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EUROPA EDAD MEDI A PAIDOS STUDIO/BASICA Títulos publicados: 1. K. R. Popper - La sociedad abierta y sus enemigos 2. A

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EUROPA EDAD MEDI A

PAIDOS STUDIO/BASICA

Títulos publicados: 1. K. R. Popper - La sociedad abierta y sus enemigos 2. A. Mclntyre - Historia de la ética 3. C. Lévi-Strauss - Las estructuras elementales del parentesco 4. E. Nagel - La estructura de la ciencia 5. G. H. Mead - Espíritu, persona y sociedad 6. B. Malinowski - Estudios de psicología prpnitiva 7. K. R. Popper - Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico 8. M. Mead - Sexo y temperamento 9. L. A. White - La ciencia de la cultura 10. F. N. Cornford - La teoría platónica del conocimiento 11. E. Jaques - La forma del tiempo 12. L. White - Tecnología medieval y cambio social 13. C. G. Hempel - La explicación científica 14. P. Homgsheím - Max Weber 15. R. D. Laing y D. G. Cooper - Razón y violencia 16. C. K. Ogden y I. A. Richards - El significado del significado 17. D. I. Slobin - Introducción a la psicolingüística 18. M. Deutsch y R. M. Krauss - Teorías en psicología social 19. H. Gerth y C. Wright Mills - Carácter y estructura social 20. Ch. L. Stevenson - Etica y lenguaje 21. A. A. Moles Sociodinámica de la cultura 22. C. S. Niño - Etica y derechos humanos 23. G. Deleuze y F. Guattari - El Anti-Edípo 24. G. S. Kirk - El mito. Su significado y funciones en la Antigüedad y otras culturas 25. K. W. Deutsch - Los nervios del gobierno 26. M. Mead - Educación y cultura en Nueva Guinea 27. K. Lorenz - Fundamentos de la etología 28. G. Clark - La identidad del hombre 29. J. Kogan - Filosofía de la imaginación 30. G. S. Kirk - Los poemas de Homero 31. M. Austin y P. Vídal-Naquet - Economía y sociedad en la antigua Grecia 32. B. Russeil - Introducción a la filosofía matemática 33. G, Duby - Europa en la Edad Media

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EUROPA EN LA EDAD MEDIA

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Título original: L’Europe au Moyen Age. Axt román, art gothique Publicado en francés, en edición ilustrada, por Arts et métiers graphiques, París, 1979, y en edición no ilustrada por Flammarion, París. 1984 Traducción de Luis Monreal y Tejada

Cubierta de Julio Vivas

1* edición, 1986

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluidas las fotocopias, sin permiso del propietario de los derechos. © de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A.; Mariano Cubí. 92; 08021 Barcelona; y Editorial Paidós, SAICF; Defensa, 599; Buenos Aires. ISBN: 84-7509-384-1 Depósito legal: B. 6291/1986 Impreso en Limpergraf, S. A.; Del Río, 17; Ripollet (Barcelona) Impreso en España • Printed in Spain

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INDICE P r e f a c i o .......................................................................10 El año m i l .......................................................................13 La búsqueda de D i o s ..................................................... 35 Dios es l u z .......................................................................53 La catedral, la ciudad, la e s c u e la ................................... 71 El r e in o .............................................................................89 Resistencia de las naciones............................................... 103 El giro del siglo x i v ........................................................... 121 La felicidad.......................................................................137 La m u e r t e .......................................................................161

Referencias bibliográficas

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PREFACIO

Hace veinte años, Albert Skira, por sugerencia de Yves Riviére, me proponía trabajar en la colección que más tarde tituló «Art Idées Histoire». Su propósito consistía en situar las formas artísticas entre aquello que las rodea y dirige su creación, mos­ trar de época en época el significado de la obra de arte, la función que cumple bajo su aparente gratuidad, las relaciones que man­ tiene con las fuerzas productivas, con una cultura de la que es una expresión entre otras y con la sociedad cuyos ensueños ali­ menta. Me agradó el proyecto: precisamente en ese momento empezaba a preguntarme acerca de lo que liga las formaciones sociales con las culturales, lo material con lo que- no lo es, lo real con lo imaginario. Escribí primero uno, dos, luego tres de estos libros, tratando de la Edad Media occidental entre el final del siglo x y el comienzo del xv. Aparecieron en 1966 y 1967. Ya en esta primera obra, el texto y la imagen se bailaban necesaria­ mente coordinados. En 1974, Pierre Nora me incita a reanudar, a remozar, a con­ centrar aquel ensayo. Así sale «Le temps des cathédrales». Roger Stéphane opina que en ese libro hay materia para componer una serie de filmes para la televisión. Roland Darbois, Michel Albaric, el propio Stéphane y yo nos ponemos juntos a traducirlo. Claro está que se trata de la traducción de un lenguaje a otro, totalmente distinto, de construir un nuevo discurso. De impri­ mirle su ritmo. Situar donde conviene las etapas, los momentos culminantes, las transiciones. Construir la armadura sobre la que vendrán a organizarse las imágenes. Pues esta vez, las imágenes son las soberanas. Roland Darbois marcha a recogerlas. Las reúne. Ante este primer montaje, yo pongo un comentario. En función del texto hablado, se rehace por última vez el texto vi­ sual. Y así se concluye la obra. Le debo mucho. Los medios empleados en las tomas revela-

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PREFACIO

ban ante todo lo que yo no había podido ver: por ejemplo, los detalles del tímpano de Conques, de las naves de catedrales va­ ciadas de su mobiliario moderno., Cangrande durmiendo su últi­ mo sueño sobre la altura de la tumba que Tuzó edificar en Verona. De todos modos el provecho vino principalmente de que otra mirada se había posado en las obras de arte: sobre la marcha, se habían impuesto otras selecciones y los montajes sucesivos, yuxtaponiendo de manera inusitada las imágenes, provocaban confrontaciones y suscitaban reflexiones nuevas. Esto explica la sensible distancia entre el texto del libro de que partimos y éste. Lo presento sin retoques, tal como fue elaborado con la vi­ veza de una primera impresión visual, tal como fue dicho. Estas fases han sido habladas. Ante un público inmenso y diverso. Lo importante era que no desviaran la atención de la imagen. A la imagen se han sometido y subordinado por entero. Son insepa­ rables de ellas. Su única razón de ser consiste en ayudar a apre­ ciar mejor su sentido. Aquí están fijadas simplemente para me­ moria. Georges Duby

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Imaginemos. Es lo que siempre están obligados a hacer los historiadores. Su papel es el de recoger los vestigios, las huellas dejadas por los hombres del pasado, establecer, criticar escru­ pulosamente un testimonio. Pero esas huellas, sobre todo las que han dejado los pobres, la vida cotidiana, son ligeras y disconti­ nuas. Respecto a tiempos muy lejanos como estos de que aquí se trata, son rarísimas. Sobre ellas se puede construir un arma­ zón, pero muy endeble. Entre esos pocos puntales permanece abierta la incertidumbre. No tenemos más remedio que imaginar la Europa del año mil. Ante todo, pocos hombres, muy pocos. Diez veces, quizá vein­ te veces menos que hoy. Densidades de población que son actual­ mente las del centro de Africa. Domina tenaz el salvajismo. Se espesa a medida que nos alejamos de las orillas mediterráneas, cuando se franquean los Alpes, el Rin, el mar del Norte. Acaba por ahogarlo todo. Aquí y allá, a trozos hay claros, cabañas de campesinos, pueblos rodeados de jardines, de donde viene lo mejor de la alimentación; campos, pero cuyo suelo rinde muy poco a pesar de los largos reposos que se le conceden; y muy de­ prisa, desmesuradamente extendida, la zona de caza, de reco­ lección, de pastos diseminados. De tarde en tarde una ciudad. Casi siempre es el residuo de una ciudad romana; monumentos antiguos remendados de los que se han hecho iglesias o fortale­ zas ; sacerdotes y guerreros; la domesticidad que íes sirve, fabri­ cando armas, moneda, ornamentos, buen vino, todos los signos obligados y los utensilios del poder. Por todas partes se entre­ mezclan las pistas. Movimiento por doquier: peregrinos y mozos de carga, aventureros, trabajadores itinerantes, vagabundos. Es asombrosa la movilidad de un pueblo tan desguarnecido. Hay hambre. Cada grano de trigo sembrado no da más que tres o cuatro, cuando es verdaderamente bueno. Una miseria.

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La obsesión: pasar el invierno, llegar hasta la primavera, hasta el momento en que corriendo los pantanos y las espesuras, se puede 'tornar el alimento en la naturaleza libre, tender trampas,, lanzar redes, buscar bayas, hierbas, raíces. Engañar el hambre.. De hecho, ese mundo parece vacío y en realidad está superpo­ blado. Desde hace tres siglos, desde que han menguado las gran­ des oleadas de peste que durante la más alta Edad Media habían arrasado al mundo occidental, la población se ha puesto a crecer. El aumento iba creciendo a medida que fenecía la esclavitud, la verdadera, la de la antigüedad. Aún queda gran cantidad de no libres, de hombres y mujeres cuyo cuerpo pertenece a alguien que lo vende, que lo da, y a quien deben obedecer en todo. Pero ya no se les retiene hacinados en chusmas. Sus dueños, precisa­ mente porque se reproducen, han aceptado verlos establecerse en una tierra. Viven en familia entre ellos. Proliferan. Para alimen­ tar a sus hijos debían roturar y agrandar los viejos terruños, creando otros nuevos en medio de soledades. Ha comenzado la conquista. Pero todavía es demasiado tímida: el utillaje es irri­ sorio ; subsiste una especie de respeto ante la naturaleza virgen que impide atacarla con demasiada violencia. La inagotable ener­ gía del agua corriente, la inagotable fecundidad de la buena tie­ rra, profunda, libre desde hacía siglos, desde la retirada de la colonización agrícola romana, todo se ofrece. El mundo está por domar. ¿Qué mundo? Los hombres de aquel tiempo, los hombres de alta cultura, que reflexionaban, que leían libros, se representaban la tierra plana. Un vasto disco cubierto por la cúpula celeste y rodeado por el océano. En la periferia, la noche. Poblaciones ex­ trañas, monstruosas, de unípedos, de hombres lobos. Se contaba que surgían de vez en cuando, en hordas terroríficas, como ade­ lantados del Anticristo. En efecto, los húngaros, los sarracenos y los hombres del norte, los normandos, acababan de devastar la cristiandad. Estas invasiones son las últimas que ha conocido Europa. Esta no se hallaba librada del todo de ellas en el año mil y la gran oleada de miedo levantada por las incursiones no había terminado. Ante los paganos, se había huido. El cristianis­ mo y las formas frágiles, preciosas, veneradas, en que se había introducido durante el Bajo Imperio la lengua latina, la música, el conocimiento de los números, el arte de construir en piedra, permanecían aún como soterradas en las criptas. Los monjes que construyeron la de Toumus habían sido expulsados cada vez

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más lejos por la invasión normanda, desde el océano, desde Noirmoutiers, y no habían hallado la paz más que en el centro de las tierras, en Borgoña. Jerusalén constituye el centro de este mundo plano, circular, cercado de terrores. La esperanza y todas las miradas se dirigen hacia el lugar donde murió Cristo, de donde Cristo subió a los cielos. Pero en el año mil, Jerusalén está cautiva, en manos de los infieles. Una ruptura ha dividido en tres porciones la parte conocida del espacio terrestre: aquí el Islam, el m al; ahí el semimal, Bizancio, una cristiandad, pero de lengua griega, extraña, sospechosa, que deriva lentamente hacia el cisma; por último, Occidente. La cristiandad latina sueña en una edad de oro, en el imperio, es decir en la paz, el orden y la abundancia. Este recuer­ do obsesionante se vincula a dos lugares insignes: Roma — aun­ que Roma en esa época es marginal, más que a medias griega— y Aquisgrán, nueva Roma. En efecto, dos siglos antes había resucitado el Imperio roma­ no de Occidente. Un renacimiento. Las fuerzas que lo habían suscitado no venían de las provincias del Sur donde la impronta latina quedaba marcada más profundamente. Brotaban en lo más silvestre, en una región bravia, vigorosa, tierra de misión, frente de conquista, del país de los francos del este, en la unión de la Galia y la Germania. Aquí había nacido, había vivido y había sido sepultado el nuevo César, Carlomagno. Un monumento capital mantiene su memoria, la capilla de Aquisgrán. Maltratada por los rapaces, restaurada, permanece como el sello indestructible de la renovación inicial, como una invitación a proseguir el es­ fuerzo, a mantener la continuidad, a renovar perpetuamente, a renacer. Los que construyeron este edificio lo quisieron imperial y romano. Tomaron dos modelos, uno en la propia Roma, el Panteón, templo erigido en tiempos de Augusto y ahora dedicado a la Madre de Dios; el otro en Jerusalén, en el santuario levan­ tado en la época de Constantino sobre el emplazamiento de la ascensión de Cristo. Jerusalén, Roma, Aquisgrán, este lento des­ plazamiento de este a oeste de un polo, del centro de la ciudad de Dios sobre la tierra, condujo así a esta nueva iglesia redonda. Las disposiciones de su volumen externo significan la conexión de lo visible y de lo invisible, el tránsito ascensional, liberador, de lo carnal a lo espiritual, desde el cuadrado, signo de la tierra, hasta el círculo, signo del cielo, por el intermedio de un octógo­ no. Tal organización convenía al lugar donde venía a rezar el

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emperador. Este tenía por misión ser intermediario, intercesor entre Dios y su pueblo, entre el orden inmutable del Universo celeste y la turbación, la miseria, el miedo de este bajo mundo. La capilla de Aquisgrán tiene dos pisos. En la planta inferior está la corte, las gentes que sirven al soberano por la oración, las armas o el trabajo; son los representantes de la inmensa multi­ tud que el maestro rige y ama, que él ha de conducir hacia el bien, más arriba, hacía su persona. E l mismo ocupa su lugar en la planta superior. Allí es donde se asienta. Los signos de alaban­ za que se cantan en las grandes ceremonias lo proclaman eleva­ do, no naturalmente hasta el nivel del Señor Dios, pero al menos hasta el nivel de los arcángeles. Esta tribuna se abría hacia el exterior sobre el gran salón donde Carlomagno administraba la justicia dirigida hacia las cosas de la tierra. Pero mediante un diálogo solitario entre el Creador y el hombre al que ha hecho guía de su pueblo, el trono imperial mira hacia el santuario, del lado de esas formas arquitectónicas que hablan a la vez de con­ centración y de ascensión. Sigue existiendo en el seno del siglo xi un emperador de Oc­ cidente, heredero de Carlomagno, que como aquél quiere ser un nuevo Constantino, un nuevo David. Roma lo atrae. Desearía residir allí. La indocilidad de la aristocracia romana, los lazos sutiles de una cultura demasiado refinada y los miasmas de que está llena esa ciudad insalubre lo alejan de ella, La autoridad imperial permanece pues anclada en la Germania, en Lotaringia. Aquisgrán sigue siendo su raíz. Otón III, el emperador del año mil, ha hecho buscar el sepulcro de Carlomagno, romper el pa­ vimento de la iglesia, ha tomado la cruz de oro que colgaba al cuello del esqueleto y con ella se ha adornado simbólicamente. Luego, como lo habían hecho sus antepasados y como lo harán sus descendientes, ha depositado lo más espléndido de su tesoro en la capilla de Aquisgrán. Así se acumulan objetos maravillosos, apropiados para liturgias donde se entremezclan lo profano con lo sagrado. Los signos que los revisten expresan la unión entre el imperio y lo divino. Muestran al emperador prosternado a los pies de Cristo, minúsculo, pero presente, sólo con su esposa, nue­ vo Adán, único representante de la humanidad entera; o bien, teniendo en la mano, como Cristo lo tiene en el cielo, el globo, imagen del poder universal. En la catedral de Bamberg se con­ serva hoy el manto con que el emperador Enrique I I se vestía en las grandes fiestas. En él están bordadas las figuras de las. cons­ telaciones y de las doce casas del zodiaco. Esta capa representa

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el firmamento, la parte más misteriosa del universo y la mejor ordenada, la que se mueve dentro de un orden ineluctable, que gravita en lo alto, que no tiene límite. El emperador se muestra ante sus fieles asombrados, envuelto en las estrellas. Para afir­ mar que es el dueño supremo del tiempo, del pasado, del futuro — que es el dueño del buen tiempo, por tanto de las coseehas abundantes, el vencedor del hambre— que es el garantizador del orden, que es vencedor del miedo. Admiremos la inconmensura­ ble “distancia entre esas ostentaciones del poder donde se enun­ ciaban en formas fascinantes tales pretensiones y todo alrededor, a dos pasos del palacio, el bosque, las tribus salvajes de criado­ res de puercos, un paisanaje para el que el mismo pan, y el pan más negro, seguía siendo un lujo. ¿El imperio? Era un sueño. En la Europa del año mil, la realidad es lo que llamamos la feudalidad. Es decir, las maneras de mandar adaptadas a las con­ diciones verdaderas, al verdadero estado, áspero, mal desvastado de la civilización. Todo se agita en ese mundo, pero sin camino, sin moneda o casi, ¿quién puede hacer ejecutar sus órdenes lejos del lugar donde él se halla en persona? El jefe obedecido es aquel a quien se ve, a quien se oye, a quien se toca, con quien se come o se duerme. La invasión de los paganos sigue siendo amenaza­ dora, el temor que inspira sobrevive a la progresiva retirada del peligro; el jefe obedecido es pues aquel cuyo escudo está allí, cerca, que protege, vela sobre un refugio donde el conjunto del pueblo puede encontrar abrigo, encerrarse, hasta que pase la tor­ menta ; la feudalidad es por consiguiente, en primer lugar, el cas­ tillo. Innumerables fortalezas diseminadas por todas partes. De tierra, de madera, algunas ya de piedra, sobre todo en el sur. Rudimentarias: una torre cuadrada y una empalizada son el sím­ bolo de la seguridad. Pero también son amenazas. En cada casti­ llo anida un enjambre de guerreros. Hombres a caballo, caballe­ ros, especialistas de la guerra eficaz. La feudalidad afirma su primacía sobre todos los demás hombres. Los caballeros — una veintena, una treintena— que por turno montan la guardia en la torre, salen de ella con la espada en el puño, exigiendo como pre­ cio de la protección que aseguran ser mantenidos, nutridos por el país llano y desarmado. La caballería campa sobre la Europa de los campesinos, de los pastores y de los hombres del bosque. Vive del pueblo, duramente, salvajemente, aterrorizándolo: un ejército de ocupación. Frente al manto de Enrique II, cuyas constelaciones hablan de paz imaginaria, sitúo otro bordado: la «tela de la conquista»-

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como se llamaba en su tiempo a la «tapicería» de Bayeux como decimos nosotros. Mujeres bordaron en la Inglaterra que los normandos acababan de someter esta larga banda de tejido his­ toriado cuyas imágenes, hada 1080, unos sesenta años después de la capa de Bamberg, contradicen el sueño imperial. Muestra a un rey de Inglaterra, Eduardo el Confesor, sentado en un trono semejante al de Aquisgrán, creyéndose también mediador y en posturas que todavía son las de Carlomagno. En realidad, toda fuerza se ha retirado del rey al que rodean los obispos. Esta pertenece al duque de los normandos Guillermo el Conquistador, príncipe feudal. En tomo a él los hombres de guerra. Sus hom­ bres, los que le han rendido homenaje. Se han ligado a la roma­ na, no por escrito, sino por el gesto, por la palabra, por ritos de boca y de mano, mágicos. Estos guerreros, ante los cuales tiem­ blan los campesinos y los sacerdotes, han venido a arrodillarse un día al pie del dueño de los castillos más fuertes del país, con la cabeza desnuda. Han puesto las manos entre las suyas. Este ha cerrado sus manos sobre las de ellos. El los ha levantado, res­ tableciéndolos así en la igualdad y en el honor, adoptándolos como sus hijos suplementarios, y les ha besado en la boca. Luego estos caballeros han jurado, con la mano sobre los relicarios, servirle, ayudarle, no atentar jamás contra su vida, contra su cuerpo, convirtiéndose así en sus vasallos (la palabra quiere de­ cir zagales), sus muchachos, obligados a conducirse como buenos hijos respecto a este patrón a quien llaman señor (es decir el vie­ jo, el anciano, el mayor), el cual está obligado a mantenerlos, a alegrarlos y si puede a casarlos bien. Y ante todo a proveerlos de armas. Lo mejor del progreso técnico cuyos primeros movimientos se aprecian está dirigido hacia el perfeccionamiento del arnés militar, hacia la metalurgia de armamento. Todavía falta hierro para los carros. Los forjadores hacen con él cascos y cotas de malla que vuelven invulnerables al combatiente. Los utensilios en que aquella época puso mayor cuidado para elaborar, aquellos cuyo peso simbólico era mayor, son las espadas. Insignia de un «oficio» considerado noble, instrumento de la represión, de la explotación del pueblo, la espada, más que el caballo, distingue al caballero de los demás. Proclama su superioridad social. Se cree que las espadas de los príncipes fueron fabricadas en un pa­ sado legendario, mucho antes de la evangelización, por artesanos semidioses. Están cargadas de talismanes. Tienen su nombre. La

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espada del año mil es como una persona. A la hora de morir, como se sabe, el primer afán de Roldan fue por Durandarte. El caballero disfruta de su cuerpo. La función que cumple le autoriza a pasar su tiempo en placeres que son también una ma­ nera de fortificarse, de entrenarse. La caza y los bosques para ella, las áreas reservadas a este juego de aristócratas, se cierran a los leñadores. El banquete: hartarse de piezas cazadas mien­ tras el pueblo común muere de hambre, beber el m ejor vino, cantar; hacer fiesta entre camaradas para que se estreche, en tomo a cada señor, el grupo de sus vasallos, banda alborotada a la que sin cesar hay que tener contenta. Y ante todo, como ale­ gría primera, la de combatir. Cargar sobre un buen caballo con sus hermanos, sus primos, sus amigos. Gritar durante horas en­ tre el polvo y el sudor, desplegar todas las virtudes de sus bra­ zos. Identificarse con los héroes de las epopeyas, con los antepa­ sados cuyas proezas hay que igualar. Superar al adversario, capturarlo, para ponerlo en rescate. En el arrebato, a veces se dejan llevar hasta matarlo. Borrachera de la carnicería. Gusto de la sangre. Destruir y por la tarde dejar el campo esparcido: he aquí la modernidad del siglo xi. En el alba de un crecimiento que ya no cesará, el impulso que inaugura la civilización occidental se revela ante todo por esa vehemencia militar; las primeras victorias sobre la naturaleza indócil de los campesinos, inclinados bajo las exigencias seño­ riales, forzados a arriesgarse entre las malezas y los pantanos, a sanear y a crear nuevos terruños, consiguen alzar en primer plano, aplastándolo todo, a la figura del caballero. Ancho, grue­ so, pesado, contando sólo el cuerpo, con el corazón, no con el espíritu, pues aprender a leer le estropearía el alma. Situando en la guerra, o en el torneo que la sustituye y la prepara, el acto central, el que da sabor a la vida. Un juego en el que se arriesga todo, la existencia y lo que acaso es más precioso, el honor. Un juego en el que ganan los mejores. Estos vuelven ricos, cargados de botín, y por eso generosos, difundiendo en torno a ellos el placer. El siglo xi europeo está mandado por ese sistema de va­ lores, fundado enteramente en el gusto de rapiñar y de dar, en el asalto. El asalto, la rapiña, la guerra, excepto en algunos Lugares res­ petados. El feudalismo ha disociado totalmente la autoridad del soberano en Italia, en Provenza y en Borgoña. La socava en la mayor parte del reino de Francia y en Inglaterra. En el año mil,

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todavía no ha hecho mella en las provincias germánicas. Estas siguen siendo carolingias, es decir imperiales. En Germania aún no se ha establecido el feudalismo; es el emperador quien asume la misión de paz, quien apacigua la tur­ bulencia de los obispos y de los monasterios donde, de vez en cuando, va a rendir homenaje a Cristo, su único Señor. En esta parte menos evolucionada de la cristiandad latina se prolonga así ia empresa de renacimiento. Sigue denso el esfuerzo que mantiene en pie, que vivifica lo que la Roma antigua dejó de sí misma. Esta herencia se enriquece entonces con lo que, a través de Venecia o de las extensiones eslavas, llega fresco de Bizancio. Los emperadores de aquel tiempo tienen como esposas o como madres a princesas bizantinas. Mediante vínculos más rígidos con las cristiandades orientales, mucho más civilizadas, hay como una segunda primavera, una floración abierta en Reichenau, en Echternach, en Lieja, en Bamberg, en Hildesheim. Estos lugares no son capitales. Tampoco la tiene el imperio. Para cumplir su misión de ordenador, para mostrar en todas partes la imagen de la paz, el rey de Alemania debe cabalgar sin cesar, siempre en camino, de un palacio a otro. De tarde en tar­ de, en las grandes fiestas de la cristiandad que son también las fiestas de su poder, viene a entronizarse ion momento, revestido de todas sus galas, en medio de los obispos y los abades, en los santuarios. Allí, junto a las catedrales en las que se apoya su poder semidivino, en los grandes monasterios donde se ruega por su alma y la de sus padres, están establecidas las escuelas, los talleres de arte. Allí se reúnen hombres cuya visión del mundo difiere totalmente de la de los caballeros de Francia, de Ingla­ terra o de España. Perfectamente conscientes de la barbarie que en tomo a ellos invade las costumbres. Resistiendo con todas sus fuerzas a la degradación de una cultura que veneran. Tomando como modelo lo que han legado los tiempos antiguos en los que radica, para ellos, toda perfección. Como el propio Carlo/nagno, del que se cuenta que se levantaba por la noche, estudioso, para aprender a leer latín, los pintores, los escultores, los que tallan el marfil, los que funden el bronce, los que trabajan por encar­ gos imperiales los materiales más nobles, los únicos dignos de celebrar la gloria de su dueño, es decir la gloria de Dios, todos tienen actitudes de discípulos atentos, aplicados, esforzándose por aproximarse lo más cerca posible a los clásicos. Por sus cui­ dados respetuosos, amorosos, sobreviven en el corazón de la más densa rusticidad de las formas que hacen eco a los versos de la

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«Eneida», un arte que rechaza las abstracciones de la bisutería bárbara, prohibiéndose deformar la apariencia de las cosas, ía apariencia corporal del hombre, una estética de la figuración, del volumen equilibrado, de la armonía, una estética de arquitecto y de escultor, clásica. Fue ante todo por el libro como se mantuvo la tradición del clasicismo. Para los hombres de que hablo, los dirigentes de las iglesias imperiales, el libro era sin duda el más precioso de los. objetos. ¿No encerraba la palabra de los grandes escritores de la Roma antigua, y sobre todo las palabras de Dios, el verbo, por el que el Todopoderoso establece su poder en este mundo? Les correspondía adornar ese receptáculo más suntuosamente que los muros del santuario o que el altar y sus vasos sagrados, cui­ dando de que la imagen y la escritura estuvieran en la más estre­ cha consonancia. En los armarios donde se conservaban los li­ bros litúrgicos subsistían cantidad de biblias, de leccionarios que habían sido ilustrados en la época de Luis el Piadoso o de Carlos el Calvo. Sus páginas estaban decoradas con pinturas que imita­ ban casi todas ejemplos romanos. El vigor plástico de las figuras de evangelistas, los simulacros de arquitectura erigidos en tomo a ellas, el adorno de las iniciales respondían a las lecciones de humanismo que distribuían los escritos siempre releídos de Sé­ neca, de Boecio o de Ovidio. Se copiaron estos libros en el año mil, en las iglesias a las que el emperador venía a rezar. Se quiso hacer algo mejor, más magnífico todavía. Los tejidos, los marfi­ les, los libros importados de Bizancio donde las letras se inscri­ bían en oro sobre fondo púrpura, invitaban a mayor fidelidad en la representación de la figura humana, a más lujo en el des­ pliegue de la ornamentación. Sobre el pergamino de los «Pericopios», confeccionados hacia, el mil veinte para el emperador En­ rique II, el oro, ese oro que los príncipes feudales derrochaban entonces en el torneo y en las francachelas, ese oro se tendía como fondo de una representación sagrada. Sobre los espejismos de ese último término que los transporta a lo irreal se desarro­ llan los episodios sucesivos de un espectáculo, desfilan los per­ sonajes del drama, Cristo y*sus discípulos. Personas asombrosa­ mente vivas. Y se Ies ve reaparecer dentro del oro, revestidos por el relieve con más presencia aún, sobre las paredes de los altares, en la capilla de Aquisgrán, en la catedral de Basilea. Li­ bros, frontales de altar, cruces. En el arte cuyo inspirador es el emperador del año mil, la cruz no se muestra como un instru­ mento de suplicio. Es el emblema de un triunfo, de una victoria

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alcanzada sobre las potencias de subversión en el universo ente­ ro, de norte a sur, de este a oeste, sobre ios dos ejes cuyo nece­ sario encaje figura la cruz. Sobre ella está aplicada la imagen de un Cristo coronado, siempre vivo, del que el emperador, lugarte­ niente del cielo, arcángel, es delegado en este mundo. La cruz es el signo de tal investidura. Lo mismo que la espada sirve de em­ blema a la caballería y a todos los poderes de agresión de que es portadora, del mismo modo la cruz, hablando de orden, de luz y de resurrección, hace sensible lo que constituye la esencia del poder imperial. Hacia esas cruces enriquecidas con las más so­ berbias joyas heredadas de la gloria romana, hacia esas cruces blandidas como estandartes para rechazar el mal, es- decir el tu­ multo y la muerte, convergía toda la empresa de renovación. Uno de los mejores artesanos de esta empresa fue Bemward, obispo de Hildesheim. Un obispo consagrado como lo eran los soberanos. Impregnado por los ritos de la consagración de una sabiduría venida del cielo, designado para difundirla aquí abajo, para iluminar. Educador por consiguiente: fue el preceptor de los infantes imperiales. Bemward hizo levantar cerca de su sede episcopal una réplica de la columna Trajana que había visto en Roma. También historiada, envuelta por una larga banda dibu­ jada semejante a la tapicería de Bayeux, pero no bordada como ésta, sino fundida a la antigua en bronce. Bemward también hizo fundir en bronce en Hildesheim las dos hojas de una puerta para una iglesia dedicada a san Miguel, otro arcángel, abriéndose al interior del santuario, es decir a la verdad. Sobre cada uno de los batientes, anillas a las que los criminales fugitivos venían a amarrarse, agarrándose a lo sagrado en la esperanza de conver­ tirse en intocables como los suplicantes de la antigüedad clásica, y los dueños del poder, a quienes la pasión desviaba del camino recto, les cortaban a veces las manos con la espada para apresar­ los. Sacrilegio. También Bemward lo imitaba. Seguía el ejemplo de Carlo­ magno y de los grandes dignatarios de la iglesia carolingia. Pero hasta él, los bronces de las portadas no habían llevado imáge­ nes. Los de Hildesheim están tan poblados de ellas como las pá­ ginas de los evangeliarios. Puestas a la vista del pueblo, de cara al mundo corrompido, hundido en la barbarie, estas puertas te­ nían la función de enseñar el bien, la verdad, la sabiduría. De­ sarrollaban una exhortación fundada en la yuxtaposición de die­ ciséis escenas. Hay que detenerse en su disposición, pues revela la visión del mundo de los hombres cuya cultura ara en aquel

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tiempo la más alta, su manera de pensar, ae enunciar un mensa­ je que se creían obíigados a lanzar por todas partes hacia una sociedad cuyas primeras fases de desarrollo modificaban en este momento las estructuras, que se feudalizaban, que resbalaban insensiblemente bajo la dominación de los guerreros, es decir de la violencia. Dos hojas: la de la izquierda y la de la derecha. El mal y el bien. La desesperación y la esperanza. La historia de Adán y la historia de Jesús, con dos movimientos inversos. El discurso debe leerse de arriba abajo en la parte izquierda que habla de degradación, de decadencia, de caída. Se lee de aba­ jo arriba en la parte derecha, la buena, puesto que proclama aquí la posible reincorporación, puesto que invita a resurgir, puesto que señala el camino ascendente, el que hay que seguir. Muy hábilmente, la retórica visual saca provecho igualmente de las analogías entre cada uno de los episodios de estos dos relatos yuxtapuestos. Insiste en las concordancias que, dos a dos, unen las escenas de la derecha a las de la izquierda. Propone una leetura horizontal para determinar más claramente dónde está el bien y dónde el mal. Conduciendo la mirada desde Adán y Eva excluidos, arrojados del paraíso, condenados a morir, hacia Jesús presentado en el templo, recibido, admitido, desde el árbol de muerte hacia la cruz, árbol de vida, desde el pecado original hacia la crucificación que lo borra, desde la creación de la mu­ jer hacia esa especie de gestación cuyo lugar fue la tumba de la resurrección. Así es como enseña Bernward. No con palabras, sino con signos abstractos. Mediante una especificación anun­ ciadora de los grandes misterios que tres siglos más tarde vendrán a representar ante las catedrales actores vivos. Ya se ve aquí actuar a los hombres y a las mujeres. Presencia del hombre. Ya que se trata del hombre, de la suerte de cada hombre. Del hombre caído, arrojado hacia abajo, hacia la tierra por el peso de la falta, humillado hasta esta condición despreciable en que el feudalismo rebaja a los campesinos sometidos, envilecido, obli­ gado a trabajar con sus manos, empujado en fin, en última etapa, hasta el homicidio, hasta la violencia, hasta ese encarnizamiento por destruir de que dan pruebas, en la época, los caballeros que como sabemos derraman cada día la sangre de los justos. Mien­ tras que en el otro batiente, la vida de una mujer y la vida de un hombre, María nueva Eva, Jesús nuevo Adán, afirman que el gé­ nero humano debe salvarse finalmente. Caída y redención. Una historia inmóvil, inmediata, actual. En el seno del siglo xi, la humanidad se alza de su degradación.

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Se ha puesto en camino bajo la dirección del emperador. La obra de arte está allí para orientar su marcha. Es indicativa y por eso adopta de nuevo el lenguaje más claro, el de la Roma antigua. Sin embargo, el mensaje está lanzado muy tejos de Rema, fin los límites extremos de la era civilizada. Muy cerca de los san­ tuarios y de los sacrificios humanos del paganismo escandinavo. En las primeras líneas de combate que el pueblo de Dios debe librar contra las tinieblas.

Un e r e m it a a c o m ie n z o s d e l s i g l o x i i

«Las vastas soledades que se hallan en los confínes del Maine y de Bre­ taña florecían entonces, como un segundo Egipto, con una multitud de ana­ coretas que vivían en celdas separadas, santos personajes, famosos por la excelencia de su regla de vida. |...j ¡Entre ellos, uno llamado Pedro.| Pedro no sabía cultivar los campos ni el jardín; eran los brotes jóvenes los que, con el complemento de su trabajo de tornero, le proporcionaban los platos cotidianos de su mesa. Su casa, todo menos grande, se la había construido igualmente con cortezas de árbol dentro de las ruinas de una iglesia consagrada a san Medardo, cuya mejor parte habían abatido las tempestades. |...|» Geofroy le Gros, « Vida de san Bernardo de T irón»

El

c o m e r c io en

L o m ba kd ia

e n el sig lo x

«A su entrada en el reino, los mercaderes pagaban en los puntos de paso, sobre los caminos pertenecientes al rey, el diezmo de toda mercan­ cía; he aquí la lista de esos pasos: el primero es Suse, el segundo Bard, el tercero Bellinzona, el cuarto Qhiavenna, el quinto Bolzano (o Bolciano), el sexto Volargno (o mejor Valamio), el séptimo Trevale, el octavo Zuglío, sobre el camino de Monte Croce, el noveno cerca de Aquilea y el décimo Cívidale del Friul. Toda persona al llegar a Lombardía desde más allá de las montañas debe pagar el diezmo sobre los caballos, los esclavos mascu­ linos y femeninos, los paños de lana y de lino, las telas de cáñamo, el estaño, las espadas; y allí, en la puerta, cada uno debe pagar el diezmo de toda mercancía al agente del tesorero. j...| En lo que concierne a ingleses y sajones, gentes de esta nación tenían la costumbre de venir con sus mercancías y géneros. Pero cuando en la aduana veían vaciar sus fardos y talegos, se acaloraban; surgían altercados con los agentes del tesoro, se injuriaban, se atacaban a cuchilladas y por ambas partes había heridos,» « Honoranciae Civitatis Papiae»

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c e r e m o n ia de a r m a r caballero en el

SIGLO XII

«Teniendo en la mano Durandarte la espada El rey la sacó de la vaina, enjugó la hoja Luego la ciñó a su sobrino Roldán Y he aquí que el papa la ha bendecido. El rey le dijo dulcemente riendo: «Y o te la ciño con el deseo »De que Dios te dé valentía y audacia, «Fuerza, vigor y gran bravura »Y gran victoria sobre los infieles.» Y Roldán dijo con el corazón en fiesta: «Dios me la co«eeda por su digno mandato.» Cuando el rey le ha ceñido la hoja de acero, El duque Naimas va a arrodillarse Y calzar a Roldán su espuela derecha. Para la izquierda, es el buen Oger el danés.» « E l cantar de Aspremont»

R evuelta

de lo s s ie r v o s de

V ir y

CONTRA LOS CANONIGOS DE NUESTRA SEÑORA DE PARIS, 1067

«E l año de la Encarnación del Señor 1067 bajo el reinado de Felipe rey de los francos, viviendo Godofredo, obispo de París, viviendo Eudes, decano y Raúl, preboste, viviendo igualmente Herberto, conde de Veranandois, de Vuacelin, procurador de Viry, los siervos de Viry, sublevándose contra el preboste y los canónigos de Santa María, afirmaron no deber aquello de que manifiestamente habían sido absueltos sus antepasados, a saber, la guardia de noche, y poder además, sin autorización del preboste y de los canónigos, casarse con las mujeres que quisieran. Su oposición nos condujo a participar en un litigio en el que demostrarían que no tenían que esperar la autorización de los prebostes y canónigos. Pero como pen­ saban reducir con sus razonamientos esta costumbre a la nada, por los méritos de María, la Santísima Madre de Dios, su lengua se embrolló de tal modo que lo que adelantaban, pensando hacer progresar sus asuntos, se volvió para abrumarlos y dar plena satisfacción a los nuestros. Confun­ didos así, por juicio de los ediles hecho conforme a ley, nos restituyeron el derecho de guardia entregando al deán Eudes el guante izquierdo. Por derecho abandonaron la reivindicación acerca de las mujeres forasteras: en adelante no se casarían con ellas sin la autorización del preboste y de los canónigos.» «Cartulario de la iglesia de Notre-Dame»

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EL AÑO JtfJX

V id a

de

N

o rb erto , a r z o b is p o de

M agdesurgo ;

h a c ia

1160

«A l llegar a la ciudad fortificada de Huy, situada en el Mosa, distribuyó a los indigentes el dinero que acababa de recibir y habiendo descargado así el fardo de los bienes temporales, vestido tan sólo con una túnica de lana y envuelto en un manto, con los pies desnudos, en un frío espantoso, partió hacia Samt-Gilles con dos compañeros. Allí encontró al papa Gelasio que había sucedido al papa Pascual después de la muerte de éste y... recibió de él el líbre poder de predicar, poder que el papa confirmó por la sanción oficial de una carta... [Ñ orberta vuelve a marchar, pasa por Valencienn.es y allí se asocia a un clérigo llamado H ugo.] Norberto y su com­ pañero recorrían los castillos, los pueblos, los lugares fortificados, predi­ cando y reconciliando a los enemigos, pacificando los odios y las guerras más arraigadas. No pedía nada a nadie, pero todo lo que se le ofrecía lo daba a los pobres y a los leprosos. Estaba absolutamente seguro de obte­ ner de la gracia de Dios lo que era indispensable para su existencia. Como le gustaba ser en la tierra un simple peregrino, un viajero, no podía ser tentado por ninguna ambición, él cuya esperanza estaba ligada al cielo. ¡Fuera de Cristo todo le parecía vil.| La admiración y el afecto generales crecieron tanto en tom o a él dondequiera que se dirigiera, haciendo cami­ no con su único compañero, que los pastores abandonaban sus rebaños y corrían por delante para anunciar su llegada al pueblo. Las poblaciones se reunían entonces alrededor de él en multitud y, al escucharlo durante la misa exhortarlos a la penitencia y a la esperanza en la salvación eter­ na — salvación prometida a cualquiera que haya invocado el nombre de Señor— , todos se regocijaban de su presencia y cualquiera que hubiera te­ nido el honor de albergarlo se consideraba feliz. Se maravillaban de este género de vida tan nuevo como era el suyo: vivir sobre la tierra y no bus­ car nada de la tierra. En efecto, según los preceptos del Evangelio, no llevaba zapatos ni túnica de recambio, contentándose con algunos libros y sus vestiduras sacerdotales. No bebía más que agua, a menos que fuese invitado por personas piadosas; entonces se acomodaba a su manera de hacer...» « Vida de san Norberto, arzobispo de Magdeburgo»

S uecia

en e l sig lo x i

«Los que atraviesan las islas danesas ven abrirse (ante ellos) otro uni­ verso, en Suecia y en Noruega, dos inmensos reinos del norte que hasta el presente nuestro mundo casi ha ignorado. A este respecto, he tenido informaciones del muy sabio rey de los daneses: para atravesar Noruega hace falta al menos un mes; en cuanto a Suecia, difícilmente bastan dos meses para recorrerla. « Y eso, yo mismo he hecho la experiencia, me dijo, yo que no hace mucho tiempo, bajo el rey Jacobo, he servido doce años en estos países, ambos encerrados en montañas muy altas y principalmen­ te Noruega que rodea a Suecia cotn sus montes.» Suecia no fue pasada completamente en silencio por los autores antiguos Solín y Orosio. |...|

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Es un país muy fértil, de suelo rico en cosechas y en miel y que además, por la fecundidad de sus rebaños, supera a todos los demás; los ríos y los bosques £Stán muy bien situados y por todas partes el país rebosa de mer­ cancías extranjeras. También se podría decir que los suecoe no se privan absolutameats..£le nada, srno de aquello que nosotros queremos o mejor adoramos: el orgullo. Pues todos estos instrumentos de una vana gloria, es decir el oro, la plata, corceles regios, pieles de castor o de marta cuyo atractivo nos vuelve locos, ellos no los M een ningún caso. |...[ Ahora vamos a decir dos palabras sobre las supersticiones suecas. El templo más noble que posee este pueblo y que se llama Ubsola está situa­ do no lejos de la ciudad de Sectona. En este templo, enteramente adorna­ do con oro, son objeto de veneración popular las estatuas de tres dioses: el más poderoso, Thor, en medio del trásMiBáiia posee un trono; a un lado y otro se hallan los lugares ocupados por Wodan y Fricco. Estos dioses tienen el significado siguiente: «Thor, me han dicho, se asienta en los aires, manda en la tempestad y el rayo, el viento y la lluvia, el buen tiempo y las cosechas. El segundo, Wodan, es decir furor, dirige las guerras y procura a los hombres valor contra los enemigos. El tercero es Fricco que distribuye a los hombres paz y placer. |...i Honran también a dioses creados a partir de hombres que por sus altos hechos se ven atribuir la inmortalidad: así lo han hecho, según se lee en la vida de san Anscario, del rey Erik.» Adam de Bremen, « Gesta Hammaburgensis ecclesiae pontificum »

Los HUNGAROS VISTOS POR EL SAJON WlDUKINDO (925?-1004?), MONTE DE CORVEY (W e STFALIA) «X V III. Entretanto los ávaros, según lo que piensan algunos, eran los restos que subsistían de los hunos. Los hunos habían salido de los godos; los godos habían salido de una isla que se llama, según cuenta Jordanes, Suiza. Los godos reciben su nombre de su duque llamado «Gotha». Como algunas mujeres en su ejército hablan sido acusadas ante él de prácticas mágicas, fueron examinadas y halladas culpables. Como formaban una multitud, se abstuvo d e castigarlas según merecían, pero de todos modos las expulsó del ejército. Así, echadas, alcanzaron un bosque próximo. Como estaba rodeado por el mar y las marismas Meóticas, no había ninguna sali­ da para escapar. Pero algunas de ellas estaban encinta y alumbraron allí. Nacieron otras y otras de ellas; se formó una raza poderosa y viviendo como bestias salvajes, incultas e indómitas, estas gentes se convirtieron en cazadores infatigables. Después de muchos siglos, como a fuerza de morar en este sitio ignoraban absolutamente la otra parte dei mundo, ocurrió que hallaron cazando una cierva y la persiguieron tan lejos que franquearon las marismas Meóticas por un camino impracticable hasta en­ tonces para todos los mortales de tiempos pasados; allí vieron ciudades, fortalezas y una raza de hombres antes desconocida; volvieron por el mismo camino y contaron estos hechos a sus compañeros. Estos, por cu­ riosidad, se desplazaron en multitud para tener pruebas de lo que habían

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oído. Entonces las gentes de Jas ciudades y fortalezas limítrofes, cuando apercibieron esta multitud desconocida y estos cuerpos repelentes por sus vestiduras y su aspecto general, se pusieron a huir creyendo que eran de­ monios. En cambio ellos, asombrados y admirados ante nuevos espectácu­ los se abstuvieron en principio de matar y de saquear; pero nadie resiste el afán humano de tocar; después de haber asesinado a los hombres en gran número, pusieron mano en los objetos y no escatimaron nada. Ha­ biendo hecho un inmenso botín, volvieron a su territorio. No obstante, vien­ do que las cosas tomaban para ellos otro sesgo, volvieron por segunda vez con mujeres, niños y todo su bagaje bárbaro, y devastaron los pueblos vecinos a la redonda; para terminar se pusieron a instalarse en Panonia. X V IIII. Vencidos por Carloraagno, empujados más allá del Danubio y encerrados en un inmenso atrincheramiento, escaparon a la habitual desa­ parición de los pueblos.» « Widukindi Mariachi Corbeiensis rerum saxonicarum libri tres»

En Laon,

en e l sig lo x i i

«A título de ejemplo citemos un caso que si tuviera lugar entre los bárbaros o los escitas sería ciertamente juzgado por esas gentes, que no tienen ninguna ley, como perfectamente impío. Como en sábado, de diver­ sos rincones de la campiña, el pueblo campesino se dirigía a este lugar para comerciar allí, los burgueses circulaban por el mercado llevando en un vaso para beber, una escudilla o cualquier otro recipiente, legumbres secas o trigo o cualquier otra especie de fruto, como para venderlos y cuando habían propuesto la compra a un campesino que buscaba tales productos, éste prometía que lo compraría al precio fijado. «Sígueme, decía el vendedor, hasta mi casa, a fin de que allí puedas ver el resto de este fruto que te vendo y que después de haberlo visto lo tomes.» El otro seguía, pero cuando habían llegado ante el cofre, el fiel vendedor habiendo levantado y sosteniendo la tapa del cofre: «Baja la cabeza y los brazos dentro del cofre, decía, a fin de ver que todo ello no difiere en nada de la muestra que te he ofrecido en el mercado.» Como el comprador colgándose por encima del borde del cofre’ estaba suspendido por el vientre, con la cabeza y los hombros hundidos dentro del cofre, el buen vendedor que se mantenía a sus espaldas, después de haber levantado los pies del hombre que no desconfiaba, lo empujaba rápidamente dentro del cofre y volvía a bajar la tapa sobre su cabeza; lo conservaba al abrigo en esta ergástula hasta que se rescatara. Esto tenía lugar en la ciudad así como otras cosas parecidas. Los robos, digamos mejor los bandidajes, eran practicados en público por los notables y por los subordinados de los notables. No existía ninguna segu­ ridad para el que se arriesgaba a salir de noche y no le quedaba más que dejarse despojar o apresar o matara Guíbert de Nogent, « Historia de su vida, 1053-1124»

30 El

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h a m b r e de

1033

«En la época siguiente comenzó a desarrollarse el hambre por toda la superficie de la tierra y se llegó a temer la desaparición del género huma­ no casi entero. Las condiciones atmosféricas iban contra el curso normal de las estaciones hasta tal pimío que el tiempo no era jamás propicio para las siembras y sobre todo a causa de las inundaciones, nunca era favorable para las cosechas. Se creía ver a los elementos dirimir entre ellos sus que­ rellas, pero estaba fuera de dada que para ellos se trataba de castigar el orgullo de la humanidad. Lluvias incesantes habían empapado el suelo tan completamente que en el espacio de tres años no se abrió un surco que se pudiera sembrar. En la época de la cosecha, la cizaña estéril y otras hierbas malas habían cubierto por entero la superficie de los campos. Allí donde los rendimientos eran mejores el almud de semilla daba, a la cosecha, un sextaiio; en cuanto al sextario, apenas si daba un puñado. Esta vengativa esterilidad comenzó en Oriente. Despobló Grecia y pasó a Italia; desde, allí, por las Galias, donde penetró, alcanzó a todas las naciones inglesas. Entonces la presión de la escasez se cerró sobre la población en­ tera: ricos y gentes acomodadas palidecían de hambre lo mismo que los pobres. Los procedimientos deshonestos de los poderosos desaparecieron en la miseria universal. Cuando se llegaba a descubrir alguna vitualla pues­ ta en venta, el vendedor según su fantasía tenía completa libertad para superar el precio o para contentarse con él. En muchos lugares el almud costó sesenta sueldos y en otras partes el sextario quince sueldos. Entre­ tanto, cuando se hubieron comido bestias y pájaros, empujadas por un hambre terrible, las gentes llegaron a disputarse carroñas y otras cosas innombrables. Algunos buscaron un recurso contra la muerte en las raíces de los bosques y en las plantas acuáticas, pero en vano. No hay refugio para la cólera vengadora de Dios más que en sí mismo. Da horror contar ahora la corrupción a que llegó entonces el género humano. ¡A y! ¡Ah, dolor! Cosa en otro tiempo inaudita: enrabiados por las privaciones, los hombres en esta ocasión fueron acosados hasta recurrir a la carne hu­ mana.» Raúl Glaber, «Historias;>

P e n u ria

en

F landes en 1125

«En esta época, nadie podía alimentarse normalmente en comida y be­ bida; contrariamente a lo acostumbrado se consumía de una sola vez, para una comida, todo el pan que antes de la época del hambre se tenía cos­ tumbre de consumir en varios días. Se saciaban así sin medida y la exce­ siva carga de la comida y la bebida distendía los orificios naturales de los órganos y declinaban las fuerzas naturales. Los alimentos crudos e indi­ gestos agotaban a los individuos a quienes el hambre no cesaba de trabajar hasta que rendían su último suspiro. También muchos a quienes desco­ razonaban los alimentos y ías bebidas, aunque los tuviesen en abundancia, estaban todos hinchados.

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En la época del hambre, en plena Cuaresma, se vio a gentes entre nosotros, en la región de Gante y de los ríos del Lys y del Escalda, comer «¿bree

auences, París, 1S05, p. 117-119, d’aprés Archives nationaleíí, JJ‘ -13S n.“ 266, f° 123. U . «Un paysan angíais et sa famille, vers 1394», Pierce the Ploüghmans-Credeu éd. W. W. Skeate, Londres, 1867, p. 16-17, v. 420442 (EarfjtEnglish Text Society, Original Series, 30). 'Sx.Bemard Guí Manuel de Vinquisiteur, edité et traduít par G. Molia^Société, ,a d’edítion «Les belles lettres», París, 1964 (p. LVI, L V II, 21, 23, 25‘, 103, 105, 107, 135, 137). Nicolau Evmerich, Francisco Peña, Le manuel des inquisiteurs, íntroduction, traduction et notes de Louis Sala-Molins, Mouton, París, 1973 (p. 207, 2098, 158, 159, 160, 161). (Versión original: Directorium Inquisitorum, Venecia, M. Antonio Zalterio, 1607. Trad. castellana: Manual de inquisidores, Barcelona, Fontamara, 1982, 2.* ed.) «Les chroniques de sire Jan Froissart», Historiens et chroniqueurs du Moyen Age, Bibliothéq-ue de la Fléiade, Gallimard, París, 1952 (p. 388 a 600, 644 a 651). Journal d’un bourgeois de Paris á la fin de la guerre de Cent ans, texte présente et adapté par Jean Thiellav, coilection 10/18, Union générale d’éditions, París, 1963 (p. 18, 28-29, 4546, 52-53, 68-69, 76-78, 97-99). «CMtiment de Colinet de Puiseux.» «Un curieux mal: ...la coqueluche.» «Arrestations et massacres des Armagnacs.» «M ort du bourreau Capeluche.» «La faroine.» «Le drarae de l’arbre de Vauru.» «Attraction: l’arrivée des romanichels.»

Georges Duby

Europa en la Edad Media Este libro intenta descubrir el significado del arte en la Europa medieval y las relaciones que lo unían al conjunto de la sociedad y de la cultura. De aquellas inmensas creaciones del Medievo han sobrevivido las obras maestras y poco más, pero eso ya es suficiente para medir la grandeza de una é p o c a a la q u e ta m p o c o s e p u e d e d isociar d e la

servidumbre y la desolación. Porque aquellas so­ berbias construcciones y aquel refinamiento artís­ tico fueron también un hermoso disfraz bajo el que se ocultaban la brutalidad, el terror y la miseria. A través de la revisión de los tópicos medievales, Georges Duby nos ofrece un texto que se caracte­ riza por el rigor del estudioso y la curiosidad del experto apasionado. Georges Duby fue uno de los máximos exponentes de la escuela histórica francesa y un erudito medievalista cuya elegante prosa también supo trans­ mitir al público no especializado los secretos y claroscuros de la época.

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