole importancia al cielorraso. Lo que sea, dijo. Salió por la puerta principal hacia el porche y pasó sobre el camino improvisado de tablones hacia el patio delantero, donde su auto estaba estacionado. El auto era un Mercedes gris plateado que su esposo le regalado para su aniversario. Cuando arrancaba el motor, el ruido era apenas perceptible. Bajó la ventanilla. Zeineb, llamó. Del otro lado de la tierra arrasada del patio, sin césped ni jardín, un hombre con una remera manchada de grasa estaba haciendo ruido con las cadenas para asegurar una retroexcavadora a un remolque enganchado a un camión para ripio. El sol estaba bajo y rojo sangre en el oeste, detrás de este paisaje, y el hombre y el camión parecían chatos y sin dimensiones, como algo

decorativo hecho de lata. Ella hizo sonar la bocina. El hombre se dio vuelta y levantó un brazo, como si se hubiesen dirigido a él. Zeineb, llamó ella otra vez. La mujer salió del auto y volvió impaciente por el camino de entrada. Detrás suyo el camión de ripio arrancó: camión y retroexcavadora salieron del camino y se dirigieron a la ruta. El empapelador estaba guardando su regla T y sus palas en su caja de herramientas de madera. ¿Donde está Zeineb?, preguntó la esposa del doctor. La siguió a usted cuando salió, le dijo el empapelador. Miró alrededor, como si la niña pudiese estar escondida en algún lado. No había lugar donde esconderse. ¿Dónde está mi hija?, le preguntó al albañil. El electricista bajó de la escalera. El empapelador salió del baño con sus herramientas. El albañil estaba buscando. Sus rasgos delicados tenían un toque de disgusto, como si la niña desaparecida fuese algo más por lo que iban a responsabilizarlo. Lo más seguro es que esté escondida en un placard, dijo el empapelador. Haciéndole una broma. Zeineb no hace bromas, dijo la esposa del doctor. Sus ojos se movían a toda velocidad y registraban la habitación, las sombras que acechaban en los rincones. Ya había una corriente subterránea de pánico en su voz y en toda su actitud y la seguridad en sí misma pareció haberse esfumado junto con la niña. El empapelador dejó la caja de herramientos y recorrió la casa, abriendo y cerrando puertas. Era una casa enorme y había muchos placares. No había una niña en ninguno de ellos. El electricista estaba buscando en el piso de arriba. El albanil había atravesado las puertas francesas que se abrían a la veranda sin terminar y estaba revisando el patio de atrás. El patio de atrás era un desorden de zanjas excavadas para ubicar el caño de las cloacas y más allá sólo había bosques. Está jugando en esa zanja, dijo el albañil, allá donde están los escalones de baldosas. No estaba, sin embargo. No estaba en ninguna parte. Buscaron en la casa y los alrededores. Se movieron con un apuro tembloroso. Se la pasaban echando miradas a los bosques donde el día se desvanecía primero. El albañil seguía sacudiendo la cabeza. Tiene que estar en alguna parte, decía. Llamen a alguien, dijo la esposa del doctor. Llamen a la policía. Es un poco temprano para la policía, dijo el albañil. Tiene que estar por aquí. Llame igual. Tengo el teléfono en el auto. Voy a llamar a mi esposo. Mientras se comunicaba, el empapelador y el electricista continuaban con la búsqueda. Habían mirado en todas partes y eran obligados a buscar en lugares ya revisados. Si esto no es la cosa más jodidamente rara que haya visto no se cuál es, dijo el electricista. La esposa del doctor salió del Mercedes con un portazo. De repente paró y se llevó una mano a la frente. Gritó. El hombre del tractor, gritó. De alguna manera mi hija se fue con el hombre del tractor. Oh Jesús, dijo el albañil. En qué nos metimos. Aquel año el sheriff principal era un hombre meditabundo llamado Bellwether. Se paró al lado del patrullero a hablar con el empapelador mientras sus detectives rastreaban los alrededores. Otros hombres buscaban en lugares que ya habían sido revisados incontables veces. Bellwether había estado en los bosques y se arrancaba pequeños cardos de sus pantalones y de sus medias. Miraba los bosques, donde se reunía la oscuridad y se extendía por el campo como una mancha. Tengo que llevar hombres ahí, dijo Bellwether. Un montón de hombres con un montón de linternas. Vamos a tener que buscar en cada centímetro de estos bosques. Va a hacer un infierno hacerlo, dijo el empapelador. Estos bosques se extienden desde Lawrence County. Este es el borde del Harrikin. Ahí abajo es donde solían estar todas aquellas minas. Allens Creek. Me importa una mierda si llegan hasta Fairbanks, Alaska, dijo Bellwether. Tienen que ser rastreados. Usaré un montón de hombres.

El patio de tierra seca estaba lleno de autos. El Dr. Jamahl había llegado con su elegante Lexus negro. Reprendió a su mujer. ¿Por qué no la estabas vigilando?, preguntó. A diferencia de su esposa, la manera de hablar del doctor era impecable. Ella se cubrió la cara con las palmas de las manos y lloró. El doctor todavía usaba su bata verde de cirujano, moteada con puntos brillantes de sangre, como el mameluco de un carnicero. Tengo que alimentar a un par de vacas, dijo el empapelador. Les doy de comer a mis animales rápido y vuelvo para ayudar en la búsqueda. ¿No le molesta si busco en su camioneta o si? ¿Hacer qué? Me tengo que cubrir el culo. Si esa niñita no aparece pronto van a ir por mi cabeza. FBI, los canales de noticias. Tengo que descartar todo. Vaya y descarte, dijo el empapelador. El sheriff buscó en la parte de atrás de la camioneta del empapelador. Iluminó con su enorme linterna debajo del asiento y palpó la parte de atrás con las manos. Tuve que revisar, le dijo disculpándose. Por supuesto que tenía que hacerlo, dijo el empapelador. Había caído la oscuridad antes de que volviera. Había alimentado a su ganado y guardado sus herramientas y agarrado un pack de cervezas San Miguel y se sentó en la parte de atrás de la camioneta a beberlas. El empapelador había estado en la Marina, destinado a Filipinas y San Miguel era la única cerveza que podía beber. Tenía que salir del pueblo para comprarla, pero le parecía que valía la pena. Le gustaba la etiqueta exótica, el gusto amargo y oscuro detrás de la lengua, la manera en que las botellas frías se sentían cuando las apoyaba sobre su frente. Una multitud de curiosos y buscadores se apiñaba en el patio. Había un ambiente vagamente festivo. Miró todo esto con ojos desapasionados, como si le pagaran para dar el puntaje a los participantes, comparando este con otros espectáculos que había visto. Habían traído jarras de café y habían puesto mesas, habían preparado sandwiches para darles a los cansados buscadores. Se había ingresado una grúa y el tanque séptico había sido recuperado del suelo. Se balanceaba de un cable tenso mientras los hombres con linternas buscaban en la tierra debajo a la niña, un rastro de la niña. A través del lejano bosque oscuro las luces se cruzaban y descruzaban, se movían de un lado al otro como luciérnagas. El doctor y la esposa del doctor estaban sentados en sillas plegables de campamento y se los veía agotados, perplejos, esperando a que la niña les fuera entregada en sus brazos. El doctor era un hombre bajo y corpulento con una expresión benevolente. Tenía una cara en forma de luna, con áreas claras y oscuras de piel que parecían arremolinarse, como si el pigmento que lo coloreaba no se hubiese mezclado de forma apropiada. Había sido educado en Princeton. Cuando había establecido su práctica, había regresado a Pakistán para encontrar a una mujer adecuada a su posición. La mujer que había seleccionado había sido elegida en base a su belleza. En retrospectiva, quizá debía haber puesto en consideración otras cualidades. Seguía siendo hermosa pero él estaba pensando que ciertas faltas desbalanceaban la situación. Parecía tener problemas para seguir el ritmo de los niños. Podía perder a una niña de cuatro años en una habitación de cincuenta metros cuadrados y no encontrarla más. El empapelador vació su botella de un trago y la puso a sus pies, cerca de las ruedas de la camioneta. Estudió el rostro desesperado de la mujer del doctor a través de la profunda luz azul. La primera vez que la había visto, ella lo había contratado para pintar una habitación de la casa donde vivían mientras se construía la mansión del doctor. Ella tenía una arrogancia que rogaba ser bajada un grado o dos. Había coqueteado con él, después retrocedido, y a coquetear otra vez. Lo trataba como si

fuese una mancha en la alfombra del baño y después se paraba cerca de él hasta que lo mareaba con su olor, con el calor que parecía emanar de su cuerpo. Se paraba a su lado cuando él se agachaba a pintar zócalos y después de un momento infinito apoyaba con cuidado el peso de su cadera sobre su hombro. Mejor que te muevas de ahí, pensó él. Ella no lo hizo. Se rió y se movió para que la cara del empapelador se le apoyara en la ingle. Después dio un grito estrangulado y le dio una fuerte cachetada. El pincel voló y manchó con puntos blancos las paredes rosa oscuro. Bestia mugrienta, le dijo. Usted es una especie de monstruo. Salió como una tromba de la habitación y él pudo escuchar que daba portazos. Bueno, estaba buscando un trabajo cuando encontré este. Sonrió filosóficamente para si mismo. Pero no lo echaron. De hecho, ahora había sido contratado de vuelta. Quizá había algo ahí para reflexionar. A la medianoche abandonó su vigilia. Algunas almas más tenaces que la suya mantuvieron la guardia. La tierra estaba suave por el inútil tráfico de los buscadores. A la salida, se encontró con una línea de camionetas con etiquetas de defensa civil. Hombres con caras sombrías estaban sentados en sus camas. Algunos agarraban sin fuerza a los rifles de sus cañones, como si fuesen a causar estragos a cualquier monstruo, hombre o bestia que fuese capaz de arrancar a un niño y meterlo entre sus mandíbulas y desaparecer; presa y predador, desaparecidos entre dos latidos. Más dudosos recordatorios de la civilización que estos se desvanecieron. El empapelador manejó hacia Harrikin, donde vivía. Un mundo tan oscuro y abandonado que la propia luz parecía valiosa. Las chotacabras volaban en círculo, los ojos rojos, a cada lado del camino. Dejaba atrás fundiciones y hornos abandonados, sombríos y oscuros como prisiones olvidadas. Si uno sabía donde mirar, debajo de la colina, había un cementerio abandonado. El empapelador sabía. Había desenterrado algunas tumbas, examinado con curiosidad los restos, botones, hebillas de cinturones, prendedores. A los huesos los acomodó como un niño con juguetes, posicionándolos de la manera en que se habían ido a su juicio de resurrección. Frenó repentinamente en una curva, la camioneta resbaló sobre el ripio. Un gato montés había cruzado el camino, con la gracia de un espectro, feroz y con ojos brillantes ante las luces de la camioneta. Se fue con tanta levedad que podría haber sido un truco, un muñeco colgado sobre el camino con cables. Bellwether y el detective manejaron hasta la casa del operador de la retroexcavadora. Vivía sobre un camino de grava flanqueado por enormes cedros, en una casa de madera con techo de chapa oxidada hasta llegar a un cálido marrón oscuro. Estacionaron frente a la casa y bajaron del auto, ajustándose los cinturones con las armas. Bellwether tenía una orden de allanamiento con la tinta apenas seca. El operador estaba indignado. Mírelo de esta manera, explicó Bellwether pacientemente. Tengo que cubrirme el culo. Todo tiene que ser considerado. Sabe cómo son los niños. Nunca piensan. ¿Y si corrió bajo las ruedas de su camión cuando usted daba marcha atrás? ¿Y si usted rápidamente puso el cuerpo en el camión para desharcerse de él en alguna parte? ¿Y si usted rápidamente se va de mi propiedad?, dijo el operador. Todo tiene que ser tenido en cuenta, repitió el sheriff. Nadie está acusando a nadie de nada todavía. La esposa del operador estaba de pie, mirándolos furiosa. Para tener algo que hacer con las manos, el operador empezó a armar un cigarrillo. Tenía enormes manos rojas densamente manchadas de pecas marrones. Temblaban. No tengo una cosa que esconder en el mundo, dijo. Bellwether y sus hombres buscaron por todos los lugares que se les ocurrieron. Finalmente se quedaron dudosos en el patio del operador, fuera de lugar en sus prolijos pantalones caqui, con sus cueros bien lustrados.

Ahora se van de mi propiedad, dijo el operador. Si todo lo que pueden pensar de mi es que podría ser capaz de atropellar a una niña pequeña y luego arrojarla en los pajonales como a un gato muerto o algo, entonces no quiero siquiera volver a verles la cara. Quiero que se vayan y por Dios quiero que se vayan ahora. Todo debía ser tenido en cuenta, dijo el sheriff. Entonces a lo mejor tienen que tener en cuenta al empapelador. ¿Qué hay sobre él? Ese empapelador es un enfermito. Todavía estaba ahí cuando llegué, dijo el sheriff. Tres testigos juraron que nadie se fue, ni siquiera por un minuto y uno de los testigos es la madre de la niña. Yo mismo revisé su camioneta. Entonces es un enfermito con una muy buena coartada, dijo el operador. Eso fue todo. No hubo pedido de rescate, ninguna niña apareció a dos condados de distancia con amnesia. Ella era una página leída, una puerta cerrada, una pelota perdida en pastizales altos. Era una niña no más grande que una muñeca pero el agujero que dejó atrás era imposible de llenar. No tenía fondo. No tenía fin. No hubo un momento cuando alguien podía decir, dejando atrás una tumba recién excavada, bueno, esto ha sido intolerable, pero hay que seguir con la vida. La vida no siguió. Ante la insistencia de la esposa del doctor, una intensiva investigación se focalizó en el operador de la retroexcavadora. Expertos forenses del FBI examinaron cada milímetro del camión de ripio, prestando especial atención a las ruedas. Fueron examinadas con cada artefacto moderno para combatir el crimen que poseía el gobierno, y no encontraron ni una microscópica partícula de tejido o sangre, ningún resto de uña revelador, ningún moño para el pelo. El trabajo en la mansión cesó. Algunos contratistas fueron despedidos de inmediato mientras otros simplemente se alejaron. No había nadie que se ocupase del trabajo hecho y nadie que les pagase. La veranda de madera a medio terminar se puso gris con las lluvias del otoño y después las del invierno. Las zanjas fueron dejadas al descubierto y se llenaron de agua. Las plantas kudzu del bosque se acercaron a la casa. Las malvarrosas y adelfas, que la esposa del doctor había plantado, crecieron enredadas y por cualquier parte. Los vidrios importados de las ventanas fueron apedreados por chicos atrevidos que se arremolinaban y huían. Esta casa de donde una niña había desaparecido empezaba a adquirir una reputación insana, enferma. El doctor y su esposa estaban como en tumbas, en prisiones separadas, reviviendo reclamos reales e imaginarios. El doctor sentía que la negligencia de su esposa había enviado a su hija hacia lo abstracto. La esposa del doctor bebía martinis de vodka y miraba talk-shows donde desfilaba una incesante procesión de gente vengativa que no tenía hijos desaparecidos y creía, quizá con razón, que le habían dado las cartas de abajo de la baraja y rezaba con intensidad por un milagro. Hasta que un día se fue. El Mercedes y parte de su ropa y objetos personales se fueron también. El doctor se preguntaba perezosamente dónde estaría, pero no la buscó. Sentado en un sillón, acariciando un gato anaranjado y una botella de J&B y observando con desconcertado distanciamiento las graduaciones de luz en la ventana, el doctor recordó cuando estudió literatura en Princeton. Tenía un motivo particular para reconsiderar la poesía de W.B. Yeats. Porque con qué facilidad las cosas se derrumbaban, con qué seguridad el centro cedía. Su consultorio se arruinó. Sus colegas le dieron compasivos préstamos al principio, pero hay límites para estas cosas. Hizo diagnósticos erróneos, prescribió medicamentos equivados no una o dos veces, sino de manera cotidiana. Así como hay una profundización de la desgracia, también hay un punto en el que las cosas sólo pueden empeorar. Lo hicieron. Una mujer de mediana edad que estaba operando murió. Había hecho una incisión para remover un apéndice y la carne cortada estaba ya separada con clips quirúrgicos cuando se dispuso a retirarlo. No

estaba ahí. Observó con un estupor ebrio. Empezó a buscar bajo las cosas, los órganos, los intestinos, una creciente marea de sangre. El apéndice no estaba ahí. Se había ido a lo abstracto, atrofiado, había sido removido 25 años antes, había cortado sobre la misma cicatriz. Estaba buscando en la cavidad abdominal como un hombre irritado busca un par de medias en un cajón, al final rugiendo y retorciendo las manos en un enojo sangriento mientras las enfermeras empezaban a gritar, otro cirujano fue ingresado de urgencia para cerrar la herida y él fue sacado de la sala de operaciones. Después vinieron días de sentarse en el sillón, donde fue acosado por abogados, equipos de noticias y una larga lista de gestores. No había nada que pudiese hacer. Estaba lejos de sus manos y en las manos de gente a la que se le paga por hacer estas cosas. Se sentó acunando la botella de J&B con el gato anaranjado acurrucado sobre su grueso vientre. Estudiaba la ventana, donde la luz se escurría en un proceso que ya no entendía y tomaba sorbos del escocés y cada tanto acariciaba gentilmente la cabeza del gato. El gato ronroneaba contra su pecho y era tan tranquilizador como el zumbido del aire acondicionado. Se fue en el medio de la noche. Empezó a cargar sus pertenencias en el Lexus. Al principio eligió los items con un alto grado de consideración. Lo primero que cargó fue un set de palos de golf hechos a medida. Después su estereo, Denon AC3, mil setecientos cincuenta dólares. Una copia de Este lado del paraíso firmada por Fitzgerald que había comprado como una inversión. Para cuando el Lexus estaba lleno por la mitad, ya agarraba cosas al azar y las metía en el asiento trasero, una pizza a medio comer, media caja de comida para gatos, una sola chinela con brocado. Manejó hacia el oeste, pasó el hospital, el country club, el cartel indicador del límite de la ciudad. No pensaba en nada y el destino que llevaba era la cantidad de luces de auto que la autopista le mostrara. En las suaves lluvias del fin del otoño la esposa del doctor volvió a la mansión inconclusa. Solía sentarse en una silla de campamento en la veranda arruinada y tomar martinis que servía de un termo que guardaba en un congelador de gomaespuma. La oscuridad caía suave aquellos días de noviembre. Los cuervos de la lluvia llamaban en busca de pareja desde algún lejano campo de maíz, a través del brumoso aire otoñal. El sonido era ferozmente evocativo, le recordaba algo pero no podía decir qué. Entró a la habitación donde había perdido a la niña. La luz estaba fallando. Las altas esquinas de la habitación estaban en sombras pero ella podía ver los nidos de mugre en racimo sobre el lujoso papel aterciopelado, una hamaca para arañas colgaba del candelabro, en una hebra de vidrio giratorio. Las heces secas y ennegrecidas de algún animal se enroscaban como babosas contra los zócalos. El silencio en la habitación era enorme. Un día llegó y se sorprendió de ver ahí al empapelador. Estaba sentado en un cuatriciclo amarillo tomando una botella de cerveza. Hizo un movimiento para irse cuando la vio pero ella lo saludó. Quédese y hable conmigo, le dijo. El empapelador estaba muy cambiado. Sus bucles rubios habían sido rapados en un corte de pelo improvisado, como si hubiese usado tijeras en la oscuridad o como si lo hubiese hecho un peluquero loco. Sus mejillas estaban cubiertas de una suave barba rizada. Le ha crecido una barba. Si. Usted está extraño con ella. El empapelador le dio un sorbo a su San José. Sonrió. Yo era raro sin la barba, pensó. Se levantó del cuatriciclo y se acercó y se sentó en los escalones de losa. Miró a través del patio mutilado hacia la línea de árboles. El patio era como un laberinto visto desde arriba, sus recovecos y giros llenos de misterio. ¿Está trabajando en alguna parte ahora?

No. Ya no tomo trabajos. Estoy solo y no necesito mucho. ¿Qué fue del doctor? Ella se encogió de hombres. Muchas cosas cambiaron, dijo. Él se ha ido. Los bancos han ejecutado. ¿Qué es eso que maneja? Un ATV. Un cuatriciclo. ¿Anda bien el bosque? Fue hecho para eso. Podría llevarme al bosque. ¿Cuánto me cobraría? ¿Por qué? Para ir al bosque. Podría llevarme. Le pagaré. ¿Por qué? Para buscar el cuerpo de mi hija. No le cobraría un peso a alguien para buscar el cuerpo de una criatura, dijo el empapelador. Pero ella no está en el bosque. Nada pudo quedarse escondido, no de la manera que ese bosque fue registrado. A veces pienso que ella sencillamente siguió caminando. Quizá se alejó de los hombres que la buscaban. Se metió lejos en el bosque. La llevaré cuando paren las lluvias, dijo él. Pero no encontraremos a una niña. La esposa del doctor sacudió la cabeza. Es un misterio, dijo. Bebió de su vaso de coctel. ¿Dónde se pudo haber ido? ¿Cómo se pudo haber ido? Había un hombre llamado David Lang, dijo el empapelador. En Gallatin, allá por los 1800. Estaba cruzando un establo a la vista de su esposa y sus dos hijos y desapareció. Se esfumó. Había un juez en un carreta y también lo vio. Fue como si hubiese dado un paso en este mundo pero el pie cayó en el otro mundo. Nunca se lo volvió ver. Ella le dio una sonrisa triste, amarga y ladeada. Se burla de mi. No. Es verdad. Lo tengo en un libro. Se lo mostraré. Yo tengo un libro con dragones, hadas. Un libro donde los hobbits viven en la Tierra Media. Son mentiras. Creo que la mayoría de los libros son mentiras. Quizá todos los libros. Recé por un milagro pero no me lo merezco. Recé para que ella volviera de entre los muertos, después por encontrar su cuerpo. Eso sería un milagro para mi. No hay milagros. Se levantó temblorosa, se balanceó apenas, agachándose para levantar la heladerita. El empapelador la miró. Me tengo que ir ahora, dijo ella. Cuando pare la lluvia, buscaremos. ¿Puede manejar? Por supuesto que puedo manejar. Tengo un auto ahí afuera. Quiero decir si está en condiciones de manejar ahora. Parece un poco borracha. Bebo para olvidar pero no es suficiente, dijo. Puedo manejar. Después de un rato la escuchó irse en el Mercedes, las ruedas girando sobre el camino de ripio. Encendió un cigarrillo. Se sentó a fumar, mirando la lluvia caer del techo. Parecía estar esperando algo. El atardecer caía como un sudario, el mundo se volvía oscuro y sin forma tal como había empezado. Bebía lo que le quedada de cerveza, se quedó con la botella entre las manos, la espuma amarga en la parte de atrás de la boca. Un viento frío lo tocó. Sintió que algo lo observaba. Escuchó que la botella de cerveza se rompía sobre los escalones de loza. La niña pasó corriendo y dejó atrás las malvas hacia los matorrales en el límite del patio, una pequeña niña sepia con una intensa cara de ojos negros, más real de lo que nunca había sido, traslúcida como la luz de invierno a través de un vidrio sucio. Las manos de la esposa del doctor estaban flojamente abrazadas a su cintura cuando atravesaron un delgado cerco de sasafrás al borde de una ladera donde estaba el fantasma de un camino, un camino que llevaba a doscientos metros cuadrados de lápidas torcidas y placas de granito de letras casi borradas. Otras tumbas marcadas solo por los declives en la tierra, gente tan inaceptable que hasta la legibilidad de sus identidades había sido drenada por los climas.

Las hojas se amontonaban, grandes hojas de álamo con vetas ambarinas tan doradas que podrían haber sido monedas del reino de un mundo mejor que éste. Apagó el motor del cuatriciclo y se apeó. Debajo de los árboles bajos el cielo era de un azul de improbable intensidad, un feroz azul cobalto atravesado de densa luz dorada. Ella se bajó y se acomodó en un momento, con la mano en su brazo. ¿Dónde estamos?, preguntó. ¿Por qué estamos aquí? El empapelador había soltado su brazo y caminaba entre las tumbas leyendo las inscripciones que eran legibles, como si pudiera encontrar antepasados o parientes en esta tierra descompuesta. La esposa del doctor estaba recuperando sus martinis del portaequipaje del ATV. Se quedó mirando alrededor, dudosa. La estatua de un ángel con alas rotas se agachaba sobre una columna de mármol truncada como una gárgola. Sus ojos de piedra la observaban con ciega benignidad. Algunas de estas tumbas han sido robadas, dijo. No puedes robar a los muertos. No queda nada para robarles. Es un sacrilegio, le dijo. Está prohibido molestar a los muertos. Tu hiciste esto. El empapelador sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y lo palpó, pero estaba vacío. Lo hizo una bola y lo arrojó lejos. La línea entre robar tumbas y la arqueología siempre me pareció borrosa, le dijo. Estaba estudiando su cultura, tratando de entender cómo eran sus vidas. Ella lo miraba con una especie de horror entumecido. De pie con las manos en las caderas y perdida, como una parodia de su yo anterior. Extraña y anómala en su ropa a la moda pero que no combinaba, como si se hubiera puesto la primera prenda que le hubiera caído en la mano. Un día, pensó, podría levantarse y salir al día desnuda, sin nada puesto, de la misma manera que había llegado al mundo. Con su reloj de diamantes y su vaso de coctel que cargaba como un talismán usado. Rompiste la ley, le dijo. Conseguí una subvención del gobierno, dijo el empapelador despreciativamente. ¿Por qué estamos aquí? Se supone que buscamos a mi hija. Si estamos buscando un cuerpo, el primer lugar para buscar es un cementerio, dijo. ¿Si quieres un libro no vas a la biblioteca? Te estoy pagando, dijo ella. Eres mi empleado. No quiero estar aquí. Quiero que hagas lo que me dijiste que ibas a hacer o que, si no, me lleves a mi auto. La verdad es que tengo una historia que contarte, dijo el empapelador. Sobre mi esposa. Hizo una pausa, como dejando espacio para un comentario, pero cuando ella no hizo ninguno siguió adelante. Tuve una esposa. Mi novia desde la infancia. Se hizo enfermera, fue a trabajar a uno de esos lugares de rehabilitación de drogas. Después de estar ahí un tiempo tenía una mirada perdida en los ojos. Me miraba sin verme. Se volvió muy cercana con su supervisor. Empezaron a ir a reuniones juntos. Conferencias. A veces ellos dos solos tenían la conferencia, en general en un motel. La noche que los vi entrar al Holiday Inn de Franklin decidí matarlo. No fue una cosa impetuosa del momento. Lo pensé en detalle e iba a ser el crimen perfecto. La esposa del doctor no dijo nada. Solamente lo miró. Una tumba es el mejor lugar para deshacerse de un cuerpo, dijo el empapelador. La tumba es su destino normal, de todas maneras. Podría desenterrar una tumba y después sencillamente seguir cavando. Guardar todo con cuidado. Poner el cuerpo ahí y después llenar una parte con tierra y restablecer todo a como era antes. El ataúd, si quedaba algo de él. Los huesos y demás. Una buena lluvia que asiente todo y las hojas de otoño y estás en casa libre. Ahí tienes lo que es la eternidad. Mataste a alguien, susurró ella. Su voz apenas era audible. Lo hice o no lo hice, dijo él. Tu decides. Tienes los poderes de un dios. Puedes convertirme en un asesino o solamente en un tipo con el corazón roto que fue abandonado por su mujer. ¿Qué piensas? De todas maneras, no tengo esposa. Supongo que ella solamente se esfumó en lo abstracto como ese tipo Lang del que te hablé. Me quiero ir, dijo ella. Quiero ir adonde está mi auto.

Estaba sentado sobre una lápida, mirándola con sus ojos pálidos. Pudo no haberla oído. Voy a caminar. Lo que quieras, dijo el empapelador. Abruptamente, estaba parado frente a ella. No lo había visto levantarse de la lápida o caminar entre las tumbas, pero como un corte de una película estaba frente a ella, las manos cubriéndole los pechos, mirándola a la cara. Bajo el impiadoso peso del sol, su cara estaba perpleja y vacía. Él la estudió intensamente, sin perderse un detalle. Finas arrugas se extendían alrededor de sus ojos y su boca como rajaduras en la porcelana. Había mugre en sus poros, en las arrugas de su garganta. Cuánto se había caído de ella: su belleza, su dinero, su posición social, su arrogancia. La propia humanidad, porque ahora mismo ella parecía escasamente humana, tan acosada por la Parca que aguantaba las manos sobre sus pechos como otra cruz más que acarrear, otra indignidad que atravesar. Qué lejos has llegado, se maravilló el empapelador. Creo que ya has alcanzado mi nivel, ¿no? No importa, dijo la esposa del doctor. Ya no queda algo que importe. Despacio y con enorme laxitud su cuerpo se desplomó sobre el de él, y en su exultancia no pareció un movimiento sino simplemente la terminación de otro iniciado tiempo atrás, con el determinante peso de una cadera, un movimiento que había empezado en un mundo y se completaba en otro. Desde lo que parecía una gran distancia él la miró caer sobre él como un ángel que descendía, las alas abiertas, desde una altura infinita, golpeando la tierra gentilmente, ladeándose, después ya enderezándose. El peso de la luz de la luna que recorría la cara del empapelador lo despertó en el lugar donde descansaba. Filigranas de luz a través de las cortinas diáfanas barrieron su cuerpo como los fantasmas transparentes de insectos. Se incorporó, se quedó quieto un momento orientándose, un reaseguro sobre dónde se encontraba. Estaba en su cama, acostado de espaldas. Podía ver una enorme luna naranja por la ventana del dormitorio, con ramas de árboles como de tinta que rastrillaban su cara como garras. Podía ver sus pies enmmarcando la botella de San Miguel que sus manos mantenían erecta sobre su abdomen, la botella ambarina definida contra la ventana pálida, un monolito atávico detrás de una luna de cosecha. Podía olerla. Un aroma compuesto de alcohol y sudor rancio, el repugnante olor de su sexo. Disolución, ruina, pérdida. Se dio vuelta para estudiarla cuando dormía, su boca abierta una cavidad oscura en su cara. Estaba desnuda, sus piernas separadas, los pechos pálidos como un charco de cera secándose. Se estiró, se quejó en sueños. Podía escuchar el chirrido de su respiración. Su aliento era fétido, corrupto, un olor de cementerio. La miró con disgusto, con un opaco odio hacia sí mismo. Tomó de la botella, la bajó. A veces, le dijo a su cara dormida, uno hace cosas que no puede deshacer. Uno rompe cosas que no puede arreglar. Antes de querer hacerlas, antes de saber que uno las ha hecho. Y tenías razón, hay cosas que sólo un milagro puede arreglar. Se sentó abrazando la botella. Tocó su pelo mal cortado, la suavidad de su barba. Había olvidado cómo se veía, hacía tanto tiempo que no veía su reflejo en el vidrio. Espontáneamente, la cara de Zeineb nadó hacia su memoria. Recordó la cara de la niña cuando la esposa del doctor se dio vuelta sobre sus tacos, cómo lo miró; el rencor la había cruzado como un relámpago. Le había sacado la lengua. Su mano se deslizó como una serpiente y se cerró sobre la garganta de la niña y quebró su cuello antes de que pudiera evitarlo, los ojos negros salvajes y anchos, la lengua rosada atrapada entre los pequeños dientes como perlas, como semillas, un pétalo de rosa arrancado. Sacudía el pelo de un lado a otro y luego su cabeza colgó mustia sobre la mano que apretaba. La bandeja de la caja de herramientas estaba ahí antes de que lo supiera y la metió ahí dentro como lo haría con una muñeca rota. Tan pequeña, tan pequeña, apenas presente. Se levantó. Desnudo, su silueta contra la ventana de la luna, bebió de la botella hasta vaciarla. Buscó un lugar donde ponerla, se agachó y la acomodó entre la piel pesada de los muslos de la mujer.

Se quedó en silencio, mirándola. Parecía filosófico, poseedor de una sabiduría ganada con esfuerzo. El empapelador sabía bien que aunque pocos eran merecedores de un milagro, todavía menos eran capaces de hacerlo suceder. Salió de la habitación. Se abrieron puertas, se cerraron puertas. Pasos subiendo suavemente una escalera, bajando. Ella soñaba. Cuando volvió a entrar a la habitación, él acunaba un bulto rígido envuelto en plástico en sus brazos. Lo ubicó con cuidado al lado de la mujer borracha. Desdobló las hojas de plástico como si fuesen membranas. Lo que había sido una niña. Lo que la tierra del cementerio había perdonado, lo había preservado el freezer. Cristales de hielo estaban atrapados en su pelo como copos de nieve arremolinados ahí por el viento, y en las pestañas. Una muñeca de la línea de producción de la fábrica de un manicomio. Tomó el brazo de la mujer y lo puso sobre la niña. Ella lo alejó del frío. Él lo volvió a ubicar con firmeza, acomodándolas como maniquíes, virgen y niña. Estudió su retablo, después salió de su casa por última vez. La puerta se cerró con suavidad detrás suyo. El empapelador se fue en el Mercedes, con dirección al oeste, hacia el campo abierto, rastreando territorios abiertos que podía infectar con sus esporas malignas. Sin saberlo, siguió la misma ruta que había tomado el doctor ocho meses antes, y en un mundo de infinitas posibilidades donde todos los viajes comparten un final común, quizá están juntos ahora, tomando el aire del atarceder en una veranda arruinada entre malvas y adelfas, el doctor dando tragos a su escocés y el empapelador a su San Miguel, caballeros ociosos discutiendo los caprichos de la vida y ponderando, mientras cae la noche, no sólo la posibilidad, sino lo inevitable de los milagros.