El Vampiro de Jan Neruda

El vampiro. Vampyr, Jan Neruda (1834-1891) Aquel vapor de excursión nos llevó desde Constantinopla hasta las costas de l

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El vampiro. Vampyr, Jan Neruda (1834-1891) Aquel vapor de excursión nos llevó desde Constantinopla hasta las costas de la isla de Prinkipo, en la cual desembarcamos. El número de pasajeros no era muy grande. Había presente una familia polaca, el padre, la madre, la hija y su novio, y luego nosotros dos. Ah, sí, no debo olvidar que cuando ya casi nos hallábamos sobre el puente de madera que cruza desde el Cuerno de Oro hasta Constantinopla un griego, un hombre muy joven, se unió a nosotros. Probablemente era un artista, a juzgar por el portafolio que llevaba bajo su brazo. Una larga y renegrida cabellera flotaba sobre sus hombros, su rostro era pálido, y sus ojos negros se hallaban profundamente hundidos dentro de sus cuencas. Desde el primer instante llamó mi atención por su amabilidad y conocimiento de las condiciones locales. Sin embargo, hablaba demasiado, y entonces me alejé de él. Aquella familia polaca era de lo más agradable. El padre y la madre eran bondadosos por naturaleza, buena gente, el novio un muchacho joven y apuesto, de modales directos y refinados. Habían llegado a Prinkipo para pasar los meses de verano allí debido a su hija, quien se hallaba ligeramente enferma. Aquella hermosa y pálida muchacha estaba justamente recobrándose de una severa enfermedad; o lo que es más, de una muy seria dolencia que había dejado caer sus garras sobre ella. Buscaba el apoyo de su amante cuando caminaba y muy a menudo se sentaba a descansar, en tanto y de manera frecuente una tos seca y ligera interrumpía sus susurros. Siempre que ella tosiese, su acompañante debía hacer una prolongada pausa en el paseo de ambos. El muchacho siempre le dirigía una mirada de sufrida comprensión y la joven le respondía con otra como si dijese: "¡No es nada! ¡Soy Feliz!"Ambos creían en la recuperación y la felicidad. Siguiendo las recomendaciones del griego, quien se separó de nosotros inmediatamente después de alcanzar el amarradero, la familia reservó habitaciones en un hotel ubicado sobre la colina. El hotelero era un francés y todo el edificio se hallaba confortable y artísticamente equipado, de acuerdo al estilo tradicional de su dueño. Desayunamos juntos, y cuando el sol de mediodía se dejó caer con cierta dureza, nos dirigimos hacia lugares más elevados donde en medio de un bosquecillo de pinos reales siberianos podríamos refrescarnos disfrutando del paisaje. Difícilmente hubiésemos hallado un punto más favorable y nos quedamos allí cuando aquel griego apareció nuevamente. Nos saludó de manera informal, miro en derredor y se sentó a tan solo unos pocos pasos de nosotros. Abrió entonces su portafolio y comenzó a esbozar un dibujo. -Creo que se ha sentado a propósito con su espalda dando hacia las rocas de modo que no podamos ver sus dibujos,- dije. –No tenemos porque hacerlo, -señaló el joven polaco.- Tenemos más que suficiente ante nosotros mismos para mirar. -Luego de unos momentos, agregó.- Me parece que nos está dibujando a nosotros en una suerte de escenario.

Ciertamente teníamos algo más importante que observar. ¡No existía un rincón más hermoso y más feliz en el mundo que la misma Prinkipo! La mártir política Irene, contemporánea de Carlos El Grande, vivió allí durante un mes cuando fue exiliada. ¡Si hubiese vivido un mes de mi vida allí sería feliz por el recuerdo del mismo, por el resto de mis días! Nunca olvidaría ese único día que pasé en Prinkipo. El aire era tan puro como el diamante, tan suave, tan acariciante que toda el alma de uno parecía nadar en él perdiéndose en la distancia. Hacia la derecha, más allá del mar se proyectaban las cumbres asiáticas; a la izquierda, sumergidas en la lejanía, se proyectaban con tonos de púrpura las llanas costas de Europa. La vecina Chalki, una de las nueve islas del Archipiélago del Príncipe, se elevaba con sus bosques de cipreses dentro de aquellas elevaciones llenas de paz semejantes a un pesaroso sueño, coronada por una inmensa estructura, un asilo para mentes enfermas. El Mar de Mármora se encontraba apenas ligeramente agitado y jugaba mostrando una amplia gama de colores tal como un ópalo iridiscente. A la distancia el mar era blanco como la leche, luego se volvía rosado, entre las dos islas aparecía un burbujeante naranja, y junto a nosotros era de un hermoso azul-verdoso, semejante a un transparente zafiro. Resplandecía, envuelto en su propia belleza. No se veían en ninguna parte barcos grandes, tan solo dos pequeñas embarcaciones con la bandera inglesa flameando sobre cubierta. Una era tan grande como la caseta de un vigilante, la otra tenía alrededor de doce remeros, y cuando sus remos se levantaban simultáneamente, gotas de plata derretida semejaban caer sobre ellos. Confiados delfines saltaban dentro y fuera del agua entre ellas dando grandes brincos, arqueándose elegantemente por sobre la superficie del mar. A través de los cielos azules una y otra vez águilas serenas volaban siguiendo sus rutas, mensurando el espacio entre ambos continentes. Toda la ladera que se hallaba debajo de nosotros estaba cubierta de rosas florecientes cuya fragancia llenaba el aire. Desde el café cercano la música marina llegaba hasta nosotros a través de aquél, acallada en alguna medida debido a la distancia. El efecto era encantador. Todos nos encontrábamos sentados en silencio y nuestras almas quedaron como suspendidas por completo ante aquel cuadro paradisíaco. La joven muchacha polaca yacía sobre la hierba con su cabeza apoyada en el pecho de su amante. El pálido óvalo de su rostro delicado se hallaba teñido ligeramente con algo de color, y de sus ojos azules repentinamente brotaron algunas lágrimas. Su amante comprendió, inclinó su cuerpo y beso una lágrima tras otra. Su madre también se sintió conmovida hasta soltar también algunas lágrimas, y yo -incluso yo- sentí una extraña punzada. -Aquí ambos, cuerpo y mente, logran sentirse bien,- susurró la muchacha. -¡Cuán feliz es esta tierra! -¡Dios sabe que no tengo enemigos, pero si los hubiese tenido los habría perdonado estando aquí!,- exclamó el padre con voz temblorosa. Entonces nuevamente volvimos a quedarnos en silencio. ¡Todos nos sentíamos envueltos por un estado de ánimo maravilloso, tan inefablemente dulce era todo aquello! Cada uno sentía en sí mismo todo un mundo de felicidad, y cada uno habría querido compartir su felicidad con todo el mundo. Todos sentíamos lo mismo y nadie por entonces perturbó al otro. Apenas si tuvimos en cuenta al griego, quien después de una hora más o menos

habíase levantado, tomado su portafolio, y con un ligero asentimiento de cabeza nos hizo partícipes de su partida. Nosotros permanecimos allí. Finalmente, después de varias horas, cuando a la distancia podía observarse como todo habíase tornado de un más que oscuro violeta, con una hermosura tan mágica en dirección sur, la madre nos recordó que ya era hora de partir. Nos levantamos y comenzamos a caminar descendiendo en dirección al hotel con ese paso libre, elástico, que caracteriza esa despreocupación propia de los niños. Nos sentamos en el hotel bajo una bella galería. Apenas si habíamos tomado asiento cuando escuchamos por debajo nuestro sonidos de juramentos y pelea. Nuestro griego estaba riñendo con el hotelero. Buscando en que entretenernos, nos dedicamos a escuchar. Aquel divertimento no duró mucho tiempo. -Si no hubiese otros huéspedes aquí… -rugió el hotelero, y subió por las escaleras en dirección a nosotros. -Le ruego que me diga, señor, -preguntó el joven polaco al hotelero que se aproximaba,¿Quién es ese caballero? ¿Cuál es su nombre? -Eh ¿Quién sabe cuál es el nombre de ese sujeto?,- gruñó en voz baja el francés, mientras miraba venenosamente hacia abajo. -Nosotros lo llamamos el Vampiro. -¿Es un artista? -¡Linda ocupación! El dibuja tan solo cadáveres. Tan pronto como alguien muere en Constantinopla o en las vecindades de por aquí, ese mismo día él ya tiene un dibujo completo de quien ha muerto. ¡Ese sujeto los pinta de antemano, y nunca se equivoca, tal como si fuese un buitre! La vieja mujer polaca lanzó un grito de terror. En sus brazos yacía su hija, pálida como la tiza. Había muerto. Dando un salto, el novio de la muchacha se lanzó escaleras abajo. Con una mano aferró al griego y con la otra tomó el portafolio. Corrimos detrás de él. Ambos hombres se encontraban rodando sobre la arena. El contenido de los portafolios habíase desparramado por todas partes. Y sobre una hoja dibujada a crayón, se hallaba la cabeza de la joven muchacha polaca, con sus ojos cerrados y una corona de mirto sobre su frente. Jan Neruda (1834-1891)