El Derecho y El Reves de La Memoria - Quito Tradicional

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y el revés de la

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Quito tradicional y legendario

PACO MONCAYO GALLEGOS Alcalde Metropolitano de Quito CARLOS PALLARES SEVILLA Director Ejecutivo del Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural de Quito, FONSAL

EL DERECHO Y EL REVÉS DE LA MEMORIA Quito tradicional y legendario

Autores: © Édgar Freire Rubio © María del Carmen Fernández

© FONSAL, 2005, para la presente edición Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural de Quito Venezuela 9-14 y Chile / teléfonos (593-2) 2584-961 / 2484-963

Editor general: Alfonso Ortiz Crespo Asistencia editorial: Sofía Luzuriaga Jaramillo

BIBLIOTECA BÁSICA DE QUITO VOLUMEN 5

ISBN-9978-300-27-9

Dirección de Arte: Rómulo Moya Peralta / TRAMA Diseño: Meliza Martínez de Naranjo / TRAMA Preprensa: Juan Moya Peralta / TRAMA Impresión: Imprenta Mariscal Realización: TRAMA: Eloy Alfaro N34-85, edificio Marinoar, planta baja Teléfonos (593-2) 2246-315 / 2246-317 Quito – Ecuador www.trama.com.ec / e-mail: [email protected]

Impreso en Quito-Ecuador, 1500 ejemplares, noviembre 2005

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y el revés de la

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Quito tradicional y legendario

Édgar Freire Rubio COMPILADOR

Introducción y notas de María del Carmen Fernández Delgado

DEDICATORIA María del Carmen Fernández y a mis hermanas:Violeta, Mercedes, Marthita, Dolores y Janneth, mis semejantes.

A H

ay una soledad en la pobreza, pero una soledad que da su valor a cada cosa. Es un determinado grado de riqueza, el mismo cielo y la noche llena de estrellas parecen bienes naturales, pero en la parte baja de la escala, el cielo recobra todo su sentido: una gracia sin precio. ¡Noches de verano, misterios que crepitan las estrellas! (El revés y el derecho, Albert Camus)

os hombres no son mis semejantes. Son los que me contemplan y me juzgan; mis semejantes son aquellos que me aman y no me contemplan, que me aman contra todo, que me aman contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; yo y no lo que hice o haré, que me amarían tanto que me amaría a mí mismo, incluso hasta el suicidio.

L

(Carnets, Albert Camus)

Y también a mi madre: ristal feliz de mi niñez huraña, mi clásica y romántica bahía… La muerte, madre mía, a ti me una, agua en tu agua, arena en tu arena.

C

(Gerardo Diego)

PRESENTACION

Carlos Pallares Sevilla Carlos Pallares Sevilla l Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural – FONSAL tiene bajo su responsabilidad la conservación, restauración, recuperación y preservación de los bienes patrimoniales de arquitectura, urbanismo y arte, es decir todo aquello que conforma esta herencia cultural material que ha llegado a nosotros, no como un regalo del cual podamos disponer arbitrariamente, para disfrutarlo, sí, pero no para destruirlo, degradarlo o hacerlo desaparecer. Lo hemos recibido como un encargo que debemos trasladarlo a las futuras generaciones en iguales o mejores condiciones de las que recibimos; somos sus depositarios, no sus propietarios. Pero estos bienes patrimoniales materiales son solamente parte de las expresiones culturales que conforman ese importante legado. Los valores inmateriales, intangibles, son la esencia, el espíritu de ese patrimonio, constituyen la memoria de nuestra sociedad. La historia, las leyendas, las tradiciones, la literatura, la música y otras son parte de ese legado. Salvaguardar y difundir estas manifestaciones que nos precedieron es consustancial a nuestra responsabilidad.

E

En cumplimiento de esa obligación el FONSAL ha editado y auspiciado diversas publicaciones que tienen como propósito rescatar y difundir las expresiones culturales que contienen las claves de nuestras raíces, impidiendo de esa manera que caigan en el olvido. El Alcalde Paco Moncayo dispuso que dentro del programa editorial, se establezca la Biblioteca Básica de Quito que es una colección de títulos que representan a las más importantes publicaciones antiguas o nuevas referentes a Quito y que en su conjunto conforman una completa presentación del patrimonio cultural. El derecho y el revés de la memoria. Quito tradicional y legendario, que ponemos a disposición de los lectores, es el séptimo volumen de la Biblioteca Básica. Conforman la presente obra ochenta y dos trabajos de más de 40 autores, por su diversidad y complementariedad permiten al lector tener una percepción completa de los valores patrimoniales de la ciudad y de la ciudad misma. Sin embargo es necesario señalar que esa diversidad, no cae en un amontonamiento ecléctico del recuerdo; los diversos temas que conforman la compilación se entrelazan y se complementan, generando de esa manera una especie de estructura en donde nada falta, nada sobra y la que permite, a pesar de su diversidad, considerar a la compilación como una totalidad. Esta es la razón por la cual no hemos querido suprimir de esta publicación leyendas o artículos que forman parte de otras obras de la BBQ. La obra aporta con una comprensión de la ciudad que toca hitos históricos estructurales (eventos independentistas, por ejemplo), símbolos formales de identidad (historia del escudo, el estandarte), pero que palpa la vivencia de la urbe mediante personajes anónimos que eran conocidos en períodos determinados, y que el olvido podría enterrar, de esta manera esta obra cubre aspectos de la ciudad tanto en su forma y como en el espíritu que lo anima. Pero además esta visión se ve enriquecida por la dimensión del tiempo, puesto que al ser un compendio que trabaja con autores de múltiples períodos históricos, se puede recorrer una suerte de historia de las mentalidades, ya que cada autor plasma en su texto la concepción de su entorno y la configuración cultural de su tiempo. Justamente mediante el rescate de estas voces del día a día de los quiteños, o de sus acciones cotidianas (el Carbonero o el Mapapelotas), se accede a un dinamismo y a una realidad variopinta que traspasa lo estructural y simbólico para volverse vivo.

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Adicionalmente este compendio permite un acercamiento al lenguaje de quiteñismos, presente en todos los textos, y en el trabajo de Jorge Fegan en particular que enlista los localismos que se han mantenido, perdido o transformado. La mutación no sólo toca a las costumbres idiomáticas, sino a las lúdicas, especialmente en el texto Juegos de mi niñez. Muchos autores destacados de amplia trayectoria en la cultura de esta ciudad, aunque no todos sean quiteños de nacimiento, avalizan la calidad de esta obra. La participación de dos autores sudamericanos de dimensión universal aporta una referencia diferente e importante en la percepción de nuestros valores culturales. Escribir sobre los méritos y trayectoria de cada unos de los 38 autores ecuatorianos sería una tarea inacabable, sin embargo deseo señalar algunos aspectos referidos al compilador Edgar Freire Rubio quien además es autor de nueve de los trabajos de la obra. Difícil hallar alguien más calificado para ensamblar en un libro escritos diversos sobre Quito, una persona que ama a su ciudad, la admira, la defiende y quien con igual persistencia y entusiasmo ha dedicado la mayor parte de su vida a la noble actividad de LIBRERO, así con mayúsculas. No hace falta que yo abunde en pruebas ni en argumentos para trasmitir al lector la importancia y la profundidad de estas dos condiciones del autor; María del Carmen Fernández realiza en la Introducción una brillante descripción al respecto, lo que me releva de tan grata tarea. Solamente debo consignar mi testimonio de cuando por los años setenta muchos jóvenes profesores de la Facultad de Arquitectura acudíamos de manera permanente a la librería Cima en busca de libros de diversa naturaleza, no solamente vinculados a nuestra profesión. Recibíamos un trato cordial, familiar, cariñoso tanto de Don Luis Carrera un hombre bondadoso, como de Édgar Freile. Édgar menor que nosotros era un verdadero tutor en las lecturas de filosofía, literatura y otros temas diferentes a la arquitectura. El nos recomendaba las obras que debíamos leer. Con inagotable paciencia y decidido entusiasmo buscaba cualquier libro que nosotros deseábamos, por perdido que estuviere. Se convertía en nuestro cómplice cuando nos reservaba ejemplares que le habían llegado a la librería y que por su gran acogida corrían el riesgo de agotarse. ¡Que gran amigo teníamos en esa librería! Pero El derecho y el revés de la memoria. Quito tradicional y legendario, contiene además un estudio introductorio de la filóloga española María del Carmen Fernández Delgado, cuyo aporte es indiscutible para la comprensión y el conocimiento del significado del libro. En efecto, su trabajo permite al lector acercarse al compilador, de larga trayectoria en la recuperación de historias cotidianas y de la memoria de la ciudad de Quito, mediante descripciones y análisis de la trayectoria vital del autor así como del trabajo de compilación, tanto a nivel técnico como a nivel teórico, mediante el cual logra contextualizar la labor de la compilación dentro de un universo del libro, la palabra, la vivencia y sus correspondencias con la tradición. Gracias a este aporte el lector accede a una conceptualización de las temáticas tratadas en los artículos. María del Carmen Fernández, divide con flexibilidad las temáticas en la historia, la evocación literaria y la crónica periodística y los textos poéticos. Se encuentra entonces una propuesta de lectura que refleja la coherencia estructural del compendio, y una posible intencionalidad que busca lo diverso en la memoria de Quito. Finalmente la obra contiene notas explicativas y aclaratorias de María del Carmen Fernández, anexas a cada artículo. Por esto, el lector puede profundizar sobre la información que aportan los textos. Se trata de un afán de contexto, tanto de los personajes como de los temas que abordan los diferentes autores. Ella completa su aporte con la inclusión de una bibliografía de obras sobre Quito y notas biobibliográficas de los autores de los ochenta y dos artículos. El lector puede entonces situar al artículo dentro de un marco más informado. Estamos seguros que esta obra será de gran importancia para quienes deseen recordar a la ciudad y para aquellos que quieren conocerla en lo profundo.

Carlos Pallares Sevilla Director Ejecutivo del FONSAL 6

EPÍGRAFES Si mi alma recibiera una leve condena, si estuviera obligada a quedarse a vagar por este mundo, pienso que escogería, en lugar de la casa de una noble en decadencia o de un prócer sin mancha -ni siquiera en su espada-, alguna de esas calles altas y retorcidas, no con la idea de espantar del lecho a la hembra asustadiza y al amante, la de agitar el ruedo del mantón o la enagua colgados en un patio el miedo es el faldón suelto de la camisa-, entre aquellas personas que velan hasta el alba (helada como mano de una santa de yeso o como una botella vacía de aguardiente), sino con el afán de recoger memorias, las de la infancia, las de la leyenda, las de la gloria, las de la miseria, las de la historia de la muy antigua ciudad de Quito y de la patria incierta, para llevarlas, cuando llegue el día supremo del perdón, al Cielo. “Quito”, Bruno Sáenz A.

Otra vez vuelvo a verte ciudad de mi infancia, pavorosamente perdida… Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí… ¿Yo? Pero ¿soy yo el mismo que viví y aquí viví? Y aquí volví a volver, ¿Y aquí de nuevo vuelvo a volver? ¿O todos los Yo que aquí estuve o estuvieron somos una serie de cuentas-entes ensartados en un hilo-memoria, una serie de suelos de mí por alguien que está fuera de mí? Fernando Pessoa

El pasado es lo más real de nuestras vidas. El pasado existe. Existió cuando fue presente, pero sigue vivo, sigue siendo en cada uno de los momentos del presente, porque nos ha generado. Aunque sea para rechazarlo, para liberarnos de él, el pasado existe.Y es vital para saber quiénes somos.Y para protegernos y acompañarnos. Son los ‘fantasmas buenos’… Extracto de una carta personal dirigida por María del Carmen Fernández a Édgar Freire Rubio, 9 de octubre de 2004.

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ÍNDICE pág. Presentación Estudio Introductorio

Carlos Pallares Sevilla María del Carmen Fernández Delgado

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El hombre, la ciudad y los cóndores Retrato de una ciudad: Quito, capital de las nubes Fundación de San Francisco de Quito y el nombre de su fundador Escudo de Quito La bandera y el estandarte de la ciudad Himno a Quito

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7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 39 40

Las Quilagos (La reina Quilago) Lugar de nacimiento, fecha y ascendencia familiar de Atahualpa Discurso dirigido por Espejo, desde Bogotá, a la ciudad de Quito Agosto Rebelde El dos de Agosto de 1810 Plaza Mayor Las Libertadoras El rollo o la picota colonial de Quito Las primeras calles y los primeros puentes sobre las quebradas Hospital Eugenio Espejo Yavirac-Panecillo Viva la gallina con su pepita La Virgen de la Empanada El Cristo de la Agonía (1673) La leyenda de la cruz pétrea del atrio de la Catedral La leyenda de la cruz de la muralla de San Francisco La esquina de las almas El arco de la reina Quito eterno Endecha de Guápulo El antiguo beaterio San Roque de los quiteños Los artículos de la fe Un hidalgo a carta cabal La leyenda de la puerta clausurada del Carmen Bajo La tradición del arco de la Virgen del Rosario Juego del sapo

Mario Vargas Llosa Jorge Carrera Andrade Ricardo Descalzi Pedro Pablo Traversari Pedro Pablo Traversari Fray Bernandino Echeverría O.F.M. (letra) Fray Agustín de Azcúnaga O.F.M. (música) Piedad y Alfredo Costales Fernando Jurado Noboa Eugenio Espejo Segundo E. Moreno Yánez Pedro Fermín Cevallos Bruno Sáenz Bruno Sáenz Luciano Andrade Marín Luciano Andrade Marín Fabián Guarderas Jijón Javier Cevallos Cristóbal de Gangotena y Jijón Cristóbal de Gangotena y Jijón Ricardo Palma Guillermo Noboa Guillermo Noboa Alfredo Fuentes Roldán Alfredo Fuentes Roldán Édgar Freire García Jorge Reyes Luciano Andrade Marín Byron Rodríguez Vásconez Cristóbal de Gangotena y Jijón Cristóbal de Gangotena y Jijón Guillermo Noboa Guillermo Noboa Alfredo Fuentes Roldán

Toctiuco Historia del cementerio de San Diego El poncho de San Roque El Machángara Más pobre que Cristo Sacrilegio ¿Terror...? ¿Esperanza...?

Alfredo Fuentes Roldán Luciano Andrade Marín Jorge Reyes José Modesto Espinosa Cristóbal de Gangotena y Jijón Cristóbal de Gangotena y Jijón Cristóbal de Gangotena y Jijón 9

73 79 81 89 91 99 101 103 107 111 117 119 123 127 131 135 139 143 147 149 151 155 159 163 166 173 177 181 185 189 191 195 199 203

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La esquina de la Virgen La Virgen de Quito Coplas populares de Quito La contadora de cuentos La Caja Ronca: una leyenda recogida en el barrio de San Diego La canilla del difunto La calavera del convento de San Francisco Dulce Jesús mío, mi niño adorado

Alfredo Fuentes Roldán Alfredo Fuentes Roldán Bolívar Bravo (comp.) Édgar Freire Rubio Guillermo Noboa Guillermo Noboa Guillermo Noboa Alfredo Fuentes Roldán

El sapo de agua Epístola La leyenda del pogyo de los ratones La tradición de la casa nº 1028 La Virgen del Quinche es alfarista Alfaro Limen La ciudad de los recuerdos Ciudad de los portales Los cafés quiteños El centro histórico Apagones y ceniza El paisaje quiteño Una casa fantasmal Pelota de tabla y guante Aucas, Marañón o la guerra Cuarenta Carnaval Evocación de los juegos de la niñez Un propagador de cultura: El Mapapelotas

Alfredo Fuentes Roldán Arturo Borja Guillermo Noboa Guillermo Noboa Laura Pérez de Oleas Eduardo Galeano Hugo Alemán Nicolás Kingman Eduardo Villacís Meythaler Henry Nick (Enrique Terán) Simón Espinosa Cordero Segundo E. Moreno Yáñez Juan Manuel Carrión Édgar Freire Rubio Alfredo Fuentes Roldán Jaime Vega Salas Alfredo Fuentes Roldán Édgar Freire Rubio Bolívar Bravo Alejandro Andrade Coello

Los pungas quiteños Cajoneras Colores Casa 1161 Subimos y bajamos calles Cinco canciones de Quito La Alameda Cinco centavos en Santa Catalina Quito, la horrible Esquitofrenia 1 La Amazonas: de fantasmas y fantoches La plaza grande en sepia Glosario de quiteñismos (Extracto) Soy

Jorge Ribadeneira Ulises Estrella Ulises Estrella Édgar Freire Rubio Rafael Larrea Rafael Larrea Édgar Freire Rubio Édgar Freire Rubio Fabián Corral B. Ramiro Oviedo Édgar Freire Rubio Édgar Freire Rubio Jorge Fegan Édgar Freire Rubio

Fichas Bio-Bibliográficas de los Autores de los textos Bibliografía Referencias de las Ilustraciones

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ESTUDIO INTRODUCTORIO

María del Carmen F.

María del Carmen Fernández Delgado

n 1994, la Editorial Libresa publicaba en su colección Antares Quito, tradiciones, leyendas y memoria, un conjunto de cuarenta y siete títulos con que Édgar Freire Rubio nos invitaba a internarnos, por cuarta vez, en los vericuetos de su ciudad natal. En ese volumen se nos ofrecía una selección de 40 textos elegidos de entre aquellos que el compilador había ido reuniendo en los tres tomos, ya editados, de Quito, tradiciones, testimonio y nostalgia, a los que entonces se sumaban siete perspectivas más acerca de la ciudad.

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Han transcurrido once años desde entonces y el libro ha alcanzado su décima reimpresión siguiendo, así, la misma suerte que sus antecesores, que fueron adquiridos y degustados con una rapidez asombrosa en el país.Y es que la presentación múltiple, caleidoscópica, de Quito fascinó a los lectores desde el primer momento, desde que Édgar tuvo la feliz idea de barajar el misterio de las leyendas con el rigor de los hechos históricos, la chispa de la crónica periodística con la seriedad del ensayo interpretativo, la nostalgia de las costumbres tradicionales con las críticas reivindicaciones del presente, la prosa con la poesía, la evocación subjetiva con la objetividad de la investigación, los autores de antaño con los de ahora, los ecuatorianos con los extranjeros. Multiplicidad de enfoques que se plasmó por primera vez en 1987, año en que salió a la luz Quito: tradiciones, testimonio y nostalgia. Fue entonces cuando se creó el encanto. La obra gustó tanto que agotó seis ediciones en cinco años y Freire, estimulado por esta acogida y por su deseo de seguir conociendo y dando a conocer a su ciudad, continuó escudriñando viejas y nuevas publicaciones y pudo, así, elaborar cuatro sugerentes mosaicos más de Quito bautizados con el mismo título: el segundo tomo de la obra, nacido en 1990, ha agotado hace tiempo su tercera edición; del tercero, aparecido en 1993, ya no se encuentra ningún ejemplar; el cuarto salió, tras larga espera, en 2002, el mismo año en que se reimprimía, por séptima vez, el tomo I de la ‘saga’; y el quinto acaba de ver la luz en mayo de 2005. Quito: más tradiciones, leyendas y memoria hereda el espíritu de las páginas alumbradas por la colección Antares. Sin embargo, son algunas las novedades que lo enriquecen y lo diferencian de aquellas. En primer lugar, ahora el índice se ha incrementado de manera considerable y se les ha dado un peso mayor a las leyendas y tradiciones. Por otra parte, aquí se recogen solamente nueve textos de las cinco compilaciones previas que mantienen el título originario.A ellos se les han sumado algunas colaboraciones dedicadas específicamente a este trabajo, varios artículos salvados de la caducidad de la prensa periódica y un número significativo de aportaciones de notable interés para la bibliografía ecuatoriana y que son, así, rescatadas del olvido al que la falta de reediciones las viene condenando injustamente.Además, Édgar nos regala ocho visiones suyas sobre ciertos lugares quiteños en que se refleja su íntimo sentir sobre la ciudad; de ellas, tres han permanecido inéditas hasta ahora, y otras tres provienen de esas entrañables “Memorias de un niño” que conforman El barrio de los prodigios (1998). Nos hallamos, pues, ante otro brillante itinerario para seguir descubriendo, desde múltiples flancos, una ciudad inagotable, un organismo vivo que hoy, en los tiempos de las conquistas tecnológicas y globalizadoras, que son también los de la inseguridad, la angustia, la emigración y, en muchos –demasiados- casos, los de la desesperanza, necesita reconocerse en una identidad, en una forma de ser y de estar. En una cultura que, indisociable del ejercicio de la memoria, le permita erguirse y buscar una salida al laberinto. 13

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El Compilador Un hombre joven uando, hace once años, Édgar Freire tenía cuarenta y siete y yo escribía el estudio introductorio del volumen publicado por Libresa en Antares, titulé este epígrafe con las mismas palabras con las que lo hago hoy. Y es que quien imagine que el compilador, a sus 58 años, es un anciano que, a falta de otras ocupaciones, se halla anclado en la obsesiva tarea de mirar con nostalgia su pasado y el de su ciudad, sin duda se equivoca tanto como quienes entonces se sorprendían de que el compilador de tradiciones fuera un hombre joven. Lo sigue siendo, aún con mayor virulencia que entonces, aunque los rigores cronológicos lo incluyan en el marco de una consolidada madurez. En condiciones menos gratas que antes, continúa ejerciendo con pasión y responsabilidad su labor de librero, esta vez tras el mostrador de la Librería Española; elabora los ficheros bibliográficos mensuales con puntualidad y con un sentido crítico que ha ido creciendo y afinándose con el tiempo; no ha dejado de caminar a diario por las calles quiteñas, subiendo y bajando de más buses y troles que nunca en sus necesarios viajes a las tiendas que la Española tiene frente al parque de El Ejido y en el centro comercial El Bosque; y en esas idas y venidas, en sus largos paseos sabatinos por el centro de la ciudad, Édgar sigue fijándose con atención en sus paisajes, en sus edificios y en los rostros, andares y decires de sus gentes. Lector contumaz, se informa con avidez de cuanto sucede a su alrededor; observador paciente, sabe mirar a los ojos de las personas y escuchar sus palabras.

C

Y este Quito que el caminante ve y oye, que disfruta y padece; este Quito que, más allá del deslumbramiento de los centros comerciales bien surtidos, las urbanizaciones de lujo y las luces de colores de sus edificios más emblemáticos, sumerge a la mayoría de sus habitantes en la humillación y en la atonía, en la impotencia cotidiana, no ha hundido al librero en la resignación de lo que, a fuerza de repetido, parece inevitable. Antes bien, tanta incuria, tanto atropello, le han hecho más combativo, más rebelde, más vigoroso.Y es este interés vital por su entorno que, lejos de mitigarse, se ha acentuado con los años, lo que le hace seguir batallando enérgicamente tras su mostrador, en la prensa y en su rastreo de testimonios sobre la capital, para reivindicar una dignidad que se ha ido desmoronando ante la creciente pobreza de muchos y la irresponsable negligencia de unos pocos. Esta búsqueda de unos valores y de un espíritu que parecen haber desaparecido y que Édgar juzga necesarios, le llevó a trasegar libros y revistas, así como sus propios recuerdos, cuando todavía no había cumplido los 40 años. Llamaba la atención entonces esta mirada al pasado en una época marcada por los apremios y las superficialidades que habían llevado a muchos a asociar la sensibilidad, la memoria y el interés por los semejantes con la inactividad, el afeminamiento, la vejez, e incluso la inutilidad.1 Pero ahora, cuando el deterioro de la economía y la vulgaridad de la política van arrasando los sueños de los ciudadanos y Quito se ha convertido en una ciudad agresiva y peligrosa, han surgido algunos proyectos volcados en el cultivo de la memoria histórica como paso imprescindible para reforzar la identidad de los quiteños. Así, a través del FONSAL, el Municipio ha limpiado y rehabilitado una buena parte del Centro Histórico, también el Fondo de Salvamento inauguró la Biblioteca Básica de Quito en diciembre de 2003 con la publicación de dos clásicos: Al margen de la historia, de C. Gangotena y Jijón, y La lagartija que abrió la calle Mejía, de Luciano Andrade Marín; el equipo de Quito Eterno programa sus rutas por el centro histórico recuperando a los personajes que marcaron el ser de la capital; y Ulises Estrella lidera el Proyecto Quitológico que quiere “invitar a la reflexión de los quiteños a través de seminarios, conferencias y foros”y a “entender y descubrir la ciudad”.Valga subrayar que en estas actividades está comprometida gente muy joven pues, como afirma Ulises Estrella, “la quitología no tiene que ver con la nostalgia, es una cosa actual que se remonta al pasado pero que vuelve al presente”.2 Jóvenes son también los integrantes de Quito Eterno, entre cuyos miembros se encuentra – por cierto- el hijo del compilador, Édgar Freire García, quien está realizando una labor meritoria mostrando 14

1 A propósito, el historiador Luis Andrade Reimers titulaba “Por fin algo trascendente”, una reseña dedicada al tomo II de Quito […] en El Comercio, Quito, 11-IX-1993.

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Ulises Estrella, “Las fiestas son un artificio”, en Diario Hoy, Quito, 4-XII-2004.

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a los estudiantes de los colegios la personalidad del chulla quiteño, el pensamiento inconformista de Eugenio Espejo y el papel de los antiguos pregoneros.3 Precursor de estos empeños, Édgar Freire Rubio mantiene viva la ilusión de la juventud. Más allá de las evidencias del calendario, ha sabido mantener vivo al niño que habita en él y que nunca ha dejado de interpelarle. Por eso, el hombre conserva vigente el hábito de preguntar el porqué de las cosas, fresca la capacidad de asombrarse y deleitarse con los pequeños milagros cotidianos, brillante la mirada de ojos siempre alertas, y renovada la costumbre de elevar cometas en la esperanza de que los buenos sueños se cumplan.Y sigue, como él mismo afirma, reconociéndose en ese ‘guambra de barrio’ cuya infancia transcurre indisociable del céntrico San Roque, el barrio en el que nació el 3 de junio de 1947.

La infancia uando Édgar Freire declara que en los años de su niñez y adolescencia “cada barrio era un microcosmos de la ciudad: una comunidad de gente pobre donde todos se conocían”,4 no sólo nos revela cuán estrechamente vinculadas residen en él su visión de aquel Quito y su propia experiencia del sector capitalino en el que creció. Además, está confiriendo al barrio una personalidad específica que hace de él un universo definido, bien ensamblado, casi autónomo frente a cuanto sobrepasa sus linderos. Pero, lejos de segregarlo del territorio más amplio en que se inserta, esa peculiar idiosincrasia viene a constituir una suerte de lente de valoración para abordar e interpretar dicho entorno, así como para apropiárselo. Si esta obligada mediación del barrio para sentir la ciudad y, en definitiva, el mundo, se perfila insoslayable para el niño que se crió en él, no es menos cierto que continúa siéndolo en la actualidad para el hombre que hoy afirma “estar agarrado por un cordón umbilical a San Roque”.5

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Quito Eterno es un proyecto educativo de la Corporación del Centro Histórico. Lo auspician el Hotel Real Audiencia y la Embajada de Estados Unidos, y mantiene convenios con iglesias y conventos de la ciudad. Su director es Pablo Boada y lo integran unos dieciocho guías que ilustran, en forma de drama, a los colegiales sobre personajes y hechos históricos y legendarios de la historia quiteña.

4

En “Que vuelvan los duendes” (entrevista), Revista Domingo, Quito, 5-XII-1993, p. 3. 5

En “Sigo creyendo, más que en los chips, en las neuronas”, en Revista Rayuela Tintají, Quito, 1ª quincena de octubre de 2004, p. 12. 6

En “Los recuerdos y la memoria”, Diario El País, Madrid, 11-V-1996. 7

El texto se publicó por primera vez en Centro Histórico de Quito. Sociedad y Espacio Urbano, una coedición del Municipio de Quito y la Junta de Andalucía, Quito, 1990, pp. 171-176.

Tan determinante llega a ser para Édgar, que el compilador no duda en caminar por sus calles, ya muy deterioradas, a sabiendas de que en sus ruinas siempre encontrará la fuente y causa de su identidad y de sus intereses vitales. Saludable ejercicio de la memoria en que se cimienta el conocimiento, pues en palabras del sociólogo Carlos Gurméndez, “la afanosa búsqueda de retrotraer lo vivido constituye la arqueología del saber. De cuanto está en el espacio en continuo movimiento, solamente los lugares que han penetrado en nuestra intimidad despiertan el deseo cognoscitivo. Retornamos al terreno que hemos pisado, porque volver a sentirlo nos sitúa en el mundo con lo que está ahí ahora, y despierta la curiosidad de llegar a un saber total”.6 En consecuencia, Édgar se decidió un día a poner por escrito sus recuerdos en un anhelo de buscarse en sus orígenes, sí, pero también de recuperar y comprender el espíritu vivo de una ciudad demasiado extendida y dispersa. Nació, así, en 1990, “El barrio de las ventanas curiosas”,7 primera cala autobiográfica en el ambiente sanroqueño que culminaría en El barrio de los prodigios. En este libro, publicado en 1998 y compuesto de 44 entrañables “medallones”, se despliega la cotidianidad de San Roque y se van ensamblando en ella las experiencias del niño que han marcado al hombre. Y es que “el barrio de los prodigios” lo supone todo para el niño: la seguridad de las calles conocidas y la aventura de espiar esas casas, zaguanes, rincones y personajes misteriosos, nunca suficientemente explorados; la fea responsabilidad de las tareas escolares y, a veces, domésticas, y la ansiada libertad de los mil juegos infantiles; la cruel realidad de la pobreza, que acarrea marginación y desprecio, y la solidaridad comprensiva de los que nada tienen; el temor a la disciplina férrea que imponen los mayores y la seducción de la anárquica fantasía que participa gozosa en las fiestas populares (véase “Carnaval”) y descubre duendes en cualquier esquina.Vivencias que, dentro de los límites sanroqueños, se concretan en dos ámbitos inseparables: la familia y la casa; los amigos y las calles. Son muchas las ocasiones en que Édgar Freire se ha referido con fervor a las huellas que dejara en él su modesto lugar de origen:

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“Mi padre fue un zapatero, mi madre una costurera dedicada a los quehaceres domésticos. Quizás esta minicomunidad que era mi familia, más nueve hermanos, haya impregnado en mí una cantidad de emociones, sensaciones que perduran hasta hoy”.8 Emociones y sensaciones que Édgar nos permite vislumbrar cuando, abundando en la sencillez de aquel hogar, nos describe como una “colmena” la casa de un solo patio donde vivió durante quince años. Ubicada en la calle Chimborazo, al lado de la cervecería “La Campana”, hoy inexistente, la casa 1161, cuya elegía se incluye en este volumen, reparte sus cuartos entre varias familias tan humildes como numerosas.Y en ella la estrechez de las pequeñas piezas, la escasez de recursos económicos, el constante esfuerzo de los padres por alimentar y educar a los hijos, el contacto permanente con los vecinos, le enseñan al niño el significado de la pobreza, pero también la dimensión de la solidaridad: “En mi infancia agrupé pobreza, pero no esa pobreza que después degenera en resentimiento social, sino aquella que te da un sentimiento de comunidad, porque esos barrios quiteños nos dieron siempre ese sabor inmenso de la solidaridad... Parece que a mí me quedó toda esa resaca muy linda, todo ese sedimento precioso”.9 Seguramente esta conciencia social que se fragua en un barrio popular y que se traduce en la calidez y generosidad de Édgar Freire no hubiera quedado impresa en él para siempre de no haber sido por el empeño de sus padres: don Carlos Alberto y doña Dolores. El padre, conocedor de la dificultad del pobre para ganarse el sustento, es exigente con sus hijos. Temeroso de que estos caigan en la delincuencia o en el desistimiento, los somete a una disciplina que hoy se juzgaría demasiado severa.10 Inculcaría así en Édgar el sentido de la dignidad, el amor al trabajo bien hecho y el afán de superación. Le enseñaría a respetar a los demás y a agradecer los gestos buenos de las personas, a caminar alerta y hasta a trazar los primeros garabatos, como nos recuerda el autor en El libro nacional, ese desconocido, dedicado a don Carlos. Por todo ello, la imagen de este hombre valeroso, fallecido en 1987, pervive en el tercero de sus diez hijos como ejemplo de honestidad y de nobleza. La madre es la maga de la casa: se da modos para cuidar de todo y de todos con cariño y para que lo poco a todos alcance. Pero es maga, además, porque en las noches crea un espacio de fantasía para los hijos: las leyendas y las historias tradicionales reveladas por “la contadora de cuentos” dibujan, de este modo, un mundo nuevo e insinuante para Édgar Freire: “Yo soy producto de mi madre. Mientras esperábamos a mi padre, ella nos contaba de la María Angula, de la canilla del muerto, la caja ronca y todas esas tradiciones”.11 La madre, que con su pericia para descubrir a sus hijos un barrio encantado, envuelto en un sinfín de aventuras misteriosas, protagoniza “El barrio de los aparecidos”, narración memoriosa con que el librero acaba de obtener, en 2005, el tercer premio en el Concurso Alicia Yáñez Cossío, convocado por el Gobierno de la Provincia de Pichincha. Esta afición temprana por los relatos, que le iría llevando a su amor por los libros, le fue inculcada también por don Segundo Sandoval Jiménez, su profesor de primer grado en la escuela Chile, quien las tardes de los viernes hacía que sus alumnos formaran un círculo en el suelo del aula. Como Édgar ha contado en varias ocasiones, de pie en el centro de ese círculo, don Segundo sacaba de un ‘carril’ un libro viejo con muchas láminas de colores y comenzaba el embrujo de la lectura. En voz alta asumía el papel de cada uno de los personajes de Caperucita Roja, Hansel y Gretel, El gato con botas y muchos otros cuentos clásicos infantiles. El paso del relato oral al disfrute de la lectura vendría de la mano de las revisterías del barrio, donde por diez centavos podía alquilar, y luego intercambiar con los amigos, los ‘cómics’ de Tarzán, El Llanero Solitario, Tom y Jerry o La Pequeña Lulú. O de una vetusta biblioteca infantil que moraba en el casi desaparecido parque de El Tejar, donde le permitían tenderse en el suelo y leer cuentos incompletos.Y, ya en la adolescencia, sería su padre quien le regalaría los primeros ejemplares de su luego bien nutrida biblioteca. Como invitándole a una especie de salvación por la lectura, don Carlos le entregó tres libros con un imperativo expreso y acuciante: “Toma, lee”.12 Afirma Paco Umbral que no se debería escribir sino de la propia infancia, ya que en esta se fragua todo lo que uno llega a ser. Édgar sabe que en ella, en su familia, en el riquísimo escenario de su barrio, en las historias escuchadas y leídas, yacen los fundamentos, las claves y las riquezas del hombre que hoy es; de quien, sin duda, compartirá con Marguerite Yourcenar la certeza de que 16

8

En “Un libro abierto”, Ser Familia 127, Quito, noviembre de 1992, p. 18. 9

En “La ciudad, un sentimiento”, Diario El Comercio, 11- I-1994, p. B-3.

10 Así lo juzga el mismo Freire en “Un libro abierto”, p. 18.

11 En “Que vuelvan los duendes” (entrevista), Revista Domingo, Quito, noviembre 1992, p. 18.

12

En “Mi propia confesión”, Los libros de mi vida, Quito, Círculo de Lectores, 1995, pp. 13-14.También en “Fíate de quien ama la lectura”, Diario El Comercio, Quito, 15-IV-2001. Los tres libros en cuestión son Los cuentos del lunes, de Alphonse Daudet y dos compilaciones teatrales: una de Schiller (María Estuardo, La doncella de Orleans y Guillermo Tell) y otra de Ibsen (Casa de muñecas, Pato Salvaje y El enemigo del pueblo).

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“Cuando se habla del amor por el pasado se debe tener cuidado, ya que se trata del amor por la vida: la vida está mucho más en el pasado que en el presente. El presente siempre es un momento corto, aunque su plenitud lo haga parecer eterno. Cuando se ama la vida se ama el pasado porque es el presente tal como ha sobrevivido en la memoria humana”.13

El librero y el bibliógrafo i San Roque es el lugar en que se gestan y configuran las actitudes vitales de Édgar Freire frente al mundo, la librería Cima constituye el cauce propicio en que aquellas se enriquecen, se desarrollan y encuentran expresión a través de un ejercicio profesional creativo, responsable y comprometido.

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Es en diciembre de 1965, año y medio después de su nacimiento, cuando la nueva librería comienza a sustituir al popular barrio colonial como centro de aprendizaje y fuente de estímulos para el joven quiteño. Hace ya tres años que los Freire Rubio se han mudado a Toctiuco en busca de espacios más amplios en que albergar a la extensa familia. Édgar acaba de graduarse de bachiller en Ciencias de la Educación en el Nomal Juan Montalvo y, en la necesidad de apoyar económicamente a los suyos, busca trabajo. Lejos está entonces de pensar este flamante maestro sin alumnos que al entrar en la librería Cima iba a ingresar en la más alta universidad y a tener en don Luis Carrera, su empleador, no sólo al mejor de los maestros, sino a un gran amigo. Para entonces, el Sr. Carrera, que llevaba 25 años conviviendo con los libros, le ofreció trabajo a don Carlos Freire. Pero este, que acababa de encontrar otro empleo en Briz Sánchez y que temía que su hijo se muriera de hambre ejerciendo el magisterio lejos de la ciudad, propuso a Édgar para cubrir ese puesto. Receloso de aquel muchacho inexperto, don Luis accedió a contratarlo a regañadientes y sólo con la condición de que pasara con éxito tres meses de prueba. No tardó en percibir la valía de ese joven que hurgaba con curiosidad en los anaqueles, que aprendía con rapidez títulos y autores y que, fascinado por la letra impresa, era un buen lector. Por eso, pronto empezó a instruirle sobre los aspectos administrativos y comerciales del negocio, pero antes – y sobre todo - logró transmitirle su amor por una profesión que siempre ha concebido como servicio a la comunidad. A los dieciocho años, contratado ya en firme con un sueldo de 350 sucres, Édgar se encontró asistiendo a diario a una librería-escuela. Él mismo ha contado que cuando se atrevió a pedirle un horario especial para cursar periodismo en la universidad, recibió del Sr. Carrera una respuesta contundente: “la librería es la mejor universidad. Usted lea, lea mucho y aprenderá a escribir”.14 En efecto, devoró los numerosos libros que le recomendaba su maestro y, además, fue mucho lo que aprendió de la valiosa conversación con los clientes cultivados que solían visitar la librería Cima: 13

Marguerite Yourcenar, Con los ojos abiertos (entrevista con Matthieu Galey), Buenos Aires, Emecé, 1984.

14

En “recordando al viejo maestro”, Diario La Hora, 2XI, 1997. 15

En Edgar Freire Rubio“Un libro abierto”, p. 19. 16 En “El viejo librero sigue en la CIMA”, Diario La hora, 18-VI-2000.

17

En “Compilador”, Diario Hoy, Quito, 7-I-1989. 18

En “Mi crónica para Édgar”, Diario El Comercio, Quito, 19-I-1994. 19

En “Imprescindibles”, Diario Hoy, Quito, 23-VIII2003.

“Yo he tenido una formación superior a la universitaria, porque creo que muy pocas personas pueden ser tan privilegiadas que tengan verdaderos maestros a domicilio como es mi caso. Aquí me visitan el sociólogo, el político, el poeta, el novelista, el narrador.Y el cúmulo de experiencias que trae todo este tipo de clientes a uno le va dejando en su alma y en su memoria una cantidad de hermosos conocimientos”.15 Librero de formación y vocación, Édgar sabe que lo que hace de una librería un lugar especial no consiste sino en poner en práctica la máxima que heredó de su maestro ejemplar:“hay que amar y respetar a quien llega a una librería”. Actitud que él sigue ejercitando aún cuando “el famoso marketing ha devorado el negocio librero, hoy negocio y no servicio”16 Y así, a través de don Luis, que supo imprimirlo en su empresa, Édgar es heredero de ese espíritu de servicio y entrega que él mismo reconoce y revaloriza en los ya, casi todos, antiguos libreros quiteños. De ahí que su misión trascienda a la de mero vendedor de libros y alcance la cualidad que Luis A. Luna Tobar denomina de “conductor literario y, a través de la literatura, conductor humano”17, que Eulalia Barrera identificó con la del “bibliotecario”, por encarnar al “lector que ofrece a cada persona lo que sabe necesario a cada uno”,18 y que Juan Montaño Escobar ha elevado a la de facilitador de “visas para Babelia”19. Tareas que desempeña con gusto este hombre responsable, eterno curioso, contumaz observador, presto a servir a los demás desde su mostrador aun en las condiciones, tristemente, cada vez más desfavorables. Mediada la década de los 90 y retirado ya don Luis Carrera, la librería Cima pasaba a formar parte del Grupo Científica. Édgar continuó entonces recomendando con tino y amabilidad una obra para cada lector y emprendiendo, así, una nueva batalla contra la ceguera de quienes pretenden modernizar las 17

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empresas sustituyendo por chips las neuronas en la convicción de que una computadora basta y sobra para desempeñar la labor de un buen librero. Cuando, el 7 de enero de 2001, firmó un contrato con Fausto Coba para trabajar en Librería Española, donde labora desde esa fecha, lo hizo con la condición de poder entrar a las siete de la mañana y disponer de una máquina de escribir para hacer sus trabajos. ¿Librero chapado a la antigua? Más bien, profesional consciente de que los artilugios electrónicos, sin hombres y mujeres preparados que los manejen y que puedan conversar con los lectores, son máquinas frías, ajenas a la función social y cultural inherentes a su trabajo. Librero en la línea de Jorge Icaza y de Augusto Sacoto Arias, a él lo que le gusta es ser un vendedor de mostrador. Freire, que llegó a ser gerente encargado de la vieja librería Cima, se prometió a sí mismo “nunca más volver a ocupar cargos directivos”, pues “a mí los títulos me quedan un poquito grandes. El mundo del librero es multifacético, donde está el autor, el editor, el lector, y ahí hace de eslabón el librero. Además la charla es el alma de una librería. Las verdaderas librerías son sitios de conversación, de cruces de experiencias, de provocar a nuevos lectores; es ante todo una relación humana”.20 Consecuente con su apreciación de lo que debe ser un librero, hace muchos años que Édgar no se conforma con vender libros.También los promociona y divulga en los medios de comunicación e, informado de cuanto acontece en su entorno, adopta en sus comentarios de prensa una postura crítica sobre todo asunto relacionado con el mundo de las publicaciones escritas. Inicia, así, el cultivo de un terreno virgen en el Ecuador: el periodismo librero. Esta última faceta comenzó a definirse en junio de 1983, cuando el diario capitalino Hoy le brindaba por primera vez un espacio en la prensa nacional. El librero aprovechó la ocasión para denunciar una de las mayores deficiencias del sistema educativo ecuatoriano: la obsolescencia de los programas escolares y la escasa preparación de muchos profesores de literatura explicarían el desinterés del alumnado por dicha materia y, más aun, por la lectura. Para formular este problema Édgar partía de una anécdota que, observada muy a menudo desde su mostrador, le daba pie para reflexionar y opinar sobre un hecho cultural determinado, para señalar responsabilidades, sugerir vías de solución y, desde luego, para recordarnos la riqueza que, en cualquier circunstancia, encierran las páginas de un buen libro.21 Si a ello le sumamos un sutil sentido del humor, a veces rayano en la ironía, tenemos ya el modelo general según el cual se articula buena parte de los numerosos comentarios periodísticos que Édgar Freire nos viene ofreciendo desde entonces. Y es que el librero, animado entonces por amigos que, como Eulalia Barrera o Elsie Andrade, comprendieron enseguida la importante contribución que suponían sus criterios, no rehuyó el compromiso. Por eso, durante más de 20 años no ha dejado de informarnos sobre la a veces triste, a veces esperanzadora realidad del libro ecuatoriano, de cuestionar la capacidad intelectual de políticos y personajes de “alto rango” y de reclamar un mayor interés por los asuntos culturales. Antes al contrario, desde 1986 se impone la tarea suplementaria de cubrir el gran vacío bibliográfico que desde hacía décadas venía sufriendo el país.22 Para ello elabora cada mes un fichero en que reseña y clasifica por temas cuanta publicación ecuatoriana pasa por la librería. Mas, no contento con facilitarnos puntualmente esta rica información, la complementa con periódicos balances mensuales y anuales donde el experto recomienda, interroga, estimula, ensalza méritos o reconviene a escritores, editoriales, libreros, políticos y lectores. Gracias al apoyo de Rodrigo Villacís, que fue editor de la página cultural de El Comercio, Edgar dio a conocer estos trabajos en dicho diario desde 1986 hasta marzo de 1989, en que el espacio que ocupaban fue eliminado a favor de otros contenidos tal vez más rentables. Fue entonces cuando el Hoy acogió la aportación del librero, pero sólo hasta junio de 1993, en que volvió a El Comercio, también por un tiempo limitado, pues desde 1996 es en La Hora donde podemos encontrar cada mes la única información bibliográfica actualizada. No está de más subrayar el esfuerzo que supone haber venido realizando este trabajo durante tantos años en un medio que no lo reconoce económicamente y que cada vez es más cicatero a la hora de ofrecer espacios para su divulgación. Antes eran varias las revistas que abrían sus páginas a un material tan valioso; así, podía accederse a él en las guayaquileñas Semana, Crónica del Río y Revista de la Universidad de Guayaquil; en El guacamayo y la serpiente, de Cuenca, y en las capitalinas Nariz del Diablo, Letras del Ecuador y Libroteca.Ahora, en cambio, sólo Procesos, revista trimestral de la Corporación Editora Nacional y la Universidad Andina Simón Bolívar, publica reseñas basadas en los ficheros mensuales. Más clamoroso aún resulta que, desde 1996 ningún organismo público ni privado haya auspiciado la edición de un libro que entregue lo registrado desde ese año al acervo cultural de la nación. Porque con anterioridad a estas fechas parte de esa información sí vio la luz, primero en los boletines de la Fundación 18

20

En “Sigo creyendo, más que en los chips, en las neuronas”, en Revista Rayuela Tintají., Quito, 1ª semana de octubre de 2004, p. 12. 21

El artículo en cuestión se titula “Es muy grande el desconcierto del alumno frente a libro”, publicado el 13 de junio de 1983.

22 En efecto, han corrido muchos años desde que Carlos A. Rolando, González Suárez o Nicolás Espinoza elaboraban bibliografías. Hoy los padres jesuitas del museo y biblioteca Aurelio Espinosa Pólit llevan a cabo un completísimo trabajo bibliográfico que arranca de la Colonia pero al que aún le queda para alcanzar la época actual. Otros intentos de catalogación se han quedado en el camino, como el de la Universidad Central o el Banco Central del Ecuador.

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23 Ningún balance mensual del librero tiene desperdicio en cuanto a sus valores críticos y entusiastas a la vez. Pueden verse al respecto “El libro como paliativo entre el cinismo y la indignidad” (27 de junio de 2994), “Bajo la lupa del librero” (9 de enero de 2005), “El libro ecuatoriano, entre la farsa y la comedia” (6 de febrero de 2005).

24

Este artículo fue publicado por primera vez en Panorama, nº 3, Quito, julio de 1992, pp. 73-75. 25

En Caspicara, nº 10, Quito, 1996, pp. 30-32.

26

Se trata de un ensayo inédito “Un homenaje al libro ecuatoriano”, leído en la presentación de Joyas de la literatura ecuatoriana, del Círculo de Lectores, el 9 de enero de 1994. 27 En esta obra publicada en Quito en 1992 por Corporación Editora Nacional, Freire aporta los capítulos destinados a Horacio Hidrovo, Carlos Villacís Endara y Cristóbal González Hidalgo, escritor este último sobre el cual no se disponía de ningún dato bibliográfico hasta entonces.

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Sánchez Ruipérez, de Salamanca (España), y del CERLALC (Centro Editor del Libro de América Latina y el Caribe), con sede en Bogotá. Organismo de la UNESCO, este último, que puso a nuestra disposición la producción bibliográfica registrada en la librería Cima durante tres años: de 1985 a 1987. Más tarde, para que todos estos datos no quedaran dispersos, algunas instituciones hicieron posible su recopilación en varios volúmenes. El primero se debió al interés del suscitador cultural Carlos Calderón y al Vicerrectorado académico de la Universidad de Guayaquil; y reúne bajo el título El libro nacional: ese desconocido las fichas correspondientes a 1986 y al primer semestre de 1987. El segundo, Desde el mostrador del librero, lleva el sello de Imprenta Mariscal y Grijalbo Ecuatoriana; recoge lo catalogado desde julio de 1987 a diciembre de 1990 e incorpora todos los artículos de prensa escritos por Freire hasta la última de esas fechas. FESO y Abya-Yala propiciaron la aparición de Desde el mostrador del librero II, que abarca todo lo editado en 1991 e incluye algunas colaboraciones periodísticas del bibliógrafo quiteño. Finalmente, el SINAB (Sistema Nacional de Bibliotecas) dio a la luz lo que el Ecuador editó desde enero de 1992 hasta diciembre de 1995. Desde entonces diez años de trabajo sostenido y más de ciento veinte análisis bibliográficos andan regados, perdidos, en las efímeras páginas de los periódicos. Es una pena, porque a pesar del desinterés y falta de respeto crecientes que muchos agentes políticos vienen mostrando por la cultura, o tal vez acicateado por los continuos atropellos, Édgar Freire ha ido enriqueciendo sus balances con muestras de buen ejercicio periodístico, con páginas de combate y pensamiento, de información y crítica, de ironía y educación.Así, pone en su sitio la tan cacareada eclosión de la literatura infantil, cuestiona la validez de las listas de los libros más vendidos, reclama la necesidad de bibliotecas, denuncia el excesivo consumo de papel y tinta en el país, pone en solfa la alegría falsa de las fiestas, que abundan en alienación y agresividad; reviste, en fin, los datos bibliográficos, de humanidad, insertándolos en el amplio marco de un Ecuador profundo que está “en vías de embrutecimiento”, que se enorgullece de la alta demanda de carros de lujo, en tanto crecen los índices de pobreza, de enfermedad, de niños sin escolarizar, de suicidio, entre sus habitantes. En un país en que algunos miman a sus mascotas en tanto se humilla a las gentes con aceras rotas, transporte insuficiente, sanidad en quiebra y salarios mínimos vitales que no sobrepasan los 150 dólares mensuales. En medio de esta náusea diaria, el librero continúa ofreciendo lectura como paliativo ante el cinismo y la indignidad.23 Profesional militante, Freire ha incursionado, además, en otros terrenos lamentablemente descuidados en la práctica cultural ecuatoriana. Es el caso de la historia de las librerías de su ciudad. Ha preguntado a quiteñólogos, como Fernando Jurado Noboa, a libreros memoriosos, como don Luis Carrera, y ha indagado en antiguas y polvorientas publicaciones para alumbrar un pequeño volumen, pionero y único en la materia, que la Cámara de Libro (núcleo del Pichincha) editó en 1993. Se trata de ¡Esas viejas librerías de Quito! Atractiva recuperación histórica que se completa con la breve pero jugosa investigación:“Los libros más vendidos de los últimos 35 años”.24 En este campo nos ha regalado también el estudio “Librería Científica en la vida cultural de Quito”,25 un repaso por la trayectoria del Círculo de Lectores en el Ecuador,26 y acaba de redactar una ampliación de la historia de las empresas libreras capitalinas que publicará El Comercio con ocasión de su próximo centenario, en 2006. Por otra parte, al bibliógrafo quiteño le interesa conocer qué piensan los lectores acerca de los libros, cuáles prefieren y por qué, cómo influyen en sus vidas, en qué consiste su utilidad, qué opinan sobre su futuro y su capacidad para cambiar el mundo. En consecuencia, no ha dudado en inquirirles al respecto ni en compartir las respuestas obtenidas, pues sabe que con ello nos invita a todos a reflexionar sobre la función y el poder de la lectura en nuestros actos y en nuestros sueños. Los primeros frutos de este sondeo aparecieron con el título Los libros en mi vida, en el nº 63 de la revista Diners, correspondiente a agosto de 1987.Testimonios que constan, muy ampliados, en Los libros en mi vida (la historia que nunca se contó), un bonito volumen que el Círculo de Lectores editó en 1995. En él 102 personalidades destacadas en los más diversos ámbitos del devenir nacional contestan con detalle a las ocho preguntas que Freire les formula, y pergeñan, así, un revelador retrato cultural del Ecuador. Como en diez años son algunos los intelectuales que han tomado la posta de los anteriores y otros no recibieron entonces el cuestionario o no llegaron a enviar las respuestas, el librero tiene en mente ofrecernos una nueva indagación más completa. A esta ya muy enjundiosa labor profesional Édgar ha venido sumando aún otras tareas relevantes a lo largo de su carrera. Cabe recordar su presencia como delegado por la Cámara de Libro en las ferias internacionales de Frankfurt y LIBER (Barcelona) en 1984, su participación en la comisión encargada de elaborar la Ley del Libro y su reglamento en 1987, y su asistencia a la I Conferencia Iberoamericana del Libro en Granada en 1992 como delegado del Gobierno. Además, realizó un buen trabajo de avaluación en la biblioteca de Benjamín Carrión, colaboró en la redacción del Índice de la narrativa ecuatoriana,27 formó parte del jurado del Concurso “Julio C. Coba” de literatura infantil, patrocinado por LIBRESA, en sus dos primeras ediciones; fue miembro de DINEDICIONES y ha prestado sus 19

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servicios en los consejos editoriales de la Casa de la Cultura Ecuatoriana y de Editorial Libresa durante varios años. Por otra parte, hay que destacar sus reseñas sobre los libros más diversos publicadas en revistas como Vistazo y Gestión, sus prólogos cálidos, en que transita por las páginas comentadas sin pretensiones críticas, con la sencillez de un lector entusiasta que comparte con nosotros las emociones, los recuerdos y expectativas que le ha suscitado la lectura e invitándonos, así, a disfrutarla.28 ¿Cómo no aludir a sus frecuentes cartas al director? En ellas el “peatón de Quito” tiene el acierto de poner siempre el dedo en la llaga y denunciar los olvidos, las estafas, los múltiples atropellos que detecta su mirada avizor, además de reivindicar la memoria y mérito de tantas personas cuyo trabajo honrado y silencioso les ha relegado a la soledad.Y ahí es donde leemos al Freire más auténtico y solidario, al hombre que recuerda y reconoce el arrojo de hombres y mujeres, a veces anónimos, siempre dignos. Finalmente, conviene señalar que en la actualidad Édgar Freire es asesor del Círculo de Lectores y que su voz puede oírse todos los jueves, dando un espaldarazo más al libro ecuatoriano, en el espacio “El libro de la semana”, emitido por Radio Quito. Trayectoria que justifica muy sobradamente la condecoración al Mérito Laboral que le otorgó el Ministerio de Trabajo en 1992 y el Premio Nacional al Libro, con el que el 22 de Septiembre de 2000 el entonces Ministro de Educación, Roberto Hauze, le reconocía como el mejor librero del país. Título que nadie puede negarle y que, teniendo en cuenta la fuerza del “virus de la bibliofobia” en autoridades y escolares, parecería que debiera acompañarse con el calificativo “último”. No seremos tan agoreros como Juan Montaño, que le define como “el último y mejor librero del Ecuador” y le pronostica, previo análisis lúcido del panorama cultural, que “se va a morir de soledad”.29 Más bien hay que desear que el librero siga reconciliando a los lectores remisos con la lectura, en la seguridad de que esta supone una reserva de humanidad, un modo de resistencia ante el olvido y la mentira.

El antólogo a nos hemos referido a la intensa relación afectiva que Freire ha mantenido con su ciudad, pues para él Quito es mucho más que el lugar donde nació y ha vivido hasta ahora. Constituye, sobre todo, una forma peculiar de concebir y experimentar el mundo. Significa saberse dueño y participante de una identidad, de una cultura determinadas.

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Esta conciencia de ser miembro de un espacio vital con una personalidad específica y la convicción de que sólo quien sabe lo que fue puede saber lo que es, le han animado a asumir la responsabilidad de intentar salvaguardar el pasado del deterioro y de la muerte.Tarea a la que Édgar Freire comenzó a entregarse cuando se percató de que cada día le iba resultando más difícil reconocer lo propio, y empezaron a tomar cuerpo el inconformismo y la nostalgia. Actitudes inevitables para quien, caminante atento y sensible como es, ha venido presenciando las profundas transformaciones que desde los últimos años 60 han llevado a Quito a un peligroso alejamiento de sí misma. El súbito desarrollismo generado por la explotación del petróleo trajo consigo un crecimiento desordenado de la ciudad, más permeabilidad a las influencias foráneas, un notable incremento de la inmigración interna y un acusado afán de modernización que volvió la espalda a lo tradicional. Así, en pocos años, el centro histórico, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por su riqueza arquitectónica, quedó convertido en un mercado callejero, en una especie de tugurio ocupado por el inmigrante campesino, el mendigo, el tarado; en el reducto, en fin, del desecho, de lo que se desprecia y se margina. Se fue tejiendo el espejismo: la creciente clase media adoptó las apariencias de un modo de vida importado que creyó poder mantener para siempre y se trasladó al norte o a los valles, mientras los demás, que soñaban con imitarles, fueron agrupando frustración e impotencia. Escapando de sí misma, Quito olvidó que es en la historia de sus calles y sus casas, de sus iglesias y sus quebradas, donde se halla el origen de una identidad que, por ignorar sus raíces y contenidos, hoy muchos desconocen. Este proceso de cambio influyó poderosamente en el florecimiento de una narrativa urbana que, sobre todo en los años setenta y ochenta, sí pensó a la ciudad. Una ciudad que se desplegaba ante el lector desde varias perspectivas, incluida la histórica, con el centro colonial como marco frecuente, en ocasiones protagónico. En este contexto de incertidumbre ante la eclosión de un caos difícilmente asimilable, Édgar Freire, que nunca ha dejado de caminar por el viejo Quito, quiso rescatar lo que de pronto corría prisa por olvidar, y ofrecérnoslo en la seguridad de que “sólo lo que se conoce se ama” y, añadimos, se respeta.Actitud, esta última, que el librero ha reclamado siempre a través de los medios de comunicación para una ciudad que sigue siendo objeto de continuos ultrajes por parte de todos: ricos y pobres, políticos y 20

28 Merecen destacarse, entre otros, los prólogos a Las Quiteñas, de Fernando Jurado Noboa; a Biografía y antología. Médicos y poetas del Ecuador (siglos XIX-XX), de Edison Calvachi; a Desafíos. Entre verdades y burladeros, de Mauricio Riofrío; a Hospitales de Quito, de Fabián Guarderas; a Juegos populares de antaño, de Oswaldo Mantilla; y a Formación de valores, de Patricio Bermúdez.

29

En “No lea esto”, Diario Hoy, Quito, 26-II-2005.

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viandantes. Para una ciudad a la cual la efímera bonanza no hizo mejor y las sucesivas crisis posteriores le han ido “cortando sus alas, la van entonteciendo y ha caído en la atonía”, aturdida por una fanfarria autocomplaciente que sólo consigue maquillar sus miserias:“nadie dice nada de la indignidad de su transporte, del veneno que tragamos a diario, del asalto en plena calle, de las aceras que rompen tobillos”.30 De este modo, no es extraño que en Quito quede pendiente la formulación de cuál es su identidad, de en qué mismo consiste la quiteñidad, sentir que para el librero “es un estado de ánimo, una querencia íntima con el entorno físico [...] un mirarse a sí mismo y reconocerse como mestizo [...] un ejercicio de memoria, pues sin memoria el pueblo no camina hacia adelante”.31 Como es habitual, el bibliógrafo sanroqueño no se limita a las críticas ni a las declaraciones de principios. Él mismo pone manos a la obra y no deja de consultar obras escritas ni de indagar en la memoria. Lector de libros, Édgar extrae de ellos los documentos más ilustrativos, los más hermosos o los más inéditos sobre Quito. Buen conversador con sus clientes, los anima a evocar sus conocimientos, vivencias y recuerdos citadinos. Así, cuando se le presentó la oportunidad de regalarnos el legado obtenido en forma de libro, se percató de que este estaba prácticamente hecho; su nacimiento se produjo, como el mismo antólogo ha afirmado, “casi por casualidad”: “Un día el Municipio de Quito quería hacer la revisión de Cristóbal Gangotena. Los encargados conversaron conmigo y les dije que tenía en mi imaginación un libro, producto de una cantidad de lecturas recogidas en bibliotecas, más el aporte de testimonios y leyendas traídas por amigos; les propuse, entonces, hacer un libro”.32

30 En “Diciembre: el libro luego de una resaca fiestera”, Diario La Hora, Quito, 26 de diciembre de 2004.

31

En “sentir a Quito”, Diario El Comercio, Quito, 27-XI2003. 32 En “La ciudad, un sentimiento”, en El Comercio, Quito, 11-I-1994, p. B-3.

Antes fue don Luis Carrera quien había sugerido a D. Patricio Falconí, responsable de cultura del Ayuntamiento, la conveniencia de encargarle este trabajo a su empleado. El libro en cuestión es el tomo I de Quito: tradiciones, testimonio y nostalgia, editado en 1987 por el Municipio capitalino.Tuvo tanto éxito que las ediciones se sucedieron con rapidez. En 1988, lo publicó Abya-Yala y la Cima volvió a hacerlo en 1989, dos veces en 1990, y finalmente en 1992.Tras un larguísimo interregno, Libresa lo reeditó en el 2002. Pero, conciente de que su ciudad está muy lejos de agotarse en los 54 títulos que componen la recopilación, siguió revisando libros, boletines, revistas y recuerdos propios y ajenos para brindarnos dos volúmenes más en que Quito aparece de nuevo con los múltiples y contradictorios perfiles de lo humano. En cuando al tomo II, fue otra vez el Municipio quien se hizo cargo de la primera edición, realizada en 1991 e, igualmente, Librería Cima puso su sello a las dos ediciones posteriores, correspondientes a 1992 y 1993. Es en este último año cuando la empresa librera y Abrapalabra propicia el tomo III, que incorpora tres ilustraciones de Eduardo Almeida y dos novedades más en relación con las anteriores: una sección de hojas volantes y una miscelánea de ordenanzas del Cabildo de Quito; capítulos con los que, indudablemente, se acentúa uno de los valores más relevantes de estas compilaciones: el de reemplazar el injustificado olvido editorial que nos impide acceder, tanto desde las librerías como desde la mayoría de las bibliotecas, a las publicaciones en que se encuentra buena parte de los textos antologados. Hubo que esperar hasta el 2002 para que alguien se decidiera a editar el tomo IV, que llevaba mucho tiempo preparado y al 2005 para poder disfrutar del V. Ambos se los debemos a Libresa que, como señalamos anteriormente, dedicó en 1994 el nº 104 de su colección Antares a una parte representativa del material divulgado en los tres primeros libros, acompañada de siete títulos más. Pero, más allá de la recreación literaria y de la atención a los hitos históricos, legendarios y anécdoticos citadinos, Édgar sabe mirar ese Quito real y profundo en que se desenvuelve. Su vista alcanza a esos muchos “parias”, ya tan imbricados en sus calles, rincones, parques y plazas, que se dirían parte de un mobiliario urbano entre folklórico y por desgracia inevitable. Al librero no le pasan inadvertidos los viejos, los locos, los más míseros, los olvidados. Por eso, al alimón con Manuel Espinosa Apolo, les ha dedicado las páginas de un libro en que cobran vida los más “ilustres” personajes de la calle. Se trata de Parias, perdedores y otros antihéroes. En este volumen, publicado en 1999 por el Taller de Estudios Andinos, los dos compiladores reúnen 37 títulos, casi todos crónicas, firmados por diversos autores y extraídos, la mayoría, de diferentes periódicos y revistas nacionales. Pero no faltan las colaboraciones redactadas especialmente para esta miscelánea; entre ellas encontramos dos firmadas por Édgar Freire:“La soledad y ternura de algunos locos y vagabundos” y “un pintor apodado Toulouse”. No son los únicos textos en que el compilador enfoca a los fracasados, a esos hombres y mujeres cotidianos que tan bien perfilan y revelan las fisuras de la ciudad. En este libro que el lector tiene en sus manos podrá reconocer a los derrotados de la Amazonas y la Alameda, en “La Amazonas, de fantasmas y fantoches” y “La Alameda”, respectivamente; verá a los mendigos que peregrinan los sábados por las iglesias del centro en “Cinco centavos en Santa Catalina”; y en “La Plaza Grande en sepia” obtendrá de este lugar emblemático un retrato muy 21

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diferente del que facilitan las oficinas de turismo. Édgar Freire seguirá caminando, mirando y pensando Quito; y nos ayudará a apreciarla mejor y a quererla más a través de sus escritos y de sus comentarios Y como aún es mucho el material de varia procedencia del que dispone, serán más las sorpresas bibliográficas que compartirá con el amante de la tradición y la leyenda, con el curioso ávido de información sobre la capital y con cuantos quiteños deseen acercarse a sus orígenes para conocerse mejor a sí mismos. Esta enjundiosa aportación a la cultura le ha merecido al compilador los apelativos de “quiteñista”, “quiteñólogo” y “quitólogo”, que él siempre ha rechazado. Édgar Freire se reconoce como librero y como paseante de Quito, ciudad a la que ama. Por eso, el título que tal vez logre definirlo mejor sea el de “caballero de la quiteñidad”, otorgado por Guillermo Noboa,33 él sí célebre quiteñólogo y autor de ese libro insoslayable en el terreno del tradicionalismo ecuatoriano que es Tradiciones quiteñas.Y es que este servicio a la comunidad que constituye toda la obra del librero de San Roque ha estado motivada por un amoroso acto de gratitud hacia Quito que él mismo expresa con palabras claras: “devolver a la ciudad todo lo que esta me ha dado”.34

La Compilación no de los mayores atractivos de Quito: más tradiciones, leyendas y memoria es, sin duda, la marcada heterogeneidad de los textos que la conforman. Como en sus otras recopilaciones, Édgar Freire ha sabido combinar con acierto escritores, épocas, géneros y tonos diversos para ofrecernos una ciudad tan múltiple, contradictoria e inaprehensible como se revela todo lo humano. Así, Quito, la única protagonista del volumen, nos va desvelando su personalidad sorprendente a través de lo plural. Los numerosos puntos de vista con que se aborda su ser logran seducirnos con la expectativa de lo imprevisto, del detalle que no conocíamos o en el que no habíamos reparado todavía y nos animan a querer seguir descubriendo otras facetas, otras perspectivas de una ciudad que sabemos, así, inagotable en su riqueza.

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A los 82 títulos que configuran este sutil engranaje de identidad los unen, eso sí, una clara vinculación emotiva, un acusado interés entusiasta por lo que cuentan, que se nutre básicamente de la observación y de la memoria: un buen número de ellos son el resultado de miradas evocadoras hacia un pasado más o menos lejano; y todos, también las estampas más inmediatas para quienes las escriben, nos instan no sólo a fijar nuestra atención, sino también a implicarnos en las numerosas caras de la quiteñidad. Por otra parte, en muchas de sus páginas se filtra, inevitable, la presencia de lo tradicional, de ese conjunto de costumbres y creencias, hoy en retirada, que se han venido transmitiendo de padres a hijos durante generaciones y que han configurado la personalidad de la capital andina. Medular en algunos títulos, ambientadora en otros, a menudo ensalzada, a veces cuestionada, la tradición suele aparecer adherida a los muchos perfiles que nos muestra la ciudad. El lector asiste, de este modo, a una inesperada sucesión de escenas citadinas diferenciadas según el enfoque desde el cual fueron captadas y el interés que las motivó. Desde luego, el punto de vista es necesariamente personal; de ahí que la aparición de las firmas no sea intrascendente. Pero la forma en que cada autor decide plasmar su objeto traspasa los límites de lo meramente individual para entrar en el terreno de lo genérico: el escritor adopta ciertos procedimientos más o menos reglamentados como los más idóneos para expresar sus intereses e intenciones. Así, impulsados e impulsores de la memoria y traspasados por lo tradicional, los textos de que consta este libro bien podrían clasificarse según el género al que pertenecen o al que se hallan más cercanos. Por una parte, contamos con leyendas o tradiciones cuyo contrapunto viene dado por algunas aportaciones documentales, estudios históricos, o biográficos. Por otro lado, abundan las crónicas periodísticas, que oscilan entre la interpretación sociológica, el costumbrismo y la evocación personal. Y finalmente, entre unos y otros se sitúan los poemas que nos revelan un rincón, una costumbre, una crítica o una nostalgia quiteña. Naturalmente, al clasificar no sólo violentamos el orden impuesto por el compilador: esa dinámica combinación de visiones diversas que imprime en Quito el hechizo y la riqueza imprevisible de lo 22

33 En carta personal a Édgar Freire, fechada el 2 de agosto de 1992.

34 En “La ciudad, un sentimiento”, en El Comercio, Quito, 11-I-1994, p. B-3.

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vital.También corremos el peligro de falsear la especificidad de los propios textos, que en ocasiones distan de ser genéricamente puros: siendo crónicas histórico-informativas, brindan espacio a la leyenda, como “San Roque de los Quiteños” o “La virgen de Quito”, o bien destilan una patente subjetividad poética, como “Alfaro”; siendo poemas actuales, se cimientan en símbolos épico-legendarios, como “Quito Eterno” y “Yavirac-Panecillo”; siendo ensayos periodísticos, como “Los cafés quiteños” o “El centro histórico”, conjugan a la perfección el dato fehaciente con la gracia del apunte u opinión personal. Así pues, sólo cabe esbozar las siguientes páginas como un intento de ayudar a comprender y a valorar las impresiones quiteñas que nos brinda esta recopilación. Lo humano, lo seductor de la misma sólo lo obtendremos mediante su lectura.

La Leyenda y la Tradición Hacia una definición n buen número de los títulos que integran este volumen puede agruparse bajo el membrete genérico de leyendas. Se trata de aquellos que narran acontecimientos pasados cuyo fundamento histórico, no siempre verificable, aparece desarrollado e interpretado por la imaginación popular. Esta, lejos de difuminar la raigambre local de los hechos relatados, ensalza el orden espacio-temporal de los mismos, así como el protagonism de quienes los llevaron a cabo. La leyenda viene a constituirse, de este modo, en la versión que una comunidad ha ido forjándose sobre su propio devenir a base de los tantos sucesos y personajes que permanecen en su memoria y que por su aparente pequeñez e insignificancia están ausentes de las crónicas que cuentan la historia de un lugar. Entraría, más bien, en el terreno que Unamuno asignó a lo intrahistórico: a la cotidianidad compartida por un extenso grupo humano.35

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35 Unamuno, Miguel de: En torno al casticismo, en Ensayos II, Madrid, Aguilar, 1945, p 134.

36

Vid. Las citadas entrevistas a Édgar Freire y, entre otros testimonios, la introducción de Hernán Rodríguez Castelo a Leyendas Ecuatorianas, QuitoGuayaquil, Publicaciones Educativas Ariel nº 14, p. 3. 37

Van Gennep, Arnold: La formación de las leyendas, Barcelona, Alta Fulla, 1982 (1ª ed. en castellano, de 1914).

La índole popular y comunitaria inherente a la génesis de las leyendas se proyecta, además, en la forma en que estas se transmiten: a través del lenguaje hablado y en el ámbito de lo hogareño; normalmente, durante las sabrosas tertulias de sobremesa que seguían a las ‘meriendas’ y que hoy algunos ecuatorianos recuerdan con nostalgia,36 o en la charla amena con conocidos o visitas. A diferencia del documento histórico, inalterable en el papel escrito, la narración legendaria se recrea y se transforma constantemente con las aportaciones espontáneas de cada relator, ese familiar, allegado o amigo que asume la responsabilidad de comunicar de manera convincente una visión del mundo y unas pautas de conducta determinadas. Iniciación en la moral, como lo es, resulta lógico que la leyenda escoja el momento del día más relajado y caluroso en afectos para alcanzar su dimensión esencial de objeto de fe.37 Anónima, depositaria de los valores morales de toda una comunidad, formada, enriquecida y difundida mediante la conversación, se encuentra hasta tal punto identificada con las costumbres tradicionales del pueblo, que en el Ecuador los términos leyenda y tradición han llegado a emplearse indistintamente. Como se desprende de su propia definición, las leyendas o tradiciones son hechos eminentemente sociales: para desempeñar su función ejemplificadora de comportamientos que deben emularse o ser evitados, requieren el concurso de una colectividad tanto como la facultad de improvisación, la gracia y la pericia narrativas de aquellos de sus miembros que las comparten con los demás. Entendidos como tales, de todos es sabido que tan enraizados hábitos comunitarios han desaparecido ya en nuestras sociedades occidentales. En Ecuador, lo señalamos en páginas anteriores, hace siquiera cuatro décadas que el súbito desarrollismo económico fue matando la costumbre de reunirse para escuchar historias pasadas y propició, en cambio, actividades más prácticas, encauzadas a lograr la modernidad social. Así, actualmente, cuando cunden las prisas, sólo contamos con dos formas de acercarnos a las leyendas ecuatorianas: la charla cordial con las ya escasísimas personas que recuerdan su contenido y saben relatarlo con vivacidad, recurso que emplea Byron Rodríguez, por ejemplo, para conocer la historia de la Virgen Borradora en “San Roque de los quiteños”; y la consulta a las publicaciones en que se hallan recogidas, único procedimiento posible en un futuro próximo y, gracias a libros como este, el más asequible para todo lector interesado en el tema. Pero siendo orales, anónimas y alterables por antonomasia, ¿cuándo y por qué empiezan las tradiciones a ser fijadas e incluso firmadas en textos escritos? 23

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El tradicionalismo n 1902, Carlos M. Tobar y Borgoño lamenta que sean “muy pocos” los escritores ecuatorianos dispuestos a cultivar el “nuevo género literario” nacido en 1872, cuando Ricardo Palma da a conocer la primera serie de sus famosas Tradiciones peruanas. A la sazón, sólo menciona al polígrafo D. Pablo Herrera, que dedicó toda su vida a la “adquisición de leyendas y conocimientos antiguos”, tristemente disipados y perdidos tras su muerte, acaecida en 1896, por el desinterés de sus deudos, que no encontraron su labor interesante ni valiosa.38 Restringiendo el terreno a las tradiciones de tema histórico, Tobar se muestra aún más tajante, pues afirma que si bien poseemos abundante material, este no ha sido elaborado todavía por ningún autor. La razón de tal descuido la atribuye a “que la politiquería o los desfogues de la envidia o la malevolencia ocupan las plumas, más bien que asuntos útiles y amenos”.39

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Efectivamente, en el Ecuador de los años finales del siglo XIX y los primeros del XX transcurren marcados por la virulencia de las luchas políticas que no sólo enfrentan a conservadores contra liberales, sino también a estos últimos entre sí luego de su triunfo en la revolución liberal de 1895.Tras las primeras efusiones de entusiasmo, pronto se deja sentir la decepción popular ante unas medidas que, si bien tienden a liberalizar la sociedad, no transforman las estructuras económicas del país.Además, el descontento no tarda en producirse en la facción más radical del liberalismo, que no ve realizados sus ideales ni, por supuesto, en el clero, que desconfía ante una legislación de corte laico.Todo ello propicia un clima de insatisfacción y de enfrentamiento permanente que algunos intelectuales querrán paliar mediante la literatura. No en vano el artículo de Tobar aparece en el primer número de la célebre Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, órgano de expresión de las élites dominantes, que se inicia con el siguiente razonamiento: “Aquí, donde el clarín guerrero repercute con frecuencia de uno a otro extremo de la República; aquí donde el furioso hervir de las pasiones tiene en constante agitación a los pueblos; aquí donde la turbia corriente del partidarismo ahoga los mejores ingenios, no se llevará a mala parte el que un grupo de jóvenes entusiastas y patriotas aspire al engrandecimiento del foro ecuatoriano y al brillo de las letras... ¿No hemos de querer que la destemplada grita de las pasiones calle alguna vez para que resuenen la serena y majestuosa voz de la ciencia, la arrobadora armonía de la literatura?”40 Nótese que es serenidad y armonía lo que se espera de las disciplinas científicas y literarias. Se desea plasmar un orden que el accidentado acontecer de principios de siglo está poniendo en entredicho. El primer paso para reflejarlo pasa por la evasión de la realidad ‘vulgar’ con la intención de recuperar un pasado glorioso indígena cuya pureza convenía ensalzar. Así, una vertiente del Romanticismo ecuatoriano vuelve su mirada a los tiempos precolombinos que la Historia del Reino de Quito, del jesuita Juan de Velasco, se había encargado de recrear basándose en las numerosas leyendas que, recogidas por los misioneros durante los años de conquista y rescatadas por él de sus escritos, jalonan toda su obra. Esta, concluida en 1789, comienza a difundirse en el país a partir de 1841, cuando se edita su primer tomo en Quito. Da así a conocer el legendario reino de Quito, supuestamente emparentado con el poderoso imperio inca y poseedor, antes del dominio cuzqueño, de un nivel apreciable de organización sociopolítica y de una cultura compleja y elevada. Con esta revalorización Velasco se alza contra ciertas teorías que proliferan en la Europa del siglo XVIII y que sostienen la inferioridad ingénita del hombre de América.Y elabora, además, una memoria nacional que sobrepasa al indígena e implica al criollo aristócrata, a ese “español americano” que precisa sentirse arraigado en el lugar donde habita. Es este quien, en palabras de Arturo Andrés Roig,“se ve reflejado en una historia que no es la suya, la índígena, pero que Velasco intenta asumirla como propia”.41 Relatadas en castellano e impresas en un libro, las leyendas indígenas fueron, así, utilizadas por un intelectual americano de la Real Audiencia y luego por muchos de sus lectores en tiempos republicanos para fundamentar una valiosa raíz histórica que le justificara como parte de una identidad-otra con respecto de la española, detentadora del poder político. Naturalmente, esta tendencia temática no supone un acercamiento real a los relatos orales, a las tradiciones vivas del pueblo indio; está, por eso, muy lejos 24

38 C.M.Tobar y Borgoño, “La tradición y los tradicionalistas”, en Revista de la sociedad jurídico literaria, nº 1, Quito, mayo de 1902, p. 53. De los “muy pocos escritores” que habían incursionado en el género, hay que mencionar al guayaquileño Nicolás A. González. Exiliado en el Perú de 1888 a 1907 y amigo de Palma, González publicó tradiciones en El Rímac, de Lima, entre 1889 y 1890 con el seudónimo de “El proscrito”.

39

Ibíd.

40

“Introducción”, en la Revista de la Sociedad Jurídico Literaria, nº 1, Quito, mayo de 1902, p. 2.

41

Arturo A. Roig, Humanismo en la segunda mitad del S. XVIII, t. I, Quito, Banco Central del Ecuador, 1984, p. 246.

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42

Así lo señala Ángel F. Rojas en La novela ecuatoriana, Guayaquil-Quito, Publicaciones Educativas Ariel, Clásicos Ariel nº 29, p. 54.Véase, además, sobre el concepto de ‘poesía nacional’ aplicado a las “producciones indianas” el resumen de la polémica entre J. L. Mera y G. Zaldumbide, en Isacc J. Barrera, Historia de la literatura ecuatoriana, Quito, Libresa, 1979, pp. 783-786. 43

Hernán Rodríguez Castelo, Leyendas ecuatorianas, Guayaquil-Quito, Publicaciones educativas Ariel, Clásicos Ariel nº 14, p. 4; P. Carvalho-Neto, Diccionario de folklore ecuatoriano, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, p. 41. 44

Estuardo Núñez, prólogo a Tradiciones hispanoamericanas, Caracas, Biblioteca Ayacucho nº 67, 1979. 45

V. García Calderón, Del Romanticismo al Modernismo, París, s / e, 1912.

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de reflejar no sólo la identidad nacional, sino también la de aquel grupo humano. En el siglo XIX, algunos románticos ecuatorianos siguen el camino iniciado por el Padre Velasco y rescatan las leyendas que aquel reseñó para someterlas a unos esquemas argumentales claramente tendenciosos: elaboran castas historias de amor truncadas por la irrupción del conquistador blanco que, mostrando el camino de la salvación divina, ofrece la paz eterna a unos personajes idealizados que nada tienen que ver con las “mesnadas de indios pobres, sucios y abyectos” de la realidad del país.42 Es el caso, entre otros, de “Nina Yacu”, de Miguel Riofrío,“La virgen del sol”, de Juan León Mera o “La hija del Schyri”, de Quitiliano Sánchez. Narraciones que se han servido del acervo legendario prehispánico para distorsionar la imagen real de una raza oprimida a la que, privada de voz, había que incorporar a la ‘cultura nacional’. La brecha entre estas composiciones escritas en español por blanco-mestizos y la vitalidad de las leyendas producidas y transmitidas en sus idiomas por las diversas comunidades indígenas es demasiado amplia. Sólo comienza a estrecharse, avanzado el siglo XX, desde los campos del folklore y la antropología, en la que ocupan un lugar de primera línea tanto el profesor Reinaldo Murgueyto como Alfredo y Piedad Costales, y Segundo Moreno Yáñez. Aún así, puede afirmarse, con Hernán Rodríguez Castelo y el especialista en folklore, Carvalho Neto, que “resulta cantera casi intacta la de la leyenda, cuento y mito precolombino”.43 Lejos de centrarse en el mundo indígena, hay otra vertiente del Romanticismo, mucho más prolífica en el cultivo de la ‘tradición’, que reconocerá el orden anhelado en un pasado regido por los valores morales y religiosos que el catolicismo impuso durante la Colonia y que aún prevalecen en el sentir del pueblo ecuatoriano, en sus hábitos y creencias seculares. Ahora se quiere traspasar al mundo de las letras lo que ha quedado en la memoria colectiva como experiencia y sabiduría extraídas de sucesos anecdóticos, tenidos por extraordinarios o curiosos y que siguen dando pábulo a la imaginación popular. Este giro del interés hacia el hombre común, muy emparentado con el costumbrismo de raíz española cultivado en la prensa, se produce paralelamente a la explotación del tema indiano, pero se prolonga mucho más en el tiempo. Con el objetivo de descubrir lo que la propia nación, lo que el terruño tienen de particular, son señeras las contribuciones de José Modesto Espinosa y de Pedro Fermín Cevallos, que se sitúan en la línea de los españoles José María de Larra y Mesonero Romanos, ya que en sus cuadros esbozan escenas cotidianas con dosis generosas de ironía que van de lo anecdótico picaresco a la burla abierta. Un buen ejemplo de lo que venimos explicando lo encontrará el lector en “El Machángara”, donde el autor aprovecha un paseo por el río para ensartar a base de observaciones chispeantes un par de historias salpimentadas de guiños crítico-burlescos hacia ciertos comportamientos de dos mujeres no por comunes y corrientes exentas de picardía.Ya como relatista, es Juan León Mera uno de los escritores que inaugura en el Ecuador el llamado costumbrismo literario con “Los novios de una aldea ecuatoriana” y “Novelitas ecuatorianas” (1909), dadas a conocer en los periódicos a fines del siglo XIX. Le siguen Carlos R.Tobar, A Baquerizo Moreno y Eduardo Mera fundamentalmente. En todas estas producciones encontramos el color local, las notas pintorescas, lo peculiar de los ambientes, los giros lingüísticos coloquiales, el humor y hasta el valor moral que, con mayor o menor intensidad, están presentes en las tradiciones quiteñas. Pero a estas, mediatizadas por la influencia decisiva de Ricardo Palma, creador del género, las caracterizan, ante todo, dos rasgos: la mezcla de historia y ficción, e intentar transcribir lo que las gentes se cuentan de boca en boca: “Se construyen con ingredientes diversos, provenientes tanto de la fuente culta como de la popular, de lo vivido y de lo imaginado. Es siempre narración corta, evocativa de tiempos pasados, con asuntos tomados del documento escrito o de los meramente oídos de otros labios, pero aderezados con elementos de ficción, con apuntes de costumbrismo local, con ingenio, gracia y humor”.44 Sin embargo, como bien matiza Ventura García Calderón, no todas las tradiciones encajan perfectamente en una misma definición, ya que son relatos ‘ingeniosos’ y ‘volátiles’ que cambian de forma con el humor veleidoso del narrador.45 Cabe añadir que, aunque una de las cualidades específicas sea la reproducción de lo leído o lo sabido, se trata de piezas literarias firmadas por escritores cuyas actitudes ante lo contado no tienen por qué coincidir; variarán, necesariamente, con su pensamiento y sus convicciones, así como con el contexto histórico-cultural en que se desenvuelven. Así, pues, los “ingredientes” mencionados más arriba aparecerán en ellas en proporciones diversas. Unos u otros serán unas veces dominantes, otras veces atenuados o inexistentes. Con todo, no hay duda de que los mayores narradores de leyendas quiteñas, representados en este libro, nos han legado recopilaciones en que resulta fácil detectar las características señaladas más arriba, si bien con notable retraso cronólogico con respecto del maestro Palma. Si en los primeros años

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del siglo autores como C. M.Tobar y Borgoño comienzan a reproducir relatos legendarios en las revistas, habrá que esperar a 1924, cuando se publica Al margen de la historia, de Cristóbal de Gangotena y Jijón,46 para contar, superado el cuadro de costumbres, con un auténtico cultivador de la tradición como género literario. Le seguirán, ya sobrepasada la mitad del siglo XX, Laura Pérez de Oleas con Historias, leyendas y tradiciones ecuatorianas (1962), Guillermo Noboa con Tradiciones quiteñas (1963) y, mucho más recientemente, Alfredo Fuentes Roldán con Quito.Tradiciones (1995 y 1999).

El mundo representado en las tradiciones xcepto en “La leyenda del pogyo de los ratones”, protagonizada por personajes indígenas y situada en los tiempos de la derrota de Atahualpa en Cajamarca, en “La tradición del arco de la Virgen del Rosario”, fechada en 1880, en “La virgen del Quinche es alfarista”y en “¿Terro... Esperanza?”, ambas en el umbral del siglo XX, en el resto de las tradiciones seleccionadas en esta compilación los hechos aparecen ubicados en la época de la Colonia. En el siglo XVII, “con su calma en la opresión, con su gobierno impolítico, ignorante, despreciable, con su sociedad siempre alegre e insustancial”,47 suceden “El Cristo de la Agonía”, “Más pobre que Cristo” Viva la g allina con su pepita”. Bastantes se sitúan, de manera difusa, entre el setecientos y el ochocientos, “en aquellos tiempos en que las comunidades religiosas poseían grandes haciendas y se hacía visible la relajación del clero” (“La Caja Ronca”), “en aquel tiempo borrascoso, tiempo de relajación” (“La calavera del convento de San Francisco”), cuando “el diablo andaba suelto” (“La leyenda de la cruz de la muralla de San Francisco”). Otras facilitan fechas exactas, incluidos día y mes, ya que estos datos son trascendentales en el desarrollo de la historia. Así, por ejemplo, en “Un hidalgo a carta cabal”, en que el tema de los plazos es troncal, y en “La Virgen de la Empanada”, en que se le saca un buen partido a la coincidencia del nombre del fraile protagonista con la festividad de San Cristóbal, que es cuando suceden los hechos contados.

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En cualquier caso, todas ellas rezuman la fuerza del espíritu religioso popular -que desde la llegada de los españoles- el catolicismo se encargaría de imprimir en todos los ámbitos de la vida quiteña, donde se quedaría instalado apenas sin fisuras durante un largo trecho de la vida republicana. Impregnados de superstición, los comportamientos devotos se confunden e identifican con los aspectos formales y ritualistas de la religiosidad, abrumadores en una ciudad plagada de iglesias y amenazada por los sermones vertidos desde sus púlpitos. Así, las misteriosas señales del más allá, el pecado y su consiguiente castigo, el milagro piadoso, nutren con diversa importancia y gravedad todas las tradiciones de este libro. Son numerosos los títulos que nos presentan una imagen amable del clero, aun cuando sean sus hábitos relajados los desencadenantes de apariciones pavorosas, castigos de diversa gravedad, milagros y arrepentimientos que dejaron su huella en los lugares citadinos donde tuvieron lugar. Se trata de curas jóvenes e indisciplinados que caen fácilmente en la tentación de entregarse a la jarana nocturna. Así, el “simpático” don José Albuja, amonestado con insistencia por su temible superior, ante cuyas excomuniones “nadie se resistía”, olvida pronto sus promesas de reforma y recae una y otra vez en el vicio de la guitarra, hasta que un día decide hacer ejercicios espirituales y reformarse en serio. Sin embargo, no dura mucho su cambio de vida. Pronto se da de nuevo al baile y, ante la reconvención del gobernador de la Diócesis, su respuesta ingeniosa gana nuestra complicidad y nuestra sonrisa: “- ¡Pero Doctor Albuja! ¡Esto es para nunca acabar! ¡Esto es la vida perdurable! Y él, mohíno y cabizbajo, le contesta: - No señor, esto es... ¡la resurección de la carne!”. (“Los artículos de la fe”, de C. de Gangotena y Jijón). Iluso, ignorante y glotón, casi como un fantoche que provoca la hilaridad del lector, se perfila el clérigo que cree reconocer la imagen de la Virgen en una grasienta empanada, hecho que se apresura a juzgar de milagroso, en “La virgen de la empanada”. Pero otros religiosos que participan de las mismas o parecidas faltas que los anteriores no salen indemnes de sus travesuras, sino que reciben un 26

46 Nota del editor: esta obra fue re-editada por Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural de Quito (FONSAL) en el año 2003. Remitirse a Al margen de la Historia. Leyendas de pícaros, frailes y caballeros, Colección Biblioteca Básica de Quito, t. I, Alfonso Ortiz Crespo, edit., Quito, FONSAL, 2003.

47

C.M.Tobar y Borgoño, “La tradición y los tradicionalistas”, p. 49.

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castigo de las fuerzas del más allá. El hermano Polibio, de “La canilla del difunto” peca de curioso y su insistencia en observar a la hora fatídica de las 12 de la noche la señal de una canilla en el patio del convento de San Francisco le pasa factura. La canilla es un alma en pena que le pide ayuda para encontrar su salvación. Pero el despreocupado Polibio sólo comienza a inquietarse por su descuido cuando el plazo impuesto está a punto de expirar. Entonces, temeroso de lo que pueda pasarle, se arrepiente de no haber cumplido con lo encomendado y recurre a la oración. Hecho piadoso que le salva la vida pero que no le exime de recibir un canillazo, cuyas huellas quedan impresas en la piedra. Mayor es el susto que padecen los jugadores tramposos de “La cruz pétrea del atrio de la Catedral”, erigida como señal de su arrepentimiento. En este caso, lo que les hace enfilar por el buen camino resulta más mundano: después de una pelea de juego, parece que uno mata a otro y, al trasladar a este, se descubre que bajo sus ropas se esconde un clérigo aún vivo. La vergüenza, el hecho de haber sido descubiertos determina su posterior reclusión conventual y la ofrenda de la cruz. De índole sobrenatural es la aparición de “encapuchados cubiertos con oscuro ropaje, sin poner pie en tierra” ante la invocación a las ánimas de los difuntos elevada por dos jóvenes curas, que cantan serenatas a sus antiguas novias sanroqueñas, cuando son acosados por los muchachos del barrio. Salvados por este milagro, que les conduce a la vida de obediencia, la madre de uno de los juerguistas manda pintar un cuadro de las almas y lo coloca en la esquina de su casa, a la vista de todos (“La esquina de las almas”). Pero donde el miedo desempeña una función primordial es en “La Caja Ronca” y en “la Calavera del convento de San Francisco”. En estas historias los clérigos disolutos, espantados ante macabras advertencias de ultratumba, gemidos profundos, sonidos roncos y ruidos de cadenas, llegan a morir, embargados de pavor. Naturalmente, estos desenlaces obedecen a la intervención de la justicia divina, y tienen el propósito de servir de ejemplo y aviso para futuros transgresores. El miedo incontrolado es el arma disuasoria y es proporcional a la gravedad del delito. De ahí que los hechos se desarrollen durante la noche, ese espacio de oscuridad y confusión que los clérigos eligen para escapar y entregarse a sus diversiones y en el que las fuerzas ignotas ejercen su castigo. De ahí, asimismo, que cuando media el engaño calculado o la grosería en la expresión (como en “La calavera.de San Roque”), el final sea trágico. En todas las historias se percibe, desde luego, una actitud crítica ante un clero relajado, pero no es menos cierto que sus faltas no pasan de ser debilidades de juventud, de una alegre e inexperta inmadurez, picardías veniales en que no se enseñorea la maldad premeditada y que nacen del instinto natural de procurarse alguna diversión en un medio estrecho y monótono en que casi todo es pecado. De esta especie de feliz e ingenua osadía participan también las monjitas de “¿Terror?... ¿Esperanza?”, cuyas actitudes son de una candidez rayana en la simpleza. Las vemos aquí agitadas ante la inminente llegada de los “feroces” y “bárbaros tauras” que van a entrar en Quito con el liberal Urbina. Picadas por la curiosidad ante una masculinidad demonizada que sin embargo las atrae, se adivina en ellas la esperanza de que aquellos saqueen el convento. Así,“tentada por el diablo”, una monja joven se atreve a subir a la torre de Santa Catalina y, al divisar a esos soldados “enormes, musculados, fornidos”, lanza la pregunta: “Señor soldadito, señor soldadito, ¿a qué hora es el saqueo?”. Lamentablemente para estas jóvenes sometidas al aburrido encierro del claustro, aquel día no sufrieron agresión alguna. La ignorancia, la crédula superstición, campan también a sus anchas en “La virgen del Quinche es alfarista”, en “Viva la gallina con su pepita” y en “Sacrilegio”. En esta última, Gangotena y Jijón ridiculiza a esas pobres monjas condenadas a repetir con sus “vocecillas gangosas” y misa tras misa la antipática letanía:“¿Quién se robó los copones?”, en la esperanza de que la sabiduría divina les revele el paradero de estos bienes que alguien había sustraído de la capilla. En cambio, lo que reciben es la respuesta del “infeliz” sacristán que, harto de escuchar lo mismo, se decide a responder con lógica elemental: “¡Los Ladrones!”. Igualmente queda en evidencia Juan Pérez, de “Viva la gallina con su pepita”. Hombre de escasas luces, en un alarde desmesurado de fe se aplica en su ojo enfermo el aceite de las lámparas que rodean al milagroso Cristo de la Portería, en San Agustín. Lejos de curarse, sus constantes lágrimas le dañan el ojo sano, que será el único que finalmente se componga tras sus insistentes rezos. Pero es en “La virgen del Quinche es alfarista” donde la superstición popular queda al descubierto de manera más explícita. En esta historia, asistimos a un supuesto duelo entre la imagen sacra, traída a Quito por los creyentes que, influidos por los discursos clericales, ven en Alfaro la encarnación de todos los males, y los seguidores de don Eloy, adalid del liberalismo que, como sabemos, hizo del laicismo una de sus banderas más emblemáticas. No interviene aquí poder divino alguno, pues la protagonista de la narración es la Carifo, una mujer aguerrida y liberal que se las ingenia para maquinar el milagro: convence a un niño para que se esconda debajo del manto de la virgen y grite desde 27

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allí:”¡Viva Alfaro!” Lo más llamativo es que el propio general quedó tan seducido por aquel grito ‘milagroso’, que en adelante fue uno de los fieles más devotos de la virgen. La Carifo es, pues, un personaje atrevido, inteligente y libre, una mujer que ha superado la condición impuesta para el sexo femenino y que por eso se nos presenta con atributos muy cercanos a los varoniles. Ella sabe que los hechos se producen por causas ‘razonables’ y que son provocados por los seres humanos. Sabe también que en una sociedad dominada por el clero y dada a ver en los acontecimientos la mano punitiva de la divinidad, resulta fácil el engaño. Utiliza las armas esgrimidas por el ‘enemigo’ como las más seguras para convencerle y salir, así, triunfante. Laura Pérez de Oleas presenta a la Carifo como un personaje rudo, ajeno a esa imagen, ya pura, ya casi diabólica, pero siempre de rasgos físicos delicados con que se ha venido dibujando a la mujer hasta bien entrado el siglo XX.Y es que esta tradición es ya de la época republicana, cuando los liberales han puesto su contribución en la construcción de la modernidad. A la sazón, conviene comparar la fuerza arrolladora, perceptiblemente física, de la Carifo con el perfil femenino que nos ofrecen otras leyendas protagonizadas por mujeres y enraizadas en un Quito conventual.A diferencia de las tradiciones en las que los curas jóvenes agotaban el palmarés de sus graciosas liviandades en la música, el canto y el juego, en estas se cuela el poder destructor del sexo, lo que motiva que sean historias mucho más ricas en misterio, con una inquietante presencia de poderes diabólicos. En ellas reconocemos una suerte de mundo ideal, un orden que viene a quebrarse con la presencia de lo extraño. Así, en “Casa 1028”, en que un toro se prenda de una joven hasta el punto de seguirla a su casa, donde la embiste de muerte para quedar luego estampado en una pared. Abierta en su interpretación, es fácil relacionar al toro con la masculinidad;48 y más aún, con ese símbolo romántico que en España aparece enamorado de la luna, es decir, de lo que le resulta imposible obtener. El toro representa un poder incontrolable que ya se había anunciado a Bella Aurora en sueños y del que ella sabe que no podrá escapar, por lo que la joven “delataba alguna tristeza por ignorados motivos”. Tristeza que viene a quebrar la felicidad de los suyos, que son ricos y descendientes “de nobles familias quiteñas”. La ambigua intervención de lo inexplicable que remite a los instintos de la carne desencadena también los acontecimientos en “La leyenda de la puerta clausurada del Carmen Bajo” y en “La tradición del arco de la Virgen del Rosario”. En la primera Elena es bella, virtuosa y devota de la Virgen del Carmen. Sus padres son “pobres pero felices” y viven con ella en una casa “blanca y humilde con flores” La joven va todas las tardes a recoger flores para la Virgen, y en una de ellas conoce a un hombre inquietante de cuya atracción no se puede zafar.Tanto es así que un día de tormenta feroz, lejos de regresar a su casa,“siente “que debe esperar la llegada de ese hombre siniestro, rico pero cuya vida discurre en “angustiosa soledad”.Y este aparece en medio de los espantosos signos del aguacero transformado en alguien fiero y diabólico que la persigue con saña. Como no podía ser menos Elena, que logra llegar ante la imagen de la Virgen, muere a sus pies, en tanto su torturador queda yerto en la calle, ante la puerta del convento, milagrosamente clausurada.Tejida con complejos hilos simbólicos, esta leyenda va más allá de la atracción fatal que desemboca en la muerte. La pureza de la joven, la fuerza de su amor, se erigen como salvadoras cuando los amantes, resucitados por un momento, celebran su boda religiosa el viernes santo, esa jornada en que Cristo murió para redimir todos los pecados del ser humano. Se proyecta, de este modo, cierta luz sobre los hechos sorprendentes: todo obedece a la necesidad del arrepentimiento y se ordena hacia el brillo de la bondad y justicia divinas. De manera parecida, la Virgen del Rosario salva a la pecadora Margarita que, joven y bella, lo tiene todo para ser feliz, pero que por las noches se ve ganada por el dominio del maligno, que la impulsa a una vida de diversiones. Llevada de sus remordimientos, la joven va a rezarle a la Virgen todas las noches a las 12, hasta que el peso de su pecado la lleva a la muerte. El sueño le da la clave de su salvación ejemplarizante: la Virgen se le aparece, no en el lienzo donde hasta entonces estaba, sino bruñida en piedra. Margarita lo interpreta como un signo inequívoco de perdón. Lega sus pertenencias a los pobres e indica a su confesor la voluntad divina, que los quiteños se apresuran a llevar a cabo, impresionados por la muerte y conversión de “la bella pretenciosa”.Y es que los sueños son vías de comunicación con el más allá, modos en que el otro mundo impone su voluntad en este. Rasgo que también apreciamos en “La Virgen de Quito”, donde a través de este medio la Virgen le dicta a Legarda la forma en que debe esculpirla.Y, hasta cierto punto, en ese rapto de inspiración que sufre Miguel de Santiago para dar forma pictórica a su “Cristo de la Agonía”. El mundo de las tradiciones evidencia, pues, un orden vigilado y controlado por la intervención justiciera de la voluntad divina. Las transgresiones que nos ofrecen son faltas de piedad, tanto más graves cuanto mayor sea la intervención de “oscuros” instintos diabólicos. Gracias al milagro oportuno y a la presencia que deja en forma de cruces, huellas o imágenes variadas, gracias al misterio con 28

48 Nota del editor: explicar el movimiento tzánsico. En la Nueva Historia del Ecuador, artículo de Fernando Tinajero.

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que se manifiestan los desenlaces, siempre nocturnos, se fomenta una superstición popular que vigila los principios ideológico-religiosos impuestos en la Colonia. Estos son ensalzados, si bien con marcada dosis de ironía, como superiores a los tiempos del desorden republicano, inoculado por el virus liberal.Así, en “Un hidalgo a carta cabal”, se insiste en que en aquellos tiempos la palabra tenía valor, incluso si venía de un reo que esperaba su ejecución. Naturalmente, el reo en cuestión no había cometido un crimen cualquiera, sino que “había lavado en la sangre del seductor la honra mancillada de su hermana”, acto al fin y al cabo moral y legalmente disculpable, dada la importancia del honor en una sociedad en que las leyes habrían de castigar el adulterio femenino y amparar a los vengadores de la honra de la mujer seducida nada menos que hasta bien entrado el siglo XX. Finalmente, no podemos dejar de referirnos a la única leyenda de raigambre indígena que se incluye en esta selección. Se trata de la que nos revela el origen de “El pogyo de los ratones”, fuente del Machángara visitada por blancos roedores y usada como popular lavandería. En esta historia también se dibuja un universo ordenado, sometido a la vigilancia de los dioses, en este caso del Sol y de la Luna, protectores del Reino de Quito y de sus gobernantes. Situada en la época de la derrota imperial por parte de los españoles, la trama la protagonizan las vírgenes Cora y Chasca, consagradas al Templo del Sol y encargadas de tejer los vestidos de Atahualpa con la ayuda de unos ratoncillos blancos, propiciada por la divinidad. Ante la inminente tragedia, los dioses quiteños responden a las súplicas de las dos jóvenes, que a la manera de tantas metamorfosis ovidianas, son convertidas en una fuente cavada por los fieles animalitos, que permanecen siempre velando por ellas en el lugar. De nuevo, pues, se recompensa la piedad y quedan señales de ello, como huella ejemplar de identidad, en el trazado citadino.

Las técnicas de las tradiciones omo hemos señalado ya, los tradicionalistas se definen como recopiladores de relatos orales contados por el pueblo. Mas no por eso dejan de contribuir a su factura final con puntuales rasgos de estilo, e incluso con su velada interpretación de los hechos. Dada la diferente personalidad de cada escritor y la variedad de temas abordados, es comprensible que no en todos se adopten idénticas formas de narrar. Sin embargo, conviene concretar las que consideramos más significativas.

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En tanto que fieles transmisores de lo escuchado, a muchos autores les interesa dejar constancia de las fuentes de donde han recogido sus tradiciones. Así proceden Gangotena cuando anuncia: “dice la tradición”,“cuentan” o “se dice”, y Guillermo Noboa cuando apunta a propósito de “La puerta clausurada del Carmen Bajo”: “Son varias las leyendas que cuentan sobre este cuasi misterio, pero encuentra mayor aceptación entre los octogenarios del pueblo, que saben de estos asuntos, ésta que vamos a relatarla ligeramente”. Empeñado en proporcionarle al lector mayor sensación de verosimilitud, es este autor quien adopta la técnica de enmarcar los relatos reproduciendo la forma en que se los ha transmitido un narrador ideal. Se trata de prólogos de ficción recolectora en que Noboa parece actuar como simple retransmisor o cronista de historias escuchadas. En “La calavera del convento de San Francisco”, Fray Benjamín Gento Sanz, investigador del arte colonial quiteño, ejerce de guía en el convento y relata la leyenda. En “La leyenda de la cruz pétrea del atrio de la catedral”, en la de “La cruz de San Francisco” y en “La caja ronca” esta función la desempeña un personaje de barrio, de edad avanzada, y que aprovecha para hacer aclaraciones o comentarios al hilo del argumento. En las dos primeras es el octogenario don Panchito Andino, vecino de la Tola, quien asume la tarea de contar.Y lo hace “en el mejor momento para la charla”: a las 10 de la mañana., mientras toma el sol en el patio de su casa y se fuma un cigarrillo con su interlocutor. Entonces da rienda suelta a su nostalgia de los tiempos idos (“y haber tenido que vivir para ver lo de este mísero tiempo!”, anota) y, una vez concluida la leyenda, que es “verídica”, la remata con su experto veredicto.Así, sobre la presencia de la “cruz pétrea”, asevera que “fue cabalmente obra del religioso herido que milagrosamente salvó su vida”. Un marco parecido precede a la “Caja Ronca”.Aquí una anciana, que proporciona cobijo a Noboa una tarde de aguacero, es quien le da cuenta de la tradición mientras prepara la merienda para su hijo y establece un chispeante diálogo sobre su cotidianidad con el ilustre visitante. 29

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Estos relatores, personajes a su vez, se expresan con la frescura del lenguaje coloquial en tanto conversan con el recopilador de leyendas, es decir, en ese prólogo que enmarca a las mismas, como forma de imprimirles veracidad y captar la atención de los lectores. De este modo, leemos frases salpicadas de quiteñismos, exclamaciones, diminutivos y frases entrecortadas características del lenguaje oral: “elé, señor, allí se pasa todita la tarde “, “Y con lo que por aquí no pasan ni los carros ... Vamos al centro por alguna comprita y regresamos hecho sopa!”, “Ya ha sido tardecito”. Pero cuando se centran en la narración de las historias, se deslizan en su discurso una serie de expresiones propias del registro culto y que sabemos que pertenecen al autor. Lo percibimos, por ejemplo, en “los ojos con una languidez atrayente, la boca y los blanquísimos dientes formaban una sonrisa inspiradora de afecto, y el rostro, en fin, presentaba una visión subyugante” (“La caja ronca”). Noboa separa, así, claramente el preludio a la leyenda -que nos habla del presente, de lugares y personas que podemos localizar- de la leyenda en sí, para cuya reproducción estorban las distracciones cotidianas y se adopta un tono más sublime. Pero independientemente de quién asuma la narración de los relatos, cuando se trata de desenlaces misteriosos o macabros aquellos demostrarán su filiación oral en la eficacia con que logran despertar sugestiones en el lector: “Y en un momento en que el aullido de un lobo se sobrepuso en el desconcierto de espantosos ruidos, Elena creyó que eran salvajes carcajadas que festejaban su perdición y ruina.Y cuando una montaña de angustias rodeaban y constreñían a la niña, sintió detrás de su cuello el aliento caliente de algún fantasma que por raro designio de la Providencia se había escapado de un olvidado sepulcro.Y luego, oyó una voz jadeante y ronca que le decía: ¡Elena, espera, Elena! Te he buscado en toda esta terrible tempestad. Pero hoy ...será la última cita nuestra... porque te llevaré conmigo! ¡Espera, Elena, no corras más!” (“La leyenda de la puerta clausurada del Carmen Bajo”). Las aliteraciones de la /r/ (“sobrepuso”, “desconcierto”, “ruidos”, “creyó carcajadas perdición”, “ruina”...), de la /t/ (“toda esta terrible tempestad”) y de la /l/ (“aliento caliente”); las rimas internas (“cuello”, “aliento”, “carcajadas” ... “festejaban”, “constreñían”...”niña”, “escapado”... “olvidado”,“Elena, espera, Elena”); las reticencias; los adjetivos antepuestos (“espantosos” ruidos,“salvajes” carcajadas, “raro” designio, “olvidado” sepulcro, “terrible” tempestad, “última” cita nuestra); la variedad tonal; el empleo de la metáfora (“una montaña de angustias rodeaban y constreñían a la niña”); el efecto de lo misterioso (el aullido de un lobo, el fantasma y el sepulcro, la irrupción de la voz “jadeante y ronca”); la repetición del polisíndeton (la conjunción “y”) suscitan el interés del lector, le atrapan en momentos de clímax y le obligan a continuar, atemorizado, hasta el final de la historia. Con vistas a ganarse la complicidad del receptor, e incluso su deslumbramiento ante lo maravilloso, las tradiciones cuidan la descripción de los ambientes y de los personajes, aspecto en que suelen ser prolijas. Así, por ejemplo, en “La tradición del arco de la Virgen del Rosario” y en “La casa 1028” no se ahorran adjetivos, algunos en grado superlativo, para ensalzar la belleza de las protagonistas y la riqueza de sus casas, y para establecer de esta manera el contraste de una situación envidiable con esa intervención inexplicable que causará la tragedia: “No faltaba el salón de piso cubierto de regias alfombras, con techo decorado de oro y pendientes enormes arañas de finísimo cristal; y las paredes adornadas de costosos tapices y arabescos dibujos; y los muebles de brillante caoba con incrustados de artísticos efectos; óleos trabajados por los más renombrados pintores [...] y las vidrieras con valiosísimas porcelanas, transparentes cristalerías y deslumbrantes servicios de plata” (“La tradición del arco de la Virgen del Rosario”). Otras veces la adjetivación marca contrastes cromáticos con el valor simbólico de realzar el futuro enfrentamiento entre el bien y el mal, como podemos ver en el encuentro de Elena con el hombre desconocido que se la lleva. Mientras ella es un alma “ingenua y buena”, sus manos son “blanquísimas” y su rostro “alabastrino”, él es un “extraño” personaje y va ataviado con “obscura” capa y sombrero “negro”. Hay aún otras formas de desatar los mecanismos de atención. Entre ellas podemos destacar el comienzo in media res, la sintaxis entrecortada y el empleo de alguna oración nominal con que se abre la narración en “La virgen de Quito”, de Alfredo Fuentes Roldán:

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“Despertó sobresaltado.Transpiraba y estaba tembloroso, inquieto. No atinaba a encontrarse a sí mismo en la equívoca dimensión de lo que es o no es realidad. Alrededor, negrura y silencio.Todavía no era noche cerrada. Buscó a tientas una vela”. Procedimientos a los que se suma el suspense, pues no sabemos de quién nos habla el narrador hasta el final de la historia: “Este fue don Bernardo de Legarda y del Arco, que en Paz descanse”. El uso del presente histórico en los momentos álgidos es otro medio eficaz para lograr la implicación emotiva del lector en los hechos. Así puede comprobarse, por ejemplo, en “La Virgen del Quinche es alfarista” y en “La Virgen de la Empanada” que, escritas en pasado, recurren al presente cuando se trata de describir algo puntual que exalta los ánimos de la concurrencia: “Cantos de triunfo resuenan desde las márgenes del río Guayas [...]. El Ecuador entero se convulsiona ante el Himno [...] que entonan los partidarios de un Caudillo, que se apresta a entrar en Quito [...]. Nuevamente se agita el manto, cuya punta caso llega al rostro de la Virgen, y la misma voz repite: ¡Viva Alfaro!” (“La Virgen del Quinche es alfarista”); “¡Milagro!- gritan todos al unísono. Unos caen de rodillas, otros dan voces que se oyen desde la calle […]” (“La Virgen de la Empanada”). Para acentuar el carácter de verosimilitud legendaria, los tradicionalistas se sirven también de la diferente dosificación en la cantidad de los datos que nos proporcionan acerca de la identidad de sus protagonistas. Así, mientras en algunos casos se nos facilitan con todo detalle nombres y apellidos tanto de rancia como de ‘vulgar’ prosapia, en otros -tenidos por más actuales o más verídicos y por lo tanto comprobables- se nos escamotean con la excusa de que “no es necesario determinarlos para el objeto de este relato”, como leemos en “La casa 1028” a tenor de los propietarios de la vivienda. Razón a la que don Panchito Andino añade, a propósito del cura pecador de “La leyenda de la cruz de la muralla de San Francisco”, que este es “todavía mentado”. Estas incógnitas contrastan con la exacta prolijidad con que se nos da cuenta de los años, lugares y nombres de gobernadores, oidores y personajes, con ascendencia incluida, que suele preceder y enmarcar a las historias. Con vistas a potenciar los efectos sugestivos, algunas leyendas prolongan su vigencia en el presente del lector. De este modo, la realidad quiteña aparece enriquecida con esa dimensión mágica que le siguen otorgando ciertos sucesos cruciales ocurridos alguna vez en la ciudad. Mediante este recurso queda sembrada en el receptor una inquietud que dará vía libre a su imaginación. En este sentido resultan ilustrativos, entre otros, los siguientes comentarios finales: “Desde entonces el mechapuco asoma con frecuencia en las noches oscuras en el sitio mismo del fúnebre acontecimiento” (“La Caja Ronca”); “Desde entonces quedaron grabadas en la piedra las huellas del canillazo” (“La canilla del difunto”); “Dicen que en las noches de conjunción se oyen aún pasos lentos que arrastran cadenas; gemidos prolongados como de seres agobiados por agudas dolencias; inclusive el bufido sordo y hueco como de un toro agónico, y otros ruidos extraños venidos de ultratumba” (“La casa 1028”); Por otra parte, nos hemos referido ya a la incorporación del lenguaje popular en los discursos dialogados de los personajes que facilitan la leyenda al recopilador Noboa; lenguaje que volvemos a encontrar en las expresiones de la vivaz Carifo, de “La Virgen del Quinche es alfarista”, donde leemos “curuchupas”, “chapa”, o “charoles”. Pero en algunas tradiciones, la gracia chispeante del lenguaje popular se despliega en el habla de quienes las cuentan y luce especialmente en las firmadas por Cristóbal de Gangotena y Jijón. En ellas encontramos una serie de recursos cuya funcionalidad trasciende el afán de verosimilitud a la hora de mostrar personajes y situaciones, para concretar una manera especial de tratar las historias, que quedan envueltas en un tono crítico e irónico. La personalidad del narrador juzga, comenta y se divierte con lo que cuenta, lo desmitifica y lo priva de misterio; nos lo acerca al terreno de lo real y descubre, así, la ignorancia, la superstición y la picardía sociales. A esta intencionalidad, así como a dotar de amenidad a los relatos, obedece el uso de abundantes expresiones coloquiales, como “liar el petate”, “cualquier pelagatos”, “sacarle al prójimo los cuartos de la faltriquera”, “no le llegaba la camisa al cuerpo, no hubo títere con faldas”, “estaban que 31

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no cabían de gente”, “meterse entre pecho y espalda, tenerle metido en un zapato” o “le salían canas verdes”, entre otras muchas. Expresiones que también aprovecha para titular sus textos y que implican ya una determinada interpretación de los mismos, una visión que ejemplificará a esas palabras provenientes del refranero o de las percepciones del más castizo acervo popular. Es el caso de “Más pobre que Cristo”, “Un hidalgo a carta cabal” y “Viva la gallina con su pepita”; y de “Sacrilegio” y “”¿Terror?... ¿Esperanza?”, que invitan a una lectura irónica de los hechos. La impronta de lo popular, heredada del costumbrismo, se plasma también en la presencia de los versos romanceados que salpican los textos y que les dan un gracejo jocoso. Entre los varios ejemplos que se pueden mencionar, cabe detenerse en el fragmento que cierra “Viva la gallina con su pepita”. En él, a los versos reproducidos les sucede esta ‘coda’ ilustrativa que viene a vincular el milagro con una obra literaria española, con lo que su veracidad parece quedar en entredicho: “Como en toda tierra de cristianos se cuecen habas, esto mismo cuenta Montalbán del Cristo de Zalamea en No hay vida como la honra”. Más contundente es la opinión del narrador cuando intercala sus comentarios al hilo de la narración.A veces basta con adjetivar para ejercer la crítica:“la ridícula manía del magistrado”,“el vulgarísimo nombre de Juan Pérez”,“el demasiado católico monarca”, “el simpático clérigo“,“La Inquisición, ese tribunal espantoso”...); otras veces se atreve a juzgar directamente los sucesos referidos, como cuando ante la propuesta de un párroco de que el mísero español Pedro de Alderete haga de crucificado en Semana Santa para ganarse algunos pesos, sentencia:“tres horas de crucifixión por veinte pesos, mal pagado era: Dios Nuestro Señor sacó mayor provecho, pues que nos ganó a todos para el Cielo”. O cuando remata con una expresión coloquial lo relatado en “Un hidalgo a carta cabal”: “Si esto no es nobleza e hidalguía, ¡que venga Cristo y lo diga!”. Especialmente reveladora resulta la conclusión de “Sacrilegio”: “¿Y los ladrones? ¿aparecieron al fin? Sí: los cogieron en Conocoto, los trajeron a Quito, los ahorcaron, y ¿qué más? Pues nada, simplemente los descuartizaron”, donde el adverbio “simplemente” viene a enfatizar la crueldad de una sociedad religiosa, pero vengativa y falta de piedad. Comportamiento que desprestigia a esas monjas frenéticas en su empeño por invocar la ayuda divina para encontrar lo robado y que ya habían sido ridiculizadas debido a sus “gangosas vocecillas”. Reconocemos asimismo la voz irónica del narrador cuando interrumpe el relato para realizar un comentario gracioso: “En una casita de la plazoleta se oía el rasgar de una guitarra que, de estar allí San Pascual, de seguro que se ponía a bailar, aunque fuera en la corona del obispo” (“Los artículos de la fe”). O para comparar el mundo de las tradiciones con el ya contaminado del siglo XIX y comienzos del XX. Así, cuando asevera:“¡Cuánta falta nos hace hoy un Fiel Ejecutor! Hay tantas leyes que son ahora... la carabina de Ambrosio!”. O bien cuando suspira: “¡Esos sí que eran tiempos maravillosos! ¡Qué de apariciones, qué de prodigios, qué de cosas estupendas! La Virgen, los Santos, las ánimas benditas eran tan familiares entonces en Quito, que se los encontraba al voltear de una esquina, que se presentaban en una reunión agradable de familia, en fin, en cualquier parte. [...] Las empanadas [...] potaje suculento que hoy para verlo en el plato hemos de calzar lentes, pero que en la época en que me refiero alcanzaban proporciones homéricas” (“La virgen de la Empanada”). Resulta inevitable ver en estas interpolaciones el enfoque irónico que se proyecta sobre la muchas veces calificada como “la muy noble y muy leal ciudad”, cuyas supersticiones y felices episodios quedan privados de trascendencia misteriosa y son ubicados en un marco de inocente ingenuidad abierta a los temores y prejuicios. El punto de vista que adopta el narrador, con su indisimulada presencia en cada paso de su discurso, facilita esta apreciación, que es incuestionable cuando, haciendo uso del estilo indirecto libre, pasa desde sus propias palabras a brindarnos los pensamientos de sus personajes, sin fórmula de transición alguna. Oímos, así, a esas monjas atemorizadas ante la llegada de los Tauras: 32

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“Ellas, a pesar de estar encerradas y bien protegidas por las terribles censuras eclesiásticas (...) no se creían aún bastante seguras ¡Urbina era tan liberalote! ¿Ysus Tauras? ¡San José Bendito! Esos eran unos bárbaros que no le tenían miedo ni a Dios ni al Diablo”. Y, siempre con marcada ironía, Gangotena se las arregla para que los milagros queden desenmascarados, vacíos de sustancia. Jugando con el nombre “Ladrón de Guevara”, véase cómo se desacraliza el prodigio de la “La Virgen de la empanada” hasta provocar una abierta sonrisa en el lector: “[...] el señor Ladrón de Guevara, verdadero iconoclasta, con escándalo público, quemó a Nuestra Señora de la Empanada, y nos quitó, así, a una gloria nacional, privando a tortilleras, tamaleras, buñoleras, etc..., de la patrona que netamente les correspondía. Es fama que desde esta profanación se han vuelto indigestas las empanadas de morocho”. Finalmente, hay que señalar cómo en “La Virgen del Quinche es alfarista” Laura Pérez de Oleas pone todo su empeño en desvelar el engaño que entraña un milagro. Aquí el mecanismo queda claramente al descubierto, por lo que no hace falta recurrir a la ironía, y la narradora no abandona en ningún momento su posición omnisciente Sí queda en suspenso la reacción del líder anticlerical, Eloy Alfaro, ante unos hechos cuyas causas no sabemos si llegó a conocer, pues “Lo más original de todo esto es que Don Eloy conservó toda su vida una gran devoción a la Virgen del Quinche [...] ¿Sugestión, acaso? ¿Dudas, tal vez, si la Carifo no le reveló la treta del milagro? ¿O un afán de que el pueblo creyera que él fue un predestinado y amado hijo de María y a la cual no podía mostrarse ingrato?” Más preguntas que nos toca responder a los lectores, que en estas leyendas contamos con encubrimientos y desvelamientos; con misterios irresolubles y prodigios que no lo son. Revés y envés de una moneda que los tradicionalistas han sabido transmitirnos para que conozcamos más de nosotros mismos y, cuanto menos, hagamos un ejercicio de relajamiento frente a las preocupaciones cotidianas.

La Historia n contraposición con las leyendas y las tradiciones, en este volumen encontramos textos que abordan distintos episodios y personajes quiteños desde una perspectiva histórica Su objetivo primordial no consiste en evocar alguna anécdota dudosa de un pasado más o menos ficticio; radica en suministrarnos información precisa sobre ciertas realidades, lugares y figuras señeras en el devenir de la ciudad. Frente a las fuentes populares de carácter oral de que aquellas se nutren, estos se apoyan en la investigación y en la consulta de archivos y documentos escritos, característica que Ricardo Descalzi establece, como punto de partida, en “Fundación de S. Francisco de Quito y el nombre de su fundador”, en que demuestra que este mérito no le corresponde a Sebastián de Benalcázar, como se ha venido creyendo:

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“Nada más lejos de la verdad histórica si la analizamos con la fría observación y análisis del documento, lejanos al paternalismo, la concesión generosa o el agrado o la simple invención de alguien que lanzó la idea con orquestación de parranda y fiesta e instaló la falsedad, difícil de eliminarla porque ha hecho conciencia aun en espíritus estudiosos e intelectuales de valía. Sin embargo, nuestra calidad de investigadores nos obliga a luchar contra estos molinos de viento, por ver si alguna vez la razón de nuestro empeño logra calmar la euforia y encauzar los hechos históricos por el camino justo de la verdad”. Empeñados, pues, en brindar datos ciertos y comprobables para establecer tesis interpretativas cimentadas en ellos, no resulta extraño que los autores dejen constancia de la bibliografía que han consultado e incluso reproduzcan textualmente fragmentos extraídos de las mismas. Así, son numerosas 33

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las menciones a las fuentes documentales, de las que se reseñan todos los datos posibles y que van desde los trabajos de otros estudiosos y los testimonios escritos de ilustres viajeros, a las actas notariales, fundacionales y de los cabildos, diccionarios, planos, mapas, padrones municipales e incluso referencias mitológicas; y son muchas las citas entrecomilladas a las que se recurre con frecuencia bien para mostrar sus falacias o para basar en ellas las aportaciones propias. Frases como “Siguiendo a Oviedo”, “Sebastián de Benalcázar [...] ordenó dar tormento a cerca de cuatro mil indios, según Luis Bossano”, “El acta de fundación (de la ciudad) se inicia con estas palabras” y otras muchas que recogen aserciones de diferentes firmas de prestigio llevan a Descalzi a la conclusión, bien documentada, de que: “Ante esta abrumadora testificación de historiadores serios, investigadores tenaces y hombres probos, no se puede hablar más de un 6 de diciembre como fecha de la fundación de un Quito español, sino como el día en que se inscribieron los soldados y civiles para avecindarse en la Villa [...]”. Consecuentemente, cuando el historiador no halla datos fehacientes para emitir afirmaciones sobre ciertos hechos opta por la cautela:“Acaso por esto”,“posiblemente porque” (“Las Quilago”), “probablemente en el S. XVIII”,“según se cree” (“El antiguo beaterio”), y se cuida muy bien de señalar que está expresando su parecer: “según nuestra personal opinión” (“El 2 de agosto de 1810”). Y es que los ensayos históricos suelen buscar la certidumbre de lo que puede ser comprobado porque quedó escrito y fijado para la posteridad. Suponen un freno a la imaginación desbordada de la leyenda y de la literatura y pretenden, por tanto, el valor de la objetividad, necesario para comprender la magnitud de los hechos y personas que marcaron la identidad de un país. No obstante, estos textos no son impermeables a la subjetividad. Los escritores expresan su admiración o su animadversión hacia los personajes y acontecimientos que investigan a través de varios procedimientos.Así, por ejemplo, Descalzi no duda en calificar a Benalcázar de “feroz e inhumano”y de “injusta” a la matanza de Cajamarca, en tanto que valora como “heroísmo sin límites” al hacer de los indios quiteños al mando de Rumiñahui; los esposos Costales nos hablan de las Quilago como de “mujeres valerosas y heroicas”; y Galeano se refiere a las que participaron en el arrastre de Eloy Alfaro como a “viejas comesantos, tragahostias y cuentachismes” (“Alfaro”). Aparte de la adjetivación, el pensamiento personal del autor se trasluce en los juicios que introduce al hilo de la redacción textual, como puede comprobarse en reflexiones como las siguientes, en que se desprecian sendos caminos de acercamiento a la disciplina historiográfica: “La historia india, hoy llamada etnohistoria caprichosamente por los que manejan con cierta habilidad la artesanía de la paleografía o llegaron a especializarse teutónicamente en Alemania” (“Las Quilago”); “Tengamos por lo menos lógica histórica y respetemos al Padre Velasco como un excelente botánico y un buen antropólogo. Pero historiador, cero” (“Lugar de nacimiento, fecha y ascendencia familiar de Atahualpa”). Y en estas palabras vehementes en que, por el contrario, Descalzi aplaude a Jacinto Jijón y Caamaño por haber festejado en 1934 el aniversario de la fundación de Quito atribuyéndosela a Diego de Almagro: “¡Honor a quien supo respetar la historia y mantener su Verdad!”. Empeñados en facilitar explicaciones, los textos históricos se adaptan a los moldes del ensayo y emplean, fundamentalmente, la exposición y la argumentación como formas del discurso; de un discurso que suele presentar una estructura analítica en que se establece una tesis de partida que el autor se dedica a demostrar y a cuyo enunciado suele volver a veces cuando cierra el texto. Este es el esquema al que se ajustan los títulos de Segundo Moreno Yáñez, Fernando Jurado Noboa, los esposos Costales, Ricardo Descalzi y Pedro Fermín Cevallos. Naturalmente, no se descartan otras formas de elocución cuando las exige la progresión temática. De este modo, cabe comparar la ortodoxia expositivo-argumentativa de “Lugar de nacimiento [...] de Atahualpa” que, lejos de desbordar los cauces estructurales señalados se sostiene en una alternancia clara de preguntas y respuestas argumentadas, con el cariz más emotivo de “El 2 de Agosto de 1810”. Aquí, Cevallos se ve obligado a recurrir a la narración en los fragmentos en que reproduce la lucha popular de aquella memorable jornada.Y lo hace con la intención de que el lector la vea y participe emocionalmente en ella. Por eso, en los momentos de mayor agitación abandona el tiempo verbal pasado y redacta en presente, imprimiendo rapidez a las acciones a través de la enumeración asindética: 34

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“Llegados el día y hora en que los conspiradores acababan de fijarse, suenan las campanadas [...], embisten contra el presidio, matan al centinela [...] hieren dispersan y se apoderan […]”. A idéntica intención de implicar a los lectores obedece la presencia de interrogaciones retóricas, como, en este mismo texto de Cevallos: “¿Quién no querría haber participado de su triste destino, a cambio de haber sido también uno de los primeros que en América española ejercieron sus derechos soberanos?” Figura retórica que también emplean Descalzi: “¿Y es a este conquistador al que personas desconocedoras de la historia por fuerza, quieren endilgarle la fundación de San Francisco de Quito?”, y Luciano Andrade Marín: “¿Podían los meticulosamente católicos españoles haber levantado esa Picota de ignominia y afrenta macabra junto a la primera iglesia de la cristiandad o a un sitio donde dicen que se celebró la primera misa de la conquista?” (“El rollo o la picota colonial de Quito”). La descripción será dominante en numerosos fragmentos de aquellos textos que se centran, no ya en un suceso o personaje, sino en un lugar, ya sea un barrio (“Toctiuco”), un volcán (“Apagones y ceniza”), un paraje citadino (“El rollo o la picota colonial de Quito”,“El antiguo beaterio”,“Las primeras calles y los primeros puentes sobre las quebradas”, “Historia del cementerio de San Diego”, todos ellos de Luciano A. Marín, “La Esquina de la virgen”, “El sapo de agua”, “el Arco de la Reina”, de A. Fuentes Roldán,“El hospital Eugenio Espejo”, de F. Guarderas), o una vista general del entorno natural quiteño (“El paisaje quiteño”, de J. Manuel Carrión). En ellos observamos constantes alusiones a lugares que el lector puede reconocer en la actualidad y que delinean un útil recorrido por los diferentes trazados urbanos de la capital andina. Se nos ayuda, así, a realizar el trayecto imaginario al que muchos de los títulos anteriores nos invitan y que quedan amenizados a través de varios procedimientos: el anuncio de “cosas muy curiosas que ahora ya nadie las sabe” (“Historia del Cementerio de San Diego”), los avisos reivindicativos de Fabián Guarderas y de J. Manuel Carrión acerca de cuestiones tan candentes como el estado de los hospitales y la necesidad de cuidar la Naturaleza, respectivamente, y el sutil lirismo que se desliza en las páginas de A. Fuentes Roldán al lado de ágiles coloquialismos (“a más no poder”,“el rato menos pensado”,“cuantas veces les viene en gana”,“así como así”,“en un santiamén”), y sonoros quichuismos o voces quichuas. Dado el carácter divulgativo de estos textos, es lógico que se caractericen por su claridad expresiva, lo que no significa que su factura sintáctica esté exenta de complejidad.Al contrario, la necesidad de desplegar informaciones y de relacionarlas de manera lógica genera una sintaxis fundamentalmente explicativa, de forma que abundan las aclaraciones y las oraciones compuestas, especialmente las subordinadas. Aparecen, pues, abundantes aposiciones:“el primer viernes de Cuaresma, día 9 de marzo de 1565”, “D. Hernando de Santillán, primer presidente de la Real Audiencia de Quito”, “Hermanos del Belén, rama franciscana fundada por el Venerable Pedro de Bethancourt” (“El arco de la reina”); numerosas construcciones adversativas, propias de la contraposición de argumentos: “se puede argüir que. [...] pero” (“Las Quilagos”); de relativo: “asesinato a sangre fría que ordenó [...]” (“Fundación de S. Francisco de Quito...”); y adverbiales de todo tipo. Resulta ilustrativo señalar que tan sólo un texto de tema histórico está elaborado a base de una sintaxis concisa, de oraciones breves y simples, a manera de brochazos. En “Alfaro”, Eduardo Galeano nos regala una estampa de altos quilates líricos en que dicha configuración gramatical da pie a las sugerencias y connotaciones más propias de la literatura que de la historia, por lo que se trata de unas páginas en que ambos géneros se cruzan. En tres párrafos cortos, el escritor ha dibujado una escena sangrienta en presente de indicativo, nos ha enumerado las acciones de Alfaro en pasado y ha vuelto al presente para describir una escena densa en significados: “Cae la noche. Huele a carne quemada en el aire de Quito. La banda militar toca valses y pasillos en la retreta de la Plaza Grande, como todos los domingos”. 35

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Un lirismo de otra clase es el que se desprende de los textos de Fuentes Roldán. Ajustadas a la especifidad del ensayo histórico, sus páginas rezuman voluntad de estilo.Vemos en ellas a un escritor que informa y explica sin renunciar a la belleza de la metáfora: “la frondosa pradera daba al viajero la bienvenida a la capital de los pueblos de la comarca” (“La esquina de la virgen”), ni a la perspectiva de una parte de los protagonistas de la historia, a la de los indígenas, cuya presencia queda en Toctiuco “sostenida por la vitalidad profunda y sonora de la lengua aborigen”. Perspectiva que, como concesión a la subjetividad, elige el ensayista que narra para contar la evolución de ese sector quiteño: “Palacios y templos desaparecieron. En su lugar asoman casas e iglesias extrañas pregonando una lengua extraña difícil de entender y más difícil de aceptar, pero en el centro de la calle queda para siempre el alma india en el chaquiñán y en el tropel de agua [...]” (“Toctiuco”). Finalmente, en este apartado dedicado a la historiografía incluimos, por su carácter documental,“Escudo de Quito”,“La bandera y el estandarte de la ciudad” y “Discurso dirigido por Espejo desde Bogotá a la ciudad de Quito”. Los dos primeros se sitúan en el polo opuesto a los últimos que hemos comentado, ya que en ellos no hay rastro del autor. Se trata de páginas asépticas en su estilo, redactadas según los patrones establecidos para esta clase de escritos jurídicos. “Escudo de Quito” se ajusta al código de la disciplina heráldica: una descripción general del escudo seguida de la de cada uno de sus componentes y de la explicación de su significado simbólico. Esquema que se repite con el blasón, los colores y el esmalte. Como es preceptivo en esta clase de escritos, inmóviles en su estilo a lo largo de los siglos, se facilitan entre paréntesis las denominaciones latinas de los términos castellanos. En cuanto a “La bandera y el estandarte de la ciudad”, reconocemos en él el molde, igualmente fijo, del lenguaje administrativo, con su estructura inamovible: su Considerando seguido de las oraciones necesarias precedidas por la conjunción “que”, y su Decreta, al que sigue la enumeración de artículos y la firma de las autoridades en la fecha del momento. El “Discurso” pronunciado por Espejo es, en cambio, una clara pieza de oratoria clásica, muy cultivada en el siglo XVIII. Como corresponde a este tipo de textos, se riegan en él todos los recursos retóricos de rigor. Así, en primer lugar, el orador hace gala de su modestia, pues se califica como “un hijo de Quito destituido de los hechizos de la elocuencia”. Sin embargo, abundan las fórmulas literarias que hacen que su mensaje sea elocuente. Por ejemplo, Espejo apela a la atención de sus oyentes con los vocativos “Señores” y “Quiteños”, que a veces intercala en interrogaciones retóricas o en frases de tono imperativo: “¿Veis, señores, aquellos infelices artesanos?”, “Acordaos, señores”, “Quiteños, sed felices; quiteños, lograd vuestra suerte a vuestro turno; quiteños, sed los dispensadores del buen gusto [...], juzgad [...], contemplaos [...], no desmayéis [...]”. Con el objeto de ennoblecer sus palabras alude a la mitología (“los luminosos laureles de Apolo”), menciona nombres de pensadores ilustres, tanto de la antigüedad como contemporáneos (Quintiliano, Homero, Demóstenes, Sócrates, Apeles, Peralta, Figueroa, Hobbes, Paw...), utiliza algún cultismo (“omnicio”) y emplea el futuro de subjuntivo por el presente de este mismo modo verbal (“os inclinare el gusto os arrastrare”). Pero lo que más potencia y enaltece la fuerza de su lenguaje, la eficacia de sus razones, es el ritmo elevado de su prosa, logrado con la variedad tonal y la reiteración de términos y de estructuras sintácticas. Alternan las frases afirmativas con las imperativas, las interrogaciones retóricas y las exclamaciones (“¡Oh, y cómo deben corresponder las producciones felices y animadas de sus ingenios!”). Mas el rasgo dominante de este discurso es el paralelismo, que da lugar a oraciones largas pero cargadas de vehemencia. Una de las formas que adopta este procedimiento es el del emparejamiento: “las ciencias y las artes, la agricultura y el comercio, la economía y la política [...]”,“Pues allí, el pintor y el farolero, el herrero y el sombrerero, el franjero y el escultor, el latonero y el zapatero, el omnicio y universal artista [...]”. Otra es el paralelismo de uno de los miembros oracionales: “El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo lo alcanza”.Y la que más se repite es aquella que acaba o intercala una expresión explicativa y aclaradora de las precedentes: “Todos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril, sin compás, en una palabra, sin sus respectivos instrumentos [...]”, “vosotros, señores, le oís el dicho agudo, la palabra picante, el apodo irónico, la sentencia grave, el adagio festivo, todas las bellezas en fin de un hermoso y fecundo intelecto”.

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De la Evocación Literaria a la Crónica Periodística ntre la historia y la leyenda se encuentra hábilmente barajada una serie de ensayos que se centran en diversos aspectos característicos de la vida quiteña. Por una parte, contamos con aquellos que esbozan un cuadro general de la ciudad a través de un enfoque literario de la misma; por otro lado, hay escritos que evocan hábitos, experiencias, personajes ya pasados pero vivos en el recuerdo de sus autores y que, por eso, están teñidos de su personal subjetividad. Y, finalmente, están esos textos breves que se ciñen al espacio del periódico y que pergeñan con clara intención crítica una estampa citadina actual, si bien no desvinculada de los tiempos idos.

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En el primer grupo se sitúan “El hombre, la ciudad y los cóndores”, de Mario Vargas Llosa; “Retrato de una ciudad: Quito, capital de las nubes”, de Jorge Carrera Andrade; y “Limen”, de Hugo Alemán. De todos ellos se desprende una interpretación poética de Quito, que se nos presenta como un ser dotado de vida y dueño de atractivas e inquietantes sorpresas. Literarios, como son, sus líneas se construyen a base de connotaciones y medidas figuras poéticas, en que domina el tiempo presente, con la intención de proporcionarle a la capital andina una idiosincrasia misteriosa y permanente, producto de su paisaje y de su historia, a la que el lector debe enfrentarse como abordaría a un ser humano: con curiosidad y con cuidado, con todos los sentidos alertas. Así, el narrador peruano se sirve de la figura del cóndor para mostrarnos una ciudad fascinante por su duplicidad, una ciudad a la que le arrebata la máscara de su aparente apacibilidad para advertirnos sobre la agresividad que, como el ave mencionada, siempre al acecho, encierra y oculta: “No hay que fiarse de paisajes tan idílicos y suntuosos como éste, porque allá en el fondo, maciza e intangible, la montaña de nieves eternas se mantiene siempre al acecho, en actitud beligerante”. Para llegar a esta conclusión, el escritor se sirve de una técnica expositiva en que las frases se suceden con fluidez. A las interrogaciones retóricas que plantean la pregunta sobre los ignotos orígenes (“¿Quiénes osaron subir hasta semejantes alturas? ¿Quiénes construyeron sus refugios [...]?”), les suceden oraciones afirmativas que nos hablan con contundencia de su personal entendimiento de la ciudad. Estas vienen aderezadas con alguna metáfora: “ese manto de luciérnagas que se vuelve Quito de noche [...]”, con algún símil:“se precipitan como bólidos”,“ciudades [...] que parecen nidos de esas grandes y orgullosas aves” y con las valoraciones que aporta el adjetivo: “algo indómito e incontrolable”, “estas ciclópeas montañas”. Recursos que ponen en Quito el acento de la amenaza, ante la que conviene interponer el recelo. Jorge Carrera Andrade ubica el misterio, no ya en el entorno físico, sino en la arquitectura de la urbe. En su ensayo, la perspectiva se orienta hacia lo histórico y es la piedra quien, personificada, nos desvela el ser de la ciudad. Asistimos, pues, a una ruta por calles, plazas, patios e iglesias que cobran vida para contarnos los secretos que han venido guardando durante años.Y, como en los párrafos reflexivos de Vargas Llosa, en ese paseo los viajeros también nos sentimos intimidados (“rodeados de testigos”), esta vez por las voces e imágenes que el poeta rescata del pasado y exhibe para que las presenciemos, desde luego, pero asimismo para que nos detengan, para que nos acosen y sorprendan, para revelarnos un escenario prodigioso. Por eso, la voz poética se emociona al transitar por ciertos parajes, derramándose en brochazos descriptivos carentes de verbos, apoyados en la metáfora: “¡La Ronda, con sus zaguanes claveteados de menudos huesos dorados y sus cantinas humosas, estremecidas de guitarras! ¡Maravillosas fábricas de la fe y del arte y del sueño! ¡Imponentes gritos de piedra hacia la eternidad!” La ciudad nos asombra con imágenes y sonidos cuyos efectos evocadores vienen dados por el uso de un lenguaje literario en que se sortean la musicalidad de la aliteración y la plasticidad de comparaciones y sinestesias. Así, cuando leemos “leve rumor de labios que murmuran” oímos ya ese murmullo en la sucesión de la /r/ y de la /m/, y sentimos su levedad en la repetición de la /l/. Nótense, 37

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además, la sonoridad del oxímoron “sinfonía pétrea” y de la metáfora “sílabas de agua”; y el valor pictórico y musical a la vez en estos símiles que llenan de ritmo la prosa del poeta: “El colibrí, clavado en el aire como un fúlgido y breve dardo vibrador”; La marea de celestes campanadas que descienden, en oleadas sucesivas, desde las torres severas, encapuchadas de melancolía; Los vestidos indígenas, espesos y multicolores, animan las grises pilastras y corredores monásticos como una alucinación fantástica de la piedra”. Y esta riqueza descriptiva, esta ritmicidad de la palabra se acentúan con el dinamismo del episodio histórico que casi nos atropella en el camino: “De pronto, hay un movimiento de pavor entre los apiñados personajes de esta cándida y viviente tapicería: ¡el cañón va a disparar! ¡El cañón dispara con gran estruendo [...]!” Si Carrera Andrade nos regala un recorrido por las entrañas de la ciudad y, con él, un retrato de la misma, Hugo Alemán restringe su campo de interés a los primeros lustros del siglo XX, antes de que a raíz de la Primera Guerra Mundial se abriera un nuevo período en el devenir de la nación y comenzara a reclamar su espacio la modernidad. En “Limen”, pórtico del libro dedicado a varios escritores significativos de aquel momento, Alemán hace gala de una elevada expresión poética en consonancia con la sensibilidad melancólica de esos años. Enfoca el Quito de la llamada “Generación de los Decapitados”, en que todo aparece tocado por una gasa de nostalgia, por la añoranza de algo ambiguo, abstracto, indefinible. De ahí que este ensayo avance desde los cuatro primeros párrafos, escritos en pasado y de talante explicativo e interpretativo, pues nos hablan de la ruptura que trajo consigo la guerra, de las novedades que impuso, hasta una sucesión de párrafos brevísimos, que son un intento de evocar aquella época pasada, para concluir en la enunciación de sus propósitos como redactor de su libro: “Voy a hurgar, con tímida mano devota, el cofre de sándalo que guarda los vestigios de las primaveras ausentes (...) Quiero arrancar al Pasado (...) Voy a extraer del Olvido- cuyo poder nunca llegó a mis dominios interiores- la túnica espaciosa del recuerdo [...]”. Con esta intención, el poeta, íntimamente vinculado con aquella sensibilidad, elabora unas páginas en que abundan las metáforas y se yuxtaponen frases nominales a modo de pinceladas impresionistas; enunciaciones que dan idea de un modo de ser y de sentir: “Siniestra e implacable se desgalgaba sobre la atormentada superficie de la tierra la errátil sombra de unos fantasmas aéreos. Ruidosos emisarios de la catástrofe y de la muerte [...]; Florilegio galante de las estaciones. Ininterrumpido desfile de panoramas. Música alada en el viento. La vida a flor de palabras y hondura de emoción. Síntesis de canción en el grito amoroso y cordial. Plegaria de amor diluida en los efluvios sangrantes del crepúsculo [...]; Acuarela enfermiza. Exultante oblación de paradojas [...] Almas abiertas a todas las emanaciones del cansancio. Éxtasis de infinito.Vértigo de eternidad”. Pródiga en sugerencias líricas, la prosa de Alemán supone un adelanto de los versos de sus contemporáneos que él mismo ha seleccionado.Y, son, por eso, una visión de la “ciudad antigua”, del Quito de principios del siglo XX que tan bien supieron reflejar los poetas posmodernistas en su obra. Frente a estos títulos, que constituyen una percepción global de la ciudad, aparecen, más numerosos, aquellos que acotan su contenido en un aspecto concreto de la vida quiteña. Se trata de ensayos escritos desde la experiencia personal de sus autores, que dan cuenta de ambientes actuales o añoran costumbres que se han perdido ya o están en peligro de desaparecer. En ellos la dimensión poética no es imprescindible. Interesa captar la atención de los lectores haciendo atractivo aquello que se evoca y por eso suelen ser escritos claros en su redacción, atractivos por su gracia y frescura expresivas. Narrativos y descriptivos, fundamentalmente, con frecuencia dejan espacio a las anécdotas y a las digresiones en que el narrador juzga u opina. En este grupo se encuentran “El Machángara”, de José Modesto Espinosa,“Aucas, Marañón o la guerra”, de Jaime Vega, algunos títulos de Alfredo Fuentes Roldán,“el Mapapelotas”, de A.Andrade 38

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Coello, “La ciudad de los recuerdos”, de Nicolás Kingman, y los firmados por Édgar Freire, compilador de esta antología. Además, podrían incluirse en este apartado las aportaciones de Jorge Fegán y de Bolívar Bravo, aunque con alguna reticencia, ya que en ellas domina el interés por explicar el uso de ciertas expresiones lingüísticas y por reproducir coplas e informar sobre los juegos de antaño, respectivamente. No obstante, en “Glosario de quiteñismos” el autor no renuncia a recrearse en la definición de los términos, en algunos casos marcadamente subjetiva y de tintes humorísticos; y en “Evocación de los juegos de la niñez” se desliza una interpretación un tanto idealizada, y por lo tanto subjetiva, de la infancia: “Ronda infantiles, conjunto mágico de palabras que, como una sonatina salen a los labios, aún balbuceantes de los niños de tez aterciopelada, de mejillas sonrosadas como cerezas, de risa cantarina, sin nada que los opaque ni lleve escondido el sello de la angustia”. “El Machángara” es un artículo de costumbres en la línea de los escritos por el español José María de Larra. El autor se instala en la primera persona narrativa y nos va contando historias cotidianas a su paso por los lugares por donde camina. Adopta un punto de vista confidencial con el lector y derrocha espontaneidad, de modo que da la sensación de que escribe al hilo de lo que le sucede, sin ahorrarse comentarios ni expresiones coloquiales: “¿Pero a quién lo cuento?, ¿será leído este borrón fuera de Quito y por personas que no conozcan el Machángara? No lo presumo; mas por si mi escrito alcance una ventura en que mi humildad no se atreve a poner los ojos, diré sólo que el río de mi cuento, como muchos otros, forma de trecho en trecho vistosos remansos que dicen al cuerpo: ‘ven y sabrás qué es bueno”. Testigo de la cita amorosa de una joven “decente” y envuelto en una historia galante con una viuda a la que sorprende acompañada por un visitante varón -todo ello a la vera del río-, aprovechará para ejercer de crítico de unos usos que le disgustan y que presenta de forma chusca, hasta hacerlos caer en el desprestigio y la ridiculización. Los textos de Jaime Vega y de Fuentes Roldán tienen como cometido facilitarnos datos acerca de sendos temas clave relacionados con el modo de ser de vida del quiteño. Más ceñido a su propósito informativo está “Aucas, Marañón.o la guerra”, pero debido a su dimensión popular y a la afectividad que desencadena en su autor, no está exento de comentarios personales y episódicos (“Recuerdo que [...]”, “Recuerdo que en una ocasión recorrimos [...]”, “vienen a mi memoria”), de coloquialismos (“hace fuuu”, “tanqueándose con las bielas”, “se sacó una puchuela”, “con unas cuantas cervezas entre el pecho y la espalda”), ni de recomendaciones sutilmente irónicas: “Les sugerimos (a los hinchas del Aucas) que mantengan la esperanza (que es lo último que se pierde) en su equipo [...] y que el grito de ‘Aucas, Marañón o la Guerra’ se lo oiga más fuerte aunque sea únicamente en su reducto de la ‘caldera’ del Chillogallo... donde siempre cantó el gallo!” Más ricas en evocaciones son las páginas de “Cuarenta”, “Pelota de tabla y guante”, “El juego del sapo”, y “Dulce Jesús mío, mi niño adorado”, de Fuentes Roldán. En ellas alternan la ironía y el protagonismo de ciertos personajes populares con las descripciones técnicas, detalladas con precisión, de cómo se ejecutan los juegos que dan título a los tres primeros y de los actos que se llevan a cabo con ocasión de la novena, en el último.Así, vemos a Juan Antonio Quishpe Ñacato, experto zapatero y jugador de “tabla y guante”, al maestro artesano Leoncio Mendieta y a los dos magníficos jugadores de “Cuarenta” ejercer sus oficios con desenvoltura, además de reconocer en ellos a esos personajes que imprimen vitalidad y un tono propio a la ciudad.Tanto es así, que cuando nos los presenta el autor reproduce fielmente el lenguaje oral del quiteño: “[...] el maestro Leoncio Mendieta, muy famoso en esos tiempos, que tenía su taller de la esquina para arribita, como quien va para el mercado, en la casa de doña Dorotea Andrade, la viuda del Coronel Secundino Calleja, tan buenmozote y recto como una figura de esas de los libros de estampas de la guerra, quien educó al guambra Leoncio dándole escuela y oficio para que se hiciera hombre de bien” (“El juego del sapo”). 39

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Y la inevitable claridad al exponer las reglas del juego convive con los abundantes y oportunos dichos coloquiales, empleados tanto por el narrador como por sus ingeniosos personajes (“pueblerío”, “a salto de mata”, “pasaba a mejor vida”, “así como así”, “en un santiamén”, “cuantas veces le viene en gana”, “más sabidos que cualquierita”, “para qué se mete, si no sabe ni la A”, “para qué invita, si no tiene cómo”), los adjetivos sufijados (“coloradotes”, “sencillota”, “francotes”) y la abierta ironía desplegada por el cronista: “A comienzos de siglo la furibunda revolución liberal estaba en su empeño de destruir material y espiritualmente el país y quiso acabar con las buenas costumbres y las tradiciones que ya eran sólido patrimonio acumulado a través de largo tiempo” (“Cuarenta”). Andrade Coello dedica su evocación a un librero de Quito cuyo apodo considera “injusto”. Como es habitual en este tipo de textos, se detiene en la anécdota amena (“el Comandante Aristizábal, que le decían Aristinsarna”) y no escatima sus opiniones personales (“aquel hombrecito bondadoso y sencillo”), que a veces adoptan la forma de la descripción metafórica con toques hiperbólicos: “Era la providencia de los estudiantes, el arsenal donde se surtían de devocionarios, eucologios, áncoras de salvación, novenas, etc... las beatas”. Y efectos humorísticos: “En su larga vida de retroventa de libros manoseó montañas de ellos: un Chimborazo de papel”. Todos estos rasgos aparecen también en “La ciudad de los recuerdos”, donde Nicolás Kingman recuerda sus años jóvenes y nos cuenta cómo experimentó él, que es lojano, la vida de la bohemia en el Quito de los años 20 y 30. Sonreímos, así, con el episodio de las fechorías de “La Comisión”, con los juegos del día de Inocentes y las travesuras del chulla. Reconocemos el tono burlesco hacia una sociedad “decadente y gazmoña”, “entre engolada y parroquial” que era el objeto de los desplantes de esa nueva generación parricida y que por eso es merecedora de comentarios despectivos. Sus miembros “bailan cadenciosos tangos al compás de desafinados pianos y gimoteantes violines” y el cine “ofrecía la ocasión a damiselas y empingorotados señoritos para exhibir lo mejor de su guardarropa”. Pero Kingman va más allá de la memoria y ensaya una interpretación de aquello que ya no está: “¿Era acaso el clown una alegoría de la angustia popular caricaturizada, o la más hiriente manera de ridiculizar la hipocresía ambiental predominante?”; al tiempo que da testimonio de su nostalgia y constata, con un dejo de amargura, que “Hoy queda muy poco de la ciudad de antaño. Los aluviones intermigratorios han convertido en tugurio aquello que fue su verdadera imagen. Los añosos caserones coloniales [...] se transformaron en conventillos donde se hacinan en promiscuidad y tristeza innumerables proles. Ahora es una ciudad de todos y de nadie, sin huellas ni tradición testimoniales”. La nostalgia es la cantera de la que se nutren algunas de las estampas citadinas de Édgar Freire, concretamente “La contadora de cuentos”,“Carnaval” y “Casa 1161”, en las que el autor vuelve a su infancia y nos confía varias de sus vivencias de entonces. Lo hace a través de una redacción gráfica elaborada a base de trazos sintácticos claros y concisos, atentos a la impresión que el detalle ha de dejar en el lector. Rápido nos situamos en el escenario envolvente sin el cual nada tendría sentido, pues reflexiones y experiencias nos vienen dadas por la fuerza de una mirada intensa que se nos invita a compartir. Esa mirada es la del niño curioso, temeroso de que los juegos, las historias maternas y la casa en que se crió lleguen a su fin.Y es que hay en estas evocaciones una diáfana conciencia de lo efímero, una lúcida oscilación entre los sucesos gozosos, siempre transitorios, y la palmaria presencia de una realidad dura, ríspida, que tarde o temprano dará al traste con la alegría. Así, frente al hechizo provocado por las narraciones de su madre, se agazapa la certeza de que el encantamiento protector puede romperse: “Los hijos pedíamos a Dios que ningún silbido anunciara la llegada de nuestro padre, pues temíamos que al salir a recibirle los fantasmas de la María Angula nos sorprendieran en las gradas o en una esquina de la calle” (“La contadora de cuentos”).

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Tras los juegos desbocados del Carnaval acecha la temida escuela.Y después de los entretenimientos de la vida llega, sin remedio, la muerte: “Entre tanto los guambras hacíamos cuentas. Las utilidades serán buenas. Mañana se repetirá la batalla, pero nosotros sabíamos ya que toda alegría es efímera. El miércoles madrugaremos a la escuela y en el camino entraremos en alguna iglesia en donde el cura nos recordará que “somos polvo y en polvo nos convertiremos” (“Carnaval”). Todos estos títulos comienzan in media res, con una parca revelación que luego van iluminando imágenes y voces, planos cada vez más amplios que nos hacen sentir el paso del tiempo. Muy revelador en este sentido es “Casa 1161”, que parte del enfoque actual de una casa desvencijada para retroceder, en una especie de flash-back, a un pasado floreciente que coincide con la niñez del narrador: “Parece una viejita desdentada.A la decrépita casa le faltan las puertas, las ventanas El tiempo la ha dejado ciega y sorda [...]. Cuando supero el umbral, veo invariablemente a mis padres; entonces siento una calidez extraña y me inundan los infaltables olores [...]”. Si en estos títulos alternan la mirada distanciada del adulto con la del niño, que le toma la posta en los fragmentos centrados en las acciones pasadas, en los demás textos del compilador quien observa es el hombre que camina por las calles de su ciudad.Y es que “La Amazonas: de fantasmas y fantoches”, “La Plaza Grande en sepia”, “La Alameda”, “Una casa fantasmal” y “Cinco centavos en Santa Catalina” son instantáneas del presente. Fotografías de un paisaje humano en cuyas peculiaridades se detiene la cámara para mostrarnos lo que se desprecia, los desechos de la ciudad. De ahí la importancia de los primeros planos, centrados en el detalle: en unas manos huesudas, en una bolsa sucia y grasienta, en un racimo de bocas desdentadas (“Cinco centavos en Santa Catalina”); en “unas botas, una bufanda gruesa bien atada al cuello y unos guantes de lana negros” (“La Alameda”); en objetos abandonados, tristes, que suscitan el comentario valorativo del autor: “retazos de miembros renegridos y enmarañados, enroscados y recogidos sobre sí mismos, atizados y amoratados por el frío hostil de la madrugada. Eso, y rosas desvaídas; desprecio sobre desprecio, muerte sobre agonía [...]” (“La Amazonas”). Se justifican, así, sus apreciaciones asertivas, producto de ese ejercicio de observación, que le llevan a privar de grandeza a esos enclaves tenidos por atractivos. La Amazonas es, de este modo, “el lugar en que se enseñorean, reinantes y orondas, la liviandad y la apariencia”, y la Plaza Grande es “la plaza de la pobreza, de la soledad, del engaño, de la tristeza”. La ciudad queda desenmascarada; las apariencias, vacías de contenido. En La Amazonas la supuesta “gente bien”, que porta “maletines con ficciones de negocios dentro” y “celulares exentos de llamadas” inspira tanta lástima como los miserables, esos “bultos como tumbas al aire” que yacen en sus aceras. En “Cinco Centavos en Santa Catalina” Freire se expone a la mirada de los pordioseros, se mezcla con ellos y descubre que aquéllos le tienen por uno más.Y en “Una casa fantasmal” es la contemplación de esa construcción agonizante la que imposibilita todo envanecimiento y brinda a la lucidez del viandante una lección de vida: “Pienso que esta casa será mi imagen un día, la mía y la de cualquiera. Nos abandonarán cuando el tiempo haya hecho su parte, cuando ya no podamos dar cobijo ni protección,Y tal vez alguien estará pendiente de que un día nos derrumbemos definitivamente. O tal vez, al igual que en esta casa, habrá quien, sin miedo y con mucha fe, se atreverá a posarse un día en sus interiores y prenderá esa luz que, muy adentro, la ilumina; ese foquito que será su corazón”. Por último, “San Roque de los quiteños”, de Byron Rodríguez, “Los Cafés quiteños”, de Enrique Terán, “Los pungas quiteños”, de Jorge Rivadeneira, “Quito la horrible”, de Fabián Corral y “El centro histórico”, de Simón Espinosa, están pensados para su publicación en la prensa periódica y quedan sometidos por eso a sus límites espaciales y a los requerimientos de la actualidad. En ellos se combina el interés de la noticia o del tema candente con la referencia a hechos de un pasado cercano y con la opinión, siempre crítica, del autor. A diferencia de los demás, que encajan en el género de la crónica, el texto de Byron Rodríguez adopta la forma del reportaje. El periodista va desgranando datos sobre San Roque en breves párrafos 41

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expositivos y descriptivos, hasta llegar a la iglesia del barrio, donde se desarrolla una entrevista con el párroco y es este quien toma la palabra para contarnos leyendas y comentar los cambios que ha sufrido el sector. Como cabe esperar en esta modalidad periodística, el narrador sazona la conversación con apuntes acerca del ambiente que le rodea y que contribuyen a fijar la personalidad de ese lugar que ha elegido para su investigación: “Voces de los vendedores ambulantes y el ruido de parlantes que ofrecen toda clase de productos llegan a la habitación de la curia [...]; A través de la ventana ubicada en el despacho de Monseñor Saavedra se distinguen un árbol de capulí y unos rosales del huerto de la curia. Los pájaros buscan refugio de la ligera llovizna en la fría mañana quiteña”. Al resto de los títulos señalados los une un mismo fin: manifestar el desacuerdo, incluso el disgusto del cronista con respecto a una situación negativa para la vida de la ciudad. Para ello cada uno opta por diversos procedimientos estructurales y expresivos: la reproducción de discursos reales o ficticios (“Los pungas quiteños” y “El Centro histórico”), la enumeración agobiante de oraciones enunciativas en presente (“Quito la horrible”) o el desparpajo de la ironía y el humor, con continuas apelaciones al receptor (“Los cafés quiteños”). Efectivamente, los textos de Rivadeneira y de Espinosa se abren con las palabras exhortativas de sendos personajes. En el caso de “Los pungas quiteños” el Carbonero, un célebre punguista, se dirige al autor para pedirle: “Usté sabe, don Jorgito, nunca fui violento. Ahora, por mala pata y por unos traguitos, tuve una pelea con este tipo y (llanto) se me murió. Ponga usté en el periódico que no soy asesino. Sea justo”. A partir de estas líneas el periodista nos cuenta la historia de el Carbonero y aprovecha para referirnos cómo eran los delitos en años 60 y cómo son ahora, con lo que nos brinda dos imágenes distintas de la ciudad: la tranquila y “sanfranciscana”, amenazada por “sapos vivos, [...] estruchantes y cuentistas”, y la “ex-apacible” de los “ladrones armados y las bandas”. Llega, así, a emitir una denuncia y una reclamación: “La seguridad es un anhelo instintivo para supervivir en Quito. El sueño es que todos los que tengan algo que ver –Policía, Ministro de Gobierno, Alcalde, soldados, guardias, comunidad- cooperen para evitar que los amigos de lo ajeno –algunos de ellos unas bestias, antípodas humanas de los pungas de ayer- hagan de las suyas [...]. SOS”. “El Centro Histórico” es, básicamente, un entrelazamiento de discursos. Por una parte, el texto se enmarca con las palabras de quien firma lo que se nos presenta como un correo electrónico, firmado por “Pepino” y dirigido a Rosita, en quien es fácil vislumbrar a una esposa que ha emigrado con el hijo de ambos, un tal Johnsito. El remitente traza otro marco reproduciendo las palabras del padre Pitti, que primero prepara y luego comenta el mensaje de “un geniecillo” hipnotizador.Y es en éste donde encontramos una disquisición en que se demuestra cómo el centro histórico de Quito es el “corazón de una identidad” que resulta incomprensible sin el mestizaje. Es el pueblo, mestizo, quien ha protagonizado episodios clave en el devenir histórico nacional precisamente en las calles céntricas de la ciudad. El peso crítico de este artículo radica en la ironía que destilan sus primeras y últimas frases, las escritas por “Pepino”: de la recomendación: “Rosita: Enseñarásle al Johnsito a gritar ¡Viva Quito!”, no puede quedar más que una sonrisa amarga al final, cuando completa: “Tal vez, Rosita, se muera (el corazón de Quito, el centro histórico) de asfixia”. “Quito, la horrible”, viene a concretar el significado de esta última palabra a través de la enumeración de los inconvenientes que ha de sortear cualquier habitante de la ciudad durante un día laboral. La sucesión de oraciones cortas, en presente, crea la sensación de agobio y desesperación; la sintaxis se va amontonando, cayendo sobre el lector al modo en que lo hacen tantos problemas y desorden. El narrador mira y escribe lo que ve, sin pausa:“Los conductores tratan de cruzar [...]. El nudo se prolonga [...]. Pasan los minutos [...] La gente lucha [...] siente [...]”.Y eso, siempre, sin posibilidad de escape: 42

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“Amanece sobre Quito. La mañana parece anunciar un día pacífico. Hay sol tras la cordillera. Pájaros sobrevivientes pían escondidos entre las ramas de un árbol. Quito se apresta a otro día de tumulto. Quito, la horrible”. “Los cafés quiteños” se publica en una revista de humor en la segunda década del siglo XX. No tan constreñido por el espacio como las crónicas de los diarios, Enrique Terán puede explayarse, en fingida interlocución con el lector y hasta con el café, sobre algunas carencias de la ciudad que dan idea de su provincianismo, descuido, atraso e incluso incultura. Lo hace a partir de un tema ‘menor’: la costumbre de tomar café y un comentario sobre las cafeterías quiteñas. Desde el principio Terán justifica la elección de la materia que va a tratar aludiendo a su propia historia y estableciendo una comunicación directa, a veces con visos de confidencialidad, con quienes se disponen a leerla: “¡Vaya un tema! Exclamarán mis amables lectores, y creo que no les falta razón [...]. Os voy, querido lector, a probar que también tengo razón y buen gusto. Una taza de chocolate, ante mis ojos, me hace un efecto retrospectivo. Mis recuerdos evocan el andavete y con él, mis abuelos [...]”. Se crea, así, un clima de confianza, de soltura expresiva que se consolida con el empleo de coloquialismos (“mis buenos viejos”,“el come y bebe de la época”), neologismos de moda (“snobs”,“sprit”, “high life”,“toilette”,“fracs”,“meeting”,“rol”) y graciosas ironías, recurso este último de marcada efectividad crítica con el que se despoja de grandeza a algo previamente ensalzado, como por ejemplo, al té: “El mundo elegante sólo piensa y vive pendiente de los tés que tendrá en el mes [...] la bebida aristocrática la presentan con tan brillantes atavíos, cual si fuera la hostia consagrada. El té es ceremonioso y no produce más efecto que incorporar el estómago, en los lluviosos días de invierno”. Y, por supuesto, a la garantía ‘democrática’ del café. Siendo esta la bebida más popular, el cronista se ubica en el “Café Democrático” y descubre la mediocridad del quiteño:“Quito tiene de todo, pero todo malo, atrofiado y distintamente comprendido”. Pésimos imitadores de los europeos, “Aquí los cafés son tugurios donde campea el microbio como el mejor cliente, y donde a toda orquesta ronca la servidumbre, cual montón de carne y harapos en los ángulos más oscuros de la fonda”. La crítica se agudiza cuando Terán se la lanza directamente al café, en segunda persona:“¡Oh café! Tus templos han degenerado, tu música son rugidos, tus muñecas son descalzas”. Hábil cuestionamiento de la capacidad asimiladora del quiteño, en estas páginas se evidencian las poses de una bohemia vulgar de la que, sin embargo, muchos presumen.

Los Textos Poéticos ara terminar, debemos detenernos en los trece poemas que reflejan las actitudes y sentimientos que provoca la ciudad en sus autores. Con estas composiciones el lector podrá conocer algunas de las expresiones más íntimas a que Quito ha dado lugar.

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A modo de estampa, Ulises Estrella firma unos versos breves, ricos en ritmicidad, en los que vemos a las “Cajoneras” empeñadas en “entregar/la naturaleza de las cosas/a los paseantes” y unos “Colores” simbólicos (son “muñecas”), preñados de mitos, de utopías que han de volverse cotidianas, lejos del exclusivismo de las banderas. La palabra se nos ofrece sonora, con ocasionales asonancias (“generosos”-“trozos”;“entregamos”-“aros”,“diablos”-“trapo”) y enumeraciones que crean un efecto de acusada plasticidad visual (“sus mínimos tesoros: /cintas, pañuelos, aros, /mullos, cordones, bolas/catapultas, diablos/y las eternas muñecas de trapo”). Otros poemas son más discursivos. En ellos cobra un mayor espacio la explicación que interpreta ciertas presencias citadinas. Es el caso de “Plaza Mayor “y de “Libertadoras”, donde Bruno Sáenz 43

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emplea versos largos que avanzan por una sintaxis compleja, abundante en nexos lógicos, en prolijas suposiciones y detalles. Y ello para intentar acercarnos a las inaprehensibles, “desvaídas” libertadoras, descarnadas criaturas de la noche, cuando “aliviadas del peso del laurel y del oro”, conservan una “gracia y cordura” que el deslumbramiento del alba, con sus estatuas y vacuos elogios desvirtúan.Y para reivindicar al gallito de la Catedral,“juicioso y cabal”, tenaz observador de esa “señora” que es “la ciudad colonial”, y amante de la verdad, por lo que “Su sitio no está al lado de las beatas ni de los transeúntes a los pies de la sobria majestad de la nave, sino afuera, en la cúpula, por si alguno lo nota (tal vez un pasajero que no ha perdido el hábito de contemplar las nubes y uno [o dos serafines.” Más amplio es el universo oculto que sustenta a la capital andina en “Quito Eterno”. En él asistimos al despertar legendario de las raíces identitarias de la ciudad.Así, el poeta adopta un intenso tono de emoción épica que se inicia con una primera estrofa narrativa de tintes apocalípticos, se intensifica en la segunda con los reclamos de las sagradas voces precolombinas, unidas a las “de la Independencia”; y culmina en una enumeración de exhortaciones en que se marcan pautas de conducta relacionadas con las leyendas más tradicionales. Comportamientos que han de desembocar en la difusión de la “buena nueva”: “Por último, corre, ve y dile a la chusma, a los longos y a la quinta esencia de la crème, que los espíritus del pasado han vuelto y andan metiendo cizaña en los ardientes corazones quiteños, recorriendo el Tejar, San Roque, La Ronda, San Juan, y expandiéndose por todo el Reino de Quito, pregonando el retorno, la hora del reencuentro, el despertar [...] en este magno sacro templo, que por siglos y siglos ha sido Quito Eterno”, El carácter emotivo de esta composición, su factura imperativa ante la inminencia de lo inevitable se afianza con el ritmo rápido que imprimen en ella los múltiples paralelismos (“¡Clama el Yavirac venerar [...]/¡Clama el Huanacauri recibir [...]”; ¡Claman Libertad las voces[...]/ ¡Claman los vientos, los valles y montañas [...]”; “No profanes [...] /No camines [...]/No muestres.../persígnate.../confiésate”), las ágiles enumeraciones (“corre, ve y dile a la chusma, a los longos [...]”), y los encabalgamientos abruptos (“La mitad del/Mundo”, “sacro/templo”, “corazones/quiteños”), entre otros mecanismos poéticos. “Yavirac-Panecillo”coincide con “Quito Eterno” en su tono elocuente y en la presencia de lo legendario. En este caso, Cevallos invoca a una deidad mestiza, a la Virgen de Quito, que aplasta con sus pies a la serpiente prehispánica. Los versos se suceden en forma de plegaria y, lejos de la epicidad del texto de Freire, en éste se vislumbra la fuerza de la rabia ante una ciudad “entumecida”,“atiborrada de mugre y escándalo/ lujuriosamente casta”, la impotencia frente al mismo hecho de rezar (“Y no más aleluyas,Virgen velada, /no más aleluyas”), frente a la duplicidad de esa imagen sagrada que, como los dioses de la tierra, requiere “inmolados”. Muy distintos son los poemas que nos cuentan una historia personal vinculada con un lugar, con un objeto o con un recorrido por las calles quiteñas, como el de Rafael Larrea y los de Jorge Reyes. En “Subimos y bajamos calles”, el poeta camina por el centro (“Quito/corazón”) y se va topando con los personajes legendarios y con las imágenes asociadas desde siempre a ese sector: “El Arco de la Reina se traga a los paseantes: espaldas mojadas, mejillas, coloretes, guitarristas, violinistas”. Pero cuando se le ocurre pintar dos grafitis que insertan motivos de la realidad (buscar habitación, proclamar la hermandad con América Latina) el encanto se rompe. Huye antes de que hable “el gallo de la catedral”. 44

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Este trazo humorístico está ausente de los versos de Reyes, que son más densos en intimidad. Si en “El Poncho de San Roque” nos evoca su compañerismo con esta prenda, confidente de sus amores, en “Endecha de Guápulo” se duele por la pérdida de un amor que se desarrolló en ese lugar. Y, como es preceptivo en las endechas, Reyes dibuja un panorama sombrío, apto para la lamentación y la nostalgia, e identifica a Guápulo con la profundidad de su amor: Guápulo era una quimera, una hondura en el alma un pensamiento torpe por la cañada. “Ciudad de los portales”, “Soy“y “Epístola” alcanzan un mayor grado aún de lirismo, ya que en ellos se vuelca la personalidad del poeta más allá de un episodio determinado. Es todo el yo el que podemos ver reflejado en la voz poética. Un yo que en “Soy” se identifica con todos los parias de la ciudad, como muestran las numerosas afirmaciones paralelísticas en que el texto se vertebra: (“Soy el que deambula [...] /Soy el que toma [...] /el que vende [...]; El viejo que duerme [...] /El loco que habla [...] /la vieja que carga [...] /el mendigo que muestra...”). Un yo inquietante, el de “Ciudad de los portales”, apesadumbrado de íntimo desasosiego debido a la relación problemática que ha establecido con Quito: “Taller de la Nostalgia donde he dejado en prenda los huesos de mis padres para volver creyendo en ti, otra vez, haciendo las paces con tu historia de mujer negociada admitiendo que tus hijos son hermanos de madre [...]”. En “Epístola” Arturo Borja se dirige al poeta Noboa y Caamaño, su compañero de oficio y generación, para quejarse del ambiente “municipal y espeso” que ahoga a la ciudad y, por lo tanto, a sí mismo, hasta el punto de que sólo le es posible sobrevivir refugiándose en el pasado, y “en nuestras orgullosas capillas/hostiles a la sorda labor de las cuchillas”. Escrito en versos de arte mayor, con rima consonante, salpicados de oportunos símiles, los trazos descriptivos resuenan altos y contundentes, dibujando un lugar que aterroriza a su delicada sensibilidad y atenta contra su oficio de poeta: “Los militares son una sucia canalla que vive sin honor y sin honor batalla. Luego después la fieras de los acreedores que andan por esas calles como estranguladores envenenando nuestra vida con malolientes intrigas, jueces, leyes y miles de expedientes [...]”. Muy posterior en el tiempo y ajeno a la especifidad del posmodernismo, Ramiro Oviedo no pretende encerrarse en una torre de cristal, ni busca la protección de grupo alguno, sino que baja a la calle, toma un taxi y se encuentra con una ciudad tan enferma como la que pergeñan los versos anteriores. En “Esquitofrenia 1”, Quito adolece de “abscesos”, de “tumores”, de barrios ricos y pobres “irreconciliables”, pero cuyos habitantes sufren de idéntica enajenación: la producida por un lugar caótico que no ofrece más salvación que la música “rocolera” y las borracheras a que suele conducir: “Truena y suela un diluvio de botellas como anunciando la quitoterapia”. Con mirada lúcida y distanciada estos versos, que tan bien complementan el retrato que Fabián Corral esboza en “Quito, la horrible”, apuntan, como tantos otros títulos incluidos en este libro, a una ciudad con problemas acuciantes, con necesidades imperiosas; a una ciudad que precisa conocerse para ser mejor y para respetarse más. 45

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EL HOMBRE, LA CIUDAD Y LOS CÓNDORES

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Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

n los Andes, el ser humano tiene vocación de cóndor: subir, trepar las escaleras del aire, volar por encima de las nubes, divisar la tierra allá abajo, a los pies. Que lo digan, si no, esas ciudades que como Quito, La Paz y Cusco son tan altas que, más que aglomeraciones humanas, parecen nidos de esas grandes y orgullosas aves que, desde los altísimos picachos andinos, avizoran el paisaje en busca de presas sobre las que, una vez que las descubren, se precipitan como bólidos. No es imposible que ahora mismo, en este crepúsculo azul que se está volviendo noche, haya una hilera de cóndores encaramados en una de las cumbres que rodean a Quito, contemplando, entre enfurecidos y asustados, el soberbio espectáculo. ¿Quiénes osaron subir hasta semejantes alturas? ¿Quiénes construyeron sus refugios en estos ventisqueros y altiplanicies donde, por siglos de siglos, sólo se aventuraban los cóndores?

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Las ciudades andinas atestiguan, cada una de ellas, la aventura heroica de muchas generaciones para, venciendo los enormes obstáculos que una geografía endemoniada les oponía, levantar viviendas, amansar la tierra, aclimatar los animales y hacer la vida vivible para los pobladores. Ese manto de luciérnagas que se vuelve Quito cada noche, prueba que aquella empresa audaz, la conquista de los Andes por la civilización humana, no ha terminado todavía ni, sin duda, terminará nunca. Porque la naturaleza andina nunca ha sido dominada del todo, humanizada por el comercio con el hombre, como ocurre con otras geografías, en Europa o América del Norte.Todavía conservan algo indómito e incontrolable estas ciclópeas montañas, que, a veces, desatan su cólera en forma de terremoto o aludes, esos “huaycos”1 que sepultan pueblos enteros y siembran a su paso el terror y la muerte. Por eso, no hay que fiarse de paisajes tan idílicos y suntuosos como éste, el de la miríada de luces de la altiva Quito, titilando en la noche. Porque allá, al fondo, maciza e intangible, la montaña de nieves eternas se mantiene siempre al acecho, en actitud beligerante.

En Mario Vargas Llosa (textos) y Pablo Corral (fotografía): Andes, Barcelona, Océano/National Geographic, 2001.

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Huaycos: voz quichua. Su significado es “barranco” o “quebrada”. Por extensión, en el texto adquiere la acepción de “gran masa de peñas arrancada de los Andes por las lluvias torrenciales que, cayendo sobre los ríos, causa su desbordamiento”. 49

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RETRATO DE UNA CIUDAD: QUITO, CAPITAL DE LAS NUBES

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Jorge Carrera Andrade Jorge Carrera Andrade

a piedra no olvida nunca: ya sea que hable al viandante, en voz baja y confidencial, con sus inscripciones y relieves, o ya que se envuelva en una parda mudez, su polvo gris tiene la sutil melancolía del recuerdo. La piedra rememora hasta los menores detalles, y es por eso una fiel aliada de la historia. La piedra está allí para que la historia no se equivoque, y anota oportunamente fechas, nombres y lugares. Hay una especie de inteligencia de la piedra, una probidad de la piedra que da fe, de la piedra cronista y escribana de una misteriosa e inmortal notaría.

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La arquitectura mudéjar fue la que desarrolló la población musulmana que permaneció en el territorio reconquistado por los cristianos en España durante los siglos XI al XV. Se trata de un arte esencialmente decorativo y, al emplear materiales baratos (ladrillo, yeso, barro vidriado), creó una arquitectura de albañilería.

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Alarifes: maestros de obras.

4 “de bajareque”: hechas de palos entretejidos con cañas y barro.

De allí esa impresión inquietante que el viajero experimenta en Quito, como si se hallara rodeado de testigos. En los atrios de los templos, en los patios y en las fachadas de las casas solariegas se escucha un leve rumor de labios que murmuran. Por las aceras desiertas, en la noche, se pierde un ruido de pasos y unas extrañas siluetas de embozados se estampan sobre los muros. Son las piedras que recuerdan y evocan sus fantasmas de otras Edades. Es la ciudad pétrea que sueña y reza, en medio de sus torres solemnes como monjes encapuchados. Quito tiene mucho que recordar, y por eso parece pensativa y absorta aun en las horas del día. Recorrer los templos quiteños es hacer un viaje a la Edad Media y al Renacimiento, a un mismo tiempo. Las arquitecturas coloniales se animan con una vida sobrenatural, en la que palpita la emoción mística, unida al más extraordinario y delirante fervor artístico. Delirante y febril es, en efecto, la sinfonía pétrea de San Francisco, la Iglesia de la Compañía, San Agustín, La Catedral, Santo Domingo, Santa Catalina, el Carmen, la Basílica, Mercedaria, y otros santuarios, iglesias y capillas, desparramados por toda la extensión de la ciudad. Las pomposas columnas retorcidas, los artesonados y cúpulas de indudable linaje árabe, los arcos, molduras y arquivoltas mudéjares, los retablos barrocos, la azulejería andaluza, evocan la grandeza de otros siglos y el formidable aporte de Quito al arte universal. En Quito encontró su realización más esplendorosa la arquitectura mudéjar2 y se fundó, por primera vez, el barroco arábigo andaluz con la técnica escultórica de los indios, originándose un arte americano de proporciones excelsas. Los arquitectos, escultores, artífices, pintores y alarifes3 coloniales unieron sus esfuerzos y sus manos para hacer florecer entre los riscos de los Andes un jardín de cúpulas y torres, hasta parecer irreales. Bajo esas cúpulas resonaron los coros religiosos y los himnos de los días memorables, y de esas torres partieron las campanadas –y a veces los disparos- en las horas supremas de la vida de la ciudad. La influencia del barroco andaluz y del arte oriental no sólo se hace palpable en los templos sino también en la arquitectura civil. Las fachadas austeras ocultan a los ojos del pasajero los deleitosos patios moriscos, grandes y repletos de sombra y de sosiego, como vastos depósitos de cielo, con pórticos y columnas, rodeados de corredores y galerías. Una antigua y regocijada historia cuenta que un colono quiteño le dijo al arquitecto que le iba a construir su casa: “Hacedme un gran patio y, si queda sitio, las habitaciones…”. “Caracteriza a las casas quiteñas –dice José Gabriel Navarro en su documentado y valioso libro Artes Plásticas Ecuatorianas – una composición muy uniforme en sus fachadas: arriba destácanse las ventanas con balaustradas de madera, de ascendencia persa, bajo un gran alero sostenido por canecillos, entre dos fajas verticales que forman el recuadro y, abajo, una puerta como postigo; composición genuina de todas las fachadas mudéjares, que solo se diferencian como en lo morisco, por su mayor o menor riqueza. Nada más moruno que los aleros: son elementos característicos de la arquitectura árabeespañola del Magreb… Y luego, ¿qué cosa más árabe que el blanqueado y policromía de nuestras casas, los pilares de madera con sus zapatas, el uso del ladrillo vidriado verde en sus azoteas, las puertas pintadas, las alacenas en los muros de las habitaciones y las paredes interiores falsas llamadas “de bajareque”?4

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Mas, a esta justa evocación hay que añadir también el sello español medioeval en los escudos de piedra sobre los grandes portales y en los pretiles señoriales, y cierto primor ornamental indígena que se extiende y desenvuelve sobre la madera y la piedra, asomando ya en forma de una greca maravillosa o ya de un ave estilizada, o del ojo melancólico de algún animalillo inocente.

Sombras de Caballeros y Frailes onasterio de San Francisco! En sus patios y jardines renacentistas, las fuentes de piedra, enguirnaldadas de flores, dejan caer plácidamente sus sílabas de agua que escucha en éxtasis el colibrí, clavado en el aire como un fúlgido y breve dardo vibrador. Los siglos XVI y XVII viven aún y parecen vagar por las galerías y los claustros, suspirando entre las columnas dóricas que se alinean hasta perderse de vista.

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En las huertas del convento va a morir la marea celeste de las campanadas que descienden, en oleadas sucesivas, desde las torres severas, encapuchadas de melancolía. El atrio medioeval se anima. Las rejas de hierro de la portería se abren y en la sala de piedra aparece la sombra contrecha de Rodrigo de Salazar, caballero toledano, cuya espada está teñida aún con la sangre del Gobernador Puellés, amigo de Francisco Pizarro. ¡Desventurado Salazar! Su hijo vistió el hábito franciscano; sus encomiendas resultaron confiscadas por la Audiencia de Quito; sus tierras fueron cubiertas de sal y se echó ceniza sobre su memoria. El caballero baja cojeando por el pretil. A su lado camina la sombra de Fray Jodoco Rique, fundador del Monasterio y antiguo capellán de Carlos V. En sus manos se ve una redoma de barro, llena de las primeras semillas de trigo que se sembraron en tierra americana. Los pájaros se acercan a picotear las semillas y luego vuelan hacia un extremo de la plaza donde se bambolea chirriando una jaula de hierro que contiene una extraña ave gris. Mirando de cerca se descubre la superchería: lo que está dentro de la jaula es una cabeza humana, cortada por orden del poderoso señor Don Gonzalo Pizarro, Gobernador del reino de Quito. Las campanadas se expanden con una misteriosa resonancia bélica, semejante al galope del hierro sobre una armadura. ¿Qué campanadas son éstas? Son las de la Iglesia del Belén, que anuncian un magno acontecimiento: el gran capitán Gonzalo Pizarro, rodeado de sus hombres de armas y seguido de un séquito de tres mil indios y de varios centenares de acémilas, se apresta a salir de la muy noble y muy leal ciudad con el firme propósito de descubrir el País de la Canela y de las Amazonas. Meses después, unos fantasmas andrajosos y macilentos –los sobrevivientes de la expedición heroica- vendrán a arrodillarse ante el mismo altar parpadeante de cirios lagrimosos donde se dijo un día del siglo XVI la primera misa, celebrada ante el asombro de los aborígenes adoradores del sol. Por el atrio de la Catedral resuenan unos disparos de arcabuz mientras las campanas tocan a rebato. En la Plaza Mayor se congregan los vecinos armados, dando gritos contra la Real Audiencia. Hacen rodar sobre las piedras un cañón desvencijado. Les salen al encuentro los nobles jovenzuelos del Colegio de San Luis con sus capas cortas y sus espadines. De pronto, hay un movimiento de pavor entre los apiñados personajes de esta cándida y viviente tapicería: ¡el cañón va a disparar! El cañón dispara con gran estruendo… En el silencio impresionante se oyen unos gemidos que conmueven hasta las piedras. Dos soldados heridos de muerte se retuercen en el atrio… La causa del pueblo ha triunfado y al día siguiente habrá una misa de acción de gracias en la Catedral y, en la noche, iluminación de candilejas en las adustas y pardas fachadas de las principales iglesias, capillas y santuarios de la ciudad.5 Caballeros y frailes… En el Arco de la Reina, el eco repite aún la voz y las pisadas graves de Hernando de Santillán,6 fundador del Hospital y de la capilla. San Sebastián, San Blas, San Roque: las figuras entecas de estos santos cubiertos de brocados relucen en los retablos de sus propios templos. En la Capilla de San Juan de Letrán –dicen las buenas gentes que saben de las cosas ultraterrenas- habita la sombra del noble capitán don Diego de Sandoval, el piadoso, que en la vida contó tantas y sabrosas anécdotas de sus campañas en México y Guatemala. A veces, el agua que corre hasta el Monasterio de Santa Catalina, detiene su paso y se queda como viendo visiones: no hay duda que allí ha flameado por un momento la capa de Don Lorenzo de Cepeda, el alcalde-poeta que regaló sus dineros a la ilustre hermana, Santa Teresa de Jesús, para sus fundaciones en la ciudad de Ávila. Desde que empieza a obscurecer, un rumor de sillas arrastradas sobre el sonoro piso de madera interrumpe la calma de las naves de la Iglesia de San Agustín. Los transeúntes que suben por las calles de las Escribanías apresuran el paso medrosamente pues saben que el “Cucurucho”, o sea el fantasma del 52

5 Alusión a la Revolución del 10 de Agosto de 1809, considerado el primer grito de independencia lanzado en la América española.

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Hernando de Santillán: ver “El Arco de la Reina”, de A. Fuentes Roldán, incluido en este libro.

El

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Rebelión de los Estancos: sucedió en 1765. A propósito, ver la nota acerca de la misma en “El Centro Histórico”, de Simón Espinosa, texto incluido en este libro.

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Revolución de las Alcabalas: levantamiento del pueblo quiteño en 1592 ante el anuncio de la implantación de un nuevo impuesto por parte de la Corona. Aquel consistía en el recargo de un 2% sobre la mayoría de los productos que se vendieran en las tiendas. El pueblo atacó el palacio del Presidente de la Audiencia y las Casas Reales, hasta que vino el Comisionado Regio desde Madrid y las nuevas autoridades eliminaron a los cabecillas de la rebelión.

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Cúfica: tipo de escritura árabe antigua, de caracteres angulosos, a diferencia de los de forma cursiva.

10 La Alhambra: palacio-fortaleza de los soberanos nazaríes que gobernaron el reino de Granada de 1238 a 1492. Es el único palacio islámico que se conserva en Occidente.

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monje encapuchado, está haciendo de las suyas. ¡Y qué hermosas esas sillas espectrales entre las que suele esconderse el Encapuchado! “Pocas veces la elegante y rica ornamentación renacentista –dice Navarroha logrado adquirir en América mayor encanto que en estos muebles, íntegramente calados a manera de encaje. La perfecta ejecución de sus admirables motivos decorativos florales se deja notar en esta sillería, aún más que en otros objetos de talla, porque dicho mobiliario no se halla estucado ni dorado, lo que permite apreciar los más delicados detalles revelados por la gubia hábil e inteligentemente conducida”. Durante siglos, en el Arco de Santo Domingo, delante de la hornacina de piedra, arde la misma lamparilla de aceite que abrió su pupila en el amanecer de la Colonia. La devoción de los fieles no la ha dejado apagarse nunca. Junto a ella –un día- se marcó la mano ensangrentada de un caballero, atravesado de parte a parte por la espada de su rival. Otro día, resonaron bajo la adusta bóveda los tumultos populares que presagiaban la Independencia. ¡Rebelión de los Estancos,7 Revolución de las Alcabalas!8 Se puede afirmar que el corazón del pueblo de Quito, latía en esos tiempos, bajo el seno de piedra de los Mesones de Santo Domingo y la obscura garganta de la calle de La Ronda, misteriosa, como un túnel y escoltada de casonas con patios espaciosos. ¡La Ronda con sus zaguanes claveteados de menudos huesos dorados y sus cantinas humosas, estremecidas de guitarras! Mas ese aliento mundanal no llega al presbiterio dominicano, donde, entre una floración de preciosas pinturas quiteñas, italianas y españolas, sonríe levemente en su nicho de madera, la sevillana Virgen del Rosario, regalada por Carlos V a la ciudad de Quito. Los nueve Cardenales de la Compañía de Jesús miran a la muchedumbre pecadora desde la cúpula de la iglesia edificada por los jesuitas en el siglo XVIII. En la nave central, a su turno, se alimentan los famosos lienzos de los Profetas, pintados por Gorívar. “Las lacerías persas y árabes que decoran magníficamente las bóvedas están inspiradas –según la autorizada opinión de Navarro- en la escritura cúfica9 de la antigüedad clásica de los mahometanos; pudiendo decirse que esos trazos decorativos recuerdan las poesías, aleluyas y auras del Corán, impresos en las mezquitas musulmanas, o los elogios a la magnificencia de los sultanes en los palacios de la Alhambra”.10 ¡Esplendorosa Basílica de la Merced, Iglesia del Carmen, austero y sepulcral convento de San Diego, Recoleta del Tejar –refugio meditativo y azul de la Cuaresma-, templo de Santa Clara, Capilla del Sagrario, Capilla de Santa Bárbara…! ¡Maravillosas fábricas de la fe, del arte y del sueño! ¡Imponentes gritos de piedra hacia la eternidad! En sus maderas y piedras esculpidas se retuerce la angustia humana, buscando algo más allá de la tierra y de la muerte.

Lluvia y Sol en los Patios

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“al poco tiempo”: se trata de la Revolución Juliana y de La Gloriosa, respectivamente. La primera tuvo lugar el 9 de julio de 1925, como culminación de una situación de extrema crisis económica, con una sublevación militar pacífica en Guayaquil que dio paso a una Junta de Gobierno Civil. Aunque con ella se abrió el paso a la modernización del país, fracasó pronto en cuanto a realizaciones concretas de mejora. La Gloriosa estalló en mayo de 1944, también en Guayaquil, como rechazo al gobierno de Arroyo del Río y a la situación de crisis agravada con la mutilación territorial que padeció el país tras la guerra con Perú. José María Velasco Ibarra subió al poder y emprendió reformas importantes, pero en 1946 dio un golpe de Estado y el Ecuador se vio envuelto nuevamente en el desorden.

ientras toda la sombra se acumula en las iglesias y claustros, el sol reina gloriosamente en los patios quiteños. Estos patios, a veces con flores y árboles, con algo de jardín y de huerta, recuerdan la arquitectura conventual; pero su luminosidad evoca también la alegre y soleada atmósfera de los patios andaluces. Desde la calle se ven esos inmensos estanques de luz solar y de aire tonificante y azul, proveniente de la Cordillera.

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En el zaguán empedrado resuenan las pisadas de caballos y de mulas que resoplan bajo su pesada carga de mazorcas de maíz, frutas y legumbres, raspaduras y quesos envueltos en hojas. Es el producto de las haciendas. Su llegada turba la quietud de los moradores de la casa. Indios e indias penetran al patio conduciendo las caballerías y, una vez acomodada la carga en la repleta despensa, se sientan sobre las frías piedras a descansar de la penosa caminata. Los vestidos indígenas, espesos y multicolores, animan las grises pilastras y corredores monásticos como una alucinación fantástica de la piedra… Mas esta anacrónica visión de servidumbre no es un sueño: es la realidad de la ciudad de los Templos, que es, al mismo tiempo, la Ciudad de los Pies Desnudos. Quito, la “ciudad de los pies desnudos” –como la ha llamado con certera metáfora una inteligente dama venezolana- ha hecho todo lo posible por calzarse, en cien tentativas que se han calificado de “revoluciones”. Dos de estas últimas tentativas se efectuaron en 1925 y en 1944: La Revolución de Julio y la Revolución de Mayo, las dos traicionadas al poco tiempo.11 Los indios se quedaron sin calzado; mas los patios de las quiteñas siguieron recibiendo el tributo generoso de la tierra, las cosechas de las haciendas trabajadas por sus manos.

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Hay patios mudos y silenciosos como tumbas, patios suntuosos y soñadores, patios que detienen con su gran grito de luz al viandante. De estos últimos es el de la Casa del Toro,12 en cuyo zaguán relumbran unos hermosos frescos murales donde el color de la sangre se junta al del oro de Indias. En el patio de la Casa de la Inquisición,13 desmantelado y melancólico, el polvo parece haber tomado posesión final de todas las cosas. Es un polvo pardo y oliente a vejez, como escapado de los expedientes apolillados y de las cenizas de los herejes, condenados por el Santo Oficio.Ahora sólo unos cuantos jumentos se revuelven entre las pilastras o parecen meditar sobre la dureza y aridez de la vida terrenal. Hay el patio del Palacio del Arzobispo, el patio de la Casa de los Marqueses de Maenza,14 el de la Casa donde se hospedó Humboldt,15 el de la lujosa morada del Barón Carondelet,16 fundador de New Orleans. Patios donde soñaron gobernantes, santos, potentados y filósofos... El patio donde los geodésicos franceses17 contemplaron en todo su esplendor el sol ecuatorial; el patio donde el doctor Espejo18 solía cavilar acerca de la libertad de su pueblo; el patio donde el Padre Aguirre19 atrapaba los alados insectos de oro de sus metáforas –que hubiera amado Góngora- o donde Juan Montalvo departía con Julio Zaldumbide20 acerca del Clasicismo y el arte barroco. Patios que se ensombrecen y adquieren la adustez de un rostro monacal detrás de los visillos de la lluvia. Los patios y los templos dialogan cuando llueve y los pararrayos de las torres protegen a las casas del contorno. Los patios, que triunfan con el sol, se baten en retirada bajo el aguacero y las iglesias ganan la batalla. Los relámpagos despiertan a algunas campanas que empiezan a doblar a muerto. Santa Bárbara sale, quemando romero, a luchar contra el rayo. La Catedral, la Basílica, las iglesias, capillas y santuarios enderezan su gran cuerpo gris en medio de las inmensas sábanas pardas y ondulantes de la lluvia y tratan de convencer a los habitantes de Quito de que la fe religiosa es la sola vía de salvación para alcanzar la vida eterna. Con las últimas gotas de agua, empieza a sonar tímidamente una campanita lejana en alguna capilla de barrio y todos los vecinos se apresuran a acudir a ese llamado ultraterreno...Mas, al día siguiente, otra vez vuelve a lucir el sol en los patios

En Letras del Ecuador nº 41, Quito, enero de 1949.

12 Casa del Toro: El solar que ocupa esta casa fue propiedad de Sebastián de Benalcázar.

13 Casa de la Inquisición: estaba situada en la intersección de las calles Bolívar y Venezuela y funcionó desde 1569 hasta 1834.

14 Marqueses de Maenza: su casa estaba en la esquina de Santa Catalina (entre las calles Espejo y Montúfar).Tenía 21 cuartos, una sala con 6 arañas de cristal, 36 vidrieras muy finas, 3 relojes y 4 espejos, a más de varias láminas de China.

15 Alexander von Humboldt: naturalista alemán que exploró, junto con el botánico francés Aimé Bonpland, las islas Canarias,Venezuela, Cuba, Colombia, México y Ecuador. En Quito, donde estuvo en 1802, se alojó en casa de unos antepasados del Sr. Carlos Manuel Larrea: los Montúfar y Larrea. Cuenta la tradición que Humboldt pasó unos días en La Casa de la Virgen (Maldonado y Rocafuerte) en compañía de María Pazmiño, quien residía en ella, y que tuvieron un hijo como fruto de esta convivencia.

16 Barón de Carondelet: don Luis Francisco Héctor, mariscal de campo y experimentado administrador colonial español nombrado Presidente de la Audiencia de Quito en 1797. Durante su gobierno emprendió la reconstrucción del palacio de gobierno de la Real Audiencia, actual palacio nacional.

17 Geodésicos franceses: los académicos franceses Godin, Bourguer y La Condamine formaron parte de la Misión Geodésica franco-española que llegó a Quito en 1736 para determinar la medición del arco del meridiano terrestre. La casa en la que permanecieron ha sido destruida y era un ejemplar único de construcción colonial con sus patios superpuestos. Estaba en la calle Manabí y Benalcázar y en su lugar se levanta hoy un edificio que desentona con el entorno y donde funciona un dispensario del IESS (Instituto de la Seguridad Social).

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Espejo: Espejo vivió en casa de su padre, en la calle Maldonado. 19 Padre Aguirre Juan Bautista (1725-1786): jesuita nacido en Daule, fue poeta, orador y profesor de filosofía en la Universidad quiteña de San Gregorio Magno durante 11 años, hasta que la Compañía de Jesús fue expulsada de los territorios hispánicos y salió exiliado a Italia. Fue imitador de clásicos y barrocos, especialmente de estos últimos, con sus juegos léxicos y conceptuales.

20 Julio Zaldumbide (18331887): célebre poeta quiteño y amigo de Juan Montalvo. En su casa, provista de una amplia biblioteca surtida con las últimas novedades de su tiempo, se reunía asiduamente la juventud estudiosa. Primero dichas tertulias se celebraban en casa de sus padres, situada en San Agustín, y luego en la suya propia, en la Merced, que cobijó durante años al Conservatorio Nacional de Música.

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FUNDACIÓN DE SAN FRANCISCO DE QUITO Y EL NOMBRE DE SU FUNDADOR

Ricardo Descalzi

Ricardo Descalzi

e ha hecho costumbre en nuestra ciudad de Quito el celebrar el 6 de diciembre de cada año como un aniversario de su fundación, entregándole graciosamente a Sebastián Moyano, a quien lo citaremos como Sebastián de Benalcázar, nombre usado por él, como su fundador. Nada más lejos de la verdad histórica, si a ella la analizamos con la fría observación y análisis del documento, lejanos al paternalismo, la concesión generosa o el agrado o la simple invención de alguien que lanzó la idea con orquestación de parranda y fiesta e instaló una falsedad, difícil de eliminarla, porque ha hecho conciencia aún en espíritus estudiosos e intelectuales de valía. Sin embargo, nuestra calidad de investigadores nos obliga a luchar contra estos molinos de viento, por ver si alguna vez la razón de nuestro empeño logre calmar la euforia y encauzar los hechos históricos por el camino justo de la verdad.

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21 Oviedo: Gonzalo Fernández de Oviedo fue uno de los más famosos cronistas de Indias, adonde viajó en 1513. Su obra más célebre, que se erigió como un texto clásico en el tema, es Historia General y Natural de las Indias, publicada en tres partes (1526, 1851 y 1855).

22 Pedrarias Dávila: sobrenombre de Pedro Arias Dávila (1440-1531), conquistador español nombrado gobernador del Darién en 1513, cargo en que destacó por la dureza con que trató a los indios. Organizó varias expediciones a Nicaragua y Costa Rica e inició las primeras exploraciones hacia el sur, que facilitaron el acceso al Perú. Fundó Panamá en 1519 y fue gobernador de Nicaragua hasta su muerte.

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Cajamarca: en esta localidad situada al norte del Perú Atahualpa fue tomado preso por Francisco Pizarro a finales de 1532 ante la negativa de aquel de ceder su imperio a los conquistadores españoles. Al tiempo que se apresaba al rey inca, nada más expresar este su intención de conservar su poder en el Tahuantinsuyo, las tropas de Pizarro se lanzaron al ataque causando, así, una gran matanza.

Sebastián de Belalcázar y no Benalcázar, como solemos nombrarlo siguiendo a Oviedo,21 nació en la Villa de Belalcázar en la provincia de Córdoba, partido judicial de Hinojosa del Duque, en 1495. Huérfanos a corta edad él y su hermano gemelo, quedaron bajo la protección de un hermano mayor de quien sufrían numerosos maltratos. Un día, sin duda sin desearlo, mató al asno atascado en una zanja en el que traía la leña para su casa, y temeroso de la cólera de su hermano, abandonó el pueblo y deambulando sin rumbo mayor llegó a Sevilla donde halló a Pedrarias Dávila,22 que reclutaba gente para las Indias. Fue Pedrarias Dávila, al incluirlo entre sus hombres, quien le cambió de nombre, apodándolo Belalcázar, al conocer el pueblo de su nacimiento, cuando el mozo no quiso revelarle su propio apellido, por temor a ser devuelto a casa de su hermano. Llegado a Panamá bajo el gobierno de Pedrarias Dávila, trabó amistad con dos españoles, prósperos encomenderos de Tierra Firme: Francisco Pizarro y Diego de Almagro, en tal forma, que este último los hizo padrinos de un hijo suyo habido en una india: Diego de Almagro, el mozo, con cuyo nombre entraría a la historia. Algunos años permaneció en Panamá, hasta el día en que Pedrarias Dávila partió a la conquista de Nicaragua, llevando consigo a Sebastián de Benalcázar, al que consideraba un hombre esforzado y valiente, quien allá, una vez fundada la ciudad de León, fue elegido en ella Alcalde de Primer Voto de su Cabildo, Justicia y Regimiento. Iniciada la empresa para la conquista del Imperio de los Incas, es llamado Sebastián de Benalcázar por los dos amigos de Panamá, Pizarro y Almagro, y vendiendo cuanto poseía, acudió al llamamiento equipando un barco y acogiendo bajo sus órdenes a treinta soldados y seis caballos. Con este contingente se hizo a la vela para arribar a las playas de Atacames, donde reunido con sus amigos, emprendió el viaje hacia el sur. Presenció la fundación de San Miguel de Tangarara, la Piura de nuestros tiempos, primera ciudad castellana en territorio inca, y estuvo presente en la injusta matanza de Cajamarca23 y más aún, en el reparto de los tesoros y asesinato del último Emperador: Atahuallpa. Dos noticias corrían afiebrando la mente de los conquistadores, no satisfechos con las riquezas del rescate: los tesoros acumulados en el Cuzco y los guardados en Quito, ciudad con fama de opulenta, con mucho más oro que el recolectado en Cajamarca. Por ello, para ir con tiento, Francisco Pizarro avanzó primero al Cuzco y dejó, sin duda, para después, la conquista de Quito, nombrando entre tanto, como Teniente de Gobernador de San Miguel de Tangarara a Sebastián de Benalcázar. Pero la noticia de los fabulosos tesoros entregados por Atahuallpa se había regado en los pueblos habitados 57

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por castellanos y como ellos sólo buscaban enriquecerse para adquirir poder y honores, abandonaron las villas, ciudades y asientos, convergiendo en oleadas a San Miguel de Tangarara. Ente ellos había muchos venidos de Nicaragua, antiguos compañeros de Sebastián de Benalcázar, quienes traían la noticia del aprestamiento de una flota armada por el Adelantado Pedro de Alvarado, Gobernador de Guatemala, para la conquista de las tierras de Quito, que no caían, según su entender, bajo la jurisdicción de Francisco Pizarro. Si a ello se añadía la embajada recibida de los indios cañaris, enemigos de los quiteños, pidiendo alianza para luchar contra ellos, había suficientes razones válidas, como en efecto lo fueron para disculparse más adelante, llegadas a sus manos, para emprender la conquista de este nuevo territorio. Juntó doscientos ochenta hombres, de los cuales los ochenta eran de caballería y se lanzó resuelto a apoderarse de Quito. No vamos a detenernos en los hechos, muy conocidos, de su lucha contra el heroísmo sin límites de los indios quiteños al mando de Rumiñahui,24 en esa su defensa de tierra arrasada, ni sobre la casi derrota española, salvada por la traición de los dioses tutelares de la raza aborigen, el Tungurahua, con su erupción en aquella noche memorable, y no el Cotopaxi como lo señala Juan de Velasco,25 erupción que aterró con fatalismo categórico a las huestes indias desbandadas de espanto y más de superstición, porque el dios de fuego así lo ordenaba.Y aquí permítaseme una breve digresión, indicando cómo el Padre Juan de Velasco, nuestro primer historiador, no sospechaba ni por asomo que el Tungurahua fuese un volcán, por eso atribuyó la erupción al Cotopaxi, muy alejado del sitio de la batalla, y al que sí conocía como tal, porque hizo su noviciado en el Asiento de Latacunga, al pie de dicho cerro volcánico. Luego de varias batallas y escaramuzas, llegaron los conquistadores a la laguna de Colta, a poca distancia de la cual se levantaba la capital de los puruguayes, tendida en unas amplias llanuras donde se alzaban sesenta mil chozas y que Juan de Velasco las señala de la siguiente manera: Liribamba, capital, según él, de los Régulos de Puruguay, que nosotros creemos, con todo el respeto que nos merece el sabio historiador, debió llamarse Tiribamba, la actual llanura de Gatazo, de clima extremadamente frío, y tanto es esto verdad, que los vecinos y moradores de la antigua Riobamba, destruida por el terremoto de 1797, no quisieron trasladarse a ella por su clima gélido. No olvidemos que en quichua la voz “tiri” significa frío, y creemos que la llanura, por estos considerandos, debió llamarse Tiribamba y no Liribamba, sin duda error de fonética muy común en los primeros años de la conquista. La segunda llanura, parte de la ciudad aborigen, la denomina Juan de Velasco como Cajabamba, que significa “llano entre dos estrechos o puertas”, que hoy corresponde propiamente al sector de la estación de ferrocarril de la actual población de este nombre, y por último, la tercera llanura, actual ejido de la Villa, así como el lugar donde ella se asienta con sus dos parroquias de Cajabamba y Cicalpa viniendo desde la laguna de Colta, la llama Riobamba, que significa “llano por donde se va o se sale fuera”, nombre quichua que los españoles de inmediato lo transformaron en la voz Riobamba, por no entenderlo bien, primera palabra mestiza, oficialmente reconocida, conformada del término “río”, castellano, y el de “bamba” quichua, con el cual los conquistadores se conformaron, porque en realidad un río cruza la llanura, y la palabra significaría: río en el llano. Continuó Sebastián de Benalcázar en su empeño de llegar a Quito y al fin pudo contemplar la ciudad Inca desde el remanso que forma el Pichincha con el cerro Yavirac, hoy llamado Panecillo, excrecencia volcánica, como lo es el cerro de Callo al pie del Cotopaxi, pero aún humeante por el incendio de ella, ejecutado bajo el mandato de Rumiñahui, en su desesperada lucha de no dejar nada al invasor. Desengañado Sebastián de Benalcázar al saber que los tesoros de Quito habían sido escondidos, ordenó dar tormento a cerca de cuatro mil indios según Luis Bossano,26 en busca de conocer dónde guardaron el oro apetecido, actitud que resiente su imagen, ya desfigurada por el mismo hecho de ser conquistador y haber asesinado en Cajamarca a indios desarmados que defendían su gobierno, su hogar y su patria. Pero lo que en verdad mancha su nombre, destilando sangre inocente de sus manos bárbaras, lo imperdonable e injustificable, fue el asesinato a sangre fría de inocentes mujeres y niños, ordenado por Sebastián de Benalcázar, cuando en el Quinche salieron a recibirle, y él, feroz e inhumano, decretó la masacre al ver cómo los hombres, temerosos del tormento y la muerte, habían huido a las montañas. Sólo este hecho sería más que suficiente para borrar el homenaje a su nombre y honrar una plazuela de Quito con su estatua, pues con menos fiereza Hernán Cortés conquistó a los aztecas y el pueblo de México jamás, hasta ahora, le ha levantado un monumento, con el sólo recuerdo de su calidad de conquistador. El cronista Herrera27 expresa que fue un gesto de crueldad indigno del hombre castellano y Monseñor González Suárez28 nos dice: “fue un crimen feroz, impropio de un cristiano”. ¿Y es a este conquistador al que personas desconocedoras de la historia por fuerza, quieren endilgarle la fundación de San Francisco de Quito? 58

24 Rumiñahui: general del ejército de Atahualpa que, asesinado este, había marchado a Quito, en donde ordenó esconder los tesoros del Inca, matar a las vírgenes del sol y destruir la ciudad. Mantuvo su lucha rebelde en contra de Benalcázar hasta que este logró apresarlo en Píllaro y llevarlo a Quito, en donde fue atormentado y quemado vivo junto con otros de sus generales.

25 Juan de Velasco (17271859): religioso jesuita riobambeño y fundador de la historia ecuatoriana con Historia del Reino de Quito, publicada póstumamente y escrita en Roma, donde vivió cuando se produjo la primera expulsión de los jesuitas de los territorios hispánicos (1767).

26 Luis Bossano: historiador, sociólogo y profesor universitario que se ha ocupado, sobre todo, de los asuntos relacionados con la nacionalidad ecuatoriana. Entre sus obras, que comienza a publicar a finales de los años de 1920, destacan Apuntes acerca del regionalismo en el Ecuador, Notas sobre el campesinado ecuatoriano, Los problemas de la sociología y Tres panoramas nacionales, entre otras. Nació en 1905 y murió en 1997.

27 Pablo Herrera: erudito y cronista ecuatoriano, cuyos trabajos datan de la segunda mitad del siglo XIX. La opinión reproducida aquí se encuentra en su obra Apuntes para la historia del Reino de Quito.

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Federico González Suárez (1844-1917): acaso sea el más alto historiador del Ecuador. Obispo de Ibarra y Arzobispo de Quito, fue un eminente arqueólogo, orador, polígrafo e historiador. Entre sus obras destaca la monumental Historia General de la República del Ecuador, en siete tomos, de tono opuesto a la ideología conservadora y eclesiástica.

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29 San Bartolomé: uno de los doce apóstoles de Jesucristo, a quien se atribuye la evangelización de Asia Menor. Según la tradición, murió desollado.

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En su viaje hacia el norte Sebastián de Benalcázar encontraba los cántaros de oro y plata en Cayambe y despojaba de láminas de plata el templo de Caranqui, despellejándolo como a San Bartolomé,29 según el cronista, mientras llegaba a Quito, en su seguimiento, su compadre Diego de Almagro, para llamarlo al orden y defenestrar sus esperanzas de una Gobernación independiente del territorio de Francisco Pizarro. Este encuentro tiene lugar en el mes de junio de 1534 y su gran importancia radica en un documento dictado por Diego de Almagro, el día 13 de este mes, al escribano que lo acompañaba, primer testimonio castellano en nuestro territorio. Retornados a Riobamba, la Riobamba según ellos, conocieron la presencia en el callejón interandino, entre Ambato y Molleambato, hoy cantón Salcedo, de los hombres del Adelantado Pedro de Alvarado, quienes transmontando la cordillera occidental, venían a la conquista de Quito. Diego de Almagro, conocedor de los derechos que daba la conquista y enterado de los trámites a seguir en estos casos, fundó de inmediato en la llanura de Riobamba, el 15 de agosto, día sábado de la Asunción, la ciudad de Santiago de Quito. El acta de fundación se inicia con estas palabras: “En el pueblo de rriobamba, a quince días del mes de agosto…. Año de 1534 funda el Mariscal Diego de Almagro la ciudad de Santiago de Quito, la cual dicha fundación dijo que la hacía e hizo en este pueblo de Riobamba donde al presente está… a que pareciéndole a su Señoría se pueda mudar a otra parte con él en su nombre…”, pues hasta entonces desconocían aun la tierra y no sabían si aquel era buen sitio para su permanencia. El término fundación lo define la Academia Española de la Lengua como “principio, erección, establecimiento y origen de una cosa” y el acta habla de fundación de una ciudad, por tanto, de la erección y establecimiento de la misma. El lunes 17 nombra los Regidores de Santiago de Quito y el miércoles 19 se instala el Primer Cabildo, Justicia y Regimiento en nuestro país, para considerar las medidas a tomar con el Adelantado Pedro de Alvarado. Luego de numerosas comisiones y parlamentos, en definitiva hechas las paces entre los dos conquistadores que no es del caso relatar sus pormenores, el mismo Mariscal Diego de Almagro, ante setecientos castellanos, la fundación más concurrida en las Indias de una ciudad, fundaba el 28 de agosto, de este año de 1534, en la ciudad de Santiago de Quito, la Villa de San Francisco de Quito, un día viernes, honrando con este nombre a su socio el Gobernador Francisco Pizarro. El mismo día nombró Regidores y Alcaldes Ordinarios, tomándoles el juramento respectivo y designó a Sebastián de Benalcázar como Adelantado de estas provincias. Monseñor González Suárez dice al respecto, en la página 1.059 de su Historia del Ecuador, editada por la Casa de la Cultura:“De todos estos documentos, se deduce que los conquistadores fundaron dos pueblos, el uno llamado la ciudad de Santiago de Quito y el otro la Villa de San Francisco de Quito”.Y continúa: “la fundación de esta nuestra ciudad de Quito se hizo, pues, el día en que se cumplía un año cabal de la muerte de Atahuallpa”. Suele decirse que fue una fundación de “jure”, porque la fundación de “facto” no se había realizado.Ya veremos cómo esta fundación de “facto” no se cumplió nunca, porque no existe acta que la testifique. La fundación estaba cumplida, el Acta suscrita el 28 de agosto era definitiva, más aún, porque en ella nombraron Cabildo, Justicia y Regimiento que daba a una villa o ciudad el carácter real de existencia, no queda pues resquicio alguno para dubitar sobre la existencia oficial y cívica de San Francisco de Quito, en el sitio de dicha fundación. Con estos hechos verídicos, creemos que ningún giro inteligente o talentoso puede torcer la calidad del suceso real de esta fundación, testificada en el Acta, con Cabildo elegido. No importaba no estar en el sitio señalado para la “instalación” de la Villa, ella ya existía en forma oficial y cumplía, a cabalidad, el concepto de fundación que nos trae el Diccionario de la Academia de la Lengua Española. Tres meses demoró Sebastián de Benalcázar en ir desde Santiago de Quito a la Quito-Inca, pues su lenta marcha traía como pretexto el ir profanando los cementerios aborígenes y dando tormento a caciques, nobles y plebeyos indios, para conocer dónde guardaban los tesoros. Era el saqueo sistemático de la tierra por obra y gracia de la espada, el caballo y el arcabuz, contra la maza, la flecha y la lanza. El poder de la civilización de siglos embebida en las contiendas de guerras y matanzas, contra un pueblo que defendía su hogar asentado en su habitual horizonte y que tuvo el pecado capital de poseer el oro en abundancia, obsequio de la naturaleza, para la confección de sus vasijas y adornos. El 4 de diciembre, día de Santa Bárbara, entró Sebastián de Benalcázar en el ejido llamado de Turubamba, donde acampó en busca de descanso, y el día domingo 6, avanzó con sus hombres hacia la ciudad inca, reconstruida por Juan de Ampudia, ordenando de inmediato al escribano convocase al Cabildo para que administrase justicia. El acta famosa del 6 de diciembre empieza de esta manera: “En la Villa de San Francisco de Quito”. Este encabezamiento significa que la Villa está de hecho fundada, por 59

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lo que señala el lugar en donde se escribe el Acta, pues de otro modo, al igual que para Santiago de Quito o la Villa de San Francisco, hubiera comenzado indicando: “En la Quito-Inca…” o cosa por el estilo. Recordemos que al fundar Santiago de Quito se inicia el Acta con las siguientes frases:“En el pueblo de Riobamba…” Y para San Francisco de Quito encabeza la siguiente: “En la ciudad de Santiago….” Al iniciar la del 6 de diciembre: “En la Villa de San Francisco “, señala la existencia jurídica de dicha población, y sólo se encamina a recordar al Cabildo la obligación que tiene de instalarse para cumplir sus funciones administrativas, pues el escribano Gonzalo Díaz de Pineda, escribe lo siguiente:“…notifique a los Alcaldes y Regidores de esta dicha Villa que residiesen y administrasen en ella la justicia”, con lo cual deja por sentado la existencia de ella, ordenando a los miembros de dicho Cabildo, taxativamente, a considerarse como vecinos obligados de la población. Más aún, el Acta continúa con estas palabras: “… conforme a la fundación y elección que hizo el Magnífico señor Don Diego de Almagro, Mariscal de estos dichos Reinos de Castilla”, palabras que expresan sin dubitación alguna el reconocimiento que el mismo Sebastián de Benalcázar tiene de cómo la Villa de San Francisco de Quito fue fundada por Diego de Almagro. En ninguna parte de esta acta, que ha hecho famosa la fecha del 6 de diciembre, el Adelantado se abroga ser el fundador de la misma, porque sabe que no lo es, y conoce las penas que le traería el usurpar un derecho conferido por los Soberanos sólo a Francisco Pizarro y éste otorgado a Diego de Almagro, las dos cabezas de la conquista, según las estipulaciones suscritas. Se deduce, por lo tanto, que la primera sesión del Cabildo, ya en el sitio designado para que funcione la Villa, era un hecho de rigor, que Sebastián de Benalcázar sólo recuerda al Cabildo, como Gobernador que es de este nuevo territorio, en un acta que tiene un fin: conformar el vecindario que habitaría la población. Pero esta primera reunión ni siquiera tiene lugar el día 6 de diciembre, sino diez y seis días más tarde, el martes 22 de dicho mes, cuando Sebastián de Benalcázar llama a los Regidores para designar a dos substitutos cuyos principales fueron enviados en plan de conquista a la costa, acta que sólo firma Sebastián de Benalcázar y no la testifica el escribano. En realidad la primera sesión legal del Cabildo, Justicia y Regimiento, tuvo lugar el día sábado, 26 de diciembre.Todos los historiadores serios están de acuerdo con estos planteamientos, porque no se pueden tergiversar los hechos al capricho de gentes iletradas, conocedoras epidérmicas de la historia, que en un momento de euforia y tropicalismo, para dar jolgorio al espíritu y a sus sentidos, se inventaron el 6 de Diciembre como fecha de la fundación de Quito, y lo que es peor aun, le obsequiaron a Sebastián de Benalcázar esta fundación. Es hora de entrar en el cauce veraz de la historia y darle al Adelantado los valores justos de su actuación, tanto que ni él mismo se declara fundador, sino un mero conductor de una Villa puesta a su amparo. Monseñor González Suárez expone al respecto:“… la fundación de Quito se hizo el 28 de agosto…” Y luego:“Esta es la verdadera fundación de Quito, y por lo tanto, su verdadero fundador fue el Mariscal Diego de Almagro, quien dio a la nueva población el nombre de Villa de San Francisco”. El doctor Remigio Astudillo nos dice: “Sebastián de Benalcázar tomó posesión de Quito; inaugura la población, no la funda: varios meses antes la conquista”. Wilfrido Loor expresa: “Almagro… fundó la Villa de San Francisco de Quito para servicio de su Majestad”. Fray Agustín Moreno, publica: “…no podemos menos de restituir al Mariscal Diego de Almagro la gloria de ser el fundador de la Villa de San Francisco de Quito”. Carlos Manuel Larrea, refiriéndose al 28 de agosto de 1534, expone: “Aquella fecha señala… la fundación definitiva de San Francisco de Quito”. Fray Alonso Jerves nos dice: “Benalcázar, el conquistador de ella y luego Instalador de la Villa de San Francisco de Quito, más no su Fundador”.Y lo propio nos aseguran el doctor Luis Bossano y Cristóbal de Gangotena y Jijón. Ante esta abrumadora testificación de historiadores serios, investigadores tenaces y hombres probos, no se puede hablar más de un 6 de diciembre como fecha de la fundación de Quito español, sino como el día en que se inscribieron 60

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los soldados y civiles para avecinarse en la Villa, llamando al Cabildo, ya nombrado en Santiago de Quito, para que comenzara sus sesiones en su calidad de Justicia y Regimiento, las que se iniciaron el 22 de diciembre. Verdad es que el día 6 se acomodaron en las casas preparadas por Juan de Ampudia en la Quito-Inca, todos quienes llegaron como tropa y autoridad, pues la traza de la Villa, aquella que podría llamarse la conformación material de la misma, tuvo lugar quince días después, el domingo 20 de diciembre, fecha en la que se señalaron los solares y se marcaron las calles y las plazas, sobre el plano aborigen de la población. Esta sería la instalación de facto de San Francisco de Quito, cuya acta no existe para darle testificación. Ni siquiera estas moradas fueron definitivas, pues el frío de la piedra con la que estaban construidas, la ambición de buscar tesoros ocultos, hizo que la población aborigen sea casi arrasada, para con el tiempo ir los conquistadores construyendo sus habitaciones de adobón, bahareque, o bajareque y paja, más acogedoras dado el clima frío del ambiente, porque aun en esos tiempos los dos Pichincha mostraban nieves en sus cumbres. Si a todo ello añadimos cómo el sábado 26 de diciembre, en el primer Cabildo firmado por los Capitulares, uno de los Regidores expresa: “por cuanto el señor Mariscal Don Diego de Almagro fundó esta Villa…”, lo que prueba, una vez más, que quienes vieron y fueron actores de los acontecimientos afirman un hecho y confieren a un personaje la fundación de la Villa de San Francisco de Quito. Pero, en los años, se presentan ciertos “eruditos” que niegan todo lo afirmado por quienes fueron testigos de dichos hechos. No deseo concluir este acápite sobre la fundación de Quito, sin recordar cómo hace cincuenta años, el 28 de agosto de 1934, al cumplirse cuatro siglos de existencia de la ciudad, el Presidente que fuera en ese entonces del Ilustre Municipio quiteño, Jacinto Jijón y Caamaño, insigne historiador, discípulo de Monseñor González Suárez, rindió homenaje a la Capital con una sesión solemne conmemorativa de los cuatrocientos años de la fundación de la Villa de Quito por el Mariscal Diego de Almagro. ¡Honor a quien supo respetar la Historia y mantener su Verdad!

En Ricardo Descalzi, Cinco errores históricos de Quito, Quito, Departamento de Artes Gráficas del Consejo Provincial de Pichincha, 1986.

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ESCUDO DE QUITO

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Pedro Pablo Traversari Traversari Pedro Pablo

Descripción n Escudo sanítico30 zagmado31 en la parte superior. Su campo es de gules con bordadura azur y sobre esta lleva por orla un cordón de oro de San Francisco. Al centro del campo va un Castillo de plata almenado a la güelfa y fortificado con tres torres; una de ellas álzase a manera de atalaya flanqueada por las otras dos; todo guarnecido de puertas y ventanas abiertas. Fúndase el castillo metido en la cumbre de dos cerros de su color, con una cava verde central al pie de cada uno de ellos; dichos cerros hacen recíprocamente de los cuartos inferiores del escudo. El homenaje del castillo va coronado con los siguientes atributos: una cruz latina de oro con su pie verde de donde la sostienen en sus garras dos águilas negras grietadas de oro, afrontadas y en actitud azorada. El escudo va timbrado por un yelmo de noble todo de oro cerrado a canceles también de oro con la cimera formada de plumas de gules y azur. Por guarnición lleva el escudo un recorte encartuchado y ornamentado con una pluma de gules en cada uno de los dos extremos superiores, y un cuatrifolio32 en cada uno de los costados centrales de donde pende un racimo de frutas.

U

Significado del Blasón

L

as piezas, figuras y esmaltes que componen dicho escudo tienen el siguiente significado heráldico:

E s c u d o : representa la armadura defensiva de un guerrero y su figura ha sido extraída de la coraza. Varias son las formas que se dan a los escudos y cada una de ellas indica una raza o una época. Ateniéndonos a la forma del escudo que ilustra la cédula original, esta es de figura combinada, muy usada en el siglo XVI, la que ha sido compuesta del escudo sanítico francés, y por la parte superior zagmada, del alemán.

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Sanítico: sin particiones que dividan su campo, en que aparecen sólo figuras y cuyo centro acaba en punta en la parte inferior. 31 Zagmado: levantado en punta en la parte superior central.

32

Cuatrifolio: figura heráldica con forma de flor de cuatro pétalos iguales situados en torno a su corola.

C a m p o : espacio principal donde se ostentan las figuras culminantes del blasón, y campamento sagrado donde se representan las nobles acciones. B a n d e r a o B o r d a d u r a (circulus sentumgentilitum interius antebiens): es una pieza honorable de primera orden compuesta de una faja o borde que circunda completamente el ámbito del escudo, ocupando generalmente de la 3ª a la 4ª parte extrema del campo. Representa una distinción especial y significa la mayor recomendación de nobleza y honorabilidad.

O r l a (senti limbus): Es una pieza honorabilísima como la bordura, pero no es confundible con ésta, ni por su significado ni por su forma y colocación. La orla forma en sí una greca que rodea internamente el escudo equidistante y sin tocar a sus extremos. Simboliza un hecho memorable, un recuerdo, una promesa o un emblema. Así pues, en este caso, el Cordón de San Francisco por orla (singulum 63

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zona) viene a ser una figura parlante, emblema que representa el nombre de la ciudad, su santo patrono; recuerda a su fundador y a sus memorables hazañas.

C a s t i l l o (castellum, ars, castrum): divisa solariega superior. Insignia de soberanía. Significa nobleza y lealtad exquisitas. Representa la magnitud de la fuerza, del poder y del valor. Simboliza la elevación y la grandeza de las acciones en la defensa de los amigos y aliados como para contener a los enemigos y perturbadores de la paz. Demuestra haber sido defendidos y ganadores. Y como lo hemos dicho, el castillo representa además de entre lo bueno lo mejor, razón por la cual campea en las armas de España como emblema de los triunfos y glorias alcanzadas por las ciudades de Castilla. Las torres que fortifican el castillo y principalmente la central, llamada del Homenaje, eran el reducto de seguridad que simboliza el enaltecimiento del poder. Las puertas y ventanas abiertas significan generosidad y esplendor. C e r r o s : simbolizan la grandiosidad de la naturaleza, y significan la magnificencia de las tierras llenas de color, vida y de riquezas naturales. Demuestran la ciudad edificada sobre la más alta Cordillera y ser cabeza de provincia y asiento de gobierno. La fundación del castillo (supra collis instructum) sobre cerros (en vez de peñas) simboliza el lugar mejor elegido y elevado por los merecimientos y condiciones especiales; y señala el sitio que es privilegiado para la ciencia de la astrología.

C a v a s : representa una riqueza ilimitada: dones especiales de la naturaleza. Significa el trabajo y la abundancia de productos exuberantes, especialmente en los mineralógicos; y por su color simboliza el vigor, la fertilidad y la esperanza.

C r u z l a t i n a (crux, stemma gentilitium): pieza de altísimo honor, y atributo de hechos favorecidos por la religión cristiana e indica que sus castillos son auxiliados por la Santa Cruz. Insignia sagrada que la llevaban por timbre en sus banderas y estandartes, con la que lograron tan maravillosos triunfos, confiados a la Mano Todopoderosa. Presagio feliz de victorias con el que alcanzaron milagros como el de que los dardos y saetas lanzadas por los enemigos, dando en las peñas, volviesen con el mismo ímpetu a los mismos que disparaban ya cegados por los resplandores que salían de las cavas en las peñas. Testimonio de haber dado ministros evangélicos que llevaban la fe en la insignia del salvador, y de los muchos prodigios que allí se experimentaron.

E l p i e v e r d e : simboliza la base solidificada sobre la cual descansan los sentimientos cristianos; y con su esmalte repetido en otras piezas, confirma hasta la evidencia el vigor, la fertilidad, la esperanza y la caridad, confiadas a la fe de la cruz que sustenta.

Á g u i l a (crysaetus): el águila y el león son las dos figuras más nobles del blasón. El águila la tuvieron por divisa real las más poderosas legiones de los primitivos pueblos. Los troyanos como descendientes de Dárdano, hijo de Júpiter, la ostentaron antes que otros en su escudo, para representar la figura del dios Júpiter con el dominio y poder de su imperio. Los Medos y Lacedemonios también la usaron, como así mismo los Griegos y , de un modo especialísmo, los Romanos, que la tenían como dispensadora de la luz, de la fertilidad y de la dicha; como anunciadora de la voluntad del Ser Supremo y como símbolo de la majestad y de la victoria. Emperatriz de las aves y, como tal, la más fuerte y animosa por elevarse con superioridad a las vecindades del mayor planeta, siendo de perspicacísima vista y, por consiguiente, símbolo de generosidad del ánimo a empresas grandes y lúcidas; elevándose sobre alas de nerviosas operaciones, porque sea el vuelo de bizarría del espíritu y que en la mayor altura no deja de mirar atentamente las obligaciones de su ministerio. Significa la intelectualidad, la fuerza, la perspicacia, la veracidad, el poder supremo, el valor, la ventura y la felicidad. Representa el Sol y su cercanía; la guardia de los tesoros y la exquisitez de las hazañas. No se concedía esta insignia en América sino por un grande heroísmo, señalado en valor, generosidad y conducta; como asimismo la daban los Emperadores, sólo por servicios particulares y en proporción a los méritos.

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Algunos obtenían sólo la cabeza, otros naciendo, otros entera, y la más importante era con las alas desplegadas, en actitud rampante y volante. El encontrarse en vuelo al pie de la cruz afrontadas mostrando el pecho y la cola con las plumas dispuestas en abanico, indican la magnificencia, la valentía y religiosidad con que guardan el sagrado atributo que sostienen como también todas las figuras del blasón que cubren y protegen. Las grietas de oro demuestran prosapia real. Por último, el águila, atributo mitológico de Zeus que personifica a Júpiter Amnón, es distintivo de divinidad y símbolo de la inmortalidad del alma humana y de las artes. El color sable (negro) simboliza una jerarquía elevada. Representa la tierra y, de las virtudes cardinales, la prudencia.Y entre otras cualidades, la devoción.

Y e l m o : celada, casco o morrión de nobleza y ciudadanía. Insignia honorífica militar. Simboliza la distinción especial con la que se timbran los escudos de los caballeros, de los guerreros, de las casas nobles y de las ciudades privilegiadas. Puesto enteramente de perfil, mirando al lado derecho, en señal de su legitimidad, con rejillas claveteadas de oro, con la bordadura de este mismo metal y forrado de gules; es la pieza más honorable concedida en América. Según su forma, metal y posición, significa, pues, el grado de mérito, el título de nobleza y la dignidad del propietario del escudo. Los yelmos que ciman33 los escudos de ciudades tituladas son por lo general puestos de pleno perfil. Los que son lisos, de plata, bordados de oro y cerrados como los que usaron en los siglos XV y XVI, representan simplemente el título de noble. Los de oro, abiertos, a canceles del mismo metal, representan el título de muy noble, como lo es el concedido a la ciudad de Quito. No era permitido, y las leyes de la heráldica lo prohíben, el timbrar con cascos los escudos de ciudades y comunas, sino por concesión especial o por título reconocido. C i m e r a : Bureletes: penacho ornamental. Figura blasónica que generalmente se compone de plumas y coronan la cima del casco. Significa nobleza elevada y es el distintivo con que se representa alguna empresa ilustre. Gentilitia insignia super galeam depieta. Los colores del plumaje son los de los dos esmaltes principales del escudo; de gules las centrales y azur las de los extremos. Denotan los varios pensamientos que proyecta la cabeza y ejecuta el brazo. L a m b r e q u í n o g u a r n i c i ó n : pieza ilustre.Atavío formado de recortes volantes y ondas alternadas que circundan el escudo. Esta pieza se compone de dibujos variados y caprichosos, pero siempre en relación a la época que representa y al escudo que guarnece. Las guarniciones son comúnmente formadas de hojas y a veces de plumas, como los buruletes34, pero siempre significan las cualidades y las prendas morales que hacen más recomendables y hacen aumentar el lustre. Representan las armas defensivas que resguardan al guerrero. Simboliza las ramas de olivo o laurel con que los antiguos caballeros eran coronados sobre su yelmo en señal de victoria. Esta guarnición va ornamentada por dos plumas rojas que significan superior nobleza y mayor distinción. El racimo de frutas que tienen los costados, pendientes de un cuatrifolio simboliza la fertilidad mayor, la abundancia, la riqueza y exquisitez de productos de una tierra privilegiada que la hacen bajo especiales aspectos aun más recomendable.

Colores, Esmaltes G u l e s (esmalte rojo, colorado, encarnado, encendido): el color que tiene más vida, siendo el primero del espectro solar y por esto es consagrado al sol. Uno de los colores más preciados de los cinco principales usados por el blasón; según el autor inglés Spillman representa al planeta Marte. Este color por su semejanza con el fuego simboliza la guerra, el valor, el amor ardoroso y activo y la plenitud del amor divino. Por esta última razón la fe católica ha consagrado el color rojo a Jesucristo 66

33 “ciman”: el verbo ‘cimar’, no existe en español. Aquí lo emplea el autor en vez de “que están encima de”.

34 Bureletes: especie de cordones con que se suelen atar los penachos y lambrequines.

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salvador de la humanidad, como hijo del Padre Eterno, de quien procede el divino amor. Con este fin se representó en las inscripciones y mosaicos de los monumentos de los cristianos antiguos, que aún se conservan en Roma.

A z u r : color del cielo sin nubes y del antiguo añil (blao, zafiro, celeste, turquí). Es el quinto color del espectro solar y el más noble de los cinco esmaltes principales usados en el blasón. Representa, según unos, al planeta Júpiter; según otros, a Venus; a los signos zodiacales Tauro y Libra, al aire, al zafiro, a los meses de abril y septiembre, al día viernes, al acero, al álamo, a la violeta, al pavo y al camaleón. Simboliza la piedad, la templanza, la lealtad, la dulzura, la perseverancia, la majestad, la recompensa, la fidelidad y la buena reputación. Significa alabanza, justicia, hermosura, nobleza, vigilancia, celo y recreación. Fue color adoptado por la mayor parte de los pueblos como el más conocido y preciado en la antigüedad.“Obliga a los que lo tienen en sus armas a prestar socorro a cuantos, siendo fieles servidores de los príncipes, se encuentren sin remuneración por sus servicios”. Campea en el escudo, insignias y trajes de la orden española de Carlos III.35 Además, este color posee las mismas cualidades de los metales oro y plata. V e r d e (sinople). Esmalte color de hierba fresca y de las plantas. Representa al planeta Venus, al agua, a la Naturaleza con sus elementos verdeantes; entre las piedras preciosas, la esmeralda y entre las frutas la manzana. Símbolo de la primavera en su vigor. Significa de las virtudes teologales, la esperanza; y de las cualidades, el honor, la civilización, el vigor, la edad más vigorosa de la vida, la cortesía, la alegría y la amistad. Demuestra la Victoria y el Comercio. O r o (metal amarillo, rubio): el más caracterizado y preciado de todos los conocidos. En heráldica es considerado como el primero y más noble de los cuerpos metálicos. Representa al Sol y, según las tradiciones mitológicas, lo suponen hijo de Taaroa.36 Simboliza la luz, la riqueza, la herencia, la inalterabilidad, la diligencia, el poder, la abundancia y el esplendor. Significa el triunfo y el trabajo, la recompensa y la excelencia de costumbres. La ley heráldica observada en esos reinos determina que nadie puede usar metales de oro y de plata en su escudo, no siendo caballeros armados en órdenes militares. P l a t a (metal blanco y sonoro): el más precioso después del oro y platino. Es uno de los más usados en el blasón, el primeramente conocido y el que más representaciones ha tenido desde los tiempos antiguos. Representa a la Luna y fue consagrado a esta por los pueblos primitivos, a la estrella sin manchas y a la perla, todo en atención a su maravillosa blancura. Simboliza las virtudes cristianas, tales como la fe, la castidad, la humildad, la santidad, la virginidad y la temperancia. Significa la verdad, la libertad, la integridad de costumbres, la pureza, el celo, obediencia, firmeza, vigilancia, gratitud, la elocuencia de un ciudadano, la habilidad y la ilustre procedencia.

35

Orden española de Carlos III: orden militar fundada por Carlos III el 19 de septiembre de 1771 como acción de gracias por el nacimiento de su nieto, el infante Carlos Clemente, hijo del Príncipe de Asturias. Su objeto fue premiar a los que se significaran por su mérito personal o adhesión al Rey.

Versión tomada de Quito, 150 años de capital de la República, Quito, Municipio de Quito, 1980.

36

Taaroa: divinidad tahitiana. Creó el mundo pero, enfurecido contra la humanidad, sepultó a la tierra en el mar y tan sólo permitió que emergiesen algunas de las cumbres más elevadas, que serían las islas actuales. 67

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LA BANDERA Y EL ESTANDARTE DE LA CIUDAD Pedro Pablo Traversari Traversari Pedro Pablo

E L C O NC E J O M U N I C I PA L D E Q U I T O CONSIDERANDO: Que por Cédula de 14 de Marzo de 1541, el Rey Carlos V de España honró a la Ciudad de Quito con la concesión de un escudo de Armas; Que el estandarte de la Ciudad fue usado por el Cabildo desde remotos tiempos en todos sus actos públicos; Que según informes de la Academia Nacional de Historia y de los Peritos nombrados al efecto, dicho Estandarte estuvo constituido por las Piezas Honorables del Escudo de Armas; y Que es deber de la Municipalidad conservar los símbolos que informaron nuestra ciudadanía,

DECRETA: Art. 1.- El Estandarte que portarán las dependencias del Concejo estará formado por un rectángulo vertical, cuya relación entre la longitud y la anchura será de cuatro a dos. Art. 2.- El campo vertical del Estandarte se dividirá en seis partes, correspondiendo las cuatro centrales a los gules37 y las dos laterales al azur. Art. 3.- Un Castillo plateado de cinco proporciones de largo por tres de ancho irá al centro de los gules, siendo su ancho máximo la mitad de los gules. Art. 4.- La parte baja del Estandarte formará un corte triangular interno, en proporciones simétricas, cuyo vértice estará en el límite superior del último cuarto. Art. 5.- Al Estandarte sostendrá un asta en forma de cruz, de cuyo punto de cruce colgará el Cordón de San Francisco en color de oro bajado en dos partes hasta la mitad del Estandarte, por el centro de las franjas del azur. Art. 6.- El Pabellón que se izará en el Palacio Municipal y en las festividades de índole local estará formado por un rectángulo horizontal, cuya relación entre la longitud y la anchura será de tres a dos, dividido verticalmente en seis partes, correspondiendo las cuatro centrales a los gules y las dos laterales al azur: al centro de los gules irá una figura honorable de Primer Orden, el Castillo, símbolo de la fortaleza, nobleza y lealtad de Quito. Art. 7.- El Castillo en la Bandera tendrá un ancho igual al de la cuarta parte de la longitud de los gules y sus proporciones entre la longitud y la anchura será de cinco a tres. Art. 8.- Del extremo superior de un asta blanca penderá el Cordón de San Francisco en color del mes de Mayo de mil novecientos cuarenta y cuatro.

EL PRESIDENTE DEL CONCEJO

EL SECRETARIO MUNICIPAL

(f). Humberto Albornoz

(f) César Bahamonde

JEFATURA POLÍTICA DEL CANTÓN, a 20 de mayo de 1944.

37

Gules / Azur: para aclarar su significado, léase “Escudo de Quito”, reproducido en páginas precedentes.

EL JEFE POLÍTICO

EL SECRETARIO

(f) Cadena C.

(f) Eduardo Sáenz

Versión tomada de Quito, 150 años de capital de la República, Quito, Municipio de Quito, 1980. 69

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HIMNO A QUITO

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Fr. B. Echeverría. (letra) Fr. B. Echeverría Fr.A. de Azcúnaga (música) (música) Fr. A. de(letra). Azcúnaga CORO Nuestros pechos, en férvido grito, te saludan, Ciudad inmortal; gloria a ti, San Francisco de Quito, en tu historia “muy noble y leal”. I En las faldas inmensas de un monte tu grandeza buscó un pedestal para henchir tu ambición de horizonte y colmar tu ansiedad de ideal. II Oh Ciudad española en el Ande, oh Ciudad que el Incario soñó, porque te hizo Atahualpa eres grande y también porque España te amó. III Cuando América toda dormía, oh muy Noble Ciudad, fuiste Tú, la que en nueva y triunfal rebeldía fue de toda la América luz. IV Con la audacia triunfal que blasonas ya tus hijos lucharon ayer, y trajeron al grande Amazonas cual trofeo de reina a tus pies. V Aunque el tiempo veloz siempre rueda y se esfuma en su noche el ayer, siempre intacta tu gloria se queda y es la misma en los siglos tu fe.

Letra de Fray Bernardino Echeverría R. o.f.m. y música de Fray Agustín de Azcúnaga, o.f.m.

Tomado de Quito, 150 años de capital de la República, Quito, Municipio de Quito, 1980.

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LAS QUILAGOS (LA REINA QUILAGO)

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Piedad y Alfredo Costales Piedad y Alfredo Costales

l caso de la Reina Quilago no es una rareza de la organización social y política de los pueblos llactayos,38 sino una realidad viva de cómo el americano reconoció iguales méritos al gobierno de las mujeres. No fue como entre los cuzqueños, que la mujer sólo hacía el oficio de madre, tal es el caso de las Coyas, mujeres nobles de los Incas, grandes señoras y no más. En el Reino de Quito fueron reinas-gobernadoras en todo el sentido de la palabra y con todas las connotaciones políticas. La Quilago fue una reinagobernadora con mando [...].

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38 Llactayos: patrios, autóctonos, aborígenes.

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Bulu: familia social o ayllu.

40 Caxana Unayssa en Hatun Sigchos: reina indígena de la región de los Yumbos colorados.

* Carlos Emilio Grijalva: Toponimia, 1947, p. 132. Nota del editor: Los asteriscos señalan las notas al pie insertas en la versión original del texto.

En igual forma, en el trópico o yunga baja, no falta el gobierno femenino que, del mismo modo, sólo con diferencia de tiempo, jugó un papel importantísimo en el desenvolvimiento históricopolítico de los pueblos. En Santa Clara de Daule, San Agustín de Chanduy y Colonche, aparece como señor natural doña María Cayche, hija de don Alonso Chauna Chasi, cuyos abuelos sirvieron en diferentes empleos políticos y militares, con aprobación “especialmente en las conquistas que en la dicha provincia de Guayaquil se ofrecieron”. De esta señora salió un extraordinario mestizaje en algunas ciudades y pueblos de la costa; y sus descendientes, como don Tomás Caiche, Juan Teodoro Caiche y José Caiche, se distinguieron por sus servicios en todo lo que es la provincia del Guayas. No hay que olvidar que don Tomás Caiche fue Alcalde Mayor de Naturales de la jurisdicción de la ciudad de Guayaquil y doña María, su antecesora, la curaga o cacica más distinguida que ha tenido el gobierno femenino de la costa. Por lo dicho y expresado, con la debida claridad y utilizando la nomenclatura de mando de los llactayos, no es preciso caracterizar a estas mujeres valerosas y heroicas con los calificativos de mamacuraca o callapayoc huarmi, mama sonco o mamalla guarmi, que tan comedidamente ofrece en su estudio Espinosa Soriano, refiriéndose a Quilago. Los Quitu-Caras denominaron a sus mujeres guerreras zona-mantas o mujeres con mando, tal es el caso de las amazonas madres y mujeres que entraron a la leyenda. Al decir en la primera parte de este párrafo que Cochesquí (Cochesquí, deformación del primitivo cuchá: lago, laguna, mas qui: mitad, refiriéndose a la mitad del mundo, esto es, lago de la mitad) tenía una dependencia horizontal con Cayambe y sus señoríos, nos referíamos a que una misma geografía y demografía les unían; y, por lo mismo, una común cultura como prerrogativa del valle de Cayambe y la meseta de Tabacundo. Agregábamos la dependencia vertical con los angos, tulcanes y taques, con quienes mantenían iguales relaciones de parentesco y de cultura. Si sólo miramos el gobierno de ese bulu,39 observamos que se alterna entre las mujeres (las quilagos) y los hombres (los puentos), angos y tulcanes. Con esto queremos manifestar que Cochasquí, en un momento de la protohistoria, igual que Hatun-Sigchos, adquiere relieve por sus singulares mujeres de guerra: la Reina Quilago con el apoyo de sus angos, puentos, muenangos y tulcanes a fin de enfrentar al César de América, Huayna Cápac, y la Caxana Unayssa en Hatun Sigchos.40 No hay razón válida, como ya dijimos, para destacar a Cohasquí como un Reino o un Estado independiente de los puentos o angos; es simple y llanamente un bulu extraordinario que se destacó de los demás en la defensa de su territorio. La mama Quilago de Espinosa Soriano no es otra que la zona Quilago de los quitu-caras. Esa dependencia vertical y horizontal en la que venimos insistiendo desde el comienzo del trabajo, la confirmó Carlos Emilio Grijalva en su Toponimia; este autor advierte que “el territorio de Cayambe debió haberse constituido en uno de los centros de población más importantes entre los cacicazgos de Caranqui, Cochasquí y Perucho, bajo la dinastía de los puentos”.* 73

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Las Quilagos. Hacia 1445, año en el que según las cronologías el Inca Túpac-Yupanqui, a la cabeza de su ejército, se propuso conquistar las tierras del Norte, el entonces Reino de Quito había logrado consolidarse después de la fusión entre Quitus y Caras. Los pequeños estados confederados del norte: Imbas (Quitus) y Angos (Caras), diversificados en muchas familias, logran concentrar su demografía en una buena porción de territorios del norte, apareciendo los señoríos que luego habrían de ofrecer resistencia los cuzqueños. Al rastrear el origen totémico de aquellos pueblos, sabemos que A-Shimbu y A-Rucu (los padres antiguos que nacieron de las profundidades del mar por obra y gracia de un abrazo entre el sol y la luna), cuando trasmontan la cordillera desde la selva (selva baja) vienen guiados por un tigre, denominado en lenguas quitenses Quela. En homenaje de gratitud, desde entonces, inmortalizaron a este guía llamando a sus reinas Quelagos o Quelacos; mujeres guías, especie de norte de los pueblos que habían llegado desde el mar. El problema de las nomenclaturas en los pueblos quitu-caras es que aún no han sido identificadas y restituidas adecuadamente; por eso, en base de una proverbial pereza histórica, se han recogido, sin esfuerzo crítico alguno, aquellas empleadas por los cuzqueños conquistadores. Hablando de los cuzqueños, el propio Garcilaso,41 en su Historia de los Incas, en el capítulo XXVI, bajo el título de “nombres reales y la significación de ellos”, advierte sobre los nombres y apellidos de las mujeres de la sangre real: “a la Reina, mujer legítima del Rei, llaman Coya, que quiere decir reina o emperatriz” (p. 116) o, más efectivamente, la denominan Mamachic, que quiere decir: nuestra madre. En igual forma, los Quitu-Caras, con el mismo significado que daban los cuzqueños a sus reinas, las denominaron Quelago o Quelaco: Reina, Señora, madre de todos, con un significado muy vasto. La Quilago o guía tigre de un pueblo que buscaba tierra habitable para sus gentes, se hizo común en todos los pueblos quitu-caras de la región interandina, casi desde las vertientes del norte del nudo del Azuay hasta el río Carchi o Tulcán [...]. El nombre totémico del Quela no sólo se hizo común entre las reinas, sino que formó parte muy importante del apelativo de los Duchicelas, famoso en la dinastía de los puruguayes. Igualmente las Quilago, y en menor proporción las Pillapaña, nombres aplicables sólo a las mujeres, formaron parte de los símbolos regios de las diferentes casas y fundaciones quitu-caras, regadas en todo el territorio. La lingüística nos ayuda a entender el significado de los términos Quilago y Pillapaña, iguales o muy semejantes al Coya de las jerarquías cuzqueñas. Ahora bien, el antropónimo Quelago o Quelaco, pasa a la historia escrita fonetizado por los cronistas; así, Cabello y Balboa, Montesinos y otros autores mencionan a la Reina Quilago de Cochasquí la gran Reina quitu-cara. Después de la conquista del Reino de Quito, cuando la fusión entre cuzqueños y quitus fue irremediable, aparece el antropónimo Quilago aplicado a la madre de Atahualpa. El propio Cieza de León trae este significativo y hermoso dato etnográfico, asegurando que Atahualpa nació en Quito y que su madre fue una india Quilaco llamada Tupac Palla; luego hizo suya esta tesis Jijón y Caamaño, con poca o ninguna fortuna. Tanto Cieza de León como Jijón y Caamaño están en lo cierto en este punto:Atabalipa fue hijo de una Reina quiteña, es decir, una Quilago. Velasco reafirma la tesis agregando, al hablar de Caranqui, que existía “la antigua ciudad de los indianos, célebre por su magnífico palacio real donde nació el inca Atahualpa”. Cieza de León, conocido por acucioso, preciso y serio, cuando habla de la Quilago madre de Atahualpa, quichuiza el antropónimo con Tupac-Palla, porque según las leyes de la sucesión la palla era una concubina de sangre real, a la cual podría haberse llamado a la vez Mamacuna, extranjera noble. No hay duda respecto de que la madre de Atabalipa fue una Quilaco o Reina Quiteña, en este caso muy particular, Paccha Duchicela.42 La descendencia de las Quilagos quedó en Caranqui de modo permanente; así lo confirma la etnografía del lugar:“Coya-quilago se llamaba la reina de Imbaya (Quitu) a la llegada de los Caras en el siglo VII”.* “Quilago, nombre de la tradicional princesa heredera del Reino de Imbaya con la que por ambición política se dice casó el conquistador Carán Shyri Quitumbe, dejando abandonada la isla Puná y en ella a su esposa Lira”.** Los interesantes datos de Coba Robalino mezclan en el antropónimo el quichua con el quitu. Coya-Quilago será dos veces reina. En las dos versiones se está diciendo de ella que es la reina del bulu de los imbayas, advirtiéndose con claridad que es Quitu, antes de fusionarse con los Caras, época en la que Caranqui fue el centro de su expansión cultural. 74

41 Garcilaso: Garcilaso de la Vega, el Inca. Historiador de las Indias nacido en Perú en 1539. Descendiente de las noblezas incaica y española por línea materna y paterna respectivamente, llevó con orgullo su condición de mestizo. A los 21 años marchó a España definitivamente y allí publicó su Historia de los Incas (1605) y los Comentarios reales (1609-1617), su obra más famosa.

42 Nótese la divergencia entre este dato, que Fernando Jurado Noboa califica de “absurdo histórico”, y la conclusión a la que llega el mencionado historiador en el texto que sigue a este: “Lugar de nacimiento, fecha y ascendencia familiar de Atahualpa”.

* Coba Robalino, José María: “Orígenes del quichua”, Gaceta Municipal nº 122, p. 221. ** Coba Robalino: ibíd: nª 126, p.233.

El

* ANH/PQ. Sec,. Indig. Caja 23 “Doña Petronila Paraquilago, por tierras en Ibarra”, 1650. Fol. 5. 43

Caballerías de tierras: la caballería de tierra era una medida agraria, ya en desuso, equivalente a 38,63 hectáreas.

** ANH/PQ, ibíd, fols. 5 y 5v.

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En el mismo pueblo de Caranqui, Caranque, hacia 1650 aparecen estos datos: “Doña Petronila Puraquilago hija legítima de Doña Juana de Carvajal, hija que lo fue de D. Gabriel Carvajal Ango y de Dña. Francisca Chapinta mis abuelos caciques y señores principales que fueron del pueblo de Caranque de la Real Corona”.* Doña Juana Carvajal, su madre, casó con don Francisco Salvador, indio cantor y ella se unió en matrimonio con Lázaro Imbas-Imbas, del pueblo de Puembo. Su madre, a más de las tierras que le dejara en Ambuquí, vendió a los padres jesuitas en el sitio y valle de Yambo Yachechiquil de la jurisdicción de Pimampiro, veinte caballerías de tierras.43 Por el testamento de doña Juana de Carvajal se sabe que “fue natural del pueblo de Caranque hija legítima de don Gabriel Carvajal”,** tuvo además de la Puraquilago a su hijo Juan Carvajal que testó en Puembo el 10 de diciembre de 1625. En la misma población de Caranqui figuran en la etnografía del lugar doña María Atabalipa Paraquilago, nieta del Inga Atabalipa, quien luego casara con el cacique de Tontaquí, don Luis Carvajal, y que fuera a la vez hija de doña María Atabalipa de Puruguay grande [...]. Los señores de Cayambe, como los de Caranque, los Puentos, se unieron igualmente en matrimonio con las Quilagos [...]. En el propio Caranque y por la misma época doña Isabel Ango Quilago casaba con Luis Guzmán [...]. En todos los apellidos femeninos de Caranqui, creemos que las bases antepuestas a Quilago (Imba-Quilago, Arra-Quilago...) son cualidades personales de las reinas y manifiestan la procedencia geográfica de los bulus. El apellido Quilaco de Quela podría proceder del Chafiquí (cayapa) Qui-Laacanu: la asoleada de la mitad, la mujer luminosa, la solar; prerrogativa, como se ve, del señorío o mando [...]. La base Imba, del cayapa In: mío posesivo y balla: trenzado, equivaldría a decir los poseedores de la trenza. Aba, en cayapa, diría: larga, ancha, queriendo significar el amplio espacio de su gobierno o mando. Arra o Anrran, de Arau: regado, sembrado, calificativos de las quilagos como cabezas de los pueblos agricultores. En Quito, como asiento de los reyes e igualmente en Guayllabamba, la presencia de las Quilagos es evidente, especialmente en los barrios de San Roque, Santa Bárbara y San Blas. El propio don Pedro de Zambiza Zimbaña, alcalde mayor de los naturales llactayos, casó en primeras nupcias con doña Beatriz Sillin-Paso (Shilli-Panu: idioma de los Shillis) hija natural de don Alonso Collaguazo, cacique principal de los indios quitos, la segunda vez lo hace con doña Inés Imba-Quilago, del bulu de ese nombre [...]. El área de difusión del antropónimo de las Quilagos, según supone aventuradamente Espinosa Soriano, se concreta escasamente a un pedazo de la geografía imbabureña [...]. No cabe duda que se puede argüir que la posterior difusión del antropónimo, luego convertido en apelativo, obedeció a desplazamientos, a movimientos internos de población o también a enlaces matrimoniales entre señores de las diferentes regiones. Pero por lo que sabemos no fueron estas las razones de su difusión o las que llevaron a la dispersión por la tierra india de aquellas coronas de mando entre los quitus. Podría decirse que el área Imba de los Quitus se estableció desde muy antiguo en lo que luego se llamó las cinco leguas de la jurisdicción de la ciudad. La difusión de la nobleza a través de este nombre totémico pudo, en algunos casos, obedecer a desplazamientos; pero en la totalidad partió más bien de un patrón de asentamiento muy antiguo. Ni siquiera la tributación, la mita o cualquier otra actividad pudo ocasionar su desplazamiento, ya que la mayoría, mejor dicho, la totalidad, pertenecía a las jerarquías y éstas cuando eran de cacicazgos tenían ciertos privilegios (como aquel de no hacer mita y no tributar por mandato de la Ley). Las ubicaciones que encontramos en la Colonia son las mismas que debieron existir en prehistoria y protohistoria; de ahí que el área de difusión va mucho más lejos de lo que supone Espinosa Soriano, como veremos a continuación. Hacia 1715, en la sub-área Puruguay de los Hambatos (en la Encomienda de Real Corona), aparece la cacica doña Francisca Anrra-Quilago y luego su hija doña Gertrudis AnrraQuilago, quien casó con el cacique principal del pueblo de Pasa, don Gerónimo Carlos Amanta. Los grupos quitu-caras eran unidades sociales completamente desarrolladas en aquella lejana época; por lo mismo, sus componentes políticos obedecían a los señoríos vertical y horizontalmente establecidos, conforme a las necesidades de los pueblos que habían logrado llegar a la jerarquización. Por ello es que cuando llegan los cuzqueños, éstos tienen que batallar de igual a igual con los habitantes del Reino de Quito. Acaso por esto Cabello y Balboa llama a los naturales de Quito Quilacos; posiblemente porque el mando de estas reinas trascendió a las fronteras y en el entendimiento mismo dejaron constancia de su valor y heroísmo. La tierra de las quilacos o mujeres que gobernaban y mandaban dio su nombre al Reino todo y no porque quilacos se hayan denominado sus habitantes. 75

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Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales deja una nota discordante respecto de este nobilísimo antropónimo, al decir que la nación Quilaco estaba compuesta por “gente vilísima, tan mísera y apocada” que vivía en la provincia de Laussi en un valle templado y frío y que esto disgustó tanto al Inca que le obligó a un castigo infamante. El dato de Garcilaso resulta malévolo y tendencioso: bien pudo ser que una persona, inclusive un bulu hubiera tenido estas características y que por ello fueran denominados Quillacuna o quillas; esto es, ociosos, perezosos, en la lengua del inca o runa shimi, que dista años luz del Quilaco o Quilago quitu-cara como nombre para Reinas. Podría haber sido, además, una alusión a los adoradores de la luna porque quilla es luna en runa-shimi o porque llevaban algunos grupos aborígenes narigueras en forma de luna. Estas quichuizaciones, las más de las veces estudiadas a la ligera, dan lugar a imperdonables errores. Quilaco no significa avaro o mezquino, como asevera Espinosa Soriano, sino simplemente ocioso. Nada creíble es la imposición de tributo de la que informa Garcilaso, aunque González Suárez, admitiendo la misma peregrina tesis, llama a los naturales de Alausí y Guasuntos “abyectos quillacos”. Qué poco enterados estaban los historiadores antiguos y aun los auto-titulados etno-historiadores modernos, en el uso y manejo del quichua y de los dialectos quiteños; esa ignorancia, desgraciadamente, les lleva a decir estupideces mayúsculas [...]. El área de difusión de Quilago rebasó Puruguay, apareciendo en los cacicatos de Alausí o Lusí.Así, en 1642,“Don Juan Llangarí, cacique del pueblo de Pomallacta” disputaba una cuadra de tierras a doña Juana Quilago y Elvira Quilago, madre e hija respectivamente, que la habían poseído por más de sesenta años. Las Quilagos aparecen en toda la región con mucha frecuencia, no así entre los Chimbus de Bolívar por haber sido copados estos por mitmas.44 En el mismo pueblo de San Jacinto de Pomallacta, en los libros bautismales, se encuentra un buen número de apellidos femeninos con la base o el final quilaco, testimonio de estos bravos adoradores de la luna o dependientes de sus gobiernos femeninos. Desde la vertiente sur del Nudo del Azuay, la denominación Quilaco desaparece por completo, lo que lleva a pensar que esos bulus, perteneciendo como pertenecían al Reino de Quito, en la nomenclatura lingüística de las jerarquías no contaban con aquel vocablo para denominar a sus Reinas. Por falta de testimonios escritos creemos que esto es así; posiblemente la difusión llegó más lejos todavía, cosa que habría que probar posteriormente. Lo que confirma nuestro criterio es que después de más de sesenta años de la conquista de los cuzqueños, y a partir de esa fecha, durante los cuatrocientos cincuenta años de la conquista española (y a pesar de la superposición lingüística del runa-shimi y del español), la voz Quilago o Quilaco ha permanecido victoriosa en la antroponimia, como un testimonio más de la existencia de estas reinas que supieron vencer al tiempo. Hoy todavía, al finalizar el siglo veinte, si sólo nos fijamos en los padrones electorales para la elección de 1984, encontramos más de un centenar de nombres con Quilago, en lo que es Quito y su provincia. La Quilaco de Cochasquí, reina triunfadora, sigue de pie sobre sus pirámides para sentir cómo el corazón solidario de su gente sigue palpitando con el mismo valor que demostró frente a Huayna-Cápac, el conquistador. Para concluir, este párrafo lo hemos denominado Las Quilacos para recordar con amor la historia india, hoy llamada etnohistoria caprichosamente por los que manejan con cierta habilidad la artesanía de la paleografía o llegaron a especializarse teutónicamente en Alemania. En la presencia de los señoríos étnicos, llamados cacicazgos o curacazgos, hay que recordar que el Auqui don Francisco Atabalipa, con igual suerte que su abuelo Huayna-Cápac, estuvo casado don doña Beatriz Ango, denominada también en una infinidad de documentos como Co-Quilago Ango, por ser de la misma cepa de los caranquis. Es de admirar que doña Beatriz nunca se antepuso el coya, ñusta o la palla, como la mayoría de los descendientes cuzqueños, quienes seguramente lo hacían para distinguirse de las llactayas. Doña Beatriz prefirió llamarse, con marcado acento de orgullo, Co-Quilago, esto es, Reina de los Quitu Caras.Título suficiente de nobleza para inmortalizarse. En Alfredo y Piedad Costales, Historia india de Cochasquí, Quito, Consejo Provincial de Pichincha, 1991. 44 Mitmas (también mitimas o mitimáes): en el imperio Inca era un sistema de deportación en masa hacia las poblaciones recién conquistadas con el objeto de asimilarlas con rapidez.

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LUGAR DE NACIMIENTO, FECHA Y ASCENDENCIA FAMILIAR DE ATAHUALPA Fernando Jurado Noboa Fernando Jurado Noboa

uito, Cuzco y Caranqui45 pasan por ser la cuna de Atahualpa. El 75% de los cronistas españoles que escribieron sus obras en el siglo XVI afirman la quiteñidad de Atahualpa y de su madre, sin embargo dos de los más doctos cronistas de su tiempo: Pedro Cieza de León y Juan de Esquivel, mantienen posturas ambivalentes.

Q

Hoy a la luz de las más modernas investigaciones puede decirse que Atahualpa nació en Caranqui, pues a la época de su nacimiento su padre estuvo totalmente ocupado en la conquista de los Caranques (1487-1497) sin haber vuelto al Cuzco en esos años. La madre del Inca era una Quilago, apellido que significa exclusivamente “mujer noble” en lengua caranque, según los eruditos trabajos de Espinosa Soriano. Que una señora o Reyna del gran Estado Caranque haya viajado a dar a luz en Quito o en el Cuzco es un contrasentido.

¿Cuándo nació nuestro último Inca?

S

e ha mantenido que lo fue en 1498 por el hecho evidente de que los cronistas le calculan 35 años al momento de su muerte.

Nosotros calculamos tal fecha para 1494 ó 1495 y decimos esto porque hoy se conoce que en 1533 un hijo de Atahualpa marchó al frente de tropas desde Quito hacia Cajamarca en defensa de su padre. Ese hijo no pudo tener menos de 17 ó 18 años, de tal manera que debió nacer en 1514 o en 1515, y a partir de esto, hay que calcular que su padre –Atahualpa- no pudo tenerle sino de 18 ó 20 años, pues se conoce que los Incas se casaban a los 18 años. Si suponemos, pues, que Atahualpa se casó para 1513, debió nacer para 1495. Este dato del hijo del Inca lo trae el cronista Pedro Sancho de la Hoz en el capítulo XV de su obra y lo ha actualizado José Antonio del Busto en el Tomo 2 de su excelente biografía de Pizarro (Lima, 2002, pág. 240). No sabemos si es el mismo Aticoc, nacido en Quito por 1515 y quien iba a ser proclamado Inca por Pizarro a fines de 1532, luego de la muerte de su padre.

L o s o r í g e n e s : Atahualpa fue hijo de Huayna Cápac cuando soltero –pues recién casó en el Cuzco en 1502 con la madre de Ninan Cuyuchi- y de la viuda Tocllo Ocllo Coca, nacida por 1470 en Caranqui y unos 20 años menor que Huayna Cápac.

A b u e l o s p a t e r n o s : del gran Inca fueron: el Inca Tupac Yupanqui, nacido en el Cuzco por 1390 a 1410 y de Caya Rava Ocllo, nacida en el Cuzco por 1426, seguramente su hermana entera.

45 Caranqui: pueblo situado al noreste del monte Imbabura, cantón de Ibarra.

A b u e l o s m a t e r n o s : lo fueron el Orejón Llapcho, nacido en el Cuzco por 1430, quien acompañó a su primo hermano Tupac Yupanqui a la conquista de Quito por 1455 y más y una princesa Quilago, nacida en Caranqui por 1445, del mismo grupo de los Puento de Cayambe y Tabacundo. Lo de Paccha o Paccha Duchicela es un absurdo histórico. Que una Duchicela, miembro del señorío de Cacha en el Estado Puruhá, haya procreado hijos con Huayna Cápac hacia 1490 es posible. Pero que esa Duchicela haya sido al mismo tiempo Señora del Estado Caranque y que allí haya procreado a Atahualpa, no tiene ni pies ni cabeza.Tengamos por lo menos lógica con la historia y respetemos al Padre Velasco como un excelente botánico y un buen antropólogo. Pero historiador, cero; estamos así plenamente de acuerdo con historiador tan eminente como Segundo Moreno Yáñez. Texto especialmente dedicado para este libro, Quito, 11 de febrero de 2002. 79

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DISCURSO DIRIGIDO POR ESPEJO, DESDE BOGOTÁ, A LA CIUDAD DE QUITO

Eugenio Espejo

Eugenio Espejo

irigido a la muy ilustre y muy leal ciudad de Quito, representada por su ilustrísimo cabildo, justicia y regimiento. Y a todos los señores socios provistos a la erección de una sociedad patriótica, sobre la necesidad de establecerla luego con el título de Escuela de la Concordia.46

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Señores:

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Escuela de la Concordia: esta ‘Escuela’ fue fundada el 30 de noviembre de 1791 con el nombre de “Sociedad Patriótica de Amigos del País”, a imitación de las creadas por Carlos III en España. Su presidente fue Muñoz de Guzmán, su director fue el Obispo Calama y su secretario, Espejo. La Sociedad tuvo gran repercusión en la vida de la Colonia. Uno de sus mejores frutos fue la publicación del primer periódico ecuatoriano Primicias de la cultura de Quito. La prisión de Espejo, a comienzos de 1795, supuso el fin de la Sociedad. 47 Las cuatro esquinas: lugar de mercado público.

48 Franjero: artesano que elaboraba la guarnición de pasamanería con franjas para adornar especialmente los vestidos.

49 Omnicio: cultismo en desuso. Significa lo mismo que universal, que puede encontrarse en todas partes.

Al hablar de un establecimiento que tanto dignifica a la razón, no será mi lánguida voz la que se oiga. Será aquella majestuosa, la vuestra digo, articulada con los acentos de la humanidad. Si es así, señores, permitid que hoy hable yo: que sin manifestar mi nombre, coloque el vuestro en los fastos de la gloria quitense, y le consagre a la inmortalidad; que sea yo el órgano por donde fluyan al común de nuestros patricios la noticias preciosas de su próxima felicidad. Sí, señores, este mismo permiso hará ver todo lo que el resto del mundo no se atreve todavía a creer de vosotros; esto es, que haya sublimidad en vuestros genios, nobleza en vuestros talentos, sentimientos en vuestro corazón y heroicidad en vuestros hechos. Pero la paciencia con que toleráis que un hijo de Quito, destituido de los hechizos de la elocuencia, tome osado la palabra, y quiera ser el intérprete de vuestros designios, acabará no sólo de persuadir, sino de afrentar a aquellas almas limitadas que nos daban en parte la indolencia y nos adscribían por carácter la barbarie. Vais, señores, a formar desde luego una sociedad literaria y económica.Vais a reunir en un solo punto las luces y los talentos.Vais a contribuir al bien de la patria con los socorros del espíritu y del corazón; en una palabra, vais a sacrificar a la grandeza del Estado, al servicio del Rey, a la utilidad pública y vuestra, aquellas facultades con que, en todos sentidos, os enriqueció la Providencia.Vuestra sociedad admite varios objetos: quiero decir, señores, que vosotros por diversos caminos, sois capaces de llenar aquellas funciones a que os inclinare el gusto u os arrastrare el talento. Las ciencias y las artes, la agricultura y el comercio, la economía y la política, no han de estar lejos de la esfera de vuestros conocimientos; al contrario, cada una, dirélo así, de estas provincias ha de ser la que sirva de materia a vuestras indagaciones y cada una de ellas exige su mejor constitución del esmero con que os apliquéis a su prosperidad y aumento. El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo lo alcanza. ¿Veis, señores, aquellos infelices artesanos, que agobiados con el peso de su miseria, se congregan las tardes en las cuatro esquinas47 a vender los efectos de su industria y su labor? Pues allí el pintor y el farolero, el herrero y el sombrerero, el franjero48 y el escultor, el latonero y el zapatero, el omnicio49 y universal artista presentan a vuestros ojos preciosidades que la frecuencia de verlas nos induce a la injusticia de no admirarlas. Familiarizados con la hermosura y delicadeza de sus artefactos, no nos dignamos siquiera a prestar un tibio elogio a la energía de sus manos, al numen de invención, que preside en sus espíritus, a la abundancia del genio que enciende y anima su fantasía.Todos y cada uno de ellos, sin lápiz, sin buril, sin compás; en una palabra, sin sus respectivos instrumentos, iguala sin saberlo, y a veces aventaja al europeo industrioso de Roma, Milán, Bruselas, Dublín, Amsterdam,Venecia, París y Londres. Lejos del aparato, en su línea magnífico, de un taller bien equipado, de una oficina bien provista, de un obrador ostentoso, que mantiene el flamenco, el francés y el italiano; el quiteño, en el ángulo estrecho y casi negado a la luz, de una mala tienda, perfecciona sus obras en el silencio; y como el formarlas ha costado poco a la valentía de su imaginación y a la docilidad y destreza de sus manos, no hace vanidad de haberlas hecho, concibiendo alguna de producirse con ingenio y con el influjo de las musas, a cuya cuenta vosotros, señores, le oís el dicho agudo, la palabra picante, el apodo irónico, la sentencia grave, el adagio festivo, todas las bellezas en fin de un hermoso y fecundo espíritu. Este, este es el quiteño 81

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nacido en la oscuridad, educado en la desdicha y destinado a vivir de su trabajo. ¿Qué será el quiteño de nacimiento, de comodidad, de educación, de costumbres y de letras? Aquí me paro; porque a la verdad la sorpresa posee en este punto mi imaginación. La copia de luz, que parece veo despedir de sí el entendimiento de un quiteño que lo cultivó, me deslumbra; porque el quiteño de luces, para definirle bien, es el verdadero talento universal. En este momento, me parece, señores, que tengo dentro de mis manos a todo el globo: y yo lo examino, yo lo revuelvo por todas partes, yo observo sus innumerables posiciones, y en todo él no encuentro horizonte más risueño, clima más benigno, campos más verdes y fecundos, cielo más claro y sereno que el de Quito.A la igualdad de su delicioso temperamento ¡oh y cómo deben corresponder las producciones felices y animadas de sus ingenios! En efecto: si la diversa situación de la tierra, si el aspecto del planeta rector del universo, si la influencia de los astros tienen parte en la formación orgánica de esos cuerpos bien dispuestos para domicilios de almas ilustres, acordaos, señores, de que en Quito, su suelo es el más eminente, y que descollando sobre la elevación famosa del pico de Tenerife,50 domina y tiene a sus pies esas célebres ciudades, esos reinos civilizados, esas regiones sabias y jactanciosas a un tiempo, que hacen vanidad de despreciarnos, y que a fuerza de degradar nuestra razón sólo ostentan la limitación del entendimiento humano. Estas, y quizá vosotros mismos juzgaréis que el entusiasmo poético se señorea ya de mi pluma; mucho más cuando os inculque, señores, y os haga notar muchas veces, que vosotros en cada paso que dais, corréis una línea desde el extremo austral al opuesto término boreal, y dividís en dos mitades iguales todo el globo, haciéndoos, en cierto modo, árbitros de poner a la diestra o a la siniestra alguno de los dos hemisferios que recortáis. Después de esto, vosotros mismos llegáis a ver que sobre las faldas del inmenso Pichincha, entre Nono y San Antonio, forma un crucero con la meridiana, la línea del Ecuador; pero todo esto, que parece ficción alegoría, es una verdad innegable; y cuando os la recuerdo hacéos la consideración de que todos los pueblos de la Europa culta fijan en vosotros la vista, para conocer y confesar que el sol os envía directo sus rayos; que los luminosos laureles de Apolo, cayendo verticales sobre vuestras cabezas, coronan y ciñen eterna nieve de las grandes cordilleras, desciende amigable y reducido al suavísimo grado de una dulce y perpetua primavera, a fomentar vuestros campos, a vivificar vuestras plantas, a fecundar y hacer reír vuestras dehesas; que la claridad del día exactamente partida por el autor de la naturaleza con las tinieblas de la noche, no mengua ni crece, atenta a alternar invariablemente con el imperio de las sombras. Con tan raras y benéficas disposiciones físicas que concurren a la delicadísima estructura de un quiteño, puede concebir cualquiera cúal sea la nobleza de sus talentos y cuál la vasta extensión de sus conocimientos, si los dedica al cultivo de las ciencias. Pero éste es el que falta por desgracia en nuestra patria, y éste es el objeto esencial en que pondrá todas sus miras la sociedad. Para decir la verdad, señores, nosotros estamos destituidos de educación; nos faltan los medios de prosperar: no nos mueven los estímulos del honor, y el buen gusto anda muy lejos de nosotros: ¡molestas y humillantes verdades por cierto! Pero dignas de que un filósofo las descubra y las haga escuchar, porque su oficio es decir con sencillez y generosidad los males que llevan a los umbrales de la muerte la República. Si yo hubiese de proferir palabras de un traidor agrado, me las ministraría copiosamente esa venenosa destructora del universo: la adulación; y esta misma me inspirara el seductor lenguaje de llamaros, ahora mismo, con vil lisonja, ilustrados, sabios, ricos, felices. No lo sois; hablemos con el idioma de la escritura santa: vivimos en la más grosera ignorancia, y la miseria más deplorable.Ya lo he dicho a pesar mío, pero, señores, vosotros lo conocéis ya de más a más sin que yo os repita más tenaz y frecuentemente proposiciones tan desagradables. Mas ¡oh, qué ignominia será la vuestra, si conocida la enfermedad, dejáis que a su rigor pierda las fuerzas, se enerve y perezca la triste patria! ¿Qué importa que vosotros seais superiores en racionalidad a una multitud innumerable de gentes y de pueblos, si sólo podéis representar en el gran teatro del universo el papel del idiotismo y la pobreza? Tantos siglos que pasan desde que el Dios eterno formó el planeta que habitamos, han ido a sumergirse en nuevo caos de confusión y oscuridad. Las edades de los Incas, que algunos llaman políticas, cultas e ilustradas, se absorbieron en un mar de sangre y se han vuelto problemáticas; pero aunque hubiesen siempre y sucesivamente mantenido en su mano la balanza de la felicidad, ya pasaron y no nos tocan de alguna suerte sus dichas. Los días de la razón, de la monarquía y del evangelio, han venido a rayar en este horizonte, desde que un atrevido genovés extendió su curiosidad, su ambición y sus deseos al conocimiento de tierras vírgenes y cerradas a la profanación de otras naciones; pero toda su luz fue y es aun crepuscular, bastante para ver y adorar y tener rendimientos en el santuario; bastante para ver, venerar y obedecer al soberano Augusto, a quien se dobla la rodilla en el trono; pero defectuosa, tímida y muy débil para llegar a ver y gozar del suave sudor de la agricultura, del vivífico esfuerzo de la industria, de la amable fatiga del comercio, de la interesante labor de las minas y de los frutos deliciosos de tantos inexhaustos tesoros que nos cercan y que en cierto modo nos oprimen con su 82

50 El pico de Tenerife: alusión al Teide, volcán situado en la isla de Tenerife, la mayor altura del archipiélago canario y de España (3.718 metros sobre el nivel del mar).

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51 Quilo: término usado metafóricamente en el texto, ya que el quilo es la sustancia líquida que constituye el resultado de la digestión y que se deposita en el intestino delgado.

52 Cefas: nombre arameo que Jesucristo dio al apóstol Pedro. Se refiere, así, a San Pedro.

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abundancia y con los que la tierra misma nos exhorta a su posesión con un clamor perenne, como elevado, gritándonos de esta manera: Quiteños, sed felices; quiteños, lograd vuestra suerte a vuestro turno; quiteños, sed los dispensadores del buen gusto, de las artes y las ciencias. Por lo que a mí toca, creo señores, con evidencia, que vosotros escucháis muy distintamente estas palabras; porque en la presente coyuntura de vuestro abatimiento y vuestra ruina, ellas son las voces de la naturaleza. Ha llegado el momento en que estáis tocando con la mano la rebaja de vuestras mieses, la esterilidad de vuestras tierras y la consunción de la moneda. Aun no os atrevéis a adivinar por cuál género comenzaréis a hacer los canjes; y si el maíz o la papa será la que, en cierto modo, reemplace con más generalidad a la representación del dinero, que ya echáis de menos. En los años de 36, 37 y 40 de este siglo, os hallabais opulentos.Vuestras fábricas de Riobamba, Latacunga y las interiores de Quito, os acarrearon desde Lima el oro y la plata. Desde el tiempo de la conquista, los fondos que sirvieron a su establecimiento, sin duda fueron muy pingües; pues que las casas de campo de Chillo, Pomasqui, Cotocollao, Añaquito, Puembo, Pifo, Tumbaco y todos los alrededores, los edificios de la Capital, sus calles, sus fuentes están respirando magnificencia y denotando que la riqueza de aquellos tiempos había traído y puesto en ejercicio el gusto de la arquitectura y la inteligencia del artífice perito; las ricas preseas que hasta hoy se conservan en las arcas de algunas casas ilustres, muestran la pasada opulencia; finalmente, la extracción de dinero por la vía de Guayaquil, Lima y Cartagena tan continuada y verificada sin ingreso seguro ni conocido, hace ver que Quito era un manantial oculto y casi inagotable de los preciosos metales. Pero el conducto va a cegarse; el quilo51 o sangre que alimenta a los pueblos ya se estanca. ¡Falta la plata! ¡Qué enorme diferencia de tiempos a tiempos! Pero ¿qué pensáis, señores, que el último despecho, el caimiento y la debilidad de entregarse a la muerte, será el medio de no sentirla, o que solo este medio os obliga a escoger la necesidad calamitosa de vuestra suerte? No, señores, esta necesidad ha sido en otros siglos, en otras regiones, en otros climas y pueblos, ya cultos y ya bárbaros, el instante en que por una feliz evolución ha hecho crisis la máquina, y ha obtenido gloriosa victoria sobre el mal que la oprimía. Contemplaos ya, señores, en este caso en que la necesidad os debe volver inevitablemente industriosos. Por un momento, juzgad que sois quiteños, a quienes en el más violento apuro, siempre se les ofrecen recursos y arbitrios poderosos. No desmayéis: la primera fuente de vuestra salud, sea la concordia, la paz doméstica, la reunión de personas y de dictámenes. Cuando se trata de una sociedad, no ha de haber diferencia entre el europeo y el español americano. Deben proscribirse y estar fuera de vosotros aquellos celos secretos, aquella preocupación, aquel capricho de nacionalidad, que enajenan felizmente las voluntades. La sociedad sea la época de la reconciliación, si acaso se oyó alguna vez el eco de la discordia en nuestros ánimos. Un Dios, que de una masa formó la naturaleza, nos ostenta su unidad y la establece. Una religión que prohibe que el cristiano se llame de Cefas, 52 ni de Apolo, Bárbaro o Griego, nos predica su inalterable uniformidad y nos la recomienda. Un soberano, que atiende a todos sus vasallos como a hijos; que con su real manto abraza dos hemisferios y los felicita; que con su augusta mano sostiene dos vastos mundos y los reúne, nos manifiesta su individua soberanía, su clemencia uniforme, su amor imparcial y nos obliga a profesarle. Finalmente, un Dios, una religión, un soberano harán los vínculos más estrechos en vuestras almas y en vuestra sociedad; sobre todo, la felicidad común será el blanco a donde se encaminarán vuestros deseos. Yo sé que cierta emulación, como característica de nuestro pueblo, podrá intentar esparcir, o el veneno de la discordia o el mal olor del desprecio sobre los que sensibles a su mejor establecimiento, tratasen del de la sociedad patriótica; pero ella cederá a la generosidad del mayor número de individuos, que quieren ahogar con sus acciones los conatos de aquella hidra. Aun puede ser mayor y más funesto otro escollo que puede sobrevenir. Los genios prontos, los espíritus de fuego, las almas nobles, suelen rehusar sujetarse a opiniones y proyectos que ha dictado otro individuo. Las felices ocurrencias que no vinieron a su mente por más meritorias que sean, no sólo pierden alguna parte de su valor, sino que de positivo arrastran tras sí la desgracia de no ponerse en planta. Si esta suele ser la común y desdichada resulta del orgullo, yo querría, señores, no os admiréis que el orgullo nacional fuese la segunda fuente de la pública felicidad. Sí, señores, el orgullo es una virtud social: ella nace de aquella llama vital nobilísima, que distingue al indolente del hombre sensible, al generoso del abatido, al ilustre del plebeyo; es ella un efecto de brío nacional, que Quintiliano, gran retórico y gran conocedor del corazón humano, halló que era la pasión de las almas de mejor temple. Si por ella no quisiéramos que otros nos aventajasen en conocimientos, por ella querríamos ser los primeros que corriésemos a abrir a nuestros compatriotas nuevas sendas a su felicidad.Ved aquí, señores, vencida la dificultad, deshecho el encanto y convertido, a influjo de aquella prodigiosa metamorfosis que obra el amor de los semejantes, un vicio en virtud; y ved aquí que ya todo quiteño supone, no como un pensamiento nuevo, el proyecto de sociedad, sino como una idea mil veces imaginada y otras 83

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tantas abrazada prácticamente en la Europa; pero como una idea útil, necesaria y digna de seguirse en Quito. A la verdad, en la misma Europa, no fue España la primera que en este siglo la renovase. Los cantones suizos la resucitaron; y España, atenta a su bien, más que a la pueril vanidad de no ser imitadora, la adoptó, reconociendo cada día más y más las ventajas de este sistema político ¿O qué sobra para impedir entre nosotros su secuela y ejecución? Nada; y lo que importa es aprovechar las consecuencias útiles de esta noble pasión, digo, del quiteño orgullo, hacerle imaginar a cada uno, que en la lista de los socios, por un error de la pluma, ocupa el último lugar; pero al mismo tiempo representarle seriamente, que el ánimo de quien la manejó, no fue ni es deprimir al uno y distinguir al otro, anteponer a aquél y posponer a ese otro. No quiera el cielo que el orgullo insensato posea al quiteño generoso, hasta obligarle a que repare con celo o con desagrado, si se le guardó en la nomenclatura el puesto de referencia. La escrupulosa intención del que la dirigió es no sólo hacer ver, sino suplicar reverentemente a cada uno, que entienda que es el primero en los méritos del gusto, del talento y del patriotismo; que una mano manca y defectuosa no pudo acertar ni determinar debidamente la colocación de los sujetos, por haberse sujetado al rápido desorden con que la atropellaba la tumultuaria memoria; pero que cada uno de los socios con sus estímulos, con sus producciones, con sus esmeros al adelantamiento de la sociedad y sus dignos objetos, será el que pregone su importante habilidad, y el que con sus actos heroicos señale el lugar que le corresponde; y sin envilecerse ni abochornarse, diga, con el modesto silencio que guarde: este es el puesto que yo merezco. De otra, manera incurriríais, señores... pero callo.Vosotros sabéis mejor que yo el juicio que de vosotros formaría el mundo literario; y yo, que vengo a admirar vuestras cualidades honoríficas a la dignidad del hombre, a pronunciar en alta voz vuestro carácter sensibilísimo de humanidad, sólo puedo deciros que, desde tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y negados a la cultura. ¿Qué os parece, señores, de este concepto? Centenares de esos hombres cultos no dudan repetirlo y estamparlo en sus escritos. Si un astrónomo sabio, como Mr de la Condamine, alaba los ingenios de vuestra nobleza criolla, como testigo instrumental de vuestras prendas mentales, no falta algún temerario extranjero que publique que se engañó y que juzgó preocupado de pasión el ilustre Académico.Y Mr Paw se atreve a decir que son los americanos incapaces de las ciencias, aduciendo por prueba, que desde dos siglos acá la Universidad de San Marcos de Lima, la más célebre de todas las americanas, no ha producido hasta ahora un hombre sabio. ¿Creeréis, señores, que estos Robertson, Raynal y Paw53 digan lo que sienten? ¿Que hablen de buena fe? ¿Que sea añadiendo a los monumentos de la Historia las luces de su filosofía? ¡Ah, que esta suya característica les obliga a adelantar especies con que quieren justificar su irracionalidad! Su filosofía los conduce a querer esparcir sobre la faz del universo el espíritu de impiedad; y con esta dura porfía, quieren hallar bajo del círculo polar del Equinoccio y de las regiones australes, salvajes, a quienes no se hace perceptible la idea de que existe un Ser Supremo. El objeto de otros que nos humillan es diverso, y dejando de ser impío, no se excusa de ser cruel. Pero todos afectan olvidar en las regiones del Perú la profunda sabiduría de Peralta,54 la universal erudición de Figueroa,55 la elocuencia y bello espíritu de... Pero vengamos, señores, más inmediatamente a nuestro suelo. Aquí se presenta un alma de esas raras y sublimes, que tiene en la una mano el compás, y en la otra mano el pincel; quiero decir, un sabio, profundamente inteligente en la geografía y geometría y diestro escritor de la historia. Un sabio ignorado en la Península, no bien conocido en Quito, olvidado en las Américas y aplaudido con elogios sublimes en aquellas dos Cortes rivales en donde por opuestos extremos, la una tiene en parte la severidad del juicio, y la otra por patrimonio el resplandor del ingenio. Londres y París celebran a competencia al insigne don Pedro Maldonado; y su mérito singular le concilió el aplauso y admiración de las naciones extranjeras; sus obras de gran precio, que contienen las mejores observaciones sobre la Historia Natural y la Geografía, las reserva Francia como fondos preciosos de que Quito ha querido, teniendo el Patronato, hacerle la justicia de que goce el usufructo. La Sociedad, a su tiempo, deberá destinar un socio que pronuncie un día el elogio fúnebre del señor don Pedro Maldonado, gentil-hombre de Cámara de S.M.C. y a cuya no bien llorada pérdida el famoso señor Martín Folkes, Presidente de la Sociedad Real de Londres, tributó las generosas lágrimas de su dolor. Habiendo hecho yo memoria de un tan raro genio quiteño que vale por mil, excuso nombrar los Dávalos, Chiribogas, Argandoñas,Villarroeles, Zuritas y Onagoytias. Hoy mismo, el intrépido don Mariano Villalobos descubre la canela, la beneficia, la acopia, la hace conocer y estimar. Penetra las montañas de Canelos, y sin los aplausos de un Fontenelle,56 logra ser, en su línea, superior a Tournefort,57 porque su invención, más ventajosa al estado, hará memoria sempiterna. Según la condición y temperamento (si se puede decir así) de las almas quiteñas, mucho ha sido, señores, que en el seno de vuestra patria no saliesen los Homeros, los Demóstenes, los Sócrates, 84

53 Robertson, Raynal y Paw: Raynal fue un historiador y filósofo francés del siglo XVIII que abandonó el sacerdocio para dedicarse a sus estudios. Sus ataques contra la colonización de las Indias y el clero le llevaron a prisión, por lo que se exilió. Como él, Robertson y Paw, así como Marmentel y Buffon, hicieron aseveraciones acerca de la incapacidad de los americanos para el aprendizaje de las ciencias y de su ineptitud para asimilar los principios civilizados del mundo occidental. El padre Velasco expresó su intención de “refutar las calumnias, falsedades y errores” de estos “escritores modernos” en el prefacio a su Historia del reino de Quito.

54 Peralta: Pedro Peralta Barnuevo fue un escritor y erudito peruano (1663-1743) de amplísimos conocimientos. Fue rector de la Universidad de San Marcos y socio de la Academia de Ciencias de París, y dominaba ocho idiomas. Además cuenta con una extensa producción literaria, en especial en teatro y poesía épica.

55 Francisco de Figueroa (1536-1617): destacado poeta renacentista español que, entre otros lugares, visitó Perú a finales del siglo XVI.

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Bernard le Bovier de Fontenelle: fue un celebérrimo escritor francés cuya vida transcurrió de 1657 a 1757. Fue una figura representativa del espíritu filosófico mundano de la primera mitad el siglo XVIII, exaltó la primacía de la razón y de las ciencias experimentales, que vulgarizó en un estilo claro. Agudeza e ingenio son las notas características de su producción satírica y moral. Fue miembro de la Academia Francesa y Secretario Perpetuo de la de Ciencias.

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Tournefort: botánico francés (1656-1708) a quien se considera como precursor de Linneo. Fue profesor de botánica en el jardín botánico de París y de medicina en el Colegio de Francia, y realizó varias misiones científicas en Asia Menor y Europa.

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* En otro de nuestros periódicos haremos la descripción de la apertura de este camino. Por ahora se hace necesario decir que está casi enteramente verificada y próxima a tocar con el embarcadero que ofrece el río de Santiago. Parece que no percibimos todavía las ventajas que vamos a sacar de la comunicación con el mar y sus costas feracísimas; porque no nos atrevemos a creer se haya abierto el camino hasta lo más íntimo de los bosques impenetrables que era preciso vencer. Pero a pesar de estos obstáculos que se juzgaban insuperables, en especial si se atendía a la miseria y pobreza que experimentamos, don José Pardo, actual Corregidor de Ibarra, va a poner glorioso fin a esta empresa. Su genio infatigable, su constancia, celo y honor, han constituido el manantial y fondo de riquezas, que ha gastado en las distribuciones diarias de los trabajadores. Con tan preciosas virtudes se ha hecho acreedor a la gratitud de la Patria. Ella levantará a su tiempo su voz enérgica para aceptar sus servicios; y ella misma entonces sellará los labios de la malignidad insensata, que ha propendido unas veces a difundir el mérito de don José Pose, otras veces a esparcir noticias funestas de la imposibilidad de la apertura, siempre a impedir que se verifique ésta; porque las almas bajas ponen su gloria en las desdichas de su Patria, y quieren sacar sus triunfos del abatimiento y ruina de sus semejantes.

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los Platones, los Sófocles,Apeles y Praxíteles, porque Quito ha ministrado la proporción feliz para que sus hijos, no solamente adelantasen en las letras humanas, la moral, la política, las ciencias útiles y las artes de puro agrado, sino aún para que fuesen sus inventores. Recorred, señores, por un momento los días alegres, serenos y pacíficos del siglo pasado, observaréis, que cuando estaba negado todo comercio con la Europa, y que apenas después de muchos años se recibía con repiques de campanas el anuncio interesante de la salud de nuestros soberanos, en el que bárbaramente se llamaba Cajón de España, entonces, estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros, el diestro tino de Miguel de Santiago, pintor celebérrimo. Entonces mismo, el padre Carlos con el cincel y martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en los troncos, las vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto, puede concebirse, a qué grado habían llegado las dos hermanas, la escultura y la pintura, en la mano de estos dos artistas, por sólo la Negación de S. Pedro, la Oración del huerto y el Señor de la columna, del padre Carlos. ¡Buen Dios! En esa era, y en esa región, a donde no se tenía siquiera la idea de lo que era la anatomía, el diseño, las proporciones, y en una palabra los elementos de su arte, miráis, señores, ¡con qué asombro, qué musculación, qué pasiones, qué propiedad, qué acción, y, finalmente, qué semejanza o identidad del entusiasmo creador de la mano, con el impulso e invisible mecanismo de la naturaleza! Esto es, señores, mostraros superficialmente el genio inventor de vuestros paisanos en los días más remotos y tenebrosos de nuestra patria. Podemos decir que hoy no se han conocido tampoco los principios y las reglas; pero hoy mismo veis cuánto afina, pule y se acerca a la perfecta imitación, el famoso Caspicara sobre la tabla y el lienzo. Estos son acreedores a vuestra celebridad, a vuestros premios, a vuestro elogio y protección. Diremos mejor: nosotros todos estamos interesados en su alivio, prosperidad y conservación. Nuestra utilidad va a decir en la vida de estos artistas; porque decidme, señores, ¿cuál en este tiempo calamitoso es el único más conocido recurso que ha tenido nuestra capital para atraerse los dineros de las otras provincias vecinas? Sin duda que no otro que el ramo de las felices producciones de las dos artes más expresivas y elocuentes, la escultura y la pintura. Oh ¡cuánta necesidad entonces de que al momento elevándoles a maestros directores a Cortez y Caspicara, los empeñe la sociedad al conocimiento más íntimo de su arte, al amor noble de querer inspirarle a sus discípulos, y al de la perpetuidad de su nombre! Paréceme que la sociedad debía pensar que acabados estos dos maestros tan beneméritos, no dejaban discípulos de igual destreza; y que en ello perdía la patria muchísima utilidad; por tanto su principal mira debía ser destinar algunos socios de bastante gusto, que estableciesen una academia respectiva de las dos artes. Este solo pensamiento puesto en práctica, pronostico, señores, que será el principio y el progreso conocido de nuestras ventajas en todas líneas. El quiteño, cualquiera que sea, es amigo de la gloria. (¿Cuál alma noble no es sensible a esta reluciente corona del mérito?) Así se elevará sobre sus fuerzas naturales. Deseará aventajarse a los demás, inflamará el suave fuego de la verdadera emulación, engrandecerá su espíritu, y todo será aspirar a la perfección, correr a la fatiga meritoria y morir en medio de las tareas, esto es, en el lecho del honor. Pero ya cuando una chispa eléctrica, difundida en todos los corazones de mis patricios, esparcida en su sangre y puesta en acción en toda su máquina, encendiese sus espíritus animales, agitase sus músculos y violentase a las ejecuciones bien concertadas y nada convulsivas a todos sus miembros, ya me figuro, señores, (y creo que vosotros ya os representáis vivamente), que el agricultor toma el arado, abre más profundos los surcos, beneficia de mejor manera el terreno, siembra más dilatadas campiñas, aumenta sus desvelos y coge un millón más de mieses y frutos; que el artista toma con ardor todos los instrumentos de su labor, se inicia en los principios de su oficio, obra por reglas en sus trabajos, levanta el precio a sus efectos y hace estimar con el aplauso y el premio la hechura de su sudor y de su habilidad. Que el joven destinado a las letras, recorre las lenguas, aprende a hablar científicamente, toma el gusto a las antigüedades, busca y conoce los verdaderos elementos de las ciencias, las sondea y se hace dueño de su fondo, de sus misterios y de su extensión muy vasta, retratándonos después en su modestia y amor a la humanidad el filósofo y el hombre sabio; que el hombre público y el hombre privado, el rico de hacienda y el rico de talentos, que todo quiteño, en una palabra, corre el diseño, prepara los arreos, arbitra los medios, vence las dificultades, facilita los trabajos, economiza los gastos, y calculando con el amor patriótico el buen éxito, emprende la apertura de los caminos y en especial hacia el norte, el de Malbucho,* para facilitarse desde muy poca distancia navegar en el mar del Sur y quiere internar al puerto de Cartagena en muy pocos días. ¡Oh qué espectáculo tan brillante y feliz! Lo de menos es lograr el vino y aceite en abundancia, tener el pescado fresco, vario y delicado, todos los frutos del Perú y aún de Europa con comodidad; lo más es, señores (y ya lo estoy viendo) resucitar Ibarra, poblarse Cotacachi, formarse colonias en Lita y Malbucho, aprestarse embarcaciones en Limones y Tumaco, 85

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llenarse, en fin, todo un continente de innumerables brazos para las ciencias útiles, de almas para Dios. ¡Oh Jijón, oh generoso y humanísimo Jijón! Cuando digo estas dulces palabras me enternezco y lloro de gusto, al ver hasta qué raya de heroísmo hiciste llegar tu amor patriótico. Dejas la Patria, abandonas a Madrid, olvidas la Europa toda y todo el globo, para que de todo esto provenga la felicidad de Quito. Eres un héroe y para serlo te basta ser quiteño. No digo otra cosa, porque el que conoce un poco el mundo y el que haya penetrado un poco tu mérito, dirá que hablo con moderación. Las manufacturas llevadas hasta su mayor delicadeza; fomentado el algodón hasta sus últimas operaciones; refinada, en fin, la industria hasta el último ápice; ved aquí, señores, los fondos para mantener un mundo entero, y para que este mundo, con recíproca reacción, reanime la universalidad de los trabajos públicos.Ved aquí los pensamientos más benéficos a la humanidad; los proyectos más útiles, más sencillos, más adoptables a la constitución política de Quito; las ideas profundas del gran Jijón, la práctica feliz a que volará una nación espirituosa y sensible como la quiteña. Pero (¡oh Dios inmortal, si oyes propicio mis votos!) la sociedad que en la Escuela de la Concordia hará estos milagros, renovará efectivamente la faz de toda la tierra, y hará florecer los matrimonios y la población, la economía y la libertad, las ciencias y la religión, el honor y la paz, la obediencia y las leyes y la subordinación fidelísima a Carlos IV. Verá entonces Europa, pues que hasta ahora no lo ha visto o ha fingido que no lo ve, que la más copiosa ilustración de los espíritus, que el más acendrado cultivo de los entendimientos, que la entera proscripción de la barbarie de estos pueblos, es la más segura condena del vasallaje. Desmentirá a los Hobbes, Grocios y Montesquieus,58 y hará ver que una nación pulida y culta, siendo americana, esto es, dulce, suave, manejable y dócil, amiga de ser conducida por la mansedumbre, la justicia y la bondad, es el seno del rendimiento y de la sujeción más fiel; esto es, de aquella obediencia nacida del conocimiento y la cordialidad. Por lo menos, desde hoy sabrá la Europa esta verdad: pues desde hoy sabe ya lo que sois ¡oh quiteños! En las luces de vuestra razón natural. el Lord Chatán,59 aquel Demóstenes de la Gran Bretaña, ese ángel tutelar de la nación inglesa, decía, hablando de sus colonos americanos, que entonces estos romperían los enlaces de unión con la Metrópoli, cuando supiesen hacer un clavo. Axioma político, mil veces, y desde los primeros días de la conquista, desmentido por los quiteños, según lo que quería decir el elocuente inglés, porque vosotros, señores, sabéis fabricar desde el clavo hasta la muestra, desde la jerga60 hasta el paño fino, desde el rengo61 hasta el terciopelo, desde la lana hasta la seda y más adelante; con todo esto, vuestros mismos conocimientos, vuestra misma habilidad, vuestra misma penetración profunda, os ha unido con vuestros jefes y os ha hecho amar y respetar a vuestros reyes. Así, ahora nada implora la sociedad, para su confirmación y sus progresos, sino la real aprobación y protección de su augusto soberano. Ella va entonces (señores, lo pronostico con confianza) a nacer en el seno de la felicidad, va a ser la primera de las Américas, va a servir de modelo a las provincias convecinas, va a producirse, en una palabra, como emanación de luz, de humanidad y del quiteñismo. ¡Feliz yo si con mi celo ardiente soy capaz de sacrificarle mis débiles esfuerzos! ¡Si el órgano de mis labios es el precursor de sus obras! Si mi Patria recibe mis ansias, si acepta mis ruegos, si premia el aliento de mi palabra, con las operaciones de sus manos industriosas. Si respira el aura vital de la generosidad y el honor...¡Oh! pero, señores, yo estoy a enorme distancia de vuestro suelo, una cadena de inmensas cordilleras me separa de vuestra vista. Habito, señores, aunque de paso, un clima frío, término boreal y distante 3 grados 58 minutos de la línea equinoccial, bajo la que tuve la dicha de nacer y así me contento con pediros; de otra manera, estando en Quito, la influencia feliz de vuestro clima me habría fecundado de aquellas palabras luminosas que hacen ver los objetos como son en sí; me habría llenado de expresiones patéticas que hacen sentir los afectos; me habría proveído de pensamientos, 86

58 “Hobbes”, “Grocios” y “Montesquieus”: Hobbes (1588-1679) fue un filósofo inglés cuya obra se sitúa entre el racionalismo y el naciente empirismo. Sostuvo una teoría mecanicista del mundo, según la cual lo único existente son cuerpos en movimiento. Sus ideas políticas parten de una valoración negativa del ser humano, por lo que ha de haber un contrato social, un pacto por el que se da el poder absoluto al soberano para garantizar la paz y seguridad de todos. Grocio (1583-1645) fue un jurista y diplomático neerlandés que combatió la esclavitud e intentó prevenir y reglamentar las guerras. Es considerado el padre del Derecho Internacional junto con F. de Vitori por De jure belli ac pacis. Montesquieu (1689-1755) fue un filósofo y escritor francés en cuya obra El espíritu de las leyes propugna una sociedad en que la ley coarte a la autoridad y propone la división del poder en ejecutivo, legislativo y judicial.

59 Lord Chatán: se trata de Lord Chatham, título de Sir William Pitt, político británico conocido como Pitt El viejo. Nació en Londres en 1708 y murió en Kent en 1778. Fue miembro del partido whig (liberal) y diputado en la Cámara de los Comunes desde 1735. Dirigió la Guerra de los 7 años, y en 1768 encabezó una oposición contra su anterior gabinete, en defensa de la disminución de impuestos en las colonias americanas. Espejo le llama “Demóstenes de la Gran Bretaña”, aludiendo al político griego del siglo IV A. C., debido a la grandeza oratoria de ambos personajes.

60 Jerga: tela de lana gruesa y tosca cuyo tejido forma rayas diagonales.

61 Rengo: voz peyorativa con que se nombra al cojo por lesión en las caderas. Por extensión aquí adquiere el significado de tejido de mala calidad y de aspecto basto.

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reflexiones y discursos animados, que os manifestasen en su propio carácter la vergüenza, la concordia, el honor y la gloria; en fin, el cielo quiteño me daría aquella elocuencia victoriosa con la que no sólo os persuadiría sino os obligaría poderosamente a decir: ya somos consocios, somos quiteños, entramos ya en la escuela de la concordia, de nosotros renace la Patria, nosotros somos los árbitros de la felicidad. En Eugenio Espejo, Escritos médicos Comentarios e iconografía, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1952.

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AGOSTO REBELDE

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Segundo E. Moreno Yánez Segundo E. Moreno Yánez

n su Narración histórica y descriptiva de 20 años de residencia en Sudamérica (Quito, 1994), el secretario particular del conde Ruiz de Castilla, William Bennet Stevenson, rememora los sucesos del agosto rebelde: “Muy temprano en la mañana del día 10 de Agosto de 1809, dos quiteños de apellidos Ante y Aguirre, visitaron al presidente trayendo consigo una carta. El ordenanza que estaba en la puerta de la antesala se negó a llevar carta o mensaje alguno a Su Excelencia a una hora tan poco apropiada; pero Ante insistió en la necesidad de su entrega inmediata, diciendo que contenía asuntos de importancia de la Junta Soberana”. El ordenanza despertó al presidente y le entregó la carta. Después de leer la inesperada misiva, en la que se le anunciaba que las funciones de los miembros del antiguo gobierno habían cesado, Ruiz de Castilla se dirigió a los mensajeros, quienes le preguntaron si había recibido la nota; “al ser contestados que sí, hicieron la venia, se dieron la vuelta y se retiraron. El conde los siguió hacia la puerta exterior e intentó pasarla, pero fue impedido por el centinela. Entonces envió a su ordenanza a que llamara al oficial de la guardia, quien contestó amablemente que no podía, de acuerdo a las órdenes que había recibido, hablar con el conde, poniendo bastante énfasis en la pronunciación de la última palabra”.

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“cautivo”: se trata de Fernando VII, que permaneció en tal estado en el castillo de Valençay, en Francia, retenido por Napoleón, durante la Guerra de la Independencia española (de 1808 a 1814).

63 Obrajes: sistema de prestación de trabajo que se imponía a los indios en la América colonial. Se dedicaban, sobre todo, a la elaboración de tejidos y se trabajaba, incluso los niños, con normas carcelarias. Sus frutos dieron grandes fortunas a sus dueños. A propósito léase el comentario que se hace al respecto en “El rollo o la picota colonial de Quito”, de Luciano Andrade Marín, en este libro.

Mucho se ha escrito sobre las razones de la iniciativa primigenia de 1809. Se ha hecho hincapié en que el movimiento de agosto se identificaba con la ideología tradicional que, como dice Demetrio Ramos (Entre el Plata y Bogotá, Madrid, 1978), “en nada se altera –sino que se exacerba, en la defensa del rey cautivo62 y de la religión-, al mismo tiempo que se hace solidaria con un férvido patriotismo quiteño, e impulso de un anhelo irreprimible por alcanzar una felicidad y prosperidad que les pertenece”. El siglo XVIII, para los quiteños había consistido en un continuo repliegue económico y en una sucesión de esfuerzos para salir de aquella situación, agudizada por una escasez de dinero tan grande que, según una noticia epistolar,“en lugar de moneda corren las papas y otras especies semejantes”. Los quiteños conscientes de esta situación buscaron un “restablecimiento” económico, con la ilusión de explotar yacimientos mineros y exportar cascarilla, canela y textiles elaborados en sus obrajes.63 No obstante, en el movimiento rebelde de agosto de 1809 es ya perceptible un afán independentista, que se expresa en la carta del presidente de la Junta al cabildo de Popayán, en la que se invoca la doctrina de devolver al pueblo el poder soberano de los reyes si este era privado de sus derechos, pues el pueblo de Quito está “no solo temeroso de ser entregado a la inicua dominación francesa, sino convencido de que ha llegado el caso de corresponderle la reasunción del poder soberano”.Algunos actores, incluso “marqueses”, sí estaban conscientes de la necesidad de una definitiva emancipación.

En Diario Hoy, Quito, 11 de Agosto de 2004.

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EL DOS DE AGOSTO DE 1810

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Pedro Fermín Cevallos Pedro Fermín Cevallos

unca han menester los gobiernos de más tino y discreción para no irse a más de lo que es su potestad, ni venir a menos de lo que deben para conservar el orden y el imperio de las leyes, que en los tiempos de agitación y revuelta de los pueblos. Saliéndose a más de lo que les es permitido, desaparecen los vínculos que unen a los gobernantes con los gobernados, y quedan éstos sacrificados. Si, por el contrario, pierde el gobierno su pujanza, siquiera se enflaquece, entonces los sacrificados son los otros, y en ambos casos, por exceso o por defecto, las consecuencias son terribles. Apenas cabe salir de estos escollos no empleando a tiempo y con la mayor cordura, bien la pujanza, bien la suavidad; y el gobierno de entonces, si por demás vigoroso al principio sacrificó a los pueblos, por flaco poco después vino también a quedar sacrificado.

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64 Presos: se trata de quienes fueron encarcelados a raíz de la sublevación del 10 de Agosto de 1809, que asumieron el poder en nombre de Fernando VII y lograron la rendición de las tropas acantonadas en Quito. Son los protagonistas de la primera jornada de Independencia en el país. Al no contar con apoyo en otras ciudades, pronto se firmaron las capitulaciones con el Presidente de la Audiencia, Conde Ruiz de Castilla, que se apresuró a apresar a algunos de los implicados.

Echada a volar la voz de que se pensaba asesinar a los presos,64 se exaltaron los odios del pueblo ya tan declarados desde bien atrás, y ora por orgullo, ora por piedad, ora por venganza, los pueblos pensaron a su vez en libertar a los amenazados y castigar a los amenazadores. Los perseguidos eran muchos, los más de ellos hombres de séquito y cuantía, quien por su talento y saber, quien por su hacienda, quien por la alcurnia, llenos de conexiones y de conocida influencia; y no era posible que el pueblo, acostumbrado a vivir bajo la protección de esos hombres, viera con indolencia, cuanto más pacientemente, las angustias en que se hallaban tales protectores. Si en 1809 se vio al pueblo apocado y vacilante, más bien resuelto a quedarse simple espectador que en disposición de tener parte en los negocios públicos, el año siguiente las persecuciones vinieron a sacarle de su indiferencia y a excitar la compasión de los más extraños en favor de los perseguidos y la rabia contra los gobernantes. Al traslucir la orden dada por Barrantes, el encono subió de término, el pueblo se resolvió a acometer una osada empresa. Reuniéronse unos cuantos de los más entendidos en tales y cuales casas, se hablaron, se animaron y quedaron concertados en asaltar los cuarteles en hora y día señalados.Tan cruda y poco reflexionada fue su resolución, que ni siquiera pensaron en el caudillo que debía dirigirlos ni en la unidad que debían tener sus operaciones. Unos debían atacar el real de Lima (el edificio que hoy sirve de colegio), en el cual estaban los presos; otros el cuartel de Santafé, contiguo al anterior, pared en medio, y que hoy es el de artillería; y otros el presidio, ahora propiedad de los herederos del doctor Juan Corral, donde estaban presos los del pueblo. La mayor parte de los conspiradores debían conservarse esparcidos por la plaza y sus cercanías, y entre los atrios de la capilla del Sagrario y de la Catedral, puntos los más adecuados para acudir oportunamente a uno u otro de los cuarteles inmediatos, según lo demandasen las necesidades. Circunstancias que diremos luego hicieron precipitar estos arreglos mal preparados, y casi repentinamente se fijaron en el día jueves, 2 de agosto, a las 2 de la tarde. La consigna fue la campana de rebato que debía darse en la torre de la Catedral. La empresa, atendiendo a las fuerzas con que contaba el gobierno, era más aventurada, loca, y con mayor razón cuando la vigilancia había llegado a ser incesante desde que mucho antes de pensarse en el asalto se tenía éste por las autoridades como seguro. “Por datos fidedignos cuyos apuntes nos han mostrado personas de buen crédito, dice el doctor Salazar en sus Recuerdos, ascendieron a tres mil hombres bien preparados los que tenía el gobierno, incluso los cuerpos de Panamá y Cali que, aunque no estuvieron presentes el día de la novedad, 91

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sino que el segundo replegó al siguiente, y el primero pocos días después importaba lo mismo cuando se hallaban apostados guardando las entradas, el uno a 2 leguas de distancia, y el otro por la parte del camino a Latacunga”. Llegados el día y la hora en que los conspiradores acababan de fijarse, suenan las campanadas de alarma, y los llamados Pereira, Silva y Rodríguez, capitaneados por José Jerés,* embisten contra el presidio, matan al centinela de una puñalada, hieren al oficial de servicio, dispersan a la guardia y se apoderan de sus armas. Como en esta cárcel había solo una escolta de seis hombres con el oficial y el cabo respectivos, logran fácilmente libertar a los presos, se visten, en junta de seis de éstos, de los uniformes que encuentran a mano, y salen hechos soldados y con armas, con dirección a los cuarteles en auxilio de sus compañeros a quienes suponían combatiendo todavía conforme a los arreglos concertados. De los demás de los presos huyeron la mayor parte, y cinco de ellos, dándolas de honrados, se quedaron en el presidio para recibir poco después una muerte inmerecida. Al mismo tañido de las campanas, quince minutos antes de la hora acordada, Landáburo a la cabeza, y los dos hermanos Pazmiños, Godoy, Albán, Mideros, Mosquera y Morales, armados de puñales, fuerzan y vencen la guardia del real de Lima, y quedan dueños del cuartel. Hácense de las armas de ésta, y amedrentando a los soldados que encuentran dispersos por los corredores bajos y patio, se van al hilo a los calabozos para libertar a los presos que, a juicio de ellos, era lo más necesario y urgente para el buen éxito de su arrojo. El capitán Galup, al oír tan alarmante alboroto, comprendió lo que podía ser, como era en realidad, desenvaina su espada y bajando precipitadamente de los corredores altos al patio, grita:“Fuego contra los presos”. Uno de los ocho atletas que primero oye las voces de Galup, y luego le ve acercarse espada en mano, se precipita a su encuentro con la bayoneta armada en el fusil que había tomado, le atraviesa con ella y tiende en tierra. El triunfo está por los conjurados, pero se pierde el tiempo que sigue gastándolo en desaherrojar a los presos. Mientras esos valientes de memoria imperecedera admiran por el denuedo y presteza en el desempeño de su proyecto, los que debían acometer el cuartel de Santa Fe quedan estáticos a vista del peligro, y dejan a sus ocho compañeros sacrificados en medio de quinientos enemigos. Ora que, adelantada la señal, no se hubiesen reunido todos los conjurados, ora por el espanto en que entraron los que ya estaban listos, faltó el tercer movimiento de combinación, y a esta causa padecieron los patriotas un desastre de esos cuya memoria, aun pasados largos años, arranca lágrimas de dolor. Angulo, comandante de las tropas de Popayán, que había partido a su cuartel al primer movimiento percibió de parte de los asaltadores al presidio, y de los soldados heridos que huían del fuego que los primeros les hacían avanzando hacia la plaza mayor. El comandante Villaespesa que, advirtiendo estos mismos movimientos y ruido, salía precipitadamente de su casa a ocupar el puesto que le correspondía en el cuartel, fue detenido en la calle por un hombre del pueblo que le echó por tierra de una puñalada, a pesar de la lucha que sostuvo el otro con su espada. Entrando ya Angulo en el cuartel, manda a abrir de un cañonazo un horado en la pared que separa el suyo del de Lima para que pasaran por él las tropas que ya estaban sobre las armas, y pasan efectivamente por el agujero. Su primer paso se encamina a ocupar las puertas del cuartel vencido, donde los asaltadores habían colocado un cañón, creyendo no poder ser acometidos sino por el lado de afuera, sin hacer caso de los enemigos que tenían adentro. Advierten los asaltadores y presos de los calabozos bajos que ya estaban libres que una columna cerrada les acomete por las espaldas, y en tales conflictos, palpando la imposibilidad de resistir, procuran huir para salvarse. Los más alcanzaron efectivamente a vencer el peligro, incluso Albán, que estaba herido, pero Mideros y Godoy cayeron muertos al salir. Luego dispuso Angulo que se cerraran las puertas y se conservara el cañón con la boca hacia la entrada del cuartel. En estos momentos llegan los vencedores en el presidio. Unidos con otros que se les incorporaron en el tránsito, y principalmente en las cercanías de los cuarteles, se dirigen al de Lima para forzar las puertas que encuentran cerradas; mas un fuego doble de mosquetería que llueve del palacio del presidente y de las ventanas altas del mismo cuartel, los obliga a cejar, y queda así rendida y castigada la temeridad de aquel puñado de valientes. Los que se retiraron por San Francisco aún tuvieron que recibir una nueva descarga que les cayó de los balcones de la casa del comandante Dupret. Libre la tropa del pueblo que se había apoderado del cuartel de Lima, se esparce por pelotones entre los calabozos altos en que yacían los presos. Estos desgraciados, sobre quienes pesaba una sentencia de muerte y llevaban expuesta la vida desde que asomara cualquier movimiento popular, comprenden que es llegada su última hora, y se esfuerzan cuanto pueden para atrincherar las puertas de sus aposentos. La precaución fue inútil, porque los soldados las hacen pedazos, y de seguida descargan 92

* Jerés murió años después en la batalla del Tambo cuando ya era jefe de un escuadrón de caballería. Había sido también, antes de esta batalla, desterrado a Panamá en junta del coronel don Carlos Montúfar, según consta de la correspondencia oficial del general Montes.

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* Castillo, hijo de Ambato, que en el año de 1818 partió para el Perú de cadete en el batallón Numancia, en junta de otros jóvenes, hizo con Boltijeros, en que se convirtió aquél, todas las campañas y guerra de la independencia con el denuedo que debía al cielo sin desmentirlo en ninguna de cuantas acciones se encontró. Su valor se elevó muy pronto hasta el grado de teniente coronel, y murió suicidado en Piura, desertado de las filas de Colombia, en 1829, a consecuencia de la derrota que sufrieron en Tarqui las armas peruanas; porque Castillo fue uno de esos republicanos exagerados que llegaron a desconfiar de Bolívar, a quien vino a aborrecer de muerte. 65 Vicente Rocafuerte: sería, en efecto, el segundo Presidente del Ecuador. Su mandato abarcó de 1835 a 1839.

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Perfunctorio: latinismo que alude a algo, en este caso al gobierno, que se ha organizado con negligencia, de manera precipitada.

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sus fusiles a manos lavadas y de montón sobre los presos. El que todavía no ha muerto de las balas, muere a sablazos o bayonetazos; y los victimarios, pasando de un calabozo a otro, obran en todos como en el primero, y se derrama la sangre a borbotones. Las hijas de Quiroga, llevadas por desgracia a visitar a su padre en tan funesto día, presencian con el corazón palpitante las escenas sangrientas de las que ellas mismas han escapado de milagro, sin que les tocara una sola bala de cuantas llovían sobre sus cabezas. Pasado ese primer instinto de terror que, en circunstancias semejantes, se concentra enteramente en el individuo, les sobreviene la memoria de su padre a quien desean salvar. Se dirigen al oficial de guardia, y le ruegan fervorosa y humildemente que le salve la vida, y sorprendido éste de que aún estuviera vivo un enemigo de tanta suposición, se acompaña del cadete Jaramillo y entra en el rincón en que yacía Quiroga oculto: “Decid, le gritan,“¡Vivan los limeños!” Quiroga responde:“¡Viva la religión!”. Jaramillo, en réplica le descarga el primer sablazo, y luego los soldados otros y otros, hasta que cae muerto a las plantas de sus hijas. Mariano Castillo, joven de gallardo parecer, valiente y de lucido entendimiento, había sido sólo herido de una bala en las espaldas, y mientras cuenta con que va a morir a bayonetazos, como murieran otros, aventura recurrir a un arbitrio que puede salvarle. Desgarra sus vestidos, los ensucia con la sangre que está arrojando su cuerpo y se tiende como uno de tantos cadáveres. Los soldados que andan rebuscando a los que pudieran estar ocultos, pasan punzando los cadáveres con las bayonetas, punzando también a Castillo una y otra vez, y Castillo recibe impasible y yerto diez puntazos sin dar la menor señal de vida. Por la noche, cuando estaba ya velándose en San Agustín entre los cadáveres recogidos por los religiosos de este convento, se dejó conocer como vivo, y los reverendos se lo llevaron con entusiasmo a una celda muy segura. Castillo salvó así después de tres o cuatro meses que duró la curación de sus heridas.* El coronel Salinas, Morales, Quiroga, Arenas, tío de Rocafuerte,65 el que llegó a regir su patria como Presidente de la República, el presbítero Riofrío, el teniente coronel don Francisco Javier Ascásubi, los de igual graduación con Nicolás Aguilera y don Antonio Peña, el capitán don José Vinuesa, el teniente don Juan Larrea y Guerrero, el alférez don Manuel Cajías, el gobernador de Canelos don Mariano Villalobos, el escribano don Anastasio Olea, don Vicente Melo, uno de apellido Tovar y una esclava de Quiroga que estaba encinta; fueron las víctimas impíamente sacrificadas en el cuartel el 2 de Agosto. Parece que toda revolución demanda estas ofrendas sangrientas para alimentarse, y que la del 9 de Agosto, por demás pacífica y pura, reservó el sacrificio para el tiempo de su aniversario. Harto dolorosamente castigado quedó aquel gobierno perfunctorio,66 cuya organización desacertada, insustancial y hasta pueril debía por fuerza enflaquecerle y hacerle morir.Y no obstante sus heráldicas pretensiones ¿quién no querría haber participado de su triste destino, a cambio de haber sido también de los primeros que en América española ejercieron sus derechos soberanos? Ha más de cuarenta años que esas víctimas pasaron a la eternidad, y sin embargo ¡las lágrimas que arranca su memoria se derraman de año en año, y de seguro que se derramarán de generación en generación! El ansia de obtener un bien lo más pronto posible, es, a veces, la que dificulta el logro, y esto parece lo aplicable a la prematura revolución de 1809. Don Pedro Montúfar, don Nicolás Vélez, el presbítero Castelo, don Manuel Angulo y el joven Castillo, de quien hablamos, fueron los únicos presos que, de los que ocupaban los calabozos altos, lograron escapar. Montúfar se hallaba muy enfermo, y había conseguido a grandes esfuerzos salir del cuartel tres días antes del funesto día;Vélez se había fingido loco al remate, y con tanta naturalidad que, burlando la inspección y examen de los facultativos, tuvo que ser arrojado a empujones del cuartel como intolerable demente; y Castelo y Angulo consiguieron fugar en junta de los asaltadores al cuartel, porque probablemente no estuvieron aherrojados como los otros presos, o estuvieron ya desengrillados. De los que ocupaban los calabozos bajos solo fue asesinado don Vicente Melo; los demás escaparon, bien uniéndose a Landáburo y los Pazmiños, bien huyendo por los agujeros que caían a la quebrada que atraviesa bajo el cuartel. Consumada la carnicería en el real de Lima, salen gruesas partidas de soldados haciendo fuego contra el pueblo que se mantenía al ruedo y cercanías de los cuarteles. Los comprometidos en la conjuración, que a lo menos tienen algunos fusiles y escopetas, se arriman a las paredes de las calles de la Universidad, de Araujo y del Correo, y se sostienen contestando los fuegos enemigos; mas otros, ociosos y noveleros, conceptuándose inocentes, se quedan donde estaban, movidos de curiosidad. La parte medio armada que seguía haciendo fuego por lo largo de la calle de la Universidad, recibe de 93

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súbito por las espaldas una descarga de fusilería que le dirigen los soldados desde lo alto del arco de la Reina de los Ángeles; eran los de la guardia del Hospital que habían montado sobre el arco para ponerla entre dos fuegos. Entonces tuvo que partir al escape tomando una calle transversal, como lo verificaron también otras partidas del pueblo con ánimo de replegar a los barrios de San Roque, San Sebastián y San Blas. Fortificáronse unos en el primero, otros en la columna llamada Fama y otros en la alameda, y las tropas que antes los llevaran de calle desalojándolos de esquina en esquina, ahora detienen sus pasos respetando las tan mal improvisadas fortificaciones. Pero si les falta arrojo para asaltarlos, discurren acertadamente que tampoco podrán ser acometidos, y retroceden para esparcirse por el centro de la población y ahuyentar al pueblo inerme y curioso. Insertamos algunos trozos de los apuntes de nuestros cronistas, testigos presenciales de los sucesos de Agosto. Acaso sean exagerados, acaso obra de las vivas impresiones del momento; pero hay tanta conformidad entre sí y tanto ajuste con lo que sostiene la tradición, que no hay cómo desconfiar de la verdad de cuanto refieren. “Uno de los presos que salieron del presidio, dice el doctor Caicedo, se colocó en el pretil de la catedral, y desde allí arrolló a los mulatos, hasta que acabados los cartuchos le acertaron un balazo. Quedó caído y medio muerto, y fueron a rematarlo con las culatas de los fusiles, como lo verificaron. Lo mismo hicieron con una india que estaba en la plaza, con un covachero y con un músico que iba para el Carmen de la nueva fundación.Todo esto pasó por mi vista”.* “En la calle del marqués de Solanda desarmaron cuatro mozos a seis fusileros que llevaban sus arcabuces cargados y armandos de bayonetas; pero allí mismo murió un pordiosero. En la calle del Correo tres solos paisanos hicieron huir a una patrulla, la desafiaron y silbaron; pero allí mismo abalearon a un indefenso, a quien remataron porque quedó medio vivo, haciendo pasar la caballería por encima una y otra vez. Por la calle de la Platería corrieron los mulatos que guardaban el presidio; pero allí mismo dieron un balazo a un músico, y porque no murió del todo le destaparon los sesos con las culatas de los fusiles. En la calle de Sanbuenaventura hicieron fuego los santafereños; pero allí murió uno que hizo frente, a manos de un mozo desarmado, quitándole el fusil y pasándole con la bayoneta. ¡Oh, si pudiera yo referir los prodigios de valor que se vieron en esa poca gente que sólo con cuchillos se esforzó a liberar a su patria del yugo de la tiranía...! Bastará reflexionar acerca de un pasaje asombroso y original. Luego que escampó algo la tempestad entró en la plaza mayor un mozo desarmado, a quien sin duda llevó la curiosidad al mayor peligro.Tiró por la esquina de la grada larga de la catedral, cuando reparó en un limeño que le apuntaba. Se paró el mozo, y al ver la acción de rastrillar, se agachó y evitó el golpe. En la contingencia de ser muerto por la espalda o por delante, por su indefensión, eligió el segundo extremo, y mientras se cargaba por segunda vez el fusil, avanzó hacia el soldado. Distaría unos veinte pasos cuando se le apuntó de nuevo.Volvió a pararse y gritó de este modo: Apunta bien, zambo, porque si yerras otra vez, te mato. El susto o la borrachera del tirador, o sea la viveza del mozo lo escapó de este segundo riesgo; pero no pasó el tercero, pues como un halcón se echó sobre él, y lo cogió de los cabezones y lo estrelló contra el pretil, dejando en las piedras regados los sesos. A vista de esto lo embistió una patrulla, pero él encontró la vida en la velocidad de su carrera”. “Pasó una patrulla armada hacia el puente de la Merced y la vieron unas pocas mujeres que no pasaban de seis. Se encargaron de la empresa de perseguirla y asesinarla, y con solo piedras lograron ponerla en fuga vergonzosa. No fue el privilegio del sexo el que obró esta maravilla, puesto que ya habían muerto a algunas en las calles, y en su balcón a una señora, Monje de apellido...”. El presbítero de Roa, en su crónica citada se explica de este modo:“la orden del señor presidente, a más de ser tan rigurosa por lo ya dicho, también dispuso se incendiara la ciudad, a lo que se opuso el oidor supernumerario, doctor Tenorio (que a la sazón se halló) y a su alegato se suspendió esta segunda orden. Mas la primera se verificó, pues salieron todos los soldados en patrulla por todas las calles matando a fuego y acero a cuantos encontraban en el camino, a cuantos veían en los balcones y cuantos se paraban en las tiendas y zaguanes, como si todos fueran gallinazos, tórtolas o perros; no escapándose de este rigor niños ni mujeres, de los cuales se sabe que fueron hasta trece, y de las mujeres tres”. “No paró en esto solo, sino que los facinerosos hicieron de una vía dos mandados, y fue que con las mismas armas reales, abusando del impío mandamiento, entraron en las casas que más noticias tenían de acaudaladas, y saquearon cuantos doblones, moneda blanca, alhajas, plata labrada y ropas encontraron. Entre varias, la de don Luis Cifuentes, al que le quitaron más de siete mil pesos en doblones, cincuenta y siete mil en dinero blanco... No contentos con robarse lo dicho, despedazaron muchos espejos de cuerpo entero, arañas de cristal y relojes de mucho aprecio, saliendo con los baúles a la calle 94

* Téngase en cuenta que el granadino señor Caicedo se hallaba entonces de provisor y vicario general del obispado.Téngase presente, asimismo, que gozaba de una muy merecida reputación por sus virtudes, y así no cabe que hubiese aventurado una sola palabra que no estuviera conforme con la verdad. Caicedo fue desterrado en 1813 a las islas Filipinas en junta del doctor don Miguel Antonio Rodríguez y de otros varios. Su destierro se alzó por Fernando VII a mediados de 1820.

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* El finado señor don Bartolomé Donoso. 67

2 de mayo de 1808 en Madrid: episodio inicial de la Guerra de la Independencia española contra los franceses. Lo originaron los tumultos que protagonizó el pueblo madrileño frente al Palacio para impedir el traslado a Bayona de varios miembros de la familia real, ordenado por Napoleón. La represión francesa contra el pueblo de Madrid culminó con el fusilamiento de los rebeldes ese mismo día en diferentes lugares de la ciudad. Este acontecimiento fue reflejado por Goya en su lienzo Los fusilamientos de la Moncloa. 68 Setiembrada de París de 1792: Conocido episodio de la Revolución Francesa. En septiembre de 1792 los sansculottes protagonizaron múltiples matanzas en París tras la caída de la monarquía y el encarcelamiento de Luis XV, hechos que habían venido exigiendo ante el descontento con la política de la Asamblea Constituyente y la situación de guerra que vivía el país.

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que hace esquina de San Agustín a repartirse entre ellos todo lo que habían saqueado; de modo que no tenían otra medida para su división que la copa de un sombrero, por lo que toca a dinero, y lo demás a lo que más podía cada uno”. “Por la noche rompieron muchísimas puertas de tienda, y covachuelas del comercio y las dejaron en esqueleto, y prosiguen aún hasta hoy haciendo muchísimas extorsiones, hiriendo y lastimando a los que procuran defensa”. El continuador de las Memorias de Ascarai: *“Volviendo a los que murieron en aquel día (2 de Agosto), a más de los que mataron por las calles, la nueva guardia que fue al presidio encontró en él cinco presos que habían sido soldados de los de Salinas, quienes por manifestar honradez no quisieron fugar, aprovechando de la ocasión, y fueron bárbaramente pasados a cuchillo. La ciudad toda se cubrió de luto, llanto y amargura; nadie se atrevía a asomar ni aun a los balcones, porque era muerto en el acto, hasta que al otro día el ilustrísimo señor obispo y los sacerdotes de más respetabilidad, con Cristos en las manos, pasaron a implorar del perjuro presidente la cesación de los excesos que se cometían en un pueblo indefenso”. Parreño, en sus Casos raros acaecidos en esta capital:“Luego que la tropa de Lima hizo este asesinato (el de los presos del cuartel), salió por todas las calles matando a cuantos se encontraban en ellas, sin distinguir personas, calidad ni edad, pues no se escaparon ni los niños tiernos. Hecha esta inhumana matanza, que pasan de doscientos los que se han podido enumerar, y no llegaron a más porque procuraron huir unos y esconderse otros. Salió la tropa a son de caja, y robó las casas más ricas, tiendas de mercancías, vinos y mistelas; luego las pulperías y estancos, rompiendo las puertas a pulsos y con las armas, sin haber magistrado que lo impida, porque miraron con indiferencia que se hagan los asesinatos y robos cometidos con nombre de saqueo. Se asegura que pasaron de doscientos mil pesos, pues solo de la casa de don Luis Cifuentes se sacaron entalegados, entre doblones y dinero, ochenta y cinco mil pesos, fuera de muchas alhajas de oro, plata y piedras preciosas”. Hemos aglomerado aposta los pormenores que van insertos, talvez escritos en la noche del mismo 2 de Agosto, como lo demuestra lo desaliñado del lenguaje, para corregir las apasionadas relaciones del historiador español Torrente que, hablando de los horrores y confusión de tan infausto día, da a entender que el triunfo de las armas de Castilla fue obtenido en combate formal con el pueblo de Quito, cuando los más de los asesinados pertenecían al número de los inocentes, y casi con autorización de los mismos gobernantes. El 2 de Agosto de 1810 no fue sino una imagen del 2 de Mayo de 1808 en Madrid,67 donde allá como aquí, el pueblo indefenso quedó sacrificado. Las armas de Castilla habrían triunfado, es por demás seguro, de las partidas mal armadas y peor fortificadas que se mantuvieron firmes hasta la entrada de la noche en la Cruz de piedra en la Fama, y en la Alameda; pero las tropas de Arredondo no eran tropas de arrojarse por donde había peligros, y sus lauros fueron sólo resultados de los asesinatos y robos. En esa lucha desigual de algunos hombres del pueblo, en que la mayor parte, no más que armados de cuchillos, palos y piedras, se sostuvieron por tres horas contra soldados provistos de cuanto era necesario para contar con la seguridad del triunfo, hubo sin embargo peores resultados para éstos. Los realistas mismo, interesados en menguar el número de muertos de uno y otro partido, tanto por no hacer aparecer sus pérdidas, como para atenuar la enormidad de los asesinatos, confesaban que los suyos habían subido a ciento, y no más que a ochenta los del pueblo aun con la inclusión de los asesinados en el cuartel. El comandante Dupret confesó que le faltaban como doscientos de su cuerpo, y aunque esta baja pudo proceder de alguna deserción, lo cierto es que las tropas reales consumieron veinte mil tiros esa tarde. Así como así, y aun cuando no hubieran sido asesinados los presos del cuartel, fue siempre una agostada horrible que vino a reflejar en miniatura la setiembrada de París de 1792.68 Si va alguna diferencia, es que allá el actor fue el pueblo desenfrenado, sediento de sangre, porque hasta había traspasado los límites de la más furiosa anarquía, y acá fueron las autoridades, protectoras de la vida, las que decretaron los asesinatos, y las tropas regladas las que los ejecutaron. Fortuna y muy tamaña, fue para Quito que preponderase a la ferocidad la codicia de los soldados de Arredondo, pues merced a las vilezas de esta pasión dejó de morir mayor número de inocentes. Las casas y tiendas de los pacíficos y acaudalados don Luis Cifuentes y don Manuel Bonilla, en que las cebaron a sus anchas, redimieron a buen tiempo la sangre del pueblo. El total monto del saqueo pasó de medio millón de pesos.

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II orridos, asesinados y robados los del pueblo, y luego perseguidos con tenacidad y expuestos a caer en manos de quienes no habían de perdonarles la vida, era natural, cuando no justo, que pensaran tomar venganza. Las violencias del 2 de Agosto se habían echado a volar por los pueblos inmediatos, acaso con exageración, y los pueblos comenzaron a concertarse y reunirse para caer sobre sus enemigos.

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El digno prelado de la diócesis, testigo de los excesos cometidos en la ciudad, lastimado de las desgracias de su rebaño y teniendo como segura una nueva lucha, si no adoptaba el gobierno un temperamento conciliador, se presentó en el palacio y, ayudado del provisor señor Caicedo y del orador don Miguel Antonio Rodríguez, eclesiástico muy distinguido por su elocuencia, ofreció calmar las agitaciones de los pueblos, siempre que los gobernantes se resolvieran a hacerles algunas concesiones. El presidente, los oidores, los jefes militares y más altos empleados meditaron debidamente y discutieron con serenidad acerca de las providencias que convenía dictarse, y celebrada la junta que convocó el primero, se dio el acuerdo del 4 de Agosto que se publicó el día siguiente. A juzgarse por lo contenido en sus artículos, el gobierno recibió la ley que le impuso la revolución, y Quito, aunque vencido, sostuvo sus derechos y quedaron abatidos los vencedores.

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Obtener que se corriese un velo a la transformación hecha en 1809 y se cortase la causa remitida al virrey, de la cual no se sabía aún cosa ninguna, pudiendo en consecuencia volver a sus hogares todos los conjurados que andaban ocultos; obtener que se corriese otro velo al origen y autores del asalto a los cuarteles el día 2; que las tropas de Arredondo, sobre las cuales pesaba el rencor del pueblo, salieran de la ciudad y la provincia dentro de breves términos; que el nuevo cuerpo que debía levantarse en reemplazo, se compusiera de vecinos de la ciudad; que se ofreciera recibir al comisionado Montúfar con la estimación y honores que le eran debidos; y que los incidentes o dudas que ocurrieran sobre las causas o procesos reservados, habían de tratarse en real acuerdo; fue obtener del gobierno la justificación de los actos mirados como revoltosos hasta entonces; fue imponer, hasta cierto punto, condiciones al vencedor. En cuanto al origen y responsabilidad de los acontecimientos del 2; fueron recíprocas las inculpaciones que se hicieron el pueblo y el gobierno; y los historiadores mismos, dejándose llevar de sus pasiones, hablan en sentido contradictorio. Píntalos Torrente como resultados y castigo de una segunda conjuración tramada por los mismos presos desde los calabozos, y nuestros cronistas como consecuencias de un lazo tendido por los mismos gobernantes. Acaso unos y otros tengan razón, porque en la complicación de los sucesos que se cruzaron, no faltan de cierto, datos en pro y en contra que dejan vacilante el ánimo para poder resolver la duda con acierto. La visita de las hijas de Quiroga, hecha desde muy antes que sonara la campana de arrebato; las visitas de las esposas de Larrea, Berrazuetas y Olea (quienes naturalmente no habrían querido exponerse a un riesgo manifiesto, caso de pertenecer ellos a la conjuración); la circunstancia de que los cinco presos del presidio se negaron a salir; y el corto número de asaltadores, hacen discurrir que en efecto, no estaban complicados en la conspiración que se concertaba para libertarlos de las prisiones. No obstante lo dicho, el tiempo ha venido a revelar que Salinas, Morales, Quiroga y otros de su partido, sabedores del piadoso deseo de sus conciudadanos para libertarlos, y celosos de la popularidad e influencia del comisionado regio que venía a robustecer al de su familia, y a defraudar en cierto modo las glorias del 9 de Agosto, no fueron sino los agentes principales de la revolución del 2, los que la precipitaron para no deber sino a ellos mismos y no a Montúfar, a cuya familia imputaban los errores de la junta, la salvación de la vida, el restablecimiento de los principios proclamados en el año de nueve y la pujanza de su causa. La lógica de los partidos que han llegado a encelarse y a exaltarse, ha sido y será siempre así, desatentada, vanidosa, intolerante, irracional, y desdeñarán los abanderados hasta su propia salvación, hasta la de su propia causa por no recibirla de parte de sus enemigos.

En Resumen de la historia del Ecuador, Lima, 1870.

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El gallito de la catedral69 tiene plumas de hierro. La vida a la intemperie le ha robado la voz: ha visto levantarse no pocas madrugadas. ¡Ha llegado tan alto! No me desilusiona cuando mira el paisaje por encima del hombro. Ha de ser para él largo el tortuoso camino que sigue la memoria: los vientos le han gastado la punta de la espuela y es como una señora la ciudad colonial recargada de siglos y de piedras preciosas. Yo no sabría tomarlo igual a una veleta o por ave de paso. Es juicioso y cabal. Si la herrumbre aflojara su lengua de campana, saludaría al reloj con más puntualidad que un visitante inglés. De ese modo debió comportarse otro gallo, aquel que le cantó, la verdad a San Pedro. Su sitio no está al lado del llanto de las beatas, ni de los transeúntes a los pies de la sobria majestad de la nave, sino afuera, en la cúpula, por si alguno lo nota (tal vez un pasajero que no ha perdido el hábito de contemplar las nubes y uno o dos serafines)

Texto dedicado especialmente para este libro. 69 Gallito de la catedral: El gallo que figura como veleta en la cúpula de la catedral es una presencia emblemática en la ciudad. Con él como protagonista hay una famosísima leyenda, “La venganza del gallito de la catedral”, recogida por Guillermo Noboa, que puede leerse en Édgar Freire, Quito: tradiciones, leyendas y memoria, Quito, Libresa, colección Antares, 1994; y en la recopilación realizada por el mismo autor Quito: tradiciones, testimonio y nostalgia, t. I.

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Deambulan a lo largo de los desvencijados corredores, aliviadas del peso del laurel y del oro. Aunque la noche muestra un semblante sereno y se aquieta la brisa-no quieren ahuyentarlas-, los sueltos camisones tiemblan discretamente en torno de los levísimos andares. No hay modo de aislar un rasgo de esas caras, un detalle igualmente glorioso de los cuerpos, pese a la fascinante herida del escote, a los pliegues astutos de un encaje o un velo. La luna las desnuda del ser y de la forma, transfigura, descarna, las cambia en pesadilla, en dulce escalofrío. Como los combatientes de proclamas, de lanzas, de augustos ideales, de austeras decisiones, de empeños visionarios se han ido para siempre (sus manos bajo tierra, atesoran un rizo de color desvaído, un puñadito de ceniza o sombra), sin remedio abolidas, suspirando, mordiéndose los labios de despecho, vuelven a las estancias de la muerte, al sudario o al lecho de mustios regocijos, a través de los muros. Dejan atrás un hábito de espectrales violetas, sin mancillar el polvo con la huella de un paso, sin desatar memorias, solamente el delirio del noctámbulo amante de los patios ruinosos, del pálido aguardiente, privado del descanso hasta el fin de sus años; al menos, hasta el alba, en las horas tempranas de atroz deslumbramiento que aún no pueden quitarle la gracia y la cordura. Texto dedicado especialmente para este libro. 101

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EL ROLLO O LA PICOTA COLONIAL DE QUITO

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una corta distancia de cosa de doscientos o más metros algo al oriente de la pequeña iglesia de El Belén y en el sitio preciso donde ahora, en 1965, está levantado el moderno Palacio Legislativo, allí, en la eminencia del terreno llano en que termina la superior planicie de La Alameda, se destacaba todavía firme hasta hace poco una gruesa y solitaria columna de piedra, duro y funesto vestigio colonial, delante de un vasto panorama que tenía a su pie el resto de la extensa llanura de Añaquito o Iñaquito, ejido público que legalmente comenzaba desde la Plazuela de San Blas. Esta columna, rematada por un copete y tres brazos salientes también pétreos y ya desastillados, sin duda por el uso, era el Rollo o Picota que los españoles de la Colonia levantaron en Quito siglos atrás para los ajusticiamientos más espectaculares de su vindicta pública.

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Significado Español de el rollo o picota egún el más antiguo diccionario enciclopédico castellano, “rollo”, es “la picota hecha de piedra y en forma redonda o de columna, y era insignia de la jurisdicción de “villa”; y, por “picota” define, “el rollo u horca de piedra que suele haber a las entradas de los lugares, donde ponían las cabezas de los ajusticiados o los reos a la vergüenza”.

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Núñez de Vela: administrador español que fue el primer virrey del Perú. La aplicación de las nuevas leyes de 1542 le atrajo la enemistad de los conquistadores y oidores de la Audiencia. Así, depuesto y desterrado por aquella, que nombró a Gonzalo Pizarro gobernador del Perú, se enfrentó a este en Iñaquito, donde murió. 71 Puelles: Pedro de Puelles fue un aventurero sevillano del siglo XVI célebre por su crueldad con los indios y su volubilidad política. Marchó a Perú con Pedro de Alvarado en 1534. En 1546, se unió a Pizarro contra Núñez de Vela; luego se pasó al bando del Rey y finalmente sus antiguos compañeros lo mataron en 1547.

En cuanto a la palabra jurisdicción, en este caso no es en el sentido de “término de algún lugar o provincia, ni de territorio en que un juez ejerce sus facultades de tal” sino en la acepción de “poder o autoridad que tiene alguno, persona o entidad, para gobernar y poner en ejecución las leyes”. Por tanto, el sitio extramuros donde los españoles levantaron este Rollo o Picota de piedra, no fue para significar el lindero o término de la villa o ciudad de Quito, sino para alejar considerablemente de la inmediata vista pública este pilar ignominioso de su justicia a un lugar donde desde los primeros tiempos de la población española de la ciudad, ya se lo había señalado, sin duda, como el de arrojar allá a distancia los cadáveres de los animales o de los hombres que, a juicio de la época, no debían recibir sepultura, sino ser abandonados a la corrupción libre, a las aves del cielo y a los perros del campo; cosa que se perpetuó en ese mismo sitio consuetudinariamente, hasta bien entrados los tiempos de la República. Porque los españoles, tan pronto como fue poblada o asentada (no fundada) la villa de San Francisco de Quito, ya levantaron su infaltable, aunque provisional, Picota de palo en la “plaza de la villa” (que hemos venido llamando “plazuela de la fundación”, porque la “plaza de la ciudad” fue para ellos, en su traza original, la que hoy llamamos “Plaza Grande”). En esa improvisada picota de la plaza de la villa fue colocada la cabeza del infeliz Virrey Núñez de Vela, luego después de la Batalla de Iñaquito,70 y colgada una buena mujer que mandó a ahorcar a Puelles71 no en el Rollo o Picota de piedra cercana al Belén, porque al tiempo de dicha batalla y asesinato no hubo todavía ni Rollo ni Belén. Es sumamente curioso, como designios del destino, que, con exactitud, donde después se señaló para arrojadero de animales muertos y de cadáveres humanos insepultables, y para sitio definitivo del 103

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gran Rollo o Picota de piedra, allí tuvo lugar el combate honrosamente reñido de las caballerías de Gonzalo Pizarro con las del Virrey, donde en esa pendiente (que hoy mira al Estadio del Ejido) rodaron envueltos en una sola masa de hombres y caballos, heridos y muertos, los adversarios hasta amontonarse en el descanso horizontal del pie (hoy calle Tarqui), y donde siglos después fue fusiladero de los republicanos y enterradero de protestantes fallecidos en Quito. Quien lea con cuidado los relatos de testigos presenciales de la Batalla de Iñaquito, que los hay muy buenos, podrá comprobar la primera aseveración que aquí hacemos.

Cuándo y por qué fue levantado el rollo o picota inguna de las documentaciones antiguas trae noticia alguna sobre cómo y cuándo fue levantado el Rollo o Picota. Si de sólo documentos de papel dependiera la historia, sería de creer que la formidable Picota pétrea de Quito es una mera fábula. Pero allí, donde hemos señalado, estuvo, en un terreno de propiedad particular despojado al público Ejido, y ahora está implantada en el patio del Museo Municipal de Historia de Quito, después de haber sido rescatada de poder de un particular que, a título de dueño del terreno, la desmontó de su lugar original y se la llevó a una residencia suya, terreno que, a la vez, sirvió más tarde (no hace mucho) para asentar la construcción del moderno Palacio Legislativo.

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Únicamente es el Padre Juan de Velasco en su célebre Historia del Reino de Quito, quien nos da la siguiente referencia acerca de este Rollo o Picota: “Hubo, dice, un Octavo Tribunal de la Real Casa de Moneda, compuesto de Tesorero, Contador y demás oficiales. Se extinguió en el siglo pasado y se demolió la casa, que era contigua al monasterio de la Concepción, no tanto por haber cesado el trabajo de las minas de plata, que era la única que se acuñaba, cuanto por los monederos falsos, los cuales fueron ajusticiados en una columna que se levantó para el efecto en el ejido, y subsiste con el nombre de La Picota”. Esto quiere decir que la Picota de El Belén fue levantada el siglo XVI a raíz de la primera tremenda crisis económica de la moneda que padeció Quito, según nuestra personal opinión, por agotamiento de la “cosecha” (que los españoles llamaron “rescate”) del oro y plata existentes en manos de los indios desde antes de la Conquista española, conforme lo tenemos prolijamente discutido en un pequeño librito nuestro intitulado El Ecuador Minero. Pues, cuanto oro y plata labrados hallaron los españoles en Quito y lograron en Cajamarca, se lo llevaron a España, dejándolo muy poco aquí en forma de monedas toscamente acuñadas; y, así el país quedó desmonetizado. Los monederos falsos se levantaron entonces, y, burlando el conocido tributo de los “quintos reales”, se dieron a la tarea de suplir subrepticiamente la falta de circulante con sus monedas que aunque de buen metal, porque no eran ni de plomo o estaño, habían perjudicado a la Corona; pero, que, en el fondo –cosa irónica- beneficiaban a la comunidad. Las autoridades reales que tenían por los peores delitos el de los monederos falsos y el de los excomulgados, levantaron un corpulento Rollo o Picota de Piedra para colgar allí a unos y a otros, dejándolos de pasto de los gusanos y de las bestias carnívoras como el castigo más infamante e ignominioso, y creyendo así resolver la crisis económica que provenía de otras causas inimaginadas, entonces, para los gobernantes españoles. Así fue, conforme lo dejamos estudiado en nuestro referido librito, que el siglo siguiente se repitió otra crisis económica quizás peor al agotarse el otro filón de la insensata y cruel explotación española: el de los obrajes, instituciones éstas que, al decir de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en su formidable libro Noticias Secretas de América, eran mil veces peores que las galeras porque jamás llegaban a ningún puerto que no sea el de la muerte segura de sus indios ocupantes; inclusive las de sus familias desocupadas afuera, hambrientas y aterrorizadas de la tiranía combinada de corregidores, hacendados y curas. Con este sistema de extirpación colectiva, sin duda ya quedó sin mucho uso la singular Picota, nombre fatídico que se ha perpetuado hasta hoy en el dicho vulgar: “ponerle a uno en la picota”. Testimonios adicionales de la existencia del Rollo o Picota del Belén de Quito, constan en los planos más antiguos de la ciudad. En el de Dionisio de Alsedo y Herrera, probablemente del año de 1729; en el de La Condamine, probablemente del año de 1740; en el de Jorge Juan y Antonio de

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Ulloa, quizás del mismo tiempo; y, en el Gazzetiere Americano de 1763, en todos ellos consta hasta dibujado con sus actuales formas de dicho Rollo o Picota. Una última pregunta: ¿Podían los meticulosamente católicos españoles haber levantado esa Picota de ignominia y afrenta macabra junto a una primera iglesia de la cristiandad o a un sitio en donde dicen que se celebró la primera misa de la Conquista? Si hay quien pueda responderlo afirmativamente quemaremos nuestras naves.

En Luciano Andrade Marín, Historietas de Quito, Quito, Grupo Cinco Editores, 2000.

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LAS PRIMERAS CALLES Y LOS PRIMEROS PUENTES SOBRE LAS QUEBRADAS Luciano Andrade Marín Luciano Andrade Marín

a primera “calle real” y la que por ordenanza debía ser la más ancha, fue sarcásticamente, la actual Calle Angosta, es decir, en términos Municipales sigloventinos, la calle Pichincha. Al hacer la traza de la ciudad, se determinó expresamente que esta calle tuviese 35 pies de ancho. La razón para que ésta fuese la primera “calle real”, obedeció a que ella arrancaba desde la primera plaza pública (delante de la Casa del Toro) e iba derechamente hacia el Sur, hasta un paso cómodo que habían tenido los indios para atravesar la quebrada que fue de Jerusalem. El camino de los indios pasaba a la ribera opuesta, llegaba a la base del Panecillo (Cerro Gordo de los primeros españoles, y Nahuira de los Incas) y lo circundaba por la falda Oeste, avanzando al “gran monte” (gran bosque) de Pantzaleo (Tambillo-Machachi). Este camino había sido el más favorito de los indios, porque, como carecían de caballos para vadear mayores ríos, se evitaban así el paso del Machángara y los peñascos y breñas de Chimbacalle. Los indios antiguos para atravesar la quebrada de Jerusalem, habían construido uno de sus famosos socavones, a fin de formar un puente de éstos, en los que eran formidables maestros. Ejemplos de esta clase de puentes son los falsamente llamados puentes naturales de Rumichaca en Carchi, el Socavón de Ambato y el Socavón de Cumbayá-Tumbaco, obras absolutamente artificiales de los Incas para dar francos pasos en sus geniales caminos. Vestigios de este Socavón fueron hallados allí por mi padre, el Dr. Francisco Andrade Marín, cuando él canalizó y rellenó, contra todas las voluntades privadas y públicas, la gran quebrada de Jerusalem a principios del Siglo XX. En este socavón también se inspiró y aprendió el Dr. Andrade Marín para socavar la quebrada de la Plaza de Armas y formar la primera y curiosa placeta de esta estructura, que el pueblo la consagró después, y hasta hoy, con el nombre de “Plaza Marín”, a fines del Siglo XIX.

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Para habilitar rectamente en este rumbo la primera “calle real”, los españoles tuvieron que tender un primer puente de ocho vigas cubiertas de tierra sobre la quebrada de la actual Calle Angosta, o de los Jesuitas. Solamente mucho después, los españoles construyeron un puente de arco de ladrillo sobre la quebrada de Jerusalem, en La Cruz de Piedra, con el cual se hizo accesible la falda Norte.-Este de el Panecillo, y dio nacimiento a la “Calle de la Vinculada”, o “Calle Larga de San Sebastián”. Asimismo, hicieron puentes de ocho vigas, recubiertas de tierra, sobre la quebrada del Actual Teatro Sucre, el cual le llamaron en esos días “Puente de Otavalo”, poniendo delante de él, en lo que es hoy placeta, una gran cruz de madera. El río de Machángara les dio particulares dificultades, pero también le pusieron puente de madera. A los que construían estos puentes de madera con tierra, se les puso como condición de que pudiese pasar sobre ellos, sin peligro, un caballo a la carrera, con jinete. Hicieron, asimismo, un puente para pasar a la estancia de Juan de Ampudia y al tejar o barrero público. A través de la quebrada de El Tejar, en el sitio después llamado de la Cruz Verde de la Merced. Posteriormente, este paso provisional fue sustituido por un puente de sólida arquería, que hasta hoy perdura, y del cual sacó hace poco la Municipalidad, al rellenar la quebrada, una lápida conmemorativa de la inauguración de dicho puente. 107

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La calle llamada vulgarmente hoy de La Compañía y toda la actual calle García Moreno, llegó un tanto después a formarse, cuando también se puso uno de estos puentes de madera sobre la quebrada que pasa debajo de la Universidad, sobre todo, cuando se hizo el puente sólido y estable de la Cruz de Piedra. Cosa semejante pasó con la moderna calle del Correo o de Venezuela, pues era en los primeros días vía tan despreciada, que un lote de terreno que reservaron allí para la eventualidad de una Casa de Cabildo, éste acabó por venderlo sin ninguna estima, a fin de comprar el lote de la casa que hoy tiene, míseramente todavía, en la esquina de la Plaza Mayor, y para edificar su primera casucha pobre y mezquina en una ciudad opulenta en palacios religiosos. Las demás calles circundantes de la primera plaza pública, fueron poco a poco bosquejándose, de acuerdo con la traza hecha por el Capitán Juan Díaz de Hidalgo, el inmediato sucesor de Benalcázar, y el encargado por éste para continuar la urbanización de la ciudad. Esta traza de la ciudad, la formularon gráficamente en un plano adicional a las actas del Cabildo; pero ha desaparecido desde hace siglos, sin duda, en manos de interesados en destruir testimonios para apoderarse de las calles, pues los propios Libros antiguos del Cabildo dan a saber que especialmente los frailes franciscanos y las monjas conceptas dieron mucho que hacer por su pertinacia en cortar calles apropiándose de ellas para ensanchar sus conventos. Fue, por tanto, la actual Calle Angosta, la que sirvió de calle-cuerda o calle maestra para trazar paralelamente y verticalmente las demás calles, debido a la circunstancia que anotamos, de haber partido en línea rectísima desde el único paso hábil de la quebrada de Jerusalem, hacia la primera plaza pública, mejor dicho, hacia la loma de San Juan, donde estaban los edificios indígenas, y sin duda, los corrales de corderos de Huanacauri. Esa calle comunicaría, así, simultáneamente, también el templo de Ñahuira (Panecillo), las casas reales (San Francisco), los aposentos indígenas (Ministerio de Guerra) y Huanacauri. Sobre este evidente patrón aborigen tiene que haberse ajustado la traza de la nueva ciudad por los españoles, en un sitio de topografía tan difícil e invariable. No es posible ingeniar otro trazado que éste, en la topografía de Quito, admitiendo que la única entrada obligada a ella era por un paso que había sobre la quebrada de Jerusalem, cerca del Mercado Sur actual. Porque, si imaginariamente devolviéramos al sitio de Quito su topografía primitiva y natural, veríamos que los peatones no podrían pasar impunemente el Machángara, y luego la hondísima quebrada de los Gallinazos. Es curiosísimo y muy comprobante el hecho reciente de la batalla de los cuatro días de Quito, en que obstruido el paso por Machángara las tropas tuvieron que entrar a la ciudad, exactamente por la misma entrada de los primeros aborígenes de Quito, o sea por la ruta que se vieron forzados a usar también los españoles para entrar en ella y aun para el trazo urbano como ciudad.

Las primeras plazas formadas por los fundadores de Quito demás de la plaza central, es decir, de la plaza cívica que formaron los fundadores en el cuadrilátero ya indicado de las calles Olmedo, Mejía, Cuenca y Pichincha, adecuaron dos lotes de terreno de cuatro solares cada uno, que formaban una manzana, para plaza de feria o mercado; una, que llamaban tianguez,72 y estaba situada al Norte, en lo que hoy es placeta del Teatro Sucre. Otra la situaron en lo que hoy es plaza del Mercado Sur, antes Santa Clara, y la destinaron a ser la primera carnicería. Semejante disposición es correctísima, y se ajusta a las condiciones naturales del país. En efecto todos los valles inmediatos al Norte de Quito, son climatéricamente aptos para agricultura intensiva y no para ganadería, y, todos los valles inmediatos al Sur de Quito, son climatéricamente aptos para ganadería y para agricultura extensiva. De tal manera que por la entrada Norte entrará a Quito siempre la gran miscelánea de la despensa, mientras que por la entrada Sur, vendrá sólo la leche, la carne y productos de gran volumen. El “carretero Norte” fue, es y seguirá siendo una interminable feria móvil; en tanto que el del Sur, sirvió, sirve y seguirá sirviendo sólo de vía de acarreto.

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72 Tianguez: palabra procedente del náhualt tianquixtli, y difundida como mexicanismo con la forma de tianguis. Designa la contratación pública de géneros, así como el lugar en que ésta se realiza.

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La Plaza Mayor, hoy Plaza de la Independencia, vino después, por ello es que la Catedral tuvo que resultar un apéndice de la primera iglesia parroquial, ahora capilla Mayor.

En Eliécer Enríquez (recopilación, prólogo y notas), Quito a través de los siglos, t. II Quito, Imprenta del Ministerio de Gobierno, 1941.

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HOSPITAL EUGENIO ESPEJO

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Fabián Guarderas Jijón Fabián Guarderas Jijón

or lo menos un siglo antes de la inauguración del nuevo hospital Eugenio Espejo, ya se hacía elocuente la necesidad en Quito de construir un hospital que preste sus servicios a los vecinos de la ciudad y que ayude al hospital San Juan de Dios. Solamente existían hospitales en Quito, Guayaquil, Cuenca, Loja, Riobamba, Manabí y Babahoyo; administrados por civiles y en su gran mayoría la atención no la realizaban médicos sino barchilones.73 No existía una Escuela de Enfermería bien preparada ni organizada, siendo las Hermanas de la Caridad las que cumplían esta función. Recordemos que Eugenio Espejo en sus Reflexiones ya indicaba que se debía edificar un hospital en el Batán atendido por mujeres que no sean religiosas para que suplan a los padres belermos a quienes Espejo calificó de groseros e inhumanos. Así, podemos mencionar a Espejo como un adelantado. Fue él quien también avanzó con la idea de la Enfermería Civil en Ecuador.

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73 Barchilones: en Ecuador se ha usado siempre esta palabra con el significado de “enfermeros de hospital”. El término viene de Pedro Fermín Barchilón, famoso peruano que ejerció en Lima muchas obras de caridad, por lo que se difundió la palabra “barchilón”, como peruanismo, con el significado de enfermero sin título.

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San Juan de Dios: primer hospital de Quito, fundado en 1565 con el nombre de Hospital de la Santa Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo. Funcionó de forma ininterrumpida hasta 1974, año en que cerró sus puertas. Vid “El hospital San Juan de Dios”, en Los hospitales de Quito, 1ª parte, de F. Guarderas Jijón, también autor del presente texto.

Los hospitales del Estado y principalmente en Quito el hospital San Juan de Dios y el hospicio de San Lázaro estuvieron siempre relegados en lo que respecta a una atención adecuada por parte del Gobierno. El descuido administrativo fue grandioso, las actas al respecto relatan que la comida y el aseo eran pésimos, existía una convivencia entre hombres y mujeres y existían privilegios para ciertos enfermos. En la segunda mitad del siglo pasado el sueldo anual promedio de un médico era de aproximadamente cuatrocientos pesos. Durante las dos últimas décadas del siglo XIX Quito fue visitada por diferentes científicos y todos coincidían en tres puntos opuestos entre sí, pero reveladores de nuestra realidad: belleza y opulencia de la tierra; afabilidad de sus habitantes y su espíritu abierto a la cultura; abandono de las prácticas de higiene pública e incipiente preocupación por los problemas sanitarios. Los testimonios de Edmond André, Edward Wimper, Karl Wiener y Hans Meyer, entre otros destacados personajes, son tristemente elocuentes, especialmente en el último punto. Quito a principios del siglo XIX contaba aproximadamente con treinta mil habitantes. Sus edificaciones, entre las cuales existían casas de dos pisos, cubrían el espacio entre el hospital San Juan de Dios y la Plaza del Teatro. Se seguían sepultando los cadáveres en los templos (algo que fue duramente combatido por Eugenio Espejo). Espejo indicó también que “hay un solo hospital en la ciudad – el San Juan de Dios- y se desearía que abundaran éstos dentro de cualquier población, pues son los asilos donde va a salvar su vida la gente pobre y desamparada de parientes y benefactores”. Los cabildos tuvieron a cargo la asistencia médica de los pacientes pobres, pero no se entendieron, ni en la marcha de los hospitales ni en su sostenimiento. Los hospitales se encontraban en la misma pobreza que en el coloniaje. El San Juan de Dios74 se encontraba casi abandonado, por lo que el Municipio se vio en la necesidad de ayudar a esta Casa de Salud, los médicos de dicho hospital le hacen saber al gobernador de Pichincha el estado deplorable en que se encontraba esta casa asistencial, el desgreño, el desaseo, la miseria no tenían límites. Un médico indicaba:“hace tres días que los tristes pacientes a mi cargo han dejado de curarse por falta de hilas, esto es, por falta de humanidad, de anhelo, y sobra de indiferencia para con los desgraciados”. En el hospital se hacían las hilas hasta comienzos de este siglo con trozos de telas usadas y lavadas que se encargaban a los pacientes que las deshilen y guarden los hilos en cajas de cartón para que usen los cirujanos los apósitos. Mucho podría agregar respecto a cómo se encontraba el venerable hospital San Juan de Dios, debido a dos razones fundamentales: la primera, el descuido administrativo; y la segunda, un desfase o una no congruencia entre los mandatos médicos de la época y el ya en ese entonces caduco hospital, 111

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por lo que la creación de un nuevo hospital debía ser, como lo dijo el presidente Alfaro en 1908, una prioridad nacional. Desde finales de siglo pasado ya se comenzó a gestar en Quito la idea de construir una nueva casa de salud. De los datos que he podido recabar, las primeras ideas ya concretas de construir un nuevo hospital que reemplace al antiguo San Juan de Dios aparecen hacia 1890. En ese entonces el San Juan de Dios se encontraba deteriorado, desprovisto de ciertos adelantos de infraestructura hospitalaria para la época y ya no daba cabida adecuada y suficiente a la demanda de pacientes. Se procedió a solicitar a la Facultad de Medicina que presente un proyecto acerca de la nueva edificación: planos, lugar, etc. La Facultad delegó al eminente médico Manuel María Casares (quien fue Decano de la misma) para que realice esta labor. Él presentó una comparación entre los hospitales franceses y norteamericanos, las ventajas y desventajas de cada uno; además señalaba ciertas modificaciones o adecuaciones que se requerían para tal obra, basándose en los hospitales de Montpellier, señalaba los detalles de las instalaciones de agua, canalización y la adquisición de un sifón hidráulico que aún no se lo conocía en Quito; además, que por la falta de canalización en la ciudad, sugería la creación de letrinas especiales. Indica la forma de construir la sala de operaciones y el uso de la estufa de Poupinel. Vale la pena mencionar que la legislación progresista de 1892 fue pródiga en ayuda a las necesidades de los hospitales estatales. Lamentablemente el proyecto del Dr. Casares no fue aceptado por el presidente Luis Cordero, especialmente en lo que significaba la ubicación del mismo: al norte, calle Salinas; al oeste, Plaza de la Recoleta; y al sur-este por el río Machángara. Por este motivo Cordero nomina a los doctores Miguel Egas y Rafael Arjona Silva para que propongan otro lugar donde edificar este hospital (fruto de la ilusión de García Moreno y Eloy Alfaro). Los doctores Egas y Arjona proponen que el nuevo hospital se lo construya al sur-oeste del Itchimbía, y que el agua que no existía en el mencionado sitio se la traiga de la Alameda o de la Plaza de San Blas. Como es costumbre en nuestro país, hubo gente que aún sin ni siquiera conocer el sitio propuesto ya sea por Casares o por Egas, se oponía a los lugares indicados por ellos. De todos modos primó la razón y se aprobó construir el nuevo hospital en el segundo sitio, es decir, en el propuesto por los doctores Egas y Arjona Silva. En 1901 la Junta de Beneficencia de Quito vuelve a interesarse por la construcción de esta casa de salud y emprende una campaña altruista para esta digna y necesaria obra, consigue apoyo de algunos filántropos de indiscutido interés por la causa social (como Mariano Aguilera, Alejandro Mosquera,Abel Guarderas, entre otros) y también de la municipalidad quiteña.Y es así que un memorable 23 de mayo de 1901 la salud en el Ecuador inicia un nuevo derrotero al colocarse la primera piedra para la construcción del nuevo hospital; sin embargo, y anecdóticamente, como frecuentemente sucede en nuestro país, se coloca la primera piedra sin existir el terreno debidamente concedido para la obra ni el presupuesto para la construcción del que sería el Eugenio Espejo; en los dos meses subsiguientes se adquiere el terreno a los señores Benjamín Carrión Piedra y Francisco Andrade, gracias a la influencia e interés de la Junta de Beneficencia. Es incuestionable el interés del presidente Eloy Alfaro por mejorar las paupérrimas escalas en lo que se refiere a salud y educación que existían en nuestro país. Recordemos que una de las frases que se hicieron populares en la “Alfareada” fue “hospitales para los pobres, asilos para los ancianos...”; quizá y sin temor a equivocarme, considero que quien más hizo por la educación y salud en nuestro país fue el presidente Alfaro. Sus enunciados no se quedaron sólo en ello. A pesar de la oposición que tuvo, de las trabas que enfrentó el régimen alfarista durante sus varios períodos, fue el que más construyó y aportó con escuelas, colegios, colegios técnicos, normales y militares, hospitales, maternidades, etc., continuando en cierta medida y aunque parezca paradójico por sus contrapuestas ideologías, lo iniciado en parte por García Moreno, aunque debe quedar claro y sin lugar a malas interpretaciones que Alfaro cualitativa y cuantitativamente fue más, influyendo el hecho de que no contó con el apoyo de la iglesia y de su líder máximo, González Suárez, quien ha quedado para la historia como un sacerdote de ambivalente actuación y que pudo haber evitado el salvaje asesinato del Viejo Luchador y no lo hizo. El presidente Alfaro, en 1908, en su mensaje a la nación se refirió profunda y conmovidamente a la pobreza de las instituciones hospitalarias y a la necesidad imperiosa de que se dispongan fondos para su funcionamiento; propuso que se utilicen los fondos de los bienes llamados de Manos Muertas75 para ayudar al desvalido y a la beneficencia. La cooperación de José Peralta76 en todos estos empeños fue de gran eficacia. Sin embargo, el inicio de la construcción del nuevo hospital no se plasmó en hechos hasta 1911. Como había indicado inicialmente, el San Juan de Dios ya no daba abasto a la demanda actual y por lo tanto la creación de un nuevo hospital se volvía imperiosa, por lo que ese año y finalizando la 112

75 Manos Muertas: denominación que se aplicaba a los poseedores de bienes raíces que constituyen una dotación permanente y de la que, por tanto, no se les puede enajenar.

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José Peralta (1855-1937): pensador, polemista y combatiente liberal, firme defensor e ideólogo de Alfaro, fue, tras Montalvo, el gran contradictor de la cosmovisión conservadora de su tiempo.

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77 Gatazo: batalla que sella el triunfo liberal, al mando de Eloy Alfaro, en 1895.Ver la primera nota a pie de página de “La virgen del Quinche es alfarista”, de L. Pérez de Oleas, en este libro.

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“el más antiguo hospital de América del Sur”: no fue el hospital San Juan de Dios el más antiguo de América del Sur, ya que antes se habían fundado hospitales en otras ciudades del continente, como en Santo Domingo (1504), en Panamá (1520), en México (1532), en Cuzco (1556) o en Arequipa (1559), entre otras. El de Quito no se fundó hasta 1565, como podemos leer en “El hospital San Juan de Dios”, de Celín Astudillo, recogido en Los hospitales de Quito, del Dr. Guarderas Jijón, autor del presente texto. 79 Batalla de Pichincha: batalla librada en el Pichincha entre las tropas independentistas de Sucre y las realistas de Aymerich, presidente de la Audiencia de Quito, el 24 de mayo de 1822. Esta batalla determinó la liberación española del Ecuador.

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última presidencia constitucional del General Eloy Alfaro Delgado (1 de enero de 1907- 11 de agosto de 1911) se autoriza que la Junta de Beneficencia venda ciertos bienes de su propiedad para que el producto de esta venta se la utilice en la construcción de un nuevo hospital y maternidad. En el año 1912 a la edificación del hospital que se llamaría Eugenio Espejo se lo declara como obra nacional por parte del gobierno. El nuevo hospital edificado sobre dos plantas estaría conformado por varias salas o pabellones (seis pabellones) separados entre sí, como lo eran a principios de siglo los hospitales franceses y norteamericanos. Los pabellones se dividirían en los que se dedicaban a la atención de clínicas y a los de cirugía. Como no podía ser de otra manera, en un gobierno liberal, el de Juan de Dios Martínez Mera (activo partícipe de la revolución liberal del 5 de junio de 1895, quien además participó en el triunfo de Gatazo),77 se inaugura el Hospital Policlínico Eugenio Espejo en 1933, con una capacidad máxima de internamiento de quinientas camas. Luego de aproximadamente cuatrocientos años de depender la salud de los quiteños del recordado y venerable hospital San Juan de Dios, la capital del Ecuador cuenta con un hospital de arquitectura horizontal y tecnología que se prestó para el buen uso de la ciencia y la docencia por parte de los valiosos médicos que allí comenzaron a laborar y de la facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central que tuvo un espacio moderno donde ejercer la docencia, formando a los nuevos galenos. Al hospital San Juan de Dios, también conocido como hospital de la Misericordia, el más antiguo hospital de América del Sur,78 se le dedicó para el tratamiento de las enfermedades infectocontagiosas, sus pacientes se caracterizaban por ser de muy bajos recursos económicos y en su gran mayoría de procedencia rural.Ya a finales del S. XX este hospital dejó de prestar sus servicios médicos y acertadamente se construyó un museo, para que las nuevas generaciones conozcan dónde se formaron los médicos que hicieron la Escuela Médica Quiteña, desde la época de la Colonia, dónde se sanaron los héroes de la lucha por la Independencia, dónde se trataron los sobrevivientes de la batalla de Pichincha79 y otras gestas históricas, dónde se formaron los médicos padres de la medicina moderna, etc. ¿Por qué Eugenio Espejo? Antiguamente existía la costumbre de designar a todo lo que se podía con el nombre de santos o personajes destacados en la religión católica, época en que la misma influía directamente en las decisiones y obras de los gobiernos del mundo entero. Como alguien lo dijo, fue la etapa histórica en que la cruz se sentaba junto a la espada y en que no se enseñaba a temer a Dios sino al Papa, a los Obispos y a los sacerdotes. Sin embargo las características de la época, los hombres que imprimieron su huella y la presión justa de los médicos porque se reconozca al que muchos señalan como el pionero de la medicina ecuatoriana, hizo que se designe como Eugenio Espejo al nuevo hospital; cabe recordar que dicha costumbre ya se la utilizaba en otros países y no únicamente en los hospitales, sino también en sus pabellones y en las salas de docencia de las facultades de medicina, algo que en parte aquí se ha hecho aunque valiosos docentes aún no han recibido el justo reconocimiento en la ciudad de Quito (Eduardo Estrella, Fausto Villamar, Nicolás Espinosa, entre otros). Eugenio Espejo, o mejor dicho, Luis Chusig o quizá Luis Benítez, fue escritor por vocación y médico por profesión. Criado y educado en el viejo hospital de la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo (Hospital San Juan de Dios), guiado por un médico y boticario de fama y mucha experiencia como fue el betlemita José de Rosario. Gran aficionado a la lectura, autodidacta perseverante que abandona las alegrías de vivir para dedicar todo su tiempo a observar y aprender las disciplinas a las que obliga el arte de curar, le sirvieron siempre para moderar un tanto su pasión y darle serenidad. Se caracterizó siempre, desde su juventud, por ser un amante inefable del estudio, siempre decía que “primero hay que medicar y curar el alma”, fue un héroe civil en las luchas libertarias de la corona española, se destacó como bibliotecario, periodista de gran lustre y una de las mentes privilegiadas en este género, se desempeñó como higienista. Esto lo reconocemos al leer sus Reflexiones médicas, en que demuestra ser un verdadero adelantado a la época; trabajó por la independencia de América con harta perseverancia. Este motivo le produjo varios encarcelamientos y en especial el último donde morirá lleno de quebrantos físicos y sicológicos. Condenó los sistemas monárquicos e indicó que “América debe ser solamente de los americanos”; Eugenio Espejo fue ante todo un reformador en la facultad de medicina, en la salud pública, etc. Dicen que escribía como duende con tintas secretas a diferentes lugares, siempre conspirando contra España, que cuando murió hubo un desfile de duendes por las calles de Quito. Pronto se perdieron sus huesos... Primer director del hospital Policlínico Eugenio Espejo fue designado Manuel de Guzmán, el acta de inauguración del mismo tiene como fecha el día 24 de mayo; el reglamento del hospital, el 14 de julio, y se abre al público el primero de agosto de 1933. Otros personajes que asumieron la dirección 113

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del hospital en sus primeros años fueron Alfonso Romo Dávila, Abel Alvear, Manuel Arroyo Naranjo, Marco Armando Zambrano y Enrique Aray Cedeño. En 1935 se constituye en Quito la Asociación médica Eugenio Espejo en el hospital del mismo nombre. Mucho tuvo que ver esta asociación médica con lo que hoy en día conocemos como Colegio Médico, aunque lamentablemente en los últimos años harto es lo que deja de hacer en beneficio de los médicos este cuerpo colegiado. En 1947, con ocasión de conmemorarse el bicentenario del nacimiento de su patrono, el hospital Eugenio Espejo es solemnemente celebrado y se procede a colocar el busto de Eugenio Espejo en la entrada del hospital. Este homenaje estuvo a cargo en gran parte del eminente médico, ex decano de la Facultad de Ciencias Médicas, Dr. Enrique Garcés. El hospital Policlínico Eugenio Espejo y la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central del Ecuador están estrechamente vinculados entre sí. Las dos instituciones han juntado acciones, esfuerzos, sacrificios, logros y tropiezos por el sendero de hacer salud y para el beneficio de los habitantes del Ecuador. Podemos afirmar sin equivocarnos que ambas instituciones se han juntado umbilicalmente, ambas han sido formadoras de los nuevos médicos, enfermeras, profesionales en salud; sin el apoyo del Eugenio Espejo mucho más hubiese tenido que realizar la Facultad de Medicina, por lo que al hospital se lo ha llamado “la segunda Facultad”; sus salas, laboratorios, quirófanos, pasillos, han sido testigos del trajinar de miles de estudiantes que en su interior recibieron y continúan recibiendo las lecciones más formadoras, en su fin de configurarse como galenos. Destacará aquí el hecho de que en los últimos años dos prestigiosos y destacados médicos de esta institución han sido elegidos como Decanos de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central del Ecuador, a su tiempo: el Dr. Luis Riofrío Mora, jefe del servicio de siquiatría, y el Dr. Ricardo Carrasco Andrade, jefe del servicio de cirugía. El hospital Eugenio Espejo, símbolo permanente de la desatención de los gobiernos de turno a la salud, de la pobreza y las limitaciones, ha cumplido con el país, ha cumplido con la historia. Su compromiso permanente con el desarrollo de la medicina nacional es incuestionable; nadie se atrevería a negar que es el principal hospital de país. A pesar de vivir momentos difíciles, una pobreza agobiante, nada ni nadie puede detener el influjo de esta querida Casa de Salud en la medicina ecuatoriana y en muchos casos latinoamericana. Por aquí pasaron, sólo para nombrar rápida y no completamente, en los últimos años: José Mª Urbina, Arsenio de la Torre, Maximiliano Ontaneda, Nicolás Espinosa, Carlos Sánchez, Julio Enrique Paredes, Jaime Ricaurte, Galo Alava, César Jácome Moscoso, José Arellano,Augusto Estupiñán, Fausto Villamar y muchos otros destacados apóstoles de la medicina ecuatoriana y quiteña especialmente. Ya a fines de la década de los cuarenta y en la década de los cincuenta se aprecia que este hospital ya no se alcanza para atender a los pacientes de una ciudad que crece desordenadamente y que además es punto de referencia nacional en muchos derroteros, también en la salud, igualmente las nuevas aportaciones técnico-médicas ya no son las mismas que en 1911, por lo que apremia construir un hospital que técnicamente se encuentre acorde con los mandatos contemporáneos. Para estas fechas comienzan a primar con mayor profundidad e influencia ciertas ideas o criterios “políticos” oportunistas, mezquinos y equivocados, respecto a la concepción de lo que significa un pueblo educado y sano. Las actuales corrientes de pensamiento político, esas que no se interesan por el pobre y enfermo, consideran un peligro que el pueblo pobre y amenazado en salud se eduque y esté sano, es una paradoja que en pleno S. XX y a puertas del S. XXI existan estos criterios de orígenes de la división de la sociedad en clases, en que el hombre es el peor enemigo del hombre. Conforme pasan los años, las necesidades médicas se incrementan en nuestro país y sin embargo de existir otras casas de salud en la ciudad de Quito, se vuelve urgente el construir un nuevo hospital que reemplace al anterior, debido también a la influencia médica del Eugenio Espejo. Este se ha convertido en un hospital sin paralelo en consulta médica y cada día se tornan más obsoletas sus instalaciones. Por tal motivo durante el gobierno del presidente Jaime Roldós, en 1980, se contrata la edificación de un nuevo hospital Eugenio Espejo, más confortable y de acuerdo a las técnicas hospitalarias modernas. Se adjudica la construcción a la compañía “Solel Bonch”. La primera piedra del nuevo hospital es colocada por el propio Roldós un 24 de mayo de 1980. Pasarán doce años para que esta nueva edificación entre en funcionamiento parcialmente y trece o catorce años para que funcione casi en su totalidad. En el año de 1992 al finalizar el Gobierno de Rodrigo Borja, se procede a inaugurar las primeras instalaciones del hospital siendo director del mismo el Dr. Jorge Andrade Gaibor y subdirector el Dr. Fausto Villamar.Aquí se comienza a atender en los servicios de Consulta Externa, Laboratorio, Rayos X, la Planta Administrativa y el Salón Auditorium.Ya se encontraba funcionando con anterioridad el 114

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nuevo comedor del hospital. Sin embargo el hospital nuevo entrará en funcionamiento de una manera más completa entre finales de diciembre de 1992 y principios de enero de 1993 siendo director del mismo el Dr. Miguel Serrano Vega y subdirectores los doctores Fernando Hidalgo y Juan Proaño, no sin antes entregar la fuerte erogación de un millón de dólares a la compañía constructora por el hecho de que la misma exigía el pago de diez millones de dólares por contratos firmados por gobiernos anteriores y no cumplidos, solamente así la “Solel Bonch” entrega las llaves del nuevo hospital, lamentablemente no existían ascensores y se comienzan a hacer las gestiones para obtener la cantidad de dos mil millones de sucres para la adquisición de los mismos. Como dato anecdótico, menciono que al finalizar la construcción del nuevo hospital y recibir las llaves de éste por parte del Dr. Miguel Serrano, director del mismo, se comprobó que no existía un lugar donde funcione la dirección de esta Casa de Salud, por lo que se tuvo que aprovechar el amplio Hall de la primera planta y así construir esta importante oficina. Las posteriores administraciones del hospital, hasta la actualidad, se han preocupado permanentemente de implementar servicios, adquirir equipos, con el fin de mantener una atención de primer orden y con tecnología de avanzada en beneficio de los usuarios del querido hospital Eugenio Espejo. Actualmente el Eugenio Espejo cuenta con un edificio de doce pisos altos, dos subsuelos, capacidad para atender a seiscientos pacientes hospitalizados, se presta atención en más de treinta y seis especialidades médicas y varias de ellas con sub especialidades, un servicio de emergencias moderno. Farmacia para pacientes internados y público en general, así mismo el mejor auditorium médico del país y modernos sistemas electrónicos de informática. Continúa formando a los estudiantes de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central, tanto en el pre como en el post grado, las escuelas que mayormente se benefician son las de Medicina, postgrados, enfermería y tecnología médica. También presta sus servicios para la formación de los estudiantes de la Facultad de Ciencias Psicológicas de la Universidad Central y de la Escuela de Trabajo Social. Considero, para terminar este breve resumen histórico, que el Eugenio Espejo y en general los hospitales estatales ecuatorianos para poder continuar con el nivel alcanzado y superarlo, lamentablemente no pueden esperar que el Estado todo lo provea. De una manera racional, muy bien estudiada y elaborada se deberán crear e implementar sistemas de financiamiento como la cogestión, venta de servicios, etc., en todos los niveles de atención. Quien puede debe colaborar, aunque sea simbólica su contribución, ayudará a la autogestión hospitalaria e indirectamente se permitirá tratar a los menesterosos, quienes por la división de nuestra sociedad no están en capacidad de pagar por un servicio como el de salud, que es obligación del Estado aportarle gratuitamente y de primer nivel.Ya es hora que dejen de morir pacientes en los hospitales estatales por falta de insumos, ya es hora de que en los hospitales estatales los pacientes dejen de empeorar por causa de su nivel económico, ya es hora de que el Estado se preocupe por la salud del pueblo de una manera activa y responsable. Este compromiso social del Estado es ineludible. El hospital Eugenio Espejo, definitivamente, continuará sirviendo a la comunidad con los mejores especialistas y formando a los nuevos servidores de la salud con sutileza, con arte, con ciencia, con sentido y con espíritu solidario. Esas han sido sus características desde su fundación y esas serán sus huellas que deje en el tiempo, que jamás podrán ser borradas.

En Fabián Guarderas Jijón, Los hospitales de Quito, Quito, Propumed, 2000.

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YAVIRAC – PANECILLO

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Javier Cevallos

Javier Cevallos

Virgen de altar desmembrado, mostrar las manos con indulgencia no hará de ti lo que fuiste. Aleluya, aleluya, y que nos dejen en paz.

Ave María de los Siete Patios, que en tus zaguanes se recree el dolor, los oscuros designios del corazón ambiguo, sufrimiento entre sufrimientos. Escúchanos, Madre de la Desolación; tú, La Que Pisas Serpientes, arcángel de mirada lúbrica y entendimiento espeso, tronos, dominaciones, entumecimiento espiritual de esta ciudad atiborrada de mugre y escándalo, lujuriosamente casta. Tus ojos miran con misericordia, pero tu cuerpo es verdugo. Salve María de la Calle Tortuosa de la covacha miserable, miseria tan cierta como tus alas plateadas. Que tu bendición se quede con nosotros. Y no más aleluyas, virgen velada. No más aleluyas. Que el silencio de las calles sea tu palabra indefectible, la punta de lanza, el sortilegio místico; en la hora de la hora... No podrás detener aquello con lo que te arrastras, la seducción de los mantos orlados de oro, atrayentes, vertiginosos. Ya son visibles a los ojos de los inmolados.

En Javier Cevallos, La ciudad que se devoró a sí misma, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2001.

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VIVA LA GALLINA CON SU PEPITA

18 Cristóbal de Gangotena y Jijón Cristóbal de Gangotena y Jijón

l convento de Agustinos de Quito fue el cuarto de frailes que se fundó en la ciudad, en donde ya, por aquella época, principiaban a levantarse las suntuosas fábricas de San Francisco, La Merced, y Santo Domingo.

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80 ¡Ecce homo!: palabras latinas que se traducen como: ¡He ahí el hombre! Se conoce por Ecce homo la representación de Cristo coronado de espinas y con una caña como cetro.

Gracias a la real munificencia y a la caridad de los vecinos, a mediados del siglo XVII, el convento que ahora conocemos estaba ya en pie, si no alhajado y decorado enteramente, y los Agustinos de Quito, que primero dependieron del Provincial de Lima, se habían erigido en Provincia aparte. Mayor estimación de la grande que ya gozaba en el pueblo religioso la Orden del Gran Padre de la Iglesia, que, en sus comienzos aquí, había contado entre sus hijos a varones eminentes en virtud, vino a darle la milagrosa llegada al convento de Quito del Señor de la Buena Esperanza. Un buen día vieron los quiteños atravesar las calles de la ciudad a una mula torda que, cargada de un gran cajón, se dirigió, sin que ningún arriero la guiara, a San Agustín. Llegaba al pretil de la Iglesia, en que se abría la puerta de la santa casa, la mula, al parecer agobiada con su carga, allí se echó. Como embarazara la entrada, el lego portero y los fámulos del convento trataron de levantarla, mas todos sus esfuerzos fueron vanos.Vanas fueron también las tentativas de los pasantes que se juntaron para ayudar al lego y a algunos religiosos: la mula era insensible a los golpes que le daban. Desembarazáronla de su carga, y, apenas libre de ella, se levantó el animal y echó a correr calle abajo sin que nadie pudiera seguirla... Allí quedara en el pretil el gran cajón, si caritativamente no lo entraran en la portería del convento para que pudiera encontrarlo en buenas condiciones quien lo reclamara. Avisados de la novedad Provincial y Prior, juzgaron que sería bueno abrir el misterioso bulto para saber su contenido: de esta manera, tal vez, se averiguaría el dueño. Grande fue el asombro de los religiosos al ver lo que la mula les había traído: el cajón contenía una hermosísima imagen de Cristo, de tamaño casi natural, sentado en una silla y en la actitud dolorosa el Redentor del Mundo cuando fue expuesto a la burla de los judíos, a las voces del pregonero que decía desde el pretorio de Pilatos: ¡Ecce homo!80 Entusiasmados con suceso tan extraño, los frailes daban voces, y a ellas acudían los vecinos. La nueva de la milagrosa llegada del Señor se esparció volando por la ciudad y pronto se vio llena de gente la portería del convento. Los circunstantes, para tributar la debida veneración al Señor, pedían que la imagen fuera llevada a la iglesia, y así lo deciden los religiosos, felices de adornar su templo con joya tan preciada, que sin duda, Dios mismo les enviaba de manera tan fuera de lo común. Pero otro prodigio les esperaba: Era tal el peso de la sagrada escultura, que las fuerzas unidas de todos los frailes del convento, de los circunstantes todos, no fueron poderosas para levantarla. En esto se vio, dice la tradición, la voluntad que demostraba el Señor de quedarse allí adonde se había hecho conducir. Ante el prodigio, resolvióse que la escultura quedara allí, y desde entonces en Quito se le llamó El Señor de la Portería. Ya en otra de estas leyendas, -“Ir por lana”- conté los gatuperios del viejo verde del Doctor Vega, Oidor de la Real Audiencia que, por su Majestad, residía en esta Muy Noble y Muy Leal Ciudad de San Francisco de Quito. Pero no dije que uno de los corchetes que a su merced el Alcalde Don Pedro Buendía acompañaban en la ronda que perseguía el pecado público, al recibir el portazo que ciertos bultos le dieran, al escurrirse en una casita del barrio del Beaterio, quedara herido en un ojo. Llamábase el tal corchete con el vulgarísimo nombre de Juan Pérez. 119

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Cuantos remedios le aplicaran físicos, curanderos y comadres resultaron vanos. Médico hubo, de los poseedores de secretos, que al experimentar uno en el infeliz, le hubo de hacer recordar el viejo refrán:“Dios me libre de físico experimentador y de asno bramador”... La herida se infectó, y Juan Pérez perdió su ojo. Desesperado de hallar remedio en la medicina terrestre, puso su esperanza en Dios, fuente de todo bien, y en su Hijo divino, que, con un poco de lodo amasado con saliva, había devuelto la vista al ciego de nacimiento. Venerábase, como ya dije, entonces, en la portería del convento de San Agustín de Quito, como hoy en su iglesia, al Señor de la Buena Esperanza. Ante la portentosa imagen ardían constantemente dos lámparas, por medio de cuyo aceite había obrado Dios grandes prodigios en todas las dolencias de este miserable barro en que encerró su soplo divino, cuando hizo al hombre. En su miseria y desolación Juan Pérez ocurrió a la piedad del Cristo que dijo: “venid a mí los que lloráis, que os consolaré; los que estáis cargados, que yo os aliviaré”. Deshecho de lágrimas ante la imagen hierática, trasunto de todos los dolores humanos que Nuestro Salvador tomó sobre sí, el corchete clamábale ferviente, a la par que se frotaba los ojos con el bálsamo de salud. Los días se le pasaban al pobre Juan Pérez en oración fervorosa en la portería de San Agustín, mas Dios, sin duda, quería probar a su siervo, porque su ojo enfermo cada día se irritaba más y más, y aún el otro, el sano, principiaba a inflamársele... Lleno de fe, sin embargo, continuaba sus clamores y plegarias y continuaba las unciones del aceite milagroso. Y llegó día en que tal fue la prueba a que Nuestro Señor sujetó la paciencia del devoto, que el ojo que había estado sano, se puso en estado tal de irritación, sin duda por las quemantes lágrimas derramadas, que Juan Pérez ya no pudo ver la faz dolorosa y hermosísima de la imagen del Señor. En este punto y en trance tal, el desolado corchete comprendió que había tentado a Dios, pidiéndole un milagro, en su criterio utilísimo para él, pero inútil, tal vez en los inescrutables designios de la Divina Sabiduría. Arrepentido de su temeridad, ya no se untó más el aceite milagroso, y, reprimiendo las lágrimas que le irritarían más los ojos, cesó de llorar, y mas, a grandes voces decía: - ¡Señor, a quien me consagro! Ya no quiero más milagro, si no el que yo me traía. Habiendo, en su profunda humildad, reconocido que no se debe tentar a Dios pidiéndole cosas extraordinarias, y cesando en la aplicación del prodigioso bálsamo, la irritación del ojo que había sido sano cesó, y Juan Pérez pudo volver a contemplar siquiera de lado, la imagen del Señor.Y Contento de hallar su ojo, se volvió sin más antojo de milagro... Como en toda tierra de cristianos se cuecen habas, esto mismo cuenta Montalbán del Cristo de Zalamea,81 en No hay vida como la honra.

En Cristóbal de Gangotena y Jijón, Al margen de la historia, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 4tª. ed., 1969.

81 Montalbán: Juan Pérez de Montalbán (1602-1638) fue un dramaturgo español, autor de más de 60 comedias influidas por Lope de Vega, de quien fue amigo y biógrafo.

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