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Stanislao Dziwisz UNA VIDA CON KAROL Conversación con Gian Franco Svidercoschi Contraportada EL PAPA QUE HA CAMBIADO

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Stanislao Dziwisz

UNA VIDA CON KAROL Conversación con Gian Franco Svidercoschi

Contraportada EL PAPA QUE HA CAMBIADO EL MUNDO A TRAVÉS DEL APASIONADO RECUERDO DE LA PERSONA QUE MÁS AÑOS PERMANECIÓ A SU LADO.

«Lo he acompañado durante casi cuarenta años, los primeros doce en Cracovia, luego veintisiete en Roma. He estado siempre con él, junto a él. Ahora, en el momento de la muerte, él ha partido solo. [...] ¿Y ahora? ¿Quién le hará compañía en la otra orilla?»

Solapa izquierda «Vendrás conmigo. Aquí podrás proseguir tus estudios y me ayudarás». Con estas palabras, el 8 de octubre de 1966, el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, le pidió a un joven sacerdote polaco que se convirtiese en su secretario privado, cargo en el que le mantuvo también tras ser elegido Pontífice. Desde entonces, don Stanislao Dziwisz ha compartido con Juan Pablo II todos los momentos decisivos de su vida, organizando su agenda cotidiana y recibiendo sus confidencias, escuchando sus pensamientos, sus preocupaciones. En este libro, junto al periodista Gian Franco Svidercoschi, Dziwisz recorre las etapas más significativas de la vida de Karol Wojtyla: desde su labor pastoral cuando era un joven obispo hasta su elección como Pontífice en 1978; desde su apoyo al sindicato Solidaridad al atentado del que fue víctima en 1981; desde la histórica Jornada de Oración por la Paz en Asís al Jubileo de 2000. Hasta abril de 2005, la última vez en que don Stanislao «veía su rostro», antes de cubrirlo con un velo de seda blanco y aguardar a que el ataúd de ciprés fuese cerrado. Pero el libro también es la crónica de la vida cotidiana del Papa, de sus frecuentes viajes apostólicos al extranjero, de las largas horas que transcurría rezando, de su enfermedad, que vivió como una realidad que debía ser aceptada y mostrada a los ojos de los demás sin rubores. Como trasfondo, un escenario histórico en transformación, sacudido por sucesos como la caída del Muro de Berlín o el 11-S. Enriquecidas por numerosos detalles inéditos sobre la vida de Wojtyla (el Concilio Vaticano II y el Cónclave de 1978; las relaciones con el régimen comunista polaco y su encuentro con el hombre que atentó contra su vida, Alí Agca), estas páginas representan un testimonio único e imprescindible para comprender plenamente la extraordinaria figura de Juan Pablo II y el profundo significado de la herencia que nos ha legado.

Solapa derecha Stanislao Dziwisz nació el 27 de abril de 1939 en Raba Wyzna, Polonia. Ordenado sacerdote por Karol Wojtyla en 1963, fue su secretario personal desde 1966 hasta la muerte del Papa, acaecida en 2005. El 3 de junio de 2005 fue nombrado arzobispo de Cracovia por Benedicto XVI y cardenal el 24 de marzo de 2006. Gian Franco Svidercoschi, natural de Ascoli Piceno pero de origen polaco, es periodista desde 1929 y cubre desde hace casi cincuenta años las noticias del Vaticano. Ha sido subdirector del Osservatore Romano y colaboró con Juan Pablo II en la redacción de Don y misterio (1996). Notas de la traductora: Aunque el nombre del autor sea originalmente Stanislaw, se ha decidido mantenerlo en italiano (Stanislao) porque así es como se conoce al cardenal Dziwisz en todo el mundo. Las citas bíblicas están tomadas de la edición española de la Biblia de Jerusalén, 1999. Isabel Prieto

Prefacio Aquel velo sobre su rostro... Era la última vez que veía su rostro... Sí, por supuesto, lo iba a volver a ver muchas otras veces, a todas horas, todos los días. Lo iba a seguir viendo con los ojos de la fe. Y, naturalmente, lo iba a seguir viendo con los ojos del corazón, de la memoria. De la misma forma en que iba a volver a sentir su presencia, aunque fuera de manera muy distinta a la que estaba acostumbrado. Pero aquélla era la última vez que veía su rostro, cómo decirlo, físicamente. Humanamente. La última vez que veía al hombre que había sido como un padre y un maestro para mí. La última vez que veía su cuerpo, sus manos, pero, sobre todo, que veía su rostro. Y el rostro me recordaba su mirada, porque la mirada era lo primero que te impresionaba de él. Por eso quería que aquel instante no se acabase nunca. Lo hacía todo muy lentamente, para alargar cada segundo, para prolongarlo hasta el infinito. Hasta que, llegados a un cierto punto, noté que alguien tenía clavada su mirada sobre mí. Y entonces comprendí. Mi deber era... Cogí aquel velo blanco y se lo coloqué, muy, muy despacio, sobre el rostro. Casi me daba miedo hacerle daño, como si aquel trozo de seda pudiese resultarle pesado, molestarle... Por suerte, vinieron en mi ayuda las palabras: «Oh, Señor, que su rostro vea tu rostro paterno, que su rostro, arrebatado a nuestra vista, contemple tu belleza». Él estaba ya en la casa del Padre, podía al fin mirarle a los ojos. Su aventura terrenal había llegado a puerto.

Y, así, yo también me uní a las palabras de aquella plegaria. Y mientras rezaba, comencé a recordar. A revivir los cuarenta años que yo, un hombre insignificante, tocado por el «misterio», transcurrí junto a él, junto a Karol Wojtyla. ***

Hay una imagen de Karol Wojtyla que, más que otras, se ha quedado impresa en mis ojos y en mi corazón. Es la de su primer regreso, siendo ya Papa, a Polonia, en junio de 1979, y, en particular, la de su encuentro con los estudiantes universitarios. Aquella mañana, con el Vístula al fondo y los primeros rayos de sol despuntando tímidamente, Varsovia estaba dulcísima. En cuanto el Papa empezó a hablar, la emoción nos embargó a todos. Cuando terminó, aquellos miles de jóvenes, como respondiendo al unísono a una orden dada, alzaron simultáneamente hacia Wojtyla las pequeñas cruces de madera que sostenían en las manos. Entonces sólo capté el «vuelco» político que presagiaba aquel gesto. Comprendí que las nuevas generaciones polacas estaban vacunadas contra el comunismo y que, muy pronto, el país iba a verse sacudido por un terremoto. Pero en aquel mar de cruces latía el germen de algo mucho más grande que una revolución popular. Latía un «misterio» del que yo, entonces, no era aún plenamente consciente. Y que, en cambio, redescubrí veintisiete años después entre el interminable gentío que iba a darle su último adiós a Juan Pablo II. De hecho, creo que era allí donde estaba el sentido profundo, y visible, de su herencia. Karol Wojtyla nos ha mostrado el rostro de Dios, el rostro humano de Dios, de la Encarnación. Es decir, ha sabido ser intérprete e instrumento de la paternidad divina. Consiguiendo atenuar las distancias entre cielo y tierra, entre trascendencia e inmanencia. Y poniendo los cimientos de una nueva espiritualidad, de una nueva forma de vivir la fe en la sociedad moderna. En aquella multitud latía el «misterio» junto al que don Stanislao ha vivido durante cuarenta años. Y que ahora —él como testigo y yo como narrador— intentaremos, si no desvelar, sí al menos relatar.

PRIMERA PARTE Los años polacos

1 El primer encuentro Todo comenzó un día de octubre de 1966. Para él, para Stanislao Dziwisz, es como si aquel día hubiese marcado el inicio de una nueva vida. Porque fue el día en que el arzobispo de Cracovia le pidió que se convirtiese en su secretario personal. Monseñor Wojtyla estaba convencido de que ese joven sacerdote podía ser un excelente colaborador. Alguien al que confiar la «agenda» de sus compromisos, de las reuniones previstas, pero también sus confidencias, sus pensamientos. Y un poco, por qué no, su corazón. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: «Vendrás conmigo. Me ayudarás...». Stanislao había nacido en 1939 en Raba Wyzna, un pueblo situado al pie de los montes Tatra, la gran cadena montañosa de Polonia. Y esto explica por qué, ya desde muy niño, aprendió a esquiar, convirtiéndose en un gran conocedor de la nieve y las pistas. Era el quinto de siete hermanos, cinco chicos y dos chicas. El padre, del que había tomado el nombre, trabajaba de obrero en el ferrocarril. La madre, Zofia, se ocupaba de la casa y de criar a los hijos, enseñándoles qué significa vivir la caridad evangélica. Las puertas de los Dziwisz estaban abiertas de par en par a todos los pobres, a todas las personas necesitadas. Si alguien acudía a su casa por la noche, siempre encontraba allí un plato de comida caliente y un lecho en el que pasar la noche. Pero había estallado la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes habían invadido Polonia por el oeste, y los soviéticos por el este. Fueron años terribles también para nosotros. Había muchas bocas que alimentar, no era fácil encontrar comida. Y, además, mi familia tenía oculto

a un judío, corríamos el riesgo de que lo descubrieran. Si eso hubiese ocurrido, ¡sólo Dios sabe dónde habríamos terminado todos! No lejos de nuestra casa, en Rokiciny Podhalanskie, la Gestapo había arrestado a sor Maria Clemensa Staszewska, superiora de las ursulinas, porque tenía escondidas en el convento a unas mujeres judías. Y la pobre desgraciada había acabado en Auschwitz. De «nuestro» judío lo único que sabíamos era su nombre, Wilhelm, o, mejor dicho, Wilus, como lo llamábamos nosotros, los niños. Venía de Wadowice, había huido de los nazis y nadie supo nunca cómo llegó hasta nuestra casa. Era un tipo simpático. Se quedó con nosotros, echándonos una mano, haciendo algún que otro trabajillo, hasta que acabó la guerra. Antes de irse se despidió de todos nosotros, conmovido, pero luego no volvimos a saber nada más de él. En Polonia se empezó a respirar algo de tranquilidad. A pesar de que en el horizonte se adivinasen ya densos nubarrones de tormenta. Los «liberadores» llegados de oriente no parecían tener muchas ganas de irse. Y en el hogar de los Dziwisz ocurrió una tragedia. Una tragedia espantosa. Mi padre, como todas las mañanas, se dirigía hacia el trabajo; mientras estaba atravesando la vía, un tren lo arrolló. Tenía sólo treinta y nueve años. Cuando nos dieron la noticia, me invadió en el acto un frío helador: nunca más volvería a sentir sus manos sobre mis hombros. Mi madre era una mujer llena de fe y de coraje. A pesar del inmenso dolor que tenía en el corazón, nos colmó de amor. Y consiguió sacarnos adelante a los siete, multiplicando, no se sabe cómo, el dinero de su modesta pensión. Stanislao no había cumplido los nueve años siquiera cuando murió su padre. Pero también él, obligado a crecer y a madurar muy deprisa, puso su grano de arena. Cuando terminó la escuela primaria, comenzó el bachillerato en Nowy Targ. En su interior, mientras tanto, ya había empezado a florecer otra vocación. Quería convertirse en sacerdote, en ministro de Dios. Y así, al acabar los estudios secundarios, entró en el seminario. Era el año 1957. Fue entonces cuando tuvo su primer encuentro con Karol Wojtyla, entonces profesor de Teología Moral.

Me impresionó inmediatamente, ante todo por su gran piedad, por su sabiduría, por las magníficas clases que nos daba, pero también por la facilidad que tenía para relacionarse con los demás. Mis compañeros y yo, por una parte, nos sentíamos a una cierta distancia de él a causa de su profunda vida interior y de su vastísima preparación intelectual; pero, por otra, éramos muy sensibles a la cercanía de su trato, a la extraordinaria facilidad con que se abría a los demás y estrechaba lazos humanos. El año anterior había supuesto un período de grandes cambios para Europa del Este. En febrero, en el XX Congreso del Partido Comunista soviético, Kruschev había dinamitado la figura de Stalin, condenando sus espantosos crímenes. En junio estalló en Polonia la revuelta obrera de Poznan, instrumentalizada por los grupos revisionistas que habían llevado al poder a Gomulka, máximo representante de una «vía» nacional dentro del comunismo. El cardenal Wyszynski volvió a sus funciones, tras treinta y siete meses de suspensión, y otros obispos fueron excarcelados. Es cierto que luego se produjeron hechos de signo contrario: los carros armados soviéticos, en octubre, ahogaron en sangre la revolución húngara. Sin embargo, al menos en Polonia, se habían ampliado los espacios de la libertad, también para la Iglesia. En diciembre, Wojtyla había accedido por fin a la cátedra de Ética de la Universidad Católica de Lublin, de la que ya era profesor, sin descuidar por ello sus compromisos con el seminario de Cracovia. Recuerdo que en el tercer curso nos enseñaba los principia, es decir, los problemas iniciales, los fundamentos filosóficos que nos introducían en la teología moral. La asignatura nos resultaba difícil, pero él la preparaba de forma esmeradísima, perfecta, diría yo. Fue precisamente en aquellas clases donde recibimos las bases filosóficas que nos permitirían luego encaminarnos hacia ulteriores estudios en esa misma disciplina. Sin embargo, Wojtyla estaba cada vez más ocupado por sus muchos cargos. Con sólo treinta y ocho años fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia. Y él se tomaba muy en serio lo de ser obispo. Cuando llegamos a sexto curso dejó del todo la enseñanza, no pudo seguir dándonos clase. El arzobispo Eugeniusz Baziak había muerto y Wojtyla, como vicario capitular, asumió por entero la responsabilidad de la diócesis.

Llegó el gran momento. El 23 de junio de 1963, Stanislao recibió las sagradas órdenes de las manos de su antiguo profesor de Teología Moral. Ya era sacerdote. Al poco fue enviado, como vicario, a la parroquia de Makow Podhalanski, una de las mejores de la diócesis, moderna, bien organizada, con muchas iniciativas, como la pastoral de los enfermos, la de la infancia y la de las familias. No quiero pasar por alto esa época, fue una experiencia inolvidable. El párroco, una gran persona, y muy eficiente, se llamaba Franciszek Dzwigonski. Había dividido la extensa comunidad parroquial en varios sectores; en cada uno de ellos había una persona designada para hablar con él y referirle lo que ocurría: por ejemplo, si alguien estaba enfermo, si atravesaba un mal momento o se había quedado en el paro, si había niños desatendidos, etcétera. ¿Podía haber un aprendizaje mejor para un joven sacerdote? Pasaron dos años. Dziwisz dejó la parroquia porque le llamaron para que continuara sus estudios. Se planteó con el rector del seminario en qué dirección debía encaminarlos, si hacia la patrística o las Sagradas Escrituras; al final, llegaron a la conclusión de que hacía falta un buen liturgista. Empezó así un trabajo de investigación sobre el culto a San Estanislao en la diócesis de Cracovia hasta el Concilio de Trento encaminado, primero, a conseguir la licenciatura, luego el doctorado. Pero, doce meses más tarde, monseñor Wojtyla lo convocó inesperadamente en el arzobispado. Era aquel famoso día de octubre, el 8 de octubre de 1966. El día en que iba a cambiar definitivamente su vida. Stanislao Dziwisz tenía veintisiete años. Nada más llegar ante su presencia, el arzobispo me miró fijamente y me dijo: «Vendrás conmigo. Aquí podrás continuar tus estudios y me ayudarás». Pregunté: «¿Cuándo?». Me respondió: «Puedes incorporarte hoy mismo». Se volvió hacia la ventana y se dio cuenta de que ya era de noche: «Habla con el portero para que te enseñe tu habitación». Y yo: «Vendré mañana». Me vio salir con una cierta curiosidad, pero me di cuenta de que sonreía.

2 Hombres nuevos Hasta ese momento, Stanislao había conocido a monseñor Wojtyla sólo como profesor y como obispo, y, por lo tanto, a una cierta distancia, superficialmente. Sabía algo de su historia personal, de su trayectoria religiosa. Nada más. Pero, una vez convertido en su secretario, viviendo en el gran palacio de la calle Franciszkanska, tuvo ocasión de tratarlo a fondo. Pudo conocer sus intuiciones pastorales. Sus proyectos eclesiásticos. Y, sobre todo, su profunda espiritualidad, empezando por la forma en que celebraba la misa. Nunca ha iniciado una celebración sin que ésta estuviese precedida por el silentium. Cuando íbamos en coche a alguna parroquia para hacer una visita pastoral o nos dirigíamos hacia una celebración en una iglesia, no hablaba nunca, no perdía el tiempo conversando; permanecía siempre en recogimiento, meditando y rezando. Antes de cada actividad sagrada, intentaba prepararse interiormente de la mejor forma posible y, cuando ésta había concluido, se quedaba siempre un cuarto de hora dando las gracias, de rodillas, con gran recogimiento. Cuando celebraba la misa, impresionaba la atención con la que pronunciaba cada palabra, la importancia que le otorgaba —según iba realizándolos— a los distintos gestos, para que se advirtiese claramente qué anuncio contenían aquellas palabras, cuál era el significado simbólico que se quería expresar con dichos gestos. Así, todos los que asistían a la Eucaristía podían sentir que estaban viviendo un momento realmente sagrado. Evitaba siempre celebrar la misa él solo. Ya podía ser en su capilla privada como fuera de casa, ya en una parroquia como en una catedral, nunca dejaba de invitar a otras personas a celebrarla con él, de forma que las misas tenían siempre un carácter comunitario. Es decir, quería ser fiel al principio de que la Eucaristía no la celebra exclusivamente el sacerdote,

sino que lo hace conjuntamente con el pueblo de Dios que participa en ella: por Cristo y con Cristo. Ya a partir de ahí, de su «estilo» a la hora de celebrar la misa, se entendía por qué Wojtyla —inspirándose en un gran santo, Juan María Vianney, el párroco de Ars— no tenía nada en común con los curas clericales de antaño; en su opinión, ser sacerdote no consistía en pertenecer a una clase, a una casta, sino en estar presente en el interior del pueblo de Dios, en vivir en contacto directo con la gente. En definitiva, el sacerdote, para él, era, ante todo, un «administrador» de los misterios de Dios. Y por ello la misa se convirtió en el centro de su vida, de todas y de cada una de sus jornadas. Su capilla privada era el lugar en el que vivía sus encuentros personales con Dios. Intentaba pasar en ella el mayor tiempo posible; por las mañanas, si estaba en casa, permanecía allí hasta las once. Ahí dialogaba con Dios, escuchaba lo que el Señor le decía. A veces, por curiosidad, nuestras monjas echaban un vistazo dentro y siempre se lo encontraban igual, postrado en el suelo e inmerso en sus plegarias. También solía trabajar en la capilla, cuando debía preparar textos de documentos, como los del Sínodo de Cracovia, o cartas pastorales. Era interesante observar cómo señalaba las páginas: en lugar de los números indicaba los versículos de las oraciones. Se puede deducir que el trabajo, para él, era también una intensa plegaria. Y la misma importancia que le daba a la oración se la confería a la confesión. La consideraba no sólo la manifestación de los pecados, sino, antes que nada, el perdón y la redención de éstos por parte de Dios y, por lo tanto, la gracia que concede la fuerza para llevar una vida honesta, virtuosa. Se confesaba todas las semanas —y también en vísperas de las fiestas mayores y antes de determinados periodos litúrgicos— en la iglesia de los Franciscanos, poniéndose en la misma cola que el resto de los penitentes, incluso cuando ya era obispo. Oración y confesión habían sido, por otra parte, las bases espirituales sobre las que años antes, cuando era vicario parroquial en San Florián, Karol Wojtyla había cimentado su actividad pastoral, entonces realmente pionera, con los estudiantes universitarios, al tiempo que mantenía un estrecho contacto con los profesores, ya que tenía el convencimiento —

estábamos a mediados de los años cincuenta, imperaba ya el comunismo— de que el futuro de Polonia iba a depender de la educación y formación de los ambientes universitarios, de la contribución al mismo del cuerpo académico. Cerca de San Florián, de hecho, Karol Wojtyla había reunido a un grupo de universitarios, convirtiéndose en su cabeza y guía espiritual. Antes que nada, les enseñaba cómo se debe rezar. Les animaba a que participasen en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía. Les enseñaba antropología teológica y filosófica, pero también a vivir en comunidad, a respetarse los unos a los otros. Se los llevaba de excursión, a la montaña, de camping. Era el famoso «apostolado de la excursión»; para no llamar la atención de la Seguridad no vestía como un sacerdote y los jóvenes lo llamaban wujek, «tío» en polaco. Consiguió así reunir a un grupo de personas unidas por la palabra de Dios, pero también por las ideas, por el común interés por la patria, por el deseo de crecer juntas. Wojtyla se mantuvo fiel a este compromiso también cuando fue arzobispo y cardenal. Mantenía encuentros con los jóvenes durante todo el año, en los días de retiro, de reflexión, de oración. Se unía a ellos en las peregrinaciones a los grandes santuarios, a Kalwaria Zebrzydowska o a Czestochowa, lugar al que iba —decía—para sentir cómo «latía» el corazón de la Madre. Los acompañó a lo largo de las diversas fases de su vida, bendiciendo sus matrimonios, bautizando a sus hijos, compaginando la amistad con una auténtica preocupación pastoral. Porque seguía siendo, sí, su amigo, pero ante todo era padre, guía espiritual y pastor. De este «ambiente» (srodowisko en polaco, aunque no es exactamente lo mismo) surgieron individuos que, manteniéndose fieles a las indicaciones y al camino trazado por Wojtyla, desarrollaron más tarde una importante función en el campo social y cultural como profesores, médicos, ingenieros... Y hoy ya está creciendo la tercera generación de ciudadanos maduros, de hombres de Iglesia, animados por el mismo espíritu de amor a Dios y al prójimo. De Srodowisko han salido también hombres santos como Jerzy Ciesielski. Jerzy era ingeniero, profesor del Politécnico de Cracovia. Había aceptado un puesto de trabajo en África, en la Universidad de Jartum.

Murió junto a dos de sus hijos y casi todos los pasajeros del barco en un terrible naufragio en el Nilo. Sólo se salvaron su hija y una amiga suya. Fue una gran pérdida. Era un hombre joven, honesto, diligente en el trabajo y profundamente religioso. Su vida fue un ejemplo para los demás. Y su proceso de beatificación se encuentra ya en la Congregación para las Causas de los Santos. Jerzy era uno de los amigos predilectos de Wojtyla. Cuando murió, el arzobispo escribió que la fe, para él, era «la medida normal de sus deberes». Era a laicos así, como Ciesielski, a los que monseñor Wojtyla implicaba en las mayores iniciativas diocesanas. El arzobispo delegaba mucho, dejaba amplias responsabilidades en manos de los que estaban asignados a una determinada misión o a un determinado encargo. Aunque luego, un poco, lo siguiera todo personalmente, y fuera él el que marcaba las directrices, el que imprimía nuevos impulsos a la actividad evangelizadora. Seguía manteniendo, pues, el contacto directo con la gente. Esto quedaba patente, sobre todo, durante las visitas pastorales a las parroquias. Para él, no eran visitas canónicas en sentido administrativo, como si de controles oficiales se tratase, sino que constituían la entrada del obispo-pastor en la vida de una determinada comunidad parroquial. Por eso, procuraba quedarse en cada parroquia el mayor tiempo posible, hasta el punto de que las visitas, a veces, se prolongaban durante varias semanas. Participaba en las celebraciones litúrgicas y en todos los compromisos del párroco. Visitaba a los enfermos en sus casas y, por iniciativa suya, nació en las diócesis la pastoral de los enfermos. Se reunía con las familias numerosas y con las de los sacerdotes. Cuando celebraba la misa, animaba a los esposos a que renovasen el sacramento. Insistía en detenerse con cada familia por separado, para observarla de cerca, para rezar juntos. Y luego estaban los jóvenes: no podía ir a verlos a las escuelas porque las autoridades no lo permitían; por eso, en la iglesia, se reunía con los niños y los adolescentes que asistían a catequesis y con sus profesores, o, al menos, con los que tenían el valor de acudir. Y no todos lo tenían. No todos podían arriesgarse a perder su empleo. Polonia, en aquella época, era todavía un país encadenado. Y Dios, en público, era un nombre impronunciable. Un nombre prohibido.

3 El vuelco del Concilio Cuando comenzó el Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962, Karol Wojtyla ocupaba uno de los últimos puestos en el aula. Pocos meses antes había sido elegido vicario capitular y administrador provisional de Cracovia; seguía siendo un obispo auxiliar. Y, precisamente por eso, estaba «relegado» al fondo, cerca de la entrada a la basílica de San Pedro. Pero también desde allí se veía y oía bien. Y, de todas formas, en la primera sesión, más que otra cosa, prefirió escuchar. Y aprender. El joven obispo, desde el primer anuncio, no había escondido su entusiasmo por la iniciativa de Juan XXIII. No le asustaban las novedades. Wojtyla estaba convencido de que era necesario adoptar una «óptica» distinta para afrontar, sobre todo, las cuestiones relativas al ecumenismo, a la renovación de la liturgia y a una participación más activa de los laicos en la vida de la Iglesia. Tema este al que alguien como él —cuya propia fe religiosa floreció también gracias a dos laicos, su padre y un amigo catequista, Jan Tyranowski— atribuía una gran importancia. Consideraba, de hecho, que el papel del sacerdote con respecto a los laicos es el de un ministro, y que la Iglesia de Cristo está formada conjuntamente por laicos y sacerdotes. Desde ese momento, desde aquel 11 de octubre, asistir al Vaticano II fue como ir a una gran escuela de profundización doctrinal y de modernización pastoral. Y monseñor Wojtyla quiso que toda la diócesis se implicase espiritualmente en los trabajos conciliares. Se mantenía en contacto con sacerdotes y seminaristas. Intentaba despertar el interés de los círculos intelectuales. Conseguía que todos estuviesen informados de los temas debatidos en el aula y del contenido de los documentos. De esta forma, en Cracovia hemos vivido todo cuanto acaecía en Roma.

Para el obispo, además, el Concilio constituía una ocasión única para intercambiar continuamente experiencias pastorales y sociales, para conocer las nuevas tendencias del pensamiento teológico, para reunirse con grandes eruditos y especialistas, entre ellos el famoso jesuita Henri de Lubac (que se expresó en términos muy elogiosos acerca de la cultura y la inteligencia del auxiliar de Cracovia), alemanes como Joseph Ratzinger y Hans Küng, y franceses como Yves Congar, Jean Daniélou, Marie-Dominique Chenu, Antoine Wenger. También tuvo encuentros con eminentes obispos, como el norteamericano John Krol, el francés Gabriel-Marie Garrone y los alemanes Joaquim Meisner, Joseph Höffner y Alfred Bengsch. Pero, sobre todo, hay que recordar su amistad con el cardenal Franz König, arzobispo de Viena, que jugó un gran papel en la apertura de las fronteras polacas. Fue uno de los primeros purpurados que, pese al régimen comunista, visitó Polonia con la intención de establecer algún tipo de contacto. Y esto era muy importante, porque en la época del estalinismo todo contacto con la Sede Apostólica se consideraba un acto de espionaje; y las personas que establecían esos lazos eran tratadas como si fueran espías, se las consideraba enemigas del Estado polaco y del sistema comunista y, por eso mismo, eran condenadas. La noche del 13 de agosto de 1961 comenzó a construirse el Muro de Berlín para bloquear el éxodo continuo de los alemanes del Este hacia Occidente. Era el comienzo de una nueva fase de la guerra fría. Moscú llamó al orden a los países satélites, y también en la católica Polonia se retomó la campaña en pro del ateísmo. Como consecuencia, numerosos obispos no obtuvieron el pasaporte para ir a Roma y participar en el Concilio. Pudieron acudir, en cambio, el primado, el cardenal Stefan Wyszynski, y el joven auxiliar de Cracovia, que tomaron parte, junto a otros pocos, en las cuatro sesiones que se celebraron en total. De todas formas, la contribución del episcopado polaco fue notable a la hora de dar a conocer la situación de una Iglesia que vivía bajo el comunismo. Y que, pese a estar perseguida, pese a vivir bajo un ateísmo agresivo, era una Iglesia cada día más viva y dinámica, con los seminarios llenos, nuevas formas de compromiso pastoral y una presencia cada vez más rotunda de los laicos en la vida eclesiástica. En Polonia, la Iglesia era un sostén para los individuos oprimidos sin libertad de expresión. Y,

teniendo en cuenta que los derechos de la persona estaban muy limitados, constituía el único espacio en el que ejercer la libertad. Sólo en el seno de la Iglesia la gente podía sentirse verdaderamente libre. Sólo en el seno de la Iglesia podía desarrollarse una cultura independiente, la cultura cristiana. En la apertura de la tercera sesión del Vaticano II, Wojtyla, que mientras tanto había sido nombrado arzobispo, «avanzó unas cuantas casillas» hacia el altar. Y aquella mayor «visibilidad», por así decirlo, coincidió con el paso —desde su papel de oyente— a la fase creativa, a la participación activa, y, por tanto, a la intensificación de sus intervenciones en el aula, por ejemplo, con respecto a la constitución pastoral Gaudium et spes, una de las mayores novedades del Concilio. Nunca había ocurrido que la Iglesia manifestase, de forma tan clara y profunda, su participación en los problemas de los hombres en la historia de la humanidad. Y que dejase de considerar que el mundo, a priori, es un enemigo, un adversario contra el que hay que combatir. Monseñor Wojtyla, sobre todo en este punto, consiguió prefigurar nuevos tiempos para la Iglesia, tanto para la polaca como para la universal. Era, de hecho, un obispo que no sólo no tenía miedo del mundo, sino que, con el apoyo del mensaje evangélico, salía a su encuentro sin titubeos. Precisamente porque sabía ver los grandes valores del mundo contemporáneo, y consideraba, por lo tanto, que estos valores, si se orientaban convenientemente, si se santificaban, podían ser acogidos, recibidos; es más, pensaba, incluso, que se debía aprehender de ellos. Luego estaba la gran cuestión de la libertad religiosa. Fortalecido por sus «orígenes», por el hecho de tener que enfrentarse a diario con un régimen autoritario, opresor, Wojtyla pudo aportar una contribución decisiva al debate. Ya fuera superando un concepto de libertad negativo, es decir, reducido sólo a la tolerancia. Ya fuera subrayando que la libertad religiosa, en cuanto máxima expresión de la dignidad de la persona, constituye un derecho que no puede ser ignorado, tanto menos negado por las autoridades públicas, por los Estados. Ésta fue, en sustancia, la doble «novedad» que monseñor Wojtyla aportó al Concilio: la reafirmación de la centralidad de la persona humana dentro de una visión vigorosamente cristocéntrica; y la apertura —con el

Evangelio— al mundo, la apertura en defensa de los derechos del hombre y, especialmente, del derecho a la libertad de conciencia o de confesión. Y, años después, su pontificado sería precisamente la síntesis entre las experiencias polacas y las experiencias maduradas en el Vaticano II. Como prueba definitiva de que haber vivido bajo el comunismo, en vez de debilitarlo, lo reforzó, hizo más firmes sus perspectivas eclesiásticas, ecuménicas y sociales. Lo preparó para su misión universal, para ser un interlocutor válido tanto con otras iglesias y confesiones como con el mundo actual. Monseñor Wojtyla, pues, por una parte supo favorecer la creación de un clima de interés y de confianza en torno a las Iglesias de Europa centrooriental, las cuales, incluso bajo aquellas condiciones, habían permanecido interiormente libres y fieles al Evangelio. Por otra, demostró cómo la Iglesia polaca, en particular, se las había ingeniado para superar no sólo las dificultades derivadas de la opresión comunista, sino también aquellas, especialmente de orden moral, que iban a llegar desde Occidente, desde el denominado mundo liberal. Para Karol Wojtyla, en definitiva, el Vaticano II representó un auténtico vuelco. Solía decir que se había convertido en un «deudor del Concilio». Había recibido de él un enorme bagaje de experiencias, de nuevas perspectivas, sobre las cuales —además de escribir un libro, La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II— se replanteó su ministerio episcopal y, más tarde, a través de la convocatoria inmediata de un sínodo diocesano, la vida de la comunidad eclesiástica de Cracovia. Monseñor Wojtyla demostró así que no tenía miedo alguno del Concilio. Todo lo contrario: alimentaba fuertes esperanzas sobre cómo iba a progresar en la comunidad católica. Por lo tanto, intentó trasladar al terreno polaco y al plano pastoral todo cuanto había sido elaborado en el Vaticano II. Con gran prudencia, naturalmente, pero sin prejuicios. Y, sobre todo, con grandes esperanzas, con gran alegría. La época de la realización del Concilio fue un periodo feliz, tanto para el arzobispo de Cracovia como para la archidiócesis y la Iglesia polaca.

4 La crisis del Milenario A los obispos polacos la inspiración les llegó precisamente del Concilio. Por primera vez, la Iglesia había reconocido abiertamente las culpas que los cristianos habían cometido a lo largo de los siglos contra la verdad de Dios, contra la verdad sobre el hombre. Y a partir de ahí, de la constitución pastoral Gaudium et spes, se había iniciado ese proceso de revisión y de arrepentimiento que, más tarde, sería llamado de «purificación de la memoria». Así surgió aquella propuesta. Lanzada por monseñor Boleslaw Kominek, fue aprobada inmediatamente por el primado y tuvo el apoyo del resto de los altos prelados, sobre todo de Wojtyla, que sería más tarde uno de los responsables de llevarla a cabo. La propuesta consistía en enviar una carta a los obispos alemanes para favorecer la reconciliación entre los dos pueblos, entre las dos naciones: «[...] os tendemos nuestras manos perdonándoos y pidiendo vuestro perdón». Y sin silenciar nada sobre el pasado, desde los campos de exterminio nazis a los hornos crematorios, desde la controversia sobre la frontera occidental de Polonia a los sufrimientos de millares de prófugos y de expropiados alemanes. Otorgar y pedir aquel perdón fue un gesto de gran importancia humana y cristiana. Y, gracias también a la respuesta del episcopado alemán, supuso una iniciativa de amplias miras, porque de allí a unos pocos años Polonia y la República Federal de Alemania iban a cerrar un acuerdo sobre la frontera del Oder-Neisse. Por su gran importancia, la correspondencia terminó constituyendo una «Carta Magna» de la historia entre ambos países, no sólo desde el punto de vista eclesiástico, sino fundamentalmente desde el nacional. Pero, justo en esos meses, en el imperio soviético volvían a soplar aires de restauración. Una vez defenestrado Kruschev, los nuevos amos del Kremlin, y en especial Breznev, habían impuesto una línea rigidísima: en el

exterior se debía acreditar la idea de una «coexistencia pacífica» y multiplicar los gestos de distensión; mientras tanto, en el interior, había que apretar el freno, reprimir cualquier forma de oposición. Y Moscú no podía permitir, bajo ningún concepto, que se discutiese una cuestión como la de la frontera polaco-alemana, que consideraba de su exclusiva competencia. Obediente a las órdenes, el régimen polaco atacó inmediatamente al episcopado, acusándolo de «interferencia en la política exterior», de haber «absuelto» a los criminales nazis. Y la prensa, con una campaña asfixiante, consiguió inicialmente convencer a muchos católicos y también a anticomunistas. La acusación que hizo más mella en la gente fue la de falta de patriotismo. Era totalmente falsa, pero las autoridades jugaron bien sus cartas a la hora de explotar los sentimientos negativos con respecto a los alemanes que aún anidaban en muchos estratos de la población polaca. Fue por eso por lo que el arzobispo Wojtyla se sintió en la obligación de intervenir. Y por lo que pronunció, en la homilía del Corpus Cristi en Cracovia, aquellas famosas palabras en defensa del episcopado, dirigidas de forma transparente a los dirigentes comunistas: «No serán ellos los que nos obliguen a hacer cuentas con nuestra conciencia, no serán ellos los que nos enseñen patriotismo». Los ataques, sin embargo, no habían cesado. En la dieta hubo una explosión de anticlericalismo. Se organizaron escuadrones de acción y manifestaciones que, con grandes pancartas en las que se denunciaba a los obispos como enemigos del Estado, llegaron hasta las ventanas del cardenal Wyszynski y de monseñor Wojtyla. Manipulados claramente por el régimen, los obreros de la fábrica química Solvay, en la que el joven Karol había trabajado durante la ocupación nazi, se alzaron contra el arzobispo de Cracovia. Antes de que le fuese entregada, apareció en los periódicos una carta infamante firmada por los trabajadores. Y Wojtyla respondió con firmeza. Respondió definiéndose como un «hombre que ha sufrido un agravio, el agravio de haber sido acusado y difamado públicamente sin que los acusadores hayan

examinado con honestidad tanto los hechos como los motivos sustanciales». Pero su respuesta fue rechazada por los principales periódicos y sólo se publicó en un pequeño diario local. Fue un período muy difícil. Pero el primado supo intervenir con vigor y sagacidad. En la memoria de todos los polacos quedó grabada la escena de la ceremonia en Jasna Gora. Ante la inmensa multitud congregada, el cardenal Wyszynski hizo leer el pasaje más discutido de la carta a los obispos alemanes y, tras rezar el paternóster, alzó la voz: «¡Nosotros, los obispos polacos, junto al pueblo de Dios, perdonamos!». Mientras tanto, se había iniciado el año 1966. El año en que estaban programadas, precedidas por la Gran Novena, las celebraciones para conmemorar el aniversario de la cristianización de Polonia y de la fundación del Estado nacional. Pero lo que debía haber sido motivo de una gran fiesta religiosa y patriótica condujo a una dramática ruptura de las relaciones entre la Iglesia y el régimen comunista. El Gobierno de Varsovia, furioso por la carta a los obispos alemanes, decidió boicotear las celebraciones religiosas del Milenario y favorecer exclusivamente las «laicas». Se comenzó por retirarle el pasaporte al cardenal Wyszynski; se impidió la visita de Pablo VI; se cerraron las fronteras en el periodo culminante de las ceremonias. Y, como la imagen de la Virgen Negra (una copia de la original, bendecida por Pío XII) se estaba llevando en procesión por las calles de Polonia, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, la Oficina de Seguridad no dejó ni un instante de crear problemas, imponiendo arbitrariamente cambios en el itinerario ya establecido para limitar la participación de los fieles, o bien ordenando que la imagen se volviese a llevar a Czestochowa, haciendo proseguir la procesión sólo con el palio o la hornacina vacía con una vela encendida. Las celebraciones se iniciaron el 14 de abril en Gniezno, en conmemoración de que se cumplían mil años desde que el rey Mieszko I recibiera el bautismo. Ese mismo día, las autoridades organizaron una contramanifestación. El secretario del Partido Comunista, Gomulka, dio un discurso en la plaza principal de Gniezno, justo mientras el primado se

dirigía a los fieles, congregados cerca de la catedral. La gente, obligada a participar en la manifestación estatal, apenas terminó ésta, corrió a escuchar al cardenal Wyszynski. Lo hizo porque había intuido la delicadeza del momento y quería demostrar que estaba de parte de la Iglesia, la única fuerza que actuaba a favor de la libertad. Entendámonos, no era una batalla contra el régimen comunista. La Iglesia, de hecho, evitaba el enfrentamiento con las autoridades estatales. Sólo intentaba cumplir su misión con las posibilidades que tenía para llevar a cabo la labor pastoral, y dicha misión era lo que defendía y quería salvaguardar. Así pues, a pesar de los obstáculos y de las prohibiciones, a pesar de la propaganda en contra, las celebraciones religiosas suscitaron un enorme entusiasmo en todas partes, acompañado de un fortísimo renacimiento de la práctica del cristianismo y del regreso en masa a los sacramentos. El 7 de mayo, en vísperas de la gran fiesta en conmemoración del Milenario, en Cracovia también se organizó una manifestación «laica» alternativa, aprovechando un aniversario que contaba con un indudable poder de convocatoria: se cumplían veintiún años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos estaban convencidos de que al día siguiente muy poca gente iba a acudir a la misa. En cambio... Durante toda la noche, miles y miles de personas acudieron a la catedral de Wawel, donde estaba expuesta la imagen de la Virgen. ¡Una experiencia inolvidable! El arzobispo defendió enérgicamente la libertad religiosa, protestando contra todas las limitaciones —y, en este caso, las interferencias en las cuestiones de carácter litúrgico— que se imponían a la Iglesia. Se expresó con gran valor, pero también con mucha coherencia. No provocaba, sino que criticaba, poniendo el acento sobre argumentos precisos, concretos, y demostrando las ilegalidades cometidas por las autoridades comunistas. Defendía al hombre, defendía los derechos de la persona y el derecho a la libertad, tanto de la Iglesia como del individuo. El 26 de agosto, en Czestochowa, se celebró la misa con la que concluyeron los actos conmemorativos del Milenario. No estaba el Papa, al que se le había impedido acudir a Polonia, pero estaba su retrato, rodeado por una guirnalda de rosas blancas y rojas. La asistencia fue masiva, más

de un millón de personas, según los cálculos. Ese día ya no quedaron dudas sobre quién había «vencido» en el durísimo conflicto entre Iglesia y Partido Comunista.

5 Wyszynski y Wojtyla Wojtyla estuvo siempre junto a Wyszynski en todas las celebraciones del Milenario. Siempre a su lado, atento, cuidadoso, pero manteniéndose en segundo plano y dejándole la palabra en todo momento. Una prueba elocuente del profundo respeto que el arzobispo de Cracovia sentía por el primado, pero también del hecho de que entre ellos no existía desavenencia alguna, y mucho menos división de opiniones. Por parte de las autoridades, en cambio, existía la voluntad manifiesta de sembrar la discordia entre ambos miembros de la jerarquía, de enfrentarlos. Y, precisamente por eso, monseñor Wojtyla no sólo mantuvo siempre una actitud de absoluta lealtad con respecto al primado, sino que puso un interés especial en demostrar —de forma evidente y claramente perceptible— qué unidos estaban y hasta qué punto seguían una misma línea de conducta. Iba a verlo con frecuencia durante las vacaciones, lo apoyaba abiertamente en las situaciones difíciles... Sólo los jefes comunistas no se dieron cuenta de ello. O quizá, convencidos de lo contrario, no quisieron tenerlo en cuenta. Es decir, no quisieron renunciar a la «esperanza», que alimentaban desde hacía tiempo, de que llegara el día en que vieran a Wyszynski —considerado el adversario más temible por su extremado anticomunismo— sustituido por monseñor Wojtyla, al que se tenía por un progresista ilustrado, más dúctil, en cualquier caso, y más abierto al diálogo que el primado. La prueba es que, cuando Wojtyla fue nombrado arzobispo de Cracovia, el número dos del Partido Comunista, Zenon Kliszko, se jactó públicamente de haber sido él el que había favorecido el nombramiento tras haber rechazado las dos listas de candidatos que le presentó Wyszynski, en las que no aparecía el nombre de Wojtyla. En realidad, lo más probable es que el primado lo hiciera a propósito, para no «quemar» inmediatamente a la persona que consideraba más idónea para la sede de Cracovia.

La idea de inventarse un enfrentamiento entre los dos máximos representantes de la Iglesia volvió a aflorar tras las celebraciones del Milenario, en 1967, cuando Wojtyla fue nombrado cardenal... Con respecto al nombramiento... El arzobispo estaba en Brzezie, haciendo una visita pastoral, cuando la prensa y la radio difundieron la noticia. El lunes, de regreso a Cracovia, dijo: «Pero si yo no sé nada». Luego se puso a despachar la correspondencia remitida desde la Sede Apostólica y, entre las cartas, descubrió una que llevaba allí desde hacía tres días, por lo menos, y en la que se le comunicaba el nombramiento... Cuando a monseñor Wojtyla le «hicieron» cardenal, L’Unità, el periódico del Partido Comunista italiano, publicó una corresponsalía desde Varsovia en la que se afirmaba que la asignación de ese capelo cardenalicio podía «marcar el inicio del resquebrajamiento o, en cualquier caso, de la reestructuración del monopolio absoluto ejercido hasta ahora por el cardenal Wyszynski en la Iglesia polaca». Y, en un informe confidencial, la policía secreta también escribió algo semejante, poniendo a punto un plan estratégico para provocar la división entre ambos: «Debemos continuar demostrando, en todo momento, nuestra hostilidad hacia Wyszynski, pero de forma que Wojtyla no se vea obligado a manifestar su solidaridad con él». Por otra parte, ésa era la estrategia habitual del régimen comunista: intentar romper la unidad de la Iglesia de todas las formas posibles y en todos los niveles. Habían intentado ya disgregarla en el seno de las diócesis, separando a los presbíteros del obispo. Pero no lo habían logrado. Sólo algunos sacerdotes, por diversos motivos, habían cedido, convirtiéndose en los denominados «curas patriotas». Pero fueron casos esporádicos. Y ahora el régimen lo intentaba de nuevo, esta vez pretendiendo quebrar la unidad en los vértices de la Iglesia. Pero era una tentativa destinada al fracaso porque se apoyaba sobre presupuestos completamente falsos. No habían existido nunca episodios ni motivos que avalasen la presencia de disensión alguna. Y, además, el reparto de papeles y obligaciones entre los dos cardenales favorecía su perfecta colaboración en la actividad pastoral. El primado indicaba la

dirección, la orientación; Wojtyla se ocupaba del planteamiento teórico. El primero se dedicaba exclusivamente a la Iglesia, a la situación política y social de Polonia; el segundo, también porque era más joven y estaba más preparado en el terreno lingüístico, visitaba a las comunidades polacas en el extranjero. La prueba más evidente de que sus relaciones eran excelentes era la frecuencia con la que el arzobispo de Cracovia repetía los testimonios de profunda consideración y de transparente lealtad con respecto al primado. Como cuando a Wyszynski se le denegó, una vez más, el visado para ir a Roma, a participar en el Sínodo de los Obispos, y el cardenal Wojtyla, por solidaridad, renunció también al viaje. Fue el golpe definitivo para el plan de los dirigentes comunistas. Fracasado aquel plan, idearon otro rápidamente. Uno diametralmente opuesto al primero. Fue el denominado intento de «inversión». Desde aquel momento empezaron a hablar de Wyszynski como de un patriota que comprendía perfectamente la situación de Polonia; y, en cambio, de Wojtyla se decía que era un internacionalista, que no entendía la realidad polaca, que no era un patriota, sino un enemigo del sistema comunista de Polonia que tomaba posición contra los intereses del Estado. En resumen, dirigieron contra él todo su odio. El cardenal Wojtyla, como es lógico, no reaccionó. No buscó jamás el enfrentamiento, mucho menos la batalla. En cambio, intentó establecer un diálogo objetivo, basado en las argumentaciones de siempre: la libertad de la Iglesia para anunciar el Evangelio, para desarrollar el apostolado, y la libertad del hombre, individual y social, espiritual y material. Pero la libertad del hombre era, precisamente, lo que más detestaban las autoridades comunistas. Y, como consecuencia, detestaban al que defendía dicha libertad. En Polonia continuaban repitiéndose cíclicamente las protestas: en 1956, en Poznan, los protagonistas fueron los obreros; más tarde, en 1968, los estudiantes y los intelectuales; en 1970, en el Báltico, los trabajadores de nuevo. Las «pequeñas revoluciones», como las llamaba el cardenal Wyszynski. Revoluciones, porque de alguna forma ponían en evidencia cómo se iban deshilvanando progresivamente la ideología marxista y el

propio «socialismo histórico» en versión polaca. Pequeñas, sin embargo, porque nunca eran seguidas de cambio alguno —salvo en la cúspide del Partido Comunista— en el terreno social y económico. Es más, sólo traían como consecuencia un recrudecimiento de las medidas represivas. He aquí la explicación de por qué no dejaban de alargarse las filas de los que, privados de sus libertades, veían en Wojtyla el último baluarte. Era el único que podía tutelarlos, defenderlos. El arzobispo de Cracovia se había convertido ya en el punto de referencia de los diversos grupos sociales. Apoyaba las reivindicaciones de los trabajadores. Protegía el mundo de la ciencia, golpeado repetidamente por la censura, a los jóvenes, a los intelectuales, a los profesores, a los que se les imponía la prohibición de ir a la iglesia. Y a los disidentes, los perseguidos. Y su acción, como siempre, no era una acción política, sino una acción conducida en nombre del Evangelio, en nombre de la dignidad de la persona humana. Y luego estaban los judíos, los pocos judíos que habían quedado en Polonia. Tras las revueltas estudiantiles del 68, fueron acusados de haber sido ellos los que habían urdido el «complot». Una acusación infame, porque no habían tenido nada que ver con las agitaciones; era sólo un pretexto para cubrir el ataque a los revisionistas e inflamar los sentimientos nacionalistas de la gente. Pero el asunto se les escapó de las manos a los dirigentes comunistas, empezando por Gomulka, que, por añadidura, estaba casado con una judía. Se desencadenó una auténtica campaña antisemita cuya consecuencia fue que, entre los que se vieron obligados a exiliarse y los que abandonaron el país por propia iniciativa, desapareció la élite judía, formada por al menos quince mil personas. El cardenal Wojtyla, firme defensor del diálogo entre religiones, tenía desde hacía mucho tiempo buenas relaciones con la comunidad judía; en las visitas pastorales a las parroquias nunca olvidaba detenerse en los cementerios hebreos. Pero cuando acudió a visitar, a finales de febrero de 1969, la sinagoga de Cracovia, en el barrio de Kazimierz, quiso que su gesto tuviera el mayor relieve posible, precisamente para expresar su solidaridad, y la de la Iglesia católica, con todos los judíos, por lo mucho que estaban sufriendo una vez más.

Cuatro años antes, en Roma, había sucedido algo increíble. Wojtyla se había encontrado de golpe con Jerzy Kluger, uno de sus más queridos amigos judíos de Wadowice. La última vez que se habían visto fue en el año 1938, cuando celebraron su graduación junto a otros compañeros de colegio. Luego, explotó el huracán de la guerra. Se habían dado respectivamente por muertos, y ahora acababan de reencontrarse.

6 La cruz de Nowa Huta La iglesia de Nowa Huta [1] tardó casi veinte años en construirse. Los mismos años, exactamente, que duró el episcopado de Karol Wojtyla en Cracovia, desde la consagración a la víspera de su elección como Pontífice. Y las dos historias se entrecruzan continuamente, se explican la una a la otra. En los avatares de Nowa Huta se puede leer al trasluz cómo vivió Wojtyla el hecho de ser obispo, pastor de una Iglesia local, guía y defensor de su pueblo, y, al mismo tiempo, cómo se enfrentó a un poder que se apoyaba exclusivamente en la opresión y el ateísmo. La experiencia de Nowa Huta marcó para siempre la línea de conducta pastoral del arzobispo Wojtyla. De la misma forma en que marcó la personalidad del Pontífice, irreductible a la hora de defender los derechos humanos, los derechos a la libertad religiosa y de conciencia. Es más, se podría decir que la lucha que, como Papa, condujo a favor de la causa del hombre, de la dignidad de la persona humana, tuvo su origen precisamente en Nowa Huta. En su primera prueba como joven obispo apenas consagrado. A finales de los años cincuenta, Cracovia contaba ya con 700.000 habitantes y se estaba extendiendo como una tela de araña por el extrarradio. Los nuevos barrios brotaban como setas, pero todos carecían de un lugar de culto, dado que los dirigentes comunistas no concedían los necesarios permisos de construcción. En Nowa Huta había surgido un gigantesco complejo metalúrgico. La alternativa socialista y atea a la Cracovia católica. Una ciudad sin Dios y en cuyo plan urbanístico jamás se incluyó, como es lógico, la construcción de una iglesia. Pero la gente que había ido a vivir allí provenía de los pueblos circundantes, sobre todo de Tarnow, y era profundamente creyente, quería tener a Dios entre sus hogares. Quería tener la posibilidad de vivir junto al templo, de llevar con normalidad una vida pastoral, religiosa.

Por lo tanto, la petición de construir una iglesia no expresaba voluntad de lucha alguna, era simplemente fruto del deseo de los creyentes de contar con un lugar donde Dios estuviera presente, donde celebrar la santa misa. En Bienczyce, un barrio residencial de Nowa Huta, ya existía una capilla. Fue precisamente allí donde la gente, después de que las peticiones para construir una iglesia fuesen rechazadas repetidamente, erigió una cruz altísima, dirigida hacia el cielo. Pero el régimen lo consideró una provocación, un desafío, casi como si alzar aquel símbolo fuese el primer paso para demoler el sistema comunista. La cruz fue echada abajo. La reacción de los católicos fue inmediata. Se produjeron durísimos enfrentamientos con la policía. Hubo víctimas, heridos, numerosos arrestos. Hoy podemos afirmar que aquél fue el primer enfrentamiento, en una ciudad socialista, entre los creyentes y el régimen comunista. Nowa Huta, centro obrero, respondió «no» a la autoridad del Estado, diciendo: ¡tenemos derecho! Derecho a la libertad de conciencia. Derecho a la libertad de culto. Fue el inicio de una nueva estrategia, la estrategia de la resistencia. Una resistencia con un trasfondo religioso, pero que, por primera vez, se ponía en marcha contra las decisiones de las autoridades. El primer acto de una larga lucha para defender la libertad y la dignidad de aquella gente, de aquel pueblo de Dios. Y fue también la primera gran prueba para monseñor Wojtyla. El arzobispo Baziak estaba gravemente enfermo y el joven auxiliar tuvo que hacerlo todo él solo. Intentando, por una parte, resolver aquel gran problema; por otra, esmerándose en no crear un segundo, en no provocar un conflicto de mayores dimensiones. Parecía una empresa imposible, al menos en esos momentos. Y, sin embargo, Wojtyla lo consiguió. Manteniéndose siempre dentro del marco de los principios y los derechos, inició conversaciones tanto con las autoridades centrales como con las provinciales. Sin ceder jamás en ningún punto. Apoyando las legítimas reivindicaciones de la comunidad cristiana. El Gobierno no tuvo más remedio que ceder y, finalmente, concedió el permiso para la construcción de la iglesia, si bien no en el mismo lugar en el que se había erigido la cruz, sino en otra zona de Nowa Huta. Y Wojtyla,

como ya hiciera antes en Bienczyce, continuó acudiendo al complejo. Lo hizo también la noche de Navidad, para celebrar la misa al raso, bajo una abundante nevada y temperatura bajo cero. Fue así como surgió el Arca del Señor, la nueva y magnífica iglesia, el símbolo de una Polonia que se había liberado del mito de las ciudades sin Dios. La gente entendió que la imagen de la nación no dependía de un poder impuesto e incapaz de representar a la sociedad polaca, sino de los hombres y de las mujeres que componían la nación. El 15 de mayo de 1977, después de veinte años de espera, de ansias y de batallas, se celebró la inauguración. Con la presencia de aquel obispo —entonces ya cardenal— cuyo nombre quedaría ligado para siempre al de Nowa Huta. Pero la ciudad obrera no fue la única que estuvo en el frente de batalla para poder construir nuevas iglesias. Estuvo también Mistrzejowice, con su heroico párroco, don Josef Kurzeja, muerto a los treinta y nueve años de un infarto, después de las inenarrables vejaciones que sufrió a manos de los funcionarios comunistas. Estuvo Ciesiec, donde los propios feligreses decidieron construir la iglesia en contra del parecer del comisario político. Y a donde monseñor Wojtyla envió a su secretario, don Stanislao, como señal de solidaridad y para rubricar el pleno derecho de aquella gente a tener un templo propio. La construcción de la iglesia se inició un sábado. Trabajaron todo el día mujeres, hombres y niños, y por la noche ya estaba terminada. Era una iglesia muy sencilla, naturalmente, ¡pero cuántos esfuerzos, cuántas fatigas costó poder levantarla! Las autoridades locales cortaron el suministro eléctrico, cerraron la carretera que conducía a la ciudad. Pese a todo, la gente permaneció en su puesto. Por la noche iluminaron el barrio quemando algunos neumáticos. Habían hecho turnos para dar los últimos retoques. Y para vigilar... Así era la vida cotidiana en Polonia bajo el régimen comunista. Se luchaba para construir edificios sagrados. Y se luchaba para que el clero recibiese formación, después de que las autoridades cerrasen, en 1954, la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica para convertirla en un ateneo laico, totalmente dependiente del Estado.

El objetivo era controlar la instrucción de los futuros sacerdotes, subordinándolos a la ideología marxista, es decir, haciendo de ellos personas obedientes al sistema, sometidas al sistema. Lo que significaba que el objetivo, en última instancia, era la aniquilación de la religión católica. Por eso, el cardenal Wojtyla se esforzó en que a la Facultad Teológica de Varsovia (creada, en el ínterin, en el seno del Seminario) se le concediese el estatus de Facultad Pontificia para poder otorgar grados y títulos académicos y formar un clero culto, preparado, sin complejos ante los laicos. Una Iglesia libre, independiente, con un alto nivel cultural, sería una Iglesia capaz de afrontar los desafíos de las diversas ideologías. Y de salvaguardar el patrimonio de la cultura cristiana, gracias al cual Polonia, incluso en las épocas en que había sido borrada de los mapas políticos, pudo conservar su propia identidad. Y lograr sobrevivir. En esos años nacieron las tygodnie kultury chrzescijanskiej (semanas de cultura cristiana), financiadas por el cardenal en persona. También intentaba ayudar (sin que se enterase nadie, como es lógico) a docentes universitarios, investigadores, personajes ilustres de la cultura y el teatro que se habían quedado sin trabajo porque no se habían sometido o no habían cedido ante la ideología comunista. El arzobispo, por principio, no retiraba el sueldo de la curia, que, por otro lado, era más simbólico que otra cosa. Las limosnas que recibía de los párrocos y el dinero percibido por sus derechos de autor se destinaban íntegramente a sostener diversas iniciativas o a fines caritativos. Vivía muy modestamente y nunca sentía necesidad de nada. Tenía sólo un abrigo negro, de paño muy fino, por lo que en invierno se ponía un forro debajo. Ésta era la realidad de entonces bajo el marxismo. Se luchaba diariamente por la supervivencia de la religión, de la Iglesia. Se luchaba diariamente por la supervivencia del hombre polaco y de su patria.

7 «¿Cómo podría callar?» El cardenal Wojtyla viajaba mucho en aquella época. Había empezado a visitar las comunidades polacas diseminadas, más o menos, por todo el mundo. Como la de Chicago, donde existía una asociación de ex prisioneros de Auschwitz a los que llevó un puñado de tierra del antiguo campo de exterminio. Hacía también peregrinaciones, como la que realizó a Tierra Santa y de la que habló, en una carta bellísima, casi un reportaje espiritual, a los sacerdotes de Cracovia. Contó la profunda emoción que había sentido al ver el «punto», el lugar preciso que Dios eligió, en un determinado momento, para entrar en la vida de los hombres. Además, el arzobispo recibía frecuentes invitaciones para participar en conferencias o congresos, para intervenir en grandes eventos, como los congresos eucarísticos de Melbourne —donde se encontró por primera vez con la madre Teresa de Calcuta— y de Filadelfia. Gracias a esos viajes tuvo la oportunidad de conocer la realidad de los distintos continentes, no sólo de Europa, sino también de América, Asia, Oceanía, África. Y, sobre todo, tuvo la oportunidad de conocer a los hombres, de entender a los hombres que vivían en otras latitudes, en situaciones muy diferentes unas de otras. Creo que aquellos viajes no sólo fueron importantes por sí mismos, también tuvieron una gran importancia en su preparación como futuro pastor de la Iglesia universal. Y además, como es natural, Wojtyla tenía que ir con frecuencia al Vaticano. Formaba parte de la Comisión para la Natalidad y era miembro de numerosas congregaciones. Al regreso de Roma, siempre comentaba, con satisfacción, que la curia romana, ante el impulso del Concilio, se había internacionalizado; que, incluso en la redacción de los documentos,

se estaba ya abandonando el planteamiento excesivamente «latino», demasiado «europeocéntrico» de antaño. Cada vez que iba a Roma, Pablo VI lo recibía en audiencia. El Papa apreciaba mucho al joven arzobispo de Cracovia. Lo apreciaba por su profunda espiritualidad, por su coraje apostólico, su formación cultural, su serenidad de espíritu, y, también, por la fidelidad y la lealtad que siempre le había demostrado. En la Cuaresma de 1976 le invitó a dar, en el Vaticano, los ejercicios espirituales. Un gran honor, pero también una enorme responsabilidad. Para sus meditaciones, Wojtyla se inspiró en las palabras de Simeón: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y como signo de contradicción...» [2]. Trasladando esas palabras a la actualidad, el cardenal hizo notar que el Papa, la Iglesia, los obispos, y también los sacerdotes, los religiosos y los propios fieles estaban destinados a ser — como le ocurriera a Cristo—«señales de contradicción» en un mundo en el que, mediante la fuerza o mediante el silencio, se intentaba negar la verdad de Dios, la verdad sobre Dios. Habló de los peligros que llegaban tanto desde Occidente, desde una sociedad cada vez más secularizada, más consumista, como desde los países donde el ateísmo se había erigido en sistema, pero en los que la lucha contra la religión se ejercía de forma que «no se creasen —en la medida de lo posible— nuevos mártires. Así, el programa se basa en la persecución, pero, salvadas las apariencias, la persecución no existe y hay plena libertad religiosa». No eran sólo palabras; era la experiencia cotidiana que el arzobispo de Cracovia no tenía más remedio que afrontar. Todos los días, de hecho, se registraban nuevos episodios de esa persecución silenciosa, consumada contra grupos y asociaciones, pero también contra individuos concretos. Por ejemplo, había un joven que asistía a una escuela de formación profesional y que, como muchas personas en aquella época, llevaba una cruz colgada sobre el pecho. Le dijeron: «¡Tienes que quitarte la cruz! ¡No puedes venir con ella a la escuela, y mucho menos llevarla durante las prácticas comunes!». El joven se negó, fue expulsado y se avisó a su madre. Pero la madre afirmó: «¡Estoy orgullosa de mi hijo!».

Otro caso fue el de una señora que había puesto una habitación de su apartamento a disposición de la parroquia, para que la convirtiera en un aula de catequesis. Las autoridades se enteraron, la llamaron y fue amenazada con perder su puesto de trabajo. O el de un ingeniero que estaba a punto de ser nombrado director de una importante fábrica. Tenía un currículo excepcional, era, sin duda, el candidato ideal para un puesto de esa responsabilidad. Pero le dijeron: «Antes tiene usted que pasar por una cierta “cámara” y mantener una entrevista». Él fue, dijo que era creyente, y ya no hubo más entrevista. No se le nombró director. Sin mencionar, como es lógico, los nombres de las personas implicadas, el cardenal Wojtyla denunciaba todo esto en sus discursos y homilías. Protestaba abiertamente contra todo aquel que intentaba eliminar a Dios hasta del fondo del alma humana. Como cuando las autoridades, de nuevo en el año 1976, impusieron por enésima vez que el recorrido de la procesión del Corpus Cristi se acortara. «Se me reprocha con frecuencia», dijo, «que hable de estos asuntos. Pero, ¿cómo podría callar? ¿Cómo podría no escribir? ¿Cómo podría no intervenir? Yo, como obispo, debo ser el primer servidor de esta causa. De esta gran causa del hombre». Inevitablemente, se convirtió en la «bestia negra» del régimen. Y el régimen hacía de todo, no sólo para obstaculizar su actividad pastoral, sino también para intimidarlo psicológicamente. Lo espiaba, lo mantenía constantemente bajo vigilancia. Para que sintiera, en todo momento, su presencia, su presión, y, por lo tanto, todo su poder, su «omnipotencia». Todo el edificio del episcopado, incluidos el dormitorio del cardenal, su estudio, el comedor, la salita en la que recibía, estaba plagado de micros. Estaban ocultos dentro de los teléfonos, pero también debajo del papel o la tela que cubrían las paredes, debajo de los muebles. Nosotros conocíamos de sobra la existencia de esos «oídos» electrónicos siempre a la escucha. Entre otras cosas, eran tan torpes... Un día, sin que nadie los hubiera avisado, se presentaron unos obreros diciendo que se

había detectado una avería en el teléfono o en la instalación eléctrica, y aprovecharon para esconder sus «canarios». El cardenal hasta se lo tomaba a broma. Cuando quería que algo se supiese, hablaba en voz alta, de forma que los que le estaban escuchando le oyesen perfectamente. Pero cuando tenía que tratar un tema delicado lo hacía fuera del edificio. Por ejemplo, si venía a verlo monseñor Bronislaw Dabrowski, secretario del episcopado, salía con él al bosquecillo cercano. Si acudían a visitarlo obispos extranjeros, se los llevaba a la montaña. Wojtyla vivía sistemáticamente controlado. Todas sus predicaciones se grababan y se sometían a una meticulosa vivisección, frase por frase. Los servicios secretos le seguían a todas partes, por muy lejos que fuera. Estaban de guardia las veinticuatro horas del día al otro lado de la calle Franciszkanska; apenas salía el coche del arzobispo —él, por cierto, les saludaba con la mano, a veces hasta les bendecía— montaban en sus vehículos negros, tenebrosos, y se deslizaban detrás de él. «Mis ángeles custodios», los llamaba. El chófer de Wojtyla, el gran Mucha, era un lince a la hora de despistarlos. Una vez en la que el arzobispo tenía una reunión que quería mantener en secreto, ideó una maniobra digna del agente 007. De repente, aceleró y se metió por una zona llena de callejones; el cardenal salió, rapidísimo, y se subió a otro coche; Mucha continuó su camino, con los espías detrás. Y no fueron sólo historias de aquella época. El «Gran Hermano» continuó en su puesto, impertérrito, incluso cuando Karol Wojtyla, ya elegido Papa, iba a visitar su país. También entonces, como, por ejemplo, una vez en que iba a reunirse en Varsovia con los miembros de la oposición, el Santo Padre tomó las mismas precauciones de siempre, y salió con sus interlocutores al jardín de la residencia del primado, donde estaba alojándose. En el viaje de 1983 se negoció, más que por extenso, si Juan Pablo II podía reunirse con el ex líder de Solidaridad, Lech Walesa. Al final, el general Jaruzelski dijo estar de acuerdo y eligió el lugar de la reunión: un refugio de montaña a los pies de los montes Tatra, en la zona de Zakopane,

en la que se dispuso una espléndida sala, enteramente decorada e iluminada para la ocasión. El Santo Padre entró y miró a su alrededor; algo, evidentemente, no terminó de convencerle del todo. Tomó a Walesa del brazo y se lo llevó afuera, al pasillo. Hablaron allí, al abrigo de escuchas.

8 Explota la disensión Tras diez años de cárcel y ocho de trabajos forzados, el martirio del cardenal Stefan Trochta había llegado a su fin. Pero ni siquiera después de muerto fue tratado con un mínimo de respeto por el régimen checoslovaco. En abril de 1974 se le prohibió a Wojtyla, que había acudido a Litomerice junto a otros dos cardenales, König y Bengsch, que concelebrara la misa fúnebre. Pese a ello, al final de la celebración —con la policía secreta rodeando la iglesia—pronunció unas palabras en recuerdo de la heroica figura de Trochta. En la antigua Checoslovaquia, en los primeros años de la posguerra, la Iglesia católica había sido prácticamente destruida, aniquilada. Los religiosos, deportados. Muchos sacerdotes arrestados, asesinados, desaparecidos en la nada. Obispos condenados a la cárcel, enviados a los gulag. Pero ahora, desde la clandestinidad en la que se veían obligados a vivir, los creyentes comenzaron a emitir las primeras y tímidas señales. Querían de todo, especialmente ejemplares de la Biblia, libros y manuales para la formación de sacerdotes. Al cabo de algún tiempo, como en su patria no podían hacerlo, imploraron a los obispos de los países vecinos que ordenasen a sus seminaristas, que luego volverían a Checoslovaquia a ejercer su ministerio. El cardenal Wojtyla, que ya les estaba ayudando, se puso inmediatamente a su disposición. Hay que tener en cuenta que todo esto se hacía dentro del secreto más absoluto. Si las autoridades comunistas hubiesen sospechado algo, habrían destrozado la cadena de solidaridad. Por la noche, afrontando un viaje lleno de riesgos, los seminaristas cruzaban la frontera. Al otro lado los esperaba alguien para llevarlos a Cracovia. Una vez allí, se procedía al «reconocimiento»: cada uno de los jóvenes llevaba consigo la mitad del certificado que autorizaba la

ordenación y que tenía que coincidir con la otra mitad, enviada previamente al arzobispo, como una pieza de puzle con otra. Por fin, y siempre con el máximo sigilo, tenía lugar la ceremonia en la capilla privada. El cardenal imponía las manos sobre los jóvenes, convirtiéndolos en ministros de Cristo. Apenas se hacía de noche reemprendían el camino de regreso sin saber qué les aguardaba. Era un momento todavía indescifrable, en efecto. Checoslovaquia había sido siempre el país más cerrado del imperio soviético. Y había visto cómo se derrumbaban sus sueños cuando los carros armados aplastaron con sus llantas las flores apenas recién nacidas de la «Primavera». Y, sin embargo, también la fortaleza checoslovaca empezó a mostrar alguna grieta cuando —de forma singularmente simultánea y con motivaciones comunes— estalló la disensión por toda Europa centro-oriental. En su origen, muy probablemente, estaba la firma del Acta de Helsinki, el 1 de agosto de 1975. Aparentemente, quedaban sancionadas la «lógica» de Yalta y la «inviolabilidad» de las fronteras establecidas por Stalin después de la Segunda Guerra Mundial. Pero de facto, gracias también a la acción de la Santa Sede, se habían introducido importantes principios relativos al respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, incluida la de culto. Y todo esto supuso un sólido anclaje para las iniciativas de los grupos disidentes. Por lo tanto, aunque fuese todavía sobre el telón de fondo de una Europa desgarrada en dos, se empezaba a entrever un escenario nuevo, en ciertos aspectos, y dinámico, en cualquier caso. Precisamente por eso, el cardenal Wojtyla estaba doblemente convencido de que el futuro del mundo, y de Polonia en particular, no podía pertenecer al marxismo. Era demasiado fuerte el deseo de libertad, de democracia, de solidaridad que se alzaba desde la comunidad civil. Y por eso —al igual que el primado— el arzobispo de Cracovia observaba con cierto dolor la política vaticana con respecto al Este comunista. Temía que, más que a establecer una acción común con los episcopados locales, se tendiese a estipular acuerdos con los diversos Gobiernos, con el deseo, por otra parte legítimo y comprensible, de «salvar lo salvable».

Polonia, además, era un «caso» bastante atípico en el archipiélago comunista. Por la presencia de una Iglesia fuerte, compacta, organizada. Pero también porque su disensión tenía rasgos que la diferenciaban de la de otros países del Este. Tanto en Alemania del Este como en Checoslovaquia, en Bulgaria como en Hungría y Rusia, la disensión estaba formada por élites circunscritas a ambientes intelectuales o a círculos políticos de extracción revisionista, o bien por pequeños grupos religiosos, minorías, en cualquier caso. En las orillas del Vístula, en cambio, el fenómeno había alcanzado las dimensiones de un movimiento de masas, representativo de una nación entera. La sociedad polaca era unánime al juzgar que el sistema comunista no sólo era deficiente e incapaz de mejorar las condiciones de vida de la población, llevándolas a unos niveles mínimamente decentes, sino que, sobre todo, era injusto y profundamente discriminatorio. El que no pertenecía al Partido no podía, salvo raras excepciones, desempeñar cargos directivos. Sólo los miembros del Partido gozaban de privilegios. La Iglesia y los hombres de Iglesia, laicos, creyentes y practicantes, eran tratados como ciudadanos de segunda categoría. Esto era lo que sostenía desde hacía años el cardenal Wojtyla, enunciando la doctrina social de la Iglesia. Doctrina que, no estando obviamente de acuerdo con la ideología marxista, se consideraba injerencia política. Y así se llegó al 25 de junio de 1976. Ese día ocurrió algo que iba a cambiar definitivamente la historia de Polonia. En Radom, una pequeña ciudad situada no muy lejos de Varsovia, en una fábrica de tractores de la periferia de la capital, Ursus, explotó, por enésima vez, una protesta por el aumento de los precios de los artículos de primera necesidad. Pero, en esta ocasión, junto a los obreros que se echaron a la calle para reivindicar sus derechos y que fueron perseguidos por la policía, se encontraban, solidarizándose con ellos, intelectuales, estudiantes y campesinos. Nació el KOR (Komitet Obrony Robotnikow), para defender a los trabajadores encarcelados y a sus familias. Los

fundadores del comité eran de diversas tendencias, los católicos y los no creyentes se unieron como confirmación de que, en nombre de la solidaridad, del bien común, ya habían comenzado a superarse las barreras ideológicas y los antiguos prejuicios. La sociedad polaca, rebelándose contra ese Estado-Partido que, en principio, debía representarla, redescubrió su propia fuerza, su propia objetividad. Y la Iglesia intervino, con todo el peso de su autoridad moral, para ser el apoyo y el cimiento de esta unión. Intervino el cardenal Wyszynski, pidiéndole al Gobierno que pusiese fin a las vejaciones, a los arrestos, a los procedimientos penales. Intervino el cardenal Wojtyla, dejando claro que la paz sólo puede construirse sobre el respeto a los derechos del hombre y los derechos de las naciones. Sin entrar directamente en la controversia, el arzobispo de Cracovia quería decir que Polonia, una nación que había luchado con esa fuerza por su independencia, una nación que tenía en tan alto concepto la democracia, una nación que en la Segunda Guerra Mundial había sufrido tanto combatiendo en varios frentes por la libertad, había sido privada de los derechos fundamentales de libertad. Eran palabras que, en cierto modo, inscribían en un marco ético cuanto había ocurrido. Anticipando la revolución que, pocos años después, iba a surgir en Polonia con Solidaridad.

9 Los jóvenes se rebelan La primera protesta juvenil polaca explotó en el 68. Iniciada en Varsovia, pronto se extendió por todo el país. Y constituyó una etapa importante, significativa, en el camino hacia la libertad. A pesar de que, según se supo más tarde, en sus orígenes, muy probablemente, estaba una estrategia precisa de la policía secreta para provocar la revuelta estudiantil y, así, desencadenar la represión y arreglar cuentas en el interior del mundo comunista. La revolución del 68 no triunfó porque los jóvenes no contaron con el apoyo de los obreros, que constituían la fuerza principal de Polonia. Es más, con frecuencia eran precisamente los obreros los que actuaban con mano fuerte contra los manifestantes, seguramente manipulados y arrastrados a la calle por los agitadores del Partido. La Iglesia, y muy especialmente el cardenal Wojtyla, se había alineado junto a los jóvenes. Y, apoyándolos, habían demostrado de forma irrebatible que los jóvenes no eran los responsables de los conflictos, de las protestas. La culpa había que achacársela a aquellos que habían expropiado a los jóvenes de la libertad, que les habían arrebatado la perspectiva de poder alcanzar en el futuro un auténtico desarrollo social y cultural. Por este motivo, la Iglesia no había perdido a los jóvenes, al contrario, los había reconquistado. Y los jóvenes no habían perdido la esperanza. Habían entregado, quizá, las armas materiales, pero habían conservado las espirituales. No habían pasado ni diez años, y ya tuvo lugar la segunda gran protesta juvenil, esta vez en un escenario profundamente cambiado. Ya no era en Varsovia, sino en Cracovia, donde el mundo estudiantil —gracias, sobre todo, a la presencia de un autorizado «protector» como el cardenal Wojtyla — no podía ser manipulado por el régimen. Además, ya no había jóvenes

que se definiesen a sí mismos como «comunistas», ya se habían esfumado las últimas ilusiones puestas en el «socialismo histórico» y en su capacidad para llevar a cabo un auténtico progreso social. En resumen, se podría decir que el método «vencedor» fue el de Karol Wojtyla, que se había opuesto al marxismo no frontalmente, sino «desinflándolo» desde el interior, es decir, contrastándolo con la realidad misma del hombre, con la «verdad» sobre el hombre. Me gustaría profundizar en este punto. El método de actuación del cardenal Wojtyla era puramente eclesiástico, evangélico. Intentaba que en los jóvenes madurase su conciencia moral y, por lo tanto, esa libertad interior que brota del contacto con Dios, del diálogo con Él a través de la oración. Pero, luego, esta nueva vida interior y esta fuerte unión con Dios conducen, casi de forma natural, a una comprensión más profunda de las cuestiones sociales, al interés por aquellos que sufren, que han sido privados de la libertad, de sus derechos fundamentales. De este modo nacía también la oposición moral, espiritual. A la cabeza de la cual no estaba, en cualquier caso, Karol Wojtyla, que era sólo un pastor, no un agitador político. Él se limitaba a proclamar la verdad conforme al dicho evangélico «La verdad os hará libres», anunciando por eso mismo la libertad del hombre. Eran otros los que sacaban sus conclusiones de todo esto. Los que actuaban... En Cracovia, el 7 de mayo de 1977, fue descubierto en un entresuelo el cadáver de un joven universitario, Stanislaw Pyjas, que colaboraba con el KOR. Su cuerpo presentaba demasiadas heridas, era excesiva la sangre derramada como para creer la versión de la policía, es decir, que «se había caído por las escaleras» porque estaba «borracho como una cuba». Nada más conocer la noticia de la muerte de Pyjas me acerqué a la entrada del edificio en el que se había cometido el crimen. ¡Porque había sido un crimen! Hoy todos saben que fue un asesinato, cometido contra uno de los principales organizadores de la oposición en Cracovia. Pero entonces, como era de esperar, el régimen —o la persona que tomó la decisión en el régimen— no quiso admitirlo.

Permanecí allí algunas horas. ¡Nunca se me perdonó por eso! En el trayecto de vuelta hasta la calle Franciszanska, los servicios de seguridad me siguieron y controlaron. En el arzobispado, además de Wojtyla, se encontraba el primado, porque al día siguiente, fiesta de San Estanislao, se iba a hacer una procesión en honor al santo. Les conté lo ocurrido y los dos se quedaron profundamente impresionados. No se esperaban que se pudiese llegar a asesinar a una persona sólo porque pertenecía a la oposición y, por lo tanto, era incómoda. Explotó la indignación colectiva. Los estudiantes decretaron tres días de luto, organizaron una misa de réquiem y por la noche acudieron en cortejo a la casa de Stanislaw. La tensión estaba por las nubes. Algunos se temían, incluso, que estallase una guerra civil; los temores se intensificaron cuando Cracovia se vio invadida por destacamentos militares, hechos llegar allí desde toda Polonia. Por suerte, Wyszynski y Wojtyla, aunque dijeron la «verdad», no exacerbaron más los ánimos y consiguieron evitar lo peor, impedir que se llegase a un enfrentamiento físico, al derramamiento de sangre. El primado habló en tono firme, apoyando a los jóvenes y, al mismo tiempo, condenando aquel acto criminal, pero también los puso en guardia contra el recurso de la fuerza. Wojtyla, en la primera ocasión solemne, frente a millares de jóvenes, reclamó con insistencia que las autoridades respetasen los derechos humanos. Para el arzobispo de Cracovia, la lucha debía ser llevada a cabo de forma pacífica, con sabiduría, como hizo Gandhi. Apoyándose, ante todo, en la razón, debían buscarse los argumentos oportunos, señalando con el índice los errores cometidos por el sistema para evitar que se ignoraran —peor aún, que se pisotearan— los derechos del hombre, el derecho a la libertad. Y no pensar, en cambio, que todo se iba a resolver provocando desórdenes o incluso insurrecciones... Mientras hablaba, un avión apareció en el aire, con la evidente intención de perturbar el encuentro. Wojtyla le dirigió un irónico saludo al «huésped no deseado» y luego arremetió contra la prensa, por la forma en que

falseaba la realidad. El cardenal resultó ser un profeta, porque al día siguiente sus afirmaciones fueron totalmente ignoradas por los periódicos. Pero todo esto, sin embargo, no sirvió para nada. Prisionero de sus propios mecanismos ideológicos y bloqueado por un inmovilismo absoluto, el régimen no se dio cuenta de la amenaza que pendía sobre su cabeza. Y reaccionó con los métodos de siempre: la represión, la calumnia y las tijeras de la censura. El mismo tipo de censura que llevaba años en vigor. Muy severa, muy rígida, pero también, en algunos aspectos, muy ridícula, de una mojigatería absurda. No se censuraban sólo los contenidos, sino hasta cada término en concreto. Por ejemplo, la palabra «nación» no estaba permitida. Por no hablar de cualquier tipo de crítica al sistema comunista, o de cualquier valoración positiva acerca de la actuación de la Iglesia. Nada pasaba la censura, nada. Las batallas para que los textos de la Sede Apostólica, así como los documentos, pudiesen ser publicados de forma íntegra eran interminables. Hubo intentos, incluso, de censurar los escritos del Pontífice. Ésta era la Polonia que detentaba el poder, una Polonia totalmente minoritaria, que había perdido del todo el favor de los jóvenes, que ya habían abandonado el comunismo pues habían descubierto su naturaleza irremediablemente autoritaria, opresora. Y luego estaba la otra Polonia, la que se identificaba con la mayoría de la población. La Polonia de las «Universidades volantes», que ofrecían una enseñanza alternativa a la estatal, completamente manipulada. La Polonia en la que la Iglesia gozaba cada vez de más credibilidad, no sólo en el medio rural, entre los campesinos, sino también en la clase obrera, en la burguesía, en los círculos culturales. Y de esta «nueva» Polonia habló abiertamente el cardenal Wojtyla, en junio de 1978, en el santuario de Kalwaria Zebrzydowska: «Está naciendo algo completamente nuevo, yo diría que la búsqueda espontánea y apasionada del “testigo fiel”. Jesús es este testigo. Por esto el hombre actual vuelve la mirada hacia Él. A Él se dirigen, sobre todo, los jóvenes actuales, porque perciben, correctamente, que esta lucha por la presencia o la ausencia de Dios en la vida del hombre, en la vida de todo el pueblo y de toda la nación, exige un encuentro particular con Cristo».

10 «Viene un Papa eslavo» El «año de los tres Papas». Así fue llamado 1978. Aunque, como es lógico, Karol Wojtyla, nunca se hubiera podido imaginar, aquel primer domingo de agosto, el vuelco que iba a dar su vida en apenas un par de meses... Se encontraba de vacaciones en los montes Bieszczady, con algunos amigos, cuando recibió la noticia de la muerte de Pablo VI. Ya se sabía que el Papa estaba enfermo, muy enfermo; pero cuando supo de su desaparición, el arzobispo sufrió mucho. Estaba muy unido a él, le apreciaba como a un padre. Le habían impresionado desde un principio su estilo pastoral, la forma en que contemplaba el mundo, la enorme apertura que demostraba hacia los problemas de la cultura. La Iglesia se puso en camino hacia el cónclave. Muchos comentaristas preveían una elección difícil, compleja, por el elevado número de miembros del Sacro Colegio. Y porque no se habían entibiado aún los debates que laceraron a la comunidad católica en el largo y conflictivo periodo que siguió al Concilio. El cardenal Wojtyla no se preguntaba nunca quién sería el sucesor del difunto Pontífice. Se limitaba a decir: «El Espíritu Santo lo decidirá». Lo observaba todo desde la óptica de la fe, con la mirada de un hombre creyente, un hombre de Iglesia. En Roma se reencontró con Albino Luciani, el patriarca de Venecia. No se conocían a fondo, pero se habían visto con frecuencia y entre ellos había una gran afinidad espiritual. Recuerdo uno de aquellos encuentros, en el Colegio Pontificio polaco, en la plaza Remuria. Era el periodo preparatorio del cónclave. El cardenal

Wojtyla invitó a comer al patriarca, y él acudió encantado. Yo también tuve ocasión de conocerlo y me cayó enseguida muy bien por su gran espontaneidad. Otro encuentro interesante fue el que tuvo con el cardenal Joseph Ratzinger. Creo que hablaron del carácter propiamente católico, cristiano, que debía tener la propuesta de la Iglesia al mundo contemporáneo en el inminente paso de milenio. El cónclave, en contra de lo previsto, terminó muy pronto. La elección fue rapidísima, señal de que en aquel momento decisivo el Sacro Colegio había reencontrado una fuerte unidad. Y, quizá, precisamente por eso, para reforzar esa cohesión, el patriarca de Venecia había asumido un nombre compuesto —por el de Juan XXIII y el de Pablo VI—, aunando la herencia de sus dos inmediatos predecesores. Y conciliando así las dos tendencias que se identificaban —muchas veces contraponiéndolas, equivocadamente — con ambos Pontífices. El cardenal Wojtyla no contó nunca los detalles del cónclave. Dijo sólo que durante su desarrollo se advirtió la presencia del Espíritu Santo. Aceptó y consideró como la voluntad de Dios —indicada por Él a los cardenales— la elección del nuevo Papa. Tuvo un encuentro con Juan Pablo I inmediatamente después de la inauguración del pontificado y regresó a Cracovia llevándose consigo el recuerdo de aquella sonrisa llena de bondad, de la alegría con la que el Papa expresaba su profunda fe. Transcurrieron sólo treinta y tres días. Wojtyla acababa de regresar de una visita a Alemania Federal con la delegación del episcopado, encabezada por el cardenal Wyszynski. Había estado en el santuario de Kalwaria. Celebró en la catedral de Wawel una misa solemne por la festividad de San Wenceslao y, al mismo tiempo, para recordar el vigésimo aniversario de su ordenación episcopal. La mañana del 29 de septiembre estaba tomando el té, cuando Mucha, el chófer, entró como una tromba en la habitación. Tenía el rostro acalorado, agitado; a duras penas, consiguió decir que Juan Pablo I había muerto.

El arzobispo se quedó rígido, pero sólo durante unos instantes. Interrumpió el desayuno y se dirigió a su habitación. En esos momentos tan tristes quería estar solo. No hizo ningún comentario; sólo le oíamos murmurar: «Algo inaudito... inaudito». Vimos desde lejos que entraba en la capilla. Se quedó allí mucho rato, rezando. Rezaba y, quizá, se interrogaba, interrogaba a Dios. Igual que hizo luego, abriendo su corazón, en la misa de funeral que se celebró en la basílica Mariacka: «El mundo entero, la Iglesia entera se pregunta: ¿por qué? [...] No sabemos qué significa esta muerte para la cátedra de Pedro. No sabemos qué ha querido decir Cristo a través de ella a la Iglesia y al mundo». En Roma, en el Vaticano, nos parecía estar asistiendo casi a una réplica de las escenas vividas en agosto. Pero para Wojtyla todo había cambiado... No hablaba nunca, ni siquiera en privado, de la sucesión del papa Luciani... Pero los que lo conocían bien podían leer en su rostro la inquietud que sentía en su interior. Quizá también porque se había enterado de que un cardenal tan influyente como Franz König, arzobispo de Viena, mencionaba con frecuencia su nombre cuando hablaba con otros purpurados. La noche antes del cónclave quiso saludar, uno por uno, a todos los sacerdotes que residían en el colegio del Aventino, donde él se alojaba siempre que iba a Roma. Fue un saludo intenso, fraternal, pero a nadie se le escapó lo tenso de su actitud, su mirada pensativa. A la mañana siguiente acompañé al cardenal al Vaticano. Antes nos acercamos al hospital Gemelli, a hacerle una visita a monseñor Andrzej Maria Deskur (hoy cardenal), que, precisamente en esos días, había sufrido un ictus y estaba ingresado en la unidad de reanimación; estaba muy grave y aún no había recuperado la consciencia. Años después, siendo ya Papa, Karol Wojtyla recordaría la repentina enfermedad de monseñor Deskur diciendo que la había interpretado como una señal y que ésta le había hecho reflexionar mucho. También porque a lo largo de su vida se habían producido más señales de este tipo. Cuando le iban a ordenar obispo, uno de sus más queridos amigos, monseñor Marian

Jaworski (hoy cardenal y obispo de Leópolis de los Latinos), debía sustituirle en un compromiso, ir a predicar los ejercicios a los sacerdotes; acudió en tren, se produjo un terrible accidente y perdió un brazo. Más tarde, justo en las vísperas del cónclave, la gravísima enfermedad de monseñor Deskur. Era como si su elección —quería decir el Papa— estuviese relacionada de alguna forma con el sufrimiento del amigo. Pero henos ya en el cónclave. Lo que allí ocurrió es un secreto, garantizado por el juramento. No conocemos ningún detalle. Por lo tanto, que siga guardado por el Espíritu Santo y la sabiduría de la Iglesia... De acuerdo. Nadie quiere hacer conjeturas, muchos menos especulaciones. Con todo, con las debidas cautelas, y apoyándonos siempre sobre las voces autorizadas, podemos intentar reconstruir mínimamente cómo se desarrolló el cónclave. Al menos para entender cómo y de dónde surgió aquella elección. Se inició el 15 de octubre de 1978; la primera jornada estuvo marcada por el debate entre los partidarios del arzobispo de Genova, Giuseppe Siri, y los de Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia. Dos italianos, pero que representaban posiciones diversas: la primera sostenía la exigencia de una cierta modificación en la ruta trazada por el Concilio; la segunda, en cambio, apostaba por la continuación del Vaticano II, bajo el signo de una plena fidelidad al espíritu y a la letra de las enseñanzas conciliares. Obviadas las dos candidaturas, mejor dicho, eliminadas recíprocamente, ya en las dos primeras votaciones del 16 de octubre, el nombre del arzobispo de Cracovia obtuvo numerosos votos. En el intervalo, como contó el cardenal Luigi Ciappi, se produjo el vuelco decisivo: los que apoyaban a Wojtyla fueron convenciendo poco a poco a los otros miembros del Sacro Colegio. Fue König, casi con toda seguridad, el gran artífice de este progresivo desplazamiento de consensos. Ya había hablado con Wyszynski, convenciéndole de lo oportuno de la elección (Wyszynski había sobrentendido que era él el candidato), y el primado fue a la celda de

Wojtyla a expresarle su apoyo, a infundirle valor. A animarle a que aceptase. Le repitió la imperiosa pregunta que en la novela Quo vadis?, de Sienkiewicz, le hace el Señor a Pedro cuando éste ha cedido a la tentación de huir de Roma; pero luego dulcificó el tono, rogándole que, en el caso de ser elegido, aceptase. Y añadió: «La tarea del nuevo Papa será la de introducir a la Iglesia en el tercer milenio...». El arzobispo de Cracovia regresó a la Capilla Sixtina con una expresión más distendida en el rostro, pero con el corazón en pleno tumulto. Se le acercó un viejo amigo, el cardenal Maximilian de Furstenberg, que había sido rector del Colegio belga, y le susurró unas palabras del momento de la ordenación sacerdotal: «Deus adest et vocat te» («Dios está aquí y te llama»). En la octava votación, la segunda de la tarde, fue elegido —parece— con noventa y nueve votos. Conmovido, pero ya sereno, aceptó, eligiendo el mismo nombre que Luciani. Más tarde supe por el cardenal Wyszynski que había sido él el que le había sugerido que tomase ese nombre, en memoria del Pontífice difunto y por respeto al pueblo italiano, que había amado profundamente a Juan Pablo I. Todos los cardenales se acercaron para rendir homenaje al elegido; cuando Wyszynski llegó ante él, se estrecharon en un largo abrazo. Mientras, de la chimenea de la Sixtina, salía la fumata blanca. «Viene un Papa eslavo, hermano de los pueblos...», había escrito más de un siglo antes el gran poeta Juliusz Slowacki. Yo estaba en la plaza de San Pedro, cerca de la entrada de la basílica. Fue allí donde escuché al cardenal Pericle Felici anunciar el nombre del nuevo Papa. ¡Era mi obispo! ¡Mi obispo! El corazón me daba brincos de alegría, por supuesto, pero me sentía como bloqueado, petrificado. Pensé para mis adentros: «¡Ha sucedido!». Ha sucedido lo que nadie creía que podía suceder. En Cracovia había gente que

rezaba para que no fuese elegido, querían que se quedase en la diócesis, que no se fuera. Nadie creía que algo así pudiera ocurrir. ¡Y, sin embargo, había ocurrido! ¡Había ocurrido! También Polonia vivió un primer momento de incredulidad, pero luego estalló de alegría. La gente abarrotó las calles, las plazas, para expresar toda su felicidad, toda su emoción, y todo su orgullo al ver a un hijo suyo subir a la cátedra de San Pedro. Alguien consiguió distinguir mi cara en medio de la multitud, vino hacia mí y me llevó del brazo hasta la entrada cónclave, que todavía estaba cerrada. En el Vaticano, el Papa estaba vistiéndose con su nuevo hábito. Debía asomarse a la logia externa de la basílica vaticana para impartir la bendición. Al acercarse al balcón y vislumbrar la inmensa multitud que abarrotaba la plaza, le preguntó a la persona que lo acompañaba si no sería conveniente pronunciar algunas palabras. El acompañante le contestó que no, que no estaba previsto por el ritual, por la praxis. Pero Juan Pablo II, según llegó a la logia, sintió como una orden irresistible desde su interior. «Alabado sea Nuestro Señor Jesucristo», dijo. Y la gente respondió: «Alabado sea por siempre». Y entonces él empezó a hablar. «No sé si podré explicarme bien en vuestra... en nuestra lengua italiana. Si me equivoco, korregirrme...». Y la multitud rompió en un aplauso que parecía que nunca iba a tener fin. Las puertas del cónclave se abrieron por fin, y el «mariscal», el marqués Giulio Sacchetti, me acompañó al interior del Vaticano. El Santo Padre estaba ya cenando con todos los miembros del Sacro Colegio. Cuando entré, el cardenal camarlengo, Jean Villot, se alzó y, sonriendo, me presentó al nuevo Papa. Fue un encuentro muy sencillo, pero, para mí, de una emoción extraordinaria. Él me miraba fijamente, quizá quería adivinar cuáles eran mis sentimientos al verlo vestido así. No decía nada, y, sin embargo, sentía que me hablaba con su penetrante mirada. Me encontraba delante del pastor

de la Iglesia universal, del Papa; fue justo en ese instante cuando comprendí que ya no era más el cardenal Karol Wojtyla, sino Juan Pablo II, el sucesor de Pedro. Acercó su rostro al mío y, sólo entonces, me habló. Apenas una broma, sólo un par de palabras, pero llenas de su sentido del humor, que hicieron que se me pasase inmediatamente la emoción y me reencontrase con el hombre que conocía. Refiriéndose claramente a los cardenales, quiso transmitirme su sorpresa ante el hecho de que lo hubieran elegido. Más o menos, quiso decirme: «¡¿Pero qué han hecho?!». Ésta, sin embargo, es mi... traducción. Él, en realidad, lo que me dijo, variándola un poco, fue una frase en romanesco: «Li possano...». Fui a cenar a otra sala en la que estaban el secretario del cónclave, monseñor Ernesto Civardi, el maestro de ceremonias y otras personas que habían prestado sus servicios durante esos días. Todos me miraban con curiosidad, pero también con simpatía. El Santo Padre, después de cenar, regresó a su habitación, en un pequeño departamento que compartía con el arzobispo de Nápoles, Corrado Ursi, en el entresuelo de la Secretaría de Estado. Conocía bien a Ursi, los habían nombrado cardenales juntos. Y allí, en aquella pequeña habitación, el nuevo Papa comenzó su primer «trabajo». Empezó a preparar el discurso para el día siguiente, que debía pronunciar en latín; conocía bien el idioma, así que no tuvo problemas en escribirlo. Se trataba del discurso programático, en el que debía definir las líneas principales de su pontificado y las tareas que, por la voluntad de Dios, debería cumplir. Entre los puntos clave, la puesta en práctica del Concilio, la apertura al mundo, la situación del catolicismo en aquel momento histórico y eclesiástico, y el ecumenismo. Después de cenar, volví al Colegio polaco. Ninguno de nosotros se fue a dormir, los otros sacerdotes y yo nos pasamos toda la noche comentando el gran evento. Mientras, con ayuda de la radio, intentábamos escuchar las reacciones de Cracovia, de las otras ciudades polacas. Escuchábamos la alegría, el llanto de la gente y las oraciones, las vigilias que tenían lugar en las iglesias, las misas, el sonido de las campanas. En la catedral de Wawel

—algo que sólo se hacía en circunstancias excepcionales— habían tañido la majestuosa campana de Segismundo. Pero también había quien no se alegraba, quien se quedó literalmente en estado de shock, traumatizado, ante la elección del arzobispo de Cracovia. En Polonia, la publicación de la noticia se retrasó porque el Comité Central del Partido no sabía cómo darla, cómo atenuar los inminentes contragolpes. Y no sólo en Polonia, sino en todo el mundo comunista, y especialmente en el Kremlin, el desconcierto fue enorme. ¡Durante diez días en el imperio dominó un silencio absoluto! No hubo ninguna declaración. Ningún comentario. La historia se había tomado una revancha clamorosa contra aquellos que estaban convencidos de que podían borrar a Dios de la vida de los hombres. Cuando el cardenal Wojtyla partió para asistir al cónclave, las autoridades comunistas le quitaron el pasaporte diplomático, dejándole sólo el turístico. Uno de los secretarios provinciales del Partido le había dicho: «Váyase, váyase, cuando vuelva echaremos cuentas». Quién sabe qué habrá pensado aquel celoso funcionario cuando vio regresar, un año después, al cardenal vestido de blanco...

SEGUNDA PARTE Los años del pontificado

11 «Abrid las puertas a Cristo» Era el domingo 22 de octubre de 1978. El nuevo Papa, el primer Papa eslavo de la historia, comenzaba oficialmente su ministerio pontificio. Y en la homilía, durante el solemne rito de inicio, lanzó aquel grito inolvidable: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo! ¡Abridlas de par en par! Abrid a su poder salvador las fronteras de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los inmensos territorios de la cultura, de la civilización, del desarrollo». El llamamiento no estaba sólo dirigido a los católicos, a los cristianos. El desafío que encerraba no tenía precedentes porque la tentación del hombre de rechazar a Dios en nombre de la propia libertad, de la propia autonomía, había asumido ya dimensiones planetarias. Había sobrepasado ya toda distinción entre religiones. Apenas terminé de leer el discurso, me sentí sobrecogido. En aquel texto el Santo Padre expresaba su espíritu, su pensamiento y su programa. Era su programa de vida, el programa de su corazón, de su piedad y, al mismo tiempo, el programa del servicio pastoral que, como sucesor de Pedro, estaba iniciando en la Iglesia universal. Aquellas palabras —«¡Abrid las puertas a Cristo!», «¡No tengáis miedo!»— fueron el motor de su vida y la línea maestra de su pontificado. Aquellas palabras querían infundir fuerza y coraje, sobre todo a las naciones esclavizadas a las que él anunciaba la libertad. En la plaza de San Pedro, entre los asistentes a la ceremonia, se encontraban también el embajador soviético en Italia y el presidente del Consejo de Estado de Polonia, Henryk Jablonski. En un momento dado, el diplomático se dio la vuelta hacia su acompañante y, en tono despectivo, le cuchicheó: «La mayor hazaña de la República Popular polaca ha sido regalarle un Papa al mundo». Quería decir: un Papa llegado del Este. Un

Papa que conocía bien el mundo comunista, que sabía cómo hacerle frente. Consecuentemente, había que empezar a pensar en cómo neutralizar las acciones de dicho Papa. Pero quizá el embajador olvidaba que aquel «¡No tengáis miedo!» no provenía, en el caso de Juan Pablo II, de una ideología, de una estrategia política, sino de la práctica del Evangelio, de la imitación de Cristo. ¡Era su fuerza! Con aquellas palabras comenzó a caminar por los senderos del mundo y, según mi opinión, a transformarlo. Es más, Karol Wojtyla se puso enseguida manos a la obra, en el instante mismo en que finalizó aquella solemne celebración. Empuñó la cruz pastoral casi como si fuese un estandarte, una bandera, y, con paso decidido, descendió hacia el recinto sagrado de San Pedro. Como si quisiese ir al encuentro del mundo entero para despertarlo, para obligarlo a salir de la pasividad, de la resignación, de sus angustias, de sus falsos mitos, de la ilusión de poder prescindir de Dios. Nada más ser elegido, el Santo Padre había dicho que quería prescindir de la silla gestatoria. Lo había dicho en el acto precisamente para evitar que se lo propusieran. Tenía buenas piernas, piernas de montañero, prefería caminar... Igual que rechazó la tiara. No porque fuera el símbolo de la conexión con un poder temporal que ya no existía, no, no era por esto. Era por algo mucho más simple, había habido un Concilio, la Iglesia actual era más evangélica, más espiritual. Por otra parte, su predecesor, el papa Luciani, también había iniciado así su pontificado, rechazando la «coronación». Y a Wojtyla le gustaba ese estilo pastoral. Lo consideraba más acorde con los nuevos tiempos, más en consonancia con su misión como Pastor universal, que debe estar cerca de la gente. Mejor dicho, que debe estar entre la gente. Más tarde, el mismo Juan Pablo II confesó que sólo fue plenamente consciente de lo que había dicho en un segundo momento. Pero aquellas palabras pronunciadas en la plaza de San Pedro eran palabras que, en su contenido más profundo, Wojtyla llevaba dentro de sí, en el interior de su corazón, desde hacía mucho tiempo.

De hecho, el discurso lo escribió de un tirón. Él solo, a mano, con poquísimas correcciones y, como es lógico, en polaco. Una vez traducido al italiano quiso hacer un ensayo, por así decirlo. Se lo leyó a Angelo Gugel, su ayudante de cámara; y Angelo era muy meticuloso, muy estricto, si se equivocaba en un acento, no dudaba en corregirle. Pero es cierto. Lo que el Papa dijo aquel domingo de octubre formaba parte de su memoria, de su historia, del patrimonio religioso y cultural que se había llevado consigo, desde su patria, hasta la cátedra de San Pedro. De allí surgía la visión que Juan Pablo II tenía de la relación entre el misterio de la Redención y la verdad sobre el hombre, y que, posteriormente, fue el tema central de su primera encíclica, Redemptor hominis. «A través de su Encarnación el Hijo de Dios se ha unido a todos y cada uno de los hombres». Es decir, Cristo ha desvelado progresivamente al hombre —hombre que es la «primera y fundamental vía» de la Iglesia— la dimensión constitutiva de su mismo ser, su destino, su singularidad única e irrepetible como persona, en posesión de una dignidad propia y original. Se trataba de una verdad evangélica que ya había sido redescubierta y vuelta a proponer por el Vaticano II, en particular por la constitución pastoral Gaudium et spes. Y, al mismo tiempo, era el puerto final de las reflexiones, de los pensamientos y las experiencias que Karol Wojtyla había ido madurando durante los años de su ministerio sacerdotal, de su magisterio y de su episcopado. Por lo tanto, la encíclica programática representaba la síntesis entre el Concilio y la herencia polaca. Síntesis traducida más tarde por el Papa en el compromiso de unir la misión de la Iglesia con el servicio a todos los hombres. Hombres considerados no en abstracto, no sólo simbólicamente, sino en su concreta realidad histórica, en el plano individual y, al mismo tiempo, en el comunitario y social. Quizá, en esa época, cuando vio la luz la Redemptor hominis, el problema no emergió hasta la superficie, no se habló apenas del tema en los periódicos. Pero aquella «apuesta por el hombre» no fue acogida pacíficamente en todos los círculos eclesiásticos, tampoco en todos los teológicos. Hubo, incluso, quien se escandalizó por aquella afirmación de que el hombre era la «vía» de la Iglesia. Casi como si el nuevo Papa, al

poner el acento sobre la centralidad del ser humano, hubiese socavado la primacía de Dios. Es necesario volver a aquel «¡No tengáis miedo!» porque de allí le vino a Juan Pablo II la inspiración para la idea central de la Redemptor hominis: el hombre, en cuanto redimido por Cristo, es la «vía» de la Iglesia, el hombre en su conjunto de alma y cuerpo, en su constante tensión entre verdad y libertad. Sí, quizá, al menos en ese momento, al menos en ciertos círculos, en una situación eclesiástica sobre la que aún pesaban ciertos miedos del pasado, aquella frase habrá podido asombrar a más de uno, hacerle torcer el gesto. Pero luego se convirtió en el programa de toda la Iglesia, en el programa del pontificado, y todavía hoy no ha perdido nada de su actualidad. Forma parte integrante del magisterio, de la misión de la comunidad eclesiástica. En resumen, lo que a algunos les pareció entonces una semiherejía, ha contribuido no poco a superar la antigua contraposición entre teocentrismo y antropocentrismo, haciéndolos converger en la historia misma del hombre. Y ha anticipado la que, para la Iglesia y para la humanidad, se convertiría después en la cuestión principal del siglo XXI, la cuestión antropológica. ¿Cómo será el hombre de mañana? ¿Cómo será su realidad? ¿Cuáles serán sus valores, sus puntos de referencia éticos, sus modelos, sus estilos de vida? Y, por tanto, ¿cómo es posible comprender, más aún, resolver la cuestión del hombre, prescindiendo de la cuestión de Dios?

12 En el México anticlerical El nuevo Papa se encontró una carta sobre la mesa: era una invitación para que fuera a México, a Puebla, para asistir a la III Conferencia General del Episcopado latinoamericano. No era una decisión fácil de tomar. En aquella época, en 1979, México era todavía un país oficialmente anticlerical. En el Gobierno, en el Parlamento y entre los amos de la economía había muchos masones. Además, para viajar a tierras mexicanas, el jefe de la Iglesia católica necesitaba un visado, y no le estaría permitido impartir la bendición en espacios abiertos, en las plazas. Pero, ante todo, existía el problema de cómo afrontar el discurso sobre la Teología de la liberación. Esta teología había conseguido dar voz al alma profunda del catolicismo latinoamericano; pero, «contaminada» por las corrientes más radicales, portadoras de desviaciones doctrinales y pastorales, había terminado identificando la misión evangelizadora con la acción revolucionaria. Y, por último, había que tener en cuenta que en el continente predominaban ya los regímenes de la denominada «seguridad nacional». Se oponían al marxismo, mostraban una (falsa) fachada de cristianismo, pero en realidad perpetuaban condiciones sociales que oprimían la libertad y los derechos humanos. Se habían alzado voces que apelaban a la prudencia, a que el viaje, al menos, se pospusiera. Pero el Santo Padre se decidió por el sí. Decía: el episcopado me ha invitado y yo no puedo negarme a ir. Debo profundizar con los obispos en los dramáticos problemas de ese continente, empezando por la Teología de la Liberación. Porque hace falta plantearse la pregunta: ¿cuál será el futuro de esta teología?, ¿desembocará en el marxismo, en la

lucha de clases, o, por el contrario, lo hará en la liberación cristiana, que es amor, solidaridad, tomar partido fundamentalmente por los pobres? Y además, añadía el Santo Padre, si ahora me acogen en un país anticlerical, ¿cómo iban a negarme después regresar a Polonia? ¿Podrían decirme «no» las autoridades comunistas? Así, el primer viaje del nuevo Papa fuera de Italia fue a México. Y fue un gran bien por la extraordinaria respuesta de los católicos mexicanos, que salieron por fin de un largo y penoso estado de minoría. Pero también porque Juan Pablo II, al conocer de cerca la realidad de América Latina, aprendió por sí mismo el «lenguaje» de la liberación y sus motivaciones más auténticas. Hasta el punto de que fue de allí, de aquella experiencia, de donde surgieron las grandes líneas «sociales» de su pontificado. Todo comenzó en la increíble fiesta que explotó apenas el Papa puso el pie en Ciudad de México. Una multitud gigantesca se había echado a las calles. Por primera vez se escuchó aquel saludo rimado que se haría mundialmente famoso: «Juan Pablo II, te quiere todo el mundo» [3]. Karol Wojtyla, sorprendido, feliz, se abandonó a aquel abrazo que casi lo sofocaba. Y, contagiado por la espontaneidad del pueblo, empezó a improvisar, a dialogar con la gente, en un idioma que no era el suyo. En el Colegio San Miguel se había programado el encuentro con los estudiantes de las escuelas católicas, pero acudieron miles de muchachos procedentes de todas partes. Al ver aquella multitud, el Santo Padre le echó un vistazo rápido al discurso que iba a pronunciar y comprendió que no era el más adecuado para ese auditorio. No se fiaba tampoco de su español, que había empezado a estudiar de nuevo hacía sólo un par de meses. Le dijo a monseñor Santos Abril, de la Secretaría de Estado: «Hablaré en italiano y usted me traducirá». Luego, sin embargo, ante el entusiasmo de los jóvenes, se puso a hablar directamente en español. Y fue un discurso que todavía hoy se recuerda. El momento más significativo fue, naturalmente, el del discurso que el Papa, en Puebla, le dirigió a todo el episcopado de América Latina. Un discurso muy firme en cuanto a la reafirmación doctrinal acerca de la figura de Cristo (no es el «subversivo» de Nazaret) y sobre la Iglesia (no puede ser reducida al soporte de una praxis sociopolítica de origen

«popular»), pero extremadamente abierto en el plano social. «La Iglesia quiere mantenerse libre frente a los distintos sistemas para apostar sólo por el hombre». Eran palabras importantes —y así las juzgaron, los primeros, los obispos y muchos teólogos— y, en algunos aspectos, quizá también palabras nuevas. El Santo Padre defendía la dignidad de la Iglesia, su independencia de los sistemas políticos y económicos, de los Gobiernos. Y no por una simple cuestión de equidistancia, no porque aspirase a ser el representante de una «tercera vía» entre la ideología marxista y la liberal, sino porque la Iglesia, por la fuerza del Evangelio, reivindicaba su derecho a juzgar si los distintos proyectos políticos eran compatibles o no con los designios de Dios para la humanidad. En definitiva, la Iglesia quería permanecer al servicio del hombre; quería que el hombre fuese libre de toda forma de opresión, de los abusos, de la injusticia, y libre para poder profesar su propia fe en Dios. Precisamente, ¡la «apuesta por el hombre»! Todo esto volvió a emerger en Oaxaca y Monterrey. En Cuilapán, en el estado de Oaxaca, el Papa celebró un encuentro con los indígenas y los campesinos [4]. Como la noche anterior había leído el saludo que iba a dirigirle el representante de los indígenas, acentuó en su discurso las acusaciones contra aquellos que le negaban el pan a tantas familias: «No es justo, no es humano, no es cristiano...». En Monterrey, una etapa decisiva del viaje a México, el discurso lo escribió en el último momento. Y, ante el mundo obrero, el Pontífice pronunció palabras muy duras contra los grandes industriales que explotaban a los trabajadores y contra la política económica del Gobierno. Fueron precisamente aquellos dos discursos los que usaron los periodistas y los comentaristas para oponer el Papa «pro tercermundista» al «integrista» de Puebla. Y, ya en líneas generales, para interpretar el viaje a México como el inicio de un vuelco restaurador, mejor, de una «polaquización» de la Iglesia universal. Me apresuro a decir que el Santo Padre, ni entonces ni después, se dejó nunca condicionar por las críticas, con mayor razón por críticas tan instrumentalizadas y llenas de prejuicios. Lo extraía todo de la oración, del

encuentro con el Señor; y, siguiendo el Evangelio, sabía también qué camino tomar y por qué sendas debía conducir a la Iglesia, tirando recto y sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Siempre, y en todo, imitaba a Cristo, e intentaba ser el buen pastor del rebaño. Era un hombre libre, interiormente libre, y esto le daba tranquilidad. ¿Conservador? ¿Tradicionalista? Esas críticas partían de la base de que un Papa que venía de Polonia tenía que ser necesariamente así. ¡Qué simplificaciones más absurdas! ¡Qué juicios más sumarios, más ofensivos! Va a ser verdad que, en ciertos sectores del mundo occidental, estaba arraigado algo que podríamos llamar «complejo de superioridad». Es decir, según algunos, del Este no podía venir nada bueno; allí sólo había ciudadanos de segunda clase. ¿Conservador? ¿Tradicionalista? ¡¿Pero qué quiere decir eso?! Juan Pablo II era un tradicionalista en las cuestiones que deben ser planteadas desde un punto de vista tradicional. En la Iglesia, la Tradición es algo muy importante. Tenemos dos fuentes de la Revelación: las Sagradas Escrituras y la Tradición. Además de éstas, encontramos la tradición teológica, las tradiciones nacionales, la cultura, la Iglesia. Una nación despojada de sus raíces perecería como un árbol. Y, de hecho, el Santo Padre intentó cultivar y defender las raíces de la Europa cristiana. ¿Conservador? ¿Tradicionalista? Podría decirse lo mismo con respecto al campo moral. Karol Wojtyla, en esto, era muy moderno. Lo era desde hacía muchos años, desde que en su primer libro, Amor y responsabilidad, había propuesto una concepción personalista del amor, tratando la sensualidad y sus aspectos más candentes, como el recíproco intercambio de placer entre marido y mujer en las relaciones sexuales, la vergüenza de la desnudez, la frigidez femenina, no rara vez consecuencia del egoísmo masculino, y había escrito sobre ello con palabras muy audaces, sin duda, para un obispo y muy novedosas, en el plano científico, para aquellos tiempos. Y, una vez nombrado Papa, continuó siendo igual de moderno: lo era en sus argumentaciones, por cómo afrontaba las diversas cuestiones, y, sobre

todo, lo era por la nueva mirada que arrojaba sobre la doctrina social. Para lo que hacía falta, era un progresista; y allí donde era necesario, continuaba siendo un tradicionalista, en el justo sentido del término. Por esto fue un Papa que nunca dio por descontadas ninguna de las denominadas «verdades» que entonces dominaban el mundo y la historia. Por ejemplo, que el hombre actual esté destinado, ineludiblemente, a un futuro desanclado de toda dimensión espiritual; y que la desembocadura final de la secularización tenga que ser, necesariamente, la desaparición de la religión, o, cuando menos, que ésta quede marginada a las sacristías, a las conciencias; y que, por lo tanto, las nuevas generaciones estén definitivamente alejadas de la fe, de la Iglesia. Juan Pablo II no dio nunca por descontado que Europa tuviese que estar siempre dividida en dos y, por lo tanto, renunciar a su tradición de unidad, germinada precisamente en la fe cristiana. Y, quizá, precisamente por esta actitud a contracorriente, el nuevo Papa empezó muy pronto a trastocar los «papeles», ya sea los de la política y la diplomacia internacional, ya los de un mundo religioso todavía muy dividido.

13 La jornada de un Papa ¿Cómo vive un Papa en el Vaticano? ¿Cómo se desarrolla su jornada? ¿Consigue conciliar el tiempo dedicado a la oración con el ritmo laboral? ¿Consigue recortar una parcela para su vida privada en el marco de una actividad que, ligada como está a sus responsabilidades como cabeza de la Iglesia universal, es pública en todo momento? Yo, naturalmente, hablaré de Juan Pablo II, junto al que he vivido. Pero quizá pueda permitirme alargar unos segundos el discurso, al menos para hacer referencia a los últimos pontífices. Y decir que, aunque el Vaticano es una «estructura» que cuenta necesariamente con unas reglas y, por tanto, con una uniformidad de comportamientos —que afecta también a los pontífices—, cada Papa ha sabido, con su personalidad y con su talento, invertir esta situación. Es decir, ha sabido imponer su propio estilo de vida espiritual, pero también, ¿cómo decirlo?, humano a la gran «máquina» vaticana. Esto, como he podido constatar, es algo que, sin duda, ha sabido hacer Karol Wojtyla. Al principio, era inevitable, con algo de «nostalgia» por un pasado caracterizado por una mayor libertad y protocolo menos rígido. Pero luego se ha adaptado rápidamente a su papel, tanto que más de uno habrá preguntado —bromeo, por supuesto— dónde había realizado el «aprendizaje». Y, al mismo tiempo, ha asumido una forma de vida — también en el Vaticano, también siendo Papa— muy similar a la que siempre había llevado. Por lo tanto, ya que he aludido a ello, comienzo por los «desgarros» de los primeros tiempos, cuando el Santo Padre tenía alguna que otra dificultad para acostumbrarse no tanto a estar «encerrado» en el Vaticano como a tener que hacerlo durante largos periodos.

Para explicarme mejor, las excursiones fuera de Roma, sobre todo a la montaña, le regalaban —era la expresión que usaba, un «regalo»— la oportunidad de meditar y, sobre todo, de rezar. Aquel escenario era connatural a su espiritualidad. En las montañas contemplaba la obra de Dios y se abandonaba al Creador. Durante la comida, como es lógico, charlábamos. Pero, apenas terminaba de comer, se iba a caminar, él solo, a veces durante horas: así, decía, estaba con Dios con los siete sentidos. Era como si durante aquellas excursiones repusiera fuerzas. Y además, sacaba tiempo para leer y hasta para preparar los textos de su magisterio. Fueron más de un centenar de «expediciones», casi todas por el Abruzo. Y, al principio, nadie sabía nada, ni en el Vaticano ni en la prensa. La primera vez fue casi una «fuga». Hacía tiempo que deseábamos que el Santo Padre pudiese no sólo volver a esquiar, sino a zambullirse en la vida cotidiana de la gente, así que nos decidimos a intentarlo. No recuerdo de quién partió la idea, pero probablemente fue una iniciativa colectiva, surgida durante el almuerzo. En cualquier caso, la localidad elegida, Ovindoli, fue la sugerida por don Tadeusz Rakoczy (actualmente obispo de Bielsko-Zywiec, en Polonia), que conocía bien la zona porque iba allí a esquiar. Por seguridad, dos o tres días antes, don Josef Kowalczyk (actual nuncio apostólico en Polonia) y él fueron a «observar el terreno» para evitar imprevistos. Si no recuerdo mal, fue el 2 de enero de 1981. Salimos hacia las nueve, en el coche de don Josef, para no llamar la atención a la salida del palacio de Castelgandolfo, donde estaba situada la Guardia Suiza. Don Josef conducía; en el asiento del copiloto estaba don Tadeusz, que fingía leer el periódico, que llevaba abierto completamente, para «ocultar» al Santo Padre, sentado justo detrás de él, a mi lado. Dos Josef conducía con mucho cuidado, respetando los límites de velocidad, aminorando ante los pasos de cebra. ¡No queríamos ni pensar en lo que podría ocurrir en caso de accidente o si se rompía el coche! Cruzamos varios pueblos; el Papa, a través del cristal de la ventanilla, pudo disfrutar observando escenas de la vida cotidiana. Cuando llegamos, nos detuvimos en las afueras de Ovindoli, cerca de una de las pistas, pero

en un lugar donde no había prácticamente nadie. Y allí comenzó aquella jornada maravillosa, inolvidable. Las montañas alrededor. Toda la naturaleza cubierta de blanco. Aquel gran silencio que te permitía concentrarte, rezar. El Santo Padre logró hasta esquiar. Estaba feliz con el «regalo» que le habíamos hecho. Ya de regreso, nos dijo, sonriendo: «¡Al final lo hemos conseguido!». Y en los días siguientes continuó dándonos las gracias y recordando los mejores momentos vividos durante la «expedición». Para las siguientes excursiones volvimos a elegir lugares solitarios. Pero en algunas estaciones de esquí era imposible evitar a la gente. Y, además, ¿qué más daba? El Santo Padre se portaba como cualquier otro esquiador. Iba vestido como todos: mono, gorro y gafas oscuras. Hacía la cola como todo el mundo —aunque, como precaución, uno de nosotros estuviera delante de él y otro detrás— y enseñaba el forfait para usar los remontes. Parecerá increíble, pero nadie lo reconocía. También porque... ¿Quién iba a imaginarse a un Papa esquiando? Uno de los primeros que lo descubrió fue un niño de apenas diez años. Ya era por la tarde. Don Josef y yo nos habíamos adelantado. Don Josef, finalizado el descenso, se había detenido al pie de la bajada para aguardar al Santo Padre. Justo en esos instantes, más abajo, acababa de pasar un grupo de esquiadores de fondo. Al poco, apareció aquel niño, jadeante, angustiado; era evidente que se había quedado rezagado. «¿Los ha visto?», preguntó. Y mientras don Tadeusz le indicaba por dónde se había ido su grupo, se volvió a mirar al Santo Padre, que acababa de llegar en ese preciso instante. Se quedó boquiabierto, con los ojos como platos, y empezó a gritar: «¡El Papa! ¡El Papa!». Y don Tadeusz: «¿Pero qué dices, bobo? Anda, date prisa en alcanzar a tus compañeros, mira que te vas a perder...». El niño desapareció siguiendo a su grupo y nosotros, apenas estuvimos todos abajo, nos apresuramos a subir al coche y regresar a Roma... Más tarde, cuando todo el mundo supo que el Papa esquiaba y que podía encontrárselo en cualquier pista, pensamos que era mejor dejarnos acompañar «oficialmente» por los servicios de vigilancia (así, en vez del coche, empezamos a movernos en un pequeño autocar, también porque se nos había incorporado Angelo Gugel) y por un vehículo del Ispettorato de

PS junto al Vaticano (para no tener a las autoridades italianas con el alma en vilo). Seguíamos acudiendo, de todas formas, a lugares poco concurridos. A veces nos quedábamos en la montaña hasta entrada la noche. Encendíamos el fuego, preparábamos algo de cena, charlábamos y terminábamos cantando todos juntos. Pero ahora sí que ha llegado el momento de... volver al Vaticano y contar cómo es la jornada de un Papa. Ante todo, hay que advertir que Juan Pablo II era un perfeccionista, porque quería disfrutar al máximo del tiempo del que disponía, así que programaba meticulosamente todos los momentos del día: la oración, el trabajo, las reuniones, las comidas durante las que podía conversar con los invitados y el descanso. Otra cosa de la que hay que hablar necesariamente es de cómo vivía Karol Wojtyla en el Vaticano. Sus aposentos personales se reducían prácticamente al dormitorio y a un pequeño estudio, separado del cuarto por un biombo y amueblado con una pequeña escribanía y una butaca. Todo muy sencillo, muy espartano, y muy apropiado para alguien como él, totalmente indiferente a las comodidades. En el Vaticano, al igual que en Cracovia, vivía modestamente. Es más, podría decirse que practicaba la pobreza de una forma heroica, pero, y esto era lo más llamativo, sin ningún esfuerzo. No poseía nada, y casi nunca pedía algo. Con independencia de que no era un experto en asuntos de dinero y de que no buscaba el «salario» de la Sede Apostólica, era la Secretaría de Estado la que se ocupaba de los gastos que acarreaban sus actividades. En resumen, como Papa era «rico», pero no tuvo jamás dinero propio. El Santo Padre comenzaba temprano su jornada. Se levantaba a las cinco y media y, una vez arreglado, acudía a la capilla para la adoración de la mañana, las laudes y la meditación, que duraba media hora. A las siete, la misa, a la que siempre acudían fieles, o sacerdotes o grupos de obispos, especialmente los de un determinado país, que iban para la visita «ad limina». Los invitados (cincuenta personas como máximo) se encontraban con frecuencia al Papa de rodillas, rezando con los ojos cerrados, en un estado de abandono total, casi de éxtasis, sin darse cuenta siquiera de que alguien

había entrado. «Daba la sensación», comentó más de alguno, «de que estaba hablando con el Invisible». Obispos y sacerdotes tenían la posibilidad de concelebrar. Para los fieles era una gran experiencia espiritual, a la que el Santo Padre concedía gran importancia. Porque al estar todos reunidos en torno al Cristo Eucarístico, con su Vicario en la tierra, en espíritu de fe y comunión, era como si estuviese allí la Iglesia universal en su totalidad. Como si allí estuviese presente, con sus esperanzas pero también con sus dolores, la humanidad entera. Y de hecho, allí, siempre cercano al corazón del Papa, se encontraba espiritualmente el sufrimiento de las mujeres y los hombres de todo el mundo. El cajón del reclinatorio estaba lleno de las súplicas que le llegaban al Santo Padre. Había cartas de enfermos de sida y de cáncer. De una madre que pedía una oración por su hijo de diecisiete años que estaba en coma. Cartas de familias en crisis, de parejas que no tenían hijos y que, cuando sus oraciones recibían respuesta, le escribían para darle las gracias. Después del desayuno, Juan Pablo II iba a su estudio. Escribía apuntes, homilías, notas para los discursos. Tras sufrir una fractura en la espalda, empezó a dictarle las notas a un sacerdote polaco —primero a don Stanislaw; luego a don Pawel—, que usaba ordenador portátil y que traducía sus textos al italiano. Finalizado el dictado, el Papa le preguntaba con frecuencia a su colaborador: «¿Qué te parece?». Pero también ese tiempo dedicado al trabajo estaba lleno de oración, de jaculatorias. ¿Cómo decirlo?, no dejaba de rezar en ningún momento del día. No era raro que cuando alguno de sus secretarios iba a buscarlo lo encontrase en la capilla, tendido en el suelo, completamente inmerso en sus oraciones u ocupado en cantar durante la adoración cotidiana. A las once, salvo los miércoles, día de audiencia general, se iniciaban las visitas privadas y públicas. Personas solas o grupos. Podían ser obispos, jefes de Estado y de Gobierno, personajes del mundo de la cultura, personalidades de distintos países. Al inicio del pontificado las audiencias se prolongaban a veces hasta las dos y media; el Papa no despedía nunca a nadie, no interrumpía jamás una conversación, dejaba siempre que la

persona que tenía delante le dijese cuanto la preocupaba. Luego, con los años, aquellos encuentros no tuvieron más remedio que hacerse más breves. Llegaba la hora de la comida. En la mesa, Juan Pablo II siempre tenía invitados que podían informarle directamente acerca de lo que ocurría en el mundo y en las comunidades cristianas. O bien —si los comensales eran los responsables de algún departamento— podía informarse de cómo iba el trabajo en esa oficina. O —si el Santo Padre debía programar un viaje o preparar un documento— invitaba a las personas relacionadas con ese tema. El Papa escuchaba, hacía preguntas, se informaba sobre una determinada situación o sobre algún problema. Comía de espaldas a la puerta que daba a la cocina, en uno de los lados largos de una mesa rectangular. Frente a él se sentaban los invitados si eran sólo dos o tres; si eran más, tomaban asiento también a los lados, donde habitualmente estaban los secretarios personales. Junto a mí, con el paso del tiempo, se han sentado don Emery Kabongo, congoleño, don Vincent Trân Ngoc Thu, vietnamita, y don Mieczyslaw («Miecio», como le llamábamos), también polaco. Y ya que estamos, me gustaría recordar a las monjas del apartamento, camareras del Sagrado Corazón de Jesús, todas polacas: sor Tobiana, sor Eufrozyna, sor Germana, sor Fernanda y sor Matylda. En general, se comía a la italiana. Pasta de primero, luego carne con verduras; se bebía agua y un poco de vino tinto. Por la noche, una sopa ligera y pescado. Sólo en las grandes festividades se volvía a la cocina polaca; ahí sí que las monjas podían lucirse: de primero, barszcz, una sopa de remolacha, u otro tipo de sopa; de segundo, la famosa kotlet, una costilla de cerdo con patatas y verduras; y tarta, de amapolas o de requesón. El Papa comía más o menos de todo. Poco, pero de todo. Como había sido siempre su costumbre. Desde la época de su juventud, desde la guerra, cuando las comidas eran frugales a la fuerza y el problema era encontrar un poco de pan duro, unas pocas patatas. Desde entonces Karol Wojtyla había mantenido una relación «distanciada», por así decirlo, con la comida. Sin embargo, sí había algo que le gustaba mucho: los dulces, sobre todo los italianos. Y el café: lo tomaba por la mañana y por la tarde.

Con el paso de los años, el Santo Padre tuvo que ir alargando el tiempo que dedicaba al descanso por la tarde, seguido de la oración. Apenas podía, y lo hizo casi hasta los últimos tiempos, salía a la terraza, tanto en invierno (con un abrigo negro de cura sobre los hombros) como en verano. Era su lugar preferido. Se detenía a meditar ante las diversas imágenes, en particular ante un pequeño altar con la efigie de la Virgen de Fátima. Rezaba siempre el rosario, la oración que más le gustaba. Todos los jueves guardaba la hora santa. El viernes hacía el Vía Crucis, se encontrase en el lugar del mundo en el que se encontrase, en un avión o en un helicóptero, como aquella vez que se dirigía en vuelo hacia Galilea. La misa, la recitación del breviario, las frecuentes visitas al Santísimo, el recogimiento, las devociones, la confesión semanal, las prácticas de piedad (observó el ayuno total hasta edad muy avanzada) eran momentos fundamentales que constituían la trama cotidiana de su vida espiritual, es decir, de su estar constantemente en intimidad con Dios. Quiero aclarar que no era, en absoluto, un «santurrón». Él estaba enamorado de Dios. Se alimentaba de Dios. Y cada día comenzaba de nuevo, siempre encontraba palabras nuevas para rezar, para hablar con el Señor... Más tarde, en las audiencias vespertinas, recibía a sus colaboradores más estrechos: el lunes y el jueves al secretario de Estado; el martes al sustituto; el miércoles al secretario de la II Sección de la Secretaría, al que los periodistas llaman el «ministro de Asuntos Exteriores»; el viernes, al prefecto (que, desde 1981, ha sido el cardenal Joseph Ratzinger) o al secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe; y el sábado al prefecto de la Congregación para los Obispos. Llegaba la hora de la cena. También entonces había invitados. Exponentes de la curia, los directores del Gabinete de Prensa y de L’Osservatore Romano, colaboradores con los que el Papa ponía a punto discursos o el programa de trabajo, amigos que estaban de paso por Roma, como el padre Tadeusz Styczen, su sucesor en la cátedra de Ética de Lublin, que pasaba con él las vacaciones. La casa de Juan Pablo II estaba siempre abierta a los demás. Le gustaba estar con la gente, escucharla, interesarse por sus problemas, discutir sobre este o aquel tema, sobre algún hecho que hubiera ocurrido. Mantenía

relaciones cordiales también con personalidades de la política italiana. Entre éstos, el presidente de la República, Sandro Pertini, que estaba muy unido al Papa y que después del atentado contra el Santo Padre permaneció en el hospital Gemelli hasta que terminó la operación; le llamaba con frecuencia por teléfono, le gustaba saludarlo incluso cuando se iba de vacaciones al extranjero. Y el presidente Carlo Azeglio Ciampi y la señora Franca, siempre tan interesada por la salud del Santo Padre. El Papa quería estar siempre informado de todo. Leía la prensa y L’ Osservatore Romano. Por las noches veía la televisión, que estaba en el comedor, a su izquierda. La primera parte del telediario, pero también programas grabados en vídeo, documentales; y no le disgustaban las películas a soggetto. Me decía: «Me estimulan el pensamiento». Después de la cena se ocupaba de los documentos que le llegaban, siempre en un maletín viejo, de la Secretaría de Estado. Luego se entregaba a la lectura: leía literatura, libros que le habían llamado la atención. Acudía a la capilla para la última oración, el último coloquio con el Señor. Por último, todas las noches, desde la ventana de su cuarto contemplaba Roma, toda iluminada, y la bendecía. Y con aquel signo de la cruz sobre «su» ciudad, concluía la jornada y se iba a dormir.

14 Un signo de cambio El de Karol Wojtyla fue un papado bajo el signo del cambio. Lo fue desde sus inicios, desde el instante mismo de su elección. Después de cuatrocientos cincuenta y cinco años había sido elegido un Papa que no era italiano. El primer Papa polaco. El primer representante del catolicismo eslavo. De acuerdo, se trataba de una «tradición» superada en algunos aspectos, si no insostenible a esas alturas. En el origen de aquel cambio estaba el Concilio Vaticano II. Estaba aquella imagen de una Iglesia profundamente renovada, una Iglesia que ya no se limitaba, simplemente, a proponerse como universal (mientras seguía siendo aún muy europeocéntrica, occidental), sino que actuaba universalmente en la historia. Pero, con todo, no era algo insignificante que se hubiese quebrantado una práctica que duraba desde hacía casi medio milenio. A juicio de algunos, se corría el riesgo de que surgieran resentimientos, prejuicios, y de que esto pudiese crear un clima poco favorable alrededor del nuevo Papa. El propio cardenal Wyszynski estaba preocupado. Sé que le dijo a un periodista italiano: «Échenle una mano a Wojtyla para que se haga querer...». El periodista le contestó: «Pero, Eminencia, ¡si con el discurso que nos dio, apenas elegido, ya nos ha conquistado a todos!». Así pues, la elección de un Papa no italiano había sido ya un primer cambio radical, tanto desde el punto de vista institucional como desde el pastoral. Y a esto se añadía, estrechamente relacionado, el cambio que se personificaba en el nuevo Papa, por sus orígenes, por su formación humana y sacerdotal. Y por las trágicas vicisitudes que, como polaco, había vivido, primero con la guerra y la ocupación nazi, luego con el comunismo.

Es una reflexión que el Santo Padre ha hecho con frecuencia, también públicamente, en sus discursos. Haber vivido, en primera persona, la experiencia de los dos totalitarismos que estremecieron a la humanidad en el siglo XX marcó profundamente su vida y su misión como obispo y como cabeza de la Iglesia universal. Ahí se originó la que sería, más tarde, la principal característica de todo su pontificado: la apasionada defensa de la dignidad humana, el compromiso con la paz y la justicia en el mundo. En resumen, ha sido un papado muy distinto a los precedentes por el periodo histórico y eclesiástico en que se desarrolló. Y porque Juan Pablo II interpretó el papel de Pedro de una forma personalísima y, por esto, indudablemente nueva, original. Más que ser la expresión, la personificación del gobierno, de la institución (sin que esto deba sonar como una crítica negativa a los pontífices que lo han sido), era un Papa carismático, profético, misionero. Y su anticonformismo era tan espontáneo, tan natural, que no ha provocado traumas en los ambientes eclesiásticos. Ha obrado, se podría decir, una revolución «silenciosa». Pero una revolución, en cualquier caso. El sentido de la independencia de Karol Wojtyla era inherente a su persona, nacía de su interior, aunque, como es lógico, solicitaba la colaboración de los demás, los consultaba. Para empezar, era un oyente muy atento, profundizaba en las ideas que se le proponían, y se informaba, leía de todo, pero, entendámonos, no era un imitador. En cuanto se había formado una idea lo bastante clara sobre determinada cuestión, le gustaba hacerse primero una síntesis y, a partir de ahí, formar sus propios pensamientos hasta llegar libremente a una directriz bien definida. Esto ayuda a entender mejor cómo eran las relaciones entre el papa Wojtyla y la curia romana. Y a desmentir las muchas «leyendas» existentes acerca de que este Pontífice no le concedía excesiva importancia al gobierno central. O que, por el contrario, la Curia romana se tomó su tiempo antes de aceptar del todo a un Papa que venía de fuera, con otra concepción del mundo y de la historia.

Un Papa conduce a la Iglesia y a la curia romana de la forma más acorde con su personalidad, su sensibilidad, la visión que tiene de la comunidad católica. Y así lo ha hecho Juan Pablo II. Su autoridad moral, sus actos, sus iniciativas trazaban ya las líneas de un programa magistral y misionero que luego las instituciones seguían con plena convicción. En resumen, hay que subrayar que el Papa consideraba preciosa e indispensable la colaboración de la curia romana. Le dejaba amplia libertad en la elaboración de documentos y mostraba siempre un gran respeto hacia las personas que trabajaban en ello. Pero luego era él quien, con total autonomía, tomaba la decisión definitiva. Así ocurrió cuando le presentaron la copia del texto final del nuevo código de Derecho Canónico, tras una larga y compleja obra de modernización. Los autores del trabajo pensaban que ésta había concluido. Sin embargo, el Pontífice los convocó de nuevo y les dijo que había leído el texto tres veces y que había encontrado una serie de puntos que debían volver a considerarse. Y así, durante los días siguientes, discutió con ellos, paso por paso, el borrador entero. Juan Pablo II ha creado una nueva forma de «hacer de Papa», especialmente en lo que atañe a la relación con la gente, al servicio pastoral, y un nuevo modo de gobernar, sobre todo a través de los viajes, dando al papado un carácter itinerante, auténticamente apostólico. A todo esto hay que añadir que Karol Wojtyla, en su juventud, había actuado en obras de teatro y que, por lo tanto, conocía el arte de la comunicación. Sus estudios filosóficos y su formación en el horizonte cultural del personalismo lo habían predispuesto, sin duda, a la relación con los demás. Y además, estaba su gran interés por los jóvenes, por las parejas, y su catequesis absolutamente novedosa, abierta a las dudas, a los interrogantes existenciales. Todo esto, sin que él mismo se hubiese dado realmente cuenta, lo había preparado para ser, como Papa, un gran comunicador. Pero de forma natural, no artificiosa, no como algo que se hubiese aprendido de memoria. Naturalidad en los gestos, en las improvisaciones, en la forma de narrar. Y, sobre todo, naturalidad en dar a cada una de las personas que le

escuchaban, no importa lo cerca o lejos que se encontrasen, la sensación de que se dirigía sólo a ella. De que pensaba sólo en ella. Me acabo de acordar, justo ahora, de una audiencia general, la del miércoles. Un sacerdote había acudido con un grupo de mujeres jóvenes que se habían visto arrastradas al drama de la prostitución y que ahora habían decidido cambiar completamente de vida. Cuando les llegó su turno, todas rompieron en llanto. Cada una de ellas se acercaba al Papa con los ojos llenos de lágrimas y una expresión de pudor, quizá también de vergüenza, en la mirada, y el Papa las abrazaba, las bendecía... Eso es: Karol Wojtyla acogía a todos con respeto, con amor. Cualquier mujer, cualquier hombre, era igual de importante para él. Con independencia del rango social, de la profesión, de que tuvieran o no un nombre y apellido famosos. Ya podía tratarse de los poderosos del mundo, de jefes de Estado, como de gente humilde, modesta: para él eran seres humanos, con la misma e idéntica dignidad. Eran todos hijos de Dios. «Gran comunicador», empezaron a llamarle los periodistas. Una definición algo triunfalista, sin duda, pero con un poso de verdad. Porque representaba muy bien su papel de Papa misionero, que lleva el Evangelio por todos los continentes. Pero que, naturalmente, lo hace teniendo en cuenta la realidad actual, las situaciones concretas de nuestra época. Y, por esto, ha afrontado el mundo de los medios de comunicación aprovechando abundantemente sus recursos, pero sin ser esclavo de ellos. No había ninguna estrategia. Wojtyla era un hombre auténtico hasta el fondo. Era un Pastor que debía evangelizar... Pero, ¿evangelización no significa «anunciar la buena nueva»? Y, traducido al lenguaje actual, ¿eso no significa «comunicación»? Desde el inicio de su pontificado, por lo tanto, Juan Pablo II no ha hecho más que cumplir la misión de los apóstoles, es decir, anunciar, «comunicar» el mensaje evangélico por todo el mundo. Y no ha atenuado jamás el contenido de este mensaje por temor a que los medios pudiesen agrandar el carácter de «impopularidad» de su intervención.

Marshall McLuhan sostenía: «El medio es el mensaje». El Papa ha invertido los términos: ha usado siempre los medios como lo que son, medios, instrumentos, nunca como un fin. Ha aceptado las leyes y las reglas mediáticas, incluyendo los riesgos adyacentes, pero sin someterse a esas leyes, a esas reglas, sin dejarse nunca explotar como si fuera un espectáculo. Y cuando ha parecido comportarse de forma diametralmente opuesta, como ocurrió la segunda vez que regresó del hospital Gemelli, poco antes del final, con la cámara de televisión detrás de él, grabando y retransmitiendo en directo el trayecto hasta el Vaticano, bueno, se trató de una iniciativa improvisada tomada por otros que el Papa se limitó a «soportar» y que, más tarde, cuando recapacitó sobre ello, le resultó muy poco agradable. Pero fue una excepción debida a las dramáticas circunstancias del momento. En la memoria, de hecho, tengo otras imágenes, otros recuerdos. Pienso en su visita a Fátima, cuando el Santo Padre oró durante largo tiempo delante de la estatua de la Virgen. O aquella vez, en Cracovia, en la catedral de Wawel, cuando permaneció rezando ante la tumba de San Estanislao durante treinta minutos. En ambas situaciones las cámaras de televisión tuvieron que plegarse al «silencio» del Papa. Y transmitir todo el tiempo —un tiempo interminable, casi «insoportable» desde el punto de vista televisivo— aquella escena sin movimiento, sin sonidos, sin nada. Sólo aquel hombre, vestido de blanco, de rodillas, completamente absorto en sus oraciones. El Santo Padre no había impuesto su «silencio» a las televisiones. Se había limitado a hacer lo que en ese momento sentía espiritualmente que debía hacer: rezar.

15 Pedro el viajero Ha sido, quizá, el hombre, el Papa sin duda, que más ha viajado por el mundo. Que ha visitado un mayor número de países. Y que ha sido visto directamente por medio millar de millones de personas, quizá más. En la práctica es como si hubiese dado treinta veces la vuelta a la tierra. Y, sin embargo, todo comenzó por casualidad. Sí, claro, el nuevo Papa era joven, sólo tenía cincuenta y ocho años, y estaba dispuesto a viajar, también por su experiencia como obispo de Cracovia. Y, además, las condiciones mismas del catolicismo reclamaban otra forma de «ejercer» como Papa: era el sucesor de Pedro, pero también —lo recordaba el mismo Wojtyla— el heredero de aquel gran viajero que fue Pablo de Tarso. Y, sin embargo, todo comenzó por casualidad. Por aquella vieja invitación para que visitase México... Y el Santo Padre aceptó. Inmediatamente. Decía: «No podemos aguardar a los fieles en la plaza de San Pedro, hay que acudir a su encuentro. Y además, ¿cuántas personas tienen la oportunidad de viajar a Roma para ver al Papa?». Consideraba que el deber del Papa —y por lo tanto, de la Iglesia — era ir al encuentro del hombre, igual que hizo Jesucristo, que recorrió la tierra difundiendo sus enseñanzas. Este es el motivo por el que toda la actividad apostólica de Juan Pablo II ha sido un magisterio itinerante. Después de México, Polonia. Más tarde, al hilo de las diferentes invitaciones que iba recibiendo, Irlanda, Estados Unidos y la ONU, Turquía. Ya de esos primeros viajes emergieron claramente las perspectivas de aquel pontificado misionero: la confrontación con el mundo comunista, pero también con la sociedad liberal, el diálogo ecuménico y el interreligioso. Debo decir que me impresionó —mucho más a mí que al Santo Padre— la acogida en el aeropuerto de Ankara, tan silenciosa, de mera cortesía. Y

las calles casi vacías. Nada que ver con el entusiasmo de las visitas precedentes. Pero también es cierto que Turquía es un país constitucionalmente laico y, al mismo tiempo, musulmán casi en un cien por cien. Con todo, fue un viaje importante. El Papa tuvo la oportunidad de mantener un encuentro con el Patriarca ortodoxo de Constantinopla e iniciar un primer contacto con el islam. Poco a poco se fue delineando no sólo la estrategia, simplemente, sino también el sentido profundo e innovador de aquellas peregrinaciones, como decía Juan Pablo II, al «santuario viviente del pueblo de Dios». Los viajes asumieron un carácter cada vez más sistemático, institucional, convirtiéndose en parte integrante del ministerio y del mismo gobierno pontificio. El catolicismo ganaba en universalidad, en impulso misionero. Se consolidaban los lazos entre la Santa Sede y las Iglesias locales, que, a su vez, se reforzaban, se encontraban más unidas. Con frecuencia, después de la peregrinación del Santo Padre, se asistía a un aumento tanto de las vocaciones sacerdotales (fue el caso del Este europeo y de África) como de las conversiones (como por ejemplo Corea del Sur, donde las religiones predominantes son el budismo y el confucionismo). Y, a veces, el clima espiritual del acontecimiento terminaba por implicar al país entero y, en cierto sentido, por transformarlo. El papa Wojtyla celebraba la misa en las plazas, en los estadios, en los aeropuertos; atraía a masas cada vez más numerosas de jóvenes. Se encontraba cada vez más a sus anchas «jugando» fuera de casa. Mejor dicho, parecía sentirse mucho más él mismo, libre de condicionamientos, fuera de Italia que en los palacios vaticanos. «Cada día», confesó una vez, «recorro una geografía espiritual. Mi espiritualidad es un poco geográfica...». Juan Pablo II tenía siempre al alcance de la mano un gran atlas geográfico en el que estaban indicados los países y las diócesis del mundo entero. Y él se sabía de memoria los nombres de todos los responsables de las diócesis. Así, cuando recibía en audiencia a los obispos, éstos no tenían que recordarle ni siquiera de dónde venían...

Pero también hubo críticas: los viajes, se comentaba, eran demasiado numerosos, se politizaban y costaban demasiado. Eran críticas malévolas, instrumentalizadas. Empezaba a resultar molesto aquel Papa que, con su sola presencia, ponía en crisis las ideologías de uno y otro color. Él, en cualquier caso, intentó explicarlo. Dijo que era la Providencia la que guiaba sus pasos y, algunas veces, la que lo empujaba a hacer algo «per excessus». Pero, en una ocasión, lo vi enfadarse en serio. En Tailandia había visitado uno de los diez inmensos campos de refugiados que albergaban a los prófugos del suroeste asiático; y desde allí había hecho un vigoroso llamamiento a la comunidad internacional para que se hiciese cargo de aquel drama. En el avión, un periodista le dijo: «Usted ha planteado el problema político de los refugiados...». Y él, con voz casi airada: «¡Es un problema humano! ¡Humano! ¡No es político! Reducirlo al terreno político es un falso concepto. La dimensión fundamental del hombre es la dimensión moral». Se abrió la estación de las grandes peregrinaciones. África, Asia, América Latina. Países marcados por la pobreza, las injusticias, todavía sometidos a una innoble explotación por parte del norte rico. Lugares como la isla de Gorée, en Senegal, donde se había consumado el «Holocausto desconocido» de millones de africanos, trasladados en cadenas a las Américas. Por la noche, después de la visita a la isla de los esclavos, el Santo Padre seguía hablando de ello. Estaba horrorizado y angustiado, sobre todo cuando pensaba en aquellos pobres niños, víctimas de un comercio inmundo. Y lo que más le desasosegaba era que los hombres que habían cometido aquel horrible crimen se llamaban a sí mismos cristianos. ¡Cuántos recuerdos! En Chad, el convoy de coches estaba recorriendo una carretera al borde del desierto del Sahel cuando nos encontramos con un pequeño pueblo, apenas unas cabañas miserables. El Santo Padre pidió que nos detuviéramos, entró en una de las cabañas, habló con sus moradores. Quería ver. Quería entender. Y, quizá, precisamente por lo que había visto y

entendido, puso tanto ardor en el discurso en que reclamó a la comunidad internacional que no se olvidase de su deber para con África. En Brasil llevaron al Papa a una favela de una pobreza espantosa. Recuerdo su mirada. La dirigía a todas partes, casi desesperado, sin saber qué hacer, allí, en ese preciso instante, para aliviar aquel sufrimiento. Y entonces, repentinamente, se quitó el anillo papal y se lo regaló a aquella gente. También en Brasil, en Teresina, si no me equivoco, se estaba celebrando una misa o una liturgia de la palabra. Había empezado a recitar el padre nuestro cuando el Papa vio un cartel: «Santo Padre, el pueblo tiene hambre». Y continuó: «El pan nuestro de cada día dáselo hoy a este pueblo que sufre el hambre». Y precisamente durante su primer viaje a Brasil, después de haber comprobado con sus propios ojos la dramática realidad local, el Papa cambió más de la mitad del discurso, que traía preparado desde Roma, que dirigió al episcopado. En Colombia, en Popayán, celebró un encuentro con los indígenas. Su jefe empezó a leer su salutación íntegra, no la que alguien le había censurado previamente, y dijo palabras muy fuertes contra los patronos que habían hecho asesinar a los indígenas, mujeres y niños incluidos. Un cura saltó al palco y le quitó el micrófono al indígena, pero Juan Pablo II le volvió a dar la palabra. En aquellos instantes pensé que un gesto de ese tipo valía más que cien discursos. En 1982 estaban en guerra dos países, Inglaterra y Argentina, que se disputaban la posesión de las islas Malvinas (o Falkland). El Santo Padre se encontraba de visita en Gran Bretaña, una visita programada ya desde hacía tiempo, pero el Gobierno argentino protestó. Y así, en apenas veinticuatro horas, se organizó un nuevo viaje. El Papa, después de sólo ocho días, volvió a coger el avión con dirección a Buenos Aires. Entre la ida (con escala en Río de Janeiro) y la vuelta, fueron veintinueve horas de vuelo para una estancia de veintiocho horas en tierra argentina. El tiempo justo para pronunciar unas palabras de paz que fueron definitivas para evitar que se recrudeciese el conflicto.

Luego estuvieron sus viajes a países destrozados por las guerras civiles, como Angola y Timor Oriental. A países recién salidos de conflictos fratricidas, como Líbano y Bosnia. A Sarajevo, el Papa fue en abril de 1997. Debería haber ido tres años antes. Pero en aquella época, los organizadores le habían dicho que la situación todavía no estaba normalizada y que su integridad física podía verse amenazada. Y él: «Para el Papa arriesgarse es normal. Si se arriesgan los misioneros, los obispos, los nuncios, ¿por qué no debería arriesgarse el Papa?». Pero, cuando ya estaba todo listo, le dijeron que el general Rose, comandante en jefe de todas las fuerzas de la OTAN, había dicho con total franqueza que podía garantizar la seguridad del Papa, pero no la de la gente. Fue entonces cuando el Papa renunció al viaje: «¡No se puede poner en peligro la vida de una sola persona!». Juan Pablo II nunca retrocedió. Fue a países hostiles, como la Nicaragua sandinista, o que vivían aún bajo un régimen opresor, sin libertad, como era el caso de tantos Estados africanos, del Chile de Pinochet o la Cuba de Fidel Castro. En Nicaragua se había organizado una protesta indignante contra el Papa. Más tarde se supo que se había hecho venir hasta a técnicos polacos, especialistas en manipular micrófonos y retransmisiones televisivas. El Santo Padre, prácticamente él solo, afrontó el tumulto y le plantó cara a los provocadores. Inolvidable la escena en la que los sandinistas ondearon sus banderas rojas y negras mientras él, desde el palco, les oponía, alzándola hacia el cielo, la pastoral con el crucifijo en la cima. Con todo, sufrió mucho, de verdad, muchísimo. Sufrió por la profanación de la Eucaristía. Pero también porque los sandinistas habían impedido a los fieles llegar hasta el lugar de la celebración y, a los que habían conseguido llegar, los relegaron lejos del altar, del Papa, para que no pudieran escuchar la homilía. Sólo se repuso cuando, ya de regreso a San José, en Costa Rica, donde se alojaba, fue acogido por una muchedumbre inmensa que quería expresarle

su solidaridad, su amor. También fue difícil el viaje a Chile. Había quien quería claramente instrumentalizarlo, y quien quería, en cambio, aprovecharlo para desacreditar internacionalmente el régimen de Pinochet. En el gran parque de Santiago, durante la beatificación de Teresa de los Andes, los opositores encendieron la mecha y la policía respondió con gases lacrimógenos, cargando. El Papa no se asustó, pero durante el resto de la misa estuvo muy preocupado por los fieles, temía que les pudiese suceder algún incidente grave. Los periodistas dedicaron grandes titulares a aquel episodio deplorable, pero apenas mencionaron el encuentro entusiasta de Juan Pablo II con los jóvenes en el estadio nacional. «El amor es más fuerte» [5], gritaba. Y cuando les preguntó si querían renunciar a los ídolos del mundo, los jóvenes respondieron con un fortísimo grito, «Síííí», que quizá ha sido el inicio de la nueva historia de Chile. En aquella época no lo contó nadie. Pero después de verse «obligado» a asomarse al balcón del palacio presidencial, el Santo Padre, en el encuentro privado, le sugirió a Pinochet que ya había llegado el momento de restituir el poder a las autoridades civiles. Y, algunas horas después, tuvo un coloquio con todos los líderes de los distintos partidos que todavía estaban en la ilegalidad. Así pues, por un lado, los viajes han sido ante todo acontecimientos espirituales que han sentado las bases para una renovación religiosa, a veces extraordinaria en algunas regiones. Por otro, han permitido a Juan Pablo II expresarse libremente ante jefes de Estado dictatoriales, tanto de derechas como de izquierdas. Y, por lo tanto, dar voz a hombres y pueblos a los que se impedía hablar. De esta forma, el Papa ha podido desarrollar una vigorosa actividad en defensa de los derechos humanos, de la justicia social, de la paz. Y ha acompañado, por así decirlo, el proceso de democratización de América Latina, el de emancipación político-cultural en algunos países de África y Asia, y el progresivo declive del comunismo en Europa del Este.

La caída del Muro de Berlín abrió de par en par al Santo Padre las puertas de la antigua Unión Soviética. Las primeras fueron las de la antigua Checoslovaquia; luego, una por una, las de todos los demás países, desde Albania a los países bálticos, desde Bulgaria y Ucrania, hasta Armenia, Georgia, Kazajistán y Azerbaiyán, donde las comunidades católicas están formadas por unos pocos centenares de fieles. Con frecuencia, eran los propios jefes de Estado los que solicitaban al Pontífice que visitase sus países. Este fue el caso de Bielorrusia, cuyas autoridades, sin embargo, no revalidaron luego su propia propuesta, sin dar ningún tipo de explicación. En cambio, el presidente de Mongolia había invitado al Papa con estas palabras: «¡Venga, venga pronto! ¡Le necesitamos!». Ya se había reconocido libertad de culto para budistas y musulmanes; pero, evidentemente, se pensaba que la presencia de una Iglesia como la católica contribuiría al desarrollo moral y social de la nación. Fue una pena que no pudiera realizar la peregrinación a Mongolia. Juan Pablo II pensaba aterrizar primero en Rusia, para entregar solemnemente el icono de la Madre de Dios, conocido como Virgen de Kazán, y luego proseguir viaje hacia Mongolia. Una pena, realmente, porque podría haber sido una ocasión única para encontrarse con el Patriarca ortodoxo de Moscú, Alejo II, encuentro cancelado ya dos veces. No obstante, los viajes del Pontífice han favorecido sin duda el acercamiento de la Iglesia de Roma a otras Iglesias cristianas. Y esto ha sido posible gracias también a la humildad con la que Juan Pablo II, aprovechando sus peregrinaciones, ha reconocido con frecuencia las «culpas» cometidas por los católicos en los siglos pasados. Me gustaría recordar la visita del Santo Padre a Grecia. La invitación había partido del propio presidente de la República; el Sínodo de la Iglesia ortodoxa, sin esconder su contrariedad, se había limitado a «no oponerse». Una actitud sobre la que pesaban siglos de divergencias, de incomprensiones y de acusaciones recíprocas. Pero bastó con que el Papa pidiese perdón por el «saqueo de Constantinopla», perpetrado por los cristianos latinos en la cuarta cruzada,

para que la atmósfera cambiase. En la mirada de Christodoulos, arzobispo ortodoxo de Atenas, pude leer una gran sorpresa, pero también una intensa alegría, a la que siguió inmediatamente un convencido aplauso. Al día siguiente se vivió otro momento de gran intensidad ecuménica. Finalizado el coloquio privado en la nunciatura, el Santo Padre se dirigió hacia Christodoulos, que salía junto a él de la estancia, y a los otros dignatarios ortodoxos, y les dijo: «Vamos a recitar el padre nuestro, vosotros en griego y yo en latín», y ellos lo recitaron inmediatamente. Aquella plegaria común, aquella primera plegaria común, fue como el sello de la reconciliación. Y desde entonces se ha iniciado un diálogo fraterno entre las dos Iglesias. Al mismo tiempo, las peregrinaciones del Pontífice han contribuido a establecer relaciones, aunque siempre erizadas de obstáculos y de nuevas complicaciones, entre el judaísmo y el islam. La visita a la sinagoga de Roma —la primera visita realizada por un Papa— se podría considerar el viaje más corto (dista unos pocos kilómetros del Vaticano) y a la vez más largo (veinte siglos de historia) de los llevados a cabo por el jefe de la Iglesia católica. Y la visita a la mezquita de Damasco —una vez más, la primera efectuada por un Papa— es igualmente fruto de un valiente viaje a un país conflictivo. En resumen, es cierto que algunos países, como China y Vietnam, no han querido abrir sus puertas y que ha habido algún «no» muy doloroso, como el de Rusia o el de Irak. Pero, con todo, hay que reconocer que los viajes de Juan Pablo II —además de marcar intensamente las diversas fases de su pontificado— han creado como una conexión, mejor dicho, un «puente» ideal entre el norte y el sur del mundo, entre Oriente y Occidente. Acortando las distancias geográficas y culturales, relativizando las numerosas barreras políticas e ideológicas. Pero, sobre todo, acercando a hombres y pueblos. Ayudándoles a vivir los valores de la fraternidad universal, de la solidaridad. Y, por lo tanto, a redescubrir que tenemos un destino común.

16 Obispo de Roma Había «descubierto» Roma de joven, nada más ser ordenado sacerdote. Lo había enviado allí su arzobispo para que completase sus estudios. Y Karol Wojtyla se apresuró a conocer la ciudad, a comprender su espíritu, a amarla. Respirando aquella dimensión de espiritualidad que se le quedaría adherida para siempre. Así, cuando fue elevado al solio pontificio, se sintió plenamente «romano». No un monarca, tampoco un jefe de Estado, sino el obispo de Roma. Era una «realidad» que el Papa vivía profundamente y sobre la que llamaba con frecuencia la atención en sus discursos. Si se había convertido en Papa, en la cabeza de toda la comunidad católica, lo era como sucesor de Pedro en la labor de guiar a esta Iglesia en particular. De ahí cobraba fuerza su misión universal, no al contrario. Y, precisamente por esto, quería que Roma fuese una diócesis modelo y autónoma, no un mero apéndice del Vaticano. Para Juan Pablo II ser obispo de Roma no representó sólo un «título», sino que comportó —y de una forma inédita hasta entonces— el ejercicio efectivo del ministerio, del munus que le era anexo. Y él lo demostró inmediatamente. Durante su primer encuentro con el Consejo Episcopal (el cardenal vicario, Ugo Poletti, con los obispos auxiliares) anunció que pretendía volver a visitar «sus» parroquias. El 3 de diciembre de 1978, apenas cuarenta días después de su elección, fue a la iglesia de San Francisco Javier, en la Garbatella, no lejos del Eur. Era la misma parroquia a la que Karol Wojtyla, en sus años romanos, iba todos los domingos. Un pequeño autocar cubría la ruta de los institutos eclesiásticos (él se alojaba en el Colegio Belga) para transportar a los sacerdotes y seminaristas no italianos que estudiaban en Roma. Hacia las

nueve los dejaba en las distintas parroquias, donde echaban una mano en el ministerio pastoral, y pasaba a recogerlos después del mediodía. Don Karol iba a San Francisco Javier, donde, manejándose lo mejor que podía con el italiano, escuchaba las confesiones de los fieles. Cuando regresó, como Papa, era una tarde fría, ya de invierno, pero toda la gente del barrio había acudido a esperarlo; muchos se vieron obligados a quedarse fuera de la iglesia. Desde un balcón de la casa parroquial se dirigió a los muchachos que estaban abajo, en el patio del oratorio. Una joven de Acción Católica lo saludó con gran familiaridad: «Bienvenido sea entre nosotros, hermano». Y él se adaptó al clima, al auditorio, al entusiasmo; al final no querían que se fuese. Se inició la misa y muchos se asombraron ante aquella «novedad». En un determinado momento, Juan Pablo II invitó a todos los matrimonios asistentes a tomarse de la mano y renovar —allí, delante del obispo de Roma— el juramento que se habían intercambiado el día de la boda. Había empezado a hacerlo en Cracovia, cada vez que iba a una parroquia. Para muchos —y quizá para más de uno en el Vaticano— fue bastante natural pensar que aquella visita a la iglesia de la Garbatella era, por así decirlo, una «despedida» de su vida anterior, de su larga experiencia pastoral en Polonia, ya que a partir de ahora el nuevo Papa tenía que dedicarse a la Iglesia universal. O, como mucho, se pensó que aquel gesto, aunque muy significativo, sólo iba a repetirse muy de tanto en tanto. Y, sin embargo, era el inicio de un auténtico peregrinaje, es decir, de una «visita pastoral», a la diócesis de Roma. A través de las parroquias el Santo Padre pudo conocer todavía mejor la ciudad, llegar hasta el fondo de su corazón. Juan Pablo II recorría el mundo, pero en cuanto regresaba a casa, después de aquellos viajes agotadores, se ponía en camino para visitar una nueva parroquia. Acudía a quince, como mínimo, todos los años. Un compromiso continuo, sistemático. Interrumpido sólo por hechos excepcionales (los viajes, precisamente) o graves (el atentado, los

problemas físicos, los accidentes), pero que siempre retomó, incluso cuando la edad y las enfermedades debilitaron su cuerpo. Cada visita estaba precedida, el miércoles, por una comida en la que se reunía con el párroco y los vicepárrocos, acompañados por el cardenal vicario (primero Poletti, luego Camillo Ruini) y por el obispo auxiliar del sector. Le preparaban una relación sobre la parroquia, sobre las características pastorales, sobre las dificultades que tenían, y, naturalmente, sobre la población que la componía. Y el Santo Padre, a su vez, preguntaba, se informaba, quería disponer de una visión precisa, en detalle, de aquella parcela del pueblo de Dios. Luego, el domingo, el Papa acudía a conocer personalmente la parroquia, a sus feligreses y, sobre todo, a las familias. Hablaba con los jóvenes, con los niños. Un día, uno de ellos le recordó, algo maliciosamente, el resultado de un partido de fútbol: «Santidad, Italia-2, Polonia-0». Otro le dio su número de teléfono: «Así, si quieres, puedes llamarme...». Querían saberlo todo de él: ¿por qué has decidido hacerte sacerdote?, ¿cómo eres, muy severo?, ¿te gusta ser Papa? Y él respondía, explicaba, contaba... También se interesaba muchísimo por los estudiantes universitarios. Era una de sus preocupaciones constantes. Repetía siempre que el futuro de una sociedad, de una nación, depende de la formación de las nuevas generaciones. Por eso, en los primerísimos tiempos, se quejaba de que no existiese una asistencia pastoral específica para ese sector. De esa preocupación surgió la iniciativa de sus encuentros anuales con los estudiantes universitarios. Además de las visitas a las parroquias —al final visitó más de trescientas, casi todas—, celebraba encuentros con el clero, la procesión de Corpus Christi, la oración en la plaza de España el día de la Inmaculada, el tedeum de fin de año y las citas tradicionales con las autoridades. De esta forma, día tras día, papa Wojtyla consiguió adentrarse en la realidad más profunda de Roma: la realidad religiosa, espiritual, pero también la social, cultural, política. Denunció tanto el progresivo abandono de la práctica cristiana como la degradación humana y urbana. «Hay

rincones que parecen tercermundistas», exclamó una vez, impresionado por lo que había visto en los suburbios. Un domingo fue a la parroquia de San Pablo de la Cruz y descubrió lo que en Roma llaman el serpentone. Una construcción de casi un kilómetro, con millares de personas hacinadas y, al menos en aquella época, sin ningún servicio social; rodeada de un cinturón de delincuencia y droga que intimidaba hasta tal punto que la policía ni se asomaba por allí. El Santo Padre se quedó turbado. Se preguntaba cómo se podía vivir de esa forma. Pero ante aquella multitud alegre y feliz se refugió en la ironía. Antes de irse se despidió de ellos: «Vosotros que habitáis en este...», se detuvo, buscando la palabra más adecuada, «... en este megaedificio...». También Roma era ya una ciudad secularizada, cada día más laica. Era preciso pensar en cómo rehacer el tejido cristiano de la sociedad. Pero para acometer esta empresa era necesario encontrar nuevos caminos, nuevas direcciones, nuevos instrumentos. El Papa convocó un Sínodo para que se enseñase el Concilio en los diversos ámbitos pastorales. Promovió la «misión ciudadana» para que los creyentes salieran del anonimato, de los cómodos «refugios» parroquiales, y para que la Iglesia retomase su ímpetu misionero. Y este compromiso religioso, espiritual, corrió paralelo con su interés por los acontecimientos civiles. Un domingo estaba programada una visita a una parroquia del sector norte, en el corazón de la Tiburtina Valley, la zona industrial. Justo en aquellas semanas se había vuelto a poner sobre el tapete el proyecto de trasladar algunas fábricas, las más pequeñas, a otras zonas, con el riesgo de que familias enteras, que vivían y trabajaban allí, se vieran seriamente afectadas. El Santo Padre se encontró ante propietarios y obreros luchando, codo a codo, por una causa común. Les escuchó y, en la medida de sus posibilidades, los apoyó abiertamente. La visita al Capitolio, a mediados de enero de 1998, fue la confirmación definitiva de la especial atención que el papa Wojtyla le prestaba a Roma, y del compromiso de tantos años para que la ciudad volviese a tomar conciencia del papel que podía desarrollar, todavía hoy, en la comunidad

internacional. Como por otra parte ha demostrado, en el plano espiritual, el Jubileo del 2000. Había sido necesario que llegara un Papa no italiano, venido de Polonia, para recordar que Roma, al revés, se lee Amor.

17 Terremoto en el imperio Los polacos no podían creer lo que estaban viendo cuando Karol Wojtyla, en su vehículo descubierto blanco y amarillo, atravesó las calles de Varsovia. Una lluvia de pétalos descendía desde las casas y la gente estaba casi en estado de shock por la alegría, sólo tenía ganas de llorar. Desde la ventanilla, mientras el avión iniciaba el aterrizaje, Juan Pablo II había visto cómo su patria acudía a su encuentro. Estaba nervioso, emocionado. Y hablaba tan bajo que costaba trabajo oírle. Hablaba de aquel viaje como de un deber: «¡Tengo que visitar Polonia! ¡Tengo que darle mi apoyo a los polacos!». Era el primer Papa que pisaba un país comunista. Y esto ocurría —era el mes de junio de 1979— mientras Europa tenía todavía el corazón dividido por el telón de acero. El mundo entero seguía partido ideológicamente en dos. Con un orden internacional que, condicionado como estaba por el choque entre las superpotencias, entre Estados Unidos y la Unión Soviética, se regía de facto sobre el equilibrio del terror, sobre el miedo recíproco a que estallase una guerra nuclear. El Kremlin había hecho todo lo posible para impedir que Juan Pablo II regresase a Polonia. Durante días y días, Breznev había repetido: «¡Ese hombre sólo nos traerá problemas!». Y ante las objeciones de los dirigentes de Varsovia, que intentaban explicarle qué difícil era decirle que no a un Papa polaco, hizo una proposición alucinante: «Decidle al Papa —un hombre sabio— que puede declarar públicamente que no está en condiciones de viajar debido a una indisposición». Moscú no quería que se realizase ese viaje bajo ningún concepto. Luego estaba el régimen polaco, y aquí surgía otro problema. San Estanislao había sido asesinado por un rey tirano por haber defendido al pueblo. Pero para la historiografía comunista se había convertido en un personaje molesto, un

personaje que se había opuesto al Estado. Y el régimen estaba aterrorizado ante la idea de que la visita pontificia pudiese coincidir con las celebraciones del noveno centenario del martirio de San Estanislao. Pero en cuanto la visita se trasladó de fecha, alejándola lo más posible del fatídico 8 de mayo, fue más fácil obtener la aprobación del Gobierno de Varsovia. El Papa celebró la primera misa en la plaza de la Victoria, donde se desarrollaban las principales manifestaciones del régimen. Y aquel rito, celebrado en presencia de un mar de gente, fue la prefiguración de un acontecimiento explosivo: un auténtico y verdadero «terremoto», como comentó el cardenal König. Un sistema aparentemente indestructible —y que durante más de treinta años había ejercido un dominio absoluto, imponiendo su «credo» ateo— tenía que asistir ahora, mudo e impotente, al fracaso simbólico de su ideología, de su poder y, podríamos incluso decir, de su «fascinación». El régimen lo había entendido así y por eso había intentado contrarrestarlo sin perder un segundo. A su manera, como es lógico. Bastaba ver la televisión en aquella época. Los encuadres eran siempre «estrechos», como suele decirse, precisamente para esconder la enorme participación popular. Y además, como luego se supo, se había dado la orden de no enfocar nunca a los jóvenes y a los niños, sólo a sacerdotes, monjas, indigentes, mujerucas. El 2 de junio era la vigilia de Pentecostés, el día del nacimiento de la Iglesia; por lo tanto, un día que volvía a evocar también el bautismo de Polonia, el inicio del cristianismo en aquella nación. Y, por eso, el Papa dijo: «La exclusión de Cristo de la historia del hombre es un acto contra el hombre. Sin Él no puede entenderse la historia de Polonia...». La muchedumbre estalló en un aplauso frenético que duró más de diez minutos. Un aplauso que parecía un trueno. Cada vez más fuerte. Cada vez más polémico. Un aplauso cuyo eco llegó, sin duda, muy lejos. No creo exagerar si digo que se respiraba una atmósfera casi sobrenatural. Aquella simbiosis tan intensa, tan profunda, entre el Papa y el pueblo polaco. Y, por último, aquella plegaria al Espíritu Santo que, en labios de Juan Pablo II, fue casi un grito de liberación. Porque era una plegaria, sí, pero en aquel preciso momento histórico era una clara alusión a

una Polonia que vivía aún bajo la opresión. «¡Que descienda Tu Espíritu! ¡Y que renueve la faz de la tierra! ¡De esta Tierra!». Después de Varsovia visitó Gniezno, donde había nacido la Polonia cristiana. El «Papa eslavo» —como se definió a sí mismo por primera vez — quería devolver la voz a las lenguas y a los pueblos de los países vecinos para volver a situarlos en el mapa de la comunidad internacional. Hizo, por lo tanto, hablar a la «Iglesia del silencio», transportándola fuera de las catacumbas en las que se había visto obligada a refugiarse a la fuerza. Pero, sobre todo, el Papa volvió a lanzar la idea de que la unidad de Europa se asentaba sobre sus comunes raíces cristianas. Denunciando, indirectamente, la «lógica» de Yalta que Stalin había impuesto a los aliados para dividir el continente. En Gniezno el Santo Padre habló también de los derechos del hombre y de los derechos de las naciones. Habló de la solidaridad moral, no de la sindical, que entonces no existía aún, sino de la «inter-humana». Palabras que fueron de gran apoyo no sólo para los polacos, sino también para todos los pueblos limítrofes. La prueba es que esta apertura hacia todos los países del «bloque» les produjo una inmediata taquicardia a los dirigentes del Partido Comunista. Estaban preocupadísimos. Fue entonces cuando empezaron a llegar las primeras advertencias: «Que el Papa hable de estas cosas, si quiere, pero al menos que no lo haga aquí, que lo haga fuera de Polonia». También el cardenal Wyszynski estaba preocupado, pero obviamente por otros motivos. Comenzaba a plantearse el problema de cómo, una vez que se fuera el Pontífice, iba a gestionar sus relaciones con el régimen a la luz de la nueva situación. Ya había quedado claro el cambio obrado por Juan Pablo II en el enfrentamiento con el mundo comunista. Al acercamiento diplomático de antes, encaminado a obtener espacios de libertad para la Iglesia, Juan Pablo II había superpuesto una estrategia planteada sobre el plano religioso, civil y cultural. Como consecuencia, la Ostpolitik vaticana se había modernizado con el discurso, vinculante, sobre el respeto a los derechos humanos. El Papa, en suma, situaba el diálogo con los pueblos (depositarios del patrimonio cultural) y con las naciones (que garantizan la

identidad nacional) por encima del diálogo con los Estados y los Gobiernos. En cualquier caso, la actitud adoptada por las autoridades de Varsovia no era una conducta característica de los polacos. Esa insistencia en presentar la visita pontificia bajo el prisma más indigno posible, la manipulación de los medios televisivos, las numerosas y absurdas dificultades creadas para obstaculizar a la gente y, sobre todo, a los autocares de peregrinos, durante los desplazamientos, todo esto, repito, no era propio de Polonia, de su tradición hospitalaria, y más tratándose de un Papa polaco. Detrás, seguramente, estaban las presiones de Moscú y también de Praga. Había un miedo enorme a la reacción del «Gran Hermano». Los jefes comunistas, además de todo eso, estaban doblemente angustiados porque comenzaban a entender que la situación se les estaba escapando de las manos. El Papa pronunciaba públicamente palabras que el régimen había borrado del vocabulario desde hacía años. Y en Czestochowa, frente a los obispos, afirmó que respetar los derechos humanos constituía la condición previa e indispensable para normalizar las relaciones entre Estado e Iglesia. Que los polacos debían pensar en sí mismos y en su país dentro de un «contexto europeo». Y que el cristianismo debía comprometerse nuevamente con la formación de la unidad espiritual de Europa. «Las razones económicas y políticas, únicamente, no bastan para hacerlo». El Santo Padre, de esta forma, dio a entender que no había aceptado jamás Yalta y la división, allí consumada, de Europa en dos bloques; que allí, por lo tanto, se había producido una gran injusticia, perpetrada además con la complicidad de las potencias occidentales. Aquel discurso, después del de Gniezno, provocó nuevas inquietudes en el seno del Politburó. Aumentaron también las protestas, las críticas. Pero, por lo que sé, los representantes del Partido se limitaron a referir protestas y críticas a monseñor Bronislaw Dabrowski, secretario del episcopado, que era el que tenía contacto con ellos. Algunos amigos periodistas me contaron, de todas formas, que en esos días se intensificó la presión, ya tan asfixiante de por sí, de sus

«controladores», para inducir a los corresponsales de prensa extranjeros a comulgar con el punto de vista del régimen. Pero luego estuvo la visita a Auschwitz (Oswiecim en polaco). El palco con el altar se había instalado en el vecino campo de Birkenau (Brzezinka), sobre la plataforma junto a la que se detenían los convoys con vagones sellados con plomo que deportaban hebreos de toda Europa. «No podía dejar de venir aquí como Papa», dijo Juan Pablo II. «Vengo y me arrodillo en este Gólgota del mundo contemporáneo». Y, al referirse a las lápidas que conmemoran a las víctimas de la locura nazi, hizo un añadido inesperado. Mencionó también las lápidas de los rusos, para subrayar los sufrimientos de aquella nación en la lucha, durante la última guerra, por la «libertad de los pueblos». Era un justo reconocimiento. Y además, ya que había «surgido el tema», ¿por qué no hacer algo para relajar el clima de tensión? El papa Wojtyla llegó finalmente a su Cracovia natal; allí explotó la gran fiesta. El último día, en la inmensa explanada de Blonie, había casi dos millones de personas. La misa por la clausura del Jubileo de San Estanislao era la liturgia de la Santísima Trinidad: el uno y la otra recordaban uno de los momentos fundamentales de la existencia cristiana, el de la madurez, la responsabilidad, es decir, el sacramento de la confirmación. Y era precisamente en este punto, situado entre el bautismo de Varsovia y la comunión de Cracovia, donde se encontraba la síntesis del significado profundo del viaje. Y donde se encontraba, ante todo, la confirmación de Polonia en la fe cristiana, porque fue sobre esta fe sobre la que la nación construyó su propia historia, forjó su herencia. Por tanto, un llamamiento a los orígenes, a la realidad que este patrimonio ha representado a lo largo de los siglos; y, al mismo tiempo, una invitación a permanecer fieles a esta herencia, a reforzarla, a traducirla en una defensa constante de la dignidad del ser humano. ¡Ha sido inolvidable! Se tenía la sensación de que estaba sucediendo algo, y de que ese algo estaba por encima de nosotros. Desde ese momento,

la gente, junto al Papa, ha comenzado a sentirse libre, libre interiormente, ha dejado de tener miedo. Y no sólo en Polonia; en otros países, especialmente en nuestros vecinos del Este, pero también en los del Tercer Mundo han entendido que el Papa, con su sola presencia, creaba una atmósfera de libertad. Y precisamente ésta era la fuerza, la novedad del pontificado de Juan Pablo II: ¡liberar a la gente del miedo! El régimen comunista, mientras tanto, estaba ocupado en destruir, trozo por trozo, el vehículo blanco y amarillo que se había usado para los traslados del Pontífice. Quién sabe, quizá, creía que podía borrar toda huella del paso del Papa polaco por su tierra...

18 Una revolución popular En Cracovia, antes de subir al avión que lo llevaría de regreso a Roma, el Papa se despidió una vez más de Henryk Jablonski y estampó dos besos en las mejillas del turbadísimo presidente del Consejo de Estado polaco. Un poco antes, en el discurso de despedida, había intercalado una frase significativa de última hora: «Este acontecimiento sin precedentes es, sin duda, un acto de valor por ambas partes». El Santo Padre, con aquel añadido, quería expresar su satisfacción por cómo había ido su viaje a Polonia. Y, sobre todo —lo que explica su gesto, tan poco protocolario, en lo que respecta a Jablonski— quería dar las gracias a las autoridades por el valor demostrado. Valor por haber permitido el viaje contra el parecer de más de uno... «Con todo», había proseguido el Pontífice, «en nuestros tiempos, es necesario un acto de valor de este tipo. Hace falta tener el valor de caminar en la dirección hacia la que nadie ha caminado hasta ahora». Era, en cierto modo, una forma de impulsar a los gobernantes de Varsovia, y no sólo a ellos, a que tuviesen en cuenta todas las cosas positivas que habían sucedido en esos días. «Nuestra época exige de nosotros que no nos encerremos en las rígidas fronteras de los sistemas, sino que creemos todo aquello que es necesario para el bien común». Desgraciadamente, Varsovia y Moscú confirmaron en los meses sucesivos su incapacidad, ya congénita, para salir del inmovilismo en el que había caído el mundo comunista. Por su experiencia polaca, Karol Wojtyla conocía bien la doctrina marxista y sus aplicaciones concretas. Y, precisamente por eso, no creía que fuera posible evolución alguna del sistema comunista. Y ni siquiera creía que pudiera existir un comunismo «de rostro humano», ya que el marxismo

priva al hombre de sus libertades y, por lo tanto, limita sus capacidades de desarrollo, de acción. Además, la ideología marxista, al sostener que la religión es el «opio del pueblo», hacía propaganda del ateísmo, no reconocía la libertad de conciencia ni la de las confesiones religiosas. Por lo tanto, era difícil conciliar la posición de la Iglesia con el marxismo y el comunismo. Después de la visita del Pontífice, en Polonia se respiraba un aire de novedad, se advertía la voluntad general de recuperarse moral y socialmente. La disensión se hacía cada vez más audaz. Del mundo obrero surgían peticiones cada vez más fuertes para que se reconociese el derecho de huelga. El régimen, en cambio, no supo responder a todo esto de manera adecuada, ni siquiera con alguna apertura. Recurrió a los métodos habituales: la fuerza, la intimidación, los arrestos, las condenas. Y muy pronto pagó duramente las consecuencias. Sucedió algo que no había ocurrido jamás en el «bloque» comunista. En nombre de la solidaridad, la clase obrera se rebeló contra una ideología que la había estado engañando durante demasiado tiempo, dando a entender que defendía los intereses de los trabajadores y que quería instaurar la dictadura del proletariado. Es más, fue la sociedad al completo la que arrancó todo rastro de legitimidad a un «sistema» por el que no se sentía representada en el plano ético, antes aún que en el político, y por lo tanto exigió los instrumentos para ejercer un control sobre la administración pública, sobre la actividad del Gobierno. El 1 de julio de 1980... Se comprendió enseguida que algo iba a suceder. No se sabía exactamente qué, pero que iba a producirse un cambio era seguro. En la mente de todos estaba el año 1956, Poznan, la primera protesta obrera en Polonia. Con todas sus limitaciones, aquella protesta había marcado el inicio de muchas novedades. Se había producido un cambio en el clima político y ya no se había dado marcha atrás, no se había regresado al estalinismo. Había sido liberado el cardenal Wyszynski. La Iglesia había ganado un poco de espacio para llevar a cabo su misión. Y, sobre todo, no había acabado como el Octubre húngaro, con una represión exterior...

El 1 de julio de 1980, tras un nuevo aumento de los precios, en algunos departamentos de las fábricas Ursus, cerca de Varsovia, quedó suspendida la actividad laboral. Desde allí, las huelgas empezaron a extenderse como una mancha de aceite. También porque las autoridades, asustadas, terminaron por perder la cabeza; empezaron a hacer concesiones económicas por sectores, primero a una fábrica, luego a otra, luego a otra más, con el único resultado de alimentar el fuego de la protesta. Hasta que, al llegar al Báltico, la protesta echó raíces, cobró un carácter permanente. En los astilleros Lenin de Gdansk se organizó una huelga para protestar contra el despido «político» de Anna Walentynowicz, conductora de grúas, con veinte años de antigüedad en el trabajo, militante del movimiento obrero. El que organizó la huelga fue Lech Walesa, electricista, uno de los elementos más visibles del sindicato clandestino. En los portones de entrada aparecieron un cuadro de la Virgen Negra y un retrato del Papa polaco. Pero las imágenes que más impresionaron, las que dieron la vuelta al mundo por televisión, fueron las de los obreros que, de rodillas sobre los adoquines, se confesaban antes de reunirse en asamblea. Apenas vio aquellas escenas, el Santo Padre exclamó: «¡Quizá ha llegado ya el momento! ¡En cualquier caso, es algo increíble, nunca había ocurrido nada así! Los obreros han reaccionado para defender una causa justa, en contra de la violación de los derechos del trabajo. Y lo están haciendo de manera pacífica. ¡Rezando! ¡Profesando su fe en Dios, en la Virgen! ¡Su confianza en el Papa!». Cierto, en los países descristianizados, o en los que la clase trabajadora le había dado la espalda a la Iglesia, esas imágenes podían causar estupor. Pero en Polonia, incluso después de años de comunismo, de ateísmo, el mundo obrero no era un mundo sin Dios. Al contrario, en su mayoría era un mundo de creyentes, de practicantes, que en los momentos difíciles sostenía a los hombres de Iglesia, como había ocurrido en Nowa Huta. Mientras, los trabajadores expusieron sus reclamaciones; por fin, llegó una delegación del Gobierno dispuesta a negociar. Pero ninguna de las dos partes quería ceder, existía el riesgo de que la situación degenerase. Fue entonces cuando a las autoridades de Varsovia les llegaron órdenes directas desde Moscú: «¡Firmad! ¡Firmad lo que sea! ¡Lo importante es

acabar con las agitaciones!». En el Kremlin, en Praga y en las otras capitales comunistas se temía que la «peste» polaca pudiese extenderse y contagiar al resto de las regiones de un imperio que se enfrentaba ya a no pocos problemas. El 30 de agosto se cerró el acuerdo en Stetino, y el 31 en Gdansk. El «protocolo» contemplaba la aceptación de los «sindicatos independientes autónomos» y la garantía del derecho de huelga. Nacía así oficialmente Solidaridad, el primer sindicato libre del Este europeo, después de sesenta días de lucha llevada a cabo de forma pacífica, respetuosa para con el cuadro geopolítico y constitucional, pero exigente a la hora de reivindicar la prioridad del bien común. Recuerdo que el Santo Padre dio un suspiro de alivio. Estaba muy satisfecho, no sólo por la feliz conclusión de la crisis, sino también por el hecho de que se hubiese llegado a ella sin recurrir a la violencia, sin enfrentamientos cruentos. Y, además, estaba admirado ante la forma en que los trabajadores, conscientes al fin de su propia fuerza y de la plena legitimidad de sus reivindicaciones, habían conducido aquella lucha por la libertad: libertad sindical, naturalmente, pero también libertad religiosa; aumentos salariales, obviamente, pero también la posibilidad de retransmitir por la radio la misa del domingo. Era como decir que había sido una lucha en defensa del hombre y de sus derechos, los materiales y los económicos, pero también los espirituales. Si ésta era la dirección tomada por el movimiento de liberación, era muy probable que al final del camino se encontrase el fin del comunismo en Polonia. Solidaridad, en definitiva, representaba un regreso a las aspiraciones originarias del movimiento obrero, a un concepto del trabajo entendido como algo al servicio del crecimiento humano, a una solidaridad que sobrepasa cualquier contraposición ideológica y política. Y estos motivos volvieron a aflorar en la encíclica Laborem exercens. Para probar que la experiencia polaca expresaba valores nuevamente emergentes en el mundo del trabajo, y con una influencia que, con toda probabilidad, iba a extenderse mucho más allá de las fronteras nacionales. Y, precisamente por esto, se intentó acabar con Solidaridad.

Ya a finales del otoño de aquel 1980 se empezó a entender que, en la totalidad del «bloque» soviético, crecía por minutos la preocupación ante lo que estaba ocurriendo en Polonia. Todos los jefes comunistas estaban ya de acuerdo en que Solidaridad se había convertido en una peligrosísima mina sin rumbo. No sólo por el riesgo de que pudiese arraigar en otros países, sino también porque las ideas esgrimidas por Solidaridad constituían un ataque al corazón del marxismo. En este sentido, a la Santa Sede le llegaron informaciones desde diversas fuentes. Fuentes eclesiásticas, ante todo. Fuentes de servicios secretos occidentales. Fuentes, en particular, estadounidenses; pero sin que esto pudiese ser interpretado como una «Santa Alianza» entre el Vaticano y Estados Unidos. Hubo contactos directos con la Administración americana. Hubo conversaciones telefónicas, sobre todo con Zbigniew Brzezinski, entonces responsable de la seguridad en Estados Unidos. Estos contactos consistían principalmente en la transmisión de las informaciones que poseían los americanos. Informaciones referentes a las eventuales amenazas a Polonia por parte del Ejército Rojo y a los preparativos para una posible invasión apenas estallase el conflicto entre Solidaridad y las autoridades gubernativas. No hubo más, aparte de esto. Repito: sólo fueron informaciones que, además —puedo asegurarlo—, tampoco añadieron mucho a cuanto la Santa Sede sabía ya por otras fuentes. Llegados a ese punto, sin embargo, Juan Pablo II no esperó más. Y tomó una iniciativa que, precisamente por su carácter extraordinario, debería haber hecho entender la tremenda amenaza que se cernía sobre el futuro de la nación polaca. El 16 de diciembre le escribió al presidente soviético, Leónidas Breznev, manifestándole «la preocupación de Europa y del mundo ante la tensión creada por los acontecimientos que se han producido en Polonia en los últimos meses». El tono era formal, diplomático, pero duro y explícito en el contenido. En la carta se aludía a la «agresión» nazi de septiembre de 1939, trazando un sobrentendido paralelismo que dejaba transparentar su tajante

desaprobación ante una eventual invasión soviética. Había un segundo llamamiento acerca de la historia de Polonia, del sacrificio de tantos de sus hijos durante la Segunda Guerra Mundial, y acerca del Acta final de Helsinki, por la que se subrayaba que los acontecimientos de aquella nación eran asuntos «internos» y quedaba excluida toda intervención externa. «Confío», escribía por último Juan Pablo II a Breznev, «que hará usted todo cuanto esté en su mano para disipar la tensión actual...». El Santo Padre escribió aquella carta porque en esos momentos temía realmente una invasión de Polonia. Y la escribió también en defensa de los derechos de la nación polaca y, en particular, de su derecho a ser ella la que decidiese sobre sí misma, sobre sus problemas internos. Pero aquella carta nunca obtuvo respuesta, ni siquiera indirectamente, ni siquiera a través de terceros. Nada. El Kremlin, entonces, era un muro. Un muro impenetrable. Breznev no dio señales de vida, probablemente porque no quería descubrir sus cartas. En Moscú ya se había tomado una decisión. No se podía dejar que Solidaridad siguiera con vida. ¡Era demasiado peligrosa para el imperio soviético!

19 Aquellos dos disparos de pistola ¿Aquel día...? Siempre que pienso en ello, me ocurre lo mismo. Siempre. Vuelvo a revivir todo desde el principio, minuto por minuto. Casi como si todavía hoy no pudiera creer que se pudiera llegar a ese extremo. A intentar asesinar a un Papa, a aquel Papa, a Juan Pablo II, allí, en el corazón de la cristiandad... Aquel día, el jeep estaba dando la segunda vuelta a la plaza de San Pedro, hacia la columnata de la derecha, la que termina con la Puerta de Bronce. El Santo Padre se asomó desde el coche en dirección a una niñita rubia que le estaban tendiendo: se llamaba Sara, tenía apenas dos años y apretaba entre los dedos el hilo de un globo colorado. Él la tomó en sus brazos, la alzó en el aire, como si quisiera enseñársela a todo el mundo; luego la besó y, sonriendo, se la devolvió a sus padres. Eran, según la reconstrucción posterior, las 17.19. Las audiencias generales del miércoles, con la llegada del buen tiempo, se celebraban en abierto, por la tarde. Como en aquel 13 de mayo de 1981. Yo me sentía fascinado ante aquella escena, las manos de los padres extendidas para recoger a aquel peluche rosado. Escuché el primer disparo y, en ese mismo instante, vi cómo centenares de palomas alzaban repentinamente el vuelo, huyendo asustadas. Inmediatamente después, escuché el segundo disparo. Y, mientras lo oía, el Santo Padre se dobló sobre un costado y cayó sobre mí. Instintivamente, yo también miré hacia el punto desde el que provenían los tiros —aunque sólo me di cuenta de esto más tarde, viendo las fotografías y las grabaciones de televisión—. Había un tumulto, un joven de

rasgos oscuros se alejaba de allí, sólo después supe que se trataba del autor del atentado, un turco, Mehmet Alí Agca. Quizá, ahora que lo pienso, miré hacia allí, hacia donde se había organizado aquel revuelo, para no ver, para no aceptar el hecho tremendo que acababa de suceder. Y que, sin embargo, «sentía» entre mis brazos. Intentaba sostener al Papa, pero era como si él se dejase ir. Dulcemente. Tenía un gesto de dolor, pero estaba sereno. Le pregunté: «¿Dónde?». Contestó: «En el vientre». «¿Duele?». Y él: «Duele». La primera bala le había destrozado el abdomen, perforando el colon, desgarrando en varios puntos el intestino delgado, y luego había salido, cayendo en el jeep. La segunda bala, tras rozarle el codo y fracturarle el índice de la mano izquierda, había herido a dos turistas americanas. Alguien gritó que fuéramos hacia la ambulancia. Pero la ambulancia se encontraba al otro lado de la plaza. El jeep atravesó velozmente el Arco de las Campanas, recorrió la Via delle Fondamenta, dando la vuelta completa, por el exterior, al ábside de la basílica, se dirigió hacia el Grottone, el Cortile del Belvedere, hasta alcanzar el FAS, los servicios sanitarios del Vaticano, donde ya nos aguardaba, avisado mientras tanto, el doctor Buzzonetti, el médico personal del Santo Padre. Cogieron al Papa de entre mis brazos, lo tumbaron en el suelo, en la entrada del edificio; sólo entonces nos dimos cuenta de la cantidad de sangre que manaba de la herida causada por la primera bala. Buzzonetti le dobló las rodillas y le preguntó si podía moverlas; él las movió. Inmediatamente después, el médico dijo a gritos que fuéramos al Gemelli. No se trataba de una elección casual, estaba decidido desde hacía tiempo ir allí en caso de que hubiera que ingresar al Santo Padre. Mientras tanto, había llegado la ambulancia; salimos a toda velocidad, comenzando una desesperada carrera contra el tiempo por el Viale delle Medaglie d’Oro. La sirena no funcionaba y el tráfico era caótico. El Papa estaba perdiendo las fuerzas, pero todavía era consciente. Se quejaba con gemidos apagados, cada vez más débiles. Y rezaba, le oía rezar invocando a «Jesús» y a «María Santísima».

Pero justo cuando llegamos al Policlínico perdió el conocimiento. Fue entonces, en ese preciso instante, cuando me di realmente cuenta de que su vida corría peligro. Los propios médicos que le intervinieron me confesaron más tarde que lo operaron sin creer, ésas fueron sus palabras, sin creer que el paciente pudiera sobrevivir. Ya no recuerdo por qué, quizá fuera por el aturdimiento que nos invadía a todos, quizá por la conmoción de aquellos momentos dramáticos, pero llevaron al Santo Padre a la planta décima para bajar a la novena, donde estaba el quirófano. En un determinado momento oí gritar a alguien: «¡Por aquí llegamos antes!». Y, para acortar camino, los enfermeros forzaron dos puertas. Yo también pude entrar, había mucha gente. Me quedé allí, en una esquina, por lo que pude ir enterándome de todo al instante. Había problemas con la presión sanguínea, con el ritmo cardíaco. Pero el peor momento fue cuando el doctor Buzzonetti se me acercó para pedirme que le administrara al Santo Padre la extremaunción. Lo hice en el acto, pero con el corazón desgarrado. Era como si me hubiesen dicho que ya no se podía hacer nada. Además, la primera transfusión no había ido bien. Fue necesaria una segunda; esta vez los que donaron sangre fueron los propios médicos del hospital. Por suerte, ya había llegado el cirujano, el profesor Francesco Crucitti, que se había ofrecido a operar ya que el cirujano jefe estaba en Milán, y comenzó la operación. ¡Por fin comenzó! Me encontraba ya fuera de la sala de operaciones y no hacía otra cosa sino rezar, rezar, rezar. Cada cierto tiempo venía un médico a informarme de cómo iba la intervención; tras recibir las noticias, me recogía más intensamente en mis oraciones. Me abandoné en las manos de Dios, invoqué a la Santa Virgen... Después de casi cinco horas y media, alguien, ahora no recuerdo siquiera su cara ni sus palabras exactas, vino a decirme que la operación había concluido, que todo había salido bien, y que, por lo tanto, habían aumentado las esperanzas de vida.

Trasladado al centro de reanimación, el Santo Padre salió de la anestesia durante las primeras horas del día siguiente. Abrió los ojos, me miró muy despacio, como si le costase reconocerme, y pronunció unas pocas palabras: «Dolor... sed...». Y: «Como a Bachelet...». Evidentemente, había pensado en la analogía de su caso con lo sucedido al profesor Vittorio Bachelet, asesinado un año antes por las Brigadas Rojas. Tras un breve reposo, el Papa se despertó a primera hora de la mañana, me miró de nuevo, esta vez con un objetivo en la mirada y, por increíble que parezca, me preguntó: «¿He rezado la completa?». Creía que era aún el miércoles 13 de mayo. Los primeros tres días fueron terribles. El Santo Padre rezaba continuamente. Y sufría, sufría muchísimo. Pero sufría todavía más — porque se trataba de un sufrimiento interior, profundo, que no cesaba— por el inminente final del cardenal Wyszynski. Yo había estado con el primado, ya en cama debido a su grave enfermedad, en su residencia de Varsovia, dos días antes del atentado. El Santo Padre me había enviado allí para hacerle una visita. El cardenal sabía que se acercaba el fin, pero estaba sereno, se había abandonado totalmente a la voluntad de Dios. Hablamos durante largo rato; él quiso transmitirle sus últimas voluntades al Papa, le escribió una carta. Pero luego, apenas se enteró del atentado y de que el Santo Padre podía morir, Wyszynski se aferró, cómo decirlo, se aferró a la vida, no quería irse sin tener la certeza... Y por eso padeció una agonía atroz que se prolongó durante tres semanas. Cerró los ojos para siempre sólo cuando le confirmaron que el Papa estaba fuera de peligro. Recuerdo ahora, emocionado, la última, brevísima, conversación por teléfono que mantuvieron el primado agonizante y el Papa todavía débil, convaleciente. Se podía oír la voz, ya exangüe, del cardenal: «Estamos unidos por el dolor... Pero usted está a salvo». Y luego: «Santo Padre, déme su bendición...». Y Wojtyla, que no quería pronunciar aquellas palabras, sabiendo que eran el adiós definitivo: «Sí, sí. Bendigo sus labios... Bendigo sus manos...».

Pero para Juan Pablo II el sufrimiento aún no había acabado. Ya de regreso al Vaticano, reapareció la fiebre, acompañada de malestar general, de dolores cada vez más agudos. Tras ingresarle nuevamente en el Gemelli, se descubrió aquel maldito virus, el citomegalovirus. Superada la infección, se hizo necesaria una segunda intervención quirúrgica para eliminar la colostomía. Esta vez todo fue bien, no surgieron complicaciones posteriores. El 14 de agosto, víspera de la fiesta de la Asunción, el Santo Padre pudo regresar definitivamente a casa. Pero ahora tengo que dar un paso atrás. Tengo que hablar de Fátima... A decir verdad, Juan Pablo II no había pensado en Fátima durante los días inmediatamente posteriores al atentado. Sólo más tarde, cuando ya estaba recuperado y comenzaba a recobrar las fuerzas, empezó a reflexionar sobre aquella singular —y es decir poco— coincidencia. ¡Siempre el 13 de mayo! Fue un 13 de mayo, de 1917, cuando se apareció por primera vez la Virgen en Fátima, y en otro 13 de mayo habían intentado asesinarlo. Al final, el Papa se decidió. Preguntó si podía ver el tercer «secreto» de Fátima, que se conservaba en el Archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y el 18 de julio, si no me equivoco, el entonces prefecto de la congregación, el cardenal Franjo Seper, le hizo entrega de dos sobres —uno con el texto original de sor Lucía, en portugués; el otro con la traducción al italiano— a monseñor Eduardo Martínez Somalo, sustituto de la Secretaría de Estado, que los llevó al Gemelli. Eran los días del segundo ingreso hospitalario. Fue entonces cuando el Santo Padre leyó el «secreto»; una vez leído, ya no tuvo dudas. En aquella «visión» había reconocido su propio destino; se convenció de que había salvado la vida, mejor dicho, de que se la habían dado de nuevo, gracias a la intervención de la Virgen, a su protección. Sí, es cierto, el «obispo vestido de blanco» había sido asesinado, según lo referido por sor Lucía, mientras que Juan Pablo II había escapado a una muerte casi segura. ¿Y entonces? ¿No podía ser precisamente eso lo que quería decir? ¿Que los caminos de la historia, de la existencia humana, no están preestablecidos a la fuerza? ¿Que existe una Providencia, una «mano

materna» capaz de hacer «equivocarse» a quien ha apuntado una pistola con la seguridad de que va a matar? «Una mano disparó y otra guió la trayectoria de la bala», decía el Santo Padre. Y hoy esa bala, «inofensiva» ya para siempre, está encastrada en la corona de la imagen de la Virgen de Fátima.

20 ¿Pero quién puso el arma en la mano? «¿Por qué no está usted muerto?», preguntó Mehmet Alí Agca. Juan Pablo II no se esperaba esa pregunta. Había decidido mirar cara a cara al hombre que había intentado asesinarlo. Deseaba reiterarle su perdón en persona. Y quería también darle un sentido —un sentido que el otro pudiera entender— a aquel gesto de amor cristiano. «Hoy», era lo primero que le había dicho, «nos encontramos como hombres. Mejor dicho, como hermanos». Pero aquel 27 de diciembre de 1983, en un desnudo cuarto de la cárcel de Rebibbia, sentado junto a Alí Agca, la cabeza inclinada para escucharlo mejor, el Papa se sorprendió al oír esa pregunta: «¿Por qué no está usted muerto?». Quizá Karol Wojtyla pensaba que, con aquel encuentro, entendería las razones por las que el hombre que tenía delante había intentado asesinarlo. Y, en cambio, se encontró ante esa pregunta: «Yo sé que apunté perfectamente. Sé que el proyectil era devastador y mortal. ¿Por qué no está usted muerto entonces?». No asistí personalmente al coloquio, me encontraba a algunos metros de distancia. Pero mi impresión, mejor dicho, mi interpretación, es que Alí Agca estaba angustiado por el hecho de que existían fuerzas que lo sobrepasaban. Él había apuntado bien, pero la víctima seguía viva. Y estaba asustado por la existencia de tales fuerzas. También porque había descubierto que además de Fátima, la hija de Mahoma, existía otra a la que él llamaba la «diosa de Fátima». Y temía —como él mismo ha contado— que esa diosa tan poderosa la tomara con él, le «liquidara». Todo el coloquio giró en torno a ese punto. Y el Santo Padre —como luego recordaría con frecuencia, siempre con gran preocupación— no

escuchó nunca las palabras: «Perdóneme». «¿Por qué no está usted muerto?». Juan Pablo II no olvidó nunca esa pregunta. Durante años la llevó dentro de sí, reflexionó sobre ella. Se había dado ya una primera respuesta, la decisiva, porque ya sabía con certeza que lo había salvado la Virgen. Pero existía una segunda respuesta que debía conocer, o que, al menos, quería intentar conocer. Y, justo cuando se acercaba al final de su vida, ha sentido la necesidad de hacer pública la opinión que se había formado al respecto. En Memoria e identidad, su último libro, leemos: «Alí Agca, como todos dicen, es un asesino profesional. Esto quiere decir que el atentado no fue iniciativa suya, que fue otro el que lo ideó, que otro se lo encargó...». Llegados a este punto, es natural preguntarse si el Papa no ha roto su silencio después de tantos años porque había recibido algunas informaciones al respecto... ¡No, en absoluto! Para empezar, porque el Santo Padre pensaba siempre en términos de fe. Decía que esta prueba, para él, también había sido una gracia. En cuanto a las informaciones... Se ha hablado mucho de informaciones facilitadas por los servicios secretos internacionales. Pues bien, puedo asegurar que nunca llegaron al Papa. Y, en cuanto al denominado «informe francés», los cardenales Casaroli (secretario de Estado), Silvestrini (entonces secretario del Consejo de Asuntos Públicos) y Martínez Somalo (en aquella época sustituto) ya habían declarado que jamás habían recibido o visto algo. ¿Rumores? Sí, claro, antes de cada viaje llegaban muchísimos. Rumores a los que, sin embargo, no se podía dar importancia. En realidad, nadie los creía. También porque —cabía preguntarse— ¿quién podía pensar en atentar contra la vida de un Papa, de un hombre religioso que predica la paz por el mundo? El Santo Padre ha llegado a esas conclusiones no porque dispusiera de informaciones precisas, específicas, sino por deducción. Es decir, parecía

objetivamente imposible que Alí Agca estuviera solo. Que hubiera actuado él solo. O sea, que fue realmente un complot. Y detrás de ese complot, al margen de las diversas «pistas» que luego podían seguirse, estaría, directa o indirectamente, el KGB... Alí Agca era un asesino a sueldo perfecto. Enviado por alguien que consideraba que el Papa era peligroso, molesto. Por alguien que tenía miedo de él, de Juan Pablo II. Por alguien que se había quedado asustado, muy asustado, ante la noticia de que había sido elegido un Papa polaco. ¿Y, pues? ¿Cómo no pensar en el mundo comunista? ¿Cómo no llegar, subiendo peldaño a peldaño, hasta el que ordenó que se cometiera el atentado? ¿Cómo no llegar, al menos como hipótesis, al KGB? Es un hecho indiscutible que la elección de Karol Wojtyla como Pontífice provocó un gran desconcierto en las diversas capitales del Este. A las tres semanas, ya estaba listo un primer análisis soviético sobre las consecuencias que podía tener en los países comunistas. Pasó un año y un documento «secretísimo» —firmado por Suslov, el ideólogo del PCUS, y aprobado por todos los componentes de la Secretaría del Comité Central, Gorbachov incluido—proponía una serie de medidas concretas para neutralizar al Papa polaco y su misión en el mundo. Luego estuvo el primer viaje de Juan Pablo II a Polonia, que Breznev en persona intentó impedir hasta el último momento. Un año después nació Solidaridad, se produjo la primera gran revolución obrera en el imperio comunista. Y, ya en 1981, Solidaridad no sólo estaba asestando con su sola existencia toda una serie de golpes mortales a la ideología marxista, sino que, al menos en sus grupos más radicales, mostraba una fortísima actitud antisoviética. Suficiente para agigantar los temores de los jefes comunistas. Y, por lo tanto, para imaginar que los servicios secretos o, al menos algunas «esquirlas» enloquecidas de esos servicios, tomaran la decisión de eliminar al Papa polaco, delegando, si acaso, la ejecución práctica en manos de otros.

Es necesario tener en cuenta todos los elementos de aquel escenario. La elección de un Papa aborrecido por el Kremlin; el primer regreso a su patria; la explosión de Solidaridad. Además, en esos momentos, la Iglesia polaca estaba perdiendo a su gran primado, el cardenal Wyszynski, ya al final de su vida. ¿No conduce todo en esa dirección? ¿Los caminos, aunque sean distintos, no confluyen en el KGB? De hecho, no se creía en la «pista búlgara», ni en tantas otras reconstrucciones que se pusieron en circulación. Como la relativa a la desaparición de Emanuela Orlandi [6], que la prensa, con la ayuda de algún que otro mitómano, quería a la fuerza relacionar con el atentado, con el Vaticano, con el Papa. Pero, objetivamente, no había relación alguna, directa o indirecta. Lo único cierto fue la angustia del Santo Padre por la suerte de aquella pobre joven, su solidaridad cristiana con una familia destrozada. ¿Pero qué habría ocurrido si, aquel 13 de mayo, las dos balas disparadas con una Browning calibre 9 hubieran «dado en el blanco»? Yo también me he hecho esa pregunta. ¿Qué habría ocurrido si la mano de la Virgen no llega a desviar la trayectoria de la bala? ¿Cuál habría sido el futuro del mundo? De entrada, sin la ayuda del Papa polaco, difícilmente habría sobrevivido la revolución de Solidaridad. Y, probablemente, la historia de Europa centro-oriental habría sido distinta. Pero el destino (o la Providencia, como diría, naturalmente, un creyente) quiso que fuese así. Y que Alí Agca tuviese que preguntarle al hombre al que había disparado con intención de asesinarlo: «¿Por qué no está usted muerto?». ¡Pero no le pidió perdón! Juan Pablo II incluso le había escrito una carta: «Querido hermano, ¿cómo vamos a poder presentarnos ante los ojos de Dios si aquí, en la tierra, no nos perdonamos el uno al otro?». No llegó a enviársela. Probablemente, Alí Agca la habría instrumentalizado. El Santo Padre prefirió ir a su encuentro. Para cumplir

aquel gesto de perdón. Y estrechar la mano del hombre que había atentado contra su vida. ¡Esa mano, precisamente! Y él, en cambio, nada. A él sólo le interesaban las revelaciones de Fátima. Sólo le interesaba saber quién le había impedido asesinar a aquel hombre. Pedir perdón, no, eso no le interesaba. No lo hizo jamás. ¡No pidió jamás perdón!

21 Toda una nación encarcelada Las manecillas del reloj acababan de marcar el inicio del nuevo día. Era el 13 de diciembre de 1981, un domingo. Por las calles de Varsovia, en los cruces principales, comenzaron a verse carros armados. Pasaron las horas y las primeras noticias fragmentarias empezaron a llegar a Occidente, sobre todo a través de algunas emisoras de radio. Desde el Vaticano, alguien intentó ponerse en contacto con Polonia, pero sin éxito, los teléfonos se habían quedado mudos. Sólo pudimos entender el porqué de aquel «silencio» horas después. Ya antes de la medianoche se habían cortado todos los canales de comunicación. Al mismo tiempo se habían cerrado las fronteras. Primero por la radio y la televisión, más ampliamente a lo largo de la mañana, supimos que a las seis de la madrugada se había decretado el estado de sitio en Polonia. Y fue un auténtico shock. Sí, de acuerdo, hacía tiempo que se temía que ocurriera algo así. Y en los últimos días había aumentado la preocupación ante el peligro de que se produjera una invasión. En este sentido había llegado incluso una llamada por teléfono de Brzezinski. Además, se sabía que las fuerzas del Pacto de Varsovia situadas en Polonia estaban haciendo maniobras en dirección a la capital. Pero nadie hubiera podido nunca imaginar una solución de ese tipo. El Santo Padre, cuando tuvo conocimiento del hecho, también se quedó sorprendido. Angustiado y sorprendido. A esas horas, miles de sindicalistas y de intelectuales habían sido ya deportados a campos de concentración, y Lech Walesa, el líder de Solidaridad, estaba recluido en un lugar desconocido. Con la ley marcial quedó suspendida la actividad de los sindicatos y se abolió el derecho de huelga, pero, además, por encima de todo, se suprimió el derecho a la libertad de todo un pueblo.

Fue una profunda humillación para Polonia. Después de todo lo que había sufrido a lo largo de su historia, la nación polaca no se merecía este nuevo martirio. No se merecía verse criminalizada hasta ese punto. Lo que ocurrió, en algunos aspectos, representó la inevitable conclusión de una crisis que se había ido agravando día a día. La Iglesia polaca — guiada ahora por el nuevo primado, Josef Glemp— había intentado, inútilmente, actuar como mediadora entre las dos partes: entre Solidaridad, cuyos sectores más radicales se mostraban cada vez más agresivos, más claramente antisoviéticos, y entre un régimen cada día más militarizado (después de la designación del general Wojciech Jaruzelski como secretario del Partido Comunista) y que sufría constantes presiones por parte de Moscú. En palabras de Adam Michnik, uno de los jefes históricos de la izquierda: «La Unión Soviética ha hecho de todo para camuflar su participación en el “pronunciamiento”. La excusa ofrecida es óptima: “Han sido los propios polacos los que han resuelto sus problemas”». Y, de hecho, Jaruzelski se había decidido por el auto golpe de Estado, considerándolo el «mal menor»... Pero era el «mal menor» sólo para el general Jaruzelski, según la explicación que él mismo intentó dar más tarde. ¡El resto del mundo, en cambio, condenó aquella elección! Y, además, estoy convencido de que si el general hubiese resistido a las presiones de Moscú (o al chantaje, o incluso al farol, como dijo alguien), la Unión Soviética nunca hubiera intervenido. Ya tenía sobre las espaldas la trágica experiencia de Afganistán. ¿Cómo hubiese podido, en esos momentos, invadir un país más grande que Afganistán y mantener un conflicto bélico en dos frentes? El día 13, ya avanzada la mañana, Juan Pablo II, todavía profundamente turbado, habló a los fieles usando seis veces la palabra «Solidaridad». Y luego, dirigiéndose a la Virgen, le «explicó» (como si el interlocutor fuese ella, no el Kremlin) diversos aspectos de la doctrina social de la Iglesia, de la justicia. Y de allí surgió la idea de la oración a la Virgen de Czestochowa, con la que el Papa concluía todos los miércoles la audiencia general, recordando

el derecho de sus conciudadanos a vivir su propia vida y a resolver sus problemas internos dentro del espíritu de sus propias convicciones. Esa noche, al final de la cena, el Santo Padre nos dijo: «Oremos. Oremos con gran serenidad. Y aguardemos una señal desde lo Alto». Consiguió superar aquellos momentos dramáticos confiando plenamente en Dios, en la Providencia. Pero, mientras tanto, no dejaba de pensar qué hacer, cómo ayudar a su pobre patria. Estaba claro que no podía ir a Polonia; lo había descartado desde un principio. Sin embargo, creía que era importante ofrecer un testimonio visible del amor del Papa y de la Iglesia al pueblo polaco. Por eso envió a monseñor Luigi Poggi (hoy cardenal), que era entonces nuncio apostólico con responsabilidades especiales y que se ocupaba de forma especial de Europa del Este. El 17 de diciembre llegó una noticia trágica. No lejos de Katowice, en la mina de Wujek, los mineros se habían declarado en huelga y ocupado la zona. Intervinieron los zomo (cuerpos mecanizados de reserva), gente violenta que rozaba la crueldad. Se produjo un durísimo enfrentamiento, murieron nueve obreros y cuatro policías; posteriormente, fueron agredidos médicos y enfermeros de las ambulancias de socorro. El Papa, con el corazón destrozado, escribió inmediatamente al general Jaruzelski, apelando a su conciencia, para pedir que se pusiese fin «al derramamiento de sangre polaca» y que se volviese a los métodos de diálogo pacífico que habían caracterizado los esfuerzos de renovación social desde agosto de 1980. Todo ello precedido de un clarísimo paralelismo entre el estado de sitio y la «ocupación nazi». A las pocas horas, Jerzy Kuberski se presentó en el Vaticano. Era el ministro de Asuntos Religiosos, pero, en ausencia del titular, encabezaba la delegación del Gobierno polaco para los contactos de trabajo con la Santa Sede. Había sido él quien, a las cinco de la mañana del día 13, había advertido al general Glemp, en Varsovia, que de allí a una hora iba a decretarse el estado de sitio. Kuberski se hizo recibir por monseñor Achille Silvestrini, secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, al cual, en nombre de

Jaruzelski, le pidió oficialmente que el Papa retirase su carta. El general— dijo— no podía aceptar aquella referencia al nazismo bajo ningún concepto. Monseñor Silvestrini, naturalmente, le respondió, con toda firmeza, que una proposición semejante era inaceptable. En todo caso, que el general le escribiese personalmente al Pontífice. Para el Vaticano, el asunto podía darse por concluido ya mismo. Pero, más tarde, el Papa pensó que, actuando de ese modo, se corría el riesgo de obtener el efecto contrario al que era el objetivo fundamental e inmediato, es decir, proteger vidas humanas. Así, la referencia a la invasión nazi se transformó en un recordatorio de las «graves ofensas» que Polonia había soportado y de la «mucha sangre» vertida por el pueblo en los «últimos dos siglos». Monseñor Poggi partió hacia Polonia con esta nueva carta, fechada a 18 de diciembre de 1981. Fue un viaje lastrado de obstáculos, de dificultades. El nuncio fue en avión a Viena; luego tomó el tren, pero en la frontera checa le detuvieron (el vagón estuvo una hora parado y la policía registró el equipaje) porque no tenía «visado» para cruzar ese país. Por fin llegó a Varsovia, solicitó tener una entrevista con Jaruzelski y, una vez ante él, le entregó la misiva del Pontífice. Era la vigilia de Navidad. El Santo Padre hizo que pusieran una vela encendida en la ventana de su estudio, como señal de esperanza. Por la tarde, notó algo del calor de las gentes de su tierra intercambiando felicitaciones y repitiendo el tradicional gesto del oplatek —es decir, trocear pan ácimo y repartir los pedazos— con un pequeño grupo de polacos residentes en Roma y en el resto de Italia. Pero para Juan Pablo II aquellas Navidades y aquella salida y entrada de año fueron de una tristeza indecible. Una de las cosas que más angustia le producía era no tener noticias, no poder «comunicarse» con Polonia. A pesar de que, de vez en cuando, conseguía tener contactos con representantes de la oposición, con los que estaban exiliados, como Bohdan Cywinski, uno de los primeros consejeros de Solidaridad, pero también, por vías indirectas, como es lógico, a través de terceros, con aquellos que estaban en la cárcel, como Michnik, al que envió una Biblia, y el propio Walesa.

Las cárceles, de hecho, seguían atestadas; y de la cárcel sólo se salía para ser procesado. Continuaba en vigor la ley marcial; las aparentes concesiones se alternaban con medidas aún más rígidas. Detrás de todo, claramente, se encontraba Moscú, que no aceptaba la más mínima apertura. El Papa no pudo acudir a Czestochowa, en agosto de 1982, para asistir a las celebraciones marianas. Y en octubre se declaró oficialmente que Solidaridad se había disuelto. Era preciso, por lo tanto, encontrar los medios e instrumentos para que el sindicato sobreviviera, o, al menos, para que lo hicieran sus ideales, su utopía revolucionaria. Llegados a ese punto, el mundo libre entendió por fin la importancia de lo que estaba en juego. La movilización fue masiva, sin distinciones ideológicas, sin enfrentamientos ni rivalidades. Estados, organismos internacionales, sindicatos, voluntariado, caridad privada y asistencia pública: fue un gran río solidario que, con frecuencia por los caminos más impensables, llegó hasta Polonia y sostuvo de forma determinante a Solidaridad. Algunos medios de comunicación occidentales hablaron con «malicia» de la ayuda proporcionada por la Sede Apostólica. Pues bien, debo repetir una vez más que Solidaridad no recibió jamás ningún tipo de ayuda financiera o económica por parte de Juan Pablo II. Recibió, en cambio, un gran apoyo moral, exclusivamente moral. El Santo Padre apoyaba el derecho del hombre a luchar por su libertad y su independencia. Por lo tanto, todas las habladurías, del tipo que sean, sobre presuntas financiaciones a Solidaridad por parte del Papa, son pura invención. ¡Son una calumnia! Parecía que todo estaba acabado. Que se había borrado para siempre del mapa aquella breve, pero exultante, estación nacida bajo el signo de la libertad, de la solidaridad. Pero la historia no se detuvo. No podía detenerse. También porque el régimen polaco, cada vez más odiado y, consecuentemente, cada vez más aislado, más débil, tenía que hacer frente —tras la suspensión de ayudas por parte de Occidente— a una gravísima crisis económica.

Los dirigentes comunistas, por lo tanto, no podían prescindir de la idea de reestablecer algún tipo de diálogo con la Iglesia. Hubo un primer encuentro entre monseñor Glemp y Jaruzelski, que, si por un lado contribuyó indirectamente a que fracasara la huelga general planeada por el movimiento clandestino, por otro permitió fijar la fecha del segundo viaje pontificio. Gracias a estas novedades, algo empezó a cambiar. Walesa fue liberado y abandonó su arresto domiciliar en Arlamovo. Se cerraron casi todos los campos de concentración. Permanecían en vigor, de todas formas, las restricciones a las libertades individuales y civiles, seguían actuando los tribunales especiales, se mantenía un agobiante clima de opresión y, al mismo tiempo, de inseguridad. A los polacos, en suma, era como si les faltase el aire, aquel aire que habían respirado en los tiempos de Solidaridad. En esto, la fecha del viaje de Juan Pablo II se aproximaba cada vez más...

22 ¡Solidaridad vive! Juan Pablo II quería regresar a Polonia a toda costa. Sentía que era su deber ayudar a aquel pueblo a reencontrar, al menos, la fe en sí mismo, la fuerza para tener esperanza. ¿Pero podía ir a Polonia durante el estado de sitio? ¿No corría así el riesgo de legitimarlo, aunque nada estuviera más lejos de su intención? En suma, ¿qué era mejor, estrechar la mano de aquella gente o negarse a hacerlo? Al final, tras una larga reflexión, brotó la respuesta más natural: el Papa podía, perfectamente, ir a Polonia y, al mismo tiempo, mostrar claramente que no aceptaba aquella situación. Y fue una decisión justa, sabia, eficaz, porque de esa forma, sólo de ésa, fue posible que se salvaran Lech Walesa y Solidaridad. Pero comencemos por el principio. Intentaré contar cómo fue aquel viaje de junio de 1983, un viaje decisivo para el futuro de Polonia, en sus momentos más cruciales. Intentaré hacerlo, en parte, basándome en mis apuntes, y en parte confiando en la memoria. En esa época, Walesa no existía para los dirigentes comunistas. No lo llamaban ni siquiera por su nombre; cuando se referían a él decían, simplemente, «el electricista». Precisamente por eso, el Papa dejó muy claro que visitaría Polonia con la condición de entrevistarse con Walesa. Pero el general Jaruzelski se oponía a ello frontalmente. Para superar el impasse se llegó a un compromiso que no sólo era muy precario, sino que estaba cargado de dudas, de omisiones, de detalles dejados en una nebulosa. De hecho, cuando llegó a Polonia, el 16 de junio, el Santo Padre descubrió que el encuentro no estaba en modo alguno asegurado, es más, existía el riesgo de que se anulase. Desconcertado, se desahogó con sus más

estrechos colaboradores: «¡Si no puedo verlo, regreso a Roma!». Alguien de su séquito manifestó su perplejidad. Él repuso: «¡Tengo que ser coherente de cara a los demás!». En cualquier caso, que su intención era la de apoyar a Solidaridad lo había dejado muy claro desde un principio, nada más descender del avión. Besó el suelo polaco (aunque ya lo había hecho en su primera visita) y explicó que era como si besase a su propia madre, una madre que estaba sufriendo mucho una vez más. Añadió que venía para todos, incluidos los que estaban en la cárcel. Luego, en la catedral, donde está la tumba del cardenal Wyszynski, agradeció a la Providencia que le hubiese ahorrado al primado los dolorosos sucesos del 13 de diciembre de 1981. Esta frase, al día siguiente, fue censurada en todos los periódicos. El encuentro con el general Jaruzelski... En el discurso público, el Papa pidió expresamente que se respetasen los acuerdos de agosto de 1980, los que habían rubricado tanto el Gobierno como los sindicatos. En el coloquio privado, lo que le dijo al general, esencialmente, fue que podía incluso entender que hubiera decretado el estado de sitio, pero que jamás aprobaría la abolición de Solidaridad, el sindicato a través del cual se había expresado el alma polaca. Ya de regreso, Juan Pablo II se detuvo en la iglesia de los Capuchinos, donde se conserva el corazón de un gran soberano, Juan Sobieski. Y allí pudo hablar con diversos miembros de la oposición, sobre todo con intelectuales y artistas, así como con la madre de un joven que había sido asesinado por la policía. Llegó el momento de acudir a Czestochowa; el aumento de la tensión se advirtió de inmediato. La policía se mantenía en estado de alerta, estaba preocupada por la masiva participación de los jóvenes. Pero, no obstante el encendido entusiasmo, no obstante la evidente intención de los jóvenes de transformar el encuentro en una manifestación en contra del régimen, el Santo Padre frenó en seco toda forma de contestación. A pesar de que su consigna —«¡Debéis permanecer vigilantes!»— no se entendió precisamente como una frase retórica. Al día siguiente, el domingo 19, estaba prevista la jornada mariana, con una misa y la coronación de cuatro imágenes de la Virgen, veneradas en

otros tantos santuarios. Asistió una multitud ingente, dos millones de personas, y en la homilía Juan Pablo II dijo expresamente que Polonia debía ser un Estado soberano y que la soberanía se basa en la libertad de los ciudadanos. A esa misma hora llegaron a Czestochowa algunos dirigentes del Politburó. Si ya se habían quedado profundamente turbados por las diversas intervenciones del Santo Padre, ahora estaban doblemente preocupados ante lo que pudiera decir esa tarde en el «solemne llamamiento». Solicitaron tener un coloquio con monseñor Bronislaw Dabrowski, secretario del episcopado, y le dijeron con total claridad que el Papa tenía que cambiar el contenido de sus discursos. Monseñor Dabrowski se lo refirió al Pontífice y regresó junto a los representantes del Partido con la respuesta del Papa. La respuesta era que, si no podía decir lo que pensaba, si no podía pronunciar los discursos que había preparado en su propio país, en su patria, ¡estaba dispuesto a volverse a Roma! Frente a la firmeza de Juan Pablo II, éstos no replicaron y regresaron a Varsovia para presentar su informe. Por su parte, el Santo Padre atenuó ligeramente el texto del «llamamiento», pero sólo en el tono, no en lo concerniente a los conceptos, a los argumentos. Pidió, entre otras cosas, que se tuviese el valor de retomar el diálogo social: justo lo que Jaruzelski no quería hacer, según había repetido hasta al propio Papa. Continuó la visita. En Poznan, el Pontífice pronunció por primera vez el nombre de Solidaridad. En Katowice afirmó que los obreros tenían derecho a contar con sindicatos libres. En Breslavia, que era preciso conservar cuanto había de positivo en Solidaridad; mientras tanto, los monaguillos se alzaban la túnica blanca para enseñar la camiseta con aquella inscripción que ya se había hecho famosa en el mundo entero. La tarde del 21 de junio Juan Pablo II llegó a Cracovia, donde le esperaba, en vez del papamóvil, un coche cerrado; pero él lo rechazó, prefirió subir a un autobús, en el que cruzó las calles de la ciudad. Una vez en el episcopado, y ya sentado a la mesa, tuvo que interrumpir la cena para asomarse a la ventana y hablar a los miles de jóvenes que se habían congregado para saludarlo. También entonces alguien del séquito papal

manifestó su preocupación, argumentando que hubiera sido preferible una actitud más «contenida». Al día siguiente, dos millones de personas acudieron al Blonie para asistir a la beatificación de dos grandes figuras polacas: el padre Rafael Kalinowski, carmelita descalzo, y fray Alberto Chmielowski, apóstol entre la gente más humilde, fundador de la orden de los Albertinos. Al final de la misa, mientras la multitud se iba dispersando lentamente, asomaron las banderas de Solidaridad. Aparecieron los helicópteros que, volando a baja altura, pensaban (equivocadamente) que asustarían a la gente, obligándola a echar a correr hacia sus casas. Pero todo se desarrolló con absoluta tranquilidad, ordenadamente, justo como quería el Santo Padre, sin dejar el más mínimo resquicio a las provocaciones. Pero, mientras tanto, ya había explotado el Gran Miedo del régimen. Esa tarde, en la catedral de Wawel, se produjo inesperadamente un segundo encuentro entre el Pontífice y el general Jaruzelski. Un encuentro deseado por la clase política (y no por la Iglesia, como se intentó hacer creer), un poco para serenar el clima, un poco para atenuar el impacto de lo que iba a ocurrir al día siguiente, y un poco también porque Jaruzelski —y esto podría explicar la larga duración de la entrevista, casi una hora y media— quería exponerle al Papa «sus» razones. Para el Santo Padre, si se me permite interpretar su pensamiento, el general era un hombre dotado de inteligencia, de cultura. Demostraba también un cierto patriotismo. Pero, hablando en términos políticos, se inclinaba hacia el este, no hacia el oeste. Para Jaruzelski, todo lo concerniente al futuro de Polonia, cualquier posible solución, pasaba por Moscú, nunca por Occidente. Por fin, la mañana del 23 de junio, después de haberlo mantenido en secreto hasta el último momento, se produjo el encuentro del Papa con Lech Walesa, trasladado en helicóptero junto a su mujer y cuatro de sus hijos. El lugar del encuentro (elegido por el régimen por su «inaccesibilidad») era un refugio de montaña en las inmediaciones de Zacopane, a los pies de los montes Tatra. Todo había sido preparado ad hoc por los servicios de seguridad; habían diseminado micrófonos por el salón y los camareros habían sido sustituidos por sus propios hombres, especialistas en ese sector.

La puesta en escena, sin embargo, era tan evidente que el Santo Padre lo advirtió todo enseguida. Se llevó a Walesa afuera, al pasillo, y lo invitó a sentarse allí, en un banco. Quizá también allí había micros, pero, de todas formas, si los escuchaban no pasaba nada. No había ningún problema. En esos momentos lo de menos eran los discursos, las palabras; lo importante era el hecho en sí, el gesto. Era importante que Juan Pablo II estuviera allí y que se estuviese entrevistando con Walesa. «Sólo quiero decirle una cosa: que rezo a diario por usted». Es decir, rezaba a diario por Walesa y por todas las mujeres y los hombres de Solidaridad. Para demostrar a todo el mundo, y sobre todo a los jefes comunistas, que el movimiento estaba vivo y que no constituía en absoluto un capítulo cerrado. Precisamente por eso se decidió intervenir inmediatamente, desmintiendo aquel ingenuo artículo aparecido en L’Osservatore Romano en el que se interpretaba el encuentro con el Papa como un «tributo al vencido». ¡Como si Walesa y su sindicato hubiesen sido derrotados, definitivamente derrotados, en la batalla contra el régimen! ¿Se podía permitir que diese la impresión de que la Iglesia se había olvidado de Solidaridad? ¿Se podía dejar creer que la Iglesia no era un aliado seguro de la clase obrera y que, por lo tanto, no se podía contar con ella? Aquel viaje terminó con una anécdota peculiar. El presidente del Consejo de Estado, Jablonski, le dijo en privado a Juan Pablo II: «A su llegada, le hemos saludado como al Papa de la paz; dentro de cuatro años saludaremos al Papa de la reconciliación». No sé hasta qué punto el general Jaruzelski compartía ese punto de vista. En cualquier caso, a pesar de las dificultades, el viaje fue un éxito. El Santo Padre supo dar con el tono adecuado para apoyar moralmente a una nación triste, desilusionada, amargada, y para mantener con vida a Solidaridad, que, en esos momentos, no existía oficialmente. Y todo esto sin provocar, ni siquiera involuntariamente, desórdenes o enfrentamientos. Un mes después, Jaruzelski levantó el estado de sitio y empezó a vaciar las cárceles, hasta conferir una apariencia de liberalidad al régimen polaco.

Pero aún tenían que pasar varios años para que Polonia volviese a ser una nación libre. Años contradictorios, como toda época de transición. Años de terribles sombras y de luces de esperanza. En 1984 se produjo el feroz asesinato del padre Jerzy Popieluszko, un valeroso sacerdote, gran defensor de Solidaridad y de los derechos de los trabajadores. Y en junio de 1987 Juan Pablo II regresó por tercera vez a su patria: un «servicio a la verdad», como él mismo definió aquel viaje, en el que denunció el vacío programático que caracterizaba ya al «socialismo histórico». A partir de ese momento se inició, justamente, ese impetuoso proceso que, en el giro de dos años, condujo a la libertad, al regreso de Solidaridad, a la legalidad, al primer Gobierno no comunista en Europa centro-oriental (capitaneado por un católico, Tadeusz Mazowiecki), y, por último, a que aquel ex electricista de los astilleros Lenin de Gdansk fuese elegido presidente de la república. Polonia, en definitiva, abrió el camino del gran vuelco que marcó el fin del comunismo.

23 Una nueva evangelización Los vaticanistas no han empezado a darse cuenta de ello hasta los últimos años del pontificado. Han descubierto que, por primera vez desde los tiempos de la Contrarreforma, se había iniciado en la Iglesia un proceso de secularización. El Concilio Vaticano II estableció las premisas, pero el proceso no llegó nunca a despegar realmente. Juan Pablo II lo puso nuevamente en marcha. Había llegado el momento —fueron sus palabras textuales— de abatir «la antigua unilateralidad clerical». Él era un hombre del Concilio. Siempre partía del Concilio para trazar las líneas de desarrollo de la vida y la misión de la Iglesia. Y, arrancando de ahí, introdujo progresivamente en la realidad eclesiástica el concepto de Iglesia-comunión o, como él decía con frecuencia, de Iglesia-familia, en la que todos los bautizados tenían la misma dignidad y en la que, por lo tanto, nadie debía sentirse marginado o, peor aún, excluido. Así, consiguió que fueran emergiendo cada vez más los aspectos carismáticos, laicos y comunitarios frente a los institucionales, clericales, jerárquicos. Y ello llevó, consecuentemente, a que salieran a escena nuevos «protagonistas»: los jóvenes, las mujeres, los movimientos. En el punto de partida de esta trayectoria se encontraba la encíclica Redemptor hominis, a la que siguieron Dives in misericordia y Dominum et vivificantem. De este tríptico —que anticipaba el programa del pontificado — surgió una nueva proposición de la dimensión trinitaria, tanto de la fe y, por ello, de la especificidad del ser cristiano, como de la Iglesia, es decir, de su naturaleza, de su misión, de su estructura misma. Era como decir, a la luz del misterio trinitario, que la Iglesia debía manifestarse siempre como un conjunto armonioso de unidad y multiplicidad, de identidad y diferencia. Fueron las tres primeras encíclicas las que hicieron resaltar esta imagen de Iglesia-comunión y, al tiempo, de Iglesia encarnada profundamente en la

historia humana. Por tanto, de una Iglesia cuya misión esencial es anunciar el amor de Dios, su misericordia y su perdón. Pero, pese a ser un proyecto claramente deudor del Concilio, no había surgido en ese momento. Cualquiera que hubiese seguido el itinerario teológico y pastoral de Karol Wojtyla, como sacerdote y luego como obispo, habría podido constatar que este proyecto de Iglesia era el que había existido siempre en su cabeza, en sus propósitos, en sus objetivos. Yo diría que él había tenido como una inspiración, casi una visión, que luego había ido llevando a la práctica paso a paso, en las diversas situaciones eclesiásticas en las que se había encontrado. Y que esto fue lo que continuó haciendo a lo largo de su pontificado, avanzando siempre hacia adelante, derecho, sin titubeos. De hecho, fue sorprendente, y es decir poco, cómo Juan Pablo II, ya en la época inmediatamente posterior a su elección, consiguió relativizar o, al menos, redimensionar las diferencias postconciliares entre conservadores y progresistas. Demostrando que no era irremediable ninguna de las situaciones de crisis que sufría la Iglesia. Y contribuyendo, por lo tanto, a superar ese sentimiento de desconfianza, de resignación, mejor dicho, de «ofuscamiento de la esperanza», como él mismo dijo, que todavía se advertía a finales de los años setenta. Llegados a ese punto, el Papa pudo insertar el conjunto del catolicismo en un amplio proceso de renovación. Que se tradujo en un crecimiento de la espiritualidad, del testimonio, de la participación, de la presencia en el mundo. Pero, sobre todo, ese compromiso de renovación maduró dentro del gran diseño de una acción evangelizadora que ya no estaba circunscrita sólo a las zonas de misión, sino que se dirigía también a un Occidente cada vez más aquejado de afasia espiritual. La «nueva evangelización», que luego sería uno de los signos distintivos del pontificado de Juan Pablo II, surgía de ahí. Surgía de la constatación — efectuada, especialmente, a través de los viajes— de que era urgente inyectar sangre nueva, vida nueva, a las Iglesias de los países en los que el cristianismo tenía una gran antigüedad. Sobre todo en Europa, un continente que se había ido alejando cada vez más de sus raíces, de su

cultura. Era preciso regresar a las fuentes de la fe para que la misión evangelizadora volviese a ser dinámica e incisiva. Pero además de esta obligación —que es el deber prioritario de la Iglesia y de todo cristiano, que debe evangelizar allá donde viva—, existía también una especial predisposición de Karol Wojtyla que yo definiría como «frescura evangélica». Él era el primero que intentaba renovarse continuamente, y lo hacía, sobre todo, leyendo el Evangelio. A lo largo de toda su existencia, hasta el último día de su vida, leyó a diario las Sagradas Escrituras. Ésa era la fuente de la que brotaba, incesantemente, su ansia inmensa de difundir el mensaje de Cristo por el mundo. Y, al mismo tiempo, de reforzar la fe. Todo compromiso ulterior, con la paz, con la justicia, tenía siempre una motivación religiosa, espiritual, se cimentaba en la fe, en el Evangelio. De no ser así, la Iglesia se reduciría a un gran instituto de asuntos sociales, a un organismo de ayuda internacional. En resumen, se podría decir que todo el pontificado de Juan Pablo II ha sido una continua puesta en práctica del Concilio... También porque existían algunos documentos conciliares que él consideraba un punto de referencia constante para su misión: los relativos a los laicos, al compromiso ecuménico, a la libertad religiosa. Y, por encima de todos, la pastoral Gaudium et spes, en cuya redacción había colaborado él mismo y que más tarde lo conduciría al compromiso de asegurarle a la Iglesia una presencia más visible e influyente —bajo el signo del testimonio, del fermento evangélico y del servicio al hombre— dentro de la sociedad. De los cinco ámbitos tratados en la segunda parte de la Gaudium et spes —familia, cultura, vida económica y social, política, paz y concordia entre los pueblos— no ha habido uno solo que no haya registrado un considerable progreso con respecto a las reflexiones del Vaticano II. La cultura, por ejemplo, uno de los grandes intereses de Karol Wojtyla. Baste recordar sus encuentros anuales en Castelgandolfo con científicos y filósofos. Encuentros que para él eran una oportunidad de diálogo, de debate, pero que le servían también para informarse, para saber hasta dónde

habían llegado los progresos del pensamiento humano. Y, sobre todo, para verificar si dichos progresos estaban o no al servicio de la vida del hombre, de su dignidad. El Papa polaco habló de todo esto en el contexto cultural más laico imaginable, la Unesco, antes de afirmarlo en la Fides et ratio. Sostenía que el encuentro positivo entre fe y cultura puede constituir la auténtica alternativa a un mundo desanclado de la ética y marcado por el materialismo y las injusticias. Por otra parte, ya lo había demostrado al volver a examinar el caso Galileo, lo que condujo no sólo al reconocimiento del error cometido con el científico pisano, sino a una nueva actitud de la Iglesia con respecto a la ciencia y la investigación. Llegados a este punto, creo que ya se han caído por sí solas, y completamente, las acusaciones dirigidas en el pasado contra Juan Pablo II, en particular la de haber querido congelar el Vaticano II o, peor, haber pretendido enterrarlo. Basta con leer sus notas testamentarias para confirmar plenamente su fidelidad al Concilio, y que el Concilio estuvo siempre en el centro de su misión. Hasta el final, su pensamiento estuvo dirigido hacia el Vaticano II, velando para que se completase su realización y entregando esta labor, como herencia, a las nuevas generaciones. A las que escribió que «durante mucho tiempo podremos seguir aprovechando las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha donado».

24 Jóvenes, mujeres, movimientos Entre Juan Pablo II y los jóvenes hubo feeling de inmediato. «Vosotros sois mi esperanza», les había dicho el Papa al inicio de su pontificado. Y no era una frase ocasional, expresaba el pensamiento de alguien que, ya desde los primeros tiempos de su sacerdocio, había aprendido a estar con los jóvenes, a entender sus problemas, sus contradicciones, el porqué de sus interrogantes con respecto a la religión y la Iglesia, sus ansias de cambiar la sociedad. Y los jóvenes, a su vez, habían mirado al nuevo Papa primero con curiosidad, luego con creciente simpatía. Todavía no se les había pasado del todo la alergia a cualquier tipo de autoridad, de creencia religiosa, que brotó en Mayo del 68. Pero aquel hombre les atraía. Por la credibilidad con la que sabía dar testimonio de aquello en lo que creía. Y porque transmitía un sentido de paternidad espiritual y, al mismo tiempo, afectiva. Todo podía haber acabado ahí, quedarse en esa etapa inicial de recíproco interés. Pero llegó el viaje del Pontífice a París, a finales de mayo de 1980. Llegó aquel encuentro con millares de jóvenes en el Parque de los Príncipes. Tres horas de coloquio, de preguntas auténticas, incisivas, y de respuestas directas, sinceras... De la misma forma en que la visita a México inauguró la gran estación de los viajes, el encuentro en el Parque de los Príncipes abrió el camino al diálogo entre la Iglesia y las nuevas generaciones. Ese día, el Papa descubrió que los jóvenes estaban dispuestos a compartir con él el camino hacia Cristo. Encontró la confirmación de su proyecto de reforzar y relanzar la fe, la posibilidad de llevar a cabo un trabajo pastoral también entre los jóvenes.

Y los jóvenes comenzaron a identificarse con los valores —espirituales, morales, humanos— que el Santo Padre les proponía. Apreciaron su forma de dialogar. Era exigente, pero también convincente, porque su motivación era el amor que sentía hacia ellos. De allí, del encuentro en el Parque de los Príncipes, surgieron las Jornadas Mundiales de la Juventud. Se invitó a los jóvenes a que acudiesen a Roma con ocasión del Jubileo de la Redención (1983), y luego en el Año Internacional de la Juventud, auspiciado por las Naciones Unidas (1985); aquellos encuentros se convirtieron en una «necesidad» para los jóvenes de todo el mundo. «Necesidad» de escuchar las palabras de un Papa que, sin edulcorar las verdades cristianas, sin rebajarlas, les ayudaba a reiniciar la búsqueda de Dios, del sentido auténtico de una actuación moral, de la diferencia entre el «bien» y el «mal»: palabras que otros, familiares, educadores, autoridades, a veces incluso sacerdotes, no siempre pronunciaban. Se creó así aquel gran movimiento de jóvenes que seguían la cruz. Y fue el Papa el que la entregó, una cruz para cada joven, una cruz que debía llevarse por los caminos del mundo para proclamar a Cristo crucificado, pero también resucitado. El Papa, en definitiva, hizo que los jóvenes redescubrieran el amor por Cristo, la alegría de ser jóvenes, de ser cristianos. Y de esta forma los liberó del complejo de ser creyentes, del mismo modo en que intentaba liberar al mundo católico del complejo de tener que vivir su propia fe en las sacristías. Parecerá increíble, pero los primeros que se quedaron desconcertados con todo esto fueron los obispos. Como los americanos y los franceses, que no creían en el éxito de las Jornadas —la de Denver, en 1993, y la de París, en 1997— en países tan profundamente marcados por la secularización y el laicismo. La prensa había previsto que el encuentro de Denver iba a ser un fiasco clamoroso; hasta los obispos se sentían con dudas, cuando no asustados. En cambio, en vez de los doscientos mil jóvenes que se esperaban, como máximo, llegaron setecientos mil, quizá más.

Y todos esos jóvenes americanos, hijos de la modernidad y la tecnología, se quedaron entusiasmados ante el apasionado llamamiento del Pontífice: «¡No tengáis miedo de ir por las calles y los lugares públicos!». Debían ser como los primeros apóstoles, que predicaban a Cristo y su mensaje de salvación por las plazas de las ciudades y los pueblos. «¡No es el tiempo de avergonzarse del Evangelio, sino de predicarlo en voz alta!». Fue un acontecimiento memorable que sirvió también para infundir valor a los obispos y promover una pastoral juvenil. También en París las dudas eran enormes, no sólo entre los obispos, sino incluso entre algunos personajes de la propia curia romana. Al final, sin embargo, la razón estuvo del lado del valor de la persona que había querido celebrar el encuentro a toda costa, el cardenal Jean-Marie Lustiger, entonces arzobispo de París. El éxito fue tan estrepitoso que el mundo se quedó estupefacto. Y, precisamente desde entonces, se empezó a hablar de una nueva primavera para la Iglesia francesa. Pero si las Jornadas Mundiales, en su conjunto, han provocado un intenso renacimiento de la fe entre los jóvenes, y no sólo entre ellos, también es cierto que cada Jornada es una historia en sí misma, extraordinaria, irrepetible. Al Santo Padre se le quedó grabado en el corazón el recuerdo de la Jornada en Jasna Gora, en Polonia, en 1991. Hacía poco que había caído el Muro. Y allí, bajo la mirada de la Virgen, los jóvenes que venían del Viejo Mundo se encontraron con los jóvenes que acababan de salir de la opresión comunista. Y fue una sorpresa para ambas partes. Los jóvenes occidentales descubrieron la frescura de la fe de sus coetáneos de Europa del Este; estos últimos descubrieron, por su parte, que también en Occidente estaba difundida una fe viva, comprometida con lo social. El resultado fue que, a partir de ese momento, se consolidó una unión entre los jóvenes a escala mundial. Pero el momento culminante, probablemente, se produjo en Tor Vergata durante el Jubileo del año 2000, cuando Juan Pablo II les pidió a aquellos dos millones de jóvenes que no tuvieran miedo. ¡Que no tuvieran miedo de la santidad, de ser santos!

Hablemos ahora de las mujeres. También ellas interlocutoras, por primera vez, del Papa. También ellas, protagonistas, por primera vez, en una Iglesia menos clerical y que tenía en el rostro los rasgos —todavía muy débiles, apenas visibles, pero sin duda en vías de reforzarse— de la «parte» femenina de Dios, de esa parte capaz de expresar, de personificar mejor su misericordia, su ternura, en definitiva, su maternidad. Desde pequeño, Karol Wojtyla llevaba dentro de sí, en su corazón, un sentimiento muy característico de su gente, de las tradiciones de su tierra, esto es, un gran respeto y una gran consideración hacia la mujer, especialmente hacia la mujer madre de familia. Y, al constatar que en el mundo era cada vez más grave y estaba más extendida la falta de respeto hacia la mujer, hasta el punto de que se había llegado a considerarla un objeto de placer, de diversión, el Papa quiso restituirle su dignidad y reconocer el papel que desarrolla en la sociedad y en la vida de la Iglesia. Este «respeto», esta «consideración», el Papa Wojtyla los expresó en ese auténtico «himno» a la mujer que es la carta apostólica Mulieris dignitatem... Lo ha hecho en ese documento y en otros muchos. Pero quiero recordar que el Santo Padre ha demostrado su respeto, ante todo, con su actitud, con sus gestos llenos de ternura hacia la mujer en tantos viajes, tantos encuentros... En la Mulieris dignitatem el Papa recordaba una verdad tan antigua como la historia del cristianismo, pero que luego se ha olvidado, o ignorado, o tenido en cuenta muy parcialmente en la vida de la Iglesia. Es decir, la extraordinaria revolución —sobre todo para aquella época— que Cristo llevó a cabo al promover la dignidad de la mujer. Y, de hecho, después de la del feminismo, el Santo Padre consideró que debía ofrecer una nueva lectura o, si se me permite decirlo así, arrojar una nueva «mirada» sobre el ser femenino a la luz del Evangelio y, en particular, de la conducta de Jesús. Pienso en la redefinición que ha dado el Papa de la dignidad femenina en relación con el hombre, rubricando cuanto está escrito, por otra parte, al inicio de la Biblia, sobre la igualdad entre hombre y mujer. Y corrigiendo interpretaciones no precisamente exactas,

pero vigentes desde hace siglos, acerca del concepto de «sumisión»: ésta no debe considerarse exclusiva de la mujer hacia el hombre, sino que hay que entenderla en el sentido de una «recíproca sumisión». Fue el momento de la Carta a las Mujeres, en la que hacía un solemne reconocimiento del «genio» femenino, del carisma específico de la mujer, de su vocación y, atendiendo a su feminidad, de la misión que debía desarrollar en el seno de la Iglesia. Más tarde, superada la fase polémica, muchas feministas, incluidas algunas de las más radicales, expresaron su reconocimiento al Papa por la imagen que había trazado de la mujer, del ser mujer: con una identidad propia —sin que, por lo tanto, deban calcar, simplemente, las funciones masculinas— y también con sus propios derechos y sus propias exigencias, que la sociedad debe garantizar, respetar. Y, con todo, las mayores protestas contra el Papa las hicieron precisamente las mujeres, en especial por la cuestión del sacerdocio femenino. Como sucedió en 1979, durante el viaje a Estados Unidos, en el encuentro con las religiosas: sor Theresa Kane, por sorpresa, le pidió que las mujeres estuviesen «incluidas en todos los ministerios de la Iglesia». En esa ocasión, y en otras análogas, el Santo Padre ha respetado siempre la opinión de la gente, ha intentado entender sus ideas; pero nunca ha dejado de recordar cuál es la posición de la Iglesia, como aquella vez con respecto al sacerdocio femenino. Dijo: «Jesucristo podía haber obrado de otra forma, pero no lo hizo, y nosotros debemos ser fieles a lo que dijo e hizo Jesús». Desde el siglo I d. C. nunca ha habido una participación de la mujer en la vida de la Iglesia tan activa como la que se constata en la actualidad. Nunca había habido, como ocurre ahora, y en todo el mundo, mujeres laicas y religiosas desempeñando funciones que antes estaban reservadas a los hombres, laicos y sacerdotes. Nunca se había dado el caso de que enteros sectores eclesiásticos, como la catequesis y la caridad, estuviesen ocupados casi exclusivamente por mujeres. Y, con todo, Juan Pablo II se sintió un día en la obligación de hacer un llamamiento a la comunidad eclesiástica para eliminar cualquier forma de «discriminación» con respecto a la mujer.

Toda revolución, por pequeña o grande que sea, precisa, necesariamente, que antes se haya producido un cambio en las mentalidades y, antes aún, en los corazones, para que pueda superarse cualquier eventual resistencia a las novedades. Pero debo recordar que Juan Pablo II ha abierto espacios cada vez más amplios a las mujeres en la Iglesia, favoreciendo, por ejemplo, su participación en los Sínodos de los Obispos y en las Conferencias Internacionales (en la de Pekín, la delegación de la Santa Sede estaba compuesta por catorce mujeres, sobre un total de veintidós miembros, y al frente estaba Mary Ann Glendon, la presidenta de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales); o bien introduciéndolas en los departamentos de la curia (una monja, Enrica Rosanna, es la subsecretaría de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica); y multiplicando los encuentros con los capítulos generales de las órdenes religiosas. Por último, hay que hablar de aquellos que, con su labor de apoyo a la misión del Papa, representan probablemente la mayor novedad en la vida del catolicismo actual: los movimientos religiosos. Es más, deberíamos decir que nunca había existido —al menos no con esta multiplicidad y variedad, y, sobre todo, con esta contemporaneidad— un florecimiento semejante. Karol Wojtyla tuvo ocasión de conocer los nuevos movimientos cuando era arzobispo de Cracovia. Pero en esa época sólo pudo pensar en defenderlos, porque el régimen marxista les tenía mucho miedo y quería expulsarlos a todos. Como a Luz-Vida, fundado por el padre Franciszek Blachnicki, que estuvo en un campo de concentración nazi y en las cárceles comunistas, y murió en el exilio. Luego, siendo ya Papa, Karol Wojtyla pudo apreciarlos, guiarlos hacia la madurez religiosa e insertarlos poco a poco en la misión evangelizadora. Decía siempre que son un gran don del Espíritu. Porque, explicaba, justo cuando la comunidad católica, después del Concilio Vaticano II, estaba atravesando un periodo de crisis, el Espíritu le había donado a la Iglesia los movimientos, y con los movimientos se habían podido llenar los vacíos de espiritualidad y de iniciativa misionera. Como había ocurrido, salvando las distancias, con los monjes en la Edad Media.

Hay movimientos que nacieron durante la Segunda Guerra Mundial o inmediatamente después. Otros despertaron con el Concilio, o brotaron en el clima de renovación conciliar. Algunos tienden a relanzar la identidad católica (Comunión y Liberación), o bien a una experiencia espiritual inspirada en las primeras comunidades cristianas (los Neocatecumenales), o al diálogo interreligioso, entendido como vía privilegiada para la paz (objetivo, junto a otros, de la Comunidad de San Egidio y de los Focolarini), o han pasado de una tipología piadoso-intimista a formas de compromiso en el terreno social (Renovación del Espíritu). El Santo Padre conseguía estar al tanto de sus actividades y su desarrollo, gracias, sobre todo, a los frecuentes contactos que mantenía con muchos de sus fundadores. Los conocía bien, y entre ellos había una fuerte sintonía espiritual. Me gustaría recordar a don Luigi Giussani (fallecido pocas semanas antes que Juan Pablo II), a Chiara Lubich, Kiko Argüello y Carmen Hernández, Andrea Riccardi, Jean Vanier, y tantos otros. Dentro de esta misma óptica, el Papa apreciaba el compromiso apostólico y secular del Opus Dei. Y, naturalmente, concedía gran importancia a Acción Católica, a su arraigo en las parroquias, auspiciando que se desarrollase ulteriormente su tradicional función religiosa y formativa. En Pentecostés de 1998 se produjo el reconocimiento de estas nuevas realidades. Y Juan Pablo II, aun animando siempre a los movimientos a que superen todo tipo de competición entre ellos, toda tendencia elitista, los ha defendido siempre, salvaguardando su autonomía y su libertad de eventuales presiones curiales y episcopales. Dicho así, quizá resulta excesivo. Pero es cierto que, incluso cuando algunos obispos denunciaban situaciones conflictivas con algún movimiento, incluso cuando había correcciones que aportar, Juan Pablo II intervenía, sí, pero siempre procurando observar las cosas desde una actitud constructiva, con confianza. Apoyó a todos los movimientos —a los sanos, naturalmente, y sin menoscabar el valor de la parroquia— porque veía en ellos una gran fuerza pastoral y una gran fuente de vocaciones sacerdotales.

Jamás lo hubiera hecho de pensar que los movimientos pudiesen representar un peligro y convertirse en la antecámara de algún tipo de sectarismo o, peor, de una disgregación de la comunidad eclesiástica. Naturalmente, todavía es pronto para emitir un juicio definitivo y, por tanto, para dejar a un lado las dudas y temores que aún persisten. Pero es un hecho que, gracias a los movimientos, la Iglesia católica está cambiando, por así decirlo, su «fisonomía». Ha habido, seguramente, un gran despertar espiritual, y este despertar ha favorecido el nacimiento de nuevas formas de apostolado y, conjuntamente, de compromiso social, de forma que hoy en día se puede llevar el Evangelio a lugares a los que había sido imposible llegar, especialmente a muchos grupos juveniles. Y además, existe la esperanza —como repetía siempre Juan Pablo II— de que, si continúa el proceso de madurez de los movimientos, esto pueda favorecer la formación de cristianos adultos, de auténticos testigos de la fe en todos los ámbitos sociales, desde la familia a la cultura, la política.

25 Teresa, «hermana de Dios» Cuando en Calcuta —en febrero de 1986—, el papa Wojtyla salió del Nirmal Hriday Ashram, la Casa de los Moribundos, estaba visiblemente conmovido, turbado. Con la madre Teresa a su lado, se había detenido junto a las camas en las que yacían mujeres y hombres ya a un paso de la muerte, había dado de beber a los leprosos. Una vez fuera, como agradecimiento a todas las misioneras de la caridad por su extraordinaria prueba de amor, abrazó a Teresa estrechándola muy fuerte contra sí. La religiosa parecía todavía más pequeña, un pajarillo, entre los brazos del Papa. Alguien que estaba cerca de ellos me contó luego que el Santo Padre le había susurrado a la madre Teresa: «Si pudiese, sería Papa desde aquí». Me parecía poco delicado preguntarle si era cierto que pronunció aquella frase, así que no lo hice nunca. Pero, si lo pienso, es verosímil. Porque le había turbado profundamente ver a Cristo crucificado en la carne martirizada de aquella pobre gente. Y porque al estar junto a la madre Teresa, en la realidad concreta de su vida, de su misión, había comprendido una vez más que, en la gratuidad absoluta de darse a los demás, el ser humano puede alcanzar la felicidad más profunda. Teresa era una mujer feliz. Había algo muy profundo que unía a Teresa y a Karol Wojtyla. Aunque sus trayectorias habían sido distintas, ambos eran dos seres contemplativos que, precisamente a partir de la dimensión mística, habían arribado al compromiso caritativo, al social, al apostólico. Teresa se había sumergido en las zonas más pobres de Calcuta para dedicarse a los leprosos, a los moribundos; Karol Wojtyla había vivido en primera persona la guerra, la opresión de dos totalitarismos: los dos convergían en haber convertido su existencia en el testimonio viviente del valor de todos los seres humanos, aunque ocupasen el último escalafón de la escala social.

Y, como testigos que eran, ambos compartían el lenguaje de los gestos concretos, con frecuencia audaces y perceptibles de inmediato por el hombre actual, aunque no sea cristiano, aunque no sea creyente. Entre ellos, en definitiva, había una afinidad espiritual propia de los que aman a Dios totalmente. Y sobre esta afinidad se había edificado una fuerte amistad, una comprensión recíproca que no precisaba de largas conversaciones: se entendían al vuelo. Se conocían desde el inicio de los años setenta, pero su amistad se consolidó después de que Juan Pablo II se convirtiese en Papa. Siempre que venía a Roma, la madre Teresa me avisaba y acudía a visitar al Santo Padre. Le hablaba siempre de la expansión de las comunidades de las misioneras de la caridad, de las nuevas casas que conseguía abrir en países como Rusia, entonces todavía impenetrables para la Iglesia católica. En algunos aspectos, la madre Teresa era el reflejo de Juan Pablo II. La misión de la religiosa encarnaba el pontificado de Wojtyla en sus objetivos esenciales, como la defensa de la vida y de la familia, la tutela de los derechos humanos, especialmente de los de los más humildes, la promoción de la dignidad de la mujer. Cuando a Teresa se le concedió el Nobel de la Paz —que aceptó, dijo, «en nombre de los niños que no han llegado a nacer»—, el Papa le pidió que fuese la «embajadora» de la vida por el mundo. «Vaya y hable así por todas partes. Y hable en mi nombre allí donde yo no puedo ir». A decir verdad, la madre Teresa titubeó un poco al principio; decía que la misión que le había encomendado el Papa era superior a sus fuerzas. Pero, al poco, «le salió el genio», si se me permite la expresión, y se convirtió en un auténtico apóstol de la vida. Recorrió todo el mundo proclamando la dignidad de la persona humana y la defensa de la vida, desde la concepción hasta la muerte. Y el Santo Padre le quedó muy agradecido por cómo se comprometió con su misión y por el valor con el que la llevó a cabo. Un día —era el verano de 1982— se presentó por sorpresa en Castelgandolfo, quería la bendición de Juan Pablo II antes de partir hacia el Líbano. La conduje a presencia del Santo Padre, que en esos momentos estaba recibiendo a un grupo de jóvenes; él la invitó a que se sentara a su

lado y les contó a los chicos que la religiosa estaba a punto de ir a un país desgarrado por la guerra civil. La madre Teresa partió llevando consigo una vela con la imagen de la Virgen en lo alto. Cuando llegó a Beirut, consiguió que se declarase un «alto el fuego» durante el tiempo que la vela durase encendida, logrando así poner a salvo a unos setenta niños minusválidos, casi todos musulmanes. Cuando la madre Teresa murió, para muchos ya era santa. También para los hindúes. También para los musulmanes. En los últimos años de su vida supo lo que se decía de ella, pero nunca le dio importancia a esas historias. Tenía la convicción de que la santidad no era un «lujo» reservado a unos pocos privilegiados, sino que estaba abierta a todos, consistía simplemente en cumplir a diario la voluntad de Dios. Su desaparición fue un gran dolor para el Santo Padre. Dijo: «Nos ha dejado a todos un poco huérfanos». La definió como una verdadera «hermana de Dios», de la misma forma en que San Alberto Chmielowski había sido un «hermano de Dios Nuestro Señor». La tarde misma en que recibió la noticia de su muerte, no escondió la esperanza de que la religiosa pudiese ser pronto canonizada. De hecho, no habían pasado ni dos años desde la muerte de la madre Teresa cuando permitió la apertura del proceso de beatificación, procurando que el iter procesal se acelerase lo más posible. Lo hizo, de todas formas, sin forzar nada, porque estaba convencido de su santidad. Y porque no se podía dejar de tener en cuenta que su testimonio había sabido conquistar al mundo entero, por encima de divisiones ideológicas, culturales y religiosas. Y seguramente ha sido feliz, espiritualmente feliz, al haber podido elevar a la gloria de los altares a una mujer como Teresa, a la que él había conocido personalmente. Igual que pudo hacerlo con el padre Pío, al que había acudido siendo joven y con el que se había confesado (pero sin recibir nunca predicción alguna acerca de su futura elección como Pontífice). Y, luego, a santos muy queridos por él, casi de la familia, como el padre Maximiliano Kolbe, mártir del amor, o Faustina Kowalska, apóstol de la Divina Providencia, o que han marcado su vida, como sor Benedicta de la Cruz, es decir, Edith Stein, asesinada en Auschwitz.

Juan Pablo II se tomó en serio, si se me permite decirlo así, todo cuanto había proclamado el Concilio Vaticano II acerca de la «vocación» universal por la santidad. Durante su pontificado, se han efectuado 1345 beatificaciones y 483 canonizaciones. Pero, justo la que ha sido una de las mayores novedades del papado se ha visto, con frecuencia, criticada, rebatida. Se ha hablado de una «inflación», de una «fábrica de santos». Había sido precisamente el Concilio el que había vuelto a proponer a todos esta alta medida de la vida cristiana. Porque todos, repito, todos pueden ser santos, también en las situaciones más normales, más humildes, de la existencia. Y, además, debo recordar que Pablo VI ya había decidido que se simplificase el procedimiento para las causas de canonización. Aclarado esto, lo cierto es que durante el pontificado de Juan Pablo II —un pontificado larguísimo, no lo olvidemos— han sido proclamados muchísimos santos y beatos. Una vez, el Santo Padre contestó con una broma a quien le criticaba: «La culpa es del Espíritu Santo». En realidad, no se trataba precisamente de una broma. La proyección de la Iglesia ya es universal, el Evangelio ha llegado hasta los lugares más recónditos del planeta, ha arraigado profundamente y ha comenzado a dar frutos. Las beatificaciones, como expresión de la acción del Espíritu Santo, son, en particular, el signo más visible de la madurez espiritual alcanzada por las jóvenes Iglesias. De hecho, durante mucho tiempo, la santidad parecía ser un monopolio de las Iglesias de antigua evangelización y, al mismo tiempo, de los clérigos y los religiosos... Juan Pablo II deseaba que los pueblos de todas las naciones pudiesen venerar y rezar a sus propios santos y beatos. De todas las naciones del mundo, no sólo de las que se asoman al Mediterráneo, por ejemplo, o de las europeas. Y, de la misma forma, deseaba que la santidad estuviese abierta a todos los componentes del pueblo de Dios. Esto se ha comprobado con su incremento en el frente secular y también, si recordamos, en los matrimonios.

Beatos y santos trazan los caminos que recorre la Iglesia. Crean la historia de la Iglesia a lo largo de los siglos y constituyen su memoria espiritual. Representan, por lo tanto, un factor decisivo en la vida de la Iglesia, son el testimonio de su vitalidad, confirman que la acción evangelizadora avanza en la dirección correcta. En síntesis, si la Iglesia es capaz de educar para la santidad, ella también es santa, santa gracias a la santidad de Cristo. Esto nos lleva a recordar lo que decía la madre Teresa, es decir, que la santidad, en definitiva, consiste en cumplir todos los días la voluntad de Dios. Quizá, precisamente por esto, a Juan Pablo II le habrá entristecido —me permito, al menos, pensarlo— no haber llegado a tiempo para elevar a la gloria de los altares a dos amigos suyos que han vivido exactamente así, cumpliendo a diario la voluntad de Dios. Uno era Jan Tyranowski, el sastrecatequista que le descubrió el misticismo carmelita de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús. El otro era Jerzy Ciesielski, uno de los jóvenes que surgieron de los grupos de Srodowisko, que llegó a ser ingeniero y murió trágicamente en un naufragio en el Nilo. Jan, precisamente, solía repetirle al joven Karol una frase que le había escuchado años atrás a un sacerdote: «No es difícil ser santos». Quería decir que la santidad es una puerta abierta a todos de par en par.

26 Y cayó el Muro Y llegamos, por fin, al «increíble 1989». Juan Pablo II no se lo esperaba. Sí, es cierto, siempre había pensado que aquel «sistema», socialmente injusto y económicamente ineficaz, estaba destinado a desmoronarse tarde o temprano. Pero la Unión Soviética seguía siendo una potencia geopolítica, militar, nuclear. Por eso, al no considerarse un profeta, como él mismo decía, bromeando, el Santo Padre no se esperaba que la caída del comunismo fuese a ocurrir tan pronto. Y, sobre todo, que el movimiento de liberación pudiese ser tan rápido e incruento. Lo que más le sorprendió, de hecho, fue la forma en que se desarrolló todo. Dejando a un lado lo ocurrido en Rumania —que fue un arreglo de cuentas entre los grupos de poder comunistas—, se trató de una revolución pacífica que explotó más o menos al mismo tiempo en todas las capitales del «bloque» soviético: en Berlín Oriental, en Budapest, Varsovia, Praga, Sofía, Bucarest y, en cierta medida, también en Moscú. Parece muy improbable —en contra de la cómoda versión que entonces intentó acreditar alguno— que fuese el «nuevo» Kremlin de Mijaíl Gorbachov, con independencia de sus indudables méritos, el que pilotó aquel cambio arrollador, encauzándolo por los raíles de la no violencia, de una transición que no resultara traumática. En su origen, en cambio, estaba la presión de las masas populares, empujadas por la sed insaciable de libertad y por no tener ya esperanza alguna en quienes les habían prometido que iban a edificar el paraíso en la tierra. El Santo Padre la consideraba una de las mayores revoluciones de la historia. Es más, leyéndola dentro de la dimensión de la fe, la recibió como una intervención divina. Como una gracia. Para él, la caída del comunismo y la liberación de las naciones del yugo del totalitarismo marxista eran hechos indudablemente ligados a las revelaciones de Fátima, al haber

confiado el mundo, y Rusia en particular, a la Virgen, como Ella misma le había pedido a la Iglesia y al Papa. «Si aceptan mis peticiones, Rusia se convertirá y habrá paz; en caso contrario, esparcirá sus errores por el mundo...», estaba escrito en las primeras dos partes del «secreto». Así, el 25 de marzo de 1984, en la plaza de San Pedro, delante de la imagen de la Virgen, traída a propósito desde Fátima, y en unión espiritual con todos los obispos del mundo, Juan Pablo II cumplió el acto de consagración a María. Sin mencionar de forma explícita a Rusia, pero aludiendo claramente a las naciones que «tienen una necesidad especial». Se realizó así el deseo de la Virgen. Y, justo entonces, comenzaron a aparecer las primeras grietas en el mundo comunista. Y no es sólo mi opinión; muchos obispos de los países del Este la comparten conmigo. Basta con saber leer los signos de los tiempos. De hecho, es cierto que el ocaso del comunismo se debió al fracaso de su proyecto político e ideológico, de su sistema social y, sobre todo, de sus planes económicos. Pero también es verdad que, antes que eso —como escribió Karol Wojtyla en la encíclica Centesimus annus—, se trató de un fracaso de orden espiritual, debido a la presunción prometeica de que se podía construir un mundo nuevo y un hombre nuevo, suprimiendo a Dios en dicho mundo y en la conciencia de dicho hombre. La primera y clamorosa confirmación de este hecho llegó cuando no hacía ni un mes escaso desde la caída del Muro. Por primera vez, setenta años después de la Revolución de Octubre, se presentó en el Vaticano un presidente de Estado soviético que también era secretario del Partido Comunista. Acompañado —fácil ironía de la historia—, no de los cosacos, que llevarían a abrevar a sus caballos a las fuentes de la plaza de San Pedro, sino del peso de su derrota ideológica. Era el final de un largo y dramático conflicto entre la máxima institución religiosa del mundo y el mayor intento por imponer el «credo» ateo jamás existido a lo largo de la historia.

Más o menos, el primer encuentro entre el Papa y Gorbachov se desarrolló así, mientras se estrechaban la mano. Juan Pablo II: «Bienvenido. Me alegra mucho conocerle» (en ruso). Gorbachov: «Pero ya hemos tenido muchos contactos precedentes...» (refiriéndose a la correspondencia mantenida con el Papa). Juan Pablo II: «Sí, sí, sobre el papel. Pero tenemos que hablar» (al no encontrar las palabras exactas, se expresa en italiano y el intérprete traduce). Llegados a este punto, entraron en la biblioteca privada y se acomodaron en la mesa de despacho, sentados el uno frente al otro. Juan Pablo II: «Señor presidente, he preparado este encuentro con la oración...». La respuesta de Gorbachov, pocas semanas después, la refirió el Pontífice, hablando con los periodistas en un avión: «Mi interlocutor estaba muy contento con la plegaria del Papa. Decía que la plegaria es, ciertamente, un signo del orden, de los valores espirituales, y que tenemos gran necesidad de estos valores...». Por eso fue un encuentro histórico, uno de los grandes signos de cambio de la historia. Y Gorbachov no sólo sostuvo la importancia de la dimensión espiritual en el ser humano, de su influencia positiva en la vida civil, sino que se mostró especialmente interesado en conocer los documentos pontificios relativos a la doctrina social de la Iglesia. El presidente soviético, refiriéndose a la situación de su país, afirmó con mucha convicción que no se podía continuar como hasta ahora. Por la impresión que tuve, sin embargo, Gorbachov no tenía pensado, al menos en esa época, realizar cambios tan profundos, tan radicales, como los que luego se verificarían en la ex Unión Soviética. Más bien, su idea era propiciar esos cambios formales en cuanto a la transparencia, la libertad, que fueron característicos de la perestroika, darle al comunismo un rostro humano. Pero no pensaba en cambiar el corazón del marxismo...

Si la visita del líder soviético al Vaticano fue muy significativa, no lo fueron menos sus palabras: «Todo lo que ha ocurrido en Europa Oriental en estos últimos años no habría sido posible sin la presencia de este Papa, sin el gran papel, también político, que ha sabido desempeñar en la escena mundial». Era un reconocimiento explícito a la personalidad de Juan Pablo II. Pero también, quizá sin darse cuenta, o quizá sin quererlo admitir, era un reconocimiento a las Iglesias (no sólo la católica) que, con sus sufrimientos, su martirio, su resistencia al ateísmo de Estado, habían alimentado la esperanza de millones de hombres y mujeres de volver a ser libres. Siguiendo el itinerario recorrido ya por naciones enteras, el Papa emprendió idealmente esa misma «peregrinación hacia la libertad». Comenzó por la antigua Checoslovaquia. El país comunista, probablemente, que había permanecido más cerrado al mensaje cristiano, el más hostil a Juan Pablo II. El presidente Vaclav Havel, al acoger al Santo Padre, no pudo expresar mejor la extraordinaria elocuencia histórica de aquella visita. Un «milagro», dijo. Seis meses antes Havel, arrestado bajo la acusación de ser enemigo del Estado, estaba todavía en la cárcel. Ahora, en cambio, le estaba dando la bienvenida al primer Papa eslavo, al primer Papa que pisaba aquella tierra. Aquel «milagro», se podría decir, había comenzado en San Pedro, el 12 de noviembre del año anterior, cuando fue canonizada Inés de Bohemia. Al menos diez mil checoslovacos acudieron a Roma para la ocasión, algunos desde su patria, otros desde el extranjero. Se descubrieron a sí mismos unidos, fuertes, sin miedo alguno ya. El Papa les dijo: «Vuestra peregrinación no debe terminar hoy. Debe continuar...». Y la peregrinación continuó, continuó hasta desembocar en la Revolución de Terciopelo, en los diez días que cambiaron la historia checoslovaca. Casi una segunda Primavera de Praga. Borrado el diktat de Yalta, Europa ya no estaba dividida en dos. Había desaparecido el telón de acero. También había terminado la guerra fría. Pero, mientras tanto, empezaron a salir a la superficie los inmensos daños causados por tantos años de marxismo.

Una auténtica catástrofe antropológica, como se dijo. El hombre surgido del largo invierno del totalitarismo parecía casi incapaz de ser consciente de que al fin era libre. Y mientras en el Este perduraba la pesada «herencia» del comunismo, desde Occidente llegaba un «modelo» de vida secularizado, contaminado por el consumismo y, sobre todo, por un materialismo práctico que hacía tabula rasa de los valores del hombre y de la vida. Al regresar a Polonia, en junio de 1991, Juan Pablo II pudo sancionar por fin el paso del totalitarismo a la democracia. Pero también comprobó qué difícil es, para quien ha estado privado durante largo tiempo de la libertad, hacer buen uso de ella cuando la recupera. Por otra parte, también la Iglesia, como hizo notar su sucesor en Cracovia, el cardenal Franciszek Macharski, tenía que «aprender» a cumplir su misión sin enfrentarse diariamente con un régimen dictatorial, en una situación de libertad y de pluralismo cultural y político. Como tema de las homilías, el Santo Padre eligió el Decálogo y el mandamiento del amor. Es decir, la renovación espiritual como premisa indispensable de cualquier cambio, de cualquier compromiso social. La dimensión moral como fundamento de toda democracia. Al final, dijo confidencialmente: «No todo el mundo ha acogido bien mis discursos». Pero lo que más le dolió al Papa fue lo que ocurrió dos años después, cuando los ex comunistas vencieron en las elecciones generales. Después de haber reconquistado la libertad, la gente había votado —democráticamente — a la izquierda marxista. Y ese voto era la consecuencia no de una opción por el marxismo, sino de una actitud crítica hacia el régimen capitalista, el mercado libre. Muchas personas que no estaban preparadas para este nuevo sistema de vida habían sufrido por su causa, habían tenido que hacer frente a grandes sacrificios. La gente, sobre todo la más humilde, había empezado a decir que estaba mejor antes. En resumen, más o menos todos los países ex comunistas atravesaban por un momento difícil, inevitablemente difícil, al encontrarse en una fase de paso, de transición, de asentamiento. Pero era también una ocasión que no debía perderse. Una ocasión única para cambiar el curso de la historia, las relaciones entre las naciones, y para dar definitivamente por concluidos

los capítulos escritos por los dos totalitarismos que, uno después del otro, habían intentado ahogar la libertad y el espíritu cristiano de Europa. No podía haber una escena más simbólica que la de Juan Pablo II y el canciller Kohl, el 23 de junio de 1996, frente a la Puerta de Brandenburgo, en Berlín. Una puerta —recordó el Papa— que había sido «ocupada» por dos dictaduras alemanas, primero por la nazi y luego por la comunista, por la comunista «transformada» incluso en un muro. Pero que ahora era «testigo del hecho de que los hombres se han liberado del yugo de la opresión, haciéndolo pedazos...». El Santo Padre vivió aquel momento con gran emoción, con gran pasión. Pero también se dio cuenta, lo digo con un poco de amargura, de que mucha gente en Europa no se percató de lo importante que era que un Papa —y no porque fuese Wojtyla, ¡sino porque era un Papa!— pasase bajo aquel monumento que quería perpetuar el recuerdo de Hitler. Igual de importante que el hecho de que la beatificación de las víctimas de los campos de exterminio tuviese lugar en el estadio donde, en presencia de Hitler, se celebraron las Olimpiadas. Para Juan Pablo II pasar bajo la Puerta de Brandenburgo marcaba el final, el final definitivo, de la Segunda Guerra Mundial. Y la ceremonia en aquel estadio sellaba de forma visible el triunfo de Dios en la tremenda batalla contra el mal.

27 ¡Pero no ha vencido el capitalismo! No habían pasado ni seis meses desde la caída del Muro cuando el Papa, en México, dirigiéndose a los empresarios, comentó los cambios producidos en Europa del Este. Dijo que aunque el socialismo histórico había concluido, no por ello debía hablarse de una victoria del sistema capitalista. En el mundo seguían existiendo la misma pobreza de antes, las mismas macroscópicas desigualdades en la distribución de los recursos. Y esto era consecuencia, también, de los efectos provocados por un cierto tipo de liberalismo sin normas, indiferente ante el bien común, especialmente activo en el Tercer Mundo. Era un análisis arriesgado, pero imprescindible en aquellos momentos, todavía fluidos. Con todo, en Occidente se produjeron comentarios que definieron como «escandaloso» el discurso del Pontífice. Alguien llegó a adjudicarle a Juan Pablo II una «cierta» nostalgia del comunismo. No lo entendieron o, mucho más probablemente, no lo quisieron entender. El Santo Padre había hecho una lectura de la historia en términos teológicos y morales, no políticos o económicos. Desde su «observatorio» había podido intuir que, fracasado el marxismo, no se podía construir un nuevo orden social basándose exclusivamente en un sistema que considera al hombre como un instrumento, como un simple engranaje en la maquinaria de la producción. Por tanto, era necesario, ante todo, recuperar el protagonismo del hombre trabajador. Sólo entonces sería posible crear un modelo de desarrollo económico fundado sobre la solidaridad y la participación. Porque mientras los trabajadores no tuviesen participación en las decisiones y en la redistribución de recursos de la empresa no podría establecerse una auténtica paz social ni un auténtico progreso nacional.

El hecho es que a Juan Pablo II, durante los primeros diez años de su pontificado, se le había considerado un anticomunista visceral, mientras que ahora se le presentaba como un anticapitalista, es más, un filocomunista. Y esto podría explicar por qué se ha mantenido durante tanto tiempo una interpretación demagógica, errónea, de sus enseñanzas sociales y, ya en términos más generales, de su humanismo. Gracias a su experiencia polaca y a sus reflexiones filosóficas, Karol Wojtyla había llevado al magisterio pontificio una concepción del hombre y de la historia que no era deudora de ningún sistema cultural o político. Había reconocido los aspectos positivos tanto del marxismo como del capitalismo; pero también había denunciado sus graves carencias, precisamente porque en ambos sistemas, con independencia del hecho de que los medios de producción fuesen colectivos o de propiedad privada, no se tenía en cuenta el protagonismo del hombre en los procesos económicos y políticos. En resumen, Karol Wojtyla no era un hombre que perteneciera a esta o aquella facción. Es decir, hablando con total franqueza, no era un hombre de Moscú, pero tampoco de Washington. Era un hombre de Dios. Siempre abierto a todos. Un hombre libre. Y no se dejó condicionar jamás por las tendencias políticas. Es necesario partir de aquí para comprender el sentido profundo del que ha sido el perfil «político» de su pontificado. «Político», entendámonos, por la forma en que Juan Pablo II ha interpretado y modernizado la doctrina social de la Iglesia, recurriendo a las categorías morales para describir los fenómenos socioeconómicos. De esta forma, como hizo, sobre todo, en la encíclica Centesimus annus, el Santo Padre consiguió delinear un proyecto de sociedad en la que fuera posible conjugar justicia y solidaridad, derechos y deberes de las personas, ética y compromiso social y político. Todo esto, sin embargo, sin entrar nunca en las decisiones técnicas, en «cómo» actuar, «de qué forma». Porque, de no ser así, la Iglesia se saldría de su campo específico, la misión pastoral y la reflexión crítica sobre la

«conformidad» de los procesos sociales con el camino trazado por el Creador. No fue casual que, una vez, el papa Wojtyla dijese que la Iglesia no puede dejarse arrebatar, por ninguna ideología o corriente política, la «bandera de la justicia», que es una de las primeras exigencias subrayadas por el Evangelio y el núcleo central de su doctrina social. El discurso sobre la justicia abre, consecuentemente, el discurso sobre los derechos. Derechos de todo hombre, cuya dignidad, cuya libertad, deben ser tuteladas y defendidas. Y derechos de todos los pueblos, cuya soberanía e independencia, en cuanto naciones, deben ser respetadas, aunque siempre dentro del circuito de la solidaridad con los otros pueblos que forman la comunidad internacional. Aquí, Juan Pablo II ha hecho suyos —considerándolos un ideal «naturalmente cristiano»— los principios humanitarios que, durante mucho tiempo, fueron propiedad exclusiva de la Ilustración, de la Revolución Francesa. Así, reconvertidos en parte integrante de las enseñanzas cristianas, los derechos humanos han reencontrado ese fundamento unitario, ético, que comporta y asegura su indivisibilidad y universalidad. Así pues, nada de intentar reestablecer las distancias en el mundo, sino, al contrario, de servir al hombre, de apoyar sus derechos fundamentales, empezando por el derecho a la vida. A propósito de esto, no podemos dejar de mencionar uno de los aspectos menos comprendidos, quizá, pero sin duda más debatidos, más criticados, del pontificado de Juan Pablo II. Me refiero a la concepción de la Iglesia como «fuerza social». O sea, que la Iglesia, obrando en la sociedad, al servicio del bien común, puede ser un gran elemento de renovación social. Y esto sólo como consecuencia de su misión, de su encarnación del Evangelio. Como testimonio del mensaje de Cristo, y no para reconquistar la sociedad, para someterla, haciendo saltar las distinciones, ya consolidadas para siempre, entre el papel de la Iglesia y el del Estado. Me gustaría recordar cómo, más o menos todos los sistemas, no sólo los totalitarios, han intentado siempre marginar la religión, recluirla en las sacristías, o instrumentalizarla con fines políticos. Me gustaría recordar

también cómo durante mucho tiempo, y no sólo en el denominado imperio soviético, los foros públicos pertenecían sólo a la izquierda, mejor dicho, al comunismo. Y palabras que se habían escuchado de labios de Jesús, palabras cristianas, como «paz», se habían convertido en propiedad exclusiva de ciertos movimientos, de ciertos partidos. Juan Pablo II se ha opuesto a todo esto. ¡Ha dicho «no»! Y ha salido a las calles, a las plazas, para no dejar estos «espacios» en manos de otros. La Iglesia está allí donde esté el hombre. Intenta acompañar el camino del hombre y de la sociedad, pero siempre situándose en el plano moral. ¡Nunca debe hacer política directa! En cambio, es un deber plenamente legítimo de la Iglesia emitir juicios morales, también en el terreno social y político. Pero luego son los creyentes laicos los que deben comprometerse en la vida pública y, en concreto, en la vida política. Esto me trae a la memoria un gran discurso de Juan Pablo II que — desgraciadamente— nunca se ha tenido en cuenta lo suficiente. Se trata del discurso que pronunció en octubre de 1988 en el Parlamento Europeo, en Estrasburgo. Cuando liquidó para siempre toda tentación de regreso al viejo integrismo religioso. Y admitió que la frontera entre lo que es de Dios y lo que es del césar se había cruzado con demasiada frecuencia, también por parte cristiana. Pero hay un pasaje, sobre todo, que merece la pena citar. Porque ayudará a comprender mejor el concepto de laicismo que tenía Wojtyla y, por tanto, la distinción que según él debía establecerse entre ámbito temporal y ámbito espiritual. Así como ayudará a comprender la forma en que este Papa, superando el antiguo modelo de Iglesia marcado por la intransigencia, ha diseñado otro, capaz de afrontar y, por lo tanto, de aceptar, los desafíos de la modernidad y de una sociedad plural. «La cristiandad latina medieval —por no hacer otras menciones— que, por otro lado, ha elaborado teóricamente, retomando la gran tradición de Aristóteles, la concepción natural del Estado, no ha huido nunca de la tentación integrista de excluir de la comunidad temporal a aquellos que no profesaban la fe verdadera. El integrismo religioso, que no hace distinción entre la esfera de la fe y la de la vida civil, practicado aún hoy en otra

realidad, es incompatible con el espíritu intrínsecamente propio de Europa, tal y como lo ha caracterizado el mensaje cristiano».

28 En el sur del mundo El encuentro entre Juan Pablo II y los países del Tercer Mundo fue natural, espontáneo. Vieron en él a un portavoz autorizado a escala mundial. A un «aliado», como se definía a sí mismo. Pero fue un encuentro espontáneo también por la gran cercanía existente —en materia de religiosidad popular, de pobreza, de falta de libertad— entre aquel Papa llegado de un país dominado por un régimen autoritario y las poblaciones que vivían bajo la opresión de los dictadores locales y de las grandes potencias que los protegían. El Santo Padre comprobó la existencia de este lazo —histórico y, al mismo tiempo, personal— cuando en junio de 1992 viajó a Angola, entonces bajo una dictadura de sello marxista. Al final, en el discurso a los obispos, el Papa estableció un paralelismo entre el Pentecostés celebrado aquel domingo, allí, en el país africano, y el Pentecostés celebrado en Gniezno, durante su primer regreso a una Polonia todavía comunista. «Es el mismo proceso», hizo notar. «Los lugares son geográficamente distintos, pero el sistema es el mismo, un sistema que programa el ateísmo ideológico. Del otro lado está la Iglesia, que no programa, sino que sigue la palabra de Dios, sigue las promesas de Jesucristo». Ya hacía tiempo, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, que el catolicismo había empezado a dejar de lado su «vestimenta» demasiado europea, occidental. La misma curia romana, desde la época de Pío XII, había empezado a asumir una dimensión cada vez más universal. Y Juan Pablo II acentuó este proceso. Fue él quien, por primera vez, puso a un representante del África subsahariana, el cardenal Bernardin Gantin, a la cabeza de una de las congregaciones más importantes, la que se encarga de la creación de las diócesis y de la elección de los obispos... El Santo Padre quería que la curia fuese, en todo y para todo, la expresión auténtica y transparente de la universalidad del catolicismo. Sabía

que había italianos muy preparados, de gran peso, y que Italia tenía muchos méritos por su constante fidelidad a Cristo y al papado. Pero era su deseo que la Santa Sede fuese realmente la «sede» de toda la Iglesia, no de un único país. Por eso, hizo venir al Vaticano a personas de prestigio procedentes de todos los continentes, para que colaborasen con él en el gobierno central y, al mismo tiempo, representasen a sus Iglesias en el centro del catolicismo. Una manifestación verdadera, visible, por tanto, de colegialismo episcopal. Pienso ahora, entre tantos que debería recordar, en el cardenal Francis Arinze, nigeriano, o en el cardenal Roger Etchegaray, francés, al que el Papa encomendó —en calidad de su «enviado para la paz»— tantas misiones difíciles en países en guerra o que acababan de salir de un conflicto desgarrador, como Líbano, Bosnia, Irak, Sudán. Fue la encíclica Redemptoris missio (1991) la que desplazó decisivamente el centro de gravedad de la Iglesia hacia horizontes mundiales. Y, con sus viajes, el papa Wojtyla «acompañó» este desplazamiento de la acción evangelizadora a lo largo del eje norte-sur. Pudo así conocer la trágica realidad del Tercer Mundo. Y comprobar personalmente la explotación de la que eran objeto aquellos países por parte de las naciones ricas y la situación de miseria, de subdesarrollo social, económico y cultural que se derivaba de ello. Resultaría banal, ocioso, decir que Juan Pablo II nunca se ha identificado con los poderosos, con los ricos. Su corazón, su alma, su preocupación como hombre de Dios, se han dirigido siempre hacia los más débiles, los más marginados. Durante su primer viaje a África, en mayo de 1980, quiso visitar las regiones más pobres, las del Sahel, devastadas por el avance del desierto. La etapa de Alto Volta (hoy, Burkina Faso) duró sólo unas pocas horas, pero fueron suficientes para que el Papa viese con sus propios ojos la tragedia de un «país de la sed». Uagadugú, la capital, estaba cubierta por un manto de arena roja, los grifos secos, las carcasas de los animales por las calles, y por todas partes se veían signos de una pobreza espantosa.

El Santo Padre se sintió tan impresionado que, nada más llegar, les pidió a algunos «expertos» africanos (los cardenales Gantin, Thiandoum y Zoungrana, el arzobispo Sangaré) que lo ayudaran. Se sentaron alrededor de una mesa y de allí, con la colaboración de todos, salió el famoso «llamamiento» que el Papa leyó poco después: «Yo, Juan Pablo II, obispo de Roma y sucesor de Pedro, soy ahora la voz de los que no tienen voz: la voz de los inocentes muertos porque carecían de agua y de pan; la voz de los padres y las madres que han visto morir a sus hijos sin entender...». Gracias a estos viajes y a su presencia, el Papa pudo apoyar y reivindicar públicamente los derechos de esos pueblos a una mayor justicia, a la libertad... Cuando visitó Centroamérica, en 1983, fue también a Haití, entonces dominada por la poderosa familia Duvalier. Al leer el discurso, en el que se repetía el eslogan del Congreso Eucarístico local, «Es necesario que algo cambie aquí», el Santo Padre se dio cuenta del efecto que esas palabras estaban causando entre la multitud, inmensa, entusiasta. Y, así, cada vez que pronunciaba el eslogan lo hacía con mayor fuerza. Más tarde, en Puerto Príncipe, se produjo una auténtica manifestación popular. Jean-Claude Duvalier, preocupadísimo, le pidió al Papa que moderase el tono en el discurso de despedida. Pero el Papa contestó que, en conciencia, no podía hacerlo. «Porque aquí...», dijo, «¡algo tiene realmente que cambiar! Aquí la gente sufre. ¡No se puede seguir así!». Fue entonces, según confirman los expertos en política, cuando se inició la marcha de Haití hacia la democracia. El encuentro con el Tercer Mundo contribuyó no poco a la reflexión que hicieron tanto el Papa como la Iglesia sobre las dimensiones mundiales que había cobrado ya la «cuestión social». Y, por lo tanto, sobre la exigencia de establecer nuevos principios para regular las relaciones entre los pueblos en un mundo cada vez más globalizado, cada vez más interdependiente, pero, precisamente por esto, cada vez expuesto al riesgo de universalizar también la pobreza, las injusticias. Todo esto confluyó en la encíclica Sollicitudo rei socialis, en la que se denunció el fracaso de los diversos programas de desarrollo para el Tercer

Mundo, y la creciente fractura entre un Norte cada día más rico y un Sur cada día más pobre. Y, desde allí, el Papa volvió a lanzar la propuesta de que la cooperación entre los pueblos se condujese de acuerdo con una auténtica y recíproca solidaridad. Condenando no sólo las ideologías y los diversos imperialismos, sino también las recientes y sofisticadas formas de neocolonialismo que, bajo la apariencia de una cierta liberalidad, continuaban condicionando las elecciones de los individuos y los pueblos. Así, por primera vez en un documento pontificio, se habló de verdaderas y auténticas «estructuras pecaminosas». No se puede hablar de ningún país en concreto, pero, sin duda, al Santo Padre le preocupaba de forma especial América Latina. Para él, era el continente de la esperanza: esperanza para la Iglesia, pero también para la humanidad. Y, en cambio, fue en América Latina donde comprobó que las «estructuras» no sólo eran enemigas de la dignidad del hombre, sino que producían cada vez mayor pobreza. Había fenómenos y situaciones que lo angustiaban: lo extendido que estaba el analfabetismo, la miseria de las favelas, el alto índice de desempleo, tantas familias desestructuradas, y, por encima de todo, que se buscase remedio a esta situación refugiándose en las sectas fundamentalistas y en sus promesas ilusorias. La apuesta por los pobres fue el elemento inamovible de su misión apostólica. Y, por esto, no condenó jamás los movimientos de liberación, de auténtica liberación. Condenó, en cambio, los movimientos que conducían a una nueva esclavitud, es decir, el marxismo, porque manipulaban a las masas para alcanzar el poder. Intentaba entender los problemas para demostrar que él, el Papa, amaba a la gente que sufre. Y que si la Iglesia no puede resolver los problemas, sí puede, en cambio, ofrecer una esperanza, algo de gran ayuda en las situaciones difíciles. La Sollicitudo rei socialis tuvo el mérito de acabar no sólo con la identificación (más reciente, y, pese a ello, más peligrosa) del cristianismo con el capitalismo, sino también con la del cristianismo con la civilización occidental (más antigua y más arraigada). Y esto fue muy importante, sobre todo, para replantear la misión en Oriente. O, como decía el papa Wojtyla,

para lograr que el tercer milenio fuese el milenio de la evangelización en el continente asiático. En Asia vive el 85 por ciento de los no cristianos. Está el «gigante chino», todavía impenetrable. Están las religiones tradicionales. Está más de una treintena de países musulmanes en los que la acción evangelizadora se ve limitada con mayor o menor dureza. Y, sin embargo, a pesar de los errores del pasado, todo parece indicar que existe espacio para una religión como la cristiana, que une la contemplación divina con la atención al hombre y sus problemas. Que no se entendiese su relación con China, con el pueblo chino, fue uno de los mayores dolores que sufrió Juan Pablo II, puedo afirmarlo. Él amaba al pueblo chino. En el interior de su corazón se sentía profundamente amigo, un verdadero amigo, de este pueblo. Comenzó, incluso, a estudiar algo de su lengua, y no con vistas a un viaje que ya había dado por irrealizable, sino para que los mensajes de felicitación que dirigía, a través de la radio, en Navidades y Pascua les llegaran directamente a los fieles, a los fidelísimos católicos, y fueran para ellos una señal de que el Papa los amaba y estaba a su lado, al igual que junto a todo el pueblo chino. El Santo Padre siempre había intentado mantener buenas relaciones con China. Respetaba el «orgullo» de ese país por el hecho de ser chino y quería ayudar a que ocupara el lugar que le correspondía en la comunidad internacional. Esta era también la actitud de la Iglesia católica, la contribución que, como entidad religiosa y espiritual, hubiese podido aportar en campos comunes, como la promoción del ser humano y la paz en el mundo. No se trataba, por tanto, de una interferencia en los asuntos internos de China, no, en absoluto. Al contrario, era un punto de apoyo para que el pueblo chino asumiese el gran papel que le corresponde en la familia de las naciones. Esto era lo que quería Juan Pablo II. Este, puedo asegurarlo, era su espíritu. Pero, y por eso sufrió tantísimo, no fue entendido. Sólo queda esperar que China encuentre ahora la forma de responder a sus deseos...

29 Cambia el «adversario» «Creo que la religiosidad comienza por un acto de humildad: el de no considerarse a sí mismo el Creador». Como el gran cineasta que es, capaz de retratar tanto la realidad de la vida como sus distorsiones, Win Wenders describía así la «carcoma» que ha anidado en el corazón del hombre contemporáneo: la tentación o, cuando menos, la ilusión, de que puede decidir por sí solo cuál es el bien y cuál es el mal, prescindiendo de Dios y de su verdad. Es una descripción exacta de cómo la sociedad occidental, la que está más unida a la ideología liberal, se ha ido secularizando, ha entrado en un proceso de laicismo cuya consecuencia es la pérdida de su impronta cristiana. Desaparecido el Gran Enemigo de antaño, representado por el marxismo, por el ateísmo erigido como sistema, ante la Iglesia católica (pero también ante cualquier otra institución religiosa) se perfila ahora otra amenaza, más insidiosa, si cabe, que es la del materialismo práctico, cotidiano, por el que cada vez hay más gente que, como decía Juan Pablo II, «vive como si Dios no existiese». Éste fue el gran desafío al que el Santo Padre, una vez finalizada la lucha contra el comunismo, tuvo que hacer frente. La indiferencia, cada vez más palpable, hacia la religión, derivada de una pérdida del sentido de la trascendencia. Y, paralelamente, la progresiva consideración de la fe como algo subjetivo. A todo esto debía añadirse la contaminación producida por la oleada de consumismo que, desde Occidente, estaba cayendo sobre los países de Europa centro-oriental. Con la encíclica Veritatis splendor, el papa Wojtyla intentó sacar a la luz la peligrosidad que se encierra en una cierta cultura dominante, caracterizada por el fuerte relativismo ético. Y que, orientada como está a poner entre paréntesis los imperativos de la ley moral, amenaza con socavar las bases de la sociedad democrática. Con posibles e importantes

recaídas en otros campos, como el de la biociencia, en el que la investigación tiende con frecuencia a sobrepasar los límites que impiden que sea violado el sagrado principio de la vida humana. Al aparecer el documento pontificio, se produjeron reacciones furibundas, críticas feroces, interminables polémicas. Alguien insinuó que se había regresado a los tiempos del Sílabo... En algunos momentos parecía como si el Papa se hubiese quedado solo a la hora de defender los principios morales. Pero él sabía de sobra que una cosa son los juicios de los medios y otra el juicio de la gente, incluida la no católica. En esto radicaba el «genio» de Karol Wojtyla, en no dejarse condicionar por la prensa. En no dejar espacio al pesimismo. Siempre decía: «En la Iglesia está Cristo». Después de la tormenta, llega la calma. Después del invierno, siempre llega la primavera. Otra batalla, todavía más dura, más extenuante, fue la que condujo en defensa de la vida, desde que se inicia hasta su ocaso natural. También aquí tuvo que intervenir el magisterio, con la encíclica Evangelium vitae. Y también esta vez la voz del Papa pareció ser la única que clamaba en el desierto del egoísmo, del conformismo. El último baluarte de la oposición a la «civilización de la muerte» que continuaba otorgando legitimidad legal al aborto, sobre todo después de que muchos Parlamentos consideraran que podían arrogarse el derecho de establecer cuáles son las fronteras entre la vida y la muerte. Era la época en la que «mangoneaba» el aborto. Hasta tal punto que su práctica llegó a presentarse como un derecho vigente. En el anteproyecto de la Conferencia de El Cairo sobre población y desarrollo se auspiciaba una política demográfica en la que el aborto fuese un método generalizado para controlar la natalidad. ¡Y esto lo decía un organismo de la ONU! Sí, es cierto, al principio Juan Pablo II parecía estar solo en esta lucha. Sin embargo, con el tiempo, empezó a aumentar en todo el mundo el número de personas —laicas, en su mayoría— entregadas a esta misión en defensa de la vida. No dejaron de formarse nuevos movimientos en pro de la vida. Fundado en Roma el Instituto de la Familia, pronto surgieron muchos otros en diversos países. Un gran bien, porque mientras tanto se estaba gestando otro conflicto, esta vez en el frente de la familia.

En Occidente, ya desde hacía tiempo, se respiraba un clima cultural y social marcado profundamente por el individualismo que no presagiaba nada bueno. En 1994, justo durante el Año de la Familia, se desencadenó un auténtico ataque contra la institución familiar, poniendo en tela de juicio su naturaleza, su estabilidad, su función como célula básica de la sociedad, hasta el punto de que llegó a refutarse el sentido mismo del amor entre los esposos. Y, de nuevo, era la ONU la que abría el camino a estos ataques, siempre con el famoso documento de la Conferencia de El Cairo. «La familia se encuentra en el ojo del huracán del gran combate entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto al amor se opone»: así escribía el papa Wojtyla en la Carta a las familias. Otra carta, de tono todavía más fuerte, se la envió a los jefes de Estado del mundo entero y al secretario general de la ONU. Una estrategia, en definitiva, de amplias miras, vigorosa, apasionada. Pero no una cruzada. No se trataba de una simple defensa, sino de volver a proponer, a la luz del designio divino, un modelo de familia válido para la época actual. Recuerdo un domingo en una parroquia romana. El Santo Padre dejó inesperadamente a un lado el discurso que tenía preparado para desahogar, según parecía, cuanto llevaba en el corazón: «¡Tenemos que ser intrépidos e intransigentes!». Intentó mitigar un poco el tono, llamando la atención sobre el hecho de que el Papa, por su propia naturaleza, es un «hombre dulce», según sus palabras exactas. Pero no logró contenerse: «¡Cuando se trata de principios, es necesario mantener una postura rigurosa!». Para él la familia era un punto de fundamental importancia. Estaba convencido de que de la familia dependía el futuro de la Iglesia, de la sociedad, de los pueblos. Y sufría al ver cómo, en los documentos de los organismos internacionales, el término «familia» tendía a desaparecer poco a poco, era sustituido por otras palabras, muy ambiguas, muy genéricas. Además, a partir del tema del aborto, se asistió a una progresiva ampliación del debate sobre nuevos puntos «calientes», como las parejas de hecho, la eutanasia, la homosexualidad y todas las «conquistas» de la ciencia médica. Estaba también la «cuestión antropológica», que pretendía conducir a una nueva y radical definición de los puntos de referencia éticos e, incluso, de la misma realidad-hombre...

¡Pero no se puede cambiar la naturaleza del hombre y de la mujer! Una cosa es replantearse ciertas ideas rígidas, todavía existentes, sobre las diferencias físicas y biológicas entre ambos sexos, y otra trastocar aquel «macho y hembra los creó» [7]. ¡Si no se respetan las leyes de la naturaleza se pone en peligro el futuro del género humano! ¡El «daño» que se haga hoy se pagará trágicamente mañana! Éste es el punto por el que Juan Pablo II se ha enfrentado al mundo actual, o al menos a una parcela del mismo. ¿Qué debería haber hecho el Papa? ¿Aceptar la debilidad humana? Él se ha limitado a mostrar el camino justo, el que se corresponde con la obra del Creador. En resumen, como siempre, ha intentado seguir al Señor. Era el Pastor que conducía a su rebaño. ¡Pero no le han entendido! ¡O no han querido entenderle! En todo esto se podía ver claramente el regreso de una cultura neoilustrada, neorracionalista, con sus consiguientes derivaciones sobre el plano político. ¿No ha venido precisamente de allí que se rechazara, en contra del parecer del Papa, incluir en la nueva Constitución Europea una llamada explícita a las raíces cristianas del continente? Se ha escrito que el Papa sufrió mucho por ese «no». ¡Pero no se trataba de una postura del Papa, se trataba de los cimientos de Europa! El Santo Padre estaba muy dolorido, pero porque veía cómo el mundo europeo no era capaz de reconocer algo que hoy, en cambio, sería decisivo para Europa, es decir, recuperar los valores sobre los que ha sido construida y que la han hecho grande en el mundo. En todos los años de su pontificado, Juan Pablo II nunca fue objeto, quizá, de tantos ataques, de tantas críticas, y hasta insultos, como durante aquella larga y durísima batalla en el frente moral. Y él no se retiró jamás. Ha defendido la vida, reafirmando la verdad divina, pero en nombre, también, de la verdad del hombre y de la libertad de conciencia. Se ha enfrentado a la cultura del relativismo, pero, al mismo tiempo, con la encíclica Fides et ratio, ha abierto el diálogo con la razón y, en cierto modo, con la modernidad, como nunca antes se había hecho en la historia de la Iglesia.

Por lo tanto, en contra de la interpretación de algunos, no ha sido en absoluto una batalla desde la retaguardia, una batalla librada bajo el signo de la intransigencia, la cerrazón. El humanismo que ha propuesto Juan Pablo II pretendía ayudar al hombre actual a reencontrar el sentido auténticamente moral de su propia historia, de su propio destino.

30 El espíritu de Asís La historia había «acabado», escribió un erudito de gran reputación. Quería decir que después de 1989 la situación internacional se había estabilizado lo suficiente como para no tener que temer que ocurriera nuevamente nada trágico, terrorífico. Se trataba sólo de una hipótesis, por supuesto. Pero, detrás de ésta, latía la convicción de que la humanidad había aprendido la «lección» después de dos guerras mundiales, después de Hiroshima y después de haber vivido bajo la amenaza de un holocausto nuclear. Así, cuando en 1991 estalló la primera Guerra del Golfo, muchos la interpretaron como un mero «incidente» en el camino. También porque, aunque emanase un fortísimo «olor» a petrodólares, podía considerarse, bajo ciertos aspectos, una guerra legítima. Al fin y al cabo —se argumentaba—, un pequeño país (Kuwait) había sido invadido y ocupado militarmente por su poderoso y prepotente vecino (Irak): era preciso poner remedio a aquel vulnus. Desde el mes de agosto, desde que explotó la crisis del Golfo, Juan Pablo II intentó, por todos los medios, impedir el conflicto. Sostenía que la guerra ya no podía ser un instrumento, ni justo ni eficaz, para arreglar los problemas entre los Estados. Y en Vietnam, Líbano, Afganistán, no sólo no había resuelto los problemas, sino que, con el devastador armamento actual, los había agigantado. Y, además, en este caso concreto, se corría el riesgo de perseguir una «falsa» justicia. Se pretendía reparar una violación del derecho internacional, pero, al mismo tiempo, se traicionaba este mismo derecho al no haber agotado todas las vías diplomáticas de diálogo, de mediación y de negociación. El 16 de enero, en la audiencia general, el Santo Padre había implorado junto a millares de fieles: «Nunca más la guerra, aventura sin retorno...».

Pero la «máquina» bélica no podía detenerse. Había demasiados intereses en juego. El presidente de Estados Unidos no advirtió al Pontífice. Fue un periodista el que llamó por teléfono, durante la noche, a monseñor Jean-Louis Tauran (hoy cardenal y entonces «ministro de Asuntos Exteriores» del Vaticano) para notificarle que estaban bombardeando Bagdad. Y pensar que la tarde anterior, a las siete, monseñor Tauran había recibido al embajador americano y que éste no le había comentado nada... Pero quizá el diplomático no lo sabía. O quizá a la Administración americana no le agradaba aquel Papa que hablaba «demasiado» de paz... Es cierto: había gente a la que le extrañaba que Juan Pablo II, en esos momentos, hablase tan insistentemente de paz. Había quien lo consideraba un «neutral», alguien que «no tomaba partido»; hubo, incluso, quien lo consideró un filoárabe, un pro tercermundista. Y hubo también quien, desde el otro lado, intentó «enrolarlo» en las filas de los pacifistas para encasquetarle una etiqueta ideológica, política. Lo que era, si se me permite decirlo, una auténtica ofensa para un hombre fundamentalmente dulce, pacífico, un «no violento», como se diría hoy; un polaco que había sufrido en su propia carne dos totalitarismos; y, con más razón todavía, un Papa, un testigo del Dios de la paz y el portavoz del ansia de paz de la humanidad entera. La mañana del 17 de enero, tras conocer lo ocurrido, celebró en su capilla la misa por la paz. Estaba apenado, profundamente apenado. No conseguía entender cómo no se había encontrado la forma de detener el conflicto. «He hecho lo humanamente posible», dijo en la audiencia general. Pero no se quedó ahí en las recriminaciones por todo lo que no se había llevado a cabo. Convocó enseguida a sus colaboradores de la Secretaría de Estado para decidir qué hacer en el campo humanitario, diplomático. Y de allí surgió una primera gran iniciativa: convocar en Roma a los representantes de los episcopados de los países involucrados, directa o indirectamente, en la Guerra del Golfo. El Santo Padre no se había equivocado. Ni al juzgar que aquel conflicto era inútil, un error desde el principio que, además, iba a tener consecuencias

trágicas para la población civil, ni al prever que iba a acarrear nuevas y graves complicaciones en el área de Oriente Próximo. Pero si la Guerra del Golfo pareció algo lejano, periférico, sin ninguna influencia sobre el clima de estabilidad general, el encarnizado conflicto que explotó casi al mismo tiempo en la ex Yugoslavia, que se prolongaría durante años, borró toda ilusión de que el mundo había tomado el camino de la tranquilidad. Y, sobre todo, conmocionó a los europeos, traumatizados al oír de nuevo sobre su tierra el retumbar de los cañones. En esa época hubo quien se consideró capaz de insinuar que el «no» rotundo a la guerra, pronunciado por el Santo Padre con respecto a la del Golfo, se contradecía con el derecho de «intervención humanitaria» que reclamó para Bosnia, desgarrada por una lucha feroz entre etnias. Pero existía una diferencia radical entre ambas situaciones. Una cosa es una guerra entre dos Estados. Otra, en el caso de que haya un pueblo cuya supervivencia está en peligro, una intervención destinada a «desarmar» al agresor y decidida por las autoridades u organismos internacionales, como la ONU o la Comunidad Europea. Cuando terminó la carnicería en los Balcanes, sólo entonces, se entendió plenamente lo que estaba escrito en la encíclica Centesimus annus, es decir, que una guerra puede acabar sin vencedores ni vencidos, en un «suicidio de la humanidad». Tras la caída del Muro, habría sido necesario crear un nuevo orden internacional. Habría sido necesario que las Naciones Unidas apagasen los diversos fuegos que seguían poniendo en peligro una paz ya de por sí muy frágil. En cambio, no se hizo nada. Y, al saltar por los aires la «tapa» del totalitarismo soviético, se produjo una avalancha explosiva de nacionalismos, de conflictos raciales, de violencia, e incluso —como, de hecho, ocurrió también en la ex Yugoslavia—, de luchas bajo el signo del odio religioso. Por eso fue providencial que Juan Pablo II intuyese con tanta anticipación que iba a producirse una nueva sacudida en el escenario mundial. Y que, para poner los cimientos sobre los que construir el edificio de una paz auténtica, iba a ser necesario comenzar por una de las pilastras basilares, o sea, la religión, para que volviese a cumplir una función

determinante en la promoción de una cultura de la paz y en el desarrollo de una auténtica solidaridad entre los pueblos. Así pues, esta «vía religiosa» hacia la paz venía de lejos. Se habían producido los contactos que el Santo Padre —gracias a sus viajes, desde Casablanca hasta la India— había mantenido con otras Iglesias cristianas y otras religiones. Convenciéndose cada vez más de que la dimensión religiosa, relegada entonces a los márgenes de la sociedad, podría volver a desempeñar un papel importante, a medida que fueran saliendo a la luz los males provocados por el ateísmo, el materialismo. Al mismo tiempo, el Papa había comprobado que el compromiso con la paz parecía monopolio de ciertos movimientos, de ciertas fuerzas políticas, con el resultado de que estaba sujeto a unas determinadas ideologías y, por tanto, era un elemento de división, de enfrentamientos. Justo en el momento en que la paz se veía amenazada, las relaciones internacionales eran tensas, se corría el riesgo de una guerra sideral. Y, además, estaba el recuerdo de aquella vieja propuesta de Dietrich Bonhöffer: una asamblea mundial de las Iglesias cristianas para proclamar «la paz de Cristo en un mundo enloquecido que tiende a la autodestrucción». Y la propuesta de un heroico pastor luterano, al que Hitler ordenó asesinar, había sido retomada y relanzada, cincuenta años después, por el físico y filósofo alemán Carl Friedrich von Weizsäcker en su libro El tiempo apremia, del que le había hablado al Papa. Había como un hilo ideal que unía proféticamente a hombres y situaciones muy alejados entre sí. Juan Pablo II había sopesado en profundidad todos los aspectos de la cuestión, encontrando una gran ayuda en el Colegio Pontificio Iustitia et Pax, entonces presidido por el cardenal Etchegaray. Y un día, al fin, floreció aquella idea maravillosa. «¡Una plegaria de todas las religiones por la paz, eso es lo que hace falta!», me dijo el Santo Padre. Fue él el que eligió la ciudad natal de San Francisco como lugar idóneo para invitar a todo el universo religioso a que realizara esa peregrinación por las sendas de la paz. Un hecho sin precedentes.

Así, el 27 de octubre de 1986, se celebró en Asís la Jornada Mundial de Oración por la Paz. Por primera vez, representantes de todas las religiones, o sea, más de cuatro millares de millones de hombres y mujeres, se reunieron para rezar en un mismo lugar, al mismo tiempo, y pedirle al Altísimo el don de la paz. El Papa tenía a su derecha al arzobispo Metodios, del Patriarcado ecuménico, al arzobispo de Canterbury, Runcie, y a otros jefes de las Iglesias ortodoxas y protestantes; a su izquierda estaban el Dalai Lama y las restantes personalidades no cristianas. Durante toda la jornada, para consagrar ese momento histórico, en los teatros de guerra de todo el mundo no se registró una sola víctima. Después de siglos de divisiones, de conflictos, de incomprensiones, el encuentro de Asís —mejor dicho, el «acontecimiento» de Asís— marcó un antes y un después en la historia de las relaciones entre religiones. En aquella plegaria, y en el lenguaje universal que ésta contenía, las distintas religiones —siempre dentro del respeto a la identidad de cada experiencia espiritual— reencontraron su naturaleza, su inspiración original; y, precisamente por esto, descubrieron que existía entre ellas una auténtica comunión fraterna. Asís fue, probablemente, la iniciativa más audaz, más valiente, más novedosa y constructiva que tomó Juan Pablo II. Pero entonces, por paradójico que ahora pueda parecernos, fue también la iniciativa más discutida, la que levantó más hostilidades. Y algunas críticas partieron seguramente del interior mismo de la curia romana, como demuestra el hecho de que más tarde, en 1987, hablando con Andrea Riccardi, fundador y responsable de la Comunidad de San Egidio, el Papa comentó, bromeando: «Sigamos adelante, continuemos, aunque por poco me excomulgan...». Sí, es cierto, algunas voces se alzaron en contra, pero, en resumidas cuentas, dada la novedad de la iniciativa, la oposición fue bastante limitada. Las acusaciones más duras fueron las de Lefebvre. Y, sí, hubo críticas también dentro de la Iglesia, también dentro de la curia, pero, en general, provenían de personas mayores, temerosas de que Asís abriese de par en par las puertas al sincretismo, a que todas las religiones se volvieran iguales, una especie de melting pot espiritual. Pero no era así, no era así en absoluto.

El Santo Padre lo explicó repetidas veces, antes y después: estábamos allí juntos para rezar, pero no para rezar juntos. Aquella tarde, en Asís, se sentía feliz. Recuerdo que me dijo: «Ha sido realmente una jornada extraordinaria. Nunca había ocurrido algo así, que se reunieran los exponentes de todas las religiones para pedirle a Dios la paz. ¡Y, además, ha sido otra gran señal que, por un día, las armas hayan guardado silencio!». Recuerdo también que muchos de los asistentes quisieron expresarle su reconocimiento porque —decían— sin él, sin su valor, esa reunión espiritual nunca se hubiera llevado a cabo. También entonces el Santo Padre acertó. Supo ver proféticamente el futuro. Y nosotros, hablo de la Iglesia en general, no siempre hemos sido capaces de seguirle. Por esto debemos estarle agradecidos a Benedicto XVI que, en cambio, sí lo entendió, estuvo siempre a su lado. Y, ya que estamos, quiero desmentir lo que alguien ha dicho y sigue diciendo, es decir, que el cardenal Ratzinger se opuso a Asís. ¡No es cierto! ¡Es falso! El encuentro de Asís representó también un nuevo inicio. De allí, de lo que luego continuó difundiéndose —gracias a la Comunidad de San Egidio — como «espíritu de Asís», surgieron los pilares sobre los que se apoyó el compromiso de las religiones de volver a ser constructoras de paz, repudiando todo sectarismo, toda legitimización de la violencia. Un compromiso —para hebreos, cristianos y musulmanes— que se tradujo en la voluntad de traer juntos «justicia y paz, perdón y vida, amor» a la tierra. Sólo el hecho de haberlo proclamado así, al unísono, frente a Dios y frente a los hombres, fue un gesto de esperanza que nunca podrá borrarse.

31 Los nuevos mártires Creo que, desde que comencé a vivir junto a monseñor Karol Wojtyla y, por lo tanto, a conocerlo a fondo, la cita con el año 2000 formó parte de sus pensamientos, de sus expectativas. Y no sólo por el significado que, obviamente, iba a tener pasar de milenio, sino también porque ese cambio de la historia, que coincidía con que habían pasado dos mil años desde el nacimiento de Jesucristo, el misterio central de la fe cristiana, debía ser motivo para una profunda renovación espiritual y moral de la comunidad católica. Habló de ello como de un «Nuevo Testamento» ya cuando era arzobispo de Cracovia, en las meditaciones de la Cuaresma de 1976, en el Vaticano. Y luego, siendo ya Papa, lo repitió, casi con las mismas palabras, en su primera encíclica, Redemptor hominis. Anticipando así la decisión de convocar un Jubileo, un Gran Jubileo, que implicase no sólo a los cristianos, sino, en cierta medida, a toda la humanidad. Que fuese un llamamiento a los católicos para que hiciesen examen de conciencia y pudiesen, así, alcanzar una transformación vital radical, pero que tuviese también una connotación profundamente ecuménica. De hecho, según las intenciones del Santo Padre, debía ser un momento providencial para hacer cuentas con el pasado, para purificar la memoria de todas las culpas, los errores, los testimonios contrarios de los que se habían hecho responsables los cristianos a lo largo de los siglos. ¡Basta con pensar en las cruzadas! Esto hubiese favorecido el reforzamiento del diálogo con otras Iglesias cristianas y otras religiones. Pero lo que más le importaba al Papa era que se pidiese perdón sin exigir nada a cambio. La gratuidad del gesto, decía, era la condición indispensable para que resultara creíble, eficaz.

Lo cierto es que Juan Pablo II había emprendido ese camino desde hacía tiempo. Y los viajes habían sido el acompañamiento natural en la estación de los mea culpa. Como en Olomouc, en Moravia, en mayo de 1995: «Hoy yo, Papa de la Iglesia de Roma, en nombre de todos los católicos, pido perdón por los males causados a los no católicos...». Y, más o menos en los mismos términos, repitió aquella demanda de perdón casi un centenar de veces. Pero, precisamente por eso, fue muy criticado también por algunos hombres de Iglesia, por algún cardenal. Y no pocos creyentes lo miraron con una cierta inquietud, desorientados ante la perspectiva (errónea, de acuerdo, pero comprensible desde su punto de vista) de que la historia de la Iglesia no fuese sino una serie ininterrumpida de culpas, de pecados. Antes de emprender ese camino seguramente se habrá preguntado: «¿Qué nos dice aquí el Evangelio? ¿Qué haría Jesucristo en estas circunstancias?». Y luego, viéndolo todo desde la óptica de la fe y aceptándolo como una señal de la Divina Providencia, habrá tomado la decisión con ánimo sereno. Consiguiendo, así, no desanimarse después, mantener una actitud distanciada ante las contrariedades. Además, hubo personas que lo apoyaron, como —debo mencionarlo una vez más— el cardenal Etchegaray. Y, al final, las resistencias y las perplejidades comenzaron a disiparse poco a poco. No sólo, sino que los mea culpa se revelaron como una llave decisiva para abrir las puertas del diálogo ecuménico e interreligioso. De todas formas, hasta ese momento se había tratado de una iniciativa decidida sólo por el Papa. Sólo él se había pronunciado públicamente, había tomado posiciones. Hasta entonces, ni un solo episcopado había trazado una relectura crítica de la historia de la Iglesia católica en este o aquel país, haciendo declaraciones análogas a las efectuadas por el Pontífice. Pero aquel 12 de marzo de 2000, en la plaza de San Pedro, se celebró la Jornada Jubilar del Perdón. Por primera vez, la Iglesia entera imploró la misericordia de Dios por las omisiones y los pecados con los que se habían manchado los cristianos, «desfigurando así —se reconoció con las

palabras mismas del Concilio Vaticano II— el rostro de la Iglesia». Y comprometiéndose, con cinco solemnes «¡nunca más!», a no traicionar jamás el Evangelio y el servicio a la verdad. El Santo Padre habló de ello en San Pedro y también durante el Ángelus. Al final, mientras se retiraba de la ventana, vi que todavía estaba conmovido. Fue una de las pocas veces en que no hizo comentario alguno. Ni una palabra sobre el momento en el que, durante el rito, se acercó a los pies del gran crucifijo, lo abrazó largamente y lo besó. Lo que sintió entonces se lo guardó para sí dentro de su corazón. Pero recuerdo su mirada y era como si dijese: «Había que hacerlo, había que hacerlo...». Un segundo gran momento del Jubileo: la conmemoración —domingo 7 de mayo, en el Coliseo— de los Testigos de la Fe del siglo XX. Algunos nombres eran conocidos, incluso famosos, pero la mayoría estaba compuesta por una inmensa multitud de mártires anónimos, desaparecidos en la nada, de los que no se supo jamás qué fue de ellos. «Casi los soldados desconocidos», dijo el Papa, «de la gran causa de Dios». Eran sacerdotes y laicos, catequistas sobre todo. Católicos, pero también ortodoxos y protestantes. Un martirologio que ya sobrepasaba las divisiones confesionales, las fronteras políticas, las barreras ideológicas. Y en el que, además de la fe, habían entrado otras «voces», como las de la justicia y la paz y la defensa del hombre, confirmando que la Iglesia y los creyentes se habían ido alineando progresivamente junto a los pobres, los marginados, los oprimidos. El Santo Padre había insistido especialmente en la exigencia de ampliar lo más posible la representatividad ecuménica de los Testigos de la Fe. «Los mártires nos unen», repetía con frecuencia. «Su voz es mucho más fuerte que la de las diferencias que tuvimos en el pasado». Llegados a este punto, me gustaría subrayar un detalle concreto de aquella ceremonia. En la oración que cerraba la séptima categoría, la de los cristianos que han dado su vida por Cristo y por los hermanos de América Latina, se recordó también a monseñor Óscar Romero, arzobispo de El Salvador, asesinado mientras celebraba la Eucaristía. El Santo Padre lo

había querido así. La víspera se habían producido polémicas, falsas ilaciones. Pero el Papa lo cortó todo de raíz. Cuando los organizadores se reunieron con él, les pidió expresamente que se incluyese el nombre — fueron sus palabras precisas— de «aquel gran testigo del Evangelio». Eran las mismas palabras, más o menos, con las que Juan Pablo II, con gran firmeza, había rechazado en 1983 la sugerencia de algunos obispos latinoamericanos de que no acudiera a la tumba de monseñor Romero porque estaba considerado un personaje demasiado comprometido políticamente: «No, el Papa tiene que ir, se trata de un obispo que ha sido asesinado justo cuando se encontraba en el corazón de su ministerio pastoral, durante la celebración de la Santa Misa». A finales del segundo milenio la Iglesia se había convertido, de nuevo, en una Iglesia de mártires. La persecución religiosa no había cesado al desaparecer el comunismo ateo, sólo se había «desplazado» geográficamente: ahora los epicentros eran China y los países musulmanes conquistados por el fundamentalismo. Pero por todas partes, aunque de forma menos brutal, la libertad religiosa —obstaculizada en el plano administrativo, o bien expulsada de la vida pública y relegada a las conciencias— continuaba siendo objeto de una serie impresionante de ataques, de violaciones. Hasta tal punto que en el mundo debe haber doscientos millones de cristianos perseguidos y más de cuatrocientos millones de personas discriminadas a causa de su fe. El Santo Padre recordaba siempre la peregrinación a la Colina de las Cruces, en Lituania, cerca de Siauliai. Las primeras cruces se pusieron después de la insurrección contra los rusos de 1863; luego continuó la tradición, sobre todo durante la ocupación soviética. Daba igual que los comunistas devastasen cíclicamente la colina: al día siguiente, los lituanos la recubrían de nuevo de cruces. Así durante años. El Papa caminó un buen rato por aquel bosque de cruces. Había también una en recuerdo del atentado que había sufrido. Tenía la mirada llena de tristeza y murmuraba: «El mundo debería venir aquí, a ver este símbolo de la fe y del martirio de Lituania».

Con todo, Juan Pablo II consiguió leer aquella trágica historia a la luz de la Providencia divina. Los países bálticos se habían liberado por fin del yugo extranjero. Él había podido ir, por primera vez, a territorios que habían estado oficialmente anexionados al imperio soviético. Pero, sobre todo, aquellas miles de cruces sobre la colina eran el símbolo de una esperanza que, si se sostenía sobre la fe en Dios y el valor de los hombres, al final no podía sino convertirse en una realidad. Si así había ocurrido en el pasado, a pesar de la ferocidad de la persecución, también podía volver a ocurrir en el futuro. Pues bien, el Jubileo de 2000 fue todo esto. Fue aquel encuentro increíble del Papa con dos millones de jóvenes en Tor Vergata. Fue su peregrinación a través de los caminos de la historia de la salvación. Pero, sobre todo, fue una auténtica revolución espiritual. Porque sacó a la luz la vitalidad y la riqueza del pueblo cristiano, relanzando la gran fuerza renovadora del Concilio. Juan Pablo II, recapitulando sobre todo cuanto había salido a la superficie con las celebraciones del Jubileo, escribió una carta apostólica, Novo millennio ineunte, en la que se diseñaba una Iglesia más centrada en la palabra de Dios, en el anuncio del Evangelio, una Iglesia «casa y escuela de comunión». Y en la que se animaba —con toda la pasión misionera que le era propia— a dejar a un lado perezas, cautelas, miedos, y vivir cristianamente, día tras día, la virtud de la esperanza. «Tenemos que hacernos a la mar», escribía. El Santo Padre, al dedicar los últimos tres años del milenio a la reflexión sobre la Trinidad, le había dado una orientación trinitaria al Jubileo. Es decir, había vuelto a proponer aquel proyecto de Iglesia que había delineado en las primeras tres encíclicas. Y, ahora, extraía las consecuencias. Un nuevo programa para la vida y la misión de la Iglesia, con el misterio de Dios en el centro. Karol Wojtyla era exactamente así: nunca se detenía para mirar atrás, hacia lo que ya estaba hecho, sino que avanzaba siempre adelante. El Jubileo había concluido felizmente y era preciso dar gracias a Dios por ello,

pero ahora había que pensar en el futuro, en nuevos caminos pastorales y misioneros. La fuerza física y el entusiasmo, claro está, ya no eran los mismos de hacía veinte años. Pero la visión que tenía de la historia y de la Iglesia, del pontificado y de la actividad apostólica, y, sobre todo, de la obra de salvación que se estaba realizando en aquellos años, era la misma de antes. Los objetivos siempre se indicaban con extrema claridad, aunque luego podía ocurrir que, en la curia o en las Iglesias locales, no siempre se intentasen alcanzar de la forma que él había propuesto. Una vez finalizado el Jubileo, los periodistas, muchos periodistas, empezaron a escribir que también había concluido el pontificado, que este Papa ya no iba a dar más sorpresas. Alguien, también por lo avanzado de su enfermedad, mencionó hasta la palabra dimisión... Si esos periodistas hiciesen ahora una relectura de los años 2000-2005 tendrían que entonar un bonito mea culpa. Porque éstos también fueron años muy plenos. Llenos de dramas, de sufrimiento, por todo lo que ocurrió en el mundo a partir del atentado contra las Torres Gemelas, y, en el seno de la Iglesia, por escándalos como el de los sacerdotes pedófilos norteamericanos o como el del caso Milingo. Pero también fueron años llenos de novedades, como los viajes a Oriente Próximo, a los Balcanes, a Cracovia, para poner el mundo en manos de la Divina Misericordia, hasta más allá de los Urales; y la encíclica sobre la Eucaristía; y los progresos logrados en la evangelización, en el diálogo con la Iglesia ortodoxa. En lo que respecta al problema de la dimisión, debo recordar que, ya antes de 2000, Juan Pablo II se había planteado si el Papa no debería renunciar al cargo al cumplir los ochenta años, de la misma forma en que, según lo establecido por Pablo VI, los cardenales que habían sobrepasado esa edad quedaban excluidos de la elección pontificia. Es decir, si, como dejó escrito en su testamento, no habría llegado ya «el tiempo de repetir con el bíblico Simeón: “Nunc dimittis”». El Santo Padre decidió consultarlo con sus más estrechos colaboradores, entre ellos el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Tras haber examinado los textos que dejó a este respecto Pablo VI, y reflexionado sobre ellos, llegó a la conclusión de que debía

someterse a la voluntad de Dios, es decir, permanecer en su cargo mientras Dios así lo deseara. «Dios me ha llamado y Dios me volverá a llamar en la forma que Él quiera». Paralelamente, Juan Pablo II estableció un procedimiento para que pudiera dimitir, en caso de que ya no estuviese capacitado para desarrollar hasta el final su ministerio papal. Por lo tanto, como se ve, tuvo en cuenta la posibilidad. Pero, con todo, quiso cumplir la voluntad de Dios hasta el final, aceptando la cruz que, siguiendo el ejemplo de Cristo, quería llevar sobre los hombros hasta el último de sus días.

32 Aquellas seis manos Juan Pablo II empujaba y empujaba, pero la Puerta Santa parecía como si no quisiera abrirse. En el atrio de la basílica de San Pedro Extramuros, los que no estaban al tanto vivieron unos segundos embarazosos. Pero sólo unos segundos. Porque enseguida quedó claro que no se trataba de que el Papa no pudiese abrir la puerta, sino de que estaba esperando. Esperaba a que, a sus manos, se unieran las del metropolita ortodoxo Athanasios y las del primado anglicano Carey. En ese momento, ante el empuje de las seis manos, la puerta se abrió de par en par. Y los tres se arrodillaron. Por primera vez en la historia, el obispo de Roma, sucesor de Pedro, y los máximos representantes del Oriente ortodoxo y del protestantismo occidental habían abierto juntos una Puerta Santa, juntos habían cruzado el umbral y juntos habían entrado en la basílica que, dedicada al Apóstol de las Gentes, es la basílica ecuménica por excelencia. Había sido el Papa el que lo había querido así. El que había querido ofrecer ese «signo» de profundo significado, en presencia de todos los exponentes del mundo cristiano. Finalizada la ceremonia, fueron a comer. Después de haber estado juntos en torno al altar, ahora estaban juntos alrededor de la mesa. Se respiraba una atmósfera extraordinaria. Y el Santo Padre, en nombre de todos, expresó su gratitud a Dios por el «gran regalo» que les había hecho ese día. En aquella escena del 18 de enero de 2000 latía realmente todo el simbolismo del camino ecuménico. Sus momentos altos y los bajos. Las muchas diferencias que habían aflorado en época reciente, complicando ulteriormente las antiguas controversias. Pero también la determinación, la voluntad de Roma y de las Iglesias ortodoxas y protestantes de borrar la penosa herencia del pasado, el «escándalo» de la división entre cristianos, que ha llegado hasta el tercer milenio.

Precisamente por esto, Juan Pablo II, apenas elegido, pidió que le organizaran una visita al patriarcado ecuménico de Constantinopla. Quería hacer constancia de la firme determinación de la Iglesia católica y, sobre todo, del nuevo Papa, de continuar y profundizar el diálogo con todas las Iglesias ortodoxas sin descorazonarse ante los inevitables obstáculos. Estuve presente en una conversación en la que el Santo Padre dijo: «El ecumenismo es la voluntad de Cristo, ut unum sint, que todos sean uno. Es la voluntad del Vaticano II. Y éste es mi programa, con independencia de las dificultades, de los malentendidos y, a veces, de las ofensas». Karol Wojtyla fue elegido Papa en un momento en que el ecumenismo estaba estancado. Después de los entusiasmos posconciliares, después de los progresos del «diálogo en la caridad», después de la reanudación de la plegaria en común, había comenzado el conflicto en el plano teológico, menos espectacular pero mucho más hostil, más complejo, por los muchos problemas que había que aclarar. Pese a todo, Juan Pablo II, especialmente a través de sus viajes, contribuyó a acortar las distancias. Aun a costa, como había dicho, de soportar también algunas «ofensas». Fue el primer Papa de la historia que visitó, en 1989, el «reino» de la Reforma, los países escandinavos. Y la acogida no fue siempre la esperable en hombres de Iglesia; algunos obispos luteranos, en Noruega y Dinamarca, abandonaron los encuentros para la oración con el Pontífice. Con todo, fue un viaje que dio frutos en abundancia. Porque Juan Pablo II, al presentarse como un hermano, un amigo, y, sobre todo, un testigo de Cristo, desmanteló mucho del antipapismo que aún subsistía en aquellos países. Hizo una importante revalorización de la figura de Lutero, allanando así el camino para un cotejo doctrinal de católicos y protestantes. Y, en cualquier caso, comentó, «ya se nos ha concedido una gracia por el hecho de que hayamos podido rezar juntos». Hablando de los frutos de aquel viaje a Escandinavia, me gustaría recordar que dos años después se celebró en San Pedro una función ecuménica para conmemorar el seiscientos aniversario de la canonización de Santa Brígida de Suecia. Y los que presidieron las primeras vísperas, junto a Juan Pablo II, fueron los primados luteranos de Suecia y Finlandia.

Al día siguiente, durante la comida, uno de los dos arzobispos le preguntó al Papa si el hecho de haberlos tenido a su lado en el altar no podría entenderse como un reconocimiento de la validez apostólica de sus ordenaciones episcopales. Y el Santo Padre respondió a aquella «salida» con otra: «¿Y no podría ser al contrario, que los dos arzobispos, estando a mi lado, hayan reconocido mi primado?». Cuento esto para destacar el clima de fraternidad, de cercanía, que el viaje del Papa había favorecido. Y que volví a encontrar, dos años después, en otro país de mayoría luterana, Estonia. En Tallin, en la catedral, Juan Pablo II fue recibido como «cabeza de la Iglesia». Y el presidente de la república, en su discurso, lo llamó «mi padre», «Santo Padre». Allí delante, en aquella plaza, increíblemente llena de gente, se respiraba una atmósfera única. Era un ecumenismo auténtico, real. Otro episodio significativo. El Papa acudió a Eslovaquia, a Kosice, para la canonización de tres mártires, torturados y asesinados por los calvinistas en 1619, durante una de tantas guerras de religión. Pero ese mismo día, mientras iba a Presov para reunirse con la comunidad greco-católica, le pidió al padre Roberto Tucci (entonces organizador de los viajes del Papa y hoy cardenal) que le condujera al monumento que recuerda la muerte de veinticuatro calvinistas, siempre durante aquel oscuro periodo, a manos de católicos. Y así, el Santo Padre pudo rezar delante de aquel monumento y recitar el padre nuestro junto al obispo luterano. He sabido después que aquel obispo, cuando el Papa ya se había ido, comentó: «Debería haberme imaginado que podía ocurrir algo así». Mientras, sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar a peor. La Iglesia anglicana había decidido abrir las puertas del sacerdocio a las mujeres, introduciendo así un nuevo motivo de enfrentamiento con los católicos. Pero los problemas eran todavía más numerosos en el frente de la Iglesia ortodoxa. Caído el comunismo, disgregado el imperio soviético, la consiguiente explosión de nacionalismos involucró, por desgracia, también a las Iglesias, sobre todo a las ortodoxas, que durante tantos años habían vivido sin libertad y al margen del proceso ecuménico.

El Santo Padre intuyó en el acto que de aquella situación podían derivarse complicaciones en las relaciones con Roma. La Iglesia católica, por su unidad, tenía fuerza, mucha fuerza, mientras que las Iglesias ortodoxas, diversificadas y divididas entre ellas, no. El Papa intentó iniciar un diálogo respetuoso, lleno de delicadeza y de comprensión, totalmente ajeno a cualquier idea de proselitismo. Pero no siempre fue comprendido. No siempre se comprendieron sus verdaderas intenciones. Esto ocurrió, sobre todo, con el patriarcado ortodoxo de Moscú. Estaba la cuestión de los uniatos, es decir, de los católicos orientales que reclamaban que se les devolviesen las iglesias y los bienes confiscados por el régimen comunista en la época de la represión para dárselos a los ortodoxos. Y luego, cuando la Santa Sede reorganizó la jerarquía eclesiástica en Rusia, creando al final auténticas diócesis, Moscú reaccionó de forma durísima y suspendió las relaciones durante algún tiempo. El Santo Padre decía que las Iglesias de Rusia, recién salidas de una tremenda opresión, tenían pleno derecho a contar con una organización definitiva. No podían dejarse sin pastores. Y, además, el patriarcado de Moscú había sido advertido con tiempo. El nuncio había comunicado las intenciones de la Santa Sede de proceder a la creación de cuatro diócesis que, precisamente para no herir sensibilidades, iban a tomar su nombre del de las catedrales, en vez de adoptar los territoriales, ya usados por la Iglesia ortodoxa. Quizá no le habían dado mayor importancia al asunto y habían aceptado sin más. Ninguna objeción. Sólo en un segundo momento, cuando vieron todo el «plan» realizado, o cuando surgieron oposiciones internas, sólo entonces replicaron de aquella forma. ¡Pero nadie, repito, nadie, se esperaba una reacción semejante! Así, las oportunidades para que tuviera lugar un encuentro entre el Papa y el patriarca Alejo II fueron perdiéndose una tras otra. La primera vez fue durante el viaje pontificio a Hungría, en septiembre de 1996. Había sido el propio Gobierno húngaro, a través de su embajador en la Santa Sede, el que había propuesto el encuentro, en la localidad de Pannonhalma. Pero el Santo Sínodo del patriarcado ortodoxo se opuso.

La segunda vez fue en 1997; la preparación tuvo casi el crisma oficial. Se ocuparon de ello, por la parte católica, el arzobispo Pierre Duprey, secretario del Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y, por la parte ortodoxa, el metropolita Kirill, presidente del Departamento para las Relaciones Exteriores. Fue elegido un lugar a medio camino entre Roma y Moscú, el convento cisterciense de Heiligenkreutz (Santa Cruz), a unos treinta kilómetros de Viena, aprovechando también el hecho de que Alejo II iba a ir a Austria, a Graz, para asistir a la II Asamblea Ecuménica Europea. Por lo tanto, todo estaba listo para el 21 de junio; pero, en el último momento, Kirill dijo que no era posible. Una vez más, se había opuesto el Sínodo. La tercera vez fue en el año 2003. El Papa iba a viajar a Mongolia; el avión tenía que hacer una escala técnica en Kazan, en territorio ruso, para entregar el icono de la Madre de Dios... El Santo Padre deseaba ardientemente realizar la peregrinación a Rusia, como señal de su deseo de contribuir a la unidad de los cristianos. Y para favorecer un definitivo acercamiento a la Iglesia ortodoxa, que siempre le había sido muy querida. Por esto, era importante que pudiese reunirse con Alejo II. Pero, también esta vez, el encuentro fue anulado. El escenario ecuménico, mientras tanto, se había vuelto totalmente oscuro. El mundo ortodoxo, al verse obligado a defender a Moscú, se había unido contra Roma, contra su presunto «proselitismo». El Papa, sin embargo, no quiso resignarse. Para empezar, lanzó una clamorosa iniciativa con la encíclica Ut unum sint. Se declaró dispuesto, a través del diálogo con otros cristianos, a definir una nueva forma de ejercicio del primado del obispo de Roma, para que pudiese convertirse en un factor de unidad, en vez de continuar siendo un elemento de división. Y, por esto, la Congregación para la Doctrina de la Fe preparó un estudio sobre el primado en los primeros diez siglos, cuando el mundo cristiano todavía estaba unido. Para intentar restablecer una amistad fraternal con las distintas Iglesias ortodoxas, Juan Pablo II emprendió una serie de viajes a países conflictivos: Rumania, donde aún estaba abierta la cuestión de los uniatos;

Grecia, donde los obispos ortodoxos ni siquiera le habían invitado; Ucrania, cercana a Moscú. Ayudado por sus mea culpa, y sostenido por la convicción, como repetía con frecuencia, de que se tenía que impulsar «primero la unión afectiva y luego la efectiva», el Papa consiguió que cambiasen de manera radical situaciones y actitudes anteriormente hostiles. Recuerdo ahora con emoción aquel grito, «Unitade, unitade», que explotó de entre el pueblo durante la visita del Santo Padre a Bucarest, en Rumania. Gritaban todos, ortodoxos, católicos, protestantes evangélicos, invocando el regreso a la antigua unidad cristiana. También me gustaría volver a mencionar, dado lo extraordinario de su carácter, el viaje a Grecia. Durante la estancia del Santo Padre en Atenas pudimos comprobar cómo estas dos Iglesias, antes tan alejadas la una de la otra, se estaban acercando por momentos. La Iglesia ortodoxa griega no volvió a ser la misma desde la visita del Papa. ¿Y entonces? ¿Cuándo se reunificarán todos los cristianos? Es una pregunta que también se planteaba el papa Wojtyla en la conclusión del Ut unum sint: «Quanta est nobis via?» (¿Cuánto camino nos queda aún por recorrer?). Quizá, una primera respuesta estaba en aquellas seis manos que empujaban juntas la antigua puerta bizantina de San Pablo. Manos de cristianos todavía desunidos, pero seguramente con el deseo de volver a estar juntos.

33 Las raíces hebreas Existe una extraordinaria continuidad entre el Wojtyla de los años polacos y el Wojtyla pontífice. Continuidad en la actuación, en los gestos, hasta en las palabras. Como si las experiencias vividas en su juventud, y luego como sacerdote y obispo, hubieran sido las «etapas» obligadas, necesarias, para prepararse para las responsabilidades del pontificado. Pienso, de hecho, que todo lo que Karol Wojtyla trajo consigo, la doctrina, la ciencia, el saber, la santidad, la forma de observar el mundo, y también sus mayores preocupaciones como obispo, la familia, los jóvenes, los derechos humanos, la ortodoxia doctrinal, la instrucción del clero, todo lo que aportó, su contribución, podríamos decir, como Papa, lo ha vivido y madurado en la dimensión de la universalidad, hasta transformarlo en ese algo profundamente nuevo que permitió que su pontificado estuviese caracterizado por el signo del cambio. Pero de todas sus experiencias polacas hay probablemente una que, más que las otras, podrá ayudarnos a entender lo que ha hecho después, ya en la cátedra de San Pedro. El primer Papa que ha entrado en una sinagoga, que más se ha preocupado por «purificar» los conocimientos del catolicismo sobre el judaísmo, y que ha pronunciado palabras más duras contra el antisemitismo es el mismo Wojtyla que, ya desde niño, en Wadowice, su lugar natal, estaba acostumbrado a convivir diariamente con los judíos. Wadowice contaba entonces casi con diez mil habitantes, y un tercio lo componían los judíos, que se sentían totalmente polacos, grandes patriotas. Católicos y hebreos vivían en un clima de serenidad, sin conflictos. Así, a través de una práctica cotidiana hecha de amistad, de estima y de tolerancia, Karol Wojtyla pudo conocer el judaísmo desde dentro. También en el plano religioso, espiritual. Ya entonces había empezado a madurar en él la idea de que judíos y católicos estaban unidos por la «consciencia» de que rezan al mismo Dios.

El propietario del apartamento de los Wojtyla era judío. Karol tenía compañeros de clase judíos, como Zygmunt y Leopold. Jugaba a la pelota con amigos judíos, como Poldek, el músico, sin que notase diferencia alguna entre ellos. Era judía su amiga del piso de arriba, Ginka, un poco mayor que él, y que lo aficionó al teatro. Y había otra familia judía a la que Karol veía con frecuencia, los Kluger, sobre todo a Jerzy, al que había conocido en primero de primaria y que era uno de sus mejores amigos. Karol y Jerzy, mejor dicho, Lolek y Jurek, como solían llamarse el uno al otro, estuvieron en la misma clase hasta que terminaron el instituto. En esa época solían ir mucho a sus respectivas casas. Jurek iba a casa de los Wojtyla porque el padre de Lolek, el «Señor Capitán», le ayudaba a hacer los deberes. Lolek iba a casa de Jurek a escuchar la radio o el cuarteto musical que dirigía el propio abogado Kluger, que también era el presidente de la comunidad judía local. Y luego estaba la abuela de Jurek, la señora Huppert, que daba frecuentes paseos con el párroco, monseñor Prochownik, por la plaza principal, hasta que se sentaban en un banco a hablar tan alto que Cwiek, el único policía del pueblo, tenía que quedarse allí de guardia para alejar a los curiosos que se paraban a escuchar. Así era la vida cotidiana en Wadowice. Hay un segundo aspecto que explica las «raíces» hebreas, por así decirlo, del nuevo Papa. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, él vivió de cerca, aunque fuera de forma indirecta, aquella tragedia espantosa: la «solución final», como fue llamado el plan destinado a que la raza judía desapareciera de Europa. Karol se enteró después, cuando ya había terminado la guerra, de que muchos amigos suyos habían muerto en el frente y también en los campos de concentración nazis. Supo que la Shoá, el exterminio del pueblo judío, se había consumado en su misma tierra, la tierra polaca. Y se quedó tan impresionado que siempre llevó dentro de sí el recuerdo de aquella terrible experiencia. También parte de la familia Kluger fue aniquilada por la locura nazi. La madre de Jurek, su hermana de veinte años, Pesia, y la abuela desaparecieron en los campos de concentración. Jurek combatió en Italia

en el ejército del general Anders; al terminar la guerra, se casó y se fue a vivir a Roma. Y allí, inesperadamente, se encontró un día con su viejo amigo Lolek, que se había convertido en arzobispo de Cracovia. Y fue una amistad que no se interrumpió jamás, ni siquiera después de que Wojtyla fuese elegido Papa. El Santo Padre lo invitaba con frecuencia, a él y a su familia, a comer o a cenar. Seguían hablándose de tú, como dos compañeros de escuela. El ingeniero Kluger trataba al Papa como si fuera uno más de su familia, y el Papa se sentía realmente uno de ellos. Bautizó a su nieta, bendijo el matrimonio de la joven, llegó hasta a bautizar a la hija de ésta. ¡Una amistad auténtica! ¡La amistad de toda una vida! Ahora se podrá entender mejor por qué, siendo ya Papa, Karol Wojtyla fue a Oswiecim (Auschwitz) a decir: «No podía dejar de venir aquí». Y por qué hizo lo que, en dos mil años de historia, no había hecho jamás ningún jefe de la Iglesia católica: entrar en una sinagoga. Cumpliendo así un gesto histórico de solidaridad y de reparación hacia todos los judíos, los de todas las épocas. En febrero de 1981, el Santo Padre fue a hacer una visita pastoral a una parroquia romana, San Carlos en Catinari. Como no estaba muy lejos del barrio del gueto, se organizó un encuentro entre el Papa y el rabino, Elio Toaff, en la sacristía. Todo muy privado, muy breve, pero también por primera vez. El hielo ya estaba roto. Cinco años después, siempre en febrero, Juan Pablo II estaba hablando con sus colaboradores, durante la comida, sobre un futuro viaje a Estados Unidos. El arzobispo de Los Ángeles le había propuesto al Pontífice que visitara la sinagoga de la ciudad. Al llegar a ese punto, alguien saltó: «Santo Padre, ¿por qué no empieza por su diócesis?». Y, así, comenzó por Roma. Satisfaciendo un deseo que, por otro lado, Juan Pablo II alimentaba desde hacía tiempo. Fue de avanzadilla —y lo hizo maravillosamente— monseñor Jorge Mejía (hoy cardenal). Hacía falta un Papa como él, hijo de una nación que también había experimentado trágicamente la barbarie de la guerra y de los campos de concentración, para repetir las afirmaciones del Concilio contra la Shoá,

contra el antisemitismo. Afirmaciones que, hechas allí, en la sinagoga de Roma, asumían sin embargo un valor rompedor... Es verdad. Hacía falta un Papa como él, con su historia, para hablar de forma creíble acerca de las raíces hebreas del cristianismo, para recordar y volver a proponer la «unión espiritual» que une indeleblemente a judíos y cristianos. Hacía falta un Papa como él, que siempre ha considerado el catolicismo en la misma línea del Antiguo Testamento, y así lo ha vivido siempre, para rezar junto a los «hermanos mayores», como los ha llamado, aludiendo a su fe, a su gran amor por las Sagradas Escrituras. Y para el Santo Padre, al final de la visita, no podía haber mejor resultado que las palabras que le dirigió el rabino Toaff en el coloquio privado, extraoficialmente: «Los judíos os estamos muy agradecidos a los católicos porque habéis difundido por el mundo la idea del Dios monoteísta». Por fin, judíos y cristianos podían comenzar a caminar juntos. Aunque no sin dificultades y controversias. Como cuando se abrió un convento de carmelitas en Oswiecim (Auschwitz). O ante las críticas, por parte de los judíos, a las reticencias (o a lo que juzgaron como tales) de los documentos vaticanos a la hora de reconsiderar la historia pasada, especialmente el pontificado de Pío XII y sus presuntos «silencios». Pero Juan Pablo II siempre conseguía acallar las críticas con palabras contundentes, definitivas. Admitiendo la excesiva blandura de la resistencia espiritual de muchos cristianos ante el nazismo. Rubricando lo irrevocable de la elección divina del pueblo judío, y el carácter único y específico de la Shoá. Hasta que al fin, durante el Jubileo de 2000, llegó el momento de la peregrinación a Tierra Santa. Cuando entramos en el mausoleo de Yad Vashem, comprendí por la emoción que se leía en su rostro por qué el Santo Padre tenía tanto interés en realizar esa visita. Y creo que esa emoción era sólo una ínfima parte de

los sentimientos que experimentaba por dentro. Y que compartía con sus amigos judíos, que estaban a su lado. Quizá, digo, porque sólo lo imagino, quizá el Santo Padre, sintiendo que se aproximaba el fin, pensaba que no había hecho lo suficiente para honrar a las víctimas de la Shoá, para condenar todo cuanto (hombres e ideología) había originado aquella tragedia. Y por eso esperaba con impaciencia el momento de entrar en el Memorial para rezar una oración en memoria de los seis millones de pobres judíos asesinados sólo porque eran judíos. Y, entre esos seis millones, una cifra estremecedora: casi un millón y medio de niños. Y allí, con aquel peso terrible encima, la cosa más justa que se podía hacer fue, como hizo el Santo Padre, reducir las palabras al máximo y dejar, en cambio, que «hablase» el silencio. El silencio del corazón. El silencio de la memoria. En ese momento, como si quisiera apoyarlo y expresarle que entendía perfectamente lo que estaba sintiendo, el primer ministro israelí, Ehud Barak, se acercó al Papa: «¡No hubiera podido decir usted más de lo que ha dicho!». Y ahora, siguiendo el hilo de los recuerdos, quisiera rememorar otro gran gesto del Santo Padre. No un gesto dirigido a los medios, no un gesto público, sino un gesto que nacía de su profunda fe. Hablo de la visita al Muro de las Lamentaciones. El Santo Padre leyó en voz baja el folleto que tenía entre las manos: era la petición de perdón al pueblo judío que ya había sido leída en San Pedro y que él había querido llevar allí. Avanzó unos pasos y metió la pequeña hoja de papel en una de las hendiduras del Muro. Me pregunté qué significado tendría para los judíos aquella imagen. La respuesta la obtuve pocos días después, leyendo un periódico. Había una declaración de Elie Wiesel, judío, Premio Nobel de la Paz: «Cuando era pequeño me daba miedo pasar delante de una iglesia, ahora todo ha cambiado...».

34 ¿Matar en nombre de Dios? No era tarea fácil borrar, olvidar siquiera, catorce siglos de conflictos, de prejuicios, de «guerras santas». Desde el nacimiento del islam, la historia de sus relaciones con el cristianismo —salvo rarísimas excepciones — ha sido siempre una historia de antagonismos, de mutuos intentos de dominación, cuando no de aniquilación. De un lado, las cruzadas; del otro, las invasiones de Europa. De un lado, la cruz de Cristo en los estandartes; del otro, el nombre de Alá grabado en las cimitarras, en los fusiles. Luego, el vuelco. El Concilio Vaticano II también había mostrado una actitud positiva con respecto a la religión musulmana. Se habían ido relajando, poco a poco, las tensiones de antaño. Se habían producido declaraciones conjuntas para condenar actos de violencia, como los sucedidos en Argelia. Pero fue sobre todo con Juan Pablo II con quien empezaron a cambiar las cosas. Incluso escribió «la civilización católica»; ningún otro Papa le había prestado personalmente «tanta atención» a las relaciones con los musulmanes. La experiencia acumulada durante los viajes a países musulmanes fue de una importancia decisiva. El Santo Padre se convenció cada vez más de que la Iglesia católica tenía que multiplicar sus esfuerzos para ampliar lo antes posible los espacios del diálogo y de la colaboración con el islam. El mundo —decía— también saldría beneficiado de la existencia de unas buenas relaciones entre las dos grandes tradiciones religiosas. Al final de un largo viaje por África, en la primavera de 1985, el Pontífice se detuvo en Marruecos, donde recibió una acogida excepcional para tratarse de un país musulmán. El rey Hasan II se había ocupado personalmente de los preparativos, hasta de la decoración del altar. Pero el momento culminante fue el encuentro, en Casablanca, con al menos ochenta mil jóvenes musulmanes. Una espléndida mancha blanca que

recubría el estadio y el prado. «Tenemos que respetarnos», dijo Juan Pablo II, y su franqueza conquistó al auditorio. Se presentó como lo que era, el obispo de Roma, la cabeza de la Iglesia católica, y nada más empezar explicó que estaba allí para hablar de Jesucristo. Nada de camuflajes, de subterfugios. Pero, sobre todo, se presentó como un creyente en Dios que estaba ante otros creyentes en Dios. «Simplemente, quiero ofreceros aquí el testimonio de aquello en lo que creo». Era extraordinario comprobar cómo los jóvenes aplaudían en los momentos en que había que hacerlo. No podían conocer de antemano el texto del discurso, ni estar preparados. No había más remedio que deducir que estaban atentos, interesados por lo que les decía el Santo Padre: cristianos y musulmanes, en cuanto hijos de Abraham, creen en el mismo Dios, el único Dios; tienen muchas cosas en común, como creyentes y como hombres; y, especialmente hoy, en un mundo cada vez más secularizado y más ateo, cristianos y musulmanes tienen que dar un testimonio común de sus valores espirituales. Fue realmente un encuentro inolvidable. Muchos periódicos musulmanes publicaron crónicas positivas. Al año siguiente se celebró en Asís la Jornada de Oración por la Paz, a la que acudieron también algunos representantes musulmanes; o, al menos, vinieron los representantes del islam más espiritual, más moderado, dado que esta religión —más de un millón de millones de seguidores— se caracteriza porque está extremadamente fragmentada en sus posturas, sus comportamientos. Además, justo en esa época, la gran variedad de posturas estaba saliendo a la superficie, de un lado, por el recrudecimiento del conflicto árabe-israelí, ocasionado por el problema palestino; del otro, por el progresivo aumento de los grupos integristas y de los Estados dominados por la sharia, es decir, por la subordinación de las leyes civiles a los preceptos religiosos. O por casos como el de Arabia Saudí, donde no está permitido que haya un solo lugar sagrado para el culto católico.

Ésta era una preocupación que afloraba cada vez con más frecuencia en las reflexiones que el Santo Padre hacía con sus más estrechos colaboradores. Era preciso hacer cuanto estuviera en manos de la Santa Sede para impedir que estallasen guerras en Oriente Próximo y, sobre todo, que estas guerras tuviesen la más mínima apariencia de conflicto religioso. La fe en Dios no podía conducir, de ninguna de las maneras, a que los problemas se resolvieran mediante un conflicto armado. ¡Sería una blasfemia pensar lo contrario! He aquí por qué —difundiendo el espíritu de Asís— era necesario hacer todo lo posible para profundizar en el diálogo entre las religiones monoteístas, pero también con otras religiones. Para el año 2000, Juan Pablo II tenía proyectada una peregrinación jubilar siguiendo las huellas de Abraham, de Moisés, de Jesús y de Pablo. Casi un regreso a los orígenes de la historia del cristianismo y a los mismos lugares en los que Dios había dejado su «huella». Pero la primera etapa, la de Ur de los caldeos, en Irak, se la impidieron hacer, y el Papa tuvo que empezar su peregrinación en el Vaticano, con una solemne conmemoración de Abraham. Estaba disgustado por la negativa, obviamente. Pero lo estaba todavía más porque no se hubiera comprendido que su deseo era seguir las huellas de aquel que es el padre común también para los musulmanes. Una negativa extraña. El cardenal Etchegaray había ido a Irak a organizar el viaje. Las fuerzas multinacionales le habían hecho saber que podían garantizar la seguridad. Y, en cambio, después de una larga espera, llegó aquel «no» de Sadam Husein. Muy educado, entendámonos, y aduciendo problemas con la seguridad, ¿pero era el verdadero motivo? Para que le resultase menos amarga aquella negativa, los obispos iraquíes le llevaron de regalo un ladrillo de la casa de Abraham. Y él: «Y pensar que siempre he creído que Abraham vivía en una tienda...». De todas formas, durante su peregrinación, Juan Pablo II pudo recorrer también los «caminos» del mundo musulmán. Fue a El Cairo, al Sinaí, a Jordania, al monte Nebo, a Palestina, a Belén, a Jerusalén, a la Cúpula de la Roca, uno de los lugares más sagrados para el islam.

¿Quién hubiera podido imaginar lo que iba a ocurrir al año siguiente? Debo decir que, tres meses antes del viaje del Santo Padre a Siria, todavía no se sabía nada. Ni siquiera se había hablado de ello. Y no sólo en aquella ocasión, sino tampoco en las precedentes; en El Cairo, en Jerusalén, nadie había invitado al Papa a entrar en una mezquita. No sé, quizá no lo habían hecho por delicadeza, pensando que lo iban a poner en una situación embarazosa. Y el Papa, ciertamente, no podía pedirles que le llevaran. Y, de repente, llegó aquella invitación procedente de Damasco. La idea era, un poco, del Gobierno sirio, y otro poco de los círculos islámicos. Al final, todos de acuerdo. Muy contentos por haber pensado en ello. Y por haber tomado la iniciativa. Así, el 6 de mayo de 2001, el jefe de la Iglesia católica entró por primera vez en una mezquita: la mezquita Omeya, donde se conserva el memorial de San Juan Bautista. Esta también fue una gran página de la historia religiosa. No sólo por lo que significaba con respecto a un turbulento pasado, sino, sobre todo, por el compromiso, por parte de cristianos y musulmanes, de no «abusar» más de la religión para justificar la violencia y el odio, de redescubrir los fundamentos comunes. En resumen, como entonces se dijo, de no regatear esfuerzos para presentar a ambas religiones no enfrentadas, como ya había ocurrido demasiadas veces, sino colaborando entre ellas. Parecía que era el inicio de un periodo de convivencia pacífica, constructiva. El Santo Padre no escondía la esperanza de que el mundo, también gracias al clima espiritual propiciado por el Jubileo, fuese a encontrar una cierta tranquilidad. Y que, por lo tanto, se pudiese llegar a una paz más estable, más difundida y, con ello, a una ampliación del espacio de la justicia... Era el 11 de septiembre de 2001. Entre las 8.45 y las 9.45 (hora local), tres aviones, con docenas de pasajeros a bordo, se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York y, en Washington, contra el ala oeste del Pentágono.

El nuevo terrorismo, encabezado por Al Qaeda (la Base) y Osama bin Laden, el terrorismo invisible, el de las armas sofisticadas y homicidas, el multimillonario, alimentado por el fundamentalismo islámico, le declaraba la guerra a América, a Occidente. Y era una guerra manipulada por la religión, llevaba la muerte y la destrucción en nombre de Dios... El Santo Padre se encontraba en Castelgandolfo. Sonó el teléfono y, al otro lado de la línea, se escuchó la voz asustada del cardenal Sodano, el secretario de Estado. El Papa pidió que se pusiera la televisión y vio aquellas imágenes dramáticas, el derrumbe de las Torres Gemelas con tantas pobres víctimas aprisionadas dentro. Pasó el resto de la tarde entre la capilla y la televisión, arrastrando consigo todo su sufrimiento. A la mañana siguiente, el Papa celebró misa. Luego, en la plaza de San Pedro, concedió una audiencia general con carácter extraordinario. Recuerdo sus palabras: «Un día negro en la historia de la humanidad». Y recuerdo también que, antes de la oración, se les pidió a los fieles que no aplaudiesen, que no cantasen. Era un día de luto. Estaba preocupado, muy preocupado; se temía que aquello no acabase ahí, que el atentado pudiese desencadenar una espiral de violencia sin fin. También porque, según su opinión, la plaga del terrorismo se estaba extendiendo, entre otros motivos, por el grave estado de pobreza, por la escasez de medios para la educación y el desarrollo cultural que padecían muchos países árabes. Y, por lo tanto, para derrotar al terrorismo era necesario eliminar las enormes desigualdades sociales y económicas entre norte y sur. Una vez más, Juan Pablo II juzgó correctamente. Afganistán había sido liberado del yugo del régimen de los talibanes, pero para acabar con las bases terroristas fueron asesinadas muchas personas inocentes. Y no tuvo que pasar mucho tiempo para que estuviese claro que la máquina de la guerra no se iba a detener o, más exactamente, que los hombres no querían detenerla. Fue entonces cuando el papa Wojtyla, ya muy anciano, muy cansado y muy enfermo, se lanzó a la que iba a ser, probablemente, la fase más dolorosa y agotadora de toda su labor en pro de la paz. Fue por todo el

mundo, hasta a Azerbaiyán, para pronunciarse en contra de la violencia, en contra de la guerra emprendida «en el nombre de Dios». Mandó a sus enviados a Irak y a América, se reunió con jefes de Estado y políticos, para conjurar el peligro de aquella guerra absurda. Una guerra para la que se había acuñado la etiqueta de «preventiva», pero que, en realidad, conducida de ese modo, iba a ser unilateral y, por lo tanto, ilegal e inmoral. El 15 de marzo de 2003, sábado. En compañía del cardenal Sodano y de monseñor Tauran, el Santo Padre recibió al cardenal Pio Laghi, de regreso de su misión en Estados Unidos. Y Laghi, sin darlo aún todo por perdido, refirió cuanto le había dicho el presidente americano. Bush comprendía perfectamente las razones morales del Papa, pero ya no podía echarse atrás. Le había dado un ultimátum de veinticuatro horas a Sadam Husein. Mientras tanto, el cardenal Etchegaray ya había traído la respuesta, no demasiado negativa pero sin duda ambigua, de los gobernantes iraquíes: estaban dispuestos a colaborar con los inspectores de las Naciones Unidas, pero se mostraban reticentes acerca de las denominadas «armas de destrucción masivas». Ya se sabía todo lo que había que saber. De aquella reunión del 15 de marzo surgió el texto del Ángelus del día siguiente, que contenía un acongojado pero, al mismo tiempo, decidido llamamiento tanto a Sadam Husein como a los países que integraban el Consejo de Seguridad de la ONU. Y, al leerlo desde la ventana, el Santo Padre casi quiso irse en compañía de aquella última esperanza que salía hacia los caminos del mundo. Repitió tres veces: «¡Aún hay tiempo! ¡Nunca es demasiado tarde!». Pero todo esto, evidentemente, no le pareció suficiente. Había intuido, más allá de los indicios, que la situación estaba a punto de precipitarse, que se estaba yendo hacia la guerra, con el riesgo añadido de que ésta pudiese transformarse en una guerra de civilizaciones o, peor, en una «guerra santa». Entonces, sintió la necesidad de decir aquello que llevaba dentro de su corazón, de aportar su testimonio personal. Quiso recordar que él pertenecía

a la generación de los que habían vivido la guerra y que, también por eso, sentía que era su deber afirmar: «¡Nunca más la guerra!». Desde el lugar del estudio en el que me encontraba sólo lo veía de perfil, pero lo veía. Veía su rostro que se tensaba cada vez más, y su mano derecha que parecía querer imprimirle más fuerza a las palabras. En la noche del 20 de marzo comenzaron a caer las primeras bombas sobre Bagdad. Se había iniciado la segunda guerra contra Sadam Husein. Por la mañana temprano, Juan Pablo II fue informado por la Secretaría de Estado. Durante los días siguientes, vi al Santo Padre lleno de dolor; sufría por la enormidad de aquella nueva tragedia. Pero me pareció que también tenía una serenidad toda suya, una serenidad interior, quiero decir. En ningún momento, ni siquiera al final, se había resignado a la sola idea de la guerra. Consideraba que había hecho todo lo posible para evitarla. Había defendido la paz, como en otras ocasiones. Antes de cada prueba, nunca se preguntaba si saldría derrotado o no. No se planteaba en absoluto ese problema. Así ocurrió también aquella vez. Había intentado cumplir con su deber para con Dios, la Iglesia y los hombres. Y lo había hecho como el hombre libre que era, sin dejarse condicionar ni por Occidente ni por Oriente. Quizá por eso había conseguido, con su autoridad moral, con su credibilidad, mantener fuera del conflicto las relaciones entre islam y cristianismo. En un momento en el que el mundo parecía estallar bajo el peso de tantas trágicas contradicciones, sólo él, el testigo de la paz, recordaba que el camino de la historia, la evolución del pensamiento y, sobre todo, las religiones, presentan, pese a todo, un movimiento irresistible hacia la unidad. Y aquella frase que Juan Pablo II ha repetido a lo largo de todo su pontificado —«¡El mundo puede cambiar!»— ha sido, quizá, la herencia más preciosa que les podía dejar a los hombres del siglo XXI.

35 «Dejadme ir con el Señor» Sólo ahora, al final de este relato que he intentado hacer sobre los casi cuarenta años que pasé junto a Karol Wojtyla, sólo ahora, repito, me doy cuenta de que, cómo decirlo, he pasado totalmente por alto la parte relativa a las enfermedades, a los sufrimientos que padeció el Santo Padre. Y debo hablar de ello. Porque —y lo digo sin ningún énfasis— ha sido un largo e ininterrumpido martirio. Juan Pablo II ha sufrido duramente en su carne, en su cuerpo, y ha sufrido en su espíritu, al verse obligado en determinados períodos a reducir, incluso a interrumpir, las actividades ligadas a su misión de pastor universal. «En su vida la palabra “cruz” no es sólo una palabra», dijo el cardenal Ratzinger, luego su sucesor. Con todo —y probablemente ése es el motivo por el que no he hablado de ello hasta ahora—, Karol Wojtyla había aprendido a hacerle sitio al sufrimiento, en cuanto también es parte de la existencia humana, y, por tanto, sabía convivir con el dolor, con la enfermedad. Esto se debía, ante todo, a su espiritualidad, a la relación personal que había estrechado con Dios. «Deseo seguirlo...», iniciaba su testamento. Quería seguir al Señor, ésa era su elección fundamental, y por ello había comprendido que la vida es un don que hay que vivir totalmente, plenamente, hasta el fondo, y aceptaba cuanto Dios le reservaba. Además, hay que recordar que había conocido el dolor desde niño. Había perdido muy pronto a sus padres y a su hermano. Había sufrido un grave accidente cuando un camión alemán lo atropelló. Muchos de sus amigos desaparecieron en la guerra. Y había padecido bajo el nazismo, primero, y luego, con todas las responsabilidades que tenía como obispo, bajo el régimen comunista. Igual que hay que recordar —ya siendo Papa— el dramático suceso del atentado. El dolor que experimentó entonces no se redujo al que sufrió

cruelmente en su carne, al que le llevó ante las puertas mismas de la muerte; estaba también ese otro dolor, el que siente quien ha sido herido en el espíritu, en lo más profundo de sí mismo, quien no consigue entender por qué otro hombre ha apuntado una pistola contra él con la intención de asesinarlo. A él, que siempre había estado en contra de la violencia. De todo tipo de violencia. Recuerdo que cuando abandonamos el Gemelli dijo que le estaba agradecido a Dios por haberle salvado la vida, pero también porque le había concedido formar parte de la comunidad de los enfermos que sufrían allí, en aquel hospital. ¡¿Entendido?! Durante esos días se había sentido realmente enfermo, había experimentado el dolor de verdad, también porque había sido una experiencia compartida con otros. Y de esa experiencia surgió la carta apostólica Salvifici doloris, en la que el Santo Padre expresaba el sentido profundo del sufrimiento que, vivido con Cristo muerto sobre la cruz y resucitado, asume un valor inmenso en el plano de la fe, convirtiéndose en un bien espiritual para la Iglesia y para el mundo. Lo había hecho ya el día en que inauguró su pontificado, cuando pidió que en primera fila se sentasen los enfermos. Pero lo hizo todavía más después de su estancia en el hospital. En las visitas a las parroquias, en los viajes, siempre quería tener un encuentro con los enfermos, con los que sufrían, con los minusválidos. En San Francisco cogió entre sus brazos a un pobre niño enfermo de sida. En una leprosería coreana besó a un hombre aquejado de esa terrible enfermedad. De esta forma, el Papa quería recordar a aquellos que sufren, pero también quería recordarle a nuestro mundo egoísta el valor que tiene ante los ojos de Dios el sufrimiento vivido con Cristo. Quería recordar que el sufrimiento puede ser aceptado sin que por ello se pierda la dignidad. En resumen, el Santo Padre soportaba con gran serenidad y paciencia, con gran virilidad cristiana, podría decirse incluso, el dolor físico, las enfermedades, mientras continuaba cumpliendo tenazmente su misión. Pero, y esto era lo que más me impresionaba, nunca dejó que sus malestares físicos fueran un peso para los demás. No lo fueron para nosotros, que vivíamos junto a él. Y no lo fueron «fuera», para los creyentes, para los pueblos que iba a visitar. Hasta el punto de que estoy convencido de que mucha gente apenas si sabía algo, por no decir nada, de ese tema.

De todas formas, él no tenía inconveniente en hablar en público de sus molestias. ¿Se acuerda de aquel Ángelus, en julio de 1992? ¡Les dijo a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro que esa tarde iba a ingresar en el Gemelli para someterse a unas pruebas! Un Papa que, aunque no entrase en detalles, contaba que le iban a operar de un tumor en el intestino. No sólo no ocultaba sus enfermedades, sino que bromeaba sobre el asunto. Como cuando empezó a decir, después de numerosos ingresos, que el Gemelli era el «Vaticano III». Éste era Karol Wojtyla, con toda su humanidad y toda su espiritualidad. Y lo ha sido —a pesar de que su imagen externa se pareciese cada vez más a la de un pobre enfermo— también cuando la enfermedad comenzó a hacer estragos en su persona. También cuando él, justo él, que había recorrido los caminos del mundo, se vio atado a una silla de ruedas. También cuando su voz, la voz con la que había proclamado el Evangelio por todas partes, empezó a hacerse cada vez más débil, más entrecortada, hasta que fue incapaz de hablar, de tragar. Y también cuando su mirada, aquella mirada con la que te penetraba hasta lo más profundo, haciéndote sentir toda la atención que en esos momentos te dedicaba a ti, y sólo a ti, empezó a descubrirle un rostro cada vez más rígido, inexpresivo... Sin darme cuenta, he llegado al final, a la víspera del final. Pero debo recordar que la enfermedad, aquella terrible enfermedad, había empezado a manifestarse desde hacía mucho tiempo. Desde 1991, cuando aparecieron los primeros síntomas, el progresivo temblor de los dedos de la mano derecha. Y luego en 1993, cuando el Santo Padre se cayó al suelo, sufriendo una luxación en el hombro derecho, caída que el doctor Buzzonetti achacó a una pérdida del equilibrio debida a un síndrome neurodegenerativo de naturaleza extrapiramidal. Es decir, a la enfermedad de Parkinson. Cuando el médico me habló de ello fui consciente de la gravedad del asunto, pero, a tenor de las informaciones recibidas, intenté darle importancia a su aspecto menos dramático, es decir al hecho de que la enfermedad, cogida a tiempo, aunque no fuera a remitir, sí podía cursar de forma muy lenta, muy gradual. Por otro lado, tampoco el Santo Padre se mostró especialmente afectado cuando le informó Buzzonetti. Sólo le pidió algunas explicaciones, asegurándole que iba a poner todo de su parte para le pudieran curar, pero que quería continuar asumiendo su misión.

Quizá fue también por esto, porque el Papa iba a seguir adelante con todos sus compromisos, por lo que no se hizo pública enseguida la noticia de su enfermedad. Pero, según pasaron los meses, los años, la enfermedad empezó a minar visiblemente el cuerpo del Santo Padre, sus capacidades físicas, y, consecuentemente, el ejercicio de su ministerio pastoral se vio afectado, sobre todo durante los viajes. Había aceptado ralentizar el ritmo, disminuir el número de encuentros. Pero, con el paso del tiempo (inicialmente, quizá, más como consecuencia de una operación de cadera que por el Parkinson en sí), se vio cada vez más obligado a que lo llevaran, a que lo «transportaran» de un lugar a otro. Y esto era lo que más le angustiaba, como se deducía por algunos gestos de impaciencia, porque la falta de autonomía en los movimientos le suponía un obstáculo para tener una relación directa, inmediata, con la gente. Era la época en la que, en los periódicos, se criticaba la denominada «exhibición» de sus sufrimientos. Se opinaba que el Papa, en esas condiciones, haría mejor en disminuir el número de sus apariciones en público, en quedarse más tiempo en el Vaticano. A decir verdad, aquellas críticas me hirieron mucho más a mí y a cuantos estaban cerca del Santo Padre que a él. Él no le daba importancia alguna a aquellas voces. En su momento —como ya he explicado— el Papa se había planteado el problema de si dimitir o no, llegando a la conclusión de que, mientras el Señor le concediera fuerzas, proseguiría con su misión. Mientras, se preparaba para el gran paso. Es más, llevaba preparándose desde hacía mucho tiempo. Basta con leer su testamento. Empezó a escribirlo durante los ejercicios espirituales de marzo de 1979, pocos meses después de su elección, y siguió poniéndolo al día, siempre en las mismas circunstancias, hasta el año 2000. Cada nueva redacción constituía un examen de conciencia, un balance de cuentas consigo mismo. Pero, sobre todo, era la ocasión de reiterar que estaba listo para presentarse ante el Señor, para devolverle la vida que le había dado. Una disposición serena, convencida, total. Por lo tanto, nunca le tuvo miedo a la muerte, ni siquiera cuando empezó a divisar en lontananza el umbral que debería cruzar para encontrarse con

Dios. Se hacía llevar con frecuencia a la capilla, donde permanecía largo rato hablando con el Señor. Y en esos momentos, viéndolo rezar, se entendía perfectamente lo que había dicho San Pablo acerca de que soportar el sufrimiento es una forma de completar, en lo que atañe al cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, lo que le faltó a la pasión de Jesucristo. A finales de enero de 2005, Juan Pablo II volvió a encontrarse mal. El último domingo del mes, durante el Ángelus, le costó mucho trabajo hablar, tenía la voz ronca. Al principio, se pensó que era sólo un resfriado, pero su estado se agravó en pocas horas. Los médicos dijeron que se trataba de una laringotraqueitis aguda con crisis de laringospasmo. La noche del 1 de febrero, durante la cena, el Santo Padre no conseguía respirar. Intentamos ayudarle, pero el cuadro no remitía, se impuso volver a ingresarlo en el Gemelli. Se repuso con rapidez. El 9 de febrero era el primer día de la Cuaresma. Concelebró la Eucaristía, bendijo las cenizas y yo mismo se las impuse. Debía ser un momento de contrición, de arrepentimiento, pero al ver cómo se estaba reponiendo sentí una gran felicidad en mi interior. Al día siguiente, volvió a casa. Desgraciadamente, no tardó en recaer. Al Santo Padre le costaba cada vez más respirar, tanto de día como de noche. Le resultaba muy penoso, sobre todo, inspirar; al respirar emitía un ruido agudo y al mismo tiempo cavernoso. La noche del 23 de febrero fue dramática. Una nueva crisis descompuso el cuerpo del Papa, rozando la asfixia. En la cena estaba con él un viejo amigo, el cardenal Marian Jaworski, arzobispo de Leópolis de los Latinos; se quedó tan impresionado que quiso administrarle enseguida la unción de los enfermos a «su» Karol. La situación empeoró a lo largo de la noche, por lo que al día siguiente se decidió ingresarlo nuevamente en el Gemelli. Los cuidados médicos, sin embargo, ya no bastaban. Ya no bastaban más. Buzzonetti, de común acuerdo con sus colegas, decidió que era urgente y necesario practicarle una traqueotomía para garantizarle al Papa aire suficiente y evitarle una nueva crisis de ahogos. Se lo comunicaron, él se volvió hacia mí y, al oído, me pidió que les preguntara a los médicos si no podían posponer la intervención hasta las vacaciones de verano; ante la

reacción general, dio inmediatamente su consentimiento. Y, una vez más, salió a relucir su sentido del humor. Buzzonetti intentaba tranquilizarlo: «Santidad, será una operación muy sencilla». Y él: «¿Sencilla para quién?». Naturalmente, le habían advertido que después de la operación no podría hablar durante un cierto tiempo. Fue más tarde, apenas salió de la anestesia, cuando fue plenamente consciente de lo que implicaba aquella carencia. Hizo un gesto, y entendí que quería escribir algo. Le acerqué un folio y un bolígrafo, y él, con letra algo titubeante, logró estampar unas pocas palabras: «¡Lo que me han hecho! Pero... ¡totus tuus!». Quería expresar toda su angustia por carecer de voz, pero también su voluntad de abandonarse totalmente en manos de la Virgen. Así, por primera vez desde el inicio del pontificado, Juan Pablo II, aunque ya estaba de regreso en el Vaticano, no pudo presidir los ritos del Triduo pascual. El Viernes Santo quiso seguir el Vía Crucis en el Coliseo desde una pantalla de televisión instalada en su capilla privada. En la decimocuarta estación tomó el crucifijo entre sus manos, como para unir su rostro al de Jesucristo, su sufrimiento al del Hijo de Dios muerto en la cruz. Sentía que ya estaba llegando el momento, que el Señor le llamaba... En Pascua, el Santo Padre quería, al menos, impartir la bendición «Urbi et Orbi». Se había preparado con mucho cuidado, antes de la ceremonia había repetido la fórmula, todo parecía ir bien. Pero luego, apenas terminó el discurso leído en la plaza por el cardenal Sodano, el Papa, que estaba en la ventana, se quedó como bloqueado. Quizá fuera por la emoción, quizá por el sufrimiento, pero no consiguió impartir la bendición. Susurró: «No tengo voz», y, siempre en silencio, hizo una triple señal de la cruz, saludó a la multitud, y dio a entender con la mirada que deseaba regresar dentro. Estaba muy afectado, entristecido, y, al mismo tiempo, como exhausto por el esfuerzo que había intentado inútilmente hacer. La gente, abajo, estaba conmovida, le aplaudía, le llamaba, pero él sentía todo el peso de aquel gesto de impotencia, de dolor. Me miró a los ojos: «Es mejor que me muera si no puedo cumplir con la misión que se me ha encomendado». Intenté replicar, pero él añadió: «Sea hecha tu voluntad... Totus tuus». No eran palabras de desesperación, sino de sometimiento a la voluntad divina.

Al día siguiente, hacia las once, estaba en la capilla para la celebración de la misa. De repente, su cuerpo se vio sacudido como si algo le hubiese estallado dentro. Tenía cuarenta grados de fiebre. Los médicos diagnosticaron en el acto que se trataba de un gravísimo shock séptico con colapso cardiocirculatorio, debido a una infección de las vías urinarias. Esta vez, sin embargo, nada de hospitalización. Le recordé al doctor Buzzonetti el firme deseo del Papa de no volver más a la clínica. Quería sufrir y morir en su casa, cerca de la tumba de San Pedro. Y, en su casa, los médicos podían efectuarle perfectamente las curas precisas. Juan Pablo II ya estaba en su habitación. En la pared frente a la cama, un cuadro de Cristo sufriente, atado con cuerdas. Una imagen de la Virgen de Czestochowa. Y, sobre una mesita, la foto de sus padres. Al finalizar la misa, celebrada allí, nos acercamos todos a besar sus manos. «Stasiu», me dijo, acariciándome la cabeza. Luego, las monjas de la casa, a las que llamó una a una por su nombre, y, por último, los médicos, los enfermeros. El viernes fue una jornada de oración: la misa, el Vía Crucis, la hora tercera del oficio divino, y algunos fragmentos de las Escrituras leídos por otro gran amigo de Karol Wojtyla, el padre Tadeusz Styczen. El estado general era extremadamente grave. El Papa apenas si conseguía, con dificultad, pronunciar algunas sílabas. Ya hemos llegado al 2 de abril, un sábado. Me gustaría poder recordarlo realmente todo. En la habitación se respiraba una gran serenidad. El Santo Padre bendijo las coronas destinadas a la Virgen de Czestochowa en las Grutas Vaticanas, y otras dos enviadas a Jasna Gora. Luego se despidió de sus más estrechos colaboradores, cardenales, monseñores de la Secretaría de Estado, responsables de oficinas, y quiso saludar a Francesco, encargado de la limpieza del apartamento. Todavía estaba plenamente consciente porque, aun expresándose con dificultad, pidió que le leyeran el Evangelio de San Juan. No fue una sugerencia nuestra, lo solicitó él. También el último día, como había hecho durante toda su vida, quería alimentarse de las Sagradas Escrituras.

El padre Styczen empezó a leer el Evangelio de San Juan, un capítulo tras otro. Leyó nueve. En el libro quedará marcado para siempre el punto en que se interrumpió la lectura: el punto, también, en que concluyó su vida. En el momento extremo, el Santo Padre volvió a ser el que siempre había sido fundamentalmente, un hombre de oración. Era un hombre de Dios, un hombre en íntima comunión con Dios, y la oración era, incesantemente, como los «cimientos» de su vida. Cuando tenía que reunirse con alguien, o tomar una decisión importante, escribir un documento, hacer un viaje, antes se dirigía a Dios. Antes, rezaba. También aquel día, antes de emprender el último gran viaje, también aquel día recitó, con la ayuda de los presentes, todas las oraciones cotidianas; hizo la adoración, la meditación, incluso anticipó el oficio de las lecturas del domingo. En un determinado momento, sor Tobiana «sintió» su mirada; acercó el oído a sus labios y él, con un tono de voz debilísimo, apenas perceptible, dijo: «Dejadme ir con el Señor». La religiosa salió corriendo de la habitación, quería contárnoslo, aunque no dejara de llorar. No lo he pensado hasta tiempo después, pero ha sido extraordinario que sus últimas palabras se las haya dicho a una mujer. Hacia las siete, el Santo Padre entró en coma. La habitación estaba sólo iluminada con una pequeña vela encendida que el propio Papa había bendecido el 2 de febrero, en la fiesta de la Candelaria. La plaza de San Pedro y todas las calles adyacentes se habían ido llenando de gente. La multitud era cada vez más numerosa y, sobre todo, cada vez había más jóvenes. Sus gritos —«¡Juan Pablo!», «¡Viva el Papa!»— llegaban hasta el tercer piso. Estoy seguro de que él también los oyó. ¡Era imposible no oírlos! Ya eran casi las ocho cuando, repentinamente, sentí en mi interior como un imperativo categórico: ¡debía celebrar misa! Y eso fue lo que hice, junto al cardenal Jaworski, el arzobispo Rylko y dos sacerdotes polacos, Stycen y Mokrzycki. Era la misa prefestiva del domingo de Misericordia, una solemnidad muy querida por el Papa. El Evangelio seguía siendo el de San

Juan: «Se presentó Jesús en medio de los discípulos y les dijo: “La paz con vosotros”» [8]. En la comunión conseguí darle, como viático, algunas gotas de la sangre preciosísima de Jesús. Eran las 21.37. Ya nos habíamos dado cuenta de que el Santo Padre había dejado de respirar. Pero sólo en ese preciso instante «vimos» en el monitor que su gran corazón, después de latir un poco más, se había parado. El doctor Buzzonetti se inclinó sobre él y, sin levantar apenas la mirada, murmuró: «Ha pasado a la casa del Señor». Mientras tanto, alguien había detenido las manecillas del reloj en esa hora exacta. Nosotros, como respondiendo a una decisión tomada al unísono, empezamos a cantar el tedeum. No el réquiem, porque no era un luto, sino el tedeum, para dar gracias a Dios por el don que nos había dado, el don de la persona del Santo Padre, de Karol Wojtyla. Llorábamos. ¿Cómo no íbamos a llorar? Eran lágrimas de dolor y, al mismo tiempo, de alegría. Fue entonces cuando encendieron todas las luces de la casa. Luego, no recuerdo nada más. Era como si hubiese descendido una oscuridad repentina. Una oscuridad que estaba sobre mí y dentro de mí. Sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero era como si, después, no pudiese aceptarlo. O como si no pudiese entenderlo. Me ponía en las manos del Señor, pero apenas pensaba que mi corazón ya estaba sereno, la oscuridad volvía a descender de golpe... Hasta que llegó el momento de la despedida. Cuánta gente había. Cuánta gente importante llegada desde muy lejos. Pero, sobre todo, estaba su pueblo. Estaban sus jóvenes. Estaban aquellos letreros, tan significativos y tan fervientes. En la plaza de San Pedro había una luz inmensa. Fue entonces cuando la luz regresó también a mi interior. Al acabar la homilía, el cardenal Ratzinger hizo una señal en dirección a la ventana, y nos dijo que seguramente él estaba allí, mirándonos,

bendiciéndonos. Yo también me di la vuelta, no puede evitar dármela, pero no tuve valor para mirar hacia arriba. Al final, cuando llegaron al recinto sagrado, los anderos que llevaban el ataúd lo giraron lentamente. Como para permitirle una última mirada hacia su plaza. La despedida definitiva de los hombres, del mundo. ¿Pero también de mí? No, de mí no. En aquel momento no pensaba en mí mismo. Lo he vivido junto a todos los demás. Todos estaban impresionados, turbados. Pero para mí era algo que no podré olvidar jamás. Mientras, el cortejo fúnebre ya estaba entrando en la basílica, tenían que bajar el ataúd a la tumba. Y ha sido entonces, justo entonces, cuando he empezado a pensar... Lo he acompañado durante casi cuarenta años, doce en Cracovia, luego veintisiete en Roma. He estado siempre con él, junto a él. Ahora, en el momento de la muerte, se ha ido solo. Lo he acompañado siempre, pero de aquí se ha ido solo. Y este hecho, no haberle podido acompañar, me ha impresionado profundamente. Sí, lo sé, no nos ha dejado. Aún sentimos su presencia, las numerosas gracias obtenidas a través de él. Y, además, yo le he acompañado hasta este punto de la Iglesia. Pero de aquí se ha ido solo. ¿Y ahora? ¿Quién le acompaña en la otra orilla?

NOTAS

[1] Población cercana a Cracovia (N. de la T.). [2] Profecía de Simeón. Lucas 2, 34 (N. de la T.). [3] En castellano en el original (N. de la T.). [4] En castellano en el original (N. de la T.). [5] En castellano en el original (N. de la T.). [6] Joven de quince años que desapareció misteriosamente el 22 de junio de 1993 (N. de la T.). [7] Génesis 1, 27 (N. de la T.). [8] Juan 20, 19 (N. de la T.).