El Diablo, tal vez

El Diablo, tal vez E L M U N D O D E L O S B R U EG H E L E L D I A B L O , TA L V E Z El Diablo, tal vez EL M U ND

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El Diablo, tal vez E L M U N D O D E L O S B R U EG H E L

E L D I A B L O , TA L V E Z

El Diablo, tal vez EL M U ND O DE LOS BRU EG HEL

TEX TOS

MARÍA BOL AÑOS

E

sta exposición explora un territorio muy fértil en la tradición artística, la tríada «tentación-pecado-demonio», a partir de un cuadro de la colección del museo, Las tentaciones de San Antonio, de Jan Brueghel de Velours, que sirve de hilo rojo para enhebrar obras y escenas, técnicas y estéticas, el pasado y el presente, en torno a un

núcleo protagonizado por la familia Brueghel. Y es que fueron los pintores flamencos y alemanes —Schongauer, Bosco o la dinastía bruegheliana— los que con mayor inventiva, atrevimiento y energía expresiva exploraron este tema hasta convertirlo en un género artístico, de duración breve

(poco más de un siglo), pero tan fulgurante, que, aunque hoy sus imágenes nos sigan dejando atónitos, tan enigmáticas e inaccesibles, nos resultan deliciosamente modernas. El auge de esta temática, como sugiere el título de la exposición, puede atribuirse, «tal vez», al poder de las artimañas del diablo en la vida religiosa, un poder que se expande justamente en las fechas en que la Europa cristiana del Renacimiento sufre una honda crisis: discordia fanática entre luteranos y papistas, aparición de poderosas autoridades, guerras de extrema violencia, vigilancia de las conciencias. Por eso, aunque desde la óptica religiosa, es el diablo el «jefe de orquesta» de este mundo dominado por el Mal, no deja de entreverse que Satán, además de un ser sobrenatural y maléfico, era también el aglutinante «cósmico» que, más allá de su verdad teológica, alimentaba el pesimismo social o el alcance que la culpa individual iba ganando en las conductas, a modo de demonios interiores. El magnetismo visual de estos artistas conserva todo su brío nutriendo la imaginación de hoy. La experimentación que combina el lenguaje digital junto con herramientas de los viejos maestros como el dibujo, dan en la obra de un joven artista del siglo XXI como es Antoine Roegiers frutos artísticos de una fertilidad poética tan sutilmente subversiva como lo fue en su tiempo la obra de los Brueghel y cuantos participaron en aquella audaz aventura de «pintar al hombre por dentro». Esta muestra «de cámara» ha sido posible gracias a una conjunción de esfuerzos: el apoyo siempre alentador de los responsables y el personal de la Subdirección General de Museos Estatales, la desinteresada fidelidad de la Asociación de Amigos del Museo, el mecenazgo estimulante de la Fundación Belondrade y la dedicación de los técnicos y profesionales del propio Museo. Gracias a ellos, este cumple de nuevo su función de promover lecturas innovadoras de sus colecciones y profundizar en el diálogo entre tradición artística y sensibilidad contemporánea.P Museo Nacional de Escultura

11 FA N TA S Í A S I N F ER N A L E S

OBRAS

27 SECCIÓN 1

U N EN C A RG O A B R U EG H EL D E V ELO U RS PA R A U N A C Á RC EL F EM EN I N A

43 SECCIÓN 2

VA R I A C I O N E S S O B R E L A T EN TA C I Ó N

57 SECCIÓN 3

EL PA I S A J E EN LO Q U EC I D O

65 SECCIÓN 4

B R U EG EL EL V I E J O : EL PA N D EM Ó N I U M D E LO S P EC A D O S

83 SECCIÓN 5

A N TO I N E RO EG I ERS: B R U EG EL S E M U E V E H OY

Fantasías infernales

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n un pequeño libro sobre los museos, de reciente publicación, Umberto Eco, abominaba de la voracidad de muchos museos actuales —de su gigantismo y sus grandes exposiciones—, y defendía, a cambio, los proyectos de pequeña escala, los museos monográficos y las exposiciones de «una sola obra» 1 . El museo ideal del siglo XXI

sería, a su juicio, y en una propuesta que él mismo consideraba una utopía, aquel que presentase una única obra de arte, mientras que el resto de los objetos expuestos en las salas estarían dedicadas a explicarlo, ampliarlo, situarlo en su contexto y ayudar al espectador a hacer el doble ejercicio de sumergirse en esa obra de referencia, al tiempo que, gracias a sus compañeras, podría ensanchar su comprensión y entender todos sus aspectos. Esa experiencia permitirá «entrar de

verdad» en la obra. Sin proponérselo, esta exposición viene a confluir con ese modelo, pues gira toda ella en torno a un solo cuadro perteneciente a la colección del Museo Nacional de Escultura, y se acompaña de una serie de obras que la evocan, replican, complementan y actualizan. La obra en cuestión es Las tentaciones de San Antonio, un óleo de gran formato, pintado a comienzos del siglo XVII por Jan Brueghel de Velours, conocido también con Jan Brueghel el Viejo y miembro de una de las dinastías de artistas más célebres de la Europa de la Edad Moderna.

L A S T E N TAC ION E S DE U N JOV E N EGI P C IO La tentación ha sido un tema obsesivo en la vida de los cristianos. Está en las raíces de la humanidad creyente, desde Adán y Eva hasta el propio Jesús, quien, en el ayuno que mantuvo durante cuarenta días en el desierto, tras ser bautizado, «fue tentado a desobedecer». Para el devoto constituye un hecho existencial, la causa de un incesante combate interior. Pero, a pesar de su presencia en las fuentes literarias que describen las biografías de los santos; a pesar de haber cumplido tan importante papel en la vida humana, en cambio, su figuración en las artes ha resultado, cuantitativamente, bastante más modesta, y la representación de la vida de los santos ha preferido pintar sus heroicidades y milagros, su martirio o su gloria, antes que sus desfallecimientos y dudas morales2 .

1. U. Eco, I. Pezzini, El museo, Madrid, Casimiro, 2014. La misma idea fue defendida por el autor en una conferencia pronunciada en el Museo Guggenheim de Bilbao. Véase, El País, 26 de junio de 2001. 2. M. Vasselin, «La figuration des tentations des saints dans la peinture à l’époque moderne», Rives méditerranéennes, nº 22, 2005, pp. 15-33.

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Sin embargo, la historia del arte europeo nos brinda una excepción: entre mediados del siglo XV y el siglo XVI el arte flamenco convirtió casi en un género el tema de la tentación y el pecado, los asaltos del maligno y las resistencias del santo, con numerosas contribuciones, muy brillantes y de originalidad sin precedentes. Los pintores de Alemania y Países Bajos darán a las tentaciones una energía expresiva, una virulencia, una imaginación perversa que ni había tenido antes ni la tendrá más tarde. Era la hora de aprovechar la capacidad imaginativa de las artes, su dominio de los medios de representación, para hacer de este tema, hasta entonces pobre y escasamente atendido, un motivo de éxito popular, de intención edificante, sin duda, pero también como un alarde de ingenio y de ocurrencias fantasiosas, llevados al extremo. Fue un unicum histórico, pues, pasadas estas generaciones, en el siglo XVII solo encontramos algún rescoldo del fuego que había ardido en torno a este mundo infernal. En el barroco, la tentación se domesticará y se volverá mística, invisible, genérica, y perderá esa ingenuidad proliferante, acumulativa y libre. Y, con ella, la fantasía desbordante que había caracterizado la representación de los embates del pecado. El personaje preferido para representar la tentación fue su mayor héroe: Antonio, el eremita, el monachus, es decir, el «hombre solitario». Era una especie de «Adán» que resume el ideal de la sencillez de corazón, completamente distinto del cristiano urbano. Según la tradición eclesiástica, fue este joven egipcio, nacido en 251 y muerto ya centenario, el que, al decidir retirarse al desierto para practicar el ayuno y la penitencia, arrastró consigo a centenares de cristianos, que, siguiendo su ejemplo y durante los dos siglos siguientes, se instalaron en los eriales del Nilo y Siria. Este es el momento dorado del eremitismo, que llegó a sumar cinco mil anacoretas, autoexcluidos del mundo, decididos a abandonar la sociedad humana, cortar los lazos con sus aldeas, su familia y sus bienes, y retirarse a la vida del desierto, lugar de hambre y antítesis de la vida mundana de la ciudad. Su vida estaba entregada por entero al rezo, el ayuno y la meditación. Los que se trasladaban a estos parajes, nos recuerda Peter Brown, permanecían cercanos a las comunidades de las que habían abandonado y se convertían en héroes, admirados por los campesinos del entorno, como testimonio de una fe religiosa radical 3. El cristianismo vio en esta práctica retirada y pobre el ideal de la Iglesia primitiva que deseaba restaurar, proclamó la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida activa, la defensa de la conformidad, la marginación

3. P. Brown, «Los Padres del Desierto: de Antonio a Juan Limaco», en El cuerpo y la sociedad. Los hombres, las mujeres y la renuncia sexual en el cristianismo primitivo, Barcelona, Muchnik, 1993, pp. 293-328.

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y la reclusión. Estos monjes rurales, casi selváticos, representaban, sin quererlo, un fenómeno histórico decisivo: la decadencia de la ciudad antigua, cada vez más rodeada de comunidades de solitarios, que lejos de ser analfabetos, constituían una élite intelectual muy cultivada, y a los que, en la iconografía, encontramos frecuentemente asociados a la lectura y al libro. Antonio, en su vejez, llegó a ser considerado «un médico para todo Egipto». Una figura clave, pues, de la mitología cristiana, difundida a través de varias fuentes: sus cartas, la Vida de Antonio, escrita por el copto Atanasio (295-373), obispo de Alejandría, y, sobre todo, la amplia difusión en La leyenda dorada, escrita hacia 1261, junto con algunos relatos árabes traducidos por el dominico Alphonsus Bonihominis, hacia 1340. Antonio reúne al melancólico y al asceta; suma una tradición cultural en la que dialogan Oriente y Occidente, los textos y las imágenes, la Antigüedad tardía y la Era Moderna. Su vida eremítica se distinguió —quizás debido al delirio de su hambre, la obsesión más tenebrosa, y a su aislamiento— por estar siempre poblada de demonios, de incesantes asaltos, de tentaciones diabólicas. Ya de adolescente, cuando se sentaba en la puerta de la alquería familiar, luchaba con el diablo para renunciar a sus deseos sexuales. No era más que un anuncio de su vida adulta como anacoreta, en la que el principal desafío era mantenerse humano en un medio no humano. Las tentaciones serán innumerables, reiteradas, obsesivas, asociadas a alucinaciones diabólicas —visibles o fantasmales—, que asedian su gruta, maltratan su cuerpo y le exigen una resistencia sin tregua contra el asalto de su alma y su cuerpo o le fuerzan a emprender combates físicos contra bestias feroces que le desgarran con dentelladas y cornadas, a tal punto que sus amigos le darán por muerto. El genovés Jacopo della Voragine relata en La leyenda dorada esa vida cotidiana de asaltos: «Al principio de su vida eremítica tuvo que luchar con las más patéticas estratagemas del infierno. Coronados de rosas o de cuernos, enormes como torres o diminutos e impalpables como duendes; bellos como dioses paganos majestuosos e hirsutos como profetas hebreos, transformados en larvas o cubiertos de pústulas repugnantes, con aposturas de efebos encantadores o con ademanes de ascetas encanecidos en la práctica de la virtud, los emisarios de Luzbel estaban siempre a su lado, tentadores y atormentadores. Tomaban la imagen de un niño desvalido, que, recostado a la puerta de su cabaña, lloraba sin cesar hasta que el Padre, lleno de compasión, se acercaba para socorrerlo; o bien, metamorfoseándose en algún religioso, se cruzaban en su camino pidiéndole sus bendiciones. Otras veces, viendo que estos ardides eran estériles, turbaban sus sueños, sugiriéndole visiones de grandeza y poderío. Pero como el santo demostraba el más absoluto desdén por los esplendores terrenales, Satanás ponía en juego todo el poderío de 14

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sus legiones malditas. Ni un paso podía dar el solitario sin ver surgir de la tierra piaras innumerables de puercos que gruñían espantosamente, manadas de chacales que estremecían con sus alaridos la soledad, millares de serpientes y de dragones que le rodeaban echando fuego por la boca. La choza se tambaleaba con la tempestad de rugidos, silbidos y estridores de aquellas fieras monstruosas. […] A veces, el demonio, que es muy sabio, cambiaba de táctica; olvidando la violencia y el furor, echó mano de la malicia y la sutileza. Con una ligereza imperceptible trataba de insinuarse en todos los actos de su enemigo: tomaba voz angélica para alabar su penitencia y cantar su perfección; cambiaba sus alimentos por otros más exquisitos; trastornaba el orden de las letras en las Sagradas Escrituras; cerraba los párpados del anacoreta cuando velaba y usaba toda suerte de mañas para distraerle en sus rezos» 4 . La leyenda de este santo eremita empezó a extenderse lentamente por los países mediterráneos en el siglo IV. Sus admiradores fundaron en Saint Antoine en Viennois, en el siglo IX, una orden hospitalaria bajo su advocación, los llamados antoninos o antonitas, que se fue haciendo más próspera y popular a finales de la Edad Media y que extendió por Europa numerosos sanatorios especializados en el tratamiento de una rara enfermedad, de atroces y dolorosos síntomas y atribuida a un castigo divino, a la que se dio en llamar «fuego de San Antonio», «fuego sagrado» o «mal de los ardientes» y que, en realidad, era producida por el cornezuelo del centeno. Además se dedicaban al cuidado de enfermedades contagiosas y epidémicas como la peste y, más tarde, la sífilis. Su blasón era la letra griega Tau, que a veces aparece impresa en el hábito del santo.

DI A BL O S E N E L PA ISAJ E Entre 1460 y 1510, la tentación antonina conquista las artes plásticas con gran éxito. Belting sostiene que la representación de las privaciones del santo y sus visiones diabólicas llegaron a ser un artículo tan solicitado en la sociedad nórdica y, por extensión, en toda Europa, porque las élites que lo encargaban pretendían, como mirándose en un espejo, preservarse de la condena al infierno, un temor colectivo e individual que había cobrado un nuevo auge en esos tiempos 5. La serie empezó su trayectoria con Martin Schongauer (1448-1491) un grabador alemán, cuya iconografía del demonio desencadena las quimeras visuales de Patinir, Bosco, Cranach,

4. S. de la Vorágine, La leyenda dorada, Madrid, Alianza Forma, 1982, ad loc. 5. H. Belting, El Bosco. El jardín de las delicias, Madrid, Abada, 2004, p. 62.

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los Brueghel o Grünewald, junto con decenas de versiones, réplicas y copias de taller [FIG. 9] . Uno de los hitos es el tríptico de Las tentaciones de San Antonio que pinta El Bosco y que tras formar parte de las colecciones del Escorial hoy se encuentra en el Museo de Arte Antiga de Lisboa [FIGS. 12 Y 14] . Fray José de Sigüenza, bibliotecario del Escorial, describe admirativamente la obra: «De una parte, se ve a aquel santo príncipe de los eremitas con rostro sereno, devoto, contemplativo, sosegado y lleno de paz su alma; de otro, las infinitas fantasías y monstruos que el enemigo forma para transformar, inquietar y turbar aquella alma; para esto finge animales, fieras, quimeras, monstruos, fuegos, muertes, gritos, amenazas, víboras, leones, dragones y aves espantosas y de tantas suertes que pone admiración cómo pudo formar tantas ideas». El gran hallazgo artístico de estos pintores nórdicos consistió en subrayar dos aspectos: en primer lugar, la acentuación del carácter fantasmagórico y monstruoso de la tentación, que adopta una apariencia corporal encarnándose en figuras, formas y situaciones absurdas que producen una extrañeza inquietante, pesadillesca. Michel de Certeau, frente a las interpretaciones de corte iconográfico, folclorista, psicológico o histórico, frente a la pulsión occidental de «leer», califica a este universo flamenco de «inquietud fantástica» ante la que no caben explicaciones 6. Inquietud no solo porque parecen contener una clave cifrada, sino también por la libertad deliciosamente moderna de sus imágenes. A pesar de las numerosas investigaciones sobre la iconografía medieval, en estas obras solo hay una volatilización simple y pura del sentido, que vuelve inútil toda posibilidad de diccionario que sea de utilidad para explicar «esto» quiere decir «aquello». Mezclas de géneros, formas que se abren sobre otras formas, confusiones entre el «dentro» y el «fuera», collages incoherentes, miniaturizaciones y gigantismos, encadenamientos de formas corporales ilegibles, cambios en la escala y, en fin, toda suerte de «disparates»: los objetos, los seres y las escenas carecen de nombre y toda trayectoria interpretativa está abocada a la decepción. No hay jerarquías y no sabemos dónde dirigir la mirada. El placer de discurrir ha de ser sustituido por el placer de ver. Como dice Certeau gráficamente, «el ojo del espectador pasta en el cuadro lo mismo que un animal en una pradera». Es como una gramática sin lógica, una gramática que no se articula sobre lo pensado, lo verdadero, lo nombrable, aunque los artistas se esmeren tan metódicamente en la exactitud de los detalles que las figuras se vuelven verosímiles. Tal verosimilitud de 6. M. de Certeau, La fable mystique I, XVIe-XVII siècle, París, Gallimard, 1982, pp. 77-99.

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su existencia coincide con la imposibilidad de pensarlos: por un lado, exigen al espectador una atención exacerbada a los pormenores, y a la vez se vuelven más opacos a medida que se detalla su «dolorosa proliferación» 7. La segunda de las grandes invenciones fue el nuevo protagonismo otorgado al entorno natural, la escenificación al aire libre de ese universo, hasta el punto de convertirse en el pretexto de un nuevo género paisajístico de colinas, bosques, ciudades y castillos en el horizonte, que producen una sensación de infinito [FIG. 15]. Lo que había sido hasta entonces un mero accesorio para la escena del primer término, un simple relleno de los espacios entre figuras, cobra una creciente presencia para convertirse en una categoría artística nueva. No es el tipo de paisaje heroico del que gustan los italianos, el otro gran polo de la modernidad paisajística. En los flamencos, la naturaleza es un ámbito del mal, del peligro, de la ambición o la estulticia humana, del desenfreno pecaminoso [FIG. 22], pero también un lugar del juego y fiesta, del ocio y la vida ordinaria. Pero siempre es contemplada de una manera totalizante, panorámica, legendaria, inabarcable, en la que no nos cansamos de recorrer con los ojos planos sucesivos, infinitos. El escenario reclama todos nuestros sentidos, no solo la vista, con infinitos rincones en los que descubrimos anécdotas y seres, sino que imaginamos los gruñidos de los monstruos, los aullidos de los condenados, el calor de los incendios, el fragor de las máquinas torturantes, los golpes de los que combaten entre sí. Es un ámbito de la experiencia del mundo, a medio camino entre la realidad sensible y el mundo moral, en el que vemos actuar a las fuerzas del universo en un incesante trabajo, produciendo un sentido que se nos escapa, pero que fascina. Es en medio de la Tierra, inmensa, cósmica, donde reina la «fantasía» de la tentación, la instigación diabólica. En este teatro natural aparecen y se hacen visibles ante el eremita-víctima esos seres fantásticos que solo él puede ver, figuras que corresponden al orden de la «aparición»: fenómenos, fantasmas (del griego phaino, ‘aparecer’, ‘hacerse visible’) que se dan a conocer a los sentidos: sensibles, subjetivos e irreales, a diferencia de lo que tiene una existencia verdadera. Lo importante, pues, no son las cosas, sino la fantasía interior del sujeto, que se enfrenta a una miríada de seres híbridos y repugnantes, de criaturas monstruosas o seductoras, a sus simbiosis vertiginosas y enloquecedoras en las que un ser se metamorfosea en otro, embarullando los reinos de la naturaleza, subvirtiendo las certezas sobre la identidad de las cosas: la roca de rostro humano, el pájaro-soldado, el reptil volante, el gallo que hace sonar la flauta, 7. M. de Certeau, passim.

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los homúnculos deformes con signos de locura, de brutalidad, de estupidez obtusa, de malicia [FIGS. 5 Y 6] .

Cabe traer aquí, salvando todas las distancias temporales que separan a los pintores flamencos de la novela decimonónica, la versión literaria más célebre sobre Las tentaciones de San Antonio, escrita por Gustave Flaubert a raíz del descubrimiento, en 1845, en el Palacio Balbi de Génova, de una tabla atribuida a Pieter Brueghel el Joven, a quien llamaron «Infierno Brueghel». Flaubert se aleja del código hagiográfico y traza la figura de un santo arrastrado por el viento de sus apariciones, contaminado y fundido panteístamente con la naturaleza diabólica que le rodea: «¡Qué gritos, qué ojos!». Las palabras finales que pone en boca del ermitaño revelan una intuición honda de la ambivalencia de los delirios y pesadillas de una mente alucinada, que se va contagiando de la palpitación de la vida material, y que no dejan de remitir a las posibilidades virtualmente infinitas de las metamorfosis que el Bosco o Brueghel traducen en imágenes: «¡Qué felicidad: he visto nacer la vida, he visto comenzar el movimiento! Siento anhelos de nadar, de ladrar, de mugir, de aullar… Quisiera tener alas, un caparazón, una corteza de árbol; quisiera echar humo, tener una trompa, retorcer mi cuerpo, dividirme por doquier, estar en todo, emanar como un olor, crecer como las plantas, fluir como el agua, vibrar como el sonido, brillar como la luz, acurrucarme en todas las formas, penetrar en cada átomo, descender al fondo de la materia, ¡ser la materia!» 8.

E L DE S ORG A N I Z A D OR DE L M U N D O Esa «naturaleza diabolizada» sirve de juego de espejos a un estado del alma caótico que habla del hombre como un atormentador de su conciencia. ¿Es Lucifer el instigador de esas diablerías? ¿O estas encarnan el vértigo que padece el alma humana, la parte nocturna del hombre, una especie de delirium a causa de su fragilidad? ¿Es el diablo o solo ‘tal vez’? ¿Es un mundo onírico o una verdad religiosa? Cuando el eremita, ciego a cuantos le rodean y absorto en su lectura, se sumerge en sus pensamientos ¿estos pertenecen al entendimiento humano o han caído en manos de los demonios? En el fondo, todo este subgénero pictórico de la tentación esconde un mensaje ya moderno y no solo cristiano: el de la radical soledad del hombre, su debilidad para afrontar el destino, la inmensa tarea que debe asumir para regenerar y poner orden en el mundo.

8. G. Flaubert, La tentation de saint Antoine, París, Garnier-Flammarion, 1975, p. 193.

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No se olvide el contexto histórico en el que los pintores flamencos de la primera modernidad despliegan su imaginario artístico. Los hombres que vivieron cuando El Bosco y los Brueghel pintaban tenían un sentido agudo de la crisis histórica que atravesaban: un nuevo Apocalipsis nacido de la realidad babélica de guerras, muerte y enemistad universal que venía desgarrando la vida europea de ese siglo XVI, y donde el Mal se percibía como una fuerza omnipresente. Los Países Bajos, particularmente, viven en un clima de violencia contenida que estallará en agosto de 1566 en una brutal rebelión protestante de gran amplitud, cuando bandas de iconoclastas se lanzaron a destruir las estatuas de las iglesias, iniciando al tiempo la revuelta contra el rey español. El Triunfo de la Muerte, ese alucinante cuadro salido del pincel de Bruegel el Viejo en 1563, traduce el pesimismo reinante y esa angustia social que recorre Europa. Aunque las formas traducen su genio individual, el imaginario de estos maestros se superponía con las preocupaciones colectivas compartidas, por ejemplo, con el austero Felipe II de España, muerto en 1598, que poseía y amaba los cuadros del Bosco, prueba de que su sensibilidad religiosa contrarreformista se avenía bien con lo que veía, o creía ver, en estos cuadros. De ahí, sin duda, el ascenso y protagonismo creciente de la figura del Diablo en la sociedad europea de este periodo. Durante el «otoño» de la Edad Media, su percepción experimenta cambios radicales9. Hasta entonces y durante largo tiempo había carecido de poder y de consistencia, como un espíritu travieso, ridículo y divertido, a veces terrible, pero siempre una divinidad de poca monta, de modo que su amenaza era casi banal y no era difícil eludirle o hasta vencerle, porque la frontera entre el Bien y el Mal no era tan nítida como lo será luego. Y aunque su figura empezó a definirse tardíamente, en el siglo XII, seguía formando parte, más bien, de un magma de supersticiones populares y de una explicación mágica del mundo. Sin embargo, desde el siglo XIV, empezaron a acentuarse sus rasgos negativos y maléficos, su dominio sobre los hombres, su capacidad aterradora. Este incremento del poder del infierno y del diablo está en estrecha relación con la autoridad creciente de la Iglesia sobre las almas y con los procesos de culpabilización individual. Un cristianismo en ascenso, cada vez más invasivo, fue progresivamente imponiendo a Satán (en hebreo, el «adversario»), al Diablo (el «acusador») en la vida del fiel y construyendo un cuerpo

9. R. Muchembled, Une histoire de diable, París, Seuil, 2000, pp. 147 y ss. Véase, asimismo, F. Pereda y M. C. de Carlos, «Desalmados. Imágenes del demonio en la cultura visual de Castilla (ss. XIII a XVII)», en M. Tausiet y J. Amelang (eds.), El diablo en la Edad Moderna, Madrid, Marcial Pons, 2004, pp. 233-252.

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de doctrina teológico que acogía la tradición popular pero la dotaba de un sentido nuevo, en el que encarnaba el Mal absoluto, tal como lo probaban la persecución de los movimientos heréticos en el siglo XV, los exorcismos públicos o las innumerables hogueras de los condenados —y, sobre todo, condenadas—, por brujería. Es entre el final de la Edad Media y el Renacimiento donde se sitúa la edad de oro del Diablo. Como recuerda Delumeau, la emergencia de la modernidad occidental estuvo acompañada de un increíble miedo al demonio. Una verdadera oleada diabólica se entiende en la Europa del siglo XVI. El Viejo Mundo se enfrentaba a fenómenos tan desconcertantes y calamitosos —el choque de confesiones, las guerras campesinas, la aparición de nuevas y poderosas autoridades— que buscaba reforzar su identidad colectiva y dar sentido a su existencia a través de elementos de cohesión. A medida que crecían la intolerancia, las turbulencias y los peligros, la obsesión por la tentación, el pecado y la culpa, ganaba terreno en las conciencias. Protestantes y católicos se atribuían unos a otros las astucias, los crímenes y pecados que probaban un pacto con el diablo. Su imagen se difundió como una mancha de aceite que supera el marco religioso, para colarse en todos los aspectos de la vida personal y social, hasta adquirir la dimensión de un «mito cósmico» que alcanzaba a los medios clericales, las élites mundanas, las masas cristianas. Atormentadas, angustiadas y pesimistas, las gentes veían abrirse bajo sus pies un abismo infernal en el que el demonio, cada vez más activo y maligno, no perdía ocasión de meterse en su alma, tentando y haciendo pecar con el beneplácito de Dios. «Siguiendo su huella en el imaginario es posible ver cómo se gesta una idea que va más allá del aliento religioso y moral: el de la responsabilidad plena del individuo», lo que Muchembled llama «el miedo a uno mismo»10. Se extiende así el peso de la culpabilidad personal. Y en este sentido, el diablo cumplió su papel como aglutinante, como enemigo común y todopoderoso. Lutero afirmará que «el diablo se pega al hombre más estrechamente que su camisa, más estrechamente, incluso, que su piel». Este mecanismo de interiorización de la culpa fue clave en la modernización de los comportamientos occidentales, de modo que podría decirse, siguiendo las tesis de Norbert Elias, que el diablo tentador fue un actor importante en el proceso «civilizatorio» de la regulación de las conductas en la Era Moderna11. Entre 1550 y 1650, sobre una Europa en ruinas, Satán se define como una fuerza universal devastadora, un desorganizador de la vida colectiva que servía para explicar por qué el mundo era

10. R. Muchembled, op.cit, p. 148. Asimismo J. Baschet, Les Justices de l’au-delà. Roma, Escuela Francesa de Roma, 1993, pp. 219-221. 11. N. Elias, El proceso de civilización, México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

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calamitoso. Ocupa todo el espacio del Mal en los términos más absolutos y empuja a la blasfemia, la inmoralidad, el crimen, la vagancia, la prostitución, la enemistad. Sin embargo, para contrapesar esta negra y grave percepción del diablo en los albores de la Edad Moderna, no habrá que olvidar lo que llamaríamos el «factor Bajtin». En su bien conocido planteamiento, Mijail Bajtin12 no entiende la vida colectiva sin la fuerza de un mundo paralelo al de la vida oficial: una poderosa corriente de cultura popular fundada sobre lo grotesco, el carnaval y la risa paródica —asociados con frecuencia al diablo—, como compensación a los solemnes y serios dictados de los poderes y los valores del orden establecido, y, en particular, de la Iglesia, y como una victoria sobre el miedo moral que ahogaba la conciencia del hombre. Precisamente, entre 1560 y 1650 muchas prácticas populares, que hasta entonces habían encontrado cierta tolerancia, fueron censuradas y abolidas, aunque, con todo, esa cultura popular estaba tan arraigada que se resistía a desaparecer. Las imágenes de esta exposición se sitúan justamente en los aledaños de esas fechas de transición e incorporan esa mirada cómica, absurda, de diablos ridículos, en la que el escenario demoniaco tiene un punto de desmitificación liberadora. De hecho, las «correrías de diablos» en las que hombres disfrazados de demonios perseguían alegremente a las gentes para llevárseles al infierno, ponían una nota cómica en las fiestas aldeanas. Las inversiones y parodias, la idea del «mundo al revés», la desaparición de la moral y el decoro en beneficio de lo obsceno y lo grosero, el predominio de la vida corporal con su ensalzamiento de los orificios del cuerpo que se abren al exterior o el gusto por los golpes y apaleamientos tienen un trasfondo de indestructible vitalidad que revela cierta rebelión colectiva, inconsciente y popular, contra una organización social cada vez más reglamentada y vigilada por los poderes oficiales. La imprenta, que algunos pensadores consideraban un arte diabólico —y que permitió en Alemania una extraordinaria floración de literatura especializada en «libros del diablo» escritos por pastores luteranos que denuncian los vicios y pecados de su tiempo, los Teufelsliteratur— fue uno de los instrumentos que impulsaron una verdadera demonomanía. Pero, como se viene viendo, fue, sobre todo, en las artes plásticas, particularmente en los países germánicos y flamencos, donde esta triada, tentación-pecado-diablo, adquirió una presencia sin precedentes, que va a tomar dos formas esenciales: una alucinante eclosión de paisajes y escenarios infernales

12. M. Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza, 1987. Ver asimismo, C. González Sanz, «El diablo en el cuento folklórico», en M. Tausiet y J. Amelang (eds.), op. cit, pp. 133-160.

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y la representación de las innumerables tentaciones que el gran seductor no deja de inventar para perder a los hombres13. Será sobre todo en la Europa tridentina, en la que viven los hijos de Bruegel, entre 1550 y 1650, cuando se construirá un modelo del diablo firme y angustioso, en el contexto turbulento de una Europa definitivamente rota. Sobre este campo de ruinas, la imagen de Satán servía para explicar las calamidades de los tiempos, favorecía el control de los comportamientos y toda desviación era pregonada como una alianza con el Príncipe de las Tinieblas. Y esto abría la vía a una obediencia plena al Estado, la Iglesia y las autoridades representativas del poder. Colocado en el centro de las representaciones mentales durante este siglo trágico, Satán servía para explicar por qué el mundo era una calamidad tan inquietante [FIG. 21].P

13. Baltrusaitis ha probado la identidad entre las formas demoniacas del arte europeo del siglos XV-XVI y las hordas de diablos orientales. J. Baltrusaitis, Le Moyen-Âge fantastique, París, Flammarion, 1993, pp. 50-58; 168-170.

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Obras

L

SECCIÓN 1

Un encargo a Brueghel de Velours para una cárcel femenina

a exposición gira en torno a Las tentaciones de San Antonio, de Jan Brueghel de Velours, una obra-faro, que determina el discurso expositivo y es el punto de arranque de todas sus derivaciones [FIG. 1] . Es interesante conocer la procedencia y el destino de este cuadro, particularmente reveladores del mundo al que acabamos

de referirnos en las páginas precedentes, pues estaba destinado a decorar la llamada Casa de la

Aprobación de Valladolid, la primera cárcel o galera de mujeres en España, promovida en 1604 por la madre Magdalena de San Jerónimo. Tras este nombre se oculta la singular personalidad de Beatriz de Zamudio, una mujer de la nobleza muy cercana al poder y, en particular, a Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y gobernadora entonces de los Países Bajos. No hay muchos datos biográficos sobre ella, excepto que se dedicó febrilmente a recoger mujeres deshonestas y fundar, primero en Valladolid y Madrid y, luego, en Salamanca, Granada o Sevilla, así como en Flandes, estas «galeras para castigo de las mujeres vagantes, ladronas, alcahuetas y otras semejantes»14 . En el documento en el que se dirige a Felipe III pidiendo apoyo, la autora argumenta, en favor de su iniciativa, que, «habiendo comprobado que gran parte del daño y estrago que hay

14. Magdalena de San Jerónimo, Razón y forma de la galera y casa real que el rey nuestro señor manda hacer en estos Reynos para castigo de las mujeres vagantes, ladronas, alcahuetas y otras semejantes (Valladolid, 1608), en Serrano y Sanz, Manuel (1895), en Apuntes para una bibliografía de escritoras españolas desde 1401 hasta 1833, Madrid, 1895, pp. 307-319. Dicha relación ha sido documentada por I. Barbeito, en Magdalena de San Jerónimo y Teresa Valle de la Cerda: Cárceles y mujeres en el siglo XVII: Razón y forma de la Galera, Madrid: Castalia, Instituto de la Mujer, 1991. Ver, asimismo, M. A. Marcos, «Martirio de San Úrsula y las Once Mil Vírgenes», en Rivera de las Heras, J. Á. (comisario), Aqua. Las Edades del hombre, Valladolid, Fundación Las Edades del Hombre, 2016, p. 354.

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en las costumbres en estos Reynos de España nace de la libertad, disolución y rotura de muchas mugeres», propone crear un centro para la reclusión y el arrepentimiento femeninos. El régimen interno implantado en la casa será de extrema dureza: «El alcaide ha de procurar tener a raya estas mujeres; y así, si blasfemaren pónganlas una mordaza en la boca; si alguna estuviese furiosa, échenla una cadena; si se quiere alguna salir, échenla algunos grillos, y pónganla de pies o cabeza en el cepo, y así amansarán; y dándoles muy buenas disciplinas delante de las otras, escarmentarán en cabeza ajena. Conviene también que de noche duerman algunas de las inquietas con alguna cadena o en el cepo». Una vez arrepentidas y «aprobadas», pasaban a profesar en el vecino de San Felipe de la Penitencia. La elección del tema del cuadro, Las tentaciones de San Antonio, junto con otro segundo con el que formó pareja, La leyenda de Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes [IL. 1] formaba parte de la rica dotación de ornamentos y reliquias, regalo de la monja a la Casa. No podían ser más adecuados para el lugar de destino: la victoriosa resistencia de San Antonio ante la tentación del sexo y la exaltación de la virginidad y el martirio. Al parecer, ambos lienzos fueron destinados a una de las capillas colaterales de la iglesia. La procedencia flamenca de ambas pinturas se explica por los vínculos que mantenía esta Beatriz de Zamudio con los Países Bajos, y en concreto con Isabel Clara Eugenia, su protectora. La autoría de Las tentaciones puede atribuirse con cierta seguridad al flamenco Jan Brueghel el Viejo (1568-1625), el tercero y último de los hijos del fundador de la saga, el gran Pieter Bruegel el Viejo, a quien el pintor apenas llegó a conocer por la temprana muerte del padre, a los 39 años. Nacido en Bruselas, Jan se formó en técnicas diversas, adquiriendo una notable pericia en el oficio: trabajó con diseñadores de tapices, aprendió la técnica de la acuarela y, guiado por su abuela Maeyken Verhulst, una de las mejores pintoras flamencas15 , se inició en el arte de la miniatura. Esta formación privilegiada, la soltura de su trazo, su facilidad para los detalles y su técnica elegante le distinguieron de entre los miembros de su familia como el «Brueghel de los terciopelos (Velours)», sobrenombre que respondía a su maestría en los fundidos y degradados, que daban a sus cuadros una dulce armonía y una elegante suavidad en la manera de tratar el color.

15. Es significativa esta red artística de las hermanas Verhulst. Mayken era la segunda mujer del pintor Pieter Coecke van Aelst y la suegra de Pieter Brueghel el Viejo. Su hermana Lisbeth estuvo casada con el grabador y pintor H. Goltzius y la tercera hermana, Barbara, se casó con Jacob de Punder.

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IL . 1

A N Ó NIM O FL A M EN CO

Martirio de Santa Úrsula y las once mil vírgenes Último cuarto del siglo XV Óleo sobre lienzo 147 x 175 cm Museo Nacional de Escultura

Jan, a diferencia de otros creadores flamencos, recluidos en sus ciudades de formación, fue un artista muy «europeo», que desde su Bruselas natal viajó enseguida a Colonia, a Nápoles, Roma o Milán, ciudades en las que pintó para varios jóvenes cardenales, ávidos coleccionistas, para los que realizó pinturas de historia, pero también paisajes. Tras su regreso de Italia, se instaló en Amberes, el centro de comercio de arte más dinámico de Europa, con su célebre mercado semanal del viernes, con sus almacenes de venta al público, sus subastas y marchantes, sus expertos y falsificadores, y todo un floreciente negocio que abastecía al Viejo y al Nuevo Mundo. Allí formó una numerosa familia. Fue entonces cuando amplió su taller y su producción, y se formó un círculo de compradores extranjeros, en un ambiente de creciente estimación de la pintura por parte de los coleccionistas, de abundancia de encargos cortesanos y eclesiales, de difusión del arte en los medios burgueses, síntoma inequívoco del poder social que la pintura había alcanzado en los Países Bajos por esas fechas. El mecenazgo más importante le llegó, precisamente, de la mano de los archiduques, Isabel Clara Eugenia y Alberto. A través de ellos recibió un flujo constante de encargos y entabló con la pareja una relación tan estrecha que, en 1623, la gobernadora fue madrina de la hija pequeña del pintor, bautizada justamente como Clara Eugenia, mientras que el cardenal Borromeo fue su padrino. Fue probablemente esta proximidad de la gobernadora con Brueghel la que facilitó a Zamudio adquirir el cuadro para la galera vallisoletana. Llegó a adquirir tal fama que, en 1618, los magistrados de la ciudad le encargan que reúna a los mejores artistas locales para pintar dos espectaculares alegorías sobre los cinco sentidos,

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siendo Rubens el autor de las cinco encarnaciones femeninas de cada uno de ellos. Algo más tarde, hacia 1623, Brueghel pintó, en colaboración con Hyeronimus Fracken II, Los Archiduques Alberto e Isabel visitando el gabinete de un coleccionista. A pesar de tratar un tema tan distinto de Las tentaciones de San Antonio, reconocemos el gusto por la proliferación de formas y objetos, por lo enciclopédico, la mezcla de naturalia y artificialia, y toda esa «cultura de la curiosidad», ese mundo de pasmo, símbolos ocultos y maravillas, que inspira los variados géneros que trató: escenas profanas y contemporáneas, leyendas religiosas, relatos bíblicos, historias clásicas o sus célebres paisajes. El pintor alcanzó un gran éxito profesional y social y su taller se convirtió en el centro de una red artística de alto rango, de relaciones estrechas entre mecenas, clientes y pintores compañeros de oficio —muchos de los cuales pertenecían a la Hermandad de los Romanistas, de Amberes, cuyo vínculo común era la admiración por Roma—. Dichas relaciones que iban más allá de lo profesional, e implicaban viajes (como el que hizo con Rubens y Van Balen a Holanda), amistades personales (como la que mantuvo con Joos de Momper, Frans Snyders o con el cardenal Borromeo), intercambios epistolares y hasta la tutela de sus huérfanos, que asumió Rubens cuando Jan Brueghel y tres de sus hijos fallecieron víctimas de una epidemia de cólera. De esta amistad da cuenta, por ejemplo, el sensible retrato que hizo Rubens de toda la familia (La familia de Jan Brueghel el Viejo, ca. 1613-1615, Courtauld Gallery, Londres), en el que el pintor, aparece ataviado como un rico burgués —en signo de la dignidad del oficio de artista—, elegante en sus maneras y de mirada afectuosa [IL. 2]. Pero acerquémonos a la obra en cuestión y desgranemos su contenido. Habría que señalar en primer lugar, el carácter epigonal de esta obra, que perpetúa tardíamente la tradición artística bosquiana, llegada hasta él a través de su propio padre. Su tratamiento responde más al imaginario estético de generaciones precedentes que al de sus contemporáneos, pues en vísperas de la eclosión barroca, las tentaciones antoninas se presentaban bajo formas más propias de la austeridad contrarreformista que de la mirada jocosa y grotesca de sus predecesores. No obstante, en el tránsito del siglo XVI al XVII, el tema conservaba una plena actualidad: el temor al Anticristo y a las catástrofes que debían acompañar a su Reino, el pesimismo social, el sentimiento apocalíptico y el miedo al diablo se mantenían con gran firmeza tanto en tierra protestante como en los países católicos. Sigue ilustrando, pues, la creencia de la época en los engaños del demonio. El asfixiante acoso y el engaño de los innumerables seres y objetos —seductores u horribles, pero siempre maléficos—, que surgen ante el eremita dan 30

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IL . 2

PE T ER PAU L RU B EN S (157 7-16 40)

La familia de Jan Brueghel el Viejo Ca. 1613-1615 Óleo sobre tabla 149 x 121 cm Courtauld Gallery

la medida de una persistente angustia colectiva, que seguía sin calmarse casi un siglo después de la aparición de Lutero y de la fractura protestante. En este escenario a cielo abierto y poblado por una legión de seres (pueden contarse hasta cincuenta), se reúnen los tres principales episodios de los ataques diabólicos sufridos por el santo, con el fin de aterrorizarle, de volverle loco, de desviarle hacia las cosas alegres de la vida: la tentación carnal [FIG. 2] , las apariciones de monstruos [FIG. 3] y el intento de impedir su llegada al cielo [FIG 4]. Los dos primeros ocupan la práctica totalidad del cuadro, y se apiñan en torno al santo en una única escena. Él resiste con una serenidad sobrecogedora, refugiado en la lectura de un libro sagrado, sentado a una mesa en el umbral de su gruta, bajo la que dormita el cerdo, su animal-emblema. Tras él, tres mujeres, dos de ellas lujosamente vestidas a la moda, y una tercera desnuda, conducida por personajes aberrantes ante el monje para poner en peligro su castidad. Aunque esta hostilidad hacia lo femenino formaba parte de un «miedo milenario», nacido con las controversias en los círculos cristianos de la Antigüedad sobre la renuncia sexual perpetua16 , el discurso de la mujer como parte de las ilusiones e imposturas de que se vale el tentador se endurece en los tiempos modernos, inagotable en los sermones, la literatura eclesiástica,

16. P. Brown, op. cit. En su monumental estudio, el autor desmenuza los inquietantes debates del cristianismo primitivo y el alcance social, espiritual y político que tuvo la institución del celibato y la abstinencia sexual como una forma de «liberación» de las exigencias de la Naturaleza.

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las obras doctas y el pensamiento popular, ante el deseo de movilizar todas las energías contra el complot demoniaco. En torno a él se despliega una agitación frenética de seres infernales, espantosos híbridos de animales diversos y seres antropomorfos; todos ellos, diversas metamorfosis del diablo y símbolos del Mal. Carece de sentido intentar desentrañar a cada uno de los seres, porque no son, como tal, alegorías de los vicios. Al contrario, su característica, como hemos visto, es su mutabilidad, su pluralidad, signos inestables en perpetua metamorfosis, habitantes de un mundo donde nada es lo que parece [FIGS. 5, 6 Y 7] 17. El tercer episodio se representa lejos, en las alturas, en la parte derecha, donde el santo es elevado al cielo, agarrado y tironeado por un grupo de demonios que intenta evitarlo. Al fondo, distintas construcciones se agrupan en torno a una iglesia y se avista en la lejanía una ciudad [FIGS. 8 Y 9]. La atribución al pintor se basa no solo en sus rasgos de estilo sino, sobre todo, en la existencia de un dibujo preparatorio del propio artista conservado en la Kunsthalle de Hamburgo18 , donde deja ver su dominio del oficio, sus cualidades pictoricistas, la soltura casi impresionista de su lápiz [IL. 3]. En él están ya ubicados espacialmente las figuras principales, así como los elementos naturales que hacen de armadura arquitectónica de la composición, como troncos de árbol o el oscuro roquedal que alberga la gruta del eremita, si bien en la versión pintada algunos de estos accidentes cambian de posición, seguramente para hacer sitio a nuevos animales y monstruos. Es interesante también el cambio en las proporciones de la escena, pues mientras que, en el dibujo, los seres humanos, ocupan casi dos tercios de la imagen, en la pintura, pierden protagonismo, dejando casi la mitad izquierda del cuadro para dar un mayor protagonismo al paisaje del fondo, apenas esbozado en el dibujo. Tampoco aparece en el dibujo la escena de Antonio arrastrado a las alturas que luego será tan importante, además de contribuir al equilibrio compositivo entre lleno y vacío, alto y bajo, derecha e izquierda. Este episodio narrativo recién mencionado procede de una fuente visual harto difundida desde el siglo anterior: la estampa sobre cobre de Martin Schongauer, San Antonio, atormentado por los demonios, realizada entre 1470-75, en la que una mandorla de seres terroríficos de vagos rasgos humanos y cuerpos animalescos, llenos de colmillos, cuernos, garras y excrecencias dentadas, no muy distintas, por lo demás, de los ornamentos de las armaduras caballerescas

17. M. de Certeau, op. cit. 18. E. Valdivieso, «Las Tentaciones de San Antonio Abad», en A. Sánchez del Barrio (dir), Civitates: ciudades y comercio en la Europa de los siglos XVI y XVII, Valladolid, 2010, pp. 46-47.

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IL . 3

JA N B RU EG HEL EL V IE J O (1568-1625)

La Tentación de San Antonio Ca. 1600-1625 Dibujo sobre papel 264 x 392 mm Kunsthalle de Hamburgo

de la época, diseñadas para aterrorizar al enemigo. El grupo parece raptar al santo, que resiste con serenidad el torbellino de los ataques y los intentos de arrastrarle en direcciones opuestas, como disputándose su cuerpo, pues mientras unos parecen tirar de él a lo alto, otros le impiden ascender. La estampa, que tuvo enseguida una gran difusión, inspiró a innumerables pintores europeos, incluidos Ghirlandaio y Miguel Ángel, y fue imitada hasta la saciedad —en la exposición se presenta una versión del siglo XVIII, atribuida al autor del monograma AA [FIG. 10] —. Podría inspirarse en un pasaje de la Vida de Antonio, de Atanasio de Alejandría (296-373) sobre un ataque diabólico en el que el eremita «se sintió transportado en espíritu y se vio como si se hallara fuera de sí mismo y otros seres lo elevaran por los aires. A la vez aparecieron «seres terribles y abominables», ofreciendo resistencia a los primeros y debatiendo entre ellos sobre los méritos de Antonio, con acusaciones falsas, por lo que tuvieron que dejarle libre el paso y pudo ser de nuevo él mismo. Schongauer llena la escena de energía y movimiento ingrávido, en un escenario no terrestre, totalmente abstracto. Brueghel localiza esta escena en el cielo de su pintura, como un episodio aéreo y simultáneo de las tentaciones que suceden en tierra. Hay una segunda fuente de la que el cuadro es deudor, más familiar al artista, pues se trata de un dibujo de su propio padre, Pieter Bruegel el Viejo, perteneciente a la serie de Los siete pecados capitales, titulado «El orgullo» [FIG. 1 1]. Quizá recurrió a él por conveniencias formales o por razones morales, ya que era considerado por los teólogos medievales como el origen de los restantes pecados, «la falta que resume todas las restantes faltas»19, y según Gregorio Magno, san

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Agustín y Bernardo de Claraval, la matriz de la vanagloria y de la soberbia. La afinidad entre ambas imágenes es plena en las figuras principales, tomadas casi literalmente: la mujer bellamente enjoyada y tras ella una joven desnuda conducida casi violentamente por seres deformes y grotescos. Pero mientras que en el grabado del padre, la mujer principal se contempla ante un espejo, como encarnación de la Superbia, en las Tentaciones, la alegoría vira de significado hacia la lujuria que puede despertar la belleza terrenal. El aspecto más novedoso del cuadro es su tratamiento paisajístico, que, a pesar de su carácter inestable y dislocado, es un espacio envolvente sometido a un esfuerzo de organización perspectiva. Si, en el grabado del padre, predominaban las fantasiosas y extrañas construcciones arquitectónicas, en la estela de su admirado Bosco, su hijo ha eliminado todo este mundo, dejando que el espacio natural esté ocupado en los primeros términos por los híbridos infernales y ha dado al paisaje plena autonomía, ensalzando las perspectivas aéreas propias de una realidad más naturalista, con aldeas, castillos, lagos e iglesias, bajo un resplandeciente cielo de húmedos azules nórdicos, que contrasta con los tonos cálidos, terrosos y carnales del primer término.P

19. C. Casagrande y S. Vecchio, Histoire des péchés capitaux au Moyen Âge, París, Aubier, 2003.

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FI G . 1

JA N B RU EG HEL D E V ELO U RS (1568-1625)

Tentaciones de San Antonio Óleo sobre lienzo 155 x 237 cm Museo Nacional de Escultura

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FI G S . 2 – 5

Tentaciones de San Antonio (Detalle)

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FI G S . 6– 9

Tentaciones de San Antonio (Detalle)

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A A (M O N O G R A M A )

Las tribulaciones de San Antonio Siglo XVIII Estampa 30,6 x 23,2 cm Biblioteca Nacional de España

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PIE T ER B RU EG HEL EL V IE J O (1525-1569)

La soberbia (Detalle) Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22,7 x 29,5 cm Biblioteca Nacional de España

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Variaciones sobre la tentación

omo hemos dicho, Las tentaciones de san Antonio era ya, para esas fechas, un clásico recurrente de la pintura flamenca, que había alcanzado celebridad europea gracias a Patinir pero, más aún, al Bosco. En la exposición este hito está representado por dos tablas procedentes del Museo del Prado, copia reducida, con algunas

variantes, de los paneles izquierdo y derecho de la versión más célebre sobre el santo, el tríptico del Bosco del Museu Nacional de Arte Antiga de Lisboa. El panel izquierdo describe la escena en la que Antonio, después de ser transportado a los cielos por los demonios, es llevado por algunos compañeros —uno de los cuales parece haber sido identificado como autorretrato del propio pintor— [FIG. 12]. Bajo el puente que atraviesan, se desarrolla una escena indescifrable: unos personajes de aire maligno leen un papel, mientras se acerca un hombre-pájaro que porta en el pico una misiva [FIG. 13]. Mientras caminan, dejan a un lado una construcción antropomorfa, formada por un ser arrodillado cuyas piernas y nalgas hacen de portal. En el panel de la derecha, vemos al santo cubierto de un manto negro, que retira su vista de una diablesa, cuya desnudez apenas vela un tronco de árbol y unas colgaduras, y que intenta atraerle hacia la lujosa morada que se vislumbra tras ella [FIG. 14]. En derredor suyo, figuras de pesadilla atormentan su ánimo que parece no encontrar sosiego ni posibilidad de concentrarse en la lectura a la que se aferra, mientras en el cielo vuelan los peces [FIG. 15]. Pertenecientes a la colección del Museo Nacional de Escultura son dos relieves que formaban parte integrante del retablo realizado para la iglesia del Hospital de San Antón en Valladolid, fundado hacia 1397 y perteneciente a la orden de los antoninos, dedicada a tratar el ya mencionado «mal de los ardientes». Es Ana de Taxis, miembro de la familia aristocrática de origen

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germano que tenía el monopolio en Europa de los servicios postales, la que encarga en 1553 su realización a dos maestros de Medina de Rioseco, Leonardo Carrión y Diego Rodriguez —artistas en la estela de Berruguete—. En el primero se escenifica el apaleamiento del santo por los demonios, relatado por san Atanasio en su biografía de Antonio, y también en La leyenda dorada: «Entonces los diablos aparecieron bajo la forma de bestias feroces y le despedazaron a dentelladas y desgarros» [FIG. 16]. En el segundo, el eremita es asaltado por una vanidosa fémina —que quizá represente a una reina oriental, que llegará a confundirse en la tradición con la Princesa de Saba20 —, encarnación de una figura muy querida de la Patrística cristiana, la de adjutrix diaboli, instrumento del diablo, como delatan su actitud seductora, su atavío y el collar que porta en su mano derecha, pero cuya verdadera identidad es delatada por su cuerno de diablesa [FIG. 17]. Como una verdadera curiosidad se añade a la exposición un escritorio del siglo XVII que, aparte de su función práctica, la de guardar documentos en sus gavetas, presenta el singular encanto de decorar su frontal con doce minúsculos «países», a modo de pequeños escaparates [FIG. 18]. En su interior vemos paisajes agrestes formados con distintos materiales naturales, sobre

fondos pintados, habitados por figuritas de cera coloreada. Predominan las escenas de la vida eremítica, destacando, justamente, la que tiene por protagonista a San Antonio, tentado en su retiro por una seductora dama, acechados ambos por un pequeño demonio vigilante [FIGS. 19 Y 20]. Luzbel fue perdiendo, con el paso de los siglos la ingenua manera de presentarse que había tenido en el periodo medieval e incluso en el siglo XVI. El naturalismo tardobarroco dio paso a imágenes como esta: la belleza apolínea de su anatomía y la regularidad de sus facciones, aunque deformadas por la ferocidad, muestran un imagen decididamente antropomórfica, a punto de experimentar la transición simbólica de Satán a Mefistófeles (el diablo del Fausto de Goethe), un sujeto sombrío y perverso, si bien capaz de arrastrar, como antaño, a hombres y mujeres a cometer delitos que les expulsan de la norma social o del orden político. La obra perteneció a un conjunto formado por San Miguel Arcángel y el demonio, encarnaciones de la lucha entre dos abstracciones morales, el Bien y el Mal, tal como era descrita en el Apocalipsis; y símbolo de la derrota de la heterodoxia en la guerra de la Iglesia de Roma contra los infieles emprendida siglos antes, pero que consolidó la imaginería de la Contrarreforma con una larga vigencia [FIG. 21].P

20. A. Chastel, «Le tentation du saint Antoine ou le songe du mélancolique», en Fables, formes, figures I, París, Flammarion, 2004, pp. 139-148.

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Las tentaciones de San Antonio Siglo XVI Óleo sobre tabla de madera de roble 90 x 37 cm Museo Nacional del Prado

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Las tentaciones de San Antonio (Detalle)

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Las tentaciones de San Antonio Siglo XVI Óleo sobre tabla de madera de roble 90 x 37 cm Museo Nacional del Prado

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Las tentaciones de San Antonio (Detalle)

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D IEG O RO D RÍG U E Z Y L EO N A RD O C A RRI Ó N

San Antonio atormentado por los demonios (Relieves del Retablo de San Antonio) 1553-1559 Madera policromada 92 x 95 x 16 cm Museo Nacional de Escultura

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D IEG O RO D RÍG U E Z Y L EO N A RD O C A RRI Ó N

San Antonio tentado por una mujer (Relieves del Retablo de San Antonio) 1553-1559 Madera policromada 93 x 98 x 16 cm Museo Nacional de Escultura

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A N Ó NIM O M A D RIL EÑ O

Escritorio con escenas de eremitas Segunda mitad del s. XVII Madera, bronce y y cera policromada 56 x 102 x 43 cm Museo Nacional de Escultura

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Escritorio con escenas de eremitas (Detalle)

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AU TO R D ES C O N O C ID O

Demonio Siglo XVIII Madera policromada 72 x 35 x 25 cm Museo Nacional de Escultura

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El paisaje enloquecido

elativos a ese gusto flamenco por las imágenes del Averno, la exposición presenta dos paisajes infernales, diferentes entre si, pero muy interesantes. El primero lleva por título La visión de Tondal, del Museo Lázaro Galdiano [FIG. 22] , cuya extraordinaria calidad se ha visto realzada tras su reciente restauración, gracias a la cual

ha sido posible afinar su datación hacia 1478-1485, lo que sugiere que el cuadro es contemporáneo del propio Bosco (y por tanto salido de su taller), y no una imitación de un seguidor, como

se había supuesto hasta ahora. La escena está inspirada en un texto visionario escrito en latín por el hermano Marcos, un monje irlandés, que describe un viaje iniciático al más allá de un tal Tondal, Visio Tnugdali (1149). Alcanzó una difusión rápida y amplia en toda Europa (se conservan casi 200 manuscritos), y en el siglo XV fue traducido a quince idiomas distintos, en repetidas ediciones sobre todo en alemán, neerlandés y francés. Describe cómo el valeroso caballero Tondal cae en un largo letargo de varios días, durante los cuales su alma es guiada al más allá por un ángel [FIG. 23]. En su periplo describe detalladamente la geografía infernal, siempre de tamaño colosal —valles tenebrosos y carbonizados, estanques de hielo, fuegos de azufre, casas como montañas—, así como sus habitantes, bestias monstruosas que inflingen tormentos a toda clase de pecadores: heréticos, avaros, orgullosos u arrogantes, glotones y fornicadores, clérigos caídos en la lujuria… Olores fétidos, clamores estridentes y bestias deformes contribuyen al clima inquietante e indescriptible: la morada infernal pone al descubierto el triste fin de nuestras ambiciones mundanas [FIG. 24]. El texto, impreso en 1484 en la ciudad del Bosco, ´s-Hertogenbosch, y en otros lugares cercanos, sin duda era conocido por el artista que se inspiró en sus descripciones para ciertas

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escenas de El carro de heno o El jardín de las delicias. El pintor tenía una excelente capacidad imaginativa para traducir las fuentes literarias en imágenes, sin dejarse llevar por la literalidad del texto, sino mediante interpretaciones personales más libres. Esta tabla remite a su taller, pues desarrolla tanto el repertorio iconográfico moralista como la composición formal del espacio de Hieronymus Bosch. La obra pone el acento en los siete pecados capitales, enmascarados imaginativamente en microescenas que pueblan el paisaje del Averno, donde reina un ambiente de danza macabra, por donde pululan encarnaciones de los vicios: la rata negra, símbolo medieval de la lujuria; la mona, símbolo de la inconstancia y la mentira; las monedas, en alusión al pecado de la avaricia; la gran cuba de vino en la que se bañan monjas y frailes, víctimas de la lujuria, mientras que a la derecha, dentro de un gran casco, se adivinan los castigos asociados a la cólera y la gula. En el otro extremo, una pareja tendida junto a una serpiente parecen representar a Adán y Eva, torturados por perros por haber sucumbido al pecado de la ambición. Sobre el casco, en un lecho, un hombre se deja ganar por la pereza. Lo más llamativo es la cabeza humana, colosal como una montaña, y de órbitas brillantes como dos grandes abismos negros. En la fuente irlandesa se menciona «una horrenda cabeza tan enorme que el alma de caballero nunca había visto una montaña de tal tamaño». Al fondo, dos mundos contrapuestos: a la derecha, un gran incendio, claramente infernal; a la derecha un plácido y luminoso cielo, albergando en primer término una de esos huevos bosquianos, tan frecuentes en el Jardín de las Delicias. Esparcidos en la parte inferior del cuadro personajes quiméricos, de inspiración medieval, pero pasados por la extraña fantasía del autor: pájaros gigantes, trompeteros con cuerpo de huevo, gatos gigantes, seres alados, ranas, que contrastan con la ingenua y sumaria apariencia de los humanos21 . De signo muy distinto, pero de igual influencia bosquiana, es otro paisaje de los confines infernales, el Descenso de Cristo al Limbo (1520-1575), tabla conservada en el Museo Nacional de Escultura [FIG. 25]. El Limbo es un submundo habitado por aquellos hombres justos que, habiendo nacido antes de la venida de Cristo a la Tierra, no habían sido bautizados, y que, aun sin merecer el castigo del infierno, tampoco podían alcanzar la gloria celestial. La doctrina tardomedieval

21. Seguimos, en buena parte, el documentado artículo de A. López Redondo, «El Bosco, su taller y sus seguidores en la Colección Lázaro Galdiano», Koregos. Revue et encyclopédie multimedia des arts, 230, nº 230, 20, junio, 2018 (ed. on line: http://www.koregos.org/fr/amparo-lopez-redondo-jerome-bosch-son-atelier-ses-imitateurs-dans-collection-lazaro-galdiano). El Museo Lazaro Galdiano organizó en 2017 la exposición «Una colección redescubierta. Tablas flamencas del Museo Lázaro Galdiano» acompañada de un espléndido catálogo.

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inventó este oscuro lugar de encierro que Jesús visitará, tras su propia muerte, para rescatarles y llevárseles al Cielo. Esta escena cobró auge entre los siglos XIII y XVI, cuando la presión de la devoción popular sobre la cultura se agudiza. Así, la Leyenda Dorada recoge un sermón de san Agustín que parece inspirar esta imagen: «Cuando Cristo llegó a los últimos confines de las tinieblas como espléndido y terrible conquistador, las impías e infernales legiones, poseídas de espanto, comenzaron a cavilar preguntándose: “¿De dónde procede este visitante tan poderoso, tan resplandeciente, tan noble y tan temible? ¿Quién es éste que, con tanta arrogancia, ha entrado en nuestros dominios y se mueve por ellos, no ya sin mostrar miedo a nuestros suplicios, sino atreviéndose incluso a soltar las ligaduras de los que aquí tenemos cautivos?”» 22 . El tema de Cristo radiante y magnánimo que desciende al infierno para liberar a los héroes bíblicos privados hasta entonces de Dios era un tema moralizador del humanismo cristiano para reparar esta laguna en la misericordia divina. Plásticamente era un tema ideal para representar la nocturnidad helada y aterradora, de cuyo abismo emergen Adán, Eva, Abraham y un cortejo de figuras implorantes, en medio de un paraje devastado y carbonizado. En el fondo, a lo lejos, un gigantesco incendio —evocación de una experiencia personal del propio Bosco— enrojece los cielos y deja a contraluz el perfil de una ciudad espectral que no encontrará paralelo hasta la llegada de Bruegel. [FIG, 26].P

22. Se conservan versiones similares a ésta realizadas por seguidores del Bosco, como Jan Mandyn o su alumno Gillis Mostaert, por ejemplo, en el Museo Nacional de San Carlos, en México, en el Worcester Art Museum o en la Kunsthalle de Hamburgo. Hay que añadir además la aparición de otras dos tablas atribuidas al círculo de Mandyn, recientemente subastadas en Inglaterra. Todas ellas serían copias de una obra original del Bosco. C. Guilarte, «Descenso de Cristo al limbo», en Figuras de la exclusión, cit., p.188-189. Sobre el limbo como un lugar subterráneo de espera —y de esperanza— para los muertos, véase J. Le Goff, «Les limbes», en Un autre Moyen Âge, París, Gallimard, 1997, pp. 1233-1257. Sobre el descenso de Jesús, descrito por primera vez en el Evangelio de Nicodemo, ver pp. 1241-1242.

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Visión de Tondal 1478-1485 Óleo sobre tabla 54 x 72 cm Museo Lázaro Galdiano

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Visión de Tondal (Detalle)

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Bajada de Cristo a los infiernos 1520-1575 Óleo sobre tabla 62 x 83 cm Museo Nacional de Escultura

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Bajada de Cristo a los infiernos (Detalle)

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Bruegel el Viejo: el pandemónium de los pecados

na sección nueva de la exposición es la constituida por la serie de Los siete pecados capitales de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569), fundador de la dinastía —sin la ‘h’ que adoptaron luego sus descendientes—, que cumple un papel de bisagra entre el lienzo de su hijo, Brueghel de Velours, y la obra contemporánea con la que culmina

la muestra, los dibujos y filmes de Antoine Roegiers, que experimenta sobre esta serie, en un len-

guaje moderno y con técnicas digitales, pero sin despegarse del espíritu bruegelesco [FIGS. 27 A 33]. Pieter Bruegel ha pasado a la historia del arte como un creador original e inclasificable, por sus imágenes de la vida popular, por sus alegorías y por ser un pionero de la pintura de paisaje. Hijo de un ambiente en el que se alían las ideas humanistas, los juegos alegóricos y las tensiones espirituales, desarrolla su carrera en Amberes, uno de los centros más activos de Europa. Su primera elección artística es harto significativa: su viaje a Roma, no despierta en él el menor interés por las formas heroicas italianizantes y las ruinas arqueológicas, que eran el evangelio de los nuevos tiempos y que entusiasmaban a tantos contemporáneos flamencos, como Gossaert o van Scorel. De espaldas al gusto romanista, alejado de los antiguos dioses, hostil a los nuevos, Bruegel exhibe en su obra una desafiante ansia de novedad. Su personalidad se forjará a partir de una síntesis muy personal entre, por un lado, su afinidad con un pintor que le fascina, El Bosco, muerto varias décadas antes, y una atracción nueva y moderna por el paisaje [IL. 4] 23. Por esa razón, y aunque sus obras eran codiciadas y se vendían a precios nunca alcanzados en su tiempo, el reconocimiento 23. P. Philippot, «Le paysage et Pieter Bruegel», en La peinture dans les anciens Pays Bas, París, Flammarion, 1994, pp. 219-220.

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de su originalidad y su maestría ha sido tardío. Como testimonia Max Friedländer, todavía hace 60 años mencionar conjuntamente a Van Eyck y Bruegel sonaba, entre muchos historiadores del arte, como una provocación. Al igual que tantos artistas del área germánica, fue, antes que nada, dibujante e ilustrador. En los primeros pasos de su carrera, encontramos su nombre asociado al de Hieronymus Cock, el principal impresor de estampas del norte de Europa y responsable de que Amberes se transformase en el gran centro comercial de grabados del continente, a través de su taller, Aux quatre vents. Cock, que se convierte en su mentor, su apoyo, su «agente», le encarga a Bruegel en 1556 dibujar una serie de planchas satíricas, Los siete pecados capitales —luego seguida por Las siete virtudes—. Los dibujos preparatorios a pluma y tinta marrón serán grabados al buril por Pieter Van der Heyden y editados en 1558 [IL. 6]. Y aunque pronto abandone su faceta de ilustrador y se entregue a la pintura, el arte de Bruegel nunca dejará de ser el de un dibujante. En los once años siguientes, hasta su muerte a los 39 años, realizará su obra más popular, de episodios bíblicos, paisajes, escenas populares: La Batalla de Carnal y Cuaresma (1559), Juegos de niños (1559), Cazadores en la nieve (1565), El triunfo de la muerte (1562), La subida al Calvario (1564), Parábola de los ciegos (1568). La formulación de los siete pecados capitales obedecía, en la tradición cristiana, al deseo de sistematizar y ordenar el mundo confuso y abrumador del Mal, su naturaleza compleja, su omnipresencia en la realidad humana, desde el primer pecado de Adán y Eva: el cuerpo, el dinero, el alma, las costumbres. Su enumeración fue formulada muy pronto, por Evagrio Póntico (345-399), justamente un anacoreta de Nitria, nacido algo después que san Antonio. Evagrio era un sabio clásico de elevada educación, el primer monje que deja una obra literaria importante y el pionero en la sistematización del pensamiento ascético de los Padres del Desierto, disperso hasta entonces y solo trasmitido oralmente, y en la formulación de los grandes temas de la espiritualidad oriental, que luego pasará a Occidente. Él fue quien fijó por primera vez la existencia de ocho «pasiones» malignas: gula, lujuria, avaricia, vanagloria, ira, tristeza, acedia y orgullo. Una lista que fue revisada varias veces en estos siglos tardoantiguos hasta que el papa Gregorio Magno (590-604), en sus Moralia, le da una configuración nueva al suprimir la vanagloria, fundir la acedía y la tristeza en la pereza y añadir la envidia, reduciendo a siete las pasiones «capitales», denominadas así por ser las que encabezan todos los vicios24. El orgullo, pecado general y fuente de todos los demás, asociado a la vanagloria, se asimila a la voluntad de seducir y al cultivo de la apariencia, condenada sobre todo en las mujeres; la pereza designa un estado de apatía que da pie a derivas perniciosas: la ociosidad, la somnolencia, el vagabundeo del espíritu, la duda de la propia fe, la insana curiosidad; 66

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Caravana de mulas por una ladera Ca. Segundo tercio del siglo XVI Dibujo sobre papel 217 x 302 mm Museo Boijmans Van Beuningen

la cólera, cuando es divina, no es más que una «escenificación» didáctica, pero posee un poder perturbador, físicamente visible, que hace presa en los monjes; la avaricia es un vicio creciente en una sociedad en la que los valores cada vez están más ligados a la posesión de riquezas; la gula es un mal ligado al pecado original de Eva, y a un primitivo estado natural, madre del aturdimiento, del desorden, del embrutecimiento del alma. Y, finalmente, la lujuria, vicio universal, engloba todos los excesos ligados al cuerpo 25. Y aunque el papa Gregorio se dirige sobre todo a los monjes, que deben luchar contra los vicios y aspirar a la perfección, su ‘septeto’ conocerá a lo largo del Medievo un ensanchamiento social de éxito enorme en el mundo laico. En primer lugar, porque permite «bautizar» el mal, ponerle nombre, enumerarle, distinguirlo en la conciencia, admitirlo ante el confesor o denunciarlo en los sermones. Y en segundo lugar, darle forma en la representación visual por medio de metáforas, alegorías, símbolos y toda suerte de leyendas narrativas o de escenas fantásticas, como las nacidas de la imaginación de Bruegel 26. 24. La fijación de la doctrina oficial llegará de la mano de Tomas de Aquino, en la Summa Theologica (Prima secundae) que diserta largamente sobre la naturaleza, las causas y la etiología del pecado y el vicio: «Se llaman pecados capitales aquellos cuyo fines tienen la cualidad de instigar el apetito, y como estas cualidades son siete, se distinguen igualmente siete vicios capitales que son: el orgullo, la avaricia, la lujuria, la envidia, la gula, la cólera y la pereza». 25. C. Casagrande y S. Vecchio, op. cit. 26. M. Rengel Medina, «La serie de los siete pecados capitales de Brueghel el Viejo. Iconografía», en R. Escalera Pérez y S. Ríos Moyano (coords.), Cultura simbólica. Estudios, Málaga, Universidad de Málaga, 2015.

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La Ira 1557 Dibujo sobre papel 229 x 301 mm Galleria degli Uffizi

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Desde la Edad Media, los siete pecados capitales son un tema popular cuya presencia social se intensifica a mediados del siglo XVI, en tiempos de Bruegel, a causa de la gran crisis que Europa atravesaba desde 1520. El Humanismo de las primeras décadas se desvanecía y la discordia entre facciones católicas y protestantes, la intransigencia y el fanatismo de unos y otros, la identificación del Papado como encarnación del Anticristo, la predicción protestante de que la historia humana se acercaba a su término, de que el «fin del mundo» era inminente 27 habían impuesto un clima desolador dominado por el pesimismo, la ansiedad y el miedo, y obsesionado por la inevitabilidad del mal. Las ardientes polémicas teológicas sobre la doctrina de la predestinación y el valor de las buenas acciones ponían en primer plano el problema del pecado y la tentación. En los Siete pecados capitales, Brueghel hace uso del grabado, considerado un género menor, y por tanto, un arte idóneo para aliar arte e ideas, para representar el pandemónium de los placeres mundanos castigados y desplegar aisladamente el escenario, las acciones y los protagonistas de cada uno de los pecados, mediante paisajes fantásticos repletos de seres monstruosos, en parte amenazantes, en parte cómicos. Es cierto que el mensaje de las siete estampas es nítido: quien halla la felicidad en la riqueza y los juegos, quien se abandona a los goces efímeros, quien se deja llevar de sus demonios, sufrirá la cólera eterna. Pero una de las fortalezas de la serie, su fuerza eficaz y novedosa, proviene de la abierta posibilidad de reírse sobre algo tan extremadamente serio como una imagen de intención moral acerca del castigo divino, que, más que incitar a la piedad, despierta la risa. Parece, como le sucedía al Bosco, que a Bruegel le interesa más la poesía que la Biblia. Cada uno de los siete incluye una inscripción explicativa en el margen inferior en dos líneas, la primera en latín, en mayúsculas, y la segunda en flamenco, en minúscula. Cada uno de ellos está presidido por una dama que personifica el vicio acompañada de un animal emblemático que la identifica. Así, en el grabado de La Avaricia [FIG. 27] todo gira en torno al dinero: la mujer, acompañada de un sapo, coge monedas de un gran arca y las va depositando en su regazo. A su espalda, un prestamista, y, por doquier, figuras que atesoran, recogen o piden dinero, roban o son robadas. La Pereza [FIG. 28] es una mujer reclinada sobre un asno, mientras un demonio le ofrece una almohada. Aquí, la desidia reina por doquier: las figuras dormitan, vaguean o están sentadas inactivas. Seres híbridos arrastran carretas ocupadas por gente incapaz de moverse por sí misma: uno de ellos, vestido de monje, tira de un carro-cama en el 27. J. Delumeau, El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 1989, pp. 361-392.

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que un hombre acostado es alimentado por un oso. Hay dados que simbolizan el ocio, y caracoles y otros reptiles que se arrastran con indolencia. La Gula [FIG. 29] es una gruesa mujer que bebe ansiosamente sentada sobre su cerdo, que, a su vez, engulle unos nabos de una cesta volcada. Todas las figuras, ya sean hombres o animales, manifiestan una ansiedad glotona, tragando, devorando, vomitando, mientras no dejan de servirse más bebida; todos son orondos y uno de ellos lleva su vientre en una carretilla. En La Ira [FIG. 30] no hay una mujer que destaque como en el resto de grabados. Podría ser la figura gigante que lleva un cuchillo en la boca o bien el ser vestido de guerrero que lleva una antorcha y una espada, acompañado de un oso. Abundan las espadas, las sierras, los cuchillos y todo tipo de objetos cortantes. Los cuerpos luchan entre si, se torturan, se muerden, son asados en una marmita. En el aire se pelean dos pájaros. Nadie se libra de la violencia. La Envidia [FIG. 31] señala al pavo que la acompaña, mientras devora su corazón. A sus pies dos perros se disputan un hueso. El Orgullo [FIG. 32] es una dama ataviada con lujo que se contempla en un espejo, acompañada de un pavo real, que exhibe su plumaje. Tras ella una joven desnuda es retenida por un pastor y una monja grotescos, acompañados de un cortejo de figuras con cabezas de reptil o de perro. Una especie de erizo lleva la mitra de un obispo. Varias figuras híbridas y grotescas, algunas con plumas de pavo real y contemplándose en un espejo, exhiben su soberbia. La Lujuria [FIG. 33]

es una mujer desnuda besada y acariciada por un diablo en forma de lagarto y sen-

tado sobre un sillón, rodeados ambos de varios animales. Los personajes de la escena copulan y muestran gestos y acciones lascivas. Un cortejo, en el centro, lleva a un hombre desnudo y maniatado —que, en el dibujo original de Bruegel, era un obispo—, en castigo por sus vicios. Las estampas comparten el mismo aire enloquecido. Todo es escarnio y pesimismo. En un panorama pletórico de figuras y construcciones, nuestra mirada se pierde. Bruegel adopta un punto de vista panorámico, superior, no perspectivo, en el que conviven espacios simultáneos, encabalgados, que es el material con el que construye libremente su fabulación poética, una fabulación habitada por un zoológico sin nombres, un jardín de especies inventadas, una colección de arquitecturas imposibles, una barahúnda de objetos que no respetan las proporciones ni los usos habituales, una humanidad inhumana.P

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La avaricia Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La desidia Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La gula Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La ira Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La envidia Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La soberbia Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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La lujuria Grabador: Pieter van der Heyden Editor: Hieronymus Cock 1558 Estampa 22.7 x 29.5 cm Biblioteca Nacional de España

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Antoine Roegiers: Bruegel se mueve hoy

l mundo de Bruegel no existe, nunca ha sido real. Hoy diríamos que es un mundo «virtual». Pues bien, quinientos años después, esa dimensión «virtual» va a ser explorada por Antoine Roegiers (Braine-l’Alleud, Bélgica, 1980), un artista belga formado en la École des Beaux-Arts de París, con los nuevos medios que la técnica digital

pone al servicio de los creadores, «pero con el Louvre enfrente». Particularmente seducido por la libertad y la modernidad que alcanzaron los pintores flamencos, la obra de Roegiers ahonda,

fiel a sus orígenes belgas, en esa tradición pictórica de los Países Bajos, que tiene en Bosco y Brueghel a sus grandes maestros, y prosigue hasta nuestros días en personalidades tan distintas como Magritte, Broodthaers o Jean Fabre. Así, el Bosco inspiró sus Tentaciones de San Antonio (2009), y Bruegel el Viejo, sus Proverbios flamencos (2005) y Los siete pecados capitales (2011). Más recientemente han sido el mundo perverso de Félicien Rops, con su Pornocrates (2017), y el delirio carnavalesco de James Ensor, en La dernière dance (2018). Todos ellos, aun perteneciendo a siglos tan distintos, comparten el gusto por la extrañeza onírica, cierta inclinación a la perversidad, el sentido de la ironía. Pero Roegiers no se limita a hacer un guiño a esa historia de la pintura. A través de los siglos, se desliza en la piel de sus ilustres predecesores para inscribirse en esa tradición como un lector actual, no mimético, sino intencionadamente «intempestivo», en el sentido literal de la palabra, que rejuvenece y refresca la visión de las obras de pasado, que, gracias a la violencia y la incongruencia, dejan de ser un residuo positivista, para proponer interpretaciones renovadas y fecundas, sentidos inéditos, correlaciones no vistas. «Intento, cuando miro atrás, estar en lo contemporáneo»28 .

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La obra expuesta aquí es Los siete pecados capitales, formada por dos conjuntos complementarios, que corresponden a dos fases de la producción: los siete films, dedicados a cada uno de esos vicios, y los noventa y dos dibujos preparatorios. En siete pequeñas pantallas se desarrolla el hilo de una animación narrativa relativa al orgullo, la lujuria, la gula, la envidia, la pereza, la avaricia y la cólera. El proceso creativo de Roegiers tiene mucho de artesanal. Con una maestría técnica indudable, el artista, durante los dos años que dedicó a la realización de la serie, dibuja a mano (con un total de 92 dibujos), personajes y escenarios, fragmentando y despiezando cada parte del cuerpo y cada elemento del paisaje, aislando cada una de sus partes constituyentes, que luego serían reunificadas digitalmente [FIGS. 34 A 83]. Su formación en los medios digitales es la de un autodidacta y la totalidad del proyecto es realizado íntegramente por él: «La creación en ordenador me produce un gran placer; se puede inventar el movimiento, trabajar la narración y la poesía: es muy eficaz». Lo que Roegiers se propone es explorar el mayor hallazgo visual del maestro Bruegel: la simultaneidad de la acción. En sus estampas todo sucede al mismo tiempo: la sincronía de miniacontecimientos, la profusión de microrrelatos, el patchwork de escenas que colman el paisaje, al que otorga una gran profundidad, y que va ubicando en primeros, segundos, terceros y últimos términos —hasta nueve planos superpuestos—, «como si fuese un milhojas». Roegiers reinventa esa profundidad, esa tercera dimensión de la que el grabado solo da un ilusión fingida, taladrando la superficie bidimensional de la estampa. «Lo que me interesa en Los siete pecados capitales, aparte de la inventiva y la belleza, es la gestión del espacio: cada uno de ellos es de una gran profundidad». Y cuanto más fuerte es la ilusión del espacio, tanto más inmediata es la impresión de que los cuerpos se mueven. La gran locura flamenca, prisionera congelada del papel durante siglos, cobra vida. El espacio se anima con cuerpos que se mueven como autómatas, gryllas que recorren los bosques, caracoles y orugas que se desplazan por el terreno, o habitantes de una aldea que ejecutan las acciones congeladas en las escenas de cada estampa. Caminando, saltando, volando, el cuerpo sugiere el espacio que ha abandonado y el que está a punto de alcanzar. Roegiers recrea y cuenta lo que Bruegel «quiere» pero no «puede» mostrar, inventando la acción completa de la que su antepasado solo captaba un instante fijado en el papel. Rompe

28. En N. Chrillesen, «Antoine Roegiers, maître magicien», en Arts One Magazine, vol. 1 (The university of British Columbia), mayo, 1, 2011, pp. 102-107.

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la simultaneidad de la imagen fija, el momento detenido, e inventa para él un desenvolvimiento temporal, contando lo que sucede antes, durante y después de la imagen bruegeliana, dándole una temporalidad propia. El artista hace entrar al espectador en el interior de los dibujos para pasearle más allá de donde le había llevado Bruegel. Le convierte en un ávido voyeur. Cada uno de los pecados goza de su propio desarrollo narrativo. La secuencia parte de un paisaje vacío —un hoja en blanco—, que en pocos segundos se va habitando con miembros separados de las figuras y fragmentos de paisaje, que se recomponen, como en un rompecabezas, a medida que se mueven: poco a poco aparecen nuevos detalles. Sin traicionar la obra original, toma a las figuras una a una, y siguiéndolas en un lento travelling les acompaña en su avance, en sus encuentros, en sus actividades, en sus inspecciones del entorno. Y juega, con un placer irónico y un poco perverso, con el ritmo, la planificación y con el tiempo. «Viajo libremente por cada uno de los siete dibujos bruegelianos, y a medida que avanzo descubro el detalle de una escena, el carácter de un individuo, e invento la prolongación de una acción, de un movimiento». A ello se añade una banda sonora que también parece venida del fondo de los tiempos: una música inquietante, obsesiva, demoniaca, compuesta por su habitual colaborador, Antoine Marroncles, que cumple un papel esencial. Roegiers explora una de las cualidades más ricas y manifiestas de Bruegel: su comprensión intuitiva del funcionamiento del cuerpo humano, de sus movimientos. Su capacidad de captar la actividad humana era tan rica que entre decenas de figuras ninguna aparece en la misma actitud. Roegiers potencia esta capacidad bruegeliana para dar vida a un desplazamiento, a un giro, al avance sobre el terreno, a la carrera de un grupo humano, en una variedad de movimientos que hace creíble el ajetreo de las figuras —torpes y ágiles a la vez—. Al introducir el tiempo real en el tiempo figurado de la estampa, convierte ese movimiento en potencia en una breve historia cinematográfica, en una pequeña narración heroica, en un cuento para adultos, narrado a través de un plano-secuencia. Hombres, mujeres y animales conviven con demonios, criaturas híbridas y gigantes con una naturalidad desconcertante, gesticulan, hacen muecas y siguen un destino tragicómico, como movidos por una fuerza ajena. Circulan como si flotasen en medio de estos reinos infernales, donde los reptiles beben en tazas (Gula) o gigantes con un cuchillo entre los dientes acechan a ciudades depravadas (la Ira). De vez en cuando, un color irrumpe iluminando la sobriedad monocroma: el azul del plumaje de un pavo real (Orgullo), el verde de una bebida viscosa (Gula), el rojo de las lenguas que lamen la intimidad de una mujer (Lujuria).

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Roegiers explota ademas otro rasgo de Bruegel, la pluralidad de puntos de vista. Lejos de la verticalidad frontal de los clásicos del sur, lejos de la orgullosa belleza del cuerpo erguido, «a la italiana», sus personajes aparecen en cuclillas, vistos desde arriba, enmarañados entre sí, alineados en series, presentados en una infinita diversidad de posturas y de perspectivas. Sus paisajes se deleitan en una mirada panteísta que parece burlarse de toda visión antropocéntrica. Lo vital es su mirada totalizante29. El espectador se sumerge de inmediato en la contemplación, ante la fantasía de ver moverse las imágenes estáticas del original. Atraído, inicialmente, por una curiosidad lúdica, pronto, tras los primeros segundos, ante los inquietantes movimientos mecánicos y repetitivos, la contemplación se hace más seria, más grave, más amenazante, más pesadillesca, agudizada por una banda sonora lacerante. «La animación me parece el mejor instrumento para sorprender al espectador y revelar la violencia interna de un cuadro».P

29. M. Friedländer, From Van Eyck to Bruegel. 2 The sixteenth Century, Londres, Phaidon Press, 1969, pp. 140-141.

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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La ira Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Desidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Soberbia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Avaricia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Avaricia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Avaricia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Avaricia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Avaricia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Gula Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Gula Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Gula Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Gula Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Gula Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Invidia Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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Lujuria Dibujo preparatorio para el film Los Siete pecados capitales, según Pieter Bruegel 2011 Tinta sobre papel 21 x 28,2 cm Cortesía de Pas-Chaudoir Art Collection

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IR A

D ES ID I A

S O B ERB I A

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Los Siete pecados capitales Fotogramas de la serie de filmes 201 1 Cortesía de Antoine Roegiers

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E L D I A B L O, TA L V E Z

AVA RI C I A

GUL A

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LU J U RI A

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El Diablo, tal vez EL MUNDO DE LOS BRUEG HEL

Museo Nacional de Escultura 1 de diciembre de 2018 — 3 de marzo de 2019

Concepción museográfica El Taller de GC Concepción gráfica El Taller de GC Montaje Red Producciones Fernando Frutos

Organización Museo Nacional de Escultura Subdirección General de Museos Estatales (Ministerio de Cultura y Deporte) Dirección y proyecto expositivo María Bolaños Coordinación Manuel Arias Martínez Ana Gil Colecciones Manuel Arias José Ignacio Hernández Miguel Ángel Marcos Alberto Campano Documentación Rosario Fernández Ana M.ª Pérez Conservación preventiva Alberto Campano Pedro González Restauración Carmen Wattenberg Carolina Garvía

Iluminación Antonio Sáinz Comunicación Ana Gil Pedro González Celia Guilarte Alba Rebollar Transporte Tti Programa educativo Ángeles Polo Margarita de los Ángeles Eva García Museando. Gestión cultural Administración Victorino Hernando M.ª Isabel Alaguero Pilar Vaquero Carmen Muñoz Instituciones prestadoras Biblioteca Nacional de España Museo Nacional del Prado Museo Lázaro Galdiano Pas-Chaudoir Art Collection Antoine Roegiers

Catálogo Dirección y coordinación María Bolaños Edición Museo Nacional de Escultura Documentación gráfica Ana Gil Alba Rebollar Diseño gráfico El Taller de GC Impresión y fotomecánica Gráficas Gutiérrez Martín Patrocinio Fundación Belondrade. Arte y vino © de la edición, Asociación de Amigos del Museo Nacional de Escultura y Museo Nacional de Escultura © de los textos, la autora © de las fotografías, sus autores ISBN: 978-84-09-07064-0 Depósito legal: VA 844-2018

Agradecimientos Manuela Anzules Miguel Castillo Montero Ana Marta de Catalina Miguel Falomir Virginia Garde Nicolas Gaudelet (Voxels Productions) Miguel González Suela Juan Manuel Guimerans Elena Hernando Carmen Huerta Veronique Huttman (Art Bärtschi & Cie) Keteleer Gallery Adoracion Lago Durán Patricia Lucas Isabel Mateo Beatriz Martin de la Peña Aurora Martínez Martín Eduardo de Mata Trapote Carmen de Miguel Moro Mª Dolores Muguruza Klaus Pas Guy Pas Miguel Román Ana Maria Redondo Antoine Roegiers Ana Santos Aramburo Andrés Úbeda de los Cobos Alejandro Vergara

Créditos fotográficos Biblioteca Nacional de España (Madrid) Biblioteca Real Alberto I (Bruselas) Courtauld Gallery (Londres) Galleria degli Uffizi (Florencia) Hamburger Kunsthalle Kupferstichkabinett (Hamburgo) Museo Nacional de Escultura (Valladolid) Museo Nacional del Prado (Madrid) Museo Lázaro Galdiano (Madrid) Museum Boijmans Van Beuningen (Rotterdam)