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Patrucco SOCIEDAD COLONIAL VIRREINATO CARACTERÍSTICAS GENERALES Al arribar los españoles a los territorios andinos y

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Patrucco

SOCIEDAD COLONIAL

VIRREINATO

CARACTERÍSTICAS GENERALES

Al arribar los españoles a los territorios andinos y tomar posesión de los nuevos espacios conquistados, crearon una sociedad distinta a la recientemente derrotada estructura incaica, pero también al mundo que primaba en la península. Durante mu-

La prédica cristiana jugó un rol esencial en la transformación de los valores y principios de la sociedad andina. Púlpito de la iglesia de San Blas en el Cuzco, atribuido a Juan Tomás Tuyru Tupac, siglo XVII.

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chos años la organización social resultante fue increíblemente caótica y desordenada, tanto para los ojos de los peninsulares, como para los vencidos. En poco tiempo, gentes pertenecientes a los más bajos estratos hispanos se ubicaron a la cabeza de los grupos de elite, mientras los nobles españoles y los descendientes incaicos se veían desplazados por estos simples villanos. Este caos inicial, que trataremos de exponer en las siguientes páginas, ocupó la atención de los tratadistas, teólogos y juristas preocupados en buscar propuestas para “el gobierno del Perú”. Pero como ha venido sucediendo desde la conquista hasta nuestros días, el ideal jurídico y la intención de los legisladores caminaron por un lado, en tanto la realidad discurrió en otra perspectiva y por rumbos a veces inusitados. Organizar esta anómica situación social y racial significó para los colonizadores españoles aplicar un conjunto de ideas jurídico-teológicas referentes a la sociedad, cristalizadas en el concepto de Cuerpo de República. En 1648, el destacado jurista limeño Juan de Solórzano y Pereyra reconstruía la concepción que dio nacimiento a la arquitectura estatal y social de la colonia: “Porque según la doctrina de Platón, Aristóteles, Plutarco y los que siguen, de todos estos oficios hace la República un cuerpo compuesto de muchos hombres, como de muchos miembros que se ayudan y sobrellevan unos a otros…”. Tal cosmología social surgía de la visión de la sociedad como un organismo con cabeza, brazos y extremidades, con jerarquías y ocupaciones diferenciadas. Es conocido que Aristóteles en su Política asumió posiciones organicistas parecidas a las

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piedad, orden, además de su maestro Platón. La de someterse a la crisRepública, o res publica, tianización. La idea de constituía sinónimo de la República de Indios Estado, así como de coresultaba una solución munidad social y polítijurídica para integrar ca organizada y sirvió separadamente a la pocomo cimiento para blación nativa dentro construir la noción de del estado monárquico Cuerpo Político. español, y al menos en Más tarde San Pateoría brindar protecblo, preocupado en edición a sus integrantes. ficar la Iglesia, asimiló De esta manera la poel legado aristotélico y blación aborigen, pagacreó el concepto de na e ignorante de la culCuerpo Místico, como tura occidental, tendría expresión de la dimentutela especial. Las dos sión ultraterrena y marepúblicas casi autónoterial de la ética y polítimas se sustentarían muca cristianas. La antigua tuamente y formarían metáfora clásica del un cuerpo místico imCuerpo Político, unida al perial “como un reloj pensamiento cristiano cuyas piezas funcionan del Cuerpo Místico, daarmónicamente”. De esría origen a la idea de El escrupuloso planeamiento urbano de las ciudades hispanota manera, la pertenenCuerpo de República, que americanas fue parte importante de la “buena policia” cia al cuerpo imperial de tanta importancia tenpreconizada por las autoridades coloniales. los Habsburgo aseguradría en la noción mediería el éxito de la Repúval de la política. Estos blica Universal, de cuyo postulados estuvieron muy arraigados en la tradición política española que recto progreso dependía la salvación del mundo llegó al Perú junto con los conquistadores, y ya en (Sánchez-Concha 1992a: 60 y ss.; 1992b). Sin embargo la sociedad hispanoperuana, dividiépocas tan tempranas como la de Lope García de Castro, se hallaban bastante difundidos y no son da utópicamente en dos repúblicas paralelas y complementarias, estaría fuertemente enlazada bajo el pocos los documentos que los mencionan. Al tener que escogerse una forma de gobierno criterio de la división estamental, organización jepara la población del Perú, se consideró lógico crear rárquica establecida de acuerdo a las diferentes relauna República de Indios, dado que eran nuevos en ciones hereditarias que se desarrollaban con la tiela fe. Esta forma organizativa, diferente a la ya exis- rra o las actividades productivas. Aunque a primera tente República de Españoles, era necesaria ya que vista una estructura de este tipo pareciera ser muy los nativos vivían sumidos en el paganismo. No co- rígida, la movilidad social –tanto vertical como honocer a Cristo los convertía en seres miserables, por rizontal– era muy común y mucho más extendida lo que debían ser convenientemente adoctrinados de lo que muchos estudiosos han estado dispuestos en el cristianismo. La República de Indios tendría la a reconocer, y que sólo a través de la moderna hismisión de educar a los habitantes andinos en los toriografía hemos comenzado a entender adecuadausos cristianos y las maneras occidentales, es decir mente. En las siguientes páginas intentaremos ina vivir en “buena policia” y a ser “buenos repúbli- troducir al lector en esta compleja dinámica de la cos”. La expresión física de la organización de esta sociedad, donde los colores y las ordenaciones reRepública serían las reducciones, poblados organi- sultan tan engañosos como el juego de las palabras zados a la manera occidental donde podrían ser vi- y las clasificaciones (Sánchez-Concha 1992a: 60 y gilados y aprenderían las nociones de familia, pro- ss.; 1992b; Mörner 1978: 21).

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I LA REPÚBLICA DE INDIOS

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LA DESESTRUCTURACIÓN DE LA CONQUISTA Y LAS ALIANZAS POST INCAICAS La conquista del Tahuantinsuyo tuvo visos espectaculares y sumamente azarosos, tras las rápidas acciones ejecutadas por las escasas huestes españolas adentradas en el desconocido territorio andino. Numerosas etnias y millones de personas verían con sorpresa el derrumbe del poderoso estado inca, y el inicio de enormes cambios que revolucionarían totalmente sus vidas. Durante los primeros y desconcertantes años, años de guerras de conquistas y de guerras civiles, años de desorganización e improvisación, de desgobierno y desconocimiento, los pobladores andinos fueron los personajes de un drama cuyo libreto sólo era conocido por los protagonistas venidos de España. Como se ha visto en secciones previas, la conquista significó un desastre cosmogónico o pachacuti para los indígenas, quienes intentaron comprender la pérdida de su civilización como parte de una alteración cósmica que míticamente ocurría cada medio milenio. El pachacuti se traducía en enormes cataclismos, pestes, muertes, trabajos forzosos, desarraigo; en fin, en todos los males que la conquista originó. Los españoles aprovecharon la desorientación de los indígenas para imponer su presencia militar e implantar con premura formas de organización económica como los repartos de indios o encomiendas. La población indígena se encontró entonces adscrita a grandes jurisdicciones –unas quinientas en todo el país–, dirigidas desde la ciudad por un encomendero y gobernadas efectivamente por los mayordomos y aparceros que vivían entre los indios. A nivel político, los conquistadores emprendieron el restablecimiento de un gobierno inca, con un soberano que debía ser una marioneta dirigida por férreos hilos. El proyecto fracasó repetidas veces, fuera por la prematura muerte de los incas cautivos, o por las constantes insurrecciones que estallaron bajo su mando. Fue especialmente furibunda y multitudinaria la rebelión del último de ellos, llamado

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Manco Inca, que se atrincheró en el peligroso foco alternativo de Vilcabamba. El violento clima de la conquista que amenazaba con no dejar piedra sobre piedra determinó que algunos nobles incas intentaran oficiar de mediadores entre las huestes españolas y el hasta entonces infinito y desconocido mundo andino. Personajes como Paullu Inca, por ejemplo, plantearon una forma de asociación nueva entre la elite incaica y los conquistadores y llegaron a reclamar encomiendas, sustentando su pedido en la posición y preeminencia que tenían en medio de los restos todavía humeantes del Tahuantisuyo. Otro tanto sucedió con los curacas, quienes también debieron optar entre la lucha o la alianza.

Casa europea sobre cimientos incaicos en Ollantaytambo, Cuzco.

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Algunos de estos lazos de cooperación entre indios e invasores surgieron incluso antes del episodio de Cajamarca, cuando aquellos esperaban que los viracochas recién arribados desde el oeste les ayudaran a librarse de la “tiranía” de los incas. Incluso ciertos grupos incaicos, panacas y familias opuestas a Atahuallpa (el ”Atabálipa” de las crónicas), se plegaron a los españoles y los secundaron en sus acciones. Durante un cuarto de siglo el mundo andino siguió funcionando en base a esas alianzas, muchas de las cuales son expresadas literalmente en las probanzas que numerosos curacas e indios nobles presentaron a la Corona, años más tarde, buscando el reconocimiento oficial. Aunque dichas probanzas deben ser leídas muy cuidadosamente, pues encierran la visión y los intereses particulares de sus suscriptores, no debe negarse la existencia de estas relaciones, notablemente fortalecidas por los parentescos establecidos entre algunas etnias y los españoles importantes. Baste mencionar el caso de los curacazgos de Huaraz y su fidelidad a los Pizarro, tras la unión conyugal concertada entre el marqués gobernador y doña Inés Huaylas. Los lazos de reciprocidad y redistribución con los españoles fueron también elementos fundamentales para la supervivencia del antiguo sistema económico andino. Los encomenderos entendieron que la mejor forma de captar los tributos de sus encomiendas era entrando en el juego de la reciprocidad y la redistribución, y respetaron antiguas formas de trato andinas, como el ritual de desplazamiento de los curacas en literas y hasta recibieron yanaconas de los señores principales. Los aborígenes por su parte aceptaron algunas de las nuevas reglas del juego y esperaron a cambio de su colaboración las respectivas recompensas. Accedieron a los símbolos hispánicos del vestir, establecieron lazos amicales y colaboraron con los encomenderos, aceptando incluso al poderoso dios vencedor de los cristianos y a sus dioses menores o santos, integrándolos a sus creencias politeístas como una forma más de afirmar los vínculos de estas alianzas. De otro lado los tributos siguieron siendo pagados con días de trabajo a los españoles, y así los indígenas produjeron objetos necesarios para los occidentales, incorporando muchas veces técnicas importadas. Pero como es lógico suponer una alianza exige una contraprestación y pronto los curacas entendieron que era poco probable que sus aliados cumplieran. Especialmente gravosas resultaron para el ayllu las exageradas exacciones de mano de obra impuestas por los españoles y su nuevo dios. Entonces

Detalle del lienzo “Nuestra Señora de Pomata”, Cuzco, siglo XVIII.

los curacas empezaron a atentar contra el sistema, y las alianzas se tambalearon. Los favores pedidos a los curacas se hacían cada vez más difíciles de cumplir, y algunos focos de resistencia activa pusieron en entredicho hacia 1560 la hegemonía regional de los españoles. Movimientos como el Taqui Onkoy, el Moro Onkoy y levantamientos como el de Yanahuara, alarmaron a los españoles. Era el momento de replantear el gobierno y reformular el tipo de relaciones que se estaban plasmando en torno a la población y el territorio. Algunos funcionarios, como Juan de Matienzo, consideraban que los encomenderos eran la clave de la sociedad y pensaban en consecuencia que se debía reorganizar el país en función de este grupo, cuya prosperidad generaría estabilidad social, desarrollo y progreso moral. El llamado a realizar esta crucial transformación del virreinato sería Toledo, pero teniendo al Estado como centro de la vida social (Pease 1992 a: 288; 312 y ss.; Stern 1982: 59-96).

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EL NUEVO ORDEN: LAS REFORMAS TOLEDANAS Y EL ESTABLECIMIENTO DE LAS DOS REPÚBLICAS La llegada de Francisco de Toledo en 1569 señaló un significativo cambio en la conducción y organización del virreinato peruano. Acompañado de un grupo de sagaces asesores, clérigos, juristas y funcionarios, el nuevo virrey emprendió la fundamental tarea de hacerse una idea del país, mediante una exhaustiva Visita General a todos los confines del territorio, que le demandaría cinco años completar. Tras el vasto recorrido, creó un extenso corpus legislativo que reflejaba un conocimiento cabal de la realidad y un plan de audaces transformaciones que harían gobernable el virreino. Fue obra de Toledo la aplicación masiva de instituciones fundamentales como la mita, el tributo indígena, las reducciones, luego de las cuales las sociedades andinas jamás volvieron a ser las mismas. Durante su gestión, que se prolongó hasta 1581, cristalizaría el esquema escolástico y utópico de las dos Repúblicas, la de Indios y la de Españoles, para separar a la sociedad indígena y protegerla de las intrusiones de los españoles. De otro lado, le cupo dar fin al gobierno alternativo de los rebeldes de Vilcabamba, con la ejecución del primer Tupac Amaru (1572), líder de la resistencia neoinca al régimen español (Stern 1982: 128-132).

Las reducciones Una de las primeras decisiones de Toledo fue generalizar la agrupación de los indígenas en las denominadas reducciones de indios, poblados levantados siguiendo la tradición española. No era una novedad, pues se trataba de un proyecto largamente incubado, que se comenzó a aplicar en las cercanías de Lima en 1557, durante el gobierno del marqués de Cañete y posteriormente en el Cuzco durante el corregimiento de Polo de Ondegardo. Pero Toledo deseaba implantar esta modalidad urbana a lo largo y ancho de todo el territorio del virreinato, y de hecho lo consiguió. Según el pensamiento jurídico-teológico de la época, sólo de este modo los indios podrían vivir en orden y “buena policia”, siguiendo la antigua noción de la civitas. A su vez, esta forma de organización concentraba a los indios dispersos de los ayllus en poblaciones donde era mucho más fácil controlarlos, vigilarlos, educarlos y evangelizarlos. La idea central contemplaba erigir pequeños pueblos según el trazo realizado por Juan de Ma428

tienzo, el cual preveía una cuadrícula ortogonal y una plaza central. Alrededor de ella se situaban los principales locales, la iglesia y la casa del cura, la sede de la autoridad étnica y curacal, lugares para la justicia, edificios para albergar viajantes, y en las manzanas adyacentes pequeñas viviendas unifamiliares con puerta a la calle. Fuera del trazado urbano se situaban las tierras de cultivo individuales y los pastizales comunales. Por razonable, justo y civilizado que pareciera a los asesores toledanos el establecimiento de poblados de esta naturaleza, las reducciones desorganizaron la vida andina y la cultura indígena, consumando el derrumbe del Tahuantinsuyo. Las reducciones –origen de las actuales comunidades indígenas– debilitaron las antiguas pertenencias étnicas andinas heredadas del Intermedio Tardío, a la vez que incentivaron el surgimiento de una identidad panandina, que no había existido en el incario. El traslado de los indios dispersos generó un alejamiento de los individuos de sus tierras de origen, del lugar del surgimiento de su grupo o pacarina, y de sus lugares sagrados o huacas. Las poblaciones debieron aceptar tierras nuevas, generalmente mal irrigadas y de menor calidad, al tiempo que abandonaban las antiguas. Estas tierras ancestrales con el paso de los años serían subastadas o legalizadas por medio de las composiciones. Otro gran problema originado por las reducciones fue la pérdida de la complementaridad ecológica que caracterizó a los antiguos ayllus, ya que estos últimos ocupaban

Tucuirico

Casa del Corregidor

Cárcel

Del padre

Casa de españoles

PLAZA

Iglesia

pasaxeros

Casa de Hospital

Casa del Consexo

Corral

Modelo de reducciones indígenas sugerido por el licenciado Juan de Matienzo en su Gobierno del Perú, en 1567.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

Censos y tributos Durante la formidable visita de Toledo se efectuó un conteo de la población, mientras los funcionarios encargados iban estableciendo las tasas y estimando la cantidad de tributarios por cada región. Recordemos que durante las primeras épocas los indios estaban organizados en unas quinientas encomiendas y debían pagar unos cuatro pesos ensayados, que al reunirse con los tributos de toda la comunidad sumaban un monto considerable, del cual debían descontarse los gastos del clérigo, la Iglesia, los funcionarios, los curacas y la caja comunitaria. El resto pasaba al patrimonio del encomendero y ésa era la renta de su encomienda. Si el también denominado repartimiento de indios estaba vacante, el monto obtenido podía servir para subvencionar a dos o más rentistas designados por el gobierno –por lo general conquistadores distinguidos que aún no tenían asignada una encomienda– o en su defecto iba a engrosar las arcas reales. Con la paulatina desaparición y declive económico de las encomiendas la mayoría de los tributos pasaron a ser recabados directamente por la Corona. La visita general de Toledo dio como resultado la contabilización de 695 encomiendas con 325 899 indios tributarios, los cuales debían pagar un tributo ascendente a 1 506 290 pesos. Luego de los grandes problemas que la Corona tuvo que enfrentar

tras las pretensiones de los encomenderos, se les fue reemplazando en la recolección del tributo y se comisionó a los corregidores en la tarea de recabar las rentas. Esta decisión evitó muchos de los abusos cometidos por los encomenderos, pero simultáneamente disminuyó enormemente su poder y las posibilidades de organizar empresas económicas en base a la explotación de la mano de obra indígena. El nexo entre los indios y el corregidor estuvo constituido por el curaca, quien recogía de mano en mano el tributo, al que estaban obligados todos los varones comprendidos entre los 18 y los 50 años exceptuando a los propios curacas, sus hijos, los ayudantes del cura y los alcaldes de indios o varayoc. La figura del tributo occidental en moneda o en especie constituyó una pesada carga para los indios del común, ya que ellos estaban acostumbrados a la entrega de fuerza de trabajo, y porque tributar en productos sujetos al riesgo de las malas cosechas ponía en peligro la subsistencia de la comunidad. En muchas ocasiones los indígenas recurrieron a las “revisitas” para disminuir la carga impositiva, debido a que los pagos se hacían imposibles de cumplir como consecuencia del despoblamiento, el empobrecimiento de las tierras y la fuga de tributarios. En algunas circunstancias, las comunidades coludidas con los funcionarios españoles escondieron la real fuerza contributiva y laboral de la comunidad. Los dineros del rey o de los encomenderos, tras la subestimación del número de tributarios, cayeron en manos de terceros. Con la anuencia de los funcionarios reales, muchos indios no censados pasaron a convertirse en trabajadores al servicio de pequeños empresarios regionales, cuando no de los grandes y lejanos mineros de Potosí y Huancavelica. Cabe aclarar por último que el tributo colonial en el Perú se circunscribió a los indios, a diferencia de España donde afectó a todos los villanos, y que fue de tal importancia en la recaudación hacendaria que subsistió hasta mediados del siglo XIX, ya en plena República (Stern 1982: 133-136; Ossio 1992: 169-172).

La mita Otro de los objetivos que se propuso Toledo fue disponer de una reserva de fuerza de trabajo confiable y permanente. Para ello adaptó la mita prehispánica y la convirtió en un eficiente pero poco versátil sistema de trabajos forzosos. En tiempos precolombinos se había establecido que los habitantes de los ayllus debían servir por turnos al estado inca, realizando actividades de todo género, 429

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tierras en distintas altitudes de la cordillera y en diversas partes de los valles, para obtener alimentos de diferente procedencia y evitar el riesgo de malas cosechas. También las reducciones socavaron las alianzas comunales y las formas de trabajo grupal, afectando sobremanera el mando de los curacas sobre sus dispersas poblaciones y derrumbando el poder de los hatun curacas o señores macroétnicos, que vieron reducida su influencia a la de un simple curaca subordinado. La noción andina de parentesco inició un lento repliegue y se impuso el criterio occidental de la familia nuclear. Los conceptos de incesto, monogamia y matrimonio occidental comenzaron a ser impuestos bajo la vigilante mirada de las autoridades locales. Supuestamente el cura podía vigilar mejor la conducta de los habitantes en pequeñas casas unifamiliares con puerta a la calle, que en las antiguas moradas rodeando las canchas o patios internos. Surgió asimismo el criterio de domicilio, opuesto al de residencia, lugar de vivienda que se convirtió en unidad censal y tributaria (Pease 1992a:197-201; Ossio 1992:169-172).

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Acuarela del siglo XVIII en la que se representa tejiendo a un indio del norte peruano.

desde trabajar en yacimientos mineros y en obras públicas, hasta conseguir plumas de papagayo, pircar o levantar muros, juntar piojos –según palabras de Atahuallpa– y sembrar coca. De esta manera se podía satisfacer la siempre creciente necesidad de energía humana. Toledo aplicaría el mismo principio para contar con la mano de obra que las diversas empresas coloniales requerían y dispuso que una séptima parte de la población de una reducción o comunidad debía trabajar por períodos determinados –generalmente de tres meses– en minas, obrajes, haciendas y ciudades. Terminado el plazo los mitayos eran reemplazados sucesivamente por otros grupos de trabajadores, hasta cumplir los siete relevos, reiniciándose nuevamente el ciclo. Se estipulaba además que los empresarios subvencionaran los gastos del viaje y remuneraran esta fuerza laboral proporcionada por la Corona. En la práctica los empresarios interpretaron de manera sui generis las disposiciones toledanas, extendiendo los plazos, encargando a los mitayos tareas imposibles de cumplir para que se vieran obligados a pedir ayuda a sus parientes, por lo general hijos y mujeres. De este modo no sólo se obtenía un mitayo sino toda una familia de mitayos. Muchas enfermedades laborales generadas por el trabajo en las minas de mercurio o en las heladas punas potosinas acabaron con la vida de estos traba430

jadores forzados. También en los hacinados e insalubres obrajes la salud de los mitayos se quebrantó. El sistema de explotación del trabajo fue haciéndose más inhumano, ya que la producción colonial sólo parecía competitiva en la medida en que no se abonaran los salarios en dinero. Para evitar la fuga de circulante de la región, se trataba de endeudar a los trabajadores con la venta de alimentos, alcohol, medicinas u objetos inservibles. Los indios de circunscripciones más lejanas o con menores vínculos de reciprocidad estaban más expuestos a estos sistemas de endeudamiento, por lo que su estancia en las minas se prolongaba meses enteros. Tras un penoso viaje de regreso y bastante más tarde de lo planeado, llegaban a sus comunidades donde los esperaban las deudas contraídas durante su ausencia, y que no podían ser saldadas porque no habían participado en la cosecha. Para escapar de tales sufrimientos los posibles mitayos fugaban de sus parcialidades, provocando el descenso demográfico del ayllu. Los cambios establecidos por Toledo aceleraron la descomposición del mundo indígena, pareciendo que “todo lo que se ordena en su bien se tuerce en su ruina”. No en vano Matienzo señalaba: “Yo deseo todo el bien a los indios y a los españoles y querría que todos se aprovechasen con el menor daño que se pudiese de los indios y aun con ningún daño de ellos. Por su tierra nos da tantas riquezas, es justo que no se lo paguemos con ingratitud… …comparemos lo que los españoles reciben y lo que dan los indios, para ver quién debe a quién: dámosles doctrina, enseñámosles a vivir como hombres, y ellos nos dan plata, oro, o cosas que lo valen…”. El licenciado concluía su razonamiento explicando cómo, según la doctrina escolástica, los metales no podían valer más que la urbanidad, debido a lo cual los indios salían beneficiados. Sin embargo, Matienzo pensaba que la mita no le exigía al indígena más de lo pedido durante el Tahuantinsuyo. Unos años más tarde Solórzano y Pereyra no se preocuparía tanto del valor de los bienes intercambiados entre occidentales y andinos, y siguiendo más bien los escritos aristotélicos, justificaría la mita en razón de las diferencias raciales impuestas desde la creación. Así escribiría en su Política indiana con extrema frialdad: “los indios que por su estado y naturaleza son más aptos que los españoles para ejercer por sus personas los servicios que tratamos (la mita) sean obligados y compelidos a ocuparse de ellos… Pues a quien la naturaleza dio cuerpos más robustos o vigorosos para el trabajo, y menor entendimiento o capacidad, infundiéndoles

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Los cálculos demográficos ¿Cuántas personas habitaban América a la llegada de los españoles? Esta simple pregunta ha generado largos y contradictorios debates entre los entendidos en la materia, que se agruparon en dos bandos extremos. De un lado están los bajistas como Rosemblat, quien opinaba a mediados del presente siglo que entre 1492 y 1650 América pasó de estar habitada por 13,3 millones de aborígenes a sólo 10 millones. Es decir hubo una disminución de sólo 3,3 millones de personas. Otro investigador como Kroeber señaló una cifra de 8,4 millones como población total americana. De una opinión diferente serían los alcistas, quienes hablan de cifras altísimas. Demógrafos como Dobyns calculaban en unos cien millones la población americana, indicando que para mediados del siglo XVII sólo habitaban el territorio unos 4,5 millones de indígenas. Sapper y Spinden calcularon unos niveles más moderados, situados alrededor de los 40 millones. La disparidad entre los resultados

LA POBLACIÓN ANDINA Y LA EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA DESPUÉS DE LA CONQUISTA La radical disminución de la población aborigen en América se inició no bien los conquistadores pisaron el nuevo continente. Sin embargo algunos especialistas del caso peruano sostienen que el descenso poblacional habría empezado aun antes de la llegada de los invasores hispánicos. La conmoción de los primeros momentos de la conquista se reflejó claramente en la curva demográfica. Las Leyes Nuevas de 1542 intentaron poner freno a los maltratos y abusos contra los indios, siguiendo la prédica de Bartolomé de las Casas, pero los resultados no fueron muy alentadores. Tanto en los momentos de paz como durante las guerras civiles que se sucedieron en los años siguientes, las bajas indígenas fueron considerables, y de hecho la muerte cotidiana ahondaba en la población andina la idea del caos o pachacuti. Las autoridades tuvieron una clara conciencia del fenómeno que se desarrollaba ante sus ojos, y hasta los encomenderos se quejaban del desvanecimiento de sus rentas. Pero sólo después del ordenamiento administrativo introducido por Toledo se pudo percibir la verdadera dimensión de la hecatombe producida. La población del Tahuantinsuyo había disminuido dramáticamente, y los censos toledanos lo demostraban irrefutablemente.

Progresivamente en los Andes fueron incorporándose nuevas formas de reclutamiento de la mano de obra indígena. La imagen muestra el maltrato a una mujer andina que se encuentra hilando.

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más del estaño que del oro por esta vía, son los que se han de emplear como los otros a quien se le dio mayor en governarlos, y en las demás funciones y utilidades de la vida civil…”. A mediados del siglo XVII, la mita no cumplía ya la función económica que le dio origen, debido al descenso poblacional y al efecto de innumerables “revisitas” y otras medidas que fueron sustrayendo a la población involucrada en este sistema. Según Stern, la mita “perdería su credibilidad como importante fuente de mano de obra”, encontrándose con frecuencia otras formas de disponer de fuerza de trabajo. Gracias a la sorprendente adaptación y aculturación de la población andina, los integrantes de las reducciones pudieron sobrevivir y en algunos casos excepcionales vivir bien, a pesar de la permanente erosión de sus recursos y del enorme maltrato a sus integrantes. Mal que bien, la mita y el tributo establecieron contactos y oficiaron de vías de integración para la disímil población de indígenas y españoles (Pease: 1992a: 289 y ss.; Stern 1982: 200 y ss.).

Patrucco propuestos acerca de la población total americana llevó a un intento de realizar estudios regionales donde se pudiesen reducir los márgenes de error. Al igual que en el resto del continente, en el Perú se empezó a trabajar en mediciones demográficas y Noble David Cook publicó una primera estimación que abarcaba los cambios ocurridos desde 1570 (es decir desde la época de Toledo) hasta 1620. En este estudio se comprobaba cómo la población habría variado de 1 260 530 a 598 033 indígenas, y los tributarios habrían pasado de 260 000 a 136 000. Continuando con sus indagaciones, Cook llegó a establecer que de 1530 a 1630 se habría pasado en toda el área del Tahuantinsuyo de unos 9 millones a sólo 600 mil habitantes (Mörner 1978: 24, 41-42; Sánchez Albornoz 1977: 61-86; Pease 1992a: 212-220).

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Las causas del desastre Ya en los primeros años de la conquista se evidenciaba una disminución realmente pavorosa de la población. Desde épocas muy tempranas, fray Bartolomé de las Casas había denunciado la hecatombe demográfica en varias obras escritas en la línea de su Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Sus alegatos en defensa de los indios dieron pie a la “leyenda negra española”, hábilmente difundida por las potencias extranjeras enemigas de Carlos V, y eran reimpresos cada vez que se desataba una guerra contra el gigantesco imperio germano-español. Paradójicamente, la obra lascasiana tuvo una enorme difusión al interior de España y generó encendidas polémicas en todos los niveles, y la misma Corona no reparó en utilizar las argumentos del dominico para enfrentar, controlar y disminuir el poder de los encomenderos en los dominios de ultramar. De este modo la llamada “tesis homicídica” del despoblamiento de América tuvo general aceptación y fomentaría movimientos de conciencia como el período de la “Restitución”, durante el cual los viejos y enriquecidos conquistadores y encomenderos devolvieron a los indios parte de lo expoliado, o testaron legando enormes cantidades de dinero y bienes a la Iglesia, para que ésta ayudara a los indios en su nombre, a cambio de la salvación de sus arrepentidas almas. La “tesis homicídica” proponía que la población americana disminuyó drásticamente debido a los maltratos que los españoles propinaban a los indios. Se argüía en primer lugar motivos militares: matanzas sistemáticas, luchas desiguales en batallas, acciones punitivas, utilización de contingentes de in432

dios como carne de cañón, secuestros y esclavización, robo de alimentos y abusos sexuales. Muchas de estas acciones militares constituían parte de la tradición bélica de la época. Otras razones esgrimidas por la “tesis homicídica” fueron de orden económico, relacionadas con la búsqueda incesante de lucro y la abusiva explotación de los indios mediante las mitas, servicios personales, y toda una larga serie de trabajos forzosos en favor de los españoles. Hoy la tesis homicídica considerada como único factor del colapso demográfico se encuentra en franco retroceso, ya que los modernos estudios acerca del “desastre poblacional” coinciden en señalar que hecatombe de tal magnitud no pudo haber sido ocasionada por una sola causa, sino más bien por una “concurrencia de factores”. Unidas a la tesis homicídica debemos también reparar en otras importantes explicaciones que nos hablan del “desgano vital”, de las feroces consecuencias del reacondicionamiento económico y social, y del “impacto de las epidemias”. Según algunos investigadores, tras la conquista los hombres del Ande sufrieron una profunda depresión suscitada por la destrucción de su modo de vida y sus creencias. La trágica experiencia del encuentro con Occidente generó un “desgano vital”, una falta de apego a la vida, que se tradujo en suicidios, filicidios y una marcada disminución de la tasa de natalidad ocasionada por una suerte de esterilidad voluntaria. Por ejemplo se sabe que en Huánuco el promedio de integrantes por familia bajó de 6 a 2,5 individuos. La tesis del reacondicionamiento económico y social sugiere que la crisis demográfica fue desatada por dramáticos cambios en las formas de vida andinas. La mayoría de muertes sería consecuencia de la ruptura de patrones de reciprocidad y redistribución, de la desaparición de elementos de organización étnica, así como de la pérdida de tierras, el cambio de cultivos y la aparición de nuevas enfermedades de animales y plantas. Todo ello implicó una disminución de los recursos alimenticios y una aguda desnutrición que afectó sobre todo a la descendencia del hombre andino, quien empieza a sentirse solo, “huaccha, comedor de papas”, es decir pobre, abandonado a su suerte, indefenso ante la ruptura de sus lazos sociales anteriores y desprovisto de los recursos proporcionados por la complementaridad ecológica. Finalmente debemos mencionar la tesis epidémica considerada como la más importante entre las cuatro enumeradas. Recuérdense las devastadoras

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La aparición en América de enfermedades provenientes de Europa y África provocó una sensible disminución de la población nativa. Esta acuarela del siglo XVIII presenta a un indígena víctima de la viruela.

lor de cabeza y accidente de calentura muy recio, y luego se pasaba el dolor de cabeza al oído izquierdo, y agravaba tanto el mal que no duraban los enfermos sino dos o tres días”. Otro factor causante de enfermedades fue el traslado indiscriminado de poblaciones a pisos ecológicos diferentes, lo que llevó a comentar a algunas autoridades, que: “Los indios que en tiempo de verano bajan a esta ciudad de Lima, por la contrariedad del temple deteniéndose algo los más mueren, cosa que he notado sucede en ellos y no con los españoles y otras naciones que vienen de temples más fríos”. El mal al que se refiere el párrafo anterior es sin duda el paludismo, mal de las regiones yungas, que afectó hasta bien entrado este siglo a los pobladores de las alturas cuando bajaban a la costa. Algo similar sucedía con los indios trasladados hacia las zonas de ceja de selva donde empezaron a trabajar en las rentables plantaciones de coca, que abastecían zonas mineras como Potosí y Huancavelica. Mención aparte merece la sífilis, sobre cuyo origen se ha discutido mucho pues se diagnosticó por vez primera en el sitio de Nápoles en 1495. No se sabe a ciencia cierta si provino de América o si realmente se escondía bajo antiguas e imprecisas descripciones medievales. El hecho cierto es que fue una enfermedad infecciosa de notable difusión tanto en Europa como en América durante este periodo, y considerada como “castigo divino” (Mörner 1978: 24, 41-42; Sánchez Albornoz 1977: 61-86; Pease 1992 a: 212-220).

La recomposición de la población El dramático derrumbe demográfico de este reino tiene algunas analogías con el ocurrido en Egipto con la invasión musulmana tras la hégira, donde la población nativa pasó de 30 millones a poco más de 2 millones. Sin embargo la población en el Perú se estabilizó en los años finales del siglo XVII, y ya en el siglo XVIII y aunque muy tardíamente, comenzó a recomponerse. La disminución poblacional que causó honda 433

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pestes que redujeron las poblaciones europeas a tercios y mitades en sucesivas oleadas de muerte, durante los siglos XII y XIII. Análogamente, los europeos en América trasmitieron una enorme cantidad de enfermedades, que diezmaron a poblaciones carentes de defensas orgánicas y con un sistema inmunológico no preparado para enfrentar tales males. Muchas de estas epidemias se convirtieron en enfermedades endémicas o recurrentes, que reaparecían cada cierto número de años afectando nuevamente a la población que se empezaba a recuperar. Se cree que el primer mal transmisible de procedencia europea en llegar al Tahuantinsuyo fue la viruela, que arribó aun antes que los conquistadores. Dicho mal habría causado la muerte de Huayna Capac y de su sucesor, Ninan Coyuchi. Luego de esta primera aparición, la viruela rebrotaría en el país en los años 1558 y 1559, avanzando desde el Cuzco con rumbo a Quito, ensañándose con los indígenas y matando en Lima a una quinta parte de la población. La maligna peste regresaría periódicamente en 1585, 1589, 1597, 1606, 1619, 1632, 1680, 1749, 1756 y 1814. Otras enfermedades que también hicieron su aparición prontamente fueron el tifus, la influenza, la peste bubónica, la rubéola, el sarampión y la escarlatina. Más adelante la población africana trajo sus propios males como la malaria, el tracoma y la fiebre amarilla, así como algunos tipos de disentería. Cieza relata el desarrollo de una de estas epidemias, probablemente de influenza: “En tiempo del visorrey Blasco Núñez Vela andaba envuelto en las alteraciones causadas por Gonzalo Pizarro y sus consortes, vino una general pestilencia por todo el reino del Perú, la cual comenzó más adelante del Cuzco y cundió por toda la sierra, donde murieron gentes sin cuento. La enfermedad era que daba do-

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Patrucco sideró que no actuar contra preocupación, tanto por conla mita hubiera condenado sideraciones éticas como ecosu alma. También Guaman nómicas, tuvo sin embargo Poma de Ayala, indio acultusus bemoles, porque los cenrado, propuso a la Corona sos y tasas de las reducciones “reducir” a los españoles y ocultaban información. En no a los indios, es decir aisrealidad, la fuga de los tribular dentro de las ciudades a tarios y la lenta conversión los hispánicos y dejar que de los indios en mestizos palos indios vivieran dispersos ra ser eliminados de las imen el campo sujetos a sus cuposiciones toledanas, desnaracas, quienes dependerían turalizaron el enfoque censal. directamente de la Corona, a Los habitantes andinos la que entregarían pingües dejan de ser originarios y se tributos y para quien tenvuelven forasteros, abandodrían bien gobernado el reinan su condición de indios y no. Otros interesados en el se convierten en mestizos. bienestar y la salud de los inEsta recomposición de la podios fueron los religiosos, blación durante el siglo XVIII entre los que destacaron los se puede apreciar claramente hermanos de hábito del doen los recuentos de la época. minico De las Casas. AlguSegún Cook, en 1751 había nos juristas como el licen612 529 andinos, de los cuaciado Falcón presentaron les 2 080 eran curacas, 88 Portada de Dispvtationem de Indiarvm Iure obras como su Representa160 tributarios, 54 920 foras(Madrid, 1629) de Juan de Solórzano y Pereyra. ción… sobre los daños y moteros, 34 486 reservados, 143 lestias que se hacen a los in180 muchachos y 189 729 mujeres. Sin embargo 120 años antes se consigna- dios, y otros autores como José de Acosta realizaron ban 601 552 indígenas, lo cual nos indica que la po- propuestas de diferente índole en obras como el De blación aumentó en dicho lapso en unos 12 mil in- Procuranda Indorum Salute, en donde plantea la midividuos. Contradictoriamente la cantidad de tribu- noría de edad de los aborígenes y su condición de tarios ha bajado, pues en el año 1620 había 136 miserables. El ya citado Juan de Solórzano, en su Dispvtatio235, es decir unos 40 mil más que en 1751. Indudablemente se estaba enmascarando un gran número nem de Indiarvm Iure, describe la realidad del virreide tributarios para protegerlos. Además, el universo nato y sugiere respetar a los pobladores aborígenes. poblacional podría ser mucho más grande si consi- También algunos indios nobles plantearon propuestas para solucionar los problemas que afectaban a deramos el fenómeno del mestizaje. En otros recuentos regionales vemos cómo en el sus connaturales. Es el caso del curaca norteño ViCuzco se pasa de unos 126 mil habitantes a finales cente Mora Chimo Capac y del descendiente del indel siglo XVII, a unos 206 mil en 1786, y para 1798 ca Tupac Yupanqui, fray Calixto de San José Tupac aparecen unos “misteriosos” 315 mil habitantes. Inca. Pero a la larga, pocas fueron las medidas efecAunque desconfiemos de la veracidad de la tercera tivas que se tomaron para recomponer la población. cifra, es indudable que el crecimiento se aceleró en Quizá debamos reconocer en primer lugar los esesa época, inclusive antes de 1786, pero no fue es- fuerzos de los propios pobladores andinos para rescrutado por múltiples motivos. Resultados semejan- tablecer el equilibrio demográfico durante el siglo tes podríamos encontrar en Arequipa, donde se XVIII. Aun cuando los estimados de los censos poblacuentan 13 983 habitantes indios en 1751 y luego hacia 1792 se constata la existencia de 66 609 pobla- cionales y los tributos bajaran y bajaran, había un sector en constante aumento, grupo decididamente dores andinos, 17 797 de los cuales eran mestizos. Propuestas y medidas para solucionar la crisis compuesto por los mestizos. El mestizaje –como se demográfica fueron dadas por gente como el conde verá en la sección pertinente– era una realidad inde Lemos, quien gobernó entre 1667 y 1672 y con- contrastable incluso en las “aisladas” reducciones 434

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LOS INDÍGENAS Los indios nobles y los curacas Los indios nobles según la reinterpretación católica de los postulados aristotélicos, debían ocupar un lugar destacado dentro de la República de Indios, y de hecho los miembros de la elite incaica y algunos señores macroétnicos fueron distinguidos desde los primeros días de la conquista. Sin embargo la insurrección de Vilcabamba los situó en duro trance y muchos aristócratas indígenas fueron juzgados y vigilados. Por la fuerza inexorable de los hechos, los descendientes de algunos soberanos siguieron habitando el Cuzco, luego de demostrar su pertenencia a las panacas reales, aunque su posición social y económica se fue deteriorando rápidamente. Un siglo más tarde era difícil rastrearlos como sucesores de los incas y se encontraban paupérrimos, aunque algunos se vincularon a las nuevas formas de dirección de la República de Indios, accediendo a los cargos curacales. Solamente oficiando de caciques podían detentar los recursos necesarios para

mantener el decoro y la dignidad de un descendiente incaico. Pero durante el siglo XVIII la prestancia y autoestima del grupo noble indígena pareció revivir, y para ciertas familias que supieron manejar adecuadamente el discurso del “nacionalismo inca”, llevar la “sangre de los soberanos incas en las venas” se convirtió en un signo de distinción. Incluso linajes mestizos y criollos cuzqueños alimentaron estos simbolismos para recuperar la importancia debida. Los propios españoles no fueron ajenos a estos mecanismos del nacionalismo inca durante las guerras de la independencia, cuando intentaron plegar a los grupos indígenas al partido realista. Hacia 1820 se restablecieron las preminencias de los indios nobles y curacas en ceremonias públicas como la procesión del Corpus Christi, abolidas cuatro décadas antes tras el levantamiento de Tupac Amaru II. En los tiempos coloniales la figura del indio noble se fue asociando cada vez más a la función del curaca. Los documentos tardíos no hacían ya mayor diferencia entre ambos niveles, como lo señala la siguiente comunicación oficial: “como descendientes de los indios principales se llaman caciques, (ellos) y a sus descendientes se les deben todas las preeminencias y honores, así en lo eclesiástico como en lo secular, que se acostumbran conferir a los nobles hijosdalgos de Castilla, y pueden participar de cualesquiera comunidades que por estatuto pidan nobleza, pues es constante que estos en su gentilismo eran nobles y a quienes sus inferiores reconocían vasallaje y tributaban…”. Como es lógico suponer regulaciones reales de este tipo favorecieron la aparición de muchas probanzas y litigios de descendencia regia, muchos de los cuales se basaban en informes falsos y erróneas categorizaciones surgidas en medio del caos de la conquista. Estas probanzas y

Detalle de la procesión del Corpus Christi en el Cuzco donde puede apreciarse el desfile de señores indígenas. Este lienzo del siglo XVIII, de autor anónimo, se conserva en el Museo del Arzobispado del Cuzco.

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indias, donde los funcionarios españoles rodeados de ayudantes mestizos y esclavos se encargaban de cumplir con la drástica separación entre las dos repúblicas. Simultáneamente los perseguidos por la justicia y gentes sin oficio de diferentes razas se refugiaban en estas tierras indígenas, generando una constante mezcla de sangres. Los indios veían el mestizaje con buenos ojos, puesto que sustraía a sus hijos de la mita y del tributo, además de lograrse un ascenso en la escala racial. Es sabido que un mestizo tenía mayor facilidad que un indio para aculturarse y hacerse pasar por criollo. El mimetismo social como arma de integración se desarrolló desde los estratos más bajos de la población, lo que a su vez promovió este tipo de relaciones interraciales. Como consecuencia el grupo mestizo creció tanto que las autoridades españolas decidieron que se les gravara con el tributo y la mita, como a cualquier indio. El virrey Melchor de Navarra y Rocaful, duque de la Palata, ordenó que fueran incluidos junto con los indios forasteros en los censos regionales (Sánchez Albornoz 1977: 80 y ss.; Pease 1992 a: 214 y ss.).

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Patrucco se reproducían asimétricamente vínculos de reciprocidad y redistribución. Apoyados en los “justos títulos de la conquista”, hubo el intento de evitar las tiranías de los gobernantes andinos, pero a pesar de estas limitaciones los curacas siguieron teniendo mucho poder e inclusive muchos jefes étnicos se adhirieron a los planteamientos lascasianos, nombrando representantes para ofrecer a la Corona exorbitantes cantidades de dinero a cambio de la abolición de la perpetuidad de las encomiendas. Desde las primeras épocas aparecieron curacas enriquecidos que se amoldaron a los nuevos tiempos y supieron extraer ventaja de su papel de intermediarios entre los indios y las autoridades hispanas. Fue por ejemplo frecuente que los curacas se apoderaran de bienes incaicos –que teóricamente debían pasar directamente a la Corona– y los funcionarios toledanos los censaron como propietarios de miles de camélidos o de extensas tierras. Otros obtuvieron suculentos beneficios mediante tempranas alianzas con los españoles, como por ejemplo los curacas de Jauja, que lucharon judicialmente durante muchos años para ver cumplirse las promesas de los primeros conquistadores. Aun cuando los ayllus del siglo XVII se fueron empobreciendo notablemente, centenares de curacas ingresaron con éxito a la economía colonial a través de la lenta apropiación de las tierras comunales, las que fueron pasando a formar parte de su peculio personal. La usada fórmula: “tierras pertenecientes a mis antepasados desde muy antiguo” sirvió para denominar las tierras apropiables del ayllu o de la familia extendida, y empezó a connotar exactamente lo que las leyes castellanas entendían como tal. Inicialmente fue una medida de protección para evitar que las parcelas comunales fueran pasto de la voracidad de los españoles, que aprovechaban las reasignaciones de tierras vacantes. Después se convirtió en un verdadero subterfugio para expandir las tierras administradas por los curacas de una manera muy occidental. La recaudación de los tributos también constituyó otra fuente de riqueza e influencia para los jefes étnicos, quienes libraron de tal carga a sus parientes más cercanos y se la redoblaron a los demás indios del común, sucediendo lo mismo con la mita. Otra forma de lucro caciquil residió en la venta de mano de obra indígena a los empresarios españoles que carecían del derecho a mitayos. Unión de la descendencia imperial incaica con las casas de los Pero las posibilidades de enriquecimiento y Loyola y los Borja. En el extremo inferior derecho se aprecia a los abuso de los curacas tenían como límite el nivel contrayentes don Juan de Borja y doña Lorenza Ñusta de Loyola.

solicitudes pedían los más diversos títulos, mercedes, rentas, encomiendas, privilegios y honores que pueda imaginarse, y solamente muy pocas fueron satisfechas. Algunos personajes como Paullu Inca por ejemplo, alcanzaron sus objetivos por la transparencia de su antiguo linaje, y otros como Martinillo de Poechos, quien más tarde se convirtió en don Martín Pizarro, lograron el reconocimiento de sus demandas por su lealtad y aculturación. Pero aun a los más prestigiosos indios nobles les fueron vedados algunos privilegios y ocupaciones, como las profesiones más distinguidas y casi sin excepción las encomiendas y demás dignidades semejantes. Martinillo de Poechos –al decir de Lockhart– es un interesante ejemplo de la ambigua situación de los indios distinguidos, ya que ostentaba las máximas prerrogativas a las que un español aspiraba, como compartir bienes y relaciones con los poderosos Pizarro, pero cuando la ocasión lo ameritaba, podía ser considerado como un indio más, y en consecuencia ser tratado como tal. Desde la época de Toledo, los visitadores informaron de la explotación que los curacas ejercían sobre los indios de sus parcialidades, haciéndolos trabajar sin pago. El desconocimiento que tenían estos informantes de la tradición andina les impedía descubrir si tras estos trabajos no remunerados

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte para la construcción de una iglesia, 9 mil cabezas de ganado y una larguísima documentación sobre el manejo de sus propiedades de tierras y los fondos comunales. La Corona consideró como una necesidad la occidentalización de los hijos de los curacas, especialmente de aquellos que heredarían la tiana o silla curacal. Con tal fin se fundaron los centros de enseñanza de indios nobles, como el de San Francisco de Borja en el Cuzco o el colegio Del Príncipe en Lima, siguiendo el mandato de las leyes de Indias: “deberán ser llevados (allí) los hijos de los caciques de pequeña edad y encargados a personas religiosas y diligentes que les enseñen y doctrinen en cristiandad, buenas costumbres, pulicia y lengua castellana y se les asigne renta competente a su crianza y educación”. Allí aprendían bajo la atenta vigilancia de los preceptores jesuitas a leer, escribir y a realizar las operaciones aritméticas básicas. Estudiaban asimismo doctrina cristiana, fundamentos de ética y derecho natural, pintura y música, pero se trataba de que la aculturación no fuese tan radical, para que luego pudieran acostumbrarse a vivir nuevamente en sus comunidades de origen. Un maestro jesuita afirmaba de sus alumnos: “acuden a este colegio los hijos de muchos pueblos y provincias y se crían y enseñan en la verdadera fe del Evangelio y ellos van a sus pueblos fundados en esta verdad y entrando después a gobernarlos tiene en cada uno la iglesia un esforzado soldado contra el demonio y destrucción de la idolatría, enseñando estos niños a sus mismos padres y parientes convenciéndoles con razones y verdades que van fundados, como os han reducido y confirmado muchas veces…”. Esta privilegiada situación de los curacas se vio seriamente comprometida tras la rebelión de Tupac Amaru, pues sus genealogías fueron desconocidas, sus preeminencias abolidas y los símbolos de su posición prohibidos. Los alcances obtenidos tras el “resurgimiento incaico” se derrumbaron de la noche a la mañana. No en vano añoraría el noble Justo Sahuaraura: “ya no hay trajes de incas, ñustas, bustos, escofietas que suelen usar los nobles incas, vestidos de uniforme o de golilla; ya no llevan las insignias de los incas ni el plumaje” (Pease 1992a: 294; Busto 1981: 43-46; Stern 1982: 252-266; 270 y ss.; Pease 1992b: 149-165; Lockhart 1982: 266 y ss.; Ossio 1992: 163-165).

Los indios enriquecidos En la imprevisible sociedad colonial no todos los indios adinerados tenían que ser necesariamente 437

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de redistribución que debía mantenerse al interior de la comunidad y al que no podían sustraerse. Para seguir siendo aceptado como cacique, éste tenía que prestar ayuda y solidaridad a los indios de sus reducciones, lo cual significaba un alto costo en metálico, so pena de enfrentarse con la comunidad, perdiendo en este último caso la disponibilidad de fuerza de trabajo y una serie de otros privilegios en los que basaba su prosperidad. Así, los curacas de importancia intermedia y menor pudieron mantener los vínculos de reciprocidad, pero no sucedió lo mismo con los grandes señores macroétnicos que se vieron absolutamente imposibilitados de ejercitar una redistribución en gran escala, por lo que a la larga desaparecieron como tales. Dentro del ayllu comenzaron a diferenciarse grupos pobres y ricos, convirtiéndose los segundos en acreedores de los primeros. Y pronto las relaciones se volvieron tensas, siendo frecuente que los indios prestamistas pidieran penas de cárcel para los indios deudores, o amenazaran con “venderlos” como yanaconas a un español hasta que pagaran la deuda redimida por el nuevo patrón. Los movimientos nativistas de principios del siglo XVII fueron insurgencias de índole mesiánica que permitieron que los indios no sólo se vengaran de los españoles rurales y de los sacerdotes, sino de los curacas indígenas que no habían sabido mantener el equilibrio adecuado entre su prosperidad de raigambre occidental y sus lealtades étnicas. Una legión de curacas rápidamente aculturados iniciaría, tímidamente primero y agresivamente después, su inserción en el intrincado mundo financiero colonial, utilizando la reciprocidad y la redistribución como ventajas comparativas para ingresar en el mundo de los negocios. Un caso digno de citarse es el de Diego Caqui, cacique de Tacna enriquecido a partir de sus sembríos de vid, maíz, trigo, quinua y ají –producto este último con el que pagaba a sus operarios–, y de una vasta producción de vinos que eran transportados en sus propios navíos a Panamá o en caravanas de arrieros hasta Potosí. Otro ejemplo es el de Diego Chambilla, curaca de Pomata, con grandes propiedades inmuebles en Potosí, negocios en su curacazgo y una complicada red de apoderados con los cuales manejaba sus empresas y prebendas, que incluían la capitanía provincial de la mita. Finalmente, para no hacer muy largo este listado, podríamos mencionar al afortunado curaca Gabriel Fernández Guarachi, quien al morir dejó la astronómica suma de 40 mil pesos de deudas, 20 mil pesos destinados

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Patrucco curacas o nobles. A veces los parientes de los curacas, los indios huidos, los mitayos que se habían apropiado de metales preciosos en las minas, o los nativos que por algún motivo azaroso se habían aculturado aceleradamente (sin haber pasado necesariamente por los colegios de caciques), podían desempeñarse adecuadamente al interior de la República de Españoles y extraer enormes beneficios de ello. Incluso dentro del ayllu habían logrado acumular un capital, librándose de pagos y de los onerosos servicios de la mita, el tributo, el servicio personal y otras contribuciones forzosas. Debido a su mejor posición económica, podían conseguir que los indios empobrecidos los reemplazaran en las tareas más duras estipuladas por la legislación indiana. En ocasiones las parcelas individuales se volvieron objeto de comercio y los propietarios endeudados debieron cederlas a sus acreedores, por lo general indígenas que vivían del acaparamiento de tierras. A veces estos nativos enriquecidos obligaron a algunos mitayos a traspasar sus escasas propiedades como pago de préstamos, y no fue raro que los naturales endeudados laboraran grandes temporadas para el prestamista, también indio. Conforme avanzaba el siglo XVII, los indios con éxito intentaban alejarse de las maneras andinas de concebir la propiedad, la reciprocidad y los vínculos tradicionales. Los grandes productores artesanales, los comerciantes de mediana y gran escala, los productores cocaleros o de otros productos de gran demanda, imitaban a los españoles y buscaban riqueza líquida, bienes contantes y sonantes. Si conservaban algunos de los antiguos sistemas de reciprocidad andina era en favor de sus “modernas” empresas, y sólo para mantener su pertenencia al grupo. De hecho, muchos de estos empresarios indios afrontaron juicios tan graves como los que se iniciaron contra los españoles. Los indios ricos se jactaban de hablar buen castellano, vestían a la manera de Castilla, se paseaban 438

Retrato del sacerdote Justo Sahuaraura, autor de Recuerdos de la monarquía peruana (París, 1850), autocalificado como descendiente de los incas.

en cabalgaduras de ricas monturas, con pistoletes y espadas al cinto e inclusive algunos iniciaban ricas colecciones de armas antiguas. Sus casas por lo general presentaban muebles de costosa factura o al menos denotaban usos y costumbres muy occidentales, cambiaban su dieta, aprendían a leer y escribir o al menos a firmar. La cúspide de este proceso era entablar amistad con los españoles adinerados y moverse en dicho círculo social, por lo que nació un extraño grupo de “exitosos peninsulares de piel india”. En algunos casos se producían entronques matrimoniales entre familias de la elite española y estos aculturados, siempre y cuando descendieran de linajes incaicos. Los españoles provincianos, sobre todo los de rango intermedio, no eran tan exigentes y podían llegar a ignorar las prosapias indígenas de menor valía, si las uniones representaban beneficios por los abundantes bienes y tierras de los futuros consuegros. Aunque parte de esta aculturación se debió a los colegios de caciques, muchos indígenas que ni siquiera habían pasado por sus aulas resultaron más hispánicos que los propios discípulos de los jesuitas. Otra forma interesante de aculturación fue la religiosa. Muchos naturales vieron en el cristianismo uno de los caminos directos a la hispanización y se volvieron muy creyentes y devotos pero, aun cuando practicaran un cristianismo ortodoxo, entendían al dios de los españoles como uno más de su extenso panteón. Sin embargo al dios occidental le rendían especial reverencia y sobre todo hacían mucha gala de ella. La asimilación de estos indígenas ricos al sector empresarial español, promovió una alianza de intereses para la mejor expoliación de los sectores deprimidos (Stern 1982: 243 y ss.; 270-278).

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Los indios forasteros y yanaconas

cielo”, y los empresarios españoles, tanto los beneficiados por las ineficientes mitas como los privados de ellas, competían por disponer de mayor cantidad de mano de obra. De esta manera empezaron a darse una serie de “contratos de trabajo”. La fuerza de trabajo se intercambiaba por dinero o productos para la subsistencia y el patrón debía asegurar el bienestar del contratado. En algunos casos se llegaba a señalar la obligación de enseñar un oficio al trabajador. Lógicamente había rubros y sectores que resultaban más rentables que otros. Los artesanos podían contar con una ganancia promedio de 40 a 60 pesos al año, mientras los arrieros tenían la posibilidad de obtener entre 80 y 130 pesos, con la atribución adicional de poder transportar mercancías propias. Sin embargo en el campo los ingresos resultaban sumamente magros. Si bien la relación de yanaconaje no era de ningún modo placentera, pues las exigencias eran muy duras por parte del patrón, se requería en cierta medida del consentimiento del indio para renovar cada cierto tiempo la “contratación”. El intento de endeudarlos para alargar más los plazos de servicio tenía sus problemas para el empleador, pues los yanaconas se informaban de las mejores condiciones de trabajo y dejaban de ir donde el contratante más abusivo. Un remedio final frente a los malos patrones podía ser la huida, dejando impagas las deudas que los ataban. Dice Stern: “para el siglo XVII muchos productores habían llegado a depender de la voluntad de los indios de trabajar para los colonizadores”. No en vano un testigo de la época señalaba que “prometen montes de oro para atraer a los indios a convertirse en yanaconas”. También en los cenMelchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata.

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Los indios del común, especialmente los más empobrecidos, observaban con tristeza y desesperanza lo poco que el destino les deparaba. Cuando llegaban a la edad adulta, etapa en que tenían que pensar en casarse, formar una familia y empezar a cumplir con las imposiciones estatales como la mita, el tributo y los repartos mercantiles, resolvían en muchos casos desarraigarse, huir de la comunidad con rumbo desconocido, lejos del hogar y la familia, sin el abrigo de la reciprocidad y los lazos de protección del ayllu. Tres cuartas partes de los indios forasteros habían escapado aún solteros, pues la situación se tornaba mucho más angustiante cuando se tenía mujer e hijos. Las posibilidades de encontrar mejores horizontes eran muy variables y así mientras algunos se alquilaban como yanaconas en las zonas cocaleras tropicales, otros se abrían camino en las inhóspitas y desconocidas ciudades. Pero también existía la alternativa de integrarse a una nueva comunidad indígena, donde como forastero se evadían determinadas imposiciones, aunque estaban obligados a repartir sus excedentes con sus “anfitriones”, o a hacer contratos de servicio o yanaconaje con algún hacendado u obrajero cercano. Temporal o definitivamente, terminaban ganándose la vida como empleados a sueldo, mingas mineros, aprendices de artesanos o jornaleros. Los yanaconas que trabajaban en las haciendas y otros lugares fueron una minoría durante el siglo XVI, pero en la siguiente centuria resultaron cada vez más numerosos. Al respecto, el duque de la Palata decía: “de muchos años a esta parte se ha reconocido la grande despoblación a que han llegado todos los pueblos de estas dilatadas provincias del Perú y los graves inconvenientes que se van continuando de no aplicarse el remedio a tan universal ruina, pues no puede conservarse el reino con sólo las principales ciudades si todo el resto de sus miembros se enflaquece y despuebla como se va sucediendo… lo que se da por… la facilidad con la que los naturales se mudan a sus domicilios retirándose a las ciudades y escondiéndose a donde nunca les alcance la noticia de sus caciques y gobernadores…”. La disminución de los indios de las reducciones, tras las fugas de sus moradores y el incremento de la población mestiza, llevó al virrey antes citado a incluir a los hijos de blancos e indias y a los forasteros en los censos de poblaciones, asegurando así su condición de mitayos y tributarios. La medida no llegó a dar el resultado esperado porque se iba abriendo un amplio mercado de trabajo para estos indios “caídos del

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Patrucco

En el estremo derecho de este lienzo se puede apreciar a una mujer mestiza del Perú colonial, donante de la obra pictórica que hoy se conserva en la iglesia de San Pedro, en Lima.

tros mineros los indios mingas que eran pagados comenzaron a suplir la aguda escasez de trabajadores que fomentaba la deficiente mita del siglo XVII. El propio Guaman Poma atestiguaba: “y así como ven estos indios ausentes (establecidos en las ciudades) se salen otros idos de sus pueblos y no hay quien pague el tributo ni hay quien sirva en las dichas minas… …y están lleno de indios la rancherías de la dicha ciudad (de Lima) y no hay remedio y hacen ofensa al servicio de Dios nuestro Señor y de su Magestad y no multiplican los dichos indios en este reino” (Stern 1982: 232-236; 243250).

Los indios urbanos La arquitectura de la sociedad andina se desplomó y sus integranUna vista de la ciudad de Potosí en un grabado del siglo XVII de la obra de Olfert Dapper.

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tes debieron buscar remedio a su situación personal en todos los resquicios que la nueva sociedad les proponía. Desde las primeras épocas los indios debían bajar a las ciudades para entregar los tributos del repartimiento y luego permanecían unas semanas en la urbe trabajando para los encomenderos o éstos los alquilaban a otros españoles que necesitaran de esa fuerza de trabajo adicional. Más adelante el curaca directamente realizaría ese contrato con el interesado. Además del personal de servicio que habitaba temporalmente en casa del amo, los españoles tenían tres tipos de indios a su disposición: sus sirvientes permanentes, los migrantes individuales en busca de trabajo o yanaconaje, y los tributarios organizados, alojados en extensas barracas adecuadas para tal fin. En zonas como el Cuzco se extendía una zona intermedia entre la casa del encomendero y la barraca de los tributarios. Estos últimos se alojaban en casas de propiedad ancestral que se ubicaban en los barrios de la ciudad reservados para indios. Muchos de los indios empezaron a gustar de la forma de vida de las ciudades y, tentados por los atractivos de los centros de trabajo y de comercio, empezaron a huir hacia ellas. Aun ciudades tan inhóspitas como Potosí recibían indios forasteros que se integraban a los sistemas comerciales allí existentes, para escapar del controlismo de las reducciones. Las calles de la metrópoli minera, que llegaría a albergar más de 160 mil habitantes –cifra espectacular para la época–, se veían llenas de indios con ropas nuevas y dineros en los bolsillos. Los establecidos en la urbe del Cerro Rico habían encontrado

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Los indios del común Un documento de 1697 afirmaba de los indios comunes: “descendientes de los indios menos prin-

cipales que son los tributarios y que en su gentilidad reconocieron vasallaje… y descendientes de ellos y en quienes concurre la puridad de sangre como descendiente de la gentilidad, sin mezcla de infección u otra secta reprobada, a éstos también se les debe contribuir con todas las prerrogativas, dignidades y honras que gozan en España los limpios de sangre que llaman el estado general…”. Decía un dominico: “agora están los indios pobres y particularmente subjetos a los curacas que en ningún otro tiempo, y son ellos más vejados y violentados y esto se ve claro, pues la mitad del año gastan en servir a sus curacas, y la causa es no haber justicia y los pobres no atreverse a pedilla por temor de no salir con ello y no tener favor, y como no hay justicia sobre los curacas ni quien les vaya a la mano, hacen lo que quieren, porque los corregidores, como ellos no pueden robar y ser aprovechados con el favor y ayuda de los curacas, hanse hecho con ellos y así roba el corregidor por una parte y el curaca por otra, y así son los indios más vejados que nunca; e para el remedio desto don Francisco de Toledo dio tasas y salarios y quedáronse con lo uno y con lo otro”. Al cabo de pocos años los datos de las visitas y los censos primigenios ya no correspondían a la realidad, pues los antiguos ayllus y reducciones empezaban a quedarse despoblados por el desastre demográfico, pero también por el cambio cualitativo de la población. Muchos de sus habitantes ya no eran indios sino mestizos y en consecuencia no se les contabilizaba en los padrones. Obviamente tampoco se consignaba a los huidos. Frente a la presión ejercida por los curacas, encomenderos y funcionarios, los indios tenían la posibilidad de pedir a la Corona una ”revisita”, que podía comprobar la existencia de casas abandonadas y confirmar la muerte y la fuga de tributarios. Cabía entonces que se aprobara una reducción de los tributos que esa comunidad debía entregar. Inicialmente se trató de un mecanismo de las comunidades para enfrentarse a los encomenderos, pero después se desarrolló un interesante sistema de connivencias entre funcionarios y grupos étnicos. Muchas veces las “revisitas” provocaban la desconfianza de las autoridades jerárquicas mayores y se repetían al poco tiempo con funcionarios diferentes o presuntamente más probos, obteniéndose cifras diametralmente distintas. Por ello durante esta época abundaron las acusaciones contra muchos corregidores que escondían mitayos para dedicarlos a otras actividades. Estas ilegales acciones contaban con la complicidad de los grupos 441

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formas de vida apetecibles para cualquier indio de comunidad, ya que las posibilidades de ascenso y movilidad social eran mucho mayores. Los indios afincados en las ciudades sufrían una repentina amnesia que les impedía reconocer su antigua condición. Como lo refería Guaman Poma “de indio mitayo se hacía cacique principal y se llamaban don y sus mugeres doña”. Los naturales daban un espectáculo bastante particular a las nuevas ciudades españolas como “la dicha ciudad de los Reyes de Lima… atestada de indios ausentes y cimarrones hechos yanaconas oficiales siendo mitayos indios bajos y tributarios se ponían cuello y se vestían como español y se ponía espada y otros cetros, alquilaba por no pagar tributo ni servir en las minas, ves aquí el mundo al revés…”. Todo ello, según el cronista, servía de mal ejemplo a los demás indios que dejaban sus tierras y se dirigían a las urbes a imitar dicho estilo de vida. Las mujeres andinas que se destinaban al servicio del hogar, muchas veces se convertían en queridas o amantes de los españoles, hasta que llegara la esperada mujer del patrón desde la lejana Metrópoli, o mientras el panorama de un provechoso matrimonio no se le presentara al amo. En las primeras épocas también existieron formas de poligamia entre los conquistadores que se rodearon de numerosas mujeres que podían satisfacer sus más mínimos deseos. La sirvienta indígena hablaba bien el castellano, aunque seguía vistiendo según los usos vernaculares. Cuando el patrón resolvía dejarla por algún motivo, arreglaba muchas veces un matrimonio con un mulato o un indio de su servicio o le dejaba alguna pequeña propiedad, una casita, un lote o le regalaba un esclavo o una pequeña renta, para no dejarla desamparada. La amante indígena abandonada era un espectáculo desgarrador que pocos españoles querían propiciar y el mismo Guaman Poma criticaba la ligereza frente a la sexualidad de muchas de estas indias radicadas en las ciudades. En su Nueva corónica y buen gobierno escribió: “muy muchas indias putas cargadas de mesticillos y de mulatos todos con faldellines y botines y escofetas, son casadas, andan con españoles y negros y así otros no quieren casarse con indio ni quiere salir de la dicha ciudad por no dejar la putería… y no hay remedio” (Ossio 1992: 147; Lockhart 1982: 262280).

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Patrucco regionales, interesados en usufructuar la fuerza de trabajo de esos indios, antes que en mandarlos a lejanos lugares de donde seguramente no regresarían. Aprovechando al máximo los poderes casi autárquicos que ejercían en las localidades, los corregidores así como algunos curas de indios, intentaban hacerse de una pequeña fortuna durante su mandato. Y con tal fin cultivaban con esmero sus relaciones con las elites locales, las que a su vez estaban interesadas en aliarse con las autoridades de turno para emprender aventuras comerciales, manufactureras, mineras y agrícolas. La colaboración del corregidor que oficiaba como intermediario entre la comunidad y los empresarios españoles era entonces fundamental. El corregidor duplicaba los tributos que cobraba a los indios, jugaba con los turnos de las mitas y repartía objetos a los indios, algunos útiles como mulas y artefactos de labranza, otros innecesarios y no deseados como peinetas y medias de seda, pero que servían para endeudarlos. El corregidor también atentaba contra la Corona escondiendo parte de la tributación o cobrando otras veces el tributo en ovinos y

Corregidor español y escribano en una ilustración de la Nueva corónica de Felipe Guaman Poma de Ayala.

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camélidos que en vez de ser rematados en el lugar, eran llevados a Potosí por sus ayudantes, obteniendo así pingües ganancias que no iban ciertamente a engrosar las arcas reales. Con todas estas cartas que ocultar, el corregidor debía actuar astutamente para medrar de todos los grupos de interés que se vinculaban con él. Pero la codicia podía crearle al representante estatal un ejército de enemigos e interminables procesos judiciales. Los investigadores han señalado que los corregidores enfrentados con grupos españoles tenían una mayor dificultad para recoger el tributo entre los indios, que aquellos que se acogían a relaciones más armónicas. Los indios de las comunidades empezaron a sopesar las fuerzas a las que se enfrentaban y aprendieron a defenderse de las excesivas demandas de los funcionarios y grupos españoles. Desde tempranas épocas la elite incaica aprendió a luchar judicialmente para probar sus ascendencias y preeminencias, y con la experiencia obtenida en estas lides defendieron los derechos de las etnias que representaban. Al cabo de algunos años el número de litigios de los habitantes andinos era de tal magnitud que sus causas inundaban los juzgados y audiencias. Muchos juicios estaban perdidos de antemano, pero los lentos procesos agotaron a los demandados. En otros casos, ante las perspectivas de un largo juicio, los usurpadores del derecho de la comunidad preferían simplemente llegar a una transacción. Otras veces la táctica utilizada por las comunidades era aliarse con los enemigos de su enemigo, tal vez un hacendado poderoso pero sin mano de obra enfrentado con el corregidor, o un minero dispuesto a enemistarse con el usurpador de las tierras indígenas. Las brechas dejadas por los grupos españoles eran lo suficientemente amplias como para ser detectadas por los habitantes andinos y de hecho fueron utilizadas a su favor. Este fenómeno se agudizaría durante el siglo XVII, en la medida en que se acentuó el proceso de aculturación de los indígenas y la consiguiente resistencia por un lado, y del mayor interés de solucionar pragmáticamente la carencia de fuerza de trabajo. Pero ello no debe llevarnos a olvidar el drama colectivo que significó la conquista. En medio del desastre debemos resaltar la figura de los pobladores andinos que supieron dar respuestas y entrar activa y valientemente en el juego que habían impuesto los conquistadores, imagen muy lejana por cierto de los estereotipos del indio indolente y apocado que “gemía silente bajo su yugo”(Pease 1992a: 214 y ss.; Pease 1992b: 151; Stern 1982: 154-206).

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Resistencia y aculturación indígena

bexaciones, y molestias que padecen los reynos del Perú”, y el descendiente del inca Tupac Yupanqui, fray Calixto de San José Tupac Inca, autor de un documento presentado en 1748, titulado “Representación verdadera y Exclamación rendida y lamentable que toda la nación indiana hace a la magestad del Señor Rey de las Españas y Emperador de las Indias don Fernando VI, pidiendo las atienda y remedie sacándolos del afrentoso vituperio y oprobio en que están más de doscientos años”. Estos manifiestos pusieron de relieve la serie de injusticias que afectaban a los integrantes de la República de Indios, siguiendo el primero de ellos planteamientos típicamente lascasianos, en tanto la “Representación…” resultaba mucho más amplia y versada, pues recomendaba no sólo el cumplimiento de la preeminencia debida a los nobles descendientes de los indios principales, sino otra serie de demandas como la posibilidad de viajar libremente a la Metrópoli, educarse, acceder a las órdenes y profesiones más prestigiosas, la exoneración de impuestos y alcabalas debido a que los indios ya estaban gravados por el tributo, la abolición de los servicios personales y mitas, y que se les considerara como mayores de edad, permitiéndoles hacer uso de todas las prerrogativas de vivir como cualquier español. Con tan avanzadas propuestas viajó fray Calixto a España a presentar su petitorio al rey, pero de regreso fue visto como un peligro potencial aduciéndose una reunión con los curacas de la sierra de Lima para justificar su deportación. Un documento que nunca llegó a manos del rey fue la Nueva corónica y buen gobierno, obra por cierto bastante anterior a las dos previamente mencionadas, salida de la pluma de Felipe Guaman Poma de Ayala, un indio aculturado que murió en 1615. La historia de este valiosísimo manuscrito es apasionante por los avatares que sorteó hasta 1908, año en que finalmente fue encontrado en la biblioteca de Copenhague. En la actualidad la obra es objeto predilecto de estudio de los etnohistoriadores, no sólo por sus célebres dibujos y la visión tan genuinamente andino-española de su discurso, sino porque proponía una lectura diferente de la conquista y delineaba alternativas novedosísimas para el futuro. Indignado por el caos generado por los españoles en los Andes, señalaba que ningún derecho asistía a los peninsulares, ni aun el de la cristianización, pues los indios ya habían tenido el conocimiento del creador bajo el nombre de Viracocha. Además los españoles eran muy malos cristianos y constituían el anti-ejemplo de lo que debía enseñarse, más 443

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La resistencia andina empezaría desde los primeros momentos de la llegada de los españoles. Muchas veces la aculturación de algunos grupos fue una forma de resistencia, al tiempo que la resistencia de otros adquiría las características de una marcada aculturación. Los primeros momentos del enfrentamiento con el invasor se resumen en la tenaz oposición realizada por Manco Inca y sus sucesores desde Vilcabamba. Sin embargo los modernos investigadores encuentran datos que confirman que desde los días primigenios de la conquista se siguieron procesos sumarios contra los curacas que conspiraban contra el régimen, en episodios semejantes al de los trece curacas condenados al garrote y la hoguera durante la prisión de Atahuallpa. Según Franklin Pease, el gobierno escenográfico de los incas entronizados por los españoles no parece haber sido muy provechoso porque no cumplía con los elementos rituales andinos que acompañaban a la designación de un nuevo inca, a saber, enfrentamientos rituales, cogobierno, correinado, confirmación solar y una serie de sutiles ceremonias. Conjuraba también contra su desempeño el grave problema de las banderías y grupos de influencia, tanto a nivel de las intrigantes e irreconciliables panacas, como entre los curacas opositores e interesados en jalar agua para sus propios molinos. A la muerte de “Atabálipa” o Atahuallpa se abrió inmediatamente un nuevo cuadro de alianzas e indisposiciones dentro de la política andina. Con el tiempo muchos curacas encontraron aliados incluso en algunos sectores españoles, como los religiosos. Se sabe por ejemplo que los dominicos y algunos letrados que seguían la prédica lascasiana, organizaron una efectiva campaña contra los abusos del sistema imperante y los vicios de su funcionamiento. No resulta pues extraño encontrar a los curacas reunidos en Mama, Huarochirí, otorgándoles poderes a juristas como Santillán, o a los de Juli y Arequipa nombrando con similar cometido a fray Bartolomé de las Casas y a fray Domingo de Santo Tomás. En esta línea se desarrolló toda una veta de resistencia jurídica indígena que motivó la proliferación de causas judiciales. A ello se sumó la abundancia de memoriales y escritos dirigidos al rey desde sectores particulares, religiosos y administrativos, los que tuvieron diverso destino. Indios nobles hicieron gala de su vocación y capacidad legalista, destacando personajes como el cacique norteño Vicente Mora Chimo Capac, por su “Manifiesto y agravios,

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El mesianismo

Portada de la Nueva corónica de Guaman Poma de Ayala, siglo XVII.

preocupados como estaban de adueñarse del oro y la plata del país. Guaman Poma consideraba que el rey de España como Monarca del Universo podía ordenar este caos, y a él le presenta su propuesta. Siguiendo las categorías andinas del Hanan y Urin, los españoles reunidos en un grupo y los indios en el otro se organizarían en dos grupos separados y diferentes, pero complementarios. La propuesta de nuestro autor consistía simplemente en “reducir” a los peninsulares en las ciudades, lugar natural de la República de Españoles y dejar el espacio rural a los indios, donde gobernarían los curacas, con mejor tino y razón que los conquistadores, no destruyendo a la población andina e incrementando enormemente las ganancias reales. Si bien la mirada de Guaman Poma es contestataria frente al orden colonial, no propone la ruptura del sistema en el cual el autor se encuentra inmerso (Pease 1992a: 304-316; Ossio 1992: 149-177). 444

Otra forma de la resistencia ofrecida por los pobladores andinos sería el mesianismo, concepción extendida entre los indios tras la muerte de Atahuallpa y los sucesos posteriores. Los antropólogos señalan como causas de este fenómeno el profundo sentimiento de crisis sentido por los naturales de los Andes, la añoranza de un principio mediador y unificador y la necesidad de una imagen de orden. Esto se tradujo en el sueño del regreso del inca, de un Inkarrí, es decir un inca con muchos componentes occidentales, pero cuya función sería la de subvertir el orden, volver al pasado y poner lo inferior en lo alto y viceversa. De esta manera se pensaba redimir a los pobladores andinos de su intolerable situación y crear un mundo de paz y orden donde los invasores europeos ocuparan la posición más baja e incómoda. Guaman Poma en su cuadro de edades comparativas de Occidente y los Andes, señala que la última de ellas, la que correspondería según los tratadistas medievales a la llegada del Espíritu Santo y el Juicio Final, coincidirá con el regreso del inca, del cual se hace portavoz. Luego de la derrota de la resistencia militar incaica, los episodios cuzqueños de Manco Inca y la gesta vilcabambina, una de las primeras manifestaciones mesiánicas fue la del Taqui Onkoy, la cual denotó una temprana extinción de la religión oficial solar de los incas, pues se acudió a las huacas locales. El Taqui Onkoy constituyó un movimiento mesiánico de singular importancia, porque al decir de muchos estudiosos, anuncia el fin de las alianzas establecidas entre los señores étnicos y la población andina por un lado, y los conquistadores por el otro. Dicho movimiento obtuvo hacia 1564 miles de adeptos en las áreas cercanas a Huancavelica y Cuzco, y sus seguidores pensaban que estaban a punto de entrar en una nueva edad de salud y abundancia, la época de las huacas vengadoras. Al movimiento se le conoció también como la “enfermedad del baile” pues sus seguidores eran poseídos por las huacas, algo raro hasta ese entonces, pues en tiempos anteriores las huacas se relacionaban con objetos inanimados. Los sacerdotes afirmaban: “no se metían (las huacas) ya en las piedras, ni en las nubes ni en las fuentes para hablar, sino que se incorporaban en los indios y los hacían hablar y que tuviesen las casas barridas y aderezadas para si alguna de las huacas quisiese posar en ella. Y así fue que hubo muchos indios que temblaban y se revolcaban por el suelo, y otros tiraban de pedradas como endemo-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Detalle que muestra a Diego Sayri Tupac y Felipe Tupac Amaru. Esta imagen procede del lienzo que ilustra la unión de la descendencia imperial incaica con la casa de los Loyola y los Borja. El lienzo está datado en el Cuzco, en 1718, y su autor es anónimo.

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niados, haciendo virajes, y luego reposaban y llegaban a él con temor y decían que qué había y sentía y respondía que la huaca fulana se le había entrado en el cuerpo”. La revuelta del Taqui Onkoy también consideraba represalias contra algunos indígenas, tanto hatun runas como curacas que supuestamente habían colaborado con los dioses cristianos, independientemente de su fidelidad hacia sus deidades ancestrales. A los culpables se les exigía la reforma y la colaboración con los taquiongos, que preconizaban la venida de grandes pestes para los españoles y sus secuaces, así como el derrumbe del dios invasor. Es curioso encontrar en todo este fenómeno de regreso a las antiguas divinidades muchos elementos cristianos como las plagas bíblicas, la idea de posesión diabólica y la figura misma del líder llamado Juan Chocne, quien se hacía acompañar por dos mujeres llamadas Santa María y Santa María Magdalena. Cristóbal de Albornoz se encargó de perseguir esta idolatría en un proceso que demoró más de tres años y culminó con el juicio de más de 8 mil indios, no todos los cuales se arrepintieron. Recientemente se han puesto en duda algunas líneas interpretativas de este movimiento y los especialistas intentan reordenar la información obtenida. En épocas ligeramente posteriores aparecieron otros movimientos tales como el Moro Onkoy, que se veía asociado a una epidemia de la cual sólo se salvarían los reconvertidos a la religiosidad andina, y el Yanahuara, otro movimiento surgido en aquella localidad arequipeña que estaba relacionado con los rebrotes de la viruela y el sarampión, enfermedades que según el predicador de la herejía, sólo podrían curarse volviendo al culto de las antiguas huacas locales. Pero luego del Taqui Onkoy, del Moro Onkoy y del Yanahuara, durante todo el siglo XVII seguirían estallando una serie de convulsiones sociales similares, que irían reforzando la idea del regreso inminente del inca. Aunque la razón inmediata de los levantamientos locales estaba relacionada con los excesos que en materia de repartos, mitas y tributos cometían las autoridades locales, el transfondo que los inspiraba era la mítica noción del regreso del inca y la consecuente reordenación del mundo. En

el período comprendido entre el final del siglo XVII y casi toda la siguiente centuria, el mesianismo desembocaría en la revalorización de la figura de los incas y la formación de un “nacionalismo neoinca”, un movimiento que competía con el proyecto criollo en sus dos vertientes, tanto la costeña ilustrada, como la serrana más mestiza y andina. El sentimiento mesiánico se va presentando cada vez con más fuerza y en sublevaciones como las de Juan Santos Atahuallpa, en Tarma y la selva central –a mediados del siglo XVIII–, adquiere una composición pluriétnica, con un proyecto político de largo alcance. La revuelta termina apagándose tras muchos años de represalias en la región, pero la población piensa que el desaparecido líder no ha muerto y vive escondido en el mítico reino del Gran Paititi esperando el momento para regresar o que se ha elevado a los cielos. Profecías como aquella atribuida a Santa Rosa de que el Perú en 1750 volvería a manos de sus legítimos dueños, contribuían a exacerbar este sentimiento. Los curacas aprovechaban esta situación llevando algunas prendas incaicas en su vestir diario, probando su genealogía en largos 445

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procesos, pintando retratos de sus antepasados y presentándose en los grandes eventos –como la procesión del Corpus Christi del Cuzco– totalmente ataviados como incas. Los indios del común quedaban muy impresionados por tal comportamiento y las autoridades españolas se mostraban recelosas de la importancia que iba tomando este nacionalismo inca. Para la época de Tupac Amaru II y y los Tupac Catari, el sentimiento había llegado a su máxima expresión y la situación parecía propicia para iniciar la toma del poder. Pero hubo también otros grupos criollos interesados en capitalizar la influencia nacionalista. Un caso interesante es el de los Esquivel en el Cuzco, quienes planteaban la desobediencia a los españoles y el acatamiento de la autoridad de los grupos de poder criollos y mestizos fuertemente andinizados.

Revueltas como la de Huarochirí en 1750 contarían con la participación de una elite de mestizos y criollos, al igual que la ocurrida en el Cuzco en 1780, en la que ocuparían lugares protagónicos el criollo Lorenzo Farfán de los Godos y el indio Bernardo Pumayauli Tambohuacso. Este movimiento cohesionó gran cantidad de poblaciones, razas, grupos urbanos y rurales, y estuvo vinculado con el proyecto criollo limeño, pues no casualmente Tambohuacso fue defendido por José Baquíjano y Carrillo durante el proceso que se le abrió. Algunos estudiosos han planteado la hipótesis de que este movimiento neoinca impuso a los criollos la necesidad de conducir un levantamiento independiente, para no ser desplazados del gobierno del país por un posible triunfo de las masas indígenas (Pease 1992a:312329; Ossio 1992: 177 y ss.; Stern 1982: 93 y ss.).

II LA REPÚBLICA DE ESPAÑOLES

LOS PENINSULARES La inmigración La política de migración al nuevo continente fue claramente establecida desde el primer momento y la entidad encargada de administrarla fue la Casa de Contratación de Sevilla, que debía llevar la contabilidad y registro de los viajeros a Indias. Pero ni pasaron al nuevo continente todos los inscritos en el libro de permisos, ni se inscribieron en dicha lista todos los que arribaron a América. La cifra de inmigrantes subió de 1 587 viajeros por año para la primera mitad del siglo XVI, a 3 930 viajeros anuales para la segunda mitad y 3 865 para los primeros 50 años del XVII. Céspedes del Castillo estima que la migración no debió superar los 200 000 individuos durante el siglo XVI. De este universo habría que señalar que un tercio eran andaluces, 28% extremeños y de Castilla la Nueva, y un 39% de León y Castilla la Vieja. El porcentaje restante correspondería a españoles del norte, judíos y extranjeros como lusitanos, genoveses, alemanes, griegos y flamencos que fueron rápidamente asimilados. La primacía de 446

los andaluces y extremeños sellaría la personalidad de las sociedades coloniales, estableciéndose fortísimos vínculos entre Sevilla y Lima no sólo en el campo comercial, sino también en el área de las costumbres, la forma de hablar, el trazo citadino, y un conjunto de pequeñas y casi imperceptibles actitudes. Durante el siglo XVI, tras la leyenda de las riquezas incalculables que poseía nuestro territorio con “ríos de leche y árboles de morcilla, y mucho, mucho oro”, el Perú fue el polo de mayor atracción para los viajeros peninsulares pues el 36% de los inmigrantes a Indias se afincaba en estas tierras. Durante la primera mitad del mil quinientos, una amplia mayoría eran andaluces (38%), luego gente de Castilla (26,7%), de Extremadura (14,7%), de León (7,6%), y finalmente de Asturias y Galicia (0,85%). A partir de 1550 fue aumentando la proporción de gente de Extremadura y Castilla la Vieja, en detrimento de los andaluces. Sin embargo la anterior preponderancia sevillana podría ponerse en entredicho, en la medida en que los considerados como tales no siempre lo eran, puesto que Sevilla se había convertido en una urbe cosmopolita con habitantes

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Capilla de Santa Ana en la catedral de Lima, donde yacen los restos de Nicolás de Ribera el Viejo, conquistador, fundador y primer alcalde de Lima en 1535, y los de su esposa, doña Elvira Dávalos Solier.

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venidos de todas las regiones de España, y en muchos casos sólo eran residentes temporales que esperaban hacerse a la mar. El interés por migrar hacia el Perú disminuiría enormemente con el cambio de siglo, volviéndose un punto de mayor interés el virreinato de Nueva España. El difícil paso a Indias disuadía a muchos pasajeros, pues eran notables las penurias que se sufrían durante el trayecto, desde los mareos, catarros y disenterías, hasta pestes de a bordo, escorbuto y males generados por la defectuosa alimentación que conforme se alargaba la travesía se descomponía, se llenaba de alimañas y se reducía a una nauseabunda “miga mezclada con gorgojos y mojada en orines de rata”. A esto se sumaban los peligros del viaje mismo como las tempestades, los naufragios y, en caso de ganar la costa, la eventualidad de encontrarse con indios antropófagos. No en vano los viajeros que llegaban a buen puerto peregrinaban a los templos o vestían los hábitos según lo prometido en los momentos de angustia de la travesía. Pero aun así, muchos seguían llegando a Sevilla en busca de los medios para cruzar el océano, atraídos por las enormes posibilidades que presentaban estas tierras, llamados por hermanos, tíos o primos para echar a andar lucrativas empresas, o simplemente animados por los exagerados relatos de los veteranos que regresaban a casa. Desde los inicios del descubrimiento de América se había trazado una política de migraciones, que establecía quiénes podían realizar la travesía y quiénes estaban absolutamente prohibidos de hacerlo. Esta política podía endurecerse o ablandarse según se tuviera necesidad o no de colonizadores en una región determinada. La Casa de Contratación que otorgaba los permisos evitaba en principio el paso de protestantes, judíos, moros, por ser poblaciones que podrían influir de manera sumamente negativa sobre los indios americanos, absolutamente neófitos en asuntos de religión cristiana. Tampoco los cristianos nuevos, es decir los árabes y judíos recién convertidos podrían pasar al Nuevo Mundo, y los españoles sólo luego de superar la prueba de limpieza de sangre, según la cual sólo se consideraba como cristiano viejo a aquel que en cuatro generaciones no tuviera sangre “impura”, o en su defecto que estuviera alejado en más de doscientos años de su antepasado no

cristiano más próximo. En teoría los judíos conversos de 1492 sólo podrían pasar a América a partir de 1692, algo que como veremos se incumplió de muy diversos modos. También eran considerados peligrosos para la débil fe de los americanos todos aquellos perseguidos y sentenciados por el Santo Oficio, aun cuando se hubiesen arrepentido y conseguido el perdón y la reinclusión en el seno de la Iglesia. Los gitanos también fueron impedidos de pasar al nuevo territorio en la medida en que sus errantes costumbres eran inconvenientes según los criterios eclesiásticos, pero no siempre se cumplieron las disposiciones oficiales. Se sabe que en Lima hubo un grupo grande de ellos a quienes durante mucho tiempo la Audiencia intentó deportar sin mayor éxito. Cuando en el siglo XVIII se pretendió enviar grandes poblaciones de gitanos peninsulares a América, los miembros del Consejo de Indias protestaron enérgicamente porque no era política de la Corona deportar minorías ni presidiarios a sus posesiones ultramarinas. Tampoco se quiso enviar revoltosos, vagabundos y gente sin oficio bajo el convencimiento de 447

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Una pareja de nobles españoles a comienzos del siglo XVII.

que esto sólo haría más difícil el gobierno de estos reinos. La Corona tuvo serios reparos en permitir el paso de extranjeros al nuevo continente, aunque debemos señalar que los criterios de nacionalidad eran bastante relativos en una época en la que el imperio español integraba una serie de reinos como Sicilia, Milán, Alemania, Flandes, Portugal, o colonias de Grecia. Los portugueses y los italianos se agenciaron sin mayor dificultad los permisos de inmigración, pues se les consideraba más españoles que a los propios vascos o catalanes. Los portugueses no sólo entraron como marineros a las sociedades hispanoamericanas, sino principalmente como comerciantes, e inclusive arribaron nobles y personas de alta dignidad provenientes de los mejores linajes lusitanos. Fueron además el único grupo de clérigos foráneos permitidos en los virreinatos americanos. Luego de los portugueses, los italianos eran los más numerosos, y los griegos eran vistos casi como italianos, por los vínculos que las tierras helénicas tenían con las ciudades comerciales del Adriático. En el siguiente lugar aparecían los flamencos y 448

alemanes que ya constituían una verdadera minoría. Estos grupos optaron por una rápida hispanización para integrarse al cuerpo social. La inmigración de personas originarias de potencias antagónicas de España fue insignificante y tuvo un papel muy poco representativo en la vida y cultura de las regiones que los acogieron. Las barreras en estos casos eran sumamente rígidas y sólo se justificaba la presencia de estos ciudadanos en casos de necesidad extrema. Aun bajo el gobierno de los borbones, a los franceses no les fue permitido el ingreso en cantidades relevantes. Un caso interesante resulta el de los piratas y marinos ingleses capturados por las flotas virreinales, que luego de un período de prisión y tras ser convertidos y bautizados según el catolicismo, pudieron rondar en los sectores más bajos de la sociedad. Una antigua y difundida tradición popular asevera que muchos de estos angloparlantes tomaron el apellido de Pichilingue, deformación de la frase “speak in English”, es decir una de las primeras que solían pronunciar. Los requisitos necesarios para obtener la nacionalización eran muy exigentes, tanto así que en la época de Carlos V era imprescindible poseer bienes raíces y residencia fija en la Península y veinte años de matrimonio con alguna natural del país. Bajo los soberanos siguientes la política se endurecería aún más. Si bien la legislación de inmigración era muy clara, la realidad podía ser bastante diferente, y era común que los extranjeros o los impedidos de ingresar por otros motivos se enrolaran en la marinería, sobornaran a una autoridad, o compraran a algún personaje el “permiso de séquito”, pasando a América como sus sirvientes. Las mismas autoridades flexibilizaron los permisos de inmigración de los españoles que en épocas de restricción no hubieran sido elegibles, sobre todo cuando se ponía en marcha una nueva colonización o se necesitaba gente en algún punto específico de las colonias. Una gran preocupación de la Casa de Contratación fue la inmigración de las mujeres, casi totalmente ausentes en la primera época de la conquista. La Corona bregó duramente para reunirlas con sus maridos en Indias, o con potenciales esposos, pero más tarde algunas audiencias como la de Lima pidieron a la Casa de Contratación una severidad mayor por la gran cantidad de mujeres de “poca moral y vida licenciosa que se ven en esta plaza”. Las políticas de inmigración siguieron (como se podrá ver más adelante) un curso bastante errático, pero hacia finales del XVII se sentía temor en España por la despoblación de algunas regiones metro-

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butos indígenas, según las tasas establecipolitanas y se intentó frenar el viaje a las codas, a cambio de velar por la proteclonias, aunque con pocos resultados. ción y bienestar espiritual de los Por mucho tiempo la inmigranaturales. En el Perú se estación de los habitantes del norte blecieron unas quinientas de la Península fue escasa. Sin encomiendas, las cuales embargo durante el siglo eran muy grandes en XVIII, la figura cambió radicomparación con las calmente, cuando aumentó otorgadas en Panamá o el volumen de inmigrantes en Chile. Aunque pade los montes cantábricos y rezca contradictorio, de las zonas aledañas. La cuanto mayor era el núpoblación de la Península mero de indios y mayor que pasó de 8 millones en el el grado de civilización siglo XVII a 11 millones en el manifestada, la encosiglo XVIII se concentraba en mienda podía ser más exel norte, mientras la población tensa. del sur se había estancado. La reLa encomienda o “repartigión cantábrica (país vasco, de un miento de indios”, que tuvo lado y montañas de Santander y una inicial aplicación en CenAsturias del otro) carecía de una troamérica, fue conferida por red adecuada de ciudades que artiprimera vez en el Perú en 1532. culara el comercio y la economía, y Antes de dirigirse a Cajamarca, en cambio había muchos pueblos Pizarro dejó convertidos en aislados dedicados a la agricultura encomenderos a un grupo y el pastoreo. Asimismo, la pode cansados y enfermos blación de hidalgos era muy hombres de la hueste. numerosa entre ellos y tenía Como en el Consejo el permiso para trabajar de Indias se seguía manualmente sin perder Detalle de un mixturero colonial de la colección del Museo Pedro de Osma. debatiendo la convetal condición social, pero niencia de la implanante una amenazante pauperización muchos de ellos se vieron obligados a sa- tación de estos “repartos de indios”, que podían dar lir en la búsqueda de nuevas posibilidades. Esta pie a sueños principescos como los de Cortés en gente venida del norte actuaba con cierta superiori- México, el conquistador del Perú llamó “depositadad frente a los sureños, tanto por la idea de sentir- rios” a los encomenderos, “depósitos” a las encose directores de la reconquista, como por el criterio miendas y “depositados” a los indios. Tal artimaña de la limpieza de su sangre, de origen visigótico e buscaba ganar tiempo y presionar al referido Conseincorrupta de cualquier contacto racial con moros y jo para que ratificara luego la existencia legal de esjudíos. De este modo pasaron a América para dedi- ta merced, como efectivamente sucedió. Lamentacarse al comercio directo y muchos progresaron rá- blemente el temprano honor recibido en Piura por pidamente por su gran empuje (Céspedes del Casti- los primeros encomenderos, que sólo lograron mallo 1983:181-182; Konetzke 1971:51-62; Busto gras tierras, los privó luego de los privilegios y riquezas que obtuvieron los autores de la victoria so1973: 74 y ss.; Lockhart 1982:148-173). bre el inca Atahuallpa. Cada uno de los 170 captores del monarca nativo tuvo derecho, además del LOS ENCOMENDEROS botín en metales preciosos, a erigirse en encomenLa encomienda fue una real merced, otorgada a dero de indios en las zonas más ricas e importantes los conquistadores como recompensa por los va- del antiguo Tahuantinsuyo. Muchos de ellos se vollientes servicios prestados a la Corona en el descu- vieron grandes encomenderos de Lima y Cuzco, brimiento y toma de posesión de las enormes exten- ocupando puestos en los cabildos, y llegaron a obsiones del Nuevo Mundo. Por tal motivo los enco- tener tanto prestigio que sólo les faltó ser nobles, menderos estaban permitidos de disfrutar de los tri- aun cuando muchos provenían de las filas más ba-

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Lorenzo Fernández de Heredia, encomendero de los indios quillacas, uros y acanaques. Ilustración basada en un retrato de 1587.

jas de la sociedad hispánica. Los que estuvieron presentes en la fundación española del Cuzco también accedieron a semejante privilegio, oportunidad que por cierto no se volvería a presentar nunca más, pues a partir de este momento los repartimientos de indios serían cada vez más escasos y ambicionados. Algunos participantes de estos momentos iniciales desecharon la oportunidad de transformarse en encomenderos y sintiéndose ricos con lo que ya poseían y cansados de tantas aventuras, decidieron regresar a España a comprar una buena casa y cargo en el cabildo y llevar una opulenta vejez. Otros, como los comerciantes, no las pidieron porque veían en la encomienda un obstáculo para sus empresas. Los conquistadores de las tempranas horas llevaron sobre sí el orgullo y el beneficio de la “antigüedad”, criterio de precedencia que llegó a ser tan valioso que inclusive ocultaba las jerarquías sociales de la Península. Entre los primeros encomenderos se armaron “banderías” o grupos regionales, como el conformado por Pizarro entre sus familiares y 450

paisanos de Trujillo de Extremadura, los cuales a pesar de sufrir grandes represalias de parte de la Corona, siguieron teniendo mucha importancia aun después de 1560. En tiempos posteriores a la insurrección de Manco Inca (1536-1537), la encomienda sólo se concedió a gente muy bien relacionada e importante, especialmente a los nobles que empezaron a llegar al Perú, a los grandes capitanes o a los miembros de los séquitos de altos funcionarios como los virreyes. Una forma de conseguir la asignación de uno de estos repartimientos era promover revueltas. Por ilógico que parezca, volver al bando de la Corona después de una rebelión se premiaba muchas veces con una encomienda, y si ya se la poseía quizá podía accederse a una más grande. Cuando el primer marqués de Cañete empezó a reservar las encomiendas únicamente para los nobles que llegaban al país, el prestigio y esplendor de los encomenderos llegó a su cumbre. Para poder detener los pedidos de las siempre inalcanzables encomiendas, se contó con algunas vacantes, cuya renta era repartida entre dos o tres conquistadores, logrando de esta forma entretenerlos momentáneamente. La preeminencia social en el Perú de mediados del siglo dieciséis se basaba en la combinación de varios factores: la antigüedad en el territorio, la buena cuna y la educación, aunado todo ello a la conducta seguida en las guerras civiles y las relaciones con los virreyes. Pero la antigüedad nunca dejó de ser la principal de todas estas consideraciones. Los miembros de la administración colonial y sus descendientes o parientes cercanos estuvieron en principio impedidos de tener indios encomendados, pero existen evidencias de numerosas excepciones a la norma, las que a veces fueron patrocinadas por la misma Corona. Es el caso de algunos virreyes y muchos oidores. La encomienda obligaba a su poseedor a satisfacer una serie de exigencias de la Corona. Era preciso mantener gente en casa para defender el territorio, así como tener armas y caballos para servir a los mismos fines. El encomendero debía asimismo residir en la ciudad más cercana a la localidad de los indios asignados. La encomienda solventaba no sólo las necesidades y dispendios de su titular, sino también los de un nutrido grupo de allegados, parientes, amigos y paisanos, huéspedes, dependientes y servidores, que vivían literalmente a expensas del repartimiento. Por lo tanto resultaba de vital importancia asegurar el mantenimiento de esa encomienda en manos del mismo grupo. Privar a un conquis-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte sía y la sodomía, es decir pecados contra el rey, contra Dios o la naturaleza. Para poderla trasmitir a los herederos se necesitaba de hijos legítimos y puros, pero no fueron pocos los mestizos que la alcanzaron. Si la heredera era la esposa, debía casarse pronto y los allegados del desaparecido esposo intentaban unirla con alguien del mismo grupo para no perder la encomienda. Algunas viudas lograron a lo largo de cuatro matrimonios validar su calidad de dueñas de la encomienda, de los negocios y de los bienes del primer esposo, situación favorecida por el alto riesgo de muerte que corría la población masculina y la relativa tranquilidad de la que gozaban las mujeres. Generalmente una encomienda con una renta menor de mil pesos anuales era considerada mala y pobre. Cuando aportaba entre 3 mil y 5 mil podía ser catalogada como medianamente buena. Por encima de los 5 mil pesos se estaba ante una preciada prebenda. Encomiendas excepcionales eran por ejemplo las del Alto Perú, de las que se podía obtener entre 15 mil y 50 mil pesos al año y por ello los conquistadores eran capaces de iniciar las aventuras más delirantes y atrevidas a fin de hacerlas suyas. Pero más allá de los ingresos legítimos que las encomiendas proveían, era común medrar del tributo indígena que le correspondía a la Corona, y en determinados casos una tercera o cuarta parte del monto obtenido por los encomenderos procedía del mal uso de la cantidad aportada por los naturales. Además, estos enriquecidos señores tenían la posibilidad de dedicarse a otras actividades económicas denominadas granjerías, como cultivar en las inmediaciones de sus encomiendas, o dentro de sus linderos, productos muy rentables como la coca y la caña de azúcar, trabajadas claro está con la mano de obra de los indios. También eran comunes como negocios adicionales la crianza del ganado, la minería, la compra de bienes raíces y los préstamos con interés, la inversión comercial y artesanal, los obrajes, la construcción de molinos, trapiches e ingenios, el arrieraje, actividades que fueron muy dinámicas poco antes del seiscientos peruano. El monopolio de la fuerza de trabajo indígena hacía casi imposible que alguien diferente del encomendero del lugar –o sin su consentimiento– pudiera emprender cualquiera de estas tareas. Cuando a fines del siglo XVI el corregidor empezó a desplazar al mayordomo tanto en el cobro de los tributos del titular de la encomienda, como en el manejo directo de los indios, los encomenderos perdieron mucha de su fuerza y vieron esfumarse rápidamente su poder. 451

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tador de su repartimiento significaba dejar sin sustento a todos sus relacionados, así como cambiar el equilibrio de fuerzas entre los distintos grupos de conquistadores. Toda esta multitud de subalternos, mayormente gente desplazada que encontraba el apoyo y la generosidad del encomendero, se alojaba en la mansión de su protector. La “casa poblada” constituía así un elemento capital en el prestigio del encomendero, que de este modo intentaba emular el boato y tren de vida de los grandes nobles españoles. Acompañándose de un gran séquito, donde destacaba un gran número de sirvientes indígenas y esclavos negros, consumaban el sueño de una vida cortesana, con refinamientos como ropa lujosa y muebles finos, inmuebles de alquiler, campos de cultivo y grandes rebaños. El nuevo estatus los llevaba a que se convirtieran en los principales clientes de los comerciantes, y a que se hicieran de cargos en los cabildos. Los artesanos y comerciantes consideraron durante el siglo XVI que la vida hubiese sido prácticamente imposible sin el nivel de consumo de estos opulentos señores, para los cuales importaban productos, fabricaban armas, construían casas y ejecutaban labores que a la larga dinamizaban la economía de las ciudades. Los allegados actuaban como mayordomos, administradores, empleados y en una serie de otras posiciones que estipulaban la jerarquía social y el buen manejo de todas sus empresas. El principal asistente del encomendero era el mayordomo, quien debía vivir entre los indios, recaudar los tributos y supervisar muchas de las actividades que una mano de obra casi gratuita proporcionaba. Estos administradores estaban muy bien remunerados, aunque su trabajo les impedía acceder a cargos de más prestigio o a la ansiada encomienda propia. Por debajo de este personaje estaban los estancieros, quienes por sueldos muy modestos conducían pequeñas chacras entre los indios, pero la rusticidad de su oficio les ganaba el desprecio de los demás españoles. Sin embargo cuando se dedicaban al cultivo de la coca podían comercializar su producción, y acumular cierto dinero para luego independizarse. La encomienda tenía pautas muy rígidas para pasar de mano en mano y trasmitirse de generación en generación. En algunos casos fue vendida a altísimos precios por gente deseosa de volver a España, bajo la apariencia de una cesión gratuita ante la prohibición de enajenarla a título oneroso. Sólo se perdía la encomienda por muerte o por graves faltas como pueden haber sido la alevosía, la aposta-

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Los encomenderos progresivamente vieron erosionado su poder por la aparición de nuevas y rentables actividades económicas y por las políticas del Estado español.

Los reclamos del obispo de Chiapas, Bartolomé de las Casas, sensibilizaron a los encomenderos, quienes en algunos casos durante el período llamado de la “Restitución”, testaron en favor de conventos o de comunidades de indios, tratando de reparar de esta manera los abusos que habían cometido, en la esperanza de recibir el perdón para sus almas. Testaba así un encomendero: Yo les tengo (a los indios de su repartimiento) “como si fuesen mis hijos, que me han ayudado a tener que comer, y como digo, yo los relevo de tributos y de todo lo demás que puedo y si Dios me da vida, les tengo que dejar libres de tributo cuando yo muera, que el que los llevare no los maltrate por los tributos. Paréceme que dirán allá que eso que doy a los indios que fuera mejor darlo a mis parientes. A estos hijos debo que me han servido treinta y tantos años, y es deudora de vida y si no la diese irme es al infierno. Y a mis parientes estoy obligado a hacer lo que pudiese por ellos, pero si no lo hiciese no me iría al infierno por ello”. 452

El decaimiento económico de las encomiendas sería cada vez más evidente debido al colapso demográfico de la población andina. Grandes dificultades se abatieron sobre sus poseedores y fue difícil mantener una forma de vida que ellos mismos se habían autoimpuesto. A partir de ese momento los encomenderos se dividirían en dos sectores claramente definidos: los que supieron amoldarse a los nuevos tiempos y buscaron nuevas formas de éxito económico, y aquellos que imposibilitados de cambiar no tomaron las previsiones necesarias y siguieron su curso inexorable hacia la debacle económica y la oscuridad social. Más temprano que tarde la ilusión de la perpetuidad de la encomienda se alejó del horizonte cuando la Corona decretó que no se podría conservar más de dos generaciones o dos vidas en concesión. Los detractores de la legislación real se vieron imposibilitados de seguir con la campaña por falta de recursos, circunstancia que se agudizaba con la muerte repentina de los beneficiarios, cuyos deudos quedaban en la inopia. Para evitar tan lastimosa imagen, las autoridades dieron una serie de normas que impedían el encarcelamiento de los beneméritos por deudas, hecho que denota la magnitud de estas situaciones de pobreza extrema, que ponían en entredicho la propia percepción de los encomenderos como grupo aristocrático. Pero no todos ellos tuvieron un final tan desastroso. De hecho, muchos utilizaron la encomienda como un medio para poder acceder a una serie de otras actividades empresariales en la agricultura, la minería y el comercio, y teniendo muy clara conciencia de ello continuaron realizando alianzas y concertando intereses con otros sectores privilegiados a través de uniones matrimoniales, solicitando mercedes a la Corona y prórrogas en el disfrute de sus repartimientos de indios. Porque aun cuando una encomienda podía dar una renta muy pequeña, otorgaba prestigio y alcurnia que muchos supieron capitalizar adecuadamente, incrementando sus ingresos y vinculándose por distintos medios con grupos de menor linaje y antigüedad en el país, pero con mejor posición económica o influencia en el gobierno. Pero indudablemente aquellos que pudieron darse cuanta de esta realidad en la que estaban inmersos fueron pocos, y muchos otros siguieron envanecidos en su papel de beneméritos hasta que la bancarrota final los hizo desaparecer socialmente. Esta situación se haría sentir en los cabildos, que muchas veces obligaron a los encomenderos a dejar algunos cargos en favor de los demás pobladores de las ciudades. No es casual que en 1650, cuando un

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte gran terremoto destruyó el Cuzco, la política reconstructiva propiciada por la Corona no hiciera ningún distingo entre los encomenderos y el resto de la población (Puente Brunke 1992: 243-300; Lockhart 1982: 40-47).

LOS NOBLES

LA BUROCRACIA A partir de las Leyes Nuevas promulgadas en 1542, la burocracia conformó un grupo creciente, cada vez con más prestancia y poder. Para los sectores medios urbanos, el funcionariado colonial oficiaba de meta de ascenso social, especialmente en la capital y en las ciudades más importantes, donde se empezó a reclutar, con el fin de ocupar puestos, a los inmigrados de Europa e inicialmente a un grupo bastante pequeño de titulados en las flamantes universidades de las Indias. Conforme decaía el poder de los encomenderos y la Corona triunfaba en su intento de evitar el fortalecimiento de los grupos autónomos en Indias, la administración iba adquirien453

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Los miembros del grupo conquistador que participó en los sucesos de Cajamarca y Cuzco pertenecían principalmente al sector de villanos e hidalgos, es decir a los grupos bajo y medio de la sociedad española. Recordemos que los hidalgos eran numerosísimos y conformaban una tercera parte de los habitantes de la España del renacimiento. Los nobles, contrariamente a lo que se piensa, llegaron relativamente rápido al territorio que se estaba conquistando. Si bien no estuvieron presentes los grandes duques y condes de la alta nobleza, hubo una buena cantidad de gente que tenía derecho al uso del tratamiento de “don”. Estar en la posibilidad de anteponer la palabra “don” al nombre, significaba en aquellos años pertenecer indudablemente a estas casas nobles y prácticamente todos los que utilizaron tal nominativo eran hijos, nietos o sobrinos de algún señor feudal. Debemos añadir que los conquistadores exitosos fueron muy reticentes a apropiarse de títulos de manera indebida, aunque sus descendientes perdieron muchos de estos escrúpulos y originaron hacia fines del siglo XVI un continuo deterioro de tales símbolos de prestigio. Los primeros nobles vinieron acompañando a la expedición de Alvarado, siendo en muchos casos prestigiosos personajes salidos de las cortes del duque de Medina-Sidonia o del conde de Feria, y fueron desplazando a los demás conquistadores en la obtención de encomiendas y altos cargos, ejerciendo capitanías o la representación del gobernador y la corte real. La nobleza obraría como criterio central de estratificación social, aunque la antigüedad en la posesión de la tierra aportaba algunas ventajas. Hacia 1550 las figuras más prestigiadas del Nuevo Mundo combinaban la antigüedad con la buena cuna y educación. Los nobles buscaban como los demás hombres que habitaban el Perú de esa época, encarnar el ideal señorial, es decir poseer “casa poblada”, ganados y tierras, sirvientes esclavos y dependientes, formar parte del cabildo y vestir ropa fina. Pero a diferencia de los demás niveles de la sociedad, preferían conseguir estas preeminencias en la propia Península, cerca de la corte en Valladolid o Sevilla, por

lo que muchas veces estas grandes riquezas sólo sirvieron para regresar a la sociedad española, donde oficiaban de cabeza del cuerpo social. Lockhart considera que la conciencia de preeminencia de este grupo era tan fuerte que estos personajes carentes de encomienda eran vistos como sujetos altamente peligrosos por los desmanes y revueltas que podían organizar para obtenerla, debido al prestigio del que gozaban entre grandes grupos de españoles. Un camino más pacífico para obtener el ansiado repartimiento de indios era el del matrimonio con la hija de algún encomendero, quien deseoso de relacionar su familia con un vástago de noble familia peninsular no vacilaba en dotar a su hija espléndidamente. Pero la nobleza no se detenía bruscamente en aquellos que detentaban el título de “don”, pues también había parientes y allegados que intentaban hacerse acreedores de semejantes derechos. Durante el virreinato una serie de personas pertenecientes al entorno de la nobleza carecía de títulos pero contaba con mucho poder. Los familiares de los altos funcionarios de la administración central, y especialmente del Consejo de Indias, estaban cercanamente entrelazados con la nobleza, llegando en muchos casos a constituir casi un mismo estamento a través de las políticas matrimoniales. Las relaciones con este grupo constituían también una ventaja muy importante para la obtención de altos cargos y mercedes en la colonia. Un nivel menor de nobleza era la pertenencia a las diversas órdenes de caballería como las de Alcántara, Calatrava, Montesa, y especialmente la más reconocida y prestigiosa de Santiago. Todo este grupo en continuo crecimiento alcanzaría un medio adecuado de desenvolvimiento al crearse una verdadera corte virreinal en el Perú (Lockhart 1982: 48-66).

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Interior de la casa limeña de Jerónimo de Aliaga, principal escribano durante la expedición pizarrista, quien estuviera en Cajamarca durante la captura del inca Atahualpa.

do una influencia social cada vez más fuerte. La Corona, que pretendía controlar todos los aspectos de la vida colonial, iba creando más y más cargos ocupados por los paniaguados y validos de los virreyes. Éstos distribuían muchos de esos puestos como prebendas, logrando el objetivo de establecer a los advenedizos en los nuevos territorios. A finales del siglo XVI disminuyó notablemente el número de los recursos presentados por los particulares pidiendo que se les asignara encomiendas o cargos como “Gentiles Hombres de Lanzas y Arcabuces”. En cambio se pide cada vez con mayor frecuencia el otorgamiento de funciones públicas, que no sólo abarcaban la administración del Estado sino también la dirección de ciertas actividades extractivas como la minería, “expropiada” en favor de la Corona. La monarquía había triunfado en su cometido de convertirse en la única fuerza otorgadora

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de mercedes y privilegios. El resultado de esta política determinó que los sectores principales de la sociedad dirigieran sus esfuerzos y esperanzas hacia la captura de posiciones resaltantes en la administración. Esta burocracia distribuía a su vez cargos menores y otorgaba recompensas, premios y castigos, según fuera el caso. La reglamentación fue especialmente estricta y las normas que debían seguir estos funcionarios bastante extensa. Sin embargo las penas eran tan severas que, de cumplirse, los virreyes y oidores hubieran sido vistos como sujetos absolutamente asociales y desligados del mundo que debían gobernar. Limitaciones a los matrimonios entre los miembros de la burocracia (o sus hijos y parientes) con la gente de la región, prohibiciones de alternar y establecer alianzas y empresas con sus vecinos y gobernados fueron habitualmente desatendidas y aun ex-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

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día mantener atendipresamente contrariados los diversos intedas por estos funcioreses en pugna. Ennarios, cuyas actitutonces actuará como des –en más de un caintermediario –y sabrá so– rayaron en la vesacar partido de ello– nalidad y la corrupteen los conflictos de esla, en el nepotismo y tas diversas comunien el tráfico de indades, en alianzas y fluencias. Su acercaoposiciones siempre miento a los grupos cambiantes. Este juego de poder criollos, sus sutil de influencias e negocios e inclusive intereses restó lógicala inversión en tranmente eficiencia a la sacciones indebidas burocracia real, ya de fondos reales que Calesa de un oidor de la Real Audiencia de Lima. que el mismo fenómedebían mantenerse inno se repetía de manetocados, incrementaron las arcas personales de estos funcionarios, ago- ra bastante similar en los cargos inferiores (Pease biadas por el retraso y la depreciación de los suel- 1992a: 270-271; Céspedes del Castillo 1983: 108, dos oficiales. Esta práctica –que se vio acompañada 211, 250-252). por la venta de cargos– hizo pensar a la gente que los puestos públicos, lejos de ser un servicio a la LOS PROFESIONALES Corona y al Estado, eran un botín o una cantera inagotable de recursos. Después de comprar el cargo se Los profesionales se dividían en tres grupos clapodía recobrar lo invertido, vendiendo a su vez nue- ramente diferenciados: los hombres de Iglesia, los vas posiciones en la escalera burocrática, con gran graduados en Leyes y Medicina y los escribanos y utilidad y ganancia. Los antiguos y probos funcio- secretarios. El clero tanto regular como secular y los narios de carrera empezaron así a perder sus idea- “letrados” o abogados y los “físicos” o médicos, adeles al ver que un buen grupo de los administradores más de pasar fácilmente de una profesión a otra, se recién llegados terminaban boyantes su período de diferenciaban de escribanos y secretarios por sus estres o cinco años en el servicio estatal. tudios universitarios, ya que éstos habían aprendiEntre 1620 y 1750 no hubo cambios de relieve do su profesión en medio del trabajo cotidiano. Sin en el sistema administrativo indiano, salvo el au- embargo los curas, letrados y escribanos que eran mento constante del número de funcionarios. Pero mayoritariamente andaluces o extremeños, se enen la medida en que el poder criollo se fue afianzan- contraban profundamente unidos por su formulisdo, las altas autoridades empezaron a percibir que mo y legalismo. sus decisiones gubernativas se iban convirtiendo en Los eclesiásticos seculares y los frailes o regulameras funciones de intermediación. Si en el siglo res participaron en la conquista desde los primeros XVI el virrey hacía cumplir las órdenes del rey, sal- momentos y fueron contratados por los encomenvo que considerara imprudente su aplicación, en la deros para adoctrinar a los indios, incorporándolos siguiente centuria frecuentemente encontró inapli- a su séquito y otorgándoles inclusive una parte del cables las leyes, porque la Metrópoli no entendía tributo de la encomienda. Sin embargo esta gente adecuadamente la situación colonial. El virrey era tan bien preparada difícilmente se acostumbraba a cada vez menos obedecido y los cientos de funcio- una tarea tan laboriosa y sacrificada, sabiendo que narios que habían adquirido los oficios vendidos, habían realizado estudios superiores que les permiretardaban, adecuaban, desoían, malinterpretaban e tían ocupar cargos más importantes en las sociedad. incumplían sus decretos de acuerdo a la convenien- Las tareas evangelizadoras se consideraron habicia de los grupos de interés, por lo cual el represen- tualmente como un momento transitorio en la vida tante del rey se veía en la necesidad de adecuar las de los religiosos. Los sacerdotes seculares o “abates” leyes no sólo respondiendo a la conveniencia de la tenían mucho mayor libertad y podían ocuparse de Corona, sino a los designios y presiones del poder diversos asuntos e inclusive procurarse su sustento local. Sólo con mucho esfuerzo un virrey sagaz po- diario. Se sabe que muchos se dedicaron a variados

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Patrucco negocios e hicieron grandes fortunas ganando fama prohibiciones que buscaban evitar la proliferación de mercachifles, pero debido al creciente despresti- de juicios. Sin embargo pudieron burlar estas dispogio que esta actividad generaba aprendieron a ser siciones señalando que desempeñarían ocupaciones más discretos. Al igual que los frailes, terminaron diferentes, por lo que pronto abundaron. Mientras atendiendo su manutención gracias a posesiones que el trabajo litigante en los tribunales era propio comunales de tierras, bienes raíces y encomiendas. de los abogados de menor jerarquía profesional y También fue común que ubicaran a sus familias en social, los más poderosos alternaban con encomensectores pudientes de la sociedad, trayendo herma- deros y otros prominentes personajes en los correnas y otros parientes para casarlos con prominentes gimientos de españoles y tenían como meta alcanpersonajes locales o sus respectivos allegados. Ob- zar la dignidad de oidores. La jerarquía social de los médicos era algo metener un curato representaba para un eclesiástico algo tan ansiado e inalcanzable como una encomien- nor, pero algunos llegaron a obtener muy altas poda para los laicos, por lo que tuvieron que confor- siciones. Sus posibilidades de trabajo se ampliaron marse con parroquias o con canonjías, luego de de- notablemente con la fundación de numerosos hossempeñarse como miembros del séquito de algún pitales a lo largo del país y la aureola de neutralidad obispo. Los frailes estaban sujetos a un mayor con- que cultivaban, incluso durante las guerras civiles. trol, aunque en algunas órdenes la disciplina, obe- Con el establecimiento de la universidad, estas cadiencia y austeridad se irían descomponiendo en los rreras adquirieron las características de un seguro siglos siguientes, tras las pugnas conventuales entre de vida que los padres les legaban a los hijos seguncriollos y peninsulares. La falta de verdadera voca- dones y era considerado como un privilegio semeción en algunos y la relajación moral de la que die- jante a ingresar a un convento. La universidad y sus ron testimonio viajeros como Antonio de Ulloa y graduados se acriollaron rápidamente y de sus canJorge Juan –en sus Noticias secretas de América en el teras salieron los más conspicuos miembros del bando de los españoles americanos. siglo XVIII–, son prueba elocuente de ello. Al Los escribanos tenían una posición interior de los conventos los hermanos subordinada, aunque ganaron mucho legos realizaban las tareas más senciprestigio, respeto y honorabilidad llas y humildes, mientras los frailes por el dominio de la lengua escrita, ordenados cumplían con las dien un mundo donde ésta tenía versas misiones asignadas por mucha importancia y no musus superiores y eran frecuenchos la dominaban. En consetemente trasladados según la cuencia, sus funciones eran necesidad de la orden. Alguvitales para el legalista y bunos llegarían a ocupar los rocrático mundo español. altos cargos directivos del Surgidos de grupos bastante clero secular en las diócebajos y educados mediante sis y arzobispados. el sistema de aprendices, era Tanto la carrera legal profesión muchas veces hedividida en derecho civil y reditaria. Lograban con el canónico, como la médica, tiempo asumir labores de goobligaban a los estudiantes bierno, como secretarios de a pasar por varios grados y las máximas autoridades y ofitítulos como el bachillerato, ciales de cargos intermedios. la licenciatura y el doctorado, Así mismo representaban a cierque otorgaban un gran prestitos grupos específicos y hasta los gio y formaban parte integrante cabildos los nombraron como sus e inamovible del nombre de las procuradores ante las distintos nivepersonas. Los abogados litigantes, les administrativos, establealgunos de los cuales ostentaciendo notarías que rendían ban el ansiado doctorado en Tomás de Avendaño (1587-1674), profesor de importantes dividendos Utroque Jure o en ambos dereDerecho en la Universidad de San Marcos de (Lockhart 1982: 66 y ss.; 84chos, no podían pasar al PeLima y abogado reconocido en la primera 100). rú por una serie de tempranas mitad del siglo XVII. 456

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte LOS HACENDADOS

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Los hacendados tuvieron un origen variado. Generalmente cuando se fundaba una ciudad, se repartían las tierras aledañas para diferentes usos: las áreas comunales servían de ejido y dehesa, los montes se utilizaban como matadero, pastizales y lugar de acopio de la leña, las tierras de indios –inicialmente respetadas– pasaban a las reducciones y los baldíos, diferenciados en peonías y caballerías, se asignaron proporcionalmente entre los conquisPlano de la casa-hacienda de Piccho en el Cuzco, siglo XVIII. tadores de infantería y el doble para los de a caballo. Estas tierras surgidas de los baldíos se convertirían con el correr de los del virreinato, que aspiraban a tener lo que ni ellos años en chácaras y predios campestres sometidos a ni sus familias habían poseído en la Península, y a un sistema de propiedad intermedia y trabajados la búsqueda de un ideal de vida rentista con ciertos con el concurso de los indios de los repartimientos matices aristocráticos. Finalmente este grupo pudo afianzarse mediante el sistema de patronaje y cliencercanos. Al agotarse las tierras perimetrales de las ciuda- tela, según el cual la bonanza o las carencias de las des, los cabildos pidieron una ampliación de su zo- haciendas afectaban los diversos niveles del cuerpo na de influencia, pasando a ocupar tierras vacantes, social. La alta estimación social que terminó ropertenecientes a la Corona y campos de los indios. deando a los hacendados supo ser capitalizada por De este modo se asignaron muchas tierras a los nue- medio de dotes y alianzas matrimoniales con los vos pobladores, especialmente si tenían vínculos cuantiosos capitales producidos por la minería y el con las autoridades ediles o metropolitanas, y de comercio (Céspedes del Castillo 1983: 210). hecho muchos allegados y miembros del séquito de los altos funcionarios se apropiaron de grandes ex- LOS MERCADERES Y COMERCIANTES tensiones, que les sirvieron como capital inicial paEn los primeros años del asentamiento español ra realizar los matrimonios con miembros del grupo criollo más encumbrado, lo que los engarzaría en la en el Perú, prácticamente toda la población se dedifloreciente sociedad colonial. Otra vía para conse- caba a la venta de diversos bienes, los que reportaguir estas tierras fue el pago de su valor a la real ha- ban grandes utilidades. Sin embargo, había gente cienda o la compra de la “licencia de composición” especializada y dedicada a tiempo completo a tal acde las tierras injustamente expropiadas a los indios tividad y las oportunidades abiertas en los nuevos por parte de mineros, mercaderes y encomenderos. territorios permitieron a los mercaderes llegar a forDe esta manera muchas pequeñas y medianas mar sólidas fortunas. Pero el dinero no siempre les propiedades empezaron a crecer y a transformarse brindaba el acceso a las altas esferas y a la categoen latifundios, y la no muy honorable ocupación de ría de encomenderos, y su profesión los situaba enhacendado comenzó a ganar un indudable estatus a tre los hidalgos y los artesanos. Pertenecientes genepesar del bajo rendimiento de la propiedad agraria, ralmente a familias españolas de mercaderes, cocuya renta no sobrepasaba el 6% anual. El escaso merciaban con “telas”, como en aquellos tiempos se número de antiguos encomenderos y beneméritos llamaba a sus embarques de vino, aceite, conservas, en el grupo terrateniente y la gran cantidad de indi- naipes, libros, hierro, herraduras, herramientas, alviduos pertenecientes a grupos “nuevos y advenedi- fombras, arcones, esclavos y ganado. Estos hijos de zos” restaron prestigio en los primeros momentos Mercurio extrajeron mucho oro del Perú, llegando a al grupo de los hacendados. Pero posteriormente desdeñar encomiendas en las épocas de los episohubo un cambio de percepción, debido a profundos dios heroicos de Cajamarca y el Cuzco, porque motivos psicológicos, derivados de la antigua ex- ello les hubiera impedido continuar con sus lutracción campesina de muchos de los pobladores crativas actividades.

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Patrucco Los mercaderes de mediados del siglo XVI co- los “tratantes” o comerciantes que compraban en la menzaron a ser más formales y especializados que capital y vendían en el interior del territorio mercalos de momentos iniciales de la conquista y funda- derías denominadas “misceláneas” y “bagatelas”. ron compañías o asociaciones, tal como se venía ha- Todos ellos pululaban en el amplio espacio mercanciendo en la Península desde las épocas medievales. til peruano, espacio tan amplio que no pudo ser Las más grandes de estas empresas tenían un socio monopolizado por ninguno de los grandes empresaprincipal e inversionista avecindado en Sevilla, rios, ni siquiera inicialmente por los poderosísimos mientras que los secundarios hacían de agentes en Pizarro. Aun cuando eran migrantes, muchos echaPanamá y Lima, y les vendían a otros que compra- ron raíces en el Perú, y cuando las circunstancias ban en Panamá para mercadear en Lima o en Lima los forzaban a dejar el país se mantenían fuertemenpara comerciar en las zonas interiores del territorio. te unidos con los parientes cercanos, a los que enPara extender y afirmar el negocio, las compañías comendaban el mantenimiento de sus intereses comás importantes adquirieron los medios de trans- merciales en el país. En el mundo comercial de la época, Sevilla no porte necesarios, es decir las naves y las recuas de mulas con las cuales trasladaban la mercadería. Co- podía desligarse de Lima, y las generaciones sucesimo consecuencia de la inseguridad reinante, guar- vas de un mismo grupo comercial mantuvieron daban ellos mismos sus caudales, actuando indirec- contactos con el país durante muchos años. En el tamente como bancos. Evitaban trasladar efectivo, siglo XVI el mecanismo normal de relación comerprefiriendo endosar obligaciones a otros mercade- cial entre ambas ciudades funcionaba en base al hires, repitiéndose varias veces este proceso sobre una jo joven de un mercader sevillano, que pasaba al Pemisma deuda. Tampoco les interesaba congelar los rú a ayudar a un tío mercader. Luego, al morir el pacapitales en bienes raíces, a no ser que fuera indis- dre, el tío lo reemplazaba en Sevilla y el sobrino topensable para mayores créditos. Menos aún vincu- maba el cargo del tío en Lima, al tiempo que llamalaban sus bienes con mayorazgos, prefiriendo hacer ba a otro sobrino o pariente joven a trabajar con él. circular los capitales con la mayor fluidez posible. El comerciante afincado en Los Reyes sabía que dePara aumentar la confiabilidad de los socios meno- bía preparar al sobrino para que al morir el tío radires y agentes gustaban de casarlos con sus hijas cado en Sevilla, pudiera hacerse cargo de la plaza licreando mayores vínculos y guardando la dote a meña dejando a buen recaudo sus intereses. Y así el manera de garantía. La imagen social de los merca- proceso se repetía una y otra vez. Pero en el siglo deres empezó siendo mala, por los prejuicios me- XVII, debido al estancamiento peninsular y a las dievales en contra del comercio, el préstamo con in- grandes posibilidades que brindaba América, todos terés y la usura, los judíos y el contacto con el “vil prefirieron quedarse en Lima, iniciando el proceso metal”. Pero al pasar el tiempo, el lujo y el poder de de acriollamiento. Estos comerciantes utilizaban el los grandes comerciantes incidieron en un cambio matrimonio como un medio para el ascenso social, de apreciación. En 1613 se fundó el Tribunal del casando a sus hijas con gobernantes o nuevos espaConsulado, lo que les ayudó a ganar definitivamen- ñoles. En otros casos entroncaban con alguna antite el respeto social, convirtiéndose esta institución gua familia criolla de abolengo, lo que les abría una serie de relaciones en el ámbito colonial. en un útil instrumento de presión económica. En el siglo XVIII la Los mercaderes categoría de comerseiscientistas podían ciante sólo definía a ser profesionales con aquel que vendía la grandes vinculaciones mercadería sin añadircon las casas de Sevile valor alguno. Dichos lla. Luego se ubicaban comerciantes podían los empresarios que no ser de diversas clases: eran propiamente mercajoneros, tenderos, caderes sino gobernabuhoneros (minorisdores y legistas, y al fitas), e importadores en nal de la escala del cogran escala. Eran conmercio estaban los siderados como verdamercaderes desvincuUn grabado del siglo XVII que muestra a la ciudad de Sevilla. deros mercaderes lados y de poca monta, 458

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte local, al minero y al hacendado. El corregidor también entraba en el juego comercial, vendiendo compulsivamente bagatelas a los indios mediante el “reparto mercantil”, en contraprestación por los adeudos contraídos y las ayudas recibidas para obtener el cargo. Por otro lado los comerciantes afincados en Lima desarticularon lentamente el monopolio de las grandes casas mercantiles de la Península, al invertir en España y entrar en contacto directo con los comerciantes extranjeros, evitando la intervención de los intermediarios de Sevilla (Mazzeo 1994: 66 y ss.; Céspedes del Castillo 1983: 208 y ss.; Lockhart 1982: 100-124).

LOS MINEROS La minería estuvo inicialmente en manos de los omnipresentes encomenderos, aun cuando éstos debieron recurrir a un grupo de ingeniosos personajes más o menos tecnificados denominados “buscones” o “cateadores”, aficionados que tan pronto hacían de huaqueros como de exploradores de yacimientos mineros. Luego llegaron mineros más instruidos y preparados, expertos en fundición, ensayo y herrería, dedicados principalmente a dirigir la extracción, la construcción de los hornos de fundición y el “marcado” del metal. Dichos individuos eran casi siempre flamencos o griegos y no dejaron de ser, mientras se mantuvieron en su profesión, personajes oscuros dentro de la sociedad hispanoperuana. Los buscones señalaban la presencia del filón y como recompensa se les permitía quedarse con la veta principal. El cabildo repartía el resto del yacimiento entre los encomenderos y los demás vecinos, hasta donde alcanzara. Los encomenderos ponían la mina en manos de sus parientes o allegados o contrataban un minero, considerándolo de manera semejante a un mayordomo y aprovechaban los recurLa plata fue profusamente utilizada en el arte colonial tanto para usos religiosos como profanos; en la imagen se aprecia una máscara hecha con este metal.

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aquellos que se arriesgaban a la navegación y poseían tienda. En la misma centuria conformaron un patriciado, que antes de oponerse a la nobleza terminó interrelacionándose con ella. En el mundo hispanoperuano tardío se podría dividir su actividad en tres rubros: los almaceneros –aquellos que compraban las mercaderías a las flotas de ultramar–, los comerciantes capitalinos con tiendas y los que vendían la mercadería en las provincias. En Lima, la gran mayoría de los comerciantes dieciochescos era de origen vasco o montañés, mientras que sólo siete de los veintiocho cargos de priores y cónsules del Tribunal del Consulado eran ocupados por criollos. Generalmente se designaba a uno de los miembros menores de la familia para continuar el negocio mientras los demás hijos se convertían en propietarios y rentistas o seguían una carrera profesional, eclesiástica o militar, tratando de conseguir el ascenso y encumbramiento familiar. Este proceso puede visualizarse luego de un recorrido que comenzaba con el abuelo vendiendo tras un mostrador y terminaba con un nieto con título de nobleza comprado a la Corona, o al menos perteneciente a una orden militar. Desde épocas muy tempranas se dedicaban a dar préstamos, guardar dinero, actuar como mayordomos de cofradías, oficiando como verdaderos bancos, lo que no los libró en casos extremos de estrepitosas quiebras. Mediante estos recursos controlaban a los comerciantes menores e inclusive a los artesanos que dependían enormemente de estas inyecciones monetarias para ampliar sus negocios y realizar las compras de mercaderías. La red de vinculaciones y la diversificación de actividades era muy grande y sus relaciones podían llegar a atravesar enormes distancias, ramificándose tanto hacia los sectores más deprimidos y explotados del interior del ámbito andino, como hacia los fluctuantes mercados metropolitanos e internacionales. Generalmente el gran mercader vendía al comerciante itinerante y corredor, quien transfería los productos al arriero y de allí al comerciante

Patrucco

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La villa de Huancavelica en el siglo XIX; los yacimientos mineros de esta ciudad eran los principales abastecedores del mercurio (azogue) utilizado en el Perú colonial.

sos e indios de la encomienda para la extracción. Pero los altos costos y la necesidad de un mayor dominio técnico obligaban en muchas ocasiones a asociarse y formar compañías entre mineros (que ponían el trabajo y la experiencia), mercaderes (que aportaban capitales y esclavos negros) y encomenderos (que daban provisiones y mano de obra indígena). A la larga el minero asumía la dirección de la compañía, pero distaba mucho de ser el principal beneficiado, lo que redundó en su baja estimación social. La actividad minera dependía de los grandes capitales que generalmente sólo podían ser suministrados por los mercaderes, quienes volvían a disponer de toda su liquidez una vez concluidas las ferias comerciales, que se realizaban a la llegada de los galeones. Los capitales que quedaban inactivos hasta el siguiente año eran prestados a los mineros en dinero y provisiones. Estos últimos trabajaban las minas con este capital mercantil y extraían enormes cantidades de plata, devolviéndolo luego con enormes ganancias para la temporada de las ferias comerciales. Los riesgos eran asumidos por el minero pues si no producía lo previsto se arruinaba, mientras que para el mercader era sólo un mal año. Si el éxito Canastilla de plata, Ayacucho, siglo XVIII.

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sonreía a la empresa, el mercader podía crecer enormemente mientras que el minero intentaba trasladarse a actividades más seguras, especialmente la agricultura o el comercio, sentándose la norma de que el minero rico dejaba la actividad, menoscabando el prestigio de la profesión. El Estado incentivó la minería con leyes favorables, con estancos de la sal y el azogue, estipulando muy bajos precios para la mano de obra, los productos agroindustriales y controlando las tarifas. Pero las medidas beneficiaban más a los mercaderes y socios capitalistas que a los mineros. Sin embargo hubo algunos ricos mineros que llegaron a ejercer un poder muy importante en todos los niveles de la sociedad, pudiendo inclusive entrar en componendas con los miembros de la Audiencia, como sucedió con los hermanos Salcedo, dueños de las muy ricas minas de Laicacota, de quienes se decía “que no había quien no les debiese favor alguno” (Lockhart 1982: 40 y ss.; Céspedes del Castillo 1983: 207-208).

LOS ARTESANOS Si bien el comercio modeló muchos de los aspectos de la nueva forma de vida de la población peruana, otras muchas necesidades tuvieron que ser satisfechas en el lugar. Una legión de pequeños productores se estableció en los diversos puntos del territorio, demandando materias primas que se

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Puerta del tabernáculo con armazón de madera y cubierta en plata, Cuzco, 1749. El gremio de los plateros en el Cuzco se agrupaba bajo la advocación de San Blas.

Retablo de Jesús Nazareno en la basílica de Nuestra Señora de la Merced, Lima.

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traían de España y que sólo encontraban su acabado final tras la intervención de los artesanos. Se considera que una cuarta parte de la población española se dedicaba al menos parcialmente a esta actividad durante el siglo XVI y una décima parte lo hacía permanentemente. Rápidamente se desarrolló una amplia gama de oficios comenzando por los numerosos sastres, zapateros, herreros, constructores, barberos, boticarios, pasteleros, músicos, artilleros, cereros y así hasta llegar a un solitario encuadernador. La gran cantidad de trabajo y la escasez de personas diestras en el oficio, los llevó a perder la fuerte es-

pecialización existente en España. Muchos en estas tierras ocupaban la categoría de maestros cuando no hubieran pasado de aprendices en su tierra natal. Los artesanos provenían de diversas zonas de España, y el primer paso para establecerse en Lima o en las demás ciudades del virreinato consistía en entrar en un taller ya establecido como ayudante o trabajar para un encomendero durante las primeras décadas del establecimiento español, aunque más tarde fuera común que se laborara para un minero o un hacendado. Luego de hacer algunos ahorros el artesano podía abrir su propia tienda-taller, agrupándose de acuerdo al oficio en las distintas zonas de la ciudad, por lo que algunas calles tomaron el nombre de los artesanos o los gremios que las ocupaban: espaderos, petateros, plumeros… Si el negocio prosperaba se tenía la alternativa de comprar esclavos entrenados o por entrenar y obtener ganancias adicionales vendiéndolos como fuerza de trabajo tecnificada. El sistema gremial de ayudantes y aprendices también prosperó en la colonia y pronto muchachos criollos entraron a prepararse en las ramas de mayores perspectivas como la platería, la cirugía y la farmacopea, mientras que mestizos e indígenas se ocuparon de otras menos valoradas. También se establecieron compañías y asociaciones para manejar grandes empresas y hacer compras de insumos al por mayor. A los artesanos sin éxito los amenazaba una vida errante o el regreso a España. No sucedió lo mismo con los que conocieron la prosperidad, quienes compraron propiedades inmuebles para su uso y para alquiler y también tierras y es-

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Patrucco paderos, escopeteros y clavos, especulando herradores (quienes al con diversos bienes, y mismo tiempo eran vehaciendo alarde de un terinarios). Otra dedicaenvidiable tren de vida, ción muy numerosa era con ropas lujosas y cala sastrería, arquetipo sas llenas de aprendices de la artesanía, que se y dependientes. Intensubdividía a su vez en taban imitar así el mosastres, calceteros y sedelo de la época, el de deros. Los carpinteros los envidiados encoconstructores alcanzamenderos. Aunque en ron gran refinamiento el Perú no pudieron allevantando las espléndicanzar dignidades edidas construcciones eriles ni encomiendas gidas por los encomenmientras se identificaderos, y dieron a lo larran como artesanos y go del periodo virreinal trabajadores manuales notables muestras de su –tareas impropias de arte en altares, balcones un hidalgo–, su nivel y portones. Sus hermade vida contrastaba nos de oficio, los carenormemente con la pinteros de muebles, pobre existencia de inicialmente distaron aquellos de la misma Detalle del púlpito de la iglesia de San Blas, en el Cuzco. mucho de la destreza de profesión en la Península, donde se veían enormemente constreñidos por los calificados ebanistas, pero luego la gran demanlas normas sociales y prohibiciones que pesaban in- da de muebles originaría una escuela de refinados artistas de la madera. Esta última era traída en barcluso sobre la forma de vestir. Entre los oficios más prestigiosos ejercidos en co desde los bosques centroamericanos. Oficios pobres eran los de panadero y molinero, estos reinos destacaban los boticarios, que abrieron locales o “boticas” en cada ciudad y ganaron mucha siendo la industria del pan hereditaria y de pesada clientela en los recién fundados hospitales, para los carga para los dedicados al oficio, quienes ante la cuales importaron y fabricaron las más diversas y falta de operarios debieron recurrir a esclavos castiextrañas medicinas, algunas mediante las fórmulas gados, para que trabajaran encadenados a los horclásicas siguiendo una observación cuidadosa de la nos. En la temprana colonia los transportistas dedinaturaleza y otras originadas por la simple super- cábanse sólo a la conducción de las recuas de mulas chería. Igualmente los cirujanos eran bien conside- de los mercaderes, pero con el paso de los años se rados y si no eran barberos podían alcanzar un convertiría en una floreciente actividad, no exenta prestigio casi equiparable al de los médicos. Final- de grandes sacrificios y en la que el dueño debía inmente los plateros –que trabajaban también el oro– tervenir directamente si quería asegurar buenos rese subdividían en joyeros, ensayadores, fundidores, sultados. Las caravanas de mulas recorrieron con daban fe de la pureza de los metales preciosos y mercadería y pasajeros los difíciles caminos que cruzaban de lado a lado el continente. eran muy buscados para trabajar en las minas. No faltaron músicos sacros y de cámara, quienes Luego venían los oficios menos dignos, que podían brindar fortuna y bienestar antes que honora- aparte de educar en su arte a los indios compusiebilidad y prestigio social. Practicarlos equivalía a re- ron obras de estilo europeo, pero con interesantes nunciar a la hidalguía y a algunos cargos honorífi- influencias nativas; ni tampoco fueron pocos los cos, así como afirmar un origen humilde. Dentro de profesores de baile y los constructores de instruestos oficios se encontraban los herreros, oficio pro- mentos, a los que se debió la rápida expansión de la tegido por las dos caras de Jano, pues se les reque- danza y los ritmos occidentales, incluso entre alguría tanto para las distintas labores productivas en nos sectores de las poblaciones indígenas. En el extremo más bajo del artesanado se situalos tiempos de paz, como para los ajetreos de la guerra. En este gremio se agrupaban los cerrajeros, es- ban las actividades relacionadas con la agricultura, 462

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

LOS NIVELES BAJOS Y LOS DESARRAIGADOS No debemos considerar a todos los peninsulares como pertenecientes a los altos grupos de la colonia. Una gran masa de españoles ocupaba los niveles más bajos de la sociedad, tales como los artesanos a sueldo que realizaban ocupaciones viles, los burócratas de la más baja categoría como los porteros, los comerciantes paupérrimos a quienes se denominaba buhoneros, los cocheros y los sirvientes de último nivel. Las poblaciones de este tipo dejan para la historia poca documentación y precisar su número es generalmente tarea muy difícil. Aunque vivían mejor que en la Península, por las mayores oportunidades de trabajo y la gran circulación de dinero, así como por la disminución de los prejuicios, ello no los exoneraba de muchos sacrificios y arduos esfuerzos para mantener a su familia y brindarles un mejor futuro a sus hijos. Estos desvelos podían tener disímiles resultados, desde la pérdida de los dineros, reservas y bienes por una mala cosecha, hasta el casual éxito de algún miembro de la familia, que los ayudaba a remontar un par de escalones en la más o menos rígida sociedad colonial. Sin embargo no eran ellos los últimos en la estructura social, pues por debajo suyo deambulaban los forasteros que se debatían en la miseria, gente sin lugar, vagabundos que erraban solitariamente o en grupos por diversas regiones y cuyo número au-

mentaba en épocas de escasez y carestía, llevando una existencia que emulaba a los rinconetes y cortadillos de la picaresca española, entre cárceles y hambres, delitos y engaños, motines y peleas. El crecimiento de este grupo resultaba verdaderamente alarmante en ciertas épocas, como se puede deducir de las inexactas y prejuiciosas afirmaciones del virrey marqués de Cañete, quien antes de llegar al país afirmaba que de 8 mil habitantes del Perú de 1555, 7 mil eran ociosos y vagabundos. Lockhart reduce esta considerable cifra a una cantidad fluctuante entre los 2 mil y 4 mil vagabundos, que esporádicamente eran acogidos por los encomenderos, quienes podían reunir a 20 o 30 en sus casas y someterlos a una situación cercana a la de los criados. Se supone que la mayoría de esta gente desplazada venía de Extremadura, y aunque no eran necesariamente burdos e ignorantes, la situación los obligaba a una existencia picaresca y desordenada. Los animaba la idea de permanecer en la colonia hasta conseguir una encomienda aunque por la limitación de éstas, rápidamente se desengañaron, tratando en cambio de convencer al encomendero hospitalario a levantarse en armas o causar un tumulto, con la esperanza de salir beneficiados del caos y el desorden. Aficionados al juego de cartas y dados, la prostitución y los timos, su presencia era temida por las autoridades. Cuando huían de la justicia se refugiaban en los conventos o en las reducciones de indios. Vivir escondidos entre los aborígenes resultaba desesperante para los españoles, y ante cualquier levantamiento o desorden político reaparecían en el escenario urbano para tratar de capitalizar algún beneficio. Una de sus metas era Potosí por la atracción de las riquezas de esa región. Durante el siglo XVI, la región del Collao se volvió extremadamente peligrosa por la abundancia de estos sujetos, que a más de asolar los pueblos de indios, asaltaban las caravanas de viajeros e interrumpían las comunicaciones. La respuesta a tan insoluble problema fue la invención de empresas descubridoras, denominadas entradas, que intentaban anexar nuevos territorios a la colonia, pero que generalmente terminaban en grandes desastres, pese a lo cual servían para distraer y alejar a esta gente por un tiempo. Otra posibilidad era ayudarlos a que regresaran a España, donde con una módica suma obtenida en el Perú donde la plata valía muy poco, podían pasar dignamente en su patria los años de la vejez. Otros aventureros más realistas olvidaron el sueño de la encomienda y pidieron tierras al cabildo para convertir463

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prácticas despreciadas por la mayoría de los españoles. Los únicos y escasos representantes del campesinado peninsular en el Perú fueron los hortelanos, aunque esta ocupación generalmente era desempeñada por negros e indígenas. Los españoles que trabajaron en el campo lo hicieron más bien como supervisores y se hacían llamar labradores. Dentro de este grupo los que mayores ganancias obtuvieron fueron los dedicados al cultivo de la coca que alcanzaba un alto valor de reventa. La agricultura fue una ocupación destinada a gente que estaba dispuesta a vivir de los recursos que la tierra proveía, sin detenerse en consideraciones como la valoración social de su trabajo. No hay que olvidar que el campesino peninsular en el Perú era sinónimo de rústico y palurdo, pero como el resto de los artesanos radicados en el territorio hispanoperuano, constituyó un sector que ayudó sobremanera a extender los usos occidentales entre las poblaciones aborígenes y africanas, a las que educaron y adiestraron (Lockhart 1982: 35-47; 125 y ss.).

Patrucco se en pequeños terratenientes, que usufructuando a veces indebidamente de la mano de obra indígena, pudieron hacerse de pequeñas fortunas en la tarea de aprovisionar zonas como Potosí. Estos últimos se convertirían en notables hacendados durante el siglo XVII (Céspedes del Castillo 1983: 192, 297; Lockhart 1982: 175 y ss.).

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LAS ESPAÑOLAS Las mujeres españolas fueron pocas en los primeros momentos de la conquista. Se sabe que Juana Hernández era reputada como la primera mujer española en llegar al país y en efecto acompañó a las huestes desde la isla de la Puná. Pero tampoco fue la única, pues siguiendo a los conquistadores se encontraba un heterogéneo séquito de prostitutas, acompañantas y rabonas, compuesto por moriscas y mulatas, libres o esclavas, que se hallaban totalmente hispanizadas, y también indias centroamericanas que cumplieron funciones bastante semejantes entre la ruda tropa. Si bien en los inicios la proporción entre los géneros era de diez hombres por cada mujer, luego que los conquistadores trajeron a sus esposas de la Península, por sugerencia de la Corona, la relación comenzó a subir rápidamente,

Escena del siglo XVIII en la que se aprecia a damas españolas en una calesa.

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y en 1540 ya se contabilizaban tres españolas por cada diez varones. A esta cifra se sumarían las mestizas totalmente aculturadas que tuvieron la suerte de poder casarse e integrarse al grupo peninsular. En 1555 había aproximadamente mil mujeres españolas en el Perú. Hacia 1619 las mujeres españolas y mestizas estaban en relación de 4 a 6 con respecto a los hombres de procedencia hispánica y para finales del siglo XVII, sin contar las que vivían en beaterios o en conventos, las mujeres blancas llegaban a 8 017, contra 7 031 varones del mismo estamento. Se presume que el 95% de las mujeres de este grupo no conventual tenía el matrimonio como su mayor aspiración. El interés de la Corona por alentar el matrimonio era muy grande, puesto que religiosa y socialmente la familia constituía el núcleo de la vida española. Por otro lado los clamores de los sacerdotes frente al desorden y promiscuidad entre los colonizadores no cesaban, puesto que antiguas formas españolas de relación como la barraganía y la poligamia mahometana habían conseguido un fuerte arraigo entre los nuevos habitantes del Perú. Además de empujar a las mujeres hacia estos nacientes reinos, los funcionarios españoles investigaban si los inmigrantes eran casados, solteros o viudos, con el interés de reunirlos con sus mujeres, casarlos, o volverlos a casar y sobre todo eliminar la sospecha de bigamia. La Corona amenazaría con deportar a todos aquellos que no regularizaran su situación, aunque una vez más el dinero de la “composición” o el pago que todo lo solucionaba, podía también ahorrar esta preocupación. También era posible postergar el viaje para buscar a la ansiada esposa en España, a cambio de presentar algunos fiadores. Esta política se mantendría durante todo el virreinato, y sería frecuentemente incumplida. Pero sin duda muchas mujeres pasaron al Perú, entre otros motivos, por los grandes prospectos que se presentaban y por la notable abundancia de mujeres casaderas que se constataba en el sur de España, región en donde la escasez de esposos obligaba a muchas solteras a realizar trabajos pesados, reservados a los hombres en otras regiones. Sin embargo la política de apoyo a la inmigración femenina empezaría a cambiar en la época de Felipe II, debido a la insistencia de las autoridades peruanas que alertaban sobre el alto número de mujeres de malas profesiones que se agrupaban en ciudades como Lima y Potosí. Las troupés de mujeres inmigrantes tenían una composición desigual en muchos aspectos, pero re-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte En los comienzos de la colonización española fue escasa la presencia de mujeres europeas. Conforme se fue consolidando la sociedad hispanoperuana, numerosas mujeres llegaron al Perú, ya sea acompañando a sus maridos o para consumar matrimonios concertados por sus parientes en la península. En la vista, altar mayor de la catedral de Lima.

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sumidamente se podría decir que las integraban doncellas, jóvenes y solteras que guardaban el preciado don de la virginidad y buscaban un matrimonio lo más conveniente posible; las dueñas o casadas, muchas de las cuales llegaron al Perú a reencontrarse con sus maridos o por arreglos previos a formalizar un compromiso; las doloridas o viudas que muchas veces buscaban salir de su honrosa pero triste condición encontrando otro marido; las mancebas o amigas, concubinas con las que se relacionaba un soldado en espera de mejores tiempos para tomar esposa; y las busconas, rameras que buscaban hacer la América a su manera. Finalmente un grupo diferente podían ser las esposas de Cristo, monjas y beatas que dejaban el mundo y sus tentaciones en busca de la paz espiritual. La procedencia social de las recién llegadas era muy diferente, pues se podía encontrar desde hijas de nobles hasta hermanas de marineros, es decir féminas pertenecientes a todo el espectro de la sociedad peninsular, que incluía a algunas portuguesas, prácticamente las únicas mujeres extranjeras en el Perú. Igualmente disímil era su educación, ya que era posible hallar desde analfabetas absolutas a mujeres refinadas, que poseían el arte de la escritura, gustaban de la lectura de los clásicos, y tocaban instrumentos musicales de salón, aunque este refinamiento no dejaba de ser escaso. Según Lockhart, había una clara diferencia entre las que utilizaban el título de doña y las que no podían acceder a él. Como recordará el lector, dicha forma de tratamiento connotaba nobleza o al menos hidalguía e inicialmente su uso era muy restringido. Utilizado este apelativo desde los 20 años, era prácticamente inconcebible que lo usaran hijas de gente pobre, pero en el Perú no fue tan extraño que lo adoptaran las hijas o nietas de los encomenderos y otros grupos ascendentes, siempre y cuando hubieran nacido ya en el período de la prosperidad familiar. Las esposas de los primeros encomenderos al casarse no fueron doñas, pero las parientas que trajeron a vivir a su casa en las épocas de opulencia, pudieron muchas veces usar el tratamiento. A una década de la conquista, los encomenderos sólo deseaban casarse con mujeres principales que

tuvieran derecho a usar ese título, y aquellos solteros que por el temor de ser despojados de las encomiendas habían tomado como esposa a una mujer de baja condición, se quejaban amargamente de su suerte. Aun cuando entre las mujeres las exigencias para aparentar una mejor estirpe radicaban principalmente en el vestir y las formas de hablar y tratar en sociedad, el derecho al uso del título de “doña” seguía pesando. Los encomenderos que no se casaban estaban incapacitados de trasmitir su encomienda y menos de formar el ansiado mayorazgo, con el cual se trataba de proteger al linaje. Por eso hacia 1563 sólo quedaban 32 encomenderos solteros de casi medio millar, y según parece la importación de jóvenes casaderas de buenas familias fue un suculento negocio para algunas personas. Entre la escasa correspondencia privada que ha llegado a nuestros tiempos, figuran cartas de jóvenes esposas de encomenderos que animan a sus amigas y relacionadas en la Península, a tomar como esposo a uno de esos achacosos, cojos y tuertos soldados de la conquista, a cambio de una holgada situación económica. Garcilaso refiere cómo viendo las doncellas casaderas a los prospectos matrimoniales, exclamaron: “…¿con estos viejos podridos nos habíamos de casar? Cásese quien quisiere, que yo por cierto, no pienso casar ninguno de ellos. Dolos al 465

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Patrucco Diablo; parece que escaparon del infierno, según están estropeados: unos cojos y otros mancos, otros sin orejas, otros con un ojo, otros con media cara, y el mejor librado la tiene cruzada una y dos veces…. Y luego otra contestó: No nos hemos de casar con ellos por su gentileza sino por heredar a los indios que tienen, que según están viejos y cansados, se han de morir presto, y entonces podemos escoger el mozo que quisiéramos, en lugar del viejo, como suele trocar una caldera vieja y rota por otra sana y nueva”. La mujer en cualquiera de los grupos sociales resultaba mucho más dependiente de la familia que el hombre, pues en realidad su situación podía mejorar poco, pero sí empeorar mucho por su propia actuación en relación al cuidado de su honra, la cual podría calificarse como su máximo tesoro. La mujer solamente tenía la alternativa de cambiar de condición a través del matrimonio, que comúnmente era arreglado por los familiares sin su intervención directa. Algunos autores consideran esta política matrimonial como el origen de las numerosísimas relaciones extramatrimoniales que la Inquisición se encargaba de perseguir y castigar, estableciendo castigos pecuniarios para los varones y para las mujeres penas infamantes además de fuertes multas. Los solteros realizaban la búsqueda de una esposa entre la parentela de los conocidos, de los otros encomenderos y de las autoridades civiles y eclesiásticas. El matrimonio de las altas clases peruanas fue uno de los primeros elementos que dejaría de verse influenciado por el regionalismo peninsular, pero sí afectado por el nuevo orden. De tal forma estos altos grupos se vieron rápidamente interrelacionados. Debido a que las mujeres de los encomenderos eran muy influyentes en el país y podían manejar indirectamente las posesiones de sus maridos, muchas personas que no habían podido alcanzar la ansiada encomienda, trataban al menos de ascender en la escala social relacionando matrimonialmente a una hija o hermana con un prominente conquistador. La presión por las encomiendas era tan grande que cuando una de estas mujeres enviudaba era obligada a casarse lo más pronto posible con algún miembro del séquito de su antiguo esposo. Las mujeres de los encomenderos representaron un verdadero papel de continuidad en los convulsos primeros años de la colonia y pudieron, entre las guerras y la viudez, gobernar las dilatadas posesiones de sus maridos aun bajo el mando de los nuevos e impuestos esposos. De hecho muchos clérigos y funciona466

rios lograron para sus parientas este tipo de matrimonios, y algunos “empresarios de la oportunidad” –como ya se ha dicho– supieron establecer un floreciente negocio importando encumbradas doncellas casaderas. En realidad, los matrimonios eran alianzas estratégicas y no relaciones románticas, pues el fin buscado era el establecimiento de un linaje y todas las acciones se tomaban en pro de ese objetivo. Los matrimonios iniciales se caracterizaban por reunir a un conquistador de bajo origen pero rápidamente enriquecido, con una mujer de nivel social más alto, aunque pobre. Debido a la diferencia de orígenes, o se simulaba una dote ficticia, o casándose “a la manera de las Indias” la dote era entregada anómalamente por el marido. Cuando en los años siguientes se trató de casar a las hijas y hermanas de los conquistadores, éstos aportaron dotes desmesuradas, superiores a las entregadas en España por las familias más nobles. La dote –que a veces era equiparada con las arras o cantidad ofrecida por el padre del novio– era un capital de gran importancia para las mujeres. A las solteras les brindaba la posibilidad de contraer matrimonio y es sabido que en esa época una manera de realizar caridad era dotando a niñas huérfanas y pobres, es decir habilitándolas para el casamiento. Una vez consumado éste, las mujeres disponían de recursos propios dentro de la sociedad conyugal, que constituían un capital inembargable en caso de la quiebra del marido; por ello muchas veces la dote era inflada, lo cual además de aparentar mayor fortuna por motivos de prestigio social servía para proteger el capital familiar de las arriesgadas maniobras comerciales del esposo. Si la mujer se separaba del marido, la cantidad estipulada en la dote le debía ser devuelta. Las mujeres solían invertir estos capitales en esclavos que compraban, alquilaban o revendían con el máximo beneficio posible, en propiedades inmuebles dedicadas al alquiler, en la compraventa de mercaderías diversas y en préstamos a corto plazo, demostrando algunas gran habilidad para estas actividades. Aun cuando la mujer en teoría tenía poco campo de acción, en la práctica podía tener una gran libertad, manifestada en su desplazamiento físico a grandes distancias de su entorno hogareño y embozada en el mantón. Además se le permitía testar, iniciar procesos, demandas civiles, divorcios y nulidad de matrimonios, o emprender acciones comerciales. Lo que verdaderamente les estaba vedado era la actuación política y pública.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte pecialmente a los paraísos de vagabundos y buscafortunas, como podían ser la capital del virreinato y la ya legendaria ciudad minera de Potosí, donde enormes riquezas circulaban rápidamente de mano en mano. La Inquisición velaba también por la moral pública, recibiendo las denuncias de terceros e iniciando los procesos contra las personas encontradas en falta, las mujeres de moral licenciosa, los adúlteros, los amancebados, los pervertidos y los homosexuales o la gente que expresaba opiniones demasiado libres, aun cuando no las pusiera en práctica. Mancebas y rabonas se relacionaban con españoles que buscaban mujeres de su misma cultura e idioma, aunque muchas no eran prostitutas profesionales y encajaban más bien en la categoría de aventureras, que estaban a la caza de hombres que pudieran mantenerlas y que eventualmente les ofrecieran matrimonio. Muchos españoles que venían en busca de riqueza preferían entablar una relación de este tipo, hasta que llegara el día de casarse con una mujer de buena posición. Al momento de la separación el amante enriquecido, habitualmente montaba un negocio para ella o la dotaba. En otros casos la espera se hacía larga y culminaba con el matrimonio de los amantes. La prostitución era el refugio a los matrimonios fracasados, o la salida airada ante los difíciles trámites del divorcio eclesiástico. Diferente era el caso de las mujeres dedicadas a la vida de oración, quienes podían ser monjas, beatas, o residentas seglares. En Lima inicialmente sólo hubo casas-beaterios, donde se recogían mujeres que vivían un retiro piadoso sin formular votos, aunque utilizaban el hábito de alguna orden, mientras otras beatas en cambio preferían vivir de manera independiente. En la década del cincuenta al sesenta surgieron en Lima los primeros conventos que acogían de manera más ordenada las nacientes vocaciones. En los conventos vivían además las mujeres solas refugiadas y un numeroso séquito de criadas y esclavas, población que muchas veces quebraba la moral del grupo. Como se puede reflejar en las siguientes cifras correspondientes a fechas cercanas al año 1700, Lima contaba con 210 mujeres en beaterios y 3 865 mujeres en conventos. En los monasterios destacaban el de la Encarnación con una población de 827 mujeres, de las cuales 434 eran criadas; el de Santa Clara con 632 mujeres, de las cuales 278 eran servidoras; o el de la Concepción con 1 041 monjas y 561 sirvientas. A diferencia de los conventos masculinos donde los partidos de peninsulares y crio467

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No podemos decir que las mujeres de los artesanos y de los estratos sociales bajos tuvieran las mismas oportunidades que las esposas de los encomenderos y de la elite que los remplazó, pero tampoco les eran ajenas algunas dignidades. A diferencia de las mujeres modestas de España, éstas pudieron disponer de gran cantidad de sirvientes, usar ropas lujosas y joyas que no les eran prohibidas como en la Península, al igual que ciertas formas de comportamiento. Y a la larga podían verse relacionadas con las grandes señoras a las cuales servían o tomaban como madrinas de matrimonio, y a las que procuraban imitar en todo lo posible. Las mujeres solteras, es decir las doncellas, debían optar entre dos caminos honorables: el de un buen matrimonio que requería muy importante dote y que podía incluso realizarse con la venia de la Iglesia a edades tan tempranas como los doce años –”o desde que la presencia de la malicia lo permitiera”–, o la vida conventual. El cenobio exigía una suma mucho menor para recibirlas y brindarles una existencia segura. Las mujeres solas, tanto las doncellas mayores o “doncellucas”, como las viudas y las separadas, tenían pocas oportunidades de ocupar un lugar en la sociedad. La separación del marido podía darse mediante un procedimiento ante el fuero eclesiástico, invocando las múltiples causales de la anulación de matrimonio estipuladas por el código canónico, entre las que se encontraban los impedimentos por consanguinidad, la falta de voluntad, la bigamia del cónyuge, y otras más. Todas estas mujeres solas podían vivir con sus padres como hijas de familia, acompañar a un hermano soltero o viudo haciendo las veces de dueña de casa o de ama de llaves, ayudar a una hermana casada a criar a los hijos y llevar la casa, o entrar al convento. Las mujeres solas o las viudas con hijos pero sin recursos ni relaciones importantes, se veían obligadas a trabajar en las pocas ocupaciones reservadas para su género, oficiando como comadronas, curanderas, panaderas, pasteleras, modistas, costureras, bordadoras, y patronas de casa de huéspedes, o prestamistas y conductoras de pequeños negocios, llegando algunas a juntar pequeñas fortunas, aunque no demasiadas dignidades. Muchas veces necesitaban mantener un hombre que las protegiera, aun cuando no les ayudara en sus actividades. La mancebía y la prostitución eran otras posibilidades que se presentaban si se carecía de oficio y beneficio en el país. Llegaron a ser tantas en la época de Felipe II que la Audiencia de Lima intentó evitar la migración de mujeres solas hacia el Perú, es-

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Patrucco esta manera cumplía llos generaban grandos misiones incluso des enfrentamientos, antagónicas: servir en los de mujeres esto como lugar de castigo no sucedía, en la mey encierro o como dida en que eran comclaustro de liberación. puestos especialmente Asimismo, el burdel por hijas de criollos. servía de escape a alEn ocasiones se progunas mujeres de modujeron graves discreral disoluta, pero era pancias entre obispos también la condena peninsulares y conde aquellas que no enventos de monjas criocontraban un sitio en llas, pleitos en los cuala sociedad colonial. les la sociedad criolla Ambos espacios fuetomaba la defensa de ron el destino al que sus hijas y hermanas, se acogía la gran canocasionando grandes tidad de mujeres que tumultos como el ocuno accedieron al derrido en Arequipa, tras seado matrimonio. el intento de reforma Los más modernos del obispo Chávez de estudios nos permiten la Rosa. cuestionar la prejuiEn los claustros ciosa visión que se tepodían encontrarse nía de los conventos mujeres de todas las como entidades aislaclases sociales, que haMonja mercedaria y agustina en una acuarela del siglo XIX. das de la sociedad. bitaban desde míseras celdas sin comodidad aparente, hasta lujosas habi- Así como la ciudad entera intervenía en la vida de taciones con jardín y cocina propios y celdas para los conventos, éstos intervenían en “el siglo”, es delas servidoras de las monjas de alcurnia. Muchas cir en el mundo exterior, de manera muy marcada. mujeres de espíritu superior eligieron esta vía según Uno de los campos de esta injerencia monjil en la cual “una mujer rica podía el permitirse vivir por asuntos mundanos era el económico. Las monjas sí y para sí”, desarrollando una cultivada vida inte- aportaban al entrar una dote fijada en algunos lugarior e intelectual, a la manera de la célebre poeta res en 3 312 pesos, cantidad que debía ayudarlas a mexicana sor Juana Inés de la Cruz. El convento de sobrevivir por el resto de sus vidas. Como el préstamo con interés estaba prohibido por la Iglesia, se hacía una venta figurada de dinero denominada “censo al quitar”, que resultaba siendo un préstamo al 5% de interés anual, garantizado por una propiedad rural o urbana. A diferencia de lo acostumbrado en nuestros días, no había preocupación por recuperar el capital principal, y la figura podía seguir funcionando durante muchos años, incluso siglos, pues el verdadero afán que animaba al convento era el recibir la utilidad descrita sin tener que ocuparse de trabajar el dinero. Las familias criollas que enviaban a sus hijas a los conventos, aparte de solucionar los problemas del casorio y la colocación de sus descendientes mujeres en la sociedad, deseaban que llegaran a las más altas dignidades dentro del monasterio al que eran admitidas. Simplemente el ingreso de una o más hijas significaba establecer una Monasterio de Santa Catalina, en Arequipa. 468

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte tizas aculturadas de la colonia. El resultado final fue que sólo las bien dotadas, hermosas o con padres influyentes pudieron casarse, siendo el resto desplazado por la avalancha de mujeres peninsulares. Aunque la Iglesia señalaba la necesidad del consentimiento y voluntad de los novios para contraer matrimonio, éste generalmente se realizaba a espaldas y contra los deseos de los contrayentes. Los arreglos previos entre los futuros suegros contradecían el ideal romántico tantas veces expresado en la literatura. El resultado distaba mucho del matrimonio por afinidad, pero es cierto que muchas veces se encontraban en el camino fuertes y verdaderos lazos de amor conyugal. La mentalidad de la época veía el matrimonio como una alianza familiar tendiente a asegurar el mejor éxito posible para la descendencia, el apellido y el linaje. En una relación de este tipo la esposa no podía escapar a un papel de extrema importancia en la conducción del hogar, como directora de la educación de los hijos y como supervisora y administradora de la casa, la servidumbre y el marido, si bien externamente daba la imagen de extrema sumisión frente a él. Características de este tipo de familia serían la búsqueda de muchos hijos y una tardía mayoría de edad e independencia de los

FAMILIA Y LINAJE Los conquistadores implantaron un modelo que seguía las pautas de la familia europea mediterránea, que paulatinamente se fue difundiendo en el territorio con el paso de los años. En tanto la Iglesia cumplió un papel vigilante desde el púlpito y el confesionario, y mediante la Inquisición castigó los desvíos que se presentaron al calor de los viejos recuerdos de la barraganía medieval y de la poligamia árabe, alertando sobre la facilidad del contacto con las mujeres aborígenes, el séquito de criadas y las numerosas esclavas, ante la inicial lejanía de las esposas. Al restablecerse lentamente el equilibrio entre el número de inmigrantes de ambos sexos, la reorganización de la familia y su difusión fueron mucho más fáciles, aunque de hecho quedó el precedente y la tentación de la libertad sexual anterior. La llegada de esposas con hijas y amigas casaderas y su séquito de parientas solteras y viudas, de servidoras y otras posibles candidatas a nuevos matrimonios, originó una feroz competencia con las mes-

Un hijo es escarmentado por su padre, según un lienzo del siglo XVIII (colección Barbosa-Stern).

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relación con la institución, y lo otorgado en dote podía ser rápidamente recuperado e incluso con creces. De esta forma el convento sirvió de dinamizador de la economía regional. Un problema mayor surgiría a finales del siglo XVII en Trujillo y mediados del XVIII en el Cuzco, cuando las propiedades agrarias dadas en garantía dejaron de producir lo suficiente para pagar los intereses y comenzaron a ser rematadas o cambiaron de manos. La propiedad empezó a variar con mucha facilidad, pues no había que hacer desembolso alguno por una hacienda gravada al 80, 90 o 100% de su valor, sino sólo comprometerse a realizar el pago de los intereses. Salvo que se hicieran muchos malabares rara vez era posible solucionar esta situación y finalmente la propiedad caía en manos de las religiosas, creando el grave inconveniente de tener que administrarlas ellas mismas, algo realmente difícil para las monjas de clausura. Ello fomentó que los conventos adquirieran fama de avarientos, acaparadores de tierras y generadores de la pobreza de las familias de las monjas. Para solucionar este problema se permitió en años posteriores redimir los censos, pagando una pequeña fracción de lo que había sido el préstamo inicial (Céspedes del Castillo 1983: 134, 193 y ss.; Lockhart 1982: 192 y ss.; Mannarelli 1993: 40 y ss., 70 y ss., 80 y ss.; Riego 1993: 48, 90 y ss.; Burns 1991: 67 y ss.; Busto 1984: 331 y ss.; Konetzke 1971: 55-56).

Patrucco

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Carta en la que se funda el mayorazgo de los Delgadillo Sotomayor, siglo XVII.

mismos, hacia los 25 años, fieles al ideal de establecer un mayorazgo que ayudase a perpetuar el honor y la dignidad familiar. Los parientes ocupaban un lugar muy importante en la vida familiar, tanto si eran pobres, siendo acogidos y ayudados al tiempo que ocupaban una posición de dependencia equiparable a la de los criados, como si eran ricos, invirtiéndose la figura y volviéndose ellos los personajes acosados en la espera de una merced o posiciones expectantes para algún dependiente. De este modo las familias extendían sus relaciones tanto horizontal como verticalmente, entrelazando clases superiores e inferiores, pero siempre se veían afectadas por el vaivén de las alianzas y la suerte de los tiempos, pudiendo ser arrastradas hacia cualquiera de los dos extremos del cuerpo social. Por lo tanto era raro encontrar una familia poderosa que no tuviera parientes pobres y en desgracia, situación que se veía agudizada por el mayorazgo. Esta institución impulsaba a los hijos mayores hacia el éxito, pero exponía a los segundones a los más disímiles destinos. De esta forma es fácil suponer que al producirse conflictos intrafamiliares, la inestabilidad se propagara en todos los grupos sociales. Los sirvientes, criados y empleados formaban parte de la familia y a su modo contribuían al avance y desarrollo de ésta, tomando verdadero partido por sus patrones, quienes los protegían y atendían hasta sus últimos días. La persona aislada de un espacio familiar no tenía cabida en esta sociedad, pues aun los solteros funcionaban como jefes del hogar 470

frente a hermanas viudas, divorciadas y solteras, madres, parientes, relacionados y sirvientes, compartiendo su fortuna con hermanos más pobres, situando y casando a sus sobrinos. Hacia el final de sus días se designaba un hijo del hermano o allegado para dejarle bienes y negocios al morir. La presión social era tan fuerte que incluso el desplazado, el individuo aislado, debía buscar una familia adoptiva a falta de una propia e instalarse en un hogar ya formado, como residente, aprendiz o empleado, so pena de vivir como “vago” o “vagamundo”, en los linderos de la ley y la sociedad. Rodeando a la familia estaban los amigos, gente cercana en quien se podía confiar en caso de necesidad, reclutada en la primera época de la conquista entre los paisanos, personas del mismo origen regional, conocidos de varias generaciones con los que se establecían mayores lazos de unión. Estas relaciones daban lugar a banderías o grupos de aliados políticos, a quienes se acogía en la casa, se proporcionaba trabajo y se les asignaba cargos de confianza, “prefiriéndose la lealtad y la confianza, a la eficacia y el talento”, extendiéndose estas prácticas de marcado nepotismo. Con el tiempo, las antiguas amistades surgidas en los pueblos de origen dejarían lugar a las formadas en los nuevos territorios. Estas relaciones se veían reforzadas por el principio de la hospitalidad, tan añorada por el huésped como por el anfitrión, quien demostraba un tren de vida señorial; y por el compadrazgo o lazo espiritual que cumplió muy adecuadamente la función de acercamiento familiar entre amigos o entre patrones y dependientes, y en el que participaron con mucho entusiasmo los pobladores andinos, como modo de ampliar el radio de su reciprocidad. También gremios y cofradías constituían un espacio cercano de relaciones, sirviendo como sociedades de defensa mutua, de ayuda y de protección frente a intereses comunes. Semejante papel familiar desempeñaban los monasterios, mientras que las iglesias y capillas funcionaban como puntos de contacto social (Céspedes del Castillo 1983:188 y ss.).

LOS CRIOLLOS El término criollo designaba al hijo de españoles nacido en América y comenzó a usarse en el Perú a partir de 1567, pero ya desde años atrás era frecuente escuchar fórmulas como “hijos del reino”, “hijos de la tierra” y “beneméritos” para singularizarlos. Tales términos sin embargo estaban cargados de un sentido despectivo. El apelativo criollo no era

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte precisamente honroso, pues había servido para referirse a los negros “criollos”, los mestizos y los mulatos, ahondando los prejuicios sociales contra estos grupos nacidos en el país. No en vano decía Garcilaso: “a los hijos de español y española nacidos allá, dicen criollo o criolla. Es nombre que lo inventaron los negros y así lo muestra la obra. Quiere decir entre ellos negro nacido en Indias; inventáronlo para diferenciar los que van de acá nacidos de Guinea de los que nacen allá porque se tienen por más honrados y de más calidad por haber nacido en la patria que no son sus hijos porque nacieron en la ajena, y los padres se ofenden si les llaman criollos. Los españoles, por su semejanza, han introducido este nombre en su lenguaje para nombrar a los nacidos allá…” (Lavallée 1993: 15-18).

Surgimiento de la identidad criolla

Retrato de autor anónimo (siglo XVII) de Santa Rosa de Lima, en quien los criollos encontraron un símbolo de sus aspiraciones nacionalistas, pues representaba un ejemplo de las virtudes morales que el Nuevo Mundo podía producir.

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Si bien el primer criollo nacido en las tierras del Perú fue Hernando de Torres, hijo del encomendero Sebastián de Torres y de Francisca Jiménez, no se puede afirmar que con él nacía el criollismo. Éste se incubó con el tiempo, tras el surgimiento de nuevas lealtades hacia el territorio conquistado, que paulatinamente hicieron olvidar la tierra de origen de los nuevos pobladores de América. Aquel colono que arribaba a las costas del Nuevo Mundo soñando con hacer la América para retornar enriquecido a la Metrópoli, difícilmente podría tomar partido por las reivindicaciones más adelante conocidas como criollistas. Otro sería el caso de aquel que pronto olvidaba su lugar de origen, se encariñaba con este suelo y formaba familia, sobre todo si conquistaba cierta posición que no estaba en disposición de abandonar en nombre de la nostalgia. Es lógico suponer que sin ser americano, fácilmente enarbolara derechos y preeminencias frente a aquellos que sólo estaban de paso por el territorio. Pero así como muchos criollos o criollistas no necesitaron ser americanos para actuar

como tales, cuando el grupo criollo manifestó una identidad distinta y hasta antagónica frente a lo español, excepcionalmente reclutó a personajes que no eran descendientes puros de españoles, sino más bien mestizos prominentes. Lo opuesto sucedería con ciertos sujetos americanos, que en casos especiales prefirieron adherirse al bando peninsular. Ambos grupos, españoles y criollos, tuvieron grandes lazos sociales, ya que se relacionaron y casaron entre sí sin mayores dificultades, estableciendo alianzas y configurando lealtades. Ello ha llevado a reforzar la idea de que el criollismo constituía preferentemente una comunidad de intereses, un partido, una posición sentimental , antes que un grupo diferenciado del resto por consideraciones raciales, culturales y sociales. La Corona inicialmente no tuvo una política definida frente a los criollos. Aunque la lucha contra los primeros encomenderos afectó gravemente a los primeros criollos, no estaba dirigida contra ellos específicamente. Desde el levantamiento de los Almagro y los Pizarro, las autoridades españolas temieron la alianza de los criollos con las castas y las “gentes del país”, pero no imaginaron los problemas que surgirían con el tiempo. En 1561, la criollización de los hijos de españoles nacidos en Nápoles hacía sospechar al conde de Nieva del peligro que suponía el amor a la nueva patria y alertó a la Corona, señalando que: “aunque sean descendientes de españoles… …el amor que por nacimiento y naturaleza de nacer en la tierra adquiere es muy grande, tanto y acaso mayor que a los padres y a la tierra de donde descienden…”, y que pronto se sentirían tan originarios como los mismos indios. Una primera respuesta al inminente “peligro nacionalista” fue estimu-

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Patrucco lar una serie de prejuicios contra los españoles de América, a los que se atacó con los mismos reproches utilizados para desprestigiar a los indios y las castas. Se les acusaba de ser débiles y enfermizos por el insalubre clima americano, de deformarse y afearse por la temperatura, de estar sumidos en una aguda decadencia moral y de degenerarse por tomar leche de las nodrizas indias o negras, pronosticándose inclusive su completa indianización y barbarización de interrumpirse la inmigración española a América. Algunos criollos como Juan Meléndez se indignaban de que los españoles no discriminaran entre un “criollo puro” y un indio, “y quieren confundir los orígenes de ambos llamándolos a ambos yndios”. La identidad criolla se hizo más fuerte cuando la Corona, que sólo había participado en la empresa conquistadora de una manera muy distante, empezó a limitar sus aspiraciones. Luego vendrían los funcionarios y sus validos pretendiendo apoderarse de los mayores beneficios, aumentando aún más el resentimiento de los “despojados y burlados” crio-

Un encomendero solicita una criada en un dibujo de Guaman Poma de Ayala.

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llos. Pero la situación llegó a límites insostenibles hacia 1542 al saberse de las Leyes Nuevas, que restringían en gran medida los derechos de los encomenderos en nombre de la supuesta defensa de los indios. Levantamientos como el de Gonzalo Pizarro y otros posteriores, utilizaron la “injusticia” de estas normas como excusa para canalizar la frustración y la ira que sentían hacia la Corona. Lo tardío de las limitaciones impuestas a los conquistadores y la incapacidad de la lejana administración desembocaron en la formación de sentimientos criollistas y banderías que llegaron a poner en entredicho los derechos del soberano sobre estas tierras, a las cuales los guerreros de la conquista se sentían indisolublemente ligados, por haberlas obtenido con su valor y sacrificio personales (Pease 1992a: 281, 297; Lavallée 1993: 20 y ss.; Céspedes del Castillo 1983: 285).

Encomienda y criollismo Surgieron así muy fuertes tensiones entre aquellos individuos vinculados por su éxito a bienes inmóviles (como tierras, indios, encomiendas, propiedades, familia extendida y allegados y dependientes) y los grupos recién llegados en busca de fortuna y en algunos casos sólo transeúntes de estas tierras, que vagaban miserablemente en busca de la ansiada oportunidad que los sacara de la pobreza y el anonimato. La Corona supo dividir para reinar, oponer estos partidos y azuzar rivalidades alentando la promesa de redistribuir las encomiendas. A la larga fueron estos sutiles mecanismos los que aseguraron el dominio de la Corona sobre el territorio. Sólo a un puñado de los conquistadores se les concedió una encomienda, generándose una fuerte desazón, incluso entre los hijos segundones de los encomenderos, por cuanto se les privaba de la herencia por las leyes del mayorazgo. Lope García de Castro se mostraba preocupado por la “favorable acogida que ciertos españoles descontentos encontraban entre los hijos de los que conquistaron la tierra”, y por cómo los desposeídos de las encomiendas se veían rodeados de “gentes mal yntencionadas”. Finalmente se estableció que una encomienda sólo estuviera dos generaciones, dos vidas, en manos de una misma familia. Es decir no llegó a ser perpetua como pedían estos conquistadores, ni únicamente vitalicia como recomendaban los burócratas reales. Las baterías de los criollos apuntaban a la defensa de la perpetuidad y su discurso enfatizaba la falta de reconocimiento oficial a los descendientes de aquellos valerosos conquistadores del territo-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte más meritorios conquistadores se encontraban en la mayor miseria”. Ante estas pobres perspectivas, algunos descendientes de encomenderos partirían a la colonización de hipotéticas tierras situadas al sur y al este del continente, esperando repetir la hazaña de sus antepasados, aunque difícilmente lo consiguieron. Todo ello daría pie a la reivindicación criolla peruana, que pretendía convertir a los residentes de larga data en estos territorios en los únicos beneficiados por las rentas y oportunidades brindadas por su país, idea ciertamente opuesta a la de los peninsulares (Lavallée 1993: 26 y ss.).

La nobleza criolla La sociedad hispanoperuana tuvo la particularidad de no ver establecidos definitivamente en sus linderos a un sector noble. Los pocos conquistadores ennoblecidos y sus descendientes, casi sin excepción, fueron llamados a la Metrópoli. En los años siguientes sólo se afincarían, y de manera temporal, funcionarios pertenecientes a ramas menores de las familias nobles, durante el ejercicio de sus cargos. Por otro lado los encomenderos, que hubieran sido los naturalmente llamados a llenar este vacío nobiliario, fueron expresamente impedidos por

Vista de un dormitorio de la casa Aliaga, en Lima. Los descendientes de Jerónimo de Aliaga prontamente ocuparon posiciones de honor y reconocimiento en la Lima colonial.

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rio y la pobreza e inseguridad en que se debatían: “con este bien y merced (la perpetuidad) también se cumple con la obligación que aquel Reyno pone a Vuestra Magestad en razón de remunerar los grandiosos servicios de los conquistadores y demás beneméritos que a costa de su mucha sangre que derramaron y a costa de sus caudales y haziendas y de intolerables trabajos y fatigas y vida y muerte que pasaron descubriendo aquel reyno y otros circumvezinos y le hallaron y apaziguaron ellos mismos, obra la más heroyca que ay y más digna de eterna memoria … … sin consentir que sus descendientes vivan (como hoy en día viven muchos) en suma pobreza sin tener cosa ni palmo de tierra cuyos padres dieron tanto a Castilla…”. Los voceros de los encomenderos, a cambio de recibir en perpetuidad las encomiendas, se ofrecían a asegurar la paz, pero comentarios de este tipo disgustaban a las autoridades, pues insinuaban una velada amenaza de insurrección o disturbios y hasta una hipotética alianza entre los criollos “siempre inclinados a las rebeliones y los levantamientos” y los mestizos. Los consejeros del rey se opusieron a esta perpetuidad señalando que: “…no se acordaran los encomenderos que tiene rey ni estarían obedientes a los virreyes y audiencias y justicias reales… …y la pretensión de que Vuestra magestad a de hazer merced a sus hijos que han de dejar pobres, los haze estar rreprimidos y quietos…”. Los encomenderos y sus descendientes ante el temor de verse privados de tan preciada prebenda, que en resumidas cuentas los convertía en miembros de la naciente aristocracia colonial, no dudaron en recurrir a todas las instancias y argumentaciones. A finales del siglo XVI, perdidas ya las esperanzas de obtener la perpetuidad, muchos “beneméritos y nietos de encomenderos” empezaron a pedir la reasignación de una encomienda, en virtud de los servicios prestados a la Corona por sus antepasados. Los virreyes y los altos funcionarios encargados de proponer y repartir las encomiendas vacas, utilizaron muchas veces su poder para concederlas a gente de su entorno, lo que generó airadas protestas de los criollos, quienes se consideraban con mayor derecho para recibirlas. Las protestas se sucederían una tras otra, no sólo frente al otorgamiento de encomiendas, sino de cualquier otra merced. como las plazas de “gentileshombres lanceros y arcabuceros”. Estos cargos honoríficos creados para los beneméritos fueron injustamente asignados por los virreyes a sus amistades y favoritos, incluso “a un niño de siete años mientras los

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Patrucco la Corona. De este modo la carencia aristocrática perduraría hasta el siglo XVII, cuando apareció casi espontáneamente una “nobleza de Indias”. Los personajes llamados a conformar este nuevo pero prestigioso sector serían algunos descendientes de conquistadores secundarios, familias enriquecidas por diversos medios, encomenderos que supieron adecuarse a los tiempos y consolidar su antigua riqueza, y personas llegadas tardíamente que ascendieron en la escala estamental con gran velocidad. El común denominador de este grupo eran sus grandes patrimonios ligados a tierras, inmuebles, industrias incipientes, joyas y ahorros en metálico. Muchos de estos potentados habían incrementado sus bienes a través del acaparamiento de tierras por medios no muy santos, regularizando su tenencia mediante el pago de un impuesto de “composición de tierras”. El poder político ayudaba y supervigilaba el proceso y muchas veces esta “sana” influencia era la dote o las arras, mediante las cuales los allegados del virrey contribuían a ventajosos matrimonios. Luego de obtener fortuna y prestigio los siguientes escalones resultaron mucho más fáciles de subir. Los mayorazgos fomentaron la “perpetuidad de los linajes y los apellidos” y volvieron indivisible el patrimonio evitando su disolución y fragmentación. El prestigio de estas familias de terratenientes sirvió de acicate para la celebración de pomposos matrimonios con miembros de los sectores mineros y comerciales. Dotes cuantiosas generaron una enorme transferencia de capital hacia los mayorazgos, que aumentaron su fortaleza económica, posibilitando un lujoso tren de vida. Nuevas y convenientes alianzas matrimoniales con sectores más dinámicos aunque inferiores, alimentaron la riqueza y esplendor de esta aristocracia, ya que el monto de la dote se incrementaba en función de la distancia social de la pareja. Durante la primera mitad del siglo XVII, algunos de estos mayorazgos recibieron los primeros títulos de Castilla otorgados a los americanos, aportándoles un enorme prestigio que supieron administrar matrimonialmente. La sociedad criolla contaba después de un siglo con una nobleza propia, la cual se convirtió en el arquetipo de la sociedad colonial. La presión por los títulos fue enorme y la empobrecida Corona realizó un pingüe negocio, primero con los hacendados y luego con los mineros y comerciantes. La conformación de este estamento “representa el primer gran triunfo de los criollos… y el verdadero catalizador de su conciencia de grupo”. Los integrantes de los mayorazgos de los niveles inferiores de la aristocra474

cia criolla aspiraban a ser caballeros de hábito y tener cargos militares, o pertenecer a la guardia del virrey, o en su defecto adquirir títulos de “familiar del Santo Oficio”, o ser miembros importantes en las cofradías o benefactores de conventos, y “los mil honores y privilegios vacíos que alimentaban la vanidad propia y el respeto ajeno”. De esta manera se conformaron los niveles menores de la nobleza indiana, a la cual todos admiraban y aspiraban. La existencia de una jerarquía social ayudó a formar un espíritu de cuerpo y sirvió para ejercer presión y lograr objetivos comunes, consolidándola a las aristocracias locales. Los criollos más exitosos de este grupo adquirían nuevos títulos y accedían al grupo superior, que de este modo se veía continuamente reforzado y renovado (Céspedes del Castillo 1983: 287-293).

La criollización de la sociedad Este proceso de criollización afectó no sólo a los hacendados, sino también a los mercaderes, quienes iban prefiriendo las activas plazas comerciales americanas a los decaídos espacios mercantiles de la Península. Sucesivamente se fueron asentando en las colonias en vez de regresar a España, luego de lograr cierta fortuna y dejar el negocio de ultramar a algún pariente. De esta manera se integraron rápidamente al grupo criollo, que los aceptó y acogió. Algo semejante ocurrió después con los mineros, que aportaron sus enormes capitales a la pujante economía criolla. El proceso de criollización de la sociedad afectó a todos los niveles y hubiera sido total de no existir una corriente migratoria in crescendo desde la Metrópoli. Lo normal era que los inmigrantes se establecieran y pronto el vínculo con el terruño se fuera desvaneciendo, al tiempo que surgían nuevas solidaridades con los grupos americanos. El origen andaluz y extremeño de la primera inmigración homogenizó la vida indiana y generalizó formas tradicionales y culturales originadas al sur de Castilla, que se vio representada así por el lenguaje, la vida cotidiana, las costumbres, etc. Los españoles procedentes de otras zonas debieron asimilar los usos de las primeras corrientes, que se acriollaron aceleradamente; pero tiempo después, cuando se incrementaron los migrantes de otras regiones de España, a quienes se denominaba chapetones, se hicieron evidentes los roces con los descendientes andaluzo-extremeños. Incluso miembros de la segunda o la tercera generación americana de estas agrupaciones se consideraban todavía chapetones y

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Las disputas por la conducción de las órdenes religiosas constituyen una muestra de la afirmación de identidad de los criollos, quienes exigían para sí posiciones de preeminencia, como ésta, alegando su condición de americanos y conocedores de las realidades del Nuevo Mundo. Frontis de la iglesia de San Agustín.

bramiento de algunos criollos como oidores, llegando éstos a cubrir un quinto de las vacantes. A partir de 1687, la grave falencia económica de la Corona generalizó la venta de las judicaturas superiores. Cuando todos los puestos vacos fueron ocupados, se vendió entonces el derecho a ocuparlos cuando nuevamente estuvieran libres, conformándose el grupo de los “supernumerarios”. Y cuando a su vez estas filas de la cola se hubieron agotado, se vendieron derechos sobre la ya lejanísima pero inevitable vacancia, dándose origen a los derechos de los “futurarios”. De las ventas realizadas entre 1687 y 1750, el 90 por ciento de los cargos fueron a parar a manos de los criollos, y una cuarta parte de las jefaturas de las audiencias estuvieron encabezadas por españoles nativos de la propia jurisdicción de estos tribunales. Si bien esta política se interrumpió en 1750, las ventas realizadas siguieron surtiendo efecto hasta 1780. Hasta finales del siglo XVII, de 256 oidores hubo sólo 20 criollos, de los cuales 11 eran limeños y 31 españoles casados con mujeres de familia criolla, y en consecuencia presumiblemente pro criollos. Pero a partir del siglo XVIII las cifras se invierten dramáticamente. Los criollos en la audiencia llegan casi al 50 por ciento, siendo peruanos un tercio. Se puede entonces contar a 73 americanos en tal institución, afianzándose entre 1747 y 1774 el predominio criollo en la audiencia, hasta llegar a ser casi absoluto. Si añadimos a estos triunfos otros avances

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VIRREINATO

mantenían sus lealtades como tales. Sin embargo, como bien ha expresado Céspedes del Castillo: “el grado de criollización… no se mide en número de individuos, sino también en función de la riqueza, prestigio, poder y conciencia de grupo. Estos factores no cuantificables crecieron así mismo con rapidez a partir del siglo XVIII”. Para comprender adecuadamente este proceso de formación de una conciencia americana, debemos prestar atención a los logros obtenidos por los criollos en las altas esferas del poder. Los mecanismos para cargos preeminentes pueden apreciarse en lo que fue la decisiva batalla por la audiencia. Los cargos de oidor brindaban mucha categoría y poder, tanto a nivel político como económico, y la presión para la obtención de ellos era enorme. La Corona señaló la imposibilidad de ser oidor en la tierra natal, además de la casi obligatoria necesidad de estudiar en la Metrópoli. Por tales motivos hubo inicialmente pocos oidores criollos, dado que el tiempo de preparación era largo, y además se requería un alejamiento del lugar de origen, algo generalmente rechazado por los criollos. Las protestas criollas frente a estas disposiciones fueron largas e intensas, enarbolándose múltiples argumentos, como la semejante capacidad entre los españoles de América y los peninsulares, el mejor conocimiento de realidades, costumbres y jurisprudencia locales, la menor tendencia a la corrupción al estar rodeados por sus familias y depender de sus riquezas y no de magros sueldos, el amor por la tierra y el deseo de mejor gobernarla, y el ahorro de los cuantiosos gastos de transporte e instalación. Los criollos se vieron favorecidos gracias al poco interés que manifestaban los funcionarios españoles por pasar a las Indias, debido a los costos y molestias que tal empresa significaba. Ello obligó al nom-

Patrucco José Baquíjano y Carrillo de Córdoba (1753-1817), intelectual criollo, oidor de la Audiencia de Lima y reconocida figura de las postrimerías del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.

VIRREINATO

segundones de estirpes importantes que buscaban un futuro en estos cargos y que estaban dispuestos a utilizar todos los recursos y la fuerza que su familia les pudiera proporcionar. Al arribar a las ansiadas y expectantes posiciones se repetiría el mismo esquema, pues ayudarían al ascenso de los siguientes criollos que postulaban a la plaza y frenarían a los demás postulantes, ya sea españoles o mestizos, en sus pretensiones profesionales. El ciclo se repetiría aun en los niveles más bajos, donde los criollos abundaban, utilizando las mismas estrategias y siendo manipulados políticamente por los niveles altos (Céspedes del Castillo 1983: 285-302; Pease 1992a: 297-280).

El criollismo mestizo

obtenidos por los criollos dentro del organigrama colonial, se hace comprensible el control obtenido por estos grupos en el gobierno de “su” tierra. Eventualmente, la imagen de desorden y desgobierno que la colonia ofrecía al visitante extranjero podía ser expresión del manejo autónomo de estas elites criollas, más interesadas en su propio desarrollo que en el funcionamiento de la gastada idea de la “monarquía universal”. En los niveles intermedios de la administración, el clero y la sociedad, las reivindicaciones criollas se volvían sumamente agresivas. La falta de oportunidades y el exceso de graduados y titulados en las universidades convertían la “oposición” para los distintos oficios y curatos en verdaderas batallas campales entre estos grupos. Los métodos de discriminación racial que ejercieron los peninsulares contra los criollos se reprodujeron en cascada cuando estos últimos pretendieron sacar del camino a los mestizos. Definitivamente pesaba mucho la influencia de los aspirantes criollos, generalmente vástagos 476

La rivalidad entre criollos y mestizos se vería disminuida en algunas zonas específicas. Los primeros aceptaron dentro de sus grupos de influencia a integrantes cobrizos, sobre todo en las ciudades surandinas, y tal proceso tuvo una enorme importancia en regiones como el Cuzco, donde sus representantes más conspicuos mostraron una inusitada adhesión a los planteamientos de los Comentarios reales, y a las reinterpretaciones mesiánicas que propiciaba la obra del Inca Garcilaso. En oposición al grupo criollo costeño, esta elite criollo-mestiza –en la que destacaban connotados personajes de la familia de los marqueses de Valle Umbroso– esbozó una nueva

Azulejos de la sacristía de la iglesia de San Pedro, Lima.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte visión del gobierno del país. Según ellos los “guambos” o chapetones no debían ser obedecidos por los indios, pues los aborígenes naturalmente estaban relacionados con el núcleo criollo-mestizo o apus, que se consideraba descendiente de los incas. La nobleza indígena, bastante amestizada, pudo desenvolverse con gran autonomía y de este modo la figura del inca recobró mucho de su antiguo esplendor. La alianza criollo-mestiza comenzó a intervenir en los asuntos regionales y logró imponer nombramientos de corregidores y funcionarios religiosos, tanto así que el cabildo eclesiástico del Cuzco prohibió en 1733 el otorgamiento de cargos locales a gente que no fuera oriunda de la diócesis. Intelectuales como Diego de Esquivel y Navia llegarían a criticar la actuación de algunos corregidores, casi siempre foráneos, por los abusos cometidos contra los indios, explicando así la sublevación de Juan Santos Atahuallpa (Pease 1992a: 283). Desde el siglo XVI, la Iglesia se convirtió en un importante lugar de confrontación entre estas “dos naciones”, denominación que sirvió para diferenciar a los bandos opuestos de criollos y peninsulares. Estas luchas en su interior dieron origen al protocriollismo, pues ya en estas tempranas épocas los frailes criollos encontraron serios problemas para dejarse oír cuando denunciaban injusticias en el reparto de doctrinas y se quejaban

Convento e iglesia de San Francisco de Lima en un apunte del siglo XVII.

Sacristía de la iglesia de San Pedro, Lima.

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VIRREINATO

El criollismo conventual

de la marginación que sufrían en su propia tierra. Los encomenderos y la sociedad civil apoyaban estas manifestaciones de los curas nativos y pronto el cabildo eclesiástico de Lima llegó a declarar que los curatos debían otorgarse solamente a los “beneméritos”, es decir a aquellos religiosos hijos y nietos de los conquistadores. Esta recompensa eclesiástica concordaba con la búsqueda de la perpetuidad de las encomiendas y otros candentes temas contemporáneos. La vida religiosa tuvo mucha importancia en América. Las huestes frailunas en las ciudades peruanas podían fácilmente compararse con las existentes en las grandes ciudades europeas, y no faltaban tampoco pequeños conventos en los pueblos y urbes secundarias, que la población defendió reiteradas veces ante el deseo real de clausurarlos. La vida monacal estaba profundamente arraigada en la mentalidad de la época y todos la vislumbraban como un posible destino. Los ricos enviaban allí a las hijas que no podían casar, en un intento de que

Patrucco

VIRREINATO

mantuvieran su estatus, y los pobres y los grupos medios intentaban ascender socialmente enviando a uno de sus miembros a un convento importante, de modo que casi toda la población se hallaba representada en la vida monástica. Cada tres años, a la hora de elegirse a las autoridades, los capítulos conventuales se convirtieron en un lugar privilegiado para dirimir las confrontaciones entre españoles y americanos. Cuando los criollos fueron jóvenes e inexpertos no constituyeron mayor problema para los peninsulares. Pero luego los hispanos empezaron a discriminarlos porque vieron disminuir su poder frente al número abrumador de criollos que tomaba los hábitos. Algunos de los cientos de capítulos celebrados en América resultaron especialmente tormentosos y se convirtieron en una especie de foro permanente de polémica. Este tipo de enfrentamientos entre lugareños y extranjeros se había dado ya en los conventos europeos, por lo que se aplicó una antigua solución

denominada la “alternativa”, mecanismo según el cual se sucedían cada tres años en los diversos cargos un criollo y un peninsular. Entre los franciscanos se utilizó la “ternativa” que consistía en alternar en los diversos cargos a un criollo y a dos peninsulares, uno de los cuales debería haber profesado sus votos en América y el otro en España. La Corona intercedió ante la Santa Sede para controlar la creciente injerencia criolla en las órdenes, siendo frecuente que sólo una minoría de los nacidos en el Perú accediera a la “alternativa”, o que unos cuantos peninsulares en un convento mayoritariamente criollo se mantuviesen más tiempo del previsto en los cargos de importancia. Algunas medidas del Regio Patronato provocaron verdaderas revueltas populares y ciertas órdenes se percataron del problema que podría presentárseles y exigieron discretamente a los lugareños un mayor número de requisitos. Simultáneamente promovieron el envío de misioneros españoles, a veces de dudosa calidad, para intentar equilibrar la balanza, pero la cantidad de las vocaciones americanas fue increíble y difícilmente se pudieron evitar las acusaciones y los enfrentamientos. Más espectacular aún fue el predominio criollo en el clero secular, donde debido a su preparación y dominio de las lenguas vernáculas pudieron obtener un rápido ascenso, llegando a ocupar las dignidades episcopales dentro y fuera del propio virreinato. Esta presencia no dejó de causar enfrentamientos entre obispos y cabildos eclesiásticos, entre curas y autoridades episcopales (Lavallée 1993: 160-171; Céspedes del Castillo 1983: 299-300).

Las aspiraciones criollas se expresaron en diversos ámbitos de la vida colonial, como en el religioso. El criollismo conventual fue una corriente muy poderosa y encontró eco en las principales órdenes religiosas: jesuitas, dominicos y franciscanos. En la imagen, la catedral de Huancavelica.

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

III LAS CASTAS

Español e indio

Mestizo

Español y mestizo

Cuarterón de mestizo

VIRREINATO

El cruce de los tres grupos raciales más importantes: el español, el indígena y el africano, gestaría en América un sinnúmero de variedades raciales, cuyo resultado inicial dio origen a los mestizos, los mulatos y los zambos o chinos, productos del cruce de sangre española e india, española y negra, y negra e india respectivamente. La categoría conocida como “castas de mezcla” fue un verdadero cajón de sastre donde la normativa española encasilló a todos los nuevos tipos raciales que no habían sido imaginados al inicio, o que siendo prohibidos de antemano, no pudieron ser evitados. La mezcla de estos grupos configuraría a la larga un complejo árbol clasificatorio que podría ilustrarse de la forma siguiente:

Español y cuarterón de mestizo Quinterón Español y quinterón

Español o quinterón de mestizo

Español y negro

Mulato

Español y mulato

Cuarterón de mulato

Español y cuarterón de mulato

Quinterón de mulato

Español y quinterón de mulato

“Gente blanca”

Esclavo afroperuano en una acuarela del siglo XVIII. Mestizo e indio

Cholo

Mulato e indio

Chino

Español y chino

Cuarterón de chino

Negro e indio

Zambo de indio

Negro y mulato

Zambo

Esta enrevesada categorización podía complicarse aún más. Para llegar a una mayor especificidad se acuñaron denominaciones como no-te-entiendo, tente-en-el-aire, jíbaro, tresalbo, jorocho, prieto, lunarejo, rayado, dando pie a una “morbosa genealogía racial”. Según los estudiosos esta catalogación respondía a la inventiva y preocupación de algunos intelectuales, antes que al propio sentimiento del hombre común, pues las denominaciones de uso

público y cotidiano se reducían a mulato, chino, coyote (mestizo oscuro) y cholo (castizo o mestizo claro). De otro lado, los libros parroquiales no exigían mayores especificaciones, ya que se dividían en secciones de españoles, indios y castas. Como Mörner ha señalado, estas catalogaciones fueron concebidas inicialmente como denominaciones raciales, pero pronto se convirtieron en indicadores sociales. Al confundirse la raza y la estratificación racial se distorsionó la correspondencia entre las características étnicas y el estatus social. De este modo se podía observar incongruencias en los grupos que debían ocupar posiciones intermedias, pues resultaban ubicados en el nivel más bajo y vi-

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Patrucco ceversa. El siguiente listado nos permite comprobar cómo el orden expresado por la condición legal se veía tergiversado por la realidad:

Condición legal

Status social

Españoles

Españoles peninsulares

Indios

Criollos

Mestizos Negros libres mulatos y zambos

VIRREINATO

Esclavos

Mestizos Mulatos, zambos, negros libres Esclavos Indios (del común)

La Corona intentó permanentemente que estas diferencias en el papel se vieran claramente representadas en la vestimenta, la vivienda, el trabajo y la forma de actuar de la gente. Sin embargo los individuos pertenecientes a estos grupos trataron por todos los medios de cambiar de segmento social, según las conveniencias de momento. A la larga, la verdadera importancia de la miscegenación (o mezcla racial) estaría dada por su íntima relación con dos procesos sociales como son la “aculturación” o mezcla de elementos culturales, y la asimilación o absorción de un individuo o pueblo por otra cultura. “En América Latina el mestizaje se convirtió en un importante vehículo de aculturación, y con mucha frecuencia coincidieron el cruzamiento racial y la fusión cultural” (Mörner 1978: 18-65).

LOS MESTIZOS Durante el proceso de conquista, el mestizaje se vio rápidamente impulsado por la falta de mujeres españolas. Raptos, abusos y violaciones fueron realidades cotidianas, pues las mujeres indias eran consideradas parte del botín o la justa recompensa a los trabajos de la conquista. En muchos casos las nativas fueron “regaladas” por los caciques y régulos locales a los españoles, a manera de esposas o esclavas, creyendo facilitar así una política de alianzas regionales como en los tiempos precolombinos. De hecho, algunas de estas parejas formaron verdaderas familias, pero tales relaciones por lo general no duraron mucho. La Iglesia vio con preocupación las consecuencias futuras de tal mestizaje entre indias y conquistadores, tratando de evitar además 480

que los españoles, y hasta algunos clérigos, establecieran barraganías y lazos poligámicos con las aborígenes. Es necesario señalar que no fueron muchos los españoles andinizados, aunque existen evidencias de náufragos y prisioneros que desarrollaron un gran apego por las familias de sus mujeres y nunca las abandonaron. Algo similar ocurrió con los mestizos chilenos que se confundieron entre los araucanos, pero todos estos casos fueron singulares. El mestizaje se hizo particularmente patente después del desastre demográfico. Konetzke sustenta la hipótesis de que una mayor semejanza racial al grupo indígena permitía una mejor adaptación física en las zonas tropicales e insalubres, mientras que los sujetos parecidos al tipo español tenían mejores esperanzas de supervivencia en las áreas templadas. Esto habría llevado al emblanquecimiento de ciertas regiones. En Chile, Paraguay, Río de la Plata y el Alto Perú (Santa Cruz de la Sierra), los mestizos eran tan blancos que se creían blancos puros. Sin embargo, aun cuando el parecido al grupo hispano ayudaba al ascenso social, el etnocentrismo hispano reparaba más en elementos etnorreligiosos que en las características raciales. Criterios como la legitimidad de la filiación y la conversión de las madres indias jugaron un papel de enorme importancia en la aceptación posterior del mestizo. Los primeros mestizos que encontramos en territorio peruano procedían de otras partes de América –como Almagro el Mozo que había nacido en Panamá– y llegaron acompañando a la expedición conquistadora, siendo oficialmente considerados en la categoría de españoles, por provenir de zonas anteriormente incorporadas al imperio. De la misma manera, los mestizos nacidos en el Perú que lucharon en la conquista de Chile, alcanzaron allá la plenitud de sus derechos por ser oriundos de zonas “antiguamente conquistadas”. Antes de la aparición de los primeros mestizos peruanos, surgiría un grupo de indios rápidamente asimilados, afectados por una suerte de acelerado “mestizaje cultural”, que serían de enorme importancia en el inicio del proceso de aculturación del siglo XVI. Un indígena como Martín de Poechos parecía conducirse como mestizo y oficiaría de importante nexo entre ambas civilizaciones. Este proceso de rápida inserción en el mundo occidental se seguiría manifestando y años más tarde un personaje de la talla teológica de Juan de Santa Cruz Pachacuti, podría ser definido como “indio por nacimiento pero mestizo por su forma de creer”, pues fue un gran representante de la aculturación en el ámbito religioso.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte terio de legitimidad tuvo enorme importancia, llegando a equipararse a los mestizos de relaciones lícitas con los vástagos de los españoles nacidos dentro del matrimonio. En consecuencia, muchos mestizos legítimos recibieron encomiendas, corregimientos y mercedes reales, aunque para integrarse a la temprana sociedad hispanoperuana fue fundamental el acceso a la educación, pues de lo contrario estaban condenados a ser reabsorbidos por los estratos indígenas. Por ello los padres se preocuparon de la instrucción de sus hijos según las normas españolas, e incluso los mandaron a vivir con parientes en la lejana España. Muchos niños mestizos de pocos recursos encontraron colocación en puestos de servicio o de aprendices de artesanos, en actividades que les permitieron llevar una vida digna. Pero casi sin excepciones, los más pobres e ilegítimos no lograron oficio ni beneficio, convirtiéndose en un fuerte motivo de preocupación para las autoridades y en su nombre se enarboló el menosprecio, que afectaría años más tarde a todos ellos. Desde épocas tempranas el Estado dispuso la creación de colegios de niñas mestizas, para así convertirlas en jóvenes casaderas. Una vez reconocidos

Sacerdote, indios y mestizo libando licor en un dibujo de Guaman Poma de Ayala.

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VIRREINATO

El primer grupo mestizo propiamente peruano se gestaría en el encuentro inicial de la conquista. Repitiendo la costumbre ejercida a lo largo del continente, los españoles tomaron mujeres entre las naturales y formalizaron barraganías. Muchas de ellas lo hicieron de buen grado, “por las ventajas que les ofrecía el vivir con los conquistadores”, y los esposos supieron aprovechar las ventajas que suponían las reglas de parentesco andino. Garcilaso refería cómo “viendo los indios alguna india parida de español, toda la parentela se juntaba a respetar y servir al español como a su ídolo, porque había emparentado con ellos, y así fueron estos tales de mucho socorro en la conquista de las indias”. Sin embargo, pocos fueron los hijos de tales uniones que pudieron crecer junto a la figura paterna, por lo frágil y transitorio del vínculo conyugal. En algunos casos los huérfanos de madre india y padre blanco, fueron criados por tutores y mujeres españolas, que fungían de madres sustitutas. En otros el mestizo, a pesar de saberse hijo de español, se asimilaba rápidamente al grupo indígena. Pero la suerte de estas uniones extramatrimoniales cambió abruptamente cuando la Corona obligó a los conquistadores a regresar con sus familias a España o traer de la Península a sus mujeres. Aunque algunos españoles convalidaron relaciones previas pagando una licencia denominada “composición”, muchos otros tuvieron que cumplir con los mandatos reales, abandonando a sus concubinas indígenas. Solamente cuando se trataba de hijas de caciques y “régulos” o señores étnicos, y de los viejos encomenderos, la Corona promovió el matrimonio mixto, pues como decía Gutiérrez de Santa Clara, “se casaron con sus mancebas que eran indias principales”. Con el tiempo estas uniones serían mejor vistas jurídica y socialmente y dejarían de considerarse como menoscabo y mancha de sangre, pero la mayoría de los españoles optaría por casarse con españolas, lo que parecía asegurar la crianza de los hijos y el establecimiento de un hogar según las costumbres hispanas. La vida de los primeros mestizos peruanos tuvo un cambio de 180 grados al destruirse las relaciones entre los conquistadores, sus mujeres indígenas y el “entorno” familiar. Desde entonces la pertenencia del mestizo al grupo español dependería de factores como la buena posición del padre, y la suerte e ingenio del hijo. Si bien el ser mestizo resultaba una verdadera disminución, muchos, incluso los ilegítimos, fueron bien aceptados si descendían de un padre prominente. Paralelamente, el cri-

VIRREINATO

Patrucco los mestizos como frutos de la unión de dos repúblicas, se asumió que el matrimonio con estas muchachas no impedía ni social, ni jurídicamente la limpieza de sangre, y que algunas eran un estupendo partido, sobre todo si el padre era importante o la dote jugosa. En niveles inferiores podían aspirar a casarse con algún español al servicio del padre o quizá con alguien proveniente de un rango ligeramente menor. Pero al pasar los años, las mestizas aptas para el matrimonio sobrepasaron ampliamente el número de los españoles dispuestos a desposarlas. En esa época la carencia de dote presagiaba la soltería, por lo cual –como ya se ha dicho– el dotar huérfanas o muchachas pobres se convirtió en una de las formas predilectas de hacer caridad. Las que no tuvieron esa suerte pasaron sus vidas como sirvientas, abandonadas, o dedicadas a oficios poco honorables. El gobierno español empezó a tener una gran desconfianza de los mestizos por la habilidad que tenían para cambiar de grupo según conviniese, y por su bilingüismo y biculturalidad que los podía llevar a tomar el partido de la cultura nativa. A nivel del lenguaje, las palabras mestizo e ilegítimo fueron cercanamente asociadas y ello no fue casual, pues el conde de Nieva intentó prohibir los matrimonios mixtos para evitar la multiplicación de esta gente de “mala inclinación”. Se les negó la posibilidad de ejercer cargos públicos, se les privó de heredar encomiendas y cargos relacionados con el manejo de indios (como protector de indios y cacique) y más adelante se les cortó el acceso a la carrera de armas. Además se establecieron discriminaciones entre los hijos urbanos y legítimos, y los rurales e ilegítimos. Si bien Toledo los excluyó de la mita, el creciente mestizaje fue visto con preocupación por las autoridades porque significaba una liberación de los penosos gravámenes para las familias andinas, por lo que a fines del siglo XVI todos los mestizos fueron empadronados, señalándose que ya no estaban exonerados del tributo. Como decía Lope García de Castro, estas medidas debieron ser introducidas con cautela y “otorgando ciertas prebendas para evitar el desorden de los Reynos”. Asimismo la Iglesia impuso severas pruebas y observaciones a los mestizos que se presentaban a su llamado, aunque no los excluyó por completo. El descontento de los mestizos por esta ambivalencia y postergación se manifestó de diversas maneras. Los vagabundos de origen mestizo y de otras castas buscaron afincarse en las tierras que los indios habían abandonado como consecuencia del de482

sastre demográfico y del rediseño del espacio andino debido a las reducciones. Pero aparecieron con frecuencia rencillas y enfrentamientos, por lo que fueron frecuentes los asaltos a comunidades y los abusos hacia los productores de coca. Además de convertirse en el azote de los atribulados indios, otros mestizos irían más allá en sus protestas. En 1556, aliados con españoles descontentos, nobles indígenas e incluso con los rebeldes de Vilcabamba, intentaron levantarse en las principales ciudades. Mayores implicancias tendría el motín de Quito encabezado por Miguel de Benalcázar, hijo mestizo del conquistador del mismo nombre, que protestaba por la postergación, el despojo de sus herencias, la falta de república que los amparase y el despotismo de los españoles “que no les daba ocasión de vivir honestamente pues siempre les llamaban viciosos y holgazanes”. Luego de asesinar a las autoridades, intentaron establecer una monarquía que privilegiara a los mestizos y les diera las encomiendas, enrolando en su hueste a vagabundos y mulatos que eran “diestros tiradores”. La carencia de preparación militar hizo fracasar el proyecto y determinó la ejecución de su promotor. Es revelador que en el teatro de Lope de Vega apareciera la palabra indiano como sinónimo de mestizo y fugitivo de la justicia. Ello nos lleva a pensar que los prejuicios se fueron ahondando con el tiempo, lo que no impidió que los mestizos supieran sacar partido de sus virtudes y defectos, aprendiendo a utilizar su indefinición, la astucia, el disimulo y el dinero para aparentar una situación distinta y conseguir posiciones expectantes, imposibles de alcanzar de acuerdo a la rigurosa estratificación social y a las leyes. Muchos llevaron vidas dignas de personajes de la novela picaresca española, cambiando de grupo social “con sólo variar su grado de limpieza personal, vestido, porte y lenguaje, acento y conducta”, fungiendo de mestizos si se trataba de tributos, de españoles al buscar empleo, o de indios frente a la Inquisición. Lo reducido de su número en los censos es un indicador de las dificultades para rastrear su presencia en cualquiera de las dos repúblicas. A la larga serían los miembros de este grupo, junto con las castas, los que repoblarían los Andes. El término indio denominará finalmente a un grupo de personas pertenecientes al sector social más “pobre, marginado, analfabeto, una especie de subproletariado rural y no un grupo de procedencia rural incontaminado”. Desde mediados del siglo XVII, la escasez de puestos y la abundancia de personas aptas para ocu-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

LAS OTRAS CASTAS Los cruces raciales no se dieron únicamente entre españoles e indias, pues a pesar de los deseos de la Corona también los negros entraron en el complicado panorama racial americano, integrando la clasificación de las llamadas “castas de mezcla”. Las autoridades españolas habían ordenado que un tercio de la población africana traída a América fuera de sexo femenino, para evitar el temido contacto entre negros e indios, posible vía de una contaminación musulmana de los habitantes del Nuevo Mundo y de la reunión de los peores caracteres de ambas razas. Aunque la población andina distó de ser convertida al islamismo, no se pudo evitar el intercambio sexual entre negros e indios, y el surgimiento de los zambos o chinos. La cercanía de grupos flotantes en el ámbito urbano propiciaba tales uniones, mientras en el medio rural la presencia de mayordomos y asistentes de corregidores de raza negra y mulata, estimulaba los contactos interraciales. Debido a la desproporción entre los sexos, los esclavos debieron realizar grandes esfuerzos para conseguir pareja, por lo que rápidamente ganaron la reputación de lujuriosos. En estos menesteres muchas veces contaron con la ayuda de las indias, que veían en los africanos a los ayudantes y protegidos de los españoles, gente con más poder a la postre que los disminuidos indios. Toledo y sus sucesores quisieron evitar la intromisión de vagabundos, negros y

mestizos en las reducciones, exceptuando sólo a los adecuadamente casados y a los zambos “legítimos herederos de propiedades de poco o ningún interés para nadie más, imposibles de vender, expulsarlos significaría confiscarles su propiedad…”. Otros sin embargo veían a los zambos “como la gente más vil de esta región” y la Corona pronto les impuso mitas, tributos y obligaciones de mestizos, que difícilmente compensaban la libertad heredada de la madre india. La población hispana masculina demostró gran preferencia por sus esclavas, multiplicando el grupo de los mulatos. Algunos críticos de la época señalaban que este apego encontraba su origen en las amas negras de leche que proporcionaban el pecho a los bebés españoles. Si la “contaminación” india de la sangre española desaparecía en tres generaciones, esta mezcla con sangre negra se presentaba hasta en los tataranietos y llevaba consigo el permanente peligro del “saltapatrás” o la aparición atávica de los caracteres raciales africanos en una generación ulterior. Habitualmente el mulato era más despreciado que el mestizo –en palabras de Solórzano– “por tenerse esta mezcla por más fea y extraordina-

San Martín de Porras, ilustre mulato del siglo XVII. En la escena aparece levitando en una ilustración del Perú colonial.

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parlos motivó el conocido enfrentamiento entre los criollos y los peninsulares. Los mestizos indirectamente terminaron incluidos en la disputa, pues los exclusivistas criollos azuzaron el prejuicio de ilegitimidad y el sentimiento racista para eliminarlos de concurso. A pesar de todo, el mestizaje iría ganando terreno durante el siglo siguiente, como lo sugieren la inviabilidad de los criterios clasificatorios y el incremento de los matrimonios mixtos. Si la discriminación racial había sido difícil de ejercer en los primeros tiempos, mucho menos fácil fue posteriormente, cuando los mestizos hicieron gala de su habilidad para ocultarla. Durante el siglo XVIII, los viajeros e informantes secretos Antonio de Ulloa y Jorge Juan propusieron a la Corona reclutar a los “ociosos e inútiles” mestizos para enviarlos a España a recibir formación militar (Céspedes del Castillo 1983: 184-296; Mörner 1978: 7, 34-39, 45 y ss., 71; Pease 1992a: 284 y ss.; López Martínez 1965; Konetzke 1971: 79-82; Lockhart 1982: 210 y ss.; Busto 1965: 84; Pease 1965: 126).

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Patrucco ria”, ya que “lo más ordinario es que nacen del adulterio, o de otros ilícitos y punibles ayuntamientos”. Los pocos matrimonios estre españoles y negras fueron muy estigmatizados, además de padecer la oposición de la Corona, deseosa de evitar que las esclavas obtuvieran su libertad y que ésta se extendiera a sus hijos mulatos. Muchos padres manumitieron a sus hijos ilegítimos, los reconocieron y ejercieron su tutela, y así los ayudaron a subir muy ligeramente en la escala socioeconómica. Si carecía de ese apoyo, el destino del hijo no era muy promisorio, pues su situación era equiparable a la de “gentes sin valor e infames castigados por el Santo Oficio”. La educación les fue restringida y las universidades y colegios reales les cerraron sus puertas. Incluso una institución tan democrática como el colegio de San Pablo de los jesuitas se vio obligada a excluirlos, cortándoles el camino para las profesiones. La prejuiciosa idea de la ilegitimidad impidió que accedieran a cargos públicos, aunque a partir del siglo XVII la Corona empezó a vender algunos cargos burocráticos menores a morenos libres adinerados. Igualmente la entrada a la Iglesia les estuvo vedada aun para desempeñar las ocupaciones inferiores, siendo el caso del futuro santo Martín de Porras una excepción debida a su educación y al ilustre linaje de su padre, ya que los mulatos estaban afectados por obligaciones comunes al resto de castas, y en la mayoría de los casos compartieron el modo de vida de los negros libertos (Konetzke 1971: 83; Mörner 1978: 40-46; Bowser 1977: 347-384).

LOS NEGROS LIBRES Cuando se habla de las castas generalmente se olvida mencionar al grupo compuesto por la población africana liberada, que adquirió su manumisión en el país, aunque se tiene noticia de la llegada de un cierto número de negros libertos. Como puede deducirse, los esclavos al ser liberados no podían encontrar sitio en las repúblicas de españoles o de indios, teniendo como único reducto el grupo de las castas. Bowser considera que la manumisión se daba de tres maneras claramente determinadas: por la voluntad del amo generalmente expresada por testamento; por la compra del esclavo con dinero ganado por él, por su familia o prestado por terceros; y la generada indirectamente por la mezcla racial, ya que los padres blancos podían comprar la libertad de sus hijos mulatos, y los hijos de esclavos habidos en vientre libre nacían libres. Frecuentemente la 484

manumisión era un largo proceso que consumía una buena parte de la vida. La liberación por compra comenzaba cuando el dueño fijaba un precio que debía ser mantenido incluso por los siguientes propietarios. El paso siguiente era reunir el dinero, a veces con la ayuda del amo y de personas generosas dispuestas a realizar una obra de caridad cristiana. Las manumisiones ocurrieron generalmente en la ciudad, pues los esclavos en el medio rural difícilmente podían reunir el dinero necesario debido a la escasez de circulante, y aun cuando lo lograban su existencia libre no se diferenciaba mucho de la anterior. La población negra libre aumentaría con el paso de los años. En 1586 se registraban en Lima unos mil libertos, pero hacia 1660 su número bordeaba los tres mil individuos. Como hombres libres, eran llamados “negros horros”, y podían ser vistos indistintamente como una “banda de revoltosos que protegen esclavos fugitivos, encubren robos y fomentan la inquietud”, o como una “clase diligente y útil que aprovecha cualquier oportunidad y ayuda a construir este país”. Pese a todo, la situación de los llamados “pardos libres” era poco envidiable, tanto por lo humilde de su condición, como por ser objeto de innumerables prejuicios que no afectaban ni a los propios esclavos, ni a los indios, debiendo cumplir como los españoles con el servicio de milicias, estar bajo la supervisión del Santo Oficio y pagar el tributo estipulado para los naturales. La posición de inferioridad de los libertos no les impidió conseguir conquistas grupales, como la eliminación del tributo, tras un siglo de protestas y tenaz oposición. El impuesto fue considerado “de poca sustancia pero motivo de mucho escándalo” y por tal razón se eximió “a las mujeres de color y a los hombres que hubieran servido o sirvieran en ese momento en la milicia”. Otras imposiciones anexas al tributo, como la obligación de vivir y emplearse solamente con españoles, se irían incumpliendo paulatinamente hasta convertirse en letra muerta. Se trataba de alejarlos de la vagancia y la prostitución y atender a los huérfanos y a los enfermos, objetivos que tambien quedaron sin realizar. Eventualmente, la ciudad obligaba a los libertos, a los que insidiosamente se continuaba llamando “esclavos”, a barrer las calles y patrullar la ciudad, a reparar diques y erigir fortificaciones y a cuidar enfermos durante las epidemias. Las leyes también podían regular asuntos hoy considerados menudos y sin importancia, como el lujo y la apariencia de las personas, prohibiendo a las libertas el uso de sedas,

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte nas de las islas caribeñas, como justa retribución a los enormes gastos que la empresa descubridora había demandado de los Reyes Católicos. Este comercio de aborígenes, practicado durante casi una década, sería finalmente prohibido por los monarcas. Contrariamente a lo sugerido por intereses económicos y comerciales, la Corona declararía en el año 1500 la libertad de los indios, que en lo sucesivo serían considerados súbditos de su majestad. Desde entonces la relación con los nativos fue semejante a la establecida por los españoles de la Reconquista con los infieles musulmanes. Si aceptaban ser tributarios de los señores cristianos se les permitía vivir con cierta autonomía en sus barrios y proseguir con sus costumbres, pero si eran vencidos ofreciendo resistencia, se les vendía como esclavos. La decisión de considerar súbditos a los indios estaba en cierto modo condicionada por la “entrega” pontificia de los infieles americanos y sus territorios a los monarcas españoles, para que éstos procuraran su evangelización y salvación. El nuevo estatus de vasallos libres impedía la esclavitud de

LOS ESCLAVOS Los esclavos indios Los grandes descubrimientos revitalizaron la esclavitud, sistema de explotación que estaba desapareciendo de la Europa que salía de la Edad Media, y las dimensiones que alcanzó a partir de 1492 pueden ser equiparables a los grandes sistemas esclavistas de la antigüedad. Cristóbal Colón, a falta de las ansiadas especias y las playas de arenas de oro que quería encontrar, no desdeñó la venta de los indíge-

La discusión sobre la naturaleza de los indios americanos acaparó el debate teológico y jurídico español en la primera mitad del siglo XVI. Grupo de indios peruanos en dibujo de Guaman Poma.

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perlas, adornos de plata y oro, sandalias con campanillas y el usar alfombras o cojines en la iglesia, y camas con dosel en las casas. La idea que movía estos reglamentos frecuentemente incumplidos era supuestamente prevenir la prostitución y castigar los signos exteriores de riqueza que tan antigua profesión podía proporcionar. La Iglesia, que tantos afanes tenía en la cristianización de los libertos, prohibió sin embargo que usaran ataúdes y fueran enterrados en los templos. La anhelada libertad por ellos imaginada fue muchas veces sólo una ficción, pero se ingeniaron para “ser aceptados con semejantes desventajas y convertir las obligaciones en beneficios”. Cuando trabajaban como operarios realizaban ocupaciones similares a las de un esclavo por un sueldo que fluctuaba entre los 50 y los 150 pesos, monto semejante al que recibía un español no calificado por el trabajo. Encontraron posibilidades de un mayor desarrollo en los oficios y artes manuales y pronto se hallaron adscritos a ciertas labores como la edificación de muros de adobe y la carpintería burda, o contaron con pequeños comercios y servicios como panaderías, hosterías, pulperías. En estas ocupaciones formaron a veces pequeñas fortunas, que trasmitían a sus hijos y gastaban en donativos píos y en lujosos entierros o simplemente en satisfacer necesidades cotidianas de cualquier español, como casa, esposa, y tierras, ropa fina y esclavos. Inicialmente los negros libres conformaron grupos totalmente cerrados, comunidades tan estrechas como la vasca o minorías extranjeras, causando inquietud en algunas autoridades. Muchos de ellos percibieron sin embargo que su ascenso social no se daría por esta vía, sino integrándose al resto de la sociedad, emblanqueciendo su piel y sus maneras, estableciendo relaciones con gentes de otros estratos y perdiendo en parte su identidad y su cohesión racial (Bowser 1977: 347-390; Lockhart 1982: 196-251).

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Patrucco los aborígenes, y en lo sucesivo sólo podrían ser comerciados si eran aprehendidos –como sus predecesores los moros– en guerra justa. A partir de ese momento los conquistadores entendieron como guerra justa todo enfrentamiento con los indígenas, por lo que la Corona luego de arduas deliberaciones impuso la obligación de ejecutar el requerimiento, que era una fórmula jurídica en la que se resumía buena parte de los principios cristianos, se señalaba la labor evangelizadora de los reyes españoles y su sumisión a Roma y se instaba al régulo aborigen a convertirse. Todo esto expresado en un complicado y técnico lenguaje jurídico, difícil de comprender aun para los propios castellanos, e ininteligible sin duda para los americanos. El enfrentamiento generado luego de la lectura de este formulismo era considerado guerra justa. Pese a todo, este procedimiento, que debía ser llevado a actas por un notario y supervisado por los sacerdotes de la expedición, fue un sincero intento de salvaguardar la integridad de los pueblos conquistados desde la óptica de la escolástica y de la antropología etnocéntrica del siglo XVI. Durante un tiempo los únicos esclavos indígenas que se podían encontrar en el Perú eran los arribados junto con los conquistadores desde Centroamérica, concretamente de Nicaragua y Nueva España. Pero una temprana real cédula de 1533 permitió a los españoles “tratar, comprar y vender” a los aborígenes previamente considerados esclavos en la sociedad andina. La ley se interpretó como una licencia para comercializar a los yanaconas o yanas que se hallaban en poder de los curacas. Sin embargo, la política seguida por la Corona procuraba prohibir este comercio de “piezas de carey” –como llamaban los tratantes a la mercancía indígena–, por lo que Carlos V suprimió esta facultad de los conquistadores reiteradas veces hasta la aparición de las Leyes Nuevas, cuando fue definitivamente abolida. Curiosamente los más interesados en evitar la esclavización de los indios rebeldes fueron los encomenderos, que no querían ver disminuir el número de sus tributarios. Lockhart refiere que cuando se intentó esclavizar a un grupo de indios rebeldes del centro del Perú, los encomenderos protestaron de tal modo que los indios fueron devueltos a sus respectivas encomiendas. La mayoría de los esclavos indígenas se reclutaba en las inciertas zonas de frontera, ya que la rebeldía de los indios obligaba a tomar este tipo de venganzas y represalias, tal como sucedió con los caribes que eran antropófagos, los pijaos, o los chanes. 486

La dureza de la conquista de Chile ocasionó que en 1610 se declarara esclava a toda la población araucana, situación que se mantuvo hasta finales de ese siglo. En el Perú casi no se efectuó trata de indígenas, aunque en los registros notariales de Moquegua del siglo XVII se registra un abultado comercio de esclavos indígenas, que luego de determinado plazo “se convertían en yanaconas, en una suerte de andinización de la esclavitud originada en la guerra”. Los esclavos indígenas vivían entremezclados con los negros y compartían muchas de sus actividades y modos de vida. A diferencia de éstos eludieron el trabajo agrícola, el arrieraje y las brigadas de varia ocupación, y constituían un grupo preferentemente de artesanos, mientras las esclavas indias eran generalmente concubinas. Aun cuando alcanzaron precios menores que los negros, los esclavos indios eran muy útiles por su rápida aculturación y su dominio eficiente del castellano. Al igual que los negros se escapaban y a los huidos se les llamaba “indios horros”, teniendo de hecho mucha facilidad para ocultarse en los pueblos de indios. Mientras las poblaciones negras compraban su libertad con el dinero reunido por el largo y paciente trabajo de toda una vida, los indios eran manumitidos gracias a donaciones o por tener parentesco con su propietario. Sin embargo los indígenas que recibieron su libertad podrían ser contados con los dedos de la mano en comparación con los negros, y en las primeras épocas no se conoce de ningún caso de esclavo indio que la comprara. En resumen podría decirse que el núcleo de indígenas esclavizados sólo constituyó un factor transitorio en la sociedad colonial. En el Perú se registró el comercio esporádico de esclavos asiáticos o “piezas de marfil”, vendidos a altos precios por su rareza. Venidos al continente por la vía del galeón de las Filipinas, eran luego transportados al Perú desde Acapulco. Las enormes dificultades que rodeaban el comercio con Oriente y la prohibición real de 1597 evitaron una mayor inmigración asiática durante la colonia. Igualmente exóticos fueron los esclavos indonesios denominados “piezas de caoba”, que en pequeño número arribaron al Perú durante el siglo XVII (Céspedes del Castillo 1983: 183; Pease 1992a: 296; Konetzke 1971: 153-159; Lockhart 1982: 258-261).

Los esclavos negros Los primeros esclavos negros que pasaron a América lo hicieron en compañía de sus amos, habitualmente personas distinguidas que no podían

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte cado se convertirían en detractores de la esclavitud, y en nombre de la humanidad de estos seres que el destino había puesto “en una situación contraria a las leyes de la naturaleza”, planteaban que los negros eran también acreedores de “una serie de derechos inalienables”. Pero las necesidades económicas llevaron finalmente a la justificación de la trata negrera. Así Solórzano podía decir “se venden en el África a sus tratantes por su voluntad o tienen justas guerras entre sí, en que los cautivan unos a otros, y a estos cautivos los venden después los portugueses, que nos los traen” (Konetzke 1971: 67-78; Bowser 1977: 281; Céspedes del Castillo 1983: 143).

El esclavo en el Perú Los primeros esclavos negros presentes en el Perú lucharon junto con sus dueños en la conquista de los nuevos territorios, alcanzando muchas veces posiciones de importancia, lo que les permitió acceder a una serie de privilegios como poseer a su vez otros esclavos. En los años sucesivos, la llegada de población de origen africano se iría incrementando de manera rápida, e incluso se pensó que sería

Marcas de esclavos, tal como aparecen en los documentos notariales de Lima. Tomado de Bowser 1977.

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prescindir de tales servicios. De este modo muchos esclavos combatieron al lado de sus propietarios y llegaron a destacar en las guerras de conquista. Inicialmente la política real frente a la inmigración negra fue restrictiva, ya que se imponía una tasa de dos ducados por “pieza de ébano” importada y sólo tenían cabida en el nuevo continente los esclavos cristianos y residentes en España. Pero pocos años más tarde, se prohibió el paso de estos negros hispanizados, admitiéndose únicamente “mercancía humana” procedente del África. En aquellos primeros años del descubrimiento, la abundancia de población indígena no hacía presagiar la suerte que correría la trata de negros. La agresiva defensa del indio realizada treinta años más tarde por los padres jerónimos y por Bartolomé de las Casas, limitaría la disposición de mano de obra indígena, teniendo la Corona que enfrentar las presiones de los colonos que clamaban por la importación de esclavos, para aliviar la situación de las grandes plantaciones caribeñas. Las condiciones económicas que se gestaban en América tropical bajo el régimen del monocultivo, “revitalizaron el papel de la esclavitud en la civilización occidental y ocasionó... la inmigración transoceánica forzada de mayor magnitud que registra la historia”. Luego de algunos ensayos, Carlos V empezó a otorgar licencias entre sus validos, para introducir esclavos en América. La dificultad de efectivizar tales derechos obligaba a los favorecidos a vender la concesión a algunos comerciantes, los que realizaron efectivamente el tráfico. Si bien los colonos reclamaron insistentemente la capacidad de la importación directa, la Corona se negó sistemáticamente, porque la dación de los permisos de trata constituía una forma práctica de recompensar servicios, incentivar empresas arriesgadas, pagar deudas y dotar de gastos de representación a los altos funcionarios, sin recurrir a las exhaustas cajas reales. El comercio de esclavos llegó a superar el millón de ducados anuales, pero el reducido número de licencias concedidas generaba el encarecimiento de la mercadería y un enorme contrabando. Al comenzar el siglo XVII se inauguró una nueva modalidad de venta denominada asientos, contratos monopólicos en manos de “consignatarios” que pagaban derechos determinados a la Corona. El sistema no funcionó adecuadamente y los asentistas fueron defenestrados continuamente, recayendo los derechos de este monopolio en manos de portugueses y holandeses. Grandes personajes como el arzobispo de México Alonso de Montúfar o el teólogo Tomás de Mer-

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Patrucco una adecuada solución a la falta de brazos en las minas. Sin embargo, el mismo Francisco Pizarro sugirió al Consejo de Indias no incentivar la esclavitud y los mineros apoyaron tal parecer, aduciendo la incapacidad del negro para aclimatarse a las alturas, idea que por otra parte la realidad se encargaría de desmentir. La posición adoptada por los mineros no era ni lejanamente principista. Sencillamente no estaban interesados en invertir en esclavos, porque aprovechaban la casi gratuita mano de obra indígena; pero cuando ésta no fue suficiente, llevaron a Potosí a innumerables esclavos negros que trabajaron en los socavones y en tareas anexas. También el esclavo negro sustituyó al indio en otras labores, compartiendo con yanaconas y peones libres el trabajo en los campos de la costa, región donde residió principalmente. La escasez de esclavos puestos a la venta en toda Hispanoamérica, que tantos dolores de cabeza produjo a los dueños de las plantaciones caribeñas, no pareció afectar a los comerciantes limeños porque poderoso caballero era el metal argentífero extraído de las minas de este virreinato. Bowser reconstruye la ascendente curva del crecimiento de los esclavos, señalando que en Lima residían 4 mil de ellos en 1586, y que en el período 1594-1611 se importaron entre 600 y 800 personas cada año. En 1613 su número superaría los 10 mil individuos. Entre 1615 a 1619 entrarían casi 1 200 africanos anualmente. En 1640 se podía calcular sólo en la capital unos 20 mil esclavos y en todo el virreinato unos 30 mil, dos tercios de los cuales vivían en ciudades. En 1604 los esclavos censados en la urbe trujillana eran 1 703, cifra similar a la población española (1 021) y a los indios (1 094). En la misma ciudad había en 1753 una cantidad de 3 065 negros y mulatos. Ambas ciudades contaban con la mayor población africana del reino si exceptuamos Potosí, mientras los valles más poblados eran los dedicados al cultivo de la caña y la vid que se ubicaban al sur de Lima. Los portugueses jugaron un papel muy importante en el tráfico de esclavos a las colonias españo488

Fachada de la casa de Pilatos en Lima, que data del siglo XVII. En 1635, su propietario Manuel Bautista Pérez, junto con un numeroso e influyente grupo de comerciantes de origen portugués, fueron encausados por el Santo Oficio acusados de judaizantes y de preparar una vasta conspiración.

las de ultramar, a pesar de la oposición de Felipe II, que por entonces ocupaba también el trono lusitano. Dicho monarca intentó frenar el desplazamiento del oro indiano de España a Portugal y el enriquecimiento de los mercaderes lisboetas, que llegaron a establecer grandes casas comerciales en América. Uno de ellos, conocido como Manuel Bautista Pérez, era considerado “el hombre más rico del Perú”, con una fortuna cercana al millón de pesos y múltiples propiedades, entre ellas la “Casa de Pilatos”, contigua a la plaza de San Francisco de Lima. Tras un sonado y polémico proceso, la Inquisición lo condenó a la hoguera, porque en el referido domicilio presuntamente se flagelaba una estatua de Cristo. La mentalidad popular, impulsada por la envidia, consideraba que estos mercaderes portugueses eran judaizantes y que convertían a la fe de Abraham a los esclavos que traían. Puede suponerse que estas ideas calumniosas tenían el aval de la Corona, preocupada como estaba de poner fin a la rápida prosperidad de estos comerciantes de esclavos. Con la separación de España de Portugal, los tratantes lusitanos verían derrumbarse sus negocios en las tierras hispanoamericanas (Bowser 1977: 5487; Pease 1992a: 297; Quiroz 1993: 312).

Participación económica A pesar de la visión estereotipada de la esclavitud, que empaña su comprensión, los pobladores negros durante la colonia se dedicaron a una amplia gama de actividades. En el campo no sólo se ocuparon como braceros, sino desempeñaron innumerables oficios, ya que el régimen de autosubsistencia de las haciendas así lo exigía. En las ciuda-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte La resistencia. Los cimarrones y los palenques. La Santa Hermandad A pesar de la fama de rebeldía e insubordinación de la población negra, la lectura del pasado nos enseña que la realidad fue bastante diferente y puede resistirse a fáciles generalizaciones. En ocasiones los funcionarios reales tuvieron que admitir la activa colaboración y la notable fidelidad de los esclavos, a pesar del temor de que éstos colaboraran con los piratas durante las invasiones extranjeras. Además, debemos reconocer que la captura y vigilancia de los cimarrones, ejercida por una entidad tan ineficiente y anémica de recursos como la Santa Hermandad, nunca escapó del control de las autoridades. No por ello el miedo hacia un levantamiento en masa de los esclavos fue menor, quizá porque las acciones de los grupos de huidos siempre resultaban peligrosas. Los motivos para fugar eran de diferente índole, generalmente reacciones impulsivas ante los abusos de sus amos, pero frecuentemente también abandonaban a sus propietarios siguiendo los designios del corazón, o en busca de los parientes perdidos. Estas desobediencias los ponían en verdaderos aprietos, pero a la larga se reintegraban a sus vidas normales. Muy diferente era el caso del esclavo cimarrón, es decir de aquel que escapaba y se unía a bandas armadas que terminaban acampando en la periferia de las ciudades, dedicándose a diversas actividades para sobrevivir, sobre todo al bandidaje y al asalto de viajeros. Algunos de estos refugios se convirtieron en aldeas, denominadas palenques, en las que se revivió parte de la cultura de sus ancestros africanos, y su erradicación costó en alguna oportunidad enormes esfuerzos militares al gobierno español. Instituciones como el cabildo de Lima dictaron drásticas medidas para la vigilancia de la población negra, prohibiéndoles manejar armas, dejar la ciudad, transitar luego del toque de queda e ingresar a los pueblos de indios. Cualquier incumplimiento de estas normas era castigado con azotes, la castración o la muerte, dependiendo de la gravedad y la reincidencia en las faltas. Pero como los amos se hacían responsables de los desmanes y delitos que cometieran durante su fuga, era común vender al esclavo huido lo antes posible. También se dictaron ordenanzas para obligar a los dueños a vigilarlos más férreamente, pero no tuvieron el resultado esperado, pues muchas veces ellos mismos eran los generadores de los excesos de sus esclavos, llevando en su séquito a negros armados, o enviándolos a recorrer la ciudad en busca de trabajo. Sin embargo, en el Perú 489

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des en cambio, la tenencia de esclavos no estaba directamente asociada con labores productivas, sino más bien con el estatus de su poseedor. Tenerlos en casa era signo de un buen tren de vida, siendo común que un personaje más o menos importante contara con una treintena de sirvientes negros entre cocineros, lavanderos, doncellas, amas de cría, peones, jardineros y miembros del séquito personal de los patrones. Pero también trabajaron como vendedores ambulantes, preparadores de alimentos y servidores en los conventos. Practicaron asimismo oficios manuales, siendo artesanos de diverso tipo, constructores civiles, transportistas, sastres, curtidores, y hasta artistas. Con el tiempo llegaron a tener importancia en los gremios y protagonizaron enfrentamientos con los herreros españoles. Los precios de los esclavos tecnificados eran más altos, pues se consideraba que se autocancelaban en un plazo aproximado de dos años o en todo caso podían ser enviados a trabajar para sostener a su amo, lo que no fue inusual en esos tiempos. Las ganancias de los negros especializados les permitían obtener un nivel de independencia insospechado en relación con otros esclavos, e incluso algunos dueños declinaron de una parte de sus ganancias para otorgarles la manumisión. En el amplio universo virreinal, la situación material y moral del esclavo podía ser francamente contrastante. Algunos se encontraban sumidos en el hambre mientras otros paladeaban el hartazgo, pasaban de la desnudez al lujo de las libreas palaciegas, del maltrato al mimo y los halagos. Cuando la relación con los dueños era estrecha y amistosa, adquirían una posición de privilegio e incluso podían obtener la manumisión, en tanto amos menos generosos enviaban a sus esclavas a conseguir dinero mediante la prostitución. El matrimonio de los esclavos era muy deseado y estaba protegido por el Estado y la Iglesia, y hasta se hacían arreglos entre propietarios para reunir a la pareja bajo un mismo techo. Con el paso del tiempo y pese a la oposición de los más recalcitrantes “negreros”, irían ganando una serie de derechos tácitos, que ayudarían a soportar una vida “caracterizada más que por la dificultad y el sufrimiento, por la monotonía y la indiferencia”. En esta política antidiscriminatoria destacó la Compañía de Jesús, que bautizó y evangelizó a buena parte de la población negra, veló por sus congojas y cuidó de los enfermos y de los ancianos abandonados en instituciones como el hospital adyacente al colegio de San Pablo (Konetzke 1972: 296; Bowser 1977: 172-197, 296-333).

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Patrucco no se tiene un gran historial de sublevaciones de esclavos, salvo la que debeló Gonzalo Pizarro en medio de las guerras civiles. Entonces debió hacer un alto en sus combates contra las fuerzas de la Corona y enviar a más de cien de sus hombres en expedición punitiva contra el palenque de Huaura. Allí fueron vencidos unos doscientos cimarrones que amenazaban con derrocar a los españoles, aprovechando el vacío de poder. Luego de este inicial encuentro, no volvería a repetirse otro choque frontal entre grupos de esclavos y el Estado, pero subsistirían siempre las peligrosas bandas de delincuentes camineros, que obstaculizaban en algunas regiones la comunicación y el comercio. La Santa Hermandad se constituyó para perseguir a los esclavos huidos o cimarrones. Conformada por un alcalde y varios cuadrilleros, contaba para su financiación con el monto de un impuesto de dos pesos que cobraba la ciudad por el arribo de cada esclavo. Éste era frecuentemente evadido y a la larga una aguda falencia económica afectó a la Santa Hermandad, lo que se sumó a las interferencias ejercidas por los grandes propietarios de esclavos. La institución fue subastada al final del virreinato y comprada por particulares (Bowser 1977: 242-272).

La actitud de los indios A pesar de compartir una posición de dependencia y sojuzgamiento frente a los españoles, los indios y los negros nunca manifestaron buenas relaciones. Los pobladores andinos percibieron siempre que los esclavos africanos estaban sometidos a la férula de sus amos y actuaban como sumisos aliados de los españoles. Esta primera impresión fue hábilmente explotada por los hispanos, quienes supieron enfrentar a ambos grupos étnicos, encargando a unos la represión de los otros, y fomentando el antagonismo y la mutua rivalidad. Pero más allá de 490

Un amo español reprende a sus esclavos.

políticas premeditadas, lo cierto es que en el medio andino fueron los propios inmigrantes africanos quienes contrariaron las leyes e imitaron las peores conductas de sus patrones blancos. Era común que los esclavos de los encomenderos y corregidores se envalentonaran y violaran muchachas, tomaran concubinas, fomentaran la prostitución y despojaran de sus bienes a los habitantes de las reducciones, sin recibir castigo alguno, ganándose así el odio y el temor de los indígenas. Un testigo de estos acontecimientos, como Guaman Poma, los calificaría de “taimados y holgazanes”, en contraposición con los indios laboriosos, y los veía como “bachilleres y revoltosos, mentirosos, ladrones, robadores y salteadores, jugadores, borrachos, tabaqueros y tramposos”. Sus juicios serían motivados parcialmente por un profundo racismo, nacido de la competencia laboral que significaba la presencia de estos esclavos foráneos en las ciudades. Pero según lo ha señalado Franklin Pease, la mentalidad andina se opuso a todo lo que tuviera el más leve matiz hispano. Para los indios, tan españoles eran los turcos o los africanos como los propios peninsulares y contra todos dirigieron su animadversión. Como contrapartida los esclavos repitieron los mismos adjetivos y el mismo desprecio que habían escuchado y presentido en boca de los españoles, reproduciéndose hasta el infinito el círculo vicioso de estas disputas interraciales. Sin embargo, algunos estudios últimos demuestran que tangencialmente, en barrios indígenas de las ciudades, existía la posibilidad de que personas negras no fueran vistas como enemigas y llegaran a formar lazos de conveniencia e incluso familiares. Por otro lado, la compra de esclavos por curacas e indios enriquecidos era fenómeno frecuente no sólo en las zonas urbanas, sino también en las áreas rurales (Pease 1992a: 298-299).

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ASPECTOS ECONÓMICOS COLONIALES PANORAMA ECONÓMICO

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La llegada de los españoles al Perú significó una mentos de su arribo a los Andes las tradiciones ecoruptura de los patrones económicos que se habían nómicas castellanas en relación a la moneda, el cogenerado en el mundo andino. A diferencia del sis- mercio, el control fiscal y el tributo monetario, o en tema europeo que sólo a partir de 1532 se iría su defecto en especie. También trajeron la noción asentando en el país, en los Andes existía una eco- visigótica de la propiedad, el concepto medieval del nomía que prescindía del mercado, la moneda y el crédito y toda una larga serie de usos, costumbres y tributo pecuniario, y que más bien estaba regida prejuicios, que pronto fueron encontrando eco en por la reciprocidad y la redistribución, las cuales las nuevas tierras, en la misma medida en que la hiseran reguladas por los vínculos de parentesco que panización del territorio iba siendo más profunda. Luego de descubrirse los riquísimos yacimientos se patentizaban en el ayllu y por la organización centralizada del Estado, al que todos debían tribu- americanos se organizó un tipo de explotación del suelo donde primaban las actividades primatar en trabajo o en especie, siguiendo innumerias de tipo extractivo, especialmente de rables normas y ritos. Estas instituciominerales como la plata. Ello signifines andinas resultaron muchas veces có un gran cambio frente a la anincomprensibles para los españotigua economía andina, que se les, quienes las reinterpretaron había basado en la agricultura. según su impronta cultural, En torno a la minería fueron aunque con el pasar de los organizadas todas las demás años algunos encomenderos actividades productivas y la supieron hacer uso de esos explotación agropecuaria se mecanismos, sobre todo dirigió a satisfacer las nececuando se trataba de relasidades de las grandes ciucionarse con la población dades y los centros mineros andina. A pesar de ello, las como Potosí. pautas de la economía andina La Corona redefinió toda la iniciarían a partir de aquel política macroeconómica –mamomento un largo e inexorable nejada desde la Metrópoli–, enfacamino hacia su extinción, que tizando la producción metalífera y aún hoy no ha concluido. puso en un segundo plano la Los conquistadores impusieron desde los primeros mo- Moneda macuquina de cuatro reales del siglo XVI. producción mercantil local.

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Las colonias de esta manera se integraron a la economía mundial como productoras de materias primas, valorizadas en el mercado internacional. Paralelamente abundaron las prohibiciones a ciertas industrias americanas que podían competir con actividades similares que se desarrollaban en la Península. Sin embargo dichos impedimentos difícilmente podían ser respetados, dadas las deficiencias del sistema de importaciones que hacían imposible el abastecimiento de bienes de consumo para la población americana. Muchas de estas prohibiciones resultaron letra muerta y fueron incumplidas a cambio de un impuesto compensatorio, como el que se aplicó al vino o a la ropa, simplemente por mencionar dos rubros muy conocidos. Un tercer sector económico fue el de los servicios, que creció proporcionalmente al aumento de la demanda de la sociedad virreinal (Pease 1992a: 229 y ss.; Romero 1949).

CARACTERÍSTICAS DE LA ECONOMÍA COLONIAL

este sistema comercial por cerca de doscientos años. Según los criterios intervencionistas, la Metrópoli controlaba de manera muy estricta el curso económico de las colonias, poniendo especial énfasis en la limitación de ciertas industrias y manufacturas que pudieran afectar sus exportaciones, llegando al punto de prohibir o restringir muy seriamente los contactos comerciales bilaterales entre los reinos de América. Finalmente se siguió una política mercantilista, dando una gran preponderancia al comercio, a las actividades extractivas y al acarreo de metales preciosos. La acumulación basada en la minería era considerada como un elemento fundamental de la riqueza y el poderío de una nación. El Estado se convirtió en la fuente principal de enriquecimiento de las elites, ahogando la iniciativa privada y sobredimensionando el control burocrático sobre la totalidad de la vida económica. A la larga, el voraz aunque inefectivo sistema fiscal implantado por la Corona promovería la ulterior decadencia española.

LA MONEDA Los estudiosos del tema generalmente han calificado la política económica de la Metrópoli como exclusivista debido al régimen monopólico que se impuso, según el cual América sólo podía comerciar con Castilla a través del puerto de Sevilla –lo que creó una elite comercial en esta ciudad–, así como en los puntos comerciales americanos a donde llegaba el enorme flujo de mercaderías destinado al interior del continente. Lima se vería privilegiada por

Como acertadamente ha explicado Franklin Pease, la moneda generó un impresionante impacto en la economía andina. Aunque durante muchos años fue sólo un elemento referencial ante su escasez e inexistencia, así como por las dificultades de conversión cuando se trataba de pagos en especie, introdujo una noción de equivalencia universal que rompió el criterio de reciprocidad y redistribución. Los primeros funcionarios se vieron compelidos a calcular los tributos en cantidades de productos, transcurriendo 30 años hasta que Toledo elaboró las tasas, señalando claramente la equivalencia monetaria. Con todo, debemos recordar que aun la tributación en especies era una novedad impuesta por los españoles, pues en el Tahuantinsuyo la tributación era aportada exclusivamente en horas de trabajo entregadas a la autoridad bajo fines determinados. También las Aries (San José y la Virgen en busca de posada) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII.

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de trabajo, o laborar en actividades encomiendas expresarían su rendique les proporcionaran el ansiado miento en pesos, aunque en realicirculante. Muchos autores condad su renta era recogida en essideran que este último resulpecie. Sin embargo se prefería tado no fue una consecuenciertos productos de alto vacia inesperada, sino un claro lor que pudieran tener una propósito de las emergentes fácil convertibilidad, como burguesías urbanas, afanala coca, los tejidos, los audas en ampliar los mercaquénidos y, en el período dos rurales mediante la del auge de los minerales, ruptura del régimen de aulos bastimentos y pertretosubsistencia. chos que pudieran servir paEl tesoro de Cajamarca, ra comercializar en los empoque tanto alimentó la fantasía rios mineros. de los europeos, enriqueció de Aun cuando la moneda misla noche a la mañana a los conma no hizo una aparición total en quistadores. Las relaciones los Andes, su fantasma o eso crónicas detallan las impíritu se encontraba por do“Rincón” de cuatro reales del siglo XVI, Potosí. El quier. El patrón de conver- nombre proviene del ensayador cuya marca aparecía en presionantes cantidades el anverso de la moneda. de metales preciosos ensión tendría una influencia tregados al rey como quindecisiva en la vida de los aborígenes, pues ayudó a quebrar lentamente anti- to real, que fueron fundidos y llevados a España toguas costumbres como la reciprocidad y la redistri- mando como patrón de medida y contabilidad los bución, la forma de entrega de energía humana, las “marcos” para la plata y los “pesos” para el oro. Despautas de parentesco y otras. Con el tiempo, nue- de entonces y durante muchos años se seguiría vas formas de trabajo como la mita a la manera oc- usando este sistema referencial para marcar los tecidental y el trabajo asalariado, ayudarían a profun- jos. Las barras debían estar selladas para indicar que habían cumplido con el pago del impuesto a la Codizar estos cambios. El engranaje que movió la economía colonial rona, pero se considera que sólo un sexto de la pladurante los primeros años fue la enorme disponibi- ta circulante en el período virreinal fue amonedada, lidad de fuerza laboral. Los encomenderos, algunos lo cual fue causa de su aguda escasez. Ante tal evende los cuales contaban con un ejército de mano de tualidad, se usaban fichas y medios de compra a obra de hasta 5 mil indios, se involucraron así en plazos o a cuenta de futuros cobros, dejando por cuanta asociación comercial o productiva surgía en ejemplo en la panadería una pieza de plata, que alla naciente sociedad. Cuando los encomenderos canzaba para comprar durante todo un año el pan perdieron poder frente a la Corona y sus corregido- que se iba recogiendo diariamente. Para realizar las res, muchas de sus antiguas atribuciones y faculta- conversiones entre diversos productos y entre el oro des se esfumaron, pero conservaron en sus manos el y la plata se utilizaba el maravedí, moneda imaginamuy importante privilegio de los repartos mercanti- ria a la manera de la guinea inglesa, que servía coles, por los cuales se podía compeler a los indios a mo medio de cambio. La aparición de la moneda fue comprar mercaderías de muy desigual calidad, a generando precios que las autoridades, especialprecios muy altos y pagados generalmente en dine- mente las municipales, intentaban controlar y estaro contante y sonante. Si el objetivo de la Corona bilizar con diversos resultados. En los medios rurahabía sido que los indios obtuviesen bienes útiles y les en cambio la formación de precios brilló por su baratos para su subsistencia, y que el corregidor pa- ausencia, precisamente por la carencia monetaria. De acuerdo a Emilio Romero, la primera monegase sus gastos de traslado e instalación, el medio utilizado generó un empeoramiento de la condición da hecha en el Perú, una pieza de acuñación basta de miseria de los pobladores andinos. Los comer- y primitiva que llevaba la inscripción Karolus Quinciantes de Sevilla y de Lima encontraron un subter- tus Indiarum R, tuvo una circulación bastante limifugio para deshacerse de su mercadería estancada y tada durante la época de Vaca de Castro. En 1565 el se obligó a los nativos a incorporarse al sistema mo- Consejo de Indias aceptó fundar una casa de monenetario, surgiendo la necesidad de vender su fuerza da en Lima, pero sólo para fabricar piezas de plata,

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Patrucco ya que el oro debía atesorarse en las arcas reales. Dicha cédula señalaba: “…y el cuño para los reales… …ha de ser de la una parte castillos y leones, con la granada, y de la otra parte las dos columnas, y en la parte de las columnas entre ellas un rótulo que diga plus ultra, que es ai diuisa del Emperador nos señor y padre de gloriosa memoria… …y el letrero de la dicha moneda diga ansi: Philipus Secundus Hispaniarum et Indiarum Rex, y pongase en la parte donde hubiere la diuisa de las colunas una P (latina) para que se conozca que se hizo en el Perú…”. La ceca de Lima trabajó del 1557 a 1588, aunque a partir de 1573 la producción de moneda disminuyó grandemente, ya que Toledo envió la mitad de los instrumentos de acuñación a la ciudad de La Plata en Charcas, y luego a Potosí. La Casa de Moneda de Lima reabrió brevemente sus puertas entre 1659 y 1660, y sólo comenzó a funcionar establemente a partir de 1684. Las transacciones monetarias en el Perú fueron extremadamente complicadas, porque habitualmente se combinaban los valores de diferentes pesos y medidas de monedas, cuyas equivalencias

Moneda macuquina de ocho reales, acuñada en la ceca de Potosí en 1685.

eran un verdadero rompecabezas, incluso para la gente especializada. Dentro de las monedas de plata circuló en primer lugar el peso corriente, tambien conocido como macuquina (360 maravedíes), pero luego Toledo lo reemplazó por el peso ensayado (450 maravedíes). El peso sellado más común podía ser de ocho reales, pero había de nueve reales (396 maravedíes), once reales, doce y medio reales (425 maravedíes), y trece y medio reales (450 maravedíes), llamado también este último peso fuerte, doble o peso clásico. Las monedas en oro eran el doblón de a dos escudos, el doblón de cuatro escudos, el doblón de ocho escudos, el doblón de a ciento y los escudillos, durillos o dobladillas (medios escudos). Las piezas de cobre eran el cuartillo (8,5 maravedíes), el cuarto (4 maravedíes) y el ochavo (2 maravedíes). De todas las monedas que circularon en América hispánica, el peso de ocho reales fue el de mayor difusión, siendo utilizado inclusive en las posesiones inglesas, francesas, holandesas y hasta en China, mediante el expeditivo resellado que les daba curso legal en esos lugares (Pease 1992a: 230 y ss.; Stern 1982; Romero 1949: 195 y ss.; Salazar Bondy 1964: 4 y ss.).

SECTORES PRODUCTIVOS Minería

Sahumador del siglo XVIII utilizado en ceremonias religiosas. Esta pieza ha sido trabajada en filigrana de plata; en el torso del toro se puede apreciar una tapa articulada con perillas.

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Los tesoros incaicos satisficieron momentáneamente la sed de metales preciosos que tenían los españoles, pero al agotarse los grandes y fáciles botines, los buscones fueron descubriendo ricas vetas y minas de muy alta ley, que pasaron a engrosar el patrimonio de los ya opulentos encomenderos. Estos últimos personajes, a través del control de los cabildos, supieron repartirse entre ellos las zonas de mayor posibilidad minera. Tempranamente el oro tuvo una mayor presencia que la plata, pero a partir de 1540, se iría volviendo cada vez más escaso, hasta convertirse, a principios del siglo XVII, solamente en el 1% de la producción mineral peruana.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte su rentabilidad, cuando tuvieron la suerte de ubicar las minas de mercurio de Huancavelica. Este espectacular descubrimiento revolucionó la minería peruana y fue llamado sin equivocación “el mayor matrimonio del mundo”, pues la existencia de los yacimientos de Huancavelica permitía utilizar los beneficios del método de la amalgamación en Potosí, el que fue implantado por Pedro Fernández de Velazco en 1572, siguiendo órdenes del virrey Toledo. Hacia 1575, Huancavelica ya producía 6 mil quintales de mercurio y para 1675 llegaría a los 20 mil. La Corona expropió estas minas y obtuvo grandes ganancias de la venta del azogue a los mineros de la plata, pues les vendía a 85 pesos el quintal, cuando la extracción le costaba tan sólo 46. Durante muchos años los mineros se quejaron de los precios altos del material de amalgamación, que les recortaba sus márgenes de beneficio. El hallazgo del mercurio y las innovaciones de Toledo (un molino hidráulico de minerales, una represa que llegaría a tener 32 esclusas escalonadas) permitieron un crecimiento impresionante de la producción de plata. Si en el quinquenio de 1545 Potosí produjo tres millones de pesos ensayados, y en el siguiente subió a nueve millones, con la introducción de la amalgamación y las demás innovaciones se pudo llegar a extraer la cifra récord de treinta y dos millones de pesos entre 1586 y 1590. Al analizar las cifras anuales de producción (que por cierto son menores a la extracción real, pues los montos legalmente declarados para los efectos del quinto real ocultan las enormes cantidades de plata contrabandeada), veremos que las cantidades van subiendo hasta 1589, cuando se llega a los 7 467 837 pesos. En la primera mitad del siglo XVII el promedio se mantiene en los 4,5 millones anuales y en la segunda mitad del siglo se inicia una estrepitosa caída de la producción, que terminará con unos escuetos 1,9 millones registrados en el año 1700. La minería de plata siguió decreciendo en los años posteriores y a ello contribuyó la crisis de Huancavelica. La gran mina se veía afectada ahora por las corruptelas de la administración, la falta de modernas técnicas extractivas, la inundación y el derrumbe de sus galerías. La decadencia se puede evidenciar en el aumento de sus costos productivos, que se elevaron a 111 pesos por quintal mientras el precio de venta a los mineros seguía siendo de 85. En los años siguientes Potosí tuvo que importar azogue de la China, y la impresionante ciudad minera, la otrora ciudad más densamente poblada de 495

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El hallazgo del Cerro Rico de Potosí en 1545 cambiaría la historia económica virreinal y mundial. No en vano este complejo minero situado en un frío páramo, por encima de los cuatro mil metros sobre el nivel del mar, llegó a proporcionar a finales del siglo XVI el 80% de la plata peruana y el 50% de todo el material argentífero producido en el orbe. Un asiento minero con este potencial permitió el desarrollo de una ciudad como Potosí, que en pocos años llegó a albergar a 160 mil habitantes, la mitad de los cuales eran españoles y criollos. En su mejor momento, unos seis mil hombres de color entre libres y esclavos se destinaban a trabajos diversos y al servicio de los mineros. El resto de sus habitantes estaba conformado por una abrumadora población indígena flotante, que se distribuía entre una mayoría que cumplía con su turno de la terrible mita, un buen número de “indios de plata” o “faltriquera” que libraban de las penurias del trabajo forzado a un privilegiado grupo de indios pudientes, y un sector más tecnificado de indígenas residentes o “indios mingas”, que se alquilaba regularmente por un sueldo fijo. El auge de Potosí fue importante desde sus primeros años, pero la etapa de mayor esplendor no llegaría sino hasta mediados de la década de 1570, cuando se introdujo el método de la amalgama. Hasta ese momento el mineral de plata era procesado en las guairas o pequeños hornillos cilíndricos de piedra o barro que se ponían con leña, carbón y mineral de plata en las cumbres heladas de los cerros de la región. Allí los fortísimos vientos elevaban la temperatura de la combustión, permitiendo que el argentum se fundiera segregándose de los otros elementos del mineral. Sin embargo se trataba de un método poco eficiente, y el descubrimiento de la técnica de la amalgama vendría a revolucionar el procedimiento. Para lograr la amalgamación se utilizaba el azogue, o mercurio, que rápidamente generaba con la plata un producto químico –la amalgama– que se separaba de los otros componentes del mineral y de los rastros de otros metales. Como el punto de ebullición del mercurio era relativamente bajo, bastaba calentar la amalgama para obtener una cantidad de plata mayor y de una altísima pureza. El único problema residía en que la mina de azogue más cercana era la de Almadén, en España, y los costos del transporte se elevaban considerablemente. La minería argentífera mexicana se vio condenada a depender del mercurio español, y los mineros peruanos parecían perder las esperanzas de elevar

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Pelícano eucarístico, pieza de plata del siglo XVIII.

Sudamérica, languidecía en el siglo XVIII con apenas 30 mil habitantes. Sin embargo, antes de que el milagro potosino acabara, la minería mercantilizó las áreas circundantes que se dedicaron a proveer de alimentos, vestido y todo género de necesidades a una población con alto poder de consumo. Las rutas de abastecimiento de Potosí se convirtieron en zonas muy dinámicas y los productores y comerciantes que tuvieron la suerte de poder entrar en este circuito obtuvieron enormes ganancias. De este modo se amplió el espacio económico virreinal y se potenciaron los obrajes, las haciendas y otras industrias regionales. Hasta los más pobres indígenas disponían de ciertas cantidades de plata no amonedada para gastar en una gélida puna donde el mineral de argentum era lo único que abundaba. Pero Potosí no fue la única región minera. No debemos olvidar otras minas que llegaron a ser muy importantes como las de Laicacota en Puno, cuyos dueños fueron los famosos e insurrectos hermanos Salcedo, las de Caylloma y Cerro de Pasco. Por no hacer más extenso este recuento menciona-

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remos la increíble productividad de los yacimientos de Castrovirreyna, que permitió que todas las calles de la ciudad del mismo nombre fueran adoquinadas con tejos de plata para celebrar el arribo de la esposa del virrey conde de Lemos, Ana de Borja y Doria, para asistir como madrina al bautizo del hijo de un rico minero. Todas estas minas reprodujeron en mayor o menor escala el fenómeno de dinamización económica que ocurría alrededor de Potosí. Pero en el siglo XVIII la producción y la productividad habían descendido tanto que la explotación argentífera peruana pasó a un segundo lugar en relación a la de México. Inundaciones, agotamiento de filones, disminución de la ley de las vetas y derrumbes causaron un declive general de la minería. Curiosamente, algunos expertos recomendaron que se cerraran y obturaran las minas y se las dejara “descansar para que de esta forma se regenerara en ellas el mineral”. A finales del siglo XVIII se trajo al barón de Nordenflicht para tecnificar la producción e introducir el novedoso método de la amalgamación en toneles. En años posteriores y siguiendo los inventos de Treventick, se utilizaron bombas de achique accionadas por vapor para desaguar galerías, por largos años inoperantes. Pero la reconversión tecnológica y productiva efectuada en los últimos años del virreinato fue drásticamente interrumpida, ya que el ejército realista destruyó en su retirada todas estas fuentes de riqueza, para dificultar la consolidación de la independencia nacional. Se calcula que una quinta parte de la plata extraída de estas minas se quedaba en América y formaba parte del capital circulante en moneda acuñada y lingotes. Pero de este porcentaje una buena parte se destinaba a joyería, vajillas y artefactos suntuarios, utilizados en la vida cotidiana al tiempo que servían de reservas familiares para las malas épocas y como garantía crediticia para expandir otros negocios. Algunos bancos hacían préstamos para que los mineros cubrieran sus gastos de operación o para capital de trabajo, y luego recibían la plata en pago, la cual era vendida a la casa de moneda a altos precios. La plata que salía del país tomaba un rumbo bastante diferente. Una cantidad cercana al 80 por ciento de la plata producida en el país era enviada a España en una larga, fatigosa y complicada travesía, en la que los caudales peruanos debían reunirse con las riquezas aportadas por otros virreinatos, y partir juntos en una numerosa flota rumbo a los puertos metropolitanos. La plata era una de las pocas producciones coloniales (representaba entre el

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte que en proteger la agricultura que aseguraba la autosuficiencia colonial. Sin embargo, la agricultura fue una actividad generalizada y proporcionaba un conveniente estatus social a los hacendados, prestigio del que no gozaban los mineros. El establecimiento de la agricultura europea en el Perú va de la mano con la distribución de las tierras luego de la conquista. En este proceso inicialmente tuvieron gran importancia los encomenderos, que si bien no fueron propietarios sino simples posesionarios de las tierras, utilizaron a los indios para cultivarlas o exigieron el tributo en productos agrícolas, producción que además del consumo doméstico llegaba también a los mercados urbanos. Durante mucho tiempo, nadie que no tuviera encomienda o el favor del encomendero podía explotar las tierras dentro de los límites del repartimiento, pues no podría contar con el acceso a la mano de obra necesaria. Pero con la llegada de los corregidoVIRREINATO

86 y el 95% del valor de las exportaciones) que podía afrontar el terrible costo de estos viajes. Durante el siglo XVI la llegada de estos embarques de plata y otras riquezas de América produjeron en la Península tal revolución de los precios que en pocos años se cuadruplicaron. Estos cambios no se debían exclusivamente a la impactante llegada de los metales preciosos, aun cuando fueron su principal generador. La riqueza desembarcada en España circulaba rápidamente dentro de la Península y pronto salía con destino a otros países europeos como Inglaterra y Flandes, que supieron fortalecerse con aquella inyección de capitales, orientadolos a actividades eminentemente productivas y no solamente especulativas. Otro tanto de la plata americana salía rumbo a Oriente, en donde los mercaderes europeos compraban objetos lujosos con un metal que todavía seguía siendo muy cotizado en los lejanos mercados asiáticos. Cuando las ingentes cantidades de metales preciosos de América comenzaron a escasear, España pudo comprobar cuán poco de aquella riqueza había tenido un uso racional y qué arruinada se hallaba su economía. La abundancia de la plata peruana no debe llevarnos a olvidar otras explotaciones mineras como el mercurio, el estaño y el plomo. Tampoco debemos restarle importancia al cobre, que era muy utilizado en la fabricación de objetos caseros, aunque sólo se explotaban las vetas muy ricas, con más de 50% de ley. También la sal ocupó un papel importante, tanto como materia prima para la explotación minera (recordemos que Potosí consumía anualmente 300 mil quintales de sal para la amalgamación) como para el consumo humano, dando lugar a muchísimos intercambios con las comunidades carentes de este importante producto (Assadourian 1982: 206-220, 278-293; Pease 1992a: 237-241; Céspedes del Castillo 1983: 127-132; Konetzke 1971: 280 y ss.).

Agricultura y agroindustria Pese al carácter eminentemente agrícola de las antiguas sociedades andinas, la agricultura virreinal no llegó nunca a tener la importancia de la minería. Ésta fue una realidad constatada y lamentada por muchos escritores coloniales, como Bravo de Lagunas, quien pedía en su obra Voto consultivo, de 1755, que se diese una mayor atención y un mejor trato a la actividad agrícola. Lamentablemente la Corona se veía más ocupada en promover y subvencionar la minería (de la cual dependía económicamente),

Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla (1704-1762), autor del Voto consultivo.

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Patrucco res los hacendados pudieron independizarse de los encomenderos y retuvieron un gran prestigio social por convertirse en verdaderos señores de tierras y hombres. La hacienda entonces no deriva de la encomienda, aunque muchos de los que recibieron esta merced, contrariando disposiciones reales sobre tierras, se apoderaron de ellas de diversos modos. Cuando los conquistadores fundaban una ciudad se repartían las tierras adyacentes. Por un lado se encontraban las tierras comunes como el ejido (matadero), la dehesa (pastos) y los montes (leña). Las tierras de los indios eran respetadas y el resto de las tierras disponibles alrededor de la nueva ciudad pasaban a distribuirse en peonías o chacras simples para los soldados de a pie, y en caballerías o chacras dobles para los hombres de a caballo. De este modo se fueron estableciendo las primeras fincas rurales en los alrededores de las ciudades, que generalmente se trabajaban con indios de las encomiendas que acudían en ciertas épocas a las urbes para entregar su tributo y realizar servicios personales para su encomendero o para quien éste designara. Estas propiedades tenían un tamaño pequeño o intermedio, pero cuando Toledo amplió a todo el territorio el sistema de las reducciones, se movilizó a las poblaciones indígenas de sus antiguas tierras a regiones nuevas, quedando muchas tierras desocupadas como baldíos y propiedades vacantes. A partir de ese momento los cabildos dieron concesiones sobre estas áreas, amparándose en el permiso regio de 1573. También la Corona otorgaba derechos y entregaba tierras mediante las composiciones o licencias, a partir de las cuales se formalizaba la propiedad de tierras no muy claramente adquiridas. El desastre demográfico seguiría reduciendo a las poblaciones indígenas, por lo que década tras década disminuían las tierras cultivadas y más las tierras sin uso, las que podían ser rematadas, adjudicadas, compuestas, conseguidas por estafa, o afectadas a cuenta de pagos por deudas diversas. En estos procesos, en los que se necesitaba contar con influencias, participaron no sólo españoles (muchos de los cuales eran los protegidos y validos de los virreyes y oidores), sino también muchos indios, especialmente curacas, que de este modo convirtieron en propiedad privada protegida por las leyes españolas, las tierras que otrora pertenecieran a su etnia o comunidad. De otro lado, los matrimonios y las alianzas fusionaron propiedades en regiones colindantes, dando origen a enormes latifundios, donde más importante que la extensión territorial era el acceso a ma498

no de obra, algunas veces bajo régimen salarial y generalmente sometida a relaciones semiserviles y de coloniaje interno. Muchas de estas tierras se vieron afectadas por mayorazgos, capellanías, censos, regímenes de manos muertas y fundaciones pías, que de una o de otra forma congelaban la propiedad en manos de sus dueños, fuesen personas naturales o instituciones como la Iglesia, favoreciendo su acumulación en pocas manos. Muchas de las ganancias de la minería y el comercio pasaron en el siglo XVII al sector agrícola, entronizando a los hacendados como “señores de tierras y comarcas”, ante la decadencia de los encomenderos. Sólo así se explica el rango de las inversiones producidas en un rubro en el cual la rentabilidad no llegaba al 6% en el mejor de los casos, incluso eliminando el riesgo de las malas cosechas. Los españoles no apreciaron los logros andinos en técnicas agrícolas y alimentarias y pronto intentaron que el tributo fuera pagado en cultivos occidentales. Sin embargo en las zonas más alejadas se siguió cultivando alimentos de origen andino y algunos de ellos (como el chuño, la cañiwa, la quinua, la papa, el ají, el algodón, la cabuya, el maguey y el molle) entraron en la economía española. Otros se procesaban y servían para pagar tributos en base a sogas o sandalias de maguey. Dentro de este sistema entraron también el pescado seco y la muy importante y siempre presente coca. Las mujeres españolas de las primeras familias de encomenderos se preciaban de haber sido las introductoras de tal grano o tal fruta en el país, y de ciudad en ciudad y de familia y familia se repetían y duplicaban estas historias. Según lo expresado por Macera, la costa peruana se dividió en cuatro sectores agrícolas: Piura, ubicada al norte, concentraba sus esfuerzos en el algodón y la ganadería variada, desde Lambayeque hasta Chincha se cultivaba caña de azúcar, el sur chico era reconocido por sus viñedos y algodonales, mientras que en el extremo meridional primaban los sarmientos y olivares. Subiendo por la cordillera, en la región quechua se prefería el cultivo de panllevar y la ganadería, en tanto en los valles más bajos crecía la caña de azúcar. En la zona yunga oriental o ceja de selva se cultivaban los cocales. Si bien los pobladores andinos siguieron sembrando sus productos tradicionales, dentro de un régimen de autosubsistencia, los curacas destinaban una parte de sus parcelas a productos europeos para pagar el tributo. Los corregidores comercializaban estos tributos en especie en zonas mineras como Po-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte La caña de azúcar, en cambio, fue aumentando lentamente sus áreas de siembra en las haciendas que habían abandonado el cultivo del trigo, y numerosos esclavos entraron en el régimen de los monocultivos agroindustriales. Tan pronto la encontramos sembrada en Quito, Arequipa y Cuzco, como en las zonas andinas centrales, y en las lejanas tierras del Paraguay y la Argentina, además de las áreas aledañas a Lima. Esta abundancia azucarera suscitada por la alta oferta bajó a la postre los precios del producto y aunque se intentó producir aguardientes, melazas y otros productos derivados, los precios no lograron elevarse. En Lima se difundió el gusto por las golosinas, la repostería y los dulces de olla, lujos y dispendios del dulce producto que inicialmente había escaseado y luego sobraba. La caña era procesada en trapiches de cilindro vertical con calderas de cobre, y el azúcar cristalizada era convertida en panes o tongos que se enfriaban en moldes de arcilla. Estas agroindustrias se localizaron en la costa y las más pequeñas necesitaban del trabajo de al menos seis operarios y unos veinte esclavos para funcionar. Instalaciones de este tipo costaban unos 15 mil ducados de oro, y el establecimiento de una empresa de esta envergadura podía demandar una inversión de casi 50 mil ducados, a veces con el apoyo crediticio de la Corona. En otras haciendas cuya capacidad instalada no era totalmente utilizada, se alquilaban los trapiches a terceros. La tecnología peruana de la indus-

Restos de una hacienda colonial en la que se procesaba caña de azúcar.

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tosí donde alcanzaban precios significativamente más altos, obteniendo ganancias extraordinarias sin que la Corona percibiera estos delitos. Assadourian ha señalado que un elemento de suma importancia para el mantenimiento de la población de origen europeo fue el trigo, pues el maíz era considerado alimento de indios y negros. Ambos cultivos estaban regulados por la posibilidad de ser comercializados en la cercanía o contar con transporte barato hacia la zona de consumo. En consecuencia, las áreas productivas que rodeaban los núcleos urbanos se dedicaban a los granos y cereales, salvo que la vía marítima permitiera acortar las distancias, como fue el caso de Lima, abastecida desde los otros valles del litoral, pues hacia 1630 su despensa local sólo cubría la mitad de las 240 mil fanegas de trigo y 25 mil de maíz que la ciudad necesitaba. Las cerca de 150 mil fanegadas restantes venían por mar desde los demás valles costeños. Por su emplazamiento, Potosí, que en 1603 necesitaba de 50 mil fanegas de maíz y 90 mil de trigo, dependía de las grandes zonas adyacentes para conseguir sus alimentos. En el siglo XVIII la decadencia de estas minas hundiría a los productores agrarios de las inmediaciones en una economía de autosubsistencia. Pero en Lima la demanda de trigo foráneo subiría enormemente luego del terremoto de 1687, ya que las haciendas se hallaban paralizadas debido a grandes epidemias y a la destrucción de los sistemas de regadío.

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Patrucco tria del azúcar fue considerada la mejor de la época y muchos de estos trapiches se exportaron a Brasil durante el siglo XVII. Los vinos, al decir de Assadourian, constituyeron la mayor industria colonial peruana, y encontraron en la árida costa una zona adecuada para obtener su materia prima. Los vinicultores frenaron en parte la acelerada expansión del azúcar sobre las tierras del trigo. El trabajoso mantenimiento de la vid y el riego por acequias obligaron a la compra de muchísimos esclavos africanos para cuidar los sarmientos y procesar el mosto. El vino se vendía en botijones de arcilla, lo que permitía solventar una industria subsidiaria de la vitivinícola. Ica y Pisco producían un promedio de 350 mil botijas al año y representaban un 70% de la producción peruana. El 30% restante procedía de Arequipa y Nazca. Competían con la producción peruana las provincias de Cuyo (Mendoza) y Chile. A fines del siglo XVI los vinos españoles ya habían sido totalmente desplazados del mercado y algunos consideraban superior el vino peruano al de la Península, sirviendo de poco las prohibiciones reales de Felipe II y Felipe III en favor del monopolio español. Las autoridades se conformaron con cobrar un impuesto del 2% al valor de la vendimia. Junto con el azogue, el vino podía viajar por mar hasta Arica y de allí en recuas hasta Potosí, o por vía transandina atravesando Huamanga y Cuzco, la cual llegó a conocerse como la ruta del vino. Otro

mercado muy importante era Lima donde anualmente se consumían unas 200 mil botijas de vino. La chicha y los aguardientes de caña y de uva eran las bebidas alcohólicas más consumidas en los niveles populares, destacando entre ellos el pisco y la nazca. Los productores de vino chilenos tuvieron un mercado circunscrito a las ciudades cercanas a sus campos. El aceite de oliva fue otro producto que rápidamente se comenzó a elaborar en tierras peruleras, haciendo innecesaria su importación desde la Metrópoli. Pero la demanda en estos territorios fue menor debido a la masiva utilización de manteca de cerdo, especialmente en el campo y en zonas donde predominaba la economía de autosubsistencia. Además, el crecimiento de los olivos demoraba, y de hecho la gente prefería comer las aceitunas que usarlas en la preparación de aceite. Zonas como Ilo, Moquegua, Locumba, Chala y Arica pronto vieron extenderse grandes olivares, que abastecían ciudades como Lima, donde se consumía unas 8 mil botijas de aceite, y Potosí que demandaba unas 3 mil botijas de aceite de oliva, frente a unas 25 mil botijas de manteca de cerdo. Los productores agrícolas no sólo estimaban las plantaciones de productos europeos, ya que algunas especies locales eran de suma importancia económica. El caso más relevante fue sin duda el de la coca, cuyo valor económico hizo que los propios encomenderos se disputaran las posesiones donde se tributaba en este producto, debido al alto precio de reventa de la hoja. De hecho, muchas zonas yungas orientales e inclusive los valles interandinos fueron dedicados a plantaciones de coca, de especial importancia para los productores mineros y para la gente interesada en sobreutilizar la mano de obra indígena. Como señala Assadourian, una encomienda de medianas proporciones dedicada a la producción de coca, podía llegar a producir la astronómica renta de cien mil pesos. La coca de las estribaCapricornio (parábola del sembrador) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII.

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte de la sociedad. No sucedía lo mismo en los grupos bajos pues su consumo carecía de tradición prehispánica, al contrario del aprecio del que gozaba en México. El algodón perdió parte de la importancia que había tenido en tiempos precolombinos, ante la arremetida de los productos de lana. Muchas cepas se perdieron, así como parte de la tecnología nativa desarrollada para su tintura y el hilado. Las áreas donde se mantuvieron estos cultivos fueron Huánuco, Lambayeque, Trujillo y Jaén. Cajamarca y Chachapoyas también lo producían, pero lo dedicaban a la confección de lonas para las velas de los navíos. Tuvo impacto relativo en la economía local la producción de tintes en base al añil y la cochinilla, que alcanzaban altísimos precios por su utilidad en la producción obrajera. La extracción maderera tuvo mucha importancia pues era esencial para la construcción civil y naval, además de ser usada como combustible, lo que atentó notablemente contra los bosques naturales. Sin embargo, la deforestación del espacio andino había comenzado desde épocas prehispánicas, tanto así que los arqueólogos atribuyen a la producción alfarera la desertificación de ciertas áreas de la costa. Pero este fenómeno se aceleró con la conquista, como lo comprueban las primeras ordenanzas de ciudades como Lima, que incluyen tajantes directivas para no cortar los árboles de las cercanías de la urbe. Con el paso de los años, los leñadores debieron alejarse varias millas a la redonda por la desaparición de las zonas boscosas. Ciudades como Potosí que necesitaban de ingentes cantidades de madera tanto para los usos domésticos y para el trabajo de extracción de la plata, abrieron un mercado de explotación maderera en zonas bajas y semitropicales bastante distantes, que se iban alejando más y más año tras año. Al principio los centros madereros se hallaban a 5 leguas del centro minero, pero más tarde los cargamentos lígneos debieron recorrer hasta 30 leguas. Para la construcción naval ganaron gran predicamento las maderas procedentes de los bosques de Guayaquil. El puerto del mismo nombre se convirtió a su vez en el astillero que abastecía de naves al virreinato del Perú. Las grandes casonas de Lima, así como las iglesias y conventos, utilizaban en su estructura y acabados finas maderas como el cedro de Nicaragua, que ayudó a consolidar algunas rutas comerciales (Céspedes del Castillo 1983: 139, 210 y ss.; Assadourian 1982: 146-178, 199; Pease 1992a: 256-262; Konetzke 1971: 286-296). 501

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ciones amazónicas de los Andes y la variedad trujillensis, propia de la vertiente occidental, se adaptaría a numerosos pisos ecológicos, desde Quito hasta La Plata. La importancia de este cultivo justificó la implantación de una mita cocalera, mientras otros productores se tuvieron que resignar con alquilar indios para cosechar sus parcelas. De otro lado los aparceros españoles solamente se pudieron independizar de los mayordomos de la encomienda y alcanzar una situación más prestigiosa, si estaban dedicados a la producción cocalera. Otro cultivo importante fue el del ají, que también tuvo una cierta relevancia y que alcanzó especial desarrollo en las zonas aledañas a Arequipa. La papa siguió siendo de enorme consumo entre los naturales, pero así como en la época incaica “el que sólo come papas” era considerado huaccha o pobre porque carecía de vínculos de reciprocidad, en el virreinato siguió teniendo una presencia considerable en la dieta popular, pero poco prestigio social. El tabaco entraría muy lentamente al consumo europeo, pues fumar se consideraba un uso bárbaro y propio de indios y esclavos. Con el tiempo adquiriría la categoría de hierba medicinal, recomendada para las más diversas dolencias, especialmente las bronquiales y asmáticas. Finalmente el tabaco se transformaría en un objeto de lujo, símbolo de alta posición social y su producción llegaría en el siglo XVIII a la enorme cantidad de 800 mil mazos al año, destacando las zonas productoras de Zaña y Jaén. El producto terminó difundiéndose entre las diversas clases sociales, destacando entre las altas los puros y cigarros, el rapé y hasta las pequeñas motillas utilizadas por las damas para la limpieza de los dientes. Un personaje singular era el puchero o vendedor ambulante de cigarros y tabacos, quien recogía los extremos cortados de los puros, confeccionando con ellos cigarrillos para el uso popular. El tabaco en el Perú sirvió principalmente para el consumo interno, pues los campos centroamericanos abastecían la gran demanda de este producto en Europa. El caso de la yerba mate, planta de la familia de las ilicáceas, revolucionaría la economía paraguaya y como rito social se generalizaría tanto como el chocolate mexicano. Aunque Paraguay no fue el único productor, los jesuitas de las misiones tuvieron un relevante papel en el desarrollo del cultivo, que llegó en el siglo XVIII a las 300 mil arrobas anuales. El cacao por su lado tendría un importante centro de producción en Guayaquil, aunque en el Perú su utilización se restringió a las capas altas

Patrucco caballos. Estos últimos como se recordará tuvieron Al llegar los españoles al Perú encontraron un papel militar muy importante en la época de la enormes rebaños de “ganados de la tierra” o camé- conquista, ya que los pobladores andinos los creyelidos americanos. Llamas, alpacas y en menor me- ron unidos a sus jinetes, devoradores de metales, es dida vicuñas y guanacos habían sido domesticados decir seres casi míticos. Al iniciarse la ofensiva de por la población nativa desde épocas pretéritas, y Manco Inca, las cabezas seccionadas de los equinos muchos habitantes altoandinos se dedicaban a la eran exhibidas en el Cuzco como señal de victoria ganadería como ocupación especial. Entre las et- sobre los viracochas. En tiempos de paz los cabanias de las zonas más bajas se comisionaba a gru- llos, asnos y mulas alcanzaron un notable desempepos de jóvenes para que cuidaran de rebaños en zo- ño como animales de carga, silla y tiro, y durante nas más altas y adecuadas y no verse privados de buen tiempo fueron altamente cotizados en el todaesta importante fuente de materias primas, recur- vía reducido mercado local. Durante un tiempo los curacas del altiplano tusos alimentarios y transporte de carga. Dichos animales, en particular la llama y la alpaca, fueron so- vieron un importante monopolio del transporte en metidos a un proceso de perfeccionamiento genéti- llamas, al modo prehispánico: “es gente rica de gaco por selección artificial. Una llama preparada pa- nado de la tierra y grandes mercaderes y tratantes. ra dar lana proporcionaba muchísimo más fibra Parecen judíos con sus tratos y conversaciones”, tieque una domesticada para servir de transporte, la nen el control absoluto “porque poseen las punas y cual a su vez podía cargar un mayor peso que la los pastos y crían en ellos gran suma de ganados de específicamente criada para brindar carne o lana. Castilla y de la tierra, son los indios más ricos del PiAdemás, algunos ejemplares estaban destinados a rú…”. Pero las mulas pronto empezarían a invadir los sacrificios rituales y se caracterizaban por ser el territorio y a competir con las llamas de carga. A absolutamente blancos. Tras el caos de la conquis- partir del siglo XVII, Córdoba se convierte en prota, algunos curacas se apropiaron de los rebaños veedora de las mulas que necesitaba el tráfico codel sol y del inca, para evitar que cayeran en manos mercial. La mula ofreció en los abruptos caminos de la Corona. De esta manera, las subespecies se andinos una mayor capacidad de carga y mucha semezclaron y se perdieron los avances genéticos, guridad por el tanteo de su pisada. Y además genevolviéndose a una variedad única y sin mayores di- ró pingües ganancias a los arrieros, dueños de las ferencias. Durante largo tiempo los camélidos ame- enormes recuas que posibilitaban el comercio intericanos sirvieron también como medio de pago de rregional. A diferencia de los primeros tiempos, el los tributos, y muchos corregidores trasladaban los arriero deja de ser empleado del mercader y se conhatos y tropillas hasta zonas donde alcanzaban un vierte en transportista, empresario y vendedor. Arrieros y ganaderos son retratados en su “borrascomayor precio, adueñándose del excedente. so hablar” por ConcoLa política oficial lorcorvo, en su célebre fue sin embargo introLazarillo de ciegos caducir las especies de minantes. Esta intereCastilla, lo cual varió sante narración permilos patrones alimentite al lector imaginar el cios de la población mundo de los caminos andina, que anteriory los trajinantes que mente sólo había recruzaban el continente currido a la carne codel Pacífico al Atlántimo complemento dieco, distribuyendo la tético bastante esporámercadería por la indico, generalmente trincada red caminera como charqui, carne de Sudamérica. salada o seca. Entre La adaptación de las las especies importaespecies europeas en das debemos mencioterritorios americanos nar el ganado vacuno, fue tan sorprendente las ovejas, cabras, cerque el ganado vacuno Un hato de llamas en Apurímac. dos, asnos, mulas y

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La ganadería

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte suponiendo que un gallo cantaba a la muerte de Atahuallpa, le denominaron guallpa. La pesca, al decir de Assadourian, constituyó una actividad artesanal restringida a la periferia de los centros poblados, y en manos de grupos indígenas de pescadores, aunque eventualmente algunos comerciantes españoles supieron lucrar con este negocio y amasar grandes fortunas (Assadourian 1982: 179-181; Pease 1992a: 260-262; Konetzke 1971: 296-300).

Industria obrajera La tradición textil andina era antiquísima a la llegada de los españoles, aunque debemos reconocer que sufrió algún cambio y se tecnificó de manera especial. No en vano los textiles precolombinos tenían al igual que la coca y el mullu (conchas utilizadas como ofrendas rituales), un alto valor simbólico en la cosmovisión andina. Al llegar los españoles encontraron que el inca manifestaba su generosidad –una forma de reciprocidad– con la entrega ritual de “ropa de fino cumpi”, tejidos de gran calidad que llevaban implícito el prestigio del reconocimiento oficial. El Estado inca tenía una gran cantidad de personal dedicado a la fabricación de tejidos y los españoles se sintieron impresionados al encontrar depósitos repletos hasta el techo de valiosos ropajes. La industria más importante durante el período colonial fue indudablemente la manufactura obrajera de tejidos y textiles, que alcanzó una enorme producción y difusión a lo largo y ancho del espacio peruano. Desde los primeros momentos de la colonia se manifestó una especialización productiva en los obrajes, chorrillos o talleres de los empresarios textiles. En los talleres fundados a mediados del XVI, comienza a señalarse una división del trabajo y la organización sistemática de los procesos de fabricación a cargo de maestros españoles, quienes buscan rapidez y eficiencia. Métodos colectivos, herramientas occidentales y trabajo con sueldo prefijado o por mita, serán las innovaciones aportadas por los obrajeros. La materia prima utilizada en la costa era el algodón, y la lana de llamas y alpacas se trabajaba en la sierra. Las vestimentas confeccionadas con estas fibras eran destinadas a los pobres, mientras que algunos obrajes fabricaban todavía prendas de cumbi chaquira, de tan alto valor que muy poca gente estaba en capacidad de comprarlos. Los encomenderos y luego los corregidores recibieron tributo trabajado en forma de vestidos, que podían ser intercambiados por metálico en las zonas 503

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y caballar abandonado por los primeros expedicionarios en la región del Río de la Plata hacia 1541, se reprodujo de manera silvestre en las grandes pampas. Se calcula que para 1585 unas 80 mil cabezas de ganado cimarrón recorrían la región, convirtiéndose en una amenaza para los cultivos. Cualquier vecino podía capturar y domar los caballos o matar a las vacas para comerlas o aprovechar su cuero. La abundancia de reses hizo bajar su precio a sumas ínfimas y en las ciudades se utilizaba únicamente lo más selecto de su carne, dejando el resto para los perros y los animales carroñeros. Ciudades como Lima consumían carnes de bovinos procedentes de tierras tan lejanas como Quito, y se afirma que los habitantes de localidades como Charcas comían carne procedente de estancias situadas a casi 600 leguas. Buenos Aires se convirtió en un emporio de ganado vacuno y Chile obtuvo un gran desarrollo en ganadería de ovinos. Las grandes distancias hicieron de la salazón de la carne un medio importante de conservación. Otro animal traído de Castilla, de gran importancia en la dieta española, fue el cerdo. Este animal tan estigmatizado por musulmanes y judíos, tuvo mucha aceptación entre la población indígena, tanto por su carne como por la manteca que reemplazaba al aceite de oliva. Su gran utilidad práctica permitía que las casas y aun las galerías de las minas se iluminaran con pequeñas lamparillas que aprovechaban la combustión del sebo de cerdo y de lobo marino. Este medio de alumbrado era considerablemente más barato que la cera de abeja y originó una serie de industrias conexas como la de mechas, que necesitaba de algodón para la fabricación del pabilo. También el jabón era producido en base a la grasa de estos animales. Sólo en el siglo XVIII, la caza de ballenas desplazaría algunos de estos productos. La ganadería proporcionaría además materia prima para la industria del vestido, tanto en los rubros de lanas como en los de cueros. Las zonas ganaderas cercanas a Córdoba abastecían a las famosas curtiembres de esa ciudad y llegarían a formar una “cultura del cuero”, elaborándose con este material desde vasos y platos hasta naipes. Pero básicamente el cuero servía para la talabartería y los artefactos de arrieraje, para los odres, baúles y los recipientes de acarreo. Mención aparte merecen las aves de corral, desconocidas antes de la conquista por los pobladores andinos, pues sólo disponían de especies silvestres como el pato, la gallareta, etc. Las gallináceas domésticas impresionaron tanto a los indígenas que

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En los Andes existía una larga y notable tradición textil, la misma que fue reutilizada durante el periodo virreinal para atender las demandas de los señores locales y del Estado colonial.

mineras y comerciales, ya que eran fácilmente transportables y había poco riesgo de que se arruinaran. Pero pronto se vio que esta producción familiar resultaba insuficiente y que la Metrópoli no podía solventar las necesidades americanas de textiles, salvo la demanda de géneros de lujo, destinados a los altos niveles sociales. En tal circunstancia, se prohibió la fabricación de textiles nacionales de alto costo. Pero ya desde 1560, y con la anuencia de las cortes de Castilla, se incentivó la instalación de los obrajes. Este apoyo no sería permanente y más de una vez se limitó esta actividad, llegando incluso a decretarse su eliminación, situación que solamente pudo ser revertida por las presiones de sus propietarios y el pago de una compensación especial a la Corona. También se intentó asfixiar la producción familiar de ropa para convertir en compradores a los indios, y se organizó la mita obrajera, para empezar a mover las pesadas ruedas de esta naciente industria. 504

Obraje era un término que servía para designar simultáneamente el trabajo de los indígenas y los locales donde éstos desempeñaban sus labores. Por lo general se ubicaban en grandes establecimientos cuyo instrumento característico era un batán de regulares dimensiones, es decir una prensa compuesta por mazos movidos por ejes, que a su vez arrastraban rodillos para golpear, desengrasar y enfurtir los paños. Los llamados obrajes enteros contaban con más de una docena de telares. Si no excedían los doce telares se les denominaba medios-obrajes y pagaban la mitad de las alcabalas. Algunas comunidades tenían también pequeños talleres mecanizados que les permitían cancelar sus tributos. Los obrajes más chicos que carecían de batán eran conocidos como chorrillos, por la canaleta que servía para limpiar las lanas. Durante el siglo XVI, los obrajes fueron generalmente propiedad de los encomenderos, pero a la vuelta de aquella centuria, empresarios desligados de las encomiendas se apoderaron de dichos centros de producción. La mita demostró su incapacidad para abastecer de mano de obra a los obrajes y pronto sus dueños empezaron a utilizar el sistema de contratación colectiva y operarios asalariados. El trabajo al interior de estas industrias era extenuante, con jornadas extremadamente largas y con cortos permisos para que los indios asistieran al sembrío y la cosecha de sus parcelas. Entre los trabajadores se podía encontrar niños y ancianos, además de hombres y mujeres en la plenitud de sus facultades. El régimen era semiforzoso, utilizándose también estos centros de labores como lugares de castigo para determinados delitos. Ello llevó a que los obrajes fueran odiados, y no pocos terminaron quemados durante las asonadas y protestas que cada cierto tiempo se repetían en los Andes, contra los abusos de corregidores y empresarios. Entrado el siglo XVIII los obrajes se hallaban muy debilitados por las guerras comerciales entre los distintos productores, el proteccionismo de la Corona y por las barreras que aislaban a los diferentes mercados interregionales. Su rentabilidad bajó debido a la supervivencia de la artesanía textil en las comunidades y a los excesivos costos del trabajo ante la escasez de mitayos. Más tarde los productos europeos inundaron el mercado interno, ocasionando el colapso de una de las pocas industrias que se había enraizado en el territorio. Los teóricos de la época seguían considerando a los obrajes como la mejor manera de extender el mercado interior y generar fuentes de trabajo regionales. Un documento

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte de la época señalaba: “…fundar obrajes era una necesidad imprescindible, siempre que se quisiera asegurar la existencia y crecimiento de la América Colonial… …pues las empresas industriales creaban nuevas posibilidades de trabajo y con ello hacían crecer el consumo de los productos agrarios… (Silva Santisteban 1964: 31 y ss.; Assadourian 1982: 191-199; Moreyra 1980: 274-276; Pease 1992a: 262-263; Konetzke 1971: 304).

LOS GREMIOS

Gremios, como los plateros, estuvieron estrechamente vinculados al arte religioso colonial en la producción de piezas dedicadas al culto. En la imagen una custodia del siglo XVIII.

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Pese a que la población de las ciudades de corte occidental mostró un exagerado interés por los cargos administrativos y rentistas, y por la posesión de extensas tierras y el comercio, el sector artesanal –no siempre adecuadamente estimado– tuvo una importante presencia en el mundo hispanoperuano. Y no podía ser de otro modo, porque la vida urbana obligaba a proveerse de manufacturas indispensables para la vida cotidiana, aunque su producción no fuera acompañada de una alta valoración social. Los artesanos empezaron formando talleres, donde se entrenaba a algunos españoles y mestizos, al tiempo que se utilizaba el trabajo de indios y esclavos negros para las labores menos especializadas. Los problemas comunes que vinculaban a los hombres dedicados a un mismo oficio llevaron a la fundación de gremios a la usanza de España, con el fin de que los agremiados pudieran defender sus intereses corporativos y convertirse en interlocutores de los gobernantes, mientras autoridades como los cabildantes podían vigilar la calidad de las mercancías y la honorabilidad de los productores. La Corona y en general las clases más acomodadas, tenían un particular rasero para juzgar la jerarquía social de las diversas actividades artesanales. En la cima se ubicaban los maestros del “noble arte de la platería” y otras finas actividades, apreciándose el desempeño ar-

tístico de pintores, tallistas, doradores y artífices. En estos grupos calificados el Estado impedía el ingreso de gente proveniente de estratos bajos como los indios, los negros o los miembros de las diversas castas. También se exigía el certificado de “limpieza de sangre”, prueba genealógica en la que se demostraba la ausencia de “antepasados moros, judíos o de gentes de malas sangres…”. Cuanto mayor era el prestigio de un gremio, más fuertes se hacían los requisitos, en tanto las ocupaciones que demandaban mayor esfuerzo físico y menores disposiciones de talento no eran tan estrictas en el reclutamiento de los agremiados. De esta manera no existía control racial en actividades como la carpintería, la construcción y la curtiembre, oficios desempeñados por los grupos más bajos del ordenamiento colonial. El gremio se constituía en un efectivo medio de proteger a los miembros de un oficio de la intromisión de gentes advenedizas o sin capacitación, que pudieran ejercer una competencia desleal. A veces surgían problemas entre gremios dedicados a actividades muy cercanas, como los herreros, los caldereros y los espaderos, que eran capaces de invadir el área ajena. Algo similar ocurría entre los gorreros y sederos, o entre los plateros y los artífices. Distinto era el caso de algunos gremios que pretendían apoderarse de productores menores y utilizarlos como auxiliares, como acontecía por ejemplo entre los zapateros y los zurradores. La estructura gremial generaba una pirámide en cuya cumbre se encontraban los maestros, artesanos sumamente calificados y dueños del taller, quienes tenían contratados a un grupo de oficiales, bajo cuya supervisión se desempeñaban los aprendices. Los oficiales eran artesanos diestros en el oficio pero sin taller y en la base estaban los aprendices, quienes debían ser hijos legítimos,

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Cáncer (el hombre que edifica el nuevo granero) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII.

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Altar mayor de la iglesia de Andahuaylillas, Cuzco.

hábiles, alfabetos, diestros en números, y de edades y razas determinadas según cada oficio. Es lógico pensar que los hijos o parientes de los maestros eran más rápidamente promovidos o llegaban a mejores puestos que los demás ingresantes, y que al mismo tiempo pocos indios y negros arribaron a escalones prominentes dentro de los gremios. Sin embargo, la institución corporativa garantizaba un mínimo de seguridades para sus dueños, para lo cual se impidió la proliferación de talleres. Además, se prohibió expresamente que fueran dirigidos por compañías, es decir que tuvieran más de un dueño, ante el temor de que gente extraña al gremio se hiciera propietaria de los talleres y los desnaturalizara. El cabildo vigilaba la producción de los gremios a través de ordenanzas, evitaba la comercialización de manufacturas defectuosas e impedía el ingreso al circuito mercantil de toda producción ajena al gremio respectivo, la cual era quemada o regalada a los hospicios. En ocasiones se desataron guerras no declaradas entre los gremios y los comerciantes, sobre todo cuando los primeros monopolizaban la venta de sus propios productos, impidiendo la libre

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participación de los segundos, y sólo la intervención de la Corona y el cabildo pudo zanjar dichos conflictos. Sin embargo estas situaciones fueron excepcionales y la calma y tranquilidad precapitalistas imperaban entre los innumerables gremios que agrupaban a silleros, sombrereros, cereros, pasamaneros, tintoreros, gorreros, sederos, espaderos, herreros, tiradores de oro, aprensadores de seda, zapateros, zurradores, petateros, plateros, alfareros, veleros, bordadores, orilleros, cerrajeros, municioneros, peleteros, confiteros, taberneros, menuderos, pasteleros, etc. (Quiroz 1983: iii y ss.; Konetzke 1971: 304).

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte EL COMERCIO

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La actividad comercial tendría una enorme importancia en la América hispanizada, pues a partir de la conquista nuestra economía comenzaría a mirar permanentemente hacia afuera, haciendo olvidar la naturaleza casi autárquica de la sociedad precolombina, donde era desconocida la esfera de la circulación mercantil. De este modo, en el campo y fundamentalmente en la ciudad, una gran mayoría de la población practicaba al menos parcialmente alguna actividad mercantil, no sólo como una ocupación más de su diario vivir, sino como elemento importantísimo para procurarse el diario sustento. Mal que bien, la filosofía de los conquistadores y también la de la Corona era mercantilista, y estaba sustentada en la expansión del capital comercial europeo. Como lo ha señalado F. Pease, luego del reparto de Cajamarca, una treintena de barcos servía a los intereses comerciales de Hernando Pizarro, y pronto las flotas de Hernán Cortés entraron a tallar en el naciente mercado peruano, intentando captar parte de las abundantes riquezas locales. La importación de los diversos artículos de ultramar permitía a los españoles mantener muchas de las costumbres y gustos peninsulares en los nuevos y distantes territorios. En los inventarios de estas naves de carga se encuentran tan pronto herramientas y armas, como artículos de moda en la Península; artefactos de cultura material, así como ganados y plantas foráneas. En los años siguientes el estado monárquico intentó tener una implacable presencia en todas las esferas de la vida social y económica de las colonias, implantando un monopolio en el comercio de la región, a través de la Casa de Contratación de Sevilla. Esta cosmopolita ciudad oficiaba de puerta de entrada y salida para los pasajeros y el comercio con América. La Corona pudo de esta manera recoger jugosos dividendos mediante las casas comerciales allí asentadas, aunque nunca se llegó a establecer Compañías de Indias del tipo de las existentes en Inglaterra, Holanda y Francia. En la práctica el monopolio era ineludible, aunque algunos rubros como el tráfico de esclavos escapaban a la jurisdicción del gobierno. Esta última actividad estuvo dominada por los portugueses, los que ni aun cuando pasaron a ser súbditos del rey de España dejaron en estas tierras sus cuantiosos capitales. El tráfico comercial funcionó en base al sistema de flotas, pues desde 1521 la Casa de Contratación había impuesto la obligación del viaje “en conser-

va”, resguardado por la Armada de Haberías, perteneciente a la Armada de la Real Guardia de la Carrera de Indias. La flota de naves iba precedida por una nave artillada denominada capitana, y posteriormente se añadió una segunda para que cerrara el convoy, barco que recibió el nombre de nao almiranta. Las embarcaciones debían partir juntas en mayo hacia Nueva España y en agosto hacia la Metrópoli, realizándose en períodos distintos las ferias de Portobelo y Nombre de Dios. En Portobelo podían reunirse mercaderías hasta por cuarenta millones de pesos durante el mes que duraba la feria, por lo que pronto el istmo de Panamá se volvió lugar predilecto de asalto para los piratas y corsarios. El viaje de ida y vuelta a América duraba unos nueve meses y debía realizarse con la precisión adecuada para que coincidiera con la Armadilla del Mar del Sur, que traía las mercaderías del Perú y la Caja del Rey, es decir los dineros pertenecientes a la Corona, todo lo cual debía arribar a Panamá a mediados de marzo. El viaje de Panamá a Lima solía ser muy largo por la “calma chicha de los vientos” y los efectos de la corriente de Humboldt que corre de sur a norte, desembarcando los pasajeros y la mercadería más valiosa en Paita, para concluir el recorrido por tierra. Las naves con la carga más pesada seguían camino hacia el Callao, extendiéndose ese trayecto hasta tres meses. Ya en Lima las cargas eran distribuidas con enormes recargos al resto de Sudamérica. El sistema de armadas entró en decadencia en el siglo XVIII, arrastrando en su caída a la feria de Portobelo, puesto que el movimiento comercial se vio afectado por las crecientes tensiones entre España e Inglaterra que llevarían a estos imperios a un estado de guerra latente. En 1737, corsarios como el almirante Vernon y el vicealmirante Anson obstruyeron el avance de las naves que llegaban o partían al istmo, las que debieron reunirse en otros puertos. Desde 1708, los franceses habían empezado a enviar naves comerciales por el cabo de Hornos, lo que llevó a un descenso considerable de los precios de la mercadería que desembarcaba en los puertos cercanos. Las autoridades bonaerenses se hicieron de la vista gorda e incluso permitieron el atraque de naves en el Río de la Plata a partir de 1748, a pesar de los reclamos de los comerciantes limeños que perdían dicho mercado y el de zonas como el Alto Perú. Por otro lado, luego del tratado de Utrecht de 1713, se concedió a Inglaterra el navío de permiso, por el cual la monarquía británica obtenía el privilegio de introducir anualmente una nave de 650 to-

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Patrucco neladas de mercaderías. Se sabe que el primero de ellos, el “Real Jorge”, llegó cargado con 975 toneladas. Años más tarde, para evitar estos abusos, se pasó al sistema de navío de registro, que era un mecanismo semejante al anterior, con la salvedad de que la mercadería debía ser previamente inventariada antes de llegar a América. Como las naves inglesas llegaban a puerto antes que las naves de la armada, éstas encontraban una buena parte de los mercados ya saturados. Es lógico pensar que el excesivo controlismo de la Corona desembocara en un creciente contrabando. Los viajeros secretos Antonio de Ulloa y Jorge Juan nos refieren, que: “Tal era la libertad con que se comerciaba en el Perú, en toda suerte de géneros prohibidos, que parecía haberse borrado la idea de que era un trato ilícito, ni que estaba sujeto a castigos; al contrario, este negocio se hacía como una cosa establecida y los jueces que lo disimulaban recibían una gran suma de dinero, como si fueran emolumentos anexos a su empleo…”. El contrabando llegaba de los países europeos y de las otras colonias, como la ropa de México, e incluso de Filipinas y China, que proveían de telas, porcelanas y hasta muebles, y todos los intentos de abolirlo fueron como tapar el sol con un dedo. Virreyes como el príncipe de Santo Buono organizaron un servicio de vigilancia de puertos, llamado el Resguardo, e instituyeron la costumbre de repartir lo decomisado entre el denunciante, los miembros de la cámara y la autoridad, pero todo fue en vano. Los funcionarios, fueran corregidores u oficiales reales, cobraban 8 pesos por costal de contrabando introducido en el territorio, pago que eufemísticamente pasó a denominarse “precio del olvido”. Finalmente con las reformas borbónicas se dispuso el libre comercio, habilitándose 13 puertos en la Península y 22 en América. Con esto se haría muy notoria la decadencia de Lima, una plaza que había tenido según Juan y Ulloa, “10 casas comerciales con más de 600,000 escudos de capital y muchas otras con 300,000 piastras…”. Para el comercio americano, las vías terrestres fueron tan im508

portantes como las marítimas. Inicialmente los españoles utilizaron los antiguos caminos incaicos, pero al consolidarse la conquista y el control del espacio andino, hubo necesidad de construir nuevos senderos, sin las empinadas escalinatas que acostumbraban levantar los quechuas y waris, y sorteando la cordillera por el fondo de los valles y no por las gélidas cumbres y punas, aun cuando estas rutas estuvieran expuestas a los temidos huaicos en la época de lluvias. Las nuevas vías debían ser pensadas no sólo para llamas y peatones, sino tambien permitir el paso de las cabalgaduras hispánicas y de los nuevos medios rodantes. Pronto se iría afianzando una complicada red caminera que uniría puertos, ciudades, centros productivos y minas, en tanto los asentamientos nativos se alejaban de aquellas rutas que sólo les traían saqueos, extorsiones, levas y abusos. Ante estos problemas, los indios se trasladarían a las zonas altas de los Andes –por encima de los 3 500 metros–, hasta que en la época del virrey Toledo se generalizaron las reducciones y se les volvió a reunir en poblados a la vera de los caminos. El transporte de los minerales cobró tanta importancia que pronto se inauguró la vía de la plata, partiendo de Potosí rumbo a Arequipa, y de allí a Islay, donde los cargamentos se embarcaban al Callao como paradero intermedio, ya que el destino final era España. Más adelante, como consecuencia de los nuevos procedimientos técnicos de extracción de la plata, Potosí se conectó con el mar a través del puerto de Arica. El mercurio o azogue de Huancavelica salía en bolsas de cuero y bajaba a lomo de mula hasta la costa, echándose a la mar en Tambo de Mora (Chincha), rumbo a Arica. Allí el pesado líquido era desembarcado y conducido en grandes caravanas de arrieros hasta las serranías de Potosí. También existieron recorridos específicos como la ruta del vino, o trayectos de contrabandisCarmine Nicolás Caracciolo, príncipe de Santo Buono, organizador del Resguardo o servicio de vigilancia de puertos, que buscaba frenar el creciente contrabando proveniente de Europa y de otras colonias.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

INSTITUCIONES ECONÓMICAS. CASA DE CONTRATACIÓN. TRIBUNAL DEL CONSULADO. BANCOS La Casa de Contratación de Sevilla fue fundada en 1503 con la misión de organizar y controlar el transporte entre España y América, vigilando a los pasajeros que cruzaban el ancho mar, y ejerciendo las funciones de aduana y registro. La Casa se encargaba también de recaudar los derechos que le correspondían a la Corona, y oficiaba de tribunal privativo de comerciantes, para no dilatar excesivamente los litigios entre mercaderes y transportistas marítimos. Posteriormente funcionó como universidad de mareantes, que no era otra cosa que un centro de capacitación de marinos y marineros. Asimismo se ocupaba de realizar investigaciones geográficas que permitieran elaborar mejores mapas y hojas de ruta más confiables para los navegantes y con ese fin el cosmógrafo mayor de Indias se hallaba entre sus directivos. En sus tiempos de apogeo llegó a contar con 110 empleados y, ya bajo los Borbones, fue trasladada a Cádiz en 1707, localidad última que vio su disolución 83 años después. El enorme tráfico comercial que se centralizaba en Lima como capital de uno de los dos virreinatos de América exigió una estructura administrativa que lo regulara, permitiendo agilizar los complicados trámites y resolver los diferendos con celeridad. Los comerciantes además requerían de un foro que

expresara sus intereses corporativos. Tales necesidades llevaron a la creación del “Consulado de la Universidad de Mercaderes de la Ciudad de los Reyes, Reinos y Prouincias del Perú, Tierra Firme y Chile”. El Tribunal del Consulado de Lima se fundó en 1613, recibió su confirmación regia en 1618 y funcionó hasta 1886, siendo razón para su establecimiento la “gran cantidad de pleytos e debates, dudas e diferencias en resultas de quentas de compañías, consignaciones e faltamentos e seguros rriesgos auerias daños quiebras y otras contrataciones semejantes concernientes al dicho comercio”. Sólo personajes de máxima solvencia y prestigio podían acceder a los principales puestos dirigentes del Tribunal y ocupar los cargos de prior, cónsul o diputado. Únicamente estaban en condición de inscribirse los grandes importadores o “cargadores”, los mercaderes formalmente establecidos en las calles circundantes a la plaza, y los dueños de naves que residían en la ciudad. Oficiaba como defensoría grupal de los comerciantes y como instancia de presión sobre las autoridades. Velaba también por una correcta organización del tráfico comercial, asesorando al gobierno en su materia específica, y supervigilando a los banqueros. Actuaba sindicando las quiebras y como ente recaudador de algunos impuestos especiales, tales como las averías (costo de la protección de la escuadra), los almojarifazgos (derechos de aduana) y las alcabalas (impuesto general a las actividades lucrativas). Además colaboraba en la preparación de la Armadilla del Mar del Sur, almacenaba mercaderias, señalaba precios de determinados artículos, aseguraba el abastecimiento del interior de virreino, servía de aduana, de tribunal y de academia náutica. Finalmente, cumplía labores bancarias pues brindaba créditos de bajo interés (Lohmann 1993:108 y ss.).

FISCALIDAD. TRIBUNAL MAYOR DE CUENTAS. CAJAS REALES Los tributos coloniales afectaban todo el abanico de las actividades coloniales, y si bien algunos como el quinto real o el tributo indígena proporcionaban mucho dinero a las arcas de la Corona, otros resultaban bastante difíciles de cobrar, imposibles de definir y costosos de recaudar. Por ello en muchos casos se optó por subastar su recojo entre agentes interesados, quienes de esta manera pagaron al fisco una cifra menor pero segura, a cambio de ejecutar con posterioridad la potestad de cobrarlos en su integridad. La lista de tributos es sumamente larga y 509

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tas que traficaban con plata y azogue, al margen del control de la Corona. Otros caminos importantes cruzaban el continente siguiendo la vía de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires. Paralelamente, una multitud de rutas secundarias dinamizó la economía de los territorios que atravesaban, sobre todo en áreas adyacentes a los yacimientos mineros, ya que éstos necesitaban ser continuamente aprovisionados de alimentos, instrumentos, ropa y otros enseres. Muchos de estos caminos vadeaban quebradas y acortaban las orillas de los ríos a través de complicadas y audaces estructuras de fibra de maguey, tal como se estilaba en los tiempos prehispánicos. El viajero George Ephraim Squier que visitó el país en la segunda mitad del siglo pasado, todavía llegó a ver en pie el célebre puente de San Luis Rey, tendido sobre el cañón del Apurímac. En otros pasos importantes serían levantados sólidos puentes de piedra y otros de cal y canto, que subsisten hasta hoy (Romero 1949: 168 y ss.; Pease 1992a: 246 y ss.).

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Un mandón indígena le sustrae un carnero a un indio tributario.

nos limitamos a dar un somero cuadro de los principales de ellos: Personales, cobrados en razón del vasallaje a la Corona. Teóricamente estaban obligados a cumplir con este pago todos los villanos del imperio español, pero las gentes de este origen que pasaron al Nuevo Mundo dejaron de cancelarlo, y sólo afectó a los indios y las castas. El tributo pagado por los indios de las comunidades generó importantes ingresos para la Corona, que fueron decreciendo debido al desastre demográfico. Los negros libertos y los miembros de las castas manifestaron una permanente oposición a estos pagos, que permutaban por el ingreso a las milicias y otros servicios por el estilo. De honores y cargos, rubro que definía los derechos a pagar por ventas y revalidaciones de cargos, oficios y diversos títulos. También se pagaban medias anatas por el desempeño y ejercicio profesional, la tercia encomienda por el usufructo de este tipo de posesiones, pasando los tributos vacos a la Corona si se trataba de una encomienda no asigna510

da. La creación de mayorazgos y los señoreajes de ciertas tierras imponían ciertas erogaciones que también iban a dar a las arcas reales. Mineros, que se aplicaban a los metales y piedras preciosas, así como a las perlas y los tesoros encontrados; se conocían con el nombre de quinto real. Cuando se trataba de riquezas saqueadas a las huacas le correspondía a la Corona la mitad de todo lo extraído. El quinto real fue rebajado desde 1735 del 20% al 10%, pero luego se le añadió el antiguo impuesto de Cobos con lo que sumaba aproximadamente un 11,5%. El oro en cambio, pagaba un impuesto que sólo alcanzaba el 3%. También se gravaba la venta y el alquiler de minas, y las concesiones sin explotar. El impuesto de apertura era de 60 varas si era un yacimiento de plata y de 50 varas si se trataba de una mina aurífera. Comerciales, que gravaban las ventas de cualquier mercadería. En este grupo destacaba la alcabala, que pasó del 2 al 4% y luego al 7% con el virrey Abascal; el almojarifazgo o arancel de aduanas; los comisos; el impuesto de pulperías a los negocios menores y chinganas; y finalmente la avería, que representaba un 5% al valor de los bienes y metales transportables, y se destinaba a costear la preparación de la Armadilla del Mar del Sur y otras protecciones de navíos. Agrícolas, como los denominados diezmos y novenos, que afectaban la producción agrícola y servían para el sostenimiento de la Iglesia, las viñas o impuesto del 2% al vino a cambio de la protección de los mercados. Era común también el pago por composiciones y ventas de tierras, que permitían acceder a las tierras vacantes y los despojos, legalizados mediante contribuciones a la Corona. Eclesiásticos, que eran erogaciones eventuales de la Iglesia si mantenía vacos algunos obispados, y la mesada que gravaba los sueldos de los sacerdotes. Por su parte la Iglesia cobraba los bonos de la Santa Cruzada, las cruzadas, los castigos de las condenaciones, las bulas de indulto por comer carne y laticinios los viernes, cuaresmas, etc. También había multas y pagos por dispensa a los impedimentos matrimoniales, las excomuniones, etc., y el producto de diezmos y los novenos. Municipales, entre los que destacaba la sisa por cabeza de ganado sacrificado y el mojonazgo por botija de aguardiente y por el maíz. Estancos, o monopolios estatales establecidos sobre el mercurio, la sal, el hielo o nieve, y los naipes. Ante esta diversidad tributaria y los problemas que generaba su recolección, la crisis en las arcas

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte yas, Piura, Saña, Huánuco, Pasco, Jauja, Huancavelica, Castrovirreyna, Cuzco, Arequipa, Caylloma, Arica, Carabaya y Carangas) y las economías de las audiencias subordinadas de Panamá, Quito y Charcas, además de la pretorial de Chile. Las Cajas Reales eran las dependencias encargadas de recibir y resguardar los dineros del erario, y recibían tal denominación porque los dineros reales se guardaban en cajas fuertes barreteadas con hierro, que necesitaban tres llaves para abrirse y que por lo general estaban en manos del contador, el tesorero y el veedor. Teóricamente estos funcionarios sólo debían pagar cuentas pendientes si existía una orden real y jamás podían brindar adelantos sobre sueldos. En algunos lugares menores estas llaves se delegaban a otros funcionarios, pero también existían cajas similares a cargo de los tenedores de los bienes de difuntos, los guardadores de censos y los tesoreros de comunidades (Lohmann 1993: 98-101; Romero 1949: 235-237; Quiroz 1993: 281). VIRREINATO

reales no se hizo esperar. Las reformas borbónicas del siglo XVIII propusieron la derogación de muchos de estos impuestos menores y el incremento de los impuestos mayores como la alcabala. Sin embargo la población afectada no tardó en pronunciarse, desatándose toda una serie de disturbios y rebeliones antifiscales. El Tribunal Mayor de Cuentas, establecido en 1605, supervigilaba el buen funcionamiento de la hacienda pública, la recaudación de ingresos y la administración de la liquidez monetaria. También evaluaba la caja fiscal en lo que se refiere a gastos, pagos y comisiones y emitía las órdenes de fundición de los metales preciosos. Ejercía estas responsabilidades desde la capital del virreinato, asumiendo labores que antes habían sido desempeñadas por el virrey y otros tres funcionarios reales: el veedor, el contador y el tesorero. El Tribunal Mayor de Cuentas, en palabras de la época, debía “tomar y fenecer todas las cuentas que por cualquier causa, tocaren y pertenecieren a nuestra real hacienda, así los tesoreros como los recaudadores, administradores, fieles y cogedores de nuestras rentas reales, derechos, tasas, quintos azogues y otros cualesquiera efectos que nos pertenezcan o nos puedan pertenecer…”. Para cumplir con estas condiciones los contadores tenían amplias atribuciones para cobrar las deudas y apremiar a los deudores morosos. La misma escrupulosidad se revertía contra ellos a la hora de los juicios de residencia, pues era frecuente –según lo anotan algunos historiadores– que malversaran fondos reales, prestándolos o haciendolos girar comercialmente en el plazo que ellos los tenían bajo su administración. Pero aun sin malas artes era común que faltara dinero pues “la contabilidad (era) farragosa, en números romanos y en guarismos arábigos, unas cantidades computadas en pesos de ocho reales, en ducados, en marcos de plata, o en pesos ensayados”. A esto se sumaba la indolencia de algunos funcionarios que no cumplían con las tres horas de trabajo por la mañana y las dos horas vespertinas que frecuentemente resultaban cortas por las innumerables festividades, los viajes, las enfermedades y las licencias. El retraso en el trabajo de contaduría no alteraba sin embargo la paz burocrática. Los problemas recién surgían cuando por algún motivo no se podía reembolsar a tiempo los capitales de la Corona y se descubría un forado en las arcas. Bajo la jurisdicción del Tribunal se encontraban todas las Cajas Reales del Perú (Trujillo, Chachapo-

Restos de un campanario de una hacienda colonial.

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LAS AR TES VIRREINALES: PINTURA, ESCULTURA Y ARQUITECTURA

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I PINTURA COLONIAL PERUANA

LA PINTURA EN LIMA Lima como centro económico y administrativo de España en ultramar, adquirió un papel protagónico en el proceso de asimilación del arte occidental, y bajo sus puentes y calles se dio uno de los procesos más interesantes de integración entre la herencia estética nativa y la tradición europea. Los nuevos estilos y corrientes venidos del Viejo Mun-

do tuvieron gran impacto entre los artistas que vivían en la capital más importante de Sudamérica, influyendo notablemente en sus obras y en sus medios expresivos. Pero con frecuencia lo que en Lima constituyó imitación pasajera, paulatinamente fue arraigándose en las ciudades del interior de manera más sosegada y auténtica. De la mano de jóvenes discípulos y atentos maestros, Cuzco y Quito vieron florecer sus célebres escuelas pictóricas que asimilaban las novedades con mayor paciencia, alterando las composiciones regionales sin grandes rupturas.

La pintura temprana de la colonia

Piscis (la vocación de los apóstoles) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII.

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En medio de la turbulencia que significó la conquista del Perú, no faltaron los ratos libres para el esparcimiento de los recién llegados, muchos de los cuales tenían algunas aptitudes artísticas. Se tiene noticia por ejemplo de la primera pintura realizada en el Perú, que fue un retrato de Atahuallpa cautivo, esbozado en Cajamarca por Diego de Mora hacia 1534. Sin embargo, una década después la pintura ya no era una afición excepcional. El surgimiento de las ciudades, la construcción de los nuevos templos y la atracción que la pintura ejercía como elemento de decoración y evangelización, aunados a la pujante ri-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte que va tomando el gusto pictórico. A finales del siglo y ya bastante maduro, el propio Rincón firmará contratos de pintura “a la romana”, referencia que sirve para evidenciar la influencia italiana en su pintura, bastante distante del arte hispano-flamenco que había aprendido en el taller de Fernández Lobo. También lograrán cierta notoriedad una serie de personajes mestizos e indios como Francisco Xuárex de Huarochirí –quien trabaja en el hospital de San Andrés–, Juan Amai, Martín Pedro y Domingo Antón de Saña. Su actividad será prueba elocuente de la presencia de un nuevo sector de creadores en el panorama de las artes. Todos ellos anteceden a los pintores romanistas y pintaron sus obras en lienzo, tabla y al fresco, cubriendo las paredes de los templos primitivos. Las pinturas religiosas por entonces tenían un sesgo ejemplarizador y eran utilizadas en la catequización de los creyentes, siguiendo una metodología muy difundida siglos atrás en la evangelización de ciertas zonas europeas. Obras como El alma camino del cielo en la iglesia de Andahuaylillas, Cuzco, nos permiten visualizar el papel que cumplía esta pintura entre los naturales (Bernales 1989: 38-40; Estabridis 1989: 113; Tord 1981: 202-208; Wuffarden 1994: 590-592).

La escuela italiana. El arte “a la romana” Los cánones estéticos que rigieron el temprano arte colonial se vieron profundamente afectados por la llegada, en el último cuarto del siglo XVI, de una serie de maestros italianos. Ellos introdujeron en Lima la pintura “a la romana”, cuyo impacto estilístico perdurará en las obras virreinales hasta bastante entrado el siglo XVII. El arte italianista que se extendió en Lima, contrariamente a lo que muchos arguyen, no respondía en forma fiel a las grandes líneas directrices del manierismo, corriente ésta que buscaba romper el lenguaje de los geniales maestros del Alto Renacimiento. Los estudiosos del arte han creído ver en este “romanismo” una reacción frente al propio manierismo. A diferencia de la maniera, caracterizada por su rebuscamiento y elitismo, por el afán de deformar el espacio y contorsionar las formas humanas, de sorprender utilizando los recursos del apartamiento de la naturaleza y transcribir una visión del mundo altamente intelectualizada recurriendo a las percepciones interiores, la contramaniera intentaba expresar a través de un lenguaje comprensible y composiciones claras, la religiosidad de la Reforma católica. Sin embargo esta opción estética tenía dificultades para abandonar completamente el léxico manie513

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queza de estos reinos, promovieron la atención de los artistas europeos. Aunque no fueron raras las creaciones traídas desde Flandes e Italia, una gran cantidad de las primeras pinturas que arribaron al naciente virreino procedía de los imagineros andaluces. Ellos comenzaron a enviar sus obras al Perú para satisfacer los caprichos de los enriquecidos encomenderos y decorar las naves vacías de las flamantes iglesias y conventos. El gusto imperante por entonces no era nada exigente, pues los conquistadores no constituían un público especialmente cultivado. Antes bien, aspiraban a deleitarse con obras similares a las que habían visto en sus pueblos de origen: cuadros provincianos y arcaicos, que no ocultaban un estilo gótico de raigambre hispano-flamenca. Los escasos restos de lienzos y tablas pintadas de aquella época así parecen confirmarlo. Por lo común son obras inspiradas en temas relacionados con devociones sevillanas. Entre otras, destacan la imagen de Nuestra Señora de la Antigua, copia realizada en 1545 de una obra sienesa del siglo XV, que se instaló en la catedral junto a una Virgen con el Niño, que por ser la primera pintura del templo era llamada “la Sola”. También se ha logrado identificar una reproducción de la cuatrocentista Virgen del Rocamador, e imitaciones del medieval Cristo de Burgos. Obviamente, estas obras constituyeron una mínima parte de la cuantiosa producción enviada a Lima, rastreada a partir de los contratos existentes en Sevilla. Lima era una plaza artística muy importante, y algunos pintores andaluces se afincaron en Lima a mediados del milquinientos. A Juan de Illescas, llamado el granadino, se le encomendó las pinturas del primer templo de San Agustín y las iglesias de Huánuco, y formó un taller en el que trabajaron también sus hijos. Uno de ellos, Juan de Illescas, “el Mozo”, llegó a pintar varias obras para la catedral de Lima (1578). Illescas padre adorna obras efímeras para la Semana Santa (1582), pero también dora altares y estofa esculturas, y tempranamente convoca a ayudantes indígenas como el indio de Mansiche, Martín Gómez Vinsuf. Por esta misma época encontramos en actividad a los pintores Melchor de Sanabria –que pintó las tablas del hospital de naturales de Santa Ana–, Miguel Luis de Ramales, Francisco García y Jordán Fernández Lobo, quien pone taller y acoge discípulos indígenas como Juan Rincón. En realidad, cerca a esta generación de pintores europeos va a surgir un grupo de aprendices locales, quienes adecuarán sus conocimientos y técnicas de acuerdo al rumbo

Coronación de la Virgen, por Bernardo Bitti. Sacristía de la iglesia de San Pedro de Lima, circa 1580.

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Virgen de la Purificación o de la Candelaria por Bernardo Bitti. Antesacristía de la iglesia de San Pedro de Lima, siglo XVI.

rista. Los antimanieristas por su parte, prefirieron adscribirse al naturalismo, al descriptivismo, a un lenguaje de corte popular inspirado en las imágenes piadosas, y retornar a las formas del Renacimiento tardío. Parecía importante por entonces, extender el mensaje contrarreformista entre el público común. Contramaniera y antimaniera, alimentadas por las ideas que se incubaron en el concilio de Trento, estarían llamadas a jugar un papel importantísimo en la temprana evangelización del Perú. Y si bien nacieron para un registro y un público europeo, cumplieron un importante rol en estas tierras: atraer y retener en la fe católica a los habitantes andinos. La escuela italiana se arraigaría en el Perú a partir de 1575, sobre todo con el arribo de Bernardo Bitti. Este artista fue llamado por su orden, la Compañía de Jesús, para apoyar la evangelización a través de nuevos mensajes iconográficos. No en vano don Diego de Bracamonte tramitaría su venida, arguyendo “lo mucho que pueden para con los indios las cosas exteriores de suerte que cobran estima de las espirituales, conforme ven las señales externas, y el mucho provecho que sacarían de ver imágenes que representan con majestad y hermosura lo que significaban, porque la gente de aquella nación se va mucho tras estas cosas”. Bitti nació en Camerino de la Marca de Ancona en 1548 y pronto adquiriría fama y prestigio. “El mejor pintor del siglo XVI en Sudamérica” se uniría a los jesuitas a los 20 años, y antes de pasar a América habría conocido y estudiado a importantes artistas en Roma y Sevilla. Imbuido de las ideas de la Contrarreforma intentó expresar ese espíritu siguiendo los lineamientos de la contramaniera, lo

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que se manifestó en las obras que dejó en sus largos recorridos misionales. Lima, Cuzco, Arequipa, Huamanga, Puno, Chuquisaca, Potosí y La Paz conocieron de su predicación y de la divulgación de sus conocimientos pictóricos. Bitti vivió durante algunos años en Lima donde trabajó en la decoración de la nueva iglesia de la Compañía, que hoy conocemos como San Pedro. Allí en colaboración con el hermano Pedro de Vargas, realizó el retablo principal, los laterales y algunos menores para las capillas, obras que no resistieron la violencia de los terremotos limeños. Se cree que su pintura La coronación de la Virgen (c. 1580. Sacristía de la iglesia de San Pedro) estuvo destinada al retablo mayor del templo mencionado. Esta obra, que posiblemente sea la primera que pintó en el Perú, presenta un extraño equilibrio. Observamos a la Virgen soportada por los ángeles, en los momentos de su entronización por Dios Padre. Algunos estudiosos aseguran que dicha obra preludia la producción posterior del artista, pues encontramos en ella su inclinación por los temas marianos, un dibujo suelto y armonioso, el alargamiento de las figuras, la caída artificial de las telas y una coloración donde destacan los ocres, rosas y azules. Por aquella misma época pintó para la misma iglesia la Virgen de la Candelaria, donde una hermosa madonna contorsionada en serpentinato sostiene al niño desnudo, y cuatro ángeles portan velas encendidas. También pertenece a este período

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

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las más notables madonnas que el artisel retrato del rector de la Universidad ta pintara. En posteriores y episódide San Marcos, don Gerónimo Lócos regresos a Lima, luego de sus pez Guarnido, que es un temprano largos periplos por el sur peruaexponente del retratismo peruano, pintará la Virgen de la O (c. no (Museo de Arte de la 1600, iglesia de San Pedro), la UNMSM). Virgen de la Rosa (convento de En 1586, Bitti inició un los Descalzos) y la Virgen con prolongado viaje por el Alto el Niño (1592, Museo de OsPerú en donde realizó a lo ma). En esta última creación, largo de varios años una la Virgen muestra un escote abundante producción artísrafaelesco y demuestra una tica que alterna la pintura, el gran ternura hacia el niño Jerelieve, la escultura y la retasús, lo cual la emparenta cercablería. Al mismo tiempo crea namente con la ya mencionada escuela entre sus ayudantes, diVirgen del Pajarito. Tanto en una fundiendo en la región el estilo como en otra se adivina ya el influ“a la romana”. El importante cenjo de Mateo Pérez de Alesio y de sus tro misional de Juli, a cargo de los premisas estilísticas. Bernardo Bitti jesuitas, es una verdadera cantera de la continuó pintando hasta su pintura del Bitti, ya que en sus Retrato de Gerónimo López Guarnido muerte ocurrida en el convento múltiples iglesias se pueden (1525-1596), rector de la Universidad de apreciar obras como la Asunción, San Marcos, por Bernardo Bitti, siglo XVI. jesuita de Lima, en 1610. Hacia 1588 arribaría a la la Coronación de la Virgen, una Santa Catalina, una Santa Bárbara, un Bautismo de Ciudad de los Reyes Mateo Pérez de Alesio, artista Cristo y la Sagrada Familia de la Pera. En esta últi- italiano de origen hispano, que introdujo los postuma, de esmerada factura, se puede observar “una de lados estéticos de la antimaniera con tal éxito, que sus virgenes más logradas así como un hermoso niño de pie, desnudo y con las piernas regordetas graciosamente cruzadas. San José mira al espectador con el rostro ladeado tres cuartos en una actitud manierista”. También de su autoría es el San Juan Bautista y el cordero místico, donde el personaje principal señala un resplandeciente cordero suspendido en un cielo recortado por la vegetación y algunas construcciones desperdigadas. En este caso el fondo cobra una importancia inusitada dentro de la obra. No faltarán en la región otras realizaciones escultóricas trabajadas en maguey, debidas al mismo artista italiano, tales como las decoraciones de los retablos de San Pedro de Acora y Challapampa. Igualmente notables son las obras que dejó en el Cuzco, ciudad en la que permaneció entre 1583 y 1585, para retornar hacia 1596 y prolongar en ella su estadía unos dos años. Entre sus pinturas en la capital incaica destacan una Inmaculada (convento de la Merced del Cuzco) y la Virgen del Pajarito (catedral del Cuzco), obra emotiva en donde María sostiene un niño regordete, algo que ya denota la tardía influencia de la antimaniera en Bitti. Por aquellos años el maestro debió visitar la ciudad de Arequipa, pues en el retablo mayor de la iglesia de Virgen con el Niño por Bernardo Bitti, Museo Pedro de Osma. la Compañía figura una Virgen con el Niño, una de

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Patrucco llegó a influenciar al mismo Bernardo Bitti. Alesio había nacido presuntamente en 1547 en la provincia de Lecce en Puglia, se había formado en Roma bajo importantes maestros como los hermanos Zuccaro y antes de cumplir los 30 años era ya miembro de la Academia de San Lucas (c. 1572). Está comprobado además que pintó en la Capilla Sixtina un fresco sobre La disputa del cuerpo de Moisés (c. 1574), en Malta unas batallas en el Salón de los Embajadores del Palacio de la Valetta (c. 1578), y varios frescos y lienzos en importantes construcciones como las villas de Este y Mondragone (c. 1575), el oratorio del Gonfalone (c. 1576), y los templos San Eligio de Roma y Santa Catalina de la Rotta (c. 1583). Al recalar en Sevilla (1583) sacó a relucir su amplia experiencia creadora y hasta se declaró discípulo de Miguel Ángel, lo que a la postre resultó una falsedad. Pero dicha capacidad para propagandizar su talento daría los frutos esperados. Al poco tiempo consiguió importantes encargos como el monumental San Cristóbal de la catedral sevillana (1584). En la misma ciudad conoció al ítalo-hispano Pedro Pablo Morón, quien lo seguirá al Perú como su principal ayudante. En América el maestro pensaba concretar sus sueños de fama y prosperidad. Al llegar a la Ciudad de los Reyes sus dotes artísticas eran bastante renombradas. Rápidamente fue aceptado por los círculos más selectos de la corte limeña, y pintó un cuadro del virrey García Hurtado de Mendoza, honor que le permitió autoproclamarse el “pintor de cámara de su Señoría”. Por aquella época (1591) también ejecutaría el retrato de doña Mayor Bravo de Saravia, dama de aristocrático linaje. En 1592 la familia Aliaga le encomendó la decoración de su capilla en Santo Domingo, y hasta 1600 continuó trabajando en el mismo templo por encargo de la propia orden dominica. De esta manera decoró con frescos la capilla mayor, la nave principal y las bóvedas laterales. Estas últimas fueron adornadas con unos arcángeles arcabuceros que podrían constituir el origen de este tradicional tema en la pintura virreinal peruana. Lamentablemente sólo sobreviven algunas referencias bibliográficas de estas pinturas al fresco, pues las obras desaparecieron durante el terremoto de 1687. Felizmente no sucedió lo mismo con los lienzos que dedicó a la vida del fundador de la orden de Santo Domingo, serie que se ubica en el claustro mayor. De las 36 obras que circundan el recinto se le atribuyen a Alesio, Santo Domingo en su cuna, La Virgen entregando el rosario a un santo, Santo Domingo vestido de cléri516

go tiene la visión de una batalla, Cristo con la cruz hostigado por los demonios, Hombre cayendo del caballo y Santo Domingo con soldados y ángeles. En años posteriores, Pérez de Alesio realizó importantes obras en la catedral limeña, como una réplica de su San Cristóbal de Sevilla, un San Pedro y un San Pablo y una serie de la Vida de Cristo. En la iglesia de San Agustín pintó el arco toral, en donde el fundador de la orden agustina derramaba luz sobre las plumas de ocho doctores de la Iglesia. Lamentablemente los sismos han borrado toda huella de estas obras que hacían evidente la “pureza del arte y primor del pincel” del autor. Son en realidad muy pocas las pinturas de Alesio, de autoría certificada, que se han salvado. Otras que le han sido atribuidas generan fuertes controversias y arduas discusiones. Es el caso de la capilla del capitán Villegas (cercana a la sacristía de la iglesia de La Merced), en la que se pueden apreciar la cúpula, las pechinas y los arcos pintados con ángeles y escenas del Génesis, realizados con la técnica y la sensibilidad pro-

San Agustín, iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, Huánuco. Atribuido a Mateo Pérez de Alesio, 1594.

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pias de un maestro educado en Italia. Algunos críticos asumen que es imposible que estas pinturas correspondan a Alesio, pues el artista habría muerto doce años antes de que la capilla pasara a manos de los Villegas (1628). Sin embargo no se debe excluir la posibilidad de que hubiera sido pintada antes de tener propietario a la vista. De cualquier modo, es una obra que nos permite hacernos una idea del esplendor del arte mural de la colonia temprana. También se encuentra en entredicho la autoría de otras obras como la Virgen de la leche (Colección Velarde), pintada sobre plancha de cobre, o los frescos de la Vida de San Francisco del convento del mismo nombre. Asimismo en la iglesia de la Merced de Huánuco se ha descubierto un San Agustín y una Verónica, que podrían responder a su pincel. La obra de Alesio concitó mucho interés en su momento, y atrajo a una gran cantidad de aprendices que se enrolaron en su taller. El ya nombrado Pedro Pablo Morón presenta unos matices rafaelescos más intensos que los de su maestro. Está comprobado además que colaboró en algunos de los cuadros de la vida de Santo Domingo y pintó los escudos de los escaños del ayuntamiento en la catedral. Realizó asimismo un San Pedro y un San Pablo para el retablo mayor de la iglesia de San Sebastián, y posteriormente puso un taller junto con su colega y condiscípulo Domingo Gil. Muchos autores señalan que con el aporte del último de los nombrados se inicia la americanización del arte romanesco. También Francisco García pasó por el mismo taller y dejó una larga serie de obras como un San Pedro y un San Pablo en la capilla de la Inquisición, el retablo de Nuestra Señora de los Pardos de Santo Domingo (1608) y un Cristo amarrado a la columna (1617). Otro esmerado alumno de Gil fue Pedro Bedón de Quito, que trabajó en los escaños de la catedral. Pero el más destacado de todos ellos sería Francisco Bejarano, fraile agustino que exornó su convento y pintó la Vida de la Virgen en doce lienzos, así como ángeles, virtudes y algunas pinturas profanas, además de grabados y un retrato del virrey conde de Chinchón. Con el cambio de siglo llegó a Lima Angelino Medoro, el tercero de los grandes pintores italianos. Pese a nacer en Roma en 1547, Medoro no recibió una educación tan exigente como Pérez de Alesio. Su formación se realizó más bien en talleres provincianos, finalizándola en Sevilla, ciudad que lo albergó en 1586. Al año siguiente pasó a América dejando obras importantes en Tunja, Bogotá, Cali y Quito. En el año 1600 pintó para el convento de los

San Buenaventura por Angelino Medoro. Convento de San Francisco, Lima, 1603.

Descalzos de Lima una Nuestra Señora de los Ángeles destinada al altar mayor, iniciando así una larga relación laboral con dicha congregación, que lo llevaría a pintar después el Milagro de San Antonio (1601), un académico y cuidado San Diego (1601), y el Cristo Crucificado con San Francisco y Santo Domingo (1618). No concluiría allí el vínculo establecido con los franciscanos, pues pintaría para el convento de San Francisco el Grande un magnífico San Buenaventura (1603), signado por el naturalismo y una trabajada textura de las superficies, lo que ha llevado a algunos críticos a considerarla como su máxima obra. En la anteportería de la misma casa monástica es posible ubicar el tríptico de la Pasión, que comprende un Cristo en la Cruz con San Juan y la Virgen y una Entrada de Cristo en Jerusalem, ambos muy maltratados por el tiempo. En el interior de las puertas se encuentran los pasos de la Pasión. En el muro testero del refectorio del convento de La Merced, Medoro pintó a los miembros importantes de la orden, santos, santas, la Santísima Trinidad 517

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Patrucco y la Virgen María. También realizó para los mismos mercedarios un retablo procesional en el que destaca una hermosa Virgen. Pero quizá su Santa Rosa difunta sea su cuadro más famoso. En 1617 compuso esta obra de pequeño formato, en base a unos bocetos que tomara de su cadáver, y al parecer no fue la única vez que insistió en el tema, pues se le atribuyen dos cuadros más sobre su vida. Actualmente el pequeño lienzo se conserva en el santuario dedicado a la santa. Por esta misma época pintó también el Jesús de la Humildad y la Paciencia (Colección Moreyra), una devoción típicamente sevillana, donde realiza un interesante juego de luces y sombras del Cristo desnudo, que realzan la postración del Redentor. Por encargo de los agustinos, Medoro trabajó en el altar principal de la iglesia de San Ildefonso, componiendo la Imposición de la casulla a San Ildefonso. En 1618, luego de las grandes celebraciones que la ciudad de Lima organizó en honor del dogma de la Inmaculada Concepción, la misma orden le encomendó para la iglesia de San Agustín una Virgen Inmaculada. La madre de Cristo aparece rodeada por ángeles que portan los atributos de las letanías lauretanas, convirtiéndose en un importante modelo que los artistas virreinales copiaron frecuentemente. El taller de Medoro atrajo a estudiantes de lugares alejados, como lo comprueba la presencia del indio cuzqueño Pedro de Loayza, quien firmaba contrato de aprendizaje en 1604. Medoro también ayudó a difundir “la manera italiana” por todo el país. Fue así como uno de sus principales seguidores, Luis de Riaño, viajó a la Ciudad Imperial donde divulgaría los cánones estéticos aprendidos en el taller de su maestro, al tiempo que provocará una criollización del contramanierismo. Pese a la influencia que tuvo y a su vocación “popular”, los especialistas consideran que la mayor parte de la producción limeña de Medoro es de baja calidad y muy dispareja. Su personal estilo antimanierista está lejos de alcanzar la artificiosa delicadeza del manierismo o la osada volumetría naturalista del barroco inicial. Sin embargo, dejó una profunda huella entre los muchos pintores que siguieron sus pautas, y modeló el gusto plebeyo tras una retórica simple, descriptiva, incluso elemental. Al regresar a Sevilla en 1624, ciudad en donde muere en 1633, deja tras de sí una estela que marcará profundamente la pintura virreinal. Por aquella época “romanista” se encontraban en Lima artistas como Diego de Ocaña, quien en 1599 pintó la Virgen de Guadalupe –que hoy se en518

cuentra en el convento de Santa Teresita– e ilustró numerosas acuarelas. Asimismo Alonso Carrión pintará una Virgen para la capilla de las Ánimas de la catedral (1622). Por su parte, Pedro Reynalte de Coello, hijo y discípulo del pintor de cámara de Felipe II, se estableció también en la capital, precedido por la fama de su progenitor. Se le otorgó el título de “Obrero mayor de la catedral de Lima”, se le encargaron muchas pinturas oficiales e inclusive pasaron por sus pinceles y telas algunos de los virreyes. Retrató a San Francisco Solano difunto y realizó las miniaturas de los libros corales de la catedral. Sin embargo, su estilo anticuado y cortesano le hizo perder el favor del público y murió en la miseria en 1637. Bernardo Bitti, Pérez de Alesio y Angelino Medoro implantaron en el Perú el estilo romano, y sus discípulos continuaron ese camino y lo extendieron. Empero, no fueron éstos los únicos extranjeros que impusieron la contramaniera y la antimaniera. Ya bien asentado el seiscientos una serie de artistas italianos como Antonio Dovela, Juan Bautista Planeta, Imperiale Planeta, Gerónimo Piñoleta, y los innominados Coberti y Romano, apoyaron la expansión de las formas “romanescas”. Debe resaltarse la enorme cantidad de frescos que acometieron, embelleciendo los templos, conventos, edificios y casas solariegas, obras que reforzaron la fama de Lima. Lamentablemente nada o casi nada se conserva, pues las sucesivas refacciones y modificaciones se encargaron de destruir lo poco que dejaron en pie los terremotos de 1630, 1687 y 1746. Esta segunda hornada de italianos fue también muy prolífica. Alguno de ellos, según los entendidos, debió ser el autor de la antes mencionada capilla del capitán Villegas. Tres frescos de la Vida de San Francisco en el convento de San Francisco el Grande, descubiertos en 1974 bajo los grandes lienzos que adornaban el claustro mayor, habrían sido pintados por integrantes de esta generación artística. Es el caso del Nacimiento de San Francisco, la Visión de San Francisco en el carro de fuego y un San Francisco y el loco. El resto parece proceder del pincel de Leonardo Jaramillo, tal como lo señala Francisco Stastny. Del clérigo y pintor Juan Bautista Planeta se sabe que realizó algunos lienzos para el convento de la Concepción, en 1625. El encargo contemplaba cuatro telas sobre la Vida de San José y siete episodios de vidas de santos. Una década más tarde finaliza un retrato de Santo Toribio de Mogrovejo, que supuestamente sería un obsequio para el Pontífice.

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Dovela por su lado, pinta La revelación de la orden (sacristía del convento de La Merced) y dora retablos y estofa imágenes en un taller en el que figuraban aprendices indígenas. De los demás sólo se conocen sus nombres (e incluso sólo el apellido) a través de referencias documentales. Estos artistas y los discípulos dejados por Bitti, Alesio y Medoro, se mantendrían dentro de la escuela romanesca, pero lentamente serán seducidos por los colores, composiciones y temas barrocos, que insurgirán a mediados del siglo XVII. La actividad pictórica entre los indígenas estaba muy extendida en la Lima del seiscientos. Sagitario (parábola de los invitados a la boda), por Diego Quispe Tito, de la serie del Los talleres de los grandes maesZodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII. tros o de sus discípulos comenzaron a ser lugares de congregación de jóvenes indios y mestizos con vocación ar- rante el siglo XVIII, cuando el cansancio por las fortística. Luego se independizaban y hasta fundaban mas ampulosas y solemnes del barroco posibilitó, taller propio, tal como aconteció con Agustín Cer- como reacción, la búsqueda de la delicadeza y el inbantes, indio de Quito que poseía un obrador en el timismo. La influencia flamenca creó cierto gusto por el Cercado en el año 1603, teniendo como aprendiz al indígena jaujino Santiago Marca. También destacó realismo y el claroscuro. Este último se insinuó al el quiteño Andrés Rodríguez, que fue seguidor de principio como el énfasis en los juegos de luces, paDovela. Por su parte Marcos Silva se convirtió en ra generar efectos dramáticos. Los artistas transformaestro y tomó como discípulo al natural Francis- man dentro de lo posible estampas e imágenes maco Guerra. Muchos indios artistas fueron oriundos nieristas, las iluminan y articulan según los concepdel Cuzco y luego retornaron a su tierra natal ayu- tos naturalistas. Prima el tema religioso y el retrato, dando a difundir las nuevas técnicas. Los pintores aunque se observa en menor medida cierta producandinos de Lima se agruparon en gremio o cofradía ción alegórica, mitológica y profana. Habitualmente propios, y sus viviendas y talleres se ubicaron en un pintada sobre lienzo o al fresco, la pintura limeña sector del Cercado (Wuffarden 1994: 592-600; Esta- del primer tercio del XVII tendrá según J. Bernales bridis 1989: 113-145, Gisbert y Mesa 1982: 84; Ballesteros: “un naturalismo suave sin estridencias, Stastny 1969: 15 y ss.; Tord 1971: 210-229, 256; armonía de colores y alguna indecisión de perfiles; celajes e interiores de tendencias de tonalidades roBernales 1989: 40 y ss.; Chichizola 1983). jizas, figuras de movimientos sencillos, de acciones tratadas con decoro y realzadas por vestiduras heEl despertar del barroco En la tercera década del siglo XVII, el italianis- chas con pliegues amplios y elegantes; la luz suele mo en la pintura empezó a ceder frente al paulatino destacar los objetos principales y los fondos son traavance del naturalismo en la pintura española. Los tados sin muchas complicaciones”. Luego de este período naturalista, comienza a nuevos aires empezaban a imponerse de la mano de los artistas que cruzaban el Atlántico, a través de los vislumbrarse el barroco limeño, período y estilo pograbados y muy especialmente tras los envíos de co estudiados, caracterizados por una incidencia obras últimas y novedosas. La pintura “a la romana” colorista y un interés por temas teológicos y hagiose replegó para mantenerse latente en las zonas in- gráficos de primera importancia. Se estila por enternas del territorio, hasta reaparecer con fuerza du- tonces la copia de las estampas importadas de Flan-

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Patrucco

Inmaculada de autor anónimo. Tercera Orden Franciscana Seglar, Lima, siglo XVII.

des, y en especial de los modelos de Pedro Pablo Rubens. Se añade a ello un alejamiento de las formas simples, a cambio del seguimiento de complicados prototipos inspirados en la naturaleza, a diferencia de la expresión clásica que opta por modelos ideales. En realidad, es muy difícil definir el barroco limeño, por cuanto se aleja del purismo, definiéndose sobre todo por oposición al léxico ya gastado del italianismo y a las corrientes naturalistas que dieron vida al realismo prebarroco en España. Un ejemplo del tránsito del romanismo al barroco es la actividad desarrollada por el jesuita Diego de la Puente, pintor flamenco nacido en Malinas hacia 1586, a quien le cabría el honor de cumplir la función que desempeñara Bernardo Bitti dentro de la Compañía de Jesús. En 1620 habría llegado al Perú luego de seguir estudios en Flandes y Roma, lo que le permitió estar al tanto de las corrientes artísticas imperantes en Europa, y conocer posiblemente la pintura de Rubens o al menos sus obras primeras. Sin embargo pronto se adaptará al gusto reinante en el Perú, todavía impregnado de la impronta de Bitti y de Medoro, intentando un estilo intermedio, teñido por la influencia de los últimos romanistas 520

de Flandes. El “padre del tenebrismo peruano”, como se le ha denominado a Diego de la Puente, introducirá en el lenguaje artístico local el uso de una amplia gama de tonalidades oscuras. Sin embargo no todas sus creaciones poseen esta característica, pues en algunas se aprecian coloridos brillantes alternados con grises, sepias y negros. Al igual que Bitti realizó largos recorridos por el territorio del virreinato, exornando con numerosas pinturas los templos de la Compañía en Lima, Trujillo, Cuzco, Juli y Charcas, a pesar de lo cual es difícil identificar su producción. En un cuadro que se le atribuye, el Martirio de San Ignacio de Antioquía, muestra una predilección por el claroscuro y una composición parcelada en dos niveles, algo que se hizo común en el naturalismo español. También en la iglesia de San Pedro vemos un Cristo y una Virgen María con similares características. Pintó además, un San Miguel en el templo de la Inmaculada y una Última Cena en el refectorio de San Francisco el Grande, obra que tuvo notable éxito y se reprodujo para los conventos franciscanos del Cuzco y Santiago de Chile. En dicha obra se puede apreciar a Cristo y los apóstoles sentados en una mesa redonda en la que se distinguen una vajilla de época y viandas criollas. La escena se desarrolla en un ambiente propio del tenebrismo y siguiendo moldes italianos y tradiciones del realismo flamenco. De esta manera La Última Cena, se convierte en síntesis de la transición entre la escuela naturalista y la barroca. La transición del italianismo al barroco se puede apreciar también en un artista criollo. La pintura de Antonio Mermejo, posible discípulo de Bitti y nacido en Lima en 1588, se caracteriza por su admirable dibujo y su amplia gama cromática, y por sus temas que demuestran un sólido conocimiento de las ideas humanísticas. Si bien tiene algunas obras de influencia italiana como su María Magdalena (1626), en otros trabajos como San José y el Niño desarrolla un elaborado estilo de filiación flamenca. En los retratos del catedrático limeño Juan de la Reinaga Salazar y de Tomás de Avendaño se puede apreciar una cierta atracción por el realismo que antecede al barroco en el arte propio de la Ciudad de los Reyes. Mermejo representará la aspiración de un sector cultivado, muy interesado en las novedades y cambios estilísticos ocurridos en Europa, que el grueso público tardará en apreciar. Entre los españoles residentes en Lima podemos citar al clérigo sevillano Leonardo Jaramillo que recorrió distintos puntos de nuestra geografía como Trujillo (1619), donde refacciona el templo de San

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Agustín luego de un devastador terremoto, y Cajamarca (1635), lugar en donde dejó diversos trabajos y formó discípulos. Al año siguiente se muda a Lima en donde realizará un San Bernardo y una María Magdalena para la capilla de la Inquisición, y su obra más importante: La imposición de la casulla de San Ildefonso (capilla de Nuestra Señora de los Ángeles de Lima). Se trata de un gran lienzo, signado por su correcto trazo y la buena composición, que se estructura a partir de los ademanes de los ángeles, los cuales –tal vez para satisfacer el gusto del público– nos recuerdan el estilo italiano de Alesio. Sin embargo, no sucede lo mismo con el propio San Ildefonso, trabajado en estilo naturalista. Stastny considera que una buena parte de los murales del claustro mayor del convento de San Francisco el Grande, encontrados en 1974, le pertenecen. Aduce que el tratamiento de las vestimentas y el naturalismo de los personajes se acercan al San Ildefonso de Leonardo Jaramillo, que contó entre sus alumnos a los artistas Miguel de Vargas, Tomás Ortiz y Juan de Sotomayor. Otros artistas transicionales fueron Joseph de la Parra, quien en 1645 realizó un fresco para el cabildo, y años más tarde el retrato del capitán Sebastián Fernández de Velazco (1660) y el de su majestad Carlos II (1668), destinado también a la alcaldía de la ciudad. Pedro Gerardo en cambio prefiere acometer una larga serie de doce lienzos sobre la vida de Sansón en 1643, obra que tiene tanta acogida que debe copiarla al año siguiente. Tambien Juan García es un asiduo pintor, al que se le encargan 23 telas para la iglesia de Copacabana y un San Pedro y San Pablo para la capilla de San Pedro de la Inquisición. También se firman muchos contratos de obras de diversa temática para ser utilizadas en expresiones de arte efímero, destinadas a festividades profanas y religiosas de la época. Dichas manifestaciones, que por su naturaleza no han podido llegar hasta nosotros, poseían valor artístico y recibieron genuina admiración entre sus contemporáneos, quienes elogiaban su realismo y atinada factura. Por otra parte era frecuente que se encargaran copias de obras europeas, lo que permitía hacer más asequibles las últimas novedades estilísticas y educar el gusto del público. Al llegar a la mitad del siglo XVII, encontramos una actividad artística muy extendida en la capital del virreinato, por la proliferación de talleres que si bien no alcanzaron los excepcionales volúmenes de la producción cuzqueña, tuvieron amplia demanda para sus productos. Los artistas allí congregados

Arcángel Rafael por Bartolomé Román. Iglesia de San Pedro, siglo XVII.

afirmaron su espíritu de cuerpo e intentaron agremiarse en 1649, para evitar la competencia desleal de oficiales inescrupulosos –por lo general independientes– que vendían su producción a carpinteros y ensambladores, con la intención de que éstos inundaran el mercado con obras de mediocre calidad. La copia de estampas, que estuvo bastante generalizada, dirigía la asimilación de los nuevos estilos, sobre todo de la expresión naturalista, aunque el gusto común permanecía fiel a los cánones del italianismo y tenía dificultades para asimilar la estética del barroco de Flandes. Sin embargo, los talleres más formales estaban atentos a las novedades e incubaban el germen de lo que será el particular barroco limeño. Pese a su generalizada sumisión, la mujer no fue ajena al arte pictórico. Un testamento de 1667 nos revela la existencia de la pintora Juana Valera, esposa de Joseph de Mujica, que entre otras obras, realizó doce telas representando a los infantes de Lara, una docena de alegorías de las tribus de Israel, el mismo número de ángeles, y veinticuatro bodegones que resultan bastante peculiares dentro de la 521

Patrucco producción local. Su obra debió tener influencia de Zurbarán y según ha argumentado Wuffarden, no sería extraño que fuera autora de las Doce tribus de Israel del convento de la Buena Muerte (Estabridis 1989: 150 y ss.; Bernales 1989: 40-56; Wuffarden 1994: 600-607, Tord 1971: 220-233).

La madurez del barroco limeño

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En 1671 un encargo de grandes proporciones reunió a cuatro artistas radicados en Lima, “después de haberlos escogido por los mejores”. Los pintores seleccionados fueron Francisco Escobar –quien dirigió la obra–, Pedro Fernández de Noriega, Diego de Aguilera y el esclavo Andrés de Liévana. Se trataba de renovar los deteriorados o al menos “anticuados”

frescos de la Vida de San Francisco de Asís, que rodeaban el claustro mayor de ese convento –descubiertos recién en 1974–, y reemplazarlos por 36 lienzos que cubrirían las enormes galerías que dan sobre el patio. La extensa obra se ve influida por el naturalismo flamenco y español, predominando los claroscuros acompañados de colores cálidos. Los personajes de elegantes posturas parecen tomados, al igual que los escenarios, de grabados y estampas “romanistas”, pero los artífices los transforman bajo reglas barrocas, siguiendo criterios didácticos. Los escorzos alcanzan maestría y los paisajes y decorados arquitectónicos realzan el conjunto. Las escenas correspondientes a la juventud de San Francisco fueron asignadas a Escobar. El segundo recodo y la recta siguiente se entregaron a Diego de Aguilera. El tercer frente se le otorgó al pardo Liévana, quien destaca por su panel de La cortesana tentando a San Francisco, donde ejecuta una fiel caracterología de los tipos humanos. Finalmente a Noriega se le ofreció la cuarta galería, dedicada a la muerte del seráfico padre. Los cuadros pertenecientes a Escobar alcanzan los mayores niveles de calidad debido a sus delicados encuadres y la calculada posición de los personajes. Destacan sobremanera el Nacimiento de San Francisco y La profecía del abad Joaquín. En este último encontramos un grupo de ángeles semidesnudos antes de su caída, y como nota curiosa se asegura que el autor pintó su autorretrato en la parte inferior de la obra. También son dignos de mención La visión de las armas, uno de los más interesantes retratos ecuestres del período virreinal, mientras que en El encuentro con el leproso y La renuncia de los bienes, el artista reinterpreta la iconografía franciscana, mostrando al santo como un apuesto doncel, al estilo de las estampas flamencas. Pero no serían éstas las únicas obras limeñas de Escobar, pues años antes (1649) había esbozado un gran cuadro para Arcángel Uriel de autor anónimo. Museo de Arqueología, Antropología e Historia del Perú, siglo XVIII.

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Lemos (palacio de Gobierno), y de Juana de Valdez y Llano, obras éstas de tres anónimos pintores que son una pequeña muestra de un amplio universo de artistas que participaban en el dinámico y rentable mercado pictórico limeño. Todos ellos asumieron la restauración y redecoración de los templos y monumentos de la ciudad, destruidos por el terremoto de 1687. Al finalizar la centuria del 1600, la conciencia criolla que valora su tierra y su urbe encuentra particular deleite en la representación de paisajes citadinos, en concordancia con las exaltadas descripciones que los españoles americanos incluían en sus poemas y opúsculos. Fruto de esta preferencia es un cuadro de la colección de los duques de la Almudia de Sevilla (1680), en el que se aprecia la plaza Mayor de Lima, las edificaciones de época, el movimiento comercial y el ambiente local que la caracterizaba. El mismo año, el afamado Cristóbal Daza pintó un biombo en el que se apreciaba la plaza de Armas, otorgándole gran importancia a la arquitectura, las fiestas que se celebraban en ella y muchos detalles anecdóticos. De este período son tambien dos lienzos apaisados del monasterio de la Soledad, que reviven escenas de la procesión del Viernes Santo, realzando la arquitectura que rodeaba la plaza y la etiqueta barroca que regulaba el desplazamiento de los estamentos de la sociedad durante dicha festividad religiosa. Estos cuadros de altísimo valor histórico y sociológico nos permiten contar con una imagen de la vida cotidiana virreinal, sus autoridades civiles y religiosas, los caballeros de órdenes, los cofrades, los religiosos y sacerdotes, las andas y las imágenes y el fervor de la multitud. Algunos estudiosos atribuyen estas dos obras a Gerónimo Torres Ahumada. Mención aparte merece la iconografía angélica en la pintura colonial peruana, dadas su vastedad y recurrencia. Aunque los ángeles constituyen una temática de raigambre medieval, su interés fue reavivado por motivos teológicos y convertido en objeto de devoción durante el cinquecento. Luego, a través de las diferentes versiones y contraversiones del manierismo, terminó ejerciendo una profunda influencia sobre la conciencia artística andina, desde las épocas tempranas de la colonización. Los ángeles que Alesio pintó en la bóveda principal de Santo Domingo de Lima tendrían, según Mesa y Gisbert, un carácter precursor de la amplia difusión posterior de estos motivos. Otro eslabón importante de esta cadena iconográfica fue la serie de ángeles de la iglesia de San Pedro de Lima (c. 523

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la cofradía de las Ánimas de la catedral, series de santos, y posteriormente (1662) diez grandes lienzos para el retablo de San Juan de Dios en el hospital de San Diego. No menos importante en el ámbito artístico limeño es la figura de Diego de Aguilera, criollo natural de Saña, que al decir de algunos especialistas era el más importante de los cuatro convocados a la realización de la obra. De su producción previa pueden resaltarse los grandes lienzos para el claustro principal de Santo Domingo (1661), los frescos de las bóvedas y muros de la capilla de la cofradía del Rosario de los Pardos, ubicada en el mismo convento (1666), y en 1669 la nave del templo de Santa Catalina con una docena de paños con los apóstoles y dieciséis de los patriarcas, todos de tamaño natural. Otra serie pictórica importante de este período barroco, pero de una orientación fundamentalmente distinta, será la dedicada a Santo Tomás de Aquino en el salón general del convento de Santo Domingo. Su desconocido autor nos revela un estilo anacrónico con poco conocimiento de la perspectiva y el volumen, pero que presenta un inusual interés por los elementos anecdóticos, el lujo de las vestimentas, los decorados y los mobiliarios, que nos remiten a los grabados flamencos. El barroco limeño ya se va asomando en su colorido vibrante y sus matices rojizos. Dentro de los gustos artísticos de la época, la obra de Cristóbal Daza gozó de un favor sin precedentes. Al decir de sus contemporáneos “por él mira sin envidia el Perú a los Herrera y los Murillos”. Concitaban admiración una Huida de Egipto preparada para la capilla de los condes de Santa Ana de las Torres en la catedral, y una Inmaculada Concepción para la cofradía de Santa Ana, terminada en 1684. Se cree que pintó asimismo el retrato del virrey marqués de Castelfuerte, un biombo paisajista y algunos cuadros de tema bíblico y mitológico como el David y la Andrómeda, que se declaraban entre los bienes del oidor Bravo de Lagunas. Otro pintor del momento fue Joseph de Orsera, quien en 1670 realizó dieciocho lienzos para la bóveda de la capilla mayor del monasterio de Santa Clara, seis santos de tamaño natural (1662) y diez bodegones para un particular. Entre otras interesantes obras del período pueden citarse El juicio del alma, realizada para el convento de Nuestra Señora de los Ángeles y firmada en 1678 por Nicolás de Oliva “el Mudo”, una Santa Casilda ricamente ataviada a la manera sevillana (Tercera Orden) y los retratos del virrey conde de

Patrucco 1635). Estas siete pinturas representando a Miguel, Gabriel, Rafael, Sactiel, el ángel de la guarda, Baraquel y un querubín, han sido atribuidas al pintor madrileño Bartolomé Román, por las similitudes que guardan con otros personajes angélicos exhibidos en los conventos de las Descalzas y de la Encarnación de Madrid. Posiblemente estas obras, donde “los gratos colores y soltura en el dibujo y modelado revelan a un pintor de buen oficio, sobre todo en el tratamiento de las anatomías que se traslucen bajo las vaporosas vestiduras, grebas y coturnos”, tienen un referente en los grabados realizados por el flamenco Peter de Jode (Estabridis 1989: 163; Bernales 1989: 44-56; Wuffarden 1994: 602607; Tord 1971: 227-233).

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La influencia foránea El influjo hispánico sería determinante en la pintura virreinal, aun cuando la temprana llegada de un grupo de excepcionales artistas de formación italiana permitiera al mundo hispanoperuano gozar de una producción de calidad semejante a la de las grandes capitales europeas. Pero la iconografía y la sensibilidad previas, las formas de vida y el ambiente colonial obligaron a estos autores a considerar en parte algunos criterios del arte hispánico. La presencia española se hará más notoria durante el siglo diecisiete cuando la pintura barroca española, especialmente la sevillana, llegó a su máximo esplendor. Extensas series y colecciones traídas por particulares para un uso doméstico, institucional o religioso, afirmaron su vigencia. Y siguiendo las preferencias del público floreció un activo comercio artístico, bajo el rubro de “bagatelas” y géneros, recibiendo los capitanes de barco una comisión por estas ventas. Grandes traficantes de arte como Miguel Güedes llegaron a comerciar cifras realmente sorprendentes. La relación comercial establecida entre Sevilla y el Perú, regida por estrictas leyes y reglamentos, rindió pingües dividendos a los artistas y comerciantes hispalenses, hasta que a mediados del siglo XVII, América comenzó a emanciparse artísticamente, pasando a depender de sus propios y pujantes talleres. Los artistas sevillanos se enfrentaron a la ruina cuando en el siglo XVIII se trasladó a Cádiz la Casa de Contratación, y el comercio con las Indias huyó hacia otros puertos abiertos a lo largo y ancho de la costa peninsular.

San Jerónimo por Francisco de Zurbarán. Convento de la Buena Muerte, Lima, siglo XVII.

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No fueron pocos los pintores españoles que enviaron obras al Perú. Una relación sucinta de ellas no puede dejar de mencionar al castellano Vicente Carducho y su Juicio Final (1627), que se encuentra en la catedral; a Alonso Cano de Granada, autor de varios Cristos crucificados; al asturiano Juan Carreño de Miranda, autor del San Sebastián (capilla de los Obispos de Nuestra Señora de los Ángeles); al catalán Francisco de Ribalta, autor del San José del monasterio de la Encarnación; al valenciano José de Ribera, de gran predicamento en los círculos artísticos de Huamanga; al sevillano Bernabé de Ayala, con su Virgen de los Reyes (1622) y la Virgen del Soto (convento de Nuestra Señora de los Ángeles). Tampoco debemos olvidar al pintor, teórico artístico y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, quien envió algunos de los lienzos de la vida de Santo Domingo para el claustro mayor de dicho convento en

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Lima. Tampoco al mulato Juan de Pareja, quien fuera servidor del autor de “las Meninas” y pintara un Descendimiento de la Cruz, y al archiconocido Doménico Theotocopoulos, “el Greco”, a quien se le atribuían dos cuadros en el Perú. Uno constituía el orgullo de la pinacoteca del obispo cuzqueño Manuel de Mollinedo, y el otro era un lienzo sobre el tema de La adoración de los pastores, que se ubicaba en el hospital de San Andrés de Lima. Francisco de Zurbarán ocupó también un papel muy importante en el desarrollo de la estética virreinal. Su estilo llegó a alcanzar gran respetabilidad entre los artistas de Indias, y sus envíos a Lima realizados durante la época de su mayor fama, deslumbraron a los conocedores y amantes del arte. Su talento, según señala Bernales Ballesteros: “no debió pasar desapercibido; su manera de resaltar las figuras, que lo dominan todo pese a la sencillez y sobriedad que poseen, probablemente fueron entendidas como un aproximarse por el mundo de las realidades tangibles hacia lo trascendente, pues no descuida lo accesorio y el paisaje, dado que son motivos complementarios que ambientan a sus personajes”. Zurbarán practica un realismo contemplativo, donde incluso lo común y cotidiano adquiere un tono místico, razón que lo convirtió en el pintor preferido de la religiosa sociedad limeña del siglo XVII. Entre 1637 y 1647 se trajeron varias remesas de obras suyas destinadas a iglesias, conventos y domicilios particulares, de las cuales algunas se encuentran perdidas. Es el caso del lote de 1647, enviado al monasterio de la Encarnación, consistente en diez cuadros de la vida de la Virgen y veinticuatro Santas Vírgenes; y la muy sugerente serie de 1649 cuya temática gira en torno de los Doce Césares a caballo. Se conservan en cambio, la serie del Apostolado del convento de San Francisco el Grande de 1638, y un Cristo crucificado que vino con ellos, siendo ésta la colección de mayor valor pictórico perteneciente a su producción. Se pueden apreciar también los trece cuadros de los fundadores de órdenes que llegaron al convento de la Buena Muerte (1639); y la serie de los Arcángeles del monasterio de la Concepción (1647). Se supone además que un San Guillermo de Aquitania y más de un Cristo agonizante pueden pertenecer a su pincel. Aun cuando la cantidad de “zurbaranes” es bastante grande y justifican la determinante influencia que tuvieron en el gusto de la época, debemos remarcar que este efecto se vio multiplicado por las copias locales, limeñas y cuzqueñas, que se realizaron hasta el siglo

Profeta Elías por Francisco de Zurbarán. Convento de la Buena Muerte, Lima, siglo XVII.

XVIII, y por la abundante importación de obras de sus epígonos sevillanos. Con un estilo colorista y nostálgico propio del barroco tardío sevillano, el hispalense Bartolomé Esteban Murillo ejerció también una notable influencia en Lima, hasta bien entrado el siglo XVIII. En tiempos pasados se presumía la existencia en el país de una gran cantidad de cuadros suyos, dado el singular influjo que tuvo en nuestros pintores. Sin embargo los estudios e investigaciones actuales, como los de Jorge Bernales Ballesteros, parecen confirmar que casi todos son pertenecientes a sus imitadores y copistas. Luego de realizar un detallado reconocimiento, se han encontrado dos obras pertenecientes a la esfera del pintor. Destaca en primer lugar el San José y el Niño en la capilla de ejercicios del convento de los Descalzos, el cual es 525

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Patrucco considerado una reproducción de taller del original en poder del Ermitage de Leningrado. La copia es única “tanto por la exactitud de los detalles y hermoso colorido, como por la delicadeza de los bellos rasgos del Niño, reproduciendo con absoluta fidelidad a las creaciones del maestro, lo que no siempre se consigue en copias”. Por otro lado en la colección Poli se encuentra un excepcional bargueño de 1657, con veintiún cobres pintados y firmados por el maestro. Distinta fue la situación en el pasado. Así, en el convento de la Buena Muerte debieron existir hasta el siglo XIX una Inmaculada Concepción y una Sagrada Familia de Murillo, que lamentablemente salieron del país. Un San Antonio, un San José, un San Felipe y un San Juan Bautista de la renombrada pinacoteca de los Ortiz de Zevallos dieron lugar a muchas conjeturas. También se menciona un célebre y original Niño Jesús dormido que tuvo muchos admiradores locales y sirvió de modelo para multiples reproducciones. Singular importancia en la evolución pictórica limeña alcanzaron los envíos de Juan de Valdez Leal, el último de los grandes maestros sevillanos. Se asume que la serie de la Vida de San Ignacio de Loyola en la iglesia de San Pedro de Lima, es propia de su pincel. Se trata de ocho lienzos colocados sobre los arcos de las naves laterales, que habrían sido realizados hacia 1668. A diferencia de sus lienzos conservados en la capital hispalense, este “pintor de barrocos temperamentos, visible en sus composiciones dinámicas y de cálido colorido”, presenta en los cuadros limeños un gran interés por los escenarios y la perspectiva, que no se detecta en su obra europea, lo que permite suponer que contó con un discípulo de gran talento. En su tiempo, el sevillano despertó gran interés y sus trabajos fueron copiados con frecuencia, como lo manifiesta La visión de San Ignacio de Cristo con la cruz a cuestas (iglesia de la Inmaculada) y otras composiciones realizadas en el Cuzco. En cambio, no parecen pertenecer a su pincel las Cabezas degolladas de santos que en otro tiempo le fueran atribuidas. La presencia flamenca en nuestra pintura también fue notoria desde los primeros momentos de la colonización peruana. Bástenos recordar los modelos gótico-flamencos que sedujeron a los conquistadores y que fueron muy demandados al principio de la colonia. Por lo general la confección de estas obras de arte se encargaba a los artistas locales, o en su defecto las tablas se adquirían a través de allegados o familiares de ultramar. No en vano Amberes 526

se convirtió en un gran mercado de exportación de obras de arte, de tablas como la aún existente de la Virgen y el Niño (col. particular), donde se aprecia en todo su apogeo el renacentismo flamenco, abundante en paisajes con ríos y montañas, elementos éstos que cautivarán a los pintores cuzqueños de la centuria siguiente. Otros testimonios interesantes son la Virgen con el Niño en tela (col. Orihuela del Cuzco), del círculo de los Metsys; La presentación de Jesús al pueblo (col. particular Lima), obra primitiva del cinquecento flamenco; o la pequeña madera policromada en la que se representa el Cristo muerto, conservada en el convento de Nuestra Señora de los Ángeles. Conviene tener presente que la influencia flamenca y alemana tuvo un definitivo impacto no sólo en las nuevas tierras, sino también en la Metrópoli. Alemanes como Durero y los Kubler, por citar sólo algunos, gozaban de gran aprecio entre los artistas españoles. Flamencos y por extensión alemanes, ejercieron de esta manera un influjo muy grande en la formación estética de los americanos, lo cual se hizo patente a través de variados caminos: el arribo de algunos artistas de la región como Diego de la Puente; las remesas de obras de pintores, tanto arcaicos como nuevos tras el eco de su fama europea, y la difusión de las muy populares estampas. Particularmente interesante resulta el fenómeno de la masiva divulgación de los grabados e impresos de Amberes, el principal centro editorial de la época. Amparadas por la política imperial de los Habsburgo, se establecieron prósperas imprentas como la de Hieronimus Cock –que “vendía a los cuatro vientos”–, el “Lirio Blanco” de Philipus Galle y la muy famosa y productiva casa editorial de “Plantin y Moretus”. Todas ellas extendieron por el mundo la iconografía relacionada con pasajes bíblicos y evangélicos, una serie de episodios hagiográficos, motivos teológicos y resucitadas leyendas medievales, de acuerdo a la exigente ortodoxia de los postulados tridentinos. La producción de los grabadores flamencos atravesó tres períodos importantes. A fines del siglo XVI se ve una clara influencia italianista y tridentina. A partir del segundo tercio del siglo XVII aparece el genio de Rubens y los artistas gráficos se someten a la estética de su escuela. Pero a comienzos del setecientos, el barroco tardío que impregna las estampas y grabados cae en la reiteración y el amaneramiento. Entonces su vigencia comienza a declinar, seguramente como efecto de una saturación conceptual y visual. Sin embargo, la antes citada edito-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Grabado aparecido en el Hvmanae Salutis Monvmenta.

yeron de manera decisiva en los artistas de Lima y el Cuzco, generando desde sencillas y descaradas copias, hasta creaciones formidables. En muchos casos el artista abordaba la temática y desarrollaba las posturas o la composición general de las estampas, pero agregaba los contrastes, los colores, la atmósfera, profundizando el tratamiento psicológico y aportando un sinnúmero de innovaciones, que hacían de la “reproducción” una creación original. Este proceso, común a los artistas europeos, se emuló por doquier, tanto en los talleres andinos del Cuzco como en las casas de artistas hindúes o japoneses, que trataban de representar a su modo la iconografía cristiana. Pero las estampas no fueron la única fuente de inspiración. La llegada de obras de los grandes maestros flamencos jugó también un importante papel en la difusión de nuevos cánones estéticos. La pintura flamenca gozaba de gran prestigio, más allá de consideraciones estilísticas, por la variedad y diversidad de su temática, que recreaba no sólo el mundo religioso sino también el profano. No fueron extraños cuadros y lienzos en los que se sucedían escenas de cacería y montería, actividades de la vida cotidiana o la representación de idílicos paisajes y animadas escenas mitológicas, históricas y alegóPortada de Hvmanae Salutis Monvmenta, impreso en los talleres de Christopher Plantin, en Amberes, en 1575. En 1589, al fallecer Plantin, fue sucedido por su hija Martina, casada con Jan Moretus, iniciando una brillante etapa editorial de la imprenta Plantin-Moretus.

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rial “Plantin y Moretus” seguirá enviando sus productos a Lima, aún en 1844. Una difusión de tal alcance precisaba de un ejército de grabadores, diestros en el dibujo sobre planchas de metal, que la imprenta se encargó de reproducir hasta el hartazgo y repartir por el mundo. Los evangelizadores y misioneros contaban con legajos de dichas imágenes incluso en alejados parajes de la India, la China y el Japón o la América, todavía ignota. Estas estampas y grabados fueron una fuente de inspiración para los artífices europeos y sobre todo para los talleristas virreinales, deseosos de mantenerse fieles a la ortodoxia y de estar informados de las novedades metropolitanas. La imaginación de Alesio se nutrió de ellos y está documentado que antes de partir de Sevilla rumbo al Perú, compró un libro con dibujos de Durero y otro de grabados de diversos autores. Algunos dueños de taller, como el neogranadino Baltazar de Figueroa, tenían “seis libros de santos con estampas para las pinturas”, además de 1 800 grabados y un libro de dibujos de arquitectura. Estos materiales gráficos influ-

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Patrucco ricas –tampoco faltaron bodegones y naturalezas muertas– que dejaron una profunda huella en el gusto de los artistas cuzqueños. Durante el siglo XVII la pintura de Rubens fue fundamental y paradigmática porque modificó la manera de pintar de su época, llevando a sus contemporáneos “a dejar el claroscurismo de origen veneciano o ‘caravaggista’ para insertarse en una pintura vitalista, pletórica de color y movimiento, con sensualidad y vibrante naturalismo, caracteres todos de la más rancia estirpe barroca”. Los limeños no fueron indiferentes a los cambios que introdujo Rubens y hasta tuvieron la suerte de admirar un auténtico lienzo del maestro. La célebre Huida a Egipto fue donada por el virrey conde de Lemos a la ciudad de Los Reyes y se exhibía en la iglesia de los Desamparados. El propio Rubens entendió que tenía que difundir su propuesta recurriendo también a las estampas. Para cumplir tal cometido escogió a un grupo de grabadores de línea dulce, que pudieran reproducir sus obras, respetando los efectos peculiares de su estilo. De este modo, cuadros como los de la Pasión de la Tercera Orden de los Descalzos, y los de la capilla de la penitenciaría de San Pedro, parecen estar inspirados en sus grabados. En otros casos los integrantes de su taller trataban de emular al maestro, realizando copias y haciendo en ocasiones cuadros de gran calidad. Ésta debe ser la procedencia de los lienzos existentes en el Cuzco y en Juli que se atribuyeron al pincel de famoso pintor. En el Centro Misional de Juli destaca una serie dedicada a la Pasión y unas alegorías de las Virtudes. En la pinacoteca de los Ortiz de Zevallos varias obras se reputaban como provenientes del genio de Flandes, aunque es probable, al igual que en los casos anteriores, que se tratara de copias de taller. El virreinato contó también con varias obras de Van Dyck, el mejor discípulo de Rubens, destacando el cuadro de La visión de San Agustín (col. particular), copia del existente en Amberes y hecha por el propio autor. En el convento de la Merced del Cuzco se encuentra una copia de La Sagrada Familia, y en el convento de San Francisco una variante de La Piedad. Existen también réplicas, de diferente factura, de la Coronación de espinas y del Cristo agonizante, esta última de particular éxito en su época pues siendo el original de Rubens, fue copiada después por Van Dyck, convirtiéndose a su vez en un modelo muy solicitado por los artistas locales que lo reprodujeron en gran número de telas. Simón de Vos también salió del taller de Rubens y siguiendo 528

su estilo pintó para el monasterio de la Concepción doce lienzos de la vida de la Virgen y otra docena de escenas referidas a historias del Antiguo Testamento, de gran colorido y un interés particular por los detalles anecdóticos (Wuffarden 1994: 603 y ss.; Bernales 1989: 35, 62-74, 78, 84-102; Tord 1971: 202, 233-237; Gisbert y Mesa 1982: 84, 111-112; Stastny 1967: 35 y ss.).

El siglo dieciocho Pese a que el siglo XVIII comienza con buenos augurios, la actividad pictórica en la capital entrará en una etapa de declive y aletargamiento. En 1702, el virrey conde de la Monclova encarga a Gregorio Sánchez los frescos de su gabinete en el palacio de Gobierno con los escudos reales de todos los soberanos españoles y de los gobernantes del Perú hasta su mandato. Pero ello no basta para dinamizar el ambiente pictórico de la capital, que ve paulatinamente cómo la escuela cuzqueña va copando todos los mercados de arte del virreino. Las nuevas edificaciones públicas van siendo engalanadas con telas importadas del Cuzco y algo semejante sucede en los domicilios particulares. El viajero francés Amadeo Frezier se sorprende de la cantidad de telas cuzqueñas en las casas de Lima y expresa –con poca sensibilidad– que abundan “una cantidad de malos cuadros hechos por los indios del Cuzco”. Los dominicos no se sustraen a la nueva tendencia y en 1730 encargan a los talleres cuzqueños la vida de Santo Tomás de Aquino destinada a su sala capitular. Así mismo, el claustro de San Agustín recibe una serie de 38 cuadros de la vida del fundador de la orden, pintados por el cuzqueño Marcos Zapata. A esto se suma la activa presencia de una elite indígena que intenta demostrar su entronque con la sangre de los antiguos dignatarios cuzqueños, como forma de hacer valer sus privilegios y preminencias. Cuentan para ello con el apoyo de ciertas órdenes religiosas que estimulan el despliegue iconográfico de linajes incaicos, matrimonios de coyas y conquistadores, y demás temas relacionados con este despertar del nacionalismo inca. Pero dicha afirmación en el plano del arte se verá bruscamente interrumpida por el debelamiento de la revuelta de Tupac Amaru, luego del cual se procederá a confiscar, esconder o destruir toda representación que aliente el reavivamiento del pasado y la memoria indígena. Mientras se extiende la influencia de la pintura cuzqueña en la capital, el arte limeño se ve amenazado por los estereotipos y la falta de imaginación, de los que sólo se salvan algunas pocas obras como

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LA PINTURA EN EL CUZCO A la llegada de los españoles, la pintura nativa estaba lejos de constituir un arte con la fisonomía y la tradición que ostentó en Occidente. Sin embargo se tienen noticias de ciertas decoraciones pintadas sobre rocas camino al Collao, referidas por Garcilaso cuando pasó por allí; de algunos murales en las huacas y templos, y de las hermosísimas pictografías de los keros o vasos ceremoniales. Por ello el arribo de las formas artísticas europeas y sus depuradas técnicas tuvo un decisivo impacto en las mentalidades andinas, lo que fue aprovechado para acometer la evangelización de los naturales. Ya en el mismo concilio de Trento (1545-1563) se recomendó: “enseñar por medio de las historias de los misterios de nuestra Redención contenidas en pinturas y otras representaciones (para que) la gente se instruya y se forme en los artículos de la fe”.

En 1711 fue robado un copón con cien hostias consagradas de la parroquia del Sagrario, causando gran alboroto en la ciudad. Su posterior hallazgo, en el lugar donde actualmente se erige la iglesia de Santa Liberata en el Rímac, fue motivo de algarabía popular. Para conmemorar este hecho el virrey obispo Diego Ladrón de Guevara mandó pintar el lienzo La procesión del desagravio.

Como se recordará, las primeras pinturas traídas por los españoles fueron pequeñas tablillas o lienzos de anticuada y provinciana factura, que retrataban sus devociones particulares. En casos excepcionales arribaron a estas tierras obras de calidad, por lo general de origen flamenco, como la notable tabla de la Virgen con el Niño, perteneciente al círculo de Quintín de Metsys (el célebre retratista de Erasmo de Rotterdam), o la tabla de la colección Berckemeyer signada por un enigmático “Loayza Pintor”. Pronto la pintura acompañó la vida de las poblaciones andinas. Garcilaso de la Vega cuenta que inmediatamente después de la rebelión de Manco Inca se procedió a pintar la imagen del apóstol Santiago, por su intercesión durante el sitio de la ciudad: “pintaron al señor Santiago encima de un caballo blanco con su adarga embarazada y la espada en la mano, y la espada culebreada; tenía muchos indios derribados a sus pies, muertos y heridos. Los indios viendo la pintura decían: un Viracocha como éste era el que nos destruía en esta plaza...”. Muchos documentos pertenecientes al período de cierta calma que se abrió tras estos episodios nos permiten conocer a un nutrido grupo de creadores, donantes y compradores redactando contratos en los que se estipulan las condiciones y características de las pinturas. Las referencias documentales señalan que en 1545 establecieron trato Juan Gutiérrez de Loyola, Juan de Fuentes y Francisco de Torres para realizar el altar principal de la iglesia mayor de la ciudad del Cuzco. 529

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el Robo de la Santa Eucaristía de la catedral y La procesión del desagravio en la iglesia de Santa Liberata, lugar en donde fue recuperada y por lo cual se construyó el templo. Estos dos cuadros muestran una severa tendencia documentalista y describen paisajes urbanos del período. Otra veta importante será la nueva retratística inspirada en la moda del portrait francés. Los personajes de la época serán representados en grandes formatos y luciendo lujosos ropajes según la moda imperante en los ambientes cortesanos. Destacan dentro de esta corriente Miguel Adame, Lorenzo Ferrer y Ventura Azabache. El marasmo de los artistas limeños comienza a disiparse sólo a mediados del siglo XVIII, cuando el oidor Pedro Bravo de Lagunas y Castilla, dueño de una vasta pinacoteca europea, inicia un importante mecenazgo entre los artistas de la capital. El portrait rococó se generaliza y perfecciona, dejándonos en la obra de Cristóbal Lozano, Cristóbal de Aguilar, Joaquín Bermejo y Julián Jayo, una gran galería de las principales autoridades y personajes de la aristocracia criolla. También coinciden en el período algunos pintores religiosos de inspiración como Francisco Martínez y Joaquín de Urreta. Hacia mediados de centuria la actividad pictórica se enrumbará hacia el academicismo, para posteriormente, ya a las puertas del siglo XIX, arribar al neoclasicismo. Lamentablemente los límites cronológicos del presente texto nos impiden examinar los desarrollos alcanzados en este período (Wuffarden 1994: 608; Tord 1971: 238; Bernales 1989: 103 y ss.).

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Patrucco blación y exigió el trazado de aldeas y pueblos alrededor de plazas e iglesias cristianas. Los flamantes templos, que se multiplicaron por doquier, fueron decorados con murales que apoyaron la evangelización, y el sometimiento indígena a las reglas de “policia y buen gobierno”. Las paredes de las largas naves de estas iglesias poseen artesonados al modo mudéjar, y se adornaban con telas pintadas que pendían sin bastidores, a las que se denominaron colgaduras. Los muros también servían de soporte a instructivos murales donde se narraban episodios como La batalla de Clavijo –en la que Ramiro I de Castilla venció al Islam–, o series doctrinales como El alma camino del cielo. En 1572, durante su larga visita a los pueblos del Perú, Toledo encargó a los Escorpio (parábola de los leñadores estériles) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Catedral del Cuzco, siglo XVII. pintores indios del Cuzco la realización de una serie de obras que refirieran la genealoTiempo después Pedro Cáceres firmó varios gía de los incas, la captura de Atahuallpa y también acuerdos para una serie de obras para las órdenes vistas paisajísticas de la ciudad. Ellas serían obsereligiosas de la antigua urbe imperial. Hacia 1565 ya quiadas al soberano español, aunque se presume se pueden encontrar obras importantes estética- que muchas incrementaron la pinacoteca personal mente hablando, como la Conversión de San Ginés del virrey. Las obras recibidas por Felipe II tuvieron en el convento de San Francisco, de marcado arcaís- un triste final, porque resultaron siniestradas en el mo pero coherente con la decoración y la vestimen- siglo XVIII, durante los incendios ocurridos en el ta de la época de Felipe II; La misa de San Gregorio Alcázar de Madrid y en el palacio del Buen Retiro. (Museo Histórico del Cuzco) y la Virgen de la MerEn 1583, con el arribo de Bernardo Bitti, empeced en la iglesia de San Cristóbal. En esta última, sin zaría una nueva era pictórica en el Cuzco. Su prifirma a la vista, “la imagen central está acompañada mer trabajo en la ciudad fue la decoración de la pride sacerdotes dominicos que la contemplan desde mitiva iglesia de la Compañía que ejecutó prontaunas tribunas. A los costados penden exvotos y ya- mente. Durante sus dos estancias (1583-1585 y cen arrodillados dos ángeles, de perfil. En la parte 1596-1598) realizó una inmensa labor con la colainferior se aprecian unos donantes al lado de San- boración del hermano Pedro de Vargas, gran parte tiago el mayor, San Roque y otros personajes”. de la cual desapareció con el catastrófico sismo de A estas precoces manifestaciones cuzqueñas se 1650. La principal obra que acometió fue el retablo sumaría otro pintor anónimo, conocido como el mayor de la iglesia de los jesuitas, que debió tener “Maestro de la Almudena”, y en el que muchos han tres cuerpos y tres calles, con perfiles arquitectóniquerido ver a Pedro Santángel de Florencia. El des- cos renacentistas y tablas y esculturas de medio bulconocido autor pintó para el retablo de la Virgen de to entre columnas policromadas, a juzgar por el que la Almudena tres interesantes tablas: La adoración realizó en la misión de Juli, de características simide los Reyes, La adoración de los pastores y Los despo- lares. De su producción en la iglesia de la Compasorios de la Virgen. Bajo los preceptos de un rena- ñía se conservan cinco de las tablas realizadas por el centismo cinquecentista resaltan las maneras pro- maestro, dedicadas a San Sebastián, Santiago, San vincianas que se exteriorizan por ingenuas perspec- Ignacio de Antioquía, Santa Margarita y San Gregorio tivas y figuras de poca individualización. Sin embar- Magno, esgrafiadas, estofadas y realizadas en mago, la aparición del “romanismo”, introducido en la guey de acuerdo a técnicas indígenas, ante la carenregión por Bernardo Bitti, cambiará drásticamente cia de maderas finas. También se sabe que pintó al el panorama pictórico cuzqueño. fresco el Juicio Final, la Gloria y el Infierno, sobre los La actuación del virrey Toledo, durante cuyo go- muros de la nave principal y el altar mayor, que se bierno se organizaron numerosas “reducciones” de echaron a perder por el mismo terremoto. Además, indios, modificó el patrón de asentamiento de la po- a su pincel se debería el retrato de Jerónimo Ruiz 530

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del Portillo, que instauró la Compañía de Jesús en la ciudad, y algunos óleos como la Inmaculada, y la Asunción, ubicados en el templo de la Merced. Algunos autores le atribuyen La Virgen del Halcón, que formaba parte del altar de la Santísima Trinidad de la catedral. Sin embargo su maniera rafaelesca posiblemente pertenezca a alguno de sus continuadores, como Pedro de Vargas o José Avitavili. El sur andino no tuvo la suerte de recibir la visita de los otros dos grandes pintores “romanistas” que arribaron a Lima, Alesio y Medoro, pero sus obras y sus características estilísticas llegaron tempranamente de la mano de sus discípulos, impactando a algunos artistas locales, quienes pronto empezaron a pintar copias de La Virgen de la Leche, o la célebre Inmaculada Concepción. Artistas como Pedro de Loayza y Luis de Riaño fueron también activos difusores de la nueva estética en el Cuzco. A finales del siglo XVI encontramos muy activos a algunos artistas como Juan Ponce y el mestizo Pedro Santángel de Florencia, ambos sin obra identificada. De otro lado tenemos una larga serie de interesantes pinturas, con cierto influjo manierista y hasta el momento sin autor conocido, tales como Los desposorios de la Virgen y San José con el Niño de la Recoleta, El taller de Nazareth y un Cristo crucificado con Santo Domingo y San Francisco, ambos en el convento de San Francisco. Con estas características ubicamos también una nada descollante Natividad de la Virgen en el convento de Santa Catalina, y una larga serie de obras repartidas en los pueblos aledaños, como una Adoración de los Reyes en Puquiara, y un Santo Tomás en oración en Maras. La influencia manierista sí ha dejado una huella más vívida en los murales que algunas iglesias alejadas han podido conservar, a pesar de los terremotos y las remodelaciones. Varias se remontan al siglo XVI como el fresco de la Virgen Inmaculada de la iglesia de San Jerónimo, en donde vemos a la Reina de los Apóstoles rodeada por las letanías lauretanas, o la no menos interesante viga mudéjar del presbiterio de la iglesia de Checacupe en la que se presenta el rostro de la Madre de Cristo realizado según “una factura medieval, con evocaciones románicas y bizantinas. Esta Virgen de Checacupe, pintura edificacional sobre madera quizá sea la pintura más antigua del Cuzco”. Las pinturas de las techumbres y las vigas del presbiterio de la iglesia de Andahuaylillas son también magníficas obras de esta temprana fase, que sabe integrar con armonía la tradición mudéjar. Es también quinientista el gran mural del arco triunfal de la iglesia de Chinchero en el que con-

Fresco de la iglesia de Andahuaylillas, Cuzco.

fluyen caracteres italianistas e influencias románicas, bizantinas, mudéjares y renacentistas, tanto en las decoraciones como en las figuras. También podemos rastrear importantes realizaciones en las edificaciones sacras de Oropesa, Husac y Urcos (Gisbert y Mesa 1982: 162; Wuffarden 1994: 613 y ss.; Tord 1989: 167-170; 1972: 250 y ss.; Bernales 1989: 38-40; Macera 1975: 68 y ss.; 1994: 22 y ss.).

La pintura cuzqueña durante la primera mitad del siglo XVII El movimiento “italianizante” del Cuzco supo distanciarse rápidamente de los moldes patrocinados por Bitti, Alesio y Medoro, y aunque conservó una buena parte de su léxico romanista, expresado en las iconografías y en los modelos, introdujo un acervo regional. Una singular perspectiva que denota cierto primitivismo y la subsistencia de antiguas influencias la dotan de un halo de ingenuidad. Ello le permitió a la pintura cuzqueña componer un vocabulario diferenciado y de gran personalidad. El camino propio de los cuzqueños puede explicarse por las diferencias que se daban entre los núcleos europeos de producción y dirección artística, y las realidades culturales andinas. Los indígenas y mestizos al pretender imitar el arte occidental 531

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Patrucco superaron el simple deseo de copiar y llegaron a establecer un verdadero proceso de creación en el acto duplicativo. Gregorio Gamarra es uno de los pintores que abre el siglo XVII y que ejemplifica bastante bien el particular proceso pictórico que se gestó en la antigua capital de los incas. Llegado al Cuzco en 1607, traba rápidamente relación con los franciscanos para los cuales realiza una serie de trabajos, cumpliendo un rol artístico comparable al que desempeñara Bitti entre los jesuitas. En la Recoleta Franciscana encontramos varias obras suyas, como La aparición de San Francisco al Papa Nicolás V, La Inmaculada Concepción con San Buenaventura y San Diego de Alcalá y una Visión de la Cruz, siguiendo un grabado flamenco de Martín de Vos. Como pintor se convertirá en émulo del Bitti en una Sagrada Familia con San Juanito (col. privada La Paz), aunque profundice excesivamente la línea, recortando la figura sobre el fondo. En algunas ocasiones Gamarra es colorista, especialmente en la Aparición..., pero a veces su manejo cromático adquiere connotaciones verdaderamente espectrales. Los críticos Mesa y Gisbert le atribuyen también los poco usuales retratos funerarios que representan a doña Lucía, a doña Isabel y a doña Andrea de Padilla. Otro importante pintor del período es Francisco Padilla, que a semejanza de Gamarra utiliza los refinamientos coloristas y el lenguaje gestual de las figuras del Bitti, consiguiendo sin embargo un efecto estereotipado y una inadecuada perspectiva. No obstante, Padilla fue un pintor muy conocido en su momento. Entre los muchos encargos que tuvo, podemos enumerar una Crucifixión (1622, museo de Santa Catalina), y un Entierro de Cristo (1645, convento de la Merced) que el artista retomó de otro pintor, y logró culminar. En Padilla podemos percibir el “italianismo”, manifestado por el alargamiento de las figuras, pero al mismo tiempo constatamos una cierta ingenuidad y carencia de materialidad en el trazo de las figuras, lo que se vuelve notorio por el empleo de los contrastes de colores y pliegues, a la manera de Bitti. Luis de Riaño continúa la saga de los italianistas en la pintura cuzqueña. En el convento de la Recoleta traza una Inmaculada y en la iglesia de Andahuaylillas desarrolla una buena parte de su producción (c. 1630), cifrada en obras como el Bautismo de Cristo, San Miguel luchando contra el demonio y algunos cuadros donde expone la vida de San Pedro y San Pablo. Hacia 1638 pinta para el convento de Santa Catalina una nueva versión de la Inmaculada, 532

mejor y más suelta que la primera, en donde vemos a la Virgen rodeada de ángeles que portan los atributos de las letanías. También aparecen Duns Scoto, San Francisco y un niño que es el presunto donante de la obra. Es interesante visualizar los ángeles que rodean a ambas Inmaculadas, y los niños que contrastan por su naturalidad con los típicos angelillos que acompañan a la madonna, avizorándose un asomo del realismo que presagiará al barroco temprano. Además le pertenece una Santa Catalina de Alejandría vestida con lujo cortesano, de muchos brocados y dorados, de encarnación muy luminosa y rodeada de sus símbolos, la palma, la rueda y la espada. Los rastros de Riaño se pierden en 1667, cuando el pintor ya bordeaba los 70 años. Otro artista de vena romanista que siguió a Bitti fue Lázaro Pardo del Lago, quien continuó pintando según los moldes italianos hasta finales del siglo XVII. Sus figuras alargadas contienen una fuerte dosis italianizante aunque anuncian en parte el naturalismo prebarroco, como se puede ver en la Asunción, donde usa como modelo un grabado de Paul Pontius inspirado en Rubens. Sin embargo el producto final no es fielmente barroco y se asemeja más al arte italianista, debido a la linealidad de la composición y los angelillos romanizantes. Pero en él ya están presentes las líneas del realismo que anuncian el curso posterior de la pintura cuzqueña. En Los mártires de Japón (Recoleta Franciscana) y en La predicación de San Ignacio en la iglesia de la Compañía podemos apreciar nuevamente este indicativo interés por el realismo. Sus obras tienen notable calidad, ágil colorido y pueden considerarse como conjuntos muy logrados. Luego del terremoto de 1650, Pardo del Lago redoblará su labor y edificará el nuevo retablo principal del convento de Santa Catalina (1659) y el de la capilla de la Santísima Trinidad de la Merced. En ellos se revela como un fino escultor, encarando osados trabajos de estatuaria de bulto. Al lado de esta generación cuzqueña no debemos dejar de mencionar algunas notables pinturas anónimas de este período, como los retratos de doña Usenda de Bazán y su esposo Francisco de Vargas Carbajal, quienes se encuentran representados en importantes cuadros del convento de los mercedarios, de los cuales fueron generosos donantes y amigos. Debemos mencionar asimismo a algunos dibujantes como Guaman Poma de Ayala. El autor de Nueva corónica y buen gobierno ha sido relacionado por Gisbert y Mesa con una Virgen de Guadalupe (c. 1565, iglesia de San Cristóbal) que le pertenecería,

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pintados al óleo”, o debido a que “los los “cuatro guardapersonajes que se nameciles de la historia rran al pie de la imade París”. A esta sogen: caballeros, damera muestra debemas, niños y peregrimos sumar la innos repiten los tipos fluencia de Diego de creados por el genial la Puente, quien inartista”. Pero volvientrodujo en la capital do al libro Nueva code los incas el barrorónica, éste llama la co de Flandes. atención porque se Diego de la Puente, encuentra ilustrado el jesuita que vendría por casi cuatrociena reemplazar a Bitti tos dibujos de gran en la decoración de valor testimonial, los templos que la histórico y antropoCompañía iba levanlógico. En ellos se retando y remodelando presentan costumen el país, ha sido debres, paisajes, personominado por algún najes y escenas relisector de la crítica cogiosas interpretadas mo el precursor de la por la imaginativa pintura con “luz de mente de este cronisbodega”. La iluminata ladino, precursor ción, proveniente de de la escuela mestiza la parte alta de la tela, cuzqueña. Otros diincide sobre algunas bujantes del período partes de los personason Juan Santa Cruz Vista de un retablo de la iglesia de Andahuaylillas, Cuzco. jes o los objetos, dePachacuti Yamqui, jando el resto sumido quien en su Relación de antigüedades deste reyno del Perú (1613) incluye en la oscuridad. Su actividad a lo largo del país fue una serie de interesantes dibujos, y fray Martín de incansable. En Trujillo se conservan sus frescos de Murúa, que en su Historia general del Perú añade 37 los cuatro evangelistas pintados en las pechinas de láminas en donde representa a los incas y las collas la iglesia de la Compañía, único resto temprano en (Gisbert y Mesa 1982: 70 y ss.; Tord 1971: 256 y ss.; esta difícil técnica. Hacia 1644 realizaría en Ayacucho una Muerte de San Francisco Javier, un San Juan Wuffarden 1994: 618 y ss.). Bautista en el desierto, y una original imagen que representa un Corazón de Jesús vestido de jesuita. LueLa influencia extranjera en la pintura go arribará al Cuzco para reparar los daños provocuzqueña La pintura cuzqueña fue también jalonada por la cados en los templos jesuíticos por el violentísimo influencia extranjera, a través de las ya menciona- sismo de 1650. En esta ciudad se convertirá en das estampas flamencas. Durante el siglo XVII ellas mentor intelectual de la exaltación barroca, corrientrasladaron mucho del sensual barroquismo de Ru- te a la que él como pintor de transición, no se adsbens, pero similar papel cumplieron otros objetos cribió nunca totalmente. En la ciudad imperial haría una copia de la Últiiconográficos como los tapices y los muebles pintados. Tampoco puede descartarse la importación de ma Cena del refectorio de San Francisco de Lima, obras directamente desde los Países Bajos, pues los para sus homólogos cuzqueños. El cuadro posee listados e inventarios cuzqueños describen “biejos también un gran formato (5 x 2,5 m) pero con la vacuadros flamencos de las sybilas”, “tres lienzos de riante de usar una mesa rectangular. Demostrando los doce pares”, “onze lienzos de Troya y otros de un gran dominio del escorzo, pintaría un San Mimontería”, “doce láminas de bronce con sus marcos guel volando en el templo de la Compañía, un San de ébano con la creación del mundo”, “doce países Gabriel, y una Transfiguración de Cristo, obra esta

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Patrucco última que podría ser una copia del desaparecido cuadro de Bitti para el retablo mayor de la referida iglesia, y que el terremoto arruinó. Una hipótesis esgrimida por Gisbert y Mesa sostiene que tanto esta última creación, como la famosa Virgen del Pajarito serían obras de Bitti respetuosamente repintadas por De la Puente. Ello les proporcionaría esa mezcla de “acentuado carácter flamenco” y flagrante romanismo. Diego de la Puente también dejaría huella importante en la misión de Juli, donde se cuentan obras como una Anunciación de cierta semejanza con la famosa obra de Rembrandt, una Familia de la Virgen, una Presentación en el templo, una Magdalena, un San Juan Bautista, dos Apóstoles y una Adoración de los reyes magos. En esta última pintura se evidencian las estrategias semióticas de los jesuitas, pues vestiría a uno de los soberanos orientales y a su séquito con atuendo incaico y características andinas. El Cuzco tampoco fue ajeno a la influencia española, pues los propios cuzqueños distinguían clara-

mente tanto a los seguidores de la escuela sevillana, conformada por Murillo, Valdés Leal y Zurbarán, como a los adscritos a la madrileña, que continuaban las maneras de Román, Cavarozzi, Caxés, Coello, Herrera y Barnuevo. El Niño Jesús dormido, Las lágrimas de San Pedro o la Piedad según el modelo de Luis de Morales, fueron copiadas en algunos casos hasta el cansancio. Esta influencia española se vio robustecida tras la llegada a la ciudad de una pinacoteca privada de inusual calidad. Manuel de Mollinedo y Angulo, prelado de refinado gusto, a quien se debió la reconstrucción del Cuzco después del sismo de 1650 y la renovación del lenguaje artístico de la época, la traía consigo. En su vasta colección de pinturas, además de creaciones barrocas flamencas, se mostraban obras de pintores como el Greco, Caxes, Ribera, Carreño de Miranda y un largo etcétera, las que inspiraron notablemente la plástica local (Gisbert y Mesa 1982: 99;113-118; Wuffarden 1994: 619 y ss.).

El terremoto que alumbró el barroco cuzqueño En el segundo tercio del siglo XVII se afianzó una serie de cambios estilísticos que confluyeron en el barroco. Inicialmente se fue afinando y profundizando un naturalismo, pero después de la intrusión de los modelos rubensianos se llegó a un cierto dominio del léxico barroco. Sin embargo habría de esperarse hasta el terrible terremoto de 1650, para que este nuevo lenguaje tuviera la oportunidad de destruir los antiguos moldes estéticos y arraigarse fuertemente en el arte cuzqueño. El terremoto que duró “por tiempo casi de un cuarto de hora”, fue extremadamente violento como nos lo cuenta Esquivel y Navia: “...fue tan horrible que echó por tierra los mejores edificios de aquella nobilísima ciudad, sus casas, los conventos y las iglesias suntuosamente fabricadas... Toda la provincia quedó arruinada con la más indecible pérdida y desolación que se haya oído...”. Tras la destrucción de la ciudad entera, se necesitaba de una energía y voluntad equiparables a la fuerza del sismo, para reconstruirla. Tan magna y titánica labor necesitó de un personaje de la talla del obispo Manuel de Mollinedo y Angulo, quien llegó a ocupar la sede episcopal de la antigua ciudad imperial entre 1673 y 1699. Durante los 26 años de su Manuel de Mollinedo y Angulo, obispo del Cuzco entre 1673 y 1699. Durante su gestión alentó la reconstrucción de la ciudad y contribuyó decisivamente al cultivo de las artes y las letras.

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gobierno transformó la derruida ciudad en una opulenta urbe barroca. Más de treinta grandes edificios fueron levantados bajo su advocación, dirigiendo no sólo las fábricas arquitectónicas, la escultura y la pintura, sino vigilando también los más menudos detalles concernientes al mobiliario y la decoración. Sin temor a equivocarnos podemos afirmar que el Cuzco que ha llegado a nuestros días es el Cuzco de Mollinedo. El empuje arrollador del mecenas madrileño arrasó también con obras antiguas. Ante el impulso del barroco perecieron creaciones consideradas anticuadas, de mal gusto y fuera de tono. No es difícil encontrar referencias de Mollinedo ordenando “raspar feos hiesos”, en alusión a altares y portadas renacentistas; “tapar desmañados frescos”, sin lugar a dudas una referencia a trabajos manieristas; y “quitar indecentes colgaduras”, erradicando así las telas pintadas y sin marcos que cubrían las paredes de muchas de las iglesias de las reducciones de indios. Dentro de la vertiente más europeizante de la escuela cuzqueña destacará a mediados de siglo XVII el pintor Juan Espinoza de los Monteros. Su pintura conjuga el estilo flamenco y cierta tendencia naturalista, aunque no es ajeno en sus primeras obras a la dulcificación manierista. En sus lienzos tempranos como La predicación de San Ignacio en el templo de la Compañía, y su Cristo ante el Sanedrín (convento de Santo Domingo), vemos paralelamente un cierto alargamiento de la figura. En 1655 los franciscanos le encargan realizar una obra monumental de casi diez metros de lado. El Epílogo de la Orden de nuestro Seráfico Padre San Francisco contiene ochocientas figuras de los más célebres personajes de la orden, dispuestas de tal manera que resaltan la figura del fundador, quien se muestra iluminado por un resplandor tenebrista. El cuadro marcó época y fue imitado por otras órdenes. En el mismo convento se guardaba también La fuente de la Gracia, alegoría de proporciones similares a la obra anterior, que fue inspirada por un grabado flamenco y realizada bajo las técnicas del fresco. Es resaltable la figura de la Virgen que cuida un hermoso jardín, regado por la sangre de Cristo, y defendido por los frailes franciscanos del ataque de los herejes y paganos. Dentro de su producción tardía podemos apreciar los trabajos realizados en el monasterio de Santa Catalina del Cuzco (1669), en los que vira hacia un estilo heredero de la concepción de Murillo, tornándose más cálido y variado en la utilización de la paleta. Siguiendo grabados de J. Swelinck compone

Inmaculada Concepción, por Juan Espinoza de los Monteros. Museo Pedro de Osma, siglo XVII.

lienzos sobre la vida de la fundadora de la orden, recurriendo también a la representación de otras santas, vírgenes y mujeres dedicadas a la vida religiosa. En esta serie, que consta de 28 lienzos, emplea una sugestiva ornamentación floral y utiliza como fondos paisajes de origen flamenco. Ello le confiere una fuerte dosis de idealismo, que trasmitirá a los pintores cuzqueños del siglo XVIII. En Arequipa es posible encontrar obras de Espinoza de los Monteros en la Recoleta Franciscana, en especial una Virgen con el Niño y los santos patronos, donde aparece el retrato del fundador del convento, don Fulgencio Maldonado, en primer plano. El mismo personaje aparece junto con otro benefactor en la parte baja de una notable Crucifixión. La obra de este artista se verá continuada por su hijo y discípulo José Espinoza de los Monteros, quien pinta a santos fundadores de órdenes. En sus trabajos realizados en 1682 para el templo de Santa Teresa del Cuzco incluye paisajes idealizados, surcados por aves coloridas y retratos impersonales. La serie de Santo Domingo, ubicada en el convento del mismo nombre, muestra una ambientación de época, que coincide con el reinado de Carlos II. En el grupo de artistas criollos y españoles con residencia cuzqueña, es preciso mencionar a Loren535

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Patrucco siglo, sus hijos Leonor zo Sánchez Medina, y Diego Rivera, contiautor de La Virgen del nuarán su obra. Rosario entre los santos Gerónimo de Máladominicos (1670), desga estuvo muy activo tinada a la iglesia de durante los últimos Santa Catalina, o al afatreinta años del siglo mado Martín de LoayXVII, encargándose en za, pintor de inspira1676 junto con Lázaro ción tenebrista que side la Borda y Bernabé gue los modelos imNolasco, de los lienzos plantados por las esdedicados a San Pedro cuelas flamenca y espaNolasco en la Merced. ñola. Su más notable Otros artistas criollos obra es el retablo de del período de la reSan Pedro Nolasco construcción del Cuz(1663) de la iglesia de co fueron Luis de la Merced, donde se Oviedo y Marcos Ponubican sus célebres ce de León. Pero para composiciones La conentonces una verdadeversión de San Pablo y ra legión de artistas se San Eustaquio, pinturas había trasladado a la en las que el dramatisciudad imperial y almo de los movimientos gunos se pusieron a es acentuado por los disposición de Molliefectos lumínicos del nedo, quien multiplica claroscuro. En La adoración de los pastores de La Virgen entrega el rosario a Santo Domingo, atribuida a Juan sus contratos y encarEspinoza de los Monteros. Monasterio de Santa Catalina, Cuzco, gos. El pintor y dorala Recoleta reinterpreta siglo XVII. dor Juan Calderón se una imagen ejecutada establece en la ciudad hacia 1655 decorando la caoriginariamente por los Bassano. Otro notable pintor es sin duda el criollo Marcos pilla de los Remedios para los franciscanos (1657) y Rivera, quien no oculta sus inclinaciones por el ar- el altar de la Soledad para los mercedarios (1660). te de Zurbarán, y pinta algunas obras que son co- Con estos últimos, Calderón asume el compromiso pias del gran maestro español. Nos referimos en de dorar los retablos y completar las pinturas faltanparticular al San Juan Evangelista (1661), y a un tes, realizando un notable cuadro tenebrista. El soCristo Crucificado, instalado en la parroquia de San bresaliente Cristo recogiendo sus vestiduras vuelve Pedro. En ocasiones no vacila en utilizar modelos sobre un tema común de la escuela sevillana, pero flamencos, pero sin abandonar las técnicas y carac- logra un excepcional resultado. Otro artista migranterísticas de su alter ego. Así en 1666 pinta para la te es Francisco Serrano que en 1663 pinta en Tinta Merced el San Pedro Nolasco llevado por los ángeles, doce enormes lienzos sobre la Vida de la Virgen, imiy en el pueblo de Tinta una serie sobre la vida de tando los grabados flamencos. En el medio artístico cuzqueño se desempeñaSan Juan Bautista, donde perfecciona su manejo del claroscuro. De mayor cromatismo será la serie dedi- ron algunas mujeres con relativo éxito. Josefa Pérez cada a la Vida de Cristo en 1669. De Marcos Rivera de la Hermosa, viuda de Juan de Yanco, es pintora, ha señalado M. de Soria: “Es ejemplo típico de la doradora y dueña de un taller, privilegio al que sópintura cuzqueña destinada a las clases cultas de lo muy pocos artistas podían acceder, y firma en abolengo europeo y ejecutada por pintores euro- 1677 un contrato con la cofradía de la Santa Rosa, peos, criollos o mestizos españolizados. Hasta el he- donde por 700 pesos “se obligaba a dorar el retablo cho de que el lienzo esté firmado es típico de esta que está puesto en su capilla poniendo todo el oro clase de pintores que en su mayoría copian e imitan que necesitase”. Su profesionalización le permite resecamente sin variación la pintura europea”. A su nunciar a las leyes especiales que protegían a las muerte, ocurrida algunos años antes del cambio de mujeres que trabajaban. Sin embargo, no quedan 536

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Libra (la higuera estéril) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Cuzco, siglo XVII.

Los pintores indígenas Durante el siglo XVII, los españoles dueños de talleres subcontrataban a los indios que adquirían destreza y mostraban aptitudes para la pintura. Con el tiempo, la mayoría de los pintores indígenas que habían ocupado puestos de aprendices y oficiales abandonaron a sus antiguos maestros y fundaron obradores donde dieron rienda suelta a su creatividad, afirmándose en motivos propios y maneras singulares de mirar y pintar. Las preferencias locales rápidamente se dirigieron hacia ellos, pues interpretaban los sentimientos y los gustos estéticos de las mayorías citadinas y rurales de la región. En 1688,

con ocasión de la construcción y decoración de los arcos para la fiesta del Corpus Christi, estalló un grave conflicto de intereses entre los pintores indios y mestizos por un lado, y los españoles por el otro. La disputa llegó hasta el mismo cabildo, que debió discernir en torno al derecho que asistía a cada grupo. Los documentos que han llegado hasta nosotros, llenos de mutuas recriminaciones, señalan que finalmente las autoridades decidieron que ambos grupos se alternaran anualmente en la fabricación de estas grandes decoraciones desmontables. Algunos estudiosos como Mesa y Gisbert, sostienen que esta documentación podría considerarse en rigor, como la partida de nacimiento de la Escuela Cuzqueña, pues a partir de aquel momento el grupo español y el andino se escindieron artísticamente y optaron por caminos diferentes. Nosotros consideramos más bien que el célebre documento municipal de 1688 expide el certificado de mayoría de edad de la Escuela Cuzqueña, porque ya entonces el movimiento había alcanzado su madurez, tras el paulatino desarrollo de pequeñas características propias y locales, que fueron tomando cuerpo e hicieron eclosión en aquel momento. Las páginas siguientes nos advierten de cuán importante es la pintura de artífices indígenas, de la fina sensibilidad y extrema delicadeza que se fue labrando y sedimentando desde los días iniciales de la conquista, hasta encauzarse definitivamente en medio del curso del arte occidental. Su legado será invalorable, no sólo como grupo corporativo de pintores,

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restos del retablo que ella y sus ayudantes cubrieran con pan de oro, ni de las demás piezas que debió realizar y para las que requería una infraestructura muy bien montada, y un ganado prestigio como para contratar con los miembros de tan pudiente cofradía. No muy diferente es el caso de otra artista criolla. Leonor de Rivera tiene el oficio de “maestra y profesora en la pintura y en el pincel”, pues desde muy joven aprendió el oficio de su padre, el afamado Marcos Rivera. Al enviudar en 1680 y quedar distanciada de su familia por disputas monetarias, encuentra en el magisterio una forma de ganarse la vida, recibiendo alumnos y formando en su casa una suerte de taller. Al firmar contrato de aprendizaje con el padre de uno de sus pupilos se comprometía a “enseñar a dibujar con dimensiones, colorido y sin ocultación alguna...”, cristianizar a su discípulo, curarlo y castigarlo “tantas veces como tenga faltas ... y ser traído y darle azotes que no pasen de una docena... o ponerle grillos para que escarmiente”. Aunque su rastro se pierde, sabemos que ejerció la enseñanza hasta su muerte, pero lamentablemente no se ha podido identificar ninguna obra de su pincel. Podemos inferir que debía gozar de cierto predicamento artístico entre sus contemporáneos, cuando no eran pocos los alumnos que se le confiaban (Wuffarden 1994:619-622; Gisbert y Mesa 1982: 89-92, 116 y ss., 131 y ss.; Patrucco 1996: 2; Tord 1971: 266).

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Patrucco de la fauna local, la cual es representada con gran despliegue imaginativo. En las doce telas de la Vida de San Juan Bautista, que constituirían el primer ciclo del artista, advertimos la influencia de las láminas de Cornelius y Felipe Galle diseñadas por Jean Stadanus, al tiempo que notamos la preferencia de Quispe Tito por los formatos apaisados, las decoraciones y los lujos de las vestimentas, así como una voluntad monumentalista, que lleva la pequeña composición grabada a enormes proporciones. Tales características se van perfeccionando en las otras tres series ubicadas en la misma iglesia, tales como las cuatro pinturas de la Pasión de Jesucristo, las cuatro telas que representan a Los Doctores de la Iglesia o las dos dedicadas al Martirio de San Sebastián. Algunas de las obras de Quispe Tito fueron requeridas en lejanos lugares del virreinato. En Potosí encontramos obras como Jesús entre los doctores y Los desposorios de la Virgen (1667, Casa de la Moneda de Potosí). En el Museo de Arte de Lima hallamos El retorno de Egipto (1680), una de sus máximas creaciones, inspirada en un cuadro de Rubens, grabado por Lucas Vorsterman. En él se plasma fehacientemente el fenómeno de la reinterpretación creativa de los modelos flamencos. Al decir de Stastny: “la diferencia con el modelo empleado no podría ser mayor. En la pintura de Quispe predomina la atmósfera tranquila, idílica, de un amplio paisaje lacustre. A la izquierda sobre el agua nadan silenciosos dos cisnes. En el lado opuesto árboles y arbustos se inclinan sobre el río y reflejan su follaje en la superficie clara. En la distancia de una perspectiva lejana se ve la silueta de una ciudad bañada en una luz rosada. La Sagrada Familia surge minúscula bajo una gran palmera ornamental y apenas agrega con sus gestos y actitudes reposadas, casi soñadoras, una nota de paz... Cuán diferente es la composición de P.P. Rubens, usada como fuente de inspiración Leo (parábola del buen pastor) por Diego Quispe Tito, de la serie del Zodíaco. Cuzco, siglo XVII. por el pintor indio. En el

sino como artistas individuales que llegaron a las grandes cimas del arte virreinal. Diego Quispe Tito, el más connotado de los artistas andinos, nació probablemente hacia 1611 en el barrio de San Sebastián de la ciudad del Cuzco, lugar de residencia de los indios nobles, estamento al que posiblemente perteneció pues en algunos cuadros solía firmar añadiendo la palabra “inga”. Su carrera artística se desarrolla entre 1627 –año en que pinta una Inmaculada Concepción (col. privada en Lima)– y 1681, fecha en que termina su Serie del Zodiaco. A lo largo de este lapso va perfilando un estilo personal que integra algunos de los cánones italianistas, manifestados en los suaves movimientos y lánguidos gestos de sus personajes, y los combina con elementos flamencos, creando un ambiente ideal que conjuga la atmósfera andina y la europea. En 1631 realiza una Visión de la Cruz (convento de Santo Domingo), inspirada en la estampa de Sadeler diseñada por Martín de Vos. En la iglesia de San Sebastián de su ciudad natal encontramos un grupo de 22 cuadros realizados entre 1634 y 1663, que parecen responder a cuatro distintos ciclos pictóricos, a lo largo de los cuales su estilo va alcanzando madurez. Pero en todos ellos, su peculiar pincelada y rico cromatismo están al servicio de una composición equilibrada y reflexiva que tiene como eje el escenario natural y su predilección por el exotismo

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El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte franciscanos en 1661. La obra más antigua que se conserva es un San Laureano mártir (1662, iglesia de la Merced), donde aparece el donante Pedro de Alarcón, quien es representado con suma habilidad. Dicha misma maestría se demostraría años más tarde, cuando realice los tardíos y espléndidos retratos del obispo Mollinedo, del rey Carlos II y de su esposa María Luisa de Borbón, en el coro de la catedral cuzqueña. Hacia 1667 los franciscanos le encargaron pintar la serie de la Vida de San Francisco para el convento de su orden, y se dice que el conde de Lemos demostró gran admiración por ella. El estilo de Basilio Santa Cruz, en la opinión de Luis Enrique Tord, “evidencia el gusto por los colores cálidos, los mantos y túnicas en movimiento, el cuidado en el dibujo, cierto recargo en la composición y una disciplina y corrección europeas”. Dichas características heredadas de la escuela rubensiana, unidas al uso de luces diagonales, a los magníficos rompimientos de gloria, y a su gusto por las alegorías le valieron el aprecio del obispo Mollinedo, quien lo comisionó para los trabajos más importantes de la catedral y otros templos cuzqueños. En la iglesia del obispado pintaría 14 enormes lienzos ubicados en los vastos espacios del crucero y el transepto, en los que se plantea el programa iconográfico del barroco, destacando las alegorías eucarísticas y los santos de la Reforma Católica. Entre estas obras vemos La imposición de la casulla de San Ildefonso, La aparición de la Virgen a San Felipe Neri y una Santa María Magdalena. También insurge un San Isidro Labrador, patrono de Madrid, que fue realizado por encargo especial del prelado, quien confesaba su devoción por dicho santo. Además se pueden apreciar una Virgen de la Almudena con los retratos de Carlos II y la reina Margarita y una Virgen de Belén con el retrato del obispo Mollinedo, situadas en la zona del coro del templo episcopal. Basilio Santa Cruz ocupa de esta manera un papel de primerísima importancia en el resurgimiento del Cuzco barroco, porque de la mano del pintor “el barroquismo cuzqueño en su vertiente ortodoxa alcanza el punto más alto y prestigioso”. Basilio Santa Cruz se vio rodeado de un círculo de discípulos indios entre los que destacan Juan Zapata Inca y Antonio Sinchi Roca, e incluso de algunos criollos como los pintores Gerónimo Málaga, Lázaro de la Borda, Pedro y Bernardo Nolasco, que ya hemos abordado. Juan Zapata firma algunos de los 54 lienzos que se le encargan para el convento franciscano de Santiago de Chile, y aunque la calidad es dispar, el influjo de su maestro brilla en al539

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grabado rubensiano todo se concentra en las figuras humanas. Es la expresión del nuevo humanismo barroco. Se exalta la belleza y la juventud radiante del niño Jesús; la calma meditativa de la Virgen; y el vigor reposado de San José, quien conduce con diligente preocupación al grupo. La palmera y el paisaje son apenas un marco a la acción psicológica y dinámica de los personajes en escena…”. Es también muy logrado el cuadro Las Postrimerías, que se ubica en el convento de San Francisco del Cuzco (1675), donde se aproxima al detallismo del Bosco cuando representa los castigos del infierno con insistente minuciosidad. Por último debemos mencionar su última y renombrada serie del Zodiaco. Dicha saga pictórica debió adaptarse al gusto barroco y cosmopolita del obispo Mollinedo, permitiendo que Quispe Tito hiciera gala de una gran versatilidad y asumiera el desafío de amoldarse a los patrones más europeizantes del arte de su tiempo, logrando al final del camino una creación de primera línea. La serie del Zodiaco, que se basó en una colección de estampas de H. Bol, grabada por Adrian Collaert en 1585, lleva el explicativo título de Emblemata evangélica de los doce signos celestes acomodados según los meses del año. Cristo dio a los hombres los astros para que por ellos puedan distinguir la evolución del tiempo iniciado con Dios y para que ellos puedan revocar el culto ydolátrico y por medio de esas creaturas llegar al culto de un solo criador, y que pongan los ojos en el reino místico de los cielos. La originalidad de su planteamiento se ha prestado a todo género de conjeturas. Algunos piensan que fueron dieciséis los lienzos de la serie, correspondiendo una tela a cada signo y cuatro a las estaciones. Otros arguyen que fueron doce, aunque en la actualidad sólo se conservan nueve. De estas creaciones de Quispe Tito, donde los signos zodiacales se relacionan con pasajes bíblicos, perduran hasta nuestros días Aries (San José y la Virgen en busca de posada), Cáncer (el hombre que edifica el nuevo granero), Leo (parábola del buen pastor), Libra (la higuera estéril), Escorpio (parábola de los leñadores estériles), Sagitario (parábola de los invitados a la boda), Capricornio (parábola del sembrador), Acuario (huida a Egipto de la Sagrada Familia), y Piscis (la vocación de los Apóstoles). La otra gran figura de la pintura cuzqueña fue Basilio Santa Cruz Pumacallao, cuya actividad se desarrolló entre 1661 y 1699, dentro de los lineamientos del más refinado barroco. Su primera obra documentada, hoy inexorablemente perdida, son doce ángeles y doce vírgenes encargados por los

Patrucco gunos de ellos. Antonio Sinchi Roca asume el compromiso de pintar la serie de los Evangelistas, la de los Doctores de la Iglesia, y la de los Profetas en la catedral de la ciudad inca, pero tampoco llega a tener la maestría de Basilio Santa Cruz. Francisco Chihuantito por el contrario, como seguidor de Quispe Tito, sí presenta un estilo personal y sugerente de contrastantes colores y fantasiosas escenografías. Entre su vasta y poco conocida producción destaca la Virgen de Montserrat (1693, iglesia de Chinchero), de gran valor documental por la reproducción del paisaje de la localidad de Chinchero y una bella composición de la Virgen rodeada de ángeles (Stastny 1967: 37-38; 1965: 21 y ss.; Wuffarden 1994: 624 y ss.; Tord 1971: 261 y ss.; 1989: 178198; Gisbert y Mesa 1982: 87, 140 y ss.).

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La pintura cuzqueña del siglo XVIII La pintura cuzqueña llega en el siglo XVIII a su período de máximo esplendor. A partir de sus propias características mestizas, que responden a una semiótica andina, la escuela se va distanciando del arte metropolitano. Aunque ya no primen los artistas individuales, como Quispe Tito y Basilio Santa Cruz, la escuela logra obras de alto nivel y su influencia llega a zonas muy alejadas del continente, conquistando la plaza de Lima y otras ciudades importantes. El Cuzco se convierte en el gran centro exportador de arte, principalmente de iconografía religiosa, y los talleres indígenas, atiborrados de encargos, crecen de manera desmesurada, formando asociaciones y opacando a los gremios españoles. Las escalas de producción son cada vez más grandes, como lo demuestran los contratos por los cuales Mauricio García y Pedro Nolasco se comprometen, en 1754, a entregar en un plazo de siete meses, nada menos que 435 lienzos, especificándose que “todos los referidos han de ser apaisados con buenos adornos de curiosidad y algunos de ellos brocateados en oro fino...”. Lógicamente estas obras no poseían una calidad uniforme. Dentro de la producción cuzqueña se podían distinguir claramente las pinturas finas con abundante sobredorado, brocateado y el gusto por las aureolas y trajes recamados en oro, de aquellas más sencillas de fabricación seriada con tonos azulados y rojizos y una factura menos esmerada. En la década del cuarenta del siglo XVIII aparecen las primeras obras de Basilio Pacheco, uno de los más descollantes artistas cuzqueños de todos los tiempos. Su dominio de la volumetría, la pintura en gran formato y el paisajismo arquitectónico lo con540

vierten en uno de los artistas más importantes del arte virreinal. En 1738 pinta para la Merced un enorme cuadro donde se representan los santos, santas, místicos y otros beatíficos personajes de la orden. En la catedral del Cuzco realiza otras dos excepcionales obras: La Circuncisión y Jesús entre los doctores. Además se puede admirar un logrado Ecce Homo que se conserva en Huamanga. Pacheco pintó también una serie de cuadros sobre la vida de San Agustín, destinados al convento cuzqueño, pero que fueron trasladados a la casa agustiniana de Lima. Las 38 telas presentan una desigual factura, sorprendiendo algunas de ellas por el paisajismo urbano del Cuzco, con acertados fondos que reflejan la vida cotidiana. La serie, inspirada en grabados de Bolswert, es expresión al mismo tiempo del triunfo de la pintura cuzqueña en la capital y del momento culminante de la creatividad del artista. Excepcionalmente prolífico es el artista Marcos Zapata (posiblemente Sapanca), de quien se guardan en la catedral del Cuzco 50 cuadros de las Letanías Lauretanas (inspiradas en la serie de 59 imágenes de la Elegía Mariana de Tomás Scheffler), que son sólo una muestra de más de 200 lienzos que se conservan en las iglesias de la región. También en el templo mayor del Cuzco se pueden apreciar composiciones de Zapata referidas a santos (San Pedro, San Pablo, San Felipe, Santiago, San Juan Nepomuceno), una Madonna, así como un buen número de pinturas alegóricas y mitológicas. Para los jesuitas repite otra serie de las Letanías (1762) y se le atribuyen algunas obras en Lima. No ha faltado quien opine que sea el autor del cuadro del matrimonio de García de Loyola y doña Teresa de Idiáquez, del que líneas abajo hablaremos. Este pintor indígena, que trabaja activamente entre 1740 y 1773, posee un estilo donde priman las tonalidades azules y rojas y un cierto convencionalismo en la gestualidad de sus personajes, por lo general dulcificadas madonnas rodeadas de angelillos. Su presencia dejó una notable legión de discípulos como Ignacio Chacón, Antonio Vilca e Isidro Francisco Moncada. Este último pinta en varias iglesias de Ayaviri y Azángaro lienzos de la Anunciación o la Circuncisión, en los que recurre a los antiguos moldes flamencos, pero asumiendo bajo su particular vision la estética romanista de Bitti. La pintura cuzqueña en este nuevo siglo da preferencia a ciertas temáticas, vinculadas a la Sagrada Familia, el reverenciado Señor de los Temblores y otros motivos religiosos circunscritos a pequeñas parcelas del lienzo, siendo el resto decorado con

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muestra el entronque fantasiosos paisajes de que posibilitó el matriestilo andino-flamenco. monio de Martín de LoEs común también reyola con doña Teresa de tratar imágenes en meIdiáquez. dio de andas y altares, Pertenecen también a rodeadas de cirios, floesta época una gran res y suntuosos trajes, cantidad de expresiones que adquieren forma de muralismo andino, triangular cuando se como las que se entrata de las veneradas cuentran en el conven“mamachas”. to de Santa Catalina del Una veta particularCuzco, de fuertes tonamente interesante de la lidades pero trazo vacipintura cuzqueña son lante. Son muy interelas genealogías indígesantes asimismo los nas y mestizas que inmuros pintados por el terpretan los deseos e padre Francisco Salaintereses de un grupo manca, quien exorna social emergente que íntegramente su celda comienza a adquirir del convento de La gran fuerza en el períoMerced con temas teodo. Nos referimos a un lógicos y tradicionales. sector de la elite indígeSus murales “ingenuos” na y mestiza que refuerde pincel autodidacta za su status social apocombinan escenas reliyándose en el complejo giosas con flores, grufenómeno ideológico tescos y aves de gran del nacionalismo inca, colorido. Se trata de un que va siendo teñido renacimiento del arte por el mesianismo anNuestra Señora de Pomata, de autor anónimo, siglo XVIII, mural que, en los días dino. Demostrar pictoCuzco (colección del Museo Pedro de Osma). inmediatos a la congráficamente el parentesquista y a lo largo del sico directo con los antiglo XVII, cubrió de beguos señores cuzqueños parece ser una forma de legitimación no sólo ante llas composiciones las iglesias citadinas de las Nalos españoles, sino ante las masas plebeyas. Imitan- zarenas, San Antonio, San Bernardo, Santo Domindo a los reyes de Castilla que se hacen retratar co- go; y los templos rurales de San Jerónimo, Andamo sucesores de los incas de la capaccuna, los cura- huaylillas, Canincunca, Urcos, Quiquijana, Oconcas e indios enriquecidos hacen lo propio enarbo- gate, Colquepata, Pitumarca, Huasac, Chinchero, lando en los lienzos insignias y símbolos incaicos, o Cay Cay, Yanaoca, Zurite, y Tinta, en uno de cuyos demostrando sus genealogías en composiciones his- muros se encuentra la única imagen iconográfica de toriadas. Las órdenes religiosas, atentas al curso de José Gabriel Condorcanqui, el futuro Tupac Amaru los acontecimientos sociales y políticos, entran en II. En algunas de estas iglesias y santuarios de ineste juego semiótico, buscando legitimarse ante la dios resaltarán los frescos de Tadeo Escalante. Este elite indígena. No debe sorprendernos que la propia creador se convierte es uno de los más connotados Compañía de Jesús encargara un cuadro tratando de exponentes del muralismo andino y el influjo de su mostrar el parentesco entre las familias de sus fun- arte puede rastrearse aún a comienzos del siglo XIX dadores y el más rancio linaje incaico. La anónima (Wuffarden 1994: 627-628, Tord 1981: 268-272; y célebre pintura, reproducida incansablemente, Gisbert y Mesa 1982: 160 y ss., 174 y ss.).

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II LA ESCULTURA VIRREINAL

El arte escultórico occidental hizo su presencia en América poco después de la llegada de los conquistadores, suscitándose un creativo encuentro entre las concepciones y metodologías europeas, y los aportes y las técnicas andinas. Sin embargo no podemos hablar en rigor de una única tradición hispánica, pues desde el primer momento se superponían –y no habíanse deslindado todavía– las tendencias estilísticas de matriz occidental. Bernales Ballesteros ha tratado de ordenar esta multiplicidad en la producción artística del siglo XVI, señalando que el primer tercio del cinquecento español estaría signado por las nuevas ideas renacentistas, que se funden

Retablo del Cristo de la Contrición, iglesia de San Pedro, Lima.

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con el gótico y el mudéjar. El segundo tercio sería propiamente el renacimiento español, etapa en que alcanza grandiosidad aquella mezcla “más perfecta entre el gótico y lo itálico bajo el signo de la religiosidad hispana”. El último tercio estaría caracterizado por la aparición del manierismo. Si bien el arte escultórico precolombino había dado brillantes muestras de maestría y perfección, las técnicas y las opciones estilísticas diferían ostensiblemente. Pero el arte avanza también a partir de las fusiones y el mestizaje, y relativamente pronto la antigua tradición indígena se amalgamó con los procedimientos occidentales, generando interesantes mixturas, donde no se perdía ni la sensibilidad andina, ni la función social que el arte cumplía para los españoles. La escultura es un arte sumamente complejo y supone una creciente especialización y dotes cada vez más exigentes. Por ejemplo el procedimiento más común para realizar una imagen de bulto contemplaba inicialmente la ejecución de una serie de bocetos. Habitualmente se elegían las maderas más nobles y fáciles de desbastar (cedro, caoba o pino), pero ante la carencia de éstas y aprovechando la tradición indígena, se recurrió al tronco del maguey. Más tarde el artífice se abocaba a la paciente labor del tallado de secciones de la imagen, con delicados o incisivos golpes de los formones o gurbias. Estas diferentes partes luego se ensamblaban con espigas de madera o con clavos y grapas. Una vez unidas las piezas eran sometidas al proceso de aparejo, por el cual se las recubría con una capa de yeso y cola, quedando listas para el pulido, el dorado y el pintado. El proceso de plastecer consistía en enyesar la imagen, para después recubrirla con una arcilla denominada bol en las partes que irían vestidas, y con yeso y albayalde en las zonas que quedarían al desnudo. Realizadas estas labores, la pieza recibía una mano de pan de oro o de pan de plata y luego se estofaba, es decir se pintaba sobre la superficie dorada. Esta pintura era luego picada, grabada o esgrafiada, lo que se conseguía rayando la capa aplicada de color, para hacer sobresalir el pan de oro subyacente. Por lo general se plasmaban motivos geomé-

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte ejecutó el retablo catedralicio de La Visitación, hoy perdido. Los sevillanos Cristóbal de Ojeda y Juan de Navajeda se establecieron en la Ciudad de los Reyes desde 1555, obteniendo una serie de contratas para elaborar retablos. Éstos se convierten en elementos imprescindibles para amoblar las capillas de los templos. Como ha mencionado Bernales: “la estructura jerarquizada del altar como sus contenidos de representación sacra se ajustaban perfectamente a las funciones didácticas que requería el proceso de adoctrinamiento masivo. En él se conjugaban las principales manifestaciones del arte –pintura, escultura y arquitectura– configurando programas iconográficos de fácil lectura para los fieles que asistían al oficio religioso”. El retablo comprendía un basamento, pedestal o sotabanco, encima del cual continuaba el banco, o largo pedestal corrido pintado y ornado por imágenes que soporta el cuerpo superior. Sobre ellos se ubicaban las calles o cuerpos, según se les apreciara de manera vertical u horizontal. La calle principal lleva en su primer cuerpo el sagrario, en el segundo el templete, donde se exponía el Santísimo Sacramento, y en el tercero la imagen del santo titular del retablo. Las calles laterales que podían ser dos o cuatro, definían el espacio para las tablas o telas policromadas, y las imágenes secundarias. El ático coronaba todo el conjunto. Los retablos que seguían los modelos que antecedieron al manierismo, contenían esculturas de candelabro, es decir sólo con rostros, manos y pies tallados, y el resto de armazón cubierta por tela encolada. Completaban estos altares una serie de colgaduras de tela, ángeles y relieves de acusado cromatismo. Como se puede entender, tan gigantesca fábrica proveía de trabajo a numerosos artistas. Sobresalían el ensamblador, quien construía la estructura; el entallador que realizaba los relieves y las imágenes de espalda plana que se colocaban en las hornacinas; el encarnador y el estofador que daban color a las piezas componentes; el dorador que recubría de pan de oro de 23 kilates las estructuras; y los pintores que esbozaban las telas necesarias. Si bien en Lima no quedan rastros de estos retablos iniciales, en la zona del Alto Perú todavía es posible apreciar bellos exponentes mantenidos en las iglesias de las reducciones indias. La incesante actividad artística que promovió el nacimiento de las ciudades permitió que los artistas emigrados abrieran talleres, rodéandose de ayudantes lugareños. Todos ellos contribuyeron a extender la escultura –entendida de una manera occi543

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tricos o naturalistas, que imitaban el brocado de las telas. Las partes descubiertas recibían las carnaciones, o capas de pintura más delgada y sonrosada, en acabado brillante o mate, según la época. Muchas de estas tareas estaban a cargo de un especialista, aunque algunos maestros preferían encarar todas las etapas de la obra, apoyándose solamente en sus ayudantes. Dentro del proceso evangelizador la estatuaria ocupó un papel de primera importancia. Si bien la escultura no podía competir con la función didáctica de la pintura, estaba llamada a suscitar sentimientos más piadosos y meditativos en el ánimo de los fieles. Debido a ello, las órdenes religiosas trajeron rápidamente las primeras imágenes que adornaron sus templos. Sin embargo, poco es lo que ha llegado hasta nosotros de las obras realizadas entre 1535 y 1580. En muchos casos sólo tenemos acceso a algunos documentos notariales y cartas de embarque, que nos informan de la temprana y gran importación de obras que van desde esculturas de piedra y madera, hasta retablos y portadas. Entre las obras remitidas desde la Península por aquellos años destaca el Cristo de la Conquista en la iglesia de la Merced de Lima, donde se puede observar “una imagen de Cristo expirante en la Cruz ... que tiene la particularidad de tener los pies cruzados y con cuatro clavos”. También se refieren las célebres composiciones que enviara desde Sevilla el escultor Roque Balduque, entre las que destaca La Virgen de la Asunción (c. 1562), imagen titular de la catedral. Dicha talla hoy ha sido bautizada como la Virgen de la Evangelización, y es de tamaño natural y expresión hierática, pues responde a las tendencias flamencas de su autor. En la iglesia de Santo Domingo se conserva La Virgen del Rosario (c. 1561) del mismo Balduque, que posee todavía gran parte de su estofado original, mientras en el coro alto de San Francisco se halla un “Crucificado con un efecto dramático de herencia gótica”, perteneciente presumiblemente al círculo del artista. Estos nuevos territorios también seducirán a algunos artistas, que los encuentran propicios para establecerse y ejercer su oficio. No fue extraño que artífices castellanos y andaluces abrieran obradores en la capital, y se hicieran cargo de los numerosos pedidos de retablos y esculturas, provenientes de los conventos y cofradías. El español Alonso Gómez (1558) realizó en estas tierras una tabla del retablo mayor de la catedral, dedicada al tema de La adoración de los pastores, que tenía una composición bastante esquemática. Por su parte Diego Rodríguez

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Patrucco dental– entre los artistas indígenas. Sin embargo estos tempranos aprendices andinos no fueron receptores pasivos, y más bien aportaron sus técnicas locales –como el uso del maguey– e hicieron gala de una sensibilidad muy propia. La estética escultórica mestiza se aproxima al expresionismo en la idealización de los rostros y las manos, e insiste en una policromía muy viva y una marcada frontalidad en el diseño. De esta época inicial data uno de los más interesantes monumentos fúnebres del país. Se trata de la escultura yacente de Per Álvarez de Holguín, quien muriera en la “rota de Chupas”, durante las guerras civiles que enfrentaron a los conquistadores, en los años aurorales del virreino. La escultura en piedra fue encontrada bajo una capilla de la Merced de Huamanga y representa al guerrero con armadura completa, sosteniendo un mandoble que empuña con las dos manos. Subsiste el tratamiento gótico de la escultura sepulcral, pero denota cierto esquematismo e ingenuidad, que nos hacen recordar las figuras de soldados reproducidas por Guaman Poma de Ayala en los dibujos de su crónica. En el Cuzco la actividad escultórica sería también muy importante durante estos años. Una de las más notables imágenes es el muy reverenciado Señor de los Temblores, de tamaño natural (c. 1560). Pese a que la mitología popular cree que la imagen fue regalada a la ciudad por el emperador Carlos V, se trata de una obra local. Ello queda fácilmente demostrado si revisamos su estructura, que es de maguey entrelazado y encolado, cubierta a su vez por tela encolada. Esta técnica absolutamente indígena era imposible de ser imitada en la Metrópoli. Otras antiguas imágenes son la Virgen de la Concepción realizada en piedra (c. 1560), similar a otra del mismo año hecha en madera, y una serie de Crucificados y Madonnas que se ejecutaron en la localidad. Ellas expresan el gusto de los conquistadores, detenidos en cánones estéticos de principios de la centuria, por lo cual ostentan un aire arcaico. (Bernales 1991: 8 y ss.; Estabridis 1991:138140; Wuffarden 1994: 554-584; Bernales 1987: 293-300).

EL MANIERISMO El manierismo al que muchos prefieren denominar “romanismo” o “arte a la italiana”, por las diferencias estilísticas que fueron surgiendo con los contramanieras y los 544

antimanieristas, se afianza en el campo de la escultura limeña entre los años 1580 y 1620. Como es lógico pensar, estas fechas se adelantan y retrasan en las diversas regiones del virreino, de acuerdo a su cercanía o alejamiento de los centros de producción artística. Los talleres indígenas serán particularmente fieles a estos lineamientos “romanistas” y tardarán en evolucionar hacia el realismo, aunque manifestaron simultáneamente tendencias propias. Según ha comentado Bernales, “sus esquemas compositivos suelen partir del manierismo pero sin la afectada elegancia de las imágenes genuinamente manieristas, pues prefirieron desde fechas tempranas animar las representaciones con leves efectos expresivos e intensas policromías, sobre todo en los temas pasionarios y de santos mártires, los que años después con el clima del barroco se acentuarán con efectos trágicos muy propios de la escultura mestiza e indígena”. Al igual que las estilísticas precedentes, el manierismo llegó a estas tierras gracias a los artistas emigrados, la remisión de obras peninsulares y los libros con grabados que difundían las creaciones de moda en Europa. Estos envíos, que terminaron siendo extremadamente numerosos y variados, contemplaban desde pequeños crucifijos, hasta retablos y portadas desarmadas. Igualmente diversos eran los materiales empleados en su creación, como por ejemplo finas maderas, terracota, plomo, piedra, pasta y marfil. Los protocolos notariales serán mudos testigos de este floreciente comercio entre Sevilla (de donde partían cualesquiera que fuese su procedencia original) y Lima. De esta manera la capital del virreinato pudo contar con obras de Juan Bautista Vázquez, seguidor del legado de Miguel Ángel y de la estética del Berruguete. En la iglesia de Santo Domingo se encuentra el retablo de la Virgen del Rosario (c. 1582), en el que se puede observar el Crucificado que la prominente familia Agüero encargara al maestro. Posiblemente los relieLa Virgen con el Niño, por Juan Bautista Vásquez, siglo XVI (colección Instituto Riva-Agüero).

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ves de La Anunciación, La Visitación y Los Ángeles pertenezcan a la misma mano. Otro envío de Vázquez es la Virgen con el Niño del Instituto RivaAgüero, conocida como “la Rectora”, imagen sedente de tamaño natural, que todavía exhibe buena parte de su policromía original y debió ser parte de algún retablo que los terremotos destruyeron. La influencia del maestro español fue grande y se extendió entre los artistas regionales. Otro escultor importante fue Gaspar del Águila al que se le debe la Virgen del Consuelo de Arequipa y la Virgen con el Niño de la Merced de Ayacucho. Anónimos resultan en cambio el Cristo de la Conquista y la Virgen de la Merced, ambas en el referido templo mercedario, la Virgen de los Remedios en la iglesia de los jesuitas, el Cristo Milagroso de Santo Domingo, y la Virgen de la Candelaria de la capitalina iglesia de Copacabana. Estas imágenes, y muchas otras más que desaparecieron, ayudaron a difundir las maneras italianas entre la población y los artistas locales. Pero tanto o más impacto tuvo la llegada de una serie de artistas de raigambre “romana” o manierista. Conviene recordar a Bernardo Bitti, Gómez Hernández Galván, Andrés de Hernández, Martín de Oviedo, José Pastorelo y otros, cuyos nombres desfilan incansablemente en los documentos notariales, aceptando realizar esculturas, relieves, retablos, sillerías, dorados, policromados y ensamblajes. Bernardo Bitti, el célebre pintor introductor de la contramaniera en el Perú, llevó las novedades del arte contrarreformista al Alto Perú. Durante el dilatado viaje por esas comarcas exornó templos de la Compañía con pinturas y esculturas. Bitti desarrolló una importantísima vena escultórica, que ha permanecido ignorada hasta poco tiempo atrás. Sólo a partir de la semejanza que se establece entre el gran relieve de la Asunción de la Virgen (c. 1584) del templo del mismo nombre en Juli, con el cuadro de idéntico tema que pintó en San Pedro de Lima, se ha podido descubrir al mismo autor en ambos. El relieve en cuestión “es quizás de las obras más bellas de la escultura manierista peruana, tanto por el canon alargado y afectada elegancia en el contraposto, como por las caprichosas actitudes de los angelillos que rodean a la figura de la Virgen”. También basándose en esta primera y certera relación, se le ha atribuido la autoría del retablo de San Pedro de Acora (c. 1587), con el relieve de la Anunciación. En Challapampa se encuentra el relieve de la Virgen rodeada de ángeles, y en San Juan de Acora se encuentra la escultura de San Juan Evan-

Talla en madera del Cristo de la Contrición por Martín de Oviedo, siglo XVII. Iglesia de San Pedro, Lima.

gelista, que al decir de Bernales “es una de las esculturas exentas más manieristas de la época y destaca por su elocuente delicadeza, aspecto juvenil y movimiento inestable”. Todas estas creaciones de Bitti están confeccionadas con fibra de maguey y tela encolada. Pero sin duda serán los paneles del perdido retablo mayor de la Compañía del Cuzco una de las mejores obras del artista jesuita. Ubicados felizmente en una hacienda cercana a la capital de los incas, se pueden apreciar fragmentos de la obra como los relieves de San Sebastián, Santiago Apóstol, San Ignacio de Antioquía, Santa Marta y San Gregorio Papa. Realizados por Bitti y policromados por el hermano jesuita Pedro de Vargas, estas “composiciones de las figuras de los santos, de rebuscados esquemas y posturas que llenan los espacios de las estrechas tablas, demuestran que Bitti es más pintor que escultor, pero con calidades evidentes que es justo reconocer dentro de los aspectos angustiosos que muestran la más clara estirpe manierista”. 545

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Patrucco Un testigo de la época diría de aquel retablo: “a juicio de todos los entalladores y pintores y buenos oficiales de todo el reino es la obra más grande y más hermosa que hay en todo él, en bultos, imágenes, vista, autoridad, pincel y proporción”. También en el Cuzco Bitti realizará el niño Jesús de la cofradía de Santa Ana, que aparece en las fiestas del Corpus Christi. Pedro de Vargas también realizó obra individual como la Virgen de Copacabana de la iglesia de Chinchaypujio. Otro importante introductor del manierismo como Angelino Medoro no descuidará las artes del esculpido y realizará un Crucificado que se conserva hoy en Yotala (Bolivia). Gómez Hernández Galván, posible seguidor de Bitti, trabajará en 1580 en el hoy perdido retablo mayor de la segunda catedral limeña. Al regresar del Alto Perú donde posiblemente refuerce su admiración por Bitti, se le asignará la primera sillería de la catedral, de la cual nos ha llegado un profeta en relieve, que se le ha atribuido tanto a él como a Álvaro Bautista Guevara. Son de Hernández Galván también cuatro tallados que representan a San Felipe, San Miguel, San Martín y San Juan Bautista. Pedro Santángel de Florencia pertenece a la primera y precoz generación de mestizos dedicados al arte. Además de su arte pictórica se dedicará a la escultura, como lo evidencian la Asunción, Santiago y Santa Bárbara, encargo del cura de Levitaca (1589). Su maestría le valió que otras comunidades cercanas le pidieran además un San Juan Bautista y un San Bartolomé. El sevillano Pedro Martín de Oviedo se establece en Lima entre 1600 y 1620, época en la que se traslada a Potosí. En 1601 realiza el altar de Nuestra Señora de la Piedad en la iglesia de la Virgen de la Merced de Lima, del cual quedan algunos relieves reutilizados posteriormente en el retablo de Cristo del Auxilio, que luce iconografías de La oración en el huerto, Jesús atado en la columna, Ecce Homo y Jesús con la Cruz a cuestas. También a su diestra mano se debe el Cristo de la Contrición de la iglesia de los jesuitas en Lima. Recurriendo una vez más a los juicios de Bernales Ballesteros, se puede afirmar que esta última es “una obra de estupendo modelado con desnudo de fuerte musculatura, pies con cuatro clavos y en general, más acorde con las maneras finales del manierismo que las del posterior realismo que se impuso en la ciudad”. Artistas sin paradero fijo serán los transhumantes Gerónimo Pérez de Villarreal y Juan Toledano, quienes hicieron un altar para San Agustín en 1623; Pedro de Mesa, quien trabaja decorando la iglesia 546

de Copacabana (1634); y Luis de Riaño, el discípulo de Medoro que trabajara en Huaro y Urcos. La composición de los retablos adquiere por esta época un estilo más clásico, por el cual las columnas con decoraciones en el tercio inferior del fuste forman parte del único cuerpo de la estructura. Sus superficies adquieren una coloración muy trabajada y presentan esgrafiados de armoniosa decoración naturalista, además de los típicos grutescos que se pueden ver en las provincianas iglesias indias de Chinchero, Huaro, Cai-Cai, Oropesa y Huasac. Tras el cambio de siglo, los artistas nativos van definiendo un estilo propio, que fluctúa entre el “arte a la romana” y las pautas estilísticas sevillanas. El más notable de todos estos escultores será Francisco Titu Yupanqui Inga, que sigue los modelos de Roque Balduque, y realiza la Virgen de Copacabana, la imagen más venerada del Alto Perú. Basado en el modelo de una Virgen de la Misericordia, esta imagen expresa “algo arcaizante, aunque de gran majestuosidad y fuerza expresiva”. Antes de morir en 1608 realiza varias copias de su creación para distintas localidades. En Copacabana surgirá una escuela indígena entre cuyos integrantes destacará la figura de Sebastián Acostopa Inca, quien en 1618 acomete el retablo de la iglesia de Copacabana, donde demuestra gran arte y oficio especialmente en las esculturas exentas del Nacimiento de Cristo, La Virgen, dos Virtudes, cuatro Doctores y seis Sibilas. Tal sería su renombre que desde Sevilla se le hicieron otros encargos (Chichizola 1983: 23 y ss.; Wuffarden 1994: 559-582; Bernales 1987: 299-305).

EL REALISMO Durante las dos primeras décadas del siglo XVII se manifiesta un cambio de gusto de la población virreinal, ya que empieza a cansarse de los modelos “a la romana”, prefiriendo las piezas escultóricas sevillanas marcadas por su fuerte naturalismo. Esta actitud de la población se ve secundada por el fuerte tráfico de obras de arte hispalenses, que llegan al virreinato extendiendo los nuevos gustos. Uno de los más solicitados artistas será Martínez Montañés (1568-1649), quien aparecerá como uno de los máximos exponentes del realismo sevillano. Sus remesas de obras tendrán una impactante influencia sobre la naciente escuela limeña. Su estilo, que interpreta de una manera muy personal el manierismo, está “basado en la mesura, la armonía de las proporciones en los cuerpos y suaves movimientos llenos de elegancia, pero sin acentuar los efectos

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Cajonería de la sacristía de la catedral de Lima por Juan Martínez de Arrona, siglo XVII.

dos pecuniarios de este comercio con Lima, trasladando su producción hacia la capital virreinal. Algunos maestros juzgan más conveniente pasar a Indias para desarrollar su producción. Es el caso de Martín de Oviedo y el de Alonso de Mesa y Juan Martínez de Arrona. Mesa realiza una Virgen de la Merced (1603) en Trujillo, la escultura orante de Bartolomé Lobo Guerrero (1622) y cumple con innumerables contratos en Lima, entre los que destaca el armado de un altar en San Agustín, del cual dice Calancha: “lo cuajan ángeles y virtudes da vuelta por la cumbre con ser altísima y es tanto lo crespo y lo galano, que son lo dorado y estofas hace la pieza más preciosa que tiene aqueste reino... el virrey principe de Esquilache decía que ningún retablo había en toda España que le igualase ni hiciese competencia”. Por su lado el vasco Martínez de Arrona realiza la cajonería de la sacristía de la catedral (1608), con las figuras de los apóstoles casi de tamaño natural, y el primer cuerpo de la portada de la catedral. Estos discípulos y seguidores de Montañés reiteran en Lima su estilo, pero con una libertad bastante mayor pues no han sido formados en la estética manierista. De este modo sus resultados son cada

Túmulo diseñado para la ceremonia de honras fúnebres por el fallecimiento de María Bárbara de Portugal, siglo XVIII.

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dramáticos”. Sus envíos serán incesantes: una Virgen del Rosario para Chucuito, diez sagrarios enviados al Cuzco (1592), ocho Vírgenes del Rosario (1590) en ruta hacia Chile, dos Niños Jesús pedidos por el virrey Velasco (1592), el Cristo del Auxilio de la Merced (1602), los retablos de San Juan Bautista (1622), San Juan Evangelista (1625) y un Crucificado para el monasterio de la Concepción, trasladados actualmente a la catedral. Además se añaden una Santa Apolonia (1625) de bulto entero para la catedral, la Virgen Inmaculada de Oruro (c. 1640), La Virgen con el Niño en la iglesia de San Camilo, el San Jerónimo de la iglesia de San Pedro de Juli, y los Santos Jesuitas de San Pedro de Lima. La omnipresencia de sus obras anunció un nuevo canon estético, que trasunta una actitud calmada, una cuidadosa armonía cromática y un elegante dorado de los estofados. La popularidad del artista le impediría satisfacer todos los pedidos, por lo que debe recurrir a su discípulo Juan de Mesa para abastecer la demanda. A Mesa le pertenecen el Crucificado de la capilla de la Virgen de la O de San Pedro que tiene formato natural, o el enviado a la iglesia de Santa Catalina de Lima. Otros artistas sevillanos como Francisco de Ocampo, Juan de Remesal, Alonso Cano y Felipe de Rivas también comprueban los magníficos resulta-

Patrucco

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Sillería coral de la catedral de Lima, considerada una de las más destacadas muestras de la escultura virreinal. A la derecha, detalle de la sillería.

vez más lejanos del arte italianista que profesaba el maestro. Estos artistas, junto con las obras enviadas en este período, tuvieron gran predicamento sobre los artistas locales, que delinearon en base a sus peculiaridades la llamada escuela limeña, que se emparentaba con la sevillana. Este predominio se extiende entre 1620 y 1670. Desde Lima se extendería a otros núcleos urbanos, como la costeña ciudad de Trujillo y en menor medida hacia el interior del país. El “arte efímero” estará asociado muy de cerca con la escultura, aunque tambien tendrá cercana relación con la arquitectura y la pintura. La edificación de monumentos ad hoc para ciertas celebraciones, ya felices como los triunfos de la monarquía y los nacimientos, bodas y entronizaciones reales, ya desgraciados como la muerte de monarcas, reinas, príncipes, arzobispos, o eminentemente religiosos como las procesiones o las fiestas en honor de los nuevos santos, o simplemente políticas como la lle548

gada de virreyes, eran motivo para congregar a los artífices. La ciudad se engalanaba con arcos, túmulos, altares esquineros, fachadas falsas para las casas, iluminaciones, despliegues pirotécnicos, etc. Como es de suponer estas obras realizadas en materiales perecibles, como cartones y telas encoladas, no han llegado hasta nuestros días pero consumían una buena parte del tiempo de los cultores del arte, pues se les contrataba para erigir estos monumentos ocasionales. En ellos practicaban las nuevas expresiones y proponían incluso osadas alternativas. Particularmente notables resultan en este período el túmulo levantado para las reales exequias de Felipe III por Luis Ortiz de Vargas, y las arquerías triunfales del ingreso del marqués de Guadalcázar, todas ellas rodeadas con figuras alegóricas. Una obra que señalará un hito dentro de la escultura del período será la sillería coral de la catedral de Lima, para la cual compitieron los más importantes artistas afincados en la capital. Ganó la adjudicación Pedro Noguera pero se vio obligado a trabajar con Martín Alonso de Mesa y Luis Ortiz de Vargas. Mesa que era el mayor, ejecuta entre 1624 y 1626, año en que muere, una serie de relieves de desigual factura. Posteriormente Noguera termina y

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Estatua orante de Pedro Bravo de Ribero, de autor anónimo (siglo XVIII), que se conserva en el convento de San Francisco de Lima. Esta talla es también conocida como del conde de Salvatierra, virrey del Perú.

da-retablo de San Francisco, a la cual habría inspirado. En 1666, el trujillano Francisco de Flores levanta la escultura de Felipe IV para su túmulo funerario, y la primera representación escultórica de Santa Rosa de Lima. Francisco Martínez realiza un crucificado para la cofradía mercedaria de Agua Santa y, cerrando el período, llega a la capital enviada por el Papa, la muy notable escultura en mármol de Santa Rosa difunta del seguidor de Bernini, Melchor Caffa. Lamentablemente tan singular obra no tuvo mayor repercusión en su tiempo. La ciudad del Cuzco alberga otra escuela escultórica de renombre. Importantes artistas que transitan hacia Potosí viven temporadas en la antigua capital y legan a los artistas locales sus capacidades y conocimientos. Los imagineros andinos sabrán adecuar esas técnicas para desarrollar sus temáticas y gustos mestizos. A partir del primer tercio de siglo se cultivará el tallado en maguey, que comienza a adquirir un fuerte realismo. Luis de Riaño, aunque seguidor de Medoro, evoluciona hacia el naturalismo, y lo mismo sucede con Juan Rodríguez Samanez, quien en 1613 realiza cinco esculturas para Santo Domingo. Martín de Torres realiza (c. 1657) la escultura de la Santísima Trinidad para el retablo catedralicio. El indio Julián realiza una Virgen de la Candelaria para la parroquia de San Martín de Potosí. Simón de Herrera y Pedro de Oquendo tallan una serie de figuras para la capilla sepulcral de San Francisco; y el desconocido autor denominado “Anónimo de San Francisco” realiza las imágenes de bulto de Santo Domingo, San Buenaventura, San Juan Bautista y San Juan Evangelista. El artista indígena Melchor Guamán Mayta deja en la Compañía dos interesantes obras de 1655, un

Tránsito de Santa Rosa por Melchor Caffa, 1669. Iglesia de Santo Domingo, Lima.

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firma la sillería, que es considerada una de las cumbres de la escultura virreinal. Noguera realiza asimismo la pila de la plaza de Armas que fue fundida por Antonio de Rivas. Poblada de seres mitológicos y coronada por un ángel ausente hasta 1997 –cuando dicha figura es repuesta en el marco de un programa de recuperación urbana–, constituye una de las pocas obras en bronce de la época. Noguera, junto con Luis de Espíndola, tallará poco antes de su muerte (1655) la sillería de los agustinos, obra que refuerza su fama como mejor escultor del virreinato. Luis de Espíndola pasará luego a Trujillo, donde dejará obras como una Asunción, un San Pedro y un San Pablo. Por esta misma época, un seguidor de Noguera ejecuta la escultura funeraria que representaría a Pedro Bravo de Ribero o al conde de Salvatierra (c. 1650) para la sala De Profundis de San Francisco, así como la cajonería de la sacristía del mismo templo. A su vez, Francisco Lobo realiza los ángeles de la portada catedralicia, y Ascencio de Salas exorna el altar de la Inmaculada Concepción de la misma iglesia limeña (c. 1669). Dicho altar exhibe columnas de fuste estriado y tercio inferior melcochado, que parece guardar bastante similitud con la porta-

Patrucco San Jerónimo y un San Francisco, que lindan con lo expresionista. Por su parte, Martín de Torres trabaja una serie de retablos que definirán un peculiar estilo. En ellos se aprecia la utilización de columnas corintias, cuyo fuste situado en el tercio inferior se halla rodeado de escamas. Ello caracterizará el claustro mayor de la Merced del Cuzco (Wuffarden 1994: 562-578; Bernales 1987:311-313; Gisbert y Mesa 1991; Estabridis 1991).

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EL BARROCO Hacia 1670 culmina la vigencia del naturalismo, iniciándose una centuria de pleno apogeo del barroco. El audaz “churrigueresco” o “barroco salomónico” tendrá gran predicamento hasta el terremoto de 1746, pero la reconstrucción de la ciudad de Lima marcará la entrada del barroco decadente o rococó, con su fino trabajo de rocaille. El declive económico del virreinato se evidenciará por la disminución del tráfico comercial con Sevilla y la poco frecuente llegada de obras de arte desde la Península. Los talleres locales se van emancipando del gusto ibérico y realizan sus creaciones según un estilo propio. Según Bernales Ballesteros será la época del esplendor de los retablos y del mobiliario litúrgico. Sin embargo la escultura decae ante la pérdida de realismo, en aras de buscar un efectismo que realce el movimiento. Los rostros se vuelven estereotipados, impasibles e inexpresivos. La belleza del retablo parece desplazar la calidad de sus adornos estatuarios. Sin embargo, la escultura seguirá conservando todo su poder expresivo en zonas específicas. Así lo demuestran las magníficas escuelas barroco-mestizas que surgen en Arequipa y Puno. Sin embargo, no debe dejar de mencionarse a una serie de importantes artistas, como el ensamblador de retablos y escultor fray Cristóbal Caballero, quien profesa una gran admiración por los grabados flamencos y los libros de arquitectura. Caballero fue el encargado de levantar, en 1666, el monumento dedicado a la coronación de Carlos II que se ubicaba en la catedral. Curiosamente, sus mismos diseños fueron utilizados años más tarde por sus continuadores para erigir el túmulo funerario del mismo rey, en 1701. Otra obra importante de fines del siglo XVII es la sillería coral de San Francisco, una de cuyas partes fue realizada por Juan Delgadillo. En esta época se difunde la escultura funeraria, tomándose el modelo de la que conmemora la muerte del conde de Salvatierra, donde el difunto aparece en gesto orante. En esta línea se ubican 550

también la que se esculpió en honor del virrey-arzobispo don Melchor de Liñán y Cisneros (1682) de la iglesia del Sagrario, y la de Diego Morcillo Rubio de Auñón (1724), emprendida por Baltazar Menéndez. El escultor de más renombre de fines del siglo XVII será Tomás Tuyru Tupac, quien además de obras arquitectónicas realiza las figuras de la Virgen de la Almudena (1686), de San Juan de Dios, y en 1697 el retablo mayor de la parroquia de Santa Ana. En ellas se percibe la lejana influencia de Montañés. De otro lado, Melchor Guamán Mayta llega a un realismo extremo colocando en sus esculturas de maguey y tela encolada, mascarillas de pasta en las que se insertan cabello y dientes humanos, paladares de espejo y ojos de vidrio coloreado. La tradición le atribuye un San Cristóbal, un San Sebastián, una escultura de San Pedro Nolasco y un San Agustín, ubicadas en el templo de la Merced. Algunos especialistas consideran que la introducción de las columnas salomónicas en el arte peruano se debe al vasco Diego de Aguirre, que habitó en Lima entre 1665 y 1718. Un proyecto para levantar sobre el altar mayor de la catedral un baldaquino semejante al de Bernini en Roma, también le pertenecería, aunque la idea cayó en el olvido. Sin embargo, Aguirre utilizó las nuevas columnas en algunos proyectos menores y pronto contó con una serie de seguidores en la ciudad, que las utilizaron en la portada de San Agustín y en la decoración interior del templo de la Compañía. Esta iglesia posee ocho retablos con columnas salomónicas doradas, varios de los cuales se atribuyen al mismo Aguirre. Entre los imitadores destacó el mestizo José de Castilla, natural de Conchucos, quien entre 1708 y 1737 trabaja en todo el amoblamiento litúrgico de la iglesia de Jesús María. Particularmente interesante es el altar mayor de este templo, que tiene tres calles y dos niveles, además de retablos laterales y un púlpito, todos provenientes de la misma época y autoría. Tal decoración nos proporciona una idea cabal de lo que debió ser el interior de los templos de este período, antes de que el neoclasicismo arrasará con los estilos previos, de la mano del constructor Matías Maestro. Durante el siglo XVIII, el escultor más importante es sin lugar a dudas Baltasar Gavilán. Sin embargo, su figura tiene más visos de responder a una invención literaria, que a una historia verosímil. La leyenda popular, de la que Ricardo Palma se hizo eco en una de sus “tradiciones”, señala que Gavilán fue un reo refugiado en el convento de San Francisco y

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Sillería del coro de la catedral del Cuzco, atribuida a Giménez de Villarreal, fines del siglo XVII.

Cristo de la Columna, atribuido a Baltazar Gavilán, siglo XVII. Iglesia de San Agustín, Lima.

que se dedicó a esculpir nacimientos y dolorosas, hasta que salido de la clausura en 1738, pudo realizar la monumental escultura ecuestre de Felipe V. Esta magnífica obra de madera policromada que reposaba sobre el arco de entrada del puente de Piedra, fue gravemente estropeada por el terremoto de 1746, hasta perderse en el recuerdo. Se le atribuyen también a Gavilán un busto del marqués de Casa Concha para el templo de San Agustín (hoy perdida), el sepulcro del conde de Santa Ana de las Torres en la catedral, un Cristo de la Columna y un Crucifijo en San Francisco. Pero sin duda la más impresionante de sus obras es la macabra figura de la muerte, de gran efecto dramático, en la que se ve un esqueleto disparando una flecha con el arco tensado. Los redactores del Mercurio Peruano también fueron seducidos por el arte de Gavilán, a quien denominaron como “el gran Baltasar”. Cerrando el período debemos referir las interesantes esculturas de la iglesia de Santa Catalina y la obra de Fernando Daza. Este maestro platero fundió la imagen del ángel de la fama (1774) que coro-

naba el campanario de Santo Domingo. La imagen cayó en 1835 debido a las vibraciones de un fuerte temblor, siendo reemplazada por una copia en madera. En la sierra sur, la llegada del obispo Mollinedo a la diócesis cuzqueña (1675-1699) afianzará la presencia del barroco en la escultura de la región. Tras el terremoto de 1650 encontrará un amplio campo para ejecutar sus propuestas barroquizantes al tiempo que se convertirá en un mecenas de incomparable munificencia. Su estadía en el Cuzco significó un período de gran reactivación artística. Como obras destacables de esta etapa debemos mencionar las sillerías corales, entre ellas la sillería catedralicia de 1676, de fuerte semejanza con la fachada de San Sebastián. Más tarde, en los primeros años del siglo XVIII, se realiza el coro de la Merced signado por las recargadas columnas salomónicas y figuras muy expresivas. Pero la escultura también se integra a la vida cotidiana y doméstica surgiendo de este modo la costumbre de erigir altarcitos navideños o nacimientos. Entre los artistas que se dedican a esta actividad, destaca en el Cuzco y desde 1792 Julián Olave, cabeza de una larga genealogía de imagineros que llegan a nuestros días (Wuffarden 1994: 566580; Bernales 1987: 315-319). 551

Patrucco

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III LA ARQUITECTURA COLONIAL PERUANA

La fundación de cientos de ciudades en los Andes fue uno de los hechos más trascendentales de la historia colonial. La congregación de la población en centros urbanos constituyó el camino más seguro para implantar la cultura de occidente en las antiguas tierras del Tahuantinsuyo. Pero ello supuso alterar cruel y paulatinamente los criterios precolombinos en torno al espacio, la circulación vial, la posesión de la tierra, la apropiación y manejo de los recursos naturales y la utilización de la mano de obra. Los fundadores de ciudades reprodujeron viejos esquemas urbanísticos pero también actuaron creativamente –interpretando la nueva realidad– y modificaron normas y costumbres al trazar calzadas, iglesias, solares y plazas. La etnohistoria y las modernas formas de investigación nos permiten apreciar con claridad cómo se desarrollaron dichos cambios, y entender el impacto en las mentalidades andinas de las nuevas formas de ocupación del espacio. Es necesario insistir en que la ciudad era una noción y una experiencia del todo desconocida para los habitantes del Tahuantinsuyo, aunque las culturas tardías como Wari, Chimú y los propios incas levantaron grandes centros administrativo-ceremoniales. La urbe, unida a las ideas jurídico-filosóficas y las costumbres que introducía, transformaría radicalmente la vida de los pobladores del naciente Perú. La organización del reino del Perú y su defensa ante las rebeliones indias y las nuevas aventuras de conquista –como las que venía urdiendo Pedro de Alvarado– plantearon la necesidad de contar con una ciudad principal. Ella actuaría como centro de la actividad económica, política y militar. Francisco Pizarro pensó inicialmente en Jauja, y luego en Sangallán, pero finalmente escogió el valle del Rímac. Se sabe que el conquistador también entrevió la posibilidad cuzqueña, y años más tarde intentó el traslado del gobierno a Saña, en el actual departamento de Lambayeque. Sin embargo la elección de Lima como capital fue por muchos motivos la solución idónea, porque respondía a requerimientos geopolíticos y económicos. Lima, opacada a nivel demográfico sólo por la Villa Rica de Potosí, era el centro del continente por explorar y conquistar, y su rápido 552

acceso al mar permitía establecer un puente natural para defender y controlar todo el comercio ultramarino. Empero no son pocas las personas que consideran que un emplazamiento de la capital en la zona cordillerana, hubiera posibilitado una fisonomía de país distinta, quizás un “Perú serrano”. En forma paralela a la capital, florecieron también una serie de ciudades intermedias, que inicialmente sirvieron como centros de localización de los encomenderos. Desde ellas, este grupo de potentados ejerció sus privilegios fiscales y sociales sobre las zonas circunvecinas, haciendo valer su prestigio, su riqueza y su poder. Algunas de estas urbes, como Huamanga, cercenaron parte de las prerrogativas de la capital. Recién a mediados del siglo XVII, la ciudad provinciana se emancipó de la suerte de sus encomenderos y en algunos casos debió competir con nuevos centros urbanos, que supieron sacar partido de su riqueza agropecuaria, sus minas o las transitadas rutas comerciales. Dentro de este universo urbano, el Cuzco resultó un caso excepcional pues encarnó, luego de su refundación española, la antigua idea de la civitas y conservó la altísima dignidad de ser la capital imperial incaica. Esta doble condición sería aprovechada una y mil veces por el mesianismo andino y jugaría un papel fundamental en el surgimiento del nacionalismo neoinca del siglo XVIII. Los aislados caseríos de los hatun runas o indios del común, acostumbrados a la dispersión en sus unidades agrícolas, tenían un planteamiento radicalmente distinto de la noción urbana europea. Los juristas y políticos al servicio de la Corona consideraron que sólo mediante el traslado de los indios a poblados de tipo occidental, se podría lograr la cristianización y control económico y político de los habitantes andinos. La idea de hacerles vivir en “buena policia, o en orden y buen gobierno” llevó a los legisladores a reducir a los indios en aldeas. La “reducción de indios”, lejos de beneficiar a los naturales como lo habían previsto los ideólogos y asesores del rey Felipe II, desestructuró por completo la organización social y espacial, y la ecología andina.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Imagen idealizada de la ciudad del Cuzco publicada en la obra de Olfert Dapper, De Nieuwe en Onbekende (El nuevo y desconocido mundo), Amsterdam, 1671.

Portada de casa del siglo XIX, en Ichupampa, Colca, Arequipa.

ARQUITECTURA PÚBLICA VIRREINATO

Dentro del urbanismo hispanoamericano la plaza pública ocupa un lugar preponderante. Tan es así que las ordenanzas sobre fundación de ciudades especificaban que “por la plaza mayor se ha de comenzar la población”. No en vano es el centro material y simbólico de la ciudad, alrededor del cual se sitúan los principales edificios de la vida cívica. Este “patio de patios”, abierto y cerrado simultáneamente, está rodeado por el poder político (palacio virreinal), el religioso (catedral, palacio episcopal o arzobispal, o simplemente la casa cural), la autoridad vecinal (ayuntamiento), las residencias de los notables y los portales donde se establecen los comerciantes. En este espacio monumental, a veces el único de la ciudad, se reúnen los vecinos para vivir las festividades o conmemoraciones, a veces luctuosas como en Semana Santa o en los funerales reales. En él se desenvuelven las expresiones de “arte efímero” como la pirotecnia, los arcos triunfales, y se procede a organizar las corridas de toros, los torneos y los juegos de anillos. Es frecuente que en su cuadrícula comiencen y finalicen los desfiles del poder y las grandes procesiones, siendo también el escenario de los ajusticiamientos en la picota y de los autos de fe. Los vecinos se reunen en el rollo en el que se ajusticia a los delincuentes, o en la pileta para charlar, realizan sus negocios en los portales, compran sus vituallas entre bultos y toldos, escuchan los bandos y acuden al arma. Mendigos, clérigos, damas, vendedores ambulantes, caballeros, indígenas

y esclavos alternan en este espacio común. La plaza, nunca ausente en las poblaciones americanas, puede en algunos casos como Lima, Cuzco o Cajamarca yuxtaponerse a grandes espacios ceremoniales de origen prehispánico. En Cuzco, la enorme plaza incaica que presentaba dos sectores llamados Aucaypata y Cusipata –separados por el río Huatanay– es dividida mediante la creación de una manzana intermedia. La sección menor, llamada plaza del Regocijo, alberga la sede del cabildo y el ccatu o mercado; y se reserva la otra parte, la plaza de Armas, para las funciones principales. La plaza habitualmente rodeada de portales se prolonga en cierta forma por las calles adyacentes

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Patrucco –que carecen de ellos– y termina en el indefinido limbo del patio principal de las casas solariegas, tras el portón y la reja cancela. Esta noción del espacio mixto será rudamente combatida con la llegada del reglamentismo iluminista, que intentó imponer límites muy precisos entre el ámbito de lo público y el espacio de lo privado. Sin embargo dicha tendencia fracasa porque las rutinas y la vida cotidiana son difíciles de transformar por decreto. Las calles llenas de bultos, empedradas en el mejor de los casos, y sin aceras, cortadas por acequias y sin sistemas efectivos de limpieza, toman sus nombres de los gremios y negocios, órdenes religiosas, cofradías, edificios asistenciales y personajes que las ocupan, o simplemente de hechos anecdóticos que en ellas acaecieron. Garcilaso describiría estos espacios a su paso por Lima: “Trazaron hermosamente con una plaza muy grande, si no es tacha que lo sea tan grande, y las calles muy anchas y muy derechas, que en cualquiera de las encrucijadas se ven las cuatro partes del campo. Tiene un río que pasa al norte de la ciudad, del cual sacan muchas acequias de agua que riegan los campos y pasan por todas las casas de la ciudad…”. Menos benévolo sería el juicio de Humboldt, quien señala hacia el final del período colonial, que “la inmundicia de las calles adornadas con perros y burros muertos y la desigualdad del piso impiden correr en coche”. En la plaza no falta el ayuntamiento como centro del poder comunal o vecinal, con su característico portal donde se reúnen los tramitadores y su balcón o loggia por donde aparece el concejo de regidores en pleno. En sus instalaciones se distingue la sala capitular, el juzgado, el archivo, la sala de la guardia, el calabozo y la capilla. El palacio del virrey o en su defecto las casas de gobierno al interior del territorio, representan el poder político y la autoridad real. Son también residencia del gobernante, gobernación, audiencia o tribunal, casa de moneda, arsenal y caja real. El palacio gubernativo de Lima conservó durante mucho tiempo el perfil que le estampara Pizarro, aunque posteriormente se le añadieron bellas loggias con arcos de medio punto, una portada con elementos manieristas, y los cajones o tienduchos de la fachada. A su vez el palacio archiepiscopal, episcopal o la casa cural representan el poder religioso, y ofician como sede del fuero divino y de la omnipresente justicia canónica. Los locales de enseñanza y los hospitales se ubican en un área no muy bien delimitada, a medio camino entre el espacio público y el religioso. Los edificios dedicados a albergar universidades y colegios 554

tienen diversas características. Algunas instituciones educativas ocupan casonas que van siendo modificadas paulatinamente, otras se instalan en locales conventuales pues están bajo la supervisión de órdenes religiosas, apareciendo el espacio del claustro como elemento ideal para la reunión estudiantil. En ocasiones los locales son especialmente construidos para albergar a los alumnos. Así encontramos edificios exprofesamente pensados para dar techo al colegio indígena de San Francisco de Borja y al colegio de la Transfiguración en el Cuzco, o el claustro circular del colegio de Santo Tomás en Lima, de los dominicos. San Marcos, en cambio, funciona durante mucho tiempo en el convento de Santo Domingo. Se levantan hospitales en casi todas las ciudades virreinales y generalmente se encarga su administración a órdenes religiosas especializadas, como los bethlemitas o los hermanos de San Juan de Dios. Siguiendo los planteamientos de Alberti y Filarete, los centros sanitarios tienen planta en forma de cruz, pero no son raros los diseñados en forma de T, o alrededor de un claustro; en tanto que las enfermerías militares están adosadas a las fortificaciones. En 1538 se construye en Lima el primer hospital, llamado de San Andrés, destinado exclusivamente a enfermos españoles. La edificación tiene forma de cruz latina con capilla en el crucero y la iglesia en el brazo más largo. El hospital de indios de Santa Ana (1554) tiene dos alas cruzadas, una para hombres y otra para mujeres. El de San Bartolomé atiende a los miembros de las castas negras y posee tres enfermerías en cruz rodeando una capilla central. Luego se levantan el nosocomio de Los Reyes para españoles, y el del Espíritu Santo para los marineros. En estos locales tras la enfermería se suceden las salas de cirugía, la botica, los despachos, las lavanderías y roperías, las cocinas y servicios, vinculándose estos ambientes por una circulación exterior a través de claustros peristilos, es decir patios rodeados de columnas. Todos estas edificaciones deben ubicarse en los extramuros de la ciudad, para evitar que los vientos y las aguas servidas contaminen a la población sana. Entre los hospitales del resto del Perú destaca especialmente por su buena conservación el de la Almudena del Cuzco, ampliado por el obispo Mollinedo a mediados del siglo XVII. También es brillante ejemplo de arquitectura hospitalaria el de Belén en Cajamarca (1750), con dos plantas en T, una para hombres y otra para mujeres. Similar disposición debían tener los lazaretos que se levantan en algu-

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El Paseo de Aguas en una estampa del álbum de la expedición de Alejandro Malaspina, siglo XVIII.

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nas ciudades. En 1562 se construye en Lima el leprosorio de San Diego. Tiempo más tarde surgen los primeros edificios públicos dedicados al divertimiento, el espectáculo o la fiesta. La lidia de toros deja de ser una diversión callejera cuando se inaugura la plaza del Hacho o Acho en 1768. Se edifican también coliseos de gallos, y sobre todo corrales de comedias como el construido en Ayacucho a mediados del siglo XVII o el teatro planeado por Pablo de Olavide luego del terremoto limeño de 1746. En la capital existen además casas del juego de pelota y hacia finales del período colonial proliferan los “cafés”, que son la contraparte de las populares “chinganas” y “chicherías”. Otra forma de estimular el esparcimiento Durante su gestión al frente de la alcaldía de Lima (1766), Agustín y embellecer las ciudades son las “alameHipólito Landaburu y Ribera obtuvo del virrey Amat la autorización para das”. Los Descalzos es erigida en el siglo construir una plaza para las corridas de toros. XVII y mejorada por el virrey Amat, quien en 1776 la continúa con el célebre paseo de Aguas, que nos recuerda las cascadas de Narbo- teriores al levantamiento de Tupac Amaru se realina. También Ayacucho contó con una alameda des- zan fortificaciones internas en la zona de Sicuani, Cuzco. de 1806. Singular importancia militar, psicológica y urbaDebemos referirnos también a las edificaciones nística tendrán las murallas de Lima, diseñadas por militares. El Callao es fortificado con una muralla el padre Coninck y levantadas entre 1684 y 1687. que se levanta a partir de 1696, pero el maremoto de En Trujillo se termina una obra similar en 1688, la 1746 la destruye. Al año siguiente el virrey conde cual es concebida por José Formento. De ambas de Superunda inicia la construcción de la Fortaleza murallas, construidas con adobe y contrafuertes de del Real Felipe, fuerte militar en forma de pentágono, proyectado por Luis Giodin y José Amich. La fortificación se completa con una serie de edificaciones menores, denominadas con grandilocuencia “los castillos de Callao”. La amenaza de una guerra generalizada contra Inglaterra obliga al virrey Amat a extender la red defensiva del territorio con diversas edificaciones militares en Guayaquil, Santiago, Valparaíso, Valdivia, Chiloé y la isla de Juan Fernández. En tiempos pos-

Patrucco ladrillo, subsisten pocos restos, pues se demolieron en el siglo pasado para permitir la expansión del casco urbano. En Trujillo aún se puede apreciar un lienzo completo y en Lima únicamente uno de los baluartes (Bonet Correa 1986: 69-84; Bernales 1987: 238, 250; Gutiérrez 1983: 93, 265-276; García Bryce 1971: 75-77; Maquet-Makedonski y Núñez-Carvallo 1994: 60 y ss.).

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ARQUITECTURA RELIGIOSA La arquitectura religiosa en cierta medida se funde con la arquitectura civil, ante el decisivo papel que cumple la religiosidad en la vida colonial. Los sencillos oratorios domésticos dan paso a las capillas privadas, a las iglesias dependientes de beaterios, hospitales, haciendas, colegios y universidades. Se multiplican también los templos parroquiales entregados al clero secular, tanto en las ciudades como en las reducciones. En estas últimas se encuentran unidas a una modesta casa cural, como reverso de la magnificencia del palacio episcopal o archiepiscopal. Cerca a la plaza se levantan con todo su esplendor las iglesias pertenecientes al clero regular, que casi siempre forman una unidad espacial con el convento o monasterio. Incluso los de clausura se abren al “siglo” y sus tentaciones, pues mantienen estrechos lazos con la población. El espíritu conventual seduce a los habitantes de la urbe,

El convento de Santo Domingo de Lima en un grabado del siglo XVII.

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quienes se enrolan y visten el hábito de las cofradías y hermandades, o son reclutados por las “reglas” de las órdenes terciarias, un puente entre la vida religiosa y la profana. Los conventos y monasterios se convierten en verdaderas ciudadelas, urbes dentro de la urbe. Se expanden y densifican paulatinamente, y llegan a ocupar varias manzanas contiguas, protegidas por altos muros. Muchos de ellos siguen arquitectónicamente la tradición medieval. La iglesia es el centro espiritual del conjunto. Alrededor del claustro mayor que se extiende paralelo a la nave de la iglesia, se ubican las grandes habitaciones de uso común como el refectorio, la sala capitular, la biblioteca, el scriptorium y las escaleras principales, si el convento tiene dos pisos. En los muros que delimitan las galerías se pintan frescos o se exponen grandes lienzos que representan los hechos principales de la orden o escenas religiosas que llaman a la contemplación. Las habitaciones más privadas, como las celdas o los dormitorios comunes, circundan claustros menores. Sobre un último patio se edifican los servicios generales que dan vida a estos grandes complejos habitacionales: cocina, panadería y despensas, lavandería, enfermería y los baños o letrinas. Finalmente se hallan las huertas, las caballerizas, los gallineros y depósitos. Generalmente el templo de los conventos se encuentra en una de las aristas de la manzana, para facilitar el acceso por varias calles. Por delante se extiende un atrio con muro o verja perimetral, que puede servir de camposanto o plazuela donde se desarrollan los pasos procesionales. En los conventos femeninos de clausura es común que la entrada a la iglesia sea lateral, lo cual permite colocar el coro a los pies de la nave y al costado del presbiterio. En ocasiones, los monjes habitan en casas retiradas o “recoletas”, que se levantan en la periferia de las ciudades. Cerca de la actual plaza Francia de Lima se asienta la Magdalena de los dominicos, los agustinos tienen un convento campestre cerca de la Portada de Guía, el convento de Los Descalzos alberga a los franciscanos que quieren paz y meditación. Los frailes de la Buena Muerte acuden a su casa de descanso en la Magdalena Vieja, y algunas monjas habitan en el cenobio recoleto de Santa Catalina. Los templos son el eje de la arquitectura religiosa. Hacia ellos se dirige la creación pictórica y escultórica, la cual adquiere un propósito ejemplarizador y devocional. Como totalidad en sí misma, la iglesia es un cosmos protegido por la aureola de lo sagrado, y de esta manera su espacio, demarcado por el

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte das manieristas, como es el caso del seiscientista pórtico lateral de San Agustín de Lima, realizado por José de la Sida. Aunque generalmente estas decoraciones ya no existen, podemos tener una imagen de ellas revisando los acabados de algunas iglesias mexicanas y recurriendo a las descripciones de los contratistas de la época. Bernales refiere que las iglesias limeñas debieron tener “en la parte superior de sus muros de ladrillo, simples listeles con círculos o discos y remates en formas de almenas. Más frecuentes debieron ser los alfices flanqueados por los vanos y figuras de barro cocido en las enjutas y frisos de las portadas…”. De todo ello al menos sobreviven algunos zócalos de azulejos moriscos y los grandes pilares ochavados. José García Bryce asume que si se quiere tener una cabal idea de estas construcciones quinientistas, es preciso acudir a la iglesia monástica de Santa Clara de Ayacucho. Ella presenta “una nave de techo plano, arco triunfal moldurado y rebajado a la manera isabelina y alfarje mudéjar en el presbiterio”. También es representativa de este período la iglesia de San Jerónimo en el Cuzco, “con muros de adobe y arco toral delante del presbiterio con techo de par y nudillo y fachada de piedra entre renacentista y plateresca”. Los claustros limeños de la época siguen modelos mudéjares, pero tienen la planta cuadrada como los renacentistas. Sus pilares son ochavados y los arcos de medio punto. Almenas y alfices sobre las galerías altas y azulejos, retablos procesionales y techumbres planas con diseños de Serlio en la primera planta, como en San Francisco de Lima. Las ventanas se cubren con celosías y los techos mudéjares llevan de tres a cinco paños. Al arribarse al siglo XVII, la arquitectura religiosa se vuelve más unificada y formal. Aparecen las iglesias con forma de cruz latina, con cubiertas de bóveda con arcos fajones sobre la nave central, y cúpula sobre el crucero a la manera renacentista. Las naves menores tienen capillas laterales de planta cuadrada, conectadas por los vanos de los arcos. Generalmente las iglesias peruanas de los siglos XVII y XVIII no cuentan con planta barroca, pero la portada y la decoración interna sí responden a este estilo abigarrado y denso. De acuerdo a García Bryce, la arquitectura de 1630 a 1650 adopta un barroco moderado, entre 1650 y 1750 se impone el churrigueresco, de 1750 a 1790 el rococó, y de 1790 en adelante el neoclásico. Cabe advertir que estas fechas se verán modificadas por las corrientes regionales. 557

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atrio, es “tierra santa”. Su suelo sirve para enterrar a los difuntos, y brinda “asilo” a los perseguidos. Los tañidos de sus campanas protegen a la feligresía de los embates del maligno y sus muros se elevan como bastiones que defienden al Corpus Christi. La mentalidad de la época, impregnada de antiguas concepciones medievales, sigue considerando a las iglesias como “fortalezas de Dios”. La mayoría de las iglesias que se fundan durante el siglo XVI se erigen con sencillos diseños y modestas plantas, porque no son muchos los recursos. Con el paso de los años, su estructura se va ampliando y remodelando hasta alcanzar las dimensiones monumentales que adquieren después. Pero los mayores cambios se perciben en su decoración y mobiliario, como altares, púlpitos y confesionarios, que derrochan pan de oro, finas pinturas y excelentes acabados. De aquellos primeros edificios poco se salvó y si no fuera por las referencias que algunos cronistas tardíos y conventuales nos han legado, nada se sabría de ellos. Las construcciones primigenias responden a una arquitectura gótico-mudéjar de alargadas naves, de donde se desprenden capillas laterales, con cubierta de par y nudillo, o por artesón de madera. Cuando se trata de templos de tres naves, se alzan gruesos pilares ochavados de influencia mudéjar y arcos de medio punto que soportan la techumbre de madera. Entretanto, las naves laterales son más bajas y presentan bóvedas que refuerzan el techo central. El presbiterio se cubre con una bóveda de nervadura o de crucería. Cobo al referirse a la primitiva iglesia de San Agustín de Lima, decía que “las naves y capillas de los lados son bóvedas y la nave de en medio está cubierta curiosamente de madera con lazos y artesonados muy curiosos...”. Al describir Santo Domingo expresaba que las capillas laterales “son bóvedas curiosamente labradas, y la de en medio de madera y lazería curiosa; la capilla mayor es de bóveda...”. A Cobo le asombra el trabajo de los constructores, porque las bóvedas si bien repiten modelos góticos, emplean el arco semicircular y no el ojival que caracterizaba al estilo. Esta ruptura estilística se volvió común en Lima y subsiste en los templos del Cuzco y en las ruinas de Saña. Las portadas y retablos se ven influidos en algunos casos por el estilo renacentista, como se puede ver en el frontis de las iglesias puneñas de la Inmaculada y San Juan de Juli. Pero no es extraño detectar la influencia del plateresco, como sucede en las portadas laterales de la Merced de Lima y San Francisco de Ayacucho. Tampoco es raro ubicar porta-

Patrucco En la sierra las construcciones de prestancia se levantan de cal y canto, con exteriores de piedra labrada y los techos de piedra o ladrillo. Las fábricas más pobres conservan el adobe en los muros y la cubierta de par y nudillo. En la costa, debido a la combinación de los terremotos y el clima seco, se utiliza en cambio la mezcla de ladrillo, madera y quincha revestida de yeso, combinada con piedra en los zócalos y trabajadas portadas en los edificios más importantes. Todo se emparejaba con estuco y se pintaba con cal coloreada imitando la apariencia del ladrillo o la piedra (García Bryce 1971:24-35; 1986: 97; Bernales 1987: 236).

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Lima La ciudad de Lima fue fundada sobre el antiguo centro administrativo-ceremonial de los caciques Taulichusco y Taurichumbi. Los principales edificios españoles se emplazaron sobre las huacas locales. Así, el cabildo quedó ubicado sobre un pequeño adoratorio denominado “huaca del cabildo”, el palacio de Pizarro se asentó sobre parte de la residencia de Taulichusco, mientras el otro sector le correspondió al conquistador Jerónimo de Aliaga. La catedral por su parte, se levantó sobre un adoratorio llamado “huaca de Puma Inti”, por lo que su

Fachada de la casona de Osambela, Lima.

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atrio está elevado catorce escalones por encima de la plaza. Además de la plaza principal, Lima contaba con un segundo espacio público. La plaza de la Inquisición, al decir del arquitecto García Bryce, se convirtió “en el centro intelectual de Lima donde además del Santo Oficio se establecieron el colegio agustino de San Ildefonso, el dominicano de Santo Tomás, el Colegio Real de San Felipe y desde 1577 la Universidad”. El trazado original de Lima contemplaba una cuadrícula de 13 manzanas de largo por 7 manzanas de ancho. Tiempo después la ciudad se extendió al otro lado del río, para dar morada a los habitantes de las clases más pobres, constituyéndose el arrabal de San Lázaro. En 1568 se reduce a los indios de la ciudad en Santiago del Cercado, a media legua de la plaza de Armas en dirección este. Las áreas intermedias que se van poblando lentamente no guardan necesariamente el trazo ortogonal que caracteriza al casco urbano inicial. La paulatina urbanización de estas chácaras y estancias da nacimiento a callejones y rancherías sobre los antiguos caminos rurales y los linderos de acequia. Desde el inicio, el cabildo reguló la edificación y la vida citadina creando normas y emitiendo ordenanzas que permitieran un desarrollo armónico y estético de la urbe. De otro lado se organizó a los alarifes y en 1549 se nombró al cantero Jerónimo Delgado como maestro mayor de la ciudad. Dentro de este proceso de consolidación y embellecimiento de la urbe ocupa un papel de suma importancia la edificación de la catedral. La primera fábrica se levantó entre 1535 y 1538, teniendo Pizarro mucho interés en su realización. Ubicada de modo lateral a la plaza, esta pequeña capilla adornada durante un buen tiempo por una sola imagen de la Virgen denominada “la Sola”, fue derruida para dar paso a una segunda edificación, erigida entre 1549 y 1551. Casi tan pobre como la primera, la obra no satisfizo los gustos del arzobispo Loayza, quien encargó a Alonso Beltrán (1564) el diseño de un edificio a la altura de tan importante sede virreinal. El proyecto pecaba de ambicioso y estaba inspirado en la catedral de Sevilla. Debido a que la inversión requerida salía de las posibilidades de la arquidiócesis, el virrey Martín Enríquez encargó en 1582 un nuevo diseño al arquitecto extremeño Francisco Becerra, que venía de trabajar con éxito en México y Quito. Becerra también edificó la sacristía, la cual se ha conservado a través del tiempo de manera mucho más fiel a su diseño original.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Basílica de Nuestra Señora de la Merced, Lima, muestra del barroco salomónico.

nas por pilastras. El frontis se concluyó en 1645, con una cornisa a manera de frontón partido, de notable repercusión en obras posteriores de la arquitectura virreinal. Los principales conventos toman su forma definitiva en los comienzos del siglo XVII. En algunos casos se adicionan segundas plantas que incluyen arcos más pequeños con ojos de buey como en San Agustín, o con doble número de arcos como ocurre en San Pedro. En cambio, los claustros menores presentan una simetría exacta entre los arcos inferiores y superiores, aunque los de la segunda planta suelen ser trilobulados, adquiriendo de esta manera un cierto sabor mudéjar. Los monasterios son menos regulares, las monjas prefieren modelos menos ordenados, construyendo como en el célebre cenobio arequipeño de Santa Catalina, una multitud de pequeñas casitas separadas por calles, que forman una diminuta urbe dentro del recinto amurallado. Generalmente las más acomodadas “esposas de Cristo” dejan sus hogares sin perder su estatus social, siendo acompañadas por sirvientas y esclavas, por lo que se forman pequeñas unidades domésticas con cámara, recámara y zona de servicio. Sólo en épocas más tardías los monasterios construyen claustros periféricos, en los que se agrupan las salas de estudio, el refectorio, la sala capitular y otros espacios comunes. En el siglo XVII, época del esplendor limeño, las iglesias conventuales comienzan a ser modificadas y adoptan una planta basilical. La iglesia de La Merced de Lima es reconstruida después de 1628 por Pedro Galeano, adquiriendo la forma de cruz latina, con cúpula en el crucero. La nueva estructura con-

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Su plan comprendía una construcción de tipo Hallenkirche o iglesia salón. Los arranques de las bóvedas de las tres naves nacían a la misma altura y a los lados de las naves menores se abrían las capillas laterales. El muro trasero era plano y las bóvedas de arista (góticas) se apoyaban sobre pilares de planta cruciforme. El plano de perfiles regulares y limpios expresaba un purismo renacentista. El coro se ubicaba en la parte media de la nave central, aunque en el siglo pasado se trasladó a la zona del presbiterio. Su diseño fue imitado más tarde por la catedral del Cuzco, aunque la limeña es más esbelta que la cuzqueña porque en su fachada “su masa se atenúa por estar dividido el frente por contrafuertes, por presentar una estructura más plana y formas más menudas en las portadas, y por la división en recuadros de las bases de las torres, cuyos campanarios neoclásicos son mucho más elevados que en el Cuzco”. Doblado el siglo XVII (1604), se inaugura la parte del crucero y el ábside de la nueva catedral, y se destruye el anterior templo para alargar las naves. Pero un lustro más tarde todas las techumbres de piedra se desploman tras el terremoto de 1609. Sólo se conservan hasta nuestros días la bóveda de arista de la sacristía y la portada manierista de este recinto. Una junta de “peritos en el arte de la edificación” recomendó entonces el uso de unas bóvedas vaídas de ladrillo en las naves –más achatadas que las de medio punto–, con nervaduras góticas. Esta mixtura tecnológica se extendió a otros templos y perduró en la catedral hasta el terremoto de 1746, cuando las bóvedas debieron sustituirse por otras exactamente iguales, pero de madera y yeso. Martínez de Arrona prosiguió la obra de Becerra en una segunda fase de la edificación, dejándola lista en 1622 para su posterior consagración (1624). Este especialista también diseñó la portada frontal de la catedral en 1632, pero sólo logró edificar el primer nivel. Se trata de una portada de dos cuerpos donde se intercalan columnas corintias y nichos para esculturas a la manera de las calles de los retablos. Nacen de este modo las “portadas-retablo” que después se generalizarán en las iglesias provincianas. A la muerte de Arrona en 1635, Pedro Noguera se hizo cargo del segundo cuerpo de la portada, variando el diseño precedente al sustituir las colum-

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Iglesia de San Francisco, Lima.

templa capillas cuadradas cubiertas con copulines, y una nave central con bóvedas vaídas de nervadura, cambiadas posteriormente por bóvedas de cañón de madera. En los pies de la nave se alza el coro alto. Particularmente hermosa es la portada-retablo de 1704, atribuida a Cristóbal Caballero y profusamente decorada con columnas salomónicas y hornacinas en los intercolumnios. Esta portada está dividida en dos plantas y contiene un juego de frontones escalonados que termina en un frontón partido. Llama también la atención la combinación de piedras de distintas tonalidades, que van desde el gris claro hasta el rojo. La Merced tiene además la única portada capitalina con influencia mestiza. Durante el furor neoclásico fue “adaptada” al nuevo canon, borrándose la apariencia de la piedra con quincha y estuco, pero a mediados del presente siglo se le devolvió su antigua prestancia. La iglesia de la Merced es sin lugar a dudas, el más bello ejemplo del barroco salomónico en Lima. La iglesia San Pedro, perteneciente a la Compañía de Jesús, y llamada originalmente Colegio Máximo de San Pablo, sufre su tercera reconstrucción entre 1624 y 1636, siendo consagrada dos años más tarde. Tiene como lejano modelo el Gesú de Roma, que oficia como la iglesia más importante de la congregación de los hijos de Loyola. San Pedro consti-

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tuye “la más renacentista de las iglesias limeñas”, aunque sus sobrias portadas señalan la transición del manierismo al barroco. Después del terremoto de 1746 sus bóvedas de crucería serán reemplazadas por bóvedas de cañon seguido, confeccionadas en madera. La iglesia de San Francisco fue reedificada entre 1657 y 1674, con los planos del portugués Constantino Vasconcellos, aunque posteriormente asumió la obra el limeño Manuel de Escobar. El nuevo edificio señala la cumbre de la arquitectura limeña del seiscientos. Si bien la iglesia sigue los pasos inaugurados por La Merced en cuanto a la planta basilical, se distinguirá por algunas novedades estéticas y técnicas. La nave principal presenta bóveda de cañón con arcos fajones, técnica que Escobar había implantado en Lima al levantar la iglesia de San Juan de Dios en 1669. Se incluyen unos lunetos de quincha en el techo que dan lugar a las ventanas. La gran fachada-retablo es anterior a La Merced y a la de San Agustín, en las cuales dejaría su sello, y traslada al exterior la magnificencia interna del templo. Asimismo la portada guarda mucha semejanza con el altar de la Inmaculada Concepción, que presenta las mismas columnas corintias y semejante trabajo de melcochado en el tercio inferior de los fustes. Enmarcada por dos campanarios gemelos de base almohadillada, la fachada de San Francisco consigue un efecto de verticalidad diferente al de otras portadas-retablo. El frontón curvo y partido que corona la fachada imita el modelo de la catedral. El exterior de la iglesia posee además la singularidad de tener una amplia explanada delantera donde se sitúan el atrio y la plazoleta, brindando una sensación de amplitud, de la que carecen la mayoría de los templos capitalinos. Completando el conjunto a uno de los lados del atrio se ubican la portería del convento y las iglesias de la Soledad y del Milagro. También Santo Domingo adquiere planta basilical y tras el terremoto de 1687 cambia sus techos mudéjares por bóvedas vaídas de nervadura, realizadas en madera. El dominico fray Diego Maroto,

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte barroca. También los agustinos erigieron un claustro menor, al tiempo que implementaron un interesante conjunto de época en su recargada sala capitular (1730), recinto decorado por tallas, ménsulas y veneras. Casi todas las magníficas construcciones limeñas desaparecieron o fueron arruinadas por el catastrófico terremoto de 1746, que alcanzó los 8,4 grados en la escala de Richter, según estudios comparativos. El Callao sufrió al mismo tiempo un destructivo maremoto, que prácticamente borró del mapa sus construcciones. La ciudad completamente en ruinas tardaría en cerrar sus heridas pese a la dedicación y las iniciativas de algunos gobernantes como el conde de Superunda. Pero nunca retornaría a su antigua opulencia porque la introducción de las reformas borbónicas provocó un proceso de empobrecimiento de la capital, que se reflejó en la calidad de sus edificaciones. Sin embargo, el espíritu constructivo no amainará, planeándose paseos y alamedas, y algunos templos como los Huérfanos y las Nazarenas. Hacia 1790, con la irreflexiva imposición del estilo neoclásico, se transformarán los templos, destacando el presbítero Matías Maestro como remodelador de la urbe (García Bryce 1971: 30-31, 62-68; Wuffarden 1994: 524-530; Gutiérrez 1983: 153 y ss.; Bernales 1989: 105; San Cristóbal 1988: 43,111-151,301-330; Velarde 1978:197 y ss.; Bayón 1974: 101 y ss.; Maquet-Maquedonski y Núñez-Carvallo 1994: 86).

Cuzco La ciudad del Cuzco asentada sobre la antigua capital imperial de los incas, sufrió algunas transformaciones iniciales para permitir el paso de cabalgaduras, para lo cual se desplazaron algunos muros. Posteriormente, durante el sitio al que la sometió Manco Inca (1536-1537), fue asolada por incendios y ataques militares. Como consecuencia, muchos edificios incaicos fueron desmantelados. Poco después, las edificaciones a la española se levantaron con piedras extraídas de los viejos muros, o sobre los cimientos de antiguas paredes. Esta superposición arquitectónica, ideada en nombre de la practicidad y el ahorro, pasó a simbolizar la conquista y el dominio de un nuevo Dios. No resulta casual que se aprovechara la estructura del Coricancha, o templo del sol, para levantar Santo Domingo, donde se utilizó el famoso muro curvo del santuario prehispánico para elevar el ábside. También es revelador que el monasterio de Santa Catalina se emplazara sobre el antiguo Aclla561

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notable arquitecto de la época, esbozará el campanario del templo, realizando además otros trabajos, como la antigua portada de la iglesia de la Concepción. También le pertenece el singular claustro circular del colegio dominico de Santo Tomás (1669), probablemente inspirado en el palacio granadino de Carlos V. El templo de San Agustín seguirá fiel a su estilo gótico-mudejar hasta las postrimerías del seiscientos. Iniciada su construcción en 1549, se terminó en 1637 siguiendo el modelo de su antigua planta. Sin embargo, entre 1681 y 1697 fue modernizada, demoliéndose la zona de crucero. Durante la siguiente centuria (1720) se le agregará la churrigueresca y monócroma fachada, que ha sido atribuida a Diego de Aguirre, quien ejecuta el altar mayor del templo imitado por la portada. En esta última se elevan unas llamativas columnas salomónicas con racimos y vides, ornamentación pétrea que simula el trabajo de la madera. La portada, con tres calles y tres altos cuerpos culminados en elevada ventana coral, tiene en cada nivel arcos cortados que recuerdan el inspirador frontón partido de la catedral. En los intercolumnios se ubican nichos que albergan numerosas esculturas, destacando en la zona central la del doctor de la Iglesia San Agustín de Hipona. La fachada, que lleva a su máxima expresión la idea de portadaretablo, es a juicio de muchos estudiosos la más connotada de las realizadas en la capital. Mas no todas las iglesias pudieron solventar el derroche de sucesivas ampliaciones y remodelaciones. Las iglesias secundarias, en especial los monasterios de Santa Catalina, la Recoleta y las Descalzas de San José, conservan su antiguo planeamiento hasta nuestros días. Por las mismas razones económicas o por consideraciones estéticas no prosperó la costumbre de las portadas-retablo fuera de los casos nombrados. Se prefirieron las tradicionales portadas de estuco, tal como se puede apreciar en la sacristía barroca de San Francisco (1622) realizada por Lucas Meléndez, y en las fachadas traseras de la catedral, llamadas de Santa Apolonia y San Cristóbal (1732), planeadas por el mulato Santiago Rosales; en la de Jesús María (de 1721, destacando este templo por conservar su retablería barroca completa) y en la bella iglesia de las Trinitarias (1722). En este período se levantarán algunos claustros menores como el patio de los Doctores en la Merced (1730), donde se encuentran los bustos en estuco de los doctores de la orden, o las galerías franciscanas de San Buenaventura y San Francisco Solano (c. 1732), que están unidas por una escalera de factura

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Una vista de la iglesia de Santo Domingo, edificada sobre los restos del Coricancha, en el Cuzco.

huasi, o residencia de las “vírgenes del sol”. Un nuevo Dios reemplazaba a todos los demás y la sumisión política, económica y social de los nativos se expresaba arquitectónicamente por doquier, en cada pared, casa o edificio público. Los vestigios quinientistas en la arquitectura de la urbe cuzqueña son raros. Las más antiguas evidencias las encontramos en la parroquia de Santiago, o el templo de Santa Ana que data de 1622 y que presenta nave sin crucero, presbiterio de bóveda con nervaduras y una portada manierista. De la misma época son los claustros de San Francisco, Santo Domingo y las galerías de la Compañía, todos ellos con arquerías llanas de medio punto, sostenidas por columnas pétreas de fuste monolítico. Diferente es el caso de las iglesias rurales, erigidas en tiempo de Toledo para las “reducciones de indios”. Una sucesión de iglesias como las de Urcos, Oropesa, Huasac, Huaro, San Jerónimo, Cai-Cai y Andahuaylillas conservan casi intactas sus características quinientistas, con muchísimas reminiscencias arcaizantes. Habitualmente constan de una sola nave con arco triunfal entre el cuerpo y el presbiterio, y cubiertas de par y nudillo o artesonados mudéjares. Hacia el exterior presentan capillas y explanadas para predicar a grandes multitudes. Especial interés reviste la ejecución de la iglesia catedral del Cuzco. La primera construcción, terminada en 1563 bajo los designios de Juan Miguel de Veramendi, fue reemplazada por un templo mayor, cuya primera piedra se Iglesia de Andahuaylillas, Cuzco.

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puso en 1598. Este proyecto sigue con tanta fidelidad las pautas de la catedral de Lima, que se piensa que el mismo Becerra que dirigió las obras en la capital debió encargarse del trazo de la del Cuzco. En 1605 Bartolomé Román continúa la obra y luego Miguel Gutiérrez Sancio toma la posta. Concluido su pétreo casco en 1644, sorteó con éxito el terremoto de 1650 y tras algunas reparaciones fue finalmente consagrada en 1669. A diferencia de su similar de Lima, la catedral cuzqueña tiene la solidez de la piedra. Sus bóvedas, de ladrillo y no de madera, son nervadas. El coro se encuentra a los pies de la nave central, que es más ancha y horizontal que la de Lima, y está compuesta por ocho tramos en vez de nueve. Su decoración interior es gótico-renacentista, pero su gran portada-retablo, esculpida entre 1651 y 1657, se afirma en el peculiar barroco cuzqueño. Se presume que el autor de la obra fue Francisco Domínguez de Chávez y Arellano, quien repitió algunos elementos de la catedral de Lima, entre ellos el frontón quebrado. El terremoto de 1650 cambiaría la faz del Cuzco. El terrible seísmo que duró más de “dos credos” destruyó por completo la ciudad, como lo puede testimoniar Diego de Esquivel y Navia en sus Noticias cronológicas de la gran ciudad del Cuzco: “arruinóse casi todas las casas de la ciudad y las más de ellas poco más que hasta los cimientos y las que no cayeron quedaron de manera abiertas y rajadas que en ninguna se podía habitar con seguridad... ... la iglesia catedral antigua quedó abierta de manera que los señores prebendados no teniéndose por seguros en ella

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte Iglesia de la Compañía de Jesús, Cuzco, obra maestra del barroco colonial.

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para celebrar los divinos oficios erigieron en la plaza sitio... ...lo mismo hicieron las religiones que siguieron los ciudadanos, viviendo en las plazas y huertas y chozas de lienzos y toldos... ... el convento de Santo Domingo cayó todo él sin quedar iglesia, celda, claustros ni otra alguna oficina... ...el de San Francisco padeció grandes ruinas porque cayéronse la iglesia, coro y campanario recién fabricado de cantería... ...en el convento del glorioso San Agustín padeció la misma calamidad... ...cayó toda la iglesia de la Compañía de Jesús…”. Las obras de reparación empezaron casi de inmediato, pero el impulso reconstructivo se redobló en 1673, con la llegada al Cuzco del obispo don Manuel de Mollinedo y Angulo. El cultísimo prelado madrileño se trasladó a la antigua capital de los incas llevando una espléndida pinacoteca, con obras de los mejores pintores del momento. Hizo despliegue de un refinado gusto por la estética barroca y nadie pudo contener su avasallador deseo de arrasar con todo rastro arcaizante en la ciudad que se levantaba de las ruinas. Bajo su gobierno (1673-1699) se erigieron no menos de medio centenar de iglesias desde su primera piedra, se reconstruyó el Cuzco que ha llegado hasta nosotros y siguiendo las pautas del barroco se irradió el estilo hacia el altiplano, como lo demuestran los bellos templos de Ayaviri, Lampa y Asillo. De este modo, tras el terremoto de 1650 surgirá una ciudad homogénea de gran fuerza expresiva, con templos en donde los recios muros de piedra harán resaltar aún más las portadas barrocas, y casas que mostrarán una armonía estilística con el conjunto. Semejante sensación de grandiosidad se manifestará al interior de las iglesias, pues los llanos y pulidos muros de piedra evidenciarán de manera impactante la exuberante talla dorada de los retablos barrocos. La iglesia cuzqueña de la Compañía de Jesús se revela como la obra maestra del barroco colonial. Levantada entre 1651 y 1668, tiene una única nave con planta de cruz latina y capillas laterales. El crucero está techado con una cúpula sobre tambor mientras el resto se cubre con bóvedas de crucería nervadas. El exterior del templo causa un efecto de elevación y no descuida la unidad con el interior. La portada se integra con los campanarios por la gran cornisa trilobulada que da unidad al edificio. Las torres son de dos tramos y presentan ojos de buey en-

tre pilastras, siendo coronadas por copulines octogonales y unos pináculos. Las iglesias de la Merced (1675) y San Francisco (1652) son muy semejantes en su estructura. Las dos presentan planta de cruz latina y tres naves paralelas separadas por arquerías con pilastras toscanas y bóvedas de crucería. La portada de la Merced es “la más delicada del manierismo cuzqueño”. Las iglesias de monjas de nave única son de menor envergadura. Asombran por su armonía la de Santa Clara (1622), dejada casi intacta por el terremoto y con portada renacentista, y la de Santa Catalina con dos ingresos laterales y coro frente al altar mayor. Esta última posee una fachada gemela a la iglesia de Santa Teresa, denotando en sus trazos barrocos algunos elementos del manierismo tardío. Internamente Santa Teresa tiene un coro perpendicular al presbiterio y entrada por los pies de la nave central. Durante el “período Mollinedo” se termina de edificar la iglesia de San Sebastián (1678), levantada en adobe pero con una hermosa portada-retablo diseñada por Manuel de Sahuaraura, que se constituye en un hito del barroco. También a esta etapa 563

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Patrucco corresponde San Pedro (1699), que sigue los planos de Juan Tomás Tuyru Tupac y tiene una gran corrección académica. La iglesia que pertenecía al hospital de naturales nos recuerda el templo de la Compañía, por las capillas en nicho, la cúpula sobre tambor y los campanarios. La iglesia de Belén (1698) fue patrocinada por don Manuel de Mollinedo y su sobrino Andrés, y pese a su sencillez despliega brillantes líneas y presenta una sutil armonía. De dimensiones más bien pequeñas, tiene sólo una nave y carece de crucero, además de poseer una cornisa continua que alberga un relieve de los Reyes Magos, y una portada trapezoidal de influencia incaica. También por entonces se alzan los muros del claustro de la Merced (c. 1663), con dos grandes escaleras que reflejan un medio camino entre el manierismo y el barroco. También encontramos columnas de piedra que imitan una talla de madera con decoración de escamas y diamantes, y pilares almohadillados. No menos importante es la portería del Colegio Mayor de la Compañía –colindante con la iglesia–, cuya cúpula nervada apoyada sobre cuatro pilares se constituye en “uno de los más perfectos espacios de planta central del Perú”. Al llegar el siglo XVIII, la arquitectura eclesiástica del Cuzco está casi concluida, y sólo quedarán por hacer las pequeñas y céntricas

iglesias de Jesús María (1735), el Triunfo (1732) y el campanario dominico (1731), de bellas pilastras salomónicas (García Bryce 1971: 35-40; Wuffarden 1994: 537-540; Bernales 1987: 247, 274-275; Velarde 1978: 131 y ss.; Bayón 1974: 67 y ss.).

Trujillo La ciudad de Trujillo fue fundada en 1535, sólo dos meses después que Lima. El trazo de Miguel de Estete tendrá una planimetría muy regular, con la plaza en el centro, materializándose así la idea de la ciudad renacentista. Pero después toda el área urbana se rodea de murallas edificadas según los mandatos del duque de la Palata (1687). La localización costera la llevará a tener similitudes arquitectónicas con la capital del virreinato, pues el clima y la paridad de los recursos constructivos así lo imponen. Los terremotos destruyeron repetidas veces la ciudad, siendo especialmente devastadores los ocurrridos en 1619, 1636, 1687 y 1759, que borraron de la memoria los edificios de los siglos XVI y XVII. La ciudad fue elevada a sede episcopal en 1616, por lo cual un sencillo templo mayor asumió la categoría catedralicia. El sismo de 1619 echó por tierra dicha edificación y el de 1636 volvió a desplomar el templo recién reconstruido. La tercera construcción de la catedral, planificada por fray Diego Maroto en 1643, sólo se terminó en 1666. Tres años más tarde se le añaden cúpulas sobre el presbiterio y la cripta mayor, bajo el diseño de Nicolás de Rojas. La iglesia con planta procesional de tres naves, cruz latina y coro sobre la nave central, sufrió daños menores durante el terremoto de 1759, luego del cual fue sometida a una restauración, dotándola de las voluminosas torres Catedral de Trujillo, La Libertad.

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de la actualidad. Su aspecto es sobrio y sus líneas simples. Sólo sobresalen los pilares, los arcos fajones y las bóvedas de arista de ladrillo. Y todas las superficies están enlucidas y encaladas. La iglesia de la Compañía (1640) presenta una interesante variante de la planta basilical, contando con tan sólo capillas laterales en los dos tramos vecinos al presbiterio. De esta manera se simula una inexistente cruz latina. Su hermosa portada de Alonso de las Nieves tiene dos cuerpos separados por columnas jónicas y corintias. Ello contrasta con el aspecto macizo y arcaico del resto de la construcción, por lo que muchos consideran que es “uno de los mejores ejemplos de la transición del manierismo al barroco”. Iglesia de Santo Domingo, Trujillo, La Libertad. Santo Domingo fue arruinada en 1619 antes de ser concluida, por lo que debió ser reedificada en 1641 y refac- mantiene fiel a su función original, siendo una pecionada en 1759. Su planta basilical, de cruz latina, queña ciudadela amurallada en donde el tiempo se se halla cubierta por bóvedas vaídas de ladrillo. La ha detenido. Rodeando la ciudad se encuentran los extrema anchura de su edificación brinda la sensa- templos rurales de Huamán y Mansiche de princición de horizontalidad y solidez. Sus volúmenes ex- pios del siglo XVIII. Las techumbres de ambos son ternos son sencillos y sólo destaca su clásica y so- ensambles de madera, bajo el sistema de par y nudibria portada y un alargado campanario. La Merced llo. El segundo de los recintos presenta una portada se singulariza en cambio por las pechinas pintadas clasicista, mientras el primer templo llama la atencon la vida de San Pedro Nolasco y por su cúpula ción por su elaborada portada barroca en estuco pocentral, hoy en día de madera. En San Francisco licromado, con esbeltas columnas, doble frontón conviene destacar la torre octogonal, mientras en quebrado y sirenas tocando charango. Otra varieSan Agustín sorprende su larga bóveda de cañón dad de barroco mestizo es la que adorna la sobria y apoyada sobre muros de adobe, que han sido perfo- maciza iglesia de Huanchaco, desde cuyo promonrados con arcos para permitir la comunicación con torio y alta torre se pueden otear largas distancias (García Bryce 1971:58-60; Wuffarden 1994: 555las naves laterales. En el siglo XVIII se construyen los templos de 556; Velarde 1978: 324 y ss.). Belén, Santa Ana, Santa Rosa, Santa Teresa y San Lorenzo, que tienen sobrias líneas. Esta sencillez ex- Huamanga Fundada por Pizarro en 1539 como importante presiva marca la arquitectura de una ciudad asolada por los terremotos, y más bien corresponderá al mo- sede de encomenderos, Huamanga alcanzó durante biliario litúrgico que engalane las construcciones, el siglo XVII un altísimo rango debido a su condiconservándose magníficos retablos de diversos pe- ción de ciudad comercial, pues era obligado itinerario de los arrieros que se dirigían al Cuzco. Dicha ríodos, y muy notable escultura. Muchos conventos trujillanos han sido reutiliza- pujanza la convierte rápidamente en obispado, dos con fines civiles, pudiéndose observar todavía creándose su universidad en 1677 y albergando una las arquerías de medio punto con pilares cuadrados. regular población que se reclina y ora en sus 33 Sin embargo el monasterio del Carmen (1724) se iglesias. Convendrá anotar que sus templos nunca

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tuvieron las magnas proporciones de las construcciones cuzqueñas. Sus piedras de origen volcánico y de tonalidad grisácea confieren una cierta pátina melancólica a sus edificaciones, en especial a sus patios. Sus sobrias fachadas mantienen un fuerte carácter renacentista y los campanarios adquieren singular fisonomía, con sus cupulines semiesféricos y puntiagudos pináculos, que se ven reproducidos en las iglesitas artesanales de Quinua. Interiormente los templos presentan una sola nave, a excepción de la catedral y San Francisco, con interesantes trabajos de molduras y cornisas. La iglesia que mejor conserva sus características originales es la de Santa Clara, donde se aprecia claramente una planta gótico-isabelina, con arco triunfal entre el presbiterio –de techo mudéjar– y la nave cubierta con una estructura de par y nudillo. Destaca además una bella portada renacentista. La catedral planeada por el jesuita Martín de Aizpitar-

te luce una fisonomía absolutamente diferente. Presenta planta procesional de cruz latina, coro sobre la nave central y naves laterales de menor altura, lo que rompe la idea de la planta salón. El obispo Cristóbal de Castilla y Zamora finalmente la terminó en 1672, lo que ha llevado a considerarlo el “Mollinedo huamanguino”. La Compañía de Huamanga se edifica entre 1614 y 1693, presentando una disposición bastante diferente al Gesú de Roma, modelo que habitualmente siguen las iglesias jesuíticas. El templo de una sola nave, cubierta con bóveda de cañón y capillas laterales, adquiere un aspecto arcaico. La fachada renacentista soporta un frontón partido sobre la portada. Las torres dieciochescas están decoradas con hileras de flores y relieves geométricos, y coronadas de capiteles bulbosos de raigambre rococó. Santo Domingo (1715) se eleva sobre una planta de cruz latina, de amplia nave y brazos apenas insinuados. Exteriomente presenta una galería de tres arcos en el segundo cuerpo de la portada y una alta espadaña de tres ojos. Ello nos recuerda las capillas abiertas del Alto Perú. La iglesia de San Francisco va precedida por una portada del siglo XVI y su planta, modificada en 1723, insinúa con sus naves de disposición transversa, la idea de la Hallenkirche o iglesia salón. El monasterio de Santa Teresa (1703) en cambio, sugiere una fuerte influencia manierista. San Francisco de Paula, de una nave y cúpula en el crucero, la Buena Muerte, Santa Ana y San Juan de Dios son levantadas durante el siglo XVIII y presentan por el contrario una simplicidad antibarroca en sus fachadas (García Bryce 1971: 48-51; Wuffarden 1994: 550; Velarde 1978: 286 y ss.).

Arequipa La fundación española de Arequipa se remonta a 1540. A partir de entonces, sin prisa pero sin pausa, se irá gestando un extenso y activo circuito comercial que tiene como centro esta ciudad, Iglesia de Santo Domingo, Ayacucho.

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abarcando desde el Alto Perú hasta las zonas costeras entre Camaná y Tarapacá. Tal espacio geográfico proveyó la riqueza que quedó retratada en las casonas solariegas y en los macizos edificios religiosos de piedra sillar. Los insistentes terremotos de 1600, 1601 y 1687 produjeron una peculiar arquitectura que no apelaba a las estructuras flexibles y livianas, sino a voluminosas masas reforzadas por recios contrafuertes, realizados con el abundante y dúctil tufo volcánico. El sillar, mezclado con hormigón y luego tallado y pintado a la cal, sería utilizado tanto en los muros de cimentación como en las bóvedas de las edificaciones, haciendo innecesarios la escasa madera y el ladrillo. La ciudad resurge de sus sucesivas ruinas, pero a fines del seiscientos ya está definido un particular estilo barroco-mestizo, que ha llegado hasta nosotros. El “brutalismo” estructural es contrapesado por la delicadeza de la ornamentación de herencia plateresca, que exorna portadas y ventanas. Este tipo de decoración que se inicia en los trabajos de la iglesia de Santo Domingo y adquiere madurez con la regia portada de la Compañía, se extiende por igual en la construcción civil como en la religiosa. Las iglesias conventuales tienen frecuentemente planta de cruz latina, capillas interconectadas, sobrios campanarios y cúpulas macizas y apaisadas, sostenidas por recios contrafuertes escalonados y machones coronados por pináculos. Dentro de estas edificaciones la más antigua es San Francisco, diseñada por Gaspar Báez. Esta iglesia de finales del siglo XVII posee un muro testero curvo y capillas agregadas posteriormente. La fachada y la portada evocan el léxico renacentista. También el templo de la Compañía de Jesús de fines del siglo XVII, cuyo diseño correspondió al maestro Juan de Aldana, es clásico ejemplo de una concepción espacial renacentista. Las columnas de orden jónico sostienen la bóveda de cañón y rematan en una cúpula que ampara el presbiterio. El exterior muestra una portada lateral atribuida a Simón de Barrientos (1645), que representa a Santiago Matamoros y varias sirenas que lo circundan. La exquisita portada principal de 1698 es una obra maestra de estilo barroco-mestizo. Bajo un amplio frontón trilobulado se desarrolla una portada-retablo, con columnas corintias pareadas, cuyo fuste presenta en el tercio inferior el trabajo de “melcochado”. Estas columnas sostienen los dos cuerpos de la portada, que permiten ubicar centralmente una ventana coral y pináculos. La ornamentación desarrolla planos y nutridos motivos naturalistas.

Iglesia de la Compañía, Arequipa.

En la Merced arequipeña (1657) también interviene el genio de Aldana. Dicho templo tiene proporciones menores que la Compañía y es cubierto por una bóveda de cañón que termina en cúpula sobre el ábside. Santo Domingo (1680) en cambio presenta mayores proporciones y su portada lateral mestiza podría ser la más antigua de la región. Su portada principal comprende “un solo arco de mediopunto flanqueado por claras pilastras compuestas de espigados cuerpos superpuestos que se alzan para alcanzar la elevada cornisa; ésta se abre, se quiebra y limita el tímpano del frontón con una graciosa curva envolvente y rebajada”. Los conventos son habitualmente de una planta y sus corredores cubiertos con bóvedas de cañón seguido, o de arista, circundan un espacio central, y están apoyados en recias columnas de base cuadrada. La decoración se reduce a simples molduras, impostas y cornisas, aunque se encuentra una excepción en el claustro jesuita (c. 1738), donde los lados de las columnas se prestan para una exuberante ornamentación naturalista, atribuida a Lorenzo Pantigoso. Los monasterios de Santa Teresa y Santa Catalina conservan aún hoy su fisonomía virreinal, ejerciendo este último una especial atracción para el visitante contemporáneo, porque ejemplifica lo que fueron otras ciudadelas religiosas de la colonia. Como bien lo ha expresado José García Bryce: ”se agre567

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Galería de los confesionarios adornados con pinturas al óleo en los netos de los arcos, Monasterio de Santa Catalina, Arequipa.

ga al conjunto del monasterio propiamente dicho, una zona que bien podría llamarse urbana, ya que, a manera de un burgo medieval, está formada por angostas calles y plazas pequeñas que se fueron creando por las religiosas de fortuna que construían para sí pequeñas viviendas con cámara, recámara, patiecito y una habitación para la criada o esclava. Encerrado dentro de los altos muros del monasterio este conjunto forma, en el sentido literal de la palabra, una verdadera ciudad dentro de otra ciudad”. En el área suburbana de la ciudad del Misti se encuentran las iglesias de San Miguel de Cayma (1746) de tres naves y cúpula, con portada preciosista; San Juan Bautista de Yanahuara, de fachada unitaria y cúpula central; y la del Espíritu Santo de Chihuata, donde además del trabajo de su portada, destaca la decoración de su cúpula barroca exornada con innumerables ángeles. Distinto es el caso del incomunicado valle del Colca, dependiente también de la diócesis de Arequipa, donde se multiplicaron las reducciones de indios y las iglesias rurales. En una suerte de meseta por donde se abisma uno de los más profundos cañones del mundo, y sacudida por una constante actividad sísmica y volcánica, se esparcen catorce pueblos que compiten por poseer las más notables y hermosas iglesias. Estancado en un ille tempore virreinal, ya que careció durante siglos de vinculación con el mundo moderno, el Colca ha mantenido sus templos en condiciones estilísticamente puras. Resalta dentro del conjunto la iglesia de la Inmacula568

da Concepción de Yanque, entre cuyas dos gruesas torres se enmarca un impresionante tapiz de piedra de la fachada principal, con labrado planiforme de follajería e imágenes de santos. No menos interesante resulta Santiago de Coporaque con su fachada de tres niveles coronada por una larga tribuna abierta al atrio de cinco vanos. Destaca en un costado una capilla lateral con notable portada renacentista. El templo de Santa Ana de Maca posee una hermosa portada y tribuna exterior además del característico arco cubierto, que es la proyección de la bóveda de cañón sobre la parte saliente de las torres. La Purísima Concepción de Lari posee también arco cubierto y sus proporciones son mayores que las de las iglesias vecinas. Cuenta asimismo con planta de cruz latina y macizos volúmenes en sus torres (Velarde 1978: 236-264; Patrucco et al. 1995: 108-111; Tord 1983; García Bryce 1971: 4547; Wuffarden 1994: 542-544).

Puno La región del Collao irrigada por el lago Titicaca era la antesala del mítico Potosí y poseía un enorme potencial agropecuario y minero, como es evidenciado por las notables fortunas personales de los curacas lupacas. La zona estuvo originalmente entregada a la actividad misional de los dominicos, pero en 1576 los jesuitas tomaron a su cargo la labor pastoral. Se inicia de este modo un período de expansión de la fe, levantándose simultáneamente más de dieciséis iglesias, siete de las cuales se hallaban concluidas al llegar la nueva centuria. La estética de este primer momento es especialmente anacrónica, pues en la arquitectura se reproducen modelos gótico-mudéjares de ascendiente peninsular, entremezclados con ideas del orden renacentista. Su estructura recurre al adobe, la piedra y la madera y techos con el sistema de par y nudillo. Las portadas de las iglesias más antiguas siguen las pautas del cinquecento. A contrapelo del paso del tiempo, todavía es posible contemplar casi sin variaciones los templos como San Juan de Juli, San Pedro de Acora y la Inmaculada de Paucarcolla, todos ellos del siglo XVI. Bajo la gestión del obispo Mollinedo se consolidará un segundo gran momento de la arquitectura puneña. Entre 1675 y 1699 se construyeron once templos en la región, que no ocultan la influencia del barroco cuzqueño, como puede constatarse en las iglesias de Lampa, Asillo y Ayaviri. Son iglesias

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte La catedral de Puno, concluida en 1747, alberga tres imágenes reputadas como milagrosas: la Virgen de los Remedios, el Señor del Quinario y el Señor de la Agonía.

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construidas en granito, con planta de cruz latina, bóveda de piedra y cúpula sobre el crucero. Las capillas se hacen con arcos sobre los muros laterales. El tercer momento importante se desarrolla a lo largo del siglo XVIII donde el estilo más mestizo que barroco llega a su madurez. La arquitectura puneña en esta etapa tiene fuertes vinculaciones con la practicada en Arequipa, por la notable decoración planimétrica y la exornación de tapiz. Nuevas formas se superponen a los viejos templos, introduciéndose el nartex, crucero, presbiterio y torres. La doctrina de Juli –un campo experimental de las misiones jesuitas que posteriormente se implantaron en el Paraguay– estaba dividida en cuatro parcialidades, siguiendo las nociones espaciales de la cuatripartición andina, y poseía lógicamente cuatro hermosos templos: San Juan, Santa Cruz, la Asunción y San Pedro. A la iglesia de San Juan se le añade una portada lateral muy trabajada, y también un crucero, capilla mayor y baptisterio. Algo semejante sucederá con la Casa de Dios de Santa Cruz, que adoptó nueva planta y un sotacoro con anchas columnas salomónicas pareadas. Dentro de este período cabe resaltar la construcción del templo de Santiago de Pomata (1726), “paradigma de la escuela arquitectónica collavina... en la que se desarrolla una correspondencia entre la decoración y la estructura arquitectónica”. Su interior muestra una pulcra talla de tipo tapiz que se extiende a lo largo de las bóvedas, las ventanas y puertas, llegándose en la sacristía a la perfección. No en vano constituye una de las cumbres del arte mestizo altoperuano.

Otro ejemplo interesante es la catedral de Puno (1757), en la que se reúnen la influencia cuzqueña, que se manifiesta en sus torres barrocas, y la arequipeña que se expresa en su portada mestiza, firmada por Simón de Asto. La portada-retablo contiene columnas salomónicas, imágenes de bulto y decoración planimétrica en el fondo, de donde surgen abundantes figuras en relieve. Repitiendo la fachada de la catedral limeña, los frontones partidos separan los dos grandes cuerpos. Fuera de los límites cronológicos de nuestro trabajo, los templos de San Pedro de Zepita, San Pedro de Juli y la Asunción, San Pedro de Acora y Santiago de Pupuja sufren el embate de algunos elementos neoclásicos tardíos (Velarde 1978: 268-283; Wuffarden 1994:546-568; García Bryce 1971: 43).

Huancavelica La ciudad de Huancavelica fue fundada en 1572 por orden del virrey Francisco de Toledo, quien la denominó Villa Rica de Oropesa, en honor de su patria en la Península. Rápidamente adquirió fama y fortuna de “alhaja de la Corona”, por su ingente riqueza minera cifrada en el mercurio o azogue, imprescindible para amalgamar la plata. Los ricos mineros y las altas autoridades y comerciantes no tardaron mucho en levantar sus mansiones y casonas 569

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Patrucco y favorecer a las fundaciones religiosas. La construcción eclesial destaca por su arcaico trazo. A dicha percepción parece contribuir la ausencia de bóvedas y cúpulas, pues las techumbres aparecen cubiertas por tejados, algunos de ellos de “mojinete”. Las salientes cornisas quizá denotan el deseo de reemplazar los tejados a dos aguas por bóvedas de medio punto. La setecientista San Francisco (1774) es la única iglesia con cúpula sobre el crucero y con portada plateresca, mientras la de San Sebastian, o la Santísima Trinidad de Conayca –con fuerte influencia mestiza–, resaltan por la simplicidad de los elementos que contrastan con las armoniosas fachadas. Barrocas en cambio son las portadas de la catedral, con la característica piedra roja de pucarumi, Santo Domingo con gran amplitud y sólidos campanarios que escalonan pilastras, y Santa Bárbara, donde su estirpe churrigueresca y las columnas salomónicas refuerzan aún más el contraste entre la sobriedad estructural y la saturación ornamental (Velarde 1978: 242-253; García Bryce 1971: 51-52; Wuffarden 1994:551).

Cajamarca Si bien la plaza de Cajamarca estuvo definida por un emplazamiento prehispánico, la ciudad misma no guardó una unidad y coherencia con el asentamiento previo sobre el que se estableció, pues únicamente subsisten algunos restos como el Cuarto del Rescate y los Baños del Inca. Desde mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII, Cajamarca gozó de una creciente actividad obrajera, ganadera y agrícola, que le proporcionó recursos y exigió el desarrollo de un entorno urbano. Pero la expansión de la hacienda y la competencia de las mercancías extranjeras cortaron bruscamente ese auge económico a inicios del siglo XIX. Según algunos autores, la falta de torres en las iglesias sólo es la expre570

Iglesia de San Francisco, Huancavelica.

sión material de ese desarrollo trunco. Arquitectónicamente cabe resaltar cuatro grandes conjuntos monumentales: San Francisco y la Recoleta Franciscana, el monasterio de las Concepcionistas Descalzas con su iglesia de La Inmaculada, el complejo hospitalario de Belén y la catedral. Todos los templos, salvo el de la Inmaculada, están cubiertos con bóvedas de piedra volcánica de un tono gris claro. En sus zócalos y molduras aparecen decoraciones de flores y rombos, con supervivencias manieristas y platerescas. Pese a las columnas salomónicas, las portadas poseen un gran influjo renacentista. La construcción de la catedral data de 1685, consagrándose en 1762. Su apaisada fachada presenta una abundante decoración y un complicado almohadillado en los espacios entre las tres portadas. La portada central se levanta en tres niveles, conteniendo columnas salomónicas, ventana coral y nichos en los intercolumnios, e impresiona más que las laterales y que la base trunca del campanario. Sus proporciones se atienen a una composición renacentista y la decoración se acerca al plateresco. El interior es severo, siguiendo una planta de cruz latina, aunque sin cúpula. La nave central, separada de las adyacentes por muros en los que se han horadado arcos, remata en un magnífico altar dorado. La iglesia de Belén (1744) imita a la catedral y su nave de cruz latina presenta brazos apenas insinuados. Bajo una gran cúpula con cimborrio octogonal se cierra un interior ornamentado íntegramente con rombos, los que adornan todas las caras de las pilastras y del arco toral. Exteriormente encontramos, entre dos cuerpos laterales cúbicos y macizos, una portada de tres cuerpos y tres calles. Ella exhibe “líneas verticales y dominantes de columnas pareadas y superpuestas, anchos paños de muros interme-

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ARQUITECTURA DOMÉSTICA La construcción de las casas de las ciudades iniciales del virreinato fue una empresa que ocupó durante muchos años la atención de los nuevos vecinos. Adaptar los recursos y métodos de construcción nativos a las edificaciones de matriz española, fue un proceso ligado al ensayo y al error, porque los insistentes terremotos se encargaban de poner a prueba los sistemas utilizados y desechar algunas innovaciones técnicas y hasta estilísticas. Pero también hubo casos en que las nuevas edificaciones utilizaron como base la planta, los cimientos y algunos de los muros que quedaban en pie de los antiguos edificios prehispánicos. En épocas tempranas el ideal de vida de los encomenderos se materializaba a través de la “casa poblada”, que posibilitaba un estatus señorial. Físicamente esta vivienda, a la que todos los colonizadores aspiraban, asumía la conformación de la “casa patio” o casa de tipo mediterráneo, donde las habitaciones se organizaban en base a uno o más patios centrales. Sin embargo no todos los habitantes de

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dios, y el admirable remate de los tres arcos floridos”. En su frontis sobresale la hermosa ventana coral lobulada. Vecino al templo se encuentra la doble estructura del hospital de Belén, una de las construcciones asistenciales mejor conservadas de la colonia. La iglesia de San Francisco comenzó su fábrica en 1669 y aunque inconclusa por la falta de campanarios, tiene una muy especial composición. Como ha señalado García Bryce: ”la planta de cruz latina de tres naves y crucero con cúpula genera en San Francisco uno de los más hermosos interiores de la colonia. Su belleza no reposa en el adorno que es más bien parco, sino en la armonía y el balance que existe entre la forma espacial y la forma estructural”. En su exterior presenta almohadillado total y una portada ascendente de tres cuerpos. La única iglesia que llegó a concluirse en toda la ciudad de Cajamarca fue la Recoleta Franciscana, que resalta por su unitaria fachada con espadañas gemelas y su amplio atrio. La iglesia de la Inmaculada Concepción (1806) presenta una evolución hacia el neoclasicismo en su vasto frontón triangular y en el monasterio adyacente llamado de las Concepcionistas (Velarde 1978: 306-322; García Bryce 1971: 53-55; Wuffarden 1994: 552-553).

Catedral de Cajamarca.

las jóvenes ciudades podían aspirar a tan ansiado sueño, por lo que pronto se implantaron otros modelos de unidades domésticas menos pretenciosos. La escala habitacional se iniciaba con el humilde “callejón de cuartos” o “casa comunal”, donde una hilera de habitaciones se unía con la calle por un pasaje a cielo abierto. Cada cuarto, o dos o tres de estas piezas constituían una unidad de vivienda. Esta sencilla forma de construcción era utilizada también en las posadas, los tambos y los asilos. Un peldaño más arriba se situaba la más sencilla de las casas independientes, cuyo reducido frente no pasaba de los 5 metros. Esta vivienda estaba conformada por una, dos o tres habitaciones pero con puerta propia a la calle, y con suerte una ventana. A veces el terreno era suficiente como para dejar un espacio entre el muro exterior y el inicio de la casa misma, donde se extendía un pequeño patio delantero. Un tercer tipo sería la mencionada casa con patio central alrededor del cual se ubicaban las principales piezas. Dependiendo del tamaño del predio, podía contar con uno, dos o más patios, y éstos podían tener habitaciones sólo a un lado, o a ambos lados del 571

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Patrucco Luego de revisar esta somera tipología deberemos examinar con detenimiento la típica edificación doméstica, la tan nombrada casa patio que tanto se generalizó en las principales ciudades, entre ellas Lima. Harth Terré la describió de la siguiente manera: “la casa solariega tenía siempre un zaguán que daba entrada a un patio con una habitación al fondo, por lo general la sala o la cuadra; luego dos habitaciones a un costado que se designaban como cámara y recámara; otros aposentos a continuación de la sala, con vista a un jardín o a un patio menor en donde estaban, si la casa era de mayor importancia, unas caballeriQuinta de Presa, casa de campo propiedad de la familia Carrillo de zas o pesebreras y corrales, y algunas habiAlbornoz, edificada en el siglo XVIII. taciones para la servidumbre. En el patio a un lado la escalera a la azotea o galería, espacio central. Hacia el siglo XVIII surgiría un nue- más tarde a los aposentos altos. Por lo general se havo tipo de casa llamada “quinta” o casa campestre, cían éstos sobre el zaguán... ... los portones eran asentada en zonas semirrurales, en un limbo entre amplios para que pudiera salir una carroza holgadala mansión urbana y la casa hacienda, y copiando el mente, con hojas con clavazón de bronce, quicialemodelo francés del hôtel entre cour et jardin. Luego ra, tejuelos, gorrones, cerradura y aldabón, abazade un patio de honor abierto, se levantaba una plan- deras de fierro y sus argollas de hierro... ... los quita alargada con salones ordenados a lo largo de una cios, la mayoría de dintel pero algunas con arco”. galería central, con terraza con vista al jardín posteEn este tipo de casa pueden distinguirse tres zorior. En Lima perduran la quinta de Presa y la quin- nas claramente delimitadas. En primer lugar se hata del Prado, las que se levantaron según la estética lla la zona exterior con el zaguán y las habitaciones rococó y bajo el influjo de Amat. con frente a la calle, que cuando eran alquiladas coLa vivienda rural oscilaba entre la sencilla casa mo negocios debían cambiar las ventanas de reja campesina y la casa hacienda. Cuando los poblado- por puertas para atender a los clientes. Luego se enres andinos lograban evitar el traslado obligatorio a cuentran el patio y las habitaciones principales donlas reducciones, seguían edificando moradas muy de la familia recibe y donde se colocan los muebles semejantes a las utilizadas en las épocas previas a la más lujosos. A partir del segundo patio se levantan conquista, con canchas, muros de adobe o pircados las habitaciones del servicio y la cocina, a la que se y techo a dos aguas cubierto con paja o ichu. En la suman huerta, gallineros, corrales y otras depencosta se utilizaban muros de adobe, quincha, man- dencias. Es de notar que hasta el siglo XVIII las cagle y ramadas laterales. Las casas-hacienda en cam- sas no contaban con comedor, el cual se difundió bio eran complejas edificaciones que cumplían fun- por influencia francesa. ciones económicas, fiscales y religiosas y estaban Externamente las fachadas eran asimétricas, con compuestas por una diversidad de construcciones. portadas de ladrillo o piedra y estuco en el resto. La casa del hacendado se ubicaba junto a la capilla Las ventanas de celosía se cambiarían en el siglo en una plazoleta a la que se solía llegar por una lar- XVIII por ventanas vidriadas con reja de hierro. La ga avenida arbolada. Habitualmente elevada, la casa planta alta se ve definida por la presencia de balcotenía una visión panorámica del área y estaba com- nes, algunos de antepecho sobre la portada, pero puesta por las habitaciones, los salones de recibo y otros de cajón a los lados, o corridos cubriendo tola casi infaltable galería. Las construcciones tardías da la fachada, o esquineros, dando un óptimo registuvieron algunos detalles afrancesados y estaban co- tro sobre dos calles. Estos balcones, llamados “caronadas con miradores y torreones rematados con lles aéreas”, dieron rostro peculiar a ciudades como cúpulas bulbosas. A estas edificaciones se sumaban Lima o Trujillo –en donde ocupaban un entrepiso–, las rancherías, huertos, depósitos, caballerizas, co- aunque no faltan en otras ciudades de la costa y alrrales y otras muchas dependencias utilitarias. gunas de la sierra, como Cuzco y Ayacucho. Su ba572

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte la ciudad sufrió muchos estragos y debió reconstruirse. Las antiguas kanchas indígenas, especie de manzanas amuralladas con espacio central rodeado por habitaciones de uso múltiple, fueron unidas por los españoles conformando grandes casonas de dos o más patios. De este modo se aprovecharon los muros incaicos, algunos de los cuales fueron trasladados unos metros para hacer más anchas las calles y permitir la circulación de los caballos y peatones con mayor facilidad. Por lo general en el Cuzco se construía sobre los muros incaicos con adobe o con piedra labrada a la española. Luego se añadían ventanas, balcones y ajimeces, y se los techaba con cubiertas mudéjares de par y nudillo, encima de las cuales se colocaban tejas. Garcilaso y Cieza concuerdan en sus descripciones, señalando que estas mansiones de los conquistadores, con sus patios de doble galería y sus torres, convertían al Cuzco en la más suntuosa urbe indiana. Algunas casonas conservaron como elemento de prestigio las portadas trapezoidales de los palacios incaicos, añadiéndoles cantería para hacerlas rectas. Sobre ellas se tallaron decoraciones y figuras heráldicas, conformando hermosos conjuntos platerescos. Como obra de finales del siglo XVI destaca la muy notable casa del Almirante con su portada pla-

Fachada del palacio de Torre Tagle, Lima.

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se estaba constituida por ménsulas o canes, luego venía la base del cajón con óculos desde donde miraban los infantes, más arriba se desplegaban las celosías en paneles batientes entre balaustres, y encima se alzaba una cornisa. Las casonas limeñas del siglo XVI debieron destacar por su horizontalidad. Entonces los solares sobre los que se construían eran bastante grandes y espaciados. Los materiales preferidos fueron el adobe y la quincha y los techos tuvieron estructura de madera y torta de barro, lo que llevó al Inca Garcilaso a decir que Lima “mirada de lejos es fea porque no tiene tejados de tejas”. El ladrillo por entonces se usaba para las escaleras que conducían al balcón, o para los pocos aposentos ubicados sobre el zaguán y la portada. Al decir de Bernales no eran extraños los altos miradores, “especie de pequeñas y estrechas torres como minaretes que se elevaban sobre los terrados y conferían un singular aspecto morisco a la ciudad”. Muy pocas casas tempranas se conservan en la capital. Debemos señalar que la propiedad de los Aliaga sigue asentada sobre una parte del antiguo palacio de Taulichusco y a pesar de las remodelaciones mantiene una escalera central en el patio principal y un segundo patio con galería adintelada y columnata de madera. Otro inmueble de los tiempos iniciales es la llamada casa de Pilatos (también conocida como de Jarava o Esquivel). En ella destaca la escalera central que se divide en dos tramos según modelo renacentista, y la portada de piedra que sigue perfiles manieristas. Es una de la pocas casas que sobrevivió al terremoto de 1746. Como anteriores a este devastador sismo podrían mencionarse también algunos largos balcones como los de la casa del Oidor, ubicada en la calle Pescadería. El palacio de Torre Tagle (1735) también se salvó del desastre, caracterizándose por su estilo neomudéjar expresado en sus tallados balcones de celosías, los azulejos, los arcos lobulados y su original portada de piedra y estuco, con columnas a los costados. Dentro de la evolución del gusto capitalino cabría enumerar la casa de Goyeneche de 1776, la de las Trece Monedas con trabajo de rocaille (1780) y el palacio de Osambela (1808), que cierra el período con su influencia neoclásica y algunas singularidades como sus tres plantas y mirador, y sus balcones vidriados al estilo Luis XVI. Las viviendas en el Cuzco responderían a otros criterios porque los conquistadores realizaron adaptaciones para levantarlas sobre antiguos muros y espacios incaicos. Durante la rebelión de Manco Inca,

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Patrucco abiertos como los de la casa de los marqueses de Jara, el esquinero de los marqueses de Buena Vista, y el célebre balcón de Herodes de elaborada factura. Las casas de la ciudad de Arequipa tienen rasgos estructurales y estilísticos diferentes, debido a las precauciones antisísmicas, la ausencia de piedra dura y la utilización del sillar. Por lo general no exceden un primer piso y rodeando hermosos patios encontramos amplios salones techados por bóvedas de sillar, que las dotan de un aspecto eclesial. DiCasa del Moral, Arequipa, de estilo barroco mestizo. cho carácter se robustece por las bellas portadas con frontoteresca. En su frontis está esculpido el busto de un nes curvos, en los que se labran monogramas relicaballero con espada, yelmo y penacho sobre dos giosos y escudos, en medio de una decoración fitoescudos sostenidos por dos pilastras. Completando morfa. Las ventanas de reja a veces con sombreros el conjunto aparece una bella ventana esquinera. Su muy decorados y las gárgolas mitológicas o cilíndriasombroso interior está organizado sobre la base de cas terminan de otorgarle personalidad a esta arquiun irregular zaguán que se abre hacia un patio rena- tectura regional. centista, rodeado de arquerías de medio punto y coTal vez uno de los mejores ejemplos de este eslumnas de piedra en sus dos niveles. La escalera en- tilo barroco teñido de presencia mestiza sea la casa cerrada no desmerece el conjunto, con un mons- del Moral, con su portada coronada por un completruo mitológico tallado y un león sedente que deco- jo escudo y el típico patio residencial arequipeño. ra el pasamanos. También son sumamente bellas la casa Tristán del Otro ejemplo interesante de arquitectura domés- Pozo (1738) en cuya portada se esculpe el árbol getica en el Cuzco es la llamada casa de los Cuatro nealógico de Cristo, y la casa Arróspide (1743) de Bustos perteneciente al conquistador Juan de Salas portada más sencilla pero con gárgolas con cabeza y Valdés. En su portada se retratan sobre el pórtico de puma. La casa de la Moneda o Quiroz (1794) cieadintelado y bajo un escudo y un ajimez, los retra- rra el ciclo del rococó y preludia el empuje del neotos de sus ocupantes ataviados a la usanza de la épo- clásico. La hoy llamada Ciudad Blanca fue en otros ca de Felipe II. Residencias notables constituyen sin tiempos más colorida porque sus edificios estaban duda las que pertenecieron a don Diego de Silva y pintados a la cal con colorantes rojizos, ocres y azuGuzmán –quien alojó al virrey Toledo–, y la de do- linos, mientras sus puertas se coloreaban de verde y ña Usenda de Loayza, que hoy forman parte del azul. Los interiores, por su parte, presentaban en conjunto del monasterio de Santa Teresa. Algo se- paredes y techos, complejos y polícromos frescos. mejante sucede con la casa de las Sierpes (en realiHuamanga representará en su arquitectura dodad seres mitológicos), convertida en el beaterio de méstica el esplendor de sus encomenderos y el aulas Nazarenas, o con la casa de los Tres Pumas. La ge del que gozó hasta el siglo XVIII. Su arquitectumejor portada manierista es la del antiguo hospital ra está signada por el uso de la piedra aunque comde San Andrés que ostentaba una cariátide copiada binada con el adobe y las tejas. Sus amplios patios del modelo presentado por el Tercero y cuarto libro con galerías en las dos plantas –a veces ambas con de arquitectura de Serlio de 1563. Las casas de Bue- columnas de piedra y arcos– y las bóvedas en alguna Vista y Roca Fuerte, premunidas de columnas nas habitaciones de los primeros pisos, nos revelan barrocas, parecen ser de época más tardía. En la ca- la bonanza de sus familias principales. Particularpital imperial abundan los balcones frecuentemente mente interesante por su antigüedad (siglo XVI) re574

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte

Portada de la casa de Tristán del Pozo, Arequipa. Se puede apreciar en la parte superior los monogramas de la Sagrada Familia.

vida cortesana de la capital. Sus casonas, aunque con características arquitectónicas propias, comparten la técnica constructiva de las limeñas y son de una sola planta. Sobre el patio se alza una galería elevada y con barandales, y sus fachadas asimétricas muestran portadas estucadas de las primeras épocas, con añadidos barrocos de columnas o pilastras, diseños heráldicos o símbolos religiosos. Son peculiares sus grandes ventanas, cubiertas originalmente por barrotes de madera torneada, las que darán paso en el siglo XVIII a la filigrana en hierro de sus rejas y a los sombreros de estilo imperio que las coronan. Los balcones de cajón, ante la inexistencia de la segunda planta, se encuentran a media altura y ocupando un entrepiso. Los zaguanes son prolijamente decorados desde las primeras épocas con pinturas indígenas, sobre las que se superponen posteriormente frescos manieristas, barrocos y neoclásicos. La casa de los condes de Aranda se atiene a una decoración barroco-mestiza en su portada, compuesta por columnas salomónicas realizadas en estuco, que sostienen un dintel adornado por follajería, ángeles, custodias y veneras. La casa de los Leones nos sobrecoge con su hermosa fachada. Sobre el dintel se aprecia una pareja de felinos y abundante

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sulta la casa del marqués de la Totora, ocupada por la Escuela de Bellas Artes en la que aparece, tras los soportales, un largo muro frontal de piedra trabajado al modo incaico. Su largo e irregular zaguán nos interna al patio, donde se pueden apreciar gruesas columnas coronadas por discos de piedra y cabezas de serpientes incaicas a manera de capiteles, que corresponden al período de transición entre el incario y el virreinato. La casona del obispo Cristóbal de Castilla y Zamora, edificada hacia 1670, rodea la catedral y utiliza los recios muros del templo como perímetro de sus irregulares patios. La galería alta suspendida por soportales ostenta el escudo de armas del prelado y en su patio se muestra un relieve con la figura de San Cristóbal. Otra casa interesante es la del corregidor Nicolás de Boza y Solís (c. 1740) con alargado patio de arquería doble y columnas de piedra. Finalmente mencionaremos la del marqués Mozobamba del Pozo, con columnas de piedra de trabajado capitel, o la de Jáuregui, con balcón sostenido por ménsulas que representan cabezas de puma. La ciudad de Huancavelica será resultado de su riqueza minera, por lo que no faltarán una serie de mansiones construidas en la llamativa y rojiza piedra pucarumi de la región. Las casas principales tendrán dos plantas que culminan en tejados a dos aguas y pequeños patios rodeados de galerías. No faltarán tampoco algunos balcones de cajón y casetonados como en la casa del Sol, y portadas almohadilladas con tallas heráldicas o de seres mitológicos como en la residencia de Amador de Cabrera o la casa de la Máscara. Distinto es el caso de Cajamarca, ciudad que posee más de un centenar de casonas que se conservan en muy buen estado. Ellas demuestran claramente las tendencias arquitectónicas regionales y son habitualmente dieciochescas, llevando poca decoración salvo en los dinteles que revelan diseños geométricos. Un caso particular es la casa Uceda, de frontón partido y una exuberante ornamentación barroca con iconografía floral selvática. Otras portadas detentan un tallado planiforme geométrico, que rodea las armas heráldicas de los propietarios, aunque algunos recurren al doble dintel con molduración decorada. Generalmente los patios son con columnas de madera y hacia el exterior se utilizan indistintamente ventanas rejadas y balcones de antepecho. Las familias nobles descendientes de los encomenderos y los vecinos fundadores de la costeña ciudad de Trujillo, tratan de seguir muy de cerca la

Patrucco Patio de la casa del mayorazgo de Facalá, Trujillo, La Libertad

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yesería, acompañada de decoración polícroma en la que destaca el apóstol Santiago a caballo. La casa del Mayorazgo de Facalá (c.1709), en cambio, enarbola una portada con elementos mudéjares. Más

cercanas a la estética neoclásica y al fin del período colonial, por sus sucesivas remodelaciones, son la casona de la Emancipación y el palacio Orbegoso, a partir de las cuales podemos tener una visión del auge urbano de la época y comprender la competencia que establecía Trujillo con la capital. Como colofón podemos señalar que la arquitectura trujillana es imitada en menor escala en el cercano partido de Lambayeque, donde se encuentran edificaciones interesantes como la casona de la Loggia (1735) –con larguísimo balcón techado que cubre los dos frentes del edificio–, o la más antigua casa de las Linternas, célebre por sus fachadas y fanales en estuco y sus retorcidas rejas rococó (Wuffarden 1994: 535-557; García Bryce 1971:78-89; 1986:98; Bernales 1987: 249,252,271; Harth Terré 1962:19; Velarde 1978: 114, 161, 354).

BIBLIOGRAFÍA SOCIEDAD COLONIAL La bibliografía referente al tema de sociedad es bastante variada. Como una primera aproximación se podrá consultar los manuales América hispánica de Céspedes del Castillo, el tomo II de La América Latina de Konetzke o Perú: Hombre e historia de Pease Si se quiere estudiar ciertos temas con mayor detenimiento será importante consultar La mezcla de razas en la historia de América Latina de Mörner y, para las épocas tempranas, El mundo hispanoperuano de J. Lockhart. Para comprender la dinámica que afectó a la República de Indios será útil consultar el libro de Stern Peru’s indian peoples and the challenge of Spanish conquest Huamanga to 1640, la obra de Pease Curacas, reciprocidad y riqueza, la publicación de Ossio Los indios del Perú y, para comprender el desastre demográfico andino, los estudios de Sánchez Albornoz en La población de América Latina desde los tiempos precolombinos hasta el año 2000. Al estudiar la República de Españoles el libro de Puente Brunke Encomiendas y encomenderos en el Perú resulta una lectura obligada, así como las publicaciones de Del Busto, La pacificación del Perú, y Mazzeo, El comercio libre en el Perú. Estudiar a la mujer y a la familia nos lleva a revisar Pecados públicos de Mannarelli. El análisis del problema criollo puede observarse adecuadamente mediante los estudios Orbe indiano de Brading y Criollos en conflicto de Lavallée. Los problemas del mestizaje podrán verse acuciosamente estudiados en el número XXVIII, que a proposito del congreso sobre este tema publicó la Revista Histórica en 1965. Asimismo, La mezcla de razas en la historia de América Latina de Mörner puede ser muy útil.

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Sobre la esclavitud la información más completa puede ser hallada en Bowser, El esclavo negro en el Perú. ASPECTOS ECONÓMICOS COLONIALES Como estudios generales volveríamos a recomendar los mismos autores que para el caso de sociedad, a saber: Konetzke, Céspedes del Castillo, Pease. Como historias económicas clásicas están la muy antigua de Ugarte, Bosquejo para la historia económica del Perú, y la de E. Romero, Historia económica del Perú. Como obra actualizada podemos mencionar la de Assadourian, El sistema de la economía colonial, y para complementar algunos aspectos el libro de Sánchez Bella La organización financiera de las Indias. Sobre moneda los estudios de Moreyra, La moneda colonial en el Perú, y Salazar Bondy, Lima su moneda y su ceca. Sobre minería los estudios de Lohmann La minería en el marco del virreinato y Fisher Minas y mineros en el Perú colonial. Acerca de instituciones económicas se puede revisar El gobierno y la administración de Lohmann, de Rodríguez Vicente El tribunal del Consulado de Lima en la primera mitad del siglo XVII, y de Escobedo Mansilla Control fiscal en el virreinato peruano. Sobre obrajes y gremios se puede ver Silva Santisteban, Los obrajes en el virreinato del Perú y Quiroz Gremios en la colonia. LAS ARTES VIRREINALES: PINTURA, ESCULTURA Y ARQUITECTURA La bibliografía referente al tema de las artes en el virreinato peruano es sumamente amplia, aunque a veces el mayor problema sea su localización por estar dedicada a un público bastante restringido. Sin embargo habrá algunas

obras a las que será fácil acceder y permitirán formarse una visión general. En la Historia general del Perú de Mejía Baca (1980) se encuentra el estudio de José García Bryce sobre la arquitectura peruana, así como el muy completo trabajo de Luis Enrique Tord sobre pintura bajo el título de “Las artes plásticas en el Perú”. En 1982 Gisbert y Mesa editaron su muy completa obra Pintura virreinal en el Cuzco, en la que recogen con lujo de detalles el progreso del arte pictórico de la antigua capital incaica. En la Historia general del Perú de editorial Brasa ha aparecido recientemente el muy completo y actualizado trabajo de Luis Eduardo Wuffarden, denominado “Las artes virreinales”, en el que hace un verdadero despliegue de erudición sobre la actividad plástica colonial. En 1987 Jorge Bernales Ballesteros publicó una muy amplia suma del arte virreinal en su obra Historia del arte hispanoamericano, con una considerable sección dedicada al Perú. Consideramos que estos manuales son de muchísima utilidad para poder comprender la historia del arte peruano. En los últimos años el Banco de Crédito del Perú ha realizado una serie de libros dedicados al tema que nos ocupa, entre los que destacan por su bella fotografía y por la profundidad de los aportes críticos de los autores que incluyen, La escultura en el Perú y La pintura en el Perú virreinal. En 1987 Héctor Velarde publicó su libro Arquitectura peruana, un concienzudo texto en el que revisa el desarrollo de esta expresión artística desde las épocas prehispánicas hasta nuestros días. Pablo Macera ha aportado dos interesantes libros sobre la pintura mural en el sur peruano, y debemos al Banco de Crédito otra publicación muy reciente dedicada al mismo tema. Quien desee profundizar más en el estudio de estos temas podrá encontrar provechosa enseñanza en los textos incluidos en la siguiente bibliografía.

El Perœ virreinal: Sociedad, econom a y arte OBRAS GENERALES Céspedes del Castillo, Guillermo 1983 La América Hispánica. Barcelona. Konetzke, Richard 1971 América Latina, tomo II, La época colonial. Madrid, Siglo XXI. Pease, Franklin 1992a Perú: Hombre e historia, tomo II. Lima, Edubanco. Vargas Ugarte, Rubén 1978 Historia general del Perú. Lima, Milla Batres. SOCIEDAD COLONIAL

ASPECTOS ECONÓMICOS COLONIALES Assadourian, Carlos 1982 El sistema de la economía colonial. Lima, IEP. Basadre, Jorge 1937 “El régimen de la mita”. En: Letras. Lima. Borah, W. 1975 Comercio y navegación entre México y Perú en el siglo XVI. México, Instituto Mexicano de Comercio Exterior. Brading D. y H. Cross 1972 “Colonial Silver Mining: Mexico and Peru”. En: Hispanical American Historical Review 52. Escobedo Mansilla, Ronald 1986 “Control fiscal en el virreinato peruano”. En: Revista de Indias, Vol. 1, Nº 188. Madrid. Fisher, John 1977 Minas y mineros en el Perú colonial. 1776-1824. Lima. IEP. Hamilton, Earl 1975 El tesoro americano y la revolución de los precios. Barcelona, Ariel. Lohmann Villena, Guillermo 1957 El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias. Madrid. 1970 “La minería en el marco del virreinato peruano. En: La minería hispana e iberoamericana, Vol. 1, León. Macera, Pablo 1966 Instrucciones para el manejo de las haciendas jesuitas del Perú. Lima. 1971 “Iglesia y economía en el Perú en el siglo XVIII”. En: Letras 70-71. Lima. Moreyra Paz Soldán, Manuel 1980 La moneda colonial en el Perú. Lima, BCR. Mörner, Magnus 1975 “La hacienda hispanoamericana” En: Florecano, comp. Haciendas, latifundios y plantaciones en América Latina. México, Siglo XXI. Rodríguez Vicente, E. 1960 El Tribunal del Consulado de Lima en la primera mitad del siglo XVII. Madrid. Roel Pineda, Virgilio 1970 Historia social y económica de la colonia. Lima, Labor. Romero, Emilio 1949 Historia económica del Perú, Buenos Aires. Salazar Bondy, Sebastián 1964 Lima, su moneda y su ceca. Lima. Sánchez Albornoz, Nicolás 1978 Indios y tributos en el Alto Perú. Lima, IEP. Sánchez Bella, Ismael

1968 La organización financiera de las Indias. Siglo XVI. Sevilla. Silva Santisteban, Fernando 1964 Los obrajes en el virreinato del Peru. Lima, Museo Nacional de Historia. Spalding, Karen 1974 De indio a campesino. Lima, IEP. LAS ARTES VIRREINALES: PINTURA, ESCULTURA Y ARQUITECTURA Bayón, Damián 1974 Sociedad y arquitectura colonial sudamericana. Bernales Ballesteros, Jorge 1987 Historia del arte hispanoamericano. Siglos XVI al XVIII. Madrid, Editorial Alhambra. 1989 “La pintura en Lima durante el virreinato”. En: La pintura en el virreinato del Perú. Lima, Banco de Crédito del Perú. 1991 La escultura en Lima siglos XVI-XVIII. En: La escultura en el Perú. Lima, Banco de Crédito del Perú. Bonet Correa, Antonio 1986 “La plaza Mayor, generadora de la ciudad hispanoamericana”. En: Lima a los 450 años, Augusto Ortiz de Zevallos, editor. Lima, Universidad del Pacífico. Chichizola, José 1983 El manierismo en Lima. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú. Cossío del Pomar, Felipe 1958 Pintura colonial: Escuela Cuzqueña. Cuzco. H.G. Rozas Edit. Estabridis, Ricardo 1989 “Influencia italiana en la pintura virreinal”. En: La pintura en el virreinato del Perú. Lima, Banco de Crédito del Perú. 1991 “La escultura en Trujillo”. En: La escultura en el Perú. Lima, Banco de Crédito del Perú. García Bryce, José 1981 “Arquitectura virreinal y republicana”. En: Historia general del Perú, XII tomos. Lima, Editorial Mejía Baca. 1986 “Lima: Algunos tipos arquitectónicos”. En: Lima a los 450 años, Augusto Ortiz de Zevallos editor. Lima, Universidad del Pacífico. Gasparini, Graziano 1972 América, barroco y arquitectura. Caracas. Gisbert, Teresa y José de Mesa 1982 Historia de la pintura cuzqueña. 2 volúmenes. Lima. 1991 “La escultura en el Cuzco”. En: La escultura en el Perú. Lima, Banco de Crédito del Perú. Gutiérrez, Ramón 1983 Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica. Madrid, Editorial Cátedra. Harth - Terré, Emilio 1962 “Historia de la casa urbana virreinal en Lima”. En: Revista del Archivo Nacional del Perú XXVI. Maquet-Maquedonski, Paul y Rodrigo Núñez-Carvallo 1994 Las huellas locales. Lima, CENCA. Patrucco, Sandro y otros 1995 Arequipa. Colección los Cuatro Suyos. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú. 1996 “Pintoras peruanas en Washington”. En: El Comercio, Lima, 23 de junio. San Cristóbal, Antonio 1988 Arquitectura virreinal religiosa. Lima. Editorial Studium. Stastny, Francisco 1967 Breve historia del arte en el Perú. Lima. Tord, Luis Enrique 1981 “Las artes plásticas en el virreinato”. En: Historia general del Perú, XII tomos. Lima, Editorial Mejía Baca. 1983 Templos coloniales del Colca. Arequipa. Lima. 1987 Arequipa turística y monumental. Lima. 1989 “La pintura virreinal en el Cuzco”. En: La pintura en el Perú virreinal. Lima, Banco de Crédito del Perú. Velarde, Héctor 1978 Arquitectura peruana. Lima, Editorial Studium. Wuffarden, Luis Eduardo 1994 “Las artes virreinales”. En: Historia general del Perú, X tomos. Lima, Editorial Brasa.

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VIRREINATO

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cial y político de una institución colonial. Exma. Diputación Regional de Sevilla. Sevilla. Quiroz Paz Soldán, Eusebio 1993 “Aspectos económicos y sociales” En: Historia general del Perú, tomo V. Lima, Brasa. Riego, Delfina del 1993 “Matrimonio y familia en el contexto de la sociedad limeña del siglo XVI”. Memoria para la obtención del grado de Bachiller. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú. Sánchez Albornoz, Nicolás 1977 La población de América Latina desde los tiempos precolombinos hasta el año 2000. Madrid, Alianza Editorial. Sánchez-Concha Barrios, Rafael 1992a “El cuerpo de República en el pensamiento político colonial”. En: Humanitas Nº 21, pp. 60-73. Lima, Universidad de Lima. 1992b “De la miserable condición de los indios a las reducciones”. Ponencia presentada en el simposio “La ciudad en América”. Piura, agosto. Stern, Steve 1982 Peru’s indian peoples and the challenge of Spanish conquest Huamanga to 1640. University of Wisconsin Press. Zavala, Silvio 1973 La encomienda indiana. México.

Virreinato: Instituciones y vida cultural

I LA CABEZA Y LOS BRAZOS DEL REINO

EL MONARCA: REY DE LAS INDIAS Y DEL PERÚ

Esta pintura, fechada aproximadamente en 1725 y que se encuentra en el museo religioso de la catedral de Lima, muestra a los emperadores españoles como continuadores de los incas, reyes del Perú.

coya en señal de sumisión. La efigie del soberano era bajada por los alcaldes ordinarios y el alguacil mayor de la ciudad. En la plaza mayor estaban formados doce capitanes con sus compañías de infantería y ocho compañías de jinetes más dos escuadrones de milicias indias. Al asomarse el virrey, se hacían las salvas de rigor y la multitud gritaba: “°Viva el rey nuestro señor!”. Después se sacaba del cabildo el estandarte de la ciudad y era entregado al vicesoberano. Entonces los heraldos voceaban tres veces: “Oíd, oíd, oíd”, el virrey exclamaba en voz alta: “Castilla, León y el Perú, por el Rey Nuestro Señor, que viva muchos años”, y el pueblo respondía: “°Viva, viva muchos años!”. Estas solemnes ceremonias acontecieron en la Ciudad de los Reyes durante la proclamación de Felipe II en 1557, de Felipe III en 1599, de Felipe IV en 1622, y del desdichado Carlos II en 1666. Los reyes de la casa de Borbón fueron reconocidos con el mismo ritual. En 1701 se juró obediencia a Felipe V, y en 1725 fue proclamado su hijo Luis I. De igual manera se rindió ceremonial a Fernando VI en 1748. El rito continuó con Carlos III en 1760, con Carlos IV en 1789 y con su hijo Fernando VII en 1808 (Lohmann 1993).

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VIRREINATO

El Perú del período virreinal tenía en el rey de las Españas a su máxima autoridad. Se creía entonces que el soberano había recibido del mismo Dios la tarea de gobernar con arreglo a la justicia. En otras palabras, era el encargado de dirigir con buen gobierno la nave del imperio, y ello no sólo suponía procurar el bienestar material de los súbditos sino también la salvación de sus almas. Los reyes de España, exponentes de una monarquía con vocación universal, habían heredado la misión de los Reyes Católicos de divulgar el cristianismo y de mantenerlo y expandirlo como una de las fuentes de su poder. Ese sentimiento providencial fue inicialmente asumido por la casa reinante de Habsburgo y terminó con el proyecto de monarquía nacional de los Borbones. Justamente los reyes, por haber librado a la península de los invasores musulmanes, contaban con el privilegio del “regio patronato” que los facultaba para proponer al Papa el nombramiento de prelados en sus dominios. Los monarcas españoles estaban ligados a una larga tradición política y jurídica que encuentra sus orígenes en Las partidas de Alfonso X El Sabio. Aquel cuerpo de principios del derecho castellano mencionaba que la potestad del rey residía en el “señorío” y éste le facultaba para gobernar y juzgar a los súbditos de su reino. Con la conquista del Nuevo Mundo, el “señorío” del rey se extendió sobre el territorio ganado por Francisco Pizarro. De esta manera, el Perú se convirtió en un reino más dentro del imperio, al igual que el de México, también conocido como el de la Nueva España. El reino del Perú mantuvo su condición de señorío bajo la autoridad directa del emperador de las Indias, en cuya persona se unía también el título de rey de Castilla. El soberano era reconocido por sus vasallos al proclamársele como monarca en todos sus reinos. Así, en una ceremonia oficial que se realizaba en Lima, se colocaba un trono junto al palacio virreinal bajo el cual destacaba un retrato del rey, entre esculturas que representaban al inca y a la

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VIRREINATO

La presencia del rey se hacía sentir por medio de sus reales cédulas, pero no sólo a través de dichos documentos de gobierno. Para los habitantes del Perú era un gran padre al que recurrían como la última instancia de justicia, y como aquella persona que unificaba todo el reino católico en la defensa de la Eucaristía. Así lo demuestran la pintura y la oratoria sagradas del siglo XVII (Rodríguez Garrido 1994a). El soberano era considerado el “padre de la patria”, y el patriotismo sólo podía ser entendido a través de la fidelidad y lealtad al rey. Los súbditos del virreinato estaban pendientes de sus decisiones políticas, de sus triunfos militares, de su salud y del momento de su deceso, para el cual levantaban túmulos en las iglesias y oficiaban sus exequias. Fue de tal importancia la imagen del monarca que en Huanta (Ayacucho), a finales del siglo XIX, en pleno período republicano, se rezaba después de la misa un Padre Nuestro “por el rey nuestro señor”, se-

Desde la Edad Media la teoría política atribuía a los monarcas una doble naturaleza: una temporal, restringida a la existencia física de éstos como seres humanos, y otra eterna que conceptuaba a la monarquía como régimen político imperecedero.

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gún lo refiere una tradición oral que ha llegado hasta nuestros días.

EL CONSEJO DE INDIAS La principal institución de gobierno de estos territorios y sus gentes fue el Real y Supremo Consejo de las Indias, creado en 1511 por Fernando El Católico y reorganizado por Carlos V. Además de aconsejar y asesorar al rey en lo referente al gobierno de América y las Filipinas, tuvo a su cargo el diseño de una legislación especial para esas partes del imperio. El Consejo de Indias se involucraba en casi todos los ramos del gobierno. Desde el punto de vista político, proponía al monarca nombres de posibles candidatos para ocupar los cargos de virreyes, gobernadores, oidores, corregidores, y durante el siglo XVIII intervino en la designación de intendentes. En el campo judicial oficiaba como el más alto tribunal de justicia en lo civil y penal, y era una instancia a la que se podía apelar de los fallos dictados por las audiencias. Justamente el Consejo, con el fin de observar e investigar el estricto cumplimiento de las tareas de los funcionarios del imperio, organizaba viajes de inspección a cargo de los “visitadores generales”. También se llevaba a cabo un proceso fiscalizador de los funcionarios, conocido como “juicio de residencia”, que era incoado al final del ejercicio del cargo por los “jueces residenciarios”, y del que no se libraban ni el virrey ni los oidores. En cuanto al aspecto normativo, el Consejo se convirtió en una fuente legislativa de primer orden. Promulgó tantas leyes para los reinos de ultramar que se vio en la necesidad de intentar recopilarlas a lo largo de los siglos XVI y XVII. Pero sólo en 1680, en tiempos de Carlos II, logró reunir de manera sistemática toda la legislación acumulada en la monumental Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, sobre la cual trataremos más adelante en relación a la idea de derecho. Las sesiones del Consejo eran secretas y estaban dirigidas por un presidente o gran canciller que las encabezaba. Además integraban la institución los consejeros letrados –que inicialmente fueron cuatro y luego llegaron a ser más de diez–, dos secretarios que representaban a los virreinatos de la Nueva España y del Perú, los relatores, los contadores, un tesorero general, un fiscal que defendía los intereses de la Corona, un cosmógrafo mayor encargado de reunir información geográfica y cartográfica de América, y finalmente un cronista mayor que reco-

Virreinato: Instituciones y vida cultural

Fachada principal de los Reales Consejos en donde sesionaba y desempeñaba sus tareas administrativas el Consejo de Indias en Madrid, siglo XVIII.

EL VIRREY DEL PERÚ: UN PROCÓNSUL DEL IMPERIO El virrey, visorrey o vicesoberano encarnaba “el otro yo del rey”, por lo cual su condición no era exactamente la de un funcionario, sino más bien una suerte de vicario del rey-emperador. Personificaba a su majestad, al grado de vestir la misma indumentaria que él; el oidor Juan de Solórzano y Pereyra, recurriendo a la historia del imperio romano, lo comparaba con la figura del procónsul (Altuve-Febres 1993). Los virreyes fueron personalidades cuidadosamente escogidas entre la nobleza, la milicia y el clero españoles. El rey, a sugerencia del Consejo de Indias, nombraba a sus vicesoberanos por un período de cuatro años, aunque en algunos casos su gobierno se extendía por un tiempo mayor. Con todos los títulos y las instrucciones proveídos por el monarca, el virrey se embarcaba hacia el Perú en Sevilla o en Sanlúcar de Barrameda, para

desembarcar en Portobelo y luego dirigirse a Panamá. De allí era conducido a Paita y continuaba su viaje por tierra hasta la Ciudad de los Reyes, donde era recibido con gran solemnidad, muestras de júbilo e innumerables fiestas que duraban días enteros, y en las que participaban todos los estamentos de la sociedad. Una vez que prestaba juramento, el virrey iniciaba su gobierno con el apoyo de un letrado, que lo asistía en su labor legisladora. Como máxima instancia política, presidía las sesiones de la Real Audiencia y las ceremonias públicas, nombraba corregidores de indios y resolvía litigios jurisdiccionales entre audiencias. Entre sus funciones se estipulaba también la organización de las colonizaciones y la ampliación de la frontera agrícola, además de velar por el orden público y levantar censos. Desde el punto de vista militar, el virrey desempeñaba el cargo de gobernador y poseía el rango de capitán general, por lo tanto debía cuidar las fronteras del virreinato y fortificar las costas con la edificación de baluartes. También nombraba jefes de milicias, organizaba los cuerpos de tropas, despachaba armadas y ordenaba la construcción de barcos. Antonio de Mendoza (c. 1493-1552), segundo virrey del Perú, procedía de la nobleza peninsular.

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VIRREINATO

pilaba y escribía la historia de los reinos del Nuevo Mundo. Todos los miembros debían cumplir con los requisitos de ser hombres de “costumbres, nobleza, y limpieza de linaje, temerosos en Dios y escogidos en letras y en prudencia” (Lohmann 1993).

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EL GOBIERNO DE LOS VIRREYES

VIRREYES

MANDATO

VIRREINATO

Durante el período de la casa de Habsburgo, el Perú fue gobernado por: Reinado de Carlos I Blasco Núñez Vela

1517-1556 1544-1546

Antonio de Mendoza y Pacheco

1551-1552

Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete

1556-1560

Reinado de Felipe II Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de Nieva

1556-1598 1561-1564

Lope García de Castro, gobernador del Perú

1564-1569

Francisco de Toledo

VIRREYES

MANDATO

Baltazar de la Cueva Enríquez, conde de Castellar

1674-1678

Melchor de Liñán y Cisneros

1678-1681

Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata

1681-1689

Melchor de Portocarrero y Laso de la Vega, conde de la Monclova

1689-1705

En el período borbónico recibieron el nombramiento de virreyes: 1700-1746

1569-1581

Reinado de Felipe V Manuel de Oms y Santa Pau, marqués de Castell dos Rius

Martín Enríquez de Almansa

1581-1583

Diego Ladrón de Guevara

1710-1716

Fernando de Torres y Portugal, conde de Villar Don Pardo

1585-1589

Carmine Nicolás de Caracciolo, príncipe de Santo Buono

1716-1720

García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete

Diego Morcillo Rubio de Auñón

1720-1724

1589-1596

Luis de Velasco y Castilla, marqués de Salinas

José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte

1724-1736

1596-1604

José Antonio de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía

1736-1745

Reinado de Felipe III Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey

1598-1621 1604-1606

Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros

1606-1615

Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache

1615-1621

1707-1710

Reinado de Fernando VI José Antonio Manso de Velasco y Sánchez Samaniego

1746-1759 1745-1761

Reinado de Carlos III Manuel de Amat y Junient

1759-1788 1761-1776

Manuel de Guirior, marqués de Guirior

1776-1780

Reinado de Felipe IV Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar

1621-1665

Agustín de Jáuregui y Aldecoa

1780-1784

1622-1629

Teodoro de Croix, caballero de Croix

1784-1790

Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón

1629-1639

Reinado de Carlos IV Francisco Gil de Taboada y Lemos

1788-1808 1790-1796

Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera

1639-1648

Ambrosio O´Higgins, marqués de Osorno

1796-1801

Gabriel de Avilés Itúrbide y del Fierro

1801-1806

Reinado de Fernando VII Fernando de Abascal y Sousa, marqués de la Concordia

1808-1833

García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra

1648-1655

Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste

1655-1661

Diego Benavides y de la Cueva, conde de Santisteban

1661-1666

Reinado de Carlos II Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos

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1806-1816

1665-1700

Joaquín de la Pezuela Sánchez de Aragón y Muñoz de Velasco, marqués de Viluma

1816-1821

1667-1672

José de la Serna y Martínez de Hinojosa

1821-1824

Virreinato: Instituciones y vida cultural

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to, tiranos. Con este criEl virrey ostentaba a PANAM terio, declaró la guerra a su vez la función de sulos incas de Vilcabamba, perintendente de la real apresó al inca Túpac hacienda, supervisando R. San Juan Amaru I y le dio muerte todo el sistema financiePopay n para sellar definitivaro del reino. A través de QUITO mente la supremacía del este ramo podía controQuijos orden hispánico. Por tolar la tributación y fijar Bracamoros do ello y por erigirse en aranceles (Lohmann el gran organizador del 1993). virreinato, fue consideEn relación a la Iglerado una suerte de “Sosia, el virrey ejercía el viLIMA lón del Perú”. cepatronato, derecho El virreinato peruano que le permitía –a proChucuito Santa Cruz oficialmente nació en puesta de la autoridad CHUQUISACA noviembre de 1542, tras eclesiástica– el nombrala promulgación de las miento de curas y docLeyes Nuevas que se instrineros. Su jerarquía le Paraguay piraban en las propuespermitía presenciar los tas de fray Bartolomé de capítulos de las órdenes Tucum n las Casas. El capítulo religiosas, vigilar la diez de aquellas normas construcción de convenSANTIAGO ordenaba que: “en las tos y el desarrollo de los BUENOS AIRES provincias y reinos del concilios. Perú resida un visorrey En un principio, las y una audiencia real de atribuciones de los virrecuatro oidores letrados, yes no estuvieron claraLa división gubernativa en el Perú de los siglos XVI y XVII. y el dicho visorrey presimente definidas. Éstas Tomado de Hampe 1988. da en la dicha audiencia, llegaron a precisarse solamente durante la gestión del quinto vicesoberano, la cual residirá en la ciudad de los Reyes por ser en don Francisco de Toledo y Figueroa (1569-1581), la parte más convenible” (Hampe 1988). El 28 de quien impuso orden en el reino del Perú a partir de febrero del año siguiente se designó al primer viceuna sólida legislación y una administración bastan- soberano, Blasco Núñez Vela (1544-1546), cuyo te eficaz. Toledo, caballero de la orden de Alcántara, ejercicio gubernativo dejó mucho que desear. Inicialmente, el virreinato del Perú abarcaba caera hijo del conde Oropesa y pariente próximo del duque de Alba, y había acompañado al emperador si todas las posesiones españolas de la América meCarlos V durante veinticinco años, sirviendo como ridional, exceptuando los dominios del Portugal y mayordomo a su sucesor Felipe II. La empresa del los territorios que miraban al Caribe (Lohmann virrey estuvo dirigida a resolver graves problemas 1993). Comprendía un enorme espacio que iba desde organización estatal, hacendarios, militares y, so- de Panamá hasta el cabo de Hornos. Sin embargo, el bre todo, políticos. Llevó a cabo una visita general amplio poder que poseían los virreyes se redujo con por todo el virreinato para conocer su realidad y las fundaciones de la Capitanía General de Chile en posteriormente elaborar su famosa tasa. Creó la Ca- 1572 y la de Venezuela en 1742. Debemos añadir sa de Moneda, organizó el sistema de la mita mine- que ese recorte geográfico se sumó a la creación del ra, fortificó la costa para defenderla de piratas y reu- virreinato de la Nueva Granada en 1718 (suprimido nió a la población indígena en reducciones. Efi- en 1723 y refundado en 1739) y el del Río de la Placaz legislador, se mostró favorable al arribo del Tri- ta en 1776. A partir de 1613, los virreyes estaban obligados bunal de la Inquisición para ejercer el control ideoa redactar sus Memorias al concluir su mandato. Eslógico de la naciente sociedad peruana. Francisco de Toledo, para consolidar el poder tas relaciones fueron de gran utilidad para sus sucedel imperio español en el Perú, trató de demostrar sores en el gobierno, ya que así disponían de un paque los incas habían sido usurpadores y, por lo tan- norama general de la realidad virreinal y de la admiAN

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nistración anterior en los campos político, económico, castrense y espiritual. Gracias a estos textos burocráticos podemos reconstruir gran parte de los logros, dificultades y sucesos acaecidos durante el período hispánico. Finalmente los vicesoberanos, antes de partir a España, debían ser sometidos al “juicio de residencia” para rendir cuenta de sus actos en el manejo de la cosa pública. No podían abandonar el Perú hasta que finalizara la investigación, pues a lo largo de dicho proceso se fiscalizaba su conducta y se podía recibir denuncias en su contra.

VIRREINATO

LA REAL AUDIENCIA DE LIMA La más alta autoridad después del virrey recaía en la Real Audiencia de Lima, creada por las Leyes Nuevas de 1542 e instalada solemnemente en 1544 por el virrey Blasco Núñez Vela. Su función primordial fue instaurar el imperio de la ley y consolidar la autoridad real en los convulsos territorios conquistados, además de permitir a los litigantes del Perú un acceso más fluido a la justicia (Honores 1993). La Real Audiencia de Lima obró como un tribunal con jurisdicción en primera instancia y como corte de apelaciones de sentencias inferiores dictadas por los corregidores y alcaldes ordinarios de las urbes del reino. En este sentido, la Audiencia cumplía con lo estipulado por el doctor Juan de Solórzano y Pereyra: “castillos roqueros dellas donde se guarda justicia, los pobres hallan defensa de los agravios i opresiones de los poderosos”. En palabras más modernas, el profesor Clarence H. Haring sostiene que “fue la institución más interesante y de mayor importancia en el gobierno de las Indias españolas. Fue el centro, el alma del sistema administrativo y el freno principal contra la opresión y la ilegalidad de los virreyes y otros gobernadores” (Haring 1958). La Audiencia limeña con sus dos salas, civil y criminal, estuvo conformada por jueces conocidos como oidores, pues “oían”, vale decir, recibían los testimonios de las partes en litigio. El número de sus integrantes varió entre cuatro y doce de acuerdo con el signo de los tiempos. El virrey estaba faculta584

do por su alta investidura para ejercer la presidencia de este tribunal, pero en su ausencia podía ser reemplazado por el oidor decano, el magistrado de mayor importancia y antigüedad. Además de los oidores, se hacía sentir la presencia de un fiscal que defendía los intereses del rey, el alcalde del crimen que contemplaba en primera instancia asuntos criminales ocurridos cerca de la sede de la Audiencia, y el personal auxiliar. Las leyes promulgadas por la Metrópoli pretendieron aislar a los miembros de la Audiencia de las sociedades donde vivían. Por ejemplo, dispusieron que ninguno de ellos –ni sus hijos o hijas– se casara en el distrito en el que ejercían la magistratura. Igualmente estaban impedidos de asistir a bodas y entierros, y no se les permitía tener casas, chacras, estancias, huertas y tierras. Aquellas disposiciones no siempre se cumplieron, pues se dieron casos de vinculaciones familiares y compromisos de los oidores con los vecinos y residentes de la ciudad de Lima (Puente Brunke 1990). La Audiencia asesoraba al virrey en materias legales y tomaba las riendas del gobierno del Perú tras la muerte o enfermedad de la máxima autoridad. El encargado de reemplazar al virrey en estos casos era el oidor decano. Sólo en contadas oportunidades un oidor criollo desempeñó la más alta posición de gobierno, siendo el primero de ellos el doctor Álvaro de Ibarra y Merodio, natural de Lima, quien tuvo que encargarse interinamente del reino en 1672, a la muerte del conde de Lemos. La Audiencia era una institución creada para buscar cierto equilibrio de poderes, ya que fiscalizaba a la burocracia estatal, empezando por el mismo virrey. La Corona designaba a un oidor para iniciar el “juicio de residencia” al vicesoberano y a los corregidores. De esta manera, los oidores lograban conocer los problemas en cada región del Perú y detectar a los funcionarios corruptos (Lohmann 1993). Además de la Audiencia virreinal de Lima, hubo otras de carácter subordinado. Ellas fueron

Los miembros de la Audiencia de Lima presididos por el virrey, quien ocupa una posición de honor.

Virreinato: Instituciones y vida cultural Para los reyes católicos y sus herederos, el sentido de la justicia radicaba en la defensa del débil frente al poderoso, cuya soberbia vencida es simbolizada por el león. Un grabado de las Emblemata de Juan de Solórzano (1653) inspiró esta imagen que decora un bargueño cuzqueño del siglo XVIII (Colección Museo Pedro de Osma).

Hasta la aparición de los corregidores de indios en 1565, en tiempos del gobernador Lope García de Castro, las jurisdicciones bajo su mando eran vastísimas, haciéndose imposible administrar justicia con eficacia. A esta deficiencia debemos añadir los LOS CORREGIMIENTOS PERUANOS ENTRE LOS SIGLOS XVI Y XVII (COOK 1981)

LOS CORREGIDORES DE ESPAÑOLES E INDIOS

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La estructura de poder necesitaba extender sus tentáculos a todo el territorio, tanto en la república de indios como en la de españoles. Para tal fin se fundaron los corregimientos, que eran los brazos del gobierno en cada una de las provincias del flamante reino. Esta institución estaba encabezada por el corregidor, que era nombrado por cinco, tres o dos años. Los corregidores de españoles, conocidos como justicias mayores, constituyeron los jefes políticos y administrativos de sus circunscripciones, impartían justicia con la asistencia de un letrado, a la vez que ejercían la máxima autoridad en las ciudades. Por eso, presidían las sesiones del cabildo, velaban por el orden público dentro de la urbe y vigilaban el buen manejo de los fondos municipales. Estos funcionarios organizaban la defensa militar del territorio dentro de su jurisdicción, debelando rebeliones y motines y enfrentando posibles agresiones de corsarios. Los corregidores no sólo procuraban el bienestar general de la población hispánica, sino también oficiaban como protectores de los indios que residían en las ciudades y en los sitios ubicados bajo su autoridad.

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VIRREINATO

la de Santa Fe de Bogotá fundada en 1548, la de La Plata o Charcas en 1559, la de Chile en 1563, la de Panamá en 1564 y la de Buenos Aires en 1661. Más tarde, a raíz de la insurrección de José Gabriel Condorcanqui (“Túpac Amaru II”), se creó la Audiencia del Cuzco en 1787.

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abusos que los mismos curacas cometían usando en sus comunidades y en su beneficio formas primitivas del derecho consuetudinario y el exceso de lucro de los encomenderos que afectaba a la población andina a su servicio. Para frenar aquellos atropellos de la ley y resolver los litigios entre aborígenes, se implantaron los corregimientos de indios (Lohmann 1957). Además de las funciones judiciales y de tutela, los corregidores de naturales también tenían atribuciones económicas, como cobrar el tributo a los nativos y recolectar la mano de obra para los trabajos de la mita. En el desempeño de estas labores frecuentemente se corrompían y distaban mucho de ser esos “ángeles custodios de los indios”, como los calificaba el doctor Solórzano y Pereyra. Muchos corregidores no tuvieron escrúpulos en cobrar doble tributo y enviar indios a las minas fuera de turno. Sin embargo, el delito más generalizado fue la imposición del reparto de mercancías para así aumentar sus ingresos. Mediante la venta forzosa de artículos que no utilizaban, como por ejemplo peines, anteojos, libros, hebillas y abanicos, se endeudaba a los naturales. El odioso reparto de mercancías fue una de las causas de la rebelión de José Gabriel Condorcanqui (“Túpac Amaru II”) en 1780, y aunque las reformas borbónicas se encargaron de abolir los corregimientos en 1784 para dar paso al sistema de las intendencias, la medida llegó demasiado tarde.

EL PROTECTOR DE INDIOS Los aborígenes, considerados por la legislación española como seres “miserables”, es decir dignos de conmiseración, debido al poco nivel de civilización y a la rusticidad de sus costumbres, estaban expuestos a una serie de abusos de parte del poder estatal y de los pobladores hispanos. Por todo ello se creó la institución del protector de indios, un funcionario especial que defendía los derechos de los naturales acogiendo sus quejas en materia de justicia. La labor de estos funcionarios, residentes en Lima y en las provincias del virreinato, suponía su presencia en los juicios relativos a la posesión y medición de las tierras de indios, al justo pago del tributo, y al cuidado de su salud e integridad en las minas. Para lograr estos fines elevaban recursos ante el virrey, y en algunos casos, hasta la misma Corona. Los protectores de indios eran informantes de los problemas indianos y redactaban proyectos con 586

sugerencias para mejorar la situación de los nativos. Oficiaban ante las autoridades virreinales como consultores para legislar sobre la república de indios (Ruigómez 1988) y estaban ligados a la Iglesia, al ejercicio del derecho y a la universidad. Entre los protectores destacaron fray Vicente de Valverde en el siglo XVI, Leandro de la Reinaga Salazar y Diego de León Pinelo en el siglo XVII.

EL DERECHO Y EL MANEJO DE LA LEY Entender el derecho durante el virreinato no es una tarea fácil, pues nos obliga a introducirnos en un sistema jurídico muy distinto al de nuestros días. En aquel entonces se partía del principio según el cual las leyes no eran exactamente el único medio para alcanzar la justicia. El derecho indiano que pretendía regular la vida de las posesiones españolas de América y por ende del Perú, no era un ordenamiento legislativo sistemático o codificado al alcance de los funcionarios y magistrados, y en más de una ocasión las normas tenían un carácter particular, extensibles por analogía en su aplicación. De esta manera, una vez que las leyes llegaban a su destino, los legisladores contemplaban la posibilidad de aplicarlas o no. El concepto “la ley se obedece pero no se cumple” terminó así convirtiéndose en uno de los principios fundamentales del derecho (Tau 1992). En el Perú virreinal, las normas tenían una naturaleza meramente referencial, lo que permitía a los jueces cierto arbitrio, ya que ellos podían elegir, de acuerdo con su conciencia y a la luz de los textos clásicos del derecho romano y los cuerpos normativos del derecho español medieval (las Partidas alfonsinas, el Fuero juzgo, el ordenamiento de Alcalá, etc...), los cuerpos doctrinarios más pertinentes para resolver sus casos. Ello daba pie para que los corregidores suspendieran la aplicación de una ley promulgada por la Corona en atención a circunstancias locales y excepcionales. Aquel que deseaba convertirse en letrado u hombre de leyes debía estudiar en la universidad las doctrinas del derecho romano expuestas en los Instituta, Digesto, Código y Novellae, como también la tradición canónica, para de esta manera trabajar en tribunales eclesíásticos. El derecho enseñado en las universidades constituía un instrumento de formación humanística, antes que un “saber profesional”. La forma de ejercer la abogacía se aprendía lejos de las aulas y a través de la experiencia profesional asimilada ante los tribunales.

Virreinato: Instituciones y vida cultural En 1680, luego de un siglo de esfuerzos compilatorios, fue promulgada la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias.

ganización jurídica de los naturales. Gracias a la investigación en los campos de los derechos natural y de gentes, varios juristas como Polo de Ondegardo, Hernando de Santillán y Francisco Falcón repararon en la necesidad de respetar los fueros y costumbres de los aborígenes, siempre y cuando éstos no fueran contrarios a la moral y ley cristianas. Dichos juristas abrieron el camino para la formación de un derecho especial para los indios, cuyos principales objetivos fueron una legislación que respetara los propios estatutos legales de los nativos y una protección que los defendiese de los elementos perturbadores de la vida social. Para conseguir estos fines el Estado separó jurídicamente a los indios en una república aparte, con normas específicas. El “instituto particular de los indios” necesitaba crearse, pues las leyes generales en las que se incluía a los indígenas producían efectos nocivos sobre ellos. El mismo Gaspar de Escalona descubría: “...todo lo que se ordena en su bien (de los naturales) se convierte en su daño y lo que se previene en su alivio se tuerce en su ruina” (García Gallo 1972: 382).

LOS LETRADOS: LA JUSTICIA DEL MONARCA Los letrados u hombres de derecho fueron los agentes más directos del proceso de consolidación política y jurídica del virreinato del Perú. Después de haber estudiado un promedio de diez años y de optar los grados de bachiller, licenciado o doctor en leyes por alguna universidad española o por San Marcos, estaban aptos para servir al Estado encarnando la “justicia viva” del rey (Vigil 1991). Por lo general solían ser hijos segundones de familias hidalgas; en otras palabras, procedían de un sector social intermedio entre la nobleza titulada y la gente 587

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Si bien es cierto que la doctrina tenía un peso más importante que las leyes, la Metrópoli se preocupó desde el siglo XVI por recopilar sus disposiciones y en el XVII, el interés por las compilaciones legales fue aún mayor. En 1623 el jurista Antonio de León Pinelo, egresado de la Universidad de San Marcos, propuso al Consejo de Indias la reunión de las normas destinadas a América. El anhelo del ilustre letrado no se llegó a concretar, pero sus logros sirvieron de base para la monumental Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, promulgada por el rey Carlos II en 1680 e impresa el año siguiente. Este trabajo comprende la reseña de un conglomerado de normas de diversas materias de la época de los Habsburgo. Sus cuatro tomos están compuestos por nueve libros que se subdividen a su vez en títulos y leyes. La Recopilación observaba muchísimos puntos, pero no abarcaba el derecho civil, ya que en esa rama regía para el Perú el derecho castellano. Durante el siglo XVIII se tuvo que añadir nuevas disposiciones legales. En 1755 el Estado juzgó conveniente publicar un volumen complementario en forma de Adiciones. También en esa centuria se hicieron nuevas reimpresiones en 1756, 1774 y 1791 (Basadre Ayulo 1993). Además de las leyes de Indias, hubo en el Perú intentos interesantes por establecer un orden temático a las normas. El legista criollo Gaspar de Escalona y Agüero (Lima 1598-Santiago de Chile 1659) preparó un “Proyecto de código peruano”, donde pretendía recopilar los aspectos fundamentales del derecho virreinal vigente. Sólo llegó a escribir la introducción y el índice de sus cuatro libros, los que fueron enviados al Consejo de Indias para su observación, pero la huella ya estaba señalada. Tanto la Recopilación como el proyecto de Escalona surgieron de una preocupación por la legislación indígena. Desde comienzos del siglo XVI, era evidente que su aplicación total e indiscriminada no era la política más correcta, pues erosionaba la or-

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Pedro Bravo de Ribero (1701-1786) asumió la plaza de oidor de la Audiencia de Lima en 1736.

del común. Ocuparon cargos burocráticos, judiciales y de asesoría legal y también escribieron tratados políticos que influyeron en las disposiciones legislativas de la Corona. Era tal su versatilidad, que incluso durante la época más temprana de la colonización actuaron como militares. Un primer caso ilustrativo es el del licenciado Polo de Ondegardo (Valladolid 1516-Charcas 1575), quien fue consejero de los virreyes Andrés Hurtado de Mendoza y del conde de Nieva. Siendo corregidor del Cuzco, donde estudió las creencias, leyes y costumbres de los indios –a los que separó en un barrio apartado de los hispanos–, se interesó por formar una nueva legislación nacida de la amalgama del derecho español y las formas jurídicas indígenas. Sus obras son consideradas piezas fundamentales del derecho indiano y entre ellas figuran: Tratado y averiguación sobre los errores y supersticiones de los indios (1559), Relación acerca del linaje de los incas y El notable daño que resulta de no guardar a los indios sus fueros (ambas de 1571). Otro jurista igualmente importante fue el licenciado Hernando de Santillán (Sevilla 1521 - ? 1575), magistrado de la Audiencia de Lima y abanderado del rey en la campaña contra la rebelión de Francisco Hernández Girón. Fue autor en 1563 de la Relación del origen, descendencia, política y gobierno de los incas donde, bajo la influencia de los dere588

chos natural y de gentes de Francisco de Vitoria, informa con precisión sobre el origen legítimo de los antiguos monarcas del Tahuantinsuyo y de su ordenamiento legal, con el fin de dar nuevos consejos sobre el tributo y buen trato a los naturales. Por su parte, el licenciado Juan de Matienzo (Valladolid 1520-Charcas 1579), el más culto de los letrados del siglo XVI, ocupó el cargo de relator de la Audiencia de Charcas y fue colaborador del gobernador Lope García de Castro. Publicó en 1567 el Gobierno del Perú donde estudia los problemas sociales y jurídicos derivados de la convivencia de indios y españoles. Allí vislumbraba un programa de medidas que se aplicarían en la década de 1570. A la luz de los autores clásicos, observó al régimen incaico como un sistema tiránico e ilegítimo. Para Matienzo, el gobierno hispánico, inspirado en el cristianismo, es el responsable de procurar el bien común para las dos repúblicas. Planteó de manera explícita la separación de la población indígena de la española, sugiriendo las formas de organizar la habitación de los naturales en reducciones (o repúblicas). Las ideas de este legista coincidieron con los planes políticos del virrey Francisco de Toledo, quien lo incluyó en su círculo de hombres de confianza. Gracias a las propuestas de Matienzo, el vicesoberano dio inicio a la visita general por todo el Perú, y sobre la base de ella impuso el sistema de las reducciones de indios. Además del Gobierno del Perú, Matienzo redactó dos textos en los que sintetizaba su experiencia forense: Dialogus relatoris et advocati pintiani senatus (1558) y Comentaria...in librum quintum (1580) (Lohmann 1967). Un representante de la postura contraria a la de Matienzo es el licenciado Francisco Falcón (Alcázar de Consuegra 1521-Lima 1587) quien, ganado por la prédica de fray Bartolomé de las Casas, fue uno de los más enérgicos defensores de los naturales. Durante el Segundo Concilio Limense sometió a discusión su famosa Representación de los daños y molestias que se hacen a los indios (1567), cuestionando el derecho de España a la adquisición de los territorios americanos y exhortando a los religiosos congregados a desagraviar a los aborígenes. Cabe añadir que Francisco Falcón escribió otra defensa conocida como la Apología pro indis (ca. 1568), que permanece inédita, y tuvo también una destacada intervención en el Tercer Concilio Limense de 1582 (Lohmann 1970).

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A lo largo del siglo XVII, destacaron los tratadistas de política y derecho al servicio de la Corona, entre los que sobresale el doctor Juan de Solórzano y Pereyra (Madrid 1575-1655), autor de De indiarum jure (1629 y 1639) y la Política indiana (1648), una traducción corregida y aumentada de su obra anterior. Solórzano representa al jurista y al profesor universitario que estudia las políticas y normas aplicadas por la Metrópoli en la América del seiscientos. Después de dejar su cátedra en la Universidad de Salamanca, ocupó en 1609 el cargo de oidor en Lima. De acuerdo con el precedente romano, Solórzano destacaba la misión providencial del imperio de los Habsburgo. Por el hecho de partir de un pensamiento político propio del barroco, enfatizaba que cada uno de los hombres y las corporaciones cumplen una función de acuerdo con su naturaleza. Para él las Indias constituían la roca más sólida sobre la que se asentaba el imperio y por eso mismo, el trabajo de los indígenas era algo necesario. No obstante, reconocía en los aborígenes el carácter de seres miserables debido a su “humilde, servil y rendida condición”. Los indios, por tal razón, merecían la especial protección de la Corona. Pero los naturales no son la única preocupación del oidor. A los criollos también les cabía ocupar un lugar en el imperio, y por ello se atrevió a sugerir su incorporación al Consejo de Indias. No en vano el historiador inglés David A. Brading dice que este jurista “llegó a figurar dentro de la tradición política del patriotismo criollo como un gran defensor de los derechos políticos de los españoles de América” (Brading 1991: 254). El conocimiento de la realidad peruana dio al doctor Solórzano la autoridad de un especialista en los asuntos indianos. Su obra se convirtió en una fuente de consulta a la que recurrían presurosos los legistas, urgidos de conocer los asuntos jurídicos de los reinos americanos de ultramar. Contemporáneos de Solórzano fueron los hermanos de ascendencia judía Antonio de León Pinelo (Lisboa ca. 1590-Madrid 1660) y Diego de León Pinelo (Córdoba del Tucumán 1608-Lima 1671). Antonio, el mayor de ambos, se había formado en los derechos civil y canónico en la Universidad de Lima, y desempeñó una serie de cargos como el de alcalde mayor de minas en Oruro y el de corregidor en Potosí. Pero sus inquietudes no se redujeron al ámbito burocrático, pues también fue profesor universitario y regentó la cátedra de Decreto en San Marcos en 1619. Dos años más tarde viajó a España donde trabajó al lado del consejero de Indias Rodri-

Juan de Solórzano y Pereyra (1575-1655), considerado el más representativo tratadista del Derecho indiano.

go de Aguiar y Acuña, a quien se le había confiado el trabajo de recopilar las leyes que regían en América. León Pinelo colaboró con denuedo para Aguiar en la titánica labor de compulsar más de seiscientos volúmenes manuscritos de normas (Brading 1991: 239). Al morir Aguiar, Pinelo continuó con su tarea en forma solitaria. En 1635 terminó la misión encomendada y a lo largo de siete meses se reunió casi diariamente con el doctor Juan de Solórzano y Pereyra, para revisar y depurar la obra. El Consejo de Indias aceptó la recopilación, pero la muerte le alcanzó antes de que obtuviese la aprobación oficial (Basadre Ayulo 1993: 308). A pesar de la suerte corrida en esta empresa, León Pinelo legó dos textos importantes para la historia del derecho indiano: el Sumario de la recopilación de leyes para las Indias (1628) y el Tratado de confirmaciones reales de encomiendas, oficios y casos en que se requiriesen para las Indias occidentales (1630).

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Diego de León Pinelo (1608-1671), profesor de Código, Vísperas y Prima de Sagrados Cánones en la Universidad de San Marcos, llegó a ser rector de dicha casa de estudios.

Diego de León Pinelo, hermano de Antonio, inició su formación jurídica en la Universidad de Salamanca, donde obtuvo el bachillerato en Cánones. Posteriormente, se doctoró en los claustros sanmarquinos, donde más tarde sería profesor de Código, Visperas de sagrados cánones y Prima de cánones. Como legista reputado y conocedor del derecho eclesiástico, asesoró al arzobispado de Los Reyes. Por esa época (1656), también fue protector general de naturales de la Audiencia de Lima. Su excelente fama de jurisconsulto hizo que se le propusiera para ejercer el cargo de fiscal del crimen, pero el nombramiento llegó en 1671 cuando acababa de morir. Al parecer, el retraso de su designación se debió a las suspicacias que su origen sefardita promovía entre las autoridades. El doctor Diego de León Pinelo ha pasado también a la historia del derecho virreinal por su enfrentamiento con el licenciado Juan de Padilla. Este último al observar el maltrato y explotación de los indígenas llegó a elevar un memorial al Consejo de 590

Indias, en el que generalizadamente cuestionaba las instituciones judiciales del virreinato, y concluía que en el Perú no era posible hacer justicia. Padilla proponía la promulgación de leyes especiales y la creación de nuevas instituciones, y aunque sus palabras tenían mucho de verdad, pecaban de exageradas al desconocer la autoridad moral de los magistrados. Estos osados juicios provocaron la reacción del criollo Pinelo, quien entonces oficiaba de protector de naturales, pues para él la calidad y cantidad de las normas no eran el verdadero problema, sino el adecuado cumplimiento de la legalidad. En la primera mitad del siglo XVIII, el jurista de mayor renombre y prestigio fue el doctor Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla (Lima 1704-1762), quien centró sus inquietudes en el estudio de las condiciones económicas y políticas del virreinato. En su Voto consultivo (1755) se presenta como un defensor de los intereses económicos del Perú y plantea al virrey conde de Superunda la restricción de las importaciones de trigo chileno y la reorganización de la producción triguera peruana. Obró asimismo como protector de indios y oidor supernumerario de la Audiencia de Lima y conjugó estas labores con las cátedras de Prima de leyes, Digesto viejo y Vísperas de sagrados cánones en la Universidad de San Marcos. El jurista limeño gozó de la admiración de los mismos virreyes, pues asesoró en materia legal a los marqueses de Castelfuerte y Villagarcía, y coronó su carrera con el nombramiento de consejero honorario del Real y Supremo Consejo de las Indias (Burkholder y Chandler 1982: 56-57).

El Voto consultivo (Lima, 1755) de Pedro José Bravo de Lagunas y Castilla, es el más representativo texto de dicho autor.

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II LA IGLESIA Y EL TRIUNFO DE LA FE

LA EVANGELIZACIÓN

Iglesia de San Juan Bautista, en Vilcashuamán, Ayacucho. Esta iglesia temprana del siglo XVI ha sido construida sobre los cimientos de un templo incaico.

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La conquista del Perú tuvo un sentido más profundo que la simple adquisición de territorios para la Corona, la consecución del lucro y el ascenso social por parte de los peruleros. Detrás de la gesta conquistadora estuvo siempre presente el deseo de ampliar la cristiandad, aunque muchos historiadores no parezcan interesados en detenerse en este aspecto. Esta convicción de los conquistadores sólo puede ser explicada a la luz de la guerra de reconquista librada en la península ibérica entre los mundos cristiano y musulmán, a lo largo de casi ocho siglos. La lucha contra los moros arraigó la fe de cada hispano y el mismo Estado impulsó la religión como un elemento cohesionador. Los reyes dirigieron todos sus recursos al servicio de un ideal y de una empresa de carácter sobrenatural: la conversión de los infieles. De esta manera, los intereses de la Corona española se confundían con los de la Iglesia. Lo temporal y lo espiritual se comprometen prácticamente en las mismas aspiraciones (Armas 1953). En la conquista del Perú parecen proyectarse los mismos principios que guiaron la reconquista, generándose el llamado “cristianismo militar”, esto es, un gran sentimiento religioso que hace conscientes a los españoles de su protagonismo como agentes de Cristo frente a los indios. El “cristianismo militar” robustece en los soldados la esperanza de su salvación, por oficiar de mensajeros de la verdadera religión. De este modo, los expedicionarios pudieron ver al apóstol Santiago cabalgar por los cielos durante las batallas contra los indígenas, y a la Virgen María desviar las flechas de los naturales. Esta forma de religiosidad, por cierto comprensible para su tiempo, suponía que los conquistadores debían mantener viva la llama de la fe. Los reyes procuraron, entonces, que en cada ejército explorador hubiese hombres de Iglesia, tanto del clero secular como del regular. Los clérigos y frailes presentes en las huestes celebraron misa, confesaron y absolvieron a los conquistadores y bautizaron y convirtieron a los indios. A la espada se sumó la cruz de la evangelización.

Desde un principio los religiosos de ambos cleros se preocuparon por estudiar las creencias y lenguas vernáculas y así poder transmitir el mensaje cristiano a los naturales. Ese gran interés por enseñarles la doctrina se basaba en el descubrimiento del carácter “miserable” de los indios, pues al no haber podido conocer a Cristo no estaban aptos para la felicidad natural que supone la salvación. Los sacerdotes eran los hombres indicados para encaminar a la población andina hacia la única verdad a través de una “policia cristiana”, vale decir, despojándolos de las costumbres contrarias al Evangelio e impartiéndoles una educación guiada hacia Dios (Regalado 1992b). La evangelización fue adquiriendo perfiles cada vez más precisos luego de las resoluciones de los concilios celebrados en Lima, especialmente de los tres iniciales. El Primer Concilio Limense (15511552), convocado por el arzobispo de Lima, el dominico Jerónimo de Loayza, se propuso alcanzar la unidad de la doctrina, decretar el fin de la idolatría y una distribución proporcional de los religiosos en el Perú. Lamentablemente, Loayza no obtuvo los logros que esperaba, pues la ausencia de varios obispos restó prestancia a la asamblea eclesiástica. Gracias a las disposiciones legales del rey Felipe II, inspiradas en el Concilio de Trento, y a la tenacidad de fray Jerónimo de Loayza, fue posible la

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Jerónimo de Loayza (circa 1498-1575) fue el primer arzobispo de Lima, dignidad que ocupó en 1546. Celebró dos concilios, en 1551 y 1567, en los que se discutió el proceso de evangelización de la población andina.

convocatoria del Segundo Concilio Limense (1567). A él asistieron los obispos de Charcas, La Imperial y Quito, y los provinciales de las órdenes religiosas que ya se encontraban en tierras peruanas: dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios. La presidencia del Segundo Concilio recayó en Loayza, quien como discípulo del célebre maestro de Salamanca Francisco de Vitoria, supo dirigir la asamblea inspirado en el derecho natural. Entre los principales puntos abordados en ese foro eclesial se encuentran interesantes observaciones sobre las costumbres y formas de vida de los sacerdotes que vivían cerca de los naturales. Ellos debían seleccionarse entre “personas muy aprobadas y bien instruidas en administrar sacramentos”. Asimismo se sugería que aprendieran con esmero las lenguas nativas y trataran con amor a los indios, alejándose de toda negociación o granjería; en suma, que no cayeran en los juegos del mundo (Nieto 1992a). Aquellos ideales coincidían perfectamente con los valores del mundo laico, tan bien expresados por el licenciado Juan de Matienzo cuando en 592

ese mismo año de 1567 llegó a afirmar que todo miembro de la autoridad civil estaba destinado a ser: “hombre virtuoso; cristiano probado y conocido por tal en su niñez, mocedad y madura edad, y en toda su vida; como dice Platón que tenga buena fama, porque no le basta ser bueno, sino tuviese buena opinión”. El buen ejemplo de los hombres de Iglesia era un elemento vital para la evangelización, el orden público y el bien común. Quince años después se diría sobre el Segundo Concilio Limense: “Mas por la negligencia de muchos y poca ejecución de algunos prelados vino a olvidarse casi del todo en las más iglesias el dicho concilio, de suerte que fue de poco efecto el haber proveído en él tantas y tan saludables constituciones, y casi de la misma manera y por la propia causa el Santo Concilio de Trento, que se recibió y tornó a publicar en el dicho concilio provincial, se dejó de ejecutar en muchos o en las más cosas que ordena tocantes a la reformación de costumbres” (Nieto 1992a). Tal estado de cosas motivó que el rey don Felipe dispusiera la celebración de otro concilio. El soberano envió cartas al virrey Martín Enríquez de Almansa (1581-1583) –quien había gobernado prudentemente en México– y al entonces arzobispo de Los Reyes don Toribio Alfonso de Mogrovejo y Quiñones (más tarde elevado a los altares), informándoles de su decisión. El Tercer Concilio Limense (1582-1583) congregó en la capital del virreinato a los prelados de Nicaragua, Panamá, Popayán, Quito, Cuzco, Charcas, Santiago de Chile, La Imperial, Río de la Plata y Tucumán. Toda la América del Sur y parte de Centroamérica estaban representadas por sus obispos. También se hicieron presentes los superiores de las órdenes religiosas y varios teólogos de renombre que iluminaron con sus conocimientos las sesiones de la asamblea, entre ellos el padre José de Acosta de la Compañía de Jesús, Bartolomé de Ledesma de la orden de Santo Domingo, Luis López de la orden de San Agustín, y los presbíteros Antonio de Molina, Pedro Gutiérrez Flores, Francisco de Vega y Fernando Vázquez Fajardo. El concilio celebrado bajo la dirección del futuro santo Toribio de Mogrovejo fue el más importante del mundo americano. Según el padre Enrique Bartra S.J. constituyó “uno de los esfuerzos de mayor aliento realizados por la jerarquía de la Iglesia y la Corona española para enderezar por cauces de humanidad y justicia los destinos de los pueblos de América, como exigencia intrínseca de su evangelización” (Bartra 1982). Este concilio intentó corregir

Virreinato: Instituciones y vida cultural Santo Domingo: fray Jerónimo de Loayza. El prelado tomó posesión de su cargo en 1543. Por la importancia que cobraba cada día la capital del virreinato, el Papa Paulo III elevó la sede de Lima al rango de diócesis metropolitana, desmembrándose de esta forma de la arquidiócesis de Sevilla en 1546. A partir de entonces Lima tuvo como sufragáneos a los obispados de Quito (erigido en 1546), Popayán (1546), Río de la Plata (1547), Charcas (1551), Santiago de Chile (1561), La Imperial (1563), Tucumán (1579) y a las antiguas diócesis de Nicaragua (1534) y el Cuzco (1537). Durante el siglo XVII fueron fundadas las diócesis sufragáneas de Trujillo (1609), Arequipa (1609) y Huamanga (1609) (Vargas Ugarte 1959).

LAS ÓRDENES RELIGIOSAS: AGENTES DE LA EVANGELIZACIÓN No podemos hablar de la evangelización al margen de la labor del clero regular. Cada orden religiosa desde su propia vocación participó en la cristianización con sus propios métodos misionales, su prédica, la fundación de casas y monasterios, y particulares crónicas conventuales, que narraban las virtudes de sus varones ilustres y la historia de sus congregaciones. La primera orden que llega al Perú es la de los Predicadores o de Santo Domingo. Los dominicos están presentes desde la conquista con fray Vicente de Valverde, capellán de la hueste de Francisco Pizarro, y más tarde obispo del Cuzco y protector de los indios frente a los abusos de los conquistadores, lo que no impidió que muriera trágicamente en la isla de la Puná mientras llevaba la palabra de Dios a los indígenas. Pero Valverde no fue el único fraile dominicano que formó parte de esta etapa histórica. Hubo otros que destacaron por su sensibilidad religiosa como Juan de Olías, Rodrigo de Ladrada, Francisco Martínez Toscano, Agustín de Zúñiga, Jerónimo de Loayza –arzobispo de Lima– y Gaspar de Carvajal, quien acompañó al capitán Francisco de Orellana en el descubrimiento del Amazonas. Los religiosos de la orden de los Predicadores difundieron la cultura escolástica y establecieron centros de enseñanza. El mejor ejemplo lo puede brindar el “Estudio General” que funcionó a partir de 1551 en el convento dominico de Lima, sobre el que luego se crearía la Universidad de San Marcos, en 1574. Su fundador, fray Tomás de San Martín, sensibilizó con su prédica a los encomenderos, a fin de hacerlos renunciar a las tierras e indios mal gana593

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la vida mundana de algunos sacerdotes, pero sobre todo tuvo una serie de aportes que fueron definitivos para la posteridad, pues creó un seminario para formar adecuadamente al clero secular, se interesó por la defensa de los naturales y precisó la forma como debían administrárseles los sacramentos, consagró el estudio de los idiomas indígenas como un vehículo para llegar a ellos y preparó, con las sugerencias y observaciones del padre José de Acosta, el Catecismo (1584) redactado en castellano, quechua y aymara, el primer libro editado en Sudamérica. El santo arzobispo de Lima fue un gran promotor de la catequización y sobre todo un hombre infatigable que pasó la mayor parte de su ministerio emprendiendo visitas pastorales. Antes del concilio se dio tiempo para conocer las condiciones de su diócesis, llegando por el sur hasta Nazca y por el oriente hasta Huánuco. Finalizada la asamblea de prelados, partió hacia Chachapoyas y luego, desafiando la terrible geografía peruana, enrumbó hacia Yauyos y Huarochirí. En 1593 recorrió la costa norte hasta Lambayeque y cruzó los Andes para arribar a Cajamarca y visitar nuevamente Chachapoyas. En 1601 inició otro viaje por los lugares antes recorridos. Cansado y rendido murió en Saña en 1606 (Nieto 1992a). Dentro del tema de la evangelización cabe destacar la presencia de las doctrinas o parroquias de indios creadas a lo largo del territorio virreinal, para impartir el catolicismo entre los naturales. Los doctrineros, que podían ser miembros del clero diocesano o del regular, enseñaban los principales enunciados de la fe, los mandamientos, los sacramentos y todo aquello que el cristiano debía esperar y pedir a Dios (Regalado 1992b: 28). Los párrocos de indios estaban llamados a “poner en policia” a los indígenas reuniéndolos en grupos para educarlos en el catolicismo y erradicar el culto idolátrico. Para poder llevar a cabo su tarea cristianizadora la Iglesia tuvo que organizar sus labores en torno de los obispados. La primera diócesis en el Perú fue la del Cuzco y para ella en 1537 se eligió obispo a fray Vicente de Valverde, antiguo capellán de la hueste de Francisco Pizarro. Este dominico, que murió martirizado en la isla de la Puná, destacó por la defensa de la humanidad de los indígenas. Su diócesis comprendía un territorio vastísimo: desde la Nueva Granada (con excepción del Darién) hasta los confines del reino de Chile, el Tucumán y el Río de la Plata. Posteriormente, en 1541 se creó la diócesis de Los Reyes, cuyo primer pastor fue otro sacerdote de

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dos. Su aprecio por las cosas del intelecto y del es- Además de los conventos en Los Reyes y el Cuzco, píritu queda expresado con la fundación de la Uni- había casas de religiosos en el Callao, Yauyos, Chinversidad de Chuquisaca en 1552, el mismo año en cha, Arequipa, Huamanga, Parinacochas, Castrovirreyna, Huancavelica, Huancayo, Hatun Jauja, Conque asumió la diócesis de Charcas. El interés por la educación y los conocimientos desuyos, Chuquisaca, Potosí y Tarija. Las misiones de este grupo de religiosos también lo podemos ha- selváticas de la orden de Santo Domingo cristianizallar en la obra del obispo de La Plata fray Domingo ron las tribus orientales de Cochabamba, y el Cerro de Santo Tomás, quien desde un primer momento de la Sal (Nieto 1980). La orden de San Francisco llamada la “orden sese volcó hacia el estudio del antiguo Perú. El resultado de sus investigaciones en el campo lingüístico ráfica” por las virtudes angélicas del Santo de Asís, fue el Lexicón o vocabulario general del Perú llamado era también mendicante como la de Santo Dominquichua (1560), texto que sirvió para explicar en el go y arribó al Perú en el período conquistador con medio académico los secretos conceptuales del que- fray Marcos de Niza, procedente de La Española chua y su estructura gramatical (Tauro 1988). Fray (aunque otras fuentes afirman que vino de MéxiDomingo de Santo Tomás intercedió por el buen co). Luego llegarían Pedro Rodeñas, Pedro Gosseal trato a los indios frente a las autoridades, y desde y fray Jodocko Ricke, este último de Flandes y uno el púlpito habló directamente a la conciencia de de los más entusiastas evangelizadores franciscanos. El cristianismo que impartía a los indios no se los encomenderos. Los dos grandes historiadores de la orden domi- limitaba únicamente a la enseñanza del catecismo, nicana fueron fray Reginaldo de Lizárraga y fray pues capacitaba a los aborígenes en la forma europea de arar con bueyes, Juan Meléndez. El prien los rudimentos de mero se desempeñó coaritmética, en la instrumo obispo de La Impementación musical con rial a principios del siglo vientos y cuerdas, y en XVII y fue autor de una la lectura y escritura del Descripción breve de toda castellano. la tierra del Perú, TucuEn 1542 vinieron mán, Río de la Plata y desde México doce franChile, que abunda en inciscanos para fundar la formación histórica y provincia peruana de los geográfica de las regioDoce Apóstoles, que se nes de la América meriextendió por todo el reidional que recorrió a lo no con casas y misiones largo de su vida. Por su en Chiclayo, Cajamarca, parte, fray Juan Melénel Cuzco, Chachapoyas, dez, natural de Lima, esIca, Arequipa, el valle de cribió los Tesoros verdaJunín, La Paz, La Plata y deros de las Indias (1681las regiones amazónicas. 1682), donde relata las Los franciscanos se hazañas y aportes de los distinguieron por su cedominicos en el Perú. lo misionero. No se rinGracias a él se comenzadieron ante la adversiron a conocer las edifidad y en el siglo XVII incantes vidas de San Margresaron a la tierra de tín de Porras y Santa RoPanataguas y Chanchasa de Lima, San Juan mayo (Cerro de la Sal) Masías y la del virtuoso para catequizar a los nafray Vicente Bernedo. turales y en ocasiones A finales del siglo hallar su martirio. A peXVI los dominicos ya teEn el libro Tesoros verdaderos de las Indias (Roma, 1681nían monasterios por to- 1682) su autor, el dominico Juan Meléndez, aborda la historia sar de las flechas indígenas, lograron la converdo el territorio virreinal. de su orden religiosa, la primera en llegar al Perú. 594

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Vista del convento de Santa Rosa de Ocopa fundado por los padres franciscanos en 1725, en Ocopa, Junín.

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sión de mucha gente y la exploración geográfica de zonas ignotas. Un caso ilustrativo es el del padre Manuel Biedma, evangelizador, expedicionario y fundador de los pueblos de Sonomoro y Chupasanao, quien murió en 1687 asesinado por los piros del valle de Tambo. Biedma fue calificado por el sabio Antonio Raimondi de “genio de la selva”, por facilitar el ingreso al oriente. Para brindar un nuevo empuje a las misiones en 1725, fray Francisco de San José funda a la vera del Mantaro el convento de Santa Rosa de Ocopa, que se convirtió en un importante centro de documentación histórica y cartográfica, y en un foco de irradiación de la fe. De Ocopa salieron las exploraciones al Gran Pajonal y a las Pampas del Sacramento, pero la sublevación de Juan Santos Atahualpa en 1742 impidió que la empresa continuara (Nieto 1980). Fray Buenaventura de Salinas y Córdoba y su hermano Diego de Córdoba y Salinas, ambos naturales de Lima, escribieron las crónicas más importantes de la orden seráfica. El primero es autor del Memorial de las historias del Nuevo Mundo Pirú (1630) y el segundo de la Corónica de la religiosísima provincia de los Doce Apóstoles del Perú (1651). Los dos frailes dan cuenta de las glorias eclesiásticas y los logros de la evangelización por los franciscanos en el territorio virreinal, así como de las virtudes de San Francisco Solano. En el caso de fray Buenaventura, hay un reconocimiento a la condición humana de los indígenas y a sus tribulaciones, asumiendo que eran seres con iguales posibilidades de santidad que los blancos. Otro escritor notable de la orden, y criollo como los anteriores, fue el huamanguino fray Luis Jerónimo de Oré, quien se interesó por la prédica en quechua a los nativos y la recopilación de información sobre las lenguas andinas. Las obras de este sacerdote son: el Symbolo católico indiano (1598), el Rituale seu manuale peruanum (1607), una Relación de los mártires de la Florida, además de sermones, un tratado sobre las indulgencias y una biografía de San Francisco Solano. La orden de San Agustín, instituto religioso más antiguo que el de los franciscanos y el de los dominicos, llegó al Perú en 1551, y nueve años más tarde contaba con monasterios en el Cuzco y Trujillo. A fines del siglo XVI existían conventos en Cotabambas, Omasuyos, Potosí, Paria, Chuquisaca, La Paz, Tarija, Arequipa, Huánuco, Guadalupe, Saña,

Cañete, Ica, Nazca y en varios pueblos de Chile. En 1586 los agustinos se hicieron cargo del santuario de Copacabana a orillas del lago Titicaca, desde el cual cristianizaron a los indios de esa región. Uno de los grandes éxitos de la orden agustina fue la conversión en 1568 del inca Titu Cusi Yupanqui por parte de los padres Marcos García, Juan de Vivero y Diego Ortiz, el último de los cuales ocupa un lugar especial en la historia de la Iglesia en el Perú, pues soportó el dolor del martirio. Tras la muerte de Titu Cusi, los indios de Vilcabamba acusaron a fray Diego de haber envenenado al Inca, por lo que fue flagelado y humillado al no poder resucitar al soberano, como se le pedía. Fue empalado y enterrado cabeza abajo. Entre los cronistas agustinos más importantes podemos mencionar a fray Antonio de la Calancha y Benavides, quien nació en Charcas, y al huamanguino Alonso Ramos Gavilán. El padre Calancha, considerado por Antonio de León Pinelo como: “docto escolástico, gran positivo, elegante predicador, y erudito en las letras humanas”, publicó en 595

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Frontispicio de la Chrónica moralizada del orden de San Agustin (Barcelona, 1639) del padre Antonio de la Calancha.

1639 su célebre Crónica moralizada del orden de San Agustín para dar a conocer las acciones de su orden en el Perú. Este fraile altoperuano de pluma barroca era consciente del peligro que encerraba la persistencia del culto idolátrico de los indígenas y por consiguiente sostenía que había que combatir al demonio “asemejándoles (a los indios) en el trato a los españoles en las cosas y casos que dañasen a su propia naturaleza, para que estimando la onra, fuesen olvidando las costumbres obscenas: las acciones viles”. Para Calancha los españoles debían actuar como ejemplos de honor y cristianismo frente a los aborígenes (Brading 1991). Al igual que otros cultivados frailes, Calancha fue un divulgador de las virtudes de sus compañeros de orden y se erigió en el mejor biógrafo del mártir fray Diego Ortiz. Alonso Ramos Gavilán, autor de la Historia del célebre santuario de Nuestra Señora de Copacabana (1621), doctrinero y perseguidor de idolatrías, se preocupó por el estudio de las lenguas nativas y las tradiciones andinas. Recogió información religiosa de los ancianos indígenas a fin de conocer mejor las creencias locales. Justamente con estos intereses se centró en Copacabana para relatar la historia del culto mariano en las alturas altiplánicas y su relación con las idolatrías que precedieron a su aparición. En 1568 llegaron a Lima, enviados por San Francisco de Borja, los religiosos de la Compañía

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de Jesús. El grupo fundador en el Perú estuvo compuesto por los sacerdotes Jerónimo Ruiz del Portillo, Diego de Bracamonte, Antonio Álvarez, Miguel de Fuentes y Luis López y los legos Luis de Medina, Juan García y Pedro Lobet. La misión de estos hombres de Iglesia fue la cristianización de los aborígenes. Los jesuitas fueron activos defensores de los naturales y maestros de los hijos de los señores étnicos, a quienes enrumbaron por los caminos de la fe con una educación especial en los colegios de San Francisco de Borja en el Cuzco y El Príncipe en Lima. Pero no se abocaron únicamente a la formación cristiana de los nativos, también fundaron los colegios mayores de San Pablo y San Martín en Los Reyes y la Universidad de San Ignacio de Loyola en la Ciudad Imperial del Cuzco para los hijos de la república de españoles. La congregación de San Ignacio se preocupó también por un documentado conocimiento sobre el mundo andino, especialmente por el quechua o runa simi. Una marcada dedicación por estudiar la lengua de los incas la podemos hallar en el extremeño Diego González Holguín, misionero y quechuista, autor de la famosa Gramática y arte nueva de la lengua general del Perú llamada quichua o lengua del inca (1607) y del Vocabulario de la lengua general de todo el Perú (1608). En el estudio de las instituciones, historia y religiones del antiguo Perú (así como las de México),

Ilustración que muestra el martirio de Diego Ortiz, en Vilcabamba. La historia ejemplar de Diego Ortiz fue abordada en la Chrónica moralizada (Barcelona, 1639) de Antonio de la Calancha, fuente de la que procede esta imagen.

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de los incas, cuyos fragdestacó en la Compañía mentos llegaron a manos de Jesús el aporte del padel Inca Garcilaso. El dedre jesuita José de Acossafío de los jesuitas en el ta con su De procuranda Perú durante los sesenta indorum salute (1588), primeros años puede dolibro de gran difusión, cumentarse en las Vidas que proponía aprovechar de varones ilustres de la los elementos positivos Compañía de Jesús de la cultura indígena y (1631) del sacerdote nano hacer tabula rasa de politano Anello Oliva. ellos, destruyendo huaLa Historia del Nuevo cas e ídolos. Para Acosta, Mundo (1653) de Bernadebían evitarse los cambé Cobo es un extenso y bios bruscos que supodetallado trabajo sobre la nía la imposición forzosa historia indígena y la nadel cristianismo (Marzal turaleza de las Américas. 1986). Decía el jesuita: Con ánimo evangeliza“Oficio nuestro es ir podor se dedicó a observar co a poco formando a los las aptitudes e inclinaindios en las costumbres ciones de los naturales, y la disciplina cristiana, pues afirmaba de ellos y cortar sin estrépito los que: “Tienen una pacienritos supersticiosos y sacia incansable en aprencrílegos y los hábitos de der nuestros oficios, que bárbara fiereza; mas en Portada de ingreso (finales del siglo XVI) al atrio cercado de es causa de que salgan los puntos en que sus la iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, en Juli, Puno tan aventajados artífices costumbres no se opo(Tomado de “Los vestigios de un sueño”, catálogo de exposición sobre misiones jesuíticas en América Latina. como salen... Por eso hay nen a la religión o a la Unión Latina 1995). ya tantos indios extremajusticia no creo convedos oficiales de todas las niente cambiarlas; antes al contrario, retener todo lo paterno y gentilicio, artes y oficios, señaladamente de los más dificultocon tal que no sea contrario a la razón...”. No era sos y de curiosidad, pero no de trabajo corporal, extraña tal posición de tolerancia en un acucioso in- que a éstos son muy poco inclinados”. En lo referente a la evangelización, los jesuitas vestigador de las civilizaciones del Nuevo Mundo. En la Historia natural y moral de las Indias (1590) llevaron a cabo grandes empresas como la doctrina ofrece a los lectores europeos una buena síntesis de de Juli organizada a partir de 1576. La razón que esla naturaleza y cultura americanas. El mismo cro- grimían los ignacianos para adoctrinar a los indios nista expone sus motivaciones para escribir el libro: de esa localidad tenía una naturaleza estratégica. “Mas hasta ahora no he visto autor que trate de de- Allí se podría aprender e investigar la lengua aymaclarar las causas y razón de tales novedades y extra- ra que se hablaba desde el Cuzco hasta el Tucumán ñezas de naturaleza, ni que haga discurso ni inqui- y también era la puerta de acceso a otros pueblos de sición en esta parte; ni tampoco he topado libro cu- la región del lago Titicaca, convirtiéndose Juli en un yo argumento sea hechos o historia de los mismos lugar destinado a la formación de misioneros (Marindios antiguos y naturales habitadores del nuevo zal 1992). Vale la pena recordar que fue en esa localidad del Collao donde el padre italiano Ludovico orbe”. El nombre de Acosta está asociado al de otros Bertonio se inspiró para preparar el Arte de la lengua cronistas de su congregación como Blas Valera, aymara (1612), el Vocabulario de la lengua aymara Anello Oliva y Bernabé Cobo. El mestizo Blas Vale- (1612) y el Libro de la vida y milagros de Nuestro Sera fue misionero en Huarochirí, Juli y Potosí. Su co- ñor Jesucristo en dos lenguas, aymara y romance nocimiento del quechua le permitió comprender ca- (1612). Este jesuita aymarista, junto con Diego balmente el pasado peruano. El padre Valera, que González Holguín, es uno de los pioneros del estuhabía nacido en Chachapoyas, escribió una Historia dio de las gramáticas andinas.

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Retablo del altar mayor de la iglesia de San Pedro y San Pablo, en Juli, Puno (Tomado de “Los vestigios de un sueño”, catálogo de exposición sobre misiones jesuíticas en América Latina. Unión Latina 1995).

En la Amazonía nororiental la Compañía de Jesús fundó la misión de Maynas. Cabe destacar que en esta empresa participaron dos jesuitas germanos: el padre Enrique Richter, durante la segunda mitad del siglo XVII, y Samuel Fritz, a principios del setecientos. Los miembros de la Compañía lograron congregar a los indios en los pueblos de San Ignacio de Maynas, San Juan Evangelista de Maynas, San Francisco de Borja, San Javier de Chamicuros, San Regis de Lamistas, Nuestra Señora de las Nieves de Yurimaguas, Nuestra Señora de Loreto Paranapuras (del que deriva el nombre del actual departamento peruano de Loreto), San Ignacio de Pebas, Santo Tomé de Andoas y Santa María de la Luz de Iquitos, fundada en 1740 por el padre José Bahamonde (Nieto 1980). En la selva meridional, la misión jesuita de Mojos que se remonta a 1667 tuvo resultados igualmente positivos. Abarcó un extenso territorio que iba desde la región del Beni en la actual Bolivia, hasta el Matto Grosso (Brasil). La gran labor emprendida por los jesuitas fue descrita por el padre Francisco Eder, natural de Eslovaquia. Él escribió una crónica titulada: Breve descripción de las reducciones de los Mojos (ca. 1772), en la que retrata la religión y las formas de vida de los aborígenes de aquel espacio amazónico (Marzal 1992). Resaltando aún más el celo misionero de los jesuitas no debemos dejar de mencionar al limeño Antonio Ruiz de Montoya, “el conquistador espiritual del Paraguay”. A principios del siglo XVII, el

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padre Montoya penetró pacíficamente en la selva guaraní, donde antes habían fracasado todos los intentos de colonización. Valiéndose de la oración y de imágenes de los arcángeles, pintadas en tableros que representaban a la milicia celeste, pudo persuadir a los guaraníes y más tarde convertirlos a la fe de Cristo. Antonio Ruiz de Montoya en su Sílex del divino amor reconocía en los indígenas dones divinos extraordinarios, lo cual lo persuadió de organizar en el Paraguay un sistema de vida en el que se conjugaban armónicamente el trabajo y la catequización. Las misiones paraguayas concentraban a la población aborigen en pueblos a manera de reducciones, donde se les impartía la doctrina cristiana y se les mostraba la dimensión del daño que ocasionaban la embriaguez, la poligamia y las relaciones sexuales fuera del matrimonio. Los sacerdotes y hermanos de la Compañía vivían entre los nativos, vestían humildemente y comían los mismos alimentos que ellos. Los métodos de enseñanza aplicados respetaron las capacidades innatas de los indios, que fueron estimuladas por los jesuitas para dirigirlas “a la mayor gloria de Dios”. En las misiones del Paraguay, los guaraníes tuvieron acceso al conocimiento musical y conformaron coros y orquestas que ejecutaban un variado repertorio en iglesias amplias y teatrales. Educar cristianamente a través de lo sorprendente y atractivo, se convirtió en una de las premisas de la evangelización jesuita, llevando la cultura barroca hasta los últimos confines de América. Aunque no fueron tan numerosos como los franciscanos, dominicos y jesuitas, los miembros de la orden de la Merced también contribuyeron con la evangelización. Los mercedarios estuvieron presentes durante la conquista. Sabemos que en 1534 ya se hallaban en el Cuzco y luego acompañaron a Diego de Almagro en la conquista de Chile. A diferencia de las otras congregaciones, la orden de la Merced no era mendicante y podía disponer de bienes inmuebles (Nieto 1980). De esta manera, los mercedarios fueron propietarios de tierras y estancias, algunas de las cuales les fueron cedidas –como la de Huayo Grande por el noble quechua Cayo Túpac en 1549– para enseñar la doctrina cristiana a los niños indígenas (Aparicio 1991a y b). En la orden de la Merced florecieron tenaces misioneros. Fray Diego de Porres, antiguo soldado convertido a la causa evangelizadora, fue ordenado sacerdote en 1558 y anduvo por doctrinas y repartimientos bautizando y predicando la palabra de Cristo a los aborígenes de Checras, Atavillos, Hua-

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Serie de retratos y escudo de la orden bethlemnítica hechos por José de Páez, en 1768, en Cajamarca.

tinado a convalecientes. Estos frailes, además del cuidado de los enfermos, impartieron la enseñanza de las primeras letras y divulgaron los “belenes” o nacimientos de Cristo, uno de los cuales, ubicado en la casa de los betlemnitas en Lima, se hizo muy famoso, ya que el Niño Dios, la Virgen y San José podían moverse debido a un mecanismo articulado. Los habitantes de Lima asistían masivamente a su morada en tiempos de Navidad para observar este sorprendente espectáculo. Por su aspecto barbado, los betlemnitas fueron apodados cariñosamente los padres “barbones”. La congregación tuvo casas e iglesias en Cajamarca, Trujillo, Huamanga y el Cuzco. Los betlemnitas desaparecieron en 1830, tras la disolución de la orden. No menos importante fue el aporte de otros institutos religiosos que arribaron al Perú como los trinitarios, en 1560; los carmelitas, en 1592; los benedictinos, en 1599; los mínimos de San Francisco de Paula, en 1644; los oratorianos de San Felipe Neri, en la segunda mitad del siglo XVII; y los crucíferos de San Camilo o padres de la Buena Muerte, en 1709.

LA PRÉDICA Y LA ORATORIA SAGRADAS: EL PODER DE LA PALABRA El período virreinal coincide con la época del misticismo militante de la Contrarreforma que enfatizaba el poder de la palabra escrita y hablada. La palabra fue un instrumento eficientemente empleado por los evangelizadores para cristianizar a la población indígena, a los españoles y a los miembros de castas. Los clérigos y frailes optaron por superponer y adaptar el cristianismo al sustrato de la religiosidad nativa. Fray Domingo de Santo Tomás en la “Plática para todos los indios”, incluida en su Gramática (1560), llama a los ángeles sirvientes o yanaccona de Dios, y a los demonios mana allisupay. Lo mismo sucede cuando pretende referirse al mundo terrenal, recurriendo al término Cay pacha como denominación del “mundo presente”. El paraíso es iden599

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manga, Chumbivilcas, Mojos, Tarija y Santa Cruz de la Sierra. Su voz llegó hasta las agrestes tierras de los indios chiriguanos. Fray Diego de Porres creó un método misional interesante que consistía en la enseñanza del catecismo haciendo uso del quipu, lo que suponía la cercana colaboración de los caciques e indios cultivados. Esta modalidad de enseñanza fue sugerida en su “Instrucción” para sacerdotes doctrineros y fue extendida por los frailes mercedarios para propagar la fe entre los nativos (Aparicio 1991a). Otros miembros como fray Martín de Murúa, con afán evangelizador, se abocaron al estudio del pasado incaico. Este mercedario vasco conocía el quechua y el aymara y había recorrido casi todo el territorio peruano. Murúa dejó manuscrita una crónica en 1616, en la que describe las costumbres y vida familiar de los soberanos quechuas. Este trabajo, de valiosísimo interés para los historiadores contemporáneos, recibió el título de Origen y descendencia de los incas y es una pieza fundamental para el estudio de la elite cuzqueña. Durante el virreinato también llegaron órdenes hospitalarias, dedicadas al cuidado de los enfermos, los ancianos y los pobres desheredados. Por su impacto a través de obras de caridad y bienestar social recordamos a los hermanos de la orden de San Juan de Dios, que apareció en el Perú en 1593 con el hermano Luis Pecador (u Hojeda). Los juandedianos trabajaron intensamente por los enfermos y fundaron hospitales y casas de reposo para menesterosos, lo que conquistó el aprecio de los habitantes del reino. Para 1610 ya contaban con varios sanatorios en el Callao, Pisco, Huamanga y el Cuzco (Vargas Ugarte 1959: II, 377). Otro grupo de religiosos hospitalarios, aunque de menor resonancia, fue la orden Betlemnita, orden del Bethlem o Compañía Bethlemnítica, fundada en Guatemala por fray Pedro de San José Betancourt en 1660, siendo la primera congregación creada en América. Los betlemnitas llegaron al Perú en tiempos del virrey conde de Lemos, quien les asignó la administración del Hospital del Carmen, des-

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Cruz del Baratillo junto a la cual predicó Francisco del Castillo todos los domingos durante veinte años en la plazuela próxima al mercado del Baratillo, en lo que hoy es el distrito del Rímac. En la actualidad esta cruz del siglo XVII se conserva en la iglesia de San Pedro de Lima.

tificado con el Hanan pacha o “más allá”, y el infierno con el Ucu pacha o “mundo de abajo” (Estenssoro 1994). Si bien es cierto que estas palabras no encerraban el mismo significado que los naturales les habían dado, las adaptaciones del dominico sirvieron para transmitir el mensaje cristiano. La prédica en lenguas indígenas se consagró con el Catecismo del Tercer Concilio Limense, preparado por grandes teólogos entre los que figuraba el jesuita José de Acosta. Este primer libro, editado en Lima por Antonio Ricardo en 1584, es testimonio del interés de la Iglesia por valorar y respetar algunos elementos de las culturas aborígenes en vías a la integración y reconciliación entre indios y españoles. El Catecismo demuestra un buen manejo del quechua y un sincero aprecio por la lengua aymara, de la que dice: “…es copiosa y de mucho artificio, y suave de pronunciar; y en frases y modos es tan elegante y pulida como el quechua en el Cuzco” (Figari 1992: 119). 600

La palabra debía complementarse con la participación activa de los indios en la vida religiosa. Una forma eficaz de acercarlos al cristianismo era a través del canto, y de melodías gregorianas, y así lo sugiere el franciscano huamanguino Luis Jerónimo de Oré en su Symbolo católico indiano (Lima 1598), un catecismo trilingüe en quechua, aymara y castellano. Con una actitud parecida, el padre Juan Pérez Bocanegra proponía el canto polifónico con el acompañamiento de órgano. Ambos religiosos concebían la música como un medio para encaminar a los indígenas hacia la conversión. La persistencia del culto idolátrico a principios del siglo XVII supuso un reforzamiento y control de la predicación del Evangelio. Luego de destruir y quemar huacas era necesario mostrar a los naturales la dimensión del pecado cometido. Los sermones debían convencerlos de la verdad del cristianismo, con discursos persuasivos y sorprendentes. La espiritualidad barroca de estos hombres de Iglesia enfatizaba el arrepentimiento entre los andinos y llama la atención que entre los extirpadores se abordaran temas como la muerte y la inmortalidad del alma. Francisco de Ávila, el primer gran “visitador de idolatrías”, procuraba exaltar los sentimientos del auditorio indígena, estableciendo diálogos y simulando incredulidad como recurso retórico, para finalmente lograr que abandonaran sus antiguas creencias. A los que dudaban de la resurrección de los muertos Ávila les respondía: “Pues mirad hijos míos, si esso dixesseis de veras sería grandísimo pecado mortal, y heregía, y si muriesseis sin confessarlo y arrepentiros dello, os condenariais para siempre”. El mismo predicador llega a concluir: “que el principal remedio contra la idolatría es la predicación” (Estenssoro 1994). Entre los miembros de la república de españoles también se vindicaban las verdades eternas. Los oradores sagrados, motejados “pico de oro”, contaban con el aplauso de los habitantes de las ciudades. Durante los domingos y las festividades religiosas la gente pugnaba por encontrar en los templos un lugar cercano al púlpito, llevando muchas veces sus propias sillas. Los más notables logros de la elocuencia sacra se deben a los jesuitas limeños del siglo XVII: Francisco del Castillo, José de Aguilar y Alonso Messía Bedoya, los dos últimos fallecidos a principios de la siguiente centuria. El padre Castillo fue un notable predicador que dirigió su palabra a los negros y pobres en la plazuela del Baratillo de la Ciudad de los Reyes. Al igual que San Pedro Claver, recurría a lá-

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Cátedra de San Francisco Solano en Trujillo, ciudad a la que fue enviado en calidad de padre guardián en 1602, regresando a Lima dos años después. Solano se caracterizó por la elocuencia de su prédica y por utilizar la música para deleitar y persuadir a los creyentes.

En la última década del siglo XVI y durante las dos primeras de la siguiente centuria, los evangelizadores comprobaron que pese a sus esfuerzos continuaba la afloración de antiguos cultos indígenas. Pariacaca, Macaviza, Cocallivia y Chaupiñámoc volvieron a aparecer en Huarochirí. En otras regiones del virreinato como Cajatambo, Huamanga y el Cuzco también retornó la idolatría. El fenómeno demostraba que la cristianización del Perú no se había logrado totalmente. Los doctrineros fueron los primeros en reparar sobre este mal. El doctor Francisco de Ávila, a cargo del curato de San Damián de Huarochirí, dio cuenta del problema al entonces arzobispo de Lima Bartolomé Lobo Guerrero. En 1610, gracias a su celo apostólico, Ávila recibió el nombramiento de “visitador de idolatrías” para iniciar la búsqueda de imágenes paganas y huacas, las que debía estudiar y luego destruir, además de reprimir a los sacerdotes andinos, a quienes se les consideraba “hechiceros”. Tras su nombramiento, recorrió Yauyos, Huarochirí y otras comarcas, descubriendo supersticiones que incluso los frailes y clérigos desconocían. El visitador debía ser una persona sensible e influyente y, sobre todo, poseer el don de convencimiento. Hablaba la lengua de los naturales y realizaba su misión acompañado de sacerdotes predicadores, un notario y un fiscal. El método de extirpación fue sistematizado por el jesuita Pablo José de Arriaga, quien sugirió los pasos que debía seguir todo visitador para eliminar los “embustes del demonio”. Arriaga participó de varias visitas y como resultado de su experiencia escribió La extirpación de la idolatría en el Perú (1621), donde compendiaba y describía las fiestas y creencias de los andinos, e indicaba la forma correcta y prudente de desterrar el mal. Una vez que el visitador llegaba al pueblo sujeto de examen, los religiosos acompañantes predicaban a los indios lugareños a fin de que perdieran temor a la autoridad eclesiástica y los invitaban a reunirse al día siguien601

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minas ilustradas con escenas del más allá adaptadas para la catequización de un público sencillo. A este hijo de San Ignacio se le atribuye la primera iniciativa en el Perú e Hispanoamérica del “sermón de las tres horas” o de “las siete palabras” durante el Viernes Santo. Sin embargo, pasarían varios años para que su difusión se oficializara, gracias al padre Alonso Messía Bedoya, quien escribió su opúsculo “Devoción a las tres horas de agonía de Cristo nuestro redentor” (Lima 1737). Esta práctica se convirtió así en una institución dentro de la oratoria sagrada (Nieto 1992b). Igualmente, a fines del XVII, el padre José de Aguilar aplicó la teatralidad a sus penetrantes discursos para conmover y enmendar la conducta de los cristianos proclives al pecado. Para mantener cautivo al auditorio fingía entablar un diálogo con éste tocando temas que invitaban a la conversión inmediata, como el desencanto de la vida mundana. El sacerdote convencía de lo efímero de la existencia humana con las siguientes palabras: “Passad los ojos por este hermoso templo, y numeroso concurso. Nobles, magistrados, sabios, ignorantes, plebeyos, ricos, pobres, damas, hermosas, afeadas, señoras, esclavas y matronas, con distinción de estados y personas. °Qué diversidad en los trages, lugares, adornos, y respetos! Abrid esos sepulcros, entráos por esas bóvedas. °Qué confusión de huesos descarnados, horror a la vista! Montones de ceniza, enjambres de gusanos, repasando el estrago” (Vargas Ugarte 1942: 46). Desde los púlpitos de las iglesias, las plazuelas y en los lugares improvisados dentro de las reducciones indígenas, los predicadores con sus gestos y su palabra poderosa procuraron la felicidad eterna para los indios, blancos, mestizos y negros, evitando que las cosas del mundo, la herejía y la ignorancia los alejaran del buen camino.

LA EXTIRPACIÓN DE IDOLATRÍAS

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te para oír una misa con sermón. Después de llevar a cabo esta ceremonia, que debía concluir hacia las ocho de la mañana, el visitador procedía a la búsqueda de huacas e ídolos. Luego iniciaba un preciso interrogatorio a los hechiceros y curacas sobre las características de los demonios que los naturales tenían por dioses. El cuestionario suponía preguntas sobre ritos, momias, fetos, bailes, etc., vinculados a sus divinidades. Todas las respuestas debían ser registradas minuciosamente por el notario y, acto seguido, el visitador ordenaba destruir las huacas, destrozar los ídolos, quemarlos o echarlos al río. En los antiguos lugares de adoración se colocaba una cruz en representación del triunfo del cristianismo sobre las supercherías. Si se descubría en los curanderos y los señores étnicos la intención de ocultar información al visitador, eran trasquilados y obligados a retractarse de sus errores y a llevar una cruz al cuello, además de salir en procesión con un cirio en la mano y “coroza” (especie de mitra que cubría la cabeza) el día de la fiesta de la Cruz (Duviols 1986). Otro notable extirpador de idolatrías de la primera mitad del siglo XVII fue el presbítero limeño Fernando de Avendaño, a quien sus colegas de la Universidad de San Marcos describían como: “vigilantissimo en la expulsión de la idolatría de los indios y en entresacar sus ritos ceremoniosos” (Guibovich 1993: 169). Avendaño, teólogo y quechuista, con un afán parecido al del cuzqueño Francisco de Ávila, publicó en 1648 sus Sermones de los misterios de nuestra santa fe católica, en lengua castellana y la general del inca, que sirvió de guía para la prédica a los indios y de excelente instrumento para lograr la conversión de los andinos. Debemos señalar que los naturales no estuvieron sujetos a la Inquisición, pues su calidad de nuevos en la fe católica los eximía de este tribunal. Sin embargo, no se libraban de la fiscalización de la Iglesia, la que había diseñado para ellos un método especial: la extirpación de idolatrías. Gracias a los extirpadores, es posible reconstruir la historia de los cultos indígenas prehispánicos. La abundante información recogida en los miles de folios de los visitadores en los archivos eclesiásticos, permite abordar los múltiples aspectos de la religiosidad en los Andes.

LA INQUISICIÓN El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, institución medieval que se remonta al siglo XIII y 602

que se estableció en Castilla en 1478, fue instaurado en el Perú por una real cédula de Felipe II, del 25 de enero de 1569. Su instalación oficial en Lima se produjo el 29 de enero de 1570, dentro del espíritu de la Contrarreforma. Fue su primer magistrado don Servando de Cerezuela y se ubicó en el local de la plaza de la Merced. Más tarde se trasladaría a la llamada “plaza de la Inquisición”. La jurisdicción del Tribunal afincado en Los Reyes abarcaba Quito, Charcas, Chile, La Plata y el Paraguay. El Santo Oficio velaba por la pureza del cristianismo y reprimía cualquier actitud que distorsionara la verdad de la doctrina, como la herejía (donde incluía al luteranismo), la lectura de libros prohibidos, la brujería, la quiromancia, la blasfemia, el judaísmo y el islamismo encubiertos, la inmoralidad en sus formas de sodomía, pederastia y bigamia, y también la indisciplina eclesiástica. La Inquisición estaba dirigida a todos los hombres y mujeres del reino, con exclusión de los indios, ya que ellos eran considerados nuevos en la fe y se sometían a otro sistema de depuración religiosa a través de la ya mencionada extirpación de idolatrías. El Tribunal enfrentaba la crisis ideológica y política generada al interior de la sociedad virreinal (Guibovich 1994). La Inquisición constituía una garantía de derecho frente al mundo protestante, pues poseía un proceso judicial, con una parte general y otra especial, que brindaba al acusado la oportunidad de arrepentirse o de probar su inocencia. Los encargados de dirigir el proceso eran los tres inquisidores que oficiaban de jueces, un fiscal que acusaba y el secretario que redactaba las actas. Fuera de Lima, los comisarios se abocaban a la difícil tarea de capturar a los sospechosos para enviarlos a las mazmorras del Santo Oficio en la Ciudad de Los Reyes. El proceso establecía una serie de tormentos como el potro, la garrucha, los baldazos de agua fría y los grillos. Si el acusado moría en medio de la tortura y había sido probada su culpabilidad, la investigación continuaba; en el caso de que su condena fuera la muerte, el cadáver era desenterrado y quemado en la hoguera durante el auto de fe, mientras una efigie salía en procesión con los demás penitenciados (Hampe 1989: 257). Existen muchas observaciones exageradas sobre el número de ejecutados por el Tribunal. Durante todo el período virreinal fueron condenadas a muerte cerca de cuarenta personas. Aparte de la pena máxima, el Santo Oficio podía resolver la cadena perpetua, el azotamiento público, el destierro del Perú y de las Indias, la confiscación de bienes, la in-

Virreinato: Instituciones y vida cultural habilitación en oficios y dignidades y, finalmente, el denigrante trabajo en las galeras (Medina 1887). Con el paso de los años, la Inquisición fue suavizando sus métodos. En 1736 dictó su última condena a muerte, ochenta años antes de su desaparición (Hampe 1989). Las Cortes de Cádiz, de clara influencia liberal, dictaminaron en 1813 la abolición del Santo Oficio en todas las posesiones españolas aunque, una vez en el poder, Fernando VII intentó sin éxito reinstalar los tribunales. En el Perú la Inquisición funcionó hasta 1814 y fue definitivamente abolida por el gobierno del general don José de San Martín.

Los autos de fe

ban a la plaza precedidos de religiosos que portaban una cruz negra, signo de su excomunión. Aquellos acusados que habían sido absueltos eran paseados sobre caballos blancos y portando una rama de palma. Los que recibían penas leves vestían el “sambenito” y llevaban un cirio encendido. En cambio, quienes iban a morir, además de estar ataviados con el “sambenito” y la “coroza”, eran montados en asnos con las manos amarradas a la espalda. La ceremonia se realizaba en presencia del virrey, los oidores, el arzobispo, el cabildo eclesiástico y los vecinos de la capital. Una vez acomodados todos los dignatarios, el secretario leía las sentencias, y acto seguido se procedía a su ejecución (Acosta Vargas 1979).

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Para los habitantes del virreinato, los autos de fe tenían un gran contenido simbólico pues a través de Algunos procesos inquisitoriales ellos podían presenciar el triunfo del catolicismo Procesos inquisitoriales muy sonados fueron los sobre el pecado y, al mismo tiempo, la victoria del de fray Francisco de la Cruz, la “complicidad granEstado sobre los enemigos del imperio. Todos esta- de” de los judíos y el caso de la “iluminada” Ángeban de acuerdo en que los penitenciados por el San- la Carranza. El primer gran caso es el del dominico Francisto Oficio eran traidores a Dios y al rey, y por lo tanco de la Cruz, teólogo moralista, rector de San Marto, merecían el peor castigo. Entre 1570 y 1820 se celebraron cuarenta autos cos y asesor de obispos y virreyes. Gozaba de fama de fe. Estas ceremonias, destinadas a purificar las al- de santidad hasta que se amancebó con la limeña mas de los penitenciaLeonor de Valenzuela dos, se realizaban en la (con quien tuvo un hiplaza de Armas de Lima, jo). Empezó a presentar frecuentemente en las alucinaciones que lo cercanías de las festividacondujeron a la herejía, des importantes como siendo procesado y conNavidad, el onomástico denado a la hoguera en del virrey y el primer doabril de 1578, acusado mingo de Adviento. Para de “traidor sedicioso, que todos estuvieran enfautor de conjuras y alterados, los autos de fe zamientos contra la Pase anunciaban con antitria, el Rey y la Iglesia”. cipación. El día anterior, Sostenía que las Indias a las cuatro de la tarde, conformarían el Nuevo los representantes de las Pueblo de Israel y que órdenes religiosas y los Lima sería la Nueva Jeoficiales del Santo Oficio rusalem. En ese mundo salían de la capilla de la ideal, según creía erraInquisición y se reunían damente, no habría necon el vicario general de cesidad de concilios. EsSanto Domingo. Estas tas visiones de carácter autoridades paseaban apocalíptico se compleuna cruz verde, símbolo mentaban con su propia de la esperanza en el elección como “Sumo arrepentimiento de los Pontífice y Rey del PeUn condenado de la Inquisición con hábito penitencial y condenados. Al día si- coroza (sombrero en forma de cono), en una acuarela limeña rú” (Saranyana y Zaballa del siglo XIX. guiente, los reos entra1995).

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Otro proceso importante para la Inquisición de Lima fue la “gran complicidad” o la “complicidad grande” que comprometió a los comerciantes portugueses más poderosos del virreinato. Acusados de “judaizar”, los lusitanos fueron encarcelados entre 1635 y 1639. Las declaraciones de los inculpados llevaron ante el tribunal al conocido mercader Manuel Bautista Pérez y a su cuñado, Sebastián Duarte. El auto de fe, uno de los más apoteósicos, se celebró el 23 de enero de 1639 y en él se penitenció a ochenta portugueses supuestamente “judaizantes”. No todos los acusados fueron condenados a muerte aunque Pérez y Duarte terminaron sus días en la hoguera. El Santo Oficio secuestró los bienes de los reos, asegurando así sus finanzas, evitando competencias para los comerciantes hispanos. Este proceso inquisitorial a los portugueses criptojudíos repercutió en los tribunales de México y Cartagena de Indias, pues en aquellas ciudades se tomaron medidas similares (Pizarro Baumann 1993). Durante la segunda mitad del siglo XVII, el caso de Ángela Carranza fue muy comentado en todo el virreinato. Había nacido en Córdoba del Tucumán y llegó a la Ciudad de los Reyes para llevar una vida virtuosa. La Carranza, que gustaba de llamar la atención, describió una serie de revelaciones que inexorablemente la condujeron a la herejía. Afirmaba “…que le había dicho Dios, que decía el Espíritu Santo: que ella era hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, y sagrario de la Santísima Trinidad. Y que por por ser ella madre de sacerdotes, título que Dios le había dado, el hijo mayor era el Sumo Pontífice” (Sánchez 1993). Aquellas palabras disparatadas convencieron a muchos habitantes de Lima, quienes acudían a verla como si se tratara de un oráculo. Más tarde pretendió probar el misterio de la Inmaculada Concepción. En 1690 el Santo Oficio la detuvo y estudió detenidamente los larguísimos escritos donde aseguraba estas patrañas. Los inquisidores, como era de esperar, concluyeron que sus proposiciones eran unas injuriosas, escandalosas e impías, y otras arrogantes y presuntuosas. El parecer del tribunal influyó en el pueblo limeño y la supuesta beata cayó en descrédito. Fue condenada en diciembre de 1694 a salir en auto con “coroza”, a reclusión perpetua en el recogimiento de Nuestra Señora de las Mercedes y a abjurar públicamente de todo cuanto había manifestado en el convento de Santo Domingo. Para cumplir con la última penitencia, debió ser protegida por las autoridades, pues la multitud –que se sentía defraudada– quiso lincharla. 604

LAS COFRADÍAS Y HERMANDADES Las cofradías y hermandades del Perú virreinal eran agrupaciones de fieles de toda condición racial (españoles, indios y castas –mulatos, zambos y sus innumerables descendientes–) y profesional (zapateros, pescadores, silleros, caporales, mineros, etc.), congregadas en torno de una imagen de Cristo, una advocación de la Virgen, un santo o una reliquia. La función de las cofradías y hermandades era la veneración y culto del patrono común, la ayuda mutua entre sus miembros y la salida en procesión durante las festividades religiosas, vale decir, en Corpus Christi, Semana Santa y el día del santo patrono. Además se ocupaban del entierro de los cofrades y la celebración de misas por los hermanos difuntos. Las cofradías oficiaban como instituciones de seguro, asistencia social y crédito (Garland 1994) y dependían de las iglesias y monasterios en los que se hallaban las imágenes de su devoción (Cruz Espinoza 1985: 9). Todos los años, después de la fiesta del santo patrono, los cofrades reunidos en cabildo y bajo la presidencia del capellán elegían a sus autoridades. Los más altos cargos eran ejercidos por dos mayordomos quienes se responsabilizaban de la celebración de las fiestas patronales y de la administración de las cuotas pagadas por los miembros. También se designaba a dos diputados cuya función consistía en apoyar a los mayordomos procurando la concurrencia de los hermanos a las procesiones; un alférez o secretario que tenía a su cargo el depósito de la limosna; un procurador encargado de escoger semanalmente a dos personas para el recojo de la limosna; un contador y un tesorero. La cofradía estaba constituida por los “hermanos veinticuatro”, representantes del grupo de los cofrades fundadores y entre los que se designaba a las autoridades; y finalmente los hermanos menores, que aportaban económicamente pero estaban eximidos de ocupar cargos en la cofradía (Garland 1994). Las cofradías de mayor importancia se ubicaban en Lima. A mediados del siglo XVII existían sesenta y dos cofradías, de las cuales veinticinco eran de españoles, dieciocho de indios y diecinueve de negros y mulatos (Sánchez-Arjona 1981). Las más antiguas fueron la del Santísimo Sacramento (1539) y la de la Veracruz (1540) fundada por Francisco Pizarro. Luego se fundaron la de San José de carpinteros (1560), la de la Virgen del Rosario (1564), la de San Crispín y San Crispiniano de indios zapateros (1577), la de Nuestra Señora de la O (1588), la de

Virreinato: Instituciones y vida cultural San Eloy que agrupaba a los artesanos plateros (1601), la de La Soledad (1603) (hermandad abierta), la del beato Juan de Buenaventura para negros (1604) –la misma que a partir de 1779 se conocería con el nombre de San Benito de Palermo–, la de Nuestra Señora de Aránzasu de los vascos y sus descendientes (1612), la de San Roque de españoles en general (1699), y la de San Joaquín para indios pescadores (1715).

LAS MONJAS

Retrato de sor María Bernarda, quien fundara en Lima, en 1710, el monasterio de Jesús, María y José, de hermanas clarisas capuchinas.

habitar en celdas cómodas, a veces de dos plantas, con recámaras y antecámaras amobladas de sillones y escritorios, y ornamentadas con cuadros, alfombras y macetas. Dichas habitaciones contaban además con un baño y un pequeño huerto (Sánchez 1993). Los conventos femeninos llegaron a ser, en palabras del virrey conde de Superunda, “pequeñas repúblicas” (Basadre 1980: 89). A pesar de las diferencias sociales, todas las monjas estaban de acuerdo en adorar a Cristo a través de la oración y en trabajar para obras de bien como la educación de las niñas. La vida económica de los cenobios dependía de las dotes en metálico, tierras y casa que entregaban las religiosas al elegir el “matrimonio místico”, pero también de sus “labores”, es decir, de la venta de sus trabajos de bordado y de la preparación de dulces, que en algunos casos fue la principal fuente de ingresos y en otros la única (Olivas 1990). Los conventos de mayor fama durante el virreinato fueron los de La Encarnación, El Prado, La Concepción, Descalzas de la Concepción, Santa Rosa de Santa María y Las Nazarenas en la ciudad de Lima; Santa Clara y Santa Teresa en el Cuzco; Santa Catalina en Arequipa; el de las Carmelitas Descalzas en Trujillo; y el de Santa Clara en Huamanga (Puente Candamo 1962).

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Las muestras de piedad femenina más importantes del Perú virreinal las podemos hallar en la vida conventual. En un principio, después de la conquista, hacia 1540, aparecieron las beatas, mujeres que llevaban una vida apartada, de manera individual o en comunidad. Aunque eran confundidas con las monjas por el hábito que vestían, se distinguían de éstas por no someterse a las reglas de ninguna orden y porque podían salir de sus casas, aunque hubo casos en que grupos de beatas se convirtieron en monjas regulares y fundaron conventos (Lockhart 1982). Hacia finales de la década de 1560, ya existían conventos de monjas que permitían el acceso a una vida recoleta. A estos cenobios ingresaban mujeres de todos los estratos sociales necesitadas de paz o de algún medio de subsistencia. Frecuentemente, el padre era quien elegía una o varias de sus hijas para el enclaustramiento. Otras veces la reclusión conventual permitía encubrir escándalos familiares o huir de la mala fortuna y la maledicencia social. Éste fue el caso por ejemplo de doña Mencía de Sosa, esposa del rebelde Francisco Hernández Girón, y de su madre doña Leonor de Portocarrero, quienes escogieron el retiro religioso para escapar del oprobio. Doña Mencía, apodada “la bella mal maridada”, fundó en Lima el monasterio de la Encarnación en 1561, el primer convento del Perú. Los monasterios fueron diseñados como ciudades dentro de la ciudad virreinal. El trazo de sus calles, la estructura de sus edificios y la suntuosidad de sus capillas, hacían los monjíos semejantes a una urbe en miniatura. Cada convento poseía su propio gobierno que recaía en la priora o abadesa, pero existían además una serie de cargos como los de tesorera, bibliotecaria y sacristana. Al otro lado de la escala monacal las “freilas” menos favorecidas cumplían con las funciones propias del servicio doméstico. Aquellas que ingresaban con una buena dote gozaban de ciertos privilegios como los de poder

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El 2 de octubre de 1580 se efectuó la ceremonia solemne de la fundación del monasterio dedicado a Santa Catalina de Siena, en Arequipa, con el nombre de Nuestra Señora de la Gracia. En la imagen, la denominada plaza de la fuente.

LOS SANTOS DEL PERÚ Los santos, beatos y siervos de Dios, y las múltiples expresiones de santidad del Perú virreinal, se enmarcan dentro del espíritu del catolicismo militante de la Contrarreforma que buscaba imágenes vivas que alentaran la fe. De esta manera, los santos que vivieron en el reino del Perú no sólo llevaban una vida de tribulaciones personales, defendiéndose de las tentaciones mundanas, ayudando a los necesitados y profetizando sucesos; ellos debían obrar milagros en vida y después de muertos. Los milagros formaban parte de la vida cotidiana y estaban destinados a la comunidad donde vivían y habían nacido (Brading 1991: 366). En tal sentido los hombres o mujeres de vida virtuosa eran también figuras públicas, un ejemplo a seguir por la sociedad para alcanzar su salvación. Eran conocidos y escuchados por los habitantes de las ciudades quienes asistían a sus prédicas y colaboraban con sus trabajos piadosos. Su fama de virtud era tan grande que a sus exequias concurrían desde el virrey hasta los esclavos, y la multitud pugnaba por arrancar un fragmento de sus vestidos para guardarlo como reliquia. 606

Los santos y beatos aparecen en el Perú a fines del siglo XVI. En esta época, y durante la primera mitad del siglo XVII, coexisten varios, por cierto en distintas generaciones. Los más renombrados fueron los peninsulares Santo Toribio de Mogrovejo, San Francisco Solano, San Juan Masías, el venerable Pedro Urraca de la orden de la Merced, el mártir agustino Diego Ortiz, el franciscano fray Juan Gómez, los siervos de Dios Diego Martínez y Juan Sebastián de la Parra –ambos de la Compañía de Jesús–, los limeños Santa Rosa de Lima y San Martín de Porras y la beata arequipeña sor Ana de los Ángeles Monteagudo. Posteriormente, después de 1650, florecieron hombres entregados a la santidad, como los criollos jesuitas Francisco del Castillo y Juan de Alloza, los españoles Francisco Camacho de la orden Hospitalaria de San Juan de Dios y el indio chiclayano Nicolás de Ayllón. Con sus vidas ejemplares lograron demostrar que la salvación estaba al alcance de todos.

Santo Toribio de Mogrovejo Toribio Alfonso de Mogrovejo y Quiñones, natural de Mayorga (León) y nacido en 1538, era un

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hombre de una sólida formación jurídica. Como licenciado en Cánones por la Universidad de Salamanca, ejerció el cargo de inquisidor de Granada. Allí demostró tal versación que fue premiado con la mitra de obispo de Los Reyes. Recibió su consagración como prelado en Sevilla y, una vez en el Perú, convocó al Tercer Concilio Limense para encontrar los mejores caminos de la evangelización. Toribio de Mogrovejo, prelado inquieto, pasó la mayor parte de su tiempo visitando las provincias, pues de sus veinticinco años de pastor sólo ocho permaneció en su sede episcopal. Recorrió Huánuco, Chachapoyas, Yauyos, Junín, Chancay, Pativilca y Saña, donde a causa de una enfermedad murió en 1606. Era un varón infatigable que predicaba a los indios en su propia lengua y se adaptaba a sus humildes condiciones de vida. A pesar de su alta dignidad eclesiástica, no reparaba en entrar a las chozas de los aborígenes enfermos para aliviarlos con la palabra de Dios. Se comportó como el típico obispo de la Reforma Católica. Fue canonizado en 1726 por Benedicto XIII, quien lo comparó, por su labor, con San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. En 1983 el Papa Juan Pablo II declaró a Santo Toribio de Mogrovejo “Patrono de todos los obispos de América Latina”.

San Francisco Solano El más influyente de los santos predicadores del virreinato fue sin duda este fiel franciscano imitador de la sencillez de San Francisco de Asís. Solano nació en Montilla en 1549. Como misionero divulgó el Evangelio entre los indios de Potosí y del Tucumán. Luego pasó a Lima para predicar, con un crucifijo en la mano, la humildad y el arrepentimiento. Sus sermones motivaron la penitencia, la confesión y la autoflagelación de centenares de vecinos y moradores, y no faltaron algunos concurrentes que decían haber visto a San Francisco Solano despegarse del suelo mientras hablaba a la feligresía. Su muerte, acaecida en 1610, fue llorada por el virrey marqués de Montesclaros y por el pueblo de Lima. Su canonización ocurrió también en 1726 durante el papado de Benedicto XIII.

Toribio Alfonso de Mogrovejo organizó y presidió el Tercer Concilio de Lima, en 1583.

San Francisco Solano, predicador y padre guardián del convento de la Recolección de Lima, hoy conocido como convento de los Descalzos en el distrito del Rímac.

Santa Rosa de Lima Isabel Flores de Oliva, más tarde conocida como Rosa de Santa María, nació en Lima el 30 de abril de 1586. Era hija del arcabucero Gaspar Flores, natural de Baños de Montemayor (Extremadura, España), y de la limeña María de Oliva. Sintió desde niña fuertes deseos de acercarse a Dios y para no distraerse con las cosas del mundo, solía ayunar tres veces por semana. Su vocación religiosa creció al recibir en el pueblo de Quives el sacramento de la confirmación de manos de Santo Toribio de 607

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Adivinando del entierro el día a acompañarle la ciudad se junta, tribunales, cabildo, clerecía, religiones, nobleza y plebe adjunta; la que viviendo, en un rincón cabía, no cabe por las plazas ya difunta. Rosa de Santa María fue canonizada por Clemente X en 1671 y recibió el título de “Patrona del Perú, Hispanoamérica y las Filipinas”.

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San Martín de Porras

Santa Rosa de Lima por Pedro Díaz (Lima, 1810).

Mogrovejo. La lectura e imitación de la vida de Santa Catalina de Siena la condujeron finalmente a abrazar la Tercera Orden Dominicana, y a llevar una vida de oración, penitencia y mortificación de su propia carne, autoflagelándose y atándose cadenas a la cintura. En su propia casa construyó una ermita para cumplir con estos ascéticos propósitos, que sin embargo no la alejaron del mundo, pues trabajaba aliviando el dolor de los enfermos y saciando el hambre de los pobres. Su fama de santidad fue tan grande que se convirtió en un ejemplo a imitar por muchas mujeres del virreinato. La admiración que se le profesaba aún en vida la llevó a dirigir las oraciones y defender el Santo Sacramento de las garras del corsario holandés Spilbergen, que ya se aproximaba al Callao. La santa murió en 1617 a los 31 años de edad. Su rostro, inmortalizado por el pincel de Angelino Medoro, quedó en éxtasis y transmitía paz. Los funerales congregaron al virrey, al arzobispo, a los representantes de las órdenes religiosas, y al pueblo limeño que ella tanto amaba. Cuenta el conde de la Granja, autor del poema heroico sobre la vida de esta virtuosa limeña, que: 608

Martín de Porras Velásquez, el santo de los pobres, fue hijo del caballero burgalés don Juan de Porras y la negra panameña Ana Velásquez. Martín era por lo tanto un mulato. Había nacido en Lima en 1579 y pasó su niñez como aprendiz de barbero y sacamuelas, oficio que practicó con éxito durante su adolescencia. Ingresó a la orden dominicana como simple “donado” y por su humildad nunca se interesó por ascender de condición, llamándose a sí mismo “perro mulato”. Pasó el resto de sus días en el convento de Santo Domingo de Lima donde se dedicó al trabajo de enfermería. Su gran amor al prójimo le llevó a curar mendigos, indios pobres y esclavos dolientes, aprovechando los momentos libres para pedir limosna y comprar medicinas para sus menesterosos. Era, en otras palabras, bienhe-

San Martín de Porras en un retrato del siglo XVIII.

Virreinato: Instituciones y vida cultural chor de indígenas, negros y blancos pordioseros. Por su fama de excelente enfermero, las autoridades civiles y eclesiásticas lo buscaban para pedirle curación. Dicen sus contemporáneos que comía muy poco y que se flagelaba los muslos, pero lo que más llamó la atención fue la intensidad de sus oraciones, en medio de las cuales, se dice, ascendía y permanecía suspendido en el aire por varios minutos. Falleció en 1639. Su velatorio fue multitudinario. El gentío, que incluía a las dos repúblicas y a las castas, ansiosos todos de verle por última vez, reunió al virrey, los oidores y al arzobispo de Los Reyes. Varios de los concurrentes atestiguaron que el cuerpo del donado mulato exhalaba “una fragancia tan grande que embelesaba a los que se acercaban” (Busto Duthurburu 1992). En 1945 fue proclamado por Pío XII “Patrono de la Justicia Social” y recibió la canonización de manos de Juan XXIII en 1962.

San Juan Masías

Francisco del Castillo Francisco del Castillo, conocido como “el apóstol de Lima”, nació en la capital del virreinato en 1615. Perteneció a la Compañía de Jesús. Al igual que San Pedro Claver, dedicó su vida a la prédica del Evangelio a los negros en la plazuela del Baratillo, mercado cercano a la ribera derecha del río Rímac. Allí, con una cruz y con unas láminas y cuadros del cielo, el purgatorio y el infierno, invitaba a los negros a la conversión. Denunció el abuso de las autoridades en torno de algunas sentencias injustas que afectaban a los indios, a pesar de la posibilidad de su expulsión del reino. Fue amigo personal del virrey conde de Lemos y padrino de tres de sus hijos. Murió en Lima en 1673. A este jesuita peruano se le atribuye la primera iniciativa del “sermón de las siete palabras” o de “las tres horas”, difundido en Hispanoamérica hasta el día de hoy (Nieto 1992b: 115).

Beata Ana de los Ángeles Monteagudo Sor Ana de los Ángeles Monteagudo y Ponce de León vio la luz en Arequipa en 1595. Fue monja dominica del convento de Santa Catalina en la misma urbe. Tuvo una vida llena de obstáculos y contrariedades, a los que enfrentó con la oración. No había cumplido catorce años cuando sus padres decidieron casarla, pero ella obediente a los llamados de Dios y a una aparición de Santa Catalina de Siena, escogió la vida monástica. Para no distraer su alma con los asuntos del mundo, disciplinaba su cuerpo

El siervo de Dios Francisco del Castillo en un retrato colonial que se conserva en la iglesia de San Pedro de Lima.

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El extremeño Juan Masías nació en 1585 en Ribera del Fresno. Después de vivir una infancia y adolescencia pobres pasó al Perú para dedicarse al cuidado de ganado en las afueras de Lima, aunque seguía cultivando la vocación religiosa. En la Ciudad de los Reyes vio la oportunidad de ingresar a la vida conventual y fue aceptado como lego de la orden de Santo Domingo, donde desempeñó la labor de portero del convento de la Recoleta dominicana. San Juan Masías era amigo personal de San Martín de Porras y su forma de actuar lo asemejaba a él, pues una de sus principales virtudes fue la caridad, que no sólo la practicaba entre los seres de este mundo sino también frente a las almas del Purgatorio, por las que rezaba sin cesar. La vida de este místico, de constantes ayunos y privaciones de sueño, se extinguió en 1645. Sus funerales convocaron al virrey don Pedro de Toledo y Leiva, marqués de Mancera, y al arzobispo don Pedro de Villagómez. Pablo VI lo canonizó en 1975.

con los rigores del ayuno y la penitencia. El gran empeño que puso en el trabajo conventual motivó a que el obispo de Arequipa, Pedro de Ortega Sotomayor, la nombrara priora de Santa Catalina. Cuenta su biógrafo, el padre Alberto Clavell, que sor Ana murió como lo había previsto, esto es, en absoluta soledad en 1686. Los habitantes de la Ciudad Blanca acudieron al monasterio para orar por ella. Diez meses después se abrió su ataúd y para sorpresa de todos, el cuerpo de la religiosa se hallaba fresco e incorrupto. El Papa Juan Pablo II la beatificó en 1985 en la ciudad de Arequipa, durante su estadía en el país. También gozaron de fama de “santidad”, aunque no han sido aún elevados a los altares:

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Francisco Camacho

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El venerable Francisco Camacho, que vio la luz en Jerez de la Frontera en 1629, encarna al soldado y al marino de las galeras de Cádiz; en otras palabras, al aventurero mundano. Estuvo a punto de morir al ser condenado a la horca, pero a último momento se le conmutó la pena. Pasó a Indias como sargento y llegó al Perú donde dejó la vida militar para dedicarse a la administración de fundos. Por indicios de desequilibrio mental, fue conducido a una posada cercana al Baratillo, donde predicaba el jesuita limeño Francisco del Castillo. Los sermones del ignaciano le hicieron abandonar su vida libertina e ingresar a la orden hospitalaria de San Juan de Dios a los 34 años. Como fraile practicó la humildad y la caridad para con los pobres y enfermos. Su vida de tribulaciones y de amor al prójimo le granjearon fama de beatitud entre las autoridades y los habitantes de la Ciudad de los Reyes. Falleció en Lima en 1698.

Nicolás de Ayllón

Nicolás de Dios Ayllón (1632-1677) se caracterizó por su misticismo y enorme caridad.

Pedro Urraca El padre Urraca nació en Jadraque (Sigüenza), en 1583. Estudió en Quito con los jesuitas. Más tarde ingresó a la orden de la Merced y pasó a Lima, donde se ordenó sacerdote. Fray Pedro, identificado con la vocación mercedaria, sintió a lo largo de su vida deseos de contribuir con la evangelización de los cristianos cautivos de los moros en el norte del Africa, pero este propósito nunca se realizó, pues su destino era el Perú. Sufría continuas tentaciones del demonio, pero las lograba vencer con sus rezos y cilicios. Se ataba fuertemente una cadena a la cintura. Cuentan sus biógrafos que la cadena estaba tan ceñida al cuerpo que la piel comenzó a crecer sobre ella, y que en cierta ocasión el diablo, furioso por las oraciones y penitencias del fraile, lo persiguió por el claustro para golpearlo, y milagrosamente, se abrió una pared para que se refugiara en la iglesia contigua. Narran también que poseía el don de la profecía y que era un ardoroso divulgador del culto a la Santísima Trinidad. La cruz con la que predicaba es hoy objeto de pública veneración. 610

Nicolás de Ayllón o Nicolás de Dios representa al indio piadoso y caritativo con sus hermanos de raza. Había nacido en 1632 en la reducción de naturales de Chiclayo, y mostró desde niño inclinación al misticismo, lo que llamó la atención de los franciscanos y particularmente de fray Juan de Ayllón, quien lo protegió y le dio su propio apellido como demostración de especial afecto. Con él viajó a Lima para vivir varios años en el convento de San Francisco, donde continuó cultivando la oración. Al morir su protector dejó el monasterio para dedicarse a la sastrería y no tardó en casarse con una mestiza mundana a la que hizo enmendar rumbos albergando y cuidando mujeres pobres en su propio hogar. Tantas eran las ocupaciones que debía cumplir, que sus amigos llegaron a creer que poseía el don de la ubicuidad y fue muy respetado por su papel de defensor de indios y negros frente a los poderosos. A su muerte, en 1677, se inició un proceso para elevarlo a los altares, pero para desgracia del indio virtuoso, la hereje Ángela Carranza mencionó que en una de sus visiones aparecía Nicolás de Ayllón. Ello fue motivo para que la jerarquía eclesiástica detuviera su causa.

EL CULTO A CRISTO En un mundo barroco en el que las imágenes resaltaban por sus gestos, la presencia de Jesucristo en tallas de madera o en cuadros y paredes resultaba

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en procesión durante el mes de octubre, haun medio eficaz para emprender la evangelizaciendo tres recorridos. Su devoción, siempre ción y mantener la fe entre los españoles. Las creciente, está acompañada de una serie de representaciones cristológicas provenientes tradiciones como el hábito morado que de la Metrópoli, y algunas creadas en esvisten las mujeres y el turrón de Dotos reinos, generalmente estaban asoña Pepa, pastel endulzado con miel ciadas a los movimientos telúricos y de frutas y grageas que se prepara a los siniestros. Luego de una capara la ocasión. El culto del tástrofe, Cristo crucificado, flaSanto Cristo también congregelado o cautivo, era paseado ga a los peruanos que residen en procesión por las calles de en las ciudades de Nueva York las ciudades. Sus imponentes y Miami, y constituye un símrayos en la cabeza, sus faldones bolo de identidad peruana. entrecosidos con hilos de oro y Al sur de la Ciudad de los su mirada dolorosa invitaban al Reyes, en la villa de Valverde arrepentimiento de los fieles, de Ica, sus pobladores veneraquienes con su pecado habían ban al Cristo de Luren. Según hecho sufrir a Jesús y enfurecer la tradición oral, el culto tiene a su Padre. su origen en una imagen de La imagen de mayor devomadera de Jesús crucificado ción en el Perú es la del Señor que los franciscanos de Lima de los Milagros, conocida tamhabían pedido a España hacia bién como la del Santo Cristo 1570. La tripulación de la nade Pachacamilla, ungido como ve que traía la talla, temiendo patrono de la ciudad de Lima. En la imagen una talla en madera del siglo naufragar a causa de una temA mediados del siglo XVII, una XVIII de Jesús Nazareno, la que se conserva pestad, arrojó al Pacífico la cacofradía de negros angolas que en la basílica de Nuestra Señora de La Merced, en Lima. ja que contenía la sagrada fihabitaba en el barrio de San Segura. La corriente habría bastián, mandó pintar en la pared interior del recinto que los cobijaba una imagen arrastrado al Cristo encajonado hasta la costa para de Cristo crucificado y muerto. En 1655 se produjo que finalmente llegara a manos de los franciscanos. en Lima un devastador terremoto y el solar se arrui- Un fraile llamado Francisco de Madrigal, que ennó, pero el muro donde estaba representado el San- tonces oficiaba de sacerdote para los iqueños, comto Cristo quedó intacto. Los negros y los vecinos de pró la imagen pensando que su estado de deterioro la capital atribuyeron este hecho prodigioso a un abarataría su precio. Al abrir la caja, se dio con la sorpresa de hallar la milagro, y tras el teimagen en perfectas rremoto de 1687, la condiciones. Inmefigura del Cristo fue diatamente después copiada en un lienzo partió a Ica traspory paseada en andas tando la efigie a lopor la Ciudad de los mo de mula, pero en Reyes. La misma el trayecto entre Pisprocesión se repitió co y la villa de Valdespués del gran teverde la bestia se exrremoto de 1746, y travió. La buscó delos limeños reconosesperadamente hascieron en el Señor de ta que fue encontralos Milagros a su meda en “Hurin” o “Lujor protector. La imaren”. La mula no gen del Cristo de PaEl Señor de los Milagros, óleo sobre tela por Jorge Vinatea Reinoso quiso dar un solo pachacamilla se custo(Lima, 1924). El culto al también llamado “Cristo de Pachacamilla” so más y no hubo dia en el templo de se originó en el siglo XVII y en la actualidad su procesión es la de mayor arraigo y convocatoria del Perú. persona que la oblilas Nazarenas y sale

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gara a avanzar. Los habitantes de la villa interpreta- grega fieles que vienen de todas partes del Perú, del ron la terquedad del animal como una señal del cie- Ecuador y de Colombia. lo, por lo que se levantó en aquel lugar una capilla, que desde entonces se conoce como la del Señor de EL CULTO A MARÍA Luren. En el Cuzco, la poderosa imagen del Cristo de Los habitantes del virreinato del Perú fueron eslos Temblores data también del siglo XVI y, según pecialmente devotos de María. Desde la conquista, la tradición, fue obsequiada por el emperador Car- los soldados españoles sentían cercana su proteclos V. Se sabe que la talla llegó a la Ciudad Imperial ción. No faltaron peruleros que durante el cerco del desarmada y que anteriormente había recibido los Cuzco (1535) dijeron haber visto a la Virgen desviar nombres del Señor de las Tempestades y de la Bue- las flechas y piedras de los indios atacantes. Las adna Muerte. Su aspecto es muy parecido al del Cris- vocaciones e imágenes de la Reina del Cielo son nuto de la Veracruz de Potosí, un redentor moreno merosas. En todas las regiones había santuarios desclavado en la cruz y cubierto por un faldón similar tinados a ella, y cada uno con su propia historia. Poal del Señor de Burgos. Su veneración se inició du- demos citar algunas manifestaciones de culto que rante el terremoto de 1650, cuando fue paseado en permanecen hasta el día de hoy: Nuestra Señora de procesión para aplacar la ira de Dios y desde en- Copacabana en el Alto Perú, la Virgen del Rosario, tonces es conocido como el Señor de los Temblores la de Montserrat, la del Milagro, la de la Soledad, la o el “Taitacha Temblores”. De acuerdo con las de los Desamparados, la del Carmen y la Señora de creencias populares, cuando el Cristo termina su la Merced en Lima. También deben mencionarse la paseo para ingresar a la catedral, escoge con su mi- de Belén, la Linda, la Almudena y la de los Remerada a quienes han de morir ese año. El Señor de dios en el Cuzco, la de Chinquinquirá en Caraz, la los Temblores, el “Patrón jurado del Cuzco”, de la Candelaria en Puno, la de Chapi y la de recibe como ofrenda una flor andina llamaCharacato en Arequipa, la de los Dolores en da ñucchu o “clavelina del Inca”, que se Cajamarca, la de las Mercedes de Paita, la coloca a sus pies en unos jarrones junde Guadalupe en Trujillo, la de la Puerta to a los cuatro cirios que le iluminan en Otuzco, y la de la Asunción en Juli y realzan su figura. (Nieto 1993: 388). En el norte del Perú la devoción El santuario mariano más conocristológica más conocida es la del cido del Alto Perú es el de Nuestra Señor Cautivo de Ayabaca. Ya en Señora de Copacabana. El origen la primera mitad del siglo XVIII de su devoción se remonta a los existía una cofradía dedicada a primeros años de la década de dicho culto en ese pueblo de las 1580, cuando los indios de ese serranías de Piura. Se sabe que lugar, enfrentados a una mala la hermandad mandó tallar la cosecha, decidieron reconciliarimagen a escultores procedense con Dios a través de la fundates de Loja. La figura fue termición de una cofradía dedicada a nada en 1751 y ubicada en el alla Virgen bajo la advocación de tar mayor del templo de Ayabala Candelaria. Relata el agustino ca. Una vez más, como ocurre Alonso Ramos Gavilán que un con varios Cristos y Vírgenes de natural llamado Titu Yupanqui Hispanoamérica, su origen se se ofreció a labrar la imagen, peatribuye al cuidadoso trabajo de ro el resultado de su trabajo fue dos ángeles que bajo la aparienrechazado por considerarse de cia de artesanos tallaron de tamamuy feo aspecto. Después de paño natural la efigie del Señor, de sar por una serie de tropiezos, el pie, vestido con una túnica púrpuindio pudo finalmente presentar ra y con las muñecas atadas. Su miuna hermosa imagen y se atribuyó rada que refleja tristeza no deja de entonces su belleza a la intervención ser imponente y severa. Cada del Todopoderoso. El 2 de febrero Inmaculada, pieza policromada en setiembre, el Señor Cautivo con- piedra de Huamanga del siglo XVIII. de 1583 la figura entró solemne612

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Nuestra Señora de Cocharcas en un óleo sobre lienzo con aplicación de pan de oro de 1767.

III LA CIUDAD: ESCENARIO DE LA VIDA VIRREINAL

La ciudad era el centro de la vida virreinal y el escenario donde trascurría todo lo cotidiano, desde el diario chismorreo de sus habitantes y el bullicio que producían mercachifles y negros aguadores, hasta el terror causado por los movimientos telúricos o por un posible desembarco de corsarios. Desde las plazas de armas, edificios institucionales, templos y conventos, mercados y alhóndigas, casonas solariegas, y demás edificaciones, se articulaba la economía y el comercio, se administraba la justicia, se propagaba la fe y sobre todo se controlaba el territorio conquistado. La ciudad transformó en muy pocos años las formas de vida en el espacio andino. Cada ciudad cumplía distintas funciones. Así, Lima, Huamanga y el Cuzco eran urbes de ubicación estratégica; Paita, el Callao, Pisco, Islay y Ari-

ca servían de puertos; Potosí y Huancavelica se dedicaron a la extracción de minerales; Lambayeque, Ica, Jauja y Camaná fueron ciudades de paso; Cajamarca y Santiago de Chile destacaron por la agricultura y ganadería; también llamaron la atención Saña en las cercanías de Lambayeque por sus fértiles campos aledaños; Juli por el trabajo misional de los jesuitas; y Trujillo y Arequipa que articularon respectivamente el comercio del norte y del sur del territorio virreinal. Toda urbe se fundaba en sitios apropiados para la vida en comunidad, vale decir, tomando en consideración buenos vientos, la disponibilidad de aguas y dehesas, bosques cercanos, tierras fecundas, indios proclives al trabajo y un buen puerto, si se erigía en la costa. 613

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mente a Copacabana y desde esa fecha es venerada por los habitantes del altiplano como una de las vírgenes más milagrosas (Vargas Ugarte 1956: 261265). Curiosamente la historia del santuario de la Virgen de Cocharcas (en la actual provincia de Andahuaylas) tiene detalles similares. El indio Sebastián Quimichi, natural de Cocharcas, que había acudido en romería a Copacabana, inspirado en la imagen de aquel lugar, decidió llevar a su pueblo una figura de María. Al igual que Titu Yupanqui, Quimichi pasó por una serie de tribulaciones para trasladar la efigie a su tierra. La Virgen llegó a Cocharcas en 1598 y más tarde, en 1623, se inauguró un templo especialmente acondicionado para ella. Desde entonces, se han narrado historias en las que se le atribuyen sorprendentes milagros, los mismos que aparecen detallados en sus retratos. La Virgen de Cocharcas reúne una multitud de fieles que provienen del Cuzco, Huamanga y Huancavelica. Según el padre Rubén Vargas Ugarte “es el más notable santuario de la sierra del Perú”.

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del gobierno y por lo tanto albergaba al vicesoberano y la Real Audiencia. De esta manera, Lima fue el centro neurálgico que irradiaba su poder sobre todas las provincias del Perú. Por su céntrica posición en la costa central confluyeron en ella los productos de la minería y se desarrolló grandemente la navegación. Presidió durante los siglos XVI y XVII todo el movimiento comercial de la América del Sur, y el puerto del Callao era el conducto por el cual se vinculaba con el resto del mundo (Günther y Lohmann 1992: 89). Lima poseía un trazo como “las casas del ajedrez”, y aunque sus edificaciones eran “de ruin fábrica” por ser de adobe –como atestiguaba el jesuita Bernabé Cobo–, poseía muraRestos de la iglesia de San Agustín en Saña. Conocida como “la Sevilla del Perú”, llas, “alhóndiga, rastro y tiánguez”, y esta ciudad lambayecana fue prácticamente arrasada en 1720 por una inundación. amplias alamedas (diseñadas duranLas ciudades del Perú se edificaron con la forma te el período borbónico), además de casonas con de un tablero de ajedrez. Alrededor de la plaza ma- grandes huertos, gozando de los servicios laborales yor o plaza de armas se ubicaban la casa del cabil- que podían ofrecer los indios de su reducción de do, la iglesia mayor o la catedral. En las esquinas del Santiago del Cercado. En suma, era una interesante cuadrilátero desembocaban dos series de calles pa- combinación de ciudad señorial, soberbia y altaneralelas y perpendiculares entre sí. Los cruces de es- ra, y a la par jacarandosa y pícara. La razón de este tas vías daban como resultado espacios cuadrados o interesante fenómeno radicaba en la convivencia de rectangulares, conocidos como “manzanas”, cada nobles, grandes dignatarios, arzobispos y magistrauna de ellas dividida en solares sobre los que se dos, con indios, mestizos y castas, que daban a Los construían las viviendas. A tajo abierto, en medio Reyes un ingrediente de gracia y a veces de irrevede cada calle, había acequias cuya agua procedía de rencia. Quizás por eso nunca pudo ocultar sus senramales del río más cercano. Los habitantes de las timientos, ya que mostraba su más profunda alegría ciudades podían refrescar su vista con las alamedas en las fiestas de recibimiento a los virreyes y en los o paseos públicos arbolados, que en días calurosos carnavales, así como su más sincero arrepentimienofrecían a los moradores un lugar de recreo. to durante la Semana Santa o después de que acaeEra también una característica de las localidades cía un terremoto. urbanas del virreino tener en sus cercanías barrios Además de Lima, la ciudad del Cuzco cumplió especiales para la república de indios o reducciones un papel muy importante. La antigua capital del Taen las que se cobijaba a los naturales que cumplían huantinsuyo constituyó el gran centro desde donde tareas dentro de la ciudad. Estas poblaciones indí- se emprendieron las jornadas de conquista hacia genas eran ubicadas fuera de las ciudades, pero Chile y los Andes orientales. La Ciudad Imperial siempre estaban anexadas a ellas. fue edificada de manera singular y casi única en toPor cierto, algunas poblaciones como Lima y da América, pues los españoles la erigieron sobre el Trujillo fueron amuralladas para defenderse de las trazado incaico, aunque luego de la rebelión de temidas insurrecciones de negros e indígenas y de Manco Inca se juzgó conveniente modificar la ubilas incursiones extranjeras por el litoral (Céspedes cación de sus casas principales y ampliar sus calles. 1983). Sin embargo, los cimientos y la parte inferior de los Lima, o la Ciudad de los Reyes, fue la primera edificios pertenecen a la época de los incas. Otra gran urbe con una población que superó los 50 mil transformación de su espacio interno fue la concenhabitantes. Como capital del virreinato era la sede tración de la población indígena en el barrio de San 614

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Blas, que contaba con una parroquia especialmente dedicada a la prédica evangelizadora en quechua. La tradición se ha conservado, pues hasta la fecha se celebra misa en esa lengua. El protagonismo del Cuzco en la historia del virreinato no se explica únicamente por su ubicación estratégica y por haber servido de escenario del derrocamiento del poder andino con la decapitación del inca Túpac Amaru I. Tampoco por el El robo de la Santa Eucaristía, óleo sobre lienzo (1711) que recuerda un robo sacrílego en la parroquia descuartizamiento del Sagrario de la catedral de Lima. Cada individuo que circula en la plaza mayor representa un tipo social de la época, mostrando la diversidad étnica y social en la Ciudad de los Reyes. del cacique José Gabriel Condorcanqui (“Túpac Amaru II”). La trayectoria cultural de la vio contra el medio ambiente también se agudizaba antigua capital incaica y su particular mestizaje ar- por las “guairas” u hornillos de las minas que en tístico se expresan en su renombrada escuela pictó- ciertas ocasiones hacían del aire algo irrespirable. rica, reconocida en casi toda Sudamérica. Los pinto- Las “canchas” o casas de paja de los indios que trares de la Escuela Cuzqueña gozaron del aprecio de bajaban como peones se ubicaban a cuatro cuadras los poderosos y los prelados que los contrataban pa- de la plaza mayor, y eran tantos los aborígenes que ra enaltecer sus casonas y templos, como fue el ca- a veces tenían que dormir a la intemperie. so del obispo Manuel de Mollinedo y Angulo (muerto en 1699), quien embelleció la ciudad durante su episcopado y ejerció su mecenazgo sobre los pintores de este movimiento. Una ciudad distinta y necesaria de describir fue la Villa Imperial de Potosí, cuya población llegó a los 100 mil habitantes, aunque algunas fuentes calculan cerca de 160 mil. La extracción de plata la convirtió en una localidad de incesante tráfico, en la que trajinaban mulas, burros y llamas cargados de leña o de mineral. Las calles, a diferencia de otras poblaciones del Perú, seguían direcciones arbitrarias e irregulares, pues muchos de sus moradores creían que la riqueza de las minas sería efímera, y por lo tanto no se preocuparon por diseñar un traLa ciudad del Cuzco en un grabado de Antoine du Pinet, zo definitivo y ordenado. Los suburbios mostraban 1564. Gran parte de los grabados sobre esta ciudad, al menos los correspondientes a los dos primeros siglos de presencia cerros de basura tan altos como edificios, que con española, están inspirados en imágenes idealizadas de la los braseros que encendían los vecinos para abrigarciudad, sin mucha correspondencia con su arquitectura y se durante la noche contaminaban el aire. Ese agradistribución espacial.

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La pobreza y explotación en las que vivían los naturales contrastaba con la bonanza de los mineros, que no escatimaban gastos para carros alegóricos y fuegos artificiales cuando había que celebrar fiestas civiles y religiosas o recibir a algún dignatario. La ostentación de la que hacían gala los señores del “Cerro” en las festividades rompía la monotonía del trabajo minero y permitía aliviar el sufrimiento de los nativos a quienes se les recompensaba con licores, produciéndose tristes escenas de indios borrachos que caminaban sin dirección por la ciudad más rica del mundo (Basadre 1945: 165). Por encima de las diferencias y en algunos casos rencillas, todas las ciudades se reconocían como parte del imperio español y competían por la fidelidad hacia el monarca. Así por ejemplo, el cronista Diego Fernández de Palencia relata cómo al llegar a Lima el pacificador Pedro de la Gasca, investido de todos los poderes para acabar con el levantamiento de los conquistadores, salieron a recibirle danzantes que representaban a las ciudades para recitarle las siguientes coplas: Lima Yo soy la ciudad de Lima que siempre tuve más ley; pues fue causa de dar cima cosa de tanta estima y continuó por el rey. Trujillo Yo también soy la ciudad muy nombrada de Trujillo, que salí con gran lealtad con gente a su majestad al camino a recebillo. Piura Yo soy Piura deseosa de servirte con pie llano que como leona rabiosa, me mostré muy animosa para dar fin al tirano. Quito Yo, Quito con gran lealtad aunque fuí tan fatigada, seguí con fidelidad la voz de su magestad en viéndome libertada. Huánuco y Chachapoyas Huánuco y la Chachapoya

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te besamos pies y manos que por dar al rey la joya despoblamos nuestra Troya trayendo los comarcanos. Huamanga Huamanga soy, que troqué un trueque que no se hizo en el mundo tal y se fue trocando la P. por G. fue Dios aquel que lo hizo. Arequipa Yo la villa más hermosa de Arequipa, la excelente, lamenté sólo una cosa que en Huarina la rabiosa, pereció toda la gente. Cuzco Ilustrísimo Señor, yo el gran Cosco muy nombrado te fuí, leal servidor aunque el tirano traidor me tuvo siempre forzado. Charcas Preclarísimo varón, luz de nuestra oscuridad, parnaso de perfisión desta cristiana región, por la divina bondad, en los Charcas floreció Centeno, discretamente, y puesto que no venció fue Dios que lo permitió por guardarlo al Presidente.

EL GOBIERNO DEL CABILDO El gobierno de la ciudad lo ejercía el cabildo, que velaba por la limpieza de las calles y plazuelas, camales y mercados, el control de precios y la imposición de multas a los infractores, la matanza de perros rabiosos y la organización de las grandes festividades. Esta corporación representaba a los vecinos, que no siempre eran los residentes o habitantes de la urbe, sino más bien encomenderos cuyos repartimientos se ubicaban en la jurisdicción de la ciudad (Lohmann 1993). En otras palabras, todo miembro del cabildo o cabildante debía poseer encomienda. El cabildo estaba integrado por los regi-

Virreinato: Instituciones y vida cultural a España a solicitar alguna merced para su ciudad. Finalmente, el escribano redactaba y llevaba el libro de actas, y gracias a este funcionario ha sido posible reconstruir aspectos novedosos de la historia política de varias ciudades del virreinato del Perú. Las sesiones del cabildo eran cerradas, pero en casos de gravedad se declaraba “cabildo abierto” y podía asistir toda la vecindad para discutir y resolver los problemas citadinos. En los “cabildos abiertos” se manifestaba la soberanía popular.

EL PODER DE LA FIESTA Las ceremonias oficiales en que se recordaba al monarca y a la familia real por su onomástico o muerte, el arribo de un nuevo vicesoberano o el triunfo de España sobre sus enemigos eran excelentes ocasiones para recalcar la supremacía del orden virreinal. Desde una óptica religiosa, las festividades cumplían una función pedagógica y evangelizadora que consagraba el cuerpo social a Dios, y en las que todos podían y debían participar. Por su parte, otras celebraciones y fiestas de carácter mundano sirvieron más bien para distraer y dar curso a la alegría de los habitantes del virreinato. Durante el período que tratamos, las fiestas religiosas fueron muy numerosas. Además de los domingos, la Iglesia a través de sus concilios limenses había establecido para los indios y los españoles fiestas de guardar como el día de Reyes, la Semana Santa, San Pedro y San Pablo, la Natividad de la Virgen, las Pascuas de Navidad, y la fiesta del Corpus Christi, al parecer la de mayor importancia. Fue el virrey Francisco de Toledo quien dispuso que los fieles de las dos repúblicas e incluso los esclavos, conmemoraran cada junio el Corpus Christi en todo el reino del Perú. Los moradores del vi-

Escena de la procesión del Corpus Christi en el Cuzco, en un lienzo del siglo XVIII. La fiesta religiosa del Corpus Christi era una de las más importantes del Perú virreinal.

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dores, quienes por votación realizada cada primero de enero, nombraban dos alcaldes: uno de vecinos y otro de ciudadanos. Contrariamente, los regidores podían servir en el cabildo por un tiempo mayor y en algunos casos de por vida, constituyendo el cuerpo de regidores perpetuos. Esta modalidad de gobierno urbano respondía a que las ciudades fueron en un principio el lugar de residencia de los conquistadores victoriosos. Los alcaldes gobernaban la ciudad, pero además, con la asesoría de letrados, actuaban como jueces de primera instancia, tanto en lo civil como en lo penal. Sin embargo sus fallos eran apelables ante el corregidor, quien a fin de cuentas representaba la persona del monarca. Por su parte los regidores, que en Lima llegaron a ser ocho y en otras urbes cuatro o seis, se repartían las labores edilicias mediante cargos especializados. El primero de todos, el alférez real o regidor decano, hidalgo de nacimiento, era el que paseaba el pendón de la ciudad en su aniversario y durante el recibimiento del nuevo virrey. El fiel ejecutor, como su nombre lo indica, ocupaba su tiempo haciendo cumplir las órdenes del cabildo, vigilando el ornato público, el buen estado de los alimentos y el abastecimiento de los almacenes de grano. No todos los componentes del cabildo tenían que ser necesariamente regidores. El alguacil mayor, custodio del orden público, hacía las veces de gendarme o policía y rondaba la ciudad a partir de las ocho de la noche para prender malhechores. El alcalde de la Santa Hermandad cabalgaba en el campo y en los alrededores de las urbes persiguiendo salteadores, bandoleros y negros de palenques, evitando así peligros para los viajeros. El procurador era una suerte de embajador designado por los regidores para recibir al virrey, y en caso necesario viajaba

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rreinato eran llamados a formar parte del Cuerpo del Señor y acompañaban al Santísimo Sacramento en procesión, siendo éste llevado bajo palio por las autoridades civiles y religiosas. Según anota Juan Antonio Suardo (clérigo curioso que refería día a día los acontecimientos de Lima en la época del conde de Chinchón), en las vísperas del Corpus “se prendían luminarias y muy ricas invenciones de fuegos” en la plaza de Armas. En Potosí, dada la riqueza de sus vecinos, la fiesta del Corpus Christi destacaba por sus fastos. El escritor criollo Bartolomé Arzans de Orsúa decía en 1735 que en la ciudad del “Cerro Rico” la celebración reunía a las quince parroquias de la villa, cuyos habitantes no escatimaban gastos para financiar el pomposo desfile de su cofradía y la imponente elegancia de los santos de su devoción. En estas competencias por presentar la mejor ofrenda a la Eucaristía, se llegó a gastar fortunas (Acosta Vargas 1979). En el Cuzco, las celebraciones del Corpus fueron igualmente pomposas tal como la iconografía de la época lo demuestra. En la capital de los incas esta fiesta representaba a Cristo como vencedor frente a los ídolos andinos. El Corpus cuzqueño tenía como escenario la plaza del Wakaypata en la que desfilaban las imágenes de los santos de mayor veneración, como el apóstol Santiago, San Sebastián y San Cristóbal, acompañados de carros alegóricos, comparsas, danzarines y caciques descendientes de los incas ostentosamente vestidos con uncus y diademas. El Corpus Christi llegó a su máximo esplendor en el último tercio del siglo XVII, durante el obispado de don Manuel de Mollinedo y Angulo, prelado que mostró un especial interés por la evangelización a través de las manifestaciones artísticas (Bernales 1982). Las fiestas civiles tuvieron otra finalidad, como asegurar la lealtad al monarca de parte de los súbditos del virreinato y hacer sentir cercana su presencia a través de los vicesoberanos. Por cierto, las festividades civiles no excluían aspectos religiosos, ya que por lo general se iniciaban con misas solemnes en las iglesias mayores de las ciudades más importantes. El día del natalicio del rey era festejado de acuerdo con esta costumbre, pues comenzaba por la mañana con una misa en la catedral de Lima, contando con la asistencia del virrey, la Real Audiencia, los cabildos civil y eclesiástico y los vecinos más renombrados. Luego, en el palacio virreinal se ofrecía un opíparo almuerzo durante el cual los oradores que tomaban la palabra elogiaban las virtudes del soberano, mientras los convidados disfrutaban de 618

los abundantes manjares. La fecha era siempre ocasión para que repicaran las campanas de los templos y se dispararan salvas de cañón. Por la noche la casa del virrey se volvía a abrir para ofrecer un “refresco” a los “notables” de la Ciudad de los Reyes. El regocijo por el cumpleaños del rey culminaba con bailes y diversiones públicas como las justas de caballería, los fuegos artificiales y las corridas de toros. Las justas de caballería seducían a la aristocracia citadina trayendo a la memoria contiendas deportivas de origen medieval. El juego de cañas fue el torneo más difundido y congregaba en las calles y plazas públicas a muchísima gente para contemplar cómo dos improvisados jinetes se arrojaban mutuamente lanzas de fibra vegetal seca, protegiéndose el cuerpo con adargas. A consecuencia de estas escaramuzas, era frecuente que alguno de los contendores resultara herido. Otra manifestación caballeresca estaba representada por los juegos de “alcancías” y de sortija. Los primeros eran torneos en los que dos competidores montados a caballo se lanzaban bolas de barro, rellenas de cenizas o de flores, que tenían el tamaño de una naranja y se destrozaban al estrellarse contra los escudos. En el segundo juego no se suscitaba un enfrentamiento frontal. Cada jinete debía ensartar la punta de su lanza en una sortija que pendía de una cuerda haciendo gala de destreza en el manejo del arma. Tanto para el juego de las “alcancías” como en las justas de sortija, los participantes eran galardonados con laureles, flores y piñas de plata. A imagen y semejanza de las justas medievales, los caballeros ofrecían los premios obtenidos a alguna dama que se hallaba observando el divertido espectáculo. No faltaron tampoco los fuegos artificiales, que daban colorido y magnificencia a las celebraciones, y mucho menos los castillos que se encendían por el onomástico del rey o en los días de carnaval. Estas efímeras estructuras pintaban sobre el oscuro fondo de la noche figuras de dragones e hipogrifos que dejaban boquiabierta a la multitud plebeya. Las corridas de toros se llevaban a cabo en conmemoraciones especiales y también durante la Pascua de Reyes, San Juan, Santiago, el día de la Asunción de María o cuando algún potentado pretendía agasajar a sus amistades. Las faenas se realizaban en las plazas mayores, y hubo que esperar hasta bien entrado el siglo XVIII para que se ofrecieran en plazas cerradas. Las corridas eran los lunes y no los domingos como en la actualidad, pues la Iglesia no deseaba que los fieles faltaran a misa por una diver-

Virreinato: Instituciones y vida cultural EL YANTAR Y LA COCINA La ciudad como centro de la vida cotidiana fue testigo de las artes culinarias de sus moradores blancos, indios, mestizos y negros y de la paulatina incorporación de los distintos aportes, que a la larga dieron nacimiento a la actual cocina peruana. Los españoles en el Perú tuvieron una dieta que incluía todos los alimentos posibles traídos de la península y también integraron algunos productos originarios. Pero dicha asimilación no fue inmediata, pues hubo de pasar tiempo para que se evidenciara en los potajes y en el paladar. Los soldados de la hueste pizarrista vinieron acompañados de algunas cabezas de ganado vacuno, porcino, caprino y ovino, el pan cazabe, la harina de trigo, los garbanzos, las habas, el aceite y el vino, además de frutas como las manzanas, las naranjas y los higos. Pero estos mismos peruleros supieron adaptarse a los alimentos aborígenes como el maíz, el charqui o carne de llama y las frutas autóctonas. En 1548 ya se había multiplicado el ganado que arribó con los primeros conquistadores iniciándose la venta masiva de carne de res en el “rastro” de Lima, que más tarde ofreció una gran variedad de productos. Las urbes virreinales pronto imitaron a la capital, abriendo este tipo de mercados (Valega 1939: 330). Para el siglo XVII se multiplicaron los cerdos y la manteca pudo sustituir al aceite de oliva aun durante la cuaresma. Sólo en el valle de Chancay, a principios de dicha centuria, se llegaron a criar más de cinco mil puercos. La grasa de este animal sirvió para la preparación de una variedad de frituras dulces y saladas como los buñuelos, conocidos en Lima con el nombre de picarones. Detalle que muestra el palacio de los virreyes y la plaza mayor, en 1680. Este lienzo es uno de los pocos testimonios pictóricos sobre la ciudad, tal como ella lucía en el siglo XVII, años antes del devastador terremoto del 20 de octubre de 1687. Tomado de Serrera 1992.

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sión mundana. Las faenas eran ocasión para que los indios bebieran en exceso y desafiaran las cornamentas de los bravíos ejemplares, lanzándose al ruedo como espontáneos. En 1630 la situación enfadó tanto al virrey conde de Chinchón, que llegó a prohibir a los naturales su presencia en la fiesta brava so pena de varios azotes. De todas las fiestas profanas, la que más alegraba a los habitantes de las ciudades virreinales era la celebración del tiempo de carnaval, período en el que se invertía el mundo y se liberaban las tensiones contenidas a lo largo del año (Acosta Vargas 1979). En los carnavales confluía toda la diversión y la alegría de la vida. El desfile de carros alegóricos inundaba las calles de gente. La aparición de muñecos con enormes cabezas o “papahuevos” hacían de esta festividad una ocasión para reír a caquinos. El carnaval era la diversión por la diversión, la fiesta por excelencia. Miembros de todas las castas en comparsas y enmascarados o con el rostro maquillado se lanzaban mutuamente “alcancías” y aguas perfumadas, pero no faltaron quienes bañaban a sus contrincantes con líquidos malolientes. Frecuentemente aquellas graciosas contiendas terminaban en batallas campales que dividían a la ciudad en bandos, como lo atestigua amargamente un habitante de Potosí en 1656. El vecino afirmaba que estaba impedido de caminar por las calles, ya que las “malditas carnestolendas, más son para calladas que para declaradas por las venganzas que en ellas hacían unos y otros, además de jugarse toros y otras invenciones y diversiones, armaban escuadrones de barrios unos contra otros” (López Cantos 1992: 134). Dentro de las urbes, las peleas de gallos en calles y corrales complementaban el cuadro de los pasatiempos. Las contiendas gallísticas eran comúnmente anunciadas por negros propagandistas, que portaban jaulas con las aves de pelea en su interior y por indios que tocaban chirimías y encendían cohetes para llamar la atención de los taimados apostadores.

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El pescado en sus diversas especies (sardinas, anchovetas y pejerreyes) se consumía mucho en la época de cuaresma, acompañado de vinagre, aguardientes, mistelas, arrope, pasas e higos secos. En un principio no hubo suficiente importación de trigo, y el pan se tuvo que elaborar con harinas de tubérculos nativos, como papa, yuca, camote y achira. En los primeros lustros del siglo XVII, el trigo ya era cultivado en los valles de la costa peruana y se vendía en las alhóndigas. Debido a pobres cosechas (atribuidas al terremoto de 1687), los habitantes del virreinato peruano comenzaron a importar el trigo de Chile. Cierto o no, la dificultad de proveerse de materia prima para el pan se hizo definitiva tras el sismo de 1746. En las ciudades del Perú se comía tres veces al día. Al desayuno le llamaban almuerzo, al almuerzo, comida y a la comida, cena. El “buen diente” de los peninsulares y criollos suponía platos abundantes. Por ejemplo, el clérigo Juan Antonio Suardo relata un banquete ofrecido en 1630 al arzobispo Hernando Arias de Ugarte en el monasterio limeño de la Concepción, que consistió nada menos que de 64 diversos platos e innumerables dulces preparados por las mismas monjas. Entre los siglos XVII y XVIII se consagró el puchero como el plato más contundente de todos. Este potaje incluía carne de vaca, tocino, cecina, coles, papada de puerco, salchicha, patitas de chancho, relleno, yucas, plátanos, membrillos, camotes, garbanzos, arroz con achiote molido y sal. Todos estos ingredientes se hacían cocer en agua y a fuego lento, durante un lapso de cuatro a seis horas. Era la comida más completa (Fuentes [1867] 1925). Acercándose a la mitad del setecientos, era común que en las mesas de los españoles y criollos se sirviera la sopa teóloga, el puchero, el pato en quereque, el pavo relleno, las gallinas asadas, la carapulcra, las torrijas, el maná y la empanada. Por cierto, todo regado con los aromáticos vinos de Pisco, Ica y Moquegua (Valega 1939: 329). A pesar de la existencia de panaderías en Lima (cuyos habitantes tienen hasta la fecha fama de dulceros), los conventos de monjas monopolizaron durante toda la época virreinal la preparación de confites, tanto pastillas como mazapanes y pastas de almendras. Cada convento limeño tenía su propia especialidad y su estilo: las pastas en la Encarnación; las nueces en el Prado y el Carmen; las humitas y tamales (reproducciones de las viandas criollas en pastas de almendra) de Santa Catalina; y los frijoles colados de Jesús María (Olivas 1990). Otros dulces 620

como el maná, el huevo moye, las mazamorras suaves y figuras de almendra en forma de frutas, también fueron vendidos por las “freilas”. Lo que ocurría en los catorce monasterios de Los Reyes se repitió con variantes en los cenobios de Trujillo, Cuzco, Arequipa, Huamanga y Cajamarca (Gálvez 1947). La dieta alimenticia de los indios, sobre todo los de la sierra, incluía tubérculos y cereales, tales como papas, olluco, maíz, mishua, quinua, y también carne de auquénidos y cuyes. Los aborígenes de la costa recurrían a los camotes, yucas, llacón, achira, maní, zapallo, arracacha, ají, pallares, pescados y aves (Romero 1939). Pero todos desde Piura hasta el Alto Perú coincidían en beber chicha de maíz y despreciar la leche. Los indígenas también se adaptaron a la nueva oferta de ingredientes y combinaron su antigua dieta con aves de corral y carneros, sin abandonar su afición por el olluquito con charqui, las pachamancas (original forma de asar los alimentos bajo tierra), el consumo de carne de llama y peces de río. En la costa hubo una mayor tendencia a la combinación de comidas, como los famosos picantes, que fueron perfilando una cocina mestiza. La alimentación de los negros esclavos estaba constituida por las sobras de las comidas de sus amos, por lo general, vísceras, tripas e hígado y otros restos, que permitían con ingenio preparar los famosos anticuchos. Estos remanentes de carne se ensartaban en palitos de caña, o se les freía en su propia grasa, para lograr unos sabrosos chicharrones. También se asociaba a los negros con los tamales y las humitas, que eran pasteles de harina de maíz a los que se añadía trozos de puerco y gallina. En muchos casos los libertos para proveerse de su propio sustento salían a venderlos por las calles de Lima y de otras ciudades de la costa donde predominó la esclavitud africana. Estos platos eran la base de lo que ellos mismos conocían como el “bitute”. A mediados del siglo XVIII en las haciendas costeñas los esclavos se alimentaban de frijoles y harina de maíz, que condimentaban a su gusto con un guiso llamado “zango” y con charqui, además de beber el “guarapo” o licor de melaza (Dávalos 1932: 192). Es importante anotar que los afroperuanos eran sirvientes y cocineros en las casas de la ciudad de Los Reyes, Trujillo e Ica y de otras urbes cercanas al litoral, y se alimentaban mejor que los esclavos de las haciendas. Las negras citadinas de casonas y monasterios también comían provechosamente cuando eran estimadas y se las destinaba para vender los dulces elaborados por las religiosas.

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IV LA DEFENSA: EL BRAZO ARMADO DEL REINO

LA ORGANIZACIÓN MILITAR

Durante la gestión del virrey José Antonio Manso de Velasco (1745-1761), conde de Superunda, se produjo un evidente mejoramiento de la organización militar.

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Sobre este aspecto poco tratado en las “historias generales” del virreinato por lo disperso de la información, podemos mencionar que la máxima autoridad militar era siempre el virrey. El vicesoberano era el jefe supremo de las fuerzas armadas y por lo tanto el encargado de capitanear las operaciones navales contra los corsarios y dirigir el desplazamiento de sus huestes en la lucha contra los indios o españoles amotinados. Don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete (1556-1560), hombre de proyectos, había propuesto la creación de un ejército del reino, pero dicho plan fracasó debido al temor del gobierno metropolitano ante un movimiento separatista, a la oposición de los letrados que no deseaban competencia profesional, y a la indiferencia de los peruleros que preferían organizar sus huestes por cuenta propia (Vega J.J. 1981: 260). En su reemplazo fue organizado un ejército palaciego de cuatrocientos miembros conocido como la Guardia del Reino, conformada por tres cuerpos con sueldo anual. El primero de ellos era la Compañía de Lanceros, que reunía a cien gentilhombres. El segundo estuvo constituido por la Compañía de Arcabuceros que se había creado en tiempos del virrey Antonio de Mendoza (1551-1552), y el tercero fue la Compañía de Alabarderos. Con el paso de los años los integrantes de dicho destacamento perdieron su sueldo, pero a manera de compensación fueron gratificados con un asilo de veteranos por el segundo marqués de Cañete (1589-1596). La Guardia del Reino contaba con una sala de armas que había creado don Andrés Hurtado de Mendoza, ubicada en un recinto del palacio virreinal. La sala, que reunía arcabuces, picas, piezas de artillería y pólvora, fue paulatinamente enriquecida por los sucesivos virreyes con la adquisición del más novedoso armamento. Durante el siglo XVII se constituyeron los cuerpos de milicia, que se reunían sólo ocasionalmente, sobre todo cuando los corsarios amenazaban con desembarcar. Este ejército improvisado y temporal no contaba con ningún sistema de adiestramiento.

Se componía por vecinos de la ciudad de Lima, quienes de acuerdo con su condición debían cumplir con el servicio militar y por lo tanto podían portar armas. A fines de la decimoséptima centuria en Los Reyes había 53 compañías de infantería y 13 de caballería, y de forma permanente un batallón de 19 compañías de infantería y 9 de caballería, además de algunos destacamentos que reunían a indios, negros y mulatos (Vega J.J. 1981). En el siglo XVIII aumentó el interés por la defensa del reino del Perú, intentos que se verían consagrados en la época del virrey don Manuel de Amat

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y Junient (1761-1776). Sin embargo, algunas décadas antes del arribo de este gobernante podemos hallar buenos ejemplos, como la creación del servicio de resguardo de puertos en el tiempo del príncipe de Santo Buono (1716-1720). Con la llegada del virrey José Antonio Manso de Velasco (1745-1761) se dejaron ver notables mejoras en la organización castrense. Por aquellos años ya se pudo hacer ostensible la existencia de un ejército regular. El primer lugar de esa gran hueste lo ocupaba la guardia del vicesoberano y luego el batallón de milicias formado por 1 112 soldados distribuidos en doce compañías. El historiador Juan José Vega complementa nuestra información al explicarnos que “la caballería estaba compuesta por ocho compañías de blancos, con 443 hombres; tres de indios, con 150; ocho de pardos, con 453 y siete de morenos, con 100 plazas. El comercio tenía seis compañías, con 299 soldados infantes. La infantería de indios llegaba a los 900 efectivos, repartidos en dieciocho compañías. Los pardos, en número de 300, formaban seis compañías de granaderos y, finalmente, existían ocho compañías con 392 morenos libres, todas de infantería” (Vega J.J. 1981: 282).

LAS REBELIONES DE ESPAÑOLES Durante los siglos XVI, XVII y XVIII se produjo una serie de levantamientos encabezados por miembros de la república de españoles (que incluía a los criollos) contra la autoridad virreinal, y aunque tuvieron distintas causas, todos coincidían en ser juzgados como una manifestación de la tiranía contra el orden y el buen gobierno. Las rebeliones de españoles constituían un medio para analizar las tensiones existentes entre la autoridad virreinal y el localismo de algunos señores que sentían violados sus derechos y pretensiones. Así por ejemplo, desde muy temprano, después de que el pacificador Pedro de la Gasca llevara a cabo el reparto de Huaynarima y se voceara la supresión del servicio personal de los indios, varios descontentos acaudillaron motines que fueron reprimidos y sus cabecillas ajusticiados. En el Cuzco en 1551 se alzaron los vecinos Francisco de Miranda, Alonso de Barrionuevo y Alonso Hernández Melgarejo; en Lima en 1552 se debeló el motín de Pedro Alonso de Hinojosa (mal conocido como el de Luis de Vargas por ser éste el acusado); en Charcas, en 1553, la revuelta de Sebastián de Castilla –que fue secundada por la de su asesino Vasco Godínez– atemorizó a la Real Audiencia 622

pues los magistrados pensaban que ésta daría pie a otras mayores. Como se esperaba, en noviembre de 1553 estalló una gran rebelión liderada por Francisco Hernández Girón, que se extendió por un buen sector del sur del territorio peruano, y que terminó en diciembre de 1554 con la decapitación del caudillo, a quien la Audiencia juzgó como “traydor a la Corona Real”. La dimensión de las acciones de este rebelde fue tan grande que la imagen de Girón quedó presente por muchos años en la memoria colectiva de los habitantes del virreinato (Busto Duthurburu 1984). Después de Hernández Girón, el movimiento insurgente que más llama la atención es el dirigido por Lope de Aguirre, quien se autocalificaba como “el traidor”. La rebelión que dirige contra el rey y que estalla durante la segunda navegación del Amazonas (1561) pretendía desligar el Perú de España. Por cierto, estos regios sueños separatistas se esfumaron en Barquisimeto, luego de que el capitán García de Paredes diera muerte a Aguirre. A fines del siglo XVI, cuando el poder de las autoridades virreinales estaba totalmente consolidado, se produjo una rebelión de caracter antifiscal. Entre las instrucciones que recibió el virrey García Hurtado de Mendoza (hijo de don Andrés), marqués de Cañete (1589-1596), estaba la de aumentar las rentas reales e implantar la alcabala, además de pedir a los súbditos un “donativo gracioso” para mejorar la arruinada economía española después de la guerra contra Inglaterra y el desastre de la Armada invencible. La imposición de este tributo, que entró en vigencia el primero de enero de 1592, creó un clima de malestar en Lima y motivó la aparición de pasquines insolentes. El desagrado fue mayor en Quito, cuyo cabildo se levantó en torno a su procurador Alonso Bellido Moreno. La Audiencia de Quito, que temía las actitudes de los cabildantes, pidió auxilio al vicesoberano. El marqués de Cañete inmediatamente envió una hueste de sesenta soldados al mando del general Pedro de Arana, quien sigilosamente se encastilló en Guayaquil. Curiosamente el levantamiento no fue aplacado por Arana sino por un hombre de leyes, el licenciado Esteban Marañón, nombrado visitador de la Audiencia de Quito. Marañón, letrado versátil y de sangre fría, aparentando ejercer justicia blanda con los amotinados, permitió a los caudillos hablar sobre sus derechos. Marañón supo persuadir al pueblo de Quito para que aceptara las alcabalas, y una vez logrados sus propósitos, condenó a muer-

Virreinato: Instituciones y vida cultural do el juicio cuando se hizo presente en Lima Gaspar de Salcedo con regalos y tesoros para comprar los favores del vicesoberano. Pero la máxima autoridad ordenó inmediatamente que se apresara al sevillano. El conde deseaba conocer a profundidad el problema de Laicacota y decidió apersonarse a esa localidad, llevando en su séquito al corrupto minero. Tras un largo viaje que le obligó a pasar por Islay y Arequipa, el conde llegó a Laicacota, en donde encontró a José de Salcedo ubicado en la fortaleza, pretendiendo ofrecerle batalla. No obstante, la hueste que acompañaba al virrey era superior al ejército que José de Salcedo había conformado y por este motivo los hombres del rebelde se negaron a luchar. Salcedo no tuvo mayor remedio que rendirse. Acto seguido, Lemos ordenó que se ahorcara a los cabecillas y se desterrara a los revoltosos que le habían seguido. José de Salcedo fue condenado a morir agarrotado y luego decapitado. Su hermano Gaspar corrió mejor suerte gracias a su fortuna, pues logró a través del soborno a la Corona que ésta le conmutara la pena capital de la horca por la del destierro (Busto Duthurburu 1993). Los sucesos militares de mayor importancia que podemos registrar entre los españoles al ingresar en el siglo XVIII, son los que acaudilló el magistrado panameño José de Antequera y Castro, quien además de jurista era caballero de la orden de Alcántara y un erudito en literatura clásica. En 1721, cuando Antequera ocupaba el cargo de fiscal protector de los indios ante la Audiencia de Charcas, se le encomendó la tarea de investigar y juzgar al gobernador del Paraguay, Diego de los Reyes Balmaceda, a quien los comuneros y el cabildo de dicho lugar acusaban de corrupto. Nombrado juez pesquisidor, el letrado llegó a Asunción,

A Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos (1667-1672), le tocó enfrentar la rebelión de los hermanos Salcedo en Laicacota, y no dudó en trasladarse hasta el lugar de los hechos para debelarla.

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te a los insurrectos con la pena del agarrotamiento. La historia registra este suceso, sofocado en abril de 1593, como “el motín de las alcabalas” (Vargas Ugarte 1966). La manifestación de rebeldía más desafiante del siglo XVII fue capitaneada por los hermanos Gaspar y José de Salcedo, naturales de Sevilla. De los dos, el primero era el más astuto y gozaba de la popularidad que tienen los ricos benefactores. Había servido en la Armada Real y luego, con gran éxito, se dedicó a detectar posibles yacimientos mineros en la sierra meridional. Perseverando en sus búsquedas, Gaspar de Salcedo descubrió en 1657 las minas de plata de Laicacota, que lo convirtieron en un magnate. Los Salcedo fueron a mediados del seiscientos los hombres más ricos del Perú y posiblemente de América. La buena fama de los sevillanos se extendió cuando contribuyeron con dinero en el debelamiento del motín de los mestizos de La Paz en 1661. Además de la amenaza que representaba para Laicacota la revuelta de los mestizos, existía al interior de este centro minero un conflicto étnico entre vizcaínos y andaluces. Gaspar y José de Salcedo apostaron por los últimos. Esta opción los llevó a tomar posesión del lugar, lo que trajo funestas consecuencias. Los desmanes obligaron a las autoridades virreinales a enviar funcionarios que frenaran a los sevillanos, pero éstos con su inmensa riqueza neutralizaban todo acto fiscalizador. Su poder económico los había ensoberbecido tanto que se creyeron los dueños de Laicacota. Es más, los Salcedo levantaron una fortaleza y armaron 600 hombres para defender sus supuestos dominios. Ello era un insulto para el rey (Basadre 1945). El nuevo virrey don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos (1667-1672), que arribó al Perú para ordenar el reino, se propuso terminar con esta manifestación de desobediencia, abriendo un proceso judicial contra ambos hermanos. Ya se había inicia-

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tomó posesión del gobierno de la provincia y apresó a Reyes Balmaceda para abrirle juicio. No obstante, el antiguo gobernador no estaba solo, contaba con el apoyo de algunos vecinos y el de los jesuitas de las misiones. En pleno proceso contra el deshonesto funcionario, el magistrado recibió la noticia de que debía reponerlo en el mando. Aquellas malas nuevas le parecieron tan extrañas que no las llegó a asumir como verdaderas. José de Antequera no dejó en libertad a Reyes, pero éste huyó hacia las misiones jesuíticas para pedir refugio y utilizar la ayuda de los sacerdotes de la Compañía. Con la población indígena armada, Reyes pudo librarse de la justicia que el legista panameño quería ejercer sobre él. Antequera se mostraba implacable y hasta cruel con sus vencidos, y lo peor de todo era que la orden de reposición de Reyes no se trataba de una falsificación. El entonces virrey don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte (1724-1736), hombre de carácter duro e intransigente que jamás permitiría la tiranía de Antequera, dispuso el inmediato movimiento de las tropas acantonadas en el fuerte de Montevideo. Enterados de la proximidad de esta soldadesca, los hombres del jurista decidieron aban-

Baltazar de la Cueva Enríquez, conde de Castellar, sucedió en el cargo al virrey conde de Lemos en 1674 y dos años después encaró una rebelión de los uros.

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donar la lucha. Al doctor Antequera no le quedó mayor remedio que huir, pedir el amparo de la Audiencia de Charcas y posteriormente viajar a Lima para explicar a Castelfuerte y a los oidores la razón de su conducta. Al llegar a la Ciudad de los Reyes, en abril de 1726, fue apresado. El caso del magistrado tuvo que ser sometido a la decisión del Consejo de Indias, cuyos miembros lo hallaron culpable de “lesa majestad”, y por lo tanto reo de muerte. En Lima, los oidores, la Universidad de San Marcos, el cabildo y el pueblo intercedieron por el magistrado ante el virrey. Castelfuerte, decidido a ejecutar la sentencia del Real Consejo, condenó a José de Antequera a la pena capital. Finalmente, el 3 de julio de 1731 fue decapitado a pesar de los tumultos que protagonizaron los limeños contra la intolerancia del vicesoberano (Busto Duthurburu 1993).

LAS REBELIONES DE INDIOS Al margen de la victoria del virrey Francisco de Toledo sobre Túpac Amaru I en 1572, triunfo que evidenció el predominio político y militar de los hispanos, hubo en los Andes una serie de movimientos que reclamaban el retorno del soberano Inca. Dichas manifestaciones religiosas, conocidas como el Taqui Onqoy, Moro Onqoy y Yanahuara, atemorizaron a la república de españoles y fueron una clara muestra de resistencia indígena, manteniendo en alerta a las autoridades virreinales. Estas demostraciones de mesianismo andino, que proclamaban el retorno del inca como elemento cohesionador, fueron perdiendo fuerza paulatinamente hasta casi extinguirse (Pease 1992). Sin embargo el mestizo Ramírez Carlos en 1620 incitó a los indios en la tierra de los chunchos a levantarse y reinstaurar el gobierno de los emperadores quechuas. A lo largo de toda la época virreinal se produjeron sucesivos levantamientos acaudillados por los curacas contra las vejaciones de los funcionarios, especialmente los corregidores. Anular el abuso en el pago del tributo y el trabajo forzoso en las minas fueron las demandas más generalizadas de estos movimientos antifiscales. En 1623 se rebelaron en el Alto Perú los indios de Larecaja y Omasuyos, lo que obligó a la retirada de los corregidores de aquellas poblaciones. En 1632, por causas similares, estalló otra rebelión en Tucumán, que tuvo resonancias entre los uros o chocumas que habitaban en la región suroeste del lago Titicaca (Vega J.J. 1981). Más tarde, en tiempos del conde de Castellar (1676), los uros volverían a sublevarse.

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El mesianismo incaico reapareció en la segunda mitad del siglo XVII. En el Tucumán, en la década de 1650 a 1660, un español natural de Granada llamado Pedro Bohórquez convenció a los indios calchaquíes de ser descendiente directo de los incas. Bohórquez, hombre carismático entre los indígenas, conocía perfectamente el odio ancestral que los calchaquíes sentían por los españoles y logró aprovecharlo para sus propósitos. Este español aventurero e influyente fue el caudillo de los calchaquíes hasta que se le tomó preso. Fue ejecutado en Lima en el turbulento año de 1666. Ese mismo año se produjo en Quito un fenómeno interesante que no fue propiamente una rebelión, pero preocupó hondamente a las autoridades españolas. La Audiencia de Quito nombró corregidor de Ibarra a don Alonso de Arenas y Florencia Inga, descendiente de Atahualpa. Los indígenas del lugar lo recibieron con beneplácito y reconocieron con orgullo su ancestral nobleza, llegando a rendirle los homenajes propios de un inca, ya que fue cargado en andas y reverenciado como un soberano del Tahuantinsuyo. Esas manifestaciones andinas de respeto alarmaron a los oidores de Quito, quienes consideraron a don Alonso un personaje peligroso que en cualquier momento podría rebelarse contando con el apoyo de los naturales. La sospechosa situación de Arenas motivó su traslado al corregimiento altoperuano de Paria (Pease 1992). La muerte del conde de Santisteban en 1666, hizo que el gobierno del Perú recayera en la Audiencia por veinte meses. La incompetencia de los oidores en el poder permitió el afloramiento de hondos problemas sociales. Como dice Guillermo Lohmann: “Estaba el virreinato perdido, y la autoridad tan menospreciada, que no había camino seguro […], bandas de salteadores salían a los caminos a robar impunemente, y ni aun en las casas se hallaba resguardo” (Lohmann 1946). En ese clima de desgobierno y miedo colectivo se descubrió una conspiración indígena contra Lima, cuyo principal caudillo fue un nativo que astutamente jugaba con la simbología incaica y se hacía llamar Gabriel Manco Cápac; según se rumoreaba había congregado a más de tres mil naturales armados entre Huachipa y Oropesa para matar a los habitantes de Los Reyes. Aliado con caciques procedentes de Cajamarca, Lambayeque, Huancavelica, Cuzco y Moquegua, daría el golpe de gracia el 6 de enero de 1667, pero las desavenencias entre los insurgentes frustraron el ataque. Los seguidores del líder no tardaron en ser capturados y ejecutados con

Diego Benavides y de la Cueva, conde de Santisteban, quien falleciera en Lima en marzo de 1666, agudizando con su muerte el clima de desgobierno y miedo colectivo causado por las continuas rebeliones indígenas.

crueldad. Gabriel Manco Cápac corrió mejor suerte, pues logró huir hacia Huancavelica (Pease 1992). Las pesquisas que se realizaron al final de esta temida rebelión, que nunca llegó a estallar, arrojaron resultados inesperados: el supuesto armamento consistía tan sólo en tres rústicas hondas (Nieto 1992b). El curaca campa Fernando Torote, aliado con los piros y mochobos, se levantó contra los misioneros franciscanos, ya que la prédica de estos frailes y su presencia entre los hombres de su pueblo perturbaban el ejercicio de su poder. El jefe campa sorprendió y dio muerte a un grupo de religiosos de San Francisco a orillas del río Tambo, en mayo del año de 1724. En 1730, en la localidad de Oropesa (Cochabamba), el presunto fraude del visitador Miguel Ve625

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nero de Valera, a quien se le había encomendado el empadronamiento de tributarios, motivó un levantamiento regional. Venero de Valera fue acusado de omitir en su registro a todos los que pagaban un cupo (Vega J.J. 1981). El odio hacia el burócrata aumentó cuando corrió la voz de que deseaba empadronar a los mestizos. La corrupción del funcionario hizo estallar la ira del platero mestizo Alejo Calatayud, hombre influyente entre los de su condición racial y entre los indígenas. Calatayud y sus amotinados soltaron a los presos y apedrearon las casas de los vecinos más conocidos por su servilismo hacia los peninsulares. Al observar que los desmanes podrían continuar hasta convertirse en un movimiento irrefrenable, el dirigente decidió, bajo ciertas condiciones, acordar la paz con el cabildo de Cochabamba. El virrey Castelfuerte consideró la aceptación de dicha tregua un acto de debilidad de los cabildantes y ordenó la inmediata captura y ejecución de Alejo Calatayud, el que fue ajusticiado el 31 de enero de 1731 (Busto Duthurburu 1993: 199). Ignacio Torote, hijo del ya mencionado Fernando y cacique de Catalipango, continuó con las mismas fechorías de su padre. Destruyó en 1737 dos misiones franciscanas establecidas en su jurisdicción cacical, una en Catalipango y la otra en Sonomoro, además de asesinar a varios miembros de la orden seráfica. El Perú era gobernado en ese entonces por el marqués de Villagarcía (1736-1745), quien nombró generales de su hueste a los capitanes Pedro Milla y Benito Troncoso, gobernadores de las fronteras de Tarma y Jauja, respectivamente (Valcárcel 1975: 26). Pero el líder indígena fue más astuto porque a pesar de todas las medidas estratégicas como la construcción de un fuerte en Sono-

moro, supo escabullirse en medio de la selva sin dejar rastro alguno. El levantamiento de Ignacio Torote es un antecedente importante de la insurrección de Juan Santos Atahualpa. En 1739 Juan Vélez de Córdoba, miembro de una distinguida familia moqueguana y descendiente de Huáscar, se levantó en Oruro contando con el apoyo de varios curacas y personajes de abolengo imperial como Juan Bustamante Carlos Inca. El mensaje separatista de Vélez de Córdoba –que pretendía restaurar el régimen del “Señor de los Cuatro Suyos”– no se dirigía únicamente a los indios, sino también a los criollos: deseaba retornar al gobierno de los incas, pero con un sistema erigido a imagen y semejanza de las monarquías europeas. El líder argüía que los naturales estaban “tiranizados por los españoles y viviendo poco menos que esclavos”. Al igual que el movimiento de Gabriel Manco Cápac, la insurrección de Vélez de Córdoba (que debió estallar el 8 de julio de 1739) fue reprimida por las autoridades antes de que se manifestara (Vega J.J. 1981). La rebelión indígena más importante anterior a la de José Gabriel Condorcanqui Túpac Amaru fue la de Juan Santos Atahualpa. Entre 1742 y 1751, este caudillo andino, que se hacía llamar “Apu Inca” y era natural del Cuzco (aunque también señalan algunos historiadores que había nacido en Amazonas o en Cajamarca), puso en aprietos a las fuerzas de la Corona. Al momento de la rebelión tenía cerca de treinta años y su estatura era “más que mediana, color pálido amestizado, fornido de miembros, el pelo cortado al modo de los indios de Quito, la barba con algún bozo y su vestido con una cushma pintada”, además de llevar un crucifijo sobre el pecho (Valcárcel 1975). Se sabe que hablaba fluidamente el quechua y varios dialectos selváticos, y que había estudiado con los jesuitas, de quienes aprendió el castellano y el latín. También gracias a los ignacianos pudo viajar muy joven a España, Francia, Inglaterra y Angola. La insurrección de Juan Santos tuvo como objetivo la unión de las tribus de la selva central para luchar contra la opresión de los españoles y la imposición por parte de los misio-

La insurrección de Juan Santos Atahualpa en Quimiri (actual ciudad de La Merced) en 1747. Dibujo inspirado en una pintura que se conserva en el convento de Ocopa, en Junín.

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Virreinato: Instituciones y vida cultural segundo dejó Oxapampa y tomó el camino de Quimiri, fue sorprendido en Nijándaris y derrotado por los aborígenes (Valcárcel 1982). En 1750 Llamas dirigió una nueva expedición por Monobamba, que fue paralela a otra que penetró a la ceja de selva por Tarma. La finalidad de ambas empresas era la de destruir los contingentes de Santos Atahualpa ubicados en Eneño. Pero, una vez más, las emboscadas del alzado tuvieron éxito. Las tropas de Llamas sufrieron numerosas bajas. Al año siguiente Juan Santos tomó Sonomoro y en 1752 saqueó Andamarca. Ello determinó que el virrey conde de Superunda diera fin a todo intento de acabar con esta gran rebelión. El levantamiento, además de desanimar a los evangelizadores, dejó un inmenso territorio en manos de los nativos, que hizo peligroso transitar en esos parajes, y un sentimiento de frustración en los militares y las autoridades políticas del reino. Los últimos años del sublevado constituyen hasta la fecha un misterio, pues se pierden en leyendas de corte mesiánico. Al parecer murió en Metraro librando una batalla contra un cacique adversario, pero los indios de la selva creen que volverá algún día a reinar y destruir a sus enemigos (Valcárcel 1975). Finalmente debemos hacer referencia a la rebelión que conmovió Huarochirí en 1750, acaudillada por los indios Antonio Cabo, Pedro Santos, Francisco Inca y Miguel Suríchac. Anteriormente estos rebeldes habían recurrido al apoyo del donado franciscano fray Calixto de San José Túpac Inca, quien decía descender de Túpac Inca Yupanqui. Él había llegado a la misma corte del monarca para presentarle su Representación rendida y lamentable que toda la nación indiana hace a la magestad del rey señor de las Españas y emperador de las Indias don Fernando VI. El memorial de fray Calixto pedía entre otras cosas que los indígenas pudieran poseer y disponer libremente de sus bienes, que se cumplieran las leyes de protección a los naturales, que se liberara el comercio andino de las cargas tributarias y que se admitiese a los aborígenes a las órdenes religiosas y cargos eclesiásticos (Pease 1992). Sin embargo, la finalidad de los conjurados era la de restaurar el imperio de los incas, matar a los españoles y tomar Lima para convertirla en la capital de ese régimen. Se acordó que el 29 de junio se atacara la Ciudad de los Reyes, pero varios de los amotinados fueron delatados, apresados y ejecutados un mes después. Entre los condenados a muerte figuraban Miguel Suríchac y Antonio Cabo. Pedro Santos y Francisco Inca lo627

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neros de rudos trabajos a los indios. El rebelde buscaba la restauración del imperio de los soberanos del Cuzco y logró la adhesión de los fieros simirinches, piros, campas, shipibos, andes, amages y coribas. Es interesante mencionar que hubo rumores de connivencia entre Juan Santos y los ingleses. Juan Santos ubicó su cuartel general en el Gran Pajonal y asignó funciones militares al curaca Mateo Assia y a su cuñado el negro Antonio Gatica, dictando una serie de normas para organizar los ataques. Sus primeras víctimas fueron los habitantes de las misiones franciscanas. Los insurrectos continuaron con sus desmanes y destruyeron veinticinco pueblos. Los frailes de la orden de San Francisco trataron por todos los medios de dialogar con el caudillo, pero éste hizo oído omiso. El virrey marqués de Villagarcía, al enterarse de los asesinatos del insurrecto cacique, envió tropas para capturarlo. Las operaciones tácticas de la soldadesca española fueron dirigidas entre 1742 y 1745 por los conocidos Pedro Milla y Benito Troncoso, quienes gozaron del apoyo de algunos curacas amigos. Ambos debían conducir sus huestes a Quisopango, pasando por Quimiri y Sonomoro (Valcárcel 1975: 28). De los dos capitanes antes mencionados sólo Troncoso obtuvo cierto éxito en la lucha contra los indios. En Quimiri, el ejército del virrey levantó un fuerte y dejó en él sesenta hombres al mando del capitán Fabricio Bertholi. Enterado Juan Santos de la existencia de un reducto hispánico, trató de persuadir a Bertholi para que se rindiera, y como el oficial no lo hizo, arengó a su gente para atacarlo. El alzado destruyó Quimiri el primero de agosto de 1743 y dio muerte a todos los leales a la Corona. Luego del triunfo de Quimiri, Santos Atahualpa logró el apoyo de la indiada de la sierra y la ocupación del valle de Chanchamayo. Ello trajo como consecuencia varios intentos españoles por negociar la paz, pero la astucia política del supuesto descendiente de Atahualpa fue mayor. Al asumir el mando el virrey José Antonio Manso de Velasco (1745-1761) se diseñaron nuevas estrategias. El vicesoberano ordenó al general José Llamas y al antiguo gobernador Benito Troncoso organizar las nuevas operaciones militares. Esta vez se buscaría el apoyo de los misioneros jesuitas. No obstante, las entradas para capturar a Juan Santos resultaron un fracaso, pues se emprendieron en tiempos de lluvia, en los primeros días de 1746. Llamas y Troncoso avanzaron paralelamente: el primero partió por Huancabamba al Cerro de la Sal, y el

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graron huir. Este último, al observar que los españoles se retiraban y no continuaban las persecuciones, tomó Huarochirí, asesinó con crueldad al corregidor y a todos quienes estaban a su servicio, y cortó los puentes que unían Huarochirí con Lima. Enterado el virrey conde de Superunda de los desmanes del indio revoltoso, encargó al marqués de Monterrico dirigir las tropas del reino, y capturar a Inca y sus secuaces. La decisión del vicesoberano se complementó con una eficaz estrategia: indultar a los rebeldes exceptuando a los caudillos. Así las cosas, la hueste virreinal pudo coger con facilidad al levantisco líder. Francisco Inca y sus paniaguados fueron condenados a muerte, y a manera de escarmiento para los indios, se les cortó las manos “para que al verlas, se acorte la de los atrevimientos” (Valcárcel 1975: 32). Por su parte, Pedro Santos que había podido huir, fue capturado en Saña y ejecutado inmediatamente. Así terminó la rebelión de Huarochirí, que los historiadores relacionan con la de Juan Santos Atahualpa, pues al parecer los cabecillas de este movimiento insurgente deseaban unirse a la gran rebelión selvática.

LAS ENTRADAS: UNA FORMA DE RECONOCIMIENTO TERRITORIAL Las armas iban de la mano con el control político del territorio a través de las entradas, que consistían en empresas militares de descubrimiento y conquista, que salían a explorar regiones desconocidas en las cuatro direcciones cardinales y en todas las geografías posibles. Las entradas, que también recibieron los nombres de “jornadas”, “cabalgadas” o simplemente expediciones, constituyeron ampliaciones menores de la gran conquista del Perú (Sánchez-Concha 1991). Las entradas estaban basadas sobre una política de ocupación del espacio que escalonada y paulatinamente buscaba descubrir, 628

conquistar, poblar y colonizar un área ignota. Servían como un excelente medio para abrir paso a las misiones evangelizadoras y a la fundación de ciudades. Los capitanes generales de las huestes exploradoras contribuían en este sentido con el ensanchamiento de la cristiandad, detectando buenos caminos para llevar la palabra sagrada a los indígenas. Desde el punto de vista social, las entradas respondían a la necesidad de solucionar el problema del exceso poblacional y el descontento de muchos soldados que veían frustradas sus aspiraciones de botín. Después de cada campaña de guerra civil, las entradas se convirtieron en un recurso para gratificar a los soldados victoriosos y para desterrar a los vencidos. Los guerreros de ambos bandos tenían la oportunidad de tentar riquezas ocultas en países maravillosos, y contribuir con el reconocimiento de un territorio hasta entonces desconocido. En palabras de la época estas empresas militares permitían “desaguar, aflojar, descargar y desencantar la tierra” de elementos que podrían poner en peligro la estabilidad política del gobierno hispánico. Las entradas se iniciaron en el Alto y Bajo Perú, en 1534, y se realizaron de forma casi continua hasta las primeras décadas del siglo XVII. Dentro del período que nos ocupa, debemos mencionar que el pacificador Pedro de la Gasca promovió jornadas como la de Macas, comandada por Hernando de Benavente (1548), la tercera de Bracamoros por Diego Palomino (1548), la de Yaquiraca por Alonso de Mercadillo (1549), y la segunda del Tucumán por Juan Núñez de Prado (1549). También sabemos que se llevaron a cabo, bajo el patrocinio de Gasca, la entrada de Mira por Rodrigo de Salazar, el Corcovado, y la del oscuro caudillo Martín de Mira. Aunque no se puede señalar con exactitud la fecha de aquellas incursiones, sabemos que se llevaron a cabo en tiempos de este gobernante (Busto Duthurburu 1984). Lope de Aguirre en un apunte de Germán Suárez Vértiz (Lima, 1942).

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a las Esmeraldas, y AlAlgunos años desvaro Enríquez del pués, el virrey marqués Castillo pretendió de Cañete licenció a conquistar el país de Juan de Salinas Loyola los motilones. Todas para la entrada que estas expediciones se permitiría descubrir el llevaron a cabo en río Ucayali (1558). El tiempos del virrey mismo vicesoberano, Francisco de Borja y para librarse de incóAragón, príncipe de modos aventureros, Esquilache (1615promovió la segunda 1621) (Busto Duthurnavegación del Amazoburu 1993). nas capitaneada por Una jornada poco Pedro de Ursúa, la que conocida es la del cosería continuada por el rregidor de Cajamarca traidor Lope de AguiMartín de la Riva-Herre (1560-1561). Vista del río Madre de Dios, descubierto en 1568 por Juan Álvarez Maldonado. rrera, quien en 1654 Con una política recorrió las cuencas de parecida, el gobernador Lope García de Castro dejó emprender a Juan los ríos Marañón, Huallaga, Santiago, Morona, PasÁlvarez Maldonado una expedición hasta el confín taza y Tigre. Riva-Herrera fundó los pueblos de Sande los Mojos, llanos ubicados al oriente del Alto Pe- tander de la Nueva Montaña, Santiago de las Montarú. Maldonado, fundador de El Bierzo, descubrió el ñas, Concepción de Jivitos, El Rosario, El Triunfo de la Santa Cruz y Lamas (Riva-Agüero 1983). río Madre de Dios en 1568. En la década de 1680, el virrey duque de La PaEn tiempos del virrey Martín Enríquez de Almansa (1581-1583), el capitán Martín Hurtado de lata dispuso que los capitanes Antonio de Vera y Arbieto (que había sido capitán general en la guerra Diego Porcel de Pineda emprendieran la entrada al de Vilcabamba contra el inca Titu Cusi Yupanqui y Gran Chaco para pacificar a los indios alzados de su hermano Túpac Amaru) fue premiado con la en- aquel territorio. La jornada resultó un fracaso por trada de Manaríes y Pilcozones. Fundó entre estos la táctica de tierra arrasada que emplearon los naturales. últimos el pueblo de Jesús de los Pilcozones. Entre 1615 y 1616 el capitán Pedro de Leagui entró por los Andes de Chuquiabo para terminar LA ESCUADRA VIRREINAL con la resistencia de los indios de esa zona y fundar los poblados de San Juan del Oro. En 1620 continuó La Escuadra virreinal o Armada del Mar del Sur la conquista Pedro Recio de León, quien exploró la compuesta de navíos, galeones, galeras y bergantiregión del Beni y fundó entre los Lecos el pueblo de nes, tuvo su origen en la famosa “Armadilla de ToSanta María de Guadalupe (Vega J.J. 1981). Ruy ledo”, creada en 1579 por el vicesoberano del misDíaz de Guzmán, el conocido autor de La Argentina, mo nombre, para perseguir al invasor inglés Francis capitaneó una entrada a los chiriguanos en 1617. El Drake. Las principales naves de esta flota sudamerigobernador interino de Santa Cruz de la Sierra, Je- cana, que en un inicio reunió trescientos hombres, rónimo de Solís Holguín, dirigió una empresa con- eran la “Capitana” y la “Almiranta”. La primera izatra los chiriguanos y fundó el pueblo de San Fran- ba la insignia de mando que le correspondía al capicisco de Alfaro. Por la misma época de las incursio- tán general de los ejércitos o fuerzas de tierra y mar, nes de Recio, el capitán mestizo Ramírez Carlos en atribuciones que recaían sobre el virrey, pero que compañía del franciscano Gregorio de Bolívar, in- delegaba a la persona que juzgara más idónea para gresó a la tierra de los chunchos (Saignes 1985). Je- las correrías marítimas. La segunda nao estaba surónimo de Cabrera, nieto del fundador de Córdoba, bordinada a la “Capitana” y llevaba a bordo al almipartió del Tucumán para conquistar la mítica tierra rante titular que oficiaba de asesor técnico en asunde los Césares de la Patagonia, y Juan Porcel de Pa- tos de mar y de guerra (Valdizán 1980: 161). dilla exploró la región de Tarija. Del lado septenEn el siglo XVII la escuadra fue formalizada y su trional del Perú, Pablo Durango Delgado enrumbó jefatura suprema recayó en el teniente del capitán

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general, como lugarteniente del virrey. Según la documentación, el primero en ocupar dicho cargo fue don Rodrigo de Mendoza, sobrino del marqués de Montesclaros. Más tarde, en tiempos del conde de Alba de Aliste (1655-1661), la Armada trabajaría en coordinación con la Academia Náutica, creada para la formación profesional de los pilotos (Lohmann 1973: 47). Para fines de esa centuria la Armada perdió su antiguo poder, pero fue paulatinamente recuperándolo gracias a la financiación de los comerciantes de la Ciudad de los Reyes. Los virreyes impulsaron y favorecieron el crecimiento de la escuadra, ya que además de dedicarse a combatir las incursiones extranjeras y patrullar las costas de Chile, también debía recoger azogue en el puerto de Chincha, y de allí transportarlo a San Marcos de Arica, donde llenaba sus naves con la plata extraída de las minas de Potosí de paso hacia las arcas fiscales de la Metrópoli. Con las naves cargadas del metal argentífero regresaba al Callao y partía hacia el istmo en marzo. Pasaba por Chérrepe y aportaba en San Francisco de Paita; finalmente arribaba a Panamá donde desembarcaba el precioso cargamento, que más tarde sería conducido a Portobelo y Cartagena de Indias, y llegaría a España vía La Habana (Busto Duthurburu 1996). En la primera mitad del siglo XVIII, la Armada del Mar del Sur era ya una institución inoperante. Por esa razón el gobierno metropolitano, para defender las costas del Pacífico de cualquier amenaza, decidió enviar embarcaciones de la propia Armada española. Según señalan Pablo Pérez-Mallaína y Bibiano Torres, cuando se promulgó un cuerpo legal en 1753 sobre las milicias y las fuerzas navales del Perú, ya no se hablaba de la Armada del Mar del Sur, sino del Reglamento para las dotaciones de la Armada Real que internaren y sirvieren en la Mar del Sur (Pérez-Mallaína y Torres 1987: 242).

LAS FORTIFICACIONES Un importante medio de defensa contra el pillaje y el ataque de los corsarios fueron las fortificaciones. Francisco de Toledo, el gran reorganizador del virreinato, vio desde temprano la necesidad de proteger los lugares estratégicos de la costa peruana, a los que describía como las “principales llaves de este reyno”: Guayaquil, Paita, Santa, Callao, Chule y Arica. Este “Solón del Perú” elevó al Consejo de Indias dichas inquietudes, pero los magistrados juzgaron con indiferencia que no era necesaria la construcción de edificios militares en esa región del 630

Nuevo Mundo. Los puertos antes señalados pagaron caro el desinterés del Consejo, pues se convirtieron en blanco fácil de los invasores ingleses y holandeses. La historia de aquellas urbes registra muchísimos casos de saqueos, pagos de rescate e incendios de barcos surtos y casas principales. A excepción del Callao, estas ciudades portuarias siempre fueron vulnerables y tuvieron que defenderse improvisando plataformas y recurriendo a los auxilios militares que les eran enviados desde Lima: cañones, balas de cañón, pólvora, cuerdas de mecha, carabinas, etc. Fue también el virrey Toledo quien estableció durante su mandato una guarnición en la fortaleza incaica de Sacsahuamán (Cuzco). El gobernante observó con sagacidad que se podrían aprovechar los antiguos centros estratégicos de los quechuas para vigilar cualquier intento de rebelión de españoles o de indios (Lohmann 1964). El lugar que mereció la mayor atención de los virreyes fue el Callao, donde se ubicó desde temprano un destacamento militar. Los continuos ataques de los corsarios ingleses y holandeses obligaron a los gobernantes del Perú a pensar en edificar una fortaleza especial que custodiara la capital del reino. En 1615 el príncipe de Esquilache ordenó levantar a manera de rompientes unas barreras, en cuyos extremos se construyeron dos baluartes de cal y piedra, uno que miraba hacia la desembocadura del río Rímac y el otro cerca de los almacenes reales. Para lograr una mejor defensa, el visorrey situó piezas de artillería entre ambos fuertes. El marqués de Guadalcázar, sucesor de Esquilache, temiendo el bombardeo de Jacques L´Hermite, mejoró la fortificación de la plaza añadiéndole otros recintos defensivos. Pero estas construcciones sucumbieron ante los terremotos de 1630 y 1687. De la misma forma todos los proyectos por modificar y fortalecer el puerto se desvanecieron con el terremoto y maremoto de 1746. Justamente a raíz de aquel sismo, el virrey José Antonio Manso de Velasco inició en enero del año siguiente la edificación de una ciudadela exclusivamente militar, a la que bautizó como el “Real Felipe”, en honor al rey Felipe V de Borbón. Manso de Velasco, quien más tarde sería recompensado con el título de conde de Superunda, concluyó la construcción de las murallas de este enorme baluarte, y su sucesor, don Manuel de Amat (17611776), se encargaría de completar la fortaleza levantando las casamatas, los torreones, la contraescarpa y los cuarteles, lo que convirtió al Callao en una “Troya marítima” (Vega J.J. 1981: 295).

Virreinato: Instituciones y vida cultural Plano del siglo XVII que muestra la amurallada ciudad de Lima, proceso iniciado por el duque de la Palata, en 1684. Una vista de la fortaleza del Real Felipe en el Callao.

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En junio de 1684 el virrey don Melchor de Navarra y Rocafull, duque de la Palata, dio la orden para iniciar la construcción de las murallas de Lima. El antiguo deseo de los pobladores de Los Reyes se pudo materializar gracias al interés del gobernante por darle a la capital un escudo protector, encomendándose el trazo definitivo del plano al cosmó- puertas y de quince baluartes, estuvo bajo la direcgrafo mayor Juan Ramón Coninck, y la delineación ción del “fortificador e yngeniero mayor” italiano al ingeniero Luis Venegas Osorio. Para 1687 las Giuseppe Formento, y fue concluida en 1688 (Lohobras ya habían terminado. Una gran muralla de mann 1964). adobe con treinta y cuatro baluartes y cinco puertas rodeaba la urbe. Las duras críticas de los virreyes Monclova y Castelfuerte y del viajero francés Amadeo Frézier en torno de la capacidad defensiva del cinturón de barro, llevaron al sabio Pedro de Peralta Barnuevo a proponer la edificación de una ciudadela fortificada, que haría de Los Reyes un reducto inexpugnable. Pero los proyectos de Peralta, inspirados en las obras del mariscal Vauban, no hallaron eco, y mucho menos reconocimiento. La ciudad de Trujillo también fue protegida por murallas. El pánico sembrado por el corsario Edward Davis –que destruyó la cercana localidad de Saña en 1686– dejó siempre abierta la posibilidad de otro desembarco e hizo necesaria la edificación de muros. La construcción, toda de adobe co- Plano de la ciudad de Trujillo que la muestra amurallada, tal como lucía en el siglo XVIII. Este plano fue ordenado hacer durante la gestión del mo la de Lima, de trazo oblongo, de seis obispo Baltasar Jaime Martínez Compañón.

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LAS INCURSIONES EXTRANJERAS: INGLESES Y HOLANDESES El virreinato peruano se vio afectado por una serie de incursiones de navegantes extranjeros que no reconocían el principio de exclusividad económica española, y que perturbaron la paz de las ciudades de estos reinos. Cada vez que corría la voz de un posible ataque de ingleses u holandeses, la población sin ocultar su miedo debía improvisar la defensa del territorio, conformando cuerpos de milicias con todos los hombres aptos para el combate. Por su parte, la clerecía hacía tocar las campanas de sus templos para invitar a las mujeres, a los niños y a todos aquellos excluidos de la lucha, a rezar por el triunfo de los católicos frente a los “aborrecibles” anglicanos y luteranos. El primer ciclo de infiltraciones fue capitaneado por corsarios procedentes de Inglaterra, navegantes independientes que contaban con el visto bueno de su Corona para bombardear, desembarcar, saquear y

Retrato de Francis Drake, marino y corsario inglés, uno de los principales adversarios de la España imperial del siglo XVI. Tomado de Quinn 1996.

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atesorar las riquezas de España y sus posesiones ultramarinas. Tal situación estaba enmarcada en el contexto de la guerra entre Isabel I Tudor y Felipe II de Habsburgo, librada en las últimas décadas del siglo XVI. La “reina virgen” se había propuesto arruinar el poder del piadoso monarca ibérico, permitiendo a sus súbditos abordar las naves hispánicas encalladas o en alta mar y destruir urbes, y por lo tanto sembrar el terror y la ruina. La fama de las riquezas del Perú atrajo a Francis Drake, el primer corsario que aparece en las costas sudamericanas del Pacífico. Drake, natural de Tavistock (Inglaterra), era un audaz marino y comerciante negrero que le había jurado odio eterno a España después de que este país le confiscara un cargamento que iba dirigido a las posesiones españolas de América. En 1567 al lado de William Hawkins incursionó en las costas de México, lo que le proporcionó la experiencia suficiente para intervenir más adelante en otras regiones del Nuevo Mundo. En 1572 atacó Panamá, y al año siguiente hizo lo mismo en Cartagena de Indias. Luego de participar en la campaña contra Irlanda, Drake decidió volver a sus tropelías. Al mando de los buques llamados “Pelican” (al que más tarde rebautizó con el nombre de “Golden Hind”), “Swan”, “Christopher”, “Elizabeth” y “Marygold”, zarpó de Plymouth en diciembre de 1577. Las embarcaciones muy bien artilladas recorrieron el litoral brasileño, penetraron el río de la Plata y atravesaron el estrecho de Magallanes. Posteriormente asaltó Coquimbo, Valparaíso y Arica para avanzar luego sobre el puerto del Callao. El inglés se presentó frente al Callao la noche del 13 de febrero de 1579, atemorizando a los habitantes de Lima. El entonces virrey don Francisco de Toledo ordenó la inmediata defensa del puerto. Pero la historia dice que dos criollas, doña Mencía y María de Cepeda, hijas del benemérito conquistador Hernán González de la Torre, plantearon una táctica exitosa: encender candiles en las ventanas de las casas del Callao. Drake, imaginando que las luces que se divisaban a lo lejos eran mechas de cañón, creyó que la urbe estaba bien dotada de piezas de artillería, y temeroso decidió partir cuanto antes (Busto Duthurburu 1993). Una vez que el invasor huyó en retirada, el vicesoberano dispuso que los navíos surtos entonces en el Callao, “Nuestra Señora de la Esperanza” y el “San Francisco”, persiguieran al inglés. El capitán general de esa improvisada armadilla sería el polifacético Pedro Sarmiento de Gamboa. Los marinos

Virreinato: Instituciones y vida cultural un fracaso, pues Cavendish había huido hacia Guatemala y México, con el mismo propósito de Drake: retornar a Inglaterra dando la vuelta al mundo. La última incursión inglesa del siglo XVI se produjo en tiempos del virrey don García Hurtado de Mendoza (1589-1596). Hawkins, tratante de esclavos como su pariente Francis Drake, partió de Plymouth en 1593 en su buque “Daintie”. A principios de 1594 ya había cruzado el estrecho de Magallanes para enrumbar hacia Valparaíso, donde cobró un cuantioso rescate y capturó cinco barcos. En Lima la multitud estaba atemorizada ante la proximidad del “Achines”, deformación castellana del nombre del corsario isabelino. El miedo popular contrastaba con la serenidad del vicesoberano, quien nombró capitán general de la armadilla a don Beltrán de Castro y de la Cueva. Richard Hawkins encontró las naves del invasor frente a Chincha, “pero el inglés viró al poniente y eludió el enfrentamiento naval. Beltrán de Castro lo persiguió hasta Atacames, donde le dio combate y rindió entre el 30 de junio y el 1 de julio, pues la acción duró dos días. El virrey tomó, en Lima, bajo su protección al cautivo, que se había rendido bajo la condición de que se le respetara la vida y enviara a Inglaterra, lo que se cumplió después, salvándolo así de la jurisdicción del Santo Oficio que reconocía a Hawkins hereje y anglicano” (Busto Duthurburu 1993: 147). Las condiciones del corsario se cumplieron, ya que luego pasó a Sevilla y posteriormente a su patria. Sabemos que después de sus desventuradas travesías por la Mar del Sur, Hawkins fue elegido miembro del Parlamento inglés y su amor por las correrías marinas le llevó a combatir contra los piratas berberiscos en el Mediterráneo hacia 1621. Finalmente, legó a la posteridad un relato escrito sobre sus aventuras por el Pacífico. En 1603, con el advenimiento de la nueva casa reinante de los Estuardo, las relaciones entre España e Inglaterra mejoraron notablemente. En 1604 se firmó un tratado de paz que legalizó el comercio entre las dos naciones. Pero esa tranquilidad fue quebrada por la presencia de los corsarios holandeses, llamados “los pordioseros del mar”, quienes apoyados por la burguesía de Amsterdam, se lanzaron al mar con dirección a las posesiones hispánicas de América. Incursionaron en Puerto Rico, Portobelo y La Habana. A principios del siglo XVII se pudo divisar naves holandesas desde la costa de Chile, como la flota de Oliver van Noort en 1600, la que temiendo ser derrotada por la escuadra virreinal, prefirió apartarse y dirigirse a las Filipinas. 633

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del virreinato lograron alcanzar a los buques de Drake frente al cabo de San Francisco. Allí, el “Nuestra Señora” fue bombardeado por el “Golden Hind” y posteriormente abordado por los corsarios. Francis Drake se apoderó de las barras de oro y plata que llenaban las bodegas del “Nuestra Señora” y que alcanzaban un valor de trescientos mil pesos, cantidad que le sirvió de sobra para cubrir los gastos de sus operaciones y para alimentar las arcas de su reina. Al mes siguiente, el aventurero inglés estaba bordeando las costas de México para saquear Huatulco y aterrorizar a los moradores de Acapulco; acto seguido pasó a California para reparar sus embarcaciones. Desde este último punto decidió emprender el mismo viaje de Magallanes. Finalmente, el 13 de diciembre de 1580 arribó cargado de honores al estuario de Plymouth. Su osadía marinera al dar la vuelta al mundo y los tesoros adquiridos a través del pillaje fueron méritos suficientes para que la misma reina Isabel I le invistiera caballero en su propio barco. Mientras tanto el virrey Toledo, anticipando otras posibles incursiones, encargó al antiguo capitán de la armadilla Pedro Sarmiento de Gamboa, la exploración del estrecho de Magallanes con fines de colonización. En 1584 Sarmiento, nombrado capitán general del estrecho, agrupó cuatrocientos colonos en dos poblados, pero las inclemencias del clima y el hambre diezmaron a los habitantes de dicha región austral. En julio de 1586 el corsario Thomas Cavendish zarpó de Inglaterra con dirección a Sudamérica al mando de 123 hombres en tres barcos. Bordeó el Brasil y la Patagonia, y más tarde cruzó el estrecho magallánico, donde tan sólo encontró 22 sobrevivientes de la fracasada colonización de Sarmiento. Al llegar a Arica bombardeó la urbe y apresó dos fragatas. Luego avanzó sobre Pisco, alejándose de las costas para no ser divisado desde el Callao. En Chérrepe logró apresar dos pequeños navíos y prosiguió hacia Paita. El 30 de mayo de 1587 desquitó toda su furia. Al negarse la población paiteña a pagar un oneroso rescate, ordenó bombardear, saquear e incendiar la localidad piurana. El siguiente objetivo del corsario fue la toma de Guayaquil, pero en la isla de la Puná fue sorprendido por ochenta hombres procedentes de tierra firme (González-Aller 1994). El virrey del Perú, don Fernando de Torres y Portugal (1585-1589), despachó la escuadra para capturar a los “ladrones del mar”, pero la jornada resultó

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Grabado que muestra la presencia de la flota holandesa capitaneada por Jacques L’Hermite en la costa peruana, en 1624.

Si la presencia de Noort no produjo tanta incertidumbre en el Perú, la de Jorge Spilbergen en 1615 sembró el pánico. Desde Madrid se informó cautelosamente al virrey marqués de Montesclaros (1606-1615) del ingreso al Pacífico de este invasor al servicio de la Compañía Holandesa de las Indias. El vicesoberano tuvo tiempo de preparar con anticipación la defensa del reino, nombrando capitán general de la armadilla a su sobrino don Rodrigo de Mendoza. El 17 de julio al mando de siete embarcaciones pequeñas, Mendoza encontró al invasor frente a Cerro Azul (Cañete). Después de ocho horas de combate Spilbergen hizo huir en retirada a la escuadra virreinal y avanzó hacia el Callao, en cuya rada le aguardaban los defensores del Perú. Los aterrados moradores de Lima organizaron vigilias para orar por el triunfo de los católicos y por el pronto alejamiento de los luteranos, pues se temía al desembarco de los holandeses. Spilbergen no puso pie en tierra, aunque disparó algunas balas de cañón. Después de su poco exitosa expedición prosiguió a Paita. Sabemos que no llegó a incendiar este puerto norteño y que luego enrumbó a las Filipinas (Rodríguez Crespo 1964). La siguiente expedición holandesa fue dirigida por Jacques L’Hermite Clerk, hombre de confianza de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange. Este gobernante, que deseaba disputarle a España sus dominios americanos, envió a L’Hermite para hacer el reconocimiento de los territorios virreinales, apoderarse de cuantas riquezas pudiera y convertir al Perú en una colonia flamenca. L’Hermite zarpó de Amsterdam a fines de 1623, capitaneando once na634

víos con 294 cañones y 1 600 hombres. En febrero de 1624 ya había ingresado al Pacífico. Hizo un alto en la isla de Juan Fernández para reponerse, y prosiguió hacia el Callao. L’Hermite Clerk no halló los tesoros que esperaba, pues el virrey marqués de Guadalcázar (1622-1625) acababa de despachar a Panamá los metales preciosos rumbo a la Metrópoli. Después de este decepcionante suceso, el enemigo aportó en la isla San Lorenzo, donde L’Hermite murió víctima de disentería. Desde esa pequeña ínsula su sucesor, Hughes Schapenham, ordenó que se atacaran Guayaquil y Pisco. La embestida resultó desastrosa para los extranjeros, pues los vecinos de aquellas urbes resistieron heroicamente. Tras el fracaso y la imposibilidad de tomar el Callao, los hombres de Mauricio de Nassau regresaron a Holanda en agosto de 1625 (Lohmann 1973). En tiempos del marqués de Mancera (16391648) se presentaron nuevamente naves holandesas, esta vez capitaneadas por Hendrik Brower. La intención de los invasores era ocupar el puerto de Valdivia, para fundar allí una colonia. Ello sucedió en 1643. Conocedor el virrey del propósito de los intrusos, invistió a su hijo como capitán de la escuadra peruana, la que debía buscar al enemigo, pero la pesquisa no tuvo éxito. Temiendo otras incursiones, el vicesoberano ordenó la fortificación de Valdivia, Valparaíso y el Callao. En diciembre de 1670 se intentó tomar nuevamente Valdivia. Los responsables de tal propósito fueron Charles Henry Clerk, Oliver Belin, John Fortisque, Thomas Louis y el mulato Tomás de la Iglesia, quienes terminaron siendo conducidos a Lima y procesados por la Real Audiencia. Tras encontrar

La flota de Jacques L’Hermite en el Callao, donde fondeó en su rada el 8 de mayo de 1624. L’Hermite fallecería durante el bloqueo y sería enterrado en la isla de San Lorenzo.

Virreinato: Instituciones y vida cultural con la aprobación del vicesoberano: el “San Nicolás” y el “San José”, cuyo mando recayó en los mercaderes vizcaínos Dionisio de Artunduaga y Nicolás de Igarza. Los flamantes capitanes se encontraron en junio de 1687 con los filibusteros muy cerca de la Punta de Santa Elena, donde lograron derrotarlos y hacerlos huir (Lohmann 1973). En 1708 el inglés Roggiers Wodes y su piloto Guillermo Dampierre zarparon del puerto de Bristol en dos naos bien artilladas. Las fechorías de Wodes en el Pacífico fueron numerosas, pues saqueó Guayaquil, atemorizó a los habitantes de las urbes de la costa mexicana y a la altura de California capturó el galeón de Manila. El virrey marqués de Castell dos Rius (1707-1710) ordenó a la Armada que diera el encuentro a los ingleses y los capturara, pero las medidas fueron tomadas demasiado tarde, pues los depredadores ya habían emprendido el camino de regreso a Inglaterra (Busto Duthurburu 1993). Durante el gobierno de fray Diego Morcillo Rubio de Auñón (1720-1724) la paz del virreinato fue nuevamente perturbada. La flota del corsario inglés John Clipperton y de su segundo George Shelvocke saqueó e incendió Paita, por negarse los vecinos a pagar el rescate. Al igual que en tiempos de Castell dos Rius, todas las medidas represivas fueron infructuosas.

La ciudad de Paita fue saqueada e incendiada por el corsario inglés Clipperton en tiempos del gobierno de fray Diego Morcillo Rubio de Auñón (1720-1724).

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culpable al primero de los nombrados se le condenó a muerte con la pena del garrote, la que se ejecutó en la plaza mayor en 1682. Clerk, natural de Saint Maló, era un fiel servidor de la Corona inglesa y su presencia en los mares australes tenía por misión observar lugares propicios para posibles desembarcos (Lohmann 1973). Siendo virrey del Perú el obispo de Lima Melchor de Liñán y Cisneros (1678-1681), hicieron su aparición en la Mar del Sur los bucaneros ingleses Bartolomé Sharp, John Guarlem y Edward Wolmen, quienes cruzaron a pie el istmo de Panamá y se apoderaron de dos navíos ubicados en las afueras del puerto de Perico, para emprender una travesía depredadora hacia el meridión. Una efectiva emboscada de los lugareños de Tumaco, acaudillada por don Juan de Godoy y Prado, terminó con la vida de varios invasores y la de Wolmen. Por su parte Sharp y Guarlem avanzaron hacia el litoral chileno con la intención de saquear Coquimbo y La Serena. Tras la destrucción y el asalto de estas ciudades, los filibusteros se cobijaron en la isla de Juan Fernández. Inmediatamente después, el 9 de febrero de 1681, decidieron atacar Arica, pero la resistencia ofrecida por el maestre de campo Gaspar de Oviedo fue mayor. En el combate murió Guarlem y diecinueve ingleses fueron capturados y enviados a Lima en donde se les condenó a la horca. Para no seguir la misma suerte, Sharp huyó en retirada, pasando por el estrecho de Le Maire. Entre 1684 y 1687 se produjo la incursión de Edward Davis, natural de Flandes. Como casi todos los ladrones del mar, Davis ingresó por el estrecho de Magallanes y se escondió en Juan Fernández, donde se unieron los ingleses Swann, Harris e Eaton, y los franceses Hout, Grogniet y Raveneau de Lussan. El entonces virrey, duque de la Palata (1681-1689) nombró a su cuñado, don Tomás Palavicino, capitán general de la Armada. El improvisado defensor halló las naves extranjeras frente a las islas de las Perlas donde les ofreció combate, y los enemigos temiendo ser derrotados huyeron en todas direcciones. El patrullaje del hermano político del virrey se frustró, pues en Paita su nave se incendió y no pudo continuar. Davis y su gente sacaron partido de la situación y saquearon Sechura, Chérrepe, Saña, Casma, Santa, Huaura, Pisco y La Serena. A estas tristes derrotas se sumó otro suceso desalentador: el francés Jorge de Hout, uno de los socios de Davis, tomó la ciudad de Guayaquil en mayo de 1687. Para terminar con el pillaje, los comerciantes de Los Reyes armaron dos navíos de guerra

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En medio de la guerra entre España e Inglaterra, iniciada en 1739, se produjo la incursión más importante del siglo XVIII, dirigida por George Anson. El almirantazgo británico había enviado dos escuadras a América, con el fin de obstruir las actividades comerciales entre la península ibérica y sus provincias del ultramar, cerrando el istmo de Panamá. La primera, al mando del almirante Edward Vernon, enrumbó hacia las aguas del Caribe y llegó a tomar Portobelo hasta que fue vencida en Cartagena de Indias, en 1740. Mejor suerte tuvo la escuadra comandada por Anson, natural de Staffordshire y antiguo servidor de su Corona en las colonias de Norteamérica. Este audaz marino, que detentaba el alto rango de vicealmirante, juzgó oportuno avanzar sobre aguas peruanas. Después de sufrir la pérdida de alguna de sus naves en el cabo de Hornos, pasó al Pacífico. A pesar de las bajas, la flota de Anson seguía siendo una poderosa amenaza. Ello quedó demostrado cuando el corsario capturó el buque “Monte Carmelo” que navegaba rumbo a Valparaíso. Al enterarse el virrey marqués de Villagarcía (1736-1745) de la proximidad del invasor, improvisó un ejército con 12 mil hombres y planificó con la asesoría del cosmógrafo Pedro de

Peralta Barnuevo la defensa de las costas del Perú. Todos los esfuerzos del marqués resultaron inútiles. En noviembre de 1741 Anson saqueó e incendió Paita y cinco barcos comerciales surtos en el aquel puerto. El inglés prosiguió su travesía hacia el norte, pues deseaba reunirse con Vernon para coordinar la clausura del istmo de Panamá, pero al recibir noticias de la derrota de su compañero de armas en Cartagena, continuó su marcha hasta México. Tras arribar a Chequetán decidió regresar a Inglaterra tomando el camino de la China. Los intentos de Villagarcía por frenar los desmanes del enemigo siguieron siendo inútiles. El vicesoberano nombró a los expedicionarios científicos Jorge Juan y Antonio de Ulloa, capitanes de dos fragatas artilladas, para que inspeccionaran el litoral chileno y la isla de Juan Fernández. Demasiado tarde, el británico era inalcanzable. La Metrópoli, al observar la impotencia de las fuerzas navales del virreinato, hizo zarpar una armada en octubre de 1740 desde el puerto de El Ferrol, comandada por José Alonso Pizarro, la cual tampoco pudo hallar al inglés. Por su parte, George Anson fue recompensado por su rey con el título de lord y más tarde ascendido a almirante (Lohmann 1973).

V LA CULTURA EN EL VIRREINATO DEL PERÚ

EL SISTEMA EDUCATIVO: LOS COLEGIOS Y UNIVERSIDADES Comprender la historia de la educación durante el virreinato no es una tarea fácil. El sistema educativo distaba mucho de la división contemporánea entre estudios primarios, secundarios y superiores. Los estudios completos abarcaban tres fases, denominadas primeras letras, estudios menores y mayores, y no existían límites claros para el paso de un nivel a otro, todo dependía de los recursos, la inteligencia y el esfuerzo de los alumnos (Monsalve 1994: 291). Los estudiantes españoles, criollos y en algunos casos mestizos, iniciaban su formación con las pri636

meras letras, etapa en la que aprendían a leer y escribir el castellano, además de los rudimentos de las matemáticas, el catecismo y las principales oraciones como el Padre Nuestro, el Ave María y la Salve. Más tarde, generalmente entre los siete y ocho años, comenzaban los estudios menores, en los que se aprendía retórica, música, humanidades y gramática latina. Esta última materia era fundamental para la lectura de los textos clásicos y para continuar con los cursos universitarios. En los colegios de estudios menores se practicaba el principio de “la letra con sangre entra”. El profesor, conocido como el “dómine”, tomaba exámenes todos los sábados y los alumnos desaprobados eran azotados con la temida “palmeta”. Varios centros de enseñanza de primeras

Virreinato: Instituciones y vida cultural

Detalle de la biblioteca del convento de Santo Domingo, en Lima

Pío V, y más tarde, en tiempos del virrey Francisco de Toledo recibió el nombre de San Marcos. Los colegios mayores fueron, en varios casos, el origen de las universidades. Los colegios mayores más reputados estuvieron en la Ciudad de los Reyes y en el Cuzco. En la primera destacaron el de San Felipe (1575) dirigido por el clero secular; y el de San Martín (1582) regentado por los jesuitas. Esta misma congregación formaba a sus novicios en el Colegio Máximo de San Pablo. Existía también el Seminario de Santo Toribio fundado en 1583 por Santo Toribio de Mogrovejo para la formación de presbíteros; el de San Ildefonso (1608), de agustinos; el de San Buenaventura (1611), de franciscanos; el de San Pedro Nolasco (1626), de mercedarios; y el de Santo Tomás (1645), de dominicos. En el Cuzco los más importantes fueron el Colegio-Seminario de San Antonio Abad del Cuzco, instituido en 1598 para religiosos seculares, y el de San Bernardo (1619) para novicios de la Compañía de Jesús (Busto Duthurburu 1983). Los estudios universitarios no estaban únicamente destinados a formar abogados, médicos y teólogos, sino también perseguían el cultivo de las humanidades a la luz de la verdad. Casi todas las materias eran dictadas en latín, por ser ésta una lengua universal, ya que en ella los graduados de las universidades del virreinato podrían especializarse y enseñar en otros centros superiores donde no se conociera el castellano. Tras varios años de asistencia a 637

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letras funcionaban en conventos y casas de religiosos de las ciudades españolas, y algunas órdenes, como la de los padres betlemnitas, eran especialistas en la educación de los niños. La enseñanza femenina era impartida en conventos de monjas como los de La Encarnación y La Concepción en Lima, y el Recogimiento de Santa Clara en el Cuzco. La formación de mujeres se limitaba al aprendizaje de las labores domésticas, cocina, tejido, bordado y costura, incluyéndose música y oraciones, pero en lo referido a las letras, la educación de las niñas dejaba mucho que desear. Los hijos de los indios nobles y caciques recibían una educación apartada –hoy diríamos segregacionista–, que en la práctica funcionaba como un sistema a medio camino entre las primeras letras y los estudios menores. En los colegios de indígenas se impartía los conocimientos básicos como lectura y escritura, cálculo, canto, doctrina cristiana y algo de derecho natural. Se enseñaba lo necesario y útil para formar un futuro curaca, pero sobre todo se procuraba instruirlos en la fe, para que ellos mismos se encargaran de combatir la idolatría en sus pueblos y divulgar “la policia y buen gobierno”. Los estudiantes andinos vivían en comunidad en los colegios regentados por los jesuitas. Existieron dos centros de instrucción para naturales nobles: el Colegio del Príncipe en Lima, fundado en tiempos del virrey Esquilache (1615-1621) en honor del entonces príncipe don Felipe (más tarde Felipe IV), y el Colegio de San Francisco de Borja del Cuzco, también creado a principios del siglo XVII, y donde cursó estudios José Gabriel Condorcanqui (“Túpac Amaru II”) (Busto Duthurburu 1981). La educación superior se brindaba en los colegios mayores, luego de terminarse la educación básica. Se impartían en primer lugar cursos de filosofía o artes, a lo largo de tres años aproximadamente, y se continuaba con las especialidades de leyes y/o cánones o medicina. Los colegios mayores constituían una suerte de “estudios generales”, que frecuentemente estaban facultados para otorgar el grado de bachiller y el título de licenciado. Funcionaban en las casas de las órdenes religiosas y eran residencias estudiantiles; por ello muchas veces se les identifica con los seminarios (Monsalve 1994). De acuerdo con estos criterios, los frailes del convento dominico de Lima, gracias a una real cédula de 12 de mayo de 1551, administraron en sus propios claustros el dictado de clases de filosofía a partir de 1553. Posteriormente este centro fue reconocido y confirmado como universidad en 1571 por el Papa

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los claustros, los alumnos obtenían los grados de bachiller, maestro y doctor, además de la licenciatura. Todo aquel que deseaba incorporarse a la docencia universitaria debía someterse al sistema de las “oposiciones”, esto es, reñidos concursos en los que se evaluaba el nivel de los conocimientos de los futuros profesores. Ser titular de una cátedra proporcionaba además del prestigio intelectual, el reconocimiento social, por lo que hubo frecuentes conflictos en torno a su obtención, que tenían repercusiones más allá de las aulas. Los religiosos y laicos que competían por su nombramiento de catedráticos motivaban divisiones y partidos, y algunas veces ocasionaban tumultos y líos callejeros. La principal casa de estudios del virreinato fue la Universidad Mayor de San Marcos que gozaba de los “privilegios, franquezas y libertades” reconocidos a la Universidad de Salamanca. A ella llegaban estudiantes de todas partes del reino del Perú e incluso de la misma España. En San Marcos se formaron doctores criollos que dieron brillo a la cultura peruana, como Juan Pérez de Menacho, teólogo de la Compañía de Jesús; Diego de León Pinelo, protector general de naturales; Pedro de Peralta Barnuevo, cosmógrafo mayor del reino; Pedro Bravo de Lagunas, jurista y escritor; José Baquíjano y Carrillo, precursor de la independencia; Hipólito Unanue, médico y prócer; y otros notables intelectuales nacidos en el Perú. Durante el siglo XVII se fundaron universidades en el Cuzco, Quito, Chuquisaca y Huamanga. En 1623, la Compañía de Jesús fundó la Universidad de San Ignacio de Loyola y posteriormente, en 1692, el clero diocesano obtuvo el permiso para crear, sobre la base del Colegio Mayor de San Antonio Abad, la universidad del mismo nombre. Tal duplicidad produjo un grave litigio entre jesuitas y presbíteros por diferencias de escuela y por el predominio académico (Villanueva 1987). En 1677 el entonces obispo de Huamanga Cristóbal de Castilla y Zamora creó en su diócesis la Universidad de San Cristóbal. El prelado aducía que muchos religiosos, por la distancia y por problemas económicos, estaban impedidos de ir a estudiar a las universidades de Lima o del Cuzco. San Cristóbal comenzó a funcionar a partir de 1682 con cuatro cátedras (Nieto 1993).

LA FILOSOFÍA Y LA TEOLOGÍA Durante el período que nos ocupa, predominaron en el Perú las doctrinas de la escolástica, de cla638

ra raíz medieval, cuya segunda versión comprendió los siglos XVI y XVII, y se prolongó hasta mediados del XVIII. El desarrollo de estas corrientes se inicia desde la creación de San Marcos. No obstante, la diversidad de universidades menores y colegios fundados por las distintas órdenes religiosas determinó el cultivo y la enseñanza de la filosofía desde ángulos particulares. Así por ejemplo, las obras de San Agustín fueron divulgadas por los agustinos, las de San Gregorio y Duns Scoto por los franciscanos y las de Santo Tomás de Aquino, que fueron las más estudiadas, por los dominicos y el clero secular (Salazar Bondy 1967: 18). En otras palabras, en la filosofía virreinal se ven representadas las principales corrientes de la filosofía medieval (Beuchot 1991). Los más destacados filósofos del virreinato surgieron en el siglo XVII. Como una excelente muestra de esta disciplina, el fraile franciscano Jerónimo de Valera, natural de Chachapoyas, se abocó a la divulgación del pensamiento de Duns Scoto, y escribió unos Comentarii ac quaestiones in universam Aristotelis ac subtilissimi doctoris Ihoanis Duns Scoto logicam (Lima 1601). Por su parte, la Compañía de Jesús tuvo en los hermanos Alonso y Leonardo de Peñafiel, naturales de Lima, a sus mejores exponentes. Ambos escribieron tratados basándose en la experiencia docente. El primero, regente de la cátedra de Prima de teología en la Universidad de San Marcos, reunió sus lecciones en Cursus philosophicus (Lyon 1653), obra vasta y globalizadora donde pretende compendiar las ideas filosóficas universales. El segundo fue profesor de los colegios jesuitas del Cuzco y Lima. A diferencia de su hermano Alonso, Leonardo dedicó más tiempo a la teología que a la filosofía; sin embargo, redactó unos comentarios sobre la filosofía de Aristóteles, a la luz de la influencia de Francisco Suárez, que merecieron el elogio de sus contemporáneos por su precisión y claridad (Mejía Valera 1963). Los jesuitas se caracterizaron por emplear un eclecticismo que conjugaba el tomismo y el nominalismo. Ello motivó algunas disputas académicas con otras órdenes y el clero secular, azuzadas por intereses políticos. En los últimos años ha llamado la atención a los filósofos contemporáneos el aporte del presbítero cuzqueño Juan de Espinosa Medrano, “el Lunarejo”. Este clérigo –posiblemente mestizo– ha pasado a la historia de la literatura virreinal por su ardorosa defensa de Luis de Góngora, lo que le valió el apelativo de “Demóstenes indiano”. Además de su aprecio por el culteranismo, escribió la Philosophia thomistica seu cursus philosophicus (Roma 1688), en

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Santo Tomas de Aquino, cuya orientación filosófica tuvo marcada influencia en la obra y pensamiento de Espinosa Medrano.

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la que no se limitó a ser un simple difusor del pensamiento de Santo Tomás, sino un original opositor del nominalismo. El doctor Espinosa Medrano era un filósofo realista, vale decir, un defensor de las ideas platónicas en la disputa sobre la naturaleza de los universales, y con su obra demostró que era posible la contribución americana a la discusión filosófica (Redmond 1972). La teología, igualmente escolástica, formaba un todo conceptual con la filosofía. De esta manera, aquellos que se dedicaron a la teología dejaron obras filosóficas. En este período la teología puso énfasis en la moral y sirvió de base para la prédica evangelizadora. Tuvo en los jesuitas Esteban de Ávila, Juan Pérez de Menacho y Diego de Avendaño a sus máximos exponentes. Esteban de Ávila, natural de la ciudad que refiere su apellido, fue considerado “el padre de la teología en el Perú” y gozaba de la fama de ser el maestro de “todos los hombres doctos que hay en el reino”. Ávila arribó a Lima en 1578 para dedicarse a la enseñanza de la teología en el Colegio de San Pablo y más tarde, gracias a sus profundos conocimientos, asumió la cátedra de Prima de teología en la

Juan de Espinosa Medrano, “el Lunarejo”, clérigo cuzqueño autor de obras filosóficas y literarias.

Universidad de San Marcos. Su presencia como teólogo de gran autoridad intelectual fue necesaria en el Cuarto Concilio Limense (1591). Las obras de Ávila fueron publicadas después de su muerte. Llegó a escribir: De censuris eclesiasticis (León 1608 y 1616), Tratado de domicilio (Madrid 1609), y un compendio de teología moral del doctor Navarro (León 1609) (Tauro 1988: 1, 209). Juan Pérez de Menacho, contemporáneo de los hermanos Peñafiel y autor de tratados de teología moral, era limeño y profesor de Prima de teología de la Universidad de San Marcos. Por su gran erudición, gozó del reconocimiento de las mayores personalidades de su época, que lo llamaban “oráculo de sabiduría” y hasta descubrían en él que “todos somos niños al lado de este hombre”. Menacho se alejaba de las posturas de Santo Tomás de Aquino, pues los atributos que consideraba malos en el ser humano formaban una entidad necesariamente mala, y consideraba al demonio la causa directa de esa condición (Barreda 1964: 112). El otro gran teólogo, el segoviano Diego de Avendaño, centró su preocupación moral en los problemas sociales. Publicó entre 1668 y 1688 el Thesaurus indicus en el que propone la defensa de los indios y la condena de la esclavitud africana. 639

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Así como Juan de Solórzano y Pereyra trató de solucionar la problemática peruana sobre la base del derecho, Avendaño hizo lo propio recurriendo a la teología. Fue un difusor del probabilismo, sistema moral que en los casos de duda razonable defiende la licitud de despreciar la opinión más probable, en beneficio de la “simplemente probable”. Dicha forma de razonamiento teológico fue enarbolada por los jesuitas durante el siglo XVIII. La obra de Avendaño es considerada precursora de la ciencia misional (Mejía Valera 1963: 50)

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LA MEDICINA La medicina obtuvo conquistas importantes en el virreinato, como el descubrimiento de las propiedades de la corteza de la quina para la curación de la malaria. La quina, quinina o cascarilla fue llamada “chinchona”, en honor a la condesa de Chinchón, esposa del virrey Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla, quien en 1629 curó sus fiebres con este medicamento peruano. También se logró combatir durante los siglos XVI, XVII y XVIII numerosas epidemias como las de viruela, “tabardillo” (tifoidea), sarampión y lepra, la que se convirtió en un mal endémico debido a la ausencia de recursos científicos. Obviamente el papel de los médicos virreinales era bastante limitado y se restringió a tratar y aminorar

las dolencias producidas por el “enfriamiento” (resfriado), la “apoplegía” (derrame cerebral), la “gota” (hinchazón de piernas), el cáncer (tumores malignos), la “alfombrilla” (que era una suerte de sarampión), la “perlesía” (debilidad muscular), el “pasmo” (dolor de huesos), la hidropesía (retención de líquidos) y las “tercianas y cuartanas” (ambas calenturas); dolencias que causaban casi irremediablemente la muerte. La medicina no era una profesión exclusivamente ejercida por los médicos formados en la universidad, pues las fuentes de época señalan que los barberos, aquellos hombres que afeitaban rostros y cortaban los cabellos, oficiaban también de “recetadores” y “sacamuelas”. Los barberos tenían fama de “médicos baratos” que aliviaban dolores recomendando ungüentos y brebajes, y extrayendo muelas cariadas. Este oficio, que no requería de estudios teóricos sino del buen tino y la experiencia, fue practicado con éxito por San Martín de Porras, antes y después de abrazar la vida religiosa. Es importante recalcar que no todos los médicos recurrían a la cirugía pues el desempeño de esta capacidad no gozaba del reconocimiento social, ya que desde la Edad Media estaba reservada a los judíos y a gente de dudoso origen. En el Perú virreinal hubo tres clases de cirujanos: el cirujano latino, el romancista y el sangrador. El primero había hecho estudios teóricos en latín, el segundo tenía conocimientos puramente prácticos y el tercero no iba más allá de “picar sangrías y aplicar ventosas” (Zanutelli 1978). A esta trilogía de cirujanos debemos añadir la presencia de las “recibidoras” o mujeres encargadas de ejercer el oficio de parteras o comadronas (Arias-Schreiber 1971). Los médicos profesionales que trabajaban en las ciudades del virreinato durante el siglo XVI y los primeros años del siguiente, habían estudiado en alguna universidad española o de otro reino europeo. En el Perú los estudios científicos de dicha especialidad se inician en San Marcos a partir de 1634, tras la fundación de sus cátedras de Prima y Vísperas de medicina. La primera se dictaba por las mañanas y era la más importante, pues incluía lecturas clásicas como el Canon de Avicena. Más tarde, en 1660, para enriquecer el conocimiento de los estudiantes, fue añadida la cátedra de Método de Grabado en papel que muestra a San Martín de Porras en la botica del convento de Santo Domingo. El humilde mulato recibió muy pronto amplio reconocimiento por sus numerosas y eficaces curaciones de enfermos.

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No obstante la formación médica que se impartía en la Lima colonial, eran los llamados cirujanos quienes prescribían recetas y realizaban modestas intervenciones. En la imagen un médico practica una sangría.

A mediados del siglo XVII, sobre la base de una experiencia acumulada durante la centuria anterior, fueron edificados varios centros de reposo, siendo el más famoso el Hospital de San Bartolomé, erigido en 1646 (Lastres 1951). Es importante destacar que en las provincias del Perú se crearon los hospitales de San Sebastián en Trujillo (1551); el de San Lázaro (1555) y el de Nuestra Señora de los Remedios (1556) en el Cuzco; uno en Huamanga en 1556 y otro en Arequipa en 1559. El mantenimiento y buen estado de estos sanatorios fue obra de la sacrificada labor de la Iglesia, especialmente de las órdenes religiosas, entre las que destacaban la del Bethlem y la de San Juan de Dios. Finalmente, cabe señalar que en la Ciudad de los Reyes se publicó una serie de estudios sobre asuntos médicos. Salieron a la luz obras como las de Francisco de Figueroa, sobre la difteria (1616); libros como el de Matías de Porres, acerca del consumo de bebidas frías (1621); el del doctor Navarro, sobre el momento más oportuno para sangrar o purgar (1645); el texto de Juan de Figueroa en torno a la relación entre la astrología y la terapéutica (1660); el de José Miguel de Ossera y Estrella que trata sobre la ética profesional (1691); el manual del padre Francisco de Vargas Machuca, concerniente al sarampión (1693); el de Alvarado, acerca de prevenciones sanitarias para combatir las epidemias (1694); el de Francisco Bermejo y Roldán sobre el sarampión (1694); la descripción de José de Rivilla y Bonet, sobre un caso teratológico o de gigantismo 641

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Galeno, regentada entonces por el presbítero Francisco de Vargas Machuca. Después de la fundación de ciudades, el ejercicio legal de la profesión médica fue controlado por los protomédicos, cuyos títulos debían ser reconocidos por los cabildos. Los protomédicos vigilaban el quehacer de boticarios, herbolarios, cirujanos y flebótomos. Con esta finalidad en 1646 se creó el Tribunal del Protomedicato, institución corporativa que además de examinar a los que realizaban operaciones quirúrgicas y a los que sangraban y recetaban brebajes, perseguía a los que practicaban la medicina sin título, imponiendo fuertes multas a los que demostraban ignorancia e incompetencia en su especialidad. El Tribunal del Protomedicato sobrevivió a los cambios institucionales de la época de la independencia y se extinguió a mediados del siglo XIX. Los primeros hospitales del virreinato funcionaron en Lima. Sabemos que en 1538 se edificó un nosocomio en la Rinconada de Santo Domingo. Más tarde, en 1549, se fundaría el Hospital de Santa Ana, destinado a la curación de los indios. En 1552, el caritativo clérigo Antonio de Molina abrió las puertas del Hospital de San Andrés, para dar acogida a españoles pobres. En tiempos del conde de Nieva se inició la construcción del hospital de San Lázaro para enfermos afectados por la lepra, especialmente para los negros. En 1581, también en Los Reyes, se fundó el Hospital del Espiritu Santo reservado a los mareantes.

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(1695); el estudio de Federico Bottoni sobre la circulación de la sangre (1723); los de Pablo Petit sobre el cáncer de mama (1723) y la sífilis (1730); y el trabajo de José Eusebio de Llano Zapata sobre la higiene (1744) (Günther y Lohmann 1992: 109).

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LA COSMOGRAFÍA Para poder ejercer un adecuado control de su espacio, el imperio español recurrió a los cosmógrafos o eruditos con conocimientos enciclopédicos de astronomía, navegación, geografía, astrología, construcción de fortificaciones y muelles, el clima, la dirección de los vientos y el manejo de los instrumentos naúticos. Ello suponía el dominio de las matemáticas, disciplina que no era terreno de todos los hombres de saber. En el Perú del siglo XVII, los virreyes, al comprobar la necesidad de formar pilotos que navegaran por la Mar del Sur y de reconocer posibles peligros de incursiones extranjeras, nombraron “cosmógrafos mayores”, a imagen y semejanza del funcionario que servía en el Consejo de las Indias. El

Francisco Ruiz Lozano, cosmógrafo mayor del virreinato peruano y profesor de matemáticas en la Universidad de San Marcos.

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cargo sólo terminaba con la muerte. La cosmografía, o descripción astronómica del mundo, estaba al servicio del poder. Los aportes de los cosmógrafos mayores Francisco Ruiz Lozano, natural de Oruro, y del religioso flamenco Juan Ramón Coninck nos pueden ilustrar bien sobre este aspecto de la cultura virreinal. Ruiz Lozano fue autor del Tratado de cometas (1665), texto publicado con ocasión de un fenómeno celeste que se pudo ver en Lima a fines de 1664 y principios del año siguiente. El libro de Ruiz Lozano es el primer estudio sobre esta materia publicado en la América del Sur. Cuando el virrey conde de Santisteban creó la cátedra de Matemáticas dirigida a los pilotos en el Hospital de Mareantes en la calle del Espiritu Santo de Lima, la puso en manos del orurense por sus amplios conocimientos de cálculo. Ruiz Lozano era un científico inquieto y preocupado por proponer la construcción de baluartes. Trazó los planos de las fortificaciones levantadas en Panamá y Andalién (Chile) que sirvieron de defensa frente a posibles agresiones piratas. En 1677 el “estrellero” Francisco Ruiz Lozano fue sucedido en el cargo por el padre Juan Ramón Coninck, procedente de Malinas. Coninck mantenía correspondencia con el jesuita alemán Athanasius Kircher, sabio de reputación universal que llegó a sugerir la existencia de seres en el centro de la tierra y en otros planetas. Sabemos que en Potosí en 1655 le dirigió cartas a Kircher en las que hacía gala de sus conocimientos y le narraba, con explicaciones y comentarios, el tránsito de un cometa aparecido en el Perú tres años antes (Dargent 1989). El intercambio de información con el germano demostraba que los cosmógrafos de estos reinos estaban al día con las novedades científicas de Europa. Cuando en 1678 se creó la cátedra de Prima de matemáticas en la Universidad de San Marcos, Coninck fue nombrado su primer titular. El producto final de sus investigaciones apareció en su libro Cubus et sphaera geometricae duplicata (Lima 1696). En la última década del siglo XVII dio a luz el resultado de precisos cálculos astronómicos, útiles para los navegantes del Pacífico, que tituló Lunario pronóstico de temporales y accidentes particulares de los astros. La posta de Juan Ramón Coninck fue tomada por el polifacético limeño Pedro de Peralta Barnuevo en 1709. Ocuparon sucesivamente el cargo de cosmógrafo mayor del reino Francisco de Quirós (16181641), Diego de León (1661), Francisco Ruiz Lozano (1662-1677), Juan Ramón Coninck (1678-

Virreinato: Instituciones y vida cultural Paniagua de Loayza, Nicolás Polanco de Santillana, Diego Cano, Pedro de Carvajal, Gonzalo Cano Señeo y el jurisconsulto don Juan de Solórzano y Pereyra (Chang-Rodríguez 1983). Posteriormente, también en la corte del virrey, se reunieron Pedro de Peralta Barnuevo, Pedro José Bermúdez de la Torre y Solier, Juan Manuel de Rojas y Solórzano, Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja, fray Agustín Sanz, Antonio de Zamudio y de las Infantas y LOS CÍRCULOS otros ingenios, todos alrededor INTELECTUALES del marqués de Castell dos Rius (1707-1710), para cultiEn el virreinato del Perú, esvar un juego poético bastante pecíficamente en Lima, se condivertido. Cada lunes, los formaron cenáculos de eruditos miembros de la Academia, y escritores que compartían mientras escuchaban música y ideas y organizaban certámenes bebían chocolate, competían poéticos. La reunión de estos en habilidad métrica, en torno grupos formaba parte de la vida a diversos temas propuestos cortesana hispánica. El primer por el marqués (Sánchez caso es el de la famosa “AcadeFrancisco de Borja y Aragón, príncipe de 1965). mia Antártica”, nacida hacia la A la muerte de Castell dos última década del siglo XVI. Di- Esquilache, decidido partidario del cultivo de las letras en Lima durante su gestión como cho círculo imitaba el renacen- virrey del Perú. Fue muy aficionado al teatro Rius en 1710, don Ángel Ventismo español, pero su origina- y a la música y a la realización de certámenes tura Calderón Zevallos y Bustaliterarios. mante, marqués de Casa Caldelidad radicaba en los temas, por rón, tomó la iniciativa de acolo general referidos al ámbito americano, con la finalidad de incorporar las Indias ger a los antiguos componentes de la Academia de a la opinión universal (Tauro 1948). La Academia Palacio. El nuevo cenáculo, fundado y presidido por estuvo integrada por versificadores de la talla de Pedro de Peralta Barnuevo, recibió el nombre de Antonio Falcón, Diego Mejía de Fernangil, Diego de “Academia de Matemáticas y Elocuencia”. Se descoAguilar y Córdova, Pedro de Oña, Diego Dávalos y noce el resultado de sus trabajos, pero se sabe que Figueroa, Miguel Cabello de Balboa, Diego de Hoje- además de los viejos bardos amigos del vicesoberada y Gaspar de Villarroel. Varios de sus integrantes no, concurrían Antonio Sancho-Dávila, Miguel Mudarra de la Serna, Eusebio Gómez de Rueda, José pertenecieron a la Universidad de San Marcos. En el palacio virreinal, en torno de los vicesobe- Vernal, Francisco de Robles Maldonado y el canóniranos con veleidades bohemias, también se formó go del Cuzco Diego de Villegas y Quevedo, traducotra Academia. Durante el siglo XVII los aficiona- tor de las Églogas de Virgilio y supernumerario de la dos a la lírica hallaron en el marqués de Montescla- Real Academia Española en 1730 (Riva-Agüero ros (1607-1615) y el príncipe de Esquilache (1615- [1921] 1983: 67). 1621), excelentes patrocinadores de las letras. El círculo palaciego congregó a un escogido número LOS ESCRITORES Y LAS LETRAS DEL de vates, dedicados a la versificación en alabanza de PERÚ los funcionarios, las fiestas, los ropajes y los temas populares. Conformaron esta tertulia Miguel FerPodemos decir sin temor a equivocarnos que en nández Talavera, Bernardino de Montoya, Antonio el Perú los primeros escritores fueron los cronistas, 1708), Pedro de Peralta Barnuevo (1709-1743), Luis Godin (1744-1749), Juan Reher de la Compañía de Jesús (17501756), Cosme Bueno (17571798), Gabriel Moreno (17991809) y José Gregorio de Paredes (1810-1839), quien fue el primer cosmógrafo durante la república. La obra de Paredes fue continuada por Eduardo Carrasco (1849-1857) y Pedro Mariano Cabello (1858-1872) (Ortiz 1992).

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Portada de la edición italiana de la primera parte de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León (Venecia, 1556). Además del registro de los hechos asociados al descubrimiento y conquista del Perú, Cieza abordó una historia de los incas que recién pudo editarse en el siglo XIX por Marcos Jiménez de la Espada.

quienes motivados por distintos intereses dejaron abundante información sobre los sucesos que les tocó vivir. El desarrollo de la conquista, las guerras civiles entre los grandes capitanes y por cierto el pasado andino en sus más variados aspectos –vale decir, políticos, religiosos, económicos, sociales y militares–, fueron expuestos de manera personal en cada uno de sus manuscritos. Cada cronista escribía desde su propia perspectiva, a la luz de su período histórico, de acuerdo con su percepción de la vida, su condición profesional e inclusive desde sus orígenes étnicos. Los primeros cronistas se dejaron fascinar por el Perú recientemente descubierto. Se sabe que en 1528 aparece en España la primera relación sobre el territorio peruano, escrita por Francisco de Xerez, secretario de Pizarro, texto copiado después por el cortesano del emperador don Carlos, Juan de Sámano, y conocido como la Relación Sámano-Xerez. Describe la costa septentrional y el primer encuentro con los indígenas de Tumbes, que navegaban en balsas transportando tejidos, metales preciosos y mullu, concha marina (spondylus) que servía como ofrenda para las divinidades. Los cronistas de esta etapa inicial eran por lo general soldados que cumplían alguna función complementaria dentro de las huestes conquistadoras, ya sea como escribanos, oficiales reales (tesoreros, contadores y veedores) o simples peones. Sorprendidos por las novedades del Perú escribían relaciones en forma de probanzas para alcanzar una prebenda, entre las que se podían incluir encomiendas o cargos públicos. Aquí podríamos ubicar a Cristóbal de Mena, Miguel de Estete, Juan Ruiz

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de Arce, Diego de Trujillo, Alonso Enríquez de Guzmán, Alonso Borregán, Agustín de Zárate, Jerónimo Benzoni, Hernando Pizarro y Pedro Pizarro, los dos últimos hermano y sobrino respectivamente del marqués gobernador. También hallamos a los que narran las guerras civiles como Diego Fernández de Palencia el “Palentino”, Juan Cristóbal Calvete de Estrella y Pedro Gutiérrez de Santa Clara. De todos los cronistas soldados el único que aprendió quechua fue Juan Diez de Betanzos (Galicia ¿1510?-Cuzco 1576), quien por su matrimonio con doña Angelina Yupanqui, hija del inca Huayna Cápac, pudo nutrirse de una valiosa información histórica que le brindó la noble parentela de su cónyuge. Asimismo, por el estrecho contacto con los miembros de la panaca o ayllu real de su mujer, se familiarizó con la lengua de los soberanos de los cuatro suyos. Este soldado, que llegó a convertirse en el intérprete oficial de Francisco Pizarro, fue autor en 1551 de una de las crónicas más importantes sobre el Tahuantinsuyo: Summa y narración de los incas que los indios llamaron capac cuna. El más diligente y vasto escritor-soldado que cubre detalladamente la historia de los incas, el descubrimiento, la conquista y las guerras intestinas de los peruleros es Pedro Cieza de León (Llerena-Extremadura ¿1518?-Sevilla 1554), llamado con justicia por Marcos Jiménez de la Espada “el príncipe de los cronistas”. Junto con la Summa y narración de los incas de Betanzos, la obra de Cieza constituye uno de los mejores logros para la historiografía en el Perú del siglo XVI. Pedro Cieza de León, cronista soldado, pasó a Indias siendo aún adolescente, con el objetivo de labrar fortuna. Participó de las huestes exploradoras de los capitanes Alonso de Cáceres y Jorge Robledo en el norte de la América meridional. Llegó al Perú en 1547 con Sebastián de Benalcázar, casi al final de la rebelión de Gonzalo Pizarro. Cieza se unió a las tropas del pacificador Pedro de la Gasca, quien en

Virreinato: Instituciones y vida cultural Cápac. Bautizado con el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, pasó sus primeros veinte años en su ciudad natal, en medio de la turbulencia de las guerras civiles de los conquistadores. Al morir su padre en 1560, emprendió viaje a España para arreglar asuntos familiares y de herencia, de donde no volvería jamás. Después de arribar a Sevilla se dirigió a Extremadura para conocer a su parentela paterna y posteriormente a Montilla, población andaluza donde llevó una vida acomodada al lado de su tío, don Alonso de Vargas. En aquella primera época pretendía que la Corona reconociera oficialmente los servicios prestados por su padre en la conquista, pero tal merced no le fue concedida debido a la intervención de Lope García de Castro, quien en ese entonces fungía de magistrado del Consejo de Indias. En 1568, al estallar la rebelión de los moriscos en las Alpujarras de Granada, Garcilaso se enroló en las huestes que comandaba don Alonso Fernández de Córdoba, marqués de Priego. Gracias a esta intervención, el Inca ganó el título de capitán, por sus servicios distinguidos. Al finalizar el intermedio militar, volvió a Montilla para invertir años de trabajo en la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo y en los bosquejos preliminares de sus primeras obras (Miró-Quesada 1994). Los últimos lustros de Garcilaso transcurrieron en Córdoba, cultivando la amistad de grandes intelectuales como el cronista Ambrosio de Morales, el jesuita Pineda, experto en sagradas escrituras, y Francisco de Castro, autor de un libro de retórica que dedicó a nuestro biografiado. Por esos años también mantuvo correspondencia con sus amigos peruanos, y según el franciscano Luis Jerónimo de Oré, recibía la visita de cuantos arribaban a España provenientes del Perú. Después de profesar votos religiosos menores, murió en 1616. Fue enterrado en la capilla de las Ánimas de la mezquita-catedral cordobesa. La producción literaria del Inca empezó en Madrid en 1590 con la publicación, en las prensas de Pedro Madrigal, de su traducción de los Dialoghi d´amore de León Hebreo, que revela la fuerte influencia que el renacimiento italiano ejerció en él. De 1596 data su Relación de la descendencia del famoso Garci Pérez de Vargas, libro en el que intenta demostrar la nobleza y los méritos de la familia a la que pertenecía y realzar a un antepasado suyo casi legendario (Durand 1976). En Lisboa aparecieron dos de sus obras de madurez: La historia de la Florida en 1605 y la primera 645

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Jaquijaguana terminó venciendo y ajusticiando a los caudillos Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal. En las postrimerías de 1550 retornó a España y dos años después, en Toledo, le presentó al príncipe don Felipe la primera parte de su crónica, la única que en vida pudo ver impresa (Porras 1986). En la dedicatoria al hijo de Carlos V, incluida en la primera parte de su Crónica del Perú, Cieza declaró el plan de su obra. Según dicha ordenación el trabajo total constaría de la crónica del Perú, del señorío de los ingas yupangues, el descubrimiento y conquista de este reino, y las guerras civiles del Perú, que a su vez se subdividirían en la guerra de las Salinas, la de Chupas, la de Quito, la de Huarina y la de Jaquijaguana. Las fuentes de Cieza merecen especial consideración, pues revelan una serie de observaciones propias de un cronista soldado, testigo de lo que narra. De allí su declaración: “mientras los otros descansaban durmiendo, cansaba yo escribiendo”. Reconstruyó con su elegante pluma el pasado andino y las guerras civiles de los conquistadores, haciendo anotaciones en el mismo campo de batalla y a lo largo de las expediciones descubridoras. Visitó los monumentos cuzqueños y de otras regiones, y consultó la información de los mismos indígenas. Asimismo aseveraba, en el capítulo quinto de su crónica, que “en la mayor parte de los puertos y ríos que he declarado he yo estado, y con mucho trabajo he procurado investigar la verdad de lo que cuento y lo he comunicado con pilotos diestros y expertos en la navegación de estas partes y en mi presencia han tomado el altura y por ser cierto y verdadero lo escribo”. Aunque no gozó de una formación académica, Cieza alude con frecuencia a los autores clásicos y es dueño de un estilo ágil y seguro (Pease 1986). La versada obra de Pedro Cieza de León fue utilizada como fuente de primera mano por el cronista mayor de Indias, Antonio de Herrera y Tordesillas, y también por el Inca Garcilaso, de quien hablaremos a continuación. El cronista más apreciado por los estudiosos de las letras virreinales es, sin lugar a dudas, el Inca Garcilaso de la Vega (Cuzco 1539-Córdoba 1616), el primer escritor mestizo de América. Las obras del Inca, escritas todas en España y en excelsa prosa castellana, están a la altura de los grandes textos de la literatura historiográfica de la lengua española. Garcilaso nació en el Cuzco el año de 1539 y fue hijo del capitán Garcilaso de la Vega Vargas, natural de Badajoz (Extremadura) y de la noble cuzqueña Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna

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parte de los Comentarios reales de los incas, en 1609. La segunda parte, conocida como la Historia general del Perú, fue publicada póstumamente en Córdoba en 1617. La historia de la Florida narra la aventura de Hernando de Soto en el sur de Norteamérica entre los años de 1539 y 1542. Para la elaboración de este relato, Garcilaso pudo revisar varias fuentes históricas y contó con la ayuda de Gonzalo Silvestre, compañero de armas de Soto y residente en las Posadas, localidad cercana a Córdoba (Miró-Quesada 1994). La primera parte de los Comentarios reales de los incas se divide en nueve libros donde aborda la historia prehispánica del Perú. Para escribirla, Garcilaso recurrió a todos los impresos que pudo hallar sobre el mundo andino, a la correspondencia con algunos de sus condiscípulos de “escuela y gramática”, y sobre todo a su propia memoria. En todo momento el mestizo hace gala de su conocimiento del quechua, del que decía: “lo mamé en la leche materna”. Aquella actitud estaba destinada a autorizar su mensaje histórico y a mejorar las versiones que los

Escudo de armas del Inca Garcilaso de la Vega. Su célebre Primera parte de los comentarios que tratan del origen de los incas (Lisboa, 1609) fue por mucho tiempo la principal fuente para los estudiosos del pasado andino.

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cronistas españoles referían del antiguo Perú. Agustín de Zárate, Pedro Cieza de León, Francisco López de Gómara, José de Acosta, Blas Valera, entre otros, fueron los autores que consultó para la redacción de sus Comentarios. La segunda parte, aparecida como la Historia general del Perú, da cuenta del desarrollo de la conquista y las guerras civiles que libraron los peruleros. En dicho volumen el Inca, además de las fuentes utilizadas para la primera parte de los Comentarios, se apoya en el Palentino y en Diego de Ercilla. El aporte de Garcilaso se puede hallar en su temprana y precoz visión del Perú y en el reconocimiento de la peruanidad como síntesis de dos culturas y dos lenguas. La conciencia de ello le llevó a dedicar su Historia general, a los indios, mestizos y criollos de aquellos reinos y provincias del grande y riquísimo imperio del Perú, el Inca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad. En cuanto a los escritores indígenas, debemos rescatar los legados de Titu Cusi Yupanqui, Felipe Guaman Poma de Ayala y Juan de Santa Cruz Pachacuti. De los tres, el que mejor aprovecha la cultura letrada del virreinato es Felipe Guaman Poma de Ayala (San Cristóbal de Suntutu, Lucanas-Lima ¿1615?). Desde todo punto de vista, El primer nueva corónica y buen gobierno es un precioso documento sobre el pasado andino, escrito por un aborigen. Es también una joya gráfica por las originales ilustraciones de sus páginas. El estado actual de las investigaciones no permite preparar una biografía integral de Guaman Poma. Sin embargo, sobre la base de datos que él mismo incluye en su obra, podemos asegurar que nació en San Cristóbal de Suntutu (provincia de Lucanas, actual departamento de Ayacucho) y que era indígena por ambos lados de su familia. Se presentaba como descendiente de los Yarovilca Allauca Guanuco por la línea paterna, y por su madre de los mismos incas. En una carta enviada al rey de España el 14 de febrero de 1615, mencionaba tener entonces ochenta años. Pero la interpretación más reciente sugiere que no se trata de una edad real sino ideal, motivada por la intención de ganar el respeto de su regio lector (Pease 1994). Guaman Poma fue testigo de una serie de sucesos históricos como las guerras civiles entre los conquistadores, el movimiento del Taqui Onqoy (cabe recordar que en su condición de hombre bilingüe fue intérprete del extirpador Cristóbal de Albornoz), y los conflictos sociales originados por las ordenanzas del virrey Toledo. Tuvo estrecho contacto

Virreinato: Instituciones y vida cultural ñola y cómo ésta afectó a la elite incaica. La Ynstrucción es un valioso testimonio y, sobre todo, una buena versión de la invasión perulera desde el lado indígena (Regalado 1992a). El curaca collagua Juan de Santa Cruz Pachacuti (cercanías de Canchis ¿?), cuyo nombre completo era el de Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua, fue autor de la famosa Relación de antigüedades deste reyno del Pirú (ca. 1613). La obra de este escritor nativo de oscuro itinerario biográfico, incluye un conjunto de cantares de las hazañas de los incas y una exhaustiva descripción de las religiones andinas, acompañada de himnos litúrgicos, por lo que se convierte en una crónica original. Santa Cruz Pachacuti pretendió ensamblar las tradiciones religiosas indígenas con el catolicismo, pues sugiere que el mitológico Tonapa (una de las divinidades identificadas con Wiracocha) es uno de los discípulos de Cristo que llegó al Perú después de la crucifixión. Escribe el cronista: “Pues se llamó a este varón Tonapa-Viracochampanchacan, ¿no será este hombre el glorioso apóstol Santo Tomás?” (Porras 1986). Los cronistas letrados eran profesionales del derecho interesados en el estudio de las instituciones políticas y sociales del pasado indígena, que buscaban en la medida de las posibilidades incorporar este legado al mundo virreinal. Algunos, basados en el derecho de gentes, encontraban en el gobierno de los incas “orden y concierto”, a pesar de su infidelidad, y otros creyeron advertir en los soberanos del Tahuantinsuyo tiranía y opresión. Los licenciados Polo de Ondegardo, Hernando de Santillán y Francisco Falcón trataron de rescatar los aspectos positivos de la organización andina. Por el contrario, Juan de Matienzo acusó a los incas de usurpadores. Esta última opinión se convirtió en el discurso oficial durante la gestión del virrey Francisco de Toledo, para consagrar definitivamente el nuevo orden y desacreditar las antiguas formas de gobierno de los incas. En la línea de este pensamiento crítico frente a la organización incaica ubicamos a Pedro Sarmiento de Gamboa (Alcalá de Henares 1532-Sanlúcar de Barrameda 1592), cronista aventurero, autodidacta y multifacético. Estaba familiarizado con la navegación, los astros y la cartografía, lo cual le llevó a alcanzar fama de cosmógrafo. Sirvió al virrey Francisco de Toledo, de quien recibió varios encargos, como perseguir al corsario Francis Drake y colonizar el estrecho de Magallanes, empresa que le trajo muchas tribulaciones. Sus andanzas lo condujeron an647

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con frailes y sacerdotes de las distintas órdenes religiosas, algunas de las cuales alaba; así por ejemplo, los jesuitas son llamados “rrebrendos perlados y predicadores y letrados coligiales maystros de artes y latines y predicadores lenguaraces de la lengua ynga quichiua aymaras chinchaysuyo deste rreyno”; los franciscanos “no tiene cosa suya toda da limosna a los pobres”; los dominicos “son grandísimos letrados y predicadores en el mundo”, etc. Por lo demás declaraba haberse criado en los palacios del virrey y de los obispos, lo que hasta ahora no se ha comprobado. En los primeros folios de su manuscrito se nombra a sí mismo “como autor don Felipe Guaman Poma de Ayala señor y capac apo ques prencipes”. Su manejo del castellano y del quechua lo adscribe a la categoría cultural de los “ladinos”, gracias a la cual desempeñó los oficios de intérprete y escribano. Demuestra estar al tanto de la cultura escrita de la época, y no le son desconocidos Francisco López de Gómara, Agustín de Zárate, fray Martín de Murúa, Miguel Cabello de Balboa, fray Domingo de Santo Tomás, fray Luis Jerónimo de Oré, fray Luis de Granada y los documentos doctrinales del Tercer Concilio Limense. Por otro lado, consigna fragmentos de canciones en quechua y aymara que nos permiten conocer una antigua tradición oral nativa. Su extenso memorial El primer nueva corónica y buen gobierno fue escrito en forma de carta al rey de España y enviado con el ruego de su publicación. El conjunto de la obra sigue los requisitos destinados para la impresión, vale decir, numeración de páginas, tablas de contenido, etc. El trabajo se divide en dos partes. La primera, la Nueva corónica, comprende una versión de la historia andina y otra de la historia europea. La segunda, el Buen gobierno, es un repaso de la situación social en las provincias del virreinato, una crítica a las instituciones españolas y una descripción de la triste condición de los indios, de la que se lamenta a cada paso con la muy citada expresión: “y no hay rremedio”. Titu Cusi Yupanqui (Cuzco ¿1526?-Vilcabamba 1570), hijo de Manco Inca, vivió encerrado en Vilcabamba, último bastión de la resistencia cuzqueña. Allí escribió, a través de la pluma del agustino Marcos García y del escribiente Martín de Pando, una relación dirigida al gobernador del Perú Lope García de Castro en 1570. El texto, que lleva por título Ynstrucción del Ynga don Diego de Castro Titu Cusi Yupanqui, es una de las mejores fuentes para conocer y comprender lo que aconteció en el Tahuantinsuyo inmediatamente después de la conquista espa-

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demuestran interés por los antiguos cultos andinos, las vidas de los virtuosos varones y hembras de sus congregaciones y la buena enseñanza del cristianismo. Los miembros del clero secular también se sintieron atraídos por el estudio de las instituciones y religión de los naturales, antes del arribo de los conquistadores. Tal es el caso del presbítero Cristóbal de Molina (Baeza, ¿1529?Cuzco 1585), sobrenombrado “el cuzqueño” por residir en la Ciudad ImpeDetalle de la portada del libro de Gregorio García, Origen de los indios rial. Como conocedor del quechua, ca(Madrid, 1729), que muestra un monstruo marino, expresión de lo da domingo en la catedral predicaba en desconocido y del exotismo americano. esa lengua a los aborígenes. Además de predicar, también trabajó como doctrite la corte de la misma reina Isabel I de Inglaterra. nero y visitador eclesiástico por encargo del virrey También por orden de Toledo escribió una relación Toledo. Se sabe que Molina fue quien reconfortó estitulada la Historia índica (1572). En ella Pedro Sar- piritualmente al inca Túpac Amaru I, antes de su miento de Gamboa recopiló la tradición oral, mane- ejecución en 1572. En medio de tales menesteres el jada por los quipucamayocs del Cuzco, para escri- “cuzqueño” se dio un tiempo para abocarse al estubir una historia del Imperio incaico y de los incas, dio de los viejos ritos andinos. Así, con pluma elepero a la luz de la antigua tiranía. De la Historia ín- gante describe las fiestas solares, agüeros, hechicedica sólo se conoce la segunda parte. El valioso tra- rías y huacas, y rescata oraciones a los dioses, como bajo de este “Nuevo Teseo”, como lo califica Pedro aquella con la que los indios invocaban al astro rey: de Peralta Barnuevo, escapa a una lectura unilateral “°Sol! padre mío, que dixiste aya Cuzcos y tambos; y solamente política, pues recoge con fidelidad, to- sean vencedores y despojadores estos tus hijos de no épico y elegancia retórica la historia del Tahuan- todas las gentes; adorote para que sean dichosos si tinsuyo (Porras 1986). semos estos yncas tus hijos y no sean vencidos ni También algunos hombres que abrazaron el esta- despojados sino siempre sean vencedores, pues pado de vida religioso contribuyeron desde esta con- ra esto lo hiciste”. dición con la recopilación histórica en torno del paEl primer grupo orgánico de poetas en el virreisado peruano, la conquista y la época que les tocó nato peruano es el reunido bajo la solera de la Acavivir. Aquellos que pertenecieron a alguna orden re- demia Antártica que tuvo un interesante influjo enligiosa trataron de probar a través de sus trabajos el tre la última década del siglo XVI y la primera del protagonismo de su instituto en la historia del Perú XVII. La característica principal de este conjunto de y sus logros evangelizadores. En tal sentido cada or- vates fue rescatar, a la luz del espíritu del renaciden y congregación tuvo sus cronistas: dentro de miento, los elementos más interesantes y bellos del Santo Domingo destacaron Juan Meléndez, Reginal- orbe indiano, y de esta manera proyectar una imado de Lizárraga y Gregorio García; en la orden de gen propia y original frente al resto del mundo. San Francisco los hermanos Buenaventura de Sali- Existe en los poetas de la Academia Antártica un nas y Córdoba y Diego de Córdoba y Salinas; en la atisbo de identidad americana y en tal sentido las de San Agustín, Antonio de la Calancha, Alonso Ra- obras de sus miembros llevan títulos alusivos a la mos Gavilán y Bernardo de Torres; en la de la Mer- América del Sur, como: Parnaso antártico, Misceláced, Martín de Murúa; en la Compañía de Jesús fi- nea antártica, Armas antárticas y Miscelánea austral guran José de Acosta, Bernabé Cobo, Blas Valera y (Cornejo 1993). Anello Oliva; y en la del Carmen, Antonio Vásquez Dentro de la Academia Antártica el mejor imitade Espinoza. Estos cronistas, también calificados dor de Ovidio y difusor de la poesía toscana fue Diecomo “conventuales”, fijaron particularmente la go Mejía de Fernangil (Sevilla ¿1565?-¿?), comeratención en los aspectos religiosos, sin descuidar ciante de libros y autor del Parnaso antártico. Dicha claro está los sucesos sociales y políticos. Sus obras obra fue editada en dos partes, la primera en 1608 648

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La mano y el favor de la Cirene, a quien Apolo amó con amor tierno; y el agua consagrada de Hipocrene, y aquella lira con que del Averno Orfeo libertó su dulce esposa, suspendiendo las furias del infierno; la célebre armonía milagrosa de aquel cuyo testudo pudo tanto, que dio muralla a Tebas la famosa; el verso con que Homero eternizaba lo que del fuerte Aquiles escrebía, y aquella vena con que lo ditaba, quisiera que alcanzaras, Musa mía, para que en grave y sublimado verso cantaras en loor de la Poesía.

Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, virrey que apoyara el cultivo de las letras y las artes en el Perú durante su gestión entre 1608 y 1615.

Hay un elemento curioso en la presentación que hace Diego Mejía de Fernangil, pues está “dirigido al autor y compuesto por una señora principal de este Reino, muy versada en la lengua toscana y portuguesa, por cuyo mandamiento y por justos respetos, no se escribe su nombre con el cual discurso (por ser una heroica dama) fue justo dar principio a nuestras heroicas epístolas”. De aquellas palabras queda una gran interrogante: ¿quién era esa “señora principal”? Ricardo Palma bautizó a la supuesta autora con el seudónimo de “Clarinda”, pero existen varias hipótesis al respecto. Algunos se inclinan a pensar que no fue una dama quien escribió el “Discurso”, pues en esa época era poco común que las mujeres tuvieran acceso a una cultura tan elevada. Se llega a mencionar los nombres del mismo Diego Mejía de Fernangil y de Diego Dávalos y Figueroa como sus posibles creadores. También se sugiere como responsable a sor Leonor de la Trinidad y a la enigmática autora de la “Epístola de Amarilis a Belardo”, de la que hablaremos a continuación. La “Epístola de Amarilis a Belardo” constituye otro enigma, pues la identidad de Amarilis es hasta ahora un misterio. Existen diversas hipótesis que apuestan por los nombres de Jerónima de Garay, María Tello de Lara y María Alvarado, pero no es éste el lugar para tratar de despejar la incógnita. La “Epístola” que aparece en La Filomena de Lope de Vega, es un poema de dieciocho estrofas y dieciocho versos, que adopta la forma libre de la silva (Cornejo 1993). El poema, entre varios aspectos, relata cómo su autora se convirtió en admiradora del “Fénix de los ingenios” sin haberlo conocido personalmente. El discurso de la “Epístola” se caracteriza por su platonismo amoroso y por la perfección formal de la canción petrarquista, introducida en el Perú por el lusitano Enrique Garcés (Oporto ¿1525?-Madrid ¿1596?), traductor de Los lusiadas de Luis de Camoens. Según el profesor Ricardo Silva-Santisteban: “el poema de Amarilis es un hito que marca los límites 649

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en Sevilla y la segunda en Potosí en 1617. La publicación incluye la traducción de Las Heroidas de Ovidio, y contiene el anónimo “Discurso en loor de la poesía”, importante texto del que nos ocuparemos después. En la segunda parte del Parnaso antártico destacan los sonetos a Cristo, de tono místico, que demuestran la madurez poética del sevillano Fernangil (SilvaSantisteban 1984). El “Discurso en loor de la poesía” incluido en la primera parte del Parnaso antártico, y que se inicia con una invocación a Apolo, dios de las letras y de las artes, “refleja el señorío de las concepciones humanistas y del estilo clásico” (Tauro 1948: 107). El “Discurso” constituye el primer documento poético del Perú y es una fuente en la que aparecen reunidos los nombres de los componentes de este cenáculo intelectual (Cornejo 1993: 441). Sus versos poseen un ritmo seguro, destreza y un buen manejo del endecasílabo (Silva-Santisteban 1984). Así lo podemos notar en la parte inicial que presentamos, a manera de ejemplo:

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en que comienza en el Perú una nueva poesía” (Silva-Santisteban 1984: 197). El fragmento que presentamos nos sirve de ejemplo para mostrar la calidad poética de la “Epístola”: Tanto como la vista, la noticia de grandes cosas suele las más veces al alma tiernamente aficionarla, que no hace el amor siempre justicia, ni los ojos a veces son jueces del valor de la cosa para amarla, mas suele en los oídos retratarla con tal virtud y adorno, haciendo en los sentidos un soborno (aunque distinto tengan el sujeto, que en todo y en sus partes es perfecto), que los inflama todos, y busca luego artificiosos modos, con que puede entenderse el corazón que piensa entretenerse con dulce imaginar para alentarse, sin mirar que no puede amor sin esperanza sustentarse. Otro destacado miembro de la Academia Antártica fue Diego Dávalos y Figueroa (Ecija 1552-Lima 1608), poeta a quien la supuesta autora del “Discurso en loor de la poesía” alabara como “el honor de la poesía castellana”. Dávalos llegó al Perú atraído por las riquezas de Potosí, y aunque su éxito no lo encontró en las minas, sí lo pudo hallar en las letras. Escribió la famosa Miscelánea austral (1602) que comprende 44 coloquios en verso y prosa, dedicados al amor y demás tópicos renacentistas. La segunda parte lleva por título “Defensa de damas” y es un poema en octavas dividido en seis cantos (Tauro 1988). La poética de Diego Dávalos y Figueroa se deja influir por la escuela italiana, y también tiene el tono de la escuela sevillana de Garcilaso. Este último aspecto se hace notar con su idealización de la mujer y los efectos del amor (Silva-Santisteban 1984): De modo hieren en la nieve helada del sol los rayos con su fuerza ardiente, que del reverberar tan vehemente queda la vista de vigor privada. Mas la grave dolencia es reparada, mudando objeto, porque el accidente de allí procede que es pena evidente, de aquella color cándida cansada. 650

Pero vuestra beldad pura y divina priva de vista, ser, de seso y tino, en la nieve hiriendo de ese pecho y buscarle reparo o medicina es loco imaginar, es desatino, pues queda el que la ve ceniza hecho. Un escritor que cultiva la misma temática de la Academia Antártica es el soldado y poeta Juan de Miramontes y Zuázola (España 1560-¿?), gentilhombre que había participado en los enfrentamientos contra los corsarios Francis Drake y Richard Hawkins y que posteriormente fue nombrado capitán de la Compañía de Lanzas y Arcabuces. Miramontes es conocido por su extenso poema épico Armas antárticas que se divide en veinte cantos y posee mil seiscientas noventa y ocho octavas reales. La obra, además de ser un poema compuesto por versos melódicos, contiene una fluida narración sobre los amores de Cusi Coyllur y Calcuchimac, un tema similar al de Ollantay. El autor realza el relato con elementos descriptivos y visuales, muy originales para la época. Por todas estas razones es el poema mejor logrado de la época virreinal (Silva-Santisteban 1984: 56). Algunos fragmentos del canto cuarto que describen la noche y el amanecer en la selva, nos ilustran sobre la maestría poética de Miramontes: Toman licencia y van por la verdura hasta do más el monte el paso cierra; rompen del arcabuco la espesura y suben a la cima de una sierra. Mas como no descubren, de la altura, señal, rumor ni rastro de la guerra, bájanse, cuando ya la noche fría sus confusas tinieblas esparcía. Al pie de un fresco mirto recostado, el uno da al ocioso sueño rienda y el otro vigilaba con cuidado si alguno hay por allí que los ofenda. Esparce su cabello plateado la esposa de Titán, cuando una senda toman los dos siguiendo su viaje entre la amenidad de aquel boscaje. El criollo chileno Pedro de Oña (Angol 1570¿Cuzco? ¿?) es otro destacado exponente de la Academia Antártica. Su infancia había transcurrido en medio de la lucha contra los indios araucanos, a los que recordó durante toda su vida como gente fiera y difícil de vencer. Oña estudió en la Universidad de

Virreinato: Instituciones y vida cultural San Marcos donde obtuvo el título de licenciado en artes. Sabemos que participó de la campaña de represión dirigida contra los rebeldes de Quito, quienes se habían levantado por las alcabalas. Más tarde ocupó el cargo de corregidor en Yauyos y en Vilcabamba. Pero lo que lo lanzó a la fama fue su poema épico El arauco domado (1596), escrito en octava real, obra donde pretende enaltecer la empresa militar del virrey García Hurtado de Mendoza contra los belicosos aborígenes australes. Oña desea realzar el protagonismo del vicesoberano que había quedado oscurecido en La araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, y juega con nuevos elementos descriptivos y armónicos que hacen de El arauco domado un poema singular. Ello lo podemos notar en una muestra del canto quinto:

La historia erudita de la época que pretendía incluir al mundo andino dentro de la historia universal tiene su mejor representante en el clérigo Miguel Cabello de Balboa (Archidona, Málaga 1535-Camata 1608), quien había oficiado de sacerdote en distintos lugares del virreinato como Quito, Los Quijos, Ica y Camata. A lo largo de su vida en el Perú se dedicó a recopilar información histórica sobre el pasado indígena y entre 1576 y 1586 se abocó a la redacción de un verdadero tratado, recogiendo datos muy importantes sobre las tradiciones incaicas de Quito y la cultura Chimú. El resultado final de su indagación fue la Miscelánea antártica en la que recurre a la historia de la humanidad para averiguar el origen de los pobladores americanos y de esta manera poder incorporarlos a la opinión mundial. Su vastísima erudición le lleva a comparar los desarrollos culturales del Viejo Mundo y de América, lo que complementa con varias anécdotas y curiosas anotaciones, en las que recurre a la lógica de la historia clásica. Entre sus fuentes figura desde el caldeo Beroso hasta su contemporáneo Benito Arias Montano. Esta misma perspectiva histórica con ciertas diferencias, atravesará los trabajos de fray Gregorio García, Fernando de Montesinos y Antonio de León Pinelo (Patrucco 1993).

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Estaba a la sazón Caupolicano en un lugar ameno de Elicura, do, por gozar el sol en su frescura, se vino con su palla mano a mano; merece tal visita el verde llano, por ser de tanta gracia y hermosura, que allí las flores tienen por floreo colmalle las medidas al deseo.

Pedro de Oña, criollo nacido en Chile, autor del poema épico El arauco domado (Lima, 1596).

Miguel Cabello de Balboa también cultivó la poesía y a ello debe su acercamiento a la Academia Antártica. Es autor de un soneto laudatorio de armoniosas formas que aparece en los preliminares de El Marañón de Diego de Aguilar y Córdova (Silva-Santisteban 1984). Citamos su soneto: La casta abeja en la florida vega, con susurro suave y bullicioso, para su laberinto artificioso de varias flores el manjar congrega. No menos a la adelfa el gusto allega, que al romero y al cárdamo oloroso, porque todo lo vuelve provechoso después que a su sutil boca se apega. Igual te juzgo, cordobés ilustre, después que renació de tu memoria El Marañón, de sangre y muerte lleno. Que de su oscuridad sacaste lustre y de su vituperio tanta gloria que en bálsamo conviertes su veneno.

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El iniciador de la sátira en el Perú fue Mateo Rosas de Oquendo (Sevilla 1559-¿?), personaje de azarosa vida que había recorrido el Tucumán, Perú y México. Se sabe que permaneció en Lima diez años, entre 1588 y 1598, tiempo que le sirvió para conocer la psicología y las actitudes de los habitantes de la “tres veces coronada villa”. Estuvo al servicio del virrey García Hurtado de Mendoza y posteriormente por problemas personales partió a la Nueva España. Dejó Rosas de Oquendo una “Sátira de las cosas que pasan en el Perú” donde se toma la libertad de burlarse de la sociedad virreinal, con mucha agudeza. El soneto compuesto en romance refiere la inclinación limeña por el boato, la ostentación y la vida disipada:

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Un visorrey con treinta alabarderos; por fanegas medidos los letrados; clérigos ordenantes y ordenados; vagabundos, pelones caballeros. Jugadores sin número y coimeros; mercaderes del aire levantados; alguaciles-ladrones muy cursados; las esquinas tomadas de pulperos. Poetas mil de escaso entendimiento; cortesanas de honra a lo borrado; de cucos y cuquillos más de un cuento. De rábanos y coles llena el bato, el sol turbado, pardo el nacimiento: aquesta es Lima y su ordinario trato. La narrativa virreinal tiene un primer ejemplo con La peregrinación de Bartolomé Lorenzo, del padre José de Acosta S.J., que remitió en 1586 al general de la Compañía de Jesús en Roma para su aprobación, y que fue publicada en el volumen quinto de los Varones ilustres de la Compañía de Jesús en 1666. El texto de Acosta ha sido considerado por algunos estudiosos de la literatura virreinal como el primer relato novelado de América. En muy pocas páginas, el padre Acosta mantiene el interés del lector, narrando una historia ficcionada, jalonada de sucesos imaginarios y fabulosos, en donde participa el hermano jesuita Bartolomé Lorenzo quien abandona Algarbe (Portugal), su terruño, para dirigirse a las Indias. Pasa por las Antillas y Tierra Firme y llega como último destino a la ciudad de Lima, lugar de santificación (Cornejo 1993). 652

En la primera década del siglo XVII, el dominico Diego de Hojeda (Sevilla 1571-Huánuco 1615) escribió La Cristiada (Sevilla 1611), libro que dedicó al virrey marqués de Montesclaros, y en el que refiere, a lo largo de doce cantos, la pasión y muerte de Jesucristo en octavas reales. La Cristiada es una obra épica de tema religioso, con indudable influencia de la literatura renacentista italiana. Describe con irresistible dolor la agonía del Señor, como lo demuestran los siguientes versos: Yo pequé, mi Señor, y Tú padeces; Yo los delitos hice, y Tú los pagas; Si yo los cometí, Tú ¿qué mereces Que así te ofenden, con sangrientas llagas? Mas, voluntario, Tú, mi Dios te ofreces; Tú del amor del hombre te embriagas; Y así, porque le sirva de disculpa, Quieres llevar la pena de su culpa. Diego de Hojeda fue maestro de estudiantes dominicos y llegó a ocupar el priorato en el Cuzco y Lima. Murió en Huánuco a los cuarenta y cuatro años marginado por su orden. A pesar de las injustas críticas de Luis Alberto Sánchez, la obra de Hojeda es un hermoso poema, quizás el “mejor compuesto” de la época virreinal. En los últimos años los estudiosos de las letras virreinales han revalorado una narración corta que lleva por título “La endiablada”, impresa hacia 1624. Su autor fue Juan Mogrovejo de la Cerda (Madrid ¿?-¿? 1664), un distinguido caballero emparentado con el santo arzobispo de Lima, que había residido en Los Reyes y también en la ciudad del Cuzco, donde cumplió la función de regidor y alcalde ordinario. En “La endiablada”, obra escrita en primera persona se relata un diálogo entre dos demonios, Asmodeo y Amonio, que conversan sobre sus peripecias y sus posibilidades de éxito para conducir las almas de los limeños al infierno. La conversación describe el ambiente hipócrita de Lima y desliza elementos satíricos y costumbristas (ChangRodríguez 1991). La fuente más pormenorizada para la reconstrucción de la vida cotidiana virreinal la podemos hallar en las recopilaciones del doctor Juan Antonio Suardo, “clérigo curioso” que escribió día a día los hechos acaecidos desde el final del mandato del virrey marqués de Guadalcázar. Suardo pretende describir de forma detallada todo lo que transcurre en tiempos del virrey Luis Jerónimo de Cabrera y Bobadilla, conde de Chinchón. El Diario de Lima del

Virreinato: Instituciones y vida cultural moto de 1655. Después de muerto, el Diario fue continuado por su vástago Francisco de Mugaburu (Lima 1647-¿?), quien se había formado en la vida religiosa con los franciscanos. Él continúa hasta 1694 el trabajo iniciado por su padre (Romero 1935). A manera de reflexión debemos decir que tanto Suardo como los dos Mugaburu son los precursores del periodismo en el Perú. Durante los siglos XVII y XVIII el pensamiento barroco en el Perú tuvo en la literatura notables exponentes. Esta ideología y estética en la que conviven el tradicionalismo y la búsqueda de novedades se presenta como el brazo cultural del imperio, y en otros casos como una manifestación de la identidad criolla. Bajo su manto reúne a valiosos escritores como Antonio de León Pinelo, Juan del Valle Caviedes, Juan de Espinosa Medrano y Pedro de Peralta Barnuevo. Dentro del grupo de autores del barroco, el primero que nos llama la atención es Antonio de León Pinelo (Lisboa-¿1590?-Madrid 1660), de quien ya hemos hablado anteriormente. Además de jurista fue un fino y erudito escritor, y desde sus cargos de relator y cronista en el Consejo de Indias se ocupó de reunir informaciones detalladas y abundantes sobre el Nuevo Mundo, convirtiéndose de esta forma en el primer gran bibliógrafo sobre América. Sus obras, de variados temas, van desde las recopilaciones legales hasta la hagiografía, y desde los textos moralistas hasta las bibliografías. Entre sus escritos de interés literario podemos citar los siguientes títu-

Frontispicio del libro de Antonio de León Pinelo, Questión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico (Madrid, 1636).

Frontispicio de Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres (Madrid, 1641) de Antonio de León Pinelo.

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doctor Suardo, que lleva por título formal: Relación diaria de lo sucedido en la ciudad de Lima desde 15 de mayo de 1629 hasta mayo de 1634, privilegia el dato cortesano, esto es, todo lo que pasaba en torno del vicesoberano, como sus enfermedades, sus visitas institucionales y sus disgustos con las “tapadas”. Pero también hay en este religioso con vocación periodística, interés por la noticia que podríamos considerar policial, como por ejemplo asesinatos perpetrados por negros, y sodomitas cometiendo el pecado nefando. Gracias al Diario es posible tener una idea de las fiestas civiles y religiosas, de la defensa del honor caballeresco, de los concursos de oposiciones en la Universidad de San Marcos, y de los litigios callejeros entre los catedráticos (Vargas Ugarte 1935). José de Mugaburu y Hontón y su hijo Francisco de Mugaburu y Maldonado toman la posta de Juan Antonio Suardo, pues ambos redactaron otro Diario de Lima. José de Mugaburu (¿? ¿1601?-Lima 1686) fue, a juzgar por su apellido, de origen vasco, y habría nacido hacia 1601. De lo que sí tenemos certeza es de su carrera militar y específicamente de su rango de capitán. José de Mugaburu inició sus apuntes sobre lo que acontecía en Lima entre 1640 y 1686. Las descripciones de este recopilador de noticias son un verdadero tesoro para imaginar las fiestas religiosas, los disturbios producidos a raíz del dogma de la Inmaculada Concepción y el terre-

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los: Epítome de la biblioteca oriental y occidental, náutica y geográfica (1629); Cuestión moral, si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico (1636); Fama pósthuma, a la vida y muerte del doctor frey Lope de Vega Carpio (1636); Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres, sus consecuencias y daños (1641); Vida del ilustrísimo y reverendísimo don Toribio Alfonso de Mogrovejo (1653); y El Paraíso en el Nuevo Mundo (1656), libro póstumo editado por Raúl Porras Barrenechea en 1943. En El Paraíso, León Pinelo sostenía que América había sido el antiguo Jardín del Edén, escenario de los sucesos del Génesis, y que los restos de la tierra perdida podían encontrarse en la Amazonía a juzgar por su exuberante naturaleza. Este escritor de ascendencia sefardita argüía que los grandes monumentos de México y del Perú habían sido edificados por los descendientes de Adán, antes del diluvio universal, y que los indios, por su adicción a la guerra, eran bárbaros recién llegados al Nuevo Mundo (Brading 1991). Pinelo plantea un encuentro entre la erudición barroca y la utopía de América, tierra concebida como lugar de regeneración de la humanidad. A pesar de no haber nacido en Indias, esboza un claro anhelo de reivindicación criolla al revalorizar el espacio indiano. Las referencias veterotestamentarias de León Pinelo nos permiten hacer un paréntesis para recordar la obra del licenciado Fernando de Montesinos (Osuna ¿?- Sevilla 1644), sacerdote del clero secular que vino al Perú con el séquito del virrey conde de Chinchón. Aunque su pluma no tenía la misma elegancia que la del consejero de Indias, sus trabajos permiten observar el pasado andino con un enfoque en el que se relaciona a los incas con la historia del Antiguo Testamento. Pretende demostrar a través de su obra el arribo de Ofir a América y el conocimiento de la escritura por parte de los incas. Montesinos, clérigo trajinante y reflexivo, llegó a ocupar el cargo de párroco de la iglesia de Nuestra Señora de las Cabezas de Lima y dejó manuscritos que fueron publicados con los títulos de Memorias antiguas, historiales y políticas del Perú, en donde la historia se confunde con la fantasía. El documento consiste en una extraña recopilación de información sobre dinastías incaicas inexistentes y también sobre el supuesto sistema de escritura andino. La impresión de otro de sus manuscritos ha salido a la luz con el nombre de los Anales del Perú y cubre la historia del espacio conquistado desde 1498 hasta 1642. Contrariamente al anterior, en este último texto Fernando de Montesinos reúne un material 654

histórico más serio para la reconstrucción del pasado, esto es, desde los quipus y las narraciones indígenas hasta los libros de cabildo y escribanos. Los Anales nos permiten reconstruir escenas del mundo virreinal, como las entradas de los virreyes a la capital, apuntes sobre minas y tesoros, y observaciones sobre personajes de la época que le tocó vivir (Porras 1986). El introductor del gongorismo en el Perú fue fray Juan de Ayllón (Lima 1604-¿? 1662), de la orden de San Francisco. Su vida transcurrió lejos del mundanal ruido, y en sus obras hace ostensible el protagonismo de su congregación recurriendo al hipérbaton y a los artificios de la lengua castellana. Su principal trabajo es el Poema de las fiestas que hizo el convento de San Francisco de Jesús, de Lima, a la canonización de los veintitrés mártires del Japón (1630). En la ciudad del Cuzco durante la segunda mitad del siglo XVII se dejó escuchar la voz autorizada del canónigo Juan de Espinosa Medrano, apodado el “Lunarejo” (Calcauso, actual provincia de Antabamba 1632-Cuzco 1688), cuyos aportes en el campo de la lógica ya hemos reseñado. Este escritor presumiblemente mestizo, de quien se han tejido varias anécdotas, era profesor de teología y filosofía en el entonces seminario de San Antonio Abad del Cuzco. Gozaba de fama de elocuente predicador y era tan bien considerado por el mundo intelectual que se le llegó a comparar con oradores clásicos como Demóstenes, Tertuliano y San Juan Crisóstomo. Juan de Espinosa Medrano ocupa un lugar especial en la historia de la literatura peruana por su Apologético en favor de don Luis de Góngora (Lima 1662). Este texto constituye un estudio de la retórica de Luis de Góngora y Argote, y a la vez una erudita réplica a los cuestionamientos que hiciera el portugués Manuel de Faria y Sousa sobre el gran poeta culterano. De esta manera el “Lunarejo” se convierte en el fundador de la crítica literaria en la América española (Roggiano 1978). En el Apologético, Espinosa se presenta como un autor de pluma elegante, bella y fluida, además de encomiástica. A manera de ejemplo citamos un pasaje de su obra en el que despliega las características señaladas: “No inventó Góngora las transposiciones Castellanas, inventó el buen parecer, y la hermosura de ellas, inventó la senda de conseguirlas... °oh prodigios del ingenio de Góngora! levantó a toda superioridad la elocuencia Castellana, y sacándola de los rincones de su Hispanismo, hízola de corta sublime, de balbuciente facunda, de estéril opulenta, de encogida audaz, de bárbara culta…”.

Virreinato: Instituciones y vida cultural de Francisco de Quevedo y Villegas. El andaluz afincado en Lima, poeta en el que podemos encontrar cierto desengaño por la vida, tiene como blanco de sus mofas a las mujeres de mal vivir, pero sobre todo a los médicos. Así por ejemplo, describe a los galenos como “asesinos graduados” con los siguientes versos: No seas desconocida, ni contigo uses rigores, pues la muerte sin doctores no es muerte, que es media vida. Muerte sin médico es llano que será, por lo que infiero, mosquete sin mosquetero, espada o puñal sin mano. Estas burlas dirigidas contra los facultativos se hallan en su Historia fatal, proezas medicales, guerra física y hazañas de la ignorancia, poemas comúnmente conocidos como el Diente del Parnaso (Lima 1689) (Silva-Santisteban 1984). La vena quevedesca le permitió reproducir con sarcasmo las distintas formas de hablar de los estamentos y grupos sociales del virreinato, parodiando incluso el castellano de un indio, en un romance titulado “A un corcovado que casó con una mujer larga dotada en plomo”: Parici osti jonto al novia, tan ridondo y ella larga, como en los trocos di juego, taco, bola in misma cama. A través de sus versos nos es posible reconstruir algunos rasgos de la vida cotidiana de la Lima de finales del siglo XVII. El “Poeta de la Ribera” no pretendía dar una imagen del Perú como totalidad, sino revelar la presencia de la calle: una literatura urbana con una perspectiva netamente limeña. En este sentido podemos considerar a Juan del Valle Caviedes uno de los precursores de la literatura costumbrista en el Perú, junto con Mateo Rosas de Oquendo y Juan Mogrovejo de la Cerda. El siglo XVIII se anuncia con la figura del notable erudito Pedro de Peralta Barnuevo Rocha y Benavides (Lima 1664 - Lima 1743), considerado el más renombrado polígrafo y políglota del período virreinal. No en vano los estudiosos de la historia de la literatura peruana lo han llamado el “Doctor Océano”, ante el mar de conocimientos que poseía, sin haber salido jamás de los muros de la ciudad de Los Reyes. 655

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La admiración que los intelectuales de su tiempo profesaban por el “Lunarejo” no derivaba exactamente del Apologético. Dicho “ejercicio retórico” era menos importante frente a su labor como predicador y maestro universitario. En aquella obra no sólo defiende el estilo poético de Góngora, sino también sugiere la presencia de cierta “conciencia criolla” (Rodríguez Garrido 1994b). Además del Apologético y la Philosophia thomistica (Roma 1688) (abordada en el subcapítulo que esboza los principales aportes de la filosofía y teología virreinales), es de su autoría La novena maravilla, una reunión de sus piezas oratorias publicada póstumamente por sus discípulos, en el Madrid de 1695. En los preliminares del libro se da a conocer por vez primera una semblanza biográfica del ilustre peruano, y también sus cualidades como orador sagrado (Guibovich 1982-1983). El doctor Espinosa Medrano, como religioso del clero secular, estuvo comprometido con la defensa de la escuela de Santo Tomás de Aquino y por lo tanto su postura era contraria a la de los jesuitas, varios de cuyos miembros postulaban el resurgimiento del nominalismo, oponiéndose a la fundación de una universidad sobre la base del colegio-seminario de San Antonio Abad. En La novena maravilla se pueden observar ciertos rasgos de dicha pugna y el interés por realzar al autor de la Summa teológica. Fray Ignacio de Quesada calificó al “Lunarejo” de teólogo de “angélica escuela”, y dijo de su obra: “Bien podemos assegurar de este libro, ser un maravilloso piélago de maravillas thomísticas, de milagros angélicos” (Rodríguez Garrido 1994b). El presbítero Juan de Espinosa Medrano también escribió autos sacramentales en quechua y castellano. Fue autor de Amar su propia muerte, drama basado en las tribulaciones de Jael; y también de El hijo pródigo y El rapto de Proserpina, piezas que veremos más adelante cuando nos refiramos al teatro virreinal. La literatura satírica del barroco en el Perú encuentra en Juan del Valle Caviedes (Porcuna, Andalucía ¿1652?-Lima 1695) a su mejor cultor. Este hombre de vida inestable, que al parecer trabajó en minería y luego se convirtió en mercachifle, vendiendo artículos en los famosos “cajones de Ribera”, supo conjugar el ejercicio de las letras con la aventura. La producción literaria de Caviedes cubre el teatro y la poesía devota y circunstancial; pero el gran aporte de su obra, dentro de lo poético, está en el hallazgo de conceptos satíricos muy parecidos a los

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blicos que ejercía eran un Peralta fue un gran coobstáculo para su producnocedor de la historia, el ción literaria, y así lo dio a derecho, la política y la entender en un sutil discosmografía, pero sobre tocurso universitario ante las do del arte de la versificaautoridades al expresar que ción, en el que combina el tenía “gloriosamente debarroco español con el clasordenado el vivir, por tesicismo francés. Era procliner ordenado el merecer”. ve a la alabanza y a la comLa historia local del Cuzparación de las hazañas de co fue desarrollada por el los personajes del pasado presbítero Diego de Esquiperuano inmediato con las vel y Navia (Cuzco de los héroes de la mitolo¿1700?-1779), miembro de gía y la historia grecolatila familia de los marqueses nas. Pero su elocuencia y de San Lorenzo de Valle sus profundos estudios no Umbroso, quien llegó a ser se limitaban únicamente a deán del cabildo eclesiástilas letras: fue un cultor de co de la Ciudad Imperial y las matemáticas, la náutica, gran bibliófilo. Esquivel, las ingeniería civil y militar hombre de vocación erudiy la astronomía. Por eso, al ta, se propuso escribir una morir el cosmógrafo Juan historia casi diaria de Ramón Coninck, se le cuanto acontecía en el nombró catedrático de PriCuzco desde el siglo XVI ma de matemáticas en la hasta bien entrado el Universidad de San Marcos XVIII. Para llevar a cabo (de la que fue tres veces Pedro de Peralta Barnuevo Rocha y Benavides (16641743), prolífico autor, escribió numerosas obras esta magna y detallista rector) y cosmógrafo maliterarias, históricas y científicas. obra, recurrió a las fuentes yor del reino, en 1709. Doorales y a la documentaminaba el latín, el griego, el italiano y el francés, lo que le facilitaba la lectura ción escrita de las crónicas y los libros de los cabily traducción de textos clásicos. Peralta, hombre cer- dos civil y eclesiástico. El trabajo final de Diego de cano al poder, era el encargado de escribir los dis- Esquivel, redactado con una pluma barroca y elecursos para el virrey. Justamente, el marqués de gante, es conocido como las Noticias cronológicas de Castell dos Rius le invitó a formar parte de la Aca- la gran ciudad del Cuzco. A través de la información demia de Palacio, que sesionaba todos los lunes en recopilada es posible reconstruir la historia de la antigua capital de los incas durante el virreinato. La torno a su persona. Este limeño inabarcable fue autor de numerosas obra de Esquivel “dice mucho de la noble jerarquía obras como: Historia de España vindicada (1730), de que alcanzó la cultura cuzqueña en el siglo XVIII” carácter histórico apologético; Lima fundada (Denegri 1980). Dentro de los años del período virreinal que cu(1732), de corte épico; Observaciones astronómicas (1717), escrito de divulgación científica; la Imagen brimos, debemos mencionar también la obra de Jopolítica del Excmo. Sr. D. Diego Ladrón de Guevara sé Eusebio de Llano Zapata (Lima ¿1716?-Cádiz (1714) y la Relación de mando del virrey marqués de 1780), autodidacta y políglota como Peralta, quien Castelfuerte (1736) que relatan los logros de los dos se interesó por la historia natural de América y del gobernantes; Lima inexpugnable (1740) que trata Perú. Su aprecio por la cultura clásica se puede nosobre la defensa militar de la capital del virreino; La tar en el buen conocimiento de la lengua griega, Rodogunda (1708), adaptación de la tragedia de idioma que difundió a través de la fundación de una Corneille; Triunfos de amor y poder (1710) y Afectos escuela en Lima. Llano Zapata no era un hombre exclusivamente vencen finezas (1712), obras dramáticas en las que deja traslucir su espíritu criollo (Sánchez 1967). Pe- de gabinete. Para escribir sus trabajos se tomó la dro de Peralta consideraba que los altos cargos pú- molestia de viajar, observar y tomar apuntes. Sus pe656

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EL TEATRO Al igual que las fiestas, el teatro enseñaba, divertía y moralizaba, en una época en la que el común de la gente era analfabeta o no tenía acceso a los libros por sus elevados precios. Servía para enaltecer al monarca y a las autoridades virreinales, como también para criticar sutilmente las actitudes injustas de los poderosos. El teatro era como la vida, un espejo de las pasiones colectivas, una canasta de ilusiones, donde el llanto y la risa a veces se daban la mano. El teatro virreinal se inicia en el Perú a mediados del siglo XVI con autos sacramentales representados en las plazuelas y atrios de los templos. A fines del quinientos el repertorio se incrementó con la inauguración de los “corrales de comedias”, patios con balcones, cuartos y bancas, a imagen y semejanza de los existentes en España. El

primer “corral” limeño abrió sus puertas en 1583, en la calle Polvos Azules cerca al río Rímac, y para la siguiente centuria ya se habían multiplicado y representaban principalmente las obras de los grandes autores del “siglo de oro”. Lo mismo sucedió con otras ciudades del reino como el Cuzco, La Plata y Potosí, urbes que con la ciudad de Los Reyes habían establecido un itinerario de giras de compañías cómicas de gran aceptación popular hasta bien entrado el siglo XVIII (Stevenson 1976). Cabe señalar que en el género cómico destacó la actriz y cantante huanuqueña Micaela Villegas y Hurtado de Mendoza, la “Perricholi”, de quien se tejieron varios enredos galantes con el virrey don Manuel de Amat y Junient. La comedia pública coexistía con las funciones palaciegas o privadas ofrecidas en patios de casonas o salones del palacio virreinal de Lima, desde el siglo XVII. La comedia tuvo su mejor época durante la década del setenta del seiscientos, cuando se estrenaron comedias escritas por autores locales como Santa Rosa (1670), Amor en Lima es azar (1675). Por esta época se pusieron de moda las comedias de vuelo y escotillones, recurso mediante el cual los actores volaban con la ayuda de tramoyas o desaparecían bajo pisos móviles. Dentro de palacio se ofrecían también zarzuelas. En 1689 fue presentada en la casa del virrey la primera zarzuela de Hispanoamérica También se vengan los dioses, del poeta limeño Lorenzo de las Llamosas y cuya música, se presume, fue compuesta por Tomás de Torrejón y Velasco. Durante el período borbónico continuaron

Ilustración de una representación teatral en el colegio San Bernardo del Cuzco en el siglo XIX. El arte dramático en el mundo hispánico estuvo estrechamente vinculado a la temática religiosa, en un afán de contribuir como modelo de una vida virtuosa. Tomado de Meneses 1983.

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riplos lo llevaron hasta el Brasil. Una de las más fuertes motivaciones que le impulsaron a publicar estaba en la refutación a los europeos que despreciaban la capacidad de los americanos para el estudio. Sus trabajos son una muestra sutil de reivindicación criolla. Su obra principal, aunque de publicación incompleta, está constituida por las Memorias histórico-físicas-apologéticas de la América Meridional, cuya redacción inició en Cádiz en 1756. Allí rescata, con rigor científico, el valor de la naturaleza, la geografía y la historia de Sudamérica, y describe con minuciosidad las minas, los volcanes, los lagos y lagunas, y las antigüedades peruanas. Justamente con respecto al pasado prehispánico, Llano Zapata se aboca al estudio y descripción de los templos, caminos y puentes, y llama la atención sobre el abuso en la búsqueda de tesoros enterrados. Por ello se le puede considerar un precursor de la arqueología peruana. Las Memorias constituyeron una fuente tan importante para la documentación científica sobre América, que el mismo Jorge Juan consultó sus originales para complementar informaciones en torno al Perú. José Eusebio de Llano Zapata fue además autor de numerosas publicaciones eruditas de diversos temas como: la Resolución en consulta sobre la irregularidad de las terminaciones exiet y transiet (1743), Higiasticon o verdadero modo de conservar la salud (1744) y la Carta o diario (1748) donde detalla el terremoto de Lima de 1746 y sus consecuencias.

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las representaciones de piezas teatrales en palacio hasta 1749. El virrey escritor Castell dos Rius estrenó una Comedia armónica y El mejor escudo de Perseo; y el polifacético Pedro de Peralta Barnuevo pudo ver representadas sus obras Afectos vencen finezas y Triunfos de amor y poder. En el Perú también se cultivó el teatro conventual, que tuvo en los jesuitas a sus mejores exponentes. Este género divulgó piezas religiosas y moralizadoras en los conventos, casas del clero regular y atrios de las iglesias. La defensa del catolicismo por los hijos de San Ignacio se hizo notar con singular éxito con la puesta en escena de María Estuardo, reina mártir de Escocia, representada en 1590 en un salón del colegio de San Pablo con ocasión del recibimiento ofrecido al virrey marqués de Cañete (Lohmann 1945). Frecuentemente el teatro conventual abordaba historias hagiográficas y bíblicas, como el Coloquio de la historia del patriarca José, que gustó muchísimo a los habitantes de Lima en 1610, y el Arca de Noé representada en 1672 a pedido del virrey conde de Lemos, gran aficionado al teatro y amigo de la fe (Cantuarias 1989). Para todas las manifestaciones histriónicas se utilizaba el acompañamiento musical de coros y orquestas dotadas de chirimías, clarines, pífanos, tambores, violines y trompetas bajo la dirección de famosos maestros como Tomás de Torrejón, José Díaz, Roque Ceruti y fray Esteban Ponce de León, entre otros. Durante el virreinato destacó también el teatro quechua, tanto en su versión popular destinada a la cristianización de los naturales, como uno más erudito, escrito a la manera clásica española (Meneses 1983). Las obras mejor logradas de este género teatral aparecieron en el Cuzco y fueron dirigidas a moralizar a los indígenas. Entre ellas cabe mencionar Yauri Tito Inca, drama del siglo XVII, donde el protagonista principal es defendido y librado de las fuerzas de Satán por la intercesión de la Virgen María y la ayuda de su Ángel de la Guarda; y Usca Páucar, auto sacramental de la misma centuria que aborda un tema muy similar al de Yauri Tito Inca, pues el príncipe empobrecido Usca Páucar vende su alma a Luzbel o Yunca Nina, y una vez arrepentido logra su salvación con la ayuda de la Reina del Cielo. En la misma ciudad, el presbítero Juan de Espinosa Medrano, el “Lunarejo”, escribió en lengua quechua El hijo pródigo y El rapto de Proserpina. Ambas piezas, la primera sobre un relato del Evangelio y la segunda sobre una narración mitológica, 658

son obras que persiguen un fin proselitista. Justamente la última, a pesar de recrear una tradición pagana, incluye elementos cristianos, como la presencia salvadora de la Eucaristía que libra a Proserpina del infierno (Cornejo 1993). El teatro virreinal también refleja la “visión de los vencidos”. Es el caso de la Tragedia del fin de Atahualpa y Ollantay, dos piezas distintas a las anteriormente reseñadas. La Tragedia pretende recordar el cautiverio y muerte del último soberano indígena, y revivir los posibles diálogos entre éste y Francisco Pizarro. El desenlace final es moralizador: el rey de España se indigna con el conquistador del Perú por su crueldad y concluye elogiando al Inca. En torno al Ollantay existe una serie de discusiones histórico-críticas. Algunos estudiosos se inclinan por atribuirle un origen prehispánico ante la inexistencia de alusiones al cristianismo. Los que creen que fue escrita en el período hispánico argumentan que la obra tiene la estructura del teatro clásico español. Sin embargo, se postula una opinión intermedia referida a que la historia es verdaderamente incaica pero que la redacción del texto teatral se hizo durante el siglo XVII. Según el profesor Teodoro Meneses, este drama habría sido escrito por el erudito cuzqueño Vasco de Contreras y Valverde, a quien también se le atribuye la autoría de Usca Páucar. El Ollantay narra las tribulaciones de Ollanta, un general al servicio del inca Pachacútec, quien lucha por el amor de la ñusta Cusi Coyllur, a pesar de la oposición del “Señor de los cuatro suyos”, pues Ollanta no era noble. Luego de muchos sufrimientos, el general consigue finalmente la mano de la hija de Pachacútec para desposarla (Cornejo 1993).

LOS LIBROS, LAS LECTURAS Y LOS INICIOS DEL PERIODISMO Los habitantes cultos del virreinato mostraron especial interés por los libros. Desde muy temprano, en 1544, ya podemos encontrar a Juan Antonio Mussetti, librero de origen italiano procedente de Medina del Campo, quien se había dedicado a la venta de publicaciones castellanas de los poetas Boscán y Garcilaso. Para fines del quinientos el comercio de obras impresas había crecido notablemente, al igual que su importación directa desde Europa. Por cierto, el público lector era bastante restringido. El alto precio de los libros limitaba la posibilidad de la lectura para el común de la gente. Así por

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Detalle de la biblioteca del convento de Ocopa, Junín.

tonio de Guevara, Juan Luis Vives, Baltazar Castiglione y Andrés Alciato. La lexicografía y las lingüísticas castellana y latina tuvieron en el célebre Antonio de Nebrija al autor más vendido, pues sus estudios constituyeron una herramienta fundamental para los cultores de las humanidades. En las bibliotecas virreinales también se encontraban romances caballerescos y poesía lírica como la de Garcilaso de la Vega, además de novelas como La Celestina de Fernando de Rojas y el Quijote de don Miguel de Cervantes. Por supuesto nunca faltaron las comedias y poemas de Lope de Vega, así como los ensayos y sátiras de Francisco de Quevedo y Villegas. La historia universal se vio representada por Gonzalo de Illescas y Pedro Mejía, y la de España por Florián de Ocampo y Hernando del Pulgar (Hampe 1993). Vale la pena mencionar Los libros de los humanistas clásicos de la cultura grecolatina ocuparon un lugar privilegiado en las colecciones de los lectores del Perú colonial. En la imagen, Libros de Marco Tulio Cicerón que tracta... (Alcalá, 1549).

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ejemplo, a principios del período virreinal la Summa teológica de Santo Tomás de Aquino costaba tanto o más que una espada; y un misal tanto como la camisa de un alto dignatario. Poseer una biblioteca era un privilegio al que sólo podían acceder nobles, clérigos, frailes, letrados, médicos y algunos caciques ricos. Los conventos de las órdenes religiosas lograron reunir nutridas bibliotecas, pero aquellas pertenecientes a particulares no pasaban de cuatrocientos volúmenes, salvo algunos casos que rompen la regla, como el del extirpador Francisco de Ávila, propietario de más de dos mil libros (Hampe 1993). El libro fue un medio eficaz para la diseminación de ideas y los descubrimientos humanísticos de Europa. En el campo del derecho se leyeron en el Perú los comentarios de los maestros de Bologna, Bartolo de Sassoferrato y Baldo de Ubaldis, así como los de los juriconsultos españoles Alfonso Díaz de Montalvo, Diego López de Salamanca, Gaspar de Baeza, Diego de Covarrubias y por supuesto Juan de Solórzano y Pereyra. En cuanto a los textos de carácter teológico más consultados, destacan las obras de Santo Tomás de Aquino, fray Domingo de Soto, fray Luis de Granada y el Malleus maleficarum (generalmente traducido como El martillo de las brujas) de Kraemer y Sprenger, libro útil para la detección de hechiceras y para la extirpación de las idolatrías. Esta categoría englobaba también los catecismos y las compilaciones de sermones. Los eruditos atraídos por los studia humanitatis incluían en sus bibliotecas algunas obras de Erasmo de Rotterdam, cuyas ideas se acercaron a la heterodoxia, y también las de escritores clásicos como Ovidio, Plauto, Flavio Josefo, Aulio Gelio y Tito Livio, además de aquellos autores del renacimiento italiano que abrazaron la filosofía neoplatónica. En cuanto a la literatura de contenido moral llama la atención la presencia de los escritos de An-

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que en el campo historiográfico fue muy consultado durante el siglo XVIII el diccionario histórico del polígrafo francés Luis Moreri, a quien el limeño Pedro José Bravo de Lagunas cita en su Voto consultivo. La historia de las Indias estaba tratada en las creaciones de fray Juan de Torquemada, Juan de Castellanos y Antonio de Herrera y Tordesillas. Los bibliófilos curiosos del pasado peruano reconstruían el tiempo del Tahuantinsuyo con los Comentarios reales del Inca Garcilaso. Para las ciencias naturales, se podía hallar con frecuencia el Compendio de Dioscórides, de necesaria consulta para los galenos, traducido por Andrés de Laguna; los escritos del inglés John Holywood o “Sacrobosco” y el de Abraham Ortelius, para los cosmógrafos; y el trabajo de Juan de Belvedere para aquellos que deseaban conocer el quehacer metalúrgico. Finalmente no debemos olvidar los estudios del jesuita alemán Athanasius Kircher, tan consultados por los eruditos en el Perú de fines del siglo XVII y de la siguiente centuria, como Juan Ramón Coninck y Diego de Esquivel y Navia. Este autor ignaciano creía en la existencia de vida debajo de la tierra y en otros planetas. Los textos de Kircher compendiaban el saber de la época y a través de ellos se podía acceder a las novedades científicas, sin ser censurado por la Inquisición (Sánchez-Concha 1990). Los libros que llegaban en los galeones eran inspeccionados por el Tribunal del Santo Oficio. Todas aquellas publicaciones que figuraban en el Index o Índice de los libros prohibidos (por lo general impresos de autores acusados de herejía, sensualidad o blasfemia) estaban impedidas de pasar al Perú, y la Inquisición era el órgano encargado de hacer efectiva tal restricción. El Tribunal efectuaba visitas sistemáticas a las embarcaciones de reciente arribo que traían infolios, y el funcionario comisionado o visitador subía a la nave acompañado de un alguacil y un notario. Los inspectores se reunían con el piloto 660

Frontispicio de la edición principal de la Segunda parte del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha (Madrid, 1615) de Miguel de Cervantes.

y dos pasajeros en el camarote de popa, a quienes se les obligaba a responder un largo cuestionario en el que se incluía la siguiente pregunta: “…qué libros traen registrados, de dónde vienen, quién los trae a cargo y a qué personas vienen dirigidos”. Si los examinadores descubrían algún libro prohibido y hallaban al responsable, requisaban su material y se iniciaba el proceso inquisitorial, dentro del cual los inculpados estaban facultados para retractarse y dejar para siempre esas pecaminosas lecturas (Leonard 1979). La historia de los libros en el virreinato no puede ser abordada independientemente de los logros de la imprenta. El primer profesional de las prensas fue Antonio Ricardo, nacido en Turín, quien había arribado a la Ciudad de los Reyes en 1581, procedente de México. Ricardo o Ricciardi se instaló con sus materiales tipográficos en el colegio de San Pablo, gracias a lo cual el turinés pudo subsistir imprimiendo naipes y estampas religiosas. Su situación económica mejoró cuando la Real Audiencia le permitió imprimir en 1584 el Catecismo para la cristianización de los indígenas, preparado por los teólogos del Tercer Concilio Limense, el primer libro publicado en el Perú. Antonio Ricardo fue también el encargado de editar el calendario reformado por el Papa Gregorio XIII ese mismo año, y fue hasta su muerte en 1606, el único impresor en Lima. Poco antes de expirar vendió sus prensas a su socio y amigo Francisco del Canto, miembro de una antigua familia de libreros de Medina del Campo (MiróQuesada 1983-1984). Los inicios del periodismo en el Perú virreinal pueden hallarse en las Relaciones, que consistían en cortos textos impresos, dedicados a una sola noticia. Las Relaciones se vendían por las calles a bajo precio y daban cuenta de los sucesos más importan-

Virreinato: Instituciones y vida cultural de Juan Antonio Suardo, y Joseph y Francisco de Mugaburu, precursores del periodismo peruano. Gracias a ellos es posible reconstruir varios aspectos de la vida cotidiana de la capital durante el siglo XVII. La diversidad de asuntos que abordan estos escritores nos permite compenetrarnos con las formas de vida en el Perú del seiscientos.

LA MÚSICA Los peruleros en sus largas marchas sobre los Andes encontraron en la música y el canto una gran compañía ante la vasta soledad que los rodeaba. Sabemos que las ambiciones monárquicas de Gonzalo Pizarro le llevaron a fundar una capilla y reunir seis ministriles para que realzaran su imagen con cánticos y composiciones religiosas. Los virreyes que llegaban al Perú incluían músicos en sus cortes, cuya labores divertían al vicesoberano y su gente. El caso más ilustrativo es el de Tomás de Torrejón y Velasco (Villarrobledo 1644-Lima 1728), quien arribó al Perú con el virrey conde de Lemos, y fue autor de varias cantatas (como Si el alba sonora) y una misa cantada. Su fama se extendió con la musicalización de La púrpura de la rosa del célebre Pedro Calderón de la Barca, estrenada en Los Reyes en 1701. Las repercusiones que lograron las obras de este músico barroco fueron tan grandes, que sus composiciones se escucharon en el Cuzco, Charcas y Guatemala (Estenssoro 1989). Con el advenimiento de la casa de Borbón, el gusto musical de la alta nobleza española se tornó hacia las piezas italianas. Fue así como el virrey marqués de Castell dos Rius, que había servido como embajador español ante la corte de Luis XIV, ejerció el mecenazgo en favor del músico Roque Ceruti (Milán ?-Lima 1760), quien difundió la forma operística italiana y el nuevo estilo armónico del violín (Sas 1972). Ceruti supo adaptar estas nuevas técnicas del barroco a las exigencias del público limeño y, sin salir de su estilo original, recurrió a la comicidad. La obra del violinista milanés fue una de las más difundidas y varios archivos conservan sus partituras (Estenssoro 1989). Tomás de Torrejón tuvo un discípulo muy cercano en el presbítero José de Orejón y Aparicio (Huacho 1715-Lima 1765), maestro de capilla de la catedral de Lima. Había heredado del maestro de Villarrobledo la habilidad contrapuntística, y de Roque Ceruti las formas italianizantes. Orejón y Aparicio compuso una Pasión según San Juan y cantatas como Ah del gozo, dedicada a la Virgen María. A su vez 661

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tes acaecidos en Europa y en España y sus posesiones. Informaban acerca de triunfos militares de la monarquía católica, las beatificaciones y las canonizaciones, las fiestas oficiales, los procesos inquisitoriales, las incursiones de piratas, los terremotos, etc. Gracias a este medio de información los moradores de las ciudades del virreinato llegaron a enterarse de las últimas noticias mundiales de gran trascendencia como el incendio de Constantinopla (1618) y la rendición de Breda (1626)(Gargurevich 1987). No todos estos textos informativos procedían de otros reinos. A manera de muestra debemos mencionar que en Lima Antonio Ricardo imprimió en 1594 la Relación del correo mayor Pedro Balaguer de Salcedo, sobre la entrada del corsario Hawkins por el estrecho de Magallanes, y en la misma urbe Alonso Bravo de Saravia Sotomayor mandó publicar en 1610, la Relación de las fiestas que en la ciudad de Lima se hizieron por la Beatificación del Bienaventurado Ignacio de Loyola. Algunos años más tarde este impreso fue utilizado como molde por el obispo del Cuzco Fernando de Vera y Padilla para relatar los homenajes que se rindieron al fundador de la Compañía de Jesús en la vieja capital incaica (Vargas Ugarte 1952). Otro género del periodismo inicial cultivado en el Perú fue el de los Noticiarios, que a diferencia de las Relaciones reunían varias nuevas. Probablemente el primer Noticiario fue uno impreso por Francisco del Canto en 1618 que daba cuenta de los acontecimientos políticos de las ciudades italianas, y de Inglaterra, Francia, Alemania y Malta. El Noticiario de mayor divulgación de mediados del siglo XVII fue el de las Cartas de Andrés de Almansa y Mendoza, a quien se le considera el primer reportero de España (Gargurevich 1987). En la Ciudad de los Reyes en 1701, apareció en forma de periódico el Diario de noticias sobresalientes en esa corte de Lima y otras habidas en Europa, que catorce años más tarde es sustituido por la reimpresión de la Gaceta de Madrid. En enero de 1744 sale a la luz la Gaceta de Lima, publicada sin interrupciones hasta la década de 1780. Fue éste un noticiario oficial cuyos directores eran nombrados por el virrey. La Gaceta de Lima se dividía en dos secciones, una referente a las noticias de Europa y de España, y otra exclusiva para la capital del vicerreino, que brindaba abundante información sobre los nombramientos, los movimientos telúricos, el arribo de las naves al Callao y acontecimientos cotidianos (Gargurevich 1987). Finalmente, no debemos dejar de mencionar los silenciosos aportes de los detallados diarios de Lima

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Sacerdotes entonando cantos litúrgicos en una fotografía de principios de siglo. La música en la colonia, además de acompañar el culto, fue utilizada entre otros fines para la conversión religiosa de la población andina.

un alumno suyo, Cristóbal Romero (Lima 17241790), igualmente religioso, fue un gran difusor del estilo logrado por el músico huachano. Casi coetáneo de Torrejón, el presbítero español Juan de Araujo (Villafranca 1646-La Plata 1712) alcanzó el éxito por saber combinar la música culta con el humor del folklore negro; por ejemplo, Araujo, en el villancico “Los negritos”, introduce la graciosa forma de hablar de los afroperuanos. A diferencia de los músicos antes mencionados, Juan de Araujo no pasó toda su vida en Lima. Ejerció la profesión musical en Panamá, Guatemala, el Cuzco (donde fue maestro de capilla) y finalmente en La Plata, donde le sobrevino la muerte. En el Cuzco, durante la primera mitad del siglo XVIII, destacaron los maestros Ignacio Quispe y fray Esteban Ponce de León. El primero era un compositor mestizo, conocido por la cantata Ah señores los del buen gusto, en la que se burlaba de manera sutil de la reglamentación musical. Ponce de León fue maestro de capilla de la catedral del Cuzco y hacia 1750 estrenó una ópera-serenata titulada Venid deidades, que ironiza las sempiternas rivalidades entre las ciudades de Arequipa y el Cuzco (Wuffarden 1993: 643). La música también estuvo al servicio de la evangelización de los indios. Un buen ejemplo es Hanac Pachap, pieza anónima con letra en quechua, que musicalizó bellamente el doctrinero y terciario franciscano Juan Pérez Bocanegra y cuya partitura se publicó en Lima en 1631. Hanac Pachap es la primera obra polifónica coral aparecida en América y, curiosamente, reúne la influencia de la pentafonía an662

dina y el estilo de las composiciones renacentistas, similares a las de Tomás Luis de Victoria. En cuanto a los bailes, hubo dos momentos muy marcados en torno a los periodos austriaco (que abarcó los siglos XVI y XVII) y borbónico (que cubrió todo el XVIII y los inicios del XIX). En la primera época se dejó notar la gran influencia flamenca, alemana e italiana; en la segunda es crucial la preponderancia francesa. No obstante, en ambos espacios temporales hay cierta combinación de las danzas que llegan del extranjero con la música criolla primitiva y los ritmos africanos. La corte de los virreyes fue determinante para el cultivo de la danza europea en el Perú. El conde de Nieva (1560-1564), que tenía fama de gobernante frívolo y libertino, reglamentó la etiqueta palaciega para las recepciones y especialmente para los bailes. Doña Teresa de Castro, esposa del segundo marqués de Cañete don García Hurtado de Mendoza (15901596), inició los saraos cortesanos que incluían danzas. A fines del quinientos, en tiempos de este último vicesoberano, se bailaba en Lima el “totarque”, el “puertorrico”, la “chacona”, la “valona”, la “churumba” y la “gallarda” (Vega C. 1981). Durante el siglo XVII, los miembros de la república de españoles bailaban la “pavana”, la “alemanda”, la “cadeneta”, la “zarabanda” y la “courante”, géneros de danza que se combinaron con los ritmos antes mencionados; en estos movimientos se dejaba sentir la influencia germano-flamenco-italiana. A partir del dieciocho, con el cambio de dinastía, se impone paulatinamente la moda francesa. Así aparecen el “minuet” y la “gavota”. También en esta centuria irrumpe el “zapateado” (de origen andaluz), que llamó la atención en 1713 del viajero francés Amadeo Frézier, y que puede considerarse un antecedente de la “zamacueca” y de la actual “marinera”.

Virreinato: Instituciones y vida cultural

BIBLIOGRAFÍA LA CABEZA Y LOS BRAZOS DEL REINO

LA IGLESIA Y EL TRIUNFO DE LA FE Este extenso capítulo que aborda el papel de la Iglesia y sus logros en el campo de la evangelización, la santidad y la religiosidad se ha apoyado en trabajos de corte general como Cristianización del Perú (1953) de Fernando de Armas Medina, La historia de la Iglesia en el Perú (1959) de Rubén Vargas Ugarte, y las obras del padre Armando Nieto Vélez S.J.: La Iglesia católica en el Perú (1980), que forma parte de la colección de historia peruana editada por Juan Mejía Baca; La primera evangelización en el Perú. Hechos y personajes (1992); “La Iglesia” (1993), capítulo del tomo V de la colección Historia general del Perú de la Editorial Brasa. Todos estos textos brindan un buen panorama del desarrollo del cristianismo en el Perú virreinal. Cada aspecto religioso ha sido complementado con monografías específicas. Así por ejemplo, al abordar el tema de los jesuitas y mercedarios en la evangelización, recurrimos a las investigaciones del padre Manuel Marzal S. J. y monseñor Severo Aparicio O. de M., respectivamente. Para la prédica y oratoria sagradas es fundamental el trabajo del padre Vargas Ugarte en torno a la elocuencia sacra (1942) y la publicación de Juan Carlos Estenssoro sobre la predicación a los indígenas incluida en La venida del reino (1994). El mismo criterio ha guiado el acápite referido a la extirpación de las idolatrías con los aportes de Pierre Duviols (1986) y Pedro Guibovich (1993). Para describir el funcionamiento y la ideología de la Inquisición hemos consultado la clásica Historia del Tribu-

nal de la Inquisición de Lima (1569-1820) de José Toribio Medina, y las investigaciones de Pedro Guibovich Pérez: Proyecto colonial y control ideológico. El establecimiento de la Inquisición en el Perú (1994), y de Teodoro Hampe Martínez: Control moral y represión ideológica: la Inquisición en el Perú (1570-1820) (1989). Asimismo, ha sido consultado el trabajo del padre Josep Saranyana y Ana de Zaballa en torno de Joaquín de Fiore y América (1995), y la tesis de Jimena Pizarro Baumann que estudia a Los León Pinelo: una familia de cristianos nuevos en el siglo XVII peruano (1993). Todos dan nuevas luces sobre las actitudes del Santo Oficio con respecto a sus procesados. El subcapítulo que aborda el tema de las cofradías se basa en las publicaciones de Beatriz Garland Ponce (1994) y de Anthony de la Cruz (1985). Ambos autores logran resumir todo lo escrito sobre hermandades y su función social dentro de las ciudades virreinales. Para la historia de la vida conventual femenina, la santidad, y los cultos cristológico y mariano hemos consultado una multitud de fuentes que van desde los libros hagiográficos y biográficos hasta los estudios de interpretación histórica. En estos subcapítulos volvemos a utilizar, en varios casos, la bibliografía citada con anterioridad como por ejemplo el libro Orbe indiano de David Brading (1991), quien analiza el papel social de la santidad en el virreinato del Perú. LA CIUDAD: ESCENARIO DE LA VIDA VIRREINAL El tema de las ciudades virreinales ofrece una multitud de fuentes, sin embargo hemos utilizado las más autorizadas, como los trabajos de Guillermo Céspedes del Castillo (1983) y José Luis Romero (1976), que ofrecen un adecuado marco general de la historia urbana de la América española, necesario como punto de partida. Esta información ha sido complementada con los estudios de los profesores Franklin Pease (1992) y Guillermo Lohmann Villena y Juan Günther (1992), para describir algunas de las características de las ciudades principales del Perú, donde incluimos el gobierno del cabildo. Para las fiestas religiosas y civiles se ha recurrido al completo estudio de Rosa María Acosta Vargas (1979), que ilustra con minuciosidad sobre la diversidad de festividades durante la época virreinal. El trabajo de la historiadora Acosta ha sido tomado como un excelente esquema, al que le hemos añadido algunas informaciones del estudio del investigador español Ángel López Cantos (1992), quien analiza las diversiones en Hispanoámerica. La alimentación y las comidas han sido muy poco tratadas por los historiadores. Por este motivo hemos tenido que unir información dispersa en distintos trabajos en torno al mundo virreinal, como los de Manuel Atanasio Fuentes, José M. Valega, Emilio Romero y Rosario Olivas Weston, esta última especialista en dulces virreinales. LA DEFENSA: EL BRAZO ARMADO DEL REINO Para este capítulo se ha utilizado como fuentes varios trabajos sintéticos como el de Juan José Vega, que logra exponer con claridad la historia de la organización militar del virreinato y de las fortificaciones en su libro en torno al ejército peruano (1981). Justamente para este último tema el texto de partida ha sido el del profesor Guillermo Lohmann Villena, titulado Las defensas militares de Lima y Callao, (1964), que a pesar de su antigüedad sigue siendo una monografía de consulta obligatoria. Las informaciones sobre rebeliones de españoles e indios las hemos extraído de la mencionada recopilación de Vega, de la síntesis histórica del Perú virreinal de Franklin Pease (1992), y del recuento de la labor de los virreyes de José Antonio del Busto Duthurburu (1993), lo que permite adquirir una comprensión cabal y exacta de cada motín. Juan José Vega y José Antonio del Busto también nos abren la posibilidad de acceder a un panorama de las entradas militares de los siglos XVI y XVII.

Los temas de la Escuadra española y las incursiones extranjeras, específicamente las de ingleses y holandeses, han sido excelentemente abordados por el ya mencionado doctor Lohmann en la Historia marítima del Perú (1973); por el profesor Pedro Rodríguez Crespo (1964); y por los investigadores españoles Pablo Pérez-Mallaína y Bibiano Torres (1987), quienes son los que conocen con mayor amplitud la historia de la Armada del Mar del Sur. LA CULTURA EN EL VIRREINATO DEL PERÚ Las distintas manifestaciones de la cultura virreinal han sido tomadas de una bibliografía especializada para cada tema. El subcapítulo que aborda la educación encierra monografías recientes y novedosas, como la de Martín Monsalve (1994) que logra distinguir las fases del sistema educativo. La filosofía y la teología cultivadas durante el virreinato son tópicos poco estudiados. No obstante existen algunos trabajos esquemáticos que dan cierta luz sobre el particular, como los de Augusto Salazar Bondy (1967) y Manuel Mejía Valera (1963). Un caso distinto por lo riguroso de su análisis es el de Walter Redmond (1972), quien ha investigado a profundidad la lógica de Juan de Espinosa Medrano y los aportes de este presbítero cuzqueño a la filosofía moderna. Para la medicina hemos recurrido principalmente al libro de Juan B. Lastres (1951), que nos ha servido como una pieza fundamental para introducirnos en este campo. Por cierto, el subcapítulo ha sido complementado con las monografías del doctor Jorge Arias-Schreiber (1971) y del polígrafo Manuel Zanutelli Rosas (1978). Los estudios históricos sobre la cosmografía en el período virreinal no se pueden hallar con facilidad, menos aún con una explicación ordenada y coherente. En este subcapítulo hemos consultado la monografía de Jorge Ortiz Sotelo (1992), que logra sintetizar las características centrales de esta disciplina. Para la descripción de los círculos intelectuales y la vasta obra literaria de los escritores virreinales existe una multitud de estudios sintéticos que nos han resultado de gran utilidad. Sin embargo hemos tomado como punto de partida la historia de la literatura peruana de los siglos XVI, XVII y XVIII de Jorge Cornejo Polar (1993). Es importante añadir que el recuento de la vida y obra de cada escritor ha sido tratado basándose en su mejor especialista. Así por ejemplo, para el Inca Garcilaso nos basamos en las observaciones de Aurelio Miró-Quesada (1994) y para Pedro de Peralta en el libro de Luis Alberto Sánchez (1967). En el subcapítulo referente a la cultura del libro nos hemos apoyado en el extenso artículo de Teodoro Hampe Martínez (1993), así como el clásico texto de Irving Leonard (1979) sobre las lecturas preferidas por los habitantes del Perú, la venta de publicaciones, la historia de la imprenta y la fiscalización de algunos títulos por parte del Tribunal de la Inquisición. En esta misma sección abarcamos el periodismo inicial peruano, aprovechando las síntesis bibliográficas del padre Vargas Ugarte (1935) y las indagaciones de Juan Gargurevich (1987). Los teatros español y quechua desarrollados en la época que nos interesa, tienen en las investigaciones de Guillermo Lohmann Villena (1945) y Teodoro Meneses (1983), los estudios mejor logrados. El tema del teatro se acerca a la música, y es éste el lugar para hablar de sus fuentes. Las particularidades de las composiciones de los maestros y los estilos musicales, su función dentro de la sociedad, así como los diversos bailes, han sido analizados por Andrés Sas (1972), Robert Stevenson (1976), Juan Carlos Estenssoro (1989), y cabalmente esquematizados por Luis Eduardo Wuffarden (1993).

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Para el capítulo referido a las instituciones y autoridades virreinales existe abundante información. Sin embargo, hemos procurado basarnos generalmente en los últimos y más actualizados trabajos historiográficos como “El gobierno y la administración” de Guillermo Lohmann Villena y “Virreyes y gobernadores” de José Antonio del Busto Duthurburu. Ambos estudios forman parte del libro “El virreinato”, tomo V de la Historia general del Perú (1993). También nos han resultado útiles las tesis de derecho de Fernán Altuve-Febres Lores, De la naturaleza jurídica de los reinos del Perú y de Renzo Honores Gonzales, Litigiosidad indígena ante la Real Audiencia de Lima, ambas de 1993; y el sugerente artículo de José de la Puente Brunke sobre los vínculos de parentesco entre los magistrados de la Audiencia y los vecinos de Lima (1990). Todos ellos nos aportan una nueva perspectiva sobre el papel social de esta corporación judicial. El libro Una política indigenista de los Habsburgo: el protector de indios en el Perú (1988), de Carmen Ruigómez Gómez, nos ha ampliado el panorama para referirnos a los protectores de naturales. Sin embargo, la consulta de bibliografía novedosa en torno a las instituciones virreinales no excluye la revisión de libros clásicos sobre este aspecto histórico. Tal es el caso de El imperio hispánico en América (1958) de Clarence Haring y El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias (1957) del profesor Guillermo Lohmann Villena. Además hemos juzgado oportuno vincular al tema de las instituciones el concepto de derecho y legislación virreinales, y el de los letrados y agentes de la ley. Para esta parte la mejor visión y el marco general del espíritu de la legislación son proporcionados por el profesor argentino Víctor Tau Anzoátegui, con su monografía La ley en América hispana. Del descubrimiento a la emancipación (1992). Para el caso estrictamente peruano Jorge Basadre Ayulo, autor del manual universitario Historia del derecho (1993), reúne la más reciente información sobre la aplicación de la ley durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Estas observaciones históricas se complementan con los clásicos Estudios de historia del derecho indiano (1972) del historiador español Alfonso García Gallo, y el Biographical dictionary of Audiencia ministers in the Americas 16871821 (1982), de Burkholder y Chandler.

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VIRREINATO

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