El Amor Mas Grande Que La Fe

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OM-101-01

“EL AMOR MAS GRANDE QUE LA FE”

Explicado por el Maestro OMRAAM MIKHAËL AÏVANHOV “En el momento que decidís abrazar una religión o una filosofía espiritualista y aplicar sus principios, os encontráis no sólo con dificultades a causa de los esfuerzos que debéis realizar vosotros mismos, sino también con dificultades con vuestro entorno que no comprende necesariamente los cambios que se han producido en vosotros. Pues bien, sabed que el modo como resolvías estas dificultades, será el que revelará la calidad, la autenticidad de vuestra fe. No debéis decir: “Voy a cambiar completamente mi vida sin importarme lo que piensan a mi alrededor, esto no mi incumbe” Pues sí, sí que os incumbe porque vuestra vida espiritual dependerá de la manera que hayáis resuelto este problema, En la medida que os sea posible, no hagáis sufrir a los demás ni lee abandonéis. Recordad que el amor es siempre más grande que la fe.”

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INDICE DE MATERIAS I La incertidumbre del hombre moderno II La duda destructora: unificación y bifurcación III La duda saludable IV «Tu fe te ha salvado» V ¡Qué te suceda como has creído! VI Solo nuestros actos dan prueba de nuestra fe VII Conservar la fe en el bien VIII «Si no os volvéis como niños» IX El amor más grande que la fe X Como fundar nuestra confianza en los seres XI «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» + Referencias Bíblicas

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Presentamos a continuación solo Capítulo IX. Para obtener los XI Capítulos debéis dirigiros al Centre Omraam – [email protected] y si la petición no viene de España o Colombia donde se pueden encontrar estos libros en las librerías, (ver IZVOR 239) os los remitiremos en PDF como de costumbre. Gracias por vuestra comprensión.

Adjuntamos aviso para estas nacionalidades

IX EL AMOR MAS GRANDE QUE LA FE La tendencia natural de aquellos que descubren la fe, es la de hacer inmediatamente participes de este descubrimiento a los demás: han encontrado la verdad, han encontrado la salvación, y algo les dice que deben anunciar a todos esta verdad y esta salvación. Luego, cuando alguien cae en sus manos, le predican, le sermonean: como sólo desean su bien, deben ser escuchados. Pues bien, sabed que esta actitud no es psicológicamente correcta. Por muy grande que sea vuestro entusiasmo en la religión o en la enseñanza espiritual que habéis descubierto, no empecéis por predicarla a los demás. Primero, porque las personas están hartas de oír sermones y no creen en ellos; lo único capaz de convencerles es el ejemplo, la manera en que os manifestáis. Y en segundo lugar, porque esta conducta no es tampoco psicológicamente correcta para vosotros mismos. La fe es algo que se debe vivir en lo más profundo del ser, a fin de que aquello en lo que creéis se convierta en vosotros en carne y hueso. Entonces, si os ponéis a predicar, a diestro y siniestro, algo en vuestro interior se desmorona, y al menor obstáculo, a la más mínima sacudida, vuestra fe será quebrantada. Aunque permanezcáis aferrados a unos principios y a unos dogmas, rápidamente dejarán de corresponderse a aquello que está vivo en vosotros, y os endureceréis, os secaréis, porque la fuente de esta fe se habrá agotado. Hay que encontrar medios muy sutiles para expresar la fe, sino ésta se pierde, o aún peor, rápidamente se convierte en fanatismo.

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Solamente el amor puede inspiramos estos medios sutiles para expresar la fe. Porque el amor es más grande que la fe. Así lo dijo san Pablo en su primera epístola a los Corintios: «Aunque tuviera el don de la profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy.» Y en otro fragmento: «A hora subsisten la fe, la esperanza y el amor, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es el amor» Amar a Dios es más importante que creer en Él. Vosotros diréis seguramente que tanto una cosa como otra han causado muchos estragos. Y es cierto. Siempre ha habido fanáticos que, bajo el pretexto de amar al Señor, sólo pensaban en cortar la cabeza de aquellos a quienes llamaban paganos, impíos, infieles, herejes. ¡Se imaginaban que así complacerían al Señor! Si masacraban a toda esta gente, es porque, según ellos, su alma hundida en las tinieblas y el pecado, no cesaba de ofender a Dios: enviándolos al otro mundo i les impedían que continuaran en el error! Tantas abominaciones han sido cometidas en nombre del amor a Dios, que cada vez más, aquellos que hablan de este amor, sólo atraen sospechas. En la actualidad, desean volverse hacia los humanos y abandonar esta Divinidad lejana, imaginaria, que sólo era una excusa para perseguirles. Pero lo cierto es que, si no se aprende primero a amar a Dios, no se sabrá cómo amar a los humanos, solamente se les ocasionará perjuicios, puesto que este amor no será ni inteligente ni iluminado. No hay que confiar demasiado en lo que sale del corazón del hombre, porque si este corazón contiene ciertamente cosas buenas, también contiene codicia, violencia, interés, posesividad, celos. Pues sí, el corazón humano es una caverna oscura de la cuál pueden salir monstruos; es preciso pues purificarlo, iluminarlo, lo que sólo podremos conseguir si aprendemos a dirigimos hacia el Creador. Incluso aunque estemos pensando en las criaturas, nunca

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debemos olvidar al Creador para no perder la correcta orientación. Tanto aquellos que han predicado el amor a los hombres, como aquellos que han predicado el amor a Dios, fueron culpables de faltas muy graves, y los ateos masacraron tan ferozmente a sus vecinos como los creyentes. No merece aquí la pena efectuar largas demostraciones: el ejemplo de países sometidos a regímenes políticos que se esforzaron en combatir cualquier forma de religión y espiritualidad, es bastante elocuente; pero no por ello los humanos fueron más libres ni más felices. La culpa no la tiene la religión, sino los humanos que no ven la necesidad de estudiarse a sí mismos y buscar los mejores medios para mejorar. Y por esto estropean todo lo que tocan: la religión, pero también la filosofía, la política, la ciencia, el arte, etc. Cada uno de estos campos se convierte en lo que los humanos desean. Entonces, en vez de preguntarse si es mejor amar a Dios o a los hombres, sería más útil decidirse en realizar un trabajo interior. Todos aquellos que no consideren este trabajo como prioritario, solamente podrán manifestarse como seres maléficos; ya sea con su familia o en la sociedad, sólo causarán perjuicios. Y por esto no cesaré de repetiros que lo más importante es ver claramente las dos naturalezas: la naturaleza superior y la naturaleza inferior, que conjuntamente constituyen el ser humano. Cuando os encontréis a alguien, no os imaginéis que tendréis muchas referencias de él sabiendo que es obispo, príncipe, presidente, ministro, profesor, médico, abogado, jefe de empresa, obrero, campesino, etc. Ni tampoco sabréis nada más si os dice que está o no casado, que tiene o no tiene hijos: su posición social no os da ninguna garantía sobre el modo en que va a comportarse. La naturaleza inferior en el hombre, no tiene otra preocupación más que buscar el terreno donde se encuentre más cómoda para manifestar sus

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necesidades de dominio, saciar su codicia y satisfacer su ambición, y estas condiciones las puede encontrar tanto en las actividades de un obispo, de un hombre de negocios, o de cualquier otra persona. Aquél que no ha trabajado en el control de su naturaleza inferior, no puede pretender saber lo que es el amor: no ama ni a Dios, ni a los humanos. El amor es una fuerza cósmica que impregna la totalidad de nuestro psiquismo. Pero se puede observar que el amor hacia los humanos adopta diferentes formas según se manifieste a través del intelecto, del corazón o de la voluntad. Estas manifestaciones se denominan, según el caso, indulgencia, bondad o caridad. Provienen de fuentes diferentes de nuestro ser, y aunque estén vinculadas entre si, como ahora veremos, sin embargo no son de idéntica naturaleza. Aunque la indulgencia es una cualidad del corazón, está fuertemente influenciada por el intelecto. Sólo aquél que sea verdaderamente inteligente puede ser indulgente. ¿Por qué? Cuando se comprende mejor lo que es un ser humano, los diferentes factores que constituyen su naturaleza profunda, la influencia que puede ejercer en su comportamiento, las condiciones en las que vive, las dificultades que halla, incluso aunque no actúe muy correctamente, no podemos mostramos demasiado severos con él. Continuamos estando lúcidos, porque precisamente una de las cualidades del intelecto es la lucidez, pero somos también más comprensivos. Aquél que posee ciertas cualidades del corazón, pero que no tiene inteligencia, ni tampoco tiene una visión amplia de las cosas, rápidamente se convierte en huraño, intolerante, despiadado. Nada es más revelador de una falta de inteligencia que la falta de indulgencia, que implica una falta de comprensión. La historia nos muestra de qué modo los cristianos, llenos de amor hacia Dios, e incluso de caridad hacia los humanos, persiguieron, encarcelaron y quemaron a los seres más nobles y

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puros; mientras que otras personas, que quizás no tenían tanto amor, dieron prueba de tolerancia, respeto y humanidad, porque eran inteligentes. Diréis: «Pero las personas que tienen un intelecto desarrollado, también tienen un sentido crítico desarrollado, carecen generalmente de indulgencia, incluso pueden ser muy dañinas.» Pues bien, es debido a que les falta la verdadera inteligencia. Cuanto mejor se comprenden las cosas, más se amplía el campo visual, y tanto más uno se vuelve inteligente e indulgente. La bondad, por sí misma, está más influenciada por el corazón que por el intelecto, y por esto generalmente se dice que las personas buenas son un poco tontas: tienen tal necesidad de ayudar a los demás, que son ingenuas y se dejan fácilmente engañar. Pero la bondad también está muy relacionada con la voluntad. Aquél que es bueno, siempre se ve empujado a manifestar esta bondad mediante acciones; se desvive en apoyar a los demás, corre a ayudarles, e incluso les riñe para sacarlos de sus dificultades; a menudo, bajo un tosco caparazón, se esconde un corazón muy bueno. Pero aunque no sea una cualidad del intelecto, la bondad, más aún que la inteligencia, representa una forma de inteligencia, ya que no se contenta con mirar por los demás, sino que actúa para su bien. Aquél que consagra sus facultades mentales, su tiempo y sus fuerzas en acudir en ayuda de su prójimo, es el más inteligente, porque la verdadera inteligencia es olvidarse de uno mismo para ponerse al servicio de los demás. En cuanto a la caridad, debería representar el más alto grado de amor, ya que esta virtud, junto con la esperanza y la fe, constituye una «virtud teologal», es decir: que tiene a Dios por objeto. Originariamente, pues, la «caridad» designaba el amor del hombre hacia Dios del cual provenía ineludiblemente el amor hacia el prójimo: el hombre que ama a Dios, debe también amarle a través de su prójimo. Desgraciadamente, esta palabra «caridad» terminó perdiendo, con el tiempo, su significado sublime, y lo que

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actualmente se llama caridad, se expresa por actos que pueden no ir acompañados de ningún verdadero sentimiento. Muchos «hacen caridad» porque la Iglesia y su familia les enseñaron que hay que dar a los pobres, socorrer a los desgraciados. Entonces, entregan algunas monedas, o se deshacen de objetos viejos que ya no necesitan, y se quedan tan tranquilos. Pues bien, esto no tiene nada que ver con la bondad. Incluso aunque la bondad se manifieste mediante actos, no queda limitada a estos. Se necesitan varias vidas para que el ser humano pueda verdaderamente desarrollar esta virtud, mientras que la caridad es a menudo el producto de una mínima educación. ¡Cuántas personas «caritativas» envenenan la vida de sus hijos, de sus amigos, de los que les rodean! Quizás ofrecen donativos a la iglesia y hacen muchas obras de caridad, pero son persanas detestables. Existen muchas personas caritativas, pero hay pocas verdaderamente buenas. La indulgencia, la bondad, la caridad, son pues aspectos del amor, pero el verdadero amor, todavía no se conoce. Concierne a todo el ser, y sólo aquél que trabaje en desarrollar armoniosamente su intelecto, su corazón y su voluntad, puede conocer el amor, sentir el amor, vivir el amor y dar amor. El verdadero amor es un estado de conciencia, el más elevado que pueda alcanzar un ser humano. Es la conciencia divina en su plenitud. Aquél que sea alcanzado, aunque sólo sea por un breve instante, por este amor, cae casi fulminado. Lo que entonces siente es tan bello, sublime, que no puede soportarlo, pero es este amor el que le ilumina, le da vida y le resucita. Evidentemente, no hay nada en común entre este estado de conciencia y lo que generalmente se denomina el amor, que a

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menudo no es en realidad más que un montón desordenado de sentimientos. Es más fácil creer que amar. Creer no os obliga a abriros a los demás, a trabajar, a ir hacia ellos, a hacer sacrificios por ellos. Uno cree, y se siente orgulloso de sus convicciones, que llega incluso a defender a capa y espada sin sentirse obligado a manifestar comprensión, simpatía, o sentimientos de servicio y devoción hacia los humanos. Mirad en la historia: no sólo la religión produjo todo tipo de horrores y atrocidades, sino que igualmente aquellos que los cometieron, estaban convencidos de haber cumplido con su deber. Encarcelar, masacrar, devastar, quemar a los «herejes», a los «infieles», sin ninguna consideración de humanidad, esto era manifestar su fe. E incluso, algunos estaban convencidos que de este modo actuaban por amor al prójimo: condenándolos a la hoguera, les salvaban de las llamas del Infierno y de la condena eterna: ¡ Son extraordinarias las locuras que el fanatismo pudo hacer germinar en la cabeza de ciertos cristianos! Y Dios, evidentemente, les recompensaría por estas buenas acciones ... Pero ¿habían primero preguntado al Señor si Él estaba de acuerdo en que masacraran a sus criaturas? Es la primera pregunta que deberían plantearse todos los que, aun en nuestra época, se proclaman «luchadores de la fe» y se imaginan ser instrumentos de la voluntad divina. Pues, en realidad, ¡cuántas cosas hay que conocer y llevar a cabo antes de convertirse verdaderamente en un instrumento de la voluntad divina! ¡Tantas personas confunden su propia voluntad con la voluntad divina! Una idea, un deseo les pasa por la cabeza, una convicción los lanza hacia este u otra dirección, y ya está, ¡ejecutan la supuesta voluntad de Dios! Pero para conocer la voluntad de Dios y convertirse en el instrumento de esta voluntad,

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hay que trabajar sin descanso para librarse de sus debilidades y sus limitaciones. ¿Cómo Dios podría dirigirse a instrumentos tan imperfectos para darles a conocer su voluntad? Hay que comprender que también aqui juega la ley cósmica de la afinidad: el hombre sólo puede entrar en relación con las entidades, las corrientes que corresponden a lo que lleva dentro de sí, y muchos de los que se imaginan cumplir la voluntad de Dios, en realidad se están poniendo al servicio de entidades tenebrosas. Para el cristiano que quiere convertirse en instrumento de la voluntad divina, sólo hay una cosa a hacer: ajustarse a las enseñanzas de Jesús en los Evangelios. Lo que allí se dice es simple y claro. Tomad sólo los versículos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu espíritu, así como amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Entonces, aquél que trabaja sinceramente en situar al Señor en el centro de su vida y aprende a obrar con honestidad, bondad, indulgencia hacia su prójimo, puede aspirar en convertirse un día en instrumento de la voluntad divina. Hasta ahí, vivirá en la quimera. Mientras no se purifique, mientras no ponga orden en su ser, no se convertirá en instrumento de la voluntad divina, sino más bien de todos los diablos que intentan penetrar en los humanos. La verdad es que los fanáticos son, en el fondo, incrédulos: si no respetan la fe de los demás, es porque ellos mismos no han comprendido sobre qué principios deben fundar la suya. Esto me recuerda un episodio de mi juventud, en Bu1garia. Tan a menudo como podía, realizaba el ascenso al monte Mussa1a. Un día, cuando descendía, vi de repente a un hombre dirigirse hacia mí. Después de habernos saludado, sacó un libro de su bolsillo. Era la Biblia, y se

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puso a 1eerme varios versículos que comentaba con un tono agresivo, 1anzándome miradas furiosas. Evidentemente, había escogido los fragmentos donde se hablaba de la cólera divina y de los castigos. En un momento dado, me contó que era pastor protestante. No hacía falta que me lo dijera: ¡me lo figuré enseguida! Empecé escuchándole pacientemente ... Evidentemente, he olvidado lo que me contaba excepto que se trataba de la fe, del pecado y de la condena eterna; recuerdo sobre todo que hacía mucho frío, puesto que el monte Mussa1a tiene una altitud de cerca de 3000 metros. Al cabo de un rato, ya cansado de este discurso amenazador, le interrumpí: «Señor pastor, os estoy escuchando, y puesto que sois pastor, puedo decide, en primer lugar, que si hubiera leído mejor los Evangelios, no estaría ahora lanzando rayos hacia mí y hacia todos los pobres humanos. Si desea convencerme de que no existe nada superior a la Biblia, por la cual, en nombre de vuestra fe, estaría dispuesto a sacrificar a toda la raza humana ... Pues bien, por mi parte, le aseguro que si yo tuviera que elegir entre la Biblia y usted, tiraría este libro allá, por el precipicio, mientras que en cuanto a usted, que es una Biblia viva, haría todo lo posible para mantenerle sano y salvo.» No sabría describiros la expresión de estupor que entonces cruzó por su rostro. Evidentemente, mis palabras le escandalizaron, pero por otra parte, creo que le debían haber gustado porque su tono se suavizó. Quizás pensó: «Oh, he aquí a alguien que por lo menos me aprecia verdaderamente, puesto que, entre la Biblia y yo, es a mí a quién ha elegido salvar.» Acababa de aprender que él era una Biblia viva. Y luego, como vi que estaba temblando de frío, y quizás también un poco de otra cosa, le llené una taza con agua caliente de

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mi termo y se la di: «Venga, ahora beba un poco.» Tomó la taza y empezó a beber. Bebía ... y me miraba ... bebía ... y me miraba. Y yo también me puse a beber, y todo fue mucho mejor. ¡He aquí una conversación en el monte Mussa1a con un pastor que se imaginaba estar cumpliendo con su misión, ¡amenazándome en nombre de la Biblia! La palabra «Biblia» significa libro. Pero la verdadera Biblia, el verdadero Libro, es el Libro de la Naturaleza viva, es decir el universo que Dios creó, y el ser humano que Él hizo a imagen de este universo y al que insufló su espíritu. Todos los libros sagrados tienen su origen en este gran Libro, y cada uno sólo representa algunos fragmentos del mismo. Sólo el Libro de la Naturaleza está completo y es indestructible, y sino aprendéis a leerlo, podréis pasar toda vuestra vida leyendo la Biblia y no comprenderéis gran cosa. Los fanáticos se empeñan en esgrimir la Biblia, el Corán, u otros textos sagrados que aunque sean de inspiración divina, nunca podrán sustituir a este libro en el que el Creador lo ha inscrito todo: el hombre. Y este libro posee lo que ni la Biblia ni los demás libros sagrados tienen: una alma y un espíritu vivos, inmortales. Como los teólogos no han sabido descubrir todos los misterios del ser humano, por esto no han sido capaces de descifrar correctamente la Biblia. Seguramente, si me oyen decir esto, protestarán y discutirán. Pero yo no tengo tiempo para discutir, yo sólo sé que si existen los libros sagrados, es porque hubo seres capaces de traducir las realidades espirituales que descubrieron en sí mismos y en el universo. Los humanos son extraños: se enorgullecen y vanaglorian de todo tipo de cosas insignificantes, pero permanecen inconscientes de aquello que les vuelve realmente preciosos, irremplazables, únicos. Que el Creador les haya hecho a su imagen y semejanza, y que contengan en sí todas las maravillas del Cielo y de la tierra, esto no

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les despierta un interés particular. Pero un libro, entonces sí ¡esto ya tiene valor! Y por causa del libro han masacrado a millones de criaturas. Los libros sagrados de todas las religiones son obras preciosas, no seré yo quien diga lo contrario; pero un ser humano es aún más precioso porque está vivo y lleva dentro de sí a todo el universo. ¿Para qué queremos salvar los libros, si hay que perseguir a los verdaderos libros, a los libros vivos? ¿Creéis que si los Libros sagrados desaparecieran no habría ya manera de encontrar la verdad? De ningún modo. Se podrían recuperar de nuevo, porque su origen está allá arriba, en el zodiaco, en las estrellas, y también en el ser humano. Pero en vez de comprender esto, los teólogos se aferran a los textos: anotan, comparan, comentan. Sería mejor que dejaran un poco estos textos y fueran a mirar a otra parte, más arriba, más lejos, en la vida, y ¡así comprenderían mejor! Porque estos textos están ahí inmovilizados, mientras que la vida evoluciona, y los humanos necesitan tener otros alimentos. Interpretar textos es ciertamente interesante, intelectualmente interesante, pero para la vida espiritual, esto no nos lleva muy lejos. La fe sin amor engendra fanatismo, y esto es lo peor que les puede suceder a los humanos, porque les hace perder el espíritu y se convierten en monstruos. Sólo tienen el nombre de Dios en la boca, y están dispuestos a aniquilar a todo el mundo para glorificarle ... Pero cuando deben afrontar pruebas, cuando son víctimas de catástrofes: epidemias, inundaciones, terremotos, hambrunas, etc., ¿quién acude a socorrerles? Los incrédulos. Porque los creyentes están ocupados en mascullar oraciones al Señor para que sea Él quien acuda en ayuda de las víctimas. O aún peor, algunos interpretan estas desgracias como un castigo celeste, y se regocijan de que Dios haya derramado su cólera sobre los infieles.

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Verdaderamente, uno se pregunta cuál es ese fermento de insensibilidad que contiene la fe. Y por esto son los creyentes los que desaniman a menudo a los demás a creer. Con unos conceptos tan estrechos, se encierran en su religión y ofrecen una imagen repelente y monstruosa de la Divinidad. Lo que no les impide repetir que Dios es Amor. ¡ Se les ha dicho esto, y ellos lo repiten! Pues bien, ahí deben todavía progresar mucho si realmente quieren que los demás crean que su Dios es Amor! La fe y el amor no son, en principio, dos mundos separados, sino que están entrelazados y se sostienen. Pero mientras no se comprenda lo que es la fe verdadera, no puede haber amor. Y viceversa, mientras no se sepa manifestar amor.cno se puede pretender tener fe. Está bien tener fe y defenderla, pero desear imponerla a los demás no, y esto ya no se llama fe, sino fanatismo. Cuántos piensan que puesto que han encontrado la verdad, tienen el deber de ir a predicarla por todas partes. No, porque lo primero que se debe saber, es que solamente hay verdades subjetivas. Aunque todos los humanos posean una estructura idéntica (todos tienen un espíritu, un alma, un intelecto, un corazón y una voluntad), todos son diferentes en cuanto a su sensibilidad, a su comprensión, a sus necesidades y a sus aspiraciones, y por consiguiente, no pueden tener la misma percepción de las cosas. Entonces, cuando se pelean pretendiendo cada uno de ellos poseer la verdad, esto no tiene ningún sentido. Diréis: «Entonces, ¿la verdad no existe?» Si que existe. Cuanto más el hombre se eleve interiormente, más se desprende de sus intereses personales, egoístas, más se purifica y se deja penetrar por la luz divina, más se acerca a la verdad. Pero es imposible asegurar si algún día podrá conocer la verdad como principio absoluto. Lo único que se puede afirmar con certeza, es que despojándonos de todas las capas opacas que nuestros pensamientos oscuros y mal dominados crean a nuestro alrededor,

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nos acercamos a ella. Y entonces, ya no tendremos ninguna necesidad de predicar a los demás ni de combatidos. La verdad nunca llegará a presentarse ante nosotros como una evidencia que se impone, y aún menos podremos de inmediato imponerla a los demás. Somos nosotros los que a través de nuestra vida psíquica, ordenada y razonable, seremos capaces de encontrar la verdad ... o quizás no la encontraremos jamás. La verdad es tan sólo el resultado de nuestra capacidad de perfeccionamiento. Entonces, es necesario que muchos cesen de vanagloriarse de pertenecer a la única verdadera religión. Lo importante no es su partida de bautismo, sino los esfuerzos que efectúan cada día para despojarse de sus debilidades: éste es el único signo indicador de que pertenecen a la verdadera religión. Los creyentes deben desprenderse de esta ilusión de que sus creencias son artículos de fe válidos para todos. Si decidís seguir una enseñanza espiritual, no vayáis contándolo por todas partes, tratad de aplicarla razonablemente, y dejad a los demás tranquilos. Esta precaución es especialmente útil al principio, porque es al principio cuando interiormente no somos sólidos ni estamos bien armados. No es nada fácil comprender lo que es verdaderamente la espiritualidad; entonces, aquél que no comienza por estar bien consigo mismo, puede ser arrastrado hacía comportamientos aberrantes. Con la excusa de que hay que desprenderse de la materia, algunos «espiritualistas» caen en excesos inversos, llegando hasta el punto de dejar de tener en cuenta la higiene, la estética, o el simple sentido común. ¡Como si el espíritu pudiera sentirse feliz en la suciedad, la fealdad y la locura! Quizás diréis: «Pero algunos ascetas ... » Oh! No es del todo seguro que todos los que aparecen como ascetas se hayan realmente acercado al espíritu. La búsqueda de privaciones, puede no ser más que una manifestación patológica. Hay personas que disfrutan con el sufrimiento y los malos tratos, así como

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otras se revuelcan en los placeres. Esto no es una prueba de espiritualidad. Y ahora, abordaré un tema delicado. Aquél que, debido a que siente que éste es su camino, decide seguir una enseñanza espiritual, es inducido a cambiar muchas cosas en su modo de pensar y en sus costumbres de vida. Esto no es siempre fácil para él, pero tampoco él está solo: tiene familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo que corren el riesgo de no aceptar estos cambios, puesto que les afecta asimismo en sus costumbres. Entonces, ¿qué hacer? Cuando os encontréis es esta situación, puesto que de una manera u otra no podréis evitarlo, demostrad que habéis comprendido que el amor es más grande que la fe. Intentad al máximo no hacer sufrir a los demás, y sobre todo, no les abandonéis. Si por vuestro comportamiento excesivo, fanático, alguno de ellos se vuelve agresivo y se hunde en su materialismo porque queréis demostrarle excesivamente vuestra espiritualidad, entonces seréis responsables. Si sabéis mostraros comprensivos, pacientes, quizás logréis que acepte vuestra nueva vida. Mientras que si sois intransigentes, no sólo no le convenceréis, sino que lo volveréis aún más hostil, crítico, vengativo y os embarcaréis en tantas complicaciones, que incluso puede ser que cometáis graves errores. Puesto que la fe, las creencias no están separadas de la existencia cotidiana, las cosas siempre son mucho más delicadas de lo que uno se imagina. Desde el momento en que decidáis abrazar

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una religión, o una filosofía espiritualista, y aplicar sus principios, no sólo hallaréis dificultades con vosotros mismos, debido a todos los esfuerzos a realizar, sino también dificultades con los demás que no necesariamente comprenderán los cambios que se han producido en vosotros. Pues bien, sabed que son estas dificultades, y del modo en que las resolváis, las que revelarán la calidad y la autenticidad de vuestra fe. Por ejemplo, no basta decir: «Ah, ahora que ya conozco la Enseñanza de la Fraternidad Blanca Universal, voy a cambiar completamente mi vida, y me da igual lo que piensan mis parientes más próximos; si son desgraciados, se sienten hostiles, furiosos, este no es mi problema.» Pues sí, es vuestro problema, porque vuestra vida espiritual dependerá del modo en que resolváis este problema. Nuestra vida interior descansa sobre dos pilares: la fe y el amor; y por lo tanto debemos trabajar sobre estos dos pilares. Hay científicos que desean aniquilar la fe afirmando: «Os liberaremos de todas las supersticiones.» En cuanto al amor, son los filósofos quienes lo desprecian: ven en sus diversas manifestaciones (la bondad, la dulzura, la humildad) una forma de debilidad y servilismo; sólo hay que desarrollar el intelecto. Pues bien ¡aquí tenéis todos los conflictos en perspectiva! Yo no soy enemigo ni de la ciencia ni de la filosofía, yo sólo constato que los dos pilares de nuestro templo interior han sido fuertemente quebrantados, y si no hacemos nada para enderezarlos, todo el edificio se derrumbará. Cuando ya no hay ni fe ni amor, ¿cómo se puede hablar entonces de esperanza? Pero para evitar los errores y los excesos que puede engendrar la fe, nunca hay que separarla del amor, sino al contrario, someterla al amor, porque el amor siempre es más grande que la fe. Cuando esto se ha comprendido, uno ya no se pregunta más si hay que amar a Dios o a los hombres: se ama a Dios y se ama a los hombres, porque el amor a los hombres deriva del amor a Dios. Este es el sentido de

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las palabras de Jesús que mencionaba hace un rato. Llegó un escriba para interrogarle: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Jesús le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu pensamiento y con toda tu fuerza. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.» Entonces, es inútil discutir, tergiversar. Si no amáis a Dios primero, siempre existirán algunas lagunas en vuestro amor por el prójimo.? Diréis: «¿Pero cómo podemos saber si creemos verdaderamente en Dios y si le amamos?» Es sencillo: si sois agradecidos, si pensáis en darle las gracias. Es exactamente lo contrario de lo que generalmente hacen los humanos. Dicen que creen en Dios, se imaginan que le aman, pero esta fe y este amor frecuentemente sólo se manifiestan mediante exigencias: Dios debe velar por ellos, protegerles, concederles todo lo que desean, y cuidado si Él no lo hace, dejarán de creer en Él y ya no le amarán más. Pues sí, esta es la fe y el amor de muchos creyentes: reclamaciones y reproches. Y por esto su fe es vacilante y su amor tan variable. Para la mayoría de los humanos, amar significa exigir, reclamar. ¡Pues sí, traducción literal! De este modo es cómo se comportan con el Señor, y hacen lo mismo con las personas a las que pretenden amar: las persiguen con sus exigencias, y por mucho que les den, siempre están insatisfechas. Entonces, aquí también os doy un criterio: ¿queréis saber si amáis verdaderamente a los seres? Es sencillo: ¿les estáis agradecidos? Si no tenéis nada que reclamarles, si os veis impulsados a agradecerles con palabras -o incluso sólo con el pensamiento- porque están ahí, porque existen, entonces sí, podréis

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estar seguros de que les amáis. Si no, cualquiera que sea la denominación que deis a vuestros sentimientos, en ningún caso será amor. Una gran luz se producirá en la conciencia de los humanos el día en que aprendan a dar las gracias al Señor pase lo que pase: por aquello que Él les da, y por aquello que no les da. Es a través de la gratitud que llegarán a este estado de conciencia en donde la fe y el amor se fusionarán. Y cuando se habrán elevado hasta aquí, este amor por Dios descenderá benéficamente sobre los humanos. En la cabeza y en el corazón de aquél que, día y noche, está ocupado en dar las gracias al Señor y a las criaturas, no hay lugar para ningún fanatismo. Existen todo tipo de libros que dicen cómo meditar, qué formulas pronunciar durante las meditaciones ... Yo no niego que sean hermosas, útiles o eficaces. Pero hay una palabra que nunca se menciona, una palabra que para mí es la más poderosa de todas, una palabra que ilumina, que armoniza, que cura, y es la palabra «gracias». He intentado muchos métodos en mi vida, he realizado muchos experimentos, pero el día en que me acostumbré a pronunciar conscientemente la palabra «gracias», sentí que poseía ahí una varita mágica capaz de transformado todo. Seguramente, os habréis decepcionado: «Oh, tan poca cosa!» Si fuera una fórmula tibetana, entonces sí, o por lo menos la palabra «OM», enseguida se hubiera despertado vuestra curiosidad. Pues bien, no, sencillamente «gracias». Gracias, gracias, gracias, ... y si sabéis cómo pronunciarla, esta palabra hará un trabajo dentro de vosotros hasta la médula de vuestros huesos.

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Nada es más importante que dar a Dios las gracias: «Gracias Señor, gracias con todo mi corazón, con todo mi pensamiento, con toda mi alma, con todo mi espíritu, gracias.» Tendréis toda la eternidad para comprobar el precio de esta palabra, ya que no es cuestión de una o dos semanas para hacerlo. Repetidla el máximo número de veces que podáis, y un día comprenderéis que vale su peso en oro, más que el oro.

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REFERENCIAS BIBLICAS «¡Qué te suceda como has creído.» - Mat. 8 : 13, p. 62, p. 63, p. 79, p. 95, p. 99. «Si un hombre no nace de nuevo ... » - Juan 3: 3, p. 157. «Si no os volvéis como niños ... » - Mat. 18 :3, p. 149-164. «Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.» -Mat. 5 : 48, p. 228. «¡Qué te suceda como has creído!» - Marcos 10: 52, p. 62-75. «Toda casa dividida contra sí misma no podrá subsistir,» - Mateo. 12 : 25, p. 25. «Amarás al Señor, tu Dios ... » - Mat. 22 : 37, p. 179. «Así habla el Señor. Yo marcharé delante de ti y allanaré las pendientes » -Isaias 45: 2, p. 46. «Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, .» - Pablo, Rom. 3: 28, p. 105

«Aunque tuviera el don de la profecía ... » Pablo, 1 Cor: 13 : 2, p. 170 «Os doy un nuevo mandato ... » - Juan 13 : 34-35, p. 228. «Y Jesús no hizo allí muchos milagros ... » - Mat. 13: 58, p. 61. «Jesús tentado por el diablo.» - Mat. 4: 1-11, p. 52. «Ahora subsisten la fe, la esperanza y el amor, ... » - Pablo, 1 Cor: 13 : 2, p.170. «¿Maestro, cual es el mandamiento mayor de la Ley?» - Mat, 22 : 36, p.190. «Nadie puede servir a dos señores; ... » - Mat. 6: 24, p. 98. «Tomad y comed, porque este es mi cuerpo.» - Mat. 26: 27, p. 80. ******

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