El Tipo Del Indio Americano

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EL TIPO DEL INDIO AMERICANO La vergüenza del mestizo Una de las razones que dictan la repugnancia criolla a confesar el indio en nuestra sangre, uno de los orígenes de nuestro miedo de decirnos lealmente mestizos, es la llamada "fealdad del indio". Se la tiene como verdad sin vuelta, se la ha aceptado como tres y dos son cinco. Corre parejas con las otras frases en plomada. "El indio es perezoso" y "el indio es malo". Cuando los profesores de ciencias naturales enseñan los órdenes o las familias, y cuando los de dibujo hacen copiar las bestiecitas a los niños, parten del concepto racional de la diferencia, que viene a ser el mismo aplicable a las razas humanas: el molusco no tiene la manera de belleza del pez; el pez luce una sacada de otros elementos que el reptil-y el reptil señorea una hermosura radicalmente opuesta a la del ave, etc., etc. Debía haberse enseñado a los niños nuestros la belleza diferenciada y también la opuesta de las razas. El ojo largo y estrecho consigue ser bello en el mongol, en tanto que en el caucásico envilece un poco el rostro; el color amarillento, que va de la paja a la badana, acentúa la delicadeza de la cara china, mientras que en la europea dice no más que cierta miseria sanguínea; el cabello crespo que en el caucásico es una especie de corona gloriosa de la cabeza, en el mestizo se hace sospechoso de mulataje y le preferimos la mecha aplastada del indio. En vez de educarle de esta manera al niño nuestro el mirar y el interpretar, nuestros maestros renegados les han enseñado un tipo único de belleza, el caucásico, fuera del cual no hay apelación, una belleza fijada para los siglos por la raza griega a través de Fidias. En cada atributo de la hermosura que los maestros nos enseñan, nos dan exactamente el repudio de un rasgo nuestro; en cada sumando de la gracia que nos hacen alabar nos sugieren la vergüenza de una condición de nuestros huesos o de nuestra piel. Así se forman hombres y mujeres con asco de su propia envoltura corporal; así se suministra la sensación de inferioridad de la cual se envenena invisiblemente nuestra raza, y así se vuelve viles a nuestras gentes sugiriéndoles que la huida hacia el otro tipo es la única salvación.

La belleza del indio El indio es feo dentro de su tipo en la misma relación en que lo es el europeo común dentro del suyo. Imaginemos una Venus maya, o mejor imaginemos el tipo de caballero Aguila del Museo de México como el de un Apolo tolteca, que eso es. Pongamos ahora mejilla contra mejilla con él a los hombres de la meseta de Anahuac. Cumplamos prueba idéntica con el Apolo del Belbedere del Louvre y alleguémosles a los franceses actuales que se creen sus herederos legítimos. Las cifras de los sub-Apolos y las de los subcaballeros águilas serán iguales; tan poco frecuente en la belleza cabal en cualquier raza.

Alguno alegará que la comparación está viciada porque el punto de arranque son dos rostros sin paridad; uno redondamente perfecto y otro de discutible perfección. No hay tal; ambos enseñorean en el mismo filo absoluto de la belleza viril. Se dirá que a pesar de esta prueba un poco estadística las dos razas producen una impresión de conjunto bastante diversa: la francesa regala el ojo y la azteca lo disgusta. La ilusión de ventaja la pone solamente el color; oscurézcase un poco en la imaginación ese blanco sonrosado y entonces se verá la verdad de las dos cabezas, que aquí como en muchas cosas, la línea domina la coloración. Me leía yo sonriendo una geografía francesa en el capítulo sobre las razas. La descripción de la blanca correspondía a una especie de dictado que hubiese hecho el mismo Fidias sobre su Júpiter: nariz que baja recta de la frente a su remate, ojos noblemente espaciosos, boca mediana y de labios delicados, cabello en rizos grandes: Júpiter, padre de los dioses. Yo me acordaba de la naricilla remangada, tantas veces japonesa, que me encuentro todos los días, de las bocas grandes y vulgares, de los cabellos flojos que hacen gastar tanta electricidad para su ondulación y de la talla mediocre del francés común.

El falso tipo de Fidias Se sabe cómo trabajaba Fidias: cogió unos cuantos rasgos, los mejores éxitos de la carne griega -aquí una frente ejemplar, allá un mentón sólido y fino, más allá un aire noble, atribuible al dios- unió estas líneas realistas con líneas enteramente intelectuales, y como lo inventado fue más que lo copiado de veras, el llamado tipo griego que aceptamos fue en su origen una especie de modelo del género humano, de súper-Adán posible dentro de la raza caucásica, pero en ningún caso realizado ni por griego ni por romano. El procedimiento puede llamarse magistral. El hombre de Fidias, puro intento de escultura de los dioses y proyecto de la configuración del rostro humano futuro, pasaría a ser, por la vanidad de la raza blanca, el verídico hombre europeo. Pienso en el resultado probable del método si aplicásemos la magna receta a nuestras razas aborígenes. El escultor de buena voluntad, reuniendo no más de cien ejemplares indios podría sacar las facciones y las cualidades que se van a enumerar "groso modo". El indio piel roja nos prestaría su gran talla, su cuerpo magníficamente lanzado de rey cazador o de rey soldado sin ningún atolladero de grasa en vientre ni espaldas, musculado dentro de una gran esbeltez del pie a la frente. Los mayas proporcionarían su cráneo extraño, no hallado en otra parte, que es ancho contenedor de una frente desatada en una banda pálida y casi blanca que va de la sien a la sien; entregarían unos maxilares fortísimos y sin brutalidad que lo mismo pudiesen ser los de Mussolini -"quijadas de mascador de hierro"-. El indio quechua ofrecería para templar la acometividad del cráneo sus ojos dulces por excelencia, salidos de una raza cuya historia de mil años da más regusto de leche que de sangre. Esos ojos miran a través de una especie de óleo negro, de espejo embetunado con siete óleos de bondad y de paciencia humana, y muestran unas timideces conmovidas y conmovedoras de venado criollo, advirtiendo que la dulzura de este ojo negro no es banal como la del ojo azul de caucásico, sino profunda, como cavada del seno a la cuenca. Corre de la nariz a la sien este ojo quechua, parecido a una gruesa gota vertida en lámina inclinada, y lo festonea

una ceja bella como la árabe, más larga aún y que engaña aumentando mañosamente la longitud de la pupila. Yo me sé muy bien que la nariz cuesta hallarla en un orden de fineza, porque generalmente bolivianos y colombianos la llevan de aletas gruesas y anchas; pero hay la otra, la del aguileño maya, muy sensible, según la raza sensual que gusta de los perfumes. La boca también anda demasiado espesa en algunos grupos inferiores de los bajíos, donde el cuerpo se aplasta con las atmósferas o se hincha en los barriales genésicos; pero al igual que la nariz prima de la árabe, se la encuentra de labios delgados como la hoja del maíz, de una delgadez cortada y cortadora que es de las más expresivas para la gracia maliciosa y los rictus del dolor. Suele caer hacia los lados esta boca india con el desdén que ven esas razas que se saben dignas como cualquiera otra por talentos y virtudes y que han sido "humilladas y ofendidas" infinitamente; caen los extremos de esas bocas con más melancolía que amargura, y se levantan bruscamente en la risa burlona, dando una sorpresa a los que creen al indio tumbado en una animalidad triste. He querido proporcionar a los maestros de nuestros niños estos detalles rápidos para que intenten y para que logren arrancarles a éstos la vergüenza de su tipo mestizo, que consciente o inconsciente le han dado. Pero este alegato por el cuerpo indio va a continuar otro día, porque es cosa larga de decir y asunto de más interés del que le damos. Nápoles, junio 1932

Actividades 1. Escriban un párrafo de tres líneas como máximo que sintetice el tema y la posición de la autora sobre este. 2. A partir de la lectura individual del texto “El tipo del indio americano”, desarrollar críticamente la siguiente pregunta, tomando apuntes en sus cuadernos: ¿Está vigente hoy la tesis de Gabriela Mistral respecto de la belleza? A continuación, redactan un texto argumentativo de tres o cuatro párrafos que dé cuenta de su reflexión. Al término, se motiva un espacio para la lectura de los escritos y se abre una breve discusión respecto de las ideas planteadas en ellos. 3. ¿En qué año se escribió este texto? ¿Cómo influye la época en la visión que tiene la autora sobre el tema? 4. ¿Qué visión tiene la autora respecto de los profesores y profesoras? ¿Qué características tiene la educación que reciben los niños aludidos en el ensayo? 5. ¿Cuál fue el propósito de la autora para escribir su texto? Fundamenten aludiendo a la información de la lectura. 6. Lean el siguiente fragmento y escriban una breve comparación, analizando las visiones de los autores respecto de la figura del indio. “El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes —

que ni siquiera son blancos puros—. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo. Esta actitud no se manifiesta nada más en nuestra vida diaria, sino en el curso de nuestra historia, que en ciertos momentos ha sido encarnizada voluntad de desarraigo. Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación de su origen”. (Paz, 1981)

Preguntas para una nueva educación William Ospina Cada cierto tiempo circula por las redacciones de los diarios una noticia según la cual muchos jóvenes ingleses no creen que Winston Churchill haya existido, y muchos jóvenes norteamericanos piensan que Beethoven es simplemente el nombre de un perro o Miguel Angel el de un virus informático. Hace poco tuve una larga conversación con un joven de veinte años que no sabía que los humanos habían llegado a la luna, y creyó que yo lo estaba engañando con esa noticia. Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto? Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo? Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar “la telaraña de lo infausto”. El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento

periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias. Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: “lo saben todo pero es lo único que saben”. El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia. Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios. Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos. Cuenta Gibbon en la “Declinación y caída del Imperio Romano” que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.

En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina. Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”. Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente. “Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos”, dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal. La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con

responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos. A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico Percy Bysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos”, le dijeron. “Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás”. A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas. Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias

cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua. Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. “Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno”. Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística. A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás. Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia. Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el

privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante. No digo que esté mal: a lo mejor los seres humanos sólo avanzamos a través de la rivalidad. Pero estoy seguro, viendo sobre todo la pésima pedagogía de las sociedades excluyentes, que la fórmula de que uno triunfe al precio de que los demás fracasen, puede ser muy reconfortante para los triunfadores pero suele ser muy deprimente para todos los demás. No estoy muy seguro de que no sea un semillero de resentimientos. ¿No estaremos excesivamente contagiados de esa lógica norteamericana que considera que los seres humanos nos dividimos sólo en ganadores y perdedores? Hasta en el arte, reino por excelencia de lo cualitativo sobre lo cuantitativo, suele aceptarse ahora esa superstición del primer lugar, del número uno, del triunfador, y nada lo estimula tanto como los concursos y los premios. Recuerdo, ya que estamos en Buenos Aires, una anécdota de Jorge Luis Borges. Alguna vez le preguntaron cuál era el mejor poeta de Francia: Verlaine, contestó. Pero, ¿y Baudelaire? le dijeron. Ah sí, Baudelaire también es el mejor poeta de Francia. ¿Y Victor Hugo?, también es el mejor. Y Ronsard, añadió, por supuesto que Ronsard es el mejor poeta de Francia. ¿Por qué sólo uno tiene que ser el mejor? Por otra parte, hay una separación demasiado marcada entre los medios y los fines, entre el aprendizaje y la práctica, entre los procesos y los resultados. Pero aprender debería ser algo en sí mismo, no apenas un camino para llegar a otra cosa. Diez años de estudio no se pueden justificar por un cartón de grado: deberían valer por sí mismos, darnos no sólo el orgullo de ser mejores sino la felicidad de una época de nuestra vida. Así como a medida que dejemos de vivir para el cielo aprenderemos a hacer nuestra morada en la tierra, a medida que dejemos de estudiar para el grado aprenderemos que la rama del conocimiento y el oficio que escojamos deben ser nuestro goce en la tierra. Y ello tal vez nos ayude a avanzar en la interrogación de las claves del aprendizaje. ¿Quién dice que el aprender es algo cuantitativo, que consiste en la cantidad de información que recibamos? ¿Quién nos dice que el conocimiento es necesariamente algo que se adquiere, que se recibe? ¿Qué pasaría si el aprender fuera perder y no ganar? Tal parece que así es realmente, si pensamos en las enseñanzas de Platón, para quien aprender de verdad no es tanto recibir una carga de saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo posiblemente falso. Platón decía que la ignorancia no es un vacío sino una llenura. El que no sabe es el que más cree saber. Cuando en un momento de nuestro aprendizaje alguien nos pregunta, por ejemplo, por qué las cosas caen hacia el suelo, es frecuente que respondamos, porque es lógico, porque tiene que ser así. Alguien socráticamente nos demostrará que no es lógico, que no tiene que ser así, y nos mostrará que hay cosas que no caen, como las nubes, o los globos, o la luna, y que por lo tanto el caer no es una necesidad sino algo que obedece a una ley que merece ser interrogada. Nos demostrarán que lo que parecía ser evidente no era más que nuestra falta de interrogación, y que muchas certezas que tenemos podrían derrumbarse. Todo está comprendido en otro famoso aforismo de Wilde: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”.

No somos cántaros vacíos que hay que llenar de saber, somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas provechosas. Y tal vez lo mejor que podría hacer la educación formal por nosotros es ayudarnos a desconfiar de lo que sabemos, darnos instrumentos para avanzar en la sustitución de conocimientos. Pero ¿estará dispuesto un joven a pagar por un modelo educativo que en vez de convencerlo de que sabe lo convenza de que no sabe? Posiblemente no, pero entonces llegamos a uno de los secretos del asunto. Claro que la escuela puede darnos conocimientos y destrezas, pero a ello no lo llamaremos en sentido estricto educación sino adiestramiento. Y claro que es necesario que nos adiestren. Pero mientras la educación siga siendo sólo búsqueda del saber personal o de la destreza personal, todavía no habremos encontrado el secreto de la armonía social, porque para ello no necesitamos técnicos ni operarios sino ciudadanos. ¿Dónde se nos forma como ciudadanos? Y ¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que realizan? El tema de la felicidad no suele considerarse demasiado en la definición de la educación, y sin embargo yo creo que es prioritario. Creo que necesitamos profesionales si no felices por lo menos altamente satisfechos de la profesión que han escogido, del oficio que cumplen, y para ello es necesario que la educación no nos dé solamente un recurso para el trabajo, una fuente de ingresos, sino un ejercicio que permita la valoración de nosotros mismos. Pienso en la felicidad que suele dar a quienes las practican las artes de los músicos, de los actores, de los pintores, de los escritores, de los inventores, de los jardineros, de los decoradores, de los cocineros, y de incontables apasionados maestros, y lo comparo con la tristeza que suele acompañar a cierto tipo de trabajos en los que ningún operario siente que se esté engrandeciendo humanamente al realizarlo. Nuestra época, que convierte a los obreros en apéndices de los grandes mecanismos, en seres cuya individualidad no cuenta a la hora de ejercitar sus destrezas, es especialmente cruel con millones de seres humanos. No se trata de escoger profesiones rentables sino de volver rentable cualquier profesión precisamente por el hecho de que se la ejerce con pasión, con imaginación, con placer y con recursividad. Podemos aspirar a que no haya oficios que nos hundan en la pesadumbre física y en la neurosis. La creencia de que el conocimiento no es algo que se crea sino que se recibe, hace que olvidemos interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en nuestras propias necesidades. Algunos maestros lograron, por ejemplo, la proeza de hacerme pensar que no me interesaba la física, sólo porque me trasmitieron la idea de la física como un conjunto de fórmulas abstractas y problemas herméticos que no tenía nada que ver con mi propia vida. Ninguno de ellos logró establecer conmigo una suficiente relación de cordialidad para ayudarme a entender que centenares de preguntas que yo me hacía desde niño sobre la vista, sobre el esfuerzo, sobre el movimiento y sobre la magia del espacio tenían en la física su espacio y su tiempo.

Es más, nadie supo ayudarme a ver que buena parte de las angustias, los miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi adolescencia eran lujosas puertas de entrada a algunos de los temas más importantes de la psicología, de la filosofía y de la metafísica. Si uno sale del colegio para entrar en la ciudad, en el campo o en la noche estrellada, eso equivale a decir que uno a menudo sale de las aulas para entrar en la sociología, en la botánica o en la astronomía. Solemos separar en realidades distintas la habitación, el estudio, el trabajo y la recreación, de modo que la casa, la escuela, el taller y el area de juegos son lugares donde cumplimos actividades distintas. Para Samuel Johnson la casa era la escuela, para William Blake y para Picasso una casa era un taller o no era nada, para Oscar Wilde no podía haber un abismo entre la creación y la recreación. A diferencia del Renacimiento, donde había verdaderos pontífices, es decir, hacedores de puentes entre disciplinas distintas, hoy nos gusta separar todo, llegamos a creer que es posible estudiar por separado la geografía y la historia, creemos que no hay ninguna relación entre la geometría y la política. Sin embargo en nuestras sociedades está claro que estar en el centro o en la periferia es ciertamente un asunto político. ¿Por qué asumir pasivamente los esquemas? ¿Por qué las enfermeras no pueden ser médicos? ¿Por qué aceptar un tipo de parámetro profesional que convierte un oficio en una limitación insuperable? Nada debería ser definitivo, todo debería estar en discusión. Solemos ver, por ejemplo, la educación como el gran remedio para los problemas del mundo; solemos ver el aprendizaje como la más grande de las virtudes humanas. Y lo es. Pero precisamente por ello hay que decir que ese aprendizaje es también una grave responsabilidad de la especie. Para aproximarnos un poco a este tema hay que pensar en el resto de las criaturas. Se diría que el saber instintivo de las especies es una suerte de seguro natural contra los accidentes y los imprevistos. Nada nos permite tanto confiar en una abeja, como la certeza de que siempre sabrá hacer miel y nunca se le ocurrirá destilar otra cosa. Si un día las abejas optaran por producir vinagre o ácido sulfúrico, el caos se apoderaría del mundo. Un perro o un oso pueden ser adiestrados para que repitan ciertas conductas, pero el ser humano es el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz de inventar cosas distintas. La conclusión necesaria de esta reflexión es que los seres humanos aprendemos, y porque aprendemos somos peligrosos. No somos una inocente abeja destilando para siempre su cera y su miel, sino criaturas admirables y terribles capaces de inventar hachas y espadas, libros y palacios, sinfonías y bombas atómicas. Nuestras virtudes son también nuestras amenazas; el privilegio de pensar, el privilegio de inventar y el privilegio de aprender comportan también aterradoras responsabilidades, y un filósofo se atrevió ya a decirle a la humanidad algo que no esperaba oír: “perecerás por tus virtudes”. Cada vez que nos preguntamos qué educación queremos, lo que nos estamos preguntando es qué tipo de mundo queremos fortalecer y perpetuar. Llamamos educación a la manera como trasmitimos a las siguientes generaciones el modelo de vida que hemos asumido. Pero si bien la educación se puede

entender como trasmisión de conocimientos, también podríamos entenderla como búsqueda y transformación del mundo en que vivimos. A veces, mirando la trama del presente, la pobreza en que persiste media humanidad, la violencia que amenaza a la otra media, la corrupción, la degradación del medio ambiente, tenemos la tendencia a pensar que la educación ha fracasado. Cada cierto tiempo la humanidad tiende a poner en duda su sistema educativo, y se dice que si las cosas salen mal es porque la educación no está funcionando. Pero más angustioso resultaría admitir la posibilidad de que si las cosas salen mal es porque la educación está funcionando. Tenemos un mundo ambicioso, competitivo, amante de los lujos, derrochador, donde la industria mira la naturaleza como una mera bodega de recursos, donde el comercio mira al ser humano como un mero consumidor, donde la ciencia a veces olvida que tiene deberes morales, donde a todo se presta una atención presurosa y superficial, y lo que hay que preguntarse es si la educación está criticando o está fortaleciendo ese modelo. ¿Cómo superar una época en que la educación corre el riesgo de ser sólo un negocio, donde la excelencia de la educación está concebida para perpetuar la desigualdad, donde la formación tiene un fin puramente laboral y además no lo cumple, donde los que estudian no necesariamente terminan siendo los más capaces de sobrevivir? ¿Cómo convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y de las comunidades? Para ello también hay que hablar del modelo de desarrollo, que suele ser el que define el modelo educativo. Durante mucho tiempo los modelos de Occidente han sido la productividad, la rentabilidad y la transformación del mundo. Pero hay un tipo de productividad que ni siquiera nos da empleo, un tipo de rentabilidad que ni siquiera elimina la miseria, una transformación del mundo que nos hace vivir en la sordidez, más lejos de la naturaleza que en los infiernos de la Edad Media. ¿Y qué pasaría si de pronto se nos demostrara que el modelo de desarrollo tiene que empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? ¿Qué pasaría si el saber cuantitativo que transforma es reemplazado por el saber previsivo que equilibra, si el poder transformador de la ciencia y la tecnología se convierte en un saber que ayude a conservar, que no piense sólo en la rentabilidad inmediata y en la transformación irrestricta sino en la duración del mundo? Con ello lo que quiero decir es que nosotros podemos dictar las pautas de nuestro presente, pero son las generaciones que vienen las que se encargarán del futuro, y tienen todo el derecho de dudar de la excelencia del modelo que hemos creado o perpetuado, y pueden tomar otro tipo de decisiones con respecto al mundo que quieren legarles a sus hijos. A lo mejor los grandes paradigmas al cabo de cincuenta años no serán como para nosotros el consumo, la opulencia, la novedad, la moda, el derroche, sino la creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad. Y a lo mejor ello no corresponderá ni siquiera a un modelo filosófico o ético sino a unas limitaciones materiales. A lo mejor lo que volverá vegetarianos a los seres humanos no serán la religión o la filosofía sino la física escasez de proteína animal. A lo mejor lo que los volverá austeros no será la moral sino la estrechez. A lo mejor

lo que los volverá prudentes en su relación con la tecnología no será la previsión sino la evidencia de que también hay en ella un poder destructor. A lo mejor lo que hará que aprendan a mirar con reverencia los tesoros naturales no será la reflexión sino el miedo, la inminencia del desastre, o lo que es aún más grave, el recuerdo del desastre. HIJOS DE LA MALINCHE La extrañeza que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable. Nuestro recelo provoca el ajeno. Si nuestra cortesía atrae, nuestra reserva hiela. Y las inesperadas violencias que nos desgarran, el esplendor convulso o solemne de nuestras fiestas, el culto a la muerte, el desenfreno de nuestras alegrías y de nuestros duelos, acaban por desconcertar al extranjero. La sensación que causamos no es diversa a la que producen los orientales. También ellos, chinos, indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables. Tambén ellos arrastran en andrajos un pasado todavía vivo. Hay un misterio mexicano como hay un misterio amarillo y uno negro. El contenido concreto de esas representaciones depende de cada espectador. Pero todos coinciden en hacerse de nosotros una imagen ambigua, cuando no contradictoria: no somos gente segura y nuestras respuestas como nuestros silencios son imprevisibles, inesperados. Traición y lealtad, crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra mirada. Atraemos y repelemos.

No es difícil comprender los orígenes de esta acticud. Para un europeo, México es un país al margen de la Historia Universal. Y todo lo que se encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como extraño e impenetrable. Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar, parcos, amantes de expresarse en formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano. En codas partes representan el elemento más antiguo y secreto de la sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo escondido y que no se entrega sino dificílmente: tesoro enterrado, espiga que madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida entre los pliegues de la tierra.

La mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura enigmática. Mejor dicho, es el Enigma. A seinejanza del hombre de raza o nacionalidad extraña, incita y repele. Es la imagen de la fecundidad, pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas las diosas de la creación son también deidades de destrucción. Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?; ¿piensa acaso?; ¿siente de veras?; ¿es igual a nosotros? El sadismo se

inicia como venganza ante el hermetismo femenino o como tentativa desesperada para obtener una respuesta de un cuerpo que tememos insensible. Porque, como dice Luis Cernuda, “el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe”. A pesar de su desnudez —redonda, plena—en las formas de la mujer siempre hay algo que desvelar:

Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo.

Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino e1 conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el mistcrio supremo.

Es notable que nuestros representaciones de la clase obrera no estén teñidas de sentimientos parecidos, a pesar de que también vive alejada del centro de la sociedad —incluso físicamente, recluída en barrios y ciudades especiales—. Cuando un novelista contemporáneo introduce un personaje que simboliza la salud o la destrucción, la fertilidad o la muerte, no escoge, como podría esperarse, a un obrero —que encierra en su figura la muerte de la vieja sociedad y el nacimiento de otra—. D. H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del mundo moderno, describe en casi todas sus obras las virtudes que hacen del hombre fragmentario de nuestros días un hombre de verdad, dueño de una visión total del mundo. Para encarnar esas virtudes crea personajes de razas antiguas y no-europeas. O inventa la figura de Mellors, un guardabosque, un hijo de la sierra. Es posible que la infancia de Lawrence, transcurrida entre las minas de carbón inglesas, explique esta deliberada ausencia. Es sabido que detestaba a los obreros tanto como a los burgueses. Pero ¿cómo explicar que en todas las grandes novelas revolucionarias tampoco aparezcan los proletarios como héroes, sino como fondo? En todas ellas el héroe es siempre el aventurero, el intelectual o el revolucionario profesional. El hombre aparte, que ha renunciado a su clase, a su origen o a su patria. Herencia del romanticismo sin duda, que hace del héroe un ser antisocial. Además, el obrero es demasiado reciente. Y se parece a sus señores: todos son hijos de la máquina.

El obrero moderno carece de individualidad. La clase es más fuerte que el individuo y la persona se disuelve en lo genérico. Porque esa es la primera y más grave mutilación que sufre el hombre al convertirse en asalariado

industrial. El capitalismo lo despoja de su naturaleza humana —lo que no ocurrió con el siervo— puesto que reduce todo su ser a fuerza de trabajo, transformándolo por este solo hecho en objeto. Y como a todos los objetos, en mercancía, en cosa susceptible de compra y venta. El obrero pierde, bruscamente y por razón misma de su estado social, toda relación humana y concreta con el mundo: ni son suyos los útiles que emplea, ni es suyo el fruto de su esfuerzo. Ni siquiera lo ve. En realidad no es un obrero, puesto que no hace obras o no tiene conciencia de las que hace, perdido en un aspecto de la producción. Es un trabajador, nombre abstracto, que no designa una tarea determinada, sino una función. Así, no lo distingue de los otros hombres su obra, como acontece con el médico, el ingeniero o el carpintero. La abstracción que lo califica —el trabajo medido en tiempo— no lo separa, sino lo liga a otros abstracciones. De ahí su ausencia de misterio, de problematicidad, su transparencia, que no es diversa a la de cualquier instrumento.

La complejidad de la sociedad contemporánea y la especialización que requiere el trabajo extienden la condición abstracta del obrero a otros grupos sociales. Vivimos en un mundo de técnicos, se dice. A pesar de las diferencias de salarios y de nivel de vida, la situación de estos técnicos no difiere esencialmente de la de los obreros: también son asalariados y tampoco tienen conciencia de la obra que realizan. El gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así el gobierno de los instrumentos. La función substituiría al fin; el medio, al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de la inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna pane hacia ningún lado.

Los regímenes totalitarios no han hecho sino extender y generalizar, por medio de la fuerza o de la propaganda, esta condición. Todos los hombres sometidos a su imperio la padecen. En cierto sentido se trata de una transposición a la esfera social y política de los sistemas económicos del capitalismo. La producción en masa se logra a través de la confección de piezas sueltas que luego se unen en talleres especiales. La propaganda y la acción política totalitaria—así como el terror y la represión— obedecen al mismo sistema. La propaganda difunde verdades incompletas, en serie y por piezas sueltas. Más tarde esos fragmentos se organizan y se convierten en teorías políticas, verdades absolutas para las masas. El terror obedece al mismo principio. La persecución comienza contra grupos aislados —razas, clases, disidentes, sospechosos—, hasta que gradualmente alcanza a todos. Al iniciarse, una parte del pueblo contempla con indiferencia el exterminio de otros grupos sociales o contribuye a su persecución, pues se exasperan los odios internos. Todos se

vuelven cómplices y el sentimiento de culpa se extiende a toda la sociedad. El terror se generaliza: ya no hay sino persecutores y perseguidos. El persecutor, por otra parte, se transforma muy fácilmente en perseguido. Basta una vuelta de la máquina política. Y nadie escapa a esta dialéctica feroz, ni los dirigentes.

El mundo del terror como el de la producción en serie, es un mundo de cosas, de útiles. (De ahí la vanidad de la disputa sobre la validez histórica del terror moderno). Y los útiles nunca son misteriosos o enigmáticos, pues el misterio proviene de la indeterminación del ser o del objeto que lo contiene. Un anillo misterioso se desprende inmediatamente del género anillo; adquiere vida propia, deja de ser un objeto. En su forma yace, escondida, presta a saltar, la sorpresa. El misterio es una fuerza o una virtud oculta, que no nos obedece y que no sabemos a qué hora y cómo va a manifestarse. Pero los útiles no esconden nada, no nos preguntan nada y nada nos responden. Son inequívocos y transparentes. Meras prolongaciones de nuestras manos, no poseen más vida que la que nuestra voluntad les otorga. Nos sirven; luego, gastados, viejos, los arrojamos sin pesar al cesto de la basura, al cementerio de automóviles, al campo de concentración. O los cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otros objetos.

Todas nuestras facultades, y también todos nuestros defectos, se oponen a esta concepción del trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en iguales y vacias porciones de tiempo: la lentitud y cuidado en la tarea, el amor por la obra y por cada uno de los detalles que la componen, el buen gusto, innato ya, a fuerza de ser herencia milenaria. Si no fabricamos productos en serie, sobresalimos en el arte difícil, exquisito e inútil de vestir pulgas. Lo que no quiere decir que el mexicano sea incapaz de convertirse en lo que se llama un buen obrero. Todo es cuestión de tiempo. Y nada, excepto un cambio histórico cada vez más remoto e inpensable, impedirá que el mexicano deje de ser un problema, un ser enigmático, y se convierta en una abstracción más.

Mientras llega ese momento, que resolverá—aniquilándolas— todas nuestras contradicciones, debo señalar que lo extraordinario de nuestra situación reside en que no solamente somos enigmáticos ante los extraños, sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un problema siempre, para otro mexicano y para sí mismo. Ahora bien, nada más simple que reducir todo el complejo grupo de actitudes que nos caracteriza —y en especial la que consiste en ser un problema para nosotros mismos— a lo que se podría llamar “moral de siervo”, por oposición no solamente a la “moral de señor” sino a la moral moderna, proletaria o burguesa.

La desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y finge frente al señor. Es revelador que nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la fiesta, el alcoholi o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presenta —siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo. Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada compañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su condición. Vivir a solas, sin testigos. Solamente en la soledad se atreve a ser. La indudable analogía que se observa entre ciertas de nuestras actitudes y las de los grupos sometidos al poder de un amo, una casta o un Estado extraño, podría resolverse en esta afirmación: el carácter de los mexicanos es un producto de las circunstancias sociales imperantes en nuestro país. Por lo tanto la historia de México, que es la historia de esas circunstancias, contiene la respuesta a todas las preguntas. La situación del pueblo durante el período colonial sería así la raíz de nuestra actitud cerrada e inestable . Nuestra historia como nación independiente contribuiría también a perpetuar y hacer más neta esta psicología servil, puesto que no hemos logrado suprimir la miseria popular ni las exasperantes diferencias sociales, a pesar de siglo y medio de luchas y experiencias constitucionales. El empleo de la violencia como recurso dialéctico, los abusos de autoridad de los poderosos —vicio que no ha desaparecido todavía— y finalmente el escepticismo y la resignación del pueblo, hoy más visibles que nunca debido a las sucesivas desilusiones postrevolucionarias, completarían esta explicación historica. El defecto de interpretaciones como la que acabo de bosquejar reside, precisamente, en su simplicidad. Nuestra actitud ante la vida no está condicionada por los hechos históricos, al menos de la manera rigurosa con que en el mundo de la mecánica la velocidad o la trayectoria de un proyectil se encuentra determinada por un conjunto de factores conocidos. Nuestra actitud vital —que es un factor que nunca acabaremos de conocer totalmente, pues cambio e indeterminación son las únicas constantes de su ser— también es historia. Quiero decir, los hechos históricos no son nada más hechos, sino que están teñidos de humanidad, esto es, de problematicidad. Tampoco son el mero resultado de otros hechos, que los causan, sino de una voluntad singular, capaz de regir dentro de ciertos límites su fatalidad. La historia no es un mecanismo y las influencias entre los diversos componentes de un hecho histórico son recíprocas, como tantas veces se ha dicho. Lo que distingue a un hecho histórico de los otros hechos es su carácter histórico. O sea, que es por sí mismo y en sí mismo una unidad irreductible a otras. Irreductible e inseparable. Un hecho histórico no es la suma de los llamados factores de la

historia, sino una realidad indisoluble. Las circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medida que nuestro carácter también las explica a ellas. Ambas son lo mismo. Por eso toda explicación puramente histórica es insuficiente —lo que no equivale a decir que sea falsa. Basta una observación para reducir a sus verdaderas proporciones la analogía entre la moral de los siervos y la nuestra: las reacciones habituales del mexicano no son privativas de una clase, raza o grupo aislado, en situación de inferioridad. Las clases ricas también se cierran al mundo exterior y también se desgarran cada vez que intentan abrirse. Se trata de una actitud que rebasa las circunstancias históricas, aunque se sirve de ellas para manifestarse y se modifica a su contacto. El mexicano, como todos los hombres, al servirse de las circunstancias las convierte en materia plástica y se funde a ellas. Al esculpirlas, se esculpe. Si no es posible identificar nuestro carácter con el de los grupos sometidos, tampoco lo es negar su parentesco. En ambas situaciones el individuo y el grupo luchan, simultánea y contradictoriamente, por ocultarse y revelarse. Mas una diferencia radical nos separa. Siervos, criados o razas víctimas de un poder extraño cualquiera (los negros norteamericanos, por ejemplo), entablan un combate con una realidad concreta. Nosotros, en cambio, luchamos con entidades imaginarias, vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica. Son intocables e invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino en nosotros mismos. En la lucha que sostiene contra ellos nuestra voluntad de ser, cuentan con un aliado secreto y poderoso: nuestro miedo a ser. Porque todo lo que es el mexicano actual, como se ha visto, puede reducirse a esto: el mexicano no quiere o no se atreve a ser él mismo. En muchos casos estos fantasmas son vestigios de realidades pasadas. Se originaron en la Conquista, en la Colonia, en la Independencia o en las guerras sostenidas contra yanquis y franceses. Otros reflelan nuestros problemas actuales, pero de una manera indirecta, escondiendo o disfrazando su verdadera naturaleza. ¿Y no es extraordinario que, desaparecidas las causas, persisten los efectos? ¿Y que los efectos oculten a las causas? En esta esfera es imposible escindir causas y efectos. En realidad, no hay causas y efectos, sino un complejo de reacciones y tendencias que se penetran mutuamente. La persistencia de ciertas actitudes y la libertad e independencia que asumen frente a las causas que las originaron, conduce a estudiarlas en la carne viva del presente y no en los textos históricos. En suma, la historia podrá esclarecer el origen de muchos de nuestros fantasmas, pero no los disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. O dicho de otro modo: la historia nos ayuda a comprender ciertos rasgos de

nuestro carácter, a condición de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente. Nosotros somos los únicos que podemos contestar a las preguntas que nos hacen la realidad y nuestro propio ser.

En nuestro lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas, sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones. Palabras malditas, que sólo pronunciamos en voz alta cuando no somos dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan nuestra intimidad: las explosiones de nuestra vitalidad las iluminan y las depresiones de nuestro ánimo las oscurecen. Lenguaje sagrado, como el de los niños, la poesía y las sectas. Cada letra y cada sílaba están animadas de una vida doble, al mismo tiempo luminosa y oscura, que nos revela y oculta. Palabras que no dicen nada y dicen todo. Los adolescentes, cuando quieren presumir de hombres, las pronuncian con voz ronca. Las repiten las señoras, ya para significar su libertad de espíritu, ya para mostrar la verdad de sus sentimientos. Pues estas palabras son definitivas, categóricas, a pesar de su ambigüedad y de la facilidad con que varía su signifcado. Son las malas palabras, único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos. Cada país tiene la suya. En la nuestra, en sus breves y desgarradas, agresivas, chispeantes sílabas, parecidas a la momentánea luz que arroja el cuchillo cuando se le descarga contra un cuerpo opaco y duro, se condensan todos nuestros apetitos, nuestras iras, nuestros entusiasmos y los anhelos que pelean en nuestro fondo, inexpresados. Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios la condción de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o haciéndola vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra mexicanidad. Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos llevan a exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la “Chingada!” Verdadero grito de guerra, cargado de una electricidad particular, esta frase es un reto y una afirmación, un disparo, dirigido contra un enemigo imaginario, y una explosión en el aire. Nuevamente, con cierta patética y plástica fatalidad, se presenta la imagen del cohete que sube al cielo, se dispersa en chispas y cae oscuramente. O la del aullido en que terminan nuestras canciones, y que posee la misma ambigua resonancia: alegría rencorosa, desgarrada afirmación que se abre el pecho y se consume a sí misma. Con ese grito, que es de rigor gritar cada 15 de septiembre, aniversario de la Independencia, nos afirmamos y afirmamos a nuestra patria, frente, contra y a

pesar de los demás. ¿Y quiénes son los demás? Los demás son los “hijos de la chingada”: los extranjeros, los malos mexicanos, nuestros enemigos, nuestros rivales. En todo caso, los “otros”. Esto es, todos aquellos quo no son lo que nosotros somos. Y esos otros no se definen sino en cuanto hijos de una madre tan indeterminada y vaga como ellos mismos. ¿Quién es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o 1a “sufrida madre mexicana” que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. Vale la pena detenerse en e1 significado de esta voz. En la “Anarquía del Lenguaje en la América Española”, Darío Rubio examina el origen de esta palabra y enumera las significaciones que le prestan casi todos los pueblos hispanoamericanos. Es probable su procedencia azteca: chingaste es xinachtli (semilla de hortaliza) o xinaxtli (aguamiel fermentado). La voz y sus derivados se usan, en casi toda América y en algunas regiones de España, asociados a las bebidas, alcohólicas o no: chingaste son los residuos o heces que quedan en el vaso, en Guatemala y El Salvador; en Oaxaca llaman chingaditos a los restos del café; en todo México se llama chínguere —o, significativamente, piquete—al alcohol; en Chile, Perú y Ecuador la chingana es la taberna; en España chingar equivale a beber mucho, a embriagarse; y en Cuba, un chinguirito es un trago de alcohol.

Chingar también implica la idea de fracaso. En Chile y Argentina se chinga un petardo cuando no hace explosión, “cuando no revienta, se frustra o sale fallido”. Y las empresas que fracasan, las fiestas que se aguan, las acciones que no llegan a su término, se chingan. En Colombia, chingarse es llevarse un chasco. En el Plata un vestido desgarrado es un vestido chingado. En casi codas panes chingarse es salir burlado, fracasar. Chingar, asimismo, se emplea en algunas partes de Sudamérica como sinónimo de molestar, zaherir, burlar. Es un verbo agresivo, como puede verse por todas estas significaciones: descolar a los animales, incitar o hurgar a los gallos, chunguear, chasquear, perjudicar, echar a perder, frustrar. En México los significados de la palabra son innumerables. Es una voz mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos significados, como sentimientos. Se puede ser un chingón, un Gran Chingón (en los negocios, en la política, en el crimen, can las mujeres), un chingaquedito (silencioso, disimulado, urdiendo tramas en la sombra, avanzando cauto para dar el mazazo), un chingoncito. Pero la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión —en

todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta el de violar, desgarrar y matar—se presente siempre como significado último. El verbo denota vlolencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro.Y también, herir, rasgar, violar—cuerpos, almas, objetos—, destruir. Cuando algo se rompe; decimos: “se chingó”. Cuando alguien ejecuta un acto desmesurado y contra las reglas, comentamos: “hizo una chingadera”. La idea de romper y de abrir reaparece en casi todas las expresiones. La voz está teñida de sexualidad, pero no es sinónima del acto sexual; se puede chingar una mujer sin poseerla. Y cuando se alude al acto sexual, la violación o el engaño le prestan un matiz particular. El que chinga jamás lo hace con el consentimiento de chingada. En suma, chingar es hacer vlolencia sobre otro. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta. Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada per poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de violación rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de “lo cerrado” y “lo abierto” se cumple así con precisión casi feroz. El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que sólo se oye entre hombres, o en las grandes fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o de hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad. Las malas palabras hierven en nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos. Cuando salen, lo hacen brusca, brutalmente, en forma de alarido, de reto, de ofensa. Son proyectiles o cuchillos. Desgarran.

Los españoles también abusan de las expresiones fuertes. Frente a ellos el mexicano es singularmente pulcro. Pero mientras los españoles se complacen en la blasfemia y la escatología, nosotros nos especializamos en la crueldad y el sadismo. El español es simple: insulta a Dios porque cree en él. La blasfemia, dice Machado, es una oración al revés. El placer que experimentan muchos españoles, incluso algunos de sus más altos poetas, al aludir a 1os detritus y mezclar la mierda con to sagrado se parece un poco al de los niños que juegan con lodo. Hay, además del resentimiento, el gusto por los contrastes, que ha engendrado el estilo barroco y el dramatismo de la gran pintura española. Sólo un español puede hablar con autoridad de Onán y Don Juan. En las expresiones mexicanas, por el contrario, no se advierte la dualidad española simbolizada por la oposición de lo real y lo ideal, los místicos y los pícaros, el Quevedo

fúnebre y el escatológico, sino la dicotomía entre lo cerrado y lo abierto. El verbo chingar indica el triunfo de lo cerrado, del macho, del fuerte sobre lo abierto. La palabra chingar, con todas estas múltiples significaciones, define gran parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos v compatriotas. Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O a la inversa. Esta concepción de la vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles. Los fuertes —los chingones sin escrúpulos, duros e inexorables— se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo ante los poderosos —especialmente entre la casta de los “políticos”, esto es, de los profesionales de los negocios públicos—es una de las deplorables consecuencias de esta situación. Otra, no menos degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios. Con frecuencia nuestros políticos confunden los negocios públicos con los privados. No importa. Su riqueza o su influencia en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente “lambiscones” (de lamer). El verbo chingar—maligno, ágil y juguetón como un animal de presa— engendra muchas expresiones que hacen de nuestro mundo una selva: hay tigres en los negocios, águilas en las escuelas o en los presidios, leones con los amigos. El soborno se llama “morder”. Los burócratas roen sus huesos (los empleos públicos). Y en un mundo de chingones, de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse.

La voz tiene además otro significado, más restringido. Cuando decimos “vete a la Chingada”, enviamos a nuestro interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Al país de las cosas rotas, gastadas. País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y vacío. Y no sólo por simple asociación fonética lo comparamos a la China, que es también inmensa y remota .La Chingada, a fuerza de uso, de significaciones contrarias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por gastarse, agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra hueca. No quiere decir nada. Es la Nada. Después de esta digresión sí se puede contestar a la pregunta ¿qué es la Chingada? La Chingada es la Madre abierta violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española, “hijo de puta”, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo

de una mujer que voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación. Manuel Cabrera me hace observar que la actitud española refleja una concepción histórica y moral del pecado original, en tanto que la del mexicano, más honda y genuina, trasciende anécdota y ética. En efecto, toda mujer, aun la que se da voluntariamente, es desgarrada, chingada por el hombre. En cierto sentido todos somos, por el solo hecho de nacer de mujer, hijos de la Chingada, hijos de la Chingada, hijos de Eva. Mas lo característico del mexicano reside, a mi juicio, en la violenta, sarcástica negación de la Madre, a la que se condena por el solo delito de serlo, y en la no menos violenta afirmación del Padre. Una amiga me hacía ver que la admiración por el Padre—símbolo de lo cerrado y agresivo, capaz de chingar y abrir— se transparenta en una expresión que empleamos siempre que queremos imponer a otro nuestra superioridad: “Yo soy tu padre”. En suma, la cuestión del origen es el centro secreto de todas nuestras preocupaciones y angustias. Este oscuro sentimiento de culpa, fruto de nuestra soledad, de nuestro sabernos desprendidos del ámbito materno, es común a todos los hombres. El mexicano transfiere esa noción a la Madre y la condena. Al condenerla, se afirma a sí mismo y afirma la excelencia de su cerrada, arisca soledad.

Sería curioso establecer un paralelo entre dos concepciones mexicanas de la Madre: la Chingada y la Llorona. La primera es la Madre repudiada; la segunda, en cambio, reniega de sus hijos, los ahoga, y está condenada a llorarlos por la eternidad. No sería difícil que la Llorona sea una versión, bautizada y adulterada, de la Ciuateotl azteca, que ciertas noches descendía a la tierra y en los parajes solitarios espantaba a los caminantes. Ambas representaciones nos dan una idea más clara de los verdaderos sentimientos populares y de los conflictos que nos desgarran que la que nos ofrece el moderno e hipócrita “culto a la Madre”, que no es sino una devoción hueca. El hombre siempre ha visto en la Madre una fuente de vida, pero también una potencia temible y odiosa. La Madre es la Mujer, representación de una pluralidad de encontradas signifcaciones y tendencias: poder y piedad, tumba y matriz, dulzura y rigor, castigo y perdón.

Es significativo que el “Viva México, hijos de la Chingada” sea un grito patriótico, que afirma a México negando a la Chingada y a sus hiios. Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da

voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja deserle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que e1 niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios. Y no es sorprendente el culto que todos profesamos al joven emperador—“único héroe a la altura del arte”, imagen del hijo sacrificado—, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo “malinchista”, recientemente puesto en circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados portendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto. Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En ese grito condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son los símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche— Eva mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela National Preparatoria— el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica. El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, attitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes—que ni siquiera son blancos puros—. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la Nada. El empieza en sí mismo. Esta actitud no se manifiesta nada más en nuestra vida diaria, sino en el curso de nuestra historia, que en ciertos momentos ha sido encarnizada voluntad de desarraigo. Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación de su origen. Nuestro grito popular nos desnuda y revela cuál es esa llaga que alternativamente mostramos o escondemos, pero no nos indica cuáles fueron

las causas de esa separación y negación de la Madre, ni cuando se realizó la ruptura. La Reforma parece ser el momento en que el mexicano se decide a romper con su tradición, que es una manera de romper con uno mismo. Si la Independencia corta los lazos políticos que nos unían a España, la Reforma niega que la nación mexicana en tanto que proyecto histórico, continúe la tradición colonial. Juárez y su generación fundan un Estado cuyos ideales son distintos a los que animaban a Nueva España o a las sociedades precortesianas. El Estado mexicano proclama una concepción universal y abstracta del hombre: la República no está compuesta por criollos, indios y mestizos, como con gran amor por los matices y respeto por la naturaleza heteróclita del mundo colonial especificaban las Leyes de Indias, sino por hombres, a secas. Y a solas. La Reforma es la gran Ruptura con la Madre. Esta separación era un acto fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el pasado. Pero nos duele todavía esa separación. Aún respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas políticas y de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno de sus hijos. El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y personal. La historia, que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, si nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han sido nuestras tentativas para trascender la soledad. MENOS CONDOR Y MAS HUEMUL Los chilenos tenemos en el cóndor y el huemul de nuestro escudo un símbolo expresivo como pocos y que consulta dos aspectos del espíritu: la fuerza y la gracia. Por la misma duplicidad, la norma que nace de él es difícil. Equivale a lo que han sido el sol y la luna en algunas teogonías, o la tierra y el mar, a elementos opuestos, ambos dotados de excelencia y que forman una proposición difícil para el espíritu. Mucho se ha insistido, lo mismo en las escuelas que en los discursos gritones, en el sentido del cóndor, y se ha dicho poco de su compañero heráldico, el pobre huemul, apenas ubicado geográficamente. Yo confieso mi escaso amor del cóndor, que, al fin, es solamente un hermoso buitre. Sin embargo, yo le he visto el más limpio vuelo sobre la Cordillera. Me rompe la emoción el acordarme de que su gran parábola no tiene más causa que la carroña tendida en una quebrada. Las mujeres somos así, más realistas de lo que nos imaginan...

El maestro de escuela explica a sus niños: "El cóndor significa el dominio de una raza fuerte; enseña el orgullo justo del fuerte. Su vuelo es una de las cosas más felices de la tierra". Tanto ha abusado la heráldica de las aves rapaces, hay tanta águila, tanto milano en divisas de guerra, que ya dice poco, a fuerza de repetición, el pico ganchudo y la garra metálica. Me quedo con ese ciervo, que, para ser más original, ni siquiera tiene la arboladura córnea; con el huemul no explicado por los pedagogos, y del que yo diría a los niños, más o menos: "El huemul es una bestezuela sensible y menuda; tiene parentesco con la gacela, lo cual es estar emparentado con lo perfecto. Su fuerza está en su agilidad. Lo defiende la finura de sus sentidos: el oído delicado, el ojo de agua atenta, el olfato agudo. El, como los ciervos, se salva a menudo sin combate, con la inteligencia, que se le vuelve un poder inefable. Delgado y palpitante su hocico, la mirada verdosa de recoger el bosque circundante; el cuello del dibujo más puro, los costados movidos de aliento, la pezuña dura, como de plata. En él se olvida la bestia, porque llega a parecer un motivo floral. Vive en la luz verde de los matorrales y tiene algo de la luz en su rapidez de flecha". El huemul quiere decir la sensibilidad de una raza: sentidos finos, inteligencia vigilante, gracia. Y todo eso es defensa, espolones invisibles, pero eficaces, del Espíritu. El cóndor, para ser hermoso, tiene que planear en la altura, liberándose enteramente del valle; el huemul es perfecto con sólo el cuello inclinado sobre el agua o con el cuello en alto, espiando un ruido. Entre la defensa directa del cóndor, el picotazo sobre el lomo del caballo, y la defensa indirecta del que se libra del enemigo porque lo ha olfateado a cien pasos, yo prefiero ésta. Mejor es el ojo emocionado que observa detrás de unas cañas, que el ojo sanguinoso que domina sólo desde arriba. Tal vez el símbolo fuera demasiado femenino si quedara reducido al huemul, y no sirviera, por unilateral, para expresión de un pueblo. Pero, en este caso, que el huemul sea como el primer plano de nuestro espíritu, como nuestro pulso natural,.y que el otro sea el latido de la urgencia. Pacíficos de toda paz en los buenos días, suaves de semblante, de palabra y de pensamiento, y cóndores solamente para volar, sobre el despeñadero del gran peligro. Por otra parte, es mejor que el símbolo de la fuerza no contenga exageración. Yo me acuerdo, haciendo esta alabanza del ciervo en la heráldica, del laurel griego, de hoja a la vez suave y firme. Así es la hoja que fue elegida como símbolo por aquéllos que eran maestros en simbología.

Mucho hemos lucido el cóndor en nuestros hechos, y yo estoy por que ahora luzcamos otras cosas que también tenemos, pero en las cuales no hemos hecho hincapié. Bueno es espigar en la historia de Chile los actos de hospitalidad, que son muchos; las acciones fraternas, que llenan páginas olvidadas. La predilección del cóndor sobre el huemul acaso nos haya hecho mucho daño. Costará sobreponer una cosa a la otra, pero eso se irá logrando poco a poco. Algunos héroes nacionales pertenecen a lo que llamaríamos el orden del cóndor; el huemul tiene, paralelamente, los suyos, y el momento es bueno para destacar éstos. Los profesores de Zoología dicen siempre, al final de su clase, sobre el huemul: una especie desaparecida del ciervo. No importa la extinción de la fina bestia en tal zona geográfica; lo que importa es que el orden de la gacela haya existido y siga existiendo en la gente chilena. El Mercurio, 11 de-julio de 1925 Santiago de Chile En: Recados contando a Chile. Alfonso M. Escudero (comp.), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, 1957.