El Evangelio comentado tomo segundo PEIRO

F R A N C I S C O X. P E 1 R Ó , S . J EL E V A N G E L I O C O M E N T A D O Conferencias por radio Tomo segundo

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F R A N C I S C O

X.

P E 1 R Ó ,

S .

J

EL E V A N G E L I O C O M E N T A D O Conferencias por radio

Tomo segundo O

EDITORIAL

SAPIENTIA,

M ADRID

S. A .

INDICE ANALITICO Sección quinta PREDICACION EN JUDEA Y EN PEREA Página

CLIX.-La mujer sorprendida en adulterio. CLX.— Jesucristo, luz del mundo ........... CLXI.— Después de la fiesta de los tarbernáculos ..................................... CLXn.— La santidad de Jesús ................. CLXIII.— La curación del ciego de naci­ miento ...................................... CLXIV.— La curación del ciego del naci­ miento (II) ............................. CLXV.— El buen pastor ............................ CLXVI.— La parábola del amigo importuno. CLXVn.— La parábola del amigo importu­ no mo Ií

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Mus que discursos parecen propiamente interrupcio­ nes que Jesús impone a sus enseñanzas, provocadas por los escribas y fariseos, sus interlocutores, en acecho siempre de cualquier ocasión propicia para desacredi­ tarle a los ojos de aquella multitud que, enajenada, de admiración y enardecida de entusiasmo, le escucha­ ba. Tomadas en conjunto contienen afirmaciones de subido valor doctrinal, relativas a la Divinidad de Jesu­ cristo, a sus relaciones con el Padre, a su misión mesiánica y redentora, a la necesidad de creer en las ver­ dades que enseña y aunque en el Evangelio de San Juan, que es donde se insertan, forman todas estas interrup­ ciones un todo único y compacto, no hay que creer que respondan a una perfecta unidad lógica de tiempo, puesto que no se advierte entre ellas conexión ni enlace lógico manifiestos. Yo soy la luz del mundo, comienza diciendo Jesús: el que me sigue, no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida. Replicáronle los fariseos: Tú das tes­ timonio de ti mismo y así tu testimonio no es digno de fe. Respondióles Jesús: Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es digno de fe, porque yo sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne, pero yo no juzgo así de nadie y cuando yo juzgo, mi juicio es digno de fe, porque no soy yo solo, sino el Padre que me ha enviado. En vuestra ley está escrito que el testimonio de dos personas es digno de fe. Yo .soy el que doy testimonio de mí mismo, y el Padre, que me ha enviado, da también testimonio de mí. De­ cíanle a esto: ¿Dónde está tu Padre? Respondió Jesús: ni me conocéis a mí, ni a mi Padre; si me conocierais a mí, no dejaríais de conocer a mi Padre. Estas cosas las dijo Jesús enseñando en el templo, en el atrio del tesoro y nadie le prendió porque no había llegado su hora.; Como se ve, el evangelista concluye esta primera parte del discurso de Jesús indicando el lugar preciso del vasto edificio del Templo, en que todo esto se pro­ nunció, que fué el gazoftlacio o atrio del tesoro, por otro nombre Patio de las Mujeres, en el que so íecogian limosnas para el culto y servicio del Templo, después de cuya indicación repite el estribillo consabido de que na­ die ponía en Jesús sus manos, porque no habla todavía

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llegado su hora. Bien fuera porque, comenzando enton­ ces a amanecer, el sol asomara por el horizonte, bien porque le sugiriera esta figura de la luz el rito alegre y solemne de la magna procesión que sacerdotes, levitas, ancianos y pueblo organizaban con motivo de la fiesta de los Tabernáculos en torno a cuatro enormes candela­ bros de más de veinticinco metros de altura, cuyas luces derramaban vivísimos resplandores sobre la ciudad, con lo que se recordaba a los judíos la columna de fuego que había guiado a los hebreos a través del desierto, fig'ara del mismo pueblo de Israel, luz del mundo, porque de su seno había de nacer el personaje destinado a ilu­ minarle, la comparación estaba acertadísimamente esco­ gida para que Jesús se diera a sí mismo esta magnifica y solemne atribución de llamarse luz y decir de sí: «Yo soy la luz del mundo». Antes se había comparado a una fuente de agua viva que sacia la sed hasta tal punto que los que la beben no vuelven a sentirla; ahora se llama luz del mundo, una de las imágenes más bellas y sugestivas que podía adoptar para definirse. Ya en el Antiguo Testamento se había predicho que Jesús seria luz vivísima, que iluminaría al pueblo de Israel y al mundo entero (Is., IX, 1-2); San Juan en el magnifico prólogo de su Evangelio había dicho que era la luz que resplandecía en las tinieblas y las tinieblas no la habían recibido (Jo., I, 4-9); el padre del Bautista le había llamado «sol naciente» (Le., I, 78); el anciano Simeón le había saludado como «lumbre de las naciones? (Le., II, 52), ¿qué tiene de particular que Jesús se atri­ buyera tan hermoso calificativo, si estaba predicho y vaticinado que seria, en efecto, la luz que alumbrarla los pasos de los fieles y discípulos que le siguieran, para que anduvieran siempre en plena y perfecta claridad? La luz era, además, para el judío, parte de su misma vida; luz clara de un cielo limpio y terso, con la que todo el país, en su constitución rocosa, parece transpa­ rente. Cuando la luz falta, porque el sol se pone, parece como que todo vestigio de vida se extingue y fácilmen­ te se tropieza en los caminos pedregosos, cuyas piedras calcáreas, blancas y lisas, no dejan distinguir formas ni colores. Fuera de estas correspondencias locales y de este sentido reiterado de la profecía, aplicada a Jesús la ima­

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gen de la luz adquiría por ello solo peculiares e insospepechados caracteres. Es don que permite discernir el camino que conduce al Padre; es claridad que alegra el alma y la torna desinteresada, pura, tersa y resplande­ ciente; es mensaje que baja del cielo y que, por tal, hállase en contradicción y en pugna con lo que sale de decir: la carne es interesada y el que juzga según la carne es en sus juicios interesado y parcial; pero yo no juzgo según la carne; yo juzgo según la verdad, por­ que de la verdad vengo y la verdad no engaña, ni se engaña nunca; y si decís que yo estoy solo para dar tes­ timonio de mí y en la ley está escrito, como es sabido, que dos testigos prueban, pero uno solo no, sabed que yo no estoy solo, sino que, además de mi testimonio, atestigua en mi favor el Padre, que me ha enviado, y el testimonio de dos personas divinas no ha de ser de condición Inferior al testimonio de dos personas hu­ manas. Los judíos no se dan por vencidos. A un testigo hay que verle, oírle, y si no se le oye ni se le ve, su testi­ monio no vale nada. Hablas de dos testigos. A ti ya te vemos, pero tu Padre, cuyo testimonio citas, ¿dónde está? A lo que Jesús les responde: «Ni me conocéis a

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Mí, ni conocéis a mi Padre; si me conocierais, conoce­ ríais también a mi Padre.» Jesús se resuelve, por fln, como se ve, a desenmascarar a sus contradictores. El propósito de éstos era obligarle a declarar que Dios era su Padre, para imputarle una blasfemia y acusarle de blasfemo. La respuesta de Jesús se limita a decirles: «Yo soy uno con el Padre; pero como no reconocéis la divinidad en Mi, es inútil que intentéis reconocerla en el Padre; así como, si la reconocierais en Mi. seria fácii que del conocimiento mío os elevarais al conocimiento de mi Padre.» Magnífica demostración que ofrece simultáneamente Jesús a los judíos de Sí mismo y de su Padre. De ella se deduce que Cristo es la revelación de Dios; es Dios pues­ to a nuestro alcance bajo una expresión humana; es la perfección divina, las perfecciones divinas, revelándose al mundo bajo formas humanas; es la santidad de Dios, la bondad de Dios, la hermosura de Dios, la misericordia de Dios mostrándose a los ojos de la humana criatura durante treinta y tres años para hacerse tangibles e imitables; Cristo es Dios, haciéndose hombre y viviendo entre los hombres para enseñar a los hombres con su palabra, y sobre todo con su vida, cómo se ha de vivir, para imitar a Dios y para agradarle. La escena que se desarrolla entre Jesús y sus dis­ cípulos la víspera de la Pasión arroja luz vivísima sobre el hecho de estas sublimes revelaciones de Dios en la persona de Jesús. Habla largamente Jesús a sus Após­ toles de la persona de su Padre; les dice cómo es, cómo obra, cómo ama a los hombres, y los Apóstoles, enaje­ nados de entusiasmo ante aquellas magníficas perspec­ tivas que se les ofrecen y los amplios horizontes que se íes abren, muestran vivos deseos de ver al Padre, y Felipe, haciéndose intérprete del pensamiento común, dirige a Jesús esta frase: «Muéstranos al Padre y nos basta», a lo que Jesús, amablemente, responde: «¿Tanto tiempo llevo con vosotros y todavía no me conocéis? Felipe, el que me ve a Mi, ve a mi P a d r e a «La Vida se lia manifestado, escribe San Juan, y nosotros la hemos visto; he aqui por qué le rendimos testimonio y os anun­ ciamos la vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que se ha hecho sensible aqui abajo» y visible en Cristo Jesús.

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L1 hecho de venir Jesús a la tierra como luz del mundo parece que excluye ya del campo de la visión del hombre toda clase de tinieblas y oscuridades Intelec­ tuales, al menos las concernientes a los vivos y palpi­ tantes problemas de .su origen y do su destino, y por ser Cristo palabra del Padre, auténtica y exacta revelación de la Verdad de Dios, parece imponérsenos con respecto a todas las formas humanas de verdad ciertas peculiares y concretas obligaciones, todas las cuales se concretan y resumen en una sola, que es ésta: la de respetar la '.erdad y tratarla con amor en cualesquiera de las for­ mas en que se manifieste. ¿La amamos así siempre? ¿La tratamos con el respeto que merece el infinito y divino amor con que se nos otorga? No respetamos la verdad ni la tratamos con amor cuando dejamos que la pasión se interponga entre ella y nosotros, cuando la dejamos que actúe con todas las in­ terferencias que la empañan y desfiguran y que son nuestros prejuicios, nuestras prevenciones, esas mil va­ riadas formas de parcialidad, que nos hacen ver las cosas y las personas, no como ellas en realidad son, sino como lo piden nuestros bastardos y mezquinos intereses. No respetamos la verdad ni la tratamos con amor cuando la ocultamos, como si fuera una divinidad mal­ hechora, cori cualesquiera de las varias formas de si­ lencio, que llamamos timideces de conducta, concesiones al mal, complicidades encubiertas, respetos humanos injustificados y censurables, múltiples procedimientos, pero todos ellos muy afines, de obligar a la verdad a refractarse a través de una conducta insincera y pusi­ lánime, a deformarse a sí misma y a despojarse de aque­ llos rasgos característicos, nobles y dignos, que trajo del cielo, cuando salió del seno de Dios, para encarnar en el hombre y divinizarle; operaciones quirúrgicas to­ das ellas de encogimiento de la verdad, de contracción de su ser, para que no sea vista y pueda, sin suscitar las inevitables resistencias, circular Inadvertida. No respetamos la verdad ni la tratamos con amor cuando la disfrazamos de formas hipócritas e insinceras y la hacemos una verdad de dos caras, una para el cielo, y otra para la tierra, una para Dios y otra para los hombres, y la vestimos con trajes distintos, según los lugares a que asistimos y las personas que frecuentamos.

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No respetamos la verdad ni la tratamos con amor t uando la expresamos en términos duros y con frases inconsideradas, por no tener en cuenta que la verdad debe servirse de envolturas finas y amables, porque hay verdades de suyo ingratas, que forzosamente hay que decir, pero cuyas aristas imponen Jas leyes de la convi­ vencia humana que se disimulen, para que puedan ser recibidas con amor y ser útiles a las almas. Dios, que es benignidad y suavidad», en frase del Apóstol, quiere que la verdad, que es eco suyo y expresión de su pen­ samiento, adopte esa misma forma de suavidad y de dulzura, revestido de la cual apareció un dia en la tierra. Muchas veces se ofende más que por lo que se dice, por ia manera con que se dice, y muchas veces se hace bien, aun diciendo cosas Ingratas, por el aire con que se dicen y las maneras que se emplean para decirlas. Las almas son como las flores. Hay que tratarlas con amor si no se Las quiere deshojar.

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DESPUES DE LA FIESTA DE LOS TABERNACULOS (Jo., V 111,21-45.) Juan, VI I I , 21-45.— Di joles Jesús en otra ocasión: Yo me rey y vosotras me buscaréis y vendréis a morir en vuestro pecado. A donde yo tc>v no podéis venir vosotros. A esto decían los judíos: ¿Si querrá matarse a sí mismo y por eso dice: A donde yo voy no podéis venir vosotros? Y Jesús proseguía diciéndoles: Vosotros sois de acá abajo; yo soyde arriba; vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: perenne si no creyereis ser yo lo que soy, moriréis en vuestro pecado. B e pilcábanle: Pues, ¿quién eres tú? Respondióles Jesús: Yo soy el principio de tedas las cosas, el mismo que os estoy hablando. Muelaas cosas teivjo rué decir y condenar en cuanto a vosotros, como quie­ ra el que me ha enviado es veraz* y yo sólo hablo en el mundo las cosas que oí a él. Ellos no echaron de ver que decía que Dios era su Padre. Por tanto, Jesús les dijo: Cuandp habréis levantado en alto, o crucificad o, al Hijo del Hombre, entonces conoceréis quien soy yo. v que nada hago de Mí mismo, sino tjue hablo lo que mi Padre me ha enseñado. Y el que me ha enviado está siem pre con* mi:>o y no me ha dejado solov porque yo hago siempre lo que es de su agrado. Cuando Jesús di j o estas cosas* muchos creyeron en EL Decía, pues, a los Judíos que creían en El: Si perseverarais en :¿*i doctrina, seréis verdaderamente discípulos tnids. Y conoceréis >a vercted. y ia verdad os hará libres. Respondiéronle «líos: Nosotros somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de na­ die. ¿Cómo, pues, dices tú que vendremos a ser libros? Replicólas Je­ sús: En verdad, en verdad os digo que todo aquel que comete pecado es esclavo del pecado. Es así q\ie el esclavo no mofa para siempre en 1a casa; el hijo si que siempre permanece ella lAitgo, si el Hijo os da libertad, seréis verdaderamente libres. Yo sé que sois

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en El, requisito indispensable para acompañarle. Esta afirmación exige algunas leves aclaraciones. Cuando Jesús condena el mundo, así en este pasaje en el que dice que por vivir en el mundo se muere en pecado, como en otras ocasiones en que tiene para el mundo acentos de repi*>bación, no entiende por mundo el conjunto de los seres que pueblan la tierra, sino so­ lamente todo aquello que en pensamientos, palabras o acciones representa una protesta contra Dios, contra su ley, contra su gracia, contra la vida superior que nos comunica, contra las esperanzas que nos infunde, contra los destinos que nos promete. Hay una tal oposición y antagonismo entre las máxi­ mas religiosas y morales del mundo y el pensamiento de Dios, que se hace imposible todo pacto entre los que siguen el Evangelio, que es el libro en que el pensamien­ to de Dios se contiene, y los partidarios del mundo. El Evangelio nos dice que nuestro fin es conocer a Dios, amarle con todas nuestras fuerzas, adorarle y ser­ virle sólo a El, y esto a través de la Iglesia católica, que es obra suya. El mundo nos dice que Dios, como viejo patriarca, reside en el cielo, sin mezclarse en los asun­ tos de los hombres; que todas las religiones son buenas; que hay que dispensar a todas las opiniones y a todos los procedimientos de conducta una comprensión sin límites, una tolerancia considerada y respetuosa. El Evangelio dice que la vida se nos da para salvar el alma, y que a esta salvación hay que sacrificarlo todo. El mundo enseña que la vida se nos da para vivirla, para gozarla, siguiendo los instintos sagrados de la natura­ leza, que todas las voces del mundo nos mandan satis­ facer. El Evangelio nos impone luchas y violencias; el mundo, condescendencias y satisfacciones. El Evange­ lio nos enseña que hay que amar la justicia, respetar el derecho, obedecer la autoridad, que viene de Dios. El mundo dice que la autoridad viene del pueblo; que el poder lo otorgan las muchedumbres soberanas; que 1.a fuerza prevalece sobre el derecho; que los hechos con­ sumados, cualquiera qik,* sea su origen y su ser, merecen acatamiento y respeto. Y lo mismo que las máximas del mundo sobre Dios, sobre la vida, sobre nuestro destino, sobre la moral, so­ bre la religión, son máximas corrompidas, asi lo son

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también sus obras, las obras que inspira, las que acon­ seja, las que aprueba, las que canoniza. ¿Tiene algo, entonces, de particular que Jesús pronuncie frases tan severas sobre el mundo y sobre los que viven en el mundo y pertenecen al mundo, y diga que morirán en pecado y no podrán, por consiguiente, ir a donde va El? Pero entiéndase bien que para merecer esas izases re­ probatorias no basta vivir en el mundo, sino que es preciso alimentarse de esas máximas corrompidas del mundo y ejecutar las obras de impiedad y de iniquidad que ellas producen. Los hijos del mundo no alcanzan todos el mismo nivel de perversidad, pero la indulgencia con que se miran y la mancomunidad en que participan ele esos mismos vicios y errores hacen de ellos presa más fácil a la codicia del tentador y forman todos jun­ tos una atmósfera tan densa y tan irrespirable que ape­ nas si en medio de ella la virtud puede florecer. Ten­ déis la mano al mundo y él procura atraeros a la órbita en que él se mueve; hacéis un sacrificio por él y al día siguiente se atreve a pediros sacrificios nuevos: contraéis amistad con sus hombres, sois indulgentes con sus excesos, mostráis tolerancia con su conducta, y él se juzga ya con derecho a imponeros sus principies y a poneros en trance de comprometer vuestra fe y de per­ vertir vuestras costumbres. Al ver los judíos a Jesús expresarse en esta forma acerca del mundo y señalar la fe en su persona, en la de Jesús, como el mejor y más eficaz preservativo contra sus vicios y sus errores, le preguntaron con desenfado: , es decir, si viviéramos según las normas de ese Evangelio, que decimos que contiene la verdad. Tenemos mil argumentos que la demuestran, pero los incrédulos no se toman el trabajo de estudiar­ los, al vernos, como nos ven, viviendo poco más o menos la vida que viven ellos, con los mismos deseos de como­ didad y de placer, oportunistas como ellos, con los mis­ mos criterios y máximas morales que ellos tienen, po­ niendo en juego, para eludir nuestros compromisos, la condescendencia, la tolerancia, la contemporización, en vez de someternos con rigor a las normas inflexibles de la verdad que proferamos y embeberla materialmente en nuestra vida. Los judíos, como siempre, no entendieron estos con­ ceptos de libertad, que la verdad, cuando se la posee, otorga, en el sentido espiritual y auténtico en que los

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exponía Jesús y se escandalizaron de que Jesús procla­ mara abiertamente que ellos, hijos de Abraham, raza escogida, eran esclavos y no libres. Habían estado so­ metidos, es cierto, a la servidumbre de los egipcio»; su­ frido el cautiverio de Babilonia; se hallaban a la sazón bajo el poder de los romanos, pero todo ello tenía un carácter episódico y temporal; cuando viniera el Mesías, que estaba ya a la vista, el pueblo de Israel asumiría ei poderío universal sobre todos los pueblos de la tierra y no habría otro pueblo, libre como él, que se le igualase. Pero hay otra libertad, que no es la libertad política, y otra servidumbre, que no es la de una nación a otra nación. Se puede ser libre con libertad puramente material y al mismo tiempo esclavo. Y vosotros, les dice Jesús, sois esclavos; esclavos del pecado, porque, aun­ que sois hijos de Abraham, no practicáis las obras de Abraham, sino obras de pecado y por eso sois esclavos de él..Esta esclavitud, a que sujeta el pecado a quieta lo comete, ¡qué claramente aparece a les ojos de un observador imparcial! Lo primero que hace es engañar­ nos. Nos promete que tendremos paz, ganancias tempo­ rales, provechos de tipo material, dicha y felicidad en una palabra, y luego, cuando nos ve caídos, se ríe de nosotros, i¿os abandona, nos paga con sarcasmos y la que es peor, con la inquietud y el remordimiento. Hay hombres que dicen que gozan de paz. viviendo mal; que viven tranquilos en medio de odios implaca­ bles que les devoran; con una concupiscencia que les abrasa; con mil miserias morales que les humillan. Cuesta trabajo creer que son sinceros. El pecado no eí un huésped inofensivo; cuando entra en el alma, siem­ pre turba y desasosiega, porque la ley no se viola sin que esa violación suscite un remordimiento. Todo pe­ cado lleva consigo el auge desaforado de una pasión que, así que triunfa, se convierte en tirana que une a su yugo la propia dignidad del hombre, que arrastra por los suelas, humillada y envilecida. La conciencia, por otra parte, de amigo y consejero, se transforma en censor y en juez, que persigue al pecador por todas par­ tes y amarga sus contentos. Con razón dice Jesús a los judíos que, aunque hijos de Abraham, son esclavos del pecado, porque hacen sus obras y no las de Abraham Abraham creyó y vosotros no creéis. Abraham creyó en

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Mi y vosotros me rechazáis. Yo enseño lo que he apren­ dido de mi Padre y vosotros hacéis lo que habéis apren­ dido del vuestro. Con una verdadera explosión de cólera acogieran los judíos estas palabras de Jesús. «Nuestro padre es Abraham», le dijeron con energia. «Pues en­ tonces, les repitió Jesús, ¿por qué queréis matarme? Porque Abraham no hizo eso.» Al replicar los judíos que Abraham es su padre según la carne, pero que en lo espiritual no tienen otro padre que a Dios, rechaza esa afirmación y les dice: «No; vosotros no tenéis por padre a Dios; porque entonces me amaríais a Mí que procedo del Padre. Vuestro padre es el diablo. Vuestros obras lo denuncian, porque hacéis las obras de él. El diablo no perseveró en la verdad; amó la mentira y lo peor es que todo su afán es sembrai por el mundo la mentira, el pecado, la muerte. Y es lo más triste que se le cree aunque diga mentira, y a aquel que dice la verdad, porque viene de Dios, como yo, a ese na se le cree. ¡Triste sino el de la Verdad! ¡Que venga un día a la tierra y se la crucifique y todas las formas humanas de verdad, reflejos de aquella, corran desde entonces la misma suerte! Con la verdad en los labios, ¡qué mal se circula! Con la mentira en la mano y con la mentira en todas sus formas: adulación, hipocresía, disimulo, contemporiza­ ción. etc., ¡cuántas puertas se abren!

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LA SANTIDAD DE JESUS (Jo., V III, 46-59.) J u u * VI I I , 46-59.— ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado algur.o? Pues, si os digo la verdad, ¿por qué no me creéi s? Quien es de Dios escucha las palabras de Dios. Por eso vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios. A esto respondieron los judíos, diciéndose: ¿No decimos bien nosotros que tú eres un samaritano y que estás endemoniado? Jesú» les respondió: Yo no estoy poseído del demo­ nio. sino que honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado a Mi. Pues yo no busco mi gloria; otro hay que la promueve, y El rrve vindicará. En verdad, en verdad os digo que quien observa* mi doctrina, no morirá para siempre. Dijeron los judíos: Ahora aca­ bamos de conocer que estás poseído de algún demonio. Abraham murió y murieron también los profetas, y tú dices: Quien observare mi doctrina no morirá eternamente. ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y que los profetas, que asi­ mismo murieron? ¿Tú, por quién te tienes? Respondió Jesús: Si yo me glorifico a Mí mismo, mi gloria, diréis, no vale nada: pero ts mi Padre el que me glorifica, aquel que decís vosotros que es vues­ tro Dios. Vosotros, empero, no le habéis conocido. Yo sí que le co­ nozco; y si dijere que no le conozco, seria, como vosotros, un m en­ tiroso. Pero le conozco bien y observo sus palabras. Abraham. vues­ tro padre, ardió en deseos de ver este día mío; vióle y se llenó de gozo. Los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y viste a Abraham? Respondióles Jesús: En verdad, en verdad os digo que $mes que Abraham íuera criado, yo existo. Ai oír esto, cogieron m u chtvs piedras para tirárselas. Mas Jesús se escondió m ilagrosam ente / ¿alió del templo.

Tan violenta y acremente discurría la controversia vntre Jesús y los judíos y adoptaban los ataques que éstos le dirigían un tono tan agresivo y de tal descon­ sideración a su honor y a su dignidad, que Jesús se creyó obligado a vindicarse, lanzándoles una especie de cíesafio, que sólo en labios de El y de nadie más que 3.

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de El podia justificarse. «¿Quién de vosotros, les dijo, me acusará a mí de pecado?» Nadie, antes de Jesús, había podido proferir frase semejante y nadie, después de El, podría proferirla. Ni el mismo Jesús la repite más. Equi­ valía a la proclamación de su absoluta santidad: de una santidad excepcional y única, expresada por el misma que la posee en unos términos tan categóricos e incon­ trovertibles, que la humanidad, tan celosa siempre de sus fueros igualitarios y niveladores, no hubiera con­ sentido oír de labios de nadie. Y en efecto, tan convin­ cente y avasalladora era la fuerza de esta proclamación, que los judíos no se atrevieron a impugnarla. Y lo mis­ mo que a los judíos, se ha impuesto la santidad de Jesús a todos los hombres. Es la suya una santidad única, excepcional, que no» se parece a ninguna, que a todas las excede. Mientras que la santidad de los hombres, que tene­ mos por santos, es una santidad parcial, fragmentaria* que toma en cada uno individuales y características formas: la de la caridad para con los pobres en San Vi­ cente de Paúl; la de la unión con Dios en San Juan de ia Cruz; la de la penitencia en San Pedro Alcántara; la, del apostolado en San Francisco Javier; la santidad en. Jesús es universal; todas sus formas y aspectos se fun­ den en El, brillan y esplenden, como en la luz blanca se funden y esplenden los siete colores que forman el espectro solar. Mientras que la santidad de los hombres que tene­ mos por santos es una santidad espacial y temporal, que adopta frecuentemente las características del momento» histórico que los ve nacer y se halla de acuerdo con sus. inquietudes y aspiraciones, de las que es a la vez inspi­ ración y reflejo, la santidad de Jesús es universal, res­ ponde a las necesidades de todos los tiempos, a las in­ quietudes de todas las almas; es de ayer lo mismo que de hoy y será de actualidad siempre. Esta excepcionalidad de la santidad de Jesús se pone igualmente de manifiesto cuando se compara con la ma­ nera que tienen los santos de alcanzarla. Los santos no han alcanzado su santidad sino al precio de esfuerzosconstantes y de luchas que a ellos mismos les parecían sobrehumanas. ¿Qué es la concupiscencia? Se la podría»

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definir: la fuerza del pasado, incluyendo la herencia de Adán y la nuestra, que nos arrastra al mal. Esta concupiscencia no extingue la libertad, pero la fuerza, hace las tentaciones extraordinariamente temerosas y a veces su presión es tan formidable, que uno se pre­ gunta si no estará poseído de algún genio maléfico que le induce al mal. Después de una falta grave, cuando la pasión, vencedora y satisfecha, deja hablar a la con­ ciencia, se asombra uno de su debilidad y se pregunta: «¿Pero he sido yo?» Parece como si otro ser se hubiera apoderado de nosotros y después de haber abusado de nuestra libertad se retirara, dejándonos caidos, con el recuerdo y la responsabilidad de nuestra falta. Los más grandes santos han experimentado estas discordias in­ testinas, este desdoblamiento doloroso. Había transcu­ rrido mucho tiempo desde su conversión y todavía San Pablo notaba con amargura que el hombre viejo no había muerto en él y la lucha a que diariamente le so­ metía le arrancó estos acentos desgarradores y dolori­ dos: «El bien, que es lo que quiero, no lo hago, y el mal, que es lo que detesto, es lo que practico.» Sin duda estas frases y otras parecidas, que han salido de labios de los santos, deben entenderse en un sentido un poco hiper­ bólico. Los santos no han hecho el mal nunca a sabien­ das. Cuando en presencia del mal han debido elegir entre la virtud y él, han tomado el partido de Dios sin titubeos, pero nunca o casi nunsa sin algún género de combate. Y esto porque los bienes sensibles, que a los santos y a nosotros nos solicitan, están a la vista, en contacto más o menos con todas las facultades de la carne y del sentido, mientras que los bienes eternos, fuera del campo del sentido y de la visión, no los cono­ cemos sino de oídas, por meras referencias. Estas observaciones no afectan a Jesús. Los bienes de este mundo no ejercieron el menor atractivo sobre El. Es verdad que el Evangelio nos lo pinta luchando en el desierto con el tentador. Pero las tentaciones de Jesús no fueron como las nuestras. Cuando el enemigo se acerca a nosotros, para solicitarnos al mal, cuenta en el interior de nuestro ser con temibles complicidades, la caballería ligera de nuestras pasiones, que él hábil’mente maneja, con las cuales conmueve nuestra carne y a veces oscurece nuestra razón.

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Jesús no conoció ese desorden pasional nunca. Vi­ viendo con el pensamiento puesto en el cielo, gozando constantemente de la visión de Dios, los bienes pere­ cederos y fugaces del mundo no ejercian ningún influjo sobre El. Pudo el demonio transportarle a lo más alto de una montaña y sugerirle la idea del mal, pero no ha­ cerle sentir sus atractivos. El mismo demonio lo con­ fiesa cuando un dia se ve forzado a decir, por boca de uno de sus posesos: «¿Qué hay de común, Jesús de Nazaret entre Tú y yo?», testimonio que confirma el mismo Jesús diciendo otro dia: «Satanás no tiene nada que ver conmigo.* Esta excepcionalidad de la santidad de Jesús la pro­ claman voces del cielo y de la tierra. Lo dice el ángel, anunciando a la Virgen el misterio de la Encarnación; «Lo que nacerá de ti, que es santo, será llamado Hijo de Dios.» Lo dice el Bautista cuando, al verlo venir, lo se­ ñala a las turbas: «He aquí el cordero de Dios, que quita los pecados del mundo.» Lo dicen sus íntimos, que por esta vez desmienten el dicho popular de que no hay hombre grande para su ayuda de cámara. Durante tres años conviven los apóstoles con El, oyen sus palabras, observan sus movimientos, a todas partes le acompa­ ñan; nunca advierten en su conducta la más leve som­ bra de flaqueza; la admiración hacia el Maestro vene­ rado y querido aumentará cada día más; su grandeza soberana les fascina y les seduce; y esas impresiones las reflejará San Pedro y las consignará en su primera car­ ta diciendo: «Jesús no conoció nunca el pecado», y más explícitamente San Pablo, escribiendo de Jesús en su carta a los hebreos: «Nuestro Pontífice, que es Jesús, no necesitó implorar piedad para si mismo. Era inocen­ te, santo, puro, segregado de los pecadores.» Lo dirá la mujer de Pilatos en el mensaje que manda a su marido: «Que no haya nada entre ti y ese justo.» Lo dirá el mi3 mo Pilatos, tomando ante los judios la defensa de Jesús: «¿Qué mal ha hecho? Yo no encuentro en él nada digno de castigo.» Lo dirá el buen ladrón con este justo reproche que dirige a su compañero de suplicio: «Nos­ otros hemos merecido nuestra pena, pero este hombre justo, ¿qué mal ha hecho?» Lo dirá, por fin, el mismo Judas, devolviendo a los príncipes de los sacerdotes el

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dinero de su traición y diciéndoles: «He pecado, entre­ gando una sangre inocente.» Lo dice la vida misma de jesús. Es humilde, pero nunca se reconoce pecador; jamás siente la menor alarma por su virtud, ni se le ve adoptar ningún género de precauciones para conser­ varla. Habla a solas con la mujer samaritana; se deja besar los pies de María Magdalena; no teme nunca por su fama, ni por su reputación. Es Jesús el hombre idea)» hermoso, puro, la flor de la humanidad, el encanto de los hombres, por quien éstos viven, suspiran y sueñan, el que ha suscitado y seguirá suscitando siempre en las almas los heroísmos más altos, los sacrificios más nobles, los sentimientos más puros, los amores más encendidos y generosos, por quien legiones de almas han dejado el padre y la madre y la patria y han renunciado a su libertad y le han ofrendado su vida; la belleza, en fin, cuya figura, excelsa y soberana, nadie ha podido, ni podrá exactamente en el mundo reproducir ni con el pincel, ni con el cincel, ni con la pluma, ni con el corazón. La interpelación de Jesús, vindicadora de su santi­ dad, que estamos comentando, tuvo la fortuna de des­ encadenar una ofensiva formidable. «¿No estábamos en lo cierto — le replicaron los judíos— cuando decíamos de ti que eras samaritano y que estabas poseído por el demonio?» Para un judío no había ofensa mayor que llamarle samaritano, porque eran seculares los odios entre judíos y samaritanos; pero Jesús no se defendió de esta acusación a pesar de la malévola intención con que los judíos se la dirigieron. Le parece natural que se la dirijan, puesto que ha venido a anunciar la buena nueva a judíos y a samaritanos y unos y otros para El son igualmente hijos de Dios. Pero rechaza enérgica­ mente la imputación de hallarse poseído por el demonio. Yo no tengo el demonio, les contesta; yo honro a mi Padre y vosotros, en cambio, no me honráis a Mí. Yo no busco mi gloria. Mi Padre es quien la busca y os juzgará ;v vosotros.» Y como si se dirigiera sólo a aquellos que decíamos antes que habían comenzado a creer en El, ]°s agrega: «En verdad, en verdad os digo que si alguno conservara mis palabras, ese no morirá nunca.» Esta frase escandalizó a lós judios. «¿Cómo?, le di­ jeron. Ahora si que vemos que tienes el demonio. Abra-

FRFOICACION EN

JUDEA Y EN

FEREA

ham ha muerto y han muerto los profetas, y Tú dices: el que conserva mis palabras no morirá nunca. ¿Es que Tú eres más grande que Abraham, que murió, y que los profetas, que también murieron? ¿Quién crees tú que eres?» Jesús aprovecha la ocasión para insistir de nuevo en proclamar la divinidad de su origen. «No permita Dios, les dice, que yo me glorifique, porque la gloria que yo me procurara, de nada me serviría. Es a mi Padre a quien toca glorificarme, el que decís que es vuestro Dios. Y sin embargo, no lo conocéis; yo sí que lo conozco, y si dijera que no lo conozco, sería como vosotros un hombre mendaz. Pero le conozco y guardo sus palabras.» Hecha esta afirmación, rebate en estos términos la imputación que le dirigen de ser inferior a Abraham. Vuestro padre Abraham, les dice, saltaba de gozo sólo con la esperanza de verme un día. Me vió y su gozo quedó colmado.» Replicáronle los judíos: «¿Con que no tienes cincuenta años y dices que has visto a Abraham?» Tranquila y solemnemente les responde Jesús: «En ver­ dad, en verdad os digo que antes que Abraham empeza­ se a vivir, ya vivía yo.» Volvía con estas frases Jesús a reiterar la proclama­ ción de su divinidad. Los judíos, sin embargo, se obsti­ naban en no comprenderla y en no admitirla. Como hacía ya cuarenta y seis años que el templo estaba re­ construyéndose, no tenía nada de particular que hu­ biera piedras por el suelo, residuos del trabajo de can­ tería, que diariamente se practicaba. Piedras de esas comenzaron a cogerlas los judíos con ánimo de arro­ jarlas sobre Jesús. En el interior del templo, so pena de profanarlo, nadie podía realizar operación semejante. Pero los judíos, en su odio a Jesús, lo olvidaron todo. Porque la hora de los enemigos de Jesús no había so­ nado todavía, «Jesús se ocultó a sus miradas y tran­ quilamente salió del templo». Nadie podía esperar este final tan extraño: que a las razones de Jesús contestaran arrojándole piedras. Jesús pudo haber castigado inmediatamente aquella insolen­ cia, pero optó por ocultarse a sus contradictores y, aban­ donándolos, salir del templo. Por tres razones pudo moverse. La primera, que no había llegado su hora.

LA SANTIDAD DE JESUS

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Cuando llegue, morirá, pero no a golpes de piedra, sino ofreciéndose El libre y espontáneamente a sus enemigos y dejándose clavar en una Cruz, para expiar con este gesto de generosa libertad todos los excesos y demasias de la nuestra. La segunda, por razones de justicia. Les había hablado de su persona, del origen divino de su ser; les había reiterado que El era el Mesías anunciado y prometido y desde hacía cuarenta siglos esperado por toda la nación, y en vez de asentir a sus afirmaciones o pedirle nuevos esclarecimientos para ilustrarse, se exasperan contra El y se disponen a arrojarle piedras, después de insultarle. ¿Qué iba a hacer Jesús? ¿Iba con un nuevo milagro a forzarles la fe? La fe es libre. Dios no fuerza a nadie. Se ofrece al hombre con su cortejo esplendoroso y abundante de pruebas, que arrojan bas­ tante luz para ganarle el asentimiento de su cabeza y ei afecto de su corazón; pero si el hombre no quiere creer y si, después de creer, no quiere seguirle, Dios no le obliga, porque un amor a la fuerza no es amor. Y Dios lo que quiere y espera del hombre es amor y amor libre. La tercera, por motivos de misericordia. No quiso que le maltratasen para no agravar su pecado. Ya era bastante no reconocerle. ¿Qué ganaba Jesús con un pe­ cado más de aquellos hombres, que por otra parte, no había de contribuir directamente a la obra de nuestra redención? Se ocultó tranquilamente y no les brindó mo­ tivo para que le ofendiesen de nuevo. Ya era bastante «castigo para aquellos hombres abandonarles en su en­ durecimiento. Decía Newman que no se acordaba de haber pecado nunca contra la luz y a eso decía deber •el milagro de su conversión. Para un alma que peca contra la luz, que ve las razones y no las examina: que ve buenos ejemplos y no le mueven; que vive en una atmósfera religiosa y no la respira; que en cual­ quier dirección que se vuelva oye la voz de Dios que le habla en cualesquiera de esas múltiples formas que adop­ ta la voz de Dios y se obstina en no oírla... no hay castigo mayor que el de que un dia Dios se le oculte, abandone a sí mismo y ya no le hable. Porque, sin oh' a Dios de alguna manera, sin verle la cara... yo no sé que en la vida se pueda vivir, ni que tenga sentido -a vida.

C o n f e r e n c ia C L X i l l

LA C U R A C IO N DEL CIEGO DE N A C IM IE N T O

(Jo., IX , 1-41.) Juan, IX , 1-41.— Al pasar, vió Jesús un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿qué pecados son 1* causa de que éste haya nacido ciego? ¿Los suyos o 106 de sus padres? Res­ pondió Jesús: No es por culpa de éste ni de sus padres, sino p s*a que las obras del poder de Dios resplandezcan en 'él. Conviene que yo haga las obras de aquel que me ha enriado, mientras dura « i dia; viene la noche, de la viu erte, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, yo soy la luz del mundo. Así que hv.no dicho esto, escupió eu tierra y íormó lodo con la saliva, y aplicóle sobre los ojos del ciego. Y dijole: Anda, ve y lávate en la piscina de Siloé (palabra que significa el Enviado) Fuese, pues, y lavóse aiií. Y volvip con vista. Por lo cxial, ios vecinos y los que antes le habían visto pedir limosna, decían: ¿No es éste aquel que, sentado allá, pedarece. Pero el decía: Si que soy yo. Le pregritaban: ¿Pues cómo se te han abierto los ojos? Respondió: Aquel hombre qvie se llama Jesús hizo u n p o q u ito de lodo y le aplicó a mis ojos, y me dijo: ve a la piscina de Siloé y lávate alli. Yo fui, lavéme, y veo. Preguntáronle: ¿Dónde está ése? Respondió: No lo sé. Llevaron, pues, a los fariseos al qxte antes estaba ciego. Es da advertir que cuando Jesús formó lodo y abrió sus ojos era dia de sobado. Nuevamente, pues, los fariseos le preguntaban también como había logrado la vista. SI les respondió: Puso lodo sobre mis o jo * m « lavé y veo. Sobre lo ftue decían algunos de los fariseos: No es enriada de Dios este hombre, pues no guarda el sábado. Otros, «sa­ pero, decían: ¿Cómo un hombre pecador puede hacer tales milagros? Y había disensión entre ellos. Dicen, pues, otra vez al ciego: Y tú. ¿qué dices del que te ha abierto los oj6s? Respondió: Que es vm

PREDICACION

KN

JUDIA

Y KN P»mCA

profeta Pero por lo m um o uo m y e ro n U>* judio* que hubiese «irlo c i« « o y recibido la vuta, hasta q u « Uamarou * sus padre». Y le» i>ret(uni*rou: ¿ *« #*t«. vuestro hijo, de quien vosotros decl* q.ie tac ió cleaov ¿crtinu v* ahora? 6u* padre* ) m respondieron, d i­ ciendo ü tbem o » que »**tc e* hijo nucHt.ro y que nació oleteo. Pero cómo ahora ve, no lo *abemn«; ni tampoco sabemos quién la ha abierto loa ojo*; preumitádselu a él; edatf tiene; «i darA razón de «1, « * t o lo dijeron «un padre* por temor de lo* Judio*, porque y* é*»o* hablan decretado echar de» la Mlna«0Ka o exoornulpar a cualquie­ ra que reconocí*** a Jmu* por el Crt*to o Mertait. Por eso «u * pa­ dree dijeron: Edad tiene. preguntádselo a ¿I. Llamaron, pues, otra

*> hombre que habla eldoclego, y dljértmle: Da gloria a Dio*, No*Hrc* sabemos qt¡e «*e hombre e* un pecador. Ma* él lee respon­ dió: bt re pecador, yo no lo *é; »¡Kfí. é*te e* a quinóse, y no quería entrar. Salió, pues, su padre afuera, *• empezó a instarle con fuegos. Pero él le replicó, diciendo: ¿Es oupno que tan to s anos ha que te sirvo, sin haberte jam ás desobede­ cido en cosa alguna que me hayas mandado, y nunca m e has dado u n cabrito para m erendar con. mis amigo»; y ahora que ha Tenido este h ijo tuvo, el cual ha consumido su hacienda con meretrices, luego has hecho m atar para él un becerro cebado? Hijo mío, ¡respon­ dió el padre, tú siempre estás conmigo, y todos los bienes míos son tuyos. Mas ya ves que era muy justo ei tener u n banquete, y regócijarnos, por cuanto éste, tu hemiario, había rnúérto, y ha resuci­ tado: estaba perdido, y se ha hallado”.

Después de la parábola de la oveja perdida y de la dracma, propone Jesús a su auditorio la del hijo pró­ digo. No hay parábola más preciosa que esta parábola, ni en toda la literatura del mundo relató más emocio­ nante qué este relato. La perla de las parábólas la lla­ man los comentaristas, y con razón. Viva, patética, con­ movedora, desarrolla el drama espiritual de un padre, modela de padres, y el de un hijo, que recorre todas las íases del alma, que se extravia primero y que se recu­ pera después; todo ello con acentos de tragedia, como tragedia, aunque triste, es la del pecado y tragedia tam ­ bién. aunque consoladora, la del arrepentimiento. En este dram a son tres los personajes que intervienen: un padre y dos hijos. El padre no hay que decir que repre­ senta a Dios. Los hijos representan a los hombres. Cómo y en qué forma, ya lo iremos viendo a medida que vayamos recorriendo los cuatro actos en que el drama se desarrolla: la ingratitud, la caída, el arrepentimiento y el perdón. Comencemos relatando la parábola, no a la letra, sino matizándola con aquellas breves e indispensables aclaraciones, que hagan innecesario luego el comenta­ rio literal, para entrar después lo más rápidamente po­ sible en ra interpretación del sentido espiritual que esta triste historia contiene. Quizá con esto pierda de belleza la parábola, porque su enorme potencia emotiva débese en gran parte a la brevedad de su relato, pero ganará en claridad histórica y desde luego nos ahorrará en su comentario inútiles repeticiones.

LA PARABOLA DEL HIJO PRODIGO

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Un padre tenía dos hijos, con los que pacíficamente vivía, cultivando sus propiedades, que eran vastas y numerosas. El hijo mayor era modelo de buenos hijos. Sobrio, trabajador, amaba las labores campestres, huía del ocio y de los placeres enervantes de la ciudad. El hijo menor, más casquivano y loco, soñaba con otro mundo y con otra vida, que no se pareciera a la monó­ tona vida del campo, y en la que pudiera entregarse a su gusto a la diversión y al placer. Suspiraba por la libertad, y como con su padre no la gozaba, un día se presentó delante de él, y le dijo: «Padre, dame la parte del patrimonio que me corresponde». Quería irse de la casa, emigrar a tierras lejanas, consumir en goces y en diversiones los años floridos de su juventud, esos años que se viven, y ya nunca vuelven. La petición no era lo que pudiera decirse una petición injusta e ilegal. La ley disponía únicamente que el hijo mayor debía recibir dos tercios de la herencia, y el hijo menor no agraviaba a nadie reclamando el tercio que le correspondía. El padre debió de mirar con pena a su hijo, mientras éste formulaba su demanda, porque no recordaba haberle dado motivo para este insólito proceder; pero no le opuso el menor reparo, ni hizo nada por disuadirle de su propósito. Parecía como si el dolor, que invadía todo su ser, le restara fuerzas para todo; así que sin pronun­ ciar una sola palabra entregó a su hijo lo que consti­ tuía su patrimonio, y convertido todo ello en dinero por él, partió para tierras lejanas, alegre y gozoso, can­ tando, como el ave libre de su jaula, la nueva vida que en perspectiva se ofrecía a sus ojos. Sus sueños comenzaron a convertirse en realidad bien pronto. Fuera de la vigilancia de su padre, respi­ rando una atmósfera exenta de prejuicios morales y religiosos, el joven gastó sin tino, se entregó al placer con verdadero desenfreno, y no hubo goce que no gus­ tara, ni diversión a la que no asistiera, para saciar la fiebre de placer que le consumía. Naturalmente, el di­ nero tuvo su fin. Llegó un día en que, metiendo la mano tfn su bolsa, la encontró vacía. Por desgracia aun mayor para él, sobrevino de repente en aquel pais una extra­ ordinaria carestía de todo, de esas que, cuando vienen, ponen en agobios aun a aquellos que en tiempo ordinario viven con holgura. 14.

T o m o II

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PREDICACION EN JUDEA Y EN PEREA

Superíluo es decir que con el dinero se fueron tam ­ bién los amigos, esos amigos aduladores, que hacen su aparición siempre en las horas de bonanza, y desapa­ recen en las horas tristes de la adversidad. A nuestro joven no le quedó más que este dilema: ponerse a tra ­ bajar, aunque el trabajo fuera humillante y duro, o morirse de hambre. Hambriento y arruinado nuestro pródigo, no se le ofreció otro trabajo que el de apacen­ ta r puercos en el campo. Un judio no podía pasar por una vergüenza mayor. «Maldito el hombre que cría puercos», se dice en el Talmud. Pero el infortunado pródigo no podía escoger. Y aún hacía más triste su situación el hecho de que no se le daba, para comer, ni las mismas mondaduras y algarrobas de que los puer­ cos se alimentaban. Pasó algún tiempo en estas humi­ llantes condiciones. Durante las siestas caniculares, en que vigilaba a sus puercos, mientras éstos a la sombra de un árbol pacían, su imaginación volaba a la casa paterna, representándole aquellos campos fértiles, aque­ llos criados obsequiosos, aquella mesa limpia y bien provista, aquel padre amoroso y tierno, y lo comparaba con aquellas tierras yermas y frías, por las que él con­ ducía sus puercos, mal cubiertas sus carnes con unos andrajos miserables, consumidas por el hambre sus entrañas. Entonces, reflexionando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí, en cambio, me muero de hambre!» Todo arrepentimiento tiene estos preliminares. Nada invita tanto a la reflexión como la desgracia. Mientras gozó y fué feliz, no tuvo tiempo para pensar en su casa y en su padre. Ahora, que se encuentra desamparado y solo, todo su pasado revive en él. Su casa, su padre, la abundancia en que allí se vive, todo se lo recuerda y reproduce el hambre que pasa y el estado de miseria y de abandono en que se ve. Pero, ¿qué decisión tomar? ¿Volver a su padre? No es digno de ser llamado hijo suyo. Acaso puera volver como criado. Siempre será mejor vivir como un mercenario en la casa paterna, que sufrir una hora más aquella vida nefanda y hu­ millante que vive, que es una muerte lenta. Y a eso se decide: «Levantándome, se dice, iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No soy digno de ser llamado hijo tuyo. Hazme como uno

LA PARABOLA DEL HIJO PRODIGO

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de tus jornaleros». La parábola no nos dice ni el pro­ cedimiento que emplea el pródigo para despedirse de su amo, ni el modo cómo el andrajoso caminante hace su camino. Como si no contaran para el narrador ni el tiempo ni el espacio, de improviso nos lo presenta de­ lante de su padre. Desde que se marchó el hijo, este padre no ha hecho otra cosa más que esperarle. Su corazón le decía que un día sus ojos volverían a verle. Todos los días se asomaba a un altozano próxi­ mo, dirigía su vista hacia el horizonte lejano, busca­ ba al ausente con el ansia febril de su deseo, y todas las noches se dormía con la esperanza de que no se ce­ rrarían sus ojos a la vida sin verle otra vez. El pródigo no ha prevenido a su padre de su regreso. Tampoco se sabe que el padre tuviera el menor conocimiento de la región a donde se había trasladado su hijo, ni en qué condiciones consumiera los años floridos de su ju ­ ventud. El no sabía más que una cosa: que volvería, y por eso todos los días le esperaba. Por fin sus ojos ven un día algo extraño en el horizonte. Es él, su hijo, lo dice su porte, no le engaña su corazón. La emoción que se apodera de este hombre no es para descrita. De­ bajo de aquellos harapos andrajosos le reconoce; corre hacia él, se abalanza a su cuello y le besa. ¿Un beso? ¿Dos? ¿Más? Jesús no dice sino que le besa. Estas efu­ siones paternas no borran de la memoria del culpable el recuerdo de su indignidad, y a pesar de sentirse per­ donado y querido, no puede reprimir la confesión de su pecado, y dícele a su padre: «Padre, he pecado con­ tra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Hazme como uno de tus jornaleros». El padre no le deja terminar. Con una mirada investigadora ha hecho un rápido inventario de la miseria y desnudez en que viene. No tiene traje, ni anillo, ni sandalias. Unos sucios harapos trae por única compañía. «¡Pronto!, dice el padre a sus mozos; traed la ropa mejor y vestidle: poned en su dedo el anillo y sandalias en Iqs pies, y so­ bre todo traed el ternero cebado, matadlo y hagamos fiesta, banqueteando». Y añade el pobre padre la razón rte esta alegría: «porque este hijo mío habia muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado». y poco después comenzó la fiesta, que se amenizó con música y bailes. Mientras estos hechos acontecían, el

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NI pecador er» *»l iiiun Jovial K« la juventud lu edftd de lu» curntu* de lu leche ru, lu edad (1n lu ligereza, dft lu ineonaldeiueion, de Iom «ueflo« deMcubelludoN, de lu* ilusionen loe un, »*dud en qula/ím; qulum deponer de miM Hentldon nuru mitiegurme a nun goce*; quiero dlNfrutar de I» vldu poique pura e«o Ne me dn l»!l pudre debió obNor-

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PAHAftOhA l>H, H IJO M Q U It íO

vnr que en aquello* momento# de ofuscación «?i hijo no e#taba para rap am ien tos, y, por tanto, que de nada le hubiera aprovechado la repulsa, mi que, *in objetar le nuda, le intrigó la parte de herencia que le corre* pondlu, Dio* también podría, en ese momento de extravjo que padece el pecador, negarle el uso excesivo que quiere hacer de mu libertad, incluso privándole- de la vida; paro entre hacer del hombre un ser Ubre ron i.odom lo* riesgo* que la libertad lleva en tu ««no. y con vertirlo eri máquina, Dio* profirió hacerlo libre, por que e*o le engrandece, mientra* que el ser máquina le hubiera tnuterlaJJxitdo, y sobre todo prefiere que el de* engaño abra lo* ojo* ni pecador, y las desventuras que encuentra un este camino, por donde creía encontrar ln felicidad, le vuelvan a mu* bra^o* y le ofrezcan oca «lóri de ejercitar con él *u Inefable misericordia *Poco* día* despue*. prosigue la parábola, el hijo menor, recogida* «ti* co*as, se fué a un pal* lejano, y nil! malbarató todo mu caudal, viviendo lujuriosamen­ te * Reparado* de nuestros padre*, roto* entre ello* y noHotro* lo* vinculo* del afecto, aún quedan la* ata dura* de lu carne y la comunidad de la sanare entre « lloh y nosotros Cuando el hombre rompe con Dio*, loda* la* atadura* *e rompen, y fuera de la fe, que •* e| único re*coldo que queda para que Dio* pueda en ' eender de nuevo *u vida en aquello* despojos, nada mib«)*te en el pecador que signifique recuerdo de *u Padre, ve*tlglo* de *u parentesco con Kl Abandona da* la* práctica* plado*a*, perdido el hábito de reuar, relajado* ya todo* Ion reaorte* del mando, multiplica da* la» falta*, cediendo cada día má* a la* exigencia* de la pa*lón, el pecador no e* ya *ólo un ser extraño n Dio», e* un pródigo que ha salido de *u ca*a con ln* tención de no volver, y ha emigrado a un mundo di* Unto, que el mismo no conoce, pero que no es el mun do de ante*, el mundo de Dio* Una vea en e*a* tierra* datantes, lejo* de *u padre, la parábola dice que el pródigo malbarató todo *u caudal, viviendo lujuriosa* mente. No quiere decir con e*to, *in duda, el parabolUta, que H pródigo no *e entregara a otro» desordene*, qu* no fueran lo* del vicio impuro, *lno que es tan grande la preponderancia que este violo tiene sobre todos lo* otro* nxf'PsoM de orden moral, y es tan fuerte la repar*

PREDICACION

EN

JUDEA

Y EN

PEREA

cusión que sus movimientos producen sobre todo el sis­ tema general de nuestra vida que, quien no se ha ejercitado en su vencimiento y dominio desde que ha advertido sus primeras apariciones, fácilmente se de­ jará atraer por la fascinación de los restantes bienes sensibles, y no habrá freno que le retenga en la pen­ diente peligrosa del mal. Agosta este vicio la carne, enerva el espíritu, surca la frente de arrugas precoces, seca el corazón, oscu­ rece la inteligencia, paraliza la corriente de toda po­ sible generosidad, ciega las fuentes de la vida, somete al hombre a la peor y más ominosa esclavitud. Y una vez generalizado así el desorden, todo se malbarata, como todo lo malbarató aquel infortunado pródigo. ¡Po­ bre pródigo! Quizá no tuvo una madre —el Evangelio al menos no la nombra— que le enseñara a su tiempo los misterios del instinto generador, y educara su voluntad para que resistiera con firmeza sus temibles acometidas. ¿Os acordáis de Ulises? Conocía la fuerza del instinto, el poder encantador de las sirenas y la flaqueza de su vo­ luntad. Cuando la nave, en que viajaba, vino a aproxi­ marse al sitio en que cantaban las sirenas, tapó los oídos a la tripulación, se hizo atar a uno de los más­ tiles, y mandó a su gente que no le desatase hasta haber pasado la isla de las sirenas, aunque él se lo mandara. Eran fundados los temores de Ulises. Al acercarse a la isla y oír las sirenas, sintió la fuerza de la tentación. «¡D esatadm e!», dice a sus hombres. Pero éstos, confor­ me a la consigna, no obedecen. El deseo pecaminoso crece. Ulises vocifera, amenaza, se enfurece. «¡Desatad­ me!^, vuelve a gritar. Sus hombres siguen desobede­ ciéndole. Y no le desatan. Cuando hubieron salvado la isla, Ulises, emocionado, dió las gracias a su gente, por­ que en aquellos momentos críticos, en que tan débiles se mostraban su corazón y su voluntad, le mantuvieron atado, salvándole así a él y a toda su gente. ¡Jóvenes que andáis por los caminos del pródigo, miraos en Ulises!

C o n f e r e n c ia

CXCI

LA PARABOLA DEL HIJO PRODIGO ni Si el hijo pródigo hubiera conjeturado siquiera las desventuras que le aguardaban, indudablemente hubiera reflexionado mucho antes de adoptar la decisión que tomó de reclamar su parte de herencia y abandonar su casa. Pero nada de esto previó, y por eso, a la desventu­ ra que supone el conjunto de males en que se halla su­ mergido de la noche a la mañana, vino a sumarse la sorpresa con que todos esos males hacen su aparición y lo indefenso que le encuentran para resistirlos. En casa de su padre lo tenía todo. Ahora advierte que todo le falta. Los grandes dispendios que vorazmente ha re­ clamado la vida de fausto y de placer, a que se entre­ gó, han consumido todo su capital, y como antes no carecía de nada, y ahora, al contrario, le falta todo, tal cambio de situación, acaecido en forma tan brusca y rápida se le hace sumamente penoso, y sumándose a todo ello una hambre general que ha sobrevenido en lodo aquel país, la situación del pródigo ha llegado a hacerse angustiosa y casi desesperada. Pues, ¿qué cree el pecador? ¿Que va a hallar lejos de Dios la felicidad

PREDICACION

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JUDEA Y EN

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conocido a aquel joven, viéndole antes y viéndole ahora, vistiendo los harapos que viste, condenado al hambre, envidiando a los mismos animales que apacienta? Ima­ gen triste es este pródigo, víctima del placer de sus sentidos, del hombre que se entrega a los excesos de las voluptuosidad. No busquéis ya en él pensamientos nobles, ni sentimientos puros, ni ambiciones elevadas; todo en él son pensamientos bajos y vulgares, deseos vergonzosos, sentimientos viles. Arrastrado por la fuerza de sus instintos sensuales, ha caído en un estado tal de degradación, que le hace envidiar, como el pródigo, a los mismos animales, por gozar como ellos, sin rubor y sin remordimientos, de todas las aberraciones del sentido depravado de su carne. Ya es sabido que esta no es una regla general, que no admita excepciones. Hay hombres que, después de mil violaciones de la ley en esta región tenebrosa del sentido, llegan a dormir sin que les turbe el remordimiento; llegan a pactar con sus pasiones para verse libres de aquellas tristes conse­ cuencias a que conduce por lo general el goce pecami­ noso; los bienes mismos de que gozan no les producen hastío y hasta logran que sus oídos se familiaricen y no adviertan el ruido de las cadenas que van arrastran­ do por la vida, y que son claro testimonio de la tiránica dominación que sobre ellos ejerce el espíritu malo, que es su divinidad malhechora; pero no puede ponerse en duda que, si a esta situación desgraciadamente se llega, ello obedece sólo a que Dios, hastiado de sus degrada­ ciones, ha dejado caer sobre ellos la más terrible de sus maldiciones y el más afrentoso de sus castigos, que es el del endurecimiento. Porque triste es llevar dentro de sí mismo el mal, pero es más triste todavía no adver­ tir que se lleva.

C o n f e r e n c ia C X C I I

LA PARABOLA DEL HIJO PRODIGO rv Es cosa lamentable que el hombre no aprenda a an­ dar sino a fuerza de caerse, y no adquiera en muchos casos la ciencia de la vida sino a través de la desgracia y de la adversidad. La desgracia viene a soplar, a ma­ nera de raudo viento, sobre nuestras vanas elevaciones. Las abate. Lo que llamamos neciamente nuestro talento, nuestra hermosura, nuestra ciencia, nuestro poder, lo arrebata, como frágiles flores en un torbellino. Ablan­ da el cuerpo que nos agobia; enternece este corazón que se seca en el egoísmo, poco a poco nos despega de la tierra, no's infunde desprecio a lo pasajero, hace de­ bilitársenos el instinto de rebelión, vuélvenos afables, pacientes, tolerantes y caritativos. A pesar de este poder educativo de la desgracia. Dios no la emplearía en muchas ocasiones, como la emplea, como elemento curativo para con El. Padre nuestro, como es, mejor que todos los padres, quisiera llevarnos siempre por el camino persuasivo de los consejos y de las admoniciones, llamando sólo a nuestra razón, a nuestras nobles pasiones, a nuestros más caros intere­ ses. de modo que bastara la consideración de la dignidad de nuestra naturaleza, de la grandeza de nuestros des-

PREDICACION

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JUDEA Y EN

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tinos, de la magnitud de sus beneficios, para mantener­ nos en el camino de nuestras obligaciones. Pero esos procedimientos en muchos casos, para el buen éxito de su gobierno, son desgraciadamente ineficaces. ¿Qué iba a hacer Dios entonces? ¿Cruzarse de brazos? ¿Dejar que las almas, que son suyas, obra de su poder y precio de su sangre, se pierdan? No. Consiente entonces la trai­ ción, permite la ingratitud, hace que sobrevengan re­ veses de fortuna, que visite la morada del hombre la desgracia, que hable a sus oídos la voz austera del dolor. Cuando estas situaciones llegan con todo el triste cor­ tejo que suele acompañarles, el hombre entra dentro de sí y empieza a reflexionar, y ese diálogo que entonces se entabla en su interior es el punto de partida de esa vuelta del corazón, que se verifica siempre en todas las grandes conversiones. Por ese doloroso camino llevóse a cabo la conver­ sión de nuestro pródigo: «Vuelto en sí, prosigue la pa­ rábola, se dijo: ¡cuántos mercenarios en casa de mi padre tienen de sobra el pan, mientras que yo aquí perezco de hambre!» La reflexión es el primer paso en el camino del arre­ pentimiento. El pecador vive casi siempre fuera de sí. Piensa en los honores, en los placeres, prodiga el amor de su corazón a criaturas inconstantes que le engañan, abre la puerta de sus sentidos a toda clase de sensa­ ciones, busca el juego, la compañía de sus amigos, todo menos entrar dentro de sí mismo y ponerse a dialo­ gar con su conciencia. Esta hora es la que escoge para su trabajo la adversidad. Como las olas embravecidas arrojan al náufrago a la playa, así las criaturas, que ocupaban el corazón del hombre, revolucionadas con­ tra él, le lanzan de repente al interior de él mismo y le fuerzan a contemplar su situación tal como la des­ nuda realidad la ofrece a sus ojos. El pecador reconoce entonces que todas sus aspi­ raciones a la felicidad se han desvanecido, que sus sue­ ños de grandeza y de prosperidad se han convertido en humo, y que todo ese paraíso de dicha y de placer que su ilusión le había dicho que encontraría por los caminos del pecado ha venido a transformarse en una tierra desolada y triste, donde no hay el menor vesti­ gio de vida, que permita florecer el bien y la virtud.

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Los ojos del pródigo se vuelven hacia la casa de su pa­ dre. «¡Cuántos mercenarios, se dice, tienen allí el pan en abundancia, mientras que yo aquí perezco de hambre!» Una vez que el pecador ha paseado su mirada por el campo triste y desolado de su alma, y lo ha compa­ rado con el estado de paz y de felicidad en que él vivía y en el que viven los que no han perdido como él la amistad de Dios, empieza a oír mil voces acusadoras que le hablan de su casa, de la dulce apacibilidad de su antiguo hogar, de su primera Comunión, de aquella madre sobre cuyas rodillas aprendió las primeras ora­ ciones, de aquellos amigos de la infancia que han per­ manecido fieles a Dios, de todas aquellas dulces emo­ ciones que él sentía cuando era bueno y le parecía amable la virtud. «Me levantaré e iré a mi padre», exclama el hijo pródigo. Tampoco el pecador, como el pródigo, quiere continuar un día más en aquel estado a que le ha con­ ducido su locura. Volverá a su casa y pedirá perdón a su padre. Porque Dios, antes que todo, es padre y el mejor de todos los padres. Nos ha hecho El; hemos salido de su mano; el alma nuestra, imagen suya, es más hermosa a sus ojos que todos los mundos del es­ pacio y que todos los seres de la tierra. Conoce además nuestra debilidad; sabe que lleva­ mos su gracia en vasos de barro, y que vivimos rodea­ dos de enemigos, que a todas horas nos hacen la gue­ rra. Nos ha prometido además su perdón. Nos ha di­ cho en su Evangelio que nos perdonará no una vez, ni siete veces, sino setenta veces siete. Lo único que ha exigido es que se le pida, y que se le pida con confianza y con humildad. El pródigo no se contenta con tomar la resolución de volver a su casa y presentarse a su padre; quiere además confesarle humilde y abierta­ mente su pecado, y decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Contra el cielo, porque del cielo ha descendido la augusta dignidad de padre, de que te hallas investido, y contra ti, porque he pecado contra tu nombre sagrado, contra tus canas honorables, contra el respeto y la estimación y el cariño que mereces. Todo pecado es una ofensa contra el cielo, que es nuestra patria, donde moran los ángeles encargados de núes-

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tra guarda, donde mora Cristo, que nos ha comprado con su sangre. Y es una ofensa contra Dios, porque pe­ camos en su presencia, contra su amor, contra su poder, contra su dignidad. arte de sus deudas, y a fin de dar a dicha condona­ ción formalidades legales, invitarles a redactar nuevas escrituras, en que se consignen las deudas con la dismi­ nución convenida. Los deudores quedarán por esta ope­ ración obligados al mayordomo, y no tendrán reparo, antes al contrario, se considerarán honrados en mos­ trarle su gratitud, recibiéndole en sus casas el dia en que se convierta en realidad la desgracia que ve in­ minente. «¿Cuánto debes a mi seftor?, le dice a uno, y él le contesta: cien barriles de aceite». El barril venia a ser como una medida de 38 litros, de modo que 100 barriles supondrían 3.800. «Pues toma tu escritura, le dice el mayordomo, y escribe cincuenta». «¿Cuánto de­ bes tú?, le dice a otro. Cien coros de trigo, le contesta^ Venía esto a equivaler a 393 hectolitros. «Toma tu es­ critura, dice el mayordomo, y escribe ochenta>. Ambos deudores escriben sin vacilar el nuevo documento, re­ cuperan el anterior, y aunque la operación efectuada no *e ha ajustado a los cánones de la moral, ni el ma­ yordomo ni los deudores sintieron el menor escrúpulo sil realizarla.

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Para la enseñanza que su expositor debía deducir de la parábola, convenía que, a pesar de haberse tomado, como se tomarían, todas las precauciones posibles para mantener secreta la hábil estratagema del mayordomo, ésta llegara a conocimiento del amo, y que éste, en vez de irritarse y adoptar la actitud violenta y severa que el fraude requería, se sirviera del suceso para alabar la prudencia y sagacidad de su mayordomo, y sin jus­ tificar su proceder, porque era moralmente injustifi­ cable, propusiera como ejemplo la manera hábil y sagaz discurrida por este mayordomo para conjurar su si­ tuación o hacerla menos penosa. Y la condensa en este aforismo, con que pone Jesús término a su parábola: «Los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz.» Y luego da a sus discípulos este consejo: «Granjeaos amigos con las riquezas, manantial de iniquidad; para que, cuando ellas faltaren, os reciban ellos en las ino­ radas eternas». Como si dijera: así como este mayor­ domo de la parábola, que os acabo de exponer, supo ha­ cerse con amigos en este mundo, que le recibieran en su casa el día de su desgracia, así es menester que se­ páis vosotros haceros amigos en el otro, no traficando con la riqueza, sino despojándoos de ella en beneficio de los pobres.

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Bajo la suave envoltura de estas discretas expresio­ nes, con que terminó Jesús su parábola del mayordo­ mo infiel, «los hijos de este siglo son en sus negocios más sagaces que los hijos de la luz», se oculta disimu­ lada una fina y severa reprensión. No responde a la alteza de la doctrina que profesan la conducta recor­ tada y cohibida de los buenos que, lo mismo en la guar­ da de sus sentidos y en la obra de su perfeccionamiento personal, que en su vida de acción y de apostolado, distan mucho de desplegar aquellas cualidades de saga­ cidad, de decisión, de prudencia, que los malos prodigan con tan ardoroso celo en la gestión de sus negocios y en el logro de sus humanos ideales. Falta a los buenos el debido enamoramiento de su ideal, que es el más eficaz inspirador de la decisión y del arrojo, y les estorba una multitud de reparos y de prejuicios que ha inventado el mundo y la gente del mundo, para impedir los libres movimientos de la ver­ dad y de la virtud, y que los buenos se han asimilado dócilmente, a veces por cobardía y a veces también inspirándose en su personal comodidad.

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Es indudable que la causa que defienden los buenos no aparece con todos sus esplendores aquí abajo; que e¿ jefe que los capitanea y conduce, Cristo Jesús, es invisible, y con los ojos de la cara, que es lo que im­ presiona, no se le ve; que aquí se vive de promesas, y las promesas no seducen tanto como seduce la reali­ dad: que las ventajas que reporta su seguimiento son impalpables y desde - luego invisibles para el que está habituado a vivir en el horizonte de las cosas sensibles, y sobre todo que la naturaleza no encuentra gusto, al menos humano, en vivir sometida a los constantes re­ nunciamientos a que se condena el que quiere vivir y vivir de veras la vida del Evangelio. Pero, ¿es verdad, o no lo es, lo que el Evangelio nos promete? ¿Son ciertas, o no lo son, esas realidades divinas que esperamos en recompensa de nuestros sa­ crificios y en pago de nuestra virtud? Porque esta es la tarea que primeramente urge llevar a cabo: la de anclar bien en el alma la convicción de que servimos ai mejor de los amos y defendemos la mejor de las causas. Bien anclada esa convicción en la mente —la lógica acaba siempre por imponerse—■, prende fácil el ena­ moramiento del corazón, y luego la decisión y el arro­ jo en la obra. Testigos los Apóstoles. Solos y sin re­ cursos. los deja Jesús el día en que se despide de ellos para ascender al cielo. Podía, incluso, ¿no hacía mila­ gros a diario más dificultosos?, haberles dejado ase­ gurada la subsistencia, y no lo hizo. Como única pro­ piedad les dejó una multitud de promesas y una tarea á realizar desconcertante y desanimadora. Pescadores ios unos, de humilde oficio los otros, sumamente ignoran­ tes todos, debían dispersarse por el mundo, hablar de cosas que los hombres no habían oído jamás, formular unos dogmas misteriosos que la razón no comprendería, inculcar unos deberes y enseñar la práctica de unas virtudes que iban contra todas las leyes de la carne, predicar un Evangelio que c«ntradecía todas las ideas dominantes a la sazón, hablar de humildad, de po­ breza, de sacrificio a las poblaciones viciosas y regalonas de Roma, de Atenas, de Corinto y de Alejandría, y esto cada uno de los doce por sí solo, sin armas, sin presti­ gio. sin elemento alguno de humana dominación, en

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el reinado de Tiberio, en pleno desencadenamiento de todos los vicios y de todas las relajaciones. Pero los Apóstoles estaban convencidos de su misión, se hallaban enamorados de la belleza y de la justicia de su causa, creían firmemente en la realidad de las promesas que Jes había hecho Jesús, y confiaban en la fuerza de su poder, y por eso se entregaron al trabajo y a la acción con ánimo tan decidido y generoso que no había muerto el último de los doce, y ya estaba esparcida la semilla del Evangelio por toda la redondez de la tierra. Pues el Evangelio no ha envejecido con los años, ni ha perdido la frescura y el vigor de su juventud, y nos urge y requiere a nosotros, a esta generación que vive hoy, con idénticos apremios que a las generaciones que nos antecedieron. Después de la decisión, alaba Jesús la sagacidad del mayordomo de la parábola, que toma aquellas medidas tan prudentes, y adopta aque­ llas precauciones tan cautelosas para conjurar la si­ tuación que le amenaza, y asegurarse el porvenir. La prudencia, virtud de conducción y de gobierno, es una virtud moral que recomienda Jesús más de una vez en el Evangelio a los cristianos, prudencia que no es ha­ bilidad y cuquería, como la del mayordomo de esta parábola y como la que emplean muchas personas para congraciarse con todos los Segismundos y sacar partido de todas las situaciones; sino prudencia, que es adop­ ción sabia y precavida de aquellas cautelas que la expe­ riencia aconseja para la defensa de la virtud, y pru­ dencia, que es elección atenta y cuidadosa de aquellos procedimientos más eficaces para el apostolado, de acuerdo con las necesidades y exigencias del medio en que se trata de combatir. Llevamos la virtud en vasos de barro, y ello nos obliga a emplear, para su guarda, las cautelas tradi­ cionales, que se han llamado siempre la guarda de los sentidos, la huida de las ocasiones, la mortificación de la carne; frenos religiosos que el hombre no puede im­ punemente omitir, y cuyo menosprecio y olvido ha cos­ tado tan caro, a veces hasta la vida, a tantos es­ píritus inconscientes e irreflexivos. En el fondo de esa omisión, que tan descaradamente se practica, de las cautelas tradicionales que en materia de lecturas, de espectáculos, de conversaciones, de compañías, una ex-

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periencia tristemente secular venía aconsejando, sobre todo en los años críticos e inexpertos de la Juventud, late y palpita una temeridad presuntuosa, una confian­ za en sí mismo exagerada, un olvido sistemático de esa triste realidad, de nacer como nacemos con unos instintos pervertidos, con una carne revuelta, y que la desorganización interior, que todo esto supone, exige una terapéutica fuerte, severa, vigilante, de acuerdo con la grandeza de nuestra caída y la grandeza también de nuestro destino. Envuelve este problema toda una filo­ sofía de la vida. Los hombres de nuestra generación no aprecian las razones que justifican las restricciones y cortapisas que la moral pretende imponerles: unos, porque no llegan a percibir el papel protector que ellas representan para el mantenimiento de la moral; otros, porque, habiendo variado su concepción del mundo y del hombre, han perdido la estima de la virtud, y no la creen ya nece­ saria para la vida. Y si no creen en la virtud ¿para qué defenderla? No puede negarse que, aunque fundamentalmente falso, hay lógica en este razonamiento. Esas rectricciones y cortapisas son la expresión externa de una actitud moral interior; tienden a dar realce a unos va­ leres espirituales, cuya defensa y preservación se estima necesaria, y dejan de justificarse cuando se les despoja de su sentido auténtico y tradicional. Pero de ese sentido no deben vaciarse nunca. La virtud siempre será nece­ saria en la vida, y siempre habrá necesidad de prote­ gerla, no ya sólo por el desorden moral que, de no hacerlo así, sobrevendría en el mundo, sino por la anar­ quía intelectual que todo esto tendría lógicamente que producir. Lo que expresa también Ernesto Psichari en su Viaje del Centurión: «todo está tan trabado en el inte­ rior del hombre, que no ve bien con la cabeza quien no tiene el corazón limpio y transparente como un cristal.»

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LA PARABOLA DEL MAYORDOMO INFIEL ni La prudencia, que es sabia elección de medios y adopción de las cautelas tradicionales para la protec­ ción y defensa de la virtud, juega también un impor­ tante papel en la elección de medios para ejercer de una manera eficaz el apostolado con las almas. Se en­ gañaría quien creyese que pueden emplearse indistin­ tamente unos u otros procedimientos apologéticos para la difusión de la fe y para ganar las almas a la verdad. La apologética varía con los tiempos y varía con las almas. Cada época tiene su mentalidad, sus ideas do­ minantes, sus dolencias características, y sobre todo tiene unas verdades que le impresionan, de acuerdo con las inquietudes que siente y las transformaciones que experimenta. El apóstol que aspire a introducir la ver­ dad de Dios en la entraña del siglo en que vive, ha de observar estas peculiaridades, auscultar atentamente el pensamiento de su siglo y hablarle su lenguaje, para que el Evangelio no corra al margen de ese pensamien­ to, sino paralelo a él, y pueda influir en su marcha, imprimiendo a sus movimientos la dirección que más exactamente cuadre a sus dudas, a sus anhelos, a sus preocupaciones, a sus ansias de vivir. Por eso la apologética, salvo sus directrices esen­ ciales, cambia con los tiempos de táctica y de procedi­ miento, para que se verifique la frase del Apóstol de

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que « verbum Dei non est alligatum » (2, Tim., II, 9), de que la palabra de Dios no se halla vinculada al tiem­ po, ni al espacio, ni a los hombres, sino que, como el sol está en lo más alto de los cielos, y tiene mil caminos por donde comunicar a la tierra su luz y su calor, esa verdad de Dios, que es Dios mismo, tiene mil caminos para llegar hasta las almas. Se hace sabiduría con los sencillos, sencillez con los humildes, sed de heroísmo con el apóstol, fuego de caridad con los santos, se disfraza con todos los sentimientos del corazón, se hace dulzura, consuelo, paz, remedio, habla todas las lenguas, se es­ fuerza por ganar a todos los hombres: a uno, con la. elocuencia de la palabra; a otro, con la sencillez de la vida; a aquél, con el cauterio de la desgracia o con la espada del dolor; a cada hombre, en fin, en cada sigio y en cada momento de su existencia, planteándole unos problemas, que sean los suyos, los que a él le interesan, los que se relacionen más íntimamente con sus inquie­ tudes y preocupaciones de cada día. La misma sabia y prudente variedad de formas y de procedimientos exige la ardua empresa de la educa­ ción de la juventud. Son legión los educadores, inclu­ yendo a los propios padres, que aspiran a educar sin hacerse antes con un previo conocimiento del alma del joven, y de este joven concreto, a quien concretamente se trata de educar. Dios no se repite en ninguna de sus criaturas, ni siquiera en las hojas de los árboles, cuánto menos en las almas, cada una de las cuales tiene una personalidad propia, distinta de la de los demás. Como suele decirse que no hay enfermedades, sino enfermos, así resulta exacto decir que hay una edad de la vida, que es la juventud, que tiene unas características espe­ ciales, unas inquietudes propias, unos rasgos específi­ cos, pero que dentro de esa juventud cada joven es él mismo, también con características especiales, también con inquietudes propias, también con rasgos específicos, que son suyos y de nadie más que de él. Nos place por esto la comparación de San Cipriano, según la cual el deber del educador no es vestir x sus educandos con vestidos hechos, que después no sienten bien a su esta­ tura, sino el de vestir a cada uno con el traje que según su estatura le corresponda. Claro es que este estudio no se logra sino conversando mucho con el joven; sólo

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así pueden llegar a conocerse sus gustos, sus tendencias, sus reacciones, y sólo así puede despertarse en ellos esa confianza necesaria, que abre el camino a las granees intimidades. En los años críticos del desarrollo juvenil no hay nada más peligroso que el silencio tímido de los labios unido a un deseo ardiente, que suele haber en las almas, de saber y de adivinar, y no hay nada. 2 l contrario, más confortador que el ejemplo de esos pa­ dres y educadores, no muy numerosos por desgracia, que hablan frecuentemente con sus educandos, reciben sus dudas, escuchan sus problemas, se interesan por sus asuntos, y desde ese fondo trivial, menudo, pequeño, en que se desenvuelven las incipientes concepciones del joven, saben elevarlos a la altura de los grandes temas de la vida, iniciarlos en su estudio y en su conocimiento, para que sea de sus labios y sólo de sus labios, ungidos por Dios, que le confió precisamente para eso la misión y el oficio de educar, de donde reciban y aprendan las nociones fundamentales de la vida, las que afectan al matrimonio, a la familia, a la profesión, las que tienen, en fin, carácter un poco trascendental y decisivo en el ser y en el porvenir de todo hombre. Esas ideas que. según la mano que las siembre en el corazón del joven, serán su suerte y su desgracia, labrarán su ruina o su salvación. Esta ley rige también en el campo de la amistad y en el de cualquier otra forma de convivencia humana. Hay almas que al primer contacto se entienden y se reconocen afines. Otras, al contrario, que exigen mu­ cho estudio, y que luego se las trate con infinitos mi­ ramientos y precauciones. Las primeras han nacido para la amistad; las segundas, simplemente para el trate: pero aun este trato, que constituye la trama de toda nuestra vida de relación social, pide una atención cons­ tante a la varia sensibilidad de que se halla dotada cada alma, a fin de emplear con cada una el vocabu­ lario que mejor entienda, y aplicarle el tratamiento cae mejor responda a sus achaques y a su propia consti­ tución personal. El otro consejo con que Jesús pone fin a la pará­ bola del mayordomo infiel, era éste: «Granjeaos ami­ gos con las riquezas, manantial de iniquidad, para que.

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cuando ellas falten, os reciban ellos en las moradas eternas». ¿Qué poder es este que aquí se confiere al pobre, por admitir la limosna del rico, que le lleva a recibirle en las moradas eternas, como si fueran de él? El que se deriva de haber reencarnado Cristo en el pobre, y pedir al rico que, al socorrerle con su limosna, piense cue a quien socorre es a El. Tal es la dignificación de la limosna y el alto rango a que por estas frases se la eleva. Un dia un hombre, caído en desgracia, fué a ver a Franklin, y le dijo: «Señor, necesito veinticinco dóla­ res, o soy perdido». Franklin abrió su caja y entregó al hombre la cantidad, diciéndole: «Ahí tiene los vein­ ticinco dólares ; se los presto a condición de que, cuan­ do ya no los necesite, busque otro hombre, bueno y desgraciado como usted, y se los preste con la misma condición, y así sucesivamente». Como nunca faltan hombres buenos y desgraciados, es de presumir que aquellos veinticinco dólares estén haciendo todavía y sigan hasta el fin de los tiempos aquella misma obra de caridad. Lo que hizo Franklin con veinticinco dólares, lo ha hecho Jesucristo con la riqueza del mundo. Se la ha prestado a los ricos, pero a condición de que ellos la presten también a los otros hombres, buenos y desgraciados, cuando los hallen. Y asi vive constituido el mundo: recibiendo constante­ mente su riqueza de Cristo rico y prestándosela cons­ tantemente también a Cristo, a ese Cristo pobre, que se ha despojado de todo por nosotros, para que, viendo al pobre, lo veamos a El. Y nótese que Cristo no pide al rico sino que le dé lo estrictamente necesario. «No mo­ rirme de hambre y de frío, le dice; eso es todo lo que quiero?. El día del juicio, Cristo pobre no preguntará 2.1 rico si le vistió de oro y de seda, sino simplemente sí le dió lo necesario para vivir. Y no parece que sea mucho pedir por parte de Cristo, perteneciéndole, como ¡p pertenece, en propiedad toda la riqueza que hay en el mundo.

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EL QUE ES FIEL E N LO POCO, ES FIEL EN LO M UCH O (Le., X V I . l O - l i . ) L u c a s , X V I , 10-18.—Quien es fiel en lo poco, también la es en lo mucho:

y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho, Si ea las falsas riquezas no habéis sido fieles, ¿quién os fiará las verda­ deras o las de gracia? Y si en lo ajeno no fuisteis fieles, ¿quién pon­ drá en vuestras manos lo propio vuestro? Ningún criado puede servir a dos amos, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se aficionará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Estaban oyendo todo esto los fariseos, que eran avarientos, y se burlaban de El. Mas Jesús les dijo: Vosotros os vendéis por justos delante de los hombres; pero Dios conoce el fondo de vuestros corazones. Porque sucede a menudo que lo que parece sublime a los ojos humanos, a los de Dios es abominable. La ley y los profetas han durado hasta Juan: Después acá ya ci reino de Dios es anunciado claramente, y todos entran en él a viva fuerza, o mortificando sus pasiones. Más fácil es que perezcan el cielo y la tierra, que el que deje de cumplirse un solo ápice de la ley. Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio, y el que se casa con la repudiada de su marido, comete adulterio.

A continuación de la parábola del mayordomo in­ fiel , que comentábamos en las conferencias anteriores, formula Jesús ciertos juicios a modo de axiomas o sen­ tencias, que no son en rigor sino meras y prácticas apli­ caciones de la doctrina desarrollada en la parábola, referente a la sabia y recta administración que el rico debe hacer de su riqueza. 16. Tomo II

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Quien es ftel tm lo poco, dice Jesús, también lo es en lo mucho, y quien es Injusto en lo poco, también l es en lo mucho Si en las falsas riquezas no habéis sido fieles, ¿quién os Mará las verdaderas? Y si en lo ajeno no fuisteis Ueles, ¿quién pondrá en vuestras ma­ nos lo propio vuestro? Ningún criado puede servir a dos amos; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se aficionará al primero y no hará caso al segundo. No podéis servir a Dios y a las riquezas. Estaban oyen­ do todo esto los fariseos, que eran avarientos y se bur­ laban de El. Mas Jesús les dijo: Vosotros os vendéis por Justos delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones, porque lo que parece sublime a los ojos humanos, a los de Dios es abominable. La ley y los profetas hasta Juan; después acá el reino de Dios es anunciado, y todos entran en él a viva fuerza. Más fácil es que perezcan el cielo y la tierra, que el que deje de cumplirse un solo ápice de la ley. Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulte­ rio, y comételo también el que se casa con la repudia­ da por su marido.» La lección que aquí formula Jesús va dirigida prin­ cipalmente a los fariseos, que forman el grupo más considerable del auditorio que tiene a la vista. Estos fariseos, gente adinerada por lo general y pertenecien­ te a lo que podríamos en nuestro vocabulario llamar clase burguesa, en vez de preocuparse de las necesida­ des del pueblo y hacer por remediarlas, que para eso se les había concedido la riqueza, guardaban ésta ava­ ramente para si, y lleno de codicias su corazón, mos­ trábanse insensibles en presencia de la miseria popu­ lar, por lo que Jesús les reprende y hasta amenaza con no dispensarles otra clase de riqueza, de carácter pu­ ramente espiritual, porque, si no son generosos en la administración de la primera, que al fin y al cabo ni merece siquiera el nombre de riqueza, puede colegirse que tampoco lo serán en la administración de la se­ gunda, y por eso debe netfurseles. Pero esta lección, rebasando el ámbito de aquel audi­ torio de fariseos, cobra hoy actualidad ante cualquier ;tud 1torio del mundo. En presencia del espectáculo que ofrecen muchos ricos, a quienes dotó con larguera Dio» ríe múltiples medios de prosperidad y de predominio



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q u e es r i * l r>r lo foco , e t c ,

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temporal, y le* negó el talento, la palabra, la virtud 0 el genio, frecuentemente admiramos la justicia y la .sabiduría de Dios que, por lo mismo que Ion ha enri­ quecido con esplendidez en un orden determinado de riqueza, los ha disminuido en otro, en el que ha favo­ recido, por el contrario, a otros hijos suyos, a los que había negado, por altos designios de su gobierno, esos miamos medios de poderlo material, para que asi se mantenga el equilibrio en el mundo, consistente en que aquel que ha recibido un poco más de lo normal en un orden determinado de riqueza, reciba un poco menos en otro, y el que ha recibido un poco menos de lo nor­ man en aquél, reciba un poco más de lo normal tam­ bién en éste, para que todo proceda con orden, con sabiduría, con arreglo a una equitativa distribución. Dios es justo en el reparto y distribución de sus bienes, y acaso no lo pareciera tanto, de no proceder en él de acuerdo con esa ley de las compensaciones, destinada a restablecer el equilibrio, que a primera vista parece (juc rompen esas aparentes e innegables desigualdades. Pero del pasaje del Evangelio que comentamos pudiera deducirse que tales desigualdades obedecen a otros de­ signios superiores. Dios no otorga a un hombre riqueza, poder, talento, ciencia, riqueza sobre todo, para su pro­ vecho puramente personal, sino para el bien público, v más que otorgársela, se la presta, y a condición pre­ cisamente, como los veinticinco dólares de Franklln, de que pueda tener for­ ma y ser de justicia y de santidad legitima y auténtica. Y el caso es que también hace que el orgulloso apa­ rezca así a los ojos de los hombres. El orgullo ciega el entendimiento; esclaviza la voluntad; se delata al exterior, aunque trabaje por disfrazarse; no despierta nunca sentimientos nobles, ni los de la amistad, ni los del afecto, porque el orgulloso no se hace nunca querer; se forja mil ilusiones, que la realidad se encarga de disipar; levanta con frecuencia encumbradas torres de Babel, que con estrépito se desploman; y en lo que él mismo busca la gloria de los hombres, éstos le pagan con el desprecio y a veces hasta con la humillación. Lo contrario acaece al humilde y por tanto a este publicano. La humildad, que nos da a conocer exacta­ mente las barreras que Dios ha puesto en el camino de nuestra vida; que nos ofrece una visión clara de nues­ tros defectos; que no nos permite negar el mérito de nadie, ni ensalzarnos neciamente sobre los demás; que

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nos veda ir en busca de los aplausos y nos hace ver el

humo de la lisonja; que ciega la fuente del amor propio, v nos coloca en el sitio justo y exacto que nos corres­ ponde de acuerdo con nuestros deberes, así con Dios como con los otros hombres, es en manos del hombre humilde mágica llave que le abre todas las puertas de la simpatía y del afecto, concilia todos los caracteres, depone todas las hostilidades, acalla todos los rencores', y por lo mismo que no aspira a imponerse a nadie, todo el mundo acoge bien su presencia, le concede su esti­ mación, y si hay que adjudicar algún género de superio­ ridad, por lo mismo que ella no la apetece ni la solicita, a ella se le otorga. En el caso de este publicano, la humildad con que confiesa sus culpas le atrae las ben­ diciones de Dios y le hace merecer su misericordia. El ejemplo de este hombre humilde muestra bien a las claras que no hay pecado, por grave que sea, que exceda a la misericordia de Dios; que Dios no condena a nadie sin oirle, ni excluye de la comunidad de los justos sino a quien valuntaria y obstinadamente quiere excluirse, y que, así como unas lágrimas humildemente vertidas a ios pies de Jesús por una mujer pecadora, como fué M aría M agdalena, ganaron su corazón y le merecieron una amistad que se mantuvo fiel hasta la Cruz y hasta la tumba, y unas palabras también humildes de un la­ drón, que confiesa su delito en el momento de ser ajus­ ticiado, le valen el perdón de Jesús, su compañero de suplicio y el poder de franquear el primero las puertas de su reino, un movimiento breve, pero sentido, de pe­ nitencia y de dolor acompañado de una confesión ex­ terna de los pasados extravíos, tiene virtud bastante para subir hasta el corazón de Dios, arrancarle su per­ dón y su gracia y obligarle a que, con sus dones y libe­ ralidades, le encumbre sobre otros muchos hombres, acaso más elevados que él en el concepto del mundo, y le otorgue la superioridad de su amistad y de su gracia, caie es la mejor y más fina forma de superioridad y de encumbramiento.

C o n f e r e n c ia CCVT

EL DIVORCIO ENTRE LOS JUDIOS (M t . , X I X , 3-9; Me., X , 2-12.) M a teo , X I X , 3-9.—Y se llegaron a El los fariseos para tentarle, y le di­

“¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier tactivo?” Y Jesús, en respuesta, les dijo: ¿No habéis leklo que aquel que al principio crió el linaje humano, crió un solo hombre y una sola mujer, y que se dijo: Por tanto, dejará el hombre a su paráre y a su madre, y unirse ha con su mujer, y serán dos en una sola carne? Asi que ya no son dos. sino una sola carne. Lo que Dios, pues, ha unido, no lo desuna el hombre”. “Pero, ¿por qué. replica* re n ellos, mandó Moisés dar libelo de repudio y despedirla?” Dijolea J-esús: “A causa de la dureza de vuestro corazón, os permitió Moiséj repudiar a vuestras mujeres; mas desde el principio no fué asi. Así, I -íes. os declaro que cualquiera oue despidiere a su mujer, sino en ?;vso de adulterio, y aun en este caso casare con otraT este tal co­ mete adulterio; y quien se casare con la divorciada, también lo co­ mete". Marcos. X , 2-12 .—Vinieron entonces a El unos fariseos y le preguntaban por tentarle: "Si es licito al marido repudiar a su mujer4'. Pero El, t-n ,respuesta. les dijo: "¿Qué os mandó Moisés?" Ellos dijeron: “Moipermitió repudiarla, precediendo escritura legal del repudio”. A los cuales replicó Jesús: “En vista de la dureza de vuestro conu&i. o* dejo mandado eso. Pero al principio, cuando los crió Dios, formó un solo hombre y vina sola mujer; por cuya razón dejará el hombre su padre y a su madre, y Juntarse ha con su mujer. Y los dos no ^orapondrán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, nno una sola carne. No separe, pues, el hombre lo que Dios ha Jun­ tado", Después, en casa, le tocaron otra vez sus discípulos el mismo pumo. Y El les inculcó: “Cualquiera que desechare a su mujer y tomare otra, comete adulterio contra ella. Y si la mujer ae aparta d1 ? su marido y se casa con otro, es adúltera . jeron :

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Fieles los fariseos a su táctica tradicional —San Ma­ teo sagazmente lo consigna— de proponer a Jesús cues­ tiones insidiosas con el malévolo propósito de ponerle en contradicción con la ley y tener así motivo para acusarle, acercáronse a Jesús y le formularon la pre­ gunta siguiente: «Dinos si es lícito a un hombre repu­ diar a su mujer por cualquier motivo». Jesús había condenado el divorcio en el famoso Ser­ món del Monte. En cambio, en la ley de Moisés se en­ contraba el texto siguiente: «Si un hombre, habiéndose casado, se disgusta de su mujer porque encuentra en ella algún defecto, escribirá un libelo de repudio y se lo dará a la mujer y la enviará a su casa». Claro es que de estas frases de Moisés no parece deducirse que pudiera legítimamente la mujer repudia­ da pasar a nuevas nupcias, puesto que no se hacía otra cosa más que repudiarla. Pero el escrito comprobativo de su libertad, que se le entregaba, no parecía tener otro sentido que el de reconocerle la facultad de dis­ poner de sí misma y de su porvenir como le pareciera mejor. Y buena prueba de que los judíos interpreta­ ban en tal sentido el mencionado texto legal era que en­ tre ellos el divorcio hallábase perfectamente admitido y legitimado. La discrepancia surgía en la manera de entender la índole del defecto que, según la ley, justi­ ficaba en el marido semejante procedimiento. La escuela de Shammai interpretaba el menciona­ do texto con la máxima severidad. La escuela de Hillel propendía a la laxitud. Para los discípulos de aquélla sólo justificaba el libelo de repudio una vida escandalosa de la mujer. Para los discípulos de la segunda, un judío podía conceder a su mujer libelo de repudio por cual­ quier motivo: por preparar mal una comida, por ejem­ plo, y aun por el hecho de encontrar otra mujer que fuera más de su agrado. Como esta interpretación era la que en la práctica se iba generalizando más, no hacía falta mucha sagacidad para advertir que por tal camino se iba derechamente a1 derrumbamiento de la institu­ ción matrimonial. Los fariseos querían conocer el pen­ samiento de Jesús a este respecto y saber a cuál de ambas interpretaciones se inclinaba. Jesús, sin embargo, con la sabiduría y habilidad de siempre, frustró la ma­ niobra de sus adversarios, elevando el problema de la

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unión conyugal a la altura en que Dios lo colocara al bendecir la primera pareja humana a la sombra de los árboles del Paraíso. En el principio, dice el sagrado texto, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza y díóle una ayuda semejante a él. Sumió a Adán en un profundo sueño, y de su costilla formó una mujer. Abrió Adán los ojos y recibió a su compañera de las manos de su Creador, pronunciando entre transportes de amor y de alegría estas sublimes y enamoradas frases: «He aquí hueso de mis huesos y carne de mi carne. El hombre dejará, a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne >. Por tales frases quedaba eri­ gida la institución matrimonial y se plasmaba el mo­ delo a que debía someterse toda unión legítima de hom­ bre y mujer hasta la consumación de los siglos. Hombre y mujer eran elevados y asumidos a la obra divina de la comunicación de la vida; el fuego de los sentidos quedaba ennoblecido por el sentimiento del amor que se le infundía, y quedaba consagrada con sublimes e indelebles caracteres la gran unión conyu­ gal, de donde fluye y donde se asienta la familia hu­ mana, por cuyo único conducto se verificará, en lo su­ cesivo, la transmisión regular de la vida. Y para que ésta se transmita con todas las garantías de permanen­ cia y estabilidad que reclaman los peculiares caracte­ res de la vida en el hombre, tendrá la sociedad conyugal como base la más absoluta e indestructible indisolubi­ lidad. Por eso Dios, según el sagrado texto, después de bendecir la unión de la primera pareja humana, ter­ mina con estas frases: «lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe». El animal, una vez satisfecha su pasión, abandona a su compañera, porque no actúa en él otra fuerza que el instinto, que es instantáneo e impulsivo, y no conoce el amor, que es privativo del hombre, y es sentimiento estable, que aspira a la per­ petuidad y sueña con ella. El animal, apenas pone en el mundo sus hijos, los deja, porque nada tiene que hacer con ellos. Nacen con todas sus armas, como de la cabeza de Júpiter nació Minerva. Cuando el pájaro aprende a volar, ya no tiene ni reconoce padre ni madre.

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JUDEA Y EN

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Los nidos se desprenden del árbol con las flores de la primavera, y con el desprendimiento viene la dis­ persión. Los moradores del nido se dispersan. Para formar al hombre, en cambio, para dar a su cuerpo la robustez debida, para iniciarle en la virtud, para enseñarle una profesión y acostumbrarle a vivir por sí solo, ¡cuántos años son precisos de celo, de tra­ bajo, de paciencia, de desvelos constantes e ininterrum­ pidos! Es una obra cuya lentitud a veces descorazona y desanima. Pero Dios lo ha establecido así para apretar más intimamente los lazos que vinculan los padres a los hijos y los hijos a los padres, e imprimirles una unión, que resista a todos los ataques, por lo mismo que se funda en el amor y en la necesidad. Y porque el mis­ mo Dios ha realizado y consagrado esa unión, le prohíbe al hombre romperla. Con este razonamiento había tomado Jesús partido en favor del sentido auténtico de la ley y repudiado las casuísticas interpretaciones, con que venían falseán­ dola los judíos. Pero Jesús había apelado a las Santas Escrituras, y a ese nuevo campo se trasladan los fariseos para combatirle. «Si tal, en efecto, le replican, es el sentido de la Escritura, ¿cómo es que Moisés manda dar a la mujer libelo de repudio y despedirla?» El hecho citado por los fariseos era exacto, y su fuerza probativa parecía irrebatible. Moisés no había ordenado repudiar a la mujer, como falsamente interpretaban el texto legal los judíos, sino que, en caso de despedirla, se le diera un escrito comprobativo de su libertad para que, si pa­ saba a nuevas nupcias, pudiera responder a cualquier reclamación que se le formulara. He aquí los términos en que dicho escrito de repudio solía redactarse: «Tal día, de tal mes, de tal año, de la creación del mundo, yo, fulano de tal, libremente y sin ninguna coacción, he repudiado, despedido y expulsado a tal persona, hija de fulano, que ha sido mi esposa, a fin de que ella sea libre y pueda volverse a casar con quien quiera, sin que nadie se lo impida, a partir de este día. Que este escrito le sirva de documento de divorcio y de despido, según la ley de divorcio y de despido, según la ley de Moisés y de Israel». Fácil le fué a Jesús desvanecer esta especiosa obje­ ción que le oponían los fariseos. Bastóle para ello pie-

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sentar en su verdadero aspecto la licencia concedida por Moisés. El texto de Moisés no contiene una orden; es una simple concesión, que a los judíos nada les honra. Moisés, contesta Jesús, por la dureza de vuestros co­ razones os permitió repudiar a vuestras mujeres. Pero al principio no fué así». Y para que se viera que la ins­ titución matrimonial no había salido así de las manos de Dios, y que esa tolerancia otorgada a los judíos por Moisés tenía un valor meramente circunstancial, al cual llegaba el momento de ponerle fin, Jesús resti­ tuye las cosas a su ser originario, y restablece en toda su frescura y primitivo vigor la indisolubilidad del ma­ trimonio con esta frase solemne que pronuncia con el aire de una irrevocable definición: «Yo os digo que quien repudia a su mujer, no siendo por fornicación, y se casa con otra, es adúltero, y quien se casa con la repudiada es adúltero también». Nótese que la concesión que hace aquí Jesús en el caso de infidelidad de uno de los espo­ sos ha de entenderse en el sentido de la simple sepa­ ración, no de libertad para poder matrimoniar de nuevo. El vínculo conyugal permanece vivo y anula e invalida cualquier intento de unión que quiera verificarse. Así lo ha de enseñar después San Pablo, diciendo que el vínculo conyugal sólo la muerte lo rompe, y así lo re­ petirá el Concilio de Trento, fulminando anatema de condenación para quien afirme lo contrario. Y así lo seguirá enseñando la Iglesia para ennoblecer a la mujer, que a esa ley le debe su principal ennoblecimiento, y para ennoblecer a la sociedad, que a esa ley debe su conservación, como su incumplimiento la lleva a la ruina, acarrea la decadencia de los pueblos, lleva con­ sigo su despoblación y los precipita por la pendiente del libertinaje y del impudor.

C o n fe r e n c ia

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LAS EXCELENCIAS DEL CELIBATO (M t., X IX , 10-22.) M a t e o , X I X , 10-22.—Dícenle sus discípulos:

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“SI tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, no tiene cuenta el casarse”. Jesús ¡es respondió: “No todos son capaces de esta resolución, sino aque­ llos a quienes se les ha concedido de lo alto. Porque hay unos conu­ cos que nacieron tales del vientre de sos madres, y hay eunucos que fueron castrados por los hombres; y eunucos hay que se castraran en cierta manera a si mismos por amor del reino de los cielos con el voto de castidad. Aquel que puede ser capaz de eso. séalo”. Fn esta sazón le presentaron unos niños para que pusiese sobre ellos las manos y orase. Mas los discípulos, creyendo que le importunaban, los reñían. Jesús, por el contrario, les dijo: "Dejad en paz a los uiños y no les estorbéis de venir a Mi; porque de los que son como ellos es el reino de los cielos". Y habiéndoles impuesto las manos, o dado la bendición, partió de allí. Acercóseles entonces un hombre Joven que le dijo: “Maestro bueno, ¿qué Obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?" SI cual le respondió: “¿Por qué jne llamas bueno? Dios sólo es bueno. Por lo demás, si quieres entrar ;n la vida eterna, guarda los mandamientos". Dijole él: “¿Qué man­ damientos?" Respondió Jesús: “No matarás: no cometerás adulterio; no hurtarás; no levantarás falsos testimonios: honra a tu padre v p tu madre, y ama al prójimo como a ti mismo". Dicele el joven: “Todos esos los he guardado desde mi Juventud. ¿Qué más me falta?" Respondióle Jesús: “Si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, v dáselo a los pobres y tendrás \m tesoro en el cielo; ven Jespués. y sígueme”. Habiendo oido el Joven esas palabras, se retirá entristecido; y era que tenia muchas posesiones.

PREDICACION

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JUDEA Y EN

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Cuando, alejados los fariseos, quedaron solos los discípulos con Jesús, y entre ellos alguno casado, como Pedro, le dijeron: «Si tal es la condición del hombre respecto a su mujer, más vale no casarse». Porque, al fin y al cabo, bajo el régimen de la ley de Moisés, si las relaciones entre los cónyugues no se desarrollaban con la cordialidad que fuera de desear y el rompimiento entre ambos se hacía inevitable, el conflicto podía con­ jurarse mediante el libelo de repudio otorgado a la mujer por el marido, que justificaba y hacía efectiva la separación. Pero, según la doctrina que acababa de ex­ poner Jesús y la legalidad que por lo visto trataba de imponer en su Iglesia, el vínculo que por el matrimonio unía a los esposos entre sí era indisoluble, y sólo por la muerte podía romperse, aunque existiera un motivo grave, que pareciera aconsejar su disolución, como el caso, por ejemplo, de la infidelidad de uno cualquiera de los cónyuges. He aquí una enseñanza con aires re­ novadores, que había de producir en las costumbres una verdadera revolución; que se sirve de las dificul­ tades que entraña la vida matrimonial, para suscitar en el espíritu de los Apóstoles deseos encendidos de una perfección más alta, de una condición de vida mejor. No se condena aquí al matrimonio; al contrario, se proclaman sus excelencias, asignándole un origen di­ vino y haciendo derivar toda la lozanía de su ser de aquella bendición primera otorgada por Dios bajo los árboles del Paraíso a la primera pareja humana, a la que confía la tarea nobilísima de la transmisión de la vida. Lo único que se dice es que el matrimonio no es el estado mejor. El matrimonio divide al hombre, lo distrae en mil negocios, le llena de preocupaciones, sus­ cítale múltiples inquietudes, le somete a servidumbres enojosas y corre por un camino sembrado de obstáculos para la vida de perfección. Y eso sin contar con otras dificultades con que tropieza para su misma constitu­ ción y funcionamiento. Es difícil el hecho de la elección, difícil la convivencia larga y sostenida, difícil mante­ nerse en tensión siempre en igualdad de conducta y de temperamento, difícil conjugar siempre, y eso con acier­ to, la severidad con la dulzura, la energía en el mando con la suavidad en las maneras, el ejercicio de la auto-

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ridad con el empleo de la tolerancia o de la concesión, que a veces se hace necesaria. Aunque la realidad de la vida ofrece de todo esto un elocuente y reiterado testimonio, del que fácilmente se deduce que hay otro estado más perfecto que el es­ tado matrimonial, y es el del celibato virgen, que respira aires más puros y se hace acompañar por un cortejo de virtudes, que lo embellecen, no todos, dice Jesús, lo comprenden. «Porque, entendedlo bien, agrega; eunucos hay por nacimiento y por obra de los hombres, pero hay eunucos que espiritualmente se mutilan por el reino de los cielos. Quien pueda entenderlo, que lo entienda . Jesucristo, de momento, no dice más. Apunta el deseo y confía al tiempo la tarea de germinarlo, dejando que el Espíritu Santo escoja el momento más propicio para inyectar en la carne del hombre estas nobilísimas aspi­ raciones. Y el Espíritu Santo, verificada la ascensión de Jesús a los cielos, elige al Apóstol San Pablo, y le co­ misiona, ya que ha consagrado a Dios la frescura de su corazón y la virginidad de su carne, para que recuerde a los fieles de la Iglesia de Corinto, y por ellos a los cristianos de todos los tiempos, el consejo nobilísimo de su Maestro. «Hermanos míos, les escribe, ya no sois de vosotros, puesto que fuisteis comprados a gran precio... Loable es en el hombre no tocar mujer. Desearía que fueseis todos como yo; pero cada cual tiene de Dios su propio don, quién de este modo, quién del otro... Cada uno, hermanos míos, permanezca para con Dios en aquel estado en que fué llamado. Sobre las vírgenes, precepto del Señor no lo tengo; doy, sí, consejo, como quien ha conseguido del Señor misericordia para serle fiel. Bueno es ese estado. No se peca contrayendo matrimonio, pero se expone a tribulaciones de que yo no os quisiera ver victimas. El que no tiene mujer anda solícito de las cosas del Señor y entiende en el modo de agradar a Dios; por el contrario, el que tiene mujer, anda engol­ fado en las cosas del mundo y en cómo ha de agradar a su mujer, y así se halla dividido. La virgen piensa en las cosas de Dios para ser santa en cuerpo y alma; la casada piensa en las del mundo y en el modo de agradar a su marido. Os digo esto para vuestro bien y para exhor­ taros a lo mejor y a lo que más facilita el servicio di-

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vino... En resumen, el que da en matrimonio a su hija, hace bien; el que no la da, obra todavía mejor. Más dichosa será asi. Ved lo que me dicta el espíritu de Dios.» (I. Cor., IV, 20; VII, 1-40.) Como se ve. el Apóstol encomia y encarece el celi­ bato y la virginidad por reconocer en él la mejor es­ cuela de libertad, y el espejo, a la vez, en que deben mirarse los casados para defenderse contra el uso in­ moderado de sus legítimas satisfacciones e imponerse templanza y moderación en el ejercicio de sus derechos conyugales y en el goce de sus sentidos. La Iglesia no se cansa de intimarles a que busquen en el matrimonio algo más que la ciega y desaforada satisfacción del instinto; a que un amor noble y casto, mezclado de generosidad y de sacrificio, inspire sus ínti­ mas relaciones; que se impongan la discreción y la re­ serva en el gobierno de su cuerpo; que mantengan su vida conyugal a un determinado nivel de nobleza y dé generosidad; que vivan siempre bajo la mirada de Dios, aspirando la atmósfera clara y serena de las cumbres, como exige la condición sacramental del estado a que se abrazaron. Esto, que exige la Iglesia, lo quiere Dios, verdadero autor y legítimo padre de la institución ma­ trimonial. Pero la triste y dolorosa experiencia enseña que hay muchas almas que, por falta de buenos hábitos contraí­ dos, porque no supieron conquistar el dominio de sí mismos en aquellos años de la juventud que Dios y la naturaleza destinaron a adquirirlo, se confiesan impo­ tentes para resistir los asaltos del instinto y mantenerse a la altura de sus deberes conyugales, y a esa flaqueza es a la que pone remedio creando y consagrando un nue­ vo y distinto estado de vida, el de la virginidad y el celi­ bato, suscitando del fondo frágil de la humana naturaza innúmeras legiones de voluntarios de la virginidad que alzando más allá del límite de su deber la frontera que señala el gobierno de su voluntad sobre sus sentidos, manteniendo su vida a la altura, aparentemente inac cesible de la más absoluta libertad espiritual, prueban con su victoria de todos los días sobre los apetitos de la naturaleza que se puede cumplir el deber, ya que ellos van un poco más allá del deber mismo; que es realizable el ideal de la familia pura y de la paternidad casta,

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cuando ellos han renunciado al noble honor de la pater­ nidad y a los dulces goces de la familia; que puede con­ servarse la pureza de una vida en el goce de sus más misteriosas intimidades sin los excesos de la vida del instinto, cuando ellos encarnan de alguna manera el triunfo permanente del espíritu sobre la carne, y que se puede vivir dentro y fuera del matrimonio sin violar la ley de Dios, ya que ellos hacen de esa ley su norma, su inspiración y su regla. Es este un hecho que constituye una revolución sin precedentes, que basta ella sola, por ser impotente el hombre para llevarla a cabo con sólo sus recursos naturales, para mostrar la intervención de Dios en la historia del mundo. Insensibles estos hombres al encanto de las criaturas sensibles, reproducen en la tierra la vida de los ángeles y constituyen un estímulo poderoso para esa noble ascensión que todo hombre debe realizar o al menos sentir hacia ideales altos y divinos, que eleven su espíritu por encima de las cosas de la tie­ rra y del placer de los sentidos.

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CCVIIE

IE S US BENDICIENDO A LOS NIÑOS

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(M t., X IX , 13-15; Me., X , 13-16; Le., X V ll l, 15-17.) M a t e o , X I X „ 13-15.—En esta sazón le presentaron unos niños para que

pusiese sobre ellos las manos y orase. Mas los discípulos, creyendo Q'wS le importunaban, los reñían. Jesús, por el contrario, les dijo: ‘ Dejad en paz a los niños, y no les estorbéis de reñir a Mí; porque tíe los avie son como ellos es el reino de los cielos”. Y habiéndoles impuesto las manos, o dado la bendición, partió de allí. Marcos. X . 13-16.—Como le presentasen unos niños para que los tocase y bendijese, los discípulos reñían a los que venían a presentárselos. Lo que, advirtiendo Jesús, lo llevó muy a mal, y les dijo: "Dejad que vengan a Mí los niños, y no se lo estorbéis; porque de los que se asemejan a ellos es el reino de Dios, fin verdad os diaro que quien no recibiere, como niño inocente, el reino de Dios» no entrará en él”. Y estrechándolos entre sus brazos, y poniendo sobre ellos las manos» los bendecía. Lu ca t, X V I I L 15-17.—Y traíanle también algunos niños para que loa to­ case o impusiese las manos, lo cual, viéndolo los discípulos, lo im­ pedían con ásperas palabras. Mas Jesús, llamando a si los niños, dijo a sus discípulos: “Dejad venir a Mi los niños, y no se lo vedéis; porque de tales como éstos es el reino d^ Dios, En verdad os digo, que ouien no recibiere el reino de Dios como un niño, o con la sen­ cillez suya, no entrará en él”.

«En esta sazón, prosigue el Evangelio, le presenta­ ron a Jesús unos niños para que pusiese sobre ellos las manos v orase; mas los discípulos, creyendo que le im­ portunaban, les reñían. Jesús, por el contrario, les dijo: dejad en paz a los niños y no les estorbéis de venir a Mí,

PREDICACION

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porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. Y habiéndoles impuesto las manos, partió de allí.» La estima del niño, el culto al niño, mejor diríamos la rehabilitación del niño, arranca del Evangelio. El paganismo no conoce al niño, y si lo conoce, no le guar­ da estima, y no son pocas las ocasiones en que saluda su aparición con amargura, y la considera como una carga enojosa. El pueblo judío, que tiene por histórica misión preparar los caminos del Evangelio, comienza a profesar al niño y a sentir hacia él una sincera estima­ ción. La mujer judía tenía la esterilidad como un des­ honor. Conocida es la oración de Ana, madre de Sa­ muel: «Dios de los ejércitos, dice al Señor un día lograda ya la ancianidad, si te dignas mirar con piedad la aflic­ ción de tu sierva y le concedes un hijo... yo prometo consagrarlo a Ti por todos los días de su vida.» Santa Isabel prorrumpe también en cánticos de gra­ titud y de alabanza cuando sabe que Dios le honra con el nacimiento del Bautista. Y son varios los niños que en las antiguas Escrituras aparecen honrados con caracte­ rísticas especiales y llevando a cabo una particular e histórica misión. Ismael, el hijo de la esclava; Isaac, el hijo del sacriñcio; Moisés, salvado de entre las aguas; Daniel, con ios otros niños hebreos arrojado al horno de Babilonia; David, guardando sus rebaños todavía niño; Samuel, consagrado a Dios y al servicio del Templo desde que nace, son ejemplos típicos y representativos del gran honor que en la historia y en el pensamiento judío se profesaba al niño. Pero es del Evangelio de donde arran­ ca el verdadero y auténtico concepto del niño, la reve­ lación de su valor moral; es el Evangelio el que nos lo propone como modelo; el que, describiéndonos los dul­ ces y encantadores misterios de la infancia de María y de la infancia de Jesús, tan familiares a la iconografía cristiana, nos ha dejado en sus páginas las más tiernas y elocuentes pruebas del papel que el niño está llama­ do a representar ¿n la conciencia y en las costumbres c ristian cts i Cómo aparecen en esas páginas los niños gozando los dulces y tiernos amores de Jesús! Los atraía hacia Sí, acariciaba sus frescas y sonrosadas mejillas; sus ma­ dres, con ese instinto que les permite apreciar donde se

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encuentran los verdaderos amparadores de sus hijos se los presentaban, y en esta escena que se ofrece a nues­ tro comentario aparecen presentándoselos a Jesús, y ro­ gándole que los bendiga. En vano los Apóstoles tratan de apartarlas de Jesús, porque creen que la presencia de los niños y las súplicas de sus madres le importunan. Es Jesús quien hace que se aparten los Apóstoles para que dejen paso a los niños, diciéndoles: «dejad que los niños se acerquen a Mí.» Las mayores amenazas las ful­ mina contra aquellos que escandalicen a los niños. Una vez que sorprende a sus discípulos disputando sobre quién de entre ellos es el primero, toma a un niño, le pone en medio de ellos, y les dice: «si no os hacéis semejantes a este niño, no entraréis en el reino de los cielos». Llama bienaventurado a aquel que tome a su cargo la protec­ ción de los niños, se pone El mismo en su lugar, y dice que aquel que tome a un niño y mire por él, que sepa que es como si lo hiciera a la propia persona de Jesu­ cristo. Encantaba a Jesús la inocencia de los niños. Sus ojos limpios y serenos se le antojaban un reflejo de la pureza de su Padre, imagen viva de su santidad. Sobre todo le seducía la imprecisión de su porvenir y la con­ fianza ciega con que el niño se pone en las manos de los encargados de preparárselo y de moldearlos de acuer­ do con lo que ese porvenir parezca reclamar. Parecía como si ese porvenir fuera precisamente lo que le in­ quietase, y de ahí su desvelo, su constante preocupa­ ción porque al niño se le atendiera, se le recibiera, se le vigilara, para que manos desaprensivas no se acer­ casen a él para robarle esos dulces y encantadores atractivos, que a Jesús le prendían los ojos y el cora­ zón: la inocencia, la confianza, el candor, la sencillez, todo ese rico caudal que, según sus propias expresiones, es el único con que puede comprarse el reino de los cielos. ¿Y quién quería Jesús que labrase, moldease y pre­ cisara ese porvenir? Las propias madres, que le ofre­ cían sus niños, y a quienes, después de bendecirlos, luego, como para indicarles esa misma misión, se los devolvía. Las propias madres y, por medio de ellas, la familia, porque es la familia el medio providencial­ mente dispuesto para el crecimiento físico y moral del niño y la elaboración de su porvenir.

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Providencial en el tiempo, porque es allí donde se abren sus ojos a la luz y su alma recibe las primeras caricias de la gracia. Providencial en la duración, por­ que la influencia de la familia no cesa nunca, asentada como está sobre las mismas leyes de la vida. Provi­ dencial en el afecto, porque son la ternura y el afecto y la persuasión los únicos instrumentos valederos allí de educación y de gobierno. Providencial en la eficacia, porque es la única la familia quien puede realizar, y por eso es la única a quien Dios se lo confia, las tres gran­ des y nobilísimas tareas a que se reducen y en las que se condensan todas las medidas de previsión y de go­ bierno de la niñez: las que el ángel comunica de parte de Dios a San José, durante su sueño y por él a la Vir­ gen, cuando Herodes urde sus maquinaciones para ma­ tar al Niño, que acaba de nacer. «Toma el Niño, huye a Egipto y permanece allí has­ ta que yo te avise.» Tom ar el niño: esta es la primera obligación. To­ marle como es, con sus defectos, con su debilidad, con sus incomodidades, verlo con los ojos de Dios, como una conquista de su sangre, como un florón del Espíritu Santo, que le acaricia con su gracia y le enriquece con sus dones. Huir con el niño, es decir: hacerle huir de todo lo que le corrompa, que le escandalice, que le per­ vierta. todo lo que pueda hacer con él el papel de He­ rodes, quitarle la vida de la gracia, disminuírsela. Y luego permanecer allí, es decir: continuar la labor educadora hasta que el niño crezca y se fortalezcan sus músculos y se consolide su virtud y se decida su vocación. Nadie dice que no costará trabajo todo esto. Costará. Y más si, como en el caso de Jesús, se vive en el destierro, es decir: hay que hacerlo en medio de una sociedad pa­ gana o paganizada, con escasos recursos, ante conti­ nuas amenazas, inquietos sobre el porvenir. Pero, ¡qué cantidad de beneficios reporta todo eso y qué genero­ samente lo paga Dios! El niño es una carga, pero eminentemente remuneradora. Por su sola presencia, porque solo su presen­ cia en el hogar es ya una bendición de Dios. Por las virtudes que exige su educación, que si no fuera por ella, tal vez los padres no se cuidasen de adquirirlas, y desde luego no tendrían ocasión de ejercitarlas. Por

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su inocencia: la familia guarda al niño y el niño a su vez es el guardián de la familia. Por el caudal de mere­ cimientos, que con toda esa labor y con todos esos tra­ bajos los padres atesoran. Por las grandes cosas, en fin. que ese niño puede llegar a ser: una ayuda material para sus padres acaso el día de mañana, un timbre de honor para la sangre, un orgullo para la Patria, un candidato para el cielo, un hijo de Dios digno de El.

C o n fe r e n c ia

CCIX

SI QUIERES SER PERFECTO.,. ( M t ., X IX , 16-26: Me., X , 17-27; Le., X V 111,18-27.) M a t e o , X I X , 16-26.—Acercóseles entonces un hombre Joven, que le dlj

“Maestro bueno, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la vida eterna?" El cual le respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Dios sólo e6 buftio. Por lo demás, ai quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos*’. Dijole él: "¿Qué mandamientos?” Res­ pondió Jesús: "No matarás; no cometerás adulterio; no hurtarás; no levantarás falsos testimonios; honra a tu padre y a tu madre, y ama al prójimo como a ti mismo”. Dicele el Joven: "Todos esos na he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” Respondióle Jesús: “Si quieres ser perfecto, anda y rende cuanto tienes, y dá­ selo a los pobres y tendrás un tesoro en el cleáo; ven después, y sí­ gueme". Habiendo oído el Joven estas palabras, se retiró entristecido; y era que tenia muchas posesiones. Jesús dijo entonces a sus dis­ cípulos: “En verdad os digo, que difícilmente un rico entrará en el reino de loa cielos. Y aún os digo más: es más fácil el pasar on camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de los cielos”. Oídas estas proposiciones, los discípulos estaban muy maravillados, diciendo entre si: “Según esto, ¿quién podrá salvarse?" Pero Jesús, mirándolos blandamente, les dijo: “Para los hombres, *** esto imposible; que para Dios, todas estas cosas son posibles’ . Marcos, Asi que salló para ponerse en camino, vino corriendo uno y, arrodillándose a sus pies, le preguntó: “ ¡Oh, buen Maestro! ¿Qué debo yo hacer para conseguir la vida eterna?” Jesús le dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos que conducen a la vida : no cometer adulterio, no matar, no hurtar, no decir f»l6Q testimonio, no hacer mal a nadie,

x, 17-27.—

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PREDICACION

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lloarar padre y m adre". A eoto respondió él, y le d ijo: “Maestro, tedas esas cosas las he observado desde mi m ocedad”. Y Jesús, m i­ rándole de hito en

luto, mostró quedar prendado de él, y le dijo:

“U na cosa te falta aun para la perfección evangélica: anda, vende cuan to tienes, y dalo a los pobres, que así tendrás un tesoro en el cielo; y ven despues. y síguem e”. A esta propuesta, entristecido (1 joven, fuese muy afligido, pues tenía m uchos bienes. Y echando Jesús una ojeada alrededor de si, dijo a sus discípulos: “ ¡Oh, cuán difícilm ente los acaudalados entrarán en el reino de D ios!” Los dis­ cípulos quedaron pasmados al oír tales palabras. Pero Jesús, vol­ viendo a hablar, les añadió: “ ¡Ay, hijitos míos, cuán difícil cosa es que los que ponen su confianza en las riquezas entren en el reino c.e Dios! M ás fácil es el pasar un camello por el ojo de un a aguja, que no el entrar un rico semejante en el reino de D ios”. Con esf,o subía de punto su asombro, y se decían unos a otros: “¿Quién p o­ drá, pues, salvarse?” Pero Jesús, fijando en ellos la vista, les dijo: “ A los hom bres es esto imposible, mas no a Dios; pues para Dios ":c. Y con esta con­ testación se tranquilizaron.

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C o n f e r e n c ia C C X I

EL CIENTO POR UNO (Mt., X IX , 27-29; Me . X , 28-31; Le., X V 111,28-30.) 27-29.— Tomando entonces Pedro la palabra, díjole: ••Bien ves que nosotros hemos abandonado todas las cosas, y te h e rr.e s seguido; ¿cruál será, pues, nuestra recompensa T* Mas Jesús ‘e respondió: “En verdad os digo, que vosotros, que me habéis se­ guido, en el día de la resurrección universal, cuando el Hijo del Hombre se sentará en el sollo de su majestad» vosotros también es sentaréis sobre doce sillas* y juzgaréis las -doce tribus de Israel. T cualquiera que habrá dejado casa o hermanos, o hermanas, o padre, o esposa, o hijos, o heredades por causa de mi nombre, recibirá cien veces más en bienes más sólidos, y poseerá después la vida eterna" Marcos, X , 28-31.— Aquí Pedro, tomando la palabra, le dijo: M For lo que hace a nosotros* bien ves que hemos renunciado todas las cosa* y segúídote”. A lo que Jesús, respondiendo, dijo: “Pues yo os aseguro que nadife hay que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o heredades, por amor de Mi y del Evange­ lio, que ahora mismo en este siglo, y aun en medio de las perse­ cuciones, no reciba el cien doblado por equivalente de casas, y her­ manos y hermanas, tíe madres, de hijos y heredades, y el siglo veni­ dero la vida eterna. Pero muchos de los que en la tierra habrán sido los pHmeros, serán allí los últimos; y muchos de los que habrán sido los últimos, serán los primeros”. Lu ca s . X V I I I , 28-J0.—Entoncas dijo Pedro; “Bien ves que nosotros he­ mos dejado todas las cosas, y seguidote. Dijoles Jesús: “En verdad os digo; Ninguno hay que haya dejado casa, o padres, o hermanes o esposa, o hijos, por amor del reino de Dios, el cual no reciba mucho más en este sigló, en bienes sólidos y celestiales» y en el venidero la vida eterna*'. M a teo , X I X ,

PREDICACION

EN JUDEA Y EN PEREA

Lo mismo estas frases condenatorias de la riqueza, o al menos que la excluían del reino de los cielos, como aquellas otras dirigidas al joven de nuestra historia, prometiéndole un tesoro en el cielo, si consentía en re­ nunciar a las riquezas que poseía, y seguir de cerca a Jesús, provocaron en los Apóstoles una legítima curio­ sidad. de la que se hace eco y portavoz San Pedro, formulando a su Maestro esta pregunta: «He aquí que nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos se­ guido. ¿qué habrá, pues, para nosotros?» Es decir, si al joven que acaba de retirarse le has prometido un tesoro en el cielo, si consentía en dejar cuanto poseia y seguirte, ¿qué recompensa especial nos otorgarás a nosotros, que a una sola palabra tuya lo hemos dejado todo sin ningún género de vacilación y de reserva, y te hemos seguido como humildes y abnega­ dos servidores? La respuesta de Jesús no se hizo esperar, sólo que para hacer resaltar mejor y encarecer las mag­ níficas promesas que encerraba, la hizo acompañar de un solemne juramento: «En verdad os digo que vosotros, los que me habéis seguido, cuando en la regeneración el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos y juzgaréis a las doce tribus de Israel». No podía excogitarse pre­ rrogativa mayor que esta que aquí se promete a los Apóstoles. Cuando llegue el tiempo de la regeneración, que significa en las Sagradas Escrituras el fin del mundo, porque la naturaleza, dejando entonces su forma pe­ recedera, se ha de vestir de otras y más vistosas galas, que le imprimirán como el aire de un nuevo renacimien­ to. y el Hijo del Hombre, en presencia de la naturaleza así renovada, aparezca sentado en su trono para juzgar con la autoridad del Padre, que ha puesto en su mano el~juicio sobre todas las cosas, a los buenos y a los ma­ los de todos los tiempos, los Apóstoles se sentarán con El. no como meros espectadores, que confirmen con su aprobación y aun con sus aplausos las decisiones del divino Juez, sino en calidad de copartícipes de su poder, a título de conjueces, que pronunciarán con Cristo las sentencias correspondientes, porque es equitativo que juntos juzguen y sentencien los que juntos han defen­ dido una misma causa y han llevado la carga y el dis­ frute de una vida común. Y luego extiende el privilegio

EL CIENTO

POP

u no

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de unas bendiciones verdaderamente insólitas a todos los que practiquen, a ejemplo de los Apóstoles, la po­ breza voluntaria, e imitando su generoso desprendi­ miento lo dejen todo por su amor y lo sacrifiquen y le sigan con amorosa fidelidad. «Ninguno hay, continúa diciéndoles, que haya dejado casa o hermanos o hermanas o padre o madre o mujer o hijos o tierras por amor a Mí y por amor del Evange­ lio, que no reciba centuplicado, ahora en el tiempo pre­ sente, casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, a una con persecuciones y en el siglo venidero la vida eterna». A tan magnificas promesas, añade Jesús, a modo de sentencia, esta lección, que reviste cierto ca­ rácter monitorio: «pero muchos de los primeros serán los últimos y muchos de los postreros serán los prime­ ros». Parece como que en la mente de Jesús flota todavía el recuerdo dolorido del joven de nuestro episodio, y lo ofrece como ejemplo de aquellos que comienzan bien y luego se detienen en el camino y no llegan al final, en contraste con el que ofrecerán en todos los tiempos pe­ cadores endurecidos que, después de una vida rota y desordenada, se recuperan a sí mismos y entran a la postre en el reino de Dios. La palabra «céntuplo» es una locución oriental, por la que se expresa una medida excesiva y exuberante, que en este caso quiere dar a entender que lo que se ha de dar en compensación a los que abandonan todo lo suyo por seguir a Nuestro Señor sobrepasará con exceso a todo cuanto dejaron. Ya se supone que estas palabras evangélicas no deberán interpretarse en su sentido ma­ terial, como si al que dejase su padre y su madre y su casa y sus tierras se le haya de devolver todo esto en la misma forma en que lo dejare, centuplicadamente. Jesús se sirve de imágenes y expresiones sensibles, para que los Apóstoles las idealicen y traduzcan en conceptos de pura espiritualidad. Desde luego, algún sentido literal ya tuvieron en los primeros tiempos de la Iglesia, y aún conservan en el seno de las familias religiosas dichas expresiones. Era frecuente que, forzados a romper los lazos familiares, para inscribirse en la nueva religión del Crucificado, en­ contraran los neófitos en las recientes cómunidades cris­ tianas, a las que llegaban solicitando su ingreso, otras 2!

Temo II

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madres y otros padres que, sustituyendo a los que de­ jaron, experimentasen dulces consuelos, prodigando a aquellos nuevos hijos en la í'e singulares solicitudes y atenciones, que les hicieran llevadera la separación y atractivo y amable el cumplimiento de los nuevos de­ beres que contraían. Lo mismo hoy en el seno de las familias religiosas, ün hombre deja su padre y su madre y su casa y sus tierras y cuanto tenia en el mundo y se pone al servicio de Dios y se abraza a la pobreza y se rinde a la voluntad de un hombre a quien no conoce y se clava en una cruz para guardar una continencia angélica, en una edad acaso en que todo sonrie y se abre a la esperanza y se divisa un porvenir brillante delante de sí, movido por una fuerza interna que él sabe de dónde viene, pero no sabe a dónde le lleva, y otros padres y otras madres lo acogen y lo proveen de todo lo que necesita para vivir. No tendrá nada más, porque siempre representa urt peligro grande la riqueza, y hay muchos hombres que se pierden por ella; pero no echará nada de menos, por­ que también es prueba dura carecer de lo necesario, y libre del peligro de la riqueza y exento de afanes y de preocupaciones de índole material, vivirá feliz sin en­ vidiar a nadie, porque aprende allí el arte de satisfacer­ se con poco, de disfrutar de alegría sin tener que buscarla en el placer, de gozar de libertad sin incurrir en sus excesos de vivir contento, entre amigos o enemi-r gos, en la patria o en el destierro, entre cultos o igno­ rantes, con los indios de la selva o en las comodidades de la vida civilizada. No pide Dios a todos que se abracen a la pobreza y al renunciamiento real y efectivo. A los que se lo pide, desde luego les retribuye con esa medida centuplicada, a que aquí se hace referencia, pagándoles en moneda espiritual, que es lo que aquí significa ciento por uno, y que es toda la suma de beneficios y bendiciones que van prendidos en la vida religiosa: el amor sin egoísmo, la dignidad sin soberbia, la obediencia sin esclavitud, la urbanidad sin ceremonias, la virtud sin hipocresías, la exactitud sin exageraciones, la alegría sin excesos, el optimismo sin desalientos, el trato frecuente y la com­ pañía de almas puras y santas, como rayos de sol que alegran la vida, brisas puras y frescas que idealizan el;

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aire, música divina y misteriosa que recrea el oído y enamora el corazón. Pero a todos les pide la pobreza afectiva y el renunciamiento espiritual. Dios no exige, como muchas almas egoístas que, para quererle a El, se deje de querer. Ha encendido en el corazón del hom­ bre una hambre y una sed de afecciones puras y legíti­ mas, y abierto en él una herida que no se cierra sino con amor. Pero pide que entre esas afecciones reine el orden y exista una jerarquía y se le coloque a El en la cumbre de todos los afectos y por encima de todas las preferencias. Y en pago de todo esto, que no es sacrificio y extirpación de los afectos, sino sometimiento a un or­ den superior de divinos y preferentes amores, el ciento por uno, es decir: el goce de unos placeres que no man­ chan, de una alegría que no enerva, de una libertad que no se extravía, de una seguridad en el porvenir que no vacila, de un valor en los peligros que no se acobarda, y de una paz y de una alegría interior que valen por todo. Todo sazonado, por supuesto, con la sal y la pimienta de la persecución. Lo dice aquí Jesús en este pasaje. Es la herencia que deja Jesús a su Iglesia y a sus hijos, y es también su corona. A la Iglesia se la ha perseguido desde su nacimiento, con la herejía, con el cisma, con las leyes, con la proscripción; cien veces se ha rejuve­ necido con su propia sangre; cien veces ha salido de la tumba; si ha tocado la tierra, no ha sido sino, como el gigante Anteo, para recobrar nuevas fuerzas y obtener después nuevas victorias. Dios vela por los perseguidos. Les sonríe desde el cielo. Y, a menos de negar estas fra­ ses que estamos comentando de su Evangelio, a todos los que sufran persecución por El, les aguarda en el cielo una gran corona.

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LOS TRABAJADORES DE LA VIÑA %

( M t X X , 1-16.) X X , 1-16 .—Porque el reino de los cielos se parece e un padre de familia, que al romper el dia salió a alquilar Jornaleros para su viña. Y ajustándose con ellos en un denario por dia, enviólos a su viña. Saliendo después, cerca de la hora de tercia, se encontró con otros que estaban mano sobre mano en la plaza, y di joles: "A n ­ dad también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo". Y ellos fueron. Otras dos veces salió a eso de la hora de sexta v de a hora de nona, e hizo lo mismo. Finalmente, salió cerca de la hora undécima, y vió a otros que estaban todavía sin hacer nada, y les dijo: “¿Cómo os estáis aquí ociosos todo el día?” Respondiéronle: “Es que nadie nos ha alquilado*. Di joles: "Pues id también vos­ otros a mi viña”. Puesto el sol. dijo el dueño de la viña a su m a­ yordomo: “Llama a los trabajadores y págales el jornal, empezando desde los postreros y acabando en los primeros*. Venidos, pues, loa que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron un denario cada uno. Cuando al fin llegaron los primeros, se imaginaron que les darían más. Pero, no obstante, éstos recibieron igualmente cada uno su denario. Y al recibirlo, murmuraron contra el padre de fa­ milia, diciendo: “Estos últimos no lian trabajado más que una hora, y los has igualado con nosotros, que hemos soportado el peso del dia y del calor”. Mas él, por respuesta, dijo a uno de ellos: “Amigo, yo no te hago agravio. ¿No te ajusté conmigo en un de­ nario? Toma, pues, lo que es tuyo, y vete; yo quiero dar a éste, bien que sea el último, tanto como a ti. ¿Acaso no puedo yo hacer de lo mío lo que quiero? ¿O ha de ser tu ojo malo o envidioso, porque yo soy bueno?” De esta suerte, los postreros en este mundo serán primeros en el reino de los cielos, y los primeros, postreros. Muchos, empero, son los llamados; mas pocos los escogidos.

M a teo,

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¿Qué criterio ha de seguirse en la distribución de las recompensas, que ha prometido Jesús a sus leales se­ guidores y que hemos comentado en las anteriores con­ ferencias? Conforme al estilo, que es familiar en Jesús de revestir sus enseñanzas de formas alegóricas y plas­ marlas en imágenes y representaciones sensibles, lo expresa en este caso a través de la bellísima alegoría siguiente: «El reino de los cielos se parece a un padre de familia, que al romper el día salió a alquilar jorna­ leros para su viña. Y ajustándose con ellos en un denario por día enviólos a su viña. Saliendo después cerca de la hora de la tercia, se encontró con otros que esta­ ban mano sobre mano en la plaza, y díjoles: andad también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Otras dos veces salió a eso de la hora de sexta y de la hora de nona, e hizo lo mismo. Final­ mente salió cerca de la hora undécima, y vió a otros que estaban todavía sin hacer nada, y les dijo: ¿cómo os estáis aquí ociosos todo el día? Respondiéronle: es que nadie nos ha alquilado. Díjoles: pues id también vosotros a mi viña. Puesto el sol, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores y pá­ gales el jornal, empezando desde los postreros y aca­ bando en los primeros. Venidos, pues, los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron un denario cada uno. Cuando al fin llegaron los primeros, se ima­ ginaron que les darían más; pero, no obstante, reci­ bieron igualmente cada uno su denario. Y al recibirlo, murmuraban contra el padre de familia, diciendo: es­ tos últimos no han trabajado más que una hora, y los has igualado a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor. Más él, por respuesta, dijo a uno de ellos: Amigo, yo no te hago agravio; ¿no te ajustaste conmigo en un denario? Toma, pues, lo que es tuyo, y vete; yo quiero dar a éste, bien que sea el último, tanto como a ti. ¿Acasc no puedo yo hacer de lo mío lo que quiero? ¿O ha de ser tu ojo malo, porque yo soy bueno? De esta suerte los postreros serán primeros y los prime­ ros postreros; muchos, empero, son los llamados, mas pocos los escogidos». Lo de que el reino de los cielos sea semejante a un padre de familia, ya se advierte que es una locución figurada. Lo que se quiere decir que es semejante al

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reino de los cielos es la escena o episodio, que se des­ cribe a continuación, de la que aparece, como protago­ nista principal, ese padre de familia o propietario a que se hace referencia. Como las costumbres agrícolas hoy vigentes en Palestina, y puede decirse que en otras re­ giones del mundo, no difieren mucho, excepto algunos pequeños pormenores, de las que en este cuadro se des­ criben, fácil resultará representarse la escena tal como el Evangelio la refiere. Como entonces, hoy también suelen procurarse los obreros y convenir sobre el salario en la plaza pública, sobre todo al aproximarse esas grandes operaciones del campo, que urgen con apremio en determinadas fechas del año, como son la siega y la vendimia. El salario corriente en aquella época era el denario, correspon­ diente poco más o menos a unos noventa céntimos de nuestra peseta; salario que para un obrero sobrio, como era por lo general el obrero palestinense, bastaba para la satisfacción de sus necesidades elementales. Un de­ nario, en efecto, es lo que en este caso se compromete a abonar como jornal este padre de familia a los pri­ meros obreros que encuentra en la plaza, cuando sale en busca de trabajadores para su viña en la primera hora del dia, que eran como las seis de la mañana. El parabolista nos lo representa volviendo a salir a la pla­ za pública en busca de nuevos obreros, pues el trabajo se supone que apremiaba y no consentía muchos apla­ zamientos, a la hora de tercia, a la de sexta, a la de nona y a la undécima, que equivalían en nuestro ho­ rario a las nueve y a las doce de la mañana y a las tres y a las cinco de la tarde. Sólo con los primeros se conviene en el jornal, que es de un denario: a los restantes, por no ser fácilmente íraccionable el trabajo y susceptible de una equitativa computación, se les promete lo que sea justo, y con esa promesa se conforman y van a su trabajo. Aunque la costumbre frecuente en Palestina era contratarse para toda la semana, y al fin de la semana se verificaba el Pago, en esta alegoría se supone que el trabajo es sólo Para una jornada, terminada la cual a cada uno de los obreros se abonará lo que en justicia proceda. Las circunstancias en este caso lo imponían asi. Si ■el parabolista quería poner de relieve el contraste entre

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la diversa duración del trabajo de los distintos grupos de operarios y el salario, no vario, sino uniforme, que unos y otros reciben, era preciso que la escena se des­ arrollase en un espacio de tiempo corto y determinado, que permitiera apreciar a primera vista la mencionada relación. Como casi todas las parábolas de Jesús, ofrece esta descripción alegórica peculiares anomalías. Es una ano­ malía el apresuramiento de este hombre por terminar en un dia el trabajo que la viña reclama, como si no fuera susceptible de realizarse, como todos los trabajos del campo, en días sucesivos; es una anomalía que, no habiendo encontrado obreros disponibles a la primera hora de la mañana, vuelva a concurrir a la plaza en busca de ellos a las nueve y a las doce y a las tres y a las cinco, cuando lo corriente es que el obrero que nece­ sita trabajo acuda a ofrecerse al comenzar el día, y no una vez comenzada la jornada, y es otra anomalía, que ese amo encuentre obreros que se le ofrezcan a las cinco de la tarde, y una anomalía mayor aún que él los con­ trate para una sola hora de trabajo. ¿Es que se hallaban en las otras horas del día, y no los ve en la plaza? ¿Es que estaban allí, pero no se le ofrecieron? ¿Es que, de­ seando ofrecerse, ninguno de entre sus compañeros de oficio contratados por la mañana les ha advertido que había un amo que buscaba trabajadores, y no los ha­ llaba? Todo es, como se ve, un conjunto de anomalías esta parábola. Pero ya hemos dicho muchas veces que estas anoma­ lías no cuentan en las parábolas. Para el objetivo peda­ gógico de esta alegoría y la enseñanza que Jesús, con motivo de ella quería proponer, era preciso que estos distintos grupos de obreros fueran apareciendo sucesi­ vamente en la plaza, si el trabajo que efectuaran había de tener una duración desigual, que contrastara con el salario uniforme, que todos deberían recibir al declinar el día. Porque el resultado es que los primeros trabajan de sol a sol. mientras que los restantes sólo trabajan, respectivamente, nueve, seis y tres horas, y los últimos, una hora apenas. Por fin, llega la hora de la retribución, de cuya labor se encarga el mayordomo. Si no es por mo­ tivos literarios, no se justifica la introducción en escena de este personaje porque su función se limita a pagar,

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sin decir una sola palabra, y luego, cuando vienen las reclamaciones, cede su puesto al amo, que asume* per­ sonalmente la defensa de su proceder. Llama el amo en primer lugar a los que fueron a la viña a última hora, y los primeros, sin protesta, les de­ jan pasar. ¿Qué les importa cobrar más pronto o más tarde, si al fin se les ha de abonar lo convenido? Lo úni­ co que les interesa es mantenerse atentos a lo que pase en escena, sin que ningún pormenor se les escape. Por otra parte, todo conviene que se haga a la luz del día, para que se aprecie bien la enseñanza que quiere Jesús deducir de aquel episodio. Los obreros de la última hora recibieron un denario. Lo mismo debieron recibir los de las otras horas, aunque el parabolista no los menciona, quizá porque la queja que iba a producirse aparecería mejor justificada con­ trastando el trabajo de los primeros con los de la última hora. El caso es que, cuando los-obreros de la primera hora observaron que aquellos otros, que habían traba­ jado sólo de cinco a seis de la tarde, percibían un de­ nario, como si hubieran trabajado todo el día, pensaron, y lo mismo hubiera pensado cualquiera en su lugar, que ellos recibirían un salario mayor. Su sorpresa fué gran­ de cuando, al llegarles su turno para cobrar, el mayor­ domo les entregó también un denario, como el amo ha­ bia convenido con ellos. Al punto surgió, como era inevi­ table, la protesta. Dirigiéndose, pues, al amo. con tono descarado y altivo, le dijeron: «Estos últimos no han trabajado más que una hora, y los has igualado a nos­ otros, que hemos soportado el peso del día y del calor.» La queja no puede negarse que era justa, y el argumen­ to, que ella contenía, concluyente. Si los que han traba­ jado sólo una hora reciben de jornal un denario. ¿no es justo que a ellos, que han trabajado todo el dia, se les dé mas? Sin perder la calma, responde el amo al que. haciendo como de jefe, habia hablado en nombre de todos: «Amigo, yo no te hago agravio; ¿no te ajustaste conmigo en un denario? Toma, pues, lo que es tuyo, y vete; yo quiero dar a éste, bien que sea el último, tanto como a ti ¿Acaso no puedo yo hacer de lo mío lo que quiero? ¿O ha de ser tu ojo malo, porque yo sea bueno?» Distingue bien el amo entre los derechos de la justicia y los de la liberalidad. Satisfecha la justicia dando a

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los primeros un denario según lo convenido, el amo quiere que quede claro que él es dueño de mostrarse generoso con quien quiere, y retribuir con liberalidad, que es virtud distinta de la justicia y perfectamente conciliable con ella, sin que nadie tenga derecho a pe­ dirle cuentas, porque la justicia responderá ante los de­ más, pero la liberalidad sólo responde de sus actos ante ella misma. Bellísima entre las más bellas del Evange­ lio es esta parábola, y bien merece un amplio y dete­ nido comentario.

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Esta parábola del padre de familia, saliendo en dis­ tintas horas del día a la plaza pública con el propósito de hallar y contratar trabajadores para su viña, es una historia figurada de los esfuerzos que Dios viene reali­ zando desde el principio del mundo para conducir al hombre al logro y disfrute de sus destinos sobrenatura­ les; trasunto y reflejo a la vez de esos otros altos y misteriosos designios de Dios, llamando en sucesivas épocas de la historia a pueblos de estructura y civi­ lización diferentes a un relativo predominio en el mundo y a una dirección del pensamiento de la humanidad. Este llamamiento, sin embargo, de Dios, verificado en estas sucesivas etapas de la vida del hombre, reviste un carácter particular en esta parábola, y es el de no limitarse a interesar la actividad del hombre en su pro­ pio cultivo espiritual de una manera exclusiva y aun de una manera preferente siquiera, sino que alcanza y se orienta hacia un apostolado activo, hacia una personal cooperación. El padre de familia sale a la plaza en busca de operarios, pero no operarios pasivos, gente que trabaje por la soldada, sin incorporarse de una manera afectiva a la obra, sino operarios conscientes y libres, que se interesen en la empresa y hasta se ilusionen con el trabajo, que se presten a colaborar con un género de

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colaboración que honre al que les invita y enaltezca la decisión generosa con que se oí recen al trabajo. Honra al que les invita, porque Dios no tiene necesidad de in­ vitar, porque se hallan todas las cosas en su mano, in­ cluso la propia libertad del hombre, y honra a Dios el que, pudiendo forzarla, solicite humilde su concurso y quiera que se le ofrezca con espontaneidad y con amor y enaltece la propia decisión del hombre, porque, pu­ diendo Dios santificar al hombre sin el hombre, como lo hizo un dia del barro de la tierra sin el concurso de él, se digne asociarlo a su obra misionera y servirse de su ayuda para la conquista y santificación de todas las almas. Este llamamiento lo hace a todos, por más que lo haga en horas diferentes. Hasta los mismos obreros ten­ drán alguna parte en él. Los hombres influyen en los hombres e intervienen en el hecho de la discriminación y descubrimiento de la llamada; pero es Dios quien di­ recta y personalmente llama, como es el padre de fa ­ milia quien personalmente sale a la plaza en busca de trabajadores. ¡Felices aquellos a quienes llama en las primeras ho­ ras de la mañana de su vida y llevan con su trabajo todo el peso del día y del calor», y no conocen la lucha de la carne, de las malas tendencias adquiridas, de los malos hábitos contraídos, de las pasiones un día con­ sentidas y acariciadas, barro de nuestra carne, reliquia y mancha indeleble de una vida por más o menos tiem­ po desarreglada y pecadora! Estos ayudan a Dios con la frescura de su cuerpo y la virginidad de su espíritu —que es ayuda de ángeles— , aunque no le ofrecen el mérito de la conversión ni la ayuda luctuosa, pero úti­ lísima, de la experiencia. ¡Felices también aquellos a quienes llama en las ho­ ras sucesivas del día, y más a quienes llama en el cre­ púsculo de la tarde, porque ellos representan la más gloriosa conquista de Dios, la victoria de la que más se envanece, el esfuerzo cM que han salido ellos victorio­ sos, después de luchar contra un ejército de enemigos de dentro y de fuera, y dejar vertidas en el campo, como decía de sí San Agustín, conquista también de la gracia, pero tardía, lágrimas del corazón y desgarraduras de la carne.

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Diversas son las llamadas, porque diversas son las funciones y diversas las actividades que se ejercen, como diversas las gracias que se reciben y diversas también, según el Evangelio, las moradas que Dios reserva en su reino para los distintos grupos de trabajadores. Lo esen­ cial es que, a pesar de esta variedad heterogénea de lla­ madas, la llamada es la misma y uno mismo el designio por parte de Dios de que se acoja la invitación, y es la libertad del hombre la única que entra en juego para resolver el trágico dilema de rehusar el trabajo o de ofrecerse a él. A la hora de la recompensa, ya sabemos la conducta del padre de familia: liberal con algunos, jus­ ta con todos. Lo mismo Dios. De modo que. así como después de una jornada de trabajo, durante la cual distintos equi­ pos de obreros han ido sucesivamente rindiendo una suma diferente y desigual de trabajo, el amo de la viña hace que se pague a todos por igual, excediéndose libe­ ralmente con algunos, pero no faltando a la justicia con nadie, así Dios, sin faltar con nadie a la justicia, prodi­ ga sus liberalidades con quien quiere, sin que nadie ten­ ga derecho a recriminarle su proceder. Lo esencial es que esta varia conducta de Dios, generosa con unos y no con otros, aunque justa y equitativa con todos, no viene determinada ni influida por las distintas condiciones de los hombres, sino por la varia condición de su trabajo, cuyo valor no se mide por el tiempo que dura, sino por la calidad que reviste y el espíritu que lo anima, y por­ que a veces los obreros llamados en último lugar han venido a completar y a perfeccionar la tarea y a llenar lagunas, sin duda involuntarias, producto de las cincunstancias acaso, de que adolecía el trabajo de los que acu­ dieron primero. Porque creer que en la Iglesia de Dios, y con respecto a los instrumentos de apostolado, se ha dicho ya la úl­ tima palabra, y que puede decir con justicia una insti­ tución cualquiera que con ella se han agotado todas las posibilidades, que sus métodos no son susceptibles de superación y que en los tiempos futuros no puede ser sustituida con ventaja, es negar la perenne vitalidad de la Iglesia y ese poder, que ella sola tiene, de insospe­ chada renovación, por el cual viene sacando de su seno, de acuerdo con las exigencias de los tiempos que le toca

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vivir, nuevas formas de acción y nuevos procedimientos de conquista y de apostolado. El deber que incumbe al apóstol, en vez de mirar con recelo a los nuevos opera­ rios, que acuden a trabajar a la viña a última hora, es el de mejorar sus propios y acaso gastados procedimien­ tos, sacar el mayor partido posible de las aspiraciones de su siglo y de las novedades que le ofrece la hora en que vive, no oponerse por sistema a cualquier forma nueva de concebir y organizar el trabajo por el hecho sólo de no ajustarse a sus modos tradicionales, y pensar que todo el progreso humano puede servir así para el bien como para el mal, igual que las tierras vírgenes e inexploradas pueden rendir uno u otro fruto, según el saber y el querer de sus ocupantes primeros. Lo esencial es que el apóstol se entregue al trabajo con ardorosa fe y sometido a estas dos ineludibles con­ diciones. La primera es una honda estima de la discipli­ na y una dócil y entera sumisión al mando. Los obreros fueron a trabajar a la viña previa la in­ vitación del amo, y convenida la duración del trabajo, así como la Índole de la paga. Por eso, al sobrevenir la queja de los descontentos, pudo argüir el amo en su de­ fensa: «¿es que no convinisteis conmigo en un denario?» Y aunque la parábola no lo determina, justo es pensar que también se estipularía, al mismo tiempo que el sa­ lario, la forma y la calidad del trabajo. La sumisión, pues, a esos compromisos convenidos será la primera ley del trabajador, y la mejor y más eficaz garantía de todo éxito. Hay que trabajar de acuerdo con las tradiciones de la casa, confovme a las exigencias de la obra y con un vivo sentimiento de solidaridad con los otros traba­ jadores, porque el trabajo es común y las órdenes, en sus líneas generales, son idénticas para todos; pues todos trabajan para todos, aunque hayan concurrido en horas distintas y sucesivas a la viña. Esto es más apremiante en los trabajos de apostolado. En todos ellos deberá campear la unidad de dirección, la unidad de fin, la uni­ dad en el esfuerzo, porque ya dice el Apóstol que la Igle­ sia es un organismo vivo, y como las células todas del organismo humano conspiran armónicamente a la con­ servación y perfeccionamiento de todo el conjunto, así los obreros que trabajan en obras de apostolado dentro del organismo espiritual de la Iglesia, miembros vivos

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del cuerpo de Cristo, no podrán rendir un trabajo apreciable y provechoso, si no se mantiene cada uno en su puesto, sin usurpar funciones ajenas, sin creerse más o menos necesario que los otros, dócil a la suprema direc­ ción de la cabeza y ajeno enteramente a todo espíritu de indisciplina, al deseo de juzgarlo y de criticarlo toco y de obrar con independencia, desatento al trabajo de los demás y con el afán de corregir y rectificar la obra de sus antecesores, llevado de ese espíritu de revolucio­ naria novedad, que cree que el pasado hay que conde­ narlo sólo por serlo, cuando el pasado se integra por tradiciones respetables, está lleno de experiencias gene­ rosas, y sobre todo santificado por vidas ejemplares, Que nos han transmitido la parte más saneada y rica del pa­ trimonio espiritual que gozamos, y que estamos en obli­ gación de acrecer. La segunda condición será la mutua ayuda. Una ayuda que consista, como procedimiento eliminatorio y negativo, en sofocar todo espíritu de bandería, de exal­ tar a los unos empequeñeciendo a los otros, de adscribir a determinada escuela o magisterio en forma monopolízadora y exclusiva la pureza de la doctrina, la pura y auténtica ortodoxia, y como procedimiento positivo y ce empleo general, en el afán generoso de eclipsarse a ve­ ces para que otros apóstoles se destaquen y brillen, en alabarles con sinceridad, en suplirles con desinterés, no por móviles bastardos, sino por espíritu de cuerpo y es­ tímulos de caridad, único aglutinante poderoso y efec­ tivo para sofocar en germen las competencias odiosas, las ambiciones larvadas, las intrigas y críticas mezqui­ nas, que tantas veces condenan a la esterilidad los pro­ pósitos más nobles y las más estimables colaboraciones : suma y compendio de males que se remediarían con solo que el apóstol pensara que la viña es de Dios, y no suya, y que bastante honor nos otorga con solicitar de nos­ otros una colaboración que para su obra no la necesita.

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CCXIV

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SE REPRODUCE LA OPOSICION DE LOS JUDIOS CONTRA JESUS (Jo., X, 22-42.) en Jerusálén la fiesta de la Dedicación, fiesta que era en invierno. Y Jesús se pasefrba en el templo, por el portico de Salomón. Rodeáronle, pues, los judíos, y te dijeron “¿Tfcsta cuándo has de traer suspensa nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dinoslo abiertamente’ . Respondióles Jesús: “Os lo estoy diciendo, y no lo oreéis; las obras que yo bago en nombre de mi Padre, ésas están dando testimonio de Mi. Mas vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Ntis ovejas oyen la voz mia; y yo las conozco, y ellas me siguen. V yb les doy la vida eterna, y no se perderán jamás, y ninguno las arrebatará de mis maños. Pues lo que mi Padre me ha dado, todo lo sobrepuja, y nadie puede arrebatarlas de mano de mi Padre o de la mía. Mi Padre y yo somos una misma cosa”. Al oír esto los judíos, cogieron piedras para apedrearle. Dijoles Jesús: “M u­ chas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis?" Respondiéronle lo6 judias: “No te apedreamos pbr ninguna obrft buena, sino por la blasfemia: y porque siendo ¡tú, como eres, hombre, te haces Dios". Replicóos Jesús: “No e*tá escrito en vuestra ley: Yo dije: ¿Dioses sais? Pues si llamo dioses a aquellos a quien habló Dios, y no puede faltar la escritura, ¿cómo ft Mi. * «Hilen ha santificado el F*adre y ha en­ viado al mundo, decís vosotros que blasfemo porque he dicho: soy

Ju a n ,

59.

X,

22-42.— Celebrábase

T o m o TI

333

PREDICACION

EN JUDEA V EN T’EKEA

hijo de Dios? tíi no hago lab obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, cuando 110 queráis darme crédito a Mí, dadle a mis obras, a tin de que conozcáis y creáis que el Padre está en Mí y yo en el Pudre".

Quisieron

entonces

los judíos

prenderle, mas El

se escapó

de entre sus manos, y se fue de nuevo a la otra parte del Jordán, a aquel lugar en que Juan había comenzado a bautizar, y perma­ neció allí. Acudieron muchos a El, y decían: “Es cierto que Juan no hizo milagro alguno. Mas todas cuantas cosas dijo Juan de éste han salido verdaderas. Y muchos creyeron en E l”.

El viaje por el territorio de la Perea, durante el cual se han sucedido los acontecimientos que venimos rese­ ñando, tocaba a su fin, y Jesús hacía su entrada en Je­ rusalén coincidiendo con la fiesta de la Dedicación, que solia celebrarse hacia la segunda mitad del mes de di­ ciembre. Recordaba esta fiesta, llamada también de las Antorchas, a causa de las alegres iluminaciones con que se festejaba, la purificación solemne del templo, que ciento sesenta y cinco años antes de nuestra era había llevado a cabo Judas Macabeo, en reparación de las sa­ crilegas profanaciones de que le había hecho objeto tres años antes Antioco Epifanes, rey de la Siria. Sin dete­ nerse en parte alguna de la ciudad santa, Jesús se en­ camina derechamente al templo. Allí nos lo presenta el evangelista paseando por el pórtico, llamado de Salo­ món, quizá porque contenía restos del antiguo templo erigido por aquel gran rey, y que, situado en la parte más oriental del conjunto de construcciones que forma­ ban el edificio, estaba trazado én forma de galería, de­ fendida contra la intemperie y cubierta. 4 Allí se dispone Jesús sin duda a hacer sus postreras manifestaciones, pues faltan sólo tres meses para que se clausure su ministerio público y los judíos den cuenta de El, llevando hasta el fin sus perversas maquinacio­ nes. Apenas los judíos advierten su presencia y le reco­ nocen, forman apretado círculo en torno de El, y co­ mienzan a preguntarle. Las preguntas que le formulan se hallan a tono con la festividad. La fiesta de la Dedi­ cación del Templo evocaba en su memoria el glorioso recuerdo de Judas Macabeo y de sus brillantes victorias sobre los vecinos reyes de Siria, y con ello reverdecen, cobrando fuerza y vigor, sus nunca dormidos ni apaga­ dos sueños de engrandecimiento patrio, de predominio nacional. Nunca, por consiguiente, podía presentarse una más propicia ocasión para preguntar a Jesús si aquellos

OPOSICION DE LOS JUDIOS CONTRA JESUS

3 39

sueños, acariciados por tantas generaciones de israeli­ tas, se hallaban próximos a realizarse. Ya hemos re­ petido muchas veces que los judíos, llevados de una errónea interpretación de las santas Escrituras en lo re­ lativo al Mesías y a la instauración de su reino, no vivían más que de esa ilusión, y con ella soñaban. Bruscamen­ te, pues, y omitiendo toda clase de preámbulos, le pre­ guntan: «¿Hasta cuándo nos has de tener suspensa el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.» ¡Cuántas veces se lo había confesado Jesús y cuán­ tas también ellos habían rechazado sus afirmaciones, cegados como estaban por aquella idea de que el Mesías debía de venir como un gran rey, abatiendo a sus ene­ migos y poniendo en manos de Israel el poderío y la do­ minación sobre todos los pueblos de la tierra! Como no es cosa de rectificarse, Jesús se limitará a reproducir sus anteriores afirmaciones y a echarles en cara su persis­ tente incredulidad. Y lo hará de una manera aparente­ mente desabrida y seca, porque el lenguaje de los judíos tiene el aire de una impaciencia hostil, que indudable­ mente lleva, como una saeta en su punta, propósitos larvados más o menos insidiosos y comprometedores. «Os lo he dicho, les contesta Jesús, y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre dan testimonio de M í; mas vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y me siguen. Yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás y ninguno las arrebatará de mi mano. Lo que me dió mi Padre es sobre todas las cosas, y nadie puede arrebatarlo de la mano de mi Padre. Yo y mi Padre somos una misma cosa.» Ataca Jesús directamente las disposiciones de los judíos, y a ellas sólo veladamente culpa de la resistencia que oponen a sus afirmaciones sobre su divinidad. Los judíos, en su soberbia desmedida, se creían destinados a la dominación del mundo y poseídos de un amargo ren­ cor hacia Jesús, a causa del empeño que éste ponia en espiritualizar sus sentimientos, carecían de las más ele­ mentales disposiciones para recibir el mensaje de un reino tan completamente distinto al que ellos acaricia­ ban. como era el que venía a proponerles Jesús, y par oslo trata de infundírselas con aquel llamamiento a la docilidad y a la obediencia, cualidades tan característi­ cas de las ovejas, que siguen al buen Pastor. Bajo esta

340

PREDICACION EN JUDEA Y EN PEREA

alegoría del buen Pastor se les habia mostrado mese? antes, y gozoso se la recordaba, seguro de que la impre­ sión que les produjera no se habría borrado aún de su memoria. Sólo que ahora añadía una frase más: la de que «el Padre y El eran una misma cosa», con cuya ex­ presión enunciaba el dogma fundamental del Cristia­ nismo, consistente en la unidad de naturaleza, que fun­ día al Padre y al Hijo en una misma y sola sustancia, y hacia de ambos un solo y único Dios. Como el Padre es Dios, y eso lo reconocían los judíos, El asimismo queda­ ba proclamado Dios. ¿Qué harán ahora los judíos que le han pedido expli­ caciones sobre su persona y se encuentran con que Jesús, soslayando toda alusión al concepto aquel de Moisés que los judíos en sus ansias de dominación terrena acaricia­ ban, proclama su divinidad con todo el cortejo de con­ secuencias de tipo espiritual que dicha proclamación llevaba consigo? ¿Le reconocerán como Dios, como pa­ rece justo, después de tan solemnes aseveraciones? ¿Le pedirán amplificaciones de su pensamiento antes de ren­ dirle la inteligencia y el corazón? Ni lo uno ni lo otro. Optaron por recurrir al procedimiento que ya habían empleado meses antes. Como hacía ya cuarenta y seis años que el templo es­ taba reconstruyéndose, no tenía nada de particular que hubiera piedras en el suelo, residuos del trabajo de can­ tería, que diariamente se practicaba, e igual que enton­ ces, los judíos se inclinaron hacia el suelo para cogerlas, con ánimo de arrojarlas sobre Jesús. Pero Jesús no les permitió que pusieran en práctica su alevosa acción y que echaran tan fea mancha sobre su conciencia. Sólo que, en vez de sustraerse milagrosamente a sus miradas, como entonces, decidióse a hacer un solemne requeri­ miento a su conciencia y a su lealtad, y así, encarán­ dose con ellos, les interpeló en esta forma: «Muchas obras buenas os he demostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedreáis? Los judíos le respondieron: «No ce apedreamos por ninguna obra buena, sino por blas­ femo y porque, siendo hombre, te haces tú mismo Dios». No podía negarse que los judíos habían captado todo el alcance de la afirmación de Jesús, llamándose Dios, pro­ clamando su Divinidad. Lo captaron. Sólo que, en vez de sacar las consecuencias que dicha afirmación entra-

OPOSICION DE LOS JUDIOS CONTJLA JESUS

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naba, ya se ve que lo que hacían era ratificarse en su pro­ pósito monstruoso de querer atentar contra su vida. No por eso perdió Jesús su acostumbrada serenidad. Dis­ puesto a completar su pensamiento, para desvanecer cualquier posible duda, justificó con nuevas y poderosas razones la solemne afirmación que había hecho de Sí. Toma como fuente de su argumentación los libros sagrados, cuyo divino origen los judíos reconocían, y les desarrolla el siguiente y sencillísimo razonamiento: ¿No está escrito en vuestra ley: yo dije: dioses sois? Pues si llamó dioses a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede fallar), ¿cómo a Aquel, a quien el Padre santificó y envió al mundo, vosotros le decís: tú blasfemas, porque ha dicho: yo soy el Hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre no me creáis. Mas si las hago y no queréis creerme a Mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en Mí y yo en el Padre». Magnífico razonamiento este de Jesús, y tan incon­ trovertible, que no encontrará réplica. ¿Son obras divi­ nas y dignas del Padre las que Jesús viene realizando desde hace tiempo entre los judíos? Pues si no quiere creerse en sus palabras, que se crea en sus obras, que ellas prueban irrebatiblemente su divinidad. Como los judíos se obstinaban en no creer en ellas, dice el evan­ gelista que hicieron ademán de apoderarse de El. y ya puede adivinarse con qué siniestros propósitos: pero Je­ sús, haciendo uso de su poder, desapareció milagrosa­ mente de entre la multitud, y temiendo la hostilidad de los judíos, que ya adquiría proporciones exasperadas, optó por abandonar temporalmente a Jerusalén. y re­ fugiarse de nuevo en la Perea. Allí pasará los tres meses últimos de su vida, seguro de que los judíos no llegaran hasta allí para turbar su tranquilidad. El evangelista dice que los habitantes de aquella re­ gión le recibieron con visibles muestras de complacencia porque aún guardaban vivo el recuerdo de Juan Bau­ tista, que había morado en aquellos parajes y mante­ nían fresca la memoria de su santidad, y sobre todo del testimonio tan elogioso que había hecho de Jesús. «Vi­ nieron. pues, dice el evangelista, muchos habitantes de aquella región a Jesús, porque Juan, decían, «no hizo a la verdad ningún milagro, pero todas las cosas que

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PREDICACION EN JUDEA Y EN PEREA

Juan dijo de éste eran verdaderas». El reposo que dis­ frutó Jesús en la región de Perea le era muy necesario para cobrar fuerzas con que hacer frente a los acon­ tecimientos que precipitadamente iban a sobrevenir,, como consecuencia de dos magnificos y resonantes epi­ sodios, que iban a tener lugar de allí a poco tiempo: la resurrección de Lázaro y su entrada triunfal en Jerusalén. Dos sucesos que acabarían de exasperar a los judíos y de acarrear el prendimiento y la muerte del Salvador.

C o n fe r e n c ia

CCXV

LA RESURRECCION DE LAZARO. LOS PRELIMINARES (Jo., X I, 1-28.J X I , 1-28.—Estaba enfermo por este tiempo un hombre llamado Lázaro, vecino de Betanla, patria de Marta y de María, sus herma­ nas. (Esta María es aquella misma que derramó sobre el Señar el perfume y le limpió los pies con sus cabellos, de la cual era her­ mano Lázaro, que estaba enfermo.) Las hermanas, pues, enviaron a decirle: “Señor, mira que aquel que tú amas está enfermo”. Oyen­ do Jesús el recado, díjoles: “Esta enfermedad no es mortal, sino que está ordenada pára gloria de Dios, con la mira de que per ella *1 Hijo de Dios sea alorificado”. Jesús tenia particular afecto a Marta y a su hermana María y a Lázaro. Cuando oyó que éste estaba en­ fermo, quedóse aún Dos obligaciones asume espontáneamente Zaqueo, y al cumplimiento de ambas se compromete. Primero, a repartir entre los pobres la mitad de su ha­ cienda. Después, si se comprueba que se ha hecho reo de alguna injusticia, explicable por otra parte, dado su oficio, a indemnizar con el cuádruplo los daños inferidos. La ley judia no exigía tanto, pero él se obligaba gusto­ samente a más de lo que imponía la ley. A tales sentimientos, que indudablemente reflejaban una conversión sincera y profunda del corazón de aquel hombre, correspondió Jesús con estas frases, altamente laudatorias de su proceder, y que a la vez tendían a justificar la atención que acababa de dispensarle Jesús hospedándose en su casa: «Hoy, le dijo, dirigiéndose a los que le rodeaban, testigos de la generosidad de Za­ queo, ha venido la salud a esta casa, porque él también es hijo de Abraham, porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido.» Con estas expresiones quería proclamar Jesús que Zaqueo merecía ser contado en adelante como un verdadero israelita, digno hijo y descendiente de Abraham, y que a El, a Jesús, había de reconocerle como al Salvador de todos los hombres, que había venido al mundo para redimir a todas las almas extraviadas y necesitadas de reden­ ción. Admira la magnífica proclamación de la regene­ ración espiritual de Zaqueo que hace aquí Jesús. Pero ¿no dice el mismo Jesús en su Evangelio que al que le confesare delante de los hombres le confesará El de­ lante de los ángeles? Con mayor razón le confesará de­ lante de los hombres. Porque esto es lo que hace Jesús en esta ocasión con Zaqueo: confesarle delante de los hombres, en pago de que Zaqueo, desafiando toda clase de respeto humano, le ha confesado antes a El. Extra­ ordinarios son los actos de virtud que muestra y ejer­ cita Zaqueo a través de todo este interesante episodio, como son la hospitalidad que ofrece a Jesús, el recibi­ miento que le hace en su casa, la renuncia tan espon­ tánea que hace de la mitad de sus bienes y la resolución que expresa de cumplir, aun excediéndose, con todos sus deberes de justicia; pero como en lo bueno, igual que

LA CONVERSION DE ZAQUEO

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en lo malo, los actos de la voluntad del hombre todos se encadenan, esta magnífica floración de virtudes tiene su raíz y su arranque en aquella decisión inicial, que adopta Zaqueo, de subirse al árbol para ver a Jesús, arrostrando los juicios desfavorables con que va a ser acogida e interpretada por la opinión pública y entre­ viendo acaso las heroicas consecuencias y los peno­ sos sacrificios que del hecho de ver a Jesús han de se­ guírsele. Andrés y Juan, a orillas del Jordán vieron también una vez a Jesús, hasta llegaron a pasar con El una no­ che. Tanto les prendió en el corazón la vista de su cara y el atractivo de su trato, que, vueltos a su casa, se des­ pidieron de los suyos, dejaron sus barcas y sus redes, renunciaron a todo lo que tenían y, amanecido el día, se incorporaron a Jesús, comprometidos a seguirle para siempre. Así son las divinas exigencias. El mundo fre­ cuentemente se extraña de que Dios coja de la mano a ciertas almas, las arranque de todo y las arroje de por vida a la oración y al silencio del claustro o a la sala de los cancerosos; que no les diga «dame algo», sino «dame todo»; que no les diga «vendrás a servirme más tarde, cuando hayas satisfecho tus primeros amores y no experimentes ya, de puro cansancio de la vida, nin­ guna necesidad de amar», sino que han de empezar a servirle en la primavera de sus años, poniendo en sus manos todo su porvenir y renunciando a todas sus legí­ timas ilusiones y fundadas esperanzas, a eso que nadie sabe cómo va a ser, pero que todo el mundo se imagina que puede ser de color azul y de color de rosa. Porque Dios tiene esa manera de proceder con las almas que generosamente se le entregan, y la tiene por­ que sabe que en esas aparentemente heroicas renuncias han de hallar insospechados motivos de enriquecimien­ to. Los Apóstoles dejarán sus redes, pero para conver­ tirse en pescadores de hombres; Zaqueo dejará sus al­ cabalas, pero para convertirse en un verdadero israelita, y serán legión las almas que renuncien a la paternidad y a la maternidad física para dar a Dios legiones de hijos espirituales, y nunca se ha dicho, ni se dirá de nadie, que le haya faltado algo a contar del día en que se decidió a dejarlo todo por Dios y a buscar en El su única riqueza.

C o n f e r e n c ia

CCXXIII

LA PARABOLA DE LAS DIEZ MINAS i (Le., XIX, 11-28; Mt., XXV, 14-30.) 3Lucas, XI X, 11-28 .—M ientras escuchaban estas cosas los circunstantes,

¡añadió u na parábola, aten to a que se hallaba vecino a Jerusalén. y fes gentes creían que luego se había de m anifestar el reino de Dios. Dijo, pues: “Un hom bre de ilustre nacim iento marchóse a una re­ gión rem ota para recibir la investidura del reino 7 volver con ella. Con cuyo motivo, convocando diez de sus criados, dióles diez m inas, o marcos de plata, diciéndoles: “Negociad con ellas hasta mi vuelta' . E6 de sáber que sus n atu rales le aborrecían, y así despacharon tra s él embajadores, diciendo: “No queremos a ése por nuestro rey**. Pero, habiendo vuelto, recibida la investidura del reino, m andó luego lla ­ m ar a los criados a quienes había dado su dinero para inform arse de (o que había negociado cada uno. Vino. pues, el prim ero, y d ijo : ‘Señor, tu marco ha rendido diez m arcos'. Respondióle: “Bien está, ju e n criado; ya que en esto poco hits sido fiel, ten d rás m ando sobre diez ciudades". Llegó el segundo, y dijo: “Señor, tu marco ha dado de ganancia cinco marcos". Dijo, asimismo, a éste: “Tú tendrás tam iMén el gobierno de cinco ciudades”. Vino otro, y dijo: “Señor, aq u í tienes tu marco de plata, el cual he guardado envuelto en u n p a­ ñuelo. porque tuve miedo de ti. por cuanto eres u n hom bre de n a­ tu ra l austero: tom as lo que no has depositado y siegas lo que jlo has sembrado*'. Dicele el amo: “ ¡Oh mal siervo! Por tu propia boca te condeno. Sabías que yo soy u n hombre duro y austero, que me llevo lo que no deposité y siego lo que no he sembrado. Pues, ¿cómo r.o pusiste mi dinero en el Banco, para que yo, en volviendo, lo re-

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PREDICACION EN JUDEA Y EN PEREA

cobrase con los intereses?" Por lo que dijo a los asistentes: “Qui. radie el marco y dádselo al que tiene diez marcos*'. Replicáronle: “Señor. que tiene ya diez marcos”. “Yo os declaro—respondió enton­ ces—Que A todo aquel que tiene, dársele ha, y se hará rico; pero ai que no tiene, aun lo que parece que tiene se le ha de quitar. PerE l a

PASION

do tomó el partido de abandonar la ciudad para, des­ pués de una caminata dura y fatigosa, y a horas tan intempestivas, ir a buscar refugio entre sus queridos amigos de Betania. ¿No encontró quien le ofreciera hospitalidad en Jerusaién? ¿Se la ofrecieron, pero le pareció que la ciu4^d no era lugar seguro? Los tristes acontecimientos de esta trágica semana, la última de la vida de 'Jesusa nos .&> irán elocuentemente revelando.

C o n f e r e n c ia

CCXXXX

LA M A LD IC IO N DE LA HIGUERA (Mt., X X I, 18-19: Me., X I, 12-14.) X X I , 18-19.—La mañana siguiente» volviendo & la ciudad, tuvo hambre. Y viendo una higuera junto al camino, se acercó a ella, en

Mulera

te cual no hallando sino so ámente hojas» la dijo: "Nunca jamás nazca de ti fruto”. Y la higuera, quedó luego seca. Marcos. X I , 12-14.— Al otro día. asi que salieron de Betania, tuvo ham­ bre. Y como viese a lo lejos una higuera con hojas, encaminóse aUá por ver si encontraba en ella alguna cosa; y lleerando. nada eattbnt}ió, sino follaje, porque no era aún tiempo de higos. Y hablando a le higuera, le dijo: “Nunca jamás coma ya nadie fruto de tá'\ Lo cual oyeron sus discípulos.

El lunes, muy de mañana, acompañado de los doce, salió Jesús de Betania en dirección de nuevo a Jerusálén. No habiendo tomado alimento alguno a la salida, en el camino, dice el evangelista, sintió hambre. Y como viera a lo lejos una higuera con mucho follaje, se acercó a ella, para alimentarse, sin duda, de sus frutos. La higue­ ra estaba seca. Parece extraño que, saliendo de una casa amigá, como la de Betania, regida por una mujer tan hacendosa como Marta, se pusiera en camino Jesús sin tomar antes alimento alguno, tanto más raro cuanto que el Talmud recomendaba comer a primera hora y Rabbi Aqlba exhortaba asi : «Levántate temprano y co­ me... Sesenta correos podrán correr, mas no adelantar al que ha comido temprano.»

LOS

PRE LI MI N AR ES

DE

LA

P A S I ON

Y es más extraño todavía que Jesús se acercase a la higuera en busca de su Iruto, no siendo aquélla, como observa el evangelista, la estación de los higos. La h i­ guera florece en Judea entre junio y agosto, y la escena que comentamos tiene lugar entre fines de marzo o pri­ meros de abril. Pero todo es simbólico aquí, como es simbólico que Jesús, que por su ciencia sobrenatural, y aun por su ciencia natural y humana, conocía que la higuera en aquella estación no podía llevar fruto, se sorprendiera de que no lo llevase, como parece, según el evangelista, que se sorprendió, puesto que, increpando a la higuera, le dijo: «Que nunca más coma nadie fruto de ti.» .Y así quedó maldita para siempre la higuera. Si no fuera todo esto un mero símbolo, no podría uno explicarse que Jesús pidiera fruto a la higuera en una estación del año en que no lo podía dar, y que m al­ dijera a la higuera por cumplir fielmente la ley de su naturaleza, que le impedía dar frutos en otra estación que no fuera la suya. Todo al contrario se explica, si se atiende a que la higuera es un símbolo exacto y fiel de la sinagoga, cubierta, como la higuera, de follaje, de signos religiosos de pura exterioridad, pero desprovista de frutos, es decir: de piedad, de religiosidad, de since­ ridad, de fe en la persona del Mesías, al que acaba de rechazar unas horas antes. En un árbol frutal, las hojas sirven para delatar el fruto y protegerle. No sirven p a ­ ra más. Kabía, pues, insinceridad, si no m ala fe, en la. sinagoga, revistiéndose de hojas, que no ocultaban ni respondían a fruto alguno, había insinceridad, si no m a­ la fe, en todo el pueblo judío, escogido por Dios para los más grandes designios que se hayan concebido nun­ ca en la historia, pero desleal a su vocación y a su desti­ no; riquísimo a la sazón en hojas de ritos farisaicos, de prácticas insinceras, pero obstinadamente desnudo de todo fruto moral, de toda virtud legítima y auténtica, y por eso merecedor de ser condenado a la esterilidad y maldecido, como a esta higuera se le maldice. Que esta maldición no es condicionada, sino efectiva y real, lo pondrá de manifiesto el Salvador en los discursos que pronunciará al día siguiente, martes, que no serán sino su vivo y elocuente comentario.

LA MALDICION

DE LA H1COERA

43]

La imagen de la higuera condenada a la esterilidad suscita en el pensamiento la idea de tantas almas, con­ denadas también a la esterilidad, por altos designios de Dios, que en un momento determinado de su vida les sustrae sus gracias, dejándolas como si dijéramos im ­ potentes para todo acto de religión y de virtud. ¿Quién no se ha cruzado alguna vez en su camino con almas que dicen que no pueden creer, que no sienten ninguna necesidad de recurir a Dios, que no rezan nunca, que confiesan no sentir inquietudes divinas, remordimientos de conciencia? Alguna vez se ven. Que si dice la fe que, al que hace lo que puede, Dios no le niega nunca su gracia, la experiencia también dice que hay almas que no hacen nada de lo que pueden por atraer esa gra­ cia de Dios y que hasta hacen positivamente mucho por desmerecerla, y Dios se ha cansado de ellas y, volvién­ doles la espalda, les ha retirado todo su favor. Nadie podrá nunca explicarse satisfactoriamente este misterio de la sustracción de la gracia, hecha a algunas almas por Dios, como no hay quien explique satisfacto­ riamente tampoco el de su distribución y su reparto: que estos misterios se los reserva Dios en los pliegues ocultos de su sabio y soberano gobierno, pero la ausencia de una explicación no desvirtúa la existencia de esa rea­ lidad. La misericordia divina es infinita, pero infinita en su ser, no en sus manifestaciones que se hacen en el tiempo, que no lo es y se dispensan a las almas, que tampoco lo son; fuera además de que el hombre es libre y Dios quiere santificarlo y salvarlo con la ayuda de su libertad y no contra ella. Hay almas a las que Dios per­ sigue con sus dones día por día y hora por hora, y pone ante sus ojos su persona, su voz, su Iglesia, su vida, y cierran los ojos para no verle y los oídos para no oirle, y los labios para no responderle, y perdidos en el des­ orden de una vida desarreglada y rota, prefieren vivir hundidos en el barro de sus propias miserias a some­ terse a su ley y entregarle su corazón. El amor de Dios todo lo consiente y por todo pasa, hasta por esas abyectas c injustas humillaciones; pero llega un dia en que se siente con exceso vencido y despreciado, y se re­ coge en Sí mismo, y se va de las almas para siempre. Digo para siempre, porque el amor no desanda nunca lo andado, y una vez que se retira, si se retira de veras,

•l.’i j

LOS

P RE LI MI N A R E S

RE

LA

P AS I O N

difícilmente vuelve sobre sus pasos. La razón de todo ello es porque en la concesión de la gracia no hay pro­ blema alguno de justicia. La gracia es gracia porque graciosamente se otorga y a nadie se debe en justicia, sino que es obra sólo del amor. Y ausente la justicia porque se la desprecia y hiere, puede ocupar su puesto el amor; pero si el amor es el que maldice, ¿quién puede hacer florecer allí la vida otra vez? No se olvide que el Cristianismo todo lo resuelve en el amor, y no se olvide tampoco que el amor, cuando insistentemente se le desaira, de ordinario no perdona, y s? va y no vuelve. Se juega con todo, hasta con las armas de fuego; pero con el amor no se puede jugar. Estas prudentes reflexiones plantean el problema de la necesidad de cooperar a la acción de Dios, dé no cond?nar a la esterilidad sus dones, a fin de no merecer una maldición semejante a la que aquí recae sobre la higuera. Hay almas que son fieles a las delicadas efu­ siones de Dios, y las corresponden, y se las ve subir y crecer hasta tocar las más elevadas cimas de la virtud, porque Dios no se deja vencer por nadie eri genero­ sidad, y hay almas, al contrario, que avaramente guar­ dan los dones de Dios y no los trabajan ni los hacen ¿rectificar, y replegadas dentro de sí mismas se estan­ can, se congelan, se reducen a una vida de virtud me­ diocre, vulgar, sin honor y sin gloria. Pues unas leyes idénticas gobiernan ambos mundos, a este respecto, el natural y el sobrenatural. A quien mucho se le da, mu­ cho se le pide, y a quien mucho se le honra, mucho también se le exige, porque son paralelas a los honores y a los provechos recibidos las obligaciones contraídas respecto al donador. Dios pone en alto las almas, como pone en lo alto del firmamente el sol, para que iluminen. Y cuanto más alto las pone, más responsabilidades les asigna. En el banquete de la vida hay quien tiene más de lo justo y hay quien tiene menos de lo necesario, y a todas hori > multiplicamos los consejos y las admoni­ ciones a estos hombres privilegiadamente favorecidos para que no se entreguen a un conservadurismo perezo­ so. ni destinen su riqueza a la satisfacción de goces f'H'oistas, ni la condenen a la esterilidad por cálculos sino que se entreguen resueltamente a la bene-

LA MALDICION

DE LA HIGUERA

433

ficencia, al apostolado, a la acción, para salvaguarda del bien común y provecho material de la masa. Lo mismo en lo espiritual. Se reciben los dones de Dios, pero para fructiflcarlos; primero dentro de sí, por­ que toda gracia de Dios es vida divina que se nos infun­ de para enriquecernos y elevarnos de condición; des­ pués hacia el exterior, saturando de gracia de Dios el aire en que flotamos y beneficiando a los hombres con quienes convivimos, porque en el mundo habrá hambre de pan y de bienes materiales para vivir con holgura y con decoro una vida digna y humana, pero hay más hambre todavía de virtud, de humildad, de justicia, de honestidad, de honradez, de sinceridad... y es justo y muy conforme a razón que los que poseen estos dones los saquen a luz y los irradien sobre los demás, que para eso se les otorgan.

C o n f e r e n c ia C C X X X

LOS MERCADERES EN EL TEMPLO (Mt., X X I, lZ-13; Me., X I, 15-17; Le., X IX , 45-46.) Mateo, X X I , 12-13.—Habiendo entrado Jesús en el temple de Dios, echó

fuera de él a toctos los que vendían alU y compraban; y derribó las mesas de los banqueros o cambiantes, y las sillas de loa que ven­ dían las palomas para los sacrificios. Y les dijo: "Escrito eetá: mi casa será llamada casa de oración: mas vosotros la tennis hecha una cueva de ladrones*'. Marcos, X I , 15-17.—L'eftan. pues a Jerusalén. Y habiendo Jeaús entrado en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compra­ ban en él, y denibó las mesas de los cambistas, y los asientos de los que vendían palomas para los sacrificios. Y no permitía que nadie transportase mueble o cosa alguna por el templo: y los instruía, diciendo: “¿Por ventura no esté escrito?: Mi casa será llamada de todas las gentes casa de oración. Pero vosotros habéis hecho de ella una guarida de ladrones'*. Lucas, X I X , 45-46.— y habiendo entrado en el templo, comento a echar a los que vendían y compraban en él. diciendo: "Escrito está: Mi oasa es casa de oración; mas vosotros la tenéis hecha cueva dt ladronea”.

Sustanciado el episodio de la maldición de la higuera, cuyo signifleado no comprendieron los discípulos de mo­ mento, siguió Jesús su camino en dirección a la ciudad. Llegado a ella, dirigióse inmediatamente al templo, cu­ yos pórticos y galerías llenaba ya desde muy de mañana una multitud innumerable de gente, que bajaba y subía

43t¡

LOS

P RE L I MI NAR ES

DE

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por las largas escalinatas, arremolinándose inquieta en su vasta explanada para ver y oír mejor, pues en aque­ llos días de desusada actividad en Jesús y de agitación febril en los judíos, como si se presintieran por unos y por otros los singulares acontecimientos que iban a acaecer, «todo el mundo, dice San Lucas, se levantaba al amanecer y corría al templo para escucharle.» Ya el domingo por la tarde, en medio de las ovacio­ nes populares, había dirigido Jesús su mirada inspeccionadora a los atrios sagrados y advertido algunos abu­ sos. que por no entibiar el fervor de la muchedumbre había juzgado prudente silenciarlos. Hoy vuelve a pa­ sear su mirada escrutadora por aquellos lugares, dis­ puesto a ejercer un acto de autoridad y a devolver a la casa de su Padre la paz y el recogimiento turbados por el espectáculo que sus ojos escandalizados presencia­ ban. Iba a darse por terminado su ministerio público, y, lo mismo que al comenzarlo, era obligado salir por los derechos de su Padre, ultrajados en el lugar más santo de la tierra, que era el templo, con la complicidad de un sacerdocio venal, que no sabía hacer respetar la casa de Dios. El escándalo consistía en que, durante las fiestas de la Pascua, los atrios exteriores del templo hallábanse ocupados por mercaderes y profanados por un tráfico sacrilego. Todo esto había tenido su comienzo en los tiempos de la cautividad del pueblo de Dios. Los judíos, dispersos por el mundo y obligados a afluir a Jerusálén por el tiempo de la Pascua, no podían traer consigo desde paí­ ses tan lejanos los animales necesarios para los sacrifi­ cios, y era natural que allí se les facilitasen por merca­ deres, que primero se instalarían en las calles adyacentes al templo y después en el atrio llamado de los gentiles, de modo que a la larga estos atrios vinieron a conver­ tirse en un verdadero mercado, donde podía adquirirse todo cuanto era necesario para el sacrificio del altar: jaulas con palomas para las ofrendas de los pobres, ma­ nadas de bueyes y de ovejas para las de los ricos. Pero aquello que había comenzado como un servicio realizado por motivos de caridad había degenerado en un abuso escandaloso. Gritos, mugidos, tintineo de monedas sobre los platillos de los cambistas, .mezcolanza confusa de peregrinos, de mercaderes, de animales tendidos sobre

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los mosaicos del atrio, algarabía de sacerdotes que, por­ que sacaban beneficios de todo este mercado, mostraban interés en que se mantuviera. He aquí lo que Jesús pudo oír y ver en el santuario. No era una preparación aco­ modada para el recogimiento, que convenía al lugar santo, tener que abrirse calle por entre una turba albo­ rotada de comerciantes que discutían con los clientes sobre problemas de sórdidos intereses o por entre animales, que dificultaban el paso para ir al altar del sa­ crificio. No era aquello un espectáculo que pudiera com­ paginarse con la tranquilidad y el silencio, característi­ cos de la casa de Dios. Nada, pues, tenía de particular que ello provocara, como provocó, la indignación de Jesús. Cogió del suelo un manojo de cuerdas de las que, sin duda, habían servido para atar a los animales, hizo un látigo con ellas, y sacudiendo con él a diestra y si­ niestra, descargándolo indistintamente sobre vendedo­ res, bueyes, ovejas y cambistas, hizo rodar por el suelo las mesas, con el estrépito natural que, al caer, produ­ cían las monedas. La escena fué indescriptible. Y, como siempre, mientras realizaba aquel gesto enérgico de autoridad, se cuidó de justificarlo con palabras de los antiguos profetas, Isaías y Jeremías, en que se repren­ dían semejantes profanaciones. «¿No está escrito, les dijo, mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes? Mas vosotros la habéis hecho cueva de la­ drones.» Y para encarecer más todavía el profundo res­ peto que se debía a aquel lugar santo, les agregó que aun el tránsito por los atrios sagrados llevando objetos profanos únicamente por evitarse un rodeo por las calles de la ciudad era una escandalosa profanación. Quedaron suspensos los discípulos al ver a Jesús en aquel estado de enojo; el pueblo, como si se considerase culpable, no opuso resistencia alguna; aun los mismas escribas y sacerdotes, interesados en condenar a Jesús, no osaron oponérsele. Todos sufrieron, sin excepción, el ascendiente irresistible de su autoridad y de su poder. Tan justa estimaban la conducta de Jesús y tan persua­ didos estaban de la escandalosa profanación, que con esa conducta se reprendía. Jesús no se detuvo a dar explicaciones. Ya vendrían solas al día siguiente, cuando los escribas, repuestos de la primera impresión, que les dejara sobrecogidos, acudieran a la carga, pidiendo

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razones de aquel proceder, no siendo Jesús, como no era, hombre que gozara de pública y oficial autoridad. Lo que de momento interesaba a Jesús era el acto mis­ mo: salir en defensa de la dignidad de su Padre, que no podía ver con buenos ojos que la santidad de su casa íuera violada; demostrar una vez más, y ahora con mayor razón, cuanto que en aquella semana se despedía de la vida, que la misión que había traído a la tierra era restablecer el honor de su Padre, restituyendo a su pureza y esplendor primitivos, no ya sólo el templo, sino la religión entera. Después de veinte siglos de Cristianismo, el templo de Dios, más digno de respeto y de veneración que el de los judíos, porque el mismo Dios personalmente allí mora, sigue todavía profanándose. Y lo profanan los que concurren a él sin la debida honestidad en el ves­ tido, sin la debida atención de la mente; con el pensa­ miento lleno de curiosidades y el corazón lleno de co­ dicias, sin penetrarse bien de la alta idea de que aquélla es la Casa de Dios, la propia morada de nuestro Maes­ tro Jesús, quien se comunica allí con nosotros por la oración, se ofrece por nosotros en la Misa, nos confiere su gracia por los sacramentos, nos instruye por la pre­ dicación. Profanamos la Casa de Dios cuando nuestro cuerpo, que es, según el Apóstol, templo del Espíritu Santo, lo manchamos con acciones impuras, le hacemos ir por sendas pecaminosas, le dejamos gobernarse por el instinto de la carne, que prevalezca en él la vida del sentido sobre la vida de la razón. Lo profanamos cuan­ do permitimos que le domine la gula, la pereza, la co­ dicia, la sensualidad; cuando no resistimos valerosa­ mente sus asaltos; cuando, en fin, dejamos que le dominen y arrastren las mil tendencias torcidas, las numerosas fuerzas del mal que hay en su seno. Profanan la Casa de Dios, más todavía que aquellos mercaderes del templo, los que concurren a ella y toman parte en las ceremonias de su culto por razones políti­ cas, por compromisos sociales, por motivos de índole familiar, pero no por intimaciones del deber, no por el dulce atractivo de la religión y de la piedad. Y lo pro­ fanan mucho más todavía los que, más que el templo, profanan la religión misma no sirviéndola a ella, como es su deber, sino sirviéndose de ella y disfrazándose con

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ella para engañar a los incautos, para mantener su po­ sición, para cohonestar sus inmoralidades, para justifi­ car lo que es injustificable. Y más todavía la profanan los que la obligan a refractarse como la luz, sobre una vida mediocre e insincera, los que la reducen a una mera colección de ritos y de ceremonias, pero sin alma y sin volor vital; los que toman de la religión lo que les conviene y dejan lo que les desagrada; los que toman la religión como un vestido, que, a voluntad, se quita y se pone, y no como una realidad viva y fecunda, cuyas consecuencias deben desarrollarse hasta el límite mis­ mo a donde llegue la actividad privada y pública del hombre: hasta sus movimientos políticos, hasta sus relaciones de sociedad, porque acerca de todos los pro­ blemas de la vida del hombre ia religión tiene su pala­ bra que decir. Dios es espíritu y no se pone en comuni­ cación con el hombre sino a través del espíritu también. Sacrificios, oraciones, limosnas, ayunos, ritos y ceremo­ nias del culto y de la Iglesia, ninguno de esos dones le satisface si no se le hace también el don del corazón. Es el corazón del hombre lo primero que pide Dios por medio de su religión. Y lo pide para conformarlo con el suyo, para hacerle vivir de su justicia, tornarlo manso, puro, casto, condescendiente, perdonador, limpio de todo germen de orgullo, de envidia, de codicia, de deshones­ tidad, gérmenes morbosos que van dejando en él los amores de la carne y las impurezas de la vida.

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EL PODER DE LA CONFIANZA (Mt., X X I , 20-21: Me., X I, Z0-2S.) Mateo, X X ! , 20*12.— Lo que viendo los discípulos se marartUarou. y de­ cían : “¿Cómo se ha secado en un instante?" Y respondiendo Jesús, les dijo: “En verdad os digo, que si tenéis fe y no andáis ▼adiando, no solamente haréf6 esto de la higuera, sino que aun cuando digáis a ese monte: arráncate v arrójate al mar, así lo hará. Y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo aleansaréis*. Marcos, X I, 20-26.— La mañana siguiente repararon los discípulos al pasar que la higuera se habia secado de raíz. Con lo cual, acontán­ dose Pedro de lo sucedido, le dijo: “Maestro, mira cómo la higuera que maldijiste se ha secado". Y Jesús, tomando la palabra, les dijo: “Tenéd confianza en Dios y obraréis también estas maravillas. Bu verdad os digo, que cualquiera que dijere a este monte: Quítate de ahí y échate al mar. no vacilando en su corazón, sino creyendo que cuanto dijere se ha de hacer, así se hará. Por tanto, os aseguro que todas cuantas cosas pidiereis en la oración, tened viva fe de conseguirlas y se os concederán sin falta Me* al poneros a orar, si tenéis algo contra alguno, perdonadle ei agravio, a fin de que vuestro Padre, que está en los cielos, también os perdone vuestros pecados. Que si no perdonáis vosotros, tampoco vuestro Padre celes­ tial os perdonará vuestras culpas ni oirá vuestras oraciones

Todo aquel día del lunes, terminada la aleccionadora escena de la purificación del templo por la violenta ex­ pulsión de los vendedores y traficantes de aquel sagrado lugar, permaneció Jesús en él, consagrado a la labor de adoctrinar a las muchedumbres que a él concurrían. Nadie se dice que le molestara a consecuencia de aquel

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acto de autoridad que acababa de ejercer con los ven­ dedores. Principes, escribas y sacerdotes, personajes des­ tacados e influyentes de la ciudad que abrigaban el intento de deshacerse de Jesús fuera como fuera, no acababan de llegar a un acuerdo sobre los procedimien­ tos que fuera prudente emplear a ese propósito. La po­ pularidad de Jesús crecía por horas, y era imposible desestimarla. Optaron, pues, por callar, y de momento, aparentar que cedían. La jornada del lunes, por consi­ guiente. se desarrolló muy tranquila. Así que, al atar­ decer. igual que el dia anterior, abandonó Jesús a Jerusalén, en compañía de los doce, y tomó, como la víspera, el camino de Betania. Tranquilamente pasó en Betania la noche del lunes, y al día siguiente, martes, muy de mañana, volvió Jesús a abandonar la casa de sus amigos de Betania' para retornar de nuevo a Jerusálén y con­ tinuar sus predicaciones en el templo. En el camino volvieron a encontrarse con la higuera maldecida por Jesús el día anterior, y los discípulos repararon en que la maldición había surtido sus efectos, porque estaba completamente seca. Pedro, como siempre, eco y reflejo del pensamiento de todos, acercóse a Nuestro Señor e hízole notar el suceso. «Mira, Maestro, le dijo: la higuera que maldijiste ayer se ha quedado seca.» Jesús recogió la observación y tomó motivo de ella para suministrar a sus Apóstoles una lección que con el suceso se relacionaba. «Tened fe en Dios, les dijo. En verdad os digo que el que dijera a este monte (y les señalaba el monte de los Olivos, allí próximo) descuájate, quítate de ahí y arrójate al mar y no tenga dudas en su corazón, sino que creyera que lo que dice se hará, ello será hecho.» «Por eso os digo: todas las cosas que pidáis en la oración, creed que las recibiréis y que sucederán como pedís.» ¡Cuántas veces y en cuán diversas ocasiones ha ex­ hortado Jesús a la oración! Y ¡cuántas veces también en estos modestos comentarios hemos desarrollado en mil formas esta recomendación de Jesús! Necesaria la oración, porque Dios ha decretado su inserción en el programa general de su gobierno, lo es también para operar la divina transformación que Dios espera de nos­ otros. Necesaria porque es una cooperación a la acción de Dios, una vez que ha dispuesto que nuestra causali-

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ciad se asocie a la suya y ejerza sobre ella la influencia que corresponde ejercer a la indigencia sobre el poder, a la miseria sobre la abundancia, a la súplica sobre la misericordia; pero lo es más para bañarnos en la atmós­ fera sobrenatural en que vive Dios. Curada la herida, queda la cicatriz; lavada la mancha, queda la señal; condonada la culpa, subsisten, más o menos larvadas, todas las viciosas inclinaciones y tendencias que la de­ terminaron, con todo el poder preciso para inducimos a recaer en el mal de nuevo. De ahí la tarea que, con­ donada la culpa, le queda al hombre como ocupación de toda la vida, que es la de transformarse. Le hacen falta nuevas inclinaciones, nuevas tendencias, capaces de servir de contrapeso a aquellas tendencias torcidas y hasta, si es posible, neutralizarlas. La oración, el trato con Dios, la influencia divina de Jesús a través de esos inefables y frecuentes coloquios con El son los elementos indispensables para esa de­ seada transformación. Pero no es la oración lo que aquí particularmente recomienda Jesús, sino la confianza al hacerla. Y para recargarla, aduce el ejemplo del mon­ te, que puede trasladarse de sitio si se pide con con­ fianza, si se suplica con fe. La confianza en la palabra ajena guarda relación con los valores que el hombre compromete al empeñarla. El hombre compromete con frecuencia, al mismo tiempo que su palabra, su honor: a veces, su conciencia; en ocasiones, bienes considera­ bles de fortuna, que ofrece como garantía personal; al­ guna rara vez también, su libertad, su propia vida, que ofrece en prenda de su promesa. Pues todo eso y más lo ha comprometido Dios con el hombre. Ha empeñado su palabra, ha reiterado muchas veces su promesa, ha interpuesto solemnes juramentos para apoyarla, ha de­ jado en prenda su gracia, su Iglesia, su propia presencia real en medio de los hombres. ¿Hace el hombre algo de más confiando en una palabra que así se compromete? Para un hombre cualquiera no hay honor mayor que confiar en El. Equivale a creer que posee un brazo tan fuerte, que puede prestarle ayuda, y un corazón tan generoso, que no titubea en prestársela. Toda la vida de nuestras relaciones en el mundo se apoya en esa base de la confianza. La amistad no se rige por otra ley más que por ésa. Confiar en alguien es proclamar un conjunto

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de condiciones, todas honrosas para él. Es proclamar su ciencia, que no se engaña acerca de nosotros; es procla^ mar su bondad, que le hace incapaz de engañar a quien de El se fia; es proclamar su poder de realizar lo que promete. Pocas veces se engrandece tanto el hombre como cuando, después de comprometerse a alguna cosa, agrega con solemnidad: «Doy mi palabra de honor», porque no hay en el orden de las prerrogativas humanas nada como el honor; así como hay pocas cosas que más le envilezcan y avergüencen que decirle que no se puede fiar en su palabra. La confianza es atributo de corazo­ nes nobles: lo mismo tenerla que inspirarla. Cuando más elevado se encuentra un hombre en el campo de la vida moral, más propende a fiarse de los demás, aun contra todas las inevitables decepciones; así como cuanto más bajo el hombre se estima, más se alimenta de descon­ fianzas. La antigüedad ha celebrado y la historia sigue celebrando el gesto magnánimo de Alejandro, apurando con una mano la medicina preparada por su médico y entregándole con la otra el mensaje recibido en que le acusan de que le quiere envenenar. No es mucho, pues, que Dios exija del hombre que éste, en su vida de relaciones con El, ponga por base y fundamento la virtud de la confianza. Tiene todos los derechos posibles para exigirla. El Evangelio es su pa­ labra de honor. Su propia persona, presente en el mun­ do, es su prenda. Su sabiduría, que ve nuestra necesidad; su omnipotencia, que puede remediarla; su bondad, que quiere; su misericordia, que no se arredra ante nuestra ingratitud; su magnificencia, que queda honrada cuando nos enriquece; su palabra, en fin, que tantas veces se ha empeñado y se ha comprometido, sin que nadie se lo pi­ diera, son otras tantas garantías sobre las que el hombre puede descansar hasta cuando pida Dios cosas tan di­ fíciles como la de que una montaña cambie de sitio y se precipite en el mar. Cuando un ángel del cielo anunció a Abraham, de parte de Dios, que tendría un hijo, hacía mucho tiempo que su cuerpo se hallaba ya inclinado por el peso de los años y agotado por la vejez. Pero creyó contra toda esperanza, como dicen los Libros san­ tos, y el regalo de Isaac fué el premio de su fe. Isaac era el hijo de las promesas, en él y por él sería bende­ cida iina posteridad numerosa, y un día recibe el mismo

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A brah am orden del cielo de que lo sacrifique, y que lo sacrifique con su mano. La fe de Abraham no sintió la menor desconfianza respecto a la promesa de Dios, y se dispuso a sacrificarlo, plenamente persuadido de que por caminos misteriosos, que él en su corta inteligencia desconocía, se cumplirían las promesas de Dios. Y se cumplieron por la aparición del ángel que, levantada al aire la mano para el sacrifi­ cio, la detuvo y no fué sacrificado Isaac. Como entonces y como siempre la confianza es vir­ tud del creyente, que sostiene su vida de fe, enseñándole que Dios puede y quiere cumplir sus promesas, porque, para venir en socorro del hombre, le sobra poder y le sobra querer. Formulada esta exhortación a la confianza, pone San Marcos esta expresión en labios de Jesús: «Mas al poneros a orar, si tenéis algo contra alguno, perdonadle, a fin de que vuestro Padre, que está en los cielos, también os perdone vuestros pecados.» Que si no perdonáis vosotros, tampoco vuestro Padre celestial os perdonará vuestras culpas, ni oirá vuestras oraciones.* La oración, que tiene virtud para levantar al mundo de sus asientos y cambiar la faz de los hombres y de las cosas, porque es el propio poder de Dios puesto al ser­ vicio de los deseos y de lás necesidades humanas, viene muchas veces condenada a la esterilidad porque, al po­ nerse Jesús en contacto con nosotros, hállanos desga­ rrados por mil divisiones intestinas: la vanidad, la sus­ ceptibilidad, el egoísmo, el resentimiento, fuerzas bajas de la vida que rompen la unidad moral de nuestro ser : es porque nos ve desgarrados por mil divisiones frater­ nas, que nos impiden ver a Jesús encarnado en nuestros hermanos de sangre y mezclando su vida con la de ellos: porque Dios se entrega a nostros en la misma medida en que nos entregamos a El y nos entregamos a los otros hombres, que por eso son nuestros hermanos, porque al fin y al cabo son hijos de El.

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C O M IE N Z A N LAS DISCUSIONES DE JESUS CON LOS FARISEOS EN EL TEMPLO. LA PARABOLA DE LOS DOS HIJOS (Mt., X X I, 23-32: Me., X I, 27-33; Le., XX, 1-1.) Mateo, X X I ; 23-32.— Llegado al templo, se acercaron a El. cuando estaba

ya enseñando, los principes de los sacerdotes v los ancianos o se­ nadores del pueblo, y le preguntaron: "¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado tal potestad?” Respondióles Jesús: 'Yo también quiero haceros una pregunta, y si me respondéis a ella, os diré luego con qué autoridad hago estas cosas: B bautismo de Juan de dónde era. ¿del cielo o de 106 hombres?" Mas ellos discu­ rrían para consigo, diciendo: Si respondemos del cielo, nos dirá: ¿Pues por qué no habéis creído en él? Si respondemos de los hom­ bres, tenemos que temer al pueblo, porque todos miraban a Juan como un profeta. Por tanto, contestaron a Jesús, diciendo: “No lo sabemos". Replicóles El en seguida: “Pues ni Yo tampoco 06 diré a vosotros con qué autoridad hago estas cosas". ¿Y qué os parece de lo que voy a decir? Un hombre tenia dos hijos. y llamando al primero, le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña". Y él respon­ dió: “No quiero". Pero después, arrepentido, fué. Llamando al se­ cundo, le dijo lo mismo; y aunque el respondió: "Voy, Señor", no fué. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? “El primero", dijeron ellos. Y Jesús prosiguió: “En verdad os digo, que los pu­ blícanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan a vosotros por las sendas de la Justicia y no le creisteis, al mismo tiempo que los publícanos y las rameras le cre­ yeron; mas vosotros ni con ver esto os movisteis después a peniten­ cia para creer en Kl".

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X I . 27-33.— Youes. otra ve/, a Jerusalén. Y paseándose Jesús por el atrio exterior del templo, instruyendo al pueblo, Uéganse a El los principes de los sacerdotes, y los escribas, y los ancianos. Y le dicen: “¿Cot> qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado a ti potes ad de hacer lo que haces?" Y respondiendo Jesús, les dijo: “Yo también os haré una pregunta: respondedme a ella primero, y después os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme a esto'. Ellos discurrían para consigo, diciendo entre sí: Si décimo? que del cielo, dirá: Pues ¿por qué no le creisteis? Si decimos que de los hombres, debemos temer al pueblo, pues todos creían que Juan habia sido verdadero profeta. Y asi respondieron a Jesús, di­ ciendo. "No lo sabemos”. Entonces Jesús les replicó: “Pues ni yo tampoco os diré con que autoridad hago estas cosas”.

Marcos.

i - S .— En uno de estos días, estando El en el templo instru­ yendo al pueblo y anunciándole el Evangelio, vinieron de manco­ mún los principes de los sacerdotes y los escribas con los ancianos, y le hicieron esta pregun ta: “D inos: ¿con qué autoridad haces estas cosas?, o ¿quién es el que te ha dado esa potestad?” Pero Jesús, por respuesta, les d ijo a ellos: “Tam bién yo quiero haceros una pre­ gunta. Respondedm e: El bautism o de Juan, ¿era cosa del cielo o «le los hombres?” M as ellos discurrían entre sí, diciendo: Si responde­ mos que del cielo, nos dirá: ¿Pues por qué no habéis creído en él? Y si decimos a los hom bres, el pueblo todo nos apedreará, teniendo por cierto, como tiene, que Juan era un profeta. Y así contestaron no saber de dónde fuese Entonces Jesús les d ijo: “Tampoco Yo quiero deciros con qué autoridad hago estas cosas”.

Lucas. X X .

En aquella mañana del martes, viniendo de Betania, y después de pasar junto a la higuera seca, donde da Jesús a sus discípulos la lección sobre la confianza, que desarrollamos en la conferencia anterior, entró en Je­ rusalén, encaminándose seguidamente al templo, donde el pueblo, como todos los días, le esperaba con ansiedad. Y comenzó a enseñar. De pronto se yergue y adelanta un grupo bastante considerable al parecer, con ademán un poco agresivo, en el que estaban representados los distintos y más caracterizados elementos del sanedrín: príncipes de los sacerdotes, escribas, ancianos, y con tono amenazador, interrumpiendo a Jesús, como si tuvieran sobre El alguna autoridad, le dirigen esta in­ terpelación: «Dinos con qué autoridad haces lo que ha­ ces o quién es el que te ha dado esta potestad.» Poi los términos generales con que se expresan, bien se echa de ver que no aluden con sus frases concreta y única­ mente al episodio de la expulsión de los vendedores del templo, realizado la víspera por Jesús, sino a todo el

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aire general de autoridad que reviste su conducta y que imprime desde luego a toda su enseñanza. Jesús, que, conforme al uso corriente, estaba senta­ do, se levantó, y aceptando la batalla en el mismo terreno en que se la presentaban sus adversarios, se dispuso a rechazarlos con el mismo procedimiento empleado por ellos para combatirle, esto es: mediante un método de discusión, muy usual entre los doctores de la ley, que consistía en responder formulando una interrogación, como para establecer un punto común entre ambos ele­ mentos contendientes. Porque soslayar la cuestión no hubiera sido digno de Jesús, y responder con toda cla­ ridad no hubiera resultado entonces prudente. Y asi. imprimió este giro a su respuesta: «También yo qui­ siera haceros una pregunta, les dijo; si me respondéis, os diré con qué autoridad hago lo que hago. Respon­ dedme: el bautismo de Juan, ¿era cosa del cielo o de los hombres?» La respuesta de Jesús no podía ser más hábil, ni el trance en que colocaba a los sacerdotes más difícil y embarazoso. Porque Juan había vivido y había muerto rodeado de una aureola verdaderamente popu­ lar. Y ellos, sin embargo, los sacerdotes, le habían re­ chazado. Como existía un vínculo estrecho entre Juan y Jesús, entre la misión del uno y la del otro, en la respuesta a que se les provocaba deberían, al menos implícitamente, confesar si rechazaban la misión de Jesús como habían rechazado la de Juan. Y si la rechazaban, toda discusión resultaba innecesaria e inútil. Transcurrió un momento de silencio; en el rostro de los sacerdotes se percibían claras muestras de su per­ plejidad y de su indecisión; tanto, que San Marcos no ha dejado de consignar en su Evangelio esas interiores vacilaciones con estos términos: «Ellos discurrían entre si, diciéndose: si decimos que los hombres, debemos te­ mer al pueblo, pues todos creían que Juan habia sido verdadero Profeta.» San Lucas precisa que hasta tenían miedo de ser apedreados por el pueblo. Tanta habia sido entre el pueblo la autoridad de Juan. Colocados, pues, en aquel aprieto, obligados a deci­ dirse sobre esta alternativa: la de condenarse a sí mis­ mos. aceptando que el bautismo de Juan era cosa del cielo, o exponerse a la lapidación, si lo negaban, se reW.

Tomo II

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cluyeron, recelosos, en una tímida y prudente reserva, y contestaron a Jesús: «No lo sabemos.» Consecuente con los términos del dilema que les ha­ bía planteado Jesús, éste les replicó: «Pues yo tampoco os digo entonces con qué autoridad hago estas cosas.» Vosotros ocultáis vuestro pensamiento; con la misma razón, yo os oculto el m ío; a vuestra reticencia, contesto yo con otra reticencia. La batalla se había decidido, pues, en favor de Jesús, que, sin dejar a sus enemigos tiempopara reponerse, propúsoles acto seguido esta instructiva y breve parábola con motivo de la cual ellos mismo» iban a formular su propia condenación: «¿Qué os pa­ rece0, les dijo Jesús. Un hombre tenía dos hijos. Diri­ giéndose al primero, le dijo: hijo mío, vete hoy a traba­ jar a mi viña. El respondió: voy, señor. Y no fué. Diri­ giéndose entonces al segundo, le dijo lo mismo. Pero él respondió: no quiero. Pero después le vinieron remor­ dimientos, y se fué. ¿Cuál de los dos ha hecho la vo­ luntad del Padre?» «El último», le respondieron. Sin darles tiempo tampoco para pensar en las con­ secuencias de su respuesta, Jesús se encargó de deducir la moraleja que la parábola encerraba, diciéndoles esta grave sentencia: «En verdad os digo que los publícanos: y las meretrices os precederán en el reino de Dios. Por­ que vino Juan a vostros por las sendas de la justicia, y no le creisteis; mientras que los publícanos y meretri­ ces le creyeron. Y ni aún después de esto quisisteis arrepentiros y creer en él.» Como éste es un comentario moral, más que exegético, pasamos por alto la contro­ versia que mantienen los comentaristas sobre las dis­ tintas redacciones que ofrecen de esta parábola algunos viejos manuscritos evangélicos, diversidad que consiste en que, según algunos manuscritos, el hijo desobediente es el primero al que se llama y al obediente se le llama después, y en otros manuscritos se lee a la inversa. Nos­ otros aceptamos como buena la redacción corriente de n 'estra Vulgata, que es la transcrita, y suponemos que el hijo a quien se llama primero y que es el desobediente es el hijo mayor, y que el llamado en segundo término, que es el que en definitiva obedece, es el hijo menor. Dos matices particulares de la parábola queremos señalar. El primero se refiere a la manera que tienen de acoger la invitación del padre cada uno de estos hijos. El pri-

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mero, bajo formas obsequiosas y corteses, que tienen su expresión hasta en el tratamiento respetuoso que da a su padre, llamándole «señor», corresponde con una des­ obediencia formal. El segundo, después de contestar ne­ gativamente, y esto de una manera brusca, al requerid miento de su padre, acuciado por los remordimientos, obedece. Y obedece sin decirlo, sin borrar con una frase de mera cortesía la mala impresión que en el padre produjo su repulsa, como dejando que sólo su conducta hable por él. El segundo matiz se refiere al procedimiento dialéc­ tico. fino y sagaz, empleado aquí por Jesús para obtener de sus interpelantes su propia condenación. Cuando, pocos momentos antes, Jesús había preguntado a los judíos si el bautismo de Juan era del cielo o de los hombres, los judíos se mantuvieron recelosos, diciendo que no lo sabían. Esta vez, sin embargo, cogidos en la trampa, responden incautos a la interrogación de Jesús, sin advertir que su respuesta va a volverse contra ellos, porque va a recogerla Jesús y a echársela en cara con el ejemplo, que aduce, de las meretrices y de los publicanos que entran en el reino de los cielos. Previas estas ex­ plicaciones, el sentido de la parábola no puede ser más claro. El dueño de la viña es Dios, y los dos hijos repre­ sentan a los fariseos y a los publícanos. Los fariseos, por su condición, como por su oficio, hacían profesión de cumplir y observar la ley: pero, llegado el momento, rehusaron reconocer a Jesús e inscribirse en su reino. Los publícanos y los pecadores, por su estado y condi­ ción, pasaban por desobedientes a la ley. pero apenas se les presentó delante Jesús, le reconocieron, hicieron pe­ nitencia y se inscribieron en su reino. Entraron, pues, en el reino de Dios antes que los fariseos. Según esto, el argumento lógico que se esgrime en la parábola es éste: igual que de los dos hijos, que sucesivamente son requeridos por el padre para trabajar en su viña, uno de ellos, el mayor, habiéndose ofrecido al trabajo, des­ leal luego a su palabra, desobedeció y no concurrió a la viña, mientras que el segundo, que era el menor, después de haber opuesto una áspera negativa, volvió sobre su propósito, y se arrepintió y fué a la viña, así los fariseos, a pesar de sus apariencias de hombres observantes y cumplidores de la ley, rehusaron ingresar en el reino

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de Dios por no reconocer a Jesús, en tanto que los pu­ blícanos y pecadores, conocidos por su mala vida, a la vista de Jesús, la repudiaron, se arrepintieron y se ins­ cribieron en su reino. Así los contumaces escribas y fa­ riseos quedaban parangonados a aquel mal hijo que de palabra obedecía, pero con los hechos se mostraba re­ belde. mientras que los publícanos y pecadores se pa­ rangonaban con el segundo, que, después de conducirse incorrectamente con el padre, vuelve sobre sí y va a la viña, como ellos habían rectificado sus malos caminos, reconociendo primero a Juan, luego a Jesús y, por últi­ mo, inscribiéndose en su reino. A curiosas y sugestivas reflexiones se presta esta parábola. Porque toda su enseñanza se reduce a incul­ car que en el escalafón de la virtud y de la santidad, el mérito de la antigüedad no se cotiza para nada. Hay almas que comenzaron muy de mañana a servir a Dios, pero luego se apoderó de ellas la rutina y la vulgaridad, y aunque no llegaron a traicionarle, al menos se conge­ laron, arrastrando una vida sin mérito y sin gracia. Y hay otras, al contrario, que, poniéndose a servir a Dios en el crespúculo de su vida, se entregaron a El con ge­ nerosidad y a marchas forzadas escalaron la cumbre de la virtud. Todo ello obedece a dos altas y sapientísimas razones. La primera es que Dios no quiere que se coticen como títulos al premio más que la propia vida. Ni la sangre, ni el talento, ni los blasones representan valor alguno a sus ojos. Fundada nuestra religión en la hu­ mildad, y siendo el mayor número de los hombres el que nace desprovisto de todo eso que reputamos atributo de grandeza y de poderío, no sería nuestra religión la religión de todos si no sometiéramos a todos, en el te­ rreno de estas diferencias humanas, a una absoluta y rigurosa nivelación, para que cada uno valga lo que valga su vida, lo que sea fruto exclusivo de su trabajo, y nadie pueda alegar como mérito más que lo que ha estado en su mano adquirir y lo que ha estado en su mano merecer. Por otra parte, aunque el tiempo en comparación con la eternidad no representa nada, arrastra en su corriente, sin embargo, muchas cosas, pedazos de nues­ tra vida y acerbo grande de responsabilidades, y Dios

LA PARABOLA DE LOS DOS MIJOS

no quiere que su peso nos oprima, que el pasado nos agobie, que el porvenir nos intimide. Por eso ha dispuesto que cada una de nuestras accio­ nes encierre un germen de vida, se ha ofrecido a reve­ larnos su cara a la vuelta de la más pequeña de nues­ tras acciones, para que cada una la realicemos con un afán incesantemente renovado, como si en cada una de ellas fuera a labrarse nuestra felicidad y de cada una de ellas estuviera pendiente nuestro porvenir.

C o n f e r e n c ia

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L A PARABOLA DE LOS VIÑADORES HOMICIDAS i

(Mt., X X I , 33-46; Mc.>XII, 1-12; Le., X X , 9-17.) M ai-.D. X X I , 33-46.—Escvichad otra parábola: “Eras* un padre de fami­

lia, Que plantó un* viña y la cercó de Tallado, y cavando hlao en e:ut un lagar, edificó una torre, arrendóla después a cieno* labra* cores y se ausentó a un país lejano. Venida ya la sacón de tos fru­ to», envió a sus criados a les renteros para que percibiesen el fruto tí? ella. Mas los renteros, acometiendo a los criado*, apalearon tu vno, mataron al otro, y al otro le apedrearon. Segunda vee envió tuievos criados en mayor número que los primeree, y los trataron de »a misma manera. Por último, les envió su hijo, diciendo para couri?o: “A mi hijo, por lo menos, le respetarán". Pero los rentero*, ai ver al hijo, dijeron entre si: "Éste es el heredero: venid, matémoste, y nos alzaremos con su herencia*’. Y. agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron. Ahora bien; en volviendo el dueño de ta viña, ¿qué hará a aquellos labradorest "¿Hará, dijeron ellos, que esta gente tan mala perezca miserablemente, y arrendar* su viña a otros labradores que le paguen los frutos a su* tiempos". “¿Pues uo Y.&béls Jamás leído en las Escrituras, les añadió Jesús: La piedra que desecharon los fabricantes, esa misma vino t w r la clave del ?.ngulot B1 Señor es el que ha hecho esto en nuestros dia». y e» una cosa admirable a nuestros ojos. Por lo cual os digo que os será qui­ tado a vosotros el reino de Dios y dado a gentes que rindan rruto* t*e buenas obras. Ello es. que quien se escandalizare o cayere sobre esta piedra se hará pedazos, y ella hará añicos a aquel sobre quien cayere en el día del Juicio ’. Oídas estás parábolas de Jesús, los prln-

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PRELIMINARES

DE LA

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cipes de los sacerdotes y los fariseos entendieron que hablaba por ellos, y queriendo prenderle, tuvieron miedo al pueblo, porque era mirado como un profeta. M a r c o s , A.11. 1-12 .— En

.seguida comenzó a hablarles por parábolas: “Un hombre, dijo, plantó una viña y la ciñó con cercado; cavando, hizo en ella un lagar, y fabricó una torre, y arrendóla a ciertos labrado­ res, y marchóse lejos de su tierra. A su tiempo despachó un criado a los renteros para cobrar lo que debían darle del fruto de la viña. Mas ellos, agarrándole, le apalearon y le despacharon con las manos vacias. Segunda vez les envió otro criado, y a éste tam bién le des­ calabraron, cargándole de oprobios. Tercera vez envió a otro, al cual m ataron: tras éste, otros muchos, y de ellos a unos los hirieron y a otros les quitaron la vida. En fin, a un h ijo único que tenía y a quien amaba tiernamente, se lo envió tam bién el último, diciendo: ‘Respetarán, a lo menos, a mi h ijo ”. Pero los viñadores, al verle ve­ nir, se dijeron unos a otros: “Este es el heredero; venid, matémosle y será nuestra la heredad”. Y asiendo de él, le m ataron, arrojándole antes fuera de la viña. ¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? V en ­ drá y perderá a aquellos renteros, y arrendará la viña a otros. ¿No liabéis leído este lugar de la Escritura: La piedra que desecharon los que edificaban vino a ser la principal piedra del ángulo; el Señor es el que hizo eso, y estamos viendo con nuestros ojos tal maravilla? En la hora m aqu in aban cómo prenderlo, porque bien conocieron que a ellos había enderezado la parábola; mas temieron al pueblo; asi. dejándole, se m archaron”. L u c a s , X X , 9-17 ,— Luego comenzó a decir al pueblo esta parábola: “U n hom bre plantó una viña, y arrendóla a ciertos viñadores, y él se ausentó lejos de al!i por un a larga temporada. A su tiempo envió un criado a los renteros para que le diesen su parte de los frutos de la viña; mas ellos, después de haberle maltratado, le despacharon con las manos vacías. Envió de nuevo a otro criado; pero a éste también, después de herirle y llenarle de baldones, le remitieron sin nada. Envióles todavía otro, y a éste tam bién le hirieron y echaron fuera. D ijo entonces el dueño de la viña: “¿Qué haré ya? Enviaré a mi hijo querido; quizá cuando le vean le tendrán más respeto”. Mas luego que los colonos le avistaron, discurrieron entre sí, diciendo: “Este es el heredero; matémosle, a fin de que la heredad quede por nues­ t r a ’. Y habiéndole arrojado fuera de la viña, le mataron. ¿Qué hará, pues, con ellos el dueño de la viña? Vendrá en persona, y perderá a es ios colonos, y dará su viña o otros. Lo que oído por los prínci­ pes de los sacerdotes, dijeron : “No lo permita Dios”. Pero Jesús, clavando los ojos en ellos, d ijo : “Pues, ¿qué quiere decir lo que está escrito: La piedra que desecharon los arquitectos, esa misma vino a ser la principal

piedra

del ángulo?”

La parábola de los dos hijos, objeto de la conferencia anterior, había dejado flotando en el aire una acusa­ ción contra el pueblo judío, representado en el hijo des­ obediente; pero no habiendo captado los Judíos todo el alcance de esta acusación, creyó Jesús oportuno des­ arrollarla y desleírla a través de una nueva parábola en

LA PARABOLA DE LOS VIRADORES HOMICIDAS

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la que apareciera el pueblo judío, no ya sólo desobedien­ te, sino reo de un crimen tan horrendo como el de dar muerte al mismo hijo del amo de la viña, a la que su amo cuidaba con regalo, fertilizando su suelo, limpián­ dolo de piedras y defendiéndola con un muro de con­ tención, provista de su torre y de su lagar. La viña, según el profeta, se obstinaba en no rendir uvas, sino agraces. Aquella viña, en el pensamiento del profeta, era el pueblo de Israel, y su esterilidad había acabado por exacerbar a su Dios, que la habia condenado a pro­ ducir cardos y espinas y luego a la devastación. Jesús recoge esa imagen, la amplifica y precisa lo ocurrido en los siete siglos transcurridos desde Isaías hasta Jesús, y lo que va a ocurrir después de El. He aquí la parábola, referida por los tres evangelistas sinópticos. «Erase un padre de familia que plantó una viña y la cercó de vallado, y cavando, hizo en ella un lagar v edificó una torre; arrendóla después a ciertos labra­ dores, y se ausentó a un país lejano. Venida ya la sazón de los frutos, envíe ¿us criados a los renteros para que percibiesen el fruto de ella. Mas los renteros, acometien­ do a los criados, apalearon al uno, mataron al otro y al otro lo apedrearon. Segunda vez envió nuevos criados, en mayor número que los primeros, y los trataron áe la misma manera. Por último, les envió su hijo, diciendo para consigo: a mi hijo, por lo menos, lo respetarán. Pero los renteros al ver al hijo, dijeron entre si: éste es el heredero; venid, matémosle y nos alzaremos con su herencia. Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y lo mataron. Ahora bien; en volviendo el dueño de La. viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Hará, dijeron ellos, que esta gente tan mala perezca miserablemente y arrendará su viña a otros labradores que le paguen sus frutos a sus tiempos. Pues ¿no habéis leido en las Escrituras, les añadió Jesús: la piedra que desecharon los fabricantes, esa misma vino a ser la clave del án­ gulo; el Señor es el que ha hecho esto y es una cosa admirable a nuestros ojos? Por lo cual os digo que sera quitado a vosotros el reino de Dios y dado a gentes que rindan frutos. Ello es que quien cayere sobre esta piedra, se hará pedazos, y ella hará añicos a aquel sobre quien cayere.» Oídas estas parábolas, los principes de los sacerdotes y los farseos entendieron que hablaba por

LOS PRELIMINARES

DE LA PASION

f.los, y queriendo prenderle, tuvieron miedo al pueblo, oorque era mirado como un profeta.» Como esta parábola, mejor diríamos alegoría, es la historia de unos viñadores, más que de una viña, no se i escribe de ésta sino lo suficiente para encarecer que *=■ hallaba provista de todo lo necesario: cerca, torre, iigar. que permitía esperar de ella un crecido rendi­ miento. La cerca era un muro de contención, formado de ■¿imples piedras, sin mortero, festoneado en su parte superior por gruesas espinas, que defendían la viña concra inesperados asaltos. La torre era una rústica cons­ trucción, reducida a un simple conglomerado de piedras, .sin pretensiones arquitectónicas de ninguna clase, colo­ rada en medio de la viña, con una terraza en su parte superior, desde la que se dominaba todo el contorno. En -- época de la recolección solía servir de albergue al ¿ueño de la viña, más que para él, para sus provisiones boca, pues era bastante usual pasar el día a la som­ bra de los árboles y la noche a la luz de la luna, más : menos defendido de su relente. El lagar era una superficie de piedra rocosa, con una :rve inclinación hacia el interior, por donde se vertía el .r.osto, que a través de unos pequeños canalitos venía a recogerse en una cuba o tina más amplia, donde se verificaba la fermentación. El amo de esta viña se supone que no la cultivaba '.irectámente, sino que la había dado en arrendamiento : unos colonos. Aunque las costumbres locales eran di­ versas. pues unas veces el arriendo se hacía contra pago en metálico y otras reservándose el arrendador la mitad, el tercio y hasta el quinto de la cosecha anual, el evan­ gelista no nos especifica las condiciones en que se había verificado este arriendo, sino que era, por lo visto, no contra pago en metálico, sino contra una parte de los productos, sin determinar cuál fuera. Lo único que consigna el evangelista es que, forma.izado el contrato de arriendo, el amo partió para un argo viaje y que, llegada la época de la recolección, envió a sus servidores para que recogieran los frutos ; ie le correspondía percibir. ¿Dió esta orden desde el ex tra nj ero , donde estaba, o había regresado ya de su viaje para la época de la recolección? ¿Ordenó esas dis-

LA PARABOLA DE LOS VIÑADORES HOMICIDAS

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tintas expediciones de servidores en una misma época, con intervalo de breves días, o esas diversas expedicio­ nes se verifican por épocas escalonadas? La imprecisión de todos estos datos y la sobriedad de que aparece re­ vestida toda la narración, si le resta vigor descriptivo, le imprime, en cambio, esa dramática belleza que tienen los relatos cuando revelan el deseo acusadísimo del na­ rrador de llegar con la mayor celeridad posible al des­ enlace de los sucesos. Pasamos por alto las anomalías que se advierten en el recibimiento que los colonos dispensan a estas suce­ sivas embajadas. Porque anomalía es la crueldad de que hacen gala con los enviados de su amo y anomalía es que escojan ese procedimiento para sus ambiciosos pro­ pósitos de apropiarse de la viña. Tampoco el proceder del amo parece lógico o, al me­ nos, usual. ¿Qué amo es ése que, a la vista del recibi­ miento que se dispensa a la primera embajada, en vez de entregar a la justicia a esos colonos desagradecidos, envía una segunda, con todas las probabilidades de que corra la misma infausta suerte que ha corrido la pri­ mera? Y se acusa más ese incomprensible proceder del amo cuando, después de experimentar la crueldad de que hacen gala sus colonos con las dos sucesivas emba­ jadas, determina enviar a su hijo, con la fundadísima presunción de que correrá la misma suerte que sus an­ tecesores. Este amo parece que no tiene otra preocupa­ ción que la de percibir los frutos de la viña. Estima más la viña que la vida de sus servidores, y aun que la misma vida de su hijo. Por eso los sacrifica, al parecer tan in­ conscientemente. Lo mismo se diga de los colonos. Si lo que persiguen es quedarse con la propiedad de la viña, ¿cómo pueden creer que sea un procedimiento eficaz pa­ ra lograrlo dar muerte a los criados que les envia sr: amo y después manchar sus manos con la muerte de su propio hijo? La viña pertenece siempre a su propie­ tario. Y aunque éste se quedara sin herederos forzosos a quienes transmitírsela, a cualquiera se la transmitiría antes que a los asesinos de su hijo. El parabolista soslaya todas estas anomalías y va derecho a su objetivo principal. Este amo, aun con todo su extraño y desusado proceder; aun sacrificando, como ha sacrificado, la vida de sus criados y la misma vida

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de su hijo a la percepción de los frutos de la viña, apa­ rece poseído de una sola preocupación: la de ejecutar una saludable y ejemplar venganza con estos despia­ dados colonos. A este único o, al menos, preferente objetivo parece que se encamina toda la parábola. Por eso Jesús dirige a su auditorio esta interpelación: «Cuan­ do venga el dueño de la viña, ¿que hará con esos colo­ nos?» A lo que los judíos respondieron: «Hará morir a esos miserables y arrendará la viña a otros colonos, que le darán los frutos a que tiene derecho.» Según San Mar­ eos, esta respuesta se la dió a sí mismo el propio Jesús. Si se atiende a la redacción que aparece en los otros dos evangelistas, que es la transcrita, si la respuesta la da el mismo Jesús, puede presumirse que los judíos asin­ tieron. La parábola podía terminar aquí. Se castiga a los colonos asesinos y se arrienda la viña a otros que la hagan rendir mejor. No era necesario por parte de los fariseos un conocimiento muy profundo de las Sagradas Escrituras, ni de la historia religiosa de su pueblo, para comprender en el acto que La viña aquella era Israel, y el amo Dios, y los siervos maltratados o muertos los profetas, cuyo trágico fin constituía un ininterrumpido necrologio a lo largo de las páginas de la Escritura. Pero esto pertenecía al pasado. Jesús había añadido a la pa­ rábola, a guisa de apéndice, un hecho nuevo, referente al futuro: el hijo del amo de la viña, a quien se envía y que es a la vez maltratado y muerto. Y este episodio había que subrayarlo más. Se trataba de una viña que había que quitarle a unos para dársela a otros. Era la sinagoga que moría para que la Iglesia la sucediera, un edificio que se derrumbaba y otro que iba a elevarse sobre él. Y para que nadie pudiera llamarse a engaño, Jesús lo iba a poner de manifiesto por medio de otra bellísima y última alegoría: la de la piedra angular, que era Cristo, sobre la cual vendrían a estrellarse todas las fuerzas del mal que quisieran oponérsele. Tan clara resultó Ji alegoría y tan fiel y exactamente se encontra­ ron retratados ellos, que «conocieron que de ellos ha­ blaba, y buscando apoderarse de él, tuvieron miedo a las turbas, porque éstas le consideraban profeta.» Pero pa­ semos ya a explicar el significado de la parábola y a deducir las enseñanzas que ella contiene.

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LA PARABOLA DE LOS VIÑADORES HOMICIDAS

n Todos los comentaristas evangélicos convienen en que esta parábola de los viñadores homicidas, que expo­ níamos en la conferencia anterior, es de una belleza literaria y doctrinal sorprendente, y más que parábola pudiera llamarse una alegoría. ¿Quiénes son esos colonos que, por no pagar la renta convenida entre ellos y el arrendador no reparan en manchar sus manos con la sangre de los servidores del amo, a los que maltratan, y de su propio hijo, a quien asesinan? ¿Qué viña es ésa que en la parábola se representa? ¿Quiénes son esos nuevos colonos a quienes se arrienda la viña en segun­ do lugar, visto el mal comportamiento de los primeros? La viña es Jerusalén, capital del pueblo judio enri­ quecida por Dios con toda clase de gracias y de mer­ cedes, conservada a fuerza de continuos milagros. La renta o los productos de la viña, a los cuales adscribe Dios tan exagerada importancia, no son otra cosa que la gloria y el honor, que Dios tiene derecho a esperar del pueblo escogido, representadas por la sumisión a su ley y la fidelidad a sus mandamientos. Los servidores, escalonadamente enviados para el cobro de la renta, son los profetas que, con una sucesión regular, ha ido Dios

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enviando a su pueblo desde Moisés hasta el Bautista, a todos los cuales ha recibido mal y a alguno, como el Bautista, hasta ha llegado a decapitar. El hijo, a quien se envía en último término y al que también acaban dándole muerte, es Jesús, cuya crucifixión llena la me­ dida de la irritada justicia de Dios, el amo de la viña. El año 70, bajo el imperio de Tito, los sucesos significa­ dos en la parábola llegan a su dramático desenlace de­ finitivo. Jerusalén es destruida, los judíos son dispersa­ dos o muertos, y otro pueblo, los cristianos procedentes de la gentilidad, heredan oficialmente las promesas es­ pirituales que se habían hecho a Israel. La piedra re­ chazada, que es el hijo de Dios asesinado, se convierte prodigiosamente en una piedra angular del nuevo edi­ ficio, sobre la cual se construirá todo y servirá de aglu­ tinante a todos los elementos integradores de la edi­ ficación. De acuerdo con este significado de la parábola, el argumento que en ella se desarrolla es el siguiente: De la misma manera que un amo que ha arrendado una viña de su propiedad a unos colonos que, llevados de su codicia y de otros móviles no menos sórdidos, no sólo han rehusado pagarle la renta estipulada, sino que handado muerte a los distintos servidores que se les ha en­ viado para reclamársela, y, por último, al propio hijo del amo de la viña, enviado también a los mismos efec­ tos, hace matar a esos colonos miserables y arrienda su viña a otros de mejor condición, que sean fieles a sus. compromisos como no lo fueron los primeros, así Dios dará muerte a los asesinos de su hijo y entregará su reino a otra nación que haga rendir mejor el fruto de sus trabajos y de sus beneficios. ¿Quiénes son estos nue­ vos viñadores a quienes Dios confiará su reino, en sus­ titución del pueblo judío, representado en la parábola por sus jefes religiosos, a los cuales se les retira su go­ bierno y administración? Como esta nación a quien se confía, para su organización y expansionamiento, el reino de Dios ha de mantenerse fiel, desde luego no serán los gentiles, contrapuestos ordinariamente a los judíos porque muchos de ellos permanecieron y perma­ necen sumidos en la gentilidad, sino todo el pueblQ cristiano, que ha recibido con amor el Evangelio, se mantiene sumiso a sus jefes religiosos y se considera

LA PARABOLA DE L03 VIRADORES HOMICIDAS

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heredero y sucesor en la historia del mundo del pueblo de Israel. Es la Iglesia sucediendo a la sinagoga, reco­ giendo sus promesas y afanándose sin descanso por cv.;tivar la gran heredad de la tierra, para que produzca sus frutos el Evangelio de Dios. Restringiendo el sentido de la parábola, pero sin des­ dibujar sus contornos, esta viña es el alma de cada une, entregada a su propio trabajo, con la orden expresa ce hacerla fructificar. Venimos al mundo los hombres con una suma enorme de posibilidades que nuestro traba. c auxiliado por eso que podemos denominar la naturaleza circundante, debe convertir en realidad. Pero son ma­ chos los hombres que avaramente escatiman ese es­ fuerzo personal que Dios, y la sociedad, y sus propias conveniencias le piden, y dejan improductivas todas es­ tas posibilidades con que nacieron. ¡Cuánta tierra in­ explorada todavía! Sólo una cuarta parte de ella dice la Etnografía que es la que se explota en la actualidad. Catorce mil millones de habitantes, en vez de los dcr mil un poco largos que ahora cuenta, podrían asentarse en nuestro planeta, sin que les faltara sustancia ali­ menticia para mantenerse. Lo mismo se diga de les mares, que contienen sumas enormes de vida y de ener­ gía todavía sin explorar. Pero ¿qué es eso en compara­ ción de la energía humana? Miles y miles de personas viven en nuestro mundo civilizado — no hablamos, na­ turalmente, de los que malviven en la selva— que, ha­ biendo recibido de Dios capital suficiente para labrar su felicidad y la de muchos, se conservan perezosos er: un estado permanente de infecundidad, a causa de un desconocimiento profundo de los deberes que les im ­ pone el hecho de la convivencia social y de la solidari­ dad humana. Nacemos insertados en la tierra, que es más madre nuestra en el sentido de que nos comunica pródigamente sus secretos cuanto más exactamente co­ nocemos su poder y le prestamos nuestro concurso y nacemos insertados en el seno de la humanidad, que es también más madre nuestra cuanto más le ofrecemos el tributo de nuestro trabajo y de nuestros afanes con amor y con generosidad. Dedícate a lo tuyo. Haz lo que haces. Dos magníficos consejos, ambos de San Agustín, cargados de profunda sabiduría. Dedícate a lo tupo. Hay muchos hombres que

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¿e pasan la vida envidiando la situación de que otros ^*ozan y aspirando a cambiarla con la suya. Todo hom­ bre tiene su hora en la vida en que decide su porvenir, abrazándose al estado a que le llevan su vocación y sus personales aptitudes, en conjugación con esa serie de tactores familiares y sociales que constituyen como el clima de su personalidad. Esa elección deberá hacerse & conciencia, con detenimiento, asesorándose uno todo cuanto sea debido, pidiendo luz y consejo a Dios, que respeta la libertad, aunque señalándole su camino; pero una vez verificada la elección y fijado el propio destino, hay que servirlo con amor, manteniéndose por encima ce él. y nunca debajo. En la vida no hay oficios nobles y oficios viles, sino hombres nobles y hombres viles; por eso importa poco el oficio que se representa, sino el modo con que se representa, igual que en las comedias, donde se aplaude al actor que hace de criado, si lo hace bien, y se silba al que hace de rey, si lo hace mal. Muchas vidas se malogran, y no es pequeño el quebranto cue la sociedad experimenta con ello, por mantenerse en estado de inferioridad con respecto a su función. Un conocido hombre de estado solía decir: Los hombres superiores son raros; los criminales, son raros también; pero los que se quedan en una medianía son legión. Es decir, los que no dominan su función, sino que son do­ minados por ella; los que no dicen, como el poeta, «mivaso será pequeño, pero bebo con mi vaso». Dedícate a lo tuyo. Es decir, entrégate a tu oficio, míralo con fe, sírvelo con amor, no tengas para él pala­ bras desdeñosas; aunque haya otros oficios objetiva­ mente más nobles y, si se quiere, más lucrativos, el tuyo es el mejor para ti, porque se adapta a tu genio, a tus recursos, a tus aptitudes, a tu preparación, a tu clima íamiliar y social y, sobre todo, es el que tú elegiste en aquella hora, única en tu vida, de las graves y solemnes determinaciones, y en el que Dios se ha dado cita con­ tigo y te aguarda con su luz y con su gracia, para que te labres ti» felicidad. Después, hazlo bien. Age quod agis. Hay muchas per­ sonas que, por desengaños sufridos, por incomprensión, por falta de sentido de humanidad, hacen su oficio a medias, lo sirven sin puntualidad, sin atención, sin ilu­ siones, con impreparación, por no ponerse a considerar

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que eso es una deserción de su deber, parcial sin duda, pero deserción al fin, y que infieren, acaso inconsciente­ mente, un grave daño a la sociedad, porque si, contagia­ dos por su mal ejemplo, los restantes miembros del cuer­ po social, cada uno en su oficio, lo realizan en las mismas condiciones tacañas, restringidas y desmoralizadoras, no puede dudarse que sufre un rudo golpe la sociedad en su economía, en el funcionamiento regular de sus servicios, en la marcha de su administración, en la pro­ pia vitalidad de sus organismos rectores y en el tono general de adelanto y de progreso de su vida. Y a eso nadie tiene derecho. Cada una de nuestras acciones fo r­ ma parte de esa renta que debemos pagar a la sociedad por toda la suma de valores que ha puesto en nuestra mano, y parte también de la renta que debemos pagar a Dios, colonos de su viña, por todo ese capital con que a lo largo de nuestra vida nos ha ido generosamente enriqueciendo.

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LA PARABOLA DEL VESTIDO DE BODA ( M t , X X I I , 11-14.) M ateo, X X I I , 11-14.—Entrando después el rey a ver los convidados, reparó

allí en un hombre que no Iba con vestido de boda, y dijole: “Amigo, ¿cómo has entrado tú aquí sin vestido de boda?” Pero él enmude­ ció. Entonces dijo el rey a sus ministros de Justicia: “Atado de pies y manos, arrojadle fuera a las tinieblas, donde no habrá sino llanto y crujir de dientes. Tan cierto es que muchos son 106 llamados > pocos los escogidos".

Después de la parábola de los viñadores homicidas inserta San Mateo, como pronunciada en esta misma ocasión por Jesús, la parábola de los invitados al festín, en la cual describe Jesús a un rey organizando, para festejar la boda de su hijo hijo, un gran banquete, al que invita, por medio de emisarios que les envía, a de­ terminado número de personas, de elevada clase social sin duda, las cuales declinan la invitación y rehúsan su asistencia; envía de nuevo sus emisarios a otros in­ vitados con el mismo ruego, y éstos, no contentos con declinar la invitación, como los primeros, dan muerte a los mismos emisarios, con lo que agravan el desagra­ decimiento con el asesinato; visto lo cual, enojado el rey, manda matar a los asesinos y pegar fuego, para que quede destruida, a la ciudad en que éstos moran. Entonces, para que la boda no deje de festejarse, ordena a sus servidores que salgan a los caminos y ha-

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gan venir a todos los que encuentren, y con toda esa gente así reclutada la sala se llena y el banquete se verifica. Por ofrecer esta parábola profundas semejanzas con la del mismo título que inserta San Lucas en el capítulo xiv de su Evangelio, estiman graves comentaristas —San Gregorio el Grande y Maldonado, por ejemplo— que son las dos una sola y única parábola, que San Lucas inserta en el lugar que cronológicamente le corresponde, y San Mateo, siguiendo un orden lógico más que cro­ nológico, incorpora en este lugar a las discusiones ha­ bidas en el templo, por la razón que inmediatamente diremos. Estas semejanzas se concilian con dos leves diferencias que existen entre ambas, fáciles de apreciar. Consiste la una en que San Lucas especifica las ex­ cusas que alegan los invitados, que son tres, lo que no especifica San Mateo, y la otra en que San Mateo nos pinta a estos invitados, que son dos grupos y no tres, no sólo declinando, descorteses, la invitación, sino mos­ trándose, aunque reacios al principio, después rebeldes y asesinos, puesto que acaban dando muerte a los pro­ pios emisarios que se les envía, por lo cual San Mateo, de acuerdo con la orientación que Jesús imprime a todas estas discusiones mantenidas en el templo con los judíos durante estos días del martes y miércoles santo, acaba describiendo un acto de justicia que el rey realiza, con­ sistente en hacer matar a los asesinos y destruir, me­ diante el fuego, la ciudad en que moran. Como esta paíábola, tal como la reproduce San Lucas, la comen­ tamos ya ampliamente, no parece que sea necesario añadir aquí ningún nuevo comentario. Tan sólo debe­ remos hacer objeto de algunas breves consideraciones la novedad que, a modo de apéndice de la parábola, in­ troduce aquí San Mateo, referente al invitado que se presenta sin proveerse del acostumbrado vestido nup­ cial, y que la refiere del modo siguiente: ' .entrando después el rey, a ver a los convidados, reparó allí en un hombre que no iba vestido de boda, y di jóle: —A nigo, ¿cómo has entrado tú aquí sin ves­ tido de boda?— Pero él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: —Atado de pies y manos, arrojadle fuera, a las tinieblas, donde no habrá sino llanto y crujir de diente Tan cierto es que muchos son los llamados

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y pocos los escogidos.» Antes de empezar el comentario, procede formular esta pregunta: ¿Esto es, en realidad, un apéndice de la parábola de los invitados al festín, o más bien una parábola distinta y completamente inde­ pendiente? Una lectura, aunque sea somera, del relato basta para advertir que nos encontramos aquí con una alegoría totalmente independiente de la parábola de los invitados al banquete, al fin de la cual se inserta. En la parábola del festín de bodas, visto que los dos llamamientos, primero y segundo, no han sido bien aco­ gidos por los invitados, pertenecientes, sin duda, a una clase elevada de la sociedad, el rey ordena a sus servi­ dores que salgan a los caminos y hagan venir a los que encuentren, pues no quiere que quede inutilizado tanto preparativo como ha supuesto la organización del ban­ quete. Estos invitados, pues, con los que se ha llenado posteriormente la sala, han sido recogidos en la calle, según se les iba encontrando, sin concederles tiempo para ir a su casa a cambiarse la ropa que llevan o si­ quiera adecentarse un poco. Se supone, por eso, que aquellos hombres se presentaron cada uno con el traje propio de su oficio, y como parecían pertenecer a una clase social humilde más bien que elevada, a juzgar por los lugares en que se verifica el reclutamiento, que es propiamente en las afueras de la ciudad, su atuendo no seria precisamente atuendo de boda. Y lo de que el rey les proveyera de trajes adecuados, según iban presen­ tándose en la sala, como algunos suponen, hoy ningún comentarista del Evangelio lo da por bueno. Primero, porque la parábola no lo dice, y después, porque la pro­ pia parábola pretende destacar la diferencia de clase existente entre unos y otros invitados: los primeros, que son personas de calidad, y los segundos, que son, sin duda, gente del pueblo, puesto que se les recoge en la calle, y con el traje que llevan puesto se les fuerza a concurrir. Un traje proporcionado por el rey a la entra­ da en la sala hubiera borrado dicha diferencia y la ale­ goría pretende mantenerla. En estas circunstancias lo natural es que no uno, sino todos, se presentasen con un traje, que no sería precisamente traje de fiesta. En cambio, en lo que hemos dado en llamar apéndice, pren­ dido por San Mateo al pie de la parábola, y que a nos­ otros se nos antoja una alegoría perfectamente inde-

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pendiente de la parábola, no hay nada que haga pensar en unos invitados conducidos al banquete de una ma­ nera así violenta y de improviso. Todos parece que han concurrido a su hora, provistos de su traje nupcial, y porque aquel desgraciado a quien se le sorprende sin él no puede alegar ignorancia respecto a esas costum­ bres y usos establecidos, es por lo que, al ser cogido, como si dijéramos, in fraganti, no se le ocurre aducir circunstancia alguna que pueda servirle de atenuante o de excusa. Y a pesar de que la amenaza que se fulmina contra él no puede ser más temerosa y su ejecución más terminante y rápida, puesto que se le ata de pies y ma­ nos y se le expulsa violentamente de la sala, el incul­ pado no protesta del castigo, como si a sus ojos fuera merecido y justo. De esta diferencia de elementos integradores.de am­ bos relatos se deduce también una diferencia en cuanto a la enseñanza pedagógica que ambas parábolas en­ cierran. En la primera se trata de demostrar que, así como por haber rehusado los primeros invitados la asis­ tencia al banquete, siendo, como eran, personas de ca­ lidad, se hizo que asistieran a él otras personas perte­ necientes al pueblo, las cuales disfrutaron del banquete preparado para las primeras, así en el reino de Dios, que es la Iglesia, los jefes religiosos del pueblo de Israel, por no haber acogido bien el divino llamamiento, serán castigados y sustituidos por otros hombres pertenecien­ tes a otras clases sociales, sean las que sean. En la pa­ rábola del vestido de boda, en cambio, se trata de de­ mostrar que así como habiéndose ataviado los invitados al festín con su correspondiente traje de boda, a uno que se le sorprende sin él se le castiga arrojándole de la sala, así en el reino de Dios, que es la Iglesia, si alguno es sorprendido sin tener en regla todos los requisitos que exige la admisión y la permanencia en él, se le despedirá y se le arrojará también, y en esta expulsión y lanza­ miento estará su castigo. Como este rey de la parábola representa a Dios, y el banquete de bodas representa su reino, que es la Iglesia, ¿qué es lo que quiere significarse por el traje de boda? «Entra en el banquete de bodas — dice San Gregorio el Grande, comentando esta parábola— , pero sin el traje nupcial que le corresponde, el cristiano que ha entrado

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en la Iglesia por la puerta que da acceso a ella, que es la de la fe, pero sin tener caridad; el que lleva el nom­ bre de cristiano, pero no lleva el traje nupcial, que son las buenas obras, que forman, en lenguaje del Apóstol, como la vestidura del hombre nuevo.» En la vida de San Jerónimo se narra un hecho a este propósito, ver­ daderamente aleccionador. San Jerónimo, uno de los hombres más grandes del Cristianismo, lo dejó todo por consagrarse a Dios, y se refugió cerca de Belén, en la soledad de un desierto. Vino la Cuaresma, y entre ayu­ nos y penitencias se quedó como enjuto y seco. Con aquella debilidad enfermó y le vino fiebre, y en uno de los delirios se imaginó comparecer ante el tribunal de Dios. «¿Quién eres?», comienza por preguntarle el Su­ premo Juez. A lo que contesta San Jerónimo: «Soy cris­ tiano.» «Mientes —le dice el Juez— ; tú eres ciceronia­ no.» Y se imagina el infeliz que le maltratan y le gol­ pean. Su cuerpo se revuelve en la cama en medio de la fiebre. Por fin, le cedió. Convaleció el santo, y mucho tiempo después se supo lo que aquel sueño quería sig­ nificar. San Jerónimo lo había dejado todo por servir a Dios, pero sus aficiones al estudio de aquellos grandes maestros de la latinidad no las había dejado; habia renunciado a todo, menos a eso, y Dios le quería repren­ der. No basta decir que uno es cristiano. Hay que serlo, y serlo de veras. Y hay muchos cristianos que no son cristianos de veras. Dicen que son cristianos, y no tie­ nen en su biblioteca libro alguno que hable de Cristo, de su Iglesia y de su moral; no asoman a sus labios expre­ siones cristianas, no inspiran su conducta en móviles cristianos, ni son, en general, cristianos sus procedimien­ tos de conducta. Como si tuvieran miedo de mezclar a Jesucristo en los problemas de su vida, la organizan con arreglo a normas y a criterios puramente utilitarios y naturalistas, y a estos criterios consultan, en ellos se inspiran, por ellos se rigen, sin detenerse a considerar que el Cristianismo ha elevado el tono general de la vida, incorporando, lo mismo al pensamiento del hombre que a las formas todas de la vida social, un sentido nuevo y superior de las cosas, una renovación total de la con­ ducta, como si hubiera encarnado en los hombres ese hombre nuevo del que dijo San Pablo que todo hombre debía revestirse. Como el sol alaba a Dios cuando luce,

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y la estrella cuando brilla, y el pájaro cuando canta, y la flor cuando perfuma, el cristiano ha de ser cristiano cuando reza, y cuando trabaja, y cuando descansa, y cuando se divierte, y a través de todo el conjunto de las actividades de su vida. El Cristianismo es caridad, y abnegación, y socorro al necesitado, y generosidad para el bien; es ausencia de egoísmos, de tacañerías y de rencores; es limpieza en las intenciones, rectitud en la conducta, práctica de la humildad, espíritu de frater­ nidad y de justicia; todo un programa, como se ve, de vida cabal y completa, que no se limita a lucir el traje de boda en el interior de la Iglesia, sino a hacer con­ tinua gala de él a través de todo el volumen de nuestra actividad, sea la que sea.

C o n f e r e n c ia

CCXXXVT

« DAD A DIOS LO QUE ES DE DIOS Y AL CESAR

LO

QUE

ES DEL

CESAR., O LA

IGLESIA Y LA POLITICA i (Mt., X X II, 15-22; M e , X II, 12-17; Le., XX, 20-26.) a tratar entre si cómo podrían sorprenderle en lo que hablase. T para esto le envia­ ron sus discípulos con algunos herodlanos, que le dijeron: "Maestro, sabemos que eres veraz, y que enseñas el camino a la ley de Dio* conforme a la pura verdad, sin respeto a nadie; porque no miras a la calidad de las personas. Esto supuesto, dlnos qué te parece de esto: ¿Es o no es licito a los ludios, pueblo de Dios, pagar tributo al César?” A lo cual Jesús, conociendo su refinada malicia, respondió: “¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con que «s paga el tributo”. T ellos le mostraron un denario. Y Jesús les dijo. “¿De quién es esta Imagen y esta inscripción?” Respóndeme: "De César”. Entonces les replicó: “Pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios". Con cuya respuesta quedaron admirados y, dejándole, se fueron. Marcos, X I I , 12-17.—En la hora maquinaban cómo prenderle; porque bien conocieron que a ellos habia enderezado la parábola; mas temieron al pueblo, y asi, dejándole, se marcharon. Pero le enviaron algunos fariseos y herodlanos, para sorprenderle en alguna expresión. Los cuales vinieron y dljéronle: “Maestro, nosotros sabemos que eres hombre veraz, y que no atiendes a respetos humanos: porque no miras la calidad dé las personas, sino que enssftas el camino de Dios Mateo, X X I I , 15-22.—Entonces los fariseos se retiraron

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coa lisura y según el t>.s: ¿nos »b licito a noaotroa, pueblo escogido de Dios, el pagar tributo a César, o podremos no pagarlo?” Jesús penetrando su malicia, dijoles: "¿Para qué venís a tentarme? Dadmt a ver un denario o la moneda corriente". Presentáronselo, y El 1m dice: “¿De quién es esta Imagen y esta inscripción?” Respondieron; "De César”. Entonces replicó Jesús, y díjoles: "Pagad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que e« de Dios". Oon cuya respuesta ¡os dejó maravillados Lucas. .XX. 20-26.—Entretanto, como andaban acechándole, enviaron u . pías, que hiciesen de virtuosos, para cogerle en alguna palabra, a fin de tener ocasión de entregarle a la Jurisdicción y potestad del go­ bernador. Así le propusieron una cuestión en estos términos: “Maes­ tro, bien sabemos que Tú hablas y enseñas lo que es Justo, y que no andas con respetos humanos, sino que enseñas el camino de Dios según la pura verdad. ¿Nos e3 licito a nosotros, pueblo escogido de Dios, el pagar tributo a César, o no?” Mas Jesús, conociendo su ma­ licia, les dijo: “¿Para qué venís a tentarme? Mostradme un denario. ¿De quién es la imagen e inscripción que tiene?” Respóndenle: “De César". Díjoles entonces: “Pagad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. Y no pudieron reprender su respuesta delante del pueblo; antes bien, admirados de ella, y no sabiendo qué replicar, callaron.

Los representantes del sanedrín se alejaron furiosos, pero con el propósito de volver al ataque con nuevo ar­ dor y, a poder ser, con más eficacia. Como nunca faltan colaboradores al mal, y no entraba en la estrategia de los sanedritas renovar el ataque de frente, sirviéronse de los herodianos, numerosos a la sazón, por haber con­ currido Herodes a Jerusálén con motivo de la fiesta. Eran los herodianos, como por esto puede deducirse, cortesanos de Herodes, hechos a la intriga, fáciles a la componenda y dóciles para coligarse con los fariseos, aunque enemigos tradicionales, si la alianza era precisa para el ataque contra el enemigo común, que era Jesús. A un grupo de estos herodianos, mezclados con al­ gunos fariseos, destacaron los sanedritas para plantear a Jesús el problema, siempre delicado, y más a la sazón, de los impuestos. El pueblo judío los aborrecía; primero, porque erar impuestos, cargas pesadas, que todos los pueblos satisfacen a disgusto; después, porque eran el signo humillante de la odiada sujeción al extranjero, que era el poder de Roma. Los romanos, modelos de con­ temporización en todo con los pueblos que conquistaban y sometían, eran intransigentes en la exacción de los tributos, reputados por ellos como un pago Justo de los servicios que prestaban al país y del orden social y pú-

DAD A DIOS LO QUE £8 DE DIOS, ETC.

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bllco que mantenían. Plantear a Jesús este problema de la legitimidad de los impuestos equivalía a colocarle en un gravísimo aprieto. Si declaraba que había que pa­ garlos, le indisponían con el pueblo, refractario por completo a su exacción. 81 decía que no, allí estaba el poder de Roma, para denunciarlo como sedicioso e ins­ tigador a la revuelta. Recuérdese que en el juicio que precedió a su muerte esa fué una de las acusaciones que le formularon. Como en esta cuestión no estaban de acuerdo herodlanos y fariseos (ya hemos dicho que los primeros se habían hecho contemporizadores y no compartían la intransigencia de los segundos), lo serio y discreto era poner al descubierto, a través de una fin­ gida discusión, la desavenencia, y presentarse a Jesús para que la dirimiera. Un Maestro como Jesús no podía esquivarla, y planteada ante testigos no podían que­ darse satisfechos con una ecléctica solución. Pero esto exigía proceder con extremados miramientos. Y asi pro­ cedieron. Presentáronse, pues, a Jesús y le dedicaron este preámbulo, extraordinariamente halagador: «Maes­ tro — le dijeron—, sabemos que eres veraz y que ense­ ñas el camino de Dios conforme a la pura verdad, sin respeto de nadie, porque no miras a la calidad de las personas. Esto supuesto, dinos qué te parece de esto, ¿es o no lícito pagar tributo al César?» Por el mundo de la picaresca corre un axioma que dice: «Cuando veas que te guardan consideraciones excesivas, piensa que te han engañado o que te van a engañar.» Otro que no fuera Jesús quizá se hubiera desvanecido con estos elogios. Los elogios, cuando son excesivos o, al menos, desusados, siempre marean. Es este el camino por donde les viene la muerte a todos los grandes poderes a quienes se prodiga con exceso la adulación y la lisonja. Decirle a un hombre situado en la altura que es el hombre más inteligente del mundo, que siempre tiene razón, que no se equivoca nunca, que posee un espíritu permanente de justicia, y eso decírselo una vez y muchas veces, es para hacerle perder la se­ renidad, quitarle el poder de la autocrítica y conven­ cerle de que es todo eso que dicen, y acaso mucho más. El elogio desmesurado, sobre todo si es continuo, siempre lleva a eso. Y lo que viene después... no es preciso ser Unce para adivinarlo. En Jesús, por fortuna, como era

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de esperar, resbalaron los elogios e, ingenuos, los hero­ dianos tuvieron que sufrir una nueva derrota; porque, 6 degollaréis a unos, cru­ cificaréis a otros, a otros azotaréis en vuestras sinagogas y loe an­ daréis persiguiendo de ciudad en ciudad. Para que recaiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquias, a quien matasteis entre el templo y el altar. En verdad os digo que todas estas cosas vendrán a caer sobre la generación presente. ¡Jerusalén! ¡Jerusálén!, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados, ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus pollitos bajo las alas, y tú no lo has querido! He aqui que vuestra casa va a quedar desierta. Y asi os digo: Bn breve ya no me veréis más, hasta tanto que, reconociéndome por Mesias, digáis: “Bendito sea el que viene en nombre del Señor”. Marcos, X I I , 41-44.—Estando Jesús una ves sentado frente al arca de las ofrendas, estaba mirando cómo la gente echaba dinero en ella,, y muchos ricos echaban grandes cantidades. Vino también una viuda M ateo,

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pobre» la cual metió dos blancas o pequeñas monedas, que hacen un maravedí, y entonces, convocando a sus discípulos, les dijo: “Ea verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más en el arca que iodos los otros. Por cuanto los demás han echado algo de lo que les sobraba.; pero esta ha dado de su misma pobreza todo lo que tenía, todo su sustento". Lucas, X X I , 1-4.— Estando un día Jesús mirando hacia el gazofllacio o cepo del templo, vió a varios ricos que iban echando en él sus ofren­ das. Y vió asimismo a una pobrecita viuda, la cual echaba dos blan­ cas o pequeñas monedas. Y dijo a sus discípulos: En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más que todos. Por cuanto todos éstos han ofrecido a Dios parte de lo que les sobra; pero ésta, de su misma pobreza, ha dado lo que tenía y necesitaba para su sus­ tento".

Quien leyere superficialmente estas frases de Jesús, con las que termina su requisitoria contra los fariseos, podría pensar que toda esta condenación de que aquí hace Jesús objeto al pueblo judío no está suficientemen­ te justificada, toda vez que los fariseos confiesan que, si hubieran pertenecido ellos a la generación anterior, no hubieran manchado sus manos con la sangre de los profetas, como sus padres las mancharon. Pero una lec­ tura un poco detenida y atenta de este pasaje nos per­ mite observar en las palabras de Jesús la formulación de una responsabilidad histórica y la fulminación de una sanción colectiva. Expresado en otros términos, Jesús quiere advertir en los judíos de su generación las mis­ mas perversas disposiciones que alentaron en sus padres, perseguidores y asesinos de los profetas, y por eso les anuncia un castigo por medio de aquellas frases: «He aquí que vuestra casa va a quedar desierta», que mis­ teriosamente aluden a la próxima ruina de Jerusalén y a la consiguiente dispersión de su pueblo. Se enuncia aquí, a través de esa declaración de responsabilidad y de ese anuncio de castigo, una enseñanza importantísima, cuyo desarrollo ocupará amplio espacio en la futura filosofía de la historia. Los pueblos, como los individuos, tienen su alma, su historia y su destino; historia que se escribe con el acerbo de cien generaciones que, sin perder la línea de una auténtica e inconfundible personalidad, van tra­ zando con hechos históricos, reales y tangibles, una tra­ yectoria constante, que responde a un designio nacional, que podríamos interpretar como una vocación histórica.

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De acuerdo con esta ley, erige sus instituciones y orga­ niza su vida social y pública todo pueblo. Mientras las generaciones que van sucediéndose no repudien, median­ te actos de naturaleza colectiva, más o menos insisten­ temente reiterados, la herencia que les van legando las generaciones antecedentes, se las puede considerar como herederas de los amores y de los odios, de los designios y de las tendencias que han ido constituyendo como el espíritu nacional. En ese acerbo común, cada genera­ ción va depositando su tributo. Es posible que la genera­ ción que recibe el castigo, si se trata, como en el caso presente, de un pueblo prevaricador, sea la que menos haya aportado a ese histórico caudal; pero le ha tocado verter en el vaso la última gota, le ha correspondido la triste suerte de agotar las últimas posibilidades de la paciencia divina, y en virtud de esa solidaridad, que ata y vincula su destino al de las otras generaciones que la precedieron, individualmente afectadas de una respon­ sabilidad mayor que ella, recibe en su carne el castigo que todas las fenecidas generaciones merecieron. Las catástrofes históricas, las revoluciones, las guerras, los desastres nacionales no son más que la última conse­ cuencia de una degradación lenta y progresiva del pueblo que las sufre. Hay una generación que paga por las an­ teriores, sin más razón que la de que en sus dias se llenó la copa donde aquéllas iban vertiendo sus culpas y sus responsabilidades. Los judíos contemporáneos de Jesús no mataron a los profetas, pero alentaron en su espíritu las mismas disposiciones que alentaron en el espíritu de sus padres, y por esa ley de la solidaridad, que asocia su destino al destino trágico de sus padres y les cons­ tituye herederos, asi de sus glorias como de sus miserias, así de sus grandezas como de sus ignominias, tendrán que rendir cuenta de toda la sangre vertida desde Abel hasta Zacarías, como si todo fuera obra exclusiva de sus manos. «Toda la sangre de los justos que se ha vertido en la tierra —dice con grave acento Jesús— caerá sobre vosotros, sobre esta generación.» Esto no quiere decir que Dios les haga responsables de toda esa sangre, sino que la ruina de la raza y de la ciudad santa, preparada desde hace siglos, se producirá en su tiempo, porque ellos han colmado la maldad de las generaciones preceden­ tes. rechazando el Evangelio y matando a Jesucristo.

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¿Quien ha dicho que el patriotismo no es virtud cris­ tiana? Cierto es que Jesús condenó más de una vez las ambiciones políticas de su pueblo, sus pretenciosos de­ seos de hegemonía, su odio al extranjero; cierto es tam­ bién que soñó con la unidad moral del género humano, que propugnó el ideal de una humanidad organizada a base del dogma de la paternidad divina y de la frater­ nidad entre los hombres; pero fué hijo de su raza, no salió jamás de las fronteras de su país, adoptó las cos­ tumbres de sus compatriotas, y aunque tenía una elo­ cuencia capaz de asombrar al mundo, su voz no resonó sino bajo el cielo de Palestina, ni hizo milagros sino en­ tre los suyos, y sólo a su pueblo hizo objeto de sus traba­ jos apostólicos, de sus afanes evangelizadores. Por enci­ ma de todas las otras patrias, amó a su patria y tuvo para ella unos afectos y una misericordia como no la tuvo con ningún otro pueblo de la tierra. A la luz de estas reflexiones se comprenden las frases que pronuncia Je­ sús a continuación, dirigiéndose a Jerusalén, con las lá­ grimas en los ojos, como si ante ellos se levantara el espectro de la ciudad entregada, con el templo, al saqueo y a la destrucción: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados! He aquí que vuestra casa va a quedar desierta...» Los judíos no han querido oír a los enviados de Dios, y he aquí que Jesús abandona a Jerusalén, y con ella al pue­ blo judío, y los deja entregados a su suerte. Desde el atrio de los gentiles, donde se había desarro­ llado esta escena, se corrió Jesús al atrio vecino, llamado de las mujeres», donde se sentó frente a la sala antigua del Tesoro, llamada así porque a su entrada hallá­ banse instaladas como unas 13 cajas, de forma alarga­ da en su embocadura y en las cuales los piadosos israe­ litas depositaban sus ofrendas para el culto del templo. Sentado, como estaba Jesús, pudo observar el desfile de muchos ricos fariseos que se acercaban a las cajas, arro­ jando en ellas puñados de monedas de forma que, al caer, sonaran bien aico, para que todo el mundo se aper­ cibiera de su generosidad. Mezclada con ellos, sin que nadie la advirtiera, llegóse también una pobre viuda que, íurtiva y humildemente, deslizó en una de las cajas dos cuadrantes, el valor, dice San Marcos, de un maravedí, oírcnda auténticamente reveladora de su pobreza. Je-

EL CASTIGO DE LOS FARISEOS, ETC.

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sus, que observa atentamente la escena, se apresura a deducir la enseñanza que ella contiene, convocando a sus discípulos y diciéndoles: «En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más en el arca que todos los otros. Porque los demás han echado de lo que les sobra­ ba; pero ésta ha dado de su indigencia lo que tenia, todo su sustento.» Con estas frases traza Jesús el ámbito de la caridad y señala la característica, que le dará su principal realce y valor. El que tiene debe dar de lo que le sobra, una vez satisfechas sus necesidades y cubiertas las exigencias que lleva consigo la condición social a que pertenece; pero puede dar también de lo que le es necesario para vivir. Aquellos fariseos adinerados daban de lo que les sobraba; la pobre viuda daba de lo necesario para su sutento. Lo primero, dice Jesús que tiene mérito. ¿No lo ha de tener? Dios ha dispuesto que en el mundo haya siempre pobres para que los ricos, ejerciendo la caridad con ellos, merezcan, se santifiquen y se rediman del peso de su propia riqueza. Pero lo segundo tiene más mérito todavía, porque al mérito de la caridad, que da, añade el de la mortificación, que, quitándose de lo necesario, se impone. Las palabras de Jesús, elogiosas del heroico rasgo de la viuda, nos demuestran que para Dios, que puede pasarse sin nuestra riqueza, porque no la nece­ sita, no hay limosna grande ni pequeña. En la limosna, como en todas las obras del hombre, lo que vale es la intención, el ojo que la ilumina, el alma que la inspira, el amor que la aconseja. «Si tus ojos son sencillos, todo tu cuerpo estará ilu­ minado; si tus ojos son malvados, todo tu cuerpo será tenebroso.» Las ricas ofrendas sumadas de todos los fa ­ riseos, fueron menos agradables a Dios que la humilde ofrenda de aquella pobre viuda. Pero ¿sólo porque se privó, al dar, de lo necesario y los fariseos deban de lo superfluo? Sin duda por eso, y asi lo encarece Jesús. Pero también, y quizá en primer lugar, porque en aquella pobre viuda, al dar aquella insignificante limosna, alen­ taba un amor más puro, una intención más recta, re­ vestía su acto, en medio de su pequefiez, una mejor ca­ lidad. Y para Dios cuenta menos el volumen de nuestras acciones que el fin a que responden y la calidad que re­ visten.

C o n f e r e n c ia

CCXLTTI

EL DISCURSO ESCA TOLOGICO DE JESUS i

(M t., X X IV , 1-14; Me., X III, 1-11; Le., X X I, 5-15.) 1-14.—Salido Jesús del templo, Iba andando cuando se llegaron a El sus discípulos, a fin de hacerle reparar en la fábrica del templo. Pero El les dijo: "¿Veis toda esa gran fábrica? Pues yo os digo de cierto que no quedará de ella piedra sobre piedra”. T estan­ do después sentado en el monte del Olivar, se llegaron algunos de los discípulos y le preguntaron en secreto: “Dinos, ¿cuándo suce­ derá eso? ¿T cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?” A lo que Jesús les respondió: “Mirad que nadie os engañe. Porque muchos han de venir en mi nombre, diciendo: "Yo soy el Cristo o Mesías”. T seducirán a mucha gente. Oiréis asimismo noticias de batallas y rumores de guerra. No hay que turbaros por eso; que si bien han de preceder estas cosas, no es todavía esto el término. Ss verdad que se armará nación contra nación, y un reino contra otro reino, y habrá pestes y hambres, y terremotos en varios lugares. Em­ pero, todo esto aún no es más que el principio de los males. En aquel tiempo seréis entregados a los magistrados para ser puestos en los tormentos, y os darán la muerte y seréis aborrecidos de todas las gentes por causa de mi nombre, por sar discípulos míos. Con lo que muchos padecerán entonces escándalo, y se harán traición unos a otros, y se odiarán reciprocamente. Y aparecerá un gran número de falsos profetas que pervertirán a mucha gente. Y por la inun­ dación de los vicie» se resfriará la caridad de muchos. Mas el que

Mateo, X X I V ,

3 3 . Tomo II

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LOS PRELIMINARES DE LA PASION

perseverase hasta el fin, ése se salvará. Entretanto, Be predicará este Evangelio del reino de Dios en todo el mundo, en testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin”. M arco s , X I I I .

1 - l t .— Al salir del templo, dijole uno de sus discípulos: “ IMaestro, mira qué piedras y qué fábrica tan asombrosa l” Jesús le dló por respuesta: “¿Ves todos esos magníficos edificios? Pues serán de tal modo destruidos, que no quedará piedra sobre piedra”. Y es­ tando sentado en el monte del Olivar, de cara al templo, le pregun­ taron aparte Pedro, y Santiago, y Juan, y Andrés: “Dlnos, ¿cuándo sucederá eso? ¿Y qué señal habrá de que todas estas cosas están a punto de cumplirse?” Jesús, tomando la palabra, les habló de esta manera: “Mirad que nadie os engañe, porque muchos vendrán abro­ gándose mi nombre, y diciendo: “Yo soy el Mesías”. Y con falsos prodigios seducirán a muchos. Cuando sintiereis alarmas y rumores de guerra, no os turbéis por eso; porque si bien han de suceder es­ tas cosas; mas no ha llegado aún con ellas el fin. Puesto que antes se armará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá te­ rremotos en varias partes y hambres. Y esto no será sino el principio de los dolores. Entretanto, vosotros estad sobreaviso en orden a vues­ tras mismas personas. Por cuanto habéis de ser llevados a los con­ cilios o tribunales, y azotados en las sinagogas, y presentados por cansa de Mí ante los gobernadores y reyes para que déis delante de ellos testimonio de Mí y de mi doctrina. Mas primero debe ser pre­ dicado el Evangelio a todas las naciones. Cuando, pues, llegare el caso de que os lleven, para entregaros en sus manos, no discurráis de antemano lo que habéis de hablar, sino hablad lo que os será inspirado en aquel trance, porque no sois entonces vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo”.

X X I , 5-15 .— Como algunos de sus discípulos dijesen del templo que estaba fabricado de hermosas piedras y adornado de ricos dones, replicó: “Días vendrán en que todo esto que veis será destruido, de tal suerte, que no quedará piedra sobre piedra que no sea demolida”. Preguntáronle ellos: “Maestro, ¿cuándo será eso y qué señal habrá de que tales cosas están próximas a suceder?” Jesús les respondió: “Mirad que no os dejéis engañar, porque muchos vendrán, en mi nombre, diciendo: “Yo soy el Mesías, y ya ha llegado el tiempo”. Guardaos, pues, de seguirlos. Antes, cuando sintiereis rumor de gue­ rras y sediciones, no queráis alarmaros; es verdad que primero han de acaecer estas cosas; mas no por eso será luego el fin”. Entonces añadió El: “Se levantará un pueblo contra otro pueblo, y un reino contra otro reino. Y habrá grandes terremotos en varias partes, y pes* léñelas, y hambres, y aparecerán en el cielo cosas espantosas y prodigios extraordinarios. Pero antes de que sucedan todas estas cosas s e . apoderarán de vosotros, y os perseguirán, y os entregarán a las sinagogas, y meterán en las cárceles, y os llevarán por fuerza a] tribunal de los reyes y gobernadores, por causa de mi nombre, Jo cual os servirá de ocasión para dar testimonio de Mí. Por con­ f u i e n t e , Imprimir en vuestos corazones la máxima de que no deM tu ^incurrir de antemano cómo habéis de responder, pues yo pon­ dré Ja* palabras en vuestra boca y una sabiduría a que no podrán rmlHtAr ni contradecir todos vuestros enemigos”.

Lucas,

EL

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El hombre se reatóte a la aceptación de su desgra­ cia. Tan fuertemente actúa en él su instinto de felici­ dad. Aun aquellos espíritus pesimistas que parecen go­ zarse en el anuncio de inminentes calamidades, no de­ sean otra cosa, al reiterar sus lamentaciones, que el concurso de voces amigas que acudan a combatir e m tristes presagios. Los Apóstoles, consecuentes con esto, se resistían a admitir las predicciones de Jesús relativas a la próxima destrucción del templo. Cuando, al caer la tarde, siguiendo a Jesús lo abandonaban silenciosos, el espectáculo que su vista les ofrecía no hacía más que fortalecer sus temores. Más que nunca provocaba su ad­ miración entonces la grandiosidad de aquel edificio. Dorado por los rayos del sol poniente, todo el grandioso conjunto de mosaicos, columnatas, puertas recubiertas de preciosos metales les embelesaba y suspendía. Según que sus ojos extasiados lo contemplaban, en su interior indudablemnte se decían: ¿será posible que esta mag­ nificencia sin igual, fruto de las continuas liberalidades del pueblo judío, que este monumento gloria de Judea y una de las mayores maravillas del mundo esté destinado a una próxima e inminente destrucción? Uno de los dis­ cípulos no pudo contenerse y, acercándose a Jesús, le dijo: «Maestro, ¡mira qué piedras!, ¡qué construccio­ nes!» Pero Jesús volvió a formular su sentencia que era ya, por lo visto, irrevocable. «¿Véis todas estas construcciones? Pues en verdad os digo que no quedará de ellas piedra sobre piedra que no sea derribada.» Después de esto, nadie se atrevía ya a interrogar. Los discípulos prosiguieron taciturnos su camino, cada uno de ellos entregado a las más sombrías reflexiones. Se despidieron del templo, abandonaron la ciudad, que em­ pezaba a sumergirse en las sombras de la noche, fran­ quearon la garganta del Cedrón y comenzaron a subir ladera arriba del monte de los Olivos. Llegados a su cima, hicieron un alto. Antes de proseguir su camino hacia Betania, quería Jesús contemplar por última vez a Jerusalén, la ciudad donde ya no volvería a entrar sino para morir. Tomó asiento para contemplarla más a su sabor. Delante de sus ojos se extendían lugares donde en breve tendrían que desarrollarse escenas de un dramatismo impresionante. A sus pies estaba Getse-

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LOS PP^T.IMINAKES DE LA PASION

maní; más allá, la montaña de Slón, en la que se er­ guían los palacios de los pontífices y el de Herodes; enfrente, el Pretorio de Pilatos; más lejos, el Calvarlo; un poco más allá el sitio de su enterramiento, y casi do­ minándolo todo, la soberbia majestuosidad del templo, que en adelante iba a ser maldito. Los discípulos le ro­ dearon. y al principio respetaron su silencio. Por fin, no pudiendo contenerse, algunos se dirigieron a Pedro para que éste preguntara al Maestro, lo que, ayudado por Santiago, Juan y Andrés, hizo Pedro, formulándole, no sin algunas muestras de temor, esta pregunta: «Maestro, dinos, ¿cuándo serán estas cosas y cuál será la señal de que todo esto comenzará a cumplirse?» En el relato de San Marcos no aparecen los discí­ pulos preocupados de otra cosa más que de la destruc­ ción del templo y de la ruina de Jerusálén. En el de San Mateo se abren ante los discípulos perspectivas más amnlias. como si quisieran abarcar, con el suceso de la ruina de Jerusálén, el de los últimos días del mundo. Por eso le preguntan: «¿Cuándo serán estas cosas y cuál será la señal de tu venida y de la consumación del si^rlo?» A ambas interrogaciones contestó Jesús con un dis­ curso. en el que mezcla la historia de los dos aconteci­ mientos que. aunque seDarados en el tiemno, tenían en el ánimo de Jesús íntima conexión. Los cristianos de la nrimera generación, por no contar con los veinte siglos de historia que contamos nosotros, conjugaron ambos sucesos tan íntimamente, que, verificado el pri­ mero. o sea la ruina de Jerusálén, quedaron en un estado de ansiedad dubitativa y palpitante. Durante muchos años vivieron en una expectante inquietud relativamen­ te al fin del mundo, que creían debería suceder con poco tiemno de intervalo a la ruina de la ciudad. Para aquellos cristianos, en su mayoría judíos de nacimiento, la ruina de Jerusálén significaba el fin de todas las cosas y la última venida de Jesús. Como para un romano el fin de Roma era el fin de toda la civilización, para un Judío, ur a catástrofe que trajera la ruina de su raza tenía ne­ cesariamente que envolver la ruina y destrucción gene­ ral del mundo. A semejante estado de espíritu, que los discípulos comenzaban a compartir y que luego invadi­ ría las primeras cristiandades, Jesús juzgó necesario

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hacer frente, poniendo en guardia a sus discípulos con­ tra los posibles engaños que podían acaecerles. El primer consejo que les da es el de la prudencia. «No os fiéis, les dice, de los falsos Mesías que van a apa­ recer. Vigilad para que no os induzcan a error. Muchos vendrán en mi nombre, diciendo «soy yo», y engañarán a muchos.» Todo período revolucionario es propicio a la aparición de falsos Mesías, como todo tiempo en que padece eclipses la le es apto para el brote de toda clase de supersticiones. Cuando los tiempos son malos, se es­ pera la salvación de las intervenciones sobrenaturales, como si un hombre solo tuviera el mágico poder de llevar a cabo la contrarrevolución que su tiempo nece­ sita. La restauración del orden cristiano, después de hondas perturbaciones ha de ser obra que se encomien­ de a la labor personal de cada uno, consistiendo en una mayor vigorización de la conciencia, en un mayor for­ talecimiento de la moral, en un retorno saludable a las prácticas cristianas, en un propósito de sumisión total a la ley de Dios. La política, la administración, la eco­ nomía no son sino la expresión y el resultado de las múltiples conciencias individuales que las integran, y es en lo íntimo de cada conciencia individual donde hay que verificar previamente esa contrarrevolución que de­ seamos que se opere en el conjunto de las actividades sociales para hacer frente al desorden e instaurar un orden de justicia, de respeto y de paz. Después les anuncia grandes perturbaciones políti­ cas. «Cuando oigáis hablar, les dice, de guerras y ru­ mores de guerra, no os turbéis. Esto tiene que suceder primero, pero no es el fin. Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Pero esto no será más que el comienzo de los dolores.» No hay más que leer la historia de la segunda mitad del siglo primero para encontrar realizado allí todo el contenido de esta impresionante profecía. Porque es sabido que en tiempos de Augusto, y aun en tiempos ¿e Tiberio, el imperio romano vivió en paz. Pero cuando el imperio pasó a manos de Calígula y de Nerón, y más aún a las efímeras de Galba y de Vitelio, se produjeron múltiples sublevaciones, y asi en Alejandría, como en Siria y en Laodicea, y en el interior de Palestina, las

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LOS PRELIMINARES DE LA PASION

guerras civiles se sucedieron y casi puede afirmarse que la rebelión contra el poder débil y vacilante de Roma revistió carácter general. Sin embargo, contra lo que preferentemente quiere prevenir Jesús a sus discípulos es contra las persecuciones, que, en medio de esos tormentosos sucesos, van a levantarse, «j Estad sobre aviso!, les dice. Seréis llevados ante los sanedrines, y azotados con varas en las sinagogas, y compareceréis de­ lante de los gobernadores y de los reyes por mi causa, para que me deis testimonio delante de ellos.» Para cuando llegue ese trance, les impone que confíen en El. «No discurráis de antemano, les dice, cómo os habéis de defender, pues yo os daré un lenguaje y una sabidu­ ría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vues­ tros enemigos. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo.» ¡Con qué soberana exactitud se ha cumplido esta profecía de Jesús! El Espíritu Santo ha sido la lengua de todos los perseguidos. Abrase la historia de todas las persecuciones; no de las antiguas, donde el ardor pri­ mitivo de la fe y la intrepidez de los nuevos convertidos podía explicarlo todo, sino de las contemporáneas: la de Uganda, la de Méjico, la de España. ¿Quién sino el Es­ píritu Santo pone en los labios de niños de corta edad y en los de hombres adultos, rudos e ignorantes, esas fra­ ses tan ungidas de celestial sabiduría que han causado en todo tiempo la admiración del mundo y a veces hasta la conversión de los propios verdugos? Recuérdese la persecución de Uganda y el glorioso martirio de los vein­ tidós pajes del rey. Cuando Carlos Luanga, que va a ser quemado vivo en la hoguera pide al verdugo que le per­ mita a él mismo amontonar la leña, y el verdugo, en­ cendida ya la hoguera, empieza a sumergirle en ella lentamente los pies hasta carbonizárselos, y le dice: «Veremos si tu Dios te libra del fuego», el mártir res­ ponde: «¡Necio!, ni sabes lo que dices. Lo que tú estás vertiendo obre mí es agua fresca. Lo que importa es que tú te guardes de ese Dios a quien insultas; no sea que un día te precipite en un fuego que no se apaga nunca, que es el del infierno.» Recuérdese la persecu­ ción de Méjico. Un joven de trece años a quien el jefe del pelotón, por quererle salvar del martirio, envía con

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una misión a un pueblo próximo, mientras se ejecuta a otros ocho compañeros de él, vuelve, ejecutado el ser­ vicio, con gran asombro del oficial, que le dice: «¡N ecio!, ¿no has comprendido que lo que quería era salvarte?, ¿a qué vuelves?» «Lo he comprendido, le contesta el joven; pero se ha fusilado a mis compañeros por ser católicos, y yo también lo soy, y debo correr su suerte.» Y así ha­ blaron legión de perseguidos ayer, y así hoy, y así siempre.

C o n f e r e n c ia

CCXLIV

EL DISCURSO ESCATOLOGICO DE JESUS

n (M t., X X I V , 9-22; Me., X I I I , 12-20; Le., X X I , 16-24,.) Mateo, X X I V , 9-22 .—En aquel tiempo seréis entregados a los magistra­

dos para ser puestos en 106 tormentos, y os darán la muerte, y se­ réis aborrecidos ce todas las gentes por causa de mi nombre, por ser discípulos mies. Con lo que muchos padecerán entonces escán­ dalo, y se harán traición unos a otros, y se odiarán reciprocamente. Y aparecerá un gran número de falsos profetas, que pervertirán a mucha gente. Y por la inundación de los vicios se resfriará la cari­ dad de muchos. Mas el que perseverare hasta el fin, ése se salvará. Entretanto se predicará este Evangelio del reino de Dios en todo el mundo, en testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin. Según esto, cuando veáis que está establecida en el lugar santo la abominación desoladora que predijo el profeta Daniel (quien lea esto, anótelo bien), en aq\:el trance los que moran en Judea huyan a les montes; y el que esté en el terrado, no baje o entre a sacar cosa de su casa; y el que se halle en el campo, no vuelva a coger su túnica o ropa. Pero, ¡ay de las que estén encinta o criando y no puedan huir de prisa en aquellos días! Rogad, pues, a Dios que vuestra huida no sea en invierno o en sábado, en que se puede caminar poco. Porque será tan terrible la tribulación entonces, que no la hubo semejante desde el principio del mundo hasta ahora; ni la habrá Jamás. Y a no acortarse aqxieilos días ninguno se salvarla; mas abreviarse han por amor de los escogidos.

LOS PRELIMINARES DE LA PASION

:2-20. — Entonces el hermano entregará a la muerte a] hermano, y el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres y les quitaran la vida. Y vosotros seréis aborrecidos de todo el mundo por causa de mi nombre. Mes quien estuviese firme o perseverare en la fe hasta el fin, éste será salvo. Cuando, empero viereis abominación de la desolación, establecida donde menos debiera (el que lea esto, haga reflexión sobre ello), entonces los que moren en Judea huyan a los montes; y el que se encuentre en el terrado no baje a casa ni entre a sacar de ella cosa alguna; y el que esté en el campo, no torne atrás a tomar su vestido. Mas, ¡ay de las que estarán encinta y de las que criarán, en aquellos días! Por eso, rogad a Dios que no sucedan estas cosas durante el invierno. Por­ que serán tales las tribulaciones de aquellos días, cuales no se han visto desde que Dios crió el mundó hasta el presente, ni se verán. Y si el Señor no hubiese abreviado aquellos días no se salvarla hombre alguno; mas en gracia de los escogidos, que él se eligió, ios ha abreviado. Lucas, X X I , 16-24.— Y lo que es más: seréis entregados a los magistrados por vuestros mismos padres, y hermanos, y parientes, y amigos, y harán morir a muchos de vosotros; de suerte que seréis odiados de todo el mundo por amor de Mí; no obstante, ni un cabello de vuestra cabera se perderá. Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas. Mas por lo que toca a la ruina de este pueblo, cuando vie­ reis a Jerusálén estar cercada por un ejército, entonces tened por cierto que su desolación está cerca. En aquella hora los que se hallen en Judea, huyan a las montañas; los que habiten en medio de la ciudad, retírense, y los que estén en los contornos, no entren. Porque días de venganza son éstos, en que se han de cumplir todas las cosas como están escritas. Pero, ¡ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! pues este país se hallará en grandes angustias, y la ira de Dios cargará sobre este pueblo. Parte morirán a filo de espada; parte serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusálén será hallada por los gentiles hasta tanto que los tiempos de las naciones acaben de cumplirse. M arcos, X I u ,

Los odios de familia son los peores, y las guerras de religión, las más duras entre todas las guerras. Cuando dos personas, destinadas a convivir perpetuamente, con­ servando cada una de las dos su carácter propio, y sus virtudes, y sus defectos peculiares, coinciden en una base común de cualidades fundamentales y se sienten atraídas por una recíproca simpatía, fácilmente sobre­ llevan las incomodidades anejas a la vida común, y las fricciones que experimentan, como las concesiones que mutuimente se imponen, no hacen frecuentemente sino fortalecer el vínculo de afecto y de compenetración que les une, Lo contrario ocurre cuando en lo fundamental es en lo que se diferencian. Disienten por naderías, échanse en cara sus propios defectos, se hacen constan-

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tes las desavenencias y de todo/ bueno o malo, se toma ocasión para poner al descubierto el divorcio espiritual en que se vive y la incomprensión y los odios que recí­ procamente se alimentan. Cuando la separación se verifiva en el terreno reli­ gioso, las consecuencias a que se llega son aún más tristes. Lo que uno cree, el otro niega; lo que uno adora, el otro lo rechaza, y no hay un solo punto en el que coincidan ni en materia de educación, ni de religión, ni de moral. Semejante estado de hostilidad es natural que desemboque en lo que aquí anuncia Jesús a sus discí­ pulos: que serán entregados a los tribunales, para que los condenen a muerte, por sus propios padres, por sus hermanos, por sus parientes y por sus amigos. «Y atrae­ réis sobre vosotros, les agrega, el odio común a causa de mi nombre.» En los odios de religión, que son los peores, y en las persecuciones por la fe, que son las más duras de las persecuciones, apenas si cuenta el elemento per­ sonal; no se estima la edad, ni el sexo, ni la categoría. Es la idea la que se persigue, y es a Dios al que se quiere arrojar de la sociedad, porque es el que estorba. No dice Jesús que se odiará y se perseguirá a los cristianos, es decir, a la Iglesia, por motivos puramente humanos, sean los que sean, sino por su nombre, a causa de su nombre, porque la Iglesia vindica derechos e impone deberes, porque su poder infunde miedo y sus pretensiones exas­ peran, porque no es su destino mantenerse quieta en medio del mundo, indiferente al pensamiento y a la conducta de los hombres, sino el de intimar a todos el cumplimiento del deber y señalar al cielo como término y solución de todo y hablar sin cesar de Dios, para que todo el mundo confiese su existencia, admita la realidad de su gobierno y se someta a su ley. Por encima de esos odios y esas persecuciones, que constituyen el fondo de la tribulación que les vaticina, Jesús muestra a sus dis­ cípulos a continuación la visión consoladora de la co­ rona inmarcesible que les reserva. «Ni un solo cabello, les dice, caerá de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas. Y el que perseverare hasta el fin será salvo.» «Federico el Grande de Prusia visitaba una vez cierto pueblo del Ducado de Brandenburgo y entró en la escuela en el crítico momento en que el profesor explicaba a sus alum-

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PRELIiMINAKES DE I,A PASION

nos su clase diaria de Geografía. Invitado el rey por el maestro a preguntar a sus discípulos, el rey preguntó a uno de los niños en qué país del mapa se encontraba aquel pueblo.» *En Prusia», respondió el niño. «Y Prusia, ¿en qué país está?», prosiguió el monarca. «En Alema­ nia», volvió a contestar ei niño. «¿Y Alemania, dónde está?», insistió el rey. «En Europa», dijo el niño. «¿Y Europa, dónde está?», preguntó el rey. «En el mundo», respondió el niño. «¿Y el mundo, dónde está?», terminó preguntando el rey. El niño calló pensativo. A los pocos instantes, con aire resuelto, contestó: «Que dónde está el mundo? El mundo está en las manos de Dios.» Todo, en efecto, está en sus manos. Su poder nos do­ mina, su majestad nos envuelve, su providencia nos go­ bierna, su inteligencia nos ilumina, su voluntad nos guía y ni un paso damos que escape a la vigilancia de sus ojos. Delante de la tienda de Antígono, dos soldados ha­ blaban y murmuraban de su jefe. Antígono descorrió rápido la cortina que protegía su tienda, y los soldados quedaron atemorizados. Con aire sereno les dijo: «Si queréis seguir, alejaos un poco, que yo no os oiga.» Para nosotros, respecto a Dios, el mundo será como la cortina de la tienda de Antígono que nos impida verlo. Pero para Dios no hay cortinas. Me ve, me oye, me sigue, e igual que la mía está en su mano la vida y la muerte de los demás. Y esta es la paz y la seguridad para mí. Nadie puede tocar sin su permiso un solo cabello de mi cabeza. Nuestros enemigos de dentro y de fuera no podrán con­ tra nosotros sino lo que Dios solamente les permita. Y Dios no les permitirá ni un paso más de lo que nosotros podamos resistir. Ahora que el resistir es actitud que exige paciencia. Por eso dice Jesús: «Con paciencia po­ seeréis vuestras almas.» Magnífica recomendación. Mag­ nífica en todo tiempo, pero más en nuestros días cuando, a causa de la febril agitación que domina a los espíritus, suelen éstos, por lo general, adolecer de falta de pa­ ciencia No tienen paciencia los padres frente a la indisci­ plina de los hijos, y por eso se irritan sin motivo y les exasperan sin razón, en vez de corregirlos con suavidad y con constancia, con reflexiones y no con gritos, obe­ dientes a un plan y a una pedagogía razonada y serena.

EL DISCURSO ESCATOLOGICO DE JESUS

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No la tienen los hijos frente a la decadencia y a los achaques inevitables de los padres para soportarlos con amor y prestarles filial ayuda. No la tiene el maestro frente a la desaplicación de sus discípulos, ni el discí­ pulo frente a las legítimas exigencias de su maestro, ni el gobernante con sus gobernados, ni el súbdito frente a la autoridad, ni en general se muestra paciencia ante la enfermedad, ante el desgaste de los años, ante la pesa­ dumbre del deber, ante la monotonía de la vida, ante las importunidades de los amigos, ante la incompren­ sión de los afines, frente a los reveses de la fortuna. Y. sin embargo, esa paciencia es necesaria, si se ouiere per­ severar, ya que a los que perseveran hasta el fin. sin vacilaciones y sin desmayos, es a los oue Jesús, en este discurso, promete la victoria. «El que perseverare hasta el fin, dice Jesús, será salvo.» Se advierte la fuerza con que Jesús subraya su invi­ tación a la perseverancia, porque, a causa de múltioles razones, es virtud difícil la de perseverar. Primero, a causa de nuestra movilidad. Somos seres esencialmente móviles, destinados al movimiento por dentro y por fuera. Hoy combatimos las ideas y las instituciones que defendíamos ayer y defendemos hoy las ideas y las ins­ tituciones que acaso impugnemos mañana. Porque nues­ tra naturaleza es incompleta, varia: porque es voluble, nada le satisface ni le llena: porque siente continuas apetencias, y apetencias diversas, con ninguna puede decirse que encuentra quietud. En medio de nuestras especulaciones tiran a cada momento de nosotros las realidades visibles; aun los mismos santos, en medio de sus mayores elevaciones espirituales, tienen que re­ cuperarse a cada instante y hacerse violencia para triunfar de esa dispersión que constituye el fondo de nuestro ser. Difícil, además, perseverar a causa del tiem­ po, que todo lo gasta: las piedras como las almas, y triunfa de la voluntad más fuerte y del propósito más decidido. Difícil, por último, a causa de los múltiples peligros por que atravesamos en los caminos de la vida, y sobre todo difícil porque Dios ha querido que lo sea. La perseverancia final a nadie se le debe. La última gracia no guarda proporción con nuestros méritos como 110 los guarda la primera. La gracia no se debe más que

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LOS PRELIMINARES DE LA PASION

a la gracia, y es don completamente gratuito así el úl­ timo como el primer eslabón de la cadena. «Y se predicará el Evangelio del reino de Dios en to­ do el mundo... y después vendrá la consumación.» An­ tes de la destrucción de Jerusálén, había ya realizado San Pablo ese largo periplo, que va desde Antioquia a a España. Por toda la vasta llanura mediterránea se habia oído el eco de su voz,y a lo largo de todas sus ri­ beras comenzaban a florecer comunidades cristianas. En todas partes se oirá la voz de los predicadores, y se ofrecerá a todos los pueblos el Evangelio, y será susti­ tuida la vieja ley por la nueva, e inmediatamente des­ pués que eso ocurra... vendrá la consumación. Con qué rasgos más patéticos la describe Jesús en esta parte de su discurso: «Cuando veáis, les dice, es­ tablecida en el lugar santo ia abominación de la deso­ lación, que predijo el profeta Daniel, entonces los que moran en Judea huyan a los montes. Y el que se halle en la terraza, no baje a tomar cosa de su casa. Y el que está en el campo, no vuelva a coger su túnica. Porque son días de venganza, para que se cumpla lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aque­ llos días! Rogad para que esto no suceda en invierno. Porque será una tribulación como no la ha habido des­ de el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Habrá gran miseria en este país y gran cólera contra este pueblo. Morirán a filo de espada y serán con­ ducidos en cautiverio a todas las naciones... y Jerusálén será pisoteada por los gentiles, hasta tanto que los tiempos de las naciones acaben de cumplirse...» La his­ toria dice que esta profecía cumplióse a la letra. Pero este cumplimiento lo describiremos en la próxima con­ ferencia.

C o n f e r e n c ia

CCXLV.

EL DISCURSO ESCATOLOGICO DE JESUS. LOS SIGNOS PRECURSORES DEL FIN DEL MUNDO

ni (M t . yX X I V , 27-36; Me., X I I I , 24-32; Le., X X I , 25-33.) 27-36.—Porque como el relámpago sale del oriente y ee deja ver en un Instante hasta el occidente, el advenimiento del Hijo del Hombre. Y donde quiera que se hallare el cuerpo, allí se Juntarán las águilas. Pero luego, después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, la luna no alumbrará, y las estrellas caerán del cielo, y la6 virtudes o los ángeles de los délos temblarán. Enton­ ces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, a cuya vista todos los pueblos de la tierra prorrumpirán en llantos y verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes resplandecientes del cielo, con gran poder y majestad, el cual enviará sus ángeles, que a voz de trompeta sonora congregarán a sus escogidos de las cuatro partes del mundo, desde un horizonte del cielo hasta el otro. Tomad esta comparación, sacada del árbol de la higuera: citando sus ramas están ya tiernas y brotan les hojas, conocéis que el verano está cerca. Püés así también, cuando vosotros viereis todas estas cosas, tened por cierto que ya el Hijo del Hombre está para llegar, que está ya a la puerta. Lo Que os aseguro es que no se acabará esta genera­ ción hasta que se cumpla todo eso. El délo y la tierra pasarán; pero mis palabras no fallarán. Mas en orden al dia y a la hora, nadie lo sabe, ni aun los ángeles del cielo, sino sólo mi Padre.

M ateo , X X I V ,

IOS PRELIMINARES DE LA PASION

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2-i-3'2.~ Y pasados aquellos días de tribulación, el sol te oscurecerá, y la Urna no alumbrará, y las estrellas del cielo caerán o amenazarán nana, y las potestades que hay en los cielos bambolearán. Entonces se verá venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y gloria. El cual enviará luego a sus ángeles, y congregará a sus escogidos de las cuatro partes del mundo, desde el último cabo de la tierra hasta la extremidad del cielo. Aprended ahora sobre esto una comparación tomada de la higuera: cuando ya sus ramos retoñan y brotan las hojas, conocéis que está cerca el verano. Pues así también cuando vosotros veáis que acontecen estas cosas, sabed que el Hijo del Hombre está cerca, está ya a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación, que no se hayan cumplido todas estas cosas. El cielo y la tierra faltarán; pero no faltarán mis palabras. Mas en cuanto al dia o a la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo para revelároslo, sino el Padre. Lucas, X X I , 25-33.— Veránse, empero, antes fenómenos prodigiosos en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra estarán consternadas y atónitas las gentes por el estruendo del mar y de las olas, secán­ dose los hombres de temor y de sobresalto por las cosas que han de sobrevenir a todo el universo, porque las virtudes de los cielos o esferas celestes estarán bamboleando. T entonces será cuando verán al Hijo del Hombre venir sobre una nube con gran poder y majestad. Como quiera, vosotros, fieles discípulos míos, al ver que comienzan a suceder estas cosas, abrid los ojos y alzad la cabeza; estad de buen ánimo, porque vuestra redención se acerca. Y pro­ púsoles esta comparación: Reparad en la higuera y en los demás árboles. Cuando ya empiezan a brotar de sí el fruto, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros, en viendo la ejecu­ ción de estas cosas, entended que el reino de Dios está cerca. Os empeño mi palabra: que no se acabará esta generación hasta que todo lo dicho se cumpla. El cielo y la tierra se mudarán; pero mis Marcos, X I I I ,

palabras no faltarán.

Como para el profeta no cuenta el tiempo, y los acontecimientos futuros desfilan ante él como si estu­ vieran presentes a sus ojos, Jesús, que acaba de «vatici­ nar el fin de Jerusálén, que ocurrirá treinta años más tarde, se dispone inmediatamente a vaticinar sobre el fin del mundo, cuya fecha ni El mismo dice que puede determinar. Ambos acontecimientos se asemejan en que los dos tendrán una preparación dolorosa. Ha des­ crito Jesús con negros colores la catástrofe que ha de recaer sobre el pueblo judío, y los desastres y devasta­ ciones de que ha de ser victima, antes de su desapari­ ción como pueblo y de la instauración en el mundo de un orden nuevo, que es el orden cristiano, según relata­ mos en la última conferencia, y ahora se dispone a des­ cribir la gran tribulación que han de sufrir los hombres

EL DISCURSO ESCATOLOGICO DE JESUS

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a quienes toque vivir los últimos días del mundo y que

les servirá de preparación el advenimiento de esa nueva edad, a la que ya no sucederá otra, porque el tiempo, a la vista ya de la eternidad, dejará de ser. ¿Cuánto tiempo habrá de transcurrir antes de que se produzca este segundo acontecimiento? Jesús no lo de­ termina. Su palabra profética salta de un vaticinio al otro sin precisar el tiempo que los separa. Unicamente se cuida de concretar que no sobrevendrá este segundo acontecimiento, que es el fin del mundo, sin que antes se haya verificado otro importante suceso: el de la pre­ dicación del Evangelio a todas las naciones. El Evangelio es la buena nueva que Jesús ha traído desde el cielo a la tierra. A todos los pueblos, por consiguiente, se les ha de ofrecer para que lo acojan o lo rechacen, opten por Cristo o se alisten en contra de El. Y luego que se haya verificado dicho ofrecimiento y nadie pueda razonable­ mente alegar no haberlo recibido, y, al contrario, apa­ rezca el mundo dividido en dos bandos, uno compuesto por los que recibieron el Evangelio y otro por los que le rechazaron, comenzarán a aparecer ciertas terribles se­ ñales,precursoras del fin de los tiempos y del fin de todas las cosas: señales en el sol, en la luna, en las estrellas, agitación desordenada en el mar y sobresalto en los hombres. Será una conmoción universal de toda la naturaleza. Se oscurecerá el sol, la luna se apagará, las estrellas se desplomarán, cayendo sobre la tierra, como ebrios después de una orgía; se quebraran las le­ yes maravillosas que mantienen a los astros dentro de sus órbitas, y todos, sin orden ni concierto, se dispersa­ rán por los espacios. Imágenes grandiosas, tradicionales en los profetas, denotadoras del infinito poder de Dios sobre todas las fuerzas de la naturaleza. Posiblemente estos fenómenos que aquí describe Jesús como precursores del fin del mundo tienen, además de su innegable realidad, un marcado carácter simbólico. Posiblemente a esos teme­ rosos fenómenos físicos acompañarán catástrofes de orden moral. Al oscurecimiento del sol acaso siga un oscurecimiento total de Dios en la razón de los hombres; la caída de las estrellas acaso signifique la defección de almas ejemplares, la apostasía de verdaderos luminares de luz, de antorchas vivas de conciencias y de pueblos; 34,

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DE LA PASION

el quebrantamiento del orden sidéreo, a cuyo amparo funcionan con regularidad lúa leyes físicas y se suceden periódicamente las estaciones, acaso signifique también que el orden social será victima de terribles convulsione* que será escarnecida la Iglesia y que se romperán todos los vínculos que sujetan a los pueblos, a la autoridad y al poder. El mar, cuyo brutal empuje ya no es contenido por la regularidad y el equilibrio sidéreo, lanzará rugi­ dos de fiera. Sus olas se encresparán, y se acometerán las unas a las otras, y se arrojarán fuera de sus diques, como si fut ran a tragarse la tierra. Ante este espectáculo tan terriblemente impresio­ nante, los restos de la humanidad que queden por la tierra, dominados por el terror, serán presa de una an­ siedad y una angustia estremecedoras. Todos los ojos se elevarán al cielo ante el temor de lo que pueda so­ brevenir, y entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y al verla, los pueblos se golpearán el pecho y se lamentarán. Y verán venir al Hijo del Hom­ bre sobre las nubes del cielo con toda su majestad y poder. Delante de Fi vendrán sus ángeles, congregan­ do a sus elegidos de los cuatro vientos, desde la extre­ midad de la tierra a la extremidad del cielo. «Cuando comiencen a suceder estas cosas, dice Jesús, ;»!¿ad la cabeza, porque vuestra redención se acerca.» Sin duda los Apóstoles, abrumados por el peso de tan temibles revelaciones, habían quedado sumidos en el si­ lencio y corno consternados. La noche, que era ya ce­ rrada, vendría a poner más oscuridad y temor en el fondo de sus almas. La profecía de Jesús y el tono so­ lemne con que la formulaba descorrían el velo de un porvenir que no era nada tranquilizador. De ahí esas frases alentadoras que tendían a infundir ánimo y es­ peran/,;! en los Apóstoles ante la perspectiva del reino de Dio:;, cuya instauración iban, como testigos y actores, u presen el Mr. Retrotrae para eso su pensamiento al primer vatici­ nio, el que se refería a la destrucción de Jerusálén, y les propone esta comparación: «Reparad en la higuera y en los demás árboles; cuando veáis que brotan, conocéis que se acerca el verano. Así también vosotros. Cuando velo, e:,t,á eereu Y corno e ra difícil persuadir a unos

EL DISCURSO

SSCATOLOCXCO tt /SSUS

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judíos de que Jerusalén pudiera desaparecer, empeña jesús su palabra suscribiendo su vaticinio coa esta fór­ mula Juratorla: «En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que todo lo dicho se cumpla; el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.» Una generación parece entenderse aquí que es la vida media de un hombre de aquel tiempo: cuarenta o cincuenta años, los mismos que transcurrieron entre la muerte de Jesús y la calda de Jerusalén. Por lo que toca al segundo acontecimiento, o sea al fin del mundo, Jesús no quiere precisar nada acerca del tiempo en que haya de suceder, 'porque aquel dia y aquella hora, dice, nadie los sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.» ¿Realmente Jesús des­ conocía la fecha del juicio final y de la consumación del mundo? La ciencia del Hijo de Dios es la misma que la del Padre. Pero ha encamado y habla como Hijo del Hombre y como Mesías, y cuando habla asi, regula su ciencia según las exigencias de su misión. Y no ha recibido misión de revelarnos un secreto que no nos es necesario conocer. Jesús, además, vendrá como juez, y el juez debe venir sin anunciar el dia ni la hora, v aunque lo sepa, como lo sabe, debe hablar y proceder como si no lo supiera. Pero, repetimos, no k> dice porque 110 nos es necesario conocerlo. Es posible que el mundo dure todavía muchos años, acaso siglos. No puede aca­ bar, ha dicho Jesús, sin que se anuncie el Evangelio a toda criatura. Y ha llegado hoy a conocimiento del Evangelio sólo un dieciocho por ciento de la humanidad. Mil trescientos cuarenta millones de seres humanos no han recibido todavía el mensaje de Jesús. Sólo una cuarta parte de la tierra se explora actualmente por el hombre y se le ha entregado para su uso y dominio en su totalidad. También los mares contienen energía aun inexplorada y no han confiado al hombre sino una mí­ nima parte de sus secretos, asi la ciencia como la na­ turaleza. Pero, aunque el mundo fuera a acabar en plazo breve, ¿de qué nos aprovecharla conocerlo? El fin del ttemno y del mundo es para cada uno el fin de su vida. Mañana quizá, sólo Dios lo sabe, un accidente impre­ visto puede acabar con ella. Y del lado que entonces caigamos, alli permaneceremos, y el juicio que al fin del mundo se formule sobre nuestra conducta no será

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LOS PRELIMINARES DE LA PASION

una revisión, sino una confirmación de ese otro juicio privado que, al morir, ha decidido nuestra suerte y fi­ jado nuestro destino. Por otra parte, no necesitamos ser testigos de esas señales precursoras del fin de los tiem­ pos, que aquí describe Jesús, porque señales parecidas las advertimos ya dentro de nosotros. ¿No nos ha dicho Jesús que antes del fin del mundo habrá hambres y gue­ rras, y se levantarán falsos cristos, y el sol se oscurecerá, y se desplomarán las estrellas, y los astros se dispersarán por el espacio? Estrépito de guerra se oye sin cesar entre nuestra razón y nuestras pasiones, entre el vigor de nuestro organismo y la labor del tiempo que lo gasta. Hambre de placeres y de felicidad devora continuamente nuestro espíritu, sin que nada nos satisfaga ni nos llene. Temblores de tierra parecen las sacudidas constantes de nuestro ser. Falsos profetas y falsos cristos son nues­ tros sueños engañosos y nuestras falaces ilusiones y con los años que pasan se oscurece la luz de nuestra inte­ ligencia, se relajan los resortes de nuestra voluntad y todo es fuga y dispersión en el interior de nuestro es­ píritu, a taita de una mano fuerte que reduzca todo al orden y a la unidad. Las señales precursoras del juicio final las llevamos, como se ve, pues, dentro de nosotros. ¿Para qué más?

C o n f e r e n c ia

CCXLVI

EL DISCURSO ESCATOLOGICO DE JESUS IV Cuando se iee el Evangelio de San Mateo, percíbese un acento incontenido de indignación contra los verda­ deros cuasantes de la muerte de Jesús. Pero judio, co­ mo es, y amando, como ama, entrañablemente a su pueblo, se resiste a aceptar que ése fuera el responsable del trágico suceso. Fueron los grandes, los sacerdotes, los dirigentes, los que engañaron al pueblo, para satis­ facer el odio que sentían hacia Jesús por el solo delito de que condenaba su vida. Por eso destila en San Mateo una honda pena todo el relato, a través del cual vati­ cina Jesús las desgracias que van a recaer sobre Jerusalén, la capital del pueblo judio. Porque es lo cierto que, hijo del corazón o fruto de una lógica desventura, ese sentimiento es justificable. Los pueblos expían en su carne los delitos de sus gobernantes. Para los pue­ blos no hay juicio final, como lo hay para los hombres. No teniendo los pueblos sino una existencia puramente temporal, es en el tiempo donde han de recibir el premio o el castigo de sus obras. Y si es exacto que los pueblos se deja», fácilmente arrastrar por sus dirigentes, como en el caso del pueblo judío, y en general engañar de los agitadores, como es el caso de todos los pueblos, son

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LOS PRELIM INARES

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éstos, en definitiva los que, con más o menos conciencia o más o menos libertad, conculcan el derecho, persiguen la justicia y acaban crucificando al justo. De la exactitud con que se verificaron estos vaticinios de Jesús referentes a la destrucción de Jerusalén y de su templo ofrece un testimonio irrecusable un hombre tam­ bién judío, el historiador Flavio Josefo, general en jefe de las tropas judías en Palestina y más tarde testigo de todo el curso de la guerra en el séquito de Vespasiano y de Tito, que en su obra D e Bello Judaico, describió con todos sus pormenores la catástrofe, y de su extra­ ordinaria magnitud da referencia con estas frases que escribe en su prólogo: «Entre tantas ciudades sometidas al imperio romano, no se hallará una que, habiéndose elevado a tan alto grado de honor y de gloria, como la nuestra, haya caído en tan espantosa miseria... Todas las desgracias de los siglos me parecen haber sido su­ peradas con mucho por las que alcanzaron a los judíos.» Por de pronto, el país fué presa de una universal agitación. Por todas partes surgían embaucadores, que se fingían redentores del pueblo; partidas de bandole­ ros recorrían toda la Palestina y asolaban e incendiaban cuanto encontraban a su paso, como protesta contra los dominadores; bandas de sicarios, por su cuenta o a sueldo de otros más calificados agitadores, se entrega­ ban a crímenes y depredaciones de todas clases, y como si los procuradores romanos se hubieran propuesto co­ laborar en esta obra de descomposición nacional, ini­ ciaron a la par una política de opresiones y de vengan­ zas que provocó un levantamiento general de insurrec­ ción en todo el país; levantamiento que culminó en el asalto a la torre Antonia y el fusilamiento de toda su guarnición, y la conquista de la fortaleza de Sión, cuyos defensores, soldados del ejército romano de ocupación, fueron pasados a cuchillo. En socorro de los domina­ dores acudió con un numeroso ejército Celsio Galo, pro­ cónsul de Siria. Mas, derrotado por los judíos en el des­ filadero de Betheron, vióse obligado a retirarse con pér­ didas elevadísimas. A partir de este suceso, los acontecimientos se pre­ cipitan. Queriendo vengarse del desastre, Roma envió a su más experto general, Tito Flavio Vespasiano, para que, al frente de un gran ejército, dirigiese las opera-

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ciones. Tres años necesitó para apoderarse de todas las plazas fuertes, y cortar toda salida a Jerusálén. Elevado al trono imperial Vespasiano por la muerte de Nerón y leemplazado por su hijo Tito, la guerra fué revistien­ do tan extraordinarias proporciones que se hizo inevi­ table el asedio de la ciudad. Entretanto, en su interior se habían formado dos partidos: el de los ciudadatios y el de los zelotes, que encarnizadamente se despedazaban. Resultado de estas luchas fué que, al iniciarse el asedio, parte de la ciudad era ya un montón de ruinas. Como una fiera salvaje que a falta de alimentos se enfurece contra su propia carne, los sitiados se destruían recíprocamente sus pro­ pias provisiones, y a los que lograban salir de noche para procurárselas en las regiones vecinas, los sitiadores los prendían y los crucificaban a la vista de los judíos en­ cerrados en la ciudad. Para que los judíos abandonasen toda esperanza de evadirse y el hambre les obligara a la redención, Tito bloqueó la ciudad por medio de una estrechísima y no interrumpida línea de circunvalación. Semejante medida produjo en los sitiados los naturales horrores del hambre, a los que vino a sumarse, como siempre, una general epidemia, agravado todo ello por las luchas intestinas para disputarse las escasas pro­ visiones de que se disponía. Los hombres se las arre­ bataban a sus mujeres, las mujeres a los hombres, los niños a sus padres, y hasta madre hubo que mató al hijo de sus entrañas para no perecer y alimentarse. Fa­ milias enteras desaparecían. Los que sobrevivían a los horrores del hambre y de la enfermedad deambulaban por la ciudad como sombras. Plazas y calles rebosaban de cadáveres, y se hacía preciso arrojarlos a los fosos, para no asfixiarse, por encima de los muros de la ciu­ dad. Varias veces fueron invitados por Tito los judíos a capitular. Rechazadas reiteradamente las propuestas y haciéndose ya inútiles los asaltos, porque los sitiados los resistían desesperadamente, Tito mandó incendiar las puertas; extendióse el fuego luego por los pórticos; al amparo de la general consternación que esto produjo, los romanos penetraron en la cidad, llegando hasta las mismas puertas del templo; cuando he aquí que un sol­ dado, sin orden ninguna superior, arrojó a su interior, haciéndose elevar hasta una de las ventanas, un tizón

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LOS PRELIMINARES DE LA PASION

ardiendo. La llama se comunicó en seguida a los artesonados, después a las salas contiguas y rápidamente hizo presa en todo el santuario. Las legiones se precipitaron hacia su interior, y ya nadie pudo contener, ni el mismo Tito, que daba órdenes para salvar el templo, que no eran obedecidas, el saqueo y la matanza. Millares de judíos cayeron al suelo acuchillados. La sangre corría a torrentes de grada en grada. Los cadá­ veres se iban amontonando en torno al altar. Para colmo de todo, desplomado el templo y conquistada totalmente la ciudad, los romanos plantaron las águilas imperiales en el lugar destinado a los sacrificios y ofrecieron vícti­ mas a sus dioses. Dos días y dos noches estuvo ardiendo la ciudad. Al tercer día, era sólo un montón de escom­ bros, y nadie podría contar el número de cadáveres que allí quedaron sepultados. Según Flavio Josefo, más de un millón de hombres pereció durante el asedio. A noventa y siete mil elevóse el número de prisioneros, de los que parte fueron en­ viados a Egipto, a trabajar en las minas, parte distribui­ dos por las provincias para luchar en los anfiteatros y servir de alimento a las fieres. Finalmente, Tito ordenó que fuera arrasado lo que quedara del templo y que pasara el arado sobre los escombros de la ciudad. Y así acabó el templo, y así acabó Jerusalén, y así fué el fin de la nación judía como nación. Errantes por la tierra, sin poder organizarse ni cons­ tituirse nunca como pueblo; odiados del mundo, aun­ que sirviéndose de ellos a cada paso en atención a su genio financiero y a sus dotes de especulación; mirados con desdén y tratados con recelo, mezclados con los hombres de todas las naciones y no perteneciendo a ninguna, van desde entonces los judíos arrastrando por el mundo el peso de esta maldición de Jesús. El correr de los siglos no la reduce ni la aminora. Asesinados los unos, deportados los otros, perseguidos los más, reducidos casi p la mitad de su número, hoy mismo han sufrido en su carne y en sus bienes una desventura como acaso no la hayan conocido desde la ruina de Jerusalén. Y lo que son las paradojas de la vida y de la historia, la es­ posa de Aquel que ellos crucificaron, cuyo horrendo de­ lito expían, ha sido el único poder del mundo que ha alzado su voz pidiendo y suplicando piedad y mi-

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sericordia para ese pueblo y su jefe, el Papa, represen­

tante de ese Cristo que crucificaron, ha recibido a los judíos, ha tenido para ellos palabras de consuelo y ha rogado a los jefes de todos los países la mitigación de su dolor. Al fin y al cabo, Jesús perteneció a su raza, llevó en sus venas sangre judía, generaciones enteras de judíos suspiraron por El, y por horrendo que haya sido su crimen, la Iglesia estará hasta el fin del mundo con los brazos extendidos para acoger a ese pueblo como la última conquista de la sangre de Jesús, y uncirlo al carro de sus triunfos y de sus glorias. Y con ellos entrará en la nueva Jerusálén, de la cual aquella de los judíos era una figura.

C o n f e r e n c ia

CCXLVII

LA*EXHORTAClON A LA VIGILANCIA (M t., X X I V , 39-42; Me., XI I I , 33-37; Le., X X I , 34-36. > M ateo, X X I V , 39-42.— N o pensaron jamá 6 en el diluvio hasta que lo vie­

ron comenzado y los arrebató & todos; así sucederá en la venida dal Hijo del Hombre. Entonces, de dos hombres que se hallarán Junto* en el campo, uno será tomado o libertado y el otro dejado o aban­ donado. Estarán dos mujeres moliendo en un molino, j la una será tomada o se salvará y la otra, dejada, y perecerá. Velad, pues, vos­ otros, ya que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Sefior. Marcos, X I I I , 33-37.—Estad, pues, alerta; velad y orad, ya que no sabéis cuándo será el tiempo. A la manera de un hombre que. saliendo a un viaje largo dejó su casa y señaló a cada uno de sus criados lo que debía hacer, y m anió al portero que velase. Velad, pues, tam­ bién vosotros (porque no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa: si a la tarde, a la media noche, o al canto del gallo, o al amanecer), no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Rn fin; lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: Velad. Lucas, X X L 34-36.— Velad, pues, sobre vosotros mismos; no suceda que se ofusquen vuestros corazones o entendimientos con la glotonería, y la embriaguez, y los cuidados cié esta vida, y os sobrecoja de re* pente aquel dia, que será como un laao que sorprenderá a todos loa que moran sobre li superñcie de toda la tierra. Velad, pues» orando en todo tlemr>o, a fln de merecer el evitar todos estos males veni­ deros y comparecer con confianza ante el Hijo del Hombre.

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LOS PRELIMINARES

DE LA PASION

El hecho de habernos negado Dios el conocimiento de lo por venir y dejado en el misterio todo cuanto a él se refiere representa para espíritus indolentes y perezo­ sos un grave riesgo: el de que se entreguen a una con­ fianza excesiva, y haciéndose unas cuentas como las de la lechera de la fábula, lo dejen todo para última hora, esperando el desenlace, como en la stragedias griegas, de una especie de Deus ex machina, que al final dispon­ ga los sucesos de la manera que más les favorezca. Pero para espíritus prudentes y reflexivos ofrece una ventaja y es la de que esa misma incertidumbre les espolea, in­ duciéndoles a tomar todo género de cautelas y de previ­ siones y a vivir siempre vigilantes y alertas, sin dejar para mañana lo que pueden hacer hoy, por si acaso ese dia de mañana, con el que es tan aventurado contar, llega a faltarles. Esta segunda disposición de espíritu es la que Jesús quiere ver compartida por todos los hombres, a juzgar por las insistentes recomendaciones que hace a sus dis­ cípulos sobre la vigilancia, y lo reiteradamente que se­ ñala los peligros a que se exponen si no la procuran. Los tres evangelistas —San Mateo, San Marcos y San Lucas— reproducen a porfía estas exhortaciones de Je­ sús, pero cada uno las expone a su manera y cada uno las razona también con particulares argumentos y con­ sideraciones. Para San Mateo, todo pasará como en los días de Noé. Iba ya para cien años que el Señor había anunciado que vendría un diluvio sobre la tierra y que había confiado a Noé la construcción del arca en que hubieran de salvarse las especies que convenía con­ servar; pero nadie acababa de creer en la inminencia de este acontecimiento. Veían a Noé afanado en la tarea de construir el arca, pero la gente se reía. A los ojos de todos, Noé aparecía como un iluso, atacado de un iluminismo pretencioso, que no valía la pena de tomar en consideración. ¡Había tantas cosas que hacer todavía en el mundo! Sobre todo había que gpzar de los place­ res que el mundo ofrecía. Se comía, se bebía, se casaba a los hijos, se disfrutaba de todo, y así... hasta el preciso día en que Noé decidió entrar en el arca. Nadie creyó en el diluvio hasta que se abrieron — como dicen las Es­ crituras— las cataratas del cielo y empezó a anegarse la tierra

LA EXHORTACION A LA V IG IL A N C IA

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Lo mismo ocurrirá — agrega Jesús— con la última venida del Hijo del Hombre. Sólo que, al contrario de lo que ocurrió en las proximidades de la destrucción de jerusálén, que muchos tomaron sus precauciones y se apresuraron a abandonar la ciudad para ponerse a sal­ vo, huyendo a los montes, en este segundo acontecimien­ to del fin del mundo y de la última venida del H ijo de Dios será El mismo, y no los hombres, el que haga la necesaria discriminación para poner a salvo a los que deban salvarse y abandonar a su suerte a los que deban perecer. De dos hombres que trabajarán a la sazón en el campo, tomará al uno y dejará al otro; de dos mu­ jeres que se hallen haciendo su molienda en el molino, a una se la llevará y abandonará a su suerte a la otra. Es decir, que se romperán todos los vínculos de tipo pu­ ramente humano, y no habrá otro motivo de discerni­ miento ni otra garantía de salvación que aquellas dispo­ siciones interiores de religiosidad y de virtud que cada una haya tenido previsoramente el cuidado de procu­ rarse. San Marcos ilustra la exhortación con una especie de parábola: «Velad y orad — dice— , porque no sabéis cuándo vendrá la hora. Es como el hombre que, yendo lejos, dejó su casa y dió facultad a sus siervos, y dió a cada uno su obra, y al portero mandó que velase. Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si a la tarde, o a la media noche, o al canto del gallo; no sea que, viniendo de improviso, os encuentre durmiendo.» Y para mostrar que no es a los discípulos sus oyentes a la sazón, a quienes únicamente se dirige, agrega estas palabras: «Lo que a vosotros digo, a todos se lo digo.» San Lucas, por fin, añade una severa amonestación, que indudablemente va dirigida a todos los cristianos. «Velad —dice— sobre vosotros mismos, no sea que se atrofien vuestros corazones con la glotonería, y la em­ briaguez, y los cuidados de esta vida, y aquel dia os sorprenda de improviso como un lazo; porque alcanzará a todos los que moran sobre la superficie de la tierra.» Según San Lucas, termina Jesús su discurso con esta suprema exhortación: «Velad, pues, y orad en todo tiem­ po, a fin de que podáis libraros de todo lo que ha de suceder y comparezcáis confiadamente ante el Hijo del Hombre.» Nos previene aquí Jesús, según San Lucas,

LOS PRELIMINARES

DE LA PASION

contra uu peligro que tué de actualidad en el tiempo ju­ dío y sigue siendo de actualidad en todos los tiempos; el peligro de otorgar excesiva importancia, mejor di­ namos predominio, a los goces materiales, con notorio menoscabo, y mejor diríamos desvalorización, de los pla­ ceres del espíritu. Y con muy justas razones nos pre­ viene, porque esta desvalorización, que desemboca casi siempre en olvido, de los bienes espirituales, es uno de los factores más influyentes en esa despreocupación en que muchos hombres viven respecto a su última hora. Cierto es que no hay ley de gravitación más fuerte que la que tira de nuestro ser hacia los placeres del sentido, como no hay voz de alarma que más reiteradamente resuene en toda el área de la ascética cristiana como la que incesantemente grita contra el peligro que ello representa. Y cierto es también que esa fascinación que eiercen sobre nuestro ser los placeres del sentido tiene una explicación muy fácil. Si en la eternidad la vida desciende de arriba a abajo, es decir, de Dios al alma y del alma al cuerpo transfigurado, en el tiempo, por el contrario, la vida sube de abajo arriba, es decir, de la materia al cuerpo y del cuerpo, en cierto modo, al es­ píritu. Si la vida fluye, pues, de su seno, se adivina ya por qué la materia nos seduce y por qué el contacto con ella nos transporta a regiones de amores encendidos, de locos apasionamientos. Todo sistema de educación o de dirección, familiar o social, debe inscribir en su primera página este hecho triste: venimos al mundo con una naturaleza enferma. Y como toda medicación, para ser eficaz, debe partir de un conocimiento exacto del estado del enfermo, de sus antecedentes familiares, de sus taras hereditarias, de la localización precisa de su dolencia, de sus probabilida­ des de curación, así todo tratamiento moral debe em­ pezar por un examen serio y exacto del buen funciona­ miento de los órganos, del estado más o menos saludable de la conciencia, de la vitalidad de las pasiones, de las condiciones en que se encuentra el campo de la respon­ sabilidad. Porque no üebe perderse nunca de vista que hemos sido curados, y hasta en cierto modo transfigu­ rados, por la acción de la sangre de Jesucristo; pero la cicatriz de la herida con que nacimos no ha sido com­ pletamente cerrada, y las huellas de nuestra primera

LA EXHORTACION A LA VIGILANCIA

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enfermedad no han desaparecido hasta el punto de ser­ nos ya fáciles y gustosos el uso de los sacramentos, el recurso a la oración, la práctica de la penitencia, el contacto con el sacerdote. Se mantiene, al contrario, viva nuestra concupiscencia, seguimos con nuestras taras hereditarias; los antiguos hábitos contraídos han pa­ sado a constituir como una segunda naturaleza; el tiempo hace también su obra de debilitación del sen­ tido religioso, sin contar con la perniciosa influencia del medio y la perenne conspiración del mal, que espía nuestros pasos y nos rodea. Sólo un buen régimen de oración y de prácticas cristianas puede vencer y superar el empuje de la enfermedad, unido a una vigilancia constante sobre todos los reductos de nuestro ser, acce­ sibles a la invasión del mal, y una mirada constante también a la altura, de donde únicamente puede venir al hombre la transfiguración para su carne, la diviniza­ ción para su espíritu, el orden, y la paz, y la justicia; primero, para él, porque la vista de esos bienes espiri­ tuales espolee su vigilancia ante las temerosas contin­ gencias que traería su pérdida, y después, para el mun­ do, este mundo donde tiene que ganarse el pan que se come y la gracia que le santifique. Y ¡cómo cuesta al hombre levantar hacia el cielo su cabeza! Diríase que dos mil años de Cristianismo, con todas las agujas de sus catedrales, con todas las elevaciones de sus místicos, con toda la sabia teología de sus doctores, han dejado al hombre sus alas tan cansadas y abatidas que apenas si experimenta deseos, por efímeros que sean, de volver de nuevo a volar. Y. sin embargo, la luz no puede venir más que de arriba. Y las señales precursoras del fin del mundo es en el cielo donde primeramente aparecerán. Mirando al cielo —los placeres del mundo ciegan y ador­ mecen — se vive alerta, se mantiene el espíritu vigilante siempre.

C o n f e r e n c ia

CCXLVUI

LA PARABOLA DE LAS D IE Z VIRGENES i (M t., X X V , 1-13.) Mzteo. X X V , 1-13.—Entonces. el reino de los cielos será semejante a diez

vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa, de las cuales cinco eran necias y cinco prudentes. Pero 1*3 cinco necias, al coger sus lámparas, no se proveyeron de aceite. Al contrario» las prudentes, junto con las lámparas, llevaron aceite en sus vasijas. Como el esposo tardase en venir, se adormecieron to­ das, y al fin se quedaron dormidas. Mas llegada la media noche se oyó una voz que gritaba: “Mirad, que viene el esposo» salidle al encuentro. Al punto se levantaron todas aquellas vírgenes» y adere­ zaron sus lámparas. Entonces, las necias dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan". Hespondieron las prudentes, diciendo: “No sea que este que tenemos no baste para nosotras y para vosotras, mejor es que vayáis a los que venden y compréis el que os falta’*. Mientras iban éstas a com­ prarlo» vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta. Al cabo vinieron también las otras vírgenes, diciendo: "Sañor, señor, ábrenos”. Pero el respondió» y dijo: ‘'Ün verdad os digo que yo no os conozco. Así que velad vosotros» ya

Por la razón que sea, Jesús no le contestó. Sorprendido Pilatos. volvió a decirle: «¿No me hablas? ¿No sabes Que tengo potestad de libertarte y de crucificarte?^ A lo Que repuso Jesús: «No tendrías ninguna potestad contra Mi. si no se te hubiese dado de lo alto; por eso quien me ha entregado a ti, tiene mayor pecado.» El misterio de «‘stas frases le hizo titubear todavía más. Nunca había oido a hombre alguno expresarse asi. Su convicción de 'a inocencia de Jesús iba en aumento. Pero los judíos

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LA

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se daban cuenta de la crisis espiritual porque estaba pasando Pilatos y resueltos a no dejarse ganar la par­ tida, decidieron el último asalto, esgrimiendo la más eficaz de las amenazas. «Si lo sueltas, le dijeron, no eres amigo del césar; quien se hace rey, se declara contra el césar.» Ante esta amenaza, Pilatos, hombre de carne y hueso y sobre todo político —a la política se sacrifica todo— no pudo resistir y... cedió.

C o n fe re n c ia

CCLXXXI

LA SENTENCIA CONTRA JESUS (Mt., XXVII, 24-26; Jo., XIX, 10-H.) 24-26 .—Viendo Pilatos que nada conseguía, sino que se prom ovía m ayor alboroto, to m ó agua y ae lavó las m anos delante del pueblo, d iciendo: Yo soy inocente de e sta sangre; vosotros vetéis. R espondió to d o el pueblo, y d ijo: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre n u e stro s hijos. E ntonces les soltó a Barrabás; y les en treg o a Jesú s, después de azotarle, para que fuera crucificado. J u a n , X I X , 10-16 .*—Y P ilato le dice: ¿A m í n o m e hablas? ¿No sabes q u e p u ed o s o lta rte y crucificarte? Jesú s le respondió: No ten d rías n in ­ g ú n poder sobre Mí, si no se te h u b iera dado de arriba: por eso el q ue m e en treg ó a ti tie n e m ayor pecado. Desde entonces P ilato i n ­ te n ta b a so ltarle; pero los judíos seguían gritando: Si sueltas a éste, n o eres am igo del César: Todo el que se hace réy va c o n tra el César. Pilato, al oír estas palabras, sacó fuera a Jesús y se s e n tó en el trib u n a l, en el lu g ar llam ado Litóstrotos, en hebreo G abbatháu E ra la Parasceve de la Pascua, y hacia la hora de sexta. Y dice a los ju d ío s: M irad vuestro rey. Y ellos gritaron: fuera, fu era, c r u ­ cifícale. Diceles P ilato : ¿Voy a crucificar a vuesto rey? R e sp o n d ie ­ ro n los Pontífices: No tenem os m ás rey que al César. Y se les e n ­ tregó p a ta crucificarle. M ateo X X V I I ,

La amenaza de los judíos contra Pilatos, «si lo suel­ tas, no eres amigo del César», ya dijimos que íué de afectos fulminantes y definitivos. La perspectiva de una embajada judía, tomando el camino de Roma, p ara denunciarle al emperador Tiberio, cuyas crueldades le eran harto conocidas al gobernador, el temor de se r

•aiusado de delito contra la majestad imperial y de per cler, por consiguiente, la estima y el favor del emperador y acaso, como es natural, el cargo y la situación polí­ tica de que gozaba, fueron consideraciones que acabaron por triu n far de todas sus anteriores resistencias. Claro es que perderá años más tarde la amistad del césar y caerá en su desgracia, lo que le inducirá a aten­ tar contra su vida y a term inar así trágicamente, pero el porvenir está en manos de Dios y no de Pilatos, para que pudiera conocer la suerte que le aguardaba. La írase dirigida por los judíos a Pilatos, «si lo sueltas, no eres amigo del césar», ha seguido desde entonces repi­ tiéndose en el mundo, sólo que, habiéndose desplazado la autoridad y encarnado en el pueblo, en vez del césar, y. siendo la opinión pública la que se aspira a conquis­ tar. en vez de la estimación del emperador, es con esa opinión pública con la que se amenaza, son los respetos hum anos los que se imponen, es el temor al «qué dirán» lo que ocasiona tan tas defecciones en el cumplimiento del deber. Cómo paga esa opinión pública los sacrificios que se hacen por ella, bien claro lo m uestra la suerte que a Pilatos le reservó su emperador, pero, aunque pagara bien, sería censurable el hecho de quemar incienso en su altar, porque la opinión es versátil de suyo y cambia con los tiempos y con las circunstancias, lo cual no es condición de la moral, y además porque la dignidad del hombre se halla por encima de la opinión. «Adoradores nocturnos» llama San Agustín a los que, por congra­ ciarse con la opinión pública, faltan a su deber, cató­ licos con el corazón y herejes con las obras, creyentes con los creyentes e impíos con los impíos; cristianos de dos caras, que tan pronto lo son, como no lo son; nubes ligeras que flotan a merced de los vientos; cristianos en el aire que se pliegan a toda suerte de humanas consi­ deraciones y las anteponen a las consideraciones de Dios, que prefieren A juicio ajeno al juicio propio, hom­ bres. por consiguiente, sin personalidad que, por seguir ¡a corriente, desertan del cumplimiento de su deber. Visto que era inútil prolongar el parlamento con los judíos que se m ostraban irreductibles, Pilatos ordenó qu* se hicieran los acostumbrados preparativos para la sentencia final. Hizo, pues, instalar el tribunal, que con-

LA SENTENCIA CONTRA JESUS

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sistía en una especie de estrado, sobre el enlosado exte­ rior, sobre el cual se alzaba la silla curul, insignia de la majestad romana, sentado en la cual el goberna­ dor pronunciaba sus sentencias. Era el día de la Pa­ rasceve, hacia el mediodía. La sentencia, según costum­ bre romana, debía pronunciarse al aire libre. Sentóse, pues, Pilatos sobre su silla curul, silla de juez, dispuesto a realizar un postrer intento de liberación. A su lado aparecía Jesús con toda la desfiguración producida en El por los tormentos de la mañana. Nada, por consi­ guiente, más irrisorio que tomar por rey aquellas apa­ riencias deleznables de hombre. Recalcando irónica­ mente el acento, Pilatos dijo a los judíos, señalando a Jesús: «He aquí a vuestro rey*. Esta frase, contra los buenos propósitos de Pilatos, todavía les exasperó más. Y comenzaron a gritar todos a una voz: «Quítalo, quí­ talo, i crucifícalo!» «¿Y voy a crucificar a vuestro rey?», clamó en un supremo esfuerzo Pilatos. A tan prudente reflexión del gobernador romano, último llamamiento a la cordura y al buen sentido del pueblo, los príncipes de los sacerdotes se apresuraron a responder: «No tene­ mos más rey que el césar». Esta frase en boca de los pontífices, sonaba a blasfemia. Toda la gloria del pueblo judío, teocrático por excelencia, consistía en no haber reconocido, a lo largo de toda su historia, más rey que a Dios. Fuera de los políticos oportunistas, allí como en todas partes y como siempre, todas las clases sociales judias detestaban toda forma de dominación extranjera y miraban el poder de Roma, sometiendo a la raza es­ cogida de Israel, como una especie de sacrilegio. Pilatos comprendió, al fin, que todo estaba perdido. Que el tumulto tomaba el vuelo de una verdadera sedi­ ción popular, a la que era temerario seguir oponiéndose y, haciendo que le trajesen agua en un aguamanil, se lavó las manos a la vista de todos, mientras decia: «Soy inocente de la sangre de este justo. Allá vosotros». Es inútil. Pilatos, que te laves las manos. Toda el agua del mar no sería bastante para borrar de tu conciencia la mancha de esa condenación. La historia recogerá tu íi'ase y tu gesto y, así como ha recogido el beso de Judas Para hacer de él un símbolo de todas las traiciones, asi hará de tu gesto y de tu frase el símbolo y la repre­ sentación de todas las deserciones de la autoridad, cuan-

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do hay que actuar y no actúa, cuando hay que corregir y no corrige y se tolera y se consiente y se cierran lo« ojos para no ver y para no impedir lo que, por razón dela función y del cargo, habría necesidad de ver y de impedir. La cobardía no libra de responsabilidades y a nadie desarma. Pero Pilatos cree que es lícito transferirla y transfiere al pueblo la responsabilidad de aquella conde­ na. Y el pueblo, ciego de ira y enloquecido de furor, la acepta integramente y exclama: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos.» Estas frases equi­ valían a una maldición, que el pueblo judío echaba sobre si y sobre toda la descendencia de su raza. Por ella rechazaba a su legítimo Mesías y se sometía al yugo del César, extranjero de raza, incircunciso de carne, pa­ gano de creencia, que pocos años más tarde ejercitará ese poder arrasando el templo de Dios, reduciendo a es­ combros la ciudad santa y dispersando a su pueblo por entre los otros pueblos de la tierra, para que no vuelva a reorganizarse y a reconstituirse más. Era, como dijimos, la víspera de la Pascua, muy cerca del mediodía, cuando Pilatos mandó dar libertad a Ba­ rrabás y entregó a Jesús al odio judío, después de pro­ nunciar sobre El su sentencia de muerte, que los solda­ dos romanos se han de encargar de ejecutar. Llegaba con esto para Jesús la hora del sacrificio. Un día dijo El: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» Ahí está ya Jesús de­ lante de su cruz, de esa cruz que va a servir de ejemplo, de guía, de estimulante, de modelo para todas las cruces,, que deberán cargar sobre sus hombros, símbolo y realidad de la vida cristiana, los hombres de todos los tiempos. Cicerón conmoverá al Senado romano en sus discursos contra Verres describiendo el suplicio de la cru­ cifixión. Teterrimum, teterrimumque suplicium, le lla­ maba. Roma miró con espanto siempre ese suplicio. Lo aplicó a los escHvos y a los pueblos sometidos, pero nunca, a lo que parece, a un ciudadano romano. En los usos del pueblo judío se había introducido unos años antes de Jesús. El suplicio, en realidad, era algo horrible. Clavado de pies y manos el condenado al ignominioso madero, acosado por el hambre y por la sed, perdiendo la sangre gota a gota, comido por las moscas, que co-

LA SENTENCIA CONTRA JESUS

rrían por la carne enrojecida, languidecía poco a poco, con una muerte lenta Que, por tardar en llegar, resul­ taba más cruel y dolorosa. Vestido, como estaba Jesús, con aquella túnica irri­ soria de que le había cubierto Herodes en son de mofa, lo primero que hicieron los soldados fué despojarle de ella y vestirle con sus propias vestiduras. Después, pu­ sieron sobre sus hombros una pesada cruz, pues el con­ denado debía llevar sobre sí el instrumento de su tor­ tura. Porque la crucifixión debía verificarse fuera de la ciudad santa, eligióse un lugar, al norte de Jerusalén, cerca de la muralla que, por elevarse unos metros sobre el terreno colindante, la gente lo llamaba familiarmente «calavera», en latín «calvaría» y en arameo «gólgota>, es decir, lugar un poco prominente, como tenia que ser para que el reo estuviera a la vísta de todos y, como cerca de la ciudad, lugar de tránsito común. A este lugar debía ser conducido Jesús para su cru­ cifixión. Así, que sin más preparativos, con la cruz a cuestas y la consabida tablilla legal, que proclamaba su delito y que decía Jesús Nazareno, rey de los judíos, se organizó la comitiva. La mayoría del pueblo, satisfechos sus instintos, se había retirado para preparar la Pascua, que era el acontecimiento del día; pero los enemigos de Jesús, fariseos y sacerdotes, que luego hallaremos al pie de la cruz, formaron en el cortejo y mezclaron sus in­ sultos con los sarcasmos que, durante el trayecto, dirigía al condenado la multitud, como era uso. Desde la Torre Antonia, punto de partida, residencia del gobernador, distaba poco más de un kilómetro el lugar de la ejecución. El camino estaba muy concurrido a causa de la solemnidad de la Pascua. Acompañando a Jesús iban otros dos reos, condenados por malhecho­ res al último suplicio, como El. Atravesaron las calles de la ciudad con mucha lentitud, rebosando, como es­ taban de gente. Ya el cortejo en las afueras, se produje­ ron dos incidentes, que pusieron en aquel cuadro lúgu­ bre y sombrío una nota tierna. Pero esto lo dejarem os Para la próxima conferencia.

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E N EL CAMINO DEL CALVARIO (Mt., XXVII, 31-32; Me., XV, 20-21; Lc., XXII1,26-32; Jo., XIX, 16.) M ateo, X X V I I , 31-32 .—Y después que se d ivirtieron con El, le q u ita ro n

la clám ide, le vistieron con sus ropas, y le llevaron a crucificar. Y c u a n d o salían en co n traro n u n hom bre de Cirene, de nom bre Si­ m ón, al cual obligaron a llevar la cruz. M arcos, X V , 20-21 .—D espués de haberse m ofado de El, le despojaron del m a n to de p ú rp u ra y le vistieron con sus ropas. Le sacan para c ru ­ cificarle, y obligan a un o que pasaba por allí, a u n cierto Sim ón de C irene, q u e venía del cam po, el padre de A lejandro y de R ulo, a q u e le lleve la cruz. Lucas, X X I I I , 26-32 .—C uando le conducían, echaron m ano sobre u n cierto Sim ón de C irene, que venia del cam po, y le cargaron la cru z p a ra q ue la llevara d e trá s de Jesús. Le seguía gran m asa del p u e b le „ y de m ujeres, q ue se h e ría n el pecho y se lam entaban de El. Y v u elto Jesú s a ellas, d ijo: H ijas de Jerusálén, no lloréis por Mí, llo ­ rad m á s b ien por vosotras y por v u estro s hijos; porque m irad q u e llegan d ías en los que se d irá : bien av en tu rad as las estériles, y la s e n tra ñ a s q u e no en g endraron, y los pechos que n o a m a m a n ta ro n . E n to n c es com enzarán a decir a las m ontafias: caed sobre nosotros; y a los collados: ocultadnos. Porque si se tr a ta asi a la leñ a verde, ¿qué será a la seca? C onducían tam bién a otros dos m alhechores con El p a ra ejecutarlos. Juan , X I X , 16 .—Y se les entregó para crucificarle.

Parece que Jesús cayó repetidas veces bajo la pesada carga de la Cruz, mientras atravesaba las calles de Jerusalén. Nada tenía de extraño el acontecimiento. Las fatigas de la noche, la flagelación de la m añana y las ^evitables emociones de aquellas horas pasadas de tri-

hunal en tribunal y en manos de la soldadesca debieron debilitarle de un modo tan extraordinario, que los Judíos comenzaron a temer que le faltaran fuerzas para llegar al lugar de la ejecución, si no se tomaba alguna medida para ayudarle. Felizmente acertó a cruzar con el cortejo un hombre llamado Simón, que venía, acabada su faena, de trabajar en el campo. Los judíos le invitaron a que prestara ayu­ da a Jesús. Acaso Simón opusiera alguna resistencia al principio. Pero los judíos debieron de insistir y Simón aceptó. Cada uno interpretó aquel episodio en un sen­ cido diferente. Los soldados romanos lo tomaron sim­ plemente por la prestación de un servicio público. Los ludios vieron en él la solución al problema que se les planteaba de que el reo, sin fuerzas para llegar al lugar ce la ejecución, desfalleciera en medio del camino y les privara de la satisfacción de crucificarle. Jesús como un medio de recuperar sus extenuadas energías. La his­ toria encontrará en este menudo episodio un tema de meditación constante y una fuente de enseñanzas para la ascética cristiana. Simón Cireneo somos todos nos­ otros, los cristianos de todos los tiempos que se es­ fuerzan en consolar a Jesús por medio de humildes y constantes oficios de caridad y los cristianos de todos los tiempos que aspiran a m itigar los sufrimientos de Jesús, sobrellevando los suyos con amor o al menos con sentida resignación. Los pintores, de ordinario representan a Simón y a Jesús en esta escena llevando juntos la cruz: Jesús cargada sobre sus hombros y Simón detrás, aliviándole su peso. Es el reflejo de la lectura de San Mateo y de San Marcos. Leyendo el Evangelio de San Lucas, sin embargo, parece que Simón tomó la Cruz sobre sus hom­ bros y la llevó él solo un poco tiempo, lo suficiente para que Jesús descansara y pudiera recuperar sus fuerzas perdidas. Es igual. Ambas representaciones se las apro­ pia y hace suyas la ascética cristiana. En la versión de San Mateo y de San Marcos el cristiano se goza penaando que Jesús va junto a él por el camino de la vida y le ayuda a llevar su cruz y siente como el suave y divino contacto de su mano, aligerándole su peso. En la versión de San Lucas se goza también pensando que su cruz es la propia cruz de Jesús, que por unos ino*

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mentos la ha cargado sobre sus hombros, para probar su fidelidad y el amor que es capaz de demostrarle, vi­ niendo en su ayuda. De algunas expresiones que emplean los evangelistas pudiera deducirse que en los primeros momentos 8imón ofreció alguna resistencia a prestar a jesús la ayuda para que le requerían, pero, que al fin, accedió y luego cumplió su oficio sin resistencia y sin murmuraciones, y acaso hasta con gusto, si llegó a per­ cibir toda la trascendencia de su gesto. Y como la historia lo alaba y lo propone como modelo para todas las almas que sufren, llevando sobre sus hombros su cruz, quiere decir que, como Simón se en­ cuentra la cruz en su camino, pero no la busca, no es necesario para la perfección ir en busca del sufrimiento, ni pedírselo a Dios. Algunas almas escogidas así lo hi­ cieron. San Andrés dirigió entusiasmado un canto a la cruz, en que iba a ser clavado, apenas la percibieron sus ojos. Santa Teresa de Jesús, decía: «o padecer o morir>. Santa Magdalena de Pazis había ido más allá diciendo: «padecer y no morir». Pero éstas son vidas ejemplares suscitadas por Dios, para que se vea a qué altura llega en algunas almas la fuerza de su gracia. Para una es­ tricta y neta realización del cristianismo no se hace preciso ir en busca del sufrimiento. Lo que únicamente se exige, como elemento indispensable, es que, si el su­ frimiento se hace inevitable, como en el caso de Simón, se acepte sumisamente y se cargue con la cruz, pensan­ do en aliviar los hombros de Jesús y en el goce de com­ partir el peso de la cruz con El. Mientras el cortejo recorrió las calles de Jerusálén, hirviendo como estaban de gente, fué difícil hacer y lo mismo advertir las naturales manifestaciones de com­ pasión, que la víctima debía suscitar a su paso. Pero luego, ya en el campo, fué posible advertir, entre la mu­ chedumbre, un grupo de mujeres, bastante considerable, Que mostraban con sollozos y acaso también con pala­ bras su compasión por el condenado. El hecho lo refiere San Lucas, el evangelista de la piedad femenina, de la exaltación de la mujer. Hay que decirlo para su gloria y para ignominia también del hombre, que en todo el drama de la Pasión de Jesús no figura una sola mujer Que desentone, casi diríamos que son mujeres los únicos Personajes que se ponen de parte de Jesús y que son los 48

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hombres, sólo los hombres, los únicos que aparecen allí cometiendo las más feas iniquidades. Pedro le niega Judas le vende, Pilatos le condena, Herodes se mofa de El, los sacerdotes y los soldados romanos le crucifican. Sólo la m ujer le ofrece el consuelo y la compasión qué en aquellas tristes horas necesita: su Madre, la Veró­ nica, la mujer de Pilatos, las mujeres que nos representa aquí San Lucas. «Jesús iba seguido, dice San Lucas, de una gran masa de pueblo y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se compadecían de El». Era éste un senti­ miento de fina caridad, que no desaprovechará Jesús, antes al contrario, le servirá para ofrecer al mundo una más de sus magníficas lecciones. Ha guardado silencio ante sus verdugos, no ha contestado a los que le insul­ taban, no h a tenido una palabra para los indiferentes y curiosos del camino, pero las tendrá para aquellas pia­ dosas mujeres, que le m uestran su compasión. No lleva la Cruz sobre sus hombros, porque la h a tomado sobre los suyos Simón y puede, por tanto, volverse hacia aquel grupo de mujeres y decirles unas palabras de gratitud y de enseñanza. Jesús, vuelto a ellas, les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad por vosotras y vuestros hijos. Porque pronto vend án días en que se diga: dichosas las estériles y los vientres que no concibieron y los pe­ chos que no dieron de mamar. Entonces comenzarán a decir a los montes: caed sobre nosotros, y a los collados: sepultadnos. Porque si al árbol verde lo tratan de esta manera, en el seco ¿qué se hará?» «No lloréis por Mí», les dice Jesús. No es que Jesús desdeñe la compasión, ni haga poco aprecio de las lá­ grimas. ¡Si las derramó El sobre Jerusalén y a la vista del sepulcro de su amigo Lázaro!... Las lágrimas ante Jesús, lágrimas dulces de afecto, de gratitud, de arre­ pentimiento, siempre le enternecen y le conmueven el corazón, porque no hay ni habrá en el mundo corazón más tierno ni de más dulces y sensibles afectos que el suyo. Lo que le apena es la ceguera de los que lloran por íos efectos, sin impresionarse por sus causas; de los que tienen frases de condolencia por la víctima y no pro­ fieren una sola palabra de condenación para sus verdu­ gos; de los que se olvidan de que corre por sus venas la misma sangre do los autores de la muerte de Jesús y

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que en virtud de la ley de la solidaridad humana com­ parten la responsabilidad de dicho crimen y han de sufrir por igual las tristes consecuencias de su expiación y de su castigo. «No lloréis por Mí, les dice Jesús; llorad por voso­ tras». Es decir: llorad por tantas mujeres que, en vez de ser ángeles tutelares del hombre, para conducirlos al cielo por el camino de la vida, se convierten en instru­ mentos del mal para pervertirles; por tantas mujeres que visten indecorosamente, que fuman, que beben, que seducen, que desmoralizan, que hacen alarde de desho­ nestidad y de impudor; por tantas mujeres que rehuyen culpablemente la honrosa carga de la maternidad; llo­ rad por tantas mujeres frívolas, ligeras, amigas de la calle, del espectáculo licencioso, de la tertulia maledicente, donde malgastan el rico capital de sus atractivos y de sus afectos, en vez de amar su casa y su Iglesia, talleres insustituibles de formación y de moldeamiento de sus almas. «Llorad también, les dice, por vuestros hijos». ¿Qué serán el día de mañana? Lo que vosotras hayáis querido que sean. Jesús ha hecho un alto en el camino, para dirigiros su última predicación. Atended a la manera cómo va. Coronada de espinas su cabeza y sobre sus hombros una Cruz. Llorad sobre vuestros hijos, si no les educáis mediante una política de vencimiento y de disciplina personal, si les dejáis, como a potros fogosos, la brida suelta, si no les acostumbráis a dominarse y a vencerse, a reprimir su sensualidad precoz, su vanidad instintiva, su voluntad caprichosa, su tendencia a la ociosidad. «Llorad sobre vuestros hijos.» Este crimen que se va a cometer, crucificando a Jesús, es un crimen colectivo, va a recaer su responsabilidad sobre toda la nación y está bien que esas mujeres compasivas, madres de los asesinos de Jesús, lloren sobre toda la descen­ dencia judía, que recogerá a lo largo de los siglos toda la triste herencia de ese pecado. Como se advierte a simple vista, hállanse en el pen­ samiento de Jesús confundidos, no sólo los judíos deicicidas. sino sus cómplices más lejanos, incluidos nosotros, «obre quienes recae también aquella severa admonición de Jesús de que «si se trata así al lefio verde, ¿qué se nará del seco?*

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LLEGANDO AL CALVARIO El Evangelio no lo dice, pero lo ha recogido la tra­ dición. La tradición ha introducido aquí otras dos mu­ jeres en el camino del Calvario, con la misión de des­ tilar también dos gotas de consuelo en el ánimo del condenado. La primera es la Verónica; una piadosa mujer que no le ha consentido el corazón contemplar indiferente el paso de Jesús, con su divina faz, manchada de sudor y de sangre y se ha abierto camino por entre la turba, que sigue y rodea a Jesús y le ha tendido un velo blanco por la cara, para enjugárselo y ha merecido que la faz divina de Jesús quedara grabada allí, para perenne re­ cuerdo de aquel acto finísimo de compasión y de piedad. Por el bautismo queda grabada la imagen de Jesús en el alma de todo cristiano. Pero después, con los años y con los varios incidentes de la vida, ¡cómo se afea esa imagen en algunos cristianos y se desfigura! ¿Quién hará de Verónica con esa faz de Jesús, para limpiarle el sudor y quitarle la fealdad y restituirla asi a su belleza primitiva? Cada lágrima que enjugáis de unos ojos que lloran, cada palabra de excusa y de perdón Que decís sobre un agravio que se os infiere, cada con­ sejo que dais a un alma que vacila, cada frase de alien­ to que vertéis sobre un corazón que se desanima y des­ fallece, es como el velo blanco de la Verónica, desplegado

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sobre la faz de Jesús, ennegrecida y cubierta en esas almas de sudor y de fealdad. Nadie alegue que no puede asumir ese honroso papel. El que tenga luz, como una estrella, para lucir desde lo más alto de los cielos, que luzca. El que no pueda sino alum brar como una antorcha desde la cima de una montaña, que alumbre y luzca Quien no tenga luz para lucir, sino en el modesto re­ cinto de una oficina de trabajo, que luzca allí. Y el que no pueda emitir su resplandor sino en el interior de su hogar, que alli lo emita. Pero que todo el mundo haga su papel de Verónica y limpie y enjugue y hermosee la divina cara de Jesús m anchada y desfigurada en tantos cristianos. Y se llevará en pago y en retorno de su fina obra de caridad, grabada con rasgos indelebles la imagen de Jesús, como la Verónica en su velo, y esa imagen le acom pañará siempre. El encuentro con la Virgen tampoco lo consigna el Evangelio y también lo h a recogido y lo repite la tradi­ ción. Y ¿cómo podía no ser así? Conque va a estar la Virgen al pie de la Cruz y aparecer allí sin que se sepa cómo y ¿no nos va a parecer más natural que figurase en el cortejo, siguiendo y acompañando a Jesús y que en uno de los naturales descansos del camino, como la Verónica, como el Cireneo, como las piadosas mujeres de San Lucas, el Hijo y la Madre se vieran, se recono­ cieran y con los ojos y con el corazón y, acaso, hasta con la palabra, se dijesen todo lo que aquellas dos al­ mas, de una semejanza y parecido como no lo ha habido ni lo habrá mayor en la tierra, podrían decirse y desearse en la íntim a e inefable comunidad de su dolor? En Jerusalén se conocía una iglesia del siglo v con el título de El encuentro de Jesús con su Santísima Ma­ dre. Rafael ha inmortalizado este encuentro en su be­ llísimo cuadro El pasmo de Sicilia famoso en todo el mundo, conservado hoy en nuestro Museo del Prado de Madrid. Representa el momento en que Jesús cae en tierra bajo el pe'o del afrentoso madero. Los verdugos descargan sobre El sus golpes y Jesús comienza a in­ corporarse. Sus ojos se encuentran con los de unas m ujeres compasivas, a quienes enternece su dolor y al frente de ellas y cara a El, su Madre, postrada como El tam bién en tierra y tendiéndole en ademán angustioso sus brazos. Todos estos corazones de mujer, que hemoí

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descrito, han comprendido mejor que los hombres toda la ternura y la sublimidad del dolor de Jesús. Les ha subyugado su grandeza, les ha enternecido su bondad, les ha atraído irresistiblemente su imperturbable sere­ nidad en medio del dolor. La mujer entiende mejor que el hombre el sentido del sufrimiento y se halla más dis­ puesta que él para consolar. Al fin y al cabo ella es la que da la vida y conoce mejor que el hombre las nece­ sidades que la limitan y la fragilidad con que se sos­ tiene. Y, porque es ella quien la da, sabe, mejor que el hombre, defenderla. Como el itinerario era corto, llegaron pronto Jesús y su séquito, más los dos facinerosos que habían de ser crucifificados con El, al lugar de la ejecución. Era éste, como dijimos, una pequeña eminencia, que se alzaba casi a las puertas de la ciudad, llamada Gólgota o lugar de la calavera. Una tradición cristiana, dice Lagrange, que San Jerónimo no toma en serio, veía en este nom­ bre una alusión al cráneo de Adán, enterrado en aquel lugar y hacía correr la sangre del Redentor sobre la cabeza de nuestro primer padre, raíz y origen de nues­ tros pecados. Despojaron a Jesús de sus vestiduras, de­ jándole tan solo una reducida túnica, ceñida a la cin­ tura, para defensa de su pudor. Diéronle a beber una mezcla de vino y mirra, de efectos narcotizantes, con la que se tendía a atenuar los sufrimientos de los condena­ dos. Pero Jesús, que quería gustar íntegramente los do­ lores de la Pasión, humedeció con ella sus labios y se negó a bebería. Tendiéronle después sobre el infamante madero y. extendidos los brazos, claváronle las manos en él. Asi sujeto, fué izado su cuerpo al palo vertical, plantado de antemano en el suelo, ajustósele a horcajadas sobre el sedile y, al fin, le clavaron los pies. Estas operaciones de la crucifixión, que no debieron ser cortas, ni poco dolorosas, terminaron poco a poco después del mediodía. Pero el hecho de izar la Cruz en alto no debió de ve­ rificarse sin estrépito; sin estrépito de voces, de gritería y de insultos por parte de aquella turba ciega y enfu­ recida. Ya está en alto la Cruz, flameando al aire su rica carga. Jam ás se engastó en anillo perla de más subido valor.

Caminando por el desierto el pueblo judio, sin pan y sin agua, m urm uraba contra Dios y contra Moisés. Y ha­ biéndole castigado Dios enviando contra el pueblo ser­ pientes venenosas, que los mordían y de cuyas mordedu­ ras moría mucha gente, Moisés intercedió por el pueblo y Dios dijo a Moisés: «Hazte una serpiente de bronce y pónla sobre una asta y cuantos mordidos la miren, sa­ narán. * (Num., XXI, 4-9.) La verdadera serpiente de bronce, medicina, salud y vida, es ésta: Jesús en Cruz Acerquémonos a contemplarla. Somos actores y testigos de este único y excepcional acontecimiento. ¿Qué im­ portan los siglos que nos separan de El? El acto religio­ so que aquí se consuma no es un hecho histórico que corresponda al tiempo judío cuando era gobernador Poncio Pilatos. Es un hecho que pertenece a la historia universal del mundo, previsto y decretado por Dios para la salvación de los hombres y centro alrededor del cual todo desde entonces gravita: los hombres y los siglos. Jesús clavado en la Cruz, entre el cielo y la tierra, lo llena todo, lo explica todo, lo domina todo. Es el mis­ terio más profundo de toda la revelación, la culminación de la santidad, la cifra y clave de todo el pavoroso des­ tino del hombre. No me separan de aquel memorable suceso más que el tiempo y el espacio. Pero ni el tiempo ni el espacio cuentan nada para Dios. Desde la Cruz, como desde la altura de un trono, me ve, me oye, me conoce y me pide que me acerque para contemplarle a mi sabor. Y yo me acerco y humildemente le pregunto: «¿Quién eres Tú, Jesús, y por qué te has reducido a esa condición: hom­ bre de pecado, gusano de la tierra, maldito de los hom­ bres, objeto de las iras de Dios?» Y me respondo: Ese que ves ahí es la cara del Padre, el espejo de su rostro, el resplandor de su luz, la alegría de los ángeles, la gloria de los cielos y el encanto de la tierra, el hombre ideal, hermoso, puro, que todas las almas copian y que nadie lo puede superar: n i ' on el cincel, ni con el pincel, ni con la pluma, ni con el corazón. Desde hace tres años ha ido recorriendo los campos de Palestina, asombrando con sus milagros, derramando a profusión, por su boca y por 8us manos, la verdad y el bien. Y ahí está en la Cruz. Los brazos extendidos, las manos crispadas, los cabellos en desorden, la frente desgarrada por las espinas y por

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todas las partes de su cuerpo manando sa n g resan g re por los brazos, sangre por los pies, sangre por los ojos, sangre por el rostro, por todas partes sangre. Inclina la cabeza a la derecha y a la izquierda buscando alivio y todo movimiento que efectúa se convierte en fuente de nuevos padecimientos. El propio peso de su cuerpo va poco a poco desgarrando y abriendo las heridas, y ago­ tado por las torturas, muerto de sed, siente por momen­ tos cernerse la imagen de la muerte sobre su carne do­ lorida. Contempla San Bernardo esa visión y se encara con el divino Crucificado y le dice: «¿Por qué tus oídos, acostumbrados a oír las alabanzas de los ángeles y de los santos, sufren ahora el vocerío de las blasfemias y de los insultos, sino para que mis oídos no se cierren al clamor del pobre y se cierren en cambio a las palabras mendaces y calumniadoras? Y esa boca, que es luz de los ángeles y ha enseñado la verdad a los hombres, ¿por qué se humedece con la hiel y vinagre, sino para que la mía diga siempre palabras de paz y de justicia? Y tus manos, ¿por qué las taladran los clavos, sino para que las mías realicen siempre buenas acciones? Y tus pies, ¿por qué sufren tan profundas heridas, sino para que los míos anden siempre por buenos caminos? Y tu cabe­ za, ¿por qué la agujerean las espinas, sino para que la mía no sea albergue de malos pensamientos? Y toda tu faz, ¿por qué se halla fea y ennegrecida, sino para que la mía sea siempre espejo de luz, resplandor de la gracia y edificación de los demás?» Para enseñarme esas lec­ ciones se ha subido Jesús a la Cruz y para seguírmelas enseñando nunca se bajará de ella.

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M IR A N D O AL CRUCIFICADO Sigue implacable la Cruz su odioso trabajo tortura­ dor. No cede. Al contrario, quien va cediendo poco a poco es la divina carga que sustenta. Las fuerzas dis­ minuyen progresivamente, aumentan las pérdidas de la sangre, vánse irritando y ensanchando las heridas cada vez más, los labios se secan y se contraen por la acción de una sed devoradora, los ojos por donde todo un Dios se asomaba a contemplar la tierra, van adquiriendo un aire apagado y triste, precursor de la muerte. No ponderemos los sufrimientos físicos de Jesús. Ver­ dad es que fueron excepcionales. Elaborado aquel orga­ nismo en el seno de una virgen pura por la suave y mis­ teriosa acción del Espíritu Santo, su complexión alcanzó una finura tan exquisita y una delicadeza tan sin igual, que lo hacía más sensible a todas las impresiones de fuera. Pero al dolor físico el alma se acostumbra poco a poco. La compasión que los dolores inspiran no deja de verter cierto alivio intermitente, que aligera la carga. Pero a la humillación, que es la forma más aguda del sufrimiento moral, el alma no suele habituarse tan fácil­ mente. Castigo y remedio de la rebeldía de nuestro p a ­ dre, encuentra en nosotros la más desesperada resisten­ cia y se nos hace difícil comprender, al menos en la práctica, que estando destinados al cielo no podemos subir allí sino por el camino de la humillación. La vida sobrenatural, que es vida divina, no crece en nosotros sino en proporción exacta a la reducción que sufre la fuerza bruta de nuestra humana naturaleza y el querer humano de nuestra voluntad. Y en m ateria de sufri*

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miento moral el espectáculo de Jesús en la Cruz no se parece a nada. Ha superado a todo lo superable. Jesús ha sufrido en su honor, en su prestigio, en sus afectos, en todo lo que se puede sufrir. ¿Qué se ha hecho de vuestro honor, oh Jesús, que es el propio honor del Padre? Desde que ha recaído sobre El la sentencia de los sacerdotes y la ha ratificado Pilatos, Jesús no es ya a los ojos de esas masas populares, que enardecidas le seguían y le acla­ maban el domingo, sino un mixtificador, un aventurero, un perturbador de la paz y de la tranquilidad públicas! Todos sus títulos: de rey, de profeta, de mesias, de li­ bertador... son títulos falsos. Clavado en una cruz, en medio de dos facinerosos, no es sino un facineroso más. Nunca hombre alguno ha pasado en tan pocos días de un mayor grado de exaltación a un estado de más ignomiminioso envilecimiento. Judíos y gentiles, soldados y sa­ cerdotes, gente de prestigio y plebe de la calle, todos a una le insultan, le desprecian, se ríen de su obra, se mofan de su misión, desafían su poder. Sufre también en sus afectos. Es verdad que junto a la Cruz se halla su Madre y la herm ana de su Madre, María Cleofás y María Magdalena (Jo., XIX, 25), y un poco más lejos otras mujeres también, de aquellas que le habían seguido desde Galilea y le servían (Mt., XXVII, 55) y también el discípulo Juan, que será el que recoja el testamento de Jesús y reciba, como preciosa heren­ cia, el magnífico regalo de su Madre. Pero los otros diez, ¿dónde están? Cuando Jesús pasea su mirada mortecina sobre el horizonte y busca a aquellos «que han perma­ necido con El hasta el fin en sus tribulaciones», ¿qué es lo que ve?: unas cuantas, muy pocas mujeres y aquel de sus discípulos que por su temperamento más se le ase­ meja. Los otros se hallan lejos de allí. Una tradición refiere que se habían ocultado en el valle del Cedrón, en el hueco de las sepulturas. Probablemente se han inter­ nado en la ciudad santa y esperan, sobrecogidos de te­ mor, el resultado de los sucesos. El Maestro ha muerto para ellos. El reino está sin rey. La familia sin padre. La escuela sin doctor. A todos lea había dado Jesús innumerables pruebas de afecto. Les adm itía a su intimi­ dad. Les llamaba sus amigos, sus hijos, sus hijitos. Teñí* con ellos paciencia de madre, aguante de educador. Pr*' venía sus faltas: les consolaba de ellas para hacerle*

MIRANDO AL CRUCIFICADO

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menos amargo el remordimiento. Sin 6iBb&r|o, wi 6M última liora todos le abandonan y de todas muillmi pro­ testas de fidelidad, de que tantas Teces hicieron alarde, el viento del desamparo que sopla por el Calvario no ha dejado nada. ¿Dónde están los enfermos a quienes ha restituido la salud, la vista, el oído y el movimiento? ¿Dónde estás aquellas muchedumbres que le seguían por el desierto y que unos días antes querían proclamarle rey? De todos los beneficios dispensados por aquellas manos divinas no se ve a nadie que en aquella hora de soledad acuda al Calvario a rendir su personal y agradecido testimonio, y de toda su obra de liberación y de apostolado nada parece quedar en pie. Padece, en fin, Jesús, por la conciencia que El tiene de la misión que lleva sobre sus hombros y el deseo que le apremia de satisfacer a la justicia de Dios. Tiene que expiar la infidelidad de su pueblo, la ingratitud de Israel, los pecados del mundo. Y por lo mismo que es Dios, que quiere decir la pureza suma, aprecia mejor que nadie la fealdad del pecado, el desorden que significa, la rebeldía que supone, la mancha que deja. Y porque el mal que se expía tiene ese carácter de universalidad, el sufrimiento con que se expía también ha de tenerlo. Sufrirá en sus bienes, de que se le despoja, en su reputación que se le difama, en su cuerpo que se le desnuda, en sus sentidos que se les somete a la hiel, a la blasfemia, al insulto, a la flagelación. Es por eso la Cruz del Calvario como una segunda edición del Evangelio, de solas cinco páginas, en que se nos revelan todos los secretos de Dios, las virtudes de su Cristo, la historia del mundo y los misterios de la ac­ ción de Dios sobre las almas. Es el argumento más fe­ cundo y más brillante de que dispone la apologética cris­ tiana; la divisoria de los siglos: sólo los que caen del lac^o acá de la Cruz conocen la legitima y auténtica grandeza. La piedad cristiana no ha encontrado tem a mejor de meditación, ni la sociedad cristiana blasón y escudo de defensa mejor y de influencia más bienhe­ chora. Ocupa la Cruz el lugar más visible de nuestras igle­ sias, como que pende de ella el Abogado defensor de

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nuestras causas, el que intercede delante del Padre in. cesantemente por nosotros. Preside los tribunales justicia, para recordar a los jueces que está allí la raíz y el fundamento del derecho. Preside en los colegios para enseñar el orden y la disciplina. Preside las salas de los hospitales, predicando la paciencia y la caridad. Se la encuentra por los caminos, para decir al hombre que Jesús es su compañero de viaje. Y se la encuentra en el hogar, a la cabecera de la cama, para guardar nuestros sueños; en la oficina de trabajo, para santifi­ car nuestros sudores; en la escuela, porque es la fuente de toda sabiduría; sobre la mesa de nuestro estudio, por­ que ella es la luz de la ciencia y de ella viene la inspi­ ración para nuestra mente. Y después de acompañarle al hombre en toda su pe­ regrinación por la vida, se hace su .compañero también en el viaje de la muerte. Aquí tienes, le dice el sacerdote al moribundo, la imagen de Jesús Crucificado. También El sufrió como tú y sobrellevó sus dolores con divina resignación. Adórale y pon tu confianza en El. Y se lo deja en las manos, como su único objeto de propiedad de última hora. De las manos lo pasa a sus labios y a su corazón que dentro de poco va a cesar de latir. Y cuando ya i.nuere y todos, hasta la familia, le abandonan, el crucifijo es lo único que le queda. Se le coloca entre sus dedos yertos o sobre el pecho, donde latía el corazón, y el Crucifijo deposita en aquel cadáver un germen de vida y le infunde tal calor de revitalización, que después de todas las descomposiciones a que se halla sometida la m ateria orgánica y a veces hasta de innumerables siglos de espera, se encontrará sobre las cenizas frías el Crucifijo, como un compañero insepa­ rable, encargado de velar sobre los gérmenes, que llevan en su seno la virtud de la resurrección. Allí está el Cru­ cifijo, con aquellas manos que curaron todos los dolores de los hombres; con aquellos pies sobre los cuales nadie ha derramado lágrimas sin levantarse consolado y fortalecido; con aquella cara divina, fuente de toda ins­ piración sublime, de todo sacrificio noble, de todo pensa­ miento generoso, y en torno a la cabeza la corona de es­ pinas y sobre ella el título que indica la causa de su muerte, pero que revela al mismo tiempo la grandeza de m dignidad y la sublimidad de su amor.

C o n fe re n c ia

CCLXXXV

LAS SIETE PALABRAS DE JESUCRISTO EN LA CRUZ Lucas, X X I I I , 34 .—T Je sú s d ijo : Padre, perdónalos, p arque n o saben lo

q ue hacen.

Desde la colina, donde contemplábamos al divino crucificado, dirigimos la mirada a Jerusálén. Pronto ad­ vertimos que no es hoy Jerusálén «visión de paz>, como reza su nombre, sino teatro de motín y campo de odios y blasfemias. Regueros de gente suben y bajan y en oleadas incesantes afluyen hacia la cumbre del Gólgota. ¿Qué pasa allí? Un espectáculo nunca visto. La justicia divina va a ser ejecutada por la justicia humana y la inocencia y la santidad de Dios condenadas por el odio y por la maldad de los hombres. Clavado en una cruz, entre dos facinerosos, el Profeta suspirado por tantos siglos, el Mesías que ha venido a dar la libertad a su pueblo, va a morir bajo el peso de una sentencia, que le condena como a un vil malhechor. Nunca se vieron reunidas en un mismo hecho una mayor grandeza con una mayor villanía, una mayor generosidad con una más perversa ingratitud, un amor más noble can un °dio más vil y más profundo. Pero, ¿qué es esto? ¿Aque­ llos hombres saben lo que hacen? ¿Comprenden toda la magnitud y la trascendencia del suceso de que son prin­ cipales actores? Es posible que no. Pero nosotros lo sa­ bemos. Después de veinte siglos de distancia la escena

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del Calvario se nos aparece tan viva y palpitante como si hoy mismo se verificase a nuestros ojos. El Hijo de Dios, inm ortal por naturaleza, expira en un patíbulo, el más infam ante de todos los patíbulos y todo el género humano se halla presente allí. La ciencia antigua representada por los sacerdotes, la política que encarna en los gobernantes judíos y romanos, la indiíe* rencia de la soldadesca, las pasiones de la plebe, hasta la virginidad y la inocencia representadas en la Virgen y en San Juan, se han dado cita en la colina del Calvario. El titulo mismo de la Cruz, expresivo de la causa de la muerte de Jesús, Jesús Nazareno rey de los judíos , bien claramente lo proclama. Escrito en las tres lenguas, que a la sazón se reparten el pensamiento del mundo: en hebreo, que es la lengua de la religión; en griego, que es la lengua de la filosofía y del arte, y en latín, que es la lengua del poder y del derecho, parece una convocatoria lanzada a todo el género humano, para que levante acta del trascendental suceso que alli va a verificarse. Un grave silencio se cierne en torno a la Cruz. Hasta el sol ha ocultado sus resplandores y ha teñido de una suave agonía crepuscular el horizonte circunvecino. Por siete veces llega a romperse ese silencio. Son siete pa­ labras testam entarias que Jesús pronuncia a cortos in­ tervalos, una tras otra y que contienen siete graves y profundas revelaciones de una generosidad que nunca se extingue y de un amor que nunca se agota. Desde hace veinte siglos la piedad cristiana las medita, el genio las desarrolla y las comenta, el sacerdote las predica, el apóstol las transporta en alas de su celo de uno al otro confín de al tierra. ¿Quién se acuerda de las palabras de Platón en su lecho de muerte? Estas palabras de Jesús, sin embargo, han atravesado los siglos, han recorrido diversas civi­ lizaciones, se han apoderado de un sinnúmero de almas y, hoy, después de veinte siglos de existencia, se conser­ van con la misma frescura como cuando se pronuncia­ ron. Escúchalas, hombre pecador. Son las últimas pala* bras de una agonía, que ha sido obra tuya, que la haS producido tú con tus pecados de ayer y con tus impe­ nitencias de hoy; la agonía de un hombre que te amado, como no te ha amado nunca nadie en la tierra

LAS SIETE PALABRAS DE JESUCRISTO EN LA CRUZ

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v a quien tú has correspondido con la más fea de las ingratitudes. P r im e r a p a l a b r a : «Perdónalos, Padre, porque no sa­ ben lo que se hacen.» (Le., X X III, 34.) Cuando el odio de la chusma que rodeaba la Cruz había llegado a su colmo, cuando judíos y romanos, ri­ valizando en la befa y el escarnio, multiplicaban su griterío, cuando la copa de oro de la venganza divina, agitada por la mano del ángel, parecía que iba a verter su amargo licor sobre aquellos hombres deicidas, Jesús alza sus ojos, rasga los cielos con su mirada y abre los labios para hablar. ¿Qué va a decir? ¿Una palabra de maldición pidiendo a Dios castigo para aquellos hombres infames? No. Jesús no maldice, sino ruega; no pide castigo, sino perdón. «Padre, perdónalos, porque no sa­ ben lo que se hacen.» A la voz de su sangre, que suave y paciente, cuando corre a lo largo de su cuerpo dolori­ do, suplica misericordia, une el clamor de sus labios y el peso de su divino valimiento. Jamás hubo abogado tan solícito, para salvar a su cliente de una condena­ ción, como Jesús lo es para librar de la muerte a sus verdugos. En pocas palabras resume cuantos argumentos pue­ den acumularse en favor de quienes le ajustician: la dignidad del que intercede, que es el propio Hijo de Dios, a quien el Padre no puede desoír, el amor del Pa­ dre a quien se suplica y al que se interesa, y el mérito de la súplica misma, que sale del corazón y bañada en su sangre misma. ¿Hay algo más que alegar? Si. Un nuevo título al perdón, la circunstancia atenuante de la ignorancia del reo, su estúpida locura. «Padre, perdó­ nalos, porque no saben lo que se hacen.» Extraña pa­ labra. Extraña por la doctrina que introduce y por las circunstancias históricas en que se proclama. ¿Qué es lo que perdona Jesús? Un odio que viola los más sagrados deberes de la gratitud de todo un pueblo hacia un hombre, que le ha colmado de beneficios y viene al mundo para ser su libertador; un odio que le condena a un suplicio infamante, como es el suplicio de la cruz, después de deshonrarle y de hacerle objeto de múltiples vilipendios; un odio que viene hasta la cruz misma, para desahogarse en insultos y en blasfe­ mias y en burlas y en desafíos a su poder. Y, no contento Tomo II

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con perdonarlos, los excusa. «No saben lo que se hacen* ¿Cómo es eso, Jesús? ¿Conque no saben lo que se hacen esos príncipes de los sacerdotes, que conocen tan per­ fectamente las Sagradas Escrituras y saben lo que sus páginas contienen sobre tu venida y sobre tu misión? ¿Conque no saben lo que se hacen esos soldados, testigos de las heroicas virtudes de que estás haciendo magnífica ostentación, mientras mueres y esas turbas que han oído tu doctrina maravillosa y han visto con sus ojós mila­ gros estupendos, como no se han visto nunca en la tie­ rra? Sí que lo saben y Vos sabéis que lo saben. Si no, no habría recaído tu maldición sobre ese pueblo, condenán­ dole, como le ha condenado, a andar errante por el mundo, sin poder reconstituir nunca su perdida nacio­ nalidad, en expiación de su pecado. Pero tienes razón; en cierto modo no 10 saben. Noso­ tros mismos, a pesar de los siglos transcurridos, a pesar de la luz de todas las grandes verdades que'han ilumi­ nado nuestra mente y del fuego de todos los grandes entusiasmos que han conmovido nuestro corazón, tam­ poco lo sabemos. Porque es cierto que la pasión nos ciega y la ambición nos deslumbra y el interés nos ofus­ ca, para no ver, cuando pecamos, la gravedad de nues­ tros extravíos y el profundo desequilibrio que introdu­ cimos en el mundo al ejecutar el mal. Influyen tantos ingredientes, a primera vista im­ ponderables, en nuestros actos, que Dios, que lo ve todo y conoce la esencia íntima de todos los seres y sabe lo que pesa sobre cada uno de los hombres la fuerza de la herencia, la de la sangre, la de la educación, la del am­ biente, la de los estudios que se reciben, la de los es­ pectáculos que se frecuentan, la del aire, en fin, reli­ gioso, moral, familiar y social en que todo hombre flota y se desenvuelve, discierne con su infinita sabiduría lo que todo ese cúmulo de elementos integrantes, que el acto moral encuentra en su camino, condicionan nues­ tra voluntad y, si no la tuercen, al menos la modifican y por eso excusa y perdona y explica, para enseñarnos también a modificar nuestros juicios, a hacerlos más comprensivos y acogedores, a no mirar, como miramos, con mirada tan torva y tan severa, las acciones ajenas, a hacernos, en fin, como El Indulgentes, tolerantes, hu­ manos y perdonadores. i Nos cuesta tanto trabajo pé*'

LAS SIETE PALABRAS DE JESUCRISTO EN

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donar! Primero, porque nos parece que el perdonar es signo de debilidad y que, quien perdona, no se granjea la estimación y el respeto y, después, porque no solemos apreciar la justificación de nuestros perdones. El hom­ bre, aun el más ruin, es en el fondo mejor de lo que parece y siempre oculta, tras la corteza de ciertas ás­ peras y hasta perversas apariencias, tesoros indiscutibles de honradez, de rectitud o de otra relevante cualidad moral, merecedora de perdón. Por otra parte, nuestros juicios son condenatorios, más que perdonadores, porque juzgamos por las apa­ riencias que engañan a menudo, juzgamos por informa­ ciones ajenas que no siempre están depuradas, juzga­ mos a través de nosotros mismos, de nuestros prejuicios personales, de nuestros amores y de nuestros odios, de nuestros intereses no siempre puros y, sobre todo, juz­ gamos sin apreciar los móviles internos, las intenciones secretas, los motivos determinantes de las acciones de los demás. Por último, juzgamos sin ese espíritu de com­ prensión y de misericordia, de que aquí nos da ejemplo Jesús, que consiste en buscar siempre aquellas circuns­ tancias atenuantes, que pueden servir para explicar, para excusar, para atenuar al menos la responsabilidad de nuestros prójimos. Los juicios de los hombres, a se­ mejanza de los de Dios, deben fundarse en verdad, pero un poco bañada también de misericordia.

C o n f e r e n c ia

CCLXXXVI

SEGUNDA PALABRA DE JESUCRISTO EN LA CRUZ (Le., X X I I I , t í . ) le contestó: en verdad te digo: Hoy estu is con­ migo en el paraíso.

Lucas, X X I I I , 43.— Y

San Mateo y San Marcos dicen que los dos ladrones blasfemaban y maldecían. Era naturaL Maldecirían contra la sociedad, que no estaba dotada de aquellas instituciones necesarias para rectificar una vida tor­ cida; maldecirían contra el poder público que, en vez de colocarles en condiciones de reeducación y de mejora, les eliminaba de su seno, condenándoles a la última Pena; maldecirían de los asistentes al suplicio, porque no manifestaban sentimientos de conmiseración y hasta insultarían a Jesús, compañero suyo de suplicio y malde­ cirían de El porque, en vez de rebelarse como ellos con­ tra su suerte, sufría con paciencia, sin proferir una sola Queja, los tormentos de la Cruz. San Lucas dice que sólo uno maldecía, mientras que el otro confesaba su crimen y pedía misericordia. ¿Em­ pezó de repente esa transformación? Para unos comen­ taristas la conversión fué lenta y progresiva. Para °tros, no. Ambas interpretaciones son aceptables. Pero a nosotros nos parece preferible la de la conversión in s-1

LA

P A S I O N

tantánea y rápida. Empieza acaso el buen ladrón maldiciendo, como su compañero, y acaba bendiciendo y pidiendo misericordia. Era natural. Todo lo que ve es milagroso: la inocencia abiertamente proclamada de Jesús, los insultos que le dirige la plebe y el silencio con que los acoge, la heroica resignación con que sobrelleva sus padecimientos. Esto lo ven los dos; pero uno solo se convierte, para demostrar aún allí mismo que el hom­ bre tiene el triste poder de resistir a las sugestiones más apremiantes de la bondad de Dios, porque es dueño de su querer y de su no querer; que la conversión es obra de la gracia, pero de la gracia correspondida, no de la gracia rechazada y el corresponder o no corresponder a sus invitaciones depende sólo de nuestra voluntad. El buen ladrón no sólo se convierte, sino que desde la cruz misma comienza a ejercer un saludable aposto­ lado. Horrorizado de los impíos dicterios, que vomitaba su compañero de suplicio contra Jesús, no puede con­ tener su indignación y la pena que le causan y, enca­ rándose con él, le dice: «¿Cómo? ¿Y así te atreves a blasfemar de un inocente? ¿Ni tú temes a Dios, viéndote en el mismo tormento? Pase que ellos no le teman y le insulten, pero, ¿tú?» Y en seguida reconoce sus pecados y los confiesa y proclama la inocencia de Jesús. «Nos­ otros a la verdad, dice, padecemos con justicia, porque llevamos la pena bien merecida por nuestros delitos; pero éste, ¿qué mal ha hecho?» Y luego, volviéndose al Señor, con voz doliente y con el corazón contrito y hu­ millado, le hace esta súplica: «Señor, acuérdate de mí, cuando hayas llegado a tu reino.» ¡Qué fe la de este hombre! De pecador se hace penitente; de ladrón se convierte en apóstol y en confesor y en mártir de la divinidad de Jesús. Ve a Jesucristo en la Cruz y le ruega como si le viera sentado en su trono; le ve colgado de un madero y le proclama R ey; le ve expirando, como un hombre cualquiera y le adora, como si le contemplara en medio de su gloria. Cree que, aunque humillado en la Cruz, es el rey de las alturas y tiene un reino y un pa­ lacio y unos servidores; que a las pocas horas va a subir allí y que puede hacer entrar en ese reino a cuantos crean en El. ¿Qué responderás, oh buen Jesús, a esta confesión de tu compañero de suplicio?

SEGUNDA PALABRA BE JESUCRISTO EN LA CRUZ

Cuenta la historia profana que eíerto día entró en la cámara regia del gran emperador Alejandro un/> Y cabeza abajo le crucificaron. Negó a Jesús tres veces con los labios, pero bien lo borró luego todo con su sangre.

C o n f e r e n c ia

CCC

EL PRIMADO DE PEDRO La escena del triple requerimiento dirigido por Jesús a Pedro para probar la calidad de su adhesión y de su amor es la última de una obra, cuyo primer acto se desarrolla en los primeros días de la vida pública de Jesús. Ha recibido el bautismo de manos de Juan, se ha posado una paloma sobre su cabeza, símbolo del Espí­ ritu de Dios y el propio Juan ha señalado al pueblo el carácter de su misión. Pero Jesús no tiene discípulos todavía. Inopinadamente se le han presentado dos: Juan y Andrés y hasta han pasado unas horas en su compañía. Pero no han merecido una mirada de Jesús, al menos una de esas miradas definidoras, propias del genio. De pronto, se presenta otro, atraído y solicitado por Andrés, su hermano, que es Simón. Y a éste si que clice el evangelista que Jesús le miró. Intuitus eum (Jo., I, 42.) El latín, que es tan pródigo en vocablos y tan rico de matices, tiene varios y diversos verbos para expresar acto de ver. Primero videre, que significa ver , ver simplemente, a veces sin interés, y a veces también hasta sin mirar. Se ven muchas cosas, sin que se las *nire. Luego aspicere, que significa mirar con ánimo de ver, pero con cualquier clase de mirada, que puede ser superficial, distraída, hasta desatenta. Después respice-

JESUCRISTO

RESUCITADO

re, que significa mirar con atención, con mirada reflexi­ va, circunspecta, para apreciar el valor de los seres, la calidad de las personas, los títulos que poseen a nuestra veneración y a nuestra simpatía. De ahí la palabra res­ peto, respectus, participio pasivo de respicere, que ex­ presa el sentimiento que corresponde a esa mirada apre­ ciativa del valor y de la calidad de las personas. Por último viene intueri, que significa mirar el interior, mirar por dentro, de donde procede intuición, la mirada propia del genio. Con esta mirada miró Jesús a Simón. Y le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Joná. Tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro o piedra.» Como nosotros no gozamos del privilegio de estas mi­ radas intuitivas, nuestras denominaciones, sea de cosas, sea de personas, suelen ser casi siempre superficiales, sin correspondencia alguna con la realidad. A una niña la llamamos Blanca y es morena como el azabache; a otra Rosa y es pálida como la hoja de un árbol en otoño; a un hombre lo llamamos Pedro, que significa piedra y es frágil con la fragilidad de una caña. Dios no. Cuando a un ser o a una persona le pone un nombre, este nombre expresa la esencia, la cualidad predominante, la fun­ ción o el destino que se le impone. Así a los ángeles se les nombra por sus oficios, al Bautista se le nombra por su función, oficio de bautizar; a Simón se le da el nom­ bre de Pedro por la cualidad que ha de tener y el oficio a que desde entonces se le destina: el de ser piedra y fundamento sobre el que Jesús ha de levantar y edificar su obra mejor, que será la Iglesia. El segundo acto se desarrolla camino de Cesárea, no lejos del lago de Tiberíades, en el segundo año de la vida pública de Jesús. Va seguido de sus discípulos y de pronto les hace esta pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» Y ellos respondie­ ron: «Unos dicen que Juan Bautista, otros Elias, otros Jeremías o alguno de los profetas.» «Y vosotros, díceles Jesús, ¿quién decís que soy Yo?» Pedro, como siempre, toma la iniciativa y adelantádose a sus compañeros, contesta: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo». Jesús se impresiona ante esta atrevida e inusitada confesión, se la alaba y le felicita porque no se la h a revelado te carne, sino su Padre, y le agrega: «...te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puer-

PRIMADO WL PEDKO

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tas del infierno no prevalecerán contra ella y a ti U daré las llaves del reino de los cielos y todo lo que atares sobi e la tierra, será también atado en los cíelos y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos.» Al guerrero que tomaba una ciudad, se le entregaban las llaves, signo de la autoridad que se le transfería y del gobierno de la ciudad que se ponia en sus manos Edificio social, como es la Iglesia, integrado por hom­ bres, a Pedro se le declara aquí base, de donde todo el edificio tomará su consistencia y se le otorga un poder pleno y completo sobre todos los elementos de la edifi­ cación, dotado del privilegio de la indeíectibilidad y para eso se le dan las llaves: para que rija y gobierne y abra y cierre. El tercer acto se desarrolla después de la Cena, víspera de la Pasión. Jesús predice las tres nega­ ciones de Pedro, pero le anuncia seguidamente que se convertirá y le da el encargo de que confirme a sus her­ manos, porque ha rogado por él, a fin de que la fe no le falte. Una fe, por lo que se ve. de fina calidad, inde­ fectible como su función y en provecho de toda la co­ lectividad cristiana, que él ha de vivificar y sostener. Fundamento de la Iglesia, entrega de las llaves, po­ der para atar y desatar, fe indefectible y confirmadora, encargo de apacentar a ovejas y a corderos, es decir: a fieles y a obispos, como le confiere en esta última es­ cena, después de la resurrección, son metáforas que se completan e iluminan para señalar en la persona de Pedro la encarnación de un poder, imperecedero y abso­ luto, de magisterio, de santificación y de gobierno sobre toda la universalidad de la Iglesia. Poder que empezó Pedro a ejercer inmediatamente después de la ascensión ul cielo de Jesús y que han seguido ejerciendo después de él todos sus sucesores, hasta el actual Pontífice Pío XII, los obispos de roma. Un escritor francés, Gerbert, describe en uno de sus libros el encuentro hipotético de un patricio romano, de los tiempos del emperador Claudio, con el bumi de Pescador de Galilea, Pedro que llegaba un buen dia a Roma con la pretensión de sustituir el culto de los a ídolos del Imperio por el culto y adoración de un hom­ bre judío, condenado por su pueblo a morir,