El hombre del corazon blandito - Julio Marin Garcia.pdf

El hombre del corazón blandito © 2020, Julio Marín García (@julioescritor94). © Diseño y maquetación: Julio Marín García

Views 19 Downloads 0 File size 2MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

El hombre del corazón blandito © 2020, Julio Marín García (@julioescritor94). © Diseño y maquetación: Julio Marín García. © Ilustración de Portada: Francisco Ortuño. © Corrección: Marta del Olmo Solas. Imágenes: Pixabay.com Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

A todas las personas que lo intentaron, que lucharon por amar, a pesar de las dificultades, a todas las que se recompusieron cuando, por miedo, vieron alejarse a la persona que querían con todo su ser. A todas las personas que fueron señaladas, que sufrieron, a manos de idiotas, el dolor de la intolerancia, a todas las que respondieron con sonrisas y se plantaron con firmeza para que, hoy, todos podamos vivir en un mundo mejor. A todas vosotras, personas luchadoras del amor y la libertad, os dedico este libro que he tecleado en mi ordenador pero que, sobre todo, he escrito con la tinta de mi alma. Sois nuestra memoria, jamás lo olvidaremos.

AVISO IMPORTANTE Uno de los personajes que aparece en este libro pertenece a Un puzzle de amor¸obra LGTBI que publiqué en septiembre de 2019, por tanto, hay spoilers. No es obligatorio haber leído dicho libro para seguir la historia, pero si estás interesado en leerla, te recomiendo que lo hagas ANTES DE SUMERGIRTE EN ESTE LIBRO.

ÍNDICE INTRODUCCIÓN EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO SE ENFRENTA A LA TORMENTA CAPÍTULO 1 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE SE PIERDE CADA VEZ MÁS CAPÍTULO 2 LA CHICA DE LAS LENTILLAS Y EL TROZO DE TARTA CAPÍTULO 3 LA CHICA DEL CARPE DIEM PASA DE TODO CAPÍTULO 4 CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE Y LA BODA CAPÍTULO 7 EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO Y LA MUERTE CAPÍTULO 8 LA CHICA DE LAS LENTILLAS EXPLOTA CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 CAPÍTULO 11 LA CHICA DEL CARPE DIEM SE ENFRENTA A SUS PADRES CAPÍTULO 12

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE EMPRENDE UN VIAJE CAPÍTULO 13 EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO NO DEJA DE PENSAR CAPÍTULO 14 CAPÍTULO 15 CAPÍTULO 16 LA CHICA DE LAS LENTILLAS TIENE EL CORAZÓN ROTO CAPÍTULO 17 EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO QUIERE DESCUBRIR LA IDENTIDAD CAPÍTULO 18 LA CHICA DEL CARPE DIEM TIENE SANGRE CAPÍTULO 19 CAPÍTULO 20 CAPÍTULO 21 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE LLEGA A SU NUEVO DESTINO CAPÍTULO 22 LA CHICA DE LAS LENTILLAS LLEGA AL LÍMITE CAPÍTULO 23 EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO Y EL HOMBRE DEL HOSPITAL CAPÍTULO 24 CAPÍTULO 25 CAPÍTULO 26 LA CHICA DEL CARPE DIEM ES INTERROGADA CAPÍTULO 27

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VA AL BALNEARIO CAPÍTULO 28 LA CHICA DE LAS LENTILLAS TIENE UNA NUEVA OPORTUNIDAD CAPÍTULO 29 CAPÍTULO 30 CAPÍTULO 31 LA CHICA DEL CARPE DIEM Y LA FIESTA CAPÍTULO 32 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VA AL PSIQUIATRA CAPÍTULO 33 EL CHICO DEL CORAZÓN BLANDITO Y SUS VÍNCULOS EMOCIONALES CAPÍTULO 34 CAPÍTULO 35 LA CHICA DE LAS LENTILLAS DA UN GIRO RADICAL CAPÍTULO 36 LA CHICA DEL CARPE DIEM SE PREPARA PARA UN VIAJE CAPÍTULO 37 EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS VUELVE A MADRID CAPÍTULO 38 EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS Y SU HIJO CAPÍTULO 39 EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS HABLA CON UN VIEJO AMIGO CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE CIERRA SU ÚLTIMA CUENTA PENDIENTE CAPÍTULO 42 LA MUJER DEL CARPE DIEM VUELVE A CASA CAPÍTULO 43 EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VUELVE A SONREÍR CAPÍTULO 44 EPÍLOGO CAPÍTULO ADICIONAL

INTRODUCCIÓN

SE ABRAZA A AQUEL LIBRO como si fuera el tesoro más grande que jamás hubiera descubierto. Saluda a toda la gente con la que se encuentra con una sonrisa extrema. Piensa en él, era su fuente de inspiración, y ese libro es su personificación. Se relaja sobre aquel banco, sintiendo la luz del sol impactar en las hojas del tomo y respirando, a su modo, el pulcro aire que lo envuelve. —Hola, papá, ¿cómo te encuentras hoy? —Bien, bien —dice, con la mirada ida—. ¿Quieres que te cuente una historia? Su hijo se acerca más a él. —¡Claro, papá! Estoy deseando conocer al chico del corazón blandito. Al pronunciar su nombre metafórico, sus ojos se encandilan, se llenan de vida. Aquella voz vetusta, con arrugas en la cara y mirada brillante, comenzó, una vez más, a contar esa historia. Su hijo, como tantas veces había hecho, le prestó atención con el mismo interés de siempre, como si no supiera todo lo que había ocurrido. —Debieron amarse mucho —interrumpe, con una sonrisa, apoyando la mano sobre el hombro de su padre.

—¿Mucho? No te lo imaginas, se amaron por encima de todo, era un infinito por infinito que no terminaba nunca. Se querrán para siempre, aunque cierren los ojos, aunque el mundo se extinga. El amor que sienten es su razón de ser. Comienza a toser y, como en otras tantas ocasiones, vuelve a perder el control. —¿Adrián, sigues ahí? ¿dónde estás, Adrián? ¿Dónde te has metido? ¡No! ¡Vuelve, por favor! ¡Me lo prometiste, me lo prometiste! —Papá, por favor, tranquilízate. Su hijo trata de calmarlo y, rápidamente, hace un gesto con los dedos para avisar a alguien. —¡No saltes, por favor! ¡No saltes! Y, mientras un hombre de noventa y dos años vuelve a perder el juicio, su hijo coge el libro que se ha dejado en el banco: El hombre del corazón blandito.

EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO SE ENFRENTA A LA TORMENTA PASADO

ÉRASE UNA VEZ, una noche tan fría que las alas de los pájaros quedaban congeladas cuando intentaban alzar el vuelo. Perdían el don de mirar el mundo desde arriba, para eclosionar, en cuestión de segundos, contra el suelo. El aire se movía con tanta brusquedad que parecía que iba a derribar las ciudades. Los truenos iluminaban la noche con su intermitente luz amarilla, y provocaban que muchos niños tuvieran pesadillas. Algunos adultos bajaban las persianas para evitar ver aquel temido resplandor; parecía el Apocalipsis. El granizo golpeaba con tanta fuerza que iba a atravesar los cristales. Parecía que la naturaleza estaba demostrando su ira, su rechazo al mundo. A la mañana siguiente, sábado, la ciudad se encontró bajo el abrazo de un sol protector. Un niño, junto a su padre, decidió ir a la montaña a coger caracoles. —¡Qué miedo, papá! Pensaba que nos íbamos a ahogar —dijo el pequeño. —Nos estaría bien merecido. No cuidamos nada la naturaleza —le contestó a su hijo. —¿Qué quieres decir? —Mira a tu alrededor, ¿qué ves? —le preguntó su padre.

El niño dio una vuelta y observó la montaña. —Veo árboles y plantas —dijo, muy convencido de su respuesta. —¡Solo! —exclamó su padre. El niño volvió a dar una vuelta y miró a su progenitor sin saber qué decir. —En la vida, hijo mío, hay que darse cuenta de los detalles. Hay cosas pequeñas, casi invisibles, y a veces invisibles del todo, que pueden marcar la diferencia. —El hombre mayor señaló hacia una papelera—. ¿Qué ves ahí? —Una basura… —Sí, sí, pero… ¿qué le pasa? —Está rota. Hay suciedad y botellas alrededor, algunas rotas. —La tierra necesita abono para ser feliz, no cristales, plásticos y cartones. Las personas van por el mundo creyéndose sus amos, como si fueran dioses. Sin embargo, hijo mío, nosotros somos pequeños e insignificantes puntos que hacen su viaje en el mundo; y el mundo manda. Cuando todo esto que ves deje de existir por culpa de la contaminación, no habrá hueco para nadie. Por eso, la Tierra nos da avisos… El padre carraspeó mientras, con mucha pena, observaba lo que las personas estaban haciendo con la naturaleza. Con aquella montaña en la que se había criado. —Papa, ¡tengo una idea! —dijo el niño. Su padre lo miró sorprendido. —Podríamos venir todos los fines de semana y recoger la basura, así la montaña no se contaminará y podremos evitar que desaparezca. —La inocencia brotaba en sus ojos. Su padre le regaló una sonrisa. —Es una buena idea, pero… ¿sabes qué sería mucho mejor? El niño se encogió de hombros.

—Que los padres y las madres enseñaran a sus hijos a ser ciudadanos antes que médicos, científicos o abogados. El título de buena persona no se consigue en el colegio, hijo mío, ese título te lo da la vida. El niño siempre escuchaba con mucho interés las lecciones que le daba. Su padre se sentía especial al ver cómo lo miraba, con atención. Comenzaron su búsqueda de caracoles cuando, de repente, el niño emitió un grito despampanante. —¡PAPÁ, PAPÁ! Su padre fue corriendo, asustado, pensando que le había ocurrido algo muy grave. La vena protectora se le activó. El niño se había quedado paralizado ante lo que había visto. —¿Está muerto, papá? ¿Está muerto? Su padre, sin contestar, llamó rápidamente a los servicios de emergencia deseando, con todo su corazón, que esa persona estuviera viva.

CAPÍTULO 1

SE QUEDA SORPRENDIDO AL VERME. Yo también lo hago. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No soy capaz ni de reflexionarlo. Pero, ahora, estábamos ahí, padre e hijo, de nuevo, después de más de doce años. Doce años pueden dar mucho de sí. Y lo habían hecho, ya lo creo… —¿No vas a darle un abrazo a tu hijo? —le pregunto mientras sonrío y me acerco a él. Puedo ver cómo sus ojos empiezan a desbordarse conforme me aproximo. Va a llorar. —Pensé que nunca volvería a verte… Pensé que nunca volvería a verte… Perdóname, hijo mío, perdóname por todo lo que pasó. Yo tampoco puedo evitar desplomarme en sus brazos y llorar todas las lágrimas que había almacenado todos estos años. —Papá, el pasado se quedó atrás. Hace mucho tiempo que cambié de filosofía, ya no soy esa persona, ya no tengo ese odio dentro de mí. Me acuerdo de lo que me decías: que el odio no me iba a hacer feliz. ¡Tenías razón! Así que me deshice de él tan rápido como pude. Seguimos abrazados, llorando el paso del tiempo, la ausencia de un padre y un hijo que llevan doce años sin intercambiar una palabra, una mirada, un gesto… —¿Qué ha sido de ti? —me pregunta. —Muchas cosas… Han sido demasiadas… Ahora, lo único que quiero es volver. Lo prometí. Prometí que cuando cumpliera mis promesas regresaría a casa. ¡Soy un hombre de palabra! —le digo mirándole fijamente a los ojos.

—¿La encontraste? Silencio. —¿Encontraste a tu madre? Largo silencio. —¡Sí! Pero no quiero hablar de ella. ¡Quiero recuperar el tiempo perdido contigo! Quiere saber de ella, de las cosas que he hecho durante todo este tiempo, pero no me apetece hablar, no quiero enfrentarme a mis decisiones, a las cosas que han ocurrido, a la verdad. No quiero hablar de todos esos asuntos, no hasta sentirme preparado. —No puedo creer que hayas vuelto… —Bueno, parece que el tiempo te ha dejado el corazón blandito. ¡Cuéntame tú, papá! ¿Qué ha sido de ti? ¿Alguna madrastra a la que conocer? —¡No! Ha habido mujeres, pero nada serio. Me he dedicado a trabajar y a encontrarme. No creas que eso de encontrarse va solo con los adolescentes. Yo también he necesitado hallar a la persona que llevaba dentro. —¿Y lo has conseguido? —Bueno… hay días en los que creo que sí, otros, pienso que no me conozco nada. —Creo que nadie puede conocerse al cien por cien. ¡Te veo bien, papá! Pensaba que estarías más viejo. —Tengo alguna cana más, pero me he cuidado bastante. Me echo unas cremitas antiarrugas que funcionan de lujo. Nunca imaginé a mi padre usando cosméticos. Me hace gracia. Me siento feliz de haber vuelto, de estar en casa. Miro las paredes de siempre y los recuerdos de mi adolescencia vuelven a mi cabeza. Todas las vivencias pasadas me persiguen como si siguiera siendo aquel niño desubicado, con el corazón blandito, que no entendía por qué su madre lo había abandonado. ¿Quién puede entender algo así?

—Papá. —¿Qué? Lo miro emocionado. Es mi padre después de todo… El que estuvo cada día a mi lado hasta que desperté, el que no opuso resistencia a que me marchara, el que vivió durante años en la culpabilidad. ¿Cómo no iba a emocionarme? Llevaba doce años sin verlo. —Lo siento. —¿Por qué? —Fuiste mejor padre de lo que te hice saber. ¡Quiero que lo sepas! Y vuelve a abrazarme, yo le correspondo. El muro infranqueable que construimos hace años lo hemos derribado en un momento. —¿Te quedarás? —A eso he venido —le contesto. —¿Lo sabe alguien más? —No. Eres el único. —Se lo dirás a… —No lo sé… —Vino a buscarte… ¿sabes? Le di el bocadillo. Ese chico te amaba con todo su corazón. Se desplomó en el portal cuando leyó tu carta. Se puso a llorar sin control, como hiciste tú. Nunca había visto algo así. Pensar en él sigue llevándome al principio de todo: al descontrol de mis pensamientos. Pero cumplí mi promesa, la de que no iba a volverme a ver, al menos la he cumplido hasta ahora. —Nos amábamos demasiado… —Os amáis demasiado… Hijo mío, hay historias de amor que son para siempre, y por muchas barreras que construyamos siempre podrán traspasarlas, están hechas de otro material.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE SE PIERDE CADA VEZ MÁS PASADO

PODRÍA DECIRSE QUE AQUELLOS dos hombres se estaban besando, pero ¡qué va! Eso no podía tener tal definición. Eran simplemente dos cuerpos jugando a evadirse de la vida, a buscar la diversión en el placer individual. Ni siquiera sabían sus nombres. ¿Cómo iban a querer besarse? Tal vez lo parecía, pero esos besos no tenían sentimiento alguno, se originaban y morían por su propio peso. Eran tristes y oscuros, y no porque la libertad sexual sea algo malo, sino porque, al menos, uno de ellos no se identificaba con ese comportamiento. Estaba siendo arrastrado por la rabia que se había originado en su interior, haciéndose su dueño. Malas decisiones, pero a veces no se pueden domar. Las malas intenciones brotan en nuestra mente y crecen como una planta, pero sin nada bueno que aportar. Era triste verlo así, con todo lo que había sido, con todo lo que había brillado, ¿en qué momento las cosas se habían tornado tan oscuras para él? Follaban como si fueran animales salvajes, sin conocer sus secretos, sus puntos más erógenos. Follaban buscando, únicamente, el placer de correrse cuanto antes. No pensaban en nada más. ¿Podía ser sano aquello? Cambiaron de posición, alternaron los roles, practicaron sexo oral, se dieron lametones arbitrarios y, finalmente, se

corrieron para despedirse con timidez. Hay que ver… Después de todo lo que habían hecho. El hombre de la sonrisa triste, antaño, el de la sonrisa más bonita jamás conocida, se tumbó sobre la cama y reflexionó, una vez más, sobre su felicidad. La que le fue arrebatada. ¡No se puede vivir anclado en el pasado! Hay que coger la vida con las manos y estrujarla al máximo. Es un tópico lo de que el tiempo pasa, pero tiene toda la razón. Cada día vivido con los ojos cerrados será siempre un día menos. Cogió su móvil y, una vez más, volvió a mirar esa foto. Los hoyuelos se marcaban en su cara y el chico al que tanto recordaba lo rodeaba con sus brazos. Le echaba de menos, esa era la única realidad. Parecía que no había mundo más allá, pero… solo tenía que abrir los ojos y darse cuenta de todas las oportunidades que estaban presentes. Se paseaban frente a él, solo que tenía los ojos cerrados.

CAPÍTULO 2

RECORRO LAS CALLES DE AQUEL pueblo en el que sufrí más de lo debido, a una edad donde la risa debería de haber sido el plato principal. Miro con cierta extrañeza, entremezclada con nostalgia, los árboles del paseo del río. Respiro ese aroma tan característico a primavera que odian las personas con alergia. «¡He vuelto!», me digo, tratando de convencerme, tratando de hacerme ver que estoy aquí, de nuevo, en el sitio del que salí corriendo para poder extender las alas. No sé si es la nostalgia del momento, o que las heridas nunca terminan de curarse del todo, pero tengo ganas de llorar, y os prometo que llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Es como si este sitio fuera mi debilidad. Aunque para qué nos vamos a engañar, no se trataba del sitio, sino de las cosas que había vivido allí. Mi historia de amor. A veces, las personas que amamos son las que más nos destruyen. Y siempre tendrán ese poder sobre nosotros, ¡nos han marcado! Doce años dan para mucho: por ejemplo, para saber que no han sido suficientes como para olvidarme de Pablo. He pensado tantas veces en él que creía que iba a volverme loco. Me enamoré como los pingüinos, para siempre. Nadie pudo llenar ese vacío. ¡Y lo intenté! Con todas mis fuerzas. Conocí chicos maravillosos que podrían haberme hecho muy feliz, pero no eran para mí, no sabían encender la hoguera. Solo él lo consiguió. La gente se acostumbra a estar por estar, a conformarse, pero esa no es mi filosofía. Yo necesito mirar a los ojos de mi

chico y ver cómo el fuego arde sin quemarnos. Hubo hogueras que parecían prender, pero que se apagaron demasiado rápido. Amores fugaces, corazones rotos, parejas que caducaron con el verano; el mundo está lleno de distintas filosofías, pero todas coinciden en algo: las heridas del amor, del verdadero, duelen toda la vida, son perennes. No tengo muy claro por qué he tardado tanto tiempo en regresar. Supongo que tenía miedo. Miedo de volver aquí y sentirme perdido de nuevo, engullido por los fantasmas del pasado, por los lastres que me hacían pequeñito, que apagaban mi brillo… ¡Pero era inevitable! Mi destino era regresar, demostrarme a mí mismo que había cogido las riendas de mi vida y que, ahora, nadie podría volver a convertirme en un niño triste y desamparado. ¡También lo echaba de menos! Tenía miedo de encontrarme a mi padre hundido en la miseria a causa del abandono de una madre y un hijo. ¡No se lo merecía! Doce años han dado para mucho: momentos buenos y momentos que deseo no volver a recordar nunca; aunque es difícil cuando sueñas con ellos. Supongo que, tarde o temprano, tendré que enfrentarlos, al igual que estoy haciendo ahora con mi pasado. Lo veo caminar a lo lejos, con el torso erguido. Puedo apreciar su nerviosismo. Yo también estoy nervioso, como para no estarlo. Lleva una camiseta de Los Simpson y un vaquero ajustados; su estilo de siempre. Me agrada darme cuenta de que porta el anillo de su hermano en el dedo. Lo recuperó. Avanzo hacia él para recortar la espera, un tanto emocionado, aunque lo disimulo con maestría. Había aprendido cosas nuevas. Ya no soy tan predecible. Y entonces, a un metro de separación, nos quedamos plantados, mirándonos, con los ojos vidriosos. —Hola, marica —le digo, regalándole una sonrisa sincera. Silencio. —Doce años —dice.

—¿No me vas a dar un abrazo, marica? —intento que deje atrás los recuerdos del pasado, y se centre en este momento. —Doce años y sigues insultando de culo. Sigue con las palabras cultas, se te daba mejor. Y entonces, víctima y verdugo, reconvertidos en personas nuevas, nos damos un abrazo muy fuerte. Puedo sentir que está mucho más dolido de lo que me ha hecho ver. Lo sé, porque de dolor entiendo… tengo un máster.

LA CHICA DE LAS LENTILLAS Y EL TROZO DE TARTA PASADO

LO PRIMERO QUE HIZO al despertarse fue colocarse las lentillas, como cada día. No tenía ningún problema visual, sin embargo, su felicidad dependía de ellas. ¡Ni loca saldría a la calle sin ponérselas! No estaba dispuesta, de nuevo, a pasar por aquello que la marcó. Es una pena que, al final, lo que nos pasa, en lugar de superarlo y vencerlo, lo convirtamos en pequeños traumas que arrastramos de por vida. Y esto no es una tontería, hay que tomárselo en serio. Los traumas no desaparecen, así como así, todo lo contrario, cuanto más tiempo viven en nosotros, más grandes se hacen. No había desayunado ni probado bocado alguno desde que se levantó a las siete de la mañana. El reloj marcaba la una. Su barriga rugía pidiendo alimento. Su conciencia la insultaba: «GORDA». Podía aceptar cualquier cosa, excepto volver a ser el centro de atención. No iba a soportar, de nuevo, aquella crueldad gratuita que la acompañó durante su adolescencia. Abrió el frigorífico y vio cómo el trozo de tarta, impoluto, con chocolate, galleta y nata parecía llamarla. Intentó tranquilizarse, pero estaba fuera de sí, el hambre la controlaba, el hambre que, antaño, hizo que pesara treinta y tres kilos más. Cogió el dulce y comenzó a comérselo, con ansiedad, mientras su mente seguía insultándola: «CERDA». No hay nadie más peligroso que nosotros mismos. Podemos llegar a hacernos mucho daño si nuestros pensamientos se tuercen y la toxicidad habla en su nombre. Se lo comió todo y, tras hacerlo, chupó el plato como si no hubiera comido en años.

Desde la puerta, una madre rota que no sabía qué podía hacer para ayudar a su hija, lloraba en silencio. Veía cómo, instantes después de chupar el plato, se dirigía veloz al baño. Desde la puerta escuchaba cómo el sonido de aquellos niños del pasado la empujaba a hacer tonterías. —¡No soy una CERDA! —chilló desde el baño. Había perdido el rumbo, ¿cómo podía retomarlo? Y, entonces, llegó el silencio. Cortos segundos. Después, tumbada en el suelo y abrazada al lavabo, comenzó a llorar. Madre e hija, separadas por una puerta, dejaban sus lágrimas caer.

CAPÍTULO 3

LLEGAMOS A LA FAMOSA HELADERÍA del pueblo. La antigua jefa cedió el trono a su hija que, ahora, la lleva junto a su pareja. Me hace reflexionar sobre el paso del tiempo. Pensaba que sería eterna. El mundo avanza y no perdona. El que se atasca pierde años de vida, no porque vaya a morir antes, sino porque los años vacíos no podrán recuperarse jamás. Yo había desperdiciado muchos… —¿La encontraste? —me pregunta. —No quiero hablar de ella. —De ella hablabas siempre… —Las personas cambian, Bruno, deberías saberlo. —¡No es justo! Te fuiste sin decir nada… doce años esperando para volver a saber de ti. ¡Me porté bien contigo! Sí… la cagué en el insti, pero luego te protegí, te cuidé, estuve contigo… ¿Crees que me merecía eso? Y ahora vienes aquí, después de mucho tiempo, y no me dejas preguntarte por las cosas realmente importantes… ¡Qué mierda todo! —¡Eh, cálmate! —le digo mientras coloco mi mano sobre su nuca y acerco mi cabeza a la suya tratando de relajarlo—. Estoy aquí… no me voy a volver a ir. Sé que te portaste muy bien conmigo, pero necesitaba encontrarme a mí mismo. Hice un viaje difícil de explicar, pero muy importante para mí. —Un viaje no dura doce años, ¡joder! —Hay viajes que pueden durar toda una vida.

—Pensaba que… después de tanto tiempo (no quiero que lo diga) no sentiría nada al mirarte… Pero te miro y vuelvo a sentir lo mismo que hace doce años. Sigo amándote. Y lo dice, y yo intento hacer oídos sordos ante ese comentario. Sabe que nunca podré verlo de esa manera. —¡Vamos a dejarnos de dramas! ¿Qué has hecho con tu vida? ¿Trabajas, novios, perros? ¡Cuéntame! Consigo cambiar de tema de conversación. Me mira algo decepcionado, pero no sigue hablando de ese asunto. Lo agradezco. No tengo ganas de enfrentar algo así. —Soy jefe de ATAC, vivo solo y tengo dos gatos. Ese es un buen resumen de mi vida. —¿ATAC? ¿Se supone que debo saber qué es? —Soy jefe de atención al cliente en Ikea. —¡Hostia! ¿Tú dando la cara ante los clientes? ¿Pero qué ha pasado en el mundo? Pensaba que buscaban gente con mejores modales… —bromeo. —Las personas cambian —me la devuelve. —¿Sí? Ahora me dirás que eres un lector empedernido y que te estudias la RAE por la noche, ¿no? —Ese nivel de frikismo sigue siendo tuyo… Pero sí, leo bastante desde que te fuiste. Ahora sé mandar a la mierda con palabras elegantes. —¡Madre mía! ¡Estás on fire! ¡Hazme una demostración! —le digo con una sonrisa provocativa. —¿Ve usted aquel cubo verde moco, con olor nauseabundo que se encuentra junto a otros cubos de colores variopintos? Pues es donde usted puede meter su opinión. ¡Aquí vendemos muebles muy bonitos! No nos pagan para soportar a mequetrefes. Me río. Se ríe. Tiene la cara más delgada, la barba acicalada y unos ojos café que le hacen ver muy atractivo. Es la primera vez que lo miro de ese modo. Me sorprende. Intento disimularlo.

—¡Me has dejado anonadado! ¿Has pensado en ir a Pasapalabra? —Soy mucho más de lo que ves, ¿sabes por qué? Porque nunca me miraste de verdad. Solo le mirabas a él, pero no puedes decirle que no a alguien con quien no lo has intentado de verdad. No te voy a presionar, pero que sepas que acabarás enamorándote de mí… ¡Lo sé! Y esa nueva seguridad, poco propia de Bruno, me hace temblar, pero claro, habían pasado doce años y, en doce años, hasta la autoestima puede dar un giro de ciento ochenta grados.

LA CHICA DEL CARPE DIEM PASA DE TODO PASADO

—TÍA, ¡NO ME JODAS! Es la fiesta de Álex, no podemos faltar… ¡Me lo quiero tirar, tía! ¡Por favor! —Eres muy pesada ¿eh…? La que se lo va a tirar eres tú. Pues ve tú. Mis padres me han dicho que no. —Tía, que tenemos dieciocho años, ¿cómo que no? ¡Que les den! Mira, tú les dices que te vas a casa de tu amiga esa, la empollona, y seguro que te dejan. Te prometo que nada de drogas, pero por favor, no me falles, eres mi mejor amiga —insistía por puro egoísmo. —Hay que ver cómo me lías. Si se entera mi madre me corta el cuello. —No se va a enterar. La chica del carpe diem había conseguido, una vez más, manipular a su amiga para salirse con la suya. Tras conseguir su sí y despedirse de ella, se marchó a casa de un amigo para comprar cocaína. ¡No iba a cumplir con su palabra! Aunque seguro que Sandra se lo imaginaba, desde que empezó el instituto se había convertido en una mentirosa compulsiva, todo bajo el lema del carpe diem. ¡Menuda chorrada! ¿Por qué la gente se empeña en mentir? Poco a poco, la palabra va perdiendo el valor, ¿qué queda después? Nada. Pero bueno… Seguro que, después de esa noche, de esa fiesta, de tirarse a Álex, de esnifar cocaína y ponerse hasta el culo de otras drogas cambiaría de percepción.

CAPÍTULO 4

LOS TRAUMAS DE LA INFANCIA SE ARRASTRAN de forma crónica toda la vida. Podemos aprender a vivir con ellos, pero siempre están ahí, aprovechando nuestra vulnerabilidad para hacerse fuertes. No quiero decir que los problemas nunca se superen, pero hay problemas y problemones, y los efectos colaterales de un intento de suicidio a los dieciocho años no se solucionan fácilmente. Necesité mucha ayuda para aprender a valorarme y, aun así, a día de hoy, todavía tengo momentos en los que lo único que deseo es volver a saltar. Es triste que, después de doce años, los horribles pensamientos de cuando era un niño con el corazón blandito sigan manifestándose. Supongo que el tiempo nos envejece, pero no puede cambiar nuestra esencia: soy el hombre del corazón blandito, por mucho que quiera cubrirlo de corazas, debajo de todas ellas, seguirá temblando ante el amor, ante mi madre… Voy al veinticuatro horas de la esquina de mi casa. Siento una sensación extraña cuando la gente me mira. Quiero gritarles «Sí, soy yo. He vuelto, y estoy vivo». Me contengo. Nunca he sido de montar el numerito. Debo aprender a contener a mis demonios. Con trece años era más fácil que con treinta y tres. Entro y siento que todo sigue igual que antes. Más moderno, pero con la misma esencia. La misma dependienta, de origen italiano, que hace doce años era una chica de sueños prometedores, me atiende. Yo la recuerdo.

—Algún día, cuando ahorre un poco más, dejaré esta mierda y cumpliré mi sueño: dedicarme a la pintura. Algún día… —Mi madre decía que «algún día» solo es una frase que dice la gente cuando no puede cumplir algo. Doce años no habían sido suficientes para cumplir su sueño. Todo lo contrario. Su mirada se tornaba apagada, y su voz decaída. Me recordaba a esos profesores sin vocación que no tenían interés alguno en ayudar a los alumnos. Siento pena por ella. —¿Qué tal los dibujos? —pregunto mientras le regalo una sonrisa amable, con cierta discreción. Ella se queda sorprendida. Seguramente nadie le había preguntado por eso desde hacía mucho tiempo. —Hace mucho que no dibujo… ¡Hay que trabajar para llegar a fin de mes! Es la típica frase que siempre decían los adultos. Tenía, en cierto modo, su parte de razón. ¿Pero por qué la gente se empeña en destruir los sueños de los demás? ¿Por qué no nos animan a creer en nosotros mismos? Puede que nunca hubiera triunfado como dibujante, pero la duda se quedará siempre en su corazón. Cuando sea mayor y sus nietos se sienten sobre sus rodillas les contará la historia. Les dirá que siempre soñó con ser artista, pero que no se atrevió, porque todo su mundo había esperado otra cosa de ella. —Habría pagado por tus dibujos. Y entonces, me reconoce. Lo sé porque sus ojos se ponen vidriosos como la luna. —¿Adrián? —pregunta sorprendida. —¿Cómo estás, artista? —le sonrío. —¡Madre mía! ¡Cómo has cambiado! ¿Qué ha sido de tu vida? Lo último que supimos de ti… era que te habías ido de

aquí. —Sí… me fui. Un día de estos, si quieres, te cuento la historia y, de paso, aprovechamos y me cuentas tú qué pasó con esa soñadora que parece que ha cerrado los ojos. —La vida, Adrián, que cambia los pensamientos. Pero sí, un día de estos, quedamos, abrimos una botella de vino, y lloramos los dramas acumulados, ¿te parece? Ahora ya puedes beber alcohol. —Me guiña un ojo. Me río. Pero una de esas risas que no enseñan los dientes, una de esas que, en el fondo, todo lo que quiere es darle el protagonismo a los ojos para que puedan abrir las compuertas. Tenía ganas de llorar porque ella también tenía el corazón blandito. Parecía que la vida no estaba hecha para nosotros. Al marcharme vuelvo a tener esos pensamientos trágicos en los que volar es una opción. Pero yo no soy Peter Pan. Nunca podría conseguir tocar las estrellas. Aprieto con la mano el colgante celta que llevo puesto desde pequeño; me calma, me cura. Observo la calle que parece abalanzarse sobre mí e intento controlar la ansiedad. Mi amiga Conchi me ayudó durante muchos años, me enseñó técnicas de relajación para poder controlar los episodios. La echo de menos. Necesito encontrar un psiquiatra urgentemente. Si algo había aceptado con el paso del tiempo es que la depresión que llevo arrastrando desde la adolescencia y que se manifiesta de forma más intensa en momentos puntuales, solo puedo controlarla con un especialista; tal y como había hecho este tiempo atrás. Necesitaba contarle la verdad a un desconocido, a alguien que no me juzgara, a alguien que no importara… Solo pensar en ella, en mi madre, hacía que mi corazón diera giros en todos los sentidos, ¿por qué dolía tanto?

CAPÍTULO 5 RECORDANDO: 12 AÑOS ANTES

ME BAJÉ DEL TREN, BASTANTE NERVIOSO. Era la primera vez que iba a Barcelona. No estaba acostumbrado a la multitud. La gente se desplazaba con rapidez, como si el mundo fuera a acabarse. A pesar de todo, contemplaba ilusionado el nuevo comienzo, el nuevo empezar. Me sentía feliz por haber abandonado el pueblo donde sufrí los peores momentos de mi vida. Antes de comenzar el viaje me hice una promesa: «se acabaron los dramas». Estaba vivo después de todo. Era el momento de ser feliz. De encontrar mi destino. Era la ocasión perfecta para demostrarme que, en el fondo de mi corazón, todo lo que albergaba era a un niño con ganas de comerse el mundo. Ni Pablo, ni mi padre, ni Laura, ni Irene, ni Bruno podían formar parte del nuevo comienzo, porque ellos siempre me recordarían la verdad. No fue fácil tomar una decisión así. Tenía dos mil euros en la cuenta del banco y trescientos en mi cartera. Esa era la gasolina con la que comenzaba el viaje. Unos límites que me daban auténtico miedo. Lloré durante el trayecto al recordar a las personas de mi pasado y de mi no-futuro. Sin embargo, aunque dolía tanto como en otros momentos de mi vida, era la primera vez que estaba convencido de obrar correctamente. Las emociones fueron intercalándose durante todo el viaje: nostalgia, pena, alegría, descubrimiento; todas querían aflorar.

«Encontraré mi destino. Lo sé. Lo sé», me dije mientras podía ver mi rostro en la pantalla del móvil. Imaginé un futuro prometedor, en el que cumplía mis sueños: escribía una novela, y conseguía vivir de la escritura, conocía a gente nueva, personas que me consideraban una prioridad, me enamoraba otra vez, de un chico al que no le importaba gritar mi nombre a los cuatro vientos. Nos mirábamos a los ojos y, sin motivo aparente, comenzábamos a reírnos. Esa era la clase de historia de amor que siempre soñé. La que hubiera estado dispuesto a vivir con… Me paralicé. El dolor afloró de nuevo. Su recuerdo apareció, penetrante, real, como si estuviera aquí. Podía oler su aroma y sentir las arrugas de sus manos. Una lágrima tentaba al explorador que soñaba con una nueva vida, amarrándome al pasado. Quería salir, pero intentaba retenerla tanto cómo podía. Llevaba escrito su nombre. Recordé el fuego, sus abrazos, mi cumpleaños, la hoguera. La lágrima cayó finalmente. Era mi perdición, por eso tenía que irme lejos, tanto que no pudiera encontrarme jamás. Pues sabía con toda seguridad que, si algún día sus ojos volvían a mirar a los míos y su piel arrugada acariciaba mis manos, no podría evitar caer en sus redes, de nuevo, porque yo me enamoré de él, como los pingüinos, para toda la vida. Intentaba encontrar a mi amiga entre la multitud. Estaba en la estación de Barcelona Sants. La vi. Vino veloz hacia a mí y yo fui hacia ella. Me dio un fuerte abrazo, de esos que crujen los huesos y curan el alma. Me quedé amarrado a ella durante unos minutos sintiendo, únicamente, el calor de su piel. Conchi y yo nos habíamos conocido por redes sociales. Siempre había sido una de mis escritoras favoritas, aunque no era demasiado conocida. La pasión por las letras nos unía e hizo que pudiéramos tener una ciber relación de amigos. Vino a verme, en varias ocasiones, durante los casi cuatro años que estuve en coma. Se había convertido en una persona muy importante para mí. Era la segunda vez que la veía. La primera fue cuando desperté. Cogió el coche y apareció, sin dudarlo.

Era ese tipo de situación en la que la gente demuestra con hechos lo que importas de verdad, lo que siempre había buscado en las personas que amaba. —¿Cómo estás, corazón? ¿Listo para empezar de nuevo? Que sepas que te vas a comer Barcelona —me dijo, con una sonrisa. —Te debo tanto… —Eh, corazón, nada de dramas. Se acabó todo eso. Ahora vamos a disfrutar de la vida, a emborracharnos hasta que el alcohol nos tumbe, y a demostrarte que las personas como tú también tienen derecho a encontrar la felicidad. Además, no te imaginas la de tíos buenos que hay por Barcelona. ¡Vas a flipar! Su actitud ante la vida me daba envidia. Quería tener su filosofía, ser como ella. Encontrarle el lado bueno a todo, reírme por cualquier cosa. Ese era, sin duda, el camino hacia a la felicidad. Así que, más seguro de lo que nunca había estado, decidí elegirlo. Conchi tenía ocho años más que yo. Se había divorciado de su marido hacía tres y, desde entonces, vivía la vida como si se fuera a acabar mañana. Había escrito más de cuatro novelas y vivía, humildemente, del dinero que cosechaba con ellas. Su lema: el carpe diem, su grupo de música favorito: Los Mojinos Escozíos, y su sueño: que todos los corazones blanditos pudieran ser felices. Era una buena persona. Me hospedó en su casa sin pedir nada, y me ayudó a encontrar un trabajo con el que poder mantenerme, con el que poder hacer que ese límite de dos mil euros no siguiera causándome ansiedad. Todo apuntaba a que el nuevo comienzo iba a ser la mejor decisión que había tomado nunca. Pero los fantasmas del pasado siempre están ahí, esperando para atacar en el momento más inesperado. Salí a dar una vuelta por Barcelona. Habían pasado varios meses desde mi llegada y estaba disfrutando mucho de los cambios. Entonces, escuché su voz, pude reconocerla rápidamente. Me giré extrañado, ¿cómo era posible que me hubiera encontrado?

—¿Adrián, eres tú? La miré extrañado, pero rápidamente mi corazón blandito tomó las riendas. —¿Qué haces aquí? —Mi cara se entristeció. Había pasado mucho tiempo. —Vivo aquí desde hace tres años. ¡Tu padre no nos avisó! —Fui yo. —¿Tú? ¿Por qué? —No quería que lo supierais… —le confesé. —… ¿Por qué? —Necesitaba empezar de nuevo. Vosotros siempre me recordaríais lo que ocurrió. —¿Puedo darte un abrazo? —me preguntó. Asentí. Se acercó rápidamente a mí y se echó sobre mis brazos. Yo la correspondí. El pasado volvió a adueñarse de mí. Sentía cómo sus lágrimas caían sobre mi cuello. —Pensé que no volvería a verte… ¿Me perdonas? ¿Me perdonas por no haber contestado a tus mensajes? Llevo años culpándome de lo que pasó. ¡Necesito que me perdones! —¡No te preocupes por mí, Laura! Estoy muy bien. Éramos niños… No estoy enfadado contigo, ni con nadie, todo cuanto quiero es que todos seamos felices. —¡No me lo puedo creer! De verdad pensé que… que no despertarías nunca. ¿Nadie más lo sabe? Pablo te visitaba siempre… Bruno se quedó en ti. Estaba sorprendida. Yo también lo estaba. Supongo que era como ver a un fantasma. —Laura, por favor, tengo que pedirte una cosa… ¡Prométeme que no se lo dirás a nadie! Ni Pablo, ni Bruno, ni Irene, ni el director deben saber la verdad. ¡Nadie puede saber dónde vivo! Si Bruno o Pablo lo descubren, vendrán hasta aquí.

—Pablo sigue enamorado de ti… Esperanzado de volver a estar contigo. —Tuvimos nuestra oportunidad, y pasó. Sé que es difícil de comprender, pero Pablo siempre será mi debilidad. No es amor lo que siento por él, va más allá. Nunca seré feliz. Cierto es que, los momentos buenos, serían indescriptibles, pero los momentos malos serían tan duros que no sé si mi corazón podría soportarlos, de nuevo. Una parte de mí sabe que, por mucho que me quiera, su personalidad es la de ser correcto, la de contentar a la mayoría, sería cuestión de tiempo que volviera a fallarme. Tenía los ojos vidriosos. —Solo quiero que seas feliz. ¡No diré nada a nadie! Pero… ¿me dejarás seguir viéndote? Será nuestro secreto, como en los viejos tiempos. No le contesté. No en ese momento. —Lo dejaste, ¿verdad? Dejaste a ese idiota. Asintió. —Lo soñé. Soñé muchas cosas mientras estaba en coma, creo que os estaba viendo, aunque ahora lo recuerdo todo muy difuminado. ¡Dame tiempo! Te llamaré un día de estos. Me alegro de haberte visto. —Y yo, Adrián, y yo. Y volvimos a fundirnos en un abrazo cálido, con aroma a nostalgia. Lo sentí, lo sintió. Era un afecto de verdad.

CAPÍTULO 6

VOLVER DESPUÉS DE TANTO tiempo está siendo extraño, como si fuera un viajero desconocido que siente que no pertenece ahí, pero… ¿pertenecía a algún lugar? Había dado tumbos en algunos sitios intentando hallar la fuerza que me motivara a seguir. ¿La encontré? Sí y no. Hubo momentos en los que pensé que la felicidad había venido a mi vida para quedarse, pero otros, la soledad era todo cuanto veía al abrir los ojos. La inestabilidad emocional nos acompaña durante muchos momentos de la vida. Conchi me ayudó mucho a derribar barreras, a saltar obstáculos, y a darme cuenta del valor que tenía realmente. ¡Valía mucho! Aunque se me olvidaba constantemente. Es difícil de explicar. Yo sé que valgo más de lo que muchos ven, pero me cuesta aplicar esos pensamientos de forma real. Sí, sé que debo creer eso, pero… todos tenemos consejos para el mundo, y luego no los aplicamos a nuestra vida. Ojalá fuera tan fácil como darle a un botón “aplicar pensamientos”. Me río ante el absurdo comentario porque, aunque no lo creáis, en mi cabeza tiene coherencia. Salgo de mi cama. La luz del sol ataca mis ojos y me recuerda aquel trágico día en el que soñé con volar en dirección contraria. Mi habitación sigue casi igual: el azul de la pared se ha envejecido ligeramente y algún desconchado pide a gritos una nueva capa de pintura. La enorme estantería llena de aquellos libros en los que me refugiaba cuando la gente prefería insultarme sigue intacta. Están empolvados. El título de La mecánica del corazón se mantiene ahí.

Recordándome todo lo que me marcó. ¿Sabéis por qué? Porque a Jack lo abandonó su madre, como a mí. Ningún niño debería vivir algo así, pero claro… Pienso en ella. Dolor. Rabia. Ira. Esa es la verdad. Quise creer en ella. Quise creer que era como un ángel que me protegía y que algún día volvería arrepentida. Ni siquiera supo que me había intentado suicidar. ¿Podéis imaginar lo que significa eso? Que vuestra propia madre esté viviendo otra vida, en algún lugar desconocido, con otras personas, quizá siendo feliz, quizá llorando engullida por sus decisiones injustificables, mientras vosotros estáis debatiéndoos entre la vida y la muerte, o entre una vida postrado a una cama. ¡Joder, la necesitaba más que a nadie! Necesitaba contarle mis inquietudes, hablarle de Pablo. Necesitaba que mi madre me diera un abrazo antes de dormir, como siempre había hecho. ¿Sabéis lo peor? Que, aunque todos me fallaron, supieron pedirme perdón, excepto ella, mi madre. Ella nunca se arrepintió de haberme abandonado. La puerta de la habitación suena. El hombre al que dejé solo, a pesar de haber sido la mano que sujetaba la mía durante tantos años en el hospital, entra con una bandeja que desprende un olor delicioso: un donut glaseado, un zumo de naranja, media tostada de tomate con aceite y sal, un huevo frito y dos lonchas de bacon. ¡Menudo desayuno! —¿Quieres convertirme en un cerdo? —pregunto con ironía. —Has venido muy delgadito, unos kilos más te van a sentar de lujo. ¡Vas a tener a los hombres haciendo fila! Me quedo pensativo ante ese comentario. Puede parecer que no esconde nada, sin embargo, para mí es muy revelador. ¿Sabéis por qué? Porque normaliza la situación. Eso era todo cuanto quise: vivir la vida con normalidad, sin que mis gustos tuvieran que convertirse en miradas hirientes, en palabras con puntos suspensivos, o en comentarios hipócritas cuando yo no estaba delante. —Papá, como mucho más de lo que piensas. He tenido suerte con la constitución, no engordo, aunque quiera.

—Bueno, bueno, tú come que no quiero que pases hambre. Por cierto, he pensado que, si quieres, el sábado podemos ir a pescar, como en los viejos tiempos. Lo veo feliz con mi vuelta. Le ha alegrado mucho. Tanto tiempo queriendo ser la prioridad de alguien y, ahora, veo con toda claridad que, a pesar de todo, siempre he sido la suya. Puedo observar, también, que detrás de esa sonrisa se esconde un hombre que ha sufrido mucho durante estos años. Es mi deber ayudarle, hacerle ver que, aunque el tiempo no se pueda recuperar, podemos volver a coger las riendas para aprovechar lo que nos queda. ¿Veis? ¡Lo que os decía! Consejos doy, pero para mí no tengo. —¡Me encantará ir a pescar! No te lo voy a poner fácil —le reto. Se ríe. —¿Y cuándo tú has sido fácil? —me devuelve el comentario, con ironía. —Lo fácil aburre. —¡En eso estoy de acuerdo! Y por fin, después de doce años, padre e hijo nos miramos como deberíamos haber hecho toda la vida, como la familia que éramos, como los dos grandes pilares que jamás tendrían que haberse separado. Ahora lo sabía, sabía que él también era una prioridad para mí.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE Y LA BODA PASADO

LA LUZ DEL DÍA EMPEZABA A APAGARSE con la llegada de la noche y no podía dejar de pensar que, justo en ese momento, todos sus amigos estaban disfrutando de una gran fiesta en el reservado de la boda. El que fue su chico, junto a su prometido, habrían brindado más de veinte veces y se habrían besado después. Ni siquiera se había metido en Instagram porque no quería ver nada, sin embargo, tampoco os creáis que le sirvió de algo, porque sus pensamientos lo recreaban como si estuviera sucediendo frente a sus ojos. ¿Sabéis una cosa? Estaba enfadado. Le deseó un buen futuro y les dijo a todos sus amigos que estaba bien. Que lo había superado. Pero no era verdad, no estaba bien, ni parecía querer estarlo. Incluso, una parte de él, le odiaba. Estuvo ahí en los peores momentos, luchando como un guerrero sin ni siquiera saber usar una espada. Sujetándolo para que no cayera al abismo. Cargando con parte de sus problemas para que no se jodiera tanto la espalda. Se quedó, incluso, cuando casi pierde a su amigo por una bala. Le ayudó a salir de la depresión que tenía y a superar los traumas de su vida, pero, después, en cuanto se quitó la armadura y se mostró fielmente a todo el mundo, perdió el interés; y el chico de la sonrisa más bonita jamás vista empezó a perderla. Ya ni los hoyuelos de la cara, ni las miradas de perro abandonado causaban el mínimo impacto en el hombre al que amaba. Y por eso, aunque no se lo había reconocido a nadie, estaba enfadado. No había luchado nada por salvar los sentimientos. Tampoco sabía si se podía luchar contra eso. Cuando le dijo que tenía dudas, su corazón se reventó, como un plato que cae

al suelo. A pesar de todo, a veces pensaba que la culpa fue suya, que fue demasiado orgulloso aceptando el camino fácil: alejarse. Le habría gustado coger sus hombros con las manos, apretar fuerte dejando impregnada la fragancia de su piel, y haberlo mirado por última vez a los ojos. No fue capaz. Se sentía dolido e infravalorado. Siempre se habían respetado, pero, de repente, de la noche a la mañana, llegaron las peleas continuas. La culpa fue de los dos, porque ninguno daba su brazo a torcer, pero podrían haber hecho autocrítica y haber salvado el puzzle que habían construido. Sin embargo, y dicho vulgarmente: ¡a tomar por culo! Todas las piezas tiradas al retrete. Y lo peor es que, una vez en el agua, el chico de la sonrisa triste fue el que tiró de la cadena en lugar de recogerlas mojadas y haberlas intentado unir, de nuevo. ¿Qué era lo correcto, engañarse y decir que no, que no pasa nada? ¿Cómo se supera la frustración? Llevaba siete años enamorado del recuerdo de una persona a la que, seguramente, ya no conocía. ¿Había sido feliz? A medias. Probablemente había tenido momentos muy esplendidos en los últimos años, pero en el amor estaba completamente estancado. Estancado en él: en la primera vez que lo vio. En su mirada oscura. En sus problemas. En su boca. En los planes que prometieron hacer y que nunca llegaron a llevar a cabo. También se sentía incomprendido. Pensaba que ninguno de sus amigos estuvo a la altura: los hijos, el trabajo, los compromisos… Siempre había algo que les impedía darse cuenta de lo mal que lo estaba pasando… Y lo peor es que, en las pocas conversaciones que habían tenido, todos dieron por hecho que se encontraba bien y que su ex y él eran amigos. ¿Amigos? Le hacía gracia lo fácil que se utilizaba esa palabra, ¿amigos? ¿De qué? Se tenían en Facebook y se escribían una vez cada cuatro meses para confirmarse que estaban bien, ¿eso era ser amigos? ¡Qué ironía! Que se alegraban de que quedaran bien y que no fueran una de esas parejas tóxicas que se amargaba la vida. ¿Por qué hablaban de toxicidad? Era inevitable ser tóxico. Había límites, estaba claro, pero cuando amas a alguien y esa persona desaparece, por mucho que te joda aceptarlo, no estás feliz, no tienes los pensamientos más sanos del mundo, y no te sientes la persona mejor valorada…

Y el chico de la sonrisa triste tenía justo esas sensaciones. Dudaba que muchas personas pudieran pensar: «me ha dejado, pero estoy súper feliz y me alegro mucho de que ahora le vaya bien solo». Estaba llorando, eso tampoco podía evitarlo. Llevaba así varias semanas. Desde que supo que se acercaba el día de la boda. Aún pensaba que esa celebración debería ser con él. Parecía ser el único que seguía anclado ahí, en la felicidad de aquellos momentos. Fueron felices y eso no lo podía negar nadie. ¿Y ahora? Ni siquiera estaban sus amigos… Todo se fue a la mierda, y el único que lo echaba de menos era él. Las quedadas en la cafetería, los dramas diarios, la libreta de apuestas, las quejas de sus amigos, ¿dónde había quedado eso? El paso del tiempo había acabado con todo. Se dio cuenta de que eran casi las doce de la noche y que había llegado al parque de siempre. El viento chocaba contra él y, como en tiempos anteriores, se llevaba sus lágrimas al infinito. Se dejó caer en las escaleras de madera contrapuestas a la gran escultura de la colina y contempló, con la poca luz que había, el inmenso vacío que se observaba bajo el manto de oscuridad de la noche. Era el fiel reflejo de cómo se sentía. Podía escuchar la voz de su abuela diciéndole que proyectara lo que quería en la vida. Así que, empezó a imaginar que todo se llenaba de gente y de risas. Tal vez necesitaba eso, convencerse de que en siete años todas las vidas de las personas a las que conocía habían avanzado y la suya, en cierto modo, estaba atascada. Era momento de soltar el freno y comenzar a vivir, de nuevo. Seguro que había gente maravillosa por descubrir. Y para hacer eso tenía que dejar de ser políticamente correcto y pensar en su salud mental. Abrió Instagram y Facebook y eliminó al chico al que amaba. En ese momento, se apartó las lágrimas de los ojos y tomó la decisión de aceptar un nuevo trabajo, en un lugar muy lejano, muy diferente al acostumbrado y, sobre todo, distante a todos: ARCHENA.

CAPÍTULO 7

ESTOY NERVIOSO, AUNQUE LO DISIMULO MUY BIEN. El paso del tiempo me ha enseñado a mostrarle a la gente lo que quiero que vea. Me gusta aparentar seguridad y la imagen de tipo duro a primera vista, después, a las personas con las que realmente me siento cómodo, les dejo ver que soy un hombre con el corazón blandito. Por un tiempo quise endurecerme y convertirme en una persona sin sentimientos; creía que era la única forma de ser feliz. Sin embargo y, por suerte, me di cuenta de que jamás podría ser feliz modificando mi esencia. Porque la esencia es la identidad de uno mismo. Lo único que puede garantizar que la vida sea lo más placentera posible. He quedado con Bruno y con Irene. La última vez que la vi sentí un deseo impulsivo de encararme con ella. La odiaba por haber publicado aquellas fotos. Supongo que no fue fácil encontrarse que el chico con el que había estado tanto tiempo se intercambia nudes con su «hermano» de la infancia. Las fotos me dolieron mucho. Volver a ver la mirada de toda esa gente que parecía disfrutar con el dolor ajeno me tumbó de nuevo. Nunca le guardé rencor realmente, solo fue un proceso. Me fui y en ese viaje me prometí expulsar el odio que había crecido conmigo. Decidí hacerle caso a mi padre. La negatividad constante no me iba a llevar a algo positivo. Jamás. ¡Tenía razón! En cuanto cambié de pensamientos, el mundo pareció iluminarse ante mí, como si hubiera llevado mucho tiempo esperando ese momento. A diferencia de ellos, que no habían sabido nada de mí en todos estos años, yo sí lo había hecho. Laura era la única con la que había mantenido el contacto y me iba enseñando fotos

de todos. De sus momentos importantes. Incluso de algunos que se clavaron en mi corazón haciéndome saltar alguna lágrima. Muchas veces pensé en volver, pero sabía que, si lo hacía, debía ser por mí mismo, y no por mi historia de amor. No quería que Pablo siguiera teniendo ese poder. Así que, aquí estoy ahora, por decisión propia, tras haber cumplido mis promesas, doce años después. Me he puesto un pantalón skinny azul claro y una camisa morada con rayas oscuras. Llevo un tupé ladeado hacia la derecha y dos botones sueltos de la camisa. Aparento menos edad de la que tengo. Me lo dice todo el mundo. Me siento bien con mi imagen. Eso es algo que conseguí superar, encontré el estilo con el que me sentía cómodo. ¡Y joder! Soy bastante guapo. No pasa nada por echarnos piropos de vez en cuando, es importante mantener alta la autoestima sin ir de sobrados. Me gusta mirarme al espejo y sonreír por lo que veo. Veo al niño que durante un tiempo se observaba y autolesionaba al darse asco a sí mismo, sin embargo, ahora, comienza a sonreír. Tengo mucho camino que recorrer, pero siento que estoy en el trayecto adecuado. Intento que los momentos inestables no entorpezcan el recorrido, aunque, y lo reconozco, es muy difícil. Necesito ayuda profesional. Conchi era un como psiquiatra, comienzo a notar su ausencia. Debo encontrar, pronto, a alguien que me ayude a mantener bajo control los traumas de mi infancia y de mi adolescencia. —¡Qué hijo más guapo tengo! —dice mi padre al verme. —Espero conservarme tan bien como tú —le digo. La verdad es que mi padre parece un hombre de cincuenta años, a pesar de tener sesenta. Tiene bastante pelo, una piel morena y un cuerpo sorprendentemente atlético. Eso sí, sale a correr dos horas todas las noches. Podría haber encontrado, perfectamente, a una buena persona con la que compartir su vida. Quizá suene a cliché y a dependencia, pero yo lo conozco, sé que le habría gustado… —¡Nos vemos para cenar! —Prepararé una codorniz, patatas y huevos, ¡tu plato favorito!

Le sonrío. Veo en sus ojos un brillo especial que me llena de vida. Siento rabia por no haberme fijado antes. Quizá… fue una mala idea lo de irme. ¡Pero lo necesitaba! Interrumpo los pensamientos, de forma tajante, para abrir la puerta y salir a la calle, no debo seguir viviendo en el pasado, porque nadie puede cambiarlo. Habíamos quedado para comer en el Laso. Un restaurante reputado del pueblo, decorado con piedra antigua y con forma de taberna, en el que, al menos antes, se comía de lujo. Recordaba un postre de oreo con chocolate blanco que nos volvía locos. Respiro. Voy a verla. Sé que se ha casado, que tiene tres hijos, un marido estupendo, varios tatuajes simbólicos, más pendientes, y una nueva filosofía de vida, mucho más sana. Me alegro por ella. Todo cuanto quería era que todos despegaran, que consiguieran sus objetivos y crecieran como personas, al fin y al cabo, esa es la misión de la vida, ¿no? Recorro las calles con el coche, un poco desubicado. Han redistribuido todas las señales, y me lío con las direcciones prohibidas. ¡Soy un desastre conduciendo! Además… tengo una orientación horrible, ¡bendito GPS! No sabéis todas las veces que me ha salvado la vida, si no llega a ser por él, seguramente habría acabado en algún rincón del Sáhara y alguien estaría vendiendo mis órganos en este momento. Aparco como bien puedo, es decir, con el coche torcido y el culo sobresaliendo. Me molestaría en dejarlo bien colocado, pero podría tirarme más de media hora para conseguirlo. ¡No exagero! Soy un desastre. Aprobé a la octava, y creo que por pena. Camino hacia el restaurante, con los nervios in crescendo, sabiendo que el momento de enfrentarme a la chica, ahora mujer, que estuvo saliendo con el chico de las arrugas, ahora hombre, es inminente. Una parte de mí quiere salir corriendo. Consigo controlar ese pensamiento. Huir no es la solución. Solo las personas como mi madre huyen.

Veo a Bruno charlar con dos hombres. Lleva una camisa azul clara, con varios botones sueltos y un pantalón tobillero negro que le sienta genial. Me gusta verle así, natural. Quizá, en mi mente, me lo imaginé mendigando un luto eterno por mí. Qué tontería ¿no? Solo un idiota guarda un luto permanente. Lo curioso es que llama mi atención, aunque todavía no sé muy bien por qué. —Adrián —levanta la mano para señalarme que está ahí. Sonrío mientras avanzo hacia él. —¿Qué pasa, marica? —Es nuestra forma de saludarnos, desde pequeños. —¿Nervioso? Irene es mucha Irene. Lo estoy, bastante, pero sé disimularlo. —Y Adrián es mucho Adrián —contesto, con una mirada pícara. Se queda observándome, con esos ojos de deseo con los que siempre me ha mirado. Solo que ahora me siento intimidado, ¿qué está pasando? —Adrián siempre fue mucho Adrián —dice, tras unos segundos. —Madre mía ¡qué pibonazos! —suena una voz femenina, detrás de mí, que interrumpe la conversación. Me giro. Es ella. Lleva puesto un vaquero oscuro, ajustado, una blusa blanca, de media manga, un anillo de compromiso, un colgante de plata, y muchos tatuajes. Me impacta verla así. La había visto en fotografías, pero la esencia del momento es más impresionante. Está radiante, está feliz, muy feliz, se nota a leguas que encontró su camino. Me alegro tanto por ella… —¡Madre mía! ¿Te queda piel sin tatuar? —le pregunto, sorprendido. —Tengo aún mis rinconcitos, cariño —me contesta con un tono divertido. —¿Le vas a dar un abrazo a esta vieja amiga?

La rodeo con mis brazos y, como si fuéramos adolescentes, salta para que la coja en peso. Me besuquea toda la cara mientras damos pequeños giros. Es una situación graciosa, sobre todo para la gente que no nos conoce. Bruno graba la reacción con el móvil para perpetuar el momento. Todo parece estar en su sitio, por primera vez. «¡Cómo ha cambiado el mundo!», pienso, de forma efímera. —Pensé que no iba a volver a verte jamás. Que estarías en algún sitio, muy lejos de aquí, disfrutando de hombres buenorros y de la vida, mientras te tomabas unos buenos copazos. —¿Quién ha dicho que no lo haya hecho? —Me hago el interesante. —Uy cariño, tenemos mucho que hablar. Soy una mujer casada, pero tengo sueños pervertidos por las noches. ¡Quiero saberlo todo! —dice, con una voz sensual. —Ya te acostumbrarás a ella, es adicta a 50 sombras de Grey. Además… desde que se casó está más salida que cuando era joven. Y eso que siempre ha sido propensa a vivir la vida. —Oye… ¿no me estarás llamando guarra? —Se indigna manteniendo el tono divertido de su voz. —A ver… te gusta el jaleillo, ¡las cosas cómo son! —Si eso es ser guarra, que vivan las guarras, porque somos mucho más felices que las que van de santitas. Si no estuviera casada… Les gusta bromear y picarse entre ellos. Supongo que es el resultado de la confianza que han forjado durante estos años. Una confianza de la que no he formado parte. Siento como si me hubiera perdido la vida de las personas que me importaban, pero no tenía otra opción. Jamás podría estar aquí sentado, más seguro que nunca, si no hubiera hecho ese viaje. Me puede la nostalgia, sin embargo, sé que tomé la decisión correcta. Nos sentamos en una mesa circular, pequeña, para tres personas y empezamos la comida con unas aceitunas, bocas de mar, y una jarra de tinto de verano bien fresquito.

—Oye… Sé que ya no tiene mucho sentido disculparse… pero lo siento por lo de las fotos ¿vale? Fue una cagada. —Reconócelo, te sorprendió mi tamaño. No te la esperabas así. —Intento quitar el drama y que el problema se convierta en un chiste. —Yo puedo constatarlo —dice Bruno, continuando con la broma, aunque con cierta verdad nostálgica en sus palabras. —A ver, sinceramente, no me esperaba que la tuvieras así, para que te voy a engañar. Eras menudito y delgadito y, de repente, ver eso, pues, yo creo que nadie se lo imaginaba — dice Irene. —¡Soy una caja de sorpresas! Durante un rato todo pasa muy rápido: nos enzarzamos en una conversación sobre nuestras vidas que no tiene fin, mientras el camarero trae un plato mixto con calamares a la romana y fritos, unas gambas al ajillo y una docena de montaditos. Todo fluye con total naturalidad hasta que, uno de los dos temas clave, sale a la luz. —Pronto sabrá que has vuelto… —dice Irene. —Supongo… —¿No quieres verlo? —pregunta Bruno. Silencio. ¿Quería verlo? No estaba seguro. ¿Y si al respirar el olor de su piel volvía a sentir que estaba tan enamorado como cuando tenía el corazón blandito? ¿Y si al tocar la piel arrugada de sus manos volvía a encenderse la hoguera? Me falló. —Él vive en Madrid… No creo que venga. —¿De verdad crees eso? Cariño, Pablo recorrió medio mundo para encontrarte. Cuando lo sepa vendrá. ¡Tienes que estar preparado! Comienzo a ponerme tan nervioso que no puedo disimularlo. Él escapa a mi control, incluso tantos años después.

—¿Y qué puedo decirle? Está casado, tiene un hijo… O sea, pues como a vosotros, le daré un abrazo y me alegraré de que la vida le haya sonreído tanto, ¿qué otra cosa puedo hacer? —¡Eres idiota! Tú y Pablo siempre habéis sido idiotas… Por amor se lucha hasta el final. Sigues enamorado de él, ¡reconócelo! —dice Bruno, con ese carácter que tanto lo caracteriza. Guardo silencio mientras me siento observado por ambos. Entonces me río tratando de disimular. —¿Enamorado? ¿De Pablo? ¡Por Dios! Ha pasado toda una vida. Mi cabeza tiene ahora otras ideas, pensamientos, personas, ¡no estoy enamorado de Pablo! Tuvimos una oportunidad y se terminó. ¡Quitaos esa idea de la cabeza! Ojalá fuera verdad, ojalá no siguiera siendo mi debilidad. ¿Cómo podía estar enamorado de una persona a la que llevaba tanto tiempo sin ver? —¡No te creo! —sentencia Bruno. —¿Hemos venido a hablar de Pablo o a recuperar el tiempo perdido? Intento salir del paso, me agobia esa conversación. Quiero que se olviden de él. Irene mira a Bruno, como regañándolo. Veo esa complicidad de dos grandes amigos que con cualquier gesto saben entenderlo todo, ¿en qué momento se convirtieron en eso? —Bueno, cariño, ¿y qué piensas hacer aquí? ¿De qué vas a trabajar? —Pues… Realmente ya trabajo… —contesto. —¿Podemos saber de qué? Me pongo nervioso, otra vez. Me está costando mantener el control. —No puedo decíroslo todavía… Vuelven a mirarse, creo que algo decepcionados.

—No quieres hablar de Pablo, no quieres hablar de tu trabajo y, por supuesto, no quieres hablar de tu madre. ¡Genial! Veo que tienes ganas de retomar la amistad —añade Bruno, con ironía. Entiendo que se decepcionen. Soy demasiado raro. Guardo demasiados secretos. Evito muchas situaciones. —Por favor, sé que no es lo que esperabais encontrar, pero dadme tiempo. Poco a poco, os lo contaré todo: sobre Pablo, sobre mi madre y sobre mi trabajo. Llegué hace una semana, estoy tratando de adaptarme a un sitio que no para de golpearme con fantasmas del pasado. —Les abro mi corazón, de la única manera que sé, hablando con la parte más blandita. —¡No te preocupes, cariño! Tómate tu tiempo. Lo más importante es que te sientas bien, ¿vale? —dice Irene. Afirmo. —Perdóname… —implora Bruno —No hay nada que perdonar. Yo en vuestra situación también perdería los papeles. Soy demasiado difícil de soportar… Continuamos hablando, un rato más. Irene me cuenta cómo fue el día más feliz de su vida, cuando juró compromiso eterno junto a su marido. Me hablan del director, de cómo vivió los últimos años antes de morir a causa del sida. Lo homenajeamos con alguna nefasta imitación de sus grandes lecciones. —Muchachos, la vida es un cambiar constante —dice Irene. —Muchachos, tenemos que desaprender para aprender de nuevo —añade Bruno. —Muchachos, hay que escalar el muro y encontrar la felicidad —aporto mi granito de arena. Nos reímos, nos miramos, y pensamos en él. Era una persona estupenda. —Irene, me gustaría preguntarte si la psiquiatra con la que trataste tus problemas sigue trabajando.

—Sí, ¿por qué? —Bueno, digamos que hay heridas que necesito tratar todavía, en Barcelona tenía una amiga que me ayudaba, no quiero dejar el tratamiento. Me da su número de teléfono para que me ponga en contacto con ella. Sé que es una decisión acertada porque los pensamientos oscuros siguen intentando cubrir la luz sobre la que he elegido vivir. ¡No puedo permitir eso! Por mucho que recuerde la horrible verdad sobre mi madre. Por mucho que recuerde ese maldito momento que me congeló el corazón.

EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO Y LA MUERTE PASADO

LOS SERVICIOS DE EMERGENCIA llegaron tan rápido como pudieron. El niño y el padre no se habían separado del cuerpo de esa persona. —¿Se va a morir? —preguntó el pequeño a uno de los técnicos. —Vamos a hacer todo lo que podamos por él —dijo la médica mientras su dotación preparaba la camilla. Examinó el cuerpo. No había lesiones preocupantes. Su temperatura estaba muy por debajo de lo normal y necesitaba, oxígeno, con urgencia. Demasiado tiempo bajo la lluvia. Tenía una neumonía preocupante. Lo inmovilizaron y le subieron a la camilla bajo la mirada de aquellas personas. —¿Sois sus familiares? —preguntó el enfermero. —No, nosotros lo hemos encontrado, de casualidad… —¿Sabéis dónde está su familia? —Señor, no lo conocemos. —Gracias por todo, entonces. —¿A qué hospital lo llevan? —se interesó el hombre. —Al Virgen de la Macarena. —Está bien, quizá me pase… ¿morirá? —preguntó con cierto miedo. —Ni idea, pero está en buenas manos, la doctora Pérez es de lo mejor que hay en Sevilla. Cerró las puertas de la ambulancia que se marchó con aquel cuerpo que no sabían si volvería a abrir los ojos.

—¿Lo ha matado la tormenta? —preguntó su hijo. —¡No digas eso! Todavía no ha muerto. Debió pillarle de sopetón. —No quiero que se muera… Me cae bien. —¿Bien? No lo conocías… Puede que fuera una buena persona, o quizá era de los que dejaba las botellas esparcidas por la montaña. —Sí lo conocía, papá. El hombre miró a su hijo muy extrañado. —¿De qué lo conoces? —Lo vi ayer. Cuando salí del autobús. Me sonrió al verme. —Vaya… Pero eso no te hace conocerlo —le contestó el padre. —Ya… no sé, papá, me trasmitió algo bueno, ¿no dices que hay personas que, desde el primer momento, sabes que son importantes? Asintió. —Yo lo sentí. Quizá, por eso, lo hemos encontrado. Tal vez, hasta le hayamos salvado la vida. Su padre lo miró orgulloso. Su hijo era, para él, lo más importante. Se disponían a irse cuando el pequeño, dando un último vistazo al lugar, encontró debajo de otra roca una libreta, con la portada negra. «Soy como una nube gris, siempre llorando», decía el título. El niño se la guardó en su mochila y se marcharon con la imagen de esa persona en sus pensamientos.

CAPÍTULO 8

PASO FRENTE AL INSTITUTO. Observo cómo los gritos de los adolescentes se esparcen entre aquellos cimientos en los que viví algunos de los peores momentos de mi vida. Han reformado la fachada y modernizado las instalaciones deportivas. Pienso en Joaquín. No pude despedirme de él. Era un buen hombre. Siempre preocupado por los demás, fiel luchador hasta el final, ejemplo personificado de que la felicidad se puede encontrar hasta en el último momento; es cuestión de persistir. Me acerco a la valla y puedo reproducir con exactitud aquel momento: tengo el bocadillo en mis manos y Pablo roza, con mucha suavidad, mi piel. Siento la hoguera encenderse como si hubiera sido ayer. «Éramos dos niños jugando al amor», intento decirme para quitarle importancia. Tengo los ojos mojados. Siento que puedo desbordarme en cualquier momento. Respiro y trato de hacer que las lágrimas caigan en dirección contraria y vuelvan a su lugar de nacimiento. «No voy a seguir llorando por ti». Continúo mi camino intentando dejar atrás el recuerdo punzante del chico de las arrugas. Entro al Mercadona para comprar unas pizzas de bacon, fiambre y algunos productos de limpieza. Al salir paso por el veinticuatro horas para cogerme unos saladitos de atún y un bote de Coca-Cola sin cafeína. —¡Buenos días, guapa! —saludo a aquella artista de sueños caducados. —¿Cómo estás, hermoso? —me contesta.

No hay nadie en la tienda, así que considero que es una buena oportunidad para hablar un rato. —¿La verdad? Agobiado. Se me hace raro estar aquí. —No me extraña, habrás conocido medio mundo. Volver aquí se te quedará pequeño. Si yo me hubiera ido… Dios sabe dónde estaría ahora. —No te creas… siempre estuve en Barcelona —me lanza una mirada de odio extremo—. ¡Qué sí! Barcelona es mucho más grande que este pueblo, pero quiero decir que no he visto medio mundo. —Ya has visto más que yo, y eres más joven. —Porque tú quieres —le contesto. —Lo ves todo muy fácil, pero para vivir, viajar y hacer cosas guays hay que tener pasta. No pasta, no sueños. —¿No tienes ahorros? —le pregunto. —¡Sí! Tengo ahorros, pero son un salvavidas, por si acaso. —Puedo preguntarte algo más… —Tiene pinta de que lo vas a hacer igualmente. —Me conoces bien. —Tienes, calculo, cuarenta y tres años. No estás casada, ni tienes hijos. Vives en un sitio que detestas, trabajas desde hace no sé cuántos años en una tienda que no te gusta para salir del paso y ahorras para tener un salvavidas. ¿Un salvavidas de qué? ¿No crees que ese comodín deberías usarlo ya? Siento ser tan duro y directo, pero… ¿eres feliz? Se queda callada, mirándome, con los ojos vidriosos. —Entonces, coge ese dinero, alquila este local, y arriésgate a soñar. Tienes cuarenta y pico años, todavía hay muchas oportunidades para ti. Quiere llorar. Las lágrimas presionan sus ojos. Conozco esa mirada. —Te equivocas —dice con resignación.

Me quedo mirándola, esperando que diga algo más. Se agacha y saca del armario del mostrador su bolso. Coge su monedero y de él saca una foto. Me la enseña. Y, de repente, el que quiere llorar soy yo. —Ese salvavidas es para mi hija. Ella tiene que cumplir los sueños que yo no pude. Una madre preocupada por su hija pequeña, por su futuro. Una madre anteponiendo su plan de vida al de su hija. Siento el odio palpitar dentro de mí. El abandono de mi madre me azota provocándome esos pensamientos tristes que no me gusta tener. «¿Por qué me había abandonado? ¿Para qué quiso darme todas esas lecciones si me iba a dejar tirado? Ojalá se hubiera muerto en el hospital». No hablo yo, habla el dolor. No puedo evitarlo más; comienzo a llorar. Ella que, como casi todo el pueblo conoce mi historia, no tarda en darse cuenta de lo que me sucede. Sale del mostrador y me arropa bajos sus brazos en un cálido abrazo. —Eres un chico encantador, no seas tonto —susurra cerca de mi oído. He perdido el control, de nuevo. Siempre las mismas personas: Pablo y mi madre. Era un ciclo vicioso, los dos grandes traumas que marcaron mi infancia y adolescencia. Al menos él, con el tiempo, supo arrepentirse. Conchi me decía que debía comprender a mi madre, que a veces, cuando las personas atraviesan momentos difíciles toman decisiones erróneas. Sin embargo, para mí no había justificación alguna. Podría haberse divorciado de mi padre si su problema era la relación. Se marchó sin decir nada. Atravesé el camino hacia la muerte sin la protección de una madre viva. Nadie podía eliminar ese odio de mí. Siento cómo las energías negativas me apresan. Tengo que ponerme en contacto con esa psiquiatra. Podría empeorar drásticamente en los próximos días, si no voy a una sesión de forma urgente. —¡Tengo que irme! —digo, con brusquedad. Salgo por la puerta como si no hubiera ocurrido nada. Se queda mirándome, apenada. Es lo último que necesito de la gente: su pena. Avanzo hasta la esquina de mi casa y, una vez

ahí, me acuclillo e intento controlar la respiración. La ansiedad toma el control, hasta tal punto que vomito. Tras unos segundos sintiéndome de nuevo aquel pardillo, me inclino y regreso a casa. Subo las escaleras intentando evitar toda posible conversación, entro a mi habitación, cierro la puerta, me quito la ropa hasta quedarme desnudo y me meto en la cama de siempre, en la cama donde soñé mil veces que mi madre venía a contarme un cuento. Me arropo con la sábana como si fuera aquel niño con el corazón blandito y me pongo a llorar.

LA CHICA DE LAS LENTILLAS EXPLOTA PASADO

—¡NO ME DIGÁIS QUE NO SE NOTA que se ha puesto tetas! —preguntó una chica, de forma prepotente. Estaban bebiendo en el campo de Luis, el novio de la chica de las lentillas. Ella no opinaba. Sus amigos se reían y se burlaban de la imagen que estaban comentando. —¿Se cree que con esos melones va a tapar la cara de culo que tiene? —añadió otro chico, riéndose. —Oye, pues con una bolsa en la cara yo me la tiraba —dijo Luis. La chica de las lentillas le lanzó una mirada asesina, pero no dijo nada. —Me dice eso a mí mi novio y le corto la polla —dijo otra chica. Quería hablar, defenderse, trasmitir sus verdaderos pensamientos, sin embargo, estaba aterrada. Era la primera vez, en mucho tiempo, que tenía amigos. ¡No quería perderlos! —Luis, tío, tú te tirarías hasta una oveja. Todos se rieron, excepto ella, que simplemente extendió sus labios de forma fingida para dar la sensación de que estaba en la onda. —Dicen que son muy calentitas… —dijo con un tono jocoso. La chica de las lentillas no podía soportar más aquel espectáculo. Tenía ganas de llorar y de mandarles a la mierda. Siempre era igual: quedar para ponerse a beber, decir

obscenidades y criticar a la gente por su aspecto físico, ¿por qué tenían que ser así? —¿Y tú no vas a opinar nada? ¿Qué te parece nuestra amiga de las tetas operadas y la cara de culo? —le preguntó una amiga de Luis, tratando de hacerla participar en la conversación. La chica de las lentillas se vio entre la espada y la pared. Entonces había permanecido en silencio, como una simple observadora de un juego macabro, pero ahora la invitaban a participar y tenía que tomar una decisión. Recordaba aquellos momentos en los que las niñas le pellizcaban y le tiraban del pelo al grito de gorda. O cuando los niños decían que era como el monstruo de las galletas. También recordaba a aquella profesora que le tiraba los sándwiches de Nocilla. Ella, víctima de sus recuerdos más dolorosos, no supo reaccionar de otra forma más que poniéndose a llorar, allí, bajo la mirada de tantos buitres. —Cada día las traes más tontitas —le dijo a Luis aquella chica sin ningún ápice de humanidad mientras el resto se reía. —Se le pasará… —Fue todo lo que pronunció el que, supuestamente, estaba enamorado de ella.

CAPÍTULO 9

ME PASO TODO EL DÍA en mi habitación. Mi padre respeta mi espacio. Sabe que no estoy demasiado bien… Ahora se da cuenta de ese tipo de cosas. Me hace sentir bien saber que se preocupa, que estará ahí para rodearme con sus brazos cuando lo necesite. Salgo de mi habitación mucho más relajado. Mi padre ha hecho la cena. No quiero hacerle un desplante. El olor de la carne se desprende por toda la casa. Cocina bien, pero es un poco desastroso. —¿Te has peleado con la codorniz? —pregunto, tras ver la cantidad de aceite derramada sobre la vitrocerámica. —¡Las carga el diablo! —responde, intentando justificarse. —Voy a tener que enseñarte a cocinar. ¡Vamos a ver, papá! Coges el pajarito, lo pones en la sartén, y utilizas una tapa para que no salpique tanto. Cuando tengas que darle la vuelta, la utilizas como escudo y con la rasera volteas la codorniz. ¡No es tan difícil! —Estoy pensando… ¿por qué no cocinas tú mañana? Me gusta cocinar, así que, sin dudarlo, asiento. —¡Cuidado! No te acostumbres, sigues siendo el padre, y tus deberes como progenitor implican cuidar de mí. —Tienes treinta y tres años, pelos en los huevos y unas entradas que empiezan a notarse, ¡no seas tan graciosete! — me suelta.

¿Cómo que tengo entradas? No puede ser eso verdad. Salgo corriendo, bajo la mirada estupefacta de mi padre, hacia el baño. Me miro al espejo y comienzo a escarbar mi pelo preocupado por lo que ha dicho. «¡No puedo quedarme calvo!», dramo imaginando como quedaría mi cabeza. No veo más que una patata ahuevada. ¡Sería feísimo sin pelo! Pienso en cuánto me costaría hacerme un injerto, ¡es una situación extrema! —Cariño —dice mi padre. No le respondo, está detrás de mí. —Se va a enfriar la cena, ¡Ah, por cierto! Lo de las entradas era una broma. Puedo atravesarle con la mirada como si estuviera degollando a alguien y fuera el asesino más sádico jamás visto. Tengo demasiada imaginación. —Que gracioso eres, ¿eh? Pero no te preocupes, soy una persona muy paciente, encontraré el momento de devolvértela. —Uy, ¡cómo te has picado! Te hacía más maduro. Y lo soy, claro que sí, pero hay tres cosas con las que no se juega: el pelo, la forma de vestir y mi ceño fruncido a la hora de posar frente a una cámara. Continuamos cenando mientras tenemos conversaciones en las que nos vamos conociendo, hasta que, el tema tabú vuelve a salir. ¡Qué difícil es esquivarlo! —Papá, no quiero hablar de ella… —¿Por qué? Solo quiero saber qué ha sido de tu madre. Llevo muchos años sin verla, tampoco te estoy pidiendo tanto… —¿Ha importado? Tu vida ha seguido su rumbo sin ella, es un fantasma, y a los fantasmas hay que dejarlos dormir. Quiero evitar recordar la verdad. ¿Nadie se da cuenta de lo que me duele? —Por favor… Solo cuéntame un poco, por encima… Prometo que no volveré a sacar ese tema.

—Está bien, papá… Voy a ser como un genio de esos que sale de una lámpara. Tienes tres preguntas para hacerme, solo tres, y después nunca más volveremos a hablar de ella, ¿vale? —Te lo prometo. Veo cómo sus ojos se iluminan. Sigue enamorado, pero no de ella, sino de su recuerdo. A veces, las cárceles más peligrosas son las formadas por las imágenes del pasado. Nos quedamos mirándonos unos segundos. Padre e hijo nerviosos ante la conversación más profunda que hemos tenido en los últimos doce años. Sé que está pensando bien qué preguntar para que no parezca que la sigue amando. —¿Es feliz? Menuda cuestión. Pienso en ella, en ese momento en el que mis ojos se clavaron en los suyos y mi corazón se congeló como un témpano de hielo. —¡No! —respondo. Los ojos de mi padre se abren desmesuradamente. Esperaba escuchar otra respuesta. —¿Por qué? ¿Qué le pasa? ¿Volvió a enfermar? Empieza a lanzar cuestiones sin control. —Papá, te dije tres preguntas. Vamos a respetar las normas. ¿Quieres gastarlas así? —No, perdona, hijo —dice, con los ojos entristecidos y la frente arrugada—. ¿Por qué no es feliz? —Tenía buena salud, pero nadie puede ser feliz cuando abandona a su familia. Siempre pensé que, al encontrarla, tendría un pretexto que lo justificara, sin embargo, ¿sabes lo que encontré? Hace un movimiento de duda con los hombros. —Nada. Mi madre, la imagen que formé de ella en mi cabeza, sus lecciones, todo eso no fue más que una mentira. La vi, y pensé: tú no eres mi familia. La familia se arropa y se cuida. Entonces supe que te había fallado, porque tú, aunque pasaste una depresión que te cagas, nunca te fuiste. Todo lo

contrario. Te tomaste un descanso. Y ojo, no quiero decir que eso fuera correcto porque yo tenía trece años, pero estuviste ahí. Estuviste en el peor momento de todos. Eso es la familia, mi madre no tiene ese valor. Veo cómo se emociona. Llora por mí, llora por ella, llora por él. —¿Te abrazó, al menos, al verte? ¿Te pidió perdón? Me quedo mirándolo. Recuerdo el momento. Siento el granizo de aquella noche impactar sobre mí, el frío pelar mi piel, y las lágrimas congelarse. El dolor me petrifica. —Sí —digo con los ojos tan helados como esa noche. No añado nada más. Él no pregunta tampoco.

CAPÍTULO 10 RECORDANDO 12 AÑOS ANTES

VER A LAURA TRASTOCÓ MIS PLANES. Sentí que podía estar en peligro. Bajo ninguna circunstancia, Pablo podía saber dónde me encontraba. —Debo marcharme de esta ciudad. —¿Puedes dejar de dramar y centrarte? Acabas de llegar a Barcelona, no tienes trabajo, tu cuenta corriente llora, y Laura te ha prometido que no va a decir nada. ¿Puedes dejar de pensar esa locura? Pablo no sabrá de tu existencia. —Pero… ¿y si se va de la lengua? No quiero verle, no quiero que venga, no quiero, ¡joder! —¡Por Dios! Eres peor que mi exmarido. Adrián, Pablo está a tropecientos kilómetros de aquí. No va a venir. Fin. Conchi era directa. —Si viene, todo este viaje no habrá servido para nada. Agarró con sus manos las mías y acercó su rostro a mi cara, clavando sus ojos. —Corazón, escúchame bien, Pablo no va a venir. Vas a empezar de cero, como querías. Vas a conseguir encontrar a un Adrián fuerte, con la autoestima por las nubes, que se quiere más que a nada y, entonces, después de ese tiempo, serás tú el que busque a Pablo y cierre esa historia. —¡No!

—Cariño, huir no va a servirte de nada. Entiendo que necesites un descanso para empoderarte, porque eso es esencial para todo ser humano, pero cuando lo hagas, tendrás que coger las riendas, por ti mismo. ¿Me oyes? Por ti mismo, ni por Pablo, ni por tus amigos, ni por tu madre, solo por ti. —Mamá… —Escúchame… Cuando encontré a mi marido con aquellas prostitutas pensé que mi mundo se había desmoronado, que jamás levantaría cabeza. «Éramos el uno para el otro», me decía, continuamente. Mi cerebro no era capaz de procesar lo que mis ojos habían visto. Quería que fuera una broma, sin embargo, era la realidad. Idealizamos a las personas a las que queremos y, sin darnos cuenta, vamos regalándoles partes de nosotros, hasta que llega un punto en el que ellos tienen más partes nuestras que nosotros mismos. Me costó recuperar mi identidad, toda esa esencia que había dejado que se consumiera a su lado, y entendí algo muy importante: por mucho que queramos a alguien, el tiempo no se detiene. No podemos evitar sufrir ante una pérdida, pero sí podemos elegir cuánto tiempo vamos a llorar por alguien que ya no está. Y da igual el modo, algunas personas se van, otras te traicionan, y otras se mueren. La realidad es que ya no formarán parte de nuestra vida y por mucho que nos duela no podemos permitir que condenen nuestro presente. Cariño, te lo digo con la mano en el corazón, céntrate en cumplir tus sueños y olvídate del resto del mundo. Estaba emocionado. Era como la madre que nunca había tenido. Quería lo mejor para mí. Su voz me tranquilizaba, conseguía hacerme recapacitar. —Gracias… —No seas tonto. Tengo un máster en psicología de la vida. —No… Te lo digo en serio, gracias por portarte así conmigo, por considerarme una prioridad. —Idiotas todos los que no lo han hecho, no he conocido en mi vida a una persona con un corazón tan bueno como el tuyo.

Nos abrazamos, pero ella, rápidamente, rompió el drama poniendo una lista de reggaetón. No es que fuera mi música favorita, sin embargo, sabía cómo animarme. Tanto era así que, sin darnos cuenta, acabamos meneando el cuerpo en su balcón, como si el mundo no importase. Esa era la verdad, el mundo ya no importaba nada, solo cumplir los sueños. Me prometí, con toda seguridad, que iba a encontrar mi mejor versión, que iba a ser feliz.

CAPÍTULO 11

SUENA LA PUERTA DE MI HABITACIÓN. Ignoro el ruido. Me doy la vuelta hacia el otro lado de la cama y cubro mi cabeza con la almohada. El estruendo no deja de persistir. —Papá, ¿qué quieres? Abre la puerta, sin permiso. Yo lanzo una mirada, de asesino, hacia su persona. Solo que no es él. —Buenos días, bella durmiente —me dice. —¿Qué haces aquí? —pregunto, intentando ser correcto. Lo reconozco, tengo un mal despertar. ¿Nunca habéis sentido ganas de matar a alguien por obligaros a salir de la cama? Dormir es, sin duda, uno de los mayores placeres de mi vida. Encima, me ha despertado en el mejor momento. Soñaba con un moreno surfista que, tras salir del agua de la playa, se acercaba a hablar conmigo. Yo estaba, no sé por qué, con Irene y Laura, que no paraban de hacerme ojitos para que ligara con él. Para ser sinceros, estaba demasiado bueno para ser real. Y justo cuando me iba a pedir el número de teléfono empieza a sonar la puerta de mi habitación. —Menuda tienda de campaña, ya se me había olvidado lo dotado que estás…—bromea Bruno. —¡Cállate, idiota! —Trato de cubrirme con la sábana. No me he dado cuenta de que estoy… —¿Estás cachondo? —Hijo, ni que tú no te levantaras así. Es una tortura que sufrimos todos los hombres. —Trato de justificarme, intentando disimular que había soñado con un dios griego. —Bueno, anda, princesita, levántate que nos vamos.

—¿Que nos vamos? ¿Adónde nos vamos? —pregunto, sorprendido. —Eso es una sorpresa. —Bruno, ¿por qué has preparado una sorpresa? —¡Uff! ¡Qué pesado eres! ¿Quieres coger la ropa, dejar de hacer preguntas y vestirte? No tengo ni idea de lo que está planeando. ¡Odio las sorpresas! Bueno, no del todo, es un amor-odio. Me gustan, sí, como a todo el mundo, pero me ponen nervioso. —¿Puedes salirte de la habitación? Tengo que cambiarme, entero. Se queda mirándome unos segundos, parece que quiere decir algo, pero, finalmente, sale. Me pongo un vaquero y una camiseta blanca. Paso mis dedos, con un poco de cera, por el tupé chafado de haber dormido. Me miro al espejo y, bueno… estoy pasable. Abro la puerta para preguntar, de nuevo, adónde vamos. —Y bien… ¿Cuál es el plan secreto? —Parece que los años te han dejado un poco más tonto — me dice. Pongo cara de circunstancia. —Pues nada, lo que tú digas, marica. —Tío, es un secreto. ¿Sabes el significado? Reflexiono unos segundos y me debato entre convertirme o no en un cortarrollos. —Bruno… —Adrián, voy a ser amable por última vez, ¿puedes cerrar la boquita y dejarte llevar un poco? No te preocupes, que no te voy a violar. Siento cómo le duelen mis palabras. Quizá lleve razón y esté siendo un poco exagerado. Solo es una sorpresa. —Más te vale que merezca la pena. Me has impedido conocer a un surfista buenorro en mis sueños, no te lo voy a

perdonar fácilmente —bromeo para que sienta que dejo de estar pensando cosas extrañas sobre él. —Ya decía yo que estaba demasiado levantada… —Hay cosas difíciles de ocultar. —Créeme, lo sé yo, y todo el pueblo. Vuelvo a poner cara de circunstancia. Él se ríe con cierto retintín. Entonces me doy cuenta de cómo va vestido: lleva un vaquero corto, con una vuelta, muy ajustado y llamativo. Una camiseta azul clara que le hace relucir un cuerpo muy atractivo. ¿En qué momento habría decidido apuntarse al gimnasio? Me doy cuenta de que me fijo en detalles que, años atrás, pasaban totalmente desapercibidos. ¿Me está llamando la atención? Empiezo a sentirme confuso. —Bueno, ¿Qué? ¿Te gusta mi coche? Tiene un descapotable amarillo, algo llamativo, pero que mola un montón. —Sí que da de sí el sueldo de un jefe de atención al cliente. —No te creas, sé cómo invertir mi dinero. —Me guiña el ojo y me da un empujón en el hombro. Siento su mano impactar en mi piel y la hoguera prende. ¿Cómo podía ser posible? La hoguera entre Bruno y yo nunca había sido capaz de encenderse. Me subo al coche con sensaciones muy extrañas. —¿Listo para la aventura? —¿Prefieres la verdad o una mentira?

LA CHICA DEL CARPE DIEM SE ENFRENTA A SUS PADRES PASADO

ERAN LAS SIETE DE LA MAÑANA. No había avisado a nadie de su tardanza. Su madre, con el camisón puesto y las ojeras pronunciadas, tomaba el cuarto café de la noche mientras pensaba que tenía la culpa. Su padre, desde el sofá, refunfuñaba preocupado, ambos sin poder pegar ojo. Al ver como la puerta se abría, los ojos de su madre se llenaron de esperanza. No tanto los de su padre, que estaba muy enfadado. —¿Qué horas son estas de llegar? —gritó, con la mirada enfurecida. La chica del carpe diem miró su reloj, con cara de importarle una mierda lo que le estaban diciendo, y se tiró un eructo frente a su padre. —Las siete y doce —contestó, casi sin vocalizar. —¿Vas borracha? El enfado de su padre se convirtió en vergüenza y decepción. —¿Borracha? No, papá, solo me he bebido siete copas de Barceló y cuatro chupitos de tequila. Estoy de puta madre. No era consciente del sufrimiento de sus padres. —Me das vergüenza. No sé dónde habrás aprendido esos hábitos, desde luego no aquí, no con tus padres y hermanos.

—¿Me vas a dar ya el coñazo con eso? Que sí, que mis hermanos son unos prodigios. El abogado que parece que tiene un palo metido por el culo y la profesora de matemáticas que no ha salido de fiesta en toda su vida. ¡Que les follen! Estaba demasiado ebria como para mantener una conversación con coherencia, aunque el alcohol no podía justificar sus reacciones. —Es mejor drogarse y vivir la vida sin compromiso, sin que nada importe. Hace ya tiempo que perdiste el rumbo. Son cosas de la edad, me dije, en muchas ocasiones, para entender que, posiblemente, pasaría. Sin embargo, no solamente sigues con esa actitud, sino que ha ido a peor. Tienes un problema y esas elecciones no van a solucionarlo. Cuando pasen unos años, te arrepentirás de haber perdido la oportunidad de estudiar y de formarte como persona. Esta es la última noche que me quedo despierta por ti, ya no cuentes conmigo — terminó diciendo una madre que, hasta entonces, había guardado demasiados silencios. Estaba completamente destrozada por las decisiones de su hija pequeña. Los ojos de la chica del carpe diem parecían querer dejar salir alguna lágrima, pero las retuvo. Subió las escaleras de casa hasta su habitación, sin añadir nada más, sumida en la rabia que le daba que sus padres no fueran capaces de comprenderla. Solo quería llamar su atención.

CAPÍTULO 12

—BUENO QUÉ, ¿no vas a decir nada? —me pregunta mientras aparca el coche. —¡Te voy a matar! ¿Cómo me traes al balneario? No me he cogido, ni siquiera, un bañador. Arquea las cejas haciéndose el interesante. Vuelvo a ver en él algo que me llama la atención. ¿Y si me dejo llevar? Quizá, después de todo lo que ha ocurrido, todavía pueda enamorarme de él. —He traído dos, espero que no te de asco, prometo que están recién recogidos del tendedero. Me quedo mirándole. Anonadado. acostumbrado a que me den sorpresas.

No

estoy

muy

—¿Sabes una cosa? Nunca he venido. —¿Nunca? —Dieciocho años viviendo aquí, y nunca tuve la oportunidad de bañarme en sus aguas. —Bueno… Ahora estás un poco más viejo, pero nunca es tarde para vivir una experiencia nueva. Y tampoco para dejarse llevar. —Las suelta, como bien puede. Le sonrío. No sé muy bien por qué lo hago. —Bruno, no soy el chico que conociste. Ha pasado mucho tiempo, creo que estás equivocado conmigo… —Sí, Adrián, hasta los tontos como yo sabemos que doce años son suficientes para que la gente cambie. Ni tú, ni yo, ni nadie en el jodido mundo, sigue siendo igual después de tanto tiempo, y de vivir tantas cosas.

¡Tiene razón! Es cierto que ha cambiado, es más inteligente, actúa con más madurez e, incluso, tiene más seguridad. Sin embargo, aunque me siento atraído por él, creo que no puedo llegar a quererlo como a Pablo. Quizá ese es mi problema, buscar un sustituto de un amor dañino, cuando lo tóxico debería, simplemente, desaparecer. —¿Puedes dejarte llevar? ¿Hacer lo que dicte tu corazón? ¿Dejar de pensar tantas mierdas y centrarte en el ahora? Por favor… ¿Centrarme en el ahora? Eso era lo que siempre me decía Conchi. ¡Tenía razón! —¿Pasamos ya? Quiero saber si el Balneario de Archena es tan maravilloso como la gente dice. —¡Es el mejor! Y con mi compañía, ya ni te digo. —Te has vuelto un poco flipado con los años, ¿no? —¿Flipado? Yo lo llamo amor propio, marica —me sonríe. Le sonrío. La hoguera comienza a prender. Me pone nervioso sentir el fuego, porque es lo último que esperaba. Quizá por eso está funcionando. Subimos por las escaleras del parking. En el exterior se observan unas excavaciones antiguas que conservan como símbolo de la historia del balneario. El camino está formado por pequeños adoquines que lo contextualizan en otra época, todo muy bien cuidado. Se puede observar cómo multitud de gatos se cruzan de un lado para otro. Son mansos y se alimentan de la comida que les ofrecen los turistas. Justo a su lado pasa el río Segura. Un paisaje idílico para sacarse unas cuantas selfies. Hay varios hoteles y restaurantes que, por la estética, diría que son bastante caros. Una vez dentro del edificio nos atienden unas señoras muy simpáticas. Nos peleamos por ver quién paga las entradas, pero, finalmente, él gana la batalla. Bruno es de esas personas que te devuelve los Bizum y te mete los billetes en el bolsillo. Pelearía contra él, pero sus músculos ganarían la batalla. ¿Qué hago mirando sus músculos? ¿Qué me está pasando? Y

encima… ahora me toca verlo sin camiseta. Venga, Adrián, ¡borra esos pensamientos y céntrate! Es el momento de ponernos los bañadores. Todos los vestuarios están ocupados excepto uno. ¡Vaya casualidad! —Nos toca cambiarnos en el mismo —me dice con los ojos provocativos. Lo que me faltaba. Me relajo e intento poner la mente fría. Solo es Bruno, solo es un amigo. Solo vamos a cambiarnos. Entramos y, en un primer momento, guardamos una distancia considerable (dentro del metro cuadrado, claro está). Él se desnuda con total naturalidad, como si estuviera solo. No puedo evitar, sin querer (porque os prometo que lo estoy haciendo sin querer) mirar de refilón su culo. ¡Madre mía! No lo recordaba tan redondito. ¿Qué estoy haciendo? Me estoy poniendo… ¡No es el momento, Adrián! Tienes que cambiarte y se va a dar cuenta de que… ¡Basta! Deja de pensar, deja de mirar. —¿Quieres tocarlo? —me pregunta, haciendo que mi cara se convierta en un tomate bien rojo. —¿Qué dices? —Llevas media hora mirándome el culo. A ver si te piensas que eres el único que mira de soslayo. ¿A que tengo un culazo? Me quedo frito, petrificado. No sé qué me sorprende más, que se haya dado cuenta o que sepa el significado de la palabra «soslayo». Intento tomar el control, pero no sé qué decir. —Bueno, Adrián, recupera el control. No pasa nada, no eres el primer tío que babea por mi culo. Es algo que tengo asumido. Ponte el bañador ya y dile a eso que tienes entre las piernas que se relaje, que vamos a un balneario, no a una sauna gay. Me tiene, literalmente, bajo su dominio. No sé qué decirle, y cuánto más habla, más me excito. Sin embargo, mi mente, por suerte, hace clic, y consigo volver al planeta.

—Ve tirando, por favor —le digo, haciéndole ver que necesito intimidad. Por suerte, me la da. Me quedo cinco minutos hablando con mi aparato para que se relaje. Hay personas que, por su tamaño, pueden echársela a un lado y disimular. La mía no. Es demasiado grande y gruesa para esconderla. ¿Qué hago? Cada uno tiene sus cosas. Yo no puedo disimular cuando está encendida. Desventajas de la vida. ¡Qué culo ha echado! «Si vuelves a pensar en eso, no vas a salir de aquí en todo el día», me digo. —¿Te falta mucho? La entrada del balneario era para hoy —vocea Bruno. ¿Será idiota? Solo falta que se entere todo el mundo. —¡Ya salgo! —contesto. —Te acompaño en el sentimiento, las tías son muy pesadas —escucho decir a una voz masculina. —Sí, totalmente de acuerdo, sobre todo esta que es una princesa —le contesta Bruno. ¿Princesa? Me ha llamado princesa. ¿Pero qué se cree? Vamos, en cuanto salga le aclaro a este idiota las cosas. Y yo que pensaba que había madurado. Salgo del vestuario, con la mirada retadora y bastante enfadado. —Al fin —me dice. Le saco el dedo. —¿Qué te pasa ahora? —me pregunta. —¿Princesa? ¿Eres gilipollas? —Saco a relucir mis mejores modales. —Intento de princesa, mejor. —Se ríe. A mí no me hace gracia. Me doy la vuelta y avanzo dándole la espalda. —¡Ay! Pero no te enfades. Era una broma, pensaba que eras más gracioso.

Le ignoro. Avanza detrás de mí. Oigo cómo los pasos se alargan. —Venga, no seas tonto, si solo era para picarte. Sigo haciendo caso omiso. Los pasos se aceleran aún más. Se echa sobre mí. Cubre mi cuello con sus brazos y deja caer sus manos sobre mi pecho desnudo. Siento el contacto con su piel y, entonces, la hoguera pega un fogonazo muy grande, una llama que hacía mucho tiempo que no veía en mi vida. ¿Qué me está pasando con él? ¿Me estoy enchochando del nuevo Bruno?

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE EMPRENDE UN VIAJE PASADO

NO PODÍA DEJAR DE RECORDAR todos los encuentros sexuales que había tenido en los últimos años. Hombres que había usado como si fueran meros objetos, con la única finalidad de olvidar al que, realmente, vivía en sus pensamientos. Le costó darse cuenta de que, yendo en contra de su esencia, no iba a conseguir hallar la felicidad. Así que, tras una propuesta de trabajo en un lugar lejano, y tras reflexionarlo unos días, consideró que podía ser buena idea. Una forma de empezar de nuevo, de luchar contra ese dolor que se removía dentro de sus entrañas, como esos pellizcos retorcidos que, tras finalizar, siguen doliendo. Archena no era el destino de su vida, ni siquiera se había planteado acabar allí. Cuando echó el currículum, a través de Infojobs, ni siquiera se fijó en el destino. Sin embargo, ese pueblo desconocido se iba a convertir en su nuevo hogar, en el sitio donde pondría a remojo las vivencias que lo llevaron al abismo. No le costaba marcharse. De hecho, no era la primera vez que lo hacía. Desde que terminó sus estudios se convirtió en un alma sin rumbo fijo, dejándose llevar, conociendo mundo y cogiendo experiencia laboral en su nicho. —¿Vuelves a marcharte? —le preguntó su madre. —Tengo que ganarme la vida. —¡No me mientas! Aquí, en Madrid, podrías trabajar de lo que quisieras… Además, eres muy bueno en lo tuyo. Te vas porque quieres seguir huyendo de él…

Se le entristecieron los ojos. A su madre también. —No puedo olvidarlo. No puedo olvidar nuestra historia. Su madre le abrazó con todas sus fuerzas. —No tienes que olvidarla, pero sí que superarla. Lo que tuvisteis fue una historia de amor de película. Vivisteis cosas, ambos, impensables. Fuisteis marcados desde el primer día y, por supuesto, os amasteis de verdad, con todo vuestro corazón. Es momento de quedarte solo con eso, con la experiencia y el aprendizaje. Tenía razón en todo lo que decía, pero no era fácil llevarlo a la práctica. —Por eso me voy, mamá, porque aquí, sabiendo que está tan cerca, jamás podré superarlo. Pero regresaré, además, podréis venir a verme. Es solo una etapa, esta vez la definitiva. No quiso que siguiéramos juntos y sé que no puedo parar mi vida por eso. Sin embargo, tengo que encontrar el modo de gestionarlo, y aquí no soy capaz. —No te voy a pedir que te quedes, aunque me encanta llegar del trabajo y saber que estás en tu habitación o ver las migajas en la encimera porque has bajado a tomar algo y se te ha olvidado limpiar. —Pero si te enfadas cuando hago eso. —Me da igual, pero sé que estás aquí, cosas de madres. Si alguna vez tienes un hijo, lo entenderás. Y claro que te riño, tienes pelos en los huevos para ser más curioso. Además, que has vivido fuera muchos años, deberías ser más responsable. —¿Te vas a poner a reñirme ahora, mamá? —Puso ojitos de perro abandonado. —No, solo quiero que estés feliz. —Lo estaré. Se volvieron a abrazar bajo el pensamiento de que lo mejor estaba por llegar.

CAPÍTULO 13

EL BALNEARIO DE ARCHENA SE COMPONE de dos partes: un circuito termal y una gran piscina con chorros y corrientes. Nosotros empezamos por el circuito. Es la parte que más me llama la atención. Lo primero que nos encontramos es una piscina de limones. Sí, habéis oído bien, limones. El agua está calentita y nos sumergimos en ella disfrutando de su olor ácido. Nos colocamos bajo un chorro de agua a presión y dejamos que choque contra nuestra espalda. ¡Menudo gusto! En serio, siento como si estuviera renaciendo. Quizá es lo que está ocurriendo. Cierro los ojos, mientras el agua sigue golpeándome y sonrío ligeramente. Me siento feliz. No había sido tan mala idea volver después de tanto tiempo. Incluso, tal vez, debería haberlo hecho antes. Abro los ojos y lo encuentro ahí, con los suyos mirándome como si fuera el mejor regalo que le ha hecho la vida. ¿Cómo puede alguien mirarme así? En otro momento me habría molestado, incluso, le habría dicho que dejara de hacerlo. Sin embargo, intensifico mi sonrisa. Si estoy cómodo con él, ¿por qué debo calentarme la cabeza? Es hora de dejarse llevar. Es hora de ser feliz. —Me gustaría saber qué piensas cuando me miras tanto — le pregunto. —¡Te asustarías! —Difícilmente me asusto, prueba —le reto. —¡No! Todavía no… Pero lo haré, algún día, lo haré. Es divertido, sensible, guapo, no sé, el nuevo Bruno está poniendo todos mis prejuicios a remojo. Os juro que pensé que jamás podría, ni siquiera, plantearme algo con él… ¿Y si me equivoco? ¿Y si le hago daño? Las dudas siempre están ahí. Sé

que soy una persona inestable. No sería la primera vez que confundo una llama con un calentón. ¿Cómo puedo saber que esto seguirá así después de…? No me gustaría hacerle daño. No me gustaría que pensara que vine hasta aquí solo por acostarme con él. ¡Es asqueroso! —Oye… —me pregunta, más serio. Lo miro, esperando a que diga algo. —Te pedí que te dejaras llevar… Sé que piensas muchas cosas y le das vueltas a la cabeza. Tienes miedo de hacerme daño. Pero te lo voy a pedir una vez más. Olvídate de eso. Llevo más de doce años haciendo mi vida. Sin ti. He sido muy feliz conmigo mismo. No tienes esa fuerza que tenías cuando eras pequeño, no eres capaz de influir en mi felicidad. Me gustas, sí, es una realidad, pero solo eres un complemento. También me gustan mi trabajo, mi independencia, los videojuegos, mis amigos… Si no sale bien, encontraré la forma de levantarme. ¿Sabes la de tíos que hay detrás de mí? —Se ríe, intentando aparentar fuerza y seguridad. Sus palabras tienen sentido. Son maduras. Sin embargo, algo dentro de mí me hace sentir que quiere aparentar ser más duro de lo que realmente es. No sé si estaré prejuzgando de nuevo… —¿Cambiamos de piscina? —me pregunta, tratando de evitar el tema. Nos metemos en unas aguas repletas de sal, con la finalidad de flotar y relajarnos. Nos ponemos boca arriba, estirados y dejamos que las propiedades de la sal hagan su efecto. Estamos uno al lado del otro. Tenemos los ojos cerrados. Nuestras manos se chocan con el tambaleo del agua. No las apartamos, todo lo contrario, dejamos que sigan así. No sé muy bien qué estamos haciendo, pero me gusta. Creo que a él también. La hoguera nos rodea y con el choque de nuestra piel emite chipas que saltan hacia el techo como si fueran fuegos artificiales. No puedo dejar de pensar. Es como si, de repente, se hubiera metido dentro de mi cerebro y hubiera tomado el control de mis pensamientos. Él no era como Pablo, él luchaba

por las personas a las que quería, eso me lo había demostrado, incluso, cuando éramos niños. Tal vez, aunque creía no haberlo hecho, sí había superado la historia de Pablo. No estoy seguro. Pienso en él y todavía me pongo nervioso. ¿Puede alguien enamorarse de dos personas? Quizá eso es lo que me está pasando. Vuelvo a sentir la mano de Bruno. Mueve ligeramente sus dedos para hacerme saber que no ha sido sin querer. Le correspondo. Realmente no soy yo, es mi cuerpo que decide actuar sin mi permiso. Sigo pensando y… ¡me cago en todo! Mi cabeza se hunde bajo el agua y me trago medio kilo de sal. —Pero… ¿qué haces? ¿eres idiota? —grito sulfurado. Bruno se está descojonando. La gente me mira con ganas de asesinarme. Si pudieran hacerlo, seguro que ya estaría muerto. Intento morderme la lengua para no montar el numerito. Toso una pequeña cantidad de agua con sal o, mejor dicho, sal con agua. ¡Será desgraciao! Salimos de la piscina, yo con el morro estirado y él con una sonrisita de cabronazo dibujada en la cara. —¡Te vas a cagar! —le digo en voz baja para que no se entere la gente. —¿Se ha enfadado, otra vez, la princesita? —me dice, con retintín. —La princesita puede ser muy puta. ¡Ya lo verás! —le contesto, amenazante. Lo cierto es que no tengo ni idea de qué puedo hacer. Aunque os reconozco que soy muy creativo, se me ocurrirá algo, seguro. Quizá no hoy, pero pronto. Y no será una gilipollez, aprenderá a meterse ese humor absurdo por su culo redondito. ¿Y qué hago pensando otra vez en su culo? Esto de no haber tenido adolescencia me está pasando factura ahora, con treinta y tres años. ¡Vaya tela! —¿Te vas a quitar el bikini? —sigue bromeando. —Ya quisieras tú, volver a ver lo que tengo entre las piernas —le contesto, con provocación.

—No sé quién tiene más ganas… Porque lo que tienes entre las piernas, antes, en los vestuarios, se ha mostrado muy satisfecho de verme. Hazte el duro si quieres, pero está deseando catarme. —Se muerde el labio. ¿Pero qué se cree? Pasa de ser la persona más sensata del mundo, a ser el gilipollas más creído del universo. ¡Ni de coña me voy a fijar en él! Que tiene mil tíos babeando dice… Y yo también tengo mi público. Además, yo lo rechacé. Vale, ese pensamiento es un poco infantil, haced como que no lo he tenido. —Venga, en serio, vamos a dejar las tonterías… Prometo no fastidiarte más… —me dice, con ojitos de gato con botas. —¿Debo confiar en alguien como tú? —pregunto, indignado. —No seas rencoroso, si solo lo he hecho para entretenernos un rato… ¡Reconócelo! Se te está pasando el tiempo rapidísimo y, aunque vayas de duro, te lo estás pasando bien. Me gustaría decirle que no, sin embargo, tiene razón. Y lo peor de todo es que cada vez me siento más atraído por él. Seguimos probando los diferentes tipos de experiencias que ofrece el balneario: el río de cambio de temperatura, los baños turcos, el iglú… El tiempo avanza. Parece uno de esos días que se quedan en el recuerdo. Nunca imaginé que Bruno pudiera llegar a tener ese poder sobre mí. Una vez terminamos el circuito nos vamos hacia la gran piscina. Tiene una parte cubierta y otra en el exterior. Nos dejamos arrastrar por la fuerza de un río circular. Hacemos carreras a contracorriente para ver quién resiste mejor la presión. Él siempre gana. Debo apuntarme al gimnasio. Nos rozamos, nos capuzamos, nos volvemos a rozar. La llama sigue acompañándonos. Hay risas, hay diversión, hay magia. ¿Quién iba a imaginar algo así? Volvemos a dejarnos arrastrar por el río. Esta vez se choca contra mi cuerpo y se abraza a mi espalda. Siento el calor de su piel trasmitirse a la mía. No puedo expresar con palabras lo que siento. Sé que es fuerte. Sé que es intenso. Cruza sus piernas alrededor de mi torso, quedando pegado a mi espalda y deja que su cabeza se apoye en mi cuello, rozando su cara con

la mía. Un cosquilleo placentero se revuelve en mi estómago, como mariposas revoloteando, al sentir el tacto del vello de su barba con la mía. Mueve su cara, ligeramente, como si fuera un gato ronroneando. Mi cuerpo le corresponde. Se siente en calma con él. Eso era lo que necesitaba, descansar de tanta lucha, olvidar los recuerdos trágicos del pasado, de mi madre… Respirar con tranquilidad, sin pesadillas nocturnas, y sin esas sensaciones negativas que, en muchas ocasiones, me hacen querer perderlo todo. Pero… no es fácil, no se puede conseguir de un día para otro. ¿Qué pasará cuando Bruno descubra la verdad? Lo que pasó durante estos doce años. ¿Qué pasará cuando sepa la clase de hombre que soy? Creo que todo se irá a la mierda. Nadie podría estar con alguien como yo. Soy demasiado blandito… demasiado cobarde. Siempre ha sido así. Las ganas de llorar vuelven a manifestarse. Se baja de mi espalda. Es como si sintiera que algo ha cambiado en unos segundos. Me aparta a un lado de la piscina, donde casi no hay gente. —¿Estás bien? —pregunta. ¿Cómo puede darse cuenta de todo? —Sí —contesto. —Tu corazón… se ha acelerado por segundos, parecía que iba a reventar. Me quedo en silencio. —Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad? No voy a presionarte, cuando quieras hablar, yo siempre estaré dispuesto. Ya te lo dije una vez, hace muchos años… ¡Tenme en consideración! Eres una persona muy especial para mí, y nunca voy a fallarte. ¿Por qué elegimos mal? Tenemos, a nuestro alrededor, personas capaces de regalarnos el mundo. Y no con palabras, sino con hechos, pero elegimos ir detrás del chico que nos hace sufrir, del que sabemos que es un imposible. ¿Cuánto de real hay en ese amor? ¿Lo hacemos porque nos gusta de verdad, o porque es difícil? No sé… Tengo tantas dudas. ¿Cómo podemos querer a alguien que nos hace daño? Creo que somos demasiado gilipollas.

Agacho la cabeza. Me veo en el reflejo del agua. Vuelvo a ver al niño del corazón blandito. Estoy en la terraza. Pienso en mi madre. La echo de menos. Sueño con ella todas las noches. Quiero que regrese a mí y que vuelva a protegerme como siempre ha hecho. «¿Dónde estaba?», me pregunté en tantas ocasiones. El dedo corazón de Bruno presiona mi barbilla y, con fuerza, hace inclinar mi cara. Nuestras miradas se cruzan, de nuevo. Sonríe. —¿Qué te ha pasado en el pecho? —me pregunta. Tengo una cicatriz enorme. No quiero recordarla. No quiero hablar del accidente. —Hay cosas que siempre te recordarán lo que has hecho. —Hay cosas que siempre te recordarán lo que has evolucionado. Siempre tiene la frase acertada para quitar el drama. Hay fuerza en su voz y fe en sus ojos. Fe en mí. En alguien a quien llevaba muchísimos años sin ver. —Gracias por todo. Nunca imaginé un día así, contigo. —¡The best is yet to come, baby! —me dice, sonriente. —¡The best is yet to come! —le respondo. Salimos del agua, arrugadísimos y nos cambiamos. Esta vez, cada uno en un vestuario. Aunque, os reconozco, me habría gustado volver a mirarle el culo. Tras un día inmensamente maravilloso, me lleva de vuelta a casa. —Bueno, espero que te lo hayas pasado muy bien —me dice, con esa mirada tan intensa. —Ha estado bien, marica —le respondo, volviendo a nuestro juego. Me dispongo a salir del coche, cuando, de repente, me agarra de la mano y me atrae hacia él. En cuestión de milésimas de segundo, mi boca y la suya entran en colisión. Siento como nuestros labios bailan al mismo ritmo. No soy yo el que le besa, es mi cuerpo que no puede evitarlo. La llama

prende más fuerte, sin embargo, no nos quema, todo lo contrario, reafirma lo que está ocurriendo. Minutos después, se aparta, con suavidad. —Te dije que te enamorarías de mí. Te dije que era mucho más de lo que habías visto. ¡Nos vemos, princesa! Me quedo anonadado. Tiene todo el control, quizá, por eso, ahora lo veo de otra forma. —Hasta luego, marica —le contesto. Me bajo del coche pensando en lo que ha sucedido y entro por la puerta de casa con una sonrisa de oreja a oreja. Con una sonrisa que hacía mucho tiempo que no tenía. Avanzo por el pasillo y veo a mi padre venir, rápidamente, hacia a mí. —¡Menos mal que has venido! —¿Qué pasa? Está nervioso. Empiezo a estarlo yo también. —Ha venido, ha venido, ha venido…. Está en tu habitación esperando… Le dije que le llamarías, pero no ha habido forma de que se fuera. ¡Está en tu habitación!

EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO NO DEJA DE PENSAR PASADO

EL JOVEN NO PODÍA QUITAR DE SU CABEZA la imagen de aquel cuerpo tirado en la montaña. Se había replanteado mil veces si abrir el cuaderno que encontró. Por un lado, sabía que era algo íntimo, sin embargo, tenía la esperanza de encontrar entre sus hojas algo que le pudiera aclarar qué le había pasado a esa persona. —Papá, deberíamos ir al hospital… Quiero saber cómo está. —Hijo, tienes un corazón muy grande, pero no es de nuestra incumbencia. Su familia tiene que hacerse responsable. —¿Y si no tiene familia? Por favor, papá, tenemos que ayudarle. El padre le miró reflexivo. —¿Qué estáis tramando ya? —preguntó su madre. —Tu hijo, que quiere ir al hospital a ver al hombre que hemos encontrado en la montaña. Su madre se acercó y le dio un beso chillado en la mejilla. —Tienes un corazón que no te cabe en el pecho. Anda, ve a cambiarte y vamos al hospital a verlo. —¿Y si está muerto? —preguntó el padre a su esposa con la voz bajita para que no se enterara el pequeño. —¿Podría haber muerto? —dijo, un tanto asustada la madre. —No lo sé. Estaba muy mal.

—Bueno, vamos a pensar en positivo. Si ha muerto, pues ya se lo explicaremos, como hemos hecho siempre con los temas tabú. El hombre sonrió a su esposa y la besó con pasión. Ella le correspondió. Se querían por encima de todo. Eran una pareja idílica. De esas que parece que no existen. De esas que hacen del amor una maravillosa aventura. Una vez en el hospital preguntaron por el hombre. Tras un rato debatiendo con la recepcionista consiguieron la información que necesitaban. El joven estaba vivo. Hospitalizado con una neumonía que casi lo mata. —¿Podemos entrar a verlo? —preguntó el niño. —Supongo que sí… Subieron a la segunda planta. Llegaron hasta la habitación. Había una enfermera con él. —¿Sois familiares del paciente? —preguntó. —¡No! Nosotros lo encontramos en la montaña. Queríamos saber cómo se encontraba. La enfermera salió de la habitación para hablar con aquella familia con más intimidad. —Estuvo a punto de morir. El pobre pasó toda la noche abrazado a una roca, bajo la lluvia. Ha sido un milagro. Hemos intentado localizar a alguien, pero no hemos hallado a nadie. Es como si fuera un fantasma. —¡Pobrecito! —dijo el niño. —Tiene que tener una familia. Debe de ser muy triste estar solo en un momento así —añadió la madre. —Nos quedaremos con él unos días hasta que deis con el paradero de algún conocido. —Muchas gracias, seguro que le hace ilusión conocer a sus salvadores. A ver si con vosotros se anima a hablar porque no ha soltado ni una palabra desde que ha abierto los ojos. —¿Ves, papi? Teníamos que venir, necesita nuestra ayuda.

La familia entró a la habitación con intención de descubrir quién era esa persona y poder ayudarlo a volver a casa. Si es que tenía casa adonde ir… No todo el mundo la tiene.

CAPÍTULO 14

ABRO LA PUERTA DE MI HABITACIÓN mientras Beret resuena en mi cabeza con Vuelve. Los nervios han tomado, de nuevo, el control. No estoy preparado para verlo, sin embargo, no puedo evitarlo. Está en mi habitación. Pienso en salir corriendo y en volver a marcharme, tan lejos que nadie pueda encontrarme. Disipo ese estúpido pensamiento. Intento reconfortarme pensando en lo que he conseguido. «Soy una persona independiente, soy dueño de mis emociones». Me engaño sabiendo, con toda seguridad, que cuando vea sus ojos penetrar en los míos caeré rendido a sus pies. Recuerdo, en forma de diaporama, todos aquellos momentos en los que la hoguera se encendió. Son pocos, pero están ahí, marcando mi vida, doce años después. ¿Cómo se puede querer tanto a alguien? No termino de comprenderlo, no termino de entenderme a mí mismo. Parece que soy masoca. ¿Hasta dónde quiero llegar? No puedo dejar que mis sentimientos vuelvan a caer en manos de alguien que no sabe cuidarlos. Lo amé, con todo mi corazón, lo amé. Luché por él como nunca lo he hecho por nadie. Me arrastré hasta límites inimaginables. Destruí mi espíritu, mi identidad, solo por pequeños momentos en los que sus labios colisionaban con los míos, pequeños momentos en los que me sentía una prioridad. Extiendo mi mano y giro el pomo de la puerta. El corazón me late como si fuera a estallar. Puedo imaginarlo, aún con la puerta cerrada. Recreo aquel primer abrazo, aquel primer beso, aquellas primeras lágrimas. Ojalá pudiera sacarlo de mi corazón. Ojalá pudiera verlo como a un amigo y cerrar, de una maldita vez, ese capítulo de mi vida. Empujo la puerta con fuerza. Oigo el ligero chirrido de un mecanismo viejo anunciar el icónico momento. Termina de abrirse y, entonces, lo veo. Me ve.

Me quedo paralizado, con la mirada fijamente clavada en él. Le pasa lo mismo. Parecemos estatuas que quieren cobrar vida, pero que están paralizadas por el paso del tiempo. ¿Quiénes somos ahora? Ha pasado tantos años… ¿Quedará algo del niño que conocí? Su aspecto luce bastante juvenil. Está completamente afeitado. Tiene un corte de pelo moderno: lados rapados y un tupé cortito. Lleva una camisa de rayas negras, medio abotonada y un pantalón oscuro. Es como si el tiempo no hubiera pasado. Sigue mirándome. No dice nada. Imagino que, como yo, está pensando mil cosas. Veo el fuego emanar de sus ojos como si fuera un rayo. Me siento, incluso, abrazado sin estar en contacto con su piel. Solo él tiene ese poder. ¡Mierda! Nada ha cambiado, me doy cuenta de que mi cuerpo vuelve a escapar a mi control y todo lo que quiere es fundirse en un fuerte abrazo y quedarse ahí, hasta que el mundo se acabe. Sus ojos empiezan a dejar caer algunas lágrimas. No se mueve. Yo tampoco, aunque le acompaño en el llanto. Puedo, incluso, escuchar las lágrimas caer al suelo. ¿Qué es lo que nos pasa? ¿Cómo hemos podido crear un vínculo tan fuerte y doloroso? ¿En qué momento transformamos nuestra amistad en una relación de dependencia? Puedo escuchar las palabras de mi amiga Conchi. «Os queréis como si vuestro respirar dependiera del otro. No es sano». No lo era. Sin embargo, una vez ahí, frente a él, no veo más camino. Se da la vuelta quedando parado frente a la ventana. El atardecer le ilumina como si fuera una especie de elegido. Tal vez lo es… —¡Mierda! —grita con la voz aguda, rota. Sigo en mi posición, llorando, paralizado. —Media vida… media puta vida… —sigue diciendo. Silencio. —¿Fue esa tu forma de castigarme? ¿Eh? Dime, Adrián, ¿he pagado el precio de tu dolor? Fui a buscarte a todas partes.

Te visité mil veces mientras estuviste en el hospital. Dime algo, joder, dime una puta palabra. Dime por qué me has roto el corazón. Sus palabras me arañan por dentro como si fueran pequeños cristales. Necesitaba ser libre… No tenía otra opción. No soy capaz de pronunciar nada más. Solo un fuerte respirar que me está ahogando. —¡Te odio! ¡Odio a mis padres! ¡Me odio a mí mismo! Toda la vida torturándome, culpándome de lo que te pasó, recriminándome no haberme atrevido a ser valiente, martirizando a mis padres por la mierda de educación que me dieron. Toda una vida enamorado de ti. Toda una vida con el corazón roto. ¿Crees que quería eso? Yo solo quería encontrar la felicidad y que él y los demás pudieran ser felices eligiendo su propio camino. Jamás quise hacerle daño, jamás pensé que me quería tanto. Sigo completamente paralizado, ahogado en el dolor del pasado, arrepentido de haberle podido causar daño alguno. —Y ahora vuelves… ¿Para qué? ¡Ya no se puede hacer nada! ¡Ya no se puede hacer nada! Tengo un hijo. Estoy casado con un hombre al que amo. ¿De qué sirve tu vuelta? ¡Joder! Me habría casado contigo, sin dudarlo. Podríamos haber tenido la vida con la que soñábamos de niños. Tantas putas cosas, Adrián, tantas… ¡Pero ya no se puede! ¡No deberías haber vuelto! ¡No es justo! Y yo… Yo no debería estar aquí. Di algo, por favor, dime que ya no me quieres, dime que me vaya de aquí, que vuelva con mi marido y con mi hijo, dímelo, por favor… Y entonces, con la cara mojada, el corazón rasgado, y los recuerdos flotando, consigo recuperar el control. Avanzo hasta él y lo rodeo con mis brazos, colocando mi cuello sobre su hombro, sintiendo el contacto de la piel como si fuera uno de los mayores placeres que haya podido experimentar en mi vida. Tal vez lo es. Aprieto mis brazos sobre su pecho. Y, entonces, algo me toca, sé que son sus manos. Jamás podría

olvidar sus arrugas, su especial característica. Lo primero que me enamoró de él.

CAPÍTULO 15 RECORDANDO 10 AÑOS ANTES

FINALMENTE DECIDÍ BORRAR todos esos pensamientos tóxicos de mi cabeza, centrarme en encontrar a la persona que llevaba dentro, dejarme fluir como si fuera una hoja mecida por el viento. ¡Nadie podría detener eso! Ni Pablo, ni ningún fantasma del pasado. Conchi sabía cómo ayudarme, era mi psiquiatra personal. La gente piensa que ir al psicólogo es una tontería, sin embargo, en muchos casos, es lo mejor que se puede hacer. Creemos que las heridas del pasado se cierran solas, que el paso del tiempo las cura como si tuviera ese poder… Pero lo único que, realmente, ocurre es que nos acostumbramos a vivir con ellas. Siguen ahí, acechando para machacarnos en cualquier momento y volver a reírse de nosotros, de lo que fuimos. Mi amiga me estaba ayudando a cerrar mi pasado, a poder hablar de él sin que me temblaran las manos. Más o menos lo estaba consiguiendo, solo había una excepción: ella, mi madre. Hablar acerca de lo que sucedió cuando era un niño me descontrolaba. Tanto era así que, en muchas ocasiones, vomitaba. ¿Os podéis imaginar cómo se removía todo dentro de mí? —¿Qué es lo último que recuerdas de ella? —me preguntó. —Su mirada —contesté. —¿Cómo era su mirada? —Yo estaba jugando en el patio, con mis pinzas y mis muñecos. Era Phoebe de Embrujadas. Sé que suena un poco ridículo, pero me gustaba sentirme una de ellas. Creer que

tenía sus poderes. Me estaba enfrentando a uno de los demonios más poderosos. Me debatía entre la vida y la muerte. Finalmente, gané, con el sacrificio de alguno de mis muñecos. Entonces, escuché cómo alguien aplaudía desde arriba. Alcé la vista. Era ella. Había contemplado toda la batalla. «Bravo», decía sonriente. No me miraba como si fuera un bicho raro. Le devolví la sonrisa y pensé que tenía la mejor madre del mundo, que siempre la protegería de todo. Comencé a llorar. Eran lágrimas amargas. Creo que no hay nada más duro en esta vida que la traición. Cuando alguien a quien amas te traiciona, no hay descripción posible del dolor que puedes sentir. —Me abandonó. ¿Cómo puede una madre abandonar a su hijo y ser feliz? —Lo que hizo tu madre… —Intentó contenerse—, no estuvo bien. No fue correcto. —¿Crees que pensará en mí? —le pregunté, lleno de tristeza. —No —me contestó, con su sinceridad—. Si pensara en ti, habría vuelto a buscarte. Tienes que cerrar esa puerta y no volver a pensar en ella nunca más. Sé que la querías más que a nada y que era muy importante para ti, pero por muy mal que se sintiera, por muy infeliz que hubiera sido con tu padre, abandonar a un hijo no era la solución. Debería haberse divorciado, simplemente. Me dolían sus palabras porque tenían razón. Si quería vivir la vida, podría haberlo hecho, a no ser que… Que yo fuera una de las razones de su infelicidad. Si esa era la verdad, supo disimularlo muy bien. —A pesar de todo quiero encontrarla. Quiero mirarla a los ojos y preguntarle por qué me abandonó. —No deberías gastar tiempo en ella… No se lo merece. —Tal vez tengas razón, pero esa decisión la tomé hace mucho tiempo, y voy a cumplirla. —Corazón… Eres un niño muy noble. Me da mucha pena que hayas tenido que vivir esas circunstancias.

—Vamos a pensar que, a pesar de todo, esas circunstancias me han traído hasta aquí. Quizá, sin todas esas desgraciadas, sería otra persona muy diferente y, aunque tiempo atrás me sentí un pardillo, hoy estoy orgulloso de lo que soy. Sonreí con seguridad, porque, por primera vez en toda mi vida, estaba tomando mis propias decisiones. —¡The best is yet to come! —me devolvió la sonrisa. —¡The best is yet to come! —le contesté, con complicidad. Era mi lema. Y siempre lo iba a ser.

CAPÍTULO 16

SIGO ABRAZADO A ÉL, frente a la ventana. Tiene los brazos mojados como consecuencia de la lluvia de sus ojos. La hoguera ha prendido como cuando éramos pequeños o, quizá, aunque sea extraño, un poco más fuerte. —Debería haberme quedado en tu habitación cuando me lo dijiste —me dice. Lo aprieto, un poco más fuerte, entre mis brazos. —Las cosas que pasaron, Pablo, forman parte del pasado. Hicimos lo que creíamos correcto. —¡No! Yo no creía que lo que hacía era correcto, simplemente estaba cagado de que la gente supiera la verdad. Te perdí por miedo a personas que no me importaban. —Algunas de esas personas eran importantes para ti… —¡A la mierda! ¿Sabes que ya no me hablo con mi padre y que a mi madre la veo de año en año? Sigo culpándoles. —Pues muy mal. El odio no es el camino. Deberías perdonarte de una vez. Estoy aquí, vivo y feliz. No soy el niño desamparado que conociste. ¡Ya no! Así que no te compadezcas más por todo aquello. Éramos niños jugando al amor… —¡No! No digas eso… Éramos niños, pero no era un juego, era de verdad. Yo te quería de verdad. Ojalá hubiera sabido demostrártelo. Está mucho más roto de lo que podía haber imaginado. Sigue abrazado a mí. Siento sus arrugas como si hubieran estado conmigo toda la vida.

—Bueno… Tenemos que mirar hacia delante. Te has casado y tienes un niño. Hay muchas cosas que contar. —Siento cómo mi corazón se fragmenta al decir esas palabras—. Ha pasado mucho tiempo, tenemos una vida distinta. Una vida que tenemos que mantener. —¿Y qué hay de nosotros? ¿De nuestra vida? ¿No te das cuenta de que nuestra historia va más allá? Amo a mi marido, te lo juro, pero tú eres mi debilidad. No pudimos despedirnos, no pudimos ver si, realmente, lo nuestro tenía un futuro. Por un lado, quiero girarme, mirarte a los ojos y darte un abrazo de amigos que llevan años sin verse, sin embargo, si me doy la vuelta, solo querré besarte hasta que se acabe el mundo. Soy una mierda de hombre, ¿verdad? Mi hijo tiene nueve años. Piensa que soy un héroe. El mejor papá del universo. No sabe nada de mi pasado, de mis cagadas, no sabe que estoy aquí traicionando a mi familia. —Tu hijo te ve como lo que eres, como te vi yo tantas veces. —¿Qué hago? Necesito que me lo digas… Si me dices que me vaya, que nuestra historia de amor terminó, lo haré, pero necesito que me lo digas tú. ¿Por qué me deja esa responsabilidad? Para mí tampoco está siendo fácil verlo después de tanto tiempo. Siento lo mismo que él. Tengo ganas de besarle hasta que el mundo se acabe. ¡Dios, qué situación tan difícil! —No lo sé. Me siento entre dos caminos. Mi parte racional me dice que esto no tiene futuro, pero mi corazón sigue enamorado de ti, Pablo. Si de verdad amas a tu marido, no lo pienses más, vete de aquí y sigue disfrutando de tu vida. ¡No lo estropees por un impulso! No sé cómo he conseguido decir todo eso, cuando todo lo que quiero es quedarme con él, disfrutar del tiempo robado. Quizá es nuestra última oportunidad. Sigo escuchando las palabras de mi amiga Conchi decirme que no, es como si fuera una especie de Pepito Grillo. Sus consejos siempre fueron buenos, por eso confío en ella, aunque ella no está aquí, en este momento, para valorarlo, tal vez, solo estoy creyendo lo

que me diría o, tal vez, solo intento engañarme a mí mismo para volver a perder al hombre del que estoy enamorado. —¿Me voy entonces, Adrián? Cierro los ojos. Presiono las lágrimas para que no salgan. En mi paladar revolotean varias respuestas, no sé qué va a salir finalmente, no sé qué voy a decir. —Quédate. No sé si es lo correcto, pero es lo que me ha salido del corazón. Se gira, nos miramos a los ojos y, entonces, ocurre: nos besamos intentando encontrar entre nuestros labios todo el afecto que no habíamos podido darnos en todos estos años. Son besos que gritan te quiero, que acarician el alma, que curan las penas y que hacen que el fuego toque el cielo sin hacernos daño. Son besos con arrugas.

LA CHICA DE LAS LENTILLAS TIENE EL CORAZÓN ROTO PASADO

DURANTE TODA SU VIDA había sido víctima en el juego de la vida. La gente que, supuestamente, decía quererla la había traicionado tantas veces que su corazón parecía estar cubierto por cientos de tiritas. Incluso, se había traicionado, tantas veces, a sí misma que no conocía la importancia del amor propio. Y es una pena que nos olvidemos de algo tan importante como mimarnos a nosotros mismos, no llegamos a ser conscientes de que, por muchas personas que pasen por nuestro camino, nosotros mismos seremos los únicos que estemos hasta el final. La chica de las lentillas solo quería encajar, ser importante, por una vez, para personas ajenas, hacia el exterior. Ser la amiga que te viene a la cabeza primero a la hora de llevar a cabo un plan. La novia que, tras pensar en relaciones fallidas, sabes que es la idónea. Quería destacar, ser una prioridad, sin embargo, cuanto más intentaba ser para los demás, menos lo era para sí misma. Y, poco a poco, su autoestima se iba quebrando. Luis la traicionaba cada vez que podía. Se acostaba con otras chicas y luego le pedía perdón. Volvía a él, no porque quisiera perdonarlo, sino porque no esperaba que hubiera algo mejor para ella. Se autocastigaba constantemente… ¿qué podía hacer? Si desde que empezó a tener conciencia la trataron con crueldad. Era todo cuanto había conocido. Aunque no lo creáis, una parte pequeña, casi invisible, aún soñaba con otra vida, con quitarse las lentillas sin importar lo que ocultaban, comer todo cuanto le apeteciera sin pensar en lo que la báscula opinaría al día siguiente. Esa parte, tan diminuta, tenía muchos sueños preparados, sin embargo, cada

vez estaba más apagada. Podía ser cuestión de tiempo que terminara muriendo y que, definitivamente, perdiera para siempre a esa niña con sueños que llevaba dentro. —Luis, ¿puedo preguntarte algo? Iban en su deportivo, camino a la cafetería en la que quedaban casi todas las tardes. —Dime —contestó, con poco interés. —¿Alguna vez me has amado? Frenó el coche, como si fuera la pregunta más comprometida que jamás le hubieran hecho. —Nena, deja de rayarte por esas tonterías. Ya sabes que solo tengo ojos para ti —le mintió. —Luis, dime la verdad, ¿alguna vez me has mirado y has pensado que era la persona de tu vida, con la que querías compartir tu futuro? —Ya sabes que yo solo pienso en el día a día. Se entristeció. —¿Por qué estás conmigo? —Tía, me estás rayando un montón, ¿qué coño te pasa? ¿Qué he hecho ahora? Te recojo, te doy flores, te he traído con mis amigos, ¿qué más quieres, desagradecida? Tenía ganas de ponerse a llorar. Sentía, una vez más, como ese sentimiento de traición volvía a mecerla entre sus brazos. Parecía, incluso, que se apenaba de ella. —¡Para el coche! —dijo, atreviéndose por una vez a ir más allá. —¿Qué dices? Vamos a llegar tarde. —¡Qué pares! Quiero que hablemos tranquilamente, sin tus amigos. —¿Hablar? ¿De qué? Al final van a tener razón y eres una chalada. Volvió a sentir una punzada en el corazón, en el centro.

—Luis, por favor, vamos a hablar —suplicó con lágrimas en los ojos. Su novio paró el coche de un frenazo, en medio de la calle. Tenía la mirada llena de furia. La chica de las lentillas se bajó y le instó a hacer lo mismo. —Aparca y hablemos. Quiero que estemos solos, por una vez. Quiero que sepas lo que siento. Luis se quedó en el coche, reflexivo, sin decir nada. —Por favor —volvió a decir. —¡Qué te follen, chalada! —contestó a la par que escupía y aceleraba el coche dejándola sola, a trece kilómetros de su casa. Comenzó a llorar. —Eres estúpida —chilló mientras apretaba los puños—. Nadie te querrá jamás, eres una gorda, un bicho raro —le insultaba. Y allí, en medio de un pueblo desconocido para ella, comenzó a caminar sin avisar a nadie, recordando el dolor que arrastraba desde hacía muchos años, pensando únicamente en el odio que sentía hacia sí misma.

CAPÍTULO 17

NUESTROS LABIOS SABEN COMPENETRARSE como si hubieran nacido para eso. Me siento como si estuviera en una travesía. Veo cómo el tiempo avanza en mis pensamientos, y nosotros con él. Doce años: mi madre se despide de mí. No va a volver. Me abandona. Quiero irme con ella, sin embargo, no está en sus planes. Trece años: el que creía que era mi mejor amigo se transforma en el chico que me quita el sueño. Quiero verlo cada día de mi vida, quiero que los sueños se conviertan en algo real. Estoy cansado de llorar. Agotado de sufrir. ¿Pasará algún día? Catorce años: papá está ausente, Pablo ni me mira, Bruno me odia, Laura está cada vez más distante. ¿Por qué las personas a las que quiero se alejan de mí? ¿Será que estoy enfermo? Siento que soy gafe y que todo aquello que se cruza en mi vida se condena, por eso, la gente se aleja de mí. Me entristece pensar así. Quiero morirme. La oscuridad comienza a crecer. Comienza a abrirse camino. Quince años: fiestas, salidas, alcohol, drogas, sexo. Aquellas cosas que pensé que nunca irían conmigo se convierten, de pronto, en el eje central de mi vida. ¿Qué hago aquí? ¿Cuál es mi destino? ¿Tengo algún destino? Me paso el día llorando, encerrado en una cárcel sin barrotes. Quiero salir, sin embargo, no soy capaz de encontrar la luz. Mi espíritu se ha roto. Dieciséis años: todo empeora dentro de mí. Esa pequeña mota de oscuridad, que nació con el abandono de mi madre, se ha hecho tan grande que me domina. «Eres una mierda». «Maricón». «Pardillo». «Tu madre te abandonó porque no te soportaba. ¿Quién podría hacerlo?». Estoy perdido. Miro desde la ventana de mi habitación. No es suficiente altura para morir. Me pregunto si sería capaz de… Diecisiete años: alejo a Bruno de mí, quiero protegerlo. Las malditas fotos vuelven a convertirme en el centro de atención. ¡Odio a Irene! ¡Los odio a todos! ¿Por qué no podían ignorarme? Es lo que habían hecho siempre. Me

siento humillado, ¿habría algo de felicidad esperándome? ¡No! ¡Claro qué no! Las risas y la alegría no son para mí. Miro, fijamente, a la gente pasear desde mi ventana. Algunos se detienen y se saludan, otros se ríen, otros se ignoran. ¿Quién soy en este mundo? Nadie. No soy nadie. Dieciocho años: la oscuridad termina de crecer, se ríe en mi mente, me pide que acabe con todo. No quiero hacerlo, pero no veo otro destino. Mi madre, Pablo, Bruno, Laura, Irene, Joaquín, mi padre. ¡No! Definitivamente no merecen que siga aquí. ¡Ya he tenido suficiente! ¡Quiero volar como un halcón! Tocar las estrellas… ¡Sí! Seguro que en el cielo hay un hueco para mí, seguro que sí. Subo sobre el borde de la terraza y, entonces, abro mis manos como si fuera un ave, miro al cielo, con los ojos vidriosos y, sin miedo, alzo el vuelo. Diecinueve años: nada. Veinte: nada. Veintiuno: nada. Veintidós: nada. Veintitrés: una nueva oportunidad de vivir. ¿He renacido? Siento que he dormido durante mucho tiempo, pero, sin embargo, ahora tengo clara una cosa: voy a ser feliz. Veinticuatro: un viaje, un propósito. De pronto, Pablo se aparta de mí. Salgo de mis pensamientos. Lo miro. Me mira. Veo, con claridad, lo que sus ojos están diciendo. Me resigno. Respiro. «Es lo correcto», me digo, mientras acumulo lágrimas en las paredes de mis ojos. No voy a llorar hasta que se vaya. —Vuelve con ellos, con tu marido y con tu hijo. Nosotros solo somos un recuerdo, ni siquiera nos conocemos ya… Se pone a llorar. —Te he amado más que a nada en el mundo. Fui a buscarte a todas partes. Te juro, Adrián, que se me rompe el corazón en mil pedazos, pero no puedo fallar a mi marido ni a mi hijo. Ellos son mi familia… «Su familia…». Duele. ¡No! Es peor que eso. —Estás tomando la decisión correcta. Me fui durante doce años más los que estuve en coma. Nuestras vidas siguieron avanzando. Pablo, no estás enamorado de mí, solamente sientes la carga de lo que pasó, la autoculpa, pero, de verdad, estoy bien. Ese viaje que hice me convirtió en alguien que

sabe quererse. No rompas lo que has construido durante todo este tiempo por un error del pasado. Le aparto las lágrimas con mis manos mientras sigo reteniendo las mías. Yo sí sigo enamorado de él. —Solo quiero que seas feliz, ojalá… —Ojalá nada. Los ojalás no sirven. Mírame a los ojos. —Agarro su cara con mis manos y sonrío—. Soy feliz. Y tú, también. Un día tendrás que presentarme a tu familia, y todos estos infortunios que hemos vivido serán solamente anécdotas que nos causarán risa. Deja de llorar. Me siento aliviado al conseguir quitarle la culpa. —¿Puedo preguntarte una última cosa? Asiento. —¿Hallaste el propósito de tu viaje? —¡Sí, lo hallé! —¿Mereció la pena? Reflexiono sobre esa pregunta, «¿mereció la pena?». Y, entonces, me acuerdo de él. Por él, mereció la pena. —-Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida. —Entonces, me siento orgulloso de ti. Nos damos un fuerte abrazo. Intento sentir la conexión, por última vez, sin embargo, como si un iceberg se hubiera desintegrado sobre nosotros, no siento ni un ápice del fuego que, minutos antes, nos envolvía. Solamente le motivaba la culpa. —Quédate a dormir, si quieres. Es muy tarde… —¡No! Me gusta conducir por la noche, hay menos tráfico, y no tengo nada de sueño —me contesta. —¡Que te sea leve la vuelta a Madrid! Me gustaría detenerlo. Es demasiado tarde. Tiene una familia. Pienso en ese niño, me veo reflejado, por un momento, en él.

—Cuídate mucho, Adrián, siempre serás especial para mí. Siempre estaré disponible, si me necesitas, de verdad, siempre. —Lo mismo digo —termino diciendo. El sonido de la puerta marca el final. Abro las compuertas. Las lágrimas brotan sin compasión. Mis ojos se inundan. Me tumbo sobre la cama. ¡Maldita sea! ¿Cómo puedo seguir amándolo? ¡Ojalá fuera más fácil olvidar! Vuelvo a recordar aquellos momentos en los que pasaba la noche mirando el móvil esperando a que me mandara algún mensaje inesperado. No solía ocurrir. Pablo era especial, sin embargo, fui yo el que se marchó. Podríamos haber tenido una relación, pero no quise. Tenía otros planes para mí, así que, tengo que entender que la vida avanza para todos, también para él. Treinta y cuatro años: la veo. ¿Cuánto tiempo ha podido pasar? Me quedo paralizado, sin saber muy bien qué hacer. ¿Cómo va a reaccionar? ¿Me odiará? ¿Encontraré la explicación que justifique su abandono? Los nervios me recorren de arriba abajo. Tengo ganas de salir corriendo y ampararme en sus brazos, sin embargo, no puedo avanzar. Es como si me hubiera quedado pegado a la baldosa. No puedo controlar mi cuerpo. Se ríe. Está radiante. Muy diferente a lo que había imaginado. Entonces, me mira y, poco a poco, avanza en mi dirección. ¿Qué le digo después de tanto tiempo? No me salen las palabras.

EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO QUIERE DESCUBRIR LA IDENTIDAD PASADO

LA FAMILIA ENTRÓ A LA HABITACIÓN bajo la incertidumbre de quién era ese hombre. El niño, de espíritu aventurero, sentía que formaba parte de una misión, como si la vida hubiera puesto a esa persona en su camino para ayudarla. Fuera o no cosa del destino, la realidad era que le habían salvado de morir. Entraron los tres, entre miradas llenas de complicidad. El hombre se encontraba tumbado en la camilla, con algunas heridas en la cabeza. Tenía la mirada ida, como si estuviera en otro sitio. Un silencio abismal, en forma de muro infranqueable, separaba a la familia de ese joven. —Hola —dijo el niño con timidez. Aquel hombre, de rostro desconocido, no emitió ninguna respuesta, más bien parecía una estatua con los ojos abiertos. —Nos han dicho los médicos que no has hablado con nadie, muchacho, ¿no debería saber tu familia que estás aquí? —añadió el padre. Parpadeó, pero no dijo nada. El silencio aumentaba la tensión, el niño quería ayudarle, pero no sabía cómo hacerlo, qué podía decirle… —Encontré esto en la montaña, creo que es tu bloc —dijo, sonriendo levemente. Las venas del cuello de aquel hombre se tensaron al escuchar al niño. Giró la cabeza y miró su bloc. Fue la primera reacción que tuvo desde que llegó al hospital. Las miradas de ambos parecían establecer su propio lenguaje como si, el joven y el niño, estuvieran conectados. Tal vez lo estaban.

El hombre sonrió sin enseñar los dientes y estiró su mano para recoger el bloc. —Gracias —dijo, mientras aquel niño de mirada brillante y corazón blandito se lo entregaba. —Lo he cuidado como si fuera un tesoro —volvió a decir. El padre y la madre observaban cómo su hijo había sido capaz de conseguir que una persona que llevaba días sin hablar lo hiciera. —Eres tan especial… —dijo su madre, en forma de susurro, impresionada. El hombre miró a los padres del que se había convertido en su héroe: le había salvado la vida a él y a sus recuerdos. El bloc tenía un valor sentimental más grande que cualquier otra cosa que se conociera. —¿Cómo te llamas? —Quiso saber el pequeño. Los ojos del hombre se empañaron, agachó la mirada y se apartó las lágrimas. —No tengo nombre —dijo, dejando a todos un tanto sorprendidos. —Pero… ¡Todo el mundo tiene un nombre! ¿A qué sí, mamá? Su madre asintió. —Sí, tu madre tiene razón, todos tenemos un nombre, pero olvidé el mío. Estoy seguro de que tú jamás olvidarás quién eres porque estás rodeado de personas que te quieren un montón. —Muchacho, ¿estás seguro de que no hay nadie que pueda estar preocupado? No nos importaría ponernos en contacto con quien necesites. —No se preocupe, cuando me den el alta yo mismo sabré adónde ir, siempre he sido una persona solitaria. Todos sentían cierta pena por aquel joven, era como si tuvieran la necesidad de querer ayudarlo, como si ocultara algo muy gordo… Quizá solo eran demasiado sentimentales…

o, quizá, ese hombre de ojos oscuros transmitía mucho más de lo que nunca habían visto.

CAPÍTULO 18

SUENA LA PUERTA DE MI HABITACIÓN. Sé que es mi padre. —Puedes entrar —contesto, tratando de aparentar que no he estado llorando. Entra sigilosamente. Se sienta a mi lado, mientras con los ojos entrecerrados miro a la pared. El muelle del viejo colchón resuena con un chirrido nostálgico. —El amor puede ser como una enfermedad. A veces se extiende, sin control, y comienza a poseernos como si fuera el juez de nuestras decisiones. —Coloca su mano sobre mi brazo y lo acaricia ligeramente—. Nos dejamos llevar porque necesitamos evadirnos, no solo porque estamos bien con esa persona, sino porque nuestro mundo se ha ido a la mierda. Te enamoraste de Pablo, pero también lo usaste para evadirte de todo lo que te pasaba: del abandono de tu madre, de mis ausencias, del dolor, del miedo a aceptar tu orientación, del bullying. Y esos problemas comenzaron a crecer. Sin embargo, cuando estabas con Pablo todo desaparecía, como si fuera una droga que te inhibía de la realidad. Pero las drogas no son buenas, ojalá hubiera podido hablar contigo cuando todavía estábamos a tiempo. Me pasó como a ti, amé a tu madre como si no existiera otra persona en el mundo, inhibí todos mis problemas con ella, me drogué de amor, pero no me empoderé, no me formé como humano, no afiancé mis ideas, mis valores, mis hobbies. Solo era ella. Y mientras ella estuvo, todo fue maravilloso, pero, y aunque esto es muy triste, no podemos confiar en que las personas estarán para siempre a nuestro lado. Hay miles de desgracias que escapan a nuestro control: una tercera persona, una enfermedad, un accidente, miles de pequeñas posibilidades que lo cambian todo, que nos dejan

desnudos, sin ropa, sin esa medicina que inhibe toda la mierda exterior. —Se tumba junto a mí y me abraza. Siento que el padre que tanto me faltó en mi adolescencia está más presente que nunca. Soy un niño pequeño deseando ser protegido, deseando escuchar que todo va a salir bien. Añoraba esa sensación. Tengo los ojos cerrados y trato, a pesar del dolor, de dejarme arropar por mi padre. El corazón me vibra como si fuera gelatina, parece haberse emblandecido en un instante. ¿Estaré volviendo a ser el niño del corazón blandito? ¿Quedará algo de él… en mí… todavía? —Y a ese muchacho, aunque no te lo demostró, le pasa lo mismo. Pero, y estoy convencido de ello, él está sufriendo aún más que tú. Tu vuelta ha tambaleado su vida, se ha dado cuenta de que el amor intenso que siente por ti no lo siente por el hombre con el que está, sus emociones se han puesto a remojo y duda de todo. —¡Te equivocas! —contesto, sin darme la vuelta—. Solo estaba enamorado del recuerdo, me lo dijo. Ha vuelto a casa. —Hijo mío, sé que eres más listo que yo. No te crees eso. Te ama, le amas. Quizá deberíais aprender a hacer las cosas bien, sois jóvenes todavía. —¡No puedo! Ese tren pasó, papá, no me hagas dudar de eso. Jamás podré ser yo mismo si estoy a su lado… —¿Prefieres huir? ¿Cómo no vas a poder estar al lado de alguien? ¿No te das cuenta de que todo está en tu cabeza? Te da miedo sufrir, te da miedo volver a sentirte un niño maltratado, te da miedo que Pablo vuelva a hacerte daño. Una vez te dije que el odio nunca iba a darte la felicidad, gracias a eso, hoy eres un hombre más empoderado, más capaz, pero todavía no eres feliz, porque el miedo no saca sonrisas, y el miedo a estar con quien amas, mucho menos. —Tiene un hijo, una familia… —Sigo buscando excusas a las que agarrarme. —¿Y qué? Su marido merece un amor real, y su hijo seguirá siendo su hijo. Si Pablo es el hombre que dice ser, jamás descuidará a su niño por estas razones. Puedes buscar

todas las excusas que quieras, hijo mío, o puedes dejar el miedo del pasado atrás y mirar al mundo, a las oportunidades que ofrece, de frente y con una sonrisa. Si sale bien, de puta madre; que sale mal, pues lloras, te emborrachas, salimos de fiesta, nos vamos al fin del mundo, y empezamos de nuevo, pero al menos, Adrián, al menos, habrás vivido. Y eso es lo importante, por encima de cualquier cosa. Las puertas entornadas no se superan nunca. O abres o cierras. Me giro, quedamos frente a frente, tumbados en la cama. Su mirada y la mía son iguales. «Ojalá hubiera sido siempre así. Ojalá hubiera tenido a mi padre cuando era pequeño», pienso, mientras me doy cuenta de que necesitaba tener esta conversación. —¿Desde cuándo sabes dar tan buenos consejos? —pregunto, con mucha curiosidad. —Cuando te fuiste, a los pocos meses, me miré al espejo. Tenía la barba desigualada, el aspecto abandonado, y la vida casi acabada. Entonces lo entendí todo: estaba ahí, desnutrido, con ganas de morirme, llorando por tu madre, llorando por ti, llorando por mí. Y me di cuenta de que solo tenía dos opciones: coger la cuchilla y rajarme el cuello, o empezar a aceptar que la vida está llena de cambios que escapan a nuestro control, y que la única manera de vencerla es disfrutándola como si fuera el último día. Así que elegí la segunda opción y me convertí en mi mejor amigo, mi mejor consejero. Marta también hizo un buen trabajo. Estaba entristecido por lo que había contado. Nunca quise provocarle dolor… nunca quise que sufriera… no realmente. —¿Marta? —pregunto. —Mi psiquiatra. En ese momento me doy cuenta de que estoy a punto de tratarme con la misma psiquiatra que mi padre. Me parece curioso. El mundo es un pañuelo. —Gracias, papá, ¡estoy orgulloso de ti! No sé si Pablo y yo tendremos una oportunidad algún día… Pero voy a luchar por

poder estar cerca de cualquier persona sin necesidad de sentir que pierdo el rumbo de mi vida. No huiré nunca más… —¡Ese es mi hijo! Y esa noche dormimos juntos, como si fuéramos niños pequeños con pesadillas. Lo necesitábamos.

LA CHICA DEL CARPE DIEM TIENE SANGRE PASADO

LA CHICA DEL CARPE DIEM DEAMBULABA entre la oscuridad de las calles, con el rostro ido, y el recuerdo de lo que acababa de sucederle. Tenía el cuerpo lleno de sangre y los ojos de lágrimas. «¿Qué he hecho?». Se preguntaba a sí misma, una y otra vez, en bucle. No tenía un destino fijo al que llegar, tampoco sabía si quería hallar un lugar o, sin más, desaparecer de la faz de la tierra. Inhibirse para olvidar aquel suceso, hacer como que jamás tuvo lugar. ¿Cómo iba a perdonarse después de eso? No creía en esa posibilidad, solo en lanzarse al vacío desde un sitio muy alto y acabar con la tortura que, desde hacía unos minutos, maltrataba su cabeza. Le hacía sentir ser una mierda de persona. Allí, entre esos pensamientos caóticos, se encontró con un hombre que, al igual que ella, no tenía rumbo fijo. Llevaba sobre sus hombros una colchoneta y nada más. —¿Qué le pasa, joven? —Déjeme en paz. ¡No le importa! —contestó, llena de frustración. El hombre, al verla en ese estado, no aceptó su orden y continuó detrás de ella. —¿Sabes una cosa? A veces, pensamos que el mundo se acaba en un instante, por un error. Creemos que no podremos

ser perdonados, que el final ha llegado para engullirnos, para castigarnos por todas las cosas que hemos hecho mal. Sin embargo, eso solo es una tontería del ser humano, cada error que cometemos nos da la oportunidad de nacer de nuevo. ¡Tienes una nueva oportunidad! ¿No te das cuenta? La chica del carpe diem no dijo nada, pero pensó muchas cosas. Comenzó a analizar sus palabras, a dar vueltas sobre ellas, a tenerlas en cuenta. ¿Quién era ese hombre que había aparecido de repente? —Soy un mendigo. Cuando la gente se acerca a mí, lo único que ve es un hombre con los dientes negros, una colchoneta impoluta que habrá robado en algún lugar y que sueña con tener la vida de cualquier persona, como, por ejemplo, la tuya. —¿Y se equivocan? No creo que ir lleno de mierda por la calle, pasar hambre y suplicar monedas, sea lo más divertido del mundo. —No lo es. —Entonces, ¿qué intentas? ¿Hacerme ver que la vida tiene otra cara? Mírate, el tiempo pasa para ti. Eres viejo y vives en la calle, morirás en cualquier momento. —Todos moriremos en cualquier momento. Puede parecer extraño, pero soy feliz. Cometí un error, y elegí corregirlo. ¡Mañana será un gran día! —¡Estupendo! Disfrútalo, chalado. —Pero también lo será para ti. —¿Para mí? No tienes ni idea, pienso subirme al puente y saltar. No hay un mañana para mí. —¿Y tu madre? ¿Y tu padre? ¿Tu familia? Les llamarán, en algún momento, y les comunicarán que su hija se ha suicidado: Tu madre comenzará a llorar desconsolada. Seguramente se culpará de lo que te ha pasado y, desde luego, la condenarás para siempre. Tu padre igual, y tus hermanos… no volverán a ser los mismos, ¿vas a causarle ese dolor a tu familia? Supo tocarle el corazón, supo hacerle recapacitar.

—Y tú, ¿quién eres? ¿Por qué tratas de ayudarme? —Ojalá alguien lo hubiera hecho conmigo, muchacha, pero eres muy joven para tener unos ojos tan tristes. Solo trato de redimirme. —¿Redimirte? —Sí, traicioné a mi familia. Los hice sufrir más que a nadie. —Sacó una foto, un tanto estropeada, que guardaba en el bolsillo de su chaqueta. —Es muy bonito. ¿Tu hijo? —Hace muchos años que no lo veo. Ya tiene más de dieciocho. La última imagen que tuvo de su padre fue horrible. Elegí esta vida, porque tenía que aprender a valorar las cosas que, realmente, merecían la pena. Que no te pase igual que a este viejo, no dejes que el paso del tiempo te haga arrepentirte de tus decisiones. Ve y quédate con las personas que amas, son las que sabrán cómo ayudarte cuando el mar te empuje hacia adentro. La chica del carpe diem había detenido su marcha. Contemplaba cómo aquel hombre misterioso había trastocado sus planes en un instante. Comenzó a caminar, de nuevo, en dirección contraria. Pensaba en su familia, en todo lo que habían hecho por ella. No se merecían eso, no merecían que los traicionara de esa forma. Tenía que avanzar, tenía que superar lo que acababa de pasarle, tenía que recuperar el control, por muy difícil que fuera, por mucho que le costara. Las sirenas de la policía la interrumpieron. Rápidamente, varios agentes la arroparon bajo unas toallas y la subieron al coche para llevarla a comisaría. Tenía que explicarles lo que había ocurrido. No sabía cómo iba a hacerlo, no tenía ningún motivo para justificarlo, solo sabía, con toda seguridad, que después de esa noche jamás volvería a ser la misma persona. Una parte de ella había muerto ahí, para siempre.

CAPÍTULO 19

LA CONVERSACIÓN CON MI PADRE me había marcado de una forma determinante: iba a conseguir convertirme en el hombre que quería. No debía seguir huyendo de la gente que me había hecho daño, no debía seguir escapando de mis sentimientos. Así que, iba a tratarme, de nuevo, iba conseguir poder estar en la misma habitación que Pablo sin que el corazón me vibrase, iba a conseguir pronunciar el nombre de mi madre sin que mi alma se desgarrara. Tenía mucho trabajo por delante, pero iba a luchar con todas mis fuerzas por conseguirlo, conseguirlo de verdad. Me siento en la terraza del bar. Soy de ese porcentaje reducido de personas que llegan a los sitios con diez minutos de antelación, a pesar de saber que el resto llegarán tarde. Es una de mis pequeñas manías. Por suerte, no tengo que esperar demasiado tiempo para ver a Irene llegar con su peculiar energía. La admiro de una forma indescriptible. Nunca pude imaginar que esa chica confusa, llena de miedos, con poco amor propio, pudiera convertirse en ese huracán lleno de vida, de risas, de ganas de comerse el mundo. Quiero ser como ella, empoderarme de ese modo, saber que, aunque el mundo se cae, tengo que seguir luchando por mi felicidad, por llegar al final del camino habiendo cosechado la máxima cantidad de logros. Solo quiero ser feliz… —Madre mía, pero que cosa más guapa, ¡por Dios! Los años no pasan para ti. Y eso que nos vimos el otro día —me dice, mientras me estruja en sus brazos. Me sonrojo ligeramente, la gente nos mira, a ella le da igual, a mí me sigue afectado un poco. Esa era, sin duda, la diferencia, la clara diferencia entre ser feliz y estar a medio camino. Tenían que darme todos igual, tenía que disfrutar de ese abrazo como si el

mundo estuviera mirando para otro lado o, mejor aún, como si no hubiera nadie. Nos sentamos en la mesa e Irene pide dos Puerto de Indias con Sprite. —Son las diez de la mañana, ¿estás loca? —digo, sorprendido. —Te veo muy estresado, se avecina un drama del quince, y la mejor forma de sacarlo todo es con un poco de gasolina. Tú relájate y confía en mí, que una controla. —Esa frase no me tranquiliza. Suena a topicazo de borracha, pero bueno, confiaré en ti, aunque solo sea para no calentarme más la cabeza. —Me lo tomaré como un cumplido —dice Irene, mientras me guiña el ojo. La miro sin saber cómo empezar la conversación. —Déjame adivinarlo… ¿Pablo? Asiento cabizbajo. —Lo vuestro tiene delito, ¿eh? —Vino a verme… Ayer. —¡Madre mía! Que tío… Si se lo he dicho mil veces… Que seguía enamorado de ti, y él erre que erre con que no. Mira, desde lo que me hicisteis en el instituto tengo unos ojos para estas cosas que parezco bruja. —Tiene una familia… No puede romperla por mí. —¿Por qué? Quiero decir, lo estás dramatizando todo, ¿puedes volver a La Tierra? Parece que el paso del tiempo no te ha hecho ser un poquito más espabilao, corazón. Esto no es una película dramática en la que es imposible que estéis juntos, es la vida real, y en la vida real hay cambios. Si Pablo está enamorado de ti, y tú de él, tenéis que estar juntos. Es tan sencillo como divorciarse y hacer las cosas bien con el crío; fin del drama. Además, su marido también merece a alguien que lo ame como si el mundo se fuera a acabar mañana.

—Irene, las cosas no son tan fáciles. Él ama a su marido, quizá no de la misma forma que a mí, o a mi yo del pasado, pero lo ama… Lo vi en sus ojos… —Claro… ¡Los cojones de Manolete! Por eso vino ayer desde Madrid solo para verte. ¿Estás ciego o no quieres ver? Claramente no quieres ver. Pero oye, ya por idiotas perdisteis la primera oportunidad de estar juntos, si queréis seguir jugando a ratón que te pilla el gato, ¡adelante! Pero esa cara guapa y joven que aún tienes cambiará algún día y, entonces, os arrepentiréis de haber dejado pasar un tren así. —¡Pero no te enfades! —añado, un poco cortado. —No me enfado, pero me toca la seta ver así a dos personas que se quieren tanto. ¡No me parece justo! —He besado a Bruno —suelto. El camarero llega y, de forma instantánea, Irene coge su gin-tonic y se lo bebe prácticamente de un trago. La miro estupefacto. Le va a dar un ataque. —¿Qué te has besado con quién? —Sube el tono de voz. Tengo miedo de volver a decirlo. —Con Bruno. Levanta la mano al camarero para que vuelva. —Otro Puerto con Sprite o, mejor, prepárame dos más —grita desde la mesa, sin necesidad de que el camarero llegue a esta. —Es muy temprano para beber tanto… —No puedes jugar con Bruno —me dice, con mucha seriedad. —¿Qué pasa? —¡No te imaginas lo que me costó ayudarle a superar tu marcha! Lo pasó realmente mal, Adrián. Nunca había visto a alguien derrumbarse tanto… Es una persona muy sensible. Perdió a su hermano, no se habla con sus padres y… se amarró a ti con la esperanza de que algún día te enamoraras de él. Lloró lo que no está escrito. Tenía una depresión que me hacía

pensar que, en cualquier momento, cometería una locura. Por eso, después de todo, no puedes jugar con él. Te ama, y eso no va a cambiar. ¡No debes darle alas, por favor! —No sabía que… —¡Ya! La vida de todos ha seguido avanzando mientras tú estabas fuera. Entiendo perfectamente tus decisiones, nos portamos fatal contigo, pero, por favor, entiende lo que te estoy diciendo, Bruno lleva un tiempo siendo muy feliz, no hagas que eso cambie. —No lo hice por jugar con él… Nos besamos porque lo sentí. Suena a locura, pero la nueva versión de Bruno me atrae. —¿Te atrae? ¡No es suficiente! Tú a él no le atraes, tú a él le pareces el puto salvador de su vida, ¿no ves la diferencia? Él te quiere como si fueras la persona más importante del planeta, te quiere como para hacerte cosquillas en la cama hasta quedaros sin fuerzas, te quiere como para quedarse hasta las tantas de la mañana hablando de cualquier cosa o para dormirse en tu pecho mientras escucha a tu corazón latir. La miro con los ojos congelados, ¿tanto me quería? Pero… ¿y si me enamoro de él? Estoy perdido, de nuevo, no sé qué pensar, no sé qué es lo correcto. Pablo. Bruno. Sus nombres revolotean en mi cabeza. Algo me hace pensar que puedo enamorarme de Bruno, aunque tampoco lo sé seguro. No quiero hacerle daño, no quiero que todo el camino que ha recorrido se desvanezca por un impulso. —¿Y cómo me alejo de él? Desde que estoy aquí no deja de escribirme, proponerme planes… Venir a mi casa por sorpresa. —¡Lo voy a matar! Mira que le dije que ni se le ocurriera ponerse en modo pesado contigo. Me encanta cuando mis amigos me hacen caso. No sé qué debes hacer, pero dile que no a todo, de verdad, hazlo por su bien, tú jamás vas a quererle, y él merece algo más… «Algo más». Duele esa frase. Me hace sentir poca cosa, inferior, pero ¡tiene razón! Merece a alguien que le quiera tanto como él sabe querer.

—No quiero decir que tú seas poco, pero merece a una persona que sepa quererlo sin dudar, sin que otros nombres pasen por su cabeza, y ambos sabemos que sigues enamorado de Pablo. —¿Y si te digo que llevo pensando en Bruno desde que vine? El otro día me dio un abrazo y fue como… no sé, como si se activara algo dentro de mí. —¿Y Pablo? ¿Qué pasa con él? No puedes estar enamorado de dos personas. —¿Por qué no? —pregunto, dudando de su afirmación. —No sé, corazón, no lo veo viable. Cuando cierras los ojos tiene que venirse alguien a tu mente, solo una persona, alguno de los dos… Y sabes que es Pablo, es que estoy convencida. Cierro los ojos, trato de hacer la prueba y, entonces, veo cómo viene. Me sonríe a lo lejos. Su mirada hace que mi corazón vibre. Irene tiene razón. Al inhibirme solo hay una persona que recorre mi mente en la oscuridad más absoluta. —¿Ves, corazón? Escucho su voz, mientras todavía tengo los ojos cerrados. Se acerca a mí, pero antes de que llegue, invadido de un miedo aterrador, los abro. Irene tiene su mirada clavada en la mía. —No le haré daño a Bruno, te lo prometo. Me alejaré de él, me inventaré cualquier excusa. —Es lo correcto. Estoy segura de que algún día encontrará a alguien que le haga darse cuenta de que hay vida más allá de ti, igual que hay vida más allá de Pablo… No hemos nacido para morir por nadie, y te lo dice una que se ha llevado muchas hostias. Se termina su tercera copa mientras yo apenas me he bebido la mitad de la mía. Me mira con decepción. Coge mi copa y también se la termina. —Eres un puto blando. —Son las once, mi estómago quería un café.

—Pues eso, un blando. Está un poco borracha; se le nota. Conforme ha avanzado la conversación ha ido subiendo la intensidad. Nos despedimos, la veo perderse a lo lejos. «Algo más». Vuelvo a escuchar su voz reproducirse en mi mente. Cierro los ojos, y vuelvo a verla… Es mi madre, con una sonrisa viniendo hacia a mí. ¿Por qué? ¿Por qué me abandonaste?

CAPÍTULO 20 RECORDANDO 8 AÑOS ANTES

MI TIEMPO EN BARCELONA transcurría muy rápido. Había conseguido cumplir uno de mis sueños: publicar mi primera novela. La opinión de la gente me daba mucho miedo, así que, tras investigar las distintas posibilidades, acabé autopublicando en Amazon bajo un pseudónimo. Nadie sabía cuál era mi identidad, ni siquiera si era un chico o una chica. El libro salió a la venta bajo el nombre de “Corazón blandito”. La única persona que conocía ese secreto era mi amiga Conchi. Fue toda una sorpresa ver cómo, sin esperarlo, mucha gente comenzó a leer aquella historia, aquella que hablaba de mí. Los lectores conocieron al pequeño Adrián y su camino, sus pensamientos reales, sus años durmiendo en aquella camilla, el partir de una madre que le enseñó muchas cosas. Pero también conocieron al autor. Muchos me elogiaron, valoraron la sensibilidad de mis letras, mi capacidad de transmitir. Muchos me hicieron feliz, me dieron alas, me demostraron que los sueños se podían cumplir y, por tanto, dejar de ser sueños para ser algo real, algo que ya no era una simple ilusión de un niño. Continué quedando con mi amiga Laura de vez en cuando, recordando viejos tiempos, aunque, y lo reconozco, nuestro vínculo ya no era como antes. El paso del tiempo había debilitado el fuego de nuestra amistad y, en ocasiones, era como si fuéramos desconocidos forzándose a volver a quererse, pero la llama no prendía, y cuando lo hacía quemaba. Así que, poco a poco, los cafés fueron sustituyéndose por «tengo mucho trabajo», «no me encuentro bien» o, peor aún, la ausencia de respuesta.

Es triste ver como esos amigos, con los que has vivido momentos tan importantes, se han quedado fuera de tu vida. Te gustaría que fuera de otra forma, pero ya no sois los mismos, tu mente solo mantiene viva la imagen de un recuerdo, sin embargo, estuvisteis tanto tiempo alejados, que el recuerdo ya no es una representación de la realidad. ¡Habéis cambiado! Dolía pensar en Laura, pero más dolía mirarla a los ojos y no saber qué decir. Al menos, a pesar de la distancia invisible que nos iba separando, guardó el secreto de no contarles a los demás nada de mí. Os reconozco otra cosa, creo que, a veces, aunque decía no tener nada que perdonarles, una parte de mí acumulaba rencor hacia todos ellos. Creo que fui yo el que no dejó volver a Laura. Bueno, ni a Laura, ni a ninguno. La idea de encontrar a mi madre, aunque Conchi había intentado quitármela de la cabeza en numerosas ocasiones, seguía rondando mi mente. Había buscado su nombre en redes sociales, mil veces, pero no había manera, era un fantasma, y podía vivir en cualquier sitio… Sin embargo, no dejaba de persistir, todos los días dedicaba horas y horas a buscar algún rastro suyo, alguna pista que pudiera indicarme dónde vivía ahora, si es que vivía todavía… Pero ese día ocurrió algo diferente, algo inesperado, algo que casi me hace perderlo todo. Estaba finalizando la presentación de la última obra de mi amiga Conchi, cuando, de pronto, mientras miraba por la ventana de aquella biblioteca, le vi. Sentí un ardor recorrer mi barriga, pensaba que, como un dragón, podría escupir fuego si abría la boca. Era imposible que me hubiera encontrado, debía de ser una casualidad. Casi me quedo petrificado al ver que el chico de las arrugas estaba a punto de dar conmigo. Me dirigí rápidamente a mi amiga y le conté lo que estaba a punto de pasar. Le di instrucciones y me escondí en los aseos de la biblioteca. Recuerdo cómo los nervios se adueñaron de mí y me hicieron temblar. Quería salir y verle, preguntarle cómo estaba, sin embargo, tenía tanto miedo de volver a sentirme pequeño, que todo cuanto hice fue meterme al baño, con la esperanza de que se creyera lo que Conchi iba a decirle.

Sentía que, de repente, el tiempo que había avanzado, desde mi llegada a Barcelona, a una velocidad imparable, se había detenido y circulaba en dirección contraria. Quería salir, pero no era correcto. «Si me ve, habré perdido la oportunidad de encontrarme a mí mismo». Trataba de justificar lo que estaba haciendo, aunque una parte de mí sentía que estaba actuando como un auténtico cobarde. «Sal, sal y enfréntate a él. No podrás huir siempre». Ansiedad, sentía cómo esa sensación de ahogamiento tomaba el control, me poseía, me hacía volver a aquellos recuerdos en los que era un pardillo. ¡No! ¡No quería! ¡No se lo merecían! ¡Ninguno! Luché por él más que por nadie, hice todo lo que estuvo en mi mano para que me eligiera, para que fuéramos una pareja más, sin importar lo que hiciéramos en nuestra intimidad, pero no quiso, me dejó solo y abandonado, ¡no merecía mi perdón! ¡No merecía saber de mí! ¡NO! La puerta del baño sonó, escuché un llanto familiar. No quería reconocerlo. Era él. Había entrado al aseo, justo en el de lado. Solo nos separaba una tabla de madera. Lloraba desconsolado como un niño pequeño. Escuché el metal del portarrollos de papel higiénico sonar. Sabía que no había papel. Ese había sido el motivo por el que me había cambiado de baño hacía unos minutos. Así que, lleno de dudas, arranqué un buen trozo de papel y metí mi mano por el hueco inferior de la tabla que separaba un baño de otro. Tras unos segundos, lo cogió. Sentí las arrugas entrar en contacto conmigo, las lágrimas salpicaron de mis ojos como cuando una piedra, con mucha presión, impacta contra el agua. El fuego cubrió todo mi cuerpo y ascendió hasta el cielo, y más allá. Me quedé ahí, con ganas de seguir, con ganas de recuperar el tiempo perdido, sin embargo, con los ojos petrificados, en shock, aparté lentamente la mano y salí de aquel baño, dejando atrás los llantos de la persona que tanto amaba. Conchi me estaba esperando fuera. En cuanto me vio se lanzó corriendo para arroparme.

—No puedo creer que haya venido, vuestra historia es… —No hay historia ya, terminó aquel día, no debería haber venido hasta aquí. Mi mente navegaba por un mar enfurecido de recuerdos. —Le dije que no estabas aquí. Creyó en mi palabra, así que se irá, pero ese joven te seguirá buscando… Me da mucha pena haberle engañado. —Si me encuentra, perderé todo lo que he avanzado. No sabes lo que siento cuando lo miro, no sabes lo difícil que es tomar el control cuando respiro su olor. ¿Crees que ha sido fácil tenerlo tan cerca y… desaparecer? Comencé a llorar sin control alguno, las lágrimas dolían, dolían tanto como antes. —Tranquilo, no ha ocurrido. No te encontrará. Pero sabes que tienes que trabajar esto, no puedes depender emocionalmente de él. Debe de haber algún modo de que tú y ese joven podáis hablar algún día, ambos necesitáis esa conversación. —Sí, en eso tienes razón, algún día lo conseguiré, algún día hablaremos de todas las cosas qué ocurrieron, pero ese día, Conchi, necesito estar lo suficientemente empoderado para ser fuerte, para decir todo lo que pienso, para no venirme abajo como si fuera una persona insignificante. Me miró con mucha comprensión, empatizando conmigo, como siempre hacía. —Tienes razón, pero grábate algo en tu cabecita: tú no eres una persona insignificante y, aunque te sientas así, deberías poder entender que es solo una estúpida parte irracional de tu cerebro, no es real, para mí eres muy importante. —Gracias —dije acongojado mientras le daba un fuerte abrazo. Llegamos a casa, inmersos en una conversación llena de dolor, nostalgia y ganas de seguir creciendo. Sin embargo, esa noche no podía quitarme a Pablo de la cabeza: ¿cómo estaría? ¿Podría ser feliz? ¿Se olvidaría de mí algún día? Y navegando

entre esos recuerdos me dormí para continuar soñando con él. Un sueño en el que sí era posible que estuviéramos juntos. Un sueño en el que, sin duda, me habría quedado para siempre. Pero era solo eso: un sueño.

CAPÍTULO 21

MIRO EL MÓVIL. He leído más de veinte veces el último mensaje de Bruno. No entiende por qué le estoy ignorando, tras lo que sucedió en el balneario. No sé qué decirle. Trato de inventar una excusa para alejarlo de mí, pero no se me ocurre nada lo suficientemente convincente. No quería hacerle daño. Irene me dejó las cosas muy claras y, siendo honesto, tenía razón en todo. La sala de espera en la que estoy es muy extraña. Las paredes forman rayas de color negro y blanco y, en el centro, un rombo, ¿qué clase de gusto tenía la persona que mandó pintar este lugar? Además, llevo como quince minutos esperando a que me atiendan. Odio que me hagan esperar… Pienso en irme. —¿Adrián? —se escucha una voz sonar tras la puerta que tengo en frente. Segundos después, se abre. —Soy yo —contesto, con cierta timidez, mientras me levanto de la silla. La psiquiatra, Marta, se asoma por la puerta y me invita a pasar. Sus formas son extrañas… demasiado informales. No me da buena impresión. Al pasar a su despacho me cuesta disimular la sorpresa de lo que presencio. Las paredes están formadas por grafitis y pinturas extrañas. Hasta un niño pequeño lo haría mejor, ¿dónde se había sacado el título esa mujer? —Perdona la tardanza, me había sentado mal la comida y llevo media hora apalancada en la taza del váter. Mis ojos se agrandan con mucha sorpresa. Soy demasiado expresivo.

—Cuando viene, viene, no da tregua. Le da igual que esté durmiendo o con el mismísimo Rey de España. Pero bueno, todo solucionado, dudo que vuelva a darme problemas hoy, así que eres el hijo de Emilio. ¡Tu padre es un encanto! Sigo replanteándome la posibilidad de escapar de aquí. ¿Cómo puede hablar todo el mundo bien de ella? Me ha dicho, sin vergüenza alguna, que acaba de echar el mojón de su vida. Es una situación demasiado surrealista. —¿Te ha comido la lengua el gato? Ah, ya sé, te han sorprendido mis formas, ¿verdad? ¡No te preocupes! Le pasa a todo el mundo cuando empieza. Soy muy natural y, seguramente, cuando tú salgas de aquí, también lo serás. «¿Natural?». No estoy muy de acuerdo con ella. Una cosa es ser natural y otra ser grosera. No he venido a su consulta para hablar de sus evacuaciones. —Bueno, vamos a obviar ese suceso, supongo que estás buscando alguna excusa para volver atrás y salir corriendo de aquí. ¡Pero no te preocupes! Me ha quedado claro que no quieres que hablemos de heces, así que no volveremos a hablar de heces, ni de las tuyas ni de las mías, nunca más, te lo prometo, señorito. ¿Pero por qué sigue dando vueltas sobre ese tema? ¿Está quedándose conmigo? ¿Es una cámara oculta? Me giro tratando de encontrar el objetivo… —Adrián, ¿puedo darte un primer consejo? Y mira que no te conozco demasiado, ¿puedes dejar de buscar excusas? O, mejor dicho, ¿puedes dejar de juzgar a todo el mundo como si tú fueras perfecto? —Yo no soy perfecto —contesto, a la defensiva. —¡Claro que no! No lo eres, ninguno lo somos, pero te sientes perfecto, crees que estás por encima de los demás. Solo te he explicado que he tenido un problema intestinal, sin entrar en escabrosos detalles, y has considerado que… soy una vulgar, que no entiendes cómo puedo tener un título, o cómo la gente puede estar contenta con mis sesiones. No me importa decir lo que pienso, me importa la verdad, en todo momento, y

la verdad es lo que te he contado, podría haberte dicho que estaba con papeleo, o, mejor aún, la típica: un problema familiar, pero ¿sabes qué? Esta relación empezaría con una mentira, y no voy a ser yo la que fomente eso. ¿Te gustan las mentiras, Adrián? —No. —Entonces, ¿aceptas mi pequeño problema intestinal y empezamos con lo que de verdad importa? Aún no puedo terminar de creerme que haya estado diez minutos hablando de eso, aunque, en cierto modo, tenía razón… Buscaba cualquier excusa para largarme, porque me daba miedo enfrentarme a la verdad, bueno, mejor dicho, me da miedo. —Empecemos, para eso he venido —le contesto. —Solo una condición, ¿me permites? ¿Condición? Voy a pagarle, ¿por qué tiene que poner condiciones? Es la consulta más extraña a la que he acudido en mi vida. —Sí, claro —digo, poco convincente. —En muchos momentos te sentirás tentado de mentirme o de decorar la verdad. Abstente. Estoy aquí para ayudarte, y para hacerlo necesito entrar en tu mundo, de forma directa. Prometo que nada de lo que hablemos saldrá de aquí, pero necesito que, aunque aún no lo sientas, confíes en mí. Estoy aquí únicamente para ayudarte, verás que con el tiempo seremos amigos. Tus ojos ya me han contado mucho más de lo que puedas imaginar, y sé que se avecina una buena historia, una historia que conseguiremos cerrar con éxito. Me quedo embobado escuchándola, con la mirada fijamente clavada en la cicatriz que tiene debajo del ojo. Parece que empiezo a conectar con ella. Durante las próximas dos horas acabo haciéndole un resumen de mi vida, muy tentado a mentirle, pero, finalmente, sin hacerlo. Le hablo de mi madre, le cuento la verdad, la verdad de lo que ocurrió realmente. Gasto un paquete de

Kleenex y ella conmigo. Lloramos juntos. Mi historia le conmueve, a mí me destroza recordarla. —¡Vas a superarlo! —me dice, clavando su mirada en la mía, muy convencida de que así será. Y pensar que solo hace dos horas estaba deseando salir corriendo porque me había hablado de sus evacuaciones… Dicen que las mejores relaciones son las que peor empiezan, tal vez tengan razón.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE LLEGA A SU NUEVO DESTINO PASADO

BAJÓ DEL COCHE, aquella tarde de sol abrasador. Archena le daba una cálida bienvenida en esa calle desde la que se podía ver el paseo del río. Su nuevo destino era un piso de sesenta metros cuadrados, recientemente reformado y con unas vistas bastante mejores de lo que esperaba. Aún podía reírse de lo curioso que era haber acabado allí. En un pueblo de la región en la que nació. El trabajo para el que había sido contratado consistiría en hacer un reportaje profesional sobre el Balneario de Archena, el lugar que, por excelencia, caracterizaba a aquel pueblo haciéndolo especial, dotándolo de encanto. Le habían hablado maravillas. Así que, antes de ponerse manos a la obra, por supuesto, iba a experimentar el circuito Balnea en sus propias carnes. No podía evitar pensar en el chico de la chaqueta de cuero y la armadura de hierro. Se imaginaba con él, jugando con el agua, riéndose mientras acumulaban otra ficha del puzzle… De ese puzzle que, de la noche a la mañana, se destruyó como si un niño enfadado lo hubiera tirado al suelo. La razón principal de haber aceptado ese proyecto había sido la de superar aquella historia que tanto lo había marcado. Se sentía triste al darse cuenta de que, incluso, tan lejos, lo primero en lo que pensaba era en nuevas experiencias para vivir junto a él. Cerró los ojos, suspiró e intentó eliminar aquellos pensamientos nefastos. Sabía que iba a encontrar la felicidad,

estaba totalmente receptivo a ella. Esa misma tarde salió a pasear por el río. Se colocó unos cascos inalámbricos y dio play a su lista ñoña de reproducción de Spotify. Contemplaba las vistas del Segura mientras recorría todo el paseo hasta llegar al Balneario. Le gustó lo bien preparada y acomodada que estaba aquella zona. Desprendía un encanto único, especial. Los restaurantes, los hoteles, los turistas con el albornoz blanco…; había felicidad en aquello. Lo envidiaba. Cerró los ojos y dejó que la ligera brisa chocara contra su cara, cuando, de pronto, sintió el impacto de un hombre musculoso llevárselo por delante. —¡Mira por dónde vas, tío! —dijo, de forma borde El chico de la sonrisa triste abrió los ojos, de forma veloz, y se llevó, rápidamente, la mano al hombro. Se había hecho daño. ¡Menuda forma tan bonita de empezar! —¿Estás bien? —Se interesó aquel hombre que, a priori, había parecido un tanto prepotente. —Sí, sí, perdona, debería mirar por dónde voy —contestó. —No te preocupes, no he tenido un buen día. Bueno, te dejo con tu ruta, pero intenta ir con los ojos abiertos, no te vayas a caer al agua. El joven, por un momento, recuperó su sonrisa bonita. Y se quedó ahí, como una estatua, fulminado por la mirada de aquel hombre desconocido. «¿Quién eres?». Se preguntó. Desde ese momento se había apegado a sus pensamientos y no podía sacarse el rostro de esa persona de su cabeza. Tal vez, lo de ir a Archena, no había sido tan mala idea. «Te encontraré».

CAPÍTULO 22

SALGO DE LA CONSULTA con una gran sensación de desahogo. Me siento más libre. Era la segunda persona a la que le cuento la verdad. Supongo que expulsarla al exterior es como librarse de un veneno que, poco a poco, te ahoga. Ahora puedo respirar mejor, tal vez este es el principio de un camino lleno de felicidad, tal vez… —¡Mira por dónde vas, que las escaleras no son tuyas! — Me aparto del hombre con el que me he chocado—. Se dice lo siento y esas cosas… Es un poco borde, apenas lo he rozado. —Lo siento —digo, con timidez. Se queda mirándome, desde el peldaño de arriba, con extrañeza, como si me conociera de algo. No sé si siente pena por mí o si le parezco una persona ridícula. La cuestión es que me pone demasiado nervioso su reacción. —¿Eres nuevo? —me pregunta. —¿Nuevo? ¿Cómo que nuevo? No sé a qué se refiere. —¡Madre mía, hijo, estás empanado! Nuevo con Marta, la psiquiatra. Me quedo aún más paralizado, ni si quiera sé qué decir. —¿Cómo lo sabes? —¿No sabes quién soy? Soy la máxima figura de la videncia. A ver, déjame tu mano y te adivino el futuro. ¿Qué está diciendo?

—Lo siento, pero no creo en esas chorradas. Comienzo a coger el control. ¿Adivino? ¡Qué tontería! —Vale, está bien, como no crees en estas cosas, ¿no te importará que te lea la mano? Total, será mentira… Me quedo algo extrañado, ¿qué debo hacer? Estas cosas me ponen nervioso. No creo en ellas, pero… les tengo respeto. Finalmente, por orgullo, extiendo mi brazo y abro la mano. Me la agarra colocándola sobre la suya mientras con su dedo comienza a trazar formas en ella. ¿Podíamos confirmar que es el día más raro de mi vida? Le he contado la verdad sobre mi madre a una señora que me ha hablado sobre sus evacuaciones y ahora estoy con mi mano posada sobre la de un desconocido que dice ser la figura de mayor representación de la adivinación, ¿dónde está la cámara oculta? ¡No tiene gracia! —Vale, ¡ya lo tengo! He interpretado, a través de las líneas de tu mano, tu pasado, tu presente y tu futuro. ¿Estás preparado? —Tú también estás con la psiquiatra, ¿verdad? No es para menos, a su lado soy una de las personas más cuerdas del mundo. —Un corazón roto, agrietado, débil, destrozado, ¿verdad? Te rompieron el corazón tanto que no has sabido reconstruirlo, pero no solamente un amor, sino también otras personas, amigos, quizá familia… Te propones dejar atrás a ese niño indefenso que soñaba con ser uno más, pero los recuerdos de esas cenizas siguen haciendo que te cagues encima. Quieres ser una nueva versión, más seguro, más empoderado, sin que te tiemblen las piernas cuando la gente te mire, sin embargo, aún te ves muy lejos de ese objetivo. Siento un escalofrío recorrer mi cuerpo. Mi vello se eriza. Intento apartar la mirada para que no note cómo mis ojos se han acongojado, pero es demasiado tarde, lo sabe todo. —¡Guau! —digo, finalmente. Sonríe, aún sin moverse del peldaño. Deja caer mi mano.

—¿Acerté? Lo miro, dejando que un ligero silencio conteste por mí. —No te asustes, ha sido casualidad, solo he descrito un poco mi vida. Sé que vienes de ver a Marta porque llevas los papeles con el sello de su consulta en la mano, no soy adivino, pero de momento puedo usar la lógica. ¿Se había quedado conmigo? aprovechándose de mi inocencia…

Otro

idiota

más

—¿No te han enseñado que no está bien reírse de los demás? Me doy la vuelta, indignando, tratando de no volver a ver a esa persona en mi vida, pero baja detrás de mí y sujeta mi mano. —Oye, no te enfades, no he querido reírme de ti en ningún momento, siento que te lo hayas tomado así, solo era una broma, en serio… Vuelvo a mirar sus ojos, parecen sinceros. Recapacito. No puedo tomarme así una broma. Ahora pensará que soy un amargado. Sea como sea, la imagen que he dado es de ridículo total. —Vale, quizá he exagerado, es mi primer día en la consulta y… —Ya… Marta te lo ha sacado todo de un plumazo y estás con las emociones a flor de piel. —¿Seguro que no eres adivino? —Lo miro extrañado. —Es que a mí me pasó lo mismo, salvo que no tuve ningún encuentro divertido por las escaleras. Me rio. —Me llamo Raúl. —Estira la mano a modo de presentación. Le correspondo. —Adrián. ¡Encantado! —digo, con cordialidad. —Bueno, Adrián, espero volver a verte pronto.

—Si necesito de alguien que me resuelva algunas dudas del futuro, haré todo lo posible por contactar contigo. —¿Algo te inquieta, te atormenta o te perturba? —le escucho decir de fondo mientras bajo las escaleras con una sonrisa. ¡Qué día tan random!

LA CHICA DE LAS LENTILLAS LLEGA AL LÍMITE PASADO

VOLVIÓ A QUEDARSE SOLA. Luis dejó de contestar a sus llamadas y le envió un WhatsApp diciendo que le dejara en paz. Además, ciertos rumores, en torno a ella, muy poco agradables, comenzaron a recorrer el pueblo. Iban de boca en boca tergiversándose, de esa forma que tanto le gusta a la gente. Supongo que se sentían importantes atacando a una persona. La chica de las lentillas se había encerrado en su habitación y no podía dejar de llorar. Recordaba, más que nunca, aquel maltrato físico y psicológico que hizo que su adolescencia se truncara. Tiempo después, podía seguir sintiendo cómo el inicio de la etapa adulta estaba marcado por las secuelas de esos buitres. «Ojalá fuera más fuerte». «Ojalá me atreviera a plantarles cara». «Soy una ridícula. Patética. Merezco todo lo que me ocurre». Sus pensamientos, marcados por incontrolable, no la dejaban avanzar. acrecentaba dentro de ella como si hinchándose. Cada vez presionaba más y dificultaba. Parecía que se estaba ahogando.

una negatividad La ansiedad se fuera un globo su respiración se

Solo ella misma tenía el poder de pararlo, pero le habían enseñado tanto la importancia de encajar y de tener una aprobación social que se había olvidado de todo lo demás: de tener sueños, de sonreír cuando le diera la gana, de juntarse con las personas con las que conectaba de forma natural…

Se dejó caer al suelo, con la tez enrojecida por la dificultad respiratoria. Perdía la fuerza, la poca que aún le quedaba. La puerta de su habitación sonó con un golpe seco. —Hija, ¿estás bien? —hablaba una voz preocupada. Silencio. Volvió a sonar. Esa vez fueron varios golpes, más rápidos. Su piel estaba aún más enrojecida. Se ahogaba. —Hija, ¿pasa algo? Me estoy preocupando. Abre la puerta, por favor. Su madre intentó entrar, pero el pestillo se lo impidió. La respiración empezó a hacerse extremadamente difícil y se escuchaban jadeos provocados por el ahogamiento. O recuperaba el control o… Su madre comenzó a aporrear la puerta a patadas, muy asustada. El pestillo comenzó a desprenderse hasta que, por fin, dejó que la puerta se abriera. Ahí estaba, tirada en el suelo, casi ahogada en su propia saliva. La ambulancia no tardó en llegar. ¿Merecía alguien acabar así, condenado por unos buitres cuyas vidas no tenían ningún valor? —Hija, por favor, no me abandones. Era la impotencia de una madre que no había sabido cómo proteger a su hija.

CAPÍTULO 23

CAMINO HASTA CASA PENSANDO en las cosas que he hablado con Marta. Me siento más desahogado, más tranquilo. También recuerdo a Raúl, su espontánea aparición y esa conversación tan extraña. ¿Por qué estaría visitando a Marta? Es bastante guapo y divertido. Me llamaron especialmente la atención los hoyuelos que se le marcaban al sonreír. Quizá es el momento de pasar página y conocer a gente nueva… Aunque claro, hay un gran problema, podría ser heterosexual y, en caso de no serlo, podría no haberle gustado o tener pareja, no sé, es muy complejo. Realmente no tengo ganas de cosas complejas. Además, ¡menudo cacao tengo en la cabeza! Pablo, Bruno, Raúl, ¿alguien da más? Parece que, de repente, estoy receptivo a todos los hombres del universo, no hay quien me entienda. —¡Eres idiota! Está frente a mí, al lado de mi casa. Mantengo la mirada clavada en la suya, con los nervios recorriendo mi barriga. —Lo siento —digo, con la voz pausada. —Así lo solucionas tú siempre, ¿no? Silencio. —¡Eres un mierdas! No me gusta verle sufrir, me hace sentirme mal. Las palabras de Irene se reproducen en mi cabeza. —Bruno, lo que pasó en el balneario fue un error. He vuelto aquí, después de muchos años, vamos a dejar atrás todo eso, vamos a dejar atrás esa historia, podemos empezar, de nuevo, como amigos —digo, tratando de seguir el consejo de Irene.

—¿Amigos? El otro día, en el balneario, estuvimos de puta madre. Pasaron las horas como si el tiempo no existiera. Nos abrazamos y los dos sentimos cosas, y te pasaste todo el rato mirándome el culo. ¿Amigos? ¡Cobarde! ¿Qué puedo decirle? Claro que me gustaría dejarme llevar, pero después de lo que me contó Irene, no quiero hacerle daño. No puedo saber si me enamoraría de él, o solo quedaría en un intento, no quiero joder nuestro vínculo, no quiero verlo, de nuevo, roto por mi culpa. Sé lo que duele tener el corazón hecho trizas, y no quiero ser el causante de algo así, por mucho que me cueste… Pero, ¿qué puedo decirle? —Sé que no tiene mucho sentido, pero, de verdad, podemos ser grandes amigos. —¡No! Tú y yo no podemos ser amigos, no podemos ser nada. Me duele oírle decir eso. —¿Por qué? —Porque los amigos no mienten. Los amigos se miran a los ojos y se dicen la verdad, lo que piensan realmente. Pero tú eres un mentiroso. Antes no eras así. Has regresado aquí, después de no sé cuántos años, y vienes siendo aquello que siempre odiaste: un hipócrita y un mentiroso. Sé que Pablo vino a verte, justo después del balneario, ¿no tiene nada que ver? Su mirada se oscurece. Siento como si me odiara. Tengo ganas de llorar. —Esto no tiene nada que ver con Pablo. —Y una mierda, Adrián, y una puta mierda. Esto siempre ha tenido que ver con ese idiota. ¿Cómo puedes seguir dependiendo de él? Han pasado muchos años. Está casado y tiene una familia. Podíamos habernos dado, al menos, una oportunidad. Si hubiera salido bien, de puta madre, que no, pues no pasa nada, la vida funciona así, pero, por lo menos, habríamos intentado. Sin embargo, llega él, y todo lo demás se borra, el resto de personas nos hacemos invisibles, como si no tuviéramos valor. Pues que sepas que valgo mucho más de lo

que nunca has visto, y que, si te hubieras quedado conmigo, jamás te habría dejado solo, siempre habría estado protegiéndote, en las malas y en las buenas, porque te amo, te amo con todo mi corazón. Está llorando. Yo también. Ahí estamos, dos hombres marcados por el amor, llorando las decisiones del pasado y deseando arroparnos en un abrazo. —¿Quieres saber la verdad? ¿Esa puta verdad de la que hablas? Asiente. El frío nos golpea. —Lo hago por ti. Me acusas de estar enamorado de Pablo y depender de él, pero… ¿y tú? Tú has estado toda la vida enamorado de mí. Irene me contó la depresión que has vivido, lo triste que has estado, y cómo, finalmente, levantaste cabeza. ¿Crees que quiero verte caer, de nuevo? Yo no sé si podría enamorarme de ti, no lo sé, esa es la verdad. Es cierto que estuve muy cómodo en el balneario, que me lo pasé muy bien, y que me quedé con ganas de más, pero eso no quiere decir que esté enamorado de ti, ni que te pueda corresponder, sin embargo, tú si lo estás de mí, y eso ya nos coloca en lugares diferentes, no se puede empezar algo cuando hay tanta distancia emocional entre uno y otro. No saldría bien. Sufrirías. Ahí seguimos, marcados por palabras que duelen, que se clavan en nuestro corazón, rasgándolo aún más si cabe. ¡Vaya dos tontos que no saben entenderse! Me mira cabizbajo. Sus lágrimas se acrecientan. —¡Eso no es justo! No tendría que haberte contado nada sin mi permiso. —Levanta la voz—. Se trata de mi dolor, de mi intimidad. Confié en ella para contarle cómo me sentía, en cada momento. Nadie tiene derecho a hablar de esas cosas. Eso nos pertenece a cada uno de nosotros. Pero… ¿qué se puede esperar de una mujer que publicó por todo el pueblo fotos de tu polla? ¿Qué se puede esperar de alguien así? No habla él, habla el dolor, el más intrínseco.

—Ella no es esa persona ya. Lo hizo para protegerte. Los amigos hacen esas cosas. No te enfades con ella, por favor. —A la mierda. Todos. No quiero saber nada de vosotros. Vete con Pablo, y dale todas las oportunidades que quieras, de paso, llévate a esa idiota y haceos un trío, o lo que queráis. Pero idos de mi vida, lejos, ¡no quiero volver a saber nada de vosotros! ¡Estáis muertos para mí! Nunca lo he visto tan enfadado. Tiene el corazón hecho trizas. En ese momento, las palabras de Irene tienen más sentido que nunca, está completamente obsesionado conmigo, no habría salido bien. Veo cómo se aleja, sin dejar que diga palabra alguna. Tal vez, lo mejor en este momento es no decir nada más. Dejar que el tiempo cure las heridas, y que se dé cuenta de que lo que siente no es sano, y lo que no es sano puede ser muchas cosas, pero no es amor, no puede serlo.

EL NIÑO DEL CORAZÓN BLANDITO Y EL HOMBRE DEL HOSPITAL PASADO

¿QUIÉN PODRÍA SUPONER que un niño iba convertirse en un héroe, que salvaría la vida de un hombre con el corazón hecho jirones? A veces, conectamos con ciertas personas como si el destino nos hubiera unido por un motivo. ¿Será así? ¿Tendrá todo un porqué? ¿Somos dueños de nuestras decisiones? Grandes preguntas sin respuesta. Para algunos todo es fruto del destino: cada cosa que pasa es por una razón; para otros, somos el resultado de las decisiones que vamos tomando en nuestra vida, pero… ¿y si están equivocados? ¿Y si la vida no se trata solo de una opción? ¿Y si la verdad es que ambas opciones son correctas? Puede que ese hombre y ese niño se conocieran porque estaban predestinados a hacerlo y, además, tomaron justo las decisiones que los llevaron a ello. Podrían haberse encontrado y ya está, pero no fue así, crearon un vínculo emocional desde el primer momento en el que compartieron escenario. Un hombre a punto de morir, y un niño que deseaba con todas sus fuerzas que abriera los ojos. El niño acudía a visitarle todos los días y el hombre, que se pasaba en silencio casi todo el tiempo, hablaba cuando se quedaban solos. Ni con los médicos, ni con otras personas.

Nadie sabía cómo había llegado allí, ni si tenía familia, o algún sitio al que ir. —Mi madre ha hecho cupcakes. He traído uno para ti — dijo el niño, sonriente. —¡Menuda pinta tiene eso! —contestó el hombre mientras se relamía los labios. Comenzaron a comerse los dulces cuando, de pronto, el niño le hizo una pregunta que aquel hombre jamás esperó escuchar. —¿Tienes el corazón blandito? Se quedó hipnotizado ante esa pregunta, sumido en el significado personal de la misma, recordando todos aquellos momentos en los que su corazón había vibrado como gelatina. —Ojalá todo el mundo lo tuviera, ¿no? Supongo que seríamos más leales. ¿Sabes una cosa? La lealtad está infravalorada. Vamos por el mundo traicionándonos unos a otros, traicionándonos a nosotros mismos. Y todo por encajar. Somos el animal más inteligente de la Tierra, sin embargo, nos preocupamos más por lo que los demás piensan que por nuestra felicidad. Yo me incluyo, ¿cómo crees que llegué hasta aquí? —Yo quiero ser leal. Lo seré. No te voy a fallar. —Sonrió. La inocencia de un niño, la fe de que la humanidad todavía podía corregir su corrupción. —Tú siempre serás leal. No tengo duda alguna de ello. No he conocido persona más buena en toda mi vida. Vas a ser alguien grande, pero no seas tonto, ¿vale? No dejes que te ocurra como a mí. No dejes que la gente te pise. Quiérete y elígete siempre el primero. Para ser leal a los que te aman, primero tienes que serlo contigo mismo, ¿me lo prometes? ¿Me prometes que nunca dejarás de brillar? —Mi madre dice que soy como una estrella, alguien diferente, especial… —Tu madre dice grandes verdades. Lo eres. Yo lo he visto.

Hombre y niño se realzan, se apoyan, se ríen y se demuestran que hay vínculos que no entienden de edades, sino de personas. —Antes has dicho que llegaste hasta aquí por pensar en otras personas, ¿qué te pasó? —pregunta el niño Se queda en silencio, con los ojos acristalados. —Quise perdonar a alguien… —Perdonar es algo bueno. —No se puede perdonar a quien no te ha pedido perdón, a quien no le importas. Me esforcé mucho por ser una prioridad, pero me equivoqué, caminé en dirección contraria durante muchos años, y tardé en darme cuenta. Ahora lo sé, ahora sé cuál es mi verdadero destino. ¿Sabes lo bueno de todo esto? —¿Qué? —Haber dado contigo. Todo este viaje ha merecido la pena únicamente por eso. —¿Puedo contarte una cosa? Asintió sonriente, dándole confianza. El niño se levantó la camiseta y, tras ella, en la piel, sobre el ombligo, tenía una quemadura pronunciada. —¿Qué te ha pasado? —En el instituto. El hombre volvió a sumirse en recuerdos similares a pesadillas. Sintió frustración al ver eso. Sabía, con toda seguridad, que ese niño no merecía pasar por algo así. —No puedes dejar que te hagan daño, ¿has hablado con tus padres? Negó con la cabeza. —Tienes que hablar con ellos. No puedes dejar que te hagan daño. —Pero me llamarán chivato. Todos se reirán de mí…

—¡Que les den! ¿Qué te he dicho hace un rato? Solo debes pensar en ti, en tu camino. Da igual lo que hagan, da igual que se rían. Tienen envidia de ti. De tu personalidad. Eres diferente, y eso muchos niños no lo entienden. —Eres mi mejor amigo. Los ojos del hombre se entristecieron aún más. Un niño al que acababa de conocer le había convertido en su prioridad, tal vez la única. No merecía estar solo, no merecía pasar esa etapa tan importante sin unos amigos de verdad, ¡no era justo! ¿Por qué la vida tenía que comportarse así con personitas de buen corazón? —Estoy seguro, quiero pensarlo, de que debe de haber compañeros que encajen contigo, de verdad, con tu verdadera identidad. Sé que es una mierda que se metan contigo, que te humillen, que se rían de ti como si fueras un mero objeto. ¡Debes pararlo! Tu familia debe ayudarte, los profesores también. ¡No voy a dejar que apaguen tu brillo! Hombre y niño, conocedores de la maldad humana, se abrazaron, entre lágrimas, sabiendo que, en ese momento, solo se tenían el uno al otro. En ese abrazo, el hombre se prometió que no dejaría que la historia volviera a repetirse y que, aunque le partiera el alma tomar esa decisión, iba a llevarla a cabo, no por él, sino por ese niño. ¡Lo merecía!

CAPÍTULO 24

ESTOY ROTO POR DENTRO. Ver así a Bruno me ha destrozado. No debería haberle contado la verdad. No debería haber delatado a Irene, pero, ¿qué más podía decirle? No entraba en razón, no era capaz de comprender, aunque, ¿quién es capaz de hacerlo cuando está tan enamorado? Soy el menos indicado para opinar sobre algo así… Voy al veinticuatro horas a comprarme una bomba de calorías. Necesito una dosis de azúcar para poder aguantar lo que queda de día. Cojo un pack de donuts y un paquete de galletas oreo con doble capa de crema. —¡Cómo te vas a poner! —dice mi amiga—. ¿Problemas? Es intuitiva. Asiento. —Sabes que tenemos pendiente un copazo, ¿verdad? Vuelvo a asentir. —¿Te vienes a casa esta noche? Hoy tengo a la cría con la abuela. Me gusta la idea. Además, lo necesito. Voy a casa, dispuesto a zamparme todo lo que he comprado, pero, la conciencia no me deja estar tranquilo. Saco mi teléfono y marco el número de Irene. Antes de que suene, cancelo la llamada. Salgo a la calle y me dirijo a su casa. Prefiero hablarlo en persona. Toco el timbre, le digo que soy yo y abre la puerta. Es la primera vez que entro a su casa. Puedo darme cuenta de que su hogar representa su estilo totalmente. Colores chillones y cuadros vintage. Es una loca y vive como tal.

—¿Y esta visita espontánea, guapetón? Me quedo impactado al verla. —¿Qué te has hecho en el pelo? —pregunto, con curiosidad. —Me lo he cortado. Nuevo look. Me gusta cambiar. Me aburre la rutina, cariño. Tiene los ojos cansados, huele a alcohol y su voz se tambalea. —¿Estás borracha? —Me he tomado un par de copitas, pero ya está, es mi día libre, hay que aprovechar… ¿quieres una? Niego con la cabeza. —¿Y tu marido? —De viaje —me contesta. —¿Y tus hijos? —Con él. —¿Quieres hablar? Estoy preocupado por ella. Tengo un mal pálpito. —¿De qué? No te preocupes, corazón, todo está estupendamente. De verdad, no pasa nada. Estoy un poco impactado, aparentemente daba la imagen de mujer fuerte, con mucha personalidad, llena de felicidad, pero, de pronto, todo eso se ha desbordado, ¿sería apariencia? ¿Es feliz realmente? Suena su teléfono móvil. Lo cuelga. La miro aún más extrañado. Vuelve a sonar. Repite el proceso. —Estás mintiendo. —Me acerco a ella—. Irene, ¿qué está pasando? Se acongoja. Parece que va a estallar. La miro esperando a que lo haga para poder consolarla y ayudarla, pero, finalmente, sonríe.

—Muchacho, te estás montando una película importante, ¡que no me pasa nada! De verdad. Me esquiva. Respeto su decisión. Le cuento lo ocurrido con Bruno. No se enfada conmigo. —Se le pasará. Hemos tenido muchas peleas parecidas. Tarde o temprano recapacitará. ¡No te preocupes por él! A veces, las personas necesitamos que la realidad nos golpeé para abrir los ojos, para darnos cuenta de lo que pasa realmente a nuestro alrededor. No sabía muy bien si hablaba de Bruno o de ella misma. —Sé que te pasa algo. No me lo quieres contar. Supongo que necesitas meditarlo contigo misma, pero sea lo que sea, no tienes que vivirlo sola. Soy tu amigo, a pesar de que hayamos estado separados tanto tiempo, y puedes contar conmigo, cuando lo necesites. ¿Lo sabes? —Sí, corazón, lo sé. Y no te preocupes que si lo necesito contaré contigo, pero son cosas de pareja, nada preocupante. Lo solucionaremos. —Vale, Irene. Por cierto, te queda muy bien el pelo así, te favorece. No cambies eso, quiero decir, se nota que has crecido mucho como persona desde el instituto. Te has empoderado, no dejes que nadie destruya tu esencia, ¿vale? —Te lo prometo, corazón. A mí no me cambia ya ni mi madre. Y como se atreva alguien a intentarlo le corto los huevos. Nos reímos, aunque sigo preocupado por ella.

CAPÍTULO 25 RECORDANDO 2 AÑOS ANTES

AQUEL DÍA CAMINABA por las Ramblas de Barcelona sumido en lo que acababa de descubrir. Las recorría de arriba abajo, solitario, con unos cascos puestos y mi lista de Spotify para llorar. Las lágrimas me caían a raudales. No sabía qué debía hacer, pero tenía que tomar una decisión. Mi paso por Barcelona había llegado a su fin. Había ahorrado bastante dinero gracias a las ventas de libros por Amazon, y ya había publicado tres obras. Nunca pensé que podría ganarme la vida escribiendo. Y más aun siendo un autor anónimo. Sin embargo, la gente quedaba prendada de mis historias. Me valoraban por eso, y lo demás no importaba. También, Conchi, había aportado mucho recomendando mis libros y animándome a escribir. Había sido un pilar fundamental y pensar en despedirme de ella me entristecía muchísimo. Sin embargo, era el momento. Tenía que cumplir con aquello que me había propuesto, la verdadera razón de este viaje. Lo cierto era que ahora que había hallado lo que buscaba, tenía mucho miedo de no ser lo esperado. ¿Y si me estaba equivocando? ¿Y si mi destino no era ese? Supongo que el miedo siempre está ahí cuando vas a emprender un nuevo camino. Me detuve en medio de la calle, escuchando la canción Una foto en blanco y negro y contemplé cómo las personas avanzaban. Todas ellas tendrían sus inquietudes, sus sueños, sus problemas. Todas ellas habrían enfrentado decisiones complicadas y, seguramente, gracias a eso estaban justo en ese lugar, en ese mismo instante.

Debía hacerlo. Hacía mucho tiempo ya que había decidido tomar el control de mi vida, coger las riendas y, poco a poco, lo estaba consiguiendo. Aunque, si os soy sincero, al ver aquella foto, en aquel parque de atracciones, todo se removió en mi interior. Sin embargo, no tenía otra opción, ese viaje era mi razón de ser, sino, ¿por qué me había ido de mi pueblo? Cuando la noche se echó sobre el cielo regresé a casa para hablar con Conchi y comunicarle mi decisión. Sabía que no iba aprobarlo, pero tampoco me detendría, ella me aconsejaba, sin embargo, respetaba mis decisiones, a veces a su favor, otras muy en su contra. —Gracias por todo lo que has hecho por mí. Se quedó en silencio, mirándome a los ojos. Comencé a acercarme a ella mientras abría sus brazos para arroparme. —Era lo que querías… Espero que te haga feliz. —La encontré… la encontré —Comencé a llorar, una vez más. —Sí, lo sé. Dejaste la pantalla del ordenador encendida. —Cuando vi esa foto en Facebook, con la ubicación, no podía creerlo. Sigue igual que la recordaba. Su sonrisa, su mirada, es ella, es mi madre. Debe de haber una explicación, ¿verdad? Seguro que hay algo que justifique que no haya vuelto a por mí. —Corazón, sabes que deseo con toda mi alma que así sea, pero no te adelantes al tiempo, cuando des con ella sabrás la verdad. Sin embargo, abstente de montarte películas, podrías hacerte mucho daño, y ya sabes lo que duelen esas cosas. Llevas años de trabajo. Has crecido como persona aquí, en Barcelona. Has construido una carrera profesional como escritor. Y sonríes muchísimo más que antes. Encuéntrala, pero no le des la oportunidad de destrozarte, ¿vale? —Te lo prometo. No va a destrozarme. Solo quiero mirarla a los ojos y preguntarle por qué. Siento que sin esa verdad mi vida está incompleta y, por mucho que quiera, no puedo hallar la felicidad al completo… Falta esa pieza del puzzle.

—Pues coge esa pieza, colócala y vuelve a casa. Vuelve con tu verdadera familia. Seguro que tu padre te echa mucho de menos. —Lo haré, cuando la encuentre y sepa la verdad, volveré a casa. Volveré a mi pueblo y, entonces, podré decir que soy la persona que siempre quise ser. Un hombre dueño de sus propias decisiones. —Estoy muy orgullosa de ti. Y nos abrazamos sabiendo que no volveríamos a vernos en mucho tiempo. La iba a echar de menos y, sobre todo, la iba a necesitar para no venirme abajo. El viaje no fue tan sencillo cómo pensaba…

CAPÍTULO 26

ME PRESENTÉ EN CASA DE BRINA con dos litros de cerveza y una botella de Tanqueray. Esa noche iba a ser para ahogar las penas. La dependienta del veinticuatro horas había cambiado su rostro apenado, de sueños rotos, por una cara perfectamente maquillada, una sonrisa sincera y un vestido que le hacía ver lo bien que se conservaba a pesar del paso del tiempo. —¡Tan guapa como siempre! —dije al verla—. Aunque ¿no te has arreglado demasiado para un chico gay? —¿Sabes por qué me he arreglado? —me pregunta mientras parpadea varias veces y pone cara de interesante. —¡Sorpréndeme! —Porque me ha salido del coño —me contesta, dejando escapar una sonrisa y poniendo una lista de reggaetón en Spotify. Sirvo dos vasos de cerveza y brindamos. —¡Por tu coño! El tintineo de los vasos resuena en lo que parece una de esas noches que no se olvidará fácilmente. Pero mejor, quería algo así, lo necesitaba. Me gustaba verla feliz, sin esa puta máscara que lleva puesta casi todo el día. —Tenía muchas ganas de que llegara esta noche. No puedo dejar de pensar en lo que me preguntaste el otro día, cuando hiciste mención a la pintura, ¿sabes el tiempo que llevaba sin que nadie me preguntara por eso? Sentía que a nadie le importaba.

—Te lo juro, quizá pienses que lo digo para complacerte, pero me encantaba cuando iba a comprar y me enseñabas tus dibujos. Me fascinaba. ¡Tienes mucho talento! Y sigo pensando que deberías intentarlo. Mientras estemos aquí, respirando, tenemos oportunidades. —¿Sabes una cosa? —pregunta mientras se levanta para coger un cuaderno. Lo abre y me muestra sus últimos dibujos. —Desde que me dijiste eso he recuperado la ilusión. Hacía tanto que no pintaba… Mi hija me mira con emoción cada vez que hago una nueva ilustración. Tal vez tenías razón… tal vez todavía puedo cumplir mi sueño. Tampoco soy tan vieja, ¿no? —¿Vieja? ¿No estamos aquí celebrando tus dieciocho? — Bromeo. Se ríe. Me río. Me gusta ver a las personas felices. Quizá estamos tan acostumbrados a destrozar a los demás, a invadir el mundo de críticas destructivas, que se nos olvida que la felicidad está en los detalles pequeños, en las miradas de comprensión y apoyo de aquellos que te quieren… Si la gente, en lugar de echar todo por tierra, se parara a comprender lo que desean la personas que tienen a su alrededor, tal vez, evitaríamos muchos «tú no vales para eso» y encontraríamos más «podrás conseguirlo, pero tienes que trabajar en ello». Pero ya lo he dicho en muchas ocasiones, a veces, las personas que amamos son las que más nos destruyen. Y es una pena porque, aunque les damos la capacidad de hacerlo, también les damos la oportunidad de usar ese poder para hacernos grandes. Yo tengo muy claro lo que elijo en mi vida y ahora sé, gracias a todas estas reflexiones, la clase de personas que quiero tener cerca. «Nadie podrá influir nunca más en mis sueños. Me pertenecen a mí. Y tengo derecho a vivirlos», me digo a mí mismo, mientras observo cómo Brina empieza a elegir esa filosofía de vida. Supongo que no hay nada tan grandioso como ver a tu hijo ilusionado por tu trabajo. —Me gustaría poder exponerlos, pero no sé cómo, ni siquiera sé si serviría para algo. También me gustaría

formarme como ilustradora. O sea, de momento, todo lo que hago es a lápiz, sin embargo, me gustaría aprender a dibujar en digital. No sé, tal vez, algún día pueda ilustrar libros o videojuegos. ¿Soy demasiado soñadora? —Para nada, los sueños se pueden cumplir. Pensamos que dedicarnos al dibujo, al cine, o a la escritura son estilos de vida imposibles, o para muertos de hambre. Es cierto que no es un camino de rosas y, como en todos los trabajos, hay que dedicar mucho tiempo, pero, rompiendo todos los estigmas existentes, ¡claro que se puede! ¿Quieres que te cuente un secreto? —Tú puedes contarme lo que quieras. Me encanta oírte hablar. —Pero no puedes decírselo a nadie, solo lo sabe una persona, serás la segunda, y de momento no quiero que ese secreto circule por el pueblo, ¿vale? —Te lo prometo, bello. Dudo si contárselo, pero ya no hay vuelta atrás. Le he dado mi palabra. Cojo mi móvil y navego por Amazon. Busco mi página de autor y le muestro la portada de mis cuatro novelas. —¿Libros? ¿Me los recomiendas? —pregunta, con cierta extrañeza. No era para menos, supongo que un autor que se llama “Corazón blandito” no revela demasiado. —Son míos. Yo soy el autor. Sus ojos se abren de forma desmesurada. —¿Eres escritor? Asiento, un poco sonrojado. Sigo bebiendo cerveza. —¿Pero por qué no se lo has contado a nadie? ¿Con qué editorial has publicado? ¡Ay Dios mío, que emoción! Supongo que, para personas que no lo saben, contar algo así parece casi un milagro. Está muy equivocada, pero como casi todo el mundo, lo ven casi improbable. —No he publicado con ninguna editorial, sino por mi propia cuenta.

Pone cara de circunstancia. —Sí, sé que es raro. Sobre todo, si no conoces este mundillo, pero Amazon da esa oportunidad, la de publicar con ellos tus propias novelas y ser, en cierto modo, el empresario de tu propio libro. —¿Empresario? —Sí, tú eres el que se encarga de todo: maquetación, corrección, calidad de la obra, formato, tamaños, precios, marketing. Todo depende de ti, y si eres bueno en todo ello puedes conseguir grandes resultados. —¿Y los has conseguido? —He conseguido mucho más de lo que nunca imaginé. Por eso, Brina, estoy seguro de que tú también puedes hacerlo. Tienes un arte inigualable. Tal vez, algún día, si quieres, puedas ilustrar mis obras. Tal vez, puedas darte a conocer en el mercado y tener tu propia cartera de clientes que confíen en tu trabajo, todo es empezar, dar el primer paso y colocar la primera piedra. —¡Cómo me lías! Es que te oigo hablar y me dan ganas de ponerme a pintar. Tienes don de gentes, ¿lo sabías? —No sé si es don de gentes, o es que creo en ti. Pero me encanta verte con ganas de luchar, no como el otro día en la tienda. —¿Y podré leer estas novelas? —Tú misma, no me hago responsable de lo que puedas sentir. —Estoy segura de que me emocionarán un montón. Tienes mucho arte. —Ojalá que te gusten. Abre la botella de Tanqueray y sirve una copa para cada uno. —Bueno, es el momento de que me cuentes qué te pasa. El otro día, en la tienda, se notaba que tenías problemas… Tal vez, en eso pueda ayudarte.

—¡Qué va! Nadie puede hacerlo, solo yo mismo. Es algo que está en mi cabeza y que, poco a poco, voy superando. Además, estoy tratándome con una psiquiatra. Ese Adrián quedará atrás pronto. —Si no fueras gay, me casaba contigo. Ojalá encontrarme yo con un hombre así, tan formal, inteligente, guapo… Es que, hijo mío, lo tienes todo. —Créeme, no soy tan sencillo. Tengo mis taras, lo que pasa es que aún no las has conocido. Seguimos bebiendo hasta que la cabeza empieza a darnos vueltas, sobre todo a mí, que se me ha ido la mano con la ginebra. Al ir al baño me doy cuenta de que casi no me puedo tener en pie, decido dejar de beber y reconsiderar la opción de volver a casa. Brina que, aunque también va borracha, se encuentra mucho mejor que yo, me acompaña. Vivo a solo cien metros, pero se siente mejor así. Una vez en el portal le dejo las llaves para que abra. Es más práctico que jugar a colarla en la cerradura viendo doble. —¡Madre mía! Sí que has bebido —dice mi padre que acaba de aparcar el coche. —Lo traigo sano y salvo —contesta mi amiga. —A salvo parece que está, pero sano sano… —Solo ha sido un poco de Tanqueruaai —digo, tratando de pronunciarlo todo perfectamente. Evidentemente no lo consigo. —¿De qué? —pregunta con burla. Brina se ríe. —Brina, te presento a mi padre, el graciosillo de turno. — Se ríen, yo no sé el motivo. Tal vez parezca un alcohólico de manual o, tal vez, la situación les parece demasiado surrealista. —Bueno, Brina, muchas gracias por traer a mi hijo. Claramente no habría llegado solo. —¡Sí que habría llegado! —digo mientras subo los dos primeros peldaños de las escaleras medio contorsionado.

—Nada, no se preocupe. Se nos fue un poco de las manos hablando de la vida. Se miran. Voy borracho, pero puedo darme cuenta de que hay chispas en el aire, y quieren prenderse. Soy observador, aunque vea doble. Brina se despide y regresa a su casa. Mi padre la observa marcharse. —Te ha gustado —digo, sentado en el tercer escalón. Mi padre se sobresalta, cierra la puerta y vuelve a la realidad. —¡Anda, no digas tonterías! Le gusta y es un hecho, me gustaría hablar con él, pero dado mi estado tengo que posponer esa conversación para otro momento, aunque, evidentemente, va a tener lugar tarde o temprano. ¡Mierda! ¡Vomito!

LA CHICA DEL CARPE DIEM ES INTERROGADA PASADO

—¿PUEDE DECIRNOS LO QUÉ PASÓ? Silencio. —¿Sabe que se enfrenta a un procedimiento complejo y que su colaboración puede ser fundamental? —le preguntó el policía. Silencio. Estaba asustada y nerviosa. Acababa de cumplir dieciocho años y estas situaciones solo las había visto a través de la pantalla del televisor. —Solo es una cría —dijo otro policía. —No la subestimes, mira la que ha liado la «cría». Se nota que le falta mano dura. Podía sentir cómo aquel hombre la juzgaba sin conocerla. ¿Cómo no iban a juzgarla después de lo que había hecho? Se juzgaba hasta ella misma. —¿No vas a hablar? Muy bien. Todo esto contará para el juez. ¿Eres consciente de que puedes acabar en la cárcel? ¿Sabes lo que les hacen a las chicas como tú? Se asustó, aún más. Comenzó a llorar. —Tío, déjamela a mí. No vas a conseguir nada de esa manera. —Es mejor ir de simpático. ¿Quieres una piruleta para regalársela? ¡Es una delincuente, cojones! Los policías confrontaban sobre la forma de operar. Finalmente, el policía que la había hostigado abandonó la sala

de interrogatorios. —Sé que estarás flipando. Esta situación no entraba en tus planes. Estabas en una fiesta… os divertíais y era todo cuanto importaba en ese momento. No parece que seas una mala chica, pero perdiste el control. Sé que no querías que nada de esto sucediera, y que, si pudieras volver atrás, lo harías sin pensártelo dos veces. Esto de la vida es una mierda, una vez que pasa algo, podemos aprender de ello, pero siempre estará ahí. No te voy a engañar, no va a ser fácil de olvidar y mucha gente, como ha hecho mi compi, te juzgará. Sin embargo, aquí estamos para aplicar la ley, y tu colaboración es importante para que el procedimiento sea más rápido y el juez pueda valorar positivamente tu actitud. ¿Me entiendes, chica? Afirmó con la cabeza, con las lágrimas escurriéndole de los ojos como si fueran cataratas. —No quería matarlo, no quería que pasara eso. Juro que no quería. Y allí, llena de tristeza y dolor, con el alma totalmente partida, comenzó a contar todo lo que había ocurrido.

CAPÍTULO 27

SE NOTA QUE YA NO SOY TAN JOVEN… La resaca me pasa factura. Aun así, me siento feliz de haber conocido, un poco más, a Brina. Pero no solo eso, también me siento muy contento por lo que vi a última hora de la noche. Esas miradas cómplices entre mi padre y ella. ¿Podría volver a enamorarse? No había conocido mujer más allá de mi madre, en el plano sentimental al menos. Se entregó a ella en cuerpo y alma y gastó todos los cartuchos. ¿Habrán sido suficientes años como para volver a empezar? Debe atreverse. Tanto él como yo merecíamos seguir adelante, dejar atrás aquellas cosas que no nos producen felicidad y disfrutar de la vida. Cerrar los ojos y sentir que podemos confiar en las personas que nos rodean. Olvidarnos de las traiciones y momentos negativos que tanto nos han apresado. Sí, desde luego que sí, mi padre tiene que darse una oportunidad. Preparo la comida para que, en cuanto llegue de trabajar, se siente cómodamente en la silla de la cocina y podamos tener una conversación entre padre e hijo. Es el momento de devolverle los consejos que me dio la otra noche. Poco a poco, me doy cuenta de que voy empoderándome, que voy siendo, cada vez, un poco más yo. Me hace sentir bien verme así. Quizá, después de tanto tiempo, ahora estoy en el camino correcto. Cocino unos huevos, patatas y lomos. Todo muy español. A mí me encantan y a mi padre también. Sé que se pondrá contento al ver la comida. No está muy acostumbrado a encontrarse la mesa puesta, pero, la ocasión lo merece. Oigo la puerta. Comienzo, con total disimulo, a quitar el papel de aluminio de los platos. Oigo el silbido de mi padre. Está contento. Seguro que está pensando en ella. Para estas cosas tengo buen ojo. Entra a la cocina y se queda impresionado.

—¿Qué ha pasado aquí? Creo que es el primer día que cocinas desde que volviste. Algo no va bien… Intento disimular. Sigue mirándome de esa manera. Tengo ganas de reírme, pero consigo contenerme. —Hijo, ni que fuera un ogro. Me desperté a una buena hora y pensé en hacer la comida. Seguro que ya bastante cansado estás del trabajo. —Es por Brina, ¿verdad? ¡Qué cabrón! ¿Cómo puede saberlo? Si he disimulado a la perfección. Ni me he reído… Bueno, tal vez se me haya escapado ligeramente alguna mueca, pero no he llegado a emitir ruido alguno. ¡Lo prometo! Me siento un poco defraudado, todo el paripé no ha servido para nada. —Veo que has estado pensando en ella. —Le sacaré unos doce años. No digas tonterías. Hay que ser realistas. —Siéntate, cómete el huevo y escucha a tu hijo, que eres muy cabezón. —¿No son los padres lo que hablan así a sus hijos? —Los roles cambian, papá. En nada te cagarás encima y tendré que cambiarte el pañal. —Bromeo mientras se sienta. —Espero que no tengamos que llegar a eso. —Tú, de momento, pórtate bien, que a mí me interesa tener una madrastra joven y guapa para que me ayude con esas cosas, cuando llegue el momento. —Me mira como si fuera a matarme. —¿Para eso has preparado esta comida? ¿Para meterte con tu padre? —¡No! La he preparado porque tengo algo que decirte y quiero que me escuches sin replicar nada. Y reitero: sin añadir nada, que ya nos conocemos, y sé que no te puedes callar. Además de que sé que, en cuanto puedas, vas a empezar a poner excusas y de antemano te digo que no me apetece escucharlas. ¿De acuerdo?

Asiente con cara de desesperación. Mi padre es tan expresivo como yo. —Brina es una mujer soltera, guapa, con un corazón muy grande y que, personalmente, me parece una madrastra estupenda. Tú eres un hombre soltero, más o menos guapo, con un corazón grande y que, personalmente, me pareces un padre medianamente decente. —Me mira con intención de decir algo—. ¡Callado! ¿No recuerdas lo que te he dicho? — Da marcha atrás—. Así me gusta. Bueno, como decía, ambos sois personas que, según mi criterio objetivo y profesional, encajáis y, además, ambos os gustáis. Eso no me lo podéis negar porque vi cómo os mirabais… Y sí, sé que eres unos cuantos años mayor que ella, pero, por suerte, esas cremitas que te echas en la cara te hacen parecer más joven y esa mínima distancia que pones de excusa, visualmente, se reduce bastante. Conclusión: ¿qué pierdes por cenar con ella y darte la oportunidad de conocer a alguien? Mamá se fue hace mucho tiempo, déjala ya… Encuéntrate a ti, termina de hacerlo, por favor. Quiero que seas feliz… Sus ojos se acristalan. Parece que le he tocado, en cierta manera, el corazón. Al final va a tener razón la gente y tengo un don para llegar a los demás. Tal vez, solo trato de proteger a las personas que me importan. No sé muy bien cómo lo hago, solo sé que me siento feliz cuando veo que responden de forma positiva hacia lo que de verdad quieren. —¡Tienes razón, hijo mío! Merezco encontrar el amor. Me he castigado durante mucho tiempo por todos los errores que cometí con tu madre… contigo… incluso conmigo mismo. Ha pasado mucho tiempo, y creo que tienes razón, merezco ser feliz, tener la oportunidad de rehacer mi vida con alguien. —Y lo vas a hacer. Estoy seguro de que sí. El primer paso ya lo has dado, el resto del camino se recorre solo. Además, lo recorreremos juntos. Me mira emocionado, tal vez orgulloso de mí. —Pero una pregunta importante… ¿Ella querrá conocerme? —¿Eres tonto? ¿No sabes leer miradas? Si se quedó embobada al verte. Seguramente te habrá mirado así cientos de

veces cuando has ido a comprar al veinticuatro horas Se ruboriza. ¡Hay que ver! Y eso que es el mayor. —Confía en mí. —Confío en ti, por encima de todo. Y, de nuevo, padre e hijo nos abrazamos. Ya no queda nada de aquel muro que un día hicimos gigante. El sonido de mi móvil interrumpe el momento. Me extraña ver que Bruno me está llamando, sobre todo después de lo del otro día. Dudo si coger el teléfono, pero me voy rápidamente a mi habitación para tener privacidad y acepto la llamada. —¿Bruno? Está llorando de forma incontrolada. No consigo descifrar qué quiere decir. —¿Estás bien? Bruno, trata de relajarte, ¿qué pasa? —Se va a morir. —Alcanzo a oír. —¿Quién se va a morir? Si no hablas más despacio no voy a poder saber de lo que estás hablando. El sollozo es todo cuanto escucho. ¿Qué está pasando? ¿Quién se va a morir? —Irene.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VA AL BALNEARIO PASADO

NO PODÍA DEJAR DE PENSAR en aquel hombre con el que se chocó mientras recorría el paseo del río. Estaba ilusionado porque era la primera vez, en mucho tiempo, que sus pensamientos dejaban pasar a otra persona. «Lo estoy consiguiendo. Pronto volveré a ser feliz». No sabía si ese chico era gay, y mucho menos si podría tener algo con él, sin embargo, el simple hecho de tener ganas de volver a verlo le motivaba. Habían sido siete años de recordar a la misma persona, de llorar por los mismos recuerdos… Ahora parecía empezar a ser libre. En cierto modo, le resultaba un poco triste ir al balneario solo, pero no tenía con quién ir. Así que, acostumbrado a ser un lobo solitario, se sumó a vivir aquella experiencia consigo mismo. Además, necesitaba vivirla cuanto antes para comenzar con el reportaje. Fue fijándose en todos los detalles: el trato recibido, el vestuario que llevaban los trabajadores, los atuendos de los clientes, el tipo de personas que lo frecuentaban —en su gran mayoría, ancianos—, la limpieza del suelo, paredes y maquinaria… Todo era importante para hacer el reportaje lo más objetivo posible. Si aquel balneario era tan bueno como decían, muy pronto lo sabría por su propia vivencia. Comenzó el circuito bañándose en la piscina de limones. Sintiendo el impacto de los chorros mientras el olor agrio que desprendía el agua, producto de aquel fruto, le ayudaba a relajarse.

Fue de nuevo, al abrirlos, cuando lo vio. Estaba ahí, otra vez, frente a él, solo que, en esta ocasión, no se había chocado, ni le había producido una dislocación de hombro. Sin embargo, en ese instante, no le produjo una sonrisa. Todo lo contrario, su tristeza, casi perpetua, volvió a envolverle. «Era evidente, podía pasar», se dijo, a sí mismo, decepcionado. Sus ojos mostraban como, aquel hombre con el que se chocó descubriendo los parajes de Archena, se divertía junto a otro chico. Se veía feliz. Podía identificar, con claridad, esa sonrisa infinita. La había tenido durante muchos años. «He conseguido pensar en otra persona. Eso es lo realmente importante». Intentaba consolarse, pero tenía ganas de llorar. No podía dejar de pensar que todo le salía mal. Era como si la negatividad le envolviera, quería alejarse de ella, pero no sabía cómo hacerlo. Tal vez debería llamar a algún amigo… No quería molestar, no quería que pensaran que estaba triste. Salió de la piscina de limones, fue al vestuario, se duchó y se vistió. No había estado ni veinte minutos, pero no quería que la experiencia se viera truncada por esas sensaciones negativas. Tenía que hacer un buen reportaje. Al salir, caminó durante horas hasta pararse frente a un puente cerrado por el que no se podía pasar. Miró el agua desde arriba y, entonces, sacó su teléfono e hizo una llamada. —¿Raúl? —preguntó una voz masculina. —Hola, José, ¿cómo estás? —Pues ya sabes, hasta el coño de todo. Esto de la política es una mierda, son todos unos putos mentirosos, sobre todo los de VOX, esos son los peores. ¿Te puedes creer que me tiró uno la caña el otro día? Le dije, perdona, pero esta princesita tiene dignidad. Bueno… ¿Y tú cómo vas por Archi….? —Archena. Bien, bien, las cosas están bien por aquí. Me gusta este sitio. Vaya tela con el de VOX, lo que a ti no te pase…

—No me gusta un pelo tu voz. ¿Qué pasa? ¿Por qué me has llamado? —No quiero molestarte… Sé que tu trabajo como diputado te mantiene muy ocupado. —Coño, tú siempre tan dramática, ¿me puedes decir qué te pasa? Que José tratara a todo el mundo en femenino era algo a lo que sus amigos ya estaban más que acostumbrados. —No lo sé. —¿Cómo que no lo sabes? ¡Qué paciencia! Pues claro que lo sabes, llevo años esperando a que quieras hablar conmigo. Estás así por Ismael, sigues enamoradita hasta las trancas. —¿Lo sabías? —¿Crees que soy tonta? Soy política, me fijo en todo. No quise sacarte el tema porque era algo que te pertenecía a ti. No sé, nos dijiste que estabas bien y respeté esa decisión. —No puedo olvidarlo… Y os echo mucho de menos. ¿No os sentís igual? Quiero decir, ¿cuánto tiempo hace que no quedamos todos: tú, Elena, Nerea y yo? Es como si os diera igual, como si no os importara la amistad que construimos. —A ver, corazón, no es eso, pero nuestras vidas se han ajetreado. Las cosas se han puesto más difíciles, Elena y yo estamos siempre viajando y Nerea no para con las crías. Es difícil coincidir, pero yo te prometo que siempre que tengo un ratito os aviso. Sus palabras no le hacían sentir mejor, no auguraban que las cosas fueran a mejorar. —Somos idiotas, hemos dejado que el tiempo se coma la confianza que teníamos. Ojalá hubiéramos seguido siendo los amigos que fuimos. Tenía lágrimas en los ojos y la voz rota. Los echaba de menos, con todo su corazón. —Prometo que organizaré una quedada, muy pronto nos veremos todos, como en los viejos tiempos, ¿vale?

—No creo que pueda pasar, pero ojalá tengas razón. —Confía en mí, dramática, y deja de comerte la cabeza y ponte a buscar nuevos rabos, que seguro que Archena tiene hetero-curiosos de esos. —Tú siempre tan… tan bien hablado… —Uy, ya sabes que yo tengo un máster en eso, cari. Bueno, te dejo, que tengo aquí a los inútiles de mi partido preguntándome unas cosas del programa. Son como niños, no se les puede dejar solos. Un besito, chao. Colgó el teléfono sabiendo que tardaría mucho en volver a saber de él. No era factible quedar con sus amigos, así que, tenía que darse a conocer, encontrar a gente nueva que pudiera valorar lo que era realmente. La imagen de ese hombre misterioso volvió a su mente. «Ojalá te hubiera podido conocer», pensó.

CAPÍTULO 28

SALGO APRESURADO DE CASA con los nervios recorriendo cada recoveco de mis entrañas. ¿Qué ha pasado? No puedo dejar de pensar en ella. En lo extraña que fue la visita que le hice el otro día. Me dirijo al piso de Bruno para que me explique lo que ha sucedido, pero, al verlo sentado en el bordillo de la baldosa, frente a mi casa, comprendo que no va a hacer falta. Tiene el cabello despeinado, la ropa manchada, los nudillos de las manos ensangrentados y el corazón partido en mil cachos. Lo último no se ve a simple vista, pero lo puedo sentir. Lo he tenido como él demasiadas veces. —¿Qué ha pasado, Bruno? —pregunto, mientras me acerco a él para abrazarlo. Se amarra a mí como si fuera un koala. No es capaz de pronunciar nada más allá del sollozo. Lo rodeo con mis brazos y lo estrujo tan fuerte como puedo. Quiero que sienta que puede contar conmigo. —Se va a morir, Adrián… Se va a morir. —Tranquilízate y dime qué ha pasado. —¡Es idiota! Se lo he dicho muchas veces, pero no me ha hecho caso. Le dije que tenía que parar con eso. Le fallé, no supe ayudarla. —¿Ayudarla con qué? La intriga me está devorando por dentro, ¿qué ha podido hacer mal?

La gente nos mira al caminar, pero, por una vez en toda mi vida, me da completamente igual. Solo quiero ayudar a Bruno, hacer que el dolor se calme, y entender qué ha pasado con Irene. —¡Tiene cáncer! Y, de pronto, un silencio incómodo marca el momento. Nos golpea haciéndonos ver que la vida puede dar un giro, por sí misma, en cualquier momento. Nadie puede escapar a sus planes. —Pero… puede superarlo —digo, con los ojos empañados. —Está muy avanzado —dice, con poca esperanza. —Da igual, mientras esté viva tenemos que tener esperanza. —No quiero que se muera. Es mi única amiga. Me ha apoyado desde que te marchaste. Tenemos un vínculo muy especial. No puedo perderla, ¿por qué todo me sale mal? A veces siento que no he nacido para pertenecer a este mundo. Perdí a mi hermano cuando solo era un niño, sufrí maltrato por parte de mi padre, rompí la relación con ellos desde hace tiempo y jamás se han puesto en contacto conmigo, amo a alguien que jamás va a poder darme lo que quiero, y mi única y mejor amiga está al borde de la muerte, dime: ¿qué sentido tiene la vida para mí? Te prometo, Adrián, que he tratado de ser fuerte, de pensar que mañana pasaría algo bueno, que tarde o temprano tendría mi momento, sin embargo, lo único que veo es el paso del tiempo complicando aún más las cosas. No puede dejar de llorar, sus palabras me encogen corazón. ¿Por qué no puedo corresponderle? ¿Por qué puedo enamorarme de él? Tiene un corazón enorme y es chico que, físicamente, me atrae, ¿por qué, sin embargo, soy capaz de soñar con él?

el no un no

—Bruno, pasará, te lo prometo. Sé que has enfrentado cosas muy malas en tu vida, pero, estoy convencido de que eso puede cambiar. Creo en ello, tengo esa intuición. —¿Intuición? A la mierda, ¿de qué sirve eso? La vida no es una mera casualidad, no puedo pensar que todo va a cambiar en cualquier momento por magia del destino, ya he perdido

demasiado tiempo pensando en eso. Tal vez, deba hacer como tú: irme, emprender un viaje conmigo mismo, hacia cualquier sitio, y encontrar a la persona que llevo dentro, la verdadera felicidad. No quiero vivir tan triste… —No mereces estar tan triste. Mereces algo mucho mejor. Creo que ese viaje será una buena decisión. A mí me sirvió. Me llevé muchas hostias por el camino, pero, conseguí entender la finalidad de todo, el sentido de mi vida, tal vez, eso es lo que necesitas encontrar… Tú, aunque parecías un cabronazo cuando te conocí, también tienes el corazón blandito, tal vez, más que ninguno de nosotros. —Me quedaré hasta que sepamos qué pasa con Irene, pero, después me iré y haré ese viaje. Me arriesgaré. —¡No te vas a arrepentir! Todos deberíamos hacer un viaje de autodescubrimiento para darnos cuenta de lo que queremos y de quién somos realmente. Se había tranquilizado un poco. De nuevo, una vez más, mi capacidad de dirigirme a la gente tuvo resultado. —Antes has dicho que se lo dijiste muchas veces, a Irene, y que no te hizo caso, ¿a qué te referías? —¿No te has dado cuenta, todavía? Niego con la cabeza. —Es alcohólica. Vuelvo a quedar impactado. —¿Crees que es normal despertarse entre cubatas de ginebra? Lleva desde que pasó todo aquello… enganchada. Ha tenido momentos en los que parecía que iba a superarlo, pero, siempre acaba recayendo. Además, su marido se ha largado con los niños. Se ha cansado de perdonarla. No todo lo que reluce es oro. No salgo de mi asombro. Todo cuanto quería ser, desde el primer momento en el que volví a verla, era ella. Su esencia. Su espíritu. Sin embargo, que paradójico todo, tal vez, ella, era la que se sentía más infeliz de todos y, aun así, iba por el mundo con una sonrisa. Observamos a la gente pasar y la

juzgamos de una sentada, pensando que lo que vemos es la realidad, y no deja de ser una interpretación que hemos hecho, en un instante, sin ningún tipo de base. —¿Qué cáncer tiene? —De hígado Empiezo a entenderlo todo. —¿Y ha sido de repente? —Qué va… Hace unos años ya le diagnosticaron cirrosis hepática. Una lesión chunga que te cagas en el hígado. Le dijeron que tenía que dejar de fumar y de beber. —Supongo que no ha hecho ni puto caso, ¿verdad? —Ahora tiene cáncer de hígado, supongo que eso contesta a tu pregunta. —Entiendo que al tener cirrosis el cáncer se hace un poco más complicado… ¿no? —Es una puta mierda. ¡No quiero que se muera! Sus ojos vuelven a entristecerse. Los míos, también. —¿Dónde está ahora? —Está en el hospital. Le dolía mucho el abdomen y llamó a la ambulancia. Se la llevaron y… en fin… Me llamó llorando, rota. Fui allí, pero no me han dejado verla todavía… No sé qué hacer. —Vale, no te preocupes, vamos a ir al hospital y esperaremos hasta que nos dejen verla. Todo va a salir bien, de verdad. Trato de apoyarle y darle buenas vibraciones… ¡Irene, no te mueras, por favor!

LA CHICA DE LAS LENTILLAS TIENE UNA NUEVA OPORTUNIDAD PASADO

ABRIÓ LOS OJOS y lo primero que vio fue a la persona que nunca se separaría de ella: su madre. No se había movido de su cama en toda la noche, atemorizada por el miedo a perderla, a pesar de saber que no corría peligro alguno. Ella, marcada por las secuelas del pasado lejano y del reciente, se agarró al brazo de su madre, buscando en él el refugio que tanto había necesitado. —No volverá a pasar, hija mía, te lo prometo —dijo una madre llena de dolor. —Perdóname, mamá, perdóname por hacerte tanto daño — dijo una hija que odiaba ver a su madre sufrir por su culpa. Allí estaban, ambas, solo se tenían la una a la otra. —No digas tonterías, tenía que haberte protegido mejor. Eres mi hija, y no voy a volver a permitir que nadie te haga daño. —Pero, mamá, tengo mucho miedo. La abrazaba con todas sus fuerzas, dejando caer tantas lágrimas que parecía que estaba lloviendo dentro de aquella habitación. —El miedo se irá, lo juro. —Quiero ser valiente, que me dé igual lo que piensen los demás, ser yo misma, pero no me atrevo, soy una cobarde, no tengo ningún valor como ser humano. Su madre la estrujó con mucha más fuerza. —¿Que no tienes valor? Eres la mujer más valiente que conozco y, algún día, tú misma te darás cuenta de todo a lo que

has sobrevivido. Ya no vas a tener que aguantar a idiotas. Te voy a ayudar a que puedas recuperarte, sin miedo alguno. Ningún imbécil va a volver a reírse de ti. —Solo quiero que me dejen en paz, que dejen de mirarme de esa manera, que dejen de cuchichear cuando paso junto a ellos, que dejen de recordarme lo gorda que estuve. ¡Quiero que paren! —Y pararán. Pero primero tienes que tener seguridad y valentía, cuando vean que te da igual, entonces, dejarán de meterse contigo. Hija mía, esas personas que tratan de hacerte daño no son más que parásitos, no aspiran a nada en la vida más que a absorber la de los demás. Tú tienes un mundo lleno de oportunidades, oportunidades reales, ¿me entiendes? Brillas por ti misma, no necesitas de nadie. Y allí, en una conversación que las acercaba, se dieron cuenta de que tendrían que haber hablado mucho antes. La chica de las lentillas entendió que la vida le daba una nueva oportunidad, así que, para empezar a ser ella misma, se las quitó y las arrojó a la basura, dejando al descubierto aquella característica por la que tanto la habían insultado. Y, entonces, por primera vez en mucho tiempo comenzó a hacer una cosa que había bloqueado, una cosa que amaba y que, desde hacía años, había ignorado: dibujar.

CAPÍTULO 29

LLEGAMOS AL HOSPITAL y nos sentamos en la sala de espera. Ambos estamos reflexivos, supongo que, pensando sobre lo rápido que pasa la vida. No puedo evitar pensar en todo lo que ha ocurrido desde que llegué al mundo. Vuelvo a ver a mi madre, de forma nítida, aplaudirme desde la ventana de arriba mientras juego en el patio con mis muñecos. Está sonriente, orgullosa de mí. Me gustaba que mirase. En muchas ocasiones, esperaba a que terminara de hacer sus tareas para ponerme a jugar. Era una forma de saber que podría asomarse. Recuerdo los picnics familiares, las risas, los momentos que, al final, cuando todo lo malo se va, se quedan en nosotros. ¿Cómo habíamos llegado a este punto? Me había pasado toda mi vida dando tumbos, de un lugar a otro, sin rumbo fijo. Tal vez, ese era mi destino. Quizá yo no había nacido para formar una familia tradicional, casarme y comprarme una casa con la que hipotecarme hasta que se me cayeran los dientes, quizá lo había hecho para ser un barco a la deriva, dejándose mover por las corrientes del mar. Casi treinta y cinco años, ¿en qué momento había acelerado tanto el reloj? ¿Cuándo me convertí en el hombre que era? Y… ¿qué pasó con el niño? ¿Seguía vivo dentro de mí o… había muerto como tantas cosas? Nada como pensar en un cáncer para que todos los recuerdo salgan a flote, y valores si realmente ha merecido la pena todo lo que has llorado. Añoré encontrarme con la muerte en muchos momentos y ahora que la puedo respirar de cerca siento que tengo más motivos para vivir que nunca. Pienso en el director, ¿fue feliz? ¿Cumplió, al final, su sueño? ¿Murió solo? Nunca lo dijo, pero tenía sida. Una de esas noches locas, tras su boda, lo marcó sin saberlo. Años sin hacerse pruebas, hasta que la enfermedad se manifestó y puso un contrarreloj a su vida.

Ahora es Irene. No merece terminar aquí, no con su edad, pero no elegimos muchas de las cosas que nos ocurren. No elegimos enfermarnos. Tantas veces he escuchado el tópico del carpe diem y he pensado «estupideces de gente que no quiere comprometerse». Sin embargo, es todo cuanto recorre mis pensamientos. Me gustaría pasar este bache, que Irene salga adelante, y hacer los viajes que nunca hicimos. Irnos, de locura, a cualquier país de Europa y almacenar recuerdos juntos, demostrarnos que nunca es tarde para volver a intentarlo. Para recuperar la amistad. Y, justo ahí, en ese “volver a intentarlo”, su imagen se manifiesta con mucha claridad. ¿Teníamos una oportunidad verdadera de ser felices? Tal vez sí, y estábamos perdiendo el tiempo, haciendo, como dijo Irene, el idiota. Mi madre, muchas veces, decía que las personas hacíamos las cosas complicadas. ¡Tenía razón! Pablo y yo merecemos romper con el drama que ha marcado toda nuestra historia y, de una vez por todas disfrutar de nosotros, de nuestros cuerpos. ¡Todavía somos jóvenes! —Estás pensando en él, ¿verdad? —pregunta, de pronto, Bruno. No quiero decirlo, no quiero hacerle daño, pero mis ojos me delatan. —Supongo que, en estos momentos, no podemos evitarlo… Lo de pensar en las personas que amamos. Sabía que pensabas en él porque yo estoy pensando en ti. Suspiro. La naturalidad con la que lo ha dicho me estremece. Me gustaría corresponderle, sin embargo, no es posible, y nunca lo será. En este momento puedo saberlo con toda seguridad. —No pongas esa cara, marica, no te lo estoy diciendo para que te sientas mal. Pero soy un hombre sincero, no puedo evitar decir lo que pienso. Te superaré, Adrián, ya lo hice una vez, y volveré a hacerlo. Sin embargo, déjame decirte una cosa: eres un completo idiota. —Y yo que pensaba que empezaba a caerte bien.

—Me caes bien. Eso no cambiará nunca, igual que tampoco cambiará lo que te acabo de decir. —¿Lo de que soy idiota? —le pregunto. Afirma. —Estás enamorado de él. Está enamorado de ti. ¿A qué estáis esperando? Parecéis niños pequeños jugando a ratón que te pilla el gato, y al final no podréis estar juntos nunca por idiotas. Ya me jodería perder a quien amo por… ¿Orgullo? ¿Miedo? Es un sinsentido. ¡Tiene razón! Todos la tienen… Él, Irene, mi padre, pero… no es tan fácil o, tal vez sí lo es, solo que no aprendí a afrontar estas situaciones. —¿Familiares de Irene González? —pregunta un médico, rompiendo la conversación que estamos teniendo. Afirmamos y nos dirige hasta su habitación. Me impacta verla así. Ahora sé por qué se había cortado el pelo, de esa forma. Ella, tan resultona, con sus colores chillones, su maquillaje y su cara llena de vitalidad, sin embargo, ahí está, en una camilla, cabizbaja, con los ojos llenos de lágrimas y unas ojeras pronunciadas que la hacen ver mucho mayor. Bruno se dirige, velozmente, hacia su cuerpo. La abraza sin decir nada y rompe a llorar. Puedo ver como Irene se amarra también a él. Es la clara definición de haberme perdido muchos momentos entre ellos. Instantes que hacían que esos abrazos tuvieran más valor. Contemplo la situación, emocionado, pensando en que ojalá todo sea un susto de la vida. —Siento no haber estado aquí cuando las cosas se pusieron difíciles —le digo a Irene mientras se separan. —¡No digas tonterías! Tú hiciste lo que tenías que hacer. La culpa de todo esto solo es mía. —Irene, no es momento de machacarse. Estas cosas pasan, y a mucha gente, sin más. ¡Has tenido mala suerte! Pero… cuéntanos, ¿qué te han dicho?

Bruno intenta cerrar esa conversación. Los ojos de Irene se muestran diferentes. Tengo un mal pálpito. Solo quiero que sea eso, lo deseo con todas mis fuerzas, únicamente una sensación. Quiero oír que el tumor está bajo control y que no hay riesgo alguno. —Di algo, por favor, ¿cuándo te operan? ¿Es demasiado grave? Tiene el cuello tenso y está conteniendo las lágrimas. —Es inoperable —dice, finalmente. Silencio, una melodía muda que se adueña de cada uno de nosotros, una música sin letra que va acompañada de la mano de la soledad. Es la muerte paseando entre nosotros, con el sabor de que, muy pronto, seremos uno menos.

CAPÍTULO 30 RECORDANDO 1 AÑO Y 11 MESES ANTES

COMENCÉ AQUEL VIAJE para encontrar a mi madre. No tenía muy claro que los indicios hallados en esa foto de Facebook fueran muy realistas. Estaban en el Parque de Atracciones de Madrid. Esa era la única referencia que tenía sobre ella. Fue una casualidad. Una amiga suya mencionó su nombre y apareció la foto. Pero no estaba enlazada a ningún perfil. Mi madre, aparentemente, no tenía redes sociales. Hice una captura de pantalla a la foto pensando que, cuando llegara allí y preguntara, alguien podría darme información. Sí, suena muy estúpido, de hecho, es muy estúpido. Con la cantidad de personas que pasaban cada día por allí era matemáticamente imposible que pudieran recordar a esas dos mujeres. Sin embargo, me agarré a esa oportunidad para encontrarla, como si fuera mi último intento de poder saber la verdad. ¡Era importante para mí! Quería que me mirara a los ojos y me diera una explicación lo suficientemente razonable como para poder recuperar la confianza y abrazarla como si el tiempo no hubiera pasado. Aunque, si os soy sincero, una parte de mí sabía que eso era imposible… Quería encontrarla, pero también la odiaba por haberme abandonado. Reservé en un hostal cerca de Atocha y, ese mismo día, sin descansar, fui hasta el parque de atracciones. Cualquier persona, con algo de lógica, habría pensado que, facilitarme datos personales de los clientes del parque, era algo imposible. —Necesito saber si recuerdan a estas mujeres. Estuvieron aquí hace cuatro días. La chica de la entrada negó con la cabeza.

—Pasa mucha gente por aquí, además, no podemos dar datos personales. —Necesito encontrar a esas mujeres, una de ellas es mi madre, y no sé nada de ella desde hace mucho tiempo. Sé que es una locura, pero es muy importante. Si le digo su nombre, ¿no puede buscar la reserva de las entradas en el registro de datos? —Lo siento, quiero seguir conservando este trabajo —dijo la joven, con mucha pena. —Te prometo que nadie se va a enterar, ni siquiera le diré, a ella, cuando la encuentre, lo que pasó. Te doy mi palabra, por favor. La chica dudó, pero, a los pocos segundos, volvió a la misma posición y con un «lo siento» intentó cortar la conversación. —Tenía casi trece años cuando me abandonó. Me quedé solo con mi padre y mi padre…. bueno, digamos que me quedé solo. Crecí sin entender por qué se había ido, por qué me había abandonado, a mi suerte. Tú y esa información es todo de cuanto dispongo para poder encontrarla. Tengo pesadillas cada noche. No puedo ser feliz si no resuelvo este conflicto. Sé que te estoy poniendo en un apuro, pero te doy mi palabra de que jamás contaré nada a nadie. Solo quiero que me digas desde dónde hicieron la reserva. Es la única forma que tengo de encontrarla. Sé que no estaba bien presionar a aquella chica contándole mi vida, sin embargo, era el último as que me quedaba en la manga, si fallaba, todo mi viaje, mi marcha del pueblo; no habrían servido para nada. La chica volvió a reflexionar. Tenía los ojos vidriosos. Estaba empatizando conmigo. —Rápido, ¿cómo se llama tu madre? —Lucía Prieto Comenzó a teclear. —No hay ninguna reserva reciente con ese nombre.

La decepción se notó en mis ojos. El fracaso, una vez más, de no poder conseguir aquello que ansiaba. Sentí rabia e impotencia, pero, cuando estaba a punto de tirar la toalla, pensé en otra alternativa: su amiga. —Raquel Montesinos. —¿Cómo? —me preguntó la chica. —Busca ese nombre, es el de su amiga. Volvió a teclear. Me miró. Tenía el corazón a mil latidos por hora. —Calle Cristóbal Colón, 27A, Madrid. No digas nada a nadie, por favor. Mis ojos se iluminaron, no había estado tan agradecido con alguien en toda mi vida. —Gracias, de todo corazón —le dije. —Suerte, espero que haya un motivo y que podáis perdonaros. Y me marché, con ilusión, pero también con miedo. Si la encontraba, ¿qué iba a decirle después de tanto tiempo?

CAPÍTULO 31

DEJO QUE IRENE Y BRUNO HABLEN a solas. Salgo de la habitación con un único nombre rondando por mi cabeza: Pablo. Ver a Irene así, tan débil, tan acabada… saber que, en cualquier momento, se apagará para siempre, me hace darme cuenta de lo necesario que es vivir la vida, disfrutar de cada instante como si fuera el último, rodearte de las personas que amas y ser feliz junto a ellas. Vamos por la vida complicando las cosas, las relaciones con las personas, dándole importancia al drama y sobreexagerándolo para que, finalmente, nos haga perder el tiempo. Es cierto que todo lo que vivimos, aunque cometamos errores, es experiencia, sin embargo, también es innegable que vivir la vida lejos de aquellas personas con las que estás conectado, es como ir perdiendo trozos de ti, hasta que llega un momento en el que te das cuenta de que te has perdido intentando encontrarte. Por eso volví al pueblo, por eso abracé a mi padre con todas mis fuerzas, por eso siento, ahora más que nunca, que tengo que aprovechar el tiempo para que no siga pasando en vano. La vida puede terminar en cualquier instante. Por muy jóvenes que nos sintamos, es algo que no podemos anticipar. Bruno sale de la habitación. Tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas aún palpables en la cara. Al verme, sin decir nada, busca refugio en mí. Me abraza intentando que lo sostenga del duro golpe que acaba de recibir. Le correspondo con mis brazos tratando de hacerle entender que podrá contar conmigo siempre que lo necesite. Solloza junto a un berrido que se agudiza y clama dolor. Una herida invisible al mundo que se origina en el centro del alma y cuya única cura es el paso del

tiempo. Una sombra oscura nos envuelve, sin embargo, a pesar de todo, al final de esa penumbra, consigo ver como la luz intenta entrar. Es nuestra decisión ir hacia ella o caminar en dirección contraria, dejando que esa negatividad sea todo cuanto respiremos. —Quiere hablar contigo —me dice, como buenamente puede. —Vale, siéntate aquí y espérate a que salga. Bruno, sé que esto es una mierda. Eráis uña y carne, pero quédate con lo vivido, con haber sido una prioridad para ella. Asiente con la cabeza sin ser capaz de mencionar palabra alguna. Entro a la habitación que, ahora, parece como una antesala a la muerte. Se me pone el vello de punta. Creo que jamás me había dado tanto miedo pensar en ella. Ni siquiera cuando salté desde la terraza. No era consciente. Sin embargo, ahora, tengo tantos sueños y objetivos que llevar a cabo, que todo cuanto quiero es sentir, respirar y chillar que sigo aquí. —Adrián. —Su voz está quebrada. Tiene miedo, puedo intuirlo. ¿Quién podría ser valiente sabiendo que su destino termina de esa manera?—. Quiero pedirte perdón por lo que pasó en el instituto. Niego con la cabeza. —Eso está más que olvidado. —Ya… Sé que me has perdonado, tienes el corazón demasiado blandito. Pero escúchame, déjame hablar. Le hago caso. —Fui un factor condicionante en vuestra historia. Perdí el control de mi vida y cometí estupideces como haber distribuido aquellas malditas fotos. Le amaba con todo mi ser, ¿sabes? De hecho, creo que jamás he podido sentir algo tan intenso por alguien. Sin embargo, solo fue una idea que la gente y, en general, el entorno puso en mí. No era real. El Pablo al que yo amé era una ilusión fabricada por mi propia cabeza. —Algunas lágrimas salen de sus ojos—. No es así en tu caso. El chico de las arrugas, como tú lo llamabas, existió

de verdad. Ese fue el auténtico y original. Debió ser así siempre. Ese chico sigue vivo, ¿sabes? Sigue existiendo a pesar del paso del tiempo. Sus arrugas están intactas, en sus manos, y vuestra historia, vuestra hoguera, puede volver a encenderse porque, ambos, seguís pensando el uno en el otro cuando cerráis los ojos. Sé que lo pasaste terriblemente mal, pero él trató de buscar tu perdón. Hizo un viaje, Adrián, al fin del mundo por encontrarte. Venía a verte, cuando estabas en coma, cada vez que podía. Solo tenía ojos para ti. Cuando te fuiste, sin decir nada, se quedó roto, culpándose. No sigáis complicando las cosas, ve y dile que lo amas, será suficiente para que podáis tener la oportunidad con la que soñabais desde que eráis dos niños que no tenían ni puta idea de la vida. Estoy emocionado. Nunca una verdad me había calado tan hondo. —¿Crees que aún es posible? —Estoy segura de ello. Le abrazo mientras siento como el haberme perdido vivir tantos momentos con ellos me produce dolor. Un dolor que se genera en la parte más intrínseca de mi ser. —Y tú… no mereces lo que te ha pasado. Eres una buena persona, ojalá supiera qué decirte o cómo ayudarte. —Me ayudarás sabiendo que me voy del mundo viendo a mis dos chicos felices, ¿podrás darle ese capricho a esta borracha? Le regalo una sonrisa. Es una mujer fuerte, eso no ha cambiado en absoluto. —Iré a Madrid a buscarlo, como hicisteis vosotros la vez anterior. Esta vez seré yo, le diré que le amo y que quiero vivir la historia que tenemos pendiente. —Será un viaje de puta madre. Y salgo de la habitación, más seguro que nunca, con una versión de mí mismo que nunca creí posible.

LA CHICA DEL CARPE DIEM Y LA FIESTA PASADO

SI LE HUBIERAN DICHO LO QUE IBA A OCURRIR aquella noche no se habría presentado en ese lugar. Normal… Nadie quiere hacer algo así, sin embargo, no sabemos hasta dónde pueden llegar a repercutir nuestros actos. Nadie va a una fiesta sabiendo que saldrá de ella convertida en una asesina. La chica del carpe diem era desafiante y un poco manipuladora. Digamos que le gustaba salirse con la suya. Se metía en líos, tomaba drogas de vez en cuando y le gustaba el peligro; pero no era una mala persona. De hecho, en otros aspectos, era muy responsable. Quería llamar la atención de su familia. Que la tuvieran en consideración. Ellos siempre estaban pendientes de los logros de sus hermanos mayores. En cierto modo, podría decirse que estaba celosa. —Tía, me voy a tirar a Álex esta noche. Pff, no veas las ganas que tengo de pillarlo por banda. —Eres una perra salida —le contestó Sandra. —Hay que ser un poco perra en la vida —respondió, mientras se mordía el labio de forma provocadora. Trajo dos copas de ginebra y una sorpresa. La sorpresa no le agradó, en absoluto, a su amiga. Era cocaína. —Dijiste que no ibas a pillar esa mierda —dijo, enfadada. —Tía, es solo una raya, no vamos a morirnos ahora por eso. Además, sabes que lo tomamos de uvas a peras. —Yo no voy a consumir, tú haz lo que quieras.

—Pues mejor, más para mí. Hay que ver, cuando te pones así… La chica del carpe diem esnifó la raya mientras bebía su Puerto de Indias. Su amiga la miraba preocupada, pero no sabía cómo hacerle entender que ese tipo de sustancias no le iban a aportar nada bueno. —Oye, ¿y si nos vamos a la piscina? —dijo Sandra, de forma precipitada, un tanto nerviosa. —¿Qué te pasa? —Nada, estoy aburrida de estar aquí, de pie. Sandra había visto algo, quería alejar a su amiga de esa zona. La chica del carpe diem no era tonta. Se dio la vuelta en cuanto vio que los ojos de Sandra parecían mirar a alguien. Al hacerlo, pudo ver como Álex se estaba besando con otra chica. —De puta madre, para un tío que me mola… —Bueno, será por tíos, no vamos a dramatizar ahora. La chica del carpe diem se fulminó lo que le quedaba de alcohol de un trago e, instantáneamente, se fue a por otra copa. Su amiga se contenía. Bebía lo justo para estar a tono, pero sin desmadrarse. —¿Sabes lo único bueno que tengo? —La borrachera empezaba a hacerse notar. —¿Qué? —preguntó Sandra. —Estoy buena. Solo eso. No soy más que unas tetas bien puestas y un culo respingón. Nadie se fijaría en mí por mi talento, o por mi personalidad, de hecho, no entiendo por qué sigues aquí. Si hago contigo lo que quiero. Su amiga resopló. —Bueno… Cuando empiezas a ponerte así no hay quien te aguante. La verdad es que tienes razón en una cosa, haces conmigo lo que quieres. Sigo aquí porque sé lo que hay detrás de esas tetas bien puestas y ese culo respingón. Continuó bebiendo como si no hubiera un final. Cada vez decía tonterías más notables.

—Deberíamos irnos ya, esta fiesta es un aburrimiento. —¿Aburrimiento? Esta fiesta está de puta madre. —¿He oído decir que esta fiesta es un aburrimiento? — interrumpió Álex. La chica del carpe diem se sonrojó al ver que estaba a su lado, posando el brazo sobre ella. —Madre mía, ¡qué buena estás! —le dijo rozándole los labios por el cuello. Sandra no podía entender que su amiga no le parase los pies después de haberle visto liarse, minutos antes, con otra. La chica del carpe diem continuó dejándose llevar y le siguió el rollo. Instantes después habían desaparecido de la piscina y entrado a una de las habitaciones. Iban a follar, tal y como quería. Y allí, mientras Álex entraba en ella, volvió a sentirse unas tetas bien puestas y un culo respingón. Sentía vergüenza, sin embargo, no hizo nada por pararlo. Al acabar, Álex se quedó dormido, alejado de ella y ella se puso a llorar en silencio. Se vistió, invadida por un sentimiento de decepción e intentó buscar a Sandra, pero su amiga ya se había marchado. Cogió su coche, con las lágrimas chorreando de sus ojos y comenzó a conducir. Le dolía la cabeza y la música la transportaba a pensamientos caóticos. Y fue justo ahí, en ese instante, mientras su mente la llamaba guarra, cuando, de pronto, el impacto de otro coche lo interrumpió todo. Saltó el airbag y se dañó, ligeramente, el cuello. Los cristales de las ventanas estallaron clavándose en zonas arbitrarias de su piel. Uno debajo del ojo. Tras unos instantes, bajó del coche y se acercó al Seat Ibiza con el que se había chocado. En el volante había una mujer inconsciente. Podía ver cómo respiraba, sin embargo, en la parte de atrás, en la sillita, un cristal se había clavado en el cuerpo de un bebé. Introdujo su mano por la ventana, rasgándose la piel con los vidrios y la colocó en el corazón de aquel niño, esperando sentir su latir. Y ahí, por primera vez, se dio cuenta de las consecuencias de sus actos. Acababa de condenar a un niño

que apenas había abierto los ojos a cerrarlos, sin haber vivido; y a una madre inconsciente a vivir en el odio hasta el último de sus días. La chica del carpe diem avisó a la policía y, en shock, comenzó a caminar cuesta abajo, con la intención de tirarse por un puente.

CAPÍTULO 32

DURANTE LAS SIGUIENTES SEMANAS frecuenté, casi todos los días, a mi psiquiatra. La doctora Marta sabía cómo hacerme sentir mejor y, además, era una de las pocas personas que conocía la verdad sobre mi madre. Os reconozco una cosa: cada vez me costaba menos pensar en ella. Claramente estaba empoderándome de mis ideas. Poco a poco, el verdadero Adrián que llevaba dentro, iba manifestándose. Con Marta, ir al psiquiatra, era un plan divertido. No sé explicarlo, simplemente hacía que el tiempo pasara rápido y que los problemas perdieran importancia. La intensidad del drama se desvanecía e, incluso, nos reíamos de él. —Progresas muy rápido —me dijo, en aquella ocasión. —Te lo debo a ti. No sé cómo lo haces, pero me has dado una seguridad que no ha sabido darme nadie en toda su vida. —Adrián, todo eso estaba en ti, solo tenías que sacarlo. Digamos que he sido una conductora. —¡No! No has sido solo eso. Créeme que jamás podré olvidar tus palabras, tus consejos, tu ayuda. Me recuerdas mucho a una persona. —¿A una buena o a una mala? —A una maravillosa Me sonrió. —Se llamaba Joaquín. Era el director del instituto en el que cursé mis estudios. Se portaba como un padre conmigo. Se preocupaba porque estuviera bien. Siempre me daba consejos, como los tuyos, de esos que te hacen reflexionar, sobre todo,

de los que te ayudan a abrir los ojos y a quererte un poco más. Me decía que tenía que escalar un muro gigante y que, en la cima, encontraría la felicidad. Durante un tiempo pensé que había escalado el muro, pero ahora me doy cuenta de que no, de que estoy casi al final. Sin embargo, me veo con la fuerza necesaria para llegar. ¿Sabes por qué pensaba que había subido el muro? —No, pero estoy deseando saberlo —me dijo, mirándome con mucha atención. —Creía que al final del muro encontraría a mi madre. Siempre focalicé ese pensamiento. Estaba equivocado, no era a mi madre lo que tenía encontrar al final, era a mí mismo. — Me emocioné—. Siempre fui sustituyendo un nombre por otro, siempre poniendo a personas en mi vida, como si las necesitara para ser feliz. Pablo y mi madre ocuparon, claramente, las primeras posiciones. A veces pensaba que era a ella a la que encontraría; otras que sería a ese chico de manos arrugadas que me descontrolaba. Nunca creí que, arriba del todo, estaría yo, la auténtica versión que llevo dentro, el hombre y el niño unidos por algo muy necesario para cualquier humano: el amor propio. Marta me dio un pañuelo para secarme las lágrimas. También estaba emocionada. —Pero todavía hay más, mi muro no era una pared de piedra, sino, más bien, era como un edificio, con sus escaleras. Las personas que creía poder encontrar al final, estaban en los rellanos, eran complementos de mi vida, y yo de las suyas, pero no ocupaban la posición final. Volver aquí, me ha hecho darme cuenta de que he subido muchas escaleras y creo, con toda seguridad, que estoy a punto de llegar al último escalón para, finalmente, encontrarme a mi mejor versión. —Pablo. Pablo es el último escalón —dijo Marta, sorprendida por aquella reflexión que había hecho en un momento. —Sí, cerrar esa puerta, de verdad, sincerarme y decirle lo que siento es todo cuanto me falta para ser el hombre con el que sueño. No sé si habrá un final feliz para nosotros después

de tanto recorrido, pero le diré la verdad, la liberaré de mí y, por fin, podré respirar sin miedo a nada, sin miedo a nadie. —Eres tan especial. —Se emocionó con mis palabras. Marta era una persona sensible. Sabía, siempre, cómo llegar a la gente. Creo que, una de sus virtudes, lo que hacía que pudiera ser tan humana, era que sentía las cosas de verdad. Que no nos analizaba simplemente, sino que estaba ahí, en nuestra historia, como si, de repente, fuera un fantasma capaz de viajar a esos momentos y estar viéndolos con sus propios ojos. Una de las cosas que también me llamaba mucho la atención era esa pequeña cicatriz, con forma de corazón, que tenía debajo del ojo. Muchas veces, mientras hablaba, acababa concentrado en ella, mirando a ese punto fijo. ¿Cómo se lo habría hecho? —Tú también eres muy especial. ¿Puedo hacerte una pregunta? —le dije, aquella mañana. Asintió mientras terminaba de quitarse las lágrimas con el Kleenex. —Esa cicatriz con forma de corazón, ¿cómo te la hiciste? Se quedó reflexiva, durante unos segundos. Supe, con solo mirarla, que había una historia muy gorda detrás de ella. —Me clavé un cristal. No quise seguir importunándola. No estaba cómoda con ese recuerdo. —Adrián, ¿puedo pedirte algo? Asentí con la cabeza. —Hay otro chico al que trato, se llama Raúl. Tu historia de amor y la suya, aunque son muy distintas, os han marcado como si fueran un tatuaje. No consigo liberarlo de ese dolor, creo que podríamos hacer una terapia en grupo, los tres. Tu forma de hablar es incluso mejor que la mía, transmites unos sentimientos y una verdad con tus palabras y con tus ojos que, sin duda, podrán ayudar a ese joven.

Era el chico con el que me choqué bajando las escaleras. No lo había vuelto a ver desde entonces. Claro que iba a ayudarlo. —¡Vale, cuenta conmigo! Sé quién es, lo vi un día entrando a tu consulta. Me sonrió. —Te llamaré esta tarde para decirte el día. Voy a concretarlo con él, muchas gracias, Adrián, tienes un corazón muy blandito. Y ahí estoy, justo en el día que me citó Marta, para intercambiarnos los roles y convertirnos todos en pacientes y psiquiatras. Tengo la sensación de que conocer a ese chico, más en profundidad, va a ser muy positivo.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VA AL PSIQUIATRA PASADO

ARCHENA SE LE ESTABA HACIENDO MÁS DIFÍCIL de lo que pensaba. Llegó allí creyendo que podría superar su historia, hacer un buen reportaje y regresar con una sonrisa en la cara. Había avanzado mucho en su trabajo y, la verdad, le estaba quedando muy bien. Sin embargo, por falta de concentración, no conseguía alcanzar ese punto de satisfacción. Sabía que podía hacerlo mejor. Era muy exigente. Además, el tiempo se le acababa. En uno de sus tan habituales paseos, de casualidad, se encontró en el suelo una tarjeta de la doctora Marta y, lleno de dudas, decidió llamar para pedir información. Se encontró a una mujer simpática, un tanto loca y capaz de hacerle reír, incluso, en una llamada de teléfono. Marta tenía esa reputación. Así que, decidió visitarla. Le contó toda su historia con Ismael, cómo aquel puzzle de amor que, poco a poco, fueron construyendo se desmoronó con la rutina y la falta de madurez. Marta quedó impresionada por la terrible historia que había detrás de ese chico. —Desde luego que hay que ponerle solución. No puedes tirar tu vida solo por amar a alguien. Además, mírate, eres un tío guapísimo. De ninguna manera, tú y yo vamos hablar de tu historia y te voy a orientar para que puedas ver con perspectiva el futuro. Verás que, en cuanto te des cuenta, estás conociendo a otras personas, o lo que te dé la gana, pero sin dolor y, sobre todo, libre. Le hizo sentir bien. Tuvo confianza en ella, sintió como si fuera una amiga. Quizá la única persona, excepto su madre, que le había escuchado en los últimos años.

Y así, poco a poco, el hombre de la sonrisa triste comenzó a sonreír, algunos días. La estancia en Archena comenzó a ser entretenida y el reportaje a coger esos matices tan propios de Raúl. El paso de los días iba sacando a ese chico risueño que siempre lo había caracterizado, sin embargo, no llegaba al cien por cien. Era como si se hubiera atascado en el límite, casi a punto de hallar la salida. «Quiero conseguirlo». Se decía, con mucho empeño. Marta que, con las semanas, se había convertido en una amiga para él, intentaba aplicar nuevas formas de analizarlo, con el objetivo de que pudiera sacar aquello que no le dejaba dar el último paso. Todo era en vano. Así que, la psiquiatra, intentando quemar el último cartucho, le sugirió una sesión de grupo junto a Adrián. Raúl recordó aquel encuentro con esa persona en el rellano de las escaleras. Fue una conversación divertida. Tal vez, de esa sesión de grupo, podía salir algo divertido. Además, la última vez que lo vio se quedó con muchas ganas de preguntarle algo. Esta vez no lo iba a dejar pasar. Quizá, después de esa pregunta, las cosas dieran un giro de ciento ochenta grados.

CAPÍTULO 33

ESTAMOS SENTADOS DE FORMA CIRCULAR. Raúl se encuentra a mi derecha y la psiquiatra a mi izquierda. Tengo curiosidad por saber cómo se desarrollará esta sesión. —Decidme que no vamos a invocar a ningún espíritu — bromea Raúl. Me río. Marta también. —De momento eso se lo dejamos a los profesionales del gremio. Yo con que abráis vuestros corazones y dejéis salir aquello que se retuerce dentro, me conformaré. Marta tendrá un par de años más que nosotros, pero tampoco muchos más. Nunca se lo he preguntado, pero intuyo que unos treinta y seis como mucho. Se conserva bien, a pesar de su locura. —¿Has preparado Kleenex? —vuelve a bromear Raúl. Dicen que entre broma y broma la verdad asoma. Claramente hay mucho dolor en su mirada. Puedo ver a mi yo del pasado reflejado en ella. ¿Qué le habría pasado? Su historia me llama la atención, sobre todo, desde que Marta me dijo que había sido muy impactante. —Una viene preparada para estas cosas. —Saca a relucir tres rollos de papel higiénico. —Hija mía, tan profesional para unas cosas y tan soez para otras —añade Raúl. No puedo evitar recordar la forma en la que la conocí. Cuando me confesó, con toda naturalidad, que había estado haciendo caca. Me río al pensarlo.

—Tienes cara de estar recordando nuestro primer encuentro —me dice. Es muy lista. Mi sonrisa, intensificada por su comentario, me delata. —Bueno, muchachines, vamos a empezar ya o nos pueden dar aquí las doce de la noche y tenemos mucho de lo que hablar. Sé que ya os conocéis, pero os voy a presentar, desde cero. Eso sí, a mi manera. ¡Ah! Y una cosa, voy a incumplir una de las reglas más importantes de todo psiquiatra: la confidencialidad. A partir de este momento, todo cuanto me habéis contado podrá ser usado durante esta sesión. Inmediatamente pienso en mi madre, en esa confesión. Me pongo nervioso. No quiero que salga a la luz. Raúl también se altera, puedo notarlo. —Relajaos, no habéis matado a nadie, por tanto, seguiréis teniendo la misma vida, nadie va a violaros en una celda. Aunque seguro que ese sería el menor de vuestros problemas en una cárcel. Es irónica y sabe cómo tranquilizarnos. —Bueno, empezaré contigo, pequeño Adrián. «Ojalá siguiera siendo pequeño», pienso, mientras espero a que comience a hablar. —Este hombre de aquí, con una barba escueta y cara de niño, se llama Adrián. Nació en Archena y desde pequeño fue un gran mago que luchaba contra brujas y demonios mientras su madre miraba desde la ventana de la planta alta—. Duele recordar eso, aunque no tanto como antes—. A los doce años su madre, con cáncer, le abandonó. Sí, le abandonó. Se marchó junto a un hombre del hospital seguramente a vivir una historia de amor idílico, sin responsabilidades. Saldría mal, eso sin duda. Cuando la gente actúa sin conocimiento, tarde o temprano, se estampa. Nos pasa a todos. El pequeño Adrián quedó marcado por esa vivencia. Su padre también. Podríamos haber esperado que su progenitor hubiera sabido cuidar de él, sin embargo, se inhibió. Echaba tanto de menos a su esposa que, durante mucho tiempo y con una depresión enorme, estuvo aislado del mundo. Adrián comenzó a crecer, de forma

anticipada, y a desarrollar un pequeño trauma que iba aumentando su tamaño, día tras día. No quería aceptar el abandono de su madre, así que la censuró de su vida. No hablaba de ella. Por suerte, o eso pensaba él, tenía a su mejor amigo, Pablo. Con el paso del tiempo se dio cuenta de que ese chico en el que se apoyaba era algo más que un amigo. Lo amaba. ¿Se debe amar a un amigo? ¿Se debe amar a alguien del mismo sexo? Esas preguntas volaban sobre su cabeza, noche tras noche. Sin embargo, no podía evitar lo que su cuerpo le pedía. Y pasó, aquellos dos pequeños se enamoraron allí, en ese mismo momento en el que sus cuerpos decidieron jugar al juego de los roces. »Adrián no había experimentado felicidad alguna desde que se fue su madre; hasta ese momento. Fue efímero, Pablo, tras ser descubierto por su familia, no tuvo más remedio que alejarse de Adrián. Y el tiempo comenzó a pasar, como siempre, rápido. La historia de amor, que cualquier persona tiene derecho a vivir, se vio truncada por el odio y la intolerancia. El corazón, blandito, de nuestro pequeño Adrián, empezó a agrietarse. Sus lágrimas, cada vez más oscuras, eran su pan de cada día. »La historia entre ellos se resumió en pequeños encuentros separados por largos periodos. El sufrimiento que ambos arrastraban los estaba matando por dentro. Pero eso no fue todo. El instituto se convirtió en un infierno para el joven, sus amigos le fallaron y un día, con el corazón descompuesto, el alma descosida, y el recuerdo viviente de su madre dejándolo para siempre, no vio opción más factible que volar. »El pequeño Adrián, desde su terraza, tomó la decisión de acabar con todo. Abrió las alas para viajar hasta el sol, sin embargo, cayó en dirección contraria. Y allí, con la sangre ahogándolo, se dio cuenta de que siempre tendría el corazón blandito. Ya no era tan pequeño. »Tras años en coma, sin esperanza alguna de que pudiera abrir los ojos, de nuevo, la vida le dio una segunda oportunidad. Cuando despertó de ese sueño profundo, delgaducho, con poca energía y desorientado, tomó la primera decisión con convicción de su vida: marcharse. Se fue del

pueblo en el que sufrió aquella tragedia. En ese viaje, ansioso por encontrar a su madre, se formó como escritor y, en cierto modo, como persona. Vivió nuevas aventuras y, en muchos momentos, sonrisas que echaba de menos. Finalmente encontró a su madre, aunque no fue lo esperado… Tras un periodo de plenitud volvió a caer hasta lo más profundo. Casi vuelve a perder la vida. Pero, a veces, el mundo nos empuja a seguir viviendo, a seguir dándonos oportunidades. Así que, nuestro pequeño Adrián, cogió esa tercera oportunidad entendiendo la importancia de todo. Regresó al pueblo que lo esperaba con los brazos abiertos y solucionó casi todos los conflictos con aquellas personas que le habían hecho daño. Excepto con una, solo una le falta para terminar de convertirse en el hombre que quiere ser. —¿Su chico? —interrumpe Raúl. Estoy emocionado. Tengo lágrimas en los ojos. Es muy jodido escuchar tu historia, darte cuenta de cómo se ve desde fuera. Pero ese era yo, el pequeño Adrián, y por mucho daño que me hicieran, por muy mal que lo pasara, jamás podría cambiar eso. Siempre seré el pequeño Adrián… siempre tendré el corazón blandito. —Así es. Solo me queda cerrar esa puerta para haber superado todos los desafíos de mi pasado. Cuando eso ocurra, ya solo tendré que hacer frente al presente. Pero no le temeré, porque por fin, después de tantos años, seré yo mismo. Marta muestra una sonrisa. Raúl está emocionado. —Y cuando le veas, después de tanto tiempo, ¿qué le vas a decir? —me pregunta intrigado. —Que le quiero, que le quiero como los pingüinos, para toda la vida. A pesar de eso, también le diré que ya no soy el chico de antes. No voy a perseguirlo ni a mandarle más mensajes. Será un ahora o nunca, si quiere que lo intentemos, le tenderé la mano, los brazos y todos los besos que pueda. Si me dice que no, pues aceptaré su decisión y trataré de seguir mi rumbo, pues he entendido que no podemos dejar que nuestra vida pertenezca a otras personas. Me marcharé y seguiré viviendo, conociendo a gente nueva y si algún día

tiene que llegar ese momento, en el que me enamore de otro chico, pues lo disfrutaré. ¡Lo merezco! Mientras tanto, tengo muchas cosas que hacer por delante. —Necesitaba oír algo así —dice Raúl, con lágrimas en los ojos, pero con una mirada más segura. Ahora sabe cuál debe ser su destino. —Bueno, muchachines, sabía que hablar, conoceros, iba a ser algo positivo, sin embargo, estamos en desventaja. Adrián también quiere saber tu historia, la del chico de la sonrisa natural e incrustada. Me muero de ganas de saber qué pasó con él. —Raúl tuvo una vida bonita, sin complicaciones, con una abuela maravillosa, hasta que se enamoró. Fue por Tinder, para que veáis lo que han avanzado las cosas. Conoció a un hombre frío que, aparentemente, solo buscaba un polvo. Incrédulo… —matiza con ironía—. En cuanto vio a este joven, de sonrisa natural e incrustada, se dio cuenta de que si seguía hablando un solo minuto más con él se iba a enamorar. No era para menos, Raúl es un chico muy apuesto. Su enamoramiento estaba escrito, sin embargo, lo que no se esperaba el chico de la sonrisa natural e incrustada fueron las sombras que, lamentablemente, intentaban boicotear su puzzle de amor. El padre de su enamorado, el chico de la chaqueta de cuero, era un monstruo. Maltrataba a su mujer y a sus hijos y, por supuesto, jamás iba a aceptar la orientación sexual de Ismael. Así que, casi se lo carga. Sí, imagínate que tu propio padre intente matarte solo por haberte enamorado. Se me ponen los pelos de punta solo con pensarlo. Sin embargo, allí, en la sombra, había unos ojos inocentes que, cada vez, eran más oscuros. Los de su hermano pequeño que, sin quererlo, iban contagiándose de la maldad de ese monstruo que oprimía un hogar de personas con buen corazón. El chico de la sonrisa natural e incrustada apoyaba a muerte a Ismael. Era el amor de su vida. Siempre estaría con él, a fuego. Cuando casi pierde la vida a manos de su padre, se pasó día tras día en el hospital. Después de ese horrible suceso, la madre del chico de la chaqueta de cuero se divorció y se marchó a vivir a otra casa, junto a sus hijos. Durante este

proceso, Raúl e Ismael experimentaron un ciclo de plenitud, hasta que, aquellos ojos que un día fueron inocentes se presentaron en un bar, más oscuros que nunca. El hermano de Ismael presionó el gatillo de una pistola haciendo que una bala casi mate a Raúl. La trayectoria de esa bala no fue la esperada y dio en otra persona. El amigo del chico de la sonrisa incrustada casi pierde la vida aquella tarde. El chico de la chaqueta de cuero cansado de que su familia boicoteara su relación, y en un acto de intentar proteger a Raúl, se marchó. Le dijo que había conocido a otra persona y lo dejó roto, lleno de dolor. Sin embargo, el amor que lo hizo irse, también lo hizo volver. ¿Cómo iba el mundo a mejorar si el odio se imponía? ¿Cómo iba el mundo a mejorar si los malos ganaban? Con un padre sin dar señales de vida y un hermano encarcelado en un centro de menores, el puzzle de amor de aquella pareja resurgió, mucho más fuerte que hasta entonces. Volvieron a atravesar una época de plenitud hasta que, esa Nochebuena, los monstruos regresaron en su peor versión. El hermano de Ismael había salido del centro de menores y se encontraba frente a ellos, en aquel parque, junto a su padre. Tenía, de nuevo, una pistola en las manos y su padre le hostigaba para que accionara el gatillo. Él solo quería contentarle, ser, bajo su mirada, un hijo ejemplar. Sin embargo, frente a tanta oscuridad, un haz de luz surgió ante la mirada de aquel joven. La voz de su hermano suplicándole que no lo hiciera; y la mirada de aquel joven con armadura penetrando en su hermano, le hicieron darse cuenta del error que estaba a punto de cometer. Su padre, al verificar que su hijo no iba a accionar el gatillo, se lanzó a por la pistola. Sin embargo, sí que lo presionó, cumplió con su palabra, lo apretó, pero no en la dirección que él esperaba. La bala impactó en la cabeza. Su padre, o el monstruo que lo dominaba, berreó fuertemente. Pero, solo fue un instante… Perdió la vida casi en el acto. Marcados, a fuego, por esa horrible vivencia, se abrazaron, durante algunos años, siguieron compartiendo ese abrazo enorme. Sin embargo, como pasa muchas veces en la vida, el

amor se acabó para uno de ellos. El chico de la sonrisa natural e incrustada se convirtió en el hombre de la sonrisa triste y, durante muchos años, ha ido cabalgando sin rumbo con ese dolor que le bloqueaba. Ahora se encuentra aquí, escuchándonos y sabiendo cuál es la decisión correcta para vencer ese mal que tiene dentro. —Siento mucho que hayas pasado por algo así —le digo, tratando de consolarlo. No puede dejar de llorar. —No es culpa tuya —dice, como puede. —Es una mierda, joder. No te puedes imaginar lo que le quería. ¡Dios, joder! Creía que seríamos para siempre, que nuestro puzzle era de verdad. Estuve a su lado siempre, en los buenos y en los malos momentos. Pensaba que, si alguna vez tenía dudas, se acordaría de eso. De todo lo que lo amé. ¡Joder! Que casi matan a mi mejor amigo y seguí ahí. Le ayudé con sus traumas, con su miedo a aceptar su homosexualidad. Lo hice porque lo amaba, porque creía en él, porque cuando sus ojos brillaban al hablarme veía las ganas que tenía de ser libre. Y cuando me dijo que quería terminar conmigo, solo pude pensar en lo injusto que era. ¿Cómo podía no acordarse de todo lo que hice? Teníamos un puto contrato firmado. Una tarde se quitó la camiseta en medio del campo y me hizo firmarlo, en su piel, me prometió que siempre sería yo. Y se casó con otro. Hizo su vida con otra persona. No puedo dejar de imaginar que su felicidad no estaba conmigo. Y tampoco puedo hacer una mierda por cambiarlo, porque es feliz con él. ¿Sabes? Son felices, se aman de verdad. Todos estamos llorando a moco tendido. La vida, a veces, nos pone obstáculos muy difíciles. Su historia, desde luego, había sido inolvidable. —¿Alguna vez le dijiste eso, lo que pensabas de verdad? — le pregunto. —Qué va. Cuando me dijo eso, el orgullo fue todo cuanto me invadió. ¿Cómo se atrevía a dejarme? Si me había portado con él mejor que con nadie. Mi cabeza no podía entenderlo y sentía que, si le decía la verdad, me iba a rebajar. No quería ser

menos que él; siempre habíamos caminado al mismo ritmo. No quería reconocer que le amaba y que él a mí no. Es una puta tontería. Lo sé. Y me arrepiento, porque, quizá, si le hubiera abierto mi corazón, en ese momento, estaríamos juntos ahora. No pude hacerlo, no pude ¡joder! ¡Cómo me arrepiento! Y las lágrimas se incrementan, mucho más. —Solo tienes un camino, lo sabes, ¿verdad? —Sí, lo sé. —Tienes que hablar con él y decirle la verdad. Aunque sea muy tarde, aunque vuestro puzzle haya terminado para siempre, pero es la única forma de quedarte en paz, tranquilo contigo mismo, y que puedas seguir haciendo tu vida, en calma. —Trato de ayudarlo siendo lo más sincero que puedo. —¡Voy a hacerlo! Antes, cuando has dicho todo eso, lo de que debemos encontrarnos a nosotros mismos, amarnos por encima de los demás y ser felices, no podía dejar de envidiarte. Desde ese instante sabía que tenía que hablar con él, que era el único modo de superar este vacío. Adrián, no sé de dónde has salido, pero muchas gracias, necesitaba un amigo para hablar, alguien que pudiera echarme una mano, ¿puedo darte un abrazo? Me levanto de la silla y le doy un abrazo, uno de gigante, lo estrujo tanto como puedo y él a mí. Marta, emocionadísima, se une. Y ahí estamos, tres personas con el corazón blandito unidas por nuestras historias. Tras unos minutos abrazados, que parecemos uno de esos grupos que practica reiki, nos separamos y volvemos a sentarnos. —Ambos sabéis lo que tenéis que hacer para llegar al final de todo. Ambos tenéis asuntos pendientes en Madrid —añade Marta. —Podría ser un buen viaje para hacer, ¿qué te parece? —le pregunto a Raúl. Afirma, con una sonrisa.

—¿Tendréis hueco para una psiquiatra que os aconseje? —Tu presencia es más que obligatoria —digo, con ganas de hacer ese viaje. Raúl termina de apartarse las lágrimas de los ojos y me hace una pregunta inesperada. —El otro día, en el balneario de Archena, te vi junto a un chico, pensaba que era tu pareja, pero has dicho que al que amas vive en Madrid, ¿puedo saber con quién estabas? ¿Nos había visto? —Bruno. Un amigo. —Esto es una tontería, y seguramente no cambie nada, pero cuando llegué a Archena, un día, paseando por el río, me choqué con él. Despertó algo en mí, no podría decir el qué. Su piel, su energía, me gustó. Traté de dar con él para intentar invitarlo a un café. Era la primera vez que me sentía con ganas de conocer a una persona. Entonces os vi, parecíais muy felices. Dejé de buscarlo, pero ahora que sé que no es más que un amigo, quiero preguntarte si podrías hablarle de mí. Sigo impresionado, no me esperaba esa confesión. Rápidamente saco una sonrisa brutal y pienso que Raúl y Bruno podrían ser una pareja de puta madre. —Le hablaré de ti. ¡Qué fuerte! —No salgo de mi asombro.

EL CHICO DEL CORAZÓN BLANDITO Y SUS VÍNCULOS EMOCIONALES PASADO

NO PODEMOS AVERIGUAR CUÁL será nuestro camino, ni qué pasará con aquellas personas que se cruzan con nosotros. Todo cuanto está en nuestra mano es disfrutar de esos momentos para que, cuando el tiempo los difumine, sigamos recordándolos con orgullo. Quizá sea esa la memoria que quede cuando lo físico desaparezca. El recuerdo de una madre enseñándote a ser ciudadano, el de un amor mostrándote la fuerza del mismo. Porque, joder, el amor es una fuerza inexplicable. Nace entre detalles, crece entre gestos personales, y se muestra solo en nosotros. Nadie puede verlo, pero está, haciendo que el corazón palpite más rápido. Y justo ahí estaba, hospitalizado, marcado por el amor, habiéndose enfrentado, por segunda vez, a la muerte. ¿Quién podía detenerle? Nadie, Adrián era como una fuerza arrolladora, se movía por su propio peso. Reflexionaba sobre aquel niño que lo encontró, aquel niño que le salvó la vida, aquel niño en el que se reflejaba. —¿Cómo has llegado hasta aquí, corazón? —le preguntó Conchi que, en cuanto supo que estaba ingresado, no dudó en coger el coche y desplazarse. —No quiero hablar. ¡Tenías razón! No debí marcharme de Barcelona. ¡Soy un idiota! —No digas tonterías, no eres un idiota, querías encontrar a tu madre y las cosas no salieron como esperabas. No pasa nada. Pero no conozco a ninguna persona más luchadora que tú.

—Casi me muero, Conchi. Estuve muy cerca. Recuerdo las gotas de lluvia chocando contra mi cara, al principio ni las notaba, pero al cabo del tiempo, parecían piedras puntiagudas. Tenía la piel helada y no dejaba de temblar. Me abracé a una roca pensando que ahí terminaría todo. Sin embargo, no quería. Todo lo contrario. Deseaba levantarme y volver a casa, a mi pueblo, ver a mi padre, a Pablo, a Bruno, a las personas que, a pesar de haberla cagado, querían tenerme en su vida. No tenía fuerzas para hacerlo, me estaba muriendo… Y cerré los ojos. Te juro que no esperaba volver a abrirlos. Tuve una tercera oportunidad. La voz de ese niño, desde lo alto de la montaña, me llenó de esperanza. Ni siquiera podía verlo, pero le estaba escuchando. Me salvó la vida. —Ya está, corazón, estás vivo. Y con muchas ganas de comerte el mundo. Eres un gran escritor y tienes un montón de fieles esperando contenido. Debes regresar a tu pueblo y encontrarte con las personas que te quieren. Es hora de dejar de perseguir a fantasmas que no lucharon por ti. ¿Vale? Prométemelo. —Te lo prometo. Se acabó. No voy a seguir viviendo en el pasado. Mi madre me abandonó… Y en lugar de quedarme con las personas que me querían, las abandoné también. Mi padre la cagó mucho conmigo, pero no se merecía quedarse solo, ¿estará bien? Hace tanto tiempo que no sé nada de él. Temo que se haya consumido por el paso del tiempo. ¡No debí marcharme! —¡Deja de decir tonterías! Todo cuanto has hecho ha estado bien. Han sido tus propias decisiones, y todos esos aciertos y errores te han conducido hasta aquí. Y no me refiero al sitio en el que estamos ubicados, me refiero a la persona que eres. Mírate, brillas, brillas un montón, aunque no lo creas. Mientras dos grandes amigos hablaban, un niño miraba desde la puerta, convencido de que el destino lo había unido a aquel hombre. De que era como un superhéroe para él. En cierto modo, así había sido. Le visitaba cada día. Le contaba cuentos y se reían juntos. Un vínculo emocional, invisible e imperceptible, los había unido para, tal vez, el resto de sus

vidas. Hombre y niño eran piezas de un gran puzzle, piezas muy parecidas. —¿Te irás ya a casa? —dijo, entristecido desde la puerta. —No puedo quedarme a vivir en este hospital. —Adrián le indicó con la mano que se acercara hasta ellos—. Aunque me vaya, tú y yo estaremos conectados. ¿Te he presentado a mi amiga, Conchi? Negó con la cabeza. —¿Sabes que es una escritora famosa? —¿Escritora? —Sus ojos se abrieron como platos. —Sí, tiene un montón de libros a sus espaldas. Intentaba entretenerle para que no pensara que, pronto, tendría que despedirse de él. —Te voy a echar de menos, has sido un amigo para mí. Adrián se emocionó al escucharle. —Tú has sido un héroe. Me has salvado la vida y eso nunca lo olvidaré. ¡Te lo prometo! Ahora, lucha por tu felicidad, no dejes que nadie te la arrebate. ¡Nadie! Eres una persona destinada a tener una vida maravillosa. Nunca olvides tu esencia, no dejes que tu corazón, blandito, se endurezca con el paso del tiempo. Cuídalo mucho y deja que las personas que te quieren jueguen con él. Sabrán cómo tratarlo. Hallarás el camino correcto. Quiere a tu familia con toda tu alma y sé siempre sincero con ellos; están ahí, entre muchas cosas, para protegerte. Se abrazaron con mucha fuerza, sabiendo que, posiblemente, no volverían a verse nunca más. Aunque había un detalle, una verdad que radicaba en el pensamiento de Adrián, una verdad que podía cambiarlo todo para ese niño. Sin embargo, tomó la decisión de guardársela para él mismo. No quería que una bomba de ese calibre cayera sobre su vida. Total, nada iba a cambiar ya. Así que, antes de despedirse, le entregó su diario.

—Quédatelo como recuerdo. Si algún día nos volvemos a ver, me lo devuelves, significará que la vida nos ha vuelto a unir. Si no, lee el cuento que escribí en sus hojas, y siéntete el protagonista. Esa historia es también la tuya. Conchi observaba, emocionada, cómo aquel hombre y aquel niño habían desarrollado un vínculo muy especial en cuestión de unas semanas. —¡Mucha suerte, Adrián! Espero que tú también encuentres tu camino. Le sonrió. El hombre del corazón blandito afirmó con la cabeza mientras no dejaba de pensar en ese secreto. Tragó saliva y se lo guardó. El chico del corazón blandito merecía seguir teniéndolo así.

CAPÍTULO 34

TODAVÍA ESTOY EMOCIONADO. El viaje a Madrid me tiene eufórico. Nunca he estado tan seguro de mí mismo. Me siento feliz. Tengo ganas de chillar al viento y decir que, por fin, estoy a punto de alcanzar la versión de mí mismo con la que siempre soñé. ¡Me ha costado! Pero, al final, persistir en el camino es lo que te da la fuerza necesaria para llegar a la meta. No importa la edad, ni el tiempo, lo esencial es poder hacerlo. Sé que, pase lo que pase, voy a ser feliz. Ojalá podamos disfrutar de nuestra historia, pero, si por un casual, Pablo decide rechazarme, seguiré mi rumbo, sin pararme por nadie, sin miedo a encontrarme con las personas de mi pasado y empoderado con mis decisiones. Creo que Joaquín se sentiría muy orgulloso de mí. Ojalá estuviera aquí para verlo. Entro al veinticuatro horas para ver a mi amiga, quiero proponerle que se venga conmigo y que, de paso, aprovechemos para hacer una ruta por algunos museos. Como siempre, la tienda está hasta arriba. —¿Cómo estás cosa guapa? —Vengo a proponerte una cosa y no admito una respuesta negativa —le suelto, de golpe. —Pero… —Pero nada —interrumpo—. Ninguna excusa te va a servir. —Esto es peor que un atraco —bromea. —Quizá… Bueno, la semana que viene salgo a Madrid. Voy a hablar con Pablo y decirle que es el amor de mi vida. He pensado que podrías venirte y, de paso, visitamos algunos grandes museos. Podemos ver cuadros y no sé, seguro que te sirve de motivación.

—¿Y la tienda? Es una locura… —Sabía que ibas a decir eso, así que, también tengo una solución. —¡Qué chico tan preparado! Sorpréndeme. —Mi padre la llevará estos días. Es muy mañoso y confío en que todo siga más o menos igual cuando volvamos. —¡Tu padre! Pero… —¡Pero nada! Vamos a dejarnos de tonterías, te gusta mi padre y le gustas a él. Vi cómo os mirabais el otro día. Es verdad que es todo muy precipitado y que todavía tenéis que conoceros. Se muere de ganas de hacerlo, aunque es un poco cagueta para reconocerlo. Le hicieron mucho daño, pero es un buen hombre. —Me quieres llevar a Madrid, cerrarme la tienda, emparejarme con tu padre… ¿quieres ser mi secretario? — vuelve a bromear. —Quiero que seas feliz, solo eso. —La verdad es que me encantaría cenar con tu padre, y que ese viaje parece una maravilla. Es una locura, y es lo más raro que me ha pasado en los últimos años, pero hace tiempo que no vivo ninguna aventura, así que, ¿para qué negarme? Iré a Madrid y cenaré con tu padre. ¡Quiero conocerlo! Me siento como una Celestina. Ya he conseguido mi primer objetivo: mi padre y Brina. Ahora solo me faltan Bruno y Raúl. Esto está siendo divertido, creo que no me lo había pasado así de bien en toda mi vida. —Por cierto, nunca te lo he dicho, pero me gusta cuando no llevas las lentillas puestas. Te sienta bien esa rareza maravillosa de tener un ojo de cada color. Se ríe. —Si supieras lo que me ha hecho sufrir eso… —¿En serio? Pero si es súper bonito, seguro que es en lo primero que se fija la mayoría de la gente que te conoce. Es algo muy personal, como si fuera tu identidad.

—Eres de lo que no hay. ¡Viva la heterocromía! —Viva.

CAPÍTULO 35 RECORDANDO 1 AÑO Y 11 MESES

AHÍ ESTABA, frente a la dirección que me facilitó la chica del parque de atracciones. ¿Qué iba a decirle? ¿Y si mi madre me abría la puerta? Y si se enfadaba… Tenía mil preguntas, todas sin contestar. Solo hacerlo iba a desvelar la realidad, así que, con una presión en el pecho que no era capaz de describir, toqué la puerta de esa casa. Los segundos de espera se hacían eternos y se manifestaban en forma de agudos pinchazos. Me costaba respirar. Estaba, sin duda, perdiendo el control, una vez más. «Tú puedes hacerlo. Hemos luchado mucho para llegar hasta aquí», me dije, intentando motivarme. Escuché el sonido de unos tacones acercándose a la puerta. Era cuestión de segundos que tuviera que enfrentar la verdad sobre mi pasado, aquella situación que tanto dolor me había causado. La puerta se estaba abriendo y sentía que me iba a desmayar en cualquier momento. «Aguanta», me grité, desde dentro. Solo yo podía oírme, solo yo podía recuperar el control. Debía hacerlo. Tenía derecho a descubrir la verdad. Raquel abrió la puerta, sabía que era ella por la foto en la que salía junto a mi madre. Me miraba desde arriba. Era más alta que yo y podía ver cómo su mirada, picada, me posaba en mí con extrañeza. —¿Quién eres? —preguntó. Buena pregunta, ¿qué podía decirle? Soy el hijo secreto de tu amiga. Pensaría que soy un loco. Traté de respirar, de

recuperar el control. Tenía que mirarle a los ojos y decirle la verdad. —Me llamo Adrián. —Fue todo cuanto me salió decir, en ese primer contacto. Estaba incrédula, no comprendía la situación. Era normal, no era muy común que un desconocido llamara a tu casa y, después de decir su nombre, se quedara totalmente callado con la mirada clavada en tus ojos. —¿Necesitas algo? Afirmé, muy nervioso. Creo que pudo darse cuenta de que estaba al borde de un ictus. —Mi madre. Si fuera un niño de doce años pensaría que estaba perdido, sin embargo, era un hombre adulto, aunque, en ese instante, me sentía aquel niño pequeño que no comprendía nada. Recordaba aquella última conversación con mi madre en el hospital, aquel último momento… ¿Por qué se fue? ¡No tenía ningún sentido! —¿Qué pasa con tu madre? Y, de pronto, me armé de valor y dejé atrás al cobarde que, durante tanto tiempo, había estado viviendo dentro de mí. —Tu amiga, Lucía Prieto, necesito saber dónde está, dónde vive, tengo que encontrarla, tengo que darle un mensaje muy importante. Se quedó sorprendida. estrepitosamente.

Sus

ojos

se

abrieron,

—¿Quién eres? —volvió a preguntarme. —Soy su hijo. Su rostro se descomponía cada vez más, como si fuera imposible. Estaba claro que no le había hablado de mí. Sentía como si multitud de chinchetas intentaran clavarse, de forma arbitraria, en partes de mi cuerpo. Dolía, dolía mucho saber que ni siquiera me había mantenido en sus recuerdos. —Ella solo tiene un hijo… y vive con él. ¡No puede ser!

Podía ver en mis ojos que decía la verdad. Descubrir que tenía un hermano hizo que mi corazón diera un vuelco. Eso solo quería decir una cosa: que mi madre había rehecho, sin problema alguno, su vida. Como si pensar en mí no le hubiera causado remordimiento alguno. Raquel me invitó a pasar y, allí, en su cocina, mientras me hacía un café, le conté toda la historia de mi vida. Nunca habría imaginado que, su amiga, Lucía, podía haber tenido otro hijo y mucho menos que hubiera sido capaz de abandonarlo. Finalmente me dio su dirección. Mi madre no vivía en Madrid, sino en Sevilla. No me importaba recorrer cientos de kilómetros más, ahora tenía la llave del pasado. No sabía qué podía encontrar tras esa puerta. Sin embargo, sabía dónde vivía la persona que más me había marcado en toda mi vida. Tal vez, descubrir la verdad me llevara al abismo o, tal vez, podía volver a tener una madre… Cogí mi coche y conduje. No pensaba parar, solo quería llegar cuanto antes. «Allá voy, mamá».

LA CHICA DE LAS LENTILLAS DA UN GIRO RADICAL PASADO

POCO A POCO FUE OBTENIENDO la confianza en sí misma que no había tenido en toda su vida. Comenzó a dibujar e, incluso, algunas personas conocidas le compraban sus obras. Las primeras risas llegaron a su vida llenando de sueños su camino. En aquel momento veía un futuro prometedor. Había ilusión en sus ojos. Nuevas personas aparecieron, enamoradas de la energía que desprendía aquella joven italiana en tierras españolas. Brina tenía un talento dibujando, a pesar de no haber dado clases en su vida, que la hacía especial, como si hubiera nacido para eso. Las lentillas solo las utilizaba de vez en cuando y, poco a poco, se iba mostrando al mundo sin los miedos que siempre tuvo. Si tenía hambre, comía. Si quería denunciar una injusticia, lo hacía. Y, cuando quiso darse cuenta, Brina se había empoderado. Hasta que… se dejó llevar. Quizá fue fruto de su nueva filosofía de vida marcada por aprovechar cada momento. Se enamoró. Se casó. Vivió una historia de amor preciosa. Tuvo una hija maravillosa, pero, un día, esa historia aparentemente perfecta, se desvaneció. Se había acostado con una clienta de la tienda. Volvió a sentirse como en el instituto; una pringada. Ella, que lo dejó todo por él: se olvidó de dibujar para convertirse en una dependienta que trabajaba de la noche a la mañana. Ella, que había creído que su historia de amor era la más bonita que podía existir. Sin embargo, hay manchas que, una vez se vierten, son imposibles de quitar. Puedes limpiarlas, pero su sombra siempre estará ahí, recordándote lo que pasó. Brina no le perdonó. Se divorció. Obtuvo la custodia

compartida de su hija y abrió su propia tienda veinticuatro horas. Sabía que mucha gente la apoyaría. Trabajar en una tienda no era el sueño de su vida, pero necesitaba mantener a su hija, ella sola. Se había propuesto que su niña jamás sufriría por dinero, así que, se encarceló en un préstamo que, a día de hoy, todavía está pagando. El tiempo comenzó a pasar y, poco a poco, sus ilusiones se deterioraron. Cada vez dibujaba menos, hasta que, un día, tiró todos sus cuadernos. ¡No era para ella! ¡Nunca podría dedicarse a eso! Tenía que trabajar y sacar adelante aquella tienda que las mantenía a flote. Sin embargo, un hombre con los ojos oscuros y brillantes, de corazón blandito, se presentó un día en la tienda y le tendió la mano. Le ofreció la oportunidad de volver a soñar y, entonces, la chica de las lentillas volvió a ser aquella mujer empoderada. Se las quitó, esta vez para siempre y, en su lugar, se colocó una sonrisa. Sí, hasta los ojos pueden sonreír cuando se intentan cumplir los sueños, y más aún cuando se hacen realidad.

CAPÍTULO 36

CONDUZCO HASTA MURCIA, concretamente hasta la puerta del Ikea. Espero a que Bruno salga de trabajar para interceptarlo. Tengo una conversación pendiente con él y una petición sin opción a rechazo. Mientras espero, puedo darme cuenta de una cosa. Algo ha cambiado en mí. Quizá no de repente, claro está. Pero esa charla, escuchar la historia de Raúl, ver la propia perspectiva de mi vida desde los ojos de otra persona, activaron el interruptor necesario para que, de una vez por todas, abriera los ojos. ¡Joder, no sabéis lo bien que se respira así! Es como si de repente el aire fuera más puro. Desde que era pequeño, con solo doce años, me embarqué en una dirección llena de soledad, pena y toxicidad. Todo cuanto sentía y vivía estaba marcado por el trauma de mi madre. Pensé, en muchas ocasiones, que este mundo no estaba hecho para mí. Que jamás hallaría felicidad en él. Por eso intenté volar, porque sentí que mi espíritu carecía de sentido. Mi autoestima estaba quebrada y, obviamente, era un niño roto. Me emociono al recordar, pero ya no duele, es mi historia, no puedo cambiarla, no puedo huir de ella, no puedo hacer como si no formara parte de mí. Ocurrió. Sufrí. Cometí miles de errores. Dejé que mi felicidad dependiera de otros. Y rompí a llorar en miles de noches, en miles de días. ¡No, definitivamente, no! Olvidar quiénes somos, las cosas que hemos hecho para llegar hasta el presente, el sufrimiento, los momentos felices y, en general, toda nuestra historia, jamás nos dará la felicidad. Esa felicidad que, de repente, te hace sonreír en cualquier momento, como si estuvieras loco, como si el mundo, de pronto, fuera tuyo. Ahora lo sé, quizá he tardado más de la cuenta, pero puedo sentirlo, tengo ganas de reírme por cualquier cosa, me siento libre, una sensación

totalmente nueva para mí. Soy yo, en estado puro, en toda mi esencia, soy lo que siempre soñé. A tan solo un paso de cumplir mi cometido y, de una vez por todas, disfrutar de lo que la vida me tiene preparado y, para qué nos vamos a engañar, de lo que yo le tengo preparado a la vida. Porque la vida es destino, sí, creo en eso, pero también son decisiones, una cosa no funciona sin la otra. Hay cosas que ocurren sin que las esperemos, personas que, de repente, llegan y te hacen darte cuenta de que siempre estuvieron enlazadas a ti. Sin embargo, también hay otras que no llegan solas, las encuentras, porque sí, porque somos libres, porque podemos tomar decisiones, porque podemos luchar por las personas que merecen la pena, porque podemos cambiar el rumbo si no nos gustan los pasos que estamos dando. Podemos ser o dejarnos ser, lo importante es que esa decisión la tomemos nosotros mismos. Vuelvo a reírme, ¿qué está pasando? ¿Serán todas las risas que había acumulado? Y ese pensamiento, extraño e irracional, me hace emitir una carcajada. Parece que hablo conmigo o, tal vez, hable con el niño que sigo llevando dentro. Desconozco los motivos, solo sé que me gusta, me encanta sentirme así. Ahora vuelo y no necesito saltar ni extender las alas, floto sin necesidad de hacerlo. Es extraño, lo sé. Indescriptible, pero… ¿No son las mejores cosas que nos pasan aquellas que no se pueden etiquetar? Esto no tiene etiqueta alguna. La presencia de Bruno interrumpe aquella filosófica y divertida charla que estoy teniendo en el aparcamiento. Rápidamente vuelvo en mí y me bajo del coche para chillarle que estoy aquí. Se queda extrañado al verme, supongo que, nunca imaginó encontrarme ahí, y mucho menos chillando… Yo, que siempre miraba a un lado para ver si había alguien que pudiera verme. ¡Eso ya no importaba! —¿Qué cojones haces aquí? —me pregunta, con la mirada brillante.

Sé que le gustaría escuchar otra cosa. Sin embargo, voy a conseguir ayudarlo a prosperar, porque todos podemos hacerlo, nadie muere de amor, el mundo no debe pararse. ¡Tiene que empoderarse! —¿No puede un amigo venir a verte, marica? Puedo ver como, en un instante, su mirada se decepciona al oír «amigo», pero rápidamente se recompone. Él sabe, de sobra, que no puedo ofrecerle nada más. —Es raro, aunque poco me sorprende viniendo de ti, eres la persona más extraña que conozco. —Me lo tomaré como un cumplido. Hace una mueca con la cara, como discrepando. Le ignoro y, rápidamente, voy al meollo de la cuestión. —Bueno, Brunito Brunito, tú y yo tenemos que hablar de algo que no me has contado. Vuelve a poner otra mueca. La incertidumbre se refleja en su cara. —Prefería lo de marica, a lo de Brunito. —Es todo cuanto contesta —Cómo te gusta ignorar la parte importante —le digo. —¿Y qué parte importante es esa? Porque yo no tengo ni puta idea. —El otro día paseando por el río te chocaste con un chico muy guapo. Se enrojece. —¿Cómo sabes tú eso? —Uno tiene sus contactos, Brunito —le digo, con ironía. —Lo que tú digas. Sí, me choqué con un tío al que no he vuelto a ver. Y sí, era guapete, si hubiera querido podríamos haber follado. Pero ya está, yo no tengo tiempo para tonterías de conocer a nadie. —¡Ay de verdad! Cuando te pones así de tonto… Todos tenemos tiempo para todo: para follar, para trabajar, para

comer, para salir y, aunque vayas de durito, también para enamorarnos. Mira, no me voy a andar con tapujos, sé que me quieres. Estás enamorado de mí desde hace muchísimo tiempo. Te entiendo, porque no soy el más indicado para dar lecciones de este tipo cuando a mí me ha pasado lo mismo, solo que con otra persona. Sin embargo, estoy feliz, feliz conmigo mismo, feliz, de pronto, de poder hacer lo que quiera sin sentirme mal, de darme cuenta de que las personas somos complementos, ninguna va a vivir nuestra vida. Yo no soy Bruno, así como tú no eres Adrián. Duele, lo sé, es una mierda no ser correspondido, pero… mientras pierdes el tiempo en seguir creyendo en una oportunidad o llorando por las esquinas por una historia que no ha funcionado, otras muchas que están ahí, frente a tus ojos, se cierran sin ni siquiera haber tenido una mínima oportunidad. Bruno, que no hemos nacido para morir de amor, que, si nosotros no hemos podido ser pareja, pues se llora, se emborracha, se grita, y luego se vuelve a la puta normalidad, porque tú eres mucho más que una historia de amor. Y hasta que tú no seas consciente del valor y de la importancia que tienes, jamás podrás ser feliz, pero ni aunque tengas a tu lado a la mejor persona del universo, porque antes de estar con nadie tienes que saber estar contigo mismo. ¡Dime que lo entiendes! Tiene los ojos brillantes. Mis palabras han dejado huella en él. Es lo que quería, lo necesario. Tras unos segundos sin decir nada, con la mirada clavada en mis ojos, se acerca a mí y me abraza, con muchísima fuerza. —¡Tienes toda la razón! Te juro que lo voy a conseguir, voy a ser esa persona, voy a sacar al Bruno que llevo dentro. —Y yo estaré ahí, para verlo. Un día, dentro de mucho tiempo, nos reiremos de todo esto. Te lo juro. Y ahí, de nuevo, villano y héroe comprendiéndose más que nunca. —Una cosa más… —le digo. —¿Qué?

Le hablo del viaje a Madrid, le hablo, un poco más, de Raúl y le invito a venir. Sé que puede sentarle bien conocerle. Sé que ese viaje, rodeado de personas a las que quiero mucho, puede ser una experiencia maravillosa. ¡Quiero que se venga! —Iré —me dice, finalmente.

LA CHICA DEL CARPE DIEM SE PREPARA PARA UN VIAJE PRESENTE

SE HA LEVANTADO, como siempre, a las siete y cuarenta y dos. Desayuna dos tostadas con tomate, aceite y sal y un zumo de naranja que exprime ella misma. Recuerda lo que pasó, aunque ha aprendido a vivir con ello. El rostro de ese bebé, muerto, no puede olvidarlo. Le persigue cada día. Se pone un vestido primaveral de tela suave y unas zapatillas planas. Se echa ropa de más en la maleta, por si acaso. Sabe que, en ese viaje, tendrá que enfrentarse, como el resto de pasajeros, a algo muy importante. Se monta en su Mercedes y pasa por una gasolinera para llenar el depósito. Conforme avanza el tiempo y el viaje se acerca, los nervios aumentan. Lleva sin hablar con sus padres desde lo qué pasó, desde que se marchó de casa en aquellas terribles circunstancias. Regresar a Madrid, después de tanto tiempo, no le es fácil, sin embargo, sabe que tiene que cerrar esa puerta. Su madre ha intentado contactar con ella en multitud de ocasiones, pero jamás le ha cogido el teléfono; aunque hace mucho que ya no suena. Esa herida invisible le duele más que nada. ¿Qué habría sido de ellos en todo este tiempo? El pasado, a veces, se puede clavar provocando un dolor imparable. La chica del carpe diem había cometido muchos errores y recordar su historia, por el daño que había hecho a otras personas, le hacía sentirse la peor persona del mundo. Por eso, iba a aprovecharlo para librarse de esa carga horrible que llevaba dentro. Llega con el coche al punto de encuentro.

—¡Esa doctora loca! —dice Adrián, al verla llegar. La doctora Marta o, también conocida como la chica del carpe diem, se baja del coche y, de pronto, ante todos, oculta su nerviosismo y muestra una seguridad que todos se creen. Había aprendido a vivir bajo una máscara, pero, poco a poco, conforme iba cogiendo confianza con aquellas personas, se le iba cayendo. Hasta los psiquiatras tienen sus propios traumas, nadie escapa de ellos.

CAPÍTULO 37

YA ESTAMOS SUBIDOS EN EL COCHE. Tengo esa sensación de felicidad que revolotea por mi estómago provocando multitud de nervios. Sin embargo, ya no son esos que me bloqueaban y que me producían ansiedad. ¡Qué va! Estos hasta me hacen cosquillas. Creo que mis amigos se han dado cuenta de que me ocurre algo, de que la luz intermitente que, en muchas ocasiones, se fundía en los momentos críticos, ahora luce más que nunca, apegada a mí, como si me hubiera prometido no volver a irse nunca. No sé cómo terminará todo esto: quizá sea el desastre más grande jamás conocido o, tal vez, sea como en esas películas románticas en las que, después de tanto drama, la pareja predestinada consigue enlazarse, esta vez, para disfrutar como si el mundo fuera a terminarse mañana. Eso lo tenía muy claro, iba a hacer de mi vida un desafío constante. Es momento de vivir. De recorrer el mundo, de equivocarme por decisión propia y, por supuesto, también de acertar. Es el momento de aprovechar el tiempo. —Bueno, muchachines, ¿cómo vais? ¿Estáis listos para arrancar? —pregunta Marta. —Muchachines, muchachines… Una tiene ya su edad — añade Brina, con un tono bromista. —¡Qué va, mujer! La edad se lleva dentro, los años no son más que un número, ¿os sentís jóvenes? Todos nos miramos. —Muy jóvenes —dice, Raúl, sorprendiéndonos a todos. Bruno le observa bajo una mirada curiosa. Desde luego que, ese hombre, despierta algo en él.

Voy de copiloto. En el centro va Bruno, a su izquierda Raúl y a su derecha Brina. Somos el equipo perfecto. —Tengo un Déjà vu —dice Bruno. Su mirada se entristece. Está recordando el viaje que hicieron para buscar a Pablo, por primera vez. Lo miro, intentando que sepa que estoy con él. —Esta vez todo va a salir de puta madre —vuelve a añadir. —Para ti también —le contesto. El resto guarda silencio. Saben lo que Bruno siente por mí. Pero yo sé, porque lo puedo notar, que hay chispas saltando entre ellos. Si Bruno pone de su parte y se deja llevar, la hoguera con Raúl puede tener efecto. —Bueno, muchachines, dejamos atrás Archena, ahora sí que sí, comienza oficialmente nuestro viaje. Raúl, ¿estás preparado? ¿Sabes qué quieres decirle a Ismael? Todos le miramos esperando a que diga algo. —No tengo ni idea. Creo que me dejaré llevar. Diré todo lo que sienta cuanto esté frente a él. Realmente, lo que más quiero es perdonar, deshacerme de este rencor que tengo hacia él. Lo he amado tanto que no quiero que esta mancha sea todo cuanto recuerde. No sé, hizo las cosas mal, bueno, creo que ambos las hicimos mal, sin embargo, también hubo grandes momentos. Fue una historia de amor que jamás olvidaré, por muchos años que pasen, por muchas personas que lleguen. Creo que cada puzzle tiene su esencia. Puedo escuchar la voz de mi abuela diciéndome que mire hacia delante, que olvide las rencillas del pasado y que me centre en construir un presente. Creo que esa era la razón principal por la que no conseguía ser feliz, vivía dentro del odio. Bruno lo mira, conmovido. Yo, también. En cierto modo, ahora, es como si Raúl y yo fuéramos hermanos gemelos, quizá no físicamente, pero sí en cuanto a personalidad. Ambos hablamos de forma similar y sentimos con mucha sensibilidad. Además, cuando contamos algo, la gente nos mira como si esperara que no termináramos nunca.

—Tuviste esa historia. Por lo que cuentas, te marcó, te convirtió, en cierto modo, en lo que eres hoy. ¡Joder, quédate con eso! —dice Bruno, con su peculiar brusquedad. —¿Sabéis qué, muchachines? En las emociones y en los sentimientos está realmente la felicidad, aunque también el odio. No hay uno sin otro, y no hay posibilidad de vivir permanentemente en ambos. Nos enamoramos y nos volvemos los seres más idiotas del mundo, a veces sale bien y compartimos esa idiotez con la persona o, bueno, con las personas que queremos, no voy a ser yo quien ponga límites a eso. Otras salen a medias, quiero decir, vivimos unos años de plenitud hasta que se rompe. Conocemos el amor y el odio. Los recuerdos hacia esa persona, las promesas de «siempre estaremos juntos » las fotos y viajes más memorables. Todo eso punza y hace sangre, quizá no en forma de líquido rojo, pero sí de vacío en el alma. Sin embargo, el odio termina por irse y si realmente esa persona te hizo feliz, serás capaz de recordarla por quien fue mientras estuvo contigo, y no por qué pasó después. Y, lamentablemente, existen las relaciones completamente tóxicas que, desde el principio, forjan el amor, si es que se puede llamar así, bajo sangre, bajo vacío, bajo odio y, evidentemente, de ahí nacen las personas tristes. Ojalá supiéramos separar la toxicidad de algo sano, pero, muchas veces, la ceguera que tenemos hacia esa persona nos hace no darnos cuenta de que estamos caminando hacia un precipicio casi infinito. Todos escuchamos a Marta. Nos encantan sus reflexiones, sus historias. —Marta, ¿te puedo preguntar algo? —interrumpo la conversación. —Claro, muchachín. —¿Puedes contarnos lo que te pasó? Tu cicatriz en el ojo. Lo del cristal. Un silencio abismal, de pronto, invade el coche, hasta que, Marta se pronuncia. —Era justo lo que iba a hacer en este viaje. Espero que, después de contaros esto, podáis seguir viéndome de la misma

forma. Hoy, en este viaje, vais a entender que, hasta las personas que, aparentemente, parecen más buenas han podido cometer los peores errores.

EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS VUELVE A MADRID PASADO

¿QUIÉN IBA A ENTENDERLO? Se sentía, una vez más, el villano oculto de la historia. Pero, ¿por qué nadie se ponía en su lugar? ¿Por qué nadie trataba de ver su perspectiva? Sí, dejó escapar al amor de su vida por miedo. Pero… ¿quién no lo tiene cuando es un niño? ¿Cómo iba a desafiar a sus padres si todo lo que le habían enseñado era «por su bien»? Ojalá hubiera podido amarlo libremente, ojalá nunca hubiera sentido que querer a alguien del mismo sexo era un problema, ojalá, cuando era un niño hubiera podido empoderarse mucho más rápido. Sin embargo, no ocurrió así. El hombre de las arrugas se torturó, durante mucho tiempo, por todas las decisiones que tomó en el pasado. Conducía camino a Madrid sin dejar de recordar todo aquello. Cuando se dio cuenta de lo importante que era el chico del corazón blandito para él recorrió medio mundo para encontrarlo, pero sin éxito. Hizo todo cuanto pudo para enmendar sus errores. Finalmente, encontró a otra persona y rehízo su vida, aunque, en muchas ocasiones, cuando cerraba los ojos seguía viendo a Adrián. No podía dejar de recordar ese sueño en el que, ambos, desnudos, se abrazaban mientras el fuego de una hoguera enorme les recorría. Seguían siendo dos niños pequeños jugando al amor, pero no tenían miedo de expresarlo. Entre el fuego se besaban y se miraban con una sonrisa después. Lo sano no duele, por mucho que queme; ese era el significado. Sin embargo, aunque no quisieron verlo, su hoguera les quemó, lo hizo por dentro, y provocó unas quemaduras que ninguno de los dos podrá olvidar jamás.

Al enterarse de que Adrián había vuelto, cogió su coche y condujo toda la noche para llegar a Archena. Las ansias de volver a verlo le dominaban. Quería a su familia, pero era Adrián, el chico que lo marcó. Era irremplazable. Al verlo se descompuso. Quería quedarse allí, para siempre, sin embargo, las obligaciones le llamaban, de nuevo. La primera vez, su historia de amor fracasó por culpa de obedecer a sus padres y, en ese momento, volvió a fallar por los compromisos, por su familia, porque el hombre y el niño que lo esperaban en Madrid lo amaban por encima de todo. Claramente, volvió a sentirse el villano, ¿cómo podía querer marcharse a los brazos de Adrián cuando había formado una nueva vida? Pablo no podía dejar de llorar. Estaba inmerso en unos pensamientos oscuros, llenos de tristeza y desesperación. ¿Qué era lo correcto? ¿Por qué había vuelto? «¿Qué puedo hacer? Dios, ¡qué mierda!». La vida nos plantea situaciones que no nos son fáciles. Nos pone a prueba para que tomemos decisiones. El hombre de las arrugas se enfrentaba a una nueva. Iba a hablar con su marido, iba a decirle la verdad, se lo merecía. Tenía que saber lo que había sentido al verle. Debía ser leal y justo con su compañero de vida. Con el padre de su hijo. Aun así, a pesar de tratar de ser fiel a sus sentimientos, se sentía como si fuera la propia muerte reencarnada en un hombre lleno de dudas y de miedos. Además, sabía que, pasara lo que pasara, esa información que iba a soltar, provocaría dolor. Pero a veces, la verdad duele, sin embargo, decirla hace que nadie pueda cuestionar tu lealtad. No elegimos de quién nos enamoramos. Pablo necesitaba a alguien que, por un momento, pudiera empatizar con él y le diera un consejo, de corazón. La única persona que podía hacerlo era su hijo, así que, antes de hacer nada, iba a hablar con él.

CAPÍTULO 38

TODOS GUARDAMOS SILENCIO esperando a que Marta comience a contar su historia. Puedo sentir que, tras lo que ha dicho, se esconde algo muy grande. Apoyo mi mano sobre su muslo trasmitiéndole mi apoyo. Quiero que sepa que estoy con ella. Y que no me corresponde a mí, ni a nadie, juzgar el pasado. —Fue cuando cumplió los quince años. Ese día fue el comienzo de todo. Aquella niña soplaba las velas junto a sus dos mejores amigos y a su madre. Coincidió con la graduación de su hermano mayor. El cabecilla de la familia. El hombre prodigio. Su padre y hermana estaban junto a él. Debían haber llegado ya. Habían ajustado los horarios para que ningún evento solapara al otro. Era una celebración íntima y familiar. Llegaron unas dos horas tarde y todo cuanto se habló ese día fue de su hermano. Ni una mención a ella. Bueno, sí que hubo alguna: comparaciones. Esa odiosa muletilla a la que recurre, con mucha frecuencia, el ser humano intentando comparar a dos personas con la intención de humillar a una y realzar a la otra. Aquella niña, hasta ese día, había sabido afrontar esa situación. Pero explotó. Terminó aquel cumpleaños entre lágrimas debajo de la sábana de su cama. Aunque… había algo más, un poco de rencor. Esa oscuridad comenzó a crecer en ella y se manifestó en continuas provocaciones. Le cogió gusto a enfadar a sus padres: llegaba tarde a casa, suspendía algunos exámenes, fumaba a escondidas. Pequeñas chiquilladas que se fueron incrementando con el paso del tiempo. Hasta que, perdida en su propia oscuridad, comenzó a desafiarse a sí misma. Y ese día, cuando cumplía dieciséis años, se fumó su primer porro. Luego vinieron muchos más. Ese año se lo pasó conociendo a chicos, folleteando sin control y haciendo tonterías. Sus padres estaban cada vez más enfadados con ella.

No sabían cómo ayudarla y, tristemente, las palabras que usaban solo la alejaban más. »Fue a los diecisiete cuando probó su primera raya de coca. También una de muchas. La adicción a las drogas era cada vez más evidente. Sus amigos fueron desapareciendo bajo la excusa de «tengo que estudiar», aunque; la realidad era que no querían malas compañías. Solo quedó Sandra. Eran inseparables. Por un lado, aquella niña, casi mujer, quería que su mejor amiga también se marchara, para que pudiera estar a salvo. Sandra era demasiado influenciable y, en muchas ocasiones, tomaba aquellas sustancias por presión social. Era amor y muerte. Quería que se fuera, sin embargo, no era capaz de dejarla ir, ni siquiera de quitarle esa mierda de sus manos. Una incongruencia. »Sabía que, tarde o temprano, sus decisiones le pasarían factura. No era un buen estilo de vida el que había elegido. No era sano vivir en la oscuridad. »Las discusiones en casa eran el pan de cada día y las resacas y desapariciones los fines de semana, también. Lo único que le salvaba era que, aunque había bajado el rendimiento, seguía aprobando. Si no, quizá, hasta la hubieran echado de casa, pero, para sus padres, la apariencia era muy importante. »Hasta que la oscuridad terminó de cegarlo todo. Ahí, más perdida que nunca, tocó fondo: fue en una fiesta. Solo quería tirarse a un tío. Iba muy drogada. Su amiga, Sandra, se marchó antes de que acabara. No le estaba gustando ese rollo. Ella no quería seguir ese estilo de vida. Había llegado muy lejos por aquella chica, su amiga, pero no iba a seguirla hasta la muerte. Eso no. »Tras tirarse a aquel chico, sentirse como una auténtica mierda y darse cuenta de que su amiga se había marchado, cogió el coche. Tenía la visión nublada por las drogas. No iba demasiado rápida. Pero, en esa curva, en ese momento, terminó de condenarse. Marta comienza a llorar estrepitosamente. Todos podemos imaginarnos lo que va a decir ahora.

—Traté de retomar el control, pero no pude hacerlo. Fue un maldito instante. Choqué contra aquel vehículo sacándolo del arcén. «Que no haya ocurrido nada», me dije cien veces mientras, con lentitud y temor, me acercaba al coche. Tenía cristales clavados por todas las partes de mi cuerpo, incluido el que me hizo la cicatriz debajo del ojo. Cuando me asomé, pude ver que la conductora, inconsciente, aún respiraba. Sin embargo, su bebé, aquel niño atado a su sillita… ¡Joder, no quería que pasara! No quería acabar con la vida de esa estrella recién llegada al mundo. ¡No me lo he podido perdonar jamás! Trata de recomponerse mientras llora todas las lágrimas que había acumulado en este tiempo. Nos impacta escuchar esa historia. No sabemos qué decir. Brina se ha quedado totalmente descompuesta. Bruno está absorto, quizá pensando en su hermano. Raúl y yo tenemos lágrimas en los ojos. —Soy una asesina. —Fue un accidente… —Trato de justificar. —No merecía acabar así —dice Brina, con dureza. Tal vez, piensa en su hija—. El dolor de esa madre jamás podrá cesar. Siento decirlo así, pero ese error siempre lo llevarás contigo. Debes perdonarte, pero no podrás olvidarlo. —No fue fácil para ella. Todos cometemos putos errores. Todos merecemos olvidar y ser perdonados —dice Bruno, poniéndose en su lugar. —¿Y esa madre? ¿Quién podrá hacerle olvidar? — sentencia, de nuevo, Brina. —¡Nadie! Solo el tiempo aminorará el dolor. Fue una cagada y creo que, durante mucho tiempo, ha estado sufriendo por ello. ¿Va a cambiar algo? ¿Merece estar condenada a sentir dolor toda su vida? —contesta Bruno. ¿Qué era lo correcto? ¿Se podía ser feliz después de algo así? Cada uno tenía su propio pensamiento… —No os he contado esto para que me deis una solución. No la tiene. Brina, no busco el perdón. Sé claramente que esto me perseguirá siempre, hasta el último día. Han pasado muchísimos años y sigo recordando su cara como si hubiera

sido ayer. Las acusaciones, los gritos de su madre, el juicio, las miradas de los vecinos, de mis padres… Me quedé sola. No voy a olvidar nunca lo qué pasó. No voy a perdonarme jamás. Pero necesito, al menos, cerrar esta historia. Por eso vengo a Madrid. Hace muchos años que me fui de aquí, enfadadísima con el mundo, decepcionada por lo que había pasado, por el rechazo y la falta de comprensión de mis padres. Supongo que para ellos tampoco fue fácil. Necesito verlos después de tantos años y que sepan que me arrepiento mucho de los comportamientos que tuve cuando era adolescente. También, si os soy sincera, me gustaría que me pidieran perdón por no haberse dado cuenta de que lo único que necesitaba era un poco de atención. Brina no le contesta, su mirada acusadora lo dice todo. Bruno, en cambio, sigue empatizando con ella, a pesar de la cruda historia. Yo no sé qué pensar. La entiendo, la quiero, lo que nos ha contado no cambia nada, sin embargo, en cierto modo, Brina tiene razón, algo así jamás podrá perdonárselo a sí misma. Ese hecho siempre marcará su vida, se manifestará en sus sueños y la hará llorar en la noche. Nunca hubiera podido imaginar que Marta podría esconder una historia así. Pensamos que los psiquiatras son personas ajenas a los traumas y, sin embargo, en realidad, no dejan de ser humanos normales y corrientes. Me gustaría ayudarla, pero solo ella tiene la llave. Sabe qué tiene que hacer para aminorar ese dolor que, lamentablemente, nunca desaparecerá del todo. —Yo solo puedo decirte que estoy contigo. Que me has ayudado más que nadie en toda mi vida y que sé cómo eres realmente. Lo que te pasó es una putada, gracias por compartir el dolor con nosotros, pesará menos —interviene Raúl, que había estado callado todo este tiempo. Estoy totalmente de acuerdo con su comentario y se lo hago saber. Brina no dice nada. Sigue con esa mirada, como si le hubiera pasado a ella, como si hubiera sido su hija. El viaje continúa marcado por unos silencios incómodos que, poco a poco, Raúl y yo tratamos de romper.

EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS Y SU HIJO PASADO

—¿CÓMO ESTÁS, GRANUJILLA? —¡Papá! Le dio un fuerte abrazo. —¿Cómo ha ido el viaje? ¿Has visto a tus amigos? Me habría gustado ir contigo. —Lo sé, lo sé, pero tenías colegio. No puedes faltar a tus responsabilidades. —Pero tú no has ido a trabajar. —Yo me he cogido unos días libres. —Yo también podría haberlo hecho. —¡Qué listo eres! Tú lo que no quieres es ir al colegio. Se quedó en silencio. —Te he pillado, granujilla. Se rio con una mirada delatadora. —¿Te lo has pasado bien? —Ha sido un viaje importante, de los que te hacen reflexionar. ¿Te acuerdas del chico del corazón blandito? Afirmó con la cabeza. —¿Lo has encontrado, papi? Pablo miró a su hijo sin saber muy bien qué iba a ser lo próximo en decir. —Más o menos, aunque ya no es él. El chico del corazón blandito, como tal, ya no existe.

—¿Por qué? —preguntó muy sorprendido. —Ya te lo dije una vez, las personas nos actualizamos, como los móviles. El chico del corazón blandito también se actualizó, ya no es esa persona, aunque sí quedan rastros de lo que fue. —Jo, yo no quiero dejar de ser yo. Me gusta cómo soy. Tampoco quiero que tú dejes de ser mi papá. Pablo volvió a reírse. Adoraba a su hijo. Era la estrella principal de su vida. —Yo nunca dejaré de ser tu padre. Esas cosas no pueden cambiarse. Lo que sufre modificaciones es esto. —Señaló su corazón—. Nuestros gustos, nuestras ideas, nuestra fuerza interior… —Sigo pensando que los mayores sois muy raros… ¡Pero papá! ¿Lo encontraste o no? —Sí. Se quedaron en silencio. Pablo esperaba que su hijo le hiciera alguna pregunta, su hijo dudaba en hacerla. —Tú eres el chico de las arrugas, ¿verdad? —dijo, dejándolo traspuesto. Mientras hablaban, un hombre completamente enamorado escuchaba la conversación de su hijo junto a su marido. Lloraba desolado porque sabía lo que había pasado y, sobre todo, sabía lo que iba a pasar. Pablo afirmó con la cabeza. —Pero papá no es el chico del corazón blandito. —Le miró con los ojos vidriosos—. ¿Quieres a otro papá? —Cariño mío, la vida nos pone a prueba, nos enfrenta a retos difíciles y no nos da las respuestas. Tenemos que buscarlas, como cuando juegas al escondite. Quiero a tu padre, eso lo sé, lo siento en mi corazón, pero la historia con Adrián, con el chico del corazón blandito, trasciende los límites del querer.

Pablo rompió a llorar mientras abrazaba a su hijo, con todas sus fuerzas. El pequeño también lloraba mientras lo rodeaba con sus brazos. —Tienes que hacer lo que te dicte el corazón. Es lo que tú y papá siempre me habéis dicho a mí. Y, de repente, la magia flotó en el aire. Un pequeño niño de diez años tuvo la mejor respuesta. A veces, los humanos se ciegan por miedo y no son capaces de darse cuenta de que la verdad, la auténtica, radica en el corazón. Ese se equivoca mucho, pero nunca miente. El hombre, que seguía escuchando tras la puerta, no pudo aguantar más y entró en la habitación con el corazón roto. En las guerras del amor siempre hay víctimas mortales. —Así que sigues enamorado de él, ¿no? Todo lo que hemos construido: nuestra boda, nuestro hijo, nuestra casa, nuestros animales, nuestra estabilidad, nuestros viajes, nuestro mundo, ¿no sirve de nada? ¿Lo olvidas por un amor del pasado? Pablo se levantó, con rapidez, de la cama y se acercó a su marido. —Perdóname, te prometo que nunca he querido hacerte daño. Todo este tiempo, contigo, he sido inmensamente feliz. No he olvidado nada, pero, de pronto, siento que mi lugar, mi auténtico lugar, no está aquí. Soy una puta mierda, lo sé, me siento autodestructivo: reventé la adolescencia de un amor y ahora condeno a la persona que más me ha apoyado en toda mi vida. Pero, ¿qué hago? ¿Qué hago si mi corazón se acelera solo con pensar en su nombre, solo con saber que está aquí, que sigue vivo? Ambos lloraban: uno, porque pensaba que era el amor de su vida; y el otro, porque pensaba que estaba enamorado. La vida es así, una carrera constante que no se detiene. Nadie puede elegir lo que pasará mañana, nadie puede darle órdenes al corazón, por mucho que quiera.

CAPÍTULO 39

«COMUNIDAD DE MADRID», anuncia un cartel. Nuestro viaje está a punto de llegar a su fin y, muy pronto, todos tendremos que enfrentarnos a nuestro destino. Ninguno sabemos qué pasará realmente, ni qué vamos a encontrarnos, pero necesitamos respuestas, dejar de vivir en la incertidumbre, ser libres de una vez por todas, aunque dicha libertad acarree dolor. Hemos conseguido, en cierto modo, retomar la confianza que había antes de que Marta contara su historia. Incluso Brina, aunque sigue juzgándola, ha cambiado su mirada tratando de ser más comprensiva con ese error del pasado. Raúl lleva todo el viaje dándole vueltas a lo que le dirá a Ismael. —Todo va a ir bien —le dice Bruno, con mucha seguridad. —Gracias. ¿Sabes una cosa? En cierto modo, una de las personas que ha hecho que hoy esté aquí, eres tú. —¿Yo? —pregunta sorprendido. —Sí… Cuando nos chocamos en paseo del río de Archena, de pronto, me quedé encandilado por ti. Era la primera vez en mucho tiempo que mi mente aceptaba fijarse en alguien. Me pasé los días siguientes pensando en que ojalá te hubiera pasado lo mismo. Bruno no esperaba oír eso. —Y… ¿por qué no me dijiste nada? —A ver, suelo ser lanzado, pero no te conocía de nada, no tenía ningún dato tuyo, era como jugar a la lotería. —Pues aquí estoy —dice, sin saber muy bien por qué.

Raúl le mira y sonríe. Congenian muy bien, quizá puedan ser la oportunidad que estaban buscando. Ambos han amado con mucha intensidad y han sufrido por ello. Quizá, maestros del desamor, puedan convertirse en todo lo contrario. Me agrada esa idea, pues todo cuanto quiero, para ambos, es que sean felices. Se lo merecen. Espero que, después de que Raúl hable con su expareja, pueda encontrar la calma que necesita, espero que Bruno sepa abrir su corazón, como lo ha hecho conmigo y puedan, juntos, disfrutar el uno del otro. —Bueno, muchachines, ahora sí que sí, hemos llegado. Rumbo a Fuenlabrada para realizar la primera parada. Luego iremos a Madrid centro para hacer la segunda y, después, aparcaré en casa. Mis padres van a flipar, después de tantos años… Podía sentirme el protagonista de una película cuyo final era impredecible. Supongo que ellos también se sentían así. Habíamos acumulado muchas palabras para decir y, ahora, sin embargo, parecía que se habían esfumado. ¿Qué iba a pasar? Cualquier cosa era posible, pero muy pronto podríamos saberlo, muy pronto, toda esta incertidumbre desparecería para siempre.

EL HOMBRE DE LAS ARRUGAS HABLA CON UN VIEJO AMIGO PRESENTE

EL VIENTO PRIMAVERAL CHOCA contra su cara. Lleva unos auriculares puestos mientras escucha su lista «Love» de Spotify. Si te vas… de Extremoduro ambienta su paseo. No puede dejar de llorar mientras reflexiona sobre el giro de ciento ochenta grados que ha dado su vida, en un instante. ¿Está haciendo lo correcto? ¿Debe separarse de su marido? Le gustaría alejarse del mundo para poder encontrarse como hizo Adrián. Le da rabia no poder controlar el rumbo de sus decisiones. Le gustaría poder decidir quedarse con la persona que lo ha amado todo este tiempo, sin embargo, ahora duda de todo, incluso de que esté enamorado. ¿Podía ser eso amor si no se parecía en nada a lo que le producía el chico del corazón blandito? Pasea por el Parque de la Solidaridad, junto al estanque. Un grupo de personas compiten con sus barcos teledirigidos. Los tienen perfectamente maquetados y cuidados. Puede darse cuenta de que todo el mundo tiene aspiraciones, sueños, algo que hacer, algo con lo que evadirse, algo con lo que hacer que el tiempo siga pasando sin parecer que se ha detenido, ¿qué tiene él? Quizá está siendo poco objetivo, marcado por el dolor y la rabia de tener una crisis existencial, porque, en realidad, si se pone a pensar, alguna cosa sí que tiene… Sobre todo, una inmensamente importante: su hijo. Sigue recorriendo el gigantesco parque. Pasa junto a una zona de ejercicio. La gente hace flexiones, utiliza la maquinaria para hacer deporte. Se ríen, se pican, se cansan; están vivos. ¿Pablo lo está?

Con cada paso que da el dolor se acentúa un poco más. Las preguntas existenciales le dominan y, desafortunadamente, pierde el control. Tiene ansiedad y trata de respirar, conteniéndola al ritmo de Tu pelo de La Oreja de Van Gogh. Sabe que no es la canción idónea para dejar de pensar, pero todo lo que necesita es aclararse, poder cerrar los ojos y ver con claridad la verdad, hacer caso a su hijo y tomar la decisión que le dicte su corazón. Sin embargo, es como si hubiera nubes, todo está emborronado, y no es capaz de distinguir, con claridad, cuál debe ser el siguiente paso. Termina de recorrer la primera parte del parque y se dispone a cruzar el puente de colores, el mismo por el que, años atrás, cayó al vacío. Se queda ahí, observando la carretera, viendo cómo los coches, a toda velocidad, pasan con intención de llegar a alguna parte. Recuerda ese momento en el que Bruno trató de salvarlo. «Debí haber terminado ahí». Se dice a sí mismo, torturándose aún más. —¡Terminarás cuando tengas que hacerlo! —dice una voz, tras él. Pablo se gira y se sorprende. Nunca lo había visto, pero, al mirarle, sabía, con toda seguridad, de quién se trataba. —¿Eres…? —Sí, soy yo, tu salvador. —¿Cómo me has reconocido? —pregunta Pablo. —Por tu mirada. Tienes una tristeza anclada en tus ojos que no podría olvidar nunca. Yo también la tuve. El mendigo deja la colchoneta, mucho más estropeada que hace años, en el suelo para descansar. Ya no tiene la energía ni la vitalidad de antes. —¿Cómo puedo ayudarte? Me salvaste la vida, no sé qué podría hacer por ti… Se ríe. —Nadie puede hacer nada por mí. Decidí elegir, libremente, esta vida. Sé que soy el mendigo más raro del mundo. La

mayoría desea cambiar su vida y ser como tú, o como cualquier persona que llega a final de mes, sin embargo, yo no. ¿Sabes cuánto dinero tengo en el banco? —¿Cuánto? —pregunta, con curiosidad. —Millones. Podría comprarme una casa de golpe y me seguiría sobrando mucho dinero. —¿Y por qué prefieres esto? —El dinero me arrebató lo que más quería. Fiestas, viajes, deslealtad, caprichos. ¡Era todo una fachada! Cuanto más tenía más quería. Mi entorno también lo era. Superficialidad y corrupción. Nadie me valoró jamás por lo que era. Ni siquiera lo dejaba ver. Bueno, miento, excepto mi familia, mi esposa y mi hijo; ellos eran de verdad. Los únicos capaces de decirme las cosas claras, los únicos capaces de darme abrazos de verdad. Les fallé, en multitud de ocasiones. Les fallé tanto que los perdí. Fue entonces, cuando empecé a darme cuenta de todo. Había perdido la custodia, mi mujer me odiaba y mi hijo me dijo que para él estaba muerto. Cuando las personas que amaba desaparecieron de mi vida, entonces, rodeado entre falsedad e hipocresía, me di cuenta de que era el hombre más triste del mundo. Tenía esa mirada, como la que tú tienes ahora. —¿Y por eso vives en la calle? ¿Es una forma de castigarte? —Nadie puede entenderlo, pero solo quería abandonar ese mundo. Recuperé la vieja colchoneta en la que, de niño, me protegí de todas las personas y decidí abandonarlo todo. El dinero de la cuenta de mi banco será heredado por mi hijo cuando yo muera. Pasará pronto, no me queda mucho tiempo de vida. Pero algo he aprendido durante todo este viaje, así que, si me permites un consejo de anciano te diré algo: cuida de aquellos que son de verdad. Sigue a tu corazón siempre y quiérete a ti mismo. No dejes que la gente tome tus decisiones. No dejes que la gente alimente la tristeza de esos ojos tan bonitos que tienes. Pablo se emociona al oírlo hablar. El mendigo vuelve a coger su colchoneta y retoma su camino.

—¡No quiero que te mueras! —chilla. —Soy un viajero sin rumbo, la muerte es mi destino final, no llores por mí, tomé mi propia decisión. Moriré con una sonrisa. Las distancias se hacen cortas Pasan rápido las horas, y este cuarto no para de menguar. Y tantas cosas por decir, tanta charla por aquí, si fuera posible escapar de este lugar… Se aleja mientras canta Héroes del Silencio. Es el hombre más extraño que Pablo ha podido conocer en toda su vida, pero, en cierto modo, hay algo de verdad en sus palabras. Quizá, la locura, es lo más cuerdo que se puede oír hoy en día. Y, mientras un hombre sigue reflexionando mirando al horizonte desde un puente, un coche lleno de personas con decenas de remordimientos aparca justo debajo.

CAPÍTULO 40 RECORDANDO 1 AÑO Y 11 MESES ANTES

PODÍA VER LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL, pero no tenía claro si era de día o de noche. No era capaz de distinguir, con claridad, lo que había al final. Tal vez estaba nublado. Mentiría si dijera que no tenía miedo. Me temblaba hasta el alma. Llevaba desde los doce años queriendo volver a verla y, en ese momento que estaba tan cerca, no sabía ni qué podría decirle. ¿Habría un motivo después de todo? ¿Se habría acordado de mí? ¿Me echaría de menos? Tenía muchas preguntas y todas las respuestas me daban miedo. Sabía dónde vivía y, sin embargo, no se molestó en volver, jamás. Podría haber muerto y que, ni siquiera, se hubiera enterado. Dolía demasiado. Solo un idiota estaría aquí, buscando el amor de una madre que, de la noche a la mañana, se olvidó de su hijo. No podía dejar de recordar, en ese instante más que nunca, todas las vivencias de mi pasado. El dolor. Era como si un diaporama se reprodujera en bucle en mi cabeza. ¿Quién era? Trataba de recuperar el control, pero, para qué nos íbamos a engañar, era la ansiedad la que me dominaba. Desde siempre había tratado de obrar correctamente, de encontrarme, de cumplir las promesas que le hice cuando pensaba que iba a morir. Sus mensajes y su esencia siempre habían formado parte de mí. Quizá, por esa razón, se me hacía más complicado, más incomprensible. Me senté en un banco mientras miraba la pantalla de mi móvil. El GPS me indicaba que solamente faltaban tres minutos para llegar a mi destino. Después de todo el tiempo que llevaba esperando, tres minutos eran como un pestañeo. ¿Estaba preparado? ¿Realmente iba a poder afrontar esa situación? ¿Y si se enfadaba? ¿Y si me echaba de casa?

Me volví a poner en pie. Era momento de resolver todas las cuestiones, de cerrar la puerta. La verdad saldría a la luz y nadie podría cambiarla. Si tenía que aceptar que mi madre era una mala persona, lo haría, y si tenía que darle una segunda oportunidad, también estaría dispuesto. Al final, por mucho daño que nos hayan hecho, no podemos evitar ser nosotros mismos, y yo era el chico del corazón blandito y seguiría siéndolo durante toda mi vida. Estaba frente a la fachada. Solo unos pasos me separaban de mi destino. Podía pensar en mil cosas. Tenía miedo y las piernas me temblaban, quizá, ni siquiera me saldría el habla. No era capaz de avanzar más, estaba completamente paralizado. Entonces, sin necesidad de hacer nada, la puerta de la casa se abrió. Una mujer preciosa, a la que identifiqué al momento, apareció tras ella. Todo mi mundo se desvaneció al verla. Solo quería salir corriendo y gritarle: «Te quiero mamá, abrázame, he necesitado tantos abrazos tuyos que quiero que te quedes así todo lo que nos quede de vida». Era completamente impactante. Aún no me había visto. Yo tampoco me había movido de allí. Un autobús escolar llegó y de él bajó un niño. Salió corriendo a los brazos de su madre. Me vi a mí mismo. Era mi hermano. Esa imagen, puramente bella, se clavó en mi corazón. ¿Cómo podía haberme abandonado? ¿Cómo podía sonreír con esa felicidad con todas las lágrimas que había llorado yo por ella? ¡No era justo! En ese momento, entendí que la vida no siempre nos sonríe y que no todas las cosas que nos pasan tienen una explicación que lo justifique. Una madre, con un buen corazón, no podría ser feliz después de abandonar a su hijo, no para mí, no en mi cabeza. Tras terminar de abrazarlo se inclinó de nuevo y, de pronto, me vio. La miré. Tenía los ojos al borde del sollozo, pero me contuve. Madre e hijo, después de muchos años, estábamos ahí, mirándonos el uno al otro, separados por solo unos metros. Comenzó a caminar hacia a mí. Me paralicé aún más.

CAPÍTULO 41

MIENTRAS OBSERVO, por la ventana del coche, la ciudad de Fuenlabrada, me doy cuenta de que, sobre aquel colorido puente está mi destino final. La última parada. La puerta pendiente de cerrar. —¡Aparca aquí! —grito. —Pero, ¿qué pasa? —¡Pablo está ahí, está ahí, en el puente! —Hostia puta, es el puente de la otra vez, desde el que se cayó —dice Bruno. Esta vez no parecía tener intención de tirarse, simplemente lo observaba todo desde arriba. ¿Qué cara pondría al verme? Marta aparca y Bruno, Brina y yo nos bajamos del coche. —Mucha suerte, bonico —me dice la psiquiatra. —¡Tú puedes con ello! —añade Raúl. —Lo mismo digo, mucha mierda para vosotros. El coche retoma su camino hacia Madrid centro. Ellos tienen muchos asuntos pendientes, muchas puertas que enfrentar, como yo. —Nosotros vamos a dar una vuelta por el parque. Esto es entre tú y él, no pintamos nada —dice Bruno. Brina asiente. —Mucha suerte, cielo. Espero que puedas sentirte feliz después de esto, pase lo que pase.

Estoy cerca, de una vez por todas, de cerrar la última puerta de mi pasado. De enderezar mi mirada únicamente hacia el presente y el futuro. Siempre recordaré las cosas que me pasaron, pero ya no dolerán, puedo saberlo. ¡Sé que será así! Subo por el puente. Pablo sigue mirando al infinito. Tiene ese porte que me enamoró en un instante. Ante mis ojos es el chico más atractivo del mundo, ¿quién no lo es para su pareja? Cuando amas a alguien, aunque sabes que, objetivamente, hay otras personas mucho más guapas y atractivas, tu mente lo convierte en el ser más bonito del mundo. No ves solo el cuerpo, ves algo más, lo que hay tras él: su corazón. No habíamos aprovechado nada el tiempo. Teníamos mil planes por hacer, cientos de besos que darnos y decenas de lugares que visitar. Yo estoy dispuesto, más que nunca. Y lo haré, ¡claro que lo haré! Si no con él, solo, pero no voy a ser, de nuevo, un mero espectador de este juego llamado vida. Eso se acabó, ahora voy a ser el protagonista de mi propia historia. Doy otro paso. La distancia se acorta. El momento decisivo es casi inminente. ¿Qué pasará? ¿Triunfará el amor, después de todo? Estoy casi detrás de él. Tiene los cascos puestos. Puedo escuchar resonar, muy bajito, Puedes Contar Conmigo de la Oreja de Van Gogh. Puede que sea, para siempre, la canción que marque nuestra historia, desde luego que no puedo evitar identificarme con ella. Tengo un buen pálpito y, a pesar de los nervios, la felicidad es la que tiene el control. No estoy muy acostumbrado a ello, pero solo sé que sienta genial. Estoy detrás de él, me encantaría acercarme, lentamente, y rodearlo con mis brazos. Sería una imagen preciosa. Seguro que la hoguera se extiende, de nuevo, hasta el cielo. No puedo aguantar más y llego hasta su cuerpo. Puedo reconocer su olor, al vuelo, es él en estado puro, su esencia. Le doy un toque con el dedo. Se gira y sus ojos empiezan a brillar, creo que los míos también. Es el fuego haciendo su trabajo.

—Te quiero. —Es todo cuanto soy capaz de pronunciar. Tras un silencio corto se deja caer en mis brazos y, junto a él, caen también sus lágrimas. No es capaz de pronunciar palabra alguna, pero su corazón parece estar contándome todos sus secretos, su postura, su situación, su dolor… —¿Por qué, Adrián? ¿Por qué nos ocurre esto? —chapurrea mientras aprieta más y más sus brazos contra mi pecho. —Estamos marcados, desde pequeños. No dejaremos de amarnos nunca, por muchas personas que vengan. Sé que es raro, que la mayoría de la gente, con el tiempo, se recupera, pero lo nuestro es diferente, nos enamoramos como los pingüinos, para toda la vida. Hay personas que crean un vínculo tan fuerte que, al igual que algunos animales, cuando los separan, la tristeza es todo cuanto tienen. Nosotros podemos ser felices sin estar juntos, lo sé, pero eso no quiere decir que nos olvidemos, o que dejemos de amarnos, por eso… Pablo, ¿por qué no nos damos una oportunidad? Hemos pasado mucho tiempo huyendo el uno del otro, poniéndole trabas a nuestra historia, buscando excusas para decir que no… ¿Y si dejamos que, por una vez, nuestros corazones decidan? No puedo creerme todo lo que estoy diciendo, es como si hablara directamente mi interior. Me siento feliz y libre diciendo todo lo que pienso, sin tener que estar, como siempre había hecho, conteniéndolo todo. —¿Podemos ir a un lugar? Me gusta pensar allí, quiero compartirlo contigo… —me propone. Asiento, sin dudarlo. —Antes tengo que avisar a unos amigos con los que he venido. —Vale, no me voy a mover del puente. Tengo intriga por descubrir ese sitio, me hace ilusión que lo comparta conmigo, tal vez, este sea el principio de todo o, tal vez, solo sea la despedida definitiva. Me acerco a Bruno y Brina y les cuento la situación. Me sabe mal dejarlos solos, pero saben que las circunstancias lo

requieren. —Idos a Madrid centro. Coged la Renfe y visitad el Museo del Prado. Estoy seguro de que te encantará, Brina. Te inspirará. —No tenemos nada mejor que hacer, señorita —dice Bruno. —¿Coger un tren? ¿Estáis locos? Me pierdo fijo, yo no tengo orientación alguna… —Chata, estás conmigo, yo controlo. Un respeto, ¿no? Nos reímos. —Te dejo en buenas manos —le digo a Brina—. Ya sabes que tienes el futuro a las tuyas. Si quería que hicieras este viaje es porque Madrid puede ser muy inspirador. Déjate abrazar por la capital y deja que tu corazón se encienda. Sé que, después de esto, te darás cuenta de lo importante que es luchar por nuestros sueños. No sé cómo lo hacía, pero al final todos acababan emocionándose con mis palabras. Nos damos un abrazo triple y me despido de ellos. —Si esta vez saltas, vuela, ¿vale? —me dice Bruno. —Jamás volveré a ir en dirección contraria, te lo prometo. Vuelvo al puente para, cerrar de una vez por todas, aquella puerta. Para encontrar la respuesta que, durante tanto tiempo, llevo buscando. «¡Quédate conmigo, Pablo! ¡Vamos a vivir nuestra historia!». Me digo, con seguridad, mientras comenzamos la ruta hacia aquel lugar desconocido.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE CIERRA SU ÚLTIMA CUENTA PENDIENTE PRESENTE

LAS SESIONES CON MARTA le han ayudado a empoderarse y, en cierto modo, a tener intención de recuperar la sonrisa incrustada que tanto le caracterizaba. Está frente a la casa donde Ismael y su marido viven. Hace meses que no sabe nada acerca de él, aunque no ha dejado de recordarlo. Se siente entre dos muros: el del pasado y el del futuro. Sabe que necesita afrontar sus vivencias para poder construir nuevas, con calidad. Para dejar de ir vagando por el mundo como si fuera un cubito de hielo. Recuerda la primera vez que se vieron, aquel primer encuentro tras hablar por Tinder. Todo apuntaba a una aventura sexual, pero no, aquello se terminó convirtiendo en una gran historia de amor inolvidable, digna de película. Recuerda su primer viaje, a Toledo y, por supuesto, también la primera vez que se entregó a Ismael, ese encuentro carnal. Era un chico duro y de pocas palabras, pero que, tras su coraza, escondía un hombre sentimental, dulce y cariñoso. Raúl lo caló desde el principio. Digamos que, a veces, aunque nuestras palabras digan una cosa, nuestra mirada nos delata. Sigue recordando todo lo que vino después, lo bueno y lo malo: desde todos los problemas ocasionados por la familia de Ismael hasta todos los paseos, viajes, aventuras y momentos

que, por mucho tiempo que pase, jamás olvidará. Momentos en los que aquel puzzle parecía encajar a la perfección. Da un paso adelante. Se coloca frente a la puerta. Levanta, con cierto temor, su brazo para pulsar el timbre. Sabe que, una vez lo haga, no habrá vuelta atrás. ¡Pero tiene que hacerlo! ¡Tiene que liberarse de esa cadena que le presiona el cuello! Ring ring Es un timbre de esos sonoros, más bien antiguo, nada que ver con la enorme casa, a priori, moderna que tienen. Los segundos se atragantan en su garganta y revolotean como si fueran mariposas. «Aún puedo salir corriendo». Habla el pánico. «Te abandonó. autocastigándose.

No

quiso

luchar

por

ti».

Sigue

«Tienes que perdonar, para poder seguir caminando sin que duela tanto». Oye la voz de Marta, de Adrián y, cómo no, de su abuela. Unos pasos se aproximan hasta la puerta. El momento es inminente. Tras abrirse, un ligero silencio acompaña la situación. —¿Qué haces aquí? —pregunta Ismael. Raúl traga saliva. —Tenemos que hablar. Debo decirte algo. El hombre de la chaqueta de cuero y la coraza de hierro sigue sorprendido, como si Raúl fuera la última persona del planeta que esperaba encontrar al abrir la puerta. —¿Está todo bien? ¿Tu familia? —Sí… No es eso. Ismael sale y se sienta, junto a Raúl, en el descansillo. Sabe que se avecina una conversación intensa. —Bueno, ¿cómo estás? ¿Qué haces aquí? —Ismael tiene expectación por saber qué ocurre.

—No sé cómo empezar, es algo complicado —dice, con vulnerabilidad. Ismael se percata de que lo está pasando mal. —Escucha, relájate, ya sabes que puedes decirme todo lo que quieras. Aunque el tiempo pueda haber deteriorado nuestra confianza, sigues siendo una persona muy importante para mí. Como te dije el día de mi boda, estaré siempre muy agradecido de que aparecieras en mi vida. Jamás te olvidaré. Lo sabes, ¿verdad? Silencio. Parece que va a llorar. Se contiene. —Llevo muchos años guardando esto. Necesito soltarlo. Estoy muy enfadado contigo, Ismael. Teníamos una historia preciosa. Luché por ti a fuego. Siempre a tu lado. Me daban igual tu familia y tus problemas, solo quería ayudarte a vencerlos, a que te quisieras un poco más. Desde el primer día que te conocí lo supe, sabía que, tras esa fachada, había un hombre con un corazón muy grande. Me enamoré de ti hasta las trancas, como nunca lo había hecho antes. Respira, tratando de recuperar el control. Sigue muy nervioso. Ismael lo mira, con los ojos vidriosos, sumido en los recuerdos de aquella historia. —Eras aquel mensaje de buenos días, de buenas tardes y de buenas noches que nunca me faltaba. Eras la persona que me hacía sentir importante, una prioridad. Y, de pronto, por una serie de discusiones que se alargaron en el tiempo, decidiste mandarlo todo a la mierda. No luchaste nada por mí. —¡Pero tú dijiste que estabas de acuerdo! —Lo hice por orgullo, me dio rabia que fueras capaz de plantear eso. Que quisieras dejarme. Pero… ¿en qué momento se te olvidó leer mis ojos? Lo supliqué mentalmente. Te pedí, con ellos, que te quedaras, que me cuidaras. Éramos tú y yo, ¿no te acuerdas? Sí yo, tú, si tú, conmigo. Tú mismo recitaste ese poema en la noche de Halloween. Ismael deja caer una lágrima. Los recuerdos afloran con nostalgia. El dolor de un amor del pasado lleno de ira ataca,

sin piedad, a su corazón… Las guerras del amor siempre dejan víctimas. —No podía creerlo. Pensaba que, en unos días, cambiarías de opinión. Pero solo me llamaste para que nos devolviéramos la ropa. Aquel día, en casa, cuando comenzaste a recogerlo todo, el sonido de las perchas chocando unas con otras, me reventó el corazón. Solo quería salir del baño y suplicarte que te quedaras, que dejaras ahí tu ropa, y que le dieras una oportunidad a esto. Una última. —¿Y por qué no lo hiciste? —Porque hay cosas, Ismael, que tienen que salir del corazón, que uno mismo tiene que ser capaz de hacer. Si fuiste capaz de marcharte, es porque ya no querías seguir aquí, ya no estabas enamorado de mí. En ese instante, pude sentir cómo todas las piezas de nuestro puzzle de amor se separaron en un momento y, después, las arrollaste, destrozándolas. Ahí todo terminó. Ismael sigue llorando, cada vez con más intensidad. —¿Crees que para mí fue fácil? Dejé a un chico encantador porque no sabía lo que sentía. Fuiste la única persona que había conocido en mi vida. Las dudas me asaltaron y pensaba que ya no eras feliz. Discutíamos por todo, y todo parecía molestarme. No sabía por qué. Con el paso de los meses empecé a pensar que te estaba amargando la vida y no quería que nuestra historia terminara así, destrozada, con el recuerdo de un deterioro que manchara todas las cosas que vivimos. Me fui porque prefería que siguieras recordando al hombre que fui y no al hombre en el que me estaba convirtiendo. —Esa decisión me pertenecía. Tal vez podríamos… —¡Ya! Déjalo ahí. Podrían haber pasado muchas cosas, Raúl, pero ocurrió eso. No se puede cambiar. No podemos, tampoco, vivir siempre en el pasado. Siento muchísimo haberte hecho tanto daño, que años después sigas ahí, y que haya retenido tu vida. Pero, y esto te lo digo porque te quiero, si tanto te ha dolido, si tanto te ha detenido, es porque no era sano. Tú siempre me hablaste de la importancia de quererse a uno mismo… ¿Dónde está tu amor propio? No puedes dejar

que tu vida dependa exclusivamente de una persona. Esas son palabras tuyas. Si me amabas hasta ese punto, en el que, sin mí, tu vida se detenía, entonces necesitabas preguntarte, ¿por qué? Reflexiona sobre eso y, en cierto modo, sabe que tiene razón. —En ello estoy. Pero el primer paso para conseguirlo es diciendo la verdad. Sé que debí decírtelo en aquel momento. Supongo que las parejas funcionan bien cuando saben comunicarse, cuando se dicen la verdad, sea cual sea, duela lo que duela. —Aunque no lo creas, me alegra que me cuentes todo esto. Y, sobre todo, me alegra que puedas recuperarte. Quizá la culpa fue de que empezaste a perder esa sonrisa tan característica y la mayoría de las veces que la mostrabas era fingida, ¿creías que no me daba cuenta? Si tanto me querías, y tan feliz eras, ¿por qué no lo mostrabas? Es algo que nunca llegué a entender… Silencio. —Tenía miedo… Estaba tan pendiente de ti, a cada momento que… empecé a ser artificial, ya no me dejaba llevar. No quería perderte y, no me daba cuenta de que, con esa actitud, era justo lo que estaba consiguiendo. —¿Ves por qué es importante hablar las cosas? Si te hubieras sincerado conmigo… Antes de que pasaran todos estos años, lo podríamos haber arreglado. Estoy convencido. Pensaba que te estaba amargando, que no eras feliz conmigo… Y dos enamorados del pasado descubren que, el fallo de su relación no fue la falta de amor, sino la falta de comunicación, ¿cuántas parejas acaban rompiéndose por no dar su brazo a torcer? ¿Por no comunicar sus sentimientos? Continúan hablando, desalojando el baúl de los recuerdos y eliminando la toxicidad de sus corazones. Lloran, se ríen, recuerdan y, poco a poco, sanan aquellos recuerdos que tanto dolían. —¿Me prometes que vas a ser feliz?

Raúl le sonríe. —Si he venido hasta aquí, después de tantos años, es porque es justo lo que busco. ¡Se acabó vivir en el pasado! —Eso quería oír, y ya sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites, y si un día quieres venir y gritarme, o decirme algo que se te había olvidado, la puerta de mi casa siempre estará abierta. —No volveré a venir para eso. Era todo cuanto tenía que decirte respecto al pasado. Ahora solo queda entender que podemos ser amigos, que podemos guardar todo lo bueno que nos une, para no eliminarnos de nuestras vidas. —¡Eso dalo por hecho! —dice Ismael. Se dan un abrazo definitivo que cierra, en cierto modo, el dolor y la oscuridad que albergaba el corazón de Raúl. «Voy a ser feliz», piensa para sí mismo. «Ahora sí que sí, este puzzle ha terminado».

CAPÍTULO 42

ESTAMOS EN EL PARQUE DEL CAPRICHO. Uno de sus favoritos. Quiere que sea ahí, en ese lugar, donde tome la decisión de darle una oportunidad a nuestra historia o, por el contrario, cerrarla definitivamente. Pasamos los tornos para entrar. Nos avisan que las ocho de la tarde es la hora límite para permanecer dentro. Es un parque protegido y tiene el acceso restringido sujeto a un horario. —No hay parque más bonito en Madrid —me dice. Acabamos de entrar y pienso que tiene toda la razón. Apenas he visto nada y ya me parece una maravilla de la naturaleza. Llegamos hasta una especie de caseta antigua, con sus escaleritas de madera y un huerto. Está precintada para que la gente no suba a ella ni la toque. Quieren conservar aquel mágico lugar en todo su esplendor. —¿Sabes una cosa? —me pregunta mientras atravesamos uno de los senderos del parque, similar a un bosque. Los árboles son grandes y el verdor de sus plantas me hace sentir que estamos en otro mundo. —Dime —le contesto. —Siempre me he acordado de ti. De cómo empezó todo. ¿Te acuerdas? Estábamos jugando al fútbol y te rocé el culo. Lo hice sin querer, te lo prometo, pero me gustó, me gustó tanto que, las siguientes veces, lo hice queriendo. Quería que me devolvieras el gesto, quería ser correspondido. —¿Fue sin querer?

—Una de las mejores casualidades de toda mi vida. Eso lo cambió todo entre nosotros, ¿no? Nos marcó… —¿Marcarnos? Sentí como si una hoguera gigante prendiera hasta las nubes. No me marcaste, me cogiste el corazón y tatuaste tu nombre. Me enamoré de ti hasta lo más profundo de mi alma. Seguimos caminando por aquellos espléndidos senderos. Puedo ver, al final, un pequeño lago con patos y cisnes. El sol brilla en el agua ampliando la belleza de aquel lugar. —Y luego la cagué. Encendí el fuego y no supe mantenerlo. Me acobardé tanto… Pensaba que mis padres me odiarían, que me echarían de casa. Nos enseñaron que estaba mal y yo me creí esa mentira. Pero… ¿cómo podía estar mal amarnos? No hacíamos daño a nadie. Me da rabia que otras personas tengan que pasar por esto. Vivir su historia a escondidas o, peor aún, que acaben en relaciones falsas. Es demasiado triste. —Es una mierda —le digo. —Algún día quiero pensar que el mundo será libre, en todas sus formas y que la gente no se meterá en la vida de los demás. Los pueblos alcanzarán la misma libertad que las ciudades y los adolescentes podrán vivir sus historias de amor sin miedo a nada. Ojalá hubiera sido un poco más valiente y no tan idiota. Ojalá hubiera sido como tú. —¿Cómo yo? —pregunto sorprendido—. Yo fui un cobarde. No me atreví a enfrentarte ni a aclarar las cosas. Me dejaba humillar por Bruno. Siempre fui tratando de pasar desapercibido para que no me hicieran daño, para no afrontar la realidad. —Eras un niño rodeado de mentirosos e hipócritas. Fuiste más valiente que todos nosotros porque, a pesar de todo, en tu corazón, luchaste por mí. Y no fueron ni una ni dos, fueron decenas de veces las que intentaste hacerme ver que podíamos tener una oportunidad real… Llegamos hasta un puentecillo antiguo. Tiene mucho encanto. Una novia se hace una foto junto al que, muy pronto,

será su marido. Sonríen felices. No dudo de que en esas miradas hay fuego del sano. Pueden haber sido las nuestras. —Cuando te tiraste por la terraza me sentí la peor persona del mundo. Si hubieras muerto jamás me lo hubiera podido perdonar. Me sentía tan culpable… En ese momento sentí que era un gilipollas, el más gilipollas del mundo. Mi corazón se tambaleaba entre corrientes y no tenía ganas de nada. Solo pensaba en que ya jamás podría volver a tocarte, que ya no volvería a ver esos ojos tan característicos brillar, solo pensaba en que había apagado la vida de una persona que me quiso con todo su corazón, solo pensaba en esos abrazos reconfortantes que solo nosotros sabíamos darnos. Adrián, en ese momento, el mundo se paró para mí. Me emociona oír la verdad, conocer su propia perspectiva de la historia. —Siento que lo pasaras tan mal —le digo. —¿Lo sientes? No es tu culpa. Me metí en ese jardín yo solo, si hubiera escuchado a mi corazón, jamás hubiera ocurrido, porque mi corazón me pedía vivir aventuras contigo, besarte sin miedo a nada, comerte hasta que el mundo llegara a su fin. Sin embargo, yo, tan idiota, renuncié a eso por miedo. Llegamos hasta un jardín lleno de rosas. Las flores se agrupan por colores y son preciosas. Seguramente, el sitio más encantador de aquel parque. Nos dejamos llevar por el olor sensacional mientras seguimos hablando. —Bueno… Pero aquí estás después de todo, ¿no? Por lo que sé fuiste a buscarme al fin del mundo —le digo. Siempre he pensado que el resultado final es lo realmente importante. Muchas veces nos cuesta convertirnos en la persona que queremos, muchas veces tardamos más de la cuenta, pero si al final lo conseguimos, todo el trayecto ha merecido la pena. —¿Buscarte? A todos los sitios de los que habíamos hablado. Estaba convencido de que te encontraría en Barcelona… Con esa amiga escritora de la que alguna vez me hablaste.

Recuerdo ese momento, cuando lo vi por la ventana, cuando me escondí en el baño de aquella biblioteca, cuando, desde el aseo de al lado, rocé su mano. —Estaba ahí —digo, con los ojos vidriosos. —¿Cómo? —me pregunta, sorprendido. —Te vi llegar hasta allí y me escondí. Mi amiga Conchi no te dijo la verdad. Se le rompió el alma por haberte engañado, pero lo hizo por mí, yo no estaba preparado para encontrarme contigo. Me escondí en el baño y… —¿Fuiste tú el que me dio el papel? —Tiene los ojos abiertos como platos. Asiento. —No me lo puedo creer. Una parte de mí lo supo. Te juro que pensé que podrías ser tú. Pero tu amiga lo dijo tan convencida que… ¡Dios! Estuve tan cerca de encontrarte. ¿Por qué? ¿Por qué no me dejaste contarte todo esto? Llevo guardando esta conversación media vida. —Pablo, siento mucho lo que hice, pero si te veía en ese momento, jamás hubiera llegado a ser quién soy hoy. Te quiero un montón, sigo enamorado de ti, hasta las trancas, pero tenía que enamorarme también de mí, el amor propio es muy importante, y ese día, en ese momento, a pesar de todo, me elegí a mí. Ambos estamos emocionados. Llegamos hasta una casa, mucho más moderna que las anteriores. Se puede subir a su terraza y ver el parque desde lo alto. Es como un pequeño mirador. Vamos hacia allí. —Me fui a buscarte a muchos sitios diferentes. Allí, en ese viaje, conocí a un hombre. Era cuatro años mayor que yo. Me trataba bien, me sentía feliz a su lado. Trajo una sorpresa con su presencia: un niño de dos años. Había tenido una relación con una mujer que, trágicamente, murió. Supe ayudarle a pasar página y él supo ayudarme a hacerlo también. Creí que lo amaba tanto como te amé a ti. Durante mucho tiempo estuve convencido de ello. Sin embargo, cuando supe que habías vuelto, la intensidad que causabas volvió a prenderse en mi

interior. Esa intensidad era única, y solo tú podías conseguirla. Así que, aquí estoy, más perdido que nunca. ¿Qué es lo correcto, Adrián? ¿Renunciar a todo lo que he cosechado hasta ahora por una historia de amor que siempre nos causó dolor? —Elegir, por una vez, lo que te dicte el corazón. Cierra los ojos, olvídate de todo, deja que tu corazón lata, dime, ¿a quién ves ahí? ¿Quién camina hacia a ti? Solo tú tienes esa respuesta. Pablo cerró los ojos, durante unos largos segundos.

LA MUJER DEL CARPE DIEM VUELVE A CASA PRESENTE

MIENTRAS LA MUJER DE LAS LENTILLAS y Bruno recorren el Museo del Prado disfrutando del arte que alberga tal lugar, otro hombre, de sonrisa incrustada, está camino hacia allí para recibir un abrazo de una persona a la que, después de tantas dudas, tiene ganas de conocer. Mientras dos hombres se miran en un precioso parque a punto de tomar la decisión definitiva, una mujer que se marchó de casa hace muchos años aparca frente a la puerta de ese hogar sin saber qué podrá encontrarse, después de tanto tiempo. Como todos ellos, está a punto de enfrentar su pasado. Seguramente, tras esto, pueda respirar en calma, de una vez por todas. Toca la puerta. No hay vuelta atrás. «Estoy aquí. Puedo con esto». Se refuerza a sí misma. La espera se hace larga. ¿Qué podrá encontrarse? ¿Cómo habrá vivido su familia durante todo este tiempo? Las preguntas recorren su mente. Se abre la puerta, tras ella, su hermano se manifiesta. Se le hace extraño; aquel lazo de sangre que tenía treinta y cuatro años cuando se marchó, ahora tiene más de cincuenta. Muchas nuevas arrugas se han adueñado de su cara. La nostalgia le ataca, ¿por qué no había estado al lado de los suyos?

Su hermano, tras unos segundos mirándola, se lanza a sus brazos y le da un fuerte abrazo. No dicen nada, pero, ambos, comienzan a llorar. —¿Quién es, Rubén? —dice una voz envejecida. Marta reconoce a su padre. Su hermano se aparta. Padre e hija quedan mirándose de frente. Había dado un fuerte capuzón en los últimos años, cojeaba ligeramente y se apoyaba en un bastón para caminar. Marta se acerca a él, muy emocionada, muy arrepentida de no haber vuelto antes. —Lo siento mucho —balbucea. Su padre, también emocionado, la abraza. Está recuperando a una hija perdida. —Mi niña —dice, una y otra vez. Tras cinco minutos abrazados Marta se percata de algo, ¿dónde está su madre? Ese pensamiento le acelera el corazón. No puede evitar pensar en algo terrible. —¿Y mamá? Las miradas parecen decirlo todo. Marta rompe a llorar. Ese pensamiento se clava en su corazón. —Está arriba, en su habitación —dice su hermano—. Pero mamá ya no es la de antes… Seguramente no se acordará de ti, ya casi no se acuerda de nadie… Las lágrimas caen más gruesas que hasta ahora. Sube corriendo a la habitación. Está sentada sobre una silla de ruedas. Ha engordado, al menos, veinte kilos. Se da cuenta de la complicada situación. Su madre la mira, son los mismos ojos de siempre. Se lanza hacia ella y le da un abrazo y decenas de besos. Ella se ríe sin saber muy bien por qué. —Dile a papá si podemos sacar el agua del pozo —dice, casi sin vocalizar. Marta no deja de abrazarla.

—Hermana, pregúntale eso, que no nos queda agua. Tenemos que cuidar a madre. «Debí haber estado aquí, para ella, para todos». Le duele ver cómo son las cosas, pero sabía que, con todo el tiempo que había pasado, con la edad que tenían, podía ser posible. —Me quedaré aquí, para cuidaros. Siento mucho todo el daño que os he causado, lo siento mucho, de todo corazón. —Ellos también se equivocaron, no supieron comprenderte. Has vuelto que es lo importante, vamos a volver a ser una familia, pero no te tortures más, yo también me habría marchado en tu lugar. Aquí nadie te juzga, solo estamos felices de que estés aquí, con tu familia, ¿te quedarás? —le pregunta su hermano. —Mi destino está aquí, con las personas que me quieren. ¡Claro que me voy a quedar! Y eso hace, volver a casa para enmendar todos sus errores, para solucionar todos sus problemas, para poder respirar en calma, para despedirse de sus seres queridos entre abrazos y no con pensamientos en la distancia.

CAPÍTULO 43

NOS MARCHAMOS DEL PARQUE sin tener una respuesta clara. Pablo no quiere reconocer la verdad. ¡Yo tampoco estoy dispuesto a seguir renunciando a todo por él! Vine hasta aquí sabiendo cómo podían salir las cosas. Me prometí que, a pesar del resultado, sería feliz. Reconozco que duele. Creo que quiere ser correcto, quedarse con la familia que ha construido durante mi ausencia. Yo no le estoy pidiendo que la destroce. Eso solo lo haría un idiota. Tiene que cuidar de ese niño y tener un buen vínculo con su padre, es lo que haría cualquier persona responsable y con buen corazón. Sin embargo, puedo ver en sus ojos esa misma mirada que tuvo cuando era pequeño, ese mismo miedo que le impulsó a no dejarse llevar. Yo he elegido la valentía, no puedo esperarle más tiempo. Hay silencios incómodos y preguntas que no tienen respuesta. Nos montamos en su coche. Vamos al Templo de Debod. Siento pena de que nuestra primera y, tal vez, única experiencia fuera de Archena sea para despedirnos. Lo quiero con todo mi corazón, pero me quiero también a mí. No puedo hacerme daño, esta vez no. —¿Me vas a decir a quién viste cuando cerraste los ojos? ¿Vas a volver a ser el Pablo de antes? —Sé que lo estoy presionando. Pero quiero que reaccione, ¡joder! Que no tenemos más tiempo, que ya no somos niños jugando al amor. —¿Qué importa eso? —¡Pues claro que importa! Importa más que nada en este momento. Dime, ¿a quién viste? ¿Por qué te da tanto miedo decir la verdad? Arranca el coche camino a nuestro destino final.

—Porque la verdad duele un cojón. Porque nadie va a salir bien parado de aquí. Ese hombre que me espera en casa perdió a su mujer, falleció. Se dio otra oportunidad para amar, y me eligió a mí. Le prometí que siempre estaría a su lado y que cuidaría de su hijo como si fuera mío. De hecho, ese crío es mi hijo también. Fuimos felices, y todo marchaba bien. Se dejó llevar, de nuevo, se enamoró de mí, y me trató siempre como a una prioridad. ¿Qué clase de marido soy si tiro por la borda todo eso? ¿Qué clase de marido soy si reconozco que eres tú, Adrián, la persona a la que veo en la oscuridad? Estamos emocionados, dejamos atrás el parque, dejamos atrás los recuerdos. ¡Tiene razón! ¿Pero qué hacemos si el corazón manda? ¿Qué hacemos si nos chilla que nos amemos? Puedo sentir como, después de tanto tiempo, me grita que aproveche esta ocasión, que le dé la oportunidad de amar. ¿Qué hago si mis labios quieren encontrarse con los suyos y los suyos están buscando mis besos? A veces, las cosas duelen, a veces, las personas que amamos son las que más nos destruyen, pero… no lo hemos elegido, simplemente ha ocurrido. Si me ama y yo le amo, ¿por qué tenemos que sentirnos tan mal? Una parte de mí quiere dejar de intentarlo, pensar en ese hombre que le espera, pero no quiero renunciar otra vez, no porque sé que me ama. Voy a quemar el último cartucho y le voy a revelar la sorpresa que tengo preparada. —Pablo, no eres un mal hombre por amar a otra persona, eres un mal hombre cuando la traicionas. Tú no has traicionado a nadie. Debes hablar con él. Dolerá, es inevitable, pero no puedes traicionarte a ti mismo, a lo que sientes. Tal vez, esa historia de amor que habéis vivido ha perdido fuerza con el tiempo. Eso no quiere decir que no haya sido gratificante, que no la podáis recordar con alegría y orgullo, pero, a veces, las cosas se terminan y no podemos sentirnos mal por eso. Lo nuestro trasciende más allá de todo, ni los años han sido capaces de apagarlo. Sé que te estoy poniendo en un puto aprieto y que ahora mismo te sentirás muy presionado, pero… ¿por qué no haces caso a tu corazón? Solo por esta vez. —Eres infinito, Adrián. Pensaba que no iba a volver a verte nunca. Habías desaparecido, hasta pensé que al final habías

salido volando desde algún sitio. Nunca pude imaginar que todo ese revuelo de sensaciones podría resurgir algún día. Poso mi mano sobre la suya y, durante los siguientes minutos, hasta llegar al Templo de Debod, ambos, tenemos un Déjà vu. —Quería que vieras este lugar, junto a mí. No sé qué voy a hacer, todavía no lo sé, pero… ¡ya lo sabes! Te miro y sigo viendo aquel niño del que me enamoré… Le abrazo tan fuerte que siento que voy a traspasarle. Solo quiero que se haga realidad, que esta vez sea posible.

EL HOMBRE DE LA SONRISA TRISTE VUELVE A SONREÍR PRESENTE

SON LAS NUEVE DE LA NOCHE. Está esperando a Bruno y Brina para encontrarse con ellos junto al metro de Gran Vía. Observa cómo la gente camina de un lado a otro, con la típica prisa de la gran ciudad. Puede ver cómo multitud de ojos, con diferentes miradas (tristes, alegres, preocupadas, intrigadas, nostálgicas) se entrecruzan sin saber cómo terminará todo. La suya aún no es alegre, pero tampoco triste, digamos que, poco a poco, camina hacia un estado de salud mental sano. Ismael le marcó, ¿cómo no iba a hacerlo? Juntos vivieron una gran historia, inolvidable, juntos creyeron que eran infinitos y, sin embargo, ya llevan más tiempo separados que lo que duró aquel puzzle de amor. Ansía volver a encontrarse, ser aquel chico descarado, echado para adelante, que no temía a disfrutar de la vida, a conocer personas nuevas, a ser él mismo a pesar de las circunstancias. Veía como ese joven pedía, a gritos, salir. Está ahí, puede sentirlo, siempre lo ha estado, sin embargo, lo había reprimido todo este tiempo. Había heredado la armadura del chico de la coraza en lugar de cumplir la promesa que le hizo una vez: «Tiraré esa armadura que llevas a las vías de la Renfe». Se la quitó, en eso no falló, pero la armadura no acabó en las vías, sino en su corazón. ¿Cómo puede un corazón, algo tan frágil, salir adelante rodeado de tal material? ¿Cómo puede una persona alcanzar la felicidad si va deambulando por la vida como si fuera un cubito de hielo? Ahora lo entendía, entendía

que la capacidad de dejar atrás todo eso siempre radicó en él, era suya, pero no quería dejar atrás esa historia. Tenía miedo. Vuelve a recordar a sus amigos. Los echa de menos. Entiende que la velocidad que escogieron para vivir la vida le ha dejado atrás. Ve a Elena, muchas veces, en la televisión. Actuando de protagonista en alguna película, ¿quién iba a decirle que, algún día, su sueño de ser actriz se haría realidad? También ve a José en el Congreso, luchando a capa y espada por conseguir derechos, por mejorar nuestra democracia, por dejar un mundo mejor, más justo. A Nerea no es capaz de verla, pero sabe que, desde que nacieron las niñas, su tiempo se ha reducido drásticamente, apenas le quedan instantes para beber limonchelo (su eterna adicción). Reflexiona sobre el paso del tiempo. Le habría gustado avanzar tan rápido como ellos, pero, recordando las palabras de Marta, cada persona, en esta vida, lleva su propio coche y elige la velocidad a la que quiere ponerlo. Hay personas que circulan tan rápido que se pierden los detalles; otras que se estancan y se anclan en un eterno recuerdo, perdiendo la oportunidad de conocer a otras con las que, de haber seguido el mismo ritmo, se habrían encontrado; pero también están las que avanzan sin parar, a una velocidad medida. Les da tiempo a ver con quién se cruzan y, si les apetece, trasmitirle una sonrisa. Esas no pierden detalle alguno y viven la vida al máximo, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero la VIVEN. Y, al fin y al cabo, ¿para qué estamos aquí si no es para vivir? —Si no fuera porque te estoy viendo pensaría que estás en trance —interrumpe Bruno con una sonrisa. Brina también se ríe. —¿Cómo ha ido todo, muchachico? —pregunta la dibujante. —Lo he hecho, le he dicho todo lo que tenía que decirle. Él también me ha dicho cosas que no sabía, cosas con las que no contaba, pero me siento bien, me siento libre. Es como si me hubiera quitado una cadena que me apretaba el cuello.

—Me alegro mucho, tío —contesta Bruno, con su peculiar tosquedad. Se acerca a él y le da un abrazo. Apenas se conocen, apenas tienen esa confianza, sin embargo, hay fuego extendiéndose hacia las estrellas. Tal vez, ambos, después de tanto puedan enamorarse o, tal vez, simplemente sean un parche. Nada está escrito al cien por cien, todo depende de nosotros mismos. La tinta, a veces, se seca, se emborrona e, incluso, se puede renovar. —¿Os puedo decir algo? —pregunta Brina un tanto emocionada, dejándose llevar por su vena artística, esa que radica en el corazón. —Puedes decir lo que quieras, después de haber estado varias horas en ese museo, admito cualquier cosa —bromea Bruno que no es muy dado a disfrutar del arte. —Me parecéis muy bonitos. Me gustaría haceros un retrato, si me lo permitís. Se sonrojan. —¿Un dibujo, dices? —pregunta Bruno. —¡Hazlo! —dice Raúl, con seguridad. Ese sí era él, el que siempre había sido, un chico auténtico y seguro de sí mismo. —Gracias —contesta Brina con ilusión. —Mi abuela decía: ¡jamás cortes las alas a un artista! Solo espero que me permitas comprarte una copia. —¡Deja de fliparlo! Esto es un regalo. —Deja de fliparlo tú, los artistas no regalan su trabajo. Pagaré por ese dibujo con mucho gusto. Y cállate que te veo con intención de rebatirme. Y si lo haces declinaré el permiso que te he dado hace un momento. Era Raúl en estado puro, el mismo Raúl sin miedo a nadie, el mismo capaz de sanar traumas, el mismo del que la gente se enamoraba. Siempre había estado ahí. Tenía tantas ganas de salir que, seguramente, ya no se marcharía nunca. —Y tú y yo qué, ¡acho! Como se dice en Murcia.

—¿Tú y yo? ¿Qué quieres decir? —pregunta Bruno. —Pareces cortico —interfiere Brina. —¿Qué vamos a hacer? Yo te ofrezco un plan loco. Soy muy dado a ellos: me voy, de nuevo, a Archena. Acabo el reportaje sobre el balneario y seguimos conociéndonos. Nos damos paseos por el río, nos tomamos helados en aquella heladería que tanto caracteriza a vuestro pueblo, nos vamos de escalada a esa montaña con la cruz en el pico y, entre planes y planes, nos vamos conociendo. Cuando llegue el momento de marcharme, si quieres, vente conmigo. Llevas toda la vida allí, te vendrá bien cambiar de aires. Debería ser algo obligatorio para todo el mundo. La gente se caga encima cuando sale de la zona de confort, pero, al salir, descubre cosas nuevas, todos tenemos dentro un Indiana Jones con ganas de explorar, aunque eso nos aterre. Soy una persona de sensaciones, ¿sabes? Soy superficial y, para mí, las primeras impresiones son importantes, si no he podido olvidar tu presencia y aquel encuentro casual en el río, será por algo, ¿no? Bruno está boquiabierto, embobado por las palabras de aquel hombre, el primero que lo conseguía después de Adrián. Había algo en él, en sus ojos, y en su forma de hablar que lo atraía con un imán atrae al hierro. —Puedo pedirme una excedencia en el trabajo. Tengo ahorros para volver a empezar. Quizá seas la persona que llevo esperando toda mi vida. —¿Acaso lo dudas? Vuelve a ser Raúl. No hay duda de ello. Y allí, entre los viandantes surge, de forma mágica, algo nuevo para aquellas tres personas: el hombre de la sonrisa triste comienza reírse con naturalidad; la mujer de las lentillas está deseando coger un papel y ponerse a dibujar, jamás volverá a dejar de soñar, jamás volverá a olvidarse de sí misma; y el hombre del anillo de oro, por primera vez en mucho tiempo, no es en Adrián en quien piensa. Sí, desde luego algo ha cambiado, ¡pero claro! Están en Madrid y solo Madrid tiene ese poder.

CAPÍTULO 44

LA NOCHE NOS ABRAZA. La hoguera arde tan fuerte como cuando éramos niños. Poso mi cabeza sobre su muslo derecho. Acaricia mi cabello con sus arrugas. Cierro los ojos y creo que estoy en el paraíso. «Ojalá hubiera sido así siempre», pienso para mis adentros. —¿La encontraste? —me pregunta, queriendo saber el final de la historia. Queriendo saber qué pasó con mi madre. —Sí, la encontré. —Cuéntamelo, necesitas soltarlo. Miro a sus ojos y no puedo creer que, al final, muchos años después, nuestra historia de amor loco, siguiera tan viva como antes. —Vale… pero no dejes de abrazarme, por favor. —No, no podría dejar de hacerlo —me confiesa. Sus palabras me recargan de energía. Me siento completamente feliz. Aunque la duda, la duda de saber qué decisión tomará me agobia, en cierto modo. Trato de ignorarlo, quiero disfrutar de este momento, de este contacto entre nuestras pieles, tal vez sea el último… —Llegué hasta Sevilla. Vivía en un pueblo pequeño. Me —tiré horas caminando buscando la fachada que había visto en aquella foto que me enseñó Raquel. Menos mal que llevaba el GPS. El ansia por encontrarla era todo cuanto me invadía. Los nervios de pensar en qué podía decirle. Una parte de mí quería verla y lanzarse a sus brazos. Mirarla a los ojos y preguntarle por qué. ¿Por qué me dejó solo? Esperaba encontrar una

excusa que justificara su marcha. Lo deseaba con todo mi ser, porque quería perdonarla, quería volver a tener una madre. —¿La hubo? —pregunta Pablo. —Llegué a esa gran casa con fachada bonita: un hogar de varias plantas, con colores granates, grandes ventanas, y un pequeño jardín. Era un sitio encantador. Me quedé paralizado, frente a la puerta, con tentaciones de llamar en multitud de ocasiones. Pero no conseguía atreverme. Estaba a unos pasos de encontrarla, de encontrar a la persona que me dio la vida. ¿Qué iba a decirle? ¿Y si no quería saber nada de mí? ¿Y si era peor de lo que había imaginado? —Siento cómo la mano de Pablo aprieta la mía, supongo que intuye que se avecina algo malo—. Pero no hizo falta tocar la puerta. Un autobús escolar se detuvo frente al domicilio. La puerta de la casa se abrió. Un niño salió de él. Tenía una sonrisa enorme en la cara. Corrió hacia la puerta. Redirigí la mirada hacia mi madre. — Pablo me rodea con sus brazos, las lágrimas comienzan a caer sin control, mi voz titubea y mi corazón palpita tan rápido que parece estar echando una carrera—. La vi. No era el rostro de una mujer que hubiera sido infeliz. No era la imagen de una madre que ha tenido mala suerte en la vida. Se agachó para recibir un abrazo enorme de aquel monstruito. Le besuqueó toda la cara. No pude evitar recordar aquellos momentos en los que era yo el que le daba esos besos. Mi corazón se quedó congelado. Nunca me había sentido tan triste. Era como si alguien estuviera detrás de mí clavándome una y otra vez un cuchillo. No dolía a nivel físico, pero el corazón caía cachito a cachito. Nunca me había sentido tan traicionado en toda mi vida. Tan dolido… —¿Te vio? —pregunta Pablo. —Sí, me vio —le contesto. Vuelvo a mostrar una mirada fría. Tomo aire. No es fácil caminar entre esos recuerdos y poder controlar el nivel de ansiedad. Duelen mucho más de lo que nadie se imagina. Solo sé que duele y que, sobre ese dolor, se forman nuevas heridas.

—Tras unos segundos inmóvil, en shock, sintiendo envidia infinita de aquel niño; ella levantó sus ojos y me miró. Ambos, madre e hijo, clavamos nuestra vista en el otro. Estábamos ahí, a un instante de romper el silencio infinito que nos había separado durante años, podría decirse que, en mi corazón, habían sido milenios. «—¿Necesita algo, señor?» —me preguntó . ¿Señor? No me había reconocido… Me había eliminado, completamente, de su vida. ¿Cómo una madre no reconoce a su hijo? Sí, había pasado mucho tiempo, pero ¡joder! Era mi madre, y yo era la luz de sus ojos. Sentí unas ganas inmensas de ponerme a llorar, pero me controlé. Miré a mi hermano, y lo único en lo que pensé fue en él. Si aparecía, de repente, en su vida podía ponerla patas arriba. Podía ser el inicio de un trauma para aquel pequeño. No se lo merecía. «—Tiene un hijo estupendo. ¡Cuídelo, cuídelo mucho!» —le dije, evitando a toda costa dejar caer mis lágrimas. «—¡Tiene toda la razón, señor! Es un granuja, pero con un corazón enorme, muy blandito» —dijo, con su peculiar sonrisa, con esa voz capaz de calmarnos. Yo la recordaba, en todas sus formas. Pablo pone cara de frustración. Me aprieta entre sus brazos. —Era la voz que usaba para animarme el día, para aplaudirme desde la ventana de arriba cuando jugaba en el patio o, para tranquilizar a mi padre cuando se sentía mal. Era ella, yo sí la había reconocido y, aunque pasaran mil milenios, podría volver a reconocerla. Yo nunca me olvidaré de ella. «—Mi mamá dice que en la vida hay muchos tipos de personas, algunas querrán destruirnos, y otras nos harán

brillar. ¿A que sí, mami?» —dijo mi hermano—. «¡Mi mami es la mejor, es la mejor del mundo!» Eso era lo que también pensaba yo. —Lucía (porque ya no quería llamarla mamá) asintió con una sonrisa. Mi hermano entró dentro de la casa. «—Tened un buen día» —concluí, finalmente. —Ella se despidió con un gesto y cerró la puerta. Caminé por ese pueblo desconocido hasta llegar a una montaña, allí, sin nadie que pudiera verme, me desvanecí junto a una gran roca. El cielo se revolvió y, unas horas después, comenzó a diluviar. Yo no me movía. Me abracé a aquella piedra deseando que el frío me congelara y me petrificara. Solo quería morirme. Mi madre no me había reconocido. Tenía una vida fabulosa, y no había vuelto a por mí, ni una maldita llamada en toda mi vida. Me abandonó. ¡Jamás podré perdonarla, jamás! Aunque, a punto de cerrar los ojos, me di cuenta de que estaba equivocado, de que no quería irme realmente, sino volver, volver al lugar donde estaban las personas que realmente me querían. Pablo aparta las lágrimas de mis ojos, y me abraza fuertemente para protegerme de los temblores que estoy sufriendo. Recuerdo el frío de esa noche como si hubiera sido ayer, aunque, a su lado, el fuego me calienta, el fuego me hace sentir mejor. Aunque… para qué nos vamos a engañar, no se trata del fuego, se trata de él, que sabe cómo provocarlo. —Tu madre se ha perdido al mejor hijo del mundo, en serio, muy pocas personas tienen un corazón como el tuyo. —Me quedé ahí, abrazado a la piedra, sintiendo como se clavaba en mi piel. Solo quería dejar de sentir ese vacío, ese dolor interior que, a veces, se adueña de nosotros, haciéndonos deambular por la vida sin interés alguno. Quería poner fin a todo. Me desvanecí pensando que jamás volvería hasta que escuché esa voz.

»Abrí los ojos en el hospital, la vida me había vuelto a dar otra oportunidad. Un excursionista misterioso me encontró y llamó a los servicios de emergencia. Volvieron a salvarme la vida. Otra vez estuve muy cerca de la muerte. ¿Sabes lo que vi al volver? Pablo se encoge de hombros. —Os vi a vosotros: a mi padre, a Laura, a Bruno, al director, a Irene, y a ti. Por eso volví, porque supe que mi destino estaba con la gente que realmente me quería, y no con una madre que se marchó para no volver. Gasté mucho tiempo circulando en otra dirección. Termino de llorar. Aparto las últimas lágrimas y me inclino para mirarle a los ojos. —¿Un excursionista misterioso? —Sí. Era mi hermano. Él me encontró en la montaña. El mismo crío que vi bajar del autobús, el mismo crío que, horas antes, había elogiado a Lucía. »Después estuve unas semanas en el hospital y vino a verme cada día. A veces venía con ella, pero seguía sin recordarme. Era invisible para sus ojos, sin embargo, él tenía una intuición conmigo, como si, en el fondo, supiera quién era realmente. —¿Y no se lo dijiste? ¿No le dijiste nada a tu madre? —¡No! Quería proteger a ese niño, si contaba la verdad… ¿En qué lugar quedaría ella? Tal vez, tendría problemas con su esposo. No sé, no quería ser un huracán. Simplemente acepté que no había ningún motivo, que, a veces, las personas te decepcionan y ya está. Ansiaba encontrar una excusa verdadera, pero no la había. Y no iba a truncar la vida de ese niño por una mujer que se olvidó de mí. Quizá, esta vez, hacía las cosas bien. —¡Joder, que rabia! ¡No te lo mereces! Lo miro con más seguridad que en toda mi vida. —Pablo, te amo tanto como cuando era un niño. Sin embargo, ya no voy a seguir jugando a imposibles. Sé que

durante estos años tu vida ha cambiado. Te has casado, tienes un hijo estupendo, y compromisos difíciles de evitar. Pero no puedo jugar, otra vez, al escondite. Y… tu marido se merece la verdad. ¡Actúa esta vez! Si de verdad me sigues amando, y quieres estar conmigo, habla con él. Divórciate. Cría a ese niño sin que note jamás tu ausencia y vamos a besarnos hasta que nos hagamos viejos, se nos caigan los dientes, y se nos olvide nuestra historia de amor. Pablo se aparta, ligeramente. —¡No es fácil! —Es lo mismo que siempre ha pasado. Nosotros hacemos difícil o fácil la vida. Me amas y lo sabes. Él merece alguien que lo quiera de verdad, y tú mereces ser feliz. Olvídate de ese Pablo cobarde, y arriésgate. Yo no voy a seguir esperando. La vida pasa muy rápido, y no quiero tirar más años a la basura. He comprado algo. Saco de mi mochila de tela dos billetes de avión y revelo la sorpresa que tenía preparada. —Un viaje a París. Tú y yo. Nuestro primer capricho. Quiero que te vengas y comencemos a recuperar los años perdidos. ¡Piénsatelo! Mañana, a las cinco de la tarde, en el aeropuerto de Barajas. Elige qué Pablo quieres ser. Me levanto, dejándolo ahí, reflexivo. Yo también estoy dándole vueltas a las cosas. Haga lo que haga, seré feliz, eso lo tengo muy claro. Si Pablo no aparece mañana, encontraré el modo de tirar hacia delante, pues si algo he aprendido a lo largo de todo este tiempo es que nuestra felicidad nos pertenece a nosotros, y no a los demás.

EPÍLOGO LA MUERTE SESENTA Y DOS AÑOS DESPUÉS

No es un entierro al uso, de hecho, ni siquiera va a ser enterrado. Lo han incinerado y, su hijo, ha convocado a los más allegados para despedirse de su padre en una reunión. Es la familia. La familia siempre unida, hasta el final. —Abuelo, cuando se vaya toda esta gente, ¿me contarás el final del libro? —Claro, cuando se vayan terminaré de contarte la historia. Tienes que conocer cómo terminó todo. Y, además, te contaré algo que no está escrito en esos libros, algo que solo quedará en el recuerdo de los que estuvimos ahí para verlo. Un hombre, muy mayor, se acerca hasta ellos, cautivado por la conversación. —¿Puedo oír esa historia, yo también? Quizá, entre los dos, podamos dar un final más verídico, ambos tenemos muchas arrugas en la cara —bromeó aquella persona. —Sabes que tú siempre podrás hacerlo. Además, no hay mejor conocedor de esa historia que tú, al menos que quede vivo. Se emociona y mira la foto que hay acomodada sobre la urna: luce joven y con una sonrisa en la cara, tras él, el amor de su vida le abraza con mucha fuerza. —Serás siempre eterno, papá. Todas tus lecciones perdurarán generación tras generación. Cada nuevo integrante que llega las aprende. Nos dejaste un mensaje de libertad que

deberían tener todas las familias del mundo. Te aseguro que ninguno de tu sangre sufrirá por no ser libre. La gente lo homenajeaba con flores y grandes palabras. Era un hombre que había calado en lo más profundo de todos aquellos que le habían abierto su corazón. Las lágrimas tampoco faltaron en esa despedida. —Quédate con lo bueno, con todo lo que has aprendido de él —le dice su esposa, que entrelaza sus manos arrugadas con las de aquel viejecillo que se sentía como un niño. —Aun así, le voy a echar mucho de menos. Me enseñó tantas cosas… Se dan un fuerte abrazo, bajo la mirada de toda su familia, de sus hijos y de sus nietos. El resto del tiempo transcurre rápido y, poco a poco, todo el mundo comienza a marcharse, excepto el viejo con bastón. Ese sigue ahí, esperando para hablar, una vez más, de aquella historia. De aquel libro: El hombre del corazón blandito. Los dos ancianos y aquel niño de once años se sientan en el sofá. —¿Estás preparado, pequeñín? —le pregunta su abuelo. —¡Sí! Quiero saber cómo terminó todo, ¿fue a buscarlo? ¿Se fueron juntos a París? Dime que sí, abuelo, dime que sí. —El hombre del corazón blandito llegó puntual al aeropuerto. Pasase lo que pasase iba a coger ese avión. Si se marchaba solo, aunque tendría ganas de llorar, aprovecharía la experiencia para cumplir su palabra, para ser feliz, para volar, esta vez, usando las alas. —¿Y qué pasó? El otro anciano se ríe ante la impaciencia de aquel niño. Inocencia en estado puro. —Llegó con un pantalón negro, ajustado, una camisa con rayas marrones y negras, y con varios botones abiertos. Tenía una sonrisa de oreja a oreja, aunque, también los ojos rojos de haber llorado. No debió de ser fácil esa noche. Adrián dejó la maleta y salió corriendo hacia él. La distancia se acortaba y

solo podía pensar en que había ocurrido, en que, después de tantos años, el fuego había conseguido mantenerse. Se abrazó tan fuerte a él que parecía, una vez más, que iba a traspasarlo. Las lágrimas salpicaron, pero esta vez de emoción. Y ahí mismo, después de años reprimidos, se dieron un beso que duró una eternidad. Un beso que marcaba el principio de una vida llena de amor y felicidad. —¡Se lo merecía! —interrumpe el otro anciano—. Merecía, de una vez por todas, llorar de emoción y no de tristeza. —Entonces, ¿se fueron a París? —¡Ya lo creo! Se fueron a París, a Irlanda, a Estados Unidos. Visitaron muchos países. Pero eso no es lo esencial, ¿sabes qué es lo verdaderamente importante? —¿Qué? —pregunta a su abuelo. —Que se amaron siempre como el primer día. Que en todas aquellas vivencias sonreían con el corazón, con el alma y, por supuesto, con la boca. —Se lo merecían —dice el niño. —¡Claro que se lo merecían! Más que nadie en el mundo. —Vuelve a objetar el anciano. —A los pocos meses se casaron. Hicieron una celebración por todo lo alto. Allí, en su boda, a lo lejos, Pablo hizo las paces con dos personitas que lo querían un montón, a pesar de sus errores. Una madre y un padre arrepentidos por las decisiones del pasado lloraban emocionados mientras su hijo decía el «sí quiero». Aquel día los tres lloraron mientras se abrazaban en un eterno gesto afectivo sin final. Irene pudo ver cómo, aquellas dos personas predestinadas a estar juntas, podían cumplir finalmente con su propósito, como si hubieran nacido para encontrarse. Dos semanas después cerró sus ojos. No quiso morir entre lágrimas y pesares. Así que, días antes de empeorar, se despidió de todos con su peculiar humor, también lo hizo de su familia, aunque le partiera el corazón. Allí, en esa boda, también estuvo Laura que, aunque vivía fuera y, apenas pasaba por Archena, no quiso perderse ese

momento. Ella siempre fue fiel a sí misma desde que se liberó de la jaula en la que vivía. Llevó su vida con una sonrisa y bajo el lema de vivirla a tope. No se casó, ni tuvo hijos, pero disfrutó de sí misma hasta que, un infarto, a los ochenta y siete años, se la llevó. —¡Pobrecita! —No te apenes, ella fue feliz. Todos, en algún momento, tendremos que partir. No hay que tener miedo a irse, no cuando has aprovechado tu vida, no cuando has sido feliz, por eso, muchacho, tienes que ser siempre feliz y hacer lo que te dicte el corazón —le dice su abuelo. —Siempre lo haré, abuelito, siempre. —Raúl y Bruno también se casaron, también triunfó el amor. Se mudaron a Madrid y vivieron allí toda su historia. Hicieron viajes, excursiones y locuras características de ellos. Fue una historia de amor verdadero, no un parche como, en un principio, muchos pensaron. El hombre de la sonrisa incrustada la recuperó y, junto a ella, también recuperó sus hoyuelos. Bruno se enamoró hasta las trancas, tanto fue así que, en menos de un año ya le había pedido matrimonio. ¡Las dos bodas fueron seguidas, prácticamente! »Allí, en su boda, Raúl pudo reencontrarse con todos sus amigos. Allí, en esa boda, todos lloraron abrazados por no haberse visto más. Allí, en esa boda, todos tuvieron que pedirse perdón. »Raúl falleció el año pasado, con noventa y pico años, no recuerdo con exactitud. Murió en la cama de su casa, arropado por sus sábanas de Pokémon y por su peculiar estilo adolescente, a pesar de la edad. Bruno agarraba su mano mientras, entre lágrimas se despedía de él. El hombre del anillo de oro se quedó allí, a vivir del recuerdo, de la felicidad de aquel viaje que tantas cosas bonitas le enseñó. Le hubiera gustado estar aquí, pero la edad no le permite hacer viajes largos. Como ves, muchachico, el tiempo pasa para todo el mundo, y es ahí, al final del viaje, cuando puedes hacer balance y saber si has sido realmente feliz. Ellos, todos, lo fueron.

—¿Y qué pasó con Brina? ¿Consiguió dedicarse al dibujo? —Pregunta lleno de expectación. Está inmerso en la historia. —¡Claro que lo consiguió! No era una dibujante peculiar, hizo como Adrián, se hizo un perfil en redes sociales y comenzó a mostrar su trabajo. Mucha gente se interesaba por él. Comenzó a diseñar portadas de libros, carteles, ilustraciones para novelas, para videojuegos… ¿Sabes quién dibujó esa portada, la del libro El hombre del corazón blandito? —¿Ella? —dice asombrado. —La misma. Desde ese día comenzó a dibujar todas las nuevas portadas de los libros de Adrián. El hombre del corazón blandito fue el primero que tu bisabuelo escribió bajo su nombre original. Siempre había publicado con un pseudónimo. Tenía miedo a que le reconocieran. Sin embargo, a partir de ese momento, cuando se empoderó, tuvo el valor de mostrar su verdadera identidad. —¡Quééé guaay! Yo también quiero escribir, por él. —Eres más bonico… —le dice su abuelo. —Brina se hizo muy conocida como dibujante y, pronto, grandes editoriales quisieron contar con ella para trabajar, sin embargo, fue siempre fiel a sí misma y eligió trabajar por cuenta propia y decidir su propio público. Si alguna editorial quería contar con ella, tenía que ser con sus condiciones y contratando sus servicios como empresa. También le fue bien en el plano amoroso, ¿sabes de quien se enamoró? —¿De quién? —pregunta con intriga. —De tu tatarabuelo. Finalmente, esa historia de amor se fraguó. Fue a cámara lenta, con pequeños detalles, con miedos e inseguridades, pero, ambos, consiguieron volver a enamorarse. Parecía que, de pronto, el amor había triunfado para todo el mundo. ¿Sabes por qué? —¿Por qué? —Sigue tan intrigado como al principio. —Porque cuando te quieres a ti mismo, cuando haces las cosas que te enamoran y hacen que los ojos te brillen de ilusión, la gente te ve por dentro, y ve la belleza que escondes

en el corazón. Por eso, cuando todos ellos empezaron a quererse, todos ellos, también, se enamoraron. —Eso es muy bonito, abuelo —reconoce el renacuajo. —Tu tatarabuelo murió a los noventa y nueve años. Murió por un cáncer, pero fue feliz, recuerda que eso es lo que importa. Brina falleció a los noventa y cinco, se la llevo una gripe. Cuando las personas llegan a una determinada edad su sistema inmunológico es más débil. El tiempo no perdona, pero es ley de vida, nada es eterno, todo es caduco. —¿Y qué pasó con ellos, con Adrián y Pablo? —Tus bisabuelos… —¿Puedo continuar yo esta parte? —interrumpe y toma la palabra el ancioano que, hasta el momento, se había mantenido casi en silencio. El hijo de Pablo se quedó callado y el niño redirigió la mirada a aquel misterioso anciano. —Vivieron una historia de amor preciosa. Envejecían llenando sus caras de arrugas marcadas por la felicidad. Un día, años después de su boda, me presenté en su casa. Tenía dieciocho años y necesitaba respuestas. Mi madre había fallecido por un cáncer que, tras años inactivo, se reactivó. Desde el primer día que vi a Adrián supe que tenía una conexión con él, tras salvarlo en aquella montaña donde casi pierde la vida. Sabía que no era una casualidad, sabía que éramos algo más que dos personas que se habían encontrado. Antes de que mi madre muriera le pregunté, sin tapujos, si había tenido un hermano alguna vez. Fue su mirada la que me contestó. Entonces lo supe, ella no lo reconoció, pero yo sí. Así que, me presenté en su casa para hablar con él. Cuando abrió la puerta, vi, con toda claridad, que me había reconocido. Nos quedamos, ambos, unos segundos en silencio, mirándonos. Era como si supiéramos que, tarde o temprano, ese momento iba a llegar. «—Siempre lo supe, lo de que no eras alguien más. ¡Eres mi hermano!» —dije, desde la puerta, sin moverme.

»Tenía los ojos vidriosos. Él sí lo sabía. ¡Claro que lo sabía! Llegó buscando a mi madre y se encontró con una mujer incapaz de reconocerlo. Yo no le guardo ese rencor, conmigo fue una buena madre. Soy incapaz de entender su modo de actuar y, aunque pasaran mil años, seguiría sin entender por qué le abandonó. He pensado en eso tantas veces… «—No quería interferir en la familia que Lucía había construido. Pensé que me reconocería, que tendría un motivo para haberme abandonado, pero no lo hubo, y tampoco lo había para revelar esa verdad y destrozaros a todos». —Se disculpó. Pero yo no estaba enfadado, yo solo quería darle un abrazo por todo lo que tenía que haber sufrido, solo quería decirle que podía contar conmigo, ¡que era su hermano! Todos están conmocionados. —Desde entonces fortalecimos el vínculo y nos unimos. Comenzamos a hacer planes de hermanos, a querernos como tal. Adrián no volvió a llorar de tristeza nunca más. Su corazón, blandito, se movía campante entre aquellas personas que lo amaban. Ya no tenía miedo, ¡se sentía protegido! Disfrutó de la vida, de su amor, de su familia, de su profesión. Murió a los ochenta y siete, aunque ya había tenido algún problema de salud antes. Se cayó al suelo y sufrió un derrame cerebral. Pero su alma siempre será eterna, siempre seguirá vivo en sus libros, en sus historias, especialmente en esta: El hombre del corazón blandito. —Fue como un padre para mí —confiesa aquel abuelo—. Cuando era pequeño, Pablo me contaba, una y otra vez, la historia de El chico del corazón blandito. La podía escuchar en bucle… deseaba darle un abrazo. —Al final se lo diste, ¿no? —pregunta el anciano. —¡Claro que se lo di! En más de una ocasión. Era, como he dicho antes, un padre para mí.

—Y el bisabuelo, Pablo, ¿qué le pasó después, cuando murió Adrián? —También estaba mayor. Tenía su misma edad. Comenzó a perder el juicio. A veces, era como si se acordara de todo, pero otras, comenzaba a decir cosas sin sentido. Aunque bueno, eso tú ya lo sabes, has conocido al bisabuelo y lo has visitado en varias ocasiones… ¿Ya no te acuerdas de lo que te decía? —¡Sí, claro que sí! Que era un chico con el corazón muy blandito. Se ríen. —Ahora ya descansa en paz. Todos lo hacen. —Bruno aún vive… —dice, recordándolo. —Cierto, quizá, un día de estos deberíamos llamarle por teléfono, ¿no te gustaría conocerlo? —Dios, ¡me encantaría! ¿Podemos hacerlo, por fi? —Hoy ya es demasiado tarde, pero te prometo que lo haremos, un día de estos. —Y una última pregunta, abuelo. ¿Puedo? —Dime. —¿Qué pasó con Marta? No has hablado nada de ella. —Todos perdieron su rastro. Lo último que se supo de ella fue que regresó a casa, a cuidar de sus padres, a recuperar el tiempo perdido con sus hermanos. Creo que nunca se perdonó, creo que fue la única, en ese viaje, que no halló la libertad. —¡Qué triste! —Sí, lo es. Hay unas poquitas personas, en el mundo, que al final no consiguen ser felices. La vida, ya te darás cuenta, es una gama de colores, y no siempre pasan cosas buenas. Pero… si nos quedamos con el balance de la historia, es un final feliz, ¿no? —¡Sí! Casi todos se enamoraron, casi todos se fueron al cielo felices. ¡Ojalá te equivoques y Marta se marchara también con una sonrisa!

—¡Ojalá! Lo deseo con todo mi corazón. Y allí, un niño con el corazón blandito coge el libro de su bisabuelo y se lo guarda para conservarlo como si fuera el mejor de sus tesoros, con intención de leerlo cada vez que se sienta afligido. Es su libro favorito.

«En el otoño de mi vida, yo debería ser un escéptico. Y en cierto modo lo soy. El lobo nunca dormirá en la misma cama con el cordero. Pero de algo estoy seguro: si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España, ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad. Nadie les podrá robar ese tesoro». La lengua de las mariposas.

CAPÍTULO ADICIONAL LA BODA

¿ME HABÉIS ECHADO DE MENOS? Seguro que sí, soy de esas abuelas estupefantásticas (como diría la juventud) que no pasa desapercibida. Para los que no me conocéis todavía, me llamo Margarita y soy la abuela de Raúl, sí, de ese muchacho que se ha pasado media vida llorando por un hombre. Si yo hubiera estado junto él ya me habría encargado de enderezarlo y quitarle las penas en un segundo, pero ya sabéis cómo es esto del amor: a veces casi ni se nota, otras; ¡por la Virgen! Parece que nos han sacado el cerebro de la cabeza y no podemos razonar. Dan ganas de ir dando capones a diestro y siniestro para ver si las neuronas se ponen en su lugar. Menos mal que al final sentó la cabeza y se dio cuenta de lo que le había dicho toda la vida: que hay que quererse un muchito. Pero bueno, hoy es el gran día, estoy emocionadísima, cómo me gustaría bajar de aquí y poder reunirme con todos ellos. Hace tanto tiempo que no celebro algo… tanto tiempo que no me cojo una buena borrachera… ¡Qué cabeza tengo! Aquí hay mucha gente nueva, y vais a pensar que soy una chalá. Yo no puedo ir a la boda porque desde el cielo no me dejan bajar. Aquí tenemos muchas ventajas, como verlo todo; es mejor que la televisión, pero no podemos salir de aquí (o no debemos, que sino la gente se asusta cuando se empiezan a mover las cosas. Ese Halloween… ¡Qué bien lo pasé!) Bueno, que una cosa es no poder ir y otra no poder arreglarse. Me he puesto monísima. Me he sentado en mi nube particular y estoy esperando a que se den el sí quiero. Por cierto, entre nosotros, el futuro marido de mi nieto está de toma pan y moja. Me recuerda a mi Antonio… Ay… cómo me

perdía yo en sus brazos, en su piel, en su miembro. ¡Si pudiera volver a ser joven! (O a estar viva). Todos están sentados en el jardín, esperando a que lleguen los novios. La alfombra, en lugar de ser roja, tiene un diseño de Pokémon a lo largo de su tela. ¡Esto es cosa de mi nieto! Ese juego le hacía perder la cabeza. Yo no me enteraba de ná. Adrián y Pablo miran emocionados la llegada de Bruno. Al final todos, en cierto modo, han tenido un final feliz. ¡Menos mal! Que ya bastante dura se puede hacer la vida por sí sola como para pasársela enredada entre líos amorosos. Se merecen sonreír. ¡Oh, qué bonitos! Se están dando un besito. ¡Oye, la lengua! ¿Por qué les gusta metérsela (la lengua, no seáis pervertidos) hasta el fondo? Con lo espléndido que se ve un beso lento y romántico. ¡Además, hay gente! Adrián y Pablo terminan de besarse (ya era hora, que su boda ya pasó) y observan cómo, bajo la canción Dándote muchos mimitos, eres tú mi peluchito, los novios llegan hasta el altar. Un funcionario los espera para enlazarlos. ¡GUAPO, GUAPO Y GUAPO! No puedo evitar gritar. Sé que no me escucha, pero hace ademán de mirar hacia arriba. ¡Me emociono! Cómo me habría gustado acompañarlo en un día tan especial. Aun así, sé que sabe que estoy ahí, siempre lo he estado para él, soy su abuela, la favorita. Raúl mira, con mucha emoción, a toda la gente que le acompaña: a sus padres, a sus amigos (reunidos todos, como en los viejos tiempos), al hombre del que se enamoró junto a su marido y al hombre del que se ha enamorado. Su mirada acaba en él, en sus ojos, en la sonrisa de Bruno. ¡Qué hombre tan apuesto! Hacen una pareja preciosa. Sus personalidades se complementan de tal manera que se ayudan a sacar una versión mejor de sí mismos. —Te quiero, mi chico —dice Raúl, con los ojos encandilados. —Pero yo más, eso no lo puedes cambiar. —Sigue soñando…

—Sueño mucho, pero esto no es un sueño, no puedes quererme más de lo que yo te quiero, es imposible —contesta Bruno. —Hay cosas imposibles que se hacen realidad. —Esto parecía imposible; ahora es un hecho. —Bruno se emociona al pensar en él. —Nuestro puzzle. Te voy a cuidar siempre. Esto ya será hasta el final. —Eso quiero, hasta el final, los dos. ¡Pero qué bonicos! Dios mío… ¡Traigan pañuelos, por favor! Los invitados se acercan para darles la enhorabuena. —Felicidades, parejita, nos alegramos mucho por vosotros —dicen Brina y el padre de Adrián. Otra pareja que triunfa, ¡cómo me alegro! El amor está en al aire. Esto es como ver una telenovela, ¿qué voy a hacer yo ahora? —Pronto os tocará a vosotros, ¿ehh? —dice Bruno con picardía. —Ufff, ¡calla, calla! Nosotros estamos bien así, disfrutando de la vida —dice el padre de Adrián. —¿Qué no me vas a pedir matrimonio? —Se indigna Brina. —Oye, pues pídemelo tú, que estamos en el siglo veintiuno, las mujeres también podéis hacer esas cosas. Además, ¿tú no hablas de que eres independiente, de que puedes ser incluso mejor artista que cualquier hombre? Pues aplícatelo a todas las cosas —le provoca con una risita. —¡Uy, lo que me ha dicho! Pues te vas enterar, el día que menos te lo esperes me pongo de rodillas, eso sí, no se te va a olvidar en tu vida. ¡Eso te lo digo yo como que soy italiana! —¡Me voy a poner a temblar! —vuelve a bromear. Hay amor en ellos, fuego que se extiende. Son una pareja muy bonica. ¡Todos lo son! ¡QUE VIVA EL AMOR!

Los amigos de Raúl, de los que tanto he aprendido, se sinceran con él, le dan abrazos y ahogan las lágrimas que, durante mucho tiempo, han ocultado. Espero que a partir de ahora se vean más, Raúl los ha necesitado mucho, eran parte de su puzzle. —Quiero que seáis muy felices. No cometáis estupideces. Hablad las cosas con tranquilidad, valorad lo que sois y lo que os aportáis. El amor no siempre será felicidad, tendréis momentos difíciles y solo vuestra madurez y vuestra intención por solucionar un problema será lo que os haga uniros en lugar de alejaros. Aunque bueno, creo que ambos sabéis de lo que os estoy hablando —dice Adrián, inmensamente feliz por ellos. —¡Este hombretón no se escapa de aquí! Fíjate: me dijo que lo de la alfombra con dibujos de Pokémon ni de coña, pues al final acabó haciendo el diseño. Bruno le mira con ganas de matarlo. —Si es en confianza, ¡tonto! —Tengo una reputación de hombre duro. —Pero… ¿qué reputación vamos a tener después de haber puesto la canción del peluchito? Se ríen. —Al final todo ha salido bien, para todos—dice Bruno, mirándolos. —Estamos justo donde tenemos que estar. Toca vivir, ¿no? —añade Adrián. —¡Toca vivir! —repiten Raúl, Bruno y Pablo. Entonces, aquellos cuatro corazones que, durante mucho tiempo han estado perdidos, rebosan en felicidad. Se abrazan, sin importar nada, con todas sus fuerzas, y allí, se dan cuenta de que, todos ellos, de alguna u otra manera siempre estarán unidos. ¡Larga vida a todos ellos! ¡Y que sus puzzles lleguen hasta el final!

Y ahora sí, vamos a dejar de mirar, que la parejita necesita intimidad. ¡Qué cierren el telón!

«Nada es perenne, todo, tarde o temprano, termina, por eso, amigo o amiga de corazón blandito, trata de circular por la vida a tu ritmo, deteniéndote lo menos posible, y circulando siempre a un ritmo que te permita ver, porque si no vemos, ¿de qué sirve circular?». Adrián, el chico del corazón blandito.

NOTA DEL AUTOR

El amor es un sentimiento irracional que nos empuja a lanzarnos al vacío. Por amor lloramos, por amor reímos, por amor hacemos muchas cosas. Podríamos decir que, en un sentido general, es la fuerza que mueve al mundo. Todos necesitamos sentirlo: hacia nosotros mismos, hacia lo que hacemos, hacia las personas que amamos. Sin embargo, hay amores prohibidos. Sí, a día de hoy siguen existiendo. Puedes pensar que no, que me equivoco, que en España todo el mundo es libre para amar, que lo que trato de decir pertenece a otro siglo. ¡Pero no! Ahí fuera, en la calle, en los trabajos, en los institutos, sigue habiendo personas (cada vez menos numerosas) que no les importa apagar la luz de otras. Es así. Y no solo pasa por ser homosexual, ocurre por más razones que, por supuesto, también condeno. Tal vez tú has tenido una vida feliz (o, tal vez no), pero, y sin que suene a obligación, es tu deber como persona y como ciudadano luchar por la libertad. No por la libertad de una persona homosexual, o de una de color, sino por la libertad de todos los humanos del mundo, por el derecho a ser que todos merecemos, por el derecho a amar que nadie debería juzgar, por esa libertad (y no por otra) deberíamos unirnos todos, siempre. Hay guerras que no van con nosotros, pero de nuestra lucha depende que se haga justicia. Yo sé en que bando quiero estar, ¿y tú?

¿TE HA GUSTADO?

Si te ha gustado esta historia te agradecería mucho que dejaras alguna opinión en redes sociales. Nosotros, los escritores que estamos surgiendo actualmente, tenemos muchas dificultades para darnos a conocer. Cualquier comentario, reseña o valoración puede hacer que otra persona, conectada a ti, me dé una oportunidad y, de este modo, seguir creando este proyecto de escritor que comenzó en 2018. Por otro lado, si quieres debatir conmigo algún aspecto de la novela, o te apetece mandarme algún mensaje, a continuación, te adjunto mis redes sociales, todas vuestras palabras me sirven para mejorar día tras día. Julio Marín García (Facebook)

@Julioescritor94 (Instagram)

BIOGRAFÍA

Soy Julio Marín, un autor español de thriller, fantasía y novela LGTBI. Estudié Comunicación audiovisual en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Comencé a darme a conocer en redes sociales tras la publicación de mi primera novela, en el año 2018, Los 3 suicidios de Marcos Ruiz. Gracias a esta primera publicación, conseguí empezar a ser conocido, sobre todo por Instagram y Amazon, consiguiendo en varios periodos entrar en top ventas. A principios de 2019 lancé mi primera novela fantástica Los susurros del Caracol: el despertar (primera parte de una saga). En octubre de ese mismo año autopubliqué por cuenta propia mi primera obra LGBTI, Un puzzle de amor, convirtiéndose en el libro más vendido de su categoría la primera semana de salida y estando en los tops ventas durante 3 meses.

En mayo de 2020 lancé dos nuevas novelas: El legado de marcos Ruiz y El chico del corazón blandito. El 1 de octubre de 2020 saqué la segunda parte de la bilogía “corazón blandito” bajo el nombre El hombre del corazón blandito.

MIS OTROS LIBROS

d

MI EQUIPO Por último, quería felicitar a mi equipo. Sí, detrás de cada libro hay un equipo que lo hace posible. Normalmente están a la sombra, nadie conoce sus nombres ni su identidad, pero yo quería, con esta historia, romper con eso. Hacerlos, por una vez visibles y que, todos y cada uno de vosotros, lectores, podáis saber que nada de esto fue posible sin ellos.