El Poder Invisible Del Volcán

E.l PODeR i"\liSiBte -- Del \IOlCA" Historia verídica de lo que ocurrió en la isla Gran Sangir, al norte de las Célebes

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E.l PODeR i"\liSiBte --

Del \IOlCA" Historia verídica de lo que ocurrió en la isla Gran Sangir, al norte de las Célebes

Ediciones New Life Av. San Martín 4555, Bl604CDG Florida Oeste Buenos Aires, Rep. Argentina

Dirección editorial: Pablo M. Claverie Compilación: Ester Silva de Primucci Diagramación y tapa: Hugo Primucci IMPRESO EN LA ARGENTINA Printed in Argentina Primera edición Segunda reimpresión MMX-2,5M Es propiedad. © New Lite (2003)

.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. ISBN 978-950-769-057-0 El poder invisible del volcán I Compilado por Nidia Ester Silva de

Primucci I Dirigido por Pablo M. Claverie - 1ª ed., 2ª reimp. - Florida:

New Lite, 2010. 112 p. ; 17 x 11

cm.

ISBN 978-950-769-057-0

1. Literatura piadosa. l. Nidia Ester Silva de Primucci, comp.

Claverie, Pablo M., dir.

11.

CDD 242

Se terminó de imprimir el 16 de marzo de 201 O en talle­ res propios (Av. San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires). Prohibida la

reproducción total o parcial de esta publica­

ción (texto, imágenes y diseño), su manipulación informá­

tica y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor. -104418-

:Í:"DiCe 1.

El hombre que usaba pantalones largos ...........................

5

2.

Las dos magias ..............................

13

3.

Tama, el hechicero..........................

23

4.

Marta y el hechicero .......................

32

5.

En vísperas de cambios. ................

39

6.

La serpiente embrujada..................

48

7.

La aflicción del hechicero. ..............

58

8.

La victoria del Islam ........................

68

m siniestra ...............................

77

o.

Horas de angustia...........................

86

11.

Presagios aterradores.....................

95

12.

¡Maremoto!

r

.....................................

)

105

El HOMBRe oue USABA PA"TAlO"es lARGOS

[

Capítulo 1 1 sol no había salido aún sobre las serranías de G ran

Sangir, pero su primera claridad teñía al volcán de un matiz púrpura. La parte baja de la montaña todavía

estaba en sombras y sus estribaciones se precipitaban al océa­ no como si fueran las raíces de un tronco gigantesco, quebrado en un punto. Satu, el muchacho, se acomodó entre las altas rocas del

1 do sur de la pequeña bahía existente en la costa occidental de 1 Isla. Respiró hondo. Había corrido todo el trecho desde la e sa de su padre para venir a ver salir el sol sobre el volcán. Lo fascinaban los penachos de vapor que flotaban por encima del

cráter, y desde su seguro apostadero con frecuencia saludaba a la mañana, observando cómo el color vivo envolvía a la mon­ taña a medida que el día la rodeaba. El mar azul que se estiraba unos tres kilómetros entre él y el volcán estaba tranquilo esa mañana; una brisa levísima riza­ ba las aguas. La marea se había retirado, y desde las rocas coralinas de la costa cercana le llegaba el penetrante olor del

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agua salada. Lo inspiró con regocijo, al tiempo que recordaba que ya estaría listo el pescado para el desayuno y que sería mejor que regresara a casa. Entonces vio al pequeño navío que hacía viajes entre las islas doblando la punta que protegía a la bahía por el sudoeste. Era un barco de carga, y no venía muy a menudo. Satu se detuvo; sintió que lo embargaba una extraña excitación. Se olvidó de la prisa de momentos antes por correr a su casa para el desayuno. El desem· barcadero estaba tan cerca que podía quedarse donde estaba y observar la operación de descarga. O, mejor aún, podía ir hasta el mismo desembarcadero. Se puso de pie entre las rocas, como un pájaro listo para emprender el vuelo. Estaba indeciso. El barquito se acercaba cada vez más. Satu vio que los marineros preparaban las sogas y luego enlazaban los gruesos postes de madera que sobresalían del agua en el muelle. El muchacho no esperó más. Descendió rápidamente de su mira­ dor y corrió hacia el desembarcadero. Crujiéndole el maderamen, el barco se acomodó perezosa­ mente junto al viejo muelle de madera. Durante sus doce años de vida, Satu había visto muchas veces la carga y descarga del barco, pero entonces vio en la cubierta algo que le hizo saltar el corazón dentro de su pecho desnudo. Ya se daba cuenta de que ese desembarco no sería como otros. Sobre cubierta había pilas de cajas de extraña apa­ riencia y había también gente vestida con ropas raras, muy raras. Esa gente no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. Eran cuatro personas, una familia, supuso él: el hombre, la mujer y dos niños. Había un muchacho como de su edad y una niñita de pocos años. -¿Quiénes son? -le preguntó a un marinero, señalando con su dedo bronceado a los recién llegados. -Son maestros. Vienen de un país llamado Europa. -¡Maestros! ¿Y qué son los maestros? _

[( "º"'ª 'Re oue USABA··· \ 1 Satu miraba los extraños vestidos largos que la mujer y la ni Ita llevaban puestos. "Maestros . . . maestros", repetía una y otra vez. -Pronto sabrás lo que son los maestros -y el marinero se c hó a ref r-. Ellos quieren vivir aquí, en esta isla de G ran San­ glr. T ienen planes de enseñarte. S tu quedó confundido por un momento. N unca había oído

11 bl r de maestros y no tenía idea de lo que podrían hacer con

ól. No podf a imaginar qué clase de gente sería esa y qué podría traor en tantas cajas y bultos, pero no podía ponerse a pensar n oso allf. Las grandes cajas iban saliendo del barco a medida quo

1 maestro indicaba cómo descargarlas y dónde ubicarlas.

Aunque ol hombre era más alto que cualquiera que Satu

11111>1 r visto en su vida, no sentía miedo de él. Tenía los ojos el un extraño color c laro, pero eran profundos, grandes y de

mirada radiante. De la cara le salía una abundante barba rojiza. Satu supuso que el cabello de la cabeza sería del mismo color, pero el hombre usaba un grueso casco para el sol, de modo que

no se le podía ver el cabello. El hombre grande también usaba unos pantalones largos que le llegaban hasta los pies, y estos

p r oran negros y duros, sin ningún dedo. Completaba la vesti111 nto una chaqueta de color c laro.

S tu se fijó en el muchacho. Tenía ojos como los de su padre

y cabello tupido, entre amarillo y rojo. Era el cabello más brillante

que Satu hubiera visto alguna vez, más brillante aun que las plu­ mas de cualquier ave de la isla. ¿Cómo podía existir un cabello así, y cómo podría haberle crecido en la cabeza al muchacho? Seguramente usaba alguna poderosa medicina encantada para que fuera de ese color. La niñita también tenía cabello claro, pero no tan brillante como el del muchacho. La madre de los niños llevaba la cabeza envuelta con una tela, así que Satu no podía saber si tenía cabello. El vesti­ do que usaba le llegaba casi a los pies. Observando ese detalle

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fue como Satu descubrió que no tenía los pies descalzos como las mujeres de la isla. Ambos pies estaban enfundados dentro de unas cosas de extraña apariencia, negras y brillantes. Miró nuevamente los pies del hombre y pensó que no podían ser naturalmente negros y duros. También debían estar enfunda· dos. Sin embargo, los niños estaban descalzos. Mientras el maestro apilaba prolijamente sus bultos en la playa, Satu miró al cielo. Sabía que pronto iba a llover. Durante esa estación llovía todos los días a esa hora. -Rápido, muchachos -ordenó el capitán a los hombres-. Pongan todas las cosas del maestro en la pila y luego tápenlas. ¿No ven que se viene la lluvia? Rápido, o se mojarán. El hombre grande pareció entender lo que el capitán había dicho. Abrió uno de los bultos y sacó una enorme pieza de tela gruesa con la que cubrió las cajas. Luego aseguró con piedras las cuatro esquinas de la tela. Mientras todos corrían a refugiar­ se en el interior del barco, el maestro aguardó el primer embate del chaparrón. Levantó una de las esquinas de la tela gris y se agachó junto a las cajas. Satu no se fue. No le importaba la lluvia, pues usaba un tapa­ rrabos hecho de fibras vegetales que se secaba fácilmente. La llu· via fresca le resbalaba por la piel, y a propósito levantaba su rostro hacia el cielo. Entonces vio que el hombre grande, tapado con la tela gris, le hacía señas para que se acercara. Invitaba a Satu a que se guareciera junto con él. De pronto Satu sintió miedo. Sintió la espalda recorrida por escalofríos. Echó a correr hacia su casa en medio de la lluvia. Corrió con todas sus fuerzas y al llegar irrumpió en la choza de su padre, donde estaban terminando de servirse el desayuno. -¿Dónde has estado? -le preguntó su madre-. Te llama­ mos varias veces. ¿Qué estuviste haciendo? -¡Hay un barco! -jadeó Satu-. Un barco que ha llegado con gente extraña.

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oue USABA··· \ q

')o 11ró en el piso cubierto de esteras junto a su padre, el jefe

Moindin. Este dejó de comer un instante y miró a su hijo. Luego volvió a inclinarse sobre la hoja de banana que usaba como plato. l omó firmemente un trozo de pescado. ¿Cuánta gente extraña ha llegado? -preguntó. Un hombre grande, una mujer y dos niños. SI no son nada más que esos, podemos quedarnos tran­ ( 111110 ,, Son pocos y podremos manejarlos fácilmente. /\hora come tu desayuno -y la madre le extendió a Satu

u11 "plato" de

hoja lleno de comida.

Lo lluvia golpeaba sordamente sobre el techo de paja. Bajo

111 c ho1a, levantada sobre pilotes, los cerdos gr uñían destem­

plnclnmonto y peleaban entre sí. Satu miró hacia afuera y vio quo lno pnlmoras se inclinaban ante el soplo recio del viento.

LI hombre está sentado en la playa bajo una gran tela que

1� 1JIJ1 o todos sus bultos. Tiene una gran cantidad de cosas que

1111 lrnído.

Cosas para vender -musitó el jefe mientras masticaba-. Morcaderías ... No, no. Estoy seguro de que no se trataba de eso cll¡o Satu al tiempo que terminaba de comer y arrugaba la

l 10]11 quo le había servido de plato-. El capitán del barco fue 11111y r.ortós con el hombre, y uno de los marineros me dijo que

11111 rnucstro y que quería quedarse a viv i r aquí. ¿Qué es un

llHIOStro, papá? Al oír esto el jefe dejó de comer y se pasó las manos por el polo duro y motoso. Se puso de pie y miró hacia la playa, hacia ol muelle. -¿Un maestro? ... ¿Un maestro? ¿Y quieren quedarse a vivir aquí? -Así me lo dijo el marinero. Satu se acercó a su padre , que estaba junto a la puerta. Trataron de mirar a través del tupido aguacero. La lluvia descen­ d ía como en tandas, y e ra imposible ver el desembarcadero.

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-¿Dónde se quedarán? -preguntó Satu, y se quedó estu­ diando el rostro de su padre. -Pienso que es mejor que yo vaya y vea este asunto -y diciendo esto se internó en la lluvia, seguido por Satu. Habían andado la mitad del camino cuando pudieron distin­ guir el muelle. En ese momento la lluvia cesó súbitamente y los rayos del sol hirieron con fuerza la arena húmeda. Las nubes se fueron y el cielo recobró su azul intenso. Había concluido el aguacero cotidiano. Padre e hijo vieron que el capitán del barco había soltado amarras y se dirigía ya al mar abierto. Cuando llegaron junto al grupo de la playa, el barco se hallaba fuera del alcance de la voz humana. A pesar de la lluvia, unos cuantos aldeanos estaban en el lugar. El maestro abrió una de las cajas y distribuyó galletitas y terrones de azúcar a los presentes. Cuando vio al jefe Meradin le sonrió y le ofreció, como también a Satu, galletitas y azúcar. El hombre tenía una actitud amistosa, no había duda, y poseía una voz sonora y llena de tonalidades. Satu se preguntó si el maestro sabría que su padre era el jefe de esa aldea. ¿Estaría enterado de que el gran pez tatuado en el pecho y esos aros vistosos hechos de dientes tallados podían usarlos sólo los jefes de las islas? Sí, el maestro miró al jefe y luego se dirigió hacia sus cajas. Señaló en dirección a la aldea que se divisaba entre las palme­ ras, en una elevación hacia el norte. Esperaba que el jefe hicie­ ra algún ademán de bienvenida. Pero Satu vio que su padre estaba turbado y no sabía qué hacer. Si el barco todavía hubie­ ra estado allí podría haberle pedido al capitán que se llevara a esa gente y asunto concluido. Pero el navío se hallaba para entonces lejos en el océano. Nadie sabía cuándo regresaría. Tal vez pasarían semanas. La mujer extraña y los niños se sentaron en la pila de bultos. Reían, sonreían y se comportaban de un modo tan amistoso

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como e l hombre grande. Nuevamente Satu miró el cabello del muchacho y se maravilló de que fuera tan brillante. -Hans, Hans -le habló el m aestro a su hijo-. Hans -le dijo otra vez mientras lo tomaba de la mano y lo bajaba de los bultos. Lo condujo hasta donde estaba Satu. El muchacho tomó la mano de Satu en la suya y la sostuvo firmemente. N uevamen10 ol maestro lo nombró: Hans.

Satu miró los ojos azules del muchacho. Ahora sabía que se llamaba Hans. E l muchacho le sonrió y Satu también sonrió. El muchacho corrió y trajo a su hermanita, y les hizo entender a Satu y a su padre que se llamaba Marta. La niñita se tomó de la mano de Satu. Sus largas trenzas rubias viboreaban cuando saltando alrededor de los dos muchachos re ía y hablaba en un idioma que la gente de Sangir nunca había oído. Nuevamente el maestro señaló hacia sus bultos y luego

l1ncia el camino que llevaba a la aldea. Satu sabía lo que quería docir. Deseaba que todos lo ayudaran a llevar las cosas al case­

rf o, y esperaba que alguien le mostrara un lugar donde pudiera

quedarse.

Satu vio el rostro de su padre ensombrecido. Sabía que su pndre temía a esa gente sonriente. No obstante, debía tomar ni ¡uno decisión con respecto a su alojamiento.

-Los pondremos en la choza de Tama -le dijo a Gola, uno

(lo los ancianos de la isla que se hallaba cerca-. La choza se llt1ove, pero se podrá arreglar con unos pocos puñados de paja. rama está en el otro lado de la isla y tardará unos cuantos d ías

en

volver. Satu contuvo el aliento. Tama era el hechicero de la aldea.

Tal vez la magia de los nuevos maestros y los espíritus familia­ res de Tama no se entendieran bien. Era una osadía de parte del jefe Meradin poner a esa gente en la casa de Tama. Con seguridad, Tama no hubiera estado de acuerdo. Satu estaba seguro de que el brujo no se alegraría por la llegada de esa

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gente a la isla, aunque no sabía aún lo que era un maestro. Pero, por supuesto, su padre tenía derecho a hacer cualquier cosa que quisiera. Para eso era el jefe de la aldea.

LAS DOS MAGiAS Capítulo 2

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ombres y mujeres cargaron con los bultos, pequeños y grandes, y la procesión se encaminó por el sendero de la costa hacia el villorrio. Satu llevaba un atado en

111 et li>o1a y Hans también llevaba uno. Los muchachos corrían

¡1111los, y ambos reían porque Satu llevaba su paquete en la

c11l>o7a tan fácilmente como su cabello, mientras que a Hans se

lu cala el suyo. Satu pensó que quizás era por el cabello brillan­ lo,

roro sólo podía reírse. La conve rsación era limitada.

Solu se sorprendió cuando vio que la mujer blanca y la niñi­

cnrgaban con nada. Le llamó la atención, porque las m uje11 clo Sangir siempre trabajaban más que los hombres. Lleva­ l 1r111 In cargas más pesadas y hacían los trabajos más duros. ln 110

C uando llegaron frente a la choza de Tama ya era mediodía.

'i 11l1 descargó su paquete y miró hacia la bahía. El volcán emer­ �¡ln del mar como un enorme tronco de árbol que hubiera llegado n

los estrellas si no hubiera sido tronchado.

El sol se h un d ía lentamente tras el volcán, inflamando la

atmósfera de llamaradas rosadas, v ioletas y doradas. Satu salió de la choza de su padre y caminó hacia donde la fami l ia do forasteros se había instalado para pasar la prime ra noche on Sangir.

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Durante todo el día había habido grupos de curiosos junto a la choza, observando cómo el hombre barbudo abría los bultos y sacaba cosas para prepararle camas a la familia. Ahora todos estaban enterados de que el cabello del hombre era tan rojo y rizado como su barba. La gente se había apretujado contra la puerta de la choza para ver la comida de la familia, que no era gran cosa, por supuesto, pero todos se excusaron a sí mismos de ofrecerles alimentos debido a que el "espectáculo" que esta­ ban contemplando era de lo más insólito y extraño. No podían dejar de mirar ni un momento los utensilios que empleaba esa gente para comer. Servían la comida en unos platos raros, no en recipientes de cáscara de coco u hojas frescas de la selva, aunque había allí cerca muchas y muy buenas. Satu se quedó observando con los demás. Las paredes de la choza de Tama eran de paja y estaban llenas de agujeros. Se podía pegar el ojo a cualquiera de ellos y mirar perfectamente hacia adentro. Si no había un agujero al nivel adecuado, uno podía abrirlo en un instante. Aunque la gente del interior sabía que era observada en todos sus movimientos, parecía no darle importancia al hecho. Desempacaron algunas de sus cosas. A los demás bultos los acomodaron, sin abrir, en un rincón del cuarto. Este era de un solo ambiente de cuatro por seis metros aproximadamente, con un fogón de tierra en un extremo. El fogón era pequeño, porque Tama, el hechicero, vivía solo. No tenía esposa, ni hijos, ni siquiera un animal que le hiciera compañía. De una de las cajas, Satu vio que el maestro sacaba varias cosas de forma rectangular, que puso a un lado. Pare­ cía que no eran del todo sólidas, y eso le llamó la atención. Estaban hechas de hojas muy delgadas en todo su interior. A la vista de esos extraños objetos, muchos de los que espiaban

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por los agujeros, como también los que estaban junto a la puerta, prorrumpieron en exclamaciones de temor y sorpresa. "Magia -se decían unos a otros-. ¡Qué cantidad de magia ha traído este hombre!" La mayoría de esas cosas de forma rectangular eran de color castaño o negro, y no todas eran del mismo tamaño o espesor. El maestro las tomaba con cuidado, como si se tratara de algo muy precioso para él. -Sí, es magia -le dijo uno de los aldeanos a Satu-. Podríamos haber supuesto que traería magia, pero yo no espe­ raba que tuviera esa apariencia. Claro, cada persona usa la de su clase. Nadie puede vivir sin magia. Maravillados y llenos de temor, los aldeanos se alejaron. Ya había oscurecido y no era prudente permanecer más tiempo cerca de la choza donde el maestro estaba desempacando una magia tan extravagante. -Me parece que es peligroso que esa gente duerma en la choza de Tama -le dijo Satu a su madre-. Es el lugar donde Tama habla con los demonios. ¿Qué pasaría si las dos clases de magia comenzaran a luchar? -No te preocupes por eso -respondió la madre-. ¿Acaso sabemos si Tama no se ha llevado consigo a sus demonios? Comúnmente lo hace. Los necesitará en el otro lado de la isla. Pero Satu se daba cuenta de que la mayoría de la gente de la aldea estaba asustada, porque temprano se cerraron las puertas de las chozas y hasta se les puso tranca por dentro antes de dormir. La curiosidad de Satu acerca de la nueva familia no lo deja­ ba descansar. Su interés era mayor que su temor. Abandonó su estera, se arrastró por el piso y salió. A la luz de la luna, se diri­ gió a la choza de Tama y se puso a espiar por un agujero.

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El cuarto se veía ya ordenado. El maestro, su esposa, Hans y la pequeña Marta estaban sentados sobre un cajón que habían desocupado y dado vuelta. El maestro tenía uno de los elementos de magia en sus manos. M i raba dentro de esa cosa extraña y le hablaba. ¿ Le respondería la cosa mágica? El corazón de Satu latía con violencia y sentía un cosquilleo por la espalda. Ten ía q ue esforzarse para no salir corriendo. Separó los ojos del agujero por un instante y miró hacia la selva que ten ía tras sí. Luego se puso a espiar otra vez. El maestro todavía le estaba hablando a la cosa negra. En un cierto momento levantó la vista y miró a su esposa y a los niños, pero luego siguió hablándole a la cosa mágica. "Debe de ser una clase de espíritu que vive ahí", pensó Satu. Ese pensamiento lo atemorizó tanto que hubiera huido, pero entonces el hombre cerró la cosa mágica de color negro y la puso sobre sus rodillas. Luego abrió la boca y comenzó a cantar. Satu sabía lo que era e l canto. Había oído los cantos que acompañaban a las danzas de su aldea desde niño, y también conocía los monótonos sonsonetes de Tama el hechicero. Pero las melodías que flu ían de la boca del maestro e ran dife rentes de cualesquiera de las q ue había escuchado en la isla, o siquie­ ra imaginado. Eran brillantes ondas sonoras, que entretejían la melodía con tal dulzura y belleza que las lágrimas inundaron los ojos de Satu. Pero luego el temor nuevamente lo estremeció. Esa deb ía ser la magia que el hombre sacaba de la cosa negra y rectangular. Podía ser fácilmente embrujado si se quedaba y seguía escuchando. Tal vez ya estuviera embrujado. Entonces vio que la gente de la aldea estaba saliendo de sus chozas y acercándose a la choza de Tama, de donde ema­ naba una melodía dulcísima que llenaba la noche. La gente ven ía en grupos de dos, tres o más personas. No

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intentaron espiar por los agujeros. Quedaron a unos pocos pasos de la pared, escuchando las notas gloriosas que ascen­ dían, etéreas y vibrantes, hacia alturas de gozo donde nadie podía seguirlas. Y sobre la extraña escena, la luna remontaba el cielo al paso que bañaba la aldea con su luz blanquecina. Nadie hablaba, pero a medida que el ritmo del canto empe­ zó a poseerlos comenzaron a hamacarse, acentuando las cadencias vocales y subrayando cada pausa con un i Ah-h-h-h! Cuando concluyó el canto se volvieron a sus viviendas. Satu quedó en su estera, pensando por largo rato en lo que había visto, y la música deliciosa de la voz del maestro aún fluía sobre su cuerpo como un río de felicidad. Pero no se atrevía a sentirse feliz. Todo eso había provenido de la cosa negra y rectangular, y no había dudas de que se trataba de una clase de magia muy potente. Le hubiera gustado que Tama regresara pronto. Él sabría cómo tratar con ese nuevo encantamiento. Con esos pensamientos, Satu se fue quedando dormido. Las alegres notas de un canto despertaron a Satu a la mañana siguiente. Al maestro ese debía gustarle cantar, y así debía de exigirlo ese tipo de magia. Y desde ahí en adelante, y durante todo el tiempo que el maestro y su familia estuvieron en la choza de Tama, la gente oyó cantar a la mañana y a la noche. Los cantos no eran siempre los mismos, y eso dejaba per­ plejo a Satu porque, vez tras vez, intentaba imitar los sonidos pero descubría que los suyos eran como gemidos de animal herido o el balido de una cabra. Hasta la niñita del maestro podía cantar, y eso maravillaba a Satu más que ninguna otra cosa. Con frecuencia el hombre ponía a la chiquilla sobre sus rodillas y cantaban juntos la mis­ ma melodía. La voz de la pequeña Marta era dulce y tan pura como la de su padre.



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PODeR i ff lt1s1el e Del "ºlC Á"

Al día siguiente de haber desembarcado, el maestro comen­

zó a caminar por la zona de la aldea mirando aquí y allá, midien­

oo con sus ojos y probando el suelo con la punta de sus botas.

-Ya sé lo que está buscando -dijo el jefe Meradin a su

E-nma-. Está buscando un lugar para levantar su casa. Con la c:cn:idad de cosas que trajo necesitará un lugar amplio.

Satu vio que su padre fruncía el ceño. Sabía que para él h e

las antiguas costumbres. No habría más fiestas en las que se bebiera, ni danzas demoníacas ni ceremonias de magia secreta. El hechicero sabía que esos maestros desaprobaban tales cosas porque adoraban al Gran Espíritu. Había oído que obte· nían su magia de una especie de cajita negra y cuadrada. Esa magia podía ser asimilada por las personas a través de pala· bras, y la gente que gustaba de ella llegaba a disfrutarla mucho más que las fiestas, o las danzas o cualquiera otra cosa. Era una cosa terrible. Cuanto más pensaba Tama, más lo lamenta­ ba, y el enojo comenzaba a brotarle hasta que le hacía arder el pecho. Decidió no detenerse en ninguna aldea ni casa a lo largo del camino. No comería, aunque había ayunado durante tres días. No hablaría con nadie. Convocaría a todos sus espíritus familiares y les pediría que descendieran con él a su aldea, y realizaría un ataque contra ese maestro y lo eliminaría a él y a su magia. Caminó durante toda la tarde, y cuando llegó la noche dur­ mió en la selva. Se levantó con las primeras luces y, trabajosa­ mente, continuó su camino subiendo y bajando las colinas por la senda que se dirigía a la aldea del jefe Meradin. Ahora comenzaba a culparse a sí mismo, ¿por qué no se había apre­ surado a volver al lugar cuando oyó por primera vez las nuevas de la llegada de esos extraños? Había sido un necio al quedar­ se donde estaba. Podría haberse dado cuenta de que iba a suceder algo como eso, hasta con el hijo del jefe, Satu. Y él tenía un plan tan bueno para Satu: hacer del muchacho un buen hechicero. El muchacho era despierto e imaginativo. Ahora... Ya casi había oscurecido cuando Tama entró en la aldea. A

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esta hora ya la gente habría terminado de bañarse y de comer. Estarían todos sentados en sus casas y tal vez algunos dur­ miendo. No había luz en ninguna choza. Entonces Tama vio una luz lejos en Ja playa, donde nunca antes había visto otra. Debía de ser la casa del maestro sobre la arena. A pesar de Ja pesada carga que llevaba en sus espal­ das, de su estómago vacío y de su fatiga, decidió dar una vuel­ ta para echarle un vistazo a la casa. No podía distinguirla en Ja oscuridad, pero notaba bien las ventanas iluminadas como también la puerta. La casa estaba llena de gente. Gente de su propia aldea. En ese momento oyó un sonido extraño que procedía de Ja casa. Tama se detuvo y Juego se sentó en el pasto silvestre. Algo podía ver a la débil luz de la luna. El sonido aumentaba en volumen e intensidad, y la potente voz del maestro irrumpió en su mente como si se tratara de un regimiento de guerreros enemigos. Tama sabía que debía huir a su propia choza. Iría enseguida a decirle al jefe Meradin que había regresado y que lucharía contra esa nueva magia; pero no podía levantarse del lugar donde estaba sentado. La música Jo mantenía sentado como si se tratara de una mano que lo oprimía. Ahora el sonido crecía. Parecía como un pájaro que ascendía y luego se transformaba en fragor de olas potentísi­ mas. Crecía más y más, y parecía que Jo rodeaba. Y Ja noche y el mundo entero temblaban con él. Tama se sentía impotente y conmovido sobre el pasto. Luego el canto cesó. El hechicero se puso de pie, tomó su bulto y su estera, y corrió hacia su choza en la aldea. Empujó la puerta. Arrojó sus cosas adentro y se echó sobre el piso sin aliento, vencido por la fatiga, el hambre y el temor.

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Sentado en la oscuridad de su choza, podía oír a la gente que regresaba a sus casas. Sus voces parecían extrañamente felices. Entonaban fragmentos de los cantos que habían oído en la casa del maestro y charlaban en alegre voz. Tama escuchaba todo eso con una ira que le crecía en su interior como un fuego devorador, pero no se movió ni habló. Cuando las voces se desvanecieron, se levantó y encendió su lámpara de coco alimentada a aceite. Luego comenzó a respirar íuerte. Un olor peculiar llenaba el ambiente. Entonces se dio cuenta de que lo había sentido desde el momento de su llegada. Abrió más la puerta y también la única ventana del fondo de la choza, pero el olor persistía. Luego miró alrededor. Encontró una pila de leña seca junto al fogón. Este había sido barrido y limpiado de todas las cenizas. Hasta las piedras habían sido raspadas. Tama comenzó a sacudir su cabeza con temor. Encendió fuego con algunas ramitas secas. El hechicero se quedó junto al fuego y se preguntaba si esta era la choza que él había dejado pocas semanas antes. Estaba limpia y fresca, como si todo hubiera sido recién aseado. El piso estaba barrido. Las paredes estaban limpias. El banquito estaba junto a la pared, y al lado había algunas conchas. Una de las más grandes contenía unas pocas flores silvestres. Tama se agachó sobre sus manos y rodillas, sintió el olor de las conchas, del piso y del tejido limpio de las paredes. El olor estaba en todo. Procedía de todas las cosas. Debía de tratarse de algo que había sido usaao para lavar. ¿Y quiénes eran ellos? Alguien había estado en su choza mientras duró su ausencia. No podía ser... ¡ Pero sí, debía ser! El jefe debía de haberle permitido al nuevo maestro y su familia que se quedaran en su choza hasta que el hombre levantara su casa nueva en la arena.

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Tama revisó minuciosamente la choza. Encontró comida lista, algunos alimentos que él nunca había visto antes. Pero no tocó nada de eso, sino que tomó algo de mandioca de sus provisiones y comenzó a prepararse la cena. Debía comer y fortalecerse. Mientras la luz del fuego iluminaba el piso y Tama se iba sin­ tiendo descansado y mejor, notó otras cosas. El piso había sido arreglado. También vio que las paredes habían sido reparadas. Luego miró nuevamente el piso y vio que había sido renovado en todos aquellos lugares donde estaba deteriorado, y ahora se veía sólido como cuando la choza había sido nueva. "Esta magia es poderosa", se dijo para sí, mientras comía después de muchos días de no hacerlo. Apenas había iniciado el primer bocado, cuando oyó la voz del jefe que lo llamaba des­ de afuera. -¿Estás en casa, Tama? Tama se acercó a la puerta abierta. -Sí, estoy en casa. El jefe ascendió por la pequeña escalera y se introdujo en la choza; luego se sentó sobre una estera. -¿Han estado ellos aquí? -Tama hizo un ademán como rodeando la choza, y mostrando cada rendija y cada hebra de fibra que la componía. -Sí, no había otro lugar donde ponerlos -el jefe parecía tan turbado que a Tama le dio pena verlo. -¿Pensaste que los espíritus podrían haberlos molestado si los traías aquí? El jefe asintió con un movimiento de cabeza. Tama le ofreció comida, y siguieron participando juntos de la cena. -Sí -

cantos, porque cuando escuchaba esas dulces melodías de alabanza sabía que estaban manifestando su confianza en él. -Supongo que los maestros del Islam deben de estar muy felices ahora -le dijo Hans a Satu mientras andaban por la olaya. -Oh, yo no diría precisamente eso -respondió Satu-. Gola sonríe falsamente todo el tiempo. Tal vez sea feliz. Mi padre, el ;efe, no es feliz, porque el maestro no abandona la isla y está enojado con toda la gente que viene a adorar en tu casa. Tama está siempre triste. Nunca lo he visto tan apesadumbrado. -¿Te acuerdas lo que dijo mi padre acerca de Tama, el día en que se perdió Marta? -preguntó Hans a su amigo-. ¿Recuerdas que dijo que Dios estaba obrando en su corazón? -¿Y por qué eso lo hace a Tama tan miserable? -Si algo está obrando en ti, y tú te resistes y luchas, tamooco serás feliz; eso te dañará. -Sí, es lo que yo creo -agregó Satu-. Otra cosa, Tama le ::irometió a la gente que si aceptaba a los maestros mahometa­ :ios los espíritus del fuego se aquietarían, y dejarían de arrojar íiego y de producir truenos subterráneos y temblores. Ambos muchachos miraron hacia el volcán. -A mí me parece que la montaña del fuego está arrojando :nás llamas que nunca -dijo Hans. -Sí, nadie ha visto volar a los pájaros cerca desde que !egaron los maestros mahometanos. Todos están preocupados. �ora dicen que la única forma de calmar a los espíritus es expulsando a tu familia. -Tú sabes que no son los espíritus los que hacen el fuego -dijo Hans-. Hay volcanes también en otros lugares. Mi padre

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dice que existe fuego en las profundidades de la Tierra. -Mi padre ha citado a una reunión de consejo para esté noche -informó Satu-. Allí decidirán lo que se ha de hace• Están tan preocupados por la montaña de fuego que con segu­ ridad tomarán alguna medida. Satu dejó descansar su mano sobre el brazo de Hans. -Todo lo que oiga te lo contaré luego. Sé que Dios es pode­ roso y que nos cuidará de cualquier peligro.

TRAMA S i " ieSTRA Capítulo 9

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acía cuatro meses que los maestros del Islam habían llegado a la isla. Sus enseñanzas habían ganado ya a la mayoría de los aldeanos para el islamismo, pero las :::osas no estaban resultando como Tama lo había previsto. Veía :1.1e el maestro pelirrojo era bondadoso con todos, aun con los we no seguían las enseñanzas de su Dios, o no iban a su casa a cantar y orar. A todos los trataba con amabilidad y respeto. Pero no sucedía lo mismo con los maestros mahometanos, especialmente con Guru Mula. Tan pronto como tuvo a la mayoría je los nativos bajo su influencia comenzó a perseguir a los que han a adorar a la casa del maestro blanco. Quien más se destacaba entre los que habían abrazado el ::ristianismo era Satu, el hijo del jefe Meradin. Todo habitante del lorrio sabía que él sería el sucesor del jefe, y no podían enten­ Jer cómo le resultaría posible continuar el culto a Dios como lo =oseñaba el maestro grande, y al mismo tiempo ejercer las fun­ ::iones de jefe. En la casa nueva de Guru Mula se sentaron Tama, el jefe \4eradin, el dueño de casa y los otros dos maestros mahometanos. 3 sol había desaparecido tras las cumbres de las sierras que :::orrían a lo largo de la isla, y ya se había hecho de noche. Al prin­ :ipio no hablaron mucho. Todos observaban la montaña. Aun 77

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cuando ya había oscurecido, no reinaba completa oscuridad, porque el cono flamígero del volcán iluminaba el cielo con un fulgor fantasmal que cambiaba de forma con cada bocanada. Las ráfagas del viento nocturno estaban impregnadas del pene­ trante olor de la erupción. Nunca en su vida Tama había presenciado una demostra­ ción tal de furia en el volcán, con truenos tan terribles, llamara­ das rojas y expulsión de piedras incandescentes. Como los demás aldeanos, se consolaba pensando que el volcán estaba a no menos de tres kilómetros internado en el océano. La corriente de lava no podía destruir la aldea o dañarlos a ellos. El jefe había propuesto el traslado del villorrio a otro lugar de la isla, pero ninguno quiso mudarse. Sus huertos y hogares estaban allí, y después de todo el volcán siempre había estado también allí, desde los días de sus antepasados. Las leyendas acerca del volcán y de los espíritus del fuego se habían trans­ mitido oralmente durante muchas generaciones hasta llegar a ellos. Lo que había que hacer era preparar encantamientos poderosos que mantuvieran tranquilos a los espíritus. -¿Invitaste a tu hijo Satu a que viniera esta noche? -le preguntó Guru Mula al jefe. -Sí, vendrá. Lo estoy viendo aproximarse. Satu penetró en la casa y luego de un saludo muy cortés a los maestros mahometanos y a Tama, se sentó junto a su padre. Sus ojos eran de mirada clara, su piel suave y todo su aspecto revelaba que era un muchacho robusto, lleno de salud. Se había desarrollado rápidamente en los últimos seis meses, y ahora se lo veía alto y fuerte, casi de la misma estatura que su padre. Pero lo que a Tama más le llamó la atención fue el cambio que se había operado en su forma de conducirse. El muchacho

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parecía poseer algún secreto que lo hacía rebosar de felicidad. A todos trataba con delicadeza, sin arrogancia, con respeto, como correspondía a un joven jefe. Tama lo había observado cómo trabajaba en el huerto de su padre o en la selva. Había escuchado sus cantos y la forma en que había aprendido a imitar al maestro grande. Su voz también había cambiado, tal vez como consecuencia de cantar tanto. Ahora era más profunda y con un tono que manifestaba bondad. Entre todos los muchachos de la aldea, Satu era el más destacado y el jefe Meradin miraba a su hijo con orgullo, pero al mismo tiempo con tristeza. -Hemos invitado al futuro jefe para conversar sobre el culto de la aldea --