Don+Evaristo,+el+cartero

JOSÉ LUIS CARRASCO BALMACEDA DON EVARISTO EL CARTERO ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN EDITORIAL ANDRÉS BELLO 1 2

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JOSÉ LUIS CARRASCO BALMACEDA

DON EVARISTO EL CARTERO

ILUSTRACIONES DE ANDRÉS JULLIAN

EDITORIAL ANDRÉS BELLO

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DON EVARISTO EL CARTERO

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DON EVARISTO Y LA CARTA

En las cercanías de Rancún, en una casa sombreada por grandes árboles, vivía Evaristo el Cartero. Era hombre jovial, de regular estatura, ancho de hombros y poseedor de armónicas facciones. Tenía una esposa, llamada Isidora, y tres hijos: Ramiro, de quince años; Beatriz, de catorce, y Federico, de trece. Evaristo se sentía feliz con su profesión, pues le encantaba caminar, admirar el paisaje y departir con los lugareños. Cierto día a Isidora le informaron que una hermana que vivía en un pueblo cercano se hallaba muy enferma, y que incluso corría el riesgo de morir. Preocupada, dejó a Evaristo a cargo de los niños, metió algo de ropa en un bolso y emprendió el viaje. Ese mismo día, Evaristo realizó sus actividades como de costumbre. Salió de casa muy temprano,

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llevando su maletín con cartas, y ya no volvió hasta pasado el mediodía. Lo hizo arrastrando los pies y con el ceño fruncido. Los niños, que por ser verano estaban de vacaciones y se aprontaban para almorzar, no dejaron de notar el gesto de preocupación que ensombrecía el rostro de su padre. —¿Qué pasa, papá? —Me quedó una carta sin entregar —les contestó Evaristo. Los niños se inquietaron. Sabían que para Evaristo no entregar una carta era la peor de las desgracias. Beatriz, una hermosa niña de cabello castaño y largo, ojos verdes y cuerpo esbelto, que era muy juiciosa y atinada en sus observaciones, confundida, preguntó: —¿Cómo es eso, papá? El hombre hizo un gesto ambiguo con las manos. —Es una extraña carta —dijo—. Una carta dirigida a un tal Jerzy Korzeniowsky. —¿Jerzy Korzeniowsky? —se sorprendió Beatriz—. ¡Qué nombre tan raro! ¿Y dónde vive? —En un costado del cerro Los Litres. —¿En el cerro Los Litres? ¿Tan lejos? —intervino Ramiro, un muchacho algo obeso y de cara redonda. —Sí —aseveró Evaristo.

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Evaristo dejó su maletín sobre una silla y lo abrió, sacando la única carta que había dentro. Los tres niños se acercaron y miraron la carta. El sobre era de un papel amarillo, que parecía pergamino, muy antiguo, y el nombre y la dirección estaban escritos con tinta negra y letra cursiva. JERZY KORZENIOWSKY Costado cerro Los Litres Rauco —El nombre es extranjero —dijo Evaristo—. Y lo más curioso del caso es que el sobre no trae remitente ni franqueo y tampoco existe ningún timbre del correo de origen, ni señas, ni datos que permitan conocer con mayor exactitud la dirección del destinatario. —Devuélvala a la oficina del correo y olvídese del asunto —propuso Ramiro, de mal humor, viendo que la conversación retrasaba el almuerzo. —Que yo sepa, nadie vive cerca del cerro Los Litres —señaló Beatriz, sin hacer caso del despectivo comentario de su hermano. El cartero se rascó la cabeza, como solía hacerlo cuando algo le preocupaba, y después, arrastrando las palabras, dijo: —Tienes razón. Está en un sitio inhóspito, en medio de un bosque, y hay que atravesar un terreno

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muy disparejo para llegar a su base. Me demoraré en ir, caminando, más de una hora. Eso, sin contar el regreso... —Entonces, lo más conveniente es que devuelva la carta a la oficina del correo —intervino Federico, que era el más tímido de los tres hermanos y que por tal razón hablaba poco. —Quizás —aceptó Evaristo—. Pero antes, tengo que agotar todas las posibilidades. Y sonriendo, recuperó la carta, la devolvió al maletín y dio por terminada la conversación. Una hora más tarde, luego de almorzar, Evaristo se despidió de sus tres hijos y encaminó sus pasos rumbo al cerro Los Litres. En el momento de la despedida, Beatriz tuvo un negro presentimiento, aunque nada dijo. Durante la tarde, los niños realizaron diferentes actividades. Ramiro durmió la siesta, Federico jugó a la pelota con unos amigos, y Beatriz se dedicó a arreglar un huerto. Y transcurrieron las horas. Atardeció y luego anocheció. Los niños comenzaron a inquietarse. —Estoy preocupada —dijo Beatriz—. Papá salió hace horas y aún no ha regresado. —Sí. Es extraño —añadió Ramiro. —Tal vez sufrió un accidente —opinó Federico.

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—¡Vaya! —se ofuscó Ramiro—. Tú y tus oscuros presentimientos, Federico. Yo creo que ya debe estar por llegar. Quizás se encontró con algunos amigos que lo invitaron a comer y eso lo ha retrasado. —Pero es que él nunca ha vuelto a casa de noche —dijo Beatriz—. Es posible que Federico tenga razón y papá sufrió un accidente. —Ya, ya, ya —dijo Ramiro—. También tú te estás poniendo fúnebre, Beatriz. Papá conoce mejor que nadie estos lugares y si se ha retrasado, sus motivos tendrá. —Tal vez —dijo la niña—. Pero hay árboles, piedras y quebradas. Pudo haberse golpeado con alguna rama, o torcido un tobillo al pisar una piedra, o caído por alguna pendiente. —¡Bah! No creo —porfió Ramiro—. Él es muy cauteloso. —Pero un accidente puede ocurrirle a cualquiera —replicó Beatriz. Siguieron aguardando hasta bien entrada la noche. Luego, intranquilos, se acostaron. Pero no pudieron dormir. A cada instante creían oír abrirse la puerta y que su padre regresaba. Al día siguiente, apenas amaneció, Beatriz, desconsolada, echó a llorar.

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—Algo le pasó a papá —dijo la niña—. De otro modo hubiera regresado. —Por esta única vez tienes razón —aceptó Ramiro malhumorado—. Ya tendría que haber vuelto. Mejor será que avisemos a los vecinos y a los del correo. —Espera —dijo la niña—. No avisemos todavía. Alguien podría comunicárselo a mamá y ella se desesperaría. Yo soy de la idea de ir a buscarlo al cerro Los Litres. —Sí. Vamos —la apoyó Federico. —Yo prefiero avisar —se opuso Ramiro—. Me cargan las caminatas. —Pues tendrás que acompañarnos —se hizo la dura Beatriz—. Tiempo atrás hicimos un juramento. Dijimos, con la mano en el corazón, que en caso de peligro o dificultades mayores actuaríamos en conjunto. Ahora estamos en dificultades mayores. —Sí —dijo Federico—. Tendrás que ir con nosotros. —Está bien, está bien —refunfuñó Ramiro—. Iré. —Entonces —dijo Beatriz—, ya que nos pusimos de acuerdo, preparémonos para la marcha. —Esperen —dijo Federico, atragantándose—. ¿Me permiten? ¿Puedo opinar?

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Ramiro, enfadado como estaba, miró a su hermano con dureza, como preguntándola ¿y a ti quién te ha dado permiso para opinar?, pero después lo pensó mejor y continuó callado. —Está bien —dijo Beatriz—. Habla, Federico. —Pues... —empezó Federico—. Tal vez lo que voy a decir sea una tontera, y si es así no me hagan caso... —Adelante —lo animó Beatriz. —¿Y si le preguntamos por nuestro padre a doña Uberlinda? Ramiro dio un respingo y Beatriz se puso súbitamente seria. Doña Uberlinda era una anciana solitaria que vivía recluida en una cabaña no muy lejos de allí. Tenía fama de bruja y poseía un acabado conocimiento de las distintas hierbas, buenas y malas, existentes en la zona. Los lugareños decían que también era infalible para sacar la suerte y que jamás fallaba con sus filtros y pociones mágicas. —¡Oh, no! —se asustó Ramiro. —No sé... —murmuró Beatriz. Y después arrugó la frente y quedó pensativa. —¡Es una locura! —insistió Ramiro—. ¡Una verdadera locura! —Entonces... ¡perdonen! —se excusó Federico.

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—Saben —dijo Beatriz de pronto—. Después de todo no es tan mala idea. Es más, me parece una excelente idea —agregó—. ¡Iremos donde doña Uberlinda! —¡Ay, no! No cuenten conmigo —dijo Ramiro. Y es que le temía tanto a la mujer, que ninguna fuerza en el mundo lo hubiera hecho acercarse a ella. —¿Acaso crees que te lanzará algún hechizo? — bromeó Federico. —Deja de molestar —reclamó Ramiro—. Actúo así porque soy precavido. Además tú también le temes. —No importa —terció Beatriz—. Si no quieres ir, allá tú. La vida de papá no tiene precio y si para encontrarlo hay que recorrer el mundo entero, aunque sea peligroso, yo al menos lo haré. —Y yo te acompañaré, hermana —dijo enfáticamente Federico. —Pues yo también iré —habló entre dientes Ramiro—. Aunque no entraré en la casa de esa mujer. —Está bien —aceptó Beatriz.

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DOÑA UBERLINDA Era una sencilla cabaña, de techo bajo y aspecto miserable. Una fina columna de humo se elevaba Cuando los niños salieron de la casa era muy temprano y el tiempo se presentaba gris y frío. En corto rato estuvieron frente a la vivienda de doña desde la derruida chimenea. Beatriz golpeó la puerta mientras sus hermanos la esperaban a una prudencial distancia. Ramiro se había ocultado atrás de una higuera y Federico permanecía agazapado entre unos maquis. Ambos temblaban de miedo. Beatriz también sentía algo de temor, el lógico temor que se experimenta ante lo desconocido; pero el deseo de encontrar a su padre era tan pero tan intenso, que no dudó ni un momento en seguir adelante. —Pasa... niña —dijo desde el interior una cascada voz de mujer. Beatriz hizo girar la manilla y empujó la hoja de madera. El rechinar de la puerta la sobrecogió. Dio un paso al frente y se detuvo. Adentro había un agradable olor a té de hierbas. —¡Ya! Entra, niña —repitió la misma voz de antes—. ¡Vamos! No te quedes allí parada. Beatriz dio un nuevo paso y habituó su vista a las semipenumbras reinantes. Doña Uberlinda estaba de pie junto a una cocina, poniendo una tetera sobre el fuego-

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—Venía... —intentó explicar Beatriz. Pero no supo qué más decir. —Mejor cierra la puerta, niña que entra frío. Ya sé a qué has venido. —¿Lo sabe? —se extrañó Beatriz, cerrando la puerta y acercándose a la mujer. —Sí. Vienes a preguntar por tu padre perdido. Él salió ayer a entregar una carta y todavía no ha regresado. —¡Oh! Es verdad. ¿Y cómo lo sabe? —¡Bah! Es muy sencillo. Y no te asustes por lo que vas a presenciar. Acércate a la cama y lo entenderás. Beatriz se acercó a la única cama existente en la pieza y reparó en una persona que allí dormía. —¿Quién es? —preguntó. Compruébalo tú misma. —¡Papá! —exclamó. Y sin esperar más, abrazó a su padre, quien no efectuó ningún movimiento. —¿Pero qué tiene? —preguntó angustiada—. ¿Acaso está...? —agregó, sin querer terminar la frase. —No —respondió doña Uberlinda—. Aunque permanece inconsciente. Anoche sentí ruidos afuera y al abrir la puerta lo encontré en el suelo tirado. Tuve que realizar un gran esfuerzo para arrastrarlo y luego meterlo en la cama. Desde entonces nunca ha recuperado el conocimiento.

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—¡En tal caso iré de inmediato a Ran-cún en busca de un médico! —se desesperó Beatriz—. También les avisaré a mis hermanos. —No. Espera —dijo la mujer—. No sacas nada con traer un médico. Lo que tiene tu padre no es una enfermedad humana sino algo mucho peor. —¿Mucho peor? ¡No entiendo! —Tu padre apenas respira, no tiene pulso y su piel está amoratada. —¿Y qué significa eso? —Si es lo que yo supongo, entonces está a punto de morir y ningún médico o remedio puede salvarlo. Quizás yo pueda ayudarlo, pero primero he de saber qué le sucedió. Deberás contarme todo lo que él hizo ayer desde temprano. La mujer apartó la tetera del fuego y vertió agua en dos tazas. Puso las tazas en una mesa y luego invitó a la niña a sentarse. —Mientras me cuentas, tomaremos una taza de té. Eso te ayudará a tranquilizarte. Beatriz estaba tan confundida que no se atrevió a rechazar el ofrecimiento; aunque, de haber dependido de ella, hubiera corrido en busca de un médico. Pero doña Uberlinda parecía muy segura de lo que decía. Beatriz alzó la taza de té y sorbió lentamente su contenido. Le encontró un gusto dulzón que le apaciguó el ánimo y en pocas

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palabras le contó a la anciana todo lo que sabía. Al terminar, ésta, extrañada, le preguntó: —¿Y a quién estaba dirigida esa carta? —A un tal Jerzy Korzeniowsky, que vive en un costado del cerro Los Litres. El rostro de doña Uberlinda adquirió una palidez cadavérica. Se tomó la cabeza con ambas manos y después se levantó y fue hasta un viejo estante desde donde cogió un voluminoso libro. —¡Uy! —dijo, después de hojear el libro—. El asunto es más escabroso de lo que yo suponía. Jerzy Korzeniowsky es el verdadero nombre del Mago de los Espejos, un duende que posee grandes poderes. —¿Qué? No entiendo. ¿Está segura de lo que dice? —se asombró Beatriz. —La historia es larga, muy larga. Pero te la contaré. Entonces, la mujer le explicó a la niña que existían dos mundos paralelos que estaban incomunicados entre sí. Uno era el de los seres humanos y el otro era el de los seres fantásticos, llamado Wexterfalia, habitado principalmente por duendes, brujas y hadas. —Pero usted —la interrumpió Beatriz—, y perdone que se lo diga, señora, es una bruja y está aquí. —Te equivocas, niña. Yo no soy ninguna bruja. Las brujas no son humanas y por lo tanto no tienen corazón. A mí me dicen bruja porque he llegado a dominar los

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secretos de la naturaleza. Gracias a eso he podido ayudar a tu padre y lo he mantenido momentáneamente con vida.

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—¿Morirá? —preguntó Beatriz, sintiendo que se le cortaba la respiración. —No lo sé todavía. Termina de tomar tu té, niña, y entre tanto yo estudiaré este libro. La mujer se acercó a una ventana para que le diera de lleno la luz diurna y se dedicó a hojear el libro. —¿Qué busca, señora? —preguntó la niña, intrigada—. Es muy raro y viejo ese libro. —Tiene razón, no es un libro común, niña. Son los apuntes históricos de una de mis ancestros, que vivió hace algo así como quinientos años en una remota región del centro de Europa. Los apuntes están en otro idioma, pero puedo traducirlos. —¡Ah! —¡Hum! —exclamó la mujer, rato después, cerrando con lentitud el libro—. No creo que tu padre logre sobrevivir. —¡Ay, no! ¿Tan grave es? —se asustó Beatriz, conteniéndose para no ponerse a llorar. —Es lo peor que pudo haberle pasado. Le han quitado el brillo de su alma inmortal. Ni con todos mis conocimientos puedo ayudarlo. El brillo de su alma está ahora en Wexterfalia...

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—Pero... ¿Y cómo sucedió eso, señora? —se desesperó Beatriz—, si usted antes dijo que ambos mundos, aunque paralelos, estaban incomunicados. La mujer demoró la respuesta. —Así es, por lo general. Pero cada quinientos años, exactos, ambos mundos se comunican durante cuarenta y ocho horas. Justo ayer se cumplieron quinientos años desde la anterior abertura. —¿Entonces las personas pueden ir allá y los otros seres pasar a este mundo? Beatriz estaba cada vez más confundida. —Sí, en cierto modo —respondió la anciana—. Aunque el asunto no es tan simple. Hacia allá pueden ir solamente los niños y algunos adultos que reciban una invitación especial para hacerlo. Tu padre recibió esa invitación. La carta de Jerzy Korzeniowsky fue el salvoconducto que le permitió entrar. Un cartero —mensajero en otros tiempos— es para los seres fantásticos una especie de talismán que les otorga poderes ilimitados. El Mago de los Espejos debió haber estado esperándolo y le arrebató el brillo del alma. Luego, con sus últimas energías, tu padre usó su ingenio para regresar, alcanzando de noche mi puerta. Beatriz comenzó a sollozar muy suavemente. La anciana le acarició la cabeza y le dijo:

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—Y en cuanto a los seres fantásticos, ninguno de ellos puede venir acá. Tienen una ley muy estricta que lo prohibe. Pasaron varios minutos antes de que Beatriz se recuperara. Entonces, como animada por una nueva motivación, preguntó: —¿Usted antes señaló que los niños podían pasar a ese otro mundo? —Sí. Aunque es difícil y peligroso, porque, en caso de cerrarse las puertas, éstas ya no se abrirán hasta dentro de quinientos años. —¿Pero se puede ir allá y recuperar el brillo? —Tal vez. Pero en la práctica es casi imposible. Los riesgos que se deben superar son tantos y tan grandes, que las posibilidades de éxito son mínimas. Además, si el Mago de los Espejos ya absorbió el brillo, entonces todo habrá sido en vano. También, de intentarlo, será una carrera contra el tiempo. —¿Y de cuántas horas dispongo? —preguntó Beatriz— . ¿Es decir, cuántas horas de vida le quedan a papá? —No creo que él pase de esta noche —respondió la anciana—. He logrado mantenerlo con vida gracias a infusiones de hierbas y a pócimas muy eficaces que no ocupaba desde hacía mucho tiempo. Pero su efecto no es muy prolongado.

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—Entonces —señaló Beatriz, decidida—, iré allá y recobraré el brillo. Partiré de inmediato. El único problema es que no sé por dónde ir. —Si estás dispuesta y eres valiente, yo te indicaré el camino. Pero deberás moverte rápido, no demostrar miedo y tener una fe ilimitada en tus medios. Allá, por ser niña, nada malo te podrá pasar, y si logras entrar, para salir deberás utilizar la misma puerta por la que entraste o cualquier otra que encuentres abierta. —¡Uf! Es complicado —dijo Beatriz—. Además tampoco sé cómo enfrentar a ese tal Jerzy Korzeniowsky. —Tu fuerza de voluntad es mejor que cualquier arma, niña. Pero quizás pueda ayudarte... La mujer buscó algo bajo la cama y sacó una caja. La abrió y dejó a la vista varios pequeños frascos de vidrios. Escogió uno en cuyo interior había un polvo azul, y se lo pasó a la niña. Le dijo: —Ten. Toma. Quien huela estos polvos dormirá profundamente durante varias horas. La niña guardó el frasco en un bolsillo de su delantal y la mujer continuó hurgando en la caja. Tomó otro frasco, ahora con un polvo amarillo, y se lo entregó también a la niña. —Este polvo —dijo la mujer—, al ser respirado, produce un efecto tan violento que impide pensar y moverse. Llévalo, porque también podría serte útil.

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—Gracias —dijo Beatriz guardando el frasco junto al anterior—. Y ahora, desearía pedirle un último favor, señora. —Lo que digas, niña. —Quiero que de todas maneras consiga un médico para papá. Quizás todavía tenga alguna remota esperanza. —Pensaba hacerlo, niña. No te preocupes. En un rato más iré a Rancún y lo traeré. —Muy sabroso su té, señora —dijo Beatriz, disponiéndose a partir—. Y ahora, dígame, ¿cómo pasaré al mundo de los seres fantásticos? —Siguiendo por el único sendero que va hasta el ceno Los Litres, niña. Después de alcanzar una extraña roca con forma de embudo, al continuar, en cualquier momento encontrarás una puerta que te permitirá pasar a Wexterfalia. Tienes todo el día, hasta el anochecer, para cumplir tu cometido y regresar. —Gracias por su ayuda, doña Uberlin-da —dijo la niña, despidiéndose—. Es usted una dama muy amable, la mejor, aparte de mi madre, que he conocido. Seguiré sus sabios consejos. Beatriz se acercó a su padre, le acarició la cara y después le besó la frente. El color verdoso de la piel era ahora mucho más intenso. Acongojada, le besó una vez más la frente y luego dio media vuelta y abandonó la casa.

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—Adiós, niña —la animó la mujer desde la puerta—. Espero que encuentres lo que vas a buscar. De verdad así lo espero. Ill RUMBO AL CERRO LOS LITRES

Cuando Beatriz salió de la casa de doña Uberlinda, sus hermanos se abalanzaron hacia ella y le hicieron múltiples preguntas. La niña contestó algunas y evitó responder otras: no quería alarmarlos. Y aunque estaba acongojada trató de parecer serena. Al final, para no dilatar más el asunto, respiró hondo y les dijo: —Iré de inmediato al cerro Los Litres a buscar a papá. —¿Él... está allá? —preguntó Ramiro extrañado—. ¿Eso dijo doña Uberlinda? —Sí. En cierto modo —señaló Beatriz—. Y si ustedes no se oponen, creo que es mejor que vaya yo sola.

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—¡Sola! ¿Por qué? —preguntó Federico sin entender lo que su hermana pretendía. —Sí. ¿Por qué? —preguntó también Ramiro, aunque no le disgustaba la idea de no participar en la caminata. —Porque hay que avanzar rápido, buscar en diferentes sitios y enfrentar grandes peligros. —¿Te refieres a encontrar animales salvajes, serpientes u otro tipo de alimañas? —dijo Ramiro. —Quizás... —Pues yo de todos modos te acompañaré —señaló Federico—. No te dejaré ir sola. —Habrá peligros, te repito. Lo dijo doña Uberlinda. —No importa, los enfrentaremos juntos. —¡Vaya con el par de hermanos que tengo! —exclamó Ramiro malhumorado—. Tendré que acompañarlos también. No crean que partirán sin mí. Beatriz, dentro de su aflicción, sonrió. Al hacerlo pensó en el largo viaje que los aguardaba. Decidió, en ese momento, que al llegar a la roca con forma de embudo dejaría a sus hermanos esperando y completaría ella sola el recorrido. Claro que no sabía cuánto demoraría la misión y si ésta sería exitosa, pues, incluso, podía suceder que no volviera. Los tres hermanos avanzaron con rapidez rumbo al cerro Los Litres. Beatriz iba en silencio, con la vista baja y absorta en sus propios pensamientos. No quería preocupar

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a sus hermanos, pero, según lo que expresara doña Uberlinda, las posibilidades de salvar a su padre eran mínimas. Y no había mentido al decir que iba en su búsqueda, porque el brillo del alma de un ser humano es parte esencial de su existencia. Aunque también podía suceder que doña Uberlinda estuviera equivocada y que con la asistencia de un buen médico todo se resolviera en forma favorable. Pero la mujer había hablado con tal convicción y conocimiento de causa que, pese a lo truculento de su historia, costaba no creerle. Además tenía un buen prestigio ganado en años y para apoyar su versión contaba con el antiguo libro que parecía que estaba a punto de desintegrarse. Para no seguir pensando en lo mismo, Beatriz se mordió los labios y apuró el tranco. Con el correr de los minutos el clima empezó a mejorar y en el cielo comenzaron a aparecer amplios espacios azules. Los tres hermanos iban a campo traviesa, con la brisa despeinándoles los cabellos y sin encontrar a nadie. Ramiro, que marchaba junto a Federico, empezó a retrasarse. Caminaba lentamente y cojeaba como si se hubiera torcido un pie o llevara un objeto extraño dentro del zapato. Para no dejarlo atrás, Beatriz tuvo que detenerse. —¿Qué pasa? —preguntó.

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—Es que se metió una piedra en uno de mis zapatos — se justificó Ramiro—. Me cuesta caminar y además estoy cansado y tengo hambre y sed. —Está bien, descansaremos —dijo Beatriz. Ramiro se sacó el zapato y lo sacudió dejando caer una pequeña piedra. Luego se tendió de cara al cielo y cerró los ojos. Beatriz y Federico lo imitaron. Diez minutos después, algo más repuestos, reanudaron la marcha. En la siguiente media hora superaron unos pastizales, vadearon un riachuelo y rodearon una quebrada. Se detuvieron frente a un frondoso bosque de pinos. A lo lejos, sobre las copas de los árboles, destacaba la verde cima del cerro Los Litres. —No creo que sea conveniente seguir —dijo Ramiro, ya bastante arrepentido de haber llegado hasta allí—. Este bosque es muy espeso y de entrar en él corremos el riesgo de perdernos. —Seguiremos —replicó Beatriz. —Y además de perdernos podríamos morir de hambre —insistió Ramiro. —Podríamos, también, encontrar a papá —intervino Federico. —Ya es tarde para arrepentimientos —dijo Beatriz sin ánimo de discutir—. Lo primordial es atravesar este bosque. Existe un solo sendero y es muy estrecho. Yo iré al

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frente, Federico me seguirá, y Ramiro, que es el mayor, cerrará la marcha. Ramiro se mordió los labios y se dispuso a replicar, pero sabiendo que sería en vano, recapacitó y sólo dijo: —De acuerdo. Pero estoy acalambrado, me duelen los pies y quizás papá ya regresó a casa. —Imposible —dijo Federico—. El sendero por el cual veníamos es el único que existe y por ahí no ha regresado nadie. —Ya. Está bien. Vamos —aceptó Ramiro. Se internaron por la angosta senda que serpenteaba entre los árboles y luego de veinte minutos de marcha forzada llegaron a un espacio abierto en cuyo centro destacaba una inmensa roca con forma de embudo. Allí se detuvieron. —¡Uf Ya no daba más —dijo Ramiro dejándose caer pesadamente junto a la roca—. No me moveré de aquí en mucho rato. Federico se recostó junto a su hermano y suspiró ruidosamente. Beatriz apoyó su espalda en la roca y esperó a tranquilizarse. Pese a lo duro de la caminata no experimentaba gran cansancio y hubiera podido soportar perfectamente otra media hora de marcha. Pensaba también en su padre y en lo mucho que lo quería. Impaciente, luego de varios minutos de detención, miró a sus hermanos y les dijo:

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—Falta poco para llegar al cerro Los Litres y creo saber dónde buscar. Ustedes, como están cansados, espérenme aquí mientras yo voy a explorar y vuelvo. —Haz lo que quieras —dijo Ramiro. —No te demores demasiado —señaló Federico. —Y si empieza a oscurecer y no he vuelto, emprendan el regreso sin mí —agregó Beatriz—. Sabré encontrar el camino. —¿Por qué dices eso? —preguntó Federico—. Apenas es pasado el mediodía. Beatriz no contestó: observaba el sendero, que después de la roca se dividía en tres. —¿Por cuál ir? —se preguntó en voz alta. —¿Y yo qué sé? —replicó Ramiro con voz agria. Y es que ahora pensaba en el largo viaje de regreso. —Bueno, al fin y al cabo cualquier sendero da lo mismo —razonó Beatriz—. La base del cerro ha de estar cerca y si no la veo es por causa del follaje. —Vuelve pronto, hermana —se despidió Federico. Pero ya Beatriz no lo escuchaba, porque se había internado por el sendero de la derecha.

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LOS HERMANOS SE SEPARAN

Después de la partida de su hermana, Ramiro y Federico pasaron largos minutos acostados en el pasto, descansando. Al rato, tras desperezarse, Federico se levantó y dijo: —Beatriz no debió haber ido sola. Se ha estado comportando muy extraña últimamente. —¿Y eso qué tiene de raro? —señaló Ramiro—. Lo que pasa es que ella es una niña tonta. —No hables así de nuestra hermana —la defendió Federico—. Beatriz es mucho más inteligente que tú y yo juntos. —¡Ja! ¡Y que lo digas! Ambos sabemos que a Beatriz le encanta alardear de importante. No le costaba nada esperar a que descansáramos y luego continuar la búsqueda los tres juntos. —Tienes razón en eso —dijo Federico—. Ella ni siquiera sabía por dónde ir. Quizás tomó el sendero equivocado. Deberíamos seguirla.

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—No pienso moverme —dijo Ramiro—. Cuando me levante de aquí, será sólo para regresar. —No seas mal hermano. Si queremos ayudar a Beatriz, debemos ir por los otros dos senderos. —Te repito que no pienso moverme. —Bueno. Allá tú —replicó Federico—. Yo tomaré hacia la izquierda. Seré prudente y no me alejaré demasiado. Y sin agregar palabra, echó a caminar y se internó por el sendero de la izquierda, perdiéndose a los pocos segundos entre la floresta.

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RAMIRO Y LAS MARIPOSAS

Una hora después de la partida de sus hermanos, Ramiro comenzó a inquietarse. El silencio era tan pero tan opresivo, que ni siquiera el zumbido de las chicharras o el canto de las aves silvestres lograba escuchar. En vano intentó oír otros sonidos propios de la naturaleza. Se paró y miró cuanto lo rodeaba. La forma de embudo de la roca le produjo una desagradable sensación de pequenez. Dio unos pasos vacilantes hacia el sendero del centro y después se detuvo. No se decidía. Tentado estuvo de devolverse y olvidar definitivamente la búsqueda. Notaba hinchados los pies, engarrotadas las piernas y cansado el cuerpo. Lo único que lo impulsaba a continuar era el gran cariño que sentía hacia su padre. Pensó que, quizás, éste podía necesitar su ayuda, y él, a pesar de sus limitaciones, estaba dispuesto a brindársela. Avanzó a paso de tortuga.

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Recordando que llevaba un pan con jamón en un bolsillo, lo sacó y a medida que caminaba fue comiendo. Rogaba para que alguno de sus hermanos gritara avisando que había encontrado a su padre y así acabara lo que él consideraba un cruel suplicio. Mas, para su desgracia, ningún ruido rompía el silencio y parecía que él era la única criatura viviente en el bosque. Hasta que, de pronto, al eludir una piedra en el sendero, un objeto entre los matorrales atrajo su atención. Intrigado, se agachó y lo levantó. ¡Era el gorro de su padre, el que siempre usaba cuando salía a repartir cartas! Lo sacudió y se lo puso. Le quedó tan holgado que le cubrió los ojos. Muchas disparatadas ideas cruzaron por su mente.

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Se lo sacó y lo guardó en el pantalón, bajo la pretina. Entonces, al levantar la vista, descubrió la más maravillosa mariposa que había visto jamás. Era entera azul, grande, y volaba con tal suavidad que parecía una dócil cometa. —¡Vaya! —exclamó. Y al fijarse mejor, vio que junto a la mariposa volaban otras, también grandes y de diferentes tonalidades. Las había rojas, amarillas, granates, verdes, negras, blancas y, en fin, de una gama de colores y combinaciones difícil de describir. Todas eran grandes, hermosas y parecían provenir de un costado de la arboleda. Ramiro olvidó su cansancio y el mal genio que siempre lo embargaba y se sintió motivado por una enorme curiosidad. Pensó que tal vez su padre también había sido atraído por el vuelo de aquellas mariposas. Se apartó del sendero y fue a investigar. El follaje de los árboles era muy tupido y tuvo que avanzar agachado y se raspó las manos y la cara cuando pasó por entre las ramas más bajas. Algunas mariposas le circundaron la cabeza con sus revoloteos. Eran, según calculó, del tamaño de un pañuelo. Pensó en lo maravilloso que resultaría atrapar algunas de ellas para mostrarlas luego a sus hermanos. Pero después recapacitó y decidió que era mejor seguir adelante para averiguar de dónde provenían.

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Al esquivar un espinoso arbusto, de pronto trastabilló y cayó. Se afirmó de algunas ramas, pero eran débiles y no tardaron en ceder, y como estaba en la orilla de una pequeña quebrada, un segundo después, sin que pudiera evitarlo, se deslizó muy profundo, entre hojas, raíces y tierra suelta. Rodó dando tumbos y ya no se detuvo hasta cuando estuvo en el fondo. Dolorido, se paró. —¡Oh! ¡Perdí el gorro de papá! —se lamentó. Ahora se hallaba en la parte baja de la quebrada, sin posibilidad alguna de subir, porque el terreno era de arena y arcilla blanda que se desgranaba con sólo tocarla. Dejaron de interesarle las mariposas y sintió mucho miedo. Cerró los ojos y gritó con todas sus fuerzas. —¡Socorro!... ¡Hermanos...! ¡Ayúdenme!... ¡Beatriz!... ¡Federico!... Quedó ronco de tanto gritar. Sabía que sus posibilidades de ser escuchado eran mínimas, por la configuración de la quebrada, unido a la espesa vegetación circundante arriba. Miró al cielo y lo vio infinitamente azul y con escasas nubes. También vio una larga fila de mariposas, volando en correcta formación, como aves migratorias, rumbo a la boca de una estrecha caverna situada en la parte baja de la quebrada. Esperanzado, olvidó sus magulladuras y fue hacia allá. La caverna era muy profunda y las mariposas, en su

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perfecto vuelo, formaban dos filas, una de entrada y otra de salida. Ramiro agitó las manos y las mariposas rompieron la formación internándose todas en la caverna. —¡Qué... asombroso! —balbuceó—. Quizás papá también llegó hasta aquí y entró en la caverna. E, incentivado por una sed de aventura no habitual en él, se adentró en la caverna. Aunque la oscuridad en el interior no era completa, le costó ambientar la vista. Además tuvo que avanzar agachado para no golpearse la cabeza contra las aristas rocosas. Creyó que pronto encontraría una salida, pero luego de una larga caminata, atravesando diferentes túneles, tuvo que reconocer, temblando de miedo, que estaba definitivamente perdido.

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LA BRUJA, LA SÍLFIDE Y LA GORGONA

Beatriz siguió por el sendero de la derecha sin detenerse. Pensaba en su padre y en lo mucho que lo quería. También pensaba en lo que le dijera la anciana Uberlinda respecto a la existencia de un mundo asombroso, paralelo, en el cual existían fantásticos seres. Avanzó tan distraída, que no disfrutó contemplando el paisaje. De haberlo hecho se hubiera maravillado con la suave trepidación de las ramas mecidas por el viento, con la gran variedad de colores de las flores silvestres, y con los delicados aromas que escapaban de las hierbas rastreras. Cuando menos lo esperaba fue a parar a una explanada, en cuyo centro, imponente, descollaba una gigantesca araucaria. El colosal árbol tenía el tronco recto, grandes ramas horizontales en forma de pirámide y una altura de entre treinta y cuarenta metros. Beatriz se extrañó de encontrar allí tan impresionante especie arbórea. Y más se extrañó luego, cuando comprobó que justo en la base del tronco existía una puerta, de regular

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tamaño, que permanecía cerrada. En el centro de la puerta destacaba una manilla. Sin dudar, se acercó a la puerta y tiró la manilla. Rechinando, la puerta se abrió. Beatriz miró hacia el interior peguntándose quién podía vivir allí. Por los alrededores no había huertos, árboles frutales ni construcciones que permitieran suponer la existencia de alguien. Se introdujo en el enorme tronco y descubrió una rústica escala que se internaba en la tierra. Bajó con lentitud. En el ambiente flotaba un agradable olor a flores y le pareció oír, a lo lejos, una suave melodía. Pensó que, quizás, aquél era el refugio de un guardabosques, o de un defensor de la naturaleza, o de un ermitaño que no quería ser molestado. También pensó que tal vez aquélla era una de las formas de pasar a Wexterfalia. Bajó más y más hasta quedar sumida por completo en las tinieblas. Iba temerosa y con las manos al frente para evitar que algún invisible obstáculo le golpeara el rostro. Los escalones terminaron abruptamente y, sin detenerse, siguió con lentitud avanzando por un angosto corredor hasta alcanzar lo que le pareció que era una puerta. Tentada estuvo de devolverse y subir y salir y continuar la búsqueda por otros sitios menos tenebrosos; pero, atendiendo a la posibilidad de que su padre hubiera

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seguido aquel mismo camino, buscó la perilla de la puerta y la abrió. ¡Oh! Quedó maravillada. Pensó que llegaría a una caverna, tan oscura como la anterior, o tal vez a una mina abandonada. También pensó que entraría en un refugio subterráneo, con lámparas en las paredes y grandes cofres repletos de riquezas. Pero he ahí que había salido. Estaba otra vez afuera, como si nunca hubiera bajado. Las voces de dos personas que cantaban y reían atrajeron su atención. En un árbol cercano, suspendido entre dos cuerdas, descubrió un columpio. Y sobre el columpio, meciéndose, había dos mujeres, una muy fea y otra muy bonita. La primera lucía un traje negro, muy amplio y con una falda que le llegaba hasta los tobillos, y la segunda, otro igual, aunque completamente blanco. Mientras se mecían, ambas cantaban y reían. Al ver a la niña dejaron de hacerlo. —¡Hola! —dijo Beatriz haciendo gala de sus buenos modales—. ¡Qué hermoso columpio! Las mujeres se miraron entre ellas extrañadas. Luego, la más fea, con voz ronca, dijo: —¡Pero si es una niña! —Claro que soy una niña —rió Beatriz—. ¿Acaso no se nota? Mi nombre es Beatriz.

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—¿Y de dónde vienes, Beatriz? —preguntó la mujer bonita. —De lejos —respondió Beatriz—. Llegué aquí bajando por el interior del tronco hueco de la araucaria que está allá. Beatriz miró hacia atrás y quedó atónita al comprobar que allí no había ninguna araucaria, sino solamente simples rocas, todas muy juntas. —Creí... —dijo. Y después quedó en silencio y con la boca abierta. —Pero, realmente, ¿de dónde vienes? —insistió la mujer bonita—. ¿Habías caído en manos de algún cíclope? —¿De un cíclope? ¡Oh, no! Sólo vine a buscar a mi padre, que está perdido. Posiblemente él pasó ayer por aquí. ¿Ustedes, lo vieron? —¡Bah! —intervino la mujer fea—. Ahora resulta que aquí tenemos a una niña humana que dice venir de muy lejos y andar en busca de su padre perdido. ¡Habráse visto! —¡Pero si es verdad! —exclamó Beatriz. —Si tú lo dices —dijo la mujer de negro—. Pero... mejor ven y colúmpiate, niña. Te agradará. Las dos mujeres abandonaron el columpio y Beatriz avanzó hasta el tablón y se sentó en él, aunque sin intenciones de columpiarse. Pero, aun cuando no estaba en su ánimo hacerlo, el tablón se movió por sí solo, y alcanzó, en corto rato, una gran altura.

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—¡Vaya! ¡Qué columpio más fantástico! —dijo la niña sin demostrar miedo, pues recordaba las palabras de doña Uberlinda al respecto. La fea mujer de negro esperó, impaciente, que la niña se asustara y le pidiera por favor que la bajara. Pero Beatriz, lejos de asustarse, parecía disfrutar cada vez más con los bruscos movimientos, y se permitió incluso dejar escapar de tanto en tanto estridentes carcajadas. Defraudada, la fea mujer de negro movió una vara que tenía entre las manos y en pocos segundos el columpio se detuvo. Al bajarse, Beatriz se alisó el vestido. —¡Qué divertido! —dijo—. Pero no puedo seguir, pues he de encontrar a papá. ¿Ustedes lo vieron? —¡Ja, ja, ja! —rió la mujer de negro—. De haberme topado con un extraño lo habría llevado a mi casa, dejándolo allí para siempre. Pero la verdad es que yo y la sílfide no hemos visto pasar a nadie. —Entonces, señoritas, siento tener que dejarlas, pero he de continuar mi búsqueda. —¡Ea! No tan aprisa, niña —dijo la fea mujer—. No tuviste miedo del columpio y se ve por tus actos que eres valiente; pero no te dejaré ir así, tan fácilmente, porque, como buena bruja que soy, te necesito para unos experimentos.

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—¡Oh! Beatriz supo que su situación se tornaba crítica. Para salir del embrollo decidió ganar algo de tiempo. Respiró profundo y preguntó: —¿Y usted, hermosa dama de blanco, por qué anda en compañía de una señora tan fea? —Cualquier pregunta házmela directamente a mí, pequeña —dijo la bruja. Beatriz se sintió defraudada. Esperaba que la sílfide la hubiera ayudado. Justo en aquel instante, en la distancia, se oyó un grito agudísimo. La bruja, aterrada, dio un salto. —¡La Gorgona! —exclamó. Y guardó su vara mientras le cambiaba el color del rostro. Después echó a correr con tal rapidez que resultó asombroso para sus años. —¿Quién es la Gorgona? —preguntó Beatriz a la sílfide. —¿No sabes quién es la Gorgona? —balbuceó la sílfide temblando de miedo—. Bueno, es lógico que no lo sepas, pues nunca has estado aquí antes. Y tienes suerte de ignorarlo; pero si algún día te topas con ella ya no podrás olvidarla... ¡jamás! Eso, si es que vives para contarlo. ¡Es horrible! No existe nada más repulsivo y perverso en este mundo. —Tú... ¿la has visto? —preguntó Beatriz.

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—¡No! Y tampoco quisiera verla, niña. Pero me la han descrito otras silfides, que quedaron ciegas y envejecidas con sólo mirarla. Es la última de su especie y su estridente grito es inconfundible. Va por ahí, sin rumbo fijo, y ataca por igual a enanos, gigantes, duendes y hadas. Hasta la bruja, con el fabuloso poder de su vara, le teme. —¿Cómo... es? —Un monstruo con figura de mujer y cabeza cubierta de serpientes. Es muy astuta y se mueve en silencio. Sólo la delata su chirriante grito. Pero cuando ataca... ¡Ay! Cuando ataca no deja rastros de sus víctimas. Hace algunos siglos existían varias, pero ahora únicamente queda la Gorgona Mayor, la peor de todas, que tiene como principal facultad la de petrificar a quienes se atreven a mirarla. —¿Tan terrible es? —Muy terrible. Pero no te asustes, niña, pues al parecer está lejos y si nos quedamos quietas y en silencio no nos descubrirá. En caso de sentirla cerca, ocúltate y no la mires por ningún motivo. Justo entonces, cuando la sílfide terminó de hablar, se oyó cercano el aullido de una fiera. El sonido fue tan retumbante y pavoroso, que Beatriz se estremeció de pies a cabeza. Se arrimó a un árbol y cerró los ojos. Sintió, a corta distancia, el ruido de un gran cuerpo aproximándose, rompiendo arbustos y desgajando ramas. —¡Atrás, Gorgona! —gritó de pronto la sílfide.

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Beatriz, recordando lo que le dijera doña Uberlinda referente a que en aquel mundo no podía sufrir ningún daño, abrió los ojos. Lo que vio le produjo escalofríos. Una horrible mujer, con manos de bronce y cabellos de ensortijadas y silbantes viboras, se acercaba a la sílfide. Era vieja, vestía andrajos y poseía un solo diente y un único ojo. La sílfide, paralizada por el terror, permanecía con la espalda apoyada contra un árbol y con una mano cubriéndose la vista y la otra al frente para defenderse. Tomando una rápida decisión, Beatriz se interpuso entre la Gorgona y la sílfide. —¡Atrás! —dijo la niña en forma resuelta—. ¡No te acerques! Y buscó en el bolsillo de su delantal uno de los frascos que doña Uberlinda le entregara. Sacó el que contenía el polvo amarillo. La Gorgona miró a la niña con ojos fulgurantes y, sin detenerse, gruñendo, siguió adelante. —¡No te acerques! —repitió Beatriz—. ¡Si continúas avanzando te pesará! Y como la Gorgona no se detuviera, destapó con rapidez el frasco y lanzó su contenido hacia adelante. Voló una nube de polvo amarillo, que envolvió al extraño ser, cambiándole de inmediato la tonalidad. Se escuchó un chillido escalofriante y después una tos de asfixia, muy ronca, seguida de varias convulsiones.

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Lo que sucedió a continuación fue muy confuso y difícil de comprender para Beatriz. Algo helado le rozó la nariz y luego vio un enredo de serpientes y de inmediato una boca con un afilado diente abrirse y cerrarse justo frente a sus ojos. A continuación sobrevino un fragor que la hizo caer y perder el sentido. Cuando volvió en sí estaba tendida en el suelo y la sílfide hallábase acuclillada junto a ella. Todo se encontraba en calma. —¿Qué pasó? —preguntó Beatriz. —Se marchó —dijo la sílfide—. La Gor-gona huyó. Es increíble. Fuiste muy valiente al enfrentarla, niña. De no ser por ti ahora yo estaría ciega, o, lo que es peor, convertida en piedra. —¡Bah! No fue nada —dijo Beatriz—. Sabía que ella no podía dañarme y por eso actué así. —Pero igual fuiste valiente, niña, y ahora estoy en deuda contigo. Te ayudaré en lo que pueda. —Entonces —pidió Beatriz— ayúdame a encontrar al Mago de los Espejos. Él fue quien robó el brillo del alma de mi padre. Y le contó a la sílfide su historia y cómo era que ella había llegado hasta allí. La sílfide la escuchó en silencio, y luego, moviendo con pesimismo la cabeza, dijo:

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—Tu padre no pasó por aquí, niña. Lo hubiera sabido. Y en cuanto al Mago de los Espejos, he oído hablar de él, aunque jamás lo he visto. Sé que tiene su castillo cerca de una colina dorada, pero desconozco su exacto paradero. —¡Oh! —dijo Beatriz desconsolada. —Pero sí sé quiénes te pueden indicar dónde encontrarlo —agregó la sílfide. Beatriz dio un salto. —¿Sí? ¿Quiénes? —preguntó. —Los elfos —respondió la sílfide—. Son unos diminutos duendecillos, con alas transparentes y muy traviesos, que viven en un apartado bosque de canelos, a un día de marcha. —¿Un día? ¡Imposible! —dijo Beatriz—. Hoy mismo, es decir esta misma tarde, he de encontrar al Mago de los Espejos. —Entonces tendrás que averiguarlo de la manera difícil —señaló la sílfide—. Habrás de preguntarle a un genio que vive al pie de un gigantesco boldo no lejos de aquí. Este genio conoce muy bien al Mago de los Espejos, porque han cometido varias tropelías juntos. Pero ten cuidado. Aquí, mientras seas niña, eres intocable, pero el genio igual puede aprisionarte. —No importa —dijo Beatriz—. Yo me las arreglaré. Dime cómo llegar al boldo.

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—Para ir hasta el boldo tienes que avanzar guiándote por esa colina plateada que se ve allá a lo lejos. Pero correrás un gran peligro, te repito. —Seré precavida —dijo la niña—. Y ahora he de partir. Adiós y gracias por tus consejos, hermosa sílfide. Beatriz estrechó la mano de la sílfide y ésta se sacó un collar con una llave que lucía en el cuello y se lo entregó a la niña diciéndole: —¡Adiós, bondadosa niña! Si alguna vez, en algún lugar, alguien te encarcela, usa esta llave y podrás salir. Es mágica y puede abrir cualquier cerradura, aunque no sirve para entrar en los castillos de los magos. —¡Gracias! —balbuceó Beatriz. Y se colgó el collar con la llave alrededor del cuello. Después se despidió de la sílfide y abandonó el paraje. La colina plateada destellada a lo lejos y hacia allá dirigió sus pasos.

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EL PRIMER GENIO Y LOS TRES ANILLOS

Beatriz caminó por más de media hora y cuando el cansancio estaba por vencerla descubrió, en la entrada de un bosque, un corpulento boldo. Como supuso que aquél era el boldo bajo el cual vivía el genio, se sentó entre las raíces para esperarlo. Aunque no lograba entender cómo un genio tan enorme, tal cual se lo describiera la sílfide, podía vivir allí. Mientras reflexionaba, de pronto escuchó un estrépito formidable bajo sus pies y casi de inmediato se abrió el suelo y salió una gruesa columna de humo. Beatriz, aterrada, se levantó de un salto y no encontró nada mejor que hacer para protegerse, que subir a la copa del boldo y esperar allí, oculta, la marcha de los acontecimientos. El humo, denso como alquitrán, poco a poco dejó paso a un gigantesco genio, negro y horroroso, que traía tres grandes cajas consigo. Tenía el porte de una casa, llevaba puesto un pantalón bombacho granate y era gordo y con un impresionante sable colgándole sin funda desde el

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cinturón. Mantenía entre las manos una oxidada cadena unida a las tres grandes cajas. Beatriz permaneció inmóvil observando lo que ocurría entre las raíces del árbol. No se atrevía ni siquiera a pestañear por temor a que el genio levantara la vista y la descubriera. Pero el genio parecía muy absorto desenredando la cadena. Después desempolvó las cajas, quitó los cerrojos y a continuación las abrió. De la primera caja salió un anciano barbudo de aspecto venerable, de la segunda surgió una mujer de incomparable belleza, y de la tercera, la más pequeña, salió un gato, un simple gato, negro, no muy grande, que al instante empezó a maullar a la vez que agitaba con movimientos bruscos la cola. La curiosidad de Beatriz pudo más que su miedo y alargó el cuello para observar mejor lo que acontecía abajo. El anciano cayó de rodillas delante del genio e inclinó la cabeza esperando lo que él supuso era el fin de sus días. La mujer, en cambio, comenzó a reír a carcajadas, sin mostrar temor, y el gato, con el lomo engrifado, siguió maullando y moviendo sin cesar la cola. El genio cogió a la mujer de la cintura y la miró directamente a los ojos. Con voz de trueno, le dijo: —Hermosa ninfa del País de los Espejismos Perpetuos. Preciosa criatura a la que robé cuando aprobaste con honores las peores pruebas de hechicería. Deidad de la que

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he estado desde siempre enamorado. Aquí está lo que me pediste. Éste es el mago Euclíades, rey de la remota región de Prioxes y peligroso guerrero a quien derroté luego de una batalla gloriosa. A su lado está Aleaxonora, soberana de las Islas Perdidas de Occidente, máxima bruja del día, a quien quité todos sus poderes hasta dejarla convertida en gato. ¿Estás satisfecha? La joven, lejos de impresionarse con las palabras del genio, le hizo una mueca despectiva, y después, poniéndose las manos en la cintura, le dijo: —Ahora ni Euclíades ni Aleaxonora me interesan, tonto genio. Hasta ayer sí, porque dominándolos podría haber dominado a todos los seres vivientes del territorio. Pero hoy han dejado de ser importantes. Tuve una visión. Ayer un cartero humano pasó los límites de Wexterfalia y el brillo de su alma le fue extraído por el Mago de los Espejos. —¡Aagghh!... El genio, asombrado, había dejado escapar un potente alarido. —Tú dices quererme —siguió la mujer, sin inmutarse con el grito del genio—. Pues bien, si tanto me quieres, dame una prueba de tu cariño. Tráeme el brillo del alma del cartero humano. —Es que... no puedo hacerlo —se excusó el genio, desesperado, mirando a la mujer con temor—. Pídeme lo

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que quieras, aun las cosas más imposibles, pero no eso. Puedo darte riquezas, esclavos, joyas, mover montañas y vencer a los seres más poderosos. Pero el brillo de un alma humana únicamente puede ser usado por quien lo extrajo. —Entonces apaga el brillo y acaba con el Mago de los Espejos —lo fustigó la mujer—. Con eso yo seré la más poderosa. —Me pides algo imposible —dijo el genio—. Él tiene ahora el máximo poder. Está protegido por el fulgor del alma. —Eres un cobarde y no mereces que te quiera —lo reprendió la mujer—. En vista de las circunstancias, ahora lo único que deseo es que te deshagas cuanto antes de Euclíades y de Aleaxonora. Elévate con ellos tan alto como puedas y después dejalos caer para que sus huesos queden enterrados muy profundamente. —¡Qué vengativa y malvada eres! —se estremeció el genio—. No sé si hago bien queriéndote como te quiero. La joven se agachó, cogió una piedra y se la lanzó al genio, aunque con pésima puntería. El genio, lleno de ira, tomó a la mujer de la cintura y la encerró en la caja. Hizo lo mismo con el anciano y con el gato y después selló las tres cajas. Luego se tendió en el suelo y apoyó su horrible cabeza en el tronco del boldo. Entonces, sollozando, dijo: —¡Ay! ¡Pobre de mí! Esta mujer tan ruin será mi perdición. ¿De qué me sirvió quitarles las sortijas al mago

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y a la hechicera y dejarlos inermes? Ahora tendré que matarlos y mi esfuerzo habrá sido en vano. ¡Pobre de mí! —repitió. Y cansado como estaba, no tardó en quedarse dormido. Beatriz, en el árbol, no supo qué hacer. Pero viendo al genio dormido y por lo tanto completamente indefenso, bajó y se detuvo junto a él. ¡Era monstruoso! El sable brillaba con intensidad devolviendo el reflejo del sol y se preguntó a cuántos enemigos habría liquidado con tan formidable arma. Cerca del sable, colgando de la hebilla del cinturón, descubrió una sarta con tres anillos y una llave. Con mucho cuidado, descolgó la sarta y sacó los tres anillos y también la llave. Los tres anillos eran de oro y tenían incrustadas magníficas piedras preciosas. La llave, en cambio, era sólo de bronce. Después, extremando las precauciones, descorrió el cerrojo de la primera caja, en la cual estaba el anciano, y la abrió. El hombre la miró extrañado y ella le hizo una seña indicándole que saliera. Luego repitió la operación con el cerrojo de la segunda caja, donde se hallaba el gato, aunque no se atrevió a abrirla por temor a que los maullidos despertaran al genio. Entonces, mostró los tres anillos al anciano y éste escogió uno y se lo puso.

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Después, el anciano, con pasos sigilosos, fue donde el genio. Lo último que vio Beatriz antes de cerrar los ojos y dar vuelta la cabeza, fue al anciano levantando el arma del genio y apuntando directo al rugoso cuello. Cuando abrió los ojos, el gigante ya no estaba. En su lugar solamente quedaba algo de humo y en el suelo una gran mancha negra. El anciano ejecutó a continuación una serie de extraños movimientos. Primero golpeó la tierra con un pie y la caja donde se encontraba la bella mujer se hundió como si hubiera caído en un profundo foso. Después sacó al gato de la otra caja y le puso una de las sortijas. Por último, cogió al gato de la cola y le dio una vuelta completa en el aire. Al colocar otra vez al gato en tierra, éste poco a poco empezó a transformarse en una hermosa joven, de cabello cobrizo largo y grandes ojos almendrados, que se mostró muy disgustada con lo sucedido.

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Una vez que la metamorfosis llegó a su término, el anciano, haciéndole una reverencia a la niña, le dijo: —Querida niña, salvaste mi vida y la de Aleaxonora y por eso te estaremos eternamente agradecidos. Mi nombre es Euclía-des y soy mago y rey en un remoto territorio. Dime en qué puedo ayudarte. Beatriz le narró su historia y lo sucedido con su padre, poniendo especial énfasis en el largo viaje emprendido por ella para recuperar el brillo del alma. Por último, le preguntó por el paradero del Mago de los Espejos. El rostro del anciano se ensombreció antes de contestar. —Es casi imposible llegar hasta él —dijo—. Vive en un palacio de acero protegido por tres gruesas puertas, detrás de las cuales hay arpías, cancerberos y cíclopes. Pero lo peor del caso es que cada puerta puede abrirse sólo con una única llave y las tres llaves se las entregó el Mago de los Espejos a los tres peores genios de la región. Una de las llaves es la que tomaste cuando el genio dormía. Faltan otras dos. —He de encontrarlas —dijo Beatriz decidida. —Y yo te ayudaré —dijo el anciano—. Pero no será fácil. Te indicaré dónde hallar a los otros dos genios. Uno vive en una fuente situada al pie de un sauce, no lejos de aquí, y se esconde bajo la apariencia de un pez rojo. El otro

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está más distante. Hay que alcanzar una alta tapia, saltarla y entrar en un desierto. Cuando menos lo esperes verás al genio. —¿Y qué debo hacer para conseguir las dos llaves que faltan? —preguntó Beatriz confundida. —Al llegar cerca de la fuente, el primer genio tratará de hacerte su prisionera. Lo aceptarás con la única condición de que te dé algo a cambio. Él también aceptará y sellará el trato. Tú, entonces, le exigirás que te entregue el pez blanco que está en la fuente. Tendrás que insistir en que eso es lo único que deseas. El pez blanco es su esposa y él no puede vivir sin ella. Cuando lo veas dudar y te implore por la vida de su esposa, le pedirás, en compensación, tu libertad y la llave. Una vez con la llave en tu poder seguirás directamente hasta el desierto. Allí, en cualquier momento, el otro genio se acercará a ti transformado en insecto. Deberás atraparlo de inmediato o estarás irremediablemente perdida. Para liberarlo, cuando te lo suplique, solicítale la llave y al mismo tiempo exígele que te lleve al castillo del Mago de los Espejos. —¿Y qué hago con este anillo que sobró? —preguntó la niña una vez que terminaron las explicaciones del mago. —Es tuyo por derecho propio —dijo el anciano—. Pertenecía a la hechicera de la cual estaba enamorado el genio. Al usarlo te permitirá volar.

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—¡Oh! ¡Qué bien! —dijo Beatriz. Y guardó el anillo en el bolsillo de su delantal junto a la llave. —Y para ayudarte en tu misión —agregó el anciano—, te haré un obsequio en agradecimiento a lo que hiciste por mí. El anciano se sacó un anillo que llevaba en el dedo meñique y se lo entregó a la niña, explicándole que al ponerse aquel anillo se volvería por una sola vez y por corto tiempo invisible. Beatriz guardó también el anillo en el bolsillo de su delantal y se dispuso a partir. Aleaxonora la detuvo. —Espera —dijo—. Yo también tengo algo que entregarte. Y le pasó a la niña un anillo, parecido al anterior, que ella colocó sin demora junto a los otros en el bolsillo. La indicación de la mujer fue que al ponerse aquel anillo adquiriría tal velocidad corriendo que, en caso de ser perseguida, nadie podría alcanzarla. Añadió que su efecto también era de corta duración y por una sola vez. Agradeció la niña este nuevo obsequio continuación se despidió y emprendió la marcha.

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VIII LOS OTROS DOS GENIOS

Beatriz siguió en detalle las indicaciones del mago Euclíades y no se detuvo hasta alcanzar el sauce. A los pies del árbol había una fuente muy cristalina donde nadaban multicolores peces. Beatriz se hallaba muy entretenida, observando el suave nado de los peces, cuando, súbitamente, una explosión cercana le hizo levantar la vista y descubrió, junto a ella, una horrible cabeza. ¡Era el genio! Y aunque estaba preparada para enfrentarlo, no pudo evitar que un escalofrío de pavor le recorriera la espalda, las piernas y también los brazos. El genio, que tenía la cara entera roja y toscas facciones de pez, bostezó ruidosamente y dijo: —¿Por qué, niña, interrumpes mi sueño? Beatriz no supo qué contestar. Las palabras del genio parecían amables, pero ella sabía, por lo que le dijera Euclíades, que los genios eran seres perversos.

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—¡Te convertiré en mi prisionera si no respondes de inmediato! —vociferó el genio, cambiando bruscamente su actitud. —Está bien, genio —respondió la niña, sin demostrar temor—. Lo acepto. Seré tu prisionera, pero tendrás que darme algo a cambio. ¿Es justo, verdad? —¡Vaya! Así que aquí tenemos a una niña inteligente —rió el genio—. De acuerdo. Pide lo que quieras, aunque de nada te va a servir donde te voy a enviar. —¿Y si no cumples? —Cumpliré —dijo el genio—. Has de saber que un genio siempre cumple lo que promete. Salvo que sea algo imposible de cumplir. ¿Pedirás algo imposible? —¡Oh, no! Pediré algo fácil. —Entonces no hay problema, niña. Acepto tu trato. —¡Quiero el pez blanco que está en la fuente! —¿Quéee...? El genio palideció y le castañetearon los dientes. Dirigió a la niña una mirada cargada de odio y después se mordió los labios. Por un momento, Beatriz temió que el genio la golpeara y cerró los ojos y se cubrió el rostro con ambas manos. Pero un instante después el genio se apaciguó e, incluso, intentó mostrarse amable. —Pero, niña —dijo—, ¿para qué pides algo tan simple? Puedo darte cosas mejores, como por ejemplo la más

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grande de las joyas, o deliciosos manjares, o, si lo prefieres, otros peces de colores de los muchos que hay en la fuente. —¡Quiero el blanco! —insistió Beatriz—. Es todo lo que pido. El genio todavía intentó disuadirla por otros medios, ofreciéndole filtros encantados, frutas que producían alucinaciones y otra gran variedad de objetos mágicos, mas fue en vano. —¿De qué me sirve todo eso estando prisionera? —dijo la niña. —¿Y para qué quieres el pez blanco? —preguntó a su vez el genio. —Pues... ¡para comérmelo! La respuesta de Beatriz fue tan dura y precisa que el genio vaciló. —Por favor, niña —imploró el genio—. No puedo darte ese pez. Mejor deshagamos el trato y no serás mi prisionera. —Entonces, si no me das el pez, tendrás que recompensarme —dijo la niña. —De acuerdo, niña —se sometió el genio—. Dime qué deseas. —Lo siguiente... Beatriz pidió al genio la segunda llave del castillo, algunas frutas y le hizo prometer que no la seguiría. El genio, irritado, a regañadientes tuvo que aceptar.

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Una vez con la llave en su poder, la niña continuó su camino siguiendo al pie de la letra el resto de las instrucciones que le diera el mago Euclíades. Avanzó por un retorcido sendero, que se internaba entre los árboles, y luego de mucho andar, cuando pensaba que se había perdido, alcanzó por fin la tapia. Era muy alta y tuvo que afanarse para superarla. Al otro lado había un desierto. Se estremeció, atemorizada, al pensar que tendría que ir por aquel arenal interminable. Pero de todos modos dejó la tapia y avanzó. El sol pegaba con fuerza y el calor era agobiante. Hacia los cuatro puntos cardinales, hasta donde alcanzaba con la vista, divisó únicamente llanura, soledad y un arenal espléndido. Pronto el cansancio, la sed y la alta temperatura terminaron por doblegarla. Abatida, se dejó caer sobre la candente arena. Mientras permanecía recostada y con los ojos entornados, sintió de pronto un agudo zumbido cerca de sus oídos. Sorprendida, abrió los ojos y vio girar alrededor de su cabeza un extraño insecto. Más rápida que un rayo pegó un manotazo al aire y lo atrapó. El zumbido dentro de su mano se hizo ensordecedor. Entonces, escuchó una voz muy potente, proveniente de su mano, que dijo: —¡Suéltame! ¡Por favor, niña, suéltame! —¿Eres... el genio? —preguntó Beatriz.

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—Sí. Y si no me sueltas al instante lo lamentarás. —No creo que estés en condiciones de amenazarme, genio. Dime, ¿qué pasaría, por ejemplo, si apretara mis dedos? —¡Ay! ¡No! ¡No lo hagas! Por favor, suéltame, niña. —Te soltaré. Pero con una condición. —Está bien, pide lo que quieras, pero que sea rápido porque me estoy ahogando. Sabiendo que los genios jamás mentían, Beatriz dijo: —¡Quiero la tercera llave del castillo del Mago de los Espejos! —¡Oh! ¡No! —dijo el genio—. Eso me enemistaría para siempre con él. —Pero un genio nunca deja de cumplir lo que promete —insistió Beatriz—. También quiero que me jures que no me harás ningún daño y que además me conducirás directo hasta el castillo. Mientras hablaba, Beatriz apretó más la mano. —¡Ya! ¡Está bien, niña! ¡Cumpliré! ¡Cof, cof, cof! ¡Pero suéltame ya! Beatriz abrió la mano y el insecto voló hasta la arena. Entonces ocurrió algo prodigioso. El insecto comenzó a crecer y en pocos segundos se transformó en un feo genio, de cuyos hombros salían dos alas redondas y transparentes. El genio vestía coloridas prendas, usaba bigote y turbante, y calzaba puntiagudas pantuflas.

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—Satisfaré tus tres deseos, niña —tronó el genio—, aunque has de saber que jamás en mis cientos de años de existencia había ayudado a nadie. —Siempre hay una primera vez para todo, genio. Y ahora dame la llave. —Está bien, te la daré. El genio sacó una gargantilla de oro que llevaba alrededor del cuello y la cortó, apartando una llave también de oro. —Aquí está la llave —dijo—. Aunque sin las otras dos, una de bronce y otra de plata, no te servirá de nada. —No importa —dijo Beatriz. Y puso la llave de oro en el bolsillo de su delantal, junto con las llaves de plata y bronce y los tres anillos. —Bien, genio —dijo entonces—. Ahora llévame hasta el castillo. —¿Ves esa colina dorada allá a lo lejos? —dijo el genio—. La rodean varios bosques y en la base está el castillo. —Entonces... ¡Vamos! El genio cogió con suavidad a la niña y antes de que ésta tuviera tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo, se vio volando hasta quedar de pie ante una formidable fortaleza. Beatriz buscó al genio y no pudo hallarlo. Frente a ella, en el castillo, destacaba una inmensa puerta de madera

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reforzada con gruesas láminas de acero, herméticamente cerrada. Miró en todas direcciones, por si veía algún peligro, y después se acercó a la puerta.

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EN EL CASTILLO DEL MAGO Beatriz sacó la llave de bronce del bolsillo de su delantal y la introdujo en la cerradura. No tuvo necesidad de girarla, porque, muy suavemente, la puerta se abrió. Entró y observó. Se hallaba en un inmenso salón, con grandes estatuas adornando los rincones y extrañas flores azules resplandeciendo en las murallas. Avanzó lentamente, temerosa de toparse con los monstruos descritos por el mago Euclíades. La puerta, tras ella, se cerró sin producir un solo ruido. Miró hacia el frente y vio, en el otro extremo, entre dos pilares, una nueva puerta. Hacia allá se dirigió. Mientras avanzaba contempló las estatuas. Con pavor comprobó que eran enormes perros con tres cabezas y aspecto repelente. Por la descripción dada por el mago Euclíades supo que aquéllos eran los cancerberos. Horrorizada, vio cómo uno de los perros movía la cola, otro las patas, y el tercero las orejas. ¡Estaban vivos! Siguió caminando algo más aprisa, sin dejar de mirar a los perros, quienes, desperezándose, la miraron a su vez, cada uno con sus tres pares de ojos y empezaron a gruñir y a mostrar los dientes. Beatriz se desesperó al comprender que, por muy rápido que corriera, jamás alcanzaría la puerta. Entonces,

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acometida por una salvadora idea, metió la mano en su bolsillo, sacó uno de los anillos y se lo puso. Al principio no sucedió nada, pero luego, como si alguien la estuviera borrando con una gigantesca goma, su mano desapareció y después desapareció el brazo y a continuación el resto del cuerpo. Ahora era lo mismo que el aire: a simple vista completamente invisible. Los cancerberos, que ya iban a lanzarse al ataque, se detuvieron confundidos. Entonces, uno de ellos husmeó el suelo y de inmediato empezó a seguir las huellas. Mas ya Beatriz había alcanzado la segunda puerta colocando la llave en la cerradura. Cuando la puerta se abrió, los cancerberos iniciaron una rauda carrera para pasar a la otra habitación, pero la puerta volvió a cerrarse justo antes de que lo consiguieran. La niña estaba ahora en un recinto algo más amplio que el anterior, con gruesas alfombras cubriendo el piso y lujosos tapices colgando de las paredes. Se alegró de no encontrar allí ninguna horrorosa criatura cortándole el paso. Avanzó hacia la siguiente puerta sin perderse detalle de cuanto la rodeaba. De pronto, cuando iba en mitad del salón, percibió aleteos arriba y un hedor insoportable. Levantó la vista y descubrió, pendientes del cielo raso, unos sucios animales con rostro de mujer y cuerpo de ave de rapiña.

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Supuso que aquéllas eran las arpías y se sintió asqueada y a la vez confundida. Como las aves no podían verla, puesto que seguía siendo invisible, pudo continuar sin mayores problemas. Arriba, en el techo, las arpías empezaron a batir las alas como si estuvieran a punto de emprender el vuelo. Con alivio, Beatriz alcanzó la tercera puerta. Hizo coincidir la llave con la cerradura y al momento la puerta se abrió. El tercer recinto era mucho más espacioso que los dos anteriores y por las paredes caminaban rojas cucarachas luminiscentes. Allí había gigantescos muebles, maceteros con árboles y dos descomunales sillas ocupadas por dos enormes cíclopes. Al oirlos, uno de ellos, que parecía haber estado durmiendo, abrió desmesuradamente su único ojo y se levantó de un salto. Como no viera nada extraño quedó muy desconcertado. El otro, entonces, de aspecto muy feroz, abandonó con presteza su silla y se acercó a la puerta recién abierta, blandiendo entre las manos una formidable porra. En la estancia contigua, en tanto, las arpías batían sin cesar las alas, formando una descomunal algarabía a la vez que emitían chillidos plañideros. Cuando un segundo más tarde la puerta volvió a cerrarse, los cíclopes, ya más calmados, retornaron a sus asientos.

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Entretanto, Beatriz había avanzado aprisa. Superó un portal y subió por una empinada escala hasta el segundo piso. Allí se topó con una luminosidad cegadora. Eran los rayos solares que se filtraban por las altas ventanas y que multiplicaban su potencia al rebotar en una serie de espejos. Notó, preocupada, cómo poco a poco perdía su invisibilidad. Continuó avanzando por un largo corredor alfombrado, extremando las precauciones. En un recodo descubrió algo que la dejó perpleja. Vio su propia imagen reflejada en las murallas, en el piso y en el cielo raso. No tuvo que pensar mucho para comprender que estaba atrapada en un laberinto de espejos. Se asustó un poco al pensar que, quizás, jamás saldría de allí. Pero como era obstinada y además no tenía ninguna otra alternativa, continuó adelante. Se golpeó varias veces las manos y la cara creyendo haber encontrado una salida. La encrucijada de espejos estaba dispuesta de tal manera que no había forma de acertar a dar con el camino correcto. Para no confundirse, mientras avanzaba, fue apoyando las manos en los espejos. Muy luego, con tantos recovecos, cruces y vueltas, comenzó a marearse y además se sintió tan cansada que no creyó ser capaz de continuar.

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Se detuvo para descansar y aclarar las ideas. El laberinto parecía interminable. Observó atentamente los espejos y le llamó mucho la atención uno que emitía suaves destellos. Fue y lo tocó. Por un instante no sucedió nada, pero luego, para su sorpresa, el espejo se desvaneció y frente a ella quedó un espacio por el cual pudo pasar. Ahora estaba en un recinto lujosamente amoblado, con azulejos tornasolados cubriendo el piso y tapices con figuras arabescas colgando de las paredes. En el centro, justo en el centro de la habitación, sobre una mesita de ónice con incrustaciones de marfil, había un pequeño frasco de vidrio que dejaba escapar una anaranjada fosforescencia. —¡Oh! —exclamó Beatriz. Y su instinto le indicó que aquél era el brillo del alma de su padre. Emocionada, dio un paso al frente para acercarse al frasco, pero una barrera invisible la detuvo. Lo intentó de nuevo con igual resultado. Algo que se movía atrás de un estante la inquietó. Miró temerosa, pero no descubrió nada anormal. Con lentitud, dio una vuelta completa alrededor de la mesita. Justo entonces, por segunda vez, creyó advertir ruidos atrás del estante. Giró la cabeza y alcanzó a

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vislumbrar una sombra y un rizo rubio desapareciendo en un costado del mueble. —¿Quién está ahí? —preguntó. No obtuvo respuesta. —¡Sea quien sea, salga! —se envalentonó Beatriz—. Nada saca con ocultarse. Lo vi... Ahora oyó con claridad ruidos atrás del estante. No tardó en aparecer la cabeza y luego la mitad del cuerpo de un joven rubio de incomparable belleza. El joven tiritaba de miedo. —¿No... me harás nada? —preguntó el joven, adoptando una actitud defensiva. —¿Y qué podría hacerte? —preguntó a su vez Beatriz extrañada—. ¿Eres acaso el Mago de los Espejos? —¡Oh, no! Soy solamente Ciclonio, su esclavo. —¿Esclavo? —se sorprendió Beatriz—. Eso no es posible. Ahora no es tiempo de esclavos. Todos los seres humanos son libres. Puedes ser su sirviente, o su mayordomo, o su lacayo, pero en ningún caso su esclavo. —Pero esclavo es lo que soy —insistió Ciclonio. Y terminó de salir desde atrás del mueble. Al ver al joven de cuerpo entero, Beatriz quedó sin respiración. —Pero... ¿qué te han hecho? —preguntó.

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Su pregunta se debía a que el joven tenía la mitad superior del cuerpo de una persona común y la mitad inferior igual a una cabra. —¿Qué me han hecho quiénes? —preguntó a su vez Ciclonio, sorprendido. —¿Quién convirtió la mitad inferior de tu cuerpo en chivato? Ciclonio miró sus piernas de cabra sin entender el sentido de la pregunta. —Que yo sepa, nadie —dijo—. Mi padre era así, también mi abuelo, y lo mismo mi bisabuelo, y así, sucesivamente, todos mis antepasados. Soy un sátiro y provengo de una honorable familia de sátiros. Beatriz sintió que se le encendía el rostro de la vergüenza. —Te lo preguntaba —se justificó— porque es primera vez que veo un sátiro. Vine en busca del brillo del alma de mi padre y creo haberlo encontrado, pero no puedo acercarme al frasco. —Tienes razón —dijo el sátiro—. Efectivamente el brillo está encerrado en aquel frasco, pero no podrás llevártelo debido a que hay una barrera mágica, invisible, que lo protege. Además, hoy en la noche, el Mago de los Espejos abrirá el frasco y absorberá el brillo. Eso le dará tal poder que se convertirá en nuestro único y definitivo Emperador.

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—¡No lo conseguirá! —dijo resueltamente Beatriz—. ¡Yo se lo impediré! ¡Le quitaré el frasco con el brillo y le devolveré la salud a mi querido padre! El sátiro miró con admiración a Beatriz, suspiró ruidosamente y dijo: —Me gustaría ayudarte, niña. Pero la verdad es que nada puedo hacer. ¡Mira! Soy sólo un simple prisionero y el Mago de los Espejos es el único que tiene las llaves de mis grilletes. El sátiro hizo un gesto con la mano y Beatriz vio una fina cadena que salía de entre sus patas. La cadena estaba unida a una argolla empotrada en el piso y terminaba en unos toscos grilletes. Sin pensarlo dos veces y sin siquiera razonar, porque de haberlo hecho hubiera sabido que lo que pretendía era desde todo punto de vista imposible, Beatriz se sacó el collar con la llave que le entregara la sílfide y se acercó al sátiro para liberarlo. Recién en ese momento se percató de la diferencia de tamaño entre la llave y las pequeñas cerraduras. Aunque de todas formas lo intentó. Entonces... ¡Oh, prodigio! ¡Vaya! En menos de un segundo la llave se encogió, adaptándose al tamaño de las cerraduras y, sin siquiera girarla, los grilletes cayeron al piso. Tanto Ciclonio como Beatriz quedaron maravillados.

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Al verse libre, el sátiro efectuó vistosas maniobras, pero después se tranquilizó. —No lo puedo creer, niña —dijo el sátiro—. Sabía de fenómenos semejantes. Pero... ¡Vaya! Ahora de esclavo y cuidador del brillo soy un ciudadano libre gracias a ti. —¿Eres el cuidador del brillo? —se intranquilizó Beatriz, poniéndose de nuevo el collar. —Lo era, niña —dijo el sátiro—. Lo era. Porque desde este momento soy sólo tu amigo y humilde servidor. Te indicaré cómo recuperar el frasco y tú me ayudarás a salir. Y a continuación le contó a la niña una larga historia, explicándole cómo era que él había llegado allí y lo que pretendía el Mago de los Espejos al convertirse en Emperador. También le explicó el modo de alcanzar el frasco: —Debes poner un espejo frente a la barrera mágica y se abrirá un vano del tamaño exacto del espejo. Y como en la pared había varios espejos, descolgaron uno y lo colocaron frente a la invisible barrera. Así, sin mayores complicaciones, Beatriz pudo pasar y acercarse al frasco. Ya con el frasco en su poder, Beatriz sintió una gran alegría y tuvo ansias de gritar y de reír; pero luego pensó en su padre y se calmó. Entonces, con mucho cuidado, guardó el frasco y regresó donde Ciclonio.

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—Hay algo que no me has dicho todavía —le dijo Beatriz—. Algo que yo tampoco te he preguntado. —¿Qué? —¿Dónde está el Mago de los Espejos? —¿Quién? ¿El Mago? —Ciclonio hizo un gesto ambiguo con las manos antes de agregar—. El Mago salió a repartir invitaciones para su autonombramiento como Emperador Supremo. Primero envió a los minotauros, luego salieron los bucéfalos, y él partió al último para asegurar la venida de los personajes más importantes. —¿Y cuando volverá? —Cuando complete su labor. Todo depende del reloj de arena. Al bajar el último grano él aparecerá en este recinto. Es uno de sus poderes y él siempre lo ha usado. —¡Reloj de arena! ¿Cuál reloj de arena? —El que cuelga arriba. Beatriz levantó la vista y descubrió, suspendido en el aire, sin hilos ni alambres, un gran reloj de arena. En su interior las partículas caían con lentitud y estaban a punto de llenar la cavidad inferior. —¡Ay! —dijo Beatriz—. Si el Mago de los Espejos ha de regresar cuando caiga el

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último grano, entonces falta poco para que lo haga. ¡Debemos salir de aquí cuanto antes! —¡Vaya! ¡Pero qué tarde es! —dijo el sátiro sin mostrar mayor preocupación—. Pensé que el Mago había salido hacía poco. Beatriz tuvo una oscura sospecha. —¡Me has engañado! —dijo—. ¡Me has estado entreteniendo para que el Mago de los Espejos regrese y me encuentre aquí! —¡Oh, no! —dijo el sátiro—. ¿Acaso no te ayudé a recuperar el brillo? ¿No hicimos un trato? —Sí. Es cierto... —¿Entonces...? —Está bien. ¡Huyamos! Beatriz corrió hacia el laberinto de espejos, pero Ciclonio no la siguió. La niña, desesperada, regresó a buscarlo. —¡Vamos! —lo apremió—. O estaremos perdidos. —Es que... no puedo ir —balbuceó el sátiro, compungido—. Sucede que llevo más de un siglo aquí y no puedo abandonar al Mago de los Espejos ahora que me va a necesitar más que nunca. Lo extrañaría y además no sabría qué hacer afuera. —Pero... ¡Eso que dices es ilógico! ¿Acaso no quieres ser libre?

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—No. Y si te ayudé lo hice sólo con un fin egoísta. Sucede que si el Mago hubiera llegado algún día a convertirse en Emperador, a mí me habría expulsado del castillo o confinado en algún oscuro calabozo. Al desaparecer el brillo todo volverá a la normalidad. No, realmente no quiero ser libre... —Bueno... Si es así... Si lo has decidido... —Sí. Prefiero seguir siendo esclavo —dijo Ciclonio—. Estoy bien aquí. —¡Ay! —se asustó Beatriz de repente al mirar hacia arriba—. Faltan pocos segundos para que la arena llene la parte inferior del reloj... ¡Debo huir, Ciclonio! ¡Adiós! —¡Adiós, niña! —dijo el sátiro comenzando a ponerse los grilletes—. Fue un encanto conocerte.

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BEATRIZ ENFRENTA AL MAGO Luego de abandonar al sátiro, Beatriz escapó por el corredor de espejos y dio varias vueltas antes de encontrar el espejo que destellaba. Pasó por el vano y alcanzó el primer pasillo. Entonces, sin detenerse, bajó por la escala que daba al salón de los cíclopes. Se detuvo jadeante. Los cíclopes, al ver aparecer a Beatriz, saltaron de sus sillas y levantaron las porras con gestos amenazadores. Beatriz, sabiendo que el tiempo apremiaba, sacó un nuevo anillo y se lo puso. Sintió calor y experimentó un ligero cosquilleo en los pies. Y justo cuando uno de los cíclopes llegaba junto a ella y se disponía a atraparla, emprendió una veloz carrera. Le pareció que los cíclopes quedaban paralizados, víctimas de algún poderoso hechizo, porque corrió tan rápido que le llegaron a doler los talones. ¡Había que ver de lo que era capaz el anillo! Alcanzó la primera puerta y pasó al salón de las arpías, después superó el recinto de los cancerberos y a continuación salió. Tras ella quedó una barahúnda tremenda. Su problema, ahora, era que no sabía hacia dónde ir. Corrió sin rumbo fijo, con la única intención de poner una gran distancia entre ella y el castillo. Una vez que se acabó el efecto de la sortija, se detuvo para descansar. Sacó el frasco con el brillo y lo contempló extasiada.

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Justo entonces, escuchó unos ladridos distantes. Inquieta, guardó el frasco y buscó dónde esconderse. Cerca había un cerro. Decidió escalarlo. Llegó a la cima sofocada. Ahora los ladridos se oían más claros. Esto fue lo que vio: Abajo, el bosque se extendía en todas direcciones, y más lejos, la colina dorada, en cuya base estaba el castillo, resplandecía. Unos puntos en el cielo llamaron su atención; parecían pájaros acercándose. Se fijó mejor y descubrió, aterrada, que los pájaros eran las horrorosas arpías. Sintió asco y miedo al mismo tiempo y desvió la vista para no mirar. Entretanto, al pie del cerro, entre los árboles, aparecieron las desproporcionadas cabezas de los cancerberos. Y junto a los cancerberos venía un extraño personaje: era pequeño, gordo, de brazos cortos y usaba un rojo bigote, barba y rizadas patillas. Llevaba en la cabeza un turbante con lentejuelas plateadas, y todas sus vestiduras, incluso los zapatos, devolvían el reflejo solar como si se tratara de un formidable espejo. —¡Uy! —dijo Beatriz en la parte más alta del cerro—. ¡Vienen las arpías, los cancerberos, y el mismísimo Mago de los Espejos! Y se dedicó a pensar en la mejor forma de escapar, pero como ya había sido descubierta, no supo por dónde. Además le quedaba un solo anillo, el que le permitía volar,

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y, de remontarse, las arpías la perseguirían dondequiera que fuera. Por otra parte los cancerberos ya subían, presurosos, seguidos del extraño personaje. Cuando los perseguidores iban en mitad del ceno, el Mago de los Espejos —porque efectivamente era él— dio un agudo grito y los cancerberos se detuvieron al instante. Luego, adelantándose, dijo: —¡Devuélveme el frasco con el brillo, niña! Si lo haces te perdonaré la vida. Te lo prometo como que me llamo Jerzy Korzeniowsky. —¡Nunca! —exclamó Beatriz. Y sintió en el aire, sobre su cabeza, el fragoroso aleteo de las arpías. —¡Si no me devuelves de inmediato el frasco, los cancerberos se encargarán de ti! —añadió el Mago de los Espejos. —¡Mentira! —le rebatió Beatriz—. Ni los cancerberos, ni las arpías, ni nadie me puede dañar. Sólo pueden atraparme —añadió. —¡Y eso es justo lo que harán! —dijo el Mago—. ¡Adelante esclavos! —gritó—. ¡A ella! ¡Atrápenla! Los cuatro monstruos tricípites se lanzaron al ataque, abriendo las fauces, gru-ñiendo y ladrando. Beatriz metió la mano en el bolsillo de su delantal y sacó el frasco que contenía el polvo azul. Lo destapó y

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cuando las bestias estaban por alcanzarla, les lanzó el contenido a las cabezas. Una nube de polvo azul rodeó a los cancerberos, paralizándolos, cambiándoles el color y haciéndolos desplomarse, luego, profundamente dormidos. El Mago, entonces, que venía atrás de los cancerberos —y a quien los polvos no habían afectado—, avanzó hacia la niña dando cómicos saltos. —¡No cantes victoria todavía, niña! —dijo el Mago—. Aún quedan las arpías, los cíclopes y el infinito poder de mi magia... ¡No escaparás! —¡Eso es lo que crees! —señaló Beatriz. Y echó el brazo hacia atrás y después lo impulsó con fuerza hacia adelante. El frasco vacío, que mantenía entre los dedos, salió disparado hacia el Mago de los Espejos, acertándole justo en el centro del pecho. Se escuchó un ruido de vidrios rotos, como si se hubiera quebrado una vajilla completa, y el hombrecillo cayó de rodillas y ya no volvió a pararse. —¡Aaagghh!... —gritó el Mago. Del traje salió algo de humo y también varias chispas y después se arrugó tornándose opaco. —¿Qué... me has hecho? —dijo el Mago, casi a punto de ponerse a llorar—. ¡Mi fabuloso traje! ¡Mi emblema! ¡Ay! ¡He quedado sin mi magia! ¡Arpías, a ella!

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Pero las arpías, ya liberadas del hechizo del Mago, no acataron esta orden y emprendieron el vuelo cada cual en distintas direcciones. Envalentonada, Beatriz se acercó al Mago. —¡Tengo algo que darte! —le dijo—. ¿No te crees valiente? El Mago, que era de una estatura inferior a la de Beatriz, se dejó caer al suelo, sollozando. —¡No, niña! ¡No me hagas nada! —dijo—. ¡Por favor! ¡Estoy indefenso!... Y aunque Beatriz estaba indignada con el hombrecillo por lo que le había hecho a su padre, al verlo así, tan humilde y desvalido, se apiadó de él y decidió no agredirlo; simplemente, lo dejó allí, tendido y sin sus poderes. Bajó del cerro mientras detrás de ella se escuchaban los más variados lamentos. El mago se quejaba de la pérdida de sus poderes; del fracaso de su autonombramiento como Emperador; de su posible enemistad con los invitados a su frustrada fiesta; de que sería el hazmerreír de los habitantes del territorio; de tener de amigo sólo a un miserable sátiro, etc. Luego de bajar del cerro, Beatriz se internó en un pintoresco valle. Mientras caminaba notó, preocupada, cómo el sol poco a poco se acercaba al horizonte. —¡Huy! —dijo—. ¡Cómo pasa el tiempo! Debo darme prisa.

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Y apuró el paso. Cruzó el valle y llegó a una explanada donde trató de orientarse. Mientras estudiaba el lugar, de pronto sintió trepidar la tierra bajo sus pies, y al levantar la vista vio, acercándose a largas zancadas, a los dos cíclopes. —¡Ay! ¡Los cíclopes! —dijo aterrada—. ¡Los había olvidado! Y como no encontró nada mejor que hacer para escapar que usar el anillo y salir volando, se lo puso y esperó impacientemente los resultados. Notó un ligero mareo, después se sintió muy liviana y comenzó a elevarse. Se impulsó ligeramente con los pies y eso la ayudó a subir más todavía, alejándose de los cíclopes, quienes lanzaron manotazos al aire aunque sin ninguna posibilidad de alcanzarla. Desde arriba vio gran parte del territorio. No tardó en descubrir algunos lugares conocidos: el desierto donde tuviera el encuentro con el último genio; el sauce con la fuente del pez blanco, y el boldo desde cuyas raíces había surgido el primer genio. También vio varios ríos, algunos palacios y una gran cantidad de cosa extrañas. Siguió volando, impulsándose con suaves movimientos de brazos y piernas, realizando el trayecto de regreso.

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Repentinamente, cuando le faltaba poco para alcanzar el sitio donde se topara con la sílfide y la bruja, empezó a bajar sin que pudiera evitarlo. Sabiendo que el efecto del anillo estaba por concluir, escogió un lugar que le pareció seguro para el aterrizaje y trató de controlar el descenso. Cayó sobre un césped alto, que crecía en un suelo blando y húmedo. —Parece que desvié la ruta —se dijo Beatriz, levantándose—. Pero no estoy muy lejos del lugar en el cual se encuentra el columpio. Comprobó que el frasco con el brillo no se había quebrado y buscó algún sendero que le permitiera un avance más expedito. Los arbustos la rodeaban como si estuviera dentro de un inmenso cerco. —¡Vaya! —dijo—. Tendré que pasar por sobre estos matorrales. Y dio un paso adelante.

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PRISIONERA DEL HOMBRE-ÁRBOL

Cuando Beatriz tocó los primeros matorrales, de pronto éstos se movieron cerrándole el paso. Dio un salto atrás, asustada. Entonces, al fijarse mejor, descubrió que lo que en un principio había confundido con simples arbustos, eran, en realidad, los verdes cabellos de un ejército de enanos. Los enanos tenían los ojos grandes, cuerpos rechonchos y las piernas tan cortas que, en cualquier otra ocasión, Beatriz se hubiera reído preguntándose cómo hacían para caminar. Pero tenían una actitud belicosa, le cerraban el paso y blandían aguzadas ramas, lo que no hacía presagiar nada bueno. Uno de los enanos, que parecía ser el jefe, se acercó a Beatriz y le tiró el delantal. —¡Fulgor! —dijo el enano.

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—¿Qué? ¿Quieres el brillo? —preguntó Beatriz sorprendida—. ¿Es eso? —¡Fulgor! —repitió el enano, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza. —¡Jamás! —dijo Beatriz. Y empujó al pequeñín, botándolo y emprendiendo luego una vertiginosa carrera. Lo sorpresivo de su acción le permitió superar el cerco de enanos, ya que éstos tuvieron que apartarse con rapidez para evitar ser pisados. Pero pronto los hombrecillos se reagruparon y emprendieron la persecución. Y si bien Beatriz, motivada como estaba, corría de prisa, había que ver de lo que eran capaces las cortas piernas de los velludos enanos. Parecían hélices de avión por la velocidad con que se movían. Ya Beatriz se consideraba perdida, exhausta y con sus perseguidores pisándole los talones, cuando sintió quejidos detrás de ella y también ruido de cuerpos derrumbándose. Al mirar hacia atrás quedó estupefacta: cortándole el paso a los enanos se hallaba un vejete alto, flaco y de piernas arqueadas. Beatriz quedó muy impresionada con la aparición del vejete, al que parecía que se lo iba a llevar el viento por lo delgado que era. Derribaba a los enanos como si fueran frágiles palitroques o simples figuras de papel. Les

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apuntaba con una rama, la movía en círculos, y los enanos al instante caían y ya no volvían a pararse. Entre los enanos que se mantenían en pie se produjo un desbande total. El vejete dejó escapar una risa quejumbrosa. —¡Je-je-je-je-je!... Y después se dio vuelta hacia Beatriz y la apuntó con la rama. Beatriz tuvo la impresión de que algo muy malo iba a sucederle y decidió correr nuevamente. Pero las piernas se negaron a responderle y ni siquiera logró mover la cabeza. Lo único que podía hacer era pensar. El vejete se acercó a Beatriz, caminando dificultosamente, como renqueando. Era de una estatura cercana a los dos metros, de cuerpo parejo, muy seco y algo torcido, como si todo él no fuera más que un viejo tronco de acacia. Al fijarse mejor, Beatriz comprobó, horrorizada, que efectivamente era un tronco, y la rama —con la que había detenido a los enanos y la misma que usara para aletargarla a ella—, era una simple prolongación de su astilloso cuerpo. También notó que le costaba avanzar, pues tenía un pie más grande que el otro, y ambos eran raíces. Una vez que el hombre tronco estuvo junto a la niña, riendo, le dijo:

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—¡Je, je, je! Gracias a ti, niña, tendré mi recompensa. El Mago de los Espejos ofreció, a través de sus emisarios, los minotauros, nombrar su lugarteniente a quien te entregara antes de esta medianoche. Pero no te podré llevar, porque soy lento para caminar y el castillo del Mago queda lejos. Por eso te encerraré y esperaré a que él mismo venga a buscarte. Movió su brazo de rama, y Beatriz, que no podía hablar ni moverse por voluntad propia, comenzó a caminar como si de repente se hubiera transformado en una autómata. Frente a una gigantesca acacia, el hombre-árbol realizó un movimiento circular con el brazo y al momento en el tronco se abrió una puerta por la cual Beatriz se vio obligada a pasar. Después, el ser vegetal cerró la puerta por fuera y puso, para asegurarla, una gruesa tranca. Beatriz estuvo varios minutos sin poder moverse. Luego recuperó poco a poco sus facultades. Supuso que el hombre-árbol tenía cierto poder mágico que le permitía doblegar la voluntad de los seres vivientes. Aunque, por suerte, no había intentado quitarle el frasco con el brillo, que todavía conservaba en el bolsillo del delantal, y conjeturó que esto se debía simplemente a que con sus manos de ramas no podía asir ningún objeto. Cuando se recobró por completo, se dedicó a inspeccionar el lugar. Por algunos nudos del árbol se

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filtraban varios débiles rayos de luz y pudo ver lo siguiente: una mesa, una silla, una vasija de greda llena con agua, y una raída alfombra cubriendo el piso. Buscó, desesperada, algún punto por donde escapar, pero fue en vano, ya que el único sitio que servía a la vez de entrada y de salida era la puerta, y ésta, con la tranca puesta por fuera, no se podía abrir. Continuaron pasando los minutos y Beatriz se sintió perdida. La corteza del tronco era demasiado gruesa y dura para perforarla usando sólo las manos o una pata de la silla y, de intentarlo, tardaría horas, tiempo más que suficiente para quedar atrapada en aquel fabuloso mundo, quizás para siempre. Abatida, se derrumbó en la silla y tuvo ganas de llorar. Para hacer más aflictiva su situación, segundos más tarde escuchó afuera un monótono tamborileo. Respiró hondo y trató de serenarse. Se apoyó en el tronco y buscó un agujero por donde mirar. Vio al hombre-árbol golpeándose el pecho con sus manos de ramas y emitiendo, a través de su boca, un sonido semejante al redoble de un tambor. Desde la distancia, cuando cesaba a intervalos de golpear, se oía un redoble parecido. Beatriz supo que no tenía escapatoria y volvió a sentarse en la silla y, esta vez, sin poder contenerse, rompió a llorar.

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Justo en aquel momento, bajo sus pies, escuchó unos débiles ruidos. Prestó atención. Pensó que quizás era algún roedor o tal vez aves picoteando las raíces; pero luego el sonido se repitió y le pareció, ahora, que alguien golpeaba con una piedra un objeto metálico. Animada por una remota esperanza, corrió la mesa y la silla y apartó la alfombra. Apareció, en el piso de madera, una tapa cuadrada. Ahora los golpes arreciaban. Beatriz cogió la silla, por si tenía que defenderse, y esperó a que quien venía de abajo abriera la tapa. Esto no tardó en suceder.

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EL ENCUENTRO ENTRE BEATRIZ Y RAMIRO

Una vez que la puerta del piso se abrió por completo, apareció primero un mechón de cabello negro muy espeso y a continuación una cara redonda y sonrosada. —¡Ramiro! —exclamó Beatriz, al ver que quien llegaba era su hermano. Y, sin poder contenerse, lo abrazó eufórica. —¡Beatriz! —se alegró también Ramiro—. ¡Ay! ¡Si supieras! ¡He pasado un susto! Después de que tú te fuiste, como te demorabas, salí a buscarte, y al continuar por el sendero del centro descubrí unas mariposas enormes y al seguirlas caí a una quebrada. Luego me interné en una caverna muy oscura que me trajo hasta acá. ¿Dónde estamos? —No me creerías si te contara —contestó Beatriz—. Tenemos que salir rápidamente de este lugar o quedaremos atrapados aquí para siempre. —¡Atrapados! ¿Cómo? —¡Ay, Ramiro! No hagas tantas preguntas... —¿Pero encontraste a papá?

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—Sí, en cierto modo. —¿En cierto modo? ¿Qué quieres decir? ¿Lo encontraste o no? —Después te contaré. Ahora bajemos. Ramiro descendió primero y Beatriz se dedicó a poner en orden la silla, la mesa y la alfombra antes de cerrar la tapa desde abajo. Sonrió (aunque no era ocasión para hacerlo) al pensar en la cara de sorpresa que pondría el Mago de los Espejos cuando abriera la puerta y no la encontrara. Entre ambos empujaron el cerrojo y después caminaron por el pasillo subterráneo, mejor dicho corrieron. Una débil fosforescencia, proveniente de las murallas, les permitió avanzar sin problemas. —¿Y ahora, hacia dónde vamos? —preguntó Beatriz. —No sé —dijo Ramiro—. Hay demasiados túneles. La verdad es que yo antes estaba perdido. Ignoro el camino. —¿Y entonces? —¡Sigúeme y veré qué puedo hacer! Ramiro abrió la marcha y Beatriz fue tras él. Luego de una larga caminata se toparon con una pequeña abertura, arriba, que dejaba entrar algo de la claridad exterior. —¡Oh! ¡Qué bien! —exclamó Ramiro—. ¡Encontré la salida!

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—No perdamos más el tiempo —lo apuró Beatriz—. Salgamos. Los niños usaron a modo de peldaños algunas raíces y subieron con una agilidad admirable. Apartaron algunos arbustos y salieron. —¿Y ahora qué? —preguntó Beatriz—. Hemos llegado a un bosque. —Éste no era el lugar —dijo Ramiro. —Bueno, eso ya no importa —se resignó Beatriz—. Es tarde. Iremos hacia la izquierda y, con algo de suerte, en corto rato regresaremos a nuestro mundo. —¿A nuestro mundo? ¿Cómo? ¿Acaso no estamos en nuestro mundo? —Claro que no. Este es un mundo paralelo, fantástico, llamado Wexterfalia. —¿Qué dices? ¡No entiendo! —Ni hace falta que me entiendas. ¿Y Federico? —Él tomó por el sendero de la izquierda varios minutos después de que tú seguiste por el sendero de la derecha. Yo dormí una corta siesta y luego fui por el del medio. ¿Sabes? Quedé confundido con lo que dijiste antes. ¿Estás segura de que éste no es nuestro mundo? —Muy segura. Pero lo que me preocupa ahora es Federico. Si también vino hasta acá, entonces está en graves problemas.

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—No creo. Dijo que no se alejaría demasiado. Tal vez se perdió, como suele hacerlo —se burló Ramiro. Beatriz no le contestó. Sólo le dirigió una mirada dura y después echó a andar. Más adelante encontraron un sendero y lo siguieron. Avanzaron entre dos corridas de álamos, cruzaron un puente sobre un riachuelo, y en los linderos de un bosque, se detuvieron. —¡Qué fabuloso bosque! —dijo Ramiro. —¡Chis! ¡Silencio! —lo interrumpió Beatriz. —¿Qué? —preguntó Ramiro. —Escucho un rumor —dijo Beatriz—. Presta atención. Ramiro se quedó inmóvil y aguzó el oído. Entonces escuchó, proveniente del centro de la arboleda, un ruido como de caballos galopando. —¡Apartémonos del sendero! —se asustó Beatriz—. ¡Parece una estampida! —¡Ay, no! De nuevo correr —protestó Ramiro—. Me duelen las piernas y estoy entero acalambrado. Pero de todas formas corrió, siguiendo a Beatriz, quien ya se había ocultado entre los árboles. Desde el bosque salieron galopando unas extrañas criaturas. Tenían las cuatro extremidades y el cuerpo de caballo, y de donde debía surgir el cuello del animal arrancaban los torsos humanos, con sus respectivos brazos, hombros y cabezas. Eran seres majestuosos, de

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bellas formas y que avanzaban con tranco firme y elástico. Cruzaron el puente y continuaron por el sendero, haciendo vibrar la tierra con sus pezuñas y dejando en el aire una densa nube de polvo. —¡Centauros! —se asombró Beatriz. —¡Pero, hermana! —dijo Ramiro horrorizado—. ¿A qué terrible sitio hemos venido a parar? —¡Al más terrible de todos! —¡Ay, hermana! ¡Yo sólo quiero volver a casa! —Y yo también —dijo Beatriz—. Pero antes tenemos que encontrar la puerta que nos permita hacerlo. Bordearemos este bosque por si veo alguna señal que me sirva para orientarme. Bordearon el bosque y justo cuando superaban una suave hondonada, Beatriz, jubilosa , exclamó: —¡Allá! Pasando esas rocas está el árbol al pie del cual conocí a la bruja y a la sílfide. De las ramas colgaba un columpio. Acerquémonos para comprobarlo. Beatriz y Ramiro avanzaron rumbo al árbol y desde lejos vieron el columpio. —¡Lo sabía! —dijo Beatriz—. Ahora volveremos a casa. Pero no bien hubo dado un par de pasos, cuando una sombra cernióse sobre ella y sintió un ligero golpe en la espalda que la hizo caer.

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Aterrada, se cubrió la cabeza con ambas manos pensando que era atacada por un insecto gigante, por un ave de rapiña, o, lo que era peor, por una de las arpías.

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XIII DE REGRESO A ESTE MUNDO

Pero quien había derribado a Beatriz no era otra sino la síl-fide. —¡A callar! —dijo la sílfide—. ¡No hagan ruido! Tampoco se muevan. —¡Oh! —se maravilló Ramiro al ver a tan bella mujer. —¡Hola, sílfide! ¿Cómo estás? —la saludó Beatriz, levantándose y sacudiendo el polvo de su ropa. La sílfide indicó con un dedo en dirección al árbol en el cual estaba el columpio y, al fijarse mejor, ambos niños descubrieron, ocultas y blandiendo largas varas, a dos horrendas brujas. —¡Ay! ¿Pero qué son esas mujeres tan feas? —preguntó Ramiro sintiendo paralizaban los latidos del corazón. —¡Brujas! —le contestó la sílfide.

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que

se

le

—¿Y qué haremos para volver a nuestro mundo? — preguntó Beatriz preocupada—. Las brujas, con sus poderes, nos capturarán antes de que alcancemos la puerta entre las rocas. —Yo las distraeré —dijo la sílfide. Beatriz la miró agradecida. —¿Y tú luego cómo te salvarás? —Tengo mis propios métodos de defensa, niña. Despreocúpate. Es lo menos que puedo hacer por ti, ya que antes salvaste mi vida. —Gracias, sílfide. La sílfide cogió dos piedras del tamaño de una manzana y luego dijo: —Una vez que deje caer las piedras, ustedes corran hacia las rocas y no se detengan por nada. Y sin agregar palabra, alzó los brazos y se elevó como si de pronto se hubiera transformado en una liviana pompa de jabón. Voló directo hasta el árbol tras el cual estaban las brujas. Ramiro la miró boquiabierto. Las brujas, que se hallaban ocultas entre unos matorrales, no se percataron del acercamiento de la sílfide. Ella tomó la primera piedra y la dejó caer apuntando medio a medio a la cabeza de una de las mujeres. Sin esperar

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a ver el resultado, dejó caer la segunda. Ambas piedras alcanzaron su objetivo. —¡Ay! —¡Ayayay! Sin perder un segundo, Beatriz y Ramiro aprovecharon la confusión para correr hacia las rocas. Ya entre las rocas, Beatriz se sintió desconcertada. No existía la araucaria y tampoco ningún árbol ni objeto que se le asemejara. Hasta que, al continuar el avance, llevando de la mano a Ramiro, repentinamente todo alrededor de ellos se oscureció. —¿Vas bien? —le preguntó Beatriz a su hermano. —Sí —contestó Ramiro—. ¿Dónde estamos? —Creo que avanzamos por el interior de una araucaria —dijo Beatriz—. De ser cierto, al frente deberíamos encontrar una escala. Efectivamente, luego de unos pasos vacilantes se toparon con unos peldaños, que de inmediato subieron. Alcanzaron un sitio donde se veía un rayo de luz. —¡Es la salida! —dijo Beatriz alborozada. Terminaron de salir y se dejaron caer, exhaustos, sobre la húmeda hierba. Atrás vieron la puerta que les había servido para llegar hasta allí, exactamente en la base del tronco de la araucaria. Ramiro, receloso, preguntó: —¿Estás segura de que estamos en nuestro mundo y no en el otro?

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—Ya lo creo. Dime, ¿qué ves en las ramas de esos árboles? —Unos pájaros. Parecen jilgueros... —Sí, lo son. Y si te fijas bien verás que algo más allá hay chirigües y zorzales, y que acá, sobre la araucaria, descansa una lloica. Éste es nuestro mundo, porque en Wexterfalia no había pájaros. —Sí. Tienes razón. Yo tampoco vi pájaros. ¡Oh! ¡Mira! —se sorprendió Ramiro—. La puerta de la araucaria está desapareciendo. —¡Es verdad! —dijo Beatriz—. Aunque eso ahora poco importa. Debemos regresar donde Federico, que debe estar impaciente esperándonos. Nuestro viaje duró horas. Ramiro suspiró y aunque se encontraba completamente agotado y con hambre y sed, por esta vez no reclamó y siguió en silencio las indicaciones de su hermana. Cuando llegaron a la roca con forma de embudo no vieron a Federico. Beatriz, preocupada, señaló: —¿Dónde estará? —Quizás también entró al otro mundo y las brujas lo atraparon —opinó Ramiro. —¡Ay, no! —se desesperó Beatriz. La aflautada voz de Federico, proveniente de unos arbustos cercanos, les devolvió la tranquilidad. —¡Vaya! ¿Por qué demoraron tanto?

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—¡Hola, Federico! —dijo Ramiro, alegre—. Es que tuvimos muchas aventuras. Aventuras increíbles... —¡Ah! ¡Qué bien! —señaló Federico—. Porque lo que es yo, he estado aquí aburrido y con hambre y sed. Menos mal que recolecté algunas moras. ¿Quieren? A mí ya me aburrieron. —¡Sí! ¡Gracias! —dijo Ramiro, prácticamente arrebatando de las manos de su hermano las moras para luego devorárselas. Beatriz también comió, aunque con más mesura. —¡Regresemos! —dijo Beatriz entonces—. Tengo algo que hacer. Algo fundamental. Y, sin esperar a saber lo que opinaban sus hermanos, inició una presurosa marcha. La siguieron Federico y Ramiro comentando los fantásticos pormenores de la jornada.

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XIV EL FULGOR Y DON EVARISTO

Miles de estrellas empezaban a parpadear en el despejado cielo, cuando los tres niños avistaron la casa de doña Uberlinda. —Esperen aquí —dijo Beatriz a sus hermanos—. He de entregarle algo a doña Uberlinda. No tardaré. Beatriz se acercó a la puerta y golpeó. Como no obtuviera respuesta, la empujó y entró. Sintió el mismo agradable aroma a hierbas que en la mañana, aunque allí no había nadie. Sobre la mesa, junto a un jarrón con flores, encontró una nota. La tomó y salió de la casa para leer. El mensaje decía: Beatriz: Tu padre se agravó y tuvimos que trasladarlo a Rancún. Tú eres su única salvación. Si traes el brillo del alma, apresúrate en venir...

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Más abajo aparecía una dirección y al final la firma de doña Uberlinda. Beatriz sintió que de los nervios el corazón se le iba a salir por la boca. Corrió hacia donde estaban sus hermanos, que nada sabían de la extraña enfermedad de su padre, y les pidió que regresaran de inmediato a su casa y que aguardaran allí a que ella volviera. —¿Y tú, Beatriz, qué harás? —preguntó Federico. —Voy al pueblo —contestó Beatriz—. Doña Uberlinda escribió una nota diciendo que papá me espera allá. Beatriz dejó a sus hermanos y corrió rumbo al pueblo. Experimentaba una angustia tan opresiva que le afectaba por igual el estómago, la garganta y el pecho. No tardó en hallar la dirección que figuraba en el papel. Doña Uberlinda la aguardaba impaciente, paseándose con pasos cortos frente a la puerta. —¿Lo traes? —preguntó la señora apenas vio aparecer a la niña. Beatriz sofocada por la carrera, no respondió. Buscó en el bolsillo de su delantal y sacó el frasco. Doña Uberlinda lo tomó con manos trémulas. —Ojalá que no sea demasiado tarde —dijo la anciana. Y dio media vuelta y entró en la casa. Beatriz la siguió sin perderle pisada. En una sala pequeña, iluminada por una lámpara solitaria instalada en un rincón, se hallaba Evaristo

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tendido en una cama, y a su lado, preparando una inyección, se encontraba un joven de camisa blanca y pantalón gris que arrugaba el entrecejo a cada instante. También acompañaban al enfermo dos mujeres, el encargado de la oficina de Correos, y tres lugareños. —Quiero estar unos momentos a solas con don Evaristo —dijo doña Uberlinda—. Intentaré lo último. —Ya no hay nada más que hacer, señora —dijo el joven de camisa blanca, que era un médico recién egresado y que había sido destinado hacía poco para realizar su práctica profesional en Ran-cún—. Está agonizando. Le inyectaré un sedante y después lo dejaré en sus manos. Tal vez sería conveniente avisar a un sacerdote para que venga y le dé la extremaunción. —Esperemos —dijo doña Uberlinda. Una vez que el médico realizó su labor, abandonó la habitación y fue seguido por los demás presentes. Doña Uberlinda cerró la puerta y se acercó al yaciente. Le puso el frasco bajo la nariz y lo destapó. Beatriz dio un respingo al ver lo que ocurría. Del frasco recién abierto surgió una luz anaranjada muy potente, que rodeó la silueta del enfermo y después le penetró por la nariz. Entonces, en el cuerpo del cartero se produjo un portentoso cambio. El rostro, antes ceniciento, adquirió un color sonrosado, y en los labios entreabiertos se dibujó una

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leve sonrisa. Un instante después bostezó y, a continuación, movió una mano. Por último, abrió los ojos y preguntó: —¡Eh! ¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy? Parece que me desmayé. La cabeza me da vueltas y vueltas. Beatriz, emocionada, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Su padre siguió: —Fui a entregar una carta..., vi grandes mariposas..., pasé por una estrecha caverna..., me topé con un vejete pequeño que dijo llamarse Jerzy Korzeniowsky..., le entregué su carta..., de un frasco me hizo oler unos polvos de exquisito aroma..., después... ¡Oh! ¡Ése es el frasco! Evaristo indicó el frasco que doña Uber-linda mantenía en la mano. —¡Papá! —exclamó entonces Beatriz, sin poder contener un segundo más su alegría. Y se abalanzó hacia su padre, abrazándolo y besándolo al mismo tiempo. —No sabe cuánto me alegro de verlo recuperado — agregó. —¿Estuve enfermo? —preguntó Evaristo—. ¿De verdad lo estuve? Sí... Eso es... Cuando llegué al cerro Los Litres caí a una quebrada y me di un fuerte golpe en la cabeza. Pero ya estoy bien —agregó.

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—Esto te pertenece, niña —dijo la anciana, pasándole a Beatriz el frasco vacío—. Es un frasco muy extraño y que tiene la tapa de oro. —De ninguna manera, señora —dijo Beatriz—. Ahora es suyo. Y también es suya esta llave que me regaló una sílfide y que en aquel otro mundo servía para abrir cualquier cerradura. —¿De qué hablan? —preguntó Evaristo incorporándose. —Nosotras sabemos —dijo Beatriz, entregándole la llave a la señora—. Es largo de contar y muy difícil de creer. Doña Uberlinda le salvó a usted la vida. Lo acompañó en su gravedad anoche y hoy todo el día. —¿Estuve inconsciente desde ayer? —preguntó Evaristo. —Sí. Evaristo quedó tan confundido que no supo si agradecer las atenciones dispensadas por la anciana o bien guardar silencio. Y es que no podía entender cómo era que él había estado en peligro de muerte, si ahora, justo en aquel momento, se sentía tan bien de salud que lo único que deseaba era levantarse y volver a su casa cuanto antes. Al escuchar risas y ruido de conversaciones, el joven médico entró en la habitación y cuando vio a Evaristo, sentado en la cama, quedó tan impresionado que perma-

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neció durante varios segundos inmóvil, con la boca abierta y sin atinar a nada. —¡Es... es un milagro! —balbuceó cuando al fin pudo articular palabra—. Es... es... algo que no logro entender... Tomó el pulso del paciente, le auscultó el pecho, le revisó la boca y los ojos, comprobó la temperatura. Finalmente, atragantándose, dijo: —¡Sano! Está completamente sano. Es como si jamás hubiera estado enfermo. Pero deberá guardar cama y no hacer ningún movimiento brusco, al menos por esta noche, por si tiene alguna recaída. También debe ingerir mucho líquido. ¿Cómo lo hizo, señora? —¡Secretos de naturaleza! —dijo doña Uberlinda en forma enigmática—. Usted, joven, adquirió sus conocimientos estudiando y leyendo libros, y yo aprendí lo que sé observando a las personas y viviendo entre plantas y árboles. —¡Me voy a casa! —dijo Evaristo decidido—. No soporto un minuto más en este sitio. El médico ayudó al cartero a vestirse y después lo acompañó hasta la puerta. Quienes aguardaban quedaron estupefactos al ver salir a Evaristo. Todos esperaban un desenlace fatal, y la recuperación les pareció increíble. Evaristo conversó con los presentes y a todos les agradeció la compañía y también la preocupación demostrada.

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—Todavía no lo entiendo —dijo el médico—. Hace media hora usted agonizaba, sin posibilidad alguna de sobrevivir, y ahora está rebosante de salud... Todavía no lo entiendo —repitió. —¿Vamos? —preguntó Beatriz. —Lleven una lámpara —dijo el médico—. Está oscuro y corren el riesgo de tropezar con alguna piedra, chocar contra alguna rama o perderse. —¡No! ¡Qué va! —dijo Evaristo—. Hay luna llena y además conozco tan bien el camino que podría ir incluso con los ojos cerrados. Con Beatriz pasaremos a dejar a doña Uberlinda y después nos iremos directo a nuestra casa. Gracias por todo, médico, y adiós. Beatriz cogió a su padre de la mano y a doña Uberlinda de un brazo y echó a andar tarareando una canción. Atrás, rodeados de sombras, quedaron los lugareños y el médico. Este último tan confundido, que decidió releer sus mejores libros de medicina por si en uno de ellos encontraba alguna explicación lógica que le permitiera desentrañar aquel complicado misterio.

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TODO VUELVE A LA NORMALIDAD

Hacía un día agradable. El sol se elevaba majestuoso por sobre los picachos más altos de la cercana cordillera y bandadas de aves silvestres hendían el aire acompañando con trinos su colorido vuelo. Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Beatriz. Se levantó asustada, aún amodorrada, y fue a ver quién era. De pasada comprobó que sus hermanos todavía dormían. Los golpes en la puerta arreciaron. Antes de abrir, Beatriz recordó todo lo sucedido. Se sobresaltó. No llegaba a entender si su paso por Wexterfalia realmente se había producido o si todo era producto de un mal sueño. Recibió una grata sorpresa al ver quien llegaba. —¡Mamá! —dijo Beatriz. Y comprobó, al mirar la posición del sol, que ya era casi mediodía. La mujer entró en la casa recibiendo grandes muestras de cariño de su hija. La niña preguntó: —¿Cómo le fue, mamá?

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—Mejor de lo que esperaba —respondió la mujer—. Te contaré. Y le contó a Beatriz detalles de su viaje y también que su hermana ya se encontraba fuera de peligro y que vendría a visitarlos antes de un mes. —¡Ah, hija! —agregó luego la mujer—. Si supieras... ¡Los extrañé tanto! Menos mal que ustedes estuvieron aquí, tranquilos, en la casa. —No tan tranquilos —repuso Beatriz sonriendo. —¿Qué dices? —Que ahora ya no tiene nada de qué preocuparse — agregó Beatriz. —¿Y Federico y Ramiro, cómo están? ¿Y Evaristo? Hoy es lunes. ¿Fue a repartir cartas? Beatriz se acordó de su padre y sintió un desagradable vacío en el estómago. Sin decir palabra, corrió al cuarto donde éste dormía y lo halló vacío. Tampoco estaba el bolso de cuero en el cual acostumbraba a transportar las cartas, ni la ropa, ni el gorro de reserva. Suspiró aliviada. Regresó donde su madre y le dijo: —Parece que papá partió temprano a la oficina del correo. No lo sentí levantarse, porque anoche me acosté tarde y cansada, y hoy, cuando él salió, yo estaba profundamente dormida. —¡Ah!

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Beatriz suspiró aliviada sabiendo que todo había vuelto a la normalidad. Rato después, cuando Ramiro y Federico despertaron, saludaron a su madre y Ramiro se esforzó narrándole parte de sus fabulosas aventuras. Isidora en un principio lo escuchó extasiada, pero luego, como la historia era muy larga, además de truculenta y repetida, terminó por aburrirse. —Posees una gran imaginación —le dijo. —¡Pero si es verdad! —aseveró Ramiro—. Beatriz puede confirmarlo. Beatriz fue más comedida. Sabía por experiencia, que era muy difícil para su madre (lo mismo que para cualquier adulto) creer en los maravillosos acontecimientos que ellos habían vivido y por eso prefirió, para no embrollar más el asunto, guardar silencio. A primeras horas de la tarde regresó Evaristo. Lo hizo con su buen ánimo de costumbre. Saludó a su esposa e hijos y después se dedicó a comentar los principales sucesos del día. Cuando se hallaban todos alrededor de la mesa, listos para almorzar, Ramiro, haciéndose el importante, dijo: —Sé donde usted perdió su gorro, el principal, papá. Está en el fondo de una quebrada cerca del cerro Los Litres. Si usted quiere, uno de estos días lo acompaño y vamos a recuperarlo.

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—¿Y cómo lo sabes? —preguntó Evaristo extrañado. Ramiro de inmediato le respondió: —Es que como usted el sábado en la noche no regresó, me preocupé, y ayer, temprano, les pedí a Federico y a Beatriz que me acompañaran a buscarlo. Al llegar cerca del cerro Los Litres hice que ellos me esperaran y seguí sus huellas bajando hasta el fondo de una quebrada donde hallé su gorro, pero después lo perdí y... —¡Mentira! —dijo Federico—. Fue Beatriz quien sugirió ir a buscarlo. Ella visitó primero a doña Uberlinda para averiguar su paradero y después... —¿Qué pasa aquí? —se extrañó grandemente Isidora— . Me ausento un par de días y resulta que Evaristo no regresa una noche a casa, que Ramiro se empeña en contarme una fantástica historia de centauros y brujas, y que Federico realiza la caminata más larga de su vida. —Lo hice por papá —señaló Federico. —Yo también lo hice por papá —se vanaglorió Ramiro. Beatriz guardó silencio. —Mi historia es más simple —intervino Evaristo—. Salí a entregar una carta y al pasar cerca de una quebrada caí al fondo y me di un fuerte golpe en la cabeza. Sufrí algunas alucinaciones, pero de todos modos entregué la carta y entre mareos pude regresar, aunque me desmayé justo al pasar frente a la casa de doña Uberlinda. Ella me recogió y estuve inconsciente la noche del sábado y ayer la mayor

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parte del día. Cuando me recuperé encontré a Beatriz junto a mí, y al volver a casa, ya de noche, hallé a Ramiro y a Federico durmiendo. —¡Oh! —dijo Isidora. Y no pudo agregar nada más, pues quedó muy confundida. —Lo más importante —dijo Beatriz— es que papá ya está bien, que mamá regresó a casa, y que tenemos a toda la familia reunida. —Sabias palabras —dijo Evaristo. Y de pronto se acordó de un vejete pequeño, de pelo rojo y brillante traje de múltiples espejos, que lucía en una mano un extraño frasco que despedía un suave resplandor anaranjado. También se acordó del nombre del vejete: Jerzy Korzeniowsky. —No quiero —intervino Isidora—, al menos por ahora, que se hable más del asunto. Apenas terminemos de almorzar iremos a visitar a doña LJberlinda para agradecerle lo que hizo. —¡Ay, no! —dijo Ramiro. —Yo prefiero quedarme en casa —añadió Federico. Beatriz, alegre, señaló: —¡Yo sí iré, pues a doña Uberlinda le debemos la vida de papá! Evaristo movió la cabeza de un lado a otro, pensativo, y luego, elevando el tono de la voz, dijo:

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—Y todo por culpa de una simple carta con señas vagas del destinatario. Pero prometo, como que me llamo Evaristo, que la próxima vez que deba entregar una carta y ésta tenga la dirección incompleta, no me complicaré la existencia y la devolveré de inmediato a la oficina del correo. —Estoy de acuerdo —dijo Isidora. Claro que Evaristo sabía, a pesar de sus encendidas palabras, que como buen cartero que era, primero iba a agotar todas las posibilidades para efectuar la entrega, antes de pensar siquiera en la posible devolución de una carta que, quizás, era portadora de un mensaje de paz, amor o alegría para alguien que de verdad lo necesitaba.

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NOTA SOBRE EL AUTOR

JOSÉ LUIS CARRASCO BALMACEDA Nació en 1950, en Antofagasta y reside actualmente en la ciudad de Valparaíso. Egresó del Instituto Superior de Comercio de dicha ciudad tras obtener, con el primer lugar, el título de Agente Comercial y Viajante. Estudió tres años de Ingeniería Comercial en la Universidad Católica de Valparaíso y más tarde ingresó en el Curso Postal y Telegráfico con la intención de postular a la Empresa de Correos de Chile. Después de laborar un tiempo en Correos fue contratado en 1977 por la I. Municipalidad de Valparaíso para ocupar el cargo de Jefe de Patentes Comerciales, en donde se desempeña hasta hoy. A raíz de un accidente, comienza a escribir hacia fines de 1978. Participa en el Concurso Nacional de Cuentos Javiera Carrera con su primer cuento, "El Pingüino Nanú",

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y obtiene el máximo galardón. Posteriormente volvería a ser distinguido con el primer lugar en los Juegos Literarios Gabriela Mistral, convocado por la I. Municipalidad de Santiago, en esta oportunidad, con la novela Al acecho del cóndor. El éxito logrado en estos concursos fue un incentivo para que don José Luis continuara su incursión en el campo de las letras. Hasta ahora se ha hecho merecedor de casi un centenar de distinciones, muchas de ellas a nivel internacional. Algunos de los últimos premios obtenidos, por grado de importancia, son: 1992: Premio de la Crítica 1991, otorgado por el Círculo de Críticos de Arte de Valparaíso, en la especialidad de Literatura, por el cuento "La última bruja". 1992: Premio Pedro de Oña, en categoría Cuento Infantil (categoría y premio únicos), otorgado por la Corporación Cultural de Nuñoa, por el conjunto de cuentos titulado El gato aventurero. 1993: Premio Concurso Municipal de Literatura "Eusebio Lillo 1993", convocado por la I. Municipalidad de El Bosque, con el cuento "Cosas del mar", que fue incluido por dicha Municipalidad en diciembre de 1993 en el libro con distribución nacional que se tituló Cosas del mar y otros relatos. Entre sus publicaciones se encuentran: La última bruja, editada por Editorial Andrés Bello. Cuentos publicados en diversas antologías en Chile, Argentina y España.

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Último cuento publicado: "Nido", en el volumen 2 de los libros Cuentos de La Felguera, Ediciones Trea, Gijón, Asturias, España, en mayo de 1994. . Clasifica las siguientes oraciones en interrogativas o exclamativas. Las interrogativas subráyalas con rojo y las exclamativas con azul. 1. ¿Qué pasa, papá? 2. ¡Pero si es verdad! 3. ¡Pobre de mí! 4. ¿Y Federico y Ramiro, cómo están? 5. ¿Cómo pasaré al mundo de los seres fantásticos? 6. ¡Quiero el pez blanco que está en la fuente! 7. ¡Mentira! 8. ¿Y si no cumples? 9. ¿De qué me sirve todo eso estando prisionera? 10. ¡Qué vengativa y malvada eres! 18. Completa las siguientes oraciones con el pronombre personal que corresponda. 1 ____ realizó sus actividades como de costumbre. 2 ____ seré precavida. 3 ____ me ayudarás a salir. 4.____ terminaron de salir y se dejaron caer. 5 ____ iremos a visitar a doña Uberlinda. 6.____ esperabais un desenlace fatal. 19. Completa las siguientes oraciones con adjetivos calificativos.

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1.Beatriz era una __________ niña. 2.Los elfos son unos ___ duendecillos. 3.La Gorgona es una ______ mujer. 20. Clasifica los siguientes sustantivos en comunes o propios. Los comunes escríbelos con letra imprenta y los propios con letra manuscrita. 1.Evaristo 6. Beatriz 11. Jerzy 2.duende 7. túnel 12. enano 3.columpio 8. Ramiro 13. Rancún 4.Uberlinda 9. víbora 14. frasco 5.mariposa 10. Korzeniowsky 15. Federico 21. Identifica en las siguientes oraciones el sujeto y el predicado. 1.La sílfide cogió dos piedras del tamaño de una manzana. 2.Evaristo conversó con los presentes. 3.El sátiro miró con admiración a Beatriz. 4.Los tres hermanos iban a campo traviesa. 5.Beatriz hizo girar la manilla. 22. Busca el sinónimo de las siguientes palabras e inventa una oración relacionada con el contenido de la novela.

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1.jovial 2.entregar 3.desgracia 4.obeso 5.agotar

6.cauteloso 7.enfadado 8.agradable 9.sencillo 10. fantástico

23. Busca el significado de las siguientes palabras. Para facilitar la búsqueda, ordénalas primero por orden alfabético. 1.salvoconducto 7.trucul 11.rugoso 2.voluminoso ento 12.luminisce 3.ancestro nte 4.infusión 8.follaje 13.descomun 5.paraje 9.eludiral 14.obstinada 10. 6.hurgar migiratoria 15.grillete 16.Pídeles a tus amigos, familiares o compañeros de curso que te cuenten una historia donde participen seres fantásticos (por ej. duendes, brujas, centauros, sílfi-des, genios, etc.). 17.Escribe una noticia donde cuentes el final feliz de esta novela.

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