dostoievsky-demonios

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Fedor M. Dostoievsky DEMONIIOS EDITORIAL PORRUA MÉXICO 2009

INTRODUCCIÓN INTRODUCCIÓN ......................................................................1 EL PRÍNCIPE HARRY. PETICIÓN DE MANO ...............................25 AJENOS PECADOS .................................................................40 LA ASTUTÍSIMA SERPIENTE ...................................................74 LA NOCHE ............................................................................94 EL DESAFÍO .......................................................................128 PIOTR STEPÁNOVJCH SE AGITA ............................................156 ENTRE LOS NUESTROS ........................................................177 EL ZAREVICH IVÁN ..............................................................187 REGISTRAN LA CASA DE STEPÁN TROFÍMO VICH ...................191 FILIBUSTEROS. UNA MAÑANA FATAL ....................................196 EL FESTIVAL. PRIMERA PARTE .............................................207 FINAL DE FIESTA ................................................................219 NOVELA TERMINADA ...........................................................232 ÚLTIMA DECISIÓN ...............................................................242 NOCHE LABORIOSA.. ...........................................................268 EL ÚLTIMO VIAJE DE STEPÁN TROFÍMOVICH ..........................282 FINAL ................................................................................298

Fedor Dostoievski nació en 1821. Su padre, cirujano del “Hospital de Santa María” de Moscú, era miembro de la nobleza, circunstancia a la que Dostoievski parecía conceder gran importancia, ya que se sintió en extremo afligido cuando, en ocasión de su condena, le quitaron el rango y, al salir de presidio, hizo presión sobre algunos influyentes para que le fuera devuelto. Pero la nobleza en Rusia era muy distinta de la de otros países europeos. Se podía, por ejemplo, obtenerla consiguiendo una modesta categoría al servicio del gobierno, y parece que significaba sólo un escalón por encima del campesino y del comerciante, y esto era ya bastante para creerse un caballero. En realidad, la familia de Dostoievski pertenecía a la clase de profesionales pobres. Su padre era un hombre muy recto. Se privaba no sólo de lujos, sino hasta de comodidades con el fin de poder dar una buena educación a sus siete hijos, y ya desde su más tierna edad les enseñó que debían habituarse al trabajo y a las desventuras, preparándose para los deberes y obligaciones de la vida. Vivían muy apiñados en las dos o tres habitaciones que formaban el hogar del médico en el hospital. Los hijos no estaban autorizados a salir solos, no les daban dinero para que lo llevaran en el bolsillo, ni tampoco contaban con amigos. El doctor tenía alguna clientela particular, además del sueldo del hospital, y en el curso del tiempo adquirió una pequeña propiedad a cien millas de Moscú, y desde entonces la madre y los hijos pasaban allí el verano. En este tiempo fue cuando probaron por primera vez el gusto a la libertad. Cuando Dostoievski tenía dieciséis años murió su madre, y el médico llevó a sus dos hijos mayores, Miguel y Fedor, a San Petersburgo, a fin de que ingresaran en la Escuela Militar de Ingenieros. Miguel, el mayor, fue rechazado por no reunir las condiciones físicas requeridas, y Fedor quedó separado de la única persona a quien quería. El joven se sintió solitario y triste. Su padre no podía o no quería enviarle dinero y a él le resultaba imposible adquirir las cosas más necesarias, como libros y calzado; ni siquiera podía pagar los gastos regulares de la escuela. El doctor, habiendo colocado a sus hijos mayores y dejado a otros tres al cuidado de una tía en Moscú, abandonó su clientela y se retiró, con sus dos hijos menores, a su propiedad en el campo. El hombre se dio a la bebida. Con sus hijos había sido muy severo, pero con sus siervos era brutal y un buen día éstos le asesinaron. Fedor tenía dieciocho años. Estudiaba bien, aunque sin el menor entusiasmo y, una vez concluidos sus estudios en la Academia, fue destinado a la Sección de Ingenieros del Ministerio de la Guerra. Entre la parte que le correspondió de la finca de su padre y el sueldo, disponía de cinco mil rublos al año. Alquiló un departamento, empezó a sentir una costosa pasión por el juego de billar, se dio a derrochar el dinero a manos llenas y, cuando dimitió su empleo pues encontraba el trabajo en la Sección de Ingeniería “tan insulso como las patatas”, estaba lleno de deudas. Hasta los últimos días de su vida vivió acribillado por las deudas. Era un derrochador empedernido y, aunque la situación le llevaba a veces a la desesperación, jamás le fue posible adquirir la fuerza de voluntad necesaria para vencer sus caprichos. Uno de sus biógrafos ha sugerido que el deseo de sentir confianza en sí mismo era en cierto modo responsable de su hábito de derrochar el dinero, ya que ello le proporcionaba sensación de poder; éste halagaba asimismo su exorbitante vanidad. Más tarde se verá a qué extremos sumamente mortificantes le condujo esta desgraciada debilidad. Mientras se encontraba en la Academia había empezado a escribir una novela y, ahora, habiendo decidido ganarse la vida como escritor, la terminó. Se llamaba Pobres gentes. No conocía a nadie en el mundo literario, pero un amigo, llamado Grigorovich, tenía un pariente, Necrasov, que se proponía lanzar una revista y se ofreció a enseñar a éste la novela. Un día, Dostoievski se retiró muy tarde a su casa. Se había pasado la velada leyendo la novela a un amigo y discutiéndola con él. A las cuatro de la mañana se dirigió a su casa a pie. No se metió en la cama, sino que abrió la ventana y se sentó junto a ella. De pronto le sorprendió una llamada en la puerta. Grigorovich y Necrasov se precipitaron dentro de la habitación casi con lágrimas en los ojos, y le abrazaron una y otra vez. Habían empezado a leer la novela, turnándose para hacerlo en voz alta, y cuando concluyeron, a pesar de ser tan tarde, decidieron correr a despertar a Dostoievski. “No importa que esté dormido, se dijeron. Le despertaremos. Esto es más importante que el sueño.” Necrasov llevó al día siguiente el manuscrito a Belinsky, el más destacado crítico de la épo ca y éste se entusiasmó tanto como los otros dos. La novela fue publicada y Dostoievski se encontró convertido de la noche a la mañana, en un hombre famoso. No le sentó muy bien el éxito. Una cierta Madame Panaev-Bolovachev ha descrito la impresión que Dostoievski le produjo cuando fue a visitarla. “A primera vista se podía notar que el recién llegado era un

hombre extremadamente nervioso y de temperamento impresionable. Bajo y delgado, tenía el cabello rubio, un color de hombre de escasa salud, ojos grises y pequeños, que vagaban inquietos de objeto en objeto, y unos pálidos labios que se fruncían sin cesar. Casi todos los presentes le conocían; sin embargo se mostraba tímido y no tomaba parte en la conversación general, pese a que diversos asistentes a la fiesta intentaron tirarle de la lengua para alejar su reserva y hacerle sentir que también él era miembro de nuestro círculo. No obstante, después de aquella velada, vino con frecuencia a vernos, y su timidez comenzó a desaparecer. Incluso llegó a discutir cuando alguna leve contradicción parecía impelerle a dar mentís. La verdad era que su juventud, combinada con un temperamento nervioso, le privaba del dominio de sí mismo y le impulsaba a mostrar su presunción y sus conocimientos de escritor. Es decir, que deslumbrado por su súbita y brillante entrada en el campo de la literatura, y confundido por los elogios que le prodigaron los grandes del mundo de la literatura, él, como los espíritus impresionables, no podía disimular su triunfo ante jóvenes escritores cuya entrada había sido mucho más modesta... A través de sus frases capciosas y su tono de altisonante orgullo, decía que se consideraba inmensamente superior a sus compañeros... Dostoievski suponía que todos tenían en menos su talento y, como veía en cada inofensiva palabra un deseo de rebajar su obra y de afrentarle personalmente, acudía siempre a visitarnos en un estado de ánimo resentido y ávido de pelearse, de arrojar contra sus detractores toda la cantidad de bilis que almacenaba en su pecho.” Cuando se encontraba en el apogeo de su triunfo, Dostoievski firmó contratos para escribir una novela y un número de cuentos. Con los anticipos que obtuvo empezó a llevar una vida tan disipada que sus amigos, por su propio bien, lo llevaban a su casa a la fuerza para que trabajase. Pero se peleaba con todos, incluso con Belinsky, que tanto había hecho por él, pues afirmaba que no estaba convencido de la “pureza de su admiración” y él se consideraba un genio y el más grande de los escritores rusos. Sus deudas aumentaron, viéndose precisado a trabajar con verdadera prisa. Antes ya había padecido una misteriosa enfermedad de los nervios, y ahora, al caer enfermo, creyó que se volvía loco o tuberculoso. Las novelas escritas en tales circunstancias fueron fracasos, además de ilegibles. Los que antes le habían elogiado con tanto entusiasmo, le atacaban ahora violentamente, y la opinión general fue de que se hundía irremisiblemente. ***

A primeras horas de la mañana del día 29 de abril de 1854, Dostoievski fue arrestado y conducido a la fortaleza de Pedro y Pablo. Se había unido a un grupo de jóvenes imbuidos de las ideas socialistas corrientes entonces en el occidente de Europa, que propugnaban ciertas reformas sociales, en especial la abolición de los siervos y la supresión de la censura, y que se reunían una vez por semana para discutir sus ideas. Aquellos jóvenes publicaban un periódico clandestino, para divulgar entre el público artículos escritos por los miembros del grupo. La policía los había mantenido durante algún tiempo bajo vigilancia y, al final, detuvieron a todos el mismo día. Después de varios meses de cárcel comparecieron ante un tribunal, y quince de ellos, entre los cuales se encontraba Dostoievski, fueron condenados a muerte. Un día invernal por la mañana fueron conducidos al lugar de la ejecución, pero cuando los soldados se disponían a ejecutar la sentencia, llegó un mensaje con la orden de que la muerte había sido conmutada por trabajos forzados en Siberia. Dostoievski fue condenado a cuatro años de prisión en Omsk; luego tendría que servir como soldado raso. De nuevo en la fortaleza de Pedro y Pablo escribió la siguiente carta a su hermano Miguel: “Hoy, 22 de diciembre, hemos sido conducidos todos a la plaza Semenov. Allí se nos leyó la sentencia de muerte, nos dieron a besar la cruz, rompieron las espadas sobre nuestras cabezas y nos pusieron nuestros atavíos fúnebres: camisas blancas. Tres de nosotros fueron colocados ante el paredón para el cumplimiento de la sentencia de muerte. Yo era el sexto de la hilera, y nos llamaban en grupos de tres, así que a mí me correspondía el segundo grupo. Me quedaba sólo un momento de vida. Pensé en ti, hermano mío, en los recuerdos que guardo de ti. En ese último instante sólo tú ocupaste mi mente. Entonces me di cuenta de lo mucho que te quiero, mi querido hermano... Tuve tiempo de abrazar a Plestchiev y a Durov, que se encontraban cerca, despidiéndome de ellos. Finalmente tocaron a retirada y los que estaban atados al muro fueron retirados de allí; luego se nos leyó que su Majestad Imperial nos perdonaba la vida. Al final se nos comunicaron las nuevas sentencias”.

En La casa de los muertos ha descrito Dostoievski los horrores de la vida en la cárcel. Hay un punto en el cual es necesario hacer hincapié. A las dos horas, un recién llegado se encuentra en amigables relaciones con los otros presidiarios y convive familiarmente con ellos. “Pero con un caballero las cosas son distintas. No importa lo sencillo, lo amable y lo inteligente que éste sea. Acabará siendo una persona odiada y despreciada, jamás comprendida, y lo que es peor aún, no merecedora de confianza. Nadie lo mira como a un amigo o a un camarada, y aunque a lo largo de los años pueda lograr que cesen de tomarle por un imán de los insultos, le será imposible vivir su propia vida, no podrá verse libre del torturante pensamiento de que vive solitario y es un extraño para los demás.” Dostoievski no era tan gran caballero como así lo parece. Sus orígenes eran tan modestos como su propia

vida, y, salvo un breve período de gloria, se había visto siempre agobiado por la pobreza. Durov, su amigo y compañero de prisión, era querido por todos. Parece como si la soledad que sentía Dostoievski y el sufrimiento que ésta le producía fuera en parte ocasionada por sus propios defectos de carácter, su orgullo, su egoísmo, su susceptibilidad y su pronta irritación. La soledad en que vivía en medio de doscientos compañeros le hizo retraerse sobre sí mismo: “A través de este aislamiento espiritual —escribe— obtuve la oportunidad de volver a vivir mi vida pasada, de examinarla hasta su más mínimo detalle, de juzgar toda mi existencia anterior y de juzgarme a mí mismo rigurosa e inexorablemente”. El Nuevo Testamento era el único libro que le permitían tener y lo leyó incesantemente. Esta lectura ejerció una gran influencia sobre él. Desde entonces practicó la humildad y la necesidad de suprimir los deseos humanos del hombre normal. “Antes de todo, humíllate, escribía. Considera cómo ha sido tu vida pasada, considera lo que puedes ser capaz de hacer en el futuro, considera lo grande que es la masa de mezquindades, de pequeñeces y de torpezas que espían en el fondo de tu alma.” La prisión, al menos en aquel tiempo, acobardaba a su altanero y dominador espíritu. Cuando salió de ella ya no era un revolucionario sino un firme sustentador de la autoridad de la corona y del orden establecido. También era un epiléptico. Cuando concluyó el tiempo de su prisión, fue enviado para completar su sentencia como soldado raso a la guarnición de una pequeña ciudad de Siberia. Era una vida dura. Pero él aceptó sus penas como parte del castigo que merecía por su crimen, pues había llegado a la conclusión de que sus actividades reformadoras eran pecado, y escribió a su hermano: “No me quejo; ésta es mi cruz y la he merecido.” En 1856, debido a la intercesión de un antiguo compañero de escuela, fue ascendido y entonces su vida resultó más tolerable. Hizo amigos y se enamoró. El objeto de su amor fue una cierta María Dmitrievna Isaeva, esposa de un deportado político que se moría de tanto beber y de tuberculosis, y era madre de un niño. A ella se le describe como una bonita rubia de mediana estatura, muy delgada, apasionada y exaltada. Poco se sabe de ella, salvo que era de naturaleza tan suspicaz, celosa y torturadora como el propio Dostoievski. Este fue su amante, pero pasado algún tiempo, Isaev, su marido, fue trasladado del pueblo en que vivía Dostoievski a otro puerto fronterizo situado a cuatrocientas millas de allí, y en tal lugar murió. Fedor escribió a la mujer y le propuso matrimonio. La viuda titubeó, en parte porque los dos eran verdaderos menesterosos, y en parte porque había entregado ya su corazón a un joven maestro “animoso y simpático” llamado Vergunov, y había sido su amante. Dostoievski, profundamente enamorado, se sintió loco de celos, pero con su gusto por lacerarse a sí mismo y quizá también por el placer de novelista de verse a sí mismo como personaje de novela, hizo una cosa característica. Declaró a Vergunov que lo quería como a un hermano y encargó a uno de sus amigos que le llevase dinero para que María Isaeva pudiera casarse con su amante. Por lo que se ve, estaba dispuesto a representar el papel de un hombre con el corazón sangrante que se sacrifica por la felicidad de su bienamada. Pero no pudo representarlo, pues la viuda abrió los ojos ante la suerte que le esperaba. Aunque “animoso y simpático”, Vergunov no tenía un cuarto, mientras que Dostoievski era ahora oficial. Su perdón no podía tardar en llegar, y no había razón para que no escribiera de nuevo libros de gran éxito. La pareja se casó en 1857. No tenían dinero y el novelista había andado pidiendo prestado por todas partes y ahora le era imposible pedir más. Volvió de nuevo a la literatura. Pero como era un ex presidiario, tenía que solicitar autorización para poder publicar, y esto no era nada fácil conseguirlo. Tampoco le resultaba fácil su vida matrimonial. En realidad era muy poco satisfactoria y Dostoievski atribuía a su esposa una naturaleza suspicaz y dolorosamente fantasiosa. No se percataba de que él era tan impaciente, peleador, neurótico y poco seguro de sí mismo como lo había sido en los primeros tiempos de su vida. Empezó varias novelas, las abandonó a medio terminar, empezó otras y, en general, produjo poco, y este poco de escasa importancia. En 1859, como resultado de sus solicitudes y de la influencia de sus amigos, le autorizaron para regresar a San Petersburgo. El profesor Ernest Simmons, de la Universidad de Columbia, en su interesante e instructivo libro sobre Dostoievski, hace notar que los medios que empleó para recobrar su libertad de acción fueron abyectos. “Escribió poemas patrióticos, uno de ellos celebrando el cumpleaños de la emperatriz viuda Alejandra, otro sobre la coronación de Alejandro iT, y un canto fúnebre a la muerte de Nicolás 1. Fueron enviadas cartas de súplica a personas influyentes e incluso al nuevo zar. En ellas hace protestas de amor al joven monarca, al que describe como un sol brillante por el que está dispuesto a dar su vida. Confiesa el crimen por el que ha estado preso, pero insiste en que está arrepentido de él, y que ahora sufre por opiniones que ya ha abandonado.”

Dostoievski se instaló con su esposa y su hijastro en la capital. Hacía diez años que la había abandonado como presidiario. En unión de su hermano Miguel empezó a publicar un periódico literario. Se llamó Tiempo, y para él escribió Dostoievski La casa de los muertos y Humillados y ofendidos. Ambas novelas fueron un éxito y sus circunstancias mejoraron. En 1862, dejando el periódico en manos de Miguel, visitó Europa Occidental. No le gustó. Determinó que París era “una ciudad muy aburrida”, que sus habitantes se interesaban por el dinero y carecían de amplitud espiritual. Le sorprendió la miseria de los pobres de Londres y la hipócrita respetabilidad de los pudientes. Estuvo en Italia. Pero no se interesaba por el arte. Vivió una semana en Florencia sin visitar la Galería de los Uffizi; todo el tiempo se lo pasó leyendo los cuatro volúmenes de Los miserables de Víctor Hugo. Regresó a Rusia sin visitar Roma ni Venecia. Su esposa, a quien él había dejado de querer, había contraído la tuberculosis y ahora era una inválida crónica. Algunos meses antes de partir para el extranjero, Fedor, que tenía entonces cuarenta años, conoció a una joven que había llevado un cuento con el fin de que se lo publicaran en su periódico literario. Se llamaba Polina Suslova. Tenía veinte años, era bella y virginal, pero para demostrar que sus ideas eran avanzadas se había cortado el cabello y usaba lentes oscuros. Dostoievski se sintió prendado de ella, y a su regreso a San Petersburgo la sedujo. Más tarde, debido a un desgraciado artículo de uno de los que lo sostenían, el periódico fue prohibido y Dostoievski decidió marchar de nuevo al extranjero. La razón que dio para ello fue que necesitaba que le curasen la epilepsia, que desde hacía un tiempo venía agravándose. Pero esto era una simple excusa. Lo que deseaba era ir a Wiesbaden para jugar, ya que había inventado un sistema para hacer saltar la banca, aparte de que había dado una cita a Polina Suslova en París. Dejó a su esposa enferma en Vladimir, una ciudad situada a poca distancia de Moscú, pidió dinero prestado a la “Fundación para los autores necesitados” y partió para el extranjero. En Wiesbaden perdió gran parte de su dinero y tan sólo se pudo apartar de las mesas de juego porque su pasión por Polina era aún más fuerte que su pasión por la ruleta. Habían convenido en ir a Roma juntos, pero mientras le esperaba, la emancipada joven tuvo que ver con un joven español estudiante de medicina. La joven se sentía contrariada cuando Fedor la dejaba para ir a jugar, proceder que las mujeres no aceptan de buen grado, y se negó a continuar sus relaciones con Dostoievski. Este aceptó la situación, y le propuso a la muchacha ir a Italia “como hermano y hermana” y como seguramente no sabía qué hacer, la joven aceptó. Aquel arreglo, complicado por la circunstancia de que andaban tan cortos de dinero que en ocasiones tenían que empeñar sus cosas, no fue un éxito, y después de algunas semanas de recriminaciones se separaron. Dostoievski regresó a Rusia, donde encontró a su esposa casi moribunda. Tardó seis meses en morir. El viudo escribió a un amigo: “Mi esposa, el ser que me adoraba y al que yo amaba más allá de toda medida, expiró en Moscú, en donde se había instalado un año antes de morir de tisis. Yo la seguí hasta allí y en aquel invierno jamás me separé de la cabecera de su lecho... Amigo mío, ella me quería sin medida y yo le devolvía el afecto en un grado que escapa a toda expresión. Sin embargo, nuestra vida de matrimonio no fue feliz. Algún día, cuando me encuentre contigo, te contaré toda la historia. Por el momento, déjame que te diga que, aparte de que nos sentíamos desgraciados cuando estábamos juntos, jamás perdimos nuestro mutuo amor. Por el contrario, nos habíamos unido mucho más debido a nuestra misma tristeza. Eso te parecerá extraño, pero es la pura verdad. Ella era la mejor y más noble mujer que he conocido Jamas...” Exageraba algo su devoción. Durante aquel invierno fue dos veces a San Petersburgo con motivo de la nueva revista, cuya publicación había iniciado en unión de su hermano. Su tendencia ya no era liberal como lo había sido Tiempo, y fracasó. Miguel murió después de una breve enfermedad, dejando tras sí grandes deudas, y su hermano se sintió obligado a sostener a la viuda y a los hijos, así como a su amante y al hijo de ésta. Pidió prestados diez mil rublos a una tía rica, pero en 865 tuvo que declararse en bancarrota. Debía dieciséis mil rublos en pagarés y cinco mil bajo palabra. Sus acreedores estaban preocupados, y para escapar de ellos, pidió de nuevo prestado a la “Fundación para autores necesitados”, consiguiendo al propio tiempo un adelanto sobre una novela que tenía que entregar en determinada fecha. Provisto de este modo, se dirigió a Wiesbaden para probar suerte de nuevo ante las mesas de juego y reunirse otra vez con Polina. Hizo a la joven una oferta de matrimonio. Pero no la aceptó. Era evidente que aunque ella lo hubiese querido alguna vez, no lo quería ya. Podía suponerse que si ella cedió fue porque era un autor conocido y como editor de una revista podía serle de alguna utilidad. Pero la revista había desaparecido. La apariencia de Dostoievski siempre había sido insignificante, y ahora tenía ya cuarenta y cinco años, estaba calvo y sufría epilepsia. Tengo la impresión de que nada exaspera tanto a una mujer como el deseo sexual de

un hombre que físicamente le repele, y cuando, para decirlo de una vez, éste no toma esto como una respuesta, ella puede muy bien llegarlo a odiar. Así sucedió, según imagino, con Polina. El novelista atribuyó su cambio de sentimientos a una razón más halagadora para él. A su debido tiempo hablaré de ello y del efecto que en él produjo. Habían gastado el dinero y Dostoievski escribió a Turguenev, con el que se había peleado y a quien detestaba y despreciaba, pidiéndole dinero prestado. Turguenev le envió cincuenta táleros y con ese dinero Polina se fue a París. Durante un largo mes Fedor permaneció en Wiesbaden. Estaba enfermo y sin un centavo. Tenía que permanecer quieto en su habitación para no despertar un apetito que no tenía medios de satisfacer. Al fin llegó a un estado tal que escribió a Polina pidiéndole dinero. Al parecer, ella ya estaba ocupada en otro asunto y no se sabe qué le contestó. Obligado por el látigo de la necesidad y contra el tiempo, como él decía, empezó otro libro. Este fue Crimen y castigo. Al cabo, en contestación a una carta que había escrito a un viejo amigo de los días de Siberia, recibió el suficiente dinero para poder abandonar Wiesbaden y, mediante una segunda ayuda de su amigo, llegó por fin a San Petersburgo. Mientras trabajaba aún en Crimen y castigo, recordó que tenía que entregar un libro en determinada fecha. Debido al inicuo contrato que había firmado, si no entregaba el libro a tiempo, el editor tenía derecho a quedarse con todo lo que escribiera durante los siguientes nueve años sin pagarle un centavo. La fecha estaba al caer. Dostoievski trabajaba como un demonio. Entonces una persona perspicaz le sugirió que empleara a una taquígrafa. Así lo hizo el novelista, y en veintiséis días escribió una obra titulada El jugador. La taquígrafa, que se llamaba Ana Grigorievna, tenía veinte años. Pero era honesta. Resultó muy eficiente, práctica, paciente y una devota admiradora suya, y a principios de 1867 Dostoievski se casó con ella. Su hijastro, la viuda de su hermano y los hijos de su hermano, imaginando que el escritor ya no los sostendría, como había venido ha- ciendo hasta entonces, rompieron desde el principio las hostilidades contra la pobre muchacha, actuando tan acremente y haciéndola tan desgraciada que Ana convenció a Fedor para que abandonara Rusia una vez más. De nuevo estaba agobiado por las deudas. Al principio, Ana Grigorievna encontró difícil la vida al lado del celebrado autor. La epilepsia de éste se agravó. Era irritable, poco sensato y vano. Continuaba escribiéndose con Polina Suslova, cosa que no podía agradar a Ana. Pero como era una joven dotada de gran sensatez, se guardó para sí el disgusto que esto le producía. Fueron a Baden-Baden y aquí Dostoievski comenzó de nuevo a jugar. Como de costumbre perdió todo cuanto tenía y, como de costumbre, escribió a todo el que podía estar en condiciones de ayudarle con dinero, y cuando éste llegaba, se iba derecho a las mesas de juego para perderlo. Empeñaron todo lo que tenían de valor, fueron pasando de alojamiento en alojamiento, cada vez más baratos, y a veces no tenían nada que llevarse a la boca. Ana estaba embarazada. He aquí el extracto de una de las cartas de Dostoievski. Acababa de ganar cuatro mil francos: “Ana Grigorievna me rogó que me contentara con los cuatro mil francos y dejase de inmediato el juego. Pero allí había una oportunidad tan fácil y capaz de remediarlo todo... ¿Y los ejemplos? Además de las ganancias personales de uno, cada día se ve a otros que ganan veinte mil y treinta mil francos, aunque bien es verdad que no se ve a los que pierden. ¿Y no hay tantos en el mundo? El dinero me es más necesario a mí que a los demás. Saqué más dinero que perdí. Empecé a perder mis últimos recursos, trastornándome hasta enfebrecer. Perdí. Empeñé mis trajes y Ana Grigorievna ha empeñado todo lo que tenía, hasta su última joya. ¡Qué ángel! ¡Cómo me consoló y cómo sufrió en aquel maldito Baden, dentro de las dos pequeñas habitaciones, encima de la herrería, donde tuvimos que buscar refugio! Al fin, todo se perdió. ¡Oh, esos viles alemanes! Todos ellos, sin excepción son unos usureros, truhanes y bribones. El propietario, sabiendo que no teníamos a dónde ir hasta que recibiésemos dinero, elevó los precios. Al fin pudimos escapar y dejar Baden.” El niño nació en Ginebra. Dostoievski continuó jugando. Repetía amargamente que perdía el dinero con que tenía que proveer a su esposa y a su hijo de los cuidados que tanto precisaban. Pero corría a la casa de juego en cuanto tenía unos francos en el bolsillo. A los tres meses, con profunda aflicción por parte del padre, murió el niño. Ana estaba de nuevo embarazada. La pareja se encontraba en tal estado que Dostoievski tenía que pedir prestadas sumas de cinco o

diez francos a casuales conocidos a fin de poder comprar comida para él y su esposa. Crimen y castigo fue un éxito de público e inmediatamente se puso a trabajar en otro libro. Este nuevo libro se tituló El idiota. Su editor se mostró de acuerdo en remitirle doscientos rublos cada mes. Pero su desgraciada debilidad seguía dominándole, y Dostoievski se veía obligado a pedir más y más anticipos. El idiota no gustó, y entonces empezó a escribir otra novela, El eterno marido, y otra, muy larga, titulada Los demvnios. Mientras tanto, de acuerdo con las circunstancias, que creo que serían peores cuando agotaron por completo su crédito, Dostoievski, su esposa y su hijo iban de sitio en sitio. Pero sentían nostalgia por la patria. Jamás habían disimulado que no les gustaba Europa. Al novelista no le había producido ninguna impresión la cultura y la distinción de París, la Gemütlichkeit, la música de Alemania, el esplendor de los Alpes, la sonriente pero enigmática belleza de los lagos suizos, el gracioso encanto de la Toscana y los tesoros de arte que distinguen a Florencia. La civilización occidental burguesa le pareció decadente y corrompida, y estaba convencido de que se encontraba próxima su desaparición. “Aquí me siento aburrido y menguado, escribió desde Milán, y estoy perdiendo el contacto con Rusia. Echo de menos el aire ruso y la gente rusa”. Sentía que

nunca podría acabar Los demonios, a menos que volvieran a Rusia. Ana, por su parte, estaba deseando volver a su país. Pero carecían de dinero y el editor había anticipado ya todos los derechos que podía pagar por los distintos números de la novela. En su desesperación, Dostoievski recurrió a él de nuevo. Los dos primeros números habían aparecido ya y ante el temor de no poder seguir publicando la novela, envió dinero para los pasajes. Los Dostoievski regresaron al fin a San Petersburgo. Esto ocurría en 1871. El escritor tenía cincuenta años y le quedaban diez de vida. Los demonios fue recibida con agrado y el ataque de los jóvenes radicales del día procuró al autor amigos en los círculos reaccionarios. Estos amigos pensaban que Dostoievski podría representar un apoyo en la lucha del gobierno contra las reformas y le ofrecieron el bien pagado puesto de director de un periódico titulado El ciudadano, que era sostenido oficialmente. Dostoievski permaneció al frente del periódico un año. Pero entonces presentó la dimisión porque surgió una diferencia con el editor. Ana había convencido a su marido para que le dejara publicar Los demonios. El experimento dio resultado, y a partir de entonces publicó ella los libros con tanto provecho que hasta el final de sus días se vio ya libre Dostoievski de estas preocupaciones. AlÁ

Los años de vida que le quedaban pueden ser recorridos brevemente. Con el título El diario de un autor escribió una serie de ensayos. Se hicieron muy populares, y Dostoievski llegó a considerarse un maestro y un profeta. Este es un papel por el que muy pocos autores han dejado de sentir inclinación. Se había convertido en un ardiente paneslavista, y veía en las masas rusas con su amor fraternal, que él tomaba como el genio peculiar del pueblo ruso, con su sed de servicio en pro de la humanidad, la posibilidad de sanar todos los males no sólo de Rusia sino del mundo entero. El curso de los acontecimientos sugiere que Dostoievski era excesivamente optimista. Escribió una novela titulada El adolescente y, finalmente, Los hermanos Karamazov, en la que llevaba pensando largo tiempo y a la que dedicó más atención de la que, por culpa de las dificultades financieras, había podido dedicar a las anteriores. Es, en conjunto, su obra mejor construida, su obra maestra. Su fama fue en constante aumento y al morir, casi súbitamente en 1881, era considerado ya por muchos como el más grande escritor de su tiempo. Se ha asegurado que su entierro dio ocasión a “una de las más extraordinarias demostraciones de sentimiento público que se hayan visto en la capital de Rusia.” He procurado relatar los hechos principales de la vida de Dostoievski sin hacer ningún comentario. La impresión que uno recibe es de que se trataba de un carácter muy poco afable. La vanidad es la enfermedad corriente de los artistas, sean escritores, pintores, músicos o actores. Pero Dostoievski resultaba ofensivo. Jamás se le ocurría pensar que los demás podrían cansarse de oírle hablar de sí mismo y de sus obras. Con esto se combinaba quizá la falta de confianza en sí mismo, que ahora llamamos complejo de inferioridad. Acaso se debiera esto al decidido desprecio que sentía hacia sus compañeros escritores. Un hombre con un carácter un poco consistente no hubiera aceptado la experiencia de la prisión con sumisión tan completa. Dostoievski aceptó su sentencia como el castigo debido a su pecado, pero esta sumisión no le privó de hacer todo lo que pudo para que el castigo le fuera remitido. Esto no parece lógico. Ya he contado a qué bajezas descendió en sus peticiones a personas de poder e influencia. Carecía por completo de todo dominio sobre sí mismo. Ni la prudencia ni el sentido del deber lograban detenerle cuando se encontraba entre las garras de la pasión. Así, encontrándose su primera esposa enferma y próxima a morir, él la abandonó sin el menor reparo para seguir a Polina Suslova a París, y sólo volvió al lado de su esposa cuando aquella ligera joven lo rechazó. Pero en nada se manifestaba tan patentemente su debilidad como en la manía del juego. Esto le llevó a la indigencia. El lector recordará que, para cumplir un contrato, Dostoievski escribió una novela corta llamada El jugador. No es una buena novela. Su principal interés radica en que en ella describen vívidamente los sentimientos que se ceban en una infortunada víctima y que él conocía tan bien. Después de haber leído esa novela se comprende que se dejara arrastrar por el juego, no obstante las humillaciones que tenía que soportar, la miseria suya y la de los que quería, los deshonrosos procedimientos a que se veía forzado a recurrir —cuando obtuvo dinero de la “Fundación para autores necesitados” se lo dieron para que escribiera, no para que jugara —, la constante necesidad de andar mendigando a unos y a otros, que ya estaban hartos de darle dinero; es decir, que no obstante todo esto él era incapaz de resistir a la tentación. Era un exhibicionista, como más o menos lo son todos los que en arte tienen algún instinto creador, y Dostoievski ha descrito la forma en que un golpe de suerte puede premiar esa desacreditada tendencia. Los que rodean la mesa de juego tienen los ojos

puestos en el afortunado ganador como si se tratara de un ser superior, se sienten maravillados y lo admiran; es el centro de la atracción general. Los mirones no hacen caso del hombre desafortunado, que incluso es mirado con malsana desconfianza. Pero cuando éste gana experimenta una intoxicadora sensación de poder; se siente dueño de su destino, pues su talento, su intuición, son tan infalibles que pueden gobernar la suerte. “Por una vez tengo que mostrar fuerza de voluntad para poder transformar mi destino en una hora, hace exclamar a un jugador. Lo importante es la fuerza de voluntad. Sólo he de recordar lo que me sucedió hace siete meses en Rulettenburgo, justamente antes de mi fracaso final. Fue un notable ejemplo de determinación. Lo había perdido todo, absolutamente todo. Cuando salía del casino noté que aún llevaba un gulden de oro en el bolsillo de mi chaleco. Con esto podré cenar, me dije. Pero no había caminado un centenar de pasos cuando cambié de intención y volví sobre mis pasos. Arriesgué aquel gulden.., y se experimenta una sensación extraña cuando solo en tierra extranjera, lejos de nuestra patria y de nuestros amigos, no sabiendo si se tendrá algo que comer en aquel día, se arriesga el último gulden, el verdaderamente último. Gané, y veinte minutos más tarde salí del casino llevando ciento setenta güldenes en el bolsillo. ¡Un ejemplo! Esto es lo que el último gulden puede representar. ¿Qué XX INTRODUCCIÓN INTRODUCCIÓN XXI

hubiera sucedido si entonces me hubiese acobardado, qué hubiera sucedido si entonces no me hubiese atrevido a arriesgarlo?” La vida oficial de Dostoievski fue escrita por un cierto Strakhov, un antiguo amigo suyo, y en relación con esta obra, el biógrafo escribió una carta a Tolstoi que Aylmer Maude ha publicado en su biografía de este autor y que con algunas omisiones doy ahora: “Durante todo el tiempo que permanecí escribiendo tuve que luchar con una sensación de disgusto, intentando dominar mis malos sentimientos... No puedo considerar a Dostoievski como a un hombre bueno y feliz. Era malo, rencoroso, libertino y estaba lleno de envidia. A lo largo de toda su vida fue presa de pasiones que le hubieran hecho sentirse ridículo y desdichado de haber sido menos inteligente o menos malvado. Me di cuenta vívidamente de esos sentimientos mientras escribía su biografía. En Suiza, en presencia mía, trató tan mal a su criado, que el hombre se rebeló y le replicó: ‘Yo soy también un ser humano!’ Recuerdo lo que me emocionaron estas palabras que reflejaban las ideas corrientes en la libre Suiza sobre los derechos del hombre y que fueron dirigidas a uno que siempre estaba predicando sentimientos de humanidad para el resto del género humano. Estas escenas eran constantes. Dostoievski era incapaz de dominar su carácter... Lo peor de todo es que se enorgullecía de ello y jamás se arrepentía de sus innobles acciones. Acciones que le atraían y de las que se jactaba. Viskavatov, un profesor, me confesó que alardeaba una vez de haber violado a una niña en la casa de baños, niña que le fue llevada por su institutriz... A todo esto se mezclaba una especie de enfermizo sentimentalismo y unos vidriosos sueños de humanitarismo, y son esos sueños, su mensaje literario y la tendencia de sus escritos lo que hace que su figura nos resulte querida. En una palabra, todas esas novelas tienden a exculpar a su autor y muestran que las más negras felonías pueden existir al mismo tiempo que los más nobles sentimientos.” Es cierto que su sentimentalismo era enfermizo y su humanitarismo sin base. Tenía muy escasa familiaridad con el “pueblo”, al que, como opuesto a la inteligentsia, buscaba para la regeneración de Rusia, y sentía escasa simpatía hacia su dura y amarga suerte. Atacó violentamente a los radicales que trataban de aliviar al pueblo. El remedio que él propugnaba para la terrible miseria del pobre era “idealizar sus sufrimientos y extraer de ellos un modo de vivir. En lugar de reformas prácticas, le ofrecía consuelo religioso y místico.” La historia de la violación de la niña ha molestado mucho a los admiradores de nuestro novelista, y han afirmado que no era cierta. Ana aseguró que jamás le había hablado de esto. El relato ofrecido por Strakhov está, sin duda, basado en simples habladurías, pero existe una versión que sostiene que, consumido por el remordimiento, Dostoievski se lo contó a un viejo amigo, el cual le impuso como penitencia confesar el hecho al hombre que odiaba más en el mundo. Ése era Turguenev. Turguenev había elogiado calurosamente a Dostoievski cuando éste irrumpió en el campo de la literatura, incluso le ayudó económicamente. Pero Fedor le odiaba porque era un “occidentalista”, aristocrático, rico y afortunado. Dostoievski hizo su confesión a Turguenev, qu la escuchó en silencio. Dostoievski hizo una pausa. Quizá, como sugiere Gide, esperaba que Turguenev actuase como uno de sus propios personajes —los de

Dostoievski— hubiera actuado, es decir, abrazándole y besándole con las lágrimas resbalando por sus mejillas, tras de lo cual se habrían reconciliado. Pero nada de eso ocurrió: “Turguenev, tengo que decírselo a usted, tengo que decírselo a usted. Me desprecio profundamente”. Y continuó, perdidos los estribos: “Pero todavía más le desprecio a usted. Esto era todo lo que tenía que decirle”. Y abandonó la habitación dando un portazo. Le habían estafado una de aquellas escenas que nadie podía describir mejor que él. Es curioso que utilizara el vergonzoso episodio en dos de sus libros. En Crimen y castigo, Svidrigáilov confiesa la misma fea acción, y lo mismo hace Stavrogin en un capítulo de Los demonios, capítulo que su editor se negó a publicar. Es tal vez significativo que en este mismo libro trazara una maliciosa caricatura de Turguenev. Es mala y estúpida. Sirve tan sólo para hacer que una obra imperfecta sea aún más imperfecta, y parece como si la caricatura hubiese sido colocada en el libro para proporcionar a su autor una oportunidad de airear su malicia. No es el único escritor que ha mordido la mano que le daba de comer. Antes de casarse con Ana Grigorievna, Dostoievski, con una asombrosa falta de tacto, contó la fea historia a una muchacha que estaba cortejando. Pero lo hizo como si se tratara del argumento de una novela y esto era, a mi entender, lo que significaba aquel escabroso asunto. Al igual que los personajes de sus novelas, experimentaba un acusado deseo de rebajarse a sí mismo, y no me parece improbable que narrase el dudoso incidente a los demás como una experiencia personal. Por todo eso, yo no creo que cometiera el asqueroso crimen de que se acusaba. Era un persistente sueño que a la par le fascinaba y le horrorizaba. Sus personajes soñaban a menudo despiertos, y es muy probable que a él le sucediera lo mismo. En realidad esto nos sucede a todos. Pero el novelista, por la misma naturaleza de su don, tiene sueños diurnos más precisos y detallados ÁÁII INIKUVULLIUIN

que la mayoría de la gente. A veces son de tal naturaleza que pueden utilizarlos en sus novelas olvidándolos luego. Había colocado la vergonzosa historia en sus novelas y dejó ya de interesarle. Tal vez sea ésta la razón de por qué no habló jamás de ello a Ana Grigorievna. Dostoievski era vanidoso, envidioso, suspicaz, rastrero, egoísta, jactancioso, informal, desconsiderado, mezquino e intolerante. Poseía, en suma, un carácter odioso. Pero ésta no es toda la historia. Si lo fuera, costaría creer que hubiese sido capaz de crear a Alyosha Karamazov, quizá el personaje más encantador de toda la producción novelística. También resultaría imposible imaginar que hubiese creado asimismo al santo padre Zosima. Dostoievski era el menos severo de los hombres. Mientras estaba en la cárcel aprendió que los hombres podían cometer horribles crímenes y, sin embargo, mostrarse confiados, generosos y amables con el prójimo. Era caritativo. Jamás negó dinero a un mendigo o a un amigo. Aun estando sin un centavo, siempre se las arreglaba para reunir algo que dar a su cuñada, a la amante de su hermano, a su despreciable hijastro y al inútil y borracho Andrés, su hermano menor. Ellos le sacaban a él, como él le sacaba a otros y, lejos de lamentarlo, sólo parecía sentir no poder hacer más por ellos de lo que hacía. Amaba, admiraba y respetaba a Ana; la consideraba en todos los sentidos superior a él, y emociona saber que durante los cuatro años que estuvieron ausentes de Rusia, él se sintió atormentado por temor de que ella se aburriese sola con él. Apenas podía creer que había encontrado por fin a alguien que, no obstante sus defectos, de los que se daba perfecta cuenta, sentía por él un profundo cariño. No sé de nadie en que la dicotomía entre el hombre y el escritor haya sido mayor que en Dostoievski. Probablemente se da en todo artista creador. Pero se nota más en los escritores que en las otras artes, pues su medio de expresión es la palabra, y la contradicción entre su poder y su obra es más sorprendente. Quizás el don creador, una facultad normal en la niñez y en la temprana juventud, si persiste después de la adolescencia, representa un nial que sólo puede florecer a expensas de los normales atributos humanos, y lo mismo que el melón es más dulce cuando crece en el estiércol, así el don creador se desarrolla mejor en un terreno encenagado. El manantial de la sorprendente originalidad de Dostoievski, originalidad que hizo de él uno de los supremos novelistas que en el mundo han sido, no era lo bueno de su persona sino lo malo.

Balzac y Dickens crearon un gran número de personajes. Se sentían fascinados por la diversidad de los seres humanos, y su imaginación se enardecía ante las diferencias que sorprendían en ellos y las peculiaridades que los individualizaban. No importaba que los hombres fueran buenos o malos, estúpidos o listos, eran ellos mismos y, por ende, materia digna de ser puesta en circulación. En cambio, sospecho que Dostoievski no se interesaba más que en sí mismo, y en los demás sólo cuando le afectaban a él íntimamente. Era, en cierto modo, como esas personas a quienes sólo les gustan los objetos bellos cuando los poseen. Se sentía satisfecho de tener que entendérselas con un reducido número de personajes, y éstos se repiten novela tras novela. Alyosha, de Los hermanos Karamazov, es el mismo hombre, a excepción de la epilepsia, que el príncipe Myshkin de El idiota; Stavrogin de Los demonios es simplemente una repetición del Svidrigáilov de Crimen y castigo. El héroe de este libro, Raskolnikov, es una versión más recia del Iván de Los hermanos Karamazov. Todos son emanaciones de la torturada, retorcida y morbosa sensibilidad de Dostoievski. Todavía hay menos variedad en sus personajes femeninos. Polina Alexandrovna de El jugador, Lizabeta de Los demonios, Nastasia de El idiota, Katrina y Grushenka de Los hermanos Karamazov son la misma mujer; están

modeladas directamente sobre Polina Suslova. El sufrimiento que ésta le produjo, las indignidades a las que le arrastró, fueron el estímulo que necesitaba para satisfacer su masoquismo. El sabía que ella le odiaba, y, al mismo tiempo, estaba convencido de que le amaba, y así, las mujeres modeladas sobre ella, desean dominar y torturar al hombre que aman, a la vez que someterse a él y sufrir en sus manos. Son histéricas, rencorosas y malévolas porque Polina lo era. Algunos años después de la ruptura, Dostoievski la encontró en San Petersburgo y le hizo una nueva proposición de matrimonio. Ella la rechazó. Pero él se negó a creer que fuera consecuencia de que ella no le quería, y entonces concibió la idea, que por lo visto salvaba su herida vanidad, de que una mujer da tanta importancia a su virginidad que sólo puede odiar al hombre que se la quita sin estar casado con ella. “No puedes perdonarme, le dijo a Polina, debido a que una vez te diste a mí, y ahora te vengas de ello.” Dostoievski estaba lo bastante convencido de la verdad de esto para utilizar la idea más de una vez. También era consciente de la dualidad que existía en él y traspasó esto a todos sus personajes con voluntad. Sus personajes débiles, por ejemplo, el príncipe Nyshkin y Alyosha, con toda su dulzura, resultan ineficaces. Pero la misma palabra dualidad sugiere una simplificación de la naturaleza humana que no está de acuerdo con los hechos. El hombre es una criatura llena de imperfecciones. Lo más fuerte de su ser es el interés que siente por sí mismo. Sería absurdo negarlo. Pero también es absurdo negar que al mismo tiempo es capaz de un desinterés sublime. Todos sabemos hasta qué cumbres puede elevarse en un momento de crisis y demostrar entonces una nobleza que ni él ni los demás sabían que existiera en él. Spinoza nos ha dicho que: “Todo llega tan lejos como se esfuerza en perseverar en su propio ser”; y sin embargo, sabemos que no es raro que un hombre dé su vida por un amigo. El hombre es una amalgama de vicios y virtudes, de bondad y maldad, de egoísmo y generosidad, de terrores de toda clase y el valor necesario para enfrentarse con ellos, de tendencias y de predisposiciones que le cierran ese camino y el otro. Está hecho con elementos tan discordantes que es sorprendente que puedan existir juntos en el mismo individuo, e incluso congraciarse uno con el otro para formar una plausible armonía. Pero en las criaturas de la invención de nuestro novelista no sucede esto. Están constituidas con un deseo de dominar y con un deseo de someterse, por un amor que llega a la ternura y por un odio repleto de malicia. Están extrañamente desprovistos de los atributos de seres humanos. Sólo tienen pasiones. No ejercen el menor dominio sobre ellos ni se respetan a sí mismos. Sus malos instintos no son suavizados por la educación, la experiencia de la vida o ese sentido de la decencia que evita que un hombre se infame a sí mismo. He aquí por qué para el sentido común sus actividades parecen inverosímiles y sus motivos locamente inconscientes. Nosotros, los de la Europa Occidental, contemplamos con verdadero asombro su extraño proceder, y lo aceptamos. Si es que lo aceptamos, como el proceder natural de los rusos. Pero, ¿hay rusos así? ¿Había rusos así en la época de Dostoievski? Turguenev y Tolstoi fueron contemporáneos suyos. Los personajes de Turguenev se parecen mucho a la gente corriente, y todos hemos conocido a jóvenes de otros países como el Nicolás Rostov de Tolstoi, alegres, despreocupados, derrochadores, valientes y afectuosos, excelentes individuos, en suma. Y también hemos conocido a algunas muchachas tan bonitas, encantadoras e ingenuas como su hermana Natacha. Ni nos sería difícil encontrar en nuestro país a un hombre como el obeso, estúpido, generoso y simpático Peter Bezurkhov. Dostoievski sostenía que sus extraños personajes eran más reales que la misma realidad. No sé lo que pretendía decir con esto. Una hormiga es tan real como un arzobispo. Si quería decir que poseían cualidades morales que los elevaban sobre el común de los hombres, estaba equivocado. Si el arte, la música y la literatura tienen algún valor para corregir las perversidades de carácter, para curar el dolor y para liberar en parte el alma de la servidumbre humana, esos personajes no saben nada de todo esto. Carecen de cultura. Poseen maneras infames, gozan de un maligno placer mostrándose descorteses unos con otros simplemente por el gusto de herir y humillar. En El idiota, Varvara escupe a su hermano a la cara porque está dispuesto a casarse con una mujer que ella no aprueba. Y en Los hermanos Karamazov, Dimitri, cuando la señora HohlakOv le niega el préstamo de una gran suma de dinero que no tiene el menor motivo para prestarle, escupe, lleno de cólera, en el suelo de la habitación en que ella le ha recibido. Es una pandilla terrible. Pero son extraordinariamente interesantes. En ellos palpita la vida. W. SOMERSET MAUGHAM La novela Los demonios, publicada en 1871-72 es una novela típicamente política, en la cual Dostoievski adopta una clara postura contra el movimiento revolucionario de aquellas décadas, el denominado nihilismo terrorista. Un crítico ha llamado a este documento de una época y de una lucha, “el libro de la gran ira”, y se ha querido ver en algunos de sus protagonistas a personajes representativos de aquella contienda. El autor mueve varios episodios en torno a uno central: la organización de delitos por medio de los cuales el jefe del movimiento trata de ligar entre sí a los conjurados. Cuatro personajes se elevan sobre todos los demás: Stavrogin y Verchovenski, verdaderas almas malditas de la acción, uno el instrumento pasivo y el otro el activo del espíritu demoniaco que domina sobre todo. Los otros dos, Satov y Kirillov,

representan la posibilidad del paso del espíritu demoniaco a la liberación de la fe. Berdiaev veía en esta obra de Dostoievskj una novela, “no de la época contemporánea, sino de la futura.” CAPÍTULO PRIMERO

A GUISA DE PRÓLOGO. ALGUNOS PORMENORES DE LA BIOGRAFÍA DEL HONORABILÍSIMO STEPÁN TROFÍMOVICH VERJOVENSKII Al emprender la descripción de recientes y algo extraños acontecimientos ocurridos en nuestra hasta aquí apacible ciudad, créome obligado a tomar el hilo de mi narración de un poco lejos, empezando por mencionar algunos pormenores biográficos del talentudo y honorabilísimo Stepán Trofimovich’ Verjovenskii. Sirvan estos pormenores de introducción a la referida crónica y a la historia que yo tenía intención de describir hace tiempo. Lo diré sin ambages: Stepán Trofimovich desempefió realmente entre nosotros cierto papel especial y, por decirlo así, cívico, y gustaba de tal papel con pasión; tanto, que sin él no habría podido vivir. No es que yo le compare con un actor de teatro, ¡guárdeme Dios!, tanto más cuanto que me inspira estimación. Puede que se tratase más bien de la costumbre o, por mejor decir, de una propensión continua y noble, desde los tiernos años, a acariciar el grato sueño de su posición civil. Gustábale extraordinariamente, por ejemplo, su situación de “desterrado” y, por decirlo así, de “deportado”. Estas dos palabrejas tienen un prestigio clásico a su modo, que lo había seducido de una vez para siempre e inspirádole, poco a poco, en el transcurso de muchos años, una idea que había acabado, al fin, por erigirlo sobre un pedestal elevadísimo y muy grato para su amor propio. En una novela satírica inglesa del pasado siglo, un tal Gulliver, al volver del país de los liliputienses, donde los hombres tenían unas dos viorchkas de estatura, hasta tal punto habíase habituado a considerarse grande entre ellos, que aun al pasear por las calles de Londres gritábales a los transeúntes y a los cocheros, para que se apartasen y diesen un rodeo delante de él, imaginándose todavía ser grande y ellos pequeños. Por lo cual se burlaban de él y le gruñían, y los cocheros ordinarios le propinaban latigazos; pero ¿tenían razón? ¿Qué no puede la costumbre? La costumbre vino a poner casi en ese extremo a Stepán Trofimovich, pero aun de modo más inocente e inofensivo, si cabe expresarse así, porque era una excelente persona. Yo hasta creo que todo el mundo ha acabado ya por olvidarlo en todas partes; pero eso no aitoriza a decir que antes no lo hubieran conocido. In¡ Esteban, hijo de Trófimó. 3

4 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 5

discutiblemente hubo un tiempo en que perteneció a la famosa pléyade c. los famosos actores de nuestra pasada generación y un tiempo —aunqu sólo tuviese la duración de un minutillo— en que su nombre pronunciáron lo muchos de los que entonces pugnaban por abrirse paso casi poniéndol al nivel de los de Chaadáyev, Bielinskii, Granovskii y Herzen, que entonce empezaba a darse a conocer en el extranjero. Pero la actividad de Trofimovich terminó en el preciso instante en que empezaba..., ¿cómo cirlo?, por efecto de un “vórtice de coincidentes circunstancias”. Sólo ni el “vórtice” ni tampoco las “circunstancias” hubieron de aparecer pués, por lo menos, en ese caso. Ahora ha sido, hace unos días, cuando, gran asombro de mi parte, pero eso sí, de fuente enteramente fidedigna, sabido que Stepán Trofimovich no sólo no vivió aquí en nuestro go deportado, según es cosa aceptada entre nosotros, sino que ni siquiera yo nunca sujeto a vigilancia. Después de esto, ¡qué fuerza de imaginac personal! Sinceramente creyó él toda su vida que en algunas esferas lo c sideraban un constante peligro, que siempre estaban al tanto de sus pasos que cada uno de los tres gobernadores que entre nosotros se sucedieron ¿. rante los veinte años últimos, al venir a posesionarse del cargo, ya traían al guna inquieta idea acerca de él, que les era sugerida allá arriba, y ante t - al confiársele el gobierno. Si alguien le hubiese demostrado en aquel - ces al honorabilísimo Stepán Trofimovich, con pruebas irrebatibles que a no le tenía nadie el menor miedo, irremisiblemente se habría dado por ol dido. Y, sin embargo, era, a pesar de eso, un hombre inteligentísimo y c gran capacidad; un hombre, por así decirlo, hasta de ciencia; aunque, p otra parte, en punto a la ciencia..., bueno, en una palabra: en la ciencia ri hizo gran cosa, y hasta según parece, no hizo nada. Pero téngase en que a los hombres de ciencia, acá en Rusia, suele ocurrirles eso. Volvió del extranjero, y brilló como lector en una cátedra universitari en las postrimerías del año 40. Tuvo tiempo para dar sólo algunas conferen cias acerca de los árabes, según parece; también para desarrollar una llante disertación encareciendo la importancia cívica y hanseática de la — dad alemana de Hanau en el período comprendido entre 1413 y 1428, 3 señalando al mismo tiempo las especiales y nada claras razones de que importancia no

se sostuviese. Esa disertación, hábil y deliberadamente, a gotó a los eslavófilos de entonces y le acarreó de un golpe entre nosol muchos y encarnizados enemigos. Luego —pero después de perder la e dra— escribió (en venganza, por decirlo así, y para que viesen a quién bían perdido), en una revista mensual y progresiva, que traducía a D y hablaba de George Sand, el comienzo de un profundísimo estudio..., c que sobre las ideas de una nobleza inusitada de cierto caballero de sé qué época o algo por el estilo. Decían luego que había sido prohibida toda prisa la continuación del referido estudio, y que hasta la progresiva vista había sido afectada por la publicación de la primera mitad. Muy 1 podría ser esto, porque ¿qué no era posible entonces? Aunque en el presente es más probable que no ocurriese nada y que todo se redujese

pereza del autor para terminar su trabajo. Suspendió también sus lecciones, porque alguien (indudablemente alguno de sus enemigos de Petersburgo) hubo de escribirle una carta, en la que le exponía ciertos motivos por los que alguien le exigía determinadas explicaciones. No lo sé de fijo, pero afirmaban también que en Petersburgo habían descubierto, en aquella misma época, una terrible sociedad, monstruosa y hostil al régimen, formada por treinta hombres, y que casi hacía temblar el edificio. Murmuraban que se reunían allí para traducir a Fourier. Como adrede, por aquel entonces, también en Moscú se incautaron de un poema de Stepán Trofimovich, compuesto seis años atrás, en Berlín, en su primerísima juventud, y del que habían encontrado una copia hecha entre dos aficionados y en poder de un estudiante. El referido poema lo tengo ahora aquí, encima de mi mesa; cayó en mis manos el año pasado nada más, en forma de una copia hecha de puño y letra, no hace mucho, por el propio Stepán Trofimovich, con su firma y magníficamente encuadernado en cordobán rojo. Por lo demás, no carece de poesía ni de algún talento; es extraño, pero entonces (es decir, seguramente el año 30) escribíanse muchas cosas por el estilo. Exponer el argumento me resulta dificil, porque, a decir verdad, no entiendo nada de él. Viene a ser una alegoría, de forma liricodramática, y que recuerda la segunda parte del Fausto. La escena ábrela un coro de mujeres, al que sucede un coro de hombres; luego viene otro de no sé qué fuerzas, y al final de todo, un coro de espíritus, aún por encarnar, pero que sienten grandes ansias de hacerlo. Esos coros cantan algo muy confuso, en su mayor parte maldiciones, pero con acentos de supremo humorismo. Pero de pronto cambia la escena, y nos encontramos frente a cierta Vida ociosa, en la que también cantan incluso los insectos, salen tortugas con ciertas frases sacramentales en latín, y hasta, si mal no recuerdo, canta no sé qué un mineral... Es decir, que el asunto no se presta para nada en absoluto. En general, todos los personajes se pasan todo el tiempo cantando, y cuando dialogan parece como si riñeran por algo vago, pero con ribetes de suprema importancia. Finalmente, vuelve a cambiar la escena, y aparece un lugar salvaje, donde por entre unas rocas vaga un hombre civilizado, el cual va arrancando y chupando unas hierbas, y a la pregunta de un hada: “Por qué chupa aquellas hierbas?”, contesta que él, sintiendo en sí superabundancia de vida, busca su olvido y lo halla en el zumo de esas hierbas, pero que su principal deseo se reduce a... perder cuanto antes el juicio (deseo que acaso estuviese de más). Luego, de pronto, sale un joven de indescriptible belleza montado en un caballo negro y seguido de una multitud espantosa de todas las razas. El Joven representa la muerte, y todas las razas sienten ansia de ella. Y por último, ya en la postrera escena sale de pronto la torre de Babel y unos atletas la elevan cantando una canción de nueva esperanza, y cuando ya la han elevado hasta lo más alto, entonces el soberano, supongamos que del Olimpo, huye con una facha muy cómica, pero la Humanidad, que se entera, ocupa Su puesto y da principio en el acto una nueva vida con un nuevo objeto. Bueno; pues este poema lo encontraron en aquel tiempo peligroso. Yo le 6 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 7

propuse el año pasado a Stepán Trofimovich que lo publicase, por su abs luta inocencia en nuestros tiempos, pero él declinó la proposición con vis ble disgusto. Aquello de su inocencia absoluta no le hizo pizca de gracia hasta le achacó a eso la frialdad con que por espacio de dos meses justos condujo conmigo. Pero ¿qué importa? De pronto, y casi por la época en qi yo le propuse publicarlo aquí, publicaron nuestro poema “allá”; es decir, e el extranjero, en una antología revolucionaria y sin que Stepán Trofimovie supiese lo más mínimo. Aquél al principio se asustó, fue a ver al gobern dor y escribió la más noble carta de justificación a Petersburgo, que n leyó por dos veces, pero que no llegó a mandar por no saber a quién dii girla. En resumidas cuentas: que anduvo alborotado todo un mes; pero e toy convencido de que en los secretos recovecos de su corazón sentíase e: traordinariamente halagado. Puede decirse que casi dormía con el ejempi de la antología que le habían enviado, y durante el día lo ocultaba debO jo de los colchones, y ni siquiera le permitía a la criada hacer la cama; aunque todos los días

aguardaba recibir un telegrama de algún sitio, mostr ba aspecto arrogante. Telegrama no hubo ninguno. Entonces fue y se reco: cilió también conmigo, lo que da fe de su bondad extraordinaria, de su pl cido y nada rencoroso corazón. 11 Hágase cuenta que yo no afirmo que él no tuviera que sufrir nada en abs luto; estoy convencido ahora plenamente de que habría podido continu hablando de los árabes hasta que hubiese querido, con sólo haber dado 1 necesarias explicaciones. Pero en aquella ocasión sentía él ambiciones, con especial premura optó por asegurarse a sí mismo, de una vez para siei pre, que su carrera había quedado interrumpida para toda su vida “por vórtice de las circunstancias”. Y si se ha de decir toda la verdad, la cau efectiva de ese corte en su carrera no había sido otra que la delicadísir proposición que ya antes le hiciera, y luego volvió a reiterar, Varvara P trovna Stavróguina, mujer del teniente general del mismo nombre y not blemente rica, de encargarse de la educación y de todo el desarrollo espi tual de su único hijo, en calidad de supremo pedagogo y amigo, para 1 decir nada de una brillante retribución. Esa proposición se la hizo por p mera vez cuando aún estaba en Berlín, y precisamente a raíz de quedar viudo de su primera mujer. Su primera mujer había sido una aturdida señ rita de nuestro gobierno, con la que hubo de casarse en su primera juve tud, aún incapaz de discernimiento, y tuvo que sufrir mucho con aquel criatura, por lo demás encantadora, por la insuficiencia de recursos pa mantenerla, y, además, por otras en parte delicadas razones. Acabó yéndo a París, después de haber estado tres años separada de él, y dejándole niño de cinco años “fruto de su primero, feliz y aún no entibiado amor’ según la expresión que se le escapó una vez, hablando conmigo, al afligii Stepán Trofimovich. Al chico, desde el primer momento, enviáronlo a R sia, donde se crió a cargo de unas tías lejanas, allá en las selvas. Step’ Troflm0hi rehusó entonces la proposición de Varvara Petrovna2 y diose prisa a contraer nuevas nupcias, aun antes de cumplirse el año, con una arisca alemata de Berlín, que sobre todo no tenía ninguna aptitud en especial. Pero aparte de esto, hubo también otras razones para que no aceptase el papel de preceptor: deslumbrábale la fama, creciente con el tiempo, de un profesor inolvidable, y a su vez aspiraba a la cátedra, en la que se disponía a probar sus alas aquilinas. Pero ahora, con las alas caídas, acordóse de la proposición que ya antes hacía vacilar su designio. La muerte repentina de su segunda mujer, que no había llegado a vivir con él ni un año, lo arregló todo definitivamente. Lo diré sin rodeos: todo 5C logró por el ardiente interés y la preciada, y por así decirlo, clásica amistad que por él sentía Varvara Petrovna, si es lícito expresarse así hablando de la amistad. Echóse él en brazos de esa amistad y ésta fue corroborándose en ci transcurso de veinte años. He empleado la expresión “echóse en los brazos”, pero que Dios os guarde de pensar en algo superfluo y ocioso; tales abrazos se han de entender en el sentido más sublimemente moral. Las más exquisitas y delicadas relaciones unieron para siempre a esas dos tan notables criaturas. El cargo de prcceptor aceptólo también porque la finquita que le legara su primera mujer a Stepán Trofimovich, sumamente pequeña, estaba lindando con los Skvoréschniki, soberbia posesión que en los arrabales de nuestro gobierno tenían los Stavróguines. Además, que siempre era posible, en la paz del gabinete y sin el estorbo de las abrumadoras tareas universitarias, consagrarse a la ciencia y enriquecer las patrias glorias con profundísimas investigaciones. Las tales investigaciones no aparecieron por ninguna parte; pero, en cambio, sí apareció la posibilidad de mantenerse erguido en pie todo el resto de la existencia, más de veinte años, por así decirlo, “como el reproche en persona” ante la Patria según la expresión de cierto poeta nuestro: ¡Encarnación del reproche te erguiste ante la patria, liberal-idealista! Pero la personalidad a que se refería el poeta puede que tuviera derecho a mantenerse en esa actitud, si tal era su gusto, aunque tal actitud sea bastante molesta. Nuestro Stepán Trofimovich, a decir verdad, no pasaba de ser un imitador, comparado con semejantes personalidades, y se cansaba de estar en pie y con harta frecuencia se ladeaba. Pero aunque se ladease y echase de costado, seguía siendo la encarnación del reproche —hay que hacerle justicia—, tanto más cuanto que para el régimen eso era bastante. ¡Le hubierais visto en el club jugando a las cartas! ¡Todo él estaba diciendo: Cartas! “jAquí estoy jugando con ustedes al yeralasch!3 ¿Es que esto es posible? ¿Quién tiene la culpa de esto? ¿Quién acabó con mis actividades habituales y las redujo al yeralasch? ¡Ah, que se hunda Rusia! “, y altivamente largaba una sota. 2 Bárbara, hija de Pedro. 3 Especie de juego de naipes. o FEDOR M DOSTOIFVSKI

LOS DEMONIOS 9

Pero, verdaderamente se desvivía por jugar a las cartas, por lo que, so bre todo en los últimos tiempos, solía tener frecuentes y desagradables al tercados con Varvara Petrovna. Pero quédese esto para más adelante. Ob servaré tan sólo que era hombre de conciencia (es decir, a veces) y por el! andaba con frecuencia tristón. En el transcurso de su amistad de veinte año con Varvara Petrovna, unas tres o cuatro veces al año caía regularmente e lo que ellos llamaban la “tristeza cívica”, es decir, sencillamente, en la hi pocondría; pero aquella expresión era muy del agrado de la honorabilísim Varvara Petrovna. Más adelante, además de la tristeza cívica, empezó a dar se también al champaña; pero la lista de Varvara

Petrovna túvole toda 1 vida apartado de toda suerte de triviales tendencias. Además, tenía que dar se a la embriaguez, porque a veces se volvía muy raro; en medio de la má exaltada tristeza, soltaba de pronto la risa del modo más ingenuo. Habí instantes en que hasta de sí mismo poníase a hablar en tono humorístic Pero nada temía tanto Varvara Petrovna como el tono humorístico. Era un mujer clásica, una mujer-mecenas, que sólo procedía con arreglo a las mí sublimes figuraciones. Capital fue el influjo que durante veinte años ejercí aquella mujer sublime sobre su pobre amigo. De ella es preciso hablar p separado, lo que me propongo hacer. III Hay amistades extrañas; hay amigos que casi se quieren comer el uno otro, y toda la vida se la pasan así, sin que a pesar de ello se puedan sepí rar. Separarse es imposible; entre tales amigos, el primero que riñe y romp la amistad, cae enfermo y hasta muere, si tal cosa viene a ocurrir. Yo sé punto fijo que Stepán Trofimovich algunas veces, y a raíz de las más ínti mas efusiones con Varvara Petrovna, al irse ella, saltaba de pronto del di ván y se ponía a dar puñetazos contra las paredes. Hacíalo así, sin pizca de alegría, tanto, que una vez arrancó de la pare un pedazo de estuco. Posible es que preguntéis: “Cómo es posibJe esta enterado de pormenor tan nimio? Pero ¿y si yo mismo hubiera sido testig del lance? Y si Stepán Trofimovich hubiera venido a echarse llorando e mis brazos, pintándome con vivos colores todos sus secretos?” (Y qué c sas no dijo entonces!) Pero vean ustedes lo que casi siempre ocurría der pués de aquellos llantos; al otro día ya estaba dispuesto a crucificarse a mismo por su ingratitud; a toda prisa me mandaba llamar o iba él mismo buscarme, con el solo fin de participarme que Varvara Petrovna era “un ár gel de honradez y de delicadeza y que él era su antítesis”. No sólo vení corriendo a yerme, sino que prolijamente le describía todo eso a ella mism en elocuentísimas cartas confesándole bajo su firma íntegra que, sin ir m lejos, ayer mismo por ejemplo, habíale contado a una persona extraña cóm ella lo mantenía por vanidad, envidiaba su cultura y su talento, le tenía odi y no se atrevía a demostrárselo claramente por temor a que él la dejase echase a perder así su reputación literaria; que a consecuencia de todo es se despreciaba profundamente y había decidido darse una muerte violent y de ella aguardaba la última palabra, la que había de resolverlo todo, etc., etc., y todo por ese estilo. Podéis figuraros después de esto hasta qué grado de histerismo solían llegar a veces los ataques nerviosos de aquel hombre, el más inocente de todos los delincuentones. Yo mismo, en una ocasión, pude leer una de esas cartas suyas, a raíz de una refriega entre ellos por un motivo insignificante, pero enconado al ventilarlo. Yo me quedé aterrado y le rogué no enviase la carta. —No es posible... El más honrado deber...; me muero si no le confieso todo, todo! —me respondió poco menos que atacado de fiebre y envió, a pesar de todo, la epístola. En el fondo había entre ellos una diferencia: la de que Varvara Petrovna no le habría escrito nunca cartas semejantes. A decir verdad, a él le gustaba escribir con locura, le escribía a ella cartas a pesar de vivir en su misma casa, y en los trances de histerismo le escribía hasta dos epístolas en un solo día. Sé de buena fuente que ella leía siempre con la mayor atención esas cartas y las guardaba en un cofrecito suyo, ordenadas y clasificadas, además de lo cual las guardaba también en su corazón. Luego, después de tener a su amigo todo el día esperando la respuesta, veíase con él ¿orno si tal cosa, cual si nada de particular hubiese pasado desde la víspera. Poco a poco lo iba manipulando, de modo que ya no se atrevía a recordar lo del día anterior, limitándose a mirarla un momento a los ojos. Pero ella no se olvidaba de cosa alguna, mientras él solía olvidarse demasiado pronto, y animado por su misma serenidad, no pocas veces aquel mismo día se echaba a reír y hacía servir champaña si iban amigos. ¡Así que con qué encono no lo miraría ella en aquellos momentos sin que él notara nada! Quizá dentro de una semana, de un mes, o de medio año, en algún momento especial, de pronto se acordaba de tal expresión, de tal carta y luego de la carta entera, con todos sus detalles, y se sofocaba de vergüenza, y hasta tal punto se torturaba, que acababa por darle uno de sus ataques de colerina. Esos ataques que le daban parecidos a colerinas, eran en ocasiones el desfogue habitual de sus trastornos nerviosos y representaban cierto curso curioso en su constitución fisica. Efectivamente, Varvara Petrovna, de fijo y con mucha frecuencia, sentía odio hacia él; pero él no llegó a advertir ni una vez siquiera, hasta lo último, que era para ella como un hijo, su criaturita, y hasta podría decirse su invención; que era un fruto suyo y ella lo tenía y mantenía por algo más que por la pura “envidia de sus talentos”. ¡Y cuánto le ofendían, naturalmente, a ella tales suposiciones! Teníale cierto impaciente amor en medio de odios, celos y desprecios continuos. Lo guardaba de toda molestia, lo cuidó como niñera por espacio de veinte años; tuvo noches en que las preocupaciones no la dejaron dormir, cuando se trataba de su reputación de poeta, de su actuación de hombre culto y de ciudadano. El venía a ser como un ensueño suyo. Pero ella exigíale a él, a cambio de todo esto, mucho, efectivamente; en ocasiones hasta la esclavitud. Su rencor rayaba en lo inverosímil. A propósito de eso, voy a contaros dos anécdotas. lO FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 11

Iv Una vez, antes de que se corriesen los primeros rumores de la emancipa1 ción de los siervos, cuando toda Rusia de pronto se enfurruñó y dispuso renacer del todo, hubo de visitar a Varvara Petrovna cierto barón pe

gués, que iba de paso, hombre que contaba con poderosísimas influencias estaba muy al tanto del asunto. Varvara Petrovna estimaba mucho semeja tes visitas, porque sus relaciones con la alta sociedad, después de muerto s marido, iban siendo cada vez más débiles, y al último cesaron por complej to. El barón permaneció en su casa una hora y tomó allí el té. No se h” presente amigo alguno. Pero Varvara Petrovna invitó y presentó a Trofimovich. El barón, ya antes de eso, había oído hablar de él algo, o h como si hubiese oído, pero en el té apenas si le dirigió la palabra. Natu mente, Stepán Trofimovich no era hombre capaz de revolcarse en el fpn y, además, sus modales eran de lo más distinguidos. Aunque de al parecer, no elevada, era el caso que se había educado desde la misma fancia en una distinguida casa de Moscú y, por tanto, bien; el francés lo h bIaba como un parisiense. Así que el barón, a la primera mirada, tuvo comprender la clase de gente de que Varvara Petrovna se rodeaba con tc y vivir en la soledad de un gobierno. Pero no fue así. Al afirmar el barón absoluta veracidad de los primeros rumores, que por entonces empezaban difundirse, respecto a una gran reforma, Stepán Trofimovich, de pronto, pudo contenerse y gritó: “Hurra!” y hasta hizo no sabemos qué gesto la mano, simbólico de entusiasmo. Lanzó aquel grito por lo bajo y hasta una manera distinguida; hasta es posible que el tal entusiasmo fuese p, ditado y aquel gesto lo hubiese estudiado ante el espejo media hora ante tomar el té; pero por fuerza algo hubo de salirle mal, de suerte que el apenas se dignó sonreír, aunque a renglón seguido, con extraordinaria c sía, deslizó una frase aludiendo a la ternura inherente a todos los corazon rusos en forma de un magno acontecimiento. Luego diose prisa en sin olvidarse de tenderle también a Stepán Trofimovich dos dedos. Al ver a la sala Varvara Petrovna, primero, estúvose callada unos tres minul como si buscase algo en la mesa; pero de pronto encaróse con Stepán movich y, pálida, echando fuego por los ojos, le soltó por lo bajo: —Nunca olvidaré esto que ha hecho! Al otro día, al ver a su amigo, ya parecía como si no hubiese p,. nada; de lo ocurrido nunca hizo mención. A los trece años de eso, en instante trágico, se lo recordó y echó en cara, y se puso pálida otra exactamente igual que trece años antes al recriminarlo por prir vez. Sólo dos veces en toda su vida le dijo: “Nunca olvidaré esto que hecho!” El lance con el barón era ya el segundo; pero el primero fue t bién tan característico y significó tanto, al parecer, en el destino de S Trofimovich, que me decido también a contarlo. Fue el año cincuenta y cinco, en primavera, en el mes de mayo, r samente a raíz de haberse recibido en Skvoréschniki la noticia de la del teniente general Stavroguin, un viejo aturdido que falleció a consecue cia de trastornos gástricos, camino de Crimea, adonde se dirigía destinado al ejército de operaciones. Varvara Petrovna se había quedado viuda y se vistiÓ de luto riguroso. A decir verdad, no podía sentirlo mucho, porque los últimos cuatro años había vivido completamente separada de su marido por incompatibilidad de caracteres, y le pasaba una pensión.(El teniente general poseía, en conjunto, ciento cincuenta almas y el sueldo, aparte la significación social y las relaciones; pero todo el caudal, así como Skvoréschniki, pertenecían a Varvara Petrovna, hija única de un opulento labrador). Pero a pesar de todo, hízole mucha impresión lo inesperado de la noticia, y se encerró en soledad completa. Naturalmente Stepán Trofimovich casi nunca se separaba de ella. Mayo estaba en plena florescencia; hacían una tardes maravillosas. Había florecido la cheriomuJa.4 Ambos amiguitos salían todas las tardes al jardín y allí se estaban hasta la noche en un cenador comunicándose mutuamente sus sentires y pensares. Solían tener momentos poéticos. Varvara Petrovna, bajo la impresión de un cambio en su destino, hablaba más que de costumbre. Parecía apegarse al corazón de su amigo, y así fue durante algunas tardes. De pronto vino un extraño pensamiento a torturar a Stepán Trofimovich: “,No se habría hecho ilusiones con él la inconsolable viuda y no se prometería que, pasado el tiempo del luto, le pidiese su mano?” Pensamiento cínico; pero téngase en cuenta que lo elevado de la organización contribuye muchas veces a la tendencia a pensamientos cínicos, aunque sólo sea por la variedad de la cultura, Dio en profundizar en el asunto y encontró algo parecido a esto: “Capital enorme, es verdad, pero Verdaderamente, Varvara Petrovna distaba mucho de ser una beldad; era una mujer alta, amarilla, huesuda, con una cara excesivamente entrelarga, que hacía pensar en algo caballuno. Cada vez titubeaba más Stepán Trofimovich; torturábase con dudas; hasta se echó a llorar por dos veces de puro indeciso (lloraba con bastante frecuencia). Por las tardes, es decir, en el cenador, su cara dio en expresar involuntariamente algo de voluntarioso y zumbón, algo pizpireto y, al mismo tiempo, altivo. Esto se hace sin darse cuenta, y cuanto más noble de condición es el hombre, tanto más notable resulta. Dios sabe lo que se ha de pensar de ello; pero lo más probable es que no se hubiese empezado a labrar en el corazón de Varvara Petrovna nada capaz de justificai las suspicacias de Stepán Trofimovich. Eso sin contar con que por nada del mundo habría trocado ella su apellido de Stavróguina por el de él, aunque fuera tan célebre. Es posible que sólo se tratase allí de un juego puramente femenil por su parte, de una manifestación inconsciente de femenil exigencia tan natural en algunos casos sumamente femeninos. Por lo demas, no insistiremos; inexploradas están las honduras del corazón de la mujer hasta el presente. Pero continúo. Es preciso pensar que no tardó ella en percatarse de la extraña expreSiOn del rostro de su amigo; era ella lista y reparona, y él, harto inocente en 4 Morera,

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ocasiones. Pero las tardes continuaron como antes, y los paliques siguiera siendo tan poéticos e interesantes, cuando he aquí que una vez, ya al caer noche, después del diálogo más animado y poético, separáronse los dos e la mejor armonía, estrechándose con calor las manos en la misma puerta d aquella ala de la casa que ocupaba Stepán Trofimovich. Todos los se trasladaba a aquel pabellón, que estaba casi en el mismo jardín, des enorme casa señorial de Skvoréschniki. No había hecho él más que e en sus habitaciones, con afanosa cavilosidad encendido un cigarro, que había tenido tiempo de fumarse, y plantarse, cansado, inmóvil, delante de abierta ventana, a mirar las leves nubecillas, blancas como plumón, que ‘ gaban en tomo a la radiante luna, cuando de pronto un ligero ruido le c. gó a estremecerse y volver la cabeza. Ante él estaba de nuevo Varvara F trovna de la que acababa de dejar hacía cuatro minutos a lo sumo. Su p semblante estaba como amoratado; tenía los labios fruncidos y trémulos los bordes. Diez segundos largos estuvo observándole a los ojos en si:E: con firme e implacable mirada, y de pronto murmuró de carrerilla: —Jamás olvidaré lo que me ha hecho! Cuando Stepán Trofímovich, diez años después me contaba en voz b’ ese triste episodio, me juró que hasta tal punto se quedó estupefacto, que vio ni sintió irse a Varvara Petrovna. Y como ella no le habló luego ni vez de aquello y todo había pasado como si no hubiera sido, él se toda su vida inclinado a pensar que todo aquello había sido una alucina precursora de enfermedad, tanto más cuanto que aquella misma noche enfermo de veras y tuvo que guardar cama por espacio de dos semanas tas, lo que hizo que se abreviaran las entrevistas en el cenador. Pero a pesar de su sueño de una alucinación, todos los días, toda su vida, estuvo pendiente de la continuación y, por decirlo así, ci desenlace de aquel episodio. No pasaba a creer que hubiese quedado aquello. Y aunque así fuese, no tenía más remedio que mirar a veces de modo extraño a su amiga. y Ella misma le hizo el traje que llevó toda su vida. Era un traje distinguido característico: sobretodo negro, de largos faldones, abrochado casi h arriba, pero de corte elegante; sombrero blando (en verano, de paja), de chas alas; corbata blanca, de batista, con un gran nudo y los picos al bastón con puño de plata, y, además, melena hasta los hombros. Tenía pelo castaño, y sólo en los últimos tiempos empezaron a salirle canas. L bigotes y la barba se los afeitaba. Dicen que, de joven, era muy g. Pero, a mi juicio, también de viejo era extraordinariamente sugestivo. además, ¿qué vejez es esa de los cincuenta y tres años? Pero, por cierta quetería cívica, no sólo no se las daba de joven, sino que hasta parecía ner a gala la seriedad de sus años, y embutido en su traje, alto, flaco, melena hasta los hombros, parecía un patriarca o, más bien, el retrato poeta Kukólnik5 litografiado el año ochenta en alguna edición de sus versos, sobre todo cuando se sentaba en verano en el jardín, en un banco, junto a un florido arbusto de lilas, con ambas manos apoyadas en el bastón, con un libro abierto al lado, y sumido en poéticas meditaciones, a la puesta del sol. Respecto al libro, observaré que, hacia el final de su vida, había dejado de lado la lectura. Aunque esto fue muy al último. Los periódicos y revistas que Varvara Petrovna recibía en gran número, los leía constantemente. Por los progresos de la literatura rusa interesábase también extraordinariamente, pero sin jamás perder su dignidad. Sentía tentaciones, a veces, de enfrascarse en la alta política de nuestros asuntos interiores y exteriores, pero enseguida, haciendo un gesto con la mano, renunciaba a la empresa. Solía ocurrir también una cosa: que se saliese al jardín llevando consigo a Tocqueville ostensiblemente y’ escondido en el bolso, a Paul de Kock. Pero éstas son minucias. Observaré, entre paréntesis, a propósito del retrato de Kukólnikov, que vino a caer esa estampita en manos de Varvara Petrovna cuando, por primera vez, aún se encontraba soltera en un distinguido pensionado de Moscú. En el acto enamoróse del retrato, como le suele ocurrir a todas las señoritas que están en el internado: que se enamoran de lo primero que ven, y también, al mismo tiempo, de sus profesores, sobre todo, de los de caligrafia y dibujo. Pero lo curioso de esto no es esa propiedad de todas las señoritas, sino el que, por espacio de cincuenta años nada menos, conservara Varvara Petrovna el tal retrato entre el número de sus más íntimas preciosidades, hasta el punto de que es posible que, por efecto de ello, ideara aquel traje para Stepán Trofimovich, parecido al del poeta en la lámina litográfica. Pero también esto es minucia. Los primeros años, o, mejor dicho, en la primera mitad de su estancia en casa de Varvara Petrovna, aún soñaba Stepán Trofimovich con escribir alguna obra, y todos los días poníase en serio a escribirla. Pero en la segunda mitad parecía haberse olvidado ya hasta del pasado. Con mucha frecuencia nos decía: “Parece que estás dispuesto a trabajar, tienes reunidos los materiales, y ¡no haces nada con ellos! ¡No te sale nada!”, y bajaba la cabeza con abatimiento. Sin duda, aquello tenía que conferirle todavía más grandeza a nuestros ojos, como a hombre que padece por la ciencia; pero él deseaba otra cosa. “Me tienen olvidado; a nadie le soy preciso”, se le escapo una vez. Aquella fuerte hipocondría se apoderó de él, especialmente, al termino de los cincuenta años. Varvara Petrovna comprendió, finalmente, que la cosa era seria. Además, que no podía sufrir el pensamiento de que tuviesen olvidado a su amigo y nadie lo echase de menos. Para distraerle y, al mismo tiempo, para restaurar sus fuerzas, llevóselo entonces a Moscú, donde tenía algunas relaciones selectísimas entre literatos y hombres de ciencia; pero resultó que tampoco Moscú fue satisfactorio.

5 KukÓlnik,

literato insignificante, autor de unas novelillas que en su tiempo alcanzaro 0 gran boga, pero que no tardaron en ser olvidadas. 14 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

Era aquél un tiempo especial: acercábase algo nuevo, muy desde luego, a la paz interior, y algo también muy extraño, pero que s jaba sentir en todas partes, hasta en Skvoréschnjkj. Corrían diversos n res. Los hechos eran más o menos conocidos; pero era evidente que, más de los hechos, había ciertas ideas que los acompañaban, y, sobre t en número extraordinario. Y esto mortificaba también: ¿es que era in ble explicarse y averiguar a punto fijo lo que significaban aquellas Varvara Petrovna, por efecto de la estructura femenina de su naturale había empeñado en penetrar a toda costa sus secretos. Empezó a leer . dicos y revistas, publicaciones extranjeras prohibidas y hasta proclam (todo esto podía procurárselo); pero sólo consiguió marearse la cabeza. 1’ sose a escribir cartas; le respondieron enseguida, pero cuanto más p:’ las contestaciones, tanto más incomprensibles. Stepán Trofimovich fue solemnemente invitado a explicarle “t esas ideas” de una vez por todas; pero sus explicaciones resultaron de t punto insuficientes. El criterio de Stepán Trofimovich sobre movimient generales era en grado sumo arrogante: para él, todo se reducía a que lo ti nían olvidado y nadie lo echaba de menos. Hasta que, por último, taml se acordaron de él: al principio en las publicaciones extranjeras, como hombre que había padecido la deportación, y luego, a poco de ello, en 1 tersburgo, como de quien había disfrutado allí de cierta boga; hasta 1k a compararlo con Rádischev.6 Luego hubo quien dijo en letras de n, que se había muerto y prometió escribir su necrología. Stepán Trofimovici inmediatamente, revivió y se reanimó mucho. Todo su altivo criterio r pecto a las cosas contemporáneas quedó soslayado al punto, y en su encendióse una ilusión: ponerse en movimiento y demostrar sus f”’ Varvara Petrovna volvió también en seguida a tenerle fe en todo y h todo lo posible por apoyarlo. Quedó decidido trasladarse inmediatamentt Petersburgo, ponerlo todo en claro, ahondar en todo personalmente y, de posible, tomar parte activa en la nueva actuación de un modo absoluto e divisible. Entre otras cosas, explicó ella hallarse dispuesta a fundar una vista y consagrarle desde entonces toda su vida. Admirado de ver h. dónde había llegado, Stepán Trofimovich se volvió todavía más altivo: d rante el camino empezó a tratar a Varvara Petrovna poco menos que Ci aire protector, lo que aquélla no echó en saco roto. Por lo demás, tenía otra razón muy principal para aquel viaje, que no era otra cosa que el de reanudar sus antiguas altas amistades. Era menester, de ser posible, cer acto de presencia en el gran mundo; por lo menos intentarlo. Pero el jeto aparente del viaje era avistarse con su único hijo, que acababa a la zón su curso de Ciencias en un Liceo petersburgués. 6 Autor de un libro sobre los horrores de la esclavitud: Un viaje de Petersburgo Moscú, por el que en 1790 lo condenaron a

muerte, aunque luego le fue conmutada pena por la de deportación a Siberia. Amnistiado más tarde por Pablo 1, volvió a comprometido en asuntos políticos y, amenazado con nueva deportación, optó por darse, como lo hizo.

VI permanecieron en Petersburgo casi toda la saison invernal. Todo, sin embargo, 5C deshizo sin tardanza, cual irisada pompa de jabón. Las ilusiones volaron; las sombras no sólo no se aclararon, sino que se volvieron más densas. En primer lugar, las altas amistades apenas si respondieron, a lo sumo, en una proporción microscópica y con explicaciones humillantes. Resentida, Varvara Petrovna lanzóse por entero a las “nuevas ideas”. Organizó veladas en su casa. Invitó a literatos, los cuales acudieron enseguida en gran número. Luego siguieron ya acudiendo sin necesidad de invitación: el uno llevaba al otro. Nunca hasta entonces había ella visto tales literatos. Eran vanidosos hasta lo imposible, pero de un modo enteramente franco, cual si con ello cumpliesen un deber. Algunos (aunque no todos, ni mucho menos) presentábanse también borrachos, pero como si reconocieran en ello una belleza especial, descubierta el día antes. Todos ellos se mostraban orgullosos hasta la rareza. En todas las caras estaba escrito que acababan de descubrir algún secreto trascendental. Reñían, teniéndolo a honra. Harto dificil era saber qué era lo que escribían; pero allí había críticos, novelistas, dramaturgos, escritores satíricos “acusadores”. Stepán Trofimovich llegó a penetrar en el más elevado de sus círculos, en aquel de donde arrancaba el movimiento. Los directores del mismo estaban inverosímilmente altivos, pero lo acogieron con alegría, aunque era evidente que ninguno de ellos sabía de él la menor cosa ni había oído más sino que “representaba la idea”. Tal maña se dio él, sin embargo, que también acudieron un par de veces al salón de Varvara Petrovna, no obstante todo su olimpismo. Eran individuos muy serios y muy corteses; se conducían muy bien; era evidente que los demás les temían; pero saltaba a la vista que no tenían tiempo. Presentáronse allí también dos o tres antañonas celebridades literarias, que se encontraban entonces en Petersburgo, y con las que Varvara Petrovna hacía mucho tiempo que estaba en las mejores relaciones. Pero, con admiración de su parte, aquellas celebridades positivas y ya por encima de toda duda eran aguas mansas, hierba rastrera, y algunos sencillamente adulaban a todo aquel revoltillo y vergonzosamente hacían por buscarle las gracias. Al principio, coglan a Stepán Trofimovich y se lo llevaban y lo exhibían en reuniones literarias públicas. Cuando aquél salió por primera vez a un estrado, en una de esas lecturas literarias públicas, como uno de los lectores, sonaron aplausos furibundos, que duraron cinco minutos. Con lágrimas en los ojos lo recordaba nueve años después, aunque más por su temperamento de artista que por gratitud. “Le juro a usted y lo sostengo —me decía él mismo (pero a mi solo y en secreto)— que nadie del público sabe ni sabía nada concreto acerca de mí.” Confesión notable; tenía, pues, ingenio, ya que entonces, en el estrado mismo, podía darse así tan clara cuenta de su

situación, pese a toda su embriaguez, y tenía también ingenio cuando, diez años más tarde, no podía acordarse de ello sin sentirse ofendido. Le obligaron a firmar dos o tres protestas colectivas (,contra qué?...; ni él mismo lo sabía); firmó. A Varvara Petrovna también la obligaron a firmar al pie de otra protesta con-

16 FEDOR M. DOSTOIEVSKI Los DEMONIOS 17

tra cierto “hecho escandaloso”, y también ella firmó. Por lo demás, la yor parte de aquellos individuos nuevos, no obstante visitar a Varvara trovna, creíanse obligados a mirarla con desprecio y con no encubiert zumba. Stepán Trofimovich me dijo a mí luego, en instantes de amargur que ella, en aquellos tiempos, también había seguido teniéndole envi Sin duda que comprendía que no le era posible alternar con aquellos r tos; pero, a pesar de todo, los recibía con avidez, con toda su histérica ji paciencia de mujer, y, sobre todo, que aguardaba siempre algo. En las ve] das hablaba poco, aunque habría podido hablar más; pero lo que más h, era escuchar. Hablaban de suprimir la censura y la letra ierr;7 de reemplaz el alfabeto ruso por el latino; de alguno que había sido deportado el día a tenor; de algún escándalo que había ocurrido en el Pasaje; de la convenie cia de parcelar Rusia, por razas, en una federación voluntaria; de la ssión del Ejército y la Armada; de restaurar a Polonia sobre el Dniéper; de reforma agraria y las proclamas; de la supresión de las herencias, de la milia, de los hijos y de los curas; de los derechos de la mujer, de la ca Krayevskii, a la que nunca nadie podría perdonar, etc., etc. Era claro que e aquel revoltillo de gentes nuevas había muchos pícaros; pero era indudabi que también había muchas personas honradas, hasta muy atrayentes, n obstante ciertos detalles asombrosos. Los honrados resultaban mucho r” nos comprensibles que los pícaros y tunantes; pero no podía decirse quié gobernaban a quiénes. Al exponer Varvara Petrovna su intención de p’ car una revista, empezó a acudir a su casa todavía más gente; pero e guida le lanzaron a la cara la inculpación de que era una capitalista y . tadora del trabajo. Lo franco de tal inculpación corrió parejo con 1 inesperado. El viejísimo general Iván Ivánovich Drózdov, amigo y compí ñero de armas del difunto general Stavroguin, hombre dignísimo (pero a s modo) y al que todos aquí conocíamos, sumamente terco e irascible, r’ comía de un modo horrible y le tenía un miedo espantoso al ateísmo, b’ de sostener una discusión, en una de las veladas de Varvara Petrovna, un destacado jovencito. El cual, a las primeras de cambio dijo: “Usted, p lo visto, es un general, cuando así habla”; es decir, como si no encontra nada peor que decirle eso de general. Iván Ivánovich se sulfuró: “Sí, s soy general, teniente general, y he servido a mi soberano, mientras que señor, eres un mocito y un ateo.” Armóse un escándalo intolerable. Al c. día, el incidente fue denunciado en la Prensa, y empezaron a allegarse f mas colectivas contra el “rasgo escandaloso” de Varvara Petrovna, que quiso poner en la calle inmediatamente al general. En los periódicos iJ»’ dos apareció una caricatura que representaba malignamente a Varvara trovna, al general y a Stepán Trofimovich, en un cuadrito, como a tres gos retrógrados; el cuadrito llevaba también unos versitos, compuestos un poeta del pueblo expresamente para aquella ocasión. Observaré por cuenta que, efectivamente, muchos individuos con graduación de g::: 7 La vigésimo séptima letra del alfabeto ruso, que tenía el valor de una “e” Ir” y que, efectivamente, han suprimido los bolcheviques. tienen costumbre de decir burlonamente: “Yo he servido a mi soberano...” es decir, cual si su señor no fuese el mismo que el nuestro, del que somos humildes súbditos, sino otro para su uso particular. Continuar más tiempo en petersburgo habría sido, naturalmente, imposible, tanto más cuanto que también a Stepán Trofimovich le llegó su “fiasco” definitivo. No pudo sufrirlo, y empezó a reivindicar los derechos del arte, lo que dio motivo a que se rieran todavía más de él. En su última lectura, pensó triunfar con la elocuencia cívica, imaginándose que iba a conmover los corazones y teniendo a honra su “expulsión”. Indiscutiblemente, estaba de acuerdo en lo inútil y cómico de la palabra “patria”; estaba también de acuerdo con la idea de que la religión era nociva; pero recio y alto decía que no le llegaban a Puschkin, ni con mucho, a las botas. Lo silbaron implacablemente, hasta el punto de que allí, ante el público, en pleno estrado, fue y se echó a llorar. Varvara Petrovna lo condujo a casa apenas con vida. Qn m ‘a traité comme un vieux bonnet de coton!, balbucía aturdidamente. Ella le estuvo atendiendo toda la noche; le hacía tomar unas gotas de laurel y hasta ser de día le estuvo repitiendo: —Usted es todavía útil; usted todavía figura; a usted lo aprecian... en otro sitio. Al día siguiente mismo, por la mañana temprano, presentáronse en casa de Varvara Petrovna cinco literatos, tres de ellos completamente desconocidos y a los que nunca había visto. Con cara severa, le manifestaron que habían estudiado a fondo el asunto de su revista y le llevaron su resolución. Varvara Petrovna no había encargado ni remotamente a nadie estudiar ni resolver nada respecto a su revista. La resolución consistía en que ella, luego de fundar la revista, se la cedería enseguida a ellos, con los dineros, con arreglo a los derechos de una asociación libre, y se volvería volando a Skvoréschniki sin olvidar llevarse consigo a Stepán Trofimovich, “el cual estaba hecho un carcamal”. Por delicadeza, convenían en reconocerle el derecho de propiedad y enviarle todos los años la sexta parte de las ganancias líquidas. Lo más patético era que, de aquellos cinco individuos, cuatro seguramente no perseguían con aquello ningún fin adquisitivo y solamente se tomaban tales calores en nombre de la “causa común”. —Nos vinimos como atontados —contaba Stepán Trofimovich—, Yo nunca pude figurarme aquello, y recuerdo que, entre el ruido del tren, me zumbaba en la cabeza este estribillo:

Viek y Viek 8 y Liov Kambiek Liov Kambiek y Viek y Viek... y el diablo sabe cuántas cosas más, hasta llegar a Moscú. En Moscú fue donde recobré el juicio cabal, ¡como si, efectivamente, hubiera podido enContrar algo distinto allí! ¡Oh, amigo mío —solía exclamar, dirigiéndose a mt en un arrebato de inspiración—, no puede usted figurarse qué pena y 8 Viek (El siglo) título pensado para la revista. 9 Liov Kambiek, nombre de un critico. 18 FEDOR M. DOSTOIEVSKi LOS DEMONIOS ¡9

qué rabia se apoderan de su alma cuando lleva usted mucho tiempo vene rando una gran idea y vienen de pronto y se la roban a usted unos ignoran tes y la lanzan, con otros necios como ellos, a la calle y allí se la encuentn usted de pronto, expuesta a todos los golpes, sin pizca de respeto, caída ei el fango, abandonada en un rincón, falta de proporción, de armonía, jugueti de estúpidos chicos! En nuestros tiempos no era así, y no era eso tampoc lo que nosotros buscábamos. No, no, en absoluto no era eso. Yo no reco nozco nada... Nuestro tiempo volverá y tomará a encauzar por el camin firme todo lo que se tambalea, todo lo actual. De lo contrario, ¿qué va ocurrir? VII A raíz de la vuelta de Petersburgo, Varvara Petrovna envió a su amigo a extranjero a “descansar”; sí, aunque tuvieran que separarse por algún tiem po, ella comprendía que era preciso. Stepán Trofimovich partió con entu siasmo. “Allí resucitaré —exclamaba—, allí, finalmente, me consagraré la ciencia!” Pero en las primeras cartas de Berlín insistía en su nota sempi tema: “El corazón, destrozado! —le escribía a Varvara Petrovna—. ¡Ni puedo olvidar nada! Aquí en Berlín todo me recuerda mi vida antigua, e pasado, mis primeros entusiasmos y mis primeros tormentos. ¿Dónde est ella? ¿Dónde están ahora las dos? ¿Dónde estáis, ángeles míos a los qu nunca merecí? ¿Dónde mi hijo, mi amadísimo hijo? ¿Dónde, finalmente yo, yo mismo, mi yo antiguo, de energía acerada e inflexible cual una roc cuando ahora cualquier Andrejeff, un ortodoxo payaso con barba, peut bri ser mon éxistence en deux?”, etc, etc. Por lo que se refiere al hijo de Step Trofimovich, lo había visto un par de veces en toda su vida: la primera nacer, y la segunda..., poco hacía, en Petersburgo, donde el joven se prepa raba para ingresar en la Universidad. Toda su vida el muchacho, según y dijimos, la había pasado, con una tiíta, en el gobiemo de O*** (a expens de Varvara Petrovna), a setecientas verstas de Skvoréschniki. Cuanto a An drejeff es decir, Andréyev, era, sencillamente, nuestro comerciante de la lc calidad: un tendero, un tío raro, arqueólogo autodidacto, apasionado colec cionista de antigüedades rusas, que a veces tenía sus choques con Stepá Trofimovich en punto a saber y, sobre todo, a tendencia. Ese culto comer ciante, con su barba blanca y sus grandes gafas de plata, no había acabad de pagarle a Stepán Trofimovich los cuatrocientos rublos, valor de una fin quita que le había comprado (al lado de Skvoréschniki), con unas deciatim de bosque para leña. Aunque Varvara Petrovna proveyó a su amigo abun dantemente de recursos al expedirlo a Berlín, Stepán Trofíniovich contab con aquellos cuatrocientos rublos, probablemente para invertirlos antes d viaje, en los gastos secretos suyos, y por poco se echa a llorar cuando An drejeff le rogó que aguardase un mesecito, aunque tenía, después de todo derecho a demandar aquel breve plazo, porque los primeros dineros que d él recibiera se habían ido todos, ya hacía medio año, en las necesidade de entonces de Stepán Trofimovich. Varvara Petrovna leyó con ansiedad aquella carta primera y subrayando con el lápiz la exclamación “,Dónde estáis las dos?”, la marcó con su número y la gt’ardó en una cajita. Finalmente, se acordaba él de sus dos difuntas mujeres. En la segunda carta recibida de Berlín variaba un tanto la canción: “Trabajo doce horas al día (“Si siquiera fuesen once”, murmuró Varvara Petrovna), ando por las bibliotecas, confronto, anoto, corro; he ido a ver a los profesores. Renovó su amistad con la excelente familia Dundásov. ¡Qué encanto había conservado Nadechka Nikoláyevn&° incluso ahora! Le envía un saludo. Su joven esposo y sus tres sobrinos están en Berlín. Por las noches nos estamos de charla con la gente moza hasta clarear el día, y son las nuestras veladas casi atenienses, pero únicamente por la finura y distinción; todo es noble: mucha música, motivos españoles, sueños de renovación de la Humanidad, ideas de eterna belleza, la Madona de la Sixtina, luz en la traspasada tiniebla y manchas hasta en el sol. ¡Oh amiga mía, noble, fiel amiga mía! Yo estoy de corazón con usted y con los suyos; uno solo seremos siempre, en tout pays, aunque fuese dans le pays de Makar et de ses veaux’ 1 del que ya recordará hablábamos con frecuencia, palpitando, en Petersburgo, antes de mi partida. Lo recuerdo con una sonrisa. Al atravesar la frontera, me sentí tranquilo: una impresión extraña, nueva, la primera después de tantos largos años...”, y etc., etc. —Bah, todo esto son desatinos! —decidió Varvara Petrovna, guardando también aquella carta—. Quien se entretiene hasta clarear el día en esas veladas atenienses no se está luego doce horas enredado con los libros. ¿Estaría bebido al escribir la carta? Esa Dundásova, ¿cómo se atreve a enviarme ningún saludo? Aunque, después de todo, que me lo distraigan... La frase dans le pays de Makar et de ses veaux quería decir: “donde Makar no llevó sus vacas”. Stepán Trofimovich, deliberadamente, traducía de un modo pésimo a veces los refranes rusos y los dichos populares al francés, sin duda sabiendo entenderlos y traducirlos mejor; pero eso lo hacía como donosura, y lo encontraba ingenioso.

Pero se divirtió poco; cuatro meses no pudo aguantar, y se volvió a Skvoréschnjki Sus últimas cartas sólo contenían efusiones del amor más sentimental a su lejana amiga, y literalmente estaban salpicadas con las lágrimas de la separación. Hay criaturas extraordinariamente acostumbradas a la casa, como perrillos falderos. La entrevista de ambos amigos fue entusiastica. A los dos días, todo volvió a seguir su curso de antes, y hasta más aburrido que antes. “Amigo mío — decíame Stepán Trofimovich a las dos semanas y con el mayor sigilo—, amigo mío, averigüé una novedad esPantosa para mí. Je suis un simple parásito, el rien de plus! Mais r. . rien de plus!’ O Esperancita, hija de Nicolai. 1 Es decir, “Al fin del mundo”, expresión equivalente a la española “Donde Cristo dio las tres voces”. 20 FEDOR M. DOSTO1EVSKI LOS DEMONIOS 21

VIII Luego hízose entre nosotros la paz y se prolongó por espacio de todos esto nueve aflos. Los arrechuchos histéricos y los llantos sobre mi hombro, qu se prolongaban regularmente, no turbaban lo más mínimo nuestra felicidad Me maravilla que Stepán Trofimovich no engordase en aquel tiempo. Sól se le puso un poco colorada la nariz, y vino a aumentar así su bonachone ria. Poco a poco, en tomo suyo fuese consolidando un círculo de amigos aunque siempre reducido. A Varvara Petrovna, aunque intervenía poco e la tertulia todos la llamábamos nuestra patrona. Después de la lección d Petersburgo, se había afincado en el pueblo definitivamente; en invierno vi via en su casa de la ciudad; en verano, en su finca de las afueras. Nunca ha bia tenido tanta significación e influencia como en los últimos siete años ei la buena sociedad de nuestro gobierno; es decir, hasta el punto de haber re presentado casi tanto como nuestro actual gobernador. El gobernador ante rior, el inolvidable y blandengue Iván Osípovich’2 era pariente cercani SUyO y había sido en cierta ocasión su protector. Su mujer temblaba al sol pensamiento de no darle gusto a Varvara Petrovna, y el acatamiento po aquella de la buena sociedad del gobierno llegó a rayar en idolatría. As que aquello redundó en bien de Stepán Trofimovich. Era éste miembro de club; perdía con altivez y disfrutaba de respetos, aunque muchos lo consi deraban únicamente como un hombre “culto”. Más adelante, cuando Var vara Petrovna le permitió vivir en otra casa, aún gozamos de mayor libertad Nos reuníamos allí dos veces por semana; la pasábamos muy divertidos, so bre todo cuando no le dolía el champaña. El vino se compraba en la tiend del referido Andréyev. Se pagaba .por cuenta de Varvara Petrovna todos lo semestres, y el día del pago era casi siempre un día de colerina. El miembro más extraño de la tertulia era Liputin, funcionario del go biemo, hombre ya nada joven, gran liberal y con fama de ateo en la pobla clon. Habíase casado en segundas nupcias con una mujer jovencita y guapi ta, que le había aportado su dote, y, además, tenía tres hijas menores Guardaba a su familia en el temor de Dios y encerrada; era sumamente aho rrativo, y en el servicio habíase apañado para una casita y un capital. Er hombre inquieto, y, además, ocupaba un puesto modesto; en el pueblo h estimaban poco, y en las altas esferas no lo recibían. Además, era un hombre esplenético y que ya más de una vez había llevado su castigo, y castig doloroso; una vez de manos de un oficial, y otra, de las de un honrado pa dre de familia, terrateniente. Pero nosotros gustábamos de su ingenio, su aficion al estudio, su personal maligna alegría. A Varvara Petrovna no le era simpático; pero él sabía siempre buscarle la gracia. No le era a ella simpático tampoco Schátov, miembro que fue de la tertulia sólo el último año Schátov había sido estudiante, y lo habían expulsado, a Consecuencia de cierta historia estudiantil, de la Universidad; de niño habia Sido discípulo de Stepán Trofímovich, pues era hijo de un siervo de 12 IVfl hijo de Osip. Varvara Petrovna, de su ayuda de cámara, Pável Fiodórov, y había sido protegido suyo. No le era simpático por su orgullo y su ingratitud, y nunca pudo perdonarle el que, cuando lo expulsaron de la Universidad, no acudiese inmediatamente a ella, sino que, por el contrario, ni siquiera respondió a la carta que ella le había escrito, y prefirió colocarse en casa de un comerciante civilizado como preceptor de sus hijos. Juntamente con la familia de dicho comerciante, marchó al extranjero, más bien en calidad de diadkat3 que de gouverneur; pero es que entonces tenía unas ganas horribles de viajar por el extranjero. De los niños se encargaba también una institutriz: una señorita rusa, vivaracha, que había entrado en la casa, igualmente, en vísperas del viaje, y a la que habían tomado más bien por sus pocas pretensiones. A los dos meses el comerciante la despidió “por librepensadora”. Siguióla Schátov, y a poco casóse con ella en Ginebra. Vivieron juntos unas tres semanas, y luego se separaron, como individuos libres que no tienen compromiso alguno uno con otro, y sin duda también por causa de la pobreza. Largo tiempo vagó él luego solo por Europa, viviendo sabe Dios cómo; dicen que hacía de limpiabotas en las calles y que en un puerto había trabajado como cargador. Por último hacía de eso un año, había tornado a nuestro pueblo, al nido natal, y venídose a vivir con una vieja tía, a la que enterró al cabo de unos meses. Con su hermana Dascha’4 también pupila de Varvara Petrovna, que vivía con ella, como su favorita, en el mejor tren, sostenía raras y remotas relaciones. Entre nosotros siempre estaba taciturno y enfurruñado; pero de cuando en cuando, siempre que le herían en sus convicciones, se irritaba en términos morbosos y se iba mucho de la lengua. “A Schátov hay que atarlo antes de ponerse a discutir con él”, solía decir donosamente Stepán Trofimovich; pero le tenía afecto. En el extranjero había rectificado Schátov radicalmente algunas de sus ideas socialistas de antes, viniendo a caer en la

exageración contraria. Era uno de esos rusos idealistas a los que de pronto les hace impresión una idea vigorosa y no parece sino que de buenas a primeras los abruma, a veces, para siempre. Analizarla no es cosa que ellos pueden nunca, y le tienen una fe apasionada, y toda su vida transcurre luego como en los últimos espasmos bajo las piedras que les arrojan y que ya a medias los aplastan. En su aspecto exterior, respondía, de todo punto, Schátov a sus ideas: era desgarbado, rubiosco, melenudo, bajo de estatura, ancho de hombros, de gruesos labios, con unas cejas espesas, hirsutas, muy rubias, frente ceñuda, y un mirar arisco, tenazmente rastrero y como avergonzado. En sus cabellos quedaba siempre un remolino tal, que por nada del mundo cedía a igualarse y siempre estaba revuelto. Tenía veintiséis años. “No me asombra ya que su mujer lo dejase”, dijo Varvara Petrovna una vez, después de mirarlo de hito en hito. Esforzábase por vestir con pulcritud, a pesar de su extraordinaria pobreza. A Varvara Petrovna no recurría en demanda de ayuda, y vivía de lo que Dios quería; también trabajaba en los comercios. Una vez se le vio tras el mostrador de 13 Ayo. 4 Diminutivo de Daria, Dorotea. LOS DEMONIOS 23 22 FEDOR M. DOSTOIEVSKI una tienda, y otra estuvo a punto de embarcarse en un vapor con un compañero que le habían destinado como ayudante; pero se puso enfermo en vísperas de la partida. Dificil es imaginarse hasta dónde llegaba su ca’” - - para aguantar la miseria, sin siquiera darle importancia alguna. Varvara Petrovna, después de su enfermedad, envióle, de un modo secreto y anónimo, cien rublos. Llegó él, no obstante, a descubrir el secreto; reflex, aceptó el dinero y fue a darle las gracias a Varvara Petrovna. Esta lo reci con calor; pero aun en aquella ocasión defraudó él bochornosamente sus peranzas; permaneció en total allí cinco minutos, en silencio, fija la estúpidamente en el suelo y sonriendo como bobo y, de pronto, sin acabar de escucharla y en el punto más interesante de su peroración, levantóse, hizo un saludo de costadillo, desmañado, aturrullóse, tropezó y derribó suelo su preciado costurero, que se hizo trizas, y se fue de allí medio muer-1 to de vergüenza. Liputin le recriminó luego mucho por no haber devueltol en aquella ocasión, con desprecio, los cien rublos, como procedentes de s antigua ama, y, en vez de eso, haberlos tomado y hasta ido a darle las gri cias. Vivía solo, al extremo de la ciudad, y no le gustaba que ninguno d nosotros fuese a verlo. Por la noche, no faltaba nunca a la tertulia de Stepár Trofimovich, y siempre llevaba, para leer, periódicos y libros. Acudía también por las noches un joven, cierto Virguinskii, funcionario de la localidad que tenía algún parecido con Schátov, aunque saltaba a la vista que era enteramente opuesto a él en todos sentidos: éste era tambié “padre de familia”. Un joven lamentable y pacífico, que, por lo demás, p saba ya de los treinta, con una cultura notable, pero en su mayor parte a” didacto. Era pobre, estaba casado, servía y mantenía a una tía y una herma• na de su mujer. Esta y todas las señoras profesaban las ideas más extremas; pero todo esto resultaba en ellas algo burdo, y, sobre todo, se trataba d “ideas que se encuentran en el arroyo”, como a propósito de otra cosa una vez Stepán Trofimovich. Todas ellas recibían periódicos, y habría h tado el primer rumor incluso de nuestros rinconcillos progresistas de la c pital para que lo arrojasen todo por la ventana, si así se lo hubiesen di Madame Virguinskaya ejercía en el pueblo la profesión de comadrona; soltera había vivido mucho tiempo en Petersburgo. El dicho Virguinskii e hombre de corazón puro, y rara vez me eché yo a la cara un fervor espiri tual más honrado. “Yo nunca, nunca renunciaré a estas luminosas ilusio nes”, me decía con ojos radiantes. De esas “luminosas ilusiones” hablaba quedo, por lo bajo, a media voz, como en secreto. Era de estatura bastant elevada, pero extraordinariamente flaco, con sus ribetes, muy leves, de i- rrojo. Todas las altivas cuchufletas de Stepán Trofimovich tocante a a nas de sus ideas las acogía con mansedumbre, y a veces le objetaba r mente, y no pocas lo dejaba atónito. Stepán Trofimovich lo trataba afabilidad, y, en general, a todos nosotros nos trataba paternalmente. —Todos ustedes son “de los que no se sientan”— hacíale notar jo samente a Virguinskii—; todos son semejantes a usted, aunque en us—, Virguinskii, no he notado esa li.. .mi. . .ta. . .ción que hallé en Petersburgq entre esos

seminaristes; pero, a pesar de todo, está usted “verde”. Schátov se sentaría de muy buena gana, pero también él es de los que no se sientan. —,Y yo? —le preguntó Liputin. —Usted es, sencillamente, el aura o término medio que en todas partes se acomoda..., a mi juicio. Liputin diose por ofendido. Contaban de Virguinskii, y con sentimiento muy sincero, que su mujer, antes de cumplirse el año de casados, fue y le manifestó que quedaba destituido, y que ella prefería a Lebíadkin. El tal Lebíadkin, cierto forastero, resultó después un individuo muy sospechoso, y no era en modo alguno capitán de Estado Mayor retirado, según se titulaba. Sólo sabía tirarse del bigote, beber y despotricar los mayores absurdos que imaginarse pueden. Este sujeto, de manera harto indelicada, se fue inmediatamente a vivir con ellos, comiendo con gusto el pan ajeno, y allí comía y allí dormía, concluyendo por mirar por encima del hombro al dueño de la casa. Afirmaban que Virguinskii, antes que la notificación de su mujer dándole el retiro, le dijo: “Amiga mía, hasta ahora te amaba únicamente; ahora ya te respeto”; pero es dudoso, en el fondo, que pronunciase tales palabras, dignas de un romano de la antigüedad; por el contrario, dicen que se echó a llorar con el corazón encogido. Una vez, a las dos semanas de su retiro, todos ellos juntos, “en familia”, fueron más allá de la ciudad, al bosque, a tomar el té en unión de unos amigos. Virgüinskii estaba como febrilmente alegre, y tomó parte en el baile; pero de pronto, y sin que

mediara la menor discusión, cogió con ambas manos de los pelos al gigante Lebíadkin, que estaba bailando el cancán él solo; lo hizo agacharse y se puso a aturdirlo con chillidos, gritos y lloriqueos. El gigante tuvo tanto miedo, que ni siquiera hizo por defenderse, y todo el tiempo que aquél estuvo dándole la lata casi no habló palabra; pero luego diose por ofendido con toda la vehemencia de una persona decente. Virguinskii se pasó la noche entera pidiéndole perdón a su mujer de rodillas; pero ella no llegó a dárselo, porque él, a pesar de todo, negóse a ir a presentarle sus excusas a Lebíadkin; además de lo cual, lo acusaron de ideas poco firmes, esto último por haberse puesto de rodillas para sincerarse con la consorte. El capitán de Estado Mayor diose prisa en desaparecer y no volvió al pueblo hasta una última ocasión, acompañado de una hermana y animado de nuevas intenciones, pero de él hablaremos más adelante. Puede que al pobre “padre de familia” se le distrajese el espíritu con nosotros y necesitase nuestra tertulia. Aunque, por lo demás, nunca nos habló de sus asuntos domésticos. Sólo una vez, al volver en ml compañía de casa de Stepán Trofimovich, hubo de hablarme muy por encima de su situación; pero de pronto, cogiéndome la mano, exclamó con vehemencia: —Eso no es nada: es sólo un caso frecuente; eso en nada, en nada se Opone a la “causa común”. Desfilaban también por nuestra tertulia huéspedes eventuales: iba por alli el judío Líamschin, iba el capitán Kartúzov. Algún tiempo estuvo asistiendo a la tertulia un viejecillo estudioso; pero murió. Llevó Liputin al dé

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rigo polaco deportado Slontsevsky, y durante algún tiempo lo recibimos por cuestión de principio; pero luego dejamos ya de recibirlo. Ix Durante algún tiempo decían de nosotros que nuestra tertulia era un viverc de librepensamiento, de locura, corrupción y ateísmo; y siempre persistió este rumor. Y, sin embargo, nosotros nos limitábamos a charlar del modo, más inocente y grato, con una jovialidad liberal enteramente rusa. El “liberalismo sublime” y “liberal sublime”, es decir, liberal sin ningún objeto, sólo son posibles en Rusia. A Stepán Trofimovich, corno a todo hombre c ingenio, le era necesario un auditorio, y le era indispensable, además, que se le reconociese que cumplía el alto deber de propagar la idea. Y le era, f nalmente, preciso también tener a alguien con quien beber champaña cambiar, después de un vino de marca conocida, ideas optimistas sobre sia y el “alma rusa”, sobre Dios en general y sobre el “Dios ruso” en p: ticular; repetir por centésima vez anécdotas rusas escandalosas, de todos bidas y por todos repudiadas. También comentábamos los chismes locales, profiriendo a veces fallos inclementes. Tocábamos también el tema de Humanidad; juzgábamos severamente del futuro destino de Europa y el gé nero humano; en tono doctoral pronosticábamos que Francia, después c cesarismo, pasaría a ser una potencia de segundo orden, y estábamos perfectamente seguros de que eso podría ocurrir de un modo enormemente rá-

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pido y fácil. Al Papa hacía ya muchísimo tiempo que le habíamos

pronosticado el papel de simple metropolitano, en la Italia unificada, y teníamos h convicción absoluta de que este problema milenario, en nuestro siglo de hu- manidad, industria y ferrocarriles, era cosa de nada. Pero es porque el “sublime liberalismo ruso” no entendía de otro modo las cosas. Stepán Trofimovich disertaba a veces de arte, y muy bien, pero algo digresivamente. Recordaba algunas veces a los amigos de su mocedad —todos ellos personalidades principales en la historia de nuestra evolución—; recordábalos con unción y ternura, pero también como con cierta envidia. Cuando ya s ponía muy aburrido, el judío Líamschin (un modesto funcionario postal), magistral pianista, poníase a tocar, y en los intermedios hacía el cerdo, la tormenta, el parto con los primeros lloros del crío, etcétera, etc.; sólo r” ese objeto lo invitaban. Cuando se había bebido mucho —lo que solía o rrir, aunque no con mucha frecuencia— se desbordaba el entusiasmo, y vez, a coro, acompañados por Líamschin, cantamos la Marsellesa, aunque no sé si nos salió bien. El gran día del 19 de febrero’5 lo celebramos con entusiasmo, y desde mucho antes empezamos a hacer brindis en su honor. Era todo aquello muchísimo antes, cuando aún no habían aparecido por a1 - Schátov ni Virguinskii, y Stepán Trofimovich vivía en la misma casa que Varvara Petrovna. Algún tiempo antes de ese magno día, Stepán Trofirno15 De 1861, fecha de la abolición de la esclavitud. vich empezó a rezongar para sí unos versos famosos, aunque algo antinaturales, escritos por algún burgués liberal de antaño: Vendrán los campesinos con sus hachas. Algo terrible ocurrirá. Algo por el estilo, que a punto fijo no lo recuerdo. Varvara Petrovna hubo de oírlo una vez y le gritó: “iAbsurdo, absurdo!”, y se puso furiosa. Liputin, que la había oído, hízole observar, sarcástico, a Stepán Trofímovich: —Será una lástima que a los burgueses sus antiguos siervos también les proporcionen, en medio de sus alegrías, algunas contrariedades. Y se pasó el dedo índice en tomo al cuello. —.Cher ami—replicóle Stepán Trofimovich benévolamente—, crea usted que “eso” —repitió el gesto en tomo al cuello—

no redundará en provecho alguno: ni de nuestros burgueses ni de nadie en general. Nosotros, sin cabeza, no sabemos hacer nada, a pesar de que nuestras cabezas nos impiden cada vez más pensar. Observaré que entre nosotros muchos suponían que el día del manifiesto pasaría algo extraordinario, por el estilo de lo que profetizaba Liputin y todos los llamados personajes de viso y grandes señores. Al parecer, también Stepán Trofimovich compartía esa manera de pensar, y hasta el punto de que casi en vísperas ya del día grande hubo de porfiarle a Varvara Petrovna que se marchase al extranjero; en una palabra: que no las tenía todas consigo. Pero pasó el gran día, pasó también algún tiempo después, y la altiva sonrisa volvió a asomar a los labios de Stepán Trofimovich. Hizo resaltar ante nosotros algunas ideas notables acerca del carácter del hombre ruso en general y del campesino ruso en particular. —Nosotros, como gente atropellada, hemos andado muy de prisa con nuestros campesinos —dijo rematando uno de sus notables pensamientos—. Los hemos puesto de moda, y todo un sector de la literatura, por espacio de algunos años seguidos, se ha venido consagrando a ellos como a una alhaja recién descubierta. Hemos ceñido coronas de laurel en sus cabezas piojosas. La antigüedad rusa, durante todo un milenio, sólo nos dio la kamarinskaya. Un notable poeta ruso, no falto en esto de ingenio, al ver por primera vez en escena a la Rachel,16 exclamó entusiasmado: “No cambio a Rachel por un campesino!” Yo estoy dispuesto a ir más allá; yo daría todos los campesinos rusos juntos por una Rachel. Es hora de mirar las cosas con más lucidez y no confundir nuestro olor rústico a resma con el bou quet de 1 ‘inipératrj Liputin inmediatamente diole la razón, pero observando que obrar contra su conciencia y alabar al campesino era, sin embargo, algo indispensable para la obra, que hasta las damas de la alta sociedad vertían lágrimas al leer Antón Gorémik,’7 y las había que hasta de París les escribían a sus adminis16 Isabel Félix, Rachel, célebre francesa de origen judío (1821-1853). 17 Novela de ambiente campesino, de Grigorovich, aparecida en 1847, y en la que se hacia resaltar la tesis de que el muchik era también un hombre. FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 27

tradores ordenándoles portarse en adelante con los campesinos lo más humanamente posible. Sucedió, y como adrede, a raíz de los rumores sobre Antón Petrov, que también en nuestro gobierno y a quince verstas a lo sumo de Skvoréschniki, sobrevinieron ciertos disturbios..., tanto, que, llenos de cólera, enviaron allá fuerzas. Por aquella vez Stepán Trofimovich hasta tal punto hubo de emociorlarse, que nos asustó. Gritaba en el club que hacían falta más tropas, que debían pedirse a otro gobierno por telégrafo; fue a ver corriendo al gobernador, y aseguróle que él, en aquello, no tenía arte ni parte; le rogó que no lo molestara, en atención a sus años, en relación con aquello, y le propuso comunicar inmediatamente su comparecencia en Fe’ 1 burgo a quien procediese. Gracias que todo pasó en seguida y se deshizo en salvas; pero a mí me llenó de asombro en aquella ocasión Stepán Trofimovich. A los tres años, como es notorio, salieron hablando de nacionalismo, y surgió la “opinión general”; Stepán Trofimovich se rió de lo lindo. —Amigos míos.., —nos aleccionó—, nuestra nacionalidad, aunque efectivamente haya sido “alumbrada”, como aseguran ahora los periódicos..., va todavía al colegio a alguna Peterschule alemana, estudia en librillos alemanes y aprende su eterna lección alemana, y el maestro alemán le manda ponerse de rodillas cuando se le antoja. Yo aplaudo al maestro alemán; pero lo más probable es que no haya ocurrido nada, que nada h sido “alumbrado” y que todo siga como antes, es decir, bajo la protec divina. A juicio mío, eso sería bastante para Rusia, pour notre Sainte 1.. sie. Además, todos estos paneslavismos y nacionalismos.., todo eso es h_ to viejo para ser joven. El nacionalismo, para que lo sepáis, nunca se presentó entre nosotros sino en forma de distracción de señores de club, y, si algo faltaba, moscovitas. No hablo, naturalmente, del tiempo de Igor. finalmente, que todo eso viene de la ociosidad. Entre nosotros todo de la ociosidad, así lo bueno como lo bello. ¡Todo de nuestra señoril, s pática, bien educada ociosidad! Yo afirmo que será así durante treinta i años. De nuestro trabajo no sabemos vivir. Y eso que ahora andan hablando de no sé qué opinión general que acaba de “nacer” entre nosotros... Así d: pronto, sin venir a cuento, como llovida del cielo. Pero ¿es que no comprenden que para la invención de la verdad es necesario, ante todo, el trabajo, el trabajo propio, el propio conocimiento de la cosa, la propia práctica? De balde no se logra nunca nada. Cuando trabajemos, entonces tendremos nuestra opinión. Pero como nosotros no hemos de trabajar nunca, tendrán, opinión entre nosotros aquellos que hasta ahora nos suplieron en el ti es decir, toda Europa, todos los alemanes mismos..., que durante dos s fueron nuestros maestros. Además, que Rusia es un problema demasiad grande para que nosotros solos podamos resolverlo sin los alemanes y sin e trabajo. Veinte años llevo ya tocando a rebato y llamando al trabajo. ¡Yi consagré mi vida a esa misión, y, loco, tenía fe! ¡Ahora ya la he perdido, 18 Jefe de un grupo de campesinos sublevados. pero sigo y seguiré llamando al trabajo hasta lo último, hasta la sepultura; tiraré de la cuerda hasta que toquen para mis funerales!

¡Oh! ¡Cómo asentíamos nosotros! ¡Aplaudíamos a nuestro maestro, y con qué ardor! Pero qué, Señor, ¿no se oyen también ahora a veces, siempre y doquiera, esos mismos viejos absurdos rusos, tan “simpáticos” “talentudos” y “liberales”? Nuestro maestro creía en Dios. “No comprendo por qué aquí todos me tienen por ateo! —solía decir—. Yo creo en Dios, mais distingons; yo creo como en el Ser que se reconoce en mí a sí propio. No puedo creer como mi Nastasia (la criada) o como cualquier señorito, que cree ‘por si acaso’..., o como nuestro simpático Schátov..., aunque, después de todo, no, a Schátov hay que descartarlo. Schátov cree ‘a la fuerza’, como el eslavófilo moscovita. Por lo que se refiere al cristianismo, con el sincero respeto que me inspira, yo... no soy cristiano. Antes pagano, como el gran Goethe, o como los antiguos griegos. Ya eso sólo de que el cristianismo no haya comprendido a la mujer..., según tan magníficamente ha descrito George Sand en una de sus novelas geniales, bastaría. Cuanto a las devociones, ayunos, etcétera, ¡no comprendo qué tenga yo que ver con eso! Por más que sç afanen aquí nuestros denunciadores, yo no quiero ser jesuita. El año cuarenta y siete, Bielinskii, que estaba en el extranjero, escribió a Gógol su famosa carta recriminándole violentamente por creer ‘en un Dios’. Entre nous soit dit, nadie puede imaginarse nada más cómico que el instante en que Gógol (jel Gógol de entonces!)’9 leyó aquella frase y... ¡toda la carta! Pero bromas aparte, y puesto que yo, a pesar de todo, estoy de acuerdo en lo esencial de la cosa, diré y recalcaré: ¡ésos eran hombres!... Sabían amar a su pueblo, sabían sufrir por él y sabían, al mismo tiempo, discrepar de él cuando hacía falta no darle la razón en ciertas ideas. ¡No podía, efectivamente, Bielinskii buscar su salvación en el aceite de vigilia o en el rapónchigo con guisantes’ Pero allí saltó Schátov. —iNunca esos hombres que usted dice amaron a su pueblo, ni sufrieron por él, ni se sacrificaron lo más mínimo, por más que usted se esfuerce en imaginárselo para su consuelo! —refunfuñó malhumorado, con la cabeza baja y revolviéndose impaciente en la silla. —Cómo que ésos no amaron a su pueblo? —clamó Stepán Trofimovich—. ¡Oh, con lo que amaban a Rusia...! —iNi a Rusia ni a su pueblo! —clamó también Schátov, echando fuego por los ojos—. ¡No puedes amar lo que no conoces, y ellos nunca se preocuparon del pueblo ruso! Todos ellos, y usted también, miraban al pueblo ruso por encima del hombro, sobre todo Bielinskii; a la vista salta por esa carta misma. Bielinskij, exactamente igual que el “curioso” de Krilov, no veía un elefante en un museo, y toda su atención era para los misántropos sociales franceses; tanto, que terminó entre ellos. ¡Y eso que tenía más talento que todos ustedes! Ustedes no sólo no reparan en el pueblo..., sino 19 Desde 1846, Gógol profesaba la ortodoxia oficial.

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que se conducían con él con un desdén humillante, y eso únicamente porque con el nombre de pueblo sólo entendían ustedes al pueblo francés, y es más, al de París, y se abochornaban de que el pueblo ruso no fuera lo mismo. ¡Y ésta es la pura verdad! ¡Pero quien no tiene pueblo, no tiene Dios! Tenga usted por seguro que cuantos dejan de comprender a su pueblo y cortan sus vínculos con él, inmediatamente, en la misma medida, pierden también la creencia en la patria y se vuelven ateos o indiferentes. ¡Digo la verdad! Es un hecho que se justifica. ¡Ahí tiene usted por qué todos ustedes, lo mismo que todos nosotros ahora..., somos.., unos asquerosos ateos y unos pervertidos indiferentes, y nada más! ¡Y usted también, Stepán Trofimovich, usted también va incluido aquí; es más: por usted lo digo, para que lo sepa! Habitualmente, después de proferir semejante monólogo (cosa que le ocurría con frecuencia), Schátov cogía su gorra y se dirigía a la puerta, firmemente convencido de que ahora ya todo se había concluido y que en absoluto y para siempre había roto sus amistades con Stepán Trofimovich. Pero éste siempre apresurábase a detenerlo a tiempo. —,Cómo no quererle, Schátov, después de esas gratas frasecitas? —decía, indicándole benévolamente con la mano la silla. El huraño, pero vergonzoso, de Schátov no gustaba de mimos. Su facha era burda; pero su interior, al parecer, de lo más delicado. Aunque rebasaba con frecuencia la medida, él era el primero que con ello sufría. Después de refunfuñar algo entre dientes2° en contestación a las deferentes palabras de Stepán Trofimovich, y revolviéndose como un oso en su sitio, de pronto, inesperadamente, rompía a reír, se quitaba la gorra y volvía a sentarse en la misma silla de antes, tercamente fija la mirada en el suelo. Naturalmente, llevaban vino, y Stepán Trofimovich pronunciaba el correspondiente brindis en recuerdo de alguno de los grandes hombres de antaño. CAPiTULO II

EL PRÍNCIPE HARRY. PETICIÓN DE MANO 1

En el mundo había otra persona a la que Varvara Petrovna estaba no menos ligada que a Stepán Trofimovich...: su único hijo, Nikolai Vsevolódovich Stavroguin.21 Para confiarle su educación había sido llamado Stepán Trofimovich. Tenía entonces el muchacho ocho años; pero el atolondrado del general Stavroguin, su padre, vivía por aquel tiempo ya separado de su mámascha; así que el chico se había criado bajo la exclusiva dirección de aquélla. Menester es hacerle justicia a Stepán Trofimovich, pues acertó a granjearse el afecto de su discípulo. Todo su secreto se reducía a que tam20 Literalmente: “Por debajo de la nariz” (Pad nos). 2! Nicolás, hijo de Vsevolod.

bién él era otro chico. Yo entonces no existía aún, y él necesitaba siempre de un amigo sincero. No tuvo reparo alguno en hacer su amigo de aquel chico, no bien hubo crecido un poco. Tan naturalmente coincidieron, que no había entre ellos ninguna distancia. Más de una vez hubo de despertar a su amigo, a la sazón de diez u once años, por la noche, para desahogar en llanto ante él sus sentimientos ofendidos o revelarle algún secreto doméstico, sin pararse a pensar que esto estaba rematadamente mal. Abrazábanse el uno al otro y lloraban. El muchacho sabía que su madre lo quería mucho; pero es dudoso que él la quisiese también mucho. Ella hablaba poco con él; rara vez lo apremiaba mucho en algo; pero él siempre sentía fija en su persona, como algo morboso, la atenta mirada de la madre. Por lo demás, en todo lo referente a instrucción y desarrollo moral, tenía su madre plena confianza en Stepán Trofimovich. Por aquel entonces todavía creía en él. Es preciso pensar que el pedagogo hubo de alterarle algo los nervios a su discípulo. Cuando, a los dieciséis años, ingresó aquél en el Liceo, era un muchacho enclenque y pálido, extrañamente manso y taciturno (luego distinguióse por su extraordinaria fuerza fisica). Es necesario suponer asimismo que ambos amigos lloraron, abrazándose por la noche; pero todo ello según ciertas anécdotas caseras. Stepán Trofimovich sabía hacer vibrar el corazón de su amigo hasta el diapasón más profundo y provocar en él la primera aún vaga sensación de aquella eterna, santa tristeza, que cuando un alma selecta la ha experimentado y conocido, no la cambia ya luego nunca por un vulgar contento (hay incluso aficionados que estiman en más esta pena que la más plena alegría, suponiendo que ésta fuera posible). Pero, en todo caso, estaba bien que discípulo y maestro, aunque tarde, se separasen para seguir distintos caminos. Del Liceo, los dos primeros años fue el joven a su casa a pasar las vacaciones. En la época del viaje a Petersburgo de Varvara Petrovna y Stepán Troflmovich, asistió algunas veces a las veladas literarias que daba su madre, donde escuchaba y observaba. Hablaba poco y seguía tan tímido y taciturno como antes. Para Stepán Trofimovich tenía la misma tierna deferencia que antes, pero con un poco más de reserva; de temas trascendentales y de las evocaciones del pasado era evidente que rehusaba hablar con él. Acabado que hubo el curso a instancias de su mámascha, entró a servir en el Ejército, y no tardó en ser destinado a uno de los más brillantes regimientos de guardias montados. No fue a ver a su mamá con el uniforme, y sólo de tarde en tarde le escribía desde Petersburgo. Varvara Petrovna le enviaba dinero sin tasa, a pesar de que, por efecto de las reformas, las rentas de sus tierras habían bajado tanto, que al principio no percibía siquiera la mitad que antes. Por lo demás, gracias a su mucha economía, había logrado ahorrar un capitalito, no del todo insignificante. Se interesaba mucho por los triunfos de su hijo en la alta sociedad petersburguesa. Lo que ella no había logrado lo lograba ahora el joven oficial, rico y con porvenir. Reanudaba relaciones, en las que ella ni soñar podía ya, y en todas partes era acogido con gran deferencia. Mas no tardaron en llegar a oídos de Varvara Petrovna hasta extranos rumores; el joven parecía haber perdido el juicio, y, de pronto, se ha30 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 31

bía descarriado. No es que jugara o bebiera en demasía; hablaban tan sólo de cierto desenfreno salvaje, de personas atropelladas por su caballo, de una conducta felina con una dama de la alta sociedad, con la que había tenido relaciones y habíala afrentado después en público. Algo hasta demasiado francamente repugnante había en todo aquello. Añadían que era un matón que reñía e insultaba por el solo placer de insultar. Varvara Petrovna emocionóse y afligióse. Stepán Trofimovich aseguróle que todo aquello eran únicamente los primeros turbulentos arrebatos de un temperamento demasiado rico, que ya se aplacaría el mar

y que todo aquello era semejante a la juventud del príncipe Harry, que comete tantos desafueros con Falstaff, Pomson y mistress Quickly, según nos describe Shakespeare. Varvara Petrovna no gritó aquella vez: “Absurdo, absurdo!” según solía en los últimos tiempos gritarle a Stepán Trofimovich, sino que, por el contrario, escuchóle muy atenta, hizo que se lo explicase más detalladamente, cogió el libro de Shakespeare y, con atención extraordinaria, leyó la crónica inmortal. Pero la crónica no la tranquilizó; es más: no le encontró tanta semejanza con su caso. Febrilmente aguardó la respuesta a algunas de sus cartas. La respuesta no tardó; a poco recibióse la fatal noticia de que el príncipe Harry había tenido, casi al mismo tiempo, dos desafios, de los cuales había tenido la culpa, dejando muerto en el campo a tino de sus adversarios y malherido al otro, y a consecuencia de todo ello se hallaba sujeto a proceso. Paró la cosa en que lo degradaron, lo inhabilitaron y lo mandaron a servir a un regimiento de Infantería, y eso por una gracia especial. El año 63 logró distinguirse un poco; le dieron una cruz y lo ascendieron a suboficial, y luego, con cierta rapidez a oficial. En todo este tiempo, Varvara Petrovna le había escrito centenares de cartas a la capital, llenas de preguntas y ruegos. Se permitió humillarse un tanto en ocasión tan desusada. Después de su ascenso a oficial, el joven no se dejó ver, no volvió a Skvoréschniki, y dejó en absoluto de escribirle a su madre. Supieron allí, finalmente, por conductos secundarios, que se encontraba otra vez en Petersburgo, pero que ya no se le veía, como antes, en sociedad; parecía como si se ocultase. Averiguaron que estaba viviendo en una compañía extraña, que se trataba con gente de lo peor de Petersburgo, con ciertos funcionarios que iban con las botas rotas, con ciertos militares retirados, que pedían noblemente limosna, borrachos; que visitaba sus sórdidas viviendas, pasaba los días y las noches en oscuros tugurios, y Dios sabe en qué callejas, que iba descendiendo cada vez peor vestido, y que todo esto, por lo visto, le gustaba. Dinero no le pedía a la madre; tenía él sus tierrecillas...: una alquería que había sido del general Stavroguin, que, aunque poco, algo le rentaba, y que, según rumores, tenía arrendada a un alemán de Sajonia. Finalmente, suplicóle su madre fuese a verla, y el príncipe Harry presentóse en nuestra ciudad. Entonces fue cuando yo lo vi por primera vez, que hasta allí nunca lo había visto. Era un joven muy guapo, de veinticinco años, y confieso que me hizo impresión. Yo esperaba encontrarme con un tío desharrapado, estragado por el ViciO y dado al aguardiente. Por el contrario era el más exquisito gentieman de cuantos he podido ver, sumamente bien vestido; se conducía como sólo puede conducirse un señor, avezado a las más refinadas buenas formas. Pero no fui yo sólo el asombrado; asombróse también todo el pueblo, que Sin duda conocía ya toda la biografia del señor Stavroguin y hasta con tales detalles, que es imposible figurarse por qué conducto les llegarían, y lo más pasmoso es que la mitad de ellos resultaban exactos. Todas nuestra señoras estaban como locas con el nuevo huésped. Habíanse dividido en dos bandos rotundos: el uno lo idolatraba, el otro lo aborrecía hasta la venganza; pero también las de este último bando estaban trastornadas. A las del primero cautivábalas, sobre todo, el presumir que en su alma debía de encerrar algún secreto fatídico; a las otras agradábales resueltamente el que fuese un homicida. Resultaba también que estaba muy bien educado; hasta tenía cierta cultura. Cultura, claro está, no se requería para deslumbrarnos; pero él podía juzgar también de temas cotidianos muy interesantes, y lo que es más de estimar, con discreción notable. Lo recuerdo como una rareza; todos los del pueblo, desde el primer día, diputáronlo por hombre sumamente discreto. Era poco locuaz, distinguido sin afectación, de una modestia asombrosa y, al mismo tiempo, osado y seguro de sí mismo, como ninguno aquí. Nuestros petimetres lo miraban con envidia y se eclipsaban por completo ante él. Me chocó también su cara: tenía el pelo negrísimo, los ojos claros, plácidos y brillantes; la tez, muy delicada y blanca; el color de sus mejillas, demasiado radiante y puro; los dientes, como perlas; los labios como el coral... Parecía una beldad pintada, y, al mismo tiempo, tenía algo de repulsivo. Decían que su cara recordaba una máscara, aunque muchos hablaban también, entre otras cosas, de su extraordinaria fuerza fisica. Era de estatura casi alta. Varvara Petrovna lo miraba con orgullo, pero también con inquietud. Vivió entre nosotros medio año..., indolente, pacífico, bastante adusto; presentábase en sociedad, y con inflexible atención observaba toda la etiqueta vigente en el gobierno. Era pariente del gobernador por parte de su padre, y en su casa lo recibían como a pariente próximo. Pero pasaron algunos meses, y la fiera enseñó de pronto sus garras. A propósito, haré notar de pasada que nuestro simpático, blandengue, Iván Osípovich, nuestro gobernador, era algo afeminado, pero de buena familia y con relaciones —lo que explica que estuviera entre nosotros tantos años—, y constantemente hacía aspavientos por la menor cosa. Por su cortesía y hospitalidad hubiera debido ser mariscal de la nobleza del buen tiempo viejo, y no gobernador en unos tiempos tan ajetreados como los nuestros. En la ciudad decían siempre que quien dirigía el gobierno no era el, sino Varvara Petrovna. Cierto que esto lo decían con mala intención; pero, no obstante, era.., una mentira rematada, ¡Y poco ingenio que se gastaba allí a cuenta de esto! Por el contrario, Varvara Petrovna, en los últimos años, de un modo particular y consciente, manteníase alejada de toda alta significación, no obstante el extraordinario respeto que toda la buena sociedad le mostraba, y voluntariamente se encerraba en los severos límites que 32 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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ella misma se había fijado. En lugar de aspirar a una alta significación, dio de pronto en ocuparse en sus cosas domésticas, y en dos... o tres años volvió a levantar la rentabilidad de sus posesiones hasta casi la altura de antes. En vez de los poéticos arrechuchos de otro tiempo (viajes a Petersburgo, proyectos de publicación de una revista, etc.), empezó a ahorrar y escatimar. Hasta alejó de su lado al propio Stepán Trofimovich, permitiéndole tomar un cuarto en otra casa (sobre lo cual venía él porfiándole hacía tiempo con pretextos distintos). Poco a poco, Stepán Trofímovich dio en llamarla de mujer prosaica, o todavía más jocosamente, de “su prosaica amiga”. Claro que estas bromas sólo se las permitía en forma sumamente discreta, y se llevaba mucho tiempo eligiendo el momento adecuado. Todos nosotros sus deudos, comprendíamos —y Stepán Trofimovich más sensiblemente que todos— que el hijo era para ella ahora una nueva ilusión y hasta un nuevo ensueño. Su pasión por su hijo había empezado en la época de sus triunfos en la buena sociedad petersburguesa, y se hizo especialmente fuerte cuando recibió la noticia de su degradación a soldado raso. Y, no obstante, era visible que ella le temía, y se conducía con él como una verdadera esclava. Advertíase que temía algo vago, misterioso, que ella misma no podía decir, y muchas veces, de soslayo y atentamente, poníase a mirar a Nicolas, imaginando y pensando quién sabe qué..., y he aquí que de pronto la fiera fue y enseñó sus garras. II Nuestro príncipe, de pronto, sin venir a cuento, cometió dos o tres groserías imposibles con distintas personas; es decir, lo principal era que aquellas insolencias resultaban completamente inauditas, completamente distintas de todo, enteramente de otra índole de las que habitualmente se cometen, en absoluto feas y pueriles, y el diablo sabrá con qué objeto, sin venir lo mínimo a cuento. Uno de los más honorables viejos de nuestro club, Piotr Pávlovich 22 Gagánov, hombre ya de edad y hasta benemérito, había contraído la costumbre de soltar con vehemencia, a cada palabra “No; lo que es a mí no me conducirán de la nariz!” Bueno. Pues una vez en el club, como a propósito de no sé qué tema candente saliese con aquel aforismo delante de la pandilla de socios del club, reunida en tomo suyo (toda ella gente principal), Nikolai Vsevolódovich, que se mantenía aparte solo, y con el que nada iba, llegóse de pronto a Piotr Pávlovich, cogióle inopinada, pero fuertemente, por la nariz, con dos dedos, y le hizo dar a su zaga dos o tres pasos por la habitación. Odio no podía tenerle ninguno al señor Gagánov. Puede pensarse que esto fue una pura chiquillada, naturalmente imperdonable; referían después que en el mismo instante de realizar aquella operación estaba él pensativo, “exactamente como enajenado”, pero esto fue mucho después cuando lo recordaron y se lo representaron. En su cólera, todos al principio sólo recordaban el segundo instante de la operación, cuando él ya seguramente se había dado perfecta cuenta de todo, y no sólo no se aturrulló sino que, por el contrario sonrióse maligna y alegremente “sin el menor arrepentim1t0 Armóse un revuelo espantoso; todos lo rodearon. Nikolai Vsevolód0h volvióse y quedóseles mirando a todos, sin contestar a nadie y contemplando curioso a las personas que lanzaban exclamaciones. Por último, de pronto, como si recapacitase de nuevo —así, por lo menos, lo referían—, frunció el ceño, acercóse con paso firme al agraviado Piotr Pávlovich, y de carrerilla, con visible disgusto, balbuceó: —Usted de seguro me disculpará... Yo, verdaderamente, no sé cómo de pronto se me ocurrió.., esa estupidez... La indolencia de la excusa pareció un nuevo agravio. Arreciaron los gritos. Nikolai Vsevolódovich se encogió de hombros y se fue. Todo esto era muy estúpido, por no decir nada de la falta de educación: grosería calculada e ideada, como parecía a simple vista, y que, por tanto, representaba un agravio insolente, premeditado y ofensivo hasta más no poder para toda nuestra buena sociedad. Así lo entendieron todos. Empezaron por excluir inmediata y unánimemente al señor Stavroguin del número de los socios del club; luego decidieron dirigirse, en nombre de todo el club, al gobernador, y solicitar de él que inmediatamente (sin aguardar a que la Justicia interviniese en el asunto) le echase una reprimenda al desvergonzado agresor, a aquel “matón de la capital, en virtud del poder administrativo que le estaba conferido, calmando de ese modo la inquietud de todas las personas decentes de nuestra ciudad ante tales atentados”. Con maligna inocencia añadían a eso que “era posible que también para el señor Stavroguin se encontrase alguna ley”. Esa frase precisamente fue la que llevaban preparada para el gobernador, con objeto de pincharle, aludiendo a Varvara Petrovna. La idearon con fruición. El gobernador, como adrede, no estaba a la sazón en la ciudad; había ido no lejos de allí a apadrinar a un niño de una simpática y reciente viuda, a la que el marido había dejado en

estado interesante; pero sabían que no tardaría en estar de regreso. Entre tanto, tributaron al honorable y ofendido Piotr Pávlovich toda una ovación; lo abrazaron y lo besaron; toda la ciudad desfiló por su casa. Proyectaban también en su honor un convite público, y sólo ante sus insistentes ruegos desistieron de la idea, quizá pensando que, a pesar de todo, a aquel tío le habían tirado de la nariz, no habiendo, por tanto, nada que festejar. Y, sin embargo, ¿cómo había podido ocurrir? Era precisamente de notar la circunstancia de que ninguno de nosotros, en toda la ciudad, había atribuido proceder tan raro a locura. Lo cual quiere decir que de Nikolai Vsevolódovich, aun estando en todo su juicio, tendían a esperar semejante Conducta. Por mi parte, tampoco yo hasta hoy puedo explicánnelo, aunque por los acontecimientos que siguieron de cerca podría parecer todo explicado y, por lo visto, de un modo para todos satisfactorio. Añadiré todavía que cuatro años después Nikolai Vsevolódovich, contestando a preguntas mías Sobre ese incidente del club, respondióme malhumorado: “Sí, yo no estaba entonces del todo bien.” Pero no hay que anticipar las cosas. 22 Pedro, hijo de PaHo,

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Curioso me resultó también el arrebato de animadversión general co que todos se lanzaron entonces contra “aquel insolente matón de la capi tal”. A todo trance empeñábanse en ver una intención descarada y un prc pósito deliberado de ofender de un golpe a toda la buena sociedad. Verde deramente que nadie podía verlo con buenos ojos y que todos le tenía antipatía... Pero ¿por qué? Hasta ese último incidente, ni una vez siquier había reñido con nadie ni a nadie había ofendido, sino que se había portad cortésmente con todos, como caballero de un figurín de moda, si es lícit expresarse así. Supongo que lo odiaban por orgullo. Hasta nuestras señor que habían empezado por idolatrarle, clamaban contra él más alto que lo hombres. A Varvara Petrovna le hizo aquello una impresión tremenda. Confesól luego a Stepán Trofimovich que hacía ya mucho tiempo que todo aquello 1 presentía, que cada día en aquel medio año había estado temiendo algo pn cisamente “por el estilo”, confesión notable viniendo de una madre. “Y empezó!”, pensaba ella, estremeciéndose. A la mañana siguiente a aquell noche fatal del club fue prudente pero enérgica, a tener una explicación co su hijo, y, sin embargo, había que ver cómo temblaba, la pobre, pese toda su decisión. En toda la noche no había dormido, y además, había id muy de mañana a aconsejarse con Stepán Trofimovich y a llorar con él, 1 que no le había ocurrido antes nunca delante de gente. Quería que Nico las, por lo menos, le dijese algo, se dignase darle alguna explicación. Nicola, siempre tan cortés y respetuoso con su madre, la escuchó durante un rat( huraño, pero serio; de pronto se levantó, sin responder una palabra; besól la mano y se fue. Aquel mismo día, por la noche, como adrede, fue y pr movió otro escándalo, aunque mucho menos importante y más dentro de 1 corriente que el primero, si bien, no obstante, por efecto de la general dis posición de los ánimos, vino a redoblar los clamores del pueblo. Precisamente ya había vuelto nuestro amigo Liputin. Presentóse en cas de Nikolai Vsevolódovich a raíz de las explicaciones de éste con su madre y con firmeza le rogó le hiciese el honor de ir a su casa aquel mismo día a oscurecer, con motivo de ser el cumpleaños de su esposa. Varvara Petrovn hacía ya mucho tiempo que veía con inquietud las amistades tan ruines d Nikolai Vsevolódovich, aunque no se atrevía a decirle nada a ese respect Ya, además de ésa, tenía algunas amistades entre ese tercer estado de nues tra sociedad, y hasta más bajo todavía...; pero es porque ésa era su inclina ción. En casa de Liputin no había estado hasta entonces, aunque se tratab con él. Adivinaba que Liputin lo invitaba ahora, por efecto de su escándal de la noche antes en el club, y que, como liberal de la localidad, entusias mábase sinceramente con el tal escándalo, y pensaba que así había que con ducirse con los viejos del club, y que aquello estaba muy bien. Nikolai Vse volódovich echóse a reír y le prometió no faltar. Reuniéronse muchos invitados: era gente no ordinaria, sino culta. Lipu tin, que era vanidoso y envidioso, sólo un par de veces al año reunía invita dos en su casa; pero en esas dos ocasiones no andaba con ahorros. El má honorable de sus invitados, Stepán Trofimovich, no asistía por hallarse enfermo. Sirvieron el té, y había preparada una buena merienda y vodka; jugábaSe en tres mesas, y los muchachos, en espera de la cena, bailaban a los acordes del piano. Nikolai Vsevolódovich levantó de su asiento a madame Liputin —que era una señora sumamente guapa, la mar de tímida con él—, a dar unas vueltas de danza, sentóse junto a ella, le dio conversación, la hizo reír. Al fijarse por último en lo

guapa que era, cuando se reía, fue y de pronto delante de todos los invitados, la cogió por la cintura y le dio un beso en la boca, y luego otro, y otro, con toda dulzura. Asustada la pobre mujer, se desmayó. Nikolai Vsevolódovich cogió el sombrero, acercóse al marido confuso, en medio del general revuelo, y, balbuciéndole aprisa un “no se enoje usted”, salióse de la casa. Liputin corrió detrás de él, al recibimiento, diole por su propia mano el pellico, y con reverencias lo despidió en la escalera. Al otro día, igual que la otra vez, pusiéronle aditamentos bastante chistosos a esta en realidad inocente historia, relativamente hablando; aditamentos que por entonces hasta redundaron en honor de Liputin, que supo sacar de ahí todo el partido posible. A las diez de la mañana, en casa de la señora Stavróguina, presentóse la criada de Liputin, Agafia, una chica desenvuelta, vivaracha y coloradota, de treinta años, que iba de parte de su amo a ver a Nikolai Vsevolódovich y se empeñaba en que había “de verlo a él mismo”. Varvara Petrovna acertó a hallarse presente en la entrevista. —Serguieyi Vasílievich23 (es decir, Liputin) —dijo de carrerilla Agaña— le saluda a usted y desea saber cómo está usted de salud, cómo ha pasado la noche después de lo de ayer y cómo se encuentra ahora, después de lo de ayer. Nikolai Vsevolódovich se sonrió. —Pues salúdalo de mi parte y dale las gracias a tu señorito, y dile de mi parte, Agafia, que es el hombre más listo de toda la ciudad. —A eso me encargó él le contestara —respondió Agafia todavía con más desenfado— que eso ya lo sabe él sin necesidad de que usted se lo diga, y que le desea a usted otro tanto. —Pero... ¡cómo! ¿Cómo podía saber lo que iba yo a decirle? —Yo no sé cómo se las habrá arreglado para saberlo; pero al salir yo, y cuando ya había andado un buen trecho, oigo que me dicen.., había salido detrás de mí, destocado y todo: “Mira —dice—, Agáfluschka,24 si por casualidad te dijera: “Dile a tu amo que es el hombre más listo de toda la ciudad” tú vas y en el acto contestas: “Eso ya lo sabe él de sobra, y otro tanto le desea a usted...” III Finalmente tuvo lugar también la conferencia con el gobernador. Nuestro Simpático y blandengue Iván Osípovich no había hecho más que llegar y 23 Sergio, hijo de Basilio. 24 Diminutivo de Agafia (Agaia). Ji)

acabado de oír la vehemente queja del Club. Sin duda era necesario algo, pero él se aturrullaba. Nuestro hospitalario vejete se parecía también d su joven pariente. Resolvió, por último, inducirle a presentar excusas a del club y al agraviado, pero en forma satisfactoria, por carta si era precis y luego, con mucha blandura, persuadirlo para que nos dejara y se f por ejemplo, a hacer un viaje de estudios por Italia, o a cualquier otro li extranjero. En el salón de donde salió aquella vez a recibir a Nikolai volódovich (otras veces éste entraba a título de pariente y se paseaba toda la casa con plena libertad), hallábase Alíoscha Teliátriikov, funcionan y, además, individuo de la casa del gobernador, que estaba sellando i.. paquetes en un extremo, junto a una mesa; en el cuarto contiguo, junto a ventana más próxima a la puerta, encontrábase un forastero, un grueso y s note coronel, amigo y antiguo compañero de servicio de Iván Osípovi_ que leía La Voz; naturalmente, sin fijarse lo mínimo en lo que pasaba en c salón; hasta estaba vuelto de espaldas. Iván Osípovich hablaba bajito, e en un susurro, pero no decía más que futesas. Nicolas tenía cara poco a ble, nada de pariente, estaba pálido, cabizbajo, y escuchaba enarcando 1 cejas, cual si pugnase con un dolor intenso. —Usted tiene un buen corazón, Nicolas, y noble ——dijo, entre otras sas, el viejo—; es usted un hombre educadísimo, se ha tratado con la más elevada, y aquí hasta ahora se ha portado también de un modo irn chable, con lo que había tranquilizado el corazón de su mátuschka, a ç. tanto queremos todos... Y hete aquí que ahora todo vuelve a presentar con un colorido tan enigmático y tan peligroso para todos! Le hablo a como amigo de su familia, como hombre de edad que sinceramente le re y es pariente suyo; y cuyas palabras no pueden ofenderle... Dígame u ted qué es lo que le impulsa a actos tan desenfrenados, tan fuera de toda r gla y medida. ¿Qué ocurrencias son esas que parecen cosa de delirio? Nico/as, escuchaba con disgusto e impaciencia. De pronto pareció zar por sus ojos algo astuto y burlón. —Voy a decirle a usted lo que me impulsa —declaró malhumorado,, después de esparcir la vista en tomo suyo inclinóse al oído de Iván vich. Alíoscha Teliátnikov adelantóse unos tres pasos más hacia la ventan y el coronel se puso a toser por detrás de La Voz. El pobre Iván Osípovi fue, y muy solícito y confiado alargó la oreja: era curioso hasta más no der. Y he aquí que de pronto ocurrió algo enteramente imposible, y de o parte demasiado claro en un sentido. El vejete, de pronto, sintió que P’Z las, en vez de susurrarle algún interesante secreto, le hincaba los dientes, con bastante brío tiraba de la parte superior de su oreja. Se estremeció y F faltó el aliento. —Nico1as!, qué broma es ésa? —lamentóse, maquinalmente, con y” que no era la suya.

Alíoscha y el coronel aún no habían podido comprender nada, ciéndoles, además, que los otros cuchicheaban; pero a pesar de todo lo quietaba la desolada cara del anciano. Se miraban el uno al otro con L.. ñoS ojos, sin saber qué pensar, si lanzarse a prestarle ayuda, como estaba conveiuido, o aguardar todavía. Nico/as es posible que lo notase, y tiraba de la oreja de un modo mas doloroso. _/Nico/as, Nico/as! —volvió a quejarse su víctima—. Vaya..., basta de bromas... Un momento más, y de fijo muere el pobre de susto; pero el monstruo tuvo compasión y le soltó la oreja. Todo aquel pánico mortal prolongóse aún un minuto, y después de eso hubo de darle un ataque. Pero a la media hora detenían a Nicolas y lo conducían, por lo pronto, al Cuerpo de guardia, donde lo encerraron en un calabozo aparte, con un centinela a la puerta. La decisión había sido dura; pero nuestro blandengue gobernador hasta tal punto se había enojado, que no tuvo inconveniente en cargar con toda la responsabilidad, incluso para con Varvara Petrovna. Con el general estupor, a dicha señora, que había ido desalada y nerviosa a ver al gobernador en demanda de inmediatas explicaciones, no la dejaron pasar del portal, teniendo que volverse a su casa sin apearse del coche y sin dar crédito a sus ojos. Pero al fin se explicó todo! A las dos de la madrugada el detenido, que hasta entonces había demostrado una tranquilidad asombrosa, empezó de pronto a rebullirse, se puso a dar puñetazos reiterados en la puerta; con su fuerza extraordinaria logró arrancarle la reja de hierro, rompió un vidrio y se hizo sangre en la mano. Cuando el oficial de guardia acudió con su gente y armado de llaves y mandó abrir el calabozo para entrar y lanzarse sobre ci preso furioso y reducirlo, comprobóse que aquél tenía un ataque vivísimo de fiebre blanca; así que lo llevaron a casa de su mámascha. Todo se explicó de una vez. Nuestros tres doctores expresaron su opinión unánime de que tres días antes de caer enfermo ya podía haber estado delirando, y aunque, por lo visto, conservase su conocimiento y su astucia, no estaba ya, sin embargo, en su juicio ni era dueño de su voluntad, lo que, de otra parte, venían a confirmar los hechos. Resultó, pues, que Liputin había adivinado eso antes que nadie. Iván Osípovich, hombre delicado y sensible, quedó sumamente corrido; pero, cosa curiosa, también él consideraba a Nikolai Vsevoiódovich capaz de cualquier locura, aun en sus cabales. En el club se abochornaron también todos y quedaron perplejos, pensando cómo no habían notado síntoma tan obvio ni encontrado desde el primer momento la única explicación posible a todas las extravagancias. Hubo también, naturalmente, escépticos, pero no tardaron en rendirse. Nico/as se pasó en la cama dos mesecitos largos. De Moscú hicieron ir a un célebre médico para celebrar consulta; toda la ciudad desfiló por la casa de Varvara Petrovna, La cual perdonó. Cuando en primavera Nicolas estuvo ya completamente restablecido y, sin oponer objeción alguna, accedio a la proposición de su mamá para que hiciese un viaje a Italia, aquélla rogóle que les hiciese a todos los nuestros sendas visitas de despedida y, COn este motivo, se disculpase con ellos hasta donde fuera posible y necesario, Nico/as accedió de muy buen grado. En el club se supo que había tenido con Piotr Pávlovich Gagánov las explicaciones más delicadas en su propia casa y que aquél había quedado completamente satisfecho. Al esas visitas, Nicolas mostrábase muy serio y hasta sombrío. Todos lo gían con visible interés; pero se desconcertaban y se alegraban much que se fuese a Italia. Iván Osípovich hasta derramó unas lagrimillas; p. pesar de todo, no se decidió a abrazarlo ni al despedirse por última y Cierto que algunos quedaron convencidos de que aquel haragán no E sino burlarse sencillamente de todos y de que la enfermedad... había algo por el estilo. Fue a ver también a Liputin. —Dígame —preguntóle—: ¿cómo pudo usted adivinar de antem aquello que yo dije de su listeza y decirle a Agafia lo que había de testar? —Pues mire usted —dijo Liputin sonriendo—: porque yo lo ti usted por hombre de talento y porque de antemano se podía adivinar su r puesta. —Sin embargo, la coincidencia es notable. Pero permítame usted: ;t tenía usted por hombre de talento al enviarme a Agafia y no por un —Por un hombre inteligentísimo y discretísimo, sólo que hacía creyese que no estaba usted en su juicio... Además usted fue y adivinó tonces en seguida mis pensamientos, y, por conducto de Agafia, me ez patente de listo. —Bueno, usted se equivoca un poco; yo, efectivamente..., estaba fermo... —balbuceó Nikolai Vsevolódovich adusto—. ¡Bah! —excl luego—. ¿Es que de veras me cree usted capaz de acometer a la gente pleno juicio? ¿Por qué habría de hacerlo? Liputin inclinóse y no supo responder. Nico/as púsose algo pálido, no es que se lo pareció a Liputin. —En todo caso, tiene una jocosa manera de pensar —prosiguió ? las—. Pero respecto a Agafia, comprendo que usted la mandó a insultarm —No iría a provocarlo a usted en desafio! —Ah, mire! ¡Pero si tengo entendido que a usted no le hacen g- los duelos!... —Para qué traducirlo del francés? —dijo Liputin, volviendo a narse. —Bah! ¡Bah! Pero ¿qué es lo que veo? —exclamó Nico/as, repara de pronto en un libro de Considerant, puesto en el lugar más visible, ma de la mesa—. Pero ¿es usted fourierista? ¡No faltaba más! Pero ¿ésta es, acaso, una traducción del francés? —dijo riendo y dando con los dec. en el libro. —No, eso no es una traducción del francés! —replicóle Liputin c cierta rabia—. ¡Esta es una traducción de la lengua universal de la Humail dad, y no tan sólo del francés! ¡De la lengua universal de la Humanidad, la república social y de la armonía, eso! ¡Y no sólo del francés!... —Pero, demonio, si no hay tal lengua! —y Nicolás continuaba

A veces basta una futesa para fijar exclusivamente y por largo nuestra atención. Transcritas quedan las palabras principales del señor roguin; pero ahora observaré, en atención a la brevedad, que de todas las impresiones que en todo aquel tiempo le causara nuestra población, la que más rotundamente quedó grabada en su memoria fue la fea y hasta ruin figurilla de aquel funcionario del gobernador, déspota celoso y grosero con su familia, avaro y usurero, que guardaba las sobras de la comida y los cabos de vela bajo llave “ al mismo tiempo, era un fervoroso sectario de Dios sabe qué futura “armonía social”, que se embriagaba por las noches de entusiasmo ante las fantásticas visiones del futuro falansterio, en cuya próxima implantación en Rusia y en nuestro gobierno tenía tanta fe como en su propia existencia. Y esto él, que escatimaba “en la casa”, que se había casado por segunda vez y cogido los dineros de la esposa, y cuando en cien verstas a la redonda no había un solo hombre, empezando por él mismo, que en lo mínimo se asemejase a un futuro miembro “de la república y la armonía universales sociales”. _Dios sabe lo que hará esa gente! —pensó Nicolas, perplejo al acordarse a veces del inesperado fourierista. IV Nuestro príncipe estuvo viajando tres años largos; tanto; que en el pueblo casi se olvidaron de él. Sabíamos por conducto de Stepán Trofimovich que había recorrido toda Europa, alargándose hasta Egipto y visitado Jerusalén; luego se había adherido a no sé qué expedición científica a Islandia, y efectivamente, en Islandia había estado. Contaban también que durante un invierno había asistido a las lecciones en una Universidad germánica. Escribíale poco a la madre —una vez en medio año y todavía menos—; pero Varvara Petrovna no se enojaba ni se resentía. Las relaciones ya establecidas con su hijo las aceptaba sin protestar, sumisamente; se afligía y soñaba con su Nico/as sin cesar. Pero ni sus sueños ni sus quejas se los comunicaba a nadie. Hasta se había apartado visiblemente un poco de Stepán Trofimovich. Andaba forjándose ciertos planes para sus adentros y, al parecer, se portaba con más tacañería que antes y economizaba con más afán llevando muy a mal las pérdidas de Stepán Trofímovich a los naipes. Finalmente, en abril del presente año, recibió una carta de París de la generala Praskovia Ivánovna25 Drózdova —a la que Varvara Petrovna llevaba ocho años de no ver ni escribirle—, en la que le participaba que Nikolai Vsevolódovich había estado a verla y habíase hecho muy amigo de Liza (su hija única) y tenía intenciones de acompañarlas aquel verano a Suiza, a VernexMontreux, a pesar de que en la familia del conde K*** (personaje muy influyente en Petersburgo), que a la sazón se hallaba en París, era recibido como hijo, de suerte que casi no salía de allí. La carta era breve y dejaba traslucir claramente su objeto, aunque, fuera de los hechos que quedan referidos, no contenía más insinuaciones. Varvara Petrovna no anduvo mucho tiempo pensándolo; en un momento decidióse y resolvióse: cogió a su 25 Praskovja hija de Juan. ‘It) FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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pupila Dascha (hermana de Schátov), y a mediados de abril fue y se plaj en París, y luego se trasladó a Suiza. Volvió sola en julio, dejando a Dasc’ con los Drózdoves, los cuales, según noticias que ella trajo, le habían p metido venir a visitarlos a fines de agosto. Los Drózdoves eran también terratenientes de nuestro gobierno; pero servicio del general Iván Ivánovich26 (que había sido amigo de Varvara 1 trovna y compañero de armas de su esposo) impedíale siempre visitar n guna de sus magníficas posesiones. A la muerte del general, ocurrida el a anterior, la inconsolable Praskovia Ivánovna fuese con su hija al extranje con el propósito, entre otras cosas, de practicar una cura de aguas que proponía llevar a cabo en VernexMontreux, en la segunda mitad del ve no. A su regreso a la patria proponíase establecerse para siempre ya nuestro gobierno. Tenía en el pueblo una gran casa, que llevaba much años vacía, con las ventanas cerradas. Eran gente rica. Praskovia Ivánovi que en su primer matrimonio había sido la señora Túschina —lo mismo q su amiga del colegio, Varvara Petrovna—, había ahorrado mucho en los timos tiempos para su hija, y también se había casado con una dote con derable. El capitán de Caballería retirado Tuschin era también hombre posibles y con algunas aptitudes. Al morir, lególe a su hija única, Liza, q a la sazón tenía siete años, un buen capital. Ahora que Lizaveta Nikoláye na27 tenía alrededor de veinte años, podía sin ninguna preocupación calc larse en doscientos mil rublos su caudal personal, sin contar el que había corresponderle a la muerte de su madre, que no había tenido más hijos sus segundas nupcias. Varvara Petrovna alegróse mucho, al parecer, de venida. A juicio suyo, había tenido ocasión de hablar con Praskovia Iv novna satisfactoriamente, y no bien estuvo de regreso, comunicóselo todo Stepán Trofimovich, y hasta estuvo con él muy expansiva, lo que hacía m cho tiempo ya no le ocurría. —Hurra! —exclamó Stepán Trofimovich, y chascó los dedos. Mostrábase muy entusiasmado, tanto más cuanto que todo el tiempo la ausencia de su amiga lo había pasado muy triste. Al partir para el extra jero, ni siquiera se despidió de él como era debido, y nada le comunicó sus planes “a aquella hembra”, temiendo, por lo visto, que luego se fue de la lengua. Hubo de enojarse con él en aquella ocasión, con motivo una considerable pérdida en los naipes que de pronto apareció. Pero todav en Suiza sentía en su corazón que al abandonado amigo había que recoi pensarlo después al regreso, tanto más cuanto que hacía mucho tiempo q lo trataba con

desvío. Aquella rápida y misteriosa separación, sobrecogió tímido corazón de Stepán Trofimovich y como adrede, sobrevinieron golpe otros motivos de perplejidad. Atormentábale una deuda considerabl y antigua que, sin la ayuda de Varvara Pctrovna, no podría satisfacer en 1 vida. Además, en mayo del año actual había terminado, finalmente, el g bierno de nuestro buenazo, blandengue Iván Osípovich; lo sustituyeron 26 Juan, hijo de Juan. 27 Isabel, hija de Nicolás. hasta con sus cosas desagradables. Luego, en ausencia de Varvara Petrovna, ocurrió el arribo de nuestro gobernadOr Andrei Antónovich28 von Lembke, juntamente con lo cual inicióse un cambio notable en la actitud de casi toda la sociedad del pueblo respecto a Varvara Petrovna y, por consiguiente, también a Stepán Trofimovich. Por lo menos, ya él había tenido ocasión de hacer enojosas, al par que preciosas observaciones, y, al parecer, tenía miedo no estando allí Varvara PetrOvna... Sospechaba con angustia que irían a denunciarlo al nuevo gobernador como a hombre peligroso. Sabía a ciencia cierta que algunas de nuestras damas tenían intención de dejar de visitar a Varvara Petrovna. De la futura gobernadora (que no llegaría hasta el otoño) repetían que, aunque era bastante orgullosa, en cambio era también una verdadera aristócrata y no “ninguna desgraciada Varvara Petrovna”. Todos, no sé por qué conducto, sabían ya que la nueva gobernadora y Varvara Petrovna se habían conocido allá en Petersburgo, en la buena sociedad, y se habían separado llenas de mutua antipatía; tanto, que de sólo oír mentar a Von Lembke, Varvara Petrovna se poma hasta mala. El aspecto animoso y triunfal de Varvara Petrovna, la despectiva indiferencia con que escuchó las intenciones de nuestras señoras, y supo el revuelo de la buena sociedad, revivieron el alma abatida de Stepán Trofimovich, y en un instante lo pusieron de buen humor. Con especial gracejo, alegre y amable, pasó a hablarle de la llegada del nuevo goberllador —Usted, excellente amie, sin duda alguna sabrá —dijo, recalcando coquetona y vanidosamente las palabras— lo que quiere decir, hablando en términos generales, un adminiStd0r ruso y lo que quiere decir un administrador ruso novel, es decir, recién sacadito del horno, recién hecho..., ces interminables mots russes! Per° no es posible que sepa usted prácticamente lo que significa el entusiasmo administrativo ni qué cosa sea ésa. —El entusiasmo administrativo! No sé lo que es. —Pues verá usted... Vous savez, chez nous... en un mot: figúrese usted la última insignificancia puesta en la taquilla de una estación para la venta de unos puercos billetes, y en el acto esa insignificancia se considerará con derecho a mirarle a usted con ojos de Júpiter, cuando usted vaya a sacar un billete, por vous montrer Son pouvoir. “Anda, ven que voy a demostrarte hasta dónde llega mi poder”. eso en esa gente llega hasta el entusiasmo administrativo,,. En un mol: hC leído que un diachok29 de uno de nuestros templos del extranjero— maiS c ‘est trés curieux— echó, eso es, echó literalmente del templo a una 5oguida familia inglesa, les dames charmantes, momentos antes de empezar el servicio de Cuaresma — vous savez ces chants el le ljvre de Jov—, co0 el solo pretexto de que “eso de que los extranjeros huroneasen por los t10S rusos no estaba bien y que fuesen en el momento indicado”..., , 11gó hasta el desmayo... Aquel diachok era Víctima de un ataque de entusmo administrativo... et ji a montré son poli Vojr.. 28 Andrés hijo de Antón. 29 Coadjutor. 42 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 43

—Abrevie usted, si puede, Stepán Trofímovich. —El señor Von Lembkc viene destinado al gobierno. En un mot: e Andrei Antónovich, aunque tudesco ruso de religión ortodoxa y hasta - lo concedo— hombre notablemente guapo, cuarentón... —,De dónde saca usted que sea un hombre guapo? Si tiene ojos cordero... —En grado sumo. Pero cedo, como debe ser, ante la opinión de r» tras damas. —Hable de otra cosa, Stepán Trofimovich, se lo ruego. A propós ¿lleva usted esa corbata roja hace mucho tiempo? —Yo..., yo sólo hoy... —Y usted hace ejercicio? ¿Anda usted todos los días siete versia como le mandaron los médicos? —No... no siempre. —Ya lo sabía yo! ¡Ya me lo figuraba en Suiza! —exclamó ella, rviosa—. ¡Ahora va usted a andar, no siete verstas, sino diez! ¿Ha dado ted un bajón tremendo, tremendo! No es que se haya puesto viejo, sino está hecho un carcamal... Me hizo usted una impresión horrible cuand vi hace un momento, a pesar de esa corbata roja... Quelle idée rouge! S hablándome de Lembke, si realmente tiene algo que decir, y termine en guida, se lo ruego; estoy cansada. —En un ,not: yo sólo quería decir que éste es uno de esos individu que empiezan a actuar de administradores a los cuarenta años; que hasta c edad no han sido nada, y luego, de pronto, se destacan, gracias a una L inesperada o a cualquier otro medio no menos inesperado... Es decir, ahora ya ha venido..., quiero decir, que en seguida le han llenado los oídos con el cuento de que yo soy un corruptor de la juventud y un predicí dor del ateísmo en el gobierno. Inmediatamente ha procedido a informarse. —LEs verdad? —Yo he tomado también mis medidas. Cuando a usted la “denunci ron”, diciendo que era usted quien “gobernaba el

gobierno”, vous savez.. se permitió decir que “eso se había acabado”. —Así lo dijo? —Que “eso se había acabado”, y ayee cette morgue... A su mujer, 1 lía Mijáilovna, la veremos aquí a fines de agosto, venida directamente d Petersburgo. —Del extranjero. La he visto allí. —Vraiment? —En París y en Suiza. Es parienta de la Drózdova. —áParienta? ¡Qué coincidencia tan notable! Dicen que es ambicios y... que tiene grandes relaciones. —Absurdo; relacioncillas. Hasta los cuarenta años estuvo soltera, s un copec, y ahora ha adquirido algo de notoriedad gracias a su Von 1 ke, y sin duda que toda su finalidad consistirá ahora en arrastrarlo por 1 salones. Son dos intrigantes. _—Y dicen que ella le lleva a él dos años? _Cinco. Su madre, en Moscú, me movía la cola delante de la puerta; a los bailes que dábamos en tiempos de Vsevod Nikoláyevich, pedía como una limosna que la invitásemos. Pero luego solía pasarse toda la noche allí sentada, sin que nadie la sacara a bailar, con su mosca de turquesa en la frente, hasta que ya a las tres iba yo y, por lástima, le buscaba pareja, enviándole a cualquier caballero. Tenía entonces veinticinco años y, sin embargo, la llevaban a todas partes de corto, como a una niña. Recibirlos en casa no estaba bien. —Me parece que estoy viendo la mosquita. —Le digo a usted que llego y en seguida me encuentro con una intriga. Porque usted ha leído la carta de la Drózdova; creo que no puede estar más clara, ¿eh? ¿Y qué me encuentro? Esa misma necia de Drózdova (porque siempre fue una necia) de pronto se me queda mirando inquisitiva: ¿por qué he ido? ¡Puede usted figurarse su asombro! Miro, y me encuentro con la Lembke y, a su lado, ese primito, el sobrino del viejo Drózdov... ¡la cosa está clara! Naturalmente, yo, en un momento, todo lo cambié, y Praskovia volvió a ponerse de mi parte; pero allí había intriga, allí había intriga. —Intriga que, sin embargo, ha deshecho usted. ¡Oh, es usted un Bismarck! —No soy ningún Bismarck, sino una mujer que sabe distinguir lo falso y lo estúpido donde los encuentro. La Lembke es... una falsa, y Praskovia..., estúpida. Pocas veces he conocido yo a una mujer más débil de carácter y, para colmo, impedida, y buena, y doble de buena. ¿Puede haber algo más estúpido que una estúpida buena? —Una necia mala, ma bonne amie; una necia mala es todavía más estúpida —contradíjole Stepán Trofimovich. —Es posible que tenga usted razón, porque ¿se acuerda usted de Liza? —Charmante enfant! —Pues ahora ya no es ninguna enfant, sino una mujer, y una mujer con carácter. Noble y apasionada, y me gusta en ella que no suelta de la mano a su madre, esa tonta confiada. Ahí es posible que haya alguna historia por culpa de ese primito. —iBah; pero si en el fondo no tiene parentesco alguno con esa Lizaveta Nikoláyevna! ¿Qué tal tipo tiene? —Mire usted: es un joven oficial, muy calladito, hasta modesto. Yo quiero ser siempre justa. A mí me parece que él está contra toda esa intriga y nada desea, sino que es la Lembke la que todo lo trama. Estima mucho a Nicolas. Usted comprenderá: todo el asunto depende de Liza; pero yo la he dejado en las mejores relaciones con Nicolas, y éste me ha prometido venir por aquí, sin falta, para noviembre. Así que el referido enredo es enteramente cosa de la Lembke, y Praskovia no es más que una mujer ciega. De pronto va me dice que todas mis suspicacias son... pura fantasía; yo le respondo en su cara que es una idiota. Y si no hubiera sido por las instancias de Nicolas para que lo dejase por ahora, no me vengo de allí sin decirle las verdades a esa falsa. Ella le busca las gracias al conde K*** por r dio de Nico/as; ella quería separar al hijo de la madre. Pero Liza está nuestra parte, y a Praskovia yo la haré entrar en razón. ¿Sabe usted .. Karmazínov es pariente de ella? —áCómo? ¿Pariente de madame Von Lembke? —Sí, de ella. Remoto. —Karmazínov, el novelista? —Sí, el escritor. ¿Por qué se asombra usted? Sin duda que él se t’” por un gran hombre. ¡Un tío finchado! Ella vendrá con él; pero ahora con él se trata. Tiene intención de organizar algo aquí, alguna tertulia l ría. Vendrá por un mes: quiere vender la última finca que aquí le queda. ‘i por poco no me encontré con ellos en Suiza, y lo temía mucho. Por lo d más, espero que él se digne reconocerme a mí. En otro tiempo me escr una carta, estuvo en casa. Yo desearía que usted fuese mejor vestido, S - pán Trofimovich; usted, de día en día, se va volviendo tan desaliñado. ¡Oh, y cómo me inquieta usted! ¿Qué es lo que lee ahora? —Yo..., yo... —Lo comprendo. Lo mismo que antes: los amigos, las juergas, el ci las cartas y la fama de ateo. A mí esa fama no me hace pizca de g’ Stepán Trofimovich. Yo no quisiera que lo pusieran a usted de ateo; sobre todo, no lo quisiera. Tampoco antes lo quería, porque todo eso, p que usted lo sepa, es charlatanería pura. No hay más remedio que decirlo una vez. —Mais, ma chére... —Oiga usted, Stepán Trofimovich: yo, en todo lo tocante a ciencf soy, sin duda alguna, delante de usted, una ignorante; pero durante mi he pensado mucho en usted. He adquirido una convicción.

—j,Qué convicción es ésa? —Pues la de que no somos usted y yo los más sabios del mundo, s que los hay más que nosotros. —Agudo y exacto. Si los hay más sabios, quiere decir que los hay r justos, y que nosotros podemos estar equivocados, ¿no es eso? Mais, bonne a.’nie, supongamos que yo estoy equivocado; pero ¿no tengo mi & cho humano, eterno, supremo, a la libertad de conciencia? Tengo el der a no ser beatón y supersticioso, si quiero, y por esto, naturalmente, me de mirar con malos ojos más de un individuo hasta la consumación de siglos. Et puis, comme on trouve toujours plus de moines que de raison, yo estoy de acuerdo con ello... —,Cómo, cómo ha dicho usted? —He dicho que on trouve loujours plus de moines que de raison, como yo estoy de acuerdo con ello... —Seguro que eso no ha salido de su cabeza: lo debe usted de haber cado de alguna parte... —Es una frase de Pascal. —Ya me figuraba yo que no era de usted. ¿Por qué no dice usted las cosas tan lacónica y justamente y siempre divaga tanto? Eso es mucho mejor que lo del entusiasmo administrativo... —Ma foi!, chére... ¿Por qué razón? En primer lugar, porque seguramente no soy yo ningún Pascal, et plus...; en segundo lugar, nosotros los rusos no sabemos decir nada en nuestra lengua... Por lo menos, hasta ahora no hemos dicho nada... —Hum! En eso es posible que no vaya descaminado. Por lo menos, usted intercala y recuerda tales frases en la conversación... ¡Ay Stepán TrofímoviCh, yo he venido a hablarle seriamente, seriamente! —Chére, chére amie! —Ahora que todos esos Lembkes, todos esos Karmazínoves... ¡Oh Dios, cómo ha descendido usted! ¡Oh, y cómo me inquieta!... Me gustaría que esos sujetos sintiesen estimación hacia usted, porque ellos no valen lo que su dedo meñique, y usted, en cambio, ¿cómo se conduce? ¿Qué es lo que ellos van a ver? ¿Qué es lo que yo voy a mostrarles? En vez de ofrecerse noblemente en testimonio, de presentarse como ejemplo, va usted y se rodea de no sé qué pandilla, se agencia usted unas costumbres imposibles, se vuelve decrépito, no puede pasarse sin el vino y las cartas, no lee más que a Paul de Kock y no escribe una letra cuando todos ellos escriben; todo el tiempo se le va en hablar, ¿Es posible, es lícito trabar amistad con semejante gentuza, como su inseparable Liputin? —tPor qué no ha de ser “mío” e “inseparable”? —protestó Stepán Trofimovich tímidamente. —4Dóndc anda ahora? —prosiguió Varvara Petrovna severa y tajante. —El..., él le tiene a usted infinito respeto, y ha partido a S. . .k a hacerse cargo de la herencia de su madre. —Por lo visto, no hace más que apandar dinero. ¿Y Schátov? ¿Lo mis —Irascible mais bon. —No puedo aguantar a su Schátov; es malo, y está muy pagado de sí —c,Cómo está Daria Pávlovna? —Se refiere usted a Dascha? ¿Qué se figuraba usted? —miróle Varvara Petrovna con curiosidad—. Muy bien de salud; con los Drózdoves la dejé... Yo, en Suiza, oí decir algo del hijo de usted: algo malo, no bueno.

—Oh, e ‘est une histoire bien béte? Je vous attendais, ma bonne amie, pour vous racontes... —Basta, Stepán Trofimovich; déjeme en paz; me atormnt Ya tendremos tiempo de hablar, sobre todo, de lo malo. Usted empieza a soltar Saliva cuando se ríe; eso es ya señal de vejez. ¡Y de qué modo tan raro se ríe ahora!... ¡Dios, cuántas malas costumbres ha contraído usted! Karmazínov no ha de venir a verlo. ¡Lo único que necesitaba esa gente para colmo de alegria! Usted ahora no hace más que quitarse la máscara. ¡Pero basta, basta; estoy rendida! Pero ¿no es posible, finalmente, dispensar a la criatura?

1 mo? mismo. 46 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 47

y Malas costumbres había contraído, efectivamente, nuestro amigo; no sobre todo en los últimos tiempos. Decaía visible y rápidamente, y era to que se volvía sucio. Bebía más, estaba más llorón y más débil de los r vios; era todo él un puro melindre. Su cara había adquirido la propiedad cambiar con extraordinaria rapidez, pasando, por ejemplo, de la expresié más triunfal a la más grotesca y aun estúpida. No sufría la soledad, y pre estaba ansioso de distracciones. Era menester estarle siempre contand chismes, anécdotas del pueblo; pero habían de ser siempre nuevos. Cuand no iba nadie a visitarlo, poníase a vagar por sus habitaciones, asomábase la ventana, mordíase pensativo los labios, suspiraba profundamente y t’ naba poco menos que llorando. No hacía más que presentir algo, que t’ le a algo inesperado, inevitable; se había vuelto medroso; concedía g atención a los sueños. Todo aquel día y toda aquella noche los pasó muy triste; me Im. llamar; estaba muy emocionado; habló largo y tendido, me

contó much cosas, pero todo sin ilación. Varvara Petrovna hacía mucho tiempo ya sabía que él no me ocultaba nada. A mí me pareció, por último, que L alguna preocupación, y de tal índole, que él mismo no podía precisarla. L. neralmente, antes, cuando nos veíamos a solas y él empezaba a Iamentar conmigo, casi siempre, al cabo de un rato, nos traían una botellita, y se p nía ya más consolado. Aquella vez no hubo vino, y era evidente que mía su deseo reiterado de mandar por él. —Pero ¿por qué está siempre enfadada? —quejábase a cada u como un niño—. Tous les hommes de génie et de progrés en Russie é. sont et seront toujours des jugadores et des borrachos, qui boivent en poi..., y yo todavía no soy tan jugador ni tan borracho... Me recrimia ¿por qué? ¿Porque no escribo? ¡Qué idea tan rara! ... ¿Porque me e, apoltronado? “Usted —dice — debe ofrecerse como “ejemplo y reproche’ Mais, entre nous soit dit, ¿qué ha de hacer un hombre que está predestinad a servir de “reproche”? ¿Cómo no ha de apoltronarse?... ¿Acaso no se cuenta ella? Y, finalmente, me explicó la tristeza principal, especial, que tan ir”’ tunamente le atormentaba en aquella ocasión. Muchas veces aquella acercóse al espejo, y largo rato deteníase ante él. Por último, volvióse a r y con una extraña desolación, me dijo: —Alon cher, je suis un hombre decaído! Sí, efectivamente, hasta entonces, hasta aquel mismo día, sólo de cosa estuvo convencido firmemente, no obstante todos los “nuevos e. nos” y todos los “cambios de ideas” de Varvara Petrovna, o sea que le sultaba encantador para su corazón femenino; es decir, no sólo como - - tado ni como hombre de ciencia famoso, sino como hombre guapo. \ años habían arraigado en él esa halagüeña y tranquilizadora convicción, y es posible que fuera ésa una de sus convicciones de que más trabajo le costara desprenderse. ¿Presentiría él aquella noche la prueba colosal que en futuro tan cercano le aguardaba? VI Me estoy acercando ahora a la descripción de aquel incidente, en parte olvidado, con el que, en realidad, da principio mi crónica. A fines mismos de agosto volvieron también, por último, las Drózdoves. Su aparición precedió poco tiempo a la llegada de su parienta, tan esperada por todos en el pueblo, nuestra nueva gobernadora, y produjo una impresión notable en la buena sociedad. Pero de ambos curiosos sucesos hablaré más adelante; por ahora me limitaré a hacer constar que Praskovia lvánovna aportó a Varvara Petrovna, que tan ansiosamente la esperaba, el más inquietante enigma: Nicolas se había separado de ellos en julio, y, habiéndose encontrado a orillas del Rin al conde K***, partió con él y con su familia para Petershurgo. (El conde tenía tres hijas casaderas.) —De Lizaveta, por su orgullo y su obstinación, no he sacado nada —terminó Praskovia Ivánovna—; pero he podido ver con mis propios ojos que entre ella y Nikolai Vsevolódovich ha ocurrido algo. No sé la razón; pero, por lo visto, a usted, Varvara Petrovna, amiga mía, le toca interrogar acerca de esas razones a su Daria Pávlovna. A mi juicio, Liza está ofendida. Celebro mucho haberle traído a usted, finalmente, a su favorita, y se la transmito de mi mano a la suya; se me ha quitado un peso de encima. Proferidas fueron esas venenosas palabras con notable nervosidad. Era evidente que la “agriada mujer” las llevaba preparadas y de antemano se complacía en su efecto. Pero a Varvara Petrovna no era posible impresionarla con efectos y enigmas sentimentales. Severamente requirió las más precisas y satisfactorias explicaciones. Praskovia Ivánovna bajó el diapasón, y hasta terminó echándose a llorar y deshaciéndose en las más afectuosas efusiones. Aquella mujer, irritable, pero sentimental, lo mismo que Stepán Trofimovich, necesitaba siempre de una amistad sincera, y la queja principal que tenía de su hija Elizaveta Nikoláyevna era precisamente la de que “su hija no era su amiga”... Pero, de todas sus explicaciones y efusiones, resultaba clara una cosa: que, efectivamente, entre Liza y Nicolas había habido algún disgusto, del que Praskovia Ivánovna era evidente no acertaba a formarse idea concreta. De las inculpaciones formuladas contra Daria Pávlovna, no sólo se desdijo al último, sino que hasta le rogó de un modo especial no diese a sus recientes palabras importancia alguna, pues las había proferido “en un estado de nerviosidad” En resumen: que todo aquello resultaba muy vago, hasta Sospechoso. Según sus relatos, la desavenencia había empezado debido al Carácter terco y burlón” de Liza; “Nikolai Vsevolódovich era también orgulloso, y aunque estuviese muy enamorado, no podía aguantar bromas Y se había vuelto él también guasón”. A poco de eso hubimos de conocer a

Stepán Trofimovich “dispensó” a la criatura, pero se fue de allí c.. concertado. 48 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 49

un joven, sobrino, según creo, de su “profesor”, y que lleva el mismo ludo... —Hijo, y no sobrino —corrigió Varvara Petrovna. Praskovia 1váno, no podía nunca, ya de antiguo, recordar el apellido de Stepán Trofimovic y siempre le llamaba el “profesor”. —Bueno; si es su hijo, que lo sea; mejor que mejor; a mí me da mismo. Es un joven como todos: muy vivaracho y

desenvuelto, pero s nada de particular. Bueno; en eso Liza no se condujo bien: empezó a a tar intimidad con el joven, para darle celos a Nikolai Vsevolódovich. censuro yo esto mucho: son cosas de chicas, corrientes y hasta - Sólo que Nikolai Vsevolódovich, en vez de ponerse celoso, hízose, por contrario, muy amigo del muchacho, cual si no advirtiese nada y como todo le diese igual. A Liza esto la puso furiosa. El jovencito no tardó irse (tenía mucha prisa por ir no sé a dónde), y Liza dio en reñir con I’ lai Vsevolódovich por el menor motivo. Había notado que aquél solía blar con Dascha, y se puso hecha un demonio, de modo que ni a mí ni a madre nos dejaba vivir. A mí los médicos me han prohibido tomarme gustos; y hasta tal punto ese ponderado lago me empachó, que hasta empezaron a doler las muelas y cogí un reúma. Está escrito en los l.. que el lago de Ginebra da dolor de muelas: tiene esa propiedad. Pero, en ¿ tas, Vsevolódovich va y recibe una carta de la condesa, e inmediatamen se va; en un día lo arregla todo para el viaje. Despidiéronse afectuosameni y Liza, al acompañarlo, iba muy alegre y aturdida y solícita. Sólo que ello era fingido. No bien se hubo ido él... se quedó muy pensativa, y hasta de nombrarle, y a mí no me decía nada. Es más: yo le aconsejaría usted, Varvara Petrovna, no hablarle de nada de esto ahora a Liza, pues echaría a perder todo. En cambio, si usted no le dice nada, ella misma r., perá a hablar, y así se enterará usted mejor. A mi juicio, todo se arreglar todavía, siempre que Nikolai Vsevolódovich no tarde en venir, como metió. —Le escribiré en seguida. Si no hay más que eso, el disgusto no ti’ trascendencia: absurdo todo. También conozco muy bien a Daria; absur —Tocante a Dáschenka,30 desde luego... fue un error. No habían t do más que conversaciones corrientes y, además, en voz alta. Pero a mí mátuschka, todo eso me hizo una impresión terrible. Pero ahora, Liza, s gún he podido ver, ha vuelto a tratarse con ella con el mismo cariño de . tes...

u

Varvara Petrovna escribióle aquel mismo día a Nicolas rogándole ciese por estar allí un mes antes de lo convenido. Pero, a pesar de todo, contraba en todo aquello algo turbio y extraño. Se pasó pensando en e toda la tarde y toda la noche. La opinión “de Praskovia” antojábasele 1 inocente y sentimental. “Praskovia fue toda su vida muy sentimental, d los tiempos del colegio —pensaba—. No es hombre Nicolas para hu: chicas burlonas. Aquí media otra razón, suponiendo que exista esa 30 Diminutivo de Daria (Dorotea). nencia Se han traído, sin embargo, aquí a ese oficial y lo han instalado en su casa COmO pariente. Praskovia echó muy pronto la culpa a Daria; sin duda se quedó con algo dentro, que no quiso decir...” Por la mañana, Varvara Petrovna concibió la idea de un proyecto para acabar de una vez, por lo menos, con la incertidumbre..., proyecto notable por lo inesperado. ¿Qué tendría en su corazón al concebirlo? Dificil sería aceptarlo, y no voy a ponerme por anticipado a explicar todas las contradicciones de que adolecía. Como cronista, me limitaré a exponer los sucesos de manera exacta, según como ocurrieron, y no hay que echarme a mí la culpa de que parezcan inverosímiles. Pero, no obstante, me veo obligado una vez más a atestiguar que por la mañana ya no tenía ella sospecha alguna de Dascha, aunque, a decir verdad, nunca la había tenido: estaba harto segura de ella. Además, tampoco podía admitir la idea de que Nicolas pudiese gustarle a ella..., a Daria. Aquella mañana, cuando Daria Pávlovna estaba sirviendo el té en el veladorcito, Varvara Petrovna estuvo contemplándola de hito en hito largo rato, y, es posible que por vigésima vez desde el día anterior, díjose para sí, convencida: —Todo eso son absurdos! Observó únicamente que Dascha mostraba cierto aspecto de cansancio y que parecía más mansita que antes, más apática. Después del té, siguiendo la costumbre ya para siempre establecida, ambas se sentaron a hacer labor. Varvara Petrovna le mandó que le contase sus impresiones del extranjero, sobre todo de la naturaleza, de la gente, de las ciudades, de las costumbres, artes e industrias..., de todo cuanto hubiera podido notar. Ni una pregunta tocante a las Drózdoves ni a la vida de las Drózdoves. Das- cha, que estaba sentada a su lado, junto a la mesita de costura, y la ayudaba a bordar, llevóse media hora contándole cosas con su voz igual, monótona, pero algo débil. —Daria —atajóla de pronto Varvara Petrovna—, ¿no tienes nada de particular que quisieras contarme? —No, nada —y Dascha se quedó pensativa un momento y miró a Varvara Petrovna con sus luminosos ojos. —En el alma, en el corazón, en la conciencia? —Nada —repitió Dascha quedo, pero con cierta malhumorada firmeza. —Ya me lo figuraba! Has de saber, Daria, que yo nunca dudo de ti. Ahora estáte quieta y escúchame. Siéntate en esa otra silla, ponte enfrente de mí, que quiero verte bien. Eso es. Dime...: ¿quieres tú casarte? Dascha respondió con una larga mirada inquisitiva, aunque por lo demás, no muy asombrada. —Estáte quieta, no hables. En primer lugar, hay diferencia de edades, y mucha; pero tú misma mejor que nadie sabes hasta qué punto todo eso es un absurdo. Tú eres juiciosa, y en tu vida no debe de haber errores. Por lo demás, él es todavía un hombre guapo... En una palabra: Stepán TrofimoVich, al cual tú siempre estimaste, ¿qué? 52 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 53

Y fuese ligera, por las aceras de húmedas losas y por los pisos de blas, a ver a Stepán Trofimovich. VII Era cierto que no exponía a Daria a un agravio; por el contrario, consi rábase ahora y siempre su protectora. La

u..

indignación más noble e chable hirvió en su alma cuando, al ponerse el chal, sorprendió, fija en la mirada mortificada y recelosa de su pupila. Sinceramente la quería d_. su infancia. Praskovja Pávlovna había tenido razón al llamarla su favori Hacía ya mucho tiempo que Varvara Petrovna había decidido, de una ‘ para siempre, que “el carácter de Daría no se parecía en nada al de su 1’ mano” (es decir, al carácter de su hermano, Iván Schátov); que ella mansa y suave, capaz de las mayores abnegaciones, extraordinariamet modesta, de una discreción rara y, sobre todo, agradecida. Hasta ahora evidente que Dascha había respondido a todas sus esperanzas. “En vida no habrá yerros”, dijo Varvara Petrovna cuando la chica sólo tenía doce años; y como tenía la propiedad de apegarse con vehemencia y . a cada ilusión que la fascinaba, a todo proyecto, a todo pensamiento luminoso, inmediatamente decidió adoptar a Dascha como hija. En segui asignóle capital y llamó a su casa, como institutriz, a miss Kreegs, la e: permaneció allí hasta que la pupila cumplió los dieciséis años, siendo c tonces despedida bruscamente, no sabemos por qué. Fueron también a casa profesores del Gimnasio, entre ellos un francés auténtico, que se gó de enseñarle a Dascha el francés. También a éste lo despidieron de - to, en forma que parecía echarlo. Una pobre señora forastera, viuda dc clase noble, enseñóle a tocar el piano. Pero su principal pedagogo fue pán Trofimovich. En realidad, él fue el primero que descubrió a D había empezado a instruir a Dascha cuando todavía Varvara Petrovna pensaba en ella. Vuelvo a repetirlo: ¡era admirable la atracción que t. para las criaturas! Lizaveta Nikoláyevna Túschina estudió con él de 1 ocho a los once años (naturalmente Stepán Trofimovich le daba leccion sin retribución, y por nada del mundo la habría aceptado de los Drózdove Pero era que él también se había prendado de aquella niña encantadora, y recitaba poemas para explicarle la

r’

estructura del Universo, de la Tierra, historia de la Humanidad. Las lecciones referentes a las poblaciones tivas y al hombre primitivo resultaban más interesantes que los cuento bes. Liza, que se perecía por esos relatos, remedaba después con gracia en su casa a Stepán Trofimovich. Súpolo éste, y una vez la cogió improviso. Desconcertada Liza, arrojóse en sus brazos y se echó a llorar, también lloró Stepán Trofimovich, pero de entusiasmo. Pero Liza no en irse, dejando sola a Dascha. Cuando empezaron a acudir profesores dar clase a Dascha, Stepán Trofimovich despreocupóse de ella, y ç: - poco fue desviando de ella su atención por completo. Transcurrió así lar tiempo. Una vez, teniendo ya ella diecisiete años, quedó él sorprendido su hermosura. Ocurrió esto en ocasión de hallarse sentado a la mesa en

de Varvara Petrovna. Estaba hablando con la joven, muy satisfecho de sus respuestas, y terminó por proponerle un curso serio y amplio de literatura rusa. Varvara Petrovna aplaudió y le dio gracias por su magnífica idea, y Dascha se puso entusiasmada. Stepán Trofimovich empezó a prepararse de un modo especial para las lecciones, y por fin éstas se pusieron en marcha. Arrancaban del período antiguo; la primera lección resultó atrayente: Varvara Petrovna la escuchó. Al terminar Stepán Trofimovich y retirarse, explicóle a su discípula que la próxima vez se ocuparían en el examen de la Canción de Igoriev; pero de pronto levantóse Varvara Petrovna y declaró que ya se habían acabado las lecciones. Stepán Trofimovich se irguió, pero no dijo nada; Dascha se puso muy colorada, pero no pasó de ahí la cosa. Ocurrió aquello tres años justos antes del actual inesperado capricho de Varvara Petrovna. El pobre Stepán Trofimovich estaba solo y nada presentía. Con triste ensimismamiento llevaba largo rato mirando por la ventana, por si veía venir a algún amigo. Pero no iba ninguno. En el patio helaba, hacía frío; era menester encender la estufa; respiró. De pronto, una visión extraña había surgido ante sus ojos: ¡Varvara Petrovna, con un tiempo semejante y a hora tan intempestiva, en su casa! ¡Y a pie! Hasta tal punto quedó sorprendido, que se olvidó de cambiarse de traje y la recibió tal y como estaba, en su eterna camisola de algodón rosa. —Ma bonne amie!... —exclamó débilmente, saliendo a su encuentro. —Está usted solo; me alegro; no puedo con sus amigos! ¡Pero está usted siempre fumando! ¡Señor, qué atmósfera! ¡Ni siquiera ha tomado usted el té y son las doce! ¡ Su felicidad consiste en... el desorden! ¡ Su deleite..., en reñir! Pero ¿qué papeles son éstos que andan desparramados por el suelo? ¡Nastasia, Nastasia! ¿Qué está haciendo su Nastasia? Abre, mátuschka, la ventana y la puerta de par en par. Nosotros vámonos a la sala; tengo que hablarle de un asunto. Pero barre aquí siquiera una vez en la vida, mátuschka. —Ensucian!... —exclamó nerviosamente Nastasia, con voz lastimera. —Pues barre tú; barre, aunque sea quince veces al día; barre! ¡Qué sucia está la sala! —cuando pasaron a ella —. Cierre usted más la puerta, que va a enterarse. Irremisiblemente, hay que cambiar el empapelado. Pero yo le envié a usted unos papeles con unos dibujitos. ¿Por qué no eligió? Siéntese y escuche. Siéntese de una vez, se lo suplico. ¿A dónde va usted? ¿A dónde va usted? ¿A dónde va usted? —Yo..., en seguida —gritó desde otro cuarto Stepán Trofimovich—. Aquí me tiene otra vez. —Ah, pero fue usted a cambiarse de ropa! —Y lo miró, zumbona. Se había puesto la americana encima de la camisola—. Así, efectivamente, estará mejor para... lo que tenemos que hablar. Siéntese usted de una vez, se

lo suplico. Explicóle todo de un tirón, en términos rotundos y convincentes. Aludió también a los ocho mil que le eran necesarios a él, hasta el punto de matarse por ellos. Detalladamente le habló de la dote. Stepán Trofimovich FEDOR M. DOSTOIEVSKJ LOS DEMONIOS 55

abría unos ojos tamaños y temblaba. Lo escuchó todo; pero no pudo marse de ello una idea enteramente clara. Quiso hablar, pero le faltó la y. Sólo sabía que aquello había de ser según ella decía; que objetarle y no a ceder sería inútil y que tendría que casarse irremisiblemente. —Mais ma bonne amie... ¡Por tercera vez a mis años y con una e quilla! —dijo finalmente—. Mais c ‘est une enfant! —Una niña que tiene ya veinte años, gracias a Dios! No me ve’ con gestos, se lo suplico, que no estamos en el teatro. Usted es inteligente y culto, pero no entiende nada de la vida; usted necesita tener siempre una r fiera al lado. Yo me moriré. ¿Y qué va a ser de usted? Pero ella será p usted una buena aya; es una chica modesta, enérgica, juiciosa; además, yo también estaré aquí, que no voy a morirme tan pronto. ¡Ella es una n jercita hacendosa, un ángel de bondad! Esta feliz idea se me ocurrió a t estando todavía en Suiza. ¡Compréndalo usted bien, cuando yo misma digo que es un ángel de bondad! —exclamó, de pronto, malhumorada— En su casa hay suciedad, pues ella le traerá a usted limpieza, orden; t ‘ estará como en un espejo... ¡Ah!, pero ¿acaso usted se figura que yo c. obligada todavía a inclinarme delante de usted cuando le traigo tal tesoro, a exponerle todas las ventajas, a pedir su mano? ¡Cuando es usted quien d: biera, de rodillas...! ¡Oh, hombre huero, huero, pusilánime! —1Pero.., es que ya soy un viejo! —iQué importan sus cincuenta y tres años! Los cincuenta años no el término, sino la mitad de la vida. Usted sabe también cuánto lo ella. Si yo me muero, ¿qué va a ser de la pobre? Pero con usted estará ell tranquila y también yo lo estaré. Usted tiene fama, nombre, un corazó: afectuoso; cobra usted una pensión, que yo considero deber mío. U.. puede ser su salvación... ¡sálvela! En todo caso, alcanzará usted honor. L... formará para la vida, corregirá su carácter, dirigirá sus pensamientos. ¡Cuántas no se pierden simplemente por la mala dirección de sus id:’ Además, que ya es hora de que prepare usted sus obras y piense de una en usted mismo... —Precisamente —balbuceó él, ya halagado por la hábil lisonja de Va vara Petrovna—, precisamente estoy reuniendo materiales para ponerme a, escribir mis Cuentos de la historia de España. —Pues vea usted qué a cuento viene... —Pero... ¿y ella? ¿Le ha hablado usted? —Por ella no se apure ni tiene por qué curiosear. Sin duda que tendrá usted que dirigirse a ella y rogarle le haga el honor... ¿Comprende? F no se apure usted, que aquí estoy yo. ¡Además, que usted la ama! A Stepán Trofimovich le daba vueltas la cabeza; las paredes giraban en tomo suyo. Era aquélla una extraña idea a la que no acababa de hacerse. —Excellente3’ amie! —volvió a temblarle la voz—. ¡Yo..., yo nunca pude imaginarme que usted resolviese entregarme... a otra... mujer! 3! El texto dice: “Excelente” —Usted no es ninguna señorita, Stepán Trofimovich; las niñas son las que se entregan, mientras que usted se casa — replicóle Varvara Petrovna con acritud. —Gui, j ‘ai pris un mo! pour un autre. Mais... c ‘est égal! —y la miró con Ojos extraviados. —Ya veo que c’est égal —dijo ella despectivamente—. ¡Señor, qué desmayos le dan! ¡Nastasia, Nastasia! ¡Agua! Pero no fue precisa el agua. Se repuso. Varvara Petrovna cogió su pa—Ya veo que con usted no tengo nada más que hablar... —Gui, oui, je suis incapable. —Pero de aquí a mañana puede usted descansar y pensarlo bien. Venga a casa cuando ya lo haya pensado, y hágamelo saber, aunque sea de noche. Pero no me escriba cartas, que no he de leerlas. Mañana, a esta misma hora, vendré por la respuesta definitiva, y espero que sea satisfactoria. Procure usted que no haya aquí nadie, ni tampoco basura; pero ¿qué parece esto? ¡Nastasia, Nastasia! Ni qué decir tiene que al otro día dio él su conformidad; como que no podía ser de otro modo. Sólo mediaba una circunstancia...

VIII La entre nosotros llamada posesión de Stepán Trofimovich (cincuenta almas, según la vieja cuenta y contigua a Skvoréschniki) no era suya, sino que había sido propiedad de su primera mujer, perteneciéndole ahora, por consiguiente, a su hijo Piotr Stepánovich32 Verjovenskii. Stepán Trofimovich no pasaba de ser un tutor, y luego, cuando el hijo se hizo mayor de edad, encargóse, mediante poderes, de administrar las tierras. El trato hecho resultábale ventajoso al joven; su padre le enviaba todos los años hasta mil rublos a título de renta de la propiedad, siendo así que antes de ese arreglo no rentaba ni quinientos (y hasta es posible que rentase menos). ¡Dios sabe cómo se habría llegado a eso! Por lo demás, los mil rublos íntegros era Varvara Petrovna quien los enviaba, no contribuyendo a esa suma Stepán Trofimovich ni con un solo rublo. Por el contrario, toda la renta de la tierra se la guardaba en el bolsillo y, además, la arruinó, cediéndosela en arrendamiento a un comerciante y parcelando, a hurtadillas de Varvara Petrovna, el bosque, que constituía su valor principal. El tal bosque ya hacía tiempo que lo iba vendiendo a trozos. Todo él valía, por lo menos, ocho mil rublos, y el lo vendía por cinco mil. Pero es que solía perder mucho al juego en el club y no se atrevía a pedirle dinero a Varvara Petrovna. La cual castañeteó los dientes cuando, por fin, se enteró de todo. Y he aquí que ahora, de pronto, salía su hijo anunciando su propósito de ir allá para vender sus tierras, fuese por lo que fuese, y encargando a su padre se ocupase sin tardanza de la venta. Era claro que, atendidas la noble condición y el desinterés

raguas. 32 Pedro, hijo de Esteban. 58 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 59

aunque muy poquito, y no bien hubo visto venir a Varvara Petrovna ci la ventana, se dio prisa en buscar otro, escondiendo aquél bajo la almoha —Magnífico!... —aplaudió Varvara Petrovna, después de escuchar asentimiento. En primer lugar, es ésa una noble decisión, y, además, b oído usted la voz de la razón, de la que tan poco caso suele hacer en vida. Por lo demás, no hay

que festinarse —añadió, mirando el nudo d su corbata—; por lo pronto, no diga usted nada, que yo también c-: Está por llegar el día del cumpleaños de usted; yo vendré a hacerle una sita en su compañía. Tenga usted preparado el té de la tarde; pero sin v ni entremeses, aunque, por lo demás, yo me encargaré de todo. Invite u a sus amigos, aunque ya haremos juntos la elección. Un día antes h” usted con ella, si es preciso; pero en su velada no mencionaremos nac hablaremos del particular, sino únicamente lo daremos a entender con rectas, sin la menor solemnidad. Y dentro de dos semanas la boda, con menor ruido posible... Hasta pueden ustedes dos irse de viaje una tempo da, inmediatamente después de casados, aunque no sea más que a por ejemplo. Puede que yo también los acompañe... Pero, sobre todo, p ahora guarde silencio. Stepán Trofimovich estaba maravillado. Insistió en que hacer las co así no era posible, que era menester que hablase con la novia; pero V Petrovna, le contestó irritada: —1Para qué? En primer lugar, no hay más ni puede haber más - esto... —jCómo que no! —balbuceó el novio, ya fuera de sí. —Bueno. Ya veré... Pero, por lo demás, todo ello será como he d no se apure usted, que yo lo dispongo todo. Usted no tiene que preocupi se. Se dirá y se hará cuanto sea menester; pero usted aquí ni entra ni s& ¿Para qué? ¿Qué papel habría de hacer usted? Así que no vaya usted ni criba cartas. Y no diga ni pío,33 se lo ruego. Yo también callaré. Decididamente, no quería dar más explicaciones, y se fue, visibler alterada. Al parecer, la extraordinaria pasividad de Stepán Trofimovic bíala impresionado. ¡Ay, decididamente, no comprendía él su s aún no había examinado el problema desde otros puntos de vista!... contrario, mostraba un tono nuevo, algo de triunfal y aturdido. Había c...... do ánimos. —iEso me gusta!... —exclamó él, plantándose delante de mí y alzan las manos—. ¿Ha oído usted? Quiere llegar al extremo de que yo perder la paciencia, y... ¡no querer! “Estése quietecito y no vaya por a Pero ¿por qué, a fin de cuentas, he de tener yo que casarme? ¿Sólo p:. ella haya tenido ese capricho? ¡Pero yo soy un hombre serio y puedo avenirme a someterme a las ociosas fantasías de una mujer loca! ¡Yo tr deberes para con mi hijo y..., y para conmigo mismo! Yo cargo con víctima... ¿No lo comprende usted? Es posible que yo haya dicho que porque me aburre la vida y me da todo lo mismo. Pero puede que ella me irrite finalmente, y entonces me dé ya todo igual; me consideraré ofendido y rehuSaré. Et enfin le ridicule... ¿Qué dirán en el club? ¿Qué dirá... Liputin? “No habrá más que esto.” ¡Hay que ver! ¡Pero esto es el colmo! ¡Esto ya... no sé cómo llamarlo!... Je suis un forçat, un badinguet, ¡un hombre acorralado contra la pared! Y al mismo tiempo, algo de caprichosa ufanía, algo de aturdido y travieso, dejábase traslucir en medio de todas esas exclamaciones lastimeras. por la noche volvimos a beber. CAPÍTULO III

AJENOS PECADOS Transcurrió una semana, y empezó a adelantar el asunto. Observaré, de pasada, que en esa desdichada semana tuve yo mucho que sufrir, pues me estuve casi sin separarme un momento de él, al lado de mi pobre amigo comprometido para casarse, en calidad de su más allegado confidente. Lo atormentaba, sobre todo, la vergüenza, aunque en toda aquella semana no vimos a nadie, permaneciendo siempre solos; pero es que le daba vergüenza hasta de mí, hasta tal punto, que cuanto más disimulaba conmigo, tanto mayor era su enojo contra mí por eso mismo. Por su genio quisquilloso sospechaba que ya todos en el pueblo estaban enterados de todo, y no sólo en el club, sino ante sus contertulios temía presentarse. Incluso salir de paseo con objeto de hacer el indispensable ejercicio no osaba hasta que ya era enteramente de noche y reinaba oscuridad completa. Transcurrió una semana, y aún no sabía si iba a casarse o no, y nunca podía saberlo a punto fijo, por más que hiciese. Con la novia hasta entonces no se había avistado, ni siquiera sabía si era su novia; ni siquiera sabía si había algo de serio en todo aquello. En su casa, sin saber por qué, no quería recibirlo. A una de sus primeras cartas (y le había escrito muchedumbre de ellas) replicóle rogándole se abstuviese por algún tiempo de molestarla, pues andaba muy atareada, y aunque también ella tenía que comunicarle muchas cosas, y principales, con toda intención lo iba dejando para cuando anduviera más sobrada de tiempo que ahora, y “oportunamente” le daría a Conocer cuándo podría ir a verla. En cuanto a sus cartas, prometía devolverlas sin abrir, ya que eso “eran garambainas”. Esa carta la leí yo mismo: él me la dio a leer. Y, sin embargo, todas aquellas desatenciones y vaguedades, todo aquello era nada en comparación con la principal de sus preocupaciones. Dicha preocupación le atormentaba extraordinariamente, sin tregua; por culpa de ella había enflaquecido y perdido los ánimos. Era aquello algo que le abochornaba más que todo, y de lo que nunca quería hablar ni conmigo; por el 33 Literalmente: “Ni ruido ni alma” (Ni siuju ni dujio). LA_) LJJIVflJ1NiU

contrario, llegado el caso mentía y se aturrullaba delante de mí como q chico; y, sin embargo, todos los días me mandaba llamar, no podía estar r mí dos horas, siéndole yo tan necesario como el agua o el aire. Semejan proceder ofendía algo mi amor propio... Ni qué decir tiene que yo hacía y mucho tiempo que adivinara aquel secreto principal, y todo lo veía e”— Según mi profundísima convicción de entonces, la revelación de aquel creto, de aquella preocupación principal de Stepán Trofimovich, no le t bría hecho honor a éste, y, además, yo, joven todavía, llevaba algo a mal tosquedad de sus sentimientos y la fealdad de algunas suspicacias s Enfadado, y también, lo confieso, aburrido de servirle de confidente, r que lo inculpase demasiado. Pero, gracias a mi crueldad, logré que d de mí confesase todo, aunque, por lo demás, reconocía yo mismo que fesar ciertas cosas debía de ser difícil. Desde cierto punto de vista prendía exactamente algunos aspectos de su situación y hasta la c nía con mucha precisión en esos puntos, en los que no creía necesai andar con secretos. —Oh, y cómo ha cambiado! —decíame a veces, refiriéndose a ra Petrovna—. ¡Qué distinta era antes, cuando hablábamos ambos!... sabe que ella entonces sabía hablar?... Puede usted creer que entonces ideas, ideas propias. ¡Ahora todo ha cambiado! ¡Dice que todo eso es habladuría! Desprecia el pasado... Ahora se ha vuelto como una especie tendera, económica, violenta; por todo se enfada... —Pero ¿por qué se enfada ahora, cuando usted se presta a su exi cia? —objeté. El se limitó a mirarme. —Cher ami, si yo no accediese, se enfadaría terriblemente, rri. . .ble. . .mente! Pero, de todos modos, menos que ahora que accedo. Quedó satisfecho de la frase y nos echamos al coleto aquella noche botellita. Pero aquello fue sólo un instante; al otro día estaba ya más ti mendo y malhumorado que nunca. Por lo que yo estaba más enojado con él era porque no acababa de cidirse siquiera a hacerles una visita a las Drózdoves, que ya habían do, a fin de renovar la amistad, cosa que ellas deseaban, pues ya L. preguntado por él, doliéndose él mismo de ello cada día. De Lizaveta 1 láyevna hablaba con cierto entusiasmo, para mí incomprensible. Sin duda recordaba de pequeña, en que tanto cariño le había tenido; pero fuera eso, sin saber la razón, figurábase él que inmediatamente iba a encontral su lado el alivio de todos sus actuales sinsabores y hasta la resolución sus más apremiantes dudas. En Lizaveta Nikoláyevna esperábase encon una criatura extraordinaria. Y, sin embargo, no llegó a ir a verla, y eso cada día preparábase para hacerlo. Lo principal era que yo tenía unas r enormes de que me la presentaran, cosa que sólo podía

lograr por rción de Stepán Trofimovich. Extraordinaria impresión habíanme hecho p aquel entonces mis frecuentes encuentros con ella —naturalmente, en la Ile— cuando salía de paseo a caballo, y en un caballo magnífico,

ñada por su presunto pariente, el guapo oficial, sobrino del difunto general DróZd0’’ Mi ceguera duró sólo un momento, no tardando en reconocer, yo mismo lo imposible de mis sueños; pero, aunque sólo fuera un instante, tal instante existió realmente, así que podéis figuraros lo enfadado que estaría yo una temporada con mi pobre amigo por su terca reclusión. Todos los nuestros fueron advertidos desde el principio, oficialmente, de que Stepán Trofirnovich, durante algún tiempo, no podría recibirlos, y les rogaba lo dejasen completamente tranquilo. El insistía en una notificación, circular, cosa de que yo le disuadí. Pero fui, a instancias suyas, a verlos a todos para decirles que Varvara Petrovna habíale encargado a nuestro “viejo” (así llamábamos entre nosotros a Stepán Trofimovich) no sé qué trabajo importante, ordenar no sabía qué correspondencia, que abarcaba muchos años; que él se había encerrado en casa; que yo iba a ayudarle. etc., etc. A Liputin fue al único que no fui a ver, y no me animaba, o, mejor dicho, temía ir a verlo. Sabía de antemano que no había de creer ni una sola de mis palabras, que irremisiblemente había de figurarse que allí había algún secreto, que sólo se lo querían ocultar a él, y que tan pronto como saliera de su casa me pondría a cotorrear y chismorrear por todo el pueblo. En tanto yo me imaginaba estas cosas, sucedió que, inesperadamente, hube de encontrármelo en la calle. Resultó que él ya estaba enterado de todo por nuestros amigos, a los que ya previniera. Pero, cosa rara, no sólo no mostró curiosidad alguna ni me preguntó por Stepán Trofimovich, sino que, por el contrario, él mismo me atajó cuando yo empecé a disculparme de no haber ido a verlo a su casa antes, y en seguida dio otro rumbo a la conversación. Verdaderamente, había hecho acopio de cosas que contar; hallábase en un estado de agitación extraordinaria y alegrábase de encontrar en mí una oyente. Empezó a hablarme de las novedades del pueblo, de la llegada de la “gobernadora con nuevas historias”, de la oposición que ya se bosquejaba en el club, de que todos gritaban ideas nuevas y de cómo se hacían oír de todos, etcétera, etc. Se llevó hablando un cuarto de hora, y con tanta gracia, que no podía yo dejarlo. No obstante serme tan fastidioso, reconozco que tenía el don de hacerse escuchar, sobre todo cuando la tomaba con algo. Ese tío, en mi opinión, era un espía verdadero, nato. Sabía al minuto las mas recientes novedades, y se sabía de memoria a todo el pueblo, principalmente las cosas feas, y era de admirar ver hasta qué punto tomaba a pecho 34 cosas que a veces no le afectaban lo mínimo. A mí parecíame siempre que el rasgo principal de su carácter era la envidia. Al contarle yo aquella misma tarde a Stepán Trofimovich mi encuentro de por la mañana con Liputin y la conversación que habíamos tenido, aquél, con el consiguiente asombro de mi parte, dio muestras de extraordinaria agitación, y me hizo a quemarropa esta pregunta: “Está enterado o no Liputin?” Yo traté de demostrarle que era imposible enterarse así, tan pronto, aparte de que no tenia por quién saberlo; pero Stepán Trofimovich insistió en su idea: L1traImente: “Tomar a corazón” (Prjnimat ki serdisu). 62 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 63

—Mire usted: lo creerá o no lo creerá —concluyó, por último, a modo inopinado—; pero estoy convencido de que él no sólo sabe ya c: dos sus pormenores todo lo referente a “nuestra” situación, sino que vía sabe algo más, algo que ni usted ni yo sabemos aún, y es posible sepamos nunca o lo sepamos cuando ya sea tarde, cuando ya no haya r dio... Yo callé; pero aquellas palabras querían decir mucho. Después de por espacio de cinco días, no volvimos a hablar palabra de Liputin; par estaba claro que Stepán Trofimovich lamentaba mucho haber manifest delante de mí aquellas suspicacias y haberse ido de la lengua. II Una mañana, es decir, a los siete u ocho días de haber dado su confor para la boda, Stepán Trofimovich, a eso de las once, cuando iba yo, de costumbre, a ver a mi ofendido amigo, hubo de ocurrirme en el c. una aventura. Me encontré con Karrnazínov, “el gran escritor”, como lo ponder Liputin. A Karmazínov lo leía yo desde que era pequeño. Sus novelita cuentos eran conocidos de toda la generación pasada y aun de la actual me volvía loco con ellos; constituían el deleite de mi adolescencia y juventud. Luego sentí algún desvío hacia sus obras; las novelas tend sas que escribió en los últimos tiempos no me agradaron ya tanto com primeras, las primitivas obras suyas, en las que había tanta poesía natura sus últimos libros, ésos ya no me gustaron en absoluto. Hablando en términos generales, si me atrevo a expresar también opinión en asunto tan delicado, todos nuestros señores

de talento, de c: goría media, a los que suele tomárseles en vida casi por genios..., no s desaparecen sin dejar rastro, y como de pronto, de la memoria de la g al morir, sino que ocurre que, hasta en vida, apenas surge otra nueva g ración que viene a suceder a aquella en la cual actuaron..., pasan al o y a la indiferencia general como por ensalmo. La rapidez con que esto a rre entre nosotros se asemeja a un cambio de decoración en el teatro. no sucede en absoluto así con Puschkin, Gógol, Moliére y Voltaire, ninguno de esos hombres venidos al mundo para decir su palabra Verdad es también que esos mismos señores de talento mediano, al decli de sus honrosos años, suelen gastarse por modo lamentable entre nosoti sin siquiera notarlo ellos lo mínimo. No pocas veces resulta que el escr al que durante largo tiempo se le atribuyó una extraordinaria profund de ideas, y del que se aguardaba un extraordinario y serio influjo sobr movimiento social, muestra al último tal endeblez y pequeñez en su b ideológica, que nadie lamenta el que tan pronto deje de escribir. t ancianos de pelo blanco no lo notan y se resienten. Su amor propio, s todo al final de su carrera, asume a veces proporciones dignas de adn ción. Dios sabe por lo que empiezan a tomarse a sí mismos: cuando n por dioses. De Karmazínov contaban que estimaba sus amistades con g.-. oderosas y con la alta sociedad más que su propia alma. Cuentan que se lo 1’ncontra a usted, lo halagaba, lo lisonjeaba, le seducía con su sencillez, b todo si lo necesitaba, y, desde luego, suponiendo que antes le hubiese :ido presentado. Pero ante el primer príncipe, ante el primer conde, ante el rimer hombre que le inspirase temor, consideraba su deber más sagrado olviarse de usted, con la misma ofensiva indolencia que de una viruta, como de una m0s1,35 Y eso cuando usted todavía no se había despedido de él; en serio consideraba eso como del mejor y más elevado tono. Pese a la plena coiflp05t3. y al perfecto conocimiento de las buenas maneras, hasta tal punto, dicen, era vanidoso, hasta tal punto histérico, que nunca podía disimular su irritabilidad de autor, ni siquiera en aquellos círculos sociales que menos se interesan por la literatura. Si por acaso alguien le ofendía con su indiferCnc, resentíase de un modo morboso y procuraba vengarse. Un año hacía que leyera yo en una revista un artículo suyo, escrito con unas pretensiones feroces a la más ingenua poesía y a la psicología además. Describía la pérdida de un vapor, allá en algún punto del litoral inglés, del que había sido él mismo testigo y presenciado el salvamento de los náufragos y la extracción de los ahogados. Todo ese artículo, bastante largo y ampuloso, había sido escrito únicamente con el fin de lucirse. Así se leía entre renglones: “Interesaos por mí, mirad cómo me porté yo en ese instante. ¿Qué os importan a vosotros el mar, la tormenta, las rocas, las tablas desperdigadas del navío? Eso ya os lo describo yo con mi potente pluma. ¿Para qué mirar a ese ahogado con un niño muerto en sus muertos brazos? Miradme mejor a mí, cómo no pude soportar ese espectáculo y me aparté. Porque yo estaba vuelto de espaldas, porque yo estaba transido de horror y no tenía fuerzas para volver la vista; yo fui y cerré los ojos... ¿Verdad que esto es interesante?” Al expresarle yo a Stepán Trofimovich mi opinión sobre el artículo de Karmazínov, aquél me dio la razón. Cuando llegaron a nosotros los recientes rumores de que venía Karmazínov, yo, naturalmente, sentí unos grandes deseos de verle, y, de ser posible, conocerlo. Sabía que podía lograrlo por mediación de Stepán Trofimovich; allá en otros tiempos habían sido amigos. Y he aquí que de pronto me tropiezo con él en una bocacalle. En el acto lo conocí; ya me lo habían presentado tres días antes, al cruzar el andén de la estación con la gobernadora. Era un viejo bajito, altanero, de sólo unos cincuenta y cinco años, al parecer, con una carita bastante colorada y espesas melenas blancas que le salian por debajo del sombrero cilíndrico y le colgaban en torno de sus orejas limpias, sonrosadas y menudas. Su limpio rostro no era del todo bello, Cori unos labios finos, largos, de astuto diseño, una nariz algo gruesa y unos Ojillos penetrantes, inteligentes, pequeñines. Vestía algo a lo antiguo, un caPote Con capuchón, como los que llevarían en aquella época del año allá en Suiza o en el norte de Italia. Pero, por lo menos, todas las prendas menudas e su indumentaria: pasadores, tirilla, lentes de concha, pendientes de una 5 En alguna versión se suprimen estas comparaciones. bVOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 65

fina cintita negra, guantes, eran, sin duda alguna, de los que gasta la ,. de buen tono. Estoy seguro de que en verano llevaría sin lugar a dudas L botinas de color ciruela, con botones de nácar al lado. Al encontrarme c él, estaba parado en una bocacalle y miraba con mucha atención. Al que yo le estaba mirando con curiosidad, va y me pregunta con una melosa, aunque algo chillona: —tMe podría usted decir por dónde se llega más pronto a la calle kov? —,A la calle Bikov?... Pero si está aquí mismo, en seguidita se —exclamé, poseído por emoción desusada—. Siga usted por esta calle k derecho y doble por la primera bocacalle a la izquierda. —Muchas gracias. Maldición sobre tal minuto; yo, al parecer, estaba azorado y mostra aire servil. El lo advirtió todo en un momento, y, sin duda, comprendió mediatamente que yo lo había conocido, que yo sabía quién era, que h leído sus obras y sentido

devoción hacia él desde la misma infancia y en aquel instante me azoraba y adoptaba un aire servil. Sonrióse, volvi hacerme otro saludo con la cabeza y se fue derecho hacia donde yo le i’ cara. No sé por qué, me fui tras él; no sé por qué, anduve a su zaga diez sos. De pronto volvió a detenerse. —,No podría usted decirme dónde podría encontrar más pronto un c che? —volvió a gritarme. Grito desagradable. ¡Desagradable voz! —,Un coche? La parada más próxima la tiene ahí... Cerca está; ahí..., junto a la catedral; allí siempre los hay —y he aquí que por p” echo a correr en busca de un coche. Sospecho que eso sería, precisam lo que él aguardaba de mí. Naturalmente, en seguida me percaté y me é ve; pero él observó muy bien mi movimiento y me siguió con aquella antipática sonrisa. Entonces sucedió algo que nunca olvidaré. De pronto se le cayó al suelo el bolso, que tenía en su mano izquierc Aunque no, no era un bolso, sino algo así como una cajita, o, mejor d como una cartera, o, mejor dicho aún, como un “ridículo”, uno de esos tiguos “ridículos” de señora, aunque, en fin de cuentas, no sé lo que f... lo único que sé es que yo me lancé a cogerlo. Estoy perfectamente convencido de que no lo alcé del suelo; pero primer movimiento fue indiscutible; no pude disimularlo, y me puse c lorado como un imbécil. El muy cuco sacó de la situación todo el pr’ posible. —No se apure usted, lo recogeré yo mismo —dijo con tono amabil mo; es decir, luego que ya vio que yo no iba a recogerle su “ridículo”, 1 él y lo recogió del suelo, haciendo como que se me adelantaba, después lo cual me hizo otra inclinación de cabeza y se fue, dejándome abochor do. Era igual que si yo lo hubiese recogido. Por espacio de cinco n me tuve por deshonrado del todo y para siempre; pero al encaminarme casa de Stepán Trofímovich solté de pronto la carcajada. Aquel encuent

se mc antojó tan cómico, que en el acto resolví distraer con su relato a Stepán TrofímOViCh y describirle toda la escena, incluso los detalles. III

pero aquella vez, con gran asombro mío, lo encontré sumamente cambiado. Cierto que se vino a mí con cierta avidez en cuanto me vio y se puso a escucharme, pero con tal aspecto de distracción, que al principio era evidente que no comprendía mis palabras. Pero no bien hube proferido el nombre de KarmaZíflOV, cuando montó en cólera. me hable usted de él, no me miente su nombre!... —exclamó, poco menos que furioso—. Mire: aquí tiene. ¡Lea, lea! Sacó un cofrecito y arrojó encima de la mesa tres pedacitos de papel, garrapateados aprisa con lápiz, todos de Varvara Petrovna. La primera esquela era de dos días antes; la segunda, del día anterior, y la última la había recibido aquel mismo día, haría una hora a lo sumo; su texto era insignificante, y delataba la alborotada y ambiciosa emoción de Varvara Petrovna ante el temor de que Karmazínov se olvidase de ir a visitarla. He aquí la primera, la de tres días antes (probablemente, también las habría de cuatro y de cinco días antes). “Si me dignase, finalmente, hoy visitarle, no le diga usted una palabra, se lo ruego. Ni la más leve alusión. No le diga nada ni le recuerde nada. y. s.” La del día anterior: “Si se dignase, finalmente, hoy visitar a usted esta mañana, lo más digno, a mi juicio, sería no recibirle. Eso es lo que yo pienso; no sé lo que pensará usted. La de aquel mismo día, la última:

y. s.” ‘Estoy convencida de que en su casa habrá montones de basura y columnas de humo del tabaco. Le mandaré a usted a María y a Fomuschka; en media hora lo dejarán todo listo. Pero usted no se entremeta y estése quletecito en la cocina, mientras lo arreglan. Le envío un tapiz de Bujara y dos jarrones de China, que hace mucho tiempo tenía intención de regalarle, y, además, mi Tenniers (por una temporada). Los jarrones puede colocarlos enel alféizar de la ventana, y el Tenniers, cuélguelo usted a la derecha, debajo del retrato de Goethe, que allí resaltará más y por las mañanas nunca falta luz. Si, por fin, se presenta, acójalo usted con exquisíta cortesía; pero procure hablarle sólo de nimiedades, o de algo científico, y con el aire de no haber estado sin verse ni un día. De mí, ni una palabra. Es posible que Vaya a verle esta tarde. v.S. “P. 5: Como no vaya hoy a visitarle, ya no irá en absoluto.”

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Yo leí y me sonreí de verle en tal estado de agitación por semejant futesas. Después de haberle examinado inquisitivamente, observé de que, en tanto yo leía, habíase dado prisa a cambiar su eterna corbata por otra roja. El sombrero y el bastón teníalos allí, encima de la mesa. E... ba pálido, y hasta le temblaban las manos. —No quiero saber su emoción! —exclamó, fuera de sí, respondiend a mi inquisitiva mirada—. Je m ‘en fiche! ¡Tiene ánimos para preocupare por Karmazínov y no responde a mis cartas! Aquí tiene usted una carta r sin abrir, que me devolvió anoche; ahí la tiene usted, encima de la r:: debajo de ese libro, debajo de L’homme qui nl. ¿Qué me importa a mi t ella se desviva por culpa de Nikólenka?36 Je m ‘en fiche, el je proclame pi, liberté. Au diable le Karmazínov! Au diable la Lembke! Los jarrones los Jj escondido en el recibimiento, y el Tenniers lo he guardado en la cómoda, le he exigido a ella que me reciba en el acto. Oiga usted bien: ¡exigido! he enviado otro cachito de papel como ésos, garrapateado con lápiz, p conducto de Nastasia, y estoy aguardando. Quiero que Daria Pávlovna ma me explique todo por su propia boca y delante de todo el mundo, o, lo menos, de usted. Vous me seconderez, n ‘est ce pas?, comme ami el c me témoin. No quiero ponerme colorado, no quiero mentir, no quiero de secretos, no toleraré tapujos en esto. Que me lo confiesen todo, con f queza, con ingenuidad, con nobleza, y entonces..., entonces es posible yo asombre a toda una generación con mi magnanimidad... ¿Soy yo un hombre ruin, señor mío? —terminó de pronto, mirándome de un amenazante, cual si yo le tuviese por un hombre ruin. Yo le insté para que bebiese un poco de agua; nunca hasta entonces había visto así. Todo el tiempo, en tanto hablaba, daba carreras de un e. - mo a otro del cuarto; pero de pronto se detuvo ante mí en una actitud L. desusada. —,Es que usted se figura —empezó otra vez, con morbosa altaneri examinándome de pies a cabeza—, es que usted puede figurarse que y Stepán Verjovenskii, no he de tener fuerza moral bastante para, cogiern mi zurrón..., ¡mi zurrón de mendigo!, y, echándomelo sobre los dé hombros, irme de aquí y desaparecer para siempre, si así lo piden el L y el alto principio de independencia? ¡Stepán Verjovenskii no es ésta la mera vez que responde al despotismo con la magnanimidad, aunque se t:_. del despotismo de una hembra loca; es decir, del despotismo más ignomi nioso y cruel que puede haber en este mundo, aunque usted hace un n- - mento, al parecer, se permitió sonreír de mis palabras, señor mío! ¡Oh, ted no cree que yo pueda encontrar en mí la magnanimidad suficiente acabar mis días de preceptor en casa de un comerciante o morirme de L.. bre al pie de una tapia! ¡Responda usted, responda usted inmediatamente ¿Lo cree usted o no lo cree? Pero yo callaba adrede. Hasta aparentaba no atreverme a ofenderle con una respuesta negativa, por no poder contestarle afirmativamente. En toda su agitación había algo que decididamente me ofendía, y no personalmente, oh, no! Pero... luego me explicaré. Hasta se puso pálido. —Puede que usted se aburra a mi lado, G. . .0v (mi apellido), y de buena gana dejaría de... venir a yerme en absoluto — dijo en el mismo tono de pálida serenidad que generalmente precede a algún arrebato extraordinario. Yo salté asustado; en aquel mismo momento entró Nastasia y, en silencio, alargóle a Stepán Trofimovich un papelito en el que había algo garrapateado con lápiz. Lo miró y me lo pasó. En el papelito, de puño y letra de Varvara Petrovna, había escrito muy ligadas estas tres palabras: “Estése en casa.” Stepán Trofimovich, en silencio, cogió el sombrero y el bastón y salió rápidamente de la sala; yo lo seguí maquinalmente. De pronto, dejáronse oír en el corredor voces y ruido de gente. El se detuvo como fulminado. —Es Liputin, y estoy perdido! —balbuceó, cogiéndose de mi mano. En aquel mismo instante entró en el cuarto Liputin. lv Por qué había de ser hombre perdido por culpa de Liputin, era cosa que yo ignoraba, y, además, no concedía importancia a la frase: yo lo achacaba todo a los nervios. Pero, a pesar de todo, su susto era extraordinario, y resolví observarlo atentamente. Ya el solo aspecto de Liputin al entrar indicaba que aquella vez tenía especial derecho a entrar en casa, no obstante todas las prohibiciones. Venía acompañado de un sujeto desconocido; por consiguiente, forastero. En respuesta a la aturdida mirada del hipnotizado Stepán Trofimovich, inmediatamente, y en voz alta, exclamó: —Le traigo un huésped, y de clase especial. Me tomo ci atrevimiento de interrumpir su soledad. El señor Kirillov,37 distinguido ingeniero-arquitecto. Y, sobre todo, amigo del hijito de usted, el honorabilísimo Piotr Stepánovich; muy íntimo de él, y trae un encargo suyo. Acaba de llegar. —Oh, eso del encargo lo ha añadido usted! —observó el huésped, con VOZ tajante—. No hay tal encargo en absoluto; pero a Verjovenskii es cierto que lo conozco. Lo dejé en el gobierno de J*** hará diez días. Stepán Trofimovich dioles maquinalmente la mano y los invitó a sentarse; me miraba a mí, miraba a Liputin, y de pronto, cual si volviese en sí, Sentóse aprisa él también, pero sin soltar de la mano el sombrero y el baston y sin advertirlo. —Bah, pero si iba usted a salir! Y a mí me habían dicho que usted estaba retenido en casa por sus ocupaciones. 37 Pronúncianse separadamente las dos “eles”.

36 Diminutivo despectivo de Nikolai.

70 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 71

—AYo tampoco conozco en absoluto al pueblo ruso y... no tuve t----alguno para estudiarlo! —declaró de nuevo el

ingeniero, y otra vez volv rebullirse, brusco, en el diván. Stepán Trofímovich quedó con la palabra interrumpida. —Lo estudia, lo estudia —encareció Liputin—; ya ha comenzado a tudiarlo y ha escrito un curiosísimo artículo sobre las causas concomitan de los casos de suicidio en Rusia, y, en general, de las causas de que menten o disminuyan los suicidios en la sociedad. Llega en él a resultac sorprendentes. El ingeniero mostraba una agitación extraña. —Pero usted no tiene el menor derecho —balbuccó iracundo—. Yo he escrito semejante artículo. Yo no hago tonterías. Yo le hice a usted fidencialmente unas preguntas, enteramente de improviso. No hay nada artículo; yo no escribo y usted no tiene el menor derecho... Liputin estaba visiblemente complacido. —Puede que haya incurrido en culpa y que esté equivocado al califil de artículo su labor literaria. Él se limita a recoger observaciones, pero ta la esencia del problema o, mejor dicho, hasta su parte moral no desde luego; es más: soslaya esa parte moral, aunque sostiene el novísi principio de la general destrucción en aras de buenos y definitivos f Reclama más de cien millones de cabezas para la implantación del s común en Europa, más de lo que pidieron en el último Congreso de la 1 En este sentido, Aléksieyi Nilich va más lejos que todos. El ingeniero escuchaba con una sonrisa pálida y despectiva. Por un r nuto todos callaron. —Todo eso es estúpido, Liputin —declaró, finalmente, el señor Kii lov con cierta dignidad—. Si yo, impensadamente, le expuse a usted nos puntos de vista y usted exagera, allá usted. Pero usted no tiene deree a eso, porque yo nunca hablo con nadie. Yo tengo a menos hablar... Si go una convicción, para mí resulta clara... Pero usted ha procedido a.. estúpidamente. Yo no discuto acerca de esos temas, que ya están resueli del todo. Me chocan las discusiones. Nunca me gustó discutir... —Y es posible que haga usted muy bien —Stepán Trofimovich pudo contenerse. —Usted perdone, pero aquí no estoy enfadado con nadie —continuÓ huésped con atropellado hablar—. Yo llevo cuatro años de apenas ver g te... Durante más de cuatro años rehusé hablar y encontrarme con nadie,; atención a mis fines, de que no hay para qué hablar ahora, cuatro años. putin lo ha visto y lo toma a burla. Yo lo comprendo y hago caso ..-. No estoy ofendido, sino simplemente contrariado por la libertad que a..toma. Y si a usted no le expongo mis ideas —terminó inopinadamente mirándonos a todos con entereza—, no es en modo alguno porque tema vayan ustedes a denunciarme a las autoridades, nada de eso; por favor. incurran en la necedad de pensarlo.

pero a aquellas palabras ya nadie respondió, limitándonos a miramos. Hasta el propio Liputin se olvidó de su risita. Señor, lo siento mucho —dijo Stepán Trofimovich, levantándose resueltam te del diván—. Pero no me siento bien de salud y estoy quebrantado. Dispénseme. eso quiere decir que nos vayamos! —dijo el señor Kirillov, cogiendo el sombrero—. Está bien que lo haya dicho, porque yo me olvido de las cosas. Se levantó, y con aire cándido y la mano tendida llegóse a Stepán Trofimovich —Siento que no esté usted bien y haber venido... —Le deseo a usted toda clase de triunfos entre nosotros... —respondió Stepán Trofimovich, estrechándole la mano de buen grado y aprisa—. Comprendo que si usted, según ha dicho, ha pasado tanto tiempo en el extranjero, rehuyendo, en atención a sus fines, el trato de la gente, y... olvidándose de Rusia, sin duda a nosotros, rusos arraigados, ha de miramos, sin querer, con extrañeza, y lo mismo a usted nosotros. Mais cela passera. Sólo una cosa me preocupa: usted quiere construir nuestro ferrocarril, y al mismo tiempo dice que sustenta el principio de la destrucción universal. ¡Pues no le encargarán la construcción de la vía férrea! —,Cómo? ¿Qué dice usted?... ¡Ah, diablo! —exclamó, desconcertado, Kirillov, y de repente prorrumpió en la más jovial y clara risa. Por un instante asumió su rostro la más infantil expresión, y a mí parecióme que le sentaba muy bien. Liputin se frotaba las manos entusiasmado por la feliz arenga de Stepán Trofimovich. Yo no hacía más que decirme con asombro: “,Por qué Stepán Trofimovich le tendrá ese miedo a Liputin y por qué gritaría: ‘¡Estoy perdido!’, al sentirlo llegar?” y Estábamos los dos junto a la puerta. Era el instante en que el dueño de la casa y sus huéspedes intercambiaban las últimas y más afectuosas palabras, y se separaban contentos.

—Está hoy de tan mal humor -dijo Liputin, volviéndose cuando ya estaba casi fuera del cuarto y como quien dice al vuelo— porque ha tenido no sé qué disgusto con el capitán Lebíadkin por culpa de la hermana. El capitán Lebíadkin, todos los días, a su hermana, que está loca, le pega con el latigo con una verdadera nagaika de cosaco, por la mañana y por la noche. Y Aléksieyi Nilich se ha mudado a un pabellón de la misma casa para no verlo Pero bueno; ¡hasta la vista! —Su hermana? ¿Enferma? ¿Con la nagaika? —exclamó Stepán Trofimovjch cual si de pronto le hubiesen dado a él también con el látigo—. ¿Que hermana es ésa? ¿Quién es ese Lebíadkin? Tornóle en un momento el susto de hacía poco. —Lebíadkin! Pues un capitán retirado; antes se titulaba simplemente Capitan de Estado Mayor... rELfl.)n. LVI, UUIUIItVF.,I

—jBah! ¿Qué me importa a mí su graduación? ¿Qué hermana ésa?... Dios mío..., ¿dice usted Lebíadkin? Pero si entre nosotros había Lebíadkin... —Ese mismo es “nuestro” Lebíadkin, ése mismo. ¿No se acuerda ted, en casa de Virguinskii? —Pero si a ése lo cogieron por hacer moneda falsa! —Pues ha vuelto ya va a hacer tres semanas, y de un modo n particu lar. —Pero si es un tunante! —1Como si entre nosotros no pudiera haberlos! —dijo, de pronto, putin, echándose a reír, y con sus ojillos maliciosos parecía sondear el i rior de Stepán Trofimovich. —Ay Dios mío, yo no me refería a eso..., aunque, después de t estoy enteramente de acuerdo con usted respecto a los tunantes, s todo con usted! Pero ¿qué más? ¿Qué más? ¿Qué ha querido usted L. con eso? ¡Porque usted, indudablemente, a cada instante está queriendo cir algo! —Pero si todo eso son futesas... Quiero decir que el tal capitán, p: visto, desapareció de aquí, no por falsificar moneda, sino únicamente buscar a esta hermana suya, que al parecer se ocultaba en un lugar do; pero ahora ya ha vuelto con ella; ahí tiene usted toda la historia que parece como si se asustase usted, Stepán Trofimovich! Por lo c. yo repito lo que él mismo dice cuando está borracho, que sereno se c Es un hombre irascible y, por decirlo así, marcialmente estético, pero mal gusto. Por lo que hace a su hermana, no sólo está loca, sino que es c además. Según parece, la sedujo no sé quién, y por eso el señor Lebíadl desde hace ya muchos años, percibe una cantidad del seductor como nización por la ofensa inferida al honor de la familia; así, por lo r..... deduce de su charla... Aunque para mí todo eso es verborrea de borrac Sencillamente, alardea. Además, que eso se arregla mucho más barato. F que tiene dinero, es absolutamente cierto; hace semana y media iba cc pies descalzos, y ahora, yo mismo he podido verlo, dispone de . rublos. A su hermana le dan todos los días no sé qué ataques, y él la “ entrar en razón” con la nagaika. “A las mujeres —dice— hay que i dirles respeto.” No comprendo cómo Schátov sigue viviendo en el de arriba. Aléksieyi Nilich sólo estuvo con ellos tres días; eran c dos de Petersburgo; pero ahora, para estar más tranquilo, se ha n al pabellón. —,Será verdad todo eso? —inquirió Stepán Trofimovich, diri, al ingeniero. —Habla usted mucho, Liputin —refunfuñó aquél, colérico. —Misterios, secretos!... ¿Por qué surgen ahora, de pronto, entre n_, tros tantos misterios y tantos secretos?... —exclamó Stepán Trofimovi sin poder contenerse. LOS DEMONIOS

73 El ingeniero frunció el ceño, se puso colorado, se encogió de hombros y salió del piso. _Aléksieyi Nilich hasta le quitó una vez de las manos la nagaika y la tiró por la ventana, y los dos tuvieron un altercado violento —añadió Lipu —Per ¿por qué habla usted tanto, Liputin? Eso es estúpido. ¿Por qué? _-dijo Aléksieyi Nilich, volviéndose por un momento. _tPor qué ocultar, por modestia, la nobleza de los impulsos del corazón, es decir, del suyo, que del mío no hablo? —Es estúpido... y enteramente innecesario... Lebíadkin es un idiota y un hombre completamente huero.., para la acción inútil y... de todo punto nocivo. ¿Por qué habla usted tanto?... Yo me voy. —Ah, qué lástima! —exclamó Liputin con clara sonrisa—. Si no, le contaría a usted, Stepán Trofimovich, una anécdota que le haría reír. Es más: con esa intención vine, para contársela, aunque, seguramente, ya la conocerá usted. Bueno; pues otra vez será, ya que Aléksieyi Nilich tiene tanta prisa... Hasta la vista. ¡A Varvara Petrovna se refiere la anécdota que me hizo reír anteayer, que mandó llamarme, sencillamente, para reventar! ¡Hasta la vista! Pero, en esto, Stepán Trofimovich fue y se abalanzó sobre él; lo cogió por un hombro, lo metió violentamente

en el cuarto y lo hizo sentar en una silla. Liputin, incluso, se asustó. —Pues verá usted —dijo, mirando con mucho tiento a Stepán Trofimovich—. Fue y me mandó llamar de pronto y me preguntó “confidencialmente” cuál era mi opinión personal. ¿Estaría loco Nikolai Vsevolódovich o estaría en su juicio?... ¿No es para asombrarse? —iUsted sí que está loco! —balbuceó Stepán Trofimovich, y pareció perder el tino. —Liputin, usted sabe harto bien que sólo ha venido aquí a eso, para decir alguna ruindad como ésa y... algo todavía peor! En un momento me acordé de su inquietud porque Liputin supiese de nuestro asunto, no sólo más que nosotros, sino más que cuanto nosotros pudiéramos saber nunca —Por favor, Stepán Trofimovich! —balbuceó Liputin como sobrecogido de un miedo horrible—. Por favor... —Cállese y siga! ¡Yo le ruego vivamente, señor Kirillov, que vuelva y no se vaya; se lo ruego vivamente! Siéntese usted. ¡Pero usted, Liputin, siga adelante, sencillamente.., y sin el menor rodeo! —De haber sabido que iba a hacerle a usted tanta impresión, no hubiera dicho una palabra... ¡Pero yo pensaba que ya lo sabría usted por la misma Varvara Petrovna! —jUsted no pensaba nada de eso! ¡Pero empiece, empiece, le dicen a Usted! tin. LOS DEMONIOS 75

—Pero haga el favor de sentarse usted también, porque, de otro ir ¿cómo voy a estar yo sentado y usted delante? De la emoción se va a.. ner a dar carreras. Eso no está bien. Stepán Trofimovich se contuvo, y solemnemente dejóse caer en i. ha. El ingeniero, hosco, tenía la vista fija en el suelo. Liputin, con n, alegría, los miraba a ambos. —No sé por dónde empezar... Me ha desconcertado usted... tanto VI De pronto, hace tres días, me enviaron a mi casa a un hombre: “Le r’ a usted que esté allí mañana a las doce.” ¿Puede usted imaginarse? dejo todo, y ayer, a la hora en punto, estoy allá tirando de la campa Me conducen a la sala; me hacen aguardar un minuto... Sale, se sien sentó frente a mí. Miró, y me resisto a creer. ¡Usted sabe cómo me ha do siempre! Va derecho al asunto, sin rodeos, según su costumbre de r pre. “Usted recordará —me dice— que hace cuatro años Nikolai V dovich, que se hallaba enfermo, cometió algunas excentricidades, tan toda la ciudad anduvo perpleja, hasta que todo se puso en claro. esas rarezas le afectó a usted personalmente. Nikolai Vsevolódovi aquella ocasión, luego que se restableció, fue a verlo a usted a inst mías. Sé también que antes de eso ya habían hablado ustedes varias v Dígame usted, franca e ingenuamente, cómo usted... —aquí titubed poco—, cómo encontró usted entonces a Nicolai Vsevolódovich... 4 impresión le hizo a usted en general?... ¿Qué juicio se formó ustej d y... qué opinión tiene de él ahora9 —Aquí ya se atascó del todo; tanto, que hasta hizo una pausa minuto justo y, de pronto, se puso encarnada. Yo me asusté. Pero volvió a empezar, no con acento patético, que a ella eso no le sienta, con un tono muy serio: “Yo quiero —dice— que usted me comprenda y sin error alguno. He mandado ahora llamarlo, porque lo tengo a uste hombre listo e inteligente, capaz de hacer una observación exacta ( cumplidos!). Usted —dice— comprende, sin duda, lo que le está una madre... Nikolai Vsevolódovich ha experimentado en la vida a desgracias y muchas vicisitudes. Todo lo cual ha tenido que influir carácter. Claro que yo no hablo de locura, ¡eso no es posible de & manera! —esto lo dijo con firmeza y orgullo—. Pero sí puede habe extraño, especial, cierto rumbo de pensamientos, tendencia a cierta o ción personal. (Tales fueron, exactamente, sus palabras, y yo admiraL exactitud con que Varvara Petrovna acertaba a explicarme el asunto. una señora de mucho talento!) Por lo menos, yo he advertido en él 1’ qué constante desasosiego y un ansia de abandonarse a tendencias les. Pero yo soy madre de él, y usted un extraño; es decir, capaz, con lento que tiene, de formarse una opinión más independiente. Le sup usted, por Dios, finalmente —así lo dijo: le suplico—, me diga en s toda la verdad, sin ambages, y si, además, me promete no olvidar unca que yo le estoy hablando confidencialmente, puede usted contar con °ue de ahora en adelante en absoluto me tendrá siempre dispuesta a servirle cuanto pueda.” Bueno; ¿qué tal? —Usted..., usted me hace tal impresión... —balbuceó Stepán Trofimovich—, que no le creo... —No, fijese usted, fijese usted!... —insistió Liputin, cual si no hubiese oído a Stepán Trofimovich—. ¿Cuáles no deben de ser su agitación y su inquiet para que se haya dirigido, desde semejante altura, a un hombre como yo, y, además, para rebajarse hasta el extremo de pedirle el secreto? ¿Qué le parece? ¿No ha tenido usted noticias inesperadas de Nikolai Vsevolódovich? —No sé... Noticia alguna... Llevo varios días sin verla. Pero.., le haré observar a usted... —balbuceó Stepán Trofimovich, que era evidente no podía coordinar sus pensamientos—, pero le haré observar a usted, Liputin, que si le dicen a usted confidencialmente una cosa y usted va y delante de todo el mundo...

—Confidencialmcnte, sí, señor! Y que Dios me castigue si... Pero aquí... ¿qué de particular tiene? ¿Acaso somos nosotros unos extraños, aun incluyendo a Aléksieyi Nihich? —No comparto su opinión; sin duda que nosotros tres guardaremos el secreto; pero a usted, que hace el cuarto, ¡le temo, y no le creo lo más mínimo! —Pero ¿qué dice usted? Si yo estoy más interesado que nadie. ¿No ve usted que me han prometido gratitud eterna? Y precisamente quería yo, a propósito de esto, mencionar un caso sumamente extraño, es decir, más bien psicológico que simplemente extraño. Anoche, bajo el influjo de la conversación con Varvara Petrovna (ya puede usted figurarse la impresión que me haría), me dirigí a Aléksieyi Nihich con una pregunta lejana: “Usted —le digo—, tanto en el extranjero como en Petersburgo, ¿conoció ya de antes a Nikolai Vsevolódovich? ¿Qué opinión le mereció a usted respecto a inteligencia y aptitudes?” Pero él me contestó lacónicamente, a su modo, que era un individuo de fino talento y juicio sano. “Pero ¿no le notó usted —digo—, en el transcurso de los años, algo así como extravío de ideas o un giro especial de pensamiento, o algo, por decirlo así, de locura?” En una palabra: que le repetí la pregunta de Varvara Petrovna. Figúrese usted: Aléksieyi Nilich, de pronto, se queda pensativo, y, frunciendo el ceño, ni más ni menos que ahora: “Sí —dice—, a veces parecía algo raro.” Fíjese usted: cuando a Aléksieyi Nilich puede parecerle algo raro, es que, efectivamente, lo es. —tEs cierto? —inquirió Stepán Trofimovich, encarándose con AlékS leyi Nihich. —Yo preferiría no hablar de esto —respondió Aléksieyi Nilich, alzando de pronto la frente y echando fuego por sus ojillos—. Voy a contradecir su derecho, Liputin. Usted no tiene derecho a mezclarme a mí en este asunto. Yo, en absoluto, no le he dicho a usted toda mi opinión. Aunque yo lo 76 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 77

conociera en Petersburgo, fue hace ya mucho tiempo, y aunque luej— haya tratado, conozco poquísimo a Nikolai Stavroguin. Le ruego a que no me inmiscuya, y, además..., todo esto parece chismorreo. Liputin alzó los brazos, como haciendo protesta de inocencia. —iChismoso yo! ¿Por qué no decir espía? Está bien, Aléksieyi 1’ eso de meterse a criticar poniéndose al margen de la cuestión. Pero u no puede creer, Stepán Trofimovich, a qué se parece en lo estúpido el c tán Lebíadkin; porque mire: es estúpido como... da vergüenza decir Ii qué extremo es estúpido; hay una comparación rusa que denota el r pues bien, también se considera ofendido por Nikolai Vsevolódovich, que se inclina ante su ingenio. “Me desconcierta —dice— este hombr una sierpe astuta” —son palabras textuales—. También a él (siempre el influjo de ayer y después de mi conversación con Aléksieyi Ni’ “Vamos a ver —le digo—, capitán: ¿qué le parece a usted? ¿Estará Ir serpiente astuta o no lo estará?” ¿Lo creerá usted? No parecía sino ç.. pronto le hubiese yo dado un latigazo en plena espalda sin su permii sencillamente, dio un brinco. “Sí —dijo—, sí; sólo que eso no puede fluir.” Sobre qué hubiera de influir.., no lo dijo; y luego fue y se q pensativo, tan pensativo, que hasta se le pasó la borrachera. Estábamo la taberna Filíppova. Y sólo al cabo de media hora fue y dio de prontc puñetazo en la mesa. “Sí —dijo—, está loco, sólo que eso no puede fluir...” Y tampoco aquella vez explicó lo del influjo. Yo, naturalmente le doy a usted aquí más que un extracto de sus palabras; pero mire t.. idea se comprende; a cualquiera que se le pregunte, en seguida se le ,. esa idea, aunque antes nunca se le hubiera ocurrido. “Sí —dijo——, loco; mucho talento; pero es posible que también esté enajenado...” Stepán Trofimovich permanecía pensativo y recapacitaba intensame —1,Y de qué le conoce Lebíadkin? —Oh, de eso podría usted informarse por Aléksieyi Nilich, que 1 un momento me puso de espía. Yo soy espía y... no sé nada; pero A lh yi Nilich lo sabe todo al dedillo y se calla. —Yo no sé nada, o, en todo caso, muy poco —respondió el ingen con su constante nerviosidad—. Usted hizo beber a Lebíadkin hasta r rracharlo, para tirarle de la lengua. También a mí me ha traído aquí j eso, para que hablase. Así que, por consiguiente, es usted un espía. —Yo no lo emborraché, ni merece la pena gastarse con él el dine pesar de todos sus secretos, que para mí no tienen importancia, aunqu sé si para usted la tendrán. Al contrario: fue él quien se gastó el d cuando hace doce días vino a yerme para pedirme quince copecs y me vidó champaña, y no yo a él. Pero me ha dado usted una idea, y, si es ciso, le convidaré para que se vaya de la lengua y me cuente... todos secretos —repuso Liputin con acritud. 39 Bez evó pozvolenia. Stepán Trofimovich miraba con perplejidad a ambos contendientes. Los dos se entregaban ellos mismos, y, sobre todo, no andaban con cumplidos. A mí parecíame que Liputin había llevado allí al tal Aléksieyi Nilich con la intención de obligarle a hablar de lo que él quería delante de tercera persoa..•, lo que era su maniobra favorita. _Aléksieyi Nilich conoce harto bien a Nikolai Vsevolódovich —conti0 UÓ, irritado—, sólo que lo disimula. Pero, respecto a lo que usted preguntaba del capitán Lebíadkin, éste lo conoció en Petersburgo, antes que todos nosotros, hará cinco o seis años, en esa época poco conocida, si así cabe expresarse de la vida de Nikolai Vsevolódovich, cuando ni remotamente pensaba en hacernos felices con su venida. Nuestro príncipe, fuerza es inferirlo, se trataba entonces con

cierta gente bastante rara en Petersburgo. Entonces fue también, según parece, cuando conoció a Aléksieyi Nilich. —Tenga cuidado, Liputin; le prevengo que Nikolai Vsevolódovich está al venir y sabrá volver por sus fueros. —Pero a mí eso ¿qué me importa? Yo soy el primero en gritar que es un hombre de inteligencia finísima y refinadísima, y a Varvara Petrovna la tranquilicé ayer, diciéndoselo así. “Pero de su carácter —le dije— no puedo responder.” Lebíadkin también, en una palabra, anoche: “Su carácter me ha hecho sufrir.” ¡Ah, Stepán Trofimovich, está bien que diga usted que soy un chismoso y hasta un espía, y, fíjese usted, cuando ya se ha enterado de todo por mí y hasta con curiosidad desmesurada!... Pero mire usted: Varvara Petrovna fue derecha ayer a dar en el mismo blanco. “Usted —dijo— está personalmente interesado en el asunto; por eso me dirijo a usted.” ¡No faltaba más que así no fuera! ¡Qué menos podía hacer cuando tuve que aguantarle un insulto delante de la gente! A la cuenta, tengo mis razones, y no me intereso en la cosa por mera chismorrería. Hoy le estrechará usted la mano, y mañana, en pago de su hospitalidad, le da un bofetón en los carrillos, delante de todo el mundo, con sólo que se le antoje. ¡Es el cebo! Y lo principal: siempre anda entre mujeres: mariposones y gallos bravos son. Hijos de terratenientes con alitas, como los amorcillos antiguos. Pechórines4° devoradores de corazones. Está bien que usted, Stepán Trofimovich, solterón empedernido, se exprese de ese modo y que por Su Excelencia, me ponga de espía. Pero si se casase usted, lo que no tendría nada de raro, ya que todavía está usted tan juvenil, con una mujercita linda y joven, cierre la puerta con llave para que no entre nuestro príncipe, y levante barricadas en la propia casa. Porque para que vea usted: si esa mademoiselle Lebíadnika, a la que le arrean con el látigo, no estuviese loca y no fuera coja además, pensaría yo también que, por Dios, había sido víctima de la pasión de nuestro general, y que por esta razón había sufrido el capitan Lebíadkin “en su dignidad familiar”, como él mismo dice. Sólo que eso desmentiría su gusto exquisito, aunque para él no es obstáculo. Cargan con. todo, con tal que les coja a punto. Usted dirá que éstos son chismes; pero 40 Protagonista de una obra de Liermontov: El héroe de nuestro tiempo. 7tt FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 79

yo grito cuando ya todo el mundo dama, y yo no hago más que escuc asentir; asentir no está prohibido. —tQue todo el mundo dama? ¿Qué es lo que dama todo el mundo1 —Quiero decir que el capitán Lebíadkin va vociferando borracho toda la ciudad, ¿y no es eso lo mismo que si toda la ciudad clamase? ¿Ç culpa tengo yo? Yo hablo aquí entre amigos, porque yo los considero a tedes como amigos —volvió a un lado y a otro los ojillos con ingenua presión—. Ha dado la casualidad, figúrense ustedes, de que a Su ExceL cia, según parece, estando en Suiza, le enviaron, de parte de una nobilísij señorita, y que es, por decirlo así, una modesta huérfana, a la que ten honor de conocer, trescientos rublos para que se los entregase al capitán bíadkin. Pero éste, algún tiempo después, recibió la noticia exactísima, diré por conducto de quién, aunque también se trata de una nobilísima sona y, por consiguiente, digna de toda fe, de que no habían sido tresc tos, sino mil, los rublos que le habían enviado... “iDe modo que —i Lebíadkin— esa señorita me ha estafado setecientos rublos! “, y quiere nunciarla a la policía, y, por lo menos, amenaza con hacerlo así, y va tando por las calles... —SEso es en usted una ruindad, una ruindad! —dijo el ingeniero, s tando de pronto de la silla. —Pero si usted mismo es esa nobilísima persona que le aseguró a bíadkin, en nombre de Nikolai Vsevolódovich, que no habían sido tresci tos, sino mil, los rublos que le habían enviado! El capitán me lo ha cont todo en su borrachera. —Esa..., ésa es una duda lamentable! Alguna equivocación. ¡E:. un desatino, y usted un villano!... —Paso hasta porque sea un desatino, y con sentimiento lo escu9 porque, como usted quiera; pero esa nobilísima señorita está mezclada, mero, en lo de los setecientos rublos, y luego, en evidentes intimidades q Nikolai Vsevolódovich. Pero ¿a Su Excelencia qué le importa deshonri una señorita nobilísima, o agraviar a una mujer casada, del modo q.: hizo, por ejemplo, con la mía? Si tropiezan con un hombre plenam magnánimo, le obligan a cubrir con su honrado nombre pecados ajenos. también he tenido que soportar eso, y hablo por mí... —Tenga cuidado, Liputin! ... —dijo Stepán Trofimovich, levantánd del asiento y poniéndose pálido. —No le crea usted, no le crea usted! Se trata de un error, y Lebía es un borracho —exclamó el ingeniero con indescriptible emoción—. se aclarará; pero yo no puedo más.., y considero una villanía.., y ¡. basta! Salióse aprisa del cuarto. —Pero ¿qué le pasa a usted? ¡Si yo lo acompaño! —azoróse L: saltó de la silla y echó a correr en seguimiento de Aléksieyi Nilich. VII stepán Trofimovich quedóse un momento en pie pensativo, me miró como sin yerme, cogió su sombrero y su bastón, y suavemente salióse del cuarto. Al cruzar la puerta percatóse de que yo lo acompañaba, y me dijo: _Ah, sí! Usted puede servir de testigo... de l’accident. Vous m ‘acfl ‘est-ce pas? —Stepán Troflmovich, ¿es que va usted a ir otra vez allá? Piense usted en lo que puede resultar. Con lamentable y trastornada sonrisa..., sonrisa de bochorno y desolaciÓn absoluta, y, al mismo tiempo, de un extraño

entusiasmo, me dijo, deteniéndose un momento: —Yo no puedo casarme por “pecados ajenos”. Ésas eran las palabras que yo aguardaba. Por fin, esa frase secreta, que se me ocultaba, era proferida delante de mí, después de toda una semana de vacilación y titubeo. Yo estaba decididamente fuera de mí. —Pero ¿tan sucio, tan... vil pensamiento ha podido ocurrírsele a usted, Stepán Trofimovich, con todo su luminoso talento, con todo su buen corazón y... antes de oír a Liputin? Me miró sin contestar, y siguió camino adelante. Yo no quise dejarlo. Quería ser testigo de su entrevista con Varvara Petrovna. Le habría perdonado que hubiese dado fe a las palabras de Liputin por su femenil pusilanimidad; pero ahora resaltaba claro que él había pensado todo eso aun antes de ver a Liputin, y que éste no había hecho otra cosa que confirmar sus sospechas y echar leña al fuego. No había tenido reparo en sospechar de la muchacha desde el primer día, sin tener aún para ello base alguna, ni siquiera liputinesca. La despótica manera de conducirse de Varvara Petrovna sólo se la explicaba por su deseo de tapar cuanto antes, mediante aquella boda con un hombre honrado, los nobles pecadillos de su inapreciable Ni- colas. Yo anhelaba que recibiera irremisiblemente su castigo. —Oh Dieu, qui es! si grand e! si bon! ¡Oh, quién me tranquilizaría! —exclamó, deteniéndose de pronto, después de haber andado unos cien —Vamos en seguida a casa, y yo se lo explicaré a usted todo —dije, conduciéndolo a la fuerza a casa. —jPero si es él! Stepán Trofimovich, ¿es usted? ¿Usted? —vibró una voz fresca, sonora, juvenil, como una música, a nuestro lado. Nosotros no habíamos visto nada, y de pronto surgió junto a nosotros una amazona, Lizaveta Nikoláyevna, con su eterno acompañante. Detuvo el caballo. —Vayan, vayan allá en seguida! —gritó alto y jovialmente—. Hacía doce años que no lo veía, y en seguida lo conocí, mientras que él... Pero, tes que no acaba usted de conocerme? 1 Stepan Trofimovich cogió la mano que ella le tendiera y unciosamente a beso. La miró como en éxtasis y no pudo articular palabra.

pasos. FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 81

—Me ha conocido y se ha alegrado! ¡Mavrikii Nikoláyevích,41 entusiasmado se ha puesto al yerme! Pero ¿por qué ha dejado usted p dos semanas sin ir a yerme? La tiíta asegura que estaba usted enferma que no era posible molestarlo; pero yo sé que la tiíta miente. Yo no ha más que dar pataditas en el suelo y reñirle a usted; pero yo quería irrem’ blemente, irremisiblemente, que fuese usted primero a yerme, y por eso mandaba buscarlo. ¡Dios, pero si no ha cambiado nada! —lo examinaba, cunada sobre la silla—. ¡Se conserva igual hasta un extremo ridículo! ¡ no, que hay aquí unas arruguitas, muchas arruguitas en torno de los ojo en los carrillos, y también hay canas; pero los ojos son los mismos! ¡Yo que he cambiado! 6He cambiado? Pero ¿por qué está usted tan silencioso. Yo recordé en aquel momento lo que oyera de que se había puesto e enferma cuando de once años se la llevaron a Petersburgo; en su enferr dad lloraba y preguntaba por Stepán Trofimovich. —Usted..., yo... —balbuceó él, por fin, con voz entrecortada de ah rozo—. Yo hace un instante gritaba: “j,Quién me tranquilizaría?”, cuan oí su voz. Considero esto un milagro, etje commence ¿i croire. —En Dieu! En Dieu, qui est ki haul el qui est si grand et si bon! M usted: yo me sé de memoria todas sus lecciones, Mavrikii Nikoláyevi qué fe me infundía en aquel tiempo en Dieu, qui est si grand el si bon! se acuerda usted de su relato de cómo Colón había descubierto América todos habían prorrumpido en gritos: “Tierra, tierra!”...? El aya, Alío Frolovna, dice que yo después tenía fiebre por las noches y en el sueño taba “Tierra, tierra!” ¿Y recuerda usted cuando me contó la historia Hamiel? ¿Y se acuerda de la descripción que me hacía de los pobres ei grantes que van de Europa a América? Y nada de eso era verdad: luego sabido cómo hacen la travesía; pero qué bien me mentía él entonces, Ma kii Nikoláyevich; casi era aquello mejor que la verdad. ¿Por qué mira us de ese modo a Mavrikii Nikoláyevich? Es el hombre mejor y más leal todo el globo terráqueo, y usted no tendrá más remedio que quererlo tal como yo. 11 faut tout ce que fe veux! Pero, palomito, Stepán Trofimovi por lo visto es usted otra vez desgraciado, cuando en mitad de la calle pone a gritar eso de quién le daría la paz? ¿Es usted desgraciado? ¿Sí? —Ahora soy dichoso... —i,La tiíta lo ha ofendido? —prosiguió ella sin escucharle—. Sig siendo la misma tiíta de siempre: mala, injusta y eternamente inaprecial para nosotros. Pero ¿se acuerda usted cuando se me echó usted en los b zos, en el jardín, y yo me puse a consolarlo y a llorar? Sí, no se inquiete u ted por Mavrikii Nikoláyevich; sabe todo, pero todo lo de usted, hace ni cho tiempo; puede usted llorar sobre sus hombros cuando guste, que él estará en pie todo el tiempo. Quítese el sombrero, quíteselo del todo un in tante, alce la cabeza, póngase de puntillas, que quiero darle un besito en frente, como la última vez, cuando nos despedimos. Mire usted: esa seña

ta OS está mirando desde la ventana... ¡Bueno; más cerca, más cerca! Dios, y cómo ha encanecido! E inclinándose en la silla, diole un beso en la frente. ahora a su casa! Yo sé dónde vive usted. En seguidita, dentro de un instante, estaré allá. Yo seré la primera en visitarlo, so terco, y luego no lo soltaré en todo el día. Conque váyase usted y dispóngase a recibirme allí. Y se alejó al galope con su caballero. Nosotros nos volvimos a casa. stepán TrofimOvich se sentó en el diván y rompió a llorar. .._-Dieu, Dieu! —exclamaba—. Enfin, une minute de bonheur! No habrían transcurrido más de diez minutos, cuando, según lo prometido, presentóse ella, acompañada de Mavrikii Nikoláyevich. _—Vous et le bonheur, vous arrivez en méme temps! Dijo él, levantándose para recibirla. —Aquí tiene usted este ramilletito; hace un instante estuve en casa de madame Chevalier, donde todo el invierno hay ramos de flores para los disantos. Ahora van ustedes, usted y Mavrikii, a ser amigos. Yo habría querido traerle a usted un pastel en vez de un ramo; pero Mavrikii Nikoláyevich me asegura que eso no se estila en Rusia. El tal Mavrikii Nikoláyevich era un capitán de artillería, de treinta y tres años, de alta estatura, guapo y de un aspecto irreprochable, con una fisonomia seria y hasta, a primera vista, adusta, no obstante su maravillosa y dehicadísima bondad, de la que todo el mundo se percataba al momento de haberlo conocido. Por lo demás, era taciturno, parecía muy apático, y no buscaba amistades. Decían luego muchos de nosotros que era hombre de cortos alcances; pero eso era enteramente injusto. No me detendré a describir la belleza de Lizaveta Nikoláyevna. Toda la ciudad hablaba ya de su belleza, aunque algunas de nuestras señoras y señoritas, despechadas, no asentían a aquellas ponderaciones. Había también algunas que odiaban ya a Lizaveta Nikoláyevna, en primer lugar, por su orgullo; las Drózdoves casi no habían empezado todavía a hacer visitas, lo que ofendía a los demás, aunque la culpa de aquel retraimiento la tenía, efectivamente, el enfermizo estado de Praskovia Ivánovna. En segundo lugar, la miraban con malos ojos, por ser parienta de la gobernadora, y, en tercero, por pasearse todos los días a caballo. Entre nosotros hasta entonces no había habido amazonas; es natural que la aparición de Lizaveta Nikoláyevna montando a caballo y absteniéndose de visitar a nadie, ofendiese a la gente. Por lo demás, todos sabían ya que montaba a caballo por prescripClon del médico, y con este motivo comentaban cáusticamente su enfermedad. Efectivamente, estaba enferma. Lo que más resaltaba en ella a la primera mirada.., era su desasosiego morboso, nervioso, incesante. ¡Oh! La Pobrecilla sufría mucho, y todo se aclaró después. Ahora, al recordar el pasado, no diré que fuese una beldad, según me parecía a mí entonces. Hasta Pudiera ser más bien fea del todo. Alta, delgada, pero flexible y fuerte; hasta chocaba por la irregularidad de sus facciones. Tenía los ojos como los de 41 Mauricio, hijo de Nicolás. 82 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 83

los calmucos: oblicuos; era pálida, huesuda, morena y chupada de c ¡pero había algo en aquel rostro que avasallaba y seducía! Cierto r emanaba de la mirada ardiente de sus ojos negros; se presentaba vencedora y para vencer”. Parecía orgullosa, y en ocasiones hasta no sé conseguiría ser buena; pero sí sé que lo deseaba enormemente y que se L turaba esforzándose por ser algo buena. En aquel temperamento había, s duda, muchos anhelos magníficos y los más justos principios; pero todo ella parecía buscar eternamente su equilibrio y no encontrarlo; todo L.. en el caos, en agitación, en inquietud. Es posible que ella se impusiese h to severas exigencias, sin hallar nunca en sí misma las fuerzas necesaria para cumplirlas. Sentóse en el diván y examinó con la mirada la habitación. —Por qué yo, en instantes como éstos, siempre me pondré t- ¿Quiere usted adivinarlo, hombre de ciencia? Yo toda la vida pensé ç Dios lo sabe, me habría de poner muy alegre cuando lo viese a usted y lo recordase, y mire usted, parece como si no estuviese nada contenta ra, a pesar de lo que lo quiero a usted... ¡Ay Dios, tiene usted ahí col mi retrato! ¡Démelo acá, que lo recuerdo, lo recuerdo! Aquel excelente retrato en miniatura a la acuarela, de Liza, a los ci.... años, habíanselo enviado las Drózdoves a Stepán Trofimovich desde Peter burgo haría nueve años. Desde entonces estaba allí colgado de la pared. —Pero ¿tan mona era yo de niña? ¿Es posible que ésta sea mi cara? Se levantó, y con el retrato en la mano fue a mirarse en el espejo. —Pronto, tómelo! —exclamó, devolviéndole el retrato—. No lo r’ gue usted ahora; luego; no puedo mirarlo —volvió a sentarse en el divá Se acabó una vida; empieza otra, luego otra se acaba... Empieza una tL.. ra, y así hasta el infinito. Todos los finales parecen cortados a cuchill ¡Mire qué cosas más viejas estoy diciendo, pero qué justas son! Me miró, sonriendo; ya algunas veces había fijado en mí la vista, p:. Stepán Trofimovich, en su emoción, había olvidado su promesa de presei tarme. —Pero ¿por qué ha colgado usted mi retrato debajo de esos puñale ¿Y por qué tiene usted aquí tantos puñales y sables? Tenía, efectivamente, colgados de la pared, no sé con qué objeto, c yataganes cruzados, y encima de ellos un puñal

cherqués auténtico. Al cer esa pregunta miróme de un modo tan directo, que yo quise respond algo, pero me atraganté. Stepán Trofimovich adivinó, por fin, y me present —Ya lo sé, ya lo sé —dijo ella—. Lo celebro mucho. “Mamá” t bién ha oído hablar mucho de usted. Considérese usted amigo de Mavri Nikoláyevich, que es un chico bonísimo. Yo me había formado de t:: una idea ridícula: ¿es usted el confidente de Stepán Trofimovich? Yo me puse encarnado. —Ah, perdóneme, se lo ruego!; yo no quise decir esa palabra; no ridículo lo que yo... —se puso encarnada y se aturrulló —. Aunque, pués de todo, ¿a qué avergonzarse tampoco de que usted sea un hombre bueno? ¡Vaya, ya es hora de irnos, Mavrikii Nikoláyevich! ¡ Stepán Trofimovicl1, dentro de media hora irá usted a vernos! ¡Dios y cuánto tenemos que hablar! Ahora he de ser yo también su confidente de todo, “de todo”; lo entiende usted? Stepáfl Trofimovich concibió en seguida temor. —Oh, Mavrikii Nikoláyevich lo sabe todo, no se apure por él! —Pero, ¿qué es lo que sabe? _Anda, qué le pasa a usted? —exclamó ella asombrada—. Será verdad que ocultan algo. Yo no quería creerlo. A Dascha tampoco he podido verla. Tiíta antes no me permitió pasar a ver a Dascha, porque decía que le dolía la cabeza. —Pero..., pero ¿cómo se ha enterado usted...? —AY, Dios, pues como todo el mundo! ¡Vaya una ciencia! —Pero acaso todos... —Pues claro! Mámascha, verdaderamente lo supo por Alíoscha Frolovna, mi nodriza; a ella fue a decírselo su Nastasia de usted. Porque usted se lo confió a Nastasia, ¿no? Ella dice que usted mismo se lo dijo. —Yo..., yo le dije una vez... —balbuceó Stepán Trofimovich, poniéndose todo encarnado—; pero... yo me refería únicamente... J’étais si nerveux el malade etpuis... Ella se echó a reír. —Y como no tenía ningún confidente a mano y estaba ahí Nastasia... ¡Basta! ¡Pero no tuvo usted en cuenta que ella comadrea con toda la ciudad! Pero dejemos esto que, después de todo, es lo mismo; que lo sepan, mejor. Pero vaya usted allá pronto, que comemos temprano... Ah, se me olvidaba —volvió a sentarse—. Oiga usted, ¿quién es Schátov? —jSchátov! Pues el hermano de Daria Pávlovna... —Ya sé que es su hermano, qué cosas tiene usted, verdaderamente —atajóle ella con impaciencia—. ¡Lo que quería saber es qué clase de hombre es!

—c ‘esl un pense creux d ‘ici. C ‘est le meilleur el le plus irascible homme du monde —Ya había oído decir que era un tipo algo raro. Pero no me refería a eso. Me han dicho que conoce tres idiomas, entre ellos el inglés, y que puede encargarse de trabajos literarios. Si así fuese, yo podría darle mucho; necesito alguien que me ayude, y cuanto antes, mejor. ¿Aceptará el trabajo? A mí me lo han recomendado... —Oh, desde luego!; el vousferez un bienfail... —Yo no lo hago en modo alguno por lo del bienfait, sino porque necesito quien me ayude. —Yo conozco bastante bien a Schátov —dije yo—. Si usted quiere que le dé el encargo, ahora mismo voy allá. —Dígale usted que vaya a yerme mañana por la mañana, a las doce. ¡Admirable! Agradecida. Mavrikii Nikoláyevich, ¿está usted listo? Se fueron. Yo, naturalmente, corrí en seguida a casa de Schátov.

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—Man ami! —díj orne Stepán Trofimovich, alcanzándome en el tal—. Es absolutamente necesario que esté aquí a las diez o las once, c, do yo vuelva. ¡Oh, yo estoy en deuda, muy en deuda con usted y... con dos, con todos! VIII A Schátov no lo hallé en casa; volví al cabo de dos horas... Tampoco. P nalmente, ya a las ocho, me dirigí a su casa con objeto de dejarle una quela si no lo veía; tampoco aquella vez estaba. Vivía encerrado en su c• to y él vivía solo, sin nada de servidumbre. Se me ocurrió llamar abaj casa del capitán Lebíadkin, y preguntarle por Schátov; pero también & nían cerrado y ni siquiera había luz, cual si no hubiese nadie dentro. C curiosidad pasé por delante de la puerta de Lebíadkin, bajo el influjo de recientes relatos. Por último, resolví volver por allí al otro día temprano. la esquela, verdaderamente, tampoco confiaba mucho. Schátov podía no cer caso de ella: era tan terco, tan encogido. Renegando de aquel fiasco, ya al salir a la calle, hube de tropezarme inopinadamente con el señor Ki llov; entraba en la casa y fue el primero en reconocerme. Como empezas preguntarme, fui y le conté a grandes rasgos todo, añadiendo que lleva preparada una carta. —Venga conmigo —dijo—. Yo me encargo de todo. Recordé que, según dijera Liputin, tenía alquilado desde aquella r, na un pabellón de madera en el patio. En aquel pabellón, que para él habría resultado demasiado grande, vivía en su compañía una vieja fi cha, que era la que le servía. El

dueño de la casa, en otra nueva casa y en otra calle, tenía una taberna, y aquella vieja, al parecer parienta - se había encargado de mirar por la antigua. Las habitaciones del pabei estaban limpias, pero el empapelado sucio. En aquella en que nosotros tramos, los muebles eran descabalados, de distintos tamaños y enterame[ como de un baratillo; dos mesas de juego del “hombre”, una cómoda madera de aune, una gran mesa procedente de alguna isba o de alguna na, unas sillas y un diván con el respaldo de rejilla y duros almohadon cuero. En un rincón había una imagen antigua, ante la cual la vieja, de llegar nosotros, había encendido una lamparilla, y de las paredes c ban dos retratos grandes y borrosos, al óleo: uno del difunto emperador 1’ kolai Pávlovich, destocado, a juzgar por su aspecto, de edad todavía veinte años; el otro, de no sé qué obispo. El señor Kirillov, al entrar, encendió una vela, y de su maleta, que ba en un rincón, todavía sin deshacer, sacó un sobre, lacre y un sello cristal. —Selle usted su carta y ponga el sobre. Yo le objeté que no era preciso, pero él insistió. Después de haber crito el sobre, cogí el gorro. _Yo pensaba que usted tomaría el té —dijo—. He comprado té. Quiere? No me rehusé. La vieja trajo en seguida el té, es decir, una gran tetera de agua hirviendo, otra tetera pequeña con té abundante, dos tazas de loza, toscamente pintada, pan blanco, y todo un plato hondo de terrones de azúcar. —A mí me gusta el té —dije— por la noche; me gusta mucho y lo bebo, hasta que amanece. En el extranjero, el té de noche resulta dificil. —Pero ¿se acuesta usted al amanecer? _Siempre, desde hace mucho tiempo. Yo como poco; todo se me vuelve tomar té. Liputin es listo, pero impaciente. A mí me asombró que quisiese hablar; decidí aprovechar la ocasión. —Antes, sobrevinieron discrepancias enojosas —observé. Él se amohinó grandemente. —Fue una estupidez; no eran sino vaciedades. Todo vaciedades, ya que Lebíadkin estaba borracho. Yo con Liputin no hablé, sino que sólo le expliqué cosas insignificantes; pero éste ha forjado toda una historia. Liputin tiene mucha fantasía, y de nimiedades ha hecho montañas. Yo anoche le di crédito a Liputin. —tY hoy a mí? —dije riendo. —Pero si ya lo sabe usted todo: antes Liputin estaba débil, o impaciente, o delirando..., o es un envidioso. Esta última palabra me chocó. —Por lo demás, usted establece tantas categorías, que en alguna de ellas tiene, por fuerza, que encajar. —O en todas ellas juntas. —Sí, también es verdad, porque Liputin... ¡es un caos! Pero ¿es verdad lo que dijo antes de que usted quería escribir un libro? —tPor qué no habría de serlo? —y volvió a amoscarse y a fijar la vista en el suelo. Yo me excusé y le aseguré que no trataba de examinarlo. El se puso encarnado. —Dijo verdad: yo escribo. Sólo que eso es igual. Por un minuto guardamos silencio; él, de pronto, sonrióse con su pueril sonrisa de antes. —Eso él mismo lo sacó de su cabeza, de los libros, y él fue quien me lo dijo primero; sólo que ha comprendido mal, porque yo busco únicamente las causas de que la gente no se atreva a matarse; eso es todo. Pero todo eso es igual. —,Cómo que no se atreva la gente? ¿Acaso hay pocos suicidios? —Poquísimos. cree usted así? No contestó; levantóse y pensativo, púsose a dar vueltas por la habitaclon. es lo que retrae a la gente, según usted, del suicidio? —preguntéle, con curiosidad.

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Natu Parecía ensimismado, como haciendo memoria de lo que me hablabi1 —Yo..., yo todavía sé poco...; dos prejuicios la retraen, dos sólo dos: una muy pequeña, otra muy grande. —,Cuál es la pequeña? —El dolor. —El dolor? Pero ¿tanta importancia tiene.., en ese caso? —Es lo primero. Hay dos clases de suicidas: o los que se matan una pena muy grande; o los que lo hacen por rabia, o porque están h por cualquier otra causa...; éstos lo hacen de pronto. Estos no sólo p. poco en el dolor, sino que proceden de pronto. Pero los que están en su j cio..., ésos lo piensan mucho.

—Pero ¿acaso los hay que estén en su juicio? —Muchísimos. Si no fuera por los prejuicios, aún abundarían más, cho: lo sería todo el mundo. —tTodo el mundo nada menos? El guardó silencio. —Pero ¿acaso no hay medios de morir sin dolor? —Imagínese usted —dijo, deteniéndose delante de mí—, ima una piedra del tamaño de una casa grande; está colgando, y usted, d de ella; si le cayera encima, en la cabeza..., ¿sentiría dolor? —,Una piedra como una casa? Sin duda que sería horrible. —Yo no me refiero al miedo; pero ¿habría dolor? —LUna piedra como una montaña, de un millón de pudes? mente que no habría dolor. —Tiene usted razón; pero en tanto no cayese, temería usted mucho hubiese dolor. El primer hombre de ciencia, el primer doctor, sentirían i cho miedo. Todos sabrían que no habría dolor, y, no obstante, todos rían que lo hubiese. —Bueno, ¿y la segunda razón, la grande? —El más allá. —Es decir, ¿la expiación? —Es lo mismo. El más allá; simplemente, el más allá. —Pero ¿no hay ateos que no creen lo más mínimo en el más allá? Volvió a guardar silencio. —,Piensa usted por usted? —No hay más remedio que pensar cada cual por uno —declaró, niéndose colorado—. La libertad absoluta existirá cuando dé lo mismo que no vivir. Esa es toda la finalidad. —Finalidad? ¡Pero entonces nadie querrá vivir! —Nadie —profirió enérgicamente. —El hombre le teme a la muerte, porque ama la vida: he ahí cómo lo entiendo —observé—, y lo que manda -la Naturaleza. —Eso es ruin, y todo eso es un engaño —centelleábanle los ojos—. vida es dolor, la vida es espanto, y el hombre es desdichado. Ahora dolor y espanto. Ahora el hombre ama la vida. Y así obra. La vida ahora por dolor y espanto, y todo eso es un engaño. Ahora el hombre no es todavía ese otro hombre. Surgirá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. Al cual le dará lo mismo vivir que no vivir; ¡ése será el hombre nuevo! Quien suprima el dolor y el espanto, ése será un dios. Y el otro Dios dejará de ser. —Según eso, ¿para usted existe Dios? _Existe y no existe. La piedra no produce el dolor; pero en el miedo a la piedra hay dolor. Dios es el dolor del miedo a la muerte. Quien venza el dolor y el miedo, ése será Dios. Entonces empezará una nueva vida, entonces existirá el hombre nuevo, todo será nuevo... Entonces la historia se dividirá en dos partes: del gorila al aniquilamiento de Dios y del aniquilamiento de Dios a... —,Al gorila? al cambio de la tierra y del hombre fisico. Será Dios el hombre, y cambiará fisicamente. Y el mundo cambiará también, y los actos cambiarán, y las ideas y los sentimientos todos. ¿No cree usted que el hombre ha de cambiar entonces en lo fisico? —Si ha de dar lo mismo vivir que no vivir, todos se matarán, y en eso quizá consista el cambio. —Eso es igual. Matarán a la mentira. Todo el que desee la plena libertad está obligado a atreverse a matarse. El que se atreva a matarse descubre el secreto del engaño. No hay más libertad que ésa: ahí está todo, y no hay nada más. Quien se atreve a matarse es Dios. Ahora todos pueden hacer que no haya Dios ni nada. Pero nadie lo hizo hasta ahora ni una sola vez. —Suicidas los ha habido a millones. —Pero ninguno por esa causa, sino todos por miedo y no con ese fin. No con el fin de matar el miedo. Quien se mata sólo por eso, por matar el miedo, ése inmediatamente será Dios. —Puede que no le dé tiempo —observé. —Eso es lo mismo —repuso él serenamente, con tranquilo orgullo, casi con desprecio—. Lamento que usted parezca reírse —añadió medio minuto después. —Encuentro extraño que antes estuviera usted tan nervioso y ahora esté tan tranquilo, no obstante expresarse con calor. —tAntes? Lo de antes fue grotesco —repuso sonriendo—. A mí no me gusta reír, y nunca me río —añadió con tristeza.

—Sí, no le da a usted el té noches muy alegres. Me levanté y cogí el gorro. cree usted? —sonrióse con cierto asombro—. ¿Por qué? No..., no sé —aturrullóse de pronto—, no sé qué les pasará a los demás; pero Comprendo que no puedo ser como todos. Todos piensan en una cosa y en seguida en otra. Yo no puedo pensar en otra cosa, y toda la vida me la Paso pensando en una sola. A mí Dios me ha atormentado toda la vida —termino de pronto, con asombrosa efusividad. 88 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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—Pero permítame usted una pregunta: ¿por qué habla tan mal el r. ¿Es que se le ha olvidado a usted en esos cinco años de estancia en el tranjero? —Pero ¿acaso lo hablo mal? No sé. No, no será por haber estado extranjero. Yo he hablado así toda la vida...; a mí me da todo igual. —Otra pregunta delicada; yo le creo a usted enteramente eso que de que no le agrada el trato de la gente y gusta poco de hablar con Pero ¿por qué entonces se ha puesto usted ahora a hablar conmigo? —j,Con usted? Se portó usted tan bien antes, y usted..., pero, al fi al cabo, es igual... Usted tiene un gran parecido con un hermano mío, r muy grande, extraordinario —añadió, ruborizándose—, que se murió 1 siete años; mayor que yo, mucho, muchísimo. —Por lo visto, debió de influir mucho en la manera de pensar usted. —No; hablaba poco; no hablaba nada. Entregaré su esquela. Me acompañó con un farolillo, hasta la puerta, para cerrarla cuando fuese. “Ni qué decir tiene que está loco”, decidí para mis adentros. Ya la puerta, tuve otro encuentro.

Ix No había hecho más que asomar la nariz al alto umbral de la puerta, c’ do, de pronto, cogióme una recia mano por el pecho. —(,Quién eres? —gritó una voz—. ¿Amigo o enemigo? ¡Habla! —iEs de los nuestros, es de los nuestros! —chilló al lado la voc de Liputin—. Es el señor G.. .v, un joven que ha recibido educación c y está relacionado con la más alta sociedad. —Estimo las relaciones con la buena sociedad; clá. . si..., es decir, q es cul. . .tí. . si.. .mo... El capitán retirado Ignat Lebíadkin, al servicio mundo entero y de los amigos..., si son leales, si son leales, los muy r El capitán Lebíadkin, de diez viorschkas de alto, gordo, fornido, con pelo rufo, colorado y sumamente beodo, apenas podía tenerse en pie delai de mí, y con dificultad articulaba las palabras. Por lo demás, yo lo h visto de lejos. —Pero otra vez éste! —gritó al reparar en Kirillov, que aún s’ con su farolito en la mano; alzó el puño, pero en seguida lo bajó. —Te perdono, en atención a tu cultura. Ignat Lebíadkin. cul.. .tí...si. . mo... Del amor la bomba inflamada, a fgnat en el pecho hirió. Y otra vez con amargo tormento de Sebastopol el Mancó lloró. —Aunque no haya estado yo en Sebastopol y tampoco sea manco, versos! .—.díjome, acercándome su cara de borracho. —No tiene tiempo, no tiene tiempo; va a su casa —díjole Liputin—. Mañana se lo contará todo a Lizaveta Nikoláyevna. —A Lizaveta? —volvió él a gritar—. ¡Espera! ¡Una variante! A la estrella amazona: Pasa la estrella a caballo, de otras amazonas seguida, y me sonríe desde lo alto, aris.. to. . .crática chiquilla. _—Hay que ver qué himno! ¡Es un himno, si no eres un asno! Estos gaznápiros no comprenden nada. ¡Deténte! —dijo, cogiéndome por el paletó, aunque yo hacía los mayores esfuerzos por zafarme—. Dile que soy un caballero de honor, y Dascha. A Dascha, yo, con los dedos... Es una sierva y no se atreve... En ese instante se cayó al suelo porque yo, con fuerza, me había soltado de sus manos y echado a correr por la calle. Liputin me alcanzó. —Lo levantará Aléksieyí Nilich... ¿No sabe usted lo que acabo de averiguar acerca de él? —añadió precipitadamente—. ¿Oyó usted los versos? Bueno; pues esos versitos “a la estrella amazona” ha ido y los ha metido en un sobre, y mañana se los va a enviar a Lizaveta Nikoláyevna con su firma. ¿Qué le parece a usted?

—Apostaría cualquier cosa a que ha sido usted quien le ha sugerido esa idea. —Pues pierde usted! —exclamó Liputin echándose a reír—. Está enamorado, enamorado como una gata,43 y, para que vea usted: empezó odiándola. Hasta tal punto le era antipática Lizaveta Nikoláyevna por eso de montar a caballo, que llegó a insultarla, en la calle; sí, señor, llegó a insultana. ¡Anteayer, sin ir más lejos, le lanzó insultos al pasar!..., suerte que ella no los oyó; y, de pronto, hoy sale con esos versos. ¿No sabe usted que quiere aventurarse a pedir su mano? ¡En serio, en serio! —Yo le admiro a usted, Liputin: en todas partes donde se comete alguna ruindad allí está usted, en todas partes actúa usted de inspirador —díj ele con rabia. —Sin embargo, usted va muy lejos, señor G , ¿todo ese enfado suyo no será por el temor que le tiene a su rival? —tQué. - é. - .é? —grité, deteniéndome. —Ahora, en castigo, no le diré nada más. ¡Y con las ganas que tenía Usted de enterarse! Sólo una cosa le diré: que este imbécil no es un simple capitán, sino también es un terrateniente de nuestro gobierno, y bastante notable, porque Nikolai Vsevolódovich le vendió hará unos días todas sus posesiones, valoradas, al modo antiguo, en doscientas almas, ¡y por Dios, que no miento! Ahora mismo acabo de enterarme, pero de fuente sumamente fi42 Diminutivo despectivo de Daria. 43 En alguna versión se suprime el símil. 90 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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dedigna. Bueno; ahora averigüe usted lo demás; yo no le digo más. ¡Ha la vista!

x Stepán Trofimovich me aguardaba con impaciencia histérica. Hacía ya u hora que había vuelto. Lo encontré como borracho; los primeros cinco nutos, por lo menos, pensé que estaba borracho. ¡Ay, la visita a las Drózj ves lo había trastornado hasta el último extremo! —Mon ami, he perdido completamente el hilo... Lise. ., yo amo y r peto a ese ángel como en otro tiempo, enteramente como en otro tiemj pero a mí me parece que las dos me esperaban únicamente para poner claro alguna cosa, es decir, para tirarme de la lengua, y en ese caso, ¡qi den con Dios! Eso es... —Pero ¿cómo no le da a usted vergüenza? —exclamé, sin poder con nerme. —Amigo mío, me encuentro ahora completamente solo. Enfin, c ‘est dicule. Figúrese usted que también allí todo está rodeado de misterios. que se lanzaron sobre mí con esas narices y esas orejas, y no sé con qué cretos petersburgueses. Porque las dos acaban ahora de enterarse de las h tonas de Nicolas aquí hará cuatro años. “Usted estaba aquí, usted lo y ¿es verdad que está loco?” Y de dónde provenga esta idea, no lo compr do. ¿Por qué Praskovia ha de tener ese empeño en que Nicolas esté lo ¡Está empeñada en ello esa mujer, está empeñada! Ce Maurice, o como e le llama, Mavrikii Nikoláyevich, brave homme tout de méme; pero, en interés y después de eso, ¿cómo ha podido ella escribirle la primera dei París a cette pauvre amie?... Enjín, esa Praskovia, como la llama, c. chére amie, es un tipo: es la inmortal creación de Gógol, Korobochka; p una Korobochka mala, una Korobochka violenta y de proporciones indw blemente más grandes. —Conque ahora tenemos ésas? Y todavía más grande? —Bueno; pues más pequeña, es lo mismo, sólo que no me interrum usted, porque todo eso me marea. Allí ahora están muy tirantes, quitand Lise; ella no hace más que decir: “Tiíta, tiíta!”; pero Lise es lista, y hay algo encerrado, secretos. Pero con la vieja han reñido. Celte pauvre 1 ta, verdaderamente, trata a todos despóticamente...; y además, tenemos a gobernadora, y la falta de respeto de la sociedad, y la falta de respeto Karmazínov; y de pronto, esa idea de la locura de ce Lipoutine, queje comprends pas..., y..., y dicen que se tiene que poner compresas de vm gre en la cabeza, y ahora precisamente vamos a presentarnos nosotros c nuestras quejas y nuestras cartitas... ¡Oh, y cuánto la he torturado en tal momentos! Je suis un ingrat! Figúrese usted que vuelvo y me encueni con una carta suya; léala usted, léala usted. ¡Oh, y qué ingrato he sido! Diome la carta que acababa de recibir de Varvara Petrovna. Al parec habíase arrepentido ella de su imponente “Estése en casa.” La esquelita e taba concebida en términos corteses, pero enérgicos, y lacónica. En ella edía a Stepán Trofimovich que, dentro de dos días, el domingo, a las doce punto, fuese a verla, y le aconsejaba llevase consigo algún amigo suyo (entre paréntesis, ponía mi nombre). Ella, por su parte, prometía llamar a Schátov, como hermano de Daria Pávlovna. “Puede usted obtener de ella una respuesta definitiva; ¿le bastará a usted? ¿,Es ésa la formalidad que usted quería?” _Fíjese usted en esa frase irritada respecto a la formalidad. ¡Pobre, pobre amiga mía de toda la vida! Confieso que esta “súbita” resolución del Destino como que me ha aplastado... Yo, lo confieso, todavía esperaba; pero ahora, tout est dit: ya sé que todo está consumado. C’est terrible! 10h, si no llegara ese domingo, sino que todo siguiera como antes! Usted vendría aquí como antes, y yo iría allí... —A usted lo han trastornado todas esas ruindades y chismes de Liputin. —Amigo mío, acaba usted de tocar otro punto doloroso con sus amistosos dedos. Esos dedos de amigo, en general, son implacables, y, a veces, absurdos. Pardon; pero mire usted: no lo creerá si le digo que yo casi me había olvidado ya de todo eso, de todas esas ruindades; es decir, no, no me había olvidado; pero por mi estupidez, todo el tiempo, mientras

estuve en casa de Lise, me esforcé por ser feliz y me aseguré a mí mismo que lo era. Pero ahora..., ¡oh!, ahora pienso en esa mujer magnánima, humana, paciente con mis defectos...; es decir, del todo paciente; pero ¡es que hay que ver cómo soy yo y el carácter que tengo: tan huero y antipático! Porque yo soy un niño blandengue, con todo el egoísmo de un niño, pero sin su inocencia. Durante veinte años ha mirado por mí como una nodriza cette pauvre tiíta, como graciosamente la llama Lise... Y de pronto, después de veinte años, el niño quiere casarse, y va y se casa, y vuelve a casarse, y empieza a escribirle cartas y más cartas, mientras ella tiene que ponerse fomentos de vinagre en la cabeza, y... todavía se sale con la suya, y el domingo será un hombre casado..., broma... ¿Y por qué yo insistiría, por qué le escribiría aquella carta? Sí, lo había olvidado; Lise idolatra a Daria Pávlovna; por lo menos, lo dice; dice de ella. “C’est un ange; sólo un poquito reservada.” Las dos me aconsejaron, y también Praskovia...; por lo demás, Praskovia no me aconsejó. ¡Oh, cuánto veneno guarda esa cajita!44 Ni tampoco me aconsejó particularmente Lise: “Pero ¿por qué se casa usted? ¿No tiene usted bastante con los placeres de la ciencia?” Y se echó a reír. Yo le perdoné su risa, porque en el fondo le duele el corazón. “Usted, sin embargo —dicen ellas—, no puede pasarse sin mujer. Se le echan encima sus achaques, y ella le cuidará a usted...” Mafoi!, yo, en tanto estaba aquí sentado con usted, pensaba para mis adentros que la Providencia me la enviaba al declinar de mis azarosos días y que ella me cuidaría, y, además... Enfin, que hace falta una mujer en esta casa. Porque fijese usted cuánta basura, Cuanto desorden. Todo esto se amontona; hace poco mandé barrer, y ya hay 44 Retruécano: korobochka significa “cauta”. 92 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 93

un libro en el suelo. La pauvre amie se enfadaba mucho por la basura q aquí hay... Oh, ahora ya no se oirá su voz! Vingl-ans! Y, según parece, recibido un anónimo; figúrese usted: Nicolas, según dicen, le ha ‘, sus tierras a Lebíadkin. C ‘est un monstre; el enfin, ¿quién es ese L kin? Lise escucha, escucha, ¡oh, y cómo escucha! Yo le perdoné su r con qué cara escuchaba; y ce Maurice... no querría yo hacer su papel: tual. Brave homme tout de méme, pero un tanto encogido; por lo c Dios con él... Calló; estaba rendido y desconcertado, y se sentó, cabizbajo, fijandoi el suelo sus cansados ojos. Yo aproveché aquel paréntesis y le conté mi sita a la casa de Filipov, en lo que seca y tajantemente le expresé mi o nión de que, en efecto, la hermana de Lebíadkin (a la que no había - podía haber sido en alguna forma víctima de Nicolas en aquella época mática de su vida, según la expresión de Liputin, y que por algo Lebí recibía dinero de Nicolas; pero que eso era todo. Tocante a los chismo sobre Daria Pávlovna, todo aquello era un absurdo, todo aquello eran lumnias del canalla de Liputin, y que así, por lo menos, lo afirmaba /. sieyi Nilich, al que no había razón para no creerle. Stepán Trofimovich cuchó mis aseveraciones con aspecto distraído, cual si no le afectasen más mínimo. Yo, a propósito de aquélla, referíle mi conversación con rillov, y añadí que aquél es posible que estuviese loco. —No está loco; pero es un individuo de cortos alcances —dijo, c aburrido Stepán Trofimovich—. Ces gens-lá

supposenl la nature el la ciété humaine autres que Dieu ne les a faites el qu ‘elles ne le soni rJ ment. Coquetean con ellos; pero no Stepán Verjovenskii. Yo traté a gente en aquel tiempo, en Petersburgo, avec celle chére amie (oh!, y c to la ofendí entonces), y no sólo no me intimidaban sus insultos, sino tampoco hacían mella en mí sus elogios. Tampoco ahora me asustan; parlons d’autre chose... Yo, por lo visto, me esperaba cosas terribles: rese usted, --

le envié a Daria Pávlovna ayer una carta, y.. - ¡cómo me mak[ go por ello! —cQué le escribió usted? —Oh, amigo mío; crea que obré a impulsos de un sentimiento not. Yo le participaba que le había escrito hacía cinco días a Nicolas, y tambi movido de un noble sentimiento. —jAhora lo comprendo! —exclamé con calor—. ¿Y qué derecho t:: usted para ponerlos a los dos frente a frente? —Pero, mon cher, no acabe usted de matarme, no me grite; yo c todo aplastado, como..., como una cucaracha, y, finalmente, pienso que resulta muy noble! Supóngase usted que, efectivamente, hubiera hal algo.. - en Suisse..., o que hubiera empezado a haber. Yo estoy obligado interrogar sus corazones previamente, para.. - enfin, para no entremeterni entre ellos ni atravesarme como un poste en su camino... Yo obré única mente a impulsos de nobles sentimientos. —10h Dios, y qué estúpidamente se ha conducido! —se me escapó a mí sifl querer. _Estúpidamente, sí, estúpidamente! —encareció él hasta con ansia— Nunca ha dicho usted nada más acertado. C’étail béte; mais, que faire?. tout est dit. Sea como sea, me caso, y aunque se tratase de “pecados aje’ nos”; así que ¿a qué venía escribir? ¿No es verdad? _Otra vez estamos en las mismas!

_Oh, ahora no me asusta usted con sus gritos; ahora no tiene usted delante al Stepán Verjovenskii de otro tiempo: ése está enterrado! Enfin, tout est dit. ¿Y por qué grita usted? Pues únicamente porque no es usted el que se casa y no le hacen llevar el consabido adorno en la cabeza. ¡Pero otra vez se amoSca! Pobre amigo mío, usted no conoce a la mujer, y yo sólo procedí así, porque la conozco a fondo. “Si quieres dominar el mundo, domínate a ti mismo”, que es lo único que acertó a decir bien otro romántico como usted: Schátov, mi futuro cuñado. De buen grado le tomo su aforismo. Bueno; yo también estoy dispuesto a dominarme; me caso, y, sin embargo, ¿qué es lo que voy a dominar en vez del mundo entero? Amigo mío, el matrimonio es... la muerte moral de toda alma orgullosa, de todo espíritu independiente. La vida conyugal me pervierte, me quita las energías, el valor para servir a la causa; luego vienen los hijos, y, para colmo, no los míos..., claro, naturalmente que no serán míos; el sabio no teme mirar de frente a la verdad... Liputin me propuso antes que hiciese por librarme de Nicolas levantando barricadas; ese Liputin es un necio. La mujer engaña incluso al ojo que todo lo ve. Le bon Dieu, al crear a la mujer, sabía de antemano a lo que se exponía; pero estoy seguro de que fue ella la que “le” estorbó e hizo que la creara en esa forma y... con esos atributos; de otro modo, ¿quién querría tomarse tantos trabajos en vano? Nastasia, lo sé, es posible que se enfade conmigo por mi librepensamiento; pero... enfifl tout est dii’. No habría sido quien era si no hubiese sacado a relucir su librepensamiento barato, de retruécano, tan a la moda en sus tiempos; por lo menos, ahora se consolaba con su retruécano, aunque por breve rato. —Oh, y si pudiera no llegar nunca ese pasado mañana, ese domingo! —exclamó, de pronto, pero totalmente desesperado—. ¿Por qué no habría de haber aunque sólo fuera esta semana sin domingo? Si le miracle existe.. Bueno, vamos a ver: ¿qué le costaría a la Providencia borrar del calendario aunque sólo fuera ese domingo para demostrarle al ateo su poder et que tOut soit dit? ¡Oh, cuánto la amaba yo! ¡Veinte años, por espacio de veintO anos, y ella no supo comprenderme! —Pero ¿de quién habla usted? ¡Yo tampoco lo comprendo!... —inqul’ rl, asombrado. —Vingt-ans! Y ni una sola vez me comprendió. ¡Eso es horrible! Y sí pensase que yo me caso por miedo o por necesidad? ¡Oh, qué vergüenza! Tiota, tiota”, yo para ti. ..¡Oh, que sepa ella, la “tiíta”, que ella ha sido l Uflica mujer a quien yo he estado adorando por espacio de veinte años! E

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preciso que lo sepa, no hay más remedio; de lo contrario, sólo por la f_.. me arrastrarán a ce qu ‘on appele el yugo. Por primera vez le oía tal confesión y expresada en tono tan enérgic No ocultaré que me entraron unas ganas horribles de soltar la carcajada. J injusto. —Sólo una esperanza me queda ya, sólo una! —dijo, juntando pronto las manos, cual asaltado repentinamente por una nueva idea—. 1 ra sólo él, mi pobre hijo, puede salvarme, y... ¡oh, y por qué no estará aquí! ¡Oh, hijo mío, oh, mi Petruschka!... Y aunque yo sea indigno de 1 marme tu padre, aunque antes merecería que me llamasen tigre...; p laissez moi, mon ami; voy a acostarme un poco para coordinar mis i Estoy tan cansado, tan cansado... Y para usted también creo que es hora acostarse: voyez vous, son las doce... CAPÍTULO IV LA COJITA Schátov no anduvo reacio, y, en respuesta a mi carta, presentóse a mediodi en casa de Lizaveta Nikoláyevna. Llegamos allí casi al mismo tiempo: y también iba a hacerle mi primera visita. Todos ellos, es decir, Liza, su dre y Mavrikii Nikoláyevich, estaban en un gran salón y discutían. La dre quería que su hija le tocase algún vals al piano, y al empezar aquélla complacerla, salió diciendo que aquél no era el vals. Mavrikii, en su rllez, salió a la defensa de Liza, y se puso a asegurarle que sí era el vals ella decía; la vieja, de rabia, se echó a llorar. Estaba enferma, y apena salía ya a la calle. Se le habían hinchado las piernas, y ya llevaba unos de no hacer otra cosa que manifestar caprichos y enfadarse por todo, obstante haberle temido siempre a Liza. Con nuestra llegada se alegre Liza se puso encarnada de gusto, después de decirme merci, sin duda por de Schátov; acercóse a éste y lo examinó curiosa. Schátov se había quedado tímidamente en la puerta. Después de gracias por haber ido, lo condujo al lado de su madre. —El señor Schátov, del que ya le hablé a usted, y el señor G. . .v, g amigo mío y de Stepán Trofímovich. Mavrikii Nikoláyevich, ya se lo j -, senté ayer. —,Y cuál es el profesor? —iPero si no hay ningun profesor, mamá!

—Sí que lo hay, tú misma me lo dijiste, que iba a venir un profesor: Li seguro que es ése —y señaló despectivamente, a Schátov. —Nunca le dije a usted ni en sueños que hubiera de venir ningún r fesor. El señor G. . .v es empleado, y el señor Schátov es... un antiguo diante. _Estudiaflte o profesor, todo es uno: todos salen de la universidad. Sólo que a ti te exasperan las discusiones. Pero aquel de Suiza gastaba bigote y barba. —Es que mamá, al hijo de Stepán Trofimovich, lo llama siempre profesor —dijo Liza, y llevóse a Schátov al otro extremo de la sala, a un diváfl- Cuando se le hinchan las piernas, siempre se pone así; usted comprenderá está enferma —susurróle a Schátov, sin dejar de mirarle con la misma extraordinaria curiosidad del principio, y sobre todo, su pelo revuelto. _i,Es usted militar? —dijo, encarándose conmigo, la vieja, con la que tan despiadadamente me dejara Liza. —No, soy empleado... —El señor G. . .v, gran amigo de Stepán Trofimovich —saltó en seguida Liza... _tEstá usted empleado con Stepán Trofimovich? Pero ¿es profesor? —Ay mamá, usted, de fijo, hasta por la noche sueña con profesores! —clamó Liza contrariada. —Y también los veo despierta. Pero tú siempre has de contradecir a tu madre. ¿Usted estaba aquí cuando Nicolai Vsevolódovich vino hace cuatro años? Yo le contesté afirmativamente. —Y ¿había entonces aquí algún inglés? —No, no había ninguno. Liza se echó a reír. —Pero eso de que no había ningún inglés es una mentira. Y Varvara Petrovna y Stepán Trofimovich, los dos mienten. Todos, todos mienten. —Tiíta, y ayer Stepán Trofimovich, también encontraron cierta semejanza entre Nikolai Vsevolódovich y el príncipe Harry del Enrique IV, de Shakespeare, y por eso dice mamá que no había ningún inglés —nos explicó Liza. —Si no había ningún Harry, no había tampoco ningún inglés. Sólo que Nikolai Vsevolódovich alardea... —Les aseguro a ustedes que mamá lo hace con toda intención —encontró Liza necesario explicarle a Schátov—. Conoce muy bien a Shakespeare. Yo misma le he leído el primer acto de Otelo; pero ahora está muy molesta: Mamá, ¿ha oído usted?, están dando las doce: es la hora de tomar la medicina. —El doctor acaba de llegar —anunció una doncellita. La vieja se levantó y se puso a llamar a la perrita: —Zemirka, Zemirka, vamos las dos! La tal Zemirka, una chucha repugnante, vieja, pequeñita, no le hizo caso y se subió al diván donde estaba sentada Liza. —i,No quieres? Pues yo tampoco quiero; adiós, bátiuschka. No conozco SU nombre —dijo, encarándose conmigo. —Antón Lavréntievich. . 45 Antonio, hijo

de Lorenzó.

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—Bueno, es igual; a mi por un oído me entra y por otro me sale. me acompañe usted, Mavrikii Nikolayevich; yo sólo llamaba a Zemi Gracias a Dios, iré sola y mañana saldré de paseo. Fuese, malhumorada, del salon. —Antón Lavréntievich, ¿por que no habla usted entre tanto con l kii Nikoláyevich? Le aseguro a usted que los dos han de salir ganando tratarse más a fondo —dijo Liza, y amistosamente sonrióle a Mavrikii koláyevich, el cual se puso radiante de satisfacción bajo su mirada. Yo, a falta de algo mejor, púseme a conversar con Mavrikii Nikolá

vich. II El asunto que Lizaveta NikoláyeVna tenía que tratar con Schátov, con asombro mío, resultó ser puramente literario. No sé por qué, pero se me bía figurado que lo llamaba para otra cosa. Nosotros, es decir, yo y ?... kii Nikoláyevich, al ver que no se ocultaban de nosotros y que hab1aban voz alta, nos pusimos a prestar atencion, luego también nos admitieron consulta.

Todo se reducía a que Lizaveta Nikoláyevna hacía ya tiempo tenía proyectada la publicación de un libro, a su juicio, muy convenieijl para lo que, por su absoluta inexper ncia en esos menesteres, necesitaba colaborador. La seriedad con que se habia puesto a explicarle a Schátov planes llegó a producirme hasta asombro. “Por lo visto, es de los nueva —pensé—, y no en balde ha estado en Suiza.” Schátov la escuchaba atención, fija la vista en el suelo y sin asombrarse lo más mínimo de c una señorita mundana, aturdida, se ocupase en cosas que no parecían pias de ella. La empresa literaria era de esta índole. Se publican en Rusia muci dumbre de periódicos y revistas en la capital y en provincias, y en ellos riamente se da cuenta de muchedumbre de acontecimientos. Transcurre 1 año, se guardan los periódicos revueltos en las estanterías o se los tira, los rompe o se emplean para envolver o para hacer gorros de dormir. J chos de los sucesos publicados dejan impresión y perduran en la memoi de los lectores; pero luego, con los anos, se les olvida. Muchas person querrían informarse luego; pero ¡qué trabajo buscar en ese maremágnum hojas, sin saber a veces el día ni el lugar, ni siquiera el año en que oc el suceso. En cambio, si se reunieran todos esos sucesos por años en bro, con arreglo a un plan determinado y a una determinada idea, por r rias, con su índice correspondiente, y ordenados por meses y días, tal n pilación podría representar todo lo característico de la vida rusa en un L. a pesar de que sólo se publicaría una pequeña parte de todos los acontec mientos ocurridos. —En vez de un océano de hojas, resultarían gruesos libros, eso es t —observó Schátov. Pero Lizaveta Nikoláyevna defendió con calor su idea, no obstante dificultad y duda al expresarse, «El libro sería uno solo, y nada grueso t ocO” _aseguraba—. Pero supongamos que sea grueso; también resultará ‘1aro, porque lo principal estriba en el plan y en el carácter de la exposición de los acontecimientos. Sin duda que no van a recogerse y publicarse todos. Los tkases, las resoluciones del Gobierno, las disposiciones municipales, las leyes, todo eso, con ser hechos principales, pueden quedar fuera de una 0b1icación de esa índole. Muchas otras cosas podrían también excluirse, limitándome a una selección de sucesos que más o menos bien, expresasen la vida moral de la nación, la personalidad del pueblo ruso en un momento determinado Sin duda que podría entrar de todo: curiosidades, incendios, actos de abnegación, todos los actos, buenos y malos; todas las palabras y discursos, y hasta las noticias de inundaciones y algunas disposiciones del Gobierno, pero sacando de todo solamente aquello propio para pintar la época; todo puede entrar con arreglo a un criterio determinado, con arreglo a un plan, a una intención, a un designio, que todo lo iluminase, toda la recopilación. Y, finalmente, el libro habría de ser curioso hasta para la lectura somera, sin contar con que resultaría indispensable para el investigador. Sería, por decirlo así, el cuadro de la vida espiritual, moral, íntima de la vida rusa en el espacio del año. “Es menester que todo el mundo lo compre, es preciso que se halle en todas las mesas —afirmaba Liza—. Yo comprendo que todo depende del plan, y por eso me he dirigido a usted”, terminó. Se había acalorado mucho, y aunque se explicaba de un modo oscuro e insuficiente, Schátov empezaba a comprenderla. —,Quiere decir que saldrá algo con una tendencia, una agrupación de hechos con arreglo a determinada tendencia? — murmuró aquél, sin levantar todavía la cabeza. —No tiene que ser así en absoluto, no es menester recopilar los hechos con arreglo a ninguna tendencia. La imparcialidad: he ahí la tendencia única. —Pero es que la tendencia no está mal —replicó Schátov—, y además, es imposible evitar que se manifieste al hacer la selección. La selección de los sucesos indica ya cómo se les aprecia. La idea de usted no está mal. —Conque es posible un libro así? —dijo Liza, alborozada. —Hay que examinar el asunto y pensarlo. Este es un proyecto... enorme. De un golpe no se puede hacer nada. Hace falta experiencia. Y aunque publiquemos el libro, apenas sabremos cómo hacerlo. Quizá hagan falta muchas experiencias; pero la idea es viable. Es una idea útil. Alzó, finalmente, los ojos y le resplandecían de satisfacción: hasta tal Punto se interesaba en el proyecto. —,Eso lo ha ideado usted misma? —preguntóle a Liza afectuosa y Como vergonzosamente. —Pero si la idea no es nada: lo importante es el plan! —dijo Liza, Sonriendo........ Yo tengo poca comprensión y no soy nada inteligente; así que Solo persigo lo que veo claro. —Persigue? —Acaso no es ésa la palabra? —inquirió, rápidamente, Liza. —También puede emplearse; yo no lo decía por eso.

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—A mí me parecía, cuando estaba aún en el extranjero, que podría útil en algo. Tengo dinero por mi casa, ¿por qué no laborar por un fin - ral? Además, que esa idea se me ocurrió de pronto ella sola; yo no me a pensarla, y me alegré mucho de haberla tenido; pero en seguida vi q era posible llevarla a la práctica sin un colaborador, porque yo no sé El

colaborador, naturalmente, será también mi socio en la edición del Iremos a partes iguales: usted pondrá el plan y el trabajo, yo, la ideai. nal y los medios para costear la edición. Porque el libro cubrirá los g: ¿no es eso? —Si acertamos en el plan, el libro tendrá aceptación. —Le advierto a usted que yo no lo hago por interés; pero me a mucho que el libro se vendiese, y me pondría muy hueca con las ganan —Bueno; pero yo ¿qué papel voy a desempeñar? —1Pero silo he llamado a usted para que sea mi colaborador!... A dias. Usted piensa el plan. —cDe dónde saca usted que yo sea capaz de idear el plan? —Me han hablado de usted, y aquí me han dicho..., me consta q ne usted mucho talento y..., y se ocupa en la causa, y... que piensa n a mí me habló de usted Piotr Stepánovich Verjovenskii en Suiza — dió apresuradamente. Usted es un hombre de mucho talento, ¿no? Schátov lanzóle una mirada instantánea, apenas detenida, pero e” guida bajó los ojos. —También a mí Nikolai Vsevolódovich me ha hablado de usted. De pronto, Schátov se puso colorado. —Por lo demás, aquí están los periódicos —dijo Liza, cogiendo cima de una silla un fajo de periódicos preparado y envuelto—. Yo tentado en ellos seleccionar algunos sucesos, y numerarios usted lo Schátov tomó el paquete. —Lléveselos a casa y mírelos. Pero ¿dónde vive usted? —En la calle de la Epifanía, en casa de Filippov. —Ya se Alli segun parece vive tambien cierto capitan el señor bíadkin, ¿no es así? —dijo Liza, atropellándose, como antes. Schátov, con el envoltorio en la mano, al vuelo, según lo tomara, maneció un minuto sin responder, fija la vista en el suelo. —Para estas cosas, tendrá que buscar usted otro, porque yo no v servirle —dijo, por último bajando de un modo muy extraño la voz, cE un susurro. Liza se puso colorada. —j,De qué asuntos habla usted? Mavrikii Nikoláyevich —gritó—, U acá esa carta de antes. —Yo también, detrás de Mavrikii Nikoláyevich, acerqué a la mesa. —Mire usted esto —encaróse de pronto conmigo, desdoblando gran emoción la carta—. ¿Ha visto usted alguna vez algo parecido? 1 usted el favor de leerla en voz alta; es preciso que también el señor la conozca. ‘A la perfección de la señorita Túschina 1Senorita Yelizaveta Nikoláyevna! ¡Oh, qué hermosa parece Yelizaveta Túschina, cuando con su pariente, de amazona, pasa a caballo y sus cabellos con el aire juegan o cuando con su madre en la iglesia se arrodilla y se vislumbra el carmín de sus rostros devotos! Entonces ansío nupciales y legítimos goces, y a su espalda, en unión de su madre, una lágrima vierto.

(Compuesto por un ignorante, con motivo de una disputa.) “Señorita: Más que nadie lamento no haber perdido gloriosamente el brazo en Sebastopol, ya que nunca estuve allí, habiendo hecho toda la campaña en el servicio de Intendencia, que considero vulgar. Usted es una diosa de la antigüedad, y yo un don Nadie, pero comprendo lo infinito. Mire usted todo eso como cosa de poesía, nada más; los versos son siempre algo absurdo y justifican lo que en prosa parecería una insolencia. ¿Podría el sol enfadarse con un infusorio porque éste, desde su gota de agua, donde los hay en abundancia, o desde el microscopio, le dirigiese una poesía? Hasta el mismo club de protección a los animales que funciona en Petersburgo, y donde figura la más alta sociedad, que se interesa por los perros y los caballos, desdeña al humilde infusorio, no haciendo caso de él lo más mínimo por razón de su desarrollo incompleto. Tampoco yo he llegado a desarrollarme. La idea del matrimonio podrá parecerle grotesca, pero no tardaré en poseer una propiedad de doscientas almas, que ahora pertenece a un misántropo, al que usted desprecia. Muchas cosas puedo comunicarle, y hasta enviar a alguien a Siberia merced a documentos que obran en mi poder. No desdeñe usted mi petición. La carta del infusorio está, naturalmente, en verso. Capitán Lebíadkin, su más rendido amigo, que también tiene sus ratos libres.”

—Eso lo ha escrito un borracho y un truhán! —exclamé yo, indignado—. Lo conozco. —La carta la recibí ayer —nos explicó Liza muy colorada y presurosa—, Inmediatamente comprendí que se trataba de algún estúpido, y hasta ahora no se la he enseñado a maman por no afectarla más. Pero si vuelve a las andadas, ya sé yo lo que tengo que hacer. Mavrikii Nikoláyevich está dispuesto a impedirlo. Así que como yo ya lo considero a usted como mi

Colaborador y usted vive allí también, quisiera preguntarle para indagar qué Puede esperarse todavía de él. —Es un borracho y un bribón —refunfuñó, como de mala gana, Schá Co

no pequeño asombro, leí yo en voz alta el siguiente envío: —‘Pero ¿es tan estúpido?

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—No; no tiene nada de estúpido cuando no está borracho. —Yo conocía a un general que hacía unos versos con ese estilo servé yo, riendo. —También por esa carta se ve que tiene talento —dijo el Mavrikii Nicoláyevich inopinadamente. —Dicen que vive con una hermana! —inquirió Liza. —Sí, con una hermana. —Y dicen que la tiene tiranizada, ¿es cierto? Schátov volvió a mirar a Liza, recapacitando, y después de refunf un “A mí no me importa nada de eso!”, dirigióse a la puerta. —Ah, deténgase usted! —gritó, alarmada, Liza—. ¿A dónde va u Si nos queda todavía mucho que hablar... —,Hablar de qué?... Mañana le haré saber... —Pues de lo principal, de la impresión. ¡Crea usted que no se trata ninguna broma, y que en serio quiero llevar a la práctica mi idea! —ase róle Liza con inquietud creciente—. Si nos resolvemos a hacer la edici ¿a qué imprenta acudiremos? Tenga usted en cuenta que ésta es una c tión importante, porque a Moscú no vamos a ir para eso, y en las impr de acá no hay elementos para una edición así. Yo hace ya tiempo que dí poner una imprenta, aunque fuese a nombre de usted; y creo que r:. consentirá con tal que esté a su nombre... —,Por qué se imagina usted que yo sea capaz de dirigir una prenta? —preguntó Schátov malhumorado. —Porque Piotr Stepánovich, estando en Suiza, me recomendó a u precisamente como capacitado para eso y enterado del oficio. Hasta carta me dio para usted, sólo que se me olvidó. Schátov, lo recuerdo ahora, cambió de semblante. Permaneció e todavía unos segundos, y de pronto se fue. Liza se enfadó. —Se despide siempre así? —preguntóme. Yo me encogí de hombros, pero Schátov volvió de pronto, fuese cho a la mesa y dejó allí el fajo de periódico que se había llevado. —No puedo ser su colaborador, no tengo tiempo... —,Por qué, por qué? ¿Es que se ha enfadado usted? —inquirió L con voz afligida e implorante. El timbre de su voz pareció impresionarle; unos instantes quedóse 1 rándola de hito en hito, cual si quisiera penetrar en el fondo de su alma. —Es lo mismo —murmuró quedo—. No quiero... Se fue. Liza estaba completamente desconcertada tras su actitud; cuando menos, parecióme. —Es un hombre maravillosamente extraño! —observó Mavrikii T láyevich en voz alta. III Sin duda que era “extraño”, pero en todo aquello había algo suma turbio. Allí había algo encubierto. Yo no creía en modo alguno en la! edición; luego aquella carta estúpida, en la que demasiado claramente se insinuaba la idea de una delación “merced a unos documentos”, y de la que ninguno de ellos decía nada, sino que hablaban de otra cosa, y, por último, aquello de la imprenta y la precipitada salida de Schátov precisamente cuando ella se puso a hablarle de la imprenta. Todo aquello me hizo pensar que allí había ocurrido, antes de estar yo, algo que yo ignoraba; que, por tanto, yo estaba allí de más y que nada de aquello me incumbía. Pero ya era también hora de despedirse, que demasiado había yo permanecido para ser la primera visita. Me acerqué a Lizaveta Nikoláyevna, para despedirme de

Parecía como si se hubiese olvidado de que yo estaba allí, y continuaba en el mismo sitio, al lado de la mesa, muy cavilosa, con la cabeza baja y mirando inmóvil un puntito elegido en la alfombra. _Ah, usted también, hasta la vista! —díjome en su tono de afectuosidad acostumbrado—. Salude usted de mi parte a Stepán Trofimovich, y dígale que venga a yerme en seguida. Antón Lavréntievich se va, Mavrikii Nikoláyevich. Perdone usted: mamá no puede venir a despedirlo... Me retiré, y hasta iba ya por la escalera cuando un criado logró alcan—La señora le ruega a usted que haga el favor de volver... —La señora o Lizaveta Nikoláyevna?... —Esta última. Encontré a Lizaveta, no en el salón ya, sino en un recibimiento contiguo. El salón, donde ahora estaba solo Mavrikii Nikoláyevich, mostraba sus puertas herméticamente cerradas. Liza me sonrió, pero estaba pálida. Se hallaba de pie en medio del cuarto, presa de visible perplejidad, de evidente lucha interior; pero de pronto me cogió de la mano, y, en silencio, rápidamente, me llevó a la ven—Yo quiero verla en seguida —murmuré, fijando en mí una mirada ardiente, intensa, impaciente, que no admitía ni la sombra de una contradicción—. Necesito verla con mis propios ojos y le pido a usted su ayuda. —,A quién desea usted ver, Lizaveta Nikoláyevna? —inquirí yo, in — esa Lebíadkina, a la coja... ¿Es cierto que es coja? Yo me quedé atónito. —No la he visto nunca, pero he oído decir que es coja; anoche mismo lo oí decir —dije, con presurosa solicitud y también en un susurro. —No tengo más remedio que verla. ¿No podría usted prepararme una entrevista con ella para hoy mismo? A mí me dio mucha lástima de ella. —Eso es imposible, y, además, no comprendo cómo podría hacerse —empecé yo—. Iré a ver a Schátov... —Si no me arregla usted una entrevista para mañana, yo misma iré a Verla sola, porque Mavrikii Nikoláyevich se niega a acompañarme. Yo sólo ella. zarme.

tana. quieto. 102 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMON!OS 103

tengo confianza en usted y no tengo a nadie más; he hablado de. modo estúpido con Schátov... Estoy segura de que usted es absolutame honrado, adicto a mí; así que haga por arreglarlo. A mí me entraron unos extraños deseos de ayudarla en todo. —Verá usted lo que voy a hacer —recapacité un poco—. ¡Iré allá L de fijo, “de fijo” que la veré! Me ingeniaré la forma en que la veré, labra de honor; pero..., permítame usted enterar de la cosa a Schátov. —Dígale usted que yo tengo muchos deseos y no puedo aguardar pero que antes no le engañé. Puede que él se fuera porque es muy honi y no le gustó que yo le engañase de ese modo. Yo no lo engañaba; yo e tivamente, quiero publicar el libro y poner una imprenta. —Es honrado, es honrado —afirmé yo con calor. —Por lo demás, si para mañana no se arregla, iré a verla yo pase lo que pase, y aunque todo el mundo se entere. —Antes de las tres no puedo venir a verla mañana —dije yo, haciei memoria.

u

—Pues entonces, a las tres. ¿De modo que es cierto lo que yo le nuaba ayer a Stepán Trofimovich de que usted... me era un poquito a’ —dijo, sonriendo; estrechóme la mano a modo de despedida y corr unirse con el abandonado Mavrikii Nikoláyevich. Yo me fui, abrumado por mi promesa y sin comprender bien lo - bía ocurrido. Había visto a una mujer verdaderamente desesperada, q, temía comprometerse poniendo su confianza en un hombre que casi desconocido. Su femenil sonrisa, en un momento como aquél, tan para mí, y aquella indirecta de haber notado mi adhesión ya el día a.1... parecían traspasarme

el corazón; pero me daba lástima, ¡lastima, he todo! Sus secretos se convirtieron de pronto para mí en algo sagradc aunque hubiese podido descubrirlos, probablemente habríame tapado 1r dos y no habría querido seguir escuchando. Sólo presentía algo... obstante, yo no tenía la menor idea de cómo habría de hacer para s” apuro. Es más: ni siquiera sabía a punto fijo qué era lo que había qw una entrevista, pero ¿qué entrevista? ¿Cómo ponerlas a ellas una otra? Toda mi esperanza se cifraba en Schátov, aunque de antemano que no me ayudaría en nada. Pero, a pesar de todo, me dirigí a su casa. 1V Sólo por la noche, a las ocho dadas, lo encontré en casa. Pude ver asombro que tenía visita: Aléksieyi Nilich y un señor al que conocía y geramente: un tal Schigálev, hermano de la mujer de Virguinskii. El tal Schigálev llevaba ya unos dos meses entre nosotros; no s dónde habría venido; sólo sabía decir que publicaba alguno que otro a lo en un periódico progresista de Petersburgo. Virguinskii me lo había 1 sentado, por casualidad, en la calle. En mi vida he visto cara humaní repelente, adusta y sombría. Parecía como si aguardase la destrucci mundo, y no para allá quién sabe cuándo, para cuando se cumpliesen 1-

cías, que es posible no hubiese, sino de un modo concreto pasado mañana nor la mañana, a las doce y veinticinco minutos justos. Nosotros, por lo de apena si entonces cruzamos la palabra, limitándonos a estrechamos las manos con aire de dos conspiradores. Lo que más me chocó en él fuerOfl orejas, extraordinariamente grandes, largas, anchas y carnosas, como especialmente despegadas. Sus movimientos eran desmañados y lentos. Si Liputin soñaba allá para sabe Dios cuándo en la posibilidad de implantar el falansterio con nuestro gobierno, este otro sabía a punto fijo el día y la hora en que eso iba a ocurrir. A mí me hizo pésima impresión; al encontrármelo ahora en casa de Schátov hube de asombrarme, tanto más cuanto que a aquél, en general, no le gustaban las visitas. Ya desde la escalera podía oírse que estaban hablando en voz muy alta, los tres al mismo tiempo, y al parecer discutiendo; pero no bien me presenté yo, cuando todos callaron. Estaban discutiendo de pie; pero ahora de pronto todos se sentaron, de suerte que yo también tuve que sentarme. Aquel silencio estúpido se prolongó por espacio de tres minutos largos. Schigálev, no obstante conocerme, fingió lo contrario, y seguramente no por hostilidad a mi persona, sino porque él era así. Aléksieyi Nilich y yo cambiamos un ligero saludo, pero en silencio y sin darnos la mano. Schigálev empezó, por último, a mirarme severa y hoscamente, con la persuasión más ingenua de que así yo me levantaría y me iría. Finalmente, Schátov se levantó de la silla, y todos, de pronto, saltaron como resorte de las suyas. Se retiraron sin despedirse, y sólo Schigálev, ya en la puerta, le dijo a Schátov que había salido a acompañarlo: —Recuerde usted que está obligado a rendir cuentas. —Les escupo a esas cuentas de usted y a ningún diablo le estoy obligado a nada —díjole Schátov, y cerró la puerta con el cerrojo. —Gansos!46 —dijo mirándome y como riéndose convulsivamente. Tenía cara de enojo, y hubo de parecerme extraño aquello de que se hubiera puesto a discutir. Era lo general, antes, siempre que yo iba a verlo (lo que, por otra parte, era muy raro), que me lo encontrase sentado muy mohíno en un rincón, me respondiese de mala gana y sólo al cabo de un rato se animase y empezase a hablar con gusto. En cambio, al despedirnos volvía siempre infaliblemente, a amohinarse, y lo ponía a uno en la puerta como si se echase de allí a su personal enemigo. —Estuve tomando el té anoche en casa de Aléksieyi Nilich —observé Yo—. Según parece, es algo ateo. —El ateísmo ruso nunca va más allá de un retruécano —dijo Schátov, colocando otra vela en vez de la que se había consumido. —No, a mí no me ha parecido ese individuo dado al chiste, sino que, sencillamente no sabe hablar, no que haga chistes. —Son hombres de papel; todo eso se debe a lacayismo de pensamiento —observó tranquilamente Schátov, que se había sentado en un pico de la mesa y apoyado ambos codos en las rodillas. 46 Becadas o chochas (Kuliki).

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—También inedia en ello el odio —prosiguió, después de un minut silencio—. Ellos serían los primeros en ser horriblemente desgraciad cambiase de pronto el régimen de Rusia aunque fuese de acuerdo c:. ideas, y ésta llegara a ser rica y dichosa. A nadie podrían entonces env ni escupirle, ¡ni tendría tampoco contra quién conspirar! Aquí sólo h: odio bestial, infinito, a Rusia, que se les ha infiltrado en el organismo.. no hay que buscar nada de lágrimas invisibles del mundo bajo la risa ble! Jamás se dijo en Rusia frase más falsa que la referente a esas lágri invisibles —exclamó casi con rabia. —;Vaya, ya se ha puesto furioso! —dije, echándome a reír. —Pero usted es un... “liberal moderado” —rió también Scháto’ Sabe usted —saltó de pronto— que yo también es posible que haya h mal al hablar de “lacayismo de pensamiento”; usted, seguramente, pensado en seguida: “Tú eres el hijo de lacayo y no yo!” —En absoluto pensé tal cosa... ¿Qué le pasa a usted? —Pero no se disculpe usted, que no le temo. Entonces sólo yo r casta de lacayos; pero ahora también usted será lacayo, igual que yo. 1’ tros liberales rusos son, ante todo, lacayos, y sólo piensan en limpian botas a alguien. —iQué botas! ¡Vaya una alegoría! —No hay tal alegoría! Usted, lo estoy viendo, se ríe... Stepán Ti1 movich dijo la verdad al decir que yo estaba debajo de una piedra, c, do, pero no aplastado, y que me agito en convulsiones; estuvo muy a do en la comparación. —Stepán Trofimovich asegura que usted tiene la monomanía .. alemanes —dije, riendo—. Nosotros, sin embargo, les hemos quitado L tantes cosas del bolsillo a los alemanes. —Les cogimos dos grívenes y les hemos devuelto cien rublos. Callamos un minuto. —Ese otro fue en América donde contrajo su enfermedad. —j,Quién? ¿Qué enfermedad? —Me refiero a Kírillov. Yo estuve con él allí; cuatro meses dormi: en el suelo de una choza. —Pero ¿Acaso ha estado usted en América? —preguntéle, maravi do—. Nunca me habló de eso. —Para qué hablar de ello? Hace tres años que nos embarcamos c: buque de emigrantes para los Estados Unidos, con nuestros últimos diner “para probar por uno mismo la vida del emigrante norteamericano, y de modo, por experiencia “personal”, comprobar el estado del hombre c situación social para él más dura.” He ahí con qué objeto nos embarcarn —Señor! —dije riendo—. ¡Mejor habrían hecho ustedes en dirigirs cualquier lugar del campo de nuestro gobierno en la época de la siega “a co probar por propia experiencia”, que no en irse a América! —Nosotros allí nos contratamos como obreros al servicio de un p no; había a sus órdenes seis rusos... estudiantes, y también propietarios ta oficiales, y todos animados de ese alto propósito. Y trabajábamos, nos h;S,bamos nos atormentábamos, nos cansábamos, y, por último, Kirillov a lo dejamos..., caímos enfermos, no pudimos más. El patrono, al haceros las cuentas, en vez de los treinta dólares convenidos, me pagó sólo cho y a Kirillov, quince; también más de una vez nos calentó el cuerpo a olpeS. Entonces flOS quedamos sin trabajo, y estuvimos durmiendo en el uelo en un poblacho cuatro meses seguidos; él pensaba únicamente en una cosa y yo en otra. _-Pero ¿es que el patrono pudo pegarles a ustedes en Norteamérica? vaya, seguramente lo insultarían ustedes! _-Nada de eso. Nosotros por el contrario, desde el primer momento dijimos Kirillov y yo, que “nosotros los rusos, ante los norteamericanos, somos unos niños pequeños, y que era preciso haber nacido en Norteamérica, o, por lo menos, haber vivido muchos años con los norteamericanos, para estar a su nivel.” ¿Qué más? Cuando a nosotros, por una cosa que valía un copec, nos pedían un dólar, pagábamos no sólo con gusto, sino hasta con entusiasmo. Lo elogiábamos todo: el espiritismo, la ley de Lynch, los revólveres, los vagabundos. Una vez estábamos comiendo, y un tipó fue y me metió la mano en el bolsillo y me sacó mi peine y se puso a peinarse con él; yo me limité a cambiar una mirada con Kirillov, y decidí que aquello estaba bien y me había hecho mucha gracia... —Es raro que entre nosotros no sólo ocurran esas ideas, sino que se ejecuten también —observé yo. —Gente de papel —asintió Schátov. —Sin embargo, atravesar el océano en un buque de emigrantes, abordar a una tierra desconocida, sólo para “conocer por propia experiencia”, etcétera, etcétera..., en eso hay, por Dios, cierta magnánima entereza... Pero ¿cómo salieron ustedes de allá? —Yo le escribí a un hombre de Europa, que me envió cien rublos. Schátov, en tanto hablaba, tenía todo el tiempo, según su costumbre, fija en el suelo la vista, hasta cuando se exaltaba. De pronto alzó la cabeza. —,Querria usted saber el nombre de ese hombre? —c,Quién fue? —Nikolai Stavroguin. De pronto levantóse, fue a su escritorio de madera de tilo y se puso a buscar algo. Hasta nuestros oídos había llegado el rumor vago, pero fidedigno, de que su mujer, durante algún tiempo, había estado en relaciones Con Nikolai Stavroguin en París, y precisamente hacía dos años; es decir, Cuando Schátov se encontraba en América..., aunque, a decir verdad, ya haCia mucho que, después de eso, la dejara a ella en Ginebra. “Si es así, ¿por que se empeña ahora en decirme su nombre

y en darme detalles?”, pensé. —Hasta ahora no se los he devuelto —dijo, encarándose de pronto nuevamente conmigo, y, después de mirarme atentamente, fue a sentarse en el Sitio de antes, en un rincón, y preguntóme con voz entrecortada, que pa- recia del todo otra: 106 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 107

—Usted, sin duda, habrá venido a algo. tQué se le ofrece a usted Yo en seguida se lo referí todo por riguroso orden histórico, y que, aunque ya ahora había tenido tiempo de recapacitar después de arrechucho, estaba todavía más desorientado; comprendía que allí rz. algo de mucha importancia para Lizaveta Nikoláycvna; que deseaba ‘ mente ayudarla, siendo lo malo que no sólo no sabía cómo cumplir 1. mesa que le había dado, sino que ni siquiera comprendía qué era, conc mente, lo que le prometiera. Luego, en términos sugestivos, asegurélc vez más que ella no quería ni pensaba engañarle, que allí había habid guna mala inteligencia y que ella estaba bastante disgustada por el modo que había tenido él de retirarse... El me escuchaba atento. —Es posible que yo, según mi costumbre, cometiese antes alguna pidez... Bueno; pero si no se explica por qué mc vine de allí así..., rpara ella. Se levantó, se acercó a la puerta, la entreabrió y se puso a escuc lado de la escalera. —,Desea ver, usted mismo, a esa persona? —Eso es lo que necesito; pero ¿cómo arreglármelas? —exclamé borozado. —Pues iremos allá, sencillamente, cuando esté sola. Cuando él y, le pegará si sabe que nosotros hemos estado a verla. Yo voy con frecu a verla a escondidas de él. Hace poco tuve que pegarle yo para que zurrara. —,Usted? —Eso mismo; lo cogí por los cabellos y lo aparté de ella; quiso me, pero lo atemoricé, y así quedó la cosa. Temo que vuelva borrr acuerde... y le siente la mano en venganza. Inmediatamente bajamos. y La puerta de la casa de Lebíadkin estaba sólo entornada, no cerra todo; así que entramos con toda libertad. Todas sus habitaciones se cían a dos cuartitos fcos y chicos, con las paredes ahumadas, de las r”’ gaban materialmente pedazos del sucio empapelado. Allí, durante años, había tenido su dueño, Filippov, la taberna, hasta que la traslad nueva casa. Las demás habitaciones, que antaño habían pertenecido a berna, estaban ahora cerradas, y estas dos las ocupaba Lebíadkin. El ir je se componía de unos bancos sencillos y unas mesas de pino, apar una vieja butacona sin brazos. En la segunda salita, en un rincón, habíi cama con una colcha de indiana, que pertenecía a mademoiselle Lebí en cuanto al capitán, al acostarse por las noches, rodaba al suelo, y L. cas veces vestido y todo. Por doquiera, suciedad, desorden, abandon trapo grande, mojado, estaba tirado en la primera habitación en el s:: allí en aquella pocilga, veíase un zapato viejo destrozado. Saltaba a la vista ue allí nadie se cuidaba de nada: la estufa no se encendía, la comida no esaba dispuesta; ni siquiera tenían samovar, según detalladamente me contó Schátov. El capitán había llegado a la ciudad con su hermana en un estado de miseria absoluta, y, como dijera Liputin, efectivamente, al principio iba a pedir a las casas; pero habiendo recibido inesperadamente dinero, en seguida se dio a la bebida y hasta perdió el juicio con el vino, de suerte que ya no tenía tiempo para atender su casa. Mademoiselle Lebíadkin, a la que yo tenía tanto afán por ver, estaba plácida y discretamente sentada en el segundo aposento, ante la mesa de cocina, en un banco. No nos dijo nada al abrir nosotros la puerta, y, ni siquiera se movió de su sitio. Schátov decía que allí no se cerraba nunca la puerta y que una vez había quedado abierta de par en par toda la noche. A la luz de una vela opaca y tenue en un candelero de hierro, vi una mujer de unos treinta años, de una delgadez enfermiza, que vestía un traje oscuro, viejo, de indiana, y tenía al descubierto el largo cuello, y el cabello, oscuro, fino, hecho un moño en la nuca, del tamaño del puño de un chico de dos años. Nos miró con expresión bastante alegre; además del candelero, tenía delante, encima de la mesa, un espejito de madera, una vieja baraja, un librillo de coplas y un panecillo alemán blanco, al que ya le había dado uno o dos mordiscos. Saltaba a la vista que mademoiselle Lebíadkin se ponía blanquete y colorete y se pintaba los labios. Teñíase también las cejas, que ya, de por sí, teníalas largas, finas y oscuras. En la frente, estrecha y alta, pese al blanquillo, se le marcaban con toda claridad tres largas arrugas. Yo ya sabía que era coja, pero aquella vez, delante de nosotros no se levantó ni anduvo. Allá, en tiempos, en su primera mocedad, aquel rostro chupado pudo parecer no del todo feo: pero sus serenos, amables ojos grises, todavía eran notables: algo de soñador y sincero iluminaba su plácida y casi alegre mirada. Aquella alegría serena, tranquila, que se expresaba también en su sonrisa, asombróme después de lo que oyera decir de que la castigaban con la nagaika y todas aquellas cosas deshonrosas de su hermano. Cosa rara: en vez de la enojosa y hasta temerosa aversión que, por lo general, sentimos en presencia de todos los sujetos semejantes a ella, castigados por la mano de Dios, ami me fue casi agradable verla desde el primer momento, y sólo quizá piedad, pero nunca repulsión, llegué luego a sentir. —Ahí se está sentada, y literalmente no se mueve de ahí, y se pasa todo el día solita, echándose las cartas o mirándose al

espejo —díjome desde elumbral señalando a ella, Schátov—; ni siquiera come, ya lo ve usted. La vieja que vive en el pabellón le trae algo de cuando en cuando. ¡Por Cristo, cómo pueden dejarla sola, sin más que la vela! Con asombro de mi parte, Schátov hablaba alto, como si ella no estuviese en la habitación. —Buenos días, Schátuschka! —díjole afectuosamente mademoiselle Lebiadkina.

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—Te traigo visita, Maria Timoféyevna47 —dijo Schátov. —Bueno, pues se le harán los honores. No sé a quién me traes, recuerdo tampoco de nada —dijo, mirándome de hito en hito a la luz vela. E inmediatamente volvió a encararse con Schátov (ya no volvió a rar en mí en todo el tiempo del diálogo, ni más ni menos que si no e’ ra presente). —Te aburrías, ¿verdad? de dar vueltas solo en tu cuartucho —i - riéndose, con lo que dejó ver dos magníficas hileras de dientes. —Sí, me aburría, y, además, tenía que verte. 2 Schátov acercó un banquillo a la mesa, se sentó y me hizo sentar lado. —La charla a mí siempre me gusta, sólo que, a pesar de todo, cuentro algo ridículo, Schátuschka: pareces un fraile. ¿Cuándo te pei Trae acá la cabeza, te la arreglaré otra vez —dijo, sacando un peine e” sillo—. ¿Es que desde la última vez que te la peiné no has vuelto a te en ella? —Resulta que yo no tengo peine —dijo Schátov riendo. —j,De veras? Pues te regalo el mío, no éste, sino otro, pero recu me lo. Con el gesto más serio, púsose a peinarle, y hasta le sacó la rr lado; inclinóse un poco hacia atrás, lo miró a ver si estaba bien y y: guardarse el peine en el bolsillo. —Sabes una cosa, Schátuschka? —dijo moviendo la cabeza—. un chico hasta de talento, y, no obstante, te aburres. Todos vosotros ir recéis raros; no comprendo cómo os hartáis de aburrimiento.Y más pena, no aburrimiento. Yo estoy alegre. —j,También estás contenta con tu hermano? —Te refieres a Lebíadkin? Es mi criado. Y me es del todo igual esté aquí o que no esté. Yo le grito: “1Lebíadkifl, tráeme agua! ¡Lebíad dame los zapatos!”, y corre a hacerlo; a veces, pecas: tú te burlas de é, —Y así es, punto por punto —dijo Schátov dirigiéndose a mí alto ceremonias—. Lo trata exactamente igual que a un criado; yo mismo oído gritarle: “1Lebíadkin, dame agua!”, yal hacerlo así, se reía; la diferencia estriba en que él no iba corriendo por el agua, sino que, en eso, se ponía a pegarle; pero ella no le tiene miedo. Le dan no sé q: ques nerviosos casi todos los días y pierde el conocimiento, tanto que no se acuerda de nada de lo que acaba de ocurrir y siempre pierde la y del tiempo. ¿Usted piensa que se acuerda de que entró usted? Puede acuerde; pero ya seguramente lo ha trastocado todo a su manera, y nos toma por otros personajes distintos de lo que somos, aunque sí r_ que yo soy Schátuschka. No importa que yo hable recio: a los que le deja en seguida de escucharlos, y se lanza al punto a soñar para sí; c se lanza. Es una soñadora extraordinaria; por espacio de ocho horas, un día se está en un mismo sitio sin moverse. Ahí tiene un panecillo; es poslble que desde esta mañana sólo le haya dado un mordisco y que le dure hasta el otro día. Mire usted: ya se ha puesto a echar las cartas... _Echo y vuelvo a echar las cartas, Schátuschka; pero nada me sale ._dijo de pronto Maria Timoféyevna, que había oído las últimas palabras. y, sin mirar, alargó la mano izquierda al panecillo (también, probablemente por haberle oído mentar). Cogiólo finalmente; pero, después de tenerlo un rato en la mano izquierda, y distraída por la conversación, que había vuelto a animarse, volvió a dejarlo encima de la mesa sin advertirlo y sin morderlo ni una vez. _Siempre me sale lo mismo: un camino, un hombre malo, una villanía de no sé quién, un lecho de muerte, una carta de no sé dónde, noticias inesperadas... A mí todo esto me parecen patrañas, Schátuschka, ¿qué piensas tú? Si la gente miente, ¿por qué no han de mentir las cartas? —de pronto se puso a barajarlas—. Esto mismo le dije yo una vez a la madre Praskovia, una honrada mujer que venía a mi celda a que le echara las cartas a escondidas de la madre superiora. Y que no era la única que iba. Se quejaban, movían la cabeza, sentábanse en fila, y yo, a todo esto, riéndome. “Pero vamos a ver: ¿de dónde va usted, madre Praskovia, a recibir ninguna carta, cuando en doce años no la ha recibido? Una hija suya se le había casado allá en Turquía, y durante doce años, no oyó ni pío de ella. Pero no hago yo más que sentarme al otro día a tomar el té, por la noche, con la madre superiora (que era de casta de princesas), y veo que se halla también presente una señora forastera, una gran soñadora, y un monje del monte Athos, que me pareció harto ridículo. ¿Y qué te figuras, Schátuschka? Pues ese monje, aquella misma mañana, habíale traído a la madre Praskovia una carta de su hija desde Turquía. ¡Ahí tienes el valet de carreau..., la noticia inesperada! Tomamos el té, y el monje de Athos le dice a la madre abadesa: “Y, ante todo, venerable madre abadesa, ha bendecido el Señor su convento con haberle dado a guardar bajo su techo tan preciadísimo tesoro.” “Qué tesoro dice?”, —pregunta la madre abadesa—. Pues la bienaventurada madre

Lizaveta estaba en el claustro emparedada, en una hornacina de una sáchena de largo por dos arschjnas de alto, y llevaba allí, detrás de una reja de hierro, diecisiete años, con sólo una camisa de estameña así en verano como en invierno, y siempre, con una pajita o una varilla prendida en la tela, se mortificaba, y nada decía, ni se peinaba, ni se lavaba en diecisiete anos. En invierno le llevaban una piel y, además, todos los días, un canastito Con un pan y una jarra de agua. Los peregrinos la contemplaban, plañían, Suspiraban, daban dinero. “He ahí nuestro tesoro —respondió la madre abadesa (se había puesto de mal humor; no podía soportar a Lizaveta)—. Lizayeta hace todo eso por pura maldad, por pura obstinación, y todo eso es un infundio.» A mí no me hicieron gracia esas palabras, porque también que- rna, entonces emparedarme así. “Pues yo creo cligo que Dios y la Naturaleza son todo uno.” Todos a una me replicaron: “Vaya ocurrencia!” 47 Maria, hija de Timoteo.

110 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS III

La abadesa se echó a reír, díjole al oído no sé qué a la señora, me 1’ me estuvo acariciando, y la señora me regaló un lacito color rosa. que te lo enseñe? Bueno; pues el monje fue y se puso allí a sermone; pero con tanta amabilidad y placidez hablaba y con tanto talento, sí, ç me estaba quietecita escuchándole. “i,Has comprendido?”, me pre “No —le dije —, no he comprendido nada, y déjeme usted en paz!” 1 entonces me dejaron ya completamente en paz, sola, Schátuschka. Por tiempo también, al salir de la iglesia, una de las religiosas, que viví con nosotras castigada por hacer profecías, fue y me preguntó: “La r de Dios, ¿qué cosa es? ¿Qué piensas tú?” “La gran madre —respondí. esperanza del género humano.” “Así es —dice—; la gran madre de 1 meda tierra es, y en esto se encierra para el hombre una gran alegr toda pena terrestre y toda lágrima terrenal... es alegría para nosotr cuando hayas empapado con tus lágrimas la tierra hasta media arscr profundidad, en seguida te sentirás consolada. Y nunca, nunca más v a tener amarguras, que así dice la profecía.” Esas palabras me hicier tonces una impresión grande. Desde aquel día, al hacer la oración, trarme en tierra, siempre la beso, la beso y lloro. Y mira, Schátuscl creas que hay en estas lágrimas nada malo; y aunque tú no tengas p lo mismo: las lágrimas te corren de pura alegría. Ellas solas te coi verdad. Estaba yo una vez a la orilla de un lago; a un lado, nuestro n teno; al otro..., nuestra afilada montaña, tan afilada, que la llaman la n taña Aguda. Subo por esa montaña, me vuelvo de cara al Oriente, me; tro en tierra, me echo a llorar y más llorar, y no recuerdo cuánto t estaría llorando, ni lo recordaba entonces, ni sabía entonces nada. yanto después, me vuelvo atrás, y el sol se ponía: pero ¡qué grande, q diante, qué glorioso!... ¿Te gusta a ti mirar el sol, Schátuschka? Es u cer que raya en tristeza. Me vuelvo otra vez hacia el Oriente, y una s una sombra de nuestra montaña, allá lejos, en el lago, como una flec rría, estrecha, larga, larga, y una versta más allá, hasta la misma lago, y allí la isla de piedra fue y la dividió; y al partirla en dos, a ponerse el sol, y todo, de pronto, se sumió en tinieblas. Y a mí tambic pezó a entrarme mucha pena, y de pronto volví en mí. Y a mí me da i... miedo de la oscuridad, Schátuschka. Y siempre lloro más por mi nene.. —Pero ¿has tenido alguno? —dijo, dándome con el codo, Schátov, había escuchado todo aquello con mucha atención. —Pues claro! Un niño pequeñín, coloradito, con unos piececitos nutos; y toda mi pena es porque no recuerdo si es niño o niña. Unas lo recuerdo niño, y otras, niña. Y yo, al darle a luz, fui y lo envolví .-- landas y encajes, y le puse unos lacitos color rosa, lo cubrí de flores; recé una oración; sin bautizar, cargué con él y lo llevé al través de un que; y me daba miedo el bosque y me parecía feroz, y lo que más me llorar es que lo di yo a luz sin haber conocido hombre. —Puede que sí lo conocieras —inquirió Schátov con cautela. _Me haces reír, Schátuschka, con tu reflexión. Puede que sí lo conociera puede; pero ¿qué más da, si es lo mismo que si no lo hubiera conocido 7 ¡Ahí tienes un acertijo nada dificil, adivina! —dijo riendo. _A dónde llevaste al niño? —Lo eché a un estanque —dijo ella, suspirando. Schátov volvió a darme con el codo. _Pero ¿Y si no hubieras tenido tal niño y todo eso fuera puro delirio? _Diflcil pregunta me haces, Schátuschka —respondió ella, pensativa y sin admirarse lo más mínimo ante tal pregunta—. Tocante a eso, no te diré nada; es posible que no lo hubiese; a mi juicio, sólo se trata de tu curiosidad; pero, sea como sea, es lo cierto que no paro de llorar por él y que lo Veo en mis sueños —y gruesas lágrimas corrieron de sus ojos—. Schátuschka, Schátu5’, ¿es verdad que se te escapó tu mujer? —y de pronto echóle ambas manos a los hombros y quedósele mirando compasiva—. No te enfades, que ya ves que yo también tengo mis penas. ¿Sabes, Schátuschka, que he tenido un sueño? El volvía a mí, me llamaba, me decía: “Gatita, gatita mía, yente conmigo.” Y mira: eso de “gatita” era lo que a mí más me gustaba. “Me quiere”, pienso. —Acaso venga también cuando estés despierta —murmuró Schátov a media voz. —No, Schátuschka; eso es sólo un sueño... No vendrá en la realidad. Ya sabes la canción: No necesito tu nuevo y alto palacio; en esta celda me quedaré; aquí viviré segura,

por ti a Dios le rezaré.. —Ay, Schátuschka, Schátuschka, querido mío!, ¿por qué nunca me preguntas nada? —Pero ¿por qué no dices qué es lo que no te pregunto? —No lo diré, no lo diré aunque me corten el pescuezo; no lo diré —apresuróse a protestar ella— aunque me quemen viva, no lo diré. Y por más que tenga que sufrir, no lo diré, no lo sabrá nadie. —Bueno; ya lo ves: a cada cual lo suyo —dijo Schátov en tono aún mas quedo, bajando cada vez más la cabeza. —Pero, si me lo preguntaras, es posible que lo dijese, es posible que lo dijese —repitió solemnemente—. ¿Por qué no me lo preguntas? ¡Pregúntamelo, pregúntamelo dulcemente, Schátuschka; es posible que te lo diga; ruegame, Schátuschka, de modo que yo acceda..., Schátuschka, Schátuschka! Pero Schátov callaba. Un minuto prolongóse el general silencio. Lágrimas corrían quedas por sus blanquecinas mejillas, seguía con las manos Puestas en los hombros de Schátov; pero ya no lo miraba. ---i,Y qué tengo yo que ver contigo y tus pecados? —y Schátov levan- tose de pronto del banco—. ¡Levántese usted! —y tiró del taburete y volvió a dejarlo en el sitio de antes. ¡12 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 113

—Vendrá, y para que no se entere... Es hora de irnos. —1Ah, tú no hablas más que de mi criado! —dijo riendo, de Maria Timoféyevna—. ¿Es que le tienes miedo? Bueno; adiós, huéspedes, pero escuchad un momento lo que voy a decir. Antes aquí ese tal Nilich con Filippov, el dueño de la finca, el de la barba - el mío, en aquel instante, me estaba sentando la mano. Y el dueño casa fue y lo cogió y lo zarandeó por la habitación y el mío gritaba: no tengo la culpa: pago culpas ajenas.” ¿Y querrás creer que todos echamos a reír?... —Ay Timoféyevna; pero si en vez del tipo de la barba roja, quien te lo quitó de encima, tirándole de los cabellos! El casero veros anteayer, y os riñó; tú estás confundida. —Deténte, que también podrías estar confundido tú. Vaya, ¿a qué por nimiedades? ¿No da igual que fuese uno u otro quien le sentó la r —dijo riendo. —Vámonos —dijo Schátov, cogiéndome de pronto por un que ha sonado la puerta; si nos encuentra aquí, le pegará. Y apenas habíamos tenido tiempo de salir corriendo a la escalera, c, do se oyó en la puerta un grito de borracho y sonaron insultos. Schátov vóme a su cuarto y cerró con llave... —Estése usted aquí un ratito, si no quiere historias. Mire cómo j cual un marranillo; seguramente estará tambaleándose en el umbral; t los días da la costalada. Pero no pudimos evitar la historia. VI Schátov estaba en pie junto a la puerta cerrada, y escuchaba del lado escalera; de pronto dio un brinco. —Sube, ya lo sabía yo! —balbuceó con rabia—. ¿De modo que a lo tendremos aquí hasta la medianoche? Sonaron algunos recios puñetazos en la puerta. —Schátov, Schátov, abre! —gritaba el capitán—. ¡Schátov, amigo. Vine a verte a la alborada, a decirte que salió el sol, que con sus ardientes rayos por... los bosques... penetró. a anunciarte que ya me desperté (“1E1 demonio te lleve! ‘), me desperté bajo las fron. . das... (“Exactamente bajo las ramas, ¡ja, ja, ja! ‘2 Todos los pajarillos... me ruegan ansiosos les diga lo que voy a beber, a beber..., no sé lo qüe voy a beber... —iQue el diablo se los lleve con su estúpida curiosidad!... Scha ¿comprendes?... ¡qué gusto da vivir al sol!

—No conteste usted nada —me murmuró Schátov de nuevo. .__Abre de una vez! ¿No comprendes que hay algo más elevado que una riña entre hombres? Hay momentos en la vida de un hombre no.. .ble... Schát0’, yo soy bueno; yo te pido... Schátov, al diablo las proclamas, ¿no? Silencio. _No comprendes tú, so borrico, que estoy enamorado, que me he comprado un frac? Mira: el frac del amor; quince rublos;

el amor de un capitán exige distinción mundana... ¡Abre!... —volvió a gritar con furia, y tomó a golpear con insistencia la puerta. _Que el diablo te lleve!... —gritó Schátov de pronto, furioso tam_ Es. . .cla. . yo...! ¡Eres un esclavo, y tu hermana, una esclava y una... ladrona! —Y tú vendiste a tu hermana. —1Mientes!... Lo estoy aguantando con paciencia, cuando con una sola palabra podría... ¿No comprendes quién es ella? _Quién? —y Schátov volvió a acercarse a la puerta, curioso. —Pero ¿no lo comprendes? —Ya lo comprendo; pero di tú quién es. —No me falta valor para decirlo. Yo tengo siempre valor para decirlo todo en público. —Tú no te atreves —azuzóle Schátov, y me hizo una seña con la cabeza para que escuchara. —Que no me atrevo? —Para mí, que no te atreves. —Que no me atrevo? —Pues dilo, si es que no les temes a los palos de los señores... ¡Tú eres un cobarde, y eso que eres todo un capitán! —1Yo..., yo... Ella..., ella es... _balbuceó el capitán con voz temblona y agitada. —Qué? —y Schátov aguzó el oído. Sobrevino un silencio, por lo menos, de medio minuto. • —Ca. . .na.. . lla!, —sonó, finalmente al otro lado de la puerta, y el ca- pitan retiróse rápidamente abajo, hirviendo como un samovar, tropezando ruidosamente en cada escalón. —No; es listo, y no se irá de la lengua estando borracho -dijo Schátov, apartándose de la puerta. —Pero ¿qué es eso? —inquirí. 1 Schátov hizo un gesto, abrió la puerta y se puso otra vez a escuchar del ado de la escalera; escuchó largo rato, y hasta bajó de puntillas algunos peldanos Por fin volvió. —No oigo nada, no le ha reñido, lo cual quiere decir que se fue derecho a acostarse. Ya es hora de que usted se retire. —Oiga usted, Schátov: ¿qué debo yo deducir de todo esto ahora? —Ah, deduzca usted lo que quiera! —contestóme él con voz de cansancio y malhumor, y se sentó a su mesa-escritoriO.

bién. 114 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 115

Yo me fui. Un pensamiento inverosímil arraigaba cada vez más en imaginación. Pensé con pena en el día siguiente... VII

Aquel “día siguiente”, es decir, el domingo en que debía resolverse irrr cablemente el destino de Stepán Trofimovich, fue uno de los días más n bles de mi crónica. Fue el día de lo inesperado, el día de ruptura con lo sado y de anudación con lo nuevo, un día de claras iluminacio sombras todavía más densas. Por la mañana, según ya sabe el lector, yo obligado a acompañar a mi amigo a casa de Varvara Petrovna, por i. cación especial de aquélla, y a las tres de la tarde tenía que estar en casa Lizaveta Nikoláyevna para contarle.., yo mismo no sabía qué, y secund la... tampoco sabía en qué empresa. Y, a todo esto, resolvióse todo c nadie habría supuesto. En una palabra: fue un día de coincidencias r brosas. Empezó porque al presentamos Stepán Trofimovich y yo en casa Varvara Petrovna a las doce en punto, según ella nos había indicado, encontramos en casa: aún no había vuelto de misa. Mi pobre amigo tan conmovido o, mejor dicho, tan agobiado, que aquella circunstancia aterró; casi exánime, desplomóse en una silla en la sala. Yo le ofrecí vaso de agua; pero, a pesar de su palidez y del temblor de sus manos, i. sóla dignamente. A propósito: su traje, en aquella ocasión, distinguíase su extraordinario atildamiento: camisa casi de etiqueta, de batista fina; bata blanca, sombrero flamante en la mano, guantes de color de paja fr. y hasta esencias. No habíamos hecho más que sentarnos, cuando llegó t bién Schátov, introducido por un criado, indudablemente invitado de u oficial. Stepán Trofimovich levantóse y le tendió la mano; pero Scháto después de miramos a los dos de hito en hito, dio media vuelta, se fue a rincón, sentóse allí y no nos hizo siquiera una inclinación de cabeza. S Trofimovich volvió a mirarme asustado. Así nos estuvimos algunos minutos, en completo silencio. Stepán Tn fimovich empezó de pronto a murmurarme al oído aprisa algo que yo r entendí; además, poseído de emoción, él mismo dejaba las palabras sin t minar y pasaba a otra cosa. Volvió a entrar el criado a arreglar no sé qué la mesa, aunque, probablemente..., para miramos a nosotros; Schátov, pronto, encaróse con él, preguntándole recio: —Aléksieyi Yegórich,48 ¿no sabe usted si Daria Pávlovna fue con e —Varvara Petrovna fue a la iglesia sola, y Daria Pávlovna se arriba en su cuarto, pues no está muy bien —expuso Aléksieyi Yeg( con empaque y decoro. Mi pobre amigo volvió a mirarme alarmado e inquieto; tanto, que finalmente, acabé por volver la cabeza a otro lado. De pronto, en el dejóse oír el ruido de un coche, y cierto lejano revuelo en la casa nos

ió que la dueña de la misma había vuelto. Todos dimos Ufl brinco en nuestras sillas; pero de nuevo lo inesperado: oyóse ruido de muchos pasos, lo cual quería decir que la señora no había vuelto sola, cosa que ya resultaba harto ra’, citado ella a esa hora. OyóSe por último, entrar a alguien con una prisa extraña, cual si viniera corriendo, y así no podía ser VarVara Petr0a quien entrase. Y, de pronto, casi lanzóse dentro del cuarto, jadeante y con extraordinaria agitación. Detrás de ella, algo despacio y mucho más suavemente, entró Lizaveta Nikoláyevra y con Lizaveta NikoláyeVfla, del brazo..., ¡Maria Timoféyevna! Si lo hubiera soñado, no lo habría creído. Para explicar esta circunstancia, absolutamente inesperada, es imprescindible retroceder una hora y contar detalladamente la extraordinaria aventura que hubo de ocurrirle a Varvara Petrovna en la catedral. Ante todo, en la misa, reuníase casi toda la 0blaciófl es decir, naturalmente, la clase más elevada de nuestra sociedad. Sabían que asistiría la gobernadora por primera vez después de su llegada. Haré notar que entre nosotros ya habían corrido rumores de que era librepensadoi y “a la nueva usanza”. Ninguna señora ignoraba tampoco que era espléndida y vestía con exquisito gusto; así que el atavío de nuestras darlas distinguióse aquella vez por lo elegante y llamativo. Varvara Petrovna fue la única que se presentó modestamente y, como siempre, vestida toda de negro; así, invariablemente, venía vistiendo durante los cuatro años dIUrnos. Al llegar a la catedral colocóse en el sitio de costumbre, a la izquierda en primera fila, y un criado de librea púsole delante un almohadón de terciopelo para que apoyase las rodillas al hacer las genuflexiones; en uiaa palabra: todo según costumbre. Pero observaremos también que en aquella ocasión todo el tiempo que duró la misa estuvo ella orando con extraordinario fervor; hasta aseguraban luego, al hacer memoria, que había lágrimas en sus ojos. Terminó, por fin, la misa, y nuestro protoierei, el padre Pável, salió a decir un solemne sermón. En la ciudad gustaban sus sermones los tenían en gran aprecio; hasta lo persuadían para que los publicase; pero él no acababa de decidirse. Pero aquella vez el sermón resultó especialnleate largo. Y he aquí que, estando todavía en el sermón, llegó a la catedral una dama en un droschki de alquiler, de estilo antiguo, es decir, de aquellos en que las señoras sólo podían ir sentadas de costado, sujetándose a la cintura del cochero y bamboleándose con los vaivenes del vehículo como briznas de hierba al viento. Coches así todavía se ven en nuestra ciudad. El coche se detuvo en la esquina del templo —porque habla en el portal muchos coches y hasta gendarmes—, y apeóse de él la dama, dándole al auriga cuatro COpecs en plata. —ó,Que es poco, Vanya? —dijo al reparar en so semblante—. ¡Pues es todo lo que tengo! —añadió lastimera. —Bueno; Dios sea contigo; montaste sin ajustas el precio —y el cochero hizo un ademán y la miró como diciendo: “Además, que es un pecado ofenderte.” Luego, guardándose bajo la blusa su bolso de piel, hostigó a los

1 1 48 Alejo, hijo de Yegor.

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caballos y se alejó, escoltado por las risas de los cocheros que por bía. Risas y también asombro siguieron a la dama todo el tiempo que en llegar al pórtico de la catedral, atravesando por entre los coches y cayos que aguardaban la pronta salida de sus señores. Y, efectiva,,,,.,,, nía algo de extraordinario e inesperado para todos la aparición súbil una persona así, en la calle, en medio de la gente. Era de una flacura e miza; cojeaba un poco; iba muy acicalada de blanquete y colorete; i, al aire el largo cuello, sin pañuelo ni capuchón; vestía solamente un oscuro, viejo, no obstante hacer un día frío y ventoso, aunque claro, de tiembre; llevaba la cabeza enteramente destocada, con el pelo recogidc un moño en la nuca, y, prendida en él, al lado derecho, una rosa artif una de esas rosas con que se adornan los querubines por Pascua Florida querubín de ésos, en una guirnalda de rosas de papel, había visto yo e, anterior en un rincón, al pie de las imágenes, cuando estuve en casa de ria Timoféyevna. Para que nada faltase, la señora referida, aunque iba la cabeza baja, muy modosa, no dejaba al mismo tiempo de sonreír, ... y fiestera. De haberse detenido un momento más, es posible que no la biesen dejado entrar en el templo... Pero ella logró escabullirse y, ya tro, abrióse paso, sin llamar la atención, hacia delante. Aunque ya iba mediado el sermón y toda la muchedumbre apiñada llenaba las naves escuchaba, con absoluta y plena atención, algunos ojo volvieron curiosos a mirar a la que entraba. Esta arrodillóse sobre el del templo, inclinando hacia él su rostró, maquillado de blanquete; _, neció así largo rato, y, al parecer, lloraba; pero, alzando luego la freni poniéndose en pie, no tardó en recobrarse y distraerse. Alegremente, c. sible satisfacción extraordinaria, púsose a pasear su mirada por las caras los fieles, por las paredes de la catedral; con especial curiosidad escudri ba a las señoras, llegando incluso a ponerse de puntillas, y hasta por c veces echóse a reír, haciendo un ruidillo extraño. Pero terminó el sermóE llevaron la

cruz. La gobernadora acercóse a la cruz la primera; pero no 1 bría dado dos pasos, cuando se detuvo, deseando visiblemente cederle tio a Varvara Petrovna, que, por su parte, se dirigía allá derecha y como no viese a nadie delante de ella. La inusitada cortesía de la gobernadora, duda encerraba una intención cáustica y aguda a su modo; así todos lo .: prendieron; así debió de comprenderlo también Varvara Petrovna; como antes, sin reparar en nada, y con el aire de la más imperturbable nidad, llegóse a la cruz, y después encaminóse derecha a la salida. El c de librea la precedía, allanándole el camino, que, sin necesidad de todos le cedían. Pero junto a la salida misma, en el pórtico, un apiñado ., po de gente estorbóle por un momento el paso. Varvara Petrovna se detuvi y de pronto una extraña, desusada criatura, una mujer con una rosa de p en los cabellos, abriéndose paso por entre el gentío, fue a echarse a sus de rodillas. Varvara Petrovna, a la que no era fácil intimidar, sobre todo público, miróla con graves y severos ojos. Mc apresuraré a notar aquí, lo más brevemente posible, que, aunque en los últimos años se había vuelto, iegún decían, más tacaña, calculadora y hasta ahorrativa, no le dolía dar direro, sobre todo para fines benéficos. Era miembro de una Sociedad de Beneicencia de la capital. En un reciente año de hambre había enviado a Petersbirgo, al Comité principal, para socorrer a los que se habían quedado en la miseria, quinientos rublos, y ese rasgo se comentó en la localidad. Por últino, hacía muy poco, antes de la designaci ófl del nuevo gobernador, había tzndado un Comité local de señoras para socorrer a las parturientas más pores de la ciudad y del gobierno. Entre nosotros le reprochaban mucho suvanidad; pero la notoria energía del carácter de Varvara Petrovna y, al msmo tiempo, su tenacidad, triunfaban de todos los obstáculos; la Sociedad taba ya constituida, y el primitivo pensamiento se iba ensanchando cada z más en la exaltada imaginación de su fundadora; ya soñaba con fundar ro Comité por el estilo en Moscú y con ir extendiendo gradualmente su atividad por todos los gobiernos. Y he aquí que, con el súbito cambio deobernador, todo se detuvo; y la nueva gobernadora, dicen, ya había tenid Ocasión de hacer en sociedad algunas objeciones mordaces y, sobre tod, prácticas y materiales, respecto a lo poco práctico de la idea fundamenLl de semejante Comité, lo que, naturalmente, con algunas otras añadidur;, le fue comunicado a Varvara Petrovna. Sólo Dios conoce el fondo de Is corazones; pero supongo que Varvara Petrovna se detuvo ahora hasta corDierta satisfacción en el pórtico catedralicio, sabiendo que por delante de ita había de pasar en seguida la gobernadora, y después de ella todos, yque vea ella cómo a mí me da todo lo mismo, piense lo que piense y ponás chistes que haga ella a cuenta de la vanidad de mi caridad. ¡Ahí viener’a todos!” —cQué le pasa a usted, rica; ué es lo que pide? —inquirió Varvara Petrovna, mirando más atentamenti la suplicante, arrodillada a sus pies. Aquélla la contemplaba llenae timidez, avergonzada, pero con ojos minuciosos, y de pronto se echó a ír con aquella su extraña risita. —,Quién es? ¿Quién es? Varvara Petrovna paseó sobre)s circunstantes su mirada imperiosa e inquisitiva. Todos callaban. —LEs usted desdichada? ¿Necita usted ayuda?... —Necesito..., he venido... —ibuceó la “desdichada” con voz entrecortada de emoción—. He venido lamente para besar su mano... —y de nuevo volvió a echarse a reír. Con más pueril mirada, con esa mirada con que los niños acarician cuando pic algo, hizo ademán de asir la mano de Varvara Petrovna; pero, cual si le se miedo, retiró de pronto la suya. —Sólo a eso vino? —y Var Petrovna sonrió con risa compasiva; pero inmediatamente sacó del bols su portamonedas de nácar, y de él un billete de diez rublos, y se lo dioa desconocida. Ésta lo tomó. Varvara Petrovna estaba muy interesada enuello, y sin duda tomaba a la desconocida por alguna mendiga de la claaja. —iAnda, diez rublos le ha da. —dijo uno entre la gente. 118 FEDOR M. DOSTOJEVSKI

LOS DEMONIOS 119

—Déme la mano!... —balbuceó la “desdichada”, cogiendo con dedos de la mano izquierda, por un pico, el billete recibido, que agitaba aire. Varvara Petrovna hubo de amohinarse, y con aspecto grave, casi s: ro, tendióle la mano; aquélla se la besó con unción. Sus agradecidos c brillaban hasta con cierto entusiasmo. Pero he aquí que entre tanto hubo llegar la gobernadora, y con ella toda la caterva de nuestras damas y vi dignatarios. La gobernadora, sin querer, tuvo que detenerse un momento e las apreturas; muchos se habían detenido. —Está usted temblando. ¿Tiene frío?... —observó Varvara Petrovna d pronto, y despojándose del capuchón, que al vuelo recogió un lacayo, q. se de los hombros su chal negro (de bastante precio), y con sus propias i, nos se lo envolvió al cuello a la pedigüeña, que aún seguía arrodillada. —Pero levántese usted, levántese usted, se lo ruego! Aquélla se levantó. —Dónde vive usted? ¿Es que absolutamente nadie sabe dónde vive?., —inquirió Varvara Petrovna, mirando de nuevo, impaciente, en torno Pero ya el primer grupo no estaba allí; eran todas caras conocidas, mu nas, que contemplaban la escena, los unos con severo asombro, los c con taimada curiosidad y, al mismo tiempo, con unas ansias inocentes escándalo, mientras los había también que hasta empezaban a sonreírse. —Según parece, es de los Lebíadkines —dijo, por fin, un buen hombr en respuesta a la pregunta de Varvara Petrovna:

nuestro honrado y estimar comerciante Andréyev, un tipo con lentes, barba blanca, traje ruso y s brero de copa, que a la sazón tenía en las manos—. Viven en casa de Fi ppov, en la calle de la Epifanía. —tLebíadkin? ¿Casa de Filippov?... Ya tenía alguna idea... Nikón Semíonich. Pero ¿quién es Lebíadkin? —Capitán se hace llamar; es un hombre, no hay más remedio que d cirlo, atolondrado. Ésta, seguramente, es su hermana. Es de suponer que h burlado ahora su vigilancia para salir —dijo Nikón Semíonich49 bajando 19 voz, quien cambió una mirada de inteligencia con Varvara Petrovna. —Ya le entiendo a usted; gracias, Nikón Semíonich. ¿Conque us.. rica, es la señora Lebíadkina? —No, yo no soy la Lebíadkina. —Pero ¿no es usted hermana de Lebíadkin? —Mi hermano es el Lebíadkin. —Pues mire lo que voy a hacer: ahora, rica mía, me la voy a 1””’ a mi casa, y de allí la llevarán a usted a la suya. ¿Quiere usted conmigo? —Sí, quiero! —y la señora Lebíadkina batió palmas. —Tiíta! ¡tiíta! ¡Lléveme también consigo! —sonó la voz de Lizave. Nikoláyevna. 49 Nicón, hijo de Simeón. 1-Taré observar que Lizaveta Nikoláyevna había estado en la misa al lado de la gobernadora, mientras Praskovia Ivánovna, por prescripción facultativa, había ido a dar un paseo en coche, llevándose consigo, para que la distrajese, a Mavrikii Nikoláyevich. Liza, de pronto, dejó a la gobernadora y se acercó a Varvara Petrovna. —Rica mía, ya sabes que por mi gusto te tendría siempre conmigo; pero ¿qué dirá tu madre? -dijo Varvara Petrovna dignamente; pero de pronto atUITullóSe al reparar en la extraordinaria emoción de Liza. —Tiíta, tiíta, no tienes más remedio que llevarme —suplicó Liza, besando a Varvara Petrovna. —Mais, qu ‘avez vous done, Lise?... —inquirió la gobernadora con expresiVO asombro. —Ay, adiós, palomita, Chére cousine, que me voy con la tía! -dijo Liza, volviéndose rápida a su desagradablemente asombrada chére cousine, y le dio un par de besos. —Y a maman dígale también que vaya luego por mí a casa de la tía: maman, infaliblemente, infaliblemente quería ir, hace un momento lo decía; pero se le olvidó avisarle a usted -dijo Liza, temblando—. ¡Yo tengo la culpa, no te enfades, Julie, ch&re..., cousine..., tiíta, ya estoy lista! Si no me lleva usted consigo, tiíta, echaré a correr detrás de su coche y me pondré a gritar —murmuróle al oído a Varvara Petrovna rápida y desesperadamente; por fortuna nadie la oyó. Varvara Petrovna hasta retrocedió un paso, y con penetrantes ojos miró a la enloquecida muchacha. Aquella mirada lo decidió todo: resolvió llevarse consigo, como fuera, a Liza. —Es necesario poner término a esto —se le escapó—. Bueno; con mucho gusto te llevaré, Liza —e inmediatamente añadió en voz alta—: Naturalmente, suponiendo que lulia Mijaílovna quiera dejarte —volvióse a la gobernadora con franco aspecto e ingenua dignidad. —Oh! Sin duda que no quiero privarle de ese gusto, tanto más cuanto que yo misma... -dijo Julia Mijaílovna de pronto con pasmosa amabilidad—. Yo misma... sé muy bien la cabecita fantástica terca, que nos han confiado —Julia Mijaílovna sonrióse de un modo seductor. —Se lo agradezco extraordinariamente -dijo Varvara Petrovna con un cortés y digno saludo. —Y a mí me resulta tanto más agradable —continuó su charla Julia Mijaílovna casi con entusiasmo, poniéndose hasta colorada de grata emoción—, cuanto que, aparte la satisfacción de estar con usted, a Liza la seduce ahora un sentimiento tan hermoso, tan, puede llamársele así, elevado. de compasión... —miró a la “desdichada”—, y... y en el mismo pórtico... del templo... —Tal sentimiento la honra a usted —aprobó Varvara Petrovna majestuosamente. Julia Mijaílovna tendióle efusivamente su mano, y Varvara Petrovna, con toda solicitud, le alargó la suya. La general impresión fue magnífica; las caras de algunos de los circunstantes resplandecieron de satisfacción, y hubo algunas sonrisas oportunas y obsequiosas. ILIJ FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

En una palabra: que toda la ciudad vio de pronto claro que lulia lovna no había desatendido hasta entonces a Varvara Petrovna ni deja visitarla, sino que, por el contrario, la propia Varvara Petrovna era 1 “tenía a raya” a lulia Mijaílovna, hasta el extremo de que ésta se 1 apresurado a visitarla, a estar segura de que aquélla habría de recibi prestigio de Varvara Petrovna rayó en lo extraordinario. —Suba usted, rica —instóle Varvara Petrovna a mademoiselle L kina, ante el coche que se había acercado; la “desdichada” corrió mu tenta a la portezuela, que mantenía abierta un lacayo. —Cómo! ¡Cojea usted!... —exclamó Varvara Petrovna, complet te asustada, y palideció. (Todos lo notaron, pero no lo comprendieron, El coche arrancó. La casa de Varvara Petrovna estaba muy cerca catedral. Liza contóme después que la Lebíadkina no había dejado ‘ de un modo histérico durante los tres minutos del trayecto y que ‘ Petrovna iba “como sumida en un sueño

magnético”, según la person: presión de Liza. CAPÍTULO V

LA ASTUTÍSIMA SERPIENTE 1 Varvara Petrovna tiró de la campanilla y se dejó caer en un sillón junt ventana. —Siéntese usted aquí, rica —instóle a Maria Timoféyevna, indicé un sitio en medio de la habitación, junto a la gran mesa redonda—. S Trofimovich, ¿qué tal? Pero miren a esta mujer; ¿quién es? —Yo..., yo... —balbuceó Stepán Trofimovich. Pero se presentó un criado. —iUna tacita de café ahora mismo, cuanto antes! ¡No despidan e che! —Mais chére et excellente amie, dans quelle inquietude... —exc con voz conciliadora Stepán Trofimovich. —Ah, en francés, en francés! ¡A la vista salta en seguida que per ce a la más alta sociedad! —dijo, batiendo palmas, Maria Timoféyevna deleite, disponiéndose a escuchar aquel diálogo en francés. Varvara - na la miró casi asustada. Todos callábamos y aguardábamos algún desenlace. Schátov no 1 alzado la cabeza, y Stepán Trofimovich estaba consternado, cual si fue culpable de todo; el sudor le corría por las sienes. Yo miré a Liza (r sentada en un pico, casi en fila, con Schátov). Su mirada iba penetran Varvara Petrovna a la cojita, y viceversa; en sus labios se contraía una risa, pero nada buena. A Varvara Petrovna no se le escapaba esa soflr a todo esto, Maria Timoféyevna estaba muy divertida; con deleite Y menor confusión contemplaba la magnífica sala de Varvara Petrovna: muebles, tapices, cuadros en las paredes, los viejos frescos del techo, el gran crucifijO de bronce que había en un rincón, la lámpara de china, los álbumes, las chucherías que había sobre la mesa. .__1De modo que estás aquí, Schátuschka! ._exclaflló ella de pronto—. Fíjate, hace tanto tiempo que no te veo, que voy y me digo: si no será él! ¡Cómo es que ha venido! —y prorrumpió en risa jovial. _,Conoces a esta mujer? —interpelóle luego la genera —La conozco —refunfuñó Schátov, que se estremecib en su silla, pero COflti1Ó sentado. _tQué es lo que sabes? ¡A ver, habla en seguida! —Pero ¿qué?... —se sonrió con sonrisa superflua, y se turbó—. Ya usted lo está viendo...

_1,Qué es lo que yo veo? ¡Vamos, habla, di algo! —Vive en la misma casa que yo... con su henmno,., Ufl oficial. —,Y qué? Schátov volvió a turbarse. —No vale la pena hablar de ello... murmuró, y decididamente guardó silencio. Hasta se puso colorado por su decisión. —Sin duda que de ti no hay que esperar nada! xc1amó con enojo Varvara Petrovna. Resultábale claro ahora que todos sabían algo, y al mismo tiempo todos tenían temor y eludían contestar sus preguntas, deseosos de ocultarle alguna cosa. Entró un lacayo y llevóle en una bandej ita de plata la tacita de café que había pedido; pero en seguida, por indicación suya, dirigióse a Maria Timoféyevna: —Usted, rica, estaba arrecida hace un momento; beba el café aprisa y caliéntese —Merci —dijo Maria Timoféyevna tomando la taza, y de pronto echó- se a reír de sí misma por haberle dicho merci al criado. Pero al encontrarSe con la ceñuda mirada de Varvara Petrovna llenóse de timidez y dejó la taza encima de la mesa. —Tiíta, no estará usted enfadada, ¿eh? _inquirió cOfl cierta aturdida gracia. —Qué. . . é. . .é? —exclamó Varvara Petrovna incorporándose en su asiento—. ¿Soy yo tiíta tuya? ¿Qué es lo que se habrá figurado? Maria Timoféyevna, que no se esperaba semejante enojo, se echó a temblar de modo convulsivo, cual si le diese un ataque, y se dejó caer sobre el respaldo de la silla. —Yo..., yo pensaba que debía llamarla así _balbuceó, mirando con tamaños ojos a Varvara Petrovna—. Como así la llamaba a usted Liza. —Además, qué es eso de Liza? uiero decir esta señorita c indicó con un dedito a Lizaveta Niko láyevna —d.,De modo que ya la trata usted de Liza a secas?

rtUK M. VOSJOJEV5KI

LOS DEMONIOS

—Usted misma la llamó así antes —dijo Maria Timoféyevna enw”tonándose un poco—. Pero sólo en sueños he visto yo semejante b —y se echó a reír como sin querer. Varvara Petrovna recapacitó y se tranquilizó un tanto; hasta se s al oír las últimas palabras de Maria Timoféyevna. Aquélla, que cogió vuelo la sonrisa, levantóse del asiento y, cojeando, se dirigió a ella. —Tome usted, se me olvidó devolvérselo no tome a mal mi desate ción —dijo, quitándose de pronto de sobre los hombros el chal negro antes le pusiera Varvara Petrovna. —Vuelva usted a ponérselo en seguida y quédese con él para siempr Retírese y siéntese bébase su taza de café, y, por favor, no tome nada, rica, serénese. Empiezo a comprenderla a usted. —Chére amie... —permitióse empezar de nuevo Stepán Trofimovi —Ah, Stepán Trofimovich, bastante aturrullados estamos ya sin ted!... Déjenos usted en paz por lo menos... Haga el favor, tire de la panilla, de esa que tiene a su lado, la de la doncella. Se hizo un silencio. La mirada de Varvara Petrovna resbaló suspicaz nerviosa por todas nuestras caras. Se presentó Agascha,5° su doncella fi., rita, —Mi pañuelo a cuadros, el que compré en Ginebra. ¿Qué está haciei do Daria Pávlovna? —Está algo indispuesta. —Pues ve y dile que haga el favor de venir. Añade que se lo ruego, e’ carecidamente aunque se halle algo indispuesta. En aquel momento, de los cuartos contiguos llegó cierto desusado r mor de pisadas y voces, parecido al de antes, y de pronto, en el umbraj mostróse, jadeante y “trastornada” Praskovia Ivánovna; Mavrikii Nikolá yevich la llevaba del brazo. —Oh bátiuschka a duras penas he podido llegar! Liza, ¿qué es lo q haces con tu madre? —chilló, desfogando en aquel chillido, según costumi bre de todas las personas débiles, pero muy irritables, con toda la ira q: atesoraba. —/Matuschka Varvara Petrovna, vengo por mi hija! Varvara Petrovna la miró por encima del hombro, levantóse para salir su encuentro y, ocultando apenas su enojo, le dijo. —Buenos días, Praskovia Ivánovna, haz el favor de sentarte. Yo ya S bía que ibas a venir. II Para Praskovia lvánovna no había en esa acogida nada de inesperado. V: vara Petrovna, siempre, desde la misma infancia, había tratado a su antigua COndiscípula de internado de un modo despótico, y aunque so calor d amistad, poco menos que despectivamente. Pero en el caso presente las c cunsta1as eran especiales. En los últimos días, entre ambas familias había sobrevenido una ruptura completa, según ya mencioné de pasada. Las eS de la incipiente ruptura seguían siendo todavía para Varvara Petrovna un misterio y, por tanto, aún más ofensivas; pero lo principal era que Praskovia Ivánovna había acertado en adoptar para con ella una actitud extraordinariamente altiva. Varvara Petrovna, como es natural, estaba indignada, y, entre tanto, habían llegado a sus oídos extraños rumores, que la habían incomodado desmedidamente, sobre todo por su vaguedad. El carácter de Varvara Petrovna era franco y de una diafanidad orgullosa, si es lícito expresarse así. Lo que más la irritaba eran las inculpaciones secretas, solapadas, y siempre prefería la guerra franca. Fuese de ello lo que se quisiera, ya hacía cinco días que no se veían ambas señoras. La última visita había corrido a cargo de Varvara Petrovna, la cual salió de casa “de las Drózdoves” ofendida y mortificada. Sin temor a equivocarme, puedo decir que Praskovia Ivánovna había adquirido ya la ingenua convicción de que Varvara Petrovna estaba obligada a temblar ante ella; veíase claro en toda la expresión de su rostro. Pero también era visible que se apoderaba de Varvara Petrovna el demonio del más arrogante orgullo cuando por algún concepto podía sospechar que la consideraban humillada. Praskovia Pávlovna, lo mismo que tantas personas débiles de carácter, que consienten durante largo tiempo que las ofendan sin protestar, distinguíase por la extraordinaria vehemencia del ataque en cuanto las cosas tomaban un giro favorable para ella. Verdaderamente estaba ahora enferma, y con la enfermedad, siempre se volvía más irritante. Añadiré, finalmente, que todos nosotros, los que nos encontrábamos en la sala, no podíamos amilanar gran cosa con nuestra presencia a las dos amigas de la infancia de sobrevenir entre ellas una reyerta; nos consideraban como a gente suya, y poco menos que súbditos. Yo no podía pensar en ello sin pánico. Stepán Trofimovich, que estaba en pie desde la llegada de Varvara Petrovna, dejóse caer en una silla al oír aquel chillido de Praskovia Ivánovna, y con desolación buscó mi mirada. Schátov se revolvió en su asiento, rezongando algo para sí. A mí parecíame que quería levantarse e irse. Liza se levantó, pero en seguida volvió a dejarse caer en su silla, sin siquiera conceder larga atención al chillido de su madre, pero no por su “terco carácter”, sino porque era visible que se hallaba bajo el poder de otra impresión poderosa. Miraba ahora al vacío, ensimismada, y hasta a Maria Timoféyevna dejó de prestarle la atención de antes. III —Oh! ¡Aquí! —dijo Praskovia Ivánovna, indicando un sillón junto a la mesa y dejándose caer en él pesadamente con ayuda de Mavrikii Nikoláyevich—. No me sentaría en su casa, mátuschka, si no fuera por mis piernas! —añadió con desgarrado acento.

50 Diminutivo de Agafia (gata).

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Varvara Petrovna alzó un poco la frente; con aire de enferma llevç los dedos de la mano derecha a la sien del mismo lado, en la que era de sentía un vivo dolor (tic douloUreUX). —Pero ¿qué es lo que te pasa, Pruskovja Ivánovna, por qué no 1. de sentarte en mi casa? De tu difunto marido gocé yo toda su vida la L. tad sincera, y nosotras dos, de niñas, eo la pensión, hemos jugsdo a las ti ñecas. Praskovia Ivánovna hizo un gesto con las manos. —Ya me lo figuraba’ Siempre salles hablando de la pensi5n cuando dispones a reprocharme algo...; es tu recurso. Pero para mí todD eso es . toria. Ya me fastidia eso de la pensión. —Por lo visto, has venido ya en unia disposición de espíriti harto n:. ¿cómo sigues de las piernas? Voy a decir que te traigan café; tómalo y ti te enfades. —Mátuschka, Varvara petrovna, túí me tratas lo mismo qu a una n, pequeña. No quiero café, vaya! Y, malhumorada, rechazó con la imano el servicio de café que le l un criado. (El café, por lo demás, también lo rechazaron otros exceptuá donos a Mavrikii Nikoláyevich y a mí.) Stepán Trofimovich lo aceptó, r: lo dejó encima de la mesa. Maria Tim(oféyevna tenía muchas sanas de t mar otra tacita, y hasta había alargado ya la mano, pero luego Eecapacitó 1 lo rechazó dignamente, muy satisfecha Ipor ello de sí misma. Varvara Petrovna esbozó una sonrisa crispada. —tSabes una cosa, Praskovia Ivárnovna, amiga mía? Pues que segur mente cuando has venido aquí es porqiue te has imaginado no sé qué. 1 siempre has vivido de imaginaciones. Tc has enfadado por lo qie te dije la pensión; pero ¿te acuerdas cómo ibas y le asegurabas a toda [a clase ç: estabas pedida en matrimonio por el hús;ar Scháblikin, y cómo nademoiseh Lefeburé te hizo confesar que era menitira? Pero tú no mentía, sino q sencillamente, te habías imaginado todo eso para halagarte. Vimos a habla: ¿qué te pasa ahora? ¿Qué es lo qi.ie te has imaginado? ¿Par qué e.. disgustada? —Pero tú, en la pensión, te enaimoraste del pope que ms enseña ba la doctrina... ¡De seguro te acordariás, ya que tienes tan btna memoria! ¡Ja, ja, ja! Prorrumpió en una risa sarcástica, seguida de un ataque de ts. —Ah!, no se te ha olvidado lo del pope... —y Varvara etrovna le lanzó una mirada de odio. Su cara se puso verde. Praskovia Iwánovna, de pronto, adojtó un g’ empaque. —Ahora, mátuschka, no estamos para risas; ¿por qué mete a mi en tus escándalos? Ahí tienes lo que he venido a saber. —tEn mis escandalos9 _y Varvara Petrovna se irguio de ponto en su asiento amenazante. —“Mamá”, yo también le ruego que sea más comedida —exclamó de rorito, Lizaveta Nikoláyevna. ‘ _Qué dices? —y la mámascha dispúsose a lanzar otro chillido, pero se detuvo ante la centelleante mirada de su hija. _Cómo es posible, mamá, que hable usted de escándalos? —dijo Liza, poniéndose encamada—. Yo vine aquí de propio impulso, con permiso de lulia Mijaílovna, porque quería conocer la historia de esta desgraciada para poder serle útil. —“La historia de esta desgraciada!” —recalcó Praskovia Ivánovna cOfl maligna sonrisa—. Pero ¿está bien que tú te metas en semejantes “historias”? ¡Ay mátuschka! ¡Ya estamos hartos de tu despotismo! —dijo, encarándose furiosa con Varvara Petrovna— ¡Dicen, no sé si será verdad, que habías impuesto tu ascendiente a toda la ciudad; pero, por lo visto, te ha llegado ya tu hora! Varvara Petrovna se había incorporado en su asiento, recta como una flecha pronto a lanzarse del arco. Durante diez segundos miró severa y fijamente a Praskovia Ivánovna. —Bueno; da gracias a Dios, Praskovia, que todos los presentes son de casa —dijo, por fin, con sombría tranquilidad—. Que has hablado mucho de sobra. —Yo, madre mía, no le temo tanto como otras a la opinión pública; eres tú la que con aire de orgullo tiemblas ante la opinión de los demás. Y en cuanto a que los presentes sean personas de confianza, mejor es también para ti que si fueran extraños. —Pero ¡qué inteligente te has vuelto esta semana! —No es que me haya vuelto inteligente esta semana, sino que esta semana se ha puesto de manifiesto la verdad. —Qué verdad es esa que se ha puesto de manifiesto esta semana? Oye, Praskovia Ivánovna: no me exasperes; explícamelo todo en este mismo instante, te lo ruego por mi honor; ¿qué verdad es esa que se ha puesto de manifiesto y qué quieres tú decir con esas palabras? —Ahí está sentada toda la verdad! —dijo, de pronto, Praskovia Ivánovna, señalando con el dedo a Maria Timoféyevna, con esa desesperada energía que ya no repara en las consecuencias con tal de producir impresión en el momento. Maria Timoféyevna, que había estado todo el tiempo mirándola con alegre curiosidad, echóse a reír jovialmente al ver aquel

dedo extendido hacia ella, y retrepóse, alborozada, en el asiento. —iSeñor Jesucristo!—, ¿es que se han vuelto todos locos? —exclamó Varvara Petrovna, y, palideciendo, reclinóse en el respaldo de la silla. Se había puesto tan pálida, que hasta se produjo cierta alarma. Stepán Trofimovich fue el primero en apresurarse a ayudarla a ella; yo también me acerqué; Liza misma se levantó de su asiento, aunque no se apartó de él; pero la que más se asustó fue la propia Praskovia Ivánovna, la cual lanzó Un chillido, levantóse como pudo, y casi gritó con voz plañidera:

1. 126 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

—jMátuschka, Varvara Petrovna, perdóname mi mala intención. P. ¿no hay quien le traiga un poco de agua? —No gimas, por favor, Praskovia Ivánovna, te lo ruego, y ustedes, s ñores, apártense, hagan el favor; no hace falta el agua! —articuló Va Petrovna, con sus empalidecidos labios, con firmeza, aunque algo quedo. —Mátuschka! —prosiguió Praskovia Ivánovna, un tanto tranquiliz da—. ¡Amiga mía, Varvara Petrovna, yo soy culpable de haber proferi palabras imprudentes; pero es que me han exasperado más que nada L anónimos con los cuales no sé qué gentecillas me odian; y si te los env sen a ti, ya que de ti hablan...; pero yo, mátuschka, tengo una hija. Varvara Petrovna la miraba en silencio, con sus ojos abiertos de par par, y la escuchaba atónita. En aquel instante abrióse sin ruido, en un exmo de la habitación, una puerta de escape, y dejóse ver Daria Pávlovi Detúvose y giró la vista en torno suyo; le impresionó nuestra inquietud. F lo visto no había debido de oír hablar de Maria Timoféyevna, cuya presen cia nadie le había anunciado. Stepán Trofimovich fue el primero en verla hizo un movimiento rápido, púsose colorado, y no sé por qué dijo en alta: “Daria Pávlovna!”, lo que hizo que todas las miradas convergiesen a una en la recién llegada. —Cómo!, pero ¿ésa es su Daría Pávlovna? —exclamó Maria Timof& yevna—. Pues ¡mira, Schátuschka: no se te parece tu hermana en lo r mínimo! ¿Cómo mi hermano a semejante beldad tuvo el descaro de llamai la Dascha la sierva? Daria Pávlovna, entre tanto, habíase acercado a Varvara Petrovna; pe desconcertada por las exclamaciones de Maria Timoféyevna volvióse r damente, y así se quedó ante su silla, fijando en la desequilibrada una 1 e inmóvil mirada. —Siéntate, Dascha —dijo Varvara Petrovna con una calma atroz— más cerca, aquí; sentada y todo, puedes ver a esa mujer. ¿La conoces? —Nunca la he visto hasta ahora —respondió quedo Dascha, y despu de una pausa, añadió—: Debe de ser la hermana enferma de un tal r Lebíadkin.

—Y yo a usted, alma mía, es la primera vez que la veo, aunque l:: ya mucho tiempo que tenía curiosidad por conocerla, porque cada gesto suyo revela su fina educación —exclamó Maria Timoféyevna con admiración —. Pero ¿por qué la vitupera mi lacayo; es posible que usted le h.,.. escamoteado dinero siendo tan bien educada y tan simpática? ¡Porque usted es simpática, simpática, simpática; se lo digo a usted de corazón! — concluyó, entusiasmada, agitando su manecita. —tComprendes tú algo? —preguntóle Varvara Petrovna con digno orgullo. —No comprendo nada.. —tOíste lo del dinero? —Ése es, Seguramente el dinero que yo, a instancias de Nikolai Vsevo1ód0 d, cuando estaba todavía en Suiza, me encargué de entregar al señor Lebíadkin, su hermano Siguió un silencio. _Je encargó entregarlo el mismo Nikolai Vsevolódovich? —Tenías ansias por enviarle ese dinero, trescientos rublos en total, al señor Lebíadkin. Y como ignoraba su dirección, sabiendo únicamente que iba a afincarse en nuestra misma ciudad, me encargó a mí dárselo, en caso de establecerse aquí el señor LebíadkiT —Pues entonces, ¿qué dinero.., le escamoteaste? ¿De qué hablaba esa mujer hace un instante? —De eso ya no sé nada; basta mis oídos había llegado la noticia de que el señor Lebíadkin hablaba por ahí dando a entender como si yo no le hubiera entregado toda la cantidad; pero yo esas palabras no las comprendo. Eran trescientos

rublos, y trescientos rublos le entregué. Daria Pávlovna parecía completamente tranquila ya. Y, en general, observaré qué dificil le habría sido a cualquiera desconcertar y aturrullar por largo rato a aquella joven..., sintiese lo que sintiese en su interior. Profería ahora todas sus contestaciones Siri atropellarse; respondía-en el acto a todas las preguntas con exactitud, serenidad y justeza, sin la menor huella de su primera súbita emoción y sin el menor desconcierto que pudiera certificar que se confesaba en algo culpable. La mirada de Varvara Petrovna no se apartaba de ella en tanto hablaba. Por un instante Varvara Petrovna recapacitó: —Sí —dijo, finalmente, con firmeza, y dirigiéndose manifiestamente a los espectadores, aunque mirando tan sólo a Dascha—, si Nikolai Vsevolódovich no se dirigió a mí para darme ese encargo, sino que te lo hizo a ti, sin duda tendría sus razones para conducirse de ese modo. No me creo con derecho a curiosear en cosas de las que hacen para mí un secreto. Pero ya el solo hecho de que tú hayas tomado parte en este asunto me tranquiliza, sábelo, Daria, ante todo. Pero mira, amiga mía: tú hasta con la conciencia limpia has podido, por tu ignoradia del mundo, cometer alguna imprudencia; y ya incurriste en ella al rio tener ninguna clase de trato con un villano así. Los rumores propalados por ese tunante confirman tu yerro. Pero yo me enteraré bien de todo, y como madrina tuya que soy, sabré velar por ti. Pero ahora es preciso acabar. —Lo mejor de todo será que cuando el venga a verla —dijo de pronto Maria Timoféyevna, saltando de su asiento— lo manden con los lacayos. Que se ponga allí en el cuarto de ellos a jugar a las cartas, mientras nosotras tomamos aquí café. Una taflta de café se le puede enviar, pero yo lo desprecio profundamente. Y sacudió expresivamente ¡a cabeza. —Es preciso acabar _repltl0 Varvara Petrovna, después de escuchar atentamente a Maria TimoféyC0’ Le ruego a usted haga el favor de tocar el timbre, Stepán TrofimoV’

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tado. Stepán Trofímovich tocó el timbre, y de pronto se adelantó todo —Sí..., sí... —balbuceó con vehemencia, poniéndose colorado, niéndose y tartamudeando—. Si yo también me he enterado de esa r nante historia, o, mejor dicho, calumnia,.., con la mayor indignación. fin c ‘est un homme perdu el

quelque chose comme un forçat évadé... Se detuvo y no acabó; Varvara Petrovna, fruncido el ceño, lo mirab, pies a cabeza. Entró el muy solemne Aléksieyj Yegórovjch. —El coche —ordenó Varvara Petrovna—, y tú, Aléksieyi Yegóro dispónte a llevar a la señora Lebíadkin a su casa, a donde ella te indiqu —El señor Lebíadkin lleva algún tiempo abajo, aguardando, y con cha insistencia pide ser recibido. —Es imposible, Varvara Petrovna —saltó de pronto, inquieto, Ma Nikoláyevich, que había estado callado todo el tiempo —. Con su perii se trata de un hombre al que no es posible admitir en sociedad; es.,., e. es un hombre imposible, Varvara Petrovna. —Que espere —dijo Varvara Petrovna dirigiéndose a Aléksieyi rovich, el cual desapareció. —C ‘est un homme maihonnéte el fe crois méme que c ‘esi un évadé ou quelque chose dans ce genre —volvió a balbucir Stepán Trc vich, poniéndose otra vez encarnado y aturrullándose, —Liza, es tiempo de irnos —exclamó Praskovia Ivánovna malhum da y levantándose de su asiento. Por lo visto, le pesaba haberse puestc malas antes, bajo la impresión de un susto. Cuando hablaba Daria Pávlo la escuchaba ella con una mueca altiva en los labios. Pero lo que más impresionó a mí fue el aspecto de Lizaveta Nikoláyevna al tiempo de c•’ Daria Pávlovna. Sus ojos centellearon de odio y desprecio, ya harto ma simulados. —Espera un minuto, Praskovia lvánovna, te lo ruego —detúvola ‘ vara Petrovna, siempre con la misma extraordinaria serenidad—. Haz el vor, siéntate, que tengo intención de contarlo todo, y a ti te duelen las nas. Así, te lo agradezco. Antes me enajené y te dije algunas f intolerables. Haz el favor, perdóname; obré estúpidamente, soy la p. en confesarlo, porque en todo me gusta la justicia. Cierto que tú, perdk también los estribos, hablaste de unos anónimos. Todo anónimo es digno desprecio por el solo hecho de no venir firmado. Si piensas de otro r.. no te envidio. En todo caso, yo, en tu lugar, no guardaría esa basura L. bolsillo, no me mancharía con ella. Pero tú te has manchado. Pero ya has empezado tú misma, te diré que yo también he recibido hace seis un anónimo, una carta grotesca. En ella no sé qué bribón me aseguraba Nikolai Vsevolódovich se había vuelto loco y que debía ponerme en g dia contra cierta mujer coja, la cual “estaba llamada a desempeñar en i destino un gran papel”, recuerdo la expresión. Después de recapacitar, y s biendo que Nikolai Vsevolódovich tiene muchos enemigos, inmediatamen mandé por un hombre de aquí enemigo suyo en secreto, y el más rencoro

y despreciable de todos sus enemigos; y hablando con él, en un momento descubrí con asombro la innoble procedencia del anónimo. Si también a ti, pobre Praskovia Ivánovna, te han molestado “por mi culpa” con semejantes despreciables anónimos, y con ellos, según tú misma has dicho, te “asedian”, yo soy la primera en lamentar haber sido causa inocente de ello. Ahí tienes todo lo que quería decirte a título de explicación. Con pesar veo que tú estás ahora cansada y fuera de ti. Además, yo he resuelto, sin más pérdida de tiempo, “dejar pasar” ahora mismo a ese hombre sospechoso, del que Mavrikii Nikoláyevich dijo, con frase impropia, que es imposible “recibirlo”. Sobre todo, Liza no tiene nada que hacer aquí. Ven acá, Liza, amiga mía, y deja que te dé otro beso. Liza atravesó la habitación, y en silencio se detuvo ante Varvara Petrovna. Esta la besó, la cogió de la mano, la apartó un poco de sí, miróla Con sentimiento y, después, santiguóla y volvió a besarla. —Bueno, adiós, Liza —en la voz de Varvara Petrovna vibraban lágrimas—. Ten la seguridad de que nunca dejaré de quererte, sea la que fuere la suerte que te depare el destino... Dios sea contigo. Yo siempre bendije Su santa voluntad... Iba a decir algo más, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Liza volvió a su mismo sitio, con el mismo silencio y como ensimismada; pero de pronto se detuvo delante de su madre. —Yo, “mamá”, no me voy todavía, sino que me estaré aquí un poco más con la tiita —dijo con voz serena, pero en sus palabras vibraba una férrea decisión. —Dios mío, ¿qué tienes? —exclamó Praskovia Ivánovna, juntando en gesto de desvalimiento las manos. Pero Liza no le contestó, y hasta pareció como si no la hubiese oído; fue a sentarse en el mismo rincón de antes, y allí se puso como a mirar al vacio. Algo de triunfal y arrogante brillaba en el rostro de Varvara Petrovna. —Mavrikii Nikoláyevich, tengo que pedirle un gran favor; tenga la bondad de ir a buscar abajo a ese hombre, y si hay alguna posibilidad de “dejarlo pasar”, tráigaselo. Mavrikii Nikoláyevich hizo una reverencia y salió. Un minuto después estaba de vuelta con el señor Lebíadkin. IV Ya dije algo del aspecto exterior de aquel individuo: alto, pelirrufo, recio, de unos cuarenta años, con una cara barrosa, algo abotagada y lacia, carrillos que le temblaban a cada movimiento que hacía con la cabeza, unos ojillos pequeñines, inyectados en sangre, de un mirar harto ladino a veces, bigote y patillas, y una nuez gruesa y prominente, que hacía bastante mal efecto. Pero lo que más chocaba en él era que se presentaba de frac y vestido de limpio. Hay individuos a los que les va mal hasta la ropa limpia, como decía en cierta ocasión Liputin replicando a la ruidosa recriminación que le hiciera Stepán Trofimovich por su desaseo. Llevaba también el capi

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tán sus guantes negros, de los que el derecho, todavía sin calzar, tenía er mano, y el izquierdo, que le estaba muy ajustado y no acababa de entri del todo, cubría la mitad de su gruesa mano izquierda, en la que sostenía sombrero de copa, de reluciente pelambre, y que era la primera vez que ponía. Resultaba, pues, que el “frac del amor” de que le hablara, a Schí existía realmente. Todo esto, es decir, el frac y la ropa limpia, hubo de quirirlos (según supe después) por consejo de Liputin, con miras a no qué misteriosos fines. No había duda que si había venido ahora (en un che de punto) había sido también por consejo de tercera persona y contaj con la ayuda de alguien, que él solo no habría acertado a vestirse, prepa se y decidirse en unos tres cuartos de hora, aun suponiendo que hubiese bido la escena que se había desarrollado en el pórtico de la catedral. No taba borracho, pero sí en el estado de la pesadez, tristeza y turbiedad de hombre que despierta de pronto después de muchos días de juerga. Pare que sería bastante sacudirle un par de veces por los hombros para que y viese a estar borracho. Entró impetuoso en el salón; pero de pronto tropezó en la puerta con alfombra, Maria Timoféyevna por poco se muere de risa. El le lanzó i mirada de fiera, y, de pronto, dio algunos pasos rápidos hacia Varvara trovna. —He venido, señora... —gritó como si tocara una trompeta. —Haga el favor, caballero —Varvara Petrovna se incorporó en asiento—, de ocupar esa silla. Le escucharé a usted de igual modo de ahí, y así podré, además, verle mejor. El capitán se detuvo, con la estúpida mirada perdida en el vacío; pe no obstante, dio media vuelta y fue a sentarse en el sitio indicado, junto a puerta. Una gran desconfianza de sí mismo, y al mismo tiempo insolenci cierta nerviosidad constante, traslucíanse en la expresión de su fisonorn Tenía un miedo horrible, eso saltaba a la vista; pero sufría también su am propio, y podíase adivinar que, por efecto de su amor propio irritado, capaz de decidirse, no obstante todo su miedo, a cualquier insolencia, lle do el caso. Temblaba a ojos vistas a cada movimiento de su cuerpo. Sabi es que el mayor sufrimiento de semejantes individuos, cuando por cualqu rara circunstancia se encuentran entre la buena sociedad, se lo causan s propias manos y la imposibilidad reconocida de hacer algo decoroso c ellas. El capitán se quedó sin moverse en su silla, con el sombrero y 1 guantes en las manos, y no apartaba su estúpida mirada de la cara de V vara Petrovna. Es posible que quisiese él mirar más atentamente en tori suyo, pero hasta entonces no se había decidido. Maria Timoféyevna, pr bablemente, encontrando su figura terriblemente ridícula, se echó a reír nuevo; pero él no se inmutó. Varvara Petrovna lo tuvo todo un minuto, ir placableniente largo, en aquella situación, mirándolo despiadada. —En primer lugar, sírvase usted decirnos su nombre —dijo tranquila expresivamente.

..__Capitán Lebíadkin —contestó con voz tonante—. He venido, señora. • _y volvió a rebullirse en el asiento. —Haga el favor! —y Varvara Petrovna volvió a atajarle—. Esta pobre criatura, que tanto me ha interesado, ¿es, efectivamente, hermana suya? —Mi hermana, sí, señora, que burló mi vigilancia, porque se encuentra en un estado... Se detuvo y se puso encarnado. —Entienda usted bien, señora —se aturrulló enormemente—. Un hermano no debe mancillar.. - Eso de en un estado no quiere decir en un estado... de reputación puesta en tela de juicio... en los últimos tiempos... De pronto se detuvo. —1Caballero! —y Varvara Petrovna alzó la frente. —Vea usted en qué estado se halla! —concluyó él inesperadamente, llevándose a la frente un dedo. Siguió un silencio. —Y ¿hace mucho tiempo que está así? —dijo Varvara Petrovna recalcando un poco las palabras. —Señora, yo he venido a darle a usted las gracias por la generosidad a la rusa, fraternal, que mostró usted en el pórtico.. - —Fraternal? —Es decir, fraternal, no, sino únicamente en el sentido de que yo soy hermano de mi hermana, señora, y crea usted, señora —se precipitó y volvió a ponerse encarnado—, que no estoy tan mal educado como puedo parecer a primera vista, sin más ni más, en su salón. Mi hermana y yo no somos nada, señora, comparados con el lujo que aquí vemos. Tenemos, además, calumniadores. Pero de su reputación está orgulloso Lebíadkin, señora, y..., y... he venido a darle gracias.. - ¡Aquí está el dinero, señora! Al decir esto, sacó del bolsillo una cartera, extrajo de ella un fajo de billetes pequeños y se puso a contarlos con sus dedos temblones en un arrechucho de impaciencia. Era de ver que quería cuanto antes explicar algo, y hasta era muy preciso; pero seguramente, comprendiendo él mismo que el manipuleo con el dinero en la mano le comunicaba un aspecto todavía más estúpido, acabó de perder el aplomo; no terminaba de contar el dinero, los dedos se le engarabitaban, y, para colmo de vergüenza, un billetito verde se le voló de la cartera y fue a caer, haciendo zigzags, en la alfombra. —Veinte rublos, señora —se levantó de pronto con el fajo de billetes en la mano y el rostro bañado en sudor de tanto apuro; al reparar en el billetito que había caído sobre la alfombra, se agachó un poco para recogerlo, pero después le dio vergüenza e hizo un gesto en el aire con la mano. —Llame usted a sus gentes, señora; a un criado, que se lo lleve; para que se acuerde de Lebíadkin. —Nunca lo permitiré —declaró Varvara Petrovna atropelladamente y Con cierto temor. —En ese caso... Se agachó, lo recogió, se puso encarnado y, acercándose de pronto a Varvara Petrovna, le ofreció el dinero contado. DL tUOR Si. VOS lUlbVSlÇj

—tQué es esto? —exclamó aquélla, completamente asustada ya, y ta se apartó un poco en su asiento. Mavrikii Nikoláyevich, Stepán vich y yo nos adelantamos. —Tranqui1ícense ustedes, tranquilícense ustedes, que, gracias a no estoy loco! —nos aseguró a todos, emocionado, el capitán. —No, caballero; usted ha perdido el juicio. —Señora, no es lo que usted se piensa! Yo, sin duda, soy un e insignificante... ¡Oh señora, magníficos son sus aposentos, pero nL.. de Maria la Desconocida, mi hermana, apellidada Lebíadkin, per que por lo pronto llamaremos Maria la Desconocida; por lo pronto, sólo “por lo pronto”, porque Dios no permitirá que así sea siempre! ra, usted le ha dado a ella diez rublos, y ella los tomó, pero por vet “usted”, señora! ¡Oiga usted, señora! De nadie en el mundo habría t dinero esta Maria la Desconocida, que en otro caso se estremecería sepulcro el oficial de Estado Mayor, su abuelo, muerto en el Cáucas vista del mismo Ermólov; pero a usted, señora, a usted se le acepta t Pero con una mano toma y con la otra le da sus veinte rublos en conce de aportación para uno de los comités de Beneficencia de que usted, ñora, es miembro..., ya que usted misma publicó en las Noticias Mosc tas que usted tiene la lista de suscriptores, en la que puede apuntarse el que quiera... El capitán calló de pronto; respiraba dificultosamente, cual - una ardua hazaña. Todo aquello relativo a los comités de Beneficenci llevaba probablemente preparado de antemano, también bajo la inspira de Liputin. Sudaba a más y mejor; literalmente, corríanle por las goterones de sudor. Varvara Petrovna lo contemplaba con ojos penetran —Esa lista —dijo severamente— está siempre abajo, en la portería; que allí puede usted suscribirse con su aportación, silo desea. Yo le ruego guarde ahora su dinero y no lo agite así en el aire. Eso es. Le ruego bién vuelva a ocupar su sitio de antes. Eso es. Siento mucho, caballero, berme equivocado respecto a su hermana y tomádola por una pobre, s así que es tan rica. Sólo una cosa no comprendo: por qué de mí sola p ella aceptar algo y nada en absoluto de otros. Usted lo recalcó tanto, necesito, sin más dilación, me dé una explicación sobre ello. —Señora, ése es un secreto que me he de llevar a la tumba! —resi dió el capitán. —,Por qué? —inquirió Varvara Petrovna con voz ya algo insegura. — Señora, señora!... Guardó un silencio sombrío, fijó la vista en el suelo y se llevó la r derecha al corazón. Varvara Petrovna aguardaba sin quitarle ojo. —Señora —exclamó de pronto—, ¿me permite usted hacerle una gunta, una sola, pero franca, directa, a la rusa, con el alma?

—Hágala. —Ha sufrido usted, señora, alguna vez en la vida? _Usted quiere decir, sencillamente, que ha sufrido o está sufriendo por culPa de alguien. — Señora, señora! —y volvió a dar un brinco en su asiento, probablei11e te sin advertirlo y golpeándose el pecho—. ¡Aquí, en este corazón, bullen tantas, tantas cosas, que ha de asombrarse el mismo Dios al abrirlo el día del Juicio! _Hum! Eso es mucho decir. —Señora, es posible que me exprese con nerviosidad... —No se apure, ya sabré yo cuándo hay que atajarle. _i,Puedo hacerle a usted aún otra pregunta, señora? —Hágala. —i,Es posible morir únicamente por nobleza de alma? —No sé; nunca me formulé pregunta semejante. no sabe usted! ¡Que no se formuló nunca semejante pregunta! _exclamó con patética ironía—. Pues si es así, si es así... ¡Calla, corazón sin esperanza! Y aporreóse el pecho frenéticamente. Ya había vuelto a andar por la habitación. Es característica de estos individuos la absoluta incapacidad para reprimir sus deseos; por el contrario, el incontenible anhelo inmediatamente lo traslucen, con toda franqueza, en cuanto lo conciben. Cuando no se encuentran en su ambiente, esos sujetos suelen empezar con timidez; pero ceded ante ellos un pelo solamente, y en seguida se propasarán a insolencias. El capitán se había ya acalorado, iba y venía, manoteaba, no atendía a las preguntas y hablaba de sí mismo tan atropelladamente, que a veces se le trababa la lengua, y sin terminar la frase pasaba a otra. A decir verdad, no estaba muy despejado: encontrábase allí también Lizaveta Nikoláyevna, a la que no había mirado ni una sola vez, pero cuya sola presencia, al parecer, lo mareaba. Por lo demás, todas éstas son suposiciones. Había también una razón para que Varvara Petrovna, venciendo su repugnancia, se hubiese decidido a escuchar a tal hombre. Praskovia Ivánovna estaba, sencillamente, muerta de miedo, aunque en verdad no comprendía en absoluto de qué se trataba. Stepán Trofimovich también temblaba, pero por todo lo contrario, por comprenderlo demasiado bien. Mavrikii Nikoláyevich estaba en pie, en la actitud de nuestro general defensor. Liza se había puesto algo pálida, y con los ojos muy abiertos contemplaba de hito en hito al fogoso capitán. Schátov seguía en la misma actitud, Pero lo más extraño de todo era que Maria Timoféyevna no sólo había dejado de reírse, sino que se había puesto espantosamente triste. Había apoyado el codo derecho en la mesa, y con larga, mustia mirada, seguía la declamaC1Ó de su hermano. Sólo Daria Pávlovna parecíame a mí tranquila. —Todo eso son absurdas alegorías —dijo, enojada, por fin, Varvara Petrovna_. Usted no ha contestado todavía a mi pregunta: “,Por qué?” Yo Sigo aguardando la respuesta. LOS ULMUINIUS 1 J’

—tQue no he contestado a su “por qué”? ¿Que está usted aguardan mi contestación a su “por qué”? —dijo el capitán, guiñando el ojo—. - palabrillas de “por qué” se hallan difundidas por todo el Universo desde primer día de su creación, señora, y la Naturaleza toda, a cada instante, grita a su Creador: “,Por qué?”, y hace siete mil años que no obtiene testación. ¿Es justo que precisamente el capitán Lebíadkin vaya a contesi eso, señora? —Todo eso es absurdo, y nada más! —y Varvara Petrovna se cneo] rizó y perdió la paciencia—. Son solamente alegorías; y, además, se pern te usted hablar con demasiado calor, lo que yo, caballero, considero una solencia. —Señora —prosiguió, sin escucharla, el capitán—, yo puede que siera llamarme Ernest, y, sin embargo, me veo obligado a llevar el ordini nombre de Ignat. Porque ¿qué piensa usted? Yo quisiera llaniarme prínci de Montbar, y, sin embargo, no soy más que Lebíadkin, sin más arreqi ves... ¿Por qué? Yo soy poeta, señora, poeta de alma, y podría recibir mi rublos de un editor, y, sin embargo, me veo obligado a vivir en un cuchitm ¿Por qué, por qué? ¡Señora! ¡A mi juicio, Rusia es un capricho de la I raleza, y nada más! —Usted, decididamente, ¿no puede decir nada más concreto? —Yo puedo leerle a usted un poema: La cucaracha, señora. —,La qué.. .é. . —]Señora, yo todavía no estoy loco! Llegaré a estarlo; lo estaré, s ramente; pero ¡todavía no lo estoy! Señora, un amigo mío..., una per: no.. .bi. . .lí. . si.. ma, escribió una fábula a lo Krilov, titulada La cucarp ¿puedo leérsela a usted? —tQuiere usted leernos alguna fábula de Krilov? —No, no quiero leer ninguna fábula de Krilov, sino una fábula u propia, obra mía. Crea usted también, señora, sin ánimo de ofender, . tampoco estoy tan mal educado ni pervertido que no comprenda que Rusi posee un gran fabulista en Krilov, al que el ministro de Instrucción Públic ha hecho erigir un monumento en el jardín de Verano, alrededor del e” juegan los niños. Pero, usted me preguntaba, señora: ¿por qué? La cc tación va en el fondo de esta fábula, escrita con letras de fuego. —Lea usted su fábula. Érase una cucaracha infantil que hubo de caerse en un jarro

de los que suelen usar a cazar moscas destinados.

—Señor, ¿qué es eso? —exclamó Varvara Petrovna. —Quiere decir que era verano —atropellóse el capitán, gesticulan con la nerviosa impaciencia del actor al que le impiden declamar—, y Cu do en verano las moscas suben por los vasos, se pone en ellos un cebo r matarlas; el más tonto lo entiende; no me interrumpan ustedes, no me u.... rrumpan; ya verán, ya verán... (no hacía más que mover las manos). Su sitio ocupó la cucaracha; las moscas, el grito alzaron: “Ya está nuestro vaso harto lleno a Júpiter le clamaron. Pero en tanto alzaban sus voces, acercóse Niktfor, un no.. .bi. .11.. .simo anciano...

Todavía no está terminado del todo, pero es igual —farfulló el capitán—. Nikifor coge el vaso y, a pesar del griterío, vierte en la letrina toda la comida, moscas y cucaracha, todo junto, cosa que ya se debía haber hecho hace tiempo. Pero fijese usted, fijese usted, señora: la cucaracha no rechista. Ahí tiene usted la respuesta a su “por qué” —exclamó triunfalmente—. ¡La cu. . ca.. .ra. . .cha no rechista! Por lo que se refiere a Nikifor, representa a la Naturaleza —añadió atropelladamente, y muy ufano, púsose a dar vueltas por la habitación. Varvara Petrovna estaba terriblemente enojada. —Pero ¿por qué dineros, permítame usted que le pregunte, que a usted le enviara Nikolai Vsevolódovich y que usted no recibiera, se atreve usted a acusar a una persona que pertenece a mi casa? —]Una calumnia! —vociferó Lebíadkin, alzando trágicamente la dies;tra. —No, no es una calumnia. —Señora, hay circunstancias que obligan a soportar más bien el oprobio de la familia antes que proclamar en voz alta la verdad. ¡No se irá de la lengua Lebíadkin, señora! Estaba como ciego; poseíale la inspiración; sentía su importancia; se imaginaba seguramente algo. Quería ya ofender, ya mancillar en alguna forma, demostrar su poder. —Lebíadkin es muy listo, señora —y guiñó los ojos con repulsiva sonrisa—, pero tiene su lado flaco: tiene un escape abierto a las pasiones. Y ese escape... es la vieja botella del húsar cantada por Denis Davídov. Cuando se encuentra en ese escape, señora, suele ocurrir que se ponga a escribir cartas en versos magníficos..., pero que luego querría recoger a costa de las lágrimas de toda su vida, porque deslustra el sentimiento de lo bello. Pero ¡luego que voló el pájaro, no lo cogerás por la cola! Pues ahí, en ese escape, señora, Lebíadkin puede irse de la lengua hasta respecto a una noble señorita, so color de noble indignación de un alma mortificada por las ofensas, cosa de la que se han aprovechado sus calumniadores. Pero Lebíadkin es liisto, señora. Y en vano se cierne sobre él un lobo maligno y le echa a beber a cada instante, esperando el final; no se irá de la lengua Lebíadkin, y en el fondo de la botella, en vez de lo esperado, siempre se manifiesta... la Sagascidad de Lebíadkin. Pero ¡basta, sí, basta! Señora, su suntuosa mansión Podiría pertenecer al más noble personaje; pero la cucaracha no rechista. FiJese usted bien, fijese usted bien, finalmente, en que no rechista, y reconozca su grandeza de alma. i.o FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 137

—Haga usted el favor de tocar el timbre, Stepán Trofimovich — Varvara Petrovna. En aquel instante, abajo, en la portería, oyóse un timbrazo, e inmea tamente acudió, un poco alarmado por el campanillazo de Stepán Tr’ vich, Aléksieyi Yegórovich. El viejo y digno servidor parecía hallarse e estado de agitación extraordinaria. —Nikolai Vsevolódovich se ha servido llegar en este instante, y hacia acá —dijo, en respuesta a la interrogante mirada de Varvara PILJ Yo la recuerdo especialmente en ese momento: primero se puso p pero de pronto sus ojos centellearon. Se irguió en su asiento, con una riencia de energía desusada. Todos también estaban desconcertados. La gada de todo punto inopinada, de Nikolai Vsevolódovich, al que no esperaba hasta dentro de un mes, resultaba extraña, no sólo por - sino también por la fatal coincidencia con el presente instante. Hasta e pitán se quedó parado como un poste en medio del salón, boquiabiert mirando a la puerta con ojos enormemente estúpidos. Y he aquí que en la sala contigua, una habitación grande y espaci sonaron pisadas, que se aproximaban ligeras, unas pisadas menudas, traordinariamente menudas; alguien parecía correr, y de pronto irrumpié la sala.., una persona que no era en modo alguno Nikolai Vsevolódov sino un joven completamente desconocido para todos. y Me permito detenerme y, aunque sólo sea a grandes rasgos, describir a personaje súbitamente aparecido. Era un joven de veintisiete años, aproximadamente; de estatura a más que mediana, con los cabellos rubios, crespos y bastante largos, pt y un bigotillo incipiente, que apenas le apuntaba. Iba bien vestido, y la moda, pero no con elegancia;

parecía a la primera mirada cargado paldas y pesadote, pero no había tal cosa, y hasta resultaba desenvuelt recía un individuo extravagante, y, sin embargo, todos los que allí e mos encontramos después sus modales muy distinguidos y su convers siempre ceñida al asunto. Nadie habría dicho que era feo, pero su cara no le fue a nadie simp ca. Tenía la cabeza alargada hacia la nuca y como aplanada por los L de suerte que resultaba con la cara aguda. La frente, alta y estrecha; las L ciones, menudas; la mirada, buída; la naricilla, pequeña y respingona; 1 labios, largos y finos. La expresión de su cara era literalmente enfermiza pero eso era sólo en apariencia. Un pliegue seco en las mejillas y alreded de los pómulos le daba el aspecto de un convaleciente de grave “‘ dad. Y, sin embargo, estaba perfectamente sano y fuerte; y es más: um’había estado enfermo. Andaba y se movía muy de prisa, pero sin atropellarse. Parecía que fl die era capaz de aturrullarlo: en toda circunstancia, y entre toda clase

gente se mantenía siempre el mismo. Tenía una gran presunción, pero no lo notaba lo más mínimo. Hablaba de prisa, a la carrera; pero, al mismo tiempo, con aplomo y sin rebUSse las palabras en el bolsillo. Sus ideas eran tranquilas, no obstante su apariencia arrebatada, concienzudas y definitivas... Esto se advertía especialmente. Su conversación era de una claridad maravillosa; sus palabras caían como pepitas de oro, justas, fuertes, siempre acopladas y siempre dispuestas al punto.5’ Al principio, esto os agradaba; pero después se os hacía antipático, y precisamente por efecto de la excesiva claridad de su discurso, de aquel caudal de palabras siempre prestas. Empezabais a figuraros que su lengua debía de tener una forma especial, que debía de ser extraordinariamente larga y fina, terriblemente roja y con una punta sumamente aguda, que continua e involuntariamente estaba siempre agitándose. Bueno; pues dicho joven hizo irrupción en la sala, y verdaderamente, a mí aun ahora mismo me parece que venía hablando desde la habitación contigua y que hablando entró en la nuestra. En un momento se plantó delante de Varvara Petrovna. —Imagínese usted, Varvara Petrovna —dijo de un tirón—, que entro y pienso encontrarlo aguardándome desde hace un cuarto de hora; hace ya hora y media que llegó; nos hemos reunido en casa de Kirillov; él se vino, hará media hora, derecho hacia acá, y me mandó que viniese dentro de un cuarto de hora... —Pero ¿quién? ¿Quién le mandó a usted venir? —inquirió Varvara Petrovna. —Pues Nikolai Vsevolódovich. ¿Es que usted verdaderamente se entera en este instante? Pues su equipaje, cuando menos, debe llevar tiempo aquí; ¿cómo no se lo dijeron a usted? Por lo visto, yo soy el primero en anunciárselo. Pero podría enviarse a alguien en su busca, aunque, por lo demás, seguramente no tardará en presentarse, y, según parece, precisamente en un momento que responderá a su expectación y, en cuanto yo puedo juzgar, a su cálculo —aquí paseó los ojos por la habitación, y con especial atención fijólos en el capitán —. Ah, Lizaveta Nikoláyevna, cuánto celebro encontrármela a usted al primer paso; cuánto celebro poder estrechar su mano —fuese en un vuelo hacia ella, para asir la mano que alegremente le tendía, sonriendo, Liza —; y, según lo que veo, la honorabilisima Praskovia Ivánovna no se ha olvidado tampoco de su “profesor”, y hasta no se enfada con él, como siempre se enfadaba en Suiza. Pero, a todo esto, ¿cómo va usted de las piernas, Praskovia Ivánovna? ¿Tenían razón los médicos suizos al aconsejarle en consulta el clima del terruño?... ¿Cómo?... ¿Fomentos? Eso debe de ser muy conveniente. Pero cuánto siento, Varvara Petrovna — dio media vuelta rápida—, no haber tenido ocasión de verla a usted en el extranjero y presentarle personalmente mis respetos, cuando, además, tenía 51 Otras versiones suprimen el símil.

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tantas cosas que comunicarle... Yo le he avisado a mi viejo; pero c lo visto, según su costumbre... —Petruschka! —exclamó Stepán Trofimovjch, saliendo por un i.., te de su estupor; batió palmas y lanzóse hacia su hijo —. Pierre, mo fani!, pero ¡si no te había conocido! —abrazólo fuerte, y lágrimas corrj de sus ojos. —Bueno; no desvaríes, no desvaríes; nada de gestos, ¡ea!; basta, te lo suplico —balbuceó apresuradamente Petruschka, pugnando por z de aquellos brazos. —jYo siempre, siempre fui culpable para contigo! —No, basta; de esto hablaremos después. Ya sabía yo que había decir chocheces. Pero has de ser más discreto, te lo suplico. —Pero ¡si llevaba diez años de no verte!

—Tanta menos razón para efusiones... —Mon enfant! —Bueno; lo creo, creo que me quieres; pero ¡suelta esas manos! ves que molestas a los demás?... ¡Ah, pero ya está aquí Nikolai Vsevol vich!; en fin, no hagas sandeces, te lo ruego. Nikoiai Vsevolódovich efectivamente, estaba ya en la habitación;, bía entrado muy despacio, y un momento se detuvo en el umbral, con piando con serenos ojos la concurrencia. Como cuatro años atrás, cuando por primera vez lo conocí, exact te igual me impresionó ahora a la primera ojeada que le eché. No lo h olvidado lo más mínimo; pero, por lo visto, hay fisonomías que sen todas las veces que se dejan ver, parecen aportar consigo algo nuevo, todavía no lo habíais advertido, aunque las hayáis visto cien veces. S...’ a la vista que era el mismo que hacía cuatro años: la misma distribuci. misma gravedad, el mismo andar reposado de entonces y casi el mismo de joven. Su leve sonrisa era lo mismo de oficialmente afectuosa y lo x mo de engreída; su mirada igualmente severa, pensativa y como abstra En una palabra: que a mí me parecía cual si hubiéramos dejado de verná día anterior. Pero una cosa me chocó: antes, aunque tenía fama de su cara, efectivamente, “asemejaba una máscara”, según la expresiói cierta mala lengua de las señoras de la localidad. Mientras que ahor ahora, no sé por qué, desde la primera mirada, me pareció de una decidida, indiscutible: tanto, que ya nadie habría podido decir que s asemejaba una máscara. Pero ¿se debería eso a que estaba ahora más - que antes y parecía haber adelgazado un poco? ¿O sería que alguna s idea resplandecía ahora en su mirada? —jNikolai Vsevolódovich! —exclamó, irguiéndose toda en su S aunque sin abandonarla, Varvara Petrovna, deteniéndolo con un gesto u rioso—. ¡Deténte un momento! Pero para explicar aquella horrible pregunta que de pronto sucec.. aquel gesto y aquella exclamación —pregunta cuya posibilidad no podía suponer ni aun en labios de la misma Varvara Petrovna—, ruego al H tenga presente que tal era el carácter de Varvara Petrovna, que mantuvo toda su vida, y su extraordinaria decisión en algunos momentos desusados. Le ruego también recapacite que, no obstante su extraordinaria entereza de alma y la considerable dosis de juicio, y hasta, por decirlo así, de sentido práctico y doméstico que poseía, había momentos en su vida en los cuales se entregaba toda, enteramente y, si me permitís la frase, completamente sin freno. Le ruego, finalmente, haga cuenta de que el presente instante, efectivamente, podía ser para ella uno de esos instantes en los que de pronto, como en un foco, se reconcentra toda la esencia de la vida: de todo lo vivido, de todo lo presente y hasta de todo lo futuro. Recordaré también, de pasada, el anónimo que había recibido, y del que hacía poco diera cuenta irritada a Praskovia Ivánovna, callándose, al parecer, lo más principal de su texto, en el que acaso se cifrase la explicación de la posibilidad de la pregunta que ella, de pronto, hubo de dirigirle a su hijo. —Nikolai Vsevolódovich! —repitió, recalcando cada palabra con firme voz, en la que se advertían vibraciones de reto—. ¡Le ruego a usted que me diga ahora mismo, sin moverse de su sitio, si es verdad que esta desgraciada cojita..., ésa, ahí la tiene, mírela, si es verdad que... es su mujer legítima! Recuerdo sobradamente aquel instante; él no pestañeó siquiera, y miró de hito en hito a la madre; ni el más leve cambio operóse en su rostro. Por último, esbozó lentamente una benévola sonrisa, y, sin contestar palabra, acercóse despacito a su mámascha, cogióle la mano, llevósela respetuosamente a los labios y se la besó. Y tan fuerte era su eterno, inquebrantable influjo sobre su madre, que aquélla no se atrevió a retirar la mano. Limitóse a mirarlo, toda inquisitiva, y todo su aspecto decía que un momento más, y no podría sufrir la incertidumbre. Pero él seguía callado. Después de besarle la mano, paseó una vez más la mirada por todo el salón, y, como antes, lentamente, dirigióse hacia Maria Timoféyevna. Dificil sería describir las caras de los circunstantes en ciertos momentos. Yo, por ejemplo, recuerdo que Maria Timoféyevna, toda muerta de susto, levantóse de su asiento y adelantóse hacia él, extendiendo, como en acción de súplica, sus manos; y, al mismo tiempo, recuerdo también el entusiasmo, que casi le demudaba el semblante...; el entusiasmo que dificilmente soportan las personas. Es posible que hubiese ambas cosas, pánico y entusiasmo; pero recuerdo que yo me acerqué rápidamente a ella (me hallaba casi a su lado), pues me pareció que iba a desmayarse. —Usted no puede estar aquí —.díjole Nikolai Vsevolódovich con voz afable, melodiosa, y en sus ojos fulguró una extraordinaria ternura. Estaba ante ella en la más respetuosa actitud, y cada uno de sus movimientos revelaba la estimación más sincera. La cuitada, con un forzado balbuceo, respirando afanosa, murmuróle: —Pero ¿yo puedo..., ahora mismo..., echarme a sus pies de hinojos? —No, eso no es posible en absoluto —díjole él con magnífica sonrisa, que hizo que ella, de pronto, se echase a reír alborozada. Con la misma voz FFDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

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dió: —Piense que es usted soltera, y yo, aunque su amigo más adicto para usted un hombre extraño, que no es su marido, ni su padre, ni su metido. Así que déme usted su mano y véngase; yo la acompañaré ‘‘ coche y, si lo permite, la conduciré a su casa. Le escuchó, y, como pensativa, inclinó la cabeza. —Vamos —dijo, suspirando y dándole la mano. Pero en este instante ocurrió un leve contratiempo. Sin duda debió verse sin precaución, y cayóse sobre su pierna enferma... En una pala que se desplomó toda de costado sobre una silla, y de no haber estado la silla, habría rodado por el suelo. El en seguida la cogió y la sosttj asióla fuerte de la mano, y, con mucha solicitud y tacto, la condujo puerta. Estaba visiblemente contrariada por su caída, confusa; se puso c rada, y daba muestras de un sonrojo tremendo. Mirando en silencio al lo, cojeando mucho, seguiale a él casi colgando de su brazo. Así s” los dos. Liza, pude verlo, levantóse de pronto de la silla, y en tanto ellos, y con mirada fija, los fue siguiendo hasta la misma puerta. Luego silencio, volvió a sentarse; pero en su cara había algo de contracción c pulsiva, cual si hubiera tocado un reptil. En tanto se desarrollaba toda esa escena entre Nikolai Vsevolódovl Maria Timoféyevna, todos habíamos callado, atónitos. A una mosca Ir’ podido oírse; pero no bien hubieron salido ellos, cuando todos romp de pronto a hablar. VI Hablaron, por lo demás, poco, y más que nada lo que hicieron fue pro exclamaciones. Yo he olvidado ahora un poco el orden en que todo aqw se produjo, porque se armó un alboroto. Stepán Trofimovich lanzó r qué exclamación en francés y juntó las manos, pero Varvara Petrovi reparó en él. También balbuceó no sé qué de un modo presuroso y cortado Mavrikii Nikoláyevich. Pero de todos, el que más se exalt Piotr Stepánovich, el cual corrió desolado a Varvara Petrovna, con gestos; pero largo rato estuve sin comprender. Dirigióse también a 1 via Ivánovna y a Lizaveta Nikoláyevna, y hasta acalorándose una vez tóle a su padre...; en una palabra: que daba muchas vueltas por la 1.. ción. Varvara Petrovna, que se había puesto toda colorada, saltó asiento y gritóle a Praskovia Ivánovna: —Has oído, has oído lo que él acaba de decirle aquí? Pero la otra ya ni responder podía, por lo que se limitó a refunfuñar sé qué y a manotear. La pobre tenía sus preocupaciones; a cada palabra vía la cabeza en dirección a Liza y la contemplaba con inconsciente - to; pero en cuanto a levantarse e irse, no se atrevía siquiera a pensarlo, tanto su hija no se levantase. Entre tanto, el capitán seguramente trataba escabullirse. Lo advertí. Estaba poseído de un pánico grande, e induciabl desde el punto y hora que se presentó Nikolai Vscvolódovich; pero piotr Stcpánovich lo Cogió de un brazo y no lo dejó ir. Es indispensable, es indispensable —decíale el joven, con su hablar rotundo, a Varvara Petrovna, a la que seguía tratando de convencer. Estaba plantado ante ella, que había vuelto a sentarse en un sillón; y recuerdo que lo escuchaba ansiosa: hasta tal punto había llegado a apoderarse también de su atención. —Es indispensable. Usted misma ve, Varvara Petrovna, que aquí se trata de un error, y de traza harto rara, y, sin embargo, la cosa está clara como la luz y es sencilla como un dedo. De sobra comprendo que nadie me ha facultado para mediar, y que me pongo en ridículo al hacerlo de por mí. pero, en primer lugar, el propio Nikolai Vsevolódovich no le concede a este asunto la menor importancia, y, por último, hay también casos en los que se resiste un hombre a dar una explicación personal, siendo ineludiblemente necesario que de ello se encargue una tercera persona, a la que le resulte más fácil exponer ciertas manifestaciones delicadas. Créame usted, Varvara petrovna, que Nikolai Vsevolódovich no es culpable en lo más mínimo al no haber contestado a su pregunta de usted, hace un momento, mediante una explicación radical, aunque el asunto es nimio: lo conozco desde Potersburgo. Además, que todo ese cuento le hace honor a Nikolai Vsevolódovich, si es que no hay más remedio que emplear esa vaga palabra de “honor”... —,Quiere usted decir que fue testigo de cierto caso fortuito del que resultó... ese mal entendimiento? —inquirió Varvara Petrovna. —Testigo y actor —apresuróse a afirmar Piotr Stepánovich. —Si mc da usted palabra de que eso no hiere la delicadeza de Nikolai Vsevolódovich en sus sentimientos, que me son conocidos, hacia mí, a la que no le oculta nunca na. . . da... y si está usted seguro de darle con ello una satisfacción... —Desde luego, una satisfacción, y también yo la experimento. Estoy seguro de que él mismo me lo pediría. Bastante extraño resultaba, y fuera de las prácticas corrientes, el insistente empeño de aquel caballerete caído inopinadamente del cielo, de contar anécdotas ajenas. Pero había hecho tragar el anzuelo a Varvara Petrovna, hiriéndola en una fibra harto sensible. Yo ignoraba aún el carácter de aquel individuo en absoluto, y, a mayor abundamiento, sus intenciones. —Lo escuchan a usted con reserva o cautela —anuncióle Varvara Petrovna, que sufría un tanto por su condescendencia. —La cosa es breve. Hasta, si usted quiere, en realidad no es ninguna anecdota —empezó el declamador—. Aunque un novelista desocupado POdna sacar de ella una novela. Una novelita bastante interesante, Praskovia Ivanovna, y estoy convencido de que Lizaveta Nikoláyevna con curiosidad habrá de oírla, porque hay en ella cosas, si no maravillosas, admirables. Hará cinco años, en Petersburgo, Nikolai Vsevolódovich, hubo de conocer a ese caballero..., a ese mismo señor Lebíadkin, que está ahí plantado, con

melodiosa, y hablándole con mimo, como a una criatura, gravemente a 142 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

la boca abierta, y, al parecer, trata de escabuilirse Usted dispense, Vary Petrovna. Yo, por lo demás, no le aconsejo a usted que se escurra, se funcionario retirado de Intendencia (ya ve usted cómo le recuerdo bie Tanto yo como Nikolaj VsevolódoVjch estamos sobradamente enterados todas sus proezas de aquí, de las que, no lo dude, tendrá usted que resp der. Una vez más le ruego me dispense Varvara Petrovna. Nikolai Vse lódovich le llamaba entonces a ese caballero su Falstaf es decir —aci de pronto—, un carácter antiguo burles que, del que todos se ríen y qu todos se les permite se rían de di, con tal que le den dinero. Nikolai Vse lódovich llevaba entonces en Petersburgo una vida, por decirlo así, irónj con otras palabras no puedo definirla, porque en la abyección no llegó é caer, y aun entonces no dejó de ocuparse en algo. Estoy hablando sólo aquel tiempo, Varvara Petrovna Este tal Lebíadkin tenía una hermana, misma hermana que acaba de retirarse de aquí. Ambos hermanitos carec de un rincón propio, y se albergaban en casas ajenas. Él vagaba bajo los cos de Gostinyj Dvor, infaliblemente de uniforme y detenía a los transei tes de mejor aspecto, y lo que recogía..., se lo bebía. Su hermana se mentaba, como los pajarillos, del cielo. Iba a asistir a las casas, y, si menester, servía. Aquella Sodoma era espantosa; yo atenúo el cuadro aquella vida criminal..., una vida que, por su rareza, seducía también tonces a Nikolai Vsevolódovjch Hablo tan sólo de aquel tiempo, Varv Petrovna Y, por lo que se refiere a la “rareza”, es su propia expresión me confía muchas cosas. Mademoisejie Lebíadkjna que por algún tiem iba con mucha frecuencia a ver a Nikolaj Vsevolódovich, estaba prenda de su fisico. Era, por así decirlo, un brillante en el Sucio fondo de su vi Yo comprendo que describo mal los sentimientos; así que pasaré de larg pero en seguida empezaron a burlarse de ella unos malos sujetos, y ella afligió. En general, todo el mundo se reía de ella; pero hasta entonces no había ella notado. La cabeza no la tenía ya en regla; pero entonces, a pei de todo, no estaba como ahora. Hay fundamento para suponer que en su fancia, gracias a alguna protectora, recibiera educación Nikolai Vsevolóe vich no fijaba nunca en ella la menor atención, y, por lo general, poníase jugar a las cartas con una grasienta baraja, puestas de cuatro copecs, a pr férence con unos empleados. Pero una vez que la habían ofendido, él, s preguntar la causa, cogió a uno de aquellos funcionarios por el pescuezo lo tiró a la calle por la ventana de un segundo piso. No hubo indignacj(’ caballeresca alguna en pro de una inocencia ofendida; toda la operació consumóse entre risas, y el que más se reía era el propio Nikolaj Vsevol’ dovich; luego, como todo acabó bien, hicieron las paces y se pusieron a b ber un ponche. Pero la inocencia defendida no olvidó aquello. Naturalme te, concluyó perdiendo definitivamente sus facultades mentales. Repito qi no me doy buena traza para describir lós sentimientos; pero en este caso, 1 principal fueron los ensueños. Pero Nikolai Vsevolódovich, como adred exasperaba todavía más los ensueños; en vez de tomarla a broma, dio eft tratar a mademoise/le Lebíadkina con inopinado respeto. Kirillov, que eçta, LOS DEMONIOS

ba allí (un hombre sumamente original, Varvara Pctrovna, y sumatnefltc raro, al que ya conocerá usted, porque está aquí ahora); bueno, el tal Ki íillOV, que por costumbre se está siempre callado, de pronto, hízole obsenlar, lo recuerdo, a Nikolai Vsevolódovich que estaba tratando a aquella 8ior1ta como a una marquesa, con lo que iba a acabar de trastomarla. Añadiré que Nikolai Vsevolódovich estimaba mucho al tal Kirillov. “UY qué?”, pensara usted. Pues él le respondió: “Usted piensa, señor Kirillov, que yo me burlo de ella; pues rectifique usted, porque yo la estimo de veras, porque ella es mejor que todos nosotros.” Y si viera usted con qué tono tan serio SO lo dijo! A todo esto, en el espacio de aquellos dos o tres meses, él, quitando el “buenos días” y el “adiós”, en realidad, ni hablaba con ella. Yo, que estaba allí, recuerdo muy bien que ella llegó hasta el extremo, al último, de considerarlo algo así como su prometido, que no se atrevía a “raptar únicamente por tener muchos enemigos y obstáculos por parte de la falmlla o alguna otra razón por el estilo. ¡Mucho nos reíamos con todo esot paro la cosa en que cuando a Nikolai Vsevolódovich se le ocurrió por entonces venirse acá, dejó antes dispuesto lo concerniente a su subsistencia, y, al parecer, le señaló una pensión anual considerable, de trescientos rublos, cuando menos, SI no más. En resumen: supongamos que todo esto, por su parte, fuese puro capricho, fantasía de hombre prematuramente estragado; çoflCedamos, por último, como decía Kirillov, que se tratase de un nuevo estudhbo de un hombre desilusionado con el fin de ver hasta dónde podía conduCir a una pobre loca. “Usted —decía-— con toda intención ha elegido a la última de las criaturas, a una impedida, cubierta de eterno oprobio y de golpes; y sabiendo que esa criatura va a morirse de su grotesco amor a usted, de pronto, con toda intención, se pone usted a engañarla, únicamente pof ver lo que de ahí sale.” Pero ¿en qué es tan culpable un hombre de las fafltaslas de una loca, con la que, fijese usted, apenas habrá cambiado dos palabras seguidas en todo el tiempo? Hay cosas, Varvara Petrovna, de las que no

sólo es imposible hablar de un modo inteligente, sino que hasta ponerse a hablar de ellas ya acusa falta de inteligencia. Bueno; nada, una rareza; y no se puede decir más. Y, sin embargo, ahora de eso salen haciendo una historia... Yo, en parte, conozco, Varvara Petrovna, lo que aquí ha pasado. El narrador, de pronto, se detuvo y encaróse con Lebíadkin; pero Varvara Petrovna le contuvo. Era presa de vivísima exaltación. —é,Terminó usted? —inquirió. —Todavía no. Para terminar del todo, tendría, si usted lo permitC que hacerle una preguntita a ese caballero.., en seguida va usted a ver de que se trata, Varvara Petrovna. —Basta, después; deténgase usted por un momento, se lo suplico. ¡Oh, y qué bien he hecho en dejarle hablar! —Y fijese usted, Varvara Petrovna —saltó Piotr Stepánovich—. Va. mos a ver: ¿habría podido Nikolai Vsevolódovich explicar él mism0 todo esto en contestación a la pregunta de usted..., demasiado categórica? —Oh, sí, demasiado! ‘43 144 FEDOR M. OSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 145

no tenía yo derecho al der que en algunos casos le resulta fácil a un tercero dar explicaciones qe al propio interesado? Sí., sí... Pero en una cosa s equivoca usted, y, con dolor lo sigue equivocándose... —j.Er1 qué? —Vei- usted... Pero ¿por qué P toma usted asiento, Piotr Stepa vich? como usted quiera! Tamlén yo estoy cansado; muchas g—En Ut santiamén cogió una silla( la colocó de suerte que vino a dar entre Varvara Petrovna, por una arte; Praskovia Ivánovna, que e junto a la mesa, por otra, y frente al eñor Lebíadkin, al que ni un le quitaba el ojo. —Ustd se equivoca al calificar 6to de “rareza”... Ol, si no es más que eso!... —No, no, no; aguarde usted —Vrvara Petrovna contúvole, que, por visto, se diisponía a hablar mucho y c1 exaltación. Piotr tepánovich, no bien lo hub advertido, reconcentró toda su a ción. —No, eso es algo más elevado q una rareza, y, se lo aseguro a u algo hasta sagrado. Un hombre orguloso y prematuramente ofendido, llega hastaL esa “ironía” que ha dich usted con tanta exactitud... En u palabra: el príncipe Harry, según la ngnífica comparación de Stepán li fimovich, y que sería perfecta si no s(pareciese más todavía a Hamlet, lo menos aL mi modo de ver. —Et avez raisOfl —asintió Sepán Trofimovich con sentimiento convicción. —Graccias, Stepán Trofimovich; racias especiales a usted, y, sS,. todo, por 51u constante fe en Nicolas, la elevación de su alma y de su cación. Esa fe me la infundía usted a rií misma cuando lloraba con toda alma...

Chéire, chére... Y Step, Trofimovich dio un pas hacia delante; pero se detuvo, p sando que cera peligroso interrumpirla. Y 5i usted siempre junto a Niclas —y en parte declamaba ya vara Petrovna_ se hubiese encontrad como un Horacio apacible, g en su modetstia (otra magnífica expresin suya, Stepán Trofimovich), es sible que hace mucho tiempo se hubiee salvado del triste y “súbito ¿ nio de la tronja”, que toda su vida h estropeado. (Lo del demonio ironía es Ottra maravillosa expresión su’a, Stepán Trofimovich.) Pero las no tuvo nunca a su lado ni un Horaio ni una Ofelia. Sólo tuvo a su ti dre. ¿Y qu puede hacer una madre sda, y en tales circunstancias? usted, Piotrr Stepánovich, que a mí m parece sumamente comprensible que una Crijatura como Nicolas pudier frecuentar esos sucios parajes q. usted acabaL de describirnos9 A mí me isulta clara ahora esa “ironía” de , vida (iadmirablemente exacta su expreión!), esa insaciable sed de contras tes, ese SOltnbrío fondo del cuadro en c.ie se destaca como un brillante, c gén su comparación de usted, Piotr Stepánovich. Y mire usted: allí fue a encontrarse con una criatura vejada de todo el mundo, impedida y medio loca, y al mismo tiempo dotada, es posible, de los más nobles sentimientos... —Hum!... Sí, concedámoslo. —Y usted, después de todo esto, no comprende que él no se ría de ella, corno todos. ¡Oh, la gente! Usted no comprende que él la defienda de su ofensor, que la rodee de respetos “como a una marquesa” (ese KiriIIo cala, por lo visto, a fondo en las personas, aunque tampoco haya compren. dido a Nicolas). Si usted quiere, precisamente de ese contraste resultó l desdicha: de haber estado esa desdichada en otra situación, puede que nc hubiese llegado a concebir ilusión tan descabellada. Una mujer, una mujef es la única que puede comprender esto, Piotr Stepánovich, ¡y cuánto siente que usted..., es decir, no que no sea usted mujer, sino siquiera que no le sea por esta vez, para poder comprenderlo!

—En el sentido de que cuanto peor, tanto mejor la comprendo a usted, la comprendo a usted, Varvara Petrovna. Con esto pasa lo mismo, poco má o menos, que con la religión: cuanto peor vive el hombre o más apuros y pobreza pasa el pueblo todo, tanto más tenazmente sueña con la recompensa en el Paraíso; y si, además, cien mil sacerdotes se desviven todavía para fomentar sus ilusiones y sus ensueños... La comprendo a usted, Varvar Petrovna; esté tranquila. —No es del todo así; pero dígame usted: ¿es que Nicolas, para sofocai esa ilusión en ese desdichado organismo (por qué Varvara Petrovna emplearía aquí la palabra organismo, no puedo explicármelo), estaba obligadc a burlarse de ella y tratarla como los demás funcionarios? ¿acaso usted nc reconoce la elevada piedad, el noble temblor de todo el organismo, con que Nicolas de pronto espetóle severamente a Kirillov: “Yo no me burlo de ella”? ¡Sublime, santa contestación! —“Sublime!” —balbuceó Stepán Trofimovich. —Y fijese usted: no es él tan rico como usted piensa. La rica soy yo, y no él, y él entonces apenas si recibía algo de mí. —Comprendo, comprendo todo eso, Varvara Petrovna —revolvióse Piotr Stepánovich, algo impaciente ya. —Oh, qué genio el mío! Me reconozco en Nicolas. Reconozco esa fogosidad, esa posibilidad de violentos, amenazadores arrebatos... Y si llegáramos a intimar, Piotr Stepánovich, cosa que yo sinceramente deseo, tantc más cuanto que ya le estoy obligada, es posible que entonces me compren- da... —Crea usted que yo, por mi parte, también lo deseo —balbuceó Pioti Stepánovich con voz entrecortada. —Comprenderá usted entonces ese arranque, por el cual en esa ceguera de nobleza elige el hombre de pronto una criatura indigna de él en todot sentidos, incapaz de comprenderlo, dispuesta a atormentarlo en la primera ocasión, y a esa criatura, a despecho de todo, la erige de pronto en ideal, en ilusión, concentra en ella todos sus ensueños, inclinase ante ella, le consa 146 FEDOR M. DOSTOIEVSKI 147 LOS DEMONIOS

gra su vida toda, sin saber por qué... Puede que precisamente por eso de ser digna de él... ¡Oh, cuánto he sufrido toda mi vida, Piotr Stepánovicl Stepán Trofimovich, con aire enfermizo, hacía por cazar mi pero yo volví a tiempo la cabeza. —Y todavía, hace poco, recientemente... ¡Oh, y qué culpable soy c Nicolas!... Usted no lo creerá, me atormentaban por todos lados, L.’ todos, así sus enemigos como la gentuza y sus mismos amigos; puede q más sus amigos que sus enemigos. Cuando me enviaron el primer ? preciable anónimo, Piotr Stepánovich, no tuve, finalmente, bastante c cio para contestar a toda esa maldad... ¡Nunca, nunca me perdonaré esa bardía! —Ya había oído hablar de los anónimos —dijo Piotr Stepánovich, - mándose súbitamente—, y sabré descubrir a sus autores, esté tranquila. —Pero usted no puede figurarse qué enredos han urdido aquí... torturado incluso a la pobre Praskovia Ivánovna... Y a ella también, , qué? Es posible que yo me haya portado mal contigo hoy, Praskovia -. novna, amiga mía —añadió, en un generoso arrebato de ternura, pero no cierta triunfal ironía. —Basta de eso, mátuschka —murmuró aquélla, malhumorada—. P a mi juicio, hay que acabar con todo esto. Ya hemos hablado demasiadi —y volvió a mirar tímidamente a Liza, la cual contemplaba a Piotr ‘ novich. —Pero a esa pobre, a esa desdichada criatura, a esa demente que t lo ha perdido, y sólo ha conservado el corazón, tengo el propósito de - jarla —exclamó, de pronto, Varvara Petrovna—. Es un deber que estoy puesta a cumplir religiosamente. Hoy mismo quedará bajo mi protección. —Lo cual estará muy bien, en cierto sentido —dijo Piotr Stepánovic completamente animado—. Perdone usted: antes no concluí del todo. precisamente, iba a hablar de protección. Puede usted figurarse que al p en aquella ocasión Nikolai Vsevolódovich (prosigo por donde había d mi relato, Varvara Petrovna), ese caballero, ese mismo señor L -. juzgóse en seguida con derecho a disponer de la pensión que le habían nado a su hermana, toda entera, y tal cosa dispuso. No sé a punto fijo c Nikolai Vsevolódovich habría arreglado la cosa; pero al cabo de un año llándose ya en el extranjero, al enterarse de lo sucedido, viose o - disponerlo de otro modo. Tampoco conozco detalles; él se los contará a ted; pero sé solamente que a la interesada la habían internado en no sé monasterio, hasta muy confortable, pero bajo una vigilancia discreta. ¿Cc prende usted? Pero ¿qué pensará usted que hizo entonces el señor Let kin? Pues, ante todo, hizo toda clase de esfuerzos por averiguar dónde bían escondido su papel del Estado, es decir, a su hermana, lo que no 1 hasta hace poco, sacándola entonces del convento, mediante la alegación no sé qué derecho sobre ella, y trayéndosela aquí. Aquí no cuida de su a mentación; le pega, la tiraniza; finalmente, recibe por no sé qué cond una suma considerable de Nikolai Vsevolódovich, con absurdas exigencias, caso de no pagarle en lo sucesivo la pensión a él mismo, en su mano, con acudir a los Tribunales. De este modo, la voluntaria donación de Nikolai Vsevo dovich la considera ya como una obligación. ¿Puede usted imagmnase tal cosa? Señor Lebíadkin, ¿no es verdad “todo” lo que acabo de decir? El capitán, que hasta entonces había permanecido en pie, en silencio, adelantóse rápidamente dos pasos y se puso todo encamado.

__-Piotr Stepánovich, se ha conducido usted cruelmente conmigo _—dijo, como si se le escaparan aquellas palabras. __Cómo cruelmente? ¿Por qué? Pero permita usted: después hablaremos de crueldad o de blandura; ahora le ruego que conteste a mi pregunta: ¿Es verdad o no lo es “todo” lo que acabo de decir? Si usted cree que no es verdad, puede en el acto hacer las rectificaciones oportunas. —Yo... Usted mismo sabe, Piotr Stepánovich... —balbuceó el capitán, después de lo cual se detuvo y guardó silencio. Es preciso observar que Piotr Stepánovich estaba sentado, con las piernas cruzadas, en tanto el capitán se hallaba en pie, ante él, en la más respetuosa actitud. La vacilación del señor Lebíadkin desagradó mucho, al parecer, a Piotr Stepánovich. Por su rostro pasó un temblor maligno. —Pero ¿acaso tiene usted algo que rectificar? —y miró con malicia al capitán—. Pues, en ese caso, haga el favor de hablar; le están aguardando. —Usted mismo sabe, Piotr Stepánovich, que, por ahora, no puedo rectificar nada. —No, yo eso no lo sé; es la primera vez que lo oigo. ¿Por qué no puede usted hablar? El capitán callaba, fija la vista en el suelo. —Permítame usted que me retire, Piotr Stepánovich —respondióle con —Pero no antes que haya usted dado alguna contestación a mi primera pregunta: ¿Es verdad “todo” lo que he dicho? —Es verdad —profirió Lebíadkin con voz sorda, y alzó los ojos hacia SU sayón. Hasta le corría el sudor por las sienes. —LEs verdad “todo”? —Todo es verdad. —No tiene usted nada que añadir, que hacer observar? Si usted cree que soy injusto, rectifiqueme; proteste usted, manifieste en voz alta su indignacj —No, no tengo que objetar nada. —Amenazó usted recientemente a Nikolai Vsevolódovich? —Eso..., eso fue en su mayor parte culpa del vino, Piotr Stepánovich —alzó de pronto la cabeza—. Piotr Stepánovich, cuando el honor de

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LOS DEMONIUS

la familia y el oprobio inmerecido se atraviesan ante las criaturas..., , entonces es el hombre culpable? —exclamó, olvidándose de nuevo. —Pero, ¿casualmente está usted ahora despejado, señor Lebíadkin? Piotr Stepánovich le lanzó una penetrante mirada. —Yo... despejado. —?Qué significa eso del honor de la familia y del oprobio inmerec —No quería referirme a nadie, a nadie quise aludir. Lo decía adentros —balbuceó de nuevo el capitán. —A usted, al parecer, le han ofendido mucho mis expresiones a sito de su persona y su modo de conducirse. Está usted muy nervioso, Lebíadkin. Pero permítame usted: todavía no he pasado a hablar de su ducta en su verdadero sentido. Puede que pase a hablar de ella; muy pudiera ocurrir, pero hasta ahora no he empezado a exponerla en su “ve

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dero” aspecto. El capitán se estremeció y miró aterrado a Piotr Stepánovich. —Piotr Stepánovich, ahora es solamente cuando empiezo a desperti —jHum! Y he sido yo quien le ha despertado? —Sí; es usted quien me ha despertado, Piotr Stepánovich; yo he r durmiendo cuatro años bajo la nube que se cernía. ¿Puedo, finalmente, rarme, Piotr Stcpánovich? —Ahora ya, sí, siempre que Varvara Petrovna no estime necesario. . Pero aquélla hizo un ademán de asentimiento. El capitán saludó, dio dos pasos hacia la puerta, se detuvo de llevóse la mano al corazón, quiso decir algo; no lo dijo; y, rápidamente, capó. Pero en la puerta hubo de tropezar con Nikolai Vsevolódovich cual se echó a un lado; el capitán pareció haberse quedado petrificad pronto en su presencia, y como muerto en el acto, sin quitarle ojo, conejo ante la serpiente boa. Después de aguardar un momento, Vsevolódovich lo apartó con la mano y penetró en el salón. VII Estaba contento y tranquilo. Puede que le acabase de ocurrir algo muy no, que aún no conocíamos nosotros; pero es el caso que parecía e_: mente contento. —Me perdonas, Nicolas? —dijo Varvara Petrovna sin poder conten se, y salió, presurosa, a su encuentro. Pero Nicolas soltó una carcajada rotunda.

—jEso es! —exclamó, bonachón y chancero—. Yo veo que está enterada de todo. Ya yo, al salir de aquí, iba pensando en el coche: “O do menos, hubiera debido contar alguna anécdota. ¡Cómo salirme así! ¡ al recordar que quedaba aquí Piotr Stepánovich, se me quitó la preO(ción. Al hablar miraba rápidamente en torno suyo. —Piotr Stepánovich nos ha contado una vieja historia petersburgUes de la vida de un bicho raro —encareció Varvara Petrovna solemnemeflte de Un hombre caprichoso y loco, pero siempre elevado en punto a sentimientos, siempre de una caballeresca nobleza... _Caballeresca? Pero ¿hasta aquí ha llegado? —dijo Nicolas riendo—. unque, después de todo, le estoy muy reconocido a Piotr Stepánovich, esta vez por SU apresuramiento. (Al decir esto, cambió con él una mirada instantánea.) Ha de saber usted, maman, que Piotr Stepánovich... es el reconciliador universal. Este es su papel, su manía, su caballo de batalla; y yo se lo recomiendo a usted especialmente en este aspecto. Adivino lo que les habrá relatado aquí. Porque él siempre habla largo y tendido cuando cuenta algo; lleva en la cabeza un archivo. Fíjense ustedes en que, en su calidad de realista, no puede mentir, y estima más la verdad que el éxito...; claro que quitando circunstancias especiales en que estima más el éxito que la verdad (al decir esto, seguía mirando en torno suyo). De este modo, puede usted ver claro, maman, que no le toca a usted pedirme a mí erdón, y que si en todo esto ha habido algo de locura, ha sido, desde luego, de mi parte, lo que quiere decir, al fin y al cabo, que yo estoy loco... Hay que sostener la fama local... Al llegar aquí, abrazó tiernamente a su madre. —En todo caso, ahora el asunto está terminado y referido, y, por consiguiente, podemos dejarlo a un lado —añadió. Y una vibración seca, firme, traslucióse en su voz. Varvara Petrovfla, comprendió aquel dejo; pero su exaltación no cedió, sino todo lo contrario. —No te aguardaba antes de un mes, Nicolas. —Yo, naturalmente, se lo explicaré todo, maman; pero ahora... Y encaróse con Praskovia Ivánovna. Pero ésta apenas si volvió hacia él la cabeza, no obstante la emoción que mostrara media hora antes, a su primera aparición. Ahora también tenía nuevas preocupaciones. Desde el momento en que salió el capitán y se tropezó en la puerta con Nikolai Vsevolódovich, Liza empezó de pronto a reírse, al principio de un modo quedo y entrecortado, pero luego la risa fue subiendo de tono, haciéndose cada vez más clara y sonora. Se había puesto muy encarnada. El contraste con su anterior sombrío aspecto era extraordinario. En tanto Nikolai VsevolódoviCh estuvo hablando con Varvara Petrovna, llamó a su lado dos veces seguidas a Mavrikii Nikoláyevich, cual si desease decirle algo por lo bajo; pero no bien se inclinaba aquél hacia ella, al punto soltaba la carcajada. Habría podido inferirse que se reía del pobre Mavrikii Nikoláyevich. Por lo demás, esforzábase visiblemente por reprimirse, y se tapaba la boca con el pañuelo. Nikolai Vsevolódovich, con el aire más inocente y sencillo, se acercó a saludarla. —Usted me perdonará _respondió ella, atropelladamente—. Usted. usted, sin duda, habrá visto a Mavrikii Nikoláyevich... ¡Dios, qué injustamente alto es usted, Mavrikii NikoláyeViCh! Y volvió a echarse a reír. Mavrikii Nikoláyevich era de elevada estatura, pero no desmedidamente alto. 150 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 151

—i,Usted... hace mucho que llegó? —balbuceó, volviendo a y hasta aturrullándose, pero con ojos centelleantes. —Unas dos horas —respondió Nico/as, mirándola de hito en hito. Observaré que estaba sumamente discreto y cortés; pero al proferir SI cortesías, mostraba un aspecto de perfecta indiferencia, hasta de aburnmjent —tY dónde va usted a alojarse? —Aquí. Varvara Petrovna también seguía con la vista a Liza; pero de pron asaltóle un pensamiento. —i,Dónde estuviste hasta ahora, Nico/as, esas dos horas? —dijo, acej cándose—. El tren llega a las diez. —Primero fui con Piotr Stepánovich a ver a Kiriilov. Y a Piotr Step novich me lo encontré en Matviéyevo, la antepenúltima estación, y en mismo vagón acabamos de hacer el viaje. —Yo, desde el amanecer, aguardaba en Matviéyevo —asintió Pio Stepánovich—. Los últimos vagones de nuestro tren descarrilaron esta n che, y por poco si me rompo una pierna. —jRomperse una pierna! —exclamó Liza—. “Mamá”, “mamá”, y que quería ir contigo la semana pasada a Matviéyevo, para que nos hubiér mos roto una pierna. —El Señor nos asista! Y Praskovia Ivánovna santiguóse. —“Mamá”, “mamá”, mamaíta, no se asuste usted, aunque, efectivaa mente, me rompiese ambas piernas; a mí pudiera muy bien ocurrirme; usted misma lo dice, que, como monto todos los días a caballo, me rompiese ufl día la cabeza.

Mavrikii Nikoláyevich, ¿me conducirá usted del brazo si cojeo? —volvió a reírse—. Si tal cosa me ocurriese, de nadie me dejaría conducir más que de usted; cuente con ello. Pero supongamos que sólo mC rompo una pierna... Bueno; sea usted amable, diga que ello lo considerará una suerte.

—,Una suerte con una pierna menos? Y Mavrikii Nikoláyevich frunció seriamente el ceño. —jEn cambio, me llevaría usted solo, y nadie más que usted! —También entonces será usted quien me conduzca a mí, Lizaveta Nikoláyevna —dijo Mavrikii Nikoláyevich con más seriedad todavía. —jDios, pues no ha querido hacer un chiste! —exclamó Liza, casi con horror—. ¡Mavrikii Nikoláyevich, no ose usted nunca tomar por ese cami- no! Pero hay que ver hasta qué punto es usted egoísta. Estoy segura, por eL honor de usted mismo, de que se calumnia a sí propio; antes al contrario, de la mañana a la noche, se pasaría usted todo el santo día asegurándome que, sin piernas, resultaba más interesante. Sólo una cosa no encuentro bien... Usted es desmesuradamente alto, y yo, sin piernas, resultaría todavía más baja. ¿Cómo iba usted a llevanne del brazo, si no igualaríamos? Y prorrumpió en una risa morbosa. Sus chistes y alusiones eran triviales, pero ella, por lo visto, no pretendía la gloria. _1Histérica! —me susurró al oído Piotr Stepánovich—. Convendría darle en seguida un vaso de agua. Había acertado. Al cabo de un minuto, todos se afanaban e iban por agua. Liza se abrazó a su madre, la besó ardientemente, lloraba en su hombro, y de pronto otra vez volvió a erguirse y, mirándola a la cara, rompió en risa. Empezó también a lloriquear, finalmente, la mamá. Varvara Petrova diose prisa en llevárselas a las dos a sus habitaciones, por la misma puerta por donde había salido antes Daria Pávlovna. Pero no estuvieron allá dentro largo rato: unos cuatro minutos nada más. Me esfuerzo por recórdar ahora cada detalle de los últimos momentos de aquella memorable mañana. Recuerdo que cuando nos quedamos solos, sin las señoras (excepto Daria Pávlovna, que no se había movido de su sitio), Nikolai Vsevolódovich se acercó a cada uno de nosotros y nos fue saludando a todos menos a Schátov, que continuaba sentado en un rincón y cOn la vista más fija todavía que antes en el suelo. Stepán Trofimovich se puso a hablar a Nikolai Vsevolódovich de algo sumamente chistoso, pero aquél apresuróse a dirigirse a Daria Pávlovna. Pero en el camino, casi con violencia, cogióle Stepán Trofimovich y se lo llevó a una ventana, donde se puso a susurrarle algo muy aprisa, por lo visto, de suma importancia, a juzgar por la expresión de su cara y por los gestos con que acompañaba el cuchicheo. Nikolai Vsevolódovich lo escuchaba muy indolente y distraído, con su sonrisita oficial, y al último hasta con impaciencia y como deseando escapar. Se apartó de la ventana, cuando volvieron las señoras. A Liza la hizo sentar Varvara Petrovna en el sitio de antes, asegurando que no tenía más remedio que estarse allí todavía un rato y descansar, aunque sólo fueran diez minutos, y que el aire fresco le sería luego muy provechoso para sus nervios enfermos. Atendía con mucha solicitud a Liza, y ella misma se sentó a su lado. Se le acercó en seguida Piotr Stepánovich, que ya se había quedado libre, y se puso a hablar aprisa y jovialmente. Pero de pronto acercóse también Nikolai Vsevolódovich, finalmente, a Daria Pávlovna, con su lento paso. Dascha se revolvió en su asiento al verlo llegar, y rápidamente irguióse con visible azoramiento y rubores en todo el rostro. —i,Se le puede saludar a usted..., o no? —dijo, con cierta expresión especial del semblante. Dascha respondióle no sé qué; pero dificil habría sido oírlo. —Perdone usted mi indiscreción —insistió, alzando la voz—, pero ha de saber usted que yo había recibido con toda intención un aviso. ¿No lo sabía? —Sí, ya sabía que estaba usted avisado. —Espero, no obstante, que no molestaré a nadie con mi felicitación —observó, riendo—, y si Stepán Trofimovich... —Por qué, por qué felicitar —saltó, de pronto, Piotr Stepánovich—, por qué felicitarla a usted, Daria Pávlovna? ¡Bah! ¿Por qué habría de ser? Su rubor está diciendo que he adivinado. Efectivamente, ¿por qué se ha de felicitar a nuestras bellísimas y honorables señoritas, y qué felicitaciones 153 LOS DEMONIOS 152 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

son las que más las hacen ruborizarse? Bueno; pues acepte usted mi feli tación, si he acertado, y págueme la apuesta con otra igual. ¿Recuerda usi que en Suiza apostó a que nunca se casaría?... ¡Ah, sí! A propósito de S’ za... ¿Qué estoy diciendo? Figúrese usted que he venido precisamente pi eso, y por poco se me olvida. Dime —encaróse rápidamente con Step Troflmovich—, ¿cuándo marchas a Suiza? —cYo... a Suiza? —exclamó Stepán Trofimovich, entre asombrado confundido. —tCómo? Pero ¿no piensas ir? Pero ¡si tú también te casas!... Me escribiste.

—Pierre! —exclamó Stepán Trofímovich. —j,Qué quiere decir eso de Pierre?... Mira, si eso te agrada, vine y lando para decirte que en modo alguno me opongo a ello, y si a todo tran quieres conocer mi opinión, cuanto antes, mejor. Si también tú —soltó. necesitas “salvarte”, según me escribes y ruegas en la misma carta, de nu yo me tienes a tus órdenes. ¿Es verdad que se casa, Varvara Petrovna? —ene róse rápidamente con ella—. Espero que no cometeré ninguna indiscreció El mismo me escribió diciéndome que toda la ciudad lo sabía y todos lo licitaban, hasta el punto de que para rehuir el asedio, sólo salía de noch Tengo la carta en el bolsillo. Pero ¿creerá usted, Varvara Petrovna, que ti comprendo nada de ella? Pero tú, dime sólo una cosa, Stepán Trofimovie si hay que felicitarte o que “salvarte”. No lo creerá usted: junto a los re glones más felices hay otros la mar de desesperados. En primer lugar, i pide perdón. Bueno; concedamos que le dé por ahí... Pero, por lo demás, e imposible no decirlo. Imaginese usted, un hombre que me habrá visto u par de veces en su vida, y, de pronto, inopinadamente, ahora, al disponer a contraer matrimonio en terceras nupcias, se figura que falta con ello ciertos deberes paternales para conmigo; me suplica, estando como estamo a mil verstas de distancia que no lo lleve a mal y le dé mi consentimiento Tú no te des por ofendido, Stepán Trofímovich. Señales de los tiempos; n te critico ni te condeno, y eso concedamos que te hace honor, etcétera, etcé. tera. Pero lo principal en esto es que no entiendo lo principal. Aquí me hablas de no sé qué “pecados cometidos en Suiza”. Me caso, es decir, po mis pecados o por los pecados ajenos, o algo por el estilo... En una palas bra: “pecados”. “La novia —dices— es una perla y un diamante.” Bueno; y, naturalmente, “él es indigno de ella”... Es su estilo; pero por ciertos pecados o circunstancias, “se ve obligado a casarse y partir para Suiza”; pero luego “déjalo todo y ven volando a salvarme”. ¿Comprende usted algo des- pués de esto? Aunque, después de todo..., después de todo, yo, por la expresión de las caras, infiero —volvióse, con la cara entre las manos, escru- tando los rostros—, infiero que, según mi costumbre, he incurrido en una “metida de pata”... por culpa de mi estúpida franqueza, o, como Nikolai= Vsevolódovich dice: por mi precipitación. Porque, miren ustedes: yo pensa-. ba que era de los tuyos, de tus íntimos, Stepán Trofimovich; de tus allega dos y yo, en realidad, soy aquí un extraño, y veo..., y veo que todos saben algo, y yo ni siquiera sé nada. A todo esto, no paraba de examinamos a todos. _Stepán Trofimovich le escribió a usted, de veras, que se casaba por los “pecados ajenos cometidos en Suiza”, y diciéndole que “volara a “salvarlo”? ¿Así, textualmente? —acercóse de pronto Varvara Petrovna, toda amarilla de coraje, COfl la cara contraída y los labios temblones. —Es decir, mire usted, si hay en esto algo que yo no entiendo —dijo piotr StepánOvich, como asustado y con más precipitación todavía—, la culpa, naturalmente, es de él, por escribir así. Aquí está la carta. Ya sabe usted, Varvara Petrovna: cartas interminables, sin interrupción, y en los últimos dos... o tres meses, sencillamente, carta sobre carta; y, lo confieso: a veces no acababa de leerlas. Perdóname, Stepán Trofimovich, por mi estúpida confesión; pero has de reconocer que, aunque escribiéndome a mí, lo hacías para la posteridad; ya que para ti es lo mismo... Bueno; no te des por ofendido; yo, a pesar de todo, soy de tus íntimos. Pero esa carta, Varvara Petrovna, esa carta la leí hasta el final. Aquellos “pecados”, aquellos “pecados ajenos”..., sin duda serán pecadillos de esos nuestros, quizá de los más inocentes; pero por los cuales se nos ocurre de pronto inventar una historia horrible con ribetes de nobleza... para esto último precisamente la forjamos. Aquí, mire usted, algo en nuestras cuentas flaquea... hay que reconocerlo por fin. Y, además, tenemos gran afición a los naipes... Aunque, por lo demás, eso sobra, eso sobra del todo. ¿Que soy un lenguaraz? Pero, ¡por Dios, Varvara Petrovna, él me metió miedo, y yo, efectivamente, me dispuse, en parte, a “salvarlo”! A mí mismo, finalmente, me entraron remordimientos de conciencia. ¿Qué hago yo? ¿Voy a ponerle el puñal al cuello? ¿Voy a ser yo un acreedor implacable? El me escribe aquí no sé qué de una dote... En fin de cuentas: que te casas, ¿no es eso, Stepán Trofimovich? Pues bien: dejemos esto, que no hacemos más que hablar y hablar... ¡Ah, Varvara Petrovna, estoy seguro de que usted me censura ahora, y, sobre todo, por hablar tan sin objeto! —Al contrario, al contrario; veo que usted ha perdido la paciencia; y sin duda, habrá tenido para ello sus razones —dijo Varvara Petrovna con malicia. Con maligna fruición había escuchado todas las “verídicas” efusiones de Piotr Stepánovich, que era evidente había desempeñado un papel; cuál, lo ignoraba yo entonces; pero que desempeñaba un papel era evidente, y hasta harto burdamente lo desempeñaba. —Por el contrario —prosiguió ella—, le estoy muy agradecida por lo que acaba de decir; a no ser por usted, no lo hubiera sabido. Por primera vez en veinte años abro los ojos. Nikolai Vsevolódovich, acabas de decir que has venido avisado. ¿Es que también a ti escribió Stepán Trofimovich algo por ese estilo? —Recibí una carta suya, inocentísima y... y... nobilísima... 156 FEDOR M, DOSTO1EVSKI LOS DEMONIOS 157

bies. Pero, no obstante, en esos diez segundos pasaron bastantes cosas horrj.

Volveré a recordarle al lector que Nikolai Vsevolódovich pertenecía al número de esos temperamentos en los que no hace mella el miedo. En uit desafio podía aguantar impávido el disparo de su adversario, disparar a su vez y matarle con una tranquilidad rayana en fiereza. Si alguien lo abofe teara, creo que no lo provocaría a desafio, sino que en el acto mataría a su agresor, era precisamente hombre para eso y habría matado con plena conciencia, sin perder en absoluto la serenidad. Creo también que tampoco era presa nunca de esos cegadores arrebatos de ira en los que se pierde el jui. cio. En medio de la cólera desmedida que a veces le asaltaba, conservaba siempre el pleno dominio de sí mismo, y no olvidaba que por un homicidio no consumado en duelo infaliblemente lo enviarían a presidio, aunque no por ello habría dejado, sin embargo, de matar a su ofensor y sin el menor titubeo. A Nikolai Vsevolódovich lo estudié detenidamente en los últimos tiempos, y por circunstancias personales conozco, ahora que estoy escribiendo esto, multitud de hechos suyos. Yo lo compararía con esos antiguos señores, de los que aún perduraban ahora en nuestra sociedad algunos recuerdos legendarios. Contaban, por ejemplo, del “decabrista” L. . ,52 que toda su vida anduvo buscando el peligro, se embriagaba con su emoción y lo había convertido en una necesidad de su naturaleza; en su juventud se batía por cualquier cosa; en Siberia, con un cuchillo acometió a un oso, y gustaba de encontrarse en los bosques siberianos con los fugados del presidio, que, dicho sea de pasada, son más feroces que los osos. No hay duda de que esos individuos legendarios eran capaces de sentir, y hasta es posible que en grado sumo, la sensación del miedo; en otro caso se habrían estado más tranquilos y la emoción del peligro no se habría convertido en una necesidad de su naturaleza. Pero vencer su propio miedo..., he ahí, naturalmente, lo que les seducía. La continua embriaguez de la victoria y el conocimiento de que no hay quien les venza..., eso era lo que los halagaba. El referido L. . . n, antes de ser deportado, hubo de sufrir hambre, y pasaba muchos apuros para buscarse el pan, únicamente por no avenirse en modo alguno a someterse a las exigencias de su padre, que encontraba injustas. Así que tenía que sostener muchas luchas, no sólo con los osos, y no sólo en los duelos hacía gala de su estoicismo y energía de carácter. Pero, no obstante, de aquellos tiempos acá habían transcurrido muchos años, y el temperamento nervioso, atormentado y desdoblado de los individuos de nuestro tiempo no admite hoy la necesidad de aquellos inmediatos y primitivos combates, que con tanto afán buscaban antaño algunos individuos, inquietos en su actividad, en los buenos viejos tiempos. Nikolai Vsevolódovich es posible que hubiese mirado a L. . .n por encima del hombro, y hasta que le hubiese puesto de eterno cobarde que trata de dominar su 52 Comprometido en la sublevación de diciembre (:dekabr, en ruso) de 1825 contra la autocracia. miedo..., aunque, a decir verdad, no lo habría expresado así en voz alta. En un desafio habría matado a su rival y habría acometido a los osos, si hubiera sido menester, y habría luchado también con un bandido en el bosque, tan victoriosa e intrépidamente como L. . . n, pero, en cambio, sin pizca de placer y únicamente por una necesidad imprescindible y de un modo indolente, sin ardor, casi aburrido. En cuanto a la cólera, naturalmente, aventajaba a L. . . n, ‘ aun a Lérmontov. Nikolai Vsevolódovich es posible que fuera más colérico que los dos juntos, pero su cólera era fría, serena y, si es lícito expresarse así... “razonable”, y, por consiguiente, la más repulsiva y feroz que puede haber. Vuelvo a repetirlo: yo lo tenía entonces y le sigo teniendo ahora (que ya todo ha terminado) por un hombre que al recibir una bofetada o alguna otra ofensa de hecho parecida, habría matado infaliblemente a su agresor en el acto, allí mismo y sin provocarlo a desafio. Y, no obstante, en el caso presente ocurrió algo distinto y asombroso. No se había levantado apenas después de haberse tambaleado vergonzosamente de costado, doblegándose casi hasta medio cuerpo por efecto de la bofetada recibida, y no se había extinguido aún en el salón el eco del puñetazo como un ruido mojado, cuando inmediatamente cogió a Schátov con ambas manos por los hombros: pero en seguida, en el mismo momento, re- tiró sus manos atrás y se las cruzó a la espalda. Callaba, miraba a Schátov y se ponía pálido como su camisa. Pero, cosa rara, su mirada parecía apagada. A los diez segundos sus ojos miraban fríamente, y... estoy seguro de no mentir..., serenos. Sólo que estaba horriblemente pálido. Naturalmente, no sé qué pasaría en su interior: yo sólo veía lo externo. A mí me parece que si hubiera un hombre que, por ejemplo, cogiese una esfera de hierro al rojo vivo con el fin de probar su entereza y luego, durante diez segundos, aguantase el intolerante dolor y concluyese por vencerlo, ese hombre habría soportado algo parecido a lo que experimentó en aquellos diez segundos Nikolai Vsevolódovich. El primero de los dos que bajó los ojos fue Schátov, y evidentemente, porque se vio obligado a bajarlos. Luego, lentamente, dio media vuelta y se salió de la sala, pero ya no con el mismo paso con que la cruzara antes. Salió despacio, con especial desgaire, levantando un poco los hombros, con la cabeza baja y como cavilando. Parecía como si mascullase algo. Llegó hasta la puerta cautamente, para no tropezar con nadie ni derribar ningún objeto al suelo, entreabrió la puerta sólo el espacio de una rendija, así que tuvo que salir poco menos que de costadillo. Al irse se le destacó especialmente el mechón de pelo que tenía tieso sobre el cogote. Luego, antes que nada, oyóse un grito terrible. Pude ver cómo Lizaveta Nikoláyevna cogía a su mamá por el hombro y a Mavrikii Nikoláyevich de una mano, y por dos o tres veces tiraba de ellos, llevándoselos de allí, hasta que, de pronto, lanzó un grito y desplomóse cuan larga era en el suelo, desmayada. Hasta hoy creo oír los porrazos que daba con la nuca en la alfombra.

CAPÍTULO PRIMERO

LA NOCHE Transcurrieron ocho días. Ahora que ya todo pasó y estoy escribiendo esta crónica, ya sabemos de qué se trata; pero entonces aún nada sabíamos y, naturalmente, nos imaginábamos las cosas más extrañas. Por lo menos, nosotros, Stepán Trofimovich y yo, al principio nos encerramos en nuestras casas, y con susto observábamos de lejos los acontecimientos. Yo iba solamente acá y allá, y, como antes, le llevaba diversas noticias, sin las que no habría podido pasarse. No hay que decir que en la ciudad corrían los más distintos rumores a cuenta del bofetón, del desmayo de Lizaveta Nikoláyevna y de lo demás ocurrido el domingo. Pero lo que nos asombraba era el pensar cómo tan pronto y con tanta exactitud había podido divulgarse todo. Ni uno siquiera de los que se habían hallado presentes al lance tenía que haberse visto en la necesidad ni salido ganando nada con divulgar el secreto de lo sucedido. Criados no estaban presentes; sólo Lebíadkin podía haber contado algo, no tanto por rabia, puesto que se había ido de allí muy asustado (y el miedo al enemigo quita la rabia que se le tiene), cuanto por no poderse contener. Pero Lebíadkin, así como su hermana, al otro día mismo, desaparecieron sin dejar rastro; en la casa de Filippov no sabían nada, se habían ido sin decir a dónde y como huyendo. Schátov, por el cual quise informarme de Maria Timoféyevna, habíase encerrado en su cuarto, y al parecer, pasó sin moverse de él todos esos ocho días, habiendo hasta suspendido sus ocupaciones en la población. No me recibió. Fui a verlo el miércoles y llamé a la puerta. No obtuve contestación, pero convencido por un dato indudable de que estaba en casa, llamé otra vez. Entonces él, saltando, por lo visto, de la cama, acercóse con recios pasos a la puerta y me gritó a pleno pulmón: ‘Schátov no está en casa.” Yo entonces me vine. Stepán Trofimovich y yo, no sin temor por la osadía de la proposición, pero dándonos mutuamente ánimos, nos fijamos, por último, en una idea: decidimos que el culpable de que se hubiesen difundido aquellos rumores no podía ser otro que Piotr Stepánovich, aunque éste hacía algún tiempo, en Conversación con su padre, le aseguró que ya se había encontrado él con aque1l5 historias en todas las bocas, sobre todo, en el club, y que, sobre todo, conocíanlas hasta en sus más nimios detalles la gobernadora y su con161 162 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 163

sorte. He aquí lo más notable: al día siguiente lunes por la noche, me e contré a Liputin, y éste ya lo sabía todo, hasta la última palabra, y por - siguiente, lo había, sin duda, sabido de los primeros. Muchas señoras (y de las de vida más mundana) interesábanse p “enigmática cojita”, como llamaban a Maria Tiinoféyevna. Las había que l ta deseaban ansiosamente verla de cerca, de suerte que los señores se apresuraron a ocultar a los Lebíadkines procedieron muy a’ Pero en el primer plano figuraba, no obstante, el desmayo de Lizaveta koláyevna, y éste le interesaba a “todo el mundo”, aunque sólo fuera ¡ que el asunto le afectaba directamente a Julia Mijaílovna, como

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parienta Lizaveta Nikoláyevna, y hasta su protectora. Y qué no llegaron a decir! los charlatanes vino a favorecerles el misterio de la situación: dos casas nadas a piedra y lodo; Lizaveta Nikoláyevna según decían, en cama fiebre; otro tanto aseguraban de Nikolai Vsevolódovich, con repugnai detalles de que se le había partido un diente y se le había hinchado el c lb a consecuencia del golpe. Decían también por los rincones que e pueblo iba a ocurrir un homicidio, que Stavroguin no era hombre aguantar tamaña ofensa y mataría a Schátov pero en secreto, como tratase de una vendetta corsa. Esta idea había hallado aceptación, mayoría de nuestros jóvenes de la buena sociedad oía todo eso con y con aire de absoluta indiferencia, naturalmente afectada. La antigua mosidad general de nuestra buena sociedad hacia Nikolai Vsevolódo manifestábase claramente. Hasta las personas serias esforzábanse por parlo, aunque no sabían de qué. En voz baja contaban que había arrebat su honra a Lizaveta Nikoláyevna y que habían tenido relaciones en Cierto que las personas prudentes se reprimían; pero todos, sin embail escuchaban con avidez. Corrían también otros rumores, pero no general sino particulares, raros y casi secretos, sumamente extraños y cuya exi cia recuerdo únicamente para prevenir al lector, con miras a los ulter sucesos de mi relato. Helos aquí: decían algunos, frunciendo las ce: sabe Dios con qué fundamento que Nikolai Vsevolódovich tenía no Sé asunto especial en nuestro gobierno, que por

mediación del conde de K se había relacionado en Petersburgo con ciertos encumbrados persofli que hasta era posible que hubiese entrado en el servicio y ahora le hubii encargado alguna comisión. Cuando las personas reservadas y serias se reían de esos rumores, observando cuerdamente que un hombre que ‘ del escándalo y había empezado entre nosotros por dejarse dar un b: no tenía el menor parecido con un funcionario, les hacían presente en 1 baja que no querían decir que hubiese entrado a servir oficialmente, S con carácter confidencial, y que en ese caso el mismo servicio requiere el individuo en cuestión parezca lo menos posible un funcionario. servación producía efecto; entre nosotros era sabido que al zemstvo tro gobierno lo miraban en la capital con particular atención. Re esos rumores no hacían más que cruzar y desaparecer sin dejar r; temporada, hasta la primera aparición de Nikolai Vsevolódovich; pero h

notar que la culpa de muchos de esos rumores habíanla tenido, hasta cierto puntO algunas breves, pero malignas, palabras, de un modo vago y entrecortado proferidas en el club por el capitán de Guardias retirado Artemii pávlovich Gagánov, que acababa de regresar de Petersburgo, y era un opulentí simo propietario de nuestro gobierno y su distrito, hombre muy mundano e hijo del difunto Pável Pávlovich Gagánov, aquel mismo anciano honorable con el que Nikolai Vsevolódovich había tenido cuatro años antes aquel choque extraordinario por su rudeza y subitaneidad de que ya hice mención antes, al principio de mi relato. Todos inmediatamente quedaron enterados de que Tulia Mijaílovna había hecho a Varvara Petrovna una visita desusada, y que en el vestíbulo de su casa le habían manifestado que “estaba enferma y no podía recibir”. Y también que a los dos días de su visita Julia Mijaílovna había mandado a saber cómo seguía Varvara Petrovna. Finalmente, dio en defender a Varvara Petrovna, sin duda que sólo en el más alto sentido, es decir, en el más vago posible. Todas aquellas primeras precipitadas alusiones a la historia del domingo escuchábalas fría y severamente, tanto, que en los últimos días ya no se atrevía nadie a hablarle de ello. De este modo arraigó en todas partes la idea de que Tulia Mijaíbovna conocía no sólo toda esa misteriosa historia, sino también su sentido secreto hasta en los más nimios pormenores, y no como neutral, sino como parte interesada. Observaré, a propósito de esto, que ella había empezado ya a adquirir entre nosotros, poco a poco, una gran influencia, que indudablemente anhelaba y ansiaba, y ya empezaba a verse “rodeada”. Parte de la buena sociedad le había reconocido talento práctico y tacto...; pero de esto hablaremos más adelante. Su misma protección explicaba también hasta cierto punto los rapidísimos triunfos de Piotr Stepánovich en nuestra buena sociedad, triunfos que le hacían especial impresión entonces hasta a Stepán Trofimovich. Puede que tanto él como yo exagerásemos. En primer lugar, Piotr Stepánovich se hizo amigo en un momento de toda la ciudad, a los cuatro días de estar entre nosotros. Había llegado el domingo, y el martes ya se le veía, en coche con Artemii Pávlovich Gagánov, hombre muy orgulloso y altivo, no obstante toda su mundanidad, y con el que, debido a su carácter, era muy dificil llevarse bien. En casa del gobernador era también muy bien recibido Piotr Stepánovich, hasta el punto de que en seguida dieron en tratarlo como a un íntimo o como a un niño mimado; comía con Tulia Mijaílovfla t casi a diario. Habíala conocido en Suiza; pero su rápido éxito en casa de Su Excelencia encerraba, efectivamente, algo curioso. Sin embargo, él Pasaba, con razón o sin ella, por haber sido un revolucionario en el extranjero, haber tomado parte en la publicación de folletos y asistido a congreSos, “según podía probarse con los periódicos en la mano”, cual me decía furioso Alíoscha Teliátnikov, ahora, ¡ay!, funcionario retirado, y antes niño mimado también en la casa del otro gobernador. Pero el hecho, sin embar

¡64 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 165 go, era éste: el antiguo revolucionario se presentaba en la patria amable, sólo sin sufrir la menor molestia, sino hasta con honores; así que no pc haber nada de aquello otro. Liputin susurróme en una ocasión que, seg los rumores que corrían, a Piotr Stepánovich lo habían condenado una habiendo comprado el perdón a cambio de revelar otros nombres, pro tiendo ser en lo sucesivo útil a su patria. Yo le repetí esas venenosas pa bras a Stepán Trofimovich, y éste, no obstante no hallarse apenas en esta de recapacitar, quedóse pensativo. Luego demostróse que Piotr Stepáno había venido a la localidad con cartas de recomendación sumamente p rosas, habiendo traído para la gobernadora una, por lo menos, de una yj señorona de Petersburgo, cuyo marido era uno de los más influyentes p sonajes. La tal vieja, madrina de julia Mijaílovna, hacía constar en su ca que también el conde de K*** era muy amigo de Piotr Stepánovich, al había conocido por medio de Nikolai Vsevolódovich, lo hacía objeto muchas atenciones y lo consideraba un “joven digno, pese a antiguos er res”. Julia Mijaílovna estimaba hasta más no poder sus contadas y con to trabajo adquiridas relaciones del “gran mundo”, y, sin duda, se pt muy ufana con la carta de la vieja influyente; pero, además de eso, hab aún algo especial. Hasta su marido empezó a tratar a Piotr Stepánovich o familiarmente, hasta el punto de que el señor von Lembke se dolía...; p quede esto para más adelante. Haré notar también que, incluso el gran critor,2 trataba a Piotr Stepánovich con mucha deferencia, y no tardó en vitarlo a su casa. Semejante solicitud de parte de un hombre tan pagado sí mismo hízole a Stepán Trofimovich más impresión que todo; pero yo i lo explicaba de otra suerte; al invitar a su casa a un nihilista, el señor K mazínov tenía, sin duda, en cuenta sus relaciones con los jóvenes progres tas de ambas poblaciones. El gran escritor temblaba nerviosamente ai la novísima juventud revolucionaria, y figurándose, por

desconocimie de la cosa, que en sus manos estaba la llave del futuro de Rusia, se arrastri ba ante esos mozalbetes de un modo humillante, sobre todo porque ellos le dedicaban a él la menor atención. IT Piotr Stepánovich fue también un par de veces a ver a su padre; pero, p4 desgracia para mí, ninguna de las dos me hallé presente. La primera vez visitó el miércoles; es decir, a los cuatro días de su primer encuentro, para hablar de asuntos. A propósito, las cuentas relativas a la propiedad r matáronlas de un modo que ni ellos se enteraron. Varvara Petrovna carg con todo, y todo lo pagó; claro que quedándose con la finca, y a Step4 Trofimovich se limitaron a participarle que todo estaba ya arreglado, y

4 apoderado de Varvara Petrovna, su ayuda de cámara, Aléksieyi YegóroviCl le llevó a firmar un documento, que aquél firmó en silencio y con dignid extraordinaria. A propósito de dignidad, observaré que durante aquellOS 2 Se refiere a Karmazínov. días apenas si conocía yo a mi viejo amigo. Conducíase como nunca se condujera antes; se había vuelto asombrosamente taciturno, y ni siquiera le escribió a Varvara Petrovna una sola carta desde aquel domingo, lo que a me parecía un prodigio, y, sobre todo, estaba muy tranquilo. Habíase asido a alguna idea definitiva y extraordinaria que le infundía tranquilidad; saltaba a la vista. Dio con esa idea, se sentó y se puso a esperar no sé qué. Al principio, por lo demás, estuvo enfermo, sobre todo el lunes; tuvo una colerina. Tampoco podía pasarse sin noticias en todo aquel tiempo; pero en cuanto yo, dejando de lado los hechos, me lanzaba al fondo del asunto y me ponía a hacer suposiciones, inmediatamente me hacía un gesto con la mano para que no pasara adelante. Pero las dos entrevistas con el hijo le produjeron un efecto morboso, aunque no lo quebrantaron. Los dos días subsiguientes a las entrevistas los pasó tendido en el diván y liado a la frente un paño empapado en vinagre; pero en el alto sentido de la palabra, permanecía tranquilo. A veces, por lo demás, no me callaba con los gestos. En ocasiones, parecíame también que la secreta y enérgica resolución adoptada le abandonaba y que empezaba a acariciar alguna nueva idea seductora. Ocurría así por momentos; pero a mí no se me pasaban por alto. Sospechaba yo que de buena gana se habría dejado ver, salido de su soledad, afrontado la lucha, dado la última batalla. —jCher, los aplastaré —se le escapó el jueves por la tarde, a raíz de la segunda entrevista con Piotr Stepánovich, cuando estaba tendido a lo largo en el diván, con un paño liado a la cabeza. Hasta aquel instante aún no me había dicho una sola palabra en todo el día. —Pus, fis chéri y todo lo demás, convengo en que todas estas expresiones son absurdas, pertenecen al léxico de las cocineras, concedido; ahora lo veo yo mismo. Yo no le he dado de comer ni de beber; lo mandé a Berlín al gobierno de***, cuando era un mamoncillo, por la posta; bueno, y todo lo demás, de acuerdo... “Tú —dice— a mí no me has dado de comer y me enviaste por la posta y, además, me has robado.” “Pero ¡infeliz —le grito yo—, ten en cuenta que he enfermado del corazón de tanto pensar en ti toda mi vida, a pesar de haberte enviado por correo! Ji ru! Pero yo estoy de acuerdo, de acuerdo...” Concedido lo de la posta —terminó como delirando. —Passons —volvió a empezar a los cinco minutos—. Yo no comprendo a Turguéniev. Su Basarov es un personaje ficticio, sin pizca de realidad; ellos fueron los primeros en rechazarlo entonces por no parecerse a nada. El tal Basarov es una vaga mezcla de Nózdrev y de Byron, c ‘est le mot. ¡Mírelos usted atentamente; saltan y gritan de alegría, como chuchos al sol; son felices, son vencedores! ¡Dónde está ahí Byron! Y, además, ¡qué trajines! Qué irritable vanidad de cocineras, que lamentable ansia de faire du bruit aulour de son nom, sin fijarse en que son nom!... ¡Oh, qué caricatura! “Pero —le grito— ¿es que tú, siendo como eres, quieres hacerte pasar ante LOS DEMONIOS ib!

166 F[[)OR M. DOSTOILVSKI la gente por un Cristo’?” Ji nt. 1/ rif heaucoup. Ji rif lrop. Tiene una SOfl ta extraña. Su madre no tenía esa sonrisa. Ji nt toujours. De nuevo se hizo el silencio. —Son ladinos; el domingo obraron de acuerdo... —espetóme de pro —Oh, sin duda! —exclamé yo, aguzando el oído—. Todo aquello una connivencia, y lo urdieron con hilo blanco y lo representaron muy —No me refería a eso. Sabe usted que todo aquello lo urdieron ex samente con hilo blanco para que lo notaran los que... debían. ¿Lo e prende usted? —No, no lo comprendo. —Tant mieux. Passons. Estoy hoy muy nervioso. —Pero ¿por qué ha reñido usted con él, Stepán Trofimovich? yo escapar con tono de reproche. —Je voulais convertir. Sin duda que usted se ríe. Cetie pauvre t E/le entendra (le bel/es choses! ¡Oh amigo mío, hace un momento me, sentido patriota! Por lo demás, yo siempre me reconocí ruso...; o sea, auténtico; y un ruso no puede ser de otro modo que como usted y yo. 11 /ó-dedans que/que chose d ‘aveugie cf de buche! —Irremisiblemente —respondí.

—Amigo mío, la verdad auténtica siempre resulta inverosímil, tse fijado usted en ello? Para que la verdad parezca verosímil, es necesario, más remedio, mezclarla con algunas mentiras. Siempre la gente lo hizo Es posible que haya ahí algo que no comprendemos. ¿Qué opina ust ¿Hay algo que no comprendemos en ese grito de victoria? Yo querría lo hubiese. Yo querría. Guardé silencio. El también permaneció callado largo rato. —Dicen que es el ingenio francés... —saltó de pronto con vehem cia—. Pero eso es mentira, siempre ha sido así. ¿Por qué calumniar al i nio francés? Ahí no hay más, sencillamente, que indolencia rusa, nues humillante incapacidad para producir una idea, nuestro repugnante parasi mo en la escala de los pueblos. lis sont tout sirnplement des paresseux, y hay por qué invocar al ingenio francés. ¡Oh, a los rusos debería suprimírS les, para bien de la Humanidad, como a parásitos dañinos! Nosotros, en ab soluto, en absoluto, no nos esforzamos por eso; no entiendo ni jota. He dck jado de comprender. “Pero ¿comprendes tú —le grito— que si ponéis guillotina en primer plano y con tanto entusiasmo es únicamente porq1 cortar cabezas es lo más sencillo, mientras que tener ideas es lo más dit cil?” Vous étes des paresseux? Votre drapeau est une guenille, une impUi sanee. Esos carros, o como ellos dicen: “El rodar de esas teiiegas que ll van pan a la Humanidad” es más útil que la Madona de la Capilla Sixtifl o como digan ellos... Une bétise dans ce genre. Pero ¿no comprendes —‘1k grito—, no comprendes que al hombre le es tan necesaria, exactamente t5t imprescindible, la desgracia corno la felicidad? 1/ rif? Tú, dices, haces frascs ingeniosas “mientras descansas tus miembros -empleó una frase más CI11 da— en un diván de terciopelo”... Y fijese usted en esa costumbre nueSUS de hablar5 padree hijo de “tú”; está bien cuando los dos están de buenas; nero, vamos, ¿y si riñen? r por un minuto volvió a guardar silencio. _Cher —concluyó de pronto, levantándose rápidamente—, ¿no cree usted que todo esto ha de parar inevitablemente en algo? _Indudablemente —asentí. —Vous ne comprenez pas. Passons. Pero..., pero, generalmente, ¡en el inundo nada acaba; pero aquí habrá un fin, irremisiblemente, irremisiblemente. Se levantó, púsose a dar vueltas por la sala con emoción visible, y, llegado que hubo de nuevo al diván, dejóse caer en él exánime. El viernes por la mañana tuvo que salir Piotr Stepánovich no sé a dónde, y fuera estuvo hasta el lunes. Supe su marcha por Liputin, el cual, en el curso de la conversación, díjome también que los hermanos Lebíadkines se habían ido a vivir al otro lado del río, al barrio de la Alfarería. “Yo mismo los llevé allá”, añadió Liputin, y dejando a los Lebíadkines, fue y me participó de pronto que Lizaveta Nikoláyevich se iba a casar con Mavrikii Nikoláyevich, y que, aunque no se había dado publicidad al proyecto, la boda se daba casi por hecha. Al otro día me encontré a Lizaveta Nikoláyevna a caballo en compañía de Mavrikii Nikoláyevich; era la primera vez que salía después de su enfermedad. Me hizo una seña con sus radiantes ojos desde lejos, se echó a reír y, muy afectuosamente, me saludó con la cabeza. Todo eso se lo conté a Stepán Trofimovich, el cual sólo concedió alguna atención a las noticias referentes a los Lebíadkines. Pero ahora, después de haber descrito nuestra enigmática situación en el transcurso de aquellos ocho días, cuando aún no sabíamos nada, pasaré a describir los últimos acontecimientos de mi crónica, y ya, por decirlo así, con conocimiento del asunto, en la forma en que todo se ha descubierto y explicado ahora. Empezaré por el octavo día después de aquel domingo; es decir, por el lunes por la noche..., porque, en realidad, a partir de esa noche da principio una “nueva historia.” TI’ Eran las siete de la noche, Nikolai Vsevolódovich hallábase solo en su gabinete, una habitación que ya antes era muy de su agrado, alta de techo, cubierta de tapices, amueblada de un modo, algo pesado, anticuado. Estaba sentado en un pico del diván, vestido como para salir a la calle; pero, al parecer, no disponía a hacerlo. En la mesa, delante de él, había una lámpara con su pantalla. Los testeros y rincones de la amplia habitación quedaban en penumbra. Tenía la mirada pensativa y reconcentrada, nada tranquila; cara de cansancio y algo demacrada. Había estado realmente enfermo con Una fluxión a la boca; pero el rumor de haber perdido un diente resultó exagerado. El diente no había hecho más que moverse; pero ahora ya estaba de nuevo firme; había sufrido también un desgarro en la cara interior del labio Superior, pero ya se le había cicatrizado. La fluxión estuvo a punto de du

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168 FEDOR M DOSTO[FVSKI rarle toda la semana, porque el enfermo no quería que lo viese el médico y dejarse sajar el flemon a su tiempo y esperaba que el absceso se reventase él solo. No sólo al médico, sino a su misma madre apenas si le permitía pasar a verlo, y eso por un instante; una vez al día, y eso indefectiblemente al oscurecer cuando ya no habia luz y aun no habian encendido lumbre No recibia tampoco a Piotr Stepanovich el cual sin embargo iba dos y tres veces al dia a casa de Varvara Petrovna mientras estuvo en la ciudad Y he aqui finalmente que el lunes al volver por la mañana de su ausencia de tres dias despues de haber recorndo toda la ciadad y comido en casa de ¡u ha Mijailovna Piotr Stepanovich presentose por la tarde finalmente en casa de Varvara Petrovna que con impaciencia le aguardaba Habian levan tado la prohibicion Nikolai Vsevolodovich recibia Varvara Petrovna mis ma condujo al visitante hasta la puerta del gabinete hacia tiempo que de

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seaba aquella entrevista de los dos y Piotr Stepanovich le habia dado palabra de ir cornendo a verla en cuanto se despidiese de Nicolas y a con tarselo todo Con timidez llamo a la puerta de Nikolai Vsevolodovich y como no obtuviera contestacion se atrevio a entreabrir aquella cosa de dos viorchkas. —Nicolas tpuedo hacer pasar a Piotr Stepanovich9 —inquino queda y comedidamente pugnando por mirar a su hijo al traves de la lampara —1Puede puede sin duda que puede’ —grito con voz alta y jovial el propio Piotr Stepánovich, que abrió por sí mismo la puerta y pasó. Nikolai Vsevolódovich no había oído el golpe dado a la puerta, sino unicamente la timida pregunta de su madre a la que no habia tenido tiempo de contestar Tenia delante unicamente en aquel momento una carta que acababa de leer y que le habia dejado muy pensativo Se estremecio al oir la inesperada exclamacion de Piotr Stepanovich y diose prisa a ocultar la carta bajo un pisapapeles cosa que no logro del todo un pico de la carta y casi todo el sobre asomaban al exterior —Con intención grité con todas mis fuerzas, para que no le cogiera de improviso —balbuceo Piotr Stepanovich atropelladamente y con nngenui o dad acercandose a la mesa y fijando la vista un momento en el pisapapeles y en el pico de la carta. —Y sin duda habra tenido tiempo para ver como escondia yo debajo de este pisapapeles una carta que acababa de leer — dijo Nikolai Vsevolo dovich tranquilamente sin moverse de su sitio —CUna carta9 Dios le guarde a usted y a sus cartas Y a mi oque me interesan9 —exclamo el visitante— pero lo principal —murmuro de nuevo, volviéndose a la puerta, ya cerrada, y señalando hacia allí con la cabeza. —Nunca se queda escuchando —observó friamente Nikolai Vsevolódovich

—ÍEs que si se le ocurriera escuchar...! —repuso Piotr Stepánovich, alzando alegremente la voz y arrellanándose en una poltrona—. Nada tengo que objetar, sólo que he venido a hablar con usted a solas. ¡Vaya, por fin lo LOS DEMONIOS

cacé! Ante todo, ¿cómo vamos de salud? Por lo que veo, muy bien, y mañana tal vez saldrá usted a la calle, ¿no? —Es posible. —Tranquilícelos usted; finalmente, tranquilceme a mí! —gesticuló con énfasis, adoptando un aire jocoso y amigable —. Si usted supiese las cosas que he tenido que decirles... Aunque desde luego que las sabe —y se echó a reír. —No sé nada. Sólo le he oído decir ami madre que usted... ha andado muy movido. —Es decir, que yo no he dicho nada concreto —exclamó de pronto Piotr Stepánovich, como defendiéndose de un ataque horrible—. He echado por delante a la mujer de Schátov; es decir, rumores de las relaciones que ustedes tuvieron en París, lo que viene a explicar el incidente del domingo... ¿No lo tomará a mal? —Estoy seguro de que usted no ha hecho sino lo que ha podido. —Bueno; yo eso era lo único que temía Aunque, después de todo, ¿qué quiere decir eso de “no ha hecho sino lo que ha podido”? ¿Es, acaso, algún reproche? Por lo demás, usted plantea la cuestión francamente; mi mayor temor al venir acá era que usted no quisiese plantear bien las cosas. —Yo no quiero plantear nada bien —dejó escapar Nikolai Vsevolódovich con alguna nerviosidad; pero inmediatamente echóse a reír. —No me refería a eso, no me refería a eso; está usted equivocado —gesticuló Piotr Stepánovich, lanzando las palabras en cascada, y alegrándose de la irritabilidad de su huésped—. No voy a exa5Peb0 a usted con “nuestro” asunto, sobre todo en su actual situación He venido únicamente por el lance del domingo y sólo en la medida imprescinde He venido en busca de las más francas explicaciones, que necesito ante todo yo, no usted...; se lo digo para que se pavonee; pero, al mismo tiempo, es verdad. Vine para ser desde ahora siempre franco. —Eso, ¿quiere decir que antes no lo era?

—Usted mismo lo sabe. Yo he empleado la astucia en muchos casos... Usted se sonríe; celebro mucho esa sonrisa como prólogo a una explicación; porque, mire usted, su sonrisa con la jactanciosa frase de “empleé la astucia”, para que usted se enfadase en el acto. ¿Cómo me atrevía yo a dármelas de listo? pero yo se lo iba a explicar en seguida. Para que usted vea, para que usted vea cómo soy ahora de franco. Pero, bueno: ¿quiere usted escuchar? En la expresión del semblante de Nikolai Vsevolódovich, despectivamente tranquila y hasta zumbona, no obstante todo el deseo del huésped de irritarle con la insolencia de aquellas ingenuidades preparadas de antemano e intencionalmente burdas, traslucióse, por fin, cierta curiosidad inquieta. —Oiga usted —dijo Piotr Stepánovich, agitándose más que antes—: al venir acá, es decir, en términos generales, acá, a esta población, hace diez días, venía decidido, sin duda, a desempeñar un papel. Sería preferible no desempeñar papel alguno, ser uno mismo, ¿no es así? Nada más irreal que 170 FEDOR M. DosrolEvsKl

LOS DEMONIOS 171 ser uno como es, porque nadie lo cree. Yo, lo confieso, quería dárinej tonto, porque ser tonto es más fácil que ser uno mismo; pero como la, pidez es, a pesar de todo, un extremo, y los extremos suscitan curi opté, finalmente, por ser yo mismo. Pero, vamos a ver: ¿cuál es mi propio? Un justo equilibrio: ni imbécil ni listo, bastante falto de d-’ como caído de la luna, según dicen las personas sensatas, ¿no es así? —Qué? Es posible que así sea —dijo con leve sonrisa Nikolai ‘ lódovich. —Pero usted estará de acuerdo conmigo..., lo celebro mucho; por cipado sabía que ésa era también su personal opinión... No se apure, ¡ apure; yo no me enfado, y en absoluto no me definí de ese modo para vocar en retorno sus alabanzas: “No, caramba, no está usted tan fr’ dotes; no, hombre; usted tiene talento’ Pero usted vuelve a sonreír Otra vez me excedí. Usted no me hubiera dicho: “Usted tiene taler bien, concedido, lo admito. Passons, como dice pápascha, y, entre par sis, no se enoje usted por mi verbosidad. Y a propósito, aquí tiene un e pb: yo siempre hablo mucho; es decir, muchas palabras, y de ca - nunca me sale lo que quiero decir. ¿Y por qué digo yo tantas palabras me sale? Pues porque no sé hablar. Los que saben hablar bien hablan ç Ahí tiene usted otra ineptitud mía, ¿no es verdad? Pero como este d. que carezco es en mí natural, ¿por qué no habría de utilizarlo con arte?1 utilizo. Verdaderamente, al disponerme a venir aquí, pensaba al princj callar; pero, mire usted, eso de callar supone un gran talento, y a mí, consiguiente, no me estaba bien, y en segundo lugar, eso de callar a ç de todo tiene sus peligros; bueno, pues decidí definitivamente que lo n era hablar; pero, desde luego, a lo tonto; es decir, mucho, mucho, explI me muy de carrerilla, y, al último, siempre embrollarme con los voltijos, de modo que el interlocutor acabase por dejarme hablando lo mejor de todo, mandándome a volar. Resulta, en primer término, que ted cree en mi ingenuidad, se harta hasta el colmo y no me entiende ¡tres ventajas de una vez! Fíjese usted: ¿quién, después de esto, va a s nerle a uno animado de secretas intenciones? Es más: cada cual se raría personalmente ofendido contra quien dijera que uno las tiene. Perol además, suelo echarme a reír..., y esto ya es inapreciable. Entonces ya t me lo perdonan, por la sencilla razón de que el tío listo que editaba a proclamas resulta aquí más estúpido que ellos mismos, ¿no es así? Por sonrisa veo que me da la razón. Nikolai Vsevolódovich no se había sonreído lo más mínimo, sino tO lo contrario: escuchaba hosco y algo impaciente. —,Eh? ¡Cómo! ¿Usted, por lo visto, ha dicho “todo es igual”? —bah buceó Piotr Stepánovich (Nikolai Vsevolódovich no había dicho nada) Claro, claro; le aseguro a usted que no he venido en modo alguno a C01fl prometerle a usted con mi compañerismo. Pero ¿sabe usted que está hoy t rriblemente receloso? Yo he venido a verle con el alma abierta y alegre, S usted, a cada palabra mía, se pone en guardia; le aseguro a usted que hOY he de hablar de nada delicado, le doy palabra, y que de antemano acepto ¶ias suS condiciones. Niko1 Vsevolódovich guardaba un silencio obstinado. _Cóm0? ¿Qué? ¿Ha dicho usted algo? Ya veo, ya veo que he vuelto, según parece a equivocarme; usted no había puesto condiciones, ni las one tamPoco; lo creo, lo creo; vaya, no se apure; porque yo mismo sé que oy digno de que me las pongan, ¿no es así? Yo, de ahora en adelante, espond0 por usted, y..., sin duda, por falta de talento, inepcia e inepcia... Se ríe usted? ¿Cómo? ¿Qué? _Nada —dijo finalmente, echándose a reír, Nikolai Vsevolódovich—; recordaba ahora, hace un momento, que, efectivamente, lo he calificado de inepto; pero no estaba usted delante; por lo visto, se lo han dicho a usted... Le ruego vaya cuanto antes al asunto. —Eso es, porque un asunto me trae, y precisamente relacionado con lo del domingo —saltó Piotr Stepánovich—. Vamos a ver: ¿cómo me porté yo el domingo, a su juicio? Precisamente me precipité con ineptitud mediana, y del mismo modo torpísimo me apoderé de la conversación por la fuerza. Pero a mí me lo perdonaron todo, porque yo, en primer lugar, venía de la luna, cosa que, al parecer, lo tienen ustedes aquí decidido entre todos, y, en segundo lugar, porque les conté una simpática historia, y así los he sacado a todos del aprieto, ¿no es verdad? —Es decir, la contó usted precisamente para suscitar dudas y dar a entender que había connivencia y acuerdo, cuando yo no le había pedido a usted nada.

—Eso es, eso es! —asintió Piotr Stepánovich como poseído de entusiasmo—. Yo lo hice así precisamente para que usted observase todo el juego, porque yo, sobre todo, me afanaba por usted, porque quería cogerlo y comprometerlo. Yo, ante todo, quería saber hasta qué punto tenía usted miedo. —Es curioso. ¿Por qué ahora es usted tan franco? —No se enfade usted, no me fulmine con los ojos. - - Por lo demás, usted no me fulmina. ¿A usted le parece curioso el que yo sea ahora tan franco con usted? Pues precisamente porque ahora todo ha cambiado, todo pasó y se volvió arena. Yo, de pronto, he cambiado de modo de pensar acerca de usted. El camino antiguo se acabó del todo; ahora ya nunca volveré a coniprometerlo a la manera antigua: ahora emplearé un procedimiento nuevo. —j,Ha cambiado usted de táctica? d —No hay táctica. Ahora en todo se ha de hacer su plena voluntad; es ecir, que si quiere dice “sí”, y si quiere dice “no”. Ahí tiene usted toda mi nueva táctica. De “nuestro” asunto no hablaré hasta que usted mismo lo ordene. ¿Se ríe usted? Pero enhorabuena yo también me río. Pero ahora en Serio, en serio, en serio, aunque quien tanto se precipita es un torpe, sin uda, ¿no? Es igual; concedido que sea un torpe; pero soy serio, serio. Efectivamente, había hablado en serio, en un tono totalmente distinto Y Con cierta especial emoción; tanto, que Nikolai Vsevolódovich lo miró Curioso L)S DEMONIOS

172 FEDOR M DOSTOIEVSKI —,Usted dice que ha cambiado de modo de pensar respecto a —inquirió. —He cambiado de opinión respecto a usted en el momento en que ted, después de lo de Schátov, se echó las manos a la espalda; pero b basta, no me pregunte; no he de decir nada. Se levantó, manoteando, como para ahuyentar preguntas; pero co había pregunta alguna ni por qué irse tampoco, volvió a dejarse caer n mente en el sillón, un tanto tranquilizado. —A propósito, dicho sea de pasada —volvió a saltar en segui aquí hay quienes dicen que usted va a matarlo, y hacen apuestas y tanto, que Lembke pensaba ya avisar a la policía, sólo que Julia Mijaíl se lo prohibió. Basta, basta de eso; se lo he dicho sólo para prevenirlo. propósito también: los Lebíadkines aquel mismo día se mudaron de c lo sabrá usted. ¿Recibió usted mi carta con su nueva dirección? —La recibí a su tiempo. —Eso ya no lo hice yo “a lo torpe”, sino, sinceramente, por soliej Si resultó torpe, en cambio, fue sincero. —Pero no hay nada que decir; acaso fuera preciso... —dijo Ni Vsevolódovich pensativo—. Sólo que no vuelva usted a escribirme cartas, se lo ruego. —No era posible otra cosa; una sólo. —óDe modo que Liputin está enterado? —No había otro remedio; pero Liputin, usted mismo lo sabe, atreverá... A propósito: sería preciso ir a ver a los nuestros; es dec’ ellos, ya que esa expresión de los “nuestros” no es de su agrado. Peró se apure usted: no ahora mismo, sino alguna vez. Ahora va a llover. Les vertiré, se reunirán e iremos una noche. Están aguardando con las abiertas, como crías de cuervo en el nido, qué huésped les llevamos gente fogosa; sacan libros, se prestan a la discusión. Virguinskii, el ho universal; Liputin, el furierista, con fuerte propensión a lo policíaco; Ii bre, se lo diré a usted, sólo apreciable en un sentido, pero que exige sev dad en todos los otros; y, por último, ese de las orejas largas, ese que d ra su propio sistema. Y, mire usted, están resentidos porque dicen que desatiendo y los trato con desvío, ¡je, je! Así que no hay más remedio que —,Va usted a presentarme allí como a un jefe? —dijo con la mayor dolencia posible Nikolai Vsevolódovich. Piotr Stepánovich apresuróse a mirarlo. —A propósito —dijo como si no lo hubiera oído y cambiado aprisa conversación—. He estado dos o tres veces a ver a la respetadísima Van’ Petrovna, y también tuve que hablarle mucho. —Me lo figuro. —No, no se lo figure usted; yo únicamente le dije que usted no mata! a nadie, vamos, y otras cosas oportunas por el estilo. Y figúrese usted: otro día ya estaba enterada de que yo había hecho que Maria TimoféyeVt se mudase al otro lado del río. ¿Fue usted quien se lo dijo? —No pensé tal cosa. 4 _-Ya sabía yo que no habíL sido usted. Pero ¿quién otro puede haber sido? Es interesante. _-Liputin, desde luego. _-No, no; Liputin, no —bdbuceó, frunciendo el ceño, Piotr Stcpánovich Ya sé quién ha sido. Aguien parecido a Schátov... Por lo demás, es abo dejemos esto. Auncue después de todo, es de una importancia tremenda .. A propósito: yo meesperaba que su mátuschka me espetase de prontO la pregunta principal... Ah!, si, todos los días, al principio, estaba de U1 humor terrible; pero, de Fonto, hoy llego.., y se pone toda radiante. ¿Qué será eso? —Pues que le he dado palLbra hoy de pedir, de aquí a cinco días, la mano de Lizaveta Nikoláyevna—dijo, de pronto, Nikolai Vsevolódovich cOfl inesperada franqueza.

—1Ah, sí!..., sin duda —babuceó Piotr Stepánovich como vacilante—; corren rumores de que ya está omprometida, ¿lo sabía usted? Seguramente; no obstante, usted tiene razói: de debajo del yugo se escaparía ella con sólo que usted se dignase llamala. ¿No se enfada usted porque hable así? —No, no me enfado. —Noto que a usted hoy le s muy dificil enfadarse, y empiezo a temer por usted. Tengo mucha curioidad por ver cómo va usted a presentarse mañana. Seguramente tendrá prparada más de una broma. ¿No se enfadará usted conmigo porque le hable sí? Nikolai Vsevolódovich nole respondió, lo que acabó ya de irritar a Piotr Stepánovich. —A propósito: ¿le ha dich usted en serio a su mámascha eso de Liza- yeta Nikoláyevna? —inquirió. Nikolai Vsevolódovich qudósele mirando atenta y fríamente. —Claro, lo comprendo, sób para tranquilizarla. —óY si se lo hubiera dichcen serio? —preguntó con voz firme Nikolai Vsevolódovich. —,Cómo, por Dios, cómo ;uele decirse en estos casos, que no perjudicara al asunto? Repare usted cmo no he dicho nuestro asunto, ya que a usted no le gusta la palabra “nuetro”. Pero yo..., yo, ya lo sabe usted, estoy a su servicio. —Qué piensa usted? —Nada, nada pienso —apr.suróse a decir, riendo, Piotr Stepánovich—, porquie sé que usted ha pensad con anticipación en sus cosas y todo lo tiene resuelto. Yo sólo quería de:irle que estoy seriamente a su disposición, siempre y en todas partes, y entoda ocasión, es decir, para todo, ¿comprende usited? Nikolai Vsevolódovich boezó. —Lo hastío —saltó, de pnnto, de su asiento Piotr Stepánovich, cogió SU sombrero redondo, enteramote nuevo, e hizo ademán de irse; pero contiOU ó allí y siguió hablando sir interrupción, aunque en pie, dando a veces 1 1t

paseos por la habitación y subrayando los pasos más animados de su perorata con sombrerazos en la rodilla. —Yo pensaba divertirlo a usted todavía con los Lembke —exclamó, jovial. —No; ahora no; luego. Pero ¿está bien Julia Mijaílovna? —Esa es una costumbre mundana que tienen todos ustedes. A usted le es tan indiferente su salud como la salud de la “gatita gris”, y, sin embargo, pregunta por ella. Yo aplaudo eso. Pues está bien, y le tiene a usted una estimación que raya en lo supersticioso, y también hasta la superstición espera de usted mucho. Del incidente del domingo no dice nada, y está convencida de que usted los vencerá a todos con sólo presentarse. Por Dios, ella se imagina que usted puede sabe Dios cuánto. Por lo demás, usted es ahora un personaje enigmático y romántico, en más alto grado que nunca..., situación ventajosísima. Todos esperan de usted hasta lo inverosímil. Cuando partí yo..., ya hacía calor; pero ahora, mucho más. A propósito: gracias una vez más por su carta. Todos le temen al conde de K***. ¿No sabe usted que, según parece, todos le tienen a usted por espía? Yo les sigo la corriente, ¿no se enfadará usted? —Nada. —Eso no tiene importancia, y en lo sucesivo será imprescindible. Ellos aquí tienen sus reglas. Yo, sin duda, los aplaudo; Julia Mijaílovna, la primera; Gagánov, también... ¿Se ríe? Pues mire usted, yo tengo mi táctica: miento, miento, y de pronto suelto una frase inteligente, precisamente cuando todos la andan buscando. Me rodean, y yo, vuelta a mentir. A mí ya todos me hacen aspavientos: “Con aptitudes, pero caído de la luna.” Lembke me insta a entrar en el servicio para corregirme. Sabe usted que yo lo trato malísimamente; es decir, que lo comprometo tanto, que abre unos ojos tamaños. Julia Mijaílovna me defiende. Y a propósito: Gagánov está muy enfadado con usted. Anoche, en Dújovo, me habló de usted pestes. Yo en el acto le dije toda la verdad; es decir, claro que no toda la verdad. Estuve con él. pasando el día en Dújovo. Famosa posesión, magnífica casa. —Pero ¿es que está él ahora en Dújovo? —irguióse Nikolai Vsevolódovich de pronto en la silla, casi dando un salto y haciendo un fuerte movimiento hacia delante. —No, a mí me llevó allá el otro día por la mañana, y regresamos juntos —dijo Piotr Stepánovich, cual si no reparase en la momentánea agitación de Nikolai Vsevolódovich—. Pero ¿qué es esto? He tirado un libro —agachóse a recoger el kapesake que había derribado—. Las mujeres de Balzac con láminas —dijo, abriéndolo de pronto —. No lo he leído. Lembke también escribe novelas. —áSí? —inquirió Nikolai Vsevolódovich como si le interesara. —En ruso, a escondidas, naturalmente. Julia Mijaílovna lo sabe y se lo consiente. Es un verdadero necio, pero con modales; ellos lo tienen todo asimilado. ¡qué severidad de formas, qué discreción! Nos haría falta a nosotros algo por ese estilo. —,Elogia usted la administración? —Pero ¡si no hay más remedio! Es lo único que hay en Rusia de natural y conseguido...; pero no, no —exclamó de pronto —, no hablaré de eso; de lo delicado, ni palabra. Pero adiós, que está usted verde. —Es porque tengo fiebre. —Puede creérsele, acuéstese usted. A propósito: aquí, en el distrito, hay skoptsi, una gente curiosa... Pero en otra ocasión. Aunque, por lo demás, escuche usted esta anécdota. Aquí, en el distrito, tenemos un regimiento de Infantería. El viernes

por la noche estuve yo bebiendo en B*** con los oficiales. Porque allí tenemos tres, vous comprenez? Estuvimos hablando de ateísmo, y, naturalmente, la tomamos con Dios. Alegres, chillábamos. A propósito: Schátov asegura que si en Rusia hay alguna vez revolución, ha de empezarse de manera irremisible por el ateísmo. Puede que tenga razón. Había allí un capitán con la barbita canosa, que estaba muy callado y no decía palabra; pero de pronto fue y se plantó en mitad de la habitación y, mire usted, en voz alta, cual si hablase consigo mismo: “Si no hay Dios, ¿qué capitán soy yo?” Cogió el gorro, abrió los brazos y se fue. —Expresó un pensamiento bastante atinado —bostezó por tercera vez Nikolai Vsevolódovich. —Sí? Yo no lo comprendía; todos queríamos preguntarle. Bueno; voy a decirle a usted otra cosa: es interesante la fábrica de los Schpigúlines; allí, como usted sabe, hay quinientos obreros; un foco de cólera; no la limpian hace quince años y esquilman a los trabajadores; los dueños son millonarios. Le aseguro a usted que entre los obreros los hay que tienen noticia de la Internazionale. Que, ¿lo toma usted a risa? Usted mismo lo ha de ver con sólo que me dé un plazo breve, brevísimo. Ya le había pedido a usted un plazo, pero ahora vuelvo a pedírselo, y entonces..., aunque, después de todo, pequé, no insisto, no frunza el gesto. Pero adiós. ¡Qué cabeza tengo! —volvióse de pronto a mitad de camino—. Nada, se me olvidaba lo más importante: acaban de decirme que nuestra maleta llegó de Petersburgo. —Cómo? —y Nikolai Vsevolódovich quedósele mirando sin comprender. —Quiero decir la maleta de usted, sus efectos, el frac, los pantalones y la ropa blanca. ¿Llegaron? ¿Es cierto? —Sí, hace un momento me lo dijeron. —Ah, no podría usted ahora mismo...! —Pídaselo usted a Aléksieyi. —Bueno; mañana, mañana. Porque allí están las prendas de usted y mi americana, el frac y los tres pares de pantalones, obra de Scharmer, según recomendó usted, ¿comprende? —He oído decir que usted aquí, según cuentan, hace el papel de un gentleman —dijo Nikolai Vsevolódovich riendo—. ¿Es verdad que piensa usted aprender equitación? Piotr Stepánovich sonrióse de un modo convulsivo. LOS DEMONIOS ¡77

—Mire usted —y de pronto rompió a hablar atropelladamente, con voz trémula y contenida—, mire usted, Nikolai Vsevolódovich: vamos a dejar las cuestiones personales de una vez para siempre, ¿verdad? Usted, naturalmente, puede menospreciarme cuanto guste, sitan ridículo le parezco; pero, a pesar de todo, sería mejor que se dejase de cosas personales por algún tiempo, ¿no? —Bien, no lo haré más —dijo Nikolai Vsevolódovjch. Piotr Stepánovich echóse a reír, diose un sombrerazo en la rodilla, puso un pie delante de otro y volvió a adoptar su primera actitud. —Aquí algunos me consideran como rival de usted para con Lizaveta Nikoláyevna, ¿cómo no preocuparme del tipo? —dijo riendo—. Pero dígame, ¿quién le fue con el cuento? ¡Hum! Las ocho en punto; bueno, en marcha; le había prometido a Varvara Petrovna pasar a visitarla, pero me escabullo; usted se acuesta, y mañana se sentirá con más ánimos. El patio estará a oscuras, aunque, después de todo, el coche me está aguardando porque yo por estas calles no me atrevo a aventurarme por las noches... ¡Ah!, a propósito: aquí, por la ciudad y sus contornos, anda merodeando ahora un tal Fedka, un preso fugado de Siberia; figúrese usted, un antiguo siervo nuestro; mi padre, hará quince años, lo vendió como soldado y se guardó el dinero. Es un sujeto muy notable. —Usted... ha hablado con él? —inquirió Nikolai Vsevolódovich, clavando en él los ojos. —He hablado. De mí no se oculta. Es un individuo dispuesto a todo, a todo, por dinero, naturalmente, pero también tiene ideas, a su modo, desde luego. ¡Ah, sí, otra cosa! Si habló usted antes seriamente respecto a Lizaveta Nikoláyevna, recuerde, vuelvo a advertirle, que también yo soy un individuo dispuesto a todo, en todos los sentidos, y enteramente estoy a sus órdenes... Pero ¿qué es eso? ¿Coge usted su bastón? ¡Ah, no, no es el bastón!... Imagínese usted que yo creía que buscaba usted el bastón. Nikolai Vsevolódovich no buscaba nada, ni decía nada; pero, efectivamente, se había levantado de pronto con cierta extraña contracción en el semblante. —Si usted necesita algo para el señor Gagánov —le espetó de pronto Piotr Stepánovich, señalando ya directamente al pisapapeles—, yo, naturalmente, puedo arreglarlo todo, y estoy seguro de que no prescindirá usted de mí. De pronto se fue, sin aguardar contestación, pero asomando todavía la cabeza desde la puerta. —Yo le digo —exclamó de un tirón—, porque Schátov, por ejemplo, tampoco tenía derecho a arriesgar su vida el domingo, cuando vino a verlo a usted, ¿no? Yo querría que usted se fijase en esto. lv

Posible es que pensara al irse que Nikolai Vsevolódovich, al quedarse solo, iba a ponerse a aporrear las paredes, y desde luego que se habría alegrado de poderlo ver, de haber sido posible. Pero estaba muy equivocado: Nikolai Vsevolódovich se quedó muy tranquilo. Dos minutos permaneció junto a la mesa, en la misma actitud, visiblemente preocupado; pero pronto se repuso, y una fría sonrisa asomó a sus labios. Lentamente fue a sentarse en el diván, en el pico de antes, y cerró los ojos como por efecto del cansancio. El piquito de la carta seguía asomando como antes por debajo del pisapapeles, pero él no se molestó en ir a taparlo. No tardó en quedarse del todo dormido. Varvara Petrovna, que tanto había sufrido aquellos días con sus cavilaciones, no tuvo paciencia, y al irse Piotr Stepánovich, que había prometido pasar a verla y no cumplió su palabra, aventuróse ella misma a visitar a Nicolas, a pesar de lo intempestivo de la hora. No hacía más que pensar: ¿no le diría, por fin, algo definitivo? Despacito, como antes, dio un golpecito en la puerta, y de nuevo, visto que no tenía contestación, abrióla ella misma. Al ver que Nicolas estaba tendido, inmóvil, acercóse, con el corazón palpitante y con mucho tiento, al diván. Pareció impresionarle ver que se hubiese dormido tan pronto y que hubiese podido quedarse dormido así, tan derecho y tan inmóvil, hasta el punto de ser casi imposible advertir su respiración. Tenía la cara pálida y seria, pero enteramente impasible, inmóvil; las cejas un poco enarcadas; decididamente asemejaba una inanimada figura de cera. Permaneció contempiándolo tres minutos, casi sin respirar, y de pronto entróle miedo; salióse de puntillas, detúvose en la puerta, santiguólo aprisa y se alejó sin sentir, con una nueva enojosa sensación de malestar y un pesar nuevo. Durmió largo rato, más de una hora, y todo ese tiempo en la misma inmovilidad; ni un músculo de su rostro se contrajo, ni el más leve movimiento en todo el cuerpo se delataba, pero las cejas aparecían seriamente fruncidas. Si Varvara Petrovna hubiese continuado allí tres minutos más, de seguro que no habría podido soportar la agobiante sensación de aquella inmovilidad letárgica y lo habría despertado. Pero, de pronto, él mismo abrió los ojos, y con la misma inmovilidad de antes, siguió sentado aún diez minutos, como mirando terca y curiosamente a algún objeto que le hubiese chocado en un rincón del aposento, no obstante no haber allí nada de nuevo ni de particular. Finalmente se oyó un rumor quedo, denso, de un gran reloj de pared, que daba la una. Con alguna inquietud volvióse a mirar la hora; pero casi en el mismo momento abrióse la puerta trasera, que daba al corredor, y dejóse ver el ayuda de cámara. Aléksieyi Yegórovich. Llevaba en una mano un paletó de abrigo, una bufanda y el sombrero, y en la otra, una bandejita de plata, en la que había una carta. —Son las nueve y media —dijo con voz queda, y dejando las prendas que llevaba en un rincón, encima de una silla, le ofreció en la bandeja la carta, que consistía en un papelito abierto, con dos renglones garrapateados a lápiz. Leído que hubo aquellas líneas, Nikolai Vsevolódovich también cogió un lápiz de encima de la mesa, garrapateó al final de la carta dos palabras y volvió a ponerla en la bandeja. —Entregarás esto en seguida que me vaya, y ahora vísteme —dijo, levantándose del diván. Advirtiendo que tenía puesta una ligera chaqueta de terciopelo, recapa. citó y mandó que le llevasen otra, de paño, más propia para las visitas nocturnas de cumplido. Finalmente, después de vestirse y coger el sombrero, cerró la puerta por donde entrara Varvara Petrovna, y, sacando de debajo del pisapapeles la escondida carta, salióse en silencio al corredor, seguido de Aléksieyi Yegórovjch. Del corredor pasó a una escalera trasera, angosta, de piedra, y fue a salir al vestíbulo, que daba directamente al jardín. En un rincón del vestíbulo había en prevención un farolillo y un paraguas. —A causa de esta lluvia extraordinaria hay en las calles un barro intolerable —expuso Aléksieyi Yegórovich con el aire de realizar un vago intento de disuadir por última vez a su señor de salir a la calle. Pero el señor, abriendo el paraguas, salió en silencio al viejo jardín, oscuro como una cueva, lóbrego y húmedo. El viento alborotaba y agitaba las copas casi peladas de los árboles; los angostos senderuelos de arena estaban enfangados y resbaladizos. Aléksieyi Yogórovich iba tal y como estaba, de frac y sin sombrero, alumbrándose el camino unos tres pasos por delante con el farolillo. —No se verá nada? —inquirió, de pronto, Nikolai Vsevolódovich. —Desde las ventanas no se verá, sin contar con que ya está revisado todo —repuso el criado queda y comedidamente. —,La mátuschka se acostó? —Se encerró en su cuarto, según su costumbre de estos últimos días, a las nueve en punto, y ahora es imposible saber nada de ella. ¿A qué hora manda usted que se le espere? —añadió, atreviéndose a hacer la pregunta.

—A la una, a la una y media, a las dos lo más tarde. —Enterado. Rodeando por sinuosos senderos todo el jardín, que ambos se sabían de memoria, fueron a salir a la misma tapia de piedra, y allí, en un rincón de la misma, buscaron una puertecita, que daba a una calleja estrecha y apartada y estaba casi siempre cerrada, pero cuya llave teníala ahora en su mano Aléksieyi Yegórovich. —No rechinará la puerta? —informóse Nikolai Vsevolódovich. Pero Aléksieyi Yegórovich le participó que el día anterior la había untado de aceite “y hoy también”. Estaba ya completamente calado por la lluvia. Abrió la puerta y entregó la llave a Nikolai Vsevolódovich. —Si se decide a ir lejos, le advierto que no me inspira ninguna confianza esta gentuza, sobre todo, por callejas extraviadas, y especialmente al otro lado del río —no pudo menos de decirle. Era un viejo criado, que había sido ayo de Nikolai Vsevodólovich y lo había mecido en sus brazos, hombre serio y severo, que gustaba de oír y leer la palabra de Dios. —No te apures, Aléksieyi Yegórovich. —Que Dios lo bendiga, señor; pero si es que sólo proyecta obras —Cómo? —y Nikolai Vsevolódovich se detuvo, con un pie ya en la c allejuela. Aléksieyi Yegórovich repitió con voz firme su voto: nunca antes se habría decidido a proferir tales palabras en voz alta delante de su señor. Nikolai Vsevodólovich cerró la puerta, se guardó la llave en el bolsillo yi echó a andar por la callejuela, hundiéndose a cada paso unas tres viorschkas en el cieno. Salió, por fin, a una larga y solitaria calle pavimentada. La ciudad érale conocida como la palma de su mano; pero la calle de la Epifanía estaba lejos aún. Eran pasadas las diez cuando se detuvo, finalnnente, ante la cerrada puerta de la oscura y vieja casa de Filíppova. El piso bajo, ahora, desde la partida de los Lebíadkines, estaba totalmente vacío, con las ventanas cerradas, pero en el desván, en casa de Schátov, había luz. ‘*‘ como no había allí campanilla, púsose a aporrear la puerta. Abrióse un wentanuco, y Schátov miró hacia la calle: hacía una oscuridad horrible, y costaba trabajo ver nada; Schátov miró largo rato, un minuto. —,Es usted? —inquirió, de pronto. —Yo, —repuso el no invitado huésped. Schátov cerró la ventana, bajó y abrió la puerta. Nikolai Vsevolódovich cruzó el alto umbral y, sin decir palabra, pasó de largo, directamente al pabellón de Kirillov. y Tfodo allí estaba abierto, ni siquiera entornado. El vestíbulo y las dos primetras habitaciones estaban a oscuras, pero en la última, donde Kirillov estaba ttomando el té, había luz y se oían risas y unos gritos extraños. Nikolai Vsewolódovich encaminóse hacia la luz, pero, antes de entrar, detúvose en la puerta. El té estaba en la mesa. En medio de la habitación, la vieja, parienta del casero, el cabello destocado, en enaguas, sin medias y con una piel de lliebre. En los brazos tenía un niño de año y medio, con sólo una camisilla, lbs piececitos descalzos, las mejillas muy encendidas, el pelito rubio alborottado en rizos, recién sacado, al parecer, de su cunita. Era evidente que acaibaba de tener una llantina; lágrimas quedaban todavía en sus ojos; pero en aquei instante alargaba las manecitas, batía palmas y se reía corno se ríen bIos niños, entre sollozos. Ante él, Kirillov botaba en el suelo una gran pelo- ita colorada, de goma, la cual rebotaba en el techo, volvía a caer, y el niño gritaba: “Peota, peota!” Kirillov cogía la pelota, botábala, parábala el nene con sus torpes manecitas, y Kirilbov apresurábase otra vez a cogerla. FinalImente, la pelota fue a rodar por debajo de un armario. “Peota, peota!”, gritaba el nene. Kirilbov tiróse al suelo y estiróse, pugnando por alcanzar con la mano, por debajo del armario, la pelota. “Peota, peota! “, gritaba el rorro. Nikolai Vsevolódovich entró en la habitación; el niño, al verle acurrucóse contra la vieja y rompió en un largo llanto infantil; aquélla se lo ilevó de allí en seguida. —Stavroguin! —dijo Kiriilov, levantándose del suelo con la pelota en la mano, sin dar muestras del menor asombro ante la inesperada visita—, ¿quiere usted té?

buenas. Se acabó de levantar del todo. —Sí, no lo desairo, si está caliente —dijo Nikolai Vsevolódovich—. Estoy todo calado. —Caliente, hasta hirviendo —afirmó Kirillov con satisfacción—; siéntese usted; está usted lleno de barro, pero no importa: yo limpiaré luego el suelo con un trapo mojado. Nikolai Vsevolódovich se sentó, y casi de un trago se bebió la taza de té que le habían servido. —,Más? —Gracias. Kirillov, que seguía en pie, sentóse enfrente de él y preguntóle: —,A qué se debe que haya venido? —A un asunto. Lea usted esta carta de Gagánov; ¿recuerda usted lo que le conté en Petersburgo? Kirillov cogió la carta, la leyó, la dejó luego encima de la mesa y lo miró expectante.

—Al tal Gagánov, como usted sabe —empezó a explicar Nikolai Vsevolódovich—, me lo encontré hará un mes en Petersburgo, por primera vez en la vida. Nos habremos visto unas tres veces en sociedad. Sin ser amigo mío ni haber cruzado conmigo la palabra, ha hallado el modo de ser insolentísimo. Ya se lo dije a usted entonces; pero hay una cosa que usted ignora, y es que, al venirse entonces de Petersburgo antes que yo, me envió inopinadamente una carta, aunque no como ésta, eso no; pero, a pesar de todo, indecente en sumo grado, y tanto más extraña cuanto que no exponía en ella las razones de haberla escrito. Yo le contesté inmediatamente en la misma carta, y con toda franqueza le decía que de seguro estaría él enfadado conmigo por el incidente de marras con su padre, hace cuatro años, aquí en el club, y que yo, por mi parte, estaba dispuesto a darle toda clase de excusas, sobre la base de que mi conducta de entonces no fue premeditada y se debió a mi estado de enfermedad. Le rogaba que tomase en consideración mis excusas. El no me respondió, y se vino; pero ahora me lo encuentro aquí enteramente rabioso. Me ha referido algunos juicios que de mí ha hecho en público, completamente ofensivos, y ha formulado contra mí sorprendentes inculpaciones. Por último, hoy recibo esta carta, como seguramente nadie recibió nunca otra igual, llena de insultos y con estas palabras: “Su carota abofeteada.” Yo he venido con la esperanza de que no se negará usted a ser mi padrino. —Usted ha dicho que nadie ha recibido nunca una carta igual —observó Kirillov—. La habrá escrito furioso; más de una se ha escrito así. Puschkin le escribió a Heekern. Bueno; iré. Dígame qué le digo. Nikolai Vsevolódovich le explicó su deseo de que al mismo día siguiente fuese a ver a Gagánov y le recordase sus anteriores excusas, añadiendo que estaba dispuesto a repetírselas por escrito, siempre que él, por su parte, prometiese no volverle a escribir más cartitas. Las cartas recibidas se considerarían como no existentes.

1 1 1 —Demasiadas concesicnes, pero no se avendrá —dejó escapar Kirillov. —Ante todo, he venicb a saber si usted accedería a proponerle esas condiciones. —Se las propondré. Esa es cosa suya. Pero él no ha de avenirse. —Ya sé que no se avendrá. —Quiere batirse. Diga usted: ¿cómo se batirían? —La idea es que yo querría terminar mañana el asunto definitivamente. A las nueve de la mañana va usted a verlo. El le escucha a usted y no se aviene; pero lo envía a ustei a su padrino..., supongamos que alrededor de las once. Usted conferencia con él, y luego, a la una o las dos, nos reuniinos todos en el lugar degnado. Hágame el favor: procure hacerlo así. Arma, sin duda, la pistola, y, sobre todo, le ruego a usted arregle las cosas de este modo: el duelo ha de ser a una distancia de diez pasos y avanzando. He ahí todo, creo. —A diez pasos es demtsiado cerca —observó Kirillov. —Bueno; pues a doce; pero no más; ya comprenderá usted que él quiere batirse en serio. ¿Sabe inted cargar las pistolas? —Sé. Yo tengo una pistola. Le daré mi palabra de que usted no ha tirado con ella. Su padrino dir otro tanto de la suya; dos suertes, y lo echaremos a pares y nones; la de isted o la suya, ¿no? —Magnífico. —,Quiere usted ver la ,istola? —Bueno. Kirillov agachóse delarte de su baúl, que estaba en un rincón, todavía sin desocupar, pero del que iba sacando cosas a medida que las iba necesitando. Sacó, al fin, de allí tina cajita de madera de palma, interiormente forrada de terciopelo rojo, y de ella extrajo un par de pistolas, magníficas, sumamente caras. —Aquí está todo: pólvra, balas, cartuchos. Tengo, además, un revólver. Aguarde. Volvió a agacharse an:e el cofre y sacó otra cajita con un revólver americano de seis tiros. —Tiene usted muchas irmas, y son de mucho precio. —Sí, de mucho. Pobre, casi un mendigo, Kirillov, que nunca, por lo demás, reparaba en su pobreza, mostraba ahora Don visible ufanía sus preciadas armas, sin duda adquiridas a costa de extraodinarios sacrificios. —Tiene usted todo esb, según las mismas ideas de antaño? —preguntóle Stavroguin, después de un minuto de silencio y con cierta circunspecC1Ó I1 —Según las mismas —respondióle Kirillov, brevemente acertando en seguida a qué se refería su luésped.

Y procedió a poner enema de la mesa las armas. —tCuándo? —inquirió Nikolai Vsevolódovich, aún con mayor tiento, también después de algún silencio. i2 FEDOR M. DOSTOILVSKI

LOS DEMONIOS 1 &5

Kirillov, entre tanto, volvió a colocar los dos estuches en el cofre, sentándose después en el mismo sitio de antes. —Eso no depende de mí, como usted sabe. Cuando digan —balbuceé, como si no le hiciese mucha gracia la pregunta, pero al mismo tiempo visiblemente dispuesto a contestar a otras. A Stavroguin no dejaba de mirarlo con sus negros ojos sin brillo, con un sentimiento tranquilo, pero bueno y afable. —Yo, desde luego, comprendo eso de pegarse un tiro —empezó de nuevo Nikolai Vsevolódovich, que se había quedado un tanto mohíno, después de un largo silencio, que duró tres minutos—. Algunas veces lo he pensado, y siempre se me ha ocurrido una nueva idea. Si cometiera una mala acción o, sobre todo, una acción vergonzosa, es decir, vilipendiosa, sumamente ruin y... ridícula, tal que la recordase la gente al cabo de mil años y me escupiese por espacio de mil años, y de pronto la idea: un tiro en la sien y se acabó. ¿Qué importa entonces la gente ni que se estén escupiendo mil años? —Pero ¿califica usted de nueva esa idea? —dijo Kirillov, después de recapacitar. —Yo... no la califico...; cuando se me ocurrió una vez, la sentí como enteramente nueva. —j,Sentir una idea? —atajóle Kirillov—. Esto está bien. Hay muchas ideas que se han tenido siempre y que de pronto parecen nuevas. Yo veo ahora muchas cosas como por vez primera. —Supongamos que hubiera usted vivido en la Luna —interrumpióle Stavroguin sin escucharle y prosiguiendo el curso de su pensamiento—, y supongamos que allí se entregaba usted a todas estas necedades ridículas... Usted sabe aquí, de seguro, que allí han de estarse riendo y escupiendo sobre su nombre mil años, en toda la Luna. Pero ahora usted contempla a la Luna desde aquí. ¿Qué le importa a usted ahora todo eso que allí hizo usted ni que esa gente haya de estar escupiéndole un milenio? ¿No es verdad? —No sé —repuso Kirillov—. Yo no he estado en la Luna —añadió, sin pizca de ironía, únicamente para deslindar los hechos. —De quién es ese niño que estaba aquí? —La suegra de la vieja ha llegado; no, su nuera..., es igual. Tres días. Está en cama, enferma, con el niño; por las noches grita mucho; el vientre. La madre duerme, y la vieja se lo trae acá. Yo lo entretengo con la pelota. Una pelota de Hamburgo. La compré en Hamburgo para tirarla y cogerla. Robustece la espalda. Es una niña. —,Le gustan a usted los niños? —Me gustan —asintió Kirillov, satisfecho, aunque, por lo demás, con indiferencia. —LEso quiere decir que ama también la vida? —Sí, amo la vida. ¿Y qué? —Como está decidido a pegarse un tiro... —Y eso qué? ¿Por qué mezclar ambas cosas? La vida es una cosa, y eso es otra. La vida existe, y la muerte no existe en absoluto. —áEs que cree usted en la otra vida eterna? —No, no en la otra vida eterna, sino en esta de aquí, eterna. Hay momentos, tiene uno momentos en que, repentinamente se detiene el tiempo y se vuelve eterno. —,Espera usted alcanzar tales minutos? —Sí. —Eso apenas es posible en nuestro tiempo —dijo Nikolai Vsevolódovich, también sin la menor ironía, despacio y como pensativo—. En el Apocalipsis jura el ángel que no habrá más tiempo. —Lo sé. Así lo dice allí, con toda precisión y exactitud. Y cuando todo hombre haya alcanzado la dicha, entonces no habrá más tiempo, porque no será necesario. Es un pensamiento muy justo. —Dónde lo esconderán entonces? —En ninguna parte lo esconderán. El tiempo no es un objeto, sino una idea. Se extinguirá en la mente. —Viejos tópicos filosóficos; los mismos desde el principio de los siglos —murmuró Stavroguin con cierta malhumorada tristeza.

—Unos y los mismos desde el principio de los tiempos, y otros no habrá nunca —asintió Kirillov con centelleante mirada, cual si en aquella idea se encerrase una vida. —Usted, según parece, es muy feliz, Kirillov. —Sí, muy feliz —respondió éste, cual si expresase la contestación más vulgar. —Pero no hace mucho se acaloró usted tanto. Estaba usted tan disgustado con Liputin! ¿No? —Hum! ... Yo ahora ya no riño. Yo entonces aún no sabía que era feliz. ¿Ha visto usted la hoja, la hoja del árbol? —La he visto. —Yo veía hace poco una amarilla, un poco verde; pero podrida por los bordes. El viento la había arrebatado. Cuando yo tenía diez años cerraba en invierno, con toda intención, los ojos y me imaginaba una hoja verde, de venas sobresalientes, y el sol resplandecía. Abría los ojos y no creía, de bueno que era aquello, y volvía a cerrarlos. —áQué es eso? ¿Alguna alegoría? —N. . .0 ¿Por qué? Yo no expongo ninguna alegoría; no me refiero más que a la hoja, a una hoja. La hoja es bella. Todo es bello. —j,Todo? —Todo. El hombre es desdichado porque no sabe que es dichoso. Solamente por eso. Eso es todo, ¡todo! El que se da cuenta, inmediatamente es feliz en el mismo instante. Esa nuera se morirá, pero la nena quedará... Todo está bien. De pronto lo he descubierto. —Pero y quien se muere de hambre y quien ofende y deshonra a una joven..., ¿también eso está bien?

1 ¡ 184 FEDOR M. DOSTOIEVSKI —Bien. Y quien le rompe la cabeza por la muchacha, también eso está bien; y quien no se la rompe, también lo está. Todo está bien, todo. Está bien para aquel que sabe que todo está bien. Si ellos supieran que estaba bien, lo estarían; pero mientras no sepan que están bien, no lo estarán. Ahí tiene usted toda la idea, y no la otra. —Cuándo supo usted que era feliz? —La semana pasada; el martes; no, el miércoles, porque era ya el miércoles, por la noche. —6Y cómo fue eso? —No recuerdo. Yo estaba dando paseos por la sala... Todo da igual. Paré el reloj; eran las tres menos veintitrés minutos. —LEn señal de que el tiempo ha de detenerse? Kirillov guardó silencio. —No son buenos —empezó, de pronto, otra vez—, porque no saben que son buenos. Cuando se enteren, no forzarán a la muchacha. Es menester hacerles saber que son buenos, y todos, inmediatamente, serán buenos, desde el primero al último. —,De modo que usted ha caído en la cuenta de que era bueno? —Soy bueno. —En eso, naturalmente, estoy de acuerdo con usted —murmuró Stavroguin, frunciendo el ceño. —El que les enseñe que todos son buenos pondrá fin al mundo. —Al que se lo enseñó lo crucificaron. —El viene, y su nombre será hombre-dios. —j,Dios-hombre? —Hombre-dios, que ya hay una diferencia. —,Ha sido usted quien ha encendido la lámpara ante la imagen? —Sí, yo la he encendido. —cEs usted creyente? —A la vieja le gusta que la lámpara esté encendida..., y hoy ella no ha tenido tiempo .—balbuceó Kirillov.

—,Y usted no reza todavía? —Yo le rezo a todo. Mire usted: una araña va subiendo por la pared; yo la miro y le doy gracias por subir por la pared. Sus ojos volvieron a rebrillar. Miraba a la cara de Stavroguin, con ojos firmes y fijos. Stavroguin frunció el ceño y le miró con disgusto; pero en sus ojos no había burla alguna. —Apuesto algo a que cuando vuelva por aquí, ya creerá usted en Dios —dijo, levantándose y cogiendo el sombrero. —,Por qué? —inquirió Kirillov, levantándose también. —Si usted se diera cuenta de que creía en Dios, creería; pero como aún no se ha enterado de que cree en Dios, aún no cree —dijo Nikolai Vsevolódovich, riendo. —No es así —replicó Kirillov, pensativo—. Usted ha tergiversado mi idea. Ésa es una broma mundana. Recuerde lo que usted significa en mi vida, Stavroguin.

1 —Adiós, Kirillov. —Venga usted por la noche. ¿Cuándo? —,No se olvidará usted de lo de mañana? —Ah!, lo había olvidado. Esté tranquilo; madrugaré; a las nueve. Yo sé despertarme cuando quiero. Me acuesto y digo: “A las siete.” Y me despierto a las siete. “A las diez Y me despierto a las diez. —Tiene usted una cualidad muy notable -dijo Nikolai Vsevolódovich, contemplando su pálido rostro. —Bajo a abrirle la puerta. —No se moleste; ne abrirá Schátov. —Ah, sí, Schátov! Está bien. Adiós. VI El portal de la casa vacía en que vivía Schátov estaba abierto; pero al salir a él, encontróse Stavroguin en una tiniebla absoluta y empezó a buscar a la izquierda la escalera del mezzanino. De pronto, arriba abrióse una puerta y dejóse ver luz. Schátov no llegó a salir, pero abrió su puerta. Cuando Nikolai Vsevolódovich asomó a los umbrales de su piso, divisóle en un rincón, junto a la mesa, todo expectante. —jPuedo pasar para hablarle de un asunto? —inquirió desde el umbral. —Pase y siéntese —contestó Schátov—. Cierre la puerta; aguarde, que voy yo. Cerró la puerta con llave, volvió junto a la mesa y se sentó enfrente de Nikolai Vsevolódovich. En aquella semana había enflaquecido, y ahora, al parecer, tenía fiebre. —Usted me ha tenido en tortura —dijo, cabizbajo, con quedo susurro—. ¿Por qué no vino? —Tan seguro estaba usted de que vendría? —Sí..., espere...; estaba delirando... Puede que ahora también lo esté... Aguarde. Levantóse, y de la más alta de sus tres repisas con libros cogió un objeto. Era un revólver. —Una noche con la fiebre me dio por soñar que usted venía a matarme, y al otro día, por la mañana temprano, fui y le compré a ese pillo de Liamschin un revólver con el último dinero que me quedaba; no quería rendirme a usted. Luego me vine a casa.. .Yo no tenía ni pólvora, ni balas. Desde entonces, lo tengo ahí, en esa repisa. Aguarde... Se levantó y abrió la ventana. —No lo tire usted. ¿Por qué? —detúvole Nikolai Vsevolódovich—. Le ha costado su dinero, y mañana la gente dirá que de casa de Schátov tiraron a la calle un revólver. Vuelva a colocarlo en su sitio; eso es, siéntese. Digame: ¿por qué parece que se confiesa usted conmigo al expresarme su idea de que yo iba a venir a matarlo? Pero yo no vengo ahora a hacer las paces con usted, sino a hablar de algo inexcusable. Explíqueme usted: en primer lugar, ¿me dio usted aquel golpe por mis relaciones con su mujer? IO t1UuK M. jiuiuirv,i’.j

—Usted mismo sabe que no fue por eso —dijo Schátov, volviendo a bajar la cabeza. —j,Ni tampoco porque diera usted crédito a los chismorreos referentes a Daria Pávlovna? —iNo, no; desde luego que no! ¡Qué estupidez! Mi hermana, desde el primer momento, me dijo... —dijo Schátov con impaciencia y secamente, casi pateando en el suelo. —Entonces he acertado, y usted también ha acertado —prosiguió Stavroguin en tono tranquilo—; tiene usted razón: Maria Timoféyevna Lebíadkina es mi esposa legítima, con la que me casé en Petersburgo, hace cuatro años y medio. Usted me agredió por ella, ¿no?

Schátov, enteramente desconcertado, oía y callaba. —Lo había adivinado, y no lo creía —balbuceó aquél, por último, mi- rando con extraños ojos a Stavroguin. —,Y me agredió? Schátov se puso encamado, y murmuró, casi sin ilación: —Yo, por la caída de usted... por su mentira. No me llegué a usted con la intención de castigarle. Al acercarme a usted aún no sabía que fuera a agredirle... Lo hice así por lo mucho que usted significa en mi vida... Yo... —Comprendo, comprendo; ahorre palabras. Siento que tenga usted fiebre; traía un asunto inexcusable. —Demasiado tiempo le he estado aguardando —dijo Schátov como enajenado, y levantóse de su asiento—. Hable usted de su asunto; yo también le diré... luego... Se sentó. —El tal asunto no es de esa categoría —empezó Nikolai Vsevolódovich, mirándole con curiosidad—. En virtud de determinadas circunstancias, me he visto obligado hoy a elegir esta hora y venir a advertirle a usted que es posible que lo asesinen. Schátov miróle ansiosamente. —Sé que podría amenazarme un peligro —dijo lentamente—; pero usted, ¿cómo podía saberlo? —Porque yo también soy del número de ellos, como usted, y un miembro de su sociedad, lo mismo que usted. —tUsted..., usted miembro de la sociedad? —En sus ojos veo que usted lo esperaba todo de mí menos eso —observó, riendo, Nikolai Vsevolódovich—. Pero permita usted: ¿de veras sabía usted ya que iban a atentar contra su vida? —Ni siquiera pensaba en ello. Y ahora tampoco pienso, no obstante sus palabras, aunque..., aunque ¿quién con esos imbéciles puede atar cabos? —exclamó de pronto, furioso, dando un puñetazo en la mesa—. Yo no les temo. Rompí con ellos. Ese ha venido por aquí cuatro veces a decirme que es posible... Pero —examinó a Stavroguin— ¿qué es lo que sabe usted de seguro. —No se apure usted; yo no lo engaño —prosiguió Stavroguin con bastante frialdad, con el aire de un hombre que se limita a cumplir con un deber—. ¿Usted me pregunta qué es lo que sé? Pues sé que usted ingresó en la sociedad en el extranjero, hace dos años, y cuando aún conservaba su vieja organización, antes de su viaje a América, y, al parecer, a raíz de nuestra última conversación, de la que tanto me hablaba usted luego en su carta. A propósito: dispense usted que no le respondiera a su carta y me limitase... A enviar dinero. Aguarde usted —atajóle Schátov, apresurándose a sacar de la mesa un cajón, y de él un billete de banco color arco iris—. Tome usted: ahí tiene los cien rublos que me envió; a no ser por usted, hubiera sucumbido allí. Yo hubiera tardado mucho en dcvolvérsclos, de no haber sido por su mátuschka. Esos cien rublos me los regaló ella hace nueve meses, por mi pobreza, después de mi enfermedad. Pero siga usted, haga el favor... —dijo respirando con dificultad. —En América cambió usted de ideas, y al volver a Suiza quiso separarse de la sociedad. Ellos no le contestaron a usted, pero le encargaron que tomase aquí en Rusia, de manos de no sé quién, no sé qué imprenta y la conservase en su poder hasta entregársela a la persona que se le presentara a usted de parte de ellos. Yo no lo sé todo con todos sus pormenores; pero en lo esencial, creo que así fue, ¿no? Usted también aceptó con la esperanza o a condición de que ésta sería la última exigencia de ellos para con usted, y después de eso lo dejarían en paz. Todo esto, sea verdad o mentira, no lo he sabido por ellos, sino de un modo completamente fortuito. Pero vea usted una cosa que, por lo visto, ignoraba hasta ahora: esos señores no tienen la menor intención de soltarle a usted. —Eso es absurdo! —exclamó Schátov—. Yo les he explicado con toda claridad que me separo en absoluto de ellos. Ese es mi derecho: el derecho de mi conciencia y el pensamiento... ¡No aguantaré más! No hay fuerzas capaces... —Mire, no grite —atajóle Nikolai Vsevolódovich con mucha seriedad—. Ese Verjovenskii es un hombre tal, que pudiera estar escuchándonos ahora, con sus propias orejas o con las ajenas, en su mismo vestíbulo, si a mano viene. Hasta el borracho de Lebíadkin pudiera haberse comprometido a seguirle a usted los pasos, como usted mismo es posible haya hecho otro tanto con él, ¿no? Pero, diga, mejor: ¿está de acuerdo ahora Verjovenskii con los argumentos de usted, o no lo está? —Está de acuerdo. Dice que es posible, que yo estoy en mi derecho... —Bueno; pues le engaña. Me consta que hasta Kirillov, que casi no pertenece a ellos, ha facilitado informes acerca de usted. Tiene muchos agentes, hasta de aquellos que ignoran que sirven a la sociedad. A usted nunca le pierden de vista. Piotr Verjovenskii, entre otras cosas, ha venido aquí para resolver de una vez el asunto de

usted, y cuenta para ello con plenos poderes; pero, sobre todo, para suprimirlo a usted en el momento necesario como a un hombre que sabe demasiadas cosas y pudiera delatar. Le

II 188 FEDOR M. DOSTOIEVSKI 189 repito a usted que ésta es la pura verdad; y permítame añadir que no sé por qué están convencidos de que usted es un espía, y que si aún no ha delatado, delatará. ¿Es eso cierto? Schátov contrajo la boca al oír tal pregunta, proferida en tono tan indiferente. —Pero, aun suponiendo que yo fuera un espía, ¿a quién iba a delatar? —exclamó, con rabia, soslayando la pregunta—. No; déj eme usted que el diablo me lleve, —exclamó, asiéndose a su primitiva idea, que le preocupaba demasiado, y, a juzgar por todos los indicios, era más poderosa que la noticia de un peligro particular—. Usted, usted, Stavroguin, ¿cómo ha podido mezclarse en un absurdo tan bochornoso, tan estúpido, tan lacayuno? ¡Usted miembro de una sociedad! ¡Vaya una proeza para Nikolai Vsevolódovich! —exclamó, casi desolado. Alzó incluso las manos, cual si nada pudiera haber para él más amargo y monstruoso que aquel atroz descubrimiento. —Perdone usted —dijo, efectivamente admirado, Nikolai Vsevolódovich—; pero usted, por lo visto, me mira como a un sol, y a sí mismo se tiene por un escarabajo comparado conmigo. Lo pude observar ya en aque¡la carta que me escribió en América. —Usted..., usted no sabe... Mejor será que prescindamos de mí en absoluto, en absoluto —interrumpióse de pronto Schátov—. Si puede usted explicarme algo respecto a usted, explíqueme... A mi pregunta —repitió, febril. —Con gusto. ¿Usted me pregunta cómo he podido caer en semejante antro? Después de lo que le he comunicado, estoy hasta obligado a alguna franqueza en este punto. Mire usted: en un sentido estricto, no pertenezco absolutamente a esa sociedad, ni he pertenecido antes, y tengo mucho más derecho que usted a dejarla, porque nunca ingresé en ella. Por el contrario, desde el primer momento, expliquéles que yo no era camarada suyo, y que si por casualidad les ayudaba, lo hacía únicamente a título de hombre desocupado. Yo, hasta cierto punto, cooperé a la reorganización de la sociedad sobre una nueva base, y nada más. Pero ellos ahora han deliberado y resuelto que también es peligroso dejarme escapar a mí, y, al parecer, también yo estoy sentenciado. —Oh, ellos siempre están dale que dale con la pena capital y garrapateando en papel sellado, que firman tres hombres y medio! ¿Y cree usted que sean capaces? —En parte, tiene usted razón, y en parte, no —prosiguió, con su anterior indiferencia, hasta con pereza, Stavroguin—. No hay duda que hay mucho de fantasía, cual ocurre siempre en estos casos. La pandilla exagera su talla y su significación. Si usted quiere, a mi juicio, aquí no hay nadie más que Piotr Verjovenskii, el cual es tan solapado, que sólo se considera agente de su sociedad. Por lo demás, la idea fundamental no es más estúpida que sus similares. Tienen relaciones con la Internationale, han sabido diseminar agentes por Rusia; hasta han encontrado una manera bastante origi LO DEMONIOS nal...; pero claro que sólo en teoría. Por lo que se refiere a sus intenciones, aquí, el movimiento de nuestra organización rusa es tan oscuro y casi siempre tan inesperado, que, en efecto, entre nosotros todo puede intentarse. Haga usted cuenta que Verjovenskii es un hombre terco. —Es una chinche, un ignorantón, un estúpido, que no sabe nada de Rusia —exclamó, furioso, Schátov. —Usted lo conoce poco. Es verdad que, por lo general, no conocen ellos mucho a Rusia; pero, mire usted: quizá tan sólo algo menos que nosotros. Y, además, Verjovenskii es un fanático. —,Verjovenskii, un radical? —Oh, sí! Hay un momento en que deja de ser un payaso y se convierte en un... medio loco. Le ruego a usted que recuerde una expresión de usted mismo. ¿Sabe usted lo fuerte que puede ser un hombre solo? Haga el favor de no reírse, que es muy capaz de oprimir el gatillo de una pistola. Están convencidos de que yo soy otro espía. Todos ellos, por ignorancia para conducir el asunto, se complacen terriblemente en ponerse unos a otros de espías. —Pero ¿usted no les teme? —No..., no les temo mucho... Pero lo de usted es otra cosa. Yo se lo he advertido para que no se descuide. A mi juicio, aquí no hay que ofender- se porque el peligro pueda venirnos de unos idiotas; no se trata de su talento; y ya contra otros más importantes que usted y yo han alzado la mano. Pero son ya las once y cuarto —consultó el reloj y se levantó del asiento—. Quisiera hacerle a usted una pregunta de todo punto secundaria. —Por Dios! —exclamó Schátov, saltando con ímpetu de su asiento. —Qué le pasa? —inquirió Nikolai Vsevolódovich, mirándolo interrogativamente. —Haga, haga esa pregunta, por Dios! —dijo con inexpresable agitación—. Pero yo también he de hacerle luego otra

pregunta. Le ruego me permita...; no puedo... ¡Haga usted su pregunta! Stavroguin aguardó un poco, y luego empezó: —He oído decir que usted tenía aquí cierta influencia sobre Maria Timoféyevna, y que ella gustaba de verle y oírle. ¿Cómo es eso? —Sí... Me oía... —dijo Schátov, desconcertado. —Pues yo tengo el propósito de hacer público, dentro de unos días, nuestro matrimonio. —Pero ¿es posible? —balbuceó, casi aterrado, Schátov. —j,En qué sentido lo dice? No hay para ello dificultad alguna. Los testigos de la boda están aquí. Todo se hizo entonces en Petersburgo de un modo absolutamente legal y limpio, y si no ha trascendido al público hasta ahora ha sido porque los dos únicos testigos de la boda, Kirillov y Piotr Verjovenskii, y, para acabar, el propio Lebíadkin, al que tengo el honor de contar ahora en el número de mis parientes, me dieron su palabra de callar.

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—No me refería a eso... Usted habla con una flema... Pero siga. Oiga usted: ¿acaso le obligaron, quizá por la fuerza, a ese casamiento? —No; nadie me obligó por la fuerza —dijo, sonriendo, Nikolai Vsevolódovich ante la fogosa insinuación de Schátov. —,Y lo que ella dice de su hijo? —inquirió, con premura febril y sin venir a cuento, Schátov. —cHabla de su hijo? ¡Bah! Yo no sabía nada; es la primera vez que lo oigo. No ha tenido ningún hijo, ni podía tenerlo. Maria Timoféyevna es virgen. —Ah! ¡Ya me lo figuraba yo! Escuche usted. —tQué le sucede, Schátov? Schátov se cubrió la cara con las manos, volvióse; pero, de pronto, cogió fuerte por los hombros a Stavroguin. —6Sabe usted, sabe usted, por lo menos —exclamó-—, por qué hizo usted todo eso y por qué ahora se decide a esa penitencia? —Su pregunta es ingeniosa y sarcástica; pero también yo tengo intención de asombrarle. Sí, yo sé por qué me casé entonces y por qué ahora me decido a esa “penitencia”, como usted ha dicho. —Dejemos esto... para después; aguarde un poco; hablemos de lo principal, de lo principal: llevaba dos años aguardándole a usted. —,Sí? —Lo he aguardado a usted muchísimo tiempo; constantemente pensaba en usted. Usted es el único hombre que podría... Desde América ya le escribí a usted diciéndoselo. —Recuerdo muy bien su larga carta. —(,Larga para ser leída? Conformes. Seis hojas de papel. ¡Calle usted, calle usted! Dígame: ¿puede usted concederme todavía diez minutos, pero ahora mismo, en seguida?... ¡Le he estado esperando tanto tiempo!... —Permita usted; le concedo media hora, pero nada más, si esto es posible. —Pero a condición, sin embargo —insistió con violencia Schátov—, de que ha de cambiar de tono. Oiga usted: yo exijo, cuando debía rogar... ¿Comprende usted lo que significa exigir cuando debería uno suplicar? —Comprendo que de ese modo se eleva usted sobre todo lo corriente, en atención a los más altos fines —dijo Nikolai Vsevolódovich, algo burlonamente—. Veo con dolor que está usted febril. —Yo pido, exijo, respeto para mi! —grito Schátov—. No para mi persona... ¡el diablo se la lleve’ sino para otra cosa; pero sólo por un poco de tiempo, lo que tarde en decir unas palabras... Nosotros somos dos seres, y nos hemos encontrado en lo infinito.., por última vez en el mundo. Deje ese tono y adopte un tono humano. No Jo digo por mí, sino por usted, ¿No comprende usted que está obligado a perdonarme ese golpe de marras en la cara, aunque sólo fuere porque con ello le hice a usted saber su infinita fuerza?... Otra vez vuelve usted a sonreírse con su antipática sonrisa de hombre mundano. ¡Oh, cuándo me comprenderá usted! ¡Largo el bárich3! Comprenda usted que yo lo exijo, lo exijo; de lo contrario, no hablaré, ¡no hablaré por nada del mundo! Su enajenación rayaba en deliro. Nikolai Vsevolódovich frunció el ceño y pareció ponerse más en guardia. —Si le he concedido media hora —dijo grave y serio—, cuando para mí el tiempo es tan preciado, crea usted que tengo la intención de escucharle; por lo menos con interés, y..., y estoy seguro de oírle a usted algo nuevo. Sentóse en una silla.

—Siéntese usted! —gritó Schátov. Y de pronto, sentóse él también. —Permítame usted, sin embargo, le recuerde —insistió una vez más Stavroguin— que yo empecé haciéndole a usted una pregunta a propósito de Maria Timoféyevna, por lo menos para ella muy principal... —Y qué? Schátov se puso, de pronto, serio, con el aspecto de un hombre al que de pronto lo interrumpen en el paso más interesante, y que, aunque os mira, no acierta a comprender vuestra pregunta. —Y usted no me dejó concluir —terminó zumbón, Nikolai Vsevolódovich. —Ah, bueno, qué importa, luego! Y Schátov agitó despectivamente las manos, atreviéndose, por último, a plantarse, y fuese derecho a su tema principal. VII —Sabe usted? —empezó, casi amenazador, echándose hacia delante en su silla, lanzando fuego por los ojos y levantando el índice de la mano derecha, evidentemente, sin notarlo—. ¿Sabe usted qué pueblo es ahora en toda la Tierra el único pueblo “deífico”, destinado a renovar y salvar al mundo en nombre de un nuevo Dios y al que se le han dado únicamente las llaves de la vida y de la nueva palabra?... ¿Sabe usted qué pueblo es ése y cuál es su nombre? la actitud de usted, forzosamente, debo inferir, y por lo visto a toda prisa, que ese pueblo es el pueblo ruso... —Y ya se está usted riendo. ¡Oh, qué gente! —le atajó Schátov. —Tranquilícese usted, se lo ruego. Al contrario, aguardaba de usted algo por el estilo. —,Aguardaba algo por el estilo? Pero ¿a usted mismo no le eran conocidas estas palabras? —Conocidísimas. Ya preveo adónde va usted a parar. Toda esa frase suya y hasta la expresión “deífico”, no es sino la conclusión de aquel coloquio que tuvimos hace dos años en el extranjero, poco antes de su partida para América... Por lo menos, así creo recordarlo. 3 Hijo de noble.

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—Esa frase entera es de usted, no mía. Suya personal, y no sólo el fi. nal de nuestra conversación. “Nuestra” conversación no existió en absoluto. Había allí únicamente un profesor, que lanza palabras enormes, y un discípulo, resucitado de entre los muertos. Yo era el discípulo y usted el maestro. —Pero, si recuerdo bien, precisamente después de esas palabras mías fue y se afilió usted a la sociedad, y después partió para América. —Sí; desde América le escribi a usted diciéndoselo; yo se lo contaba a usted todo. Sí, yo no pude eliminar en seguida de mi sangre lo que en ella llevo desde niño, y había constituido todos los entusiasmos de mis ilusiones y todas las lágrimas de mi inocencia. Es dificil cambiar de dioses. Yo no creía en usted entonces, porque mo quería creer, y me aferraba por última vez a esa cloaca... Pero la simiente quedó y se desarrolló. Seriamente, dígame seriamente: ¿no leyó usted hasta el final aquella carta mía desde América? ¿Es posible

que no la leyera usted del todo? —Leí de ella tres carillas, las dos primeras y la última; y, además, les di un vistazo a las de en medio. Por lo demás, siempre tenía la intención... —Ah, es igual; déjelo; al diablo! —y Schátov hizo un ademán despectivo—. Si usted se retracta ahora de aquella frase de entonces tocante al pueblo, ¿cómo pudo entonces decirla?... He ahí lo que me abruma a mí ahora. —No es que me burlase de usted en aquella ocasión; le aseguro que es posible que yo pensase más en mí que en usted —profirió Stavroguin, enigmático. —Que no se burlaba! En América dormí tres meses en un montón de paja, al lado de un... desdichado, y por él supe que por el mismo tiempo que usted implantaba en mi corazón a Dios y a la patria, acaso por aquellos mismos días había usted envenenado el corazón de ese desdichado, de ese maníaco de Kirillov... Usted corrolboró en él el error y la calumnia y llevó su razón hasta la locura... Ande, mírelo ahora, es su criatura... Aunque ya lo ha visto usted. —En primer lugar, le haré notar que el propio Kirillov acaba de decirme que es feliz y es bueno. La supcsición de usted de que todo eso pasó al mismo tiempo es casi exacta; pero vamos a ver: ¿qué deduce usted de todo esto? Le repito que ni a usted, ni a ése, ni a otro he engañado. —cEs usted ateo? ¿Es usted ahLora ateo? —Sí. —Y entonces? —Exactamente lo mismo que hoy. —Yo no le pedí a usted respeto para mí al iniciar la conversación; con su talento ya podría comprenderlo — balbuceó con indignación Schátov. —Yo no me puse en pie a la primera de sus palabras; no di por terminado el diálogo; no me fui, sino que me he estado sentado hasta ahora y respondo tranquilamente a sus preguntas y... gritos; así que hasta este instante no le he faltado al respeto. Schátov le interrumpió, gesticulando: —Recuerde usted su expresión: “Un ateo no puede ser ruso. El ateo inmediatamente deja de ser ruso.” ¿Lo recuerda? —,Sí? —asintió Nikolai Vsevolódovich como interrogando. —,Usted pregunta? ¿Se le ha olvidado? Y, sin embargo, ésta es una de las más justas indicaciones de una de las principales particularidades del alma rusa, por usted adivinada. No ha podido olvidar eso. Le recordaré otra cosa... Usted dijo una vez, entonces: “Quien no sea ortodoxo, no puede ser ruso.” —Supongo que se trata de una idea eslavófila. —No; los actuales eslavófilos la rechazan. La gente hoy es ya instruida. Pero usted iba muy lejos: usted aseguraba que el catolicismo romano no era cristianismo; usted sostenía que Roma exaltaba a un Cristo que había cedido a la tercera tentación, y que después de haberle enseñado a todo el mundo que Cristo, sin imperio terrestre, no podía subsistir en la Tierra, el catolicismo, por ese mismo hecho, exaltaba al Anticristo y había perdido a todo el mundo occidental. Usted precisamente, decía que si sufría Francia, era únicamente por culpa del catolicismo, porque había rechazado al infecto Dios de Roma y no buscaba otro nuevo. Ahí tiene lo que entonces decía. Yo recuerdo ahora nuestras conversaciones. —Si yo creyera eso, sin duda que lo repetiría ahora también. No mentía al expresarme como un creyente -profirió Nikolai Vsevolódovich con mucha seriedad—. Pero le aseguro que me hace pésimo efecto esa repetición de pensamientos míos caducados. ¿No podría usted dejarlos en paz? —cQue si creyera? —exclamó Schátov, sin conceder la menor atención a la pregunta—. Pero ¿no me decía usted que si matemáticamente le demostrasen que la verdad existía fuera de Cristo, prefería quedarse con Cristo a irse con la verdad? ¿No decía usted esto? ¿No lo decía usted? —Pero permítame, por fin, a mí también preguntarle —dijo, alzando la voz, Stavroguin—: ¿a qué conduce todo este intolerable4 y... malintencionado examen? —Este examen pasará para siempre, y usted nunca más volverá a acordarse de él. —Usted insiste en que estamos fuera del espacio y del tiempo. —Cállese! —gritó Schátov de pronto—. Yo soy necio y torpe; no pierda mi nombre en el ridículo. Permítame repetir ante usted toda su principal idea de entonces... Oh, sólo diez líneas, sólo la conclusión! —Repítala, si sólo se trata de la conclusión... Stavroguin hizo ademán de mirar el reloj, pero se contuvo, y no llegó a mirarlo. Schátov volvió a inclinarse de nuevo hacia delante en el asiento y a alzar también el índice. 4 Neterpielivyi.

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—Ningún pueblo —empezó a decir, como si leyera en un libro, mientras seguía mirando, amenazador, a Stavroguin—, ningún pueblo se ha organizado todavía con arreglo a los principios de la ciencia y la razón; ni una vez ha habido un modelo de eso, a no ser, a lo sumo, por pura estupidez. El socialismo, por virtud de su misma esencia, tiene que ser ateísmo, ya que concretamente declara, desde las primeras lineas, que es una institución atea y que tiende a estructurar con arreglo a los principios de la ciencia y la razón exclusivamente. La razón y la ciencia, en la vida de los pueblos, siempre, ahora y desde el principio de los siglos, desempeñaron solamente un papel secundario y servil, y así será hasta la consumación de los tiempos. Los pueblos se desplazan y mueven por otra fuerza, imperiosa y dominadora, cuya procedencia nos es desconocida e inexplicada. Esa fuerza es la fuerza de la insaciable ansia de llegar hasta el final, y al mismo tiempo niega el final. Es la fuerza de la continua e incansable afirmación de su existir y la negación de la muerte. El alma de la vida, como dicen las Escrituras; la “corriente de aguas vivas”, con la desecación de las cuales nos amenaza tanto el Apocalipsis. El principio estético según dicen los filósofos; el principio moral, como también lo llaman. “La búsqueda de Dios”, como yo suelo denominarla. La finalidad de todo movimiento de un pueblo, en toda nación y en todo período de su vida, es únicamente la búsqueda de su dios, indefectiblemente suyo, y la fe en él como en el único verdadero. Dios es la personalidad sintética de todo el pueblo, tomado desde el principio hasta el fin. Nunca aún ha sucedido que todas o muchas naciones tuviesen un dios común; sino siempre cada una ha tenido el suyo. Es indicio de la destrucción de las nacionalidades el que los dioses empiecen a ser comunes. Cuando los dioses se generalizan, mueren los dioses y la fe en ellos, juntamente con las mismas naciones. Cuanto más fuerte un pueblo, tanto más suyo es su dios. Nunca ha habido todavía un pueblo sin religión; es decir, sin idea del mal y del bien. Todo pueblo tiene su noción propia del mal y del bien, y su mal y su bien propio. Cuando empiezan a generalizarse en muchas naciones las ideas del mal y del bien, sucumben las naciones, y la misma distinción entre lo malo y lo bueno empieza a esfumarse y desaparece. Jamás la razón estuvo capacitada para definir lo malo y lo bueno, ni para separar lo

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malo de lo bueno, aun de una manera aproximada; por el contrario, siempre de un modo vergonzoso y lamentable, equivocóse. La ciencia ha dado únicamente soluciones con los puños. Por esta particularidad se ha distinguido la semiciencia, la plaga más terrible de la Humanidad, peor que la peste, el hambre y la guerra, ignorada hasta nuestros días. La semiciencia... es un tirano como hasta hoy no lo hubo. Un tirano que tiene sus sacerdotes y sus esclavos; un déspota ante el cual todo se prosterna, con amor y superstición, hasta ahora inimaginable; ante el que tiembla incluso la ciencia misma, y bochornosamente lo adula. Todas éstas son sus propias palabras, Stavroguin, quitando sólo lo relativo a la semiciencia, que es mío, porque yo no tengo más que la semiciencia, y por eso la aborrezco tanto, que sus ideas y sus palabras nada he alterado: ni una palabra siquiera. —No pienso que no las haya cambiado —observó Stavroguin con cautela—. Usted las acogió apasionadamente, y apasionadamente las ha alterado, sin advertirlo. Basta ese detalle de que usted rebaja a Dios a la categoría de un simple atributo de la nacionalidad... Con tensa y especial atención, empezó de pronto a seguir a Schátov, y no sólo sus palabras, sino a él mismo. —Que yo reduzco a Dios a la categoría de atributo de la nacionalidad? —exclamó Schátov—. Por el contrario, elevo la nacionalidad hasta Dios. Pero ¿ha sido alguna vez de otro modo? El pueblo.., es el cuerpo de Dios. Toda nación sólo se conserva como tal nación mientras tiene su dios propio, y a todos los demás dioses del mundo los excluye, sin excepción alguna, mientras cree que con su dios ha de vencer y echar del mundo a todos los demás dioses. Así han creído todas, desde el principio de los tiempos; todas las grandes naciones, por lo menos; todas las que por algo han descollado; todas las que se han puesto a la cabeza de la Humanidad. Contra los hechos es imposible arremeter. Los hebreos vivieron únicamente para aguardar al Dios verdadero y dejarle al mundo este Dios verdadero. Los griegos divinizaron la Naturaleza y legaron al inundo su religión; es decir, la filosofia y el arte. Roma divinizó la nación en el imperio, y dejó a las naciones el imperio. Francia, en el curso de toda su larga historia, fue solamente la encarnación y desarrollo de la idea del dios romano, y cayó en el ateísmo, que ellos llaman socialismo, sólo porque el ateísmo es, a pesar de todo, mejor que el catolicismo romano. Cuando una gran nación no cree que ella sola posee la verdad (en ella sola y en ella exclusivamente), si no cree que es la única capacitada y predestinada para resucitar y salvar a todas por medio de su verdad, en seguida se convierte en un material etnográfico, pero deja de ser una gran nación. Una verdadera gran nación nunca puede avenirse al papel secundario, sino irremisible y exclusivamente al primero. La nación que pierde esa fe, deja de ser nación. Pero la verdad es una, y, por tanto, una sola de las

naciones puede poseer al dios verdadero, aunque las demás naciones tengan también sus dioses propios y grandes. La única nación “deífera”... es la nación rusa, y... y... y es posible, es posible que me tenga usted por un imbécil, Stavroguin —clamó de pronto, furioso—, que ya no sabe distinguir si sus palabras en este momento son viejas, sucias, absurdas palabras, molidas ya en todos los molinos moscovitas, o palabras enteramente nuevas, el verbo único de la renovación y resurrección, y... ¿qué me importa a mí la risa de usted en este instante? ¿Qué se me da a mí de que usted no me entienda en absoluto, en absoluto, ni una palabra, ni un sonido?... Oh. y cómo desprecio su orgullosa sonrisa y su mirada en este instante! Saltó de su asiento. Hasta espuma asomaba en sus labios. —Al contrario, Schátov, al contrario —dijo Stavroguin con extraordinaria seriedad y reserva, sin moverse de su silla—; al contrario, usted, con FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 197

196 sus vehementes palabras, ha revivido en mí muchos recuerdos de desusada fuerza. En sus palabras reconozco mi modo de pensar de hace dos años, y ahora ya no le diré a usted, como antes, que ha exagerado usted mis pensamientos de entonces. Me parece como que eran hasta más exclusivistas, más absolutos, y le aseguro a usted por tercera vez que querría mucho sos- tener todo lo que usted acaba de decir, hasta la última palabra; pero que... —,Necesita usted una liebre? —,Có. . orno? —De usted es esa baja expresión —rió, maligno, Schátov, volviendo a sentarse—. Para hacer un guisado de liebre.., es menester la liebre; para creer en Dios..., es menester Dios. Fue allá, en PetersburgO, según dicen, donde hizo usted esa frase, como Nózdrev, que quería coger la liebre por las patas traseras. —No; aquél se gloriaba precisamente de haberla cogido. Y, a propósito: permítame usted lo moleste con una pregunta, tanto más cuanto que yo creo tener a ello pleno derecho. Dígame usted: ¿usted cogió ya su liebre, o sigue ésta corriendo? —No tenga el atrevimiento de interrogarme a mí con esas palabras; interrógueme con otras, con otras. Y de pronto, Schátov echóse a temblar todo. _Permítame, con otras —Nikolai Vsevolódovich lo miró severamente—, sólo quería saber una cosa: ¿cree usted en Dios, o no cree? —Creo en Rusia, creo en su ortodoxia... Creo en el cuerpo de Cristo... Creo que un nuevo advenimiento tendrá lugar en Rusia... Creo... —balbuceó, fuera de sí, Schátov. —tEn Dios? ¿En Dios? —Yo... creeré en Dios. Ni un músculo se contrajo en la cara de Stavroguin. Schátov, con pasión, con aire de reto, contemplábalo cual si quisiera abrasarlo en su mirada. —1Porque yo no le he dicho a usted que no crea en absoluto! xclamó finalmente—. Yo sólo le he hecho saber que soy un libro desgraciado y aburrido, y nada más hasta ahora, ahora, ahora... Pero ¡dejemos mi nombre en paz! Se trata de usted, no de mí... Yo soy un hombre sin talento, y sólo puedo dar mi sangre, y nada más, como todos los hombres sin talento. ¡Dejemos en paz también mi sangre! Yo hablo de usted; yo le he estado aguardando aquí dos años. Por usted llevo bailando media hora desnudo. ¡Usted, sólo usted podrá enarbolar esta bandera! No acabó de hablar y, como desesperado, dejóse caer de bruces sobre la mesa, reclinando en ambas manos la frente. —Yo solamente le haré observar a usted como una rareza —añadió de pronto Stavroguin—, por qué a mí todos me brindarán banderas? Piotr Verjovenskii también está convencido de que yo podría enarbolar su bande- 1 ra, por lo menos eso me han dicho transmitiéndome sus palabras. Ha expresado el pensamiento de que yo podría desempeñar para ellos el papel de un Stenka Rezin “por mi singular aptitud para el crimen”.

—,Cómo? —inquirió Schátov—. ¿Por su singular aptitud para el crimen? —Así me lo han dicho. —Hum! Pero ¿es verdad que usted —y se rió malignamente—, es verdad que usted perteneció en Petersburgo a una sociedad secreta bestial y lúbrica? ¿Es verdad que el marqués de Sade podía haber sido recibido entre ustedes? ¿Es cierto que ustedes seducían y corrompían a menores? Hable usted; no tenga la osadía de mentir —exclamó enteramente enojado—. Nikolai Stavroguin no puede mentir delante de Schátov, ¡que le ha pegado en la cara! ¡Dígalo usted todo, y si es verdad, en el acto le mato, en el sitio le dejo! —He dicho esas palabras, pero a los niños no los he ultrajado! —declaró Stavroguin, pero sólo después de un largo silencio. Se había puesto pálido y tenía los ojos inyectados de sangre. —Pero ¡usted las dijo! —prosiguió, imperioso, Schátov, sin apartar de él sus ojos centelleantes—. ¿Es verdad que ustedes creían que no había distinción entre diversión voluptuosa, bestial y cualquier proeza, incluso la de

dar la vida por Ja Humanidad? ¿Es cierto que ustedes en ambas cosas encontraban una belleza y placer idénticos? —Responder a eso es imposible... No quiero contestar —balbuceó Stavroguin, que de buen grado se hubiera levantado e ídose; pero ni se levantó, ni se fue. —No sé tampoco por qué el mal es odioso y la virtud hermosa, pero sé por qué el sentimiento de esa distinción se borra y pierde en señores como los Stavróguines —continuó Schátov, todo trémulo—. ¿Sabe usted por qué entonces contrajo aquel matrimonio tan oprobioso y ruin? Pues ¡porque en eso la ignominia y el atolondramiento rayaron en lo superlativo! ¡Oh, usted no se pasea al filo, sino que se arroja de cabeza a la sima. Usted se casó por el placer de atormentarse, por el placer de los remordimientos de conciencia, por el deleite moral. Eso fue un arrechucho de los nervios... ¡Un reto al sentido común resultaba ya de por sí bastante seductor! ¡Stavroguin y una mendiga escupible, idiota y coja! Cuando usted le mordió la oreja al gobernador, ¿sintió usted voluptuosidad? ¿La sintió? Señorito ocioso, ¿la sintió? —Usted es un psicólogo —dijo, cada vez más pálido, Stavroguin—. En cuanto a las causas de mi boda, se equivoca un poco... ¿Quién, por lo demás, ha podido proporcionarle a usted esos informes? —inquirió con forzada risa—. ¿Acaso Kirillov? Pero él no tomaba parte. —Está usted pálido! —Pero ¿qué es lo que usted quiere? —exclamó, finalmente, la voz de Nikolai Vsevolódovich—. Llevo media hora bajo su látigo, y lo menos que podía usted hacer era despedirme cortésmente..., si de veras no tiene ninguna mira deliberada al despedirme de este otro modo. —,Mira deliberada? I9? rEDOR M. DOSIOIEVSKI 199 LOS DEMONIOS

—Sin duda. Deber suyo era, por lo menos, explicanne su intención. Yo esperaba que así lo haría, pero sólo he encontrado una exaltada furia. Le ruego a usted que me abra la puerta. Se levantó de la silla. Schátov lanzóse, impetuoso, tras él. —Bese usted la tierra, riéguela con lágrimas, pida usted perdón! —exclamó, cogiéndolo por los hombros. —Yo, a pesar de todo, no lo maté a usted... aquella mañana... Me eché las manos atrás... —profirió Stavroguin casi con dolor, bajando los ojos. —Acabe de hablar, acabe de hablar! Usted ha venido a advertirme de un peligro; usted me dejó hablar; ¿quiere usted hacer público mañana su casamiento?... ¿Acaso no veo en su cara que acaricia usted alguna nueva y peligrosa idea?... Stavroguin, ¿por qué he de estar condenado a creer en usted por los siglos de los siglos? ¿Habría quizá podido hablarle así a otro? Soy pudoroso, y no he tenido reparo en mostrarme al desnudo, porque hablaba con Stavroguin. No he tenido reparo en poner en ridículo una gran idea al apropiármela, porque era Stavroguin el que me escuchaba... ¿Es que voy a besar las huellas de sus pies cuando usted se haya ido? ¡No puedo arrancármelo a usted del corazón. Nikolai Stavroguin! —Siento no poder quererle a usted, Schátov —declaró fríamente Nikolai Vsevolódovich. —Sé que no puede y sé que no miente. Oiga usted, yo puedo arreglarlo todo: yo cogeré su liebre. Stavroguin callaba. —Usted es ateo, porque es usted un señorito, el último señorito. Usted ha perdido la noción de la diferencia entre el bien y el mal, porque ha dejado de conocer a su pueblo. Vendrá una nueva razón del pueblo, y no la conocerán ni usted ni los Verjovenskii, hijo y padre; ni yo, porque también yo soy un señorito; yo, hijo de su siervo de usted, el lacayo Paschka... Oiga usted: encontrará a Dios por el trabajo; todo está en eso; de lo contrario, desaparecerá como vil podredumbre: por el trabajo ha de buscarlo. —A Dios por el trabajo? ¿Por qué trabajo? —Por el del muchik. Vaya, renuncie a sus riquezas... ¡Ah! Se ríe; ¿teme que sea ésta una actitud? Pero Stavroguin no reía. —Usted supone que a Dios se le puede encontrar por el trabajo, y precisamente por Ci de campesino —continuó después de recapacitar, como si efectivamente hallase algo nuevo y serio que mereciese reflexión—. A propósito —añadió de pronto, pasando a otra idea—, usted acaba de recordármelo: sabe usted que yo no tengo nada de rico; así que nada tengo que renunciar. Yo casi estoy en la incapacidad de asegurar el futuro de Maria Timoféyevna... Mire usted, otra cosa: yo he venido a rogarle a usted, si le era posible, no abandonase tampoco en lo sucesivo a Maria Timoféyevna, ya que usted es el único que tiene alguna influencia sobre su pobre razón. Lo digo por si acaso. —Bien, bien; usted se refiere a Maria Timoféyevna —y Scháto agitó una mano, teniendo en la otra la vela—. Bien; ni que decir tiene Oiga usted: váyase a ver a Tijón. —A quién?

—A Tijón. Tijón, el ex obispo, por estar enfermo, hace una vida retirada, aquí en la ciudad, en nuestro monasterio de San Yefimiev. —A qué viene eso? nue mas —A nada. Van a verlo ahora en peregrinacion. Vaya usteu, t-1 le da? Vamos a ver: ¿qué más le da? —Es la primera vez que lo oigo, y... nunca hasta ahora freo nte a esa clase de individuos. Se lo agradezco a usted, iré. —Por aquí —alumbróle Schátov por la escalera—, salga y abriole la puerta de la calle. voz queda —No vendre mas a verle, Schatov, declaro Stavroguin, en atravesando los umbrales. La oscuridad y la lluvia seguían como antes. CAPÍTULO II

LA NOCHE (Continuación) Atravesó toda la calle de la Epifanía; finalmente pasó bajo la monta hundiendo los pies en el barro, y de pronto descubrióse un espacio ai1lPh10, moso..., el río. Las casas convirtiéronse en tugurios, la calle per a en una multitud de confusas callejuelas. Nikolai Vsevolódovicli largo ra o vagó en torno a cercados, sin alejarse de la orilla, pero atinando ment con su camino y hasta sin apenas preocuparse de ello. Tenía otra cosaco e1 pensamiento, y con admiración miraba en tomo suyo, cuando, de pronto, a salir de su hondo ensimismamiento, encontróse en medio de un largo Y u medo puente de barcas. Ni un alma alrededor, tanto, que le paítiO taro, cuando de pronto, casi por debajo de su mismo codo, se dejó 0ir una voz familiarmente cortés; por lo demás, bastante simpática, con ese acento re calcado y dulzón que usan entre nosotros los propietarios harto civilizo 05 o los jóvenes horteras del Gostinyi Dvor. 9 —áMe permitiría usted, caballero, cobijarme bajo su paragua5 b su Efectivamente, una forma humana se deslizó o quiso deslizatt,, aO paraguas. El paseante caminaba al lado suyo, casi “codo con codO como dicen nuestros soldados. Acortando el paso, Nikolai VsevolódoVi indO - se a mirar, en cuanto era posible en aquella tiniebla; era un homb de esta tura mediana y con el aspecto de un burguesillo venido a menos; iba ves i do ligera y malamente; en su cabeza, melenuda y crespa, llevaba una gorra de paño toda mojada, con una visera media deshecha. Parecía moreno LOS DEMONIOS 201

recio, musculoso y cetrino, tenía los ojos grandes, seguramente negros, con mucho fuego y un destello amarillo, como los gitanos; adivinábase que era así aun en aquella oscuridad. Años, debía de tener cuarenta, y no iba borracho. —ú,Me conoces? —preguntóle Nikolai Vsevolódovich. —Señor Stavroguin, Nikolai Vsevolódovich; me lo enseñaron en la estación apenas se detuvo el tren, el domingo pasado. Además, antes de eso ya había oído hablar de usted. —A Piotr Stepánovich? Tú... tú eres Fedka, el presidiario? —Me pusieron en la pila Fiodor Fiodórovich,5 hasta ahora tenemos por aquí a mi madre, una viejecita devota de Dios, creyente sobre la Tierra; todos los días le pide a Dios por mí para no perder en vano el tiempo en la estufa. —é,Te fugaste del presidio? —Cambié la suerte. Dejé los libros y la campanilla y las cosas de Iglesia, porque estaba condenado a presidio por mucho tiempo, tanto, que se me hacía muy largo aquello y me cansé de aguardar el fin. —uQué haces aquí? —Pues ya lo ve: pasearme día y noche... Las veinticuatro horas. Mi tío, también la semana pasada en la cárcel de aquí, donde estaba como monedero falso, tuvo a bien morirse; así que yo, al disponer el convite fúnebre por él, fui y les tiré dos docenas de piedras a los perros... Ya ve usted, ésa es toda mi ocupación hasta ahora. Además, Piotr Stepánovich me ha prometido agencíarme un pasaporte para andar por toda Rusia, por ejemplo, como comerciante, y esperándolo estoy de su bondad. Porque dice: “Pápascha, en otro tiempo te perdió jugando a las cartas en el club; y yo encuentro injusta esa falta de humanidad.” Señor, ¿podría usted favorecerme con tres rublos para calentarme un poco con té? —Eso quiere decir que estabas al acecho, aguardándome en este sitio; eso no me gusta. ¿Quién te mandó? —Mandármelo no me lo mandó nadie, sino que lo hice yo únicamente teniendo en cuenta su rumbosidad, que todo el mundo conoce. Nuestros ingresos, usted lo sabe, tienen sus altibajos.6 Mire usted: el viernes me puse de pastas como canónigo,7 pero luego, al otro día, me quedé sin probar bocado; al otro, ayuné, y al otro, tampoco entró nada en mi cuerpo. Agua del río, cuanta quieras, en la tripa te saldrán carasculis. Así que ¿no será su merced generoso? Porque mire usted, tengo por aquí cerca una parienta que me aguarda, pero no puedo presentarme delante de ella sin un rublo. —4Te prometió algo Piotr Stepánovich en mi nombre? —El no me ofreció nada; sólo me dijo que podía serle a usted de utilidad si llegaba la ocasión; ahora que no me dijo concretamente en qué a 5 Teodoro. hijo de Teodoro.

6 Literalmente: “... o mata de heno u horquilla en el costado aibo siena kiok libo viii vi bok). 7 Literalmente, “como Martín de Jabón”. punto fijo, porque Piotr Stepánovich quiere ver si yo tengo paciencia de cosaco, y no se fla de mí lo más mínimo.

—tPor qué? —Piotr Stepánovich. es “astrólogo” y conoce todos los planetas de Dios, pero no resiste a la crítica. Yo, ante usted, caballero, como ante Dios, porque he oído hablar mucho de usted. Piotr Stepánovich... es una cosa y usted, señor, es ..

otra. Cuando él dice que un hombre: “es un canalla’, aparte de eso de ser un canalla, no dice ya nada más de él. Cuando dice..,: “es un imbécil”, fuera de ese nombre de imbécil ya no tiene para él oingún otro. Y yo es posible que del martes al miércoles sea sólo un idiota, pero el jueves soy más listo que él. El sabe que yo ahora bebo los vientos por un pasaporte, porque en Rusia no se puede hacer nada sin documentos, y se figura que me tiene cogida el alma. A Piotr Stepánovich, se lo digo a usted, le es fácil hoy vivir en el mundo, porque se hace una idea suya de los hombres, y así vive. Aparte de eso, es la mar de tacaño. Se cree que yo, sin contar con él, no me atreveré a molestarlo a usted, y yo ante usted, caballero, como ante Dios..., ya van cuatro noches que le aguardo a usted en este puente con el objeto de demostrar que no necesito a nadie para encontrar por mí mismo mi camino. Es mejor, me digo yo, hacerle reverencias a una bota que no a una alpargata. —6,Y quién te ha dicho que yo cruzaría el puente de noche? —Esto, lo confieso, lo he sabido indirectamente, gracias a lo estúpido que es el capitán Lebíadkin, porque nunca sabe reprimirse. . Así que tres rublos que usted me dé por tres días y tres noches por el aburrimiento.,. Y tengo, además, la ropa toda calada, cosa que sólo por delicadeza me callo. —Yo me voy a la izquierda; tú, a la derecha; el puente se acabó. Escucha, Fiodor: a mí me gusta que me entiendan lo que digo de una vez para siempre; no te he de dar ni un copec; no me salgas más al paso ni en el puente ni en ninguna parte; necesidad de ti no tengo ni tendré en la vida, y si no me haces caso..., voy y te entrego a la policía. Marcha! —Ah, pero por la compañía, cuando menos déme alguna cosa, era más divertido ir así. — Lárgate! —Pero ¿conoce usted bien el camino? Hay tantas callejuelas... Yo podría servirle a usted de guía, porque esta ciudad..., cualquiera diría que la llevaba el demonio en una cesta y se le derramó. —Vetc o te ato! —dijo, volviéndose, amenazador, Nikolai Vsevolódovich. —Piénselo usted, señor: ¿se atrevería a hacer daño a un huérfano? —No, estás muy engreído! —Yo, señor, en usted confio y no en mí. —No me eres absolutamente necesario, ya te lo he dicho! —Pero usted sí me es necesario a mí, señor, eso es! Aguardaré a usted al regreso, allí estaré. —Palabra de honor: si te encuentro.., te maniato. LOS DEMONIOS 203

202 F[DOR M, DOSTOIEVSKI —En ese caso tendré cuidado de proporcionarme una cuerda. Buen viaje, caballero; ha dado usted calor con su paraguas a un huérfano; sólo por esto le estaré agradecido toda la vida. Se retiró. Nikolai Vsevolódovich prosiguió su camino, preocupado. Aquel hombre caído del cielo estaba absolutamente convencido de serle imprescindible y se daba prisa en decírselo con demasiada insolencia. Por lo general, con él no gastaba cumplidos. Pero podía suceder también que el vagabundo no hubiese mentido y solicitase entrar a su servicio espontáneamente y, sobre todo, a escondidas de Piotr Stepánovich; en ese caso, la cosa resultaba más curiosa. 11 La casa a la cual iba Nikolai Vsevolódovich estaba en una calleja solitaria entre vallas, tras las cuales extendíanse huertecillas, literalmente en el fila mismo de la ciudad. Era una casita de madera, pequeña, enteramente aislada, recién construida y aún no revestida de planchas por fuera. Una de las ventanas tenía abiertos con toda intención los postigos, y en el alféizar brillaba una vela, sin duda con objeto de que le sirviese de guía al tardío huésped que aguardaban. A unos treinta pasos de distancia, ya distinguió Nikolai Vsevolódovich la figura, plantada en el portal, de un hombre de alta estatura, probablemente el dueño de la casa, que había salido impaciente a otear el camino. Oyóse en seguida su voz impaciente y tímida. —,Es usted? ¿Es usted? —Yo —asintió Nikolai Vsevolódovich, no antes de haber llegado al portal y cerrado el paraguas. —Por fin vino! —dijo afanoso y solícito, el capitán Lebíadkin, pues era él—. Haga el favor, el paraguas; está chorreando; lo dejaré abierto aquí en un rincón; tenga la bondad, tenga la bondad. La puerta del zaguán, que daba a la habitación alumbrada por dos velas, estaba abierta de par en par. —Si no hubiera usted dado su palabra terminante de que vendría, habría desconfiado. —La una menos cuarto —dijo, mirando el reloj, Nikolai Vsevolódovich al entrar en la sala.

—Y, además, lluvia, y esta enorme distancia... Yo no tengo reloj, y por la ventana sólo se ven huertas; así que... se te adelantan los acontecimientos... Pero no lo digo por reproche, porque no me atrevería, no me atrevería, sino únicamente por la impaciencia que me ha consumido toda la semana por llegar..., finalmente, a una solución. —i,Cómo? —De oír cuál ha de ser mi suerte, Nikolai Vsevolódovich. Haga el favor —inclinóse, señalando un sitio junto a la mesita delante del diván. Nikolai Vsevolódovich esparció la vista en torno suyo; era un cuarto reducido, bajo de techo; los muebles más indispensables, sillas y diváfl de madera, todo enteramente nuevo, sin forrar y sin cojines; dos mesillas de madera de tilo, una junto al diván, la otra en un rincón, cubierta con un tapete. toda cargada de cosas y cubierta con un mantel limpísimo. Además, toda la habitación daba muestras del mayor aseo. El capitán Lebíadkin llevaba ya ocho días sin emborracharse; tenía la cara abotagada y amarillenta; la mirada, intranquila, curiosa y, evidentemente, indecisa; se advertía harto claro que él mismo no sabía en qué tono debía expresarse ni qué tema convendría más tocar. —Ya ve usted —y señaló en torno suyo—, vivo corno el ermitaño Zósimo. Templanza, soledad y pobreza: el voto de los caballeros antiguos. —Cree usted que los caballeros antiguos hacían esos votos? —LEs posible que esté equivocado? ¡Ay, no tengo pizca de cultura! ¡Todo lo eché a perder! ¿Quiere usted creerlo, Nikolai Vsevolódovich’?: aquí por vez primera me he liberado de las pasiones vergonzosas...; ni un vaso, ni una gota! Tengo mi rincón y llevo seis días gozando de la paz de la conciencia. Hasta las paredes destilan resma, recordando la Naturaleza. ¿Qué he sido yo, qué era de mí? De noche, sin posada; de día, con la lengua fuera...

según la genial expresión del poeta. ¡Pero..., está usted tan calado...! ¿No querría tomar té? —No se moleste. —El samovar está hirviendo desde las ocho, pero... se ha enfriado..., como todo el mundo. También el sol dicen que se enfriará a su vez... Aunque, si hace falta, llamaré. Agafia no duerme. —Dígame usted: Maria Timoféyevna... —Aquí, aquí —en seguida, repuso Lebíadkin en un susurro—. ¿Quiere usted verla? —y señaló a la puerta entornada de la otra habitación. —No está durmiendo? —Oh, no, no! ¿Cómo sería posible? Al contrario, desde esta tarde le está aguardando a usted, y apenas supo que iba usted a venir, se puso a arreglarse —y contrajo la boca en una sonrisilla que quería ser jovial, sin conseguirlo. —i,Cómo está, en general? —inquirió, cejijunto, Nikolai Vsevolódovich. —i,En general? Usted mismo lo sabe... —se encogió compasivamente de hombros—; pero ahora..., ahora está levantada, echándose las cartas... —Bien, luego; antes tengo que terminar con usted. Nikolai Vsevolódovich sentóse en una silla. El capitán no se atrevió a sentarse en el diván, sino que en el acto procuróse otra silla y, con trémula impaciencia, se dispuso a escuchar. es lo que tiene usted allí, en el rincón, cubierto con una servilleta? —dijo, reparando en ella de pronto, Nikolai Vsevolódovich. —GEl qué? —dijo, volviéndose también Lebíadkin—. Eso es producto de la generosidad de usted para festejar la nueva casa, teniendo también en LOS DEMONIOS 205

204 FEDOR M. DOSTOIEVSKI cuenta lo larguísimo de la caminata y el natural cansancio —sonrióse dulzonamente, y después se levantó de puntillas, y con mucho respeto y tino quitó la servilleta de encima de la mesa del rincón. Quedaron al descubierto algunos entremeses: jamón, ternera, sardinas, queso, una botellita de color verde y una larga botella de Burdeos; todo servido con mucho primor, con conocimiento del asunto y casi con elegancia. —i,Es usted quien se ha tomado esos trabajos? —Yo, sí. Desde ayer he hecho todo lo posible por honrarle a usted... Maria Timoféyevna para estas cosas, usted ya lo sabe, es indiferente. Pero, sobre todo, gracias a su generosidad, a su particular generosidad; así que aquí es usted el amo, no yo, y yo soy, por así decirlo, únicamente un servidor; aunque, a pesar de todo, a pesar de todo, yo, Nikolai Vsevolódovich, tengo un espíritu independiente. ¡No me arrebate este último caudal! —terminó conmovido. —Hum!... ¿Por qué no se sienta usted? —Agra. . .de. . .cido, agradecido e independiente! —se sentó—. ¡Ah, Nikolai Vsevolódovich, en este corazón bullían cosas que yo ignoraba en tanto estaba aguardándole! He aquí que ahora va usted a decidir mi suerte y... la de esa desdichada que está allí, allí; y luego, como antes, a la manera antigua, me desahogaré con usted del todo como hace cuatro años! Usted se

dignaba entonces escucharme, leía mis versos... ¡Qué importaba que me llamasen un Falstaff shakespiriano; usted significaba tanto en mi destino!... Yo tengo ahora grandes temores, y sólo de usted aguardo el consejo y la luz. ¡Piotr Stepánovich se ha portado de un modo horrible conmigo! Nikolai Vsevolódovich escuchaba curioso y miraba atento. Por lo visto, el capitán, aunque había dejado de emborracharse, distaba mucho de encontrarse en un estado armónico. En borrachos como él, que han estado bebiendo muchos años, siempre se advierte al fin algo de incoherente, de indeciso, algo de estropeado y loco; aunque, por lo demás, engañan, se valen de tretas y resultan casi más listos que los demás si a mano viene. —Veo que usted no ha cambiado lo más mínimo, capitán, en estos cuatro largos años —dijo, algo más afectuoso, Nikolai Vsevolódovich—. Está visto, en verdad, que toda la segunda mitad de la vida del hombre, se reduce, generalmente, a las costumbres contraídas en la mitad primera. —Sublimes palabras! ¡Usted resuelve el enigma de la vida! —exclamó el capitán, mitad por astucia y mitad con sincero entusiasmo, pues era un gran amigo de las sentencias—. De todas sus frases, Nikolai Vscvolódovich, recuerdo, sobre todo, una, que dijo usted estando todavía allá en Pctersburgo: “Es preciso ser efectivamente un gran hombre para saber resistir, incluso, al sentido común.” ¡Eso es, justamente! —Bueno, y también un imbécil. —Cierto; pero usted toda su vida ha prodigado el ingenio, mientras que ellos... ¡Que Liputin y Piotr Stepánovich digan algo por el estilo! ¡Oh y qué cruelmente se ha portado conmigo Piotr Stepánovich! —Pero usted mismo, capitán, ¿cómo se ha conducido? —jBorracho y, además, asediado de enemigos! Pero ahora, ahora ya todo eso pasó, y me he renovado, como la serpiente. Nikolai Vsevolódovich, ¿sabe usted que tengo hecho ya testamento? —Curioso. ¿Y qué deja en él, y a quién se lo deja? —A la patria, a la Humanidad y a los estudiantes. Nikolai Vsevolódovich, yo he leído en los periódicos la biografia de un norteamericano, el cual dejó todo su enorme caudal a las fábricas y a las ciencias positivas, su esqueleto a los estudiantes de la Facultad local y su piel para un tambor, para que día y noche toquen en él el himno nacional norteamericano. ¡Ay, nosotros somos unos pigmeos en comparación con el vuelo del pensamiento en los Estados Unidos de Norteamérica! Rusia es un juego de la Naturaleza, pero no de la inteligencia. Que quisiera yo dejar mi piel para un tambor, por ejemplo, al regimiento de infantería de Akmolinsk, en el que tuve el honor de hacer mis primeras armas, para que todos los días tocasen en él delante de todo el regimiento el himno nacional ruso, pues lo tomarían como liberalismo, prohibirían mi piel para tal fin, y por eso me limito a los estudiantes. Quiero legar mi esqueleto a la Academia, pero a condición, a condición de que en la frente le peguen, in saecula saeculorum, un marbete con esta inscripción: “Librepensador arrepentido.” ¡Eso es! El capitán se expresaba con vehemencia y, naturalmente, creía en la belleza del testamento del norteamericano, pero al mismo tiempo procedía con malicia y quería mover a risa a Nikolai Vsevolódovich, para el que antes, por espacio de mucho tiempo, había hecho oficios de bufón. Pero aquél, lejos de reírse, inquirió, con suspicacia: —i,Usted, por lo visto, tiene el propósito de publicar su testamento en vida y obtener a cuenta de él una recompensa? —Pero aunque así fuere, Nikolai Vsevolódovich, aunque así fuere —cautamente mirólo Lebíadkin—. ¡Para que vea usted cuál es mí suerte! Hasta versos he dejado de hacer, y eso que usted algunas veces se divirtió con mis versitos, ¿se acuerda usted, Nikolai Vsevolódovich?, con la botella por delante. Pero basta de péñola. Tan sólo he escrito una poesía, como Gógol su Última novela, en la que recordará usted anunció a toda Rusia que “se la había sacado de adentro.” Pues así he cantado yo, y “basta”! —i,Qué poesía es ésa? —“En caso de que se rompiese ella una pierna.. —i,Có. . mo? Eso únicamente aguardaba el capitán. Estimaba y apreciaba desmedidamente su poesía, pero también, en virtud de alguna ladina ambigüedad de su espíritu, le gustaba que Nikolai Vsevolódovich siempre se burlara de sus versos y se riera de ellos hasta retorcerse a veces de risa. De ese modo alcanzaba dos fines...: el poético y el servil; pero ahora había, además, otra finalidad especial y muy delicada: el capitán, al sacar a relucir sus versos, se justificaba en un punto, que siempre por alguna razón constituía para él un peligro y en el que siempre se sentía cada vez más culpable. 206 FLDOR M. DOSTOIFVSKI IAJ> vr VI,JINIU, Zi.)

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—“En caso de que se rompiese una pierna”, es decir, en caso de que se cayese del caballo. Una fantasía. Nikolai Vsevolódovich, un delirio, pero delirio de poeta; una vez quedé desconcertado al encontrarme al paso co cierta amazona, y me formulé literalmente esta pregunta: “i,Qué pasaría entonces?” Es decir, en el caso de que se cayese del caballo. La cosa es clara; todos los galanteadores desaparecerían, todos los pretendientes se quitarían de en medio “hasta mañanita temprano”; sólo quedaría fiel el poeta con el corazón partido en el pecho. Nikolai Vsevolódovich, hasta un piojo puede enamorarse, y eso no lo prohíben las leyes. Y, sin embargo, esa persona se ofendió por mi carta y por mis versos. Usted mismo dicen que también se enfadó, ¿es verdad? Eso es muy triste; no pasaba a creerlo. Vamos a ver:

¿a quién podía yo hacer daño con una fantasía? Además, se lo juro, quien de todo tiene la culpa es Liputin: “Mándaselos, mándaselos; todo hombre tiene derecho a escribir”, y yo se los mandé. —Usted, según parece, ¿aspiraba a su mano? —Mis enemigos, mis enemigos, siempre mis enemigos! —Diga usted los versos! —interrumpióle severamente Nikolai Vsevo —Bueno basta —dijo con un ademán Nikolai Vsevolódovich. —Pienso en Petersburgo —saltó de pronto Lebíadkin, cual si no hubiese habido nunca mles versos—. Sueño con la resurrección... ¡Bienhechor mío! ¿Puedo contar con que no me ha de rehusar los medios para el viaje? Como al sol lo he estado esperando toda la semana. —Pues no, dispénseme; pero apenas si me queda algo, y, además, ¿por qué había yo de darle ese dinero? Nikolai Vsevolódovich pareció enojarse de pronto. Seca y brevemente enumeró todos los crímenes del capitán: su borrachera; sus regaños; su dispendio de dinero, destinado a Maria Timoféyevna; el haberla sacado del convento; sus insolentes cartitas con amenazas, divulgadas en secreto, su modo de conducirse con Daria Pavlovna, etc., etc. El capitán clamaba, gesticulaba, iniciaba objeciones, pero Nikolai Vsevolódovich conteníalo siempre imperioso. —Y permita usted —observó, finalmente—: usted no hace más que es- cribir eso del “oprobio de la familia”. ¿Qué oprobio puede haber para usted en el hecho de que su hermana sea la mujer legítima de un Stavroguin? —Pero es un casamiento secreto, Nikolai Vsevolódovich; un casamiefl, to secreto, un misterio fatal. Yo recibo de usted dinero y de pronto me ha

lódovich. —Un delirio, un delirio ante todo. Pero irguióse, extendió la mano y empezó: La beldad de las beldades una pierna se rompió, y mucho más interesante que antes resultó y en doble fuego se encendió por ella el que ya antes ardía en una llama intensa.

cen esta pregunta: “i,De dónde viene ese dinero’?” Yo mc aturrullo y no puedo contestar, con perjuicio de mi hermana, con daño de la dignidad del apellido. El capitán había alzado la voz; le agradaba ese tema y contaba mucho con él. ¡Ay, no presenta cómo iba a defraudarle! Tranquila y exactamente cual si se tratase de la más corriente disposición doméstica, comunicóle Nikolai Vsevolódovich que de ahí a unos días, quizá al siguiente o al otro, tenía intención de hacer público a todos, “lo mismo a la policía que a la buena sociedad”, su casaniento, y, por tanto, todo aquello se acabaría por sí solo, tanto la cuestión de la dignidad del apellido, como la de los subsidios. El capitán abrió unos oos tamaños; ni siquiera comprendía, siendo necesario explicárselo. —Pero si ella... eqá medio loca! —Yo tomaré las mtdidas necesarias. —Pero... ¿qué dirá su madre...? —Bah! Que diga la que quiera. —Pero ¿piensa llevar a su mujer a su casa’? —Puede que sí. Por lo demás, esto, en absoluto, no es de su incumbencia ni le afecta lo más nínimo. —iCómo que no me afecta! —exclamó el capitán—. ¿Y yo qué voy a hacer? —Usted, naturalmeite, no pondrá los pies en casa. —Pero si soy pariente suyo! —De parientes semejantes hay que huir. ¡Por qué he de seguir yo dándole a usted dinero, piénselo usted mismo! —Nikolai Vsevolódovich, Nikolai Vsevolódovich, eso no puede ser, es posible que todavía recpacite usted; usted no querrá atentar... ¿Qué pensarán, qué dirán en el gran mundo? —A mí se me da u ardite de ese gran mundo. Yo me casé con su hermana porque quise, desaués de una juerga, por ganar una apuesta que hice estando bebido, y ahora lo proclamaré así en voz alta delante de todo el mundo..., si así me vielle en gana. Profirió esas palabrss con cierta animosidad especial, de suerte que Lebíadkin, con espanto, empezó a creer. —Pero y yo, y yo, porque aquí el principal soy yo!... ¿No estará usted hablando en broma, Nikolai Vsevolódovich? —No, no bromeo. —Como usted quiera, Nikolai Vsevolódovich; pero yo no le creo...; en otro caso, le haría una demanda. —Es usted terriblemente estúpido, capitán. —Concedido; pero es lo último que me queda! —dijo el capitán, aturrullándose por complet. Antes, por los servicios de ella, allá en las casas nos daban, por lo menoi, alojamiento, mientras que ahora, ¿qué va a ser de mí si usted me deja por completo de su mano? —Pero ¿no quiere usted ir a Petersburgo para cambiar de carrera?... A 1 propósito: es verdad, he oído decir que usted tenía la intención de presentar

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una denuncia ante las autoridades con objeto de obtener así su perdón descubriendo a los demás. El capitán abrió la boca, dilató los ojos y no contestó. —Oiga usted, capitán —díjole Stavroguin de pronto con seriedad desusa- da, inclinándose sobre la mesa. Hasta entonces habíase expresado con cierta ambigüedad, hasta el punto de que Lebíadkin, avezado a su papel de bufón, había conservado hasta el último instante cierta incredulidad: ¿estaría, efectivamente, enojado el señor, o sería que quería divertirse tan sólo? ¿Tendría de veras la osada intención de dar publicidad a su matrimonio, o se trataría solamente de una broma? Pero ahora el severo aspecto de Nikolai Vsevoló dovich hasta tal punto resultaba convincente, que hasta un temblor corrióle por la espalda al capitán—. Oiga y diga la verdad, Lebíadkin: ¿ha denun ciado usted a alguien, o todavía no? ¿Ha tenido usted ocasión de hacer algo semej ante? ¿No le ha escrito usted a nadie alguna carta por pura estupidez7 —No, no he tenido ocasión de hacer nada, y... no pensaba hacerlo —repuso el capitán, mirándolo fijo. —Vaya, usted miente al decir que no pensaba. Usted quiere ir para eso a Petersburgo. Pero si no ha escrito ninguna carta, ¿no se habrá ido usted de la lengua aquí con alguien? Diga la verdad, porque yo he oído decir algo. —Estando borracho, a Liputin. Liputin es un traidor. Yo le abrí mi co- razón —balbuceó el capitán, pálido. —De corazón a corazón, sí; pero no hay que ser imbécil. Si usted tenía: ese pensamiento, habérselo guardado para usted; ahora la gente sensata calla, no habla. —Nikolai Vsevolódovich! —exclamó el capitán temblando—. Usted no ha tomado parte en nada, la cosa no iba con usted... —No iba usted a tener el valor de denunciar a su vaquita de leche. —Nikolai Vsevolodovich juzgueme usted, juzgueme usted? —y el capitan con lagrimas en los ojos y desesperadamente empezo a exponer a toda prisa su historia en aquellos cuatro años. Era la más estúpida historia de un imbécil que se entremete en lo que no le incumbe y casi no se percata de la gravedad de aquello hasta el último instante, por su borrachera y su: haraganería. Confesóle que estando todavía en Petersburgo “se dejó arrastrar al principio sencillamente por amistad como un verdadero estudiante, aunque sin serlo”, y, sin saber nada, “sin tener la menor culpa”, fue dejan- do caer diversos papeles en las escaleras introduciendolos a docenas por debajo de las puertas, colgándolos de los cordones de las campanillas, repartiendolos como periodicos cuando iba al teatro metiendolos en los sombreros y en los bolsillos de la gente Luego recibio dinero de ellos por esa faena, porque “qué otros recursos tenía yo, qué otros recursos tenía yo” En dos gobiernos del distrito habia repartido toda clase de basura Oh, Nikolai Vsevolódovich —exclamó—, lo que más me atormentaba era que era contrario a las leyes civiles y sobre todo, a la ley natural’ Salian de pronto imprimiendo en esos papeles que se echasen a la calle con las hoces —

J

eso

Á y tuviesen presente que el que sale pobre por la mañana puede volver rico a casa por la tarde... ¡Figúrese usted! A mí mismo me entraban calofríos, y, sin embargo, lo repartía. Y también de pronto, cinco o seis líneas por toda Rusia, sin venir a cuento: “Cerrad en seguida las iglesias, acabad con Dios, disolved los matrimonios, suprimid el derecho de herencia, coged las cuchillas”; así, como suena, y Dios sabe qué cosas más. Pues por este papelito de cinco renglones estuve a punto de perderme; en el regimiento los oficiales me zurraron de lo lindo; pero, gracias a Dios, me soltaron después. Y allí, el año pasado, por poco si me cogen, al enviarle a Korováyev algunos rublos falsificados en francia; pero, gracias a Dios KorováyeV, estando borracho, se ahogó oportunamente en un estanque; así que no me pudieron pescar. Aquí, en casa de Virguinskii, he abogado por la libertad social de la mujer. En el mes de junio fui al distrito de *** a repartir proclamas. Dicen que estoy obligado... Piotr Stepánovich, de pronto, me íntima que tengo que obedecer; hace ya tiempo que me viene con amenazas. ¡Cómo se portó el domingo conmigo! Nikolai Vsevolódovich, yo soy un esclavo, un gusano, y no un dios, que en esto me distingo de Derchavin.8 ¡Pero con qué recursos cuento, con qué recursos cuento!...

Nikolai Vsevolódovich lo escuchaba todo con curiosidad. —Muchas cosas las ignoraba en absoluto —dijo—. Naturalmente, a usted puede ocurrirle todo... Oiga usted —dijo, después de recapacitar—: si usted quiere, dígale a él, bueno, a quien usted sabe..., que Liputin ha mentido y que usted sólo se proponía asustarme a mí con una denuncia, suponiendo que yo también estaba comprometido y que de ese modo podría sacarme más dinero. ¿Ha comprendido? —Nikolai Vsevolódovich, amigo mío: ¿es que me amenaza algún peligro? Solamente lo aguardaba a usted para preguntárselo. Nikolai Vsevolódovich echóse a reír. —A Petersburgo sin duda no le dejarían ir, aunque yo le diese el dinero para el viaje...; pero, por lo demás, ya es hora de ver a Maria Timoféyevna —y se levantó de la silla —Nikolai Vsevolódovich..., pero... ¿cuáles son SUS intenciones con Maria Timoféyevna? —Pues las que ya le he dicho. —Pero ¿es de veras? —,No lo cree usted? —Pero ¿acaso va usted a dejarme como a unos zapatos viejos? —Ya veré —dijo Nikolai Vsevolódovich riendo—. Ahora déjeme. —áNo quiere usted que esté de centinela mientras tanto en las escalinatas.., para que nadie, impensadamente, pueda escuchar?... Porque las habitaciones son pequeñas. —Está bien; quédese en la escalinata. Tome el paraguas. —El paraguas de usted..., ¿soy digno yo de usarlo? —dijo el capitán, adulón. 8 La “ch” tiene aquí el valor de una “jota” francesa. LOS UlMONIOS 21!

—De un paraguas todo el mundo es digno. —En una frase ha definido usted el “mínimo” de los derechos del hombre... Pero ya balbucía maquinalmente; estaba harto agobiado por aquellas noticias y aturrullado hasta el colmo. Y, sin embargo, casi inmediatamente que hubo salido a la escalinata y abierto el paraguas, empezó a germinar en su aturdida y ladina cabeza la tranquilizadora idea de siempre de que lo estaban engañando y le mentían, y,

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siendo así, no tenía por qué sentir miedo, sino que a él era a quien se lo tenían. “Pero si mienten y andan con astucias, algo se traen, —cruzó por su cabeza. La proclamación de su matrimonio parecíale absurda. “cierto que de un excéntrico como él todo puede esperarse; vive de hacer daño a la gente. Bueno; pero ¿y si él mismo teme, después de la afrenta del domingo y más que nunca? He aquí que vino a asegurarme que iba él mismo a dar publicidad a su matrimonio, por miedo a que yo se la diese. ¡Ah, mucho cuidado, Lebíadkin! ¿Y a qué salir a hurtadillas, de noche, cuando desea publicidad? Y si teme, es decir, qué teme ahora, precisamente ahora, precisamente en estos cuantos días... ¡Ah, no te resbales, Lebíadkin!... Tengo 1 miedo con Piotr Stepánovich. ¡Vaya, miedo que le tengo! ¡Vaya, miedo que le tengo! ¡Ah, y claro que le tengo miedo! ¿Quién me mandaría irme de la lengua con Liputin? El demonio sabrá lo que se traen entre manos estos demonios; nunca puedo ponerlo en claro. Vuelven a portarse como hace cinco años. Verdaderamente, ¿a quién iba yo a denunciar? “,No le habrá escrito a alguien por pura estupidez?” ¡Hum! Según eso, se puede escribir so capa de estupidez. ¿No será ése un consejo? “Usted va a Petersburgo por eso.” 1 ¡Tunante! Apenas si me había quedado adormilado, y ya él me adivinó el sueño. Como si él mismo me animase a ir. Aquí hay una de dos cosas: o es que él teme por haberse comprometido, o... no teme nada, y solamente me empuja a Petersburgo para que los denuncie a todos. ¡Oh, cuidado, Lebíadkin; no vayas a escurrirte!” Hasta tal punto estaba preocupado, que se olvidó de escuchar. Aunque escuchar era dificil: la puerta era gruesa, de una sola hoja, y hablaban muy quedo; sólo se percibían algunos vagos rumores. El capitán hasta escupió, y salióse de nuevo, caviloso, a la escalinata. III El cuarto de Maria Timoféyevna era doble de grande del que el capitán ocupaba, y estaba amueblado con la misma vulgaridad; encima de una mesa, delante del diván, había un mantel rojo; sobre ella ardía una lámpara; todo el suelo cubríalo una magnífica alfombra, la cama estaba separada de la habitación por una larga cortina verde, que corría a todo lo largo de aquélla, y, además, junto a la mesa se encontraba un gran sillón mullido, en el que, sin embargo, no se sentaba Maria Timoféyevna. En un rincón, como en el otro cuarto, veíase una imagen con una lamparilla encendida, y encima de la mesa estaban colocados los mismos objetos de marras: una baraja,

un espejito, un librito de coplas y hasta un panecillo blanco. Veíanse, además, dos libros con láminas de colores: uno, un relato de un viaje popular, adaptado para la juventud; el otro, una recopilación de historietas morales y, en su mayor parte, caballerescas, propias para regalos de Navidad en los colegios. Había también un álbum con diversas fotografias. Maria Timoféyevna, sin duda, aguardaba al huésped, según advirtiera el capitán; pero cuando Nikolai Vsevolódovich se acercó a ella, se había quedado dormida, medio tendida en el diván, recostada en un almohadón de crin. El huésped, con sigilo, cerró tras de sí la puerta. y. sin moverse de su sitio, púsose a examinar a la durmiente. El capitán había mentido al decir que ella se había hecho la toileue. Tenía puesto el mismo trajecito oscuro que el domingo en casa de Varvara Petrovna. Lo mismo que entonces, llevaba anudado el cabello en un moñito en la nuca, y, lo mismo que entonces, desnudo el largo y seco cuello. El chal negro que le regalara Varvara Petrovna yacía, tirado al desdén, en el diván. Como la vez de marras, estaba toda ella muy dada de blanquillo y colorete. Nikolai Vsevolódovich no llevaría así un minuto, cuando, de pronto, despertóse ella cual si hubiese sentido su mirada, abrió los ojos y se incorporó rápidamente. Pero, por lo visto, algo raro le ocurrió también al huésped, el cual continuó en pie en el mismo sitio, junto a la puerta; con fija y penetrante mirada, implacable y terco, contemplaba su rostro. Puede que aquella mirada fuese severa en demasía, puede que expresase aversión, hasta una maligna complacencia en su susto, si es que todo esto no fueron visiones de la mal despierta Maria Timoféyevna; pero sólo de pronto, tras un minuto de expectación, en el rostro de la pobre mujer reflejóse un perfecto espanto: corriéronle por él espasmos, alzó, agitada por ellos, las manos, y de pronto se echó a llorar exactamente lo mismo que una niña asustada; un momento más, y hubiera lanzado gritos. Pero el huésped volvió en sí; en un instante cambió la expresión de su rostro, y acercóse a la mesa con la más cortés y afable sonrisa. —Hice mal, la asusté, Maria Timoféyevna, con mi imprevista llegada, cuando estaba dormida —dijo, tendiéndole la mano. El sonido de aquellas cariñosas palabras surtió su efecto: desapareció el susto, aunque, no obstante, siguió ella mirándolo con recelo y esforzándose visiblemente por comprender algo. Tímidamente tendióle la mano. Por último, una tímida sonrisa asomó a sus labios. —Buenas noches, príncipe —balbuceó, mirándolo de un modo raro. —Por lo visto, ha tenido usted un mal sueño —prosiguió él con sonrisa cada vez más atenta y mimosa. —(,Y usted cómo sabe que yo he soñado “con eso”?... Y de pronto estremecióse de nuevo toda ella y retrocedió, alzando por delante, como para resguardarse, el brazo, y disponiéndose a prorrumpir otra vez en llanto. —Tranquilícese, por favor. ¿Qué teme usted? ¿Es que no me conoce?... —persuadióla Nikolai Vsevolódovich; pero aquella vez no pudo se212 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 213

guir hablando largo rato: en silencio mirábale ella con aquella misma penosa incertidumbre y aquella misma dolorosa idea en su pobre cabecita y pugnando, no obstante, por comprender. Tan pronto bajaba la vista como le flechaba con una rápida y envolvente mirada. Por último, pareció no tranquilizarse, sino tomar una resolución. —Siéntese, le ruego, junto a mí, para que pueda verle luego bien —dijo con voz bastante firme, con una intención irónica y algo nueva—. Pero ahora no se apure usted: no voy a mirarle, tendré la vista baja. No me mire usted a mí tampoco hasta que yo misma se lo pida. Siéntese —añadió casi con impaciencia. Un nuevo sentimiento apoderábase de él visiblemente más y más. Nikolai Vsevolódovich se sentó y quedó a la expectativa; sobrevino un silencio bastante largo. —Hum! ¡Qué extraño me parece todo esto! —murmuró ella de pronto, casi malhumorada—. Sin duda me asedian los malos sueños; pero ¿por qué lo he visto a usted, soñando, con esa misma traza? —iBah, dejemos los sueños! —profirió él, impaciente, volviendo a mirarla, a pesar de las prohibiciones, y es posible que la misma expresión de antes asomara a sus ojos. Veía que ella sentía a veces grandes, grandísimos deseos de mirarlo, pero que conteníase con tesón y mantenía la vista baja. —Oiga usted, príncipe —exclamó ella de pronto, alzando la voz—; oiga usted, príncipe... —tPor qué se mantiene usted vuelta a otro lado, por qué no me mira, a qué viene toda esta farsa? —exclamó él sin poder contenerse. Pero ella parecía no haberle oído. —Oiga usted, príncipe —repitió por tercera vez con voz firme, con una expresión antipática, enojada, en el semblante—. Cuando me dijo usted entonces, en el coche, que iba a hacer público nuestro matrimonio, me asusté ante la idea de que se concluyese el secreto. Ahora ya no sé; no hago más que pensar, y veo que para nada sirvo. Sé vestir, recibir también sabría: no es nada dificil ofrecer una taza de té, sobre todo habiendo criados. Pero, a pesar de todo, me mirarán de reojo. El domingo me fijé yo en muchas cosas en esa casa.

Aquella señorita tan guapa no dejó de mirarme en todo el tiempo, sobre todo al entrar usted. Porque fue usted el que entró, ¿verdad? La madre de ella es, sencillamente, una vieja mundana ridícula. Mi Lebíadkin también se lució; yo, para no echarme a reír, no apartaba la vista del techo, un techo, por cierto, muy bien pintado. “La” madre “de usted” sólo parece la abadesa de un convento: me inspira temor, aunque me haya regalado un chal negro. Puede que todos me mirasen entonces como a algo inesperado; yo no me enojo; pero sigo quietecita en mi asiento, pensando: “cQué parentesco entre ellos y yo?” Cierto que para condesa se requieren sólo condiciones morales —puesto que para las atenciones de la casa hay de sobra criados— y hasta cierta coquetería mundana para saber recibir a los extranjeros, de paso. Pero, a pesar de todo, aquella vez, el domingo, me miraban con desolación. Sólo Dascha es un ángel. Yo temo mucho que ellos no “lo” exasperen a “él” con algún reto imprudente a cuenta mía. —No tema usted ni se alarme —dijo crispando la boca, Nikolai Vsevolódovich. —Por lo demás, a mí no me importa que le dé a él alguna vergüenza de mí, porque siempre hay de por medio más lástima que vergüenza, juzgando humanamente, claro. Porque él sabe que más bien tengo yo compasión de ellas que ellas de mí. —Usted, por lo visto, está muy resentida con ellas, ¿no es verdad, Maria Timoféyevna? —,Quién? ¿Yo? No —y rióse candorosamente—. En absoluto, no. Yo los miraba a todos ustedes ese día; todos parecían enfadados, todos reñían Unos con otros; reunirse y reírse con el alma es cosa que ignoran. Tanta riqueza y tan poca alegría..., me repele todo eso. Aunque, después de todo, ahora no me da lástima de nadie, sino sólo de mí misma... —Tengo entendido que en mi ausencia llevaba usted una vida muy dura con su hermano. —Quién se lo dijo a usted? Absurdo; ahora es mucho peor: ahora tengo pesadillas, porque usted vino. Vamos a ver, se lo pregunto: ¿por qué vino usted, quiere usted decírmelo? —,No querría usted volver de nuevo al monasterio? —Vaya, ya me figuraba yo que había usted de salir proponiéndome la vuelta al monasterio! ¡Oh, y qué odioso me resulta su monasterio! Pero ¿por qué había de volver a él ni con quién tampoco? Ahora ya estoy sola, enteramente sola. Tarde es para empezar la vida por tercera vez. —Por qué está usted tan enfadada? ¿Es que teme que yo deje de amarla? —Yo no me preocupo de usted lo más mínimo. Lo que yo ahora temo es dejar de amar a alguien. Rióse despectivamente. —Debo de ser muy culpable ante “él” por algo muy gordo —añadió de pronto, como hablando consigo misma—, sólo que no sé en qué puedo ser culpable: en esto consiste mi desgracia eterna. Siempre, siempre, durante estos cinco años, día y noche, he estado temiendo haberle faltado en algo. Rezo y rezo, y no se me aparta del pensamiento la idea de mi culpa para con él. Y ahora veo que tenía razón. —De dónde lo infiere? —Sólo temo que tenga “él” alguna parte en todo esto —prosiguió, sin contestar a la pregunta; es más, sin reparar en ella —. Pero, de todos modos, no puede él asociarse a esa gentecilla. La condesa me comería de buena gana, aunque me haya hecho subir a su coche con ella. Todos se han conjurado... ¿También “él”? ¿Es que “él” habrá cambiado? (La barbilla y los labios le temblaban.) Oiga usted: ¿ha leído la historia de Grischka Otrépiev, al que excomulgaron en siete catedrales? Nikolai Vsevolódovich callaba. I3JOIJ1SVNj

LOS DLMONJOS

—Yo, por lo demás, voy a volverme hacia usted y a mirarlo —dijo, como si hubiese adoptado una resolución súbita—. Vuélvase usted también hacia mí y míreme un poco más atentamente. Quiero examinarlo por última vez. —Yo hace mucho rato que la miro. —Hum! —murmuró Maria Timoféyevna, mirándolo con esfuerzo Ha engordado usted mucho. Quiso decir algo más; pero de pronto, por tercera vez, demudóle de nuevo el rostro el temor de antes, y otra vez volvió a echarse hacia atrás, resguardándose con los brazos. —Pero ¿qué le pasa a usted? —exclamó Nikolai Vsevolódovich, casi furioso. Pero aquel susto duró sólo un momento; su cara esbozó una extraña sonrisa recelosa, hostil. —Le suplico, príncipe, se levante y entre —dijo de pronto con voz firme y rotunda. —tCómo entrar? ¿A dónde voy a entrar? —Yo, todos estos cinco años, no he hecho otra cosa que imaginarme cómo había de entrar “él”. Levántese ahora mismo y póngase detrás de la puerta, en ese cuarto. Yo estaré sentada, cual si nada aguardase, y tomaré en la mano un libro, y de repente entrará usted tras cinco años de ausencia. Quiero ver qué sucede.

Nikolai Vsevolódovich rechinó para sí los dientes y rezongó algo mmteligible. —Basta —dijo, dando una palmada en la mesa—. Le ruego a usted, Maria Timoféyevna, que me escuche. Haga el favor: reconcentre usted, si puede, toda su atención. ¿No estará usted del todo loca? —se le escapó con impaciencia—. Mañana he de hacer público nuestro matrimonio. Usted no ha de vivir nunca en un palacio, desengáñese. ¿Quiere usted vivir conmigo toda la vida, pero muy lejos de aquí? Allá en las montañas, en Suiza, allí hay un lugar... No se apure usted: yo nunca la abandonaré ni la llevaré a un manicomio. Dinero me queda para poder vivir sin pedirle nada a nadie. Tendrá usted criadas; no tendrá que hacer trabajo alguno. Todo cuanto desee, dentro de lo posible, lo tendrá. Usted rezará, irá adonde quiera y hará lo que guste. Yo no la tocaré. Tampoco yo me moveré en toda mi vida de mi sitio. Si usted no quiere, en toda la vida le dirigiré la palabra; si usted quiere, me contará por las noches, como hacía en Petersburgo, historias. Le leeré libros, si así lo desea. Pero, en cambio, hemos de pasar toda la vida en un mismo sitio, y este sitio es triste. ¿Quiere usted? ¿Se decide? ¿No se arrepentirá, no me atormentará con sus lágrimas y sus maldiciones? Le oía con desusada curiosidad, y largo rato guardó luego silencio y recapacitó. —Todo esto me parece increíble —dijo, por último, sarcástica y malhumorada—. ¿Conque voy a pasarme cuarenta años en esas montañas? Echóse a reír.

¡ —,Y qué? ¿Viviremos allí cuarenta años? —asintió Nikolai VsevolódoviCh, muy mohíno. —Hum! Por nada del mundo iré allá. —,Ni conmigo? —Pero ¿quién es usted para que yo fuese allá en su compañía? ¡Cuarenta años seguidos clavada en una montaña.., hasta que “él” venga!... Qué paciencia empieza a tener hoy la gente! No, no es posible que el águila se vuelva mochuelo. ¡No es éste mi príncipe! —y levantó la cabeza, altiva y solemne. El pareció ensombrecerse. —Por qué me llama usted príncipe y... por quién me toma? —inquirió rápidamente. —(,Cómo? Pero ¿no es usted el príncipe? —Nunca lo he sido. —iDe modo que usted, usted mismo, con todo descaro, en mi cara, sale confesando que no es príncipe? —Digo que nunca lo fui. —Señor! —y juntó las manos—. Todo lo esperaba de “sus” enemigos; pero tal insolencia..., nunca. ¿Vive aún? —exclamó, enajenada, abalanzándose a Nikolai Vsevolódovich—. ¿Le diste muerte o no? ¡Confiésalo! —Pero ¿por quién me tomas? —exclamó él, dando un brinco, con la cara descompuesta; pero a ella era ya dificil asustarla; pavoneábase triunfal. —Pero ¿quién te conoce a ti, quién eres tú y de dónde has salido? Pero mi corazón, mi corazón, en todos estos cinco años, adivinó el enredo. Yo estaba ahí sentada y me asombraba: ¿Qué búho ciego es ese que ha venido? No, palomito; eres un mal cómico; peor todavía que Lebíadkin. Saluda con toda reverencia a la condesa de mi parte y dile que me envíe un emisario más digno que tú. ¿Te tomó a sueldo, di? ¿Es que por piedad te dejan estar en su cocina? Todo su engaño lo vislumbro; a todos ustedes, desde el primero, al último, los tengo calados. El la cogió con violencia por encima del codo, por el brazo; ella se le echó a reír en su cara. —Te le pareces mucho, pero mucho, es posible que hasta seas pariente suyo. ¡Qué gente tan ladina! Sólo que el mío es un águila auténtica y príncipe, mientras que tú... eres un mochuelo y un mercachifle. El mío saluda a Dios, si quiere; pero, si no quiere, no, mientras que a ti Schátuschka (simpático mío, hijo mío, palomito mío!) en las mejillas te abofeteó, que mi Lebíadkin me lo ha contado. ¿Y por qué tuviste miedo de entrar aquel día? ¿Quién te asustó entonces? Cuando vi tu infame cara, al caerme, y me levantaste... parecióme como si un gusano me royese el corazón. “No es “él” —me dije—, no es “él”!.” Jamás se avergonzó mi águila ante una señorita del gran mundo. ¡Oh, Señor! ¡Y yo que he sido feliz todos estos cinco años con sólo pensar que mi

águila, allá, al otro lado de los montes, vivía y volaba cara al sol!... ¡Habla, impostor!... ¿Te dieron mucho por ha216 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS 217 cer este papel? ¿Te aviniste a desempeñarlo por una gran suma de dinero? Yo no te hubiera dado ni un grosch. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! —Oh, qué idiota! —refunfuñó Nikolai Vsevolódovich, sujetándola todavía fuertemente del brazo. —Largo de aquí, impostor! —exclamó ella imperiosamente—. ¡Yo soy la esposa de mi príncipe, no le temo a tu puñal! —tPuñal? —Sí, puñal. Tú llevas el puñal en el bolsillo. Pensabas que yo dormía; sacaste el puñal.

4 pero lo veía todo; al entrar, hace un momento,

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—Qué dices, desgraciada; qué visiones has soñado? —clamó él, y con $ todas sus fuerzas apartóla de sí, tanto, que ella se dio un fuerte golpe en los hombros y la cabeza contra el diván. El echó a correr; pero ella inmediata mente lanzóse en su seguimiento, cojeando y tambaleándose, dando tumbos, y ya en la escalinata, asiéndose con todas sus fuerzas al asustado Lebíadkin, pudo todavía gritarle, entre chillidos y risas, en la oscuridad: —Grischka Ot. . .repi. . .ev, a.. .na. . tema!

IV —El puñal, el puñal! —repetía él con insaciable rabia, dando zancadas por el fango y los charcos, sin fijarse en el camino. Verdaderamente, había momentos en que le entraban unas ganas muy grandes de echarse a reír; pero, sin saber por qué, se comprimía y dominaba la risa. Volvió enteramente en su juicio ya en el puente, en el mismo sitio de antes, donde se encontrara con Fedka; también esta vez aguardábale allí el propio Fedka, el cual, al verlo, se quitó la gorra, descubrió alegremente su dentadura y, acto seguido, animada y jovialmente, púsose a hablarle. Nikolai Vsevolódovich, al principio, siguió su camino sin detenerse, sin escuchar por algún rato al vagabundo, que había vuelto a incorporársele. De pronto chocóle la idea de que se había olvidado por completo de él y que se había olvidado en el preciso instante en que a cada minuto repetía para sí: “El puñal, el puñal!” Cogió al vagabundo por el pescuezo, y, con toda la rabia que tenía acumulada, con todas sus fuerzas, lo arrojó contra el puente. Por un momento pensó aquél en revolverse; pero casi al punto comprendió que ante su adversario, que le había acometido inesperadamente..., venía a ser él como pan comido; se aguantó y se calló, hasta sin oponer resistencia alguna. De rodillas postrado en el suelo, con los codos revueltos hacia la espalda, el pícaro vagabundo esperó tranquilo el desenlace, sin creer, por lo visto, en el peligro. No se equivocaba. Nikolai Vsevolódovich ya se había quitado con la mano izquierda su bufanda para atarle las manos; pero de pronto, sin saber por qué, lo dejó y apartóse. El otro, en un momento, púsose en pie, volviéndose, y una corta y ancha cuchilla de zapatero, que sacara quién sabe de dónde, brilló en su mano. —1Fuera ese cuchillo...; guárdalo, guárdalo en seguida! —“ordenó” con impaciente gesto Nikolai Vsevolódovich, y el cuchillo desapareció tan rápidamente como había surgido.

II Nikolai Vsevolódovich, otra vez silencioso y sin volverse, prosiguió su camino; pero el terco truhán no le dejó, sino que le fue escoltando sin apartarse y hasta guardando la distancia de un paso. De este modo cruzaron ambos el puente y salieron a la ribera; pero aquella vez tomó Stavroguin hacia la izquierda, también con dirección a una larga y solitaria calleja. por la que se llegaba más pronto al centro de la población que por el anterior camino de la calle de la Epifanía. —Verdaderamente, dicen que tú por aquí, en el distrito, no sé dónde, robaste hace poco en una iglesia, ¿es cierto? — inquirió Nikolai Vsevolódovich de pronto. —Yo, a decir verdad, entré allí primero a rezar —contestó el vagabundo lenta y cortésmente, cual si nada hubiera pasado, y no sólo gravemente, sino hasta con dignidad. De la anterior familiaridad “amistosa” no quedaba ya ni rastro. Saltaba a la vista que era hombre práctico y serio, en verdad, que, injustamente ofendido, sabe olvidar las ofensas. —Y cuando Dios me condujo a la iglesia —prosiguió—, “ah, qué delicia celestial!”, pensé. Por mi orfandad sucedió así, porque en este mundo no se puede vivir sin recursos. Y mire usted: crea usted en Dios, caballero, que me ha castigado por mis culpas: por el cinturón del diácono y demás cosas sólo me dieron, en total, doce rublos. El barboquejo de San Nikolai, todo de plata pura, lo tuve que dar casi de balde, porque me dijeron que era de similor. —Degollaste al sacristán?

—Desde luego que yo hice el robo de acuerdo con él; pero luego, al ser de día, junto al río, tuvimos una disputa sobre quién había de cargar con el saco. Falté, lo aligeré un poco. —Sigue matando y robando. —Eso mismo, casi con las mismas palabras que usted, me aconseja también Piotr Stepánovich, porque es sumamente avaro y duro de corazón en punto a ayudar a nadie. Además, que ya en el Creador celestial, que nos hizo con el dedo del barro, no cree ni el valor de un grosch, y dice que todo es obra de la Naturaleza, hasta el último ser, y no comprende que es nuestro destino no poder vivir sin una ayuda bienhechora. Te pones a hablarle, y no hace más que mirarte asombrado, como carnero al agua. ¿Querrá usted creer que en casa del capitán Lebíadkin, al que acaba usted de visitar, cuando aún vivían en casa de Filippov, algunas veces quedaba la puerta abierta de par en par toda la noche, y él dormía borracho en el suelo, donde rodaba todo el dinero de sus bolsillos? Con mis propios ojos fui a verlo, porque, en nuestra situación, estar sin recursos no es posible... —j,Cómo con tus propios ojos? ¿Es que entraste allí alguna noche? —j,Puede que entrase, sólo que nadie lo sabe. —Y cómo no lo mataste? —Eché mis cuentas y me abstuve. Además, yo sabía que podía llevarme siempre ciento cincuenta rublos; pero ¿por qué dar el golpe para eso, cuando podía llevarme mil quinientos, con sólo aguardar un poco? Porque el capitán Lebíadkin (con mis propias orejas lo he oído) siempre ha tenido FEDOR M. DOSTOIEvSKI LOS DEMONIOS

su esperanza puesta en usted, en medio de su borrachera, y no hay taberna por aquí, ni aun la más ínfima tasca, donde no lo haya publicado así, estando en esa disposición. Y habiéndoselo oído decir muchas veces, yo también empecé a cifrar en usted ini esperanza. Yo, caballero, soy para usted como un hijo o un hermano, porque a Piotr Stepánovich jamás le hablaría así, ni tampoco a nadie. ¿Conque me da usted los tres rublejos o no? Dígamelo usted claro, caballero, para que yo sepa la verdad, porque a nosotros nos es imposible vivir sin recursos. Nikolai Vsevolódovich rompió a reír fuerte, y sacando del bolsillo el portamonedas, donde guardaba cincuenta rublos en billetes, extrajo de él uno, luego otro, después un tercero y, por último, un cuarto. Fedka cogiólos al vuelo; agachábase cuando caían en el fango y gritaba: “Ah, ah!” Nikolai Vsevolódovich tiróle, finalmente, todo el fajo, y sin dejar de reír, 1 entróse por una calleja, pero ya solo. El malandrín habíase quedado buscando, hincado de rodillas en el barro, los billetes, que, aventados por el cierzo, caían en los charcos, y toda una hora pudieron oírse aún en la sombra sus entrecortadas exclamaciones: “Ah, ah CAPÍTULO III

EL DESAFÍO Al día siguiente, a las dos de la tarde, verificóse el proyectado desafio. Al rápido curso del asunto contribuyó el irrefrenable deseo de Artemii Pávlovich Gagánov de batirse a todo trance. No comprendía la conducta de su adversario, y estaba furioso. Durante todo un mes había estado insultándolo impunemente y no había podido apurar su paciencia. Era indispensable que Nikolai Vsevolódovich lo desafiase, porque él no tenía para hacerlo el pretexto más mínimo. Su móvil secreto, es decir, sencillamente su morboso odio a Stavroguin por la ofensa inferida a su familia cuatro años atrás, hacíasele duro confesarlo. Y, además, él mismo consideraba tal pretexto imposible, sobre todo después de las pacíficas excusas que ya, dos años antes, le presentara Nikolai Vsevolódovich. Había decidido en su interior que aquél era un cobarde descarado; no podía comprender cómo se había aguantado el bofetón de Schátov; así que resolvió, por último, aquella carta, inusitada en punto a grosería, que fue la que, finalmente, decidió a Nikolai Vsevolódovich a desafiarlo. Al enviar la víspera esa carta y quedar aguardando con febril impaciencia el desafio, calculando morbosamente las probabilidades, pasando de la confianza al desaliento, no dejó, sin embargo, de buscarse un padrino, Mavrikii Nikoláyevich Drózdov, su amigo, condiscípulo del colegio y, sobre todo, sujeto a quien estimaba. Así que Kirillov, al presentarse en su casa al otro día, a las nueve de la mañana, para comunicarle su misión, encontró ya preparado el terreno. Todas las excusas y

desusadas manifestaciones de Nikolai Vsevolódovich fueron rechazadas con extraordinaria vehemencia. Mavrikii Nikoláyevich, que no se había enterado hasta el día anterior de la marcha del asunto, ante proposiciones tan inauditas, abría la boca asombrado y porfiaba por lograr una reconciliación; pero habiendo advertido que Artemii Pávlovich,9 adivinando sus intenciones, se rebullía en su asiento, se calló y no siguió hablando. A no haber sido por la palabra dada al compañero, se habría ido de allí en el acto; quedóse con la esperanza de poder servir, aunque sólo fuera de algo, en el último instante. Kirillov transmitió el reto; todas las condiciones del encuentro señaladas por Stavroguin fueron aceptadas en el acto al pie de la letra, sin la menor objeción. Sólo se les agregó un aditamento, por lo demás, harto cruel, o sea que si en los primeros disparos no acontecía nada decisivo, volverían a disparar, y si no se terminaba así, volverían a hacer otro disparo, y hasta un tercero. Kirillov frunció el ceño y se opuso al tercer disparo; pero como no consiguiera nada, hubo de conformarse con que “fueran tres los disparos y no cuatro”. Así se convino. De suerte que a las dos de la tarde tuvo lugar el encuentro en Brikovo, es decir, en un bosquecillo de los suburbios, entre Skvoréschniki, de una parte, y en la fábrica de los Schpigullines, de otra. La lluvia del día anterior había cesado, pero hacía humedad y viento. Nubes rastreras, turbias, desbandadas, corrían rápidamente por el frío cielo; los árboles hacían un rumor denso y bamboleante con sus copas y crujían en sus raíces; era una tarde muy triste. Gagánov y Mavrikii Nikoláyevich llegaron al lugar del encuentro en un elegante char ¿1 bancs, que guiaba Artemii Pávlovich; iba con ellos un criado. Casi en el mismo instante compareció también Nikolai Vsevolódovich en unión de Kirillov, pero no en coche, sino a caballo, y también acompañado de un doméstico, igualmente a caballo. Kirillov, que nunca había montado hasta entonces, manteníase en la silla audaz y erguido, llevando en la mano derecha el pesado estuche con las pistolas, que no había querido confiar al criado, y con la izquierda, por ignorancia, tiraba a cada instante de las riendas, con lo que el caballo se encabritaba y mostraba intenciones de alzarse sobre las patas traseras, lo que, por lo demás, no asustaba lo más mínimo al jinete. El quisquilloso de Gagánov, que por cualquier cosa se ofendía rápida y grandemente, estimó aquello de presentarse a caballo como un nuevo insulto, pensando que su adversario confiaba demasiado en el triunfo, cuando ni siquiera había creído necesario un coche, por si hacía falta conducir a un herido. Apeóse de su char ¿x banes, todo lívido de ira, y sintió que le temblaban las manos, lo que comunicó a Mavrikii Nikoláyevich. Al saludo de Nikolai Vsevolódovich no respondió en absoluto, y se volvió a otro lado. Los padrinos echaron suertes; tocóle a Kirillov servir las pistolas. Midieron la distancia, colocaron en su sitio a los adversarios y enviaron trescientos pasos atrás al coche y los criados. Cargaron las armas y se las entregaron a los duelistas. 9 Artemio, hijo de Pablo. 220 FEDOR M DOSIEVSKI LOS DEMONIOS 221

Es lástima que haya que acelerar el plato y no haya tiempo para entregarse a descripciones; pero es imposible rescindir en absoluto de toda observación. Mavrikii Nikoláyevich estabatriste y preocupado. En cambio, Kirillov se mostraba completamente traquilo e indiferente, muy atento a los pormenores de la misión que había acptado, pero sin la menor oficiosidad y casi sin curiosidad por el fatal y tai inminente desenlace del asunto. Nikolai Vsevolódovich estaba más pálid que de costumbre; iba vestido bastante ligero, con paletó y sombrero blaico de fieltro. Parecía muy cansado; de cuando en cuando fruncía el ceño, no estimaba necesario disimular su enojosa disposición de espíritu. Pero rtemji Pávlovich era en aquellos momentos el más digno de atención de t(dos, hasta el punto de que no es posible dejar de dedicarle a él especialmeite unas palabras. II Hasta ahora no hemos hablado de su aspeo exterior. Era hombre de elevada estatura, blanco, bien cebado, como dio la gente baja, casi obeso, con el pelo rubio y escaso, de unos treinta y tre años, y de facciones hasta guapas. Se había retirado de coronel, y de haber llegado a general, con esa graduación, habría parecido más imponente, yes posible que hubiera resultado un buen general. No es posible pasar en silencio, para caracterizar al individuo, que el principal pretexto para pedir el retiro, fue quella idea que por tanto tiempo hubo de atormentarje tan dolorosamente, cel deshonor de su apellido, después del agravio inferido a su padre en el cub, cuatro años antes, por Nikolai Stavroguin. Juzgaba que no debía contiruar deshonrado en el servicio, y estaba convencido de que constituía una nuncha para el regimiento y para sus camaradas, aunque éstos ignorasen lo umrrido Verdaderamente, ya antes había querido dejar una vez el servicio, hacía ya mucho tiempo, mucho antes del agravio, y por una razón totalmente distinta; pero hasta entonces anduvo vacilando. Por raro que parezca, SL principal pretexto o, mejor dicho, su ocasión para pedir el retiro..., fue l manifiesto del 10 de febrero, referente a la emancipación de los campesinos, Artemii Pávlovich, el propietario más opulento de nuestro gobierno que no había de perder tanto con el manifiesto y que, además, era capaa de convencerse él mismo del humanitarismo de la medida y hasta de las ventajas económicas de la reforma, de pronto hubo de sentirse, con la publicación del manifiesto, personalmente ofendido. Era aquello algo inconsciente, por el estilo de un sentimiento, pero tanto más fuerte cuanto más inconsciente Hasta la muerte de su padre no se decidió, sin embargo, a emprender nada definitivo; en Petersburgo se hizo conocer, por el “noble” giro de sus pensamientos; entre muchas personalidades notables, con las que sostenía cordiales relaciones. Era hombre metido

en sí, reservado. Otro rasgo suyo: pertenecía a esa casta de nobles, cada día más contados, pero que aún subsisten en Rusia, que aprecian extraordinariamente la ranciedad y pureza de su sangre noble y, con harta seriedad, preocúpanse de ellas. Además de esto, no podía sufrir la historia rusa, y, en general, todas las costumbres rusas considerábalas otras tantas cochinadas. Ya en la infancia, en aquella escuela militar especial para los alumnos más distinguidos y ricos, entre los cuales tuvo el honor de empezar y rematar su educación, arraigaron en él algunas ideas románticas; gustábanle los castillos, la vida medieval, toda su parte de ópera, la caballería; casi lloraba entonces de vergüenza al pensar que en los tiempos del Imperio moscovita podía el zar castigar corporalmente al boyar ruso, y se ponía rojo al comparar. Aquel hombre rígido, sumamente severo, que conocía notablemente bien su servicio y cumplía con todos sus deberes, en el fondo de su alma era un soñador. Aseguraban que sabía hablar en las asambleas y que tenía el don de la palabra; pero, no obstante, en todos sus treinta y tres años no dijo “esta boca es mía”. Incluso en aquel grave medio petersburgués en que alternara en los últimos tiempos condúj ose con altivez extraordinaria. El encuentro en Petersburgo con Nikolai Vsevolódovich, que acababa de regresar del extranjero, estuvo a punto de hacerle perder el juicio. En el presente momento, colocado en su sitio, adolecía de una inquietud terrible. Parecíale como si aún no estuviera arreglado el asunto, y la menor demora lo exasperaba. Una expresión morbosa asomó a su rostro cuando Kirillov, en vez de dar la señal del combate, salió diciendo de pronto, claro que por pura fórmula, según explicó a todos: —Sólo lo digo por fórmula; ahora que ya tienen ustedes las pistolas en las manos y sólo falta dar la señal, ¿no querrían, por última vez, reconciliarse? Esta es obligación del padrino. Como con toda intención, Mavrikii Nikoláyevich, que había guardado hasta entonces silencio, pero que desde la víspera sufría por su condescendencia y docilidad, acogió de pronto al vuelo la idea de Kirillov, y dijo también: —Estoy enteramente de acuerdo con las palabras del señor Kirillov... La idea de que no es posible reconciliarse en el terreno.., es un prejuicio, que está bien para los franceses... Además, que yo no comprendo el insulto, digan ustedes lo que quieran —hace tiempo que quería decirlo—, toda vez que se han ofrecido excusas, ¿no es así? Se puso todo colorado. Rara vez le acontecía hablar tanto y con tanta emoción. —Vuelvo a suscribir mi ofrecimiento de presentar todas las excusas posibles —declaró Nikolai Vsevolódovich con extraordinaria solicitud. —Pero ¿es posible tal cosa? —exclamó Gagánov con vehemencia, encarándose con Mavrikii Nikoláyevich y pateando el suelo de puro furioso—. Explíquele usted a ese hombre, si es usted mi padrino y no mi enemigo, Mavrikii Nikoláyevich —señaló con la pistola en dirección de Nikolai Vsevolódovich—, que semejante proceder sólo conduce a agravar la ofensa. No encuentra posibilidad de que yo le ofenda... No considera una vergüenza retirarse y dejarme en el terreno. ¿Por quién me toma, después de eso, delante de ustedes?... 6Y es usted mi padrino? Usted no hace más que poner-

me nervioso para que no atine —volvió a patear el suelo; le salía espuma de la boca. —Se acabaron las negociaciones! ¡Ruego atención a la señal! —gritó Kirillov con todas sus fuerzas—. ¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!... A la palabra “tres”, los adversarios adelantáronse el uno hacia el otro. Gagánov inmediatamente alzó la pistola, y a los cinco o seis pasos disparó. Un segundo se detuvo, y después de cerciorarse de que había fallado el tiro, volvióse rápidamente a su puesto. Adelantóse también Nikolai Vsevolódovich y alzó la pistola; pero disparó muy alto y casi sin apuntar. Luego sacó un pañuelo y se lo lió al dedo meñique. Entonces fue cuando advirtieron que Artemii Pávlovich no había errado enteramente el blanco, sino que su bala habíale rozado el dedo al adversario, tocando las partes blandas, sin llegar al hueso, reduciéndose todo a un rasguño insignificante. Kirillov en el acto anunció que el duelo, si no se daban por satisfechos los contendientes, continuaría. —Yo digo —gritó Gagánov (tenía la garganta seca) encarándose de nuevo con Mavrikii Nikoláyevich— que ese hombre —señaló otra vez hacia Stavroguin-— ha disparado al aire.., intencionadamente... ¡Ese es otro agravio! ¡Quiere hacer imposible el duelo! —Yo tengo derecho a disparar como quiera, con tal que lo haga según las reglas —afirmó Nikolai Vsevolódovich con entereza. no lo tiene! ¡Explíquenselo, explíquenselo! —gritó Gagánov. —Yo estoy perfectamente de acuerdo con la opinión de Nikolai Vsevolódovich —declaró Kirillov. —,Por qué me gasta esos miramientos? —clamó Gagánov, hecho un demonio, sin escuchar—. Yo desprecio sus miramientos... Yo le escupo... Yo... —Le doy mi palabra de que no he querido en modo alguno ofenderle —declaró Nikolai Vsevolódovich con impaciencia—. He disparado alto porque no quiero matar a nadie, ni a usted ni a ningún otro; no se trata de usted personalmente. En verdad, no me considero ofensor, y lamento que usted lo haya tomado a mal. Pero no le consiento a nadie inmiscuirse en mi derecho. —Si es que tanto le teme a la sangre, pregúntenle por qué me ha desafiado —gritó Gagánov, dirigiéndose siempre a Mavrikii Nikoláyevich.

—tCómo no había de desafiarlo a usted? —intervino Kirillov—, Usted no quería avenirse a razones; ¿cómo desembarazarse de usted? —Observaré tan sólo una cosa —profirió Mavrikii Nikoláyevich, que, haciendo un esfuerzo y con dolor, seguía el asunto—, Si el adversario, de antemano, asegura que disparará al aire, no puede, naturalmente, continuar el duelo.,, por razones de delicadeza y... que están claras. —Yo no he dicho en modo alguno que vaya a disparar siempre al aire! —exclamó Stavroguin, que había perdido ya toda la paciencia—. Usted no sabe lo que yo traigo en el pensamiento, y como voy a disparar otra vez ahora mismo..., ni por lo más remoto hago imposible el duelo. —Si es así, puede continuar el desafio —dijo Mavrikii Nikoláyevich dirigiéndose a Gagánov. —Señores, ocupen sus respectivos puestos —ordenó Kirillov. Vuelta a disparar, vuelta a fallarle el tiro a Gagánov y vuelta a tirar aF aire Stavroguin. Acerca de estos disparos al aire habría mucho que hablar. Nikolai Vsevolódovich podía afirmar francamente que él disparaba como era debido, si no hubiese convenido en lo intencionado del fallo. Apuntaba con la pistola, no directamente al cielo o a un árbol, sino que afectaba apuntarle a su adversario, aunque. por lo demás, disparaba una arschina por encima de su sombrero. Aquella segunda vez incluso apuntó más bajo, todavía más verosímilmente; pero ya a Gagánov era imposible disuadirlo. —Otra vez! —gruñó, rechinando los dientes—. ¡Es igual! Yo he sido provocado en desafio y hago uso de mi derecho. Voy a tirar por tercera vez..., pase lo que pase. —Está usted en todo su derecho —asintió Kirillov. Mavrikii Nikoláyevich nada dijo. Colocaron por tercera vez a los contendientes en sus respectivos sitios, dieron la voz de mando; aquella vez Gagánov adelantóse hasta el mismo límite, y desde allí, a doce pasos, apuntó. Las manos le temblaban demasiado para que hiciese blanco. Stavroguin, con la pistola baja e inmóvil, aguardaba a su vez. —Demasiado rato, demasiado rato está usted apuntando —gritóle Kirillov con vehemencia—. ¡Dispare, dispare! Pero sonó el tiro, y aquella vez el blanco sombrero de fieltro voló de la cabeza de Nikolai Vsevolódovich. El disparo había sido bastante certero; el casco del sombrero resultó traspasado bastante abajo; un cuarto de viorchka más abajo, y todo habría concluido. Kirillov cogió el sombrero y se lo devolvió a Nikolai Vsevolódovich. —Tire, no haga esperar a su adversario! —exclamó Mavrikii Nikoláyevich con extraordinaria emoción al ver que Stavroguin, cual si se olvidase de disparar, se entretenía en examinar con Kirillov el sombrero. Stavroguin se estremeció, miró a Gagánov, dio media vuelta, y aquella vez, prescindiendo de toda delicadeza, disparó a un lado, al bosque. El duelo había terminado. Gagánov estaba como agobiado. Mavrikii Nikoláyevich se le acercó y le dijo algo; pero aquél pareció no entenderle. Kirillov, al retirarse, se quitó el sombrero y le hizo un saludo con la cabeza a Mavrikii Nikoláyevich; pero Stavroguin dejó de lado su anterior cortesía. Después de disparar al bosque, ni siquiera se volvió a su puesto, sino que entregó su pistola a Kirillov y a toda prisa dirigióse adonde estaban los caballos. Su cara expresaba ira. Callaba. Callaba también Kirillov. Montaron en los caballos y se alejaron al galope. III —Por qué va usted tan taciturno? —preguntóle, impaciente, a Kirillov cuando ya estaban cerca de la casa. —tQué es lo que quiere usted? —contestóle aquél, casi cayéndose del caballo, que se le encabritaba.

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Stavroguin se reprimió. —Yo no quise ofender a ese... necio y he vuelto a ofenderle —dijo, en voz queda. —Sí, ha vuelto usted a ofenderle —asintió Kirillov—; y, además, no tiene nada de necio. —Yo hice, sin embargo, cuanto pude... —No.

—cQué hubiera debido hacer? —No desafiarlo. —(,Soportar otro bofetón? —Sí, soportar otro bofetón. —Empiezo a no entender nada —declaró Stavroguin con rabia—. ¿Por qué todos esperan de mí algo que de los demás no esperan? ¿Por qué yo he de aguantar lo que nadie aguanta y cargar con pesos que nadie carga? —Yo pensaba que usted mismo buscaba esos pesos. —,Que yo buscaba esos pesos? —Sí. —Usted... ¿usted lo ha notado? —Sí. —,Tanto se nota? —Sí. Guardaron silencio por un minuto. Stavroguin mostraba aspecto de gran preocupación; estaba casi desconcertado. —No disparé porque no quería matar, y nada más, se lo aseguro a usted —dijo, aprisa e inquieto, como justificándose. —No había necesidad de ofender. —tPues qué había que hacer entonces? —Había que matar. —tLamenta usted que no lo haya matado? —Yo no lamento nada. Creía que usted quería matarlo de verdad. No sabe usted lo que busca. —Busco cargas... —dijo Stavroguin, riendo. —Si no quería usted verter sangre, ¿por qué se expuso a que él lo matara?... —Si yo no lo hubiese desafiado, me habría matado él sin desafio. —Eso no es cosa suya. Es posible que no lo hubiese matado. —Golpeado solamente? —Eso no es cosa suya. Lleve la carga. De lo contrario, no hay mérito alguno. —Al diablo con el mérito; no trato de ganarle con él a nadie. —Yo creía que usted lo buscaba —terminó Kirillov con terrible sangre fría. Habían llegado a la puerta de la casa. —,Quiere usted pasar? —propuso Nikolai Vsevolódovich. —No; voy a casa. ¡Adiós! Apeóse del caballo y metióse bajo el brazo el estuche de las pistolas. —Por lo menos, supongo que no estará enfadado conmigo. Y Stavroguin le tendió la mano. —En modo alguno! —repuso Kirillov, volviéndose para estrecharle la mano—. Si a mí se me hace la carga ligera, es por razón de la naturaleza, y es posible también que a usted se le haga pesada por la misma razón. No hay que avergonzarse mucho de eso, sino sólo, un poquito. —Sé que soy un carácter insignificante, pero no presumo de fuerte. —Ni presuma; usted no es hombre fuerte. Vaya a tomar el té. Nikolai Vsevolódovich entró en su casa muy agitado. Iv Inmediatamente supo por Aléksieyi Yegórovich que Varvara Petrovna, muy contenta con la salida de Nikolai Vsevolódovich —la primera después de ocho días de enfermedad— a dar un paseo a caballo, había mandado enganchar el coche e ido sola, “como otras veces, a respirar el aire puro, porque en aquellos ocho días casi había olvidado lo que era eso de respirar un aire puro”. —cLa acompañaba Daria Pávlovna? —Nikolai Vsevolódovich atajóle al viejo con rápida pregunta. Y frunció grandemente el ceño al oír que Daria Pávlovna “se había negado por motivos de salud a acompañarla, y se encontraba a la sazón en sus habitaciones”. —Oye, viejo —dijo, cual si de pronto se decidiese—, no la pierdas hoy de vista en todo el día, y si notas que ella viene a mis habitaciones, deténla y dile que por unos días, cuando menos, no podré recibirla... Que así se lo ruego yo mismo... Que, llegado el momento, yo mismo la llamaré... ¿Has oído? —Se lo diré —asintió Aléksieyi Yegórovich con tristeza en la voz y bajando la vista. —Pero no antes de cerciorarte bien de que ella se dirige a mis habitaciones.

—Pierda usted cuidado, que no habrá error. Por mi mediación, hasta ahora, se celebraron las entrevistas; siempre se contó conmigo. —Lo sé. Pero no antes que la veas venir. Tráeme, si quieres, el té en seguida. No había hecho el viejo más que retirarse, cuando en el mismo momento abrióse aquella misma puerta y dejóse ver en el umbral Daria Pávlovna. Mostraba serenidad en la mirada; pero tenía la cara pálida. —De dónde sales? —exclamó Stavroguin. —Estaba ahí mismo aguardando a que él se fuera para entrar yo. He oído lo que usted le ha dicho, y, al irse él, me escondí tras de la puerta a la derecha, y no me vio. —Hace tiempo que quería romper con usted, Dascha...; mientras..., aún es hora. No pude recibirla a usted anoche, a pesar de su esquela. Yo iba LOS DEMONIOS 227

también a escribirle a usted, pero no sé escribir —añadió con pena, casi con amargura. —También yo pensaba que era menester concluir. Varvara Petrovna sospecha demasiado de nuestras relaciones. —Bueno; que sospeche. —No es menester inquietarla. ¿De modo que ahora ya hemos terminado? —Usted sigue aguardando siempre el término? —Sí, estoy convencida. —En el mundo nada termina. —Para esto habrá un término. Entonces me llamará usted y vendré. Ahora, adiós. —Y ¿cuál ha de ser ese término? —dijo, sonriendo, Nikolai Vsevoiódovich. —,Usted no está herido..., ni ha derramado sangre? —inquirió ella, sin contestar a la pregunta referente al término. —Ha sido una cosa estúpida; no he matado a nadie, no se apure. Por lo demás, hoy mismo se enterará de todo por la gente. Estoy un poco indispuesto. —Me voy. ¿No va a ser hoy la publicación de la boda? —añadió con impaciencia. —Hoy, no; ni mañana, pasado mañana, no sé; puede que nos hayamos muerto todos, y mejor que mejor. Déjeme, déjeme, por fin. —,No perderá usted a la otra.., a la loca? —A las locas no las pierdo, ni a ésa ni a otra; pero a las discretas, por lo visto, sí las pierdo. Soy tan ruin y brutal, Dascha, que probablemente habré de llamarla a usted, en efecto, “al fin de los fines”, como usted dice; y usted, a despecho de todo su juicio, acudirá. ¿Por qué se pierde usted a sí misma? —Sé que, al fin de los fines, me quedaré sola con usted, y... eso aguardo. —j,Y si, al fin de los fines, no la llamara a usted y le huyera? —Eso no es posible; usted me llamará. —En eso hay mucho de desprecio hacia mí. —Usted sabe que no es sólo desprecio. —Pero eso quiere decir que también lo hay. —Yo no me he expresado así. Dios es testigo de que yo deseo con todas mis veras que usted nunca necesite de mí... —Una frase es digna de la otra. Yo también querría no perderla a usted. —Nunca, por nada, puede usted perderme, y usted lo sabe mejor que nadie —dijo Daria Pávlovna rápidamente y con entereza—. Si no me quedo con usted, me meteré a hermana de la Caridad, asistiré enfermos o me haré vendedora de libros; iré por ahí ofreciendo el Evangelio. Estoy resuelta. No puedo ser la mujer de nadie; no puedo vivir tampoco en casas como ésta. No lo quiero... Usted lo sabe... —No. Yo nunca he podido saber qué es lo que usted quiere. Me parece que le inspiro interés, como lo inspiran unos enfermos más que otros a quienes los cuidan, sin motivo alguno, o, mejor todavía, como esas viejecitas devotas que acuden a los entierros y prefieren unos difuntos a otros. ¿Por qué me mira usted de ese modo tan raro? —,Está usted muy enfermo? —inquirió ella, con interés, mirándolo de un modo especial—. ¡Dios! ¡Y este hombre quiere prescindir de mí! —Oiga usted, Dascha: yo ahora veo por todas partes fantasmas. Un diablejo me propuso anoche en el puente asesinar a Lebíadkin y a Maria Timoféyevna, para deshacer nuestro matrimonio y sin dejar rastro. Me pidió por anticipado tres rublos; pero me dio a entender con toda claridad que toda la operación no valdría menos de mil quinientos. ¡Vaya un diablejo sabiendo de cuentas! ¡Un tenedor de libros! ¡Ja, ja!.t° —Pero ¿está usted seguro de que ése era un fantasma? —Oh, no; ni por lo más remoto lo era! Era, sencillamente, Fedka, el presidiario, un bandido fugado del presidio. Pero no se trata de eso. ¿Qué cree usted que hice yo? Pues le di todo el dinero que llevaba en el portamonedas, y ahora está convencido de que le he entregado el anticipo. —tSe lo encontró usted anoche y le hizo esa proposición? Pero ¿es que no ve usted que tratan de envolverlo en sus redes? —1Bah! Que así sea. Pero, mire usted: está usted deseando hacerme una pregunta; en sus ojos lo veo —afiadió con una sonrisa maligna e irritada.

Dascha se intimidó. —No hay pregunta alguna ni hay duda ninguna tampoco; más vale que calle —exclamó, inquieta, como ahuyentando con gestos la pregunta. —Conque está usted segura de que no cerraré citrato con Fedka? —Oh Dios! —exclamó ella, juntando las manos—. ¿Por qué me atormenta así? —Bueno; perdóneme esta estúpida broma; se me pegan de ellos los malos modales. Mire usted: desde anoche tengo unas ganas enormes de reírme, sin parar, mucho, pero mucho rato. Parece como que estoy atiborrado de risa... ¡Chist! Mi madre ha llegado; lo sé en el ruido que hace el coche al detenerse ante la escalinata. Dascha le cogió la mano. —Que Dios le libre a usted de su demonio, y... llámeme, llámeme cuanto antes! —Oh, qué demonio mío es ése! Era, sencillamente, un diablillo menudo, repugnante, escrofuloso. Pero ¿acaso no se atreve usted, Dascha, a decir algo? Lo miró con dolor y reproche, y se dirigió a la puerta. —Oiga usted —gritóle él con una sonrisa maligna, crispada—. Si..., bueno; allí, en una palabra: “si ¿Comprende usted? Vamos, si cerrase el trato y luego la llamase a usted..., ¿vendría usted, a pesar de ello? O Buchhalter en el texto.

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Salió sin volverse y sin contestar, tapándose la cara con las manos. —Vendrá aún después del trato! —murmuró él, luego de recapacitar i y un asqueado desprecio expresó su semblante—. ¡Una enfermera!.. ¡Hum!... Por lo demás, puede, puede que también me haga falta.

1CAPÍTULO IV

TODOS A LA EXPECTATIVA La impresión producida en toda nuestra buena sociedad por la historia, rápi. damente difundida, del desafio, fue especialmente notable por la unanimi dad con que todos se apresuraron a ponerse incondicionalmente de parte d Nikolai Vsevolódovich. Muchos de sus antiguos enemigos se declararon amigos suyos. La causa principal de tan inesperado cambio en la opini6 pública fueron unas cuantas palabras proferidas con extraordinaria oportuni4 dad en voz alta por una persona que hasta entonces no se había manifestada y que, de pronto, daba al suceso una significación que interesaba mucho la inmensa mayoría. Ocurrió esto así: como al otro día mismo del suces celebrase su santo la señora del presidente de la nobleza de nuestro gobier. no, reunióse en su casa toda la ciudad. Asistió, o, mejor dicho, descoll6. también Julia Mijaílovna, que iba en compañía de Lizaveta Nikoláyevna, radiante de hermosura y especialmente alegre, lo que a muchas señoras an tojósele al punto particularmente sospechoso. A propósito de esto, de su noviazgo con Mavrikii Nikoláyevich, no podía haber ya duda alguna. Pero a la donosa pregunta de un general retirado, pero personalmente importante del que luego hablaremos, Lizaveta Nikoláyevna respondió con toda claridad aquella noche que tenía novio. Pero ¿qué pasaba? Ninguna de nuestras señoras quería creer en tal noviazgo. Todas se obstinaban en imaginar algu na novela, algún fatídico secreto de familia, consumado en Suiza y con la inevitable participación de lulia Mijaílovna. Es dificil explicar por qué tan tenazmente se mantenían tales rumores, o, mejor dicho, desvaríos, y por qué, infaliblemente, había de andar mezclada en ellos Julia Mijaílovna. No hizo más que entrar, cuando todos volvieron hacia ella unos ojos raros, henchidos de expectación. Es preciso observar que por el reciente suceso y por ciertas circunstancias de él derivadas, aquella noche hablaban de él todavía con cierta cautela, no en voz alta. Además, nadie sabía aún nada de las

dis-; posiciones de la autoridad. Ninguno de los dos duelistas, que se supiera, ha- j bía sido molestado. Todos sabían que Artemii Pávlovich aquella mañana, temprano, se había marchado a sus tierras de Dújovo, sin haber sufrido ningún contratiempo. Y, sin embargo, todos, naturalmente, estaban ansiosos esperando que alguno iniciara primero la conversación, abriendo así la puerta a la impaciencia unánime. Para ello contaban con el antes mencionado general, y no se equivocaron. El tal general, uno de los más distinguidos miembros de nuestro club, terrateniente, no muy rico, pero con un modo de pensar originalísimo, galanteador, al modo antiguo, de las damas, gustaba mucho, entre otras cosas, de hablar alto en las grandes reuniones, con el peso de su generalato, precisamente de aquello de que todo el mundo hablaba aún con circunspecto murmullo. En eso consistía su papel especial, por decirlo así, en nuestra sociedad. Además, recalcaba de un modo particular y pronunciaba suavemente las palabras, probablemente por haber notado esa costumbre en los rusos que han estado en el extranjero o en aquellos ricos burgueses rusos de antaño que se arruinaron en la reforma agraria. Stepán Trofimovich también había observado en cierta ocasión que cuanto más se arruinaba un burgués tanto más suavemente pronunciaba y alargaba las palabras. El también, por lo demás, las suavizaba y las alargaba, pero sin advertirlo. El general hablaba como un hombre conocedor. Aparte de que parecía tener cierto parentesco remoto con Artemii Pávlovich, con el que no sólo estaba reñido, sino que tenía un pleito. También él una vez había tenido dos duelos, y hasta por uno de ellos lo mandaron al Cáucaso como soldado raso. Alguien habló también de Varvara Petrovna, que llevaba ya dos días saliendo otra vez, “después de su enfermedad”, y no especialmente de ella, sino del magnífico tronco de caballos grises que tiraba de su coche, procedentes de su yeguada de Stavroguin. El general dijo de pronto que se había encontrado aquel día al “joven Stavroguin” a caballo... Todos callaron en seguida. El general se relamió los labios, y de pronto dijo, revolviendo entre sus dedos una tabaquera de oro, regalo del zar: —Lamento no haberme encontrado aquí hace unos años... Estaba en Karlsbad... ¡Hum! A mí me interesa mucho ese joven, a propósito del cual corrían entonces por aquí tantos rumores. ¡Hum! Pero ¿es verdad que está loco? Por entonces lo decían. De pronto oigo decir que lo ha ofendido aquí cierto estudiante, en presencia de sus primas, y que él fue y se escondió debajo de la mesa; y ayer va y me dice Stepán Vistskii que Stavroguin se ha batido con Gagánov. Y sólo con el galante objeto de exponer su frente a los tiros de un hombre enloquecido y quitárselo de encima. Hum! Esto suena a cosa de los guardias imperiales de hace veinte años. ¿Se trata aquí con alguien? El general calló, como aguardando respuesta. Abierta quedaba ya la puerta a la impaciencia general. —Pues es muy sencillo —vibró, de pronto, la voz de lulia Mijaílovna, irntada, al ver que todos, como obedeciendo una orden, habían fijado en ella de pronto la mirada—. ¿Acaso puede causar asombro el que Stavroguin se bata con Gagánov y no conteste a la agresión del estudiante? ¡No va a provocar a desafio a un hombre que ha sido su siervo! Palabra significativa. Idea tan sencilla y clara a nadie, sin embargo, se le había ocurrido hasta entonces. Palabra que tuvo extraordinarias conse 230 FFDOR Si. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 231

cuencias. Todo lo escandaloso y chismoso, todo lo menudo y anecdótico pasó, de golpe, a último término. Surgió otro sentido. Apareció un persona je nuevo, acerca del cual estaban todos equivocados: un personaje casi dotado de una severidad ideal de pensamiento. Ofendido mortalmente por un estudiante, es decir, por un hombre culto y redimido de la servidumbre, despreciaba el agravio por el ofensor..., había sido un siervo. En sociedad rumores y chismes; la sociedad aturdida, mira con menosprecio al hombre que se ha dejado pegar en la cara; pero él desdeña la opinión de la sociedad, que no se eleva a la altura de los verdaderos principios, aunque de ellos hable. —Y, sin embargo, usted y yo, Iván Aieksándrovich, nos estamos aquí hablando de principios morales — hízole observar un viejecito del club a otro con noble ímpetu de autocrítica. —Eso es, Piotr Mijaílovich; eso es —con fruición asintió el otro—. Y todavía se habla de la juventud. —Aquí no se trata de la juventud, Iván Aleksándrovich —saltó un tercero—. Aquí no se trata de la juventud:

aquí se trata de un astro y no de u joven cualquiera; así es como hay que entenderlo. —Pues eso es lo que necesitamos. Estamos faltos de hombres. Allí lo principal consistía en que el “hombre nuevo” resultaba, además, “de indiscutible nobleza”, era un terrateniente riquísimo del gobiern y, por consiguiente, no podía menos de considerársele como un sostén y un factor importante. Por lo demás, ya hablé antes de la mentalidad de nues tros propietarios rurales. Hubo otras salidas: —No se limitó a no desafiar al estudiante, sino que fue y se echó la manos a la espalda; fijese usted en esto, Excelencia —insistió uno. —Y no lo llevó a los nuevos Tribunales —agregó otro. —A pesar de que el nuevo Tribunal lo hubiese condenado, por ofens “personal” a un noble, a quince rublos de multa. —No; ya le diré yo a usted el secreto de los nuevos Tribunales —ex clamó un tercero, fuera de sí—. Si un individuo roba o comete cualquie otra fechoría por el estilo y lo cogen con las manos en la masa, que se vay corriendo a su casa, si aún es tiempo, y mate a su madre. En un momen se lo disculparán todo, y las señoras, en los estrados, agitarán sus pañuelo de batista. Esta es la pura verdad. —La verdad, la verdad! No podrían prescindir de las anécdotas. Recordaron la amistad de Ni kolai Vsevolódovich con el conde K***. Las severas singulares ideas de conde K*** tocante a las últimas reformas, eran conocidas. Notoria cm también su rara actividad, algo reprimida en los últimos tiempos. Y he aqu que de pronto se les hizo a todos indudable que Nikolai Vsevolódovich es taba en relaciones con una de las hijas del conde K***, aunque nadie ada cía el fundamento de tal rumor. Tocante a aventuras extrañas en Suiza di Lizaveta Nikoláyevna, dejaron de hacer mención de ellas. Recordemos este propósito que las Drózdoves por este tiempo habían tenido ya ocasión de hacer todas las visitas que hasta entonces aplazaran. Lizaveta Nikoláyevna les parecía ya a todos la más vulgar de las señoritas “ue coquetean” con sus nervios. Su desmayo el día de la llegada de Nikolai Vsevolódovjch explicábase ahora, sencillamente, por el susto que le inspiró la grosera conducta del estudiante. Hasta exageraban el prosaísmo de aquello mismo que antes se esforzaban por pintar con colores fantásticos, y de cierta cojita se habían olvidado por completo; hasta se avergonzaban de acordarse. Aunque hubiera de por medio cien cojas..., ¡quién no ha sido joven! Hicieron resaltar el respeto con que Nikolai Vsevolódovich trataba a su madre, atribuyéndole diversas virtudes; hablaron con unción de su cultura, adquirida en aquellos cuatro años en la Universidad tudesca. El proceder de Artemii Pávlovich fue calificado terminantemente de antipolítico, En cambio, a Julia Mij aílovna reconociéron le definitivamente una gran perspicacia De este modo, cuando, finalmente, se presentó el propio Níkolai Vsevolódovich, todos lo acogieron con la seriedad más ingenua; en todos los ojos, vueltos hacia él, leíase la más impaciente expectación Nikolai Vsevolódovich encerróse inmediatamente en el más severo mutismo, con lo que, naturalmente, dio a todos más gusto que si se hubiese metido en largas explicaciones. En una palabra: todo le salía bien, estaba de moda. En la sociedad del gobierno, quien una vez se presenta, ya no puede esconderse nunca. Nikolai Vsevolódovich volvió, como antes, a cumplir exactamente con todas las reglas. No lo encontraban alegre. “Hombre que ha sufrido, hombre que no es como los demás, tiene también preocupaciones.” Hasta su orgullo y aquella huraña indolencia que tantos enemigos le había granjeado, cuatro años antes, ahora le valían simpatías y respetos. La que más triunfal estaba era Varvara Petrovna. No puedo decir si se dolería mucho de sus malogradas expectativas tocantes a Lizaveta Nikoláyevna. Aquí le sirvió, sin duda, también el orgullo de la familia. Y algo extraño: Varvara Petrovna creyóse de pronto muy de veras que Nico/as, efectivamente, “había elegido” entre las hijas del conde K***; pero o más raro de todo es que diera crédito a rumores que habían llegado a sus oídos, como a los de todos, llevados por el viento. No se atrevía a intenogar directamente a Nikolai Vsevolódovich. Dos o tres veces, sin embargo, no pudo contenerse, y, jovialmente, hubo de reprocharle el que fuera tan poco franco con ella Nikolai Vsevolódovich se sonrió y continuó callando. Aquel silencio fue interpretado como señal de aquiescencia. Pero, no obstante, a pesar de todo esto, no se olvidaba ella de la cojita. Su recuerdo pesaba sobre su corazón como una piedra, como una pesadilla; la torturaba con extrañas apariciones y fantasmas, y todo ello al mismo tiempo que acariciaba aquellos sueños respecto a la hija del conde K***. Pero de esto hablaremos después. Naturalmente, en la buena sociedad volvieron a conducirse con Varvara Petrovna con extraordinario y solícito respeto; pero ella se aprovechaba poco de él y se dejaba ver contadas veces, 232 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 233

Hizo, sin embargo, una visita solemne a la gobernadora. Ni qué decir tiene que nadie quedó más halagada y satisfecha que ella con las referidas y significativas palabras de Julia Mijaílovna en la velada de la

Presidencia. Quitáronle mucho pesar de su corazón, y de un golpe desvanecieron mucho de lo que le había estado atormentando desde aquel nefasto domingo. No comprendía a esa mujer. Y, francamente, con su efusividad característica, díjole a Julia Mijaílovna que había ido a “darle las gracias”. Julia Mijaílov. na se sintió muy halagada; pero se mantuvo a la expectativa. Por aquel tiempo empezaba a darse cuenta de su importancia, acaso en demasía. Vino a decir, por ejemplo, en el curso de la conversación, que nunca había oído hablar de la actuación y la cultura de Stepán Trofimovich. —Yo, desde luego, recibo y distingo al joven Verjovenskii. Es muy atolondrado; pero es todavía muy joven; por lo demás, de sólida cultura; pero no en modo alguno un crítico retirado. Varvara Petrovna apresuróse a hacer constar que Stepán Trofimovich nunca había actuado de crítico, sino que, por el contrario, toda su vida ha-; bía vivido en su casa. Se dio a conocer por circunstancias “demasiado conocidas de todo el mundo”, al principio de su carrera, y en los últimosi tiempos con sus trabajos relativos a la historia de España. Ahora querría escribir sobre las actuales universidades germánicas y también no sabría qu acerca de la Madona de Dresde. En una palabra: Varvara Pctrovna no que ría rebajar a Stepán Trofimovich a los ojos de lulia Mijaílovna. —,De la Madona de Dresde? ¿No será de la Sixtina? Chére Varvaral Petrovna, yo he pasado dos horas delante de ese cuadro, y salí de allí encantada. No comprendía nada, y me hallaba en un estado de suma admiración, Karmazínov dice también que es dificil comprenderla. Ahora nadie entiende nada: ni los rusos ni los ingleses. Toda esa fama le viene de los antiguos. j —,Eso quiere decir que ahora priva una nueva moda? —Yo creo que no se debe desatender tampoco a nuestra juventud. Gritan de ellos que son comunistas, y, a juicio mío, es menester protegerlos y apreciarlos. Yo lo leo ahora todo (todos los periódicos, organización de co munas, ciencias naturales), todo lo recibo y lo leo, porque es preciso, a fiR de cuentas, saber dónde vives y con quién tratas. No es posible pasarse la vida entera en las alturas de la fantasía. Yo me he trazado e impuesto la; norma de mimar a nuestra juventud y mantenerla así al filo del abismos Créame usted, Varvara Petrovna, que sólo nosotras, la buena sociedad, con nuestra benéfica influencia y nuestro afecto, podemos detenerlos al filo delS precipicio, al que los impele la rabia que les da de todas estas viejucas. Por1 lo demás, celebro también haber sabido por usted de Stepán Trofimovich. Usted me ha sugerido una idea: puede sernos útil en nuestra fiesta literaria. Yo, ya lo sabe usted, organizo una jornada festiva, por suscripción, a bene ficio de las institutrices pobres de nuestro gobierno. Están diseminadas pot toda Rusia; se cuentan hasta seis de nuestra región; además, hay dos tele grafistas, dos que toman lecciones en una Facultad, y las demás quisierafl

1 estudiar también, pero carecen de medios. La suerte de la nujer rusa es horrible, Varvara Petrovna. De esto hacen ahora una cuestió universitaria, y hasta el Consejo de Estado e ha ocupado en ello en una de sus sesiones. En nuestra extraña Rusia se puede hacer todo. Y luego, ccn sólo cariños y vivO interés inmediato de toda la sociedad podríamos endereZar esta gran empresa común por el camino verdadero, ¡Oh Dios, cuántis personalidades mundanas no tenemos nosotns! Sin duda, las tenemos, sób que andan desperdigadas. Unámonos y selemos más fuertes. En resurridas cuentas: yo empezaré por celebrar una m2tinée literaria, seguida de un ligero almuerzo; después habrá un descanso, y aquella misma noche, un bale. Hubiera querido empezar la velada por lcs cuadros Vivos; pero, según parece, ocasionarían muchos gastos, y, ademas, para el público, habrá una o dos quadrilles con antifaces y disfraces característicos, representando comcidas tendencias literarias. Esta donosa idea s le ha ocu1rido a Karmazíno, el cual me ayuda mucho. ¿Sabe usted que a a leernos su última obra, algo todavía inédito? Piensa dejar la pluma y no escribir más. Su último trabajo será su despedida del público. Es una csa lindísima que se titula Aterci. El título es francés; pero él encuentra es:o más divertido y hasta más exacto. Yo también soy de esa opinión. Pienso que Stepán Trofimovich podría leer también algo breve, y... no tan científico. Según parece, Fiotr Stepánovich y algún otro van a leernos cosas. Piotr Stepánovich iráa verla a usted y le llevará el programa, o, mejor dicho, permítame usted amí misma llevárselo. —Y permítame también a mí suscribirme a su lista. ‘ransmitiré su deseo a Stepán Trofimovich, y o misma iré a requerirlo. Varvara Petrovna volvio a casa definitivamente emantada. Sentíase dispuesta a defender como ur héroe a Julia Mijaílovna, y, sin saber por qué, estaba muy enfadada con Stepán Trofimovich el cual, el pobre, sin saber lo más mínimo, estaba muy quietecito en su casa.

—Estoy prendada de ella, y no comprendo cómo he ,odido equivocarme respecto a esta mujer —íjoles a Nikolai Vsevolódoich y a Piotr StePánovich, que fue aquella noche a visitarla. —Pero es el caso que va usted a tener que hacer las paces con el viejo —observó Piotr Stepánovich—. Está desesperado. Lo a relegado usted completamente a la cocina. Xyer se encontró al paso ccn el coche de usted, hizo un saludo y usted volvió la cabeza a otro lado. Mwe usted: es preciso sacarlo fuera; yo tengo mi plan respecto a él, y puede sernos útil todavía. —Oh, él leerá! —No se trata sólo de eio. Yo también quería ir hoy a verlo. ¿Se lo digo? —Como usted quiera. No sé, después de todo, cóno se las arreglará Usted —continuó ella con prplejidad—.. Yo tenía intenzión de tener una explicación con él, y pensaba haberle señalado día y sitb —y frunció mucho el ceño. 234 FEDOR M. DOSTOIEVSK1

digo. —Bah! No vale la pena de señalar día. Yo voy, sencillamente, y se lo —Bueno; dígaselo. Pero añada usted que yo, irremisiblemente, le he de señalar día. No olvide usted decírselo. Piotr Stepánovich fuese sonriendo. En general, según recuerdo yo, estaba por aquel tiempo especialmente malhumorado y hasta se permitía violen- tos desfogues de impaciencia con casi todo el mundo. Es raro que todos se lo perdonasen. En general, prevalecía la opinión de que había que mirarloj de un modo especial Observare que con extraordinario disgusto habia sabido del duelo de Nikolai Vsevolódovich. Cogióle desprevenido; hasta se. puso verde cuando se lo contaron. En eso es posible que sufriera su amor propio; no se enteró del lance sino al día siguiente, cuando ya todos tenían noticia de él. —Porque usted no tenía derecho a batirse .díjole a Stavroguin, a los cinco días, cuando se lo encontrara casualmente en el club. Es digno de notarse que durante esos cinco días no se habían visto, no obstante visitar Piotr Stepánovich casi diariamente a Varvara Petrovna. Nikolai Vsevolódovich miróle en silencio, con aire distraído, cual si no comprendiese de qué se trataba, y siguió adelante, sin detenerse. Cruzó el gran salón del club en dirección al buffet. —Estuvo usted a ver a Schátov... Se propone usted publicar el matrimonio con Maria Timoféyevna —insistió, corriendo tras él y cogiéndole, como distraído, por el hombro. Nikolai Vsevolódovich se zafó de pronto, y, volviéndose rápido hacia, él, le lanzó una mirada amenazante. Piotr Stepánovich se le quedó mirando, sonriendo, con una extraña, larga sonrisa. Fue cosa de un instante. Nikolai Vsevolódovich siguió su camino. Al viejo fue a verlo en seguida que se despidió de Varvara Petrovna, y si tanta prisa se dio fue solo por mala idea para vengarse de un agravio ante rior del que hasta entonces no tenia yo noticia Es el caso de que en el curso de su última entrevista, precisamente el jueves de la semana pasada, Stepán Trofimovich, que, por lo demás había iniciado una discusion fue y acabo echando de alli a Piotr Stepanovich a palos Ese episodio me lo habia tenido el oculto pero ahora rio bien se hubo presentado allí Piotr Stepánovich con su eterna sonrisita, tan ingenuamente altiva y con su mirada antipaticamente curiosa que escudriñaba los rincones cuando inmediatamente Stepan Trofimovich me hizo una señal a escondidas para que no me fuese De este modo se evidenciaron delante de mí sus verdaderas relaciones, porque aquella vez pude oír todo lo que hablaron. Stepan Trofimovich estaba sentado medio tendido en el divan Desde aquel jueves de manas había adelgazado y se había puesto amarillo. Piotr Stepanovich con el aire mas familiar sentose Junto a el cruzandose de piernas, sin cumplidos, y ocupando en el diván más sitio del que permitía el respeto a su padre. Stepán Trofimovich, en silencio y con dignidad, hízose a un lado. En la mesa había un libro abierto. Era ¿Qué hacer?...” ¡Ay, no tengo más remedio que reconocer una extraña flaqueza de nuestro amigo: su idea de que debía dejar aquella soledad y reñir la última batalla, cada vez iba tomando más cuerpo en su deslumbrada imaginación. Adiviné que había leído y “estudiado” esa novela para, en caso de un choque inevitable con “los que vociferaban”, conocer de antemano sus tácticas y argumentos por su propio “catecismo”, y de ese modo estar apercibido para refutarlos triunfalmente “en su cara”. ¡Oh, y cómo le atormcntó ese libro! Arrojábalo a veces, desesperado, y, saltando de su sitio, poníase a dar zancadas por la habitación, casi enloquecido. —Reconozco que la idea fundamental del autor es cierta —decía, como febrilmente—; pero por eso mismo resulta más horrible. Es nuestra idea misma, exactamente nuestra idea. Nosotros fuimos los primeros en lanzarla, en desarrollarla, en prepararla... Y qué pueden decir ellos de nuevo, después de nosotros? Pero, ¡Dios mío, cómo lo han deformado, estropeado y echado a perder todo!... —exclamaba, dando con los dedos en el libro—. ¿Es que tendíamos a esas conclusiones?... ¿Quién podría reconocer aquí la idea primitiva? —j,Te instruyes? —dijo Piotr Stepánovich, sarcástico, cogiendo el libro de encima de la mesa y leyendo el título—. Ya era hora. Yo te traeré algo mejor, si quieres.

Stepán Trofimovich volvió a guardar un digno silencio. Yo estaba sentado en un pico del diván. Piotr Stepánovich explicó aprisa el objeto de su visita. Naturalmente Stepán Trofimovich impresionóse desmedidamente, y le escuchó intimidado, aturdido, presa de extraordinaria indignación. —Y esa lulia Mijaílovna se imagina que yo voy a leer algo en su casa. —Ten en cuenta que no te necesitan en absoluto. Por el contrario, lo hacen por halagarte y halagar también a Varvara Petrovna. Pero, desde luego, que no te negarás a leer. Además, que tú también me parece que lo estás deseando —sonrió irónico—. Vosotros, los viejos, tenéis un amor propio desmedido. Pero oye, sin embargo, una cosa: no es preciso que estés tan mohíno. ¿No tienes algo escrito, una historia de España o algo así? Pues dámela, que yo la vea antes, y así no habrá peligro de que se te duerma el auditorio. Aquella grosería imprevista y harto desnuda de sus observaciones era malignamente deliberada. Aparentaba creer que con Stepán Trofimovich no se podía hablar en otro tono y con otras expresiones más delicadas. Stepán Trofimovich continuó, impertérrito, sin reparar en las ofensas. Pero las noti I Chtó dielal?, de Chernichevskii, libro que hizo gran impresión en su tiempo. LOS DEMONIOS 237

236 FEDOR M. DOSTOIEVSKI cias que acababan de comunicarle le producían una impresión cada vez más inquietante. —cY ha sido ella misma, “ella misma” la que te encargó que me lo dijeses tú? —inquirió, palideciendo. —Mira: ella quiere señalarte día y sitio para una explicación recíproca; reliquias de vuestro sentimentalismo. Tú has estado coqueteando con ella por espacio de veinte años y la has acostumbrado a los más grotescos procederes. Pero no te apures; ahora ya todo eso ha cambiado; ella misma est diciendo a cada instante que ahora empieza a “ver claro”. Yo le he explica. do francamente que toda esa amistad vuestra.., es, sencillamente, un simpi derroche mutuo de basura. Ella me ha contado muchas cosas, hermanit Uf, y qué papel tan lacayuno has estado tú haciendo todo el tiempo! Has colorado me ponía por ti. —Que yo he estado haciendo un papel lacayuno? —no pudo meno’ de exclamar Stepán Trofimovich. —Peor, porque has sido para ella un parásito, es decir, un lacayo invo. luntario. Somos perezosos para trabajar, y tenemos apetencia de dinero Todo eso lo comprende ella ahora; por lo menos, es unL horror lo que de t cuenta. Hay que ver, hermanito, lo que me he reído con tus cartas a ella ¡Bochornoso y asqueroso! Pero ¿tan pervertido estás, tan pervertido? ¡En 1 limosna hay algo que corrompe para siempre!... Tú eres un lamentabi ejemplo. —j,Te ha enseñado mis cartas? —Todas. Es decir, ¿cómo leerlas todas? ¡Ufl Hay qjue ver cuánto papel has emborronado; creo que hay allí más de dos mil cartas... Y mira un, cosa viejo yo pienso que vosotros tuvisteis un momento en que ella estuv dispuesta a casarse contigo. ¡De qué modo más estúpido te condujiste! Yo, sin duda, hablo desde tu punto de vista; pero, a pesar die todo, eso era me> jor, que no ahora, que estuviste a punto de casarte “por los ajenos pecados como un payaso que hace reir por el dinero —Por el dinero Ella ella dice que por el dinero —grito Stepan Trofimovich morbosamente. —Pues ¿por qué había de ser?... ¡Qué cosas tienes! Ahora, que yo te he defendido Porque este es el unico camino que tienes para la justifica cion Ella comprendia que te hacia falta dinero como a cada quisque y que en ese sentido tenias razon Yo le he demostrado como dos y dos son cua tro que ustedes se habian proporcionado ventajas reciprocas Ella habia sido la capitalista y tu su bufon sentimental Por lo dennas ella no esta en fadada por lo del dinero aunque tu la has exprimido como a una cabra A ella lo que le da rabia es haber tenido puesta su fe en ti durante veinte años, haberse dejado coger en la trampa de tu nobleza y haberse visto obligada a mentir tanto tiempo En esto ella misma miente no co nfesara nunca pero por eso mismo lo habras de pagar No comprendo comio no has adivinado que alguna vez tendrias que ajustar cuentas Porque tu rio eres enteramente necio Yo anoche le estuve aconsejando que te metiera en un asilo no te ..

& apures; en un asilo decente; no hay ofensa. Ella, según parece, va a hacerlo. ¿Recuerdas la última carta que me escribiste, estando yo en el gobierno de j***, hace tres semanas? —tSe la enseñaste a ella? —dio un brinco con espanto Stepán Trofimovich. —No faltaba más sino que no lo hubiera hecho. Fue lo primerito. Eso mismo que tú me decías en la carta de que ella te

estaba esquilmando..., que estaba envidiosa de tu talento; bueno; y también aquello de los “ajenos pecados”. ¡Vamos a ver, hermanito, a propósito, cuidado que tienes amor propio!... ¡Cuánto me he reído! En general, tus cartas son aburridísimas. Tienes un estilo horrible. Yo muchas veces me abstenía de leerlas, y todavía conservo una sin abrir. Mañana te la enviaré. Pero ésa, esa última carta tuya..., era el colmo de la perfección. ¡Cuánto me he reído, cuánto me he reído! —Monstruo, monstruo! —gritó Stepán Trofimovich. —Vamos, qué diablos; contigo no se puede hablar! Oye: ¿vuelves a enfadarte, como el jueves pasado? Stepán Trofimovich irguióse amenazante. —tCómo te atreves a hablarme en ese lenguaje? —j,Qué lenguaje? ¡Sencillo y claro! —Pero dime de una vez, so monstruo, si eres mi hijo o no lo eres. —Eso tú lo sabrás mejor. Claro, todo padre, en estos casos, suele estar en tinieblas!... —Calla, calla!... —exclamó Stepán Trofimovich, todo alterado. —Ya estás gritando y refunfuñando, como el jueves de marras, en que quisiste levantarme el bastón?... Pero mira: has de saber que yo, entre tanto, descubría un documento. Por curiosidad, toda la noche estuve rebuscando en la maleta. Verdaderamente, nada de concreto; puedes estar tranquilo. Sólo esta carta de mi madre al polaco aquél. Pero, a juzgar por su carácter... —Una palabra más, y te abofeteo. —Para que se vea lo que es la gente! —y de pronto encaróse conmigo Piotr Stepánovich—. Ya ve usted: del mismo modo anduvimos el jueves. Yo celebro el que ahora, por lo menos, esté usted presente y pueda juzgar. Ante todo, un hecho: él me reprocha porque hablo así de mi madre, pero ¿no me impulsa él mismo a ello? En Petersburgo, cuando yo era todavía alumno del Gimnasio, ¿no me despertaba él un par de veces en la noche, me abrazaba y se echaba a llorar, como una hembra? ¿Y qué se figura usted que me contaba entonces? Pues esas mismas escandalosas historias de mi madre. A él fue a quien primero se las oí. —Oh, yo lo hacía entonces con una intención elevada! ¡Oh, tú no me comprendías! ¡Nada, nada comprendías! —Pero, a pesar de todo, en ti resultaba eso más villano que en mí. ¡Sí, más villano; confiésalo! Aunque, si quieres, que a mí me da igual. Yo lo decía desde tu punto de vista. Del mío no te preocupes; no culpo a mi madre. Si eres tú, serás tú; si es el polaco, será el polaco; a mí me da lo mis-

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mo. Yo no tengo la culpa de que en Berlín os pasasen esas cosas tan e das. ¿Pero podía esperarse de vosotros algo más inteligente? ¿No sois V( tros, después de todo, unos seres ridículos? Y no te da también a ti lo r mo que yo sea tu hijo o no lo sea? Oiga usted —dijo, encarándose nuevo conmigo—: un rublo no se gastó en mí en toda su vida; hasta dieciséis años me ignoró en absoluto; luego, aquí, mc ha robado, y a’- grita que toda su vida le ha dolido el corazón por mí, y se retuerce a como un actor. Pero yo no soy Varvara Petrovna, cuidado! Se levantó y cogió el sombrero. —Te maldigo y te retiro mi nombre —dijo Stepán Trofimovich :: diendo sobre él la mano, todo lívido, como un muerto. —Para que se vea a qué estupidez puede llegar un hombre!... — Piotr Stepánovich, hasta asombrado—. ¡Bueno; adiós, viejo; no volver poner los pies en tu casa! El artículo envíalo cuanto antes, no lo olvide procura, si puedes, que no contenga desatinos. ¡Hechos, hechos y hech Y, sobre todo, breve. ¡Adiós! III

Por lo demás, mediaban en todo eso motivos secundarios. Piotr Stepár vich, efectivamente, tenía ciertas intenciones

u

encubiertas respecto a su dre. A juicio mío, contaba con lanzar al viejo a la desesperación y así pulsarlo a cualquier escándalo lamentable de cierta índole. Le hacía f eso para ulteriores y secundarios fines de que más adelante hablaré. De los y planes semejantes abrigaba él por entonces una muchedumbre duda, fantásticos todos. Tenía, además, en el pensamiento otro mártir, te de Stepán Trofimovich. En general, tenía no pocas víctimas en la iL., nación, según pudo verse después; pero con ésta contaba él partícularmen y no era otra cosa que el señor von Lembke. Andrei Antónovich von Lembke pertenecía a esa raza favorecida por 1 Naturaleza que en Rusia cuenta, según las estadísticas, con unos c cientos de miles de individuos, y que es posible ignoren ellos mismos componen con toda su masa una alianza perfectamente organizada. Aliam desde luego, no deliberada ni premeditada, pero que existe en toda la r, de por sí, sin palabras ni convenios, como algo moralmente obligatorio que consiste en el recíproco apoyo que todos los individuos de esa raza S prestan los unos a los otros, siempre, dondequiera y en las circunstanci que fuere. Andrei Antónovich había tenido el honor de educarse en una esas elevadas instituciones rusas de enseñanza, adonde acudía una juvent de familia influyente o rica. Los alumnos de esa institución, casi a raíz terminar el curso, estaban destinados a desempeñar empleos bastante iz.. tantes en algunas secciones del servicio imperial. Andrei Antónovicht2 t un tío coronel

de Ingenieros y otro panadero; pero en dicho elevado colegí tuvo ocasión de encontrarse con bastantes compañeros de raza. Era un c marada jovial; resultaba bastante torpe para los estudios; pero todos 1 querJ’ Y cuando ya en las clases superiores muchos de aquellos jóvenes, 50bre todo rusos, sabían hablar de muy encopetadas cuestiones contemporáneas y de un modo que sólo parecían aguardar a salir de allí para resolver todos los problemas, Andrei Antónovich seguía ocupándose todavía en las cosas más ingenuas y escolares. Todos se reían mucho con sus candorosísi1 aS ocurrencias, acaso simplemente cínicas; pero se había propuesto ese objeto. En clase, cuando el profesor le hacía alguna pregunta..., sonábase las narices, con lo que hacía reír tanto al maestro como a los condiscípulos. g el dormitorio solía representar cuadros vivos, con general aplauso. A veceS tocaba el piano, con la nariz (y con bastante gusto), la obertura de Fra- Diávolo. Distinguíase también por su voluntario desaliño en el vestir, juzgando esto, él sabría por qué, muy ingenioso. El último año le dio por componer versitos en ruso. Su lengua materna conocíala, no por la gramática, como muchos de esa raza que viven en Rusia. Aquella afición a los verSoS hízole amigo de un compañero sombrío y como ensimismado, hijo de un pobre general ruso, y al que tenían en el colegio por un futuro gran escritor. El cual se condujo con él con ínfulas de protector. Pero sucedió que al salir del colegio, ya a los tres años, aquel melancólico camarada, que había dejado su puesto en el servicio para consagrarse a la literatura, y a consecuencia de ello hubo de verse vagando por las calles con los zapatos rotos y rechinando los dientes de hambre, con un paletó de verano ya entrado el otoño, encontróse de pronto en el puente de Anischkin con su antiguo protegé, Lembka, como todos, por lo demás, lo llamaban en aquel tiempo. Cómo! ¡Pues ni siquiera lo reconoció a la primera ojeada, y se detuvo, maravillado! Ante él estaba un joven irreprochablemente vestido, con unas patillas rubias, rizadas artificialmente, con lentes, zapatos de charol, guantes flamantes, un paletó, obra de Scharmer, y una cartera debajo del brazo. Lembka acogió cariñosamente a su compañero, díjolc su dirección y lo invitó a su casa alguna que otra nochecita. Resultó también que ya no se llamaban Lembka, sino Von Lembke. Su condiscípulo es posible que fuera a visitarlo sólo por mala idea. En la escalera, bastante modesta y en modo alguno de parada, pero cubierta de una alfombra roja, le salió al paso y lo interrogó el suizo. Arriba sonó ruidosamente una campanilla. Pero, en lugar de la riqueza que el visitante esperaba encontrar, halló a su Lembka en su cuartito muy reducido, de aspecto lóbrego y mísero, partido en dos por una gran cortina verdeoscuro, amueblado de un modo cómodo, pero con enseres antiguos, con visillos color verdeoscuro en las angostas y altas ventanas. von Lembke se alojaba en casa de un pariente remoto, un general, que lo protegía. Acogió al huésped con finura, estuvo con él serio y de una afectuosidad rebuscada. Hablaron también de literatura pero dentro de unos límites decorosos. Un criado de corbata blanca les llevó un té bastante deficiente, con unos bizcochitos secos. El visitante, por mala idea, pidió un poco de agua de seltz. Se la sirvieron; pero con cierta demora, lo que pareció desconcertar a Von Lembke, que llamó por segunda vez al criado y le repitió la orden. Por lo demás, indicó a su huésped si no quería tomar algún bocado, recibiendo visiblemente una gran satisfacción cuando aquél rehusó la oferta, y, por último, se fue. Sencillamente, Lembke estaba entonces empe 1 Andrés, hijo de Antón.

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zando su carrera, y vivía a expensas de un general de su misma raza, p...... naje de viso. Por aquel tiempo hubo de enamorarse de la quinta hija del referido neral, y, según parece, la muchacha le correspondió. Pero a Amelia, sin ebargo, se la dieron, llegado el momento, a un viejo panadero tudesco, a guo compañero del viejo general. Andrei Antónovich no la lloró mucho, se construyó un teatrito de papel. Se alzaba el telón, salían los actores, 1cían gestos y ademanes; en los palcos se sentaba el público; la orques mediante un mecanismo, tocaba sus violines; el director esgrimía la y en el patio de butacas caballeros y oficiales batían palmas. Todo e de papel; todo era idea y obra del propio Von Lembke, que se llevó h do ese teatrito medio año. El general organizó ex professo una velada ma para exhibir el teatrito. Las cinco hijas del general, con la recién Amelia, su marido y muchas señoritas y señoras, con sus respectivos alema nes, atentamente, contemplaron y elogiaron el teatrillo. Luego bailaroi Lembke quedó muy satisfecho, y no tardó en consolarse. Transcurrieron los años, y fue adelantando en su carrera. Servía pre en puestos muy visibles, y siempre a las órdenes de algún compafler de raza, acabando por ocupar un cargo muy importante en relación con a edad. Hacía ya mucho tiempo que quería casarse, y mucho tiempo tambi que lo pensaba prudentemente. A escondidas de su jefe, enviaba cuente lbs a la redacción de un periódico, pero no se los publicaban. Luego cc truyó un ferrocarril, y tampoco le salió mal: entraba el público en el con baúles y sacos, con niños y perros, y subía a los vagones. Los cond tores y mozos iban y venían; sonaba la campanilla, daban la señal, y el t. se ponía en movimiento. En esta cuca obrita empleó todo un año. Pero,., pesar de todo, era menester casarse. El círculo de sus amistades era bastant amplio, casi en su mayoría formado por alemanes; pero él se dirigió L bién a las esferas rusas, naturalmente, a las familias de los jefes. Por últim cuando ya había cumplido los treinta y ocho años, entró en posesión de t: herencia. Muriósele su tío, el panadero, y le dejó treinta mil rublos en testamento. Lo cosa estaba bien. El señor Von Lembke, no obstante el - empaque de su esfera de servicio, era un hombre sumamente modesto. bríase dado por satisfecho con cualquier carguillo, siempre que estuvi bien retribuido y fuera

independiente, o con cualquier otra cosa por el e lo, y de ese modo de pensar fue toda su vida. Pero he aquí que, en vez d Ernestina o la Minna esperada, hubo de presentársele de pronto Julia M lovna. Su carrera se volvió entonces un grado más importante. El mod y apocado Von Lembke comprendió que podía ser vanidoso. Julia Mijaílovna, según el antiguo cálculo, poseía doscientas almas además, contaba con una alta protección. Por otra parte, Von Lembke c guapo y ella pasaba ya de los cuarenta. Era de notar que, poco a poco, f enamorándose él de ella, y en el fondo, a medida que se iba sintiendo r novio. El día de la boda, por la mañana, le envió unos versitos. A ella L,1_ lb le agradó mucho, ¡hasta versos! Cuarenta años no son cosa de broma

De allí a poco le dieron a él un cargo y una condecoración y después lo destinaron a nuestro gobierno. Al establecerse entre nosotros, Julia Mijaíbovna empezó a influir sobre su marido. Según ella, no carecía él de dotes, sabía presentarse y conducir- se, escuchar con profunda atención y en silencio, tenía también unos ademanes muy correctos; podía pronunciar hasta un discurso, no carecía tampoCO de ciertos residuos y esbozos de ideas y hasta había pescado ese tinte de liberalismo indispensable. Pero, a pesar de todo, inquietábala a ella el que parecía sentir ya muy poco estímulo, y tras el largo y eterno perseguir la carrera, empezaba a experimentar ahora la necesidad de descanso. Quería ella infundirle su propia ambición; y él, en tanto, dedicábase a construir una iglesia protestante de papel; salía el pastor a pronunciar un sermón, que escuchaban los fieles con las manos juntas; una señora se enjugaba las lágrimas con el pañuelo; un viejecillo se sonaba las narices; al último sonaba el órgano, que había encargado y traído de Suiza, sin reparar en gastos. Julia Mijaílovna, hasta con cierto susto, cogió toda aquella obra, no bien tuvo noticia de ella, y la encerró en su cuarto, en un armario. En cambio le permitió escribir novelas a escondidas. Desde aquel tiempo empezó a no contar ella sino consigo misma. Lo malo fue que era aturdida o poco menos; carecía de mesura. El destino habíala tenido demasiado tiempo en el número de las solteras. Las ideas sucedíanse ahora una tras otra en su irritada mente. Tenía planes, estaba decidida a dominar el gobierno, soñaba con verse en seguida rodeada, elegía direcciones. Von Lembke llegó hasta a asustarse un poco, aunque no tardó en adivinar, con su tacto de funcionario, que especialmente el gobierno no tenía por qué inspirarle miedo alguno. Los primeros dos o tres meses transcurrieron muy satisfactoriamente. Pero he aquí que hubo de presentarse Piotr Stepánovich y empezó a pasar algo raro. Consistía aquello en que el joven Verjovenskii, desde el primer momento mostró una decidida falta de respeto para Andrei Antónovich, y se arrogó sobre él unos raros derechos, mientras que Julia Mijaíbovna, siempre tan celosa de los fueros del esposo, parecía no notar aquello lo más mínimo; por lo menos no le daba importancia. El joven era su favorito: comía, bebía y casi dormía en su casa. Von Lembke se puso a la defensiva, le llamaba delante de la gente “joven”, le daba protectoramente palmadas en el hombro, pero aquello no servía de nada; Piotr Stepánovich parecía reírse de él en su cara, hasta cuando hablaba con seriedad aparente, y en público le decía las cosas más inesperadas. Una vez, al volver a casa, encontróse al joven en su gabinete durmiendo en un diván, sin que nadie lo hubiese invitado. Aquél explicóle que había ido a visitarle, y como no lo hallase en casa, “había aprovechado la ocasión para echar un sueñecito”. Von Lembke diose por ofendido y volvió a quejarse a su esposa; después de reír de su irritabilidad, aquélla limitóse a hacerle observar que estaba visto que no sabía conducirse con el debido tacto; con ella, por lo menos, no se habría permitido nunca aquel poilo familiaridad semejante, y, por lo demás, “era inge 242 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 243

nuo y franco, aunque carecía de formas sociales”. Von Lembke se tragó el anzuelo. Por aquella vez hizo las paces. Piotr Stepánovich no le presentó sus excusas, sino que, lejos de eso, le gastó una burda broma, que habría podido pasar por otra nueva ofensa, y que en el caso presente se tomó por muestra de arrepentimiento. El punto flaco consistía en que Andrei Antónovich le había dado pie desde el principio, y sobre todo, le había hablado su novela. Imaginando que sería un joven fogoso, sensible a la poesía, como llevaba tanto tiempo de soñar con un oyente, ya en los primeros d’.. de conocerse hubo de leerle una noche, gracias a Dios que sólo dos capítulos. Escuchó aquél sin ocultar su aburrimiento, púsose a bostezar sin la n” flor cortesía, no le hizo ni un elogio, y al irse pidióle el manuscrito para, casa, tranquilo, formar su juicio, y Andrei Antónovich fue y se lo dio. t’. de entonces no le había devuelto el manuscrito, no obstante ir diariamente su casa, y a sus preguntas daba por toda respuesta risas, hasta que por fhubo de decirle que se le había perdido en la calle. Al enterarse de aque Tulia Mijaílovna, se puso horriblemente enfadada con su marido.

—Le habrás hablado también de la capillita? —inquirió casi aterr Von Lembke empezó a reflexionar decididamente, y eso que le era r civo pensar y se lo tenían prohibido los médicos. Además, que tenía bastantes quebraderos de cabeza con su gobierno, de lo que hablaremos & pués... Era aquélla una materia especial, en la que padecía el corazón y r simplemente la vanidad del mando. Al contraer matrimonio, Andrei Antó. novich nunca hubiera pensado en desavenencias y pugnas familiares para k futuro. Así lo imaginó toda su vida, soñando con Minnas y Ernestinas.. Comprendía que no estaba en condiciones de soportar borrascas familiares. Tulia Mijaílovna tuvo con él por fin una explicación franca. —No puedes enfadarte por esto —díjole ella—, porque eres tres veces más sensato que él y estás incomparablemente más alto en la escala s”” Ese joven conserva aún muchos vestigios de sus antiguos desvaríos de brepensador; y, a mi juicio, son simplemente chiquilladas; pero de p es imposible ponerles coto, y es menester hacerlo gradualmente. Es preciso tratar bien a nuestra juventud; yo procedo con suavidad, y lo tengo a raya. —iPero es que el diablo sabe lo que dice! —objetó Von Lembke—. ‘r no puedo emplear la tolerancia cuando él, delante de todo el mundo y en rl presencia, sostiene que es moral emborrachar a la gente con vodka, delibl radamente, para embrutecerla y evitar así que se rebele. Figúrate el papel que hago cuando me veo obligado a escuchar semejantes cosas delante ( todos. Al decir eso, Von Lembke recordó una reciente conversación que l’’ tenido con Piotr Stepánovich. Con el inocente fin de desarmarlo con su beralismo, le había enseñado su colección personal, íntima, de toda r” de proclamas rusas y editadas en el extranjero, que había ido reuniendo dadosamente de cincuenta y nueve años a la fecha, no como aficiona sino sencillamente movido de una útil curiosidad. Piotr Stepánovich presumiendo su objeto, díjole que en una línea de algunas de aquellas proclamas había más idea que en cualquier negocio, sin excluir, naturalmente, el Suyo. Lembke se dio por ofendido. —Pero para esto es aún pronto, muy pronto —dijo, casi inquisitivo, señalando a las proclamas. —Nada de pronto; cuando usted teme es señal de que no es pronto. —Pero, no obstante, ahí, por ejemplo, se exhorta a la destrucción de las iglesias. —,Y por qué no? Usted es hombre de talento y seguramente no cree, sino que comprende harto bien que la fe le es necesaria para embrutecer al pueblo. La verdad es más honrosa que la mentira. —De acuerdo, de acuerdo; estoy con usted completamente de acuerdo, pero entre nosotros es pronto, todavía pronto... — balbuceó von Lembke. —Pero ¿cómo puede usted ser funcionario del gobierno cuando usted mismo está de acuerdo en que hay que derribar las iglesias y marchar con picas sobre Petersburgo, no habiendo más discrepancia que la tocante al momento? Aquí von Lembke, que se había dejado coger burdamente, se resintió mucho. —No es eso, no es eso —protestó, cada vez más herido en su amor propio—; usted, a fuer de joven y, sobre todo, ignorante de nuestras finalidades, se equivoca. Mire usted, queridísimo Piotr Stepánovich: ¿usted me llama funcionario del Gobierno? Sea. ¿Funcionario independiente? Sea. Pero permítame usted: ¿cómo procedo yo? Nosotros tenemos responsabilidad y, en último resultado, también servimos a la cosa pública, como usted. Nosotros nos limitamos a sostener lo que ustedes derriban, y que a no ser por nosotros se vendría abajo. Nosotros no somos enemigos vuestros, en absoluto, no; yo se lo digo a usted; sigan ustedes adelante, progresen, derriben, incluso; es decir: todo lo viejo, lo que debe reformarse; pero nosotros, cuando sea preciso, también nos mantendremos dentro de los límites imprescindibles, y así os salvaremos de vosotros mismos, porque sin nosotros no haríais más que estropear a Rusia, despojándola de su aspecto decente, y nuestra misión consiste en preocuparse del decoro. Comprenda usted que unos a otros nos somos indispensables. Nada: yo soy Tory y usted whig, así lo entiendo yo. Andrei Antónovich iba asumiendo una vehemencia de pathos. Gustaba de hablar discreta y liberalmente desde el mismo Petersburgo, y allí, sobre todo, no lo escuchaba nadie. Piotr Stepánovich callaba y se mostraba más serio que de costumbre, lo que hubo de despertar más todavía las suspicacias del orador. —Sabe usted que yo soy “el amo del gobierno”? —prosiguió, yendo Y viniendo por el despacho—. ¿Sabe usted que yo, por la muchedumbre de mis obligaciones, no puedo cumplir con ninguna, y que, por otro lado, puedo decir con toda verdad que no tengo aquí nada que hacer? Todo el busilis está en que aquí todo depende del criterio del Gobierno. Supongamos que FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 245

el Gobierno funda allá una república, bueno, por razones políticas o para aquietar las pasiones, y, de otra parte, paralelamente supongamos que refuerza los poderes de los gobernadores y yo, gobernador, transijo con la República; qué digo con la República, con todo lo que usted quiera transijo; yo, cuando menos, siento que estoy dispuesto... En una palabra: supongamos que el Gobierno me ordena por telégrafo activité dévorante, y yo me entrego a esa activité dévorante. Pues delante de todo el mundo lo he dicho claramente: “Señores míos,

para la prosperidad y florecimiento de todas las instituciones gubernamentales sólo se necesita una cosa: reforzar los poderes de los gobernadores.” Mire usted: es necesario que todas esas instituciones, tanto provinciales como jurídicas, vivan, por decirlo así, una doble vida; es decir: hace falta que existan (estoy de acuerdo en que esto es indispensable); bueno, y de otra parte es menester que no existan. Todo según el criterio del Gobierno. Pues si de pronto esas instituciones se estiman indispensables, en el acto surgirán ante mí. Pero si dejan de ser imprescindibles, pues no se encontrará rastro de ellas. He ahí cómo entiendo yo lo de la activité dévorante, y ésta es imposible como no se amplíen las atribuciones de los gobernadores. Estamos hablando cara a cara. Yo, mire usted: ya he hablado en Petersburgo de lo indispensable de poner un centinela especial a la puerta de la casa del gobernador. Aguardo la respuesta. —Necesita usted dos —declaró Piotr Stepánovich. —tPor qué dos? —inquirió, plantándosele delante Von Lembke. —Pues porque uno es poco para que le respeten a usted. Le hacen falta, irremisiblemente, dos. Andrei Antónovich crispó el semblante. —Usted..., usted, Dios sabe lo que se permite, Piotr Stepánovich. Aprovechándose de mi bondad, suelta usted ironías y se las echa de bourru bienfaisant... —Bueno; como usted quiera —murmuró Piotr Stepánovich—. Pero, a pesar de todo, usted nos abre camino y nos prepara el triunfo. —Qué nosotros son ésos y a qué triunfo alude? —plantósele delante Von Lembke con asombro, pero no obtuvo respuesta. Julia Mijaílovna, después de oír el relato de aquel diálogo, quedó muy disgustada. —Pero ¿no puedo yo tampoco —dijo en su defensa Von Lembke— tratar autoritariamente a tu favorito, sobre todo cuando estamos a solas...? Yo puedo irme de la lengua... por buen corazón. —Por demasiado buen corazón. Yo no sabía que tú guardases esa colección de proclamas; haz el favor de enseñármelas. —Pero..., pero es que él me pidió que se las dejase por un día. —Y tú se las dejaste! —clamó, enfadada, Julia Mijaílovna—. ¡Qué torpeza! —Indudablemente voy a mandar pedírselas. —No te las devolverá.

II —Se las reclamaré! —dijo, sulfurándose, Von Lembke, y hasta saltó de su asiento—. ¿Quién es él para temerle tanto y quién soy yo para no atreverme a hacer nada? —Siéntate y tranquilízate! —contúvole lulia Mijaílovna—. Voy a contestar a tu primera pregunta: ese joven ha venido a mí muy recomendado, tiene talento y dice a veces cosas muy agudas. Karmazínov me ha asegurado que tiene amistades en todas partes, y ejerce un influjo extraordinario entre los jóvenes de la capital. Y si yo, por mediación de él, me atraigo a todos ellos y los agrupo en torno mío, los habré apartado de su perdición, mostrándoles un nuevo camino para sus ambiciones. El me profesa una adhesión cordial, y en todo me hace caso. —Pero en tanto se les trata con tanto mimo, pueden hacer ellos.., el diablo sabe qué. Cierto que esa idea... —defendióse torpemente Von Lembke—. Pero... pero he sabido que en el distrito de *** han aparecido unas proclamas. —Pero ese rumor data del verano... Proclamas, billetes falsos; pero ¿cómo es que hasta ahora no se ha encontrado ninguno? ¿Quién te lo ha dicho? —Pues Von Blümer. —Oh, déjame en paz con tu Von Blümer y no te atrevas nunca a recordármelo! Tulia Mijaílovna se sulfuraba y hasta estuvo un minuto sin poder hablar. Von Blümer era un funcionario de la Cancillería del gobernador, al cual le tenía ella un odio especial. Pero de esto hablaremos después. —Mira: no te inquietes por lo de Verjovenskii —dijo, dando por terminado el diálogo—. Si él hubiese tomado parte en alguna chiquillada, no hablaría como habla aquí conmigo y contigo. Es un fraseur inofensivo, y estoy por decir que, si ocurriera algo, yo sería la primera en saberlo por su conducto. Me profesa una adhesión de fanático, de fanático. Haré observar, anticipándome a los acontecimientos, que de haber sido menos pagada de sí misma y menos ambiciosa Tulia Mijaílovna, no habría pasado entre nosotros nada de lo que logró llevar a cabo aquella chusma ruin. ¡De mucho de eso fue ella responsable! CAPÍTULO V

ANTES DEL FESTIVAL El día del festival organizado por Julia Mijaílovna por subscripción a beneficio de las institutrices de nuestro gobierno, ya había sido varias veces anunciado y diferido. Alrededor de ella se agitaba continuamente Piotr Stepánovich, y también el modesto empleado Liamschin, que una vez había ido a visitar a Stepán Trofimovich, y que de pronto habíale caído en gracia al gobernador por saber tocar el piano; no tanto Liputin, al que lulia Mijaí 24b FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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lovna contaba como redactor del futuro diario independiente del gobierno; algunas señoras y señoritas y, finalmente Karmazínov, que aunque no se agitaba, en voz alta y con aire bastante satisfecho explicaba que habían de llevarse todos una grata sorpresa cuando empezase el rigodón literario. Subscripciones y donativos

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los había en abundancia extraordinaria, todos procedentes de la buena sociedad de la población; pero se aceptaban, aun- que no procediesen de la buena sociedad, en cuanto se presentaban. Julia Mijaílovna observó que a veces débese, incluso, permitir la fusión de las clases sociales, porque de lo contrario, ¿quién va a instruirlas? El comité secreto-doméstico había decidido que la fiesta tuviese un carácter democrático. La copiosa subscripción incitaba a dispendios: querían hacer algo prodigioso..., ésa era la razón de que la fuesen

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aplazando. Todavía no habían resuelto dónde había de celebrarse el baile nocturno: si en la enorme casa de la Presidente de la nobleza, que ésta había ofrecido para ese día, o en la de Varvara Petrovna, en

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Skvoréschniki. Skvoréschniki caía algo lejos, pero muchos del comité insistían en que allí “habría más libertad”. La misma Varvara Petrovna deseaba vivamente que eligiesen su finca. Dificil sería precisar por qué aquella mujer, tan orgullosa, casi le buscaba la gracia a Julia Mijaílovna. Probablemente le agradaba que ella, a su vez, poco me- nos que se humillase ante Nikolai Vsevolódovich y lo tratase con más mimo que a nadie. Vuelvo a repetirlo: Piotr Stepánovich siempre, a cada paso, en voz baja, seguía haciendo por arraigar en la casa del gobernador la idea, ya de antes lanzada, de que Nikolai Vsevolódovich era hombre que te- 1 nía relaciones misteriosas con el mundo más misterioso, y que probablemente habría ido allí con alguna misión secreta. Extraña resultaba entonces aquí la disposición de los ánimos. Especial- 1 mente en la sociedad femenina empezó a traslucirse cierta ligereza, y no se puede decir que poco a poco. Como por el viento, fueron lanzadas algunas 1 ideas sumamente incoherentes. Sobrevino algo divertido, ligero, no diré que siempre agradable. Estaba de moda cierto desorden espiritual. Luego, cuando todo hubo terminado, culparon a Julia Mijaílovna, a sus amistades e influencia; pero no es posible que todo se debiese únicamente a Julia Mijaílovna. Por el contrario, muchos, al principio, a porfia, elogiaban a la nueva gobernadora por haber sabido reunir a la buena sociedad y prestarle de pronto animación. Sucedieron, incluso, algunos lances escandalosos, de los que no era culpable en modo alguno Julia Mijaílovna, pero entonces todo el mundo se echó a reír y se regocijó, sin parar mientes. Mantuviéronse, en verdad, al margen, una partida considerable de personas, con la vista fija en el curso de los sucesos pero tampoco esas personas refunfuñaban lejos de eso hasta sonrenan Recuerdo que se formo por entonces espontaneamente un circulo bastante amplio cuyo centro verdaderamente radicaba en el salon de Julia Mi jaílovna. Aquel círculo íntimo, que se apiñaba en torno a ella, formado ciertamente por jóvenes, permitíase, y hasta tenía por regla, hacer diversas chiquilladas efectivamente a veces bastante libres En dicho circulo figura ba también algunas simpáticas señoras. Los jóvenes organizaban meriendas, veladas, a veces desfilaban por toda la ciudad en una verdadera cabalgata: en coches y a caballo. Buscaban aventuras, hasta con toda intención las preparaban y provocaban ellos mismos para dar lugar a episodios chistosos. A nuestra ciudad la trataban como a una ciudad de imbéciles. Ponían a sus vecinos apodos jocosos porque no reparaban apenas en nada. Sucedió, por ejemplo, que la mujer de un teniente de ¡a localidad, una morenita todavía muy joven, aunque algo estropeada por los malos tratos del marido, una

noche, por atolondramiento, se puso a jugar al tresillo con la gran ilusión de ganar lo suficiente para comprarse una mantilla, y en vez de ganar, perdió quince rublos. Temiéndole al marido y no sabiendo cómo pagar, recordó su antigua audacia: resolvió pedir en secreto un préstamo, allí mismo, a los de la velada, al hijo de nuestro alcalde, un chico repugnante, que no se había enmendado con los años. Aquél no sólo se lo negó, sino que fue, riendo, a contárselo al marido. El teniente, que efectivamente vivía con muchos apuros, sin contar más que con su sueldo, al volver a casa con su mujer, lióse a golpes con ella, sin hacer caso de las lágrimas, gritos y súplicas que aquélla le dirigía, de rodillas, implorando su perdón. Esa lamentable historia suscitó en todas partes, en la ciudad, únicamente risas, y aunque la pobre tenienta no pertenecía a aquella sociedad que rodeaba a Julia Mijaílovna, una de las señoras que formaban parte de aquellas “cabalgatas”, una persona excéntrica y revoltosilla que la conocía, fue a buscarla, y quieras que no, se la llevó consigo de huéspeda. Allí cogiéronla en seguida nuestros guasones, colmáronla de finezas y obsequios, y tuviéronla cuatro días sin dejarla volver al lado de su marido. Vivía Con la desenvuelta dama y días enteros se los pasaba recorriendo con ella y con los otros la ciudad, tomando parte en las diversiones y en los bailes. Todos le aconsejaban que llevase a su marido ante el juez y denunciase su historia. Le aseguraban que todos la apoyarían, actuarían de testigos. El marido callaba, sin osar defenderse. La pobrecilla percatóse de que había hecho una locura y, medio muerta de miedo, al cuarto día, al oscurecer, escaPóse de sus protectores Y corrió al lado de su esposo. No se sabe a punto fijo lo que ocurriría entre los cónyuges; pero las dos ventanas de la casucha de madera, donde tenía el teniente su alojamiento, estuvieron dos semanas sin abrirse. Julia Mijaílovna enfadóse con los guasones cuando éstos le fueron con el cuento, y mostróse muy disgustada con el proceder de la dama desenvuelta, no obstante haberle ésta presentado a la tenienta el primer día de su rapto. Pero, por lo demás, no tardaron en dar esto al olvido. Otra vez, en casa de un modesto funcionario, honrado padre de familia, un joven procedente de otro distrito, también funcionario modesto, hubo de casar con una hija de aquél, una muchacha de diecisiete años, una beldad, conocida en toda la población. Pero de pronto se enteraron de que la primera noche de la boda el novio se había conducido bastante mal con la muchacha, vindicando su perdida honra. Líamschin, que había sido casi testigo del lance, porque en la boda se había emborrachado, quedándose después a

248 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 249 pasar la

noche en la casa, apenas clareó el día, fueles corriendo con el cuento a todos. En un santiamén organizóse una pandilla de diez individuos, todos a caballo, algunos jinetes en caballitos cosacos de alquiler, como, por 1 ejemplo, Piotr Stepánovich y Liputin, el cual, no obstante sus canas, partici- 1 paba a la sazón en casi todos los lances escandalosos de nuestra atolondrada mocedad. Al mostrarse nuestros recién casados en las calles, en un dros-

1 chki de punto para hacer las consiguientes visitas, que mandan nuestras

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costumbres han de hacerse al otro día mismo de la boda, pase lo que pase, toda aquella cabalgata rodeó el coche, con alegres risotadas, y le fue dando escolta toda la mañana por la población. Desde luego que no

1 las casas, sino que se quedaban aguardando, jinetes en sus corceles, a la 1 puerta; de hacerles especial agravio a los recién casados absteníanse, pero a 1 pesar de todo armaron el escándalo consiguiente. entraron en

Toda la ciudad comentó el caso. Naturalmente, todos lo tomaron a risa. Pero entonces fue Von Lembke el que se enfadó, y volvió a tener con Julia Mijaílovna una animada escena. Aquélla se enojó también mucho y hasta estuvo a punto de echar de su casa a los guasones. Pero al otro día mismo ya los habían perdonado a todos en

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virtud de la intervención de Piotr Stepánovich y de unas palabras de Karmazínov. Este encontró la “broma” bastante ingeniosa. —Eso responde a los gustos locales —dijo—; es, cuando menos, característico y... osado; y, mire usted: todo el mundo lo toma a risa: usted es la única que se enfada. 1 Pero había chiquilladas ya insufribles, de cierto cariz. Por la ciudad había hecho su aparición una mujer que iba vendiendo el Evangelio, una honrada mujer, aunque de la pequeña burguesía. Murmuraban de ella, porque acerca de esas vendedoras de libros acababan de publi-

1 carse curiosas informaciones en los periódicos. De nuevo aquel pícaro de Líamschin, con ayuda de un seminarista que pasaba la vida ganduleando en espera de una cátedra en un colegio, fue y le puso a escondidas a la vendedora en su saco, haciendo como que iba a comprarle libros, todo un fajo de magníficas fotografias

obscenas procedentes del extranjero, intencionadamente sacrificadas para aquel objeto, según después se supo por un anciano respetabilísimo, cuyo nombre omito, con imponentes condecoraciones al cuello, y que amaba, según sus propias palabras, “la buena risa y la broma alegre”. Cuando la pobre mujer fue a sacar en el mercado los sagrados libros, salieron a relucir también las fotografias. Sonaron risas, murmullos; el gentío apiflóse, lanzáronse juramentos, y se hubiese producido una colisión, de no intervenir a tiempo la policía. Encerraron a la vendedora en la prevención, y hasta por la noche, merced a los esfuerzos de Mavrikii Nikoláyevich, que con indignación había sabido los íntimos pormenores de aquella fea historia, no la pusieron en libertad, conduciéndola fuera de la población. Aquella vez lulia Mijaílovna había echado definitivamente de su casa a Líamschin; pero aquella misma noche los nuestros, formando toda una pandilla, lo condujeron a casa de Julia, con la noticia de que había urdido una pieza para el piapo, y la persuadieron para que la escuchase. La pie“ za, efectivamente, resultó chistosa, con el título de La guerra franco-prusiana. Empezaba con los amenazadores acentos de La Marsellesa: Qu’un sang impur abreuve nos sillons. Oíanse unas palabras de reto: la embriaguez de las futuras victorias. Pero, de pronto, al par que las magistrales notas del himno de triunfo, algo al lado, abajo, en un pico, pero muy cerca, sonaban los vulgares acordes de Mein lieber Augustin. La Marsellesa no repara en ellos. La Marsellesa está en el ápice de su entusiasmo, en su propia grandeza; pero Augustin cobra bríos. Augustin cada vez está más insolente, y he aquí que de pronto, inopinadamente, empiezan sus notas a fundirse con las de La Marsellesa. Esta parece irritarse; repara, por último, en Augustin, quiere sacudírselo de encima, espantarlo, como a una inoportuna e insignificante mosca; pero Mein lieber Augustin cobra más bríos que nunca; se muestra alegre y ufano, jovial e insolente, y La Marsellesa, de pronto, se vuelve enormemente estúpida; no oculta que está irritada y resentida; son las suyas lágrimas de indignación, lágrimas y juramentos, con los brazos tendidos a la Providencia: Pas un pouce de notre terrain, pas une de nos forteresses, Pero ya se ha visto obligada a fundir sus notas con las de Mein lieber Augustin. Sus acordes parecen degenerar del modo más estúpido en los de Augustin, vacila, se extingue. De cuando en cuando, solamente, a saltos, vuelve a oírse todavía: qu’un sang impur abreuve nos sillons; pero inmediatamente conviértese, agresivamente, en el vals chabacano. Se ha reconciliado por completo: es Jules Favre, sollozando en el pecho de Bismarck y dándoselo todo, todo... Pero entonces es Augustin el que se enfurece; óyense broncos sonidos, siéntese la cerveza desmedidamente bebida, la furia de la vanidad, las exigencias de millones, de cigarros finos, de champaña y de rehenes; Augustin se convierte en un insistente rugido... La guerra franco-prusiana ha terminado. Los nuestros aplauden; Julia Mijaílovna sonríe y dice: “Bueno: vamos a ver; ¿quién lo echa?” La paz está firmada. El tunante, efectivamente, tenía su talentillo. Stepán Trofimovich me aseguraba una vez que los más altos talentos artísticos pueden ser los pillastres más terribles, y que lo uno no obsta para lo otro. Corrió luego el rumor de que Líamschin había plagiado aquella pieza a un joven talentoso y modesto, amigo suyo, que había estado en el pueblo, y que así se quedó en el anonimato; pero esto es secundario. Aquel truhán, que algunos años había estado haciendo la corte a Stepán Trofimovich, imitando en sus veladas, para distraemos, a distintos judíos, la confesión de una mujer sorda o un parto, ahora caricaturizaba, entre otras personas, en casa de Julia Mijaílovna, al propio Stepán Trofimovich, con el título de Un liberal del año 40. Todos se retorcían de risa, tanto, que al final habría sido decididamente imposible echarlo: se labía hecho harto preciso. Además, que de un modo servil sabía buscarle la gracia a Piotr Stepánovich, el cual, por su parte, había llegado ya por aquel tiempo al colmo de su ascendiente sobre Julia Mijaílovna.

No habría hablado especialmente de ese tunante ni habría merecido que se detuviese uno en él; pero es que ocurrió una historia ignominiosa, en la que, según aseguran, también tuvo él su parte, y esta historia no puedo menos que incluirla en mi crónica. Cierta mañana corrió por toda la ciudad la noticia de un monstruoso y repugnante sacrilegio. A la entrada de nuestra enorme plaza del mercado encuéntrase la antigua iglesia de la Natividad de la Virgen, que cuenta bastante antigüedad en nuestra añosa población. En el muro exterior, desde hace mucho tiempo, hállase una gran imagen de la madre de Dios, embutida en una hornacina, cubierta con una reja. Y he aquí que una noche hubieron de robar la imagen: rompieron el cristal, arrancaron los barrotes, y de la corona y la túnica arrancaron algunas piedras preciosas y perlas, no sé si de mucho valor. Pero lo principal fue que, además del robo, cometieron un sacrilegio absurdo y burlón: detrás del cristal roto de la imagen encontróse, según dicen, por la mañana, un ratoncillo vivo. Positivamente sábese ahora, al cabo de cuatro meses, que la fechoría fue obra del presidiario Fedka; pero dicen que en él tuvo también parte Líamschin. Entonces nadie habló de Líamschin ni en absoluto dio que sospechar; pero ahora todos aseguraban que fue él quien metió en la urna el ratón. Recuerdo que nuestras autoridades andaban bastante despistadas. La gente habíase apiñado en el lugar del sacrilegio desde por la mañana. Constantemente había allí un gentío, Dios sabe de cuántos, pero que no bajaría de cien personas. Los unos iban, los otros venían. Los que se acercaban santiguábanse, besaban la

imagen, daban una limosna, y aparecía el platillo eclesiástico, y junto al platillo, un monje, y sólo a las tres de la tarde cayeron las autoridades en la cuenta de que era posible hacer que la gente no se quedase allí estacionada, sino que, después de rezar, prosternarse y dar el óbolo, pasase de largo. A Von Lembke aquel lamentable suceso hízole la más sombría impresión. lulia Mijaílovna, según me contaron, decía luego que, desde aquella funesta mañana, había empezado a notar en su marido aquel extraño abatimiento, que ya no lo dejó después hasta su misma partida de la población, hará dos meses, con motivo de enfermedad, y, según parece sigue acompañándole en Suiza, donde continúa descansando después de su breve actuación en nuestro gobierno. Recuerdo que a la una de la tarde estaba yo aquel día en la plaza; el gentío guardaba silencio, y las caras eran graves y desabridas. Llegó en un droschki un comerciante gordo y amarillo; apeóse del coche, prosternóse hasta el suelo, besó la imagen, ofreció un rublo, volvió a montar, suspirando, en el vehículo, y se fue. Llegó también una calesa con dos señoras de la localidad en compañía de dos de nuestros guasones. Los jóvenes (de los que uno ya no lo era) apeáronse también del coche y abriéronse paso hasta la imagen, apartando con bastante desconsideración a la gente. Ninguno de los dos se quitó el sombrero, y uno se caló los lentes. Entre la gente hubo, en verdad, un rumor sordo, pero hostil. El mozalbete de los lentes sacó el portamonedas, atiborrado de billetes; extrajo de él un copec de cobre y

II echólo en la bandeja; los dos, riendo y hablando recio, volvieron a montar en la calesa. En aquel momento llegó al galope, acompañada de Mavrikii Nikoláyevich, Lizaveta Nikoláyevna. Apeóse de su cabalgadura, diole las riendas a su acompañante, que por indicación suya continuó montado, y acercóse a la imagen en el preciso momento en que echaban el copec. Arreboles de indignación corrieron por su rostro; quitóse su sombrero redondo, los guantes, postróse de hinojos ante la imagen, sin remilgos, sobre la accra fangosa, y con mucha unción prosternóse tres veces hasta el suelo. Después sacó el portamonedas; pero como en él solo llevara algunos grívenes, quitó- se en un santiamén sus pendientes de brillantes y los puso en la bandeja. —Se puede?... ¿Se puede?... ¿Para adornar la imagen?... —preguntó- le al monje, toda conmovida. —Está permitido —respondió aquél—. Toda ofrenda es buena. La gente callaba, sin exteriorizar ni agrado ni enojo. Lizaveta Nikoláyevna montó en su caballo, con el traje manchado de barro, y se alejó al galope. IT Dos días después del suceso que acabo de describirme la encontré en una reunión muy numerosa, que se dirigía no sé a dónde, en tres calesas, rodeadas de jinetes. Me hizo una señal con la mano, mandó parar la calesa y, con insistencia, porfióme para que me uniese a la expedición. En las calesas me hicieron sitio, y ella me presentó, riendo, a sus compañeras de excursión, unas elegantes señoras, y me explicó que todos se dirigían a un lugar muy interesante. Reía a carcajadas, y parecía sobremanera contenta. En los últimos tiempos estaba siempre alegre hasta el descaro. Efectivamente, la empresa resultaba excéntrica: se dirigían al otro lado del río, a casa del comerciante Sevastianov, donde, en un departamento, hacía ya diez años, vivía tranquilamente, sin pena ni duelo, Semión Yakóvlevich,’3 nuestro varón ejemplar y profeta, conocido no sólo entre nosotros, sino también en los gobiernos cercanos y hasta en las capitales. Lo visitaban todos, sobre todo los forasteros; escuchaban las palabras del buen varón, hacían una reverencia y dejaban un donativo. Los donativos, a veces considerables, si no disponía allí mismo otra cosa el propio Semión Yakóvlevich, pasaban inmediatamente a una iglesia, y sobre todo al monasterio de la Virgen, del cual monasterio, por lo mismo, siempre había en casa de Semión Yakóvlevich un fraile. Todos se prometían una gran diversión. Ninguno de los excursionistas había visto aún a Semión Yakóvlevich. Líamschin era el único que había estado allí antes alguna vez, y afirmaba ahora que aquél le había mandado echar de allí con una escoba y arrojádole luego por su propia mano dos patatas asadas de gran tamaño. Entre los jinetes pudo ver también a Piotr Stepánovich, que montaba un caballo cosaco de alquiler, en el que se sentía bastante mal, y a Nikolai Vsevolódovich, también a caballo. Aquél no rehuía a 13 Simeón, hijo de Jacob. LOS DEMONIOS 253

252 FEDOR M. DOSTOIEVSKI veces las diversiones generales, y en esos casos siempre tenía una cara decorosamente alegre, aunque, como antes, hablase poco y rara vez. Al dingirse la expedición, atravesando el puente, a la fonda de la ciudad, alguien dijo de pronto que en la fonda, en uno de los cuartos, acababa de suicidarse un forastero, y estaban aguardando a la policía. Inmediatamente surgió la idea de ver al suicida. Apoyáronla; nuestras damas no habían visto nunca un suicida. Recuerdo que una de ellas dijo allí mismo, en voz alta, que “se aburre una tanto, que no hay que andar con remilgos con las distracciones; será interesante”.

Sólo unas cuantas se quedaron aguardando a la puerta; el resto de la pandilla penetró por el sucio pasillo, y entre ellas vi, con asombro, a Lizaveta Nikoláyevna. El cuarto del individuo que se había pegado el tiro estaba abierto, y, naturalmente, nos dejaron pasar. Era joven, un chico de unos diecinueve años nada más, bastante guapo, con rubio y abundoso pelo, con un rostro en óvalo regular y una frente despejada, bellísima. Estaba ya rígido, y su lívida carilla parecía como de mármol. Encima de la mesa había una esquela, de su puño y letra, pidiendo no se culpara a nadie de su muerte y explicando que se mataba porque “había tirado” cuatrocientos rublos. La frase “había tirado” estaba así en la esquela, en cuyos cuatro renglones se encontraban tres faltas gramaticales. Estaba allí llorándole uno que parecía vecino suyo, un propietario, hombre corpulento, que, en viaje de negocios, se alojaba en el cuarto contiguo. De sus palabras se infería que aquel muchacho era hijo de familia, con madre, hermanas y tías, y que del pueblo lo habían enviado a la ciudad para que, bajo la dirección de una parienta, efectuase varias compras para el ajuar de la hermana mayor, que iba a casarse, y las llevase a casa. Le confiaron aquellos cuatrocientos rublos, fruto de diez años de ahorro, suspirando de susto y entreteniéndolo cori sus inacabables recomendaciones, oraciones y señales de cruz. El chico, hasta entonces, había sido juicioso y prometía. Llegado que hubo, tres días antes, a la ciudad, no se avisté con la parienta, alojóse en la fonda y fue de allí, directamente, al club, con la esperanza de encontrar en algún sitio, en algún cuarto trasconejado, alguna banca montada o, por lo menos alguien con quien jugar. Pero ni una cosa ni otra había aquella noche. De vuelta en la fonda, y a eso de la medianoche, pidió champaña, cigarros y encargó una cena de seis o siete platos. Pero el champaña lo emborraché, el puro le provocó náuseas, tanto, que no llegó a tocar los manjares que le llevaron, y se acosté a dormir casi sin conocimiento. Al despertarse al día siguiente, fresco como una manzana, fuese en seguida a casa de unos gitanos que vivían al otro lado del río, en un arrabal de que la noche anterior oyera hablar, y llevóse dos días sin parecer por la fonda. Finalmente, la víspera, a las cinco de la tarde, se había presentado borracho, acostádose inmediatamente y dormido de un tirón hasta las diez de la noche. Al despertarse, pidió una chuleta, una botella de Cháteau d’Iquem, uvas, papel, tinta y la cuenta. Nadie observó en él nada de particular; parecía tranquilo, sereno y afable. Así que había tenido que pegarse el Lro alrededor de la una de la madrugada, aunque era raro que nadie hubiese oído la detonación y no se hubiesen entera-

do hasta hoy a la una, en que, visto que no contestaba, echaron abajo la puerta. La botella de Cháteau d’Iquem estaba por la mitad; de uvas quedaba también media bandeja. El tiro se lo había dado con un pequeño revólver de dos cañones, en pleno corazón. Sangre había salido muy poca; el revólver había resbalado de su mano a la alfombra. El suicida yacía, medio tendido, en un rincón, sobre el diván. La muerte había tenido que ser instantánea; ningún dolor mortal advertíase en su rostro; su expresión era apacible, casi dichosa, como si aún viviese. Todos los nuestros lo contemplaron con ávida curiosidad. Generalmente, en cada desgracia del prójimo hay siempre alguna idea secundaria alegre, trátese de quien se trate. Nuestras señoras contemplaban en silencio; sus acompañantes distinguíanse por su ingenio y la gran presencia de ánimo. Uno observó que aquélla había sido la mejor salida y que nada más acertado había podido ocurrírsele al joven; otro concluyó que, aunque hubiese sido sólo por un rato, se había dado la gran vida. Un tercero soltó de pronto: “,Por qué entre nosotros es tan frecuente perder la cabeza y pegarse un tiro, como si se nos fuese a todos el suelo de debajo de los pies?” Al razonador lo miraron con malos ojos. Luego, Líamschin, que tenía a honra el papel de bufón, cogió del plato un racimito de uvas; luego, otro, riendo, imitólo; después, un tercero alargó la mano al Cháteau diquem. Pero no le dejó acabar la llegada de la policía, la cual mandó “despejar el cuarto”. Y como todos lo habían visto ya todo, en seguida, sin discusión, se salieron, aunque Líamschin díjole no sé qué al guardia. Alegría general, risas y alocado parloteo fueron doble de animados en el resto de la jornada. Llegamos a casa de Semión Yakóvlevich a la una en punto de la tarde. La puerta, bastante grande, de la casa del comerciante, estaba abierta de par en par, y el camino al pabellón, franco. Inmediatamente nos dijeron que Semión Yakóvlevich estaba comiendo en aquel instante, pero que nos recibiría. Toda nuestra tropa entró de golpe. El cuarto en que recibía y comía el bienaventurado era harto espacioso, con tres ventanas, y partido transversalmente en dos mitades por una valla de madera, de pared a pared, que llegaba a la cintura. Los visitantes habituales quedábanse del lado acá de la valla; pero los afortunados pasaban, por indicación del santo, por la puertecilla de la valla, a su otra mitad, y los hacía sentar, si le placía, en sus viejas sillas de cuero o en el diván; él se sentaba infaliblemente en un sillón viejo, de forros deshilachados. Era un hombre bastante alto, inflado, amarillento, de unos cincuenta y cinco años, rubio y calvo, con algún que otro pelo, barba afeitada, hinchada la mejilla derecha y la boca algo torcida, con una gruesa verruga junto a la aleta izquierda de la nariz, unos ojillos pequeñines y una expresión de semblante plácida, seria, amodorrada. Vestía a la alemana: un negro sobretodo, pero sin chaleco ni corbata. Por debajo del sobretodo le asomaba una camisa bastante tosca, pero blanca; los pies, al parecer, tenialos enfermos, y los calzaba en zapatillas. He oído decir que había sido, no sé cuándo, funcíonario, y que aún figuraba en el escalafón. No había hecho más que tomarse una sopa de pescado ligero, y le llevaron 254 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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un segundo plato: papas cocidas con sal. Mas nunca comía; pero bebía mucho té, al cual era muy aficionado. En torno suyo se afanaban tres criados, pagados por el comerciante: uno, de frac; el otro asemejaba un mozo de cuerda; el tercero, un sacristán. Había allí también un chico de dieciséis años, muy desenvuelto. Además de los criados, se hallaba presente también un venerable monje de pelo blanco, aunque quizá gordo en exceso, con un cepillo en la mano. En una mesita hervía un samovar enorme, y al lado ha- bía una bandeja con unas dos docenas de vasos. En otra mesa, frontera, amontonábanse los donativos: algunos pilones de azúcar, varias libras de azúcar molida, dos libras de té, un par de babuchas bordadas, un pañuelo de seda, una pieza de tela, otra de lana, etcétera. Los donativos en metálico iban casi todos a parar al cepillo del fraile. En el cuarto había concurrencia: una docena de visitantes, dos de los cuales estaban sentados junto a Semión Yakóvlevich, al otro lado de la valla; eran un viejecito de cabeza blanca, peregrino, de “la gente del pueblo”, y un frailecillo trashumante, pequeñín y flaco, que estaba sentado con mucha modestia y con la vista baja. Todos los demás visitantes estaban del lado acá de la valla; también, en su mayoría, gente del pueblo, quitando un corpulento mercader, llegado de otra ciudad del distrito, con barba, vestido a la rusa, y al que conocían por El cien mil rublos; una señora anciana, noble y arruinada, y un propietario. Todos aguardaban su turno, sin atreverse a hablar de por sí. Cuatro hombres estaban de rodillas; pero el que más llamaba la atención era el propietario, un hombre corpulento, de cuarenta y cinco años, que estaba de hinojos junto a la misma valla, más cerca que ninguno, y aguardaba con unción una mirada o una palabra de Semión Yakóvlevich. Llevaba allí cerca de una hora, y aquél seguía sin fijarse en él. Nuestras damas abriéronse paso hasta la misma valla, armando un alegre y burlón revuelo. A los que estaban de rodillas y a todos los demás visitantes los empujaban o los atropellaban, menos al propietario, que se mantuvo tercamente en su sitio, y hasta se asió con ambas manos a la valla. Las alegres y ávidamente curiosas miradas convergieron en Semión Yakóvlevich, así como impertinentes, quevedos y hasta gemelos de teatro; Líamschin, por lo menos, miraba con unos gemelos. Semión Yakóvlevich, tranquilo e indolente, los flechó a todos con sus ojillos. —Buenas vistas! ¡Buenas vistas! —dignóse decir con bronca voz de bajo y con una leve exclamación. Todos nos echamos a reír. ¿Qué querría decir eso de buenas vistas?... Pero Semión Yakóvlevich se abismó en el silencio y acabóse de comer sus papas. Finalmente, se limpió con la servilleta y le sirvieron el té. Solía tomar el té no solo, sino que se lo servían también a los visitantes; pero no a todos, siendo él mismo, por lo general, quien designaba a los afortunados. Esas disposiciones solían sorprender por lo inesperadas. Desdeñando a los ricos e importantes, solía mandar le sirviesen té a un rústico o a alguna viejecita; otras veces, desdeñando el pobreterío, se lo hacía servir a algún cebado y opulento mercader. Lo servían también de distinto modo: al uno, con azúcar; al otro, con un terroncillo nada más; y a estotro, sin azúcar. Aquella vez los agraciados fueron el frailecillo trashumante, que recibió cité con azúcar, y el viejecillo peregrino, al que se lo sirvieron sin ella. Al fornido fraile del cepillo no le dieron ningún té, y eso que hasta entonces todos los días le habían dado su vasito. —Semión Yakóvlevich, dígame alguna cosa; hace mucho tiempo que ardía en ansias de conocerlo —canturrió con tina sonrisa y guiñando un ojo aquella desenvuelta dama de nuestra calesa que había hecho antes la advertencia de que no había que andar con remilgos en punto a diversiones. Seinión Yakóvlevich no la miró siquiera. El propietario, que estaba de hinojos, suspiró ruidosa y profundamente, como si levantasen y dejasen caer grandes odres.’4 —Con azúcar! —ordenó de pronto Semión Yakóvlevich, señalando al comerciante Cien mil rublos, el cual se había adelantado y puéstose en fila con el propietario. —Con más azúcar!... —ordenó Semión Yakóvlevich, luego que ya le habían echado el vaso; le añadieron otra porción—. ¡Más, más para él! —le echaron otro poco más, y, finalmente, repitieron la operación. El comerciante sorbía en silencio su jarabe. —Señor! —murmuraron, santiguándose, los circunstantes. El propietario volvió a suspirar ruidosa y hondamente. —iPadrecito!... ¡Semión Yakóvlevich! —clamó de pronto una voz lamentosa, pero recia hasta un extremo inesperado, de la dama noble venida a menos, a la que los nuestros habían arrinconado contra la pared—. Toda una hora, padre, aguardando su bendición. Dígame algo: aconseje a esta pobre huérfana. —Pregunta —ordenó Semión Yakóvlevich al criado de facha de sacristán. Este se acercó a la valla. —,Hizo usted lo que le mandó la última vez Semión Yakóvlevich? —inquirió aquél de la viuda con voz queda y apacible. —cCómo hacerlo, padrecito, Semión Yakóvlevich? ¡Anda y hazio con ellos! —clamó la viuda—. Son unos antropófagos. Han presentado una querella contra mí, me amenazan con el Senado; así tratan a su madre...

—Dale uno! —ordenó Semión Yakóvlevich, señalando un pilón de azúcar. Acercóse el muchachito, cogió el pilón y dióselo a la viuda. —iOh, padrecito, qué bueno eres! ¿Por qué me das tanto? —gritó la pobre. —Más, más! —ordenó, en recompensa, Semión Yakóvlevich. Le llevaron otro pilón. “Más..., más!”, ordenaba el santo varón. Le llevaron un tercer pilón, y, finalmente, un cuarto. La viuda viose rodeada de azúcar por todos lados. El fraile del monasterio lanzó un suspiro: todo aquello habría podido ir a parar a su convento, como en otras ocasiones. —Pero ¿por qué me das tanto?... —dijo la viuda, confusa—. ¡Me va a hacer daño! O es acaso alguna profecía, padrecito? —Una profecía es, de seguro —afirmó alguien entre el gentío. 14 Existe alguna versión que suprime el símil. IVA. LflJ.3IAJL1ZVN1

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—jUna libra más! —ordenó Semión Yakóvlevich. Encima de la mesa quedaban todavía dos pilones enteros; pero Semión Yakóvlevich había mandado que le diesen una libra, y una libra le dieron a la viuda. —jSeñor, Señor! —suspiró y santiguóse la gente—. ¡No cabe duda: es una profecía! —Cargue en lo sucesivo su corazón de bondad y misericordia, y luego vaya a ver a sus hijos, huesos de sus huesos: he ahí lo que, por lo visto, quiere decir la alegoría —declaró el corpulento fraile del monasterio en voz queda, pero ufana, al que se habían olvidado de llevarle té, asumiendo, en un arrechucho de irritado amor propio, el papel de profeta. —Qué sabes tú de eso, padrecito! —clamó la viuda, de pronto, enfurecida—. ¿Acaso ellos no me arrastraron por la fuerza hacia el fuego cuando ardió la casa Verjischin? Una gata muerta me metieron en el cofre, que son capaces de todo lo ignominioso... —Echenla, échenla! —ordenó Semión Yakóvlevich, de pronto, con un gesto. El sacristán y el muchachito atravesaron la valla. El sacristán cogió a la viuda de un brazo, y ella, serenándose, dejóse conducir hacia la puerta, volviendo la vista a los pilones de azúcar que detrás de ella transportaba el chico. —iQuítenle uno, quítenselo! —ordenó Semión Yakóvlevich al mozo de cuerda, que estaba en pie a su lado. Aquél lanzóse sobre los que se iban, y los tres criados volvieron al poco rato cargados con uno de los pilones de azúcar que le habían sido dados y luego quitados a la viuda; ésta llevóse, sin embargo, tres. —Semión Yakóvlevich —clamó una voz allá atrás, junto a la misma puerta—. He soñado con un pájaro, un cuervo que salía volando del agua y volando se fue al fuego. ¿Qué quiere decir ese sueño? —El hielo —profirió Semión Yakóvlevich. —Semión Yakóvlevich, ¿por qué no me contesta usted nada, cuando hace tanto tiempo que me intereso por usted? —insistió nuestra amiga. —Pregúntale! —ordenó de pronto, Semión Yakóvlevich sin hacerle caso, señalando al propietario que estaba de rodillas. El fraile del convento, al que le habían mandado interrogar, acercóse lentamente al propietario. —j,Qué pecado cometió? Y no se le mandó que hiciera alguna expiación? gía. —No reñir, no irme de las manos —respondió el propietario con ener —tL cumplió? —inquirió el monje. —No puedo cumplirlo: la propia fuerza me domina. —jEchenlo, échenlo! ¡Con la escoba, con la escoba!... —-ordenó Semión Yakóvlevich manoteando. El propietario, sin aguardar el cumplimiento de la penitencia, dio un brinco y se salió del cuarto. —En su sitio ha dejado una moneda de oro —declaró el fraile, levantando del suelo medio imperial. —Para ése —ordenó Sernión Yakóvlevich señalando con el dedo al comerciante Cien mil rublos. Este no se atrevió a rehusar y se quedó con la moneda. —Oro sobre oro —no pudo menos de decir el fraile del monasterio.

—A ése, con azúcar —ordenó Semión Yakóvlevich de pronto, indicando a Mavrikii Nikoláyevich. El criado sirvió el té y se lo llevó equivocadamente al pisaverde de los lentes. —SAl largo, al largo! —rectificó Semión Yakóvlevich. Mavrikii Nikoláyevich tomó el vaso, hizo un saludo marcial y procedió a beber. No Sé por qué, todos los nuestros prorrumpieron en risas. —Mavrikii Nikoláyevich —dijo Liza, de pronto, encarándose con él—. Ese señor que estaba ahí de rodillas se fue; póngase usted en su lugar también de hinojos. Mavrikii Nikoláyevich la miró, perplejo. —Se lo ruego a usted, hágame ese gran favor. Oiga usted, Mavrikii Nikoláyevich —empezó ella de pronto, con una charla apresurada, insistente, terca, fogosa—: póngase de rodillas sin más dilación, que quiero yo ver qué tal está así. Si no se hinca de rodillas..., no se acerque a mí más. ¡Lo quiero sin más remisión, lo quiero!... No sé lo que con ello querría decir; pero exigía con insistencia, de un modo implacable, cual si fuera presa de un ataque. Mavrikii Nikoláyevich atribuía aquellos arrechuchos caprichosos que, sobre todo, le daban en los últimos tiempos, a arrebatos de un odio ciego hacia él, y no por maldad —todo lo contrario: ella lo estimaba, amaba y respetaba, y él lo sabía de sobra—, sino por cierta inconsciente aversión que por momentos la dominaba. En silencio entregó el joven la taza del té a una viejecita que estaba a sus espaldas, abrió la puertecilla de la valla, penetró, sin que nadie lo invitase, en la mitad íntima de Semión Yakóvlevich y se echó allí en medio de rodillas, a la vista de todos. Pienso que se hallaba sobradamente desconcertado en su alma delicada y sencilla por el grosero y cruel capricho de Liza en presencia de todos. Es posible que pensase que ella había de sentir vergüenza de sí misma, al ver aquella humillación suya, por lo que tanto había porfiado. Sin duda que ningún otro sino él se habría decidido a tratar de corregir a una mujer por medio tan ingenuo y comprometido. Allí estaba de rodillas, con la imperturbable gravedad de su rostro, largo, desgarbado, ridiculo Pero los nuestros no reían: lo inesperado del hecho produjo en todos una impresión morbosa. Todos volvieron los ojos a Liza. —Aceite! ¡Aceite! —murmuró Semión Yakóvlevich. Liza, de pronto, púsose pálida, lanzó un grito, profirió un ¡ay! Y se lanzó al otro lado de la valla. Allí ocurrió una escena rápida e interesante: COn todas sus fuerzas púsose ella a levantar de su postura a Mavrikii Nikolayevich, tirándole con ambas manos de un brazo. LJO FLUOR

M. DOSTOIEVSK[

LOS DEMONIOS

—Levántese, levántese! —exclamaba como loca—. ¡Levántese en seguida, en seguida! ¡Cómo se ha atrevido a hacer eso! Mavrikii Nikoláyevich levantóse del suelo. Ella cogióle con ambas manos el brazo por encima del codo, y quedósele mirando a la cara. Sus ojos reflejaban susto. —Buenas vistas, buenas vistas! ... —volvió a repetir Semión Yakóvle. vich. Llevóse, por fin, otra vez a Mavrikii Nikoláyevich al lado de acá de la valla; en toda nuestra tropa armóse un gran revuelo. Una de las señoras de nuestra calesa, queriendo, probablemente, borrar la impresión, por tercera vez, ruidosa y chillona, interrogó a Semión Yakóvlevich como antes, con afectada sonrisa: —Peto ¿qué es eso, Semión Yakóvlevich? ¿Es que no va usted a decirme nada? ¡Yo, que me había hecho tantas ilusiones...! —En. . .ti, en ti...! —dijo de pronto, encarándose con ella, Semión Yakóvlevich, profiriendo una palabra materialmente irreproducible. Profirióla furioso y con una claridad espantosa. Nuestras damas empezaron a chillar, y se fueron de allí a la carrera, en tanto los caballeros prorrumpían en homéricas carcajadas. Y así terminó nuestra excursión a casa de Semión Yakóvlevich. Y, sin embargo, dicen que allí ocurrió todavía un lance sumamente enigmático, y confieso que, pensando en él, he descrito con tanta minuciosidad nuestra excursión. Dicen que cuando toda la partida se lanzó fuera, Liza, sostenida por Mavrikii Nikoláyevich, hubo de tropezarse en la puerta, inesperadamente, en aquellas apreturas, con Nikolai Vsevolódovich. Es menester decir que, desde aquel domingo del desmayo, no obstante haberse encontrado ambos varias veces, no se habían acercado el uno al otro ni cambiado palabra. Pude ver cómo ambos se daban de manos a boca en la puerta; parecióme que los dos, por un momento, detuviéronse y quedáronse mirando el uno al otro de una manera rara. Pero yo pude haber visto mal por entre la gente. Aseguraban, por el contrario y con toda seriedad, que Liza, al ver a Nikolai Vsevolódovich, alzó rápida la mano a la altura de su cara, y seguramente lo hubiese abofeteado de no haberse apresurado aquél a retirarse. Es posible que no le hiciese a ella gracia la expresión de su rostro o alguna sonrisita suya, sobre todo hacía un momento, después del episodio con Mavrikii Nikoláycvich. Confieso que yo, por mí, no vi nada; pero, en cambio, todos los demás afirmaban haber visto, aunque, desde luego, no todos pudieron verlo en aquel revuelo, sino acaso algunos. Yo fui el único entonces en no creer lo Recuerdo, sin embargo, que Nikolai Vsevolódovich en todo el camino de regreso, iba un tanto pálido. III

Casi al mismo tiempo, y sobre todo aquel mismo día, tuvo lugar, por fin, la entrevista de Stepán Trofimovich con Varvara Petrovna, que ésta meditaba hacía tanto tiempo y con tanta anterioridad habíale anunciado a su antiguo amigo, habiéndola aplazado, sin saber por qué, hasta entonces. Se celebró en Skvoréschniki. Varvara Petrovna llegó muy preocupada a su casa del suburbio; la víspera había quedado acordado que la fiesta próxima había de celebrarse en casa de la presidenta de la nobleza. Pero Varvara Petrovna inmediatamente se dio cuenta, con su viva inteligencia, de que, después de aquella fiesta, nadie le impediría a ella dar la suya, allí en Skvoréschniki, invitando a toda la ciudad. Así podrían ver todos qué casa era la mejor y dónde se daban más arte para recibir y tenían más gusto para organizar un baile. En general, era imposible reconocerla. Parecía como si la hubiesen cambiado, y de la antigua inaccesible “alta dama” (expresión de Stepán TrofimOvich) se hubiese convertido en la mujer mundana más vulgar y aturdida. Aunque, después de todo, es posible que sólo fuese en apariencia. Al llegar a la casa vacía recorrió las habitaciones, escoltada por el fiel y viejo Aléksieyi Yegórovich y Fomuschka,’5 un hombre que había visto mucho y era un especialista en punto a decorados. Dieron principio las consultas y deliberaciones: qué muebles se habían de llevar de la casa de la ciudad; qué objetos, qué cuadros, dónde se les había de poner; el mejor modo de distribuir las plantas y las flores; dónde colocar las nuevas cortinas; dónde situar el buffet, y si debería haber uno o dos, etc., etc. Y he aquí que, en medio de las más vivas preocupaciones, hubo de ocurrírsele mandar un coche en busca de Stepán Trofimovich. Este estaba prevenido y preparado desde mucho antes, y todos los días esperaba la repentina invitación. Al montar en el coche se santiguó: se había decidido su suerte. Encontró a su amiga en el salón grande, sentada en un divancito, en la hornacina, delante de una mesita de mármol, lápiz y papel en ristre; Fomuschka estaba ocupado en medir con una arschina la altura de la tribuna y de las ventanas, mientras Varvara Petrovna iba apuntando las cifras y poniendo notas al margen. Sin interrumpir su trabajo, hízole una inclinación de cabeza a Stepán Trofimovich, y al balbucir aquél unas palabras de salutación, diole a toda prisa la mano, y, sin mirarlo, indicóle un sitio junto a ella. —Me senté, y estuve aguardando cinco minutos, “apretándome el corazón” —me contaba él después—. Veía en ella a otra mujer distinta de la que conocía hacía veinte años. La plenísima convicción de que todo había concluido me infundía fuerzas que a ella misma la sorprendieron. Juro que estaba maravillada de mi estoicismo aquella última vez. Varvara Petrovna, de pronto, dejó el lápiz encima de la mesa, y rápidamente volvióse a Stepán Trofimovich. —Stepán Trofimovich, tenemos que hablar de un asunto. Estoy segura de que usted traerá apercibidas sus palabras campanudas y hasta sus frasecitas; pero será mejor que vayamos derechos al grano, ¿no es verdad? 15 Diminutivo de Fomá: Tomás. 26U FEDOR M. DOSTOIEVSKI 261 LOS DEMONIOS

Él se crispó. Se había dado demasiada prisa en marcarle el tono. ¿Qué seguiría a aquello? —Aguarde usted, calle, déjeme decirle, que luego hablará usted, aunque verdaderamente no sé qué podrá responderme — prosiguió ella, hablando de carrerilla—. Los mil doscientos rublos de su pensión los considero yo un deber sagrado, o, mejor, un convenio, que así se ajustará más a la realidad, ¿no es eso? Si usted quiere, lo escribiremos. En caso de morir yo, están tomadas disposiciones especiales. Pero usted recibe ahora de mí, además de eso, el cuarto y la servidumbre y toda la manutención. Traduzcamos esto e” dinero...: tendremos mil quinientos rublos, ¿no es verdad? Añadiré aún, para gastos imprevistos, trescientos rublos, y tendremos tres mil. ¿Tiene usted bastante con eso al año? ¡Yo creo que no es poco! A los casos de g’” extraordinarios proveeré yo. Pues bien; tome ese dinero, envíeme a criados y váyase a vivir donde quiera, en Petersburgo, en Moscú, en el extranjero o aquí, siempre que no sea en mi casa. ¿Ha oído? —No hace mucho que, con insistencia y con la misma rapidez, oí de esos mismos labios otras exigencias —con lenta y triste claridad dijo Stepán Trofirnovich—. Yo me sometí... y bailé la danza cosaca a gusto suyo. Oui, la comparaison peut etre permise. C ‘était comme un petit cosak du Don, qui sautait sur sa propre tombe. Ahora.. —Alto, Stepán Trofimovich! ... Es usted terriblemente locuaz. Usted no bailó nada, sino que vino a yerme, con una corbata nueva, con camisa limpia y guantes, muy dado de cosmético y de perfumes. Le aseguro a usted que tenía entonces usted mismo unas ganas tremendas de casarse; lo llevaba escrito en la cara, y, créalo usted, era la suya una expresión ba ingenua. Si no se lo hice notar así entonces, fue únicamente por delicadeza. Pero usted quería, usted quería casarse, a pesar de esa vileza que usted nos atribuía en sus cartas íntimas a mí y a su novia. Ahora es otra cosa totalmente distinta. ¿Y a qué viene eso del cosak du Don saltando sobre su tumba?... No comprendo el símil. Por el contrario, no se muera usted: viva, viva todo lo más que pueda, que yo lo celebraré mucho. —cEn un asilo? —LEn un asilo? Al asilo no se va con tres mil rublos de renta. ¡Ah, ya caigo! —agregó, riendo—. Efectivamente, Piotr Stepánovich le gastó esa broma del asilo Se trata en el fondo de un asilo particular que vale la pena de tenerse en cuenta. Está destinado a las personas más honorables, y hay allí ya un coronel, y está gestionando su ingreso un general. Si se fuese usted alla con su

dinero encontraria tranquilidad satisfaccion y una servidumbre numerosa. Allí podría dedicarse a las ciencias y echar alguna partidita de preférence... —Passons. —Passons? —exclamó, ofendida, Varvara Petrovna—. Pero, en ese caso, ya está dicho todo; ya lo sabe usted: de ahora en adelante hemos de vivir completamente separados. eso es todo? ¿Todo lo que queda de veinte años de amistad? ¿Es ésta nuestra despedida irrevocable? —Usted le tiene una afición horrible a las exclamaciones, Stepín Trofimovich. Ahora ya está eso pasado de moda. Hoy la gente habla burda,, pero sencillamente. Siempre sale usted con nuestros veinte años de amistad. Veinte años de mutuo amor propio, y nada más. Ninguna de sus cartas me las escribió usted a mí, sino a la posteridad. Usted es un estilista, no un amigo, y la amistad... es sólo una palabra prestigiosa: en realidad, un mutuo verter basura... —Dios, qué palabras tan extrañas! ¡Lecciones aprendidas de memoria!... ¡También a usted le han puesto ya el uniforme! ¡También usted está alegre, también usted está al sol! Chére, chére, ¿por qué plato de lentejas ha vendido usted su libertad? —Yo no tengo por qué repetir palabras ajenas —exclamó furiosa, Varvara Petrovna—. Esté usted seguro que yo tengo mi lenguaje propio. ¿Que ha hecho usted por mí en estos veinte años? Usted me negaba hasta los libros, que yo encargaba para usted, y que, a no ser por el encuadernador, aún estarían sin abrir. ¿Qué era lo que me daba usted a leer cuando yo, los primeros años, le rogaba que me sirviese de guía? Pues Capefigue y más Capefigue. Usted tenía celos hasta de mi evolución cultural, y adoptaba sus medidas. Y, sin embargo, de usted todos se ríen. Confieso que yo siempre le tuve a usted únicamente por un crítico; usted es un crítico literario, y nada más. Aquella vez, cuando nuestro viaje a Petersburgo, yo le dije a usted que tenía intención de editar una revista y consagrarle toda mi vida, y usted, al punto, me lanzó una mirada irónica y de pronto se puso terriblemente hosco... —No fue así, no fue así... Yo temía entonces las persecuciones... —Era lo mismo, porque persecuciones en Petersburgo no podía usted tenerlas. Recuerde usted, luego en febrero, cuando se había extendido la noticia de la revista, lo asustado que vino a yerme y cómo me rogó que en el acto le diese un certificado en forma de carta de que la proyectada revista era cosa únicamente mía, que aquellos jóvenes venían a mi casa y no a la suya y que usted no era más que un preceptor probado, que vivía en mi casa porque no le pagaban sueldo. ¿Recuerda usted eso? Usted se ha distinguido en extralimitarse toda la vida, Stepán Trofimovich. —Aquél fue solamente un momento de pusilanimidad, un minuto de íntima confianza... —exclamó él amargamente—; pero, pero ¿acaso va usted a acabar con todo por impresiones tan nimias? ¿Es que no ha habido más cosas dignas de mención entre nosotros en tantos años’? —Es usted la mar de calculista; usted se empeña en hacer que yo le quede todavía obligada. Al volver usted del extranjero, me miró con altivez y no me dejó hablar una palabra, y cuando yo también viajé y le expresé a usted mis impresiones acerca de la Madona, usted no acabó de escucharme y altivamente fue y se sonrió para su corbata, cual si no pudiera yo experimentar tan sutiles sensaciones como usted. 262 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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—No fue así, probablemente no fue así... J’ai oublié. —No fue así, y, además, no tenía usted por qué ufanarse ante mí, por que hoy todo eso son absurdos y únicamente figuraciones suyas. Hoy nadie nadie se preocupa ya de la Madona, ni pierde el tiempo en esas cosas más que los viejos recalcitrantes. Es cosa probada. —,Qué es cosa probada? —La Madona para nada sirve. Este jarrón es útil, porque en él puede echarse agua: este lápiz es útil, porque con él se puede escribir, mientras que aquélla es una cara de mujer peor que todas las otras caras naturales. Pruebe usted a dibujar una manzana y póngala junto a otra de veras... cuál se quedaría usted’? Seguro que no se equivoca. Para que vea usted e lo que han venido a parar ahora todas sus teorías, en cuanto las he mirado a la primera luz del libre examen. —Eso es, eso es. —Usted sonríe irónico. Pero ¿qué me hablaba usted, por ejemplo, de l limosna? Y, sin embargo, el placer de la limosna es un placer altivo e in moral, un deleite del rico en su riqueza y poder, y en la comparación de l que él significa con lo que significa el mendigo. La limosna corrompe as al que la da como al que la recibe, y, además, no alcanza su objeto, porqu4 no hace sino aumentar la mendicidad. Los gandules, que no quieren traba jar, se agolpan en torno a los dadivosos como los “puntos” alrededor de 14 mesa de juego, con la esperanza de ganar. Y, sin embargo, los grosches d cobre que les arrojan no alcanzan ni a la centésima parte. ¿Acaso ha hechc usted muchas limosnas en su vida’? Ocho grívenes en total, acuérdese. Haga por recordar

cuánto dio usted la última vez, hará dos años, y quizá cuatrO Usted grita y no hace más que embrollar las cosas. La limosna en la sol ciedad actual debería estar prohibida por la ley. En la nueva estructura so cial no habrá pobres. —Oh, y qué dispendio de palabras ajenas! Pero ¿hemos llegado has eso de la nueva estructura de la sociedad? ¡Desdichada, Dios le ayude! —Sí, hasta eso hemos llegado, Stepán Trofimovich. Usted me ocu1tab cuidadosamente todas las nuevas ideas, que ya conoce todo el mundo, y l hacía así únicamente por el ansia de ejercer poder sobre mí. Ahora, hast esa lulia me lleva cien verstas de delantera. Pero ya empiezo yo también ver claro. Yo lo he defendido a usted, Stepán Trofimovich, cuanto he podi do. Todos a una le acusan a usted. —iBasta! —y se levantó de su asiento—. ¡Basta! Y ¿qué desearle a uS ted ya, como no sea el arrepentimiento? —Siéntese un minuto más, Stepán Trofimovich. Necesito preguntarlC todavía una cosa. Lo han invitado a usted a leer algo en una matinée litera’ ria; la cosa se ha arreglado por mi mediación. Dígame: ¿qué es lo que pie& sa leer? —Pues precisamente algo acerca de ese zar de los zares, de ese ideal de la Humanidad, de la Madona, de la Sixtina, que, según usted, no vale W que un vaso o un lápiz. —Pero ¿no va a leer nada de Historia? —exclamó Varvara Petrovna cOfl amargura—. No querrán oírle. ¡Siempre la tal Madona! Bueno; vaya un gustO de hacer dormir a la gente. Esté usted seguro, Stepán Trofimovich, que yo sólo hablo en interés suyo. Otra sería la cosa si tomase usted alguna historieta cortesana, breve, pero interesante, de la Edad Media o de la historia de España, o, mejor dicho, una anécdota, y la aderezase además con otras anécdotas y frases ingeniosas suyas. Allí había cortes brillantes, allí había hermosas damas, envenenamientos. Karmazínov dice que sería raro no encontrar algún asunto interesante en la historia de España. —Karmazínov, ese estúpido grafómano, ¡buscándome temas!... —Karmazínov, ese talento casi imperial! Usted se va demasiado de la lengua, Stepán Trofimovich. —Su tal Karmazínov es una vieja gruñona y necia. Chére, chére, hace mucho tiempo que la cambiaron de ese modo, Dios mío. —Tampoco yo ahora puedo sufrir la petulancia de el; pero hago justicia a su talento. Lo repito: le he defendido a usted con todas mis fuerzas, hasta donde me ha sido posible. Y ¿por qué mostrarse irremisiblemente ridículo y tedioso? Por el contrario, suba usted a la tribuna con una honrada sonrisa, como representante del siglo pasado, y cuente tres anécdotas, con todo el ingenio de que es capaz, como a veces sabe usted contarlas. Concedido que es un viejo, concedido que sea un hombre del siglo pasado, concedido también, finalmente, que se haya quedado muy rezagado con respecto a ellos; pero usted, con su sonrisa, lo reconocerá en el preámbulo, y todos verán que usted es un simpático, bueno, agudo vestigio del pasado... En resumidas cuentas: un hombre chapado a la antigua, pero lo bastante inteligente para ser capaz de apreciar debidamente lo monstruoso de algunas ideas que hasta aquí profesó. ¡Vaya, déme usted ese gusto, se lo ruego! —Chére, basta! No ruegue, que no puedo. Leeré lo de la Madona, pero levantaré una tormenta que acabará con todos ellos o sólo conmigo. —Seguro que con usted, Stepán Trofimovich. —Tal es mi suerte. Hablaré de la historia de aquel ruin esclavo, del lacayo hediondo y perverso que subióse a una escalera con un puñal en la mano y rasgó el divino rostro del magno ideal en nombre de la igualdad, la envidia y... la digestión. Resuenen mis anatemas, y luego, luego... —Al manicomio? —Es posible. Pero, en todo caso, resulte vencido o vencedor, esa misma noche cogeré mi zurrón, mi zurrón de mendigo; dejaré todos mis trastos, todos los obsequios de usted, todas sus pensiones y promesas de futuros beneficios y me iré por ahí, a pie, para acabar mis días de preceptor en casa de un comerciante o morirme en cualquier parte de hambre al pie de Un cercado. ¡Ya está dicho! AIea jacta est! Volvió a levantarse. —Estaba segura —dijo, levantándose y echando fuego por los ojos, Varvara Petrovna—, estaba segura ya, desde hace años, de que usted vivía FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 265

únicamente para terminar llenándonos de ignominia a mí y a mi casa con sus calumnias. ¿Qué quiere usted decir con eso de entrar como preceptor en casa de un comerciante o morirse al pie de una tapia? Maldad, calumnia, y nada más! —Usted siempre me ha despreciado; pero yo termino como un caballero fiel a mi dama, porque su opinión me fue siempre más preciada que todo. Desde este momento no aceptaré nada, y mi culto será irreprochable. —jQué estúpido es todo eso!

—Usted nunca me ha estimado. Yo puedo tener toda suerte de flaquezas. Sí, he vivido a costa de usted; hablo el lenguaje del nihilismo; pero la gorronería no fue nunca el más elevado principio de mis actos. Eso sucedió así, como quien dice, de por sí, no sé cómo... Yo siempre pensé que entre nosotros existía algo más elevado que la pitanza... Nunca, nunca he sido un miserable. Además, que ya estoy camino de corregirme. Tardíamente en camino, allá fuera, va avanzando el otoño; las brumas se extienden por los campos, una fría, gris escarcha cubre mi futuro camino, y el viento sopla de la próxima tumba!... Pero en marcha, en marcha por el nuevo sendero: Henchido de un amor puro fiel a la dulce ilusión... ¡Oh, adiós, sueños míos!... ¡Veinte años! Aiea jada est! Su rostro aparecía salpicado por las lágrimas, que de pronto le brotaran. Cogió su sombrero. —Yo no entiendo jota de latín —declaró Varvara Petrovna, conteniéndose con todas sus fuerzas. Quién sabe si también ella tendría ganas de llorar, sólo que su indignación y su capricho prevalecieron una vez más sobre su ánimo. —Sólo sé una cosa: o sea, que todo esto son chiquilladas. Nunca estará usted en condiciones de cumplir sus amenazas; es usted demasiado egoísta: A ninguna parte irá usted, a ninguna casa de comerciante, sino que termina rá usted tranquilamente en mis brazos, cobrando su pensión y recibiendo a sus amigotes estrafalarios de los martes. ¡Adiós, Stepán Trofimovich! —Aiea jada est! Hízole un profundo saludo y se volvió a su casa, todavía palpitante d emoción. El día de la fiesta había sido designado definitivamente, y von Lembke es taba cada vez más triste y preocupado. Asediaban su mente extraños y malignos presentimientos, lo que inquietaba vivamente a Julia Mijaílovna. Verdaderamente, no todo iba bien. El anterior gobernador, tan blandengues CAPÍTULO VI

PIOTR STEPÁNOVJCH SE AGITA había dejado las cosas en algún desorden; en el presente momento hacía estragos el cólera; en algunos sitios se había declarado una fuerte peste bovina; todo el verano habíanse registrado en las poblaciones y aldeas muchos incendios, y entre el pueblo cada vez arraigaba más la estúpida creencia de que habían sido intencionados. El bandidaje había aumentado el doble en relación con lo que fuera antes. Pero todo esto, naturalmente, habría sido más que habitual de no haber habido otras razones que alteraran el sosiego de que hasta allí había disfrutado el bendito de Andrei Antónovich. Lo que más chocaba a Julia Mijaílovna era que cada día se volvía más taciturno, y, cosa rara, más hipócrita. Y ¿por qué tenía que ocultarse? Verdaderamente, rara vez le hacía objeciones a ella, y casi siempre se echaba él toda la culpa. A instancias suyas, por ejemplo, había tomado dos o tres medidas sumamente arriesgadas y casi en pugna con las leyes, con la mira de robustecer la autoridad gubernativa. Hiciéronse algunos compromisos enojosos con el mismo objeto: individuos dignos, por ejemplo, de los Tribunales y de Siberia, únicamente a instancias de ella habían dejado de ser perseguidos. A algunas quejas y demandas, se había dado sistemáticamente el silencio por respuesta. Todo esto se supo después. Von Lembke, no sólo lo afirmaba todo, sino que ni siquiera discutía la medida en que su mujer había participado en el cumplimiento de sus personales deberes. En cambio, de pronto empezó a amoscarse por “verdaderas nimiedades”, llenando de asombro a Julia Mijaílovna. Sin duda, tras días de sumisión, sentía la necesidad de desquitarse con breves minutos de rebeldía. Por desdicha, Tulia Mijaílovna, no obstante toda su penetración, no podía comprender aquella noble delicadeza de un noble carácter. ¡Ay!, no llegaba a tanto; y de ahi se originaron no pocas torpezas. No me incumbe ni sabría referir algunas cosas. De los errores administrativos no me toca tampoco juzgar; es más, prescindo en absoluto de todo ese aspecto administrativo. Al dar principio a esta crónica me propuse otro objeto. Además, que para conocer muchos de los acontecimientos que ocumeron entonces en nuestro gobierno no hay más que tener un poco de paciencia y aguardar un poco. Aunque, no obstante, es imposible prescindir de ciertas explicaciones. Pero seguiré hablando de Julia Mijaílovna. La pobre señora (a mí nlC inspira mucha lástima) pudo haber conseguido lo que tanto le seducía y deslumbraba: la gloria y demás, sin necesidad de aquellos violentos y excentricos pasos a que se entregó entre nosotros desde el primer día. Pero por exceso de idealismo, o por los muchos y lamentables fiascos de su primera juventud, de pronto, por una mutación de la suerte, sintióse especialmente predestinada, creyóse poco menos que una ungida, “sobre la cual se hubiese posado una aureola”,’6 y en esa aureola se cifraba su desdicha, porque no es ningún moño que pueda cubrir toda cabeza femenina. Pero en esa Verdad es sumamente dificil hacerle creer a una mujer. Al contrario, quien 16 Literalmente: “. . una lengua” (de fuego). 266 FEDOR M. DOSTOIEVSKI está dispuesto a decir que sí, es el que triunfa, y a ella le daban la razón a porfia. La cuitada sintióse de pronto el juguete

de los más diversos influjos, al mismo tiempo que se imaginaba ser completamente original. Muchos maestros calentábanse alrededor de ella las manos y se aprovechaban de su ingenuidad en el breve plazo de su gobierno. ¡Y qué revoltijos salieron de allí so cariz de independencia! Eran de su gusto tanto los grandes terratenientes como el elemento aristocrático, así el robustecimiento del poder gubernativo como el elemento democrático, y las nuevas instituciones, y el librepensamiento, y las ideíllas sociales, y el tono severo de los salones aristocráticos, y la desenvoltura casi tabernaria de la mocedad que la rodeaba. Soñaba con “hacer felices a todos” y conciliar lo irreconciliable, mejor dicho, con unirlos a todos y a todo en la idolatría a su persona. Tenía también sus favoritos. Piotr Stepánovich, que la halagaba, entre otros, del modo más burdo, era muy de su agrado. Pero le resultaba simpático, también, por otra razón, la más extravagante y la que más caracterizaba a la pobre señora. Esperaba que él le revelase toda la conspiración política. Por trabajo que cueste admitir esto, así era. No sé por qué parecíale a ella que en el gobierno se ocultaba, irremisiblemente, una conspiración política. Piotr Stepánovich, con su silencio en unos casos y sus alusiones en otros, contribuía a afianzar en su ánimo aquella extraña idea. Se lo imaginaba en tratos con todo, es decir, con todo lo revolucionario de Rusia, y, al mismo tiempo, adicto a ella hasta la idolatría. El descubrimiento de la conspiración, la gratitud de Petersburgo, el progreso en la carrera, la eficacia del “mimo” a los jóvenes para tenerlos a raya..., todo eso bullía en su fantasioso cerebro. Porque así como había salvado, sometido a Piotr Stepánovich (de eSo estaba inquebrantablemente convencida), salvaría también a los demás. Ninguno, ninguno de ellos se perdería; ella los salvaría a todos; los encarrilaría, daría informes de ellos en ese sentido; se conduciría con miras a una suprema justicia, y hasta es posible que la historia y todo el liberalismo ruso tuviesen que bendecir su nombre; pero la conjuración, sin embargo, se descubriría. Todas las ventajas de un golpe. Pero, a pesar de todo, era preciso que siquiera por el día de la fiesta se mostrase Andrei Antónovich más alegre. No había más remedio que alegrano y tranquilizarlo. Con ese objeto envióle a Piotr Stepánovich, con la esperanza de influir sobre su melancolía con algún medio de infundir ánimos que él conociese. Puede que hasta mediante alguna confidencia, por decirlo así, de primera mano. En su habilidad tenía ella plena confianza. Piotr Stepánovich ya hacía mucho tiempo que no ponía los pies en el despacho del señor von Lembke. Penetró en él ahora en el preciso instante en que el paciente se encontraba en una disposicion especialmente adusta II Habia alli una combinacion que el señor von Lembke no acertaba a expli carse. En el distrito (el mismo que acababa de visitar Piotr Stepánovich), un subteniente había sido objeto de una reprimenda verbal de parte de su jefe LOS DEMONIOS

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inmediato. Sucedió aquello delante de toda la compañía. El subteniente era un hombre joven, recién llegado de Petersburgo, siempre taciturno y hosco, grave de aspecto, aunque al mismo tiempo bajito, gordo y coloradote. No soportó la reprimenda, y de pronto abalanzóse al superior, lanzando un inesperado chillido, que asombró a toda la compañía, y, bajando impetuosamente la cabeza, embistió contra su jefe y con todas sus fuerzas le mordió en un hombro, hasta que, por la violencia, pudieron apartarlo. No había duda que había perdido el juicio; por lo menos averiguóse que en los últimos tiempos habíase entregado a las más inesperadas rarezas. Había arrojado de su cuarto, por ejemplo, dos imágenes de la patrona, y una de ellas la había hecho pedazos con un hacha. En su habitación tenía colocadas, en sendos soportes, en forma de atriles, las obras de Vogt, Molleschott, y Büchner, y ante cada uno de los tres atriles ardía un cirio de los de las iglesias. Por la cantidad de libros que se encontraron en su casa pudo inferirse que era hombre muy leído. De haber tenido cincuenta mil francos, puede que se hubiera embarcado con rumbo a las islas Marquesas, como aquel segundón “de que con tan alegre humorismo nos habla el señor Herzen en una de sus obras”. Al detenerlo, ocupáronle en los bolsillos y en su alojamiento todo un fajo de las más desesperadas proclamas. Las proclamas en sí no querían decir nada, y, a mi juicio, no debían inspirar inquietud. ¡Como si se hubiesen visto pocas! Además, que no eran tampoco unas proclamas nuevas; otras idénticas se habían encontrado, según dijeron luego, en el gobierno de J*** y Liputin, que había estado mes y medio antes por el distrito y el gobierno vecinos, afirmaba que ya entonces había podido ver allí esas mismas hojas. Pero lo que más chocó a Andrei Antónovich fue que el administrador de la fábrica de Schpigulin había llevado a la policía, por ese mismo tiempo, dos o tres fajos de hojas exactamente iguales a las del subteniente, que habían introducido, de noche, en la fábrica. Los paquetes estaban aún sin deshacer, y ninguno de los trabajadores había podido leer las hojas. El hecho era vulgar; pero a Andrei Antónovich diole mucho que pensar. Se imaginaba el asunto en un aspecto enojosamente falso. En dicha fábrica de Schpigulin acababa de empezar entonces aquella misma “historia schpigulinesca” de que tanto hablaron entre nosotros y que con tantas variantes trascendió a la prensa de la capital. Tres semanas antes había enfermado y muerto allí un obrero del cólera asiático; luego enfermaron también otros hombres. Todos en la ciudad temieron, porque el cólera hacía ya estragos en el vecino gobierno. Observaré que en la

población habíanse adoptado medidas sanitarias satisfactorias en lo posible, para salirle al paso al no invitado huésped. Pero la fábrica de los Schpigulines, millonarIos y gentede influencia, apenas si la habían reconocido. Y he aquí que de pronto todos empezaron a clamar que en ella se encontraba la raíz y el foco de la enfermedad; que en la misma fábrica, y sobre todo en las viviendas de los obreros, reinaba tan inveterada suciedad, que si no había habido ya allí cólera, no tenía más remedio que haberlo. Inmediatamente, como es natural, 268 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

se adoptaron medidas, y Andrei Antónovich insistió enérgicamente en s inmediato cumplimiento. Estuvieron limpiando la fábrica tres semanas; los Schpigulines, no sabemos por qué, fueron y la cerraron. Uno de los L. manos Schpigulines pasaba la vida constantemente en Petersburgo, y otro, a raíz de aquellas disposiciones de la autoridad, referente a limpiez hizo un viaje a Moscú. El administrador robábales en las cuentas a los n» ranos, y, según después se averiguó, cometía descaradamente toda cias desafueros. Los trabajadores empezaron a murmurar, reclamaron las cue justas, cometieron la estupidez de acudir a la policía, por lo demás, sin boroto y sin agitarse lo más mínimo. Por aquel mismo tiempo fue cuando entregaron a Andrei Antónovich las proclamas de parte del administrad de la fábrica. Piotr Stepánovich irrumpió en el despacho sin anunciarse, como buen amigo, un íntimo; y, además, que iba con un encargo de Tulia T lovna. Al verle, Von Lembke frunció, malhumorado, el ceño, y, d detúvose junto a la mesa. Antes de llegar el visitante daba valsones por despacho, hablando a solas con B1ümer,7 un empleado de su cancillería, alemán sumamente desmañado y agrio, que se había llevado consigo de P tersburgo, no obstante la viva oposición de lulia Mijaílovna. El emplead al entrar Piotr Stepánovich, dirigióse a la puerta; pero no se fue. A P Stepánovich hasta le pareció que había cambiado una mirada significat con su jefe. —Vamos, le cogí a usted, gobernador escondido! —exclamó r Piotr Stepánovich, y dio una palmada sobre la proclama que había enc de la mesa—. Esto viene a aumentar su colección, ¿no es eso’? Andrei Antónovich se puso encarnado. Pareció contraérseie el r:. —Deje, deje eso en seguida! —exclamó temblando de cólera—. Y se atreva..., caballero... —Pero ¿qué es eso? ¿Está usted enfadado? —Permítame usted le haga notar, caballero, que no estoy dispuesto absoluto a aguantar su sansfaçon, y le ruego tenga presente... —1Ah, diablos, pues sí que está enfadado de veras! —Cállese usted, cállese usted! —dijo von Lembke, pateando la alfoi bra—. Y no tenga la osadía... Dios sabe hasta dónde habrían llegado. Ay! Es que mediaba, adem una circunstancia que ignoraban por completo Piotr Stepánovich y E:’: misma lulia Mijaílovna. El desdichado de Andrei Antónovich había llega a trastornarse hasta el punto de haber empezado los últimos días a sentir celoso de Piotr Stepánovich. A solas, sobre todo por las noches, pa unos minutos horribles. —Y yo que pensaba que cuando un hombre, dos días seguidos, hasta madrugada, se estaba leyéndole a uno una novela suya y le pedía su c nión, por lo menos, lo eximía a uno de esas fórmulas oficiales... A mí 17 El autor llama a este empleado en el transcurso de la obra, primero Blum y Blümer. Nosotros hemos adoptado siempre esta última grafia para no desorientar al k

Mijaílovna me recibe en un plan íntimo. ¿Cómo comprender? —dijo Piotr Stepánovich con alguna curiosidad, inclusive —. A propósito, aquí tiene usted su novela— y colocó encima de la mesa un voluminoso cuaderno, enrollado en forma de cilindro y cuidadosamente envuelto en un papel azul. Lembke se puso encarnado y se ablandó. —6Dónde la encontró usted? —preguntó, cautamente, con una efusión de júbilo que no podía reprimir, pero que sofrenaba con todas sus fuerzas. —Figúrese usted, como tiene forma cilíndrica, pues fue y rodó por detrás de la cómoda. Yo, por lo visto, al entrar, la arrojé torpemente encima de la cómoda. Anteayer la encontré fregando el suelo. ¡Hay que ver el trabajo que usted me ha dado! Lembke bajó severamente los ojos. —Dos noches seguidas llevo sin dormir, por usted. Anteayer encontré el manuscrito, lo retuve, me lo leí por entero; de día no tengo tiempo; por las noches. Bueno..,, pues estoy descontento; esa idea no me gusta. Además es para escupir, porque yo nunca he sido crítico. Pero.., dejarla, a pesar de todo, padrecto, no podía, aunque no me agradase. Los capítulos cuarto y quinto son. ., son..., son... ¡El diablo sabe lo que son! ¡Y qué humorismo tenía usted guardado! Reía a carcajadas. Pero ¡sabe usted cómo hacernos reír, sans que celá paraisse! Bueno; los capítulos noveno y décimo no hablan más que de amor, lo cual no es cosa mía, pero son de efecto. Por la carta de Igrénev estuve a punto de ponerme a aullar, no obstante toda la finura que usted emplea... ¿Sabe usted? El es sensible, y usted, al mismo tiempo, parece como que lo quiere presentar por el lado falso, ¿no? ¿Acerté o no? Por lo que al final se refiere, sencillamente lo hubiese golpeado. Porque, ¿a dónde va usted a parar? Esa es la eterna historia, la glorificación de la felicidad doméstica, la prole, los caudales, la buena vida. ¡Hay que ver! Al lector lo encanta usted, porque yo no podía dejar la lectura; pero eso mismo agrava su culpa. El lector es siempre estúpido, convendría que los hombres de talento lo ilustrasen, y usted... Pero basta. ¡Adiós! No vuelva

usted a enfadárseme; había venido a decirle dos palabras necesarias; pero como está usted así... Andrei Antónovich, a todo esto, había cogido su novela y guardádola bajo llave en un librero de roble y tenido ocasión, entre otras cosas, de hacerle un guiño a BiLimer para que los dejara solos. Aquél desapareció con cara larga y mustia. —No es que yo esté de ningún modo; yo, sencillamente..., todo se vuelven contrariedades —balbuceó, frunciendo el ceño, pero ya sin cólera, y sentándose junto a la mesa—. Siéntese y dígame esas dos palabras. Hacía mucho que no lo veía, Piotr Stepánovich; pero no entre usted así, tan a su manera, de repente. .; a veces tiene uno que hacer. - —Es que no tengo otra... —Lo sé, y creo que lo hace usted sin intención; pero, a veces, tiene uno sus cavilaciones... Pero siéntese usted. Piotr Stepánovich tumbóse en el diván, encogiendo las piernas. 270 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 27!

III —i,Qué cavilaciones son ésas? ¿Probablemente, serán nimiedades? —señaló con la cabeza a las proclamas—. Yo puedo traerle cuantas quiera de esas hojas; ya tuve ocasión de verlas en el gobierno de J*** —Es decir, ¿cuándo estuvo usted allá? —Claro que no había de ser estando ausente. Y hasta las había con un grabado, con un hacha arriba. Permítame usted — cogió una proclama—. Eso es, también trae el hacha; es la misma, idéntica. —Sí, un hacha. Mire usted, un hacha. —Pero ¿por qué se asusta usted del hacha? —Yo del hacha.., no me asusto; pero este asunto.., es un asunto tal, median en él circunstancias... —Cuáles? ¿Lo que le trajeron de la fábrica? ¡Je, je! Pero ¿no sabe usted que los obreros de esa fábrica no han de tardar en lanzar ellos también proclamas? —tCómo es eso? —miróle von Lembke con severidad. —Como le digo. No los pierda de vista. Es usted un hombre blando, Andrei Antónovich. Escribe usted novelas. Y aquí habría que proceder a la antigua. —,Qué quiere decir a la antigua? ¿Qué consejo me da usted? Han limpiado la fábrica; lo ordené y la han limpiado. —Pero hay un plante de obreros; se rebelan. Azótelos a todos, y asunto concluido. —,Un plante? Disparate. Yo lo mandé, y la limpiaron. —Ay, Andrei Antónovich, qué hombre tan blando es usted! —Yo, en primer lugar, no tengo nada de blando, y en segundo... —y von Lembke volvió a enfadarse. Hablaba con el joven reprimiendo su curiosidad, de que aquél fuese a comunicarle algo nuevo. —jA.. .ah, otro viejo amigo! —interrumpióle Piotr Stepánovich, fijándose en otro documento que asomaba bajo el pisapapeles, también por el estilo de una proclama, por lo visto, impresa en el extranjero, pero en verso—. Vamos, me la sé de memoria: “Personalidad luminosa”. Vamos a ver, la misma: “Personalidad luminosa” es. Soy amigo de esa personalidad desde que estaba en el extranjero. ¿Dónde la han recogido? —j,Dice usted que ya la vio en el extranjero? —apresuróse a inquirir von Lembke. —Claro que sí. Hará cuatro meses o cinco. —Pero ¡cuántas cosas ha visto usted en el extranjero! —observó von Lembke escrutadoramente. Piotr Stepánovich, sin hacerle caso, desdobló el papel y leyó en voz alta los siguientes versos: PERSONALIDAD LUMINOSA No era de estirpe insigne, creció en medio del pueblo, la venganza imperial persigulóle y el boyazo lo acoSó fiero, mas despreció toda amenaza, suplicios, la horca, impertérrito, yfue predicando a las gentes el fraterno, igualatorio y libre credo. Al dar comienzo la revuelta, se refugió en el extranjero, huyendo del verdugo del (sar, del knut, las tenazas y el tormento. Pero el pueblo, de pronto a alzarse en su duro abatimiento, desde Smolensk hasta Taschkent, aguardaba Impaciente su regreso. Lo aguardaba en masas erguido, para marchar sin titubeo, a acabar con la nobleza, a acabar con el imperio, a hacer comunes los bienes, y entregar al baldón eterno, iglesia, matrimonio y familia, el crimen del mundo viejo.

—Se la ocuparon a aquel oficial, ¿no es cierto? —inquirió Stepánovich. —Pero dígame: ¿conocía usted a ese oficial? —Claro que sí. Yo pasé allá con ellos dos días. Por fuerza ha tenido que perder el juicio.

—Es posible que no haya sido así. —Pero ¿por qué entonces hubo de morderle al jefe? —Pero permítame usted; si usted vio estos versos en el extranjero y luego aparecen aquí en poder de ese oficial... —Cómo! ¡Notable! ¡Se diría que me está usted interrogando, Andrei Antónovich! Mire usted —empezó de pronto con extraordinaria gravedad—: eso de haber visto ya esas hojas en el extranjero, a mi regreso, se lo comuniqué a quien procedía, y mis manifestaciones hubieron de parecerle satisfactorias, pues de otro modo no haría ahora con mi presencia la felicidad de esta población. Creo que mi intervención en este asunto ha terminado y a nadie estoy obligado a dar cuentas. Y no terminó porque yo fuese un delator, sino porque no podía ser de otro modo. Las personas que, enteradas del asunto, le escribieron a lulia Mijaílovna hablándole de mí, me presentaron a ella como un hombre honrado... Pero bueno; váyase todo eso al diablo; yo he venido a decirle a usted una cosa seria, y ha hecho usted bien en mandar retirarse a ese deshollinador. Se trata de un asunto importante para mí, Andrei Antónovich; tengo que hacerle una súplica extraordinaria. —,Una súplica? ¡Hum! ... Haga el favor, aguardo ya, se lo confieso, con curiosidad. Y, en términos generales, añadiré que me ha asombrado usted no poco, Piotr Stepánovich. Von Lembke estaba poseído de cierta emoción; Piotr Stepánovich se cruzó de piernas. LOS DEMONIOS

—En Petersburgo —empezó— yo me expresé con franqueza respecto a muchas casaS; pero, tocante a otras, como, por ejemplo, a éstas —señal4 con el dedo a la “Personalidad luminosa”—, guardé silencio; en primer hi gar, porqte no valía la pena hablar de ello, y, además, porque yo sólo di explicaciones acerca de lo que me preguntaron. No me gusta precipitarme. En esto vo la diferencia entre el hombre ruin y el hombre honrado al qu sencillamente se le imponen las circunstancias. Bueno, en resumen: que es es cosa secundaria. Pues bien; ahora..., ahora.., que esos imbéciles...; bue. no; ahora que esto ha salido al exterior y usted les ha echado el guante y no; los soltará..., porque usted es un hombre con vista, y en lo sucesivo no hani de despintársele, mientras esos estúpidos, entre tanto, siguen, yo..., yo..., vamos, que yo, en una palabra, he venido a verle para pedirle la salvació& de un honibre estúpido, loco, si usted quiere, pero joven, desgraciado, nombre de sus sentimientos de humanidad... No sólo en las novelas ha d, mostrarse oisted humano —con burdo sarcasmo observó, y de pronto se interrumpió, impaciente. En resumidas cuentas: que era, a ojos vistas, un hombre franco, pero torpe y antipolíticO, por exceso quizá de sentimientos generosos y delicade- za sobrada. Sobre todo, un hombre cohibido, como inmediatamente, con suma fineza, apreció von Lembke y como hacía ya tiempo que se lo imagi.] naba, sobre todo, cuando, la última semana, a solas en su despacho, principalmente por las noches, lo insultaba para sus adentros con todas sus fuer- 1 zas por sus inexplicables triunfos con Julia Mijaílovna. —i,A quién se refiere usted, y qué significa todo eso? —altivamente inquirió, esfcrzándose por ocultar su curiosidad. —Pues..., pues..., ¡diantre!... Yo no tengo la culpa de creer en usted.: Yo no tengo culpa de creerle a usted un hombre nobilísimo, y, sobre todo, de talento..., capaz de comprender..., ¡diantre!... El cuitdo, por lo visto, no acertaba a justificarse. —Usted, finalmente, comprenderá —prosiguió— que al decirle a usted su nombre se lo entrego a él mismo, porque se lo entrego, ¿no es así? ¿No es así? —Pero ¿cómo puedo yo adivinar, si usted no acaba de explicarse? —Es verdad, sí; usted Siempre me confunde con su lógica, ¡diantre!... Bueno; ¡demonio!..., esa “personalidad luminosa”, ese “estudiante”..., es Schátov... Ya lo sabe usted todo! — Schtov! Pero ¿quién es ese Schátov? —Schátov es el “estudiante” mencionado aquí. Vive en esta localidad; ha sido siervo; vaya, el que dio aquella bofetada. —Ya s, ya sé —dijo von Lembke, entornando los ojos—. Pero permítame usted: ¿de qué lo acusan, concretamente, y, sobre todo, qué es lo que usted desea4 —Pues salvarle, ya se lo he dicho; comprenda usted. Tenga en cuenta que yo hace más de ocho años que lo conozco, que era su amigo —dijo Piotr Stepárovich fuera de sí—. Bueno; yo no estoy obligado a darle a us o la mano—. ted cuenta de mi vida anterior —dijo, haciendo Un láres y medio, y Todo esto es insignificante; todos ellos juntos son tresj0 en sus sentien el extranjero no llegarán a diez, y’ sobre todo..., Yr y apreciará la mientos de humanidad, en su talento. Usted compre ,be qué, como el cosa desde su verdadero punto de vista Y no como DiO5 que ha sufrido necio sueño de un mentecato..., de un infeliz; fijese mucho, no como el diablo sabe qué tremenda política... Casi le faltaba el aliento, el hacha —con Hum! Ya veo que es el culpable de la proclaaenbargo. si está cluyÓ von Lembke, casi sublime—. Permitame usted,Sta en el gobierSolo, ¿cómo pudo difundirla por aquí y en provjncjas, no de y..., sobre todo, de dónde las sacó? tal cinco hom —Pues a pesar de todo, le digo a usted que son bres. Vamos, pongamos diez; yo qué sé. —é,No lo sabe usted?

—i,Por qué habría de saberlo, diablo? sus afiliados. —Pero usted sabía, sin embargo, que Schátov es u°f5rIdiéndose de la —Ah! —y Piotr Stepánovich agitó la mano, cono ed: voy a decirle abrumadora sagacidad de su interlocutor—. Vaya, oiga lo que se dice toda la verdad. De las proclamas no sé cosa alguna, V5 decir?... Buenada, ¡el diablo se lo lleve! ¿Comprende usted lo que aquí..., y es no; sin duda que tenemos ahí al subteniente y algún Ot pare usted de posible que también Schátov; vaya, y algún otro máS usted por Schácontar. ¡Basura y miseria!... Pero yo he venido a rogaa suya, y él los tov; es preciso salvarle, porque esos versos.., SOn suyOS0 jo; pero de las mandó imprimir en el extranjero. Ahí tiene lo que sé proclamas nada sé. proclamas. Pero —Si los versos son... suyos..., también lo serán I5 ¿qué indicios le hicieron sospechar de Schátov? de apurar la paPiotr Stepánovich, con el aire de un hombre que a5 ciencia, sacó del bolsillo un librito y de él una Cartita. aquélla encima —Aquí tiene usted los indicios —exclamó, arroja0 de la mesa. atrás, desde al Lembk desdobló la esquela; parecía escrita medio gún lugar del extranjero, y sólo contenía un par de rengJ “La personalidad luminosa no puedo imprimirla aq0 guna otra cosa; imprimidla en el extranjero.—Iv. Scháto 0ra Petrovna haLembke miró de hito en hito a Piotr Stepmnovjch, VaØ bía tenido razón al decir que tenía mirada de cordero, O todo, algunas veces. ovich— que él —Como usted ve, eso quiere decir —dijo Piotr SteP0 podía impritenía en su poder, hará medio año, estos versos; pero aL110 pedía que se mirlos. Bueno; en ninguna imprenta clandestina..,, y poíeq los imprimiesen en el extranjero... Creo que está claro, ¿‘

ji i tampoco nin 274 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 275

—Desde luego que sí. Pero ¿a quién le hacía él ese ruego? Eso es lo; que todavía no está claro —inquirió von Lembke con ladina ironía. —Pues a Kirillov, vaya. Esa carta está dirigida a Kirillov, que se halla.., ba en el extranjero... ¿No lo sabía usted? Porque ¡es una lástima que uste se finja el ignorante conmigo, cuando hace ya muchísimo tiempo que está usted enterado de estos versos y de todo! ¿Cómo vinieron a parar a su mesa? ¿Por casualidad? Y siendo así, ¿a qué vienen tantas preguntas? Convulsivamente enjugóse el sudor de su frente. —Yo es posible que supiese algo... —asintió Lembke, hábilmente—. 1 Pero ¿quién es ese Kirillov? —Pues un ingeniero forastero, que actuó de padrino de Stavroguin en su desafio; un maníaco, un loco. Su subteniente es posible que procediese como lo ha hecho en un ataque de fiebre blanca; pero ése es un loco de

remate..., de remate, se lo certifico. ¡Ay Andrei Antónovich, si supiera el Gobierno qué clase de gente es ésa, no les sentaría tanto la mano! Todos ellos son unos imbéciles. Yo he tenido ocasión de asistir en Suiza a sus Congresos. —,Es desde allí desde donde dirigen estos movimientos de acá? —Pero ¿quién los dirige? Tres hombres y medio. Mire usted, de sólo verlos, siente uno hastío. ¿Y qué movimientos son esos de acá? ¿Se refiere usted a las proclamas? Pero ¿quién interviene en ello? Un subteniente atacado de fiebre blanca y dos o tres estudiantes. Usted es hombre inteligente. Pues aquí tiene una pregunta: ¿por qué no interviene en el asunto gente más distinguida? ¿Por qué todos son estudiantes menores de veinte años? ¿Y si fueran muchos?... De seguro, un millón, un millón de sabuesos andan en su; busca y van a encontrarse ¿con qué? Pues con siete hombres. Le digo a us- 1 ted que da grima. Lembke escuchaba con atención, pero con la expresión de semblante de; quien dice: “Al ruiseñor no se le alimenta con fábulas.” —Permita usted, sin embargo; usted se ha dignado afinnar que esta carta estaba dirigida al extranjero; pero aquí no se ve dirección. ¿Por qué conoce usted que esta carta iba dirigida al señor Kirillov y, además, al extranjero, y..., y... que la escribió, efectivamente el señor Schátov? —Confronte usted esa letra con la de Schátov y se convencerá. Usted debe de tener, irremisiblemente, en su cancillería algún escrito suyo. Y, respecto a Kirillov, él mismo en aquella época me la enseñó. —Según eso, usted mismo... —Claro que sí. Yo mismo. ¡Pocas cosas me enseñaron entonces! En cuanto a esos versos, parece que ya el difunto Herzen se los dedicó a Schátov, cuando todavía vagaba por el extranjero, ya en memoria de su conocimiento, ya como elogio, recomendación, ¡diantre!... Y Schátov los difundió entre la juventud. He aquí, ¡caramba!, la opinión que de mí tiene Herzen. —STa, ta..., ta!... —por fin, lo había adivinado todo Lembke—. Ya lo pensaba yo. Las proclamas..., se comprende; pero los versos, ¿por qué? —Cómo no iba usted a comprenderlo! ¡Y el diablo sabe por qué he estado hablándole tanto! Oiga: déme usted a Schátov y que el diablo se lle ji ve a todos los demás, incluso a Kirillov, cl cual está ahora encerrado en la casa de Filíppov, donde también Schátov se esconde. Ellos me miran con antipatía por haber vuelto...; pero prométame usted a Schátov, y a todos los demás se los daré en una bandeja. Le seré útil, Andrei Antónovich. Todo ese grupo lamentable supongo se compondrá de... nueve.., o diez hombres. Yo mismo les seguiré la pista, espontáneamente. Ya conoce usted a tres: Schátov, Kirillov y el subteniente. A los demás, sólo los “he visto ; pero no tengo nada de miope. Esto es como lo del gobierno de J***; allí cogieron con proclamas a dos estudiantes, un alumno del Gimnasio, dos nobles de veinte años, un profesor y un mayor retirado, de sesenta, embrutecido por la bebida; eso ha sido todo, y crea usted que no hay más; hasta se asombraron de que fueran tan pocos. Pero necesito seis días. Yo ya he echado mis cuentas: seis días nada menos. Si quiere usted lograr algún resultado, no les toque usted en siete días y yo se los traigo a usted todos en un fajo; pero si se mueve usted antes..., se deshandó la nidada. Pero déme usted a Schátov. Tengo interés por él... Lo mejor de todo sería llamarlo en secreto, y amistosamente traerlo aquí, a este mismo despacho y someterlo a interrogatorio, después de haber descorrido ante él el velo... Seguramente se echará a sus pies y se pondrá a lloriquear. Es un hombre nervioso, desdichado. Su mujer se le escapó con Stavroguin. Trátelo con cariño y él mismo se lo dirá todo; pero hay que dejar pasar seis días... Y, sobre todo, sobre todo..., ni una palabra a lulia Mijaílovna. Es un secreto. ¿Puede usted guardar un secreto? —,Cómo? —y Lembke abrió unos ojos tamaños—. Pero ¿es que usted a lulia Mijaílovna no le... ha revelado todavía nada? —,A ella? Dios me libre. ¡Ah, Andrei Antónovich! Mire usted: yo estimo muchísimo su amistad y le profeso una gran estimación..., todo lo que usted quiera..., pero no soy un imbécil. Yo no la contradigo en nada, porque ya sabe usted que contradecirla es peligroso. Yo es posible hasta que le haya dejado entrever algo, porque esto es cosa que gusta; pero hablarle a ella como acabo de hacerlo con usted, dando nombres y todo, ¡quia, padre- cito! ¿Sabe por qué me he dirigido a usted ahora? Pues porque usted es, después de todo, un hombre, un hombre serio, con una experiencia extrañamente segura del servicio. Usted ha visto cosas. Usted todos los días tiene que entender en estos asuntos, supongo, y se los sabe de memoria, desde ios casos de Petersburgo. Pero si le dijera a ella, por ejemplo, dos nombres, en seguida los lanzaría a los cuatro vientos... Porque ella quiere asombrar desde aquí a Petersburgo. No, es demasiado fogosa. Eso es.

—Sí, tiene unos arrechuchos... —murmuró Andrei Antónovich, no sin satisfacción, lamentando horriblemente al mismo tiempo que aquel grosero se atreviese a hablar de lulia Mijaílovna con excesiva libertad. A Piotr Stepánovich parecióle que aquello era poco y que había que secundar el golpe, para acabar de halagar y rendir a “Lembke”. —Eso es, anechuchos —insistió—. Concedido que es una mujer, hasta genial, literaria; pero... a los gorriones los espanta; seis horas no sabe con276 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 277

tenerse, no digamos seis días. ¡Ay Andrei Antónovich, no le ponga usted a una mujer un plazo de seis días! Porque reconozca usted que tengo alguna 1 experiencia, vamos, en estos asuntos. Entiendo algo de ellos, y usted mismo sabe que puedo entender algo. No le pido a usted esos seis días de plazo por capricho, sino en bien de la cosa. —He oído... —Lembke no se decidió a expresar su pensamiento—. He oído que usted, al volver del extranjero, dio explicaciones a quien correspondía... en son de arrepentimiento... —Bueno; ¿y qué? —Yo, naturalmente, no tengo intención de entremeterme...; pero a mí me parecía que usted aquí, hasta ahora, hablaba completamente en otro estilo, por ejemplo, de la fe de los campesinos, de las instituciones sociales y, finalmente, del Gobierno... —No he hablado yo poco! Y sigo hablando, sólo que no procede aplicar estas ideas como esos imbéciles lo hacen; eso es todo. Vamos a ver: ¿a qué conduce eso de los mordiscos en el hombro? Usted mismo ha convenido conmigo, a las pocas palabras, que era harto prematuro. —Yo no convine en que fuera prematuro, especialmente refiriéndome a eso. —Pero usted cuelga cada palabra en un gancho. ¡Je, je! ¡Qué hombre más prudente! —observó, de pronto, Piotr Stepánovich con jovialidad—. Oiga usted, padre, no había más remedio que conocerlo a usted y por eso le he hablado en ese estilo. No sólo a usted, sino a otros muchos los calo de ese modo. Es posible que tuviera necesidad de penetrar su carácter. —tPara qué mi carácter? —Pues para lo que yo sé —volvió a reírse—. Mire usted, mi querido y estimado Andrei Antónovich: usted es listo, pero hasta “eso” no ha llegado ni llegará, ¿comprende? ¿Será posible que comprenda? Y aunque yo haya dado mis explicaciones a quien corresponde, al volver del extranjero, no me explico, verdaderamente, por qué un hombre de determinadas ideas no podría actuar en provecho de esas sus sinceras convicciones... Pero a mí nadie todavía “allí” me encargó estudiar su carácter ni traje de “allí” ningún cometido semejante. Piense usted mismo; podría yo muy bien no revelarle a usted esos dos nombres y dirigirme desde luego “allá”; es decir, “allá” donde di mis primeras explicaciones; y si me moviera el interés o cualquier idea de lucro, me saldría mejor la cuenta, porque ahora allí reservarán toda su gratitud para usted, no para mí. Yo únicamente lo hago por Schátov —añadió Piotr Stepánovich con nobleza—, solamente por Schátov, por j nuestra antigua amistad... Pero bueno; cuando coja usted la pluma para escribir “allá”, tenga para mí algún elogio, si quiere..., que no he de desmentir. ¡Je, je! Pero adieu, que llevo mucho tiempo aquí sentado y no hay que hablar tanto —añadió, no sin gracia, levantándose del diván. —Por el contrario, celebro mucho que el asunto, por decirlo así, esté definido —dijo von Lembke, levantándose también, y también con aspecto amable por lo visto bajo el influjo de las ultimas palabras— Yo acepto, agradecido, sus servicios, y esté usted seguro de que haré todo cuanto pueda para hacer resaltar su celo. —Seis días; sobre todo, seis días de plazo, y que usted en estos días no se mueva; he aquí lo que necesito. —Concedido. —Naturalmente, no voy a atarle a usted las manos, ni sabría cómo. No es posible que no realice usted investigaciones; pero no me espante usted la caza antes de tiempo: eso es cuanto me atrevo a esperar de su talento y de su experiencia. Pero debe usted de contar con sabuesos y polizontes de sobra, ¡je, je! — soltólePiotr Stepánovich, alegre y atolondrado, a fuer de joven. —No hay tal cosa —repuso Lembke, afable—. Eso es un prejuicio de la juventud, creer que tenemos tantos...

Pero, a propósito, permítame usted una palabra: si ese tal Kirillov ha sido padrino de Stavroguin, es que acaso el señor Stavroguin... —tCómo Stavroguin? —1Como son tan amigos! —Oh, no, no, no! Ahí no ha acertado usted, con toda su listeza. Y hasta me asombra usted. Porque yo pensaba que usted no carecía de informes respecto a él... ¡Hum! Stavroguin... es completamente opuesto, pero completamente... Avis au lecteur! —Pero ¡cómo! ¿Es posible? —exclamó Lembke con incredulidad—. A mí Julia Mijaílovna me había dicho que, según los informes que tenía respecto a él, de Petersburgo, había venido aquí con ciertas instrucciones... —Yo no sé nada; yo no sé nada, absolutamente nada. Adieu. Avis au lecteur! —dijo Piotr Stepánovich de pronto y con vehemencia. Corrió hacia la puerta. —Permítame usted, Piotr Stepánovich, permítame usted —exclamó Lembke —todavía una cosita y lo dejo. Sacó de uno de los cajones de su mesa un sobre. —Aquí tiene un documento de esa misma categoría; y se lo enseño a usted porque me inspira la mayor confianza. Tómelo y dígame su opinión. Dentro del sobre había una carta, una carta extraña, anónima, dirigida a Lembke y recibida el día anterior. Piotr Stepánovich, con gran contrariedad, leyó lo siguiente: “Excelentísimo señor: Porque, según su cargo, es usted tal. Por la presente le informo de un atentado contra la vida de los altos funcionarios y contra la Patria; porque directamente se va a eso. Yo mismo he estado comprometido durante muchos años. También se trata del ateísmo. Se prepara una sublevación, hay varios miles de proclamas y por cada una se levantarán cien hombres, sacando la lengua, si antes la Autoridad no toma sus medidas, porque se les han ofrecido muchas recompensas y el pueblo es estúpido, y, además, anda por medio el vodka. El pueblo, al honrar al culpable, arruina esto y lo otro, y temiendo por ambas partes se ensaña con quien se abstuvo, porque tales son mis circunstancias. Si quiere usted una denuncia ruUlvi. LJOlU11jV&j

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Incógnito.

en regla para la salvación de la Patria y también de la Iglesia y las imágenes, sólo yo puedo formularla. Pero a condición de que me han de indultar por telégrafo, la tercera sección,18 a mí solo; y los demás, allá ellos. En la ventana de la portería ponga como señal, todas las noches, a las siete, una luz. Al verla tendré confianza e iré a besar la misericordiosa mano enviada de la capital, pero con una condición: que ha asignarme una pensión, porque, de lo contrario, ¿cómo voy a vivir? No tendrá usted que arrepentirse, porque le valdrá una condecoración. Hay que proceder con tiento, porque si no, me retorcerán el pescuezo. “De vuestra Excelencia, desesperado servidor que cae a sus pies, librepensador arrepentido, los modos. —Yo me inclino a creer que se trata de un guasón anónimo, de una broma. —Es lo más probable que así sea. A usted no se la dan. —Sobre todo, porque es tan estúpida! —tY ha recibido usted otras cartitas desde que está aquí? —He recibido dos anónimas. —Y se supone que no van a venir firmadas. ¿De distinto estilo? ¿De diferente letra? —De distinto estilo y de distinta letra. cY tan graciosas como ésa? —Sí, tan graciosas, y mire usted...: muy repugnantes. —Bueno; pues si ya las ha habido, la de ahora será una de tantas. —Sobre todo, ¡es tan estúpida! Porque esa gente es instruida y de seguro que no escriben tan mal. —Claro, claro! —,Y si, efectivamente, alguien quisiera hacer una denuncia? —Es inverosímil —falló Piotr Stepánovich secamente—. ¿Qué querrá decir eso del telegrama de la sección tercera y la pensión? Es, sin duda, una broma. se lo

Von Lembke explicóle que aquella carta había aparecido el día anterior en la portería, cuando no había allí nadie. —cQué piensa usted de ella? —inquirió Piotr Stepánovich, casi de ma—Sí, sí —dijo von Lembke, abochornado. —Oiga usted: déjeme a mí eso. Seguro que doy con el autor y traigo. Antes que a los otros se lo traigo. —Tome usted —accedió von Lembke, aunque con cierto titubeo. —i,Se la ha enseñado usted a alguien? —No, ¿cómo es posible? A nadie. a Julia Mijaílovna? ¡8 Nombre con que se designaba a la policía secreta. —Ah, Dios me guarde, gracias a Dios, tampoco a ella se la he enseñado! —exclamó Lembke, asustado—. Se hubiera impresionado tanto... y se hubiera enfadado horriblemente conmigo. —Sí, usted sería el primero en sufrir las consecuencias; diría que usted se lo había merecido cuando le escribían de ese modo. Ya conocemos la lógica femenina. Pero adiós. Es posible que dentro de tres días pueda yo presentarle al autor de la carta. ¡Sobre todo, lo convenido! IV Piotr Stepánovich es posible que no fuera ningún imbécil, pero Fedka, el presidiario, había dicho muy certeramente de él que “se forjaba al hombre a su modo y luego ya vivía con esa idea”. Salió del despacho de von Lembke enteramente convencido de que cuando menos por seis días lo había tranquilizado, y ese plazo le era absolutamente preciso. Pero áquella idea suya era falsa, y se fundaba tan sólo en que se había formado de Andrei Antónovich, desde el primer momento y para siempre, el juicio de que era tonto de remate. Como todo hombre dolorosamente quisquilloso, Andrei Antónovich mostrábase siempre extraordinaria y alegremente crédulo en el primer momento de salir de la incertidumbre. El nuevo rumbo de las cosas se le presentaba al principio con un cariz bastante simpático, no obstante algunas complicaciones nuevamente sobrevenidas. Por lo menos, las antiguas dudas convirtiéronse en pavesas. Además, estaba tan cansado de los últimos días, sentíase tan mortificado y desvalido, que su alma anhelaba sosiego. Pero, ay!, que otra vez volvía a sentirse intranquilo. La larga residencia en Petersburgo había dejado en su espíritu huellas imborrables. La historia oficial y hasta secreta “de la nueva generación” le era harto conocida —era hombre curioso y coleccionaba proclamas—, pero nunca llegó a entender ni una palabra de ellas. Ahora estaba como en un bosque; con todos sus instintos presentía que en las palabras de Piotr Stepánovich se encerraba algo de todo punto monstruoso, fuera de toda forma y convenio, “aunque el diablo sabe lo que puede ocurrir con esa ‘nueva generación’, y el diablo sabe cómo resolverán ellos sus cosas!”, pensaba, sumido en imaginaciones. Pero en aquel mismo instante, como adrede, vio a su lado la cara de Blümer. Todo el tiempo de la visita de Piotr Stepánovich había estado aguardando no lejos de allí. El tal Blümer resultaba hasta pariente de Andrei Antónovich, un pariente remoto, que toda su vida habían tenido cuidadosa y temerosamente escondido. Pido perdón al lector, pero no tengo más remedio que dedicar aquí a este insignificante personaje, aunque sólo sea, algunas palabras. Blümer pertenecía a la extraña clase de alemanes “desdichados”, y en modo alguno por su falta de dotes, sino no sabemos por qué. Los alemanes “desdichados” no son ningún mito, sino que realmente existen, hasta en Rusia, y poseen un tipo especial. Andrei Antónovich sintió Siempre por él la más viva simpatía, y en todas partes donde pudo, a medida de sus adelantos en el servicio, buscábale un puestecito subalterno, deLOS OEMONIUS

280 FEDOR M. DOSTO1EVSKI pendiente de él; pero de ahí no pasaba. Tan pronto amortizaban un puesto como cambiaba el gobierno, y una vez hasta se vio emplazado con otros ante los Tribunales. Era escrupuloso, pero en demasía y sin necesidad; y con daño para él, arisco; colorado; alto; cargado de hombros; melancólico, hasta sentimental; y con toda su obsequiosidad, terco y tozudo como un buey, aunque siempre a destiempo. A Andrei Antónovich profesábale, lo mismo que su mujer y sus numerosos hijos, una adhesión antigua y uncioSa. Fuera de Andrei Antónovich, nunca nadie le mostró afecto. lulia Mijaílovna una vez lo

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despidió, pero no había podido vencer la obstinación de su marido. Fue aquél su primer disgusto de casados, y sobrevino inmediatamente a raíz de su boda, en plena luna de miel, cuando de pronto se le presentó Blümer, que hasta allí

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se había escondido, cuidadosamente de ella, con el ofensivo secreto de su parentesco. Andrei Antónovich le imploró. tendiendo los brazos, contóle con gran sentimiento toda la historia de Blümer y la amistad que los unía desde la misma infancia, pero Julia Mija na se consideró agraviada para siempre y hasta apeló a los soponcios. Lembke no cedió ni un paso y le explicó que no echaría a Blümer nada de este mundo ni lo alejaría de su lado; tanto, que ella, al final, L de asombrarse viéndose obligada a tragar a Blümer. Pero se convino, embargo, en tener oculto el parentesco, todavía más cuidadosamente q. hasta entonces, si eso era posible, y en cambiarle a Blümer el pronombre el nombre, pues también él se llamaba Andrei Antónovich; Blümer no te entonces entre nosotros ningún amigo; quitando únicamente un boticario

alemán, no hacía visita alguna, y, según costumbre, observaba una vida tr diosa y solitaria. Hacía ya mucho tiempo que le eran reconocidos también los pecadillos literarios de Andrei Antónovich. Viose, sobre todo, obl’’ a escuchar su novela en lecturas secretas a solas; se estuvo seis horas das hecho un poste, sudando, apelando a todas sus fuerzas para no dom y sonreír; al volver a su casa, lamentóse en compañía de su larga y flaca consorte de la desdichada debilidad que sentía su bienhechor por la literatu ra rusa. Andrei Antónovich miró dolorosamente a Blümer al entrar éste. —Te ruego, Blümer, que me dejes en paz —empezó con apresurada carrerilla, deseando, por lo visto, conjurar la continuación del diálogo q: con su llegada había interrumpido Piotr Stepánovich. —Y, sin embargo, esto podría arreglarse de una manera más delical sin darle publicidad; usted está asistido de todos los poderes —insistió ¡ mer respetuosa, pero tercamente, encorvándose y acercándose cada vez con menudos pasitos a Andrei Antónovich. —Blümer, tú me eres tan adicto y servicial, que siempre te miro t blando de susto. —Usted siempre dice algo agudo, y del susto de haberlo dicho se me tranquilamente, pero con ello se perjudica. —Blümer, acabo de convencerme de que eso no es de esa manera; absoluto no lo es. —j,En virtud de las palabras de ese joven falso y ViCiOSO del que usted mismo sospecha? Lo ha vencido a usted con lisonjas a su talento literario. —Blümer, tú no sabes nada; tu proyecto es estúpido, te lo digo yo. No encontraremos nada, y se armará un griterío feroz, seguido de risas, y luego, Julia Mijaílovna... —Seguramente encontraremos todo lo que buscamos —dijo Blümer, adelantándose con paso firme hasta él y llevándose al corazón la mano diestra—. Haremos un registro inopinado, por la mañana tempranito, observando toda suerte de d1icadezas con las personas y toda la severidad de formas prescrita por la ley. Esos jóvenes, Líamschin y Teliátnikov aseguran que encontraremos todo lo apetecible. Estuvieron allí no hace mucho. Por el señor Verjovenskii nadie muestra interés. La generala Stavróguina le ha retirado declaradamente su protección, y todo hombre honrado, suponiendo que los haya en esta ordinaria ciudad, hállase convencido de que allí sienipre se oculta un vivero de incredulidad y de socialismo. El guarda en su casa todos los libros prohibidos: Pensamientos, de River; todas las obras de Herzen... Yo, por si acaso, poseo un catálogo aproximado. —Oh Dios; esos libros los tiene todo el mundo; qué ingenuo eres, mm pobre Blümer’ —Y muchas proclamas —prosiguió Blümer, sin reparar en la observación—. Acabaremos por dar con la pista verdadera de estas proclamas. El joven Verjovenskii me resulta muy sospechoso. —Pero tú confundes al padre con el hijo. No se llevan bien; el hijo se burla abiertamente del padre. —Esa no es más que una máscara. —Blümer, tú has jurado atormentarme! Ten en cuenta que, a pesar de todo, es aquí un personaje principal. Ha sido profesor, es hombre conocido, alzará la voz, e inmediatamente empezarán las bromas en la ciudad y todo lo habremos echado a perder,.., y ten en cuenta, además, la que armará loha Mijaílovna... Blümer adelantóse más y no prestó oídos. —El ha sido un docent, nada más que un docent, y en cuanto al servicio, no pasa de ser asesor del colegio, retirado — diose con la mano en el pecho—; insignias no posee ninguna; lo echaron del colegio como sospechoso de maquinaciones contra el gobierno. Estuvo sujeto a vigilancia secreta, e indudablemente lo estará todavía. Y respecto a los desórdenes que se han producido ahora, usted tiene el deber indudable de obrar. Usted también, por el contrario, dejará ir la ocasión de distinguirse si se muestra indulgente con el verdadero culpable. —ilulia Mijaílovna!. ¡Vete, Blümer! —gritó de pronto, von Lembke, que había sentido la voz de su mujer en la habitación contigua. Blümer estremecióse, pero no se rindió. Permítame, permítame! —insistió, oprimiéndose todavía más fuerte el pecho con entrambas manos.

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I. 282 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

—Vete! —dijo rechinando los dientes Andrei Antónovich—. Haz lo que quieras... luego... ¡Oh, Dios mío! Alzóse la cortina y dejóse ver lulia Mijaílovna. Detúvose, magnífica, al ver a Blümer, y lanzóle una mirada altanera y agresiva, cual si la presencj3 allí de aquel hombre constituyese para ella un agravio. Blümer, en silencj0 y respetuosamente, hízole una profunda reverencia y, encorvado en fuerz del respeto dirigióse a la puerta de puntillas, algo abierto de brazos. ¿Habría interpretado, efectivamente, la última exclamación histérica de Andrei Antónovich como una franca autorización para proceder según de seaba, o sería que se excedió en aquel caso en provecho de su bienhechor firmemente convencido de que el éxito coronaría sus gestiones? Como v remos más adelante, de aquel diálogo entre superior y subalterno derivó una cosa inesperada, ridícula para muchos, que provocó un escándalo y l inspiró una rabia feroz a Tulia Mijaílovna, y acabó por desconcertar a An drei Antónovich, sumiéndole en el momento más crítico en la más deplora ble indecisión. Aquel día fue para Piotr Stepánovich muy atareado. De von Lembke - minóse a toda prisa a la calle de la Epifanía, pero al pasar por la de L ante la casa en que vivía Karmazínov, detúvose de pronto, rióse y penetr6 en ella. Le contestaron que “lo estaban aguardando”, lo que despertó su : terés, ya que no había avisado a nadie de su visita. Pero el gran escritor, efectivamente, lo aguardaba, y hasta desde el c anterior, y el otro. Hacía cuatro que le había enviado su manuscrito i (que se proponía leer en la mañana literaria del festival organizado por Mijaílovna), y lo había hecho así por pura amabilidad, plenamente cc cido de halagar la vanidad del joven dándole a conocer antes que a i. una gran obra. Piotr Stepánovich hacía ya mucho tiempo observaba aquel caballero vanidoso, infatuado, insultantemente desdeñoso para los s.. res vulgares, aquel alma “casi de estadista”, sencillamente lo halagaba, hasta con avidez. A mí me parece que el joven había acabado, finalmente, por adivinar que si no lo tenía por caudillo de todo el movimiento secreto’ revolucionario de Rusia entera, por lo menos sí lo consideraba uno de l individuos más iniciados en los secretos de la revolución rusa y con una discutible influencia sobre la juventud. La estructura mental del “ho” de más talento” de Rusia interesábale a Piotr Stepánovich; pero hasta allí por alguna razón, había rehuido toda explicación con él. El gran escritor vivía en casa de una hermana suya, casada con chambelán y propietario; ambos, tanto el marido como la mujer, se d.... - tían ante su pariente; pero al llegar éste aquella vez encontrábanse amboS, con gran sentimiento suyo, en Moscú, de suerte que el honor de recibirlol correspondióle a una anciana, una parienta remota y pobre del chambeláfl,1 que vivía en la casa y hacía ya mucho tiempo regentaba todos los a-’ domésticos. Todo el mundo en la casa andaba de puntillas desde la llegada del señor Karmazínov. La viejecilla escribía casi diariamente a Moscú, diciendo cómo había pasado la noche y lo que se había dignado comer, y una vez envió allá un telegrama con la noticia de que, después de haber comido con el alcalde de la población, se había visto obligada a tomar una cucharada de una medicina. En su cuarto sólo osaba entrar alguna que otra vez, aunque él la trataba con finura; pero, eso sí, en un tono seco y sin pasar de lo más indispensable. Cuando entró Piotr Stepánovich, estaba engullendo su chuleta de todas las mañanas con medio vasito de vino tinto. Piotr Stepánovich había estado ya antes en su casa, y siempre habíale cogido comiendo aquella chuleta matinal, que devoraba en su presencia, sin invitarlo nunca. Después de la chuleta servíanle una tacita de café. El criado que le servía a la mesa vestía de frac, calzaba unos zapatos muy suaves y silenciosos y guantes. —A. . .ah! —exclamó Karmazínov, levantándose del .diván, en tanto se enjugaba con la servilleta y con el aire de la más honda alegría, después de besarlo, costumbre característica de los rusos cuando son ya muy conocidos. Pero Piotr Stepánovich sabía ya por experiencia que cuando iba a besar a alguien limitábase a presentar la mejilla, y aquella vez hizo él lo mismo, de suerte que ambas mejillas toparon. Karmazínov, haciéndose el desentendido, volvió a sentarse en el diván, y con mucha amabilidad indicóle a Piotr Stepánovich una butaca frente a él, en la que el joven desplomóse. —Pero ¿no..., no querría usted almorzar? —preguntó el dueño de la casa, cambiando por aquella vez de costumbre, pero, naturalmente, de un modo que demostraba claramente que esperaba una respuesta cortésmente negativa. Piotr Stepánovich manifestóse en seguida dispuesto a almorzar. Una sombra de ofendida estupefacción entenebreció el rostro del dueño de la casa, pero sólo por un momento; llamó nerviosamente al criado y, no obstante toda su finura, alzó malhumorado la voz al

mandarle que llevara otro almuerzo. —Qué quiere usted: ¿chuleta o café? —informóse de nuevo. —Chuleta, y café, y vino mándele servir, que tengo un hambre desaforada —contestó Piotr Stepánovich en tanto examinaba con plácida atención el traje del anfitrión. El señor Karmazínov vestía una bata casera por el estilo de un levitón, con botones de nácar, pero que se le había quedado ya muy corta, lo que no se avenía bien con su abdomen, bastante prominente, y con el mal conformado arranque de sus piernas; pero cada cual tiene su gusto. Sobre las rodillas tenía echada una manta de lana a cuadros, que llegaba hasta el suelo, no obstante el calor que hacía en la habitación. —j,Enfermo? —preguntó Piotr Stepánovich. —No; enfermo, no; pero temo enfermar en este clima —respondió el escritor con su voz chillona, aunque suavizando cada palabra al pronunciarla y ceceando a lo señor—. Lo aguardaba desde ayer. —,Cómo es eso? Pero ¡si no le había dicho que fuese a venir! —No; pero yo le había enviado mi manuscrito. ¿Lo... leyó usted? —,Su manuscrito? ¿Qué manuscrito?

j IbL)UR M. DUSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS 285

Karmazínov mostró una sorpresa enorme. —Pero ¿nc lo trae usted? —inquietóse de pronto hasta el punto de pender la comida y quedarse mirando a Piotr Stepánovich con aire de s, —Ah! ¿Se refiere usted a ese Bonjour?...

—Merci. —Eso es. Pues me olvidé de él por completo y no lo he leído, no he tr nido tiempo. Verdaderamente no sé, en los bolsillos no lo tengo... Debo habérmelo dejado en casa, encima de la mesa. Pero no se apure usted, ya encontraré. —No; mejor será que yo envíe por él a su casa ahora mismo. F extraviarse y hasta pueden robárselo. —Pero ¿quién iba a robarlo? ¿Por qué se asusta usted de ese r.. Porque Julia Mijaílovich dice que usted siempre guarda varias copias: i. en el extranjero, en poder de un notario; otra, en Petersburgo; la tercera, Moscú, y también envía otra a una casa de banca. —Sí; pero es que Moscú puede arder, y con él mi manuscrito. No, s:._, lo mejor enviar por él en seguida. —Alto ahí, aquí está! —y Piotr Stepánovich sacóse del bolsillo tr’-—— un mazo de pliegos de cartas—. Se han an-ugado un poco. Figúrese u desde que usted me las dio las llevo aquí en este bolsillo posterior con e moquero; se me había olvidado. Karmazínoy, con avidez, echó mano a su original, repasólo cuidadosa. mente, contó las hojas, y con mucho respeto lo dejó por el momento a lado, en una mcsita especial, pero de modo que no lo perdiese un instan de vista. —Usted, por lo visto, lee poco —inquirió sin poder contenerse. —Sí, poco. —Y de literatura rusa..., ¿nada? —De literatura rusa? Permítame usted, he leído algo... A lo largo del camino..., o En el camino..., o Caminando, algo así, no recuerdo. No tengo tiempo de sobra. Siguió un sdencio. —Yo, al venir, les aseguré a todos que era usted un hombre de muchísimo talento, y ahora, al parecer, todos andan locos por usted. —Se lo agradezco —respondió Piotr Stepánovich tranquilamente. Llevaron el almuerzo. Piotr Stepánovich, con extraordinario apetito, lanzóse sobre la chuleta, engullósela en un santiamén, bebióse el vino y apuró el café. —Ese grosero —Karmazínov, pensativo, mirábale de reojo, engullendo el último bocado y apurando la última gota—, ese grosero, probablemente habrá comprend do todo lo buido de mis palabras..., y, además, habrá leído, sin duda, mi manuscrito con avidez, y eso que dice es mentira. Aunque también es posible que no mienta y que sea con toda sinceridad un imbécil. El hombre de gcnio me gusta a mí que tenga algo de estúpido. ¿Y no es él un genio entre ea gente, al que, por lo demás, puede llevarse el diablo?

Se levantó del diván y empezó a dar vueltas por la habitación de un extremo al otro, por hacer ejercicio, según costumbre suya de todos los días después de almorzar. —tYa no le queda mucho tiempo para estar aquí? —preguntó Piotr Stepánovich, desde su butaca, después de haber encendido un cigarro.

—Vine especialmente a vender una finca; y ahora dependo de mi administrador. —Creo que se vino usted acá porque allí esperaban una epidemia de cólera después de la guerra, ¿no? —No..., no, nada de eso —prosiguió el señor Karmazínov, recalcando, benévolo, sus palabras, y a cada vuelta de un rincón al otro bamboleaba, jacarandoso, el pie derecho—. Yo, efectivamente —dijo, riendo, no sin sarcasmo—, tengo intenciones de vivir lo más posible. En la nobleza rusa hay algo que se desgasta con extraordinaria rapidez en todos sentidos. Pero yo quiero desgastarme lo más tarde posible, y ahora me dispongo a marcharme al extranjero; allí el clima es mejor, y la edificación de piedra más sólida. Europa durará lo que yo me figuro. ¿Qué opina usted? —Yo no sé nada. —Hum! Si allí, efectivamente, se hunde Babilonia, su caída será más grande (en eso estoy perfectamente de acuerdo con usted, aunque pienso que durará lo que yo); en Rusia, en cambio, no hay apenas nada que pueda hundirse, relativamente. Lo que se derrumba entre nosotros no son piedras, y todo irá a diluirse en el fango. La Santa Rusia es el país que menos estabilidad ofrece de todos. El pueblo todavía sigue más o menos apegado al dios ruso; pero el dios ruso, a juzgar por los últimos datos, estaba muy ma- lito y apenas podía mantenerse ante la reforma de los campesinos; por lo menos se tambaleaba bastante. Ahí tiene usted los ferrocarriles, ahí tiene usted... Nada, que yo no creo en lo más mínimo en el dios ruso. —,Y en el europeo? —Yo no creo en ninguno. A mí me han calumniado ante la juventud rusa. Yo tomé parte siempre en todos sus movimientos. Me han enseñado estas proclamas de aquí. Las miran con perplejidad, porque todos están convencidos de su poder, aunque no lo reconozcan. Todos hace mucho tiempo cayeron, y todos saben muy bien que no tienen a qué agarrarse. Yo estoy convencido del éxito de esta propaganda secreta, porque Rusia es ahora el país del mundo por excelencia, donde puede hacerse todo lo que se quiera sin el menor obstáculo. Comprendo muy bien por qué los rusos con capital escapan todos al extranjero, en mayor número cada año. Es, sencillamente, el instinto. Cuando un barco se hunde, las ratas son las primeras en abandonarlo. La Santa Rusia es un país de madera, miserable y... peligroso; un país de mendigos vanidosos con sus altas categorías, y su inmensa mayoría vive en chozas. Se alegrará de encontrar cualquier salida, y no será menester más que indicárselo. El gobierno es el único que trata todavía de oponerse, pero esgrime su maza en las tinieblas y aporrea a los suyos. Aquí 26 FEDOR M. DOSTOILVSKI

todo está condenado. Rusia, según está, no tiene porvenir. Yo me he hecho alemán, y lo tengo a honra. —Como quiera; sin embargo usted empezó a hablar de las proclamas; dígame: ¿qué piensa de ellas? —Todo el mundo las teme; así que son poderosas. Denuncian abierta. mente el engaño y demuestran que aquí no hay a dónde agarrarse ni apo- yarse. Dicen en voz alta lo que callan todos. En ellas lo que predomina (no• obstante la forma) es ese atrevimiento, hasta ahora inaudito, de mirar cara a. cara a la verdad. Esa facultad de mirar a la verdad cara a cara es privativ solamente de la actual generación rusa. No; en Europa no son aún tan valientes; allí el imperio es de piedra; allí todavía hay en qué apoyarse. E cuanto veo, y a lo que puedo juzgar, toda la idea revolucionaria rusa se reduce a la negación del honor. A mí me gusta ver eso tan osada e intrépida. mente expresado. No; en Europa todavía no comprenden esto; pero a precisamente esto es lo que se anhela. Para el hombre ruso, el honor es L sólo una carga superflua. Y siempre fue para él una carga, a lo largo d toda su historia. Proclamando el “derecho al deshonor” es como se le po. drá atraer más pronto. Yo pertenezco a la vieja generación, y, lo confieso, aún soy partidario del honor, pero sólo por la fuerza de la costumbre. Ye; me perezco por las formas antiguas, sí, señor; pero por puro apocamiento; no hay más remedio que vivir con su siglo. De pronto se detuvo. Pero, a todo esto, me estoy habla que te habla —pensó—, y ése n’ hace más que callar y mirarme. Ha venido para que yo le haga directamentc una pregunta. Pues se la haré. —Julia Mijaílovna mc rogó que, mediante algún ardid, viera el modos de sacarle a usted qué sorpresa es esa que nos prepara para el baile de pasa- do mañana —inquirió, de pronto, Piotr Stepánovich. —Sí; efectivamente, será una sorpresa; y yo creo que causará g. asombro... —dijo Karmazínov con énfasis—; pero no se la diré a usted porque es un secreto. Piotr Stepánovich no insistió. —Aquí hay un tal Schátov —informóle el gran escritor— y, figúrese usted, no lo he visto. —Es una excelentísima persona. Pero ¿por qué lo decía? —Porque habla de no sé qué. ¿No fue él quien le dio una bofetada a Stavroguin? —Sí, él fue. —Y de Stavroguin, ¿qué piensa usted? —No sé; que es un tarambana.

Karmazínov le había tomado odio a Stavroguin porque aquél había adquirido la costumbre de no reparar nunca en él. —Ese calavera —dijo riendo—, si aquí ocurriera algo de eso que dicen las proclamas, sería el primero que colgasen de un árbol. —Es posible que antes... —dijo, de pronto, Piotr Stepánovich. —Eso es lo que procede —asintió Karmazínov, ya sin reír, y hasta con demasiada seriedad. —Usted ya dijo eso otra vez, y yo fui y se lo conté a él para que lo sepa. —Cómo que se lo contó? —y volvió a reírse Karmazínov. —El dijo que si a él lo colgaban de un árbol, a usted se contentarían con azotarlo, pero no por pura fórmula, sino fuerte, como se azota a un campesino. Piotr Stepánovich cogió el sombrero y se levantó. Karmazínov le tendió, en señal de despedida, ambas manos. —Y qué —dijo, de pronto, con voz melosa y con una entonación especial, sin soltarle las manos—; si se estuviera destinado a realizarse todo eso... que proyectan..., ¿cuándo podría ocurrir? —Yo no sé —contestóle con cierta grosería Piotr Stepánovich. Ambos se miraron de hito en hito. —;Aproximadamente! ¿Poco más o menos? —asintió, aún más animoso, Karmazínov. Para vender su finca tendrá usted tiempo, y también lo tendrá para marcharse —murmuró Piotr Stepánovich con mayor grosería aún. Ambos se miraron todavía más atentamente. Transcurrió un minuto de silencio. —A primeros de mayo próximo empezará, y para la Intercesión todo habrá concluido —dejóse decir, de pronto, Piotr Stepánovich. —Se lo agradezco sinceramente —dijo Karmazínov con voz penetrante, estrechándole las manos. “;Tendrás tiempo, rata, de huir del buque! —pensó Piotr Stepánovich al salir a la calle—. Bueno, cuando este “espíritu, casi de estadista”, se informa tan crédulamente del día y la hora, y tan respetuosamente me da las gracias por los datos recibidos, después de esto, no podemos ya dudar de nosotros (se echó a reír). ¡Hum! Pero ¡él, en el fondo, no es ningún imbécil, y... no es más que una rata que huye! ¡No nos denunciará! Y corrió por la calle de la Epifanía a casa de Filippov. VI Piotr Stepánovich pasó primero a ver a Kirillov. Aquél estaba, como de costumbre, solo, y aquella vez estaba haciendo gimnasia en medio del cuarto; es decir, que abría las piernas y agitaba de un modo especial, por encima de su cabeza, los brazos. En el suelo había una pelota. Encima de la mesa se veía el té matinal, que no se habían llevado, ya frío. Piotr Stepánovicl detúvose un minuto en el umbral. —Parece que cuida usted mucho su salud —dijo en voz alta y jovial, y penetró en el cuarto—. ¡Qué magnífica pelota, uf, y cómo bota! ¿Le sirve también para hacer gimnasia? Kirillov se puso el sobretodo. —Sí; también para cuidar la salud —murmuró secamente—. Tome

asiento. 288 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

—He venido por un minuto nada más. Pero me sentaré. La salud es salud; pero yo he venido para recordarle nuestro pacto. Se aproxima, cierto sentido”, la fecha —terminó con un giro torpe. —tQué pacto? —tCómo que qué pacto? —exclamó, de pronto, Piotr Stepánovic, hasta asustado. —No se trata de ningún pacto, ni yo me he comprometido a nada; u ted está equivocado. —Oiga usted: ¿qué piensa usted hacer? —y Piotr Stepánovich sal bruscamente del asiento. —Mi voluntad. —Cuál? —La de antes. —tCómo entender eso? ¿Quiere decir que usted sigue con sus antigu ideas? —Eso quiere decir. Pero pacto no lo hay ni ha habido, ni yo me he comprometido a nada. Entonces no hubo nada más que mi voluntad, y sól’ mi voluntad hay ahora. Kirillov se explicaba de un modo tajante y descortés. —De acuerdo, de acuerdo; haga usted su voluntad, siempre que ésta nW haya cambiado —y Piotr Stepánovich volvió a sentarse con aire satisfe. cho—. Usted se enoja por la palabra. Usted, de algún tiempo

acá se vuelto de muy mal humor; y, además, evita visitarnos. Por lo demás, estoy perfectamente convencido de que no ha cambiado. —jMe es usted muy poco simpático, pero no puedo estar enteramente seguro! Aunque no reconozco cambio ni no cambio. —Sin embargo, sepa usted —y Piotr Stepánovich volvió a alarmarse— es menester que vuelva a expresarse con sentido para no confundirse. Este asunto exige exactitud, y usted me embrolla la mar. ¿Me permite usted que hable? —Hable usted —dijo Kirillov, mirando a un extremo de la habitación. —Usted hace ya mucho tiempo que se propuso quitarse la vida... Por lo menos, esa idea tenía usted. ¿Es cierto? ¿No estoy equivocado? —Siempre tuve esa idea. —Magnífico. Fíjese en que nadie le obligaba a ello. —No faltaba más! ¡Qué tonterías dice usted! —Bueno, bueno; yo me he expresado muy estúpidamente. Sin duda que sería una estupidez obligar a eso a nadie; prosigo: usted era miembro de la sociedad cuando ésta tenía aún su organización antigua, y se confió entonces con uno de los miembros de la misma. —No me confié, sino que, sencillamente, se lo dije. —Bueno. Sería ridículo en esto “confiarse”; ¡vaya una confesión! Usted, sencillamente, se lo dijo, y muy bien. —No, no está muy bien, porque usted escudriña demasiado. Yo no estoy obligado a darle a usted cuenta de nada, ni usted puede comprender mis ensamientos. Yo quiero privarme de la vida, porque ésa es mi a, porque nO quiero aguantar el terror de la muerte; porque..., porque. ..; pero ¿que falta le hace saberlo?... ¿Qué le interesa a usted? ¿Quiere un pocO de te. gstá frío. Déjeme que le traiga otro vaso. piotr Stepánovich, efectivamente, había cogido la tetera Y buscaba un vaso limPio. Kirillov fue al aparador y le trajo un vaso limpio. _Acabo de almorzar en casa de Karmazínov —observó el huesped—. Sudando lo escuché y sudando vine hacia acá... Me moría de sed ._-Pues beba. El té frío es bueno. KirillOv volvió a sentarse, y de nuevo fijó la mirada en un rincofl. —En la sociedad se figuraron —prosiguió con el mismo tono de voz— que yo podía serles útil matándome, y que cuando ustedes hubi° hecho alguna trastada y estuviesen buscando a los autores, yo, de pr00tO podia pegarme un tiro y dejar una carta declarándome culpable de todo, de suerte que no pudiesen sospechar de ustedes en todo un año. _Aunque sólo fuese unos días; hasta un día tiene su preciO. —Bien. En se sentido me dijeron que si yo quería, aguardase Yo dije que aguardaría hasta que expirase el plazo fijado por la socieda’i, porque a mí me daba lo mismo. —Sí; pero recuerde usted que se comprometió, cuando fuese a escribir su carta de suicida, a hacerlo de acuerdo conmigo y habiendo venido a Rusia; está usted..., vamos, en una palabra, a mi disposición; claro d para esos efectos; para todo lo demás es usted, indudablemente, dueno e sus actos —añadió Piotr Stepánovich casi con amabilidad. —Yo no me comprometí; accedí, porque a mí me es igual. —Muy bien, muy bien; yo no tengo la menor intención de herir su amor propio; pero... —Aquí ya no se trata de amor propio... —Pero recuerde usted que se le dieron ciento veinte táleros para el viaje; es decir, tiene usted recibido dinero. —No hay tal cosa —clamó Kirillov, poniéndose encarnado Por eso no he recibido dinero. Eso no se paga. —Se paga a veces. —Miente usted. Yo le expliqué todo en una carta desde p0tsbg0, Y en Petersburgo le aboné a usted ciento veinte táleros, a usted, en su propia mano..., que los enviaría si no se quedó con ellos. —Bien, bien; no discuto nada; se los envié. Pero, sobre todo, sigue usted en la misma idea que antes? —En la misma. Cuando usted venga y me diga: “ahora”, en seguida lo hago... ¿Será muy pronto? —No pasarán muchos días... Pero tenga en cuenta que la cada la hemos de escribir entre los dos esa misma noche. —O de día. Usted dijo que tenía que cargar con la responsabilidad de las proclamas, ¿no? —Y de algo más.

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—Yo no voy a cargar con todo. —cPor qué no ha de cargar? —y otra vez volvió a alarmarse Piotr Stepánovich. —Eso no quiero; basta. No quiero hablar más de esto. Piotr Stepánovich se dominó y cambió de conversación. —Y pasando a otra cosa —advirtió—, ¿será usted esta noche de los nuestros? Es el día de Virguinskii, y con ese motivo nos reunirnos. —No quiero. —Hágame el favor de ir. Es preciso. Es preciso imponer por el número y por el aspecto... Usted tiene una figura...; vamos, que tiene usted una cara fatal. —tCree usted? —dijo Kirillov riendo—. Bueno; pues iré, pero no por la cara. ¿Cuándo? —Oh!, temprano: a las seis y media. Y mire usted: puede usted entrar, j sentarse y no hablar con nadie, por mucha gente que haya. Sólo que, mire usted: no olvide llevar consigo papel y lápiz. —Para qué? —j,No dice usted que todo le da igual? Se trata de un ruego particular mío. Usted no hará más que sentarse, no hablar con nadie, escuchar y de cuando en cuando, hacer como que toma notas; vamos, que dibuja usted algo en el papel. —iQué absurdo! ¿Por qué? —Pero ¿no le da a usted todo igual? Usted siempre está diciendo que le da todo igual. —No; ¿por qué? —Pues porque el miembro de la sociedad, el inspector, se ha detenido en Moscú, y yo a algunos de ellos les dije que era muy posible que el inspector nos visitara; y ellos pensarán que el inspector es usted, y como usted lleva ya aquí tres semanas, será mayor su asombro. —Farsa. Ustedes no tienen ningún inspector en Moscú. —Bueno, concedido; que el diablo se lo lleve. A usted, ¿qué se le da de eso, y por qué se le hace tan cuesta arriba? Usted es también miembro de la sociedad. —Dígales que soy el inspector; me estaré sentado en silencio, pero nada de papel ni lápiz. —Pero ¿por qué? —Porque no quiero. Piotr Stepánovich se enfureció, hasta se puso verde, pero volvió a dominarse, se levantó y cogió el sombrero. —,Está “ése” en su casa? —Sí. —Está bien. No tardaré en llevármelo, no se apure. —Yo no me apuro. No hace más que pasar las noches. La vieja está en el hospital, la nuera se murió; llevo dos días solo. Yo le he enseñado un si-

tio en el tabique, donde hay una tabla que se quita; por allí se introduce y no lo ve nadie. —No tardaré en llevármelo. —Dice que él tiene muchos sitios donde pasar la noche. —Miente; lo andan buscando, y aquí, por ahora, pasa inadvertido. ¿Es que ha hablado usted con él’? —Sí, toda la noche. Dice horrores de usted. Yo anoche le leí el Apocalipsis y le di té. Me escuchó con mucha atención, con mucha atención, toda la noche. —Ah demonio, va usted a convertirlo al cristianismo! —Ya es cristiano. Descuide usted: matará. ¿A quién quiere usted que mate? —No es para eso para lo que lo quiero, sino para otra cosa... Y Schátov, ¿conoce a Fedka? —Yo a Schátov, ni le hablo, ni le veo. —Han reñido ustedes? —No; no estamos reñidos, sino solamente que no nos hablamos. Demasiado tiempo hemos dormido juntos en Norteamérica. —Voy a pasar ahora a verlo. —Como usted quiera. —Yo, con Stavroguin, puede que también venga a la casa de usted, cuando salgamos de allá, a eso de las diez. —Vengan ustedes. —Tengo que hablar con él de algo importante... Mire usted: déme usted su pelota. ¿Para qué la quiere? Yo también hago gimnasia. Mire: se la pagaré. —Llévesela. Piotr Stepánovich se guardó la pelota en el bolsillo trasero. —Pero yo no le facilitaré nada contra Stavroguin —murmuró Kirillov mientras acompañaba a su huésped. Este lo miró asombrado, pero no le contestó. Las últimas palabras de Kirillov desconcertaron a Piotr Stepánovich extraordinariamente; no había tenido aún

tiempo de pensar en ellas; pero en la escalera, camino del cuarto de Schátov, esforzóse por modificar su nada satisfactorio aspecto, adoptando una expresión afable. Schátov estaba en casa y algo enfermo. Estaba echado en la cama, aunque vestido. —iQué fiasco! —exclamó Piotr Stepánovich desde la puerta—. ¿Seriamente enfermo? La afable expresión de su rostro había súbitamente desaparecido; algo de maligno le brillaba en los ojos. —Un poco —nerviosamente incorporóse Schátov—; enfermo no estoy; sólo un poco la cabeza... Hasta se aturrullaba; la inesperada aparición de visita semejante lo habia asustado. —Yo he venido a hablarle de un asunto que no es compatible con la enfermedad —empezó Piotr Stepánovich rápida y como imperativamente—. 292 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 293

Pennítame sentarme, y usted, vuelva a acostarse; así. Hoy, con pretexto de ser el cumpleaños de Virguinskii, nos reunimos en su casa unos cuantos de los nuestros, no habrá otros; se han tomado medidas. Yo iré con Nikolai Stavroguin. A usted, naturalmente, no he de llevarle allá a rastras, sabiendo su actual modo de pensar; es decir, con objeto de que allí no lo mortifiquen y por temor a que usted nos denuncie. Pero resulta que no tiene usted más remedio que ir. Allí encontrará usted a aquellos individuos con los cuales se ha de resolver el modo como definitivamente ha de abandonar usted la sociedad y a quién ha de entregar lo que en su poder se encuentra. Procederemos con discreción; yo me lo llevaré a usted a un rincón; habrá mucha concurrencia, y no es preciso que se enteren. Confieso que me ha costado mucho trabajo convencerlos; pero ahora, por lo visto, están todos conformes, a condición, naturalmente, de que entregue usted la imprenta y todos los papeles. Entonces podrá usted irse por cualquiera de los cuatro puntos cardinales. Schátov lo había escuchado ceñudo y malhumorado. Su sobresalto nervioso de antes había desaparecido por completo. —Yo no reconozco la obligación de darle a nadie cuentas —declaró sin ambages—. Nadie puede violentar mi voluntad. —En modo alguno. A usted se le habían confiado muchas cosas. Usted no tenía derecho a romper de buenas a primeras. Y, por último, usted nunca habló de eso con claridad, por lo que se ha colocado en una situación ambigua. —Yo, al venir acá, me expliqué con toda claridad en una carta. —No, no con claridad —rebatió Piotr Stepánovich tranquilamente—j Yo, por ejemplo, le había enviado a usted Una personalidad luminosa, para que la imprimiese aquí y guardase los ejemplares hasta que fuese preciso e su poder, y también dos proclamas. Usted contestó con una carta enigmáti’ ca, que no decía nada terminante. —Yo me negaba claramente a encargarme de la impresión. —Sí, pero no claramente. Usted escribía: “No puedo”, pero no caba por qué. Cabía pensar que no podía por causas puramente materiales No puedo no quiere decir lo mismo que no quiero. Así lo comprendieroE ellos, y dedujeron que usted, a pesar de todo, estaba conforme en continu unido a la sociedad, y, por tanto, podía seguir confiándosele cosas y, a mismo, comprometiéndose. Aquí dicen que usted, sencillamente, pretendí engañarnos, para, después de haber conseguido alguna confidencia de iportancia, denunciarnos. Yo lo defendí a usted con todas mis fuerzas, 3 mostré su contestación por escrito en dos renglones, como un docu que le favorece. Pero yo mismo he tenido que reconocer, después de de nuevo, que esas dos líneas son vagas y hacen pensar en un engaño. —Pero ¿tan cuidadosamente ha guardado usted esa carta? —i,Qué tiene de particular que la haya conservado? En casa la todavía. —Bueno; ¡al diablo! —exclamó Schátov con rabia—. Que esos imbéciles se figuren que yo iba a denunciarlos, ¡a mí qué! ¡Quisiera ver qué es lo que ustedes pueden hacerme! —Vengarse de usted y, al primer triunfo de la revolución, colgarlo! —cCuando se hayan ustedes apoderado del Poder y subyugado a Rusia? —No se ría usted. Le repito que lo he defendido. Así que, a pesar de todo, le aconsejo que no falte allí hoy. ¿A qué vienen esas inútiles palabras, inspiradas en un falso orgullo? ¿No es mejor separarse amistosamente? Porque, en todo caso, a usted le toca entregar la caja y los tipos y esos viejos papeles; también de eso hablaremos más despacio. —Iré —respondió Schátov, bajando, caviloso, la frente. Piotr Stepánovich lo contemplaba de soslayo desde su sitio. —Stavroguin irá? —inquirió de pronto Schátov alzando la cabeza. —Irá indudablemente. —Ja...,ja! Otra vez guardaron un minuto de silencio. Schátov, descortés y nervioso, reía. —Y esa ruin Personalidad luminosa que yo no quise imprimir aquí, ¿la han impreso? —La han impreso. —i,Les han hecho creer a los estudiantes que el mismo Herzen se la escribió a usted en su álbum? —El mismo Herzen. Hubo otro silencio de tres minutos. Schátov se levantó, finalmente, de la cama. —Váyase usted de aquí; no quiero estar en su Compañía.

—Me voy —asintió Piotr Stepánovich hasta con alegría, levantándose inmediatamente—. Una palabra sólo: Kirillov, por lo visto, ¿está ahora completamente solo en su departamento, sin criada? —Solo completamente. Váyase, que no puedo permanecer a solas con usted en el cuarto. ¡Vaya, tú estás muy bien! —pensó Píotr Stepánovich_. Bien estarás también esta noche; yo necesito ahora un hombre como tú, y pedirlo mejor es imposible, pedirlo mejor es imposible. ¡El propio dios ruso me ayuda! VII Probablemente tuvo mucho que hacer aquel día, con distintas gestiones, y, por lo visto, con éxito, según se traslucía en la alegre expresión de su semblante, cuando por la noche, a las seis en punto, presentóse en casa de Nikolaj Vsevolódovich Pero no lo hicieron pasar en seguida; con Nikolai Vsevolódovich acababa de encerrarse en su despacho Mavrikii NikoláyeVich Esa noticia, por un instante, preocupóle. Sentóse junto a la puerta misma del despacho, con objeto de ver salir al visitante. Oíase el rumor del diálogo, pero era imposible distinguir las palabras. La visita duró breve rato; a poco oyóse ruido, sonó una voz extraordinariamente recia y rotunda, 294 FoOR M. D0s1OIEVSKI LOS DEMONIOS 295

y después se abrió la puerta y salió Mavrikii Nikoláyevich con la cara sumamente pálida. No se fijó en Piotr Stepánovich, y rápidamente pasó de largo. Piotr Stepánovich irrumpió inmediatamente en el despacho. No puedo menos de dar cuenta detallada de la brevísima entrevista de los dos “rivales”, entrevista imposible al parecer, atendidas las circunstancias, pero que, sin embargo, celebróse. Sucedió la cosa de este modo: Nikolai Vsevolódovich estaba ensoñando en su despacho después de comer, tendido en el diván, cuando Aléksieyi Ycgórovich le anunció una visita inesperada. Al oír aquel nombre, saltó del diván y negóse a creerlo. Mas no tardó en asomar la sonrisa a sus labios, una sonrisa de altivo triunfo y, al mismo tiempo, de profundo e incrédulo asombro. Mavrikii Nikoláyevich, al entrar, pareció desconcertarse ante aquella sonrisa; por lo menos, detúvose de pronto en medio del cuarto, como indeciso: ¿seguiría adelante o se volvería? El dueño de la casa inmediatamente cambió de expresión, y, con aire de seria perplejidad, adelantóse a su encuentro. Aquél no cogió la mano que le tendían; torpemente, cogió una silla, y, sin decir palabra, sentóse antes que el dueño de la casa, sin aguardar su invitación. Nikolai Vsevolódovich sentóse de costado en su diván y, sin quitarle ojo a Mavrikii Nikoláyevich, callaba y aguardaba. —Si puede usted, cásese con Lizaveta Nikoláyevna -dijo, de pronto, Mavrikii Nikoláyevich, y eso fue lo más curioso: habría sido imposible inferir por el tono de su voz qué era aquello: súplica, recomendación, concesión u orden. Nikolai Vsevolódovich continuó callado; pero el huésped, por lo vistoj había dicho ya todo lo que había ido a decir, y lo miraba terco, aguardando su respuesta. —Si no me equivoco (aunque, por lo demás, es esto harto cierto), Liza-I yeta Nikoláyevna está ya comprometida con usted —dijo Stavroguin, final mente.

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—Comprometida —asintió Mavrikii Nikoláyevich con voz firme y clara. j

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—Han... reñido ustedes?... Y usted dispense, Mavrikii NikoláyeviCh. —No, ella me “ama y me estima”: tales son sus palabras. Sus palabra son más preciosas que todo. —De eso no hay duda. —Pero usted sabe bien que, aunque esté ella bajo el mismo yugo, e llamándola usted, nos deja a mí y a todos y se va con usted. —Bajo el mismo yugo? —Y después del yugo. —,No estará usted equivocado? —No. Por entre el constante odio que le demuestra, sincero y r resplandece a cada instante el amor..., la locura..., el más sincero y dido amor y... locura. Por el contrario, al través del amor que por mí s se trasluce el odio... más grande. Nunca hubiera podido yo antes imagina me esas metamorfosis. —Pero yo me admiro. ¿Cómo es posible, sin embargo, que venga usted a ofrecerme la mano de Lizaveta Nikoláyevna? ¿Tiene usted algún derecho para ello? O es que viene usted de parte de ella. Mavrikii Nikoláyevich frunció el ceño, y por un instante bajó la cabeza.

—Mire usted: todo eso sólo son palabras por parte de usted —dijo de pronto—, palabras vindicativas y triunfales; estoy seguro de que usted comprenderá entre líneas, y, además, ¿hay aquí margen para una vanidad mezquina? ¿No es bastante satisfacción para usted? ¿Será preciso insistir, poner los puntos sobre las íes? Pues bien; pondré los puntos sobre las íes, si tanta falta le hace a usted humillarme; derecho no tengo ninguno; que venga de parte de ella, es imposible. Lizaveta Nikoláyevna no sabe nada de esto; pero su novio ha perdido el último destello de inteligencia y resulta digno del manicomio, y por si algo faltaba, viene él mismo a contárselo a usted. En todo el mundo, sólo usted puede hacerla a ella feliz.., y sólo yo... desdichada. Usted la hace rabiar, usted la persigue, pero no sé por qué no se casa con ella. Si se trata de una disputa amorosa ocurrida en el extranjero, si es preciso sacrificarme a mí..., sacrifiquenme. Ella es muy desdichada, y yo no puedo sufrirlo. Mis palabras no son un consentimiento ni una orden, así que no pueden herirle su amor propio. Si usted quisiese ocupar mi puesto ante el altar, podría hacerlo sin ningún permiso de mi parte, y yo, sin duda, no tendría que venir a verle, insensato. Tanto más cuanto que nuestra boda, después de este paso que acabo de dar, es imposible. ¿No sería un miserable si la llevase ahora al altar? Lo que yo hago aquí y el hecho de entregársela a usted, su más irreconciliable enemigo, representan a mis ojos una bajeza tal, que yo seguramente no la soportaré. —Va usted a pegarse un tiro cuando nos echen a nosotros las bendiciones? —No, mucho después. ¿Para qué manchar de sangre su traje de boda? Pero es posible también que no me mate ni ahora ni luego. —Al hablar así se propone usted, sin duda, inquietarme. —,A usted? ¿Qué puede significar para usted una simple mancha de sangre? Se puso pálido, y los ojos le echaron fuego. Siguió un minuto de silencio. —Disculpe usted las preguntas que le hago —empezó de nuevo Stavroguin—. Alguna de ellas no tengo el menor derecho a hacérsela, pero una sí tengo pleno derecho a formulársela; dígame usted: ¿en qué datos se funda para pensar así de mis sentimientos hacia Lizaveta Nikoláyevna? Me refiero al grado de esos sentimientos, la creencia en el cual le ha permitido a usted venir hasta aquí... y aventurarse a esa proposición. —Cómo? —y hasta se estremeció un tanto Mavrikii Nikoláyevich—. Pero... ¿Acaso no ha pretendido su mano? ¿Es que no la ha pedido ni quiere pedirla? ¿No lo adivina ni lo quiere adivinar? —En general, de mis sentimientos respecto a ésa u otra mujer, no puedo hablar con tercera persona ni con nadie, fuera de esa sola mujer. Dispen se usted, hasta ese punto soy de raro. Pero, en cambio, voy a decirle a usted en todo lo demás la verdad: yo soy casado y no puedo casarme ni “pedir la mano” de ninguna mujer. Mavrikii Nikoláyevich quedóse tan estupefacto, que se echó hacia atrás en su asiento, y un rato quedóse mirando de hito en hito a Stavroguin. —Figúrese usted, yo jamás lo habría pensado —balbuceó—. Usted dijo entonces, aquella mañana, que no era casado..., y yo me creí que no lo era... Estaba horriblemente pálido; de pronto dio con todas sus fuerzas un puñetazo en la mesa. —Si usted, después de esa confesión, no deja a Lizaveta Nikoláyevna y la hace desdichada, lo mataré a usted a palos como a un perro junto a una cerca. Se levantó y salió aprisa del cuarto. Piotr Stepánovich, al entrar, halló al dueño de la casa en la más inesperada disposición de ánimo. —Ah, es usted! —dijo Stavroguin, riendo alto; parecía reírse de la sola figura de Piotr Stepánovich, que entraba con tan ansiosa curiosidad. —Estaba usted escuchando detrás de la puerta? ¡Alto! ¿A qué ha venido usted? ¿Es que yo le había prometido a usted algo?... ¡Ah, sí! Comprendo; la visita “a los nuestros”. Vamos allá. Lo celebro mucho, y nada podría habérsele ocurrido ahora más oportuno. Cogió el sombrero, y ambos salieron inmediatamente de la casa. —,Usted se reía de antemano ante la idea de ver a los “nuestros”? —observó Piotr Stepánovich con tono jovial, ya pugnando por marchar al paso con su compañero de camino, por la estrecha accra de losas, ya andando por el arroyo, metido en el barro porque su compañero no reparaba en que iba solo por en medio de la accra, sin preocuparse más de su propia persona. —Yo no me reía —contestó Stavroguin en voz alta y jovial—. Por el contrario, estoy seguro de que allí voy a encontrarme con una gente muy seria. —“Imbéciles melancólicos”, como usted tuvo a bien llamarlos en una ‘> ocasión. —No hay nada más alegre que un imbécil melancólico. —Eso lo dice usted por Mavrikii Nikoláyevich. Estoy seguro de que vino ahora a cederle la novia, ¿no? He

sido yo quien le ha inducido indirectamente a ello, ya puede usted figurárselo. Y si no la cede, nosotros mismos se la quitaremos, ¿no? Piotr Stepánovich sin duda sabía que se arriesgaba al meterse por tales senderos, pero cuando le excitaba la curiosidad, ya era preferible que SC arrojase a todo antes de permanecer en la incertidumbre. Nikolai Vsevol&’ dovich se limitó a reírse. —,Y usted pensaba todavía ayudarme? —inquirió. —Si usted me requiere. Pero mire usted: sólo hay un buen camino. —Conozco ese camino que dice. —Ah, si?, no, hasta ahora es un secreto. Pero picos stsdoe todo secreto cuesta dinero. Sé cuánto vale también —rezongó para sí Stavroguir ose reprimió y nada dijo. —Cuánto? ¿Qué ha dicho usted? —dijo Piotr StepslloL.inquieto. —Ya lo dije; pero ¡al diablo usted y su secreto? Msrs5ra me diga qué gente hay reunida en su casa. Ya sé que vamos a uresopeaños; pero ¿quién habrá allí concretamente? —Oh, pues toda clase de tipos! Hasta Kirillov vaj:. —6Todos miembros de secciones? —jQue el diablo cargue con usted, y qué aprisa vat ?eru sitodavía no hay ninguna sección organizada! —Pero ¿cómo ha podido usted distribuir tantas prodoss1 —Allá, adonde vamos, no habrá más que cuatro nsualasde sección en total. Los demás, mientras esperan, se espían entre sjqotisy me vienen luego con el cuento a mí. Todo éste es un material qusul000iso organizar y coordinar. Es gente que promete. Aunque usted isOsl redactado los estatutos, de modo que no hay que explicarle nada. —Entonces el trabajo cunde, ¿no? ¿No hay dificultues? —tQue si cunde? A más no poder. Voy a hacerIere]sque más influye en todo esto... es el uniforme. Nada hay más poderosuiueel uniforme. Yo, con toda intención, he ideado cargos e secretarios, emisarios secretos, cajeros, presidentes, registrudoses; a los camaradas les gusta eso mucho y lo aceptan muy hons.Luego viene, naturalmente, el poder del sentimentalismo. Ya sabe usledusal socialismo, entre nosotros, se difunde principalmente por el senlimetlssmo. Pero eso es lo malo, porque ahí tiene usted a esos subteniertqse muerden. Vienen después los pícaros mondos y lirondos; bueno; éstssbuena gente, a veces muy útil, pero se le lleva a uno mucho tiempo, pueolsque estarla vigilando sin descanso. Bueno; y, finalmente, el poder nislincipal —el cemento que todo lo liga—, la vergüenza de la propia opisus Üh, si viera usted qué poder es ése! ¿Y quién habrá hecho eso, quiso isdil “simpático” que se tomó el trabajo de hacer que no les quedase iO5 sola idea propia en la cabeza? A vergüenza lo tienen. —Y siendo así, ¿por qué se toma usted tantos calores? —Pero como es tan sencillo, que se abre la boca depsrsiicómO no tragárselos? Pero ¿es que usted, seriamente, no cree posible eléxito? ¡Ah, fe si hay, pero falta voluntad! Sí, precisamente con esos irdiduOs es posible el éxito. Yo le digo a usted que por mí se arrojaríanolfssgo; bastaría con decirles que no eran bastante liberales. Los imbécilestsseprochan el haber engañado aquí a todos diciéndoles que hay un C00ite central con ‘Innumerables ramificaciones”. Usted mismo me lo censcrou Vez; pero ¿qué engaño es ése? El Comité central.., somos ustedyyvlrsrsificaciofles habrá cuantas se quiera. —Pero ¿todo se ha de reducir a esa gentuza? —Es el material. También ésos sirven. —j,Y usted sigue contando conmigo? —Usted es el jefe, usted es la fuerza; yo sólo soy su segundo, su secre! tario. Nosotros, ya usted lo sabe, bogaremos en un esquife con velas de seda y remos de roble; en la popa irá una hermosa joven, Lizaveta Nikoláj yevna... o como diga, ¡diantre!, la canción... _Basta! ijO Stavroguin, echándose a reír—. No, prefiero darle consejo. Usted, ¿no es verdad?, cuenta por los dedos las fuerzas que comj ponen sus grupos. Todo se reduce a los títulos y al sentimentalismo; tod eso está bien como aglutinante, pero hay algo mejor: induzca usted a cuatr miembros de sección a matar al quinto, con el pretexto de que es un dela tor, y luego a todos, por la sangre vertida los tendrá atados en un solo ha* Con sus esclavos puede hacerlo: no se le sublevarán ni le pedirán cuentas ¡Ja, ja, ja! Pero tú.., pero tú esas palabras me las has de pagar —pensó para Piotr Stepánovich— y esta misma noche. Demasiadas cosas te has permiti do ya. Así, poco más o menos, tenía que pensar Piotr StepánoviCh. Por lo más, ya habían llegado a casa de Virguinskii. —,Usted, Sin duda, va a presentarme allí como a un miembro, llega del extranjero, en relaciones con la Internacional, como un inspector? — quirió, de pronto, StavrogUifl.

—No, nada de inspector; el inspector no lo será usted; pero usted si un miembro fundador del extranjero, que está iniciado en todos los s_7 importantes... ése es su papel. ¿Usted, sin duda, hablará? —,De dónde saca usted eso? —Ahora está obligado a hablar. Stavroguifl hasta se detuvo asombrado en medio de la calle, no un farol. Piotr Stepánovich, insolente y tranquilo, afrontó su mirada. roguin escupió y siguió adelante. _QuedamoS en que hablará usted, ¿no? _preguntóle, de pronto Piotr Stepánovich. —No, ya le he oído a usted. —Que el diablo se lo lleve! ¡Acaba usted de sugerirme una idea! —,Cuál? _inquirió Piotr Stepánovich —Pues que hablaré allí, pero luego le daré una zurra, y ya lo sabe ted..., que sé pegar. —A propósito: hace un momento le dije a KarmazíflOV, usted, que usted había dicho de él que habría que azotarlo, y no simple11 te por fórmula, 5jflO como azotan a los campesinos: fuerte. —Pero ¡si yo no he dicho tal cosa! ¡Ja, ja! —No importa. Se non é vero... —Bueno; gracias, sinceramente. —Sepa usted, además, que Karmazínov dice que, en realidad, doctrina es la negación del honor y que con el franco derecho al desb es como más fácilmente puede uno atraerse al hombre ruso.

—íExcelentes palabras! ¡Palabras de oro! —exclamó Stavroguin—. Ha dado derechamente en el clavo! El derecho al deshonor..., sí, con eso ¡los los atraeremos en seguida a todos sin faltar uno solo. Pero oiga usted, Verjovenskii: ¿no será usted de la alta Policía? —Quien discurre esas preguntas no las hace. —Comprendo, pero es que estamos entre nosotros. —No, hasta ahora no soy de la alta Policía. Basta; hemos llegado. compóngase la fisonomía, Stavroguin; yo siempre lo hago cuando me reúno con ellos. Todo se reduce a poner mal gesto; no hace falta más; es cosa facilísima. CAPÍTULO VII

ENTRE LOS NUESTROS Virguinskii vivía en casa propia, es decir, de su mujer, en la calle de la Hormiga. Era una casa de madera, de un solo piso, y no había en ella más inquilinos. Con pretexto de ser el cumpleaños del, dueño de la casa, habían- se reunido allí quince invitados; pero aquella velada en modo alguno parecíase a las habituales veladas con que se celebran los cumpleaños en provincias. Desde el principio de su estancia allí, los esposos Virguinskii habían convenido entre sí, de una vez para siempre, que invitar amigos al cumpleaños era una estupidez consumada y “que no había motivo alguno para alegrarse”. Algunos años lograban rehuir por completo a la gente. El, aunque hombre de aptitudes y muy lejos de ser “un pobre hombre”, parecía, sin embargo, algo estrafalario: gustaba de la soledad y, además, hablaba “con arrogancia”. La misma madame Virguinskaya, que ejercía la profesión de comadrona, ya por ese solo hecho se encontraba más bajo que nadie en la escala social: hasta más bajo que la mujer de un pop, no obstante el cargo oficial de su marido. Aunque, de su profesión no se le advertían huellas. Pero desde sus estupidísímas e imperdonablemente francas relaciones con un picarón, con el capitán Lebíadkin, hasta la más tolerante de nuestras Señoras volvióle la espalda con significativo desdén. Pero madame Virguunskaya tomó aquello como si le hubiera sido necesario: Es de notar que aquellas severas señoras, cuando se encontraban en estado interesante, ding anse a Arma Projórovna’9 (es decir, a la Virguinskaya), prescindiendo de las Otras tres comadronas que había en la ciudad. Mandaban llamarla incluSo los propietarios del distrito...; hasta ese extremo tenía fe todo el mundo en su ciencia suerte y habilidad en los lances decisivos. Paró la cosa en que hubo de limitarse a actuar en las casas ricas exclusivamente; le gustaba el dinero con pasión. Comprendiendo muy bien su poder, acabó por no 19 Irene, hija de Projor.

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mente, supongo, por la rapidez de su conformidad. Acudieron, flaturalm te, por generoso bochorno, para que no dijeran luego que no se habían atre. vido a ir; pero, no obstante, Piotr Verjovenskii estaba obligado a aprecj* noble hazaña y, por lo menos, a contarles en recompensa alguna anécd principal. Pero Verjovenskii no tenía el menor deseo de satisfacer su leg ma curiosidad, y no les refirió nada superfluo. En general, los trataba severidad notable, y hasta con desdén. Aquello acabó de irritarlos y miembro Schigálev ya había incitado a los demás a “pedirle cuentas”; pe naturalmente, no ahora, en casa de Virguinskii, donde se habían reunj muchos individuos secundarios. A propósito de estos individuos secundarios, tengo también la de que altos miembros del primer quinquevirato sospechaban aquella n que en el número de los huéspedes de Virguinskii había miembros de pos para ellos desconocidos, también fundados en la ciudad, según la ma organización secreta y también por Verjovenskii; así que, en resumj cuentas, todos los allí congregados sospechaban los unos de los otr adoptaban mutuamente altivas actitudes, lo que infundía a toda la reu un aire desconcertante y hasta, en parte, novelesco. Por lo demás, había también individuos por encima de toda suspicacia. Así, por ejemplo, un yor, pariente próximo de Virguinskii, un hombre de todo punto inocente que ni siquiera habían invitado, pero que había ido al cumpleaños espo neamente y no había sido posible echarlo. Pero el dueño de la casa est sin embargo, tranquilo, porque el mayor “no podría nunca delatar”; por no obstante toda su estupidez, toda la vida había gustado de meterse don quiera se reunían los liberales más extremados. No tomaba parte en n pero le gustaba escuchar. Por si eso fuera poco, estaba también compro tido; ocurría que, por su mano, siendo él joven, habían pasado paquetes teros de La Campana, y proclamas, y aunque ya no se atrevía ni a hojear ni a repartirlas, habría considerado el negarse a esto último como una vil rematada; y hay en Rusia muchos individuos así, hoy mismo. Los de invitados, o representaban el tipo del noble amor propio humillado hasta bilis o el del primer noble arranque de la fogosa juventud. Eran de este n mero dos o tres profesores, uno de ellos cojo, ya de unos cuarenta y cin4 años, que daba clase en un colegio, hombre muy rabiosillo y notablemei4 vanidoso, y dos o tres oficiales. De los últimos, un artillerito muy joveñ que sólo hacía unos días había llegado, procedente de un establecimíenø militar de enseñanza; un chico silencioso que aún no había tenido tiem de hacer amistades, y que se encontraba de pronto ahora en casa de Vfrguinskii, lápiz en ristre, y sin tomar parte apenas en la discusión, hacía 4 cada momento anotaciones en su cuadernito. Todos veían aquello, pero rió sé por qué esforzábanse por aparentar que no lo advertían. Había también allí un colegial gandul que, de acuerdo con Líamschin, introdujo aquel li’ brito de fotografias obscenas en el saco de la vendedora de marras; un mO cetón robusto, de modales desenvueltos, pero al mismo tiempo recelosO con una sonrisa inmutablemente halagüeña, y al par, el plácido aspecto de la perfección triunfante encerrada en sí misma. Había ido allí también nO e explico para qué, el hijo de nuestro alcalde, el mismo chico repulsivo, renlatamdlitc aviejado, y del que ya hice mención al contar la historia de a tenientma Toda la noche permaneció callado. Y, finalmente, para terminar un colegial, muy fogoso y apasionado, de dieciocho años, que estaba sentado con el sombrío aspecto de un joven herido en su dignidad y que sufría a ojos vistas por culpa de sus dieciocho años. Aquel mocoso era ya jefe je una partida independiente de conspiradores, reclutada entre los alumOS de la clase superior del colegio, según, con el consiguiente asombro, púsose después en claro. No he mentado a Schátov. Estaba allí, en el pico trasero de la mesa, con su silla algo apartada de la fila de las demás y fija en el suelo la vista, callaba lúgubremente; no había querido probar el té ni el pan, y ni por un momento había soltado de la mano su gorra, cual si de ese modo quisiera demostrar que no era un invitado, sino que había ido allí a un asunto, y cuando se le antojase, se levantaría y se iría. No lejos de él estaba Kirillov, también muy callado, pero sin mirar al suelo, sino que, por el contrario, examinaba tercamente a cada uno de los que hablaban con su inmóvil mirada sin brillo y lo escuchaba todo sin la menor emoción ni extrañeza. Algunos de los invitados, que no lo habían visto nunca, le lanzaban miradas preocupadas y furtivas. Ignórase si estaría enterada madame Virguinskaya de la existencia del quinquevirato. Supongo que lo sabía todo, y precisamente por su marido. La estudiante, indudablemente, no tomaba tampoco parte en nada, pero tenía sus preocupaciones personales: pensaba permanecer allí un día o dos a lo sumo, y luego continuar viajando por todas las ciudades en que hubiera Universidad para “denunciar los sufrimientos de los pobres estudiantes e inducirles a la protesta”. Llevaba consigo algunos centenares de ejemplares de un llamamiento litografiado, y, al parecer, obra suya. Es de notar que el colegial había sentido odio hacia ella desde el primer instante; pero un odio asesino, no obstante ser la primera vez que la veía, y que a ella le había pasado otro tanto con él. El mayor resultaba ser tío suyo, y aquel día volvía a verla después de diez años. Al entrar Stavroguin y Verjovenskii tenía coloradas las mejillas como amapolas. Acababa de tener con su tío una discusión por sus ideas sobre la cuestión femenina. II Verjovcnskii, con notable indolencia, dejóse caer en una silla a la cabecera de la mesa, casi sin saludar a nadie. Tenía un aire malhumorado y hasta arrogante. Stavroguin hizo un cortés saludo; pero, no obstante estar todos aguardándole, todos, como si obedeciesen una orden, afectaron apenas reparar en ellos. La dueña de la casa encaróse, severa, con Stavroguin, no bien hubo éste tomado asiento. —Stavroguin, ¿quiere usted té? —Démelo —respondió aquél. —Té para Stavroguin —ordenó a la echadora—. Y usted, ¿quiere? —esto ya a Verjovenskii. 304 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

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—Déme, claro que sí; ¿quién les pregunta esto a unos invitados? Pc1 démelo con leche, porque en su casa dan una basura infame en vez de té, eso que hoy celebra un cumpleaños. —Pero cómo, ¿también usted acepta esas fiestas —dijo la estudiani de pronto, riendo—. Ahora mismo estaba hablando de eso. —Antigualla —refunfuñó el colegial desde el otro pico de la mesa. —,Qué es una antigualla? Hollar los prejuicio, por inocentes qu sean, no es ninguna antigualla, sino, por el contrario, para vergüenza de t dos, es todavía una cosa nueva —en un momento saltó li estudiante, echándo se hacia delante en su silla—. Además, que no hay prejuicios inocente, —añadió con acritud. —Yo sólo quise decir —replicó el colegial con ma agitación horribl4 —que los prejuicios, aunque sean, sin duda, cosa viej y se les deba supr mir, respecto a los cumpleaños, todos saben ya que sor una estupidez y un antigualla, que hablar de ello es perder un tiempo prelioso, ya que sin es todo el mundo pierde, y que se podría emplear el ngenio en algo más útil... —Mucho divaga; nada entiende —exclamó la estuliante. —A mí me parece que cada cual tiene derecho a iacer uso de la palabra, y si yo quiero expresar mi opinión como cualquiei otro... —Nadie le privará del derecho a hacer uso de la pilabra —animóle, tajante, la dueña de la casa—; únicamente se le invita a o mascullar las frases de ese modo, porque nadie le entiende. —Pero permítame usted observar que me está fatando a la conside- ración; si yo no acabo de expresar mi pensamiento, noes porque no lo tenga, sino al contrario, por la misma abundancia de ellot.. —rezongó el colegial, poco menos que desesperado, y se embrolló defitivamente —Si no sabe usted hablar, cállese —gritó la dueñade la casa. El colegial saltó de su silla. —Sólo quería decir —exclamó todo encendido deochorno y mirando tímidamente en torno suyo —que usted sólo se propuía lucir su talento, porque ha venido el señor Stavroguin... Eso es. —Esa idea es puerca e inmoral, y está demostranlo toda la insignificancia de su educación. Le ruego no vuelva a dirigine la palabra —intimóle la joven con dureza. —Stavroguin —empezó la dueña de la casa—, ants de usted llegar estaban discutiendo aquí acerca de los derechos de la fanlia. Mire ese oficial —señaló a su pariente, el mayor—. Claro que no voy fastidiarlo con semejante disparate, que hace mucho tiempo está resudo. Pero ¿de dónde han podido tomar el derecho y los deberes de la familin el sentido de ese prejuicio con que ahora se los imaginan? Ese es el prblema. ¿Cuál es su opinión? —cQue de dónde han podido tomarlo? —interpeló. su vez Stavroguin. —Es decir, nosotros sabemos, por ejemplo, que el prejuicio de Dios se deriva del trueno y el relámpago —interrumpió, de pnto, la estudiante, casi sin quitarle ojo a Stavroguin—. Es harto sabido que la Humanidad primitiva, asustada ante el trueno y el relámpago, deificó al enemigo invisible, sintiéndose ante él débil. Pero ¿de dónde procede el prejuicio de la familia? ¿De dónde han podido sacar a la misma familia? —Eso no es enteramente lo mismo... —quiso hacer observar la dueña de la casa. —Supongo que la respuesta a esa contestación resultaría indecente —observo Stavroguin. —,Cómo es eso? —dijo, echándose hacia delante, la estudiante. Pero en el grupo de los profesores oyéronse risas, que inmediatamente corearon, desde otro pico de la mesa, Líamschin y el colegial, y después una franca carcajada el mayor. —Debía usted escribir un vodevil —díjole la dueña de la casa a StavrogUin. —Eso no redunda en honor suyo, no sé cómo se llama —falló, con enérgico disgusto, la estudiante. —Pero tú no ahondes tanto —espetóle el mayor—. Eres una señorita; debes conducirte con modestia, y parece que estás sentada en una aguja. —Haga el favor de callar y no dirigirse a mí familiarmente con esos burdos símiles. Yo es ésta la primera vez que lo veo, y no quiero saber nada de su parentesco. —Pero ¡si yo soy tu tío, si te he tenido en mis brazos de niña! —,Qué tengo yo que ver con que me haya llevado en los brazos? Yo no le pedía a usted que me llevara, sino que, por lo visto, aquello a usted, señor oficial descortés, le proporcionaba una satisfacción. Y permítame usted hacerle observar que usted no osará hablarme de “tú” más que al modo ciudadano, y que, de una vez para siempre, se lo prohíbo. —jTodas son así! —dijo el mayor, dando un puñetazo sobre la mesa; y dirigiéndose a Stavroguin, que estaba sentado frente a él—: No; permítame usted: yo soy un liberal, y le tengo cariño a mi época, y me gusta oír discusiones con talento; pero le prevengo..., de hombre. De las mujeres, de éstas de ahora, abomino... ¡No, ése es mi flaco! No te retuerzas de ese modo —gritóle a la estudiante, que se revolvía en la silla—. Yo también pido la palabra; estoy ofendido.

—Usted no hace más que estorbar a los otros; usted no sabe decir nada —exclamó la dueña de la casa con indignación. —No; yo demostraré —acalorándose el mayor, dirigióse a Stavroguin—. Yo cuento con usted, señor Stavroguin, como recién llegado, aunc ue no tengo el honor de conocerlo. Sin el hombre, caen como moscas.. 20 Esa es mi opinión. Toda su cuestión femenina es..., simplemente una falta de originalidad. Le aseguro a usted que toda esa cuestión femenina la han forjado para ellas los hombres, echándosela, los muy estúpidos, al cuello... ¡Gracias le doy a Dios por no ser casado! Ni la más pequeña innovación, ni 20 En alguna otra edición se suprime el símil.

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un sencillo patrón se les ocurre; hasta los patrones se los hacen los hom bres. Ahí la tiene usted a ésa: la he llevado en mis brazos, he bailado con ella la mazurca cuando tenía diez años, y hoy viene; naturalmente, me apre suro a darle un abrazo, y a la segunda palabra, sale diciéndome que no hay Dios. Bueno, sería a la tercera, no a la segunda; pero, de todos modos, ¡qué prisa! Bueno; supongamos que la gente de talento no cree; pero eso será su talento; pero tú, digo, burbuja de jabón, ¿qué sabes tú de Dios? Porque a ti te lo ha enseñado eso un estudiante. Si te hubiera enseñado a encender lamparillas, 2’ las encenderías. —Usted no hace más que mentir; usted es un hombre malo y yo antes le demostré, con pruebas, todos sus defectos — repuso la estudiante con4 desdén y cual si tuviera a menos entrar en explicaciones con aquel hom. bre—. Yo precisamente le decía a usted antes que a todos nosotros nos ha enseñado el Catecismo: “Si honras a tu padre y a tus parientes, vivirás muchos años y serás rico.” Esto está en los diez mandamientos. Si Dios considera necesario, por amor, ofrecer una recompensa, resulta que ese Dios de ustedes es inmoral. He aquí con qué palabras se lo demostré yo a usted antes, y no a la segunda palabra, sino porque usted invocó sus derechos. 4fj ¿Quién tiene la culpa de que usted sea un estúpido y no se haya enterado de nada hasta ahora? Se da por ofendido y se enrabia... Esa es toda la clave de su generación. —Estupidilla! —exclamó el mayor. —Y usted es un estúpido. —Eso es, insúltamc! —Pero permítame usted, Kapitón Maksímovich, si usted mismo me ha dicho que no cree en Dios —gritó desde el extremo de la mesa Liputin. —6Qué tiene que ver que yo lo haya dicho?... ¡Eso es otra cosa! Yo es posible que no crea, pero no del todo. Yo, aunque no crea del todo, no diré, ‘ sin embargo, que hay que acabar con Dios de un tiro. Yo, cuando aún ser- vía en los húsares, ya me preocupaba de Dios. En todos los versos se da por descontado que los húsares beben y se divierten; pero, ¿lo creerán ustedes, saltaba por las noches de la cama en calcetines y me ponía a santiguarme delante de la imagen, pidiéndole a Dios que me infundiese fe, porque ya entonces no podía estar tranquilo. ¿Hay Dios o no lo hay? Hasta tal punto me atormentaba eso. Por la mañana, claro, te distraes, y de nuevo parece que se te desprende la fe, y, además, en general, he notado que de día se pierde siempre algún tanto la fe. —Y no tiene usted baraja? —inquirió con toda la boca Verjovenskii, dirigiéndose a la dueña de la casa. —Con ardor, me adhiero a su pregunta —exclamó la estudiante, roja de indignación por las palabras del mayor. —Se pierde un tiempo de oro escuchando discusiones estúpidas —fallo la dueña de la casa, y miró significativamente al marido. La estudiante se envalentonó. —Yo quería informar a la reunión de los sufrimientos y la protesta de los estudiantes; y como estamos perdiendo el tiempo en discusiones inmotales... —Nada es moral ni inmoral! —saltó en seguida, sin poderse contener, el colegial, no bien empezó a hablar la estudiante. —Eso ya lo sabía yo, señor colegial, mucho antes de que a usted se lo enseñaran. —Pues yo sostengo —insistió aquél— que usted, que viene de Petersburgo, es una niña, porque se pone a querer enterarnos de lo que estamos hartos de saber todos. De los mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre”, que usted no supo decir bien, y que son inmorales.. .Eso ya, desde Bielinskii, lo sabe toda Rusia. —Pero ¿acaso no vamos a acabar nunca? —interrogóle, enérgica, ma- dame Virguinskaya al marido. Como dueña de la casa, avergonzábase de la insignificancia de aquellas discusiones, sobre todo después de haber observado algunas sonrisas y hasta muestras de perplejidad entre los huéspedes por primera vez invitados. —Señores, —dijo de pronto, alzando la voz, Virguinskii—. Si alguno desea hablar de algo más atinente al asunto o tiene algo que comunicar, le invito a hacerlo sin pérdida de tiempo.

—Yo me atrevería a formular una pregunta —dijo suavemente el profesor cojo, que hasta allí había permanecido callado y con cierto empaque—. Desearía saber si estamos nosotros aquí ahora celebrando una sesión, o sencillamente no pasamos de constituir una reunión cualquiera de simples mortales que han venido invitados. Lo pregunto, más que nada, por el buen orden y por salir de dudas. La “hábil” pregunta hizo impresión. Todos se miraron unos a otros, esperando cada cual la respuesta del vecino, y todos, de pronto, fijaron sus miradas en Verjovenskii y en Stavroguin. —Yo, sencillamente, propongo votar la contestación a la pregunta: “Estamos celebrando sesión, o no lo estamos?” —dijo madame Virguinskaya. —Me adhiero en un todo a la proposición —asintió Liputin—, aunque es un tanto vaga. —También yo me adhiero, también yo —clamó una voz. —También yo creo que, efectivamente, eso estará más en el orden —corroboró Virguinskii. —1A votar, pues! —dijo la dueña de la casa—. Líamschin, le ruego que se siente al piano; usted puede. desde allí, votar cuando lo llamen. —Otra vez! —exclamó Líamschin—. ¡Como si no le hubiera atronado ya bastante los oídos! —Le ruego encarecidamente que se siente al piano. ¿No quiere usted ser útil a la causa? 2! Ante las imágenes.

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308 FEDOR M. DOSTOIEVSKI —Pero si le aseguro a usted, Arma Projórovna, que nadie nos oye. Todo eso es pura fantasía de su parte. Además, que las ventanas son muy altas. ¿Quién iba a pescar nada, aunque se pusiese a escuchar? —Nosotros mismos no nos entendemos —dijo una voz. —Pues yo le digo a usted que la precaución es siempre imprescindible. Y en caso de que nos estén espiando —explicó, dirigiéndose a Verjovenskii—, que oigan desde la calle que estamos de fiesta y tenemos música. —Ah diablo! —gruñó Líamschin. Y se sentó al piano y empezó a toquetear un vals, aporreando poco menos que a puñetazo limpio el piano. —Quien desee que haya sesión, que levante la mano derecha —propuso madame Virguinskaya. Unos la levantaron; otros, no. Los hubo también que fueron a levantarla y luego se arrepintieron. Se arrepintieron y volvieron a alzarla. —Uf diablo! Yo no comprendo nada —exclamó un oficial. —Tampoco yo comprendo —exclamó otro. —No, yo sí comprendo —exclamó un tercero—: para decir que sí, se levanta la mano. —Pero ¿qué quiere decir que “sí”? —Pues que haya sesión. —No, que no la haya —Yo he votado por la sesión —dijo el colegial, dirigiéndose a mada- me Virguinskaya. —Pero entonces, ¿por qué no levantó usted la mano? —Yo tenía la vista fija en usted, y como usted no levantaba la suya, tampoco yo la levanté. —Qué estúpido! Yo no la levanté por haber sido quien lo había pro puesto. Señores, propongo repetir la votación. Quien desee que haya sesión, siga sentado y no levante el brazo, y quien no la quiera, levante el brazo derecho. —tQuien no la desea9 —interrogo el colegial —Pero tes que lo hace usted adrede9 —grito colerica madame Vir guinskaya —No permita usted quien quiere y quien no quiere porque es preciso definirlo con mas exactitud —dijeron dos o tres voces —Quien no quiere no quiere —Eso si Pero que hay que hacer levantar o no levantar el brazo, Si no se quiere9 —inquino el oficial —1Ah y que poca costumbre tenemos todavia de constitucion —ob servo el mayor —Señor Liamschin haga el favor aporrea usted de un modo el piano, que no es posible oir nada —observo el profesor cojo —Por Dios Arma Projorovna que no se entiende nadie? —salto Liamschin— Y ademas vaya’ que no quiero tocar mas Yo he venido aquí como invitado y no a teclear.

—Señores —propuso Virguinskii—, contesten todos a una voz: ¿celebramos sesión o no la celebramos? —Sesión, sesión! —clamaron por todos lados. —Pues si es así, no hace falta votación ninguna. Basta. ¿Les parece bien, señores, que no haya votación? —No hace falta, no hace falta, entendido! —Hay alguno que no quiera sesión?

—No, no; todos la queremos. —Pero ¿qué es una sesión? —clamó una voz. No obtuvo respuesta. —Es menester elegir presidente —gritaron de varios sitios. —El dueño de la casa, naturalmente; el dueño de la casa! —Señores, siendo así —empezó el elegido Virguinskii—, vuelvo a presentar mi primera proposición; si alguno desea hablar de algo más atinente al asunto, o tiene algo que comunicar, que lo haga sin perder tiempo. Silencio general. Todas las miradas convergieron de nuevo en Stavroguin y en Verjovenskii. —Verjovenskii, ¿no tiene usted nada que comunicamos? —inquirió directamente el dueño de la casa. —Absolutamente nada —y se retrepó, bostezando, en la silla—. Yo, por lo demás, querría una copita de coñac. —Stavroguin, y usted, ¿no quiere? —Gracias, no bebo. —Yo digo que si quiere usted hablar o no; no me refería al coñac. —j,Hablar de qué? No, no quiero. —Ahora le traerán el coñac —anuncióle la dueña de la casa a Verjo venskii. Se levantó la estudiante. Ya se había levantado varias veces. —He venido a hablar de los sufrimientos de los desdichados estudiantes y de las incitaciones para lanzarlos en masa a la protesta... Pero se cortó. Al otro pico de la mesa le había salido ya un competidor, y todas las miradas convergieron en él. Schigálev, el de las orejas largas, con lúgubre y malhumorado aspecto, levantóse lentamente de su sitio, y melancólicamente colocó un cuaderno abultado y garrapateado con una letra menudita encima de la mesa. Quedóse en pie y callado. Muchos miraban con inquietud el cuaderno; pero Liputin, Virguinskii y el profesor cojo parecían estar satisfechos. —Pido la palabra —dijo malhumorado, pero firme, Schigálev. —La tiene —declaró Virguinskii. El orador se sentó, guardó silencio durante medio minuto y luego dijo Con voz grave: —Señores... —Aquí está el coñac —descortés y despectivamente anunció la parienta, encargada de servir el té, que había ido por el coñac y se lo ponía ahora delante a Verjovenskii, juntamente con el vaso, que había traído en las manos, sin plato ni bandeja. 11. I,v.Ja1t)lDV)f..J

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biendo qué hacerse con la gente, destina sus nueve décimas partes a la esclavitud? Hace mucho tiempo que me lo sospechaba. —cHabla usted así de su hermano? —preguntó el cojo. —,Qué parentesco es ése? ¿Es que quiere usted tomarme el pelo? —Y, además, trabajar para los aristócratas y obedecerles como a diø,, ses, lo cual es... una canallada — observó con saña la estudiante. —Lo que yo propongo no es ninguna canallada, sino el paraíso, el pa raíso terrenal, y otra cosa no puede haber en la Tierra —concluyó Schigále imperiosamente. —Pues yo, en vez de ese paraíso —exclamó Líamschin—, cogería a esas nueve décimas partes de la Humanidad con las que no se sabe qué ha cer y las haría polvo, dejando sólo una partida de gente selecta, que empe4 zaría a vivir de un modo científico. —jAsí sólo puede hablar un payaso! —dijo colorada de rabia, la estu. diante. —Un payaso es él, pero útil —le susurró al oído madame Virguinskay&. —Y es posible que ésa fuera la mejor solución del problema —dijó Schigálev, encarándose, con vehemencia, con Líamschin—. Usted, induda blemente, no sabe la cosa tan profunda que ha acertado a decir, señor grai cioso. Pero como su idea es irrealizable, es necesario contentarse con el paraíso terrenal, ya que así se le ha llamado. —Pero ¡eso es un absurdo en toda regla! —se le escapó a Verjo venskii. Por lo demás, éste se mostraba de todo punto indiferente, y sin alzat los ojos, siguió cortándose las uñas.

—,Por qué ha de ser un absurdo? —insistió en seguida el cojo, cual si hubiese estado aguardando a que dijese una palabra para agarrarse a ella—. ¿Por qué, precisamente, un absurdo? El señor Schigálev es, hasta cierto punto, un fanático amante de la Humanidad; pero tenga presente que Fourier, Cabet y el propio Proudhon presentan multitud de las más despóticas y fantásticas soluciones al problema. El señor Schigálev es posible que haya acertado con más claridad de juicio a resolver el asunto. Le aseguro a usted que es el que menos se aparta de la realidad, y su paraíso terrenal... es casi real, el mismo de cuya pérdida se lamenta la Humanidad, suponiendo que alguna vez haya existido. —Bueno; ya sabía yo que iba a aburrirme —murmuró Verjovenskii. —Permítame usted —saltó el cojo, cada vez más exaltado—. Las discusiones y juicios acerca de la futura organización social constituyen una necesidad verdadera para todos los pensadores contemporáneos. Herzen toda su vida no se preocupó de otra cosa. Bielinskii, según sé de buena fuente, pasaba las noches enteras con sus amigos discutiendo y decidiendo los más nimios pormenores, los detalles cocineriles, por así decirlo, de la futura organización social. —Hasta el juicio pierden algunos —observó de pronto el mayor. —Sin embargo, mejor es hablar de alguna cosa que no estarse ahí sentado, en silencio, con ínfulas de dictador —dijo Liputin, como atreviéndose por fin, a iniciar el ataque. —Yo no dije por Schigálev lo del absurdo —masculló Verjovenskii—. Vean ustedes, señores —y alzó un tanto los ojos—: a mi juicio, todos esos libros de los Fourier y los Cabet, todos esos “derechos al trabajo”; todo ese schigaleviSmO..., vienen a ser novelas, como pueden escribirse centenares de miles. Comprendo que aquí, en este poblacho, se aburran ustedes y se lancen sobre el papel impreso. —Permítame usted —dijo el cojo, revolviéndose en su asiento—. Nosotros, aunque provincianos, y sin duda dignos de compasión por ello, sabemos, no obstante, que en el mundo, hasta ahora, no ha habido nada nuevo de tal bulto que hayamos de lamentar no haberlo visto. A nosotros nos invitan, mediante hoj itas diversas impresas en el extranjero, a reunimos y constituir agrupaciones con el único fin de la destrucción universal, con el pretexto de que por más que se haga para salvar al mundo, no se ha de conseguir, mientras que, cortando radicalmente cien millones de cabezas y aligerándose así de peso, se podría mejor saltar el abismo. La idea es magnífica, sin duda; pero, por lo menos, tan poco acorde con la realidad como la schigalevschina de que usted acaba de hablar tan despectivamente. —Bueno: pero yo no he venido aquí a discutir —murmuró, significativamente, Verjovenskii, y cual si no notara su imprudencia, acercóse la vela para ver mejor. —Es lamentable, muy lamentable, que no haya usted venido para discutir, y muy lamentable también que ahora esté tan ocupado con su toilette. —,Qué le importa a usted mi toilette? —Tan dificil es cortar cien millones de cabezas como transformar el mundo mediante la propaganda. Hasta es posible que sea más dificil lo último, sobre todo en Rusia —volvió a aventurar Liputin. —En Rusia se espera ahora -dejó escapar el oficial. —También hemos oído decir que se esperaba en ella —encareció el cojo—. Sabemos que a nuestra hermosísima patria la señalaba un Index misterioso como el país más capaz de realizar la magna obra. Sólo que, miren ustedes: en el caso de una gradual resolución de la tarea por la propaganda, yo, personalmente, algo salgo ganando, por lo menos me doy el gustazo de hablar, y los jefes me asignan un carguito al servicio de la cuestión social. Mientras que, en cambio, si se resuelve rápidamente la cosa cortando esos cien millones de cabezas, ¿qué recompensa van a darme? Te pones a hacer propaganda, y es posible que hasta te corten la lengua. —A usted, irremisiblemente, se la cortarán -dijo Verjovenskii. —Bueno; pero como aun en las circunstancias más favorables, antes de cincuenta años, bueno, pongamos treinta, no podrías dar cima a esa degollina, porque, ¡caramba!, no son corderos que se vayan a ofrecer ellos mismos a la matanza..., ¿no sería preferible reunir todas nuestras cosas e irnos a vivir al Pacífico, a una de aquellas islas, y allí cerrar los ojos definitivamente? 314 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

Crean ustedes —y descargó un significativo golpe en la mesa— que con esa propaganda sólo conseguirán provocar la emigración y nada más. Acabó visiblemente triunfal. Era una de las cabezas firmes del gobierno. Liputin, maligno, sonreía. Virguinskii escuchaba con cierta tristeza; todos los demás, con extraordinaria atención, seguían el debate, sobre todo las señoras y los oficiales. Todos comprendían que el de los cien millones de cabezas se encontraba acorralado, y aguardaban a ver en qué terminaba aquello. —Usted, por lo demás, ha dicho bien —dijo Verjovenskii, todavía con más indiferencia que antes y como aburrido—. Emigrar... es una buena idea. Pero, sin embargo, si, no obstante todas las desventajas manifiestas que usted presiente, cada vez, cada día se recluta mayor número de adeptos, podremos prescindir de usted. Aquí, padrecito, una nueva religión viene a sustituir a la antigua, y de ahí que se presenten tantos soldados y la obra se fortifique tanto. Pero ¡emigre usted! Y, mire usted: le aconsejo que se vaya a Dresde y no a ninguna isla del Pacífico. En primer lugar, esa ciudad nunca fue invadida por ninguna epidemia, y usted, como hombre culto, de seguro que le teme a la muerte. En segundo lugar, está cerca de la frontera rusa; así que puede uno recibir más pronto los subsidios que le envíen de la amada patria; y en tercer lugar, encierra grandes tesoros de arte, y usted es hombre estético y ha sido profesor de literatura, según creo. Bueno; pues, finalmente, encierra su personal Suiza de bolsillo... Esto para la inspiración poética, porque usted, de seguro, hace versitos. En resumen: un tesoro en una tabaquera. Prodújose un revuelo, sobre todo, los oficiales rebulléronse. Un momento más, y todos se habrían puesto a hablar al mismo tiempo. Pero el cojo, nervioso, cayó en la trampa. —No; nosotros todavía no vamos a abandonar la obra común. Es preciso comprender... —Yo tampoco —asintió Líamschin. —Cómo entraría usted a formar parte de un “quinquevirato”, si yo se lo propusiera? —espetóle de pronto Verjovenskii. Y dejó las tijeras sobre la mesa. Todos parecieron estremecerse. El hombre enigmático descubríase demasiado pronto. Hasta hablaba claramente del “quinquevirato”. —Todos nos sentimos hombres honrados y no nos apartamos de la obra común —dijo el cojo—. Pero... —No; aquí no hay “peros” que valgan —interrumpióle Verjovenskii, imperioso y tajante—. Añadiré, señor, que necesito una contestación franca. De sobra comprendo que yo, al venir aquí y reunirlos a ustedes, estoy obligado a darles explicaciones (otro nuevo descubrimiento); pero no puedo darles ninguna en tanto no sepa cuál es su manera de pensar. Evitando discusiones (porque no vamos a estarnos hablando treinta años sobre los treinta que ya hace que se viene hablando), les preguntaré a ustedes qué es lo que les parece mejor: si el camino lento, que consiste en leer novelas sociales y en decidir cancillerescamente de antemano el destino de los hombres, con mil años de anticipación en el papel, cuando el despotismo en todo ese tiempo puede tragarse los buenos bocados que a ustedes les pasan por delante de la boca y ustedes dejan escapar, o si son ustedes partidarios de una solución rápida, sea la que fuere, pero que, finalmente, desate las manos y dé a la Humanidad libertad para organizarse socialmente y en la realidad, no en el papel. Gritan: “Cien millones de cabezas.” Es posible que eso sea una metáfora; pero ¿cómo temerle a eso, si con los lentos ensueños librescos el despotismo, en unos cien años, se come, no ciento, sino quinientos millones de cabezas? Tengan presente, además, que al enfermo incurable de ningún modo se le cura, por más recetas que le extienda usted, sino que, por el contrario, si se dan largas al asunto, llegaremos al extremo de que nos contagiaremos también nosotros, se nos corromperán esas fuerzas lozanas, en las que ahora podemos confiar, de suerte que todos, finalmente, nos perderemos. Yo estoy enteramente de acuerdo con que hablar liberal y elocuentemente es muy agradable, mientras que obrar.., es algo aburrido... Bueno; por lo demás, yo no sé hablar; he venido aquí para comunicarles unas cosas, y así, le ruego a toda la honorable compañía no me ponga a votación, sino que franca y sencillamente diga qué es lo que más le agrada: el paso de tortuga por la charca, o atravesar ésta a todo vapor. —Yo estoy decidido por cruzarla a todo vapor —gritó con entusiasmo el colegial. —Yo también —asintió Líamschin. —La elección, naturalmente, no deja lugar a duda —murmuró un oficial, al que siguió luego otro y después alguien más. Principalmente, hubo de chocarles a todos el que Verjovenskii hubiese ido allí con cosas que “comunicarles” y prometido él mismo hablar de ello en seguida. —Señores, veo que casi todos ustedes optan por las proclamas —dijo, paseando la vista por la concurrencia. —Todos, todos —clamó una mayoría de voces. —Yo, lo confieso, me inclino más a una solución humana —exclamó el mayor—; pero como todos optan por eso, opto yo también. —j,De modo que usted tampoco se opone? —dijo Verjovenskii, enearándose con el cojo.

—Yo, no... —dijo aquél, poniéndose un tanto encarnado—. Pero si ahora me muestro conforme con todos, es únicamente por no destruir..: —Así son todos ustedes! Están dispuestos a llevarse medio año discutiendo para derrochar elocuencia liberal y concluyen luego votando con todos. Señores, piénsenlo ustedes un momento: ¿es verdad que están ustedes todos dispuestos? (tDispuestos a qué? La pregunta era vaga, pero terriblemente capciosa.) —Claro que todos... —sonó la respuesta. —Todos los demás mirábanse los unos a los otros.

316 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

—Pero ¿no se resentirán luego conmigo por haber dado tan aprisa su conformidad? Porque casi siempre les ocurre así. Agitábanse en distintos sentidos; muchos se revolvían. El cojo acometió al vuelo a Verjovenskii: —Pennítame usted, sin embargo, observar que las respuestas a semejantes preguntas son condicionales. Aunque nosotros hayamos dado nuestra adhesión, fijese usted en que, no obstante, la pregunta se nos ha hecho en una forma muy extraña... —d,En qué forma extraña? —Pues que esas preguntas no se formulan así. —Enséñeme usted, tenga la bondad. Pero, para que lo sepa, estaba seguro de que usted sería el primero en darse por ofendido. —Usted nos ha arrancado la contestación de que estamos dispuestos a la acción inmediata; pero, ¿qué derecho tenía usted a conducirse así? ¿Qué plenos poderes los suyos para hacer tales preguntas? —é,Por qué no se le ocurrió decir eso antes? ¿Por qué no contestó usted? Se mostró conforme, y luego se arrepiente. —A mi juicio, la atolondrada franqueza de su pregunta principal, hacía pensar que usted no tenía en absoluto plenos poderes ni derecho alguno, sino que nos interrogaba simplemente, por curiosidad personal... —Pero ¿de dónde saca usted eso, de dónde saca usted eso? —exclamó Verjovenskii, cual si empezara a inquietarse grandemente. —Pues de que la filiación, sea la que fuere, se hace, por lo menos, a solas, y no en una reunión de veinte personas que no se conocen —espetóle el cojo. Lo ponía de manifiesto todo, pero estaba muy irritado. Verjovenskii volvióse rápidamente hacia la concurrencia con un aire de fingida alarma. —Señores, considero un deber explicarles a todos que todo eso es una estupidez, y que nuestra discusión nos ha llevado demasiado lejos. Yo no he pensado en filiar a nadie, y nadie tiene derecho a decir de mí que yo haya filiado a nadie, sino que únicamente me he limitado a recabar opiniones. ¿No es así? Pero, así o asá, usted me inquieta mucho —volvió a encararse con el cojo—; nunca pude imaginar que aquí fuera preciso hablar de cosas casi inofensivas a solas. O acaso temen ustedes las denuncias? ¿Es que entre nosotros puede encontrarse ahora algún espía? La emoción empezaba a ser extraordinaria; todos rompieron a hablar. —Señores, si así es —prosiguió Verjovenskii—, el más comprometido de todos sería yo, y, por tanto, les propongo que contesten a una pregunta, claro que si quieren. Están en plena libertad de hacerlo. —é,Qué pregunta..., qué pregunta?... —clamaron todos. —Una pregunta que pondrá las cosas en claro, si hemos de seguir reunidos o si hemos de coger en silencio nuestros gorros e irnos cada cual por su lado. —Si cada uno de nosotros estuviera enterado de que se preparaba un crimen político, ¿iría a denunciarlo, previendo todas las consecuencias, o se quedaría en su casa, esperando el acontecimiento? En este punto los parece- res pueden ser diversos. La respuesta a la preguntajn cará claramente... si debemos separarnos o permanecer juntos, y no sólo por esta noche. Permítame usted que me dirija a usted el primero y 5encaro con el cojo. —Por qué a mí primero? —Porque usted es el que ha dado lugar a todo esto. Haga el favor, no se apure; aquí no valen mañas. Aunque, por lo demáS, como usted quiera: queda usted en plena libertad. —Dispense usted, pero esa pregunta también es ofensiva.

no podría contestar más concretame0t? —Yo no he sido nunca agente de la policía seroeta ijo aquél, cada vez más crispado. —Haga el favor de ser más concreto, no se El cojo se amoscó tanto, que hasta dejó de mntestar. En silencio, con furiosa mirada, por debajo de los lentes miraba fod inquisidor. —j,Sí o no? ¿Denunciaría usted o no defluflcja —gritó Verjovenskii. —Claro que “no” denunciaría! —gritó con dobles bríos el cojo. —Nadie denunciaría, naturalmente; nadie denun aria —clamaron muchas voces. —Pennítame usted que lo interpele ahora, señor mayor. ¿Denunciaría usted o no denunciaría? —continuó VerjoveflSk V fijese usted que con toda intención me dirijo a usted. —No denunciaría. —Bueno; y si usted supiera que alguien queris matar y robar a otro, a un vulgar mortal, ¿denunciaría usted, daría parte? —Sin duda; pero es que ése es un caso ji1yaqa sería una denuncia política. Yo no he sido nunca agente de laP0la secreta. —Ni nadie aquí lo ha sido —sonó de nuevo una voz—. Pregunta de más. Todos han de contestar lo mismo. ¡Aquí nohaY delatores! —é,Por qué se levanta ese señor? —gritó la esio ante. —Es Schátov. ¿Por qué se ha levantado usted, Schátov? —gritó la dueña de la casa. Schátov se había levantado, efectivamente; tenía el gorro en la mano y miraba a Verjovenskii, quería decirle algo, pero vacilaba. Tenía el rostro pálido y enfurruñado, pero se contenía; no dijo una palabra, y en silencio se encaminó a la puerta. —Schátov, mire que eso no le conviene _gít0 Verjovenskii ambiguamente. —En cambio, a ti sí te conviene, como espís Y villano que eres! —gritóle desde la puerta Schátov, y se fue. Volvieron a sonar gritos y exclamaciones.

—La pregunta! ¡La pregunta! 318 FEDOR M DOSTOIEVSKI —jYa está la prueba! —gritó una voz. —Fue provechosa! —clamó otro. —No habrá sido provechosa tardíamente? —observó un tercero. —,Quién le había invitado?... ¿Quién lo recibió? ¿Quién es ese individuo?... ¿Quién es ese tal Schátov? — surgieron preguntas. —Si fuese un delator, habría disimulado, y no que ha escupido y se ha ido —observó uno. —Stavroguin también se ha levantado; tampoco Stavroguin quiere contestar a la pregunta —gritó entonces la estudiante. Stavroguin, efectivamente, habíase levantado, y al mismo tiempo que él, al otro pico de la mesa, Kirillov. —Permítame usted, señor Stavroguin —interpelóle bruscamente la dueña de la casa—; nosotros todos hemos contestado a la pregunta. ¿Por qué usted se va tan en silencio? —No veo la necesidad de contestar a esa pregunta que a usted le interesa —murmuró Stavroguin. —Pero nosotros estamos comprometidos y usted no —gritaron varias voces. —,Y qué tengo yo que ver con que ustedes estén comprometidos? —rió Stavroguin, pero los ojos le echaban chispas. —,Que qué tiene usted que ver? ¿Que qué tiene usted que ver? —oyéronse exclamaciones. Muchos saltaron de sus asientos. —Permítanme ustedes, señores; permítanme ustedes —gritó el cojo—. Tengan en cuenta que el señor Verjovenskii no ha contestado tampoco a la pregunta, sino que no ha hecho más que formularla. La observación surtió efecto sorprendente. Todos miráronse unos a otros. Stavroguin echóse a reír fuerte en la cara misma del cojo, y se fue, seguido de Kirillov. Verjovenskii corrió tras ellos hasta el corredor. —Pero ¿qué hacen ustedes conmigo? —balbuceó, cogiendo a Stavroguin del brazo y tirando de él con todas sus fuerzas. Aquél, en silencio, re- tiró el brazo. —Vaya usted en seguida a casa de Kirillov, que allá voy yo... Me es indispensable, ¡ indispensable! —Para mí no lo es! —decidió Stavroguin. —Stavroguin estará allí —concluyó Kirillov—. Stavroguin sí le es a usted indispensable. Allí se lo demostraré. Salieron.

CAPÍTULO VIII

EL ZAREVICH IVÁN Salieron. Piotr Stepánovich pensó en volver a la “sesión” para ordenar aquel caos; pero habiendo recapacitado en que no valía la pena, se detuvo, y dos minutos después ya estaba corriendo por toda la ciudad en seguimiento de los que se habían ido. En su carrera recordó una calleja por la que se podía llegar más pronto a casa de Filippov; hundiéndose en barro hasta las rodillas, dirigióse a la referida calleja, y, efectivamente, llegó allá en el mismo instante en que Stavroguin y Kirillov llegaban a la puerta. —Ya usted aquí? —observó Kirillov—. Está bien. Entre. —cCómo decía usted que vivía solo? —preguntó Stavroguin al pasar por la antesala, junto al samovar, ya dispuesto, y que empezaba a hervir. —Ahora va usted a ver con quién vivo —murmuró para sí Kirillov—. Entren. Apenas hubieron entrado, cuando Verjovenskii sacó del bolsillo el anónimo que le cogiera a Lembke, y se lo mostró a Stavroguin. Los tres se sentaron. Stavroguin, en silencio, leyó la carta. —Bueno; ¿y qué? —inquirió. —Ese bribón lo hará como lo escribe —explicó Verjovenskii—. Y como está a las órdenes de usted, usted le dirá cómo debe conducirse. Le aseguro a usted que es muy posible que se vaya mañana a ver a Lembke. —Pues que vaya. —Cómo que vaya? Sobre todo, pudiendo impedirse. —Usted se equivoca; no depende de mí. Además, que a mí me da todo lo mismo; a mí no me amenaza lo más mínimo; a quien únicamente amenaza es a usted. —Y a usted también. —No lo creo. —Pero otros pueden no defenderlo a usted, ¿no comprende? Oiga usted, Stavroguin: esto es tan sólo un juego de palabras. ¿Es que usted le tiene tanto apego al dinero? —Pero ¿es que hace falta dinero? —Irremisiblemente; dos mil rublos, o, como mínimo, mil quinientos. Démelos usted mañana u hoy mismo, y mañana por la noche se lo expido para Petersburgo o para donde él quiera. Si usted lo desea, con Maria Timoféyevna... Fíjese bien. Daba muestras de cierta confusión, hablaba imprudentemente, se le escapaban palabras impensadas. Stavroguin lo miraba con asombro. —Yo no tengo por qué echar de aquí a Maria Timoféyevna! —,Es posible que no lo desee? —observó, sonriendo, Piotr Stepánovich. —Es posible que no quiera. —En resumen: ¿dará usted o no dará ese dinero? —gritóle Stavroguin con furiosa impaciencia. Aquél lo miró serio. —No daré el dinero. —Ah Stavroguin! ¡Usted sabe algo, o algo ha hecho ya! ¡Usted... habla en broma! Tenía el rostro contraído, temblábanle las comisuras de los labios, y, de pronto, echóse a reír, con una risa inmotivada, que a nada respondía. ttL)UK M. UUSIOIEVSK1

LOS DEMONIOS 321

—Pero a usted le ha entregado su padre una cantidad en pago de su finca —observó Nikolai Vsevolódovich tranquilamente—. Mi madre le ha dado a usted siete u ocho mil rublos por conducto de Stepán Trofimovich.

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Así que puede usted pagar esos mil quinientos rublos de su bolsillo. Yo no quiero, finalmente, pagar por otro; yo he gastado ya bastante; eso para mí es ofensivo... —dijo riéndose él mismo de sus palabras. —Ah, usted empieza a bromear!... Stavroguin se levantó de la silla, imitóle en un santiamén Verjovenskii y, maquinalmente, se plantó de espaldas contra la puerta, como cerrando la salida. Nikolai Vsevolódovich ya había hecho ademán de apartarlo de la puerta; pero de pronto se contuvo. —Yo no le entrego a usted a Schátov —dijo. Piotr Stepánovich se estremeció; ambos se miraron el uno al otro.

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—Yo hace poco le dije por qué necesita usted la sangre de Schátov —clamó Stavroguin, echando fuego por los ojos—. Usted quiere con ese cemento unir indisolublemente a su pandilla. Hace un momento echó usted 4 en persona a Schátov; usted sabía de sobra que él no había de decir: “No denunciaré”; que mentir en su presencia lo tendría por una ruindad. Pero yo, pero yo, ¿para qué le hago a usted falta? Usted no me pierde de vista casi desde que vine del extranjero. Las explicaciones que me ha dado hasta ahora son puro delirio. Entre tanto, usted porfia para que, dándole mil quinientos rublos a Lebíadkin, proporcionarle con ello ocasión a Fedka para asesinarlo. Sé que usted piensa que yo deseo deshacerme también de mi mujer. Al ligarme con un crimen, usted, sin duda, piensa adquirir sobre mí un poder, ¿no es eso? Pero ¿para qué ese poder? ¿Para qué diablos le hago yo falta a usted? De una vez para siempre, míreme usted de cerca: ¿soy yo su hombre? Pues déjeme en paz. —tFue a buscarle el propio Fedka? —profirió Verjovenskii afanosamente. —Sí, vino; su precio es también mil quinientos rublos... Pero él mismo afirmará lo que digo..., porque, mire, ahí está... —dijo Stavroguin tendiendo la mano. Piotr Stepánovich volvióse rápidamente. En el umbral, desde la sombra, adelantóse un nuevo personaje... Fedka, con un medio pellico, pero sin gorro, cual si estuviera en su casa. Estaba en pie y sonreía, enseñando sus blancos dientes iguales. Sus negros ojos, de amarillos reflejos, escudriñaban cautamente el aposento, observando a los presentes. Había algo que no comprendía; por lo visto, acababa de llevarlo allí Kirillov, y parecía dirigirle una interrogante mirada; estaba allí en el umbral, pero entrar en el cuarto no quería. —Se encuentra aquí, probablemente, para oír nuestra discusión o ver el dinero en las manos, ¿no? —inquirió Stavroguin, y sin aguardar respuesta, fuese de la casa. Verjovenskii alcanzóle en la puerta cochera, casi loco. —Alto! ¡Ni un paso! —gritó, cogiéndolo por un codo. Stavroguin trató de zafarse, pero no lo logró. Entróle rabia; cogiendo a Verjovenskii por os cabellos con la mano izquierda, lo lanzó con todas sus fuerzas lejos de sí y atravesó la puerta. Pero no habría dado treinta pasos cuando aquél alcanzólo de nuevo. —Hagamos las paces, hagamos las paces! —balbuceó con un susurro convulsivo. Nikolai Vsevolódovich se encogió de hombros, pero no se detuvo ni se volvió. —Oiga usted: mañana le llevaré a Lizaveta Nikoláyevna, ¿quiere? ¿No? ¿Por qué no me contesta? Dígame qué es lo que quiere que haga. Oiga usted: le entregaré a Schátov, ¿quiere? —Según eso, ¿es verdad que usted pensaba asesinarlo? —exclamó Nikolai Vsevolódovich. —Pero ¿por qué quiere usted a Schátov? ¿Por qué? —con jadeante carrerilla prosiguió, fuera de sí, adelantándose a cada minuto y cogiendo de un codo a Stavroguin, probablemente sin notarlo él mismo—. Oiga usted, se lo cedo; hagamos las paces. Su cuenta es grande; pero... ¡hagamos las paces! Stavroguin lo miró finalmente, y quedó atónito. No eran aquéllas ni la misma mirada ni la misma voz de siempre, ni siquiera de hacía un momento en la habitación; parecía la suya enteramente otra cara. La inflexión de su voz no era la misma; Verjovenskii imploraba, pedía. Era un hombre que aún no ha vuelto en sí, al cual le están quitando o le quitaron ya su más preciado bien. —Pero ¿qué le pasa a usted? —exclamó Stavroguin—. Aquél no respondió; pero corrió tras él, y lo miró con sus ojos de antes, imploradores, pero al mismo tiempo inflexible. —Reconciliémonos! —balbuceó una vez más—. Oiga usted: en la bota, como Fedka, llevo escondido un puñal, pero quiero hacer las paces con usted. —Pero ¿qué falta le hago yo, demonio? —exclamó Stavroguin con viva cólera y estupefacción—. ¿Es algún secreto? ¿Qué talismán soy yo para usted? —Oiga usted: armaremos tumulto —balbuceó aquél rápidamente y como delirando—. ¿No cree usted que armaremos tumulto? Tal tumulto armaremos, que todo se vendrá abajo, Karmazínov tiene razón al decir que no hay a qué agarrarse. Karmazínov tiene mucho talento. Diez secciones como ésta nada más en Rusia, y no hay quien me coja. —Toda esa gente es imbécil —escapósele a Stavroguin sin querer. —Oh, sea usted mismo un poco más imbécil, Stavroguin, sea un poco más imbécil! Aunque, mire, no es usted tan inteligente como para decirle eso; usted teme, usted no cree, a usted le asustan las proporciones. ¿Y por qué ellos son unos imbéciles? Algunos no son tan necios; ahora todo el mundo piensa con cerebro ajeno. Ahora hay poquísimas inteligencias propias. Virguinskii es un hombre purísimo, más que nosotros diez veces; bueno; y que lo sea. Liputin es un tunante; pero yo conozco su flaco. No hay rILJUK M. L)UIO1IV,IÇl

tunante que no lo tenga. Líamschin es el único que no lo tiene; pero, en . cambio, dispongo de él. Unos grupitos más, y así tendré por todas partes pasaportes y dinero, ¡aunque sólo eso sea! ¡Aunque sólo eso sea! Y refugios seguros, y que me

busquen. Descubrirán un grupo y quedarán los otros. Armaremos disturbios... ¿Es que usted no cree que con nosotros dos hay de sobra? —Coja usted a Schigálev; pero a mí déjeme en paz... —Schigálev es un hombre genial! ¿Sabe usted que es un genio por el estilo de Fourier? Pero más atrevido que Fourier, más fuerte que Fourier; lo cultivaré. ¡Ha inventado la “igualdad”! —Tiene la fiebre y delira; algo especial le ocurre —y Stavroguin volvió a mirarlo. Ambos caminaban sin detenerse. —Tiene cosas buenas su manuscrito —prosiguió Verjovenskii—; figu- ra en él el espionaje. Según él, todo miembro de la sociedad ha de observar a los otros, viniendo obligado a la delación. Cada uno les pertenece a todos y todos a cada uno. Todos esclavos, y en la esclavitud, iguales. En los casos extremos, la calumnia y el asesinato, y, sobre todo, la igualdad. Ante todo, rebajar el nivel de la cultura, de la ciencia y los talentos. El alto nivel de la ciencia y los talentos sólo se obtiene merced a altas inteligencias superiores, y no queremos altas inteligencias superiores. Las inteligencias superiores siempre se apoderaron del Poder y se convirtieron en déspotas. Las inteligencias superiores no pueden menos de ser despóticas, y siempre producen más daño que beneficio; hay que expulsarlas o imponerles el su-. plicio. A Cicerón se le corta la lengua; a Copérnico se le sacan los ojos; a Shakespeare se le lapida; ¡ahí tiene usted la schigalevschina! Los esclavos tienen que ser esclavos; sin el despotismo, no ha habido aún libertad ni igualdad; pero en el rebaño debe haber igualdad: ¡ahí tiene usted schigalevschina! ¿Le parece raro? Pues ¡yo estoy por la schigalevschina! Stavroguin esforzóse por apretar el paso y llegar cuanto antes a su casa. “Suponiendo que esté borracho, ¿dónde se habrá emborrachado? —pensó—. ¿Acaso con el coñac?” —Oiga usted, Stavroguin: igualar las montañas.., es una idea magnífi- ca, nada de ridícula. ¡Estoy por Schigálev! ¡No hace falta cultura, basta de ciencia! Y sin ciencia hay material bastante para mil años; pero hay que organizar la obediencia. En el mundo, de sólo una cosa no hay bastante: de obediencia. El ansia de cultura es de por sí un ansia aristocrática. La familia . y el amor llevan consigo el deseo de propiedad. Nosotros mataremos el de- seo; fomentaremos la borrachera, los chismorreos, la delación; fomentaremos una licencia inaudita; ahogaremos a todos los genios en su infancia. Todo quedará reducido a un común denominador: igualdad completa. Hemos aprendido un oficio, somos gente honrada y no necesitamos más: he ahí la reciente respuesta de los obreros ingleses. Es indispensable sólo lo indispensable: he aquí la divisa del globo terráqueo en lo sucesivo. Pero es necesaria también la emoción; de eso nos ocuparemos nosotros, los gobernantes. Los esclavos han de tener quien los gobierne. Obediencia completa,

impersonalidad absoluta; pero una vez en treinta años; Schigálev buscará también la emoción, y todos, de pronto, se pondrán a comerse unos a otros, hasta cierto límite, únicamente para no aburrirse. El aburrimiento es una sensación aristocrática; con la schigalevschina no habrá deseos. El deseo y el dolor para nosotros, y para los esclavos, la schigalevschina. —tSe excluye usted? —se le escapó a Stavroguin de nuevo —Y a usted. Mire usted: yo pensaba darle el mundo al Papa. Que salga a pie y descalzo y se muestre a la plebe. “Ved hasta donde me han conducido!”, y todo el mundo se inclinará ante él, hasta el Ejército. El Papa, arriba; nosotros a su alrededor, y a nuestros pies, la schigalevschina. Sólo falta que el Papa acepte la Internacional, que la aceptará. En cuanto al abuelo, consentirá enseguida. No le queda otro recurso, recuerde usted mis palabras. ¡Ja, ja, ja! Diga usted: ¿es una necedad? —Basta —murmuró Stavroguin con disgusto. _Basta! ¡Oiga usted; que dejo al Papa! ¡Al diablo la schigalevschina! Al diablo el Papa! Nosotros necesitamos el mal del día, no la schigaievschina, porque la schigalevschina es un artículo de joyería. Es un ideal, cosa del porvenir. Schigálev es un orfebre y un estúpido, como todos los filántropos. Es necesario el trabajo negro, y Schigálev desprecia el trabajo de negros. Oiga usted: el Occidente tendrá al Papa, ¡y nosotros lo tendremos a usted! —Déjeme usted, so borracho! —murmuró Stavroguin, y apretó el paso. _—Stavroguin, usted es guapo! —exclamó Piotr Stepánovich, casi con fruición—. ¡No sabe usted que es guapo! Lo más estimable en usted es que a veces parece ignorarlo. ¡Oh, me lo sé a usted de memoria! ¡Lo miro mucho de soslayo desde un rincón! Usted tiene hasta candor e inocencia, ¿lo sabía usted? ¡Todavía los conserva, todavía! Usted debe de sufrir, y sufrir sinceramente, por esa ingenuidad. Yo soy un amante de la belleza. Soy nihilista, pero amo la belleza. ¿Acaso los nihilistas no aman la belleza? ¡Lo único que no aman son los ídolos, pero yo amo los ídolos! ¡Usted es mi ídolo! Usted no ofende a nadie, y todos le odian; usted los mira a todos con timidez; y a usted todos le temen; eso es magnífico. Con usted nadie se propasa a ponerle la mano en el hombro. Usted es un aristócrata tremendo. Un aristócrata, cuando se pasa a la democracia, es encantador. A usted no se le da nada de sacrificar la vida: la suya y la ajena. Usted es precisamente como es necesario que sea. A mí, a mí precisamente me hace falta un hombre como usted. Yo no conozco a nadie sino a usted. Usted es el guía, el sol, y yo soy su gusano. De pronto fue y le besó la mano. Frío corrióle por la espalda a Stavroguin, y con susto retiró la suya. Se

detuvieron. —Loco! —murmuró Stavroguin. —Es posible que esté delirando, es posible! —asintió su interlocutor, hablando de prisa—; pero he ideado el primer paso. Nunca a Schigálev se le ocurrirá el primer paso. ¡Hay muchos Schigáleves! Pero un solo hombre, FEDOR M. DOSTO1EVSKI LOS DEMONIOS J2

uno solo en Rusia ha ideado el primer paso y sabe cómo ha de darlo. Ese hombre soy yo. ¿Por qué me mira usted? Usted, usted me es necesario; sin usted no soy más que un cero. Y sin usted soy una mosca, una idea en u bote: Colón sin América. Stavroguin plantósele delante y miró de hito en hito sus extraviados ojos. —Oiga usted: nosotros al principio, armaremos tumultos —dijo Verjo.. venskii, atropellándose de un modo horrible, tirándole a cada momento Stavroguin de la manga derecha-—. Ya se lo he dicho: penetraremos en e mismo pueblo. ¿No sabe usted que ya somos enormemente fuertes? Loa. nuestros no son solamente los que degüellan y queman, los que hacen blazx, cos clásicos o muerden. Esos no hacen más que estorbar. Yo, sin disciplina no comprendo nada. Porque yo soy un tunante, no un socialista, ¡ja, ja[ Oiga usted: yo los tengo contados a todos: el maestro que se burla con sug chicos de Dios y de su cuna, es ya nuestro. El abogado que defiende el ase sinato de un individuo culto, alegando que el asesino tiene más cultura qu sus víctimas, y para procurarse dinero no tenía más remedio que matar, e* ya nuestro. El colegial que mata a un campesino para experimentar emo ción, es nuestro. El jurado que absuelve de todos los crímenes, nuestro. Bt< fiscal que teme mostrarse en el juicio poco liberal, nuestro, nuestro. Los ade ministradores, los literatos, ¡oh, nuestros!; terriblemente nuestros, y ellc mismos lo ignoran. De otra parte, la obediencia de los colegiales y de lo imbéciles ha alcanzado su más alto grado; a los profesores se les ha reven tado la vesícula de la hiel; por doquiera, una vanidad de proporciones des’ medidas, un apetito bestial, inaudito... Sabe usted una cosa, sabe usted uná cosa: ¿a cuántos cogemos con sólo las ideillas ya preparadas? Cuando sa} de Rusia.., hacía furor la tesis de Littré, según la cual el crimen es una cura; vuelvo.., y ya el crimen no es una locura, sino precisamente el buel4 sentido, casi un deber, por lo menos una noble protesta. Vamos, ¿cómo no ha de matar el hombre culto si necesita dinero? Pero esto son sólo ligera muestras. El dios ruso ha huido ya ante el alcohol. La gente se emborrachar se emborrachan las madres, se emborrachan los hijos; las iglesias están desiertas, y en voz alta se dice: “Doscientos palos o saca un litro de aguardiente.” ¡Oh, deje usted que crezca esta generación! ¡Lástima únicamente que no haya tiempo para aguardar; si no, podrían emborracharse aún más? ¡Ah, qué lástima que no haya proletarios! Pero los habrá, los habrá; a eso vamos... —Lástima también que nos hayamos entontecido! —murmuró Stavroguin, y echó a andar otra vez. —Oiga usted, yo mismo he visto a un chico de seis años que llevaba a su casa a su madre ebria, y ésta le iba diciendo unas palabrotas hediondas. ¿Cree usted que eso me alegró? Cuando caigan en nuestras manos los curaremos... Si es menester, los enviaremos por cuarenta años a un desierto... Pero una o dos generaciones depravadas son ahora indispensables; de una depravación inaudita, ruin, en que el hombre se convierta en un ser asque rosO cobarde, cruel, egoísta... ¡He ahí lo que hace falta. Y, además, “sangrecita fresca” para que se acostumbre. ¿Por qué se ríe usted? No incurro en contradicción. Sólo contradigo a los filántropos y a la schigalevschina, ¡no a mí mismo! ¡Yo soy un pícaro, no un socialista! ¡Ja, ja, ja! Lástima que tengamos tan poco tiempo por delante. A Karmazínov le he prometido empezar en mayo y acabar por la Intercesión. ¿Pronto? ¡Ja, ja! ¿Sabe usted lo que le digo, Stavroguin? Pues que el pueblo ruso, hasta ahora, no conoció el cinismo, no obstante emplear para el insulto las más crudas palabrotas. ¿Sabe usted que ese siervo se ha respetado a sí mismo más que Karmazínov? Lo vapuleaban y no ha abandonado a sus dioses, mientras que KarmaZínov ha renegado de los suyos. —Bueno, Verjovenskii; es la primera vez que le oigo hablar así, y lo hago con estupefacción —dijo Nikolai Vsevolódovich—. Usted, por lo visto, no tiene nada de socialista, sino que es un político cualquiera..., un ambicioso... —Un tunante, un tunante. ¿Quiere usted saber quién soy yo? Pues voy a decirle en seguida quién soy; a eso iba. No en balde le he besado a usted la mano. Pero es menester que también la gente crea que nosotros sabemos lo que deseamos, y que los otros no hacen más “que dar palos de ciego y pegarles a los suyos.” ¡Ah, si tuviéramos tiempo! Es una desgracia..., nos falta tiempo. Nosotros proclamamos la destrucción..., porque ¡porque, a pesar de todo, esa ideílla es tan seductora! Pero es menester, es menester articular los huesecillos. Recurriremos al incendio... Echaremos a volar leyendas... Para lo cual nos será útil toda “partida” sarnosa. Yo le encontraré a usted en esos grupos voluntarios que pegarán tiros, todos los que hagan falta, y todavía lo tendrán a honra. ¡Bueno; y empezará la revuelta! Se armará un pandemónium como todavía no lo ha visto el mundo... Se cubrirá de tinieblas Rusia, llorará la Tierra por los antiguos dioses... Bueno; nosotros pondremos en su lugar... ¿a quién? —A quién? —Al zarevich Iván. —cA quién?

—iAl zarevich Iván; a usted, a usted! Stavroguin recapacitó un instante. —LUn impostor? —inquirió de pronto, mirando con honda estupefacción al enajenado—. ¡Ah, ya, por fin, conocemos su plan! —Diremos que “se oculta” —murmuró Verjovenskii, quedo, con un tierno susurro, que, efectivamente, parecía algo borracho—. ¿Sabe usted lo que quiere decir esta frase: “se oculta”? pero ya se mostrará, ya se mostrará. Difundiremos leyendas superiores a la de los skoptsi. El existe, pero nadie lo ha visto. ¡Oh, y qué leyenda se puede inventar! Y, sobre todo..., surgirá una fuerza nueva. Es necesaria, y por ella suspiran. Pero ¿qué ha hecho el socialismo? Destruyó las viejas fuerzas y no aportó ninguna nueva. Pero aquí habrá una fuerza, ¡y qué fuerza: inaudita! Nosotros no necesitamos Sino una vez la palanca para levantar el mundo. ¡Todo se alzará! 326 FFD0R M. DOSTOIEVSKI LOS DIMONiOS 327

—j,De modo que cuenta usted en serio conmigo? —preguntó Stavra, guin con maligna sonrisa. —j,Por qué se ríe usted y con esa malignidad? No me asuste usted. y soy ahora como un niño; se me puede asustar con sólo una sonrisa con ésa. Oiga usted: no se lo mostraré a nadie, a nadie; así tiene que ser. existe, pero nadie lo ha visto: se oculta. Aunque mire usted, se le puede también enseñar; pero, entre cien mil, a uno solo, por ejemplo. Y se correr4 una voz por toda la tierra: “Lo han visto, lo han visto!” Y a Iván Filíppo vich, dios-saboath, también lo vieron remontarse al cielo en un carro, co sus “propios” ojos lo vieron. Pero usted no es Iván Filíppovich: usted es guapo, arrogante, como un dios; no pretende nada para sí, tiene la aureo1 del sacrificio, “se oculta”. ¡Sobre todo, la leyenda! Usted los vencerá, lo mirará y los vencerá. Trae una nueva verdad y “se oculta”. Pero nosotroj7 inventaremos dos o tres juicios de Salomón. Grupos, quinqueviratos. . nada de prensa. Si de diez mil atiende una sola demanda, todos no vendrái con demandas. En cada cantón, todo muchik sabrá que existe en tal sitio un árbol en cuyo hueco está mandado depositar las instancias. Y se quejará con un lamento la tierra: “La nueva ley viene”, y se encrespará el mar, y s? derrumbará el tinglado, y entonces idearemos el modo de hacer una cons trucción de piedra. ¡Por primera vez! ¡La edificaremos “nosotros”, sólo no, sotros! —Fantasías! —dijo Stavroguin. —j,Por qué, por qué no quiere usted? ¿Tiene miedo? Pero ¡si yo lo he elegido a usted porque usted no le tiene miedo a nada! ¿Es acaso una insen4 satez? Pero si es que yo soy, entre tanto, un Colón sin América, ¿acaso Colón, sin América, pasaba por sensato? Stavroguin callaba. A todo esto, habían llegado a su casa, y se detuvieron en la puerta. —Oiga usted —díjole Verjovenskii, inclinándose a su oído—: yo le serviré de balde; mañana despacho a Maria Timoféyevna... sin dinero, y mañana mismo le llevo a usted a Liza. ¿Quiere usted que le lleve a Liza mañana mismo? —Pero ¿qué tendrá? ¿Será que de veras está loco? —sonrió Stavroguin. La puerta de la casa se abrió. —Stavroguin, vamos por nuestra América? —y por última vez cogióle de la mano Verjovenskii. —óPara qué? —replicóle Nikolai Vsevolódovich, seria y severamente. —No le interesa, ya lo sabía yo! —exclamó Verjovenskii en un arranque de irreprimible rabia—. ¡Usted miente, señorito puerco, vicioso, degenerado; no le creo; usted tiene apetito de lobo!... Comprenda usted que ya le tengo apuntadas muchas cosas en su cuenta y no puedo dejarlo ir. ¡No hay en la tierra otro como usted! Yo lo inventé en el extranjero, lo inventé a usted al verlo. Si no le hubiese yo mirado a usted desde un rincón, no se me habría ocurrido nada... Stavroguin, sin contestar, dispúsose a subir la escalera. _1tavroguin! —gritóle aquél—-. ¡Le doy a usted de plazo un día...; buen°, dos. ..; Vaya, tres; más de tres no puedo, pero para entonces.., ha de contestae! CAPITULO IX

REGISTRAN LA CASA DE STEPÁN TROFÍMO VICH A todo esto, nos ocurrió un lance, que a mí me llenó de asombro y a Stepán Troflmovl lo exasperó. Una maiaua, a las ocho, vino a llamarme de su parte Nastasia, participándome que al señor “lo habían registrado”. Yo, al principio no podía entender nada; sólo lograba vislumbrar que habían efectuado el registro unos funcionarios, los cuales habían ido allá e incautádose de los papeles, y que un soldado había hecho con todos ellos un paquete y “se los había llevado en una carretilla”. La noticia era horrible. Inmediatamente corrí a casa de Stepán Trofiniovich. Lo encontré en una disposición de ánimo admirable: agitado y presa de gran emoción, pero al mismo tiempo con un aire de indudable triunfo. Encima de la mesa, en mitad de la habitación, hervía el samovar, y se veía un vaso de té servido,

pero intacto y olvidado. Stepán Trofimovich daba vueltas alrededor de la mesa y de un picO a otro, sin advertir sus movimientos. Vestía su camisa roja de costumbre; pero al yerme, diose prisa a ponerse el chaleco y la levita, cosa que antes no hacía, cuando alguno de sus íntimos lo sorprendía con aquel camisón. Inmediatamente, y con vehemencia, cogióme de la mano. —Enfin, un ami! —respiró a plenO pulmón—. Cher, sólo a usted lo he mandado llamar; nadie sabe nada. hay que ordenarle a Nastasia que cierre la puerta y que no deje entrar a nadie, excepto, naturalmente, “esos...”, vous comprenez? Me miró con inquietud, como aguardando mi respuesta. Naturalmente, yo me deshice en preguntas, y por SUS palabras incoherentes, entrecortadas y salpicadas de inútiles pormenores supe que a las siete de la mañana se había presentado allí, “de pronto”, un funcionario del Gobierno... —;Pardon, j ‘ai oublié son noS. Ji n ‘es! pas du pays, pero, al parecer, vino enviado por Lembke. Quelque chose de béte et d’aliemand dans la physonomie. 11 s ‘appele Rosenthal. —No será Blümer? —Blümer. Así es como se anuflCl’. Vous le connaisez? Quelque chose d’hébété et de trés sevére, raide etsérieux.22 Tipo de polizonte, subalterno, je m y connais. Yo estaba durmiendO todavía, y figúrese usted, me pidió que le dejase “revisar” mis libros y manuscritos, oui je, m ‘en souviens, ji a empioyé ce mo!. No tenía intención de prenderme, sino solamente a mis libros... Ji se tenait ó distance, y al darme esas explicaciones sobre su veni22 El original ruso dice: seriex. HDOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEFvIONIOS

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da, parecía imaginarse que yo... Enfin, it avail l’air de croire queje rai sur tui inmédiatemenl el queje commencerai é le ballre comme Taus ces gens du has élage sonl comme ça, cuando tienen que habér con personas decentes. Ni qué decir tiene que yo en seguida lo comp todo. Vallé, vingi ans queje m’yprépare. Le abrí todos los cajones y ‘ tregué todas las llaves; yo mismo se lo di, yo se lo di todo. J’élais cL calme. De entre los libros, eligió la edición de Herzen hecha en el cxi ro, un ejemplar encuadernado de La Campana, cuatro copias de mi el, enjin, loul ça. Luego, los papeles y cartas el quelques unes de mes ches hisloriques, criliques el politiques. Todo eso se lo llevó. Nastasía que el soldado lo metió todo en la carretilla y luego lo cubrió con la oui, e ‘esl celé, con la tapa. Aquello era absurdo. ¿Quién podía comprender nada de eso? Y: nuevo lo asedié a preguntas. ¿Había ido solo Blümer? ¿En nombre quién? ¿Con qué derecho? ¿Cómo se había atrevido? ¿Qué explicaciói bía dado? —II élail seul, bien seul, aunque, por lo demás, había alguien q 1 ‘anlichambre, oui, je m ‘en souviens, el puis... Aunque también había algún otro, pero que se había quedado prudentemente en el vestíb Habrá que preguntarle a Nastasia: ella está más enterada. J’élais surex voyez vous. It partail, it parlail... un tas de choses; por lo demás, 1L muy poco, siendo yo quien todo me lo decía... Le referí mi vida, r_, mente, desde ese punto de vista... J’élais surexcilé, mais digne, je 1 ‘assure. Aunque temo haberme echado a llorar. La carretilla la había e do en la tienda, aquí al lado. —Oh, Dios! ¿Cómo es posible hacer todo eso? Pero, por Dios, e’ sese con más exactitud, Stepán Trofimovich, porque eso que me cue un sueño. —Cher, a mí también me parecía estar soñando..., savez vous? prononcé le nom de Tetíatnikof y yo pienso que ése era el que se L quedado en el vestíbulo. Sí, creo que habló, que me propuso un procurad y hasta me parece que a Dmitrii Mitrich..., qui me doit encore quinze bIes, que le gané al whist, soit dil en passanl. Enfin, je n ‘ai pas trop c pris. Pero yo anduve con ellos de pillo a pillo, y ¿qué gano con ver a t. trii Mitrich? Yo, por lo demás, le rogué mucho que ocultara lo ocurrido; lo rogué mucho y hasta temo haberme rebajado. Commenl, croyez v” Enfin,23 it a consenli. Sí, recuerdo que él mismo me dijo que sería mejo decir nada, porque él sólo había venido para “ver”, el rien de plus, y r más, nada más, y que si nada encontraba, pues nada pasaría. Así que aca mos la cosa en amis, je suis loul-é-fail conlenl. Todo eso me lo han inca tado. —Pero ¿de modo que él le ofreció a usted las medidas y garantías pr pias de estos casos y usted fue y las rechazó? — exclamé con amistoso enoi 23 El texto ruso dice, equivocadamente: enjani. _No, es mejor sin garantías. ¿A qué conduce el escándalo? ProcedaOS por el momento en amis... Mire usted: si se enterasen en la poblajÓfl’ mes ennemis... el PUiS ó quoi bon ce procureur, ce cochon de notre Crocureur, qui deux fois m ‘a manqué de polilesse el qu ‘on a rossé ¿1 plaisir année chez celle charmante el belle Nastasia Pávlovna,24 quand it se cacha dans son boudoir. El puis, mon ami, no me objete usted ni me desaliente, se lo ruego, porque no hay nada más insufrible sino el que, cuando ui hombre es desgraciado, acudan a su lado cien amigos y le hagan ver lo estúpido que ha sido. Pero siéntese usted y beba una tacita de té; le confieso a usted que estoy muy cansado... ¿No haría bien en ponerme una venda COfl vinagre a la cabeza? ¿Qué le parece a usted? _Desde luego que sí —exclamé—, y hasta hielo. Está usted muy agitado. Está pálido, y las manos le tiemblan. Acuéstese

usted, descanse, y deje para después su narración. Yo me sentaré a su lado y esperaré. No se decidía a curarse, pero yo insistí. Nastasia nos trajo una tacita de vinagre, y yo mojé una toalla y se la lié a la cabeza. Luego Nastasla se subió en una silla y procedió a encender en un rincón una lamparita delante de una imagen. Yo, con asombro, observé aquello; antes no había allí tal lámpara, que había surgido ahora de pronto. —Fui yo quien lo dispuse así en seguida que ésos se fueron —murmuró Stepán Trofimovich, después de mirarme con picardía—. Quand on a de ces choses-lé dans sa chambre el qu ‘Qn vient vous arréler, eso les impone, y no tienen más remedio que decir que han visto... Después de despachar lo de la lámpara, Nastasia quedóse en pie junto a la puerta, se llevó la palma de la mano diestra a la mejilla y púsose a contemplarlo con plañidero aspecto. —Eloignez-la con cualquier pretexto —insinuóme él desde el diván—; no puedo sufrir esa piedad rusa, el puis ça m ‘embéle. Pero ella misma se fue. Observé que él no hacía más que mirar a la puerta y escuchar del lado del recibimiento. —JI jiaul élre prél, voyez voUs —dijo mirándome significativamente—y chaque momenl... Vendrán, me prenderán y ¡fu!..., desapareció el hombre. —jSeñor! ¡Quién va a venir! ¿Quién va a prenderle a usted? —Voyez vous, mon cher: yo le pregunté sin rodeos, al irse, qué iban a hacer ahora conmigo. —Mejor habría usted hecho en preguntarle a dónde lo iban a deportar! —exclamé con la misma indignación. —Ya se dejaba traslucir también eso en mi pregunta, pero se fue sin Contestarme. Voyez vous: tocante a la ropa interior, los trajes, sobre todo, el de abrigo, se los pueden llevar si quieren, dejándome un capote de soldado. Pero yo —y bajó la voz, mirando a la puerta por la cual había salido Nasta51a— tengo escondidos treinta y cinco rublos, sin que lo sepa nadie, en el forro del bolsillo del chaleco, aquí, tiente usted... Pienso que el chaleco no

[

1 24 Anastasia, hija de

Paula.

330 FEI)OR M. DOS1OIEVSKI LOS DEMONIOS

llegarán a quitármelo, y para engañarlos he dejado siete rublos en el po-f. monedas, “todo cuanto poseo”. Mire usted: y allí también, encima de mesa, hay alguna calderilla, porque Dios sabe dónde tendré que doi- esta noche! Yo bajé la cabeza ante tamaña insensatez. Saltaba a la vista que no día haber ni tal detención ni tal registro, según él decía, y, sin duda, haba perdido el juicio. Verdad que todo aquello ocurría con anterioridad a las l yes actuales. Cierto también que le habían propuesto un procedimiento mj legal, aunque que él había procedido “con picardía” y había rehusada Sin duda, antes, es decir, en una época tan reciente, podía el gobernador, casos extremos... Pero ¿qué caso extremo podía ser aquél? He ahí lo me desconcertaba. —Seguramente ha mediado en esto algún telegrama de Petersbu —dijo de pronto, Stepán Trofimovich. —Un telegrama! ¿Referente a usted’? ¿Por las obras de Herzen y por. poema’? Usted ha perdido el juicio. ¿Es que por eso van a detener a nadi Yo estaba sencillamente furioso. El hizo una mueca, y a todas luces dio por ofendido, no por mi increpación, sino ante la idea de que por eso fueran a detenerle. —Quién puede saber en nuestros tiempos por qué le irán a detener uno’? —enigmático, exclamó. Una idea salvaje, absurda, se me ocurrió pronto. Stepán Trofimovich, dígame usted, de amigo a amigo: ¿no pertenec usted a alguna sociedad secreta? Y vean ustedes, con el consiguiente asombro de mi parte, no estaba seguro de si pertenecía o no a alguna sociedad secreta.

—Según se mire, voyes i’ous... —,Cómo según se mire? —Cuando perteneces de todo corazón al progreso y... ¿quién pue decir? Piensas que no perteneces a ninguna, y, mirándolo bien, caes en cuenta de que sí perteneces. —Cómo es posible eso de pertenecer y no pertenecer? —Cela date de Petersbourg, cuando en unión de ella, me propo4 fundar allí una Revista. Esa es la raíz de todo. Entonces nos escabullimosJ ellos se olvidaron de nosotros; pero ahora han vuelto a acordarse. Chel! cher, ¿es que usted no me conoce? —exclamó morbosamente—. Nos co4 rán, nos harán subir a una kibitka25 y march!..., a Siberia por toda la etCt nidad, si no nos dejan olvidados en una casamata. Y de pronto echóse a llorar, derramando ardentísimas lágrimas. Corría éstas copiosas. Se ocultó la cara con su pañuelo de seda rojo, y estuvo llol!i que te llora, por espacio de cinco minutos, convulsivamente. A mí se fl* vino todo abajo. Aquel hombre, que durante veinte años había sido nuestt#’ profeta, nuestro predicador, nuestro oráculo, nuestro patriarca, nuestro KU kólnik, que tan altiva y magníficamente se había sostenido por encima 4k 25 Coche. 331 todos nosotros, aite el que nos inclinábamos tan de corazón, teniéndolo a honra..., salía depronto echándose a llorar, y a llorar como un chico que ha hecho una diallura, en espera de los azotes con que lo ha de castigar el maestro. Me inspraba una lástima enorme. Creía evidentemente en lo que la kibitka ni más Ii menos que en que yo estaba allí a su lado, y la aguardaba aquella mañam misma, en seguida, en aquel mismo instante, y todo eso por las obras de hsrzen y un poemita. Tan plena, tan perfecta ignorancia de la realidad cotidiaa resultaba conmovedor y al par desagradable. Finalmente, sspendió sus lloros, levantándose del diván, y tomó a dar paseos por la habición, sin dejar de hablarme, pero mirando a cada instante a la ventana yescuchando del lado del recibimiento. Nuestro diálogo proseguía sin ilacSn. Todas mis seguridades y excitaciones a la tranquilidad rebotaban en 1 como guisantes en un muro.26 Apenas me escuchaba; pero, no obstante, enía una necesidad enorme de que yo lo tranquilizara, y en ese sentido halaba sin parar. Yo veía bien que ahora no podía pasarse sin mí, y por nadajel mundo me habría soltado. Quedéme allí, y permanecimos juntos dos oras largas. En el curso de la conversación recordó él que Blümer se haba incautado de dos proclamas que allí encontró. —iCómo prolamas! —exclamé con estúpido susto—. ¿Acaso usted...? —Oh, sí! Mcremitieron diez —respondió con enojo (me hablaba tan pronto en un tono e acritud y altivez como con la mar de quejumbre y humildad)—; pero yya había dispuesto de ocho, así que Blümer sólo pudo encontrarme dos... Y de pronto p;ose colorado de indignación. —Vous me meez ayee ces gens-lá! ¿Es que usted supone que yo puedo alternar con esc tunantes, con esos enredadores, con mi hijo, Piotr Stepánovich, con ces pritsfort de la lácre té? ¡Oh, Dios! —Bah!; pero Lieden haberlo confundido con alguien... Aunque eso es un disparate, y no iede ser —observé. —Savez-vous?_se le escapó de pronto—. Siento a veces quejeferaj té-has quelque escndre! Oh, no se vaya usted, no me deje solo! Ma carrzére est finie aujrd ‘hui, je le sens. Pero mire usted, puede que yo me lance allí sobre alien y la emprenda a mordiscos con él, como el subteniente de marras... Me lanzó una irada extraña: asustada y, al mismo tiempo, como queriendo asustar. Efeivamente cada vez estaba más enfurecido contra alguien y por algo; po a todo esto iba pasando el tiempo y no llegaba la kibit/ca; hasta le dababia. De pronto, Nastasia, que por algún motivo había salido de la cocina la antesala, dejó caer allí una percha. Stepán TrofimoVich dio un respin y quedóse como muerto en su sitio; pero al aclararse lo ocurrido, gritóle Nastasia que se volviese a la cocina, y, pateando el suelo, echóla hacialí. 26 En alguna verslespañola se suprime el símil, que la alemana interpreta como 5OSOtros 332 FEDOR M. DOTOIEVSKl LOS DEMONIOS

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Un minuto después díjome, miránd)me desolado. —Soy perdido, cher! —sentóse de pronto junto a mí y quedóseme mi rando lastimeraimente a los ojos— Cher yo no le temo a Siberia, se lo juro óje vous jure! (hasta lágrimas fluían d sus ojos), sino a otra cosa... Adiviné por su aspecto que quería decirme, por fin, algo extraordinari que hasta entoinces se había hecho fuer2a para no decirme. —Le temo a la vergüenza —balbueó misteriosamente. —i,Qué vergüenza? Pero ¡si es todo lo contrario! Crea usted, Stepáiy Trofimovích, que todo esto se aclarará hoy mismo y quedará resuelto a s favor... —Jan seguro está usted de que m perdonarán?

—Pero ¿qué es eSO de “perdonar” ¡Qué palabras! ¿Qué ha hecho ted para eso? ‘Yo le aseguro que usted ro ha hecho nada. —Qu en savez VOUS? Toda mi vida ha sido... Cher..., ellos lo record rán todo..., y si no encuentran nada, “pues peor” — añadió de pronto, in pinadamente. —Cómo “peor”? —Sí, “peor”. —No comprendo. —Amigo mío, amigo mío, que me lleven a Siberia, a Arkángel; ql4j me priven de los derechos civiles... ¡Si quieren perderme, que me pierdanj pero... yo le itemo a otra cosa (de nuevo el susurro, el aire asustado yjt misterio). —Pero ¿a qué, a qué? —A que me azoten —profirió, mirandome con aire enajenado. —Pero ¿quién va a azotarle a usted? ¿Dónde? ¿Por qué? —inquirí, te meroso de que hubiera perdido el juicio. —áDónde,? Pues allí, donde hacen esas cosas. —,Dónde hacen esas cosas?27 —Ah cher __-murmuró casi en mi oído—; a sus pies, de pronto, sá abre el suelo, y cae usted en una trampa hasta la mitad del cuerpo!.. .Esç nadie lo ignora. —Fábulas __exclamé, adivinando—, fábulas viejas; pero ¿es que usted ha creído en ellas hasta ahora? Me eché a reír. —jFábulats! Por algo corren estas fábulas; el azotado no lo va a contar. Diez mil veces me lo he representado en la imaginación. —Pero a usted, a usted, ¿por qué? Si usted no ha hecho nada! —Peor que peor: verán que no he hecho nada, y me azotarán. —(,Y está usted también seguro de que luego le llevarán a Petersburgo? —Amigo mío, ya le he dicho que yo, yo no deploro nada; ma carriére est fine. Desde el punto y hora que ella, en Skvoréschnikii, se despidió de 27 En nuestra edición rusa falta ese renglón, que las traducciones intercalan. n, ya no tengo apego a la vida...; pero la vergüenza... Que dira-t-elle si se entera! Consternado, me miró, y de pálido que estaba se puso todo rojo. Yo también bajé la vista. —Ella no sabrá nada, porque a usted nada ha de pasarle. Esta me parece, Stepán Trofimovich, que es la primera vez que le hablo, hasta ese punto me resulta usted extraño esta mañana. —Amigo mío, no es miedo... Pero supongamos que me perdonan, que me vuelven a traer acá y no me hacen nada..., pues de todos modos seré hombre perdido. Elle me soupçonnera toute sa vie..., a mí, a mí, un poeta, un pensador, un hombre ante el cual se ha inclinado ella por espacio de veintidós años. —Ni siquiera se le ocurrirá semejante cosa. —Se le ocurrirá —murmuró con convicción profunda—. Ella y yo hemos hablado muchas veces de eso en Petersburgo, cuando los dos temíamos... Elle me soupcçonnera toute sa vie..., y ¿cómo desengañarla? Le parecerá inverosímil. Y, además, ¿quién lo creerá en este poblacho? C ‘est incraisemblable... et puis les femmes... Se alegrará. Se pondrá muy afligida, con toda sinceridad, como amiga leal, pero en secreto... se alegrará... Yo le doy un arma contra mí para toda la vida. ¡Oh, se perdió mi vida! ¡Veinte años de una dicha tan cumplida con ella... y mire usted! Se cubrió la cara con las manos. —Stepán Trofimovich, ¿por qué no le da usted parte en seguida a Varvara Petrovna de lo sucedido? —le propuse. —Dios me libre de hacerlo —estremecióse y saltó de su sitio—. ¡Por nada del mundo, después de lo que nos dijimos al despedirnos en Skvoréschnikii! ¡Nunca! Los ojos le centelleaban. Continuamos juntos creo que una hora o más todavía, aguardando no sabíamos qué; se trataba ya de una idea fija. Volvió a acostarse, cerró los ojos y permaneció echado unos veinte minutos, sin proferir palabra, de suerte que yo llegué a pensar si se habría quedado dormido o amodorrado. De pronto, incorporóse ávidamente, quitóse de la frente la toalla, saltó del diván, lanzóse al espejo, con trémulas manos se hizo el nudo de la corbata y con voz tonante gritóle a Nastasia que le diese el paletó, el sombrero nuevo y el bastón. —No puedo sufrir más! —dijo con voz entrecortada—. ¡No puedo, no puedo!... Iré yo mismo. —j,Adónde? —inquirí yo, levantándome también. —A ver a Lembke. Cher, es mi deber, estoy obligado a ello. Es un deber. Soy un ciudadano y un hombre, y no una viruta: tengo mis derechos y quiero hacerlos valer... En veinte años no he reivindicado mis derechos...; pero ahora los exijo. Está obligado a contármelo todo, todo. Ha recibido un telegrama. No se atreverá a atormentarme; si no, ¡que me prenda, que me prenda, que me prenda!

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334 FEDOR M. DOS FOIEVSKI

Lanzó aquellas exclamaciones chillando y pateando el sudo. —Yo lo aplaudo a usted —díjele con toda intención, lo nás tranquil mente posible, aunque temiendo ya mucho por él—. Verdadramente, e es preferible a estarse ahí roído por la pena; pero no aplaudo u disposicj de espíritu: fíjese usted en lo que parece y cómo se dispone aír allá. Jifa éfre digne et calme avec Lembke. Efectivamente, pudiera ser me se lanza usted allí sobre alguien y la emprendiera a mordiscos. —Yo mismo voy a entregarme. Voy derecho a meterme n la boca d león... —Pero yo iré con usted. —No esperaba de usted menos; acepto su sacrificio, sacrficio de a go sincero; pero hasta la puerta, sólo hasta la puerta; usted m está oblig do, usted no tiene derecho a comprometerse más con mi com3añía. O, er yez-moi, fe seraj calme! Yo me siento en este instante a la huteur de to ce qu ‘il y a de plus sacré... —Es posible que entre con usted en la casa —interrumpíl,_. Ayer comunicaron, de parte de ese estúpido Comité, por conducto de Visotsk que contaban conmigo y me invitaban a esa fiesta matinal, ncluyéndom en el número de los delegados, o como sea... En el número di esos seisj yenes que están llamados a inspeccionar ci servicio, atender alas señoras colocar a los invitados en su sitio, y que llevarán como distótivo un la blanco y rojo en el hombro izquierdo. Yo quería negarme; peo ahora ¿p qué no entrar en la casa con el pretexto de tener una explicadón con luli Mijaílovna?... Así que mire: vamos a entrar los dos juntos. Me escuchaba moviendo la cabeza pero sin comprende, al parecer nada. Nos detuvimos en la puerta. —Cher —dijo, tendiendo la mano a un rincón, hacia la lamparilla— cher, yo nunca habría creído esto; pero... isea, sea! —si santiguó— A llons! “Bueno, sí, eso es lo mejor —pensé yo al salir con él al prtal—. En e camino le sentará bien el aire fresco y se serenará nos volvercmos a casa nos acostaremos Pero yo no contaba con la huéspeda. En el camino precóamente hubo de ocurrirnos un lance aún más desconcertante, y que acah definitivamente de trastornar a Stepán Trofimovich... hasta el punto (e que yo, lo confieso, no me esperaba de nuestro amigo semejante fogosdad como la que mostró esa mañana. iPobre amigo, buen amigo! CAPÍTULO X

FILIBUSTEROS. UNA MAÑANA FATAL El lance que nos ocurrió en el camino fue también asombroso Pero es menester contarlo todo por su orden. Una hora antes de salir a la calle Stepán LOS DEMONIOS 335 Trofímovich y yo, esparcióse por la población, y fue notada por muchos cOfl curiosidad, una pandilla de individuos, obreros de la fábrica de los schpigúiines, de unos setenta hombres, y puede que más. Caminaban correctamente, casi en silencio, en orden deliberado. Luego han asegurado que eSOS setenta individuos habían sido elegidos entre los obreros que trabajaban en la fábrica, donde había un total de novecientos, con el objeto de que fueran a avistarse con el gobernador y, en ausencia de los patronos, recabasen de él justicia contra el administrador de aquéllos, que, cerrando la fábrica y despidiendo a los operarios, los había robado descaradamente a todos: hecho que no admitía ya la menor duda. Otros, hasta hoy, niegan lo de la selección, sosteniendo que setenta hombres habrían sido demasiados para formar una comisión, y que, sencillamente, aquella partida componíase de los más resentidos, y que habían ido a reclamar por su cuenta únicamente, de suerte que aquel “plante” de la fábrica, de que tanto se habló luego, no había existido en absoluto. Otros aún afirmaban que aquellos setenta hombres no eran simplemente rebeldes, sino decididamente un movimiento político; es decir, de los más insolentes, y que, además, obraban instigados por escritos clandestinos. En resumidas cuentas: que si mediaban allí influjos o instigaciones, hasta ahora no se ha puesto en claro. Mi personal opinión es... que los trabajadores no habían leído en absoluto tales escritos clandestinos, y que, aunque los hubiesen leído, no los habrían comprendido ni jota, aunque sólo fuese porque quienes los habían redactado, pese a toda la crudeza de su estilo, habíanlo hecho con extraordinaria oscuridad. Pero, sea como fuere, los trabajadores estaban, efectivamente, descontentos, y como la Policía, a la cual se habían dirigido, no quería terciar en su pleito, era natural que pensasen en ir directamente a avistarse con el “mismo general”, a ser posible, con un documento escrito, alinearse correctamente en su vestíbulo y, en cuanto él asomase, ponerse todos de rodillas e invocarle como a la misma Providencia. A mi juicio, no hacía falta para eso plante ni comisión, porque ése es el medio antiguo, histórico: el pueblo ruso ha gustado siempre de hablar con el “propio general”, sobre todo, por pura satisfacción y aunque tal diálogo no conduzca a nada. Y, además, estoy perfectamente convencido de que, aunque Piotr Stepánovich, acaso Liputin y algún otro más, como Fedka, hubiesen tratado previamente de alborotar a los trabajadores (y de ello abundan indicios harto firmes), y puéstose

con ellos al habla, seguramente no habría sido más que con dos, tres y, a lo sumo, cinco, por vía de ensayo, sin que hubiera salido nada de estas pláticas. Por lo que se refiere al plante, aun suponiendo que hubiesen entendido algo de su propaganda, los obreros fabriles de fijo habrían dejado en seguida de escuchar cualquier insinuación como cosa estúpida y en absoluto impertinente. No puede decirse otro tanto de Fedka: éste, según parece, tuvo más suerte que Piotr Stepánovich. En el incendio ocurrido en la ciudad tres días después, según ahora está indiscutiblemente comprobado, secundaron a Fedka dos obreros, y además, un mes después, fueron detenidos en el distrito otros tres obreros, acusados también de in 1 336 FEDOR M. DOSTOIEVSKI cendio y robo. Pero si Fedka logró inducirles a una acuación directa e inmediata, fue tan sólo a esos cinco, porque de los demá no se llegó a decir nada semejante. Fuese de ello lo que fuere, los trabajadores encamnáronse en pandilla a una plaza delantera de la casa del gobernador, y allí s formaron correctamente y en silencio. Luego abrieron las bocas en direción al vestíbulo y aguardaron. Me han contado que no bien llegaron allí, ciitáronse en el acto los gorros, permaneciendo destocados acaso media hoa, hasta la llegada del gobernador, que, como con toda intención, no se hJlaba en aquel momento en su casa. La Policía compareció inmediatameite, al principio en pequeños grupos, y luego en columna cerrada; naturalm,nte, dióles órdenes en tono amenazante de que se dispersaran. Pero los obreos estaban obstinados, como un rebaño de corderos que han dado contra ura tapia, y contestaron lacónicamente que ellos querían hablar con el “nismo general”; era evidente que estaban animados de una resolución firme. Sonaron gritos sobrehumanos; pero no tardó en sucederles el ensimismaniento, un murmullo correcto y misterioso y una seria, afanosa inquietud, quehizo fruncir las cejas al jefe de la fuerza. Este prefirió aguardar la llegda del propio von Lembke. Es un disparate lo de que llegase en una Iroila y desde el coche mismo iniciara el ataque. En la población, gustábale pasír a la carrera en su coche de trasera amarilla, y cuando “los corceles, condulidos hasta el libertinaje”, se enloquecían, suscitando el entusiasmo de todes los comerciantes del Gostinyi Dvor levantábase él en pie cuan largo era ci el coche, sujetán- , dose a una correa que con toda intención llevaba al bdo, y extendía la mano derecha a lo lejos, como una estatua, pasando revista a toda la ciudad. Pero en el caso presente no arremetió contra nadie, , aunque al apear- se al vuelo del droschki no pudiera menos de lanzar algina palabra fuerte, hízolo únicamente para no perder su popularidad. Ab;urdo todavía más grande es lo de que concentraran allí soldados con la tayoneta calada, ni que fuese menester pedir no sé adónde, por telégrafo, fwrzas de artillería y cosacos: son esos chismes en los que no creen ya ni sus riismos inventores. Absurdo también lo de que llevasen bombas de incendio con agua, para regar al pueblo. Se trata, sencillamente de que Ilia Ilich, acslorándose, les gritó que ni uno de ellos se libraría del agua; probablemete de aquí fue de donde sacaron eso de las bombas, que los corresponsa]es transmitieron a sus periódicos de la capital. La versión más fidedigna hay que suponer que es la de que echaron mano para contener al pueblo, por primera vez, de cuanta policía tenían a su alcance, enviando a casa de Lenbke, con toda iritención, al jefe de la sección primera, el cual marchó en d coche de la Policía a Skvoréschniki, sabedor de que allí, hacía media hora, se había dirigido von Lembke en su calesa... Pero confieso que para mí, no obstante, queda aún una pregunta por contestar: ¿cómo a una insignificante, es decir, vulgar pardilla de reclamantes —verdaderamente de setenta hombres—, desde el priner momento, desde el primer instante, tomáronla por una “sublevación” que amenazaba con LOS DEMONIOS

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derribar los cimientos del orden? ¿Por qué el propio Lembke se obstinó en esa idea, al presentarse allí, veinte minutos después de haberle avisado su emisario? Yo supongo —es mi opinión personal— que aquél, después de conferenciar con el administrador de la fábrica, juzgó conveniente pintarle a von Lembke aquellos grupos con esos colores, a fin de impedirle llegar a la verdadera comprensión del asunto; y, además, esa idea se la había sugerido el propio Lembke. Los dos últimos días había tenido con él dos conferencias secretas y confidenciales, por lo demás, muy descabelladas, pero de las que Ilia llich infirió que su jefe se aferraba mucho a la idea de las proclamas y de las investigaciones hechas por alguien a los obreros de la fábrica para inducirlos a una revuelta social, y hasta tal punto se encariñó con esa idea, que habría lamentado hubiese resultado un absurdo. “Quiere llamar de algún modo la atención de Petersburgo —pensó nuestro cuco Ilia Ilich, al separarse de von Lembke—; vaya, la cosa está en nuestras manos.” Pero estoy convencido de que el pobre Andrei Antónovich no deseaba ninguna revuelta ni para llamar la atención de Petersburgo sobre su persona. Era un funcionario sumamente escrupuloso, que hasta su casamiento había conservado su inocencia. Y, además, ¿tenía él la culpa de que, en vez de un puesto tranquilo y una Mienchen ingenua, lo hubiese elevado hasta su altura una princesa cuarentona? Sé de un modo casi terminante que aquella mañana fatal iniciáronse las primeras señales claras de ese estado que, según dicen, llevó al pobre Andrei Antónovich a ese famoso establecimiento de Suiza, donde ahora parece haber recobrado nuevas energías. Pero si se admite siquiera que precisamente aquella mañana empezaron a manifestarse claros

indicios de “algo”, es posible admitir también, a juicio mío, que ya la víspera pudieron apreciarse síntomas análogos, aunque no tan evidentes. Me consta, por rumores sumamente íntimos (bueno; supongan ustedes que la propia lulia Mijaílovna, tiempo adelante, y ya no con aire triunfal, sino más bien “casi” contrita —porque la mujer nunca se arrepiente “del todo”—, me contó a mi un trozo de esa historia), me consta, digo, que Andrei Antónovich fue a las habitaciones de su mujer la noche antes, a hora ya avanzada, a las tres; la despertó y le exigió que escuchase “su ultimátum”. Aquella exigencia era hasta tal punto obstinada, que ella se vio obligada a levantarse de la cama, con indignación y con los papillotes, y se sentó en un diván, y, aunque con su desdén característico, el caso fue que lo escuchó. Entonces, por primera vez, comprendió ella hasta qué punto estaba minado su marido, y se asustó horriblemente. Hubiera debido, finalmente, recapacitar y ablandarse, pero ella disimuló su espanto y se obstinó más que nunca en mantener su actitud. Tenía ella (como todas las mujeres casadas, al parecer) su manera de tratar a Andrei Antónovich, acreditada ya más de una vez y que más de una vez también lo había exacerbado hasta la enajenación. La manera de lulia Mijaílovna consistía en un silencio despectivo, durante, una, dos, veinticuatro horas, y a veces hasta por espacio de tres días; silencio, pasase lo que pasase, dijese él lo que dijese, hiciese lo que hiciese, y aunque se lanzase a la ventana para arrojarse a la calle desde 338 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 339

un tercer piso; manera insoportable para un hombre sensible! ¿Caigaba Julia Mijaílovna a su marido por sus yerros de los últimos días y po estar celosa de sus facultades administrativas? ¿Es que estaba disgustada on él por sus críticas de su conducta con los jóvenes y con toda nuestra soedad, sin comprender sus sutiles y amplias miras políticas? ¿Estaría enojaa por sus estúpidos y aturdidos celos de Piotr Stepánovich? Fuese como fuse, es el caso que ella decidió en aquella ocasión no entemecerse, sin hacer uenta que eran las tres de la madrugada y la inusitada emoción de que veftpresa a Andrei Antónovich. Dando paseos arriba y abajo conio fuera de sí,ie un extremo a otro de la alfombra de su budoir, se lo exponía todo, tdo, la verdad, sin ilación, pero, en cambio, “todo” hirviendo, porque... había llegado al colmo”. Empezó por decirle que de él se reía todo el mudo, y lo “conducían de la nariz”. “jEscupo en la expresión! —chilló inmJiatamente al advertir una sonrisa de ella—; ¡lo de menos es la frase; lo nIlo es que es verdad!... No, señora; ha llegado el momento; sepa usted quelesde ahora están de más las risas y los arrumacos de la coquetería femenia. No estamos en el boudoir de una amante, sino que somos algo así con) dos seres abstractos que se encuentran en un globo para buscar la verdac” No había duda que se aturrullaba y no atinaba con la forma debida paa sus ideas, por otra parte justas. “Fue usted, usted, señora, quien me sacóle mi anterior estado; yo acepté este puesto sólo por usted, sólo por suimbición... ¿Sonríe usted sarcástica? No cante victoria, no se apresure. Sea usted, señora, sepa usted, que yo habría podido, habría sabido deseipeñar bien este puesto, y no sólo éste, sino diez como él, porque poseo aptudes; pero con usted, señora, con usted al lado..., es imposible salir airos porque yo a su lado, soy ya un hombre sin aptitudes. Dos centros no 1ieden coexistir, y usted ha establecido dos —uno en mi departamento, el (ro en su boudoir—, dos centros de poder, señora; pero ¡yo no estoy dispusto a permitirlo, no lo permito! ¡En el servicio, como en el matrimonio, sól puede haber un centro: dos es imposible...! Y ¿cómo ha pagado usted? —DOntinuó—. Nuestro matrimonio consistía únicamente en que usted todo etiempo, a cada instante, me ha estado demostrando que soy u ser insignificante, imbécil y hasta vil, y yo todo el tiempo, a cada paso yie un modo humillante, me he visto obligado a demostrarle a usted que no y insignificante, que no tengo nada de imbécil y a todos admiro por mi obleza; y, dígame usted: ¿no es humillante esto para ambos?” Al llegar aquí dio en patear aprisa y a menudo con ambos pies sore la alfombra, de suerte que Julia Mijaílovna se vio obligada a levantar con grave dignidad. Serenóse él al punto; pero, en cambio, pasó al sentiientalismo y rompió a llorar (Sí, a llorar), a darse golpes de pecho durantcclflco minutos quizá, cada vez más exasperado ante el profundísimo silenio de Julia Mijaílovna. Por último, definitivamente, se trastornó y dejó oapar que sentía celos de Piotr Stepánovich. Dándose al punto cuenta de qe había cometido la mayor torpeza, se puso furioso y dijo a gritos que “a permitía que negase a Dios”; que cerraría su “imperdonable salón sin fe; que un gobernador está obligado, incluso, a creer en Dios, “y que, por consiguiente, también su esposa”; que no podía tragar a aquellos pollitos; que “a usted, a usted, señora, le compete, por propia dignidad, preocuparse de su marido y salir a la defensa de su talento, por poco que tenga (y ¡yo no tengo poco!), y, sin embargo, usted es la causa de que todos aquí me miren con desprecio; ¡usted es quien los ha puesto en esa disposición’ Clamaha que la cuestión femenina la suprimiría; que aquellos miasmas los ahuyentaría: que aquel estúpido festival por suscripción a beneficio de las institutrices (el diablo cargue con ellas!) lo suspendería al otro día por la mañana; que a la primera institutriz que al día siguiente se echase a la cara la expulsaría del gobierno “con un cosaco, ¡eso es! ¡Así! ¡Así! —chillaba—. ¿Sabe usted, sabe usted —clamó— que en la fábrica andan conspirando algunos de esos gandules amiguitos suyos, y que a mí me consta? ¿Sabe usted que oonozco los nombres de cuatro de esos tunantes y que voy a perder el juicio, que voy a perderlo definitivamente9 Pero al llegar a ese punto lulia Mijaílovna, de pronto, rompió su silencio y, secamente, le manifestó que también ella estaba hacía

tiempo al tanto de esas delictivas maquinaciones, pero que todo aquello era una necedad, que él lo tomaba harto en serio y. por le que se refería a los tales granujas, no sólo conocía a aquellos cuatro, sino a todos (mentía); pero que por aquello no estaba dispuesta ni remotamente a perder el juicio, sino que, al contrario, nunca había tenido más fc en su talento, esperando conducirlo todo a términos de armonía; alentar a la juventud, tratar de hacerla razonable y, de pronto, inopinadamente, demostrarle que se conocen sus pensamientos y encauzarla luego a nuevos fines, a una actuación más sensata y prudente. ¡Oh!, ¿qué pasó en aquel instante po Andrei Antónovich? Al saber que Piotr Stepánovich había vuelto a engañarle, y tan burdamente, se reía de él y se franqueaba con ella tanto, y antes que con él, y que, por último, era posible fuese el propio Piotr Stepánovich el principal inductor de esas maquinaciones delictivas, púsose como fuera de sí: “Has de saber, mujer insensata, pero venenosa —exclamó rompienio de una vez todas las cadenas—, has de saber que yo voy a mandar premIer ahora mismo a tu indigno amante, lo cargaré de hierros y lo enviaré a n castillo, si no... lo arrojo delante de ti por la ventana.” Pero ante aquel latiguillo, Julia Mijaílovna, poniéndose verde de ira, rompió en el acto a rtír, con una risa larga, estrepitosa, con altibajos, como las que se oyen en el teatro francés cuando una actriz parisiense, que gana cien mil rublos de sueldo y hace un papel de coqueta, se le ríe en la cara al marido que osa mostrarse celoso. Von Lembke fue a arrojarse por la ventana, pero de prontD se detuvo; como fulminado llevóse las manos al pecho, y, pálido como ur difunto, con furiosos ojos, miró a la que reía: “,Sabes tú, sabes tú, Julia —dijo jadeando con voz implorante—, sabes tú que yo puedo hacer cualquier cosa?” Pero otra vez acometióle a ella un violento acceso de risa, consecutivo a sus últimas palabras, y entonces él rechinó los dientes, lanzó un quejdo y, de pronto, se arrojó, no por la ventana, sino sobre su mujer, 340 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

¡COn el puño levantado! No lo dejó caer..., no, tres veces no; pero, enDambio, quedó anonadado él mismo. Sintiendo que le flaqueaban las pirnas, huyó a su despacho tal y como estaba vestido, echóse en la cama, sacdido todo el cuerpo con convulsivos espasmos, con la cabeza envuelta en 1 cobertor, y así permaneció dos horas: sin dormir, sin pensar, con una jedra en el corazón y con una sorda, fija desolación en el alma. De cuano en cuando temblábale todo el cuerpo con un calofrío doloroso, febril. Vciíansele a la memoria algunas cosas deshilvanadas, de todo punto imperhentes; evocaba, por ejemplo, un reloj antiguo de pared que había tenido uince años atrás en ptersburgo, y al que se le había caído el minutero; )tras veces al divertido funcionario Millevois, y cómo yendo los dos junto una vez por el Parque Aleksándrovskii habían cogido un gorrión, y recorndo luego, riendo, que ano de ellos era ya asesor de colegio. Pienso que earía durmiendo hasta 1a8 siete de la mañana sin notarlo, que se quedaría drmjdo a eso de las siete de la mañana, sin sentirlo, y que durmió con fruic5n y tuvo sueños seductores. Al despertarse, a eso de las diez, saltó bruscarnte de la cama, recordólo todo de un golpe, y dióse una fuerte palmada n la frente; ni almuerzo, ni Blümer, ni jefe de Policía, ni funcionario que llara a avisarle de que los miembros de la sociedad tal aguardaban a su presíen te aquella mañana; no recibía a nadie, no oía ni quería comprender Isda, sino que inmediatamente corrió como un loco al departamento de JuliaMijaílovna. Allí, Sofia Antóflovna, una viejecita de clase noble que hací ya mucho tiempo vivía en casa de Julia Mijaílovna, explicóle que aquélla, las diez, había tenido a bien dirigirse, con gran acompañamiento, distribuid en tres coches, a casa e Varvara Petrovna Stavróguina, en Skvoréschnikii,con objeto de examinar aquel sitio con miras a la segunda fiesta, ya proyeqida para dentro de dos semanas, y que así lo tenía convenido desde hacíatres días con la misma Varvara Petrovna. Desconcertado por la noticia, Arjrei Antónovich volvióss a sus habitaciones y mandó que enganchasen en da el coche. Apenas si podía aguardar. Su alma estaba ávida de Julia Mjaílovna, de verla, de estar a su lado cinco minutos; puede que ella lo mimise, se fijase en él, le soiriera como antes, lo perdonara... “iüh! Pero ¿qué uta hace el coche?” Miquinalmente abrió un grueso libro que había sobr la mesa (a veces consiltaba a la suerte por medio de un libro, abriéndo) a la ventura y leyend en la página de la derecha los tres primeros renlones). Le salió esta ez: Tout esi pour le inieu.x dans le meilleur des moes possibles. (Voltaire, Candide.) Escupió y corrió a montar en el coche. ¡A Skvoréschnikii!” Elcochero contó luego que el señor no dejó de metrle prisa en todo el canino, pero que al llegar a las inmediaciones de la cisa señorial le mandó, & pronto, dar media vuelta y regresar a la ciudad. “Iá de prisa, haz el favcr; más de prisa. Antes de llegar a la muralla me ma:dó parar otra vez, se a1eó del coche y echó a andar a campo traviesa, yo p.nsaba que por algunaneceSidad, pero él fue y se puso a contemplar unas lorecillas, y así se detivo mucho rato, cosa rara, verdaderamente; a mí ya ne LOS DEMONIOS 341 daba qu pensar”. Así se expresaba el cochero. Recuerdo el tiempo que hacía aquela mañana; era un día bueno y claro, pero ventoso, de septiembre; ante Anlrei Antónovich, que se adentraba por el campo, extendíase un adusto pisaje, ya segados los trigos hacía tiempo; el viento, al soplar, agitaba alginos restos lamentables de moribundas y amarillas flores... ¿Querría él cmpararse y comparar a su destino con aquellas secas y marchitas flores, alostadas por el otoño y las heladas? No lo creo. Más bien pienso que no s acordaba para nada de las flores, no obstante las indicaciones del cochero y del jefe de la primera sección de Policía, que llegaba en aquel preciso nomento en coche y que afirmó después que, con efecto, había encontradoa su superior con un hacecillo de amarillas flores en la mano. El referido efe, una personalidad solemnemente

administrativa, Vasilii Jvánovich 28 Flbustíerov, era todavía huésped reciente de nuestra ciudad, pero ya se había listinguido y dado que hablar por su celo desmedido, su iniciación en toda dase de procedimientos y su innato desparpajo. Saltando del coche, y sin pnocuparse lo más mínimo del aspecto de loco que presentaba su jefe, y cm un gran aplomo, anuncióle de golpe y porrazo que “en la población reimba intranquilidad”. —Ah! ¿Cómo? —inquirió, encarándose con él Andrei Antónovich, con cara seria, pero sin el menor indicio de asombro ni de acordarse lo más mínimo ¿e su calesa y de su cochero, cual si estuviera en casa tranquilamente y m su despacho. —Eljefe de la primera sección, Flibustíerov, Excelencia. En la ciudad hay revumlta. —Jilibusteros?29 —exclamó Andrei Antónovich, pensativo. —E$ mismo, Excelencia. Se han sublevado los obreros de Schpigulin. —l Schpigulin! Algo pareció recordarle aquel nombre de “Schpigulin”. Hasta se estremeció y e llevó un dedo a la frente: “Schpigulin!” En silencio, pero preocupado tdavía, dirigióse despacito a la calesa, montó en ella y mandó que lo condu?sen a la ciudad. El jefe saltó al coche detrás de él. Imagno que durante el trayecto se le representarían dolorosamente muchas coss interesantes, muchos temas; pero ¡qué dificil sería que hubiese podido ftrmarse alguna idea clara ni ninguna intención definida al detenerse el code ante su residencia oficial! Pero no bien hubo divisado aquel grupo conpacto y firme de “insurgentes”, el cordón de policías, al jefe de aquéllos, impotente (impotente, quizá, con toda intención), y la general ansiedad cm que todos lo aguardaban, cuando toda la sangre se le agolpó al corazón. álido, apeóse del coche. —Fura gorros! —dijo con voz apenas perceptible y jadeante—. ¡De rodillas! —chilló inopinadamente, inopinadamente para él mismo y con esa misma sigitaneidad decidióse, acaso, el subsiguiente desenlace del asunto. 28 Basilo, hijo de Juan. 29 Retru,cano con el apellido del policía. 342 FEDOR M. DSTOIEVSKJ LOS DEMONIOS 343

Fue aquello como las montañas por l Cuaresma: ¿es posible ue los trineos, lanzados desde arriba, puedan detenerse en mitad de la falda? Como Andrei Antónovich habíaSe distinguido toda su vida por la ecuanimidad de su carácter por nada del inundo había gritado nunca ni pateado el suelo, por eso misma resultaba más peligroso que el trineo se le escapaoe de pronto montaña ahajo. Todo empezaba a girar en tomo suyo. —Filibtuteros! ..-.-gritó, con voz aun más chillona y estúpida, que se le cortó de pronto. Seguía plantado, sin saber aún qué hacer, pero sabiendo ‘ sintiendo con todo su 5Cr que infaliblemente había que hacer algo. —ISeñor!... __SOflÓ una voz entre el grupo. Un muchacho empezó a santiguarse; ties o cuatro hombres, efectivamente, hicieron inlención de postrarse de linojos, pero los otros digron tres zancadas hacia delante y, de pronto, tOdos a una, clamaron: “Exctlencia... nos contrataron a razón de cuarenta...; eladminiStrador... Tú no puedes hablar, etc., etc.” Era imposible entender nada. ¡Ay! And’ei Antón0v no podía entender nada; aún tenía las florecjllas en la man). La revuelta era para él evidente, lo mismo que un rato antes la kibitka ara Stepáhl Trofimovich. Pero los ojos de los “revoltosos” que lo asaeteaban entre el grupo, volvíal a recordarle a Piotr SW,flOVCh: su “instigador’, que no se le había apartado un momento de la imaginación desde el día tes. “piotr Stepánovich, el aborrecido Piotr Stepínovjch ¡Azotes!”, grir5 de modo todavía más inpinado. Sobrevino un silencio mortal. He aquí cmo ocurriÓ la cosa desde el principio, a juzgar po- los más exactos testim)niOS y mis propias inducDiones. Pero por lo que hace a lo demás, no son tan exactos los informes, como tampoco mis conjeturas Se conocen, por ctra parte, algunos hechos. En primerlugar, los azotes aparecieren con demasiada prisa; por lo visto, debería teierlos apercibidos de antemano el previsor jefe de Policía. Castigados poi lo demás, sólo fueron dos individuos, a tres no cree que llegaran; en esto ago hincapié. Corrió el rulior de que habían azotado, por lo menos, a la mtad de los amotinados. Abmurdo también lo de que a una señora pobre, peo de la nobleza, que pasal por allí en aquel instante, la cogieron y le dieron de azotes; sin embargc, yo mismo pude leer el episodio de la tal señorm, tiempo después, en la corespondencia de uno de los periódicos petersbu’guescs. Muchos hablaron entre nosotros de cierta asilada, Avdotia Petrmna TarapígUu1, la cual, al ¡olver a su asilo de hacer una visita, habría acertado a pasar por aquella plaza y detenídose entre los grupos de mirones, inpulsada por la natural curioirdad, y al ver lo que ocuTía, había exclamado “iQué infamia!” y escupilo. Por eso la prendieron y también “le sentaifl la mano”. Este incidentm no sólo salió en los periódicos, sino que hasta abrieron en la población ura suscripción pública a sir favor. Yo mismo cortribuí con veinte copeicas. Y qué? Pues que ahora resulta que no ha exisido nunca entre nosotros ninguna asilada llamada Tarapigui na. Yo en persona fui a inforLarme al asilo; nunca habían oído hablar allí de la tal Tarapíguina; es másoasta se incomodaron al referirles yo los rumores que habían llegado a lis oídos. Recordé luego especialmente esa inexistente

Avdotia Petrovna, orque con Stepán Trofimnovich estuvo a punto de ocurrir lo mismo que cc ella (caso de que hubiera eoistido realmente); es más: es posible que co él guardase alguna relación aquel rumor estúpido acerca de la Tarapígu:a; es decir, que simplemente en el ulterior desarrollo del infundio lo tomron y o convirtieron en esa al Tarapíguina. Sobre todo no acabo de explio-me cómo se me escabulló ¿e entre las manos no bien hubimos llegado la plaza. Presintiendo algo anuy desagradable, quería yo conducirlo, rocando la plaza, directamente a la residencia del gobernador; pero me entrícuriosidad y me detuve un ruomento a interrogar al primer transeúnte, cundo, de pronto, miro y veo cue ya no está a mi lado Stepán Trofimovich. Istintivamente me lanzo en seguida a buscarlo en el lugar más peligroso; n sé por qué me daba el corazón que también a él iba a escapársele el trinemontaña abajo. Y, efectivanente: estaba ya en la misma entraña del suces Recuerdo que lo cogí de un brazo; pero él, inirándome sereno y arrogantecon desmedida autoridad: —Cher —me dijo con ve en la que parecía temblar alguna cuerda rota—. Si aquí, en la plaza, an nosotros, proceden tan sin remilgos, ¿a qué aguardar nada de “ése”.., si hda por actuar libremente? Y temblando de indignaciir y con unas ganas de provocación desmedidas, apuntó con su delator ded índice amenazador a Flibustíerov, que estaba a dos pasos de nosotros y ns miraba con tamaños ojos. —“iDe ése!” —exclamó ruél, ciego de cólera—. ¿Quián es “ése”? Y tú, ¿quién eres? —y avanzó aptando el puño—. ¿Quién eies tú? —clamó furioso, morboso y desesperad(haré observar que conocía personalmente a Stepán Trofimovich). Un momato más, y, sin duda, lo habra cogido por el pescuezo; pero, por suerte, Lembke, al oir aquellos gritos, había vuelto la cabeza. Perplejo, pero con atenión, fijóse en Stepán Trofimovich como recapacitando, y de pronto, con paciencia, hizo un gesto ccn la mano. Fubustíerov desistió. Yo cogí a tepán Trofimovich y lo saqué de entre el gentío. Por lo demás, es posiblque ya tuviese él ganas de lir de allí. —A casa, a casa —insistí o—, que si no nos han pegado ha sido, sin duda, gracias a Lembke. —Vaya usted allá, amigo río; yo tengo la culpa, que le expongo a usted... Usted tiene un porvenir una carrera por delante, mientras que yo... Mon heure a sonné. Adelantóse con paso firme! vestíbulo de la residencia del gobernador. El suizo me conocía; yo le exiqué que íbamos a ver a Judía Mijaílovna. En la sala de recibir nos sentarus y aguardamos. Yo no quería dejar solo a mi amigo, pero estimaba supeluo decirle nada. Tenía el aspecto de un hombre que se apercibe a inmorse por la Patria. Tomamos asiento, no uno al lado del otro, sino en extreos distintos; yo más cerca de la puerta; él, por el contrario, más lejos, moendo pensativo la cabeza y apoyadas leve344 FFDOR M DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 345

mente ambas manos en el bastón. El sombrero, de achas alas, se lo sujeta ba con la mano izquierda. Así permanecimos por esacio de diez minutos. II Lembke, de pronto, entró con paso rápido, escoltad por el jefe de Policía; mirónos distçaído, y sin dedicarnos su atención dipúsose a entrar en su gabinete, a l derecha; pero Stepán Trofimovich sde plantó delante y le cerró el paso La alta figura de Stepán Trofimovich a ninguna otra parecida, surtió efeDto. Lembke se detuvo. —,QuiérI es? —murmuró, perplejo, como interplando al jefe de Policía, sin volvcr hacia él la cabeza ni apartar su mirala de Stepán Trofimovich. —El asesor de colegio retirado, Stepán Trofimciich Verjovenskii, Excelencia —respondió Stepán Trofímovich, saludado dignamente con la cabeza. Su Excelencia seguía mirándole, aunque on unos ojos muy estúpidos. —,A qu viene? —y con un autoritario laconisro, malhumorado e impaciente, inchnó su oído hacia Stepán Trofimovich, omándolo, finalmente, por un solicitante vulgar, portador de alguna instanci. —Estuvo hoy en mi casa a practicar un regislo un funcionario que obraba así en nombre de Su Excelencia; así que desuría... —,El ncmbre? ¿El nombre? —inquirió Lemke con impaciencia, como si de pionto adivinase algo. Stepán Trofimovih, con más arrogancia todavía, repitió su nombre. —Ah! Es... es el propagandista... Caballero, uted se ha señalado de un modo... ¿is usted profesor? ¿Profesor? —Un tierpo tuve el honor de dar conferencias ala juventud en la Universidad de*** —A la j1. .ven. . .tud! —y Lembke pareció estrmecerse, aunque algo apostaría que apenas si se había enterado aún de qú se trataba ni de con quién estaba ablando. —Yo, caballero, no consiento eso —y de pronto e enfadó enormemente—. No toleio a la juventud. No hace más que repatir proclamas. Eso es un asalto a la sociedad, caballero, filibusterismo... ¿(ué es lo que usted solicita? —Al conirario, su esposa de usted me ha solicittdo a mí para que lea mañana en su festival. Yo no he venido a pedir, sino reivindicar mis derechos... —tPara e1 festival? No habrá tal festival. ¡No onsentiré ese festival! ¿Una conferercia? ¿Una conferencia? —exclamó, furoso. —Desearía que me tratase usted más cortésmen, Excelencia, sin patear el suelo n darme gritos como a un chiquillo.

—CEs qu sabe usted con quién está hablando —dijo Lembke, poniéndose encamado. —Lo sé nluy bien, Excelencia. —Yo soy una muralla de la sociedad, y usted la derriba!... ¡La de.. .rri. . .ba! Usted... Pero ya recuerdo quién es usted; ¿usted estuvo de preceptor en casa de la generala Stavróguina? —Sí, estuve.., de preceptor... en casa de la generala Stavróguina. —Y en el transcurso de veinte años estuvo usted preparando todo lo que ahora sale a luz..., todos estos frutos... Creo haberle visto a usted hace un momento en la plaza. Tema usted, sin embargo, caballero, tema usted; su modo de pensar me es conocido. Esté usted seguro de que no le pierdo de vista. Yo, caballero, .no puedo autorizar su conferencia, no puedo. Con semejante demanda no se dirija a mí. Hizo de nuevo intención de pasar a su despacho. —Le repito a usted que está equivocado, Excelencia: ha sido su esposa la que me ha rogado a mí que lea..., no una conferencia, sino algo literario en su fiesta de mañana. Pero yo me he negado a esa lectura. Yo le ruego rendidísimamente que me explique, si es posible, la razón de que hayan hecho hoy un registro en mi casa. Se me han cogido libros y papeles, cartas particulares, de interés para mí, y se las han llevado en una carretilla... —,Quién le ha hecho ese registro? —dijo Lembke, inquieto y cayendo en la cuenta, y de pronto se puso todo encarnado. Volvióse rápidamente al jefe de Policía. En aquel instante, en la puerta, dejóse ver la encorvada, larguirucha, desgarbada figura de Blümer. —Pues ese mismo funcionario —indicó Stepán Trofimovich. Blümer adelantóse con cara de culpable, pero que aún no está del todo contrito. —Vous ne faites que des bétises —increpóle Lembke con enojo y rabia, y de pronto pareció operarse en él un cambio completo. —Disculpe usted... —balbuceó con extraordinaria confusión y poniéndose colorado hasta más no poder—. Todo esto..., todo esto no ha pasado, seguramente, de ser una torpeza, un error..., un error solamente. —Excelencia —observó Stepán Trofimovich—. En mi juventud fui testigo de un lance característico. Una vez en un teatro, en el pasillo, fue un individuo y, llegándose rápidamente a otro, dióle delante de todo el mundo una ruidosa bofetada. Pero inmediatamente percatóse el agresor de que la persona agredida no era la destinada a recibir el bofetón, sino otra enteramente distinta, sólo que algo parecida a aquélla, y entonces, con rabia y atropellándose, como hombre que no quiere perder un tiempo para él precioso, dijo exactamente lo mismo que ahora acaba de decir Su Excelencia: “Me equivoqué..., usted perdone, ha sido un error, solamente un error.” Y como el ofendido insistiese en protestar y gritar, hízole observar con extraordinario enojo: “Pero ¿no le estoy a usted diciendo que ha sido un error, simplemente un error? ¿Por qué grita usted tanto?” —La cosa..., la cosa es indudable que tiene gracia... —dijo Lembke con crispada sonrisa—; pero... ¿es que usted no ve lo desgraciado que soy? Casi lo dijo a gritos y..., y pareció ir a cubrirse la cara con las manos. Aquella inesperada y dolorosa exclamación, poco menos que llanto, resultó intolerable. Era aquél, de fijo, el primer momento en que, por fin, se

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daba cuenta cabal, desde el día antes, de todo lo que había ocurrido..., y luego también de plena, humillante, agobiadora desolación; quién sabe..., un momento más y acaso hubiese roto a llorar en pleno salón. Stepán Trofirnovich, al principio mirólo ávidamente; luego, de pronto, bajó la cabeza, y con voz penetrante dijo: —Excelencia, no se preocupe más de mi estúpida queja y tenga únicamente la bondad de ordenar que me devuelvan mis libros y mis cartas... Le interrumpieron. En aquel mismo instante volvía ruidosamente Julia Mijaílovna con todos sus amigos a la zaga. Pero esto quiero describirlo con toda suerte de pormenores. JJJ En primer lugar, todos, de un golpe, apeándose de los coches, en pandilla, irrumpieron en la sala de espera. A las habitaciones particulares de Julia Mijaílovna había una entrada particular, directa, desde el portal, a la izquierda; pero aquella vez todos se dirigieron al través del salón.., y supongo que precisamente por encontrarse allí Stepán Trofímovich y porque todo lo con él relacionado, como todo lo concerniente a los Schpigúlines, ya se lo habían comunicado a Julia Mijaílovna al llegar a la ciudad. Dióse prisa a enterarla Líamschin, que por no sé qué casualidad se había quedado en su casa y no había tomado parte en la excursión, por lo que se había enterado de lo sucedido antes que los demás. Con maligna alegría, en un caballejo cosaco de alquiler, lanzóse camino de Skvoréschniki, al encuentro de la cabalgata, que ya venía de regreso, portador de esas alegres nuevas. Pienso que Julia Mijaílovna, no obstante toda su gran energía, hubo de desconcertarse un tanto al oír tan sorprendentes noticias; por lo demás, probablemente sólo sería un momento. La parte política, por ejemplo, de la cuestión no podía preocuparla; Piotr Stepánovich ya por cuatro veces le había insinuado que a

los revoltosos de la fábrica de Schpigulin había que azotarlos a todos, y Piotr Stepánovich, desde hacía algún tiempo, se había convertido, efectivamente para ella, en la suprema autoridad. “Pero..., sin embargo, ya me las pagará”, dijo para sus adentros, refiriéndose, sin duda, a su marido. Observaré de pasada que Piotr Stepánovich aquella vez, como adrede, no había tomado parte en la general excursión, y nadie había podido verle aquella mañana. Haré notar, a propósito, que Varvara Petrovna, cogiendo a sus visitantes, se fue con ellos a la ciudad (en el mismo coche que lulia Mijaílovna) con el fin de asistir sin falta a la última sesión del comité para tratar de la fiesta del día siguiente. No tenían más remedio que interesarle a ella las noticias comunicadas por Líamschin acerca de Stepán Trofimovich, y es posible que hasta la emocionasen. El castigo de Andrei Antónovich empezó en seguida. ¡Ay, de sobra lo comprendió a la primera mirada que lanzó a su bellísima consorte. Con franco aspecto, con una sonrisa seductora, acercóse aquélla rápidamente a Stepán Trofímovich, tendiéndole con gesto encantador su manecita enguantada y prodigóle los más lisonjeros halagos, cual si no hubiera tenido otra

preocupación en toda aquella mañana que la de atender y mimar a Stepán Trofimovich, por verlo, finalmente, en su casa. Ni una alusión al registro de por la mañana, ni más ni menos que si nada supiese. Ni una palabra a su marido, ni una mirada hacia el lugar en que se encontraba..., cual si no hubiese estado en el salón. Por si eso fuera poco, en el acto apoderóse, imperiosa, de Stepán Trofimovich y se lo llevó a la sala, cual si no tuviera que tratar nada con Lembke o no valiera la pena tratarlo, puesto que lo tuviese. Vuelvo a repetirlo: a mí me parece que, pese a todo su gran tono, Tulia Mijaílovna incurrió también aquella vez en una gran falta de tacto. Especial ayuda prestóle para ello Karmazínov (que había tomado parte en la excursión, a instancias de lulia Mijaílovna; y así, aunque indirectamente, había visitado, por fin, a Varvara Petrovna, de lo que aquélla, atendida su pusilanimidaci, estaba de todo punto encantada). Ya desde la puerta (entró después que los demás) gritó, cuando vio a Stepán Troflmovich, y dirigióse a él con los brazos abiertos, atropellando incluso a lulia Mijaílovna. —Cuántos años, cuántos inviernos! ¡Por fin, excellent ami! Y fue a besarlo; es decir: le ofreció la mejilla. Stepán Trofimovich aturrullad, se vio obligado a besársela. —Cher —me decía aquella noche, recapitulando todos los sucesos del día—. Yo pensé en aquel instante: “áQuién de nosotros es más ruin: él abrazáudome con la intención de humillarme allí, o yo, que le desprecio, y, no obstante, voy y le beso la mejilla, siendo así que podía haber dado media vuelta?” ¡Ufl —Bueno; cuénteme usted, cuéntemelo usted todo —masculló y ceceó Karmazínov, cual si fuera posible coger y ponerse a contarle toda mi vida de vei’iticinco años acá. Pero ese estúpido aturdimiento resultaba de “gran tono”. —Recuerde que nos vimos la última vez en Moscú, en la comida en honor de Granovskii, y que desde aquella fecha han pasado ya veinticuatro años.., —empezó Stepán Trofimovich muy discretamente (y, por tanto, muy al revés de lo que pide el “gran tono”). —Ce cher homme —atajóle Karmazínov, chillona y familiarmente, cogiéndole por el hombro, harto afectuosamente—. Pero llévenos en seguida a sus habitaciones, lulia Mijaílovna; que se siente allí con nosotros y nos lo cuente todo. —Y, sin embargo, nunca fui íntimo de esa irritable mujercilla —se me lamentaba aquella misma noche Stepán Trofimovich, trémulo de rabia—. Nosotros éramos todavía jóvenes, y ya empezaba yo a odiarlo a él..., exactamente lo mismo que él a mí, se entiende... El salón de lulia Mijaílovna no tardó en llenarse. Varvara Petrovna se hallaba en una disposición de ánimo especialmente inspirada, aunque se esforzaba por aparentar indiferencia; pero yo le sorprendí dos o tres miradas de antipatía a Karmazínov y de cólera a Stepán Trofimovich..., de cólera anticipada, cólera por celos, por amor; si Stepán Trofimovich aquella vez se hubiese rendido y dejádose vencer por Karmazínov delante de todos, creo V.UOS!UjLVSKI LOS UlMUfIOS

que se hubiese levantado de un brin0 de su asiento y habría ido a pegarle. Olvidé decir que se encontraba preente allí también Liza, a la que nunca viera yo tan alegre, indeciblemente ontenta y feliz. Ni que decir tiene que se encontraba allí también MavrikiiNikoláyevjch Luego, en la caterva de señoras jóvenes y desenfadados indviduos que componían el séquito habitual de Julia Mijaílovna, y entre los :uales esa desenvoltura pasaba por alegría, y el cinismo de a grosch por ngenio, observé dos o tres personajes nuevos: un polaco que estaba de Po entre nosotros, hombre inquieto; no sé qué doctor alemán, un viejecito Snote, que se reía alto y con fruición, a cada instante, de sus propios chistes,y, por último, cierto principito muy joven, de Petersburgo, una figura autonátjca, de traza de estadista y con unas tirillas terriblemente

largas. Pero salaba a la vista que lulia Mijaílovna hacía un gran aprecio de aquel huéspel, y hasta parecía inquieta por el juicio que pudiera formar de su salón... —Cher monsieur Karmazínov —dijo Stepán Trofimovich, que había tomado asiento en actitud pintorescaen el diván y roto a cecear con no menos arte que el propio Karmazínov-., cher monsieur Karmazínov, la vida de un hombre de nuestro tiempo aniguo, lo mismo que ciertas convicciones, aunque hayan pasado veinticin años, tienen que presentarse uniformes... El alemán rompió en una bruscay sonora carcajada, suponiendo, por lo visto, que Stepán Trofimovich acaba de decir algo enormemente gracioso. Aquél, con afectado asombro, qiedósele mirando, pero sin hacerle la menor impresión. Mirólo también el )ríncipe, que se había vuelto al alemán con toda su tirilla y caládose los lens, aunque sin la más leve curiosidad. —Tiene que presentar un aspeco uniforme —repitió Stepán Trofimovich con toda intención, estirando li palabras con la mayor indolencia—. Así ha sido mi vida en todo este curto de siglo, et comme Qn trouve partout plus de moines que de raison, Yyo estoy perfectamente de acuerdo en que así es, pues resulta que yo, en tolo este cuarto de siglo... —C’est charmant, les moines —murmuró lulia Mijaílovna, volviéndose a Varvara Petrovna, que estaba setada a su lado. Varvara Petrovna contestó le coi una ufana mirada. Pero Karmazínov no podía sufrir el éxito de aquella fnse francesa, y con voz chillona atajó a Stepán Trofimovich: —Por lo que a mí se refiere, pc esa parte estoy tranquilo, y llevo ya siete años en Karlsruhe. Y cuando elaño pasado el Municipio acordó instalar una nueva conducción de aguas, o sentí en todo mi corazón que aquel problema de conducción de aguas kalsruhano me interesaba más y significaba más para mí que todos los prollemas de mi querida patria, que todas las supuestas reformas de aquí. —Me veo obligado a asentir, aul contra mi corazón —suspiró Stepán Trofimovich, moviendo significativarent la cabeza. Tulia Mijaílovna estaba radiante; se había iniciado un diálogo y en una dirección profunda. —i,Una alcantarilla? —informóse en voz alta el alemán. —No; una conducción de aguas, doctor, una conducción de aguas, y hasta yo mismo ayudé un poco a trazar el proyecto. El doctor se echó a reír ruidosamente. Imitáronle otros, que se reían de él en su cara; pero el doctor no lo advertía, y estaba la mar de contento al ver que se reían todos. —Permítame usted disentir de su opinión, Karmazínov —apresuróse a protestar lulia Mijaílovna—. No le tengo inquina a Karlsruhe; pero usted gusta de bromas, y por esta vez no le creemos... ¿Qué ruso, qué escritor ha descrito tantos tipos modernos, adivinado tantas cuestiones contemporáneas, señalando tantos puntos esenciales de nuestro tiempo, que constituyen el tipo del hombre activo hoy día? Usted, y nadie más que usted. ¡Y salir ahora hablándonos de su indiferencia para la patria y su interés enorme por una conducción de aguas en Karlsruhe! ¡Ja, ja! —Sí, sin duda —ceceó Karmazínov—. He descrito en el tipo de Pogóchev todos los defectos de los eslavófilos, y en el de Nikodímov, los defectos de los occidentalistas... “Ya querrían ser ‘todos’!”, murmuró Líamschin por lo bajo. Pero yo hago esas cosas a ratos, como para matar de algún modo el tiempo y... dar satisfacción a las importunas exigencias de mis compatriotas. —Probablemente sabrá usted, Stepán Trofimovich —prosiguió triunfal lulía Mijaílovna—, que mañana vamos a tener el placer de oír unas líneas encantadoras..., una de las últimas exquisitas producciones literarias de Semión Yegórovich, que se titula Merci. Explica en esa obrita que no piensa escribir nada más, ni dar a luz más nada, aunque los ángeles del cielo, o, mejor dicho, toda la alta sociedad, le supliquen desista de su resolución. En una palabra: que va a colgar la péñola por el resto de sus días y que en ese gracioso Merci se dirige al público para agradecerle el entusiasmo constante con que durante tantos años ha seguido sus constantes servicios en pro del pensamiento ruso. Julia Mijaílovna estaba en el colmo de la beatitud. —Sí, me despido; diré mi Merci y me iré, y allí..., en Karlsruhe..., cerraré los ojos —empezó, poco a poco, a recobrar su aplomo Karmazínov. Cual muchos de nuestros grandes escritores (y entre nosotros hay muchos grandes escritores), no podía dejar de alabarse, e inmediatamente empezaba a envanecerse, no obstante todo su talento. Pero yo creo que eso es perdonable, Dicen que uno de nuestros Shakespeares, hablando tranquilamente, fue y soltó: “jQué diantre!, nosotros los grandes hombres, no podemos hacer otra cosa”, etcétera, etcétera, sin siquiera advertirlo. —Allí en Karlsruhe cerraré los ojos. A nosotros los grandes hombres nos cumple, después de haber realizado nuestra obra, cerrar los ojos cuanto antes, sin buscar recompensa. Así haré yo. —Déme sus señas, e iré a visitarle en su tumba de Karlsruhe —dijo el alemán, riendo desaforadamente.

fr:, ‘r 350 FED0R M. DOSTOIEVSKJ —Ahora a los muertos los transportan también en fenocarril —dejó escapar inopinadamente un jovencito insignificante. Líamschrn graznó de gusto. Tulia Mijaílovna frunció el ceño. Entró Nikolai Stavroguin.

—Me habían dicho que estaba usted detenido en la Comisaría —dijo en voz alta, dirigiéndose antes que a nadie, a Stepán Trofimovich. —No, ha sido solamente un caso “particular” —dijc Stepán Trofimovich, haciendo un retruécano.3° —Pero espero que no tendrá la menor consecuencia para mi ruego —insistió nuevamente lulia Mijaílovna—; espero que usted, sin reparar en ese desdichado contratiempo, del que hasta ahora no tengo la menor idea, no defraudará nuestras mejores esperanzas ni nos privar del placer de su lectura en nuestra matinée literaria. —No sé yo... ahora. —Verdaderamente, qué desdichada soy, Varvara Petrovna..., y figúrese usted, precisamente cuando tantas ganas tenía de conoce- personalmente a uno de los más notables e independientes ingenios rusos, he aquí que, de pronto, Stepán Trofímovich nos manifiesta su intención de apartarse de nosotros. —El elogio lo ha hecho tan en alta voz, que yo est2ría obligado a no haberlo oído —protestó Stepán Trofimovich—; pero no cico que mi modesta persona sea tan indispensable para su fiesta de mañana. Por lo demás, yo... —Pero ¡lo miman ustedes demasiado! —exclamó Piotr Stepánovich, irrumpiendo rápidamente en el salón—. Apenas lo había soltado yo de la mano, cuando, de pronto, en una sola mañana..., registro, detención, la Policía que le coge por el pescuezo, y ahora las señoras se ponen a halagarlo en el salón del propio gobernador. Ahora todos los huesos le estarán cantando de gusto: ni en sueños pudo él imaginar tal agasajo. ¡Ahora tratará de desacreditar a los socialistas! —Eso no es posible, Piotr Stepánovich. El socialismo es una idea harto grande para que Stepán Trofímovich no la reconozca —:erció Julia Mijaílovna con energía. —Una gran idea; pero sus propagandistas no siempre lo son, et brisons lá, mon cher —concluyó Stepán Trofimovich, encarándose con su hijo y levantándose alegremente de su sitio. Pero en aquel instante ocurrió la cosa más inesperada Von Lembke ya llevaba algún rato en el salón, sin que nadie hubiera adve-tido su presencia, aunque lo habían visto entrar. Aferrada a su anterior ide, Julia Mijaílovna continuaba ignorándolo. Situóse él junto a la puerta, y sombríamente, con adusto aspecto, estuvo escuchando el diálogo. Al oír aquellas alusiones al suceso de por la mañana, empezó a dar vueltas a un lado y a otro, fijóse en JO Comisaría (chas) y particular (cha/ny) son las palabras rusas que hacen posible el retruécano.

ci príncipe, visiblemente desconcertado ante sus tirillas tiesas, retorcidas hacia delante; luego, dc pronto, pareció estremecerse, al oír la voz y ver a Piotr Stepánovich que entraba, y no bien Stepán Trofimovich hubo proferido su sentencia sobre los socialistas, acercóse él de pronto, tropezando en el camino con Liamschin, el cual inmediatamente apartóse con afectado gesto de estupefacción, frotándose el hombro como si aquél le hubiera hecho un daño grande. —Basta! —dijo Von Lembke, cogiendo enérgicamente al asustado Stepán Trofímovich de la mano y estrechándosela con toda su fuerza—. Basta! Los filibusteros de nuestros tiempos son conocidos. Ni una palabra más. Se han tomado medidas... Lo dijo en alta voz; su voz resonó en el salón entero, y terminó con energía. La impresión producida por aquellas palabras fue penosa. Todos presentían algo enojoso. Yo vi cómo lulia Mijaílovna se puso pálida. Remató el efecto una estúpida casualidad. Después de manifestar que se habíati adoptado medidas, Lembke dio rápidamente media vuelta y salió del salón, pero a los dos pasos resbaló en la alfombra, inclinó el busto hacia delante y en un tris estuvo que no cayese. Un momento se detuvo, miró al sitio en que había resbalado y, diciendo alto. “Que lo cambien”, salió del salón. Tulia Mijaílovna salió corriendo tras él. Luego que hubo salido, armóse un alboroto, en el que era imposible percibir nada concreto. Decían que estaba “trastornado”; otros que “fatigado”. Otros señalaban significativamente con el dedo a la frente. Aludían a cierto lance doméstico, todo en voz baja, claro. Ninguno se dirigió a coger su sombrero, sino que todos aguardaban. No sé qué haría a todo esto Julia Mijaílovna; pero a los cinco minutos ya estaba de vuelta, esforzándose por parecer serena. Respondía evasivamente que Andrei Antónovich estaba un poco agitado; pero que aquello no era nada; que aquello le había ocurrido siempre desde niño; que ella lo sabía “muy bien”, y que la fiesta del día siguiente lo distraería. Luego, después de algunas frases halagüeñas, pero únicamente por el buen ver, Stepán Trofimovich invitó a los miembros del comité a celebrar sesión allí mismo, enseguida. Entonces fue cuando, por fin, los individuos allí presentes que no formaban parte del comité se dispusieron a retirarse; pero los enojosos incidentes de aquel día fatal no habían aún terminado... En el mismo instante de entrar Nikolai Vsevolódovich, observé yo que Liza le lanzaba rápida y atenta mirada y que durante largo rato estuvo sin quitarle ojo...; tan largo rato, que a lo último acabó por llamar la atención. Pude ver asimismo que Mavrikii Nikoláyevich se situaba detrás de ella, con la intención probable de munnurarle alguna cosa al oído, sino que a ojos vistas cambió de intención y rápidamente incorporóse, mirándonos a todos como culpables. Suscitó aquello también la curiosidad de Nikolai Vsevolódovich; púsose más pálido que de costumbre, y miraba con extraordinaria distracción. Después de aquella pregunta que le

dirigiera a Stepán Trofimovich al entrar, pareció olvidarse de él en seguida, y si he de decir la verdad, creo que también se olvidó de cumplimentar a la dueña de la casa. A Liza L’Ol’.JiEVr.I

LOS DEMONIOS

no la miró ni una vez, no porque no quisiera, sino porque, lo asegun, no se había fijado en ella tampoco. Y de pronto, después de algún silencio consecutivo a la invitación de Julia Mijaílovna para abrir la sesión, sir perder tiempo, de pronto sonó la voz sonora, con toda intención ahuecada ¿e Liza. Llamaba a Nikolai Vsevolódovich. —Nikolai Vsevolódovich, cierto capitán, que se dice parient suyo, hermano de su esposa de usted, me ha escrito unas cartas indecoross, quejándose de usted y prometiendo revelarme algunos secretos suyos Si de veras es pariente suyo, prohibale usted que me ofenda y evíteme cmtrariedades. Terrible reto traslucíase en esas palabras, según todos lo compendieron. La inculpación era manifiesta, aunque para ella misma inesperala. Era aquello parecido al hecho de un hombre que, cerrando los ojos, s arroja desde lo alto de un tejado. Pero la respuesta de Nikolai Stavroguin fue todavía más sorpreidente. En primer lugar, ya resultaba harto extraño que no hubiese maniestado asombro y hubiese oído a Liza con la más tranquila atención. Ni soqiesa ni cólera se reflejaron en su rostro. Sencillamente, de un modo firmi, pero hasta con todo el aspecto de una cumplida solicitud, respondió a h fatal pregunta: —Sí, tengo la desgracia de ser pariente de ese hombre. Soy el sposo de su hermana, nacida Lebíadkina, pronto hará cinco años. Esté ustec segura de que le transmitiré su recomendación lo antes posible, y respoido de que no volverá más a molestarla a usted. Nunca olvidaré el espanto que se reflejó en el semblante de Vrvara Petrovna. Con aire de loca levantóse de su asiento, alzando por delarte de su cuerpo, como para defenderse, el brazo derecho. Nikolai Vsevolóovich la miró, miró a Liza y a los presentes, y de pronto sonrió con vaga iltanería; sin apresurarse, salió del salón. Todos pudieron ver cómo Liza sató del diván, no bien Nikolai Vsevolódovich hubo vuelto la espalda para rse, y hacía un claro movimiento como para seguirle; sino que recapacitó y no echó a correr, saliendo de allí con paso tranquilo, sin decir a nadie uia palabra ni mirar a nadie, naturalmente escoltada por Mavrikii Nikoláywich, que se había lanzado en su seguimiento. Del revuelo que se armó en la ciudad y de los comentarios que e hicieron aquella noche no diré nada. Varvara Petrovna encerróse en st casa de la ciudad y Nikolai Vsevolódovich, según decían, se trasladó diectamente a Skvoréschnikii, sin haberse avistado con su madre. Stepán rofimovich mandóme aquella noche a casa de cette chére a,nie, para rogale tuviese a bien recibirlo, pero no me dejaron pasar. Estaba horriblenente impresionado, lloraba. “Una boda así! ¡Una boda así! ¡Qué horror pra la familia!”, repetía a cada instante. Pero se acordaba también de Karmanov, y decía pestes de él. Enérgicamente apercibíase también a la lectura dl día siguiente, y —jqué temperamento tan raro!— apercibíase delante del spejo, y recordaba todas las agudezas y retruécanos que había dicho en suvida,

¡ y que

tenía anotados en parte en un cuaderno, para intercalarlos en su lectula al día siguiente. —Amigo mío, lo hago por la gran idea —me decía, visiblemente justij9cándose—; cher ami, yo me desplazo del lugar donde pasé veinticinco años, y de pronto me lanzo, ¿adónde?. .; no sé, pero me lanzo...

iIiWii CAPÍTULO PRIMERO

EL FESTIVAL. PRIMERA PARTE El festival se celebró, no obstante las inquietudes del anterior día schpigulinesco. Creo que, aunque el propio Lembke hubiese fallecido aquella noche, el festival se habría celebrado a la mañana...; tan aferrada estaba a él, por alguna especial intención, lulia Mijaílovna. ¡Ay, hasta el último momento estuvo ciega y no comprendió el estado de la sociedad! Ninguno creyó, a lo último, que aquel día solemne hubiese de transcurrir sin algún enorme incidente, sin el “desenlace”, como decían algunos, frotándose anticipadamente las manos. Muchos, es verdad, esforzábanse por asumir el aire más cejijunto y político; pero, en general, desmedidamente les alegra a los rusos todo revuelo de escándalo. Verdaderamente, había entre nosotros también algo mucho más serio que la simple ansia de escándalo: había una irritación general, cierta rabia implacable; parecía que todos estaban horriblemente hartos. Imperaba cierto general cinismo, un cinismo forzado, un cinismo como en tensión. Sólo las señoras no se equivocaban, y en un solo punto: en el odio consumado a Tulia Mijaílovna. Allí convergían todas las direcciones de las damas. Y ella, la pobre, ni se lo sospechaba; hasta el último instante tuvo la convicción de estar “rodeada” y de que todos le profesaban una “adhesión fanática”. Ya hice mención de que entre nosotros se habían presentado ciertos tipejos. En los tiempos revueltos de vacilación o de transición, no falta nunca esa gentecilla. No me refiero a aquellos llamados “progresistas”, que siempre aparecen, por lo demás (es su principal cuidado), y con un fin, aunque estúpido con harta frecuencia, siempre más o menos concreto. No, me refiero a la canalla. En todas las épocas de transición surge esa canalla, que existe en toda sociedad, y ya no sólo sin ningún objeto, sino hasta sin mostrar señales de pensamiento, sino expresando simplemente todas las fuerzas de la inquietud y la impaciencia. Pero esa canalla, sin saberlo ella misma, casi siempre cae bajo el mando de esa reducida caterva de “progresistas” que operan con un fin determinado, y esa pandilla dirige toda esa basura por donde ella quiere, como no se componga de idiotas rematados, lo que, por lo demás, también ocurre. Entre nosotros dicen ahora que ya todo pasó, que a Piotr Stepánovich lo mandaba la Internacional, y Piotr Stepáno357 vich dominaba a Tulia Mijaílovna, la que, siguiendo sus órdenes, organizó toda aquella canalla. El más sólido de nuestros cerebros se pregunta ahora, asombrado: “,Cómo eso les cogió de improviso?” De qué se componga nuestro revuelto tiempo y de qué a qué fuese la transición..., no lo sé, y creo que tampoco lo sabe nadie, salvo, acaso, algunos individuos forasteros. Y, sin embargo, los hombres más despreciables se encimaron de pronto, empezaron a criticar en voz alta todo lo sagrado, cuando antes no se atrevían a abrir la boca; y la gente más principal, que hasta allí tan felizmente había ocupado los puestos de arriba, los escuchaba de pronto en silencio, y algunos hasta les reían del modo más cumplido los chistes. Líamschines, Teliátnikoves, Tentétnikoves, propietarios, Radíscheves, costrosos, judíos de dolida y altiva sonrisa, forasteros de paso, dados a la risa; poetas procedentes de la capital, poetas que, en vez de tendencias ni talentos, lucían chalecos y botas lustrosas; comandantes y coroneles, que se reían de lo estúpido de su profesión y por un rublo estaban dispuestos a desceñir inmediatamente la espada y cambiarse por un empleado de ferrocarriles; generales que se transformaban en abogados, jueces de paz cultos, comerciantes que prometían serlo, innumerables seminaristas, mujeres que se erigían en la cuestión femenina...; todo esto, de pronto, entre nosotros, se subió arriba y encima... ¿de qué? Pues encima del club, encima de los honorables dignatarios, encima de los generales con piernas de palo, encima de la más severa e irreprochable sociedad femenina. Si Varvara Petrovna, hasta la misma catástrofe de su hijito, estuvo poco menos que en poder de esa canalla, a otras de nuestras Minervas les es perdonable su sumisión de entonces, Ahora todos culpan, según ya dije, a la Internacional. Esta idea ha arraigado de tal modo, que se consideran agentes suyos incluso los forasteros aquí de paso. Todavía no hace mucho, el consejero Kubrikov, hombre de sesenta y dos años, y con la de San Estanislao al cuello, fue y con voz penetrante declaró que en el transcurso de tres meses largos, habíamos vivido, indudablemente, bajo el influjo de la Internacional. Cuando, con todos los respetos a sus años y servicios, le invitaron a explicarse más claro, aunque no podía presentar ningún documento, sino que “sentía con todos sus sentidos”, no por eso dejó de insistir con toda firmeza en su manifestación primera, por lo que desistieron de seguir interrogándole. Lo repito otra vez: había entre nosotros también una reducida pandilla de personas prudentes, que se aislaron desde el primer momento y hasta se encerraron en sus casas con llave. Pero ¿qué reclusión puede resistir ante la ley natural? En las familias más prudentes hay también muchachas que quieren bailar a todo trance. Y así, todas esas personas concluyeron también por contribuir a la suscripción a favor de las institutrices. Se figuraban que aquél había de ser un baile brillantísimo, extraordinario; contaban maravillas; corrían rumores de que asistirían a él príncipes con impertinentes, diez célebres comisarios, todos jóvenes; jinetes con lacitos en el hombro izquierdo, amén de ciertos figurones petersburgueses, y que, para divertir a la concurrencia, Karmazínov se había avenido a leer su Merci disfrazado de insti tutriz de nuestro gobierno; de que habría una “quadrille literaria”, también con disfraces representando cada disfraz una tendencia literaria. Finalmente, también con disfraz, bailaría un “honrado pensamiento ruso”..., lo que ya, de por sí, significaba una absoluta novedad. ¿Cómo no suscribirse? Todos se suscribieron. II

El festival, según el programa, se dividía en dos partes: la matinée literaria, desde las doce a las cuatro, y luego, el baile, de diez a la madrugada. Pero ya en este orden escondíanse elementos de desorden. En primer lugar, desde el principio había arraigado en el público el rumor de que habría un almuerzo inmediatamente después de la matinée literaria o en un intermedio expresamente destinado a ello: un almuerzo, naturalmente, gratis, que formaría parte del programa, y con champaña y todo. El enorme precio del billete (tres rublos) contribuyó a que el rumor cobrara cuerpo. “En otro caso, ¿me habría yo suscrito? La fiesta ha de durar veinticuatro horas; pues, bueno, que nos den de comer. La gente se moriría de hambre”: he aquí cómo pensaban en la ciudad. Estoy obligado a reconocer que la propia Tulia Mijaílovna corroboró ese fatal rumor con su atolondramiento. Un mes atrás, aun bajo los primeros entusiasmos de la gran idea, poníase a hablar de la fiesta con el primero que se encontraba, y de que en ella se pronunciarían brindis había hecho hablar a un periódico de la capital. La obsedían entonces, sobre todo, esos brindis; ella misma tenía la intención de pronunciar el suyo, y, entre tanto, no hacía más que componer brindis. Debían explicar nuestro principal lema (“i,Cuál? Apuesto cualquier cosa a que a la pobrecita no le salía nada.) Se publicarían en forma de correspondencia en los periódicos de la capital, encantarían y seducirían a las autoridades superiores, y luego se difundirían por todos los gobiernos, suscitando admiración y emulación. Pero para los brindis era indispensable el champaña, y como el champaña no era posible beberlo en ayunas, resultaba imprescindible el almuerzo. Luego, cuando ya, gracias a sus esfuerzos, quedó constituido el comité y se aplicaron más seriamente a la cosa, no tardaron en demostrarle con toda claridad que, si soñaba con banquetes, les iba a quedar poquísimo a las institutrices, por más copiosa que fuera la colecta. La cuestión tenía, pues, dos salidas: o un festín de Baltasar y brindis y noventa rublos para las institutrices, o... recaudar una suma considerable con un festival, por así decirlo, sólo por fórmula. El comité, de otra parte, sólo pretendía meter miedo, habiendo ideado él mismo un tercer expediente, reconciliador y sensato; es decir, un festival muy bien organizado en todos sentidos, sólo que sin champaña, con lo que quedaría una cantidad muy decente, mucho más de noventa rublos. Pero Tulia Mijaílovna no accedió; su carácter despreciaba el burgués medio. Y fue y dijo que si la primera idea resultaba irrealizable, era menester optar enseguida y ciegamente por el extremo opuesto; es decir, por obtener una recaudación considerable, dando con ella envidia a todos los demás gobiernos. “El público debe comprender, finalmente —dijo LUUK M. 005 011V SIS.l

LOS 1JbMOrlOs

como remate a su fogoso discurso ante el comité—, que la ccisecución de fines universales es incomparablemente más elevada que los mzquinos placeres fisicos; que el festival, en realidad, no es sino la proclarución de una gran idea, por lo que debe conformarse con un baile económio, a la alemana, únicamente a modo de alegoría, y ¡porque no hay más rerudio que cargar con ese baile antipático! “: hasta tal punto, de pronto, abminaba de él. Pero, por último, la tranquilizaron. Entonces, por ejemplo, ideron y le propusieron aquella ‘quadrille literaria” y demás números estétios, para sustituir con ellos los goces corporales. El propio Karmazínov irindóse también a leer, definitivamente, su Merci (hasta entonces no hah pasado de hacerse rogar y andar dudando), y así, borrar hasta la misma iea de comida en las mentes de nuestro público glotón. De ese modo, el hile resultaba de nuevo una solemnidad magnífica, aunque no en el sentid de antes. Y para no perderse del todo en las nubes, decidieron que al prinúpio del baile se podría servir té con limonada y bollitos; luego, horchata y Imonada, y al final, helados; pero eso sólo. Para esas personas que siempe y en todas partes sienten apetito y, sobre todo, sed..., podía establecer al final del salón, en algún aposento, un buffet especial, en el que actuarúProjórich (el principal cocinero del club) y —por lo demás, bajo la más sera vigilancia del comité— podría vender cuanto quisiese, pero pagando losclientes, para lo cual se advertiría, mediante un papelito fijado en las pueras del salón, que el buffet quedaba excluido del programa. Por la mañana cnvinieron no abrir el buffet, para no estorbar la lectura, no obstante estar aquél situado cinco cuartos por medio con relación al salón blanco, en qu Karmazínov se había prestado a leer su Merci. Es curioso que a ese aconecimiento, es decir, a la lectura de Merci, concediera, según parece, el comté una importancia colosal, y no sólo él, sino las personas de más sentidopráctico. Por lo que se refiere a las personas de gustos poéticos, la presidlnta de la nobleza, por ejemplo, explicóle a Karmazínov que ella, inmedhtamente después de la lectura, mandaría poner en la pared de su salón bl:nco una lápida de mármol con letras de oro, diciendo que en tal día de tl año, allí, en aquel mismo sitio, el gran escritor ruso y europeo, al colgar k pluma, había leído Merci, y de ese modo, por vez primera, se había despeddo del público ruso en la persona de los representantes de nuestra ciudad,y que esta lápida todos podrían leerla en el baile; es decir, a las cinco hora nada más de leído Merci. Yo sé de buena tinta que Karmazínov había e:igido que no hubiese buffet hasta que él acabase de leer su obra, bajo nilgún pretexto, no obstante las observaciones de algunos miembros de aqiél de que tal cosa no encajaba en nuestros gustos. En tal situación estaba el asunto, cuando en la ciudad tdo el mundo seguía tan creído en el festín de Baltasar, es decir, en el bufet a expensas del comité; no perdieron la fe hasta última hora. Hasta las señritas soñaban con multitud de dulces y asados y quién sabe qué de inaudito Todos sabían que la suscripción había resultado copiosísima; que había cotiribuido a ella toda la población; que habían venido peticiones de los alreledores y que habían faltado billetes. Notorio era también que, por sobre el precio señalado, había habido aportaciones cuantiosas: Varvara Petrovna, por ejemplo, había pagado por su billete trescientos rublos y había cedido para adornar la sala casi todas las flores de su orangerie. La presidenta de la nobleza (miembro del comité) cedía su casa y la luz; el club..., la música y el servicio, y por todo el día les dejaba a Projórich. Hubo también otras aportaciones, aunque no tan valiosas,

hasta el punto de que se pensó en rebajar el primitivo precio del billete, tres rublos, dejándolo en dos. El comité, efectivamente, temió al principio que los tres rublos hiciesen se retrajeran las muchachas, y propuso establecer unos billetes familiares, de modo que cada familia pagase por una señorita sola, y todas las demás pertenecientes a la misma familia, hasta el número de diez ejemplares, pudiesen pasar de balde. Pero todas sus inquietudes acreditáronse de inmotivadas: por el contrario, acudieron también las jóvenes. Hasta los más pobres funcionarios llevaron a sus chicas, y, desde luego, es claro que, de no haber tenido chicos, no se les habría ocurrido ni remotamente suscribirse. Un insignificante secretario se presentó con todas sus siete hijas, sin contar, naturalmente, a su mujer, y, además, con una sobrinita, y cada una de ellas llevaba en la mano el billetito de tres rublos que daba derecho a la entrada. Podréis figuraos la revolución que se armaría en la ciudad. Basta tener presente que, como la fiesta se dividía en dos partes, necesitaban las señoras dos trajes: uno..., para la lectura matinal, y el otro, para el baile. Muchas personas de la clase media, según se averiguó después, empeñaron para ese día todo, hasta la ropa blanca de la familia, hasta las sábanas, y poco faltó para que también los colchones, a nuestros judíos, los que, como adrede, hacía ya dos años que venían aumentando de un modo horrible, y cada vez más, entre nosotros. Casi todos los empleados habían cobrado adelantado el sueldo, y algunos propietarios vendido el ganado que les era indispensable para llevar como marquesas a sus hijas y no ser menos que otros. De trajes magníficos, hubo aquella vez en la localidad algo, nunca visto. Durante dos semanas corrieron anécdotas familiares, que inmediatamente llegaban a oídos de Tulia Mijaílovna y su corte, llevadas por nuestros graciosos. Empezaron a circular caricaturas de familias. Yo mismo vi en el álbum de Tulia Mijaílovna algunos dibujos de esa índole. De todo esto estaban muy bien enterados quienes daban pie a las anécdotas...: he ahí por qué creo que creció aquel odio en el seno de las familias a lulia Mijaílovna en los últimos tiempos. Ahora todos gruñen, y al recordarlo, rechinan los dientes. Pero por anticipado era claro que, como el comité dejase de agradar en algo, como el baile mostrase algún defecto, el estallido del descontento habría de ser inusitado. He ahí por qué todos, para sus adentros, esperaban un escándalo; y si ya lo esperaban, ¿cómo no habría de producirse? A las doce en punto comenzó a tocar la orquesta. Por haber sido del número de los delegados, es decir, de los doce “jóvenes del lazo”, pude ver por mis propios ojos cómo empezaba aquel día de oprobiosa memoria. Empezó con un enorme barullo a la entrada. ¿Cómo fue que todo aquello se 362 FEDOR M. DOS1O1EVSKI LOS DEMONIOS 363

produjo desde el primer momento, empezando por la Policín? Al verdadero público no lo culpo: los padres de familia no sólo no se apietujaron ni empujaron a nadie, a pesar de su ruego, sino que, por el contario, dicen que ya hubieron de desconcertarse en la calle, al ver un gentío ±sacostumbrado para nuestra ciudad, que sitiaba la entrada y se lanzaba al asilto, no limitándose a entrar sencillamente. A todo esto, iban llegando ccches y más coches, hasta obstruir, finalmente, la calle. Ahora, en el momonto que escribo, tengo firmes datos para asegurar que algunos sujetos de lo or de la población habían sido llevados allí por Líamschin y Liputin, y basta puede que algún delegado, como yo, sin billete. Por lo menos, se vieron individuos completamente desconocidos, procedentes de los alrededoies y sabe Dios de dónde. Esos sujetos, no bien irrumpieron en el salón, Lodos a una (ni más ni menos que silos hubiesen aleccionado), empezaron preguntar dónde estaba el buffet, sin el menor miramiento y con un descao inusitado entre nosotros hasta entonces, y a refunfuñar. Es verdad que algunos iban ya borrachos. Algunos quedaron estupefactos, como salvajes, mte la magnificencia del salón de la presidencia, cual si nunca hubiesen isto nada semejante, y al entrar se aquietaban por un momento, permaneciendo con la boca abierta. Aquel gran salón blanco, aunque de estructua ya anticuada, era verdaderamente magnífico; de enormes dimensiones, con dos colores, el techo con pinturas a la antigua y dorado; su tribuna, con su; espejos adosados a las paredes, sus estatuas de mármol (fuesen como fiesen, pero estatuas al fin), su moblaje antiguo, pesadote, todo de la épcca napoleónica, blanco y dorado, y forrado de rojo terciopelo. En el momerto que describimos, al final del salón habían levantado un alto estrado rara los literatos que habían de leer, y todo el salón estaba dispuesto a la maiera del patio de butacas de un teatro, con sillas, dejando amplio paso al público. Pero, pasados los primeros minutos de asombro, sobrevinieron las nás atolondradas interpelaciones y manifestaciones: “Nosotros no querernos lecturas...” “Hemos pagado nuestro dinero ““Esto es un engaño manifiesto al público...” “Nosotros somos aquí los amos, no los Lembkes...”En una palabra: que no parecía sino que habían ido allí a eso. Recuerdo, sore todo, un caso en el que se distinguió el principito forastero del día antes, tue había estado por la mañana en casa de Tulia Mijaílovna, con su tiesa tiri]la y su facha de muñeco de palo. También él, ante sus insistentes ruegos, labía accedido a ponerse el lacito en el hombro y actuar con nuestro delegdo. Resultó que aquel figurón, mudo y como moviéndose a resortes, sabía, ;i no hablar, por lo menos, obrar a su manera. Como se le quedara mirando nn capitán retirado, picado de viruelas y de estatura colosal, preguntándob en nombre de toda la caterva de perdidos que le seguía:

“j,Dónde está e buffet?”, fue y llamó por señas a un comisario de Policía. La indicación fua inmediatamente atendida; pese a las protestas del capitán, que estaba bonacho, lo sacaron del salón. Mas a todo esto, había empezado a llegar también el “verdadero” público, y en tres largas filas discurrían por los tres pasos Tejados entre las sillas. El elemento alborotador empezó a calmarse; pero nasta el público “dccente” mostraba aspecto de descontento y nervosidad; algunas señoras estiban sencillamente asustadas. Finalmente, se acomodaron todos; calló también la música. Empezaron a onarse, a mirar alrededor. Esperaban con aire harto solemne..., lo que ya de por sí es siempre mal síntoma. Pero los Lembkes aún no se habían presentado. Sedas, terciopelos, brillantes, refulgían y destellaban por doquiera; en el aire difundíanse esencias aromáticas. Los caballeros lucían toda suerte de condecoraciones, y hasta había ancianos de uniforme. Compareció, por fir, la presidenta, acompañada de Liza. Nunca había parecido Liza tan deslunbradoramente seductora como aquella mañana, ni lucido un traje tan llamativo. Llevaba el pelo recogido en trenzas; le centelleaban los ojos; en su caa resplandecía la sonrisa. Era evidente que había hecho sensación; la miraban, hablaban de ella por lo bajo. Decían que ella buscaba los ojos de Stnvroguin, pero ni Stavroguin ni Varvara Petrovna estaban presentes. No comprendía yo entonces la expresión de su rostro, por qué tanta alegría, dicha, energía y vigor en aquel rostro. Recordé el lance de la víspera, y me qnedé perplejo. Pero, a todo esto, seguían sin aparecer los Lembkes. Lo cual fue ya de por si un error. Después supe que lulia Mijaílovna, hasta el úI imo instante, estuvo aguardando a Piotr Stepánovich, sin el que en los últinos tiempos ni dar un paso sabía, no obstante no quererlo reconocer ella msina. Haré observar, entre paréntesis, que Piotr Stepánovich, la víspera, en la última sesión del comité, negóse a ponerse el lacito, lo que la exasperó a ella mucho, hasta el punto de derramar lágrimas. Con asombro, y luego con extraordinario dolor por su parte (de lo que hablaré luego), no apareció él en toda la mañana ni asistió a las lecturas literarias, hasta el punto de no habérsele visto desde la noche antes. Finalmente, el público empezó a exteriorizar su franca impaciencia. A la tribuna no había subido nadie todavía. En las filas postreras empezaron a aplaudir como en el teatro. Los viejos y la; señoritas fruncían el ceño. “Esos Lembkes son muy comodones.” Hasta ertre la parte mejor del público empezó a insinuarse un sordo rumor, auguriendo que la fiesta, a pesar de todo, no se celebraría, y que el propio Lembke estaba verdaderamente muy enfermo, etc., etc. Pero, gracias a Dios, Lembke, por último, dejóse ver, llevando a su esposa del brazo. Yo, lo confieso, sentí una enorme inquietud al verlos llegar. Pero así las fábulas vinieron a tierra y la verdad recobró sus fueros. El público pareció respirar. El piopio Lembke, al parecer, gozaba de completa salud, como recuerdo que convinieron todos, pues podéis imaginaros cuántas miradas convergieron en él Anotaré como dato característico que, en general, eran poquísimas las personas de la alta sociedad local que presumiesen que Lembke estuviera enfermo. Su modo de conducirse era perfectamente normal, y hasta el punto de aprobar su conducta de la mañana anterior en la plaza. —Por ahí habría que empezar —decían los dignatarios. —A lo primero se les da uno de filántropo; pero acaba de ese modo, sen contar con que eso es indispensable para la misma filantropía —así, por ic menos, discurrían en el club. 364 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 365

Censuraban solamente que se hubiese acalorado. —Hay que tener más sangre fría; pero, bueno, ya se ve ¡ue es novato —decían los entendidos. Con la misma avidez miraban todos también a Julia Mjaílovna. Sin duda, nadie, en verdad, exigirá de mí, como narrador, pormemres demasiado precisos con respecto a cierto detalle; ése es el secreto; ési es la mujer; pero yo sé una cosa: la noche antes había entrado ella en el despacho de Andrei Antónovich y permanecido en su compañía has más de las doce. Andrei Antónovich recibió perdón y consuelo. Los córyuges quedaron en completa armonía; todo lo dieron al olvido, y cuando, al final de la conferencia, Von Lembke postróse, a pesar de todo, de hinojcs, recordando con horror el principal y definitivo episodio de la noche anlerior la linda manecita, y detrás de ella los labios de su esposa, recompeilsaron las ardientes efusiones de contritas palabras del delicado caballero y del hombre abatido por la tristeza. Todos veían en su cara la felicidad. Entró con aire franco y vistiendo un traje magnífico. Parecía que estaba en la cúspide de su deseo: el festival, fin y coronamiento de su política, se celrbraba. Al dirigirse a su sitio, por delante del mismo estrado, los dos Lenibkes se inclinaban, contestando a los saludos. Jnmediatamente viéronse rodeados. La presidenta se levantó para salirles al encuentro.. - Pero en aqel instante se produjo una enojosa mala inteligencia: la orquesta, sin venir a cuento, rompió a tocar..., no una marcha cualquiera, sino, sencillamente una de esas piezas que es costumbre tocar entre nosotros en el club cuando, después de un banquete, se bebe a la salud de algún personaje oficial. Mc consta ahora , que aquello fue obra de Líamschin, que en su calidad de delegado lo dispuso así como en honor de los Lembkes, que entraban. Cierto que él pudo disculparse siempre diciendo que lo había hecho por estupidez o por excesivo celo... ¡Ay! Aún no sabía yo entonces que él no se preccupaba de lo más mínimo de disculparse, y que aquel día todo se lo jugabar. Pero la música no

concluía; juntamente con la indignada perplejidad y las sonrisas del público, de pronto, al extremo del salón y en las tribunas sonaron ¡burras!, también como en honor de los Lembkes. Fueron pocas voces; pero, lo reconozco, se prolongaron algún rato. Julia Mijaílovna se puso encamada de cólera; los ojos le echaban chispas. Lembke se detuvo, ya en su sitio, y, volviéndose del lado de los vociferadores, pasó revista a la sala con ojos altivos y severos... Apresuráronse a hacerlo sentar. Yo volví a observar con espanto en su rostro aquella misma inquietante sonrisa que mostrara el día antes por la mañana en el salón de su esposa, al mirar a Stepán Trofimovich, antes de acercársele. Parecíame advertir también ahora en su rostro no sé qué furiosa expresión, y, lo peor de todo, cierta expresión cómica..., de una criatura dispuesta a inmolarse como víctima sólo por satisfacer los altos fines de su esposa... Julia Mijaílovna diose prisa a llamarme por señas, y me rogó por lo bajo fuese a buscar a Karmazínov y le suplicase que diera principio. Y he aquí que no había hecho más que dar media vuelta, cuando cometieron otra villanía, pero mucho más odiosa que la primera. En el es tradc, en el estrado desierto, adonde en aquel momento convergían todas las miradas y todas las expectaciones, y donde sólo se veía una mesita y una silla, y encima de la mesa un vaso de agua en una bandeja de plata, en cl estrado desierto surgió, de pronto, la colosal figura del capitán Lebíadkin, de fmc y corbata blanca. Tan desconcertado quedé, que no quería dar crédito a mis ojos. El capitán, al parecer, también se aturrulló, y se quedó plantado en mitad del tabladillo. De pronto, entre el público se oyó un grito: ‘Pero ¡Lebíadkin!, ¿eres tú? La estúpida caraza colorada del capitán (estaba completamente borracho), al oír aquella interpelación, dilatóse en una ancha y necia sonrisa. Alzó la mano, se restregó la frente, movió su peluda cabeza, y, cual si estuviera decidido a todo, adelantó dos pasos, y..., de pronto, soltó una carcajada, no ruidosa, pero sí amplia, larga, dichosa, que hizo tambalearse su corpachón macizo, y entornó más aún sus ojillos. Al ver aquello, la mitad casi del público se echó también a reír; veinte hombres aplaudieron. Los espectadores serios cambiaron entre sí miradas tristes; pero todo aquello duraría solamente medio minuto. Subió al estrado, de pron:o, Liputin, con su lazo de delegado, y dos domésticos, los cuales cogiercn con mucho tiento por los brazos al capitán, mientras Liputin le decía algo al oído. El capitán fruncía el ceño, refunfuñaba: “Ah, bueno; si es así!...” Manoteaba, volvíale al público su espalda enorme y se ocultaba tras sus seguidores. Pero un momento después volvió Liputin a subir al estrado. En los labios tenía la más dulzona de sus sempiternas sonrisas, que, por lo general, daban la impresión de vinagre con azúcar, y en las manos un pliego da papel de cartas. Con pasos menuditos y ligeros, acercóse al filo delantero del estrado. —Señores —dijo, encarándose con el público—: por inadvertencia se ha producido una equivocación cómica, que ya se ha subsanado; pero yo, esperanzado, cargué con el cometido de transmitir a ustedes el ruego profundo, respetuosísimo, de uno de los poetas de nuestra ciudad... Penetrado de la humanidad y elevados fines..., no obstante su facha..., de esos mismos fines que nos han unido aquí a todos nosotros...: enjugar las lágrimas de las pobres institutrices de nuestro gobierno..., ese caballero, quise decir, ese poeta local..., deseoso de guardar el incógnito..., quisiera, no obstante, que sus versos se leyeran antes de comenzar el baile...; es decir, quiero decir, la lectura. Aunque estos versos no figuran en el programa..., porque sólo hace media hora que los he recibido...; pero a “nosotros” (6a quiénes? Reproduzco literalmente aquel deshilvanado y desconcertante discurso) parece que, por la notable ingenuidad de sus sentimientos, junto con su también notable jovialidad, podrían leerse esos versos; es decir, no como nada serio, sino como algo improvisado... En una palabra: por la idea... Tanto más cuanto que algunos versos..., y quisiera conocer la resolucióñ del respetable público. —Que se lean! —gritó una voz en el fondo de la sala. —Sí, que se lean! —gritaron muchas voces. ttUUK M. DUiUiEVSKj

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—Leeré, con la venia del público —y otra vez se crispó Liputin cofl la misma azucarada sonrisa. Parecía no acabar de decidirse, sin embargo; y hasta me pareció a que lo dominaba la emoción. Pese a todo el descaro de

esos individuos, a veces se intimidan. Por lo demás, un seminarista no se habría intimidad0 mientras que Liputin pertenecía a la sociedad pretérita. —Advierto, es decir, tengo el honor de advertir, que esto no es ningu oda, como las que antes se escribían para las fiestas; que esto es casi, po decirlo así, una cosa bufa, pero que respira, sin embargo, sentimiento indu,, dable, así como también un cómico buen humor y, por así decirlo, la ver dad más real. —Lea, lea! Desdobló el pliego de papel. Naturalmente, nadie tuvo tiempo de con. tenerle. Además, que ostentaba su lazo de delegado. Con sonora voz se puso a declamar: “A la compatriota institutriz de nuestro gobierno, por un poeta, el dí del festival: ¡Salve, salve, institutriz! Alégrate y ponte hueca, Retrógrada o Jorge Sand. Ha llegado al fin tu fiesta. —Eso es de Lebíadkin! ¡Eso es de Lebíadkin! —prorrumpieron algu nas voces. Oyéronse risas y hasta algunos aplausos, aunque pocos.

—iHurra, hurra! A los chiquillos costrosos el francés tú les enseñas, y estás dispuesta a timarte con el primer rapavelas. Mas, en nuestro tiempo, reformista, tiene el sacristán sus exigencias; hay que tener su “porqué” o quedarse con la gramática francesa.

—jEso, eso, eso es realismo; sin su “porqué”, ni un paso! Pero ahora que un caudal hemos reunido en esta fiesta, y, bailando, buena dote te tenemos ya dispuesta... Retrógrada o Jorge Sand, es lo mismo, no hagas cuenta. ¡Institutriz con dote, escúpeles a todos, ponte hueca! Confieso que no daba crédito a mis oídos. Era aquélla una insolencia tan manifiesta, que no era posible disculpar a Liputin, ni siquiera alegando torpeza. Y dizque Liputin no era nada lerdo. La intención estaba clara, para mí cuando menos: se trataba de provocar desórdenes. Algunos versos de aquella poesía estúpida, por ejemplo, los últimos, eran de tal naturaleza, que no había torpeza capaz de explicar su admisión. Liputin, al parecer, comprendía también él mismo que se había excedido demasiado; consumada su proeza, de tal modo parecía corrido de su propio descaro, que ni siquiera se bajó de la tribuna, sino que continuó allí en pie, cual si desease añadir algunas palabras. Seguramente suponía que había de surgir algo de otra índole; pero hasta la caterva de maleducados que había aplaudido al principio guardó después silencio, como también avergonzada. Lo más imbécil de todo fue que muchos de ellos tomaron todo aquello por lo patético, esto es, no como una bufonada, sino como la verdad real respecto a las institutrices, como unos versos tendenciosos. Pero la sobrada incoherencia de los versos hubo de chocarles, finalmente, a ellos también. Por lo que se refiere a la totalidad del público, la sala entera estaba no sólo escandalizada, sino hasta visiblemente ofendida. No me equivoco al transcribir esa impresión. Julia Mijaílovna decía luego que un momento más, y se desmaya. Uno de los más respetables ancianos levantó del asiento a su mujer, y los dos se fueron, seguidos por las inquietas miradas del público. Quién sabe. Es posible que aquel ejemplo hubiese seducido a otros, de no haber comparecido en aquel mismo instante en el estrado el propio Karmazínov, de frac y corbata blanca, y con un cuademito en la mano. Julia Mijaílovna volvió a él una mirada entusiástica, como a su salvador... Pero yo estaba ya entre bastidores; me hacía falta hablar con Liputin. —Eso lo ha hecho usted adrede —le dije, cogiéndole con indignación por un brazo. —No, por Dios, que no pensaba tal cosa —protestó inmediatamente, empezando a mentir y haciéndose el cuitado—. Esos versitos no habían hecho más que llegar a mis manos, y yo creí que sería una broma chistosa... —Usted no pensaba nada de eso. ¿Es que usted opina que esa estúpida indecencia puede pasar por una broma chistosa? —Sí; yo creo que sí. —Usted, sencillamente, miente; y esos versuchos no acaban de traérselos. Usted mismo los escribió ayer en colaboración con Lebíadkin, con miras al escándalo. Los últimos versos son de usted, y también los del sacristán. ¿Por qué venía él de frac? Eso quiere decir que usted pensaba habérselos dejado leer a él mismo si no hubiera estado borracho. Liputin me miró con fría malignidad. —Y a usted qué le importa nada de eso? —inquirió, de pronto, con extraña flema. —Cómo que qué me importa? Usted ostenta también ese lazo... ¿Dónde anda Piotr Stepánovich? —No sé; por ahí andará. Y qué?

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—Pues que ahora veo claro. Esto es, sencillamente, una conjuración contra Julia Mijaílovna para aguarle la fiesta... Liputin volvió a mirarme de reojo. —Y a usted eso, ¿qué le va ni le viene? —rió. Y, encogiéndose de hombros, retiróse. Parecía como si me hubiesen echado un roción. Todas mis sospechas se justificaban. ¡Y yo, que todavía me

hacía la ilusión de estar equivocado! ¿Qué debía yo hacer? Pensé aconsejarme de Stepán Trofimovich; pero aquél se hallaba delante del espejo, ensayando diversas sonrisas, y a cada momento consultaba un papelito, en el que había hecho anotaciones. Le tocaba salir inmediatamente después de Karmazínov, y no estaba en situación de ponerse a hablar conmigo. ¿Ir a buscar a lulia Mijaílovna? Pero para ello todavía era pronto; era preciso que recibiera una lección más fuerte para que arrojase de sí aquella su convicción de estar “rodeada” de esa “fanática adhesión” que todos le tenían. No me hubiera creído, y me habría tildado de visionario. Y, además, ¿de qué podía servirle? “Ah! —pensaba yo—. Después de todo, ¿qué tengo yo que ver en todo esto? ¡Con quitarme el lazo e irme a casa ‘en cuanto empiece’! Así lo pensé, y dije: en cuanto empiece; perfectamente lo recuerdo. Pero era menester ir a escuchar a Karmazínov. Después de lanzar una última ojeada a los entre bastidores, observé que se habían congregado allí muchos individuos intrusos y hasta mujeres, que no hacían más que entrar y salir. Aquellos “entre bastidores” era un espacio harto estrecho, separado del público por una cortina gruesa, y que comunicaba por la parte de atrás, mediante un corredor, con las demás habitaciones. Allí aguardaban los que habían de leer su turno. Pero a mí me chocó, sobre todo en aquel momento, el lector que iba detrás de Stepán Trofimovich. Era también algo así como un profesor (ni ahora tampoco sé a punto fijo lo que fuese), que se había salido espontáneamente de no sé de qué institución, a consecuencia de cierta historia estudiantil, y sólo llevaba en nuestra ciudad unos días. También se lo habían presentado a lulia Mijaílovna, la cual lo había acogido con unción. Sé ahora que antes de la lectura sólo había estado una noche en casa de aquélla, sonriendo ambiguamente de los chistes y del tono de la tertulia que rodeaba a lulia Mijaílovna, y que en todos produjo una impresión antipática, con su aspecto orgulloso y, al mismo tiempo, de tímida suspicacia. Había sido la misma lulia Mijaílovna quien lo invitara a leer. Ahora iba de un extremo al otro, y también, como Stepán Trofimovich; mascullaba algo para sus adentros; pero con los ojos en la tierra y no en el espejo. Sonrisas no ensayaba, aunque se sonreía con frecuencia, y de un modo fiero. Era evidente que tampoco era posible hablar con él. Era bajo de estatura, de unos cuarenta años, a juzgar por su aspecto; calvo y con una barbita canosa, e iba bien vestido. Pero lo más interesante era que a cada vuelta levantaba el puño derecho, lo agitaba en el aire por encima de su cabeza y, de pronto, lo dejaba caer como haciendo polvo a algún adversario. Ese ademán hacíalo a cada instante. Yo empezaba a sentir malestar. Dime prisa a ir a escuchar a Karmazínov. 111 En la sala, de nuevo parecía incubarse algo desagradable. Me explicaré de antemano. Yo me inclino ante los grandes genios; pero ¿por qué esos nuestros señores genios, al término de sus gloriosos años, se portan a veces como chicos pequeños? ¿A qué venía aquello de que también Karmazínov se arrogase el empaque de cinco chambelanes juntos? ¿Acaso es posible entretener con un solo artículo a un público como el nuestro una hora entera? En general, he hecho la observación de que, por muy genial que sea, un literato no puede en una ligera lectura pública entretener a la concurrencia más de veinte minutos impunemente. Cierto que la salida del gran genio fue acogida con extremados honores; algunos graves ancianos mostraron simpatía y curiosidad, y las señoras, hasta cierto entusiasmo. Los aplausos, no obstante, fueron escasos y como sin calor, desperdigados. En cambio, en las últimas filas no se produjo ningún revuelo hasta el momento mismo de salir el señor Karmazínov a leer, y aun entonces no pasó nada especialmente grave, sino como una mala inteligencia. Ya antes hice notar que tenía la voz chillona, a veces hasta afeminada, ceceando, además, de un modo verdaderamente aristocrático, noble. No bien hubo pronunciado unas cuantas palabras, cuando, de pronto, alguien se permitió reírse alto, probablemente algún estúpido inexperto, que no había visto en su vida nada del gran mundo, y, además, se reía por jocosidad innata. No hubo ni la más pequeña demostración; al contrario, chistáronle al gracioso, y éste se achicó. Pero cuando el señor Karmazínov, gesticulando y subiendo el diapasón, declaró que “al principio no había quién le hiciera acceder a leer” (mucha falta hacía decirlo), “porque hay páginas que hasta tal punto nos salieron del corazón, que hasta es imposible decirlo, y cosas tan sagradas no se pueden lanzar al público (entonces, ¿a qué lanzarlas?); pero como lo habían rogado, allí las llevaba, y como después de eso pensaba colgar la pluma para siempre y jurar no escribir por nada del mundo, pues ha escrito este último trabajo; y como ha jurado no volver por nada del mundo a leer nunca nada en público, etcétera, etc.” Y todo por el estilo. Pero todo esto no era nada. Y ¿quién no conoce los preámbulos de los autores? Aunque haré notar que en un público poco culto, como el nuestro, y en las últimas filas, excitadas, todo aquello pudo influir. Vamos a ver: ¿no habría sido mejor haber leído un cuento breve, una narración corta de las que él había escrito antes...; es decir, que, aunque amanerada y postiza, delatase algún ingenio? Con eso habría habido salvación. Pero ¡no, no la hubo! Optó por una rapsodia. Dios, y ¡cuántas cosas salían a relucir allí! Rotundamente digo que hasta el público de una capital se hubiese quedado hecho un poste, no ya el nuestro. Figuraos poco menos que dos hojas impresas de la más afectada e inútil verborrea. Aquel caballero leía, además, con una cierta condescendencia altiva, como a regañadientes, como por favor, lo que ya constituía una ofensa para nuestro público. Tema... Pero ¿quién podría explicar el tema? Era aquello como una recapitulación de ciertas impresiones, de ciertos recuerdos. Pero ¿de qué? Por más que fruncieran el

370 FEDOM DOSTOIEVSKI ceño, de nuestra frente durante b primera mitad de la lectura, nada lograron entender; de suerte que la Seguma mitad la escucharon por pura deferencia. Es verdad que se hablaba allí micho del amor, del amor del genio a no sé qué persona; pero confieso que dgo torpemente. La figurilla baja y rechoncha del genial escritor no se pestaba a evocar, a juicio mío, su primer beso... Y, para colmo de males, aquel beso se producía, al parecer, de un modo distinto que para toda la -lumanidad. Allí, irremisiblemente, crecía la retama alrededor (irremisiblenente, la retama o alguna otra planta, de la que habría que informarse en untratado de Botánica). Además, en el cielo, irremisiblemente, tenía que habr destellos violeta, que, sin duda, ningún mortal ha visto nunca; es decir, verlo, lo han visto todos, sino que no se han fijado en ello, mientras que “yo, diantre!, yo me he fijado, y voy a describírselo a ustedes, so lmbé:iles, como la cosa más vulgar”. El árbol a cuya sombra estaba sentada la [nteresante pareja era, irremisiblemente, de color naranja. Se encontraba en no sé qué sitio de Alemania. De pronto, veían a Pompeyo o Casio en la víspera de una batalla, y ambos sentíanse transidos por el frío del entusiasno. Oíase el caramillo de una ninfa oculta entre los arbustos. Gluck tocaba entre los cañaverales el violín. La pieza que ejecutaba designábala el escitor en toriles lettres, pero nadie la conocía, hasta el punto de que era priso consultar, para enterarse, un diccionario de la música. A todo esto, la bruma se espesa, se espesa; tanto se espesa, que más bien asemeja millos de almohadones que una niebla. Y, de pronto, todo desaparece, y el grai genio atraviesa, en invierno, en la época del deshielo, el Volga. Dos págiaas y media de descripción; pero, no obstante, cae el agua. El genio se ahoga... ¿Creen ustedes que se ahoga? ¡Quia, ni por pienso!; todo aquello era para que, cuando ya se estaba ahogando y dando las boqueadas, pasase delante de él un témpano, un témpano pequeñito, más chico que un guisante, pero limpio y diáfano, “cual una lágrima congelada”, y en ese témpano se refleja Alemania, o, mejor dicho el cielo de Alemania; el alegre cabrilleo de su reflejo le recuerda a él aquella misma lágrima que, ¿recuerdas?, resbalé de tus ojos cuando estábamos junto a la sombra de aquel árbol de esmeralda, y tú exclamaste, alborozada: “No existe el crimen!” “Sí —dije yo por entre mis lágrimas—; pero si así es, ¡tampoco existen los justos!” Nos echamos a llorar, y nos separamos en silencio para siempre. Ella se fue no sé adónde, a la orilla del mar; él, a no sé qué caverna; y he aquí que él empieza a caer y a caer, y se está cayendo tres años, hasta parar en Moscú, al pie de la torre de Sujáriov, y, de pronto, en las mismas entrañas de la tierra, en una gruta, encuentra una lamparita, y delante de la lamparita, un ermitaño. El ermitaño está rezando. El genio se acerca a un ventanuco enrejado, y, de pronto, se oye un suspiro. ¿Creerán ustedes que es el ermitaño el que ha suspirado? ¡Bastante le importa a él el ermitaño! No; sencillamente, ese suspiro le recuerda el primer suspiro de ella, treinta y siete años antes, cuando, ¿recuerdas?, en Alemania estábamos, sentados a la sombra de aquel árbol de ágata, y tú me dijiste: “Para qué amar? Mira: en torno nuestro crece la sombra, y yo estoy amando; pero LOS DEMONIOS

la sombra menguará, y yo también dejaré de amarte. Entonces, de nuevo vuelve a adensarse la niebla; aparece Hoffmann; una ninfa ejecuta una pieza de Schopin, y, de pronto, de entre la niebla, con una corona de laurel, sobre los tejados de Roma, aparece Anco Marcio. De nuevo el entusiasmo transe nuestras espaldas, y nos separamos para siempre”, etc., etc. En una palabra: es posible que no lo reproduzca yo del todo igual, ni sé reproducirlo tampoco; pero el sentido de aquella facundia era por el estilo. Y, finalmente, ¡qué ignominioso placer el de nuestros grandes ingenios en el retruécano en su más alto sentido! El gran filósofo europeo, el gran científico, el inventor, el trabajador, el campesino..., todos esos operarios intelectuales, para nuestro gran genio ruso, venían a ser algo así como cocineros en sus cocinas. El era un señorito, y ellos se le aparecían con los gorros en las manos y aguardaban sus órdenes. Verdaderamente, enseguida se echaba a reír de Rusia, y nada más simpático para él que exponer la quiebra de Rusia en todos sentidos ante los grandes ingenios de Europa; pero, por lo que a él mismo se refiere..., no; él se encuentra por encima de todos los grandes ingenios de Europa, todos ellos son sólo materia para retruécanos. Toma ideas ajenas, pasa luego a su antítesis y ya está el retruécano. Hay crimen, no hay crimen; ateísmo, darwinismo, campanas de Moscú... Pero, ¡ay!, él ya no cree en las campanas de Moscú. Roma, laureles... Pero él ya no cree en los laureles... Aquí un penoso arrechucho de esplín byroniano, una mueca heiniana, algo de Pechorin... y marchó, marchó la máquina... Pero, por la demás, elógienme. que eso me gusta la mar, porque si hablo de colgar la pluma, aguarden ustedes, que todavía los he de empachar, trescientas veces, pues de leerme se han de cansar... Naturalmente, terminó no tan tranquilamente; pero lo peor fue que él mismo dio pie para ello. Hacía ya rato que habían empezado los bostezos; el sonarse las narices, las toses y todo eso que se observa cuando en una lectura literaria el autor, sea quien fuere, retiene al público más de veinte minutos. Pero el genial escritor nada de esto advertía. Seguía ceceando y haciendo primores, sin tener en cuenta al público, de suerte que todos empezaron a sentirse perplejos. De pronto, en las filas últimas sonó una voz aislada, pero recia: —i Señor, cuánto desatino! Fue una exclamación involuntaria, y estoy seguro que sin la menor intención. Sencillamente que el hombre se había cansado. Pero el señor Karmazínov hizo una pausa, miró burlonamente al público y de pronto ceceó, con el tono de un camarlengo herido en su dignidad: —(,Por lo visto, señores, les he aburrido de lo lindo?

Esa fue su culpa: haber hablado el primero, porque, retando de ese modo a una réplica, hacía posible que cualquiera de aquellos tunantes tomase la palabra también, y, por así decirlo, también legítimamente, mientras que de haberse reprimido, se hubieran sonado y retesonado las narices, pero lo habrían dejado acabar como fuese... Es posible que él se esperase que iban a contestar a su pregunta con aplausos; pero los aplausos no sonaron; 371 372 FEDOR M. DOSTOIEVSKJ

por el contrario, todos, como asustados, se estuvieron my quietos y silenciosos. —Usted no vio en su vida a Anco Marcio; todo eso literatura —dijo, de pronto, una voz inusitada, pero también como dolorid —Eso es —insistió al momento otra voz—. Ahora o hay fantasmas, sino ciencias naturales. Póngase de acuerdo con las ciencs naturales. —Señores, lo que menos podía esperarme eran esasabsurdas objeciones —exclamó Karmazínov con profundo asombro. El gran genio había perdido completamente en Karlruhe el hábito de su patria. —En nuestro tiempo es vergonzoso escribir eso de ue el mundo está sostenido por tres peces —exclamó, de pronto, una señoita—. Usted, Kar- mazínov, no pudo bajar a la cueva de ese ermitaño. Y, demás, ¿quién se ocupa ahora en ermitaños? —Señores, lo que más me asombra es que hablen usedes tan en serio. Por lo demás..., por lo demás, tienen ustedes razón qu les sobra. Nadie respeta más que yo la verdad real... No obstante reír con ironía, estaba muy desconcertdo. Leíase en su cara: “Yo no soy lo que ustedes piensan; yo estoy conustedes, sólo que elógienme, elógienme ustedes mucho, todo lo más que piedan, porque me despepito por los aplausos.” —Señores —exclamó finalmente, ya irritado del toLo—, veo que mi pobre poemilla no ha acertado. Ni, por lo visto, yo tampco. —Apuntó a una corneja y le dio a una vaca —gritd a pleno pulmón, algún idiota, probablemente borracho, e indigno de repanrse en él. Cierto que sonaron risas irrespetuosas. una vaca, ha dicho usted? —saltó enseguida Farmazínov—. Tocante a la corneja y a la vaca, me permito reservarme. Rpeto demasiado a todo público para permitirme comparaciones, aunque itocentes; pero yo pensaba... —Pero usted, caballero, no es muy... —gritó uno enlas filas traseras. —Yo suponía que al colgar la pluma y despedirme cm una lectura, me escucharían... —No, no; nosotros queremos escucharle, queremos —sonaron, por fin, algunas voces atrevidas en primera fila. —iLea usted, lea usted! —rogaron algunas voces entusiásticas de señoras. Y, por fin, sonó algún que otro aplauso, verdaderamlnte breve, sin calor. Karmazínov sonrióse de un modo crispado y levantóe de su asiento. —Crea usted, Karmazínov, que todos consideramos iicluso un honor... —no pudo menos de exclamar la propia presidenta. —Señor Karmazínov —sonó, de pronto, una fresca voz juvenil, en el fondo de la sala. Era la de un profesor, muy joven, de la escuela del distrito, un joven guapo, apacible y bonachón, que hacía poco estaba entre nosotros. Hasta se había puesto en pie—. Señor Karmazínov, ;i yo hubiera teni LO DEMONIOS 373 do la suerte de amar con ese amor que usted nos describe, de veras que no habría hablado de mi amor en un trabajo destinado a pública lectura... Hasta se puso todo colorado. —Señores —exclamó Karmazínov—, he terminado. Suprimo el final y me retiro. Pero permítanme leerles sólo las seis líneas últimas: “Sí, amigo lector, adiós —empezó inmediatamente y sin volver a sentarse en la silla—. Adiós, lector; ni siquiera insisto demasiado en que nos separemos como amigos. ¿Para qué, después de todo, molestarte? Puedes hasta criticarme. ¡Oh, sí, critícame cuanto quieras, si en ello encuentras alguna satisfacción! Pero lo mejor será que nos olvidemos de aquí en

adelante el uno al otro. Y si todos ustedes, lectores, se volviesen de pronto tan buenos que, poniéndose de rodillas, me implorasen con lágrimas: “Escriba usted, escriba usted para nosotros, Karmazínov, para la patria, para la posteridad, por las coronas de laurel”, aun en ese caso, les contestaría, después de darles con todo respeto las gracias: “No, bastante hemos caminado juntos, queridos compatriotas, merci. Ya es hora de que echemos por distintos caminos. Merci, merci,

merci.” Karmazínov hizo un ceremonioso saludo y, todo rojo, cual si lo hubieran cocido, dirigióse a entre bastidores. —Nadie va a arrodillarse. ¡Fogosa fantasía! —jHay que ver, qué amor propio! —Eso es sólo humorismo —rectificó uno, mejor enterado. —No, déjenos usted de humorismo. —Pero eso es una insolencia, señores. —Por lo menos, ya, sea como sea, ha concluido. —iQué lata nos ha dado! Pero todas aquellas exclamaciones descorteses de las últimas filas (no sólo, sin embargo, de las últimas) quedaron ahogadas entre los aplausos de otra parte del público. Llamaban a Karmazínov. Algunas señoras, con lulia Mijaílovna y la presidenta al frente, apiñábanse en tomo a la tribuna. En las manos de lulia Mijaílovna apareció una lujosa corona de laurel en un cojín de terciopelo blanco, con otra guirnalda de rosas naturales. —iLaureles! —dijo Karmazínov con una sonrisita sutil y un tanto resentida—. Yo, sin duda, estoy conmovido y acepto esa corona, preparada de antemano, pero que aún no ha tenido tiempo de marchitarse, con vivo sentimiento; pero les aseguro a ustedes, mesdames, que me he vuelto de pronto tan realista, que creo que en nuestros tiempos los laureles están mejor en las manos de un buen cocinero que en las mías... —Y, además, al cocinero le son más útiles —exclamó el mismo seminarista que había asistido a la “sesión” en casa de Virguinskii. Turbóse un tanto el orden. De muchas filas se levantaron para contemplar la ceremonia de la coronación. —Yo daría ahora por un cocinero tres rublos —en voz alta declaró otra VOZ, demasiado recia, recia con insistencia. —Y yo.

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—Y yo. —Pero ¿es que no hay aquí buffet? —Señores, esto es, sencillamente un timo... Por lo demás, fuerza es reconocer que todos aquellos ivoltosos sentían aún temor ante la presencia de dos dignatarios y del conario de Policía, que se hallaba en el local, A los diez minutos ya estaban oa vez en sus sitios; pero el orden no se restableció ya. Y he aquí que einquel caos incipiente vino a caer el pobre de Stepán Trofímovich. TV Yo, sin embargo, corrí detrás de él por entre bastidores y pde avisarle, con el alma en un hilo, de que, a mi juicio, todo se había estrpeado, y que lo mejor era no salir a la tribuna y volverse en seguidita a caa, aunque fuese pretextando la colerina, y que yo también me quitaría el lao y me iría con él. En aquel instante estaba ya cerca de la tribuna; pero de p»nto se detuvo y me miró, altivamente, de pies a cabeza, exclamando solemiemente: —Por qué me considera usted, caballero, capaz de rubdad semejante? Yo me aparté. Estaba tan seguro como de que dos ydos son cuatro, que, de no ocurrir una catástrofe, no se iría de allí. Pero mentras me hallaba en estado de total desaliento, volvió a cruzar por delantc de mí la figurilla del profesor forastero, al que le tocaba salir después de ;tepán Trofimovich y que llevaba un rato haciendo aquel ademán de altar el puño por encima de su cabeza y dejarlo luego caer. Seguía como anta, dando vueltas de un extremo a otro, abismado en sí mismo y mascullan(o algo para sus adentros con maligna, pero triunfal sonrisa. Yo, como sin intención (hasta me empujaron y todo), me acerqué a él. —Mire usted —le dije—. A juzgar por muchos ejempLares, cuando el lector entretiene al público más de veinte minutos, aquél de de escucharle. Media hora no hay celebridad que lo tenga quieto... Detúvose de pronto y pareció estremecerse todo ante el agravio. Indescriptible arrogancia dibujóse en su rostro. —No se apure usted —rezongó, despectivo, y pasó de largo. En aquel momento oyóse en la sala la voz de Stepán Trofimovich. “Bah, que el diablo cargue con todos ustedes! “, pensé, y corrí a la sala. Stepán Trofimovich sentóse en la silla, que había quedado en mitad de la tribuna, en desorden. En las últimas filas lo acogieron visiblemente con miradas nada benévolas. (En el club, en los últimos tiempos, habían dejado de quererle, y le tenían mucho menos respeto que antes.) Por lo demás, ya estaba bien que no le hubiesen siseado. Tenía yo una rara idea ya desde el día antes. Parecíame que le iban a silbar en cuanto apareciese. Y, sin embargo, a lo primero ni siquiera se fijaron en él, debido al desorden que aún reinaba. Y qué ilusiones podía hacerse aquel hombre cuando a Karmazínov lo habían tratado de aquel modo? Estaba pálido; diez años hacía que no se presentaba ante el público. A juzgar por su emoción y por todo lo que yo

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375 sabía de él, no tenía duda de que consideraba su salida presente a la tribuna como una decisión de su destino o algo semejante. He ahí precisamente lo que yo temía. Teníale cariño a aquel hombre. Y qué pasó por mí cuando abrió la boca y oí su primera frase? —LSeñores! —dijo de pronto, como resuelto a todo y al mismo tiempo casi con voz entrecortada—. ¡Señores! Esta misma mañana tenía yo ante mí uno de esos papeles ilegales que se han repartido por aquí, y cientos de veces me hice esta pregunta: “,En qué consiste su secreto?” Toda la sala aquietóse como por ensalmo; todos volvieron hacia él la nirada, algunos con temor. Ni que decir tiene que logró interesar desde las primeras palabras. Hasta por entre bastidores había cabezas asomadas. Liputin y Líamschin lo escuchaban, ansiosos. lulia Mijaílovna volvió a hacerme otra seña con la mano. —Haga usted que no siga, sea como sea! ¡Haga usted que no siga! —susurró inquieta. Yo me limité a encogerme de hombros. ¿Acaso es posible contener a un hombre “decidido”? ¡Ay, yo había comprendido a Stepán Trofimovich! se refiere a las proclamas! —murmuraron entre el público. Toda la sala estremecióse. —Señores, yo he dilucidado todo ese misterio. Todo el secreto del rfecto que producen... está en su estupidez —los ojos le centelleaban—. Sí, señores; si esta estupidez fuera fingida, afectada por cálculo..., ¡oh!, sería hasta genial. Pero es menester hacerles justicia cumplida. No fingen lo más mínimo. Se trata de la más ingenua, de la más franca, de la más sencilla estupidez... C’est la bétise dans son essence la plus, pure, quelque chose comme un simple chimique. Si hubieran puesto en ello una gotita siquiera de más talento, todo el mundo habría notado enseguida toda la indigencia de esa estupidez. Pero ahora todos se quedan perplejos; nadie cree que eso pueda ser tan primordialmente estúpido. “No es posible que no haya ahí más que eso”, dicen todos, y se ponen a buscar el secreto, a indagar el misterio; quieren leer entre líneas..., lograron su fin. ¡Oh, nunca la estupidez obtuvo mayor y más victoriosa recompensa, no obstante las muchas veces que hizo méritos para ello!... Porque en parenthése, la estupidez, como el genio más sublime, son igualmente útiles para los destinos de la Humanidad... —Retruécanos del año cuarenta! —gritó una voz, por lo demás, muy comedida, pero después de la cual todo pareció desbordarse; todo el mundo alborotaba y se rebullía. —Señores, ¡hurra! —clamó Stepán Trofimovich, ya completamente enajenado, desafiando a la sala—. Propongo a ustedes que brindemos por la estupidez. Yo me acerqué a él, presuroso, como con pretexto de servirle agua. — Stepán Trofímovich, no siga usted; Julia Mijaílovna se lo ruega... —No, déjeme usted en paz, joven gandul —replicóme a pleno pulmón. Yo me alejé. 376 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 377 —Messieurs —continuó él—, a qué viene ese revuelo, a qué viefleil esos gritos de indignación que oigo? Yo he venido aquí con la rama de oli yo. He aportado mi última palabra, porque en esta cuestión puedo decir la última palabra..., y seguramente nos reconciliaremos. —iFuera! —gritaron unos. —jCalma, déjenle hablar, déjenle explicarse! —gritaron otros. Especial agitación demostraba el joven maestrito, que ya una vez se había atrevido a hablar, como quien ya no puede contenerse. —Messieurs, la última palabra en esta cuestión consiste.., en el perdoil universal. Soy un viejo que ha vivido, y os digo solemnemente que el alma de la vida seguirá alentando como antes, que la energía viva no se ha agottí do en la nueva generación. El entusiasmo de la actual juventud es tan pura y luminoso como el de nuestra época. Sólo ha ocurrido una cosa: que 58 han cambiado los fines, que se ha reemplazado una belleza por otra. Toda la cuestión estriba en averiguar qué es más bello, si Shakespeare o un Pa de botas, Rafael o el petróleo. —jEso es una delación! —refunfuñaron algunos. —i Cuestiones comprometedoras! —A gen provocateur! —Pero yo digo —gritó Stepán Trofimovich en el último límite de la exaltación—, pero yo digo que Shakespeare y Rafael... están por encima de la emancipación de los siervos, por encima del nacionalismo, por encima del socialismo, por encima de la joven generación, por encima de casi toda la Humanidad, porque son el fruto, el verdadero fruto de la Humanidad toda, y puede que el fruto más alto que lograrse pueda. La forma de labe lleza está ya lograda, y sin ella es

posible que yo no me aviniese a vivir... ¡Oh Dios! —y juntó las manos—. Diez años hace que gritaba yo lo mismo en Petersburgo, desde una tribuna, exactamente con las mismas palabras Y exactamente igual que ahora; tampoco me comprendieron; se echaron a reir y empezaron con siseos. Gentes de pocas luces, ¿qué os hace falta para comprender? Pero ¿no sabéis, no sabéis que sin los ingleses podría muy bien seguir viviendo la Humanidad, y lo mismo sin Alemania; que es posible vivir sin rusos; que es posible vivir sin ciencia; que es posible vivir sin pan; pero que es imposible vivir sin la belleza, porque entonces no habria ya nada que hacer en este mundo? Todo el secreto es ése; ésa es toda la historia. La ciencia misma no puede sostenerse un minuto sin la belleza. ¿No sabéis eso los que os reís? Se convertiría en algo servil; ni un clavo inventaría... ¡No cederé! —gritó, torpemente, para terminar, descargando con todas sus fuerzas un puñetazo en la mesa. Pero mientras hablaba así, sin ilación ni orden, alterábase éste tambien en la sala. Muchos se levantaban de sus asientos, algunos se adelantaban con dirección al estrado. Desde luego, todo esto ocurrió más rápidamente de cómo yo lo cuento, y no hubo tiempo de tomar medidas. Aunque es muy posible que tampoco quisieran tomarse... —jYa se ve que está dispuesto a todo, farsante! —gritó el seminarista de manas al pie del mismo estrado, enseñando los dientes con gusto a Stepán Trofímovich. Aquél se fijó y adelantóse hasta el filo mismo de la tribuna. —Pero ¿no acabo ahora mismo de decirles que el entusiasmo de la joven generación es tan puro y luminoso como el nuestro, y que sólo le pierde el estar tan equivocado respecto a las formas de lo bello? ¿Es que os parece poco? Y si hacéis cuenta que quien eso ha dicho es un padre dolorido, agraviado, es que, ¡oh ingenuos!, se puede rayar más alto en punto a imparcialidad y serenidad de criterio!... Innobles..., injustos..., ¿por qué, por qué no queréis reconciliaros? Y de pronto prorrumpió en sollozos histéricos. Se enjugaba con los dedos las lágrimas que le fluían. Los hombros y el pecho temblábanle por la fuerza de los sollozos... Se había olvidado de todo en el mundo. Vivo susto apoderóse del público, casi todos se levantaron de sus asientos. Rápidamente saltó también del suyo lulia Mijaílovna, cogió del brazo a su marido y lo levantó... Se produjo un escándalo sin ejemplo. —Stepán Trofímovich! —gritó el seminarista alegremente—. Aquí por la ciudad y sus contornos, anda ahora cierto fugado de presidio llamado Fedka. Se entrega al robo, y no hace mucho que cometió otro asesinato. Permítame usted preguntarle si hace quince años no lo hubiera usted vendido como soldado para pagar una deuda de juego, es decir, sencillamente, si no hubiese usted perdido esa cantidad en el juego; dígame usted: ¿habría él ido a parar al presidio? ¿Degollaría a la gente como ahora hace, ni robaría para mantenerse? ¿Qué dice usted a esto, señor esteta? Me niego a describir la escena que siguió. En primer lugar, sonó un insistente aplauso. Aplaudieron no todos, sino una quinta parte de toda la sala; pero los aplausos eran tenaces. Todo el resto del público dirigióse a la salida; pero como la parte del público que aplaudía se había apiñado al mismo pie de la tribuna, hubo de producirse una confusión general. Las señoras empezaron a chillar, algunas señoritas lloriqueaban y pedían que las llevasen enseguida a sus casas. Lembke, en pie en su sitio, miraba a cada momento desatentado en torno suyo. Tulia Mijaílovna estaba completamente enajenada..., por primera vez desde que se hallaba con nosotros. Cuando a Stepán Trofimovich, a lo primero pareció quedar literalmente apabullado por las palabras del seminarista; pero de pronto alzó ambas manos, como para extenderlas por encima del público, y clamó: —Sacudo el polvo de mis pies y juro... Se acabó..., se acabó... Y dando media vuelta corrió hacia los entre bastidores, manoteando y amenazando. —jHa insultado a la sociedad!... ¡Verjovenskii! —gritaban con insistencia. Hasta querían lanzarse en su persecución. Restablecer el orden era imposible, por lo menos en aquel instante, y... de pronto la catástrofe definitiva, como una bomba, cayó sobre la concurrencia y estalló en medio de ella; 378 FEDOR rvl. DOsToIEV1U el tercer lector, aquel maníaco que no hacía más quzar el puño entre bastidores, salió a escena. Tenía el aspecto de un loco de atar. Con ancha, ifal sonrisa, llena de absoluto, desmedido aplomo, miraba a la re’ta sy parecía como si se alegrase de aquel alboroto. No le desagrad6 lo nmínimo el que le hubiese tocado leer en medio de tal barullo, 5Øno que,’ el contrario, era evidente que le producía placer. Tan evidente era eso,e hubo de llamar la atención. ——Quién es ése? —sonaron preguntas—. ¿Quién ése más? Chist! ¿Qué quiere decir? —iSeñores! —gritó el maníaco con todas Sus fues, en pie al filo mismo de la tribuna y casi con la misma vocec jl1a chilli y afeminada de Karmazínov, sólo que sin su aristocrático cece’’ ¡Sees! iVeinte años atrás, en vísperas de la guerra con media Rusira el ideal a los ojos de todos los estadistas y consejeros secreto La liteira estaba al servicio de la censura; en las Universidades se en6 aba aarcar el paso; el Ejército se había convertido en un cuerpo de f)h1e, y elieblo pagaba los impuestos y callaba bajo el látigo del derecho fuda1. Elitriotismo se había convertido en un cochino exprimir a los vivclS y a lonuertos. Los que a eso no se prestaban eran tenidos por rebeldes, p0l’q :eraban la armonía. Los bosques de abedules se devastaban en Jovechol orden. Europa temblaba... Pero nunca Rusia, con todos los mil eStÚpidiños de su vida, había llegado a tal oprobio... Alzó el puño, agitándolo triunfal y amenazador por eima de su cabeza, y de pronto, con violencia, dejólo caer, cual redujera polvo a un adversario. Un clamor insistente dejóse oír por todOs lados, )naron aplausos entusiásticos. Aplaudía casi Ja mitad de la sala; 5e dejaba]seducir los más ingenuos; estaban deshonrando a Rusia allí, en dante de todo el mundo, ¿cómo no rugir de entusiasmo? —iEso es! ¡Eso es! ¡Hurra! ¡No, eso ya no eS estética.

El maníaco prosiguió, radiante: —De entonces acá han pasado veinte años, Se han abito las Universidades y se han multiplicado. El paso marcial se ha COnVertio en una leyenda; faltan miles de oficiales para completar el cup0’ Los firocarriles enlazan entre sí a todas las capitales y envuelven a RuSia en un tela de araña, de suerte que dentro de quince años podréis viajar por dode queráis; los puentes sólo arden de cuando en cuando; pero lO ciudads arden de un modo regular, con arreglo a un orden establecido por turnosen la época de los calores. En los Tribunales se prornincian sentencias salononicas, y si los jurados se dejan untar, es sólo en virtud de la lucl1 por la ecistencia cuando se hallan a punto de morir de hambre. Los siervos gozan le libertad y se azotan unos a otros, en vez de que los azoten sus sí0’5, ccmo antes. Mares y océanos de vodka se consumen en aras del pre5P5to, y en Novogórod, en lugar de la antigua e inútil iglesia de Sofia.” han ergido solemnemente una colosal esfera de bronce en memoria del desorden y la estupidez LOS DEMONIOS 379 que de un milenio acá ha venido menguando. Europa frunce el ceño y otra vez vuelve a inquietarse... Quince años de reformas. Y, sin embargo, nunca Rusia, ni aun en las más grotescas épocas de su estúpida historia, llegó... Las últimas palabras fue imposible oírlas por el clamoreo de la muchedumbre. Pude ver cómo de nuevo alzaba el puño y lo volvía a dejar caer triunfalmente. El entusiasmo rebasó todos los límites; gritaban, batían palmas, y hasta algunas señoras clamaban: “iBasta! ¡No podrá usted decir nada mejor!” Estaban como beodos. El orador pasaba revista a todos con sus miradas y parecía fundirse en su sentimiento de triunfo. Pude ver cómo Lembke, con indescriptible emoción, indicábale algo a no sé quien. Tulia Mijaílovna, toda pálida, hablaba de carretilla no sé de qué al príncipe, que se había acercado a ella a toda prisa... Pero en aquel instante toda una pandilla de seis hombres, personajes más o menos oficiales, salió de entre bastidores y se precipitó a la tribuna, apoderándose del orador y llevándoselo de allí. No me explico cómo aquél pudo zafarse de ellos; pero se zafó. Volvió a adelantarse hasta la tribuna y pudo aún gritar con todas sus fuerzas, agitando el puño: —Pero nunca Rusia llegó a... Pero entonces se lo volvieron a llevar de allí. Vi cómo unos quince hombres, aproximadamente, lograron llevárselo a entre bastidores, pero no al través de la tribuna, sino de costado, tropezando con el ligero tabique, al que acabaron por derribar... Vi luego, sin dar crédito a mis ojos, cómo de pronto apareció en la tribuna, salida de no sé dónde, la estudiante (la parienta de Virguinskii), con su mismo rollo de papeles bajo el brazo, el mismo traje, igual de coloradota y oronda, rodeada de dos o tres mujeres y dos o tres hombres y seguida por su mortal enemigo el colegial. Y pude oírle también esta frase: —Señores, he venido para hablar de los sufrimientos de las desgraciadas estudiantes y despertar en todas partes el espíritu de protesta. Pero yo eché a correr. Mi lazo me lo guardé en el bolsillo, y por una puerta trasera que conocía, dejé la casa y salí a la calle. Ante todo, desde luego, me encaminé a casa de Stepán Trofimovich. CAPÍTULO II

FINAL DE FIESTA No me recibió. Se había encerrado y escribía. A mi repetida llamada con los nudillos y de viva voz respondióme desde el otro lado de la puerta: —Amigo mío, yo ya he acabado con todo. ¿Quién puede ya necesitarme? —Usted no ha acabado con nada, sino que solamente ha contribuido a echarlo todo a perder. Por Dios, nada de chistes, Stepán Trofimovich; abra

Á LOS DEMONIOS

381 380 FEDOR M. DOSTOIEVSKJ usted. Es menester adoptar medidas; podrían venir todavía e insultarle a usted... Me creía con derecho a mostrarme algo severo y hasta exigent. Temía no fuese a acometer alguna empresa todavía más insensata. Pero, un gran sorpresa de mi parte, acogióme con extraordinaria entereza. —No sea usted el primero en insultarme. Agradezco a usted tolJ lo pasado; pero le repito que yo he acabado con la gente,

así con la bue:a como con la mala. Le estoy escribiendo una carta a Daria Pávlovna, a laque tan imperdonablemente tuve olvidada hasta ahora. Mañana se la llevalí usted, si quiere; pero ahora, merci! —Stepán Troflmovich, le aseguro a usted que la cosa es más ería de lo que usted piensa! ¿Usted imagina haber aplastado allí a alguien Pues a nadie ha aplastado, sino que a sí mismo se ha destrozado como uLa copa vacía1 (oh, estuve grosero, descortés; lo recuerdo con pesar!). Daria Pávlovna no tiene usted por qué escribirle... ¿y adónde va usted a r ahora sin mí? ¿Qué sabe usted de nada práctico? ¡De fijo que proyecta ustd algo! Pero no hará sino dar otra caída, si algo vuelve a pensar... El se levantó y se dirigió a la puerta. —Usted los ha tratado poco y, sin embargo, se ha asimilado su enguaje y su tono, Dieu vous pardonne, mon ami, Dieu vous garde. loro yo siempre advertí en usted indicios de persona decente, y usted es poside que todavía recapacite... Aprés le temps, naturalmente, como todos nosotos, los rusos. Cuanto a su observación respecto a mi falta de sentido prádco, le recordaré a usted un antiguo pensamiento mío: el de que aquí, en Rsia, la gente no hace otra cosa que estar siempre con rabia y tedio, como l moscas en verano, reprochándole al prójimo su falta de sentido práctic, acusando de ello a todos y a cada uno, menos a sí mismo. Cher, recuerd usted que estoy agitado y no me mortifique. Una vez más merci por todo separémonos como amigos, lo mismo que Karmazínov del público, es deir, olvidémonos el uno del otro lo más generosamente posible. En él era ua cuquería eso de pedirles olvido a sus lectores; quant moi, no soy tan ttuo y confio, sobre todo, en la juventud de su corazón de usted, aún no amigado. ¿Para qué había usted de conservar el recuerdo de un viejo inútil? ‘Viva usted mucho”, amigo mío, como me deseaba a mí el año pasado pr mi santo Nastasia (ces pauvres gens ont quelquefois des mots charmdts el pleins de philosophie). No le deseo a usted mucha felicidad..., aburre tampoco le deseo desdichas, sino que, ajustándome a la filosofia populare repito, sencillamente, “viva mucho” y procure no aburrirse demasiad este trivial deseo lo añado yo de mi cosecha. Vaya, adiós, y adiós en ser). No se quede en la puerta, porque no le he de abrir. Retiróse y no pude sacarle más. No obstante su “agitación”, hIaba serenamente, sin atropellarse, con gravedad, y esforzándose a ojos ‘istas por dominarse. Sin duda que estaba algo enojado conmigo, y acaso sven gab í, indirectamente, quizá por lo del día antes, lo d la kibitka ylo del “suelc que vacilaba” También sus públicas lágrimas dequella mañana, 00 obstarte haber obtenido cierta especie de victoria, habínlo colocado, yel no lo gnoraba, en una situación algo cómica, y no halabido hoOlbtC tan preocupado de la belleza y la corrección de las forma en sus relaCb0S con sus amigos como Stepán Trofimovich. ¡Oh, no lo ulpo! Pero aquella quisqllosidad y aquel humor sarcástico, que persistía rn él, pese a todas las eirociones, me tranquilizaron entonces; un hombre ue tan poco cano- biaba, por lo visto, ante lo cotidiano, no se hallaba en stuaCiófl, induda mente. de acometer en aquel instante nada trágico ni deacOStUmbtado ASI pensé yo entonces, ¡y Dios mío, cuán equivocado estaba Demasiadas cosas había perdido de vista... Aaticipándome a los acontecimientos, transeribiré ls primeros ngl0 nes de aquella carta de Daria Pávlovna, que, efectivamcte, llegó al dia siguiente a sus manos: ‘]on enfant, la mano me tiembla, pero he terminae. Usted no aS150 a mi última brega con la gente; no estuvo usted present a esa “lectom e hizo ben. Pero ya le habrán dicho que en nuestra Rusia tan falta de caracteres, e ha levantado un hombre intrépido y, pese a lasmortales amenazas que pcr doquier le dirigían, les cantó a esos imbéciles os verdades, es decir, que les dijo lo imbéciles que son. O ce sont... des ,auvres petitS vauriens el rien de plus, des petits imbéciles... Voilé le ot! La sue° esta echada; quiero irme de esta ciudad para siempre y nc sé adónde. Todos aquellos a quienes amé me han vuelto la espalda. Pero ted, usted, criatum ingenue y pura; usted, dulce, que estuvo a punto de udc su suene con a mía pcr la voluntad de un corazón caprichoso y autoritOio usted, qUC ocaso minría con desprecio las pusilánimes lágrimas queyO derramé la VIS- pera nuestra no consumada boda; usted, que, sea c,mO sea, no pueue yerme de otro modo que como a un personaje bufo, ¡o, para usted sea e últimogrito de mi corazón, para usted mi deber último, ara usted 5ola No puedo abandonarla a usted para siempre, dejándole de rí la idea de ufl túpido y un ingrato, grosero y egoísta, como probablemflte le afirman e mí cach día un corazón ingrato y cruel que ¡ay!, no pueo olvidar...’ Y así seguía y seguía, hasta cuatro carillas de gran tmaño. Después de dar en respuesta a su “no he de abri” tres veces en O puerta con los nudillos y de gritarle que aquel mismo díhabía de maa Nastasia tres veces por mí y no habría de ir yo, lo dejéy me fui 0en O a casa de Julia Mijaílovna. II Allí arté a ser testigo de una enojosa escena; a la pobe mujer la eng ban en su cara; pero yo nada podía hacer. En efecto, ¿q podía yo decir e. He tenido ya también tiempo de hacer memoria y refliOnar un pocO en que yc sólo tenía cierta sensación, cierto suspicaz preefltimieflto na a

ll

1 Suprimido el símil en alguna versión.

382 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS 383

más. La encontré llorando, casi de un modo histérico, dándose icciones de agua de colonia y con un vaso de agua al lado. Ante ella estabaiotr Stepánovich hablándole sin parar, y el príncipe, silencioso, cual si e hubiesen puesto un candado en la boca. Entre lágrimas y espasmos reprchábale ella a Piotr Stepánovich su “deserción”. A mí me chocó, desde luio, advertir que todo el fiasco, todo el bochorno de aquella mañana, en na palabra todo, atribuíalo ella únicamente a la ausencia de Piotr Stepánovih. Observé también en él un cambio importante; parecía preocupado, casi eno. Generalmente, nunca se mostraba serio, siempre estaba riéndose, has: cuando se enfadaba, y se enfadaba con frecuencia. ‘Oh, también ahora esiba enfadado, hablaba con grosería, con indolencia, con impaciencia y diusto! Aseguraba que había tenido dolor de cabeza y náuseas estando en asa de Gagánov, al que había ido a ver casualmente muy de mañana. ¡A qué ganas tenía la pobre mujer de que la siguiesen engañando! La cuestid principal, que yo encontré sobre el tapete, era la de saber si iba o no iba a aber baile; es decir, si iba a celebrarse o no la segunda parte del festival. ulia Mijaílovna por nada del mundo se avenía a presentarse en el baile espués del “agravio reciente”; en otras palabras: que deseaba con todau fuerzas que la obligasen a ello y que irremisiblemente fuese él, Piotr pánovich, quien la convenciese. Lo miraba como a un oráculo, y a la cuita, de haberse él ido de allí al punto, se habría metido en la cama. Peroampoco él quería irse; tenía vivísimo empeño en que hubiese baile y en qt Julia Mijaílovna asistiera a él irremisiblemente... —Pero ¿a qué viene ese lloro? ¿Es que se ha propuesto ust que haya una escena? ¿Pagar el enojo con alguien? Pues páguelo conmig, pero que sea enseguida, porque el tiempo se va y es preciso decidirse. Ecbron a perder la lectura, reparémoslo con el baile. Aquí tiene usted al prínpe, que es de mi misma opinión. Sí, de no estar allí el príncipe, ¿cómo seas hubiera usted arreglado? El príncipe habíase pronunciado al principio en contra del lile (es decir, en contra de la presentación de Julia Mijaílovna en el baileaunque el baile mismo, el baile, sí debía celebrarse); pero después de dos) tres alusiones semejantes a su opinión, fue poco a poco dando a entencr con gestos su conformidad. Sorprendióme también entonces la harto desusada grosería d tono con que se expresaba Piotr Stepánovich. ¡Oh!, yo con indignación re’azo el vil rumor, que difundióse luego, de no sé qué líos entre Julia Jiaílovna y Piotr Stepánovich. Nada semejante había ni podía haber. Se apleró él de su ánimo de aquel modo, simplemente por haberle dado desde principio la razón, con todas sus fuerzas, en sus ensueños de influir en laociedad y en el gobierno, de haber secundado sus planes, que él mismo disirriera; de haber empleado la más burda lisonja, envuéltola en sus redes dpies a cabeza y héchosele tan indispensable como el aire. Al yerme a mgritó ella, saliéndole fuego por los ojos. —Aquí lo tiene usted, pregúntele; ni un momento se separó de mí, lo mismo que el prhcipe. Diga usted, ¿no está claro que todo esto es una conjura, una conjura vil y pérfida, sin más objeto que hacernos todo el daño posible a mí y aAndrei Antónovich? ¡Oh, estaban conjurados! ¡Tenían un plan! ¡Era una bmda, toda una banda! —Exagera u;ted, como siempre. Siempre tiene usted un poema en la cabeza. Yo, por b demás, celebro que haya venido el señor... (aparentó no recordar mi nombre) para que nos diga su opinión. —Pues mi cpinión —apresuréme a decir— es enteramente la misma que la de Julia Nijaílovna. La conspiración está bien clara. Le traigo a usted mi insignia, Lilia Mijaílovna. Celébrese o no se celebre el baile..., eso a mí no me incumbe, porque, no mi poder, sino mi misión como delegado ha concluido. Perdme mi vivacidad; pero no puedo proceder con menoscabo del buen sentido y de mi convicción. —iYa lo oye usted, ya lo oye usted! —exclamó ella, juntando las manos. —Ya lo he )ídO y he aquí lo que voy a contestar a usted —replicó él, encarándose conriigo—. Me figuro que todos ustedes han comido algo, que todos ustedes esún delirando. A mi juicio, no ha ocurrido nada, pero nada de eso, ni hubo nada de eso antes ni puede haberlo nunca en esta ciudad. ¿Qué conspiracien es ésa? La cosa ha sido fea, estúpida hasta el bochorno, pero ¿dónde esta la conspiración? ¿Contra Julia Mijaílovna, contra su madrina, su protectra, que les perdona sin tasa todas sus chiquilladas? ¡Tulia Mijaílovna! ¿De qué le vengo hablando, sin parar, desde hace un mes? ¿Qué era lo que abía prevenido? Vamos a ver, ¿qué falta, qué precisión tenía usted de tod esa gente? ¿Tanta falta hacía relacionarse con esa gentecilla? ¿Por qué, pira qué? ¡Para fundir la sociedad! Pero ¿es que se pueden fundir, quiere ued decirme? —,Cuándo ie previno usted? Por el contrario, usted me animaba; hasta me exigía... Yo, lo confieso, estoy pasmada...

Usted mismo me trajo a casa muchos tipls extraños. —Al contraio, yo discutía con usted, lejos de animarla, y en cuanto a traérselos... eso es, exactamente, sí se los traje; pero cuando ya ellos mismos habían pentrado aquí a docenas, y sólo en los últimos tiempos, para formar la quadiille literaria, y sin esos pillastres no podía hacerse nada. Pero ¡apuesto calquier cosa a que hoy se meterían allí decenas de bribones por el estilo sin billete! —Desde lugo que sí —confirmé yo. —Ya lo ve usted; usted mismo me da la razón. ¿Recuerda usted cuál era en los últiims tiempos el tono predominante aquí; es decir: en toda la población? Porcue se había llegado a la insolencia, a la desvergüenza; era esto un escándelo con un repiqueteo continuo. ¿Y quién lo alentaba? ¿Quién lo cubia con su autoridad? ¿Quién los desconcertaba a todos? ¿Quién solivianó a esos guasones? Porque aquí, en su álbum, le han venido a poner los secutos de todas las familias. ¿No ha colmado usted de mimos _, e-,

FEDOR M DOSTOJEVSKJ

a sus poetas y dibujantes? ¿No le ha dado usted a besaru manecita a Liamschjn? ¿No insulté, estando usted delante, un seminarisi a un consejero de Estado y a sus hijas no les ensucié el vestido con susbotas embreadas? ¿Por qué se asombra usted, pues, de que el público uuviera predispuesto en contra suya? —Pero ¡si todo eso es obra suya, de usted mismo! ¡Oh, )ios mío! —No, yo la puse a usted en guardia, discutimos, lo oycusted, discutimos. —Pero usted miente en mi misma cara. —Bueno; desde luego que no valía la pena hablarle asíA usted ahora le hace falta una víctima, necesita usted desahogar con algien su cólera; bueno, pues, desahóguela conmigo, ya se lo he dicho. Me rigiré mejor a usted, señor... (Nada, que no podía recordar mi nombre.) Catemos por los dedos: afirmo que quitando a Liputin, no ha habido conspilción ninguna, ninguna. Yo se lo demostraré a usted, pero analicemos prirero a Liputin. Este salió con unos versitos de ese animal de Lebíadkin. . Vamos a ver, ¿dónde está ahí la conjura? ¿No comprende usted que a Liptin pudo, sencillamente, parecerle que la cosa tenía gracia? Salió a la trilina con el exclusivo objeto cte hacer reír y alegrarlos a todos, empezandcpor su protectora, Julia Mijaílovna; ¡eso es todo! ¿No lo cree usted? ¿Jo está eso de acuerdo con el tono que aquí venía predominando hacía un ies? ¿Y quiere usted que lo diga todo? ¡Por Dios, en otras circunstancias la osa habría pasado! Es una broma burda; vamos, sí, fuerte, pero divertidadivertjda, ¿no es verdad? —jCómo! ¿Juzga usted graciosa la conducta de Liputin?_—exclamó Julia Mijaílovna con terrible enojo—. ¡Esa estupidez, esa faltrde tacto enorme! ¡Eso fue una ruindad, una villanía; eso fue pensado; ¡o, usted eso lo dice con intención! ¡Después de oírlo creo que también ued era de los conjurados! —Irremisiblemente; yo estaba allí detrás, escondido, ymovía toda la máquina. Pero mire usted: si yo hubiese tomado parte en 1 conspiración, fijese usted por lo menos en esto, no se habría reducido tod a lo de Liputin. Según usted, yo estaría también conchavado con mi papíto, borracho, para que adrede promoviese el escándalo. Pero vamos a ver:,quién tiene la culpa de que a mi papaíto le dejasen hablar? ¿Quién la disudía a usted de eso anoche, anoche mismo?... —Oh, hier ji avait tani d ‘esprit!, me hacía yo tantas ilsiones con eso y con sus modales; pensaba que con él y con Karmazínov...t ya ve usted. —Eso es, ya lo está viendo. Pero a pesar de todo su tot d’esprit, mi papaíto se ha colado, y si yo hubiera sabido de antemano qe iba a colarse de ese modo, yo, que pertenecía a la conspiración contra u festival, sin duda alguna la habría persuadido a usted anoche para que lejase al buey subirse al tejado, ¿verdad? Y, sin embargo, yo anoche traté e disuadirla... traté de disuadirla porque lo presentía. De preverlo todo, muralmente, no había posibilidad; él mismo, de seguro, no sabía un minuto ates por dónde

iba a salir. Es que esos viejos nerviosos no se parecen a nadie. Pero todavía es posible arreglar la cosa: envíe mañana mismo a su casa, con objeto de dar satisfacción al público, por orden administrativa y con todos los honores, a dos médicos para que lo reconozcan, y si es posible hoy mismo, y que lo manden al hospital y le hagan poner compresas de hielo. Por lo menOS todos se reirán y se asombrarán de que nadie haya podido ofenderse. Yo hoy mismo daré la noticia en el baile en calidad de hijo suyo. Distinto es lo de Karmazínov; éste resulté un burro verde y prolongó su lectura una hora entera... ¡Ya ve usted, también ése, sin duda, estaba conchavado conndgo! ¡Nos pusimos también de acuerdo para perjudicar a Julia Mijaílovna! —Oh Karmazínov, quelie honte! ¡Yo estaba roja, roja de vergüenza por nuestro público! —Bueno; pues yo no me hubiera abochornado, sino que le hubiera sentado a él la mano de lo lindo! Porque el público tiene razón. Y quién tiene tampoco la culpa de lo de Karmazínov? ¿Se lo he presentado yo a usted? ¿He figurado nunca en el número de sus idólatras? Pero ¡al diablo con él! Pasemos al tercero, al monomaníaco, al político; vamos, eso era otra cosa. ¡Ahí todos se equivocaron y no medié sólo mi conjura! —Ah, no siga usted; eso es horrible, horrible! ¡De eso yo sola soy la culpable! —Sin duda, pero yo la justifico. ¡Ah!, ¿quién puede responder de ésos, de los francotes? De ésos ni en Petersburgo están seguros. Porque él le había sido recomendado a usted; ¡y en qué términos! Así que convendrá usted conmigo ahora en que no tiene más remedio que asistir al baile. Porque ésta es una broma seria: que usted misma los subió a declarar

públicamente que no se hace solidaria de esa gente, que ese matón está ya en poder de la Policía y que a usted la habían engañado de un modo inexplicable. Usted tiene el deber de manifestar con indignación que ha sido víctima de un loco. Porque ese tío es un loco y nada más. Así hay que decirlo a todo el mundo. Yo a esos tíos mordaces no los puedo aguantar. Yo hablo peor que ellos, pero no lo hago ex cátedra. Pero ahora se habla precisamente de un senador. —j,De qué senador? ¿Quién habla? —Mire usted, yo mismo no lo entiendo. Usted, Julia Mijaílovna, ¿no sabe nada de algún senador? —Mire usted, están seguros de que han destinado acá a un senador y que a ustedes los trasladan, desde Petersburgo. Se lo he oído decir a muchas personas. —También yo lo he oído decir —confirmé yo. —Pero ¿quién dice eso? —inquirió Julia Mijaílovna, toda roja de ira. —áQuerrá usted decir quién ha iniciado esa conjura? Yo no lo sé. Pero lo dicen. La gente lo dice. Ayer, sobre todo, lo andaban diciendo. Todos parecían hablar muy en serio, aunque nada sacas en claro. Desde luego que los más listos y competentes... nada dicen; pero muchos de ellos escuchan. —Qué vileza! Y... ¡qué estupidez! JUlvç1

—Pero precisamente por eso debe usted mostrarse en público, 1ra Confundir a esos imbéciles —Le confieso a usted que también yo me siento obligada; pero... ¿si me espera otro bochorno? Y si no vinieran? Porque ¡no vendrá nadie, adie, nadie! —iQué vehemencia! ¿Cómo que no han de ir? ¿Y los trajes encaza dos, y los vestidos de las muchachas? Después de oírla, reniego de ucd como mujer. ¡Vaya un conocimiento del mundo. —jLa presidenta no irá, no irá! —Pero ¿qué es, después de todo, lo que ha sucedido? ¿Por qué noabría de ir? —exclamó él, por último, Con furiosa impaciencia. —Deshonra, ignominia... He ahí lo que ha sucedido. No sé decio, pero hay algo que me impide asistir. —Por qué? Pero, después de todo, ¿de qué es usted culpable? ¿Dr qué se echa usted la culpa? ¿No la tienen más bien el público, sus viejitos, sus padres de familia? Obligados estaban a reprimir a esos tunantes a esos idiotas..., porque todo se reducía a unos cuantos pillos y otros tarns imbéciles, y nada serio. Ni en una reunión ni en parte alguna te basta coria Policía. Aquí cada cual exige, al entrar, que le pongan al lado un comisáo de Policía encargado de velar por él. No comprenden que la sociedad ia por sí misma. ¿Y qué hacen aquí los padres de familia, los dignatarios, ts señoras y señoritas en lances parecidos? Pues callar y enfadarse. Pero pra tener a raya a los alborotadores no hay iniciativa personal. —Ah, eso es una verdad áurea! Callan, se enfurruñan y... miran. —Pues si es verdad, a usted le toca decírselo en voz alta, con alti, con severidad. Demostrarles que no está usted abatida. Precisamente a es vejetes y a esas madres. ¡Oh!, usted sabrá hacerlo, usted tiene talento cudo discurre con la cabeza despejada. Usted los reúne y se lo suelta en z alta, alta. Y luego una correspondencia a la Voz y a la Gaceta de la Boh. Espere usted, yo mismo me encargo de eso; yo se lo arreglaré todo. Narralmente más cuidado, vigilar el buffet, rogar al príncipe, rogar al señor. “No puede usted dejarnos plantados, monsieur, cuando necesitamos empzar de nuevo.” Y, finalmente, usted irá del brazo de Andrei Antónovj1. ¿Cómo está Andre Antónovich? —Oh, qué injusta, errónea y ofensivamente ha pensado usted siemfe de este hombre angelical! —exclamó Julia Mijaílovna de pronto, con n inesperado arrebato y poco menos que llorando, llevándose el pañuelo a ojos. Piotr Stepánovich, en el primer momento, hasta se cortó. —Pero ¿cómo que yo..., por qué?... Y siempre... —jUsted nunca, nunca! ¡Nunca le ha hecho usted justicia! —iNunca acaba uno de entender a las mujeres! —dejó escapar Pitr Stepánovich con crispada sonrisa. —LEs el más recto, más delicado, más angelical del mundo! ¡El horbre más bueno! —Por lo que respecta a su bondad..., yo siempre se la he reconocido. —Nunca. ‘ero dejemos esto. Demasiado torpemente me he conducido. Antes, esa jesiita de la presidenta también se permitió algunas alusiones sarcásticas a lcde ayer. —Oh!, abra ya no se preocupará de lo de ayer, sino de lo de hoy. Pero ¿por qué e preocupa a usted tanto el que vaya ella o no al baile? Cierto que no irá espués de haber terciado en semejante escándalo. Puede que tampoco tengaculpa ninguna; pero, a pesar de todo, la fama la ha perdido; tiene las mano enfangadas. —,,Qué qiiere usted decir? No entiendo. ¿Por qué tiene las manos enfangadas? _j1quirió Julia Mijaílovfla, mirándole perpleja. —Mire ued, yo no lo afirmo; pero en la ciudad todo el mundo anda diciendo que Ja hecho oficios de celestina. —Qué dçe usted? ¿De celestina? —Pero ¿e; que no lo sabía usted? —exclamó él con admiración muy bien fingida— Pues con Stavroguifl y Lizaveta Nikoláyevna. —,,Cómo ¿Qué dice usted? —exclamaron todos.

—Pero ¿e; que ustedes no lo saben? ¡Bah! Pues si se trata de un lance trágiconoveleso; Lizaveta Nikoláyevna, directamente del coche de la presidenta, tuvo a lien trasladarse al de Stavroguin, y se fue “con este último” a Skvoréschniki en pleno día. Hará todo lo más una hora, que no lo hace. Nos quecamos estupefactos. Naturalmente, habríamos querido saber más detalles; pero, con admiración de nuestra parte, él, no obstante haber sido testig “casual” de la cosa, no podía referir nada más concreto. La cosa parecía sber ocurrido de este modo: al conducir la presidenta a Liza y a Mavrikii NioláYeVich después de la “lectura” a casa de la madre de Liza (toda delicada de las piernas), no lejos de la puerta, a unos veinte pasos, a un lado, aguadaba un coche. Cuando Liza iba ya a transponer la puerta, fue y echó a correr derecha hacia ese coche; abrióse la portezuela, volvióse a cerrar; Liza gritóle a Mavrikii Nikoláyevich: “Perdone usted! “ y el coche arrancó d galope, rumbo a Skvoréschniki. “,Estaban de acuerdo? ¿Quién estaba dentro del coche?” Piotr Stepánovich contestó no saber nada; que, desde 1ugo, estarían convencidos, pero que él no había visto a Stavroguin en el fordo del coche; pudiera suceder que quien estuviera dentro fuera su ayuda d cámara, el viejo Aléksieyi Yegórovich. A la pregunta: “Pero ¿acertó usted a encontrarse allí? Y ¿por qué sabe usted de seguro que partieron con ruflbo a Skvoréschfliki?”, contestó que se había encontrado allí, porque dio la casualidad de que pasaba por aquel sitio, y al ver a Liza se acercó tambitfl al coche (y, sin embargo, siendo tan curioso, no pudo ver quién iba derro del coche), y que Mavrikii Nikoláyevich no sólo no se lanzó en su pereCuciór1 sino que ni Siquiera intentó detener a Liza, y hasta fue y le tapó la boca con la mano a la presidenta, que gritaba a pleno pulmón: “Se con Stavroguifl, se va con Stavroguin!” Al llegar ahí perdí yo la paciencia, y, furioso, gritéle a Piotr Stepánovich: —Todo eso lo has fraguado tú, bribón! En eso empleaste la mañana. ¡Tu le ayudaste a Stavroguin tú quien estaba en el coche y quien hizo subir

a él a Liza.., tú, tú, tú! ¡lulia Mijaílovna, éste es su enemigo; la perderá a usted también. ¡Tenga cuidado! Y acto seguido abandoné precipitadamente la casa. Hoy mismo no acabo de comprender, y yo mismo me admiro cómo pude decirle todo eso. Pero yo había acertado en todo; todo había pasado, poco más o menos, como yo le dijera, según se demostró después. Principalmente era demasiado notable aquel modo, visiblemente falso, con que hubo de comunicamos la noticia. No la había contado enseguida que llegó, como primera y extraordinaria novedad, sino que hizo como si ya la conociéramos nosotros por otro conducto..., lo que era imposible en tan breve plazo. Pero si la hubiéramos sabido, no íbamos a estarnos tan callados hasta que él nos la dijese. Tampoco podía él haber oído “hablar” de ello en la ciudad, por la misma falta de tiempo. Además, al referirla sonrióse un par de veces de un modo vil y malicioso, por consideramos probablemente como a imbéciles, a los que había en un todo engañado. Pero yo no pude ya contenerme; daba crédito al hecho principal, y salí de casa de Julia Mijaílovna corriendo y fuera de mí. La catástrofe hubo de herirme en mitad del corazón. Sentía un dolor rayano en el llanto; sí, puede que llorase. No sabía qué hacer. Corrí a casa de Stepán Trofimovich; pero el viejo, enfurruñado, no quiso abrirme. Nastasia aseguróme, con uncioso susurro, que ya se había acostado, pero no lo creí. En casa de Liza pude interrogar a los criados, los cuales me confirmaron lo de la fuga; pero tampoco ellos sabían nada más. En la casa se había producido el consiguiente revuelo; a la señora enferma le habían empezado a dar síncopes, y a su lado se encontraba Mavrikii Nikoláyevich. A mí me parecía imposible llamar a Mavrikii Nikoláyevich. Respecto a Piotr Stepánovich, contestando a preguntas mías, me aseguraron que había menudeado mucho las visitas a la casa en los últimos días, habiendo estado algún día hasta un par de veces. Todos los criados estaban apenados y hablaban de Liza con cierto respeto especial: la amaban. De que ella se había perdido, de que se había perdido por completo..., de eso no tenía yo la menor duda; pero la parte psicológica del asunto no acababa yo de comprenderla, sobre todo después de la escena del día antes con Stavroguin. Recorrer toda la población e informarme en casa de las personas conocidas y malévolas, donde ya habría llegado la noticia, sin duda, parecíame desagradable y humillante para Liza. Pero, cosa rara, por qué no iría yo a casa de Daria Pávlovna, donde, por lo demás, no me recibieron (en casa de Stavroguin no recibían a nadie desde el día anterior); no sé qué habría podido decirle ni por qué fui allá. De su casa me dirigí a la de su hermano, Schátov escuchóme malhumorado y en silencio. Haré notar que lo encontré más tétrico que nunca; estaba horriblemente caviloso, y me escuchó como a la fuerza. Apenas dijo nada, y se puso a dar paseos arriba y abajo por su cuchitril, pateando más que de costumbre en el suelo. Cuando yo iba por la escalera, me dijo a gritos que fuese a ver a Liputin. “Allí se enterará usted de todo.” Pero a casa de Liputin no fui, sino que cuando ya había andado un buen trecho, me volví a casa de Schátov y, entreabriendo la puerta, sin entrar, le propuse lacónicamente y sin ninguna explicación: “,No iba a ir atuel día a casa de Maria Timoféyevna?” Pero él refunfuñó no sé qué, y yo nc alejé. Apuntaré, para que no se me olvide, que aquella misma noche fue é hasta el extremo de la población expresamente para ver a Maria Timoféyavna, a la que llevaba mucho tiempo sin ver. La encontró en un estado de srlud y en una disposición de espíritu inmejorables, y a Lebíadkin mortalriente borracho, durmiendo en el diván de la primera sala. Eran las nueve en punto de

la noche. Así me lo contó él mismo al otro día, al darse en la calle de manos a boca conmigo. Yo, a las diez de la noche, decidí asistir al l:aile, pero no en calidad de “joven elegante”, sino a oír por indefinida curosidad (pero sin preguntar a nadie) qué era lo que decía la gente de aquelos dos acontecimientos. Sí, y también quería ver a Julia Mijaílovna, auncue fuese de lejos. Me reprochaba mucho el haberme venido de su casa tan aprisa.

III 7oda aquella noche, con sus episodios casi absurdos y su extraño “desenla(e” por la mañana, se me aparece ahora cual informe pesadilla, y constituye, para mí, al menos... la parte más enojosa de mi crónica. Aunque llegué retrasado al baile, alcancé, no obstante, su final: tan rápidamente se creyó oportuno terminarlo. Eran ya las once cuando yo llegaba a la escalinata de la casa de la presidenta, y el salón blanco, en que hacía poco se celebrara la lectura, no obstante lo breve del plazo, ya estaba arreglado y dispuesto para rervir de salón de baile principal, según se pensaba, para toda la población. Pero por más mal predispuesto que yo estuviese respecto al baile desde la mañana misma..., no podía imaginarme toda la verdad: ni una sola familia de la alta sociedad concurrió a él; hasta los funcionarios algo distinguidos altaron, y esto era ya de por sí algo muy fuerte. Por lo que se refiere a las óvenes, los recientes cálculos de Piotr Stepánovich (ahora ya, por lo visto, nalintencionados) resultaron altamente injustificados; asistieron en escaso número: por cada cuatro caballeros se veía una señorita, y además, ¡qué seioritas! Ciertas señoras de oficiales subalternos, distintas consortes de cmpIcadillos de Correos y de funcionarios del montón, tres médicas con sus bijas, dos o tres pequeñas propietarias de las más modestas, una sobrina de aquel secretario de que antes hablé, mujeres de comerciantes... ¿Qué era lo clue esperaba lulia Mijaílovna? Hasta la mitad de las tenderas se quedaron en sus casas. Por lo que se refiere a los hombres, no obstante la probada ausencia de todos nuestros conocidos, había, sin embargo, una masa bastante densa de ellos, pero que producía una ambigua y sospechosa impresión. Sin duda que había allí unos cuantos muy tranquilos y respetables oficiales con sus señoras, algunos correctisimos padres de familia, como, por ejemplo, el referido secretario con sus siete hijas. Toda aquella gente pacífica y modesta había acudido allí “por necesidad”, según dijo uno de aquellos señores. Pero, por otra parte, la masa de individuos revoltosos, y también de aque 4ç

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391 lbs acerca de los cuales yo y Piotr Stepánovich habíamos expresado antes la sospecha de haberse colado sin billete, era aún más numerosa que por la mañana. Todos ellos estaban por el momento en el buffet, y en cuanto llegaban se dirigían allí como a un lugar de antemano convenido. Así, por lo menos, me parecía a mí. Estaba el buffet al final de una galería de habita.. ciones, en una amplia sala, donde habíase instalado Projérich con todos los enseres de la cocina del club y un buen surtido de bocadillos y bebidas. Encontré allí unos cuantos individuos poco menos que con la chaqueta desabrochada, vestidos del modo más dudoso y más impropio para asistir a u baile, despejados, por lo visto, de sus borracheras con enorme dificultad y por poco tiempo, y que sabe Dios de dónde habrían salido, pues los había hasta forasteros. Yo, sin duda, sabía que la idea de Tulia Mijaílovna había sido la de organizar un baile muy democrático, “sin excluir ni siquiera a la clase media, suponiendo que algún individuo de esa clase sacase billete’, Esas palabras pudo proferirlas temerariamente en su comité, plenamente convencida de que a ninguna persona de la clase media de nuestra ciudad donde esa clase rayaba en la miseria, se le había de ocurrir sacar billete. Pero, a pesar de todo, me chocaba que aquellos tíos de chaqueta, de aspecto sombrío y casi desharrapado, hubiesen podido entrar allí, no obstante todo el democratismo del comité. Pero ¿quién los había dejado entrar y con qu fin? A Liputin y Líamschin los habían despojado ya de sus insignias de de. legados (aunque asistían al baile para tomar parte en la quadrille literaria) pero en vez de Liputin habían puesto, con gran asombro mío, a aquel miS mo seminarista que por la mañana armara aquel escándalo con sus illt terrupciones a Stepán Trofimovich, y en vez de Líamschin..., al propio Piotr Stcpánovich. ¿Qué se podía esperar después de eso? Yo me esforzaba por escuchar las conversaciones. Algunos juicios sorprendían por su dureza: Afirmaban, por ejemplo, en un grupito, que toda aquella historia de Stavro’ guin con Liza habíala armado Julia Mijaílovna, y que por eso Stavroguin l había dado dinero. Hasta precisaban la cantidad. Afirmaban también qt1 hasta la fiesta la había él organizado con ese objeto; ésa era la causa de que no hubiese acudido la mitad de la población, sabedora de lo que se trataba, y al propio Lembke le había hecho aquello tanta impresión, que “ha bíase trastornado de la cabeza”, y ahora ella “conducía” a su antojo a aquC loco. A propósito de esto oí muchas risas, socarronas, agresivas y reserVO nas. Todos criticaban de un modo feroz el baile, y a lulia Mijaílovna la ofendían sin el menor miramiento. Las conversaciones, en general, resultaban incoherentes, entrecortadas, de borrachos e inquietas, hasta el punto de que era imposible enterarse bien ni sacar nada en limpio. En el buffet hab’a también gente sencillamente alegre, y también se veían algunas señorasd esas a las que ya ni asombras ni asustas con nada, amabilísimas y alegrlSI mas; en su mayoría, mujeres de oficiales, con

sus maridos. Habíanse sentado en mesitas aparte, y con extraordinaria alegría tomaban té. El buffet ba bíase convertido en un tibio refugio para casi la mitad de los concuffeflt

al baile. Y, sin embargo, dentro de un rato toda aquella masa tendría que pasar al salón; horrible era pensarlo. Mientras tanto, en el salón blanco, con participación del príncipe, forinábanse tres pequeñas quadrilles. Las señoritas bailaban, y sus parientes las contemplaban con alborozo. Pero allí también muchas de aquellas persorias respetables empezaron a pensar en desfilar oportunamente, después de haber divertido a sus hijas, sin aguardar a “que empezase”. Decididamente, todos estaban convencidos de que se iba a armar. Dificil me sería imaginarmc el estado de espíritu de Julia Mijaílovna. No llegué a hablar con ella, aunque estuve bastante cerca. A mi saludo al entrar no contestó por no haberlo notado (de veras no había reparado en él). Tenía cara de dolor, la mirada suspicaz y altanera, pero errante e inquieta. Con visible tortura se mantenía erguida... ¿Por qué y por quién? Habría debido retirarse de allí y, sobre todo, llevarse a su marido, y ¡se quedaba! En su cara podía verse que “tenía los ojos enteramente abiertos” y que ya no esperaba nada. Ni siquiera llamaba a su lado a Piotr Stepánovich (el cual parecía rehuirla; yo lo había visto en el buffet, y estaba muy alegre). Pero, sin embargo, continuaba en el baile, y ni por un momento apartaba de su lado a Andrei Antónovich. Oh!, hasta el último instante habría rechazado indignada cualquier alusión a su estado de salud, aun aquella mañana. Pero ahora sus ojos también debían haberse abierto sobre ese punto. Lo que es yo, desde la primera mirada inc pareció que Andrei Antónovich tenía peor aspecto que antes, por la mañana. Hacía la impresión de estar ensimismado y no darse cuenta del sitio en que se hallaba. A veces, de pronto, lanzaba unas miradas muy severas; a mí, por ejemplo, me echó dos. Una vez intentó decir algo, empezó alto y recio, pero no llegó a terminar, infundiéndole hasta susto a un pacífico funcionario, ya anciano, que a su lado se hallaba. Pero incluso aquella mitad pacífica del público que se encontraba en el salón blanco se apartaba, sombría y timidamentc, de lulia Mijaíbovna, dirigiendo al mismo tiempo miradas sumamente extrañas al marido, miradas que no armonizaban, por su atención y franqueza, con el aspecto azorado de aquella gente. —Ese detalle también a mí me chocó, y, de pronto, empecé a comprender el estado de Andrei Antónovich —.confesóme luego Julia Mijaílovna. —Sí, también de eso era ella culpable! Probablemente, hacía poco, cuando, después de mi fuga, quedó acordado con Piotr Stepánovich dar el baile y asistir a él, probablemente pasaría ella al gabinete de Andrei Antónovich, ya definitivamente “trastornado” por la “lectura”, emplearía con él todos sus halagos y se lo llevaría consigo. Pero ¡cómo debía de sufrir ahora! ¡Y, sin embargo, no se iba! ¿Era que la torturaba su orgullo o que, sencillamente, había perdido el juicio?... No lo sé. Con humildad y sonriendo, fo obstante toda su altivez, trataba de entablar conversación con algunas se- toras; pero inmediatamente aquéllas se desconcertaban, le respondían con recelosos monosílabos —sí o no— y era evidente que la eludían. De los dignatarios indiscutibles de nuestra ciudad, sólo asistió al baile Uno...: el mismo engolado general retirado que ya hemos tenido ocasión de 392 FFDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 393

describir en casa de la presidenta a raíz del duelo de Stavroguincon Gagánov, y que “abría la puerta a la general impaciencia”. Pavoneánlose discurría por el salón, mirando y escuchando, y se esforzaba por aplrentar que había ido allí más bien para observar las costumbres que por si indudable gusto. Concluyó por adherirse a Julia Mijaílovna y no apartarsi de ella ni un paso, esforzándose por animarla y tranquilizarla. Sin duda, ea un hombre bonísimo, muy fino, y tan viejo ya, que ni podía ofender su ;ompasión. Pero haber de reconocer que aquel vejestorio locuaz se atrevía compadecerla y casi a brindarle su protección, comprendiendo que le haca un honor con su compañía, resultaba muy penoso. Y el general no se reiaba, sino que charlaba por los codos. —Dicen que no hay ciudad sin siete justos..., siete creo qi.e son, aunque no recuerdo exac. . .ta. . .men. . .te el número. No sé cuántos ¿e esos siete.., justos indiscutibles de nuestra ciudad.., se habrán dignado asistir a su baile; pero, pese a su presencia, empiezo a sentir inquietud. Vais me pardonnez, charmante dame, ti ‘esi-ce pas? Hablo ale.. .gó. . .ri. . .canente; pero he estado en el buffet, y celebro haber salido de allí entero... I’uestro inapreciable Projórich no está allí en su sitio, y parece que de aquía que amanezca van a quitar la tienda. Por lo demás, yo me río. Yo sóh aguardo a ver qué es eso de la quadrille li. . te.. .raria, y luego, a la cama. Perdone usted a un anciano gotoso; yo me acuesto temprano, y a usted también le aconsejaría que se fuera “a la camita”, como se les dice aux mfants. Yo, mire usted, he venido por las chicas guapas... que indudablemeite en parte alguna podría encontrarlas en tan gran número como aquí... Talas son del otro lado del río, y

hasta allí no voy yo. La mujer de un oficial.., al parecer de cazadores..., muy guapa también..., muy enterada de que le es. Yo he hablado con la picaruela, vivaracha y..., vamos; también hay muchachas bastante frescotas, pero nada más; quitando la frescura, nada. Pcr lo demás, estoy satisfecho. Hay capullitos, sólo los labios gruesos. Por le general, la belleza de las caras femeninas adolece de poca regularidad y... ira un poco a galleta... Vous me pardonnez, n ‘est pas?... Desde luego, qi.e con unos ojillos lindos, con unos ojillos que se ríen. Esos capullitos durante un par de años, en su juventud, arre.. .ba. . .ta. . do.. res, y hasta durlnte tres...; pero después se ajan para siempre... produciendo en sus mardos esa lamentable in. . di.. fe.. .ren. . .cia que tanto contribuye al desarrdlo del problema femenino..., si es que no estoy mal informado respecto a esa cuestión... Hum! La sala está bien, las habitaciones no están mal arregladas. Peor podrían estar. La música podría ser mucho peor..., no dig... debería serlo. Hace mal efecto el que haya pocas señoras. De los traje, no hablemos. Me parece mal que ese tío de los pantalones grises se pemita con tanto desenfado ponerse a can. . . ca. . . near. Se lo perdono si es qw lo hace de puro alegre, y como es boticario...; pero, de todos modos, a las once es todavía temprano, incluso para los boticarios... Allá, en el buffet, riñeron dos individuos y no los expulsaron. A las once se debe echar a loa pendencieros, sean cuales fueren las costumbres del público...; no digo nada a las tres: entonces hay que ceder ante la opinión general..., suponiendo que este baile dare hasta las tres... Varvara Petrovna, sin embargo, no ha cumplido su palabra, y no ha enviado flores. ¡Hum! ¡Hum! No está ella para flores, pauvre mére! Pero la pobre Liza, ¿se ha enterado usted? Dicen que se trata de una historia secreta, y..., y otra vez en la Liza Stavroguin... ¡Hum! De buena gana iría a acostarme..., se me cae la nariz. Pero ¿cuándo va a ser esa quadrille li. . .te. . .ra. . .ria? Finalmente, dio principio también la quadrille literaria. En la ciudad, en los últimos tiempos, apenas se empezaba a hablar en algún sitio del inminent baile, inmediatamente sacaban a relucir la tal quadrille literaria, y como nadie atinaba a imaginarse qué sería aquello, despertaba una curiosidad desmedida. Cosa más peligrosa no podía haber para el éxito... y ¡qué grande no fue el desencanto! Abriéronse las puertas laterales del salón blanco, hasta entonces cerradas, y, de pronto, entraron varias máscaras. El público, con avidez, las rodeó. Tndo el buffet, hasta el último cliente, penetró de golpe en el salón. Las máscaras se dispusieron a bailar. Yo pude abrirme paso hasta la primera fila, y me encontré, de pronto, detrás de Julia Mijaílovna, Von Lembke y el general. En aquel instante acercóse a lulia Mijaílovna el hasta entonces eclipsado Piotr Stepánovich. —He estado observándolo todo en el buffet —murmuró con el aire de un colegial culpable, aunque fingido con toda intención para irritarla más. Ella se puso encarnada de cólera. —Ahora, por lo menos, no debía usted tratar de engañarme. ¡Lo que es ya no me engaña usted, insolente! —se le escapó casi en voz alta, tanto, que lo oyó el público. Pintr Stepánovich se apartó de allí, muy satisfecho de sí mismo. Dificil sería imaginar una alegoría más lamentable, insulsa, estúpida y vulgar que aquella quadrille literaria. Nada se habría podido idear menos asequible a nuestro público, y, sin embargo, era idea, según decían, de Karmazínov. En verdad, quien la organizó fue Liputin, en colaboración con aquel maestrito cojo que había asistido a la velada en casa de Virguinskii. Pero Karmazínov, sin embargo, dio la idea, y hasta, según dicen, quería disfrazarse y desempeñar algún papel especial, independiente. La quadrille componíanla seis parejas de mascarones lamentables, que ni siquiera eran máscaras, porque iban vestidas del mismo modo que todo el mundo. Así, por ejemplo, uno de ellos, un señor ya machucho, de baja estatura, iba de frac...; en resumidas cuentas: como todo el mundo, con una respetable barba blanca (postiza, y en eso consistía todo el disfraz), y bailaba sin salir del mismc sitio con una grave expresión en el semblante, moviendo mucho y menudamente los pies y sin moverse apenas de su sitio. Profería ciertos sonidos con una voz de bajo mesurada, pero ronca, y para que vean ustedes, con esa ronquera de la voz quería dar a entender un periódico célebre. Enfrente de esa máscara bailaban dos gigantones, la X y la Z; pero las X y Z 394 FFDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 395

gigantescas, y las tales letras llevábanlas cosidas en el frac; ahora bien: lo que esas letras quisieran decir resultaba inexplicable. “El honrado pensamiento ruso” aparecía representado por un señor de mediana edad, con gafas, de frac, con guantes y... con unas cadenas (con unas cadenas de verdad). Debajo del brazo llevaba el tal pensamiento una cartera con unos legajos. Del bolsillo le salía una carta abierta expedida desde el extranjero conteniendo un certificado para quienes dudasen de la honradez “del honrado pensamiento ruso”. Todo eso lo explicaban de viva voz los delegados, porque la carta que le asomaba por el bolsillo habría sido imposible leerla. En la mano derecha, levantada, el “honrado pensamiento ruso” llevaba una copa, cual si quisiera lanzar un brindis. A entrambos lados iban dos rapadas nihilistas; vis a vis bailaba un señor, también de edad, de frac, pero con una pesada maza en la mano, y parecía querer representar una revista no editada en Petersburgo, pero temida: “Si la descargo..., sólo dejo un cuajarón.” Pero, pese a su maza, no podía resistir los ojos que fijaba en él el ‘honrado pensamiento ruso”, y se esforzaba por mirar a otra parte; pero cuando hacía pas de deux, lanzaba un chillido, daba vueltas y no sabía qué hacerse...: hasta tal punto de seguro le remordía la conciencia... Por lo demás, no recuerdo todos aquellos estúpidos símbolos; todos

eran por el mismo estilo, hasta el extremo de que a mí lo último me daba vergüenza. Y he ahí que precisamente esa misma impresión como de bochorno hubo de reflejar todo el público, hasta las más hurañas fisonomías que salían del buffet. Algún rato todos permanecieron callados y miraban con hosca perplejidad. El hombre que se avergüenza empieza, generalmente, por enfadarse, y propende al cinismo. Poco a poco fue alborotándose el público: —,Qué es eso? —refunfuñó a un grupo uno de los indívidu que salían del buffet. —Pues una estupidez. —Literatura. Critican a la Voz. —Y a mí, ¿qué? En otro grupo: —iBurros! —No; los burros no son ellos, sino nosotros. —Por qué has de ser un burro? —jSi yo no lo soy! —1Pues si tú no eres un burro, menos todavía lo soy yo! En un tercer grupo: —jEchad a todos a puntapiés y que se los lleve el diablo! _Despejad toda la sala! En un cuarto: —Cómo no le dará a Lembke vergüenza ver esto? —Por qué le había de dar vergüenza? ¡Si no te da vergüenzl a ti! —A mí sí que me da vergüenza, y él es el gobernador. —Y tú eres un marrano. —En mi vida vi baile tan chabacano —dijo indignada, junto a la misma Julia Mijaílovna, una señora, por lo visto, deseosa de que la oyesen. Aquélla era una señora cuarentona, metida en carnes y pintada, que vestía un traje de seda de colores chillones; en la ciudad casi todos la conocían, pero nadie la recibía en su casa. Era viuda de un consejero de Estado, que le había dejado una casa de madera y una modesta pensión, pero vivía bien y gastaba coche. A Julia Mijaílovna había ido a verla por primera vez un mes antes, pero aquélla no había querido recibirla. —Aunque ya podía una figurárselo —añadió, mirando descaradamente a la cara a Julia Mijaílovna. —Si era posible figurárselo, ¿por qué vino usted? —dijo sin poder contenerse, Julia Mijaílovna. —Pues por candidez —en un momento declaró la desenvuelta dama, y toda se animó (deseando terriblemente enzarzarse en una refriega); pero el general se interpuso. —Chére dame —dijo, inclinándose hacia Julia Mijaílovna—. Haría usted bien en retirarse. Nosotros no hacemos más que estorbarles, y en cuanto nos vayamos se divertirán de lo lindo. Usted ha cumplido ya del todo, ha inaugurado el baile; así que déjelos en paz... Además, que Andrei Antónovich, según parece, no se siente del todo en estado Sa.. .tis. . .fac. . .to.. .rio... ¡Con tal que no ocurra una desgracia! Pero ya era tarde. Andrei Antónovich, que todo el tiempo había estado mirando la quadrille con ojos de iracunda perplejidad, cuando empezaron aquellos gritos entre el público esparció tranquilamente la vista en torno suyo. Entonces, por vez primera hubo de reparar en ciertos individuos salidos del buffet; sus ojos expresaban extraordinario asombro. De pronto sonó una carcajada, provocada por un gesto de la quadrille; el editor de la “publicación temida, no petersburguesa”, que bailaba maza al brazo, sintió definitivamente que no podía seguir soportando las gafas del “honrado pensamiento ruso”, y, no sabiendo qué hacer, de pronto, al dar el último paso, lanzóse al encuentro del de las gafas andando de cabeza, lo que, por lo visto debía significar que también andaba de cabeza el buen sentido en la “temida revista no petersburguesa”. Como sólo Líamschin hubiese atinado a andar de cabeza, era él quien se había comprometido a representar al editor con su maza. Julia Mijaílovna no sabía en modo alguno que hubiera de salir andando de cabeza. “Me lo han tenido secreto, me lo han tenido secreto”, me repetía luego, desolada e indignada. Las risas del público no eran, sin duda por la alegoría, que no entendía nadie, sino simplemente por aquello de ponerse a andar de cabeza, de frac y con faldones. Lembke hirvió en cólera y perdió el tino. —PilIastre! —gritó señalando a Líamschin—. ¡Coged a ese indecente, dadie la vuelta..., dadie la vuelta..., la cabeza..., la cabeza para arriba... arriba! Líamschin se puso en pie de un brinco. Las risas redoblaron. 396 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 397

—Echen a todos esos tunantes que se están riendo! —cídenó, de pronto, Lembke. Los grupos se alborotaron y murmuraron: —Eso no es posible, Excelencia. —No se puede insultar al público.

—íEs un idiota! —gritó una voz desde un extremo. —Filibusteros! —gritaron desde otro pico de la sala. Lembke volvióse rápidamente al oír aquellos gritos y se uso todo pálido. Una estúpida sonrisa asomó a sus labios, cual si de pront hubiese comprendido y hecho memoria. —Señores —dijo Julia Mijaílovna, encarándose a los gupos que iban hacia ellos y tirando al mismo tiempo de su marido —, señres, dispensen ustedes a Andrei Antónovich; Andrei Antónovich está indipuesto... ¡dispénsenle ustedes..., perdónenle ustedes, señores! Yo oí precisamente cómo decía “perdónenle”. La escen fue muy rápida. Pero recuerdo muy bien que parte del público pugnab en aquel momento por abandonar ya el salón, como asustado, sobre tclo después de esas palabras de lulia Mijaílovna. Recuerdo también un hisérico grito femenino por entre lágrimas. —Ah, lo mismo de antes! Y de pronto, en aquellas incipientes aperturas cayó una omba, exactamente lo mismo de antes: —Fuego! ¡Está ardiendo todo el arrabal del otro lado dI río! No recuerdo dónde sonó primero ese espantoso grito, sim la sala o si fue que alguien entró corriendo por el pasillo; pero enseguid prodújose tal alarma, que no puedo describirla. Más de la mitad del púbLo congregado en el baile era del arrabal citado —propietarios de casas d madera o de huertas—. Lanzáronse a las ventanas, en un momento desccíieron las cortinas, arrancaron los visillos. Todo el Zariechie2 ardía. Verúderamente, el incendio no había hecho sino iniciarse; pero había ya prendio en tres lugares totalmente distintos, lo que también alarmaba. —Fuego intencionado! ¡Los Schpigúlines! —gritaron etre el gentío. Recuerdo algunas exclamaciones muy características: —Ya me daba el corazón que iba a haber fuego; todo estos días no me daba el corazón otra cosa! —Los Schpigúlines, los Schpigúlines y nadie más! —Nos han reunido aquí con toda intención para prendeallí el fuego! Este último, asombroso grito, era el grito femenino, inoluntario, espontáneo, de una Korobochka,3 que veía destruida por el fuer su hacienda. Todos se lanzaron a la salida. No me detendré a describir ellarullo que se armó en el recibimiento para coger los abrigos, pañuelos ymantillas; los chillidos de las mujeres asustadas, los llantos de las jóvenesNo es de ad2 LiteraIrenIe: “el arrabal de allende el río”. 3 Nombre de una mujer, personaje de la obra de Gógol Almas mutas, que en sus presunciones llega a extremos imposibles. mitir que se cometiese ningún robo, pero tampoco es de asombrar que en tal desorden se fuesen algunos de allí sin sus abrigos, por no dar con ellos, lo que luego referían en la ciudad aumentado y corregido. A Lembke e Julia Mijaílovna por poco los atropella la gente en la puerta. —Deténganlos a todos! ¡No suelten a ninguno! —gritó Lembke, extendiendo, amenazador, la mano hacia los que empujaban—. ¡Que los registren enseguida cuidadosamente a todos! Del salón partían violentos insultos. —jAndrei Antónovich! ¡Andre Antónovich! —exclamaba Julia Mijaílovna, enteramente desolada. —Deténganla la primera! —gritó aquél, señalándola, amenazante, con el dedo—. ¡Regístrenla la primera! El baile lo idearon con miras al incendio... Ella lanzó un grito y desplomóse desmayada (joh!, no hay duda, un verdadero desmayo). Yo, el príncipe y el general nos precipitamos a auxiliarla; no faltó tampoco quien nos ayudase en aquel dificil momento, incluso señoras. Sacamos a la infortunada de aquel infierno y la acomodamos en su coche; pero no recobró el conocimiento hasta llegar a casa, y su primer grito fue también para Andrei Antónovich. Al desvanecerse bruscamente todas sus fantasías, sólo quedaba ante ella Andrei Antónovich. Mandaron por un médico. Yo estuve allí aguardando una hora entera, lo mismo el príncipe; el general, en un arranque de generosidad (aunque también estaba muy asustado), se empeñó en no apartarse en toda la noche de “Ja cabecera del lecho de la desdichada”; pero a los diez minutos quedóse dormido en el salón, esperando todavía al médico, en una butaca, donde lo dejamos. El jefe de Policía, que se había trasladado a toda prisa del baile al incendio, logró hacer salir inmediatamente detrás de nosotros a Andrei Antónovich, y quiso acomodarlo en el mismo coche que a Julia Mijaílovna, persuadiendo con todas sus fuerzas a Su Excelencia para que “descansase”. Pero no recuerdo por qué no insistiría. Desde luego que Andrei Antónovich no quería oír hablar de descanso, y pugnaba por zafarse de todos y correr al fuego; pero eso no es razón. Paró la cosa en que él se lo llevó consigo al lugar del siniestro en su coche. Luego referían que Lembke, en todo el trayecto, no hacía más que gesticular y “dictar órdenes que, por lo raras, no era posible cumplir”. Luego se supo que Su Excelencia desde aquel mismo instante, debido al “susto súbito”, tenía la fiebre blanca. Ni que decir tiene cómo terminaría el baile. Unas docenas de borrachos, en unión de unas cuantas señoras, quedáronse en el salón. Policía, ninguno. A los músicos no los dejaron salir, y a los que se iban los molían a golpes. A la madrugada, todo el “tenderete de Projórich” lo saquearon, bebieron sin tasa, bailaron la kamarinskaya sin moderación, ensuciaron las habitaciones y hasta que no clareó el día, parte de aquella pandilla, enteramente borracha, no se fue de allí con dirección al incendio, ya extinguido..., para armar nuevos desórdenes... Otra mitad pasó la noche en los salones, mortalmente borracha, con todas sus consecuencias, en los divanes

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de terciopelo y en el suelo. Por la mañana, en cuanto fue posible, ls echaron de allí, tirándoles de los pies. Así terminó el festival a beneficó de las institutrices de nuestro gobierno. lv El incendio asustó a nuestro público del arrabal de allende el río, pr haber sido un siniestro intencionado. Es notable que, al primer grito de ‘fuego”, enseguida se oyese también el grito de “los incendiarios son los olieros de Schpigulin”. Ahora ya es harto notorio que, efectivamente, tres perarios de la fábrica de los Schpigúlines tomaron parte en el siniestro; perc... nada más: los demás obreros de la fábrica están todos perfectamente jusificados ante la opinión general y ante la oficial. Aparte esos tres bribones ( uno de los cuales lo cogieron y confesó, y los otros dos huyeron, y hasta loy), indudablemente, participó también en el incendio Fedka, el presidario. A esto se reduce todo lo que hasta ahora se sabe con exactitud respecto al siniestro; otra cosa muy distinta son las suposiciones. ¿Quién acaulillaba a esos tres tunantes; obraron o no dirigidos por alguien? A todo esto, muy difícil sería responder incluso hoy. El fuego, merced al fuerte viento, a ser de madera casi todas as casas del Zariechie, y, finalmente, a haber prendido en tres picos distintos, extendióse rápidamente y se apoderó de todo el distrito con desmesuradc violencia, aunque, por lo demás, el incendio quedó pronto reducido a dcs focos: el tercero fue dominado y sofocado casi en el mismo instante de priducirse, sobre lo que volveremos a insistir. Pero, no obstante, en las infomaciones de los periódicos de la capital exageraron mucho el siniestro; haba ardido solamente (y puede que menos) una cuarta parte del Zariechie, íablando aproximadamente. Nuestro servicio de incendios, aunque escaso, s se hace cuenta de la extensión y población de la ciudad, actuó, sin embarlo, de un modo escrupuloso y eficaz. Pero poco habría hecho, aun con la amistosa cooperación del vecindario, si el viento, que cambió hacia la madngada, no hubiese amainado al clarear el día. Cuando yo, una hora solamentc después de haberme salido corriendo del baile, me encaminé al Zariechie, a el fuego estaba en todo su apogeo. Toda una calle, paralela al río, habli ardido. Había tanta claridad como de día. No me detendré a describir coi detalles el cuadro del siniestro. ¿Quién en Rusia no lo conoce? En las travsías próximas a la calle devastada, el tráfago y las apreturas eran grames sobre toda ponderación. Allí esperaban al fuego seguramente, y los vecios estaban sacando sus muebles, aunque no abandonaban todavía sus caas, sino que, expectantes, se habían sentado encima de sus arcas y colchoies, cada cual al pie de su ventana. Parte de la población masculina estaba ocupada en un penoso trabajo: sin piedad echaban abajo las vallas y hastacargaban con cabañas enteras, próximas al fuego y expuestas a la acción di viento. Lloriqueaban los niños recién desvelados, y sollozaban y daban gitos también las mujeres que habían logrado sacar sus utensilios. Las que hasta entonces no lo habían hecho así, callaban, y con energía trabajabanan sacarlos. Chispas y pavesas volaban a lo lejos; las apagaban en cuanto era posible. En el mismo lugar del incendio, apretujábanse los curiosos allí acudidos de todos los extremos de la población. Unos coadyuvaban a extinguir el fuego, otros no hacían más que mirar como aficionados. Un gran fuego, por la noche, siempre produce una impresión de excitación y alborozo; en esto se basan los fuegos artificiales; pero allí van dispuestos los fuegos según líneas delicadas y regulares, y por su plena inocuidad producen la impresión de una cosa alegre y leve, como la que nos hace una copa de champaña. Otra cosa es un incendio de verdad. Aquí el espanto parece como si corriéramos algún peligro personal, junto con el consabido efecto regocijante de un fuego por la noche, producen en el espectador (claro que no en el vecino víctima de él) cierto trastorno del cerebro, y como una llamada a sus personales destructores instintos, que, ¡ay!, se ocultan en cada alma, hasta en el más apacible y familiar consejero titular... Esa sombría sensación casi siempre resulta embriagadora. Yo,

verdaderamente, no sé si es posible contemplar un incendio sin sentir alguna satisfacción. Así, literalmente, me decía Stepán Trofimovich al volver una vez de un incendio nocturno con el que se había encontrado casualmente, y bajo la primera impresión de espectador. Naturalmente, aquel amante de los fuegos nocturnos se arrojó a las llamas a salvar a un niño o a un anciano; pero eso ya es muy distinto. Abriéndome paso, a impulsos de la curiosidad, por entre el apretado gentío, y sin preguntar, llegué al lugar más importante y peligroso, donde pude ver, por fin, a Lembke, al que iba buscando por encargo de Julia Mijaílovna. Su situación era asombrosa y extraordinaria. Estaba en pie sobre los escombros de un vallado; a la izquierda, a treinta pasos de él, se alzaba el negro esqueleto, ya casi del todo calcinado, de una casa de madera, de dos pisos, con boquetes en vez de ventanas en los dos pisos; el techo, a punto de desplomarse, y llamas serpenteando aún acá y allá, a lo largo de las vigas carbonizadas. En el fondo de un patio, a veinte pasos de la casa destruida por el incendio, empezaba a arder un pabellón, también de dos pisos, y sobre él, con todas sus fuerzas, maniobraban los bomberos. A la derecha, los bomberos y el público se ocupaban en aislar un edificio, bastante grande, de madera, en que todavía no había prendido el fuego y que implacablemente estaba condenado a arder. Lembke gritaba y gesticulaba, cara al pabellón, y dictaba órdenes que nadie cumplía. Yo pensé que lo habían llevado allí y luego lo habían dejado solo. Cuando menos, el gentío compacto y abigarrado, en demasía, que lo rodeaba, en el cual confundidos con gente de toda clase, estaban también algunos señores y hasta el prolopop, no obstante escucharlo con curiosidad y asombro, no le dirigía la palabra ni trataba de sacarlo de allí. Lembke, pálido, echando centellas por los ojos, profería las cosas más extrañas. Para colmo, estaba sin sombrero, y hasta hacía ya mucho tiempo que lo había perdido. —Siempre incendios! Esto es el nihilismo. Siempre que algo arde, anda por medio el nihilismo— oíle decir, no sin espanto, y aunque ya no te400 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS 401 nía por qué asombrarme, siempre, no obstante, la contemplación de la realidad nos desconcierta un tanto. —Excelencia —díjole un comisario de Policía, que se hallaba a su lado—. Si Su Excelencia se dignase volverse a casa a descansar... Aquí hasta corre algún peligro Su Excelencia. Aquel comisario, según supe después, habíalo dejado adrede junto a Andrei Antónovich el jefe superior de Policía, para que velase por él y procurase con todas sus fuerzas llevárselo a su casa, y, en caso de peligro, lo hiciese así, aunque fuera a la fuerza..., encargo visiblemente superior a las de quien había de cumplirlo. —Las lágrimas de los damnificados las enjugarán, pero a la ciudad le prenderán fuego. Todo esto es obra de cuatro tunantes, de cuatro y medio. ¡Que prendan a ese canalla! Se introduce rampando en el honor de las familias. Para incendiar las casas se han valido de las institutrices. Eso es una villanía, una villanía. ¡Ah, lo que está haciendo ése! — gritó, al reparar de pronto en el tejado del pabellón que ardía, en un bombero sobre el que ya había empezado a arder aquél y en tomo al cual se alzaban llamas—. ¡ Sáquenlo de ahí, sáquenlo, que va a caerse, que se va a achicharrar, que lo saquen!... ¿Qué es lo que hacen allí? —Apagar el fuego, Excelencia. —Eso no es verdad. El fuego está en las almas y no en los techos de las casas. ¡Sáquenlo de allí y déjenlo todo! Es mejor dejarlo. Es mejor dejarlo. Que todo se arregle ello solo. ¡Ah!, ¿quién llora todavía? ¡Una vieja! ¿Qué grita una vieja? ¿Por qué habéis olvidado a la vieja? Efectivamente, en el piso bajo de la casa incendiada gritaba una anciana a la que habían olvidado, una mujer de unos ochenta años, parienta de un comerciante, propietario del inmueble. Pero no era que la hubiesen olvidado, sino que ella misma se había vuelto a la casa incendiada en cuanto pudo, y con un fin absurdo sacó de un cuartucho de la casa, todavía intacto, su cama. Jadeando por el humo y gritando por el calor, porque ya se estaba quemando también su cuchitril, pugnaba, no obstante, con todas sus fuerzas por sacar, por el roto cristal de la ventana, con sus manos temblequeantes, su camastro. Lembke se lanzó a ayudarla. Todos pudieron ver cómo se acercaba a la ventana, asía de un extremo del lecho y trataba con todos sus bríos de sacarlo por allí. Por desgracia, desde el techo vino revoloteando en el mismo momento una viga desmontada y fue a darle al cuitado; no lo dejó muerto, pues no hizo más que rozarle al vuelo el cuello; pero, de todos modos, Andrei Antónovich había acabado, por lo menos para nosotros; el golpe le hizo tambalearse, y cayó al suelo sin sentido. Surgió, por fin, un alba hosca, lúgubre. El incendio cedió; después del viento vino la niebla, y luego empezó a caer una lluvia menudita, como cernida por un tamiz.4 Yo estaba ya en otra parte del Zariechie, lejos del lugar donde se desplomara Lembke, y allí, entre el gentío, pude oír cosas muy ra ras Poníase de resalte un hecho muy extraño: completamente en el linde del barrio, en terreno baldío, detrás de una huertas, a cincuenta pasos lo menos de otros edificios, había una casa de madera recién construida, no grande, y esa casa, aislada, empezó a arder antes que ninguna, desde el principio del incendio. Pero, aunque hubiera ardido, en virtud de la distancia,

no habría podido comunicar el fuego a ninguna de las edificaciones urbanas, y a la inversa, aunque hubiese ardido todo el Zariechie, aquella casa era la única que habría podido conservarse intacta, fuese cual fuese el viento que soplase. Resultaba que había ardido separada e independientemente, y no adrede. Pero lo principal consistía en que no había llegado a arder, y en su interior, al amanecer, se había encontrado una cosa sorprendente. El propietario de esa casa nueva, un pequeño burgués, que vivía en el próximo barrio, no bien hubo visto el fuego en su casa nuevecita, corrió allá y logró extinguirlo, secundado por los vecinos, que le ayudaron a sacar la leña que tenía almacenada en un lado de aquélla. Pero en aquella casa vivían como inquilinos.., un capitán y su hermana, muy conocidos en la población, y una criada vieja, y dichos inquilinos —el capitán, su hermana y la criada— habían sido aquella noche asesinados y, al parecer, saqueados. (Allí iba a dirigirse el jefe superior de Policía desde el incendio cuando Lembke trataba de sacar aquel camastro.) Por la mañana difundióse la noticia, y una masa enorme de toda clase de gente, incluso de los damnificados del Zanechie, afluyó al descampado a ver la casa nueva. Dificil se hacía abrirse paso, tan compacto era el gentío. A mí enseguida me refirieron cómo al capitán habíanlo encontrado con la garganta partida, encima de un banco, vestido. y que, probablemente, lo habían degollado los bribones estando borracho, de modo que ni siquiera lo había sentido, pero su sangre había saltado “como la de un toro”; cómo su hermana, Maria Timoféyevna, había aparecido “cosida” a puñaladas, tendida en el suelo, junto a la puerta, lo que parecía indicar que había luchado con el asesino, ya despierta. A la criada, que también había de haberse despertado, habíanla cortado la cabeza a cercén. Según referencias del casero, el capitán se le había presentado el día antes, por la mañana, borracho; había proferido muchas baladronadas y le había enseñado mucho dinero: doscientos rublos. La vieja cartera verde, muy usada, del capitán, yacía en el suelo, vacía; al arca de Maria Timoféyevna no la habían tocado, ni tampoco habíanle tocado a los ornamentos de plata de la imagen; los trajes del capitán aparecían también intactos. Era evidente que el ladrón se había precipitado y que era hombre enterado de las cosas del capitán; había ido únicamente por el dinero y sabía dónde se encontraba. De no haber acudido en aquel instante el casero, la lefia, al incendiarse, habría incendiado toda la casa, “y, carbonizados los cadáveres, habría sido dificil averiguar la verdad”. Así me lo contaron. Añadiré también el testimonio de que aquel alojamiento habíalo alquilado para el capitán y su hermana el propio señor Stavroguin, Nikolai Vsevolódovich, hijo de la generala Stavróguina, habiendo ido él mismo a arrendarlo y porfiando mucho, porque su dueño que4 El símil se ha suprimido en otras versiones.

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ría alquilar la casa, destinándola para taberna, sólo que Nikolai/sevolódovich no reparó en el precio y entregó adelantada la renta de meo año. —No ha ardido por casualidad —oíase decir entre el gentí Pero la mayoría callaba. Las caras mostrábanse sombríaspero irritación grande, visible, no advertí. Alrededor, sin embargo, contiraba la historia de Nikolai Vsevolódovich y de que la muerta.., era su njer; que el día antes, de una de las primeras casas de la población —la dda generala Drozdóvaya— había raptado una joven, su hija, “con miras dhonrosas”, y que iban a presentar una denuncia contra él en Petersburgo, que el asesinato de su mujer había tenido, sin duda, por objeto dejarln libertad para poder casarse con la Drozdóvaya. Skvoréschniki sólo diaba de allí dos verstas y media, y recuerdo que hube de pensar: “,No esría bien ir allá con la noticia?” Por lo demás, aunque no había reparado que nadie hostigara a la multitud, de un modo especial, no querría pecar, ro creí ver dos o tres caras de los del buffet, que habían ido al fuego por lmañana, y a los que enseguida reconocí. Pero especialmente recuerdo a n mocetón flaco y alto, de la clase media, demacrado, con el pelo crespo,[ue parecía haberse embadurnado la cara de hollín; cerrajero, según supe spués. No estaba borracho; pero, por contraste con la muchedumbre, que mantenía adusta, él parecía fuera de sí. No hacía más que apostrofar al blico, aunque no he llegado nunca a entender lo que le decía. Todo lo ie hablaba era incoherente, y no pasaba de cosas por este estilo: “Hermas, qué es esto? ¿Es que puede ser esto?” Y al mismo tiempo manoteaba. CAPÍTULO III

NOVELA TERMINADA De la sala grande de Skvoréschniki (aquella misma en que se hda celebrado la última entrevista de Varvara Petrovna con Stepán Trofimuch) veíase el fuego como sobre la palma de la mano. Al clarear el día, a 1; seis de la mañana, en la última ventana de la derecha, hallábase asomadaiza y contemplaba atentamente el menguante fulgor. Estaba sola en el afsento. Llevaba puesto el mismo traje del día anterior, el de la fiesta, con

ie asistiera a la lectura: un traje color verde claro, llamativo, todo llenole encajes, pero ya ajado, vestido aprisa y descuidadamente. Reparando deronto en el mal cubierto pecho, se ruborizó, se arregló aprisa la ropa, cogide una butaca el pañuelo rojo que en ella dejara el día antes al entrar, y lo ciñó al cuello. Sus vistosos cabellos, partidos en dos trenzas, caían pcdebajo del pañolón sobre el hombro derecho. Tenía cara de cansancio, reocupada; pero los ojos le ardían por debajo de las enarcadas cejas. Acer’se de nuevo a la ventana y pegó la ardorosa frente al frío cristal. Abriósla puerta y entró Nikolai Vsevolódovich. —He enviado un propio a caballo —dijo—; dentro de diez minutos lo sabremos todo; por lo pronto, la gente dice que ha ardido parte del Zane- chic, próxima a la orilla, a la derecha del puente. Se inició el incendio a las doce; ahora, ya está sofocado. Io se acercó a la ventana, sino que se detuvo a espaldas de la joven, a tres pisos de distancia. Ella no se volvió a mirarle. —Según el calendario, hace una hora que debería haber amanecido, y, sin enbargo, parece todavía de noche -dijo ella con enfado. —Siempre mienten los calendarios —observó él con amable sonrisa, pero abochornándose, apresuróse a añadir—: Vivir pendiente del calendario es aburrido, Liza. í se calló definitivamente, enojado por la nueva vulgaridad proferida. Liza imuló una sonrisa. —Está usted en tan pesarosa disposición de espíritu, que ni siquiera encuent a qué decirme. Pero, tranquilícese usted; usted lo ha dicho muy atinadammte: yo siempre vivo pendiente del almanaque; todos mis pasos los calcuo por él. ¿Le choca? Apartóse rápidamente de la ventana y sentóse en un sillón. —Siéntese usted, haga el favor. No hemos de estar mucho tiempo juntos, quiero decirle todo lo que se me antoje... ¿Por qué no dice usted tambén todo lo que se le antoje? 1ikolai Vsevolódovich sentóse a su lado, y queda, casi tímidamente, cogide una mano. —,Qué quiere decir ese lenguaje, Liza? ¿A qué viene eso, de pronto? ¿Qué significa eso de “no hemos de estar mucho tiempo juntos”? Esta es la seguida frase enigmática que pronuncias desde que te despertaste. —tSe dedica usted a contar mis frases enigmáticas? —rió ella—. Pero ¿no ecuerda usted que ayer, al entrar, me presenté como una muerta? Vea usteç eso lo ha considerado preciso olvidar. Olvidar o no reparar en ello. —No recuerdo, Liza. ¿Por qué una muerta? Es preciso vivir... Y se calla usted? Ha perdido toda su elocuencia. Yo ya viví mi horaen el mundo, y es bastante. ¿Se acuerda usted de Xristofor Ivánovich?5 —No, no me acuerdo -dijo él y enarcó las cejas. —6Xnistofor Ivánovich, el de Lausanne? Le aburría a usted enorme- mene. Abría la puerta y decía siempre: “Vengo por un minuto”, y se estaba lego allí todo el día. No quiero yo parecerme a Xristofor Ivánovich y estame aquí todo el día. )olorosa expresión asomaba a su rostro. —Liza, a mí me apena ese tono de enajenada. Esa mueca le hace daño a used misma. ¿A qué viene eso? ¿Por qué? us ojos le ardían. —Liza —exclamó—, te juro que te amo más que ayer, cuando viniste. am! 5 Cristóbal, hijo de Juan.

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—Qué extraña confesión. ¿Por qué ha de haber ayer, ni ny, ni dos medidas? —Tú no me abandonarás —prosiguió él, casi con desolaón—. Nos iremos de aquí, los dos juntos, hoy mismo, ¿si? ¿Verdad que sí’ —Ah, no me apriete la mano tan fuerte! ¿Adónde vamos irnos juntos hoy mismo? ¿A “resucitar” de nuevo en algún sitio? No, yaas bastante prueba..., y, además, lento para mí; no soy capaz de ello; es denisiado alto para mí. Si nos vamos, será a Moscú, a hacer visitas y recibirla.. He aquí mi ideal, ya lo sabe usted; nunca le oculté, ni en los tiempo de Suiza, cómo soy. Y como a usted le es imposible trasladarse a Moscú yhacer visitas, toda vez que es casado, no hay para qué hablar de ello.

—Liza, ¿qué fue lo que pasó ayer? —Pasólo que pasó. —jEso es imposible! ¡Eso es cruel! —(,Y qué que sea cruel? Sopórtelo también, aunque sea crui. —Usted se venga de mí por el capricho de ayer... —refunfuó él, frunciendo malignamente el ceño. Liza se puso colorada. —jQué pensamiento tan bajo! —Pero ¿por qué me regaló usted... “tanta felicidad”? ¿No ngo derecho a saberlo? —No, arréglese sin invocar derecho; no añada a la bajeza du suposición la estupidez. Hoy no le salen bien las cosas. A propósito: ¿n teme usted la opinión del mundo y lo que le criticarán a usted por “inta felicidad”? ¡Oh! Si es así, por Dios, no se apure. Usted no ha tenidoLquí culpa ninguna, y a nadie tiene que responder. Cuando yo abrí ayer spuerta, ni siquiera sabía usted quién fuera a entrar. Aquí no ha habido más jue un capricho mío, como usted acaba de decir, y nada más. Usted poda mirar a todos atrevida y victoriosamente a la cara. —Tus palabras, esa risa, hace ya una hora que me infundenin frío de espanto. Esa “felicidad” que con tanta insistencia invocas, lovale para mí... todo. ¿Acaso puedo yo ahora dejarte perder? Te juro qwte amaba ayer menos. ¿Por qué hoy me lo quitas todo? ¿Sabes lo que me a costado esta nueva ilusión? Con la vida la he pagado. —,Con la suya o con la ajena? Levantóse él rápidamente. —j,Qué quiere decir eso? —dijo, mirándola fijamente. —Si la ha pagado usted con su vida o con la mía: he ahí lcque quise decir. Pero ¿es que ya no se entera usted de nada? —acaloróse Lia—. ¿Por qué ha dado usted ese brinco? ¿Por qué me mira usted de ese jodo? Me asusta. ¿Por qué teme usted siempre? Yo hace ya tiempo observé4ue usted temía, sobre todo ahora, sobre todo en este instante... ¡ Señor, y ué pálido está! —Si tú sabes algo, Liza, yo te juro que nada sé... Yo no meefería “a eso”, ahora, al decir que lo había pagado con la vida... —En absoluto, no le entiendo —declaró ella, vacilando, tímida Por fin, una lenta, pensativa sonrisa asomó a sus labios. Sent tranquilamente, hincó los codos en las rodillas y se cubrió con las 55OS la cara. —Pesadilla y delirio... Hablábamos de dos cosas distintas, —Yo no sé de qué hablaba usted... ¿Es que no sabía usted ayer que hoy me había de separar de su lado? ¿Lo sabía o no lo sabía? N0 mieta usted. ¿Lo sabía o no? —Lo sabía... —asintió él, quedo. —Bueno; siendo así, ¿por qué se queja? Lo sabía y aprovechO 0i ‘momento” ¿A qué esas cuentas? —Dígame usted la verdad toda xclamó él con profundo dOl0’ Al abrir ayer mi puerta, ¿sabías tú misma que la abrías por sólo una hora? Ella lo miró con odio. —Es verdad que el hombre más serio puede hacer las más peregdl preguntas. Pero ¿por qué se apura usted tanto? ¿Es por amor propiO porque sea ésta la primera vez que una mujer lo deja, y no usted quien la deja a ella? Mire usted, Nikolai Vsevolódovich: en todo el tiempo que he estado, me chocaba, entre otras cosas, el que usted fuese terriblemente generoso conmigo, y, ¡vaya!, eso no puedo aguantárselo. Levantóse de su asiento y dio algunos pasos por la habitaciofl1a podi —Est bien; concedido que esto debe concluir... Pero ¿cám° do ser todo esto? —He aquí lo que le preocupa. Y lo principal es que usted 1050b todo esto al dedillo6 y lo comprende usted mejor que nadie en el mundO y hasta contaba con ello. Y soy una señorita; mi corazón se ha educado efllO opera, ahí tiene usted el origen de todo, la solución del enigma. —No. —En eso no hay nada que pueda herir su amor propio, y eslO verdad pura. Empezó por un bello momento que yo no pude soportar Anteay, cuando, delante de todo el mundo, le “ofendí” y usted me de

adiviné aquel modo tan caballeresco, yo me fui a casa e inmediatamente que usted se había alejado de mí por ser casado y en modo aigO° porque me desdeñase, que era lo que yo, como señorita mundana, más temía Comprendí que usted a mí, una loca, me defendía, rehuyéndome. Ya ve usted cómo aprecio yo su generosidad. En esto llegó Piotr StepánoviCh enseguida me lo explicó todo. Me reveló que usted está animado de 0a gran idea, ante la que usted y yo juntos no somos nada; pero que, O 0bstante, me había atravesado en su camino. También él se

había mezcladO en ello; quería a todo trance ser el tercero, y decía cosas la mar de fantáSt°’ ha Yo lo biaba de un navío con remos de arce, de no sé qué canción rU ley. Y aplaudí, le dij e que era un poeta, y él lo tomó como mone como yo sabía hacía ya tiempo que para mí todo se reducía auS momento, 6 Literalmente “... por los dedos” (pa paltsam) 406 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 407

1 lI

fui y me decidí. ¡Ea! Ahí lo tiene usted todo, y es bastante, sin que sean necesarias más explicaciones. Todavía vamos a reñir. No tema usted a nadie; yo me echaré toda la culpa. Yo soy una mala, una caprichosa; me he dejado seducir por un navío de ópera; soy una señorita... Pero, mire usted: yo, a pesar de todo, pensaba que usted me amaba con pasión. No desprecie usted a una necia ni se ría de esa lagrimilla que acaba de saltárseme. Me gusta mucho llorar “de lástima de mí misma”. Pero bueno; basta, basta. No soy capaz de nada, ni usted tampoco es capaz; cada uno de los dos tiene su flaco, lo cual es un consuelo. Por lo menos, el amor propio no padece. —Sueño y delirio! —exclamó Nikolai Vsevolódovich, retorciéndose las manos y dando paseos por la habitación— Liza, pobre, ¿qué has hecho contigo misma? —Quemarme en la llama, y nada más. Pero ¿está usted también lloran. do? Tenga usted más decoro, no sea tan sensible... —Por qué, por qué has venido a mí? —Pero ¿no comprende usted, por fin, en qué situación tan grotesca se coloca ante la opinión mundana con tales preguntas? —,Por qué te has perdido tan monstruosa, tan estúpidamente, y qué hacer ahora?... —Y éste es Stavroguin, el “bebedor de sangre”, Stavroguin, como le llama a usted aquí una señora que está enamorada de usted. Oiga usted, ya se lo he dicho: yo he jugado mi vida a una hora, y estoy tranquila... Juegue usted también la suya... Por lo demás, no tiene usted por qué; para usted habrá todavía muchas “horas” y “momentos” distintos. —iTantos como para ti; te doy mi palabra solemne: ni una más que para ti! No hacía más que pasearse, y no veía su rápida, penetrante mirada, que pareció iluminarse de pronto de ilusión. Pero el destello de luz se extinguió en aquel mismo instante. —Si tú supieras el valor de mi actual sinceridad “imposible”, Liza; si yo pudiera revelarte tan sólo... —,Revelarme? ¿Quería usted revelarme algo? ¡Guárdeme Dios de sus revelaciones! —interrupióle ella, casi asustada. El se detuvo y aguardaba, inquieto. —Debo confesarle a usted que a mí, desde entonces, desde aquellos tiempos de Suiza, se me había metido en la cabeza la idea de que usted escondía en su alma algo horrible, sucio y sangriento, y... al mismo tiempo, se me mostraba usted en un aspecto sumamente ridículo... Guárdese de hacerme revelaciones, si es verdad eso; me reiré de usted. Me estaré riendo a carcajadas de usted mientras viva... ¡Ah! ¿Vuelve usted a ponerse pálido? No seguiré. no seguiré; me iré enseguida a casa —saltó de la silla, con gesto malhumorado y despectivo. —Mortificame, atorméntame, desahoga conmigo la rabia —exclamó él, desolado—. Estás en todo tu derecho. Yo sabía que te amaba, y te he perdido. Sí, “yo aproveché el momento”; tenía la ilusión..., hace ya mucho

tiempo..., la última... No puedo resistir la luz que iluminó mi corazón, cuando tú ayer viniste a mí, tú misma, sola, la primera. De pronto creí... Puede que siga creyendo también ahora. —Tan noble sinceridad se la pagaré en la misma moneda, no quiero ser su hermana de la Caridad. Es posible, sin embargo, que me meta enfermera, si no acierto a morir hoy mismo; pero, aunque así fuere, no será con usted, aunque usted, sin duda, no es menos digno de lástima que cualquier impedido de pies y manos. A mí siempre me pareció que usted iba a llevarme a algún lugar, donde anidaría una enorme araña venenosa del tamaño de un hombre, a la que nos pasaríamos la vida entera mirándola y temiéndola. En eso se nos iría nuestro mutuo amor. Diríjase usted a Daschenka; ésa se irá con usted a donde usted quiera. —Ya sabía yo que ni aun ahora podría olvidarla! —Pobre chucha! Salúdela de mi parte. ¿Sabe ella que usted, todavía en Suiza, se la reservaba para cuando fuera viejo? ¡Qué previsión! ¡Qué espíritu práctico! ¡Ah! Pero ¿quién es? En el fondo de la sala abrióse una puerta; una cabeza asomó por ella, y a toda prisa se escondió. —Eres tú, Aléksieyi Yegoróvich? —inquirió Stavroguin. —No, soy yo —dijo, sacando otra vez la cabeza a medias, Piotr Stepánovich—. Buenos días. Lizaveta Nikoláyevna. En todo caso, buena mañana. Ya sabía yo que los encontraría en esta sala. Vengo nada más que por un minuto, Nikolai Vsevolódovich... Pero no tengo más remedio que decirle dos palabras...; es absolutamente indispensable..., sólo dos palabras. Stavroguin llegóse a él; pero a los tres pasos volvióse hacia Liza.

—Si oyes algo, Liza, sábelo: yo soy el culpable! Ella se estremeció y miróle asustada; pero él se dio prisa a salir. II La habitación desde donde había estado atisbando Piotr Stepánovich era una gran sala ovalada. Allí, antes de su llegada, estaba sentado Aléksieyi Yegórovich; pero él le mandó retirarse. Nikolai Vsevoiódivich cerró tras de sí la puerta del salón y se detuvo, expectante. Piotr Stepánovich, rápida y curiosamente, lo miró. —Bueno; ¿y qué hay? —Si lo sabe usted ya —dijo, aprisa, Piotr Stepánovich, como querien.. do hincarle la mirada en el alma—, comprenderá, naturalmente, que ninguno de nosotros es culpable de nada, empezando por usted, porque ha habido aquí tal afluencia... coincidencia de casos...; en una palabra: jurídicamente, no pueden intentar nada contra usted, y yo he venido volando a avisárselo. —j,Se abrasaron? ¿Los han asesinado?... —Los asesinaron, no se abrasaron, eso es desagradable; pero le doy mi palabra de honor de que yo no tengo la culpa, por más que usted sospeche de mí..., porque sospecha, ¿verdad? ¿Quiere usted saber la verdad toda? Pues mire usted: a mí, efectivamente, se me ocurrió la idea...; usted mismo rLUl. M. IiUSIOIhVSKI

me la sugirió, no en serio, sino por hacerme rabiar, porque no iba usted a exponérmela en serio; pero yo no me decidí, ni me habría decidido por cien rublos, porque para mí no tenía ningún interés, entienda usted: para mí, para mí... —hablaba con una prisa enorme y volteaba la lengua como un molino—. ¡Pero vea usted qué coincidencia! Yo, de mi bolsillo particular (óigalo bien, de mi bolsillo particular, que del suyo no salió ni un rublo, y usted lo sabe bien), le di a ese borracho estúpido de Lebíadkin doscientos treinta rublos, anteayer, la antevíspera... ¿Lo oye usted? Anteayer, y no ayer, después de la lectura; ésta es una coincidencia principalísima, porque ya ve usted: yo entonces no sabía aún fijamente si había o no había de venir a casa de Lizaveta Nikoláyevna; le di ese dinero mío únicamente porque usted, anteayer, tuvo un gesto de distinción, pensó hacer público su secreto. Bueno...; no me meteré..., eso es cosa suya...; caballeresco, pero confieso que me desconcertó como un mazazo en la frente. Pero como todas esas tragedias me encocoran bastante (fijese en que hablo en serio, aunque emplee expresiones eslavas); como todo eso perjudica, finalmente, a mis planes, me di a mí mismo palabra de expedir a los Lebíadkines para Petcrsbur. go, a todo trance y sin que usted lo supiese, tanto más cuanto que por allí estaba él lampando. Un error; le di el dinero en nombre de usted. ¿Fue o no fue un error? Es posible que no lo fuese, ¿verdad? Oiga usted ahora, oiga usted: ¿qué vuelta dio todo eso...? En la vehemencia del discurso habíase acercado a Stavroguin y lo cogió de la americana (por Dios que es posible lo hiciera intencionadamente), pero Stavroguin, con un violento ademán, dióle en el brazo. —Pero ¿por qué usted?... Basta..., que me destroza el brazo... Lo principal es el rumbo que ha seguido todo eso —volvió a atropellarse otra vez, sin conmoverse lo más mínimo por el golpe—. Yo, anoche, le di el dinero para que por la mañana, al ser de día, él y la hermana se pusiesen en camino; encargué de ese cometido al sinvergüenza de Liputin, para que él mismo los acomodara en el tren. Pero al indecente de Liputin le hacía falta hacer alguna diablura en público... ¿No se enteró usted? ¡En la lectura! Oiga usted, oiga usted. Ambos se pusieron a beber, compusieron unos versos, la mitad de los cuales eran obra de Liputin; luego va y me lo viste de frac, asegurándome a mí a todo esto, que ya los había dejado en el tren aquella mañana, y a él va y lo esconde en algún cuarto trasero para subirlo luego a la tribuna. Pero aquél se había emborrachado rápida e inesperadamente. Luego sobrevino el consabido escándalo; después lo llevan a su casa medio muerto, y Liputin va y deja en su casa los doscientos rublos, dejando una rendija abierta. Pero, por desgracia, resulta que aquél, ya por la mañana, había sacado del bolsillo los doscientos rublos y pavoneádose y enseftándolos donde no convenía. Y como Fedka también lo estaba aguardando y en casa de Kirillov había oído alguna cosa (trecuerda usted su alusión?), pues decidió aprovechar la coyuntura. Ahí tiene usted toda la verdad. Yo celebro el que, por lo menos, Fedka no encontrase dinero, porque, mire usted: el bribón contaba con mil rublos. Se aturrulló, y, además, según parece, LOS DEMONIOS 409 también le asustó el incendio... Crea usted que ese incendio ha sido para 1ní como un palo en la cabeza. No, el diablo sabe lo que habrá sido. ¡Hay tal rebeldía! ... Mire usted: yo, a usted, de quien espero tales cosas, nada puedo ocultarle; bueno, sí; yo hace tiempo que acariciaba esa idea del incendio, por ser tan popular; pero vea usted, la aplazaba para la hora crítica, para el momento más preciso cuando todos nos levantásemos y... Pero ellos lo pensaron de pronto, de por sí, y, sin orden

alguna, ahora, en un momento en que precisamente convendría esconderse y respirar en el puño. No, es que hay que ver, qué indisciplina!... En resumen: que yo aún no sé nada; allí hablan de dos obreros de los Schpigúlines...; pero si andan también en el ajo los “nuestros”, aunque sólo uno de ellos se haya chamuscado ahí la mano... ¡ay de él! Ya ve usted lo que representa el dejarlos, aunque sea un instante, de la mano. No; esa turba democrática, con sus quinqueviratos..., mal sostén; ahí hace falta una voluntad potente, olímpica, despótica, que se apoye en algo no fortuito y se mantenga aparte... Moverán la cola sumisos, y con docilidad aprovecharán la ocasión. Pero en todo caso, aunque ahora allí griten en todas las trompetas que a Stavroguin le hacía falta deshacerse de su mujer y que por eso ha ardido la ciudad... —Pero ¿ya gritan eso a trompetazos? —Todavía, no, y lo confieso; aún no lo he oído decir; pero con la gente qué se va a hacer, sobre todo con los damnificados... Vox populi, vox Dei. ¿Es que tarda mucho en difundirse el rumor más estúpido?... Pero, mire usted: en realidad, no tiene usted nada que temer. Jurídicamente, está usted a salvo de todo, y según la conciencia, también. Porque usted no quería eso, ¿verdad? ¿Verdad que no lo quería? Prueba no hay ninguna; sólo coincidencias... Quizá Fedka recuerda aquellas sus imprudentes palabras de manas en casa de Kirillov (por qué las dijo usted?); pero eso no demuestra nada, y a Fedka lo haremos callar. Hoy mismo... —Pero ¿los cadáveres no ardieron? —Ni lo más mínimo; esa canalla no supo disponer las cosas como era debido. Pero celebro, por lo menos, verle a usted tan tranquilo..., porque aunque usted no sea de nada culpable, ni por pienso, pero a pesar de todo... Y convendrá usted conmigo en que todo esto ha dado un magnífico giro a sus asuntos; de pronto se encuentra usted viudo, libre, y puede en este mismo instante casarse con una muchacha lindísima, que tiene la mar de dinero y que, además, está ya en sus brazos. He ahí lo que puede hacer una simple, vulgar, coincidencia de circunstancias..., ¿verdad? —i,Me amenaza usted, so estúpido? —Vaya, eso; tráteme de imbécil y, además, con qué tono! En vez de alegrarse... He venido volando expresamente para avisarle lo antes posible... Además, ¿por qué había yo de amenazarle? ¡Como que tengo yo mucha necesidad de amenazarle! Yo necesito su libre voluntad, y no por miedo. Usted es la luz y el sol... Soy yo quien le teme a usted con todas sus fuerzas; no usted a mí. Porque yo no soy Mavrikii Nikoláyevich... Y figúrese usted: yo venía acá con el coche a todo galope, mientras Mavrikii Ni-

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koláyevich estaba allí en la verja posterior del jardín de esta casa, en el últj mo extremo del jardín...; con un capote, todo mojado; debe de haberse pa sado allí toda la noche. ¡Cosa rara! ¡Hasta qué punto puede perder la gente la cabeza! —,Mavrikii Nikoláyevich? ¿De veras? —De veras, de veras. Está junto a la verja del jardín. A unos trescien tos pasos de aquí, calculo. Pasé de prisa por su lado, pero él no me vio ¿No lo sabía usted? En ese caso, me alegro de haberme acordado de decír. selo. Mire usted: lo más peligroso sería que llevase consigo revólver, y, fl nalmente, la noche, el mal tiempo, su legítima irritación..., porque hay que ver qué situación la suya, ¡ja, ja, ja! ¿Qué opina usted, por qué estará allí? —Desde luego que estará aguardando a Lizaveta Nikoláyevna. —SE.. .eso es! Pero ¿por qué ha de acudir ella a buscarlo? ¡Y con esta lluvia!... ¡Qué idiota! —Ella va a unirse con él ahora mismo... —50h! ¡Vaya noticia! De manera que... Pero oiga usted, tenga presen te que ahora ha cambiado por completo su situación. ¿Para qué ha de irse con Mavrikii? Porque usted es viudo, libre y podría casarse mañana mis mo con ella. Ella aún no lo sabe... Déj eme a mí, y enseguida lo arreglo todo. ¿Dónde está? Es menester darle el alegrón. —,El alegrón? —Claro; vamos allá. —Pero ¿se figura usted que ella no va a presumirse lo de esos cadáve res? —dijo, con ceño especial, Stavroguin. —Sin duda que no —repuso, haciéndose decididamente el tonto, Piotr Stepánovich—, porque, mire usted: desde el punto de vista jurídico... ¡Vaya con usted! Pero aunque se lo figurase. ¡Las mujeres se despreocupan fácilmente de estas cosas; usted no conoce todavía a las mujeres! Aparte que ahora toda ventaja le ha de venir de usted, porque, sea como fuere, ella ha dado un escándalo, y, además, que yo le he hablado de un “navío” y, sobre todo, he podido ver que hablándole de un navío influyes en su ánimo, para que se vea cómo es la muchacha. No se apure usted, que ella pasará por encima de esos cadáveres, muy a gus. . .to..., tanto más cuanto que usted es en absoluto inocente, en absoluto, ¿no es verdad? Sólo se acordará de esos cadáveres para echárselos luego en cara, al segundo año mismo de la boda. Todas las mujeres, al ir a casarse, se arman así contra el marido de algún episodio de su pasado; pero entonces... ¿qué pasará de aquí a un año? ¡Ja..., ja..., ja!... —Puesto que dice que ha venido en coche, condúzcala enseguida al lado de Mavrikii Nikoláyevich. Acaba de decir que no puede sufrirme y que va a irse de junto a mí y, naturalmente, no querrá aceptar mi coche. —5Có. . .mo! Pero ¿verdaderamente, quiere irse? ¿Cómo puede ser eso? —y con aire estúpido quedósele mirando Piotr Stepánovich. —Parece que esta noche ha llegado a adivinar que yo no le tengo pizca de cariño..., lo que, sin duda, siempre supo.

—Pero ¿es que usted no la ama? —exclamó Piotr Stepánovich con expresión de infinito asombro—. Pues, siendo así, ¿por qué ayer, cuando se presentó en su casa, la retuvo a su lado y no empezó a decirle, a fuer de hombre honrado, que no la amaba? Ha cometido una acción terriblemente villana; y, además, me ha hecho usted pasar a sus ojos por un bellaco. Stavroguin, de pronto, soltó la carcajada. —De mi mono me río —explicóle enseguida. —5Ah! Ya adivinó que yo hacía el payaso —dijo, riendo también de muy buena gana, Piotr Stepánovich—. ¡Lo hacía para divertirle! Figúrese usted: yo, enseguida que usted entró, comprendí en su cara que le había ocurrido una “desdicha”. Es posible que un completo fiasco, ¿verdad? Bueno; apuesto cualquier cosa —exclamó, casi tambaleándose de entusiasmo — a que usted se ha pasado toda la noche en la sala, juntito a ella, y que ambos habéis perdido un tiempo precioso hablando de algo sublime... Bueno; perdone usted, perdone usted; a mí eso no me importa, porque ya ayer sabía yo de fijo que esto tendría un desenlace estúpido. Se la traje a usted solamente para que se distrajese y para demostrarle que conmigo no se ha de aburrir usted; trescientas veces puedo prestarle servicios análogos; a mí, en general, me gusta complacer a la gente. Si ya no la necesita usted, cosa que ya me figuraba al venir... —De modo que usted me la trajo sólo para que me divirtiera? —Pues para qué se la iba a traer? —Y ¿no para obligarme a matar a mi mujer? —5Có. . mo! Pero ¿es usted quien la ha matado? ¡Qué hombre tan trágico! —Es igual: la ha matado usted. —Qué la he matado yo? Le digo a usted que yo no he terciado para nada en la cosa. Pero usted empieza a inquietarme... —Siga, siga usted; recuerde estaba usted diciendo que si ahora ya no la necesitaba... —Pues devuélvamela usted, ¡claro! Se la entregaré a Mavrikii Nikoláyevich, al que, dicho sea de pasada, no he visto junto al jardín, no vaya usted a creérselo. Porque, mire usted: ahora le temo. Usted Sabló del coche; pero yo pasé de largo a escape... Y ¿si tuviera consigo un revólver?... Gracias que yo también llevo el mío Mírelo —sacó del bolsillo un revólver, lo mostró y volvió a guardárselo—: lo cogí por lo largo del trayecto... Por lo demás, en un momento lo arreglo yo todo; ella está ahora dolorida por culpa de Mavrikii.. Por lo menos, debe sufrir... Y mire usted...: ¡por Dios, que me inspira lástima! Se la llevaré a Mavrikii, y enseguida empezará a pensar en usted, a ponerle por las nubes, aunque en su cara le recrimine..., ¡corazón de mujer! ¡Pero vuelve usted a reírse! Celebro mucho que esté usted tan de buen humor. Pero, ¡ea!, vamos allá. Empezaré por Mavrikii; pero, de ésos..., de los interfectos..., será mejor no hablarle, ¿verdad? De todos modos, luego se enterará. —,De qué se enterará? ¿Quién es el asesino? ¿Qué decía usted de Mavrikii Nikoláyevich? —dijo, de pronto, abriendo la puerta, Liza.

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—Ah! ¿Estaba usted escuchando? Tranquilícese usted, Mavrikii Niko. láyevich está vivo y sano, de lo que puede usted en un momento cerciorar se, puesto que está ahí, en el camino, junto a la verja del jardín... y, segfj parece, ahí ha pasado toda la noche, todo calado, con capa... Al venir acá me vio. —Eso no es cierto. Usted decía: “ó,Quién es el asesino?... ¿Quién es el asesino?” —insistió con dolorosa desconfianza. —Han asesinado a mi mujer, a su hermano Lebíadkin y a la criada —declaró Stavroguin con entereza. Liza se estremeció y se puso terriblemente pálida. —Bestial, extraño acontecimiento, Lizaveta Nikoláyevna: un estupidísj mo caso de robo —apresuróse a intervenir Piotr Stepánovich—, de robó aprovechando el incendio; es una fechoría de Fedka, el presidiario, allanad4: por la estupidez de Lebíadkin, que a todo el mundo le había enseñado s dinero... Por eso vine volando..., como una pedrada en la frente. Stavrn guin apenas podía tenerse en pie al comunicársela yo. Estábamos aquí deli berando acerca de si se lo diríamos a usted o no ahora mismo... —Nikolai Vsevolódovich, ¿es verdad lo que dice? —pudo articular apenas Liza. —No, no es verdad. —,Cómo que no es verdad? —dijo Piotr Stepánovich, estremeciéndose—. ¡Eso, encima! —iSeñor, yo me vuelvo loca! —exclamó Liza. —Y comprenda usted también, por lo menos, que él está loco ahora —exclamó con todas sus fuerzas Piotr Stepánovich—, porque, al fin y al cabo, la interfecta era su esposa.

Mire usted qué pálido está... Porque él se pasó toda la noche junto a usted y no se apartó un instante de su lado ¿Cómo sospechar de él? —Nikolai Vsevolódovich, dígame..., cual si estuviera delante de DioS ¿es usted o no culpable?, y yo le juro a usted creer en su palabra, como efl la de Dios, y hasta el fin del mundo le seguiré a usted, sí, le seguiré. Le se guiré como un perro... —6Por qué la turba usted de ese modo, cabeza fantástica? —terci4 Piotr Stepánovich—. Lizaveta Nikoláyevna, ande y máj eme a mí en im mortero; pero él es inocente; lejos de eso, él mismo está como muerto y de lira; ya lo está usted viendo. ¡En nada, en nada, ni con el pensamiento, es culpable!... Todo eso ha sido obra de unos facinerosos, que dentro de una semana estarán presos y azotados... Aquí sólo han intervenido Fedka, el presidiario y los obreros de los Schpigúlines; toda la ciudad lo dice, y tafl1 bién yo. —,De modo que es así? ¿Conque así es? —Liza aguardaba, toda trémula, su última sentencia. —Yo no maté, y me oponía a ello; pero sabía que iban a matarlos y no detuve al asesino. Apártese de mí, Liza —dijo a duras penas Stavroguin, Y pasó al salón. Liza se cubrió la cara con las manos y fuese de la casa, Piotr Stepáflovich lanzóse en su seguimiento, pero inmediatamente volvió al salón. —,De modo que ésas tenemos? ¿Conque ésas tenemos? ¿Con que usted no le teme a nada? —gritóle a Stavroguin, enteramente furioso, refunfuñando palabras inconexas, casi sin atinar con la expresión, con la boca espUmaj eante. Stavroguin estaba plantado en medio del salón y no respondía palabra. Se había cogido con la mano izquierda un mechón de cabellos y sonreía de un modo insensato. Piotr Stepánovich le tiró con fuerza de la manga... —Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¿Es eso todo lo que se le ocurre? Denunciará usted a todos y luego irá a meterse en un convento un! diablo... Pero, mire usted: yo, de todos modos, sabré sentarle la mano, aunque no me tema. —Ah! Pero ¿es usted quien raja? —dijo, mirándole finalmente, Stavroguin—. Corra —y pareció volver en sí de pronto —, corra por ella; tome un coche; no la deje... ¡Corra, corra!... ¡Llévela a su casa, para que nadie sepa y que no vaya ella allí..., adonde los cadáveres..., adonde los cadáveres! Métala a la fuerza en el coche, Aléksieyi Yegórovich,

Aléksieyi Yegórovich. —Pare usted, no grite! Ella está ya en los brazos de Mavriki.. No subirá éste al coche de usted... ¡Deténgase! Hay algo mejor que el coche. Volvió a sacar el revólver; Stavroguin le miró serio. —Pues bien: máteme —dijo quedo, con voz apenas perceptible. —Ufi Diablo, cuánta mentira puede echar un hombre _exclanó, como temblando, Piotr Stepánovich—. Por Dios, matarlo a usted. Verdaderamente, ella hubiera debido escupirle a usted... ¡Vaya an “navío” que está usted hecho! ¡Usted no es más que una vieja barca destrozada, buena para leña! ¡Ah! Pero ¿es que le da a usted ya todo igual cuando pide que le aloje una bala en la frente? Stavroguin se echó a reír de un modo extraño. —Si usted no fuera tan payaso, puede que le dijera ahora: “Sí...” Si fuera usted sólo un poco más discreto... —Sí, yo soy un payaso, pero no quiero que mi principal mitad lo sea. Compréndame usted! Stavroguin comprendía; es posible que fuese el único en comprender. Quedóse estupefacto Schátov cuando Stavroguin le dijo que Piotr Stepmflovich era capaz de entusiasmo. —Apártese ahora de mí; váyase al diablo, que de aquí a mañana tomaré una resolución. Venga usted mañana. —ó,Sí? ¿Sí? —Qué sé yo!... ¡Al diablo, al diablo! Y salió de la sala. “Quizá sea eso lo mejor”, murmuró para sus adentros Piotr Stepánovich, guardándose el revólver. 414 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 415

III Lanzóse en persecución de Lizaveta Nikoláyevna. Aquélla no iba muy lejos: sólo a unos pasos de la casa. La acompañaba Aléksieyi Yegórovich, que la iba siguiendo, a un paso de distancia, de frac, en actitud respetuosa y sin sombrero. Con insistencia le rogaba aguardase el coche; el viejo estaba asustado y poco le faltaba para llorar. —Váyase, que el señorito va a pedir el té y no va a haber quien lo sirva —díjole Piotr Stepánovich, y sin rodeos cogió del brazo a Lizaveta Nikoláyevna.

Aquélla no retiró el brazo; no estaba aún en todo su juicio; no había vuelto en sí del todo. —En primer lugar, usted no irá allá... —díjole Piotr Stepánovich aprisa—; debemos seguir por este otro lado y no pasar por delante del jardín; y en segundo término, es imposible hacer el trayecto a pie, pues de aquí a su casa hay tres verstas, y usted apenas va vestida. Debe usted aguardar un poco. Porque yo he traído coche; mi caballo está en la cuadra; en un momento nos lo enganchan; montamos, y la dejo a usted en su casa sin que nadie se entere. —jQué bueno es usted!... —dijo Liza, afectuosa. —Todo hombre de sentimientos humanos, en un caso semejante, haría lo mismo... Liza lo miraba y daba muestras de asombro. —Ay Dios mío, y yo que pensaba que venía aún aquí ese anciano! —Mire usted: celebro mucho que tome usted así las cosas, porque todo eso es un prejuicio espantoso, y siendo así, ¿no es preferible que yo le mande a ese anciano enganchar el coche, en lo que tardará unos diez minutos, y que nosotros volvamos y aguardemos en la escalinata? —Yo, antes, quiero... ¿Dónde están esos cadáveres? —iBah! ¡Qué capricho! Ya me lo temía yo... No, más vale que dejemos a un lado esa carroña; además, que no tiene usted por qué verlos. —Yo sé dónde están; conozco esa casa. —Vaya, y qué, ¿qué es lo que usted sabe? Por favor, está lloviendo y hay niebla... (Pero yo he cargado, sin embargo, con un sagrado deber...) Oiga usted, Lizaveta Nikoláyevna: una de dos: o monta usted en el coche conmigo, y en ese caso aguardamos y no damos un paso más, porque Si adelantamos otros veinte va a vemos Mavrikii Nikoláyevich... — Mavrikii Nikoláyevich! ¿Dónde? ¿Dónde? —Bueno; si usted quiere irse con él, yo la acompañaré a usted todavía un poco y le indicaré dónde está; pero yo, enseguida a sus órdenes; no quiero yerme con él ahora. —Me está aguardando, Dios! —de pronto se detuvo y los colores subieron a su rostro. —Pero mire: si él es hombre sin prejuicio! ¡Oiga usted, Lizaveta Nikoláyevna!: eso no es cosa mía; yo, aquí, soy un personaje completamente secundario, y usted lo sabe; pero, a pesar de todo, la quiero a usted bien... Si no se le logra su “navío”, si se pone en claro que es tan sólo una barca vieja, podrida, buena para hacer leña... —Ah!... ¡Maravilloso!... —exclamó Liza. —Maravilloso; pero a usted se le han saltado las lágrimas. Hay que mostrar más virilidad. En nuestro tiempo, que la mujer..., ea!, ¡al diablo! (Y a punto estuvo de escupir Piotr Stepánovich.) Pero, sobre todo, no lamente usted nada; es posible que todo se arregle. Mavrikii Nikoláyevich es un hombre..., en una palabra, un hombre sensible, aunque taciturno, lo que, después de todo, está bien, sin duda, a condición de que carezca de prejuicios... —1Maravilloso, maravilloso!... —rió Liza histéricamente. —Ay! ¡Vaya al diablo..., Lizaveta Nikoláyevna! —saltó de pronto, picado, Piotr Stepánovich—. Yo lo decía particularmente por usted... A mí qué se me da... Yo la serví ayer cuando usted misma quiso, y hoy... Vaya, mire usted: desde aquí se ve a Mavrikii Nikoláyevich; allí está, mire, y no nos ve. Oiga usted, Lizaveta Nikoláyevna: ¿ha leído usted

Pólinka Saks? —,Qué es eso? —Pues una novela: Pólinka Saks. Yo la leí cuando era estudiante... Pues hay allí un funcionario, Saks, muy rico, que deja encerrada en una da- cha a su mujer, a la que ha sorprendido en adulterio... ¡Pero al diablo, escupamos!... Vaya, ya verá usted cómo Mavrikii Nikoláyevich, antes de llegar a su casa, le ha pedido su mano. Aún no nos ha visto. —Ah! Que no nos vea —exclamó de pronto, Liza, como loca—. ¡Vámonos, vámonos! ¡Al bosque, al campo!... Y echó a correr hacia atrás. —Lizaveta Nikoláyevna, ¡qué poco ánimo! —díjole, corriendo tras ella, Piotr Stepánovich—. ¿Y por qué no quiere usted que él nos vea? Al contrario; mírelo usted a él franca y altivamente a los ojos... Si lo hace por “eso”..., por la virginidad..., ése es un prejuicio enorme, un atraso horrible... Pero ¿adónde va usted, adónde va usted? ¡Ah, cómo corre! Volvámonos mejor a casa de Stavroguin y tomemos mi coche... Pero ¿adónde va usted? Por ahí se sale al campo. iEa, ya se cayó!... Se detuvo. Liza volaba como un pajarillo, sin saber adónde, y Piotr Stepánovich ya se había quedado unos cincuenta pasos a su zaga. Se cayó, por haber tropezado con un montoncillo de tierra. En aquel momento mismo, por detrás, a un lado, sonó un terrible grito, un grito lanzado por Mavrikii Nikoiáyevich, que había visto su fuga y su caída y corría hacia ella a campo traviesa. Piotr Stepánovich, en un momento, retiróse a la puerta de la casa de Stavroguin, para montar cuanto antes en su coche. Mavrikii Nikoláyevich, presa de un miedo horrible, estaba en pie, al lado de Liza, que ya se había levantado del suelo, inclinado ante ella y con Su mano entre las suyas. Toda la inverosímil escena de aquel encuentro alteraba su juicio, y lágrimas le corrían por el rostro. Había visto a aquélla, ante la que guardaba actitud tan devota, correr como una loca por los campos, a aquella hora, con aquel tiempo, con aquel solo traje vistoso de la vís 416 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 417

pera, ahora ajado y manchado en la caída. No podía proferir palabra; se quitó su capa, y con trémulas manos procedió a cubrirle con ella los hom bros. De pronto lanzó un grito al sentir que ella le rozaba con los labios la mano. —Liza! —exclamó—. Yo nada sé, pero no me eche de su lado! —Oh, sí, vámonos cuanto antes de aquí; no me deje usted! —y ella misma lo cogió del brazo y tiró de él—. Mavrikii Nikoláyevich —dijo, ba jando, de pronto, la voz, asustada—. Yo allí todo lo desafio, y aquí le temo a la muerte. Me moriré, muy pronto he de morir; pero le temo, le temo a morirme... —balbuceó, estrechándole fuerte la mano. —Oh, si al menos hubiese por aquí alguien! —exclamó desolado, girando la vista en torno suyo—. ¡Siquiera algún viandante. Lleva usted los pies mojados; usted... pierde el juicio. —No, no —alentóle ella—; mire usted: a su lado se me quita algo l miedo; cójame usted del brazo, condúzcame... ¿Adónde vamos? ¿A casa? No; quiero antes ver los muertos. Dicen que han asesinado a su mujer, y 1 dice que él mismo le ha dado muerte; pero eso no es verdad, no es verdad. Quiero ver por mis propios ojos a las víctimas. Por mi culpa..., por ellos, esta noche ha dejado él de amarme... Yo lo veré y lo sabré todo. Cuanto antes, aprisa; conozco esa casa... Allí donde el incendio... Mavrikii Niko láyevna, amigo mío, no me perdone; ¡estoy deshonrada! ¿Por qué me per* dona? ¿Por qué está llorando? ¡Abofetéeme usted y máteme aquí, en mita4 del campo, como a un perro! —iNadie la va a juzgar ahora!... —profirió Mavrikii Nikoláyevich— ¡Dios la perdone a usted; pero yo soy el último llamado a juzgarla! Pero resultaría extraño reproducir su diálogo. Y, sin embargo, ambos iban cogidos del brazo, aprisa, a pie, literalmente medio locos. Caminaban derechamente al lugar del siniestro... Mavrikii Nikoláyevich no había peE’. dido del todo la esperanza de encontrar aunque fuese una teliega, pero nó. acertaba a pasar ninguna. Fina, menuda llovizna empapaba todos los con4 tornos, apagaba todo brillo, y todo destello, y lo convertía todo en una masa humosa, plúmbea, informe. Hacía ya tiempo que era de día; pero habríase dicho que aún no había alboreado. Y de pronto, sobre aquella masa humosa y fría, resaltó una figura, extraña y absurda, que les salía al encuentro. Al recapacitar ahora, pienso que no habría dado crédito a mis ojos de haber es tado en el lugar de Lizaveta Nikoláyevna; y, sin embargo, ella lanzó un gi to de alborozo e inmediatamente reconoció al hombre que se acercaba. Era Stepán Trofimovich. Cómo fuera que él anduviese por allí, cómo pudo llevar a cabo la insensatez de su fuga..., de eso hablaremos después. Diré ahora solamente que aquella mañana había tenido fiebre, pero ni la enfermedad fue parte a detenerle; avanzaba con firmeza por la tierra mojada; sala taba a la vista que había meditado su empresa lo mejor que pudo hacerlo, con su inexperiencia de hombre de despacho. Iba vestido como “de viaje”; es decir, capa con mangas, ancho cinturón de cuero charolado con hebilla botas altas, nuevas, y pantalones remetidos en las botas. Probablemente hacía ya mucho tiempo que se imaginaba a sí mismo en traza de caminante, y el cinturón y las botas altas con las grebas brillantes, de húsar, con las que no se daba traza de andar, se le habían ocurrido unos días antes. El sombrero, de amplias alas; una bufanda de pelo de camello, mal liada al cuello; un garrote en la mano diestra, y en la siniestra un saco de viaje, sumamente pequeño, pero atestado, completaban su indumento. Por si algo faltaba, llevaba en la mano derecha el paraguas abierto. Esos tres objetos —el paraguas, el garrote y el saco de viaje— habíansele hecho dificiles de llevar a la primera versta, y a la segunda, pesados. —Pero ¿es usted?... —exclamó Liza, mirándolo con resentido asombro, deponiendo el primer arrebato de alegría inconsciente. —Lise!... —exclamó también Stepán Trofimovich, y lanzóse a ella casi delirando— Chére, chére! Pero es usted también..., ¿con esta niebla?... Mire usted: ¡el resplandor del incendio! Vous étes maiheureuse, n est-ce pas? Ya lo veo, ya lo veo, no me diga nada; pero no me pregunte nada tampoco. Nous sommes tous malheureux, mais ji faut les pardonner tous. Pardonnons, Lise, y seamos libres siempre. Para apartarse del mundo y, enteramente libres... ilfaut pardonner, pardonner et pardonner! —Pero ¿por qué se pone usted de rodillas? —Pues porque al despedirme del mundo quiero, en su persona, despedirme también de mi pasado —rompió a llorar y llevóse ambas manos de la joven a sus llorosos ojos—. Me postro de rodillas ante todo lo que hubo de bello en mi vida, lo beso y le doy gracias. Ahora estoy partido en dos, allá..., un loco, un soñador que pretendió escalar el cielo, vingt deux ans. Aquí..., un anciano caduco, helado..., un profesor... Chez ce marchand, s ‘ji existe pourtant ce marchand... Pero ¡qué mojada está usted, Liza! —exclamó, poniéndose en pie al sentir que también a él se le habían calado las rodillas en la tierra mojada—. ¿Y cómo es posible que vaya con ese traje..., y a pie..., y por estos campos?... ¿Llora usted? Vous étes maiheureuse? Sí, algo he oído... Pero ¿de dónde viene usted ahora? —reprochóle con timidez, fijando con profundo asombro la vista en Mavrikii Nikoláyevich—. Mais savez vous 1 ‘heure qu ‘ji est? —Stepán Trofimovich, he oído hablar de unas personas asesinadas, ¿es verdad, es verdad?

—iQué gentes! He estado viendo el resplandor de su obra toda la noche. No podían terminar de otro modo... —sus ojos volvieron a centellear- le—. Huyo de un delirio, de un sueño febril; corro a buscar a Rusia. Existet-eiie la Russie? Bah! C’est vous, cher capitaine? Nunca dudé encontrarlo, llevando a cabo una proeza... Pero tomen ustedes mi paraguas, y... ¿por qué han de ir tampoco a pie? Por Dios, acepten, cuando menos, el paraguas, que yo ya alquilaré en algún sitio un coche. Yo voy a pie, porque Stasie (es decir, Nastasia) habría alborotado toda la calle con sus gritos si hubiera sabido que me iba; así que me he escurrido con todo el “incógnito” posible. No sé, allí en la Voz, hablan del bandidaje universal; pero yo creo que no es posible, que en cuanto salga uno a la carretera se tropiece con un

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bandido, ¿verdad?... Chére Lise, usted, según creo, decía que habían matado a alguien, ¿no?... Oh, mon Dieu!, ¡qué mala está usted! —Vamos, vamos! —exclamó, como histérica, Liza, volviendo a tirar de Mavrikii Nikoláyevich—. Deténgase usted, Stepán Trofimovich —dijo, volviéndose a él de pronto—, deténgase, pobrecito, y deje que lo persigne. Puede que fuera mejor atarlo a usted; pero yo prefiero santiguarlo. Rece usted también por la “pobre” Liza..., un poquito; no se moleste mucho. Mavrikii Nikoláyevich, déle usted a ese niño su paraguas; déselo sin chistar. Así... ¡Ea, vamos, vamos! Su llegada a la casa fatal efectuóse precisamente en el mismo instante en que el compacto gentío allí apiñado estaba ya harto de oír hablar de Stavroguin y del interés que debía de haber tenido en el asesinato de su mujer. Pero, a pesar de todo, lo repito, la inmensa mayoría seguía escuchando en silencio e inmóvil. Sólo daban muestras de agitación los borrachos verbosos o esos individuos que “se disparan” por el estilo de aquel artesano que tanto manoteaba. Todos lo tenían por un hombre incluso manso; pero, de pronto, iba y se disparaba y echaba a volar, en cuanto algo le impresionaba de cierto modo. No vi llegar a Liza y a Mavrikii Nikoláyevich. Cuando vi primero a Liza, estaba ésta ya rígida de estupor, lejos de mí, adentro entre el gentío, y a Mavrikii Nikoláyevich, al principio, no lo distinguí. Al parecer, hubo un momento en que quedó distanciada de ella dos pasos en aquellas apreturas, si no es que los separaron. Liza abrióse paso por entre el gentío, sin ver ni reparar en nada de cuanto la rodeaba, literalmente enfebrecida, literalmente como salida de un hospital; no tardó, naturalmente, en llamar la atención; hablaban alto, y de pronto rompieron a vociferar. Uno gritó: “ÍEs la Stavroguinskaya!” Y en otro lado: “Por si fuera poco matar, todavía vienen a ver.” De pronto pude ver cómo por detrás, por encima de su cabeza, se alzaba y volvía a bajar un brazo; Liza cayó. Oyóse un espantoso grito de Mavrikii Nikoláyevich, que se lanzó a socorrerla, y descargó un golpe con todas sus fuerzas sobre el hombre que se interponía entre él y Liza. Pero en ese momento cogióle por detrás, con ambas manos, el artesano referido. Un rato fue imposible distinguir nada en aquel barullo. Según parece, Liza se levantó; pero otro golpe volvió a derribarla. De pronto, el gentío se abrió y formó un pequeño corro en torno a la caída Liza; pero el ensangrentado, enajenado Mavrikii Nikoláyevich, estaba junto a ella, gritando, llorando y retorciéndose las manos. No recuerdo con toda precisión qué pasó después; sólo recuerdo que, de pronto, lleváronse de allí a Liza. Corrí tras ella; vivía aún, y es posible conservase aún el conocimiento. De entre aquel gentío prendieron al artesano y a otros tres hombres- Esos tres hombres, hasta ahora, niegan toda participación en el crimen, asegurando con tesón que los prendieron por error; puede que digan verdad. El artesano, aunque hay claras pruebas contra él, como hombre sin juicio, hasta ahora sigue sin poder explicar los pormenores de lo ocurrido. También yo, como testigo de vista, aunque me hallase algo lejos, tuve que declarar en la causa; declaré que todo ocurrió de un modo en alto grado fortuito, habiendo

sido los actores individuos, aunque excitados, poco conscientes de lo que hacían, borrachos y ya fuera de sí. Esa misma opinión sostengo ahora. CAPÍTULO IV

ÚLTIMA DECISIÓN Aiuella mañana a Piotr Stepánovich habíanlo visto muchos; los que lo vieron recordaban que se hallaba en un estado de suma exaltación. A las dos de la tarde fue a ver a Gagánov, que hacía un día lo más que había llegado del campo, y cuya casa estaba llena de visitantes que comentaban con mucFo calor los recentísimos sucesos. Piotr Stepánovich hablaba más que todos y los obligaba a escucharlo. A él lo tenían siempre allí por un “estudiante locuaz con un agujero en la chola”; pero ahora hablaba de Tulia Mijaílovna, y en aquel general revuelo el tema era cautivante. Dijo de ella, er calidad de reciente e intimísimo confidente suyo, muchos pormenores nuevos e inesperados; inopinada (y sin duda incautamente), expuso algunas mnrdacidades suyas a propósito de todas las personas conocidas de la población, con lo que hirió el amor propio de los presentes. Profería todo eso de una manera confusa y aturrullada, como hombre ingenuo que, a fuer de honrado, por una enojosa necesidad, se ve en el trance de explicar de una vez por todas una montaña de dudas y que en la ingenuidad de su torpeza no sabe por dónde empezar ni cómo concluir. Con baila imprudencia también dejóse decir que

Tulia Mijaílovna conocía todos los secretos de Stavroguin y que había sido ella quien había tramado todo aquel enredo. También a él, Piotr Stepánovich, lo había ella manejado a su antojo, porque él estaba eramorado de aquella desdichada Liza, y, sin embargo, de tal modo “le habían vuelto el seso”, que puede “casi” decirse que fue él mismo quien la condujo al coche de Stavroguin. “Sí, sí, hacen ustedes muy bien en reírse; pero, si yo lo hubiese sabido, si yo hubiese sabido en qué iba a parar esto! “, terminó. A distintas preguntas acerca de Stavroguin, contestó francamente que la catástrofe de los Lebíadkines, a juicio suyo, era pura casualidad, y el que de ella había tenido la culpa toda había sido el propio Lebíadkin, que había enseñado el dinero. Eso lo explicó especialmente bien. Uno de sus oyentes le hizo notar que en vano “quería dar el pego”; que él comía, bebía y sólo le faltaba quedarse a dormir en casa de Tulia Mijaílovna, y ahora era el primero en criticarla, y que eso no estaba tan bien como él suponía. Pero Piotr Stepánovich enseguida salió en su defensa. —Yo comía y bebía allí, no porque no tuviese dinero, y no tengo la culpa de que me invitasen. Haga el favor de juzgar usted mismo hasta qué punto debo agradecerlo. La impresión general pronuncióse a su favor: “Demos de barato que sea un individuo torpe y, sin duda, huero; pero ¿qué culpa tiene él de las 420 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 421

necedades de lulia Mijaílovna? Por el contrario, se despreide de todo que siempre hizo por contenerla...” A eso de las dos difundióse de pronto la otra noticia: IL de que Stavroguin, del que tanto se hablaba, se había marchado en el trin de las doce a Petersburgo. Eso despertó gran interés; algunos fruncieroi el ceño. Piotr Stepánovich se impresionó tanto, que dicen que hasta camlió de semblante y gritó con voz extraña: “Pero ¿quién puede haberlo hech partir?” Inmediatamente se fue de casa de Gagánov. Pero le vieron toda’ía en dos o tres casas. Al oscurecer halló modo de introducirse también en cLsa de lulia Mijaílovna, aunque con mucha dificultad, porque aquélla, dcididamente, no quería recibirlo. Hasta al cabo de tres semanas no me enter yo de ese pormenor, que me contó ella misma antes de partir para Petcsburgo. No me dio detalles; pero, con un estremecimiento, me dijo que “enaquella ocasión la había él asombrado sobre toda ponderación”. Supongo qie aquella vez la amenazaría con acusarla de complicidad en caso de tener la propósito de “hablar”. La necesidad de meterle miedo a ella, que aún os sabía nada, iba estrechamente unida a sus intenciones de entonces, y sólo espués, al cabo de cinco días, adivinó ella por qué le preocupaba a él tano su silencio y tanto temía nuevos alTebatos de indignación por su parte... A las ocho de la noche, cuando ya había oscurecido dd todo, al extremo de la ciudad, en la travesía de Fomin, en una casucha pquefia, ruinosa, domicilio del abanderado Erkel, se reunieron los nuestrosodos, es decir, los cinco. Aquella asamblea habíala convocado el propio tepán Trofimovich, pero se retrasó de un modo imperdonable, y, cuandose presentó, ya llevaban los otros esperándole una hora. El tal abanderad Erkel era ese mismo oficial forastero que en la velada en la casa de Viriinskii se había pasado todo el tiempo lápiz en ristre y con un cuadernik delante. Hacía poco tiempo que vivía en la población, alojábase en aquelkcasa, sita en el fondo de un callejón sin salida, teniendo por patronas dos hcmanas, ya viejas, de la clase media, y había de permanecer entre nosotr6 poco tiempo; reuniéndose en su casa, habían de pasar más inadvertidos. Aiuel mocito extraño distinguíase por su taciturnidad extraordinaria; era cpaz de pasarse diez veladas seguidas en medio de una compañía ruidosa yie los más singulares diálogos, sin proferir palabra, pero sin apartar susinfantiles ojos, sumamente atentos, de los interlocutores, y escuchando. Ermuy guapito y parecía inteligente. Al quinquevirato no pertenecía; suponm los nuestros que estaba encargado por alguien de un cometido especial, implemente en el terreno de la acción. Ahora se sabe ya que no le habían onfiado cometido alguno y que apenas si él mismo se daba cuenta de su silación. Sólo se inclinaba ante Piotr Stepánovich, al que hacía poco conociel. Si se hubiera encontrado con algún monstruo prematuramente pervertio, y éste, con cualquier pretexto socialnovelesco, le hubiera mandado foriar una partida de bandidos y en concepto de ensayo matar y despojar al prnero que se topase, infaliblemente le habría obedecido. Tenía no sé dóndwna madre enforma, a la que remitía la mitad de su escaso sueldo ¡y cómo seguramente besaría aquella pobre cabeza rubia, cómo temblaría por ella, cómo por ella rezaría! Me extiendo tanto acerca de él, porque me daba mucha lástima. Los nuestros estaban excitados. Los sucesos de la pasada noche les habían hecho impresión, y también, a la cuenta, sentían miedo. Los sencillos, aunque sistemáticos escándalos en que tan de buen grado habían tomado parte hasta entonces, tenían un desenlace para ellos inesperado. El incendio nocturno, el asesinato de los Lebíadkines, la agresión de las turbas a Liza, todo esto eran otras tantas sorpresas que no habían ellos incluido en su programa. Con calor acusaban a la mano que los conducía, de despotismo e insinceridad. En una palabra: en tanto aguardaban a Piotr Stepánovich, llegaron a caldearse unos a otros, de suerte que acordaron otra vez definitivamente pedirle explicaciones categóricas, y si una vez más volvía a emplear la evasiva, disolver el quinquevirato para sustituirlo con otra sociedad secreta “encaminada a la propaganda de la idea”, y ni que decir tiene, con arreglo a los principios igualitarios y democráticos. Liputin, Schigálev y el conocedor del pueblo apoyaban esa idea; Líamschin callaba, aunque tenía aspecto de otorgar. Virguinskii vacilaba y quería oír antes a Piotr Stepánovich. Acordaron oír a Piotr Stepánovich; pero éste no acababa de llegar; semejante desatención agravaba el veneno. Erkel guardaba absoluto silencio, y sólo atendía a servir el té, que llevaba de casa de sus patronas, por su propia mano, en una bandeja, no habiendo aportado allí el samovar ni dejado entrar a la

criada. Piotr Stepánovich no se presentó hasta las ocho y media. Con rápido andar acercóse a la mesa redonda de delante del diván, detrás de la cual tomaba asiento la concurrencia; quedóse con el gorro en la mano y rehusó el té. Tenía aire enfurruñado, severo y altivo. Probablemente había adivinado por las caras que “se habían sublevado”. —Antes que abra la boca, abran ustedes las suyas, que parecen tener algo preparado —observó con maligna sonrisa, pasando revista a todos con la mirada. Liputin tomó la palabra “en nombre de todos”, y con voz que temblaba por el agravio, declaró que “si seguían así, se iban a romper la crisma”. Oh!, él no temía romperse la crisma, y hasta estaba dispuesto a ello, pero solamente por la causa. (Movimiento general de aprobación.) Así, pues, debían ser francos con ellos para que siempre supiesen de antemano las cosas, “pues, de lo contrario, ¿qué iba a pasar?” (Nuevo movimiento aprobatono y algunos sonidos guturales.) Proceder así resultaba humillante y peligroso... Nosotros no tenemos en modo alguno miedo; pero si actúa uno y los demás quedan reducidos a simples peones, si ese uno se equivoca, todos los demás lo pagan. (Exclamaciones: “LEso es, eso es! Aplauso general.) —El diablo los lleve, ¿qué es lo que ustedes necesitan? —Pues saber —clamó Liputin— qué relación tienen con la causa los enredos privados del señor Stavroguin. Concedido que pertenezca de un modo algo misterioso al centro, si es que, efectivamente, existe ese centro 422 FEDOR M. DOSTOILVSKI LOS DEMONIOS

fantástico, que en eso no queremos meternos. Pero, a todo esto, se ha cometido un crimen; la Policía ha abierto el ojo; siguiendo la pista, puede llegar hasta el club. —Se pierde usted con Stavroguin y nos perdemos nosotros —añadió el conocedor del pueblo. —Y sin ningún provecho para la causa... —terminó tristemente Virguinskii. —jQué disparate! Un asesinato.., es un caso fortuito; lo cometió Fedka para robar. —iHum! ¡De todos modos, extraña coincidencia! —insinuó Liputin. —Pues si quieren ustedes, ustedes tienen la culpa. —cCómo que tenemos la culpa? —En primer lugar, usted, Liputin, ha tomado parte en este enredo, y, además, y esto es muy importante, a usted le habían mandado expedir a Lebíadkin y darle el dinero, ¿y qué hizo usted? Si lo hubiera puesto en el tren, nada habría ocurrido. —Y si usted no hubiera sugerido la idea de sacarlo a leer versos! —Una idea no es una orden. La orden era la de ponerle en el tren. —La orden. Palabra bastante extraña... Al contrario, usted precisamente mandó suspender el viaje. —Usted está en un error y ha puesto de manifiesto su estupidez y su indisciplina. Pero el asesinato es cosa.., de Fedka, y lo ha cometido él solo para robar. Ustedes han oído decir algo y se lo han creído. Ustedes tienen miedo. Stavroguin no es tan necio, y la prueba es que... se ha ido a las doce del día, después de prestar declaración ante el vicegobernador; si algo hubiera de por medio, no lo habrían dejado partir a Petersburgo en pleno día. —Pero es que nosotros no decimos que Stavroguin en persona haya sido el asesino —encareció Liputin con encono y desparpajo—. ¡Es posible hasta que no lo supiera, como no lo sabía yo, porque a usted mismo le consta que yo no sabía nada, aunque haya caído en la trampa como cordero en la caldera! —Entonces a quién acusa usted? —y Piotr Stepánovich lo miró sombríamente. —Pues a los mismos que creyeron necesario incendiar la ciudad, —Lo peor de todo es que usted se escabulle. Por lo demás, ¿no querria usted leer esto y enseñárselo a los demás? Sólo para inforrnarlos. Sacó del bolsillo la carta anónima de Lebíadkin a Lembke, y se la entregó a Liputin. Este la leyó, dio visibles muestras de asombro y, pensativo, entregósela a su vecino; la carta no tardó en dar la vuelta a la reunión. —,Es, efectivamente, letra de Lebíadkin? —inquirió Schigálev. —Su letra —manifestaron Liputin y Tolkáchenko (es decir, el conocedor del pueblo). —Sólo la he traído a título de información y sabiendo que sentían tanto lo de Lebíadkin —repitió Piotr Stepánovich, volviendo a tomar la carta— De modo, señores, que Fedka, de un modo enteramente fortuito, ha venido a liberarnos de un hombre peligroso. ¡Ahí pueden ver lo que a veces hace la casualidad! ¡Verdad que es instructivo! Los reunidos cambiaron rápidas miradas.

—Pero ahora, señores, también a mí me ha llegado el turno de preguntar —dijo Piotr Stepánovich—. Tengan la bondad de decirme: ¿cómo es que se han propasado a prenderle fuego a la ciudad sin permiso? —iCómo! ¡Que nosotros, nosotros, le hemos prendido fuego a la ciudad! ¡Eso es una locura! —sonaron exclamaciones. —Comprendo que hayan querido divertirse —prosiguió, terco, Piotr Stepánovich—; pero miren que ya no se trata de escandalillos con lulia Mijaílovna. Yo les he reunido a ustedes aquí, señores, para explicarles el grado de peligro a que tan neciamente se han expuesto, y que a muchos más que a ustedes amenaza. —Permita usted: nosotros, por el contrario, teníamos intención de hablarle del grado de despotismo y desigualdad que acusa la adopción, a espaldas de los socios, de una medida tan grave y al mismo tiempo extraña —manifestó el hasta entonces callado Virguinskii, sin poder ocultar su indignación. —Luego, ¿ustedes lo niegan? Pues yo afirmo que los incendiarios son ustedes, ustedes solos y nadie más. Señores, no mientan ustedes, que yo tengo informes exactos. Por su sola voluntad han puesto en peligro toda la causa. Ustedes no son más que una malla de una red inmensa de mallas unidas entre sí por la ciega obediencia al centro. Tres de ustedes indujeron al incendio de la fábrica de los Schpigúliries, sin contar con la menor instrucción, y el fuego se produjo. —Cómo tres? ¿Qué tres de nosotros? —Anteayer, a las cuatro de la madrugada, usted, Tolkáchenko, estuvo hablando con Fomka Saviálov en el “No me olvides”. —Haga usted el favor —saltó aquél—. Yo apenas le dije una palabra, y, además, sin intención, y eso porque le habían dado de azotes por la mañana; pero enseguida me separé de él al ver que estaba la mar de borracho. Si no me lo hubiese usted recordado, yo ya no me acordaba. Con una palabra no se provoca un incendio. —Usted se parece al hombre que se asombrase de que una simple chis- pa ocasionara la explosión de un polvorín. —Yo se lo dije por lo bajo, en un rincón, al oído. ¿Cómo ha podido usted enterarse? —objetó Tolkáchenko de pronto. —Yo estaba también allí, sentado a una mesa. No se inquieten ustedes, señores. Conozco todos los pasos que dan. Usted sonríe maliciosamente, señor Liputin. Pues yo sé, por ejemplo, que usted, hace cuatro días, le tiró de los pelos a su mujer, a medianoche, en la alcoba, al irse a acostar. Liputin abrió la boca y se puso pálido. - (Luego se supo que de la hazaña de Liputin se había enterado por Agaha, la criada de Liputin, a la que desde el principio tenía a sueldo para que hiciese de espía, según luego se averiguó.) 424 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 425

—Podria yo hacer constar un hecho? —dijo Schigálev, levantándose de pronto. —Hágalo constar. Schigálev se sentó y reconcentró sus ideas. —Según he podido comprender, e imposible, además, fuera no comprenderlo, usted mismo, desde el principio, y luego más de una vez, muy elocuentemente, aunque de un modo harto teórico, nos ha descrito el cuadro de Rusia, surcada por una red de mallas infinitas. Por su parte, cada una de esas secciones actuantes, haciendo prosélitos y extendiéndose en otras secciones análogas hasta lo infinito, tiene por misión la de, mediante una propaganda sistemática delatora, minar continuamente la autoridad de los poderes locales, engendrar la duda en los vecinos, fomentar el cinismo y ej escándalo, la incredulidad absoluta en todas las cosas, el ansia de mejora y, finalmente, provocando incendios como medio popular por excelencia, lanzar a una región, en el momento indicado, si es preciso, incluso a la desesperación. ¿No son éstas las palabras de usted, que yo me esfuerzo por reproducir literalmente? ¿No es éste su programa de acción, según nos lo comunicó a nosotros en calidad de plenipotenciario del Comité central, perfectamente desconocido para nosotros hasta ahora y poco menos que fantástico? —Es verdad, sólo que usted habla mucho. —Cada cual tiene derecho a su palabra. Al hacernos creer que las ma-’ ¡las parciales de la red general, que envuelve ya a Rusia, ascienden ya a unos cuantos centenares, y al formular la proposición de que si cada uno s diese prisa a hacer lo suyo, toda Rusia, en el plazo indicado, a una señal... —Ah, que el diablo se lo lleve, que tenemos otras cosas que hacer! -dijo Piotr Stepánovich, revolviéndose en su silla. —Permítame usted: yo seré breve y terminaré con esta sola pregunta: ¿ha visto usted ya el escándalo, ha visto el descontento de la población, h*’ presenciado y tomado parte en la caída de las autoridades locales, y, finalmente, con sus propios ojos ha podido ver el incendio? ¿Por qué está dis’ gustado? ¿No es ése su programa? ¿De qué puede acusamos? —iDe indisciplina! —gritó Piotr Stepánovich con saña—. Mientras yo esté aquí, no pueden ustedes actuar sin

mi permiso. Basta. Es inminente una denuncia, y es posible que mañana u hoy mismo todavía los prendan a ustedes. Ya lo saben: es una noticia segura. Todos se quedaron boquiabiertos. —Los detendrán, no sólo como a inductores del incendio, sino como a miembros del quinquevirato. El delator conoce todo el secreto de la red. ¡Vean lo que se han buscado! —Seguramente, Stavroguin! —gritó Liputin. —Cómo!... ¿Por qué Stavroguin? —exclamó de pronto Piotr StepánO vich como turbado—. ¡Al diablo!... — se repuso inmediatamente—. ¡Ha dicho Schátov! Ustedes, según creo, ya saben que Schátov, allá en tiempoS, perteneció a la sociedad. Estoy obligado a revelarles que, haciéndole seguir’ por una persona de la que él no sospecha, he podido averiguar, con el consiguiente asombro, que tampoco para él es un secreto la estructura de la red, y..., en una palabra, que lo sabe todo. Con objeto de salvarse de inculpaciones por su participación pasada, los denunciará a todos. Hasta ahora anduvo titubeando, y yo lo contenía. Ahora ustedes, con el incendio, lo han acabado de decidir; está trastornado y ya no vacila. Mañana mismo nos detendrán como a incendiarios y delincuentes políticos. —,De veras? ¿Por qué está enterado Schátov? La emoción era indescriptible. —Todo es absolutamente cierto. No tengo derecho a descubrirles a ustedes mis caminos, ni el modo cómo he averiguado todo eso; pero he aquí lo que por lo pronto puedo yo hacer por ustedes: hay un individuo mediante el cual puedo influir en Schátov, de suerte que él, sin sospechar lo más minimo, aplace la denuncia, pero sólo por veinticuatro horas. Más de veinticuatro horas no puedo. De modo que pueden ustedes estar libres de preocupaciones hasta pasado mañana por la mañana. Todos callaron. —iPues mandémoslo de una vez al diablo!... —gritó Tolkáchenko el primero. —iYa hace tiempo que debía haberse hecho! —terció Líamschin, maligno, dando un puñetazo en la mesa. —Pero ¿qué hacer? —murmuró Liputin. Piotr Stepánovich inmediatamente recogió la pregunta y expuso su plan. Consistía en citar a Schátov con objeto de recogerle la imprenta clandestina que tenía en su poder, en un lugar solitario, donde estaba enterrada, a la caída de la tarde, y... “ya allí se vería”. Dio muchos pormenores necesanos que ahora omitimos, y explicó circunstanciadamente las verdaderas relaciones equívocas de Schátov con la sociedad central, según ya las conoce el lector. —Todo eso está bien —observó Liputin con voz mal segura— pero otra vez ahora.., una nueva aventura de la misma índole.., va a hacerle demasiada impresión a la gente. —Sin duda —corroboró Piotr Stepánovich—; pero también eso esta previsto. Hay un medio para eludir toda sospecha. Y con la anterior exactitud habló de Kirillov, de su intención de pegarse un tiro y de cómo había prometido aguardar a una señal y, al matarse, dejar una carta escrita cargando con todas las culpas. (Todo esto ya lo sabe el lector.) —Tiene la firme intención de quitarse la vida.,, filosófica, y, a mi Juicio, locamente, y eso lo saben “allá” —continuó explicando Piotr StepanoVich—. “Allá” no desperdician ni un pelito, ni una mota de polvo: todo re- dunda en beneficio de la causa. Previendo su utilidad y convencidos de que SO intención es perfectamente seria, le facilitaron ¡os medios de venir a Rusia (él se empeñaba en matarse en Rusia), confiáronle un cometido, que se encargó de cumplir (y cumplió), y, además, lo comprometieron mediante la 426 EFDOR M DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

promesa, que ya Conocen ustedes, de no suicidarse hasta que se lo dijesen. El lo ha prometido todo. Fíjense ustedes en que él pertenece a la sociedad por razones personales y desea ser útil; más no les puedo revelar a ustedes. Mañana. “después de lo de Schátov”, yo le haré escribir una carta diciendo que él ha sido el causante de su muerte. Eso parecerá muy verosímil; fueron amigos, y juntos emigraron a América; pero allá riñeron; todo lo cual se explicará en la carta..., y... hasta, según las circunstancias también se echará Kirillov la culpa de otra cosa: de las proclamas, por ejemplo, y también, hasta cierto punto, del incendio. Eso, por lo demás, ya lo pensaré. No se inquieten ustedes: él es hombre sin prejuicio; todo lo suscribirá. Expresáronse dudas. El cuento pareció fantástico. De Kirillov, sin embargo, todos habían oído hablar más o menos; Liputin más que ninguno. —De pronto cambiará de idea y no querrá —dijo Schigálev—. Después de todo, es un loco; así que no hay que fiar mucho en él.

—No se inquieten ustedes, señores; querra —falló Pioir Stepánovich—. Según lo convenido, yo tengo que avisarle la víspera, es decir, hoy mismo. Invito a Liputin a venir ahora mismo conmigo a verlo y cerciorarse, para luego, a la vuelta, señores, comunicarles a ustedes, si hace falta, hoy mismo, si he hablado o no verdad. Después de todo —interrumpióse de pronto con desmedida excitación, cual si por fin sintiese que era hacerle demasiado honor a aquella gentecilla el tratarla de aquel modo y esforzarse así por convencerla—. Después de todo, hagan ustedes lo que les parezca. Si no se deciden ustedes, se disuelve la Sociedad..., pero sólo por el hecho de su indisciplina y traición. De modo que desde este instante quedamos separados. Pero sepan ustedes que, en ese caso, ustedes, además del contratiempo de la denuncia de Schátov y sus consecuencias, van a atraerse, además, otro pequeño contratiempo, del cual se habló con toda Claridad al constituirse la Asociación. Por lo que a mí se refiere, yo, señores, no les temo a ustedes gran cosa... No vayan a pensar que estoy tan ligado a ustedes... Aunque, después de todo, es lo mismo. —No, nosotros estamos decididos —declaró Líamschjn. —Otra salida no hay —murmuró Tolkáchenko__ y si Liputin confirma lo de Kirillov.., —Yo me pronuncio en contra; con todas las energías de mi alma protesto contra esa resolución sangrienta —dijo Virgujn5i lanzándose de su sitio. —,Pero...? —inquirió Piotr Stepánovich. —Cómo “pero”? —Usted ha dicho “pero”.. , y yo aguardo. —Yo creo que no he dicho tal “pero”... Sólo quise decir que si se deciden... —óQué?

Virguinskii calló. o .1 CO que se puede mirar con indiferencia la seguridad personal —dijo Erkel, abiondo de pronto la boca—; pero cuando con ello puede 427

comprometerse la obra común, opino que es imposible atrev la seguridad personal... et a desdeñar Se aturrulló, y se puso encamado. Aunque cada cual est pado con lo suyo, todos lo miraron con asombro: hasta tal ‘‘Viese preOCU inopinado el que hubiese roto a hablar. oto resultaba —Opto por la obra común —dijo Virguinskii de pront0 Todos se levantaron de sus asientos. Quedó acordado doce, comunicarse noticias, aunque sin entrar todos de un 0t día, a las ya todo definitivamente. Especificóse el lugar donde estaba e, y acordarlo prenta, repartiéronse los papeles y cometidos. Liputi0 pioflttuada la imfuéronse juntos enseguida a ver a Kirillov. tr Stepánovich IT Lo de que Schátov se proponía denunciarlos lo creyeron Sic nuestros; pero que Piotr Stepánovich jugaba con ellos c00l’Pre todos los nes..., también lo creían. Y, además, sabían todos que al d’ hieran peO hallarían en aquel sitio, y la suerte de Schátov quedar0 de Siguiente se que de pronto habían caído en la tela de una inmensa araha.cd:da. Seutían temblaban de susto. pero Piotr Stepánovich, indudablemente, era culpable a su « podido obviarse de un modo acorde y “fácil” si se hubi05 todo habría un poquito siquiera de embellecer la realidad. Lejos de preSe° preocupado con un aspecto decoroso, algo así por el estilo del Ciudada los hechos bíase limitado a infundir un vulgar miedo, y la amenaza al° romano, balo que resultaba sencillamente descortés. Sin duda que en 10pio pellejo, medio la lucha por la existencia, y no hay otro principio 0Onda de po” ben; pero, a pesar de todo... ‘ ep0 todos saPero Piotr Stepánovich no tuvo tiempo para acordarse d él mismo estaba desquiciado. La fuga de Stavroguin lo habj0° S romanos; anonadado. Había mentido al decir que Stavroguin se había SOprendido Y cegobernador; lo cierto era que se había largado sin ver a nart0 con el O dre siquiera... y, verdaderamente, había motivos para extrah1ni a su ahubiesen molestado. (Posteriormente las autoridades tuvierOfl°Oí que no le personalmente sobre el particular.) Piotr Stepánovich an0 90 responder todo el día; pero hasta el presente no había logrado averig00 ‘ husmeando había sentido tanto miedo. Y, además, ¿podía él despreflderhda, y nunca y porrazo, de Stavroguin? He ahí por qué no podía mostrars e de golpe los nuestros, Además, que ellos le habían atado las mano5,ctuoso con suelto salir enseguida en persecución de Stavroguin; pero Ytienía él re- 10v, y era menester consolidar definitivamente el quinq0°tenía Schá caso. “No dejarlos en balde, sacarles el jugo”. Así 5UPOngo 0 en todo pensar. debía él de Por lo que se refiere a Schátov, tenía la absoluta COnvicc bía de denunciarlos. No había hecho sino mentir al decirIesde que halo de la denuncia; nunca había visto él la tal denuncia Di nuestros Oi hablar de

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ella; pero estaba convencido de su existencia como de que dos y dos so cuatro. Parecíale precisamente que Schátov no había de desperdiciar po nada del mundo el instante actual: la muerte de Liza, la muerte de Man Timoféyevna, y ahora sería cuando adoptase su determinación. ¡Aunqu quién sabe si tendría algún fundamento para pensar así! Sabido es tambié: que le tenía a Schátov odio personal; habían reñido una vez, y Piotr Stepá novich no perdonaba nunca las ofensas. Hasta estoy convencido de ser és la razón principal. Las aceras de nuestra población son estrechas, de losas. Piotr Stepáno vich iba por en medio de la acera, todo ensimismado y sin fijar ni remota mente la atención en Liputin, que no tenía sitio para ir a su lado, viéndos obligado a seguirle a un paso de distancia, o, si quería conthuar hablándo le, a andar por el arroyo, llenándose de fango. Piotr Stepánoich, de pronto recordó que también él no hacía mucho había ido asimismo or el barro si guiendo a Stavroguin, que, como él ahora, iba por la mitrd de la acera cogiéndola toda. Recordó toda aquella escena, y la rabia hico presa en st ánimo. Pero también Liputin estaba furioso ante el agravio. Pase que Piotr Ste. pánovich tratase a los nuestros como le viniese en gana; perc ¿a él? Porque él “sabía” más que todos los nuestros, estaba más adentrado que ninguno, en la obra, más en su intimidad, y hasta entonces, de un nodo indirecto, pero constante, había tomado parte en ella. ¡Oh!, él sabía qne Piotr Stepánovich, incluso ahora, podía perderlo “en un caso extremo”. Pero a Piotr Stepánovich odiábalo desde hacía tiempo, y no por su condbión peligrosa, sino por la altanería de su trato. Ahora que había que decidrse a una cosa como aquélla, lo odiaba más que todos los nuestros juntos. Ay!, sabía él que, irremisiblemente, “como un esclavo”, acudiría el prinero al día siguiente al lugar convenido; más aún: que conduciría a los lemás, y si de: allí al otro día hubiese hallado el medio de matar a Piotr epánovich siii comprometerse, claro está, infaliblemente lo habría matado. Sumido en sus cavilaciones, callaba y seguía con miedc a su verdugo Éste parecía haberse olvidado de él; sólo de cuando en cuanco, de un modo imprudente y descortés, dábale algún codazo. De pronto, Pior Stepánovich en la calle más céntrica, se detuvo y entró en un figón. —i,A dónde va usted? —gritóle Liputin—. ¡Pero si es uia taberna!... —Quiero tomarme un bistec. —Por favor, que siempre está eso lleno de gente. —Bueno; pues que lo esté. —Pero... es que nos retrasamos. Son ya las diez. —Allí nunca es tarde. —Pero para mí sí es tarde! Quedaron aguardando mi vielta. —Pues que aguarden; tonto es usted si va. Yo, con el traín que me han 1-w comido. Y para ver a Kirillov, cuanto más t:rde vaya allí, Piotr Stepánovich tomó un reservado. Liputin, iracundo y resentido, sentóse a un lado y púsose a verlo comer. Pasó hora y media y más. Piotr stepánovich no se daba prisa: comía con delectación; llamaba, pedía más mostaza, luego cerveza, y a tcdo no profería palabra. Estaba sumido en hondo ensimismamiento. Podía hacer ambas cosas: comer con apetito y sumirse en hondo ensimismamiento. Liputin, hasta tal punto llegó finalmente a odiarlo, que no tenía fuerzas para apartar de él la mirada. Era algo por el estilo de un ataque nervioso. Contaba cada trozo de bistec que se metía en la boca; odiábale por el modo que tenía de abrir aquélla, de mascar, de saborear los suculentos bocados, y hasta se le hizo aborrecible el bistec mismo. Por último, pareció envolverle una niebla los ojos; la cabeza se le iba ligeramente; calor y frío alternados corríanle por la espalda. —Usted no hace nada, lea usted —dijo, entregándole de pronto un papel Piotr Stepánovich. Liputin acercóse a la luz. El papel estaba garrapateado con letra menuda, malísima y con tachaduras en cada renglón. Luego que lo hubo leído, Piotr Stepánovich pagó y salió. Ya en la acera, Liputin le devolvió el papel. —Guárdeselo; luego le diré. Aunque por lo demás, ¿qué piensa usted? Liputin se estremeció todo. —A mi juicio..., semejante proclama... es sólo una estupidez ridícula. Se le escapaba la ira; sentía como si lo cogieran y lo empujasen.

—Si nos decidimos —dijo, temblando, con un calofrío menudito— a repartir proclamas de esa índole, por nuestra estupidez e incomprensión de la obra haremos que nos desprecien. —Hum! Yo pienso de otro modo —y siguió avanzando, con paso firme, Piotr Stepánovich. —Pues yo no; ¿ha sido usted quien la ha redactado? —Eso no le interesa. —Pienso también que esos versuchos —Personalidad luminosa— son los versos más malos que puede haber en el mundo, y no es posible que sean obra de Herzen. —Usted se equívoca; los versos son buenos. —Me asombra, por ejemplo, también —dijo, jadeando, Liputin— el que nos propongan actuar de modo que todo se derrumbe. En Europa es natural que deseen que todo se derrumbe, porque allí hay un proletariado, mientras que aquí no hay más que aficionados y, a mi juicio, no hacemos más que damos pisto. —Yo pensaba que usted era furierista. —Fourier no dice nada de eso, en absoluto. —Ya sé que no dice más que desatinos. —No; Fourier no dice desatinos...; usted dispense, no puedo creer que para el mes de mayo haya un levantamiento. Liputin hasta se desabrochó, hasta tal punto se acaloraba. —Bueno, basta; ahora, para que no se nos olvide —le interrumpió Piotr Stepánovich con terrible sangre fría—, esa hoja tendrá usted que com mejor. LOS DEMONIOS

430 FEDOR M. DOSTOIFVSKI ponerla y tirarla usted mismo. A Schátov le recogeremos la imprenta y u ted se encargará de ella mañana. En el menor tiempo posible compondrár tirará los más ejemplares que pueda, y luego en todo el invierno los repart. rá. Ya se le indicarán los medios. Es preciso tirar los más ejemplares que puedan, porque se los pedirán de otros sitios. —No, usted dispense; pero yo no puedo encargarme de semejante.. Me niego. —A pesar de todo, se encargará. Yo procedo de acuerdo con las ini trucciones del Comité central, y usted está obligado a obedecer. —Pues yo digo que nuestros centros del extranjero se olvidan de la rea lidad rusa y han roto todo lazo con ella y no hacen más que perjudicar.. Pienso también que en vez de muchos centenares de quinqueviratos en Ru sia, no hay más que uno, y que no hay en absoluto tal red —dijo, respiran do por fin a sus anchas, Liputin. —Tanto más despreciable resulta en usted el que no creyendo en 1 causa se haya puesto a su servicio.., y venga ahora detrás de mí corriend como un perro vil. —No, si yo no corro. Nosotros tenemos pleno derecho a retiramos constituir otra sociedad. —iBu. . .rro!... —gritó, amenazador, Piotr Stepánovich, echando fueg por los ojos. Quedáronse parados un rato uno frente a otro. Piotr Stepánovich di( media vuelta y continuó, lleno de aplomo, camino adelante. Por la mente de Liputin cruzó como un relámpago: “Me vuelvo y m voy; si no me vuelvo ahora, nunca ya podré hacerlo.” Así pensó durante e trecho de diez pasos justos, pero al paso número once, una nueva y desola. da idea bullóle en la mente; no dio media vuelta ni se fue. Llegaron a casa de Filippov, pero en vez de entrar por la puerta echa’ ron por una travesía, o, mejor dicho, por un pasadizo inadvertido que corría a lo largo del muro, de suerte que durante un rato tuvieron que andar pisan do al filo de una zanja, donde apenas podían posar el pie, viéndose obliga dos a agarrarse al muro. En el rincón más oscuro de la ruinosa fachada Piotr Stepánovich arrancó una tabla; quedó al descubierto un boquete poi donde enseguida se escurrió. Liputin se asombró, pero introdújose por allí a su vez, luego volvieron a colocar la tabla como estaba antes. Era el mismo acceso secreto por donde Fedka se había deslizado en casa de Kirillov. —Schátov no debe saber que está usted aquí —díjole severamente y en voz baja Piotr Stepánovich a Liputin. III Kirillov como siempre a tal hora, se hallaba tendido en su diván de cuero tomando el té. No se levantó para recibirlos, pero se estremeció todo, y alannado miró a sus visitantes. —No se ha equivocado usted —díjole Piotr Stepánovich—: vengo a

—Hoy? —No, no, mañana...; aproximadamente a esta hora. Y apresuróse a sentarse a la mesa, mirando con cierta inquietud al alarmado Kirillov. El que, por lo demás, ya se había tranquilizado y tenía el mismo aspecto de siempre. —Mire usted; ésos no lo creen. ¿Le enoja a usted que haya traído conmigo a Liputin? —Hoy no me enojo, pero mañana quiero estar yo solo. —Pero no antes de que yo venga, y luego estará usted conmigo. —No quisiera tenerlo a mi lado.

—Recuerde usted que ha prometido escribir y firmar todo lo que yo le dicte. —A mí me es igual. Y ahora, ¿va a estar usted mucho rato? —Necesito avistarme con uno y estaré con él una media hora, así que esta media hora tengo que estar aquí. Kirillov callaba. Liputin habíase sentado, entre tanto, a un lado, bajo el retrato del arjiereo. El reciente desolado pensamiento cada vez se apoderaba más de su mente. Liputin conocía ya de antes las teorías de Kirillov, y se había burlado de ellas siempre; pero ahora callaba y lúgubremente miraba en tomo suyo. —No le perdono el té —dijo Piotr Stepánovich—, acabo de comerme un bistec, y contaba con tomar el té en su casa. —Pues beba. —Antes usted mismo me lo brindaba —observó, acremente, Piotr Stepánovich. —Es lo mismo. Que también Liputin beba. —No..., yo no puedo. _cN0 quiere o no puede? —inquirió, volviéndose rápidamente, Piotr Stepánovich. —No he de tomar nada en su casa —rehusó Liputin expresivamente. Piotr Stepánovich enarcó las cejas. —Eso huele a misticismo; ¡el diablo que los entienda a ustedes! Ninguno le respondió; guardaron silencio un minuto. —Pero yo sé una cosa —añadió, de pronto, bruscamente—: que ningún prejuicio impedirá que cada uno de nosotros cumpla con su deber. —Y Stavroguin, ¿partió? —inquirió Kirillov. —Partió. —Hizo muy bien. Piotr Stepánovich echaba fuego por los ojos, pero se contuvo. —A mí me es indiferente lo que piense usted, con tal que cada uno de nosotros cumpla su palabra. —Yo cumpliré mi palabra. —Por lo demás, siempre estuve convencido de que usted cumpliría con su deber, a título de hombre independiente y progresivo. —Es usted chistoso. 431

eso. 434 FEDOR M DOSTOIEVSKI

cuya casa debes siempre limpiarte las botas, porque él es un hombre de c tura y talento, mientras que tú no eres más que.. ¡Ufl Y con empaque escupió a un lado un gargajo seco. Evidentes eraj altanería, la energía y cierta muy peligrosa tranquila manera de expres, hasta el primer arrebato. Pero Piotr Stepánovich no tuvo tiempo de repag en el peligro y ni siquiera tenía ojos para las cosas. Los acontecimjento fiascos de aquel día habíanlo trastornado... Liputin, con curiosidad miraij hacia abajo, puesto en lo alto de los tres peldaños, desde el cuarto —,Quieres o no tener un buen pasaporte y buenos dineros para irte . donde te han dicho? ¿Sí o no? —Mira, Piotr Stepánovjch: tú, desde el primer momento, has tenido tención de engañarme, porque te portas conmigo como un verdadero caJ lla. Eres para mí un pagano piojo humano..., para que veas en lo que te timo. Tú, porque derramara una sangre inocente, me ofreciste mu dinero, y juraste por el señor Stavroguin, a pesar de que eso sólo demues tu descaro. Sea como fuere, yo no he cogido nada, no ya los mil quinien rublos, y el sefior Stavroguin no hace mucho que te ha sopapeado ami carrillos, según ya se sabe. Ahora vuelves a amenazarme y me ofreces diE ro, no sé por qué..., pues no lo dices. Pero a mí se me figura que adoi quieres mandarme es a Petersburgo para que te vengue del señor Stay guin, Nikolai Vsevolódovich, confiando en mi credulidad. De donde resul que eres el primer asesino. Y ¿sabes tú a qué te has hecho acreedor el solo hecho de haber dejado de creer, por culpa de tu depravación, en mismo Dios, Creador verdadero? Eso viene a ser igual que la idolatría, estás a la misma altura que un tártaro. Aléksieyi Nilich, que es un verdad ro filósofo, te explicó brevemente al verdadero Dios, Creador del Univey y la creación del mundo, lo mismo que los futuros destinos y la transfigtm ción de toda criatura y de todo animal, según el libro del Apocalipsis. Pi tú, cual inerte ídolo, en la sordera y la mudez te emperras, y al abanderad Erkel has conducido a lo mismo, cual ese criminal seductor que se di ateo... .—Ah, qué tío borracho! ¡Despoja a las imágenes y luego se pone predicar sobre la existencia de Dios!

—Yo, mira, Piotr Stepánovich: te digo que en verdad he robado, per sólo perlas he cogido; ¿y qué sabes tú las lágrimas que yo, en aquel mism4 instante, vertía ante el Altísimo, si no me valían el perdón por el agraví que me hicieron, ya que, al fin y al cabo, yo soy un pobre huérfano, que t4 tiene cobijo? ¿No sabes, por los libros, que alguna vez allá, en los tiempoS antiguos, hubo un comerciante que, con las mismas llorosas súplicas y rc zos, despojó a la Virgen Santísima de todo el mundo, de rodillas, devolvió toda la suma, poniéndola en la alfombra, y la Madre Tutelar, delante de to dos, con su velo fue y lo cubrió, lo que hasta hoy consta como milagro y e los archivos del gobierno lo mandaron escribir tal y como sucedió a las au toridades? Y tú has metido allí un ratón; es decir, que del mismo dedo divi - has burlado. Y si no fueras tú mi señor nato, al que siendo pequefio brazos, te mataría ahora mismo sin moverme de este sitio. LOS DEMONIOS

435 Piotr Stepánovich sintió una cólera extraordinaria. —Di: ¿viste hoy a Stavroguin? —No tengas nunca el atrevimiento de interrogarme de ese modo. El se Stavrogui parece asombrarse de tus cosas, y no ha accedido a mi deni con su cooperación ni con su dinero. Me has embromado. —Dinero se te dará, y hasta dos mil rublos, en Petersburgo, cuando estés 2llí, y, además, seguiremos dándotelo. —Mira, querido; tú mientes, y hasta me da risa ver lo ligero de cascos que eres. El señor Stavroguin, comparado contigo, se halla como en lo alto de tina escalera, y tú estás abajo, como un chucho estúpido y ladrando, y cuarido él desde arriba te escupe, te honra. —áSabes tú, granuja —gritó, exasperado, Piotr Stepánovich—, que no te voy a dejar dar un paso fuera de aquí y que voy a entregarte a la Policía? Fedka se puso en pie de un salto, echando fuego por los ojos. Piotr Stepán ovich sacó el revólver. Sobrevino rápida y repugnante escena: antes que Piotr Stepánovich pudiera apuntar con el revólver, Fedka echóse a un lado, y ccrn todas sus fuerzas lo golpeó en la mejilla. En aquel mismo instante oyó se un segundo golpe espantoso, luego un tercero, un cuarto, todos en la cara. Piotr Stepánovich perdió el sentido: abrió desmesuradamente los ojos, inurmuró no sé qué y de pronto desplornóse cuan largo era en el suelo. —Ahí lo tienen! ¡Cójanlo! —gritó Fedka con tono triunfal. En un momento cogió su gorra y su envoltorio de debajo de un banco y desapareció. Piotr Stepánovich estertoraba sin conocimiento. Liputin hasta llegó a pensar que lo habían matado. Kirillov, sin demora, corrió a la co- ci n a. —jAgua a él! —exclamó, y sacando agua con un cazo de hierro de un cubo, fue y se la vertió en la cabeza. Piotr Stepánovich se estremeció, alzó la frente, sentóse en el suelo y quedóse mirando estúpidamente al vacío. —áQué tal? —inquirió Kirillov. El, de hito en hito, y sin reconocerlo todavía, lo miró; pero al ver a Liputin que salía de la cocina, sonrió con su maligna sonrisa, y de pronto, se PUso en pie de un brinco, después de haber recogido del suelo el revólver. —Si piensa usted fugarse mañana como ese canalla de Stavroguin —intimólo a Kiriilov, cual enajenado, todo pálido, tartamudeando y sin proi-iunciar bien las palabras—, yo hasta el otro pico del mundo... lo iré siguiendo y como a una mosca... lo aplastaré! .. ¿comprende? Y apuntóle a Kirillov con el revólver en la frente; pero casi en el misIflO instante, volviendo en sí, por último, del todo, bajó el brazo, se guardó el revólver en el bolsillo y, sin decir nada más, salió corriendo de la casa. Lipt11 le siguió. Salieron a la calle por la misma brecha de antes, y otra Ve.: tuvieron que andar de costadillo, agarrándose a la pared Piotr Stepánovich medía a grandes zancadas la calleja, de suerte que apenas podía seguirle. En la primera encrucijada, de pronto, se de ,Qué? —espetóle a Liputin en tono de reto.

436 FFDOR M. DOS LOS DEMONIOS

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Liputin se acordó del revólver y se echó todo a temblar bajo la impre Sión de la escena reciente; pero la respuessta, de pronto y de un modo irre.. primible, le salió de los labios. —Pienso..., pienso que “de Smolenslk a Táschkeflt no aguardan ya Con tanta impaciencia al estudiante”. —Vio usted lo que bebía Fedka en 1 cocina? —óQué bebía? Aguardiente bebía. —Bueno; pues sepa usted que ésta es la última vez que bebe aguardiente en su vida. Le recomiendo lo teng. presente para ulteriores efectos. Y ahora váyase al diablo, que hasta maña]na no lo necesito... Pero acuérde se de mí; nada de estupideces. Liputin volvió aprisa a su casa. Iv Hacía ya mucho tiempo que tenía de repuesto en su poder un pasaporte a nombre falso. Trabajo cuesta pensar que qquel hombre tan exacto, tiranuelo de su familia, después de todo, funcionan0, aunque fourienista,8 y, por último, capitalista ante todo y usurero, hubiee tenido la fantástica idea de procurarse mucho tiempo atrás, por si acaso, el referido pasaporte, para con él pasar la frontera. “si El admitía la psibilidad de ese “si”..., aunque, sin duda, no pudo jamás concretar a punto fijo lo que ese “51 significase. Pero ahora, de pronto, lo concretó del modo más inesperado. Esa desesperada idea, con que entrara en casa de Kirillov, después de aquel “burro” que hubo de oírle a Piotr Stepánvich yendo por la acera, consistía en dejarlo todo al día siguiente, en cuant) clarease, y expatriarse, yéndose al extranjero. Quien no pase a creer que cosas tan fantásticas ocurren en nuestra cotidiana realidad aún ahora, qu consulte las biografias de todos los emigrantes rusos en el extranjero. Ni uno solo se extrañó de un modo más inteligente y práctico. Siempre fue el mismo indomable imperio de fantasmas y nada más. Llegado que hubo a casa, empezó p encerrarse en su cuarto, sacó un bolso y procedió convulsivamente a llenirlo. Su principal preocupación la constituía el dinero, del que quería salvar la mayor cantidad posible. Precisamente salvar, porque, a juicio suyo, eraLmposible detenerse ya ni siquiera una hora, y al clarear el día era preciso star ya de camino. No sabía tampoco cómo subir al tren; decidió tomarlo la segunda o tercera estación de importancia, pasada la nuestra, eflCaminndose hasta allá aunque fuese a pie. De ese modo, instintiva y maquinal0ene, cofl todo un torbellino de ideas en la cabeza, iba metiendo cosas enrl bolso, y... de pronto se detuvo, lo dejó todo y, con un hondo quejido, teqjse en el diván. Sentía claramente, y de pronto lo recocía así, que, respecto a fugarse, se fugaría, sí; pero que era menester Pnsar si debía fugarse “antes” o “después” de lo de Schátov; que ahorastaba extenuado completamente; que sólo era un cuerpo inerte, bruto, insq5ile una masa, sino que lo mo8 Adepto a Lis doctrinas de 1 ourier. terrible fuerza extraña, lunque tuviese un pasaporte para emigrar al extranjero, aunque PUiiera irso ants de lo de Schátov (y, de otra parte, ¿por qué andar con tantas prisas?), no sLiría sino “después” de lo de Schátov, y que así estaba ya restelto firmado Y sellado. Con una pesadumbre insufrible, temblando a cada instante y asombrándose de sí mismo, lanzó quejidos y, con vuelcos de c trazon, se estoV° encerrado en su cuarto y tumbado en el diván, hasta las nnsñana del siguiente día; y he nce de aquí que, de pronto, sintiese el siso, que venía a excitar su esperado blp energía. A las once, no bien h00 abierto lo puerta de su cuarto y salido, sus mismos familiares le anunci eto bandido, fugado de presion que a ci dio, llamado Fedka, que había toda clase de horrores, ladrón de metido iglesias, asesino e incendiario, al uiéndole la pista, sin poderlo ue venia sig cazar, nuestra policía, habianlo ebontrado muerto, a siete verstas de la ciudad, en el recodo que hace la car.tera dilección a Sajarino, y que todo el mundo no hablaba de otra Cia Jnmediatamte, moviendo la cabeza, echóse a la calle a recoger pornores y averiguó: primero, que Fedka, al que habían encontrado con la cah da, había sido objeto de robo, a za aplasta juzgar por todos los indicios, y que la Policía tenía ya vivas sosgundo, pechas y hasta algunos datos es para creer que el criminal había sido Fomka, operario de la fábrica de;chpiguljn, el mismo, sin duda, en unión del cual asesinara e incendiara er:asa de os Lebíadkines, habiendo sobrevenido la riña entre ellos ya en ecamino, con motivo de haberse quedado Fedka con una gran cantidad de badaa los Lebíadkines... Liputin hero ro corrió también al domicilio de ‘tr Stepánovich y supo por la puerta de servicio, clandestinamente, que 0iél había vueltO la noche antes a casa, desde luego alrededor de la una bía estado durmiendo con el sue‘que ha ño más tranquilo hasta las ocho d - . Naturalmente, no había duda la manafla ¡ de que en la muerte del bandido dka no mediaba nada de extraordinario, y que esos desenlaces suelen preamente tener semejantes vidas; pero la coincidencia de aquellas palabras tídicas: ‘que ‘ía una

aquélla sería la última vez que Fedka bebiera confirmadas como una profecía, eran tan significativas, Liputin, de pronto, dejó de dudar. El impulso estaba dado; parecía COnmi una piedra se le hubiese caído encima y lo hubiera aplastado para siem1 Al volver a casa, metió su bolso de viaje, con el pie, bajo la cama, y he, a la hora convenida, presen1 la noc tóse el primero de todos en el lu do para la entrevista con Schádesigna tov, a decir verdad, con su pasapo en el bolsillo... La catástrofe de Liza y la muerte Jaria TimoféYe’’ hiciéronle a Schátov ura impresión abrumadora. Ya ue aquella mañana me lo en-

e notar q V

LA VIAJERA 438 FEDOR M. DOSTO)IEVSKI

LOS DEMONIOS 439 contré de paso y que me pareció como su no estuviera en su juicio. Entre otras cosas, me participó que la noche anttes, a las nueve (es decir, tres horas antes del incendio), había estado en casa de Maria Timoféyevna. Había salido de mañana a ver los cadáveres; pero, en cuanto yo sé, no le hizo aquella mañana a nadie manifestación alguna sobre el particular. A todo esto, al expirar el día, en su alma desencaidenóse una verdadera tempestad, y. ., y, al parecer, puedo afirmar que hubo un momento, al oscurecer, en que estuvo tentado de levantarse, ir allá y... contarlo todo. Qué fuese ese “todo”..., eso él lo sabría. Naturalmente, no habría conseguido nada, sino sencillamente, entregarse. No tenía prueba alguna para indicar a los autores de los crímenes recientes, y sólo poseía vagas conjeturas, que sólo para él equivalían a plena certidumbre. Pero estaba dispuesto a perderse él mismo con tal de “aplastar al canalla”, según decía él textualmente. Piotr Stepánovich, hasta cierto punto, adivinó ese arrebato suyo, y sabía que se arriesgaba mucho al aplazar la ejecución de su nueva y espantosa idea hasta el día siguiente. Por su parte, había en eso, corno de costumbre, mucha confianza en sí mismo y harto desprecio para aquella “gentecilla”, y para Schátov sobre todo. Despreciaba a Schátov ya de antiguo por su “lamentable idiotez”, según decía ya allá en el extranjero, y firmemente confiaba en deshacerse de hombre tan torpe; es decir, no perderlo de vista todo aquel día y arremeter contra él al primer peligro. Y, sin embargo, salvó a los “canallas”, por algún tiempo aún, sólo una circunstancia inopinada y que en absoluto no podían ellos prever... A las ocho de la noche (es decir, a la misma hora que los “ruestros” se hallaban reunidos en casa de Erkel, aguardando a Piotr Stepáncvich, indignados e inquietos), Schátov, con dolor de cabeza y ligeros calosfríos, estaba tendido en su cama, a oscuras, sin encender luz; atormentábale la duda, emberrenchinábase, tomaba una determinación, no acababa de decidirse y, renegando, presentía que todo aquello, sin embargo, no conduciría a nada. Poco a poco, quedóse amodorrado un instante con un sueño ligerc, y tuvo algo así como una pesadilla: soñó que lo habían amarrado a su carla y no podía moverse, y a todo esto, sonaban en toda la casa unos golprzos tremendos, en el patio, en la puerta cochera, en su puerta, en el palullón de Kirillov, de suerte que la casa entera temblaba, y una voz lejana, cnocida, pero dolorosa para él, lo llamaba lastimera. De pronto despabilóse, y se incorporó en el lecho. Asombrado, comprobí que los golpes en la vierta de la casa continuaban, lejanos y débiles, no con la fuerza con que los oyera en el sueño, pero tercos y frecuentes, y la voz extraña y “dolorosa”, aunque no lastimera, sino, por el contrario, impacirnte e irritada, seguía oyéndose abajo, en la puerta, como antes, acompañada de otra más contenid y vulgar. Saltó del lecho, abrió Ci ventanillo y asmó la cabeza. —i,Quién es?... —gritó, literalmente transido de susto. —Si es usted, Schátov —le contestaror desde abajo tajante y irme—, haga ci í’avor de decir, franca y honradanieute, si está usted dispueo a recibirme o no, Eso era: reconocía esa voz. —Marie!... ¿Eres tú? —Yo, yo, Maria Schátova, y le juro que ni un momento más puedo ret ner al cochero. —Ahora mismo..., en cuanto encienda la luz —gritó débilmente Schát)v. Luego púsose a buscar las cerillas. Estas, como de costumbre en casos tljes, no parecían. Dejó caer al suelo la palmatoria con la vela, y como voliera a oírse abajo de nuevo la impaciente voz, lo dejó todo y a saltos bajó Ii empinada escalera y fue a abrir la puerta de la calle. —Haga usted el favor de tenerme este saco, mientras yo liquido a este gindul —dijo la señora Maria Schátova, saliéndole al encuentro abajo, y p.so1e en las manos un saquito de mano, ligero, barato, de paño, con guamrjciones de latón, trabajo hecho en Dresde. Luego encaróse, irritada, con el airiga—: Me atrevo a asegurarle que pide usted de más.’ De que me haya uted llevado de acá para allá durante toda una hora por estas sucias calles, nadie tiene la culpa sino usted mismo, que no sabía hacia dónde caían esta e;túpida calle y esta estúpida casa. Así que tome usted sus treinta copecs, y tunga la seguridad de que nada más he de darle. —Ah, señorita, es que usted me dijo la calle de la Ascensión, y ésta es h de la Epifanía! La de la Ascensión es una travesía que está muy lejos de alui. Me ha deslomado usted el jaco.

—De la Ascensión, de la Epifanía..., todos esos nombres estúpidos dcha usted conocerlos mejor que yo, ya que es usted vecino de la localiúd; además, que no es cierto lo que usted dice; yo empecé por indicarle a uted la casa de Filíppov, y usted me dijo que sabía cuál era. En todo caso, piede usted citarme mañana en el juzgado; pero ahora le ruego a usted me ctje en paz. —Vaya, vaya; aquí tiene usted cinco copees más —dijo Schátov, pugnLndo por sacar del bolsillo un piatak, que dio al cochero. —Por favor, le ruego no haga eso! —exclamó, furiosa, madame Schátwa; pero el cochero arreó al caballo, y Schátov, cogiéndola de un brazo, su la llevó adentro. —Date prisa, Marie, date prisa...: ésas son nimiedades, y..., y tú, ¡qué nojada estás! Despacito, aquí hay que subir... ¡Qué lástima que no haya hz! La escalera es pina; agárrate bien, fuerte; éste es mi cuarto. Dispensa qe no tenga lumbre... Ahora mismo... Recogió la palmatoria; pero las cerillas tardó aún mucho rato en encontarlas. La señora Schátova estaba expectante en medio del cuarto, silencioS y sin moverse. —iGracias a Dios, por fin! —exclamó él alegremente, alumbrando el cartucho, Maria Sehátova dióle un rápido vistazo a la habitación, —Me habían dicho que vivía usted muy mal; pero yo, a pesar de todo, caía que no era así —dijo malhumorado, y se dirigió al lecho. —Oh, qué rendida estoy! —exclamó, sentándose con aire de cansancf en el duro camastro—. Deje usted el saco y siéntese en una silla. Por lo F1)OR M. DOSTOIEVSIU

demás, como usted quiera; pero no me mire de ese modo. Vengo a su casa por una temporadita, hasta que encuentre trabajo, porque aquí a nadie conoZco y no tengo dinero. Pero, si le causo molestia, haga el favor, vuelvo a decírselo de declararlo con toda franqueza, como está obligado a hacerlo, a fuer de hombre honrado. Yo, sea como fuere, puedo vender mañana algo y pagar la fonda, a la que usted misma hará el favor de conducirme Ah, pero qué cansada estoy! Schátov parecía agitadísimo, —No es preciso, Marie, no es preciso que te vayas a ninguna fonda. ¿Qué fonda? ¿Por qué, por qué? Implorante, tendía las manos juntas. —Bueno si podemos prescindir de la fonda, es indispensable eso sí, explicarlo todo. Recordará usted, Schátov, que yo ViVÍ conyugalmente con usted en ginebra dos semanas y unos días, ya va a hacer tres años, y que nos separamos sin que hubiéramos tenido disgusto mayor. Pero no imagine que yo he venido ahora para repetir las antiguas sandeces. He venido a buscar trabajo, y si me he dirigido primero a esta población es porque me da igual. No llego, en modo alguno, arrepentida haga el favor de no figurarse semejante estupidez. —Oh, Marie!... Todo eso está de más, enteramente de más —murmuró Schátov vagamente. —Pues si es así, si está usted lo bastante desarrollado mentalmente para comprenderlo, me permitíré añadir que el haber venido directamente a verlo a usted a su propia casa ha sido porque siempre lo tuve a usted por persona nada ruin, sino acaso mucho mejor que otros.., canallas. Los ojos le echaban fuego. Debían de haberle hecho sufrir mucho aquellos “canallas”. —Y esté usted seguro de que yo no me burlo en absoluto de usted al decirle ahora que es bueno. Le hablaba con franqueza, sin retóricas, que no puedo sufrir. Pero todo esto es absurdo. Yo siempre esperé que usted tendría el talento suficiente para no hacerse molesto... ¡Ah, pero qué cansada estoy! Y le envolvió en una mirada larga, dolorida, cansada. Schátov estaba en pie delante de ella, en medio del cuarto, a cinco pasos de distancia, y tímidamente, pero como remozado, con un brillo desusado en su cara, la oía. Aquel hombre fuerte y rudo, siempre como con el vello erizado, de pronto se ablandaba y resplandecía En su alma se engendraba algo extraordinario, de todo punto inesperado Tres años de separación tres años de niptura de matrimonio, no le habían quitado pizca de corazón. Y es posible que diariamente, durante esos tres años, hubiese soñado con ella, con la preciada criatura que una vez le había dicho: “iTe amo!” Conociendo como conozco a Schátov, diré con seguridad que nunca se habría propasado a soñar con que una mujer pudiera decirle: “iTe amo!” Era casto y vergonzoso hasta el salvajismo, teníase por un monstmo espantable, aborrecía su figura y su carácter, se comparaba con uno de esos fenómenos que sólo pueden presentarse

y exhibirse en las feris. En virtud de todo eso, estimaba por encima de todo la honradez; entrábase a sus convicciones con una suerte de fanatismo; era adusto, orguibso, iracundo y poco amigo de palabras. Y he aquí que ésta es la única criitura que por espacio de dos semanas le había amado (siempre, siempre lo cnería), a la que siempre había considerado superior a él, no obstante la clan comprensión de sus defectos; la criatura a la que todo, “todo” podía pe’donarle (de eso no había que hablar, y hasta podía volverse la oración pir pasiva, diciendo que él había tenido la culpa de todo); esa mujer, esa Maria Schátova, de pronto, volvía a preseotarse en su casa, delante de él... ¡kquello era casi incomprensible!... Tandesconcertado estaba, cifrábase er aquel acontecimiento una cosa tan tremenda para él y, al mismo tiempo, tmta felicidad, que, sin duda, no podía y acaso no quería, tenía miedo a conprender. Aquello era un sueño. Pero al mirarle ella

de pronto con aquellos ojs tristes, comprendió él que la amada criatura sufría, que quizá se sintiera agraviada. El corazón dióle un vuelco, Coatempló con dolor sus facciones; nucho tiempo hacía que desapareciera de aquel rostro el brillo de la juvenftcl. A decir verdad, aún resultaba hermosa...; por sus ojos, como antes, segiía siendo una beldad. (Realmente era una mujer de unos veinticinco años, de complexión bastante recia, de estatura más que mediana —más alta cue Schátov —, con el pelo castaño oscuro, reluciente; una cara pálida ovalala y unos ojazos oscuros, que ahora despedían un fulgor febril). Pero la atjrdida, ingenua y candorosa energía de antes, que tan bien conocía él, habíase transformado en una irritabilidad malhumorada, en un desencanto, parecilo al cinismo, al que todavía no estaba hecha, y que a ella misma le pesaba Pero, sobre todo, estaba enferma, sepia se advertía harto a las claras. No obstante todo el miedo que le infundía, acercóse él de pronto a ella, y le copió ambas manos. —Marie..., mira..: tú pareces muy cansada. Por Dios, no te enfades... Si quisieras, por ejenplo, tomar un poco de té. El té entona mucho. ¿Quieres?... —c,Por qué no había de querer?... Claro que quiero. Es el mismo niño de antes. Si lo tiene,démelo. ¡Qué chico es esto! Qué frío hace aquí! —Oh, ahora msmo voy por leña, por leña,..; tengo lela! —todo se aturrullaba—. Leña. ., es decir..., pero... por lo demás, enseguida va el té —agitó una mano ccmo movido de desesperada energía, y cogió el gorro. —Adónde va’ Pero ¿es que no tiene té en casa? —Lo habrá, lo habrá, lo habrá; enseguida habrá de todo... Yo... —tomó de sobre el anaquel rl revolver—. Venderemos enseguida el revólver.., o lo cmpeñaré... —iQué estupidz, y cuánto va a tardar!... Coja ini dinero, si es que us‘cd no lo tiene; ahí lay ocho grívenes creo; todo. Esto pareccui más ni menos que una casa de locos. —No es precisa, no es preciso tu dinero; yo ahora mismo, en un mslote, sin necesidad del revólver..,

1 LOS DFMONIOS 443

Y encaminóse derecho al cuarto de Kirillov. Habrían paudo ya dos horas desde la visita de Piotr Stepánovich y Liputin. Schátov y Kirillov, que vivían en la misma casa, apenas si se veían uno a otro, y si se encontraban por casualidad, no se saludaban ni se hablaban: “Habían d.rmido juntos” en Norteamérica demasiado tiempo. —Kirillov, usted siempre tiene té. ¿Tiene usted té y un lamovar? Kirillov, que estaba dando paseos por la habitación (selún su costum. bre, toda la noche se la pasaba así, de un pico al otro), detúiose de pronto y quedóse mirando de hito en hito al intruso, aunque, por lo lemás, sin particular extrañeza. —Tengo té, tengo azúcar y tengo samovar. Pero el sanovar no hace falta: el té está caliente. Siéntese y beba sin más. —Kirillov, nosotros hemos dormido juntos en Norteamé-ica... Mi mujer ha venido... Yo... Déme té... Necesito el samovar. —Si está su mujer, es preciso el samovar. Yo tengo dis. Pero ahora llévese la tetera, que está encima de la mesa. Está caliente, muy caliente. Cargue con todo; coja azúcar; todo. Pan... Pan, mucho; todo Hay carne de vaca. Dinero, un rublo. —iDame, amigo, que mañana te lo devuelvo! ¡Ay Kirilhv! —tL)e modo que tu mujer, la que estaba en Suiza...? Esá bien. Y eso de que hayas acudido a mí, también está bien —iKirillov! —exclamó Schátov con la tetera bajo el irazo y ambas manos ocupadas con el azúcar y el pan—. ¡Kirillov! Si..., sipudiera usted renunciar a nuestras horribles fantasías y dejar sus delirios ateo... ¡Oh, qué hombre sería usted, Kirillov! —Se ve que usted quiere a su mujer después de lo de !uiza. Cuando necesite té, vuelva por acá. Venga durante la noche; yo no luermo nada. Habrá un samovar. Tome este rublo, aquí tiene. Ande con sumujer; yo me quedaré pensando en usted y en su esposa. Maria Schátova mostróse visiblemente satisfecha por aqiella solicitud y acogió el té con ansia; pero no fue preciso ir por el samoar: no bebió más que media taza, y sólo engulló un trocito de pan. La carie la rechazó, malhumorada y nerviosa. —Tú estás mala, Maria; todo eso es efecto de la enferm,clad .. —observó Schátov, que iba y venía tímidamente en tomc a su mujr. —Sin duda que estoy enferma. Haga el favor de sentarsL ¿De dónde ha sacado el té, si no lo había? Schátov le habló de Kirillov ligera, concisamente. Ella hihía oído hablar algo de él. —Ya sé que está chiflado y no poco, ¡como si hubiera pcos imbéciles! ¿De modo que estuvieron en Norteamérica? Oí decir qu usted había escrito... —Sí, yo... a París escribí. —Basta. Hablemos de otra cosa, si le parece. ¿Tiene ustd ideas eslavófilas?

—Yo... no..., es que... Por la imposibilidad de ser ruso me hice eslavófilo —dijo él con crispada sonrisa, como quien a destiempo y de mala gana se chancea. —Pero ¿no es usted ruso? —No, no soy ruso. —Vaya, todo eso es un absurdo. Siéntese, se lo suplico, de una vez ¿Qué hace usted de acá para allá? Usted piensa que yo tengo fiebre. Puede que la tenga. ¿Usted dice que no son más que dos en la casa? —Dos..., abajo.. —Y todos tan inteligentes? ¿Quién vive abajo? ¿Qué decía usted de abajo?

—No, nada. —j,Cómo nada? Quiero saberlo. —Sólo quería decir que nosotros somos dos ahora aquí, pero que antes viían abajo los Lebíadkines.,. —(,Los que fueron asesinados anoche? —exclamó ella de pronto—. Lo he oído decir. No bien llegué, lo oí. Han tenido ustedes un incendio, ¿ver. dad? —Sí, Marie, sí; y es posible que yo cometa una tremenda ruindad en este instante perdonando a los canallas... —levantóse de pronto y empezó a dar vueltas por la habitación, alzando los brazos como enajenado. Pero Marie no lo entendió en absoluto. Escuchó su respuesta distraída; preguntaba, y luego no atendía a la contestación. —jHay que ver las cosas que pasan aquí! ¡Oh, y cuánta ruindad! ¡Qué canallas son todos! Pero siéntese, se lo pido por favor; siéntese de una vez. Oh, y qué nerviosa me pones! —y, rendida, dejó caer la cabeza en la al. mohada. —Marie, yo no... ¿Es que quieres acostarte, Marie? No le respondió ella, y exánime cerró los ojos. Su pálido rostro parecía el de una muerta. Se durmió casi instantáneamente. Schátov giró la vista en tomo suyo, despabiló la vela, volvió a mirar con inquietud su cara, juntó an-e ella fuertemente las manos, y de puntillas salióse al rellano de la escalera. Pero allí pegóse a la pared, en un rincón, y permaneció así diez minuto , callado e inmóvil. Habría continuado así mucho más tiempo; pero, de pronto, oyéronse abajo unos pasos quedos, prudentes. Alguien subía la es- ca era. Schátov recordó que había olvidado cerrar la puerta de la calle. —óQuién es?... —preguntó en voz queda. El incógnito visitante siguió subiendo despacio y sin contestar. Al llegar arriba, se detuvo; verle en aquella oscuridad era imposible; de pronto oyóse su cauta pregunta: —,Iván Schátov? Schátov, dióse a conocer; pero enseguida alargó los brazos para deten&o. El visitante cogiólo de las manos, y... Schátov se estremeció cual al cmtacto de algún tremendo reptil. -—Estése aquí —murmuró rápidamente-—; no entre usted, no puedo recibirlo ahora Ha vuelto mi mujer. Traeré luz. 444 FEDOR M. DOSTO1EVSKI LOS DEMONIOS

445 Al volver con la vela, encontróse con un oficialito joven; SU nombre ignoraba; pero en alguna parte lo había visto. O —Erkel —presentóse—. Me conoce usted de casa de Virguinsk —Ya recuerdo; usted estaba sentado y escribía. Oiga usted —exaIt Schátov de pronto, avanzando como enajenado hacia él, aunque hablando como antes, en voz baja—. Usted acaba de hacerme una seña Con la marn al cogerme la mía. Pero ha de saber usted que yo escupo a todos esos seña. jos. Yo no acepto..., no quiero... Yo puedo tirarlo a usted por la escaIe ¿sabe? —No, yo no sé nada de eso, y en absoluto ignoro por qué se enfada ted —respondió el visitante sin ira y casi ingenuamente—. Yo no tra otra misión que darle a usted un recado, y con ese objeto he venido, sobre todo, sin ánimo de perder tiempo. Usted tiene en su poder una imprenta que no le pertenece y de la que está obligado a dar cuenta, como usted mismo sabe. A mí me han encargado de decirle a usted que debe usted devoIve mañana mismo, a las siete en punto de la noche. Además, me han mandadá decirle también que nunca más se le exigirá nada. —óNada? —Absolutamente nada. Su súplica ha sido atendida, y queda usted pr siempre eliminado. Así mismo me han mandado decírselo. —,Quién se lo ha mandado? —Los que me enseñaron esa señal. —LEn el extranjero? —Eso... eso creo que a usted debe serle indiferente. —Ah diablo! ¿Y por qué no vino usted antes, si se lo habían mandado? —Tuve que cumplir ciertas instrucciones, y no estaba solo. —Comprendo, comprendo que no estaría solo. ¡Ah... diablo! Y pøf qué no vino el mismo Liputin? —A propósito: yo vendré por usted mañana, a las siete en punto de la noche, y nos dirigiremos allá a pie. No habrá nadie

más que nosotros tres. —Verjovenskii estará allí? —No, él no estará. Verjovenskii se va de aquí mañana por la mañanas a las once. —Ya me lo figuraba yo —balbuceó Schátov con rabia, y se aporreó el muslo—. ¡Huye el muy canalla! Recapacitaba emocionado. Erkel lo miraba de hito en hito, callaba y aguardaba. —,Cómo lo van ustedes a llevar? ¡Porque eso no es cosa que se carga debajo del brazo y arrea! —No hace falta tampoco. Usted no tiene más que hacer que señalar el sitio; nosotros nos cercioraremos de que, efectivamente, está allí, y nada más. Porque nosotros no sabemos más que hacia dónde cae el sitio; pero el sitio mismo lo ignoramos. ¿No le ha enseñado usted a nadie ese lugar? Schátov quedóse mirando. —,Usted, usted también, tan joven..., tan estúpidamente.., joven. ho metido ahí la cabeza como Un cordero? ¡Ah, sí; ellos necesitan esa savia. Bueno; váyase. ¡Ah! Ese tunante les ha engañado a todos ustedes, ye1 huye. Erkel miróle clara y Placiclamente; pero pareció no entender. —Verjovenskii se fugó, Verjovenskii! —dijo Schátov con ira y rechi nando los dientes. —No; él está aún aquí, no ha huido. Es mañana cuando se va —obser Erkel suave y persusivamente... Yo lo he invitado a asistir personal. mente en calidad de testigo; a él se referían mis instrucciones —franqueóse, a fuer de joven inexperto—, Pero él, sintiéndolo mucho, no accedió a hallarse presente, con el pretexto de su partida; sí, efectivamente, se da ciea prisa. Schátov, de nuevo, compasivo fijó los ojos en el incauto; y de pronto hizo un gesto con la mano, cual si pensase: “Es digno de lástima.” —Está bien; iré —dijo de pronto—. Pero ahora puede retirarse, joven. —Bueno; que a las siete en punto vendré —recordóle Erkel. Y después de hacerle un saludo, procedió a bajar despacio la escalera. —Idiota! —no pudo menos de gritarle Schátov desde lo alto de la escalera. —,Qué dice? —inquirió el otro desde abajo. —Nada, siga. —Pensaba que había dicho algo.

II Erkel era un “idiota”, al que le faltaba el talento principal, ese precisamen. te que gobierna la mente; pero, como modesto subordinado, tenía bastante talento, incluso astucia. Fanática, juvenilment adicto a la “obra común”, aunque en realidad a Piotr Verjovenskii actuaba según las instrucciones que aquél le diera cuando en la sesión de los “nuestros” quedaron convenidos y adjudicados los papeles para el día siguiente. Piotr Stepánovich, al encomendarle el papel de mensajero, estuvo hablando con él unos diez minutos aparte. El desempeñar cometidos era una necesidad de aquel temperamento humilde, aturdido, eternamente ansioso de someterse a voluntad ajena... ¡Oh! Cierto que, sólo Con miras a una causa “común” o “magna”. Pero también eso era indiferente, porque esos fanatiquillos de la calaña de Erkel nunca pueden comprender el servicio a una idea sino como rendi. miento a la persona que esa idea encama. Sentimental, afectuoso y bueno, es Posible que fuese Erkel el más insensible de los asesinos concitados contra Schátov, sin el menor odio personal, sin pestañear un momento, asistiese a su muerte. Le habían ordenado, entre otras cosas, echar un vistazo al alojamiento de Schátov, de paso que le transmitía el recado, y cuando aquél, cogiéndolo en la escalera, dejó escapar, en medio de su excitación, probablemente sin percatarse de ello, que había vuelto su mujer... en el acto su malicia instintiva aconsejóle a Erkel no mostrar curiosidad alguna, FEDOR M. DCTOIEVSKI

no obstante presentir él que el hecho d ese regreso de la consorte podía tener gran influjo en el éxito de su cmpssa... Así fue, en realidad Ese solo hech salvó a los “canallas” de las intenciones de Schátov, y al mismo tiempoayudóles a “deshacerse” de él... En primer lugar, llenó de agitación a Schtov, lo sacó de sus casillas, anuló su perspicacia y cautela habituales Meno que nunca podía ocurrírsele pensar en su propio peligro, teniendo ahora cFupada la mente en otros pensamientos. Por el contrario, con asombro finía dado crédito a la noticia de que Piotr Verjovenjj se iba al otro día; ¡nincidía de tal modo con sus presunciones! De vuelta en su cuao, volviót sentarse en Ufl rincón, hincó los codos en las rodillas y se cubrió con las nanos el rostro. Amargos pensamientos lo torturaban

Y he aquí que otra vez alzó la cibeza, levantóse de puntillas y fue a mirarla a ella. —iSeñor! Si mañana le entrase fi fiebre, por la mañana; si le hubiese empezado ya... Sin duda ha cogido ui enfriamiento. No está acostumbrada a este clima horrible y ese coche de trcera en que ha venido, con el ventarron y la lluvia, y con sólo ese abrigotan frío y sin más ropas... Y dejarla asi, abandonada sin soconerla El sao. ¡Qué saco tan pequeño, tan ligero; solo pesa diez libras! ¡Pobre, qué caabiada está, cuánto ha sufrido! Es orgullosa; por eso no se queja. Pero estí irascible, irascible. Es cosa de la enfermedad Hasta un ángel, enfeo, s vuelve irascible ¡Qué seca, qué ardorosa debe de tener la frente! ¡qué ornbras le asoman por debajo de los ojos, y... y qué hermoso sin embargo, resulta el óvalo de su cara y ese pelo tan reluciente! Y de pronto apartó la vista, cual Esustándose ante la sola idea de ver en ella algo distinto de una criatura deichada, sufrida,

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que reclamaba ayuda;.. “iPero qué ‘ilusiones’!» ¡Oh!y qué pero qué fliin era. Y volviose de nuevo a su rincón, sentóse, tpóse la cara con las manos y quedóse de nuevo ensoñando, recordando.., y otra vez tomó a concebir ilusiones. “Oh, qué cansada! ¡Oh, qué caasada! —recordó su voz débil, entrecortada ¡Señor! Abandonarla ahora, y sólo tiene ocho grívenes, y me los ofreció en el acto... Bueno; todo lo qe guarda en su viejo y menudo portamonedas. Ha venido a buscar trabajo. Pero ¿qué saben ellos de Rusia? Porque son como niños tiemos todo se les vuelven fantasías, que toman por realidades, y se enfada la pobre porqLe Rusia no se parece a sus sueños del extranjero. ¡Oh, desgraciados! ¡Oh inocentes!... Pero, verdaderamente aquí hace frío...” Recordó que ella se había quejado y él había prometido encender la estufa. “Leña hay; se la puede traer, sólo que no despertarla. Por lo demás, se puede. ¿Y qué hacer con la carne? Al levantarse es posible que quiera comer.., Pero dejeio5 eso para luego. Ksrillov en toda la noche duerme. ¿Con qué taparla? Duerme profundamente; pero de seguro tiene frío. ¡Ah, sí, frío!” LOS

Y una vez más acercósca mirarla. Las ropas se le habían revuelto un poco, y la pierna derecha terala descubierta hasta la rodilla. De pronto dio media vuelta, casi asustaclo;uitóse el paletó de abrigo y, quedándose con sólo la americana vieja, cubró, esforzándose por no mirar, la parte desnuda. En encender la lumbre, indando de puntillas, y en mirar a la durmiente, se le fue mucho rato. TrascurrierOn dos o tres horas. Y ese tiempo fue el que Veijovenskii y Lipun estuvieron en casa de Kirillov. Finalmente, también quedóse él dormidoen un rincón. Sonó un quejido de ella; se había despertado, lo llamaba. Levntóse de un salto, como un delincuente. —Marie, me había dornido ¡Ah, qué villano soy, Marie! Ella se incorporó, miráidolo todo en tomo suyo con asombro, cual si no acabase de saber dóndese encontraba, y de pronto entráronle indignación y cólera. —He ocupado su cam me quedé dormida sin darme cuenta, de puro rendida. ¿Cómo no me desertó usted? ¿Cómo se atrevió a pensar que yo traía la intención de serle gavosa? --.,Cómo podía desperarla, Marie? —Podía, debía. Pero u:ted no tiene aquí otra cama, y yo he ocupado la suya. Usted no está obligalo a adoptar ante mi una falsa posición. ¿O es que se cree usted que yo fr venido a aprovecharme de su beneficio? Ahora mismo va usted a ocupar si cama, y yo me acostaré en un rincón, encima de unas sillas... —Marie, aquí no hay tantas sillas, y, además, no hay tampoco nada con que cubrirlas. —Bueno; pues me teederé, sencillamente, en el suelo. Usted también ha tenido alguna vez que cormir en el suelo. Yo voy a acostarme en el suelo ahora mismo, ahora mismo. Se levantó, intentó andar; pero de pronto pareció como si un dolor convulsivo le quitara toda fuerza y resolución, y con un gran quejido volvió a dejarse caer en la cama Schátov corrió a ella; pero Marie, escondiendo la cara en la almohada, cogiole una mano y, con todas sus fuerzas, se la estrechó y retorció entre las suyas. Así estuvieron un minuto. —jMarie, palomita, si es preciso, voy por el doctor Frenzel, que es conocido mío, muy...! Voy corriendo a llamarlo. —iQué disparate! —óCómo qué disparete? Dime, Marie: ¿dónde te duele? Puede que sea algún ataque... al vientre, por ejemplo... Sin necesidad del médico, podría YO... Y, si no, unas cataplasmas. es eso? —inquirió ella, alzando la cabeza y mirándolo, asustada. —A qué te refieres, Marie? —dijo Schátov. sin comprender—. ¿Por qué me preguntas? ¡Oh Dios, yo estoy todo trastornado, Marie; perdóname, que no entiendo jota! — Ah! Déjelo, no tiene que entender nada. Además, que sería muy ridículo... —dijo ella, sonriendo con amargura—. Hábleme usted de algo. LOS DEMONIOS

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Ande por el cuarto y hable. No se esté así a mi lado, mirándome de ese modo; como un favor especial, se lo pido por la milésima vez.9 Schátov se puso a dar vueltas por la habitación, mirando el suelo yhaciéndose fuerza para no mirarla a ella. —Bueno...; no te enfades, Marie,’ te lo suplico... Aquí hay carra y también té... Comiste antes tan poco... Malhumorada e iracunda, hizo ella un gesto con la mano. Scháov, desolado, se mordió la lengua. —Oiga usted; tengo intención de montar aquí un taller de encuadenación, según los principios racionales de la Asociación. Usted, que vive aluí, ¿qué piensa de eso? ¿Dará resultado o no? —Ah Marie, aquí nadie lee libros ni los tiene! ¿Cómo va él a eruuadernarlos? —tQuién es él? —Pues el lector de la localidad, el vecino de esta población, en téiminos generales, Marie. —Bueno; hábleme más claro; si no, me quedaré en ayunas)° ¿Quiéi es ese “él”? No sabe usted gramática. —Eso está en el genio de la lengua, Marie —balbuceó Schátov. —Bueno; déjeme de su genio. Estoy harta. ¿Por qué el vecino o irator de aquí no va a encuadernar libros? —Pues porque leer un libro y encima encuadernarlo representa dosperiodos enteros de evolución, y enormes. Al principio, se van poco a roco acostumbrando a leer; en siglos, naturalmente; pero hacen poco caso dd libro, y lo consideran como objeto sin importancia. Eso de encuadermrlo significa ya respeto al libro; significa que no sólo gustan de leer, sino que han reconocido el valor de la lectura. A este segundo período no st ha llegado aún en Rusia. Europa hace ya mucho tiempo que encuaderna sus libros. —Eso, aunque dicho de un modo pedantesco, no está mal, y me rtrotrae a tres años atrás; entonces, a veces, decía usted cosas agudas. Lo dijo con indolencia, como todas sus caprichosas frases. —Marie, Marie! —díjole Schátov con ternura—. Oh Marie, si té supieras todas las cosas que en estos tres años han ocurrido...! Me dijeron luego que tú me despreciarías por mi cambio de ideas. ¿A quién he deado yo? A los enemigos de la vida viva, a los liberalotes anticuados, que le; temen a las personalidades independientes; a los lacayos del pensamienio, a los enemigos de la personalidad y la libertad, a los puercos predicador de la carroña y la podredumbre. Eso es lo que ellos tienen; vejez, dorada medianía, uniformidad, como confiesa su lacayo o como reconoció el fracés del año noventa y tres... Y, sobre todo, dondequiera, ¡canallas, canallas y canallas! —Sí, los canallas abundan —dijo ella con voz entrecortada y doliete. 9 Literalmente: “la quiníenta”. lO Literalmente: “sin saber”. 449 Estaba acstada, toda tendida, inmóvil y como temerosa de moverse, apoyada la caleza en la almohada, algo ladeada, fija en el techo la mirada, atónita, pero adiente. —Lo rec)nOces, Marie; lo reconoces! —exclamó Schátov. Quiso e1l hacer un signo negativo con la cabeza, y de pronto dióle el calofrío de anes. Otra vez hundió la cabeza en la almohada, y otra vez, con todas sus fuenas, por espacio de un minuto largo, apretó hasta lastimarle la mano a Schátcv, que se le había acercado y estaba como enajenado de susto. —Marie, iVíarie! ¡Pero, eso es posible que sea muy serio, Marie! —Calle sted... ¡No quiero, no quiero, no quiero!... —exclamó, casi con furia, voviendo otra vez hacia arriba la cara—. No se atreva a mirarme con su compasión. Ande por el cuarto, diga algo, diga... Schátov, tomo enajenado, empezó otra vez a mascullar algo. —LEn qé se ocupa usted aquí?... —inquirió ella con acre impaciencia, interrumiéndolo. —En llevar cuentas. Voy a casa de un comerciante. Yo, Marie, ni siquiera podríaganar aquí mucho dinero... —Mejor para usted... —Ah! T”o vayas a creerte, Marie, que lo dije por... —Yquí más hace? ¿Qué predica? Porque usted no puede estar sin predicar. Ese es su carácter. —Predic a Dios, Marie. —En el ue usted no cree. Esa idea, a veces, me resulta incomprensible. —Dejenos eso para luego, Marie. —i,Quié era esa Maria Timoféyevna? —Tambén para luego, Marie. —No seatreva a hacerme esas observaciones. ¿Es verdad que esos crímenes puede atribuirse a la maldad... de esa gente? —Infalillemente que sí —dijo Schátov rechinando los dientes. Marie, ce pronto, alzó la cabeza, y con voz doliente gritó: —No s atreva usted nunca a hablarme más de eso; nunca se atreva, nunca se atrsva usted. Y otra ez dejóse caer en el lecho, acometida del mismo ataque de dolor convulsivo; era el tercero ya; pero aquella vez los quejidos fueron más recios, verdderos gritos. —Oh, ué hombre tan intolerable! ¡Oh, qué hombre tan insufrible! —ex- clamó, ya sin quejarse, repeliendo a Schátov, que se había inclinado sobre ella.

—Man?, yo haré lo que quieras... Andaré por el cuarto, hablaré... —Pero es que no ve lo que se está armando? —tQuées lo que se está armando, Marie? —Yo 4ué sé! ¿Entiendo yo algo de esto?... ¡Oh maldito! ¡Maldito seas desde ±ora! 450 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 451

—Marie, si me dijeras lo que se ha iniciado... Si no..., ¿cómo voy a entenderlo? —Eres un charlatán abstracto, inútil. ¡Oh, maldito sea todo lo del mundo! —Marie, Marie! Pensaba seriamente que había empezado a volverse loca. —Pero ¿es que no acaba usted de darse cuenta que estoy con los dolo. res del parto? —exclamó, incorporándose y mirándolo con una rabia tremenda que le desfiguraba todo el rostro—, ¡Maldita sea desde ahora esta criatura! —Marie!.,. —exclamó Schátov, comprendiendo por fin de qué se trataba—. Marie!... Pero ¿por qué no me lo dijiste antes? —inquirió de pronto. Y con enérgica resolución cogió su gorro. —,Qué sabía yo al venir?... De otro modo, ¿habría venido? A mí me dijeron que aún faltaban diez días. ¡Pero adónde va usted, adónde va usted; no se atreva! —Por una comadrona. Venderé el revólver; ante todo, dinero. —iNo se atreva a nada de eso, no se atreva a llamar a la comadrona! Sencillamente, a una mujer, a una vieja. En el portamonedas tengo ocho grívenes... En el campo, las mujeres dan a luz hasta sin vieja alguna... ¡Si reviento, mejor!... —Vendrá una mujer y también vendrá una vieja. Pero ¿cómo dejarte sola, Marie? Pero recapacitando que sería mejor dejarla sola, no obstante toda su agitación, que no verla privada después de todo auxilio, sin escuchar sus quejidos ni sus coléricas exclamaciones, y fiando en sus pies, lanzóse a toda prisa escaleras abajo. III Primero que nada, a ver a Kirillov. Era ya aproximadamente la una de la madrugada. Kirillov estaba en pie en medio del cuarto. —iKirillov, mi mujer está de parto! —jCómo! —jQue va a dar a luz, que va a dar a luz una criatura! —Usted... ¿no estará equivocado? —Oh, no, no; tiene espasmos!... Hace falta una mujer, una vieja cualquiera; pero, irremisiblemente, ahora mismo... ¿Se la podría encontrar ahora? En su casa de usted había muchas viejas... —Siento mucho no saber yo dar a luz —respondió Kirillov pensativo—; es decir, no saber dar a luz, no, sino no saber lo que hay que hacer, para ayudar a dar a luz..., o... No, no acierto a decirlo. —j,Quiere usted decir que no puede ayudar a una parturienta? Pero yo no me refería a eso. Una vieja, una vieja es lo que yo le pedía a usted; una vieja, una enfermera, una criada. —Vieja tendremos, sólo que no tan enseguida. Si usted quiere, yo, en vez de... —Oh, imposible! Yo ahora voy a casa de la Virguinskaya, la partera. —Una tuna! —Oh, sí, Kirillov; pero es la mejor de todas! ¡Oh, sí; se hará todo sin unción, sin alegría, de mal humor, refunfuñando, maldiciendo!... Un misterio tan grande, el nacimiento de una nueva criatura... ¡Oh, ya ella la está maldiciendo!... —Si usted quiere, yo... —No, no. En tanto yo voy corriendo (iay, me traeré a la Virguinskaya!), usted se acerca de cuando en cuando a mi tramo de escalera y, despacito, se pone a escuchar; pero no se atreva usted a pasar adentro, pues la asustaría; por nada del mundo entre; usted no haga más que escuchar de no sobrevenir accidente. Bueno; en un caso extremo, entre. —Comprendo. Dinero, tengo todavía un rublo. Aquí está. Pensaba comprar mañana una gallina, pero ya no la quiero. Corra aprisa, todo lo más que pueda. El samovar estará listo toda la noche. Kirillov nada sabía de las intenciones que había respecto a Schátov, ni supo nunca antes el grado de peligro que le amenazaba. Sólo sabía que tenía algunas cuentas antiguas con “aquellas gentes”, y aunque él también se hallaba, hasta cierto punto, mezclado en la obra, en virtud de ciertas instrucciones que le habían comunicado desde el extranjero (por lo demás, muy por encima, porque a fondo no había tomado parte en nada), en los últimos tiempos lo había dejado todo, todos los encargos; apartóse por completo de aquella gente, empezando por la “obra común”, y entregóse a la vida contemplativa. Piotr Verjovenskii, en aquella sesión, aunque había invocado a Liputin y a Kirillov, para cerciorarse de que aquél se encargaba de cargar con el “asunto de Schátov”, en sus explicaciones con Kirillov no dijo de aquél ni una palabra, ni siquiera le aludió, probablemente por considerarlo antipolítico, y para Kirillov hasta poco prometedor, y lo aplazó hasta el otro día cuando ya estuviera consumado todo y a Kirillov, por consiguiente, le “diese todo igual”. Por lo

menos, así pensaba de Kirillov Piotr Stepánovich. Liputin también habíase fijado en que respecto a Schátov, no obstante, su promesa, ni una palabra había dicho; pero Liputin estaba demasiado alterado para protestar. Como una ventolera, corrió Schátov a la calle de la Hormiga, renegando de la distancia, a la que no le veía el fin... Fue menester llamar mucho a la puerta de Virguinskii; todos hacía ya largo rato que se habían acostado. Pero Schátov, con todas sus fuerzas, y sin el menor miramiento, aporreaba el postigo. Un perro atado en el patio, se soltó y rompió en furiosos ladridos. Los perros de toda la calle hiciéronle coro. Armóse un alboroto perruno. —,Por qué da usted esos golpes, y qué es lo que desea? —oyóse, por fin, que gritaba por una ventana la voz suave y en nada acorde con la “ofensa” del propio Virguinskii. FEDOR M. DOSTOJEVSKI LOS DEMONIOS

El postigo se entreabrió, y después, también la mirilla. —Quién anda ahí? ¡Vaya un indecente! —gritó, COfl furia, una voz femenina, que ésa s Correspondía ya al agravio: la de la solterona parienta de Virguinskjj. —Soy yo, Scháto Que ha vuelto mi mujer y está de parto... —Bueno; Pues que para. ¡Lárguese! —Venía por Arma Projórovna y no me iré sin Arma Projórovna. —No puede acudir a todas partes. Por las noches tiene una clientela particular .. Vaya a casa de la Makschéyeva, no se propase a armar tanto ruido —clamaba la ofendida voz femenil. Podía oírse cénlo Virguinskij la instaba a dejarle el sitio; sólo que la solterona lo apartaba y no se quitaba de allí. —iPues no me iré! —gritó Schátov de nuevo. —iAguarde usted, aguarde usted! —clamó, por último, Virguinskjj, apartando a la solterona Le ruego, Schátov, que aguarde cinco minutos; despertaré a Arma Projórovna; pero haga el favor de no dar nuevos golpes ni gritar... ¡Oh, qué terrible es todo esto! Al cabo de Cinco interminables minutos apareció Arma Projórovna. —Que ha venido su mujer? —preguntó desde la mirilla con asombro de parte de Schátov, sin cólera alguna, sino sólo con su acostumbrado imperio. Es que Arma Projórovna no podía hablar de otro modo. —Sí, vino mi mujer, y va a dar a luz —1Maria IgnátjeV57 —Sí, Maria Ignátievn Claro que Maria Ignátievna.H Se hizo el Silencio Schtov aguardaba. En la casa se oían cuchicheos. —Hace mucho que vino? —tomó a preguntar madame Virguinskaya. —Esta noche, a las ocho. ¡Haga el favor, dése prisa! Repitiéronse los cuchicheos y parecía como si deliberasen. —Oiga usted: ¿no estará usted equivocado? ¿Ella misma lo mandó a usted acá? —No, ella 110 me mandó; ella quería una vieja, una vieja cualquiera, para no see gravo5 con gastos; pero, no se apure usted, que y le pago. —Está bien, iré, pague usted o no pague. Yo siempre estimé los sentimientos independientes de Maria lgnátievna, aunque es posible que ella no se acuerde de mí. ¿Tiene usted allí las cosas más indispensables? —Nada hay, pero de todo habrá, habrá, habrá... “También esa gente tiene generosidad —pensó Schátov, dirigiéndose a casa de Líanischi0 Las ideas y el hombre..., he ahí dos cosas que, según parece, son muy distintas. Yo acaso sea muy culpable para con ellos... ¡Todos culpables, todos culpables! ¡Y... si de ello estuviéramos todos convencidos!...” En casa de Líamschjn no tuvo que llamar mucho rato. Con asombro de su parte, vio que aquél enseguida entreabría la mirilla, después de haberse II María, hija de ‘gnacj

tirado de la cama descalzo y en paños menores, arriesgándose a coger un catarro, y eso que era muy aprensivo y siempre estaba preocupado con su salud. Pero había una razón especial para tal 5olicilud y premura: Líamschin había estado temblando toda la noche, y hasta aquel momento no había podido dormirse, agitado ante las consecuencias de la sesión celebrada por los “nuestros”; temíase la visita de huéspedes no llamados y hasta, en modo alguno, deseables. La noticia de la denuncia de Schátov era lo que inés le desasosegaba... Y he aquí de pronto, como adrede, vienen a llamar tan recio a su ventana... Hasta tal punto acobardóse al ver a Schátov, que inmediatamente cerró con estrépito la mirilla y corrió a meterse en la casa. Schátov siguió aporreando y gritando con tesón. —Cómo se atreve usted a llamar de ese modo a medianoche?... —gritó Líamschin con voz amenazadora, pero que e quebraba de susto, que lo menos dos minutos tardó en decidirse a abrir de nuevo la mirilla y luego de cerciorarse de que Schátov iba solo. —Aquí tiene usted su revólver. Guárdeselo y déuie quince rublos.

—Pero ¿qué dice? ¿Está usted borracho? esto es un atraco. Voy a coger un enfriamiento. Aguarde, que voy a echarfile encima una manta. —Déme enseguida los quince rublos. Si no me os da, me estaré aporreando la puerta y gritando hasta que amanezca; romperé el marco de la ventana. —Y yo llamaré a un guardia y lo meterán en chirona. —Pero ¿es que yo soy mudo? ¿Es que yo no puedo llamar también a los guardias? Y ¿quién le teme más a los guardias: usted o yo? —Es usted capaz de tener ideas tan ruine5 Ya sé a lo que se refiere... Aguarde, aguarde; ¡por Dios, no siga dando golpes! Pero digame: ¿quién puede tener dinero a estas horas de la noche? Y ¿para qué quiere usted el dinero, si no está borracho? —Es que ha vuelto mi mujer. Yo le di a 0sted diez rublos, y ni un tiro he disparado, guárdese el revólver, quédese con él en este mismo instante. Líamschin, maquinalmente, alargó la manO por el ventanillo y cogió el revólver. Aguardó un rato, y después, sacando rápidamente la cabeza por el ventanuco, balbuceó, cual si no supiera lo que decía y con calofríos por la espalda: —Usted miente; su mujer no ha venido... Eso es... Eso es que, sencillamente, quiere usted largarse a algún sitio. —Idiota, ¿adónde iba yo a ir? Su Piotr yerjovenskii es el que se fuga, no yo. Yo vengo ahora de casa de la Virguinsl(aYa la comadrona, la cual se ha prestado a ir a mi casa. Infórmese usted. Mi mujer está con los dolores; hace falta dinero; déme dinero. Todos unos fuegos artificiales de ideas refulgieron en el espíritu del trastornado Liamschin. Todo, de pronto, asumió otro cariz; pero, a pesar de todo, el temor no le dejaba recapacitar. —Pero ¿cómo?... Porque usted no vivía con su mujer, ¿verdad? 454 FEDOR M. DOSTOSEVSK1 LOS DEMONIOS

—Voy a romperle a usted la cabeza por esas preguntas. —Ah, perdone usted! Ya caigo, es que estoy aturdido... Pero ya re.. cuerdo, ya recuerdo. Pero..., pero..., ¿es que va a ir allá Arma Projórovfla ¿Decía usted que iba a ir? Mire: eso no es verdad. Mire, mire usted cÓfl no hace más que soltar mentiras. —Seguro que ya estará a la cabecera de mi mujer; no se entretenga que yo no tengo la culpa de que usted sea idiota. —No es verdad, yo no soy idiota. Dispense usted, no puedo.., Y, completamente trastornado ya, por tercera vez fue y cerró el ven,. nillo; pero Schátov prorrumpió en tales gritos, que al momento Volvj a asomarse. —Pero éste es un verdadero atentado a las personas ¿Qué es lo qu quiere usted de mí, vamos, qué, qué es, dígalo? ¡Y mire, mire que en medio de la noche!... —iQuince rublos quiero, cabeza de cordero! —Pero es que yo no quiero para nada quedarme otra vez con el revól. ver. Usted no tiene derecho. Yo, esa cantidad, de noche, no puedo. ¿De dónde voy yo a sacar cantidad semejante? —Tú siempre tienes dinero en tu poder; yo te he rebajado ya diez ni- bIos, sólo que tú, ya sabemos que eres un judío. —Venga usted pasado mañana... Oiga usted, pasado mañana, por la mañana, a las doce, en punto, y se lo daré todo, todo, ¿verdad? Schátov, por tercera vez, aporreó con insistencia el marce de la ventana. —Déme diez rublos, y mañana, cuando sea de día, los otros cinco. —No, pasado mañana, por la mañana, cinco; y mañana, por Dios, ninguno. Mejor será que no venga, mejor será que no venga. —Dame diez, tunante. —A qué vienen esos insultos! Aguarde usted, tengo que encender luz; mire: ha roto usted un cristal... ¿Quién se pone a insultar así, de noche? Aquí tiene —y le alargó desde la ventana un billete. Schátov lo cogió... Era de cinco rublos. —Por Dios, que no puedo, aunque me mate, no puedo; pasdo mañana sí podré todo; pero ahora nada puedo darle... —Pues no me voy! —gritó, con furia, Schátov. —iBueno, vaya; tome usted; tome esto más; pero eso es toJo! Aunque se ponga usted a gritar hasta desgañitarse, no le daré más; pase Jo que pase, no le daré. ¡No le doy, no le doy!

Estaba trastornado, desolado, sudoroso. Los dos billetes que le había entregado además del otro, eran de a rublo. En total había sacado Schátov siete rublos. —jAl diablo contigo! Mañana vendré. ¡Te pego, Líamschh, si no me tienes listos ocho rublos” “iNo estaré en casa, so imbécil!”, pensó Líamschin rápidanjente —Aguarde, aguarde! —gritóle insistente a Schátov, que ya había echado a correr—. Aguarde, vuelva. Dígame, haga el favor: ¿es verdad eso que dijo de que había vuelto su mujer? —Idiota! —escupió Schátov. Y echó a correr cuan aprisa pudo, con rumbo a su casa. Iv Haré observar que Arma Projórovna no sabía nada de las resoluciones adoptadas el día antes en la sesión. Virguinskii, al volver a casa, impresionado y abatido, no se atrevió a participarle la resolución adoptada; pero, a pesar de todo, no pudo contenerse y le refirió la mitad; es decir, todas las noticias comunicadas por Verjovenskii relativas a la intención delatoria de Schátov; pero añadiendo que no concedía la menor fe a la noticia. Arma Projórovna se asustó enormemente. De ahí que, al acudir a ella Schátov, no obstante hallarse rendida, por haber tenido que estar bregando con una parturienta la noche anterior, en el acto decidióse a ir. Siempre había estado convencida de que “un puerco como Schátov era capaz de una ruindad cívica”; pero la presencia de Maria Ignátievna, hacia que el asunto tomase otro cariz. El temor de Schátov, el desolado tono de voz de su ruego, sus demandas de auxilio indicaban un cambio en los sentimientos del traidor; un hombre que estuviese decidido incluso a entregarse él, con tal de perder a otros, parece que había de tener otro aire y otra voz que no aquellas con que se presentaba en la realidad. En resumidas cuentas: que Arma Projórovna se resolvió a verlo todo por sus propios ojos. Virguinskii quedó muy satisfecho de su resolución, cual si le hubiesen quitado de encima un peso de cinco pudes. Hasta concibió ilusiones. La facha de Schátov parecióle nada en armonía con la suposición de Verjovenskii. Schátov no se equivocaba. Al volver, ya encontró a Arma Projórovna al lado de Marie. No había hecho más que llegar, despectiva, echó a Kirihoy, que acechaba al pie de la escalera. Rápidamente se hizo amiga de Marie, la cual no confesaba su anterior conocimiento con ella. Encontróla en una “situación muy antipática”; es decir, furiosa, agitada y presa de la “más pusilánime desesperación”, y en unos cinco minutos refutó victoriosamente todas sus objeciones. —Por qué insiste en que no quiere una partera cara? —dijo, al mismo instante de entrar Schátov—. Ese es un disparate completo, una falsa idea de la anormalidad de su situación. Con ayuda de una vieja cualquiera de la clase baja, tenía usted quince probabilidades de acabar mal; y, además, serían más los afanes y los gastos que con una comadrona de precio. ¿Quién e dijo a usted que yo era una comadrona cara? Ya me pagará después que no le he de cobrar nada de más, y respondo del éxito. Conmigo no se morirá; nunca me pasa tal cosa. A la criaturita mañana mismo la envío a un hospicio; luego, al campo, a que se críe allí, y asunto concluido. Cuanto a usted, se restablecerá, se entregará a trabajos intelectuales y en brevísimo 456 FEDOR M. DOSTOIFVSKI

plazo compensará usted a Schátov de la visita y los gastos, que no serán ta grandes... —Yo no me refería a eso... No tengo derecho a serle gravosa. —Esos son sentimientos racionales y cívicos; pero crea usted Schátov casi no tendrá gastos, con tal que se avenga a dejar de ser un fantástico para convertirse, aunque sea tanto así, en un hombre de id verdaderas. No hay más Sino no incurrir en necedades, no darle al tam no andar por la ciudad echando el bofe. Si no le tira usted del brazo, m na le trae aquí todos los médicos de la localidad; también ha alborotj todos los perros de mi calle. Médicos no hacen falta, y ya he dicho que pondo de todo. A una vieja sí la pueden traer, pera el servicio, que es vale nada. Por lo demás, también él puede aplicarse a algo útil y no a pies sandeces. Manos, tiene; pies, tiene. Irá a la botica, sin herir sus s mientos de usted con la buena acción. ¡Qué diablo de buena acción! no ha sido él quien la ha conducido a esta situación? ¿No fue él quiea hizo reñir a usted con aquella familia, donde estaba de institutriz, conÇI mira egoísta de casarsc con usted? Porque estoy enterada... Por lo dert4 él mismo, hace un momento, corría como loco, gritando por esas calles. no estoy obligada con nadie; he venido únicamente por usted, por cuesí$ de principios, porque todos estamos obligados a mutua solidaridad; así seJ hice a él presente, antes de salir de casa. Si yo, a juicio de usted, estoy aq de más, en ese caso, adiós;

pero que no ocurra ninguna desgracia, que fácil sería evitar. Y hasta levantóse de la silla. Marie estaba tan desvalida, hasta tal punto sufría, y, fuerza es decir verdad, hasta tal punto la asustaba lo inminente, que no se atrevió a dejaij ir. Pero aquella mujer se le hizo de pronto odiosa; no en modo alguno po lo que decía; no era aquello en absoluto lo que tenía Marie sobre su cora zón. Pero la profecía de una posible muerte en manos de una comadroi inexperta venció la repugnancia. En cambio, con Schátov estuvo desde aquel momento todavía más exigente, más dengosa. Llegó hasta el extremo de prohibirle, no sólo mirarla, sino hasta que Volviese la cara. Los dolores arreciaban Las maldiciones también se hicieron más insistentes. —iVaya, nosotros lo haremos salir! —falló Arma Projórovna_.—. Ese no tiene cara; no sirve más que para asustarla. Está lívido como un muerto. Vamos a ver: ¿qué le sucede? ¡Diga usted, so tío raro! ¡Valiente comedia! Schátoy no contestó. Había resuelto no replicar. —He visto padres estúpidos en estos casos; hasta los hay que pierden el juicio. Pero ésos, por lo menos... —iCállese o váyase; déjeme reventar! No hable una palabra. ¡No quiero, no quiero! —gritó Marie. —Ni una palabra habría que hablar, si usted misma no careciese de sentido; así me lo explico yo, por lo que a usted se refiere, en este caso. Por lo menos, hay que hablar del asunto. Dígame: ¿tiene preparado algo? Contésteme usted, Schátov, que ella no está para eso. LOS DEMONIOS _—Dígamc, concretamente, qué hace falta. —LEso quiere decir que no hay nada apercibido? Enumeró todo lo necesario, y, hay que hacerle justicia, limitóse a lo más indispensable, a una miseria. Algo se encontró en casa de Schátov. ufane sacó una llave y se la alargó a él para que rebuscase en su saco de viaje. Como le temblaban a él las manos, tardó más de lo debido en abrir aquella cerradura desconocida. Marie estaba fuera de sí; pero cuando se le acercó Arma Projórovna para quitarle la llave, no le consintió mirar en su saco, y con dengosos gritos y lloros profirió para que fuese Schátov únicamente quien anduviese allí. Por algunas cosas fue preciso ir a casa de Kirihoy. No bien se disponía Schátov a ir allá, cuando ella empezó a llamarlo con insistencia para que no fuese, y sólo se tranquilizó cuando Schátov, que se había vuelto a mitad de la escalera, le explicó que salía sólo por un minuto, por las cosas más indispensables, y enseguida regresaría. —Bueno; a usted resulta difícil darle gusto, señora —dijo, riendo, Arina Projórovna—. El está vuelto de cara a la pared y no se atreve a mirarla siquiera; no se atreve tampoco a quitarse de en medio un instante, enseguida se echa usted a llorar. De seguro que va a creerse él algo. ¡Vaya, vaya! Menos dengues, menos restregarse los ojos, porque yo me río. —No se atreve él ni siquiera a pensar. —Ta..., ta..., ta... si no estuviese enamorado de usted como un borrego, no correría por esas calles con la lengua fuera ni habría alborotado a todos los perros de la población. En mi casa rompió el marco de la ventana. y Schátov hailó a Kirillov dando todavía paseos de un extremo a otro de la habitación, tan ensimismado, que hasta se había olvidado de la llegada de la mujer de aquél, y oía y no entendía. —Ah, sí!... —exclamó, cayendo de pronto en la cuenta, como zafándose con esfuerzo y sólo por un momento de una idea que le absorbía—. Sí..., una vieja... ¿Su mujer o una vieja? Aguarde; su mujer y la vieja, ¿no? Comprendo; fui allá; vendrá la vieja, pero no enseguida. Tome una almohada. ¿Qué más? Sí... Aguarde. ¿Ha sentido usted, Schátov, en algunos momentos, la eterna armonía? —Mire usted, Kirillov: no puede usted seguir velando de noche. Kirillov volvió en sí y, cosa extraña, siguió expresándose más fluida- mente que nunca, Era evidente que todo aquello lo tenía ya de antes muy pensado y hasta escrito. —Hay segundos, sólo se dan cinco o seis seguidos, en que de pronto siente usted la presencia de la eterna armonía, completamente lograda. No es cosa terrenal, no quiero decir que sea celestial, sino que el hombre en su forma terrenal no puede soportarla. Necesita transformarse físicamente o morir. Es un sentimiento claro e indiscutible. Parece como si de pronto sintiese usted toda la naturaleza y saliese diciendo: “Sí, es verdad. Dios, al crear este mundo, al fin de cada día de creación, dijo: Sí, es verdad; está ‘+3f

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I1DOR M DOSTOIFVSKI

bien.” Esto..., esto no es ternura, sino simplemente así: alegría. No perdona usted a nadie, porque nada hay ya que perdonar. No es que usted ame ¡oh eso está muy por encima del amor! Lo más terrible de todo es que sea una cosa tan inmensamente clara y se sienta tal alegría. Si durase más de CiflC0 segundos, el alma no lo aguantaría y tendría que desaparecer. En esos cinco segundos he vivido yo una vida, y por ellos daría mi vida toda, porque lo valen. Para resistir diez segundos, sería menester cambiar dt forma fisica. Yo pienso que el hombre está obligado a dejar de engendrar. ¿Para qué los hijos, para qué la evolución, si el fin está alcanzado? En el Evange. lío se dice que en la resurrección no se engendrará ya, y que seremos como ángeles de Dios. Es una indicación. Y su mujer, ¿da a luz? —Kirillov, ¿le ocurre eso con mucha frecuencia? —Una vez en tres días, una vez en toda una semana. —No padece usted ataques? —No. —Pues eso quiere decir que los tendrá. Cuídese, Kirillov, que he oído decir que así precisamente empiezan los ataques. A mí, un epiléptico me describió al pormenor esa sensación anterior al ataque, exactamente como usted acaba de hacerlo; cinco segundos, y decía que era imposible resistir más. Acuérdese usted del cantarillo de Mahoma, que no tuvo tiempo de verterse en tanto él, a caballo, anduleaba por el Paraíso. El cántaro.., son esos mismos cinco segundos; recuerda demasiado su armonía de usted, pero Mahoma era epiléptico. Cuídese, Kirillov, contra los ataques. —No habrá tiempo —dijo, suavemente, Kirillov. VI Transcurría la noche. A Schátov lo echaron de allí, le regañaron, le volvieron a llamar. Marie llegó al último extremo de pánico por su vida. Gritaba que quería vivir a todo trance, a todo trance. Y temía morir. “No hay razón, no hay razón”, repetía. De no haber sido por Arma Projórovna, la cosa habría andado mal. Poco a poco fue apoderándose del ánimo de la enferma. Esta empezó a estar pendiente de cada palabra, de cada orden suya, como un niño. Arma Projórovna procedía con severidad, sin afectuosidades; pero, en cambio, laboraba magistralmente. Empezaba a alborear, Arma Projórovna, de pronto, imaginé que Schátov se había salido a la escalera y se había puesto a rezarle a Dios, y rompió a reír. Marie también se rió con rabia, con encono, cual sí esa risa la aliviase. Por último, echaron a Schátov del todo. Sobrevino una mañana gris, fría. El estaba vuelto de cara a la pared, en un rincón, lo mismo exactamente que la víspera cuando la llegada de Erkel. Temblaba como la hoja del árbol, teníale miedo a pensar; pero ya su espíritu se asía con el pensamiento a todo lo que se le representaba, como ocurre en los sueños. Ensueños continuos le distraían, y a cada paso interrumpíanse como hebras de hilo gastadas. En el cuarto sonaron finalmente no ya quejidos, sino unos alaridos terribles, puramente animales, insoportabies, imposibles, Quiso taparse las orejas, pero no pudo y cayó de rodillas,

j 0conscientemente, repitiendo: “Marie, Marie! “. Y he aquí que, por último, 50nÓ un grito, que hizo dar un respingo a Schátov y saltar del suelo; el grito de un recién nacido, débil, inarticulado. Se santiguó y se lanzó adentro. En brazos de Arma Projórovna, chillaba y agitaba sus manecitas y sus piececitos una criaturita, roja, arrugada, desvalida hasta el espanto y dependiente como una mota de polvo12 del primer soplo del viento, pero que gritaba y daba señales de su presencia cual si tuviese pleno derecho a la vida... Marie yacía como insensible; pero, pasado un minuto, abrió los ojos, y de un modo muy raro quedóse mirando a Schátov; algo de nuevo había en aquella mirada; eso que precisamente no tenía él fuerzas para comprenderlo, pero nunca antes le había visto ni recordaba una mirada como aquélla. —,Niño? ¿Niño? —preguntóle ella a Arma Projórovna con voz doliente y maternal. —Niño! —contestóle la comadrona, volviendo hacia ella la criatura. En el momento de volver hacia ella la criatura, y cuando se disponía a dejarla atravesada en el lecho, entre dos almohadas, se la dio a tener a Schátov. Marie, cual a hurtadillas y como si le temiese a Arma Projórovna, hízole una seña. Aquél, en el acto, comprendió y se acercó a enseñarle el niño.

—IQué... mono! —balbuceé ella débilmente, sonriendo. —Oh, y cómo le mira! —sonrió alegremente la triunfal Arma Projórovna, mirando a la cara a Schátov—. Qué carita tiene! —Alégrese usted, Arma Projórovna... Esta es una gran alegría... —balbuceé Schátov con aspecto de idiota beatitud, radiante después de aquellas dos palabras que Marie había tenido para el niño. —jQué gran alegría puede traerles esto! —exclamó, contenta, Arma Projórovna, afanándose, trajinando y trabajando como un presidiario. —El misterio de la venida de un nuevo ser es un grande e inexplicable misterio, Arma Projórovna, y qué lastima que usted no lo comprenda. Schátov balbucía palabras inconexas, lleno de entusiasmo. Parecía como si brotasen en su cabeza, y ellas mismas, sin su venia, se le escapasen del alma. —Eran dos criaturas, y de pronto ya son tres: una nueva alma, íntegra, perfecta, como no lo son las cosas que salen de manos del hombre; una nueva idea y un nuevo amor, hasta terrible... ¡Y no hay nada más sublime en el mundo! —iQué cosas dice! Simplemente se trata del ulterior desarrollo de un organismo y nada más, nada de misterio —dijo, riendo a carcajadas, sincera y jovial, Arma Projórovna—. Cualquier mosca, según eso, constituiria un misterio. Pero oiga usted una cosa: las criaturas que están de más, no deberían venir al mundo. Empecemos por arreglar las cosas de modo que no estén de más, y luego, traedlas al mundo. A este niño habrá que llevarlo mañana a un hospicio. Por lo demás, también esto es necesario. 2 El simil está suprimido en alguna versión. FLDOR M. D0ST0I[VSKI LOS t)IMUr.Iv

—Nunca consentiré que lo lleven a un hospicio —profirió Scháto firmeza, tija la vista en el suelo. —,Lo prohíja usted? —Ya es mi hijo. —Sin duda, es un Schátov; con arreglo a la ley, es un Schátov; y nc usted que hacer gala de ser un bienhechor del género humano. No prescindir de las frases. Vaya, vaya, ya está bien —terminó, finalm disponiéndose a irse—; ya es tiempo de que me retire. Volveré por ae mañana todavía, y luego, a la noche, si es preciso; pero ahora, ya que tO salió a pedir de boca, es preciso acudir a otras partes, donde hace ya mue rato que me aguardan. Aquí, en su casa, Schátov, vive una anciana; v por vieja, lo mismo da; pero no abandone usted a su mujer, hombre; siéait. se a su cabecera; quizá pueda serle útil; Maria Ignátievna, según parece lo echa a usted... Vaya, vaya, que me río... En la puerta, adonde la condujo Schátov, añadió esto: —Me ha dado usted motivos de risa para toda la vida; su dinero no de tomar; pero en sueños he de reírme. Más ridículo que usted esta noc no vi a nadie. Se fue enteramente tranquila. A juzgar por el aspecto de Schátov y sus palabras, resultaba claro como el día que aquel hombre “se disponía posesionarse del papel de padre, y era un trapo de última mano”. Encan4 nóse corriendo a su casa, aunque lo más directo y próximo habría sido ir e ver a otra paciente para hablarle de aquello a Virguinskii. —Marie, te ha mandado que duermas un rato, aunque eso, ya lo es bastante dificil —empezó Schátov, tímido —. Mira: yo me estaré aquí, at pie de la ventana, y estaré al cuidado, ¿quieres? Y se sentó junto a la ventana, a espaldas del diván, de suerte que no era posible verle. Pero no había pasado un minuto, cuando ella lo llamó y malhumorada, le rogó le enderezara la almohada. El se puso a hacerlo. Ellas iracunda, miraba a la pared. —Así, no. ¡Oh, así no!... ¡Vaya manos! Schátov seguía en su faena. —Inclínate hacia mí —dijo ella de pronto, impetuosa, como pugnandG por no mirarlo. El se estremeció, se inclinó. —Más... Así, no. Más cerca —y de pronto, su mano izquierda, con ansia, le asió de su cuello y él sintió en la frente un fuerte, dichoso beso. —Marie!

Temblábanle a ella los labios; se reprimía; pero, de pronto, incorporóse, y echando fuego por los ojos, clainó: —iNikolai Stavroguin es un villano! Y exánime, como si se le hubiesen agotado todas las energías, dejo caer la cara en la almohada, llorando de un modo histérico, y fuertemente apretando en la suya, con cariño, la mano de Schátov.

Desde aquel instante, ya ella no lo dejó apartarse de su lado, exigiendo que sC sentase a su cabecera. Apenas podía hablar; pero no hacía más que mirarlo y sonreírle, como una bendita. De pronto, parecía haberse vuelto boba Fra aquello como renacer. Schátov lloraba como un chico pequeño; hablaba Dios sabe qué cosas, impetuoso, pueril, inspirado; le besaba a ella las manos; ella le oía con embriaguez, aunque sin entenderle quizá; pero cofl su lánguida manecita le acariciaba, le alisaba los cabellos. El le hablaba de Kirillov, de la nueva vida que iba a iniciar ahora, para ellos “nueva y para siempre”; de la existencia de Dios, de que todos los seres son buesoS... Entusiasmado otra vez, cogió al niño para verlo. —/Marie! —exclamó con el rorro en los brazos—. ¡Se acabó el antiguo delirio, el oprobio y la carroña! ¡Déjame hacer y echaremos a andar los tres por un nuevo camino; sí, sí! ¡Ah, sí! ¿Cómo le vamos a poner, Marie? —A él? ¿Qué cómo vemos a ponerle? —inquirió ella asombrada, y de pronto, expresó su semblante tremenda amargura. Juntó las manos, miró con aire de reproche a Schátov y dejó caer la cabeza en la almohada. —Marie, ¿qué tienes? —exclamó él con doloroso miedo. —Y usted ha podido. - -, ha podido.. - ¡Oh. el ingrato! —Marie, perdona; Marie. - - Yo sólo preguntaba qué nombre íbamos a ponerle... Yo no sé. - —Iván, Iván —dijo ella, alzando su cara, arrebatada y mojada de llanto—. ¿Es que usted podía suponer que fuera a ponerle algún otro “horrible” nombre? —Marie, serénate. ¡Oh, qué alterada estás! —Otra grosería. ¿Por qué lo atribuye usted a mi agitación? Algo apostaría a que si yo dijera que le pusieran.. - ese nombre horrible, usted enseguida diría que bueno, sin reparar en ello siquiera. ¡Oh, ingratos, ruines todos, todos! Pasado un minuto, naturalmente, hicieron las paces. Schátov la persuadió de que debía hacer por dominarse. Dormida se quedó, pero sin soltarle la mano, despertándose con frecuencia, mirándolo como temeroso de que se hubiese ido; después de lo cual, volvía a dormirse. Kirillov mandó a una vieja a “felicitarlos”, y llevarles té caliente, unas chuletas acabaditas de asar y una taza de caldo y pan blanco para “Maria Ignátievna”. La enferma bebióse el caldo con ansia; la vieja fajó al niño. Marie obligó a Schátov a que se comiese una chuleta. Transcurría el tiempo. Schátov, exánime, quedóse dormido también en la silla, con la cabeza apoyada en la almohada de Marie. Así los encontró Arma Projórovna, que, cumplidora de su palabra, los despertó a ambos, hízole a Marie las recomendaciones precisas, examinó a la criatura y de nue‘o le prohibió a Schátov retirarse. Luego, después de mirar a los “cónyuges” con cierto matiz de desprecio y altanería, fuese tan satisfecha como anter FEDOR M. DOS TOlE VSKI

Oscurecía ya cuando se despertó Schátov. Apresuróse a encender Ii corrió en busca de la vieja; pero apenas había empezado a bajar la esca cuando unos pasos quedos, lentos, de alguien que venía en dirección e traria, hubieron de chocarle Entraba Erkel. —No entre! —balbuceó Schátov, y cogiéndole con fuerza del br se lo llevó hacia la puerta—. Aguarde aquí,

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que ahora mismo salgo; me bía olvidado por completo, por completo, de usted ¡Oh, y cómo se ha dado usted de mí! Se apresuró tanto, que ni siquiera pasó a ver a Kirillov, limitándo llamar a la vieja. Marie se llenó de desesperación y enojo ante la id que “pudiera pensar siquiera en dejarla sola”. —jPero —exclamó él, solemne— éste es el último paso! Luego nuevo camino, y nunca, nunca volveremos a acordamos del antiguo ho Díjole unas palabras y le prometió estar de vuelta a las nueve en p le dio unos besos fuertes, besó al niño, y rápidamente corrió a reunjrse Erkel. Ambos se encaminaron al parque de los Stavróguines, en Skvoré nikj, donde año y medio atrás, en un lugar solitario, en el mismo filo parque, allí donde ya empezaba el pinar, escondieia la prensa que le hab confiado. El lugar era salvaje, y aislado; podía pasar completamente in4 vertido, bastante alejado de la casa de Skvoréschnjki De la de Filíppov 1 bría hasta allí tres verstas y media, y puede que cuatro. —i,Vamos a ir a pie? Yo voy a tomar un coche. —Le ruego a usted no lo tome —objetóle Erkel-_. Ellos precisame insistieron en esto. El cochero sería un testigo de vista. —l3ueno.. demonio! ¡Es igual; acabemos, acabemos! Echaron a andar con paso rápido. —iErkel, es usted un chiquillo! —exclamó Schátov—_. ¿Ha sido uste4 feliz alguna vez? —Usted, por lo visto, es ahora muy feliz, ¿verdad? —observó Erki con curiosidad CAPÍTULO VI

NOCHE LABORIOSA.. 1 Virguinskji en el transcurso del día, empleó dos horas en recorrer las casas de los “nuestros”, con objeto de notificarlos que Schátov de seguro no los denunciaba, porque había vuelto a su lado su mujer y había dado a luz un niño; “conociendo el corazón humano”, no era posible suponer que pudiese ce aquel momento resultar peligroso. Pero, con pesar suyo, casi a ninguno naHó en su casa, quitando a Erkel y a Liputin. Erkel lo escuchó en silencio y mu-andole claramente a la cara; a la pregunta directa: “lría él allá a las

siete o no?”, respondió, con la más clara sonrisa, que “naturalmente que Líamschin estaba en cama, al parecer muy seriamente enfermo, y se tapaba la cabeza con la sábana. Al ver entrar a Virguinskii, se asustó, y no bien empezó aquél a hablar, se puso a hacer gestos con las ruanos por debajo de las sábanas, rogándole lo dejase en paz. Sin embargo, escuchó todo lo refrente a Schátov; pero, ante la noticia de que casi ninguno estaba en su casa, se impreslonó extraordinariamente. Resultó también que ya sabía (por conducto de Liputín) la muerte de Fedka, y él mismo se la contó aprisa y con incoherencia a Virguinskii, que a su vez se impresionó. A la pregunta directa de Virguinskii: “i,Era preciso ir allá o no?”, volvió aquél a decirle, gesticulando, que él “era un personaje secundario, que nada sabía y que lo dejase en paz”. Virguinskii volvió a casa abatido y muy alarmado; hacíasele también pesado el tener que ocultarse de la familia; estaba acostumbrado a contárselo todo a su mujer, y, de no haberle empezado a bullir en la cabeza en aquel mismo instante una nueva idea, un nuevo plan conciliador, de ulteriores actos, posible es que se hubiese metido también en la cama como Líamschin. Pero un nuevo pensamiento germinaba en su mente, y hasta con impaciencia esperaba el momento, y, más temprano de lo necesario, se encaminó al lugar convenido. Era aquél un paraje muy lúgubre, al final del enorme parque de los Stavróguines. Yo luego, expresamente, fui a examinarlo. ¡Qué sombrío debía de parecer aquella noche húmeda de otoño! De allí arrancaba un antiguo bosque vedado; enormes seculares pinos, con sombríos y vagos manchones, destacábanse sobre la oscuridad. Esta era tal, que a dos pasos de distancia casi no podían verse uno a otro; pero Piotr Stepánovích, Liputin y luego Erkel, habían ido provistos de sendos farolillos. No sé por qué ni cuándo, allá en tiempos inmemoriales, construyeron allí, con piedras acumuladas, una bastante grotesca’3 gruta. La mesa y los bancos del interior de la misma hacía ya tiempo que estaban pudriéndose y derrumbándose. A doscientos pasos de distancia, a la derecha, terminaba el tercer estanque del parque. Dificil era suponer que cualquier ruido, grito ni detonación pudiera llegar hasta los oídos de los vecinos de la abandonada casa de los Stavróguines. Desde la víspera, que partiera Nikolai Vsevolódovich. y ausente Aléksieyi Yegórovich, no quedaban en toda la casa más de cinco o seis hombres, de condición, por decirlo así, inválida. En todo caso, casi con toda verosimilitud podía suponerse que, aunque oyese alguno de esos solitarios vecinos gritos o voces demandando socorro, sólo les infundiría miedo, sin que ninguno de ellos se moviera, para prestar auxilio, de la caliente estufa. A las siete y veinte, casi todos, menos Erkel, que había ido a buscar a Schátov, estaban allí. Piotr Stepánovich aquella vez no se retrasó; llegó con 13 Smíeschnaya. rrUJK M. UOSTOIEvsKJ

Tolkáchenko. Tolkáchenko estaba hosco y preocupado; toda su energf Os.. tentosa e insolente, había desaparecido Apenas se separaba de Piotr Step novich, y parecía habérsele vuelto de repente muy adicto; a cada instante y con mucho calor, poníase a cuchichearle; pero aquél casi no le respofl o con enojo rezongaba cualquier cosa para quitárselo de encima. Schigálev y Virguinskij presentáronse también algo más temprano qt Piotr Stepánovjch y, al llegar éste, hiciéronse a un lado con un profufldø sin duda premeditado silencio, Piotr Stepánovich alzó el farolillo y los co, templó sin ceremonias y con ofensiva atención. “Quieren hablar”, cru por su mente. —Líamschjn no está? —preguntó a Virguinskii ¿Quién dijo que e taba enfermo? —Yo estoy aquí —dijo Líamschin, saliendo de pronto de detrás de ij árbol. Vestía paletó de abrigo y envolvíase sólidamente en una manta, d suerte que resultaba difícil verle la cara, incluso con el farol. —Entonces, sólo falta Liputin, ¿no es eso? También Liputin, en silencio, salió de la gruta. Piotr Stepánoyjch volvió a levantar el farolillo. —Por qué se metió usted ahí?... ¿Por qué no salía? —Supongo que nosotros todos conservamos el derecho a... la liber tad... de nuestros movimientos —refunfuñó Liputin, por lo demás, sin com. prender probablemente lo que quería decir —Señores —sons la voz de Piotr Stepánovich, que por primera vez rompía su modo de hablar en un susurro, lo que surtió efecto—, ustedes pienso, comprenderán muy bien que no tenemos ahora nada que deliberar. Ayer quedó todo dicho y convenido, de un modo claro y definido. Pero es posible, a juzgar por sus caras, que alguno quiera hacer alguna manifestad ción; en ese caso, le ruego se dé prisa. Demonio, tenemos poco tiempo, y Erkel puede, de un momento a otro,

traerlo... —Infaliblemente lo traerá —tercjó Tolkáchenko —Si no me equivoco, empezaremos por la reintegración de la prensa, ¿no? —inquirió Liputin, como si no comprendiera tampoco por qué formulaba tal pregunta. —Desde luego, naturalmente que no vamos a perder también las cosas —dijo Piotr Stepánovich alzando hasta su cara el farol—. Pero anoche ya acordamos todos que no era menester, verdaderamente, llevárselo. Bastará que él les indique el sitio donde está escondida; luego, ya nosotros la sacaremos Sé que se trata de un sitio a diez pasos de aquí, en uno de los rincones de esa gruta... Pero, allá el demonio, ¿cómo se le olvidó a usted eso, Liputin? Habíamos convenido en que usted se adelantaría solo a su encuentro y luego saldríanios nosotros. Es raro que pregunte eso, ¿o es que lo np sí? / silencio Todos callaban. El viento ululaba en —Yo espero, sin embargo, señores, que cada cual cumplirá con su deber _saltó Piotr Stepánovich con impaciencia. —Yo sé que a Schátov le ha vuelto su mujer, la cual ha dado a luz un jO —dijo Virguinskii de pronto, aturrullándose, atropellándose, sin proferir apenas las palabras y gesticulando—. Conociendo el corazón humano..., ruede tenerse la seguridad de que ahora no habrá de denunciarnos, porque es feliz... Como antes estuve en las casas de todos y a ninguno encontré... Así que ya ahora puede que no haga ninguna falta... Se detuvo; le faltaba el aliento. —Si usted, señor Virguinskii, se sintiese de pronto feliz —dijo Piotr Stepánovich, adelantándose hacia él—, ¿desistiría usted..., no de una denuncia, no se trata de eso, sino de algún acto arriesgado de civismo, que hubiese premeditado antes de ser feliz, y que usted creyese deber y obligación suya, pese al riesgo y a la pérdida de la felicidad? —No, no desistiría! ¡Por nada en el mundo desistiría! —declaró Virguinskii con vehemencia, terriblemente torpe, todo temblando. —(,De modo que usted prefería volver a ser desdichado antes que ser un vil? —Sí, sí... Yo incluso, enteramente al contrario..., preferiría ser todo un villano... Es decir, no..., nada de todo un villano, sino antes completamente infeliz que bellaco. —Bueno; pues sepa usted que Schátov considera esa denuncia como su deber de ciudadano, como la más elevada de sus convicciones, y la prueba es que también él corre algún peligro ante las autoridades, aunque, sin duda, habrán de perdonarle muchas cosas por la delación. Un hombre así por nada del mundo desiste. Ninguna felicidad lo vence; está todo el día acordándose, recriminándose, hasta que va y lo hace. Además, que yo no veo felicidad ninguna en el hecho de que su mujer, al cabo de tres años, haya venido a parir en su casa un hijo de Stavroguin. —Pero es el caso que nadie ha visto la denuncia —observó Schigálev de pronto y con aplomo. —La denuncia la he visto yo —gritó Piotr Stepánovich—; existe, y todo esto es enormemente estúpido, señores. —Pues yo —exclamó Virguinskii de pronto—, yo protesto..., yo protesto con todas mis fuerzas... Yo quiero... Yo quiero una cosa: quiero que cuando venga, todos salgamos y le interroguemos; si es verdad, incitarle al arrepentimiento, y si da su palabra de honor, soltarlo. En todo caso, un juicio: hay que juzgarle. Y no eso de esconderse y luego de echarse sobre él de pronto. —Por una palabra de honor, poner en peligro la causa común..., eso es l colmo de la estupidez. ¡Demonio, y qué estúpido es todo esto ahora, se- flores! ¿Y de qué papel piensa usted encargarse en el momento de peligro? —Yo protesto, yo protesto —balbuceó Virguinskii. —Por lo menos, no grite, que no vamos a oír la señal. Schátov, señores... (Demonio, qué estúpido es esto ahora!) Ya les he dicho a ustedes

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que Schátov es eslavófilo es decir, que pertenece al número de los más j béciles... Aunque, después de todo, a mí me da lo mismo y escupo. ¡s6i que me desconciertan ustedes!. Schátov, señores, era un hombre amga do, y como, al fin y al cabo, pertenecía a la sociedad, quieras que no, Yo hasta el último momento, esperé que sería posible Utilizarlo en provecho la obra común y valerse de él como de hombre resentido. Yo lo perdoné l protegí, no obstante las terminantes instrucciones .. Yo lo he protegido ci veces más de lo que se merecía. Pero él ha concluido denunciando jBue0 demonio escupamos! ..

Pero, iea!, trate alguno de salvarlo ahora, Ningu de ustedes tiene derecho a abandonar el asunto. Ustedes pueden incluso be. sarlo, si quieren; pero a traicionar por una palabra de honor la causa com, a eso no tienen ustedes derecho Asj se conducen los puercos y los vendí4 dos al Gobierno! —tQuién está aquí vendido al gobierno? —saltó Liputin. —Usted quizá. Usted haría mejor en callar, Liputin; usted parece que sólo habla por la fuerza de la Costumbre Vendidos, señores, están todos aquellos que tienen miedo en el instante del peligro. Por miedo, siempre se encuentra un imbécil que en el último instante salga corriendo y gritand0 “iay, perdonadme a mí y os los entrego a todos!” Pero sepan ustedes que ahora ya por ninguna delación los perdonarían a ustedes, Aun rebajando mucho la pena, a Siberia irían todos, y, además, no se librarían tampoco de la otra espada. Y la otra espada es más buida que la del gobierno. Piotr Stepánovich estaba furioso y hablaba de más. Schigálev con entereza, avanzó hacia él tres pasos: —Desde anoche he estado pensando en el asunto mpezó, con con vicción y método, como siempre (y a mí me parece que si bajo sus pies hubiese temblado la tierra, no habría reforzado la entonación de su VOZ ni habría alterado un punto el método de su exposición); he estado pensando en el asunto, y he decidido que el homicidio premeditado no representa solamente la pérdida de un tiempo precioso, que podría emplearse de un modo más positivo y útil, sino que también significa una funesta desviación del camino normal, que es lo que siempre dafló más a la causa, y durante décadas frustró sus triunfos, sometiéndola al influjo de gentes aturdidas y eminentenlente Oportunistas, en vez de puramente socialistas. Yo he venido aquí únicamente para protestar contra la proyectada empresa, para hacerlo saber así a todos, y luego.., desentenderme del presente momento, que ustedes, no sé por qué, califican de momento de peligro. Yo me voy..., no por miedo a ese peligro ni por sentimentalismo hacia Schátov, al que no tengo gana maldita de besar, sino únicamente porque todo este asunto, desde el principio hasta el fin, es literalmente opuesto a mi programa. Tocante a la denuncia y venta al gobierno lo que es por mí, pueden ustedes estar completamente tranquilos: no habrá tal denuncia Dio media vuelta y se fue. —Demonjo a a encontrarse con él y avisará a Schátov!,.. xclamó Piotr Stepánovich, y sacó el revólver.

1 LOS DEMONIOS Oyóse el chirrido del arma al cargarla. —Puede usted estar seguro —dijo, volviéndose, Schigálev— de que si fllC encuentro en el camino con Schátov, puede que lo salude, si; pero no he de prevenirlo. —Pero ¿sabe usted lo que puede costarle eso, señor Fourier? —Le ruego a usted tenga en cuenta que yo no soy Fourier. Al confundirine con ese dulzón y abstracto exprimidor de quintaesencias, usted sólo demuestra que, aunque tiene en su poder mi manuscrito, no ha llegado a enterarse ni por lo más remoto. Respecto a su venganza, le diré a usted que es inútil que haya cargado el revólver; en este momento, eso es para usted de todo punto inútil. Si me amenazara usted para mañana o pasado mañana, en ese caso, aparte las consecuencias, nada saldría ganando con matarme; usted me matará; pero, tarde o temprano, vendrá a parar a mi sistema. Adiós. En aquel momento, a unos doscientos pasos del parque, por el lado del estanque, oyóse un silbido. Liputin respondió en el acto, según lo convenido la víspera, con otro silbido (para lo cual, no confiando él en su harto desdentada boca, habiase comprado aquella misma mañana, en el bazar, por un copec, un pito de barro como los que gastan los chicos). Erkcl había tenido cuidado de prevenir a Schátov, durante el trayecto, de que habría silbidos, a fin de que no concibiera ninguna duda. —No se apure usted, me apartaré a un lado y no me verán —advirtió Schigálev con sugestivo susurro, y luego, sin precipitarse ni acelerar el paso, encaminóse definitivamente a su casa, al través del parque oscuro. Ahora se conoce hasta en los menores pormenores cómo se desarrolló aquel espantable suceso. Empezó Liputin por salir al encuentro de Erkel y Schátov hasta la misma gruta; Schátov no los saludó ni dio la mano; pero inmediatamente, con voz apresurada y recia, dijo: —Bueno; ¿dónde está la azada?... ¿No tienen otro farol? Pero no teman, que por aquí no hay absolutamente nadie, y en

Skvoréschniki, ahora, aunque lloviesen granadas, no lo oirían. Miren: aquí está, en este mismo sitio... Y dio con el pie en el suelo, efectivamente, a diez pasos del rincón trasero de la gruta, del lado del pinar. En aquel mismo instante abalanzóse a él por la espalda, saliendo de detrás de un árbol, Tolkáchenko, mientras Erkel lo tenía sujeto por los codos. Líputin acometíale por delante. Entre los tres lo derribaron, tumbándolo en el suelo. Entonces se acercó Piotr Stepánovich con su revólver. Cuentan que Schátov tuvo tiempo de volver hacia él la cabeza y de verlo y reconocerlo. Tres farolillos alumbraban la escena. Schátov, de pronto, lanzó un grito breve y desolado; pero no le dejaron gritar; Piotr Stepánovich, con cuidado y firmeza, le aplicó el revólver directamente a la frente, apretó el gatillo y... disparó. El tiro, según parece, no hizo mucho ruido. Por lo menos, en Skvoréschniki nadie lo oyó. Oyólo, naturalmente, Schigálev, que apenas se habría alejado unos trescientos pasos..., y oyó también el grito; pero, según su propia declaración, luego no se volvió y ni siquiera se detuvo. La muerte fue casi instantánea. El único FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS que conservó toda su presencia de ánimo —aunque no creo que tambjé sangre fría— fue Piotr Stepánovich. Agachóse, y a toda prisa, pero mano flnrie, procedió a rebuscar en los bolsillos del muerto. Dinero no e. contró (el portamonedas había quedado bajo la almohada de Maria 1gná... tievna). Halló, eso sí, dos o tres papeles sin importancia; unos apuntes de gastos, unas hojas de un libro y la cuenta, ya antigua y grasienta, de gón. Los referidos papeles guardóselos Piotr Stepánovich en el bolsillo observando, de pronto, que sus secuaces se habían apiñado allí, forde corro, y nada hacían sino mirar el cadáver, púsose, malhumorado y gro a increparlos y sacudirlos. Tolkáchenko y Erkel, vueltos a la noción de 1a realidad, echaron a correr, y en un vuelo trajeron de la gruta dos pied que desde por la mañana tenían allí apercibidas al efecto de veinte libras peso cada una, ya preparadas, es decir, muy sólida y diestramente atad con unas cuerdas. Como habían convenido arrojar el cadáver a la alberca más próximas (la tercera), procedieron a atarle dichas piedras, una a Io pies y otra al cuello. Se las ató Piotr Stepánovich, mientras Tolkáchepjco y Erkel se limitaban a sostener el cadáver y a facilitarle alternativamente operación. Erkel actuó el primero, y en tanto Piotr Stepánovich, renegan y maldiciendo, ataba a los pies del interfecto la cuerda con la piedra, oper, ción en que invirtió bastante rato. Tolkáchenko tenía en sus manos la pi dra, inclinándose mucho y como respetuosamente con todo el cuerpo hacia adelante, a fin de poder entregar aquélla inmediatamente que se la pidiesen sin pensar ni por un instante en dejar hasta entonces su carga en el suelo, Luego que por fin estuvieron atadas ambas cuerdas y Piotr Stepánovich in. corporóse de nuevo, pasando revista a las caras de los presentes, sucedió de pronto una cosa extraña, de todo punto inesperada, y que a casi todos asombró. Como ya dijimos, casi todos estaban en pie y nada hacían, exceptuando, hasta cierto punto, a Tolkáchenko y Erkel. Virguinskii, aunque también habíase abalanzado con todos a Schátov, no le echó mano a éste ni ayudó a sujetarlo; Líamschin apareció también en el grupo después del disparo. Luego, todos ellos, en el transcurso de todo aquel trajín con el cadáver, que duraría quizá unos diez minutos, parecían haber perdido en parte el juicio. Agrupábanse alrededor, y más que intranquilidad y alarma, lo que parecían experimentar era sólo asombro. Liputin estaba en primera fila, junto al cadáver mismo. Virguinskjj, a espaldas de él, miraba por encima de su hombro, con cierta curiosidad especial, como secundaria, habiéndose empinado incluso para ver mejor. Líamschin, a su vez, ocultábase detrás de Virguinskii, y sólo de cuando en cuando y tímidamente miraba por encima de su hombro y volvía enseguida a esconderse. Cuando ya estuvieron atadas las piedras, y Piotr Stepánovjch se levantó, Virguinskii, de pronto, empezó a temblar con un temblor menudo, juntó las manos y, con amargura, exclamó a plena voz: —;No era eso, no era eso! ¡No, en absoluto no era eso! 1 s posible que hubiese añadido algo más a aquella su tardía exclamación; pero Líanischn n le dejó acabar; de pronto, con todas sus fuerzas, lo cog y zamarreó por detrás y lanzó un chillido inverosímil. Hay intensos momt0s de pavor en que el hombre, de pronto, rompe a gritar con voz que no es la suya, con voz de que nunca se le hubiera creído antes capaz, y eso suele resultar a veces muy tremendo. Líamschin gritaba de un modo nada humano, sino animal. Cada vez más fuerte, con convulsivos arrebatos, cogiéndose por detrás a los brazos de Virguinskii, chillaba sin tregua ni pausa. mirándolos a todos con ojos saltones y abriendo extraordinariamente la boca, mientras daba pataditas en el suelo, ni más ni menos que si repicase en él con los palillos de un tambor.14 Virguinskii se asustó, hasta el punto de ponerse también a gritar como un loco, y con una ira tan rabiosa de que no se le habría creído capaz, empezó a zafarse del brazo de Líamschin, forcejeando y pegándole en cuanto podía por detrás. Erkel le ayudó, por último, a desprenderse de Líamschin. Pero cuando Virguinskií dio, empavorecido, unos diez pasos a un lado, Líamschifl, de pronto, al ver a Piotr Stepánovich, volvió a lanzar gritos y se abalanzó a él. Como tropezara con el cadáver, fue a dar contra Piotr Stepánovich, y tan fuerte lo cogió entre sus brazos, apretando la cabeza contra su pecho, que ni Piotr Stepánovich, ni Tolkáchenko, ni Liputin, en ci primer momento, pudieron hacer nada. Piotr Stepánovich gritaba,

insultaba, le pegaba puñetazos en la cabeza; finalmente, se soltó un tanto, sacó el revólver y se lo puso directamente en la abierta boca a Líamschin, que aún seguía chillando, y al que ya tenían fuertemente cogido de las manos Tolkáchenko, Erkel y Liputin; pero Líamschin siguió chillando, a pesar del revólver. Finalmente, Erkel, enrollando su pañuelo de seda, se lo metió hábilmente en la boca, y de ese modo los gritos cesaron. Tolkáchenko, entre tanto, le ató las manos con el trozo de cuerda que había sobrado. —Es muy raro —declaró Piotr Stepánovich, mirando con inquietud al loco. Estaba visiblemente impresionado. —Yo pensaba de él otra cosa —añadió, meditabundo. Entre tanto, dejaron con él a Erkel. Era menester darse prisa con el muerto; había sido tal el griterío, que alguien pudo oírlo. Tolkáchenko y Piotr Stepánovich levantaron los farolillos, cogieron el cadáver por debajo de la cabeza; Liputin y Virguinskii lo asieron de los pies y arrancaron. Las dos piedras resultaban pesadas, y la distancia era de más de doscientos pasos. El más fuerte de todos era Tolkáchenko. Aconsejó marchar al paso; pero ninguno le respondió, y andaban como les parecía. Piotr Stepánovich iba a la derecha, y, completamente agachado, llevaba sobre su hombro la cabeza del muerto, y baja la mano izquierda, cargada con la piedra. Pero como Tolkáchenko, en la mitad del trayecto, no hubiese pensado en ayudarle a llevar la piedra, Piotr Stepánovich acabó por injuriarlo a gritos. Eran gritos inesperados y sueltos; todos continuaron con su carga en silencio, y 14 En alguna versión se suprime el símil. FEDOR M. DOSTOJEVSKI

sólo ya junto al mismo estanque Virguinskij extenuado y como rendj bajo el peso, de pronto volvió a exclamar con la

misma alta y plafiente v No era eso; no, no; en absoluto, no era eso! El lugar donde se encontraba aquel tercer estanque, bastante amplio de Skvoréschnjki, al que condujeron al muerto, era Uno de los más desies menos visitados parajes del parque, sobre todo en época tan avanzada d año, El estanque, en aquel pico, junto a la orilla, estaba cubierto de hier Dejaron en el suelo los faroles, columpiaron el cadáver en el aire y luego arrojaron al agua, Oyóse un sordo y largo ruido. Piotr Stepánovjch alzó al farolillo, y tras él asornáronse todos, mirando con curiosidad cómo se día el muerto; pero nada se veía; el cadáver, con las dos piedras, inmedj mente se sumergió. Vivos círculos, que llegaban hasta el haz del agua rpj damente se extinguieron. La cosa estaba hecha. —Señores —dijo Piotr Stepánovich, encarándose con todos_, aho nos separaremos Sin duda que debéis de sentir ese libre orgullo que se ex,. perimenta en el cumplimiento de un libre deber. Si ahora, por desgracj táis harto impresionados para experimentar tal sentimiento, sin duda lo experimentaréis mañana, cuando ya Sería bochornoso no experimentarlo Pe la emoción tan vergonzosa de Líarnschin, yo me avengo a mirarla como u delirio, tanto más cuanto que verdaderamente, según dicen, ya esta maflaá estaba enfernio Pero a usted, Virguinskji un momento de reflexión le h ver que, teniendo en cuenta los intereses de la causa común, no era posj5j obrar fiándose de una palabra de honor, sino proceder como nosotros lo he mos hecho. Los hechos les demostrarán que había denuncia. Estoy dispue to a olvidar su exclamación Cuanto a peligro, ninguno es de prever. A nadie se le ocurrirá Sospechar de ninguno de ustedes, sobre todo si saben conducirse; de suerte que lo principal en este asunto depende de ustedes mismos y de la convicción plena en que, así lo espero, se afirmarán mañana mismo. Para esto, entre otras cosas, se han agrupado ustedes en un organizaci11 aparte, en una reunión de individuos que piensan lo mismo, para, en la causa común infundirse unos a otros, en un momento dado, energía, y, si es preciso, observarse y vigilarse mutuamente. Cada uno de ustedes tiene sobre sí una gran responsabilidad. Están ustedes obligados a derrocar un ruinoso régimen que apesta ya de puro estancado; tened siempre esto a la vista para que os sirva de aliento. Todos sus pasos, por ahora, deben encaminarse a destruirlo todo, tanto el régimen como su moral. Quedaremos únicamente nosotros, designados de antemano, para incautamos del Poder; a los inteligentes nos los sumaremos y pasaremos por encima de los flecios Esto no debe chocarles a ustedes. Es menester educar a las generaciones para hacerlas dignas de la libertad. Todavía hemos de tener por delante miles de Schátoves, Nosotros nos organizamos para apoderamos del Poder; éste se está quieto y casi se nos mete en la boca; sería bochornoso no echarle la zarpa. De aquí voy derecho a casa de Kirillov, y mañana por n se recibirá el documento en que aquél, al morir, a tílo de exph‘ 1es, echará sobre sí toda la responsabilidad Nada pue LO DEMONIOS

resultar más verosímil que esa combinación. En primer lugar, estaba nnistado con Schátov; habían vivido juntos en Norteamérica y tenido, tanto, ocasiones de reñir. Es sabido que Schátov había cambiado de lo que quiere decir que ellos habían reñido por cuestión de ideas y el temor a una denuncia..., lo más imperdonable. Todo esto se escribirá í. Finalmente, se recordará que allí, en casa de Filíppov, se había alojado dka. De suerte que con todo esto quedará enteramente alejada de ustedes da sospecha, porque a todos esos corderos les hará perder el juicio. Maña, señores, ya no hemos de vemos; yo, por un plazo brevísimo, tengo que isentarme del distrito. Pero pasado mañana recibirán ustedes noticias tías. Yo les aconsejaría a ustedes que mañana se estuviesen todo el día en s casas. Ahora vamos a separarnos para seguir dos caminos distintos. Usd, Tolkáchenko, le ruego

atienda a Líamschin y lo conduzca a su domicio, Usted puede influir con su ánimo, sobre todo, a hacdrle ver hasta qué unto se perjudica él mismo con su cobardía. De su pariente de usted, Schigáay, señor Virguinskii, ni tampoco de usted quiero dudar; no ha de denuniarnos. Sólo hay que lamentar su modo de conducirse; pero, no obstante, :omo aún no ha manifestado deseos de separarse de la sociedad, para enteTarlo es todavía demasiado pronto. Vaya..., pronto, señores; esos tíos son unos cabezas de cordero; pero, a pesar de todo, la prudencia no estorba... Virguinskii fuese con Erkel. Erkel, al tiempo de entregarle Líamschin a Tolkáchenko, logró acercarse con él a Piotr Stepánovich y participarle que aquél ya había vuelto en su juicio, estaba arrepentido y pedía perdón, no acordándose ya ni de lo que le había pasado. Piotr Stepánovich fuese solo, dando un rodeo por aquel lado de los estanques, costeando el parque. Era aquél el camino más laigo. Con asombro hubo de ver que a mitad de trayecto lo alcanzaba Liputín. —iPiotr Stepánovich..., mire que Líamschin va a denunciar! —No, ha vuelto en su juicio y comprendido que el primero en ir a Siberia sería el delator. Ahora ninguno denunciará. Tampoco usted denunciará. —,Y usted? —Sin duda, los haré encerrar a todos en cuanto hagan un movimiento para traicionar, y eso ya lo saben ustedes. Pero ustedes no traicionarán. ¿Y para esto ha venido usted corriendo tras de mí dos verstas? — Piotr Stepánovich, Piotr Stepánovich, ¿es que ya no vamos a volvernos a ver nunca? —,De dónde saca usted eso? —Dígame usted solamente una cosa. —,El qué? Yo, por lo demás, estoy deseando que se vaya. —Una cosa, pero verdad: ¿somos nosotros el único quinquevirato del mundo, o hay algunos centenares de ellos? Con una alta intención se lo pregunto, Piotr Stepánovich. —Ya lo veo por su agitacíón. ¿Sabe usted que es usted más peligroso que Líamschin, Liputin? —Ya lo sé, ya lo sé; pero... ¡una respuesta, su respuesta! LU3 LJflkIS_)t’’’

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—Qué estúpido es usted! Porque ahora ya, al parecer, debía claz’Je usted igual... que hubiese un solo quinquevirato o mil, a —iEso quiere decir que no hay más que uno! Ya lo sabía yo! mó Liputin—. Yo siempre supe que no había más que uno antes de ahor’” Y sin aguardar otra contestación, dio media vuelta y, rápido, desai. ció en la sombra. Piotr Stepánovich quedóse un tanto pensativo. —No, ninguno denunciará —dijo resueltamente—; pero.., la in debe quedarse en masa y obedecer, o yo les... Qué puerca gente, sin bargo! IT Dirigióse primero a su domicilio y, cuidadosamente, sin atropellarse, su maleta. Por la mañana, a las seis, salía un expreso. Aquel expreso te4 pranero sólo lo había una vez a la semana, y hacía poco que lo habían esj blecido por vía de ensayo. Piotr Stepánovich, no obstante haber prevenic.14 los “nuestros” de que había de hacer un breve viaje por el distrito, tei4 según se averiguó después, muy distinta intención. Después de haber hec la maleta, ajustó cuentas con la patrona, advertida por él de antemano, y coche se trasladó a casa de Erkel, que vivía cerca de la estación. Lueg’ aproximadamente a la una de la noche, dirigióse a casa de Kirillov, don4 se introdujo también por el paso secreto de Fedkin. La disposición de espíritu de Piotr Stepánovich era terrible. Aparte 1* dos contrariedades sumamente graves para él (aún no había podido sal4 nada de Stavroguin), según parece, porque no puedo afirmarlo a puz* fijo..., había recibido en el transcurso del día, no sé de dónde (pr bablemente de Petersburgo), un aviso secreto de algún peligro que en brevi plazo le amagaba. Sin duda que de esos tiempos corren ahora aquí, en la l calidad, muchas leyendas; pero si algo se sabe de cierto, lo sabrán aquello a quienes saberlo toca. Yo tan sólo supongo —y es opinión personal mía—íb que Piotr Stepánovich podía tener algún asunto en algún sitio, además de nuestra ciudad, de suerte que, en efecto, pudiera recibir tales avisos. Estoy asimismo convencido, a pesar de la cínica y desesperada opinión de Liputin, de que muy bien podía haber, efectivamente, dos o tres quinqueviratO además del nuestro, por ejemplo, en las capitales; y si no quinqueviratoS, por lo menos amistades y relaciones..., y es posible que muy diversas. No más de tres días después de su partida recibióse en esta población, de la ca pital, la orden de prenderlo inmediatamente; por qué asunto particular, nuestro o

ajeno, yo lo ignoro. Aquella orden vino como adrede para agravar la enloquecedora impresión de pavor, casi místico, que de pronto se había apoderado de nuestras autoridades y de nuestra buena sociedad, hasta entonces tercamente despreocupadas, con la divulgación de la muerte, miste‘ sa y significativa en grado sumo, del estudiante Schátov —muerte que dida de nuestras torpezas— y las circunstancias altamente ‘ron el suceso. Pero la orden llegó tarde; Piotr stepáf0\’ se encontraba ya en Petersburgo con otro nombre, y de allí, 0ijéndosc de qué se trataba, escabullóse enseguida al extranjero... Por lo dcfls, me estoy precipitando enormemente. Entró en casa de Kirillov, con el aspecto enfurruñado y hosco. Parecía quer además del asunto principal, tratar algo personalmente con Kirillov, tomar de él alguna venganza. Kirillov pareció alegrarse de su llegada; era evidte que lo había aguardado un tiempo horriblemente largo y con morbosa impaciencia. Tenía la cara más pálida que de costumbre; la mirada de SUS negros ojos, pesada y fija. _pensaba que no iba usted a venir —dijo, pesadamente, desde un pico del diván, del que, por lo demás no se levantó para recibirlo. Piotr Stepánovich se plantó ante él, y antes de decir una palabra, quedósele mirando de hito Cfl hito al semblante. —SEso quiere decir que está arreglado todo y que no desistimos de nuestra intención! ¡Bravo! —y sonrió de un modo ofensivamente protector—. Bueno, ¿qué importa? —añadió con antipática jocosidad—. Si me he retrasado, no es usted quien debe quejarse; le he regalado tres horas. —1Yo no quiero que usted me regale horas de más, ni tú puedes regalarme a mí nada..., imbécil! _,Cómo? —inquirió, estremeciéndose, Piotr Stepánovich; pero al instante se repuso—. ¡Qué quisquilloso! ¡Ah!, pero ¿es que está usted enfadado? —exclamó, siempre con aquel mismo aire de ofensiva arrogancia—. En este momento haría falta más bien serenidad. Lo mejor sería tenerse ahora por un Colón, mirarme a mí como a un ratoncillo y no ofenderse por mis palabras. Ya se lo recomendé así ayer. —Yo no quiero mirarte como a un ratoncillo. —LQué es eso, finezas? Aunque, por lo demás, también el té está frío..., lo que quiere decir que todo está revuelto. No, aquí pasa algo inquietante. ¡Bah! Además, allí veo algo en la ventana, en una bandeja —acercóse a la ventana—. ¡Oh gallina con arroz!... Pero ¿por qué hasta ahora está intacta? Por lo visto, nos encontramos en una disposición de espíritu en que hasta la gallina... —Yo he comido; eso no le incumbe! ¡Calle! -.--Oh, sin duda que no tiene importancia! Pero para mí ahora sí la tiene; figúrese usted que apenas si he comido, y si ahora esa gallina, como supongo, no es necesario... ¿eh? —Coma si puede. —Gracias, y luego también té. En un santiamén sentóse a la mesa al otro pico del diván, y con extraordinaria avidez lanzóse sobre la comida; pero, al mismo tiempo, a cada instante observaba a su víctima. Kirillov, con furiosa aversión, mirábalo fija literalmente sin fuerzas, para apartar de él la vista. ——Pero —exclamó de pronto Piotr Stepánovich, sin dejar de engullir—, ,qué hay del asunto? No lo dejamos, ¿verdad? ¿Y el documento? lEDOR M. DOSTOIEVSKI

—He definido esta noche que a mí todo me es igual. Lo escribiré ¿ de las proclamas? —Sí, y también lo de las proclamas Yo le dictaré. Porque a usted le todo lo mismo. ¿Es que usted podría preoduparse en serio del texto en ta instante? —Eso no es cuenta tuya. —No es cuenta mía, sin duda. Por lo demás, todo se reducirá a un cuantas líneas; que usted y Schátov repartían las proclamas, entre otras . sas, secundados por Fedka, que se escondía en su domicilio de usted. l3s último punto, tocante a Fedka y su domicilio, es muy principal, el más p. cipal. Para que usted vea cómo soy de franco con usted. —Schátov? ¿Por qué Schátov? Por nada del mundo miento a Schát0 —Pero eso también, ¿por qué? Si ya no puede usted perjudicarle. —Su mujer vino, Se despertó y mandó a preguntarme: ¿dónde es. taba él? —,Qué mandó a preguntarle dónde estaba? ¡Hum..., malo! jPodrj volver a mandar! Nadie debe saber que he estado aquí... Piotr Stepánovich llenóse de inquietud, —No lo sabrá ella, ha vuelto a dormirse• con ella está la comadrona Arma Projórovna —Supongo... ¿no oirá nada? ¿No sería conveniente cenar la puerta? —Esas no oyen. Y si viniere Schátov lo escondo a usted en la otra habitación. —Schátov no vendrá; y usted ha de poner en la carta que riñó con él por traidor y delator... Esta misma noche.,., y fue el causante de su muerte. —jHa muerto! —exclamó Kirillov, saltando del diván. —Hoy, a las ocho de la noche, o, mejor dicho, ayer a las ocho de la noche, que ahora es ya la una.

—Tú le has matado!,, ¡Ya lo presentía yo anoche! —Cómo no había de presentirlo? Mire: con este revólver —sacó el revólver con la evidente intención de mostrarlo, pero ya no se lo guardó, sino que siguió con él en la diestra, como apercibido._. Es usted un hombre extraño, Kirillov, porque usted sabía de sobra que así había que concluir con ese estúpido. ¿Por qué había de preverlo? Yo se lo he metido a usted en la boca más de una vez. Schátov estaba dispuesto a denunciar; yo le seguía; no era posible dejarlo. Y, además, también a usted se le habían dado instrucciones de seguirlo; usted mismo me participó hace tres semanas.,. —iCállate! ¡Eso lo has hecho tú en venganza de que él en Ginebra te escupió aquella vez a la cara! —Por eso y por otra cosa además, Por muchas Otras cosas; aunque, después de todo, sin pizca de odio. ¿Por qué ha dado usted ese brinco? ¡Ah! ¡Esas tenemos!... Levantóse de un salto y levantó ante él el revólver. Es el caso que Kirinto, cogió de encima de la ventana su revólver, listo y cargado LOS DEMONIOS -ti..’ desde por la mañana. Piotr Stepánovich se puso en guardia y apuntó con su reó1ver a Kirillov. Aquél se echó a reír maligno. —Confiesa, bribón, que has cogido el revólver porque yo voy a matarte de un tiro... Pero yo no he de matarte, aunque..., aunque... Y otra vez apuntó con su revólver a Piotr Stepánovich, como si no le fuera posible resistir al placer de figurarse cómo iba a disparar. Piotr Stepáriovich, siempre en guardia, aguardó hasta el último momento, sin oprimir el gatillo, exponiéndose a recibir antes un balazo en la frente; del “maníaco” todo se podía temet Pero el “maníaco”, por fin, bajó el brazo, jadeante y trémulo, y sin fuerzas para hablar. —Se advirtió y basta —dijo, guardando también el arma, Piotr Stepánovich—. Ya sabía yo que usted bromeaba; sólo que, mire usted, era expuesto: yo podía haber disparado. Y con bastante flema sentóse en el diván y se sirvió con mano, en verdad algo temblona, el té. Kirillov dejó el revólver encima de la mesa y se puso a dar valsones arriba y abajo por la habitación. —Yo no escribiré que he matado a Schátov y... nada escribo yo. ¡No hay papel! —i,Qué no hay? —No lo hay. —iQué villanía y qué estupidez! —exclamó, verde de ira, Piotr Stepánovich—. Yo, por lo demás, ya me lo figuraba. Sepa usted que no me coge desprevenido. Pero como quiera. Si pudiera obligarle a usted por la fuerza, lo obligaría. Usted, por lo demás, es un bellaco —siguió, cada vez menos dueño de sí, Piotr Stepánovich—. Usted en aquella ocasión nos pidió dinero y nos prometió el oro y el moro.15 Sólo que, a pesar de todo, yo no me he de ir de vacío; veré, por lo menos, cómo se levanta usted la tapa de los sesos. —Quiero que te largues enseguida —declaró Kirillov con voz firme plantándosele delante. —No, eso nunca —repuso, volviendo a empuñar el revólver, Piotr Stepánovich—. ¿Es que ahora, por rabia y por cobardía, piensa usted volverse atrás y mañana ir a denunciarnos para procurarse así dinero? Porque eso lo pagan. El demonio cargue con usted; pero no se apure; yo lo he previsto todo; no me iré sin antes haberle levantado a usted la tapa de los sesos con este revólver, como a ese miserable de Schátov, si es que tiene miedo y se propone volverse atrás, ¡que el diablo se lo lleve! —Pero ¿es que a todo trance quieres ver mi sangre? —No lo hago por odio, entiéndalo: a mí me da lo mismo. Sino para estar tranquilo respecto a nuestro asunto. Con el hombre no es posible contar; usted mismo lo está viendo. Yo no comprendo en absoluto de dónde le vino a usted ese capricho de suicidarse. No fui yo quien se lo inspiró, sino que antes que a mí, ya se lo manifestó usted a los miembros de la sociedad allá 15 Lteraimente: “tres

cestas” (Tr’i koroba).

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en el extranjero. Y fijese usted: ninguno de ellos lo había puesto a prueb ninguno lo conocía íntimamente, siendo usted mismo quien con ellos franqueó por puro sentimentalismo. Vamos a ver: ¿qué hemos de hacer ahora, ya que sobre esa base, con su consentimiento y de acuerdo con proposición (fijese usted en esto, con su proposición!), se trazó un plan de actividad aquí, que ahora ya es imposible alterar? Usted se ha colocado ei tal situación, que ya sabe hartas cosas de más. Si se arrepiente usted y va a denunciamos mañana a las autoridades, y con ello nos pierde, ¿qué le Pare ce a usted? No; usted se comprometió, usted dio su palabra, usted tomó el dinero. Eso en modo alguno lo puede usted negar... Piotr Stepánovich exaltábase grandemente; pero Kirillov hacía ya mu.. cho rato que no lo escuchaba. Había vuelto a pasear, ensimismado, por la habitación. —Me da lástima de Schátov —dijo, deteniéndose otra vez delante de Piotr Stepánovich. —También me la da a mí; pero es que... —Calla, pillo! —clamó, furioso, Kirillov, haciendo un ademán terrible y expresivo—. ¡Que te mato! —iBueno, bueno; mentí, conformes!; no me da lástima ninguna; ¡ea, basta, basta! —dijo Piotr Stepánovich saltando

asustado del asiento y reS.. guardándose con un brazo. Kirillov, súbitamente, serenóse y volvió a sus paseos. —No me desdigo; ahora precisamente es cuando más quiero matarme; sois todos unos bellacos! —jVaya! Esa es una idea; sin duda que todos somos unos bellacos, y como el mundo al hombre decente le asquea. - —Idiota, yo también soy un bellaco, como tú, como todos, y no una persona decente. Personas decentes no las hay en parte alguna. —Por fin comprendo. ¿Es que usted hasta ahora no comprendió, Kirillov, con el talento que tiene, que todos los hombres son uno y lo mismo, que no hay mejores ni peores, sino listos y estúpidos, y que si todos somos unos bellacos (lo que, por lo demás, es absurdo), en ese caso no hay más remedio que ser uno mismo un bellaco? —Ah! Pero ¿no bromeas? —dijo, mirándolo, Kirillov, con cierto asombro—. Tú hablas con vehemencia y sencillamente. ¿Es que los seres como tú tienen ideas? —Kirillov, yo no pude comprender nunca por qué quiere usted suicidarse. Sólo sé que por ideas... de las firmes. Pero si usted siente la necesidad, por así decirlo, de desahogarse, yo estoy a su disposición... Sólo que no hay que perder de vista el tiempo... —,Qué hora es? —Oh, las dos en punto! —dijo Piotr Stepánovich mirando el reloj; --‘dió un cigarrillo. se puede hablar pensó para sus adentros. —Yo no contigo —refunfuñó Kirillov. LOS DEMONIOS —Recuerdo que una vez me dijo no sé qué de Dios..., porque usted una vez me habló de eso; hasta creo que dos. Si usted se suicida, se volverá dios, ¿no es eso? —Sí, me volveré dios. Piotr Stepánovich ni siquiera se sonrió; aguardaba; Kirillov lo miraba con sutiles ojos. —Usted es un farsante y un enredador en política; usted quiere inducirme a la filosofia y al entusiasmo y hacer que me serene para que se me pase la furia, y cuando me haya serenado escriba esa carta diciendo que maté a Schátov. Piotr Stepánovich respondióle casi con una ingenuidad natural: —Bueno; supongamos que yo sea tan ruin. ¿Es que en el último momento no le da a usted todo lo mismo, Kirillov? Vamos a ver: ¿a qué reñir? Haga el favor, dígame: ¿usted es como es y yo como soy? ¿Y qué? Además, somos dos... —Granujas. —Sí, y, además, dos granujas. Porque usted sabe que eso son sólo palabras. —En toda mi vida procuré que fuesen más que palabras. Yo he vivido por eso, porque quería que así fuese. Y también ahora diariamente quiero que no sean sólo palabras. —Bueno; ¿y qué? Cada cual busca lo mejor. El pez...; es decir, cada cual busca su clase de comodidad. Eso es todo. Hace muchísimo tiempo que se sabe. —Comodidad dices? —Bueno; ¿vale la pena reñir por una palabra. —No, tú has dicho bien; pongamos comodidad. Dios es imprescindible, y por eso, tiene que existir. —Está muy bien. —Pero yo sé que no hay Dios ni puede haberlo. —Es lo más probable. —cY no comprendes que un hombre que tiene dos ideas semejantes no puede seguir viviendo? —Tiene que pegarse un tiro, ¿no? —é,Es que no comprendes que por sólo eso puede uno matarse? ¿No comprendes que puede haber un hombre, un solo hombre entre miles de millones de hombres, uno solo que no quiera aguantar eso y no lo aguante? —Sólo comprendo que usted, por lo visto, vacila... Eso está muy mal. —A Stavroguin también se lo ha comido una idea —prosiguió, sin oír la observación, Kirillov, dando paseos, malhumorado, por la estancia. —Cómo? —inquirió, aguzando el oído, Piotr Stepánovich—. ¿Qué idea? ¿Le dijo él a usted algo? —No, sino que yo lo he adivinado; Stavroguin, si cree, no cree que cree. Si no cree, no cree que no cree. 477 ‘4/5 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

—Vaya, a Stavroguin le sucede otra cosa más racional que eso. zongó Piotr Stepánovich, siguiendo con inquietud el giro de la conveacjó y la palidez de Kirillov, —El diablo se lo lleve, no se pega el tiro! —pensó—-, ¡Siempre me lo figuré; tiene sorbido el seso, y nada más; qué canalla de gente! —Tú has de ser el último que esté aquí conmigo; no quisiera sep me de ti de malas —dijo, de pronto, Kirillov. Piotr Stepánovjch no respondió enseguida. “El diablo se lo lleve; ¿qué le pasará ahora?”, volvió a pensar. —Crea usted, Kirillov, que yo no tengo nada contra usted, persOnal. mente, como hombre, y siempre... —Tú eres un villano y un hipócrita. Pero yo soy otro tanto que tú y n mato, mientras que tú sigues viviendo. —Con eso quiere usted decir que yo soy tan villano que quiero segifr viviendo. No había acabado aún de resolver si era conveniente o dañoso conti nuar en tal momento aquella conversación, y decidió “rendirse a las circunstancias”. En el tono de superioridad y de desprecio, nunca disimulado de Kirillov para con él, que ya antes le enojara, había algo más que antes, Quizá porque Kirillov, al que dentro de una hora podía dársele por muerto (a pesar de todo, Piotr Stepánovjch no perdía eso de vista), parecíale a J algo así como un medio hombre; por eso mismo resultaba imposible consentirle aquella arrogancia. —Usted, por lo visto, se pavonea delante de mí porque va a matarse. —Yo siempre me maravillé de que todos siguieran viviendo —dijo, sin hacer caso de su observación, Kirillov. —iHum! Supongamos que ésa es una idea; pero... —Mono, asientes para embaucarme Calla, tú no entiendes nada. Si no hay Dios, yo soy dios. —Mire: ése es un punto en que yo nunca he podido entenderle. Sí no hay, en ese caso todo depende de mi libre voluntad, y estoy obligado a manifestarla. —,Libre voluntad? ¿Y por qué obligado? —Pues porque toda voluntad es mía. ¿Es que nadie en todo el planeta, después de acabar con Dios y creyendo en la libre voluntad, se atreve a manifestarla en toda su plenitud? Es lo mismo que un pobre al que dejan por heredero y se asusta y no se atreve a acercarse al saco por considerarse con pocas fuerzas para poseer. Yo quiero demostrar mi independencia. Seré yo solo, pero lo haré. —Pues hágalo. —Yo estoy obligado a pegarme un tiro, porque en eso radica la pleni‘re albedrío..., en matarse uno mismo. es usted el único que se suicida; se suicidan otros muchos. —Con una causa. Pero sin causa ninguna, sino simplemente por su yojuntad..., sólo yo. “No se pega el tiro”, volvió a pensar Piotr Stepánovich. —,Sabe usted una cosa? —observó nervioso—. Yo, en lugar de usted, en vez de matanne a mí mismo para demostrar mi independencia, mataría a otro. Y podría hacer algo de provecho. Yo le indicaré a quién, si no se asusta. Entonces, no se mate usted tampoco hoy... Puede llegarse a un acuerdo. —Matar a otro sería el punto más bajo de mi libre albedrío, y en eso te retratas tú de cuerpo entero. Yo no soy tú; yo quiero el punto más alto y me suicido. —Con su talento lo encontró —refunfuñó Piotr Stepánovich malignamente. —Yo estoy obligado a declarar mi incredulidad —siguió Kirillov, dando paseos por la habitación—. Para mí no hay idea más elevada que la de que Dios no existe. De mi parte tengo la historia humana. El hombre sólo inventó a Dios para vivir sin suicidarse: en eso consiste toda la Historia universal hasta hoy. Yo solo, en toda la Historia universal, no he querido por primera vez inventar a Dios. Que lo sepan de una vez para siempre. “No se pega el tiro”, pensó, alarmado de nuevo, Piotr Stepánovich. —,Quién ha de saberlo? —instigóle—. Aquí estamos yo y usted. ¿Se refiere a Liputin? —Todos lo sabrán; todos lo, saben. No hay nada secreto que no se vuelva patente. Así lo ha dicho “El”. Y con febril entusiasmo señaló a la imagen del Salvador, ante la que ardía una lamparilla. Piotr Stepánovich acabó de ponerse furioso. —De modo que sigue usted creyendo en “El” y le enciende luces. Será “por si acaso”, ¿no? El otro guardó silencio. —,Sabe usted que, a mi juicio, es usted más creyente que un pop? —En quién? ¿En “El”? Oiga usted —dijo Kirillov, deteniéndose inmóvil, con los extraviados ojos perdidos en el vacío—. Oiga usted una gran idea: hubo en la tierra un día que en medio de ella se alzaban tres cruces.

Uno, en la cruz, hasta tal punto creyó, que dijo a otro: “Estarás hoy conmigo en el Paraíso.” Al expiar el día, ambos murieron, llegaron y no encontraron ni Paraíso ni resurrección. No se verificó lo dicho. Oiga usted: aquel hombre estaba por encima de toda la tierra, constituía todo lo que merece la pena de vivir por ello. Todo el planeta, con todo lo que contiene, sin ese hombre..., una locura. Ni hubo, ni antes ni después, ninguno que se le pareciese, y nunca lo habrá, siendo hasta un milagro. En esto consiste el milagro: en que no hubo otro igual ni antes ni nunca. Y si es así, si las leyes de la Naturaleza no tuvieron piedad ni de “El”, y si ni siquiera del milagro tuvieron piedad y lo dejaron vivir en medio de mentiras y morir por una mentira, resulta que el planeta entero es una mentira y no descansa sino sobre la mentira y la befa. Por donde se ve que las leyes mismas del planeta 4U FFDOR M. DOSTOWVSKJ

son una mentira y un vodevil diabólico. ¿Para qué vivir, contesta, si etC8 hombre? —Eso es dar otro giro al asunto. A mí me parece que usted COnfndé dos razones distintas, y eso es muy poco halagüeño. Pero permítame ust ¿y si usted fuese dios? ¿Si acabase la mentira y usted comprendiese que tes la había habido, por haber habido Dios? —iPor fin me comprendes! —exclamó Kirillov entusiasmado._.. visto, es posible comprenderlo, cuando hasta tú lo has Comprendido Co% prende, pues, ahora que toda la salvación para todos consiste.., en dem».. trarle esa idea. ¿Quién la demuestra? ¡Yo! Yo no comprendo cómo han dido hasta ahora los ateos saber que no hay Dios y no suicidarse en el ao Reconocer que no hay Dios y no reconocer al mismo tiempo que uno dios.., es una estupidez, pues de lo contrario, infaliblemente te matas. Si* conoces.., que eres tzar, ya no te matarás, sino que vivirás en el colmo db la gloria. Pero uno, aquél, el primero, tiene que matarse irremisiblem pues de otro modo, ¿quién va a empezar y a demostrar? De ahí que yo i suicide, irremisiblemente, para empezar y demostrar. Yo todavía soy sék un dios sin querer, y soy desgraciado, porque me veo “en la precisión” manifestar mi libre voluntad. Por eso también el hombre fue hasta ahora t desdichado y miserable, porque temía poner de manifiesto el punto ns principal de su albedrío, y se limitaba a mostrarse voluntarioso como un legial. El miedo es la maldición del hombre... Pero yo pongo de resalte libre albedrío: yo estoy obligado a creer que no creo. Yo empiezo y termino y abro la puerta. Y salvaré. Esto es lo único que puede salvar a todas 1 criaturas, y, en la siguiente generación, obrar una transformación flsic%. porque en la forma fisíca actual, según lo que yo he pensado, no podrá 4 vir el hombre sin su antiguo Dios. Yo he estado tres años buscando el atri» buto de mi divinidad, hasta que, al fin, lo hallé: el atributo de mi divinida4 es el libre albedrío. Esto es todo por lo cual puedo yo demostrar, en la más alta acepción, mí rebeldía y mi nueva terrible libertad. Porque es muy terrible. Yo me rnataré para poner de manifiesto mi rebeldía y mi nueva terrible libertad. Tenía el semblante monstruosamente pálido, la mirada de una pesadez insufrible. Parecía enfebrecido. Piotr Stepánovich pensó que iba a desplomarse de un momento a otro. —iDame acá la pluma! —gritó Kirillov, de pronto, de un modo entera mente inopinado, con enérgica inspiración—, Dieta, que todo lo firmarL También lo de que maté a Schátov lo firmaré. Dicta, mientras me parece ridículo. ¡No temo las ideas de altaneros esclavos! ¡Tú mismo ves cómo todo misterio se hace patente! ¡Y tú quedarás aplastado!... ¡Creo! ¡Creo! Piotr Stepánovich movióse de su sitio, y en un instante facilitóle tintero y papel y se puso a dictarle, aprovechando el momento y temblando por el Kirillov, declaro... “n le voy a declarar? KiríllOV temblaba como tomado de fiebre. Aquella declaración y cierta súbita idea que a propósito de ello concibiera parecieron, de pronto, absorberlo del todo, cual si fueran una salida, hacia la que afluyera, aunque fuese por un momento, su atormentado espíritu. —A quién le voy a declarar?... ¡Quiero saber a quién! —A nadie, a todos, al primero que lo lea. ¿Para qué puntualizar? A todo el mundo! —A todo el mundo? ¡Bravo! Y que no haya arrepentimiento. No quiero arrepentirme: no quiero nada con las autoridades. —Pero si no tiene que entenderse con ellas, si no es preciso, al diablo las autoridades! Pero escriba usted, si es que habla en serio... —gritó Piotr Stepánovich histéricamente. —Para! Quiero poner arriba una cara sacando la lengua. —Ah! ¡Eso es un absurdo! —enfurruflóse Piotr Stepánovich—. Y, sin necesidad de dibujo, por el tono puede expresarse lo mismo. —,Por el tono? Está bien. Sí, por el tono, por el tono. ¡Dieta en ese tono. —Yo, Aléksieyi Kirillov —dictó Piotr Stepánovich con firmeza e imperio, inclinado sobre los hombros de Kirillov y siguiendo con la vista cada palabra de las que aquél iba escribiendo con su mano, trémula de emoción—; yo, Kirillov, declaro que hoy, ... de octubre, por la noche, a las ocho, maté al estudiante Schátov, por traidor, en el parque, y por su

denuncia relativa a las proclamas, y a Fedka, el cual, en casa de nosotros dos, en casa de Filippov, se estuvo alojando y durmiendo diez días. Me mato hoy mismo con el revólver, no porque esté arrepentido y les tema a ustedes, sino porque ya en el extranjero tenía la intención de abreviar mi vida. —tNada más?... —exclamó Kirillov con asombro y disgusto. una palabra más! —dijo Piotr Stepánovich con un ademán, pugnando por arrancarle el documento. —Para! —gritó Kirillov, reteniendo con fuerza el papel—. ¡Para! ¡Eso es absurdo! Yo quiero decir con quién lo maté. ¿Por qué a Fedka? ¿Y el incendio? Yo lo quiero todo, y también quiero insultarles con el tono, con el tono. —Basta, Kirillov; le aseguro a usted que es suficiente! —casi le imploró Piotr Stepánovich, temiendo que rompiera el papel—. Para que lo crean, se debe decir con toda la oscuridad posible, así precisamente, precisamente por medio de sólo alusiones. Es necesario enseñar sólo un pico de la verdad, exactamente lo que hace falta para irritarlos. Siempre ellos se engañarán mejor de lo que nosotros pudiéramos hacerlo, y a sí mismos se creerán, sin duda, más que no a nosotros; así que eso es lo mejor de todo, lo mejor de todo. Deme usted acá; magnifico está así. ¡Deme acá, deme acá! Y pugnó de nuevo por arrancarle el papel. Kirillov, abriendo ojos tamaños, lo escuchaba, y parecía hacer esfuerzos por recapacitar; pero, por lo visto, había dejado de discurrir. LOS DEMONIOS l’EDOR M. DOSTOIEVSKI

—Ah demonio! —enfurruñóse Piotr Stepánovjch_ ¡Pero si todav no ha firmado! ¿Por qué abre usted esos ojos? ¡Ande y firme! —Quiero insultar... —murmuró Kirillov; pero cogió la pluma y f mó—. Quiero insultar... —Pues ponga usted Vive la République, y es bastante. —Bravo! —y casi lloraba de entusiasmo Kirillov—, Vive la Répubí que démocratique sociale et universelle, ou la mort!... No, no, no es es, Liberté, égalité, fraternité ou la mort. Así está mejor, así está mejor... escribiólo, muy satisfecho, por debajo de la firma. —iBasta, basta! —repetía Piotr Stepánovich. —Para, algo más... Yo, mira, voy a poner otra cosa en francés: De K rillov, gentilhomme russe et citoyen du monde. ¡Ja, ja, ja! —y se echó reír—. No, no, no; para, ya encontré lo mejor, eureka!: Gentilhomme ,s minariste russe et citoyen du monde civilisé. Eso es lo mejor de todo,,, —saltó del diván, y, de pronto, con rápido gesto, cogió de encima de 1 ventana el revólver, fuese corriendo a la otra habitación y cerró fuerte tr de sí la puerta. Piotr Stepánovich permaneció un minuto pensativo, fija 1 vista en la puerta. —Es posible que ahora mismo se mate; pero si se pone a pensar... habrá nada. Cogió mientras tanto el papel, se sentó y volvió a mirarlo. La redaccjó del escrito le pareció, de nuevo, bien. —úQué es lo que, por lo pronto, hace falta? Pues que por una tempora. da pierdan el juicio, y con esto se les despista. ¿El parque? En la ciudad n hay ningún parque, y, al fin y al cabo, atinarán, con su ingenio, con el d Skvoréschniki. Mientras tanto se les habrá ido el tiempo..., mientras bus’ can, más tiempo, y cuando den con el cadáver..., resultará que era verdad lo escrito; luego era verdad todo; luego también lo de Fedka era verdad, Pero ¿qué es lo de Fedka? Lo de Fedka es el incendio, los Lebíadkines; lue go, todo de allí, de la casa de Filippov salió, y ellos no vieron nada, y tod&, lo pasaron por alto; esto les hará perder a todos la cabeza. En los “nuestros” ni siquiera pensarán; Schátov y Kirillov, y Fedka y Lebíadkin. Y por qué mató el uno al otro? He ahí todavía otra preguntita. ¡Ah demonio; pero si el disparo no se ha oído! Aunque leía y se prendaba de su redacción, a cada instante, con dolorosa inquietud, aguzaba el oído, y .. de pronto entróle rabia. Alarmado, miró al reloj: era tardecillo; habían pasado diez minutos desde que el otro se fue... Cogió la luz y dirigióse a la puerta de la habitación, donde se había encerrado Kirillov. Junto a la puerta ocurriósele, de pronto, que la vela se estaba consumiendo y de allí a veinte minutos se habría extinguido del todo, y otra no había. Acercó el oído a la cerradura, y con cuidado escuchó; pero no llegó a oír el menor ruido; de pronto, abrió la puerta y levantó 1euien, rugiendo, se abalanzaba a él. Con todas sus fuerzas cerró la nuso a escuchar; pero ya todo estaba tranquilo..., de nuevo

Largo rato permaneció indeciso, con la vela en la mano. En aquel segundo que tuvo abierta la puerta, muy poco pudo ver; pero, no obstante, ,,jslumbró la cara de Kirillov, que estaba en el fondo de la habitación, junto a la ventana, y la furia bestial con que aquél volvió de pronto la vista. Piotr stepánovich se estremeció; rápidamente dejó la luz encima de la mesa, apercibió el revólver y se dirigió de puntillas al rincón opuesto, de suerte que si Kirillov abría la puerta y se dirigía con el revólver hacia la mesa, pudiera él tener tiempo para apuntar con el suyo y disparar antes. En el suicidio, Piotr Stepánovich ya en absoluto no creía. “Estaba en medio del cuarto y meditaba —cruzó por la mente de Piotr Stepánovich como un torbellino—. Además, qué cuarto tan oscuro, tan terrible... Lanzó un rugido y se abalanzó... En esto hay dos posibilidades: o que yo fui a estorbarle en el preciso segundo en que él iba a disparar, o... que él estaba en pie y meditaba el modo de matarme a mí. Sí, eso es; estaba pensándolo... Él sabe que yo no me iré de aquí sin haberlo matado; si le entra miedo..., luego él necesita matarme a mí antes que yo lo mate a él... ¡Pero otra vez, otra vez allá el silencio! Hasta terrible; de pronto, abrir la puerta...

La cochinada está en que él cree en Dios más que un pop... ¡Por nada del mundo se mata! De esos que “con la inteligencia lo alcanzan” hay muchos ahora. Gentuza! ¡Pero, diablo, la vela, la vela! ¡Se extingue irremisiblemente de aquí a un cuarto de hora!.,. Es preciso acabar.,. ¿Qué importa? Matar ahora es posible. Con este papel nadie pensará que he sido yo el matador. Se le puede tender en el suelo con el revólver descargado en la mano, para que infaliblemente piensen que el mismo... ¡Al diablo! ¿Cómo matarlo? Abro; pero él se abalanza otra vez sobre mí y dispara antes que yo. ¡Ah diablo; naturalmente, errará el tiro!” Así se torturaba, temblando ante el inahuyentable pensamiento y también de indecisión. Finalmente, cogió la vela y volvió a acercarse a la puerta, en alto y apercibido el revólver; posó la mano izquierda, en la que llevaba la luz, en el picaporte. Pero lo hizo torpemente: el picaporte tembló, sonaron un rumor y un crujido. “Va a disparar”, pensó Piotr Stepánovich. Con todas sus fuerzas dio un empellón a la puerta, alzó la luz y apuntó con el revólver; pero ni detonación ni grito... En el cuarto no había nadie. Se estremeció. La habitación no tenía otra salida, y no había por donde poderse escapar. Levantó aún más la vela y miró atentamente: absolutamente nada. A media voz llamó a Kirillov; luego, más alto: nadie respondió. —,Se habrá ido por la ventana? Efectivamente, una de las ventanas tenía abierto un postigo. “Estupidez, no pudo escapar por un postigo’ Piotr Stepánovich atravesó la habitación para llegarse a la ventana. “No es posible.” De pronto volvióse rápido, y algo desusado le hizo estremecerse. En el testero de la habitación frontero a la ventana, a la derecha de la puerta, había un armario. A la derecha de ese armario, en un rincón, entre la pared y el armario, estaba Kirillov, y mostraba un aspecto sumamente 484 FEDOR si. DOSTO1EvsKI LOS DFMONIOS

extraño: inmóvil, estirado, puestas a lo largo las manos sobre las costur del pantalón, erguida la cabeza y dando muy fuerte con el cogote en 4 muro, en el mismo rincón, parecía cual si quisiese encogerse todo y desapa recer. A juzgar por todos los indicios, se había escondido allí; pero ¡cómo! era imposible creerlo. Piotr Stepánovich estaba algo apartado del rincón, y sólo alcanzaba a ver la parte que asomaba de la figura. No acababa de decj dirse a volverse del lado izquierdo para ver del todo a Kirillov y resolver el enigma. El corazón le latía violentamente... Y de pronto apoderóse de l verdadero furor: movióse de su sitio, rompió a gritar y, pisando fuerte, fue, se rabiosamente hacia el sitio terrible. Pero, al llegar allí, volvió a detenerse como fulminado, aún más transj do de horror. Sobre todo, impresionóle el que aquella figura, no obstan sus gritos y su furiosa carrerilla hacia ella, ni siquiera se hubiese movido n se le hubiese estremecido ningún miembro..., ni más ni menos que si se hubiese petrificado o fuese de cera. La palidez de su cara era antinatural; te4 fía los negros ojos totalmente fijos, y parecían mirar a algún punto lejan Piotr Stepánovich paseó la luz de arriba abajo, y luego otra vez arriba alumbrando desde todos los puntos y contemplando aquel rostro. De pront4 observó que Kiriliov, aunque parecía mirar al vacío, lo miraba también a de soslayo, y hasta era posible que lo estuviese observando. Entonces s le ocurrió la idea de acercarle la vela a la cara a “aquel fresco”, chamus carie y ver qué hacía. De pronto, parecióle que la sotabarba de Kirillol temblaba y que a sus labios asomaba una zumbona sonrisa..., cual si hubie2 se adivinado su pensamiento. Se estremeció, y, sin darse cuenta de lo quqj hacía, cogió con fuerza a Kirillov por un hombro. Luego sucedió algo hast4 tal punto confuso y rápido, que Piotr Stepánovich nunca pudo despué4 coordinar sus recuerdos. No bien le hubo puesto la mano encima a Kirillov,3 cuando éste, rápidamente, agachó la cabeza y de una embestida tiróle de mano la luz; la palmatoria rodó ruidosamente por el suelo, y la luz se apa4 gó. En aquel instante sintió un dolor horrible en el dedo meñique de si mano izquierda. Dio un grito, y sólo recordaba que, fuera de sí, por tres ve ces, con todas sus fuerzas, golpeó con el revólver en la cabeza de Kirillov, que le embestía y le mordía un dedo. Finalmente, logró zafar el dedo, y

4 toda prisa lanzóse corriendo fuera de la casa, buscando en la oscuridad el camino. Al salir de la habitación

sonaron detrás de él unos gritos terribles: —iAhora, ahora, ahora, ahora!... Diez veces. Pero él seguía corriendo, y ya había salido al rellano, cuando de pronto sonó una ruidosa detonación. Entonces detúvose en el rellano en sombra, y unos cinco minutos estuvo recapacitando; por último, volvióse de nuevo a la habitación. Pero era necesario procurarse luz. Era menester buscar a la derecha del armario, en el suelo, la palmatoria, que se le había caído de la mano; pero ¿cómo volver a encender el cabo de vela? Por la mente cruzóle, de pronto, un vago recuerdo: se acordó de que el día antes, 1a cocina para lanzarse sobre Fedka, en un rincón, en una tabli ta paiL.. ‘ una gran caja rota con cerillas. A tientas dirigióse a

la izquierda, hacia la puerta de la cocina; dio con ella, atinó con la escalentia y subió. En la tablilla, exactamente en el mismo sitio, según recordara hace un instante, encontró en la oscuridad una caja grande, aún intacta, de cerillas. Sin encender luz volvióse aprisa a la habitación, y no había hecho más que aproximarse al armario, en el mismo sitio en que aporreara con el revólver a Kirillov, que la había emprendido a mordiscos con él, cuando de pronto se acordó de su dedo mordido, y en el mismo instante sintió en él un dolor insufrible. Apretando los dientes, pudo encender como Dios quiso el cabo de vela; volvió a encajarlo en la palmatoria y miró en torno suyo; al pie de la ventana, que tenía el postigo abierto, con los pies en el rincón de la derecha del cuarto, yacía el cadáver de Kinillov. Se había pegado el tiro en la sien derecha, y la bala le había salido por la izquierda, atravesándole el cerebro. Acá y allá veíanse salpicaduras de sangre y de masa encefálica. El revólver seguía en la mano, caída sobre el suelo, del suicida. La muerte había debido ser instantánea. Después de examinarlo todo con sumo cuidado, Piotr Stepánovich levantóse y salió de puntillas, cerró la puerta, dejó la luz encima de la mesa del primer cuarto, recapacitó y decidió no apagarla, pensando que no podía provocar un incendio. Después de contemplar una ez más el documento, que continuaba encima de la mesa, maquinalmente sonrióse, y luego ya, siempre de puntillas, salióse de la casa. Volvió a me- terse por el paso de Fedka y a dejarlo todo otra vez, con mucho cuidado, como estaba. III A las seis menos diez en punto, en la estación del ferrocarril, a lo largo de la cual se alineaba una larga fila de coches, paseábase Piotr Stepánovich y Erkel. Piotr Stepánovich partía, y Erkei había ido a despedirlo. Ya el equipaje había sido facturado y conducido el maletín a un coche de segunda, en el lugar elegido. La primera campanada ya había sonado; aguardaban la segunda. Piotr Stepánovich miraba sin disimulo a uno y otro lado, observando a los viajeros que montaban en los coches. Conocidos suyos no encontraba; un par de veces, a lo sumo, tendría que saludar con la cabeza... a un comerciante, al que conocía de vista, y luego a un joven cura de aldea, que regresaba a su parroquia. Erkel parecía querer, en el último momento, hablarle de algo principalísimo..., aunque es posible que no supiese concretamente de qué; pero no se atrevía a empezar. Parecíale que Piotr Stepánovich estaba a su lado a disgusto, y aguardaba con impaciencia que sonasen las demás campanadas. —Mira usted ostensiblemente a todas partes —observó con alguna timidez, como deseando prevenirlo. —,Por qué no? No tengo todavía por qué ocultarme. Es pronto. No se apure usted. Yo, mire usted, lo único que temo es que el demonio nos envíe a Liputin; se husmará algo y vendrá. — Piotr Stepánovich, ésos prometen poco —dijo Erkel decididamente. —,Liputin? 486 IEDOR M. DOSrOII’VSKI —Todos, Piotr Stepánovich. —Disparate; ahora todos están ligados por lo de anoche. ¿Quién va a perderse él mismo, como no se haya vuelto loco? —Piotr Stepánovich, se volverán locos. —Esa idea ya se le había ocurrido también a Piotr Stepánovich, y por eso la observación de Erkel le enojó más. —Tiene usted miedo acaso, Erkel? Yo tengo en usted más fe que en todos ellos. Yo veo ahora, con asombro, lo que cada cual vale. Dígaselo usted así a todos ellos literalmente hoy mismo, se lo encargo. Vaya a verlos esta misma mañana. Mis instrucciones escritas se las leerá mañana, o pasado mañana, después de pensarlo, cuando ellos estén en condiciones de escuchar; pero crea que mañana mismo estarán en condiciones, puesto que tienen un miedo tremendo, y se mostrarán maleables como la cera... Sobre todo, usted no se abata. —Ay Piolr Stepánovich, mejor sería que no partiese! —Pero si sólo me voy por unos días; enseguida vuelvo! — Piotr Stepánovich —dijo Erkel con circunspección, pero con entereza—, ¡y aunque fuera a Petersburgo! ... acaso yo no comprendo que usted todo lo hace únicamente mirando a la causa común? —No me aguardaba menos de usted, Erkel. Ya que usted ha adivinado que voy a Petersburgo, también comprenderá que yo no podía decirles anoche, en aquellos instantes, que iba tan lejos, por no asustarlos. Usted mismo ha visto cómo son. Pero usted comprenderá que yo voy allá para un asunto, para un asunto principal e importante, para un asunto general, y no con intenciones de escurrir el bulto, como pensará Liputin. — Piotr Stepánovich, aun suponiendo que se traslade usted al extranjero, lo comprendería; comprendo que usted necesita salvar su persona, puesto que usted lo es todo, y nosotros.., nada. Yo comprendo, Piotr Stepánovich. Al pobre muchacho hasta le temblaba la voz. —Gracias, Erkel... ¡Ah, me ha tocado usted el dedo malo! —Erkel habíale estrechado torpemente la mano; el dedo enfermo lievábalo envuelto en un trozo de tafetán negro—. Pero yo vuelvo a decirle rotundamente una vez más que en Petersburgo no haré más que husmear los vientos, y es posible que sólo esté allí veinticuatro horas y me vuelva enseguida. A mi regreso, por pura fórmula, me instalaré en el campo, en casa de Gagánov. En cuanto ellos se huelan algún peligro, yo seré el primero en acudir a conjurarlo. Sí me detuviese más tiempo en Petersburgo, enseguida se lo haría saber a usted... del modo consabido, y usted a ellos. Oyóse la segunda campanada. —Eso quiere decir que sólo faltan cinco minutos para la partida. Yo, mire usted, no querría que el grupo local se disolviera. Yo no temo nada; por mi no se apure: de esas mallas de la red general tengo bastantes, y no

sran cosa para mí, sólo que una malla más no estorba. Por lo de‘ stoy tranquilo, y eso que lo dejo a usted solo casi con esu ° usted, no denunciarán, no tendrán valor... Ah! ¿También usted parte hoy? —gritó de pronto, con alegre voz, a un jocito que se acercaba jovialmente a saludarlo—. No sabía que también 0era usted en el expreso. ¿Adónde, a ver a la mámascha? La niámascha del jovencito era la propietaria más opulenta del vecino gobiem0 y el joven era pariente lejano de lulia Mijaílovna, y había residido en nuestra localidad unas dos semanas. —No, voy más lejos; voy a R*** Ocho horas tendré que pasar en el tren. ¿A Petersburgo? —inquirió el pollo, sonriendo. _bPor qué supuso usted que yo iba a Petersburgo?... —preguntó a su VeZ Piotr Stepánovich, riéndose aún con más desenfado. El joven le amenazó con un dedito enguantado. —Bueno; pues sí; acertó usted... —murmuróle en secreto Piotr Stepá0 ovich—. Llevo unas cartas de lulia Mijaílovna, y tengo que ver allí a tres o cuatro personajes, ya usted sabe quiénes, a los que por mí podría llevarse el diablo, hablando con franqueza. ¡Un encarguito de cuidado! —Pero ¿por qué, dígame usted, tiene ella tanto miedo? —inquirió el joven, también por lo bajo—. Anoche no me recibió tampoco; ajuicio mío, ella por su marido nada teme; por el contrario, él se portó muy bien cuando el incendio, arriesgando incluso su vida. —Vamos, quite! —dijo Piotr Stepánovich riendo—. Ella teme, por lo visto, que desde aquí se hayan escrito...; es decir, algunos señores... En una palabra: aquí lo principal es Stavroguin, es decir, el príncipe K*** ¡Ah! Es una larga historia, yo, si quiere, le contaré algo durante el viaje...., hasta donde la caballerosidad lo consienta... Mi pariente, el abanderado Erkel, de aquí del distrito. El joven, mirando de soslayo a Erkel, llevóse la mano al sombrero; Erkel le hizo un saludo. —Pues sepa usted, Verjovenskii, que ocho horas en el tren es cosa horrible. Ahí va en primera, con nosotros, Berstov, un coronel ridículo, vecino mío de propiedad; se casó con la Garmnaya (née de Garine), y, mire usted, es hombre de orden. Hasta tiene ideas. Ha estado aquí, por junto, dos días. Es un aficionado terrible al whist; organizaremos una partidita, ¿eh? Ya encontraré al cuarto: Pripujlov, nuestro comerciante de T***, el de la barba, un millonario, es decir, un verdadero millonario, se lo digo a usted. Ya se lo presentaré; es muy interesante ese saco de dinero. ¡Lo que nos vamos a reír? —Yo me perezco por eso de ir jugando al whist en el tren; pero voy en segunda. —Ah, basta; eso qué importa!... Véngase con nosotros. Ahora mismo voy a decir que lo trasladen a usted a primera. El conductor jefe me atiende. ¿Qué equipaje trae usted? ¿Un saco? ¿Una manta? —Admirable, vamos allá! Piotr Stepánovich cogió su saco, la manta y un libro, y enseguida, con solicitud extraordinaria, trasladóse al coche de primera. Erkel le ayudó. Sonó la tercera campanada. 488 FEDOR M. DOSTO1EVSK1 LOS DEMONIOS

—Vaya, Erkel... — Piotr Stepánovich tendióle por última vez la ma0 desde su coche, atropelladamente y con aire atareado —. Me voy a jug con ellos. —Pero ¿qué tiene usted que explicarme, Piotr Stepánovich? Yo lo comprendo, yo lo comprendo todo, Piotr Stepánovich. —iBueno; pues tanto gusto! —dijo aquél, volviéndose de pronto al oj la voz dci Jovencito, que le llamaba para presentarle a los compañeros de juego. Y Erkel ya no volvió a ver más a su Piotr Stepánovich. Volvió a su casa muy triste. No es que temiese que Piotr Stepánovich los abandonase tan de súbito, sino que... sino que tan pronto se había sepa. rado de él, cuando lo llamó el jovencito pisaverde y... ¡vamos, que porna haberle dicho alguna otra cosa y no aquello de “tanto gusto”, y... hasta haberle estrechado más fuerte la mano. Esto último era lo principal. Alguna otra cosa empezaba también a imperar en su pobre corazón, que ni él mismo comprendía, algo relacionado con la noche anterior. CAPÍTULO VII

EL ÚLTIMO VIAJE DE STEPÁN TROFÍMOVICH Estoy convencido de que Stepán Trofimovich sentía un gran miedo al ver que se acercaba el término de su insensata empresa. Estoy seguro de que el miedo le hacía sufrir mucho, sobre todo la noche antes, aquella horrible noche. Nastasia recordaba luego que se había ido a la cama ya tarde y que se había dormido enseguida. Pero eso nada prueba: los condenados a muerte, según dicen, tienen también el sueño muy pesado la víspera del suplicio. Aunque partió al ser de día, cuando todo nervioso se anima siempre algo (y si no ahí está el mayor pariente de Virguinskii, que hasta deja de creer en Dios en cuanto empezaba a clarear), estoy convencido de que él nunca antes habría podido imaginarse sin espanto solo

en plena carretera y en semejante situación. Sin duda que algo de desesperado en sus intenciones suavizaría probablemente para él, aquella vez primera, toda la fuerza de aquella terrible sensación de soledad en que venía a encontrarse de pronto, apenas hubo dejado a Stasie y el cobijo donde había pasado veinte años de su vida. Pero es lo mismo; aun con la clara conciencia de todos los horrores que le aguardaban, no por ello habría dejado de lanzarse al camino y seguir adelante. Mediaba algo de orgullo, algo que lo seducía a pesar de todo. ¡Oh, él habría podido aceptar las ventajosas proposiciones de Varvara Petrovna y nuedarse a vivir de sus limosnas comme “un simple parásito”. Pero no 1’mosna y no se quedó. Sino que era él mismo quien a ella la aua ‘ “bandera de la gran idea” e iba a morir por ella en los caminos. Esto precisamente debía de sentir él; exactamente así debía de representarse su conducta. Se me ha ocurrido, y no una sola vez, esta pregunta: “j,Por qué precisamente se iría andando, es decir, a pie literalmente, y no sencillamente en coche?” Yo, a lo primero, me lo explicaba pensando en su cincuentona carencia de sentido práctico y el fantástico rumbo de sus ideas, bajo el influjo de un sentimiento fuerte. Parecíame a mí que la idea de los caballos de posta (aun suponiendo que llevasen cascabeles) tenía que antojársele demasiado simple y prosaica; por el contrario, el peregrinaje, aunque fuese con paraguas, resultaba mucho más bello y más vindicativamente amoroso. Pero ahora, que todo ha terminado, supongo que todo eso ocurrió de un modo más sencillo: en primer lugar, no se atrevió él a tomar un coche, porque Varvara Petrovna habría podido enterarse y retenerlo por la fuerza, lo que probablemente habría hecho, y a lo que probablemente se habría él sometido, y... ¡adiós entonces la gran idea para siempre! Además, que para tomar un coche de posta es preciso saber, por lo menos, adónde te diriges. Pero precisamente ocuparse en eso constituía su principal suplicio en aquel instante: elegir y designar sitio no podía por nada del mundo. Pues de dccidirse él por alguna población, en el acto su empresa se le habría presentado a sus ojos como estúpida, al par que imposible, harto lo presentía. Porque, vamos a ver: ¿qué iba él a hacer precisamente en tal ciudad y no en otra? Buscar a ce marchand. Pero ¿a qué? Marchcznd? Aquí saltaba esta segunda y ya de por sí terrible pregunta. En realidad, no había para él nada más tremendo que ce marchand, al que tan de súbito, perdiendo la cabeza, se había echado a buscar, y al que, naturalmente, temía más que nada encontrar. No; mejor era, sencillamente, el camino seguirlo simplemente y no pensar en nada, mientras sea posible no pensar en nada. La carretera “es algo largo, largo, a lo que no se le ve el fin”, como la vida del hombre, como la iluSión del hombre. En la carretera se cifra una idea, mientras que en la silla de posta, ¿qué idea? En la silla de posta se acaban las ideas... Vive la grande route!, y sea lo que Dios quiera. Después del súbito e inopinado encuentro con Liza, que ya describí, COntinuó él adelante, embebecido en sus pensamientos. La carretera pasaba a media versta de Skvoréschniki, y —cosa rara— ni siquiera al principio reparó en la finca al acercarse a ella. Discurrir con fundamento o darse cuenta cabal de las cosas resultábale en aquel momento insoportable. La llovizna había cesado y vuelto a empezar; pero él no reparaba tampoco en la lluvia. No se percató siquiera de que se había echado el saco al hombro y de que así le resultaba más fácil la marcha. Es posible que anduviese así veí-sta o versta y media, cuando de pronto se detuvo y esparció la vista a su alrededor. El viejo camino, negro y surcado de relejes, alargábase ante él como una infinita cinta orlada de sauces: a la derecha..., un espacio pelado, pues hacía ya mucho que segaran; a la izquierda, unos arbolillos y más allá, el bosque; y más allá todavía..., más allá todavía, la apenas perceptible línea del ferrocarril, que hacía allí un recodo, y, sobre ella, la humareda de 490 FEDOR M. DOSTOIEVSK1 LOS DEMONIOS 491

un tren, aunque no se oía pitido alguno. Stepán Trofimovich sintió algo de miedo; pero fue cosa de un instante. Suspiró vagamente, dejó SU Zurrón al pie de un sauce y sentóse a descansar. Al hacer el movimiento para sentar.. se, entróle un calofrío, y se envolvió en la manta; al sentir que continuaba lloviendo, abrió el paraguas. Bastante largo rato estuvo sentado de ese modo, moviendo de cuando en cuando los labios y apretando fuerte en su mano el puño del paraguas. Diversas imágenes, en febril bandada, desfila han ante él, cambiándose unas en otras. ‘Lise, Lise —pensaba—, y con ella, ce Maurice... Raras criaturas... Pero ¿qué incendio tan extraño había sido aquél, y de qué hablaban ellos, y a qué muertos se referían? A mí me parece que Siasie aún no ha tenido tiempo de enterarse, y me estará aguardando con el café... ¿A las cartas? ¿Será que me he perdido jugándome a las cartas a alguien’?... ¡Hum! Aquí, en Rusia, en el tiempo llamado derecho de servidumbre... ¡Ay Dios mío! Pero ¿y Fedka?” Echóse todo a temblar de susto y miró en torno suyo. “Bueno, ¿y si ahí, detrás de esos arboli. lbs, estuviera el tal Fedka? Porque, según dicen, capitanea una partida de bandoleros que merodean por la carretera... ¡Oh Dios, yo entonces...! Yo entonces le diría toda la verdad; que soy culpable... y “que diez años” he sufrido por él más que él allá en la milicia y... y le daré el portamonedas. ¡Hum! J’en ai en tout quarante roubies; ¡1 prenda les roubles et ji me tuera totut de néme.” De puro medroso, sin saber por qué cerró el paraguas y lo puso a su lado. Allá a lo lejos, por el camino de la ciudad, dejóse ver una teiiega; inquieto, se puso a atisbarla. —Gráce ¿, Dieu, es una teliega y... va al paso; no puede ser peligrosa. ¡Qué pencos tan esmirriados los de aquí!... Siempre hablé de la raza... Aunque era Piotr Ilich el que hablaba, en el club, de la raza, y yo entonces empataba con él en el juego, et puis...; pero ahí detrás hay algo, y... parece que viene una mujer en la teliega. Una mujer y un hombre... Celá commenee á étre rassurant. Detrás, atada a la teliega por los cuernos, va una vaca. C ‘est rassurant au plus haut degré! La teliega se iba ya aproximando; una teliega bastante amplia y decente, rústica. La mujer iba sentada encima de un saco

muy repleto, y el marido en el varal, con los pies colgando, hacia el lado de Stepán Trofimovich. Detrás, efectivamente, iba una vaca pelirroja, atada de los cuernos. Marido y mujer, con tamaños ojos, miraban a Stepán Trofimovich, y Stepán Trofimovich los miraba del mismo modo a ellos; pero cuando ya se hubieron alejado veinte pasos de él, levantáronse de pronto y echó a correr tras ellos. En la vecindad de la teliega parecíale, naturalmente, estar más seguro; pero luego que la hubo alcanzado, volvió en el acto a olvidarse de todo, y de nuevo entristecióse con sus pensamientos e imaginaciones. Caminaba, y no podía, desde luego, figurarse que para la mujer y el hombre él, en aquel ‘-‘ constituía la cosa más interesante y curiosa que pudiera encon —j,Uste quién es, si no le molesta la pregunta? —inquirió, por último, sin poder contenerse, la mujeruca, cuando Stepán Trofimovich, de pronto, distraído, la miró. Tendría la mujer unos veintisiete años; era recia, de negras cejas y coloradota, con rojos labios, que, afectuosos, sonreían y por entre los cuales brillaban SUS blancos, iguales dientes. —Usted..., ¿usted se dirige a mí? —refunfuñó Stepán Trofimovich con ofendido asombro. —Comerciante debe de ser —declaró el hombre con aplomo. Era un corpulento campesino de unos cuarenta años, con una carota ancha y no estúpida, y una barba rojiza y copiosa. —No, no es que yo sea comerciante; yo..., yo... moi c’est autre chose _precisó como pudo Stepán Trofimovich, y en todo caso se paró un momento detrás de la teliega, de suerte que emparejó con la vaca. —Debe de ser de los señores —decidió el campesino al oír aquellas palabras no rusas, y aguijó al penco. —A nosotros nos parece por el aspecto que va usted de paseo, ¿no? —indagó curiosa la mujer. —LEs..., es a mí a quien se lo pregunta? —Forasteros vienen a veces en el tren; usted no debe de ser de aquí, a juzgar por las botas... —Botas de militar —precisó el marido con aplomo y suficiencia. —No, no es que yo sea militar; yo... “iQué mujeruca tan curiosa! —dijo furioso, para sus adentros, Stepán Trofimovich—. Y cómo miran... Mais enfin. En una palabra; es raro que yo parezca como que soy culpable ante ellos, cuando no soy culpable de nada.” La mujeruca cuchicheó con el marido. —Si no se molesta usted, nosotros podemos llevarle con nosotros, siempre que no lo tome a mal. Stepán Trofimovich de pronto se rehizo. —Sí, sí, amigo mío; con mucho gusto acepto, porque estoy muy cansado. Sólo que, ¿cómo voy a subir ahí’? “Que asombroso es esto —pensó para sí— de que yo haya andado tanto trecho al lado de esta vaca, y no se me haya ocurrido pedirles que me permitieran montar con ellos... Esta “vida real” tiene algo de muy característico.” El campesino, sin embargo, no detenía el caballuco. —,Pero usted adónde quiere ir? —inquirió con cierto recelo. Stepán Trofimovich, al pronto, no entendió. —j,Tiene que ir a Játovo? —i,A Játovo? No, a Játovo no... Me es completamente desconocido; aunque lo he oído mentar. —La aldea de Játovo, una aldea, a nueve verstas de aquí. —j,Una aldea? C’est charmant, me parece que he oído hablar de ella... trass.

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Stepán Trofimovich seguía andando y no le hacían subir. Una idea genial cruzóle por la mente. —Ustedes quizá piensen que yo... Yo llevo mi pasaporte y... soy pro. fesor, es decir, si ustedes quieren, maestro..., pero superior. Soy maestro superior. Oui, c ‘est coinme ça qu ‘Qn peut traduire. Tengo muchos deseos de subir ahí, y les pagaría..., les pagaría media botella de aguardiente. —Denos un mediecito;’6 el camino es malo. —Si no, saldremos muy perjudicados —encareció la mujer. —j,Un mediecito? Bueno, vaya un mediecito. C ‘est encore mieux, j ‘ai en tout quarante roubles, mais... El campesino paró el carro, y ambos, juntando sus fuerzas, tiraron de Stepán Trofimovich y lo izaron, acomodándolo en la teliega, al lado de la mujer, encima del saco. Un torbellino de ideas continuaban asediándole. A veces, él mismo se daba cuenta de que iba terriblemente distraído y pensaa. do en algo que no era lo que debía pensar, y de eso se maravillaba. Esa conciencia de la morbosa flaqueza de su mente se le hacía a ratos muy enojosa y hasta ofensiva. —LEso..., eso que va ahí detrás es una vaca? —preguntó de pronto a la mujer. —Cualquiera diría, señor, que no ha visto usted nunca ninguna —dijo la mujer, riendo, —En la ciudad compramos —terció el marido— nuestro ganado; pero, aguarda, que en la primavera se nos murió; la peste. A nuestro alrededor todos cayeron; todos; la mitad no quedó, quéjate cuanto quieras.

Y de nuevo hostigó al caballo, atascado en un releje. —Sí, eso suele ocurrir aquí en Rusia... Y, en general, nosotros, los niSOS..., sí, suele suceder —y Stepán Trofimovich no llegó a rematar la frase. —Pero siendo usted profesor, ¿qué va a hacer en Játovo? O es que va más lejos? —Yo... Es decir, no es que vaya más lejos... C’est ¿i dire, yo voy a casa de un comerciante. —Quieres ir a Spásov? —Sí, sí, eso es, a Spásov. Aunque, después de todo, es lo mismo. —Pues si va usted a Spásov a pie, con esas botas, va a tardar en llegar una semana —observó, riendo, la mujer. —Sí, sí; pero es igual, mes amis, todo es igual —saltó Stepán Trofimo vich impaciente. “Son unos tipos terriblemente curiosos. La mujer, por lo demás, habla mejor que él, y observo que desde el diecinueve de febrero ha cambiado un tanto el lenguaje de los campesinos, y..., ¿y qué más me da a mí, Spásov O no Spásov? Por lo demás, yo les pagaré. ¿Por qué me marean de ese —Si va usted a Spásov, tendrá que tomar la barca —terció la mujer0 ca— porque si va usted en coche por la orilla.., tendrá usted que andar treinta verstas. —Cuarenta serán. —Mañana, a las dos, en Ustievo, encontrará la barca —encareció la mujer. Pero Stepán Trofimovich guardaba un terco silencio. Callaron también SUS interpelantes. El campesino arreó al penco; la mujer, de cuando en cuando y brevemente, cambiaba con él alguna observación. Stepán Troj rnovich quedóse amodorrado. Terriblemente asombróse cuando la mujer riéndose, despertóle y se vio en una aldea bastante grande, a la entrada de una isba con tres ventanas. —Se durmió usted, señor? —tCómo? Pero ¿dónde estoy? ¡Ah, sí! Bueno..., todo es igual —s5. piró Stepán Trofimovich, y se apeó de la teliega. Miró tristemente en torno suyo. Extraño y sumamente ajeno parecióle el aspecto de la aldea. —Ah, sí; el medio rublo, se me olvidaba! —dijo, encarándose con el campesino, con un gesto desproporcionadamente precipitado. Por lo visto temía ya separarse de ellos. —Allá dentro liquidaremos, si le parece —invitóle el rústico. —Ahí se está bien —alentóle la mujer. Stepán Trofimovich subió vacilante la escalerilla. —iPero cómo es posible esto! —murmuró, presa de honda y tímida perplejidad; pero penetró en la isba—. Elle 1 ‘a voulu. Algo le oprimió el corazón, y de nuevo volvió a olvidarse de todo, has ta de haber entrado en la isba. Era una isba de campesinos, clara, bastante limpia, con tres ventanas y dos habitaciones; y no es que fuera una verdadera posada, sino una isba de paso, en la que, siguiendo una vieja costumbre, solían detenerse los vjan dantes conocidos. Stepán Trofimovich, sin aturrullarse, dirigióse al rinc delantero, y olvidándose de saludar, se sentó y se quedó meditabundo. A todo esto, aquella extraordinariamente grata sensación de calor, después de tres horas de humedad del camino, difundióse de pronto por su cuerpo 1-lasta el mismo calofrío que de un modo breve e intermitente le corría por la espalda, cual suele sucederles a las personas nerviosas cuando les toma la fiebre, con el súbito paso del frío al calor, se le hizo de pronto extrañamen te grato. Alzó la cabeza, y el delicioso olorcillo de las tortas que la patrona estaba haciendo en el horno halagó su olfato. Sonriendo con pueril sonrisa acercóse a la patrona y de pronto la interpeló: —Pero ¿qué es eso? Son blines, mais, e ‘est tés charmant. —j,No quiere usted, señor? —en el acto y cortésmente invitóle la patrona. —Quiero, ya lo creo que sí quiero, y... también querría té —‘dijo, anirnándose, Stepán Trofimovich. 6 .. 494 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 495

—,Enciendo el samovar? Lo haremos con mucho gusto. En una gran fuente, con grandes dibujos azules, comparecieron los bis. nes..., los consabidos sabrosos blines rústicos, delicados, hechos con harijia de trigo y rociados con manteca fresca caliente. Stepán Trofimovich c deleite, los cató. —Qué untuoso y qué rico! Si hubiera solamente un doigt d’eau de vie! —i,No quiere usted, señor, un poco de aguardiente? —Eso, eso mismo, un poquito, un tout petit rien. —Cinco copeicas, ¿no? —Cinco..., cinco..., cinco... Un tout petil rien —con beatífica sonrj asintió Stepán Trofimovich. Pedidle a la gente del pueblo que os haga algo, y, si pueden y quieren os servirán con el alma y la vida; pero pedidies que os den un poco de aguardiente.., y, por lo general, el plácido alborozo se trueca súbitamen en una precipitada, jubilosa

solicitud, casi en un cuidado familiar por voso. tros. Al ir por el aguardiente, aunque quien vaya a bebérselo seáis vosotros y no él, cosa que él ya sabe, el hombre del pueblo, a pesar de todo, experi. menta algo del placer que vais a experimentar. Al cabo de tres o cuatro minutos a lo sumo (la taberna estaba a dos pasos), ya tenía delante Stepán Trofimovich, encima de la mesa, una botella y un gran vaso de color verde. —jodo esto para mí? —exclamó, muy asombrado—. Yo siempre he tenido aguardiente en casa, pero no sabía que diesen tanto por cinco copeicas. Se llenó el vaso; se levantó, y con cierta solemnidad fue al otro pico de la sala, donde estaba sentada su compañera de viaje, encima del saco, la mujer de las negras cejas, que tanto le había empachado en el trayecto con sus preguntas. La mujer aturrullóse; hizo ademán de rehusar; pero, después de pagar aquel tributo al decoro, levantóse por fin, apuró el vaso dignamente, de tres sorbos, como beben las mujeres, y expresando un extraordinario sufrimiento en el semblante, devolvióselo, con una reverencia, a Stepán Trofimovich. El cual, con gravedad, correspondió a su saludo y volvióse a la mesa con aspecto hasta ufano. Todo eso hízolo a impulsos de cierta inspiración. El mismo, un segundo antes, no sabía que iba a obsequiar a la mujeruca. “Yo sé muy bien, pero que muy bien, tratar a la gente del pueblo, siempre lo dije”, pensó, satisfecho, echándose para él el aguardiente que había quedado en la botella. Aunque no salió ni otro vaso, el aguardiente caldeóle, reanimándolo, y hasta se le subió un poco a la cabeza. —Je suis malade tout ¿i fait, mais ce n ‘esi pas trop mauvais d’étre inalade. “«

ouerría usted comprar nada? —sonó a su lado una mansa VOZ

Alzó los ojos y, asombrado, encontróse con una señora —une dame, e! elle en avajt 1 ‘air, como de unos treinta años, de facha modesta, vestida al modo de las ciudades, con un traje oscuro y con un gran pañolón gris sobre los hombros. Había en su cara algo de muy afable, que al punto fue del agrado de Stepán Trofimovich. No había hecho más que volver a la isba, en la que dejara sus efectos en un banco, al lado mismo del lugar ocupado por Stepán Trofimovich; entre otras cosas, una cartera, que él recordaba haber mirado, curioso, al entrar, y un saco no muy grande, de hule. De dicho saco sacó ella dos libritos bellamente encuadernados, con cruces en relieve en las cubiertas, y se acercó con ellos a Stepán Trofimovich. —Eh..., mais fe crois que c ‘est 1 ‘Evangile, con mucho gusto... Pero ya caigo... Vous étes ce qu ‘on appelle una vendedora de libros; yo lo he leído varias veces... ¿Medio rublo? —Treinta y cinco copeicas —repuso la vendedora. —Con muchísimo gusto. Je n ‘ai rien contre 1 ‘Evangile et... Hace mucho tiempo que quería volver a leerlo... Por su mente cruzó en aquel momento la idea de que él no había leído el Evangelio, por lo menos desde hacía treinta años, y que sólo acaso siete años atrás se había acordado un poco de él, gracias al libro, de Renan, Vie de Jésus. Como no tenía calderilla, sacó cuatro billetes de diez rublos..., todo lo que llevaba encima. La patrona procedió a cambiar los billetes, y entonces fue cuando él notó, al esparcir la vista, que en la isba se había reunido bastante gente y que todos hacía rato le miraban y, según parecía, hablaban de él. Comentaban también el incendio de la ciudad, y con más calor que nadie, el dueño de la teliega con la vaca, que acababa de regresar de allá. Hablaban de incendiarios, de los obreros de Schpilgulin. “Pues conmigo no habló nada del incendio al traerme, y eso que hablaba de todos”, pensó Stepán Trofimovich. —Padrecito, Stepán Trofimovich, pero ¿es usted, señor, a quien veo? Pero si no podía esperármelo de ninguna manera... ¿Es que no me conoce? —exclamó un hombre de edad, pequeñín, con facha de antiguo siervo, barba afeitada y un capote de cuello alto, vuelto. Stepán Trofimovich se intimidó al oír su nombre. —Usted perdone —murmuró—. Yo a usted no lo recuerdo... —iSe habrá trascordado! ¡Pero si yo soy Anisim, Anisim Ivánov! ¡Yo estuve al servicio del difunto señor Gagánov, y a usted, señor, cuántas veces no tuve ocasión de verlo en compañía de Varvara Petrovna, en casa de la difunta Avdotia Serguiéyevna. Yo fui a llevarle a usted de su parte unos libros y dulces, de Petersburgo le llevé también dos veces. —Ah! ¡Ya caigo, Anisim! —dijo, sonriendo, Stepán Trofimovich—. ¿Vives aquí? —No, sino al lado de Spásov, en el monasterio de V*** en la colonia, en casa de Marfa Serguiéyevna,’7 la hermana de Avdotia Serguiéyevna,’8 a 17 Marta, hija de Sergio. 8 Avdotia, hija de Sergio.

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la que es posible que usted recuerde, que se rompió una pierna, al apearse del coche, un día que fue a un baile. Ahora vive en las cercanías del mo nasterio, y yo con ella; pero ahora, mire usted: iba al gobierno, a ver a familia... —Bueno, bueno... —Al verlo a usted, me dio alegría, porque usted ha sido muy bueno conmigo —sonrióse Anisim con entusiasmo...... Pero ¿adónde va usted, señor? ¿Cómo se ha lanzado a un viaje, diga usted, así tan solo?... Usted nunca salía solo, ¿verdad? Stepán Trofimovich miróle, temeroso. —tPor qué no se viene usted con nosotros a Spásov? —Sí, a Spásov voy. Ji me semble que tout le monde va e Spassof. —j,A casa de Fiodor Matviéyevich? Porque allí lo estiman a usted desde aquellos tiempos; hace muy poco que lo estuvieron mentando... —Sí, sí, a casa de Fiodor Matviéyevich —Tiene que ir, tiene que ir. Aquí, estos rústicos, se asombran, palabra, de verlo a usted, señor, por la carretera, a pie. Son gente lerda. —Yo..., yo..., yo, mira, Anisim: yo había apostado, como los ingleses, que iría a pie, y... El sudor le corría por la frente y por las sienes. —Tiene que ser así, tiene que ser así... —asintió, después de escuchar con curiosidad implacable, Anisim. Pero Stepán Trofimovich no pudo aguantar más, De tal modo aturrulló se, que quiso levantarse y salirse de la isba. Pero llegaron con el samovar, y en aquel mismo instante volvía también la vendedora de libros, que había ido no sé adónde. Con el gesto de quien busca su salvación, acogióse a ella y le ofreció té. Anisim se apartó. Efectivamente, entre los campesinos habían surgido dudas. “j,Qué tío sería aquél?” Lo habían encontrado a pie, por la carretera; decía que era profesor; iba vestido como un extranjero, y, a juzgar por su inteligencia, era una criaturita; contestaba despropósitos, exactamente como si huyera de alguien, y llevaba dinero encima. Empezó a cuajar la idea de ir a avisar a las autoridades; porque, además de todo eso, allá en la población no hay tranquilidad. Pero Anisim todo eso lo conjuró en un instante. Saliendo a la escalinata, dijo a todo el que quiso escucharle que Stepán Trofirnovjch no era simplemente un profesor, sino “que era todo un sabio, y se ocupaba en las ciencias más principales, siendo, además, un propietario local, que llevaba ya viviendo veinte años en casa de la generala Stavróguina, ocupando el puesto de la primera persona de la casa, y siendo muy estimado por todos en la población”. En el club de la Nobleza habíase dejado, sin aspaviento alguno, miles de rublos en una noche; cuanto a su título, era el consejero, que viene a ser lo mismo que teniente coronel, en un grado sólo inferior al Y si llevaba dinero encima, era que la generala Stavróguina te os sin límites, etc., etc. LOS DEMONIOS

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‘Mais c ‘esi une dame et trés comme iifaut —dijo, respirando del asedio de Anisim, Stepán Trofimovich, con amable curiosidad, observd a su vecina, la vendedora, que, por cierto, estaba tomándose el té en ‘ platillo y mordisqueando un terrón de azúcar—. Ce petil morceau de s. Cre ce n ‘est rien... Tiene algo de noble e independiente, y, al mismo tiernp0 .., de bondadoso. Le comme u faut tout pur; sino solamente con algo 1e otra índole.” No tardó en saber por ella misma que se llamaba Sofia Matvie3,éval9 Ulitina, y vivía principalmente en K***, donde tenía una hermana Vilda de clase media: también ella era viuda, y al marido, que era subteniente se lo habían matado en Sebastopol. —Pero si usted es muy joven, vous n ‘avez pas Irenle ans. —Treinta y cuatro —dijo, sonriendo, Sofia Matviéyevna. —De modo que entiende el francés? —Un poco. He vivido, después que me quedé viuda, cuatro años en una casa noble, y allí aprendí de los chicos. Contóle que, habiéndose quedado viuda a los dieciocho años, residió algún tiempo en Sebastopol “con las hermanas”,2° y después vivió en distintos sitios, y ahora se dedicaba a vender el Evangelio. —Mais mon Dieu, pero ¿no fue a propósito de usted de quien bventa ron allá, en la población, una historia rara, hasta bastante rara? Ella se puso colorada; resultaba que era ella. —Ces vauriens, ces maiheureux!. -. —empezó él con voz tréuJ de indignación. El doloroso y aborrecible recuerdo había repercutido Penosartent en su corazón. Por un momento pareció ensimismarse. —Bah! Pero si ya se ha ido —dijo, al notar que ya no estaba a su lado—. No hace más que entrar y salir; debe de estar ocupada. parece que está hasta algo inquieta... Bah! Je deviens egoisle! Alzó los ojos y encontróse de nuevo con Anisim; pero aquella vez en la situación más comprometida. Toda la isba estaba llena de campeSinos y de todos ellos tiraba, visiblemente, Anisim. Estaba allí también el dbeño de la isba, el rústico de la vaca, unos dos aldeanos (resultó que eran 0°cheros) y entre ellos un hombrecito medio borracho, vestido a usanza rústica y, sin embargo, afeitado, semejante a un burgués que se hubiese affuinar por la bebida y que era el que más hablaba. Y

todos ellos estaban habland0 de él, de Stepán Trofimovich. El rústico de la vaca se mantenía en sus tre0 asegurando que por la orilla había que dar un rodeo de cuarenta versr95 y que no tendrían más remedio que tomar la lancha. El burgués borracho y el dueño de la isba le objetaban, con vehemencia: —Pues bien, hermanito, sí; su merced ahorraría camino cruando el lago en la lancha; ésa es la verdad. Sólo que ahora, para que lo 8Cpas no hay lancha. 19 Sofia, hija de Mateo. 20 Se sobrentiende: de la Caridad. 498 FEDOR M. DOSTOJEVSKI LOS DEMONIOS 499

—La habrá, la habrá; todavía por una semana, la habrá —decía n’iá. acalorado que todos, Anisim. —Es posible. Pero vendrá sin puntualidad, porque estamos en época avanzada y, a veces, detiénese en Ustievo tres días. —Mañana vendrá; mañana, a las dos en punto, estará aquí. A Spáso antes del anochecer, llegará usted, señor, sin falta — afirmó, fuera de si, Anisim. —Mais qu ‘est ce qu ‘ji a cet homme! —balbuccó Stepán Trofimovjch con temor, aguardando su suerte. Adelantáronse también los cocheros y procedieron a colocarse en fila; lo llevarían a Ustievo por tres rublos. Los demás gritaban que en aquello no había extorsión, que aquél era el precio, y que de allí a Ustievo, durante todo el verano, habían llevado por ese precio. —Pero.., aquí se está tan bien... Yo no quiero... —protestó Stepán Trofimovich. —Bueno, señor; eso es justo; está bien que se venga a Spásov con nosotros, y Fiodor Matviéyevich va a alegrarse la mar. —Mon Dieu, mes amis; todo esto es para mí tan inopinado... Finalmente, volvió Sofia Matviéyevna. Pero sentóse en un banco, toda abatida y postrada. —iYa no puedo ir a Spásov! —díjole a la patrona. —j,Cómo, también usted va a Spásov? —inquirió, solícito, Stepán Trofimovich. Resultó que una terrateniente, Nadechda Yegórovna2i Svietlitsina, la había animado la noche antes a venir a Játovo y prometídole llevarla a Spásoy, y, ya ve usted, no ha venido. —áQué voy a hacer yo ahora? —repetía Sofia Matviéyevna. —Mais ma chére et nouveiie amie, también yo puedo llevarla a usted, lo mismo que esa propietaria, a esa aldea. ¿Cómo la llaman? Acabo de alquilar un coche para que me conduzca, y mañana..., bueno, pues mañana nos vamos los dos juntos a Spásov. —Pero ¿también usted va a Spásov? —Mais que faire etje suis enchanté!... Con muchísimo gusto la llevaré a usted; ya ve usted, ellos lo quieren..., he alquilado ya el coche... ¿A quién de ustedes se lo he alquilado? —inquirió Stepán Trofimovich con súbitas ardientes ganas de marchar a Spásov. Pasado un cuarto de hora, ya iban montados en una brichka abierta, él muy animado y plenamente contento; ella con un saco y su bondadosa sonrisa junto a él. Les ayudó a subir en el coche Anisim, —Buen viaje, señor —decía, muy solícito, alrededor del coche—. ¡Cuánto me ha alegrado verlo! —Adiós, adiós, amigo mío; adiós! —A Fiodor Matviéyevich,22 señor, irá a verlo... 22 Teodoro, —Sí, amigo mío, sí... Fiodor Matviéyevich...; pero adiós. II —Mire usted, amiga mía, usted me permitirá que la llame amiga: n ‘est ce pas? —empezó, presuroso, Stepán Trofimovich, no bien arrancó la hrichka—. Mire usted: yo j ‘aime le peuple, e ‘est indispensable, mais ji inc semble queje nc 1 ‘avaisjamais vu de prés... Stasie... Celá va sans dire qu ‘elle est aussi du peuple... Mais le vrai peuple,’ es decir, el verdadero, el que se encuentra uno en los caminos, a mí me parece que eso no tiene otra cosa que hacer sino enterarse de adónde voy yo... Pero dejémonos de agravios. Yo, a la cuenta, divago un poco; quizá probablemente, porque hablo de prisa. —Según parece, no está usted bien de salud. Y con ojos penetrantes, aunque respetuosos, miróle Sofia Matviéyevna. —No, no; sólo necesito abrigarme, y, en general, el viento sopla fresco, incluso muy fresco; pero... dejemos esto. Yo, sobre todo, no era eso lo que quería decir. Chbre e! incomparable amie; a mí me parece que soy casi dichoso y que quien tiene la culpa de eso... es usted. A mí la felicidad no me conviene, porque enseguida propendo a perdonar a todos mis enemigos. —Pero si eso está muy bien!

‘—No siempre..., chére innocente... l’Evangile..., voyez-vous désorinais nous le précherons ensemble, y yo me dedicaré con gusto a vender sus lindos libritos. Sí; yo siento que ésta es una idea, quelque chose de trés nouveau dans ce genre. El pueblo es religioso, c ‘es! admis, pero todavía no conoce el Evangelio. Yo se lo explicaré... En la exposición verbal pueden rectificarse los errores de ese notable librito, al que yo, naturalmente, estoy dispuesto a tratar con toda suerte de respetos. Yo seré útil también en la gran ciudad. Yo siempre fui útil, yo siempre “les” hablé así et a cette chére ingrate... ¡Oh, perdonemos, perdonemos, ante todo; perdonémoslos a todos, y siempre... Esperemos que también a nosotros nos perdonarán. Sí, porque todos y cada uno de nosotros somos culpables los unos para con los otros. ¡Todos culpables! —Dice usted muy bien. —Sí, sí.,. Yo siento que hablo muy bien. Yo he de hablarles muy bien; pero ¿qué era lo que principalmente quería decirles? Pierdo la cabeza, y no me acuerdo... ¿Me permite usted que siga en su compañía? Siento que su mirada y... hasta me admiran sus modales. Usted es ingenua, usted habla sencillamente y bebe el té en el platillo.., con ese plebeyo terroncito de azúcar; pero usted tiene algo que seduce; lo veo en sus facciones. ¡Oh! No se ruborice usted, ni me tenga miedo como a hombre. Chére et incomparable, pour moi une jeinme ces! tout. No puedo vivir sino cerca de las mujeres, pero sólo cerca.,. Yo me embrollo de una manera horrible, horrible... Nunca puedo acordarme de lo que iba a decir. ¡Oh! Dichoso aquel a quien Dios le envía siempre una mujer, y... hasta me parece que estoy algo entusiasmado. También por las carreteras hay pensamientos sublimes. Mire us 1 ‘ de

Yegor.

500 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 50!

ted...: mire usted lo que quería decir; mire, ya me acordé de la idea que no encontraba. Pero ¿por qué nos llevan tan lejos? Allí se estaba bien, mientras que aquí... Celá deviení trop froid. A propos, j ‘al en buí quarante roubles est voilá cel argent, tome usted, tome usted, yo no sé, yo lo pierdo, me lo quitan, y... A mí me parece que tengo sueño, parece como que la cabeza me da vueltas. Así, me da vueltas, me da vueltas, me da vueltas. ¡Oh! y qué buena es usted. ¿Con qué me tapa? —Usted tiene verdaderamente fiebre, y yo lo estoy cubriendo con mi manta; pero cuanto al dinero, yo... —Oh, por Dios, n ‘en parlons plus, parce-que celá mefait mal. ¡Oh, y qué buena es usted! Dejó de hablar de pronto y no tardó en sumirse en un sueño febril, salteado de calofríos. El terreno por donde hicieran aquellas diecisiete verstas era desigual, y el coche se tambaleaba cruelmente. Stepán Trofimovich despertábase con frecuencia, incorporábase rápidamente sobre el almohadoncito que le había puesto bajo la cabeza Sofia Matviéyevna, cogíale a ésta la mano e inquiría: “i,Está usted aquí?”, cual si temiese que ella se le fuera. Le aseguraba también haber visto en su sueño una mandíbula abierta con sus dientes y todo, y que aquello le había hecho muy mala impresión. Sofia Matviéyevna estaba muy inquieta por él. El cochero los llevó directamente a una gran isba con cuatro ventanas y costeada de pabellones habitables. Al despertarse Stepán Trofímovich apresuróse a entrar y fuése derecho al segundo cuarto, el más espacioso y claro de la casa. Su adormilado rostro asumió expresión preocupadísima. En el acto le explicó a la patrona, una mujerona alta y recia, de unos cuarenta años, con el pelo negrísimo y algo de bigote, que quería para él toda la habitación, y que cerrara el cuarto y no dejara entrar a nadie. —Parce-que nous avons ó parler. Oui, j ‘ai beaucoup a vos dire, chére amie! Yo le pagaré a usted, yo le pagaré a usted —díjole, haciendo un gesto con la mano a la patrona. Aunque hablaba aprisa, parecía trabársele un poco la lengua. La patrona lo escuchaba descortés, pero callaba en señal de conformidad, presintiendo algo amenazador. Nada de esto notaba él, y a toda prisa (tenía una prisa horrible) díjole que se fuera y le preparase lo más pronto posible algo de comer: mucho y enseguida. Al oír aquello, la mujer del bigotillo no pudo contenerse. —Esta no es ninguna posada, señor; nosotros no servimos comidas a los viajeros. Freír unos cangrejos o preparar el samovar, sí podemos hacerlo; pero nada más. Pescado fresco, hasta mañana no tendremos. Pero Stepán Trofimovich agitó las manos con iracunda impaciencia, renifiendo: nagaré; pero ande, enseguida, enseguida. rescado y gallina asada. La patrona declaró que en aunque, por lo demás, no se negaba a ir

a buscarla; pero con un talante cual si fuera a hacerles un favor extraordinario. No bien hubo salido, cuando Stepán Trofímovich sentóse enseguida en el diván e hizo sentar a su lado a Sofia Matviéyevna. En la habitación había también un diván y dos sillas, pero de una facha espantable. En general, la habitación era bastante amplia, con un compartimiento separado por un tabique, donde estaba la cama; un empapelado amarillo, viejo, desgarrado; unas horribles litografias mitológicas en las paredes, una larga hilera de imágenes en el rincón delantero, y con su extraño moblaje derrengado, ofrecía a la vista algo de unavivienda entre urbana y campesina. Pero él no reparaba en nada de esto y ni siquiera miró por la ventana al inmenso lago, que empezaba a unas diez sáchenas de la

isba. —Finalmente, estamos solos, y no dejaremos entrar a nadie. ¡Quiero contárselo a usted todo, todo, desde el principio! Sofia Matviéyevna, con viva inquietud, le detuvo. —Pero ¿sabe usted, Stepán Trofímovich...?

—Comment vous savez dejó mon nom? Y sonrió, alborozado. —Hace un momento lo supe por Anisim Ivánovich,23 que lo nombró a usted, cuando estuvieron ustedes hablando. Pero, mire usted: yo, por mi parte, me atrevería... Y rápidamente murmuróle, mirando a la puerta, cerrada, para que no pudiesen oír..., que aquella aldea era una verdadera desdicha. Que todos aquellos campesinos, no obstante ser pescadores, se dedicaban también a algo más; que cada verano, haciendo de fondistas, sacaban a los viajeros cuanto dinero querían. Aquella aldea no era pasajera, sino un callejón sin salida, y sólo acudía a ella la gente por detenerse allí la barca, y que cuando ésta no iba allá, porque no era tiempo a propósito, tenía que aguardarla allí la gente varios días, y que todas aquellas isbas estaban ya ocupadas, siendo esto lo único que aguardaban sus dueños, porque entonces cobraban triple por todo, y el patrón de aquella isba era orgulloso y altanero, porque ya estaba rico; una sola de sus redes valía mil rublos. Stepán Trofimovich miró el rostro de Sofia Matvíéyevna, extraordinariamente animado, casi con aire de reproche, y varias veces hizo ademán de cortarle la palabra. Pero ésta insistió y continuó adelante, hasta decirlo todo. A juzgar por sus palabras, ya habia estado allí un verano con “una señora de muy noble casa” de la ciudad, y hasta había pasado allí la noche, esperando la barca, dos días justos, y había tenido que aguardar tanto, que hasta recordarlo era para ella algo terrible. —Mire usted, Stepán Trofimovich: usted ha pedido esta habitación para usted solo... Yo se lo digo a usted para ponerle en guardia... Ahí, en ese otro cuarto, hay otro viajero, un hombre ya de alguna edad, y un joven, más una señora ya entrada en años, y mañana, a las dos, toda la isba estará 23 Anisim, hijo de Juan.

toda la aldea ii

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llena, porque la barca, que ha estado dos días sin venir, de fijo viene maña. na. Así que por un cuarto para usted solo y la comida que ha encargado y para desquitarse de los demás huéspedes, van a pedirle a usted un precio inaudito aun para una capital. Pero él sufría, sufría sinceramente. —Assez, man enfant, se lo suplico, nous avons montré notre argent et aprés,.. Et aprés le bon Dien. Yo hasta me admiro de que usted, con la ele. vación de sus ideas..., assez, assez, vous me toarmentez —profirió, CO acentos de histerismo—. Tenemos por delante todo el porvenir, y usted.., usted me asusta por el porvenir. Acto seguido, procedió a referirle toda la historia, atropellándose hasta tal punto, que al principio costaba trabajo entenderle. Duró bastante rato. Llevaron la sopa, llevaron también la gallina; Nevaron, finalmente, el samo var, y él seguía todavía hablando... Algo de extraño y morboso dejaba tras, lucir, porque, en verdad, estaba enfermo. Era aquél un súbito desfogue de energías espirituales que, sin duda —y con pesar presentíalo así Sofia Matviéyevna todo el tiempo que duró su relato—, por fuerza tenía que ir seguido inmediatamente de una postración extraordinaria de su ya quebrantado organismo. Empezó él desde la infancia, cuando “con fresco pecho corría por los campos”. Tardó una hora en llegar a sus dos casamientos y a su vida de Berlín. Yo, por lo demás, no me atrevo a reírme. En eso veía él, indudablemente, algo sublime, y hablando, según el novísimo lenguaje, casi una lucha por la existencia. Veía delante de sí a aquella a la que de antemano había elegido como compañera de su camino futuro, y se apresuraba, por decirlo así, a informarla. Su genialidad no debía continuar siendo para ella un secreto... Es posible que exagerase mucho respecto a Sofia Matviéyevna, pero ya la había elegido. No podía vivir sin mujer. El mismo, en su cara, veía harto claro que ella apenas lo entendía, ni siquiera en el punto más principal. —Ce n ‘est rien, nous attendrons, y, entre tanto, puede comprender por intuición... —Amiga mía, yo lo único que necesito es su corazón —exclamó él, interrumpiendo su relato—. Y mire usted: esos dulces

ojos, adorables, con que ahora me mira. ¡Oh, no se ruborice! Ya le he dicho a usted... Especialmente brumoso se le hizo el relato a la pobre Sofia Matviéyevna cuando aquél vino a convertirse en toda una disertación acerca de cómo nadie, nunca, había podido comprender a Stepán Trofímovich y de cómo “se hunden en Rusia los hombres de talento”. Aquello era “muy elevado” para mí, decía ella luego, con tristeza. Oíale con visible sufrimiento, muy abiertos los ojos. Cuando Stepán Trofimovich lanzóse al humorismo y profirió chistes a la cuenta de nuestros “progresistas”, con amargura, intentó ella por dos veces reírse en respuesta a sus risas, pero se le saltaron las lágrimas, de suerte que el propio Stepán Trofimovjch acabó or aturrullarse y con gran vehemencia y furia arremetió contra los nihilistas y .. “hres nuevos. Al llegar ahí, ella sintió sencillamente miedo, y LOS DEMONIOS 503 sólo respiró un poco, aunque por lo demás, con un respiro engañoso, cuando dio principio a su personal novela. La mujer es siempre mujer, aunque sea monja. Ella se sonreía, movía la cabeza y al mismo tiempo se ruborizaba mucho y bajaba los ojos, con lo que puso a Stepán Trofimovich en un estado de inspiración y exaltación completas, tanto, que hasta intercaló muchas mentiras. Varvara Petrovna convirtióse para él en una morenita la mar de seductora, “que había llamado la atención en Petersburgo y en muchas capitales europeas”, y su marido murió “atravesado de un balazo en Sebastopol”, únicamente por sentirse indigno de su amor y cediéndole el puesto a su rival, o sea al propio Stepán Trofimovich... —-iNo se escandalice usted, rica, cristiana! —exclamó, dirigiéndose a Sofia Matviéyevna, casi creído él mismo de todo lo que estaba contando—. Eso fue algo sublime, algo hasta tal punto delicado, que ni una sola vez en toda nuestra vida hemos hablado de nuestros sentimientos. La culpable de semejante estado de cosas venía a resultar en el transcurso del relato una rubita (si no a Daria Pávlovna, no sé a quién podría referirse Stepán Trofimovich). La tal rubita estaba obligadísima, por completo, a la morenita, y en calidad de parienta remota habíase criado en su casa. La morena, al notar finalmente el amor de la rubia por Stepán Trofimovich, encerróse en sí misma. La rubia, por su parte, al advertir el amor de la morena por Stepán Trofimovich, también se encerró en sí misma. Y todos tres, rivalizando en mutua generosidad, estuvieron calladitos veinte años, encerrados en sí mismos. —.Oh, qué pasión! ¡Oh, qué pasión aquella! —exclamaba, acometido del más sincero entusiasmo—. Yo veía todo el florecer de su hermosura (de la morena), veía “con un vuelco de corazón” todos los días, cómo pasaba por delante de mí, cual si se avergonzara de su belleza. (Una vez dijo: “Avergonzada de su gordura.”) Finalmente, emprendió él la fuga, abandonando todo aquel ardiente ensueño de veinte años. “Vingt ans!” Y helo aquí ahora, por esos caminos... Luego, en cierto estado de inflamación cerebral, púsose a explicarle a Sofia Matviéyevna lo que debía significar aquel “encuentro que habían tenido tan inesperado y tan fatal, por los siglos de los siglos”. Sofia Matviéyevna, con una excitación terrible, se levantó, por fin, del diván. El hasta intentó postrarse de hinojos a sus pies, de suerte que ella se echó a llorar. Adensábase el oscurecer; llevaban ya en aquel cuarto cerrado varias horas... —No, ya es mejor que usted me deje ir a ese otro cuarto —balbuceó ella—, porque, si no, ¿qué va a pensar la gente? Zafóse ella, por fin. Dejóla él ir, después de darle palabra de acostarse enseguida. Al despedirse, quejóse él de que le dolía mucho la cabeza. Sofia Matviéyevna, desde que entró, había dejado su saco y sus efectos en el primer cuarto, con la intención de pasar la noche allí con los patronos; pero no le fue posible descansar. Aquella noche Stepán Trofimovich tuvo su tan conocido para mí y para todos sus amigos ataque de colerina, habitual desfogue de todas las conmo 504 FEDOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS ciones nerviosas y morales de su excitación. La pobre Sofia Matviéyevna no durmió en toda la noche. Como cuidando del enfermo, entraba y salía con harta frecuencia en el cuarto de los patronos, los viajeros que allí dormían, y los patronos mismos, refunfuñaban y hasta empezaron, finalmente a reñirle cuando, por la mañana se puso a calentar el samovar. Stepán Tro. fimovich, todo el tiempo del ataque, permaneció medio amodorrado. A veces parecíale como que le presentaban el samovar, que le hacían beber Una cosa (jarabe de frambuesa), que le calentaban el vientre, el pecho. Pero sentía casi a cada minuto que “ella” estaba allí, junto a él; que entraba y salía, le ayudaba a incorporarse en la cama y lo volvía a acostar. A las tres de la madrugada se alivió; levantóse, sacó los pies de la cama y, sin pensar en nada, echóse a sus pies, de rodillas. No era ya aquella la genuflexión del día antes; sencillamente se había postrado a sus plantas y le besaba la oria del traje. —Basta; yo no soy digna de esto —balbuceó ella, pugnando por levantarle del suelo. —Salvadora mía —decía él, unciosamente, tendiendo hacia ella la mano—. Vous étes noble comme une marquise! Yo..., yo soy un inútil. ¡Oh, en toda la vida tuve honor!... —Tranquilícese usted... —imploraba Sofia Matviéyevna. —Antes le mentí a usted.., por vanagloria, por lujo, por ociosidad... Todo, todo, hasta la última palabra, es falso. ¡Oh tunante, tunante!

La colerina transformóse, pues, en otro ataque de histérica inculpación. Ya hice mención de esos ataques al hablar de sus cartas a Varvara Petrovna. Se acordó de pronto de Lise, del encuentro de la mañana anterior. —Fue una cosa tan terrible, y... allí de fijo había ocurrido una desgracia, y yo no le pregunté: me quedé sin saberlo. No pensaba más que en mí mismo. ¡Oh! ¿Qué habrá sido de ella? ¿No sabe usted qué le habrá ocurrido?... —implorábale a Sofia Matviéyevna. Luego juró que “no desertaría”, que volvería a “ella” (es decir, a Varvara Petrovna). —Nos acercaremos a su escalinata (todo esto a Sofia Matviéyevna) todos los días, cuando ella vaya a subir al coche para su paseo matinal, y nos pondremos a mirarla en silencio... ¡Oh, yo quiero, quiero que ella me pegue en la otra mejilla; con fruición lo quiero! Yo le presentaré mi otra mejilla comme dans vótre livre! Yo ahora, ahora es cuando comprendo lo que significa eso de ofrecer la otra mejilla. Antes, nunca lo comprendí. Para Sofia Matviéyevna sobrevinieron dos terribles días en su vida; aún los recuerda con un temblor, Stepán Trofimovich se puso tan seriamente enfermo, que no pudieron tomar la barca, que aquella vez se presentó pun‘ 1mente a las dos de la tarde; ella no se sentía con fuerzas para abandoSpásov. Según su relato, él hasta pareció alegrarse de que la bac —Magnífico; muy bien —rezongó desde la cama—. De lo contrario, caso de haber ido, todo era de temer. Aquí se está muy bien, mejor que en parte alguna... ¿Va usted a abandonarme? ¡Oh, no me abandone usted! “Aquí”, sin embargo, no se estaba nada bien. El no quería saber nada de las molestias que ella sufría; tenía llena la cabeza de puras fantasías. Su enfermedad antojábasele algo pasajero, sin importancia, y no pensaba en ella lo mínimo, sino sólo en cómo habían de ir por ahí vendiendo “esos Iibritos”. Le rogó que le leyese el Evangelio. —Yo hace ya mucho tiempo que lo leí... en el original. De lo contrario, me preguntará alguno y me equivocaré; es menester estar apercibido. Sentóse junto a él y abrió el libro. —Lee usted muy bien —interrumpióla desde las primeras líneas—. Ya veo, ya veo que no me había equivocado —añadió vagamente, pero con entusiasmo. Y, en general, hallábase en un estado de entusiasmo continuo. Ella le leyó el sermón de la Montaña. —Assez, assez, mon enfani! Basta... ¿No cree usted que con “eso” hay bastante? Y, sin fuerzas, cerró los ojos. Estaba muy débil, pero aún no había perdido el conocimiento. Sofia Matviéyevna levantóse, suponiendo que quería dormir. Pero él la detuvo. —Amiga mía, yo no he hecho en toda mi vida otra cosa que mentir. Hasta cuando hablaba verdad. Nunca hablaba en pro de la verdad, sino en mi pro exclusivamente; ya lo sabía de antes, sino que ahora es cuando lo veo... ¡Oh! ¿Dónde están aquellos amigos a los cuales ofendí con mi amistad toda la vida? Y a todos, a todos. Savez-vous, yo es posible que también esté mintiendo ahora; seguramente que ahora también miento. Lo peor de todo es que yo mismo me creo las mentiras. Lo más dificil en este mundo es vivir y no mentir... y no creerse las propias mentiras; sí, sí, eso es. Pero, aguarde usted, todo esto luego... Nosotros, juntos, juntos —añadió con entusiasmo. —Stepári Trofimovich —rogóle tímidamente Sofia Matviéyevna—, por qué no mandamos al “gobierno” por un médico? Aquello le hizo una impresión enorme... —Por qué? Est ce queje suis si malade? Mais rien de sérieux. Y qué falta nos hace nadie extraño? Me reconocerán todavía, ¿y... qué pasará entonces? No, no, ningún extraño: nosotros juntos, juntos. Oiga usted —dijo después de un silencio—: léame algo más, así, a la aventura, lo que se le venga a los ojos. Sofia Matviéyevna abrió el libro y se puso a leer. —Lo que salga, por donde salga, sin pensarlo —repetía él. “Y escribe al ángel de la Iglesia en Laodicea...” —j,Cómo? ¿Cómo? ¿De dónde? —Del Apocalipsis. 506 FFDOR M. DOSTOIRVSKE

LOS DEMONIOS ,u/

—Oje nl ‘en souviens, oui, 1 ‘Apocalypse. Lisez, lisez, VOY a inquirir por el libro nuestro porvenir; quiero saber qué va a pasamos; lea usted desde el ángel, desde el ángel... —“Y escribe al ángel de la Iglesia en Laodicea... “He aquí, dice el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios. “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o ca. liente! Mas porque eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa”; y no conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre, y ciego y desnudo...” —Eso..., ¿también eso está en su libro? —exclamó él, echando fuego por los ojos e incorporándose—. Yo nunca leí ese gran paso. ¡Oiga usted:

más bien frío, frío, que templado, que “solamente templado”. ¡Oh, yo lo demostraré! Pero usted no me abandone, no me abandone. Nosotros lo demostraremos, nosotros lo demostraremos. ----Pero si no lo abandono a usted, Stepán Trofimovich; nunca he de abandonarlo —y le cogió la mano y se la estrechó entre las suyas y se la llevó al corazón, mirándolo con lágrimas en los ojos. (Me daba mucha lástima de él en aquel instante, decía ella.) Los labios le temblaban como convulsivamente. —Pero, Stepán Trofimovich, ¿cómo nos las vamos a arreglar? ¿No sería menester darle parte de ello a sus amigos o parientes? Pero al oír aquello se asustó hasta tal punto, que ella lamentó habérselo dicho. Transido y trémulo, imploróle él que no llamase a nadie, que no hiciese nada; le pidió su palabra, la disuadió. —iNunca, nunca! ¡Nosotros solos, nosotros solos, nous partirons ensemble! Muy malo fue también el que los patronos empezaron a inquietarse, a refunfuñar y a hacerle cargos a Sofia Matviéyevna. Ella les pagó y esforzó- se por hacerles ver que tenía dinero, lo cual los ablandó por el momento; pero el patrón exigía “ver los papeles” de Stepán Trofimovich. El enfermo, con altiva sonrisa, le indicó su saquito de viaje; en el cual, Sofia Matviéyevna encontró la orden destinándolo a situación de retirado o algo semejante, que en toda su vida había llevado consigo. El patrón no se enterneció, y dijo que “era menester llevárselo de allí a alguna parte, porque aquello no era un hospital, y si se moría allí, ¿qué sería de nosotros? ¡Lo que dirían!” Sofia Matviéyevna hablóle también de mandar por un médico; pero resultó que si hacían venir un médico del “gobierno”, iba a salirle tan caro, que, sin duda alguna, había que desistir de toda idea de médico. Apesadumbrada, volvióse a su enfermo. Stepán Trofimovich estaba cada vez más débil. —Ahora, léame usted algún otro paso... Lo de los cerdos —dijo de pronto —Ei qué? —exclamó, muy asustada, Sofia Matviéyevna. —Lo de los cerdos. Eso mismo... Ces cochons... Recuerdo que dice que los demonios entraron en el cuerpo de unos cerdos y todos se ahogaron. Léamelo usted sin remisión; después le diré por qué. Quiero recordarlo al pie de la letra. Ha de ser al pie de la letra. Sofia Matviéyevna conocía bastante bien el Evangelio y enseguida encontró en Lucas este mismo paso, que yo reproduzco como epígrafe en mi crónica. Volveré a ponerlo aquí: “Y había allí un hato de muchos puercos que pacían en el monte; y le rogaron que los dejase entrar en ellos, y los dejó. Y salidos los demonios del hombre, entraron en los puercos, y el hato se arrojó de un despeñadero en el lago y ahogóse. “Y los pastores, como vieron lo que había acontecido, huyeron; y yendo, dieron aviso en la ciudad y por las heredades. Y salieron a ver lo que había acontecido y vinieron a Jesús; y hallaron sentado al hombre de quien habían salido los demonios, vestido y en su juicio, a los pies de Jesús; y tuvieron miedo. Y les contaron los que lo habían visto, cómo había sido salvado aquel endemoniado”.24 —Amiga mía —dijo Stepán Trofimovich con gran emoción—, savezrvus, ese paso maravilloso y... extraordinario fue para mí toda mi vida una piedra de tropiezo... Dans ce livre... Así, que yo ese paso desde niño lo conocía. Ahora también se me ha ocurrido una idea, une comparaison. A mí me asedia ahora terriblemente una idea; mire usted: eso, punto por punto, es nuestra Rusia. Esos demonios, que salen de un enfermo y se entran en un puerco..., todos esos venenos, todos esos miasmas, todas esas suciedades, todos esos demonios y todas esas diabluras son los mismos que se albergan en el cuerpo de nuestro grande y amado enfermo, de nuestra Rusia, por los siglos de los siglos Oui, cette Russie quej ‘amais toujours! Pero una gran idea y una gran voluntad mira por ella desde arriba, como por ese loco endemoniado, y saldrán todos esos demonios, toda esa impureza, toda esa ruindad, aflorando a la superficie..., y ellos mismos pedirán entrar en los puercos. Sí, y hasta es posible que entren. Somos nosotros y aquéllos, y Petruschka... et les autres ayee Iui, y yo es posible que el primero, y nos arrojaremos, locos y endemoniados, de cabeza al mar, y todos nos ahogarernos, y ése será nuestro camino, porque no tenemos otro. Pero el enfermo aquel se salvará y “se sentará a los pies de Jesús” y todos lo miraban atónitos... Rica, vous comprendez aprés, que ahora esto me agita demasiado... Vous coniprendrez aprés..., nous comprendrons ensemble.25 Entróle fiebre, y. por fin, perdió el conocimiento. Así transcurrió todo el día siguiente. Sofia Matviéyevna estaba sentada a su cabecera y lloraba; no había dormido casi en tres días y evitaba presentarse a la vista de los patronos, que presentía habían ya empezado a tramar algo. La liberación no llegó hasta el tercer día. Por la mañana, Stepán Trofimovich se despabiló, 24 Reproducimos estos y los anteriores versículos de la versión de Cipriano de Valera 25 El original, sin duda por errata, “trae” vou5... 508 LOS DEMONIOS FEDOR M. DOSTOIEVSKJ

reconocióla y le tendió la mano. Ella se santiguó con esperanza. Él quería mirar por el ventanuco. —Tiens, un lac —dijo—. ¡Ay Dios mío, no lo había visto todavía! En aquel instante, a la puerta de la isba detúvose ruidosamente un coche, y en la casa armóse un gran revuelo.

¡II Era la propia Varvara Petrovna, que llegaba en un coche de cuatro asientos, con dos lacayos y Daria Pávlovna. Fue aquello un milagro, sencillamente. Anisim, que se perecía de curiosidad, fue a la población y presentóse al otro día en casa de Varvara Petrovna y le contó a la servidumbre que se había encontrado con Stepán Trofimovich, solo en una aldea; que lo habían visto los lugareños por la carretera solo, a pie, y que se dirigía a Spásov por Ustievo, ya en compañía de Sofia Matviéyevna. Como Varvara Petrovna, por su parte, estaba muy inquieta y andaba indagando qué habría podido ser de su pobre amigo, inmediatamente le dieron parte de la llegada de Anisim. Después de oírlo y de oír, sobre todo, los pormenores referentes a la marcha para Ustievo en compañía de una tal Sofia Matviéyevna en una brichka, en el acto tomó su resolución, y, en ardorosa consecuencia, mandó enganchar para trasladarse a Ustievo. De su enfermedad aún no tenía noticia. Vibró su seca e imperiosa voz; hasta los patronos se intimidaron. Se detuvo únicamente para informarse e inquirir, convencida de que Stepán Trofimovich haría ya mucho tiempo que se encontraría en Spásov; pero al saber que seguía aún allí enfermo, emocionada entró en la isba. —Pero, bueno, ¿dónde está? ¡Ah, eres tú! —exclamó al ver a Sofia Matviéyevna, que de pronto, en aquel mismo instante, había asomado al umbral de la segunda habitación—. En tu cara desvergonzada he comprendido que eras tú. Largo de aquí, gandula! ¡Que en este mismo instante se vaya de la casa! ¡Echenla! Si no, madre mía, te mandaré a presidio para toda tu vida. Ténganla, mientras tanto, en otra casa. Ya una vez en la ciudad estuvo en la cárcel, y en ella volverá a estar. Yo te ruego, patrón, que no se atreva nadie a entrar mientras yo esté ahí dentro. Yo soy la generala Stavróguina, y tomo toda la casa. Pero tú, palomito, de todo has de darme cuenta. Aquellos rumores conocidos afectaron a Stepán Trofimovich. Se echó a temblar. Pero ya ella había transpuesto el tabique. Lanzando fuego por los ojos, tiró con el pie de una silla, y, apoyándose en el respaldo, gritóle a Dascha: —Retírate por el momento; quédate con los patronos. Pero ¿qué curiosidad es ésa? Y cierra bien la puerta al salir. Un rato en silencio, y con ciertos ojos voraces estuvo contemplando el asustado rostro del enfermo. —Bueno; vamos a ver: ¿cómo estamos, Stepán Trofimovich? ¿Qué tal el paseo?... —profirió de pronto con cáustica ironía.

—Chére —balbuceó, sin darse cuenta, Stepán Trofimovich—. He aprendido a conocer la realidad de la vida rusa... Etjeprécherai l’Evangile... —Oh hombre desvergonzado, ingrato! —clamó ella de pronto, juntando las manos—. Le parece a usted poco haberme cubierto de oprobio, y se ha liado con... ¡Oh viejo descarado y corrompido! —Chére... Se cortó y no pudo seguir hablando, y se quedó mirándola con ojos desencajados de horror. —i,Quién es “ésa”? —CesÉ un ange... C’était plus qu ‘un ange pour moi, toda la noche... ¡Oh, no grite usted, no la asuste, chére, chére... Varvara Petrovna, de pronto, hecha una furia, saltó de la silla; oyóse su azorado grito: —Agua, agua! Aunque él había vuelto en sí, ella temblaba todavía de susto y contemplaba, pálida, su rostro descompuesto; hasta entonces no se había dado cuenta de la gravedad de su dolencia. —Daria —murmuró, dirigiéndose de pronto a Daria Pávlovna—, que vayan inmediatamente por un médico, por Salzfisch; que vaya ahora mismo Yegórovich; que se lleve de aquí caballos y traiga de la ciudad otro coche. Que a la noche ya esté aquí. Daria corrió a cumplir la orden. Stepán Trofimovich seguía mirándola con sus ojos dilatados de espanto; sus descoloridos labios temblaban. —Aguarde usted, Stepán Trofimovich; aguarde usted, palomito —decía ella, hablándole como a un niño—. Vamos, aguarde usted, aguarde a que Daria vuelva y... ¡Ay Dios mío; patrona, patrona, ven siquiera tú, madrecita! Desesperada, corrió ella misma en busca de la patrona. —Ahora mismo, en este momento, dile a “ésa” que venga. ¡Que vuelva, que vuelva! Por fortuna, Sofia Matviéyevna no había tenido aún tiempo de irse de la casa con su saco y su envoltorio. La hicieron volver. Tan asustada estaba, que le temblaban manos y pies. Varvara Petrovna la cogió de la mano, como el milano al polluelo, y a la fuerza llevóla al lado de Stepán Trofimovich. —Bueno; aquí la tiene usted. No me la había comido. Usted pensaba que me la había tragado. Stepán Trofimovich cogió a Varvara Petrovna de la mano, llevósela a los ojos y rompió en un llanto entrecortado, morboso, como un ataque. —Vamos, tranquilícese, tranquilícese; vaya, palomito mío. ¡Ea, padre- cito! ¡Ay Dios mío, tran. . .qui. . .lí. . .ce.. .se de una vez! —gritaba, insistente—. ¡Oh verdugo, verdugo, eterno verdugo mío! —Rica —balbuceó, por fin, Stepán Trofimovich, dirigiéndose a Sofia Matviéyevna—. Sálgase allá, que quiero decirle una cosa... Sofia Matviéyevna dióse prisa a retirarse. 510 F1DOR M. DOSTOIEVSKI

LOS DEMONIOS

—Cherie..., cherie... —suspiró él. —Aguarde un poco, Stepán Trofimovich, aguarde un poco, respire. Aquí está el agua. ¡Pero a.. .guar. . de usted! Volvió a sentarse en la silla. Stepán Trofimovich teníale fuertemente cogida la mano. Largo rato no le consintió hablar. Él se llevó su mano a los labios y la besó. Ella apretaba los dientes, fija la vista en un rincón. —Je vous aimais! —dejó él escapar finalmente. Nunca le había oído ella tales palabras, tan rotundas. —jHum!... —murmuró como respuesta. —Je vous aimais toute ma vie... vingt ans! Ella calló... dos o tres minutos. —Y cómo se atildó para Dascha, cómo se perfumó con esencias... —dijo ella, de pronto, con feroz murmullo. Stepán Trofimovich se asombró. —Corbata nueva se puso... Nuevo silencio de dos minutos. —j,Del puro se acuerda? —Amiga mía —exclamó él, horrorizado. —El puro, por la noche, junto a la ventana..., la luna brillaba..., junto al cenador, en Skvoréschniki?... ¿Te acuerdas, te acuerdas? —exclamó ella, levantándose de un salto, asiendo los dos picos de su almohada y zarandeándola juntamente con su cabeza—. ¿Te acuerdas, hombre huero, huero, sin gloria, hombre eterno, eternamente huero? —clamó con su furioso susurro, reprimiendo sus gritos. Por último, lo soltó y dejóse caer en la silla, ocultándose con ambas manos el rostro. —Basta! —falló, incorporándose—. Los veinte años esos pasaron para no volver; la tonta fui yo. —Je vous aimais —dijo él, juntando de nuevo las manos. —i,A qué me vienes con ese sempiterno aimais y aimais? ¡Basta! —volvió a levantarse de un salto—. Y si ahora mismo no se duerme, yo... Usted necesita reposo; a dormir, a dormir ahora mismo; cierre usted los ojos. ¡Ay Dios mío, puede que quiera almorzar! ¿Qué come usted? ¿Qué es lo que come? ¡Ay Dios mío! ¿Dónde anda ésa? ¿Dónde está? Prodújose cierto revuelo. Pero Stepán Trofimovich, con voz débil, balbuceó que, efectivamente, dormiría une heure, y luego... un bouilion, un thé..., enfin, ji est si heureux. Se tendió, y, efectivamente, pareció quedarse dormido (probablemente, lo fingía). Varvara Petrovna aguardó, y de puntillas salióse al otro lado del tabique. Sentóse en la habitación de la patrona, echó de allí a ésta y su marido y ordenóle a Dascha le llevase a “aquélla”. Entablóse un serio interrogatorio. —Dime ahora, madrecita, todos los pormenores; siéntate a mi lado, así. Vamos a ver. —Yo a Stepán Trofimovich me lo encontré...

—Aguarda; cállate! Te prevengo que como me mientas o me ocultes algo, de debajo de la tierra te sacaré. ¿Estamos? —Yo me encontré a Stepán Trofimovich... apenas llegada a Játovo... —afirmó Sofia Matviéyevna, casi jadeante. —Aguarda, calla, aguarda!... ¿Por qué repiqueteas de ese modo? En primer lugar, ¿,qué clase de pájara eres tú?... Ella le contó con la mayor brevedad, y por encima, su historia, empezando por lo de Sebastopol. Varvara Petrovna oíala en silencio, erguida en su silla, con los ojos fijos, severa y tercamente, en los de la narradora. —j,Por qué estás tan azorada?... ¿Por qué miras al suelo?... A mí me gustan las personas que miran de frente y discuten conmigo. Sigue. Le refirió el encuentro, lo de los libros, y cómo Stepán Trofimovich había ofrecido aguardiente a una mujeruca... —Eso, eso; no olvides el detalle más nimio... —alentóla Varvara Petrovna. Por último, contóle cómo habían llegado allá y cómo Stepán Trofimovich no hacía más que decir que “estaba muy malo”, y ya allí estuvo contándole, por espacio de varias horas, desde el mismo principio, toda su —Cuéntame lo que te haya dicho de su vida. Sofia Matviéyevna, de pronto, se aturrulló y se atascó del todo. —Yo no sé decirlo —dijo, poco menos que llorando—. Y, además, apenas si me enteré de nada. —Mientes! No podías no enterarte de nada. —De una señora distinguida, pelinegra, me habló —dijo Sofia Matviéyevna, poniéndose muy colorada, reparando, por lo demás, en que Varvara Petrovna era rubia y no tenía la menor semejanza con la “morenita”. —j,Pelinegra?... ¿Así precisamente? ¡Bueno, sigue! —Y de cómo esa dama distinguida había estado muy enamorada de él toda su vida, veinte años justos; pero

que no se atrevía a declarárselo y se avergonzaba ante él, porque era muy gruesa... —lmbécil! —falló Varvara Petrovna, pensativa, pero enérgica. Sofia Matviéyevna había roto a llorar. —Yo no sé contarlo bien, porque estaba muy inquieta por él y no podía comprenderlo, porque, como es un hombre de tanto talento... —De su talento no es una corneja como tú quien puede juzgar. ¿Te pidió la mano? La narradora temblaba. —,Se enamoró de ti?... ¡Habla!... ¿Te pidió tu mano?... —gritó Varvara Petrovna. —Sí, algo por el estilo —lloriqueó ella—. Sólo que yo no hice caso, atribuyéndolo a su enfermedad— añadió con entereza, alzando los ojos. —j,Cómo te llamas? Tu patronímico. —Sofia Matviéyevna, señora. —Bueno: pues mira, Sofia Matviéyevna: ése es el hombrecillo más puerco, más sin sustancia... ¡Señor, Señor! ¿Es que me tomas por una tuna? li

vida. 512 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS

Aquélla abrió tamaños ojos. —cPor una tuna, por una tirana.., que malogró su vida? —j,Cómo es eso posible, cuando usted también está llorando? Varvara Petrovna, efectivamente, tenía lágrimas en los ojos. —Bueno; siéntate, siéntate; pierde el miedo. Mírame otra vez a la cara, de frente. ¿Por qué te ruborizas?... Dascha, ven acá; mírala. ¿Qué te parece? ¿Tiene el corazón limpio?... Y con asombro, y es posible que hasta con gran miedo de Sofia Matviéyevna, dióle de pronto una palmadita en un carrillo. —Lástima que sea una mema. No mema por los años. Bueno, rica; me encargo de ti. Veo que todo esto es un absurdo. Continúa viviendo aquí por lo pronto; te cederán un cuarto; yo corro con todo... Mientras, pregunto. Sofia Matviéyevna insinuó, asustada, que le corría prisa partir. —i,Adónde vas con tantas prisas?... Los libros, yo te los compro todos y te quedas aquí. Calla, no me repliques. Porque si yo no hubiera venido, tampoco tú lo habrías dejado, ¿verdad? El doctor Salzfisch llegó a hora bastante avanzada de la noche. Era un viejecillo muy respetable y un práctico bastante experto, que hacía poco perdiera entre nosotros, por no sé qué levantisca disputa con su jefe, el puesto que ocupaba en el servicio. Varvara Petrovna, en aquel mismo instante, con todas sus fuerzas, empezó a “protegerlo”. Examinó con bastante atención al enfermo, preguntó, y prudentemente manifestóle a Varvara Petrovna que el estado del “paciente”, por efecto de una complicación sobrevenida, era grave, y que era menester “esperar lo peor”. Varvara Petrovna, que en veinte años se había acostumbrado a no pensar nada serio ni decisivo en cuanto personalmente se refería a Stepán Trofimovich, quedóse profundamente impresionada, y hasta palideció. —Pero ¿es que no hay ninguna esperanza? —Es posible que no la haya en absoluto; pero... No se acostó en toda la noche, y aguardó con impaciencia la mañana. No bien el enfermo abrió los ojos y recobró el sentido (no había perdido el conocimiento, aunque de hora en hora estaba más débil), acercóse a él con el aire más resuelto: —Stepán Trofimovich, es preciso preverlo todo... He mandado por un sacerdote. Tiene usted que cumplir el deber... Conociendo sus ideas, temía mucho una negativa. El la miró asombrado. —Disparate, disparate!... —clamó ella, pensando que ya se negaba—. Ahora no estamos para chiquilladas. Bastantes tonterías ha hecho usted. —Pero... ¿es que tan malo estoy?

Pensativo, accedió. Y, en general, supe yo luego, con gran satisfacción, de labios de Varvara Petrovna, que no le había dado el más pequeño miedo de la muerte. Es posible que sencillamente no creyese en ella y siguiera considerando su enfermedad como una futesa. Se confesó y comulgó de muy buen grado. Todos, hasta Sofia Matviéyevna, hasta los criados, acudieron a felicitarle por haber recibido los Santos Sacramentos. Todos, desde el primero al último, lloraban, sin poder contenerse, al ver su afilado y descompuesto semblante y sus pálidos y trémulos labios. —Oui, mes amis, lo único que me admira es que... os preocupéis tanto. Mañana, probablemente, me levantaré y... nos iremos... Toute cette cérémonie..., a la que yo, naturalmente, concedo todo el debido..., era... —Le ruego a usted, padrecito, permanezca sin remisión junto al enfermo —dijo Varvara Petrovna, deteniendo al cura, que ya se había despojado de sus ornamentos—. En cuanto sirvan el té, le ruego se ponga a hablarle de cosas divinas para encender su fe. El sacerdote accedió; todos estaban sentados o en pie en tomo al lecho del paciente. —En nuestra época de pecado —empezó, lastimero, el sacerdote, con la taza de té en la mano—, la fe en el Altísimo es el único refugio del género humano en todos los contratiempos y pruebas de la vida, así como la esperanza en la eterna ventura prometida a los justos. Stepán Trofimovich pareció reanimarse todo; una sutil sonrisilla asomó a sus labios. —Mon pére, je vous remercie et vous étes bien bon, mais... —iNada de mais, nada de niais! —exclamó Varvara Petrovna, saltando de la silla—, padrecito —y encaróse de nuevo con el cura—. ¡Si viera usted qué hombre es; si viera usted qué hombre es..., dentro de una hora va a haber que confesarlo de nuevo! Para que vea usted lo que es. Stepán Trofimovich sonrió contenidamente. —Amigos míos —declaró——. Dios me es indispensable, porque es él el único ser capaz de amar siempre... Fuera que, en efecto, creyese, o que la magna ceremonia de recepción de los Sacramentos le hubiese hecho impresión y despertado la sensibilidad artística de su naturaleza, ello es que, con voz firme, y dicen que hasta con mucho sentimiento, profirió algunas palabras, refutando muchas de sus ideas antiguas. —Mi inmortalidad es indispensable, aunque sólo fuera porque Dios no querrá cometer una injusticia y apagar del todo el fuego de amor que El ya ha encendido en mi corazón. Y qué más preciado que el amor? El amor es superior a la existencia; el amor es la corona de la vida, ¿y cómo es posible que la vida no le estuviese subordinada? Si yo lo amaba a El y me regocijaba con mi amor... ¿es posible que El me destruya a mí y a mi alegría y nos reduzca a cero? ¡Si hay Dios, yo soy inmortal! Voiki ma profession defoi! —Hay Dios, Stepán Trofimovich; le aseguro a usted que lo hay —exhortábalo Varvara Petrovna—. Retráctese usted, déjese de todas esas sandeces, siquiera una vez en su vida (por lo visto, no había entendido bien su profession defoi). —Amiga mía -dijo él, reanimándose más y más, aunque a cada paso se le cortaba la voz—, amiga mía, cuando he comprendido... eso de ofrecer la otra mejilla..., también podré comprender algo más. J’ai menti toute ma 514 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS ULMUPl’J

vie, toda, toda mi vida! Yo querría..., por lo demás, mañana.. Mañana, todos nos iremos. Varvara Petrovna rompió a llorar. El buscaba algo con los ojos. ¡Aquí la tiene, aquí la tiene!... —dijo ella, cogiendo de la mano a Sofia Matviéyevna y acercándola al lecho. Sonrió él tiernamente. —ÍOh, cómo quisiera volver a vivir! —exclamó con un extraordinario arranque—. Cada minuto, cada momento de la vida, deberían ser dichosos para el hombre... Deberían serlo; irremisiblemente deberían. Es obligación del hombre mismo hacer que así sea; es su ley... oculta, pero infaliblemente real... ¡Oh, cómo querría ver a Petruschka..., y a todos..., y a Schátov! Haré notar que de Schátov todavía no sabía nada ni Daría Pavlovna ni Varvara Petrovna, ni siquiera Salzfisch, que era el último que había llegado de la población. Stepán Trofimovich agitábase cada vez más; pero le faltaban las fuerzas. —La única idea sempiterna de que existe algo incomparablemente más justo y feliz que yo, basta a henchirme todo de una ilimitada ternura y... alegría. ¡Oh, sea quien sea y haga lo que hiciere! Al hombre, mucho más indispensable que su propia felicidad le es saber, y a cada instante creerlo, que en algún sitio hay ya una felicidad perfecta y tranquila para todos y para todo... La ley toda de la vida del hombre se reduce a que el hombre pueda inclinarse siempre ante lo infinitamente grande. Si se les privara a las gentes de lo infinitamente grande, dejarían de vivir, morirían en la desolación. Lo inconmensurable y lo infinito son, pues, tan indispensables para el hombre como este planetilla en que vive... Amigos míos, todos, todos: ¡viva la Gran Idea, la eterna, inconmensurable Idea! A todo hombre, sea quien fuere, es indispensable inclinarse ante lo que constituye la Gran Idea. Aun al hombre más estúpido le es indispensable que haya algo grande, Petruschka... ¡Oh, y

cómo querría volver a verlos a todos! ¡No saben, no saben que en ellos se encerraba esa eterna magna Idea! El doctor Salzfisch no era hombre de miramientos. Como entrase inopinadamente, horrorizóse y echó de allí a los reunidos, insistiendo en que no diesen motivo de emoción al enfermo... Stepán Trofimovich falleció a los tres días, pero ya perdido por completo el conocimiento. Se fue extinguiendo suavemente, cual vela que se consume. Varvara Petrovna, después de celebrar allí mismo los funerales, hizo trasladar el cadáver de su pobre amigo a Skvoréschniki. Su sepultura se halla en el cementerio anexo a la iglesia, y ya la recubre una losa de mármol. La inscripción y la verja se han dejado para la primavera. Toda la ausencia de Varvara Petrovna de la población duró ocho días. En su compañía, en su mismo coche, llegó también Sofia Matviéyevna, acogida, al parecer, para siempre en su casa. Haré notar que, apenas Stepán Trofimovich hubo perdido el conocimiento (aquella misma mañana), Varvara Petrovna volvió a echar inmediatamente a Sofia Matviéyevna de la isba y estuvo asistiendo al enfermo ella sola hasta lo último; y no bien

hubo aquél exhalado el último suspiro, la volvió a llamar enseguida. Ninguna objeción suya ante la asustante proposición (orden más bien) de irse a vivir para siempre a Skvoréschniki, quiso oír. —Todo eso es absurdo! Yo misma iré contigo a vender los Evangelios. Ahora a nadie tengo en el mundo. —Pero usted tiene un hijo —observó Salzfisch. —Yo no tengo ningún hijo! —declaró Varvara Petrovna, y... literalmente fue aquélla una profecía. CAPÍTULO VIII

FINAL Todos los crímenes y fechorías cometidos descubriéronse con suma rapidez, más pronto de lo que supusiera Piotr Stepánovich. Empezó la cosa porque la desventurada de Maria Ignátievna, la noche del asesinato de su marido, despertóse antes de que clareara el día, buscóle con los ojos y experimentó una emoción indescriptible al no verle a su lado. Con ella pasaba la noche la enfermera enviada por Arma Projórovna. No lograba tranquilizarla, y no bien clareé, cuando fue a buscar a la propia Arma Projórovna, asegurándole a la enferma que aquélla sabía dónde estaba su marido y cuándo volvería. A todo esto, también Arma Projórovna encontrábase algo sobresaltada; ya sabía por su marido la hazaña de aquella noche en Skvoréschniki. Volvió aquél a su casa a las once de la noche, en una disposición de ánimo y con una traza horrible; retorciéndose las manos, tendióse de bruces en la cama, y no hacía más que repetir. —No era eso, no era eso; no era nada de eso. Terminó por confesarle, naturalmente, a Arma Projórovna, que se le había acercado, todo..., aunque sólo a ella en toda la casa. Aquélla dejóle en el lecho, sugiriéndole severamente que “si quería rebuznar, le rebuznase a la almohada, para que no le oyeran, y que sería un imbécil si al otro día dejaba traslucir algo por su aspecto”. No obstante, ella recapacitó, e inmediatamente procedió a apercibirse para cualquier evento; papeles, libros de más, hasta las proclamas mismas, dióse modo de ocultarlos o destruirlos. Por todo aquello estimó que, especialmente para ella, para su hermana, su tía, la estudiante y quizá también su hermano, el de las orejas largas, no había gran motivo de temor. Cuando, por la mañana, presentóse en su casa la enfermera, fue a ver a Maria Ignátievna, sin pararse a pensarlo. Corríale, por lo demás, prisa comprobar si era cierto o no lo que la noche antes, con azorado e insensato susurro, semejante a un delirio, habíale comunicado su marido respecto de las cuentas que se hacía Piotr Stepánovich, con miras a la general conveniencia, sobre Kirillov. Pero llegó a casa de Maria Ignátievna ya tarde; después de despedir a la criada y quedarse ella sola, no pudo aquélla contenerse, levantóse de la cama y, poniéndose las prendas de vestir que encontró a mano, según pare516 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 517

ce, algo ligero y nada apropiado a la estación, dirigióse al pabellón de Kirillov, imaginando que éste mejor que nadie podría acaso darle noticias del marido. Cabe figurarse el efecto que haría en la recién parida lo que allí hubo de ver. Es de notar que no leyese la carta escrita antes de su muerte por Kirillov, y que estaba encima de la mesa, a la vista, sin duda porque, asustada, no reparó en ella. Volvió corriendo a su cuchitril, cogió a su nene y fuese con él a la calle. La mañana era húmeda; hacía niebla. No encontró transeúntes en aquel callejón sin salida. Corría jadeante por el frío barro, y, por último, empezó a llamar a las casas; en una no le abrieron, en otra tardaron largo rato en abrirle; se alejó de allí impaciente, y fue a llamar en una tercera casa. Era la de nuestro comerciante Titov. Allí armó ella mucho ruido, profirió

gritos, y de un modo incoherente aseguró que “le habían ma- tado a su marido”. A Schátov y parte de su historia conocíanlos en casa de Titov; quedaron consternados al ver que ella, que, según sus palabras, había dado a luz veinticuatro horas antes, corriera así vestida y con aquel frío por * las calles, con el crío mal cubierto en los brazos. Pensaron al principio que deliraba, tanto más cuanto que nadie podía explicarse quién era el interfecto: Kirillov o su marido. Ella, comprendiendo que no le creían, quiso seguir corriendo adelante; pero la detuvieron por la fuerza, y dicen que gritaba y forcejeaba de un modo feroz. Fueron a casa de Filippov, y a las dos horas ya su suicidio y la carta que dejara escrita eran conocidos en toda la ciudad. La Policía interrogó a la recién parida, que aún no había perdido el conoci- miento, comprobándose que no había leído ella la carta de Kirillov, por lo que ¿de dónde sacaba que también habían matado a su marido?... No fue posible averiguarlo. No hacía más que gritar que “si había muerto aquél, también tenía que haber muerto su marido; estaban juntos”. A mediodía perdió el conocimiento, y ya no volvió a recobrarlo, falleciendo de allí a tres días. El niño, víctima del frío, murió antes que ella. Arma Projórovna, no encontrando tampoco en casa de Maria Ignátievna a la criatura, y comprendiendo que aquélla era mala señal, echó a correr a su casa; pero se detuvo en la puerta y mandó a la enfermera “a preguntar en el pabellón al señor si no estaba allí Maria Ignátievna y si no sabrían nada de ella”. La mensajera volvió gritando por toda la calle. Después de convencerla para que no gritase y a nadie dijese nada, con el consabido argumento: “La llamarán a declarar”, escurrióse sin hacer ruido. Ni que decir tiene que aquella misma mañana fueron a molestarla, como a comadrona que había asistido a la parturienta; pero poco le sacaron; con mucho tino y sangre fría contó todo cuanto viera y oyera en casa de Schátov; pero, tocante a lo acontecido, insistió en afirmar que nada sabía ni comprendía. Cabe imaginar el revuelo que en la ciudad se armó. Una nueva “historia”, otro crimen. Pero mediaba, además, allí otra cosa: resultaba claro que había, con efecto, una Sociedad secreta de asesinos, incendiarios, revolucionarios, revoltosos. La terrible muerte de Liza, el asesinato de la mujer de Stavroguin, el propio Stavroguin, el incendio, el baile a beneficio de las institutrices, el descaro en torno de lulia Mijaílovna... Hasta en la desaparición de Stepán Trofimovich se empeñaban en ver algún enigma. Mucho, mucho se cuchicheaba de Nikolai Vsevolódovich, aunque, cosa rara, de él era de quien menos se hablaba. De quien más se hablaba aquel día era del “senador”. Ante la casa de Filippov, casi toda la mañana estuvo estacionado el gentío. Efectivamente, las autoridades quedaron desconcertadas ante la carta de Kirillov. Creyeron en el asesinato de Schátov por Kirillov y en el suicidio “del criminal”. Aunque, después de todo, no perdieron enteramente el juicio las autoridades. La palabra “parque”, por ejemplo, tan vagamente deslizada en la carta de Kirillov, no despistó a nadie, según supusiera Piotr Stepánovich. La Policía inmediatamente pensó en Skvoréschniki, y no sólo por el hecho de haber allí un parque, cuando no lo había en ninguna otra parte en la localidad, sino en virtud de cierto instinto, ya que todos los horrores de los últimos días, ya directa, ya parcialmente, estaban relacionados con Skvoréschniki. Ahí, por lo menos, acerté yo. (Haré constar que Varvara Petrovna, aquella mañana temprano y sin enterarse de nada, había salido a la búsqueda de Stepán Trofimovich.) El cadáver lo encontraron en el estanque aquella noche misma, siguiendo algunas huellas; pero en el mismo lugar del asesinato se encontró la gorra de Schátov, con extraordinario aturdimiento allí olvidada por los asesinos. El reconocimiento y examen médico del cadáver y ciertos indicios, desde el primer momento hicieron concebir la sospecha de que Kirillov no podía menos de tener cómplices. Se explicaba la filiación de Schátov y Kirillov a una Sociedad secreta, relacionada con las proclamas. Pero ¿quiénes eran esos cómplices?... En los “nuestros” nadie pensó aún en todo aquel día. Sabían que Kirillov vivía a puertas cerradas y tan aislado, que, como decía la carta, podía haber vivido con él tantos días aquel Fedka, al que tanto por doquiera habían buscado... Sobre todo, los desalentaba el hecho de no poderse sacar de aquel embrollo nada general y coherente. Dificil imaginarse a qué conclusiones y a qué absurdas ideas habría llegado a parar, finalmente, nuestra buena sociedad, asustada hasta el pánico, de no haberse explicado todo de pronto de una vez, al otro día mismo, gracias a Líamschin. Aquél no pudo soportarlo. Ocurrió con él lo que Piotr Stepánovich hubo de presentir a lo último. Vigilado por Tolkáchenko, y luego por Erkel, se estuvo todo el día siguiente metido en la cama, en apariencia a la muerte, vuelto de cara a la pared y sin proferir palabra, respondiendo apenas cuando le hablaban. Así que no pudo enterarse en todo el día de nada de lo ocurrido en la ciudad. Pero Tolkáchenko, que estaba muy bien enterado personalmente de lo ocurrido, creyó conveniente, al anochecer, dejar el papel que le había asignado Piotr Stepánovich cerca de Líamschin, y se ausentó de la ciudad con rumbo al distrito, o sea, sencillamente, que se fugó desde luego, perdieron el juicio, según de todos ellos pronosticara Erkel. Observaré a este respecto que también Liputin, aquel mismo día, desapareció de la ciudad antes de mediodía. Pero lo hizo de modo que su desaparición sólo la conocieron las autoridades al otro día por la noche, cuando fueron a interro. 518 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 519

gar a la familia, espantada por su ausencia, pero que guardaba silencio. Pero seguiré con Líamschin. Apenas se quedó solo (Erkel, confiando en Tolkáchenko, se había ido ya a su casa), echóse inmediatamente a la calle,

donde no tardó en enterarse del estado de las cosas. No se volvió a casa, sino que se lanzó a vagar y ver. Pero hacía una noche tan oscura y la empresa era hasta tal punto tremenda y ardua, que, después de haber recorrido dos o tres calles, volvióse a su domicilio, y allí se estuvo encerrado toda la noche. Según parece, a la mañana intentó suicidarse; pero le falló también la prueba. Continuó, sin embargo, encerrado hasta mediodía, y..., de pronto, fuese corriendo a ver a las autoridades. Dicen que se echó de rodillas, rompió en sollozos y gritos, besó el suelo, diciendo a voces que quería besanes también los pies a los funcionarios que tenía delante. Lo tranquilizaron y hasta lo trataron con mimo. El interrogatorio duró —dicen— tres horas. El lo explicó todo, todo; contó todo, todo lo que sabía, con suerte de pormenores; se adelantaba, se apresuraba a dar datos, hasta decía cosas superfluas y sin que le preguntaran. Resultó que sabía bastante, y bastante bien puso de manifiesto el asunto; la tragedia de Schátov y Kirillov; el incendio; la muerte de los Lebíadkines, etc., pasaron a segundo término. A primer término destacáronse Piotr Stepánovich, la Sociedad secreta, la organización, la red. A la pregunta ¿por qué habían cometido tantos crímenes, escándalos y fechorías?, con acalorada prontitud respondió que, “para la sistemática destrucción de los cimientos, para la sistemática descomposición de la sociedad y de todos los principios; para amedrentarlos a todos y hacer con todo unas gachas, y, confundida así la sociedad, enferma y vacilante, cínica e incrédula, pero con cierta ilimitada idea directora de propia conservación..., coger de pronto y enarbolar la bandera de la revolución, apoyándose en toda la red de quinqueviratos, que entre tanto habían actuado, tanteado y reconocido prácticamente todos los puntos débiles de los cuales podrían apoderarse”. Concluía él que aquí en nuestra ciudad había realizado Piotr Stepánovich la primera prueba de ese desorden sistemático, por así decirlo, del programa de ulteriores actos, y hasta para todos los quinqueviratos..., y que tal era su personal idea (de Líamschin), su intuición, y rogaba que “tuviesen irremisiblemente en cuenta, y todo aquello lo demostraba hasta qué punto, con claridad y nobleza, lo había explicado todo, por lo que en lo sucesivo podía serles muy útil con sus servicios a las autoridades”. A la pregunta categórica ¿había muchos quinqueviratos?, respondió que muchedumbre infinita, que toda Rusia estaba cubierta por la red, y aunque sin aducir pruebas, pienso que respondió con toda sinceridad. Presentó únicamente el programa de la Sociedad, impreso en el extranjero, y el proyecto de desarrollo de la ulterior actuación, escrito, aunque en borrador, de puño y letra de Piotr Stepánovich. Resultó que al hablar de la “destrucción de los cimientos”, Líamschin había empleado literalmente expresiones de aquel escrito, sin olvidar punto ni coma, no obstante haber asegurado que aquélla era sólo una figuración suya. De lulia Mijaílovna habló muy burlonamente, y hasta sin que le preguntaran; anticipándose, dijo que “era inocente y que no habían hecho sino burlarse de ella”. Pero es de notar que a Nikolai Stavroguin lo excluyese por completo de toda participación en la Sociedad secreta, de toda connivencia con Piotr Stepánovich. (De las misteriosas y grotesquísimas ilusiones que Piotr Stepánovich se hiciera con Stavroguin no tenía Líamschin la menor idea.) La muerte de los Lebíadkincs, según sus palabras, la había urdido sólo Piotr Stepánovich, sin participación alguna de Nikolai Vsevolódovich, con la cuca intención de complicarlo en un crimen y tenerlo así bajo su dependencia; pero en vez de la gratitud que indudable y aturdidamente se prometía Piotr Stepánovich, sólo encontró indignación cumplida y hasta desolación en el “noble” Nikolai Vsevolódovich. Terminó lo de Stavroguin, también atropellándose y sin que nadie le preguntara, por lo visto con toda intención, diciendo que aquél debía de ser un pájaro de cuenta, pero que allí se encerraba un secreto; que había vivido entre nosotros “de incógnito”, por así decirlo; que había ido allí con alguna misión, y que era muy posible que volviese allá, de Petersburgo (Líamschin estaba convencido de que Stavroguin se hallaba en Petersburgo), pero ya de otro modo y en otro pie, y a la zaga de unos personajes, que era posible diesen pronto que hablar, y que todo esto lo sabía él por Piotr Stepánovich, “enemigo secreto de Nikolai Vsevolódovich”. Sigue “nota bene”. Dos meses después Líamschin reconoció que había excluido a Stavroguin intencionadamente, esperando granjearse así su protección y que aquél, en San Petersburgo, le gestionaría la rebaja de dos grados en su condena y lo proveyese para la deportación de dinero y cartas de recomendación. De esa declaración se infiere que tenía, efectivamente, una altísima idea de Nikolai Stavroguin. Aquel mismo día, naturalmente, detuvieron a Virguinskii, y por puro celo, además, a toda su familia (Arma Projórovna, su hermana, su tía y hasta a la estudiante, que ya hace mucho tiempo está de nuevo en libertad; dicen también que a Schigálev no tendrán más remedio que soltarlo, en el más breve plazo, ya que no ha resultado culpable por ningún concepto; aunque, por lo demás, éste es sólo un rumor). Virguinskii de una vez confesó su culpabilidad en todo; estaba en la cama con fiebre cuando lo detuvieron. Dicen que casi se alegró; “le habían quitado un peso de encima”, parece que dijo. He oído decir, que ahora en los interrogatorios contesta francamente, aunque con cierta dignidad, y no renuncia ni a una sola de sus “luminosas esperanzas”,

renegando al mismo tiempo del derrotero político (opuesto al social) a que le llevó tan inesperada e irreflexivamente “un torbellino de circunstancias”. Su modo de proceder en la consumación del homicidio se explica en un sentido atenuante para él, según parece, y puede también cuente con cierta rebaja de pena. Pero raro será que puedan atenuar la suerte de Erkel. Este, desde que lo prendieron, no hace más que callar o desfigurar en lo posible la verdad. Ni una palabra de contrición hasta ahora se ha conseguido de él. Y, no obstante, hasta en los jueces más severos ha despertado cierta simpatía... por su juventud, su desamparo, la prueba palmaria de que no es más que la fanáti 520 FEDOR M. DOSTOIEVSKJ LOS DEr%4ONIOS 521

ca víctima de un seductor político; y, más que nada, por la conducta que observaba para con su madre, a la que enviaba casi la mitad de su exiguo sueldo. Su madre ahora se encuentra entre nosotros; es una mujer débil y enferma, envejecida, aunque no tiene edad para tanto; llora y, literalmente, se arrastra a los pies de los jueces, implorando piedad para su hijo. No sé qué será, pero a Erkel son muchos los que entre nosotros lo compadecen. A Liputin lo detuvieron ya en Petersburgo, donde llevaba dos semanas justas. Hubo de ocurrirle algo inverosímil, que hasta resulta dificil de explicar. Dicen que tenía un pasaporte a nombre falso y todas las proporciones para escurrirse al extranjero, y que llevaba, además, mucho dinero encima y, sin embargo, se quedó en Petersburgo y no se fue a parte alguna. Algún tiempo anduvo buscando a Stavroguin y a Piotr Stepánovich, y de pronto se entregó a la bebida y a Ja disolución sin el menor comedimiento, como hombre que ha perdido por completo todo buen sentido y la idea de su situación. Lo detuvieron en Petersburgo, no sé dónde, en una casa de lenocinio y borracho. Corre el rumor de que ahora se encuentra muy animoso, miente en sus declaraciones y se apercibe al inminente juicio con cierta solemnidad y esperanza (?). Hasta tiene intención de hablar en el acto del juicio. Tolkáchenko, al que detuvieron no sé dónde, en el distrito, diez días después de su fuga, se conduce de modo incomparablemente más decoroso; no miente, no tergiversa las cosas, dice todo lo que sabe, no se justifica, se acusa con toda modestia, pero también propende a la oratoria; habla mucho y de buen grado, y cuando se toca el punto del conocimiento del pueblo y de los revolucionarios, que es su fuerte, hasta se engalla y aspira a producir efecto. También él, según he oído, se propone hablar ante el Tribunal. En general, ni él ni Liputin están muy asustados, lo que es también extraño. Repito que aún este asunto no está terminado. Ahora, a los tres meses, nuestra sociedad respira, se ha repuesto, tiene su opinión propia, y hasta el extremo de que algunos tienen a Piotr Stepánovich poco menos que por un genio, por lo menos le reconocen “geniales aptitudes”. “Una organización!”, dicen en el club levantando un dedo. Por lo demás, todo eso es mocentísimo y pocos son los que así hablan. Otros, por el contrario, no le niegan agudeza de aptitudes, pero junta a un perfecto desconocimiento de la realidad, a una abstracción feroz, a una monstruosa y absurda evolución en un solo sentido, y un atolondramiento extraordinario a eso debido. Cuanto a su aspecto moral, todos están de acuerdo; ahí no hay discusión. Verdaderamente, no sé qué más he de mencionar todavía para no olvidarme de nada. Mavrikii Nikoláyevich se fue no sé adónde. La vieja Drózdova ya está chocheando... Por lo demás, queda aún por referir una historia sumamente lúgubre. Me limitaré a los hechos. Varvara Petrovna, al llegar, detúvose en su casa de la población. De una vez cayeron sobre ella todas las noticias atrasadas y le causaron una impresión terrible. Se encerró a solas. Era anochecido; todos estaban rendidos y se acostaron temprano.

Por la mañana, una doncellita entrególe a Daria Pávlovna, con aire misterioso, una carta. La tal carta, según sus palabras, había llegado el día antes, pero ya tarde, por la noche, cuando ya todos estaban recogidos, y ella no se había atrevido a despertarla. Había llegado, no por el correo, sino que la había llevado a Skvoréschniki un hombre desconocido para Aléksieyi Yegórovich. Aléksieyi Yegórovich se la había venido a entregar a ella aquella noche misma, volviéndose enseguida a Skvoréschniki. Daria Pávlovna, con el corazón palpitante, estuvo largo rato mirando el sobre, sin atreverse a abrirlo. Sabía de quien era; escribíale Nikolai Stavroguin. Leyó el sobrescrito: “A Aléksieyi Yegórovich, para entregar a Daria Pávlovna en secreto.” He aquí la carta, sin corregir el más mínimo error de estilo de ese noble ruso, que no había acabado de aprender bien la gramática rusa, no obstante toda su gran cultura europea: “Querida Daria Pávlovna: Usted alguna vez habló de ser mi “enfermera” y me arrancó la promesa de que la llamaría cuando la necesitase. Parto dentro de dos días y no vuelvo. ¿Quiere usted venir conmigo? “El año pasado yo, como Hertzen, me hice ciudadano del cantón de Un, cosa que nadie sabe. Tengo ya allí una casita mía. Poseo todavía doce mil rublos; nos iremos allá y allí viviremos ya siempre. No quiero ir ya

nunca a parte alguna. “El lugar es muy aburrido, un vallecito, las montañas limitan la vista y el pensamiento. Muy sombrío. Yo opté por él por hallarse a la venta esa casita. Si a usted no le agrada, la venderemos y compraremos en otro sitio. “Yo ando mal de salud, pero de las alucinaciones espero yerme libre en aquel ambiente. Eso por lo que respecta a lo fisico; que moralmente, ya lo sabe usted: sólo que ¿es todo? “Yo le he contado a usted muchas cosas de mi vida. Pero no todo. ¡Ni a usted misma todo! A propósito, le aseguro a usted que en conciencia soy ci culpable de la muerte de mi mujer. Culpable soy también para con Liza- yeta Nikoláyevna; pero eso usted lo sabe; casi todo lo había usted predicho. “Lo mejor será que no venga. El llamarla yo a usted es una villanía espantosa. Y, además, ¿por qué habría usted de enterrar aquí su vida conmigo? Yo a usted la quiero, y en mi tristeza me sentaba bien su compañía: usted es la única persona en cuya presencia puedo hablar conmigo mismo en voz alta. Pero ésta no es una razón. Usted misma se definió como “enfermera”; ésa fue su expresión; ¿por qué sacrificarse tanto? Tenga, además, presente, que yo no tengo piedad de usted al llamarla ni la estimo, cuando la aguardo. Y, sin embargo, la llamo y la espero. En todo caso, necesito que mc conteste, pues es menester darse prisa a partir. De lo contrario, me iré solo. “Yo nada espero de Un; sencillamente voy allá, No he elegido adrede un paraje tan sombrío. En Rusia no me retiene nada... Aquí, a pesar de todo, soy un extranjero, como en todas partes. ¡Verdaderamente, aquí me522 FEDOR M. DOSTOIEVSKI LOS DEMONIOS 523

nos que en parte alguna me gustaría vivir; pero tampoco aquí puedo aborrecer nada! “He probado en todas partes mis fuerzas. Usted me había aconsejado que ‘me conociese a mí mismo’. En las pruebas, para mí solo y para demostración, igual que antes, en toda mi vida, se ha acreditado de ilimitada mi energía. Pero a vista de usted, su hermano me dio una bofetada; yo había confesado lo de mi matrimonio en público. Pero ¿en qué emplear esa energía?... He ahí lo que no he visto nunca ni veo ahora tampoco, no obstante sus exhortaciones de usted en Suiza, en las que puse mi fe. “Yo, sin embargo, lo mismo que siempre antes, soy capaz de querer hacer algo bueno y de sentir en ello placer; pero también deseo el mal y también en él siento satisfacción. Pero uno y otro sentimiento, como antes, siempre son leves y a veces no se producen. Mis deseos son harto flojos; no pueden servirme de guía. En una viga se puede atravesar un río, pero en una astilla no. Eso para que no se figure usted que yo me voy a Suiza con alguna ilusión. “Lo mismo que antes, a nadie culpo. He probado el gran desenfreno y he apurado en él mis fuerzas; pero a mí no me gusta, yo no deseo el libertinaje. Usted me ha seguido en los últimos tiempos. ¿Sabe usted que yo miraba también con rabia a nuestros negadores, por envidia de sus ilusiones? Pero usted se alarmaba sin motivo; yo no puedo ser su compañero, porque no compartía con ellos nada. Para burlarme, por maldad, tampoco, y no porque le tema al ridículo —a mí el ridículo no puede asustarme—, sino porque, a pesar de todo, tengo hábitos de persona decente y me asqueaba. Pero de haberles tenido más rabia y más envidia, es posible que a ellos me hubiese unido. ¡Juzgue usted hasta qué grado me habría sido fácil y cuánto he vacilado! “Amiga querida, criatura tierna y generosa por mí adivinada! ¿Es posible que usted sueñe con darme tanto amor e infundirme tanta cosa buena de su bonísima alma, que se haga la ilusión de ofrecer así una finalidad a mi vida? No, hará usted mejor en ser más prudente; mi amor será lo mismo de flojo que yo, y usted será una desdichada. Su hermano me dijo que aquel que pierde los lazos con su tierra, pierde también sus dioses; es decir, todos sus fines. De todo esto puede estarse uno discutiendo hasta lo infinito, pero de mí sólo ha salido la simple negación, sin generosidad ninguna ni pizca de energía. Ni siquiera la negación me cuajó. Todo siempre liviano y débil. El magnánimo de Kirillov no pudo soportar la idea y... se pegó un tiro; porque, mire usted: yo lo tengo por generoso, porque estaba en su sano juicio. Yo nunca puedo perder el juicio ni tampoco nunca podría creer en la idea hasta el extremo que él. Ni siquiera ocuparme en la idea hasta ese punto puedo. ¡Nunca, nunca podré pegarme un tiro!... “Sé que debería matarme, barrerme de sobre el haz de la Tierra como a un vil gusano; pero le temo al suicidio, porque le temo a demostrar generosidad. Sé que éste será otro error..., el último error en una serie infinita de

errores. ¿A qué conduce el engañarse para fingir generosidad? Indignación y bochorno en mí nunca podrán darse; así que tampoco desesperación. “Perdone que le escriba tan largo. Ahora caigo en ello, y eso de pronto. Cien páginas serían pocas, y diez líneas suficientes. Bastan diez líneas para llamar a la ‘enfermera’. “Yo, desde que salí de ahí, vivo en la sexta estación, en casa del inspector. Lo conocí en mis épocas de juerga, hace cinco años, en Petersburgo. Que vivo allí nadie lo sabe. Escríbame a su nombre. Adjunto la dirección. Nikolai Slavroguin.” Daria Pávlovna inmediatamente fue y le enseñó la carta a Varvara Petrovna. Aquélla la leyó y le rogó a Dascha que se saliese para leerla otra vez sola; pero muy pronto volvió a llamarla. —tPartirás? —preguntóle casi con timidez. —Partiré —respondió Dascha. —Prepárate! ... ¡Partiremos juntas! Dascha miróla inquisitiva. —Pero ¿qué tengo yo que hacer ya aquí? ¿No me da todo igual? También yo me haré ciudadana de Un y viviré el resto de mis días en ese valle- cito... No te apures, que no me he vuelto loca. Procedieron rápidamente a hacer los preparativos para poder tomar el tren de las doce. Pero no había transcurrido media hora cuando llegó de Skvoréschniki Aléksieyi Yegórovich. El cual anunció que Nikolai Vsevolódovich, “de pronto”, había llegado aquella mañana en un tren tempranero y se encontraba a la sazón en Skvoréschniki, pero “en forma tal, que no contestaba a las preguntas, daba vueltas por todas las habitaciones y, por último, se había encerrado en su departamento”... —Yo, aunque él no me lo ha mandado, he creído que debía venir y decirlo —añadió Aléksieyi Yegórovich con aire muy atento. Varvara Petrovna, lanzóle una penetrante mirada y no le hizo pregunta alguna. En un momento engancharon el coche. Fue allá con Dascha. En el trayecto, según dicen, no hacía más que santiguarse. En “su departamento” todas las puertas estaban abiertas; en ninguna parte aparecía Nikolai Vsevolódovich. —j,No estará en el mezzanino? —insinuó Fomuschka con cautela. Es de notar que a la zaga de Varvara Petrovna habían penetrado en “su departamento” algunos criados; los demás aguardaban en la sala. Jamás se hubieran atrevido a permitirse semejante infracción de la etiqueta. Varvara Petrovna veía y callaba. Miraron también en el mezzanino. Allí había tres habitaciones; pero en ninguna de ellas lo encontraron. —cNo habrá subido allí? —dijo uno, señalando a la puerta que conducía al desván. Efectivamente, la puerta, siempre cerrada, del desván, estaba ahora abierta y de par en par. Subíase allá, casi hasta tocar el techo, por una escalera de madera, larga, angosta y terriblemente pina. Allí había también algunos aposentos.

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—Yo no subo. ¿A qué fin iba él a trepar allá? —y Varvara Petrovna se puso terriblemente pálida, mirando a los criados. Estos la miraban a ella y callaban. Dascha se estremeció horrorizada. Varvara Petrovna lanzóse escaleras arriba; Dascha, detrás de ella; pero apenas hubo entrado en el desván, cuando lanzó un grito y cayó sin conocimiento. El ciudadano del cantón de Un se había ahorcado allí mismo, detrás de la puerta. Encima de un veladorcito había un trozo de papel con estas palabras: “No se culpe a nadie; he sido yo mismo.” Allí, también encima del velador, había un martillo, un pedazo de jabón y un grueso clavo, puestos allí a prevención. El grueso cordón de seda, de antemano por lo visto elegido y apartado, con que se ahorcara Nikolai Vsevolódovich, estaba muy lleno de jabón. Todo indicaba la premeditación y la conciencia hasta el último instante. Nuestros médicos, en la autopsia, en absoluto y resueltamente negaron la locura.