El Regalo - Kim Allan Johnson

El Viajero E L R E G A L O Dios te dio más de lo que imaginas Kim Allan Johnson Pacific Press® Publishing Associati

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El Viajero

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R E G A L O Dios te dio más de lo que imaginas

Kim Allan Johnson

Pacific Press® Publishing Association Nampa, Idaho Oshawa, Ontario, Canada www.pacificpress.com

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E L R E G A LO

Índice Prefacio

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Introducción

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Capítulo 1

El Viajero

10

Capítulo 2

La Tormenta

21

Capítulo 3

El Dolor de Ser Incomprendido

35

Capítulo 4

Tortura Física

45

Capítulo 5

La Noticia

59

Capítulo 6

El Dolor de los Insultos

73

Capítulo 7

El Dolor de Nuestra Propia Autodestrucción

86

Capítulo 8

Rechazado

98

Capítulo 9

Sueltan al Dragón

111

Capítulo 10

Un Terrible Silencio

119

Capítulo 11

Lecciones: Parte A

128

Capítulo 12

Lecciones: Parte B

139

Preguntas Para Analizar

153

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El Viajero

Prefacio En primer lugar debo decir que nadie me pidió que escribiera este prefacio (si bien es cierto que siempre he acariciado la secreta esperanza de que alguien me pidiera escribir uno). Me ofrecí voluntariamente. Y la razón de haberlo hecho es, por así decirlo, una larga historia, pero este es probablemente el mejor lugar para contarla, aunque sea resumida. Navegaba por la vida (mejor dicho, me precipitaba por ella a velocidad supersónica), sin haber jamás oído hablar de un individuo llamado Kim Johnson. Cierto día recibí una carta de Kim en la cual me preguntaba si estaría dispuesta a darle algunos consejos en cuanto a cómo ser un escritor. Este sencillo pedido llevó a Kim a incorporarse a mi equipo de escritores, “Write On!” [¡Escribe!]. Leí algunos de los escritos de Kim, y me impresioné mucho al ver cómo Dios está usando sus talentos. Uno de los proyectos que Kim me pidió revisar fue este libro. Debo decir que este libro me ha ayudado más que cualquier otro que haya leído acerca de la vida de Cristo, pues me ha tocado y ha sido para mí una bendición. En más de una ocasión me hizo llorar. Y al leer los últimos capítulos, pude sentir el amor de Dios que me envolvía como un cálido manto de lana en tiempo frío. ¡Aun desde antes que estuviera terminado, he estado urgiendo a otros a que lo lean! La experiencia de leer esta obra es como pasar tiempo sentados a los pies de Jesús, preguntándole todas las cosas que se le ocurren a uno cuando lee la Biblia, y escuchando cómo él nos responde y explica todo con dulce paciencia. Leer esto es caminar con Cristo y darse cuenta de su soledad. Es sentir frustración ante la ignorancia y el prejuicio irracional que debió arrostrar cada día. Es temblar al ver la senda estrecha y escabrosa que pisó diariamente en su avance hacia el Calvario. Es temblar ante el rechazo que afrontó y desesperarse ante el trato odioso que le dieron. Elena de White dice: “Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente 3

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de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. Si queremos ser salvos al fin, debemos aprender la lección de penitencia y humillación al pie de la cruz”.* En El Regalo, Kim Johnson nos toma gentilmente de la mano y nos guía en una exploración de los últimos días que Cristo pasó en este mundo. Vemos su ministerio a través de los ojos de un participante, alguien que caminó con Cristo. Pasamos momentos de compañerismo, y momentos de compasiva identificación. Su sacrificio, su regalo, se revela en toda su gloria, majestad y esplendor. El espectáculo dejará al lector admirado y consolado inmensurablemente. Y ahora dejaré de escribir para que usted pueda comenzar a leer, porque mientras más pronto lo haga, más pronto llegará a su vida la bendición.

Shalom, Celeste perrino Walker

* Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 63.

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El Viajero

Introducc i ó n * “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). * “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). * “El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el cielo en un don”.1 * “Al colgar de la cruz Cristo era el Evangelio ... Este es nuestro mensaje, nuestro argumento, nuestra doctrina, nuestra advertencia al impenitente, nuestro ánimo para el que sufre, la esperanza de cada creyente. Si podemos despertar un interés en la mente de los hombres que los induzca a fijar los ojos en Cristo, podremos ponernos a un lado y pedirles que sólo continúen con los ojos fijos en el Cordero de Dios”.2 Un atardecer, al llegar a casa de mi trabajo, mi esposa me recibió en el pasillo con lágrimas en sus ojos, y me dijo, con voz quebrantada: “Tengo muy malas noticias”. Me detuve e inspiré profundamente, tratando de prepararme para lo que debía escuchar a continuación. Le pregunté qué había pasado. “Se trata de Jeff —me explicó—. Sufrió un terrible accidente en la carretera... y perdió la vida”. El mensaje me aplastó. Incrédulo y profundamente afectado, me apoyé contra la pared. Jeff era un muchacho muy amable e inteligente, el hijo mayor del pastor bajo cuya supervisión me había tocado hacer mi práctica. Hacía poco que se había graduado con honores en sus estudios de Teología, y como presidente de su clase. Siguiendo en los pasos de su padre, había entrado al seminario. Y ahora estaba muerto, su breve ministerio había concluido en la tragedia. Tiempo después el padre de Jeff me dijo que una de las experiencias más penosas después de la terrible pérdida fue tener que ir al departamento que su hijo había usado cerca de la universidad, para recoger la ropa del muchacho. 5

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Cada precioso artículo era un doloroso recuerdo de los momentos disfrutados en su compañía, las conversaciones especiales, las esperanzas y los sueños. Al tomar en sus brazos el traje que su hijo usara en el púlpito, las lágrimas que corrieron por sus mejillas humedecieron la ropa huérfana de su hijo. Con la esperanza de que la ropa beneficiara a alguien, la llevó a un depósito local de beneficencia. Se detuvo junto al mostrador de la recepcionista con los preciosos artículos en sus brazos extendidos. Antes que pudiera explicar, la mujer echó una mirada indiferente, señaló con gesto de molestia a un montón de ropa apilada en un rincón, y dijo: “Eche eso ahí”. El padre sentía deseos de gritar: “¡Señora, usted no sabe cuán importante es esta ropa!” En cambio, puso con ternura su ofrenda en el revuelto montón, y se apresuró a salir, antes que los sollozos lo ahogaran. Hace dos mil años, otro Padre transido de dolor le hizo llegar su Regalo inapreciable a un mundo necesitado. La humanidad, ocupada en cosas “más importantes”, apenas miró en su dirección y, apuntando a una colina llamada Calvario, dijo en tono de disgusto: “Póngalo ahí”. Los contemporáneos de Jesús no apreciaron como debían el Don divino. Nosotros también, por diversas razones, seguimos sin comprender debidamente su profundo significado. Mientras estudiaba Teología, escuché numerosos sermones y conferencias acerca de la cruz. Estudié también diversos comentarios que exploraban su significado. Pero pronto me di cuenta de que faltaba algo en mi propia experiencia. La cruz es la pieza central del cristianismo, y sin embargo, su impacto en mi corazón había sido comparativamente limitado. Me sentía agradecido por la provisión que Dios había hecho, pero no sentía que su poder fuera capaz de transformar la vida. El apóstol Pablo se refiere a la cruz como la dunamis, o dinamita, de Dios, pero yo estaba lejos de sentirla como una potente explosión en mi camino. Los sufrimientos y la muerte de Jesús recién adquirieron poder cuando decidí poner momentáneamente a un lado mis estudios teológicos y esforzarme por entender qué fue lo que Cristo debió sufrir en los aspectos físico, mental, emocional y espiritual, desde el Getsemaní hasta la cruz. Me empeñé en caminar con él minuto a minuto a través de toda su terrible prueba, desde el jardín del Getsemaní hasta su grito de victoria, “¡Consumado es!” Busqué formas de obtener acceso al interior del Hombre y sentir su dolor —los golpes y las laceraciones, la terrible soledad y el vacío interior. Imagine el lector el proceso de tratar de describir un arco iris a alguien que nunca lo hubiera visto. Se lo podría invitar a una clase de física que describiera las propiedades refractivas de la luz. Pero sería mucho mejor sacarlo fuera de la 6

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casa después de un chubasco primaveral y dejarlo admirar el magnífico arco de colores. Una vez que el arco iris hubiera hecho su prodigioso efecto en su corazón, sin duda que la clase resultaría muy útil. Del mismo modo, las reflexiones teológicas acerca de los sufrimientos de Cristo pueden ser tan estériles como un texto de física si no las precede la detenida contemplación de la realidad sobre la cual están basadas. Triste es decirlo, pero la expiación puede convertirse para nosotros en un dato religioso más, en vez de llegar a ser la más poderosa historia de amor. ¿Cuándo fue la última vez que el lector no logró conciliar el sueño, demasiado cautivado por el amor de Dios como para poder dormir? ¿Cuánto hace que su mente se ensanchó para abarcar las muchas capas de sufrimiento que Cristo debió soportar? El Calvario, en su calidad de monte Everest de la revelación que Dios hiciera de sí mismo, y como la demostración más completa de las intenciones del mal y sus consecuencias que podamos ver antes del juicio, debe afectar nuestra mente y corazón en forma distinta de todo lo demás. La cruz es, en verdad, inmensa en lo que abarca y en sus implicaciones. Toca todos los aspectos de la vasta creación de Dios. Pablo escribió: “Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:20). Elena de White observa: “El plan de redención tenía un propósito todavía más amplio y profundo que el de salvar al hombre... Ante todo el universo justificaría a Dios y a su Hijo en su trato con la rebelión de Satanás”3. No importa cuánto hayamos dado por sentado el sacrificio de Cristo, el Espíritu de Dios todavía puede asombrarnos y cumplir en nuestra propia experiencia esta predicción de Cristo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Esta obra es primordialmente un intento de describir el arco iris del dolor y el amor de Jesús. Es mi esperanza que nos haga avanzar algunos pasos en esa jornada espiritual tan intensamente personal e importante hacia el conocimiento de Dios, que para nosotros es vida eterna. “Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:11, 12). __________ 1. Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 21. 2. Comentario bíblico adventista, t. 7-A, p. 456. 3. Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 55.

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Ca pí t u l o 1

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A sólo cinco metros de mí estaba el dirigente político más importante de nuestro Estado. Con mis ojos infantiles miré a mi alrededor, y estudié el enorme escritorio de caoba. Un secante de sesenta centímetros de ancho con terminaciones en cuero se veía flanqueado por un teléfono con unos quinientos botones a mi parecer, un juego de lapiceras de oro, cuatro fotografías con marcos de encina, una caja para la correspondencia, y una placa que decía “Gobernador Volpe”. Sumergí las manos en los bolsillos de mi traje, acaricié mi dinosaurio en miniatura y una bola de chicle que me eran familiares, y seguí avanzando en la larga línea de visitantes. Mi tío Al acababa de prestar juramento como presidente de la Corte Superior de Justicia de Massachusetts, y sus parientes y amigos se habían reunido para felicitarlo. Los anchos hombros, la mandíbula cuadrada y la túnica de juez que le llegaba hasta los pies hacían juego con su nueva posición de elevada autoridad y poder. Estaba de pie junto al gobernador en la línea de recepción, y sonreía ampliamente mientras presentaba a los visitantes por nombre. Cuando por fin me tocó el turno, sentí que las rodillas se me debilitaban. Todo lo que recuerdo es que mi tío dijo: “Este es mi sobrino de ocho años, Kim Johnson”. El gobernador se inclinó, estrechó mi mano sudorosa y dijo: “Encantado de conocerte, Jim”. El hecho de haberme llamado Jim en vez de Kim, fue el único detalle negativo de ese día memorable. No me atreví a corregir al gran hombre. 8

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Después de esa ceremonia, nunca volví a tener la misma actitud hacia mi tío. Hasta entonces no había sido más que el padre de mis primos, un hombre tranquilo que salía a pescar, sacaba malezas en el jardín y trabajaba en el centro. Ahora había visto el otro lado de él, de mayor grandeza, y lo admiraba en una forma nueva y más profunda. Así también, es el aspecto más grandioso de Cristo lo que me ayuda más a apreciar su sacrificio. Durante años me había identificado mayormente con el manso y pacífico Jesús. Me atraía su espíritu pacífico y gentil. Ahora, sin embargo, he descubierto un amor más profundo por el Hijo de Dios al enfocar también su aspecto cósmico, que inspira temor y reverencia, y que fulgura con gloria y poder incomprensibles. Este retrato de Cristo como el Poderoso me ha abierto nuevas avenidas para valorar sus sufrimientos y su muerte. Uno de los mayores desafíos que afrontamos al hablar del sacrificio de Cristo es el de hallar formas de ayudar a que la gente se dé cuenta de cuán maravilloso es, a pesar de vivir nosotros en un mundo en el cual ya nada parece maravilloso. Podemos comprar una bebida tamaño “gigante” en el mercado. Es la misma que antes se llamaba “grande”. La misma cantidad de líquido, el mismo envase, pero esta nueva etiqueta debe hacernos creer que es algo mucho más grande que lo que ofrecen los competidores. Quizá la próxima semana lo llamen “inmenso”. Si esta tendencia sigue desarrollándose, pronto habrá sólo dos formas de clasificar cualquier producto, desde el cereal hasta los jabones: “colosal” y “super-colosal”. No quiero parecer crítico, pero si seguimos usando palabras especiales para describir las cosas comunes, no tendremos nada en reserva para cuando realmente lo necesitemos. Si el último programa de televisión era “absolutamente maravilloso”, ¿de qué echaremos mano cuando tengamos que describir a Dios? ¿Qué nos queda, entonces? El aspecto maravilloso de Cristo se hace más real para mí (1) al imaginar su vida antes de la encarnación y (2) al examinar el tamaño de su universo. 1. La vida de Cristo antes de la Encarnación El Cristo que mejor conocemos nació en Belén. Era semejante a nosotros; comía, dormía, sudaba, y tal como a nosotros, le dolía si se le hincaba una espina. Probablemente no medía más de 1.78 m de estatura, con cabello negro, ojos cafés, piel oscura olivácea, barba negra y una sonrisa cautivadora. Pero dentro de ese cuerpo de aspecto común y corriente coexistía de algún modo otro aspecto asombroso de Cristo, el Ser que creó todas las cosas, que gobernaba las galaxias y existía desde la eternidad. Por las edades infinitas anteriores al pecado, el resto del universo no conocía 9

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a Jesús más que como el exaltado segundo miembro de la Trinidad. Los ángeles y los seres no caídos le obedecían y adoraban llenos de admiración. Sus corazones se estremecían de gozo ante la sola mención de su nombre. Durante el ministerio terrenal de Jesús podemos vislumbrar esa vida anterior del Salvador. Dice Elena de White que en el Monte de la Transfiguración Cristo oró que se les diera a los discípulos “una manifestación de la gloria que tuvo con el Padre antes que el mundo fuese”.1 “Y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mat. 17:2). Posteriormente, al acercarse Jesús al Getsemaní la noche en que fue apresado, se refirió a su anterior majestad. “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Juan 17:5; la cursiva es nuestra). Casi todos los relatos que nos han llegado acerca de Cristo provienen de los años que pasó en este mundo como carpintero y predicador itinerante. Mucho antes de su nacimiento en Belén, el resto del cosmos podría habernos contado un relato tras otro de las actividades que Cristo llevaba a cabo como Dios. Elena de White hace este comentario acerca de la perspectiva de los seres no caídos: “El hecho de que Aquel que había pasado de una estrella a otra, de un mundo a otro, dirigiéndolo todo, satisfaciendo, mediante su providencia, las necesidades de todo orden de seres de su enorme creación, consintiese en dejar su gloria para tomar sobre sí la naturaleza humana, era un misterio que todas las inmaculadas inteligencias de los otros mundos deseaban entender”.2 Imagine conmigo, por un momento, el planeta Elkon, en algún rincón de la vastedad del espacio interestelar, y trata de imaginar lo que habrá significado el ser visitado por Cristo miles de años antes de la rebelión de Lucifer. Los muy respetables ciudadanos del planeta Elkon comenzaron a congregarse temprano y con gran entusiasmo el sábado de mañana en su espléndida ciudad capital. Había expectación en todos los corazones. Hoy sería un día especialísimo. Cristo el Rey y sus ángeles vendrían a celebrar el sábado con esos seres inteligentes y generosos. Después de reunirse en su capital, los elkonitas planeaban viajar juntos a un lugar cuidadosamente seleccionado para celebrar el culto: el vasto y admirable Valle del Gozo. Querían llegar temprano para saludar a sus honorables invitados. La gran comitiva proveniente del distante cielo debía estar allí cerca de dos horas después del amanecer, viajando los cincuenta mil billones de kilómetros siderales en apenas unos segundos. 10

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Trannin, miembro del Concilio de Supervisores de Elkon, miraba cómo los ciudadanos llegaban, preparados para el viaje. Varias magníficas estructuras separadas por amplios espacios dominaban la zona metropolitana. La principal, el Centro de Asambleas, era un diamante ahuecado de más de setenta pisos de altura. Sus innumerables y radiantes facetas refractaban colores que cambiaban constantemente. Siete ríos confluían en el centro de la ciudad, y luego las aguas salían hacia el este. Árboles de trescientos metros de altura que crecían en los cuatro ángulos de la inmensa plaza, se inclinaban hacia el centro formando un verde dosel natural. Sentado en un banco en los Jardines del Canto de la Brisa, Trannin volvió su rostro hacia el agradable resplandor de la estrella matinal, y meditó en la bondad de la Trinidad. De pronto, el coro de trompetas dio la señal de partir. Una densa bandada de grandes aves amarillas con ocho alas pasó encima, como invitando a los viajeros a subir. Trannin se puso de pie y con sólo pensar en volar se elevó sin esfuerzo hacia el cielo claro y atrayente, con un millón de otros habitantes, todos envueltos en vestiduras de luz color esmeralda. El Valle del Gozo quedaba derecho al norte, a unos cuatro mil kilómetros de distancia, en una zona todavía no poblada. Absteniéndose de viajar a la instantánea velocidad del pensamiento para poder gozar de la jornada, la asamblea de elkonitas abarcaba todo el horizonte en un gran cuadrado, viajando sólo a la velocidad del sonido. Trannin se volvió a la persona que viajaba junto a él y comentó: “El acto de compartir la adoración con los seres celestiales es una experiencia maravillosa. La forma como alaban al Rey es profundamente conmovedora”. Volvió su rostro hacia el frente, y añadió con una amplia sonrisa: “¡Me emociona el que vengan hoy aquí!” Pronto vieron agrandarse el valle ante ellos. La muchedumbre comenzó a descender. Al acercarse al suelo, con elegante gesto Trannin dejó que sus piernas asumieran la posición vertical y pisó suavemente sobre una alfombra de pequeñas flores de vivos colores. Se sentían como un suave cojín bajo sus pies. Se detuvo a contemplar el esplendor de la escena. Allá lejos en la distancia, una cadena de majestuosas montañas rodeaba completamente el valle. Sus altas cumbres se perdían de vista en el espacio. Una serie de cascadas, de unos setecientos metros de altura, caían a intervalos regulares desde las alturas hasta integrarse a las aguas de un poderoso torrente que corría al pie de las rocas. La niebla de las cataratas creaba una serie de bellos arco iris y saturaba el aire de refrescante humedad. Entre las cascadas, grandes enredaderas colgaban de las paredes rocosas como enormes cortinajes que casi tocaban el suelo. Flores parecidas a las rosas, cuyo diámetro oscilaba entre los treinta 11

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centímetros y un metro, adornaban el verdor cambiante de las plantas. Los brillantes colores pasaban de una flor a otra, mezclándose hasta formar intrincadas y caleidoscópicas tonalidades. El resto del panorama se abría hacia una inmensa pradera a cuyas orillas crecían bosques de coníferas. Trannin inspiró profundamente el aire vigorizante, y con un ademán inconsciente se alisó el cabello que le había caído sobre la frente. Al oir el son de música distante, todos los ojos se volvieron en la misma dirección. A unos 45 grados por sobre el horizonte, apareció un pequeño círculo de luz, el cual se expandía e intensificaba a medida que se acercaba. En cosa de segundos, un coro de ángeles se hizo visible. Vestidos de túnicas de color castaño rojizo con una amplia franja purpúrea, los ángeles se reunieron a baja altura por encima de la multitud, produciendo intrincadas armonías y cantando “Gloria a nuestro amado Señor, Rey de toda la creación, Fuente maravillosa de toda vida y amor”. Los elkonitas respondieron espontáneamente al unísono con su propia bella melodía de alabanza. Resonó entonces una fanfarria de trompetas; los ángeles hicieron una pausa, y luego cantaron: “¡Bendita es la venida del Exaltado!”, repitiendo la frase siete veces, cada vez con mayor volumen. Trannin levantó la vista a tiempo para ver cómo el coro se disponía formando un largo corredor. Por el extremo superior abierto entraron ángeles de un orden diferente, de mayor estatura que el resto, cuyas vestiduras eran doradas con un ancho cinto azul. Formados en quinientas filas de fondo y trescientas de ancho, esos nobles seres descendieron hasta la pradera y tomaron posiciones en círculos concéntricos alrededor de los ciudadanos de Elkon, dirigiendo luego sus sonrientes rostros hacia lo alto. El siguiente grupo estaba integrado por sesenta mil representantes de las galaxias cercanas, revestidos de luz que revelaba el espectro distintivo de sus propios sistemas solares. Lucifer, cuya rebelión se hallaba todavía lejos en el futuro, apareció con Gabriel y setecientos distinguidos oficiales administrativos del cielo. Todos tocaron tierra en el valle, formando un vasto círculo exterior, y miraron hacia arriba con gran expectación. Las lejanas cascadas resonaban en bajas frecuencias, y una deliciosa sensación de suspenso saturaba el ambiente. Una bandada de unas treinta aves de largas plumas color turquesa pasó en gracioso vuelo. Trannin se dio cuenta de que se acercaba otro coro de ángeles, mucho más numeroso que el primero. Cantaban alabanzas a Cristo. Mientras ellos se acercaban, otros seres envueltos en dorada luz se hicieron visibles, pulsando una gran variedad de instrumentos. El valle se llenó de cánticos de alabanza, los cuales fueron adquiriendo un grado tan admirable de riqueza y belleza, que 12

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Trannin sintió que su pulso se aceleraba y que le corrían por la espalda escalofríos de felicidad. Lágrimas de gozo llenaron sus ojos mientras se dejaba envolver en las cautivadoras y elevadoras armonías. De pronto... silencio. Completa calma y paz, que duró un minuto. De nuevo resonó el refrán especial cuyo eco el valle devolvía multiplicado: “¡Bendita es la venida del Exaltado!” En el mismo cenit de la bóveda celeste apareció de pronto la magnífica forma del Rey, de asombrosa majestad. La presencia del Hijo de Dios bañó todo el valle con su brillante resplandor. Las montañas se iluminaron como si ardieran. Cada árbol, cada flor y cada hoja brillaba como un sol. Las cascadas semejaban ondulantes ríos de luz. El aire mismo parecía centellear. Al principio Trannin tuvo que entrecerrar los ojos, pero pronto se adaptó. Inmediatamente el coro, acompañado por los instrumentos, rompió en majestuosos himnos de alabanza, que iban en crescendo hasta que al resonar la nota final, imposiblemente alta, todo el cielo estalló en un centenar de amaneceres. Una oleada tras otra de brillantes rojos, amarillos, anaranjados y púrpuras inundaron el firmamento. Un millar de trompetas añadieron sus voces al son de alabanza. Numerosos relámpagos cruzaron el valle de un extremo a otro. El suelo temblaba y se sucedían las descargas eléctricas y retumbaban los truenos. Poderosos vientos sacudían el ambiente. El dramático despliegue continuó hasta que Trannin sintió que su pecho estaba a punto de reventar. Los elkonitas dejaban escapar espontáneas exclamaciones de asombro. El público que se hallaba en la pradera se humilló en espontánea reverencia. Trannin se inclinó, lleno de gozo y preguntándose qué sucedería a continuación. Una vez más todo quedó en silencio. Entonces, el sonido más dulce en todo el universo, la tierna voz de Jesús, declaró: “Alzad vuestras cabezas, mis amados, y elevad vuestros corazones en amor”. Trannin sintió como si el Rey le hubiera hablado directamente a él. Todos los ojos se fijaron en Jesús, y todos, ángeles y seres no caídos, unieron sus voces en el cántico, “Bendito sea nuestro Dios, Señor de todo ser viviente, Amigo de toda la creación”. Jesús descendió en gloriosa majestad, en medio de la multitud que lo aguardaba. Caminó entre los elkonitas repartiendo saludos y abrazos, acercándose gradualmente a una prominencia ubicada en el centro del valle. Todos se acercaron cuanto pudieron. Tras ascender la colina, se dirigió a la muchedumbre, expresando cuánto ama la Trinidad a cada uno de ellos, y cuán dichoso se sentía al ver la unidad del universo. “Ustedes son mis hijos preciosos”, dijo, al extender los brazos. “Quiero que sepan que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de preservar su eterna felicidad y gozo. Adoremos juntos en este sábado glorioso”. 13

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2. El tamaño del universo de Cristo La segunda forma de apreciar el aspecto más grandioso de Cristo que he aprendido, es comprender el tamaño de su creación. Mi mejor amigo de la escuela secundaria, Charles Fuller, me acompañaba muchas veces por la noche, a mirar las estrellas tumbados en el césped al frente de mi hogar. Nuestra conversación era simple, y sin embargo, profunda. —Oye, Carlos. —¿Qué cosa? —¿Dónde crees que termina el universo? —No sé... —¿Crees que sigue, y sigue, y sigue... sin terminarse nunca? —¡Claro que sí! Nadie podía resumir conceptos complejos mejor que Carlos. Con esa profunda exclamación: “¡Claro que sí!” reconoció algo que no tiene sentido alguno para nuestros débiles cerebros humanos: el espacio infinito. Sin embargo, ahí está, sobre nuestras cabezas noche tras noche, abierto a nuestra inspección maravillada. Y como dice el canto, “todo lo hizo Jesús”. A mayor universo, mayor Creador. En nuestra imaginación, supongamos que como aficionado a la astronáutica hago planes de hacer un viaje increíble. Con mucho entusiasmo pero con escasa preparación, llamo a la compañía “Rente un Cohete” y alquilo una nave espacial de diez pisos de alto para viajar a los rincones más distantes del universo y visitar las galaxias esparcidas más allá de la Vía Láctea. El día del lanzamiento me tomo un buen desayuno de panqueques, cereal vitaminado, bollitos de harina integral, bananas, fresas y jugo de naranja. A eso de las 9 de la mañana, los técnicos me aseguran en la cabina del piloto, y se ponen a revisar docenas de indicadores que brillan en el tablero de instrumentos y por todo el interior. Señalan un gran botón rojo marcado “Escape de emergencia” y me advierten: “No vaya a tocar éste por equivocación”. El lanzamiento va acompañado por las llamaradas y el rugido de motores. Pocos minutos después, estoy en órbita alrededor de la Tierra. Ansioso de visitar las estrellas, abandono mi posición orbital y muevo el acelerador a su máximo de 38.000 kilómetros por hora, la velocidad que llevó a los astronautas hasta la luna. Mi viejo automóvil no podía pasar mucho más allá de cien kilómetros por hora —cuesta abajo—, de modo que me siento debidamente impresionado. Pasan las semanas y los meses. Resuelvo muchísimos rompecabezas y crucigramas y tejo bufandas largas como anacondas. Tristemente, después de quince años de viaje, descubro que apenas voy cruzando la órbita de Plutón.3 14

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Me ataca una ola de terrible frustración. ¡Todo este tiempo, y todavía no he dejado atrás ni siquiera mi propio y pequeño sistema solar! Envío un mensaje radiofónico a la NASA. “¡Hola, Centro Espacial de Houston! Aquí, Johnson. Mi intención era explorar el espacio interestelar, pero siento que debo reducir mis planes. Pienso que me confinaré a nuestra propia galaxia. Díganme, ¿cuántos meses más me faltan para llegar a la estrella más cercana a nuestro sol, Alfa del Centauro?” Houston me responde: “Malas noticias, señor Johnson. Ese viajecito le llevará unos cien mil años, con unas décadas de más o de menos”. Súbitamente, me siento extremadamente pequeño. Doy media vuelta y enfilo sin pérdida de tiempo rumbo a mi planeta natal. En el espacio todo es grande y lejano, al punto de ser incomprensible. El universo es tan grande que la única forma razonable de medir distancias es calcular cuánto tiempo necesita la luz para atravesarlas. La luz viaja a la increíble velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. ¡Eso significa nada menos que 1.080 millones de kilómetros por hora! Para darnos una idea de cuán rápido es eso, imaginemos un extraño fusil que pudiera disparar balas que se movieran a la velocidad de la luz. Si salgo al patio, apunto derecho adelante de mí y disparo, ¡el proyectil le dará la vuelta al mundo y me atravesará siete veces antes de que yo pueda saltar para salirme de su camino! O para usar otra analogía, la luz puede hacer 31 viajes de ida y vuelta de una costa de los Estados Unidos a la otra en un segundo, o en lo que me demoro en chasquear los dedos. Aun a esa velocidad incomprensible, la luz del espacio se demora muchísimo tiempo en llegar hasta nosotros. La luz que vemos al mirar a la estrella Betelgeuse, vecina relativamente cercana a nuestro sistema solar, comenzó su viaje unos diez años antes que Colón saliera rumbo al Nuevo Mundo.4 La luz de Andrómeda, la galaxia más cercana a la nuestra, demora más de dos millones de años en llegar a nuestros ojos.5 Y la luz de las galaxias más lejanas demora miles de millones de años en llegar a las pupilas admiradas del astrónomo. Hay una cantidad mucho mayor de estrellas que de granos de arena en todas las playas del mundo,6 y sin embargo cada una de esas lejanas bolas de fuego está tan aparte de las otras que el universo es mayormente espacio vacío. Si seleccionamos al azar un espacio del cosmos en forma de cubo, que mida unos 9 ó 10 billones de kilómetros por lado, hay sólo un uno por ciento de probabilidades que dentro de ese inmenso espacio haya una estrella.7 Imaginemos que dos galaxias se encuentran. El espacio entre las estrellas es tan vasto que prácticamente no hay posibilidad de que cualesquiera de las estrellas puedan chocar entre sí.8 La mayoría de las estrellas son inmensos hornos pirotécnicos. Terence Dickinson provee una gráfica descripción de nuestro propio sol: “En esencia, el 15

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sol es un gigantesco horno nuclear. En su núcleo, 655 millones de toneladas de hidrógeno se convierten por fusión en 650 millones de toneladas de helio cada segundo, a una temperatura de 27 millones de grados Fahrenheit... En el proceso, cinco millones de toneladas de materia son convertidos en 400 billones de billones de vatios de energía” cada segundo.9 Cuando una llamarada solar se proyecta en el espacio, libera la energía de 10 millones de bombas de hidrógeno.10 ¡Cosa seria! Nuestro sol es ciertamente impresionante, pero hay estrellas llamadas supergigantes rojos que son 800 veces mayores.11 Mientras mejor comprendemos la inmensidad de la creación de Cristo, más podemos apreciar la asombrosa transformación que experimentó cuando vino a este mundo a convertirse en un ser humano. Hay quienes tratan de describir la encarnación de Cristo comparándola con la transformación de un ser humano en hormiga. ¡No, ni de cerca! Los seres humanos y las hormigas somos prácticamente primos hermanos comparados con las diferencias que existen entre Dios y nosotros. Fuimos hechos a imagen de Dios, pero eso no hace que seamos pequeños Dioses. Tenemos mucho en común con la Trinidad, pero hay diferencias esenciales y enormes, no sólo en tamaño sino en naturaleza. * Dios tiene vida en sí mismo. Cada respiración nuestra es un don. * Dios no tuvo comienzo. En nuestro apartado planeta, todo, sin excepciones, ha tenido un comienzo. * Dios es infinitamente poderoso y omnisapiente. Nuestras mentes no se dan cuenta siquiera de cómo funcionan ellas mismas. “Mientras más reflexionamos [sobre la Encarnación], más asombrosa nos parece. ¡Cuán grande es el contraste entre la divinidad de Cristo y el niño impotente que yacía en el pesebre de Belén! ¿Cómo podemos salvar la distancia entre el poderoso Dios y un niño impotente? Mucho más elevado que los ángeles, igual al Padre en gloria y dignidad, y sin embargo vestido con el manto de la humanidad”.12 Al escribir a los filipenses, el apóstol Pablo enfoca la condescendencia que Cristo mostrara al transformarse en Hombre, y luego dejarse crucificar. Encarcelado en Roma, el intrépido apóstol se paseaba por su cuarto húmedo y lóbrego, dictando algunas de las frases más sublimes y poéticas que se hayan empleado jamás para describir lo indescriptible. Comienza con el aspecto divino de Cristo, “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil. 2:6). La palabra griega traducida como “forma” significa la esencia misma de algo, lo que constituye su naturaleza fundamental. 16

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Pablo dice que, a pesar de que Cristo era verdaderamente Dios, no insistió en mantener esa posición de igualdad con los otros miembros de la Trinidad. Descendió del trono y bajó la larga escalera hasta la triste situación de la humanidad. Pablo marca los pasos más importantes que Cristo dio al transformarse, del mayor de todos en el menor: * “se despojó a sí mismo * “tomando forma de siervo [esclavo] * “hecho semejante a los hombres; * “Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo * “haciéndose obediente hasta la muerte, * “y muerte de cruz” (Fil. 2:7, 8). Puedo imaginar a Pablo haciendo un gesto de asombro mientras pronunciaba la última frase, “y muerte de cruz”. Quizá hizo una pausa y su mirada se perdió en el espacio por largos instantes mientras las palabras parecían flotar en el ambiente. Nuestro Dios maravilloso colgó a un metro del suelo, bañado en su propia sangre, clamando a su Padre. El término central de este pasaje es se despojó. Guillermo Barclay observa: “Puede usarse como... vaciar algo hasta que no quede nada”.13 Jesús se vació a sí mismo hasta el punto de quedar totalmente dependiente del Padre para su fortaleza espiritual. No usó su divinidad en beneficio propio. Dijo claramente: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo” (Juan 5:19). Se vació a sí mismo al punto de morir la muerte que nosotros merecíamos. La mente de Pablo se adelanta a una escena muy diferente. Quizá sonríe pensando en la exaltación que Cristo recibe por haberse entregado a un grado tan absoluto. “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:911). El nuevo nombre de Jesús es “Señor”, un nombre que Pablo predice que será pronunciado un día por toda la creación, tanto buenos como malos. Es un nombre que Cristo merece ampliamente por haber aplicado en su vida, y en forma tan dramática, el principio del servicio abnegado. Su grandeza consiste en dar sin límites. De Rey de reyes pasó a ser la escoria de Judea. Durante los juicios de nuestro Señor, en su necedad el hombre puso su pie altanero sobre el cuello de Jesús y levantó su puño en gesto de triunfo sobre el Creador de los astros. ¡Qué ridícula 17

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ironía, que los seres humanos pensaran haber vencido al Maestro ambulante, quien llevaba dentro de sí suficiente poder como para crear un universo completamente nuevo! Elena de White comenta: “[Cristo] sabía que en un momento, con un fulgor de su poder divino podía postrar en el polvo a sus crueles atormentadores. Esto le hacía tanto más difícil soportar la prueba”.14 Y añade: “Le era tan difícil mantenerse en el nivel de la humanidad como lo es para los seres humanos elevarse por encima del bajo nivel de sus naturalezas depravadas... A Cristo se lo hizo pasar por la prueba más severa que requirió la fortaleza de todas sus facultades para resistir, ante el peligro, la inclinación a usar su poder para librarse de él”.15 El Salvador dejó de lado su poder transcendente para permitir que los arrogantes pecadores atravesaran sus manos y sus pies con clavos herrumbrados. Causa suficiente horror mirar cómo Jesucristo hombre colgó de una cruz. Pero es mucho más horrible verlo allí y saber que estamos mirando en los ojos de Dios. __________ 1. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 389. 2. Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 56. 3. Herbert Friedman, The Amazing Universe [El asombroso universo] (Washington, D. C.: National Geographic Society, 1975), p. 32. 4. Roy A. Gallant, Our Universe [Nuestro universo] (Washington, D.C.: National Geographic Society, 1986), p. 222. 5. Terence Dickinson, The Universe and Beyond [El universo y más allá] (Camden East, Ontario: The Camden House, 1992), p. 15. 6. Ibíd., p. 67. 7. Ibíd., p. 105. 8. Ibíd., pp. 94, 95. 9. Ibíd., pp. 71, 75. 10. Roy A. Gallant, Our Universe, p. 56. 11. Ibíd., p. 227. 12. Elena G. de White, Signs of the Times, 30 de julio de 1896. 13. William Barclay, The Letters to the Philippians and Colossians [Las cartas a los Filipenses y Colosenses] (Filadelfia: Westminster Press, 1975), p. 36. 14. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 649. 15. Elena G. de White, Confrontation [Confrontación] (Hagerstown, Maryland: Review and Herald, 1971), p. 85.

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