Donde Esta La Riqueza

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¿Dónde está la riqueza?

La revolución de los emprendedores peruanos

NANO GUERRA-GARCÍA

¿Dónde está la riqueza? La revolución de los emprendedores peruanos

NANO GUERRA-GARCÍA

¿Dónde está la riqueza? La revolución de los emprendedores peruanos

Índice

Presentación ................................................................

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Piura, Mercado El Anexo, 13 de noviembre de 2010 ............................................. 11 Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. ¿Dónde está la riqueza? La revolución de los emprendedores peruanos © 2010, Nano Guerra-García. © 2010, Editorial Planeta Perú S. A. Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú. www.editorialplaneta.com.pe Cuidado de edición: Mayte Mujica Corrección de estilo: Juan Carlos Bondy Diseño de cubierta: Martín Arias Diagramación: Daniel Torres Primera edición: noviembre de 2010 Tiraje: 10.000 ejemplares ISBN: 978-612-4070-16-7 ISBN: 978-879-3412-19-4 (formato e-book) Registro de Proyecto Editorial: 31501311000074 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2010-12942 Digitalizado y Distribuido por Saxo.com Perú S.A.C. www.saxo.com/es yopublico.saxo.com Telf: 51-1-221-9998 Dirección: Av. 2 de Mayo 534 Of. 304, Miraflores Lima-Perú Impreso en Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Chorrillos. Lima, Perú.

Capítulo 1 El escrito de Simón ....................................................... 13 Capítulo 2 Nuestro Silicon Valley .............................................. 31 Capítulo 3 Orden y seguridad: pretextos para atacarnos .............. 49 Capítulo 4 ¿Por qué pagamos impuestos? ................................... 93 Capítulo 5 El peor enemigo está dentro de uno .......................... 137 Capítulo 6 Enfrentando a los enemigos del carajo ...................... 165 Epílogo ....................................................................... 195

Índice

Presentación ................................................................

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Piura, Mercado El Anexo, 13 de noviembre de 2010 ............................................. 11 Capítulo 1 El escrito de Simón ....................................................... 13 Capítulo 2 Nuestro Silicon Valley .............................................. 31 Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. ¿Dónde está la riqueza? La revolución de los emprendedores peruanos © 2010, Nano Guerra-García. © 2010, Editorial Planeta Perú S. A. Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú. www.editorialplaneta.com.pe Cuidado de edición: Mayte Mujica Corrección de estilo: Juan Carlos Bondy Diseño de cubierta: Martín Arias Diagramación: Daniel Torres Primera edición: noviembre de 2010 Tiraje: 10.000 ejemplares ISBN: 978-612-4070-16-7 Registro de Proyecto Editorial: 31501311000074 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2010-12942 Impreso en Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Chorrillos. Lima, Perú.

Capítulo 3 Orden y seguridad: pretextos para atacarnos .............. 49 Capítulo 4 ¿Por qué pagamos impuestos? ................................... 93 Capítulo 5 El peor enemigo está dentro de uno .......................... 137 Capítulo 6 Enfrentando a los enemigos del carajo ...................... 165 Epílogo ....................................................................... 195

¿Dónde está la riqueza?

Presentación

Capaz se pregunta quién soy yo y la razón por la que hago esta presentación. Se la haré saber con la siguiente narración: El viernes 17 de abril del 2008 fui de viaje a la ciudad de Ilo desde Moquegua, a la oficina de radio Altamar. Entró también Hernando Guerra-García Campos. Lo reconocí, le pedí que se acercara, lo saludé, conversamos, lo entrevistó el periodista Ordóñez, salió y me invitó a su charla. Llegué al anfiteatro en la tarde y pude escuchar la disertación de Nano y la participación de Nicolasa. El lunes 25 de octubre de 2010, mi amigo Nano me pidió que hiciera esta presentación. Le respondí: «Así como digo en tu obra: “Será un honor”». Nací desmayado en la ciudad de Moquegua, pues tuve anoxia cerebral, es decir, le faltó oxigeno a mi cerebro, lo que me trajo como consecuencia una atrofia muscular. Estudié en la Escuela Ángela Barrios de Espinosa durante cinco años. Salí de ahí porque tardaba en escribir a causa de esa dolencia. En 1997, me dio parálisis facial. En 1998, el fallecimiento de mi madre me causó, como es de esperarse, un profundo y gran dolor. Lo único que me sacó de eso fue el gusto por el estudio. Al año siguiente de terminar mis estudios, viajé a la sierra para sanarme de la parálisis facial y la atrofia muscular. No pude curarme, pero me quedé cuidando el ganado de mi padre y aprendiendo su oficio de observador meteorológico. En 2002, escribí un cuento largo intitulado: «El niño excepcional que tuvo miedo a la muerte». Al siguiente año, trabajé en el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (Senamhi). En ese tiempo estudié también libros sobre psicología, éxito, literatura y otros temas. Nació en mi alma el deseado sueño de crear una gran empresa y ser un escritor. 7

¿Dónde está la riqueza?

Presentación

Capaz se pregunta quién soy yo y la razón por la que hago esta presentación. Se la haré saber con la siguiente narración: El viernes 17 de abril del 2008 fui de viaje a la ciudad de Ilo desde Moquegua, a la oficina de radio Altamar. Entró también Hernando Guerra-García Campos. Lo reconocí, le pedí que se acercara, lo saludé, conversamos, lo entrevistó el periodista Ordóñez, salió y me invitó a su charla. Llegué al anfiteatro en la tarde y pude escuchar la disertación de Nano y la participación de Nicolasa. El lunes 25 de octubre de 2010, mi amigo Nano me pidió que hiciera esta presentación. Le respondí: «Así como digo en tu obra: “Será un honor”». Nací desmayado en la ciudad de Moquegua, pues tuve anoxia cerebral, es decir, le faltó oxigeno a mi cerebro, lo que me trajo como consecuencia una atrofia muscular. Estudié en la Escuela Ángela Barrios de Espinosa durante cinco años. Salí de ahí porque tardaba en escribir a causa de esa dolencia. En 1997, me dio parálisis facial. En 1998, el fallecimiento de mi madre me causó, como es de esperarse, un profundo y gran dolor. Lo único que me sacó de eso fue el gusto por el estudio. Al año siguiente de terminar mis estudios, viajé a la sierra para sanarme de la parálisis facial y la atrofia muscular. No pude curarme, pero me quedé cuidando el ganado de mi padre y aprendiendo su oficio de observador meteorológico. En 2002, escribí un cuento largo intitulado: «El niño excepcional que tuvo miedo a la muerte». Al siguiente año, trabajé en el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú (Senamhi). En ese tiempo estudié también libros sobre psicología, éxito, literatura y otros temas. Nació en mi alma el deseado sueño de crear una gran empresa y ser un escritor. 7

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

En julio de 2007, dejé de laborar, pues anhelaba llegar a mis metas. Desde que volví a Moquegua, tuve muchos problemas familiares y me dio depresión nerviosa en varias ocasiones. Sin embargo, leyendo libros sobre psicología y éxito, pude vencer esta dolencia mental. Después, escribí obras literarias en las que expongo ideas positivas. Con algunas de mis obras he obtenido el reconocimiento del Instituto Nacional de Cultura (INC) en su filial de Moquegua. Ahora escribo obras literarias y actúo ¡para que sea mejor la humanidad!, ¡para realizarme en la vida!, ¡para ser feliz! y ¡lograr mis objetivos! Y tengo el honor de presentarle esta obra en la que Nano se enfrenta a la complicación para formalizar Somos Empresa cuando halla una ideología. El fondo de la obra comunica la ideología emprendedora, plantea y da las características de un gobierno emprendedor, a fin de solucionar los problemas económicos, morales, educativos y otros de la nación peruana. El mensaje es un planteamiento de cambio del hombre hacia el pensamiento emprendedor, para tener éxito en la globalización, en el negocio, entre otras cosas. Según mi opinión, el libro es superior a una novela, pues, mientras va desarrollando una historia ficticia combinada con algunos hechos reales, expone la ideología emprendedora. La palabra emprendedor está estrechamente ligada con la expresión francesa entrepreneur, que aparece a comienzos del siglo XVI. El término se extiende en el siguiente siglo a los constructores de obras. El emprendedor fue definido en 1732 en el Diccionario de autoridades como: «La persona que emprende y se determina a hacer y ejecutar con resolución y empeño, alguna operación considerable y ardua». En el siglo XVIII, Richard Cantillon introduce un nuevo significado: «Voluntad o capacidad de enfrentar la incertidumbre». Seguidamente, se generalizó el uso de la palabra emprendedor para designar a los que tomaban riesgos económicos. Jean-Baptiste Say ayudó bastante para su difusión. Ese concepto duró hasta el siglo XX. Con Joseph Schumpeter se renueva el significado, pues propone que el emprendedor es la capacidad de convertir innovaciones desde un invento a un producto práctico. Entonces, son emprendedores Robert Fulton, que innovó la navegación con el barco a vapor, o Walt Disney, que renovó los dibujos animados.

En el Perú, han habido varios promovedores del ideal emprendedor, y entre ellos está Nano Guerra-García Campos. Él ha ido encontrando en diversos espacios del Perú a los emprendedores o, como él los denomina, los héroes del carajo. Individuos que, en algunos casos, a pesar de los inconvenientes económicos, la falta de capital, los problemas que provocan algunas instituciones públicas, el tener un problema de salud o el no obtener el apoyo de instituciones gubernamentales, han ido creando negocios y empresas formales e informales, para vivir con mayor comodidad, para lograr sus objetivos y ser realizados. Tal vez usted es de las personas que piensan que, para crear una empresa o lograr un gran sueño, deben tener algunas cosas importantes y, como no las poseen, tienen una excusa para no tratar de lograrlas. Por ejemplo, dice: «No soy joven», pero Ray Kroc inició la cadena de hamburguesas cuando tenía cincuenta y dos años. Quizá piensa: «No soy adulto», pero Steve Jobs creó la empresa Apple cuando era joven. «No tengo capital», mas Walt Disney tuvo un negocio con casi nada de capital. «No tengo talento», pero el talento se puede mejorar, como lo hizo el futbolista Zinedine Zidane. «No tengo educación», sin darse cuenta de que Henry Ford desarrolló un auto sin haber acabado la secundaria. «No tengo salud», pero Ray Kroc labró McDonald’s cuando padecía artrosis y le habían amputado la vesícula biliar. «No tengo toda mi capacidad corporal», y sin embargo el genio Ludwig van Beethoven creó la sétima sinfonía cuando sufría de sordera. Hay que tener concentración, persistencia, valor, deseo y convicción para seguir un ideal, crear un negocio, hacer una empresa o crear una obra. El emprendedor es el que produce una obra o producto, o innova un objeto; el que halla las oportunidades para crear un negocio; el que se desarrolla en forma independiente y eficiente; el que está convencido de sus ideas y puede conseguir sus metas; el que desea sus sueños y lucha en medio de las complicaciones para lograrlos y aprende de sus equivocaciones. El emprendedor tiene motivación, dedicación, dinamismo, iniciativa, creatividad, optimismo, responsabilidad, valor, gusto por su labor, disposición para aprender, pragmatismo, ambición, competitividad, integridad, concentración, deseo, convicción y persistencia.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

En julio de 2007, dejé de laborar, pues anhelaba llegar a mis metas. Desde que volví a Moquegua, tuve muchos problemas familiares y me dio depresión nerviosa en varias ocasiones. Sin embargo, leyendo libros sobre psicología y éxito, pude vencer esta dolencia mental. Después, escribí obras literarias en las que expongo ideas positivas. Con algunas de mis obras he obtenido el reconocimiento del Instituto Nacional de Cultura (INC) en su filial de Moquegua. Ahora escribo obras literarias y actúo ¡para que sea mejor la humanidad!, ¡para realizarme en la vida!, ¡para ser feliz! y ¡lograr mis objetivos! Y tengo el honor de presentarle esta obra en la que Nano se enfrenta a la complicación para formalizar Somos Empresa cuando halla una ideología. El fondo de la obra comunica la ideología emprendedora, plantea y da las características de un gobierno emprendedor, a fin de solucionar los problemas económicos, morales, educativos y otros de la nación peruana. El mensaje es un planteamiento de cambio del hombre hacia el pensamiento emprendedor, para tener éxito en la globalización, en el negocio, entre otras cosas. Según mi opinión, el libro es superior a una novela, pues, mientras va desarrollando una historia ficticia combinada con algunos hechos reales, expone la ideología emprendedora. La palabra emprendedor está estrechamente ligada con la expresión francesa entrepreneur, que aparece a comienzos del siglo XVI. El término se extiende en el siguiente siglo a los constructores de obras. El emprendedor fue definido en 1732 en el Diccionario de autoridades como: «La persona que emprende y se determina a hacer y ejecutar con resolución y empeño, alguna operación considerable y ardua». En el siglo XVIII, Richard Cantillon introduce un nuevo significado: «Voluntad o capacidad de enfrentar la incertidumbre». Seguidamente, se generalizó el uso de la palabra emprendedor para designar a los que tomaban riesgos económicos. Jean-Baptiste Say ayudó bastante para su difusión. Ese concepto duró hasta el siglo XX. Con Joseph Schumpeter se renueva el significado, pues propone que el emprendedor es la capacidad de convertir innovaciones desde un invento a un producto práctico. Entonces, son emprendedores Robert Fulton, que innovó la navegación con el barco a vapor, o Walt Disney, que renovó los dibujos animados.

En el Perú, han habido varios promovedores del ideal emprendedor, y entre ellos está Nano Guerra-García Campos. Él ha ido encontrando en diversos espacios del Perú a los emprendedores o, como él los denomina, los héroes del carajo. Individuos que, en algunos casos, a pesar de los inconvenientes económicos, la falta de capital, los problemas que provocan algunas instituciones públicas, el tener un problema de salud o el no obtener el apoyo de instituciones gubernamentales, han ido creando negocios y empresas formales e informales, para vivir con mayor comodidad, para lograr sus objetivos y ser realizados. Tal vez usted es de las personas que piensan que, para crear una empresa o lograr un gran sueño, deben tener algunas cosas importantes y, como no las poseen, tienen una excusa para no tratar de lograrlas. Por ejemplo, dice: «No soy joven», pero Ray Kroc inició la cadena de hamburguesas cuando tenía cincuenta y dos años. Quizá piensa: «No soy adulto», pero Steve Jobs creó la empresa Apple cuando era joven. «No tengo capital», mas Walt Disney tuvo un negocio con casi nada de capital. «No tengo talento», pero el talento se puede mejorar, como lo hizo el futbolista Zinedine Zidane. «No tengo educación», sin darse cuenta de que Henry Ford desarrolló un auto sin haber acabado la secundaria. «No tengo salud», pero Ray Kroc labró McDonald’s cuando padecía artrosis y le habían amputado la vesícula biliar. «No tengo toda mi capacidad corporal», y sin embargo el genio Ludwig van Beethoven creó la sétima sinfonía cuando sufría de sordera. Hay que tener concentración, persistencia, valor, deseo y convicción para seguir un ideal, crear un negocio, hacer una empresa o crear una obra. El emprendedor es el que produce una obra o producto, o innova un objeto; el que halla las oportunidades para crear un negocio; el que se desarrolla en forma independiente y eficiente; el que está convencido de sus ideas y puede conseguir sus metas; el que desea sus sueños y lucha en medio de las complicaciones para lograrlos y aprende de sus equivocaciones. El emprendedor tiene motivación, dedicación, dinamismo, iniciativa, creatividad, optimismo, responsabilidad, valor, gusto por su labor, disposición para aprender, pragmatismo, ambición, competitividad, integridad, concentración, deseo, convicción y persistencia.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

En algunas estrofas de mi poema «Ser emprendedor», lo definí de esta forma:

Piura, Mercado El Anexo, 13 de noviembre de 2010

II Ser emprendedor es ponerse en acción para hacer realidad un sueño del corazón III Ser emprendedor es tener una estrella ideal en el cielo de tu razón sobrevolar hacia esta luz El emprendedor no es un ideal utópico salido de una mente fantasiosa. Al contrario, es un ideal práctico fundamentado en la realidad. Por eso, usted también puede ser emprendedor en este medio ambiente. No me ponga excusas como que es viejo o joven, o que no tiene capital. Ya ha leído cómo los hombres han salido adelante en circunstancias complicadas. Para comenzar, es importante tener una buena idea. Esa idea debe ser convertida en un objetivo que anhele alcanzar: póngase a volar para alcanzarlo. Debe proceder de esta forma ¡para vivir mejor!, ¡para lograr sus sueños!, ¡para ser feliz! y ¡para ser realizado! Jesús Escobar Moquegua, 2 de noviembre de 2010

10

Todos quedaron en silencio. Solo se escuchaba el aire cortado por un viejo ventilador de techo que refrescaba un poco ese sótano abarrotado de gente. Era noviembre y el calor ya se propagaba tan rápido como las noticias. Pedro se puso de pie y leyó con voz segura y su inconfundible dejo piurano el papel que cuidadosamente había desdoblado luego de sacarlo del bolsillo: —«Anoche el presidente de la República, doctor Alan García Pérez, dirigió un mensaje a la nación a través de una serie de televisoras nacionales. En él reconoció lo que llamó “el espíritu emprendedor de millones de peruanos esforzados” y anunció una serie de medidas, entre las que destacaba una rebaja de tres puntos del impuesto general a las ventas, licencias automáticas de funcionamiento, sanciones a las instituciones que impidieran el emprendimiento y otras medidas destinadas a mejorar la competitividad y el desarrollo empresarial de las grandes mayorías, a la vez que pidió el levantamiento de la gran huelga nacional iniciada hace una semana por millones de pequeños y medianos empresarios, a los que se sumaron estudiantes, grandes empresas, asociaciones comunales e inclusive sindicatos, como la Central única de Trabajadores del Perú. La huelga, como sabemos, comenzó hace exactamente siete días con una marcha en la que el Movimiento Radical Emprendedor lanzó la consigna de “brazos caídos y cero contribución”»... Pedro no pudo continuar, ya que los asistentes empezaron a aplaudir, interrumpiendo su lectura...

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

En algunas estrofas de mi poema «Ser emprendedor», lo definí de esta forma:

Piura, Mercado El Anexo, 13 de noviembre de 2010

II Ser emprendedor es ponerse en acción para hacer realidad un sueño del corazón III Ser emprendedor es tener una estrella ideal en el cielo de tu razón sobrevolar hacia esta luz El emprendedor no es un ideal utópico salido de una mente fantasiosa. Al contrario, es un ideal práctico fundamentado en la realidad. Por eso, usted también puede ser emprendedor en este medio ambiente. No me ponga excusas como que es viejo o joven, o que no tiene capital. Ya ha leído cómo los hombres han salido adelante en circunstancias complicadas. Para comenzar, es importante tener una buena idea. Esa idea debe ser convertida en un objetivo que anhele alcanzar: póngase a volar para alcanzarlo. Debe proceder de esta forma ¡para vivir mejor!, ¡para lograr sus sueños!, ¡para ser feliz! y ¡para ser realizado! Jesús Escobar Moquegua, 2 de noviembre de 2010

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Todos quedaron en silencio. Solo se escuchaba el aire cortado por un viejo ventilador de techo que refrescaba un poco ese sótano abarrotado de gente. Era noviembre y el calor ya se propagaba tan rápido como las noticias. Pedro se puso de pie y leyó con voz segura y su inconfundible dejo piurano el papel que cuidadosamente había desdoblado luego de sacarlo del bolsillo: —«Anoche el presidente de la República, doctor Alan García Pérez, dirigió un mensaje a la nación a través de una serie de televisoras nacionales. En él reconoció lo que llamó “el espíritu emprendedor de millones de peruanos esforzados” y anunció una serie de medidas, entre las que destacaba una rebaja de tres puntos del impuesto general a las ventas, licencias automáticas de funcionamiento, sanciones a las instituciones que impidieran el emprendimiento y otras medidas destinadas a mejorar la competitividad y el desarrollo empresarial de las grandes mayorías, a la vez que pidió el levantamiento de la gran huelga nacional iniciada hace una semana por millones de pequeños y medianos empresarios, a los que se sumaron estudiantes, grandes empresas, asociaciones comunales e inclusive sindicatos, como la Central única de Trabajadores del Perú. La huelga, como sabemos, comenzó hace exactamente siete días con una marcha en la que el Movimiento Radical Emprendedor lanzó la consigna de “brazos caídos y cero contribución”»... Pedro no pudo continuar, ya que los asistentes empezaron a aplaudir, interrumpiendo su lectura...

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Capítulo 1 El escrito de Simón

Capítulo 1 El escrito de Simón

¿Dónde está la riqueza?

Un año atrás. Noviembre de 2009

No tenía idea de que Simón volvería a guiar mi vida y que vendrían días tan intensos. Aquella noche yo estaba buscando el primer contrato de alquiler de mi oficina, donde funcionaba Somos Empresa S. A. C. Buscaba alguna cláusula que me permitiera anular el contrato si es que el señor Fernández, dueño del inmueble, no podía conseguir que la municipalidad le diera la autorización de alquilármela. Es que me estaban haciendo problemas con la licencia. El señor Fernández nos la alquiló porque la municipalidad había señalado que en esa zona sí podían haber oficinas. Sin embargo, sabe Dios por qué intereses o equivocaciones, el concejo distrital se retractó y dijo que esa zona tendría un tratamiento diferente que «aún no habían definido», pues debían coordinar con el concejo provincial. Y por esa razón yo estaba tratando de que mi arrendador protestara o reconociera que me alquiló algo sin autorización. Así como lo lee: un propietario no puede alquilar su propiedad a quien desee. Antes, el municipio debe decirle para qué la puede alquilar, aunque sea una empresa que no va a atender a gente y en la que trabajan menos personas de las que la ocuparían si fuese una vivienda. Nos olvidamos que hubo tiempos no tan lejanos en que no fue así, como cuando mi abuelo pudo alquilar una oficina en Pacasmayo para desempeñarse como abogado con un simple contrato entre él y el señor Del Río, abogado igual que él, en un acuerdo realizado solo bajo palabra y sellado con un almuerzo, un apretón de manos y sin la intervención de ningún funcionario municipal. Eran otras épocas: aún no se había desarrollado el Estado entrometido y tributarista que hoy quiere meterse en todo y cobrar por nada. Allí estaba yo, medio desesperado, pues tengo la manía de tener mi escritorio arreglado, sacando fólders, abriendo archivadores y separando sobres de manila con recortes y fotocopias de artículos 15

¿Dónde está la riqueza?

Un año atrás. Noviembre de 2009

No tenía idea de que Simón volvería a guiar mi vida y que vendrían días tan intensos. Aquella noche yo estaba buscando el primer contrato de alquiler de mi oficina, donde funcionaba Somos Empresa S. A. C. Buscaba alguna cláusula que me permitiera anular el contrato si es que el señor Fernández, dueño del inmueble, no podía conseguir que la municipalidad le diera la autorización de alquilármela. Es que me estaban haciendo problemas con la licencia. El señor Fernández nos la alquiló porque la municipalidad había señalado que en esa zona sí podían haber oficinas. Sin embargo, sabe Dios por qué intereses o equivocaciones, el concejo distrital se retractó y dijo que esa zona tendría un tratamiento diferente que «aún no habían definido», pues debían coordinar con el concejo provincial. Y por esa razón yo estaba tratando de que mi arrendador protestara o reconociera que me alquiló algo sin autorización. Así como lo lee: un propietario no puede alquilar su propiedad a quien desee. Antes, el municipio debe decirle para qué la puede alquilar, aunque sea una empresa que no va a atender a gente y en la que trabajan menos personas de las que la ocuparían si fuese una vivienda. Nos olvidamos que hubo tiempos no tan lejanos en que no fue así, como cuando mi abuelo pudo alquilar una oficina en Pacasmayo para desempeñarse como abogado con un simple contrato entre él y el señor Del Río, abogado igual que él, en un acuerdo realizado solo bajo palabra y sellado con un almuerzo, un apretón de manos y sin la intervención de ningún funcionario municipal. Eran otras épocas: aún no se había desarrollado el Estado entrometido y tributarista que hoy quiere meterse en todo y cobrar por nada. Allí estaba yo, medio desesperado, pues tengo la manía de tener mi escritorio arreglado, sacando fólders, abriendo archivadores y separando sobres de manila con recortes y fotocopias de artículos 15

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

que me interesaron. De pronto, un grupo de fólders amarrados con una pita vieja cayó a mis pies. Se había deslizado de mis manos entre una ruma de documentos antiguos. Allí en el suelo se veía el paquete rotulado con una frase escrita con plumón negro y grueso: La revolución de las hormigas. Y más abajo la inconfundible firma: Simón Oicsamoro Y. Yo había olvidado por completo ese documento. Es curioso, porque Simón influyó como un maestro en mi visión de los emprendedores del Perú y por eso escribí mi primer libro, en el que narro mi aprendizaje con él a través del contacto con diez empresarios o «héroes del carajo», como suelo denominarlos en nuestros programas de radio y televisión; pues son héroes los que combaten por la riqueza y no luchan contra la pobreza en nuestro país. Siempre he pensado en lo patéticos que son los títulos de los programas oficiales de nuestros gobiernos, que se denominan precisamente así: «Programas de lucha contra la pobreza». De allí hemos pasado a la lucha contra las drogas o la lucha contra la corrupción. ¿Por qué no existe la lucha por el desarrollo, la acción para la honestidad o la acción para una vida sana? Pues bien, allí estaba el documento o legajo de Simón, que comenté en el primer libro y que en algún momento quise estudiar más y hasta dedicarle algún artículo, algo que por cualquier motivo nunca pude hacer. Quizá al comienzo el documento me pareció algo denso, escrito con un lenguaje muy clásico o muy político, y en esos tiempos pensaba que ninguna acción de este tipo ayudaría a los emprendedores. O tal vez creí que se trataba de uno de esos desvaríos de algunos hombres que en la madurez de sus días empiezan a proponer reformas, y organizan idearios y movimientos llenos de frases y lugares comunes. Lo cierto es que La revolución de las hormigas había quedado a medio leer y en el olvido, hasta esa noche que regresó en medio de mi premura por defenderme de una cláusula municipal. Aterrizó a mis pies como una paloma mensajera herida, que deja su mensaje agotada pero cumpliendo con el destino. Sin embargo, debo decir también, en honor a la verdad, que tampoco me puse a leer el trabajo inmediatamente y que su lectura fue paulatina y de una revelación pausada, en medio de este nuevo descubrimiento que estaba por iniciar.

Recogí el documento del piso, lo desaté con cuidado y lo primero que noté fue que lo había guardado en desorden. Al dejarlo a medio leer, había entreverado las páginas, de modo que no tenía idea de dónde empezaba: tenía un prólogo que definitivamente debía ir primero, pero luego había una especie de listado programático y una serie de anexos que decían: «Estado emprendedor», «Economía emprendedora», «El hombre emprendedor», etcétera. El desorden empezaba a aburrirme nuevamente, hasta que un párrafo saltó a mis ojos: «Todos somos emprendedores y todos podemos ser más emprendedores. Esa es la forma de ser libres en este siglo. Esa es la verdadera trascendencia. No, no se trata de ser empresarios solamente: hay emprendedores sociales, del arte, hay emprendedores en las empresas laborando para otros y hay emprendedores en la ciencia y el mundo académico. Emprende y serás otro, serás mejor». Era una frase contundente, una frase que abría mis ojos más allá del mundo empresarial en el que estaba inmerso por esos días, una frase que me obligaba a extender mi mirada y mi mensaje, una frase de las que cambian las vidas. Simón me estaba diciendo que el pensamiento emprendedor se extendía más allá de fomentar emprendimientos empresariales y que incluía muchas facetas de los hombres en la sociedad, quizá todas las facetas o las más importantes o las más trascendentes. Durante siglos, los hombres han buscado ante todo ser libres, salir del esclavismo, expulsar a los tiranos, lograr su autonomía como sociedades o países. Esto ha marcado mucho más que los logros económicos y que el ansia de poder y conquista en la historia de la humanidad. «Libertad, libertad», fue el grito de los americanos ante España e Inglaterra, y uno de los lemas de la Revolución francesa. Luego se juntó al pan, a la tierra y a la patria. Sin embargo, los avances de las sociedades en estos aspectos no hicieron sino que nos diéramos cuenta de que estábamos muy lejos de ser libres. Logramos independencia como países, pero descubrimos que dependíamos de los dueños de las fábricas; conseguimos sacar a los dictadores, pero descubrimos la tiranía de depender de otros; acabamos con regímenes opresivos, pero descubrimos la tiranía del trabajo. Simplemente, nos dimos cuenta de que la cadena era más grande, pero que seguía cogiéndonos el tobillo.

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que me interesaron. De pronto, un grupo de fólders amarrados con una pita vieja cayó a mis pies. Se había deslizado de mis manos entre una ruma de documentos antiguos. Allí en el suelo se veía el paquete rotulado con una frase escrita con plumón negro y grueso: La revolución de las hormigas. Y más abajo la inconfundible firma: Simón Oicsamoro Y. Yo había olvidado por completo ese documento. Es curioso, porque Simón influyó como un maestro en mi visión de los emprendedores del Perú y por eso escribí mi primer libro, en el que narro mi aprendizaje con él a través del contacto con diez empresarios o «héroes del carajo», como suelo denominarlos en nuestros programas de radio y televisión; pues son héroes los que combaten por la riqueza y no luchan contra la pobreza en nuestro país. Siempre he pensado en lo patéticos que son los títulos de los programas oficiales de nuestros gobiernos, que se denominan precisamente así: «Programas de lucha contra la pobreza». De allí hemos pasado a la lucha contra las drogas o la lucha contra la corrupción. ¿Por qué no existe la lucha por el desarrollo, la acción para la honestidad o la acción para una vida sana? Pues bien, allí estaba el documento o legajo de Simón, que comenté en el primer libro y que en algún momento quise estudiar más y hasta dedicarle algún artículo, algo que por cualquier motivo nunca pude hacer. Quizá al comienzo el documento me pareció algo denso, escrito con un lenguaje muy clásico o muy político, y en esos tiempos pensaba que ninguna acción de este tipo ayudaría a los emprendedores. O tal vez creí que se trataba de uno de esos desvaríos de algunos hombres que en la madurez de sus días empiezan a proponer reformas, y organizan idearios y movimientos llenos de frases y lugares comunes. Lo cierto es que La revolución de las hormigas había quedado a medio leer y en el olvido, hasta esa noche que regresó en medio de mi premura por defenderme de una cláusula municipal. Aterrizó a mis pies como una paloma mensajera herida, que deja su mensaje agotada pero cumpliendo con el destino. Sin embargo, debo decir también, en honor a la verdad, que tampoco me puse a leer el trabajo inmediatamente y que su lectura fue paulatina y de una revelación pausada, en medio de este nuevo descubrimiento que estaba por iniciar.

Recogí el documento del piso, lo desaté con cuidado y lo primero que noté fue que lo había guardado en desorden. Al dejarlo a medio leer, había entreverado las páginas, de modo que no tenía idea de dónde empezaba: tenía un prólogo que definitivamente debía ir primero, pero luego había una especie de listado programático y una serie de anexos que decían: «Estado emprendedor», «Economía emprendedora», «El hombre emprendedor», etcétera. El desorden empezaba a aburrirme nuevamente, hasta que un párrafo saltó a mis ojos: «Todos somos emprendedores y todos podemos ser más emprendedores. Esa es la forma de ser libres en este siglo. Esa es la verdadera trascendencia. No, no se trata de ser empresarios solamente: hay emprendedores sociales, del arte, hay emprendedores en las empresas laborando para otros y hay emprendedores en la ciencia y el mundo académico. Emprende y serás otro, serás mejor». Era una frase contundente, una frase que abría mis ojos más allá del mundo empresarial en el que estaba inmerso por esos días, una frase que me obligaba a extender mi mirada y mi mensaje, una frase de las que cambian las vidas. Simón me estaba diciendo que el pensamiento emprendedor se extendía más allá de fomentar emprendimientos empresariales y que incluía muchas facetas de los hombres en la sociedad, quizá todas las facetas o las más importantes o las más trascendentes. Durante siglos, los hombres han buscado ante todo ser libres, salir del esclavismo, expulsar a los tiranos, lograr su autonomía como sociedades o países. Esto ha marcado mucho más que los logros económicos y que el ansia de poder y conquista en la historia de la humanidad. «Libertad, libertad», fue el grito de los americanos ante España e Inglaterra, y uno de los lemas de la Revolución francesa. Luego se juntó al pan, a la tierra y a la patria. Sin embargo, los avances de las sociedades en estos aspectos no hicieron sino que nos diéramos cuenta de que estábamos muy lejos de ser libres. Logramos independencia como países, pero descubrimos que dependíamos de los dueños de las fábricas; conseguimos sacar a los dictadores, pero descubrimos la tiranía de depender de otros; acabamos con regímenes opresivos, pero descubrimos la tiranía del trabajo. Simplemente, nos dimos cuenta de que la cadena era más grande, pero que seguía cogiéndonos el tobillo.

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¿Dónde está la riqueza?

consejo de un compadre, de los clientes. Esa es la escuela a la que yo debía de asistir. Cogí los papeles en el desorden en que nuevamente los había dejado y decidí ir tras los pasos de Simón. Ah, sí... Antes seguí buscando el contrato, hasta que lo encontré y guardé para continuar con mis trámites municipales.

Mucho tiempo se alabó el «trabajo» como si este nos hiciera libres, como si el derecho a tenerlo nos mejoraría, pero solo conseguimos el «derecho» a ser dependientes y a laborar por el sueño de otros, a cambio de un sueldo, jornal o explotación, como queramos llamarlo. Así se igualó la conquista del trabajo a la conquista de la libertad, y le dimos un valor similar cuando en muchos casos trabajar es precisamente no ejercer la libertad. Trabajar es hacer algo por cuenta de terceros, en relación de dependencia y de manera subordinada. ¡Nada más opuesto a la libertad! En este pensamiento se han basado muchas promesas políticas y muchos discursos bien intencionados y otros demagógicos. Tener trabajo, darle trabajo a la gente y lograr empleo en las cifras de la economía se convirtió en casi una obsesión de muchas generaciones. ¿Qué hace usted con un empleo sin futuro? ¿Qué obtiene de un empleo que no es para nada productivo? ¿No les conviene a varios que usted solo anhele ser trabajador y no dueño? Lo que decía Simón en esa pequeña frase tenía ahora mucho sentido para mí. Años después de haber recorrido nuestro país viendo el esfuerzo por una libertad diferente, por una libertad auténtica de los emprendedores, entendía la dimensión de estas palabras. Además de ser libres, los hombres han buscado trascender, ir más allá de nuestras cortas existencias, dejar un legado que le diga al mundo que aquí estuvimos. Eso es crear. Entonces, me hice una pregunta: ¿dónde había aprendido Simón todo lo que sabe? Si estaba claro que no pasó por la universidad y casi ni por el colegio, entonces había adquirido esa sabiduría para tener frases tan precisas y lógicas en algún lado o en varios. Un pensamiento no se hace en una lectura ni en la aceptación de un dogma. Un pensamiento se va decantando, se va elaborando como un buen vino o, mejor, como un buen café: gota a gota. En la vida de un ser humano, estas gotas no salen de un puñado de granos y de un solo recipiente, nacen de miles de contactos, de historias tristes y alegres, de conversaciones en una esquina descolorida, de lo que elabora nuestra mente mientras observamos a los demás. Es así como debió de aprender Simón, como lo hacen millones de emprendedores en el mundo que no tuvieron maestros y libros de consulta, que debieron apelar a su sentido común, a la intuición, al

¿Dónde empezar a encontrar los rastros de Simón? ¿Cómo iniciar su ruta de aprendizaje? Esa pregunta rondaba en esos días mi cabeza. Al día siguiente de encontrar el contrato y los escritos de Simón, llegué a nuestra oficina clandestina, pues así la llamaba. —Bueno, por lo menos sabemos que nuestro contrato no nos protege —dije. Entregué el documento a Héctor, nuestro administrador de la empresa de comunicaciones, encargado de producir nuestros eventos de motivación y coordinar la realización de actividades en todo el Perú para difundir el espíritu emprendedor. Héctor había estado dedicado los últimos dos meses casi por completo a conseguir nuestra bendita licencia de funcionamiento municipal. En esos días Héctor se había vuelto un experto en trámites municipales, al punto de decir que esa era su futura empresa (en Somos Empresa siempre estamos fomentando que todos nuestros colaboradores piensen cuál será su próximo negocio). Pero también se había vuelto un erudito en reconstruir la invasión municipal sobre nuestras vidas. Así, descubrió que la licencia de funcionamiento era válida solo para negocios que podían perturbar el orden con ruidos, emisiones o actividades complicadas, como fábricas, discotecas y grandes almacenes, pero que, poco a poco, se extendió a toda actividad, hasta llegar a señalar qué negocio se puede o no ubicar en una zona. Y luego averiguó que los municipios se inventaron un trámite por renovación de licencia municipal. «Simplemente decidieron que las licencias son válidas por un año —decía Héctor indignado—. Después de ese tiempo hay que sacar una nueva constancia».

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Los peruanos siempre detrás de un cebiche

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

consejo de un compadre, de los clientes. Esa es la escuela a la que yo debía de asistir. Cogí los papeles en el desorden en que nuevamente los había dejado y decidí ir tras los pasos de Simón. Ah, sí... Antes seguí buscando el contrato, hasta que lo encontré y guardé para continuar con mis trámites municipales.

Mucho tiempo se alabó el «trabajo» como si este nos hiciera libres, como si el derecho a tenerlo nos mejoraría, pero solo conseguimos el «derecho» a ser dependientes y a laborar por el sueño de otros, a cambio de un sueldo, jornal o explotación, como queramos llamarlo. Así se igualó la conquista del trabajo a la conquista de la libertad, y le dimos un valor similar cuando en muchos casos trabajar es precisamente no ejercer la libertad. Trabajar es hacer algo por cuenta de terceros, en relación de dependencia y de manera subordinada. ¡Nada más opuesto a la libertad! En este pensamiento se han basado muchas promesas políticas y muchos discursos bien intencionados y otros demagógicos. Tener trabajo, darle trabajo a la gente y lograr empleo en las cifras de la economía se convirtió en casi una obsesión de muchas generaciones. ¿Qué hace usted con un empleo sin futuro? ¿Qué obtiene de un empleo que no es para nada productivo? ¿No les conviene a varios que usted solo anhele ser trabajador y no dueño? Lo que decía Simón en esa pequeña frase tenía ahora mucho sentido para mí. Años después de haber recorrido nuestro país viendo el esfuerzo por una libertad diferente, por una libertad auténtica de los emprendedores, entendía la dimensión de estas palabras. Además de ser libres, los hombres han buscado trascender, ir más allá de nuestras cortas existencias, dejar un legado que le diga al mundo que aquí estuvimos. Eso es crear. Entonces, me hice una pregunta: ¿dónde había aprendido Simón todo lo que sabe? Si estaba claro que no pasó por la universidad y casi ni por el colegio, entonces había adquirido esa sabiduría para tener frases tan precisas y lógicas en algún lado o en varios. Un pensamiento no se hace en una lectura ni en la aceptación de un dogma. Un pensamiento se va decantando, se va elaborando como un buen vino o, mejor, como un buen café: gota a gota. En la vida de un ser humano, estas gotas no salen de un puñado de granos y de un solo recipiente, nacen de miles de contactos, de historias tristes y alegres, de conversaciones en una esquina descolorida, de lo que elabora nuestra mente mientras observamos a los demás. Es así como debió de aprender Simón, como lo hacen millones de emprendedores en el mundo que no tuvieron maestros y libros de consulta, que debieron apelar a su sentido común, a la intuición, al

¿Dónde empezar a encontrar los rastros de Simón? ¿Cómo iniciar su ruta de aprendizaje? Esa pregunta rondaba en esos días mi cabeza. Al día siguiente de encontrar el contrato y los escritos de Simón, llegué a nuestra oficina clandestina, pues así la llamaba. —Bueno, por lo menos sabemos que nuestro contrato no nos protege —dije. Entregué el documento a Héctor, nuestro administrador de la empresa de comunicaciones, encargado de producir nuestros eventos de motivación y coordinar la realización de actividades en todo el Perú para difundir el espíritu emprendedor. Héctor había estado dedicado los últimos dos meses casi por completo a conseguir nuestra bendita licencia de funcionamiento municipal. En esos días Héctor se había vuelto un experto en trámites municipales, al punto de decir que esa era su futura empresa (en Somos Empresa siempre estamos fomentando que todos nuestros colaboradores piensen cuál será su próximo negocio). Pero también se había vuelto un erudito en reconstruir la invasión municipal sobre nuestras vidas. Así, descubrió que la licencia de funcionamiento era válida solo para negocios que podían perturbar el orden con ruidos, emisiones o actividades complicadas, como fábricas, discotecas y grandes almacenes, pero que, poco a poco, se extendió a toda actividad, hasta llegar a señalar qué negocio se puede o no ubicar en una zona. Y luego averiguó que los municipios se inventaron un trámite por renovación de licencia municipal. «Simplemente decidieron que las licencias son válidas por un año —decía Héctor indignado—. Después de ese tiempo hay que sacar una nueva constancia».

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Los peruanos siempre detrás de un cebiche

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Entonces, Héctor me miró, alzó los ojos y casi suspirando mientras se acomodaba hacia atrás, como si se diera por vencido, dijo: —Perdí la apuesta. —Tú dirás dónde vamos a comer... Yo le había apostado un cebiche a que no podría arreglar en tres semanas lo de la licencia municipal. Y antes de que yo pudiese sugerir un sitio, dijo: —Vamos a Rosa Toro, donde comía tu amigo Simón. —¿Simón? ¿Él no comía cebiche con Sonia? —pregunté recordando claramente la visita que le hicimos a la más emblemática cebichera del Perú, cuando descubrí entre limones y mariscos que la calidad es como la cocina: la define el comensal o el cliente. —Bueno, bueno, no nos pongamos precisos. ¿O crees que Simón no comió cebiche en Rosa Toro? —replicó Héctor mientras lanzaba de nuevo su carcajada característica. Entonces lo vi claramente, encontré la respuesta que estaba buscando: ¡no se trataba de buscar pistas esta vez! Primero, porque ya no estaba Simón para guiarme en el descubrimiento de las claves para hacer empresa en nuestro país; y, luego, porque esta vez se trataría de una búsqueda intuitiva de los sitios que pudieron inspirarlo, de las zonas en las que adquirió sus ideas más importantes, de los clusters o zonas empresariales, donde probablemente fue delineando su pensamiento y filosofía. Yo lo había repetido cientos de veces en conferencias y en mi libro, y en una sección del programa de televisión donde hacemos breves intervenciones a negocios pequeños en las más diversas zonas y con las más elaboradas ideas: los negocios están en las calles. Esa era la universidad de Simón. Y yo también quería aprender. Emprendimos camino hacia la avenida Agustín de la Rosa Toro. El negocio en Rosa Toro se extiende en cuatro cuadras de la avenida, dos cuadras en cada uno de los distritos limítrofes. Allí, existen treinta y cinco cebicherías. Hoy los proveedores calculan que se venden mil cajas de cerveza por mes, ocho mil kilos de pescado, siete mil kilos de limón y cuatro mil kilos de cebolla. En el lugar trabajan más de quinientas personas, entre emprendedores, cocineros, mozos, personal de seguridad y administración. Todo sin ayuda del gobierno central y sobreviviendo a los ataques alternados de los municipios de San Borja y de San Luis. Eduardo no estaba cuando llegamos.

—Déjeme llamarlo —insistió el mozo, que nos conocía, porque algunas veces hemos utilizado su restaurante para hacer grabaciones del programa y otras veces he ido a clausurar cursos que hacíamos juntos entre nuestro Centro de Entrenamiento Empresarial y su Asociación de Cerveceros Artesanales (Eduardo tiene una agrupación que se dedica a la difusión de la elaboración de cervezas artesanales). Tal como hay en otros países, Eduardo trajo máquinas para elaborar cervezas en su cebichería y así tener un atractivo diferente, pero luego vio que podía fomentar que otros hicieran lo mismo, creando sus propias marcas con los nombres de los restaurantes y bares, y con sabores diferentes a los de las grandes marcas. De este modo, inició primero el trabajo de reclutar a los pocos que elaboraban sus propias cervezas, luego dio clases para la elaboración de esta bebida de manera artesanal y sin necesidad de maquinarias, y finalmente alquiló las suyas e hizo acuerdos con los fabricantes de maquinaria para hacer cerveza. Fue entonces que hicimos los cursos: él dictaba la parte técnica y yo explicaba el abecé de montar un negocio. Tuvimos varios cursos exitosos y nos tomamos varias cervezas de diferentes sabores. —Dice que no se vayan y que lo esperen —dijo el mozo mientras nos ponía a Héctor y a mí una cerveza espumosa de color rojizo, que nos miraba burbujeante. —Mira, Héctor, el cebiche es bueno —le dije—, pero no necesariamente extraordinario. ¿Qué es lo que te hará regresar a este local? —le pregunté como tomándole examen. Es un estilo algo profesoral que, creo, aprendí de mi padre. Cuando nos sentamos a la mesa, él hasta ahora nos hace una pregunta desafiante, nos cuestiona, nos hace ver el vacío de información que tenemos. Quizá es algo que obedece a su formación de investigador científico o de profesor universitario, pero lo cierto es que tengo amigos que no querían ir a mi casa a almorzar para no ser sometidos a las preguntas elaboradas de mi padre. —La cerveza —respondió Héctor, sin pensarlo dos veces, acostumbrado a mis encuestas en casi todo local comercial que visitamos. —Exactamente —le dije—. Eduardo buscó diferenciarse en una zona de muchísima competencia. Pudo escoger ser el de la mejor cocina o el del producto único, opción que uno puede tener en una

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Entonces, Héctor me miró, alzó los ojos y casi suspirando mientras se acomodaba hacia atrás, como si se diera por vencido, dijo: —Perdí la apuesta. —Tú dirás dónde vamos a comer... Yo le había apostado un cebiche a que no podría arreglar en tres semanas lo de la licencia municipal. Y antes de que yo pudiese sugerir un sitio, dijo: —Vamos a Rosa Toro, donde comía tu amigo Simón. —¿Simón? ¿Él no comía cebiche con Sonia? —pregunté recordando claramente la visita que le hicimos a la más emblemática cebichera del Perú, cuando descubrí entre limones y mariscos que la calidad es como la cocina: la define el comensal o el cliente. —Bueno, bueno, no nos pongamos precisos. ¿O crees que Simón no comió cebiche en Rosa Toro? —replicó Héctor mientras lanzaba de nuevo su carcajada característica. Entonces lo vi claramente, encontré la respuesta que estaba buscando: ¡no se trataba de buscar pistas esta vez! Primero, porque ya no estaba Simón para guiarme en el descubrimiento de las claves para hacer empresa en nuestro país; y, luego, porque esta vez se trataría de una búsqueda intuitiva de los sitios que pudieron inspirarlo, de las zonas en las que adquirió sus ideas más importantes, de los clusters o zonas empresariales, donde probablemente fue delineando su pensamiento y filosofía. Yo lo había repetido cientos de veces en conferencias y en mi libro, y en una sección del programa de televisión donde hacemos breves intervenciones a negocios pequeños en las más diversas zonas y con las más elaboradas ideas: los negocios están en las calles. Esa era la universidad de Simón. Y yo también quería aprender. Emprendimos camino hacia la avenida Agustín de la Rosa Toro. El negocio en Rosa Toro se extiende en cuatro cuadras de la avenida, dos cuadras en cada uno de los distritos limítrofes. Allí, existen treinta y cinco cebicherías. Hoy los proveedores calculan que se venden mil cajas de cerveza por mes, ocho mil kilos de pescado, siete mil kilos de limón y cuatro mil kilos de cebolla. En el lugar trabajan más de quinientas personas, entre emprendedores, cocineros, mozos, personal de seguridad y administración. Todo sin ayuda del gobierno central y sobreviviendo a los ataques alternados de los municipios de San Borja y de San Luis. Eduardo no estaba cuando llegamos.

—Déjeme llamarlo —insistió el mozo, que nos conocía, porque algunas veces hemos utilizado su restaurante para hacer grabaciones del programa y otras veces he ido a clausurar cursos que hacíamos juntos entre nuestro Centro de Entrenamiento Empresarial y su Asociación de Cerveceros Artesanales (Eduardo tiene una agrupación que se dedica a la difusión de la elaboración de cervezas artesanales). Tal como hay en otros países, Eduardo trajo máquinas para elaborar cervezas en su cebichería y así tener un atractivo diferente, pero luego vio que podía fomentar que otros hicieran lo mismo, creando sus propias marcas con los nombres de los restaurantes y bares, y con sabores diferentes a los de las grandes marcas. De este modo, inició primero el trabajo de reclutar a los pocos que elaboraban sus propias cervezas, luego dio clases para la elaboración de esta bebida de manera artesanal y sin necesidad de maquinarias, y finalmente alquiló las suyas e hizo acuerdos con los fabricantes de maquinaria para hacer cerveza. Fue entonces que hicimos los cursos: él dictaba la parte técnica y yo explicaba el abecé de montar un negocio. Tuvimos varios cursos exitosos y nos tomamos varias cervezas de diferentes sabores. —Dice que no se vayan y que lo esperen —dijo el mozo mientras nos ponía a Héctor y a mí una cerveza espumosa de color rojizo, que nos miraba burbujeante. —Mira, Héctor, el cebiche es bueno —le dije—, pero no necesariamente extraordinario. ¿Qué es lo que te hará regresar a este local? —le pregunté como tomándole examen. Es un estilo algo profesoral que, creo, aprendí de mi padre. Cuando nos sentamos a la mesa, él hasta ahora nos hace una pregunta desafiante, nos cuestiona, nos hace ver el vacío de información que tenemos. Quizá es algo que obedece a su formación de investigador científico o de profesor universitario, pero lo cierto es que tengo amigos que no querían ir a mi casa a almorzar para no ser sometidos a las preguntas elaboradas de mi padre. —La cerveza —respondió Héctor, sin pensarlo dos veces, acostumbrado a mis encuestas en casi todo local comercial que visitamos. —Exactamente —le dije—. Eduardo buscó diferenciarse en una zona de muchísima competencia. Pudo escoger ser el de la mejor cocina o el del producto único, opción que uno puede tener en una

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zona comercial, pero escogió un diferencial que acompaña el producto principal. Escogió diferenciarse por el complemento, y eso es algo que uno siempre puede hacer en aglomerados comerciales. Eduardo revisó sus fortalezas —seguí diciendo, mientras buscábamos ordenada y alternadamente más trozos de pescado, ahora debajo de la lechuga, al costado del choclo y junto al camotito. Una pregunta que uno debe hacerse si tiene un negocio en un sitio de mucha competencia es precisamente: ¿En qué soy bueno? ¿En qué tema puedo hacer una muralla para que otros no me copien? ¿Qué puedo hacer de diferente y único para que me recuerden y regresen? —El cebiche de Eduardo es bueno. A mí, en definitiva me gusta que sea bien servido y que tenga esta salsa, pero eso no lo hace memorable. Y esta palabra viene de memoria, de recuerdo —dije, abandonando la lucha del último trozo, que fue engullido por Héctor. Allí estaba el inicio de la diferenciación de Eduardo y la razón de empezar a crecer y distinguirse en este conglomerado: la cerveza. En su local, además del cebiche, que es fácil de encontrar aquí, tenía una diversión y una diversidad adicional, que harían una aventura llegar de visita. En los negocios, uno puede hacer varias apuestas. Entre ellas está la más peligrosa, que es centrarse en ser el más barato. Este es un error que cometen muchos que quieren hacer empresas en diferentes conglomerados. Llegan y dicen: «¡Vaya! ¡Cuánta competencia! ¿A ver? ¿Quién es el más barato? Ahhh, ya. Entonces yo pondré un precio por debajo para que el cliente entre a mi tienda, para que me elija». Y así sucede ciertamente un tiempo: los clientes entran, compran a un precio muy competitivo y luego quieren comprar todo a ese precio. Pero esto no permite tener calidad, tener empleados buenos, tener el local limpio y, de esta forma, el cliente se va y se cierra el negocio. Es un error elegir la estrategia de ser el más barato, y no al menos el de tener mejores costos. «Entre a la guerra de precios, que saldrá muerto». Esa es la peor de las estrategias para los negocios pequeños y para los emprendimientos en su fase inicial, ya que así estará subsidiando al consumidor. De hecho, no estará contando con muchos costos, porque quizá produce en su casa y no calcula la electricidad o el local. Es como si estuviera creando una burbuja alrededor de su negocio, que

no le permitirá crecer. Esto es algo que repito mucho en mis conferencias, porque lamentablemente es muy común y también una de las principales causas del cierre de una empresa. Eduardo, llevado por su pasión por la cerveza, encontró un diferencial que lo haría distinguirse en Rosa y Toro. Pero eso no sería todo: él vio un negocio que se desprendía de esta diferencia. Eso es lo que yo llamo crear tu propia industria. —¿Qué más? —dijo Héctor reclinándose ahora en la silla del restaurante. —¿Qué más? Pues mucho más —dije—. Este diferencial le permitió a Eduardo hacerse la pregunta de por qué otros restaurantes en esta zona, o en otras, no podían tener su propia cerveza y por qué él no podía enseñarles a elaborarla. Y entonces empezó el otro negocio: asesoría para elaboración de cerveza artesanal, e incluso ser proveedor de insumo y de maquinarias. Pensé que esta era una estrategia que había visto en otros casos en los que alguien encuentra su diferencia a partir de su pasión, exactamente por lo mismo por lo que entramos muchas veces al negocio, y cómo esto da inicio a un negocio que no teníamos en mente, que nos permite ser diferentes y estar protegidos de la gran competencia en las zonas comerciales. —¡Sigue tu pasión y crea un negocio dentro del negocio clásico! —dije. Héctor me miró, pero volvió su ataque sobre el plato, que yacía como un campo arrollado por un huracán. Cuando empezábamos a ver el juguito que quedaba y a buscar intuitivamente una cuchara alrededor para poder tomárnoslo, un plato repleto de chaufa de mariscos asomó por encima de nuestras cabezas y aterrizó como un helicóptero que salva refugiados. Era Eduardo. —¿Cómo están? —dijo con un tono calmo y pausado. No esperó nuestra respuesta y siguió hablando, porque es un hablador impenitente y también un escribidor de mails prolífico. Siempre está comentando sus proyectos, enviando comentarios, quejándose de los abusos de los municipios y levantando su voz por el pequeño gremio que representa. —Después de pelearme con el alcalde de San Borja, que quiere que todo esto sea zona residencial, ahora mi batalla es contra los

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zona comercial, pero escogió un diferencial que acompaña el producto principal. Escogió diferenciarse por el complemento, y eso es algo que uno siempre puede hacer en aglomerados comerciales. Eduardo revisó sus fortalezas —seguí diciendo, mientras buscábamos ordenada y alternadamente más trozos de pescado, ahora debajo de la lechuga, al costado del choclo y junto al camotito. Una pregunta que uno debe hacerse si tiene un negocio en un sitio de mucha competencia es precisamente: ¿En qué soy bueno? ¿En qué tema puedo hacer una muralla para que otros no me copien? ¿Qué puedo hacer de diferente y único para que me recuerden y regresen? —El cebiche de Eduardo es bueno. A mí, en definitiva me gusta que sea bien servido y que tenga esta salsa, pero eso no lo hace memorable. Y esta palabra viene de memoria, de recuerdo —dije, abandonando la lucha del último trozo, que fue engullido por Héctor. Allí estaba el inicio de la diferenciación de Eduardo y la razón de empezar a crecer y distinguirse en este conglomerado: la cerveza. En su local, además del cebiche, que es fácil de encontrar aquí, tenía una diversión y una diversidad adicional, que harían una aventura llegar de visita. En los negocios, uno puede hacer varias apuestas. Entre ellas está la más peligrosa, que es centrarse en ser el más barato. Este es un error que cometen muchos que quieren hacer empresas en diferentes conglomerados. Llegan y dicen: «¡Vaya! ¡Cuánta competencia! ¿A ver? ¿Quién es el más barato? Ahhh, ya. Entonces yo pondré un precio por debajo para que el cliente entre a mi tienda, para que me elija». Y así sucede ciertamente un tiempo: los clientes entran, compran a un precio muy competitivo y luego quieren comprar todo a ese precio. Pero esto no permite tener calidad, tener empleados buenos, tener el local limpio y, de esta forma, el cliente se va y se cierra el negocio. Es un error elegir la estrategia de ser el más barato, y no al menos el de tener mejores costos. «Entre a la guerra de precios, que saldrá muerto». Esa es la peor de las estrategias para los negocios pequeños y para los emprendimientos en su fase inicial, ya que así estará subsidiando al consumidor. De hecho, no estará contando con muchos costos, porque quizá produce en su casa y no calcula la electricidad o el local. Es como si estuviera creando una burbuja alrededor de su negocio, que

no le permitirá crecer. Esto es algo que repito mucho en mis conferencias, porque lamentablemente es muy común y también una de las principales causas del cierre de una empresa. Eduardo, llevado por su pasión por la cerveza, encontró un diferencial que lo haría distinguirse en Rosa y Toro. Pero eso no sería todo: él vio un negocio que se desprendía de esta diferencia. Eso es lo que yo llamo crear tu propia industria. —¿Qué más? —dijo Héctor reclinándose ahora en la silla del restaurante. —¿Qué más? Pues mucho más —dije—. Este diferencial le permitió a Eduardo hacerse la pregunta de por qué otros restaurantes en esta zona, o en otras, no podían tener su propia cerveza y por qué él no podía enseñarles a elaborarla. Y entonces empezó el otro negocio: asesoría para elaboración de cerveza artesanal, e incluso ser proveedor de insumo y de maquinarias. Pensé que esta era una estrategia que había visto en otros casos en los que alguien encuentra su diferencia a partir de su pasión, exactamente por lo mismo por lo que entramos muchas veces al negocio, y cómo esto da inicio a un negocio que no teníamos en mente, que nos permite ser diferentes y estar protegidos de la gran competencia en las zonas comerciales. —¡Sigue tu pasión y crea un negocio dentro del negocio clásico! —dije. Héctor me miró, pero volvió su ataque sobre el plato, que yacía como un campo arrollado por un huracán. Cuando empezábamos a ver el juguito que quedaba y a buscar intuitivamente una cuchara alrededor para poder tomárnoslo, un plato repleto de chaufa de mariscos asomó por encima de nuestras cabezas y aterrizó como un helicóptero que salva refugiados. Era Eduardo. —¿Cómo están? —dijo con un tono calmo y pausado. No esperó nuestra respuesta y siguió hablando, porque es un hablador impenitente y también un escribidor de mails prolífico. Siempre está comentando sus proyectos, enviando comentarios, quejándose de los abusos de los municipios y levantando su voz por el pequeño gremio que representa. —Después de pelearme con el alcalde de San Borja, que quiere que todo esto sea zona residencial, ahora mi batalla es contra los

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grandazos —dijo, dejando en suspenso la historia que nos iba a contar. —¿Qué pasa ahora? —Es una gran empresa cervecera. Imagínate, yo de ingenuo hasta les fui a pedir apoyo para la asociación, porque estaba difundiendo la cultura cervecera y porque he visto que en países como Argentina, durante el festival de la cerveza, las grandes marcas invitan a las chiquitas y las artesanales, e incluso en algunos casos hacen eventos juntos. Pero me han dado con la puerta en la cara. —¿Cómo así? —fue mi pregunta sorprendida e intrigada, pues jamás imaginé que alguna de las grandes empresas cerveceras se interesara en mirar siquiera el porcentaje de las ventas que representa la asociación de mi amigo Eduardo. Rápidamente, calculé que no llegaría siquiera al 0,25 por ciento del total del mercado. Quizá más eran las cortesías que ellos regalaban en eventos a sus colaboradores. «¿Puede ser tanta la codicia?», pensé, y me sentí como asustado por esa reflexión, ya que siempre he defendido la iniciativa privada, la libre competencia y el derecho a enriquecerse de todos. —Para empezar, no quieren dejarme vender sus cervezas en mi local. Dicen que, si hago mis cervezas, me voy a joder y no me dejarán nada a consignación. Pero allí no queda todo —prosiguió—. Me han impedido ingresar en el Oktoberfest. El Oktoberfest Perú es una fiesta que se hace en Lima alrededor de la cerveza, como un remedo de la clásica celebración alemana de ese mes. La voz de Eduardo se había casi apagado. Era un hombre siempre entusiasta y, por eso, esta historia me sublevó. Tenía su proyecto hotelero en Lunahuaná, había conseguido inclusive ser distribuidor en toda la zona de cervezas y gaseosas, y con esto había podido concebir proyectos más interesantes, como el de la asociación de cerveceros, que era un intento de fomentar algo que, le parecía a él, daba una nueva particularidad a algunos negocios. —Pero yo puedo llamar por teléfono a algún gerente de esa empresa o quizá a su oficina de Imagen Institucional —le dije, tratando de animarlo, pues creo que me dolía más a mí ver a este luchador entre golpes, intentando ponerse de pie nuevamente. —No se trata de eso. Yo avanzaré, haré de nuevo mis negocios —dijo, recobrando la energía de la que está hecho—. Lo que pasa,

Nano, es que se supone que son como nosotros: emprendedores, luchadores, gente que combate igual las estupideces de las leyes, de los políticos, de los municipios —remarcó, levantando ahora la voz, emocionado—. Se supone, además, que no competimos, o sea que estamos en el mismo bando. Pero, para sus gerentes, para sus marketeros, somos enemigos, somos parásitos que hay que sacar del camino. Eso es lo que me indigna —concluyó, dando un golpe fuerte en la mesa y haciendo saltar la espuma de las cervezas rojas que nos había vuelto a pedir—. Estos cabrones no me van a detener. Estos cabrones no me van a detener —repitió, ya ahora en voz baja, mirando su cerveza como un león que se calma luego de rugir.

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Crea tu competencia y sé audaz —¿Vamos a ver cómo está la zona? —le dije a Héctor antes de que abriera el carro. Disfruto más los recorridos sin cámara, cuando no estamos grabando el programa de televisión. Así tengo más tiempo para descubrir. Allí estaban los locales clásicos: El Molinero, que empezó, dicen, dando cebiche a los estudiantes de la Universidad Nacional Agraria La Molina, que quedaba no muy cerca, pero que terminaba siendo el local cebichero más cercano. Su distinción era quizá la calidad de su cebiche —basada en una selección escrupulosa del producto marino—, ser el primer local de la zona y, por lo tanto, uno de los sitios más emblemáticos allí. Luego pasamos por un local que se repetía en las dos siguientes cuadras, pero con números sucesivos: Jíbaro I, Jíbaro II y Jíbaro III. Esa es otra manera de hacer su propia industria. Si su local está lleno, no tiene por qué mandar a los clientes a la competencia: puede enviarlos a su otro local. El tema es lógico y ocurre mucho en las zonas comerciales. El lema es: «Si da para otros negocios, ¿por qué no puede dar para uno que sea de usted?». Luego pasaron los locales ofreciendo diferentes variaciones de lo mismo: pescados y mariscos en todas sus variedades: cebiches, tiraditos jugosos, arroces exuberantes y, de pronto, una enorme

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

grandazos —dijo, dejando en suspenso la historia que nos iba a contar. —¿Qué pasa ahora? —Es una gran empresa cervecera. Imagínate, yo de ingenuo hasta les fui a pedir apoyo para la asociación, porque estaba difundiendo la cultura cervecera y porque he visto que en países como Argentina, durante el festival de la cerveza, las grandes marcas invitan a las chiquitas y las artesanales, e incluso en algunos casos hacen eventos juntos. Pero me han dado con la puerta en la cara. —¿Cómo así? —fue mi pregunta sorprendida e intrigada, pues jamás imaginé que alguna de las grandes empresas cerveceras se interesara en mirar siquiera el porcentaje de las ventas que representa la asociación de mi amigo Eduardo. Rápidamente, calculé que no llegaría siquiera al 0,25 por ciento del total del mercado. Quizá más eran las cortesías que ellos regalaban en eventos a sus colaboradores. «¿Puede ser tanta la codicia?», pensé, y me sentí como asustado por esa reflexión, ya que siempre he defendido la iniciativa privada, la libre competencia y el derecho a enriquecerse de todos. —Para empezar, no quieren dejarme vender sus cervezas en mi local. Dicen que, si hago mis cervezas, me voy a joder y no me dejarán nada a consignación. Pero allí no queda todo —prosiguió—. Me han impedido ingresar en el Oktoberfest. El Oktoberfest Perú es una fiesta que se hace en Lima alrededor de la cerveza, como un remedo de la clásica celebración alemana de ese mes. La voz de Eduardo se había casi apagado. Era un hombre siempre entusiasta y, por eso, esta historia me sublevó. Tenía su proyecto hotelero en Lunahuaná, había conseguido inclusive ser distribuidor en toda la zona de cervezas y gaseosas, y con esto había podido concebir proyectos más interesantes, como el de la asociación de cerveceros, que era un intento de fomentar algo que, le parecía a él, daba una nueva particularidad a algunos negocios. —Pero yo puedo llamar por teléfono a algún gerente de esa empresa o quizá a su oficina de Imagen Institucional —le dije, tratando de animarlo, pues creo que me dolía más a mí ver a este luchador entre golpes, intentando ponerse de pie nuevamente. —No se trata de eso. Yo avanzaré, haré de nuevo mis negocios —dijo, recobrando la energía de la que está hecho—. Lo que pasa,

Nano, es que se supone que son como nosotros: emprendedores, luchadores, gente que combate igual las estupideces de las leyes, de los políticos, de los municipios —remarcó, levantando ahora la voz, emocionado—. Se supone, además, que no competimos, o sea que estamos en el mismo bando. Pero, para sus gerentes, para sus marketeros, somos enemigos, somos parásitos que hay que sacar del camino. Eso es lo que me indigna —concluyó, dando un golpe fuerte en la mesa y haciendo saltar la espuma de las cervezas rojas que nos había vuelto a pedir—. Estos cabrones no me van a detener. Estos cabrones no me van a detener —repitió, ya ahora en voz baja, mirando su cerveza como un león que se calma luego de rugir.

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Crea tu competencia y sé audaz —¿Vamos a ver cómo está la zona? —le dije a Héctor antes de que abriera el carro. Disfruto más los recorridos sin cámara, cuando no estamos grabando el programa de televisión. Así tengo más tiempo para descubrir. Allí estaban los locales clásicos: El Molinero, que empezó, dicen, dando cebiche a los estudiantes de la Universidad Nacional Agraria La Molina, que quedaba no muy cerca, pero que terminaba siendo el local cebichero más cercano. Su distinción era quizá la calidad de su cebiche —basada en una selección escrupulosa del producto marino—, ser el primer local de la zona y, por lo tanto, uno de los sitios más emblemáticos allí. Luego pasamos por un local que se repetía en las dos siguientes cuadras, pero con números sucesivos: Jíbaro I, Jíbaro II y Jíbaro III. Esa es otra manera de hacer su propia industria. Si su local está lleno, no tiene por qué mandar a los clientes a la competencia: puede enviarlos a su otro local. El tema es lógico y ocurre mucho en las zonas comerciales. El lema es: «Si da para otros negocios, ¿por qué no puede dar para uno que sea de usted?». Luego pasaron los locales ofreciendo diferentes variaciones de lo mismo: pescados y mariscos en todas sus variedades: cebiches, tiraditos jugosos, arroces exuberantes y, de pronto, una enorme

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

gigantografía con el retrato de un gran sándwich que parecía escapar del plato. ¿Puede alguien ser tan osado y poner un producto o servicio que rompa definitivamente con lo ofrecido en la zona? Pues, si lo sabe hacer, es una alternativa interesante que aprovecha la afluencia de público a la zona. La teoría es sencilla: si va una buena cantidad de glotones a comer cebiche, es probable que alguno vea su sitio. Y si no es esa vez, puede que regrese para probar sus productos. Eso sí, debe ofrecer algo original, como Pickles, con su enorme sándwich escapando de la foto. Entonces Héctor me miró con la cara que tienen los que comparten un vicio, con rostro de clandestinidad cómplice. Sí, era posible. Nos comeríamos un sándwich de esos, no lo podíamos dejar pasar. Una vez adentro, descubrimos que el atractivo era la espera lujuriosa de algo que todos sabían que no irían a terminar: un sándwich de dimensiones descomunales, acompañado de todo tipo de salsas y adicionales. Pero Héctor no estaba para el momento de la inauguración: había ido al baño. Iba a perder el play de honor con semejante plato, pues yo empezaría a comer ese sándwich sin él. Se lo perdió, pensé, y me dispuse a coger el sándwich, hasta que una voz me interrumpió: —He oído algo en el baño —era Héctor. —¿Qué oíste? —le dije, intrigado. Entonces puso cara de quien tiene información muy confidencial y dijo: —Creí que estaban hablando del programa o de nosotros, porque oí que un tipo decía algo de «los emprendedores». Paré la oreja, porque pensé que iban a rajar del programa. Pero no fue así, Nano, estaban comentando de la reunión cerrada para los emprendedores del movimiento. —¿Cómo? ¿Qué reunión cerrada? —le pregunté. —No sé. Solo dijeron: «Reunión cerrada de emprendedores». Así como lo escuchas —dijo, repitiendo las palabras en forma pausada y como si se dirigiera a un alumno un poco bruto. —¿Y no nos mencionaron, no tenía que ver con el programa? —repregunté—. ¿Y no escuchaste nada más? ¿Por qué «cerrada»? —seguí inquiriendo.

—Nano, si supiese, te lo hubiese dicho. Supongo que es cerrada para que no entren sapos, periodistas o curiosos como tú..., que eres las tres cosas, creo. Mi curiosidad se debía, más que a un exceso de vanidad, a una especie de orgullo que tenemos en el equipo. Y es que hace seis años, cuando iniciamos el proyecto de Somos Empresa, se usaba muy poco el término emprendedor y se tenía por costumbre más bien hablar de pequeños empresarios, de pymes o mypes o mipymes, lenguaje extraño y más bien lejano de lo que es el emprendimiento. ¿Por qué una reunión cerrada? ¿Era esta una organización que existía hace buen tiempo? ¿Cuál era el propósito de esta reunión? ¿Cuándo sería? Las preguntas se iban amontonando en mi cerebro, hasta que una voz me regresó a la realidad. —¿Pedimos factura? —era Héctor, que repasaba una papa frita por el plato. Luego emprendimos el camino de regreso. Ninguno de los dos habló. Era como si las palabras de Eduardo hubiesen vuelto a flotar en el aire. «¿Por qué? —me pregunté—. ¿Es que hemos olvidado los años del terrorismo y su propuesta contra el progreso y las empresas, o es que no entendimos que mucha de la rabia expresada en su protesta estaba basada precisamente en su reclamo contra una sociedad de pocos propietarios, de grandes diferencias y de estructuras que favorecían a muy pocos? Lo que deberían hacer las empresas y el gobierno es preocuparse por tejer una gran red empresarial, en la que la gran empresa comparta el crecimiento y la ganancia con la mediana, y esta a su vez con la pequeña empresa. Como se hace en Japón, al norte de Italia, en varios países de Europa y en buena parte de la economía norteamericana. Este es un esquema no solo más justo, sino más firme y de mayor sustento para el futuro de nuestro país. A veces pienso que el modelo desea que existan solo unas pocas empresas, unos cuantos propietarios y con muchos de nosotros siendo solamente simples trabajadores, obreros, dependientes que esperan el empleo y la seguridad de otros. Esto no solo es injusto y poco convincente como sistema, sino torpe y suicida, porque lleva a las mayorías a aborrecer la propiedad y la empresa. Pensé también que los fundadores de esas grandes empresas no se habrían comportado así, ya que ellos eran emprendedores que

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¿Dónde está la riqueza?

gigantografía con el retrato de un gran sándwich que parecía escapar del plato. ¿Puede alguien ser tan osado y poner un producto o servicio que rompa definitivamente con lo ofrecido en la zona? Pues, si lo sabe hacer, es una alternativa interesante que aprovecha la afluencia de público a la zona. La teoría es sencilla: si va una buena cantidad de glotones a comer cebiche, es probable que alguno vea su sitio. Y si no es esa vez, puede que regrese para probar sus productos. Eso sí, debe ofrecer algo original, como Pickles, con su enorme sándwich escapando de la foto. Entonces Héctor me miró con la cara que tienen los que comparten un vicio, con rostro de clandestinidad cómplice. Sí, era posible. Nos comeríamos un sándwich de esos, no lo podíamos dejar pasar. Una vez adentro, descubrimos que el atractivo era la espera lujuriosa de algo que todos sabían que no irían a terminar: un sándwich de dimensiones descomunales, acompañado de todo tipo de salsas y adicionales. Pero Héctor no estaba para el momento de la inauguración: había ido al baño. Iba a perder el play de honor con semejante plato, pues yo empezaría a comer ese sándwich sin él. Se lo perdió, pensé, y me dispuse a coger el sándwich, hasta que una voz me interrumpió: —He oído algo en el baño —era Héctor. —¿Qué oíste? —le dije, intrigado. Entonces puso cara de quien tiene información muy confidencial y dijo: —Creí que estaban hablando del programa o de nosotros, porque oí que un tipo decía algo de «los emprendedores». Paré la oreja, porque pensé que iban a rajar del programa. Pero no fue así, Nano, estaban comentando de la reunión cerrada para los emprendedores del movimiento. —¿Cómo? ¿Qué reunión cerrada? —le pregunté. —No sé. Solo dijeron: «Reunión cerrada de emprendedores». Así como lo escuchas —dijo, repitiendo las palabras en forma pausada y como si se dirigiera a un alumno un poco bruto. —¿Y no nos mencionaron, no tenía que ver con el programa? —repregunté—. ¿Y no escuchaste nada más? ¿Por qué «cerrada»? —seguí inquiriendo.

—Nano, si supiese, te lo hubiese dicho. Supongo que es cerrada para que no entren sapos, periodistas o curiosos como tú..., que eres las tres cosas, creo. Mi curiosidad se debía, más que a un exceso de vanidad, a una especie de orgullo que tenemos en el equipo. Y es que hace seis años, cuando iniciamos el proyecto de Somos Empresa, se usaba muy poco el término emprendedor y se tenía por costumbre más bien hablar de pequeños empresarios, de pymes o mypes o mipymes, lenguaje extraño y más bien lejano de lo que es el emprendimiento. ¿Por qué una reunión cerrada? ¿Era esta una organización que existía hace buen tiempo? ¿Cuál era el propósito de esta reunión? ¿Cuándo sería? Las preguntas se iban amontonando en mi cerebro, hasta que una voz me regresó a la realidad. —¿Pedimos factura? —era Héctor, que repasaba una papa frita por el plato. Luego emprendimos el camino de regreso. Ninguno de los dos habló. Era como si las palabras de Eduardo hubiesen vuelto a flotar en el aire. «¿Por qué? —me pregunté—. ¿Es que hemos olvidado los años del terrorismo y su propuesta contra el progreso y las empresas, o es que no entendimos que mucha de la rabia expresada en su protesta estaba basada precisamente en su reclamo contra una sociedad de pocos propietarios, de grandes diferencias y de estructuras que favorecían a muy pocos? Lo que deberían hacer las empresas y el gobierno es preocuparse por tejer una gran red empresarial, en la que la gran empresa comparta el crecimiento y la ganancia con la mediana, y esta a su vez con la pequeña empresa. Como se hace en Japón, al norte de Italia, en varios países de Europa y en buena parte de la economía norteamericana. Este es un esquema no solo más justo, sino más firme y de mayor sustento para el futuro de nuestro país. A veces pienso que el modelo desea que existan solo unas pocas empresas, unos cuantos propietarios y con muchos de nosotros siendo solamente simples trabajadores, obreros, dependientes que esperan el empleo y la seguridad de otros. Esto no solo es injusto y poco convincente como sistema, sino torpe y suicida, porque lleva a las mayorías a aborrecer la propiedad y la empresa. Pensé también que los fundadores de esas grandes empresas no se habrían comportado así, ya que ellos eran emprendedores que

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¿Dónde está la riqueza?

empezaron de la nada y que en muchos casos mantuvieron, más allá de los negocios, tratos y relaciones de aliados con sus pequeños negocios relacionados. Me imaginaba a Leopoldo Barton, a Calixto Romero, a don Erasmo Wong o a Vito Rodríguez Banda manteniendo relaciones duraderas, de crecimiento mutuo, de amistad, con sus proveedores y distribuidores. Pareciera que para los gerentes de muchas grandes empresas el espíritu emprendedor ha dado paso al espíritu leonino, a lograr que el bono sea más sustancioso y poder ir con la familia a Europa o comprar la casa de playa, aunque eso signifique habitar en un país cada vez más desigual, más resentido, más inviable, por la absoluta falta de responsabilidad empresarial (no responsabilidad social, como se dice ahora). Entonces comencé a ver una esquina conocida, una larga fila de árboles, un aviso de una nueva marca de lubricantes: estábamos llegando ya a la empresa y mi cerebro iba desconectándose de los pensamientos y conectándose a la realidad y a lo que deberíamos hacer en los siguientes minutos. Cuando detuvimos el carro frente a nuestro local, Cecilia, mi socia y gerenta general de Somos Empresa, estaba parada en el umbral, haciéndonos señas para que siguiéramos de largo, como quien bota a un vendedor insistente. —¿Nos está diciendo que nos vayamos? —dijo Héctor, extrañado. —Yo creo que sí, pero no entiendo... —alcancé a decir, al tiempo que noté que Héctor aceleró el carro y partió. —¿Qué haces? ¿Qué pasa? —pregunté intrigado y alarmado. —Es la Gerencia de Fiscalización de la municipalidad —dijo Héctor, como si mencionara a la Gestapo—. Reconocí al inspector que ha estado viniendo todos los días y que no quiere que funcionemos hasta que tengamos la licencia. Por eso, mejor demos una vuelta —dijo mientras enrumbaba hacia una avenida. Queríamos hacer empresa y parecía que estábamos en la mafia.

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Primera reflexión Al atardecer regresé a la soledad de mi escritorio. Necesitaba pensar o respirar y para eso funcionan nuestros lugares. Siempre he pensado que uno necesita tener un refugio en su vida. Recuerdo que, cuando era niño y vivíamos en nuestra pequeña casa de San Felipe, me gustaba meterme en un clóset con una lámpara o linterna, y refugiarme allí para pensar, para estar molesto, para leer un libro o para llorar. Esa noche buscaba lo mismo. Me senté en el viejo sillón que heredé de la casa de mi abuelo y cogí los escritos de Simón. Los fui pasando, pero casi sin mirarlos. Mi cabeza estaba buscando su espíritu, su conciencia, su reflexión. Me preguntaba qué diría él de nuestra experiencia en Rosa Toro. ¿Cuál sería su conclusión o juicio sobre este comportamiento de las grandes empresas? ¿Qué me hubiese comentado del negocio de Eduardo y de Pickles? ¿Qué reflexión tendría de este conglomerado? Pero entonces me di cuenta de que allí, frente a mis ojos, entre mis manos, estaba el legado de Simón: su pensamiento. Entonces empecé a revisar cada línea, a repasar las páginas y las ideas subrayadas como quien busca una cita en la Biblia. «Esto debe de tener un orden, una lógica», me dije, mientras intuitivamente buscaba entre las últimas páginas del legajo. Así encontré una especie de índice que iba del uno al ocho, donde enumeraba lo que él llamaba los enemigos del carajo. El tercero decía: «Creemos en la necesidad de un Estado emprendedor que no crea que la propiedad deba ser únicamente de la gran empresa y que haga empresarios a los ciudadanos que tienen propiedades pequeñas, y que estas, unidas, en vez de ser vendidas y/o dadas en concesión a la empresa grande, puedan ser asociadas con aquellas, o con el Estado mismo, de tal forma que permita al pequeño propietario comportarse como socio empresario». Imaginé la cara de Simón haciéndome un guiño y sonreí aliviado. Luego, debajo de esta cita y en un espacio en blanco, puse:

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¿Dónde está la riqueza?

empezaron de la nada y que en muchos casos mantuvieron, más allá de los negocios, tratos y relaciones de aliados con sus pequeños negocios relacionados. Me imaginaba a Leopoldo Barton, a Calixto Romero, a don Erasmo Wong o a Vito Rodríguez Banda manteniendo relaciones duraderas, de crecimiento mutuo, de amistad, con sus proveedores y distribuidores. Pareciera que para los gerentes de muchas grandes empresas el espíritu emprendedor ha dado paso al espíritu leonino, a lograr que el bono sea más sustancioso y poder ir con la familia a Europa o comprar la casa de playa, aunque eso signifique habitar en un país cada vez más desigual, más resentido, más inviable, por la absoluta falta de responsabilidad empresarial (no responsabilidad social, como se dice ahora). Entonces comencé a ver una esquina conocida, una larga fila de árboles, un aviso de una nueva marca de lubricantes: estábamos llegando ya a la empresa y mi cerebro iba desconectándose de los pensamientos y conectándose a la realidad y a lo que deberíamos hacer en los siguientes minutos. Cuando detuvimos el carro frente a nuestro local, Cecilia, mi socia y gerenta general de Somos Empresa, estaba parada en el umbral, haciéndonos señas para que siguiéramos de largo, como quien bota a un vendedor insistente. —¿Nos está diciendo que nos vayamos? —dijo Héctor, extrañado. —Yo creo que sí, pero no entiendo... —alcancé a decir, al tiempo que noté que Héctor aceleró el carro y partió. —¿Qué haces? ¿Qué pasa? —pregunté intrigado y alarmado. —Es la Gerencia de Fiscalización de la municipalidad —dijo Héctor, como si mencionara a la Gestapo—. Reconocí al inspector que ha estado viniendo todos los días y que no quiere que funcionemos hasta que tengamos la licencia. Por eso, mejor demos una vuelta —dijo mientras enrumbaba hacia una avenida. Queríamos hacer empresa y parecía que estábamos en la mafia.

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Primera reflexión Al atardecer regresé a la soledad de mi escritorio. Necesitaba pensar o respirar y para eso funcionan nuestros lugares. Siempre he pensado que uno necesita tener un refugio en su vida. Recuerdo que, cuando era niño y vivíamos en nuestra pequeña casa de San Felipe, me gustaba meterme en un clóset con una lámpara o linterna, y refugiarme allí para pensar, para estar molesto, para leer un libro o para llorar. Esa noche buscaba lo mismo. Me senté en el viejo sillón que heredé de la casa de mi abuelo y cogí los escritos de Simón. Los fui pasando, pero casi sin mirarlos. Mi cabeza estaba buscando su espíritu, su conciencia, su reflexión. Me preguntaba qué diría él de nuestra experiencia en Rosa Toro. ¿Cuál sería su conclusión o juicio sobre este comportamiento de las grandes empresas? ¿Qué me hubiese comentado del negocio de Eduardo y de Pickles? ¿Qué reflexión tendría de este conglomerado? Pero entonces me di cuenta de que allí, frente a mis ojos, entre mis manos, estaba el legado de Simón: su pensamiento. Entonces empecé a revisar cada línea, a repasar las páginas y las ideas subrayadas como quien busca una cita en la Biblia. «Esto debe de tener un orden, una lógica», me dije, mientras intuitivamente buscaba entre las últimas páginas del legajo. Así encontré una especie de índice que iba del uno al ocho, donde enumeraba lo que él llamaba los enemigos del carajo. El tercero decía: «Creemos en la necesidad de un Estado emprendedor que no crea que la propiedad deba ser únicamente de la gran empresa y que haga empresarios a los ciudadanos que tienen propiedades pequeñas, y que estas, unidas, en vez de ser vendidas y/o dadas en concesión a la empresa grande, puedan ser asociadas con aquellas, o con el Estado mismo, de tal forma que permita al pequeño propietario comportarse como socio empresario». Imaginé la cara de Simón haciéndome un guiño y sonreí aliviado. Luego, debajo de esta cita y en un espacio en blanco, puse:

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Aprendizaje

En una zona de negocios, uno puede ser el que crea un producto complementario, es decir, quien añade valor a los productos tradicionales y clásicos de un cluster, tal como lo hizo Eduardo al crear una cerveza propia. Esto dará una diferenciación a tu local o a tu fábrica y podrá permitirte atraer un cliente diferente; pero también se puede ser tan audaz de crear un producto contradictorio para la zona, como las carnes del Pickles en un lugar de pescados. Aquí estarás apostando por extenderte en los gustos del consumidor. Apostando a ofrecerle un servicio o producto que por extensión debe coincidir con sus gustos.

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Capítulo 2 Nuestro Silicon Valley

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Aprendizaje

En una zona de negocios, uno puede ser el que crea un producto complementario, es decir, quien añade valor a los productos tradicionales y clásicos de un cluster, tal como lo hizo Eduardo al crear una cerveza propia. Esto dará una diferenciación a tu local o a tu fábrica y podrá permitirte atraer un cliente diferente; pero también se puede ser tan audaz de crear un producto contradictorio para la zona, como las carnes del Pickles en un lugar de pescados. Aquí estarás apostando por extenderte en los gustos del consumidor. Apostando a ofrecerle un servicio o producto que por extensión debe coincidir con sus gustos.

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Capítulo 2 Nuestro Silicon Valley

¿Dónde está la riqueza?

«El meteoro de la posmodernidad, la nueva globalización y la sociedad del conocimiento nos han alcanzado, y amenazan con desaparecernos como si fuésemos dinosaurios. Más que una época de cambios, estamos asistiendo a un cambio de época»... Las palabras escritas por Simón parecían calzar con la conversación que ese día había tenido con mi padre. Esa tarde, un mes después de mi incursión a Rosa Toro, y semanas antes de Navidad, fui a visitar a mi padre. Para variar, los temas del diálogo fluyeron entre sus tres favoritos: ciencia, salud y universidad. Esa vez le había tocado a la ciencia. —¿Sabes que el Perú tiene veinte veces menos físicos que Chile, y que nuestro presupuesto para ciencia y tecnología está entre los más bajos de la región? —me preguntó sin esperar respuesta—. Tú que buscas el desarrollo empresarial, hijo —me increpó con el tono reflexivo de siempre—, debes saber que es imposible competir si no tenemos nuestro propio desarrollo tecnológico. Hizo hincapié en la última palabra. —¿Pero podríamos competir copiando, como lo hicieron Japón y Corea? —le retruqué—. Ellos decidieron copiar y mira ahora lo que producen. Incluso China... —Lo que pasa es que, para copiar, necesitas científicos que comprendan lo que adaptas y tecnología para desarrollar. ¿O crees que vas a sacar fotocopias a los productos? Me quedé en silencio. —Mira, hasta para eso hay que tomar una decisión política, hay que definir en qué queremos especializarnos —continuó con un tono más vehemente—. Corea escogió primero la petroquímica y luego la tecnología electrónica; Singapur, la microtecnología; Chile, la agroindustria y la forestación. ¿Y nosotros qué? ¿Los casinos 33

¿Dónde está la riqueza?

«El meteoro de la posmodernidad, la nueva globalización y la sociedad del conocimiento nos han alcanzado, y amenazan con desaparecernos como si fuésemos dinosaurios. Más que una época de cambios, estamos asistiendo a un cambio de época»... Las palabras escritas por Simón parecían calzar con la conversación que ese día había tenido con mi padre. Esa tarde, un mes después de mi incursión a Rosa Toro, y semanas antes de Navidad, fui a visitar a mi padre. Para variar, los temas del diálogo fluyeron entre sus tres favoritos: ciencia, salud y universidad. Esa vez le había tocado a la ciencia. —¿Sabes que el Perú tiene veinte veces menos físicos que Chile, y que nuestro presupuesto para ciencia y tecnología está entre los más bajos de la región? —me preguntó sin esperar respuesta—. Tú que buscas el desarrollo empresarial, hijo —me increpó con el tono reflexivo de siempre—, debes saber que es imposible competir si no tenemos nuestro propio desarrollo tecnológico. Hizo hincapié en la última palabra. —¿Pero podríamos competir copiando, como lo hicieron Japón y Corea? —le retruqué—. Ellos decidieron copiar y mira ahora lo que producen. Incluso China... —Lo que pasa es que, para copiar, necesitas científicos que comprendan lo que adaptas y tecnología para desarrollar. ¿O crees que vas a sacar fotocopias a los productos? Me quedé en silencio. —Mira, hasta para eso hay que tomar una decisión política, hay que definir en qué queremos especializarnos —continuó con un tono más vehemente—. Corea escogió primero la petroquímica y luego la tecnología electrónica; Singapur, la microtecnología; Chile, la agroindustria y la forestación. ¿Y nosotros qué? ¿Los casinos 33

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

que dejó Fujimori? ¿Las grandes empresas de extracción de materia prima? «Cierto —pensé—. Habría que hacer un capítulo de Somos Empresa sobre nuestras posibilidades tecnológicas». Mi cabeza repasaba rápidamente dónde estaría nuestra zona comercial dedicada a este tema. ¿Cerca de las universidades? No había nada sino fotocopiadoras y restaurantes de menús. ¿En algún parque industrial? Apenas merecían ese nombre el de Villa El Salvador, que tenía poca tecnología y mucha confección y producción, y el de Infantas, muy ligado a la metalmecánica. ¿Investigación agraria? Quizá la zona cercana a la Universidad Nacional Agraria La Molina. —Papá, papá —me interrumpió en los pensamientos mi hija María Paula. Llevaba en la mano un cartucho de la impresora de la computadora que por enésima vez se había gastado en poco más de una semana. —No. ¿De nuevo a comprar? —le dije con tono de derrota, pues habíamos comprado estos cartuchos cada quince días en los últimos dos meses—. ¿Es que no hay cartuchos más baratos y que duren más? —pregunté en tono de lamento. —Bueno, en el callejón Diagon —me dijo María Paula, a la vez que regresaba nuevamente a jugar con su hermana en la computadora. «¿Callejón Diagon?», me pregunté, y al segundo recordé que, cuando era más pequeña y leíamos juntos los libros de Harry Potter, la había llevado un día a comprar unos videojuegos piratas (debo admitirlo) a la avenida Inca Garcilaso de la Vega, conocida popularmente por su antiguo nombre, avenida Wilson. Entonces entramos a pasadizos enredados en las galerías, pasamos por puestos pequeñísimos y fuimos guiados por un vendedor, de una manera tan misteriosa para obtener nuestros productos clandestinos que María Paula dijo: «Papito, creo que este es el callejón Diagon», haciendo alusión al mercado alucinado, fantástico y secreto donde Harry Potter adquiere su escoba y su varita mágica en el primer libro de la saga. —¡Wilson, es a Wilson adonde tengo que ir! Haríamos un programa sobre Wilson como emporio de los sistemas y la tecnología de información en el Perú. «Y sería un sitio que Simón visitaría», me dije, como remarcando la decisión.

Un origen de imprentas e institutos Al día siguiente llamé a Gloria, productora de los programas de televisión de mi empresa, y le di el encargo de averiguar si era factible hacer un programa de la zona. Normalmente trabajamos así: alguien del equipo sugiere un tema del management, un tipo de negocio o un conglomerado, y entonces decidimos investigar. —¿Qué pasó con la inspección municipal del otro día? —le pregunté a Héctor antes de salir de la oficina. —Han retrocedido. Han venido y nos han dicho que sigamos nomás haciendo los cambios, y parece que nos darán la licencia a fin de mes —respondió en tono triunfante. —Celebraremos eso —dije. Después de tres meses en el corazón financiero del Perú, nuestra empresa dedicada a promover a las empresas recién podría operar con tranquilidad. El lunes siguiente, Gloria me informó en nuestra reunión semanal que las historias de Wilson funcionaban y que los datos que habíamos encontrado nos llevaban a un cluster muy interesante. En otras palabras, podíamos sacar un buen programa con nuestra visita a la zona. —Hay que tener claro el origen del cluster —dije. —Ya lo sabemos —respondió rápidamente Gloria—. Parece ser que hay opiniones divididas. Unos señalan que fue por la Sunat1 que se instaló allí, en el Centro Cívico, y así muchas imprentas comenzaron a ofrecer sus servicios para la impresión de las facturas. Luego se mudaron por allí, algunas ofrecieron servicios de diseño gráfico y jalaron a los servicios de copiado de programas. De pronto, estalló todo. —¿Y la otra teoría? —le pregunté curioso. —Ah, esa también es interesante. En Wilson hay academias preuniversitarias desde hace tiempo. Después se extendieron hacia la avenida Arequipa, como recordarás, porque hemos hecho un informe de las academias y universidades allá. Pues bien, parece que los chicos de academias de computación necesitaban proveedores de disquetes, luego de programas, luego de máquinas y así se inició el comercio de hardware y software en la zona —terminó Gloria,

1  Superintendencia Nacional de Administración Tributaria.

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que dejó Fujimori? ¿Las grandes empresas de extracción de materia prima? «Cierto —pensé—. Habría que hacer un capítulo de Somos Empresa sobre nuestras posibilidades tecnológicas». Mi cabeza repasaba rápidamente dónde estaría nuestra zona comercial dedicada a este tema. ¿Cerca de las universidades? No había nada sino fotocopiadoras y restaurantes de menús. ¿En algún parque industrial? Apenas merecían ese nombre el de Villa El Salvador, que tenía poca tecnología y mucha confección y producción, y el de Infantas, muy ligado a la metalmecánica. ¿Investigación agraria? Quizá la zona cercana a la Universidad Nacional Agraria La Molina. —Papá, papá —me interrumpió en los pensamientos mi hija María Paula. Llevaba en la mano un cartucho de la impresora de la computadora que por enésima vez se había gastado en poco más de una semana. —No. ¿De nuevo a comprar? —le dije con tono de derrota, pues habíamos comprado estos cartuchos cada quince días en los últimos dos meses—. ¿Es que no hay cartuchos más baratos y que duren más? —pregunté en tono de lamento. —Bueno, en el callejón Diagon —me dijo María Paula, a la vez que regresaba nuevamente a jugar con su hermana en la computadora. «¿Callejón Diagon?», me pregunté, y al segundo recordé que, cuando era más pequeña y leíamos juntos los libros de Harry Potter, la había llevado un día a comprar unos videojuegos piratas (debo admitirlo) a la avenida Inca Garcilaso de la Vega, conocida popularmente por su antiguo nombre, avenida Wilson. Entonces entramos a pasadizos enredados en las galerías, pasamos por puestos pequeñísimos y fuimos guiados por un vendedor, de una manera tan misteriosa para obtener nuestros productos clandestinos que María Paula dijo: «Papito, creo que este es el callejón Diagon», haciendo alusión al mercado alucinado, fantástico y secreto donde Harry Potter adquiere su escoba y su varita mágica en el primer libro de la saga. —¡Wilson, es a Wilson adonde tengo que ir! Haríamos un programa sobre Wilson como emporio de los sistemas y la tecnología de información en el Perú. «Y sería un sitio que Simón visitaría», me dije, como remarcando la decisión.

Un origen de imprentas e institutos Al día siguiente llamé a Gloria, productora de los programas de televisión de mi empresa, y le di el encargo de averiguar si era factible hacer un programa de la zona. Normalmente trabajamos así: alguien del equipo sugiere un tema del management, un tipo de negocio o un conglomerado, y entonces decidimos investigar. —¿Qué pasó con la inspección municipal del otro día? —le pregunté a Héctor antes de salir de la oficina. —Han retrocedido. Han venido y nos han dicho que sigamos nomás haciendo los cambios, y parece que nos darán la licencia a fin de mes —respondió en tono triunfante. —Celebraremos eso —dije. Después de tres meses en el corazón financiero del Perú, nuestra empresa dedicada a promover a las empresas recién podría operar con tranquilidad. El lunes siguiente, Gloria me informó en nuestra reunión semanal que las historias de Wilson funcionaban y que los datos que habíamos encontrado nos llevaban a un cluster muy interesante. En otras palabras, podíamos sacar un buen programa con nuestra visita a la zona. —Hay que tener claro el origen del cluster —dije. —Ya lo sabemos —respondió rápidamente Gloria—. Parece ser que hay opiniones divididas. Unos señalan que fue por la Sunat1 que se instaló allí, en el Centro Cívico, y así muchas imprentas comenzaron a ofrecer sus servicios para la impresión de las facturas. Luego se mudaron por allí, algunas ofrecieron servicios de diseño gráfico y jalaron a los servicios de copiado de programas. De pronto, estalló todo. —¿Y la otra teoría? —le pregunté curioso. —Ah, esa también es interesante. En Wilson hay academias preuniversitarias desde hace tiempo. Después se extendieron hacia la avenida Arequipa, como recordarás, porque hemos hecho un informe de las academias y universidades allá. Pues bien, parece que los chicos de academias de computación necesitaban proveedores de disquetes, luego de programas, luego de máquinas y así se inició el comercio de hardware y software en la zona —terminó Gloria,

1  Superintendencia Nacional de Administración Tributaria.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Esa mañana llegamos con hambre, pues no habíamos tenido tiempo siquiera para desayunar. Entramos por una paralela a Wilson, lo que yo

llamo las calles colaterales de un cluster, las que siempre nos dicen mucho de lo que sucede en la zona. Es como la cocina de los restaurantes, la trastienda de un negocio o lo que sucede detrás de las bambalinas del teatro. Allí está el secreto y el movimiento del comercio del lugar. Y así fue. Justo unos metros antes de la entrada posterior a la Galería Garcilaso, emblemático centro comercial desarrollado sobre lo que fue un hotel, se encontraba una gorda mujer abrigada de manera inusual para ser noviembre. Estaba vendiendo desayunos: pan con aceituna, pan con palta, pan con tortilla, té y café. Esa era su oferta matutina. Muchos jóvenes, sobre todo chicas veinteañeras, se detenían un rato a comprar su desayuno y a conversar coquetamente con los pocos hombres que trabajaban en la zona. Se veían esforzadas, entusiasmadas, arregladas, con los cabellos repeinados, oliendo a champú recién aplicado y a colonia. ¿En cuántas empresas se esfuerzan por obligar al personal a llegar aseados, a arreglarse y a que sonrían ante los clientes? Sin embargo, aquí el tema parecía muy natural. La motivación parecía no tener que inducirse; más bien afloraba. «¿Por qué?», me pregunté mientras me acercaba al puesto de la señora que, entusiasta, abría panes y los rellenaba de huevos fritos, de generosas porciones de palta o de brillantes aceitunas. Luego, curioso, me detuve a escuchar sus conversaciones y me di cuenta de que estaba ante una legión de emprendedoras. Todas eran socias de un puesto o trabajaban en uno para después tener su propio negocio. Allí no había excepción: todas eran emprendedoras entrenándose, todas estaban practicando para tener su negocio. Casi quedé paralizado escuchando sus conversaciones, sus sueños, los retos de más ventas que se planteaban. En Wilson no se respiraba el ambiente de trabajadores criticando su centro laboral, odiando a su empleador, detestando a la empresa en la que trabajan. Eran intraemprendedoras, que intercambiaban conocimientos, experiencias, que hablaban del reto que les esperaba en la jornada, que se retaban a ver quién atraía más clientes, quién vendía más. —Nano, ¿avanzamos para grabar o vas a comprar algo? —era la voz de Gloria con tono casi de gendarme que me obligaba a despertar. —Ah, bueno..., sí..., eh... ¿Quién quiere comer algo? —dije, mientras me despertaba y ordenaba un pan con palta. Héctor, que había decidido acompañarnos manejando el carro, Francisco y el Gringo —nuestros camarógrafos— y hasta la misma

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orgullosa de tener una información importante aunque no certera sobre el caso. —Bien, ¿y emprendedores? —pregunté aún más entusiasmado. —Excelentes historias. La zona es realmente increíble y a la gente le gusta el programa. Inclusive quieren que hagas un evento allí. Gloria me miraba de reojo como para recoger mi entusiasmo. En muchos de los lugares a los que vamos, buscamos llegar con un evento de capacitación, de mejora de sus capacidades productivas y, sobre todo, de servicios. A continuación, buscamos auspiciadores que quieran relacionarse con los emprendedores de la zona y nos lanzamos a ubicar un auditorio o local donde podamos concentrarlos. De esta manera, iniciamos nuestra segunda evangelización. Ya no es animarlos a hacer empresa —porque lo han hecho por su cuenta y en contra de casi de todo—, sino entusiasmarlos por mejorar su servicio al cliente, hacerlos más competitivos y organizarlos para enfrentar la competencia enorme, que viene con ayuda municipal, permiso inmediato y hasta, a veces, beneficios tributarios. Por eso hacemos nuestros eventos. —Bien, empezamos el miércoles —dije. —No, Nano, el miércoles no tendremos todo listo, es muy pronto. Tendrá que ser el próximo lunes —dijo Gloria con tono de orden. ¿Puede alguien en una empresa darle órdenes a su presidente? Pues si uno trabaja en equipo, así debe ser. Si uno dirige un negocio, debe saber respetar la decisión de sus especialistas o de los responsables de determinadas áreas. Muchas veces los emprendedores que han iniciado una organización creen que lo pueden todo y que saben más que ninguno. Entonces organizan equipos y dan responsabilidades, para luego pasar por encima de ellos, frustrando su trabajo y su organización, y causando un desalineamiento enorme. El jefe de un equipo es la máxima autoridad en él: respételo siempre. El programa se grabaría el lunes.

Copiar a los copiadores

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Esa mañana llegamos con hambre, pues no habíamos tenido tiempo siquiera para desayunar. Entramos por una paralela a Wilson, lo que yo

llamo las calles colaterales de un cluster, las que siempre nos dicen mucho de lo que sucede en la zona. Es como la cocina de los restaurantes, la trastienda de un negocio o lo que sucede detrás de las bambalinas del teatro. Allí está el secreto y el movimiento del comercio del lugar. Y así fue. Justo unos metros antes de la entrada posterior a la Galería Garcilaso, emblemático centro comercial desarrollado sobre lo que fue un hotel, se encontraba una gorda mujer abrigada de manera inusual para ser noviembre. Estaba vendiendo desayunos: pan con aceituna, pan con palta, pan con tortilla, té y café. Esa era su oferta matutina. Muchos jóvenes, sobre todo chicas veinteañeras, se detenían un rato a comprar su desayuno y a conversar coquetamente con los pocos hombres que trabajaban en la zona. Se veían esforzadas, entusiasmadas, arregladas, con los cabellos repeinados, oliendo a champú recién aplicado y a colonia. ¿En cuántas empresas se esfuerzan por obligar al personal a llegar aseados, a arreglarse y a que sonrían ante los clientes? Sin embargo, aquí el tema parecía muy natural. La motivación parecía no tener que inducirse; más bien afloraba. «¿Por qué?», me pregunté mientras me acercaba al puesto de la señora que, entusiasta, abría panes y los rellenaba de huevos fritos, de generosas porciones de palta o de brillantes aceitunas. Luego, curioso, me detuve a escuchar sus conversaciones y me di cuenta de que estaba ante una legión de emprendedoras. Todas eran socias de un puesto o trabajaban en uno para después tener su propio negocio. Allí no había excepción: todas eran emprendedoras entrenándose, todas estaban practicando para tener su negocio. Casi quedé paralizado escuchando sus conversaciones, sus sueños, los retos de más ventas que se planteaban. En Wilson no se respiraba el ambiente de trabajadores criticando su centro laboral, odiando a su empleador, detestando a la empresa en la que trabajan. Eran intraemprendedoras, que intercambiaban conocimientos, experiencias, que hablaban del reto que les esperaba en la jornada, que se retaban a ver quién atraía más clientes, quién vendía más. —Nano, ¿avanzamos para grabar o vas a comprar algo? —era la voz de Gloria con tono casi de gendarme que me obligaba a despertar. —Ah, bueno..., sí..., eh... ¿Quién quiere comer algo? —dije, mientras me despertaba y ordenaba un pan con palta. Héctor, que había decidido acompañarnos manejando el carro, Francisco y el Gringo —nuestros camarógrafos— y hasta la misma

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orgullosa de tener una información importante aunque no certera sobre el caso. —Bien, ¿y emprendedores? —pregunté aún más entusiasmado. —Excelentes historias. La zona es realmente increíble y a la gente le gusta el programa. Inclusive quieren que hagas un evento allí. Gloria me miraba de reojo como para recoger mi entusiasmo. En muchos de los lugares a los que vamos, buscamos llegar con un evento de capacitación, de mejora de sus capacidades productivas y, sobre todo, de servicios. A continuación, buscamos auspiciadores que quieran relacionarse con los emprendedores de la zona y nos lanzamos a ubicar un auditorio o local donde podamos concentrarlos. De esta manera, iniciamos nuestra segunda evangelización. Ya no es animarlos a hacer empresa —porque lo han hecho por su cuenta y en contra de casi de todo—, sino entusiasmarlos por mejorar su servicio al cliente, hacerlos más competitivos y organizarlos para enfrentar la competencia enorme, que viene con ayuda municipal, permiso inmediato y hasta, a veces, beneficios tributarios. Por eso hacemos nuestros eventos. —Bien, empezamos el miércoles —dije. —No, Nano, el miércoles no tendremos todo listo, es muy pronto. Tendrá que ser el próximo lunes —dijo Gloria con tono de orden. ¿Puede alguien en una empresa darle órdenes a su presidente? Pues si uno trabaja en equipo, así debe ser. Si uno dirige un negocio, debe saber respetar la decisión de sus especialistas o de los responsables de determinadas áreas. Muchas veces los emprendedores que han iniciado una organización creen que lo pueden todo y que saben más que ninguno. Entonces organizan equipos y dan responsabilidades, para luego pasar por encima de ellos, frustrando su trabajo y su organización, y causando un desalineamiento enorme. El jefe de un equipo es la máxima autoridad en él: respételo siempre. El programa se grabaría el lunes.

Copiar a los copiadores

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Gloria ordenaron sus respectivos desayunos: pan con queso, con huevo, con aceituna, chocolate, te, café. En minutos, todos estábamos integrados en la rutina matutina de Wilson, el emporio de la tecnología de información de nuestro país. Manuel Basualdo fue nuestro primer entrevistado. Había sido un dedicado profesor de sistemas en varios institutos. Un día, se encontró con un ex alumno, que le dijo que se había retirado y que en tres meses ganaba más de lo que le habían pagado luego de dos años de graduado. Decidió, casi como reto, hacer lo mismo. Así, llegó a la Galería Garcilaso y empezó a trabajar en reparación de computadoras como la mayoría de los que estaban allí. Ganaba algo, definitivamente más que como profesor, pero aún no veía una diferencia interesante como para emocionarse. Una tarde invernal, llegó un cliente y le dejó una laptop malograda. No arrancaba. «Se ha muerto», dijo mientras se la dejaba con la esperanza de un padre que lleva a su hijo al mejor especialista. Lo que no sabía es que Manuel nunca había visto una laptop. Pero era tarde: el cliente había partido con su ilusión a cuestas. Pasaron las semanas y Manuel se acordó del encargo y decidió investigar el aparato de ese cliente. Se acercó a la repisa donde había puesto la misteriosa minicomputadora y la vio en el anaquel más alto, como retándolo no solo a repararla, sino a que la bajara de semejante lugar, que parecía un nicho alto de cementerio. Manuel jaló un banco, se puso de pie encima, estiró los brazos, jaló la computadora y esta se deslizó por sus manos hasta caer sonoramente en el suelo, mientras se despanzurraba y vomitaba un bloque enorme y negro sobre las baldosas del piso. —Carajo, ahora sí la cagué —dijo en voz alta. Luego recogió las grandes partes en que se había separado el aparato. Sudoroso, juntó la pantalla al teclado, cerró una tapa de la que querían salir unos extraños circuitos y, de pronto, se dio con una especie de pequeño ladrillo con los bordes oxidados, que debía encajar en una ranura que estaba esperando ser reparada. En ese momento recordó sus clases de Química. El óxido es la descomposición de una batería. Las partes alcalinas de un circuito, al contacto con la humedad del ambiente, corroen sus componentes y así aparece una especie de barba verde que malogra las baterías.

—¡¡Batería, es la batería la que está oxidada!! —gritó como un marinero que ha encontrado tierra después de meses de búsqueda. Esa noche no durmió pensando en el negocio de reparación de laptops. Ese sería su nicho. Un nicho es una porción pequeña de mercado, un compartimiento con determinadas características, normalmente asociado con un tipo de cliente y un tipo de producto o servicio enfocado a este. Uno puede escoger un nicho enfocándose en el cliente cuando, por ejemplo, vende artículos para gente con sobrepeso; también puede escoger el tamaño del cliente o ser especialista de un territorio, de un producto muy específico o ser el experto del servicio. En el caso de Manuel, escogería al propietario de laptops, normalmente con más poder adquisitivo y de un perfil más ejecutivo, y a la vez se especializaría en este producto. Empezaba su diferenciación. En su caso fue la suerte o el destino los que lo hicieron ver la oportunidad, pero, en realidad, uno debe buscar siempre su nicho. Manuel me sorprendería aún más cuando me contó que había decidido incorporar en su trabajo un componente social. Cuando caminaba por la zona, se había percatado de que existían bandas: había muchachos asaltantes, pequeños ladrones que arrebataban carteras y robaban a los transeúntes, sembrando así la inseguridad en la zona en la que él quería prosperar. «Hay que ganarnos a estos pirañas —pensó un día, mientras veía la figura de dos de ellos alejarse rápido a la vuelta de una esquina, con la cartera de una mujer que minutos antes había comprado en su puesto—. Hay que darles motivos para vivir y enseñarles a ganarse la vida con instrumentos que no sean la sorpresa y la chaveta». Es así que Manuel creó un emprendimiento social, pasó de utilizar y aplicar su enorme potencial, sus energías y su iniciativa no solo para progresar y para obtener una justa ganancia de sus acciones, sino para proyectarse en la sociedad con un trabajo en otros y con otros. Mucha gente quisiera que los emprendedores empresarios sean unos tipos dedicados al lucro, a la ganancia, porque así estarían más relacionados con la caricatura que se ha hecho en nuestros pueblos del hombre que tiene éxito y dinero: es un maldito explotador. En realidad, deberíamos verlos como gente que, con su ingenio, a pesar de dificultades, en medio de la adversidad, logró salir adelante. Los emprendedores empresariales exitosos deberían ser nuestros héroes a

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Gloria ordenaron sus respectivos desayunos: pan con queso, con huevo, con aceituna, chocolate, te, café. En minutos, todos estábamos integrados en la rutina matutina de Wilson, el emporio de la tecnología de información de nuestro país. Manuel Basualdo fue nuestro primer entrevistado. Había sido un dedicado profesor de sistemas en varios institutos. Un día, se encontró con un ex alumno, que le dijo que se había retirado y que en tres meses ganaba más de lo que le habían pagado luego de dos años de graduado. Decidió, casi como reto, hacer lo mismo. Así, llegó a la Galería Garcilaso y empezó a trabajar en reparación de computadoras como la mayoría de los que estaban allí. Ganaba algo, definitivamente más que como profesor, pero aún no veía una diferencia interesante como para emocionarse. Una tarde invernal, llegó un cliente y le dejó una laptop malograda. No arrancaba. «Se ha muerto», dijo mientras se la dejaba con la esperanza de un padre que lleva a su hijo al mejor especialista. Lo que no sabía es que Manuel nunca había visto una laptop. Pero era tarde: el cliente había partido con su ilusión a cuestas. Pasaron las semanas y Manuel se acordó del encargo y decidió investigar el aparato de ese cliente. Se acercó a la repisa donde había puesto la misteriosa minicomputadora y la vio en el anaquel más alto, como retándolo no solo a repararla, sino a que la bajara de semejante lugar, que parecía un nicho alto de cementerio. Manuel jaló un banco, se puso de pie encima, estiró los brazos, jaló la computadora y esta se deslizó por sus manos hasta caer sonoramente en el suelo, mientras se despanzurraba y vomitaba un bloque enorme y negro sobre las baldosas del piso. —Carajo, ahora sí la cagué —dijo en voz alta. Luego recogió las grandes partes en que se había separado el aparato. Sudoroso, juntó la pantalla al teclado, cerró una tapa de la que querían salir unos extraños circuitos y, de pronto, se dio con una especie de pequeño ladrillo con los bordes oxidados, que debía encajar en una ranura que estaba esperando ser reparada. En ese momento recordó sus clases de Química. El óxido es la descomposición de una batería. Las partes alcalinas de un circuito, al contacto con la humedad del ambiente, corroen sus componentes y así aparece una especie de barba verde que malogra las baterías.

—¡¡Batería, es la batería la que está oxidada!! —gritó como un marinero que ha encontrado tierra después de meses de búsqueda. Esa noche no durmió pensando en el negocio de reparación de laptops. Ese sería su nicho. Un nicho es una porción pequeña de mercado, un compartimiento con determinadas características, normalmente asociado con un tipo de cliente y un tipo de producto o servicio enfocado a este. Uno puede escoger un nicho enfocándose en el cliente cuando, por ejemplo, vende artículos para gente con sobrepeso; también puede escoger el tamaño del cliente o ser especialista de un territorio, de un producto muy específico o ser el experto del servicio. En el caso de Manuel, escogería al propietario de laptops, normalmente con más poder adquisitivo y de un perfil más ejecutivo, y a la vez se especializaría en este producto. Empezaba su diferenciación. En su caso fue la suerte o el destino los que lo hicieron ver la oportunidad, pero, en realidad, uno debe buscar siempre su nicho. Manuel me sorprendería aún más cuando me contó que había decidido incorporar en su trabajo un componente social. Cuando caminaba por la zona, se había percatado de que existían bandas: había muchachos asaltantes, pequeños ladrones que arrebataban carteras y robaban a los transeúntes, sembrando así la inseguridad en la zona en la que él quería prosperar. «Hay que ganarnos a estos pirañas —pensó un día, mientras veía la figura de dos de ellos alejarse rápido a la vuelta de una esquina, con la cartera de una mujer que minutos antes había comprado en su puesto—. Hay que darles motivos para vivir y enseñarles a ganarse la vida con instrumentos que no sean la sorpresa y la chaveta». Es así que Manuel creó un emprendimiento social, pasó de utilizar y aplicar su enorme potencial, sus energías y su iniciativa no solo para progresar y para obtener una justa ganancia de sus acciones, sino para proyectarse en la sociedad con un trabajo en otros y con otros. Mucha gente quisiera que los emprendedores empresarios sean unos tipos dedicados al lucro, a la ganancia, porque así estarían más relacionados con la caricatura que se ha hecho en nuestros pueblos del hombre que tiene éxito y dinero: es un maldito explotador. En realidad, deberíamos verlos como gente que, con su ingenio, a pesar de dificultades, en medio de la adversidad, logró salir adelante. Los emprendedores empresariales exitosos deberían ser nuestros héroes a

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

seguir, los ejemplos a imitar. Así, Máximo San Román tiene su fundación dedicada a mejorar la vida de niños pobres en regiones altoandinas de nuestro país; Ángel Añaños y sus hermanos destinan millones en las labores de su fundación a favor de un cambio de mentalidad en los peruanos; Alberto Benavides dirige y apoya la Asociación Los Andes de Cajamarca; Jeannette Enmanuel, de Santa Natura, apoya a comunidades campesinas aisladas; y Víctor Raúl Cánepa, inventor y fundador de Cantol, dicta gratis charlas de motivación por todo el Perú. ¿Por qué? Porque los emprendedores no son sujetos y esclavos de la ganancia, como algunos quieren hacer ver, sino personas inquietas, con energía: son gente que quiere transformar el mundo. Por eso, la acción de Manuel no hacía sino retratar el empuje de muchos de nuestros empresarios que emprenden acciones anónimas destinadas a mejorar su entorno. Doscientos pirañitas convertidos en técnicos de reparación de computadoras dan fe de ello. Cuando nos despedimos de Manuel, emprendimos una exploración desordenada por las galerías y negocios de Wilson. Vimos que muchos negocios conservaban el espíritu original del conglomerado, es decir, proporcionar copias de programas o de juegos para computadoras. Sin embargo, muchos también habían sabido encontrar sus propios nichos y luego habían sido copiados por otros. Así, por ejemplo, encontramos a los que vendían tóner para copiadoras, que luego ofrecieron cartuchos para impresoras, cartuchos recargables y finalmente crearon sus propias marcas de estos repuestos. Ese era el caso de Raquel Palomino, a quien encontramos frente a su puesto con dos celulares colgados del cinto, a la manera de pistolas, y voceando su producto a cuanto posible cliente pasara por delante.

Creando marcas a pesar del Indecopi2 A Raquel la había contactado nuestro equipo de producción, que siempre hace un recorrido previo para ver si encontramos lo que

2  Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual.

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llamamos historias ejemplares: alguien que nos cuente su empuje y su actitud emprendedora, pero que, a la vez, tenga algo nuevo de los negocios para mostrarnos. En su caso, los dos temas encajaban perfectamente. Raquel había trabajado desde muy niña para salir adelante con su madre. Ambas vivían solas con su abuela en un cuarto donde su mamá se las ingeniaba para lavar ropa a vecinos y a todos los clientes que pudiese conseguir. Mientras tanto, Raquel ingresó a trabajar a un instituto como recepcionista, pero lo único que le trajeron su aplomo, su buen carácter y su iniciativa fue un despido. Demasiado buena para la mediocridad que la rodeaba. Demasiado peligrosa. Las cosas se complicaron porque tuvieron que dejar el cuartito donde vivían y, desesperadas, aceptaron vivir de guardianas de un grifo, entre miedos, ladridos de perros en la noche y merodeadores que las acechaban. Todo esto hizo que Raquel se decidiera todavía más por la independencia. Un día, una amiga le comentó que en Wilson había oportunidad para ser «jaladora», es decir, voceadora de productos entre los pasillos de las galerías. El arte allí consistía en casi enamorar a los clientes para llevarlos a comprar a un determinado stand. —Papito, ¿qué está buscando? Amorcito, guapo, ¿algo que le interese? Tenemos tintas, cartuchos recargables, pregunte nomás... —te van diciendo mientras te miran con sus grandes ojos morenos. Eso hacía Raquel. Pero un día todo cambió. —Así fui avanzando —me contó emocionada, al tiempo que sus ojos, estoy seguro, se posaban en algunos recuerdos tristes del pasado. Luego retornó con más energía—: Pero ahora tengo mi propia marca de tintas —dijo con tono de triunfo y reto. Yo la miraba con ojos incrédulos. —¿Me estás diciendo que tienes tu propia marca de tintas? ¿Cómo así? Raquel entró en su puesto y sacó una caja blanca y brillante, con un diseño en el que se veía algo así como el perfil de la ciudad de Nueva York. La sostuvo con orgullo, casi como quien carga un regalo o una mascota, y me la alcanzó. Allí estaba una caja que decía: «Luxor, cartuchos recargables para impresoras». 41

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¿Dónde está la riqueza?

seguir, los ejemplos a imitar. Así, Máximo San Román tiene su fundación dedicada a mejorar la vida de niños pobres en regiones altoandinas de nuestro país; Ángel Añaños y sus hermanos destinan millones en las labores de su fundación a favor de un cambio de mentalidad en los peruanos; Alberto Benavides dirige y apoya la Asociación Los Andes de Cajamarca; Jeannette Enmanuel, de Santa Natura, apoya a comunidades campesinas aisladas; y Víctor Raúl Cánepa, inventor y fundador de Cantol, dicta gratis charlas de motivación por todo el Perú. ¿Por qué? Porque los emprendedores no son sujetos y esclavos de la ganancia, como algunos quieren hacer ver, sino personas inquietas, con energía: son gente que quiere transformar el mundo. Por eso, la acción de Manuel no hacía sino retratar el empuje de muchos de nuestros empresarios que emprenden acciones anónimas destinadas a mejorar su entorno. Doscientos pirañitas convertidos en técnicos de reparación de computadoras dan fe de ello. Cuando nos despedimos de Manuel, emprendimos una exploración desordenada por las galerías y negocios de Wilson. Vimos que muchos negocios conservaban el espíritu original del conglomerado, es decir, proporcionar copias de programas o de juegos para computadoras. Sin embargo, muchos también habían sabido encontrar sus propios nichos y luego habían sido copiados por otros. Así, por ejemplo, encontramos a los que vendían tóner para copiadoras, que luego ofrecieron cartuchos para impresoras, cartuchos recargables y finalmente crearon sus propias marcas de estos repuestos. Ese era el caso de Raquel Palomino, a quien encontramos frente a su puesto con dos celulares colgados del cinto, a la manera de pistolas, y voceando su producto a cuanto posible cliente pasara por delante.

Creando marcas a pesar del Indecopi2 A Raquel la había contactado nuestro equipo de producción, que siempre hace un recorrido previo para ver si encontramos lo que

2  Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual.

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llamamos historias ejemplares: alguien que nos cuente su empuje y su actitud emprendedora, pero que, a la vez, tenga algo nuevo de los negocios para mostrarnos. En su caso, los dos temas encajaban perfectamente. Raquel había trabajado desde muy niña para salir adelante con su madre. Ambas vivían solas con su abuela en un cuarto donde su mamá se las ingeniaba para lavar ropa a vecinos y a todos los clientes que pudiese conseguir. Mientras tanto, Raquel ingresó a trabajar a un instituto como recepcionista, pero lo único que le trajeron su aplomo, su buen carácter y su iniciativa fue un despido. Demasiado buena para la mediocridad que la rodeaba. Demasiado peligrosa. Las cosas se complicaron porque tuvieron que dejar el cuartito donde vivían y, desesperadas, aceptaron vivir de guardianas de un grifo, entre miedos, ladridos de perros en la noche y merodeadores que las acechaban. Todo esto hizo que Raquel se decidiera todavía más por la independencia. Un día, una amiga le comentó que en Wilson había oportunidad para ser «jaladora», es decir, voceadora de productos entre los pasillos de las galerías. El arte allí consistía en casi enamorar a los clientes para llevarlos a comprar a un determinado stand. —Papito, ¿qué está buscando? Amorcito, guapo, ¿algo que le interese? Tenemos tintas, cartuchos recargables, pregunte nomás... —te van diciendo mientras te miran con sus grandes ojos morenos. Eso hacía Raquel. Pero un día todo cambió. —Así fui avanzando —me contó emocionada, al tiempo que sus ojos, estoy seguro, se posaban en algunos recuerdos tristes del pasado. Luego retornó con más energía—: Pero ahora tengo mi propia marca de tintas —dijo con tono de triunfo y reto. Yo la miraba con ojos incrédulos. —¿Me estás diciendo que tienes tu propia marca de tintas? ¿Cómo así? Raquel entró en su puesto y sacó una caja blanca y brillante, con un diseño en el que se veía algo así como el perfil de la ciudad de Nueva York. La sostuvo con orgullo, casi como quien carga un regalo o una mascota, y me la alcanzó. Allí estaba una caja que decía: «Luxor, cartuchos recargables para impresoras». 41

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¿Dónde está la riqueza?

—No entiendo. ¿Cómo has podido fabricar esto? —le dije, dando vueltas a la caja y viendo el diseño del empaque, que no tenía nada que envidiar a las marcas conocidas. —China —fue su sólida respuesta—. Las he mandado hacer en China. Allí fabrican todo —me dijo, casi riendo ante mi absoluto asombro. Debí haberlo adivinado, pero una vez más un emprendedor peruano me sorprendía con su ingenio, con su creatividad para salir adelante. Allí estaba yo, respirando el espíritu emprendedor del que siempre me hablaba Simón. Allí me acompañaba el equipo de grabación, una vez más impresionado y casi suspirando en un momento detenido en el tiempo. Éramos capaces de todo. —¿Y como así fuiste a China? —le pregunté ingenuamente, una vez más. Ahora sí, ella soltaba una carcajada. —No, Nano, ni siquiera he ido a China. Desde aquí por internet coordiné todo. Me dijeron que podían fabricar casi todo lo que pidiera y entonces me animé. Hoy ya no tengo que piratear, no tengo que vender marcas que son iguales pero que me dejan poco margen de ganancia. Hoy puedo colocar mi propia marca —subrayó triunfante. Luego vendría mi última ingenuidad. Pregunté: —¿Indecopi no te persigue? —y ni siquiera había terminado la última palabra cuando, elevando la voz, como para que escucharan las personas aglomeradas a nuestro lado al ver las cámaras, dijo: —Indecopi se ha demorado más de un año para darme una marca y eso me paralizó el negocio por meses. Son unos ineficientes burócratas —remató con tono de indignación. Hacer esperar a un emprendedor más de un año para ganarse la vida de forma legítima es tan o más pernicioso para la sociedad que practicar la piratería. Raquel nos contó al detalle todos los papeleos y esperas que debió enfrentar para registrar la marca de cartuchos recargables Luxor. ¿Qué pasaría entonces si miles o millones de peruanos deciden registrar sus marcas, si de pronto les hacemos caso y nos decidimos a formalizarnos al día siguiente? Quizá transcurrirá una década hasta que usted reciba la autorización para salir al mercado con su propia identidad. Más tarde, Raquel nos contó que estaba en proceso de mandar a hacer otros productos a China. Se había animado a comercializar

productos colaterales, pero sentía temor a la respuesta del Estado. Su Estado, que le advertía no piratear, le impedía con igual severidad competir. Después de animarme a vocear su producto entre los pasillos de la galería y de observar el ingenioso diseño de sus stands —que les permitía entrar y salir rápidamente de ellos para llamar a los clientes, gracias a unas rueditas que le habían puesto a sus mostradores—, emprendimos el retorno a la oficina, y con él regresaron también nuestros pensamientos sobre la licencia de funcionamiento de local y las trabas que seguía poniéndonos el municipio. «Un complot, quizá hay un complot», me dije al intentar avanzar por la avenida Wilson, cerrada por las obras de la estación del Metropolitano. Vi un cartel enorme anunciando la obra, en el que se decía que tendría cafeterías, tiendas y quioscos. Pensé que eso sería propiedad municipal y, evidentemente, en ellas se instalarían cadenas que ya estarían negociando su presencia con los funcionarios municipales. Estas cadenas tendrían licencias de funcionamiento rápidas y todos creeríamos que eso es la modernidad. Pero lo que no seríamos capaces de ver son las quiebras de cientos de negocios que fueron privados de sus clientes cuando les cerraron las calles. De pronto, sin ningún aviso, llegaron e hicieron las obras del tren eléctrico, las de la vía expresa de Grau, las del Metropolitano a lo largo de toda Lima sin que se les exonerara los arbitrios, sin que se les recomendara tomarse unos días de descanso a miles de emprendedores que vivían de estos negocios estrangulados en aras del progreso. Los inversionistas querían impedir que el centro comercial se volviera un caos, querían mantener la inversión de los compradores con unas reglas de convivencia y seguridad adoptadas en consenso, dar servicios adicionales, ofrecer orden en la exhibición de los productos, y pensaran en CyberPlaza como una galería diferente, con toda la energía comerciante de la zona, pero con la modernidad de los grandes centros comerciales. Y lo consiguieron. Mientras nos alejábamos, recordé el entusiasmo de las asambleas en las que se adoptaron los reglamentos, el diseño de las bolsas con que identificarían su galería y, lo más increíble, la presencia de comerciantes de otras galerías que habían decidido comprar puestos en ese nuevo formato. Sin duda, este caso era

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—No entiendo. ¿Cómo has podido fabricar esto? —le dije, dando vueltas a la caja y viendo el diseño del empaque, que no tenía nada que envidiar a las marcas conocidas. —China —fue su sólida respuesta—. Las he mandado hacer en China. Allí fabrican todo —me dijo, casi riendo ante mi absoluto asombro. Debí haberlo adivinado, pero una vez más un emprendedor peruano me sorprendía con su ingenio, con su creatividad para salir adelante. Allí estaba yo, respirando el espíritu emprendedor del que siempre me hablaba Simón. Allí me acompañaba el equipo de grabación, una vez más impresionado y casi suspirando en un momento detenido en el tiempo. Éramos capaces de todo. —¿Y como así fuiste a China? —le pregunté ingenuamente, una vez más. Ahora sí, ella soltaba una carcajada. —No, Nano, ni siquiera he ido a China. Desde aquí por internet coordiné todo. Me dijeron que podían fabricar casi todo lo que pidiera y entonces me animé. Hoy ya no tengo que piratear, no tengo que vender marcas que son iguales pero que me dejan poco margen de ganancia. Hoy puedo colocar mi propia marca —subrayó triunfante. Luego vendría mi última ingenuidad. Pregunté: —¿Indecopi no te persigue? —y ni siquiera había terminado la última palabra cuando, elevando la voz, como para que escucharan las personas aglomeradas a nuestro lado al ver las cámaras, dijo: —Indecopi se ha demorado más de un año para darme una marca y eso me paralizó el negocio por meses. Son unos ineficientes burócratas —remató con tono de indignación. Hacer esperar a un emprendedor más de un año para ganarse la vida de forma legítima es tan o más pernicioso para la sociedad que practicar la piratería. Raquel nos contó al detalle todos los papeleos y esperas que debió enfrentar para registrar la marca de cartuchos recargables Luxor. ¿Qué pasaría entonces si miles o millones de peruanos deciden registrar sus marcas, si de pronto les hacemos caso y nos decidimos a formalizarnos al día siguiente? Quizá transcurrirá una década hasta que usted reciba la autorización para salir al mercado con su propia identidad. Más tarde, Raquel nos contó que estaba en proceso de mandar a hacer otros productos a China. Se había animado a comercializar

productos colaterales, pero sentía temor a la respuesta del Estado. Su Estado, que le advertía no piratear, le impedía con igual severidad competir. Después de animarme a vocear su producto entre los pasillos de la galería y de observar el ingenioso diseño de sus stands —que les permitía entrar y salir rápidamente de ellos para llamar a los clientes, gracias a unas rueditas que le habían puesto a sus mostradores—, emprendimos el retorno a la oficina, y con él regresaron también nuestros pensamientos sobre la licencia de funcionamiento de local y las trabas que seguía poniéndonos el municipio. «Un complot, quizá hay un complot», me dije al intentar avanzar por la avenida Wilson, cerrada por las obras de la estación del Metropolitano. Vi un cartel enorme anunciando la obra, en el que se decía que tendría cafeterías, tiendas y quioscos. Pensé que eso sería propiedad municipal y, evidentemente, en ellas se instalarían cadenas que ya estarían negociando su presencia con los funcionarios municipales. Estas cadenas tendrían licencias de funcionamiento rápidas y todos creeríamos que eso es la modernidad. Pero lo que no seríamos capaces de ver son las quiebras de cientos de negocios que fueron privados de sus clientes cuando les cerraron las calles. De pronto, sin ningún aviso, llegaron e hicieron las obras del tren eléctrico, las de la vía expresa de Grau, las del Metropolitano a lo largo de toda Lima sin que se les exonerara los arbitrios, sin que se les recomendara tomarse unos días de descanso a miles de emprendedores que vivían de estos negocios estrangulados en aras del progreso. Los inversionistas querían impedir que el centro comercial se volviera un caos, querían mantener la inversión de los compradores con unas reglas de convivencia y seguridad adoptadas en consenso, dar servicios adicionales, ofrecer orden en la exhibición de los productos, y pensaran en CyberPlaza como una galería diferente, con toda la energía comerciante de la zona, pero con la modernidad de los grandes centros comerciales. Y lo consiguieron. Mientras nos alejábamos, recordé el entusiasmo de las asambleas en las que se adoptaron los reglamentos, el diseño de las bolsas con que identificarían su galería y, lo más increíble, la presencia de comerciantes de otras galerías que habían decidido comprar puestos en ese nuevo formato. Sin duda, este caso era

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Sí, es sobre el Movimiento Emprendedor y usted promueve eso —dijo el muchacho ya incorporado y arreglándose la ropa. —Yo no promuevo un movimiento, dirijo un programa que se llama Somos Empresa, y también saco una revista y un programa de radio. También dirijo una asociación que... —Y están en el Movimiento Revolucionario Emprendedor —dijo de manera enfática y en voz alta, mirando molesto a Héctor, que lo tenía del brazo. Ya la gente se había agolpado a nuestro alrededor. —Estás equivocado —le dije—. Yo no sé nada de ningún movimiento. Tengo mi empresa y me dedico a promover que la gente sea autónoma, que trabaje para sí misma y no para otro, pero no tengo nada que ver con revoluciones —finalicé mirando a la gente, como quien responde en un debate. —¿Qué pasa aquí? —interrumpió la polémica una voz aguda y de tono enérgico. Era un policía de tránsito regordete y sudoroso, que había aparecido ante el tumulto—. Alteración del orden público —dijo, y me cogió del brazo para ponerme una esposa. —¡Pero, oiga, esto es un abuso! —dije, poniendo mi otro brazo detrás de mi espalda, a fin de impedir el encadenamiento—. Estos son los volantes —le indiqué levantando mi brazo para que no alcanzara mi muñeca. El policía se detuvo y cogió uno de los papeles que le había entregado Gloria. Con paciencia, sacó unos anteojos y leyó en voz alta, como para que todos los curiosos alrededor escucharan:

completamente diferente al de la gran cervecera tratando de matar al cervecero artesanal: aquí las empresas grandes habían decidido aprovechar la enorme fuerza de los emprendedores y habían sacado adelante un proyecto que debería ser un ejemplo para hacer galerías comerciales en el Perú. Mientras seguíamos atorados en el tráfico generado por la construcción del Metropolitano, podía apreciar que todo allí apuntaba a negocios correlacionados y pensaba que eso es lo que uno debe ver cuando está en una zona como esa. Hay que saber mirar y pensar en negocios que puedas imitar en otro territorio, o en formas de servir a los clientes que puedes adaptar. En la esquina, por ejemplo, había un quiosco de periódicos, que había derivado en vender folletos sobre el manejo de Excel o Word, y revistas especializadas en sistemas informáticos. —¡¡¡Cuidado, Nanooo!!! —fue el grito asustado de Gloria lo que me trajo aterrorizado a la realidad. En una fracción de segundo, vi por el rabillo del ojo una sombra que se acercaba y metía su mano por la ventana entreabierta del carro. «Un ladrón», pensé, y, de manera instintiva, me pegué hacia el interior del vehículo, a la vez que cogía el brazo del sujeto, que quedó así atrapado y ya casi con medio cuerpo en el vehículo. —¡Acelera! ¡Acelera! —eran las órdenes de Gloria a Héctor, pero yo le decía lo contrario—. ¡No, para, para! —grité yo, temiendo ahora por la vida de esa persona, que se agitaba mientras una nube de pequeños volantes invadía el carro, como si estuviésemos en una clausura en la que se arroja cotillón. De ese modo, noté que el muchacho que había capturado tenía en sus manos un paquete con más volantes, y que, con la cabeza casi encima de las piernas de Gloria, decía con desesperación y súplica: —¡Señor Nano! ¡Señor Nano! —para este momento, Héctor y Francisco (que iba adelante) habían bajado del carro y ahora jalaban al chico por los pies fuera del carro—. ¡Yo solo quería entregarle un volante de los emprendedores al señor Nano! —decía el muchacho a Héctor, agarrándose los pantalones, que ya se le caían por la fuerza con que era jalado. —¿Volantes? —pregunté. Miré los papeles desperdigados por el carro y por la calle, y recogí uno de ellos para leerlo.

Empecé a preocuparme por la mirada cada vez más dura del policía y por el tono con el que leía cada uno de los lemas escritos en el volante. —Esto es pura subversión. Ahora sí, acompáñeme a la comisaría —dijo, y me empujó esposado hacia nuestra misma camioneta. Ya adentro, le ordenó a Alberto que la pusiera en marcha.

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No paguemos impuestos a un sistema corrupto. Basta de explotar a los emprendedores. Abajo la tiranía municipal y el estado tributarista. Apoyemos la marcha del Movimiento Revolucionario Emprendedor.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Sí, es sobre el Movimiento Emprendedor y usted promueve eso —dijo el muchacho ya incorporado y arreglándose la ropa. —Yo no promuevo un movimiento, dirijo un programa que se llama Somos Empresa, y también saco una revista y un programa de radio. También dirijo una asociación que... —Y están en el Movimiento Revolucionario Emprendedor —dijo de manera enfática y en voz alta, mirando molesto a Héctor, que lo tenía del brazo. Ya la gente se había agolpado a nuestro alrededor. —Estás equivocado —le dije—. Yo no sé nada de ningún movimiento. Tengo mi empresa y me dedico a promover que la gente sea autónoma, que trabaje para sí misma y no para otro, pero no tengo nada que ver con revoluciones —finalicé mirando a la gente, como quien responde en un debate. —¿Qué pasa aquí? —interrumpió la polémica una voz aguda y de tono enérgico. Era un policía de tránsito regordete y sudoroso, que había aparecido ante el tumulto—. Alteración del orden público —dijo, y me cogió del brazo para ponerme una esposa. —¡Pero, oiga, esto es un abuso! —dije, poniendo mi otro brazo detrás de mi espalda, a fin de impedir el encadenamiento—. Estos son los volantes —le indiqué levantando mi brazo para que no alcanzara mi muñeca. El policía se detuvo y cogió uno de los papeles que le había entregado Gloria. Con paciencia, sacó unos anteojos y leyó en voz alta, como para que todos los curiosos alrededor escucharan:

completamente diferente al de la gran cervecera tratando de matar al cervecero artesanal: aquí las empresas grandes habían decidido aprovechar la enorme fuerza de los emprendedores y habían sacado adelante un proyecto que debería ser un ejemplo para hacer galerías comerciales en el Perú. Mientras seguíamos atorados en el tráfico generado por la construcción del Metropolitano, podía apreciar que todo allí apuntaba a negocios correlacionados y pensaba que eso es lo que uno debe ver cuando está en una zona como esa. Hay que saber mirar y pensar en negocios que puedas imitar en otro territorio, o en formas de servir a los clientes que puedes adaptar. En la esquina, por ejemplo, había un quiosco de periódicos, que había derivado en vender folletos sobre el manejo de Excel o Word, y revistas especializadas en sistemas informáticos. —¡¡¡Cuidado, Nanooo!!! —fue el grito asustado de Gloria lo que me trajo aterrorizado a la realidad. En una fracción de segundo, vi por el rabillo del ojo una sombra que se acercaba y metía su mano por la ventana entreabierta del carro. «Un ladrón», pensé, y, de manera instintiva, me pegué hacia el interior del vehículo, a la vez que cogía el brazo del sujeto, que quedó así atrapado y ya casi con medio cuerpo en el vehículo. —¡Acelera! ¡Acelera! —eran las órdenes de Gloria a Héctor, pero yo le decía lo contrario—. ¡No, para, para! —grité yo, temiendo ahora por la vida de esa persona, que se agitaba mientras una nube de pequeños volantes invadía el carro, como si estuviésemos en una clausura en la que se arroja cotillón. De ese modo, noté que el muchacho que había capturado tenía en sus manos un paquete con más volantes, y que, con la cabeza casi encima de las piernas de Gloria, decía con desesperación y súplica: —¡Señor Nano! ¡Señor Nano! —para este momento, Héctor y Francisco (que iba adelante) habían bajado del carro y ahora jalaban al chico por los pies fuera del carro—. ¡Yo solo quería entregarle un volante de los emprendedores al señor Nano! —decía el muchacho a Héctor, agarrándose los pantalones, que ya se le caían por la fuerza con que era jalado. —¿Volantes? —pregunté. Miré los papeles desperdigados por el carro y por la calle, y recogí uno de ellos para leerlo.

Empecé a preocuparme por la mirada cada vez más dura del policía y por el tono con el que leía cada uno de los lemas escritos en el volante. —Esto es pura subversión. Ahora sí, acompáñeme a la comisaría —dijo, y me empujó esposado hacia nuestra misma camioneta. Ya adentro, le ordenó a Alberto que la pusiera en marcha.

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No paguemos impuestos a un sistema corrupto. Basta de explotar a los emprendedores. Abajo la tiranía municipal y el estado tributarista. Apoyemos la marcha del Movimiento Revolucionario Emprendedor.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Esa noche, cansado y en mi cama, puse los escritos desordenados de Simón en mi regazo y busqué entre los papeles algunas líneas que me hicieran reflexionar por lo encontrado esa tarde en Wilson. Era como si buscara en el libro de un pensador, en un evangelio o en los versículos de un libro secreto algunas luces sobre lo vivido. Allí estaban varias ideas desordenadas, algunos pensamientos que no me parecían muy estructurados y reflexiones largas sobre el carácter de nuestra sociedad global. De improviso, hallé unas ideas sobre las entidades del Estado, señalando que deberían contribuir al desarrollo emprendedor en lugar de volverse trabas y obstáculos. Para mi sorpresa, eran muchos los párrafos que analizaban el tema y que hacían referencia directa a las instituciones estatales: «Esta revolución socioeconómica no solo apunta a sacar a la luz la enorme energía innovadora de millones de personas para que su creatividad se despliegue sin cortapisas en los mercados globales —tal como lo hacen las grandes corporaciones—, sino que también es la manera de diversificar la oferta exportable y superar los límites de una economía extractiva. Para esto, es preciso construir una economía facilitadora que permita generar marcas, patentes, productos, de manera ágil, innovadora y sin trabas legales o burocráticas, como las que hoy existen y son fomentadas por otro enemigo del carajo». Otro párrafo señalaba enfáticamente la importancia de generar tecnologías propias y centros especializados como Wilson, que contribuyan a este desarrollo: «Para ello se debe estudiar a las naciones que han avanzado más en la generación de riqueza, sobre todo a aquellas que lo han hecho desarrollando ciencia y tecnología propias en conglomerados y con conocimientos basados en la investigación, a las personas que han entregado desarrollo a sus comunidades con esfuerzos sociales,

educativos, innovadores, empresariales, científicos y culturales», concluía. Y es que es cierto: en el siglo XXI es imposible para una nación volverse competitiva si no desarrolla conocimiento y si este desarrollo no es respaldado desde el Estado. Sin embargo, ¿cómo podemos hacerlo si un trámite para patente demora más de dos años y si un registro de marca es, además de caro, igual de lento? ¿No deberíamos tener una institución que busque que tengamos más registros y patentes en lugar de una que busque cobrar por cada persona que llega a su ventanilla? ¿Por qué un emprendedor peruano debe venir a Lima o a algunas contadas ciudades para crear su propia marca y soñar con competir en el mundo? ¿No pagamos impuestos para que esto se haga de manera ágil? No estamos hablando de alguien que quiere sacar licencia para un arma o de alguien que quiere comercializar pólvora, estamos hablando de emprendedores que desean empezar a sacar sus productos, conquistar mercados locales y, de ser posible, internacionales. Entonces recordé el volante, me puse a pensar en su tono aparentemente subversivo. ¿No tiene alguien derecho a criticar los impuestos altos? ¿No es acaso nuestro impuesto general a las ventas (IGV), elevado a 19 por ciento en el gobierno de Alejandro Toledo y de manera provisional (hace más de cinco años), el más alto de toda la región? ¿Por qué debemos pagar a cada instante tasas e impuestos inventados, como el de los carteles municipales, la licencia para operar las veinticuatro horas o el peaje de la vía expresa del alcalde Álex Kouri en el Callao, sin acusar a este Estado de tributarista y de derrochar en corrupción lo recaudado? ¿Dónde está lo subversivo del volante? Quizá, pensé, en la palabra revolución, pero ¿no ha sido acaso la causa de las revoluciones más grandes precisamente el alza de los impuestos? Robin Hood se sublevó contra los impuestos abusivos del rey Juan, la Revolución francesa estalló con las últimas imposiciones fiscales de Luis XVI; la norteamericana, con la revuelta en Boston por los tributos al té; y la de Túpac Amaru II, por un cambio a la contribución de los arrieros. ¿Por qué no se puede gestar algo así aquí? ¿Qué es el Movimiento Revolucionario Emprendedor? ¿Qué está intentando hacer con los emprendedores? Esas eran las preguntas que intenté responder en las semanas siguientes y que iniciarían el gran cambio. Cogí el lapicero y entre dos párrafos anoté:

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Ese día salí a las seis de la tarde de la Dirección de Seguridad del Estado, después de haber comprobado a cuatro oficiales, en diferentes oficinas y durante cinco horas, mi inocencia frente a los volantes «subversivos».

Segunda reflexión

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Esa noche, cansado y en mi cama, puse los escritos desordenados de Simón en mi regazo y busqué entre los papeles algunas líneas que me hicieran reflexionar por lo encontrado esa tarde en Wilson. Era como si buscara en el libro de un pensador, en un evangelio o en los versículos de un libro secreto algunas luces sobre lo vivido. Allí estaban varias ideas desordenadas, algunos pensamientos que no me parecían muy estructurados y reflexiones largas sobre el carácter de nuestra sociedad global. De improviso, hallé unas ideas sobre las entidades del Estado, señalando que deberían contribuir al desarrollo emprendedor en lugar de volverse trabas y obstáculos. Para mi sorpresa, eran muchos los párrafos que analizaban el tema y que hacían referencia directa a las instituciones estatales: «Esta revolución socioeconómica no solo apunta a sacar a la luz la enorme energía innovadora de millones de personas para que su creatividad se despliegue sin cortapisas en los mercados globales —tal como lo hacen las grandes corporaciones—, sino que también es la manera de diversificar la oferta exportable y superar los límites de una economía extractiva. Para esto, es preciso construir una economía facilitadora que permita generar marcas, patentes, productos, de manera ágil, innovadora y sin trabas legales o burocráticas, como las que hoy existen y son fomentadas por otro enemigo del carajo». Otro párrafo señalaba enfáticamente la importancia de generar tecnologías propias y centros especializados como Wilson, que contribuyan a este desarrollo: «Para ello se debe estudiar a las naciones que han avanzado más en la generación de riqueza, sobre todo a aquellas que lo han hecho desarrollando ciencia y tecnología propias en conglomerados y con conocimientos basados en la investigación, a las personas que han entregado desarrollo a sus comunidades con esfuerzos sociales,

educativos, innovadores, empresariales, científicos y culturales», concluía. Y es que es cierto: en el siglo XXI es imposible para una nación volverse competitiva si no desarrolla conocimiento y si este desarrollo no es respaldado desde el Estado. Sin embargo, ¿cómo podemos hacerlo si un trámite para patente demora más de dos años y si un registro de marca es, además de caro, igual de lento? ¿No deberíamos tener una institución que busque que tengamos más registros y patentes en lugar de una que busque cobrar por cada persona que llega a su ventanilla? ¿Por qué un emprendedor peruano debe venir a Lima o a algunas contadas ciudades para crear su propia marca y soñar con competir en el mundo? ¿No pagamos impuestos para que esto se haga de manera ágil? No estamos hablando de alguien que quiere sacar licencia para un arma o de alguien que quiere comercializar pólvora, estamos hablando de emprendedores que desean empezar a sacar sus productos, conquistar mercados locales y, de ser posible, internacionales. Entonces recordé el volante, me puse a pensar en su tono aparentemente subversivo. ¿No tiene alguien derecho a criticar los impuestos altos? ¿No es acaso nuestro impuesto general a las ventas (IGV), elevado a 19 por ciento en el gobierno de Alejandro Toledo y de manera provisional (hace más de cinco años), el más alto de toda la región? ¿Por qué debemos pagar a cada instante tasas e impuestos inventados, como el de los carteles municipales, la licencia para operar las veinticuatro horas o el peaje de la vía expresa del alcalde Álex Kouri en el Callao, sin acusar a este Estado de tributarista y de derrochar en corrupción lo recaudado? ¿Dónde está lo subversivo del volante? Quizá, pensé, en la palabra revolución, pero ¿no ha sido acaso la causa de las revoluciones más grandes precisamente el alza de los impuestos? Robin Hood se sublevó contra los impuestos abusivos del rey Juan, la Revolución francesa estalló con las últimas imposiciones fiscales de Luis XVI; la norteamericana, con la revuelta en Boston por los tributos al té; y la de Túpac Amaru II, por un cambio a la contribución de los arrieros. ¿Por qué no se puede gestar algo así aquí? ¿Qué es el Movimiento Revolucionario Emprendedor? ¿Qué está intentando hacer con los emprendedores? Esas eran las preguntas que intenté responder en las semanas siguientes y que iniciarían el gran cambio. Cogí el lapicero y entre dos párrafos anoté:

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Ese día salí a las seis de la tarde de la Dirección de Seguridad del Estado, después de haber comprobado a cuatro oficiales, en diferentes oficinas y durante cinco horas, mi inocencia frente a los volantes «subversivos».

Segunda reflexión

Nano Guerra-García

Aprendizaje

En una zona de comercios con productos, siempre es importante encontrar un nicho de especialización. Uno puede encontrar una gama de productos, un subproducto, un tipo de producto que te permitirá que los clientes te busquen dentro de la zona. Si esta especialización puede ser basada en un conocimiento específico, mejor. Sin embargo, en un mundo de marketing y de productos presentados hacia el cliente de formas innovadoras e impactantes, siempre será importante crear y lanzar tu propia marca. Eso no solo te da identidad: te permite competir con marcas grandes y dar una imagen de calidad, como lo hizo Raquel.

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Capítulo 3 Orden y seguridad: pretextos para atacarnos

Nano Guerra-García

Aprendizaje

En una zona de comercios con productos, siempre es importante encontrar un nicho de especialización. Uno puede encontrar una gama de productos, un subproducto, un tipo de producto que te permitirá que los clientes te busquen dentro de la zona. Si esta especialización puede ser basada en un conocimiento específico, mejor. Sin embargo, en un mundo de marketing y de productos presentados hacia el cliente de formas innovadoras e impactantes, siempre será importante crear y lanzar tu propia marca. Eso no solo te da identidad: te permite competir con marcas grandes y dar una imagen de calidad, como lo hizo Raquel.

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Capítulo 3 Orden y seguridad: pretextos para atacarnos

¿Dónde está la riqueza?

El teléfono me despertó sobresaltado. Eran las siete de la mañana y, aunque adquirí la costumbre de levantarme temprano para ir al noticiero de Canal 7 —donde aprendí de televisión y de madrugar—, esta vez, por la tensión, me había quedado profundamente dormido. —Mira el noticiero, ¡mira el noticiero! —era la voz de Cecilia, mi socia—. Dicen que ayer la camioneta de Somos Empresa casi atropella a un policía y que quisiste darte a la fuga. Lo dijo en un tono tan alto que la escuché a pesar de haber dejado el celular para buscar el control remoto del televisor. Subí el volumen de la tele y me fui a hacer ejercicios al cuarto del costado. Unos años atrás, había encontrado que esto era un tema básico para estar centrado, calmado, para liberar el estrés. Durante mucho tiempo había creído que estas ideas eran habladurías de los gimnasios, yuppies y vendedores de pesas, pero bastó que un día comprara un aparato de esos para que mi hija hiciese aeróbicos: me quedé enganchado a la rutina diaria de ejercicios. Hoy, creo que todo emprendedor —sometido a la soledad de sus decisiones, a la tensión de enfrentar los acosos de las instituciones y a tener jornadas más largas que cualquier empleado— debe incorporar, de manera diaria, aunque sea una pequeña rutina de ejercicio. Así logrará estar bien mentalmente para su lucha. Escuché de nuevo la voz del narrador de noticias. —Una enorme banderola fue colgada anoche del techo del local de Indecopi, donde sujetos extraños subieron luego de haber reducido a los guardias de seguridad. El letrero pedía una serie de reformas a esta institución y estaba firmada por el Movimiento Revolucionario Emprendedor, entidad que está ahora siendo investigada por la Dincote... 51

¿Dónde está la riqueza?

El teléfono me despertó sobresaltado. Eran las siete de la mañana y, aunque adquirí la costumbre de levantarme temprano para ir al noticiero de Canal 7 —donde aprendí de televisión y de madrugar—, esta vez, por la tensión, me había quedado profundamente dormido. —Mira el noticiero, ¡mira el noticiero! —era la voz de Cecilia, mi socia—. Dicen que ayer la camioneta de Somos Empresa casi atropella a un policía y que quisiste darte a la fuga. Lo dijo en un tono tan alto que la escuché a pesar de haber dejado el celular para buscar el control remoto del televisor. Subí el volumen de la tele y me fui a hacer ejercicios al cuarto del costado. Unos años atrás, había encontrado que esto era un tema básico para estar centrado, calmado, para liberar el estrés. Durante mucho tiempo había creído que estas ideas eran habladurías de los gimnasios, yuppies y vendedores de pesas, pero bastó que un día comprara un aparato de esos para que mi hija hiciese aeróbicos: me quedé enganchado a la rutina diaria de ejercicios. Hoy, creo que todo emprendedor —sometido a la soledad de sus decisiones, a la tensión de enfrentar los acosos de las instituciones y a tener jornadas más largas que cualquier empleado— debe incorporar, de manera diaria, aunque sea una pequeña rutina de ejercicio. Así logrará estar bien mentalmente para su lucha. Escuché de nuevo la voz del narrador de noticias. —Una enorme banderola fue colgada anoche del techo del local de Indecopi, donde sujetos extraños subieron luego de haber reducido a los guardias de seguridad. El letrero pedía una serie de reformas a esta institución y estaba firmada por el Movimiento Revolucionario Emprendedor, entidad que está ahora siendo investigada por la Dincote... 51

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Esos son, esos son los del volante —grité mirando a todos lados, para encontrar un eco a mi descubrimiento. Recordé la cita de ventas que teníamos con Cecilia, mi socia, y la llamé. Faltaban apenas diez minutos y me debía desplazar de Miraflores hasta la zona comercial de San Isidro, un camino que hubiese hecho en cinco minutos hace solo cuatro o cinco años, pero que de pronto se convirtió en un trayecto penoso: el tránsito y sus atolladeros nos estallaron en la cara a los limeños. —Cecilia, me quedé viendo un tema del noticiero que luego te comentaré. Por favor, ve entrando al edificio y arranca la reunión sin mí, porque no sé si... —me quedé hablando solo, pues me había cortado. Subí a mi carro rápidamente y puse la radio para ver si había un comentario acerca de la noticia que vi en la televisión. Una estación taladró mis oídos con música hip hop, otra me llevó a la música chicha y... —Esto debe de ser una broma de alguien, porque no creo que ningún movimiento radical o terrorista mencione a Robin Hood —decía una voz con tono de sabio en una estación noticiosa.

—Pero así se ignoró a Sendero Luminoso cuando colgó perros en los postes y escribía: «Teng Siao Ping, hijo de perra» —dijo el periodista, que obtuvo un largo silencio como respuesta del experto en seguridad nacional, que quedó desarmado con esta afirmación. —Bueno, eh, eh, eh... —alcanzó a balbucear, antes de decir que en el caso de Sendero se pudo apreciar desde el inicio una orientación marxista-leninista-maoísta y que en esta ocasión no había ideologías. Me detuve a repasar mentalmente. La frase «Abajo el Estado tributarista» implicaba una idea bastante elaborada. Se estaba definiendo al organismo que daba forma a la sociedad y la presentaba como una entidad dedicada solo a recaudar impuestos. También definía a los emprendedores como los que generaban riqueza. Eso para mí era un concepto muy ideológico, pero con el que además estaba de acuerdo. Y no me consideraba subversivo. Me preguntaba por qué un movimiento que hablaba de los emprendedores como los generadores de riqueza, y que atacaba de manera interesante al Estado por dedicarse a buscar renta del fondo de los bolsillos del pueblo, tenía que reivindicar a Robin Hood. ¿No era este un personaje que más bien robaba dinero a los ricos, es decir, quizá a algunos emprendedores exitosos, para dárselo a los pobres, sin preguntarse si merecían el botín por su esfuerzo o si eran pobladores que querían merecerlo todo sin esforzarse? Robin Hood es un personaje asociado con quienes no creen en la propiedad, con quienes interpretan que tener o lograr es algo medio pecaminoso. Inclusive en los primeros años del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru se les decía que eran como Robin Hood, porque antes de dedicarse al secuestro y la extorsión se consagraban a asaltar camiones de pollos y repartirlos en zonas muy pobres. Algo no cuadraba. Faltaba una premisa para descifrar el misterio, pero aún no era tiempo de descubrirla. Subí rápidamente por un lujoso ascensor de un edificio también muy elegante, en el corazón de San Isidro. Luego de atravesar un pasadizo de cristales tallados y cascadas de agua interiores, me encontré en un vestíbulo que parecía sacado de la película Wall Street. Allí, detrás de un escaparate de aluminio, una recepcionista que parecía sueca me sonrió gélidamente y me preguntó qué paquete iba a dejar. Supongo que creyó que yo era un mensajero

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53

El conductor seguía hablando mientras yo corría hacia el televisor, para ver en la pantalla la imagen de un guachimán señalando la fachada de la institución, donde unos empleados trataban de sacar una inmensa banderola negra con letras verde fosforescente, como la de los letreros de música chicha, en la que se leía: ¡¡¡Indecopi, basta de cobrar por iniciarnos en los negocios!!! Alto a las tarifas abusivas, por la reducción del tiempo de los trámites, por la gratuidad de los trámites. ¡¡¡Basta de inspecciones abusivas!!! ¡Liquidemos el Estado Tributarista! ¡Abajo los que roban, vivan los Robin Hood! ¡Vivan los que generan la riqueza! ¡Viva el Movimiento Revolucionario Emprendedor!

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Esos son, esos son los del volante —grité mirando a todos lados, para encontrar un eco a mi descubrimiento. Recordé la cita de ventas que teníamos con Cecilia, mi socia, y la llamé. Faltaban apenas diez minutos y me debía desplazar de Miraflores hasta la zona comercial de San Isidro, un camino que hubiese hecho en cinco minutos hace solo cuatro o cinco años, pero que de pronto se convirtió en un trayecto penoso: el tránsito y sus atolladeros nos estallaron en la cara a los limeños. —Cecilia, me quedé viendo un tema del noticiero que luego te comentaré. Por favor, ve entrando al edificio y arranca la reunión sin mí, porque no sé si... —me quedé hablando solo, pues me había cortado. Subí a mi carro rápidamente y puse la radio para ver si había un comentario acerca de la noticia que vi en la televisión. Una estación taladró mis oídos con música hip hop, otra me llevó a la música chicha y... —Esto debe de ser una broma de alguien, porque no creo que ningún movimiento radical o terrorista mencione a Robin Hood —decía una voz con tono de sabio en una estación noticiosa.

—Pero así se ignoró a Sendero Luminoso cuando colgó perros en los postes y escribía: «Teng Siao Ping, hijo de perra» —dijo el periodista, que obtuvo un largo silencio como respuesta del experto en seguridad nacional, que quedó desarmado con esta afirmación. —Bueno, eh, eh, eh... —alcanzó a balbucear, antes de decir que en el caso de Sendero se pudo apreciar desde el inicio una orientación marxista-leninista-maoísta y que en esta ocasión no había ideologías. Me detuve a repasar mentalmente. La frase «Abajo el Estado tributarista» implicaba una idea bastante elaborada. Se estaba definiendo al organismo que daba forma a la sociedad y la presentaba como una entidad dedicada solo a recaudar impuestos. También definía a los emprendedores como los que generaban riqueza. Eso para mí era un concepto muy ideológico, pero con el que además estaba de acuerdo. Y no me consideraba subversivo. Me preguntaba por qué un movimiento que hablaba de los emprendedores como los generadores de riqueza, y que atacaba de manera interesante al Estado por dedicarse a buscar renta del fondo de los bolsillos del pueblo, tenía que reivindicar a Robin Hood. ¿No era este un personaje que más bien robaba dinero a los ricos, es decir, quizá a algunos emprendedores exitosos, para dárselo a los pobres, sin preguntarse si merecían el botín por su esfuerzo o si eran pobladores que querían merecerlo todo sin esforzarse? Robin Hood es un personaje asociado con quienes no creen en la propiedad, con quienes interpretan que tener o lograr es algo medio pecaminoso. Inclusive en los primeros años del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru se les decía que eran como Robin Hood, porque antes de dedicarse al secuestro y la extorsión se consagraban a asaltar camiones de pollos y repartirlos en zonas muy pobres. Algo no cuadraba. Faltaba una premisa para descifrar el misterio, pero aún no era tiempo de descubrirla. Subí rápidamente por un lujoso ascensor de un edificio también muy elegante, en el corazón de San Isidro. Luego de atravesar un pasadizo de cristales tallados y cascadas de agua interiores, me encontré en un vestíbulo que parecía sacado de la película Wall Street. Allí, detrás de un escaparate de aluminio, una recepcionista que parecía sueca me sonrió gélidamente y me preguntó qué paquete iba a dejar. Supongo que creyó que yo era un mensajero

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El conductor seguía hablando mientras yo corría hacia el televisor, para ver en la pantalla la imagen de un guachimán señalando la fachada de la institución, donde unos empleados trataban de sacar una inmensa banderola negra con letras verde fosforescente, como la de los letreros de música chicha, en la que se leía: ¡¡¡Indecopi, basta de cobrar por iniciarnos en los negocios!!! Alto a las tarifas abusivas, por la reducción del tiempo de los trámites, por la gratuidad de los trámites. ¡¡¡Basta de inspecciones abusivas!!! ¡Liquidemos el Estado Tributarista! ¡Abajo los que roban, vivan los Robin Hood! ¡Vivan los que generan la riqueza! ¡Viva el Movimiento Revolucionario Emprendedor!

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

motorizado, porque estaba con blue jeans y una casaca con el logo de la empresa. —No, señorita —le dije, con tono algo burlón—. Soy director de Somos Empresa —señalé el logotipo impreso en la tela. —Bueno, ya sé qué es Somos Empresa. ¿Pero qué paquete va a dejar? —No, no me ha entendido... —intenté replicar. —Claro que lo he entendido. —¡Oye, flaca! Él es el presidente de mi directorio y mi socio, y, si no quieres que tu jefe te despida ahorita, llámalo y dile que ya estamos completos y que podemos pasar a su oficina —dijo Cecilia desde el fondo del salón, donde había estado sentada esperando a que yo llegara. —Ay, disculpe, señora. Lo que pasa es que... El gerente general nos recibió con el jefe de Relaciones Públicas, a quien Cecilia había contactado en una reunión por el aniversario de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (Confiep). Era un hombre más bien bajo, con la cara roja y una pelada brillosa. Me parecía uno de esos duendes irlandeses representados en cuadros con un enorme vaso de cerveza y un saco de oro bajo los hombros. Luego de unos minutos en los que hablamos del clima, del tránsito y de lo nuevo en la televisión, decidí arrancar con mi exposición de venta. Uno debe siempre centrarse en las necesidades del cliente. Para esto es importante preguntarle acerca de sus necesidades, y así saber si nuestro producto o servicio de verdad lo satisface. Por ello, decimos siempre en nuestras capacitaciones que la venta es un proceso ganar-ganar y, más que buscar vender, uno debe centrarse en el beneficio del cliente. En esta perspectiva, debí preguntarle cómo estaban en su relación con las comunidades en las que impactaba su minería, qué tan emprendedora era la gente de su zona o cuánto estaban esperando ellos de la mina; luego describiría lo positivo de nuestra intervención en la zona. Pero no, distraído por la anécdota con la sueca y la noticia de la mañana, arranqué con una descripción de nuestro programa de televisión y con la historia de nuestra empresa. —Somos Empresa es una organización que es parte del Grupo ACP, una corporación con negocios que busca la inclusión de la

gente allí donde existan exclusiones —dije. Le conté que teníamos ya más de seis años en el aire, buscando que los peruanos se animaran a emprender o que continuaran haciéndolo, y luego hice una descripción de nuestra revista y del programa de radio. —Pero yo no hago publicidad —me interrumpió el gerente mientras miraba desconcertado a su jefe de Relaciones Públicas y a Cecilia. Entonces sentí un dolor agudo en la canilla, producto de un puntapié que me había propinado Cecilia por debajo de la mesa. Quedé callado y adolorido. —Nosotros sacamos estos productos, pero lo que queremos es darle a conocer cómo ellos pueden ayudar a su empresa a relacionarse mejor con su comunidad, y a lograr que la gente de la zona en que ustedes tienen sus actividades sea más emprendedora y no esté esperando el asistencialismo —dijo Cecilia en tono enérgico y convencido. Era la señal, el detonante que animó al duende irlandés. —¿Ustedes pueden hablar con las comunidades para que piensen en poner sus negocios? —preguntó él, incorporándose. En la venta es clave observar el lenguaje no verbal de tu cliente. Poco contacto visual, manos escondidas debajo de la mesa, brazos cruzados o estar reclinado hacia atrás son indicativos de desinterés o protección. En esta ocasión, el lenguaje de nuestro cliente indicaba un interés inicial. —Claro —dije, incorporándome también, haciendo un movimiento similar al suyo y buscando sintonizar con él. Pero cuando me disponía a describir lo que hacíamos, Cecilia me interrumpió: —¿Cómo es su relación con la población en la que hacen sus operaciones? Nuevamente me estaba recordando el proceso correcto de la venta. En efecto, uno debe buscar las necesidades del cliente y esto se logra fundamentalmente preguntándole. En cualquier venta se debe utilizar un arma clave, y esa es la pregunta, que, como dardos, se deben dirigir contra el cliente, pero no para herirlo, sino para obtener su reacción y, con ello, información. Y eso estaba haciendo Cecilia con acierto, para evitarme un segundo error. —Bueno —dijo el gerente, ahora evidentemente más interesado y con ganas de contar sus necesidades—. Durante muchos años hemos tenido en el país minería irresponsable, contaminadora y que

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

motorizado, porque estaba con blue jeans y una casaca con el logo de la empresa. —No, señorita —le dije, con tono algo burlón—. Soy director de Somos Empresa —señalé el logotipo impreso en la tela. —Bueno, ya sé qué es Somos Empresa. ¿Pero qué paquete va a dejar? —No, no me ha entendido... —intenté replicar. —Claro que lo he entendido. —¡Oye, flaca! Él es el presidente de mi directorio y mi socio, y, si no quieres que tu jefe te despida ahorita, llámalo y dile que ya estamos completos y que podemos pasar a su oficina —dijo Cecilia desde el fondo del salón, donde había estado sentada esperando a que yo llegara. —Ay, disculpe, señora. Lo que pasa es que... El gerente general nos recibió con el jefe de Relaciones Públicas, a quien Cecilia había contactado en una reunión por el aniversario de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales Privadas (Confiep). Era un hombre más bien bajo, con la cara roja y una pelada brillosa. Me parecía uno de esos duendes irlandeses representados en cuadros con un enorme vaso de cerveza y un saco de oro bajo los hombros. Luego de unos minutos en los que hablamos del clima, del tránsito y de lo nuevo en la televisión, decidí arrancar con mi exposición de venta. Uno debe siempre centrarse en las necesidades del cliente. Para esto es importante preguntarle acerca de sus necesidades, y así saber si nuestro producto o servicio de verdad lo satisface. Por ello, decimos siempre en nuestras capacitaciones que la venta es un proceso ganar-ganar y, más que buscar vender, uno debe centrarse en el beneficio del cliente. En esta perspectiva, debí preguntarle cómo estaban en su relación con las comunidades en las que impactaba su minería, qué tan emprendedora era la gente de su zona o cuánto estaban esperando ellos de la mina; luego describiría lo positivo de nuestra intervención en la zona. Pero no, distraído por la anécdota con la sueca y la noticia de la mañana, arranqué con una descripción de nuestro programa de televisión y con la historia de nuestra empresa. —Somos Empresa es una organización que es parte del Grupo ACP, una corporación con negocios que busca la inclusión de la

gente allí donde existan exclusiones —dije. Le conté que teníamos ya más de seis años en el aire, buscando que los peruanos se animaran a emprender o que continuaran haciéndolo, y luego hice una descripción de nuestra revista y del programa de radio. —Pero yo no hago publicidad —me interrumpió el gerente mientras miraba desconcertado a su jefe de Relaciones Públicas y a Cecilia. Entonces sentí un dolor agudo en la canilla, producto de un puntapié que me había propinado Cecilia por debajo de la mesa. Quedé callado y adolorido. —Nosotros sacamos estos productos, pero lo que queremos es darle a conocer cómo ellos pueden ayudar a su empresa a relacionarse mejor con su comunidad, y a lograr que la gente de la zona en que ustedes tienen sus actividades sea más emprendedora y no esté esperando el asistencialismo —dijo Cecilia en tono enérgico y convencido. Era la señal, el detonante que animó al duende irlandés. —¿Ustedes pueden hablar con las comunidades para que piensen en poner sus negocios? —preguntó él, incorporándose. En la venta es clave observar el lenguaje no verbal de tu cliente. Poco contacto visual, manos escondidas debajo de la mesa, brazos cruzados o estar reclinado hacia atrás son indicativos de desinterés o protección. En esta ocasión, el lenguaje de nuestro cliente indicaba un interés inicial. —Claro —dije, incorporándome también, haciendo un movimiento similar al suyo y buscando sintonizar con él. Pero cuando me disponía a describir lo que hacíamos, Cecilia me interrumpió: —¿Cómo es su relación con la población en la que hacen sus operaciones? Nuevamente me estaba recordando el proceso correcto de la venta. En efecto, uno debe buscar las necesidades del cliente y esto se logra fundamentalmente preguntándole. En cualquier venta se debe utilizar un arma clave, y esa es la pregunta, que, como dardos, se deben dirigir contra el cliente, pero no para herirlo, sino para obtener su reacción y, con ello, información. Y eso estaba haciendo Cecilia con acierto, para evitarme un segundo error. —Bueno —dijo el gerente, ahora evidentemente más interesado y con ganas de contar sus necesidades—. Durante muchos años hemos tenido en el país minería irresponsable, contaminadora y que

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

solo se preocupó de extraer minerales sin dejar nada en las zonas de operaciones. Sin embargo, hoy, por la legislación, por el interés y por la exigencia de nuestros accionistas extranjeros, pero más aún por nuestro genuino compromiso con el Perú y con los habitantes de las zonas donde operamos, lo que buscamos es que todos ganemos —su tono era convincente y realmente comprometido—. No es posible una minería que quiera crecer en el Perú, pero que no busque hacerlo con las comunidades que han estado olvidadas y en la miseria durante cientos de años. Personalmente, detesto a quienes son racistas y a quienes explotan y pagan mal a sus trabajadores —al decir esto se puso aún más rojo—. Hay algunos imbéciles que creen que están en el Perú de antes de Velasco y no es así. Nos guste o no, el país es otro y debemos entender que no es nuestro fundo, no son peones los que trabajan y que tampoco podemos contaminar —casi tenía el color de una berenjena. —¿Entonces qué debería hacer la minería para que la población la acepte? —pregunté, esta vez ya disciplinado en el método y dispuesto a no perder de nuevo con Cecilia, porque, terminada la cita, me iba a cobrar la factura. —No sé, carajo, no sé, y discúlpeme, señorita, el francés —dijo ahora riéndose y recostándose en el sillón, con su figura regordeta y colorada, como un rey duende que le pregunta a sus consejeros. —Nuestra misión es enseñarle a la gente que trabaje para sí misma o, si quiere, que no trabaje para otro —dije, mirándolo directamente a los ojos—. Para nosotros, esto es una especie de evangelio y lo predicamos por todo el país, en empresas grandes, si nos lo permiten, y a veces ante el espanto de quienes creen que es una especie de herejía decirles a los obreros que no trabajen para la empresa, sino para ellos mismos. Intervenimos en comunidades acostumbradas a recibir solo ayuda del Estado o de las ONG, que en el fondo quieren que se les agradezca y siempre dependan de su ayuda; ante emprendedores pequeños que quieren tirar la toalla por la persecución de las entidades de gobierno que, en lugar de apoyarlos, los persiguen como en la época de la Inquisición, para sacarles más impuestos; o ante dirigentes equivocados que quieren hacernos creer que el estatismo es la solución y se olvidan de que los burócratas y recelosos de la ganancia nunca han generado riqueza. Esa es nuestra labor, fortalecer, no una red social, sino un gran tejido

de emprendedores —respondí con vehemencia y creo que también poniéndome un poco rojo. —Entonces compartimos la religión —dijo mirando a su jefe de Relaciones Públicas. Acto seguido, sacó una libretita del bolsillo de su casaca, en la que vi el logotipo de su empresa. Recordé a la recepcionista sueca. —¿Cuándo pueden ir a la mina? —dijo sosteniendo un diminuto lápiz que habría sido tajado mil veces. —Cuando quiera —contestó Cecilia. Yo respiraba aliviado y triunfante. Cuando nos pusimos de acuerdo con nuestra visita a la mina, se incorporó para acompañarnos hacia la salida. Mientras me daba un fuerte apretón de manos, dijo: —Ustedes trabajan en un terreno en el que debería haber más competencia, pero, para desgracia de nuestro país y suerte de ustedes, el terreno aún está virgen. Cecilia y yo no dijimos nada en el ascensor. Era como si no quisiésemos hablar para no interrumpir el eco de sus palabras, que aún resonaban en nuestras cabezas. Había sido como una condecoración, como si de pronto los años de terca comunicación de nuestras ideas empezaran a dar sus frutos. El ascensor emitió su sonido de campanilla y se abrió en el estacionamiento del sótano, donde estaba mi carro. En ese instante, como activada por la puerta o por el tintineo anterior, escuché la voz de Cecilia: —¿Por qué tienes que hacerlo tan complicado? —me reclamó. Ella avanzaba en cualquier dirección y sus rulos rojos se agitaban como burlándose de mí. —Por allí no es —le dije, caminando rápido hacia mi carro, que emitió el chirrido de su alarma, como diciéndome que allí había refugio ante la puñalada que quería lanzarme mi querida socia. Ya en el carro —calmados por una música de Caetano Veloso que yo sabía le traía muchos recuerdos y que puse de manera estratégica— le comenté: —Hemos vendido. —He vendido —respondió seca y no dijo ninguna palabra más hasta que la dejé en la puerta de la oficina. Allí estaba Héctor hablando con dos policías municipales.

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¿Dónde está la riqueza?

solo se preocupó de extraer minerales sin dejar nada en las zonas de operaciones. Sin embargo, hoy, por la legislación, por el interés y por la exigencia de nuestros accionistas extranjeros, pero más aún por nuestro genuino compromiso con el Perú y con los habitantes de las zonas donde operamos, lo que buscamos es que todos ganemos —su tono era convincente y realmente comprometido—. No es posible una minería que quiera crecer en el Perú, pero que no busque hacerlo con las comunidades que han estado olvidadas y en la miseria durante cientos de años. Personalmente, detesto a quienes son racistas y a quienes explotan y pagan mal a sus trabajadores —al decir esto se puso aún más rojo—. Hay algunos imbéciles que creen que están en el Perú de antes de Velasco y no es así. Nos guste o no, el país es otro y debemos entender que no es nuestro fundo, no son peones los que trabajan y que tampoco podemos contaminar —casi tenía el color de una berenjena. —¿Entonces qué debería hacer la minería para que la población la acepte? —pregunté, esta vez ya disciplinado en el método y dispuesto a no perder de nuevo con Cecilia, porque, terminada la cita, me iba a cobrar la factura. —No sé, carajo, no sé, y discúlpeme, señorita, el francés —dijo ahora riéndose y recostándose en el sillón, con su figura regordeta y colorada, como un rey duende que le pregunta a sus consejeros. —Nuestra misión es enseñarle a la gente que trabaje para sí misma o, si quiere, que no trabaje para otro —dije, mirándolo directamente a los ojos—. Para nosotros, esto es una especie de evangelio y lo predicamos por todo el país, en empresas grandes, si nos lo permiten, y a veces ante el espanto de quienes creen que es una especie de herejía decirles a los obreros que no trabajen para la empresa, sino para ellos mismos. Intervenimos en comunidades acostumbradas a recibir solo ayuda del Estado o de las ONG, que en el fondo quieren que se les agradezca y siempre dependan de su ayuda; ante emprendedores pequeños que quieren tirar la toalla por la persecución de las entidades de gobierno que, en lugar de apoyarlos, los persiguen como en la época de la Inquisición, para sacarles más impuestos; o ante dirigentes equivocados que quieren hacernos creer que el estatismo es la solución y se olvidan de que los burócratas y recelosos de la ganancia nunca han generado riqueza. Esa es nuestra labor, fortalecer, no una red social, sino un gran tejido

de emprendedores —respondí con vehemencia y creo que también poniéndome un poco rojo. —Entonces compartimos la religión —dijo mirando a su jefe de Relaciones Públicas. Acto seguido, sacó una libretita del bolsillo de su casaca, en la que vi el logotipo de su empresa. Recordé a la recepcionista sueca. —¿Cuándo pueden ir a la mina? —dijo sosteniendo un diminuto lápiz que habría sido tajado mil veces. —Cuando quiera —contestó Cecilia. Yo respiraba aliviado y triunfante. Cuando nos pusimos de acuerdo con nuestra visita a la mina, se incorporó para acompañarnos hacia la salida. Mientras me daba un fuerte apretón de manos, dijo: —Ustedes trabajan en un terreno en el que debería haber más competencia, pero, para desgracia de nuestro país y suerte de ustedes, el terreno aún está virgen. Cecilia y yo no dijimos nada en el ascensor. Era como si no quisiésemos hablar para no interrumpir el eco de sus palabras, que aún resonaban en nuestras cabezas. Había sido como una condecoración, como si de pronto los años de terca comunicación de nuestras ideas empezaran a dar sus frutos. El ascensor emitió su sonido de campanilla y se abrió en el estacionamiento del sótano, donde estaba mi carro. En ese instante, como activada por la puerta o por el tintineo anterior, escuché la voz de Cecilia: —¿Por qué tienes que hacerlo tan complicado? —me reclamó. Ella avanzaba en cualquier dirección y sus rulos rojos se agitaban como burlándose de mí. —Por allí no es —le dije, caminando rápido hacia mi carro, que emitió el chirrido de su alarma, como diciéndome que allí había refugio ante la puñalada que quería lanzarme mi querida socia. Ya en el carro —calmados por una música de Caetano Veloso que yo sabía le traía muchos recuerdos y que puse de manera estratégica— le comenté: —Hemos vendido. —He vendido —respondió seca y no dijo ninguna palabra más hasta que la dejé en la puerta de la oficina. Allí estaba Héctor hablando con dos policías municipales.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Y así empezaron las paradas del tránsito, primero cortas, después más largas, luego interminables. Estaba ante la nueva plaga limeña: el atraco vehicular. No había nada que hacer, solo resignarse o insultar. Me decidí por lo primero. —Nano, ¿dónde estas? —era la voz angustiada de Carmen, coordinadora de la radio, y el reloj marcando solo cinco minutos antes del inicio del programa. —Ya estoy llegando —le dije seguro, mientras calculaba que solo faltaban cuatro cuadras para llegar al óvalo de Higuereta, donde quedaba la estación de radio. Serían las cuatro cuadras más largas de mi vida. —¿Dónde estás? ¿Dónde andas? Le dije que estaba a solo una cuadra, pero que, como debía darle vuelta al óvalo, era muy difícil que llegara a tiempo. Luego de que pusieran dos veces la tanda comercial, adelantaran el noticiero y pusieran a los auspiciadores nuevamente, como si empezara el programa, llegué. No tenía aliento. —Acabo de llegar, emprendedoooresss. Disculpen la demooora, pero estuve atracado en el tránsito, en el atolladero ocasionado por los enemigos de los emprendedores, los enemigos del carajo. El término me había brotado del alma, como si mi mente hubiese estado pensando en el adjetivo idóneo para estos oficinistas indómitos, para los legisladores del impuesto, para los secuestradores de la riqueza. —Me pregunto por los negocios de esta zona. ¿Alguien les habrá avisado del corte del tránsito? ¿Habrá sido diligente la municipalidad distrital o provincial para decirles que estas obras iban a iniciarse, así como les cobran de manera puntual los arbitrios? ¿Se habrán enterado con tiempo los emprendedores de Polvos Rosados y de Polvos de Higuereta?

El operador envió el programa a corte comercial y a los segundos llegó Willy, el director de la radio. Estaba sonriente. —Bien dicho, Nano. Yo me demoré cuarenta minutos y recién nos avisaron de esto hace dos días. No nos dieron tiempo para ninguna previsión. Las motos de nuestra Patrulla CPN son las únicas que han podido llevar a nuestros reporteros, e inclusive me tuvieron que llevar a mí. Ahora que regreses al aire pide disculpas por la palabra, pero di que estamos indignados. —Nano, en el teléfono está María Oscorima, presidenta de los comerciantes de Polvos Rosados —nos interrumpió Carmen. —Ponla al aire —dijo Willy y, luego de darme una palmada de aprobación, salió de la cabina, porque empezaba nuevamente el programa. —Así es, emprendedores —dije, entusiasta—. Continuamos con nuestro programa y estaremos juntos hasta minutos antes de la seis de la tarde, como todos los días en Perú Emprendedor, el programa radial de los que trabajan para sí mismos. Hace un momento comentamos sobre el cierre de calles que hacen las autoridades de nuestro país sin avisar a los comerciantes y emprendedores de las diferentes zonas comerciales del Perú. Sin embargo, al comentar la torpeza y la indiferencia de los miembros del gobierno central, de los gobiernos regionales y más aún de los gobiernos locales, nos exaltamos un poco y pedimos disculpas a nuestros radioescuchas por esto. Pero lo hicimos porque no es la primera vez que esto sucede. Estamos al aire conectados telefónicamente con María Oscorima, presidenta de la Asociación de Comerciantes de Polvos Rosados, galería comercial emblemática y que está a solo unas cuadras de aquí. La escuchamos, señora. —Nano, qué gusto escucharte y que nos des la oportunidad de protestar a través de la radio. Nosotros siempre escuchamos tu programa en nuestros puestos. Es por ti que nos hemos enterado de que la próxima semana iniciarán el cierre de calles en nuestra zona y nadie nos ha notificado nada. —¿Es decir que ustedes no han recibido siquiera una carta de las autoridades que están haciendo estas labores? —pregunté. —Así es, Nano. Nuestros negocios se van a ver afectados si se cierra la avenida, y somos familias que dependemos de esta actividad —dijo ella, preocupada—. Quizá, si nos hubiesen avisado con

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—No quiero saber nada de esto ahora —dije. Aceleré mi carro, porque me quedaban muy pocos minutos para ir a mi programa de radio.

Somos la última rueda del tren

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Y así empezaron las paradas del tránsito, primero cortas, después más largas, luego interminables. Estaba ante la nueva plaga limeña: el atraco vehicular. No había nada que hacer, solo resignarse o insultar. Me decidí por lo primero. —Nano, ¿dónde estas? —era la voz angustiada de Carmen, coordinadora de la radio, y el reloj marcando solo cinco minutos antes del inicio del programa. —Ya estoy llegando —le dije seguro, mientras calculaba que solo faltaban cuatro cuadras para llegar al óvalo de Higuereta, donde quedaba la estación de radio. Serían las cuatro cuadras más largas de mi vida. —¿Dónde estás? ¿Dónde andas? Le dije que estaba a solo una cuadra, pero que, como debía darle vuelta al óvalo, era muy difícil que llegara a tiempo. Luego de que pusieran dos veces la tanda comercial, adelantaran el noticiero y pusieran a los auspiciadores nuevamente, como si empezara el programa, llegué. No tenía aliento. —Acabo de llegar, emprendedoooresss. Disculpen la demooora, pero estuve atracado en el tránsito, en el atolladero ocasionado por los enemigos de los emprendedores, los enemigos del carajo. El término me había brotado del alma, como si mi mente hubiese estado pensando en el adjetivo idóneo para estos oficinistas indómitos, para los legisladores del impuesto, para los secuestradores de la riqueza. —Me pregunto por los negocios de esta zona. ¿Alguien les habrá avisado del corte del tránsito? ¿Habrá sido diligente la municipalidad distrital o provincial para decirles que estas obras iban a iniciarse, así como les cobran de manera puntual los arbitrios? ¿Se habrán enterado con tiempo los emprendedores de Polvos Rosados y de Polvos de Higuereta?

El operador envió el programa a corte comercial y a los segundos llegó Willy, el director de la radio. Estaba sonriente. —Bien dicho, Nano. Yo me demoré cuarenta minutos y recién nos avisaron de esto hace dos días. No nos dieron tiempo para ninguna previsión. Las motos de nuestra Patrulla CPN son las únicas que han podido llevar a nuestros reporteros, e inclusive me tuvieron que llevar a mí. Ahora que regreses al aire pide disculpas por la palabra, pero di que estamos indignados. —Nano, en el teléfono está María Oscorima, presidenta de los comerciantes de Polvos Rosados —nos interrumpió Carmen. —Ponla al aire —dijo Willy y, luego de darme una palmada de aprobación, salió de la cabina, porque empezaba nuevamente el programa. —Así es, emprendedores —dije, entusiasta—. Continuamos con nuestro programa y estaremos juntos hasta minutos antes de la seis de la tarde, como todos los días en Perú Emprendedor, el programa radial de los que trabajan para sí mismos. Hace un momento comentamos sobre el cierre de calles que hacen las autoridades de nuestro país sin avisar a los comerciantes y emprendedores de las diferentes zonas comerciales del Perú. Sin embargo, al comentar la torpeza y la indiferencia de los miembros del gobierno central, de los gobiernos regionales y más aún de los gobiernos locales, nos exaltamos un poco y pedimos disculpas a nuestros radioescuchas por esto. Pero lo hicimos porque no es la primera vez que esto sucede. Estamos al aire conectados telefónicamente con María Oscorima, presidenta de la Asociación de Comerciantes de Polvos Rosados, galería comercial emblemática y que está a solo unas cuadras de aquí. La escuchamos, señora. —Nano, qué gusto escucharte y que nos des la oportunidad de protestar a través de la radio. Nosotros siempre escuchamos tu programa en nuestros puestos. Es por ti que nos hemos enterado de que la próxima semana iniciarán el cierre de calles en nuestra zona y nadie nos ha notificado nada. —¿Es decir que ustedes no han recibido siquiera una carta de las autoridades que están haciendo estas labores? —pregunté. —Así es, Nano. Nuestros negocios se van a ver afectados si se cierra la avenida, y somos familias que dependemos de esta actividad —dijo ella, preocupada—. Quizá, si nos hubiesen avisado con

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—No quiero saber nada de esto ahora —dije. Aceleré mi carro, porque me quedaban muy pocos minutos para ir a mi programa de radio.

Somos la última rueda del tren

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

anticipación, habríamos usado estos días para tomar un descanso, para remodelar algunos puestos, pero así, de pronto, vamos a tener muchas pérdidas económicas. Nunca nos avisan porque creen que somos la última rueda del tren. No se han dado cuenta esos inútiles de que somos los que pagamos y hacemos marchar el tren —ahora su voz era firme—. Fíjate, Nano. Nosotros comenzamos, es cierto, comerciando en la calle, pero era porque no teníamos trabajo, porque el Estado jamás se ha ocupado de nosotros. Por eso vinimos desde nuestras tierras pobres y abandonadas, donde uno se muere de una simple apendicitis. ¿Acaso decidimos volvernos delincuentes, pedirles trabajo a los gobiernos? ¿Acaso nos volvimos terroristas? No, decidimos trabajar muy duro, con nuestros niños cargados a la espalda y escapándonos de la Policía, de los municipales que se quedaban con nuestra pobre mercadería. Luego decidimos organizarnos y salir de la calle, nos asociamos, juntamos dinero entre todos y compramos un terreno que felizmente estaba vacío. Lo arreglamos, le pusimos servicios higiénicos, piso, seguridad, estacionamientos. Invertimos nuestro dinero mientras todos los días nos cobraban el impuesto a los ambulantes, un sol diario, sin entregarnos un boleto, que ha servido siempre de caja chica para todos los alcaldes. Y aun así salimos adelante. Ahora tenemos bolsas para nuestros clientes, estamos siguiendo capacitaciones y tenemos un proyecto de ampliación que costará varios millones de dólares, que pagaremos a los bancos, que ahora sí nos ofrecen sus créditos... ¿Por qué solo cuando hay elecciones municipales nos visitan y luego, si pueden, nos sacan, mientras apoyan a los grandes centros comerciales? —Bueno, creo que está claro, emprendedores —dije—. ¿Hasta cuándo los que generamos la riqueza aceptaremos que nos arrincone la burocracia? Esa tarde casi no pude hacer siquiera la mención de los auspiciadores, porque se sucedieron llamadas de todo el Perú solidarizándose con los comerciantes de Polvos Rosados y contando casos similares en Chimbote, en Trujillo, en Tacna, en Arequipa, en Ayacucho.

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La seguridad como enemigo Estábamos en Gamarra, en el piso ocho de una de las nuevas galerías de esa zona comercial. Como el evento que habíamos organizado casi en la azotea de esta galería demoraba en iniciar, tuve tiempo de quedarme en una baranda contemplando este barrio empresarial. Recordé mi primer recorrido a fondo por sus calles. Era 1995 y se me había ocurrido proponerle a mis compañeros de estudios en la Escuela de Administración de Negocios para Graduados (ESAN) hacer nuestra tesis sobre las características de los empresarios exitosos de Gamarra. Al comienzo, me miraron con cara de extraviado y me dijeron que era mejor hacer una tesis sobre la mejora del proceso en alguna empresa grande. —Sí, es más fácil lo otro, pero eso haría más difícil el examen —les dije casi sin pensar—. En cambio, si nos metemos a Gamarra, les aseguro que nosotros conoceremos más que cualquier profesor. Seremos los especialistas y, por eso, nos irá bien en la sustentación. Mi discurso los convenció de que aceptaran rápidamente. El único problema fue que luego ellos quisieron que yo hiciera los contactos para hacer las investigaciones. Pero en eso también tuve suerte. Juan Infante, compañero de la universidad, había tenido la audacia de sacar una revista en Gamarra y le había ido bien. Por ese motivo, se me ocurrió buscarlo. Recuerdo mi asombro cuando recorrí con ojos ya no de cliente, sino de investigador, todo el largo de la avenida Bausate y Meza. Allí, entre cables enredados como lianas de una selva de hormigón, aparecieron por primera vez ante mis ojos asombrados las innumerables galerías de siete, ocho y nueve pisos. —¿Y quién construye todo esto? —le pregunté aún boquiabierto. —La gente de aquí, toditos provincianos: se juntan en algunos casos y otras veces son los empresarios más grandes que empezaron vendiendo aquí con una carreta —dijo Juan, trepando por las escaleras de un edificio en construcción. Cuando llegamos al último piso, me comentó—: Mira, hacia allá está el Mercado Central, La Parada, que dieron origen a esto. Con un dedo, Juan me mostraba la avenida Bausate y Meza, las calles Sebastián Barranca, Gamarra, Hipólito Unanue, Humboldt, Prolongación Huánuco, todas llenas de galerías, avisos, sonidos y 61

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¿Dónde está la riqueza?

anticipación, habríamos usado estos días para tomar un descanso, para remodelar algunos puestos, pero así, de pronto, vamos a tener muchas pérdidas económicas. Nunca nos avisan porque creen que somos la última rueda del tren. No se han dado cuenta esos inútiles de que somos los que pagamos y hacemos marchar el tren —ahora su voz era firme—. Fíjate, Nano. Nosotros comenzamos, es cierto, comerciando en la calle, pero era porque no teníamos trabajo, porque el Estado jamás se ha ocupado de nosotros. Por eso vinimos desde nuestras tierras pobres y abandonadas, donde uno se muere de una simple apendicitis. ¿Acaso decidimos volvernos delincuentes, pedirles trabajo a los gobiernos? ¿Acaso nos volvimos terroristas? No, decidimos trabajar muy duro, con nuestros niños cargados a la espalda y escapándonos de la Policía, de los municipales que se quedaban con nuestra pobre mercadería. Luego decidimos organizarnos y salir de la calle, nos asociamos, juntamos dinero entre todos y compramos un terreno que felizmente estaba vacío. Lo arreglamos, le pusimos servicios higiénicos, piso, seguridad, estacionamientos. Invertimos nuestro dinero mientras todos los días nos cobraban el impuesto a los ambulantes, un sol diario, sin entregarnos un boleto, que ha servido siempre de caja chica para todos los alcaldes. Y aun así salimos adelante. Ahora tenemos bolsas para nuestros clientes, estamos siguiendo capacitaciones y tenemos un proyecto de ampliación que costará varios millones de dólares, que pagaremos a los bancos, que ahora sí nos ofrecen sus créditos... ¿Por qué solo cuando hay elecciones municipales nos visitan y luego, si pueden, nos sacan, mientras apoyan a los grandes centros comerciales? —Bueno, creo que está claro, emprendedores —dije—. ¿Hasta cuándo los que generamos la riqueza aceptaremos que nos arrincone la burocracia? Esa tarde casi no pude hacer siquiera la mención de los auspiciadores, porque se sucedieron llamadas de todo el Perú solidarizándose con los comerciantes de Polvos Rosados y contando casos similares en Chimbote, en Trujillo, en Tacna, en Arequipa, en Ayacucho.

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La seguridad como enemigo Estábamos en Gamarra, en el piso ocho de una de las nuevas galerías de esa zona comercial. Como el evento que habíamos organizado casi en la azotea de esta galería demoraba en iniciar, tuve tiempo de quedarme en una baranda contemplando este barrio empresarial. Recordé mi primer recorrido a fondo por sus calles. Era 1995 y se me había ocurrido proponerle a mis compañeros de estudios en la Escuela de Administración de Negocios para Graduados (ESAN) hacer nuestra tesis sobre las características de los empresarios exitosos de Gamarra. Al comienzo, me miraron con cara de extraviado y me dijeron que era mejor hacer una tesis sobre la mejora del proceso en alguna empresa grande. —Sí, es más fácil lo otro, pero eso haría más difícil el examen —les dije casi sin pensar—. En cambio, si nos metemos a Gamarra, les aseguro que nosotros conoceremos más que cualquier profesor. Seremos los especialistas y, por eso, nos irá bien en la sustentación. Mi discurso los convenció de que aceptaran rápidamente. El único problema fue que luego ellos quisieron que yo hiciera los contactos para hacer las investigaciones. Pero en eso también tuve suerte. Juan Infante, compañero de la universidad, había tenido la audacia de sacar una revista en Gamarra y le había ido bien. Por ese motivo, se me ocurrió buscarlo. Recuerdo mi asombro cuando recorrí con ojos ya no de cliente, sino de investigador, todo el largo de la avenida Bausate y Meza. Allí, entre cables enredados como lianas de una selva de hormigón, aparecieron por primera vez ante mis ojos asombrados las innumerables galerías de siete, ocho y nueve pisos. —¿Y quién construye todo esto? —le pregunté aún boquiabierto. —La gente de aquí, toditos provincianos: se juntan en algunos casos y otras veces son los empresarios más grandes que empezaron vendiendo aquí con una carreta —dijo Juan, trepando por las escaleras de un edificio en construcción. Cuando llegamos al último piso, me comentó—: Mira, hacia allá está el Mercado Central, La Parada, que dieron origen a esto. Con un dedo, Juan me mostraba la avenida Bausate y Meza, las calles Sebastián Barranca, Gamarra, Hipólito Unanue, Humboldt, Prolongación Huánuco, todas llenas de galerías, avisos, sonidos y 61

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¿Dónde está la riqueza?

miles de personas como hormigas apuradas, entrando y saliendo con mercadería. —Y aquí el Estado no ha puesto un sol —concluyó, de pie sobre unos sacos de cemento y con los brazos en jarro, como si fuese Peter Pan burlándose ante el capitán Hook. Ese fue mi primer contacto con Gamarra. Nos tomó meses hacer las investigaciones. Así, mientras nuestros amigos de la maestría comentaban sobre la reforma de una empresa de gaseosas extranjera o sobre el rediseño del layout de una fábrica de colchones, nosotros nos desesperábamos buscando a los empresarios al interior de sus talleres, que usualmente quedaban en los últimos pisos de las galerías, acordando nuevas citas porque nos dejaban plantados ante cualquier contingencia de sus negocios. —¿Por qué se han metido en un tema tan raro y tan difícil..., hasta peligroso? —nos preguntó una compañera economista, que hacía su tesis sobre la empresa de su enamorado. —Porque tenemos unas novias en Gamarra —le respondió Boris, compañero del grupo que trabajaba en la IBM y que, para mi sorpresa, estaba fascinado con lo que íbamos averiguando en nuestra investigación. Así descubrimos varias constantes, que luego, con el pasar de los años, fui constatando en mis reportajes, visitas, entrevistas a cientos de mercados, galerías comerciales y zonas empresariales, que tengo la suerte de recorrer por nuestro extraordinario país. Por ejemplo, el ahorro por cuenta propia, ya que la mayoría de las entidades bancarias no llega hasta este sector. Y, si lo hacen, es con intereses demasiado altos y con un perfil altamente lucrativo, salvo proyectos excepcionales y aún poco conocidos. Cuando hicimos la tesis había un solo banco en la zona. El aprendizaje rápido e intensivo ocurrió allí debido precisamente a la fuerte competencia, y la llegada más rápida de tecnología se debió a que los proveedores de esta se iban a zonas como Gamarra porque sabían que allí habría clientes. Por supuesto, casi todos los comerciantes habían tenido un origen informal, más que por una decisión de estar al margen de la ley, por no tener conocimiento legal al iniciar su negocio, por encarecimiento y dificultad de los trámites, y por una percepción de

injusticia frente a pagar impuestos a un Estado que nada hizo por ayudarlos a surgir. También fue para nosotros sorprendente encontrar que la mayoría de los empresarios que entrevistamos planificaban sus finanzas obteniendo crédito de proveedores y haciendo cobranzas muy efectivas. También encontramos algo que se repite en todas las áreas comerciales: se tenía un gran ahorro en publicidad —porque el cliente acude solo— y existía un apoyo familiar y de amigos cercanos en el negocio. Por último, vimos que casi todos planificaban de manera correcta su producción, evitando mermas y exceso, y se encontraban bastante organizados en la disposición de su producción y actualizados en las necesidades tecnológicas de sus productos. Es decir, nada informales en este aspecto. Mientras miraba la garúa cayendo lentamente sobre los techos de los establecimientos que se dibujaban varios metros abajo, recordé que, al terminar la tesis de maestría, los tres amigos que la hicimos cambiamos para siempre. Nuestra mirada nunca fue la misma hacia lo que otros llamaban informalidad: una especie de respeto y admiración por el esfuerzo de los peruanos y un sentimiento de orgullo nos llenó el pecho. Estoy seguro de que nos dio una energía enorme para sustentarla. Recuerdo que Marco sugirió poner un video con música chicha frente al jurado y que Pepe se afanó por ir a grabarlo, ante la sorpresa de nuestras familias, que ya empezaban a sospechar que era cierto lo de las novias de Gamarra, rumor que había empezado a circular como leyenda entre los compañeros de la promoción. Para suerte nuestra, en ese entonces un joven profesor de ESAN había regresado de hacer su doctorado en Canadá. Como ningún profesor se sintió en confianza para dirigir nuestra tesis, alguien nos dijo que lo buscáramos. Era Rolando Arellano, hoy quizá el peruano más destacado a nivel mundial en marketing, y en ese entonces uno de los pocos que había estudiado la informalidad y la economía emergente desde el management, el marketing y la psicología, su profesión de base. Gracias a su rigurosidad y a su reflexión, pudimos sacar adelante una de las tesis con el nombre más extraño de la historia de ESAN: Estilos gerenciales y factores de éxito en empresarios emergentes del sector confecciones de Gamarra, y nos graduamos con mención de excelencia, para mi alivio y el de mis amigos.

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miles de personas como hormigas apuradas, entrando y saliendo con mercadería. —Y aquí el Estado no ha puesto un sol —concluyó, de pie sobre unos sacos de cemento y con los brazos en jarro, como si fuese Peter Pan burlándose ante el capitán Hook. Ese fue mi primer contacto con Gamarra. Nos tomó meses hacer las investigaciones. Así, mientras nuestros amigos de la maestría comentaban sobre la reforma de una empresa de gaseosas extranjera o sobre el rediseño del layout de una fábrica de colchones, nosotros nos desesperábamos buscando a los empresarios al interior de sus talleres, que usualmente quedaban en los últimos pisos de las galerías, acordando nuevas citas porque nos dejaban plantados ante cualquier contingencia de sus negocios. —¿Por qué se han metido en un tema tan raro y tan difícil..., hasta peligroso? —nos preguntó una compañera economista, que hacía su tesis sobre la empresa de su enamorado. —Porque tenemos unas novias en Gamarra —le respondió Boris, compañero del grupo que trabajaba en la IBM y que, para mi sorpresa, estaba fascinado con lo que íbamos averiguando en nuestra investigación. Así descubrimos varias constantes, que luego, con el pasar de los años, fui constatando en mis reportajes, visitas, entrevistas a cientos de mercados, galerías comerciales y zonas empresariales, que tengo la suerte de recorrer por nuestro extraordinario país. Por ejemplo, el ahorro por cuenta propia, ya que la mayoría de las entidades bancarias no llega hasta este sector. Y, si lo hacen, es con intereses demasiado altos y con un perfil altamente lucrativo, salvo proyectos excepcionales y aún poco conocidos. Cuando hicimos la tesis había un solo banco en la zona. El aprendizaje rápido e intensivo ocurrió allí debido precisamente a la fuerte competencia, y la llegada más rápida de tecnología se debió a que los proveedores de esta se iban a zonas como Gamarra porque sabían que allí habría clientes. Por supuesto, casi todos los comerciantes habían tenido un origen informal, más que por una decisión de estar al margen de la ley, por no tener conocimiento legal al iniciar su negocio, por encarecimiento y dificultad de los trámites, y por una percepción de

injusticia frente a pagar impuestos a un Estado que nada hizo por ayudarlos a surgir. También fue para nosotros sorprendente encontrar que la mayoría de los empresarios que entrevistamos planificaban sus finanzas obteniendo crédito de proveedores y haciendo cobranzas muy efectivas. También encontramos algo que se repite en todas las áreas comerciales: se tenía un gran ahorro en publicidad —porque el cliente acude solo— y existía un apoyo familiar y de amigos cercanos en el negocio. Por último, vimos que casi todos planificaban de manera correcta su producción, evitando mermas y exceso, y se encontraban bastante organizados en la disposición de su producción y actualizados en las necesidades tecnológicas de sus productos. Es decir, nada informales en este aspecto. Mientras miraba la garúa cayendo lentamente sobre los techos de los establecimientos que se dibujaban varios metros abajo, recordé que, al terminar la tesis de maestría, los tres amigos que la hicimos cambiamos para siempre. Nuestra mirada nunca fue la misma hacia lo que otros llamaban informalidad: una especie de respeto y admiración por el esfuerzo de los peruanos y un sentimiento de orgullo nos llenó el pecho. Estoy seguro de que nos dio una energía enorme para sustentarla. Recuerdo que Marco sugirió poner un video con música chicha frente al jurado y que Pepe se afanó por ir a grabarlo, ante la sorpresa de nuestras familias, que ya empezaban a sospechar que era cierto lo de las novias de Gamarra, rumor que había empezado a circular como leyenda entre los compañeros de la promoción. Para suerte nuestra, en ese entonces un joven profesor de ESAN había regresado de hacer su doctorado en Canadá. Como ningún profesor se sintió en confianza para dirigir nuestra tesis, alguien nos dijo que lo buscáramos. Era Rolando Arellano, hoy quizá el peruano más destacado a nivel mundial en marketing, y en ese entonces uno de los pocos que había estudiado la informalidad y la economía emergente desde el management, el marketing y la psicología, su profesión de base. Gracias a su rigurosidad y a su reflexión, pudimos sacar adelante una de las tesis con el nombre más extraño de la historia de ESAN: Estilos gerenciales y factores de éxito en empresarios emergentes del sector confecciones de Gamarra, y nos graduamos con mención de excelencia, para mi alivio y el de mis amigos.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Nano, en cinco minutos arrancamos el evento —me trajo de nuevo a la realidad la voz de Miriam. Al cabo de unos segundos, sonó nuestra música característica para iniciar el evento. Encendí mi micro y salí al estrado. Las luces del reflector te dan en la cara, debes concentrarte en cada paso para no caerte y, lo que es clave, debes salir con una gran energía, para que te crean. Esa vez la energía me la dio el recuerdo de la tesis, del contacto con esos empresarios que cambiaron mi vida para siempre y que hicieron que hoy me dedicara a esto: a predicar que la opción es tu propio emprendimiento. —El objetivo de un emprendedor no es ganar dinero, como quieren algunos difundir y así encasillarnos para atacarnos y atacar a la empresa —decía en una de las partes de la presentación, en la que explicamos con terquedad y constancia a qué se dedican las empresas—. Encasillarnos en ser los que nos dedicamos solo a enriquecernos, solo al dinero, es ponernos una etiqueta para luego acusarnos de explotadores, de materialistas, cuando en realidad somos creadores y hacemos más mejoras a la vida de la gente de lo que hacen muchas instituciones, de lo que dice hacer el gobierno. Emprendedor, debes sentirte orgulloso de lo que haces. Primero, porque no eres un abusador, sino un creador de valor. Segundo, porque lo has hecho solo, sin apoyo de otros y sin robar, sin asociarte al negocio fácil desde el hampa o desde el Estado, como lo hacen muchos. Tercero, porque sin ti el mundo se detendría, porque somos los generadores de la riqueza en cualquier sociedad..., y por eso... —Por eso —me interrumpió alguien—, hay que acabar con el Estado tributarista y hay que iniciar de una vez el gran paro nacional de los emprendedores. Porque desde el Estado, desde los gobiernos, nos han dirigido los saqueadores, los que jamás han creado valor. Ellos nos exprimen, ellos son los verdaderos explotadores y nosotros seremos sus cómplices si no nos levantamos. ¡Basta ya de abusos!... Se trataba de un muchacho bastante joven, con el pelo muy corto, casi al ras, y tenía una inmensa bandera colgando de un asta de caña, también enorme. No se detuvo cuando le cortaron el volumen de su micrófono inalámbrico, que, al parecer, había sacado de nuestros equipos o conectado de alguna manera. Alguna gente empezó a aplaudir y un grupo menor le pidió que se callara. La mayoría, entre los que me incluía yo, nos quedamos en silencio unos segundos.

Entonces sentí el estallido. Inicialmente pensé que era el equipo de sonido; luego un globo que se había reventado; pero al final me di cuenta de que un fogonazo había aparecido casi a un metro delante de mí. Sentí un pito en los tímpanos y todo se llenó de humo. —Nano, Nano... —escuché luego de un tiempo que me pareció muy largo. Yo seguía de pie en el mismo sitio y la gente corría echando abajo las sillas de plástico. Unos querían bajar por las escaleras y otros se dirigieron hacia las terrazas que, afortunadamente, rodeaban nuestro improvisado escenario. La estampida no había sido general. Buena parte de personas estaba de pie, invocando la calma: «Ya pasó, ya pasó». Solo volteé cuando sentí esa voz que me llamaba por la espalda. Allí estaba Miriam, pálida, sosteniendo la enorme caña esta vez sin bandera. —¿Qué ha pasado? —pregunté, aún desconcertado. —Creo que reventaron una rata blanca o un pequeño detonador y luego una especie de bomba de humo, pero nada más —me dijo. Agitaba la enorme caña como un lancero listo para la batalla. —¿Y el tipo que habló, dónde está? —pregunté, más intrigado. —No sé, salió corriendo en el humo y Héctor partió a perseguirlo con Piero. Además, creo que se llevó el micro —dijo con tono de culpa. —El micro es lo de menos... ¿No hay heridos? —No... Creo que ya pasó el susto —dijo Miriam, y señaló a la gente que ya retornaba hacia sus sitios, poniendo sus sillas de pie. —Bien, bien, ya pasó —dije, retomando la conducción y apoyándome en el micro que había vuelto a ser conectado. —¿Qué te pareció la sorpresa, papito? —dijo de pronto la inconfundible voz de vieja de Nicolasa, que apareció detrás de su teatrín en el medio del escenario, y que en realidad debía presentarse unos minutos después que yo terminara. La gente se echó a reír. Hacía años ya que Nicolasa, Ángel Calvo, se había incorporado a nuestro equipo. Desde entonces, y en decenas de ocasiones, nos hemos divertido haciendo presentaciones en las que mi interlocutora, interruptora e irreverente pareja de escenario ha sido un títere. —¿Cómo que una sorpresa, Nicolasa? —le pregunté. —Así es. Como la gente ahora comenta del Movimiento Emprendedor Radical o algo así, le pedí a mi sobrino que se disfrazara

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¿Dónde está la riqueza?

—Nano, en cinco minutos arrancamos el evento —me trajo de nuevo a la realidad la voz de Miriam. Al cabo de unos segundos, sonó nuestra música característica para iniciar el evento. Encendí mi micro y salí al estrado. Las luces del reflector te dan en la cara, debes concentrarte en cada paso para no caerte y, lo que es clave, debes salir con una gran energía, para que te crean. Esa vez la energía me la dio el recuerdo de la tesis, del contacto con esos empresarios que cambiaron mi vida para siempre y que hicieron que hoy me dedicara a esto: a predicar que la opción es tu propio emprendimiento. —El objetivo de un emprendedor no es ganar dinero, como quieren algunos difundir y así encasillarnos para atacarnos y atacar a la empresa —decía en una de las partes de la presentación, en la que explicamos con terquedad y constancia a qué se dedican las empresas—. Encasillarnos en ser los que nos dedicamos solo a enriquecernos, solo al dinero, es ponernos una etiqueta para luego acusarnos de explotadores, de materialistas, cuando en realidad somos creadores y hacemos más mejoras a la vida de la gente de lo que hacen muchas instituciones, de lo que dice hacer el gobierno. Emprendedor, debes sentirte orgulloso de lo que haces. Primero, porque no eres un abusador, sino un creador de valor. Segundo, porque lo has hecho solo, sin apoyo de otros y sin robar, sin asociarte al negocio fácil desde el hampa o desde el Estado, como lo hacen muchos. Tercero, porque sin ti el mundo se detendría, porque somos los generadores de la riqueza en cualquier sociedad..., y por eso... —Por eso —me interrumpió alguien—, hay que acabar con el Estado tributarista y hay que iniciar de una vez el gran paro nacional de los emprendedores. Porque desde el Estado, desde los gobiernos, nos han dirigido los saqueadores, los que jamás han creado valor. Ellos nos exprimen, ellos son los verdaderos explotadores y nosotros seremos sus cómplices si no nos levantamos. ¡Basta ya de abusos!... Se trataba de un muchacho bastante joven, con el pelo muy corto, casi al ras, y tenía una inmensa bandera colgando de un asta de caña, también enorme. No se detuvo cuando le cortaron el volumen de su micrófono inalámbrico, que, al parecer, había sacado de nuestros equipos o conectado de alguna manera. Alguna gente empezó a aplaudir y un grupo menor le pidió que se callara. La mayoría, entre los que me incluía yo, nos quedamos en silencio unos segundos.

Entonces sentí el estallido. Inicialmente pensé que era el equipo de sonido; luego un globo que se había reventado; pero al final me di cuenta de que un fogonazo había aparecido casi a un metro delante de mí. Sentí un pito en los tímpanos y todo se llenó de humo. —Nano, Nano... —escuché luego de un tiempo que me pareció muy largo. Yo seguía de pie en el mismo sitio y la gente corría echando abajo las sillas de plástico. Unos querían bajar por las escaleras y otros se dirigieron hacia las terrazas que, afortunadamente, rodeaban nuestro improvisado escenario. La estampida no había sido general. Buena parte de personas estaba de pie, invocando la calma: «Ya pasó, ya pasó». Solo volteé cuando sentí esa voz que me llamaba por la espalda. Allí estaba Miriam, pálida, sosteniendo la enorme caña esta vez sin bandera. —¿Qué ha pasado? —pregunté, aún desconcertado. —Creo que reventaron una rata blanca o un pequeño detonador y luego una especie de bomba de humo, pero nada más —me dijo. Agitaba la enorme caña como un lancero listo para la batalla. —¿Y el tipo que habló, dónde está? —pregunté, más intrigado. —No sé, salió corriendo en el humo y Héctor partió a perseguirlo con Piero. Además, creo que se llevó el micro —dijo con tono de culpa. —El micro es lo de menos... ¿No hay heridos? —No... Creo que ya pasó el susto —dijo Miriam, y señaló a la gente que ya retornaba hacia sus sitios, poniendo sus sillas de pie. —Bien, bien, ya pasó —dije, retomando la conducción y apoyándome en el micro que había vuelto a ser conectado. —¿Qué te pareció la sorpresa, papito? —dijo de pronto la inconfundible voz de vieja de Nicolasa, que apareció detrás de su teatrín en el medio del escenario, y que en realidad debía presentarse unos minutos después que yo terminara. La gente se echó a reír. Hacía años ya que Nicolasa, Ángel Calvo, se había incorporado a nuestro equipo. Desde entonces, y en decenas de ocasiones, nos hemos divertido haciendo presentaciones en las que mi interlocutora, interruptora e irreverente pareja de escenario ha sido un títere. —¿Cómo que una sorpresa, Nicolasa? —le pregunté. —Así es. Como la gente ahora comenta del Movimiento Emprendedor Radical o algo así, le pedí a mi sobrino que se disfrazara

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¿Dónde está la riqueza?

y se metiera un rollo todo revolucionario y luego reventara un cohetecillo, pero el sonso se trajo tremenda bandera... Y como no había cohetecillos por esta época del año, hizo una bomba con un calzón mío y con pólvora... Ah..., pero, eso sí, no fue una bomba apestosa, porque yo siempre me lavo las partes —dijo, desatando una sonora carcajada general. El público estaba de nuevo enganchado, tranquilo y concentrado en nuestra charla. Al final, la gente se acercó a pedirnos dedicatorias, fotos y a comentarnos el excelente número del inicio. —¿Pero dónde está su sobrino? —preguntó una señora a Nicolasa, el títere, ignorando a Ángel, que la tenía cargada y que estaba a punto de guardarla. —Se fue porque le salió mal el número —dijo Ángel con la voz de Nicolasa. —A mí me pareció excelente —dijo la señora y luego agregó—: Yo estaba de acuerdo con todo lo que dijo ese jovencito. Deberíamos quemar el local de la Sunat —remató ante mi silencio y el de Ángel. Al final de los eventos, hay un momento de descompresión, la tensión baja, la excitación del cierre se va disipando, la gente te pide una sonrisa, un abrazo, una foto, y luego, cuando te das cuenta, estás como sin energías, como si algo hubiese absorbido tus fuerzas. Así estábamos mientras guardábamos los equipos y Héctor me explicaba que el muchacho se había escapado, pues una moto lo esperaba en el primer piso de la galería. —Pero tiró el micrófono en su escape, así que lo recuperamos... y sin un rasguño —dijo Héctor, sosteniéndolo como un trofeo de guerra. —La pregunta es cómo cogió el micro de nuestra mesa de conducción, no cómo lo recuperaste —dije secamente. Héctor, Miriam y Ricky, los encargados del sonido, se miraron, me miraron, miraron la mesa y como un coro afinado dijeron: —No sabemos en qué momento... —Yo sé qué pasó —dijo Víctor Izquierdo, amigo empresario de Gamarra. Allí, con aire pícaro, con su bigote característico y las manos en los bolsillos de un saco claro y muy elegante, dijo—: Yo se lo di. —¿Cómo que tú se lo diste?

—Sí, yo estaba conversando con Héctor y con Miriam, pero se fueron, creo a llamarte o a coordinar las últimas cosas. El muchacho vino y me dijo: «Dice Héctor que me des el micro». Y yo, que estaba parado junto a la mesa, se lo di. Así de sencillo. Creí que era de tu equipo —dijo Víctor mirando a Héctor y luego a nosotros. —¿Y cómo sabía el nombre de Héctor? —dijo Miriam. —A mí me preguntó a la entrada mi nombre —respondió Héctor—, porque le dije que tuviese cuidado con la bandera que llevaba. Me dijo que era una sorpresa para ti. —Vaya sorpresa —dije, caminando hacia el ascensor—. Las cosas más raras tienen a veces explicaciones sencillas. —Yo invito a comer un chifita —dijo Víctor. —Acepto —dijo inmediatamente Héctor. Luego me miró y agregó—: Bueno..., eh..., depende de lo que diga el jefe. —Vamos al chifa —sentencié, mientras el ascensor se cerraba. «Los chifas son el lugar donde los peruanos celebramos», pensé, mirando las mesas alrededor. —¿Cómo van los negocios? —pregunté a Víctor, y me serví una cerveza, que necesitaba con urgencia. Víctor Izquierdo tenía una historia heroica. Había sido un comerciante más o menos exitoso, a pesar de su origen muy pobre, pues había nacido en El Cerrillo, una hacienda en Chepén, y no tuvo zapatos sino hasta los doce años. Víctor recordaba que en su infancia había jugado a que los piñones, unas semillas enormes como pepas de ciruela que recogía de unos árboles: eran monedas para un tesoro que guardaba junto a una acequia. Quizá esa idea quedó en su inconsciente y se planteó acumular su propia riqueza. Un día los negocios empezaron a ir mal y alguien le dijo que en Europa había oportunidades. Así es que alistó una maleta y se fue a España para jugársela en el Viejo Continente. Estuvo de inmigrante ilegal haciendo de recolector de higos, vendedor ambulante y vendedor de artesanías en cuanta feria encontraba. Al cabo de un tiempo, se sintió más confiado y decidió desplegar su espíritu comerciante en la venta de más artesanía. Para ello, se asoció con otro peruano que, como él, había llegado a la Península en busca de nuevos horizontes. «Perfecto —se dijo—: dos inmigrantes que debemos correr la cancha para abrirnos paso en este país. Una buena dupla».

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¿Dónde está la riqueza?

y se metiera un rollo todo revolucionario y luego reventara un cohetecillo, pero el sonso se trajo tremenda bandera... Y como no había cohetecillos por esta época del año, hizo una bomba con un calzón mío y con pólvora... Ah..., pero, eso sí, no fue una bomba apestosa, porque yo siempre me lavo las partes —dijo, desatando una sonora carcajada general. El público estaba de nuevo enganchado, tranquilo y concentrado en nuestra charla. Al final, la gente se acercó a pedirnos dedicatorias, fotos y a comentarnos el excelente número del inicio. —¿Pero dónde está su sobrino? —preguntó una señora a Nicolasa, el títere, ignorando a Ángel, que la tenía cargada y que estaba a punto de guardarla. —Se fue porque le salió mal el número —dijo Ángel con la voz de Nicolasa. —A mí me pareció excelente —dijo la señora y luego agregó—: Yo estaba de acuerdo con todo lo que dijo ese jovencito. Deberíamos quemar el local de la Sunat —remató ante mi silencio y el de Ángel. Al final de los eventos, hay un momento de descompresión, la tensión baja, la excitación del cierre se va disipando, la gente te pide una sonrisa, un abrazo, una foto, y luego, cuando te das cuenta, estás como sin energías, como si algo hubiese absorbido tus fuerzas. Así estábamos mientras guardábamos los equipos y Héctor me explicaba que el muchacho se había escapado, pues una moto lo esperaba en el primer piso de la galería. —Pero tiró el micrófono en su escape, así que lo recuperamos... y sin un rasguño —dijo Héctor, sosteniéndolo como un trofeo de guerra. —La pregunta es cómo cogió el micro de nuestra mesa de conducción, no cómo lo recuperaste —dije secamente. Héctor, Miriam y Ricky, los encargados del sonido, se miraron, me miraron, miraron la mesa y como un coro afinado dijeron: —No sabemos en qué momento... —Yo sé qué pasó —dijo Víctor Izquierdo, amigo empresario de Gamarra. Allí, con aire pícaro, con su bigote característico y las manos en los bolsillos de un saco claro y muy elegante, dijo—: Yo se lo di. —¿Cómo que tú se lo diste?

—Sí, yo estaba conversando con Héctor y con Miriam, pero se fueron, creo a llamarte o a coordinar las últimas cosas. El muchacho vino y me dijo: «Dice Héctor que me des el micro». Y yo, que estaba parado junto a la mesa, se lo di. Así de sencillo. Creí que era de tu equipo —dijo Víctor mirando a Héctor y luego a nosotros. —¿Y cómo sabía el nombre de Héctor? —dijo Miriam. —A mí me preguntó a la entrada mi nombre —respondió Héctor—, porque le dije que tuviese cuidado con la bandera que llevaba. Me dijo que era una sorpresa para ti. —Vaya sorpresa —dije, caminando hacia el ascensor—. Las cosas más raras tienen a veces explicaciones sencillas. —Yo invito a comer un chifita —dijo Víctor. —Acepto —dijo inmediatamente Héctor. Luego me miró y agregó—: Bueno..., eh..., depende de lo que diga el jefe. —Vamos al chifa —sentencié, mientras el ascensor se cerraba. «Los chifas son el lugar donde los peruanos celebramos», pensé, mirando las mesas alrededor. —¿Cómo van los negocios? —pregunté a Víctor, y me serví una cerveza, que necesitaba con urgencia. Víctor Izquierdo tenía una historia heroica. Había sido un comerciante más o menos exitoso, a pesar de su origen muy pobre, pues había nacido en El Cerrillo, una hacienda en Chepén, y no tuvo zapatos sino hasta los doce años. Víctor recordaba que en su infancia había jugado a que los piñones, unas semillas enormes como pepas de ciruela que recogía de unos árboles: eran monedas para un tesoro que guardaba junto a una acequia. Quizá esa idea quedó en su inconsciente y se planteó acumular su propia riqueza. Un día los negocios empezaron a ir mal y alguien le dijo que en Europa había oportunidades. Así es que alistó una maleta y se fue a España para jugársela en el Viejo Continente. Estuvo de inmigrante ilegal haciendo de recolector de higos, vendedor ambulante y vendedor de artesanías en cuanta feria encontraba. Al cabo de un tiempo, se sintió más confiado y decidió desplegar su espíritu comerciante en la venta de más artesanía. Para ello, se asoció con otro peruano que, como él, había llegado a la Península en busca de nuevos horizontes. «Perfecto —se dijo—: dos inmigrantes que debemos correr la cancha para abrirnos paso en este país. Una buena dupla».

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¿Dónde está la riqueza?

Los asuntos andaban viento en popa, pero una mañana, luego de salir bien desayunado para colocar sus productos en una zona en las afueras de Madrid, fue interceptado por la Policía. Habían detectado que era un ilegal y lo arrestaron para ser deportado en las siguientes veinticuatro horas. Víctor llamó desesperado al socio solo para convencerse de que había sido este quien lo había delatado. —Pero, por favor, me van a regresar a Lima y no tengo para comer allí, no tengo un centavo en el bolsillo —casi sollozaba al teléfono, rogándole al ex amigo para que por lo menos le diera algo del dinero que ya habían acumulado. En la Prefectura, antes de pasar a la sala de embarque, el socio delator le entregó doscientos dólares. Ese fue su capital para regresar al Perú. El dinero se acabó en muy pocos días. Cuando se dio cuenta, tenía solo una moneda de cincuenta céntimos y el estómago vacío, y empezó a pensar qué podía hacer. Era como en las imágenes de los realitys en los que a un ejecutivo se le entrega una cantidad para que sobreviva en Nueva York, o a alguien se le dota de una cantimplora y un anzuelo para que se las ingenie en sobrevivir en una isla desierta. Pero esto era real y el escenario era la selva de cemento de nuestra enorme capital. Víctor se sentó en una grada en la entrada de un edificio y lloró, lloró por mucho tiempo. Luego se dio cuenta de que no conseguiría nada con eso y, lo más importante, que todavía tenía cincuenta céntimos. Pensaba en un lugar donde hubiese movimiento, comercio, actividad empresarial y, por lo tanto, oportunidades. A su cabeza llegaron las imágenes que lo sorprendieron cuando recién arribó a Lima: el enjambre comercial de Gamarra. «Allí encontraré mi futuro», pensó. Y se gastó sus cincuenta céntimos en el pasaje de ida. Una vez en Gamarra, caminó y caminó. Sus ojos recorrían cada puesto, cada rostro de los vendedores e impulsadoras voceando sus productos, cada cartel escrito y cada papel pegado en los sucios postes, para ver si encontraba un empleo, un pedido de cualquier tipo de mano de obra. Al atardecer, los clientes fueron desapareciendo y los cargadores de bultos tomaron las esquinas con sus brazos tatuados y con trapos que les cubrían las cabezas sudorosas, como si fuesen piratas. El miedo y la desesperación se clavaron como dos garras en su estómago. El cielo empezaba a perder su luz.

De pronto, no miró: vio. Allí, frente a él, había una tienda llena de productos, pero dispuestos de manera desordenada, como si alguien los hubiese dejado amontonados: unos productos mezclados con otros, el pasillo totalmente atiborrado de bolsas conteniendo unos polos que nadie había desempacado y un cartel escrito a mano que decía: «Ofertas a buen precio». —¿Qué oferta no es a buen precio? ¿Cuál es el precio? ¿Qué producto está en oferta? —preguntó Víctor al dueño de la tienda, que lo miró desconcertado y le devolvió la pregunta: —¿Está mal el cartel o mi oferta? Víctor, como un arquero experto que se arroja tras la pelota disparada por el delantero, dijo: —Son varias cosas. Si usted me permite aconsejarle... Ese día ordenó la mercadería del señor, mejoró la distribución de los productos en la tienda y solo le pidió para el pasaje de regreso a su casa, para un pan y para volver al día siguiente a ayudarle. Con el tiempo se harían socios. Hoy Víctor exporta sus productos a Estados Unidos. Además de aprovechar la oportunidad y de generar su destino como lo hacen los emprendedores —y utilizando la mejor, la única arma que la naturaleza ha puesto en nosotros: la razón, la inteligencia, la capacidad de discernir—, Víctor empleó su habilidad en montar un negocio que iría diferenciándose poco a poco en Gamarra. Cuando la mayoría de confeccionistas en este cluster copiaba o vendía mercadería sin diferenciación, él creó diseños propios —con personalidad peruana—, utilizó algodón con teñidos naturales y fibras ecológicas, y, posteriormente, lanzó su propia marca —Intinellas—, con la que se atrevió a presentarse en desfiles de modas, en las exposiciones donde entraban los rankeados, los envarados y los grandazos. Así fue haciéndose un nombre. En febrero de 2006, convocamos, a través de Somos Empresa, y con el apoyo de la Fundación Eduardo y Mirtha Añaños —héroes emprendedores y ejemplo de trayectoria empresarial para nuestro país—, al concurso «Desafío extremo», una capacitación mezclada con un reality en la televisión, en la que participaron más de doce mil empresarios de todo el Perú y que alzó como ganador a Víctor Izquierdo.

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Los asuntos andaban viento en popa, pero una mañana, luego de salir bien desayunado para colocar sus productos en una zona en las afueras de Madrid, fue interceptado por la Policía. Habían detectado que era un ilegal y lo arrestaron para ser deportado en las siguientes veinticuatro horas. Víctor llamó desesperado al socio solo para convencerse de que había sido este quien lo había delatado. —Pero, por favor, me van a regresar a Lima y no tengo para comer allí, no tengo un centavo en el bolsillo —casi sollozaba al teléfono, rogándole al ex amigo para que por lo menos le diera algo del dinero que ya habían acumulado. En la Prefectura, antes de pasar a la sala de embarque, el socio delator le entregó doscientos dólares. Ese fue su capital para regresar al Perú. El dinero se acabó en muy pocos días. Cuando se dio cuenta, tenía solo una moneda de cincuenta céntimos y el estómago vacío, y empezó a pensar qué podía hacer. Era como en las imágenes de los realitys en los que a un ejecutivo se le entrega una cantidad para que sobreviva en Nueva York, o a alguien se le dota de una cantimplora y un anzuelo para que se las ingenie en sobrevivir en una isla desierta. Pero esto era real y el escenario era la selva de cemento de nuestra enorme capital. Víctor se sentó en una grada en la entrada de un edificio y lloró, lloró por mucho tiempo. Luego se dio cuenta de que no conseguiría nada con eso y, lo más importante, que todavía tenía cincuenta céntimos. Pensaba en un lugar donde hubiese movimiento, comercio, actividad empresarial y, por lo tanto, oportunidades. A su cabeza llegaron las imágenes que lo sorprendieron cuando recién arribó a Lima: el enjambre comercial de Gamarra. «Allí encontraré mi futuro», pensó. Y se gastó sus cincuenta céntimos en el pasaje de ida. Una vez en Gamarra, caminó y caminó. Sus ojos recorrían cada puesto, cada rostro de los vendedores e impulsadoras voceando sus productos, cada cartel escrito y cada papel pegado en los sucios postes, para ver si encontraba un empleo, un pedido de cualquier tipo de mano de obra. Al atardecer, los clientes fueron desapareciendo y los cargadores de bultos tomaron las esquinas con sus brazos tatuados y con trapos que les cubrían las cabezas sudorosas, como si fuesen piratas. El miedo y la desesperación se clavaron como dos garras en su estómago. El cielo empezaba a perder su luz.

De pronto, no miró: vio. Allí, frente a él, había una tienda llena de productos, pero dispuestos de manera desordenada, como si alguien los hubiese dejado amontonados: unos productos mezclados con otros, el pasillo totalmente atiborrado de bolsas conteniendo unos polos que nadie había desempacado y un cartel escrito a mano que decía: «Ofertas a buen precio». —¿Qué oferta no es a buen precio? ¿Cuál es el precio? ¿Qué producto está en oferta? —preguntó Víctor al dueño de la tienda, que lo miró desconcertado y le devolvió la pregunta: —¿Está mal el cartel o mi oferta? Víctor, como un arquero experto que se arroja tras la pelota disparada por el delantero, dijo: —Son varias cosas. Si usted me permite aconsejarle... Ese día ordenó la mercadería del señor, mejoró la distribución de los productos en la tienda y solo le pidió para el pasaje de regreso a su casa, para un pan y para volver al día siguiente a ayudarle. Con el tiempo se harían socios. Hoy Víctor exporta sus productos a Estados Unidos. Además de aprovechar la oportunidad y de generar su destino como lo hacen los emprendedores —y utilizando la mejor, la única arma que la naturaleza ha puesto en nosotros: la razón, la inteligencia, la capacidad de discernir—, Víctor empleó su habilidad en montar un negocio que iría diferenciándose poco a poco en Gamarra. Cuando la mayoría de confeccionistas en este cluster copiaba o vendía mercadería sin diferenciación, él creó diseños propios —con personalidad peruana—, utilizó algodón con teñidos naturales y fibras ecológicas, y, posteriormente, lanzó su propia marca —Intinellas—, con la que se atrevió a presentarse en desfiles de modas, en las exposiciones donde entraban los rankeados, los envarados y los grandazos. Así fue haciéndose un nombre. En febrero de 2006, convocamos, a través de Somos Empresa, y con el apoyo de la Fundación Eduardo y Mirtha Añaños —héroes emprendedores y ejemplo de trayectoria empresarial para nuestro país—, al concurso «Desafío extremo», una capacitación mezclada con un reality en la televisión, en la que participaron más de doce mil empresarios de todo el Perú y que alzó como ganador a Víctor Izquierdo.

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¿Dónde está la riqueza?

Con tesón, con simpatía y con una dedicación obsesiva en las mejoras que el jurado le iba pidiendo, Intinellas, su empresa, fue superando cada etapa: elaboró una misión en la que definía no lo que vendía sino lo que le compraban, como nos enseña Peter Drucker; encontró su promesa al cliente y supo plantearla apoyada en valores que el cliente debía reconocer en el comportamiento de sus empleados y operarios; y, finalmente, se dedicó a mejorar sus procesos, sus ambientes de trabajo, sus baños y el trato a sus colaboradores, con la meticulosidad de una hormiga. Por último, nos contó de sus planes: sacar su confección del cluster, pues advirtió que allí no había buenos espacios para la producción, era un lugar peligroso y no reunía condiciones para la sanidad laboral. Pero no se fue lejos. Se dio la oportunidad de mirar en la zona de El Agustino, barrio peligroso, donde pocos industriales apuestan. Víctor creyó que establecerse allí podía constituir una oportunidad de trabajo para la gente de ese distrito. Como resultado, tendría abaratamiento de costos, mejores condiciones a su gente, responsabilidad social y una fábrica para mostrar a sus futuros socios del extranjero, que cada vez piden más un comercio justo. Víctor ha hecho en Gamarra lo que muchos pueden hacer si están en una zona tan competitiva y comercial como esa: diferenciarse en un producto con atributos, que valora el cliente, y salir del lugar y producir cerca de este para ahorrar los costos de la zona comercial. Una fórmula útil para destacarse y tentar el triunfo en los grandes clusters comerciales. —Salud, pues, Nano —interrumpió Víctor, acercando su vaso casi lleno al tope, pero de espuma. —Si te sirvieras más, hago salud —respondí—. Para variar, invitas y tomas poco. —Es que tengo el trabajo muy complicado en estos días. He debido parar tres máquinas y rediseñar todo debido a Defensa Civil. Su voz era inusualmente poco optimista, como resignada. —¿Qué ocurre? —le pregunté. —Lo que pasa es que en mi nuevo local, el que te comenté que había encontrado aquí, por El Agustino, para tener mi producción cerca de mis tiendas, la municipalidad demoró mi solicitud de funcionamiento como ocho meses. En ese tiempo tuve que hacer producción en tres lugares a la vez... Por fin, me la acepta y me envía a

la inspección de Defensa Civil. Esa ha sido hasta ahora, te juro, mi peor pesadilla como empresario. Ni cuando estaba en el aeropuerto de Barajas, sin un centavo y a punto de la deportación, he sufrido tanto, Nano —Víctor estaba aún más dolido y vació en un segundo su vaso de cerveza—. Uno está como en un juego de adivinanzas. No puedes instalar tus máquinas, porque no tienes idea de los criterios que aplican o lo que se les va a ocurrir señalarte a los arquitectos e inspectores. Si pones algo, corres el riesgo, como me pasó a mí, de tener que volver a instalar cables, a picar paredes y a comprar nuevo mobiliario, porque el que compraste o el que traías de la otra oficina se pasaba por treinta centímetros en un pasillo. Yo quiero trabajar en orden, Nano, creo en la seguridad, pero lo que me parece injusto es estar en manos de un burócrata que nunca ha vendido algo en su vida y decide las cosas sin conocer el criterio que aplica... ¿Por qué no hay instrucciones mínimas? ¿Por qué no hay una orientación provisional, un prediseño en su página web para que uno vaya avanzando? No hay nada, solo te cuentan cuáles son los tipos de inspecciones que hacen y simplemente debes esperar a que lleguen, con su aire de todo lo sé, a ponerte objeciones a cada cosa. Pero, encima, hay que perseguirlos, casi hay que rogar para que hagan una inspección en tu obra, y se demoran en cobrarte extras, para que los tengas que aceitar, para hacer sentir su poder. No conozco a ningún emprendedor que haya pasado su examen a la primera. Siempre tendrán que regresar dos o tres veces, a seguirte poniendo objeciones y, claro, todo eso lo pagamos nosotros. Si no fuera por nosotros, no tendrían trabajo, no tendrían qué inspeccionar y se verían obligados a salir al mercado a buscárselas, como lo hicimos nosotros —remató Víctor con ira y se sirvió el tercer vaso de cerveza. Pensé en el tipo de organizaciones que estaban alrededor de los emprendedores: eran como zancudos listos a sacarles más sangre para alimentarse, prestos a crear comisiones costosas para engordar sus bolsillos, creativos para hacer procedimientos complicados, que dan lugar a la desesperación y luego a la coima. ¿Por qué estos trámites no pueden ser gratuitos? ¿No es esa la razón de ser del Estado? ¿No le pagamos ya para esto al gobierno con nuestros impuestos? ¿Por qué deberían cobrar por cumplir con su deber? ¿Acaso un policía cobra más por hacer pasar más carros en una intersección? ¿Acaso la ambulancia cobra más por la gravedad o el tamaño del

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¿Dónde está la riqueza?

Con tesón, con simpatía y con una dedicación obsesiva en las mejoras que el jurado le iba pidiendo, Intinellas, su empresa, fue superando cada etapa: elaboró una misión en la que definía no lo que vendía sino lo que le compraban, como nos enseña Peter Drucker; encontró su promesa al cliente y supo plantearla apoyada en valores que el cliente debía reconocer en el comportamiento de sus empleados y operarios; y, finalmente, se dedicó a mejorar sus procesos, sus ambientes de trabajo, sus baños y el trato a sus colaboradores, con la meticulosidad de una hormiga. Por último, nos contó de sus planes: sacar su confección del cluster, pues advirtió que allí no había buenos espacios para la producción, era un lugar peligroso y no reunía condiciones para la sanidad laboral. Pero no se fue lejos. Se dio la oportunidad de mirar en la zona de El Agustino, barrio peligroso, donde pocos industriales apuestan. Víctor creyó que establecerse allí podía constituir una oportunidad de trabajo para la gente de ese distrito. Como resultado, tendría abaratamiento de costos, mejores condiciones a su gente, responsabilidad social y una fábrica para mostrar a sus futuros socios del extranjero, que cada vez piden más un comercio justo. Víctor ha hecho en Gamarra lo que muchos pueden hacer si están en una zona tan competitiva y comercial como esa: diferenciarse en un producto con atributos, que valora el cliente, y salir del lugar y producir cerca de este para ahorrar los costos de la zona comercial. Una fórmula útil para destacarse y tentar el triunfo en los grandes clusters comerciales. —Salud, pues, Nano —interrumpió Víctor, acercando su vaso casi lleno al tope, pero de espuma. —Si te sirvieras más, hago salud —respondí—. Para variar, invitas y tomas poco. —Es que tengo el trabajo muy complicado en estos días. He debido parar tres máquinas y rediseñar todo debido a Defensa Civil. Su voz era inusualmente poco optimista, como resignada. —¿Qué ocurre? —le pregunté. —Lo que pasa es que en mi nuevo local, el que te comenté que había encontrado aquí, por El Agustino, para tener mi producción cerca de mis tiendas, la municipalidad demoró mi solicitud de funcionamiento como ocho meses. En ese tiempo tuve que hacer producción en tres lugares a la vez... Por fin, me la acepta y me envía a

la inspección de Defensa Civil. Esa ha sido hasta ahora, te juro, mi peor pesadilla como empresario. Ni cuando estaba en el aeropuerto de Barajas, sin un centavo y a punto de la deportación, he sufrido tanto, Nano —Víctor estaba aún más dolido y vació en un segundo su vaso de cerveza—. Uno está como en un juego de adivinanzas. No puedes instalar tus máquinas, porque no tienes idea de los criterios que aplican o lo que se les va a ocurrir señalarte a los arquitectos e inspectores. Si pones algo, corres el riesgo, como me pasó a mí, de tener que volver a instalar cables, a picar paredes y a comprar nuevo mobiliario, porque el que compraste o el que traías de la otra oficina se pasaba por treinta centímetros en un pasillo. Yo quiero trabajar en orden, Nano, creo en la seguridad, pero lo que me parece injusto es estar en manos de un burócrata que nunca ha vendido algo en su vida y decide las cosas sin conocer el criterio que aplica... ¿Por qué no hay instrucciones mínimas? ¿Por qué no hay una orientación provisional, un prediseño en su página web para que uno vaya avanzando? No hay nada, solo te cuentan cuáles son los tipos de inspecciones que hacen y simplemente debes esperar a que lleguen, con su aire de todo lo sé, a ponerte objeciones a cada cosa. Pero, encima, hay que perseguirlos, casi hay que rogar para que hagan una inspección en tu obra, y se demoran en cobrarte extras, para que los tengas que aceitar, para hacer sentir su poder. No conozco a ningún emprendedor que haya pasado su examen a la primera. Siempre tendrán que regresar dos o tres veces, a seguirte poniendo objeciones y, claro, todo eso lo pagamos nosotros. Si no fuera por nosotros, no tendrían trabajo, no tendrían qué inspeccionar y se verían obligados a salir al mercado a buscárselas, como lo hicimos nosotros —remató Víctor con ira y se sirvió el tercer vaso de cerveza. Pensé en el tipo de organizaciones que estaban alrededor de los emprendedores: eran como zancudos listos a sacarles más sangre para alimentarse, prestos a crear comisiones costosas para engordar sus bolsillos, creativos para hacer procedimientos complicados, que dan lugar a la desesperación y luego a la coima. ¿Por qué estos trámites no pueden ser gratuitos? ¿No es esa la razón de ser del Estado? ¿No le pagamos ya para esto al gobierno con nuestros impuestos? ¿Por qué deberían cobrar por cumplir con su deber? ¿Acaso un policía cobra más por hacer pasar más carros en una intersección? ¿Acaso la ambulancia cobra más por la gravedad o el tamaño del

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

El médico me dio una semana de descanso y pude entender el término. Cuando uno trabaja para otro, el médico te da días, como

cuando te dan vacaciones, como cuando en el juego de Monopolio te dan un descanso o un turno extra. Te dan licencia ante alguien. Pero cuando eres emprendedor no te dan días, te lanzan una maldición, porque igual debes seguir viendo tu negocio, igual no puedes desconectarte de la marcha, del pulso de tu organización. No puedes cerrar los ojos tranquilo y pensar que todo marchará, que no harás falta, porque el día en que eso suceda habrás dejado de emprender. Por eso, a los tres días decidí mudar a media oficina a mi casa: despachaba en la mañana con Adela y recibía en mi casa uno a uno a los jefes de proyectos: radio, revista, programa de televisión, administración... Desde entonces no abandono esta práctica, no sé si para asombro, alivio o fastidio de quienes son parte de mi equipo, pues no me ven mucho en nuestro local. Y, además, ahorro un espacio en mi oficina, ya que no necesito tener despacho. Hablé por teléfono con Héctor, quien me contó que nuestro trámite municipal aparentemente iba a salir en menos de una semana, pero tendríamos una visita más (hizo una pausa y luego escuché su risita cachosa)... de Defensa Civil. —Quieren verificar si los escritorios están donde ellos señalaron, de manera que los voy a poner como los piden, para la foto, por supuesto. Me di cuenta de lo inútil que eran esas inspecciones. Cualquiera puede hasta alquilar escritorios para que pasen los exámenes y luego poner en su oficina cincuenta kilos de pólvora. Ellos no se enterarán sino hasta el estallido... Si lo escuchan. —Espero que no nos pase lo de Víctor —dije, y encendí el televisor. Las noticias del Movimiento Revolucionario Emprendedor, o del Movimiento Emprendedor Radical, o del Movimiento Emprendedor Revolucionario, habían vuelto a ocupar algunos titulares. Se decía que habían incendiado un local de Aduanas entre Ilo y Tacna, y que habían dejado amarrados y en calzoncillos a los inspectores y a dos policías. Que habían saboteado el sistema de Sunat, pues esta entidad había procedido a cobrar deudas inexistentes y a bloquear cuentas bancarias de contribuyentes cumplidos (aunque después circuló la versión de que había sido un error de la misma institución, que se quiso hacer pasar como un boicot del movimiento). En Arequipa, dos mercadillos tradicionales, Don Ramón y Siglo

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paciente? Si nosotros ya estamos cubriendo esos gastos y si lo que quiere un gobierno es desarrollar la competitividad, como dicen los políticos en cada discurso que pueden echarse ante un grupo de emprendedores, ¿por qué no eliminan estas barreras de una vez? ¿Por qué son rápidos y ágiles para exonerar la gran inversión y permiten que se abuse con quienes generan más del 40 por ciento del producto bruto interno? —¿No tendrán razón los tipos del Movimiento Emprendedor Revolucionario? —dije en voz alta. Sentí que, además de las miradas de Héctor, de Miriam y de Víctor Izquierdo, se posaban en mí las miradas de los comensales del chifa, que se habían quedado como congelados ante esta frase que expresé casi como una exclamación—. Es hora de pedir la cuenta —dije, esbozando una sonrisa solapa ante el mozo, que también se había quedado estupefacto frente a nosotros—. Víctor, envíame un resumen de tu problema, para ver si lo comento en la radio —finalicé resignado, sintiendo los crujidos del wantán entre las fauces de Héctor. —No, Nano. La verdad es que no quiero más problemas. La municipalidad es capaz de venir a cerrarme o fastidiarme, lo mismo que Defensa Civil. Solo quería hablar un rato e invitarte algo para que pasaras el susto del petardo. Había bajado la voz, pero no con resignación, sino con un rencor contenido adentro y que sabría en algún momento cómo estallar: con la misma fuerza de su espíritu empresario. Nos despedimos con un fuerte abrazo mientras una fina garúa parecía empañar más el instante. —No te preocupes —me dijo antes de alejarse—. Recuerda que soy un sobreviviente. Soy el ganador del «Desafío extremo». Ya estaba bien lejos de nosotros cuando sentí una gota que resbalaba por mi oreja. Vi la cara de susto de Miriam señalándome la nuca y luego mi mano llena de la sangre que había recogido brotando de mi oído. No escuché más.

La sociedad de empresarios del arenal tiene enemigos

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

El médico me dio una semana de descanso y pude entender el término. Cuando uno trabaja para otro, el médico te da días, como

cuando te dan vacaciones, como cuando en el juego de Monopolio te dan un descanso o un turno extra. Te dan licencia ante alguien. Pero cuando eres emprendedor no te dan días, te lanzan una maldición, porque igual debes seguir viendo tu negocio, igual no puedes desconectarte de la marcha, del pulso de tu organización. No puedes cerrar los ojos tranquilo y pensar que todo marchará, que no harás falta, porque el día en que eso suceda habrás dejado de emprender. Por eso, a los tres días decidí mudar a media oficina a mi casa: despachaba en la mañana con Adela y recibía en mi casa uno a uno a los jefes de proyectos: radio, revista, programa de televisión, administración... Desde entonces no abandono esta práctica, no sé si para asombro, alivio o fastidio de quienes son parte de mi equipo, pues no me ven mucho en nuestro local. Y, además, ahorro un espacio en mi oficina, ya que no necesito tener despacho. Hablé por teléfono con Héctor, quien me contó que nuestro trámite municipal aparentemente iba a salir en menos de una semana, pero tendríamos una visita más (hizo una pausa y luego escuché su risita cachosa)... de Defensa Civil. —Quieren verificar si los escritorios están donde ellos señalaron, de manera que los voy a poner como los piden, para la foto, por supuesto. Me di cuenta de lo inútil que eran esas inspecciones. Cualquiera puede hasta alquilar escritorios para que pasen los exámenes y luego poner en su oficina cincuenta kilos de pólvora. Ellos no se enterarán sino hasta el estallido... Si lo escuchan. —Espero que no nos pase lo de Víctor —dije, y encendí el televisor. Las noticias del Movimiento Revolucionario Emprendedor, o del Movimiento Emprendedor Radical, o del Movimiento Emprendedor Revolucionario, habían vuelto a ocupar algunos titulares. Se decía que habían incendiado un local de Aduanas entre Ilo y Tacna, y que habían dejado amarrados y en calzoncillos a los inspectores y a dos policías. Que habían saboteado el sistema de Sunat, pues esta entidad había procedido a cobrar deudas inexistentes y a bloquear cuentas bancarias de contribuyentes cumplidos (aunque después circuló la versión de que había sido un error de la misma institución, que se quiso hacer pasar como un boicot del movimiento). En Arequipa, dos mercadillos tradicionales, Don Ramón y Siglo

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paciente? Si nosotros ya estamos cubriendo esos gastos y si lo que quiere un gobierno es desarrollar la competitividad, como dicen los políticos en cada discurso que pueden echarse ante un grupo de emprendedores, ¿por qué no eliminan estas barreras de una vez? ¿Por qué son rápidos y ágiles para exonerar la gran inversión y permiten que se abuse con quienes generan más del 40 por ciento del producto bruto interno? —¿No tendrán razón los tipos del Movimiento Emprendedor Revolucionario? —dije en voz alta. Sentí que, además de las miradas de Héctor, de Miriam y de Víctor Izquierdo, se posaban en mí las miradas de los comensales del chifa, que se habían quedado como congelados ante esta frase que expresé casi como una exclamación—. Es hora de pedir la cuenta —dije, esbozando una sonrisa solapa ante el mozo, que también se había quedado estupefacto frente a nosotros—. Víctor, envíame un resumen de tu problema, para ver si lo comento en la radio —finalicé resignado, sintiendo los crujidos del wantán entre las fauces de Héctor. —No, Nano. La verdad es que no quiero más problemas. La municipalidad es capaz de venir a cerrarme o fastidiarme, lo mismo que Defensa Civil. Solo quería hablar un rato e invitarte algo para que pasaras el susto del petardo. Había bajado la voz, pero no con resignación, sino con un rencor contenido adentro y que sabría en algún momento cómo estallar: con la misma fuerza de su espíritu empresario. Nos despedimos con un fuerte abrazo mientras una fina garúa parecía empañar más el instante. —No te preocupes —me dijo antes de alejarse—. Recuerda que soy un sobreviviente. Soy el ganador del «Desafío extremo». Ya estaba bien lejos de nosotros cuando sentí una gota que resbalaba por mi oreja. Vi la cara de susto de Miriam señalándome la nuca y luego mi mano llena de la sangre que había recogido brotando de mi oído. No escuché más.

La sociedad de empresarios del arenal tiene enemigos

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

XX, se habían negado a pagar el impuesto diario que les cobraba la municipalidad señalando que ya no eran ambulantes. Este hecho llevó a descubrir que los montos que ingresaban por este concepto jamás habían entrado a las arcas municipales durante más de veinte años. Así se originó una acusación contra cuatro ex alcaldes. Cerré el periódico cuando terminé de leer sobre una protesta de un mercado en Piura, que se oponía a una reubicación. Cogí el teléfono. Sentí un dolor fuerte en el oído y recordé que debía hablar por el oído derecho, usando la función de altavoz. —Cecilia, ¿cuándo es el siguiente evento? —le pregunté a mi socia sin saludarla y sin dejarle que me salude. Ella, acostumbrada a mi vehemencia, respondió sin inmutarse: —Es en Villa El Salvador la próxima semana, pero lo estamos suspendiendo por tu oído. —¿Acaso hablo con la oreja? Debo reconocer que mis respuestas son a veces fuertes y hasta pueden parecer bruscas, aunque jamás hirientes. —Bueno, Nano, si quieres ir y después ver las películas siempre con subtítulos, lo programamos. La gente de Mibanco estará feliz, pues querían hacer un encuentro allí hace tiempo y les dijimos que no se podía —dijo Cecilia secamente y me colgó, estoy seguro de que sonriendo. Muchas veces, en los mismos eventos, le pregunto a la gente si se imaginan a Gastón Acurio molesto por cocinar un lunes, o a Sofía Mulanovich fastidiada por meterse al mar aunque esté frío, o a Erasmo Wong vendiendo de mala gana en su bodega inicial. La respuesta obvia es no, porque hacen lo que les gusta y eso les permite ser felices y hacer bien su actividad. Esta es una de las claves del éxito en los negocios. Y eso es lo que yo siento cuando debo hablar con los emprendedores, cuando debo pararme, aunque cansado, ante miles de empresarios que se han hecho solos, que van sedientos de algún conocimiento, de un testimonio que los aliente ante la caída, de saber que podemos crecer hasta donde nos propongamos, a pesar de los enemigos que nos acechan desde los sitios oficiales. La siguiente semana empezó diferente. El sol se asomó no con la timidez acostumbrada sino de golpe, desde el amanecer, haciendo evidente el cambio climático ante nuestros ojos. Esto no nos confundió; más bien, animó nuestras acciones y en dos días menos

tuvimos todo listo para el evento en el Parque Industrial de Villa El Salvador, o Pives, para los acostumbrados a la jerga del lugar. Ese día teníamos tiempo, de manera que le pedí a Alberto que fuese despacio por el camino. Entramos por Atocongo y luego avanzamos por San Juan de Miraflores. Con calma, observé que la gente se detenía menos en los escaparates que meses atrás habían atraído su atención como libélulas a la luz. También, que algunos locales nuevos y deslumbrantes, llenos de gente hasta hace algunas semanas, hoy se mostraban a una capacidad normal, ya sin las filas de gente pugnando por entrar en la novedad. Vi asimismo varios locales clausurados por la Sunat y por el municipio. Eran locales antiguos, que yo sabía existían hace tiempo y que siempre habían funcionado. Sin embargo, esta vez formaban una fila, como lápidas que oscurecían la avenida, ya que no alumbraban con sus carteles y sus vitrinas. «¿Cuánto esfuerzo ha sido liquidado? —pensé—. ¿Cuántas familias pueden ser empujadas a delinquir? ¿Quién les agradeció no ser terroristas y les dijo que estaban haciendo mal? ¿Por qué deben cerrar? ¿Porque no les alcanza para dejar el tributo para el burócrata, para el inútil que solo piensa en la recaudación y para eso sí es hábil?». Me hacía estas preguntas entre indignado y herido como por una lanza directa y bien clavada en la pasión. —Quizá deseen que nuestras calles terminen oscuras, sin negocios, vacías, desiertas, sin nadie que genere riqueza, sin los honestos que querían generar valor y solo encontraron barreras —dije mirando a Alberto, que conducía ahora en silencio, como si la oscuridad de los locales clausurados hubiese tomado por asalto su ánimo. —Nano, ¿te acuerdas cuando hicimos el paseo en el tren eléctrico para que los empresarios y diplomáticos se encuentraran con los trabajadores de Villa El Salvador? —preguntó Alberto, con una voz esforzada en parecer animosa y tratando de poner un tema que nos distrajera. Retrocedí a 2002, cuando trabajé en Prompyme, la entidad creada por el gobierno para promover a las microempresas y pequeñas empresas, y que este gobierno había desaparecido casi como un acto de magia, para regar sus funciones entre dos direcciones de dos diferentes ministerios. Finalmente, la había evaporado en discursos e iniciativas que no se cumplieron, que nunca anduvieron, como el tren eléctrico.

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XX, se habían negado a pagar el impuesto diario que les cobraba la municipalidad señalando que ya no eran ambulantes. Este hecho llevó a descubrir que los montos que ingresaban por este concepto jamás habían entrado a las arcas municipales durante más de veinte años. Así se originó una acusación contra cuatro ex alcaldes. Cerré el periódico cuando terminé de leer sobre una protesta de un mercado en Piura, que se oponía a una reubicación. Cogí el teléfono. Sentí un dolor fuerte en el oído y recordé que debía hablar por el oído derecho, usando la función de altavoz. —Cecilia, ¿cuándo es el siguiente evento? —le pregunté a mi socia sin saludarla y sin dejarle que me salude. Ella, acostumbrada a mi vehemencia, respondió sin inmutarse: —Es en Villa El Salvador la próxima semana, pero lo estamos suspendiendo por tu oído. —¿Acaso hablo con la oreja? Debo reconocer que mis respuestas son a veces fuertes y hasta pueden parecer bruscas, aunque jamás hirientes. —Bueno, Nano, si quieres ir y después ver las películas siempre con subtítulos, lo programamos. La gente de Mibanco estará feliz, pues querían hacer un encuentro allí hace tiempo y les dijimos que no se podía —dijo Cecilia secamente y me colgó, estoy seguro de que sonriendo. Muchas veces, en los mismos eventos, le pregunto a la gente si se imaginan a Gastón Acurio molesto por cocinar un lunes, o a Sofía Mulanovich fastidiada por meterse al mar aunque esté frío, o a Erasmo Wong vendiendo de mala gana en su bodega inicial. La respuesta obvia es no, porque hacen lo que les gusta y eso les permite ser felices y hacer bien su actividad. Esta es una de las claves del éxito en los negocios. Y eso es lo que yo siento cuando debo hablar con los emprendedores, cuando debo pararme, aunque cansado, ante miles de empresarios que se han hecho solos, que van sedientos de algún conocimiento, de un testimonio que los aliente ante la caída, de saber que podemos crecer hasta donde nos propongamos, a pesar de los enemigos que nos acechan desde los sitios oficiales. La siguiente semana empezó diferente. El sol se asomó no con la timidez acostumbrada sino de golpe, desde el amanecer, haciendo evidente el cambio climático ante nuestros ojos. Esto no nos confundió; más bien, animó nuestras acciones y en dos días menos

tuvimos todo listo para el evento en el Parque Industrial de Villa El Salvador, o Pives, para los acostumbrados a la jerga del lugar. Ese día teníamos tiempo, de manera que le pedí a Alberto que fuese despacio por el camino. Entramos por Atocongo y luego avanzamos por San Juan de Miraflores. Con calma, observé que la gente se detenía menos en los escaparates que meses atrás habían atraído su atención como libélulas a la luz. También, que algunos locales nuevos y deslumbrantes, llenos de gente hasta hace algunas semanas, hoy se mostraban a una capacidad normal, ya sin las filas de gente pugnando por entrar en la novedad. Vi asimismo varios locales clausurados por la Sunat y por el municipio. Eran locales antiguos, que yo sabía existían hace tiempo y que siempre habían funcionado. Sin embargo, esta vez formaban una fila, como lápidas que oscurecían la avenida, ya que no alumbraban con sus carteles y sus vitrinas. «¿Cuánto esfuerzo ha sido liquidado? —pensé—. ¿Cuántas familias pueden ser empujadas a delinquir? ¿Quién les agradeció no ser terroristas y les dijo que estaban haciendo mal? ¿Por qué deben cerrar? ¿Porque no les alcanza para dejar el tributo para el burócrata, para el inútil que solo piensa en la recaudación y para eso sí es hábil?». Me hacía estas preguntas entre indignado y herido como por una lanza directa y bien clavada en la pasión. —Quizá deseen que nuestras calles terminen oscuras, sin negocios, vacías, desiertas, sin nadie que genere riqueza, sin los honestos que querían generar valor y solo encontraron barreras —dije mirando a Alberto, que conducía ahora en silencio, como si la oscuridad de los locales clausurados hubiese tomado por asalto su ánimo. —Nano, ¿te acuerdas cuando hicimos el paseo en el tren eléctrico para que los empresarios y diplomáticos se encuentraran con los trabajadores de Villa El Salvador? —preguntó Alberto, con una voz esforzada en parecer animosa y tratando de poner un tema que nos distrajera. Retrocedí a 2002, cuando trabajé en Prompyme, la entidad creada por el gobierno para promover a las microempresas y pequeñas empresas, y que este gobierno había desaparecido casi como un acto de magia, para regar sus funciones entre dos direcciones de dos diferentes ministerios. Finalmente, la había evaporado en discursos e iniciativas que no se cumplieron, que nunca anduvieron, como el tren eléctrico.

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¿Dónde está la riqueza?

Entonces escogimos con Juan Infante, que pasó a director de Prompyme, y con Fernando Villarán, entusiasta de los emprendedores y uno de los investigadores más acertados sobre esta problemática —en ese momento, encargado de la cartera del Ministerio de Trabajo, que tenía a su cargo la entidad— tres zonas para apoyar de manera decidida desde Prompyme: Gamarra, Villa El Salvador y El Porvenir de Trujillo. En virtud de ese encargo, me tocó a mí desarrollar el trabajo en Villa El Salvador. Ese rol me daría un nuevo privilegio, después de haber estudiado para mi tesis a los emprendedores de Gamarra: volverme amigo de los pioneros del Parque Industrial de Villa El Salvador. Descubrí muchas cosas al llegar al parque industrial. La primera fue que, para mi sorpresa, a pesar de los muchos fondos que se habían concedido para construir una zona industrial, poco se había hecho para consolidar una mentalidad empresarial. Una especie de pensamiento colectivo, mezclado con la idea de que los pequeños empresarios eran una suerte de proletarios sin la maldad de la gran empresa y la creencia de que se podía planear, al estilo soviético, el desarrollo de un conglomerado comercial, era lo que se había sembrado en la cabeza de muchos empresarios del lugar. A esto se sumaba la presencia de Sendero Luminoso durante los años del terrorismo, con el consecuente miedo a hacer negocios, y, por otro lado, la idea enarbolada por muchos luchadores iniciales, referida a que las ONG y el Estado debían hacer el desarrollo de la zona, sin dejar mucho al verdadero influjo que generó, en un arenal, en una ciudad como Villa El Salvador, nuevamente el espíritu emprendedor. En mis primeras reuniones descubrí que existían varios gremios que pretendían agrupar a los microempresarios de Villa, término que ya invocaba una concepción, si bien no clasista, derrotista, microbiana. Así encontré a gremios de empresarios medio senderistas, casi una contradicción en su esencia. Había un maquicentro —engendro creado por el fujimorismo, que consistía en un centro de maquinarias chinas traídas por Víctor Joy Way, que funcionaron dos veces y luego cayeron en el canibalismo por falta de repuestos— y gremios por rubros instituidos por el aprismo en la fundación del parque industrial, que creaban grupos de empresarios casi por antojo o inspiración.

Sin embargo, en medio de este paraje, encontré también la fuerza enorme de aquellos que habían fundado Villa El Salvador y que habían decidido, en el medio del arenal, no esperar algo del Estado, sino hacer sus propios negocios, sus propias actividades, que los llevarían a la única salida para conquistar el futuro: a sus actividades autónomas. De este modo, conocí a Pablo Salvatierra, Roger Gómez, Rolando Falcón, Próspero Cóndor, Teodoro Ayoso, Arón Prado y a Lucho Pflucker. Con ellos hicimos un taller de planeamiento estratégico del Parque Industrial de Villa El Salvador. Fue la primera vez que se preguntaron sobre sus estrategias de marketing, sobre la atención al cliente, sobre el incremento de sus ventas y cómo darle publicidad al parque, en lugar de hacer un análisis de la problemática local y reunirse para escribir un pliego de reclamos ante el gobierno, como siempre lo habían hecho. Lo que sucede es que muchas veces se ha tenido una visión muy ideologizada del trabajo con las llamadas pymes. Casi se endiosaba su pequeñez: se las veía como el opuesto colectivo a la gran empresa individualista y se creía que solo con un enfoque productivo y técnico se las podía ayudar a salir adelante. Por eso, cientos de experimentos de ONG con el sector han fracasado, y por eso se han gastado millones de dólares en programas asistenciales equivocados con los emprendedores. Por eso, también, en muchas de estas zonas hay un gran descrédito por el trabajo de organizaciones multilaterales, ONG y recetas puramente académicas. —De esta manera nunca vi mi negocio —me dijo un empresario del gremio de carpintería, que había sido dirigente vecinal desde la fundación de Villa El Salvador. —¿Es decir que no está malo ganar y que es clave escuchar lo que el cliente quiere? —se asombraba otro, que había sentido siempre que la ganancia era casi un pecado que iba en contra de sus ideas progresistas. Lo que sucedió con el Parque Industrial de Villa fue muy diferente al crecimiento espontáneo de los negocios en Lima Norte, donde el empuje emprendedor no contó con ayuda ni con intervención del gobierno o de cooperación internacional. Fue más el esfuerzo solitario y muchas veces individual de los pioneros de Comas, de Independencia, de Los Olivos y de San Martín de Porres el

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Entonces escogimos con Juan Infante, que pasó a director de Prompyme, y con Fernando Villarán, entusiasta de los emprendedores y uno de los investigadores más acertados sobre esta problemática —en ese momento, encargado de la cartera del Ministerio de Trabajo, que tenía a su cargo la entidad— tres zonas para apoyar de manera decidida desde Prompyme: Gamarra, Villa El Salvador y El Porvenir de Trujillo. En virtud de ese encargo, me tocó a mí desarrollar el trabajo en Villa El Salvador. Ese rol me daría un nuevo privilegio, después de haber estudiado para mi tesis a los emprendedores de Gamarra: volverme amigo de los pioneros del Parque Industrial de Villa El Salvador. Descubrí muchas cosas al llegar al parque industrial. La primera fue que, para mi sorpresa, a pesar de los muchos fondos que se habían concedido para construir una zona industrial, poco se había hecho para consolidar una mentalidad empresarial. Una especie de pensamiento colectivo, mezclado con la idea de que los pequeños empresarios eran una suerte de proletarios sin la maldad de la gran empresa y la creencia de que se podía planear, al estilo soviético, el desarrollo de un conglomerado comercial, era lo que se había sembrado en la cabeza de muchos empresarios del lugar. A esto se sumaba la presencia de Sendero Luminoso durante los años del terrorismo, con el consecuente miedo a hacer negocios, y, por otro lado, la idea enarbolada por muchos luchadores iniciales, referida a que las ONG y el Estado debían hacer el desarrollo de la zona, sin dejar mucho al verdadero influjo que generó, en un arenal, en una ciudad como Villa El Salvador, nuevamente el espíritu emprendedor. En mis primeras reuniones descubrí que existían varios gremios que pretendían agrupar a los microempresarios de Villa, término que ya invocaba una concepción, si bien no clasista, derrotista, microbiana. Así encontré a gremios de empresarios medio senderistas, casi una contradicción en su esencia. Había un maquicentro —engendro creado por el fujimorismo, que consistía en un centro de maquinarias chinas traídas por Víctor Joy Way, que funcionaron dos veces y luego cayeron en el canibalismo por falta de repuestos— y gremios por rubros instituidos por el aprismo en la fundación del parque industrial, que creaban grupos de empresarios casi por antojo o inspiración.

Sin embargo, en medio de este paraje, encontré también la fuerza enorme de aquellos que habían fundado Villa El Salvador y que habían decidido, en el medio del arenal, no esperar algo del Estado, sino hacer sus propios negocios, sus propias actividades, que los llevarían a la única salida para conquistar el futuro: a sus actividades autónomas. De este modo, conocí a Pablo Salvatierra, Roger Gómez, Rolando Falcón, Próspero Cóndor, Teodoro Ayoso, Arón Prado y a Lucho Pflucker. Con ellos hicimos un taller de planeamiento estratégico del Parque Industrial de Villa El Salvador. Fue la primera vez que se preguntaron sobre sus estrategias de marketing, sobre la atención al cliente, sobre el incremento de sus ventas y cómo darle publicidad al parque, en lugar de hacer un análisis de la problemática local y reunirse para escribir un pliego de reclamos ante el gobierno, como siempre lo habían hecho. Lo que sucede es que muchas veces se ha tenido una visión muy ideologizada del trabajo con las llamadas pymes. Casi se endiosaba su pequeñez: se las veía como el opuesto colectivo a la gran empresa individualista y se creía que solo con un enfoque productivo y técnico se las podía ayudar a salir adelante. Por eso, cientos de experimentos de ONG con el sector han fracasado, y por eso se han gastado millones de dólares en programas asistenciales equivocados con los emprendedores. Por eso, también, en muchas de estas zonas hay un gran descrédito por el trabajo de organizaciones multilaterales, ONG y recetas puramente académicas. —De esta manera nunca vi mi negocio —me dijo un empresario del gremio de carpintería, que había sido dirigente vecinal desde la fundación de Villa El Salvador. —¿Es decir que no está malo ganar y que es clave escuchar lo que el cliente quiere? —se asombraba otro, que había sentido siempre que la ganancia era casi un pecado que iba en contra de sus ideas progresistas. Lo que sucedió con el Parque Industrial de Villa fue muy diferente al crecimiento espontáneo de los negocios en Lima Norte, donde el empuje emprendedor no contó con ayuda ni con intervención del gobierno o de cooperación internacional. Fue más el esfuerzo solitario y muchas veces individual de los pioneros de Comas, de Independencia, de Los Olivos y de San Martín de Porres el

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¿Dónde está la riqueza?

que labró el perfil de esta zona tan empresarial y ahora emblemática del esfuerzo emprendedor peruano. Villa, en cambio, tuvo desde su inicio una visión mucho más colectiva y quizá solidaria, pero, junto con esto, también contó con una fuerza muy ideologizada, y con una intervención estatal y un apoyo de la cooperación internacional mucho mayor. Esto tal vez fue bueno en algunos aspectos, pero en otros, a lo mejor, detuvo el empuje emprendedor de la zona. El parque industrial fue una creación del primer gobierno de Alan García. Casi al estilo de la planificación soviética, se decidió delimitar el territorio en diferentes zonas para sendos gremios. En el norte estarían los carpinteros; hacia el sur, los zapateros; en el medio, los artesanos, etcétera. Cada postulante a productor tendría que pasar un examen para demostrar sus capacidades manuales, pero no necesariamente empresariales. Los comerciantes, los inventores, los que querían dar comercio y servicios fueron prácticamente ignorados con el sesgo productivo y de oferta con el que ven los negocios quienes nunca han hecho negocios. Sin embargo, el parque industrial creció, más que por el apoyo tecnológico que llegó a cuentagotas o por los préstamos cooperantes que se fueron en burocracias y en capacitadores que desconocían el mercado, porque tenían el mismo ingrediente de Lima Norte: pioneros emigrantes que deseaban avanzar a como diera lugar. Hoy, el parque industrial es más comercial que productivo. Algunos gremios planificados por los sabios han casi desaparecido —como el de artesanos— y gran parte de los predios son locales comerciales. El actual alcalde prácticamente ha regalado un sector de los territorios a grandes empresas internacionales y a locales de agencias bancarias, y se ha dedicado a perseguir a los mercadillos zonales. —Ahora llegas con chofer y no contestas las llamadas. Era Lucho Pflucker, el periodista y motivador empresarial local, al que no veía hacía tres años. Allí estaba con el mismo tono de narrador radial, pero con menos pelo y anteojos para la presbicia. Un abrazo fraterno selló nuestro encuentro. —Nano, después del evento te vas a quedar, porque eres padrino de la inauguración de la Galería Pathos —me dijo no a modo

de consulta, sino casi de imposición, con el timbre de voz que emplean los amigos cuando te dicen algo a lo «que no puedes decir que no». —Si tú lo dices —dije resignado, pensando que al día siguiente debía salir a las tres de la mañana hacia el aeropuerto para asistir a un evento en Abancay, organizado por un grupo de estudiantes de Administración. Felizmente, el evento terminó a la hora. No demoró en empezar porque el local estuvo lleno de gente desde temprano. Estaba tomándome unas fotos con unos amigos emprendedores con quienes me había reencontrado —con ellos habíamos hecho el planeamiento del parque industrial, y luego conformaron no una asociación ni un sindicato de microempresas, sino la Sociedad de Empresarios del Parque Industrial Villa El Salvador (Sepives)— cuando sentí un estruendo en mi oído. Félix Celliz y su esposa Rosa Saldaña me esperaban en la puerta de una galería moderna y recién pintada para cortar la cinta ceremonial. Ellos habían empezado como todos en el parque: de la nada. Luego fueron confeccionando polos simples, hasta que a don Félix se le ocurrió hacer diseños diferentes, enfocados exclusivamente a los jóvenes. Así empezó el despegue. Una vez cortada la cinta y rota la botella, pasamos al local lleno de gente. Me hicieron tomar asiento frente a una pasarela. Cuando creí que ya podía estar tranquilo, Lucho subió a la pasarela —en la que se realizaba un desfile de modas con modelos locales y con diseños de la misma galería— y anunció: —Señoras y señores, ahora nuestro padrino desfilará con la modelo que cerrará el desfile en traje de novia. De pronto, me vi caminando con sonrisa congelada y paso temeroso por la pasarela. «Espero que no lo estén grabando», pensé, y luego vi a Henry, uno de nuestros camarógrafos, muerto de risa en una esquina y con la cámara en ristre. Luego empezó el baile, las cervezas y el reencuentro con los amigos del parque, que es como nos llamábamos. Allí estaban Jaime Salvatierra, Próspero Cóndor y Clodoaldo Yñigo trayendo más cervezas en una caja que depositaron a mis pies, como premonición de lo que iríamos a beber. Entonces pregunté: —¿Cómo van las pinturas, Clodoaldo?

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que labró el perfil de esta zona tan empresarial y ahora emblemática del esfuerzo emprendedor peruano. Villa, en cambio, tuvo desde su inicio una visión mucho más colectiva y quizá solidaria, pero, junto con esto, también contó con una fuerza muy ideologizada, y con una intervención estatal y un apoyo de la cooperación internacional mucho mayor. Esto tal vez fue bueno en algunos aspectos, pero en otros, a lo mejor, detuvo el empuje emprendedor de la zona. El parque industrial fue una creación del primer gobierno de Alan García. Casi al estilo de la planificación soviética, se decidió delimitar el territorio en diferentes zonas para sendos gremios. En el norte estarían los carpinteros; hacia el sur, los zapateros; en el medio, los artesanos, etcétera. Cada postulante a productor tendría que pasar un examen para demostrar sus capacidades manuales, pero no necesariamente empresariales. Los comerciantes, los inventores, los que querían dar comercio y servicios fueron prácticamente ignorados con el sesgo productivo y de oferta con el que ven los negocios quienes nunca han hecho negocios. Sin embargo, el parque industrial creció, más que por el apoyo tecnológico que llegó a cuentagotas o por los préstamos cooperantes que se fueron en burocracias y en capacitadores que desconocían el mercado, porque tenían el mismo ingrediente de Lima Norte: pioneros emigrantes que deseaban avanzar a como diera lugar. Hoy, el parque industrial es más comercial que productivo. Algunos gremios planificados por los sabios han casi desaparecido —como el de artesanos— y gran parte de los predios son locales comerciales. El actual alcalde prácticamente ha regalado un sector de los territorios a grandes empresas internacionales y a locales de agencias bancarias, y se ha dedicado a perseguir a los mercadillos zonales. —Ahora llegas con chofer y no contestas las llamadas. Era Lucho Pflucker, el periodista y motivador empresarial local, al que no veía hacía tres años. Allí estaba con el mismo tono de narrador radial, pero con menos pelo y anteojos para la presbicia. Un abrazo fraterno selló nuestro encuentro. —Nano, después del evento te vas a quedar, porque eres padrino de la inauguración de la Galería Pathos —me dijo no a modo

de consulta, sino casi de imposición, con el timbre de voz que emplean los amigos cuando te dicen algo a lo «que no puedes decir que no». —Si tú lo dices —dije resignado, pensando que al día siguiente debía salir a las tres de la mañana hacia el aeropuerto para asistir a un evento en Abancay, organizado por un grupo de estudiantes de Administración. Felizmente, el evento terminó a la hora. No demoró en empezar porque el local estuvo lleno de gente desde temprano. Estaba tomándome unas fotos con unos amigos emprendedores con quienes me había reencontrado —con ellos habíamos hecho el planeamiento del parque industrial, y luego conformaron no una asociación ni un sindicato de microempresas, sino la Sociedad de Empresarios del Parque Industrial Villa El Salvador (Sepives)— cuando sentí un estruendo en mi oído. Félix Celliz y su esposa Rosa Saldaña me esperaban en la puerta de una galería moderna y recién pintada para cortar la cinta ceremonial. Ellos habían empezado como todos en el parque: de la nada. Luego fueron confeccionando polos simples, hasta que a don Félix se le ocurrió hacer diseños diferentes, enfocados exclusivamente a los jóvenes. Así empezó el despegue. Una vez cortada la cinta y rota la botella, pasamos al local lleno de gente. Me hicieron tomar asiento frente a una pasarela. Cuando creí que ya podía estar tranquilo, Lucho subió a la pasarela —en la que se realizaba un desfile de modas con modelos locales y con diseños de la misma galería— y anunció: —Señoras y señores, ahora nuestro padrino desfilará con la modelo que cerrará el desfile en traje de novia. De pronto, me vi caminando con sonrisa congelada y paso temeroso por la pasarela. «Espero que no lo estén grabando», pensé, y luego vi a Henry, uno de nuestros camarógrafos, muerto de risa en una esquina y con la cámara en ristre. Luego empezó el baile, las cervezas y el reencuentro con los amigos del parque, que es como nos llamábamos. Allí estaban Jaime Salvatierra, Próspero Cóndor y Clodoaldo Yñigo trayendo más cervezas en una caja que depositaron a mis pies, como premonición de lo que iríamos a beber. Entonces pregunté: —¿Cómo van las pinturas, Clodoaldo?

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¿Dónde está la riqueza?

Vi en su rostro la misma tensa desilusión, el mismo ímpetu detenido, que vi en el rostro de Víctor Izquierdo. Era como si hubieses encerrado a un halcón en una jaula pequeñísima. Casi pude predecir, lamentablemente, lo que me iba a decir. —No muy bien, Nano. Estoy cansado. A veces siento que quiero tirar la toalla. Escuchar un tono de desencanto en un emprendedor es algo a lo que hasta ahora no estoy acostumbrado. Más bien era la vibración y la fuerza de sus voces las que me habían alentado en muchas ocasiones en las que yo había estado algo pesimista o enfrentando algún problema. Un emprendedor es alguien que ve oportunidades en donde otros ven problemas, es alguien que busca soluciones a partir de los errores, es una persona con mucha fuerza de voluntad, labrada ante los golpes ante los grandes patadones que nos da la vida. Por eso, me era tan impresionante escuchar el tono de derrota en sus voces. —Hace algunos meses me empezaron a llegar amenazas, pedidos de dinero a cambio de que no me pase nada a mí ni a mi familia —dijo Clodoaldo casi gritando, no por la música, que no estaba tan fuerte, sino como para que los que estaban allí en el salón se enterasen—. Me asusté mucho. Tú sabes lo que quiero a mi familia, a mi hijo el futbolista, y pensé que debía protegerlos pagando. Total, tengo plata gracias a mi negocio y podía hacerlo. Me detuve a mirarlo: de mediana estatura, cuerpo grueso y un rostro bonachón y de ojos pequeños, ágiles, rápidos, curiosamente como los de un cóndor. De hablar pausado y siempre de ánimo para conversar y caer simpático, había sabido encontrar una gran oportunidad en el parque industrial: ser proveedor de un producto básico para los productores del lugar: pintura. Esta es también una estrategia de crecimiento en una gran zona de negocios: optar por ser el gran proveedor. Sin embargo, para ello uno debe ser primero: el primer proveedor, el que llega con los insumos claves a un cluster en su etapa de gestación, cuando otros no ven ni siquiera por asomo el crecimiento, cuando otros están buscando como abejas el panal que ya existe. Es la estrategia del paciente, del que sabe construir relaciones, del que decide convertirse en socio del crecimiento de los emprendedores de ese barrio.

Esta estrategia, si es bien planteada, puede rendir grandes frutos, como en el caso de Clodoaldo, ya que el proveedor, al tener clientes concentrados en una zona cercana, puede abaratar costos de búsqueda, de transporte, de publicidad, y esto le permitirá ofrecer buenos precios. Además, si a esto le acompaña crédito oportuno basado en una buena relación, un conocimiento del cliente, de su historia, de sus necesidades, de su familia, de sus aspiraciones, como lo hizo Clodoaldo con cada cliente que conoció en el parque, entonces uno se vuelve el proveedor y crece con el cluster. Eso hizo Clodoaldo, acompañando cada entrega de pinturas y barnices con cebiches, cervezas e invitaciones a sus compañeros del parque. Por ese motivo, Clodoaldo tenía entonces la mayor distribuidora de pinturas y materiales de acabados de toda la zona de Lima sur. Asimismo, había logrado el sueño de acompañar en giras a su equipo, Universitario de Deportes, e incluso en algún momento estuvo tentado de ocupar un puesto en la junta directiva, pero lo alejó el ambiente limeño y algo elitista de los socios más influyentes, no sin antes llevarse a su hijo a fin de que jugara en primera división. —¡Pero jode, carajo! —sus ojos se llenaron de lágrimas y me alcanzó el vaso vacío para que lo llenara con la cerveza que ya tenía en mano—. ¿Por qué unos hijos de puta tienen que esperar a que uno haga dinero y, fácilmente, a punta de amenazas venir a quitártelo? Ese es uno de los peores delitos; creo que es peor que matar a alguien. Finalmente, puedes matar por celos, porque alguien te atacó, porque estás con ira, porque perdiste la razón por un momento. Pero alguien que decide secuestrarte por plata, alguien que espera a que tengas algo, alguien que, escondido, espera a que te amanezcas y trabajes duro y tengas tu platita para luego venir a amenazarte, a pedirte su porción porque te asusta, eso es lo peor de una sociedad —apretaba el vaso con tanta fuerza que pensé que iba a estallar en mil pedazos ante nosotros—. Entonces decidí que no les iba a pagar a esos cojudos y, aunque mi familia lloraba y me pedía que no hiciera problemas, porque nos podían hacer daño, decidí ir a la Policía a denunciar a esos desgraciados. —Bien hecho —le dije, y le di una palmada. Luego le devolví el vaso vacío tras arrojar la espuma (o el «veneno», como se dice en una ronda cervecera y de conversación como en la que estábamos).

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¿Dónde está la riqueza?

Vi en su rostro la misma tensa desilusión, el mismo ímpetu detenido, que vi en el rostro de Víctor Izquierdo. Era como si hubieses encerrado a un halcón en una jaula pequeñísima. Casi pude predecir, lamentablemente, lo que me iba a decir. —No muy bien, Nano. Estoy cansado. A veces siento que quiero tirar la toalla. Escuchar un tono de desencanto en un emprendedor es algo a lo que hasta ahora no estoy acostumbrado. Más bien era la vibración y la fuerza de sus voces las que me habían alentado en muchas ocasiones en las que yo había estado algo pesimista o enfrentando algún problema. Un emprendedor es alguien que ve oportunidades en donde otros ven problemas, es alguien que busca soluciones a partir de los errores, es una persona con mucha fuerza de voluntad, labrada ante los golpes ante los grandes patadones que nos da la vida. Por eso, me era tan impresionante escuchar el tono de derrota en sus voces. —Hace algunos meses me empezaron a llegar amenazas, pedidos de dinero a cambio de que no me pase nada a mí ni a mi familia —dijo Clodoaldo casi gritando, no por la música, que no estaba tan fuerte, sino como para que los que estaban allí en el salón se enterasen—. Me asusté mucho. Tú sabes lo que quiero a mi familia, a mi hijo el futbolista, y pensé que debía protegerlos pagando. Total, tengo plata gracias a mi negocio y podía hacerlo. Me detuve a mirarlo: de mediana estatura, cuerpo grueso y un rostro bonachón y de ojos pequeños, ágiles, rápidos, curiosamente como los de un cóndor. De hablar pausado y siempre de ánimo para conversar y caer simpático, había sabido encontrar una gran oportunidad en el parque industrial: ser proveedor de un producto básico para los productores del lugar: pintura. Esta es también una estrategia de crecimiento en una gran zona de negocios: optar por ser el gran proveedor. Sin embargo, para ello uno debe ser primero: el primer proveedor, el que llega con los insumos claves a un cluster en su etapa de gestación, cuando otros no ven ni siquiera por asomo el crecimiento, cuando otros están buscando como abejas el panal que ya existe. Es la estrategia del paciente, del que sabe construir relaciones, del que decide convertirse en socio del crecimiento de los emprendedores de ese barrio.

Esta estrategia, si es bien planteada, puede rendir grandes frutos, como en el caso de Clodoaldo, ya que el proveedor, al tener clientes concentrados en una zona cercana, puede abaratar costos de búsqueda, de transporte, de publicidad, y esto le permitirá ofrecer buenos precios. Además, si a esto le acompaña crédito oportuno basado en una buena relación, un conocimiento del cliente, de su historia, de sus necesidades, de su familia, de sus aspiraciones, como lo hizo Clodoaldo con cada cliente que conoció en el parque, entonces uno se vuelve el proveedor y crece con el cluster. Eso hizo Clodoaldo, acompañando cada entrega de pinturas y barnices con cebiches, cervezas e invitaciones a sus compañeros del parque. Por ese motivo, Clodoaldo tenía entonces la mayor distribuidora de pinturas y materiales de acabados de toda la zona de Lima sur. Asimismo, había logrado el sueño de acompañar en giras a su equipo, Universitario de Deportes, e incluso en algún momento estuvo tentado de ocupar un puesto en la junta directiva, pero lo alejó el ambiente limeño y algo elitista de los socios más influyentes, no sin antes llevarse a su hijo a fin de que jugara en primera división. —¡Pero jode, carajo! —sus ojos se llenaron de lágrimas y me alcanzó el vaso vacío para que lo llenara con la cerveza que ya tenía en mano—. ¿Por qué unos hijos de puta tienen que esperar a que uno haga dinero y, fácilmente, a punta de amenazas venir a quitártelo? Ese es uno de los peores delitos; creo que es peor que matar a alguien. Finalmente, puedes matar por celos, porque alguien te atacó, porque estás con ira, porque perdiste la razón por un momento. Pero alguien que decide secuestrarte por plata, alguien que espera a que tengas algo, alguien que, escondido, espera a que te amanezcas y trabajes duro y tengas tu platita para luego venir a amenazarte, a pedirte su porción porque te asusta, eso es lo peor de una sociedad —apretaba el vaso con tanta fuerza que pensé que iba a estallar en mil pedazos ante nosotros—. Entonces decidí que no les iba a pagar a esos cojudos y, aunque mi familia lloraba y me pedía que no hiciera problemas, porque nos podían hacer daño, decidí ir a la Policía a denunciar a esos desgraciados. —Bien hecho —le dije, y le di una palmada. Luego le devolví el vaso vacío tras arrojar la espuma (o el «veneno», como se dice en una ronda cervecera y de conversación como en la que estábamos).

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¿Dónde está la riqueza?

—Cómo que «bien hecho», carajo, Nano. Fue lo peor que hice. Fue como avisarle al zorro que no tienes escopeta —respondió respirando hondo y frunciendo las cejas ahora para parecer un cóndor en picada hacia su presa. —En lugar de protegerme, la Policía se dio cuenta de que yo tenía plata. Entonces comenzaron a presionarme para darles dinero por protección. Luego quisieron secuestrar a mi hijo. Sí, Nano, los mismos policías, los encargados de cuidarnos, me miraron como a un botín y decidieron robarme en lugar de ayudarme. Fue el inicio de mi peor pesadilla. Su rostro se contrajo casi en una mueca y me miró como en búsqueda de una respuesta que yo no tenía en ese momento. —No lo sabía —atiné a decir, ahora consternado y desorientado por su historia. Pensé en qué protección tienen aquellos que deciden emprender. ¿A quién pueden acudir cuando recién empiezan, cuando apenas tienen dinero para subsistir, y quien debe protegerlos decide ser el extorsionador de su progreso? Pensé en todos los taxis que he visto detenidos en las avenidas por policías apostados casi como bandoleros en cualquier esquina, en donde se puso un nuevo letrero que cambió las reglas de tránsito. Recordé los operativos que he visto en las carreteras, en los que patrullas organizadas por cualquier comisario deciden parar a los transportistas, a los camioncitos desvencijados, para cobrarles un pago por cualquier cosa, que lo único que hace es castigar su esfuerzo. —Nano, ¿por qué uno paga impuestos? —me dijo, e hizo una pausa, como para sustentar bien lo que iba a decir—. Yo decidí ser formal, decidí administrar bien mi negocio, hago mi declaración jurada, tengo mi balance, pago muchísimos impuestos. ¿Y qué recibo? Extorsión. Le hago el trabajo a la Sunat, recaudo para ellos, tengo que cuidar cada sol que me dan por IGV para entregárselo, soy su cobrador, y mira cómo me pagan: enviándome a extorsionadores con placa de policías. En estos meses me he preguntado: ¿para qué pago impuestos si el Estado no es capaz ni siquiera de asegurar mi funcionamiento, si el Estado ni siquiera me puede garantizar una seguridad para que yo siga dándole la plata que recaudo obligado como IGV y lo que me sacan por tener éxito como impuesto a la renta? Es una estafa, es como si me compraras

pinturas y te diera caca a cambio, como si me pagaras por protegerte y yo te apuñalara. —Salud —dijo Clodoaldo y me miró desafiante—. Espero que algo hagas —y me entregó una nueva botella de cerveza. La música arrancó de nuevo. Esta vez era un vals, «El provinciano», que decía: «Y es cuando el desengaño de esta vida me entristece y añoro con dolor mi dulce hogar»... —Ya tenemos que irnos —me dijo Héctor, que, para mi sorpresa, había estado bailando y no comiendo. Era casi la una de la mañana y no sería fácil encontrar taxi para salir del parque industrial. Era una zona comercial y productiva y, por lo tanto, después de las seis o siete de la noche queda poca actividad. Al igual que Gamarra, El Porvenir, Infantas, clusters productivos y no tan solo comerciales, después del atardecer los negocios cierran y la zona se puede tornar peligrosa. Salvo que alguien empiece a pensar de manera diferente, salvo que alguien decida encontrar la oportunidad en la falta, salvo que alguien decida probar, y eso había hecho Hugo Prada, quien comenzó ofreciendo vinos entre la zona de artesanías y maderas, ya que allí se hacían bares de modelo bargueño, tallados en madera. ¿Que debían tener en su interior? Licores. Hugo Prada notó que muchos hombres acompañaban aburridos a sus mujeres a comprar muebles para el hogar o artesanías producidas en el parque: bostezaban frente a su tienda de vinos. Entonces, decidió invitar cortesías. Estas cortesías se convirtieron en la venta de una copita de vino y luego en dos y después en una jarra de sangría con un piqueo de quesos. Hugo comprendió que en la zona se necesitaba un sitio para la distensión y ofreció pisco sours, cócteles, bocaditos, música, videos y, finalmente, La Taberna de Don Hugo se convirtió en el único lugar del parque para pasar un momento de relajo que no fuera peligroso como una chingana cervecera. Pero la chispa se había encendido. Hugo notó que muchos emprendedores de la zona, lo mismo que muchos trabajadores del cluster después de una larga semana —y más aún los fines de quincena—, buscaban un sitio de diversión cerca de donde trabajaban. Él decidió darles la respuesta: el único video pub-bar-discoteca del lugar.

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—Cómo que «bien hecho», carajo, Nano. Fue lo peor que hice. Fue como avisarle al zorro que no tienes escopeta —respondió respirando hondo y frunciendo las cejas ahora para parecer un cóndor en picada hacia su presa. —En lugar de protegerme, la Policía se dio cuenta de que yo tenía plata. Entonces comenzaron a presionarme para darles dinero por protección. Luego quisieron secuestrar a mi hijo. Sí, Nano, los mismos policías, los encargados de cuidarnos, me miraron como a un botín y decidieron robarme en lugar de ayudarme. Fue el inicio de mi peor pesadilla. Su rostro se contrajo casi en una mueca y me miró como en búsqueda de una respuesta que yo no tenía en ese momento. —No lo sabía —atiné a decir, ahora consternado y desorientado por su historia. Pensé en qué protección tienen aquellos que deciden emprender. ¿A quién pueden acudir cuando recién empiezan, cuando apenas tienen dinero para subsistir, y quien debe protegerlos decide ser el extorsionador de su progreso? Pensé en todos los taxis que he visto detenidos en las avenidas por policías apostados casi como bandoleros en cualquier esquina, en donde se puso un nuevo letrero que cambió las reglas de tránsito. Recordé los operativos que he visto en las carreteras, en los que patrullas organizadas por cualquier comisario deciden parar a los transportistas, a los camioncitos desvencijados, para cobrarles un pago por cualquier cosa, que lo único que hace es castigar su esfuerzo. —Nano, ¿por qué uno paga impuestos? —me dijo, e hizo una pausa, como para sustentar bien lo que iba a decir—. Yo decidí ser formal, decidí administrar bien mi negocio, hago mi declaración jurada, tengo mi balance, pago muchísimos impuestos. ¿Y qué recibo? Extorsión. Le hago el trabajo a la Sunat, recaudo para ellos, tengo que cuidar cada sol que me dan por IGV para entregárselo, soy su cobrador, y mira cómo me pagan: enviándome a extorsionadores con placa de policías. En estos meses me he preguntado: ¿para qué pago impuestos si el Estado no es capaz ni siquiera de asegurar mi funcionamiento, si el Estado ni siquiera me puede garantizar una seguridad para que yo siga dándole la plata que recaudo obligado como IGV y lo que me sacan por tener éxito como impuesto a la renta? Es una estafa, es como si me compraras

pinturas y te diera caca a cambio, como si me pagaras por protegerte y yo te apuñalara. —Salud —dijo Clodoaldo y me miró desafiante—. Espero que algo hagas —y me entregó una nueva botella de cerveza. La música arrancó de nuevo. Esta vez era un vals, «El provinciano», que decía: «Y es cuando el desengaño de esta vida me entristece y añoro con dolor mi dulce hogar»... —Ya tenemos que irnos —me dijo Héctor, que, para mi sorpresa, había estado bailando y no comiendo. Era casi la una de la mañana y no sería fácil encontrar taxi para salir del parque industrial. Era una zona comercial y productiva y, por lo tanto, después de las seis o siete de la noche queda poca actividad. Al igual que Gamarra, El Porvenir, Infantas, clusters productivos y no tan solo comerciales, después del atardecer los negocios cierran y la zona se puede tornar peligrosa. Salvo que alguien empiece a pensar de manera diferente, salvo que alguien decida encontrar la oportunidad en la falta, salvo que alguien decida probar, y eso había hecho Hugo Prada, quien comenzó ofreciendo vinos entre la zona de artesanías y maderas, ya que allí se hacían bares de modelo bargueño, tallados en madera. ¿Que debían tener en su interior? Licores. Hugo Prada notó que muchos hombres acompañaban aburridos a sus mujeres a comprar muebles para el hogar o artesanías producidas en el parque: bostezaban frente a su tienda de vinos. Entonces, decidió invitar cortesías. Estas cortesías se convirtieron en la venta de una copita de vino y luego en dos y después en una jarra de sangría con un piqueo de quesos. Hugo comprendió que en la zona se necesitaba un sitio para la distensión y ofreció pisco sours, cócteles, bocaditos, música, videos y, finalmente, La Taberna de Don Hugo se convirtió en el único lugar del parque para pasar un momento de relajo que no fuera peligroso como una chingana cervecera. Pero la chispa se había encendido. Hugo notó que muchos emprendedores de la zona, lo mismo que muchos trabajadores del cluster después de una larga semana —y más aún los fines de quincena—, buscaban un sitio de diversión cerca de donde trabajaban. Él decidió darles la respuesta: el único video pub-bar-discoteca del lugar.

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¿Dónde está la riqueza?

Aprovechando que los locales de la galería en la que se encontraba su negocio ya estaban cerrados en la noche, decidió utilizar el patio central como pista de baile. Conclusión: un éxito rotundo para las noches del parque industrial. Sus luces, su clientela, su actividad, atraían a vendedores de cigarros, guardianes improvisados de carros, una vendedora de sándwiches para el que salía con hambre o para ofrecer cafecitos calientes a los taxistas, que esperaban la salida de los clientes. Taxis era lo que necesitábamos en ese momento y allí estaban estacionados en la puerta del local, del que salía una música absolutamente pegajosa. —¿Taxi? —preguntó Héctor acercándose a un Tico que parecía una nuez a su costado. —No —fue la respuesta seca del taxista, que ni siquiera asomó los ojos cubiertos por una bufanda. Estaba semidormido en el interior de su vehículo. —¿Taxi? ¿Taxi? ¿Taxi? —fue la pregunta que repetimos hasta advertir que el local de Hugo daba preferencia a quienes vivían en la zona. Por lo tanto, los taxis estaban también acostumbrados y dispuestos solo a dar servicio dentro del distrito. Había que caminar. Villa El Salvador no ha dejado de ser una inmensa duna, a pesar de muchos años de gobiernos locales más bien centralistas o de concepción estatista. No ha desarrollado lo que aparentemente debiera dar un modelo de gestión de este tipo: infraestructura y servicios. Al contrario, con el pretexto de organizar «participación popular» y «solidaridad», ha organizado una cultura de temor o, por lo menos, indiferencia hacia la riqueza y el progreso, haciendo creer que el único esfuerzo es el de las pymes asociadas y enfrentándose a la gran competencia. Peor aún, muchos líderes de los gobiernos locales «solidarios» han terminado consumiendo de manera grosera la renta del distrito, solo para pagar sus salarios de burocracia ineficiente y para dar en concesión los terrenos del parque «autogestionario» a empresas que han pagado precios irrisorios, probablemente por corrupción. Por esto, la tierra se nos metía en los zapatos, como recordándonos cada paso difícil de los emigrantes que llegaron a este lugar y la ineficiencia de sus gobiernos posteriores. Yo estaba cansado por la conferencia y ya sentía también el efecto de los ocho vasos de cerveza que me había tomado con los emprendedores amigos del parque industrial.

Mientras subíamos hacia la avenida El Sol, donde probablemente encontraríamos un taxi, vi un letrero anunciando que hacia el final de la avenida Solidaridad estaba el Boulevard del Calzado. Entonces me entusiasmé y me dije que era así como debían actuar todas las áreas empresariales y comerciales emprendedoras de nuestro país: haciendo marketing, anunciando sus productos, señalando dónde están, sin temor y con audacia. Entre la niebla enredada que empieza a cubrir Villa El Salvador en la madrugada en cualquier época del año, nos alejábamos cada vez más de las luces de La Taberna de Don Hugo. Al rato solo se escuchaba la respiración de nuestros cuerpos: Héctor, tratando esforzadamente de encabezar la marcha; Henry, cámara en ristre, como si fuera un soldado cargando su fusil; y yo, arrepentido de las cervezas que había tomado. De pronto sentimos unos pasos firmes: era definitivamente una marcha apurada, el trote de alguien que rápidamente se dirigía hacia nosotros. —¡Ey! ¡Ey! —sonó de pronto la voz a mi costado. Era un hombre con pantalón de buzo negro y camiseta verde militar sin mangas. Nos rebasó y se detuvo en la esquina, casi impidiéndonos el paso. —¿Qué pasa, compadre? —se adelantó Héctor, con tono más bien de conversación que de agresión. —Tú quédate atrás y cualquier cosa enciendes las luces de la cámara, grabas y después corres —le dije en voz baja a Henry, que se había ubicado a mi lado, unos metros atrás de ellos. Después de unos segundos de eternidad noté que el tipo le daba la mano a Héctor y que no tenía una actitud violenta o agresiva. Más bien parecía estar animado con nuestra presencia. —Los vi y me decidí. Aunque no crean, a esta hora salgo a correr para hacer un poco de ejercicio después de mi guardia, que consiste en estar sentado en una caseta —dijo amistosamente, aunque sus palabras produjeron el efecto casi de una amenaza en mi cerebro. —Es policía, es policía —dijo Henry, como si nos hubiésemos topado con un corsario en pleno mar Caribe y llevásemos joyas de la Corona. —Cállate y tranquilo —le dije, aparentando estar más calmado que él. En realidad, tenía dudas serias sobre mi control.

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¿Dónde está la riqueza?

Aprovechando que los locales de la galería en la que se encontraba su negocio ya estaban cerrados en la noche, decidió utilizar el patio central como pista de baile. Conclusión: un éxito rotundo para las noches del parque industrial. Sus luces, su clientela, su actividad, atraían a vendedores de cigarros, guardianes improvisados de carros, una vendedora de sándwiches para el que salía con hambre o para ofrecer cafecitos calientes a los taxistas, que esperaban la salida de los clientes. Taxis era lo que necesitábamos en ese momento y allí estaban estacionados en la puerta del local, del que salía una música absolutamente pegajosa. —¿Taxi? —preguntó Héctor acercándose a un Tico que parecía una nuez a su costado. —No —fue la respuesta seca del taxista, que ni siquiera asomó los ojos cubiertos por una bufanda. Estaba semidormido en el interior de su vehículo. —¿Taxi? ¿Taxi? ¿Taxi? —fue la pregunta que repetimos hasta advertir que el local de Hugo daba preferencia a quienes vivían en la zona. Por lo tanto, los taxis estaban también acostumbrados y dispuestos solo a dar servicio dentro del distrito. Había que caminar. Villa El Salvador no ha dejado de ser una inmensa duna, a pesar de muchos años de gobiernos locales más bien centralistas o de concepción estatista. No ha desarrollado lo que aparentemente debiera dar un modelo de gestión de este tipo: infraestructura y servicios. Al contrario, con el pretexto de organizar «participación popular» y «solidaridad», ha organizado una cultura de temor o, por lo menos, indiferencia hacia la riqueza y el progreso, haciendo creer que el único esfuerzo es el de las pymes asociadas y enfrentándose a la gran competencia. Peor aún, muchos líderes de los gobiernos locales «solidarios» han terminado consumiendo de manera grosera la renta del distrito, solo para pagar sus salarios de burocracia ineficiente y para dar en concesión los terrenos del parque «autogestionario» a empresas que han pagado precios irrisorios, probablemente por corrupción. Por esto, la tierra se nos metía en los zapatos, como recordándonos cada paso difícil de los emigrantes que llegaron a este lugar y la ineficiencia de sus gobiernos posteriores. Yo estaba cansado por la conferencia y ya sentía también el efecto de los ocho vasos de cerveza que me había tomado con los emprendedores amigos del parque industrial.

Mientras subíamos hacia la avenida El Sol, donde probablemente encontraríamos un taxi, vi un letrero anunciando que hacia el final de la avenida Solidaridad estaba el Boulevard del Calzado. Entonces me entusiasmé y me dije que era así como debían actuar todas las áreas empresariales y comerciales emprendedoras de nuestro país: haciendo marketing, anunciando sus productos, señalando dónde están, sin temor y con audacia. Entre la niebla enredada que empieza a cubrir Villa El Salvador en la madrugada en cualquier época del año, nos alejábamos cada vez más de las luces de La Taberna de Don Hugo. Al rato solo se escuchaba la respiración de nuestros cuerpos: Héctor, tratando esforzadamente de encabezar la marcha; Henry, cámara en ristre, como si fuera un soldado cargando su fusil; y yo, arrepentido de las cervezas que había tomado. De pronto sentimos unos pasos firmes: era definitivamente una marcha apurada, el trote de alguien que rápidamente se dirigía hacia nosotros. —¡Ey! ¡Ey! —sonó de pronto la voz a mi costado. Era un hombre con pantalón de buzo negro y camiseta verde militar sin mangas. Nos rebasó y se detuvo en la esquina, casi impidiéndonos el paso. —¿Qué pasa, compadre? —se adelantó Héctor, con tono más bien de conversación que de agresión. —Tú quédate atrás y cualquier cosa enciendes las luces de la cámara, grabas y después corres —le dije en voz baja a Henry, que se había ubicado a mi lado, unos metros atrás de ellos. Después de unos segundos de eternidad noté que el tipo le daba la mano a Héctor y que no tenía una actitud violenta o agresiva. Más bien parecía estar animado con nuestra presencia. —Los vi y me decidí. Aunque no crean, a esta hora salgo a correr para hacer un poco de ejercicio después de mi guardia, que consiste en estar sentado en una caseta —dijo amistosamente, aunque sus palabras produjeron el efecto casi de una amenaza en mi cerebro. —Es policía, es policía —dijo Henry, como si nos hubiésemos topado con un corsario en pleno mar Caribe y llevásemos joyas de la Corona. —Cállate y tranquilo —le dije, aparentando estar más calmado que él. En realidad, tenía dudas serias sobre mi control.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

El hombre estaba transpirando y parecía haber realizado un gran esfuerzo por alcanzarnos: no podía hablar mucho por su respiración agitada. —Soy del Serenazgo —dijo—. Veo siempre su programa —hizo una pausa para tomar aire—... y, cuando me retire, tendré mi propio negocio... Ojalá pueda visitarlo... —Cuando quiera —dije, sonriendo amablemente y mirando hacia los costados, por si llegaba otro desconocido de manera intempestiva—. Me parece excelente que la gente que tiene empleo piense en sus planes de retiro y tenga previsto tener un propio negocio. —Ah..., y, si no es así, ya nos vemos... en Pi...— tomó aire de nuevo y emprendió su carrera nuevamente. Entre el trote de sus pasos y el reinicio de su respiración, creí escuchar la segunda sílaba de su palabra: «ra». —¿Dijo «ra»? —pregunté, mirando a Henry y a Héctor. —Creo que dijo «Piura» —acotó Henry, retomando el paso. —Sí, creo que dijo Piura —corroboró Héctor. —¿Y por qué nos veríamos en Piura con él? ¿Tenemos un viaje a Piura? —pregunté y saqué mi teléfono para revisar la agenda. —¡Sí, carajo, tenemos una charla en Piura el 13 de noviembre! ¿Cómo lo sabía? Ni siquiera lo hemos anunciado en la radio o en la tele. Estaba nuevamente intrigado y asustado. Henry y Héctor no me respondieron: echaron a correr tras un taxi que no nos había visto y doblaba la esquina siguiente. —¡Taxi, taxi! —dijeron mientras corríamos hacia él, con la arena terca de Villa El Salvador metiéndose en nuestros zapatos. Por fin nos embarcábamos hacia nuestras casas, tan lejanas, tan cómodas, tan cálidas, en comparación con las construidas por el esfuerzo de esos pioneros que aquella noche nos habían homenajeado. «El homenaje se lo merecen ellos», pensé. Las luces de Lima aparecieron cuando dejamos atrás la curva de un largo puente que nos depositaba en la Panamericana Sur.

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De una a otra extorsión —No avanzamos nada, más bien retrocedimos —Cecilia estaba realmente irritada esa mañana contándome sobre los trámites del municipio: agitaba sus rulos rojos sobre el escritorio—. Encima, ahora han descubierto una forma nueva de extorsión y explotación: la fotopapeleta, así como lo escuchas. Deciden que uno no puede estacionarse en el lugar en el que lo ha hecho desde hace diez años y donde no hay ninguna marca amarilla. Y entonces le toman una foto a tu carro para que pagues la multa, por la que seguro cobran una comisión, como vendedores, sin darte nada a cambio... Así viven, ideando formas de obtener dinero con el mínimo esfuerzo. Siempre aparecen nuevas modalidades «ingeniosas» y extorsionadoras para obtener rentas que se gastan en sus salarios, y no nos dan nada a cambio de los ingresos que nosotros les generamos. Había pasado una semana desde que nos aseguraron que sí obtendríamos la licencia. De un momento a otro, todos los días nos caía o una inspección de la Oficina de Fiscalización o de la Oficina de Licencias de la municipalidad. Habíamos cumplido todos los trámites y habíamos preguntado en el municipio si podíamos alquilar en esa zona (porque de nuestro anterior local nos sacaron ellos mismos, indicando que no darían licencias allí). En el municipio nos mostraron, en las pantallas de su computadora, la foto del local que habíamos alquilado, y señalaron que estaba autorizado para tener licencia. Luego retrocedieron con la zonificación, repensaron los parámetros y, una vez mudados, instalados, acondicionado el local, cuando ya habíamos refaccionado paredes y muros, nos dijeron que no sabían si darnos la licencia. Además de esto, decidieron sacar una norma para que los locales que atienden al público usaran obligatoriamente un sistema de valet parking y, en simultáneo, dieron concesión para más playas de estacionamiento administradas por una gran empresa. Resultado obvio: había que empezar a poner multas para que las empresas autorizadas a hacer el servicio de valet parking y estacionamiento tuvieran clientes. Otra vez la municipalidad persiguiendo al pequeño y haciendo de agente de negocio fácil para los que se coluden con sus normas. —Habrá que sacar algo en el programa de televisión y en la radio —dije, aunque sabía que nunca habíamos emitido asuntos de 87

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

El hombre estaba transpirando y parecía haber realizado un gran esfuerzo por alcanzarnos: no podía hablar mucho por su respiración agitada. —Soy del Serenazgo —dijo—. Veo siempre su programa —hizo una pausa para tomar aire—... y, cuando me retire, tendré mi propio negocio... Ojalá pueda visitarlo... —Cuando quiera —dije, sonriendo amablemente y mirando hacia los costados, por si llegaba otro desconocido de manera intempestiva—. Me parece excelente que la gente que tiene empleo piense en sus planes de retiro y tenga previsto tener un propio negocio. —Ah..., y, si no es así, ya nos vemos... en Pi...— tomó aire de nuevo y emprendió su carrera nuevamente. Entre el trote de sus pasos y el reinicio de su respiración, creí escuchar la segunda sílaba de su palabra: «ra». —¿Dijo «ra»? —pregunté, mirando a Henry y a Héctor. —Creo que dijo «Piura» —acotó Henry, retomando el paso. —Sí, creo que dijo Piura —corroboró Héctor. —¿Y por qué nos veríamos en Piura con él? ¿Tenemos un viaje a Piura? —pregunté y saqué mi teléfono para revisar la agenda. —¡Sí, carajo, tenemos una charla en Piura el 13 de noviembre! ¿Cómo lo sabía? Ni siquiera lo hemos anunciado en la radio o en la tele. Estaba nuevamente intrigado y asustado. Henry y Héctor no me respondieron: echaron a correr tras un taxi que no nos había visto y doblaba la esquina siguiente. —¡Taxi, taxi! —dijeron mientras corríamos hacia él, con la arena terca de Villa El Salvador metiéndose en nuestros zapatos. Por fin nos embarcábamos hacia nuestras casas, tan lejanas, tan cómodas, tan cálidas, en comparación con las construidas por el esfuerzo de esos pioneros que aquella noche nos habían homenajeado. «El homenaje se lo merecen ellos», pensé. Las luces de Lima aparecieron cuando dejamos atrás la curva de un largo puente que nos depositaba en la Panamericana Sur.

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De una a otra extorsión —No avanzamos nada, más bien retrocedimos —Cecilia estaba realmente irritada esa mañana contándome sobre los trámites del municipio: agitaba sus rulos rojos sobre el escritorio—. Encima, ahora han descubierto una forma nueva de extorsión y explotación: la fotopapeleta, así como lo escuchas. Deciden que uno no puede estacionarse en el lugar en el que lo ha hecho desde hace diez años y donde no hay ninguna marca amarilla. Y entonces le toman una foto a tu carro para que pagues la multa, por la que seguro cobran una comisión, como vendedores, sin darte nada a cambio... Así viven, ideando formas de obtener dinero con el mínimo esfuerzo. Siempre aparecen nuevas modalidades «ingeniosas» y extorsionadoras para obtener rentas que se gastan en sus salarios, y no nos dan nada a cambio de los ingresos que nosotros les generamos. Había pasado una semana desde que nos aseguraron que sí obtendríamos la licencia. De un momento a otro, todos los días nos caía o una inspección de la Oficina de Fiscalización o de la Oficina de Licencias de la municipalidad. Habíamos cumplido todos los trámites y habíamos preguntado en el municipio si podíamos alquilar en esa zona (porque de nuestro anterior local nos sacaron ellos mismos, indicando que no darían licencias allí). En el municipio nos mostraron, en las pantallas de su computadora, la foto del local que habíamos alquilado, y señalaron que estaba autorizado para tener licencia. Luego retrocedieron con la zonificación, repensaron los parámetros y, una vez mudados, instalados, acondicionado el local, cuando ya habíamos refaccionado paredes y muros, nos dijeron que no sabían si darnos la licencia. Además de esto, decidieron sacar una norma para que los locales que atienden al público usaran obligatoriamente un sistema de valet parking y, en simultáneo, dieron concesión para más playas de estacionamiento administradas por una gran empresa. Resultado obvio: había que empezar a poner multas para que las empresas autorizadas a hacer el servicio de valet parking y estacionamiento tuvieran clientes. Otra vez la municipalidad persiguiendo al pequeño y haciendo de agente de negocio fácil para los que se coluden con sus normas. —Habrá que sacar algo en el programa de televisión y en la radio —dije, aunque sabía que nunca habíamos emitido asuntos de 87

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

nuestro interés ni favores al aire. Al ser un servicio destinado a promover negocios de otros, siempre me ocupé de no aceptar favores de aquellos a quienes hacíamos reportajes y de ser muy cuidadoso respecto a nuestros propios intereses comerciales. Pero sentía que esto estaba transformándose en un abuso. «¿Cómo será en otros municipios? ¿Qué pueden hacer los negocios pequeñitos? ¿Qué le queda al emprendedor de una ciudad del interior del país? ¿Quién lo escucha? ¿Quién es su voz?», me preguntaba viendo la fotopapeleta, sofisticado invento apoyado en la tecnología y en un sistema de identificación cruzado con el Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito (SOAT) de la Municipalidad Metropolitana. Imaginaba los cálculos de dinero fácil realizados por cuatro burócratas decididos no a arreglar el problema, sino a llenar las arcas de sus oficinas —es decir, de sus bolsillos— con el nuevo método de coerción. Eran buenos para la extorsión, brillantes para el camino fácil, pero incapaces de hacer empresa, de inventar algo que mejorase la vida de la gente, y abusadores con quienes honradamente lo hacen, con quienes no han escogido la vía rápida y el saqueo oficializado, sino más bien la ruta silenciosa del esfuerzo. —Vamos a hacer algo contra los enemigos de los emprendedores —dije en voz alta. —Contra los enemigos del carajo —subrayó Cecilia, y se rio con la risa limpia que tiene cuando algo la entusiasma. Se puso de pie y por el teléfono de su escritorio pidió a su asistente que convocara una reunión para el día siguiente. Debíamos ver qué se le ocurría al equipo para defendernos y defender a los emprendedores. Escuchándola, pensé que así es como empiezan los proyectos y así es como se construyen los liderazgos. Muchos creen que los líderes no ganan, que hacen sus acciones de manera desinteresada. Eso no solo es falso, sino que distorsiona la comprensión del liderazgo. Los líderes siempre ganan algo, siempre deben ganar. Allí precisamente reposa su fuerza: en la ganancia. Hacernos creer que el liderazgo es puro altruismo, que el liderazgo es un acto de sacrificio por los otros, es alejar de nosotros la posibilidad de hacernos líderes, es recubrir una acción con el manto del «puro desinterés» y, por lo tanto, darle un halo casi de santidad, que aleja su práctica y que oculta el legítimo y sano interés propio.

Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Mahatma Gandhi, el Papa Juan Pablo II, Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde, Akira Kato, todos líderes que lograron influir en sus naciones o equipos, ganaban algo con los logros que obtuvieron. Precisamente porque ganaban algo —acercamiento a Dios, derechos civiles, independencia, fe, reformas, campeonatos— tenían la fuerza, el interés y el motor para alentar a otros, que también ganaban con ellos. El liderazgo es siempre un contrato de mutua ganancia. En nuestro caso, ganaríamos fortaleciendo nuestra imagen y protegiéndonos frente a las arbitrariedades del municipio. Haríamos ganar a los demás emprendedores de nuestro país porque tendrían un medio y una voz que los representara. Las ganancias estaban claras.

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¿Dónde está la riqueza?

nuestro interés ni favores al aire. Al ser un servicio destinado a promover negocios de otros, siempre me ocupé de no aceptar favores de aquellos a quienes hacíamos reportajes y de ser muy cuidadoso respecto a nuestros propios intereses comerciales. Pero sentía que esto estaba transformándose en un abuso. «¿Cómo será en otros municipios? ¿Qué pueden hacer los negocios pequeñitos? ¿Qué le queda al emprendedor de una ciudad del interior del país? ¿Quién lo escucha? ¿Quién es su voz?», me preguntaba viendo la fotopapeleta, sofisticado invento apoyado en la tecnología y en un sistema de identificación cruzado con el Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito (SOAT) de la Municipalidad Metropolitana. Imaginaba los cálculos de dinero fácil realizados por cuatro burócratas decididos no a arreglar el problema, sino a llenar las arcas de sus oficinas —es decir, de sus bolsillos— con el nuevo método de coerción. Eran buenos para la extorsión, brillantes para el camino fácil, pero incapaces de hacer empresa, de inventar algo que mejorase la vida de la gente, y abusadores con quienes honradamente lo hacen, con quienes no han escogido la vía rápida y el saqueo oficializado, sino más bien la ruta silenciosa del esfuerzo. —Vamos a hacer algo contra los enemigos de los emprendedores —dije en voz alta. —Contra los enemigos del carajo —subrayó Cecilia, y se rio con la risa limpia que tiene cuando algo la entusiasma. Se puso de pie y por el teléfono de su escritorio pidió a su asistente que convocara una reunión para el día siguiente. Debíamos ver qué se le ocurría al equipo para defendernos y defender a los emprendedores. Escuchándola, pensé que así es como empiezan los proyectos y así es como se construyen los liderazgos. Muchos creen que los líderes no ganan, que hacen sus acciones de manera desinteresada. Eso no solo es falso, sino que distorsiona la comprensión del liderazgo. Los líderes siempre ganan algo, siempre deben ganar. Allí precisamente reposa su fuerza: en la ganancia. Hacernos creer que el liderazgo es puro altruismo, que el liderazgo es un acto de sacrificio por los otros, es alejar de nosotros la posibilidad de hacernos líderes, es recubrir una acción con el manto del «puro desinterés» y, por lo tanto, darle un halo casi de santidad, que aleja su práctica y que oculta el legítimo y sano interés propio.

Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Mahatma Gandhi, el Papa Juan Pablo II, Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde, Akira Kato, todos líderes que lograron influir en sus naciones o equipos, ganaban algo con los logros que obtuvieron. Precisamente porque ganaban algo —acercamiento a Dios, derechos civiles, independencia, fe, reformas, campeonatos— tenían la fuerza, el interés y el motor para alentar a otros, que también ganaban con ellos. El liderazgo es siempre un contrato de mutua ganancia. En nuestro caso, ganaríamos fortaleciendo nuestra imagen y protegiéndonos frente a las arbitrariedades del municipio. Haríamos ganar a los demás emprendedores de nuestro país porque tendrían un medio y una voz que los representara. Las ganancias estaban claras.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Tercera reflexión «No he tenido ningún rastro de Simón en mi andar por estas zonas», pensé al quedar solo en la oficina. Abrí mi laptop y revisé mis mensajes. Lo mismo de siempre: invitaciones a conferencias, consultas de emprendedores sobre sus proyectos, spam de eventos y productos de todo tipo, mensajes de algún amigo y muchos mails del equipo sobre nuestras actividades próximas. Luego, abrí mis archivos recientes: «Transcripción de Simón» era el título que le había puesto al documento con los pensamientos hallados. Las últimas noches me había dedicado obsesivamente a transcribir las citas desordenadas y las ideas desperdigadas del documento de Simón. Para mi suerte, tenía una letra ordenada, casi de caligrafía; a veces, me parecía hasta infantil. Me lo imaginaba escribiendo cada párrafo de manera meticulosa, con lapicero negro y subrayando las partes importantes con una regla y tinta roja. Me recordaba a las asignaciones escolares de cuando era niño. Percibí que era un documento diferente, una especie de llamamiento dirigido ya no solo a quienes emprenden un negocio, sino a los que desean progresar, sea cual fuere su actividad. También encontraba un sentido más social, hasta político diría, en varios de sus párrafos... «Tanto el mundo como el Perú de hoy están reclamando un nuevo protagonista en la historia, un ciudadano que, con su manera particular de ver y de estar en el mundo, aproveche las posibilidades y enfrente los retos de la globalización y la sociedad del conocimiento. Un ciudadano que ha estado presente en toda la historia, pero que aparece hoy con más frecuencia, con su capacidad de transformar la crisis en oportunidad; la necesidad, en motor de búsqueda; y la incomodidad, en invento de mejores formas de vida», decía en una parte. Luego parecía transformarse en un documento de denuncia, un llamamiento rebelde; se llenaba de una fuerza que parecía haber estado contenida y que se había vuelto palabra, casi grito, pero sin rabia, más bien con reflexión. Me parecía que algunas partes tenían un orden, pero otras aparentaban ser desvaríos de alguien que apunta apurado algunos sucesos de su vida. Entonces parecía volverse ilógico, incoherente. «El meteoro de la nueva globalización, de la sociedad del conocimiento y de la posmodernidad ha caído en medio de nosotros y

amenaza —como en los tiempos de los dinosaurios— a los que no se atreven a cambiar», decía en otra parte. Parecía una sentencia, un anuncio apocalíptico como el de Nostradamus. Pese a todo, tenerlo en la computadora me permitía revisarlo en cualquier momento y hacer mis propias anotaciones al margen. Eso me empezaba a entusiasmar. Estos días me habían hecho ver un rostro diferente de los emprendedores que visité. Estaba acostumbrado a sentir su ánimo positivo, su predisposición a encontrar las oportunidades donde otros ven solo peligros, a beber de su energía de productores y creadores, de seres diferentes a los pesimistas, a los parásitos, a los burócratas. Pienso que casi los había idealizado como semidioses, como seres con poderes sobre la mediocridad y la sinrazón humana. Incluso en mis conferencias decía siempre que yo era un privilegiado por estar en contacto con ellos y con sus historias, que me llenaban de esperanza ante tanta corrupción y torpeza que veíamos en nuestros políticos y gobernantes. Por desgracia, allí estaban, como un baldazo de agua helada a mis ánimos, los rostros de Eduardo, de Próspero, de Víctor, esta vez desesperanzados, casi quebrados, como el de los guerreros que ven la batalla perdiéndose y a sus compañeros desangrándose en una inútil pelea que ya está determinada en su contra. Sentí que estábamos siendo parte de un complot para que no emprendamos, de un plan siniestro de algunos que quieren que sigamos siendo siempre obreros y extractores de mineral o de sembríos, de aquellos que quieren nuestra pobreza para decir que se dedican a combatirla con sus ineficientes planes gubernamentales, o quizá de aquellos que ya tienen grandes inversiones y no quieren más competencia. Pensé que quizá las cosas no estaban mal diseñadas y que los funcionarios de los gobiernos locales, regionales y central no eran torpes, sino que habían diseñado una perfecta máquina para enredarnos, un aceitado mecanismo para entramparnos e impedirnos hacer nuestros negocios. «Quizá es un complot, quizá los del movimiento ese tienen razón y solo queda la rebelión —me dije mirando las teclas de mi computadora debajo de mis dedos inmóviles—. ¿O esa rabia puede ser encauzada de nuevo a nuestros esfuerzos y más bien no debemos dejar que se comporte como un distractor de nuestro empeño y nuestros esfuerzos?». Ya recuperaba la movilidad de mis dedos. Entonces decidí continuar y escribí:

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¿Dónde está la riqueza?

Tercera reflexión «No he tenido ningún rastro de Simón en mi andar por estas zonas», pensé al quedar solo en la oficina. Abrí mi laptop y revisé mis mensajes. Lo mismo de siempre: invitaciones a conferencias, consultas de emprendedores sobre sus proyectos, spam de eventos y productos de todo tipo, mensajes de algún amigo y muchos mails del equipo sobre nuestras actividades próximas. Luego, abrí mis archivos recientes: «Transcripción de Simón» era el título que le había puesto al documento con los pensamientos hallados. Las últimas noches me había dedicado obsesivamente a transcribir las citas desordenadas y las ideas desperdigadas del documento de Simón. Para mi suerte, tenía una letra ordenada, casi de caligrafía; a veces, me parecía hasta infantil. Me lo imaginaba escribiendo cada párrafo de manera meticulosa, con lapicero negro y subrayando las partes importantes con una regla y tinta roja. Me recordaba a las asignaciones escolares de cuando era niño. Percibí que era un documento diferente, una especie de llamamiento dirigido ya no solo a quienes emprenden un negocio, sino a los que desean progresar, sea cual fuere su actividad. También encontraba un sentido más social, hasta político diría, en varios de sus párrafos... «Tanto el mundo como el Perú de hoy están reclamando un nuevo protagonista en la historia, un ciudadano que, con su manera particular de ver y de estar en el mundo, aproveche las posibilidades y enfrente los retos de la globalización y la sociedad del conocimiento. Un ciudadano que ha estado presente en toda la historia, pero que aparece hoy con más frecuencia, con su capacidad de transformar la crisis en oportunidad; la necesidad, en motor de búsqueda; y la incomodidad, en invento de mejores formas de vida», decía en una parte. Luego parecía transformarse en un documento de denuncia, un llamamiento rebelde; se llenaba de una fuerza que parecía haber estado contenida y que se había vuelto palabra, casi grito, pero sin rabia, más bien con reflexión. Me parecía que algunas partes tenían un orden, pero otras aparentaban ser desvaríos de alguien que apunta apurado algunos sucesos de su vida. Entonces parecía volverse ilógico, incoherente. «El meteoro de la nueva globalización, de la sociedad del conocimiento y de la posmodernidad ha caído en medio de nosotros y

amenaza —como en los tiempos de los dinosaurios— a los que no se atreven a cambiar», decía en otra parte. Parecía una sentencia, un anuncio apocalíptico como el de Nostradamus. Pese a todo, tenerlo en la computadora me permitía revisarlo en cualquier momento y hacer mis propias anotaciones al margen. Eso me empezaba a entusiasmar. Estos días me habían hecho ver un rostro diferente de los emprendedores que visité. Estaba acostumbrado a sentir su ánimo positivo, su predisposición a encontrar las oportunidades donde otros ven solo peligros, a beber de su energía de productores y creadores, de seres diferentes a los pesimistas, a los parásitos, a los burócratas. Pienso que casi los había idealizado como semidioses, como seres con poderes sobre la mediocridad y la sinrazón humana. Incluso en mis conferencias decía siempre que yo era un privilegiado por estar en contacto con ellos y con sus historias, que me llenaban de esperanza ante tanta corrupción y torpeza que veíamos en nuestros políticos y gobernantes. Por desgracia, allí estaban, como un baldazo de agua helada a mis ánimos, los rostros de Eduardo, de Próspero, de Víctor, esta vez desesperanzados, casi quebrados, como el de los guerreros que ven la batalla perdiéndose y a sus compañeros desangrándose en una inútil pelea que ya está determinada en su contra. Sentí que estábamos siendo parte de un complot para que no emprendamos, de un plan siniestro de algunos que quieren que sigamos siendo siempre obreros y extractores de mineral o de sembríos, de aquellos que quieren nuestra pobreza para decir que se dedican a combatirla con sus ineficientes planes gubernamentales, o quizá de aquellos que ya tienen grandes inversiones y no quieren más competencia. Pensé que quizá las cosas no estaban mal diseñadas y que los funcionarios de los gobiernos locales, regionales y central no eran torpes, sino que habían diseñado una perfecta máquina para enredarnos, un aceitado mecanismo para entramparnos e impedirnos hacer nuestros negocios. «Quizá es un complot, quizá los del movimiento ese tienen razón y solo queda la rebelión —me dije mirando las teclas de mi computadora debajo de mis dedos inmóviles—. ¿O esa rabia puede ser encauzada de nuevo a nuestros esfuerzos y más bien no debemos dejar que se comporte como un distractor de nuestro empeño y nuestros esfuerzos?». Ya recuperaba la movilidad de mis dedos. Entonces decidí continuar y escribí:

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Nano Guerra-García

Aprendizaje

Hay que saber cuándo el cluster productivo en el que estás empieza a convertirse en una zona comercial. Es el momento de cambiar, de ubicar una tienda, quizá hasta de invertir inmobiliariamente. Luego debes buscar producir cerca del lugar. Esto te permitirá tener productos a la mano, ahorrar transporte, vigilar la producción y la comercialización. Así lo hizo Víctor Izquierdo. Otra forma de crecer en una zona empresarial es mirar las necesidades de los empresarios locales. La pregunta clave es: «¿Qué compran?». O quizá: «¿Qué necesitan?». De esta forma, puedes darte cuenta de los insumos que compran y puedes tener la oportunidad de convertirte en el proveedor de la zona. Para esto es importante que conozcas las necesidades de los empresarios locales, que te acerques a ellos. A veces eso sucede cuando tú eres uno de ellos. Si en esta estrategia eres el primer proveedor en atender un cluster en crecimiento, si estás con los emprendedores cuando recién empiezan y les das apoyo, insumos y hasta crédito, entonces estarás desarrollando la protección de la fidelidad, basándote en el conocimiento del cliente. Como Clodoaldo...

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Capítulo 4 ¿Por qué pagamos impuestos?

Nano Guerra-García

Aprendizaje

Hay que saber cuándo el cluster productivo en el que estás empieza a convertirse en una zona comercial. Es el momento de cambiar, de ubicar una tienda, quizá hasta de invertir inmobiliariamente. Luego debes buscar producir cerca del lugar. Esto te permitirá tener productos a la mano, ahorrar transporte, vigilar la producción y la comercialización. Así lo hizo Víctor Izquierdo. Otra forma de crecer en una zona empresarial es mirar las necesidades de los empresarios locales. La pregunta clave es: «¿Qué compran?». O quizá: «¿Qué necesitan?». De esta forma, puedes darte cuenta de los insumos que compran y puedes tener la oportunidad de convertirte en el proveedor de la zona. Para esto es importante que conozcas las necesidades de los empresarios locales, que te acerques a ellos. A veces eso sucede cuando tú eres uno de ellos. Si en esta estrategia eres el primer proveedor en atender un cluster en crecimiento, si estás con los emprendedores cuando recién empiezan y les das apoyo, insumos y hasta crédito, entonces estarás desarrollando la protección de la fidelidad, basándote en el conocimiento del cliente. Como Clodoaldo...

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Capítulo 4 ¿Por qué pagamos impuestos?

¿Dónde está la riqueza?

Enero llegó sin sol, pero con un calor pegajoso en medio de nieblas que parecían querer demostrarnos cuánto habíamos cambiado el clima con el calentamiento global. Sin embargo, yo debía buscar ropa de invierno: debía partir hacia Puno por una invitación de un grupo de estudiantes de Administración. Mientras sacaba la ropa —que olía a moho y humedad— y la extendía sobre mi cama, para comprobar que las polillas no habían decidido alimentarse de mis sacos, pensaba en la invitación que me habían hecho llegar aquellos muchachos. Casi con un año de anticipación me habían escrito pidiéndome mi autorización para promocionarme como uno de los expositores que darían conferencias durante una semana en el Congreso de Estudiantes de Administración del Sur (Creasur), que ellos organizaban esta vez en la ciudad altiplánica. Me explicaban en el correo que era la XV edición y que para esto habían conseguido fondos con fiestas organizadas por ellos, auspicios y apoyo de las autoridades universitarias. Me decían que casi mil jóvenes de las carreras de Administración de universidades de Puno, Tacna, Arequipa, Apurímac, Cusco y Moquegua se reunirían durante esos siete días, escucharían una serie de ponencias, pasearían por la ciudad, y tendrían fiestas y visitas turísticas. Todo con solo su esfuerzo y organización. La primera vez que asistí a uno de estos congresos fue en Abancay, donde un grupo de muchachos esforzados, organizados e interesados por los temas de emprendimiento me sorprendieron con su empeño y con la forma impecable en que manejaron el evento. Desde entonces decidí aceptar siempre las invitaciones a estos eventos. Descubrí que existían versiones para el norte, para el centro, para el oriente y, finalmente, un evento nacional. Nunca 95

¿Dónde está la riqueza?

Enero llegó sin sol, pero con un calor pegajoso en medio de nieblas que parecían querer demostrarnos cuánto habíamos cambiado el clima con el calentamiento global. Sin embargo, yo debía buscar ropa de invierno: debía partir hacia Puno por una invitación de un grupo de estudiantes de Administración. Mientras sacaba la ropa —que olía a moho y humedad— y la extendía sobre mi cama, para comprobar que las polillas no habían decidido alimentarse de mis sacos, pensaba en la invitación que me habían hecho llegar aquellos muchachos. Casi con un año de anticipación me habían escrito pidiéndome mi autorización para promocionarme como uno de los expositores que darían conferencias durante una semana en el Congreso de Estudiantes de Administración del Sur (Creasur), que ellos organizaban esta vez en la ciudad altiplánica. Me explicaban en el correo que era la XV edición y que para esto habían conseguido fondos con fiestas organizadas por ellos, auspicios y apoyo de las autoridades universitarias. Me decían que casi mil jóvenes de las carreras de Administración de universidades de Puno, Tacna, Arequipa, Apurímac, Cusco y Moquegua se reunirían durante esos siete días, escucharían una serie de ponencias, pasearían por la ciudad, y tendrían fiestas y visitas turísticas. Todo con solo su esfuerzo y organización. La primera vez que asistí a uno de estos congresos fue en Abancay, donde un grupo de muchachos esforzados, organizados e interesados por los temas de emprendimiento me sorprendieron con su empeño y con la forma impecable en que manejaron el evento. Desde entonces decidí aceptar siempre las invitaciones a estos eventos. Descubrí que existían versiones para el norte, para el centro, para el oriente y, finalmente, un evento nacional. Nunca 95

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

salí de mi asombro de semejante iniciativa, que congregaba en total a más de cinco mil estudiantes de Administración de todo el país, casi de manera silenciosa y con ningún apoyo estatal y muy poco privado. Esta vez me esperaba Puno y mi entusiasmo era inocultable. Valeria, mi hija menor, me miró sacando chompas y pantalones de corduroy, y me preguntó por qué me gustaba viajar a un sitio donde hacía tanto frío. —Porque allí está la gente más empresaria que conozco —le dije, sabiendo que me entendería, pues desde chicas a mis hijas las he torturado con historias sobre los emprendedores, ejemplos de empresas que surgieron y hasta con tácticas de marketing y atención al cliente. —¿Y por qué dices eso? —me repreguntó con la rapidez que tienen los niños para señalar que la respuesta no los satisface o que hay mucho por explicar. Siempre he pensado que, al ser candidatos, a los políticos deberían enfrentarlos a un panel de preguntas de niños, en lugar de sentarlos frente a periodistas interesados, aburridos y poco perspicaces. —Bueno, porque en Puno la gente no ha esperado a que los gobiernos la ayuden y ha avanzado por su cuenta desde la época de los incas —le dije—. Y porque allí casi todos tienen empresas y negocios. —¿Y por qué? —siguió repreguntando Valeria. —Bueno, porque es algo que les enseñan desde pequeños. Ellos ven a sus padres esforzándose en sus comercios, contando su dinero frente a ellos y saben cuánto cuestan las cosas. Les dicen que pueden dedicarse a lo que quieran, pero les enseñan que para eso deben saber una cosa: ganar dinero, porque eso es lo que pagará todo lo que deseen hacer. —¿Como Pinocho? —me dijo. —Ah..., sí, claro —le respondí—. Como Pinocho. Recordé la primera vez que vimos Pinocho juntos. A los diez minutos de la película, Pinocho se encuentra con el zorro y el gato, quienes, al verlo cantar por la calle, le proponen que vaya a demostrar su arte al circo de Stromboli. Pinocho les hace caso y, contra la idea de Pepe Grillo, acepta la invitación. Pinocho, luego de algunos tropezones, empieza a cantar. El público se ríe con él, lo aplaude a rabiar y le lanza monedas de oro.

—¡Les gusta, es un éxito! —grita sorprendido Pepe Grillo. En ese momento, miré a Valeria, sorprendida por el éxito de Pinocho al exhibir su talento en el escenario. Sus ojos estaban más grandes que nunca y aplaudía entusiasmada por el triunfo. Apagué la película. —Papá, ¿qué pasó? —me preguntó sorprendida mi hija. —Terminó la película, Valeria —le dije, mintiéndole peor que el protagonista—. Bueno, es una película corta —retruqué—. Corta pero sabia, hija. Mira, Pinocho se dedicó a hacer lo que le gustaba y ganó dinero. Así debes hacer tú, hija. Dedícate siempre a lo que te gusta y esto te va a dar dinero porque lo vas a hacer bien. Si no, busca algo que te haga ganar para hacer lo que te gusta. Es así que Pinocho se volvió millonario —sentencié aún más excitado, mientras mi esposa me miraba con ojos incrédulos. —¿Por qué mientes? ¿Estás loco? —me dijo ella cuando Valeria se fue a buscar a su cuarto otro video para ver, porque este había sido muy corto. —Mira —le dije—, cuando empezó la película me puse a pensar que los valores y actitudes en una sociedad se transmiten primero en la infancia y al interior de las familias en forma de proverbios, de dichos de los padres, de cuentos que escuchamos de niños y ahora en películas. Y que eso era lo que en ese momento nuestra hija estaba haciendo: recibir una virtud a través del cuento o la película, la virtud de la sinceridad. Y pensé que estaba bien. —¿Y eso qué tiene que ver con que le apagues la película en esa escena? —me dijo, ya un poco exasperada por mi larga explicación. —Es que, mientras la veía, me ponía a pensar que Pinocho estaba en ese momento ejerciendo su talento y siguiendo su pasión. Esa es la base para emprender, esa es una de las claves de la vida: hacer lo que te guste e incluso ganar dinero con ello. Sin embargo, la moraleja de la película iba a ser que el colegio le asegurará el futuro y que, si miente, le crecerá la nariz. Quizá lo segundo está bien, pero lo primero no es necesariamente cierto. Conozco a mucha gente que terminó todos sus estudios y nunca avanzó porque no se sentía feliz en lo que hacía. También conozco a mucha gente que siguió lo que le apasionaba y hoy tiene éxito. Como Gastón Acurio, que incluso le mintió a su padre y siguió a su pasión. Y no le ha crecido la nariz, sino la cuenta de ahorros.

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¿Dónde está la riqueza?

salí de mi asombro de semejante iniciativa, que congregaba en total a más de cinco mil estudiantes de Administración de todo el país, casi de manera silenciosa y con ningún apoyo estatal y muy poco privado. Esta vez me esperaba Puno y mi entusiasmo era inocultable. Valeria, mi hija menor, me miró sacando chompas y pantalones de corduroy, y me preguntó por qué me gustaba viajar a un sitio donde hacía tanto frío. —Porque allí está la gente más empresaria que conozco —le dije, sabiendo que me entendería, pues desde chicas a mis hijas las he torturado con historias sobre los emprendedores, ejemplos de empresas que surgieron y hasta con tácticas de marketing y atención al cliente. —¿Y por qué dices eso? —me repreguntó con la rapidez que tienen los niños para señalar que la respuesta no los satisface o que hay mucho por explicar. Siempre he pensado que, al ser candidatos, a los políticos deberían enfrentarlos a un panel de preguntas de niños, en lugar de sentarlos frente a periodistas interesados, aburridos y poco perspicaces. —Bueno, porque en Puno la gente no ha esperado a que los gobiernos la ayuden y ha avanzado por su cuenta desde la época de los incas —le dije—. Y porque allí casi todos tienen empresas y negocios. —¿Y por qué? —siguió repreguntando Valeria. —Bueno, porque es algo que les enseñan desde pequeños. Ellos ven a sus padres esforzándose en sus comercios, contando su dinero frente a ellos y saben cuánto cuestan las cosas. Les dicen que pueden dedicarse a lo que quieran, pero les enseñan que para eso deben saber una cosa: ganar dinero, porque eso es lo que pagará todo lo que deseen hacer. —¿Como Pinocho? —me dijo. —Ah..., sí, claro —le respondí—. Como Pinocho. Recordé la primera vez que vimos Pinocho juntos. A los diez minutos de la película, Pinocho se encuentra con el zorro y el gato, quienes, al verlo cantar por la calle, le proponen que vaya a demostrar su arte al circo de Stromboli. Pinocho les hace caso y, contra la idea de Pepe Grillo, acepta la invitación. Pinocho, luego de algunos tropezones, empieza a cantar. El público se ríe con él, lo aplaude a rabiar y le lanza monedas de oro.

—¡Les gusta, es un éxito! —grita sorprendido Pepe Grillo. En ese momento, miré a Valeria, sorprendida por el éxito de Pinocho al exhibir su talento en el escenario. Sus ojos estaban más grandes que nunca y aplaudía entusiasmada por el triunfo. Apagué la película. —Papá, ¿qué pasó? —me preguntó sorprendida mi hija. —Terminó la película, Valeria —le dije, mintiéndole peor que el protagonista—. Bueno, es una película corta —retruqué—. Corta pero sabia, hija. Mira, Pinocho se dedicó a hacer lo que le gustaba y ganó dinero. Así debes hacer tú, hija. Dedícate siempre a lo que te gusta y esto te va a dar dinero porque lo vas a hacer bien. Si no, busca algo que te haga ganar para hacer lo que te gusta. Es así que Pinocho se volvió millonario —sentencié aún más excitado, mientras mi esposa me miraba con ojos incrédulos. —¿Por qué mientes? ¿Estás loco? —me dijo ella cuando Valeria se fue a buscar a su cuarto otro video para ver, porque este había sido muy corto. —Mira —le dije—, cuando empezó la película me puse a pensar que los valores y actitudes en una sociedad se transmiten primero en la infancia y al interior de las familias en forma de proverbios, de dichos de los padres, de cuentos que escuchamos de niños y ahora en películas. Y que eso era lo que en ese momento nuestra hija estaba haciendo: recibir una virtud a través del cuento o la película, la virtud de la sinceridad. Y pensé que estaba bien. —¿Y eso qué tiene que ver con que le apagues la película en esa escena? —me dijo, ya un poco exasperada por mi larga explicación. —Es que, mientras la veía, me ponía a pensar que Pinocho estaba en ese momento ejerciendo su talento y siguiendo su pasión. Esa es la base para emprender, esa es una de las claves de la vida: hacer lo que te guste e incluso ganar dinero con ello. Sin embargo, la moraleja de la película iba a ser que el colegio le asegurará el futuro y que, si miente, le crecerá la nariz. Quizá lo segundo está bien, pero lo primero no es necesariamente cierto. Conozco a mucha gente que terminó todos sus estudios y nunca avanzó porque no se sentía feliz en lo que hacía. También conozco a mucha gente que siguió lo que le apasionaba y hoy tiene éxito. Como Gastón Acurio, que incluso le mintió a su padre y siguió a su pasión. Y no le ha crecido la nariz, sino la cuenta de ahorros.

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¿Dónde está la riqueza?

Hay pueblos y culturas que saben preparar a sus hijos a emprender. La regla es sencilla: nadie te va a dar las cosas, tú tienes que ganarlas. No existe un Estado protector, nadie te va a premiar si te quedas sentado como un parásito, como una planta esperando a que te rieguen. Por eso hay que trabajar y duro. Gracias a este principio, los pueblos emprendedores han sobrevivido en medios agrestes o entre pueblos agresivos. Han sabido luego generar una cultura, una moral y hasta religiones que fomentan y bendicen el esfuerzo propio y el progreso material, sin condenarlo y sin sentir culpa por ello. El pueblo judío, los protestantes que salieron de Europa hacia Norteamérica, los chinos ante un continente agreste y aquí los huancas y los aimaras son sociedades que ponen el emprendimiento como una de las virtudes claves para el actuar humano. Eso lo había incorporado Valeria gracias a Pinocho. Después de despegar del Cusco, donde hicimos escala, el avión se elevó por unos quince minutos y luego empezó a descender, permitiéndonos ver desde la ventanilla el inmenso Altiplano extendiéndose en el horizonte. A pesar de los pequeños ríos —que, como serpientes, se enroscaban y extendían por las pampas— y de los diversos pequeños lagos

que se formaban —para luego originar otros afluentes que desembocarían ante el azul del Titicaca—, uno podía ver una tierra fría y poco fértil. Ese era el reto que habían tenido milenariamente los habitantes de esta zona: altura casi inhabitable, heladas que azotan sin piedad durante meses, vientos que curten los rostros y las manos hasta ponerlos casi morados para siempre, inundaciones imprevistas y pastos rebeldes que solo comparten su territorio con la papa, la oca. Así es esta tierra agreste, de la que dicen salió Manco Cápac para buscar territorios más generosos, como el Cusco. Ya en el aeropuerto me esperaban dos muchachos, un chico y una chica, perfectamente uniformados. Él, de terno azul y corbata del mismo color, y ella, con un traje sastre también azul, que me pareció muy delgado para el frío que se sentía. —Señor Nano, gracias por venir —me dijo la chica extendiéndome la mano. La sentí helada y confirmé mi teoría sobre la tela de su ropa. —Es un honor que venga a nuestra tierra —irrumpió el chico. Caminamos hacia un taxi que nos esperaba en el estacionamiento. —Estamos en Juliaca y tenemos que ir hasta Puno. Son cuarenta minutos máximo —dijo el muchacho, alertándome para que no me impaciente. —No te preocupes. Ya he venido —le dije—. Más bien, cuéntenme ustedes: ¿en qué año de Administración están? —Los dos en el último año —me dijo la chica. Luego, inmediatamente, como quien cuenta de una buena nota a sus padres, me dijo sonriente—: Tenemos una empresa. —¿Una empresa recién saliendo de la universidad? —pregunté. —Sí. Lo que pasa es que siempre hemos querido hacer un negocio, porque, usted sabe, aquí en Puno somos comerciantes y más aún en Juliaca. Yo sonreía recordando mi conversación con Valeria. —Yo estudié en la Facultad de Alimentarias y Saúl, Administración. Nos juntamos y comenzamos a producir. Me contó de su primera venta y cómo vendían a hoteles. Reflexioné sobre las oportunidades alrededor de los productos de la zona. —Ya llegamos —nos interrumpió Sheyla, que era como se llamaba la chica. Habíamos terminado el trayecto entre Juliaca y Puno.

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—Puedes tener razón, pero quiero que Valeria vea toda la película —me dijo con la practicidad de las mujeres. Luego la llamó en voz alta—: Tu papa se confundió, hijita, la película continúaaaa. Valeria creyó durante ocho meses que le crecería la nariz si mentía. Pero un día vació el agua de una pecera y dejó secos a los peces. Lo negó todo sin ningún empacho y sin tocarse la nariz. Sin embargo, ese día, cuatro años después y con esa pregunta antes de salir a Puno, me demostraría que mi moraleja había tenido efecto. —Como Pinocho —le dije, sacando un maletín para guardar la ropa —, exacto, como Pinocho. Los puneños enseñan a sus hijos a seguir lo que su corazón les pide y, si no, consiguen la plata para hacerlo.

Comercios que nacieron al pie de un tren

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Hay pueblos y culturas que saben preparar a sus hijos a emprender. La regla es sencilla: nadie te va a dar las cosas, tú tienes que ganarlas. No existe un Estado protector, nadie te va a premiar si te quedas sentado como un parásito, como una planta esperando a que te rieguen. Por eso hay que trabajar y duro. Gracias a este principio, los pueblos emprendedores han sobrevivido en medios agrestes o entre pueblos agresivos. Han sabido luego generar una cultura, una moral y hasta religiones que fomentan y bendicen el esfuerzo propio y el progreso material, sin condenarlo y sin sentir culpa por ello. El pueblo judío, los protestantes que salieron de Europa hacia Norteamérica, los chinos ante un continente agreste y aquí los huancas y los aimaras son sociedades que ponen el emprendimiento como una de las virtudes claves para el actuar humano. Eso lo había incorporado Valeria gracias a Pinocho. Después de despegar del Cusco, donde hicimos escala, el avión se elevó por unos quince minutos y luego empezó a descender, permitiéndonos ver desde la ventanilla el inmenso Altiplano extendiéndose en el horizonte. A pesar de los pequeños ríos —que, como serpientes, se enroscaban y extendían por las pampas— y de los diversos pequeños lagos

que se formaban —para luego originar otros afluentes que desembocarían ante el azul del Titicaca—, uno podía ver una tierra fría y poco fértil. Ese era el reto que habían tenido milenariamente los habitantes de esta zona: altura casi inhabitable, heladas que azotan sin piedad durante meses, vientos que curten los rostros y las manos hasta ponerlos casi morados para siempre, inundaciones imprevistas y pastos rebeldes que solo comparten su territorio con la papa, la oca. Así es esta tierra agreste, de la que dicen salió Manco Cápac para buscar territorios más generosos, como el Cusco. Ya en el aeropuerto me esperaban dos muchachos, un chico y una chica, perfectamente uniformados. Él, de terno azul y corbata del mismo color, y ella, con un traje sastre también azul, que me pareció muy delgado para el frío que se sentía. —Señor Nano, gracias por venir —me dijo la chica extendiéndome la mano. La sentí helada y confirmé mi teoría sobre la tela de su ropa. —Es un honor que venga a nuestra tierra —irrumpió el chico. Caminamos hacia un taxi que nos esperaba en el estacionamiento. —Estamos en Juliaca y tenemos que ir hasta Puno. Son cuarenta minutos máximo —dijo el muchacho, alertándome para que no me impaciente. —No te preocupes. Ya he venido —le dije—. Más bien, cuéntenme ustedes: ¿en qué año de Administración están? —Los dos en el último año —me dijo la chica. Luego, inmediatamente, como quien cuenta de una buena nota a sus padres, me dijo sonriente—: Tenemos una empresa. —¿Una empresa recién saliendo de la universidad? —pregunté. —Sí. Lo que pasa es que siempre hemos querido hacer un negocio, porque, usted sabe, aquí en Puno somos comerciantes y más aún en Juliaca. Yo sonreía recordando mi conversación con Valeria. —Yo estudié en la Facultad de Alimentarias y Saúl, Administración. Nos juntamos y comenzamos a producir. Me contó de su primera venta y cómo vendían a hoteles. Reflexioné sobre las oportunidades alrededor de los productos de la zona. —Ya llegamos —nos interrumpió Sheyla, que era como se llamaba la chica. Habíamos terminado el trayecto entre Juliaca y Puno.

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—Puedes tener razón, pero quiero que Valeria vea toda la película —me dijo con la practicidad de las mujeres. Luego la llamó en voz alta—: Tu papa se confundió, hijita, la película continúaaaa. Valeria creyó durante ocho meses que le crecería la nariz si mentía. Pero un día vació el agua de una pecera y dejó secos a los peces. Lo negó todo sin ningún empacho y sin tocarse la nariz. Sin embargo, ese día, cuatro años después y con esa pregunta antes de salir a Puno, me demostraría que mi moraleja había tenido efecto. —Como Pinocho —le dije, sacando un maletín para guardar la ropa —, exacto, como Pinocho. Los puneños enseñan a sus hijos a seguir lo que su corazón les pide y, si no, consiguen la plata para hacerlo.

Comercios que nacieron al pie de un tren

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Ruta curiosa, que nos lleva solo en unos kilómetros de una ciudad reciente, pujante, que parece no dormir ni en los días de más helada y con un crecimiento explosivo en los últimos ochenta años, a otra quizá milenaria, al pie del azul fascinante y extraordinario del lago, pero que no ha crecido y que a ratos parece aún esperar un impulso para echarse a andar. Juliaca —o Xullaca, como es su nombre original— era un conjunto de chozas hace menos de un siglo cuando se decidió construir un ferrocarril entre Arequipa y Cusco. Entonces, los hacendados de Lampa, zona ganadera dominada por el terrateniente Torres Belón, con relativa prosperidad en ese entonces, protestaron. El argumento, como el de muchos que hoy se oponen a la construcción de hidroeléctricas, la exploración minera y la industria pesada, era que el ganado se iba a perturbar con el ruido del tren, que los humos de las máquinas contaminarían los sembríos y que cualquier chispa podría saltar de los motores de la máquina de hierro e incendiar las praderas, donde engordaban sus ganados mientras ellos hacían nada. La presión tuvo su efecto y el proyecto desvió su trazo de Lampa al grupo de casas casi miserables de la zona que llamaban Xullaca. El resultado fue la gestación de una de las ciudades más comerciales, de mayor crecimiento y movimiento económico del sur del Perú. Una urbe que creció al pie de la estación, ofreciendo primero simples viandas para los viajeros, luego alojamiento para los mecánicos, después mercancías de Arequipa, enseres del Cusco, y al final convirtiéndose en el centro neurálgico de un impresionante comercio, que les permitía una gran vía de comunicación. Nada de esto hubiese sido posible sin la maquinaria que trajo el progreso y el empuje del pueblo aimara, que supo encontrar la oportunidad donde otros vieron el peligro. Hoy, Lampa es un pueblo bonito, definitivamente más bucólico y paisajista que Juliaca, lleno de barro y construcciones todo el tiempo, pero donde nadie parece tener futuro. Puno, mientras tanto, siguió refugiado en un clima y en una altura más benignas, al pie del lago que le da agua permanente y un calor que guarda para protegerlos en la noche como un inmenso radiador. De tradición y abolengo, de cultura quechua y tranquila por tener el recurso hídrico a la mano, fue siempre la capital, la ciudad

de la política, de las autoridades, del Estado. El resultado: creció menos de la mitad que Xullaca.

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Buscando una educación emprendedora Estábamos en la puerta de la universidad y con el lago hacia el horizonte. —¡Por aquí! —me dijo una linda chica de cabello negro. Luego me pasó el brazo por los hombros, como una novia a su pareja. —Acompáñeme. Yo soy Caroline, su anfitriona. Pensé que la seguiría hasta el fondo del lago, si quisiera, y me dejé llevar de su brazo hasta una salita que habían preparado para que descansaran los invitados antes de sus conferencias. Allí habían puesto termos con café, mate de coca, manzanilla, una botella de whisky, una de pisco y otra de anís Najar. En la mesa de centro había sándwiches, galletas, chocolates y un frasco con caramelos surtidos. Una antesala perfectamente organizada. Ni bien me senté, decidí sacar mi laptop para revisar mi exposición. Apenas se estaba iniciando el equipo cuando una voz me interrumpió: —¿Cómo está, señor Nano? —era un hombre bajo, delgado y muy moreno, con el color curtido de los aimaras, y una voz casi gutural y solemne—. Soy el profesor Maquera y dicto el curso de Marketing aquí en la universidad. Para mí, es un honor conocerlo. Quería agradecerle su apoyo a los alumnos y lo que usted hace desde su programa. —No, en realidad para mí es un honor poder dictar una conferencia en este congreso organizado, financiado y dirigido por los mismos estudiantes —dije, mirando a los muchachos que presenciaban el encuentro. —Así es —dijo el profesor—. Además, han realizado esto gracias al apoyo del decano de la Facultad, y, bueno..., de este servidor, que los ha apoyado para que sacaran adelante el congreso. El profesor inflaba el pecho y parecía un canario antes de cantar sobre su columpio. —Gracias por apoyarlos —dije—. Siempre hay que darle mucha importancia a estos congresos.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Ruta curiosa, que nos lleva solo en unos kilómetros de una ciudad reciente, pujante, que parece no dormir ni en los días de más helada y con un crecimiento explosivo en los últimos ochenta años, a otra quizá milenaria, al pie del azul fascinante y extraordinario del lago, pero que no ha crecido y que a ratos parece aún esperar un impulso para echarse a andar. Juliaca —o Xullaca, como es su nombre original— era un conjunto de chozas hace menos de un siglo cuando se decidió construir un ferrocarril entre Arequipa y Cusco. Entonces, los hacendados de Lampa, zona ganadera dominada por el terrateniente Torres Belón, con relativa prosperidad en ese entonces, protestaron. El argumento, como el de muchos que hoy se oponen a la construcción de hidroeléctricas, la exploración minera y la industria pesada, era que el ganado se iba a perturbar con el ruido del tren, que los humos de las máquinas contaminarían los sembríos y que cualquier chispa podría saltar de los motores de la máquina de hierro e incendiar las praderas, donde engordaban sus ganados mientras ellos hacían nada. La presión tuvo su efecto y el proyecto desvió su trazo de Lampa al grupo de casas casi miserables de la zona que llamaban Xullaca. El resultado fue la gestación de una de las ciudades más comerciales, de mayor crecimiento y movimiento económico del sur del Perú. Una urbe que creció al pie de la estación, ofreciendo primero simples viandas para los viajeros, luego alojamiento para los mecánicos, después mercancías de Arequipa, enseres del Cusco, y al final convirtiéndose en el centro neurálgico de un impresionante comercio, que les permitía una gran vía de comunicación. Nada de esto hubiese sido posible sin la maquinaria que trajo el progreso y el empuje del pueblo aimara, que supo encontrar la oportunidad donde otros vieron el peligro. Hoy, Lampa es un pueblo bonito, definitivamente más bucólico y paisajista que Juliaca, lleno de barro y construcciones todo el tiempo, pero donde nadie parece tener futuro. Puno, mientras tanto, siguió refugiado en un clima y en una altura más benignas, al pie del lago que le da agua permanente y un calor que guarda para protegerlos en la noche como un inmenso radiador. De tradición y abolengo, de cultura quechua y tranquila por tener el recurso hídrico a la mano, fue siempre la capital, la ciudad

de la política, de las autoridades, del Estado. El resultado: creció menos de la mitad que Xullaca.

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Buscando una educación emprendedora Estábamos en la puerta de la universidad y con el lago hacia el horizonte. —¡Por aquí! —me dijo una linda chica de cabello negro. Luego me pasó el brazo por los hombros, como una novia a su pareja. —Acompáñeme. Yo soy Caroline, su anfitriona. Pensé que la seguiría hasta el fondo del lago, si quisiera, y me dejé llevar de su brazo hasta una salita que habían preparado para que descansaran los invitados antes de sus conferencias. Allí habían puesto termos con café, mate de coca, manzanilla, una botella de whisky, una de pisco y otra de anís Najar. En la mesa de centro había sándwiches, galletas, chocolates y un frasco con caramelos surtidos. Una antesala perfectamente organizada. Ni bien me senté, decidí sacar mi laptop para revisar mi exposición. Apenas se estaba iniciando el equipo cuando una voz me interrumpió: —¿Cómo está, señor Nano? —era un hombre bajo, delgado y muy moreno, con el color curtido de los aimaras, y una voz casi gutural y solemne—. Soy el profesor Maquera y dicto el curso de Marketing aquí en la universidad. Para mí, es un honor conocerlo. Quería agradecerle su apoyo a los alumnos y lo que usted hace desde su programa. —No, en realidad para mí es un honor poder dictar una conferencia en este congreso organizado, financiado y dirigido por los mismos estudiantes —dije, mirando a los muchachos que presenciaban el encuentro. —Así es —dijo el profesor—. Además, han realizado esto gracias al apoyo del decano de la Facultad, y, bueno..., de este servidor, que los ha apoyado para que sacaran adelante el congreso. El profesor inflaba el pecho y parecía un canario antes de cantar sobre su columpio. —Gracias por apoyarlos —dije—. Siempre hay que darle mucha importancia a estos congresos.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Recordé a los chicos de los congresos de estudiantes que me buscaban para que ofreciera una conferencia. Muchos me contaban que algunos conferencistas de Lima cobraban honorarios exorbitantes, así que debían conseguir auspicios de empresas y entidades que terminaban por ignorarlos y ningunearlos, precisamente porque venían de provincias. De modo que organizaban fiestas y polladas durante todo el año para conseguir los recursos de su evento. Y, pese a ello, lamentablemente, muchas instituciones limeñas y autoridades locales no apreciaban la importancia de este foro. —¿Nos podemos tomar una foto? —preguntó el profesor, sacando una cámara. Ordenó a uno de los chicos que nos tomara una instantánea, se empinó y se puso a mi lado. De pronto, dijo: —Alto, alto —y detuvo al muchacho, que ya iba a apretar el disparador—. ¿Podría ser aquí? —señalaba un pequeño escalón que daba a la puerta de nuestra salita de espera. Y, luego, me jaló hacia la grada, con una fuerza inusual para su pequeño cuerpo—. Aquí —dijo con tono de pequeño emperador. Se paró en la grada y prácticamente me arrimó con la cadera para mantenerme abajo, casi al borde de la puerta. Aún así, me llegaba al hombro, pero el profesor Maquera quedó satisfecho. —Bueno, gracias, señor Nano —dijo y luego desapareció tan rápido como había llegado. —¿Qué tal es el profesor en su curso? —pregunté a mi anfitriona y a Saúl y Sheyla, que se habían quedado observando la escena. —Más o menos. A veces es un poco aburrido —dijo Saúl. —Es un sobón que repite siempre el mismo curso y encima organiza las huelgas cada fin de año para irse a trabajar en la región —dijo, para mi asombro, el muchacho que había tomado diligentemente la foto bajo las órdenes del profesor. —Vaya, eres bien directo y crítico —le dije volteando hacia él. —Es que fastidia, señor Nano, que venga alguien a hacerse el importante, cuando no solo no ha hecho nada por nosotros, sino que además se opuso al comienzo a realizar el congreso aquí —dijo el chico firmemente, acercándose hacia mí con una actitud muy resuelta, que no había parecido tener cuando el profesor estaba en la sala—. Encima, cuando usted llega, se mete aquí a la sala, se toma el whisky mientras lo espera, va al baño, lo deja atorado y sale cuando usted

llega, para tomarse la foto y hacerse el importante. Cuando propusimos que nuestra universidad fuera sede del Congreso de Estudiantes de Administración, dijo que era un evento burgués, organizado por los que quieren ser gerentes de las empresas transnacionales y que estábamos haciendo tonterías, en lugar de organizar una marcha para que no se llevaran el gas y para oponernos al proyecto de Las Bambas. Estos profesores son los que nos desaniman para ser empresarios. Creen que el Estado debe resolverlo todo. Dicen que la empresa es siempre una explotadora y solo creen en la existencia de pequeñas empresas, como si fuesen la alternativa a las grandes, y no como usted dice, es decir, que las empresas son buenas para nuestro desarrollo, ya sean pequeñas, microempresas, medianas o grandes. Este profesor ni siquiera entiende la administración, porque es un economista que dice que las empresas se dedican a la ganancia y a generar plusvalía para el patrón, dejando a los obreros en la pobreza. Solo ve el resultado de la empresa, pero no la comprende. Es incapaz de comprenderla porque tiene una visión macro, una visión desde afuera, una visión de quien nunca ha operado un negocio. Como aquellos que siempre han dirigido el país y las universidades, despreciando al productor. En otras palabras, son incapaces de comprender que las empresas crean clientes y que así mejoran la vida de la gente, como dice usted en su programa de radio, como lo enseñó Peter Drucker. El muchacho me miró sonriendo desafiante, como quien espera la nota después de un examen oral. Yo me había quedado callado escuchando cada una de sus palabras y concentrado en su elocuencia y lenguaje no verbal. En cada palabra había puesto el énfasis adecuado, había señalado los conceptos de manera exacta y, mejor aún, había hecho las deducciones precisas al relacionar el concepto con la visión economicista y la política peruana: justo lo que hubiese esperado de un alumno brillante de posgrado. —¿En qué año estás? —fue lo único que atiné a preguntarle, aún sorprendido y casi balbuceando. —Recién ingresé este año a la universidad. Pero igual quería colaborar con este congreso y, por eso, me encargaron la limpieza —dijo con modulación ligeramente avergonzada y señalando junto a la puerta un balde y un trapeador, del que colgaba una franela roja. Entonces comprendí por qué sabía que el profesor había dejado el baño atorado.

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¿Dónde está la riqueza?

Recordé a los chicos de los congresos de estudiantes que me buscaban para que ofreciera una conferencia. Muchos me contaban que algunos conferencistas de Lima cobraban honorarios exorbitantes, así que debían conseguir auspicios de empresas y entidades que terminaban por ignorarlos y ningunearlos, precisamente porque venían de provincias. De modo que organizaban fiestas y polladas durante todo el año para conseguir los recursos de su evento. Y, pese a ello, lamentablemente, muchas instituciones limeñas y autoridades locales no apreciaban la importancia de este foro. —¿Nos podemos tomar una foto? —preguntó el profesor, sacando una cámara. Ordenó a uno de los chicos que nos tomara una instantánea, se empinó y se puso a mi lado. De pronto, dijo: —Alto, alto —y detuvo al muchacho, que ya iba a apretar el disparador—. ¿Podría ser aquí? —señalaba un pequeño escalón que daba a la puerta de nuestra salita de espera. Y, luego, me jaló hacia la grada, con una fuerza inusual para su pequeño cuerpo—. Aquí —dijo con tono de pequeño emperador. Se paró en la grada y prácticamente me arrimó con la cadera para mantenerme abajo, casi al borde de la puerta. Aún así, me llegaba al hombro, pero el profesor Maquera quedó satisfecho. —Bueno, gracias, señor Nano —dijo y luego desapareció tan rápido como había llegado. —¿Qué tal es el profesor en su curso? —pregunté a mi anfitriona y a Saúl y Sheyla, que se habían quedado observando la escena. —Más o menos. A veces es un poco aburrido —dijo Saúl. —Es un sobón que repite siempre el mismo curso y encima organiza las huelgas cada fin de año para irse a trabajar en la región —dijo, para mi asombro, el muchacho que había tomado diligentemente la foto bajo las órdenes del profesor. —Vaya, eres bien directo y crítico —le dije volteando hacia él. —Es que fastidia, señor Nano, que venga alguien a hacerse el importante, cuando no solo no ha hecho nada por nosotros, sino que además se opuso al comienzo a realizar el congreso aquí —dijo el chico firmemente, acercándose hacia mí con una actitud muy resuelta, que no había parecido tener cuando el profesor estaba en la sala—. Encima, cuando usted llega, se mete aquí a la sala, se toma el whisky mientras lo espera, va al baño, lo deja atorado y sale cuando usted

llega, para tomarse la foto y hacerse el importante. Cuando propusimos que nuestra universidad fuera sede del Congreso de Estudiantes de Administración, dijo que era un evento burgués, organizado por los que quieren ser gerentes de las empresas transnacionales y que estábamos haciendo tonterías, en lugar de organizar una marcha para que no se llevaran el gas y para oponernos al proyecto de Las Bambas. Estos profesores son los que nos desaniman para ser empresarios. Creen que el Estado debe resolverlo todo. Dicen que la empresa es siempre una explotadora y solo creen en la existencia de pequeñas empresas, como si fuesen la alternativa a las grandes, y no como usted dice, es decir, que las empresas son buenas para nuestro desarrollo, ya sean pequeñas, microempresas, medianas o grandes. Este profesor ni siquiera entiende la administración, porque es un economista que dice que las empresas se dedican a la ganancia y a generar plusvalía para el patrón, dejando a los obreros en la pobreza. Solo ve el resultado de la empresa, pero no la comprende. Es incapaz de comprenderla porque tiene una visión macro, una visión desde afuera, una visión de quien nunca ha operado un negocio. Como aquellos que siempre han dirigido el país y las universidades, despreciando al productor. En otras palabras, son incapaces de comprender que las empresas crean clientes y que así mejoran la vida de la gente, como dice usted en su programa de radio, como lo enseñó Peter Drucker. El muchacho me miró sonriendo desafiante, como quien espera la nota después de un examen oral. Yo me había quedado callado escuchando cada una de sus palabras y concentrado en su elocuencia y lenguaje no verbal. En cada palabra había puesto el énfasis adecuado, había señalado los conceptos de manera exacta y, mejor aún, había hecho las deducciones precisas al relacionar el concepto con la visión economicista y la política peruana: justo lo que hubiese esperado de un alumno brillante de posgrado. —¿En qué año estás? —fue lo único que atiné a preguntarle, aún sorprendido y casi balbuceando. —Recién ingresé este año a la universidad. Pero igual quería colaborar con este congreso y, por eso, me encargaron la limpieza —dijo con modulación ligeramente avergonzada y señalando junto a la puerta un balde y un trapeador, del que colgaba una franela roja. Entonces comprendí por qué sabía que el profesor había dejado el baño atorado.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Qué bien que ustedes hayan hecho un movimiento de jóvenes emprendedores —dije, esta vez mirando a Sheyla y Saúl, que habían escuchado toda la conversación entre intrigados y entusiasmados. —Sí, señor Nano, pero es momento de que usted entre —dijo Saúl, que abrió otra puerta lateral del pequeño cuarto. Junto con una ráfaga de viento frío, entró el murmullo de miles de jóvenes y la voz engolada de un presentador que remataba: —Y, con ustedes, el señor Nano Guerra, para quien pido un fuerte aplauso. Apenas pude voltear para despedirme del muchacho. Una luz de un potente reflector casi me cegaba en el escenario y apenas podía divisar un anfiteatro de dos pisos, como un inmenso teatro que se extendía hacia la penumbra, donde no llegaba mi vista. Un aplauso muy fuerte y muy cálido me calmó. Con esa tranquilidad, divisé las cabezas negras, los rostros chaposos de nuevo, las chompas gruesas y los blue jeans delgados, algunos con gorros y muchos premunidos de lápices y papeles para tomar apuntes, atentos de lo que les iría a decir. Me llenaron de energía las ganas de decirles todo, de transmitirles los antídotos precisos contra las ideas de profesores trasnochados, la necesidad de dejarles un mensaje claro y contundente, el deseo y la urgencia de advertirles que los habían engañado muchas veces y que había que cambiar de ideología. Y comencé. —Muchos de ustedes han escogido la carrera de Administración para tener un buen trabajo. Muchos de ustedes sueñan quizá con ser gerentes de un negocio, de una gran corporación o de una poderosa entidad del Estado. Muchos de ustedes esperan el empleo soñado después del cartón. Yo no quiero ser el aguafiestas de este congreso que han organizado con tanta precisión, con tanto sacrificio, con sus aportes y ahorros y con casi ningún apoyo de las grandes empresas, del Estado e incluso de las autoridades mismas de esta universidad —dije, poniendo los ojos en la primera fila, donde una serie de profesores regordetes y el profesor diminuto estaban sentados con sus medallas universitarias colgadas de sus cuellos—. Las épocas del empleo inmediato, de tener un trabajo para toda la vida, de entrar en una corporación o al Estado y quedarse allí por siempre, mientras estas organizaciones prácticamente nos delineaban la vida, se acabaron, son parte de un pasado que no volverá, de una época que quizá disfrutaron nuestros padres o con la que soñaron. Pero

eso no va a volver a suceder —proseguí enfático—. No digo si eso fue bueno o malo. Solo quiero que tengan claro que la época en que el estudio nos aseguraba el empleo terminó. Y eso hay que tenerlo claro, porque por décadas los hombres del pueblo, los trabajadores humildes, los campesinos y los esforzados emprendedores han apostado de manera intuitiva por educar a sus hijos en las universidades. Han empleado sus recursos para enviar a millones de jóvenes a las aulas, aun a costa de sus pocos ingresos, de su salud. Porque sabían, porque intuían que por allí, con un grado profesional, sus hijos iban a salir de la pobreza del campo y de la fábrica y tendrían más futuro que ellos. Sin embargo, no sabían que en ese esfuerzo estaban construyendo también una vía diferente, un camino que podía ser mejor que el supuesto título salvador: el emprendimiento. Los muchachos escuchaban interesados e intrigados. —Lo que debemos pedir —continué— es una educación emprendedora en todos los niveles de nuestro país, desde los primeros años, cuando los niños deben aprender que las cosas cuestan, que el dinero no es malo, que solo tu esfuerzo te sacará adelante, que el Estado será respetable cuando cumpla sus obligaciones y tú, las tuyas; hasta la universidad, donde debemos aprender que las empresas son las herramientas para el progreso y no para la explotación, que la administración es el medio para organizar cualquier institución, que es mejor dudar que ser un especialista en el pasado, que hay que ser creativos y fomentar la invención y la proactividad en todos los niveles, en lugar de hacerles creer a los jóvenes que los gobiernos resolverán sus problemas. Porque eso no solo es falso o ilusorio, sino nefasto —avancé hacia los corredores del anfiteatro, que ahora veía con más detenimiento. Era bonito, con enchapes de madera, alfombras guindas y butacas como las de los cinemas antiguos, a los que iba a ver películas en Semana Santa—. Ustedes deben buscar que los formen como emprendedores. Para eso, debe valorarse y comprenderse la labor de la empresa en las aulas. No podemos sembrar el progreso cuando en las cátedras se denigra la labor del productor y el creador, cuando se lo hace aparecer como el malo de la película, cuando en realidad el villano es el saqueador solapa que espera a que el emprendedor genere para ir a esquilmarlo con impuestos, cuando el malvado es el parásito que nunca ha producido y espera que otro genere la riqueza para decir que él es el que la va a redistribuir.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—Qué bien que ustedes hayan hecho un movimiento de jóvenes emprendedores —dije, esta vez mirando a Sheyla y Saúl, que habían escuchado toda la conversación entre intrigados y entusiasmados. —Sí, señor Nano, pero es momento de que usted entre —dijo Saúl, que abrió otra puerta lateral del pequeño cuarto. Junto con una ráfaga de viento frío, entró el murmullo de miles de jóvenes y la voz engolada de un presentador que remataba: —Y, con ustedes, el señor Nano Guerra, para quien pido un fuerte aplauso. Apenas pude voltear para despedirme del muchacho. Una luz de un potente reflector casi me cegaba en el escenario y apenas podía divisar un anfiteatro de dos pisos, como un inmenso teatro que se extendía hacia la penumbra, donde no llegaba mi vista. Un aplauso muy fuerte y muy cálido me calmó. Con esa tranquilidad, divisé las cabezas negras, los rostros chaposos de nuevo, las chompas gruesas y los blue jeans delgados, algunos con gorros y muchos premunidos de lápices y papeles para tomar apuntes, atentos de lo que les iría a decir. Me llenaron de energía las ganas de decirles todo, de transmitirles los antídotos precisos contra las ideas de profesores trasnochados, la necesidad de dejarles un mensaje claro y contundente, el deseo y la urgencia de advertirles que los habían engañado muchas veces y que había que cambiar de ideología. Y comencé. —Muchos de ustedes han escogido la carrera de Administración para tener un buen trabajo. Muchos de ustedes sueñan quizá con ser gerentes de un negocio, de una gran corporación o de una poderosa entidad del Estado. Muchos de ustedes esperan el empleo soñado después del cartón. Yo no quiero ser el aguafiestas de este congreso que han organizado con tanta precisión, con tanto sacrificio, con sus aportes y ahorros y con casi ningún apoyo de las grandes empresas, del Estado e incluso de las autoridades mismas de esta universidad —dije, poniendo los ojos en la primera fila, donde una serie de profesores regordetes y el profesor diminuto estaban sentados con sus medallas universitarias colgadas de sus cuellos—. Las épocas del empleo inmediato, de tener un trabajo para toda la vida, de entrar en una corporación o al Estado y quedarse allí por siempre, mientras estas organizaciones prácticamente nos delineaban la vida, se acabaron, son parte de un pasado que no volverá, de una época que quizá disfrutaron nuestros padres o con la que soñaron. Pero

eso no va a volver a suceder —proseguí enfático—. No digo si eso fue bueno o malo. Solo quiero que tengan claro que la época en que el estudio nos aseguraba el empleo terminó. Y eso hay que tenerlo claro, porque por décadas los hombres del pueblo, los trabajadores humildes, los campesinos y los esforzados emprendedores han apostado de manera intuitiva por educar a sus hijos en las universidades. Han empleado sus recursos para enviar a millones de jóvenes a las aulas, aun a costa de sus pocos ingresos, de su salud. Porque sabían, porque intuían que por allí, con un grado profesional, sus hijos iban a salir de la pobreza del campo y de la fábrica y tendrían más futuro que ellos. Sin embargo, no sabían que en ese esfuerzo estaban construyendo también una vía diferente, un camino que podía ser mejor que el supuesto título salvador: el emprendimiento. Los muchachos escuchaban interesados e intrigados. —Lo que debemos pedir —continué— es una educación emprendedora en todos los niveles de nuestro país, desde los primeros años, cuando los niños deben aprender que las cosas cuestan, que el dinero no es malo, que solo tu esfuerzo te sacará adelante, que el Estado será respetable cuando cumpla sus obligaciones y tú, las tuyas; hasta la universidad, donde debemos aprender que las empresas son las herramientas para el progreso y no para la explotación, que la administración es el medio para organizar cualquier institución, que es mejor dudar que ser un especialista en el pasado, que hay que ser creativos y fomentar la invención y la proactividad en todos los niveles, en lugar de hacerles creer a los jóvenes que los gobiernos resolverán sus problemas. Porque eso no solo es falso o ilusorio, sino nefasto —avancé hacia los corredores del anfiteatro, que ahora veía con más detenimiento. Era bonito, con enchapes de madera, alfombras guindas y butacas como las de los cinemas antiguos, a los que iba a ver películas en Semana Santa—. Ustedes deben buscar que los formen como emprendedores. Para eso, debe valorarse y comprenderse la labor de la empresa en las aulas. No podemos sembrar el progreso cuando en las cátedras se denigra la labor del productor y el creador, cuando se lo hace aparecer como el malo de la película, cuando en realidad el villano es el saqueador solapa que espera a que el emprendedor genere para ir a esquilmarlo con impuestos, cuando el malvado es el parásito que nunca ha producido y espera que otro genere la riqueza para decir que él es el que la va a redistribuir.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Duden siempre del que habla de distribución y no sabe generar un centavo. El auditorio estaba en un silencio absoluto. Por un momento, sentí que quizá estaba siendo algo duro para un encuentro en el que los jóvenes esperan aportes e ideas para hacer negocios o para tener conocimientos. Entonces vi al fondo del pasadizo al joven que limpiaba los baños, sentado en el suelo y con el rostro iluminado, aseverando con la cabeza las ideas que comentaba. La vehemencia y la esperanza volvieron a invadirme. —Ustedes deben pedir en sus universidades contactos con los emprendedores. Está bien la información, es clave el conocimiento, es imprescindible la investigación, temas muy ausentes ya en su formación; pero es muy importante la relación con la práctica, el acercamiento con los luchadores del progreso, el involucramiento con aquellos que están ganando la lucha por la riqueza: los emprendedores del Perú. Invítenlos, tráiganlos a conferencias, visítenlos cuando sus profesores hagan huelgas para pedir homologaciones, invadan las aulas con este tipo de hombres que siempre han existido en nuestra historia, que han estado presentes en el devenir de la humanidad desde que alguien inventó la rueda. Miren a sus lados y verán que muchos de ustedes son hijos, sobrinos, nietos, hermanos de estos héroes que se esfuerzan para que ustedes encuentren aquí algo que ellos creen no tener, pero que poseen en abundancia: conocimiento para surgir. Quizá ellos tengan más que enseñarles que profesores mediocres que repiten los mismos cursos por años, que solo buscan decirles que el progreso emprendedor es malo y explotador, que la ganancia por el esfuerzo es un pecado, porque ellos son incapaces de alcanzarla —ahora sí miraba fija y detenidamente al enano profesor que se había hecho todavía más diminuto hundido en su butaca—. Hoy, cuando regresen a sus casas, agradezcan al emprendedor que hace posible sus estudios. Propónganle aprender de sus negocios y no se sientan jamás avergonzados de sus labores, aunque tengan un humilde taller, un puesto en el mercado o traigan mercancías de la «culebra»3.

3  Nota del editor. En Puno, se conoce como «culebra» al sistema mediante el cual los productos entran de contrabando desde Bolivia. El nombre proviene de la imagen de cientos de camiones, uno tras otro, en una hilera, que dibujan la forma de una culebra.

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Lo último lo dije casi como una imprecación algo asustada, pero un gran aplauso me dio seguridad de nuevo.

Una pregunta desafiante —Ahora, quiero que vean esta película. Dando un clic a la computadora, apareció Pinocho bailando en el circo de Stromboli, mientras Pepe Grillo se mostraba molesto por la malcriadez del muñeco que aún era de madera. La película discurrió por algunos minutos. Al final de la escena, Pinocho se llenó de monedas que le había arrojado el público, ante el asombro de Pepe Grillo, como lo habíamos visto con Valeria. Los universitarios estaban intrigados. —Quiero decirles algo —miré al auditorio señalando la imagen congelada de Pinocho lleno de monedas de dinero—. Algunas veces creemos que basta con asistir a la universidad (o al colegio, en el caso de Pinocho) para tener éxito. Pero no es suficiente: hay que seguir nuestras pasiones para tenerlo. Pinocho quizá dejó la escuela en ese momento, pero aquí descubrió que siguiendo a su talento, su música, podía conseguir triunfo y dinero —volví a mirar al muñeco inmóvil de la pantalla—. Esta película o este cuento nos dice que solo el colegio o la universidad nos aseguran el futuro. Esto era así antes, pero ya no lo es más. Como le dije a mi hija Valeria cuando la vimos, les digo ahora a ustedes: sigan el llamado de su corazón, de su pasión, de su arte, porque allí está la base de su emprendimiento, de su negocio, de lo que harían con fuerza inusitada, sin esfuerzo. Allí está la base de su éxito y, por lo tanto, de su felicidad. Que la universidad les enseñe esto... Y, si no, exíjanlo. Todos me aplaudían... Bueno, casi todos. Luego hablé de cómo utilizar la pasión y lo que nos gusta para darle base a nuestro negocio, de la necesidad de diferenciarnos y de los ejemplos sobre el tema que he encontrado en mis viajes por el Perú. Por último, dimos pase a las preguntas del público. Un joven levantó la mano, se presentó como representante de la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann de Tacna y me invitó a su ciudad para el próximo congreso, que ellos estaban seguros 107

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Duden siempre del que habla de distribución y no sabe generar un centavo. El auditorio estaba en un silencio absoluto. Por un momento, sentí que quizá estaba siendo algo duro para un encuentro en el que los jóvenes esperan aportes e ideas para hacer negocios o para tener conocimientos. Entonces vi al fondo del pasadizo al joven que limpiaba los baños, sentado en el suelo y con el rostro iluminado, aseverando con la cabeza las ideas que comentaba. La vehemencia y la esperanza volvieron a invadirme. —Ustedes deben pedir en sus universidades contactos con los emprendedores. Está bien la información, es clave el conocimiento, es imprescindible la investigación, temas muy ausentes ya en su formación; pero es muy importante la relación con la práctica, el acercamiento con los luchadores del progreso, el involucramiento con aquellos que están ganando la lucha por la riqueza: los emprendedores del Perú. Invítenlos, tráiganlos a conferencias, visítenlos cuando sus profesores hagan huelgas para pedir homologaciones, invadan las aulas con este tipo de hombres que siempre han existido en nuestra historia, que han estado presentes en el devenir de la humanidad desde que alguien inventó la rueda. Miren a sus lados y verán que muchos de ustedes son hijos, sobrinos, nietos, hermanos de estos héroes que se esfuerzan para que ustedes encuentren aquí algo que ellos creen no tener, pero que poseen en abundancia: conocimiento para surgir. Quizá ellos tengan más que enseñarles que profesores mediocres que repiten los mismos cursos por años, que solo buscan decirles que el progreso emprendedor es malo y explotador, que la ganancia por el esfuerzo es un pecado, porque ellos son incapaces de alcanzarla —ahora sí miraba fija y detenidamente al enano profesor que se había hecho todavía más diminuto hundido en su butaca—. Hoy, cuando regresen a sus casas, agradezcan al emprendedor que hace posible sus estudios. Propónganle aprender de sus negocios y no se sientan jamás avergonzados de sus labores, aunque tengan un humilde taller, un puesto en el mercado o traigan mercancías de la «culebra»3.

3  Nota del editor. En Puno, se conoce como «culebra» al sistema mediante el cual los productos entran de contrabando desde Bolivia. El nombre proviene de la imagen de cientos de camiones, uno tras otro, en una hilera, que dibujan la forma de una culebra.

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Lo último lo dije casi como una imprecación algo asustada, pero un gran aplauso me dio seguridad de nuevo.

Una pregunta desafiante —Ahora, quiero que vean esta película. Dando un clic a la computadora, apareció Pinocho bailando en el circo de Stromboli, mientras Pepe Grillo se mostraba molesto por la malcriadez del muñeco que aún era de madera. La película discurrió por algunos minutos. Al final de la escena, Pinocho se llenó de monedas que le había arrojado el público, ante el asombro de Pepe Grillo, como lo habíamos visto con Valeria. Los universitarios estaban intrigados. —Quiero decirles algo —miré al auditorio señalando la imagen congelada de Pinocho lleno de monedas de dinero—. Algunas veces creemos que basta con asistir a la universidad (o al colegio, en el caso de Pinocho) para tener éxito. Pero no es suficiente: hay que seguir nuestras pasiones para tenerlo. Pinocho quizá dejó la escuela en ese momento, pero aquí descubrió que siguiendo a su talento, su música, podía conseguir triunfo y dinero —volví a mirar al muñeco inmóvil de la pantalla—. Esta película o este cuento nos dice que solo el colegio o la universidad nos aseguran el futuro. Esto era así antes, pero ya no lo es más. Como le dije a mi hija Valeria cuando la vimos, les digo ahora a ustedes: sigan el llamado de su corazón, de su pasión, de su arte, porque allí está la base de su emprendimiento, de su negocio, de lo que harían con fuerza inusitada, sin esfuerzo. Allí está la base de su éxito y, por lo tanto, de su felicidad. Que la universidad les enseñe esto... Y, si no, exíjanlo. Todos me aplaudían... Bueno, casi todos. Luego hablé de cómo utilizar la pasión y lo que nos gusta para darle base a nuestro negocio, de la necesidad de diferenciarnos y de los ejemplos sobre el tema que he encontrado en mis viajes por el Perú. Por último, dimos pase a las preguntas del público. Un joven levantó la mano, se presentó como representante de la Universidad Nacional Jorge Basadre Grohmann de Tacna y me invitó a su ciudad para el próximo congreso, que ellos estaban seguros 107

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

se realizaría en la Ciudad Heroica. Estaba sentado hacia el fondo del auditorio, cerca del voluntario limpiador de baños, que se mantenía en cuclillas junto a una de las puertas de escape, abrazando su trapeador como un soldado cansado de hacer guardia, pero atento a no dejar caer su fusil. —Yo quiero saber por qué usted, que predica que se hagan negocios y promueve lo emprendedor por todo nuestro país, no dice nada sobre las barreras que tienen los emprendedores y sobre los abusos de los gobiernos a quienes trabajamos como microempresarios y trabajadores de la mype —dijo. Luego, aumentando la voz y no dirigiéndose ya a mí sino al auditorio, prosiguió—: Porque este gobierno, y todos los que hemos tenido en la historia del Perú, se ensañan con nosotros, los más pobres. Así como los españoles pedían contribuciones y mita obligatoria y luego en la República existió el tributo indígena, ahora se nos ponen trabas porque quieren que sigamos siendo pobres y que los negocios los puedan hacer tres o cuatro burgueses explotadores y las empresas transnacionales. Algunos de los asistentes pidieron al muchacho que se callara; otros, que formulara su pregunta de una vez. —Déjenlo dar su opinión. Estamos en una universidad y hay que respetar el libre intercambio de ideas —retruqué, y con un ademán lo invité a continuar. —Usted, señor Nano, nos ha motivado a muchos a hacer negocios, y eso está bien. Usted nos ha hecho ver los beneficios de la independencia, pero no es suficiente, porque no nos dejan avanzar. Por eso, le pregunto por qué no dice nada del Movimiento Revolucionario de los Emprendedores. —Ante todo, déjame agradecer tus palabras y hacer algunas precisiones —dije—. Creo que es importante no mezclar conceptos e ideologías. Si deseamos hacer empresa, no podemos hablar de burgueses o de transnacionales, porque implican ideas que provienen del marxismo, que, como sabemos, concluía que las empresas explotaban a la gente a partir de la plusvalía generada por, precisamente, los burgueses. Es decir, consideraban que la ganancia era inmoral. Nosotros creemos que es necesaria para la continuación de la actividad empresarial y para la creación de nuevos empleos, productos o servicios, que solo se pueden idear, planear y fabricar justamente a

partir de los excedentes. Es lo que el economista Joseph Alois Schumpeter denominó destrucción creativa. Con ello, le dio un sentido moral a la actividad empresarial, ya que Marx decía que la utilidad solo le sirve al «explotador». Por eso, a partir de este economista nos preguntamos siempre si hay suficiente utilidad para lograr la destrucción creativa del emprendedor —temí entrar en conceptos muy elaborados, pero luego me tranquilicé al notar el interés con el que escuchaban mis palabras los estudiantes sureños—. Por otro lado, me parece que debemos dejar de sentirnos y calificarnos como pobres. Creo que hay una especie de fascinación por utilizar esta palabra, por darle vueltas y vueltas a este concepto. Me parece que en nuestro país hay un exceso de pobretólogos y estudios alrededor de las carencias. El esquema es ver qué nos falta o qué no tenemos, en lugar de ver lo que hemos avanzado. Creo que pocos en el Perú se sienten pobres. Más bien, sienten que son progresistas, luchadores, gente que está avanzando. Te cuento que hace seis años, cuando decidí iniciar el proyecto de mi programa de televisión Somos Empresa, me hice una pregunta. Esta no fue: «¿Cómo hacemos para dejar la pobreza?», sino: «¿Cómo hay gente que ha iniciado su camino hacia la riqueza?». Y, ¿sabes?, he encontrado muchos testimonios, muchas formas y caminos que me dicen una sola cosa: podemos hacerlo. También has hablado de los microempresarios y de las mypes. Si te das cuenta, yo casi nunca utilizo esos términos, salvo que deba referirme a un convencionalismo o a un término ya empleado por otro, porque no hay microempresarios, así como no hay micromédicos o microingenieros —dije, haciendo reír a los chicos y al mismo interrogador—. Esta denominación la usan aquellos que quieren vernos pequeños, aquellos que no comprenden que todo empresario empezó desde cero, aquellos que sueñan con un ejército de microempresarios pobrecitos que defender para que se enfrenten a las grandes corporaciones, como una especie de lucha de clases en el mundo de los negocios. No hay tal cosa. Hay empresas en crecimiento y punto. Y, bueno, en relación con el Movimiento Revolucionario Emprendedor, Movimiento Revolucionario de Emprendedores o como se denomine, pienso que, como cualquier organización política que tiene un planteamiento, debe optar por hacerlo de manera legal, civilizada y democrática, porque esas son las reglas de juego que hemos aceptado. Creo que

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se realizaría en la Ciudad Heroica. Estaba sentado hacia el fondo del auditorio, cerca del voluntario limpiador de baños, que se mantenía en cuclillas junto a una de las puertas de escape, abrazando su trapeador como un soldado cansado de hacer guardia, pero atento a no dejar caer su fusil. —Yo quiero saber por qué usted, que predica que se hagan negocios y promueve lo emprendedor por todo nuestro país, no dice nada sobre las barreras que tienen los emprendedores y sobre los abusos de los gobiernos a quienes trabajamos como microempresarios y trabajadores de la mype —dijo. Luego, aumentando la voz y no dirigiéndose ya a mí sino al auditorio, prosiguió—: Porque este gobierno, y todos los que hemos tenido en la historia del Perú, se ensañan con nosotros, los más pobres. Así como los españoles pedían contribuciones y mita obligatoria y luego en la República existió el tributo indígena, ahora se nos ponen trabas porque quieren que sigamos siendo pobres y que los negocios los puedan hacer tres o cuatro burgueses explotadores y las empresas transnacionales. Algunos de los asistentes pidieron al muchacho que se callara; otros, que formulara su pregunta de una vez. —Déjenlo dar su opinión. Estamos en una universidad y hay que respetar el libre intercambio de ideas —retruqué, y con un ademán lo invité a continuar. —Usted, señor Nano, nos ha motivado a muchos a hacer negocios, y eso está bien. Usted nos ha hecho ver los beneficios de la independencia, pero no es suficiente, porque no nos dejan avanzar. Por eso, le pregunto por qué no dice nada del Movimiento Revolucionario de los Emprendedores. —Ante todo, déjame agradecer tus palabras y hacer algunas precisiones —dije—. Creo que es importante no mezclar conceptos e ideologías. Si deseamos hacer empresa, no podemos hablar de burgueses o de transnacionales, porque implican ideas que provienen del marxismo, que, como sabemos, concluía que las empresas explotaban a la gente a partir de la plusvalía generada por, precisamente, los burgueses. Es decir, consideraban que la ganancia era inmoral. Nosotros creemos que es necesaria para la continuación de la actividad empresarial y para la creación de nuevos empleos, productos o servicios, que solo se pueden idear, planear y fabricar justamente a

partir de los excedentes. Es lo que el economista Joseph Alois Schumpeter denominó destrucción creativa. Con ello, le dio un sentido moral a la actividad empresarial, ya que Marx decía que la utilidad solo le sirve al «explotador». Por eso, a partir de este economista nos preguntamos siempre si hay suficiente utilidad para lograr la destrucción creativa del emprendedor —temí entrar en conceptos muy elaborados, pero luego me tranquilicé al notar el interés con el que escuchaban mis palabras los estudiantes sureños—. Por otro lado, me parece que debemos dejar de sentirnos y calificarnos como pobres. Creo que hay una especie de fascinación por utilizar esta palabra, por darle vueltas y vueltas a este concepto. Me parece que en nuestro país hay un exceso de pobretólogos y estudios alrededor de las carencias. El esquema es ver qué nos falta o qué no tenemos, en lugar de ver lo que hemos avanzado. Creo que pocos en el Perú se sienten pobres. Más bien, sienten que son progresistas, luchadores, gente que está avanzando. Te cuento que hace seis años, cuando decidí iniciar el proyecto de mi programa de televisión Somos Empresa, me hice una pregunta. Esta no fue: «¿Cómo hacemos para dejar la pobreza?», sino: «¿Cómo hay gente que ha iniciado su camino hacia la riqueza?». Y, ¿sabes?, he encontrado muchos testimonios, muchas formas y caminos que me dicen una sola cosa: podemos hacerlo. También has hablado de los microempresarios y de las mypes. Si te das cuenta, yo casi nunca utilizo esos términos, salvo que deba referirme a un convencionalismo o a un término ya empleado por otro, porque no hay microempresarios, así como no hay micromédicos o microingenieros —dije, haciendo reír a los chicos y al mismo interrogador—. Esta denominación la usan aquellos que quieren vernos pequeños, aquellos que no comprenden que todo empresario empezó desde cero, aquellos que sueñan con un ejército de microempresarios pobrecitos que defender para que se enfrenten a las grandes corporaciones, como una especie de lucha de clases en el mundo de los negocios. No hay tal cosa. Hay empresas en crecimiento y punto. Y, bueno, en relación con el Movimiento Revolucionario Emprendedor, Movimiento Revolucionario de Emprendedores o como se denomine, pienso que, como cualquier organización política que tiene un planteamiento, debe optar por hacerlo de manera legal, civilizada y democrática, porque esas son las reglas de juego que hemos aceptado. Creo que

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¿Dónde está la riqueza?

uno debe responder en proporción y que debe usar la violencia o la fuerza solamente si alguien la ejerce contra uno. El imponer un tributo, poner reglas abusivas o chantajear a los emprendedores es injusto y debe tener una reacción nuestra, pero no significa el uso de la fuerza, porque no se ha usado contra nosotros. Fuera de eso, me parece que expresan una posición de hastío de muchos emprendedores en el Perú y que mucho de lo que piden es importante. Pero no es la forma correcta. —¿Entonces cuál es la forma? ¿Qué propone usted? —dijo en voz alta, y para mi sorpresa, el muchacho del trapeador, ahora de pie, pero aún abrazando su instrumento. El silencio recorrió la sala. Parecía que el eco de sus palabras había recorrido de ida y vuelta varias veces el largo de ese inmenso auditorio mal iluminado. Los rostros de los asistentes se concentraban en mí, esperando una afirmación, un planteamiento, una salida ingeniosa y brillante, pero yo no tenía una respuesta. Pasaron unos segundos densos e interminables. Se escucharon los sonidos de los engranajes de algunas butacas y yo seguía en silencio, pero no atemorizado ni abrumado, sino más bien sorprendido, con la calma del que encuentra una pregunta que empieza a ser una respuesta, porque mueve nuestros cimientos de tal manera que agradecemos la duda, casi como diciendo gracias, porque me había dado cuenta de que no tenía el paracaídas puesto. —Cuando empecé, les dije que les traía algo de mi experiencia, mucha de la experiencia de los emprendedores que he tenido el privilegio de conocer y entrevistar en estos años, viajando por nuestro maravilloso país, y que no pretendía saberlo todo y tener todas las respuestas, porque no soy ningún sabio o gurú. Por eso quiero decirte dos palabras: no sé —dije, haciendo énfasis en mi ignorancia—. No sé —repetí—. No tengo un planteamiento al respecto o una propuesta frente a estos problemas y a esta situación. Pero te agradezco que me hayas hecho pensar, porque uno no tiene siempre las respuestas y son las preguntas precisas las que te mueven a encontrarlas. Esa es una de las bases de la destrucción creativa del emprendedor, de la que hablaba el economista que les comenté, y, por eso, te vuelvo a agradecer. Los muchachos irrumpieron en un aplauso largo, mirando hacia mi sitio y hacia el fondo oscuro, donde trataban de observar mejor

al muchacho de limpieza, que se había retraído hacia el dintel de la puerta. Cuando salí del auditorio, luego de conversar con los asistentes, tomarnos fotos, firmar algunos libros y responder muchas consultas más, ya estaba anocheciendo. Un cielo casi morado se extendía como una bóveda sobre la ciudad. Al fondo, se divisaba apenas el lago, que se estaba volviendo negro al ser devorado por las tinieblas. Para mi sorpresa, sentí menos frío y creí que era por haber estado en movimiento durante la charla. Pero mi anfitriona comentó: —¿Ha notado que está haciendo menos frío? Es porque a esta hora el lago devuelve el calor que ha acumulado en el día. Como si fuera un radiador, nos calienta a los puneños —y sonrió mostrándome de nuevo su dentadura perfecta. Cuando nos dirigíamos al taxi que nos esperaba en la entrada de la universidad, nos alcanzó el muchacho del trapeador. —De nuevo tú, Próspero —dijo Saúl en tono más bien de broma que de molestia. —Lo que pasa es que quería tomarme una foto con el señor Nano y había mucha gente al final de la charla. Además, no estoy acreditado para entrar en la sala —dijo mirándonos de manera pícara. —Pero, para preguntar, sí —le dijo Sheyla, sonriendo. —Lo que pasa es que no me pude aguantar, señor Nano, porque pienso que usted debería tener una propuesta política o ser parte del movimiento —dijo bajando la voz y los ojos al final de la frase, como quien menciona una herejía o algo impropio en un templo. —Yo tengo mi forma de hacer política y es esta —le retruqué. —Está bien, señor Nano, no lo estoy criticando, porque, además, sabe que lo admiro y mi papá también... A propósito, mi papá es primo de la señora Lidia Cortez, que dice que lo conoce. Se refería a una amiga empresaria de las ferias artesanales, a quien entrevisté en mi programa y que me hizo padrino de una de sus exhibiciones. —Sí, claro que la conozco —le dije, entusiasmado—. Ella organiza unas excelentes ferias artesanales en Lima. Incluso ha llevado su organización a Chile y a México. —Sí, eso me contó mi papá, que trabaja también haciendo algunas artesanías —dijo el chico, también contento. Luego agregó—:

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

uno debe responder en proporción y que debe usar la violencia o la fuerza solamente si alguien la ejerce contra uno. El imponer un tributo, poner reglas abusivas o chantajear a los emprendedores es injusto y debe tener una reacción nuestra, pero no significa el uso de la fuerza, porque no se ha usado contra nosotros. Fuera de eso, me parece que expresan una posición de hastío de muchos emprendedores en el Perú y que mucho de lo que piden es importante. Pero no es la forma correcta. —¿Entonces cuál es la forma? ¿Qué propone usted? —dijo en voz alta, y para mi sorpresa, el muchacho del trapeador, ahora de pie, pero aún abrazando su instrumento. El silencio recorrió la sala. Parecía que el eco de sus palabras había recorrido de ida y vuelta varias veces el largo de ese inmenso auditorio mal iluminado. Los rostros de los asistentes se concentraban en mí, esperando una afirmación, un planteamiento, una salida ingeniosa y brillante, pero yo no tenía una respuesta. Pasaron unos segundos densos e interminables. Se escucharon los sonidos de los engranajes de algunas butacas y yo seguía en silencio, pero no atemorizado ni abrumado, sino más bien sorprendido, con la calma del que encuentra una pregunta que empieza a ser una respuesta, porque mueve nuestros cimientos de tal manera que agradecemos la duda, casi como diciendo gracias, porque me había dado cuenta de que no tenía el paracaídas puesto. —Cuando empecé, les dije que les traía algo de mi experiencia, mucha de la experiencia de los emprendedores que he tenido el privilegio de conocer y entrevistar en estos años, viajando por nuestro maravilloso país, y que no pretendía saberlo todo y tener todas las respuestas, porque no soy ningún sabio o gurú. Por eso quiero decirte dos palabras: no sé —dije, haciendo énfasis en mi ignorancia—. No sé —repetí—. No tengo un planteamiento al respecto o una propuesta frente a estos problemas y a esta situación. Pero te agradezco que me hayas hecho pensar, porque uno no tiene siempre las respuestas y son las preguntas precisas las que te mueven a encontrarlas. Esa es una de las bases de la destrucción creativa del emprendedor, de la que hablaba el economista que les comenté, y, por eso, te vuelvo a agradecer. Los muchachos irrumpieron en un aplauso largo, mirando hacia mi sitio y hacia el fondo oscuro, donde trataban de observar mejor

al muchacho de limpieza, que se había retraído hacia el dintel de la puerta. Cuando salí del auditorio, luego de conversar con los asistentes, tomarnos fotos, firmar algunos libros y responder muchas consultas más, ya estaba anocheciendo. Un cielo casi morado se extendía como una bóveda sobre la ciudad. Al fondo, se divisaba apenas el lago, que se estaba volviendo negro al ser devorado por las tinieblas. Para mi sorpresa, sentí menos frío y creí que era por haber estado en movimiento durante la charla. Pero mi anfitriona comentó: —¿Ha notado que está haciendo menos frío? Es porque a esta hora el lago devuelve el calor que ha acumulado en el día. Como si fuera un radiador, nos calienta a los puneños —y sonrió mostrándome de nuevo su dentadura perfecta. Cuando nos dirigíamos al taxi que nos esperaba en la entrada de la universidad, nos alcanzó el muchacho del trapeador. —De nuevo tú, Próspero —dijo Saúl en tono más bien de broma que de molestia. —Lo que pasa es que quería tomarme una foto con el señor Nano y había mucha gente al final de la charla. Además, no estoy acreditado para entrar en la sala —dijo mirándonos de manera pícara. —Pero, para preguntar, sí —le dijo Sheyla, sonriendo. —Lo que pasa es que no me pude aguantar, señor Nano, porque pienso que usted debería tener una propuesta política o ser parte del movimiento —dijo bajando la voz y los ojos al final de la frase, como quien menciona una herejía o algo impropio en un templo. —Yo tengo mi forma de hacer política y es esta —le retruqué. —Está bien, señor Nano, no lo estoy criticando, porque, además, sabe que lo admiro y mi papá también... A propósito, mi papá es primo de la señora Lidia Cortez, que dice que lo conoce. Se refería a una amiga empresaria de las ferias artesanales, a quien entrevisté en mi programa y que me hizo padrino de una de sus exhibiciones. —Sí, claro que la conozco —le dije, entusiasmado—. Ella organiza unas excelentes ferias artesanales en Lima. Incluso ha llevado su organización a Chile y a México. —Sí, eso me contó mi papá, que trabaja también haciendo algunas artesanías —dijo el chico, también contento. Luego agregó—:

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Al día siguiente, el sol entró desde las cinco y media de la mañana por mi ventana. Ya no me dejó dormir. Antes de desayunar, pedí el taxi hacia el aeropuerto, pues queda en Juliaca y hay que calcular bien el tiempo. Acto seguido, el botones me mostró una caja enorme. Dijo que la habían dejado a mi nombre, para que se la entregara a la señora Lidia Cortez. «Contribuiré al negocio», me dije, y le solicité que la pusiera en la maletera del taxi, apenas llegara. Cuando me disponía a ir hacia la cafetería del hotel, tres mujeres y dos hombres, sentados apretados en un pequeño sofá del lobby, se pusieron de pie. —Buenos días, señor Nano —dijo uno de los hombres, enfundado en una casaca azul. El otro grababa el encuentro con una cámara de video diminuta y de última generación. —Sí. ¿De qué medio son? —les pregunté. —No, señor, no somos de ningún canal. Somos de la Asociación de Comerciantes del Megacentro Xullaca —dijo el de la casaca azul, mientras el otro, imperturbable, seguía grabando—. Deseamos hablar con usted para contarle de nuestro proyecto. Queremos hacer un gran centro comercial aquí, antes que vengan los grandes malls, para poder competir e inclusive para pagar impuestos. —Lo de los impuestos no me interesa mucho, pero sí su idea de ponerse las pilas y competir.

—Somos un grupo de comerciantes que venimos de tener puestos en las calles y de traer productos, no le voy a mentir, de la misma «culebra» —dijo. Luego hizo una seña al camarógrafo, que paró la cámara un rato—. Hace algunos meses nos hemos asociado y hemos comprado un terreno de barios miles de metros cuadrados con nuestro esfuerzo y el aporte de quienes han creído, porque, usted sabe, siempre hay unos que no creen y desconfían de todo. Nuestro proyecto incluye locales modernos, estacionamientos, salón de recepciones para matrimonios y cortapelos, un auditorio para conciertos (ya que los grandes grupos se pasan de frente a Puno, porque aquí no hay locales para que toquen), almacenes para los productos, patio de comidas y también terreno para cines y canchas deportivas —enumeró orgulloso, mientras las mujeres asentían, mirándome—. Lo que queremos, señor Nano, es que usted nos ayude a mejorar la idea y nos asesore para que esto sea un éxito. Además, pensamos traer nosotros directamente los productos desde China, por el puerto de Arica o Ilo. Ya hemos calculado que nos sale mucho más barato que traerlo de contrabando con la «culebra». La ventaja de juntarnos nos permitirá incluso decirle a la Sunat que venderemos con boleta o factura, pues aun con ese abuso del Estado ganamos. Claro que, con un IGV menor, todos ganaríamos... Pero lo que queremos ahora, señor Nano, es que nos ayude revisando nuestro proyecto y dándonos su opinión. Me miró directamente y quedó luego en un silencio expectante. —Por eso, esperamos, ahora que usted está aquí, que se comprometa a ayudarnos a hacer nuestro proyecto —señaló la señora, poniéndose muy derecha y atenta para escuchar mi respuesta. —Bueno, lo que sucede es que yo no hago asesorías directas —dije, un poco temeroso de decepcionar a mis interlocutores—. Lo que pasa es que, cuando comencé a hacer el proyecto de animar a las personas a hacer negocios y a ser emprendedores que se valieran por su cuenta y no dependieran de otros, me propuse también que yo no haría negocios con ellos para evitar problemas y favoritismos con algún grupo especial. Me miraron con cara extrañada, como si los hubiese ofendido. —Pero no estamos diciendo que nos haga un favor —dijo otra de las mujeres—, queremos que haga un negocio con nosotros. Eso

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Esteee..., ¿sabe?... No sé si será mucha molestia que le pueda dar a usted un paquete que debíamos enviar por tierra... No hemos podido mandarlo porque han bloqueado la carretera hace dos días... Ella lo necesita para su feria. —Por supuesto. Si se trata de ayudarla, encantado —respondí. Luego me pidió tomarse una foto. En todo momento no se desprendió de su palo de trapear. —Se lo dejo en su hotel, señor Nano —dijo, y se embarcó casi corriendo en una mototaxi que llevaba a cuatro estudiantes apretujados.

El Megacentro de Juliaca

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Al día siguiente, el sol entró desde las cinco y media de la mañana por mi ventana. Ya no me dejó dormir. Antes de desayunar, pedí el taxi hacia el aeropuerto, pues queda en Juliaca y hay que calcular bien el tiempo. Acto seguido, el botones me mostró una caja enorme. Dijo que la habían dejado a mi nombre, para que se la entregara a la señora Lidia Cortez. «Contribuiré al negocio», me dije, y le solicité que la pusiera en la maletera del taxi, apenas llegara. Cuando me disponía a ir hacia la cafetería del hotel, tres mujeres y dos hombres, sentados apretados en un pequeño sofá del lobby, se pusieron de pie. —Buenos días, señor Nano —dijo uno de los hombres, enfundado en una casaca azul. El otro grababa el encuentro con una cámara de video diminuta y de última generación. —Sí. ¿De qué medio son? —les pregunté. —No, señor, no somos de ningún canal. Somos de la Asociación de Comerciantes del Megacentro Xullaca —dijo el de la casaca azul, mientras el otro, imperturbable, seguía grabando—. Deseamos hablar con usted para contarle de nuestro proyecto. Queremos hacer un gran centro comercial aquí, antes que vengan los grandes malls, para poder competir e inclusive para pagar impuestos. —Lo de los impuestos no me interesa mucho, pero sí su idea de ponerse las pilas y competir.

—Somos un grupo de comerciantes que venimos de tener puestos en las calles y de traer productos, no le voy a mentir, de la misma «culebra» —dijo. Luego hizo una seña al camarógrafo, que paró la cámara un rato—. Hace algunos meses nos hemos asociado y hemos comprado un terreno de barios miles de metros cuadrados con nuestro esfuerzo y el aporte de quienes han creído, porque, usted sabe, siempre hay unos que no creen y desconfían de todo. Nuestro proyecto incluye locales modernos, estacionamientos, salón de recepciones para matrimonios y cortapelos, un auditorio para conciertos (ya que los grandes grupos se pasan de frente a Puno, porque aquí no hay locales para que toquen), almacenes para los productos, patio de comidas y también terreno para cines y canchas deportivas —enumeró orgulloso, mientras las mujeres asentían, mirándome—. Lo que queremos, señor Nano, es que usted nos ayude a mejorar la idea y nos asesore para que esto sea un éxito. Además, pensamos traer nosotros directamente los productos desde China, por el puerto de Arica o Ilo. Ya hemos calculado que nos sale mucho más barato que traerlo de contrabando con la «culebra». La ventaja de juntarnos nos permitirá incluso decirle a la Sunat que venderemos con boleta o factura, pues aun con ese abuso del Estado ganamos. Claro que, con un IGV menor, todos ganaríamos... Pero lo que queremos ahora, señor Nano, es que nos ayude revisando nuestro proyecto y dándonos su opinión. Me miró directamente y quedó luego en un silencio expectante. —Por eso, esperamos, ahora que usted está aquí, que se comprometa a ayudarnos a hacer nuestro proyecto —señaló la señora, poniéndose muy derecha y atenta para escuchar mi respuesta. —Bueno, lo que sucede es que yo no hago asesorías directas —dije, un poco temeroso de decepcionar a mis interlocutores—. Lo que pasa es que, cuando comencé a hacer el proyecto de animar a las personas a hacer negocios y a ser emprendedores que se valieran por su cuenta y no dependieran de otros, me propuse también que yo no haría negocios con ellos para evitar problemas y favoritismos con algún grupo especial. Me miraron con cara extrañada, como si los hubiese ofendido. —Pero no estamos diciendo que nos haga un favor —dijo otra de las mujeres—, queremos que haga un negocio con nosotros. Eso

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Esteee..., ¿sabe?... No sé si será mucha molestia que le pueda dar a usted un paquete que debíamos enviar por tierra... No hemos podido mandarlo porque han bloqueado la carretera hace dos días... Ella lo necesita para su feria. —Por supuesto. Si se trata de ayudarla, encantado —respondí. Luego me pidió tomarse una foto. En todo momento no se desprendió de su palo de trapear. —Se lo dejo en su hotel, señor Nano —dijo, y se embarcó casi corriendo en una mototaxi que llevaba a cuatro estudiantes apretujados.

El Megacentro de Juliaca

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

no es malo, eso es lo mejor que dos personas pueden hacer. Darse la palabra y cumplir con hacer uno algo por el otro a cambio de dinero. Eso es respetar al otro, eso es mejor que un favor. Los favores deben pagarse siempre, pues ocultan muchas veces mala intención. Esto es un trato directo, esto es palabra de comerciante y la palabra de comerciante es sagrada, porque es a cambio de dinero y con el dinero no se juega. Me dejó asombrado por su filosofía, que había resumido en una sola frase. —No es eso. Quizá me he explicado mal. No haría negocios no porque esté mal, sino porque mi labor es la de ser promotor y yo ya gano con esto por mis clientes, que son los auspiciadores. Yo nunca he cobrado a nadie por salir en mi programa. —Es que no queremos salir en su programa —interrumpió de nuevo la señora del sombrerito—. Queremos que nos oriente y queremos que esté con nosotros como consejero de la obra. Por eso sí le queremos pagar. —A ver, lo que sucede es que yo no hago asesorías, porque es algo que me propuse no hacer desde que empecé el programa, ya que no tendría tiempo para dedicarme a un proyecto y entonces lo haría mal. Por eso, prometí que haría mis negocios, que son las consultorías, desde el programa —lo dije de manera lenta, como explicando cada concepto—. Me gustaría poder hacerlo, me gustaría poder dedicarme a asesorar a ustedes y a muchos otros que me lo piden, pero por ahora me dedico a promover, a motivar, a incentivar a que la gente realice sus proyectos. Percibí que el silencio y la desazón invadían el alma de mis interlocutores. —Usted habla de los «secretos del carajo» y nos entusiasma, pero por qué nos anima si no nos va a ayudar a vencer a los «enemigos del carajo» —dijo la única mujer que no había hablado. Sentí una punzada directa y precisa en el espíritu. De improviso, la mujer del sombrerito y el de la casaca azul hablaron en voz baja y en aimara. Ella le insistía y él, al parecer, se negaba. Luego de un intercambio más de palabras ininteligibles, el hombre se dirigió hacia mí. —Ya sabemos qué hacer. Haga un equipo de asesores con los señores que salen en su programa, con la señora Helena, con su

hermano Pancho, con la señorita Ada. Usted puede enviarnos a ellos y venir de vez en cuando. No solo no se daban por vencidos, sino que me proponían una forma interesante de hacer la asesoría. Me daban incluso una solución para hacer consultorías sin exponerme a incumplir con los clientes, una oportunidad que yo no había visto luego de cinco años de programa. Eran ellos los que me la hacían ver, como en todo negocio: para solucionar un problema que afectaba a alguien y donde dos ganan. —Sí, sí lo podemos hacer. Creo que será una excelente manera de iniciarnos en la asesoría, con un caso que tiene todos los elementos para que les guste a mis consultores —dije entusiasmado, pensando en el equipo de presentadores de Somos Empresa. Casualmente unos meses atrás había tomado la decisión de compartir el programa con otros consultores-conductores. Lo había hecho por varias razones. Primero, porque cuando una empresa crece no debe depender de una sola figura. Es muy arriesgado, y eso estaba sucediendo en mi caso. Los clientes exigían solo mi presencia y en los eventos los auditorios se molestaban si yo no acudía. Segundo, porque siempre he creído en el trabajo en equipo. Fue lo primero que aprendí como consultor y así dediqué cinco años de mi vida a asesorar equipos en las empresas. El mío no sería un caso de excepción: había que formar un grupo de personas con resultados extraordinarios. Por último, porque es la única manera de crecer. Si el emprendedor fundador es el que hace todo, su límite será su tiempo y su salud; si haces equipo, empiezas a multiplicar tus resultados. Entonces empecé a preguntarles ya como asesor frente a su cliente, ya en los términos en que se entienden las personas que no se deben nada, sino que se pueden exigir, en los términos en que se hacen las mejores relaciones de progreso. De ese modo, me contaron de la dificultad de convencer a otros para asociarse, de la indiferencia inicial y luego del hostigamiento de la municipalidad, de la dificultad para escoger una forma de financiación, pero también de su decidido interés en moverse antes de que llegara la competencia. En ese momento recordé a dos hermanas emprendedoras que habían puesto unos años antes un minimarket en Juliaca, precisamente después de ver lo que ofrecían empresas como Wong en Lima. Una

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no es malo, eso es lo mejor que dos personas pueden hacer. Darse la palabra y cumplir con hacer uno algo por el otro a cambio de dinero. Eso es respetar al otro, eso es mejor que un favor. Los favores deben pagarse siempre, pues ocultan muchas veces mala intención. Esto es un trato directo, esto es palabra de comerciante y la palabra de comerciante es sagrada, porque es a cambio de dinero y con el dinero no se juega. Me dejó asombrado por su filosofía, que había resumido en una sola frase. —No es eso. Quizá me he explicado mal. No haría negocios no porque esté mal, sino porque mi labor es la de ser promotor y yo ya gano con esto por mis clientes, que son los auspiciadores. Yo nunca he cobrado a nadie por salir en mi programa. —Es que no queremos salir en su programa —interrumpió de nuevo la señora del sombrerito—. Queremos que nos oriente y queremos que esté con nosotros como consejero de la obra. Por eso sí le queremos pagar. —A ver, lo que sucede es que yo no hago asesorías, porque es algo que me propuse no hacer desde que empecé el programa, ya que no tendría tiempo para dedicarme a un proyecto y entonces lo haría mal. Por eso, prometí que haría mis negocios, que son las consultorías, desde el programa —lo dije de manera lenta, como explicando cada concepto—. Me gustaría poder hacerlo, me gustaría poder dedicarme a asesorar a ustedes y a muchos otros que me lo piden, pero por ahora me dedico a promover, a motivar, a incentivar a que la gente realice sus proyectos. Percibí que el silencio y la desazón invadían el alma de mis interlocutores. —Usted habla de los «secretos del carajo» y nos entusiasma, pero por qué nos anima si no nos va a ayudar a vencer a los «enemigos del carajo» —dijo la única mujer que no había hablado. Sentí una punzada directa y precisa en el espíritu. De improviso, la mujer del sombrerito y el de la casaca azul hablaron en voz baja y en aimara. Ella le insistía y él, al parecer, se negaba. Luego de un intercambio más de palabras ininteligibles, el hombre se dirigió hacia mí. —Ya sabemos qué hacer. Haga un equipo de asesores con los señores que salen en su programa, con la señora Helena, con su

hermano Pancho, con la señorita Ada. Usted puede enviarnos a ellos y venir de vez en cuando. No solo no se daban por vencidos, sino que me proponían una forma interesante de hacer la asesoría. Me daban incluso una solución para hacer consultorías sin exponerme a incumplir con los clientes, una oportunidad que yo no había visto luego de cinco años de programa. Eran ellos los que me la hacían ver, como en todo negocio: para solucionar un problema que afectaba a alguien y donde dos ganan. —Sí, sí lo podemos hacer. Creo que será una excelente manera de iniciarnos en la asesoría, con un caso que tiene todos los elementos para que les guste a mis consultores —dije entusiasmado, pensando en el equipo de presentadores de Somos Empresa. Casualmente unos meses atrás había tomado la decisión de compartir el programa con otros consultores-conductores. Lo había hecho por varias razones. Primero, porque cuando una empresa crece no debe depender de una sola figura. Es muy arriesgado, y eso estaba sucediendo en mi caso. Los clientes exigían solo mi presencia y en los eventos los auditorios se molestaban si yo no acudía. Segundo, porque siempre he creído en el trabajo en equipo. Fue lo primero que aprendí como consultor y así dediqué cinco años de mi vida a asesorar equipos en las empresas. El mío no sería un caso de excepción: había que formar un grupo de personas con resultados extraordinarios. Por último, porque es la única manera de crecer. Si el emprendedor fundador es el que hace todo, su límite será su tiempo y su salud; si haces equipo, empiezas a multiplicar tus resultados. Entonces empecé a preguntarles ya como asesor frente a su cliente, ya en los términos en que se entienden las personas que no se deben nada, sino que se pueden exigir, en los términos en que se hacen las mejores relaciones de progreso. De ese modo, me contaron de la dificultad de convencer a otros para asociarse, de la indiferencia inicial y luego del hostigamiento de la municipalidad, de la dificultad para escoger una forma de financiación, pero también de su decidido interés en moverse antes de que llegara la competencia. En ese momento recordé a dos hermanas emprendedoras que habían puesto unos años antes un minimarket en Juliaca, precisamente después de ver lo que ofrecían empresas como Wong en Lima. Una

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de ellas era contadora y solamente llevaba algunos clientes por allí; la otra trabajaba de funcionaria en un banco. «Vi su programa y me animé —me había escrito en un correo con aire cómplice, mientras yo me asustaba un poco por el compromiso que eso implicaba—. Cuando vaya por Juliaca, visítenos», terminaba la nota. Así es que, cuando fui la última vez, me animé a dar una vuelta por su negocio. El minimarket tiene, en un área no tan pequeña, todo lo que ofrece un supermercado limeño. Una sección de librería y juguetes, un café con área de juegos para niños, una sección gourmet y otra de productos importados, coches de compra y cochecitos con carritos para los niños, degustadoras y personal perfectamente uniformado. —No vamos a esperar a que lleguen los supermercados con el apoyo de los municipios y la región para ponernos a competir. Ya estamos un paso adelante y les va a ser muy difícil enfrentarse con nosotras —me dijeron las dos hermanas ante las cámaras. Eso era lo que los comerciantes de Xullaca estaban haciendo: moverse antes. —Creo que es importante que avancen con los asociados, que tengan y terminen el proyecto, para que los demás vean algo concreto y se animen —dije—. También es clave saber qué más debe tener el Megacentro. Para eso hay que preguntarle a los futuros clientes: hay que hacer alguna encuesta y focus, a fin de saber qué quiere la población. Tomaban nota de todo. Por último, les sugerí que fueran a Lima a ver ejemplos como el de CyberPlaza, en Wilson, el de los Unicachis y el del Mercado Ciudad de Dios, que les mostrarían diferentes formas de enfocar el proyecto y conseguir financiamiento. —Entonces, nos iremos a Lima y allí visitaremos estos sitios y conoceremos a su equipo —dijo resueltamente la señora que habló al final. Todos asintieron. Al parecer, era la que decidía. Nos despedimos tomándonos fotos. Tuve que decir algunas palabras al imperturbable camarógrafo, que había empezado nuevamente a registrar todo. —Vamos a demostrarle al Perú lo que somos los juliaqueños cuando nos asociamos —dijo el hombre de azul. Luego de una pausa, agregó sonriendo, con una dentadura completamente de oro—:

Pero, eso sí, usted será el padrino. De eso no puede escaparse, porque ese es compromiso, pero de amigos —dijo como rematando la clase sobre relaciones entre las personas que había tenido en ese desayuno. Solo cuando me embarqué en el taxi con Sheyla, que había llegado a acompañarme, el camarógrafo dejó de grabar. El camino a Juliaca sube unos seiscientos metros y deja ver, en una serpenteante pero suave pendiente, los pedazos de lagos y humedales que uno ve desde el avión. Atrás quedaba Puno, con su clima más agradable, con el lago generoso y siempre con agua, abrigado de heladas y protegido por el radiador enorme de su espejo. Pero, también, más calmado en su espíritu, menos comerciante, más festivo, más danzante y algo remolón. Acostumbrado a ser la capital y orgulloso de esa condición. Luego empezaba la meseta: la pampa gélida volvía a aparecer con sus vientos ante nuestros ojos, rodeada de pastos azotados por el frío. Después se mostraron las construcciones irregulares, no terminadas, disparejas, de Juliaca, que, como una ciudad del lejano oeste estadounidense, surgía en medio de la pradera. Fea, sucia, desordenada para muchos, pero fascinante de nuevo a mis ojos. Me recordaba la frase: «Mientras Puno danza, Juliaca avanza», haciendo alusión al carnaval y la fiesta de la Candelaria, que paraliza la ciudad en febrero, pero cuya preparación demanda horas y jornadas durante todo el año a la capital. —Pero ¿por qué no pintan sus casas o las terminan? —pregunté a Sheyla, mientras veía sucederse una serie de construcciones con las armazones de columna de fierro asomando de los techos y las paredes en estuco o en ladrillo. —Es que así no pagamos impuestos —me respondió de manera inmediata y riéndose. —¿Cómo es eso? —respondí intrigado. —Claro, si la casa está en construcción y no en acabado final, no paga arbitrios. Y nadie quiere hacerlo. Si la municipalidad quiere casas y paisaje bonito, que pague ella. Su lógica era irrefutable. —Claro, es un punto de vista que nunca había ensayado —dije. —En realidad, es injusto que nos hagan pagar por embellecer la ciudad, que paguemos porque hemos construido una vivienda

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¿Dónde está la riqueza?

de ellas era contadora y solamente llevaba algunos clientes por allí; la otra trabajaba de funcionaria en un banco. «Vi su programa y me animé —me había escrito en un correo con aire cómplice, mientras yo me asustaba un poco por el compromiso que eso implicaba—. Cuando vaya por Juliaca, visítenos», terminaba la nota. Así es que, cuando fui la última vez, me animé a dar una vuelta por su negocio. El minimarket tiene, en un área no tan pequeña, todo lo que ofrece un supermercado limeño. Una sección de librería y juguetes, un café con área de juegos para niños, una sección gourmet y otra de productos importados, coches de compra y cochecitos con carritos para los niños, degustadoras y personal perfectamente uniformado. —No vamos a esperar a que lleguen los supermercados con el apoyo de los municipios y la región para ponernos a competir. Ya estamos un paso adelante y les va a ser muy difícil enfrentarse con nosotras —me dijeron las dos hermanas ante las cámaras. Eso era lo que los comerciantes de Xullaca estaban haciendo: moverse antes. —Creo que es importante que avancen con los asociados, que tengan y terminen el proyecto, para que los demás vean algo concreto y se animen —dije—. También es clave saber qué más debe tener el Megacentro. Para eso hay que preguntarle a los futuros clientes: hay que hacer alguna encuesta y focus, a fin de saber qué quiere la población. Tomaban nota de todo. Por último, les sugerí que fueran a Lima a ver ejemplos como el de CyberPlaza, en Wilson, el de los Unicachis y el del Mercado Ciudad de Dios, que les mostrarían diferentes formas de enfocar el proyecto y conseguir financiamiento. —Entonces, nos iremos a Lima y allí visitaremos estos sitios y conoceremos a su equipo —dijo resueltamente la señora que habló al final. Todos asintieron. Al parecer, era la que decidía. Nos despedimos tomándonos fotos. Tuve que decir algunas palabras al imperturbable camarógrafo, que había empezado nuevamente a registrar todo. —Vamos a demostrarle al Perú lo que somos los juliaqueños cuando nos asociamos —dijo el hombre de azul. Luego de una pausa, agregó sonriendo, con una dentadura completamente de oro—:

Pero, eso sí, usted será el padrino. De eso no puede escaparse, porque ese es compromiso, pero de amigos —dijo como rematando la clase sobre relaciones entre las personas que había tenido en ese desayuno. Solo cuando me embarqué en el taxi con Sheyla, que había llegado a acompañarme, el camarógrafo dejó de grabar. El camino a Juliaca sube unos seiscientos metros y deja ver, en una serpenteante pero suave pendiente, los pedazos de lagos y humedales que uno ve desde el avión. Atrás quedaba Puno, con su clima más agradable, con el lago generoso y siempre con agua, abrigado de heladas y protegido por el radiador enorme de su espejo. Pero, también, más calmado en su espíritu, menos comerciante, más festivo, más danzante y algo remolón. Acostumbrado a ser la capital y orgulloso de esa condición. Luego empezaba la meseta: la pampa gélida volvía a aparecer con sus vientos ante nuestros ojos, rodeada de pastos azotados por el frío. Después se mostraron las construcciones irregulares, no terminadas, disparejas, de Juliaca, que, como una ciudad del lejano oeste estadounidense, surgía en medio de la pradera. Fea, sucia, desordenada para muchos, pero fascinante de nuevo a mis ojos. Me recordaba la frase: «Mientras Puno danza, Juliaca avanza», haciendo alusión al carnaval y la fiesta de la Candelaria, que paraliza la ciudad en febrero, pero cuya preparación demanda horas y jornadas durante todo el año a la capital. —Pero ¿por qué no pintan sus casas o las terminan? —pregunté a Sheyla, mientras veía sucederse una serie de construcciones con las armazones de columna de fierro asomando de los techos y las paredes en estuco o en ladrillo. —Es que así no pagamos impuestos —me respondió de manera inmediata y riéndose. —¿Cómo es eso? —respondí intrigado. —Claro, si la casa está en construcción y no en acabado final, no paga arbitrios. Y nadie quiere hacerlo. Si la municipalidad quiere casas y paisaje bonito, que pague ella. Su lógica era irrefutable. —Claro, es un punto de vista que nunca había ensayado —dije. —En realidad, es injusto que nos hagan pagar por embellecer la ciudad, que paguemos porque hemos construido una vivienda

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¿Dónde está la riqueza?

donde el municipio no ponía ni siquiera una vereda —continuó Sheyla—. Aquí la gente no está aparentando. No hacemos casas para que otros nos admiren. Más bien, si alguien pone una casa con acabados hacia afuera nos reímos de él, nos parece un presuntuoso que está malgastando un dinero que debería invertir no en vanidad, sino en más progreso para su gente. Además, nos molesta entregarle dinero a los que no trabajan. Los del municipio viven de nosotros y de nuestro esfuerzo. Mientras veamos que son unos ociosos, no queremos darles más. Mis asombrados ojos ya no veían el paisaje, sino sus ademanes enérgicos para sustentar las ideas. Miré la sucesión interminable de casas, de un piso, de dos y de hasta tres, siempre con pedazos de columnas de acero sobresaliendo, como diciendo: «Quiero seguir creciendo, no ha terminado mi crecimiento». Pensé en las teorías de propiedad de Hernando de Soto. Era cierto. A partir de la autoconstrucción, ellos habían edificado, habían logrado tener algo suyo, sin la intervención del Estado, y eso significaba miles de millones de soles de inversión. Inversión que se había hecho de manera silenciosa, pero además terca y confiada, a pesar de los años de la violencia terrorista y a pesar de las crisis económicas. Allí estaban, eran ellos los que habían confiado en el Perú, cuando nadie lo había hecho, cuando no teníamos grado de inversión. El carro se detuvo. Una larga fila de vehículos se extendía ante nosotros, todos detenidos. —¿Qué pasa? —pregunté al chofer. —Parece que han tomado la carretera. Es que están protestando contra San Gabán y por lo del gas —dijo resignado, y bajó del vehículo para observar mejor la situación. Después de unos quince minutos vimos pasar un camión portatropas, repleto de policías con escudos y cascos, y luego unos cinco taxis también cargados de más guardias. —Ahorita se agarran a piedrazos y va a llegar por aquí la bomba lacrimógena —dijo el taxista, poniendo su palma hacia el aire, como calculando la dirección del viento—. Mejor váyase con sus cosas caminando hacia la parte de atrás. Por allí puede tomar otro taxi, porque, si no, pierde el avión. Sheyla me miró con algo de vergüenza, pero asintiendo la idea del chofer, apoyado contra la puerta abierta de su camioneta.

—Bien, vamos —le dije a ella mientras le daba mi pequeño maletín, ya que viajo con muy poco equipaje: laptop, un par de mudas y lo básico para la limpieza. Así me evito las colas en el counter del avión. Yo decidí cargar el bulto que me había encargado Próspero para Lidia Cortez. Caminamos unas cuatro cuadras polvorientas y pasamos dos acequias secas llenas de plásticos y desperdicios. Sorteamos un sinnúmero de perros lanudos y curtidos por el frío y, al parecer, entrenados para que nadie se acercara a las paredes de ladrillo que protegían. Al rato, vimos pasar un taxicholo, triciclo a pedal conducido por los juliaqueños que se están iniciando en el ahorro. Consiguen este vehículo a muy poco precio, porque lo van pagando por partes y, literalmente, con su esfuerzo físico van haciendo transporte de gente por la ciudad. Por ese motivo, es muy difícil buscar empleados para tareas domésticas, para oficios sencillos, para ser meseros. «Si a punta de pedal puedo lograr el capital, para qué voy a trabajar», dicen en verso algo que es en realidad muy cierto. El muchacho del triciclo nos dijo que obviamente no nos podía llevar hasta el aeropuerto pero que sí podía llevarnos por un atajo para tomar otro taxi hacia las afueras de la ciudad. Así fue que emprendimos nuestro camino apoyados por la musculatura aimara. Mientras avanzábamos acompañados por la respiración esforzada de nuestro conductor, pensaba en el porqué de la protesta contra la hidroeléctrica y el gas. ¿No se supone acaso que ellos son muy comerciantes? ¿No deberían valorar las empresas y con ello el desarrollo y la oportunidad que traen? ¿Qué hay detrás de ese nacionalismo, populismo, izquierdismo mezclado con el deseo de libertad, con la oposición a los impuestos más cerca del pensamiento liberal? Las preguntas se sucedían junto a más perros que nos pretendían atacar y para los que nuestro conductor nos había proporcionado un palo. —Si vienen perros, péguenles fuerte para que no nos muerdan y me dejen seguir pedaleando —dijo ante nuestro rostro de pánico. Y, efectivamente, al voltear la primera esquina, una jauría tuvo que enfrentar el azote de mi vara, mezclado con gritos de Sheyla y, debo decir, también míos. Había algo que no concordaba. Faltaba una premisa o había una premisa equivocada, porque una oposición al progreso no podía ser

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¿Dónde está la riqueza?

donde el municipio no ponía ni siquiera una vereda —continuó Sheyla—. Aquí la gente no está aparentando. No hacemos casas para que otros nos admiren. Más bien, si alguien pone una casa con acabados hacia afuera nos reímos de él, nos parece un presuntuoso que está malgastando un dinero que debería invertir no en vanidad, sino en más progreso para su gente. Además, nos molesta entregarle dinero a los que no trabajan. Los del municipio viven de nosotros y de nuestro esfuerzo. Mientras veamos que son unos ociosos, no queremos darles más. Mis asombrados ojos ya no veían el paisaje, sino sus ademanes enérgicos para sustentar las ideas. Miré la sucesión interminable de casas, de un piso, de dos y de hasta tres, siempre con pedazos de columnas de acero sobresaliendo, como diciendo: «Quiero seguir creciendo, no ha terminado mi crecimiento». Pensé en las teorías de propiedad de Hernando de Soto. Era cierto. A partir de la autoconstrucción, ellos habían edificado, habían logrado tener algo suyo, sin la intervención del Estado, y eso significaba miles de millones de soles de inversión. Inversión que se había hecho de manera silenciosa, pero además terca y confiada, a pesar de los años de la violencia terrorista y a pesar de las crisis económicas. Allí estaban, eran ellos los que habían confiado en el Perú, cuando nadie lo había hecho, cuando no teníamos grado de inversión. El carro se detuvo. Una larga fila de vehículos se extendía ante nosotros, todos detenidos. —¿Qué pasa? —pregunté al chofer. —Parece que han tomado la carretera. Es que están protestando contra San Gabán y por lo del gas —dijo resignado, y bajó del vehículo para observar mejor la situación. Después de unos quince minutos vimos pasar un camión portatropas, repleto de policías con escudos y cascos, y luego unos cinco taxis también cargados de más guardias. —Ahorita se agarran a piedrazos y va a llegar por aquí la bomba lacrimógena —dijo el taxista, poniendo su palma hacia el aire, como calculando la dirección del viento—. Mejor váyase con sus cosas caminando hacia la parte de atrás. Por allí puede tomar otro taxi, porque, si no, pierde el avión. Sheyla me miró con algo de vergüenza, pero asintiendo la idea del chofer, apoyado contra la puerta abierta de su camioneta.

—Bien, vamos —le dije a ella mientras le daba mi pequeño maletín, ya que viajo con muy poco equipaje: laptop, un par de mudas y lo básico para la limpieza. Así me evito las colas en el counter del avión. Yo decidí cargar el bulto que me había encargado Próspero para Lidia Cortez. Caminamos unas cuatro cuadras polvorientas y pasamos dos acequias secas llenas de plásticos y desperdicios. Sorteamos un sinnúmero de perros lanudos y curtidos por el frío y, al parecer, entrenados para que nadie se acercara a las paredes de ladrillo que protegían. Al rato, vimos pasar un taxicholo, triciclo a pedal conducido por los juliaqueños que se están iniciando en el ahorro. Consiguen este vehículo a muy poco precio, porque lo van pagando por partes y, literalmente, con su esfuerzo físico van haciendo transporte de gente por la ciudad. Por ese motivo, es muy difícil buscar empleados para tareas domésticas, para oficios sencillos, para ser meseros. «Si a punta de pedal puedo lograr el capital, para qué voy a trabajar», dicen en verso algo que es en realidad muy cierto. El muchacho del triciclo nos dijo que obviamente no nos podía llevar hasta el aeropuerto pero que sí podía llevarnos por un atajo para tomar otro taxi hacia las afueras de la ciudad. Así fue que emprendimos nuestro camino apoyados por la musculatura aimara. Mientras avanzábamos acompañados por la respiración esforzada de nuestro conductor, pensaba en el porqué de la protesta contra la hidroeléctrica y el gas. ¿No se supone acaso que ellos son muy comerciantes? ¿No deberían valorar las empresas y con ello el desarrollo y la oportunidad que traen? ¿Qué hay detrás de ese nacionalismo, populismo, izquierdismo mezclado con el deseo de libertad, con la oposición a los impuestos más cerca del pensamiento liberal? Las preguntas se sucedían junto a más perros que nos pretendían atacar y para los que nuestro conductor nos había proporcionado un palo. —Si vienen perros, péguenles fuerte para que no nos muerdan y me dejen seguir pedaleando —dijo ante nuestro rostro de pánico. Y, efectivamente, al voltear la primera esquina, una jauría tuvo que enfrentar el azote de mi vara, mezclado con gritos de Sheyla y, debo decir, también míos. Había algo que no concordaba. Faltaba una premisa o había una premisa equivocada, porque una oposición al progreso no podía ser

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¿Dónde está la riqueza?

la respuesta de este pueblo. Los pensamientos siguieron amontonándose en mi cabeza, como una cola de gente que pretende entrar a un recinto, pero que es impedida por una barrera o por un contingente de seguridad. —¿Cuánta gente apoya esta movilización? —casi grité a nuestro triciclista, mientras arremetía con el palo contra un perro que no quería desprenderse de sus pantalones de buzo. —Poca, señor —dijo esforzadamente—. Son un grupo nomás que, organizado, toma toda la ciudad. Y si salen los transportes o abren las tiendas, los incendian y les roban. La gente cuida su negocio, pues, señor, y por eso no sale. Ya tenía una parte de la respuesta. —Además, esto le conviene a los de la «culebra», pues así la Policía está distraída y se ahorran el pago en los puestos. Cuando no hay tombos, uuuyyy..., la «culebra» pasa rapidito y no hay que hacer junta para pagar —dijo, dándome el otro componente para la respuesta. Faltaba terminar la premisa y yo estaba seguro de que la terminaría de desarrollar hasta que, de súbito, nos detuvimos. Todavía debía esperar para terminarla. Una patrulla policial cortaba el paso. Estaba revisando paquetes y pidiendo documentos a todas las personas que pretendían pasar por la única salida de esa bocacalle. —Hay que presentar papeles —dijo el chico, mientras bajaba de su triciclo y sacaba mi maleta y la caja para Lidia. —¿Pero por qué? —no pude terminar la idea: el chico volvió a subir a su triciclo y partió en dirección contraria a una velocidad impresionante. —Seguro no tiene permiso —dijo Sheyla sonriente y tranquila, sacando sus documentos. —¿Pero ahora? —dije, preocupado, mirando la hora. —No se preocupe, señor Nano. Aquí, pasando la patrulla, tomamos taxi —dijo señalando una avenida que se extendía ancha y amplia precisamente detrás de los policías, y por la que circulaban nuevamente taxis de todos los tamaños, camiones, triciclos y gente cargando bultos. —¿Qué lleva allí? —dijo el policía luego de revisar mis documentos y el pasaje de avión que le mostré para indicarle que estaba apurado. Terrible error: había dado la oportunidad, había indicado

mi urgencia y, con ello, su poder se acrecentaba: como cuando queremos hacer un negocio porque lo necesitamos y entonces dependemos de la autorización municipal o de la inspección de Defensa Civil. Estamos a su merced. —Un encargo que me han dado para Lima —dije, resuelto—. Son unas artesanías. —¿Puede abrirlo? —dijo el policía muy seriamente y sin mirarme. —Bueno, está muy bien empaquetado y no sabría cómo armarlo de nuevo... Iba a seguir mi argumentación cuando el policía, con un cuchillo, cortó el papel periódico y las pitas de la envoltura. Estaba decidido a hacernos problemas y se encontraba bien equipado. Una cantidad de palos de policía, de esos que usan para disolver las multitudes, cayó del paquete, junto con unas docenas de cuchillos exactamente iguales a los que había usado el policía para destripar el encargo. —Así es que artesanías —me dijo, ahora sí mirándome desafiante e irónico a los ojos. —Este..., bueno..., a mí me dieron un encargo y, bueno, no lo revisé —dije, vacilante y enredado. —Acompáñeme a la comisaría —dijo. Su voz era triunfante, desafiante y hambrienta de complicación para seguir extorsionándome. —Pero, jefe, mi avión sale en media hora. Voy a perder mi vuelo y además no está prohibido transportar armas blancas —hablé ahora sí algo desafiante. —Sí, pero es sospechoso cuando sabemos que extremistas comunistas están armando revuelta por aquí. Hay narcotraficantes por la zona de Sandia y, encima, hoy aparece ese nuevo Movimiento de Emprendedores, que tal vez tenga que ver con usted, que hace su programa de eso. Dicho esto, caminó hacia un patrullero estacionado a unos metros de la avenida. —Si usted ha visto mi programa, sabe que lo que propongo es que la gente sea emprendedora, que avance sin estar esperando a que otros vengan a solucionarle la vida, que creo que el desarrollo lo hacemos nosotros y que la riqueza la generamos los hombres y no el gobierno —disparé mis argumentos esperanzado en su comprensión.

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la respuesta de este pueblo. Los pensamientos siguieron amontonándose en mi cabeza, como una cola de gente que pretende entrar a un recinto, pero que es impedida por una barrera o por un contingente de seguridad. —¿Cuánta gente apoya esta movilización? —casi grité a nuestro triciclista, mientras arremetía con el palo contra un perro que no quería desprenderse de sus pantalones de buzo. —Poca, señor —dijo esforzadamente—. Son un grupo nomás que, organizado, toma toda la ciudad. Y si salen los transportes o abren las tiendas, los incendian y les roban. La gente cuida su negocio, pues, señor, y por eso no sale. Ya tenía una parte de la respuesta. —Además, esto le conviene a los de la «culebra», pues así la Policía está distraída y se ahorran el pago en los puestos. Cuando no hay tombos, uuuyyy..., la «culebra» pasa rapidito y no hay que hacer junta para pagar —dijo, dándome el otro componente para la respuesta. Faltaba terminar la premisa y yo estaba seguro de que la terminaría de desarrollar hasta que, de súbito, nos detuvimos. Todavía debía esperar para terminarla. Una patrulla policial cortaba el paso. Estaba revisando paquetes y pidiendo documentos a todas las personas que pretendían pasar por la única salida de esa bocacalle. —Hay que presentar papeles —dijo el chico, mientras bajaba de su triciclo y sacaba mi maleta y la caja para Lidia. —¿Pero por qué? —no pude terminar la idea: el chico volvió a subir a su triciclo y partió en dirección contraria a una velocidad impresionante. —Seguro no tiene permiso —dijo Sheyla sonriente y tranquila, sacando sus documentos. —¿Pero ahora? —dije, preocupado, mirando la hora. —No se preocupe, señor Nano. Aquí, pasando la patrulla, tomamos taxi —dijo señalando una avenida que se extendía ancha y amplia precisamente detrás de los policías, y por la que circulaban nuevamente taxis de todos los tamaños, camiones, triciclos y gente cargando bultos. —¿Qué lleva allí? —dijo el policía luego de revisar mis documentos y el pasaje de avión que le mostré para indicarle que estaba apurado. Terrible error: había dado la oportunidad, había indicado

mi urgencia y, con ello, su poder se acrecentaba: como cuando queremos hacer un negocio porque lo necesitamos y entonces dependemos de la autorización municipal o de la inspección de Defensa Civil. Estamos a su merced. —Un encargo que me han dado para Lima —dije, resuelto—. Son unas artesanías. —¿Puede abrirlo? —dijo el policía muy seriamente y sin mirarme. —Bueno, está muy bien empaquetado y no sabría cómo armarlo de nuevo... Iba a seguir mi argumentación cuando el policía, con un cuchillo, cortó el papel periódico y las pitas de la envoltura. Estaba decidido a hacernos problemas y se encontraba bien equipado. Una cantidad de palos de policía, de esos que usan para disolver las multitudes, cayó del paquete, junto con unas docenas de cuchillos exactamente iguales a los que había usado el policía para destripar el encargo. —Así es que artesanías —me dijo, ahora sí mirándome desafiante e irónico a los ojos. —Este..., bueno..., a mí me dieron un encargo y, bueno, no lo revisé —dije, vacilante y enredado. —Acompáñeme a la comisaría —dijo. Su voz era triunfante, desafiante y hambrienta de complicación para seguir extorsionándome. —Pero, jefe, mi avión sale en media hora. Voy a perder mi vuelo y además no está prohibido transportar armas blancas —hablé ahora sí algo desafiante. —Sí, pero es sospechoso cuando sabemos que extremistas comunistas están armando revuelta por aquí. Hay narcotraficantes por la zona de Sandia y, encima, hoy aparece ese nuevo Movimiento de Emprendedores, que tal vez tenga que ver con usted, que hace su programa de eso. Dicho esto, caminó hacia un patrullero estacionado a unos metros de la avenida. —Si usted ha visto mi programa, sabe que lo que propongo es que la gente sea emprendedora, que avance sin estar esperando a que otros vengan a solucionarle la vida, que creo que el desarrollo lo hacemos nosotros y que la riqueza la generamos los hombres y no el gobierno —disparé mis argumentos esperanzado en su comprensión.

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¿Dónde está la riqueza?

—¿Ya ve? Está en contra del gobierno. —Oiga, yo no he dicho eso —dije. Calculé que tendría menos oportunidades si discutía. «Cooperación, no confrontación» es la estrategia si queremos lograr resultados del otro. Es algo que leí y que siempre he buscado aplicar. La pregunta debe ser: «¿Qué quiero del otro: confrontación o cooperación?». Y, en este caso, esperaba obviamente que el policía cooperara conmigo y me dejara partir para alcanzar mi vuelo. —Mire, jefe, yo le dije que eran artesanías porque esto me lo entregó un muchacho que conocí en una conferencia que dicté ayer a los universitarios. —¿Ya ve? Los subversivos siempre están metiéndoles ideas absurdas a los muchachos. Se disfrazan de académicos solo para aprovechar la energía de los jóvenes y hacerlos bloquear calles, como ahora. —Es cierto lo que dice, pero en mi caso yo he venido a la conferencia que han organizado los chicos del Creasur. Es el Congreso de Estudiantes de Administración de todo el sur, jóvenes que quieren hacer negocios, tener sus propias empresas y no estar pidiendo puestos al gobierno o a las grandes empresas. Se han organizado, han invertido en este evento, así que vine a darles una charla sin cobrarles nada, para ayudarles a que vean otros horizontes. Estaba acelerado, como quien lanza un último ataque. Repentinamente, el policía se detuvo, bajó los documentos que llevaba como un trofeo contra su pecho, volteó y me miró directo a los ojos. Había esperanza en su mirada, había picardía; eran unos ojos diferentes, un rostro completamente nuevo me daba la cara. —Mi hijita, mi hijita está en la comisión organizadora y ha estado haciendo actividades todo este año para hacer ese congreso aquí en Puno. —¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? —nos gritó Sheyla saltando con los pies juntos, como cuando las chicas reciben una sorpresa—. Yo la conozco, seguro que la conozco, la conozco, la conozco —Sheyla no paraba de gritar, saltar y hablar. El policía sonrió y dijo: —Caroline Zegarra. —¡Caroline! Es Caroline, la anfitriona que te recibió... Ella está encargada del protocolo de sala y es de nuestra junta organizadora —dijo Sheyla, feliz y segura de haber encontrado nuestra liberación.

—Qué gusto, señor Nano, que haya estado con mi hija en su conferencia. Es para mí un honor. Ella estuvo trabajando duro en este congreso y le agradezco su desinteresada colaboración. No sabe lo que esto significaba para mi hija y lo contenta que se pondrá cuando le cuente. Permítame que lo lleve —hizo un ademán para que se acercaran dos guardias, a los que les dio nuestro equipaje—. Amarra bien ese paquete y tú, Condori, prende la sirena, que nos vamos rápido al aeropuerto. En dos segundos, nuestra suerte había cambiado y la sonrisa de mi anfitriona de nuevo me mantuvo tranquilo. Minutos después, estábamos en la entrada del aeropuerto. Mi equipaje había sido embarcado, había firmado un libro para Caroline, otro para el suboficial Zegarra y el alma me había regresado al cuerpo. —Felizmente, pudimos pasar rápido. No eran muchos y a palazos los hemos sacado —dijo orgulloso Zegarra, hinchando el pecho, sin poder evitar que su barriga también asome—. La gente protesta aquí no porque no quiera la inversión privada o porque quiera que las cosas sean del Estado. Aquí odian al Estado... La gente siente que esas riquezas las pueden utilizar ellos, sienten que el negocio debe ser una oportunidad para los puneños y no para otros, sienten que les están quitando una mercancía. No es nada de comunismo ni cojudeces que plantean unos cuantos para aprovechar ese pensamiento. Quise abrazarlo por darme la respuesta al acertijo, por darme la otra premisa y completar la hipótesis. Los aimaras quieren hacer más negocios, quieren aprovechar las oportunidades, quieren —como siempre lo han hecho de manera milenaria— que les dejen emprender en su tierra y con su tierra. Esa es la salida a su reclamo. El altavoz anunció el embarque del vuelo y me despedí de Sheyla y de mi escolta improvisada. —Ese bulto se queda aquí, es sospechoso. Pero buscaré a Próspero —me dijo al oído Zegarra dándome un abrazo de compadre. No atiné sino a seguir hacia la puerta de embarque. Cuando el avión despegaba, pude ver nuevamente las casas no acabadas desde el aire. Se sucedían rápidas, una tras otra, como una alegoría a la velocidad con que se había hecho esta ciudad.

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—¿Ya ve? Está en contra del gobierno. —Oiga, yo no he dicho eso —dije. Calculé que tendría menos oportunidades si discutía. «Cooperación, no confrontación» es la estrategia si queremos lograr resultados del otro. Es algo que leí y que siempre he buscado aplicar. La pregunta debe ser: «¿Qué quiero del otro: confrontación o cooperación?». Y, en este caso, esperaba obviamente que el policía cooperara conmigo y me dejara partir para alcanzar mi vuelo. —Mire, jefe, yo le dije que eran artesanías porque esto me lo entregó un muchacho que conocí en una conferencia que dicté ayer a los universitarios. —¿Ya ve? Los subversivos siempre están metiéndoles ideas absurdas a los muchachos. Se disfrazan de académicos solo para aprovechar la energía de los jóvenes y hacerlos bloquear calles, como ahora. —Es cierto lo que dice, pero en mi caso yo he venido a la conferencia que han organizado los chicos del Creasur. Es el Congreso de Estudiantes de Administración de todo el sur, jóvenes que quieren hacer negocios, tener sus propias empresas y no estar pidiendo puestos al gobierno o a las grandes empresas. Se han organizado, han invertido en este evento, así que vine a darles una charla sin cobrarles nada, para ayudarles a que vean otros horizontes. Estaba acelerado, como quien lanza un último ataque. Repentinamente, el policía se detuvo, bajó los documentos que llevaba como un trofeo contra su pecho, volteó y me miró directo a los ojos. Había esperanza en su mirada, había picardía; eran unos ojos diferentes, un rostro completamente nuevo me daba la cara. —Mi hijita, mi hijita está en la comisión organizadora y ha estado haciendo actividades todo este año para hacer ese congreso aquí en Puno. —¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama? —nos gritó Sheyla saltando con los pies juntos, como cuando las chicas reciben una sorpresa—. Yo la conozco, seguro que la conozco, la conozco, la conozco —Sheyla no paraba de gritar, saltar y hablar. El policía sonrió y dijo: —Caroline Zegarra. —¡Caroline! Es Caroline, la anfitriona que te recibió... Ella está encargada del protocolo de sala y es de nuestra junta organizadora —dijo Sheyla, feliz y segura de haber encontrado nuestra liberación.

—Qué gusto, señor Nano, que haya estado con mi hija en su conferencia. Es para mí un honor. Ella estuvo trabajando duro en este congreso y le agradezco su desinteresada colaboración. No sabe lo que esto significaba para mi hija y lo contenta que se pondrá cuando le cuente. Permítame que lo lleve —hizo un ademán para que se acercaran dos guardias, a los que les dio nuestro equipaje—. Amarra bien ese paquete y tú, Condori, prende la sirena, que nos vamos rápido al aeropuerto. En dos segundos, nuestra suerte había cambiado y la sonrisa de mi anfitriona de nuevo me mantuvo tranquilo. Minutos después, estábamos en la entrada del aeropuerto. Mi equipaje había sido embarcado, había firmado un libro para Caroline, otro para el suboficial Zegarra y el alma me había regresado al cuerpo. —Felizmente, pudimos pasar rápido. No eran muchos y a palazos los hemos sacado —dijo orgulloso Zegarra, hinchando el pecho, sin poder evitar que su barriga también asome—. La gente protesta aquí no porque no quiera la inversión privada o porque quiera que las cosas sean del Estado. Aquí odian al Estado... La gente siente que esas riquezas las pueden utilizar ellos, sienten que el negocio debe ser una oportunidad para los puneños y no para otros, sienten que les están quitando una mercancía. No es nada de comunismo ni cojudeces que plantean unos cuantos para aprovechar ese pensamiento. Quise abrazarlo por darme la respuesta al acertijo, por darme la otra premisa y completar la hipótesis. Los aimaras quieren hacer más negocios, quieren aprovechar las oportunidades, quieren —como siempre lo han hecho de manera milenaria— que les dejen emprender en su tierra y con su tierra. Esa es la salida a su reclamo. El altavoz anunció el embarque del vuelo y me despedí de Sheyla y de mi escolta improvisada. —Ese bulto se queda aquí, es sospechoso. Pero buscaré a Próspero —me dijo al oído Zegarra dándome un abrazo de compadre. No atiné sino a seguir hacia la puerta de embarque. Cuando el avión despegaba, pude ver nuevamente las casas no acabadas desde el aire. Se sucedían rápidas, una tras otra, como una alegoría a la velocidad con que se había hecho esta ciudad.

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¿Dónde está la riqueza?

El deseo en la Feria de los Deseos En el aeropuerto de Lima no me esperaba el taxi. Siempre llamo obsesivamente a Adela, mi asistente, para que el transporte esté esperándome ya en la salida de los vuelos. Esta vez ningún letrero decía mi nombre. Esperé unos minutos y luego llamé por teléfono a Adela. —Ellos me aseguran que ya está allí el chofer —replicó ella. —No es cierto —le respondí molesto, porque, como empresario, comprendo el error y la contingencia, pero me fastidia que a uno lo traten de embaucar. Uno debe reconocer siempre sus errores ante el cliente. Es la única manera de ganarnos su confianza. En caso contrario, creerá siempre que lo estás engañando y así no podemos hacer negocios. Unos cinco minutos después, apareció el chofer. Era un hombre con muletas y que llevaba el cartel cogido con uno de los bastones. —Perdóneme —me dijo apesadumbrado—. Es difícil bajar del carro, sacar el cartel y llegar hacia aquí. —No se preocupe —le dije, y emprendimos camino hacia el estacionamiento. —Lo que ocurre es que, como ve, soy discapacitado y por eso a veces no llego a tiempo. —Creo que estás equivocado en algunas cosas —empecé—. Primero, no eres minusválido, tienes capacidades diferentes y es algo a lo que deberías sacarle provecho, pero no por el camino de la lástima. Yo no debo perdonarte por tu condición. Tú has escogido un trabajo y tienes aquí una oportunidad, que quizá te la han dado dejando a otro que sí puede caminar, y que podría planificar su tiempo mejor que tú —le hablé en el tono más amable y cuidadoso que podía—. Creo que deberías, precisamente por el tema de tu dificultad para movilizarte, calcular mejor tu tiempo. Esto no puede ser una excusa para no dar un buen servicio. Lo que pasa, estimado amigo, es que tenemos muchas veces una idea equivocada del altruismo y de la compasión, y creemos que con esto ayudamos a la gente, cuando en realidad le hacemos un daño. El que debería sentirse mal por esto deberías ser tú y no yo, como en algún momento sentí cuando te vi llegar. Pero esto es un gran error. Por esa razón, se ha sacrificado muchas veces al que produce o al que rinde en la sociedad. Por

estos principios equivocados, se ha dicho que el que avanza y tiene logros debe compartir con el que no hace nada y se contenta con la lástima —seguí, mientras él guardaba mi equipaje en la maletera, ahora a insistencia suya—. Pero, además, porque en nuestra relación yo soy el cliente y al cliente hay que tratarlo siempre dándole más de lo que pide, no menos. En esa relación, uno no tiene que pedir comprensión ni hacer un chantaje sentimental, porque es una relación en la que no quedan deudas: uno paga y el otro recibe. Es un trato en el que los dos aceptamos y, por lo tanto, es justo —concluí, recordando mi aprendizaje en el desayuno. El taxista terminó de acomodarse en su asiento y encendió el carro. —Yo pedí venir a recogerlo porque quería un consejo y usted me lo ha dado sin que se lo pida —dijo sonriente. —Créeme que lo único que hago es transmitirte algo que yo también aprendí hoy —respondí con la misma sonrisa. Cuando el carro se detuvo en la tranquera, vi en el óvalo de la salida del aeropuerto un enorme cartel con la foto del presidente Alan García, enorme como un Papa Noel enternado y sosteniendo una especie de trofeo: «Perú, campeón mundial en la lucha contra la pobreza», decía el lema debajo de la foto. No sabía si reírme en silencio o comentar al taxista lo absurdo de la propuesta. Nuevamente estaba el enfoque en la pobreza, pero esta vez regodeándonos, esta vez declarándonos campeones mundiales. ¿Por qué no decía allí: «Perú, país de emprendedores»? —¿Sabe que el Movimiento Emprendedor Revolucionario ha quemado dos carteles como esos en esta semana? —dijo el taxista leyendo mi pensamiento. —Pero, bueno..., no me parece... —le empezaba a responder cuando él, animadamente, como buen taxista, inició su argumentación. —Fíjese, yo sé que han emprendido acciones violentas, pero hasta ahora no han matado a nadie. Solo amarraron calatos a esos inspectores del Ministerio de Trabajo y a los abusivos de la Sunat. Claro, usted dirá que así empezó Sendero y el MRTA, pero también hay que preguntarse por qué empezaron ellos: porque hay un Estado injusto que nos oprime. Fíjese usted, uno decide sacar su carrito para taxear y no para secuestrar, y lo paran en todas las esquinas los mismos guardias, con oficiales y todo,

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

El deseo en la Feria de los Deseos En el aeropuerto de Lima no me esperaba el taxi. Siempre llamo obsesivamente a Adela, mi asistente, para que el transporte esté esperándome ya en la salida de los vuelos. Esta vez ningún letrero decía mi nombre. Esperé unos minutos y luego llamé por teléfono a Adela. —Ellos me aseguran que ya está allí el chofer —replicó ella. —No es cierto —le respondí molesto, porque, como empresario, comprendo el error y la contingencia, pero me fastidia que a uno lo traten de embaucar. Uno debe reconocer siempre sus errores ante el cliente. Es la única manera de ganarnos su confianza. En caso contrario, creerá siempre que lo estás engañando y así no podemos hacer negocios. Unos cinco minutos después, apareció el chofer. Era un hombre con muletas y que llevaba el cartel cogido con uno de los bastones. —Perdóneme —me dijo apesadumbrado—. Es difícil bajar del carro, sacar el cartel y llegar hacia aquí. —No se preocupe —le dije, y emprendimos camino hacia el estacionamiento. —Lo que ocurre es que, como ve, soy discapacitado y por eso a veces no llego a tiempo. —Creo que estás equivocado en algunas cosas —empecé—. Primero, no eres minusválido, tienes capacidades diferentes y es algo a lo que deberías sacarle provecho, pero no por el camino de la lástima. Yo no debo perdonarte por tu condición. Tú has escogido un trabajo y tienes aquí una oportunidad, que quizá te la han dado dejando a otro que sí puede caminar, y que podría planificar su tiempo mejor que tú —le hablé en el tono más amable y cuidadoso que podía—. Creo que deberías, precisamente por el tema de tu dificultad para movilizarte, calcular mejor tu tiempo. Esto no puede ser una excusa para no dar un buen servicio. Lo que pasa, estimado amigo, es que tenemos muchas veces una idea equivocada del altruismo y de la compasión, y creemos que con esto ayudamos a la gente, cuando en realidad le hacemos un daño. El que debería sentirse mal por esto deberías ser tú y no yo, como en algún momento sentí cuando te vi llegar. Pero esto es un gran error. Por esa razón, se ha sacrificado muchas veces al que produce o al que rinde en la sociedad. Por

estos principios equivocados, se ha dicho que el que avanza y tiene logros debe compartir con el que no hace nada y se contenta con la lástima —seguí, mientras él guardaba mi equipaje en la maletera, ahora a insistencia suya—. Pero, además, porque en nuestra relación yo soy el cliente y al cliente hay que tratarlo siempre dándole más de lo que pide, no menos. En esa relación, uno no tiene que pedir comprensión ni hacer un chantaje sentimental, porque es una relación en la que no quedan deudas: uno paga y el otro recibe. Es un trato en el que los dos aceptamos y, por lo tanto, es justo —concluí, recordando mi aprendizaje en el desayuno. El taxista terminó de acomodarse en su asiento y encendió el carro. —Yo pedí venir a recogerlo porque quería un consejo y usted me lo ha dado sin que se lo pida —dijo sonriente. —Créeme que lo único que hago es transmitirte algo que yo también aprendí hoy —respondí con la misma sonrisa. Cuando el carro se detuvo en la tranquera, vi en el óvalo de la salida del aeropuerto un enorme cartel con la foto del presidente Alan García, enorme como un Papa Noel enternado y sosteniendo una especie de trofeo: «Perú, campeón mundial en la lucha contra la pobreza», decía el lema debajo de la foto. No sabía si reírme en silencio o comentar al taxista lo absurdo de la propuesta. Nuevamente estaba el enfoque en la pobreza, pero esta vez regodeándonos, esta vez declarándonos campeones mundiales. ¿Por qué no decía allí: «Perú, país de emprendedores»? —¿Sabe que el Movimiento Emprendedor Revolucionario ha quemado dos carteles como esos en esta semana? —dijo el taxista leyendo mi pensamiento. —Pero, bueno..., no me parece... —le empezaba a responder cuando él, animadamente, como buen taxista, inició su argumentación. —Fíjese, yo sé que han emprendido acciones violentas, pero hasta ahora no han matado a nadie. Solo amarraron calatos a esos inspectores del Ministerio de Trabajo y a los abusivos de la Sunat. Claro, usted dirá que así empezó Sendero y el MRTA, pero también hay que preguntarse por qué empezaron ellos: porque hay un Estado injusto que nos oprime. Fíjese usted, uno decide sacar su carrito para taxear y no para secuestrar, y lo paran en todas las esquinas los mismos guardias, con oficiales y todo,

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

para sacarnos plata. Luego viene la gente del municipio y los del Servicio de Administración Tributaria (SAT), a pararnos por multas abusivas porque uno se pasa dos kilómetros el exceso de velocidad, que es de treinta y cinco kilómetros por hora en una carretera. Después viene la nueva tarjeta de propiedad que quiere sacar el Ministerio de Transportes y que ahora pretenden que se renueve cada dos años, para sacarnos plata. También está el Municipio del Callao, que no quiere que hagamos taxi aquí si es que no pagamos una licencia especial. Muy pronto en cada distrito nos van a pedir lo mismo. ¿Cómo puede uno ganarse la vida así? —me miró, haciendo una pausa para que yo ensayara una respuesta—. Fíjese —volvió a la carga, sin dejarme hablar—. Ellos hacen una protesta para el pueblo, para los trabajadores. Han puesto un virus a la página web de la Sunat, han sacado banderas con el escudo (pero con ese cuerno sin monedas, vacío), han entregado declaraciones de impuestos en blanco y hasta han robado un camión que llevaba plata, pero para repartirla a los pobres. ¡Como Robin Hood, pues! Robin Hood, que le quitaba al Estado lo que le robaba a la gente... —Claro, por eso era Robin Hood —dije—. No es robar a los ricos y quitar a los pobres: es quitarle al recaudador. Eso era lo que hacía Robin Hood y no lo que durante siglos se ha dicho mal. Hasta se ha utilizado su figura como un pretexto para defender expropiaciones y saqueos a quienes se han ganado justamente el éxito y la prosperidad. ¡Esa es la clave! ¿Y usted cómo lo tiene de claro? —pregunté—. Todo el mundo dice que Robin Hood robaba a los ricos para repartir a los pobres... —Es que vi el otro día el lema de estos señores del movimiento y no lo entendía. Creí que eran comunistas, pero no entendía el tema... Hablan de empresas y de emprendedores, y los comunistas no creen en esto —dijo enrumbando hacia la avenida La Marina—. Entonces saqué un video de la película Robin Hood y me di cuenta de que este hombre le robaba a los recaudadores de impuestos, a los funcionarios del rey, a la Iglesia y no a los ricos. Incluso su novia era rica y él también defendía al rey Ricardo, que era rico. Con lo que no estaba de acuerdo era con el abuso del otro rey, que no me acuerdo cómo se llamaba. —El rey Juan —le dije.

—Sí, claro. Ese Juan era como el Estado de ahora: pide y pide y se lo gasta todo. Yo me lo imagino grande y gordo como el Alan —dijo, señalando otro letrero anunciando sus obras—. De paso, ¿cuánto de nuestro dinero se gasta en sus letreros, se ha puesto a pensar? Nos desviábamos hacía la avenida Costanera. Entonces recordé el encargo de Próspero y pedí al taxista que fuera hasta el Campo de Marte. Lidia había hecho allí su Feria de los Deseos desde la Navidad y aún continuaba en enero. Junto al monumento a la memoria de los caídos por la violencia en la época terrorista y al costado del monumento a César Vallejo, se extiende la avenida de la Peruanidad, donde algunas veces se realizan los desfiles de fiestas patrias. Allí instala Lidia los más de cincuenta puestos de su feria artesanal. La temática varía según la época: la Feria de los Deseos a fin de año, la Feria de la Mujer en marzo, la Feria de la Peruanidad en fiestas patrias, y la de Lidia Cortez en setiembre. Así consigue renovarse y ofrecer algo diferente en cada temporada del año, pero manteniendo la esencia del negocio. Esta es una estrategia interesante usada por los circos, las compañías de teatro y se podría decir que hasta por la televisión, que renueva contenidos, pero utilizando el mismo formato, como una manera de mantener a los clientes interesados en sus productos. Para ello, es imprescindible que el primer contacto con el cliente sea impecable, para asegurar su deseo de regresar y luego sorprenderlo siempre con innovaciones. Algo que Lidia hace permanentemente. Su historia es sorprendente y conmovedora, igual que la historia de muchos emprendedores, a quienes tengo el privilegio de considerar como mis amigos y que he ido conociendo en estos años. Desde muy joven, Lidia quedó a cargo de su hijita ante el abandono de su primer conviviente. Esto la hizo buscar diferentes oportunidades. Fue así que descubrió la banca de fomento: el Banco Industrial financiaba proyectos comunales para mujeres y ella presentó un plan para un grupo de madres tejedoras de su localidad. Para su sorpresa, logró el apoyo. —A veces, el Estado sirve cuando encuentras buenos funcionarios y de verdad una intención de servir —me dijo cuando la entrevisté. Eso es correcto, aunque ocurre excepcionalmente. Logró producir tejidos de calidad que vendió de manera exitosa, por lo que pudo conseguir un nuevo préstamo. Sin embargo, un día

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

para sacarnos plata. Luego viene la gente del municipio y los del Servicio de Administración Tributaria (SAT), a pararnos por multas abusivas porque uno se pasa dos kilómetros el exceso de velocidad, que es de treinta y cinco kilómetros por hora en una carretera. Después viene la nueva tarjeta de propiedad que quiere sacar el Ministerio de Transportes y que ahora pretenden que se renueve cada dos años, para sacarnos plata. También está el Municipio del Callao, que no quiere que hagamos taxi aquí si es que no pagamos una licencia especial. Muy pronto en cada distrito nos van a pedir lo mismo. ¿Cómo puede uno ganarse la vida así? —me miró, haciendo una pausa para que yo ensayara una respuesta—. Fíjese —volvió a la carga, sin dejarme hablar—. Ellos hacen una protesta para el pueblo, para los trabajadores. Han puesto un virus a la página web de la Sunat, han sacado banderas con el escudo (pero con ese cuerno sin monedas, vacío), han entregado declaraciones de impuestos en blanco y hasta han robado un camión que llevaba plata, pero para repartirla a los pobres. ¡Como Robin Hood, pues! Robin Hood, que le quitaba al Estado lo que le robaba a la gente... —Claro, por eso era Robin Hood —dije—. No es robar a los ricos y quitar a los pobres: es quitarle al recaudador. Eso era lo que hacía Robin Hood y no lo que durante siglos se ha dicho mal. Hasta se ha utilizado su figura como un pretexto para defender expropiaciones y saqueos a quienes se han ganado justamente el éxito y la prosperidad. ¡Esa es la clave! ¿Y usted cómo lo tiene de claro? —pregunté—. Todo el mundo dice que Robin Hood robaba a los ricos para repartir a los pobres... —Es que vi el otro día el lema de estos señores del movimiento y no lo entendía. Creí que eran comunistas, pero no entendía el tema... Hablan de empresas y de emprendedores, y los comunistas no creen en esto —dijo enrumbando hacia la avenida La Marina—. Entonces saqué un video de la película Robin Hood y me di cuenta de que este hombre le robaba a los recaudadores de impuestos, a los funcionarios del rey, a la Iglesia y no a los ricos. Incluso su novia era rica y él también defendía al rey Ricardo, que era rico. Con lo que no estaba de acuerdo era con el abuso del otro rey, que no me acuerdo cómo se llamaba. —El rey Juan —le dije.

—Sí, claro. Ese Juan era como el Estado de ahora: pide y pide y se lo gasta todo. Yo me lo imagino grande y gordo como el Alan —dijo, señalando otro letrero anunciando sus obras—. De paso, ¿cuánto de nuestro dinero se gasta en sus letreros, se ha puesto a pensar? Nos desviábamos hacía la avenida Costanera. Entonces recordé el encargo de Próspero y pedí al taxista que fuera hasta el Campo de Marte. Lidia había hecho allí su Feria de los Deseos desde la Navidad y aún continuaba en enero. Junto al monumento a la memoria de los caídos por la violencia en la época terrorista y al costado del monumento a César Vallejo, se extiende la avenida de la Peruanidad, donde algunas veces se realizan los desfiles de fiestas patrias. Allí instala Lidia los más de cincuenta puestos de su feria artesanal. La temática varía según la época: la Feria de los Deseos a fin de año, la Feria de la Mujer en marzo, la Feria de la Peruanidad en fiestas patrias, y la de Lidia Cortez en setiembre. Así consigue renovarse y ofrecer algo diferente en cada temporada del año, pero manteniendo la esencia del negocio. Esta es una estrategia interesante usada por los circos, las compañías de teatro y se podría decir que hasta por la televisión, que renueva contenidos, pero utilizando el mismo formato, como una manera de mantener a los clientes interesados en sus productos. Para ello, es imprescindible que el primer contacto con el cliente sea impecable, para asegurar su deseo de regresar y luego sorprenderlo siempre con innovaciones. Algo que Lidia hace permanentemente. Su historia es sorprendente y conmovedora, igual que la historia de muchos emprendedores, a quienes tengo el privilegio de considerar como mis amigos y que he ido conociendo en estos años. Desde muy joven, Lidia quedó a cargo de su hijita ante el abandono de su primer conviviente. Esto la hizo buscar diferentes oportunidades. Fue así que descubrió la banca de fomento: el Banco Industrial financiaba proyectos comunales para mujeres y ella presentó un plan para un grupo de madres tejedoras de su localidad. Para su sorpresa, logró el apoyo. —A veces, el Estado sirve cuando encuentras buenos funcionarios y de verdad una intención de servir —me dijo cuando la entrevisté. Eso es correcto, aunque ocurre excepcionalmente. Logró producir tejidos de calidad que vendió de manera exitosa, por lo que pudo conseguir un nuevo préstamo. Sin embargo, un día

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¿Dónde está la riqueza?

Los días siguientes se sucedieron calurosos y algo rutinarios. Grabé algunos programas interesantes, como uno dedicado a los peruanos que empezaban a regresar del extranjero a hacer negocios en nuestra patria y otro sobre las adversidades que podemos enfrentar los emprendedores, para las que no estamos preparados: enfermedad, robo, secuestro y hasta la muerte. Esos días sirvieron también para organizar lo que llamé «El contraataque»: afinamos la sección «Los enemigos del carajo», poniendo más denuncias de instituciones que obstaculizaban a los emprendedores. Cada día eran más los comentarios que nos llegaban y cada vez más diversas las formas de obstaculizar la labor emprendedora: Indecopi negando marcas que ya había reconocido, la Dirección General de Salud Ambiental (Digesa) aumentando sus tarifas en 300 por ciento, municipios extorsionando a mercadillos, fiscales haciendo campañas amarrados con grandes empresas, redadas policiales en todas partes contra los transportistas, la Asociación Peruana de Autores y Compositores (Apdayc) queriendo cobrar por lo que se emite en una radio a transistores, licencias inventadas por el Ministerio de Transportes... El panorama parecía de Kafka. Sin embargo, sentíamos que en algo estábamos contribuyendo a nuestra causa cuando lográbamos que nos llamaran de algunas de estas instituciones para intentar defenderse y, en algunos casos, a contarnos que estaban rectificándose.

le pidieron unas chompas para un cliente suizo que quería exportar. Ella llegó una hora tarde y aprendió de la famosa puntualidad suiza y de lo que es cumplir en el mercado internacional: no pudo exportar su pedido. Después le comentaron que en Lima se organizaban las famosas ferias de las Cordes, las corporaciones de desarrollo de los departamentos. Era el primer gobierno de Alan García y animó a varias mujeres de su comunidad a embarcarse en un camión con sus productos, para exponerlos en la feria. Luego de cinco días de camino, llegaron al campo ferial y se encontraron con la negativa de la burocracia, que les negaba la posibilidad de exponer, porque no se habían inscrito como compañeras artesanas en el padrón que manejaba el partido. Quedaron desorientadas y desoladas. Lidia pensó que deberían ir adonde se hacen las leyes y alguien les dijo que era en el Congreso, al comienzo de la avenida Abancay. Con un par de artesanas, tomó un micro que las dejó en la misma plaza Bolívar. Allí intentaron pedir audiencia con alguien, aunque no sabían con quién. Entonces se sentaron en la banca frente a la puerta y simplemente se echaron a llorar. —Cómo habremos llorado que llegó la prensa, Nano —me dijo en esa misma entrevista—. Salimos en el noticiero de la noche y al día siguiente la primera dama ordenó que nos dieran un sitio en la feria. En dos días vendieron todo, no sabe si por lástima, por publicidad o porque tenían buenos productos; lo cierto es que allí se le ocurrió a Lidia tener algún día su propia feria y no paró hasta conseguirlo. Hoy Lidia ha logrado estar en Chile y en México con sus artesanos, y tiene planes de ser la primera exposición itinerante de artesanía peruana en América Latina. Agrupa a doscientos artesanos de más de quince departamentos del Perú e indirectamente apoya, con la venta de sus productos, a más de cincuenta comunidades. Cuando llegué, Lidia estaba reprendiendo a un proveedor de toldos, que se había demorado en llegar. —Lidia, sé que estás ocupada y no te quito más tiempo, pero, como no tenía tu teléfono, vine aquí directamente porque un chico Próspero me dio un encargo para ti. —Ya sé, no te preocupes, ya me avisaron por teléfono. Así es la Policía, Nano.

También por esas semanas se me ocurrió una idea. Había intentado aprovechar esos días para seguir revisando y encontrándole coherencia al manuscrito de Simón, pero las ideas seguían siendo enredadas y desordenadas, aunque otras me hacían pensar que podían llevarme a explicarme algo. Así encontré este párrafo: «Los emprendedores empresarios solamente piden que los dejen hacer, porque saben de lo que son capaces. Están dispuestos a colaborar con el Estado, a pagar sus impuestos, pero exigen a cambio obtener las condiciones para crecer en sus emprendimientos y poder seguir aportando al desarrollo de sus comunidades». Algunas páginas después, este otro, que, aunque más general, parecía apuntar a lo mismo:

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Un encuentro en Ilo

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Los días siguientes se sucedieron calurosos y algo rutinarios. Grabé algunos programas interesantes, como uno dedicado a los peruanos que empezaban a regresar del extranjero a hacer negocios en nuestra patria y otro sobre las adversidades que podemos enfrentar los emprendedores, para las que no estamos preparados: enfermedad, robo, secuestro y hasta la muerte. Esos días sirvieron también para organizar lo que llamé «El contraataque»: afinamos la sección «Los enemigos del carajo», poniendo más denuncias de instituciones que obstaculizaban a los emprendedores. Cada día eran más los comentarios que nos llegaban y cada vez más diversas las formas de obstaculizar la labor emprendedora: Indecopi negando marcas que ya había reconocido, la Dirección General de Salud Ambiental (Digesa) aumentando sus tarifas en 300 por ciento, municipios extorsionando a mercadillos, fiscales haciendo campañas amarrados con grandes empresas, redadas policiales en todas partes contra los transportistas, la Asociación Peruana de Autores y Compositores (Apdayc) queriendo cobrar por lo que se emite en una radio a transistores, licencias inventadas por el Ministerio de Transportes... El panorama parecía de Kafka. Sin embargo, sentíamos que en algo estábamos contribuyendo a nuestra causa cuando lográbamos que nos llamaran de algunas de estas instituciones para intentar defenderse y, en algunos casos, a contarnos que estaban rectificándose.

le pidieron unas chompas para un cliente suizo que quería exportar. Ella llegó una hora tarde y aprendió de la famosa puntualidad suiza y de lo que es cumplir en el mercado internacional: no pudo exportar su pedido. Después le comentaron que en Lima se organizaban las famosas ferias de las Cordes, las corporaciones de desarrollo de los departamentos. Era el primer gobierno de Alan García y animó a varias mujeres de su comunidad a embarcarse en un camión con sus productos, para exponerlos en la feria. Luego de cinco días de camino, llegaron al campo ferial y se encontraron con la negativa de la burocracia, que les negaba la posibilidad de exponer, porque no se habían inscrito como compañeras artesanas en el padrón que manejaba el partido. Quedaron desorientadas y desoladas. Lidia pensó que deberían ir adonde se hacen las leyes y alguien les dijo que era en el Congreso, al comienzo de la avenida Abancay. Con un par de artesanas, tomó un micro que las dejó en la misma plaza Bolívar. Allí intentaron pedir audiencia con alguien, aunque no sabían con quién. Entonces se sentaron en la banca frente a la puerta y simplemente se echaron a llorar. —Cómo habremos llorado que llegó la prensa, Nano —me dijo en esa misma entrevista—. Salimos en el noticiero de la noche y al día siguiente la primera dama ordenó que nos dieran un sitio en la feria. En dos días vendieron todo, no sabe si por lástima, por publicidad o porque tenían buenos productos; lo cierto es que allí se le ocurrió a Lidia tener algún día su propia feria y no paró hasta conseguirlo. Hoy Lidia ha logrado estar en Chile y en México con sus artesanos, y tiene planes de ser la primera exposición itinerante de artesanía peruana en América Latina. Agrupa a doscientos artesanos de más de quince departamentos del Perú e indirectamente apoya, con la venta de sus productos, a más de cincuenta comunidades. Cuando llegué, Lidia estaba reprendiendo a un proveedor de toldos, que se había demorado en llegar. —Lidia, sé que estás ocupada y no te quito más tiempo, pero, como no tenía tu teléfono, vine aquí directamente porque un chico Próspero me dio un encargo para ti. —Ya sé, no te preocupes, ya me avisaron por teléfono. Así es la Policía, Nano.

También por esas semanas se me ocurrió una idea. Había intentado aprovechar esos días para seguir revisando y encontrándole coherencia al manuscrito de Simón, pero las ideas seguían siendo enredadas y desordenadas, aunque otras me hacían pensar que podían llevarme a explicarme algo. Así encontré este párrafo: «Los emprendedores empresarios solamente piden que los dejen hacer, porque saben de lo que son capaces. Están dispuestos a colaborar con el Estado, a pagar sus impuestos, pero exigen a cambio obtener las condiciones para crecer en sus emprendimientos y poder seguir aportando al desarrollo de sus comunidades». Algunas páginas después, este otro, que, aunque más general, parecía apuntar a lo mismo:

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Un encuentro en Ilo

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

«La tesis emprendedora postula que en nuestro país el nuevo siglo no será un periodo de exacerbación de las diferencias, sino el espacio para la ampliación de las libertades y la igualdad. Dependiendo de la orientación inclusiva que se le asigne al papel del Estado, el impacto de la revolución del conocimiento sobre los mercados hará de ellos zonas donde la creatividad y la libertad de emprendimiento generarán riqueza y más conocimiento para todos». Debía encontrar la forma de descifrar todo ese texto. Con esa idea en la cabeza, una de esas mañanas prendí mi celular y encontré un correo de Jesús Escobar. Era un muchacho al que había dejado de frecuentar hacía casi tres años, pero al que siempre citaba en mis conferencias y con el que me había reencontrado algunos meses antes. Jesús me enviaba en su correo un esquema para una conferencia que le había pedido, y además me brindaba una serie de correcciones y sugerencias a mi primer libro. Lo había conocido un día en el que fui a una estación de radio en Ilo. Yo tenía que hacer unas entrevistas previas para anunciar un evento que tendríamos esa misma tarde. Salí de la estación terminado el programa, y una voz extraña interrumpió mi paso: —Señor Nano, señor Nano —volteé y no atiné a identificar de dónde provenía el llamado—. Señor Nano, soy Jesús y he venido porque lo escuché declarando en la radio. He visto muchas veces su programa, en el que nos anima a emprender, y quería conocerlo para mostrarle lo que redacto, mis productos y mis tácticas de marketing. Jesús tenía una dicción muy esforzada y a veces poco comprensible, pero con un lenguaje muy estructurado y adecuado. Eso fue lo que me impactó. Debo confesar que me sentí un poco incómodo por haberlo hecho caminar el tramo del pasadizo, pero luego olvidé el trance cuando me empezó a hablar. —He nacido con anoxia cerebral —dijo inmediatamente—, y debido a eso tengo la pierna así y me tiembla la mano. También hace poco tuve una parálisis facial que no me deja hablar bien, pero escribo y leo bastante, y eso es lo más importante. Me extendió unos papeles. Me pareció estar ante un orador o un vendedor muy seguro de su discurso. Pero debía salir hacia otra entrevista, de manera que le dije:

—¿Qué te parece si leo lo que me has dado y en la tarde, antes del evento, te veo en el anfiteatro? ¿O no vas a ir a la conferencia? —Por supuesto que acudiré —respondió. Luego, estirando la mano, me entregó un paquete de galletas, sonriendo—. Este es mi producto, que entrego con los textos que le di. A ver si me da su opinión como cliente. Guardé el paquete y los papeles y partí para las siguientes tres entrevistas que tenía. Luego del almuerzo, me dispuse a descansar, pero recordé los textos del muchacho y las galletas. Tenía lectura previa para la siesta y postre. El primer texto eran tres páginas engrapadas, que empezaban con una carátula que decía: «Tú, ahora, urgente, lee esta obra y ayúdame». A continuación, había una foto carné ampliada, donde se veía a Jesús con terno y corbata, con un rostro algo más joven del que tenía en ese entonces. Abajo, al borde de la página, decía: «Autor y único vendedor: Jesús D. Escobar C.». La carátula me pareció pintoresca e ingeniosa: por lo menos, llamaba la atención: «Tú, ahora, urgente, lee esta obra» era un recurso interesante, invitaba a la curiosidad y a la acción. Después averiguaría que lo hizo así luego de leer a Al Ries y Jack Trout, estudiosos del posicionamiento en el marketing. Sin embargo, por otro lado, no me gustó el recurso fácil de la lástima. Es algo que siempre he criticado y que no conduce sino a una acción por la culpa y al altruismo equivocado. Pese a esto, decidí darle una oportunidad. Su manejo del idioma y la energía que puso en nuestro encuentro me generaban una inquietud positiva. Volteé la carátula y comencé a leer. Era su historia. Una historia de lucha y emprendimiento. Al acabar, lo único que deseaba era salir en búsqueda de ese muchacho El segundo texto era más bien un cuento completo titulado «El poder más importante de tu ser». Era la historia de un muchacho que, con una especie de anillo mágico, obtiene varios poderes, pero luego de varias peripecias descubre que el conocimiento y, sobre todo, el conocimiento de uno mismo es lo más importante. En la última frase decía, como una paradoja, como un desafío de su discapacidad frente al mundo, como un guiño a quienes lo creíamos débil y desesperado: «Yo tengo el poder más grande del universo».

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

«La tesis emprendedora postula que en nuestro país el nuevo siglo no será un periodo de exacerbación de las diferencias, sino el espacio para la ampliación de las libertades y la igualdad. Dependiendo de la orientación inclusiva que se le asigne al papel del Estado, el impacto de la revolución del conocimiento sobre los mercados hará de ellos zonas donde la creatividad y la libertad de emprendimiento generarán riqueza y más conocimiento para todos». Debía encontrar la forma de descifrar todo ese texto. Con esa idea en la cabeza, una de esas mañanas prendí mi celular y encontré un correo de Jesús Escobar. Era un muchacho al que había dejado de frecuentar hacía casi tres años, pero al que siempre citaba en mis conferencias y con el que me había reencontrado algunos meses antes. Jesús me enviaba en su correo un esquema para una conferencia que le había pedido, y además me brindaba una serie de correcciones y sugerencias a mi primer libro. Lo había conocido un día en el que fui a una estación de radio en Ilo. Yo tenía que hacer unas entrevistas previas para anunciar un evento que tendríamos esa misma tarde. Salí de la estación terminado el programa, y una voz extraña interrumpió mi paso: —Señor Nano, señor Nano —volteé y no atiné a identificar de dónde provenía el llamado—. Señor Nano, soy Jesús y he venido porque lo escuché declarando en la radio. He visto muchas veces su programa, en el que nos anima a emprender, y quería conocerlo para mostrarle lo que redacto, mis productos y mis tácticas de marketing. Jesús tenía una dicción muy esforzada y a veces poco comprensible, pero con un lenguaje muy estructurado y adecuado. Eso fue lo que me impactó. Debo confesar que me sentí un poco incómodo por haberlo hecho caminar el tramo del pasadizo, pero luego olvidé el trance cuando me empezó a hablar. —He nacido con anoxia cerebral —dijo inmediatamente—, y debido a eso tengo la pierna así y me tiembla la mano. También hace poco tuve una parálisis facial que no me deja hablar bien, pero escribo y leo bastante, y eso es lo más importante. Me extendió unos papeles. Me pareció estar ante un orador o un vendedor muy seguro de su discurso. Pero debía salir hacia otra entrevista, de manera que le dije:

—¿Qué te parece si leo lo que me has dado y en la tarde, antes del evento, te veo en el anfiteatro? ¿O no vas a ir a la conferencia? —Por supuesto que acudiré —respondió. Luego, estirando la mano, me entregó un paquete de galletas, sonriendo—. Este es mi producto, que entrego con los textos que le di. A ver si me da su opinión como cliente. Guardé el paquete y los papeles y partí para las siguientes tres entrevistas que tenía. Luego del almuerzo, me dispuse a descansar, pero recordé los textos del muchacho y las galletas. Tenía lectura previa para la siesta y postre. El primer texto eran tres páginas engrapadas, que empezaban con una carátula que decía: «Tú, ahora, urgente, lee esta obra y ayúdame». A continuación, había una foto carné ampliada, donde se veía a Jesús con terno y corbata, con un rostro algo más joven del que tenía en ese entonces. Abajo, al borde de la página, decía: «Autor y único vendedor: Jesús D. Escobar C.». La carátula me pareció pintoresca e ingeniosa: por lo menos, llamaba la atención: «Tú, ahora, urgente, lee esta obra» era un recurso interesante, invitaba a la curiosidad y a la acción. Después averiguaría que lo hizo así luego de leer a Al Ries y Jack Trout, estudiosos del posicionamiento en el marketing. Sin embargo, por otro lado, no me gustó el recurso fácil de la lástima. Es algo que siempre he criticado y que no conduce sino a una acción por la culpa y al altruismo equivocado. Pese a esto, decidí darle una oportunidad. Su manejo del idioma y la energía que puso en nuestro encuentro me generaban una inquietud positiva. Volteé la carátula y comencé a leer. Era su historia. Una historia de lucha y emprendimiento. Al acabar, lo único que deseaba era salir en búsqueda de ese muchacho El segundo texto era más bien un cuento completo titulado «El poder más importante de tu ser». Era la historia de un muchacho que, con una especie de anillo mágico, obtiene varios poderes, pero luego de varias peripecias descubre que el conocimiento y, sobre todo, el conocimiento de uno mismo es lo más importante. En la última frase decía, como una paradoja, como un desafío de su discapacidad frente al mundo, como un guiño a quienes lo creíamos débil y desesperado: «Yo tengo el poder más grande del universo».

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Cuando llegué al anfiteatro de Ilo, lo primero que hice fue asomarme por el escenario para ver si lo divisaba. Mandé a preguntar a la seguridad si habían visto entrar a alguien con sus características, pero no me dieron ninguna información. La música empezó y salí al escenario. Creo que dicté la conferencia algo distraído. Finalmente, llegó el momento del cierre. Muchas veces cuento en esa parte historias de emprendedores que nos permitan ver en carne y hueso, en testimonios reales, lo que hemos propuesto. Recuerdo que ese día iba a contar la historia de unos emprendedores del embarcadero de El Chaco que se sobrepusieron a los estragos del terremoto de Pisco. Todo estaba listo, inclusive Héctor soltó la música previa que habíamos definido para presentar las imágenes del embarcadero, a solo algunas semanas del devastador terremoto. Pero, de pronto, lo ubiqué. Estaba sentado, casi acurrucado en la primera fila y junto al reflector: por eso había sido difícil encontrarlo. En lugar de lo planeado, empecé a contar su historia. Me acerque a él y dije: «Mejor que sea él quien nos cuente algo más de su negocio y sobre su filosofía de vida. ¡Con ustedes, Jesús Escobar!». Jesús se puso de pie con mucha tranquilidad y saludó muy educadamente al público. Lo que vino después fue uno de los momentos más electrizantes que he tenido en un evento. Con la voz temblorosa —pero no por nerviosismo, sino por la secuela de la parálisis facial que había tenido—, y con una lucidez y una fuerza más allá de lo normal, nos habló de él, de lo que debe hacerse para posicionar un producto. Nos recomendó la lectura de Al Ries, de Napoleon Hill y de Wayne Dyer; nos contó de su intento de conseguir socios y de la mejora de producto que hizo con sus galletitas. No se escuchaba más que su voz y el rumor de las olas que rebotaban contra el puerto. Luego hizo una breve pausa y, volteando su mirada hacia la gradería, dijo: —Uno siempre debe hacer siempre lo que uno quiere, porque, si no, uno nunca va a ser feliz. Por un momento me imaginé que así era nuestro país, si lo hubiese tenido que representar. Pobre, con mucho de complicado en su cuerpo o territorio, maltratado muchas veces en su historia, andino y sencillo, pero con una sabiduría enorme dentro y, sobre todo, lleno de esfuerzo y de esperanza. «Sí —me dije—, es como

si estuviese escuchando a mi país hablar». Luego de un segundo aplauso ensordecedor, volví a la realidad. Así conocí a Jesús. Sin embargo, a pesar de haber intercambiado correos, no pude ubicarlo en los dos años y medio siguientes. Cada cierto tiempo preguntaba a mi hermano, que hacía unos trabajos en Moquegua, si lo había visto, pero no había rastro de él. Entonces decidí preguntar por él a través de la radio y de mi página web: pedí emprendedores de la zona que lo ubicaran, que preguntaran por él. La táctica dio resultado. Un día abrí mi correo y allí estaba el mail de [email protected], que era como curiosamente se denominaba en el ciberespacio. Empezamos a escribirnos y a intercambiar textos escritos por cada uno, ideas alrededor de literatura, historia, metafísica y negocios, temas de pasiones comunes. Algunos meses después de nuestro reencuentro, me pidieron casualmente que viajara a Moquegua para ver la posibilidad de hacer un megaevento en la ciudad. Era la oportunidad para reencontrarme físicamente con Jesús. Y así fue. Pactamos reunirnos en el lobby de mi hotel a las ocho de la noche para cenar juntos y conversar. Allí estuvo puntual y con su gorrita característica. Conversamos extendidamente e intercambiamos libros dedicados. Luego se me ocurrió que podía acompañarme haciendo el cierre del evento, como lo habíamos hecho en Ilo. —Por supuesto que puedo hacerlo —me dijo—, pero debo preparar mis temas. Esta vez no tiene que ser un testimonio de mi vida nomás. Quiero hablar sobre los componentes del éxito, como la perseverancia, la actitud, la pasión. —De acuerdo. Prepara el esquema de tu exposición y envíamelo por correo electrónico. Esa mañana, algunos días después de regresar de Juliaca, había recibido su propuesta, así como una serie de sugerencias y correcciones a otros textos míos. «Él es un escritor y corrector nato —pensé—. Tiene tiempo, es de confianza, es dedicado y casi obsesivo en el trabajo. Es lo que necesito. Él puede ayudarme a componer, editar y hasta descifrar el manuscrito de Simón». Fue así que le escribí y le propuse esa labor. —Envíamelo —respondió—. Será un honor.

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¿Dónde está la riqueza?

Cuando llegué al anfiteatro de Ilo, lo primero que hice fue asomarme por el escenario para ver si lo divisaba. Mandé a preguntar a la seguridad si habían visto entrar a alguien con sus características, pero no me dieron ninguna información. La música empezó y salí al escenario. Creo que dicté la conferencia algo distraído. Finalmente, llegó el momento del cierre. Muchas veces cuento en esa parte historias de emprendedores que nos permitan ver en carne y hueso, en testimonios reales, lo que hemos propuesto. Recuerdo que ese día iba a contar la historia de unos emprendedores del embarcadero de El Chaco que se sobrepusieron a los estragos del terremoto de Pisco. Todo estaba listo, inclusive Héctor soltó la música previa que habíamos definido para presentar las imágenes del embarcadero, a solo algunas semanas del devastador terremoto. Pero, de pronto, lo ubiqué. Estaba sentado, casi acurrucado en la primera fila y junto al reflector: por eso había sido difícil encontrarlo. En lugar de lo planeado, empecé a contar su historia. Me acerque a él y dije: «Mejor que sea él quien nos cuente algo más de su negocio y sobre su filosofía de vida. ¡Con ustedes, Jesús Escobar!». Jesús se puso de pie con mucha tranquilidad y saludó muy educadamente al público. Lo que vino después fue uno de los momentos más electrizantes que he tenido en un evento. Con la voz temblorosa —pero no por nerviosismo, sino por la secuela de la parálisis facial que había tenido—, y con una lucidez y una fuerza más allá de lo normal, nos habló de él, de lo que debe hacerse para posicionar un producto. Nos recomendó la lectura de Al Ries, de Napoleon Hill y de Wayne Dyer; nos contó de su intento de conseguir socios y de la mejora de producto que hizo con sus galletitas. No se escuchaba más que su voz y el rumor de las olas que rebotaban contra el puerto. Luego hizo una breve pausa y, volteando su mirada hacia la gradería, dijo: —Uno siempre debe hacer siempre lo que uno quiere, porque, si no, uno nunca va a ser feliz. Por un momento me imaginé que así era nuestro país, si lo hubiese tenido que representar. Pobre, con mucho de complicado en su cuerpo o territorio, maltratado muchas veces en su historia, andino y sencillo, pero con una sabiduría enorme dentro y, sobre todo, lleno de esfuerzo y de esperanza. «Sí —me dije—, es como

si estuviese escuchando a mi país hablar». Luego de un segundo aplauso ensordecedor, volví a la realidad. Así conocí a Jesús. Sin embargo, a pesar de haber intercambiado correos, no pude ubicarlo en los dos años y medio siguientes. Cada cierto tiempo preguntaba a mi hermano, que hacía unos trabajos en Moquegua, si lo había visto, pero no había rastro de él. Entonces decidí preguntar por él a través de la radio y de mi página web: pedí emprendedores de la zona que lo ubicaran, que preguntaran por él. La táctica dio resultado. Un día abrí mi correo y allí estaba el mail de [email protected], que era como curiosamente se denominaba en el ciberespacio. Empezamos a escribirnos y a intercambiar textos escritos por cada uno, ideas alrededor de literatura, historia, metafísica y negocios, temas de pasiones comunes. Algunos meses después de nuestro reencuentro, me pidieron casualmente que viajara a Moquegua para ver la posibilidad de hacer un megaevento en la ciudad. Era la oportunidad para reencontrarme físicamente con Jesús. Y así fue. Pactamos reunirnos en el lobby de mi hotel a las ocho de la noche para cenar juntos y conversar. Allí estuvo puntual y con su gorrita característica. Conversamos extendidamente e intercambiamos libros dedicados. Luego se me ocurrió que podía acompañarme haciendo el cierre del evento, como lo habíamos hecho en Ilo. —Por supuesto que puedo hacerlo —me dijo—, pero debo preparar mis temas. Esta vez no tiene que ser un testimonio de mi vida nomás. Quiero hablar sobre los componentes del éxito, como la perseverancia, la actitud, la pasión. —De acuerdo. Prepara el esquema de tu exposición y envíamelo por correo electrónico. Esa mañana, algunos días después de regresar de Juliaca, había recibido su propuesta, así como una serie de sugerencias y correcciones a otros textos míos. «Él es un escritor y corrector nato —pensé—. Tiene tiempo, es de confianza, es dedicado y casi obsesivo en el trabajo. Es lo que necesito. Él puede ayudarme a componer, editar y hasta descifrar el manuscrito de Simón». Fue así que le escribí y le propuse esa labor. —Envíamelo —respondió—. Será un honor.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Cuarta reflexión

Aprendizaje

No había rastro de Simón en las zonas que había visitado. Esta vez, el manuscrito no me decía gran cosa y había optado por pedir la ayuda de Jesús para su recomposición. Muchos cuestionamientos se habían disparado como resortes en las últimas semanas. ¿Tendrían razón los promotores de una salida violenta o extremista a la situación de arrinconamiento silencioso que los emprendedores estaban sufriendo? ¿Cuándo debe usar uno la fuerza? Mi formación me hacía pensar que solo era necesaria cuando nos imponen algo injusto, apoyándose en la fuerza física o en el poder de las armas, y esa parecía que no era la situación. Sin embargo, ¿no era arbitrario un impuesto inconsulto? ¿No era coactivo el cierre de un local o detener nuestros vehículos cuando estamos trabajando? Quizá la actitud de los aimaras era sabia al obviar la ley, al evadirla con su famosa línea de camiones de contrabando a la que llamaban la «culebra». Intuían que esa era su forma de vengarse contra un Estado que no había hecho nada por ellos en doscientos años, y que se acerca como ave de rapiña cuando ven que tienen algo. ¿Es justo el tributo? ¿O es una carga impuesta, como dice su nombre? ¿Pueden los pueblos sobrevivir sin impuestos? O mejor aún: ¿pueden los pueblos vivir sin Estado? O peor aún: ¿podemos sobrevivir con impuestos? Era tal vez el momento de la acción política, de arrancarle el poder a los improductivos, a los que hacen negocio, pero solo desde la política. Debería quizá empezar a dedicar mis días y mi esfuerzo a algo más que a enseñar a hacer negocios, porque esto no era suficiente con los enemigos que teníamos dentro del aparato de gobierno. ¿Por qué en lugar de ponernos trabas no nos preparan para competir mejor en la globalización? Solamente con esto tendríamos millones de peruanos más preparados para enfrentar, con nuestro empuje natural, los retos del siglo XXI. Quizá esto no da créditos inmediatos: es de largo plazo y no es algo aprovechable para la imagen de los carteles. Por eso no se hace. Educación. Educación, educación: ese es el futuro. Para eso sí pagaríamos impuestos.

El cambio es clave en los negocios. A veces, nos negamos a cambiar porque nos refugiamos en el éxito. ¡Que vendas ahora, que tengas ingresos, no significa que será así por siempre! De esta manera, lo han entendido los emprendedores de Juliaca y han preferido adelantarse a los cambios. En una zona empresarial, debes adelantarte a los cambios. No esperes a que llegue la competencia con nuevos formatos: hazlos tú. Planea desde ahora los cambios, porque la competencia llegará en grandes proyectos y, de seguro, con ayuda de los gobiernos locales. Haz el cambio solo o, mejor aún, asociándote como los de Xullaca. Y, si ya lo hiciste, renuévate en el formato: trata de estar siempre agregando nuevos servicios, nuevos productos y respondiendo a las necesidades del cliente, como Lidia. En el cambio y en la asociación podemos crecer los emprendedores.

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¿Dónde está la riqueza?

Cuarta reflexión

Aprendizaje

No había rastro de Simón en las zonas que había visitado. Esta vez, el manuscrito no me decía gran cosa y había optado por pedir la ayuda de Jesús para su recomposición. Muchos cuestionamientos se habían disparado como resortes en las últimas semanas. ¿Tendrían razón los promotores de una salida violenta o extremista a la situación de arrinconamiento silencioso que los emprendedores estaban sufriendo? ¿Cuándo debe usar uno la fuerza? Mi formación me hacía pensar que solo era necesaria cuando nos imponen algo injusto, apoyándose en la fuerza física o en el poder de las armas, y esa parecía que no era la situación. Sin embargo, ¿no era arbitrario un impuesto inconsulto? ¿No era coactivo el cierre de un local o detener nuestros vehículos cuando estamos trabajando? Quizá la actitud de los aimaras era sabia al obviar la ley, al evadirla con su famosa línea de camiones de contrabando a la que llamaban la «culebra». Intuían que esa era su forma de vengarse contra un Estado que no había hecho nada por ellos en doscientos años, y que se acerca como ave de rapiña cuando ven que tienen algo. ¿Es justo el tributo? ¿O es una carga impuesta, como dice su nombre? ¿Pueden los pueblos sobrevivir sin impuestos? O mejor aún: ¿pueden los pueblos vivir sin Estado? O peor aún: ¿podemos sobrevivir con impuestos? Era tal vez el momento de la acción política, de arrancarle el poder a los improductivos, a los que hacen negocio, pero solo desde la política. Debería quizá empezar a dedicar mis días y mi esfuerzo a algo más que a enseñar a hacer negocios, porque esto no era suficiente con los enemigos que teníamos dentro del aparato de gobierno. ¿Por qué en lugar de ponernos trabas no nos preparan para competir mejor en la globalización? Solamente con esto tendríamos millones de peruanos más preparados para enfrentar, con nuestro empuje natural, los retos del siglo XXI. Quizá esto no da créditos inmediatos: es de largo plazo y no es algo aprovechable para la imagen de los carteles. Por eso no se hace. Educación. Educación, educación: ese es el futuro. Para eso sí pagaríamos impuestos.

El cambio es clave en los negocios. A veces, nos negamos a cambiar porque nos refugiamos en el éxito. ¡Que vendas ahora, que tengas ingresos, no significa que será así por siempre! De esta manera, lo han entendido los emprendedores de Juliaca y han preferido adelantarse a los cambios. En una zona empresarial, debes adelantarte a los cambios. No esperes a que llegue la competencia con nuevos formatos: hazlos tú. Planea desde ahora los cambios, porque la competencia llegará en grandes proyectos y, de seguro, con ayuda de los gobiernos locales. Haz el cambio solo o, mejor aún, asociándote como los de Xullaca. Y, si ya lo hiciste, renuévate en el formato: trata de estar siempre agregando nuevos servicios, nuevos productos y respondiendo a las necesidades del cliente, como Lidia. En el cambio y en la asociación podemos crecer los emprendedores.

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Capítulo 5 El peor enemigo está dentro de uno

Capítulo 5 El peor enemigo está dentro de uno

¿Dónde está la riqueza?

El verano terminó y no pudimos salir de la semiclandestinidad a la que nos había sometido el municipio. Luego de una reunión con el mismo gerente municipal —en la que nos admitieron que se había dejado en suspenso el tipo de uso que se les podía dar a las viviendas de la zona y en la que demostramos que nuestro trabajo no implicaba recibir clientes, sino que, más bien, a nuestro lado había dos estudios de abogados y una empresa comercial—, nos «recomendaron» que trabajáramos de manera discreta. El nuevo equipo de conductores se iba afirmando en diferentes reportajes y el contraataque con nuestra sección nueva, «Los enemigos del carajo», parecía estar funcionando con nuestros televidentes, radioescuchas y lectores: público con diferentes intereses y a los que debíamos satisfacer siempre más allá de lo esperado. Lo he dicho muchas veces: Peter Drucker, en su libro La gerencia de empresas, nos hace ver que uno normalmente tiene más de un tipo de cliente y cada cual desea cosas a veces alternativas que debemos conocer y jamás pasar por alto. Dudemos cuando creamos que tenemos un solo tipo de cliente. Es probable que algún grupo haya sido pasado por alto. Pero la estrategia no podía quedar solamente en los medios de Somos Empresa, ya que estos tenían un límite. Nuestro público ve el programa o compra la revista porque en esencia quiere que le digamos qué puede tener éxito y quiere saber cómo materializarlo. En suma, quiere que le demos conocimiento. «Éxito y conocimiento»: es algo que repito siempre a nuestro equipo, porque eso es lo que nos compran, no un programa de televisión o unos papeles impresos. Este es también otro aspecto clave de los negocios y algo en lo que siempre hago énfasis en mis presentaciones. Por lo general, la 139

¿Dónde está la riqueza?

El verano terminó y no pudimos salir de la semiclandestinidad a la que nos había sometido el municipio. Luego de una reunión con el mismo gerente municipal —en la que nos admitieron que se había dejado en suspenso el tipo de uso que se les podía dar a las viviendas de la zona y en la que demostramos que nuestro trabajo no implicaba recibir clientes, sino que, más bien, a nuestro lado había dos estudios de abogados y una empresa comercial—, nos «recomendaron» que trabajáramos de manera discreta. El nuevo equipo de conductores se iba afirmando en diferentes reportajes y el contraataque con nuestra sección nueva, «Los enemigos del carajo», parecía estar funcionando con nuestros televidentes, radioescuchas y lectores: público con diferentes intereses y a los que debíamos satisfacer siempre más allá de lo esperado. Lo he dicho muchas veces: Peter Drucker, en su libro La gerencia de empresas, nos hace ver que uno normalmente tiene más de un tipo de cliente y cada cual desea cosas a veces alternativas que debemos conocer y jamás pasar por alto. Dudemos cuando creamos que tenemos un solo tipo de cliente. Es probable que algún grupo haya sido pasado por alto. Pero la estrategia no podía quedar solamente en los medios de Somos Empresa, ya que estos tenían un límite. Nuestro público ve el programa o compra la revista porque en esencia quiere que le digamos qué puede tener éxito y quiere saber cómo materializarlo. En suma, quiere que le demos conocimiento. «Éxito y conocimiento»: es algo que repito siempre a nuestro equipo, porque eso es lo que nos compran, no un programa de televisión o unos papeles impresos. Este es también otro aspecto clave de los negocios y algo en lo que siempre hago énfasis en mis presentaciones. Por lo general, la 139

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

gente cree que el cliente compra el producto. No, el cliente compra el uso, la solución, el beneficio que el producto le da. Saber esto es crucial en la empresa. A esto le llamo yo conocer a qué te dedicas. Así, una peluquería se dedica a la belleza y la imagen, no a cortar pelo; y una estación de servicio, a dar energía para el transporte, no a vender gasolina. Por eso, lo importante es saber qué te compran, no qué vendes. En nuestro caso, si dejo de dar éxito y conocimiento y me pierdo en la denuncia, estoy olvidándome de los intereses de mi cliente. Debido a esto, debía encontrar otros medios para hacer eco de las quejas y pedidos de los emprendedores. Debía hacerlo de manera tal que tuviese efecto y que opacara la opción violenta o radical del Movimiento Revolucionario. Entonces pensé en la ANDE. La Asociación Nacional de Emprendedores (ANDE) era una organización que habíamos creado un grupo de promotores del emprendimiento, precisamente para continuar divulgando el espíritu y la actitud empresarial en todo el país, a través de una organización sin fines de lucro. Habíamos conseguido la participación en eventos de Ángel Añaños, del grupo Aje; Jeannette Enmanuel, de Santa Natura; Víctor Raúl Canepa, de Cantol; Genaro Zea, de Gelatinas Universal; el innovador Hedwin Maguiña; y muchos profesionales que decidieron donar tiempo, ganas y recursos para lo que llamábamos la causa emprendedora. Sin embargo, nuestro accionar había consistido en brindar asesoría y charlas a diferentes gremios, sobre todo estudiantes universitarios, en el tema de negocios, plan de marketing, atención al cliente y, sobre todo, creación de empresas. Pero no habíamos tenido ninguna acción ante la opinión pública y menos ante la prensa. Por eso, lo que se nos ocurrió sonó un poco extraño: «El minuto emprendedor». Al final de una reunión con un pequeño grupo de jóvenes en Independencia —a la que fui invitado para exponer sobre planes de negocios, y donde debí esperar a que el alcalde nos contara la mitad de su vida, pues aseguraba que era tan emprendedor como su padre, que había sido un comerciante de chatarra—, Adolfo, uno de los organizadores y miembro del Grupo Emprende Joven, me invitó a su casa con un grupo más pequeño, para conversar sobre política. —¿Política? —le respondí con una pregunta.

—Bueno —me dijo—, queremos participar en las siguientes elecciones municipales y algunos tenemos la intención de ser concejales jóvenes. No sabemos si eso se opone a lo emprendedor. Caminábamos por una calle en subida hacia su casa. Seis jóvenes más nos seguían. Entre ellos iban Juan Carlos y Henry, que trabajaban en la distribución de la revista Somos Empresa, una chica alta y delgada, y dos más que, viéndolos bien, no me parecieron tan jóvenes. Una vez instalados en un dormitorio del segundo piso, Adolfo comenzó. —Un emprendedor, dices tú, es una persona que trabaja para sí misma y que tiene un negocio o una empresa. Pero ¿puede también hacer política? ¿O eso es pasarse al lado de «los enemigos del carajo», como dices en tu programa? —preguntó. Luego quedó en silencio, como el monaguillo que pregunta al fraile si comer o ver a una mujer es un pecado. —Antes de responderte, hay que hacer unas precisiones que creo son importantes para explicarnos lo que convierte a un emprendedor como tal. Pienso que esto es muy importante, aunque me doy cuenta de que no lo he explicado mucho en mis conferencias. Un emprendedor es alguien que busca, que sueña, que persigue crear algo y lo consigue. En la historia de la humanidad, siempre han existido hombres y mujeres que no se contentaron con ser alimentados por otros, ni en esperar ser socorridos y ayudados. Estas personas se preguntaron, usando su razonamiento, qué podían hacer para vivir mejor ellos y los suyos. Así, domesticaron animales y plantas, elaboraron productos y hasta crearon arte, todo con la finalidad de ser felices. De este modo, descubrieron tres cosas fundamentales con esa creación. La primera era que así mejoraban su entorno y lo hacían más habitable. Esto les permitía sobrevivir como especie, porque una rueda, una herramienta y hasta una melodía hacen que vivas mejor y que puedas sobreponerte a otras especies. En segundo lugar, descubrieron que con ello cambiaban el mundo: el universo en el que nacieron era diferente gracias a su obra. Esto es trascender, prolongarse en la existencia, es decir, uno de los deseos humanos, como procrear. Y, por último, descubrieron que con esto podían mejorar el rendimiento de su sociedad. Con pan, las personas rinden más, con un arado la tierra da más, con poesía la gente se pone

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Nano Guerra-García

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gente cree que el cliente compra el producto. No, el cliente compra el uso, la solución, el beneficio que el producto le da. Saber esto es crucial en la empresa. A esto le llamo yo conocer a qué te dedicas. Así, una peluquería se dedica a la belleza y la imagen, no a cortar pelo; y una estación de servicio, a dar energía para el transporte, no a vender gasolina. Por eso, lo importante es saber qué te compran, no qué vendes. En nuestro caso, si dejo de dar éxito y conocimiento y me pierdo en la denuncia, estoy olvidándome de los intereses de mi cliente. Debido a esto, debía encontrar otros medios para hacer eco de las quejas y pedidos de los emprendedores. Debía hacerlo de manera tal que tuviese efecto y que opacara la opción violenta o radical del Movimiento Revolucionario. Entonces pensé en la ANDE. La Asociación Nacional de Emprendedores (ANDE) era una organización que habíamos creado un grupo de promotores del emprendimiento, precisamente para continuar divulgando el espíritu y la actitud empresarial en todo el país, a través de una organización sin fines de lucro. Habíamos conseguido la participación en eventos de Ángel Añaños, del grupo Aje; Jeannette Enmanuel, de Santa Natura; Víctor Raúl Canepa, de Cantol; Genaro Zea, de Gelatinas Universal; el innovador Hedwin Maguiña; y muchos profesionales que decidieron donar tiempo, ganas y recursos para lo que llamábamos la causa emprendedora. Sin embargo, nuestro accionar había consistido en brindar asesoría y charlas a diferentes gremios, sobre todo estudiantes universitarios, en el tema de negocios, plan de marketing, atención al cliente y, sobre todo, creación de empresas. Pero no habíamos tenido ninguna acción ante la opinión pública y menos ante la prensa. Por eso, lo que se nos ocurrió sonó un poco extraño: «El minuto emprendedor». Al final de una reunión con un pequeño grupo de jóvenes en Independencia —a la que fui invitado para exponer sobre planes de negocios, y donde debí esperar a que el alcalde nos contara la mitad de su vida, pues aseguraba que era tan emprendedor como su padre, que había sido un comerciante de chatarra—, Adolfo, uno de los organizadores y miembro del Grupo Emprende Joven, me invitó a su casa con un grupo más pequeño, para conversar sobre política. —¿Política? —le respondí con una pregunta.

—Bueno —me dijo—, queremos participar en las siguientes elecciones municipales y algunos tenemos la intención de ser concejales jóvenes. No sabemos si eso se opone a lo emprendedor. Caminábamos por una calle en subida hacia su casa. Seis jóvenes más nos seguían. Entre ellos iban Juan Carlos y Henry, que trabajaban en la distribución de la revista Somos Empresa, una chica alta y delgada, y dos más que, viéndolos bien, no me parecieron tan jóvenes. Una vez instalados en un dormitorio del segundo piso, Adolfo comenzó. —Un emprendedor, dices tú, es una persona que trabaja para sí misma y que tiene un negocio o una empresa. Pero ¿puede también hacer política? ¿O eso es pasarse al lado de «los enemigos del carajo», como dices en tu programa? —preguntó. Luego quedó en silencio, como el monaguillo que pregunta al fraile si comer o ver a una mujer es un pecado. —Antes de responderte, hay que hacer unas precisiones que creo son importantes para explicarnos lo que convierte a un emprendedor como tal. Pienso que esto es muy importante, aunque me doy cuenta de que no lo he explicado mucho en mis conferencias. Un emprendedor es alguien que busca, que sueña, que persigue crear algo y lo consigue. En la historia de la humanidad, siempre han existido hombres y mujeres que no se contentaron con ser alimentados por otros, ni en esperar ser socorridos y ayudados. Estas personas se preguntaron, usando su razonamiento, qué podían hacer para vivir mejor ellos y los suyos. Así, domesticaron animales y plantas, elaboraron productos y hasta crearon arte, todo con la finalidad de ser felices. De este modo, descubrieron tres cosas fundamentales con esa creación. La primera era que así mejoraban su entorno y lo hacían más habitable. Esto les permitía sobrevivir como especie, porque una rueda, una herramienta y hasta una melodía hacen que vivas mejor y que puedas sobreponerte a otras especies. En segundo lugar, descubrieron que con ello cambiaban el mundo: el universo en el que nacieron era diferente gracias a su obra. Esto es trascender, prolongarse en la existencia, es decir, uno de los deseos humanos, como procrear. Y, por último, descubrieron que con esto podían mejorar el rendimiento de su sociedad. Con pan, las personas rinden más, con un arado la tierra da más, con poesía la gente se pone

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¿Dónde está la riqueza?

más productiva. A esto le dieron un valor, en unos casos para cobrarlo y en otros simplemente para ofrecerlo, porque la ganancia era hacer el bien. Ninguno de estos actos es mejor que otro. Ni vale más el panadero que cobra por un buen producto, ni vale más el que lo regala porque quiere ayudar. Los dos serán pagados en la moneda que desean: gracias o billetes. Esa es la base para entender a alguien que emprende. Los muchachos me escuchaban con silencio atento, mientras por la ventana se divisaban los miles de puntos de luz de las faldas de los cerros poblados a lo lejos. —Un emprendedor —continué— es alguien que hace y espera obviamente algo a cambio. Eso no está mal. Estaría mal que no haga nada, o que espere que otros lo hagan por él, o que desee quitarle al que lo hizo. Un emprendedor es aquel que trasciende en lo que crea, ya sea siendo un productor o un artista, que en el fondo son casi lo mismo. Un emprendedor es alguien que no se queda cruzado de brazos y que decide no solo sobrevivir, sino conquistar su medio, pero con la razón y la creación, no con la fuerza. Un emprendedor, finalmente, es aquel que es proactivo, que hace que las cosas sucedan. Es aquel que sueña, pero que logra alcanzar su sueño mediante la acción y la perseverancia. No es aquel que espera la caridad o la lástima. Desde ese punto de vista, un emprendedor puede ser un artista que pinta un cuadro, como mi hermano Francisco, o que compone una canción, como Gian Marco. Un emprendedor puede ser un innovador, como Máximo San Román, o una deportista, como Sofía Mulanovich o Kina Malpartida. Un emprendedor es alguien que inicia una investigación científica, como Fermín Tangüis o Alberto Hurtado; un emprendedor es un empresario que crea nuevos productos o servicios, como Erasmo Wong o Luis Banchero; un emprendedor puede ser alguien que trabaja para otro, pero crea en la organización en la que está. ¿Qué tienen ellos en común? Pues que se movieron, que decidieron crear, que fueron los que convirtieron en acción su pensamiento, que no esperaron a que venga una Iglesia a salvarlos o un Estado a protegerlos o una ONG a servirlos. En ese sentido, alguien que quiere cambiar un orden, alguien que propone un nuevo orden, alguien que organiza un movimiento para lograr que él y los demás vivan mejor puede ser considerado un emprendedor.

Será un emprendedor social, que es otro tipo de emprendedor. Allí encontramos a los que organizan movimientos para la ecología, para proyectos sociales, para comedores populares. Esos son los emprendedores sociales y también los necesitamos. —¿Entonces un senderista o un mafioso pueden ser considerados emprendedores sociales porque organizan algo sin esperar a que lo haga otro? —preguntó Jorge. —A eso quería llegar —respondí—. Hay también un tema moral y ético en lo emprendedor. ¿Podemos considerar como tal a un traficante de armas o a alguien que subvierte el orden? Pues revisemos en la definición inicial. Yo les dije que son gente que no solo desea vivir mejor, sino que logra que la gente lo haga, sea a través de un intercambio de monedas o de gracias, pero el resultado es la felicidad. Las armas, las drogas o la violencia no logran felicidad. Son, más bien, fuente de infelicidad. Por lo tanto, son inmorales para nuestra definición. Un emprendedor es alguien que tiene una conducta ética y que no impone nada por la violencia. —¿Entonces podemos hacer política? —preguntó Claudia. —Pues claro. Hay emprendedores en casi todos los movimientos políticos y hasta en religiones —dije. —Sí, pero podemos hacer política proponiendo lo emprendedor y tratando de representarlo —explicó Claudia y fue como un ramalazo. Otro joven me hacía ver lo obvio: —¿Por qué no llevar a un plano más político lo que estamos proponiendo? En un solo segundo se sucedieron varias preguntas en mi cabeza: «¿Por qué dejarle el terreno de la política a los poco éticos, a los que no entienden, sino más bien censuran o persiguen al emprendedor? ¿Por qué dejar que lo emprendedor se asocie con violencia y prácticas desesperadas, como lo estaba haciendo el movimiento?». —Si creemos que esto es una forma de vida, si pensamos que la gente debería emprender, ¿por qué no proponerlo desde la política? —intervino con energía Luis, abogado joven y colaborador de los empresarios de Unicachi—. ¿No será que es eso lo que necesitamos, en lugar de dejar que sigan controlado el Estado los que nunca han creado nada, salvo impuestos y normas?

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más productiva. A esto le dieron un valor, en unos casos para cobrarlo y en otros simplemente para ofrecerlo, porque la ganancia era hacer el bien. Ninguno de estos actos es mejor que otro. Ni vale más el panadero que cobra por un buen producto, ni vale más el que lo regala porque quiere ayudar. Los dos serán pagados en la moneda que desean: gracias o billetes. Esa es la base para entender a alguien que emprende. Los muchachos me escuchaban con silencio atento, mientras por la ventana se divisaban los miles de puntos de luz de las faldas de los cerros poblados a lo lejos. —Un emprendedor —continué— es alguien que hace y espera obviamente algo a cambio. Eso no está mal. Estaría mal que no haga nada, o que espere que otros lo hagan por él, o que desee quitarle al que lo hizo. Un emprendedor es aquel que trasciende en lo que crea, ya sea siendo un productor o un artista, que en el fondo son casi lo mismo. Un emprendedor es alguien que no se queda cruzado de brazos y que decide no solo sobrevivir, sino conquistar su medio, pero con la razón y la creación, no con la fuerza. Un emprendedor, finalmente, es aquel que es proactivo, que hace que las cosas sucedan. Es aquel que sueña, pero que logra alcanzar su sueño mediante la acción y la perseverancia. No es aquel que espera la caridad o la lástima. Desde ese punto de vista, un emprendedor puede ser un artista que pinta un cuadro, como mi hermano Francisco, o que compone una canción, como Gian Marco. Un emprendedor puede ser un innovador, como Máximo San Román, o una deportista, como Sofía Mulanovich o Kina Malpartida. Un emprendedor es alguien que inicia una investigación científica, como Fermín Tangüis o Alberto Hurtado; un emprendedor es un empresario que crea nuevos productos o servicios, como Erasmo Wong o Luis Banchero; un emprendedor puede ser alguien que trabaja para otro, pero crea en la organización en la que está. ¿Qué tienen ellos en común? Pues que se movieron, que decidieron crear, que fueron los que convirtieron en acción su pensamiento, que no esperaron a que venga una Iglesia a salvarlos o un Estado a protegerlos o una ONG a servirlos. En ese sentido, alguien que quiere cambiar un orden, alguien que propone un nuevo orden, alguien que organiza un movimiento para lograr que él y los demás vivan mejor puede ser considerado un emprendedor.

Será un emprendedor social, que es otro tipo de emprendedor. Allí encontramos a los que organizan movimientos para la ecología, para proyectos sociales, para comedores populares. Esos son los emprendedores sociales y también los necesitamos. —¿Entonces un senderista o un mafioso pueden ser considerados emprendedores sociales porque organizan algo sin esperar a que lo haga otro? —preguntó Jorge. —A eso quería llegar —respondí—. Hay también un tema moral y ético en lo emprendedor. ¿Podemos considerar como tal a un traficante de armas o a alguien que subvierte el orden? Pues revisemos en la definición inicial. Yo les dije que son gente que no solo desea vivir mejor, sino que logra que la gente lo haga, sea a través de un intercambio de monedas o de gracias, pero el resultado es la felicidad. Las armas, las drogas o la violencia no logran felicidad. Son, más bien, fuente de infelicidad. Por lo tanto, son inmorales para nuestra definición. Un emprendedor es alguien que tiene una conducta ética y que no impone nada por la violencia. —¿Entonces podemos hacer política? —preguntó Claudia. —Pues claro. Hay emprendedores en casi todos los movimientos políticos y hasta en religiones —dije. —Sí, pero podemos hacer política proponiendo lo emprendedor y tratando de representarlo —explicó Claudia y fue como un ramalazo. Otro joven me hacía ver lo obvio: —¿Por qué no llevar a un plano más político lo que estamos proponiendo? En un solo segundo se sucedieron varias preguntas en mi cabeza: «¿Por qué dejarle el terreno de la política a los poco éticos, a los que no entienden, sino más bien censuran o persiguen al emprendedor? ¿Por qué dejar que lo emprendedor se asocie con violencia y prácticas desesperadas, como lo estaba haciendo el movimiento?». —Si creemos que esto es una forma de vida, si pensamos que la gente debería emprender, ¿por qué no proponerlo desde la política? —intervino con energía Luis, abogado joven y colaborador de los empresarios de Unicachi—. ¿No será que es eso lo que necesitamos, en lugar de dejar que sigan controlado el Estado los que nunca han creado nada, salvo impuestos y normas?

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¿Dónde está la riqueza?

Una ciudad que cambió de ideología

—Pensamos que podemos organizar un Movimiento de Jóvenes Emprendedores o, mejor aún, un Movimiento de Emprendedores, pero diferente al que existe, y plantear una propuesta para el desarrollo del país —agregó Juan Carlos. Yo no decía nada. Estaba procesando una pregunta cuando llegaba la otra. Concluía en algo y de pronto planteaban algo adicional. Parecía que los muchachos eran los maestros que, mediante preguntas socráticas, estaban estimulando, inquietando al alumno, que era yo. —Puede ser, puede ser, habría que revisar algunas cosas —dije, y me quedé de nuevo en silencio. «Eso era, eso era», pensé. Eso es lo que quería plantear Simón. Por eso, hablaba en términos más políticos. Por eso, cuando alguna vez nos encontramos en el parque de la Muralla, habló de cosas más políticas. Por eso, conoció a ese político que se nos acercó: él creía en los temas de negocios, él pensaba que la empresa y el management eran la clave para el desarrollo de las personas, pero se había dado cuenta de que había que hacer algo más, que había que pasar a la acción, a la propuesta. Los recuerdos parecían tomar otra lógica: parecían por fin armarse como un rompecabezas que hasta ahora no había tenido solución. Estaba allí, con la pieza que faltaba, que me habían traído estos chicos en aquel cuarto en Independencia. Me encontraba ansioso y nervioso. Quería salir e ir en busca de Simón. ¿Pero dónde lo encontraría? Nunca más había sabido de él. Era inútil buscarlo. Me había pasado casi dos años tratando de encontrar su rastro y nadie me había dado siquiera una seña de su paradero. ¿Por qué ahora aparecería? Recordé el texto de Simón. ¡Quizá allí encontraría alguna pista de su paradero! Pero ¿no era algo que había hecho ya? Me había pasado muchos días buscándola, en la época en que recién publiqué el libro. En ese momento oímos un ruido. Era Juan Carlos, que nunca se queda quieto y que había estado meciéndose en la silla. Se había caído para atrás. La carcajada fue general y yo aproveché para ponerme de pie. —¿Por qué no nos reunimos de nuevo y discutimos esto largamente? —dije. Avancé hacia la puerta y un pensamiento me persiguió durante el largo camino de regreso: ¡Era un manifiesto!

Había escogido grabar en Huaycán precisamente porque Simón me comentó mucho sobre ese lugar. Una vez dijo que había sido dirigente de una de las zonas y que allí había debido enfrentar a Sendero Luminoso. Quería saber cómo había avanzado esta ciudad fabulosa que creció en la década de 1980, casi de la misma manera como surgió Villa El Salvador, primero con una invasión enorme y pacífica, luego con duros enfrentamientos y, tiempo más tarde, con cobijo gubernamental de la Municipalidad de Lima: durante las alcaldías de Alfonso Barrantes y Ricardo Belmont se apoyó el desarrollo de Huaycán como proyecto especial. Huaycán fue también propuesta como una ciudad autogestionaria, se le puso un parque industrial y se planificó el trazado de sus calles y zonas. Junto con esto, se pretendió darle una dirección política y se trabajó con dirigentes para organizar a la población. En este clima, Sendero Luminoso decidió germinar. Sin embargo, para sorpresa de muchos, los primeros dirigentes de la zona no fueron izquierdistas seguidores del socialismo barrantista, ni agazapados senderistas y violentistas, sino apristas. Esto irritó a Sendero, que decidió tomar el poder de forma paralela y sembrar su lenguaje de totalitarismo y violencia. Durante años, Huaycán fue considerado un bastión de terroristas. Allí preparaban cuadros, ejercían un control casi territorial e imponían sus códigos: impulsar las organizaciones «populares», sin nada de negocios o proyectos de desarrollo. De todas formas, la nueva ciudad necesitó sus panaderos, sus restaurantes de menú, sus mercadillos o paraditas, y así, entre esos precursores que habían llegado a aquella pampa, surgieron los pioneros del negocio. Con la derrota y retirada de Sendero, se reinició el proyecto «comunal». Levantaron un parque industrial, en el que los pobladores podían ejercer actividades semiindustriales, casi como una imitación del modelo del parque de Villa El Salvador. No obstante, lo que avanzó más fue la creación de empresarios y propietarios en la misma ciudad: hombres y mujeres que rápidamente ofrecieron servicios y productos a las más de cien mil personas que habitaban esa aislada zona. Habían surgido los emprendedores empresariales en medio de los emprendedores de la vivienda y el deseo de una vida mejor cerca de la ciudad.

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Una ciudad que cambió de ideología

—Pensamos que podemos organizar un Movimiento de Jóvenes Emprendedores o, mejor aún, un Movimiento de Emprendedores, pero diferente al que existe, y plantear una propuesta para el desarrollo del país —agregó Juan Carlos. Yo no decía nada. Estaba procesando una pregunta cuando llegaba la otra. Concluía en algo y de pronto planteaban algo adicional. Parecía que los muchachos eran los maestros que, mediante preguntas socráticas, estaban estimulando, inquietando al alumno, que era yo. —Puede ser, puede ser, habría que revisar algunas cosas —dije, y me quedé de nuevo en silencio. «Eso era, eso era», pensé. Eso es lo que quería plantear Simón. Por eso, hablaba en términos más políticos. Por eso, cuando alguna vez nos encontramos en el parque de la Muralla, habló de cosas más políticas. Por eso, conoció a ese político que se nos acercó: él creía en los temas de negocios, él pensaba que la empresa y el management eran la clave para el desarrollo de las personas, pero se había dado cuenta de que había que hacer algo más, que había que pasar a la acción, a la propuesta. Los recuerdos parecían tomar otra lógica: parecían por fin armarse como un rompecabezas que hasta ahora no había tenido solución. Estaba allí, con la pieza que faltaba, que me habían traído estos chicos en aquel cuarto en Independencia. Me encontraba ansioso y nervioso. Quería salir e ir en busca de Simón. ¿Pero dónde lo encontraría? Nunca más había sabido de él. Era inútil buscarlo. Me había pasado casi dos años tratando de encontrar su rastro y nadie me había dado siquiera una seña de su paradero. ¿Por qué ahora aparecería? Recordé el texto de Simón. ¡Quizá allí encontraría alguna pista de su paradero! Pero ¿no era algo que había hecho ya? Me había pasado muchos días buscándola, en la época en que recién publiqué el libro. En ese momento oímos un ruido. Era Juan Carlos, que nunca se queda quieto y que había estado meciéndose en la silla. Se había caído para atrás. La carcajada fue general y yo aproveché para ponerme de pie. —¿Por qué no nos reunimos de nuevo y discutimos esto largamente? —dije. Avancé hacia la puerta y un pensamiento me persiguió durante el largo camino de regreso: ¡Era un manifiesto!

Había escogido grabar en Huaycán precisamente porque Simón me comentó mucho sobre ese lugar. Una vez dijo que había sido dirigente de una de las zonas y que allí había debido enfrentar a Sendero Luminoso. Quería saber cómo había avanzado esta ciudad fabulosa que creció en la década de 1980, casi de la misma manera como surgió Villa El Salvador, primero con una invasión enorme y pacífica, luego con duros enfrentamientos y, tiempo más tarde, con cobijo gubernamental de la Municipalidad de Lima: durante las alcaldías de Alfonso Barrantes y Ricardo Belmont se apoyó el desarrollo de Huaycán como proyecto especial. Huaycán fue también propuesta como una ciudad autogestionaria, se le puso un parque industrial y se planificó el trazado de sus calles y zonas. Junto con esto, se pretendió darle una dirección política y se trabajó con dirigentes para organizar a la población. En este clima, Sendero Luminoso decidió germinar. Sin embargo, para sorpresa de muchos, los primeros dirigentes de la zona no fueron izquierdistas seguidores del socialismo barrantista, ni agazapados senderistas y violentistas, sino apristas. Esto irritó a Sendero, que decidió tomar el poder de forma paralela y sembrar su lenguaje de totalitarismo y violencia. Durante años, Huaycán fue considerado un bastión de terroristas. Allí preparaban cuadros, ejercían un control casi territorial e imponían sus códigos: impulsar las organizaciones «populares», sin nada de negocios o proyectos de desarrollo. De todas formas, la nueva ciudad necesitó sus panaderos, sus restaurantes de menú, sus mercadillos o paraditas, y así, entre esos precursores que habían llegado a aquella pampa, surgieron los pioneros del negocio. Con la derrota y retirada de Sendero, se reinició el proyecto «comunal». Levantaron un parque industrial, en el que los pobladores podían ejercer actividades semiindustriales, casi como una imitación del modelo del parque de Villa El Salvador. No obstante, lo que avanzó más fue la creación de empresarios y propietarios en la misma ciudad: hombres y mujeres que rápidamente ofrecieron servicios y productos a las más de cien mil personas que habitaban esa aislada zona. Habían surgido los emprendedores empresariales en medio de los emprendedores de la vivienda y el deseo de una vida mejor cerca de la ciudad.

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¿Dónde está la riqueza?

A diferencia de Villa El Salvador, esto ocurrió en poco tiempo: de la invasión al momento de la explosión del mercado, apenas transcurrieron unos quince años. Con una economía abierta y creciendo, con el extremismo en retirada y con una enorme Lima necesitando más y más esforzados trabajadores o incipientes emprendedores que «bajaran» a la ciudad con productos y servicios, el crecimiento fue rapidísimo. Por eso, lo que en otras partes del cinturón de «subdesarrollo» que rodea la capital demoró casi tres o cuatro décadas, en Huaycán lo hizo una sola generación, que pasó de la estera al comercio, de la invasión al negocio pujante. Eso, además de la búsqueda de alguna pista de Simón, me llevó a plantear que realizáramos todo un programa desde allí. «Huaycán, la ciudad de la esperanza», le había puesto de título Gloria al programa, por las diferentes historias que el equipo de producción encontró y que los dejó enamorados en esa especie de pampa mezclada con quebrada pedregosa y extendida, desde los contrafuertes últimos del Ande hasta las orillas del río Rímac, a solo unos cincuenta minutos de Lima. De pronto, al desviarnos de la carretera Central y subir unos kilómetros hacia la pampa extendida hacia nosotros, apareció el sol. Directo, radiante, sin rodeos, como el empuje de ese pueblo que veríamos en unos momentos. La camioneta continuó subiendo; atrás quedaba el centro de la ciudad y el camino se iba acercando hacia las faldas de los cerros que bordeaban Huaycán. El Parque Industrial nro. 1 de Huaycán es diferente a otros que he conocido. Está delimitado —casi amurallado, diría yo— y esto, me explicaron, fue construido así para poder defenderse de las agresiones terroristas en los años de la violencia. Ahora existen ciento diez locales industriales en un área de aproximadamente tres hectáreas. Y, a diferencia del Parque Industrial de Villa El Salvador, parece poco probable que se convierta en un área comercial, por su lejanía de la ciudad y por estar en un «rincón» del mapa. Esta particularidad le puede ayudar a mantenerse «industrial», aunque no es muy práctica desde el punto de vista del mercado, porque se ubica al final de Huaycán. Uno debe avanzar mucho para acceder a la zona, y esto a veces aleja a los clientes. Sin embargo, al estar delimitada, puede asegurar la especialización de los negocios y así comenzar a tener un conocimiento que se retroalimenta. Este

hecho también puede ayudar a tener seguridad, lo que en otro caso podría ser un sobrecosto muy grande y, nuevamente, un factor que dispersa al consumidor. Pasamos por una especie de portada grande de cemento, en el que había un letrero que decía: «Parque Industrial nro. 1 de Huaycán». En la puerta del local central nos encontramos con Juan Lucio. Canoso, de tamaño regular y algo grueso, había sido presidente del parque industrial y acompañaba al actual presidente, un hombre más bien delgado, bajo y de pocas palabras. —Bienvenidos —dijo sonriendo y estirándonos la mano. Estaba de pie en la escalinata que daba acceso al local comunal—. Nosotros fuimos el primer maquicentro. Aquí concebimos el concepto. Aludía a un término muy usado en la época del gobierno de Alberto Fujimori. En los maquicentros se implementaron centros de pequeña industria con maquinaria china traída por el entonces ministro de Industria, Víctor Joy Way, que nunca funcionaron, salvo, sospecho, para engordar su billetera. El concepto parecía interesante, pero se olvidó del mercado. Consistía en poner en una comunidad una serie de maquinarias semipesadas que podían dar servicios a pequeños industriales que trabajaban alrededor, muchas veces en parques industriales. Así, los empresarios de la pequeña industria podían recibir de estos centros administrados por el Estado servicios de corte, horneado, torno, calibración y, en algunos casos, un poco de producción. El tema fue que se demoraron en instalarlos y, en algunos casos, no se terminaron de armar nunca. Luego se los fue canibalizando, sacando piezas de un sitio para ponerlas en otros y, por último, demostraron que la tecnología china aún no estaba desarrollada. La maquinaria se malograba de un momento a otro. El Estado, como promotor y prestador de servicios para alentar la producción de la pequeña empresa, había fracasado gracias a la mafia de Joy Way. —Nosotros propusimos la idea de hacer centros de maquila o de servicios —dijo Juan Lucio—, no para la gran empresa, sino para los productores de la zona. Esta idea la escuchó Fujimori y luego sus ministros la aplicaron por todo el Perú. Pasamos a un local amplio, de construcción firme y bien iluminado, pero vacío.

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A diferencia de Villa El Salvador, esto ocurrió en poco tiempo: de la invasión al momento de la explosión del mercado, apenas transcurrieron unos quince años. Con una economía abierta y creciendo, con el extremismo en retirada y con una enorme Lima necesitando más y más esforzados trabajadores o incipientes emprendedores que «bajaran» a la ciudad con productos y servicios, el crecimiento fue rapidísimo. Por eso, lo que en otras partes del cinturón de «subdesarrollo» que rodea la capital demoró casi tres o cuatro décadas, en Huaycán lo hizo una sola generación, que pasó de la estera al comercio, de la invasión al negocio pujante. Eso, además de la búsqueda de alguna pista de Simón, me llevó a plantear que realizáramos todo un programa desde allí. «Huaycán, la ciudad de la esperanza», le había puesto de título Gloria al programa, por las diferentes historias que el equipo de producción encontró y que los dejó enamorados en esa especie de pampa mezclada con quebrada pedregosa y extendida, desde los contrafuertes últimos del Ande hasta las orillas del río Rímac, a solo unos cincuenta minutos de Lima. De pronto, al desviarnos de la carretera Central y subir unos kilómetros hacia la pampa extendida hacia nosotros, apareció el sol. Directo, radiante, sin rodeos, como el empuje de ese pueblo que veríamos en unos momentos. La camioneta continuó subiendo; atrás quedaba el centro de la ciudad y el camino se iba acercando hacia las faldas de los cerros que bordeaban Huaycán. El Parque Industrial nro. 1 de Huaycán es diferente a otros que he conocido. Está delimitado —casi amurallado, diría yo— y esto, me explicaron, fue construido así para poder defenderse de las agresiones terroristas en los años de la violencia. Ahora existen ciento diez locales industriales en un área de aproximadamente tres hectáreas. Y, a diferencia del Parque Industrial de Villa El Salvador, parece poco probable que se convierta en un área comercial, por su lejanía de la ciudad y por estar en un «rincón» del mapa. Esta particularidad le puede ayudar a mantenerse «industrial», aunque no es muy práctica desde el punto de vista del mercado, porque se ubica al final de Huaycán. Uno debe avanzar mucho para acceder a la zona, y esto a veces aleja a los clientes. Sin embargo, al estar delimitada, puede asegurar la especialización de los negocios y así comenzar a tener un conocimiento que se retroalimenta. Este

hecho también puede ayudar a tener seguridad, lo que en otro caso podría ser un sobrecosto muy grande y, nuevamente, un factor que dispersa al consumidor. Pasamos por una especie de portada grande de cemento, en el que había un letrero que decía: «Parque Industrial nro. 1 de Huaycán». En la puerta del local central nos encontramos con Juan Lucio. Canoso, de tamaño regular y algo grueso, había sido presidente del parque industrial y acompañaba al actual presidente, un hombre más bien delgado, bajo y de pocas palabras. —Bienvenidos —dijo sonriendo y estirándonos la mano. Estaba de pie en la escalinata que daba acceso al local comunal—. Nosotros fuimos el primer maquicentro. Aquí concebimos el concepto. Aludía a un término muy usado en la época del gobierno de Alberto Fujimori. En los maquicentros se implementaron centros de pequeña industria con maquinaria china traída por el entonces ministro de Industria, Víctor Joy Way, que nunca funcionaron, salvo, sospecho, para engordar su billetera. El concepto parecía interesante, pero se olvidó del mercado. Consistía en poner en una comunidad una serie de maquinarias semipesadas que podían dar servicios a pequeños industriales que trabajaban alrededor, muchas veces en parques industriales. Así, los empresarios de la pequeña industria podían recibir de estos centros administrados por el Estado servicios de corte, horneado, torno, calibración y, en algunos casos, un poco de producción. El tema fue que se demoraron en instalarlos y, en algunos casos, no se terminaron de armar nunca. Luego se los fue canibalizando, sacando piezas de un sitio para ponerlas en otros y, por último, demostraron que la tecnología china aún no estaba desarrollada. La maquinaria se malograba de un momento a otro. El Estado, como promotor y prestador de servicios para alentar la producción de la pequeña empresa, había fracasado gracias a la mafia de Joy Way. —Nosotros propusimos la idea de hacer centros de maquila o de servicios —dijo Juan Lucio—, no para la gran empresa, sino para los productores de la zona. Esta idea la escuchó Fujimori y luego sus ministros la aplicaron por todo el Perú. Pasamos a un local amplio, de construcción firme y bien iluminado, pero vacío.

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¿Dónde está la riqueza?

—Aquí debería funcionar —continuó Juan Lucio, suspirando y arrimando unos alambres que impedían nuestro paso—, pero ya usted sabe en qué quedó todo eso. Dimos un breve rodeo por el patio interior y luego salimos por la puerta trasera. Luego de avanzar unos metros, dimos una vuelta en U y entramos al taller de confecciones de Eudocio. Era un pasadizo largo, construido en concreto. No estaba terminado, pues desembocaba a un semisótano repleto de rollos de tela. —Cuando empecé a trabajar en esto —dijo Eudocio—, creía que era una actividad temporal nomás, hasta conseguir mi trabajo fijo en algún lado. Creía que trabajar así, por tu cuenta, era como estar en el último nivel. Yo quería estar en una fábrica grande. Eso era para mí destacar y no ser un confeccionista chico, que para mí significaba algo de pobres. Mira qué equivocado estaba. Ahora sé que ser obrero nomás, si quieres de la más grande empresa del mundo, no se puede comparar con ser dueño aunque sea de una máquina de coser. Así sí eres libre. —Tienes razón —le dije. Caminábamos a lo largo de una máquina que nos mostraba con orgullo, por ser su más reciente adquisición. Eudocio pasaba a ser de un sobreviviente a un empresario, un propietario, dueño por fin de los medios de producción, como había soñado Karl Marx, pero sin necesidad de expropiar o quitarle al que tiene, sino logrando que más personas tengan. —¿Y qué pensabas antes de los que tenían empresa? —le dije, a propósito de las ideas que se me estaban ocurriendo. —Ahhh —dijo, mirando la cámara—, eso sí me va a hacer hablar, aunque no sé si para la entrevista. —No, eso no va a salir —le contesté. Con una seña pedí a Francisco que dejara de grabar por un momento. —Mire, yo empecé a trabajar en este proyecto porque una ONG me dio la posibilidad. Cuando joven, yo pensaba que las empresas eran todas explotadoras y que había que entregar todos los negocios a los trabajadores. Creía que el dueño no aportaba nada, que el emprendedor o fundador del negocio era solo un patrón explotador. Ahora que soy el que lleva el negocio, me doy cuenta de que no es así. En todo caso, soy el explotador de mí mismo y no voy a hacer

huelga contra mí. Pero, además, les voy a contar que me dieron la oportunidad de capacitarme en esta ONG, porque yo había estado involucrado con alguna gente de la izquierda extrema y algunos se volvieron senderistas aquí mismo, en Huaycán. Por eso, me acusaron de terrorista y casi voy preso. Me salvó una monja que habló con el jefe del destacamento, que había sido su alumno y al que le prometió que me enseñaría de confección —Eudocio hablaba en medio del pasadizo repleto de chompas y chullos de colores, listos para ser embolsados y salir para Europa—. Fue así que aprendí de confecciones, pero siempre pensando en un oficio y en regresar un día a una fábrica, para ser dirigente y hacer una huelga. Muchos de los que aprendíamos lo hacíamos por eso. Incluso en los cursos nos hablaban también de la pequeña empresa como la empresa popular y como la alternativa a las empresas grandes. Y yo lo creía —reía al traer ese recuerdo—. Ahora, mírame, soy dueño de mi empresa, quiero que crezca y ojalá sea grande. Pienso que el camino para liberarse es ser un productor, un emprendedor, como usted dice, señor Nano. —¿Y en qué momento se dio el cambio? —pregunté. Se rio. —Usted dirá que cuando gané mi primera plata y yo le digo que cuando tuve mi primer cliente. Si no me hubiese pagado, igual ya tenía el orgullo de haber interesado a alguien con mis productos. Eso en verdad no tiene precio —terminó con los ojos emocionados y brillosos. Allí estaba ante mis ojos la comprobación de lo que había leído en varios libros, de lo que reflexionan varios autores alrededor de lo emprendedor. Que se trata no de ganar, no de obtener rentabilidad: eso es importante y es un motor, pero no explica por qué gente que ya tiene para alimentar a diez generaciones después de él siga emprendiendo. Se trata de trascender, se trata de sentir que uno se realiza a través de lo creado, al igual que el artista que hace una escultura o del intelectual que escribe un libro. Es algo más cercano al placer y al ego que a la entrega y lo material. —¿Y ahora, qué planes tienes para el futuro? —pregunté, intrigado por la proyección que podían tener los planes de un hombre así, que había pasado de la ideología y la política al capital y la producción en serie.

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¿Dónde está la riqueza?

—Aquí debería funcionar —continuó Juan Lucio, suspirando y arrimando unos alambres que impedían nuestro paso—, pero ya usted sabe en qué quedó todo eso. Dimos un breve rodeo por el patio interior y luego salimos por la puerta trasera. Luego de avanzar unos metros, dimos una vuelta en U y entramos al taller de confecciones de Eudocio. Era un pasadizo largo, construido en concreto. No estaba terminado, pues desembocaba a un semisótano repleto de rollos de tela. —Cuando empecé a trabajar en esto —dijo Eudocio—, creía que era una actividad temporal nomás, hasta conseguir mi trabajo fijo en algún lado. Creía que trabajar así, por tu cuenta, era como estar en el último nivel. Yo quería estar en una fábrica grande. Eso era para mí destacar y no ser un confeccionista chico, que para mí significaba algo de pobres. Mira qué equivocado estaba. Ahora sé que ser obrero nomás, si quieres de la más grande empresa del mundo, no se puede comparar con ser dueño aunque sea de una máquina de coser. Así sí eres libre. —Tienes razón —le dije. Caminábamos a lo largo de una máquina que nos mostraba con orgullo, por ser su más reciente adquisición. Eudocio pasaba a ser de un sobreviviente a un empresario, un propietario, dueño por fin de los medios de producción, como había soñado Karl Marx, pero sin necesidad de expropiar o quitarle al que tiene, sino logrando que más personas tengan. —¿Y qué pensabas antes de los que tenían empresa? —le dije, a propósito de las ideas que se me estaban ocurriendo. —Ahhh —dijo, mirando la cámara—, eso sí me va a hacer hablar, aunque no sé si para la entrevista. —No, eso no va a salir —le contesté. Con una seña pedí a Francisco que dejara de grabar por un momento. —Mire, yo empecé a trabajar en este proyecto porque una ONG me dio la posibilidad. Cuando joven, yo pensaba que las empresas eran todas explotadoras y que había que entregar todos los negocios a los trabajadores. Creía que el dueño no aportaba nada, que el emprendedor o fundador del negocio era solo un patrón explotador. Ahora que soy el que lleva el negocio, me doy cuenta de que no es así. En todo caso, soy el explotador de mí mismo y no voy a hacer

huelga contra mí. Pero, además, les voy a contar que me dieron la oportunidad de capacitarme en esta ONG, porque yo había estado involucrado con alguna gente de la izquierda extrema y algunos se volvieron senderistas aquí mismo, en Huaycán. Por eso, me acusaron de terrorista y casi voy preso. Me salvó una monja que habló con el jefe del destacamento, que había sido su alumno y al que le prometió que me enseñaría de confección —Eudocio hablaba en medio del pasadizo repleto de chompas y chullos de colores, listos para ser embolsados y salir para Europa—. Fue así que aprendí de confecciones, pero siempre pensando en un oficio y en regresar un día a una fábrica, para ser dirigente y hacer una huelga. Muchos de los que aprendíamos lo hacíamos por eso. Incluso en los cursos nos hablaban también de la pequeña empresa como la empresa popular y como la alternativa a las empresas grandes. Y yo lo creía —reía al traer ese recuerdo—. Ahora, mírame, soy dueño de mi empresa, quiero que crezca y ojalá sea grande. Pienso que el camino para liberarse es ser un productor, un emprendedor, como usted dice, señor Nano. —¿Y en qué momento se dio el cambio? —pregunté. Se rio. —Usted dirá que cuando gané mi primera plata y yo le digo que cuando tuve mi primer cliente. Si no me hubiese pagado, igual ya tenía el orgullo de haber interesado a alguien con mis productos. Eso en verdad no tiene precio —terminó con los ojos emocionados y brillosos. Allí estaba ante mis ojos la comprobación de lo que había leído en varios libros, de lo que reflexionan varios autores alrededor de lo emprendedor. Que se trata no de ganar, no de obtener rentabilidad: eso es importante y es un motor, pero no explica por qué gente que ya tiene para alimentar a diez generaciones después de él siga emprendiendo. Se trata de trascender, se trata de sentir que uno se realiza a través de lo creado, al igual que el artista que hace una escultura o del intelectual que escribe un libro. Es algo más cercano al placer y al ego que a la entrega y lo material. —¿Y ahora, qué planes tienes para el futuro? —pregunté, intrigado por la proyección que podían tener los planes de un hombre así, que había pasado de la ideología y la política al capital y la producción en serie.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Tras recorrer otros talleres en el parque, partimos hacia la ciudad. Al acercarnos al mediodía, el sol empezaba a brillar con más fuerza. A esa hora, la avenida Andrés A. Cáceres, la principal de Huaycán, estaba llena de gente y de comercios inquietos y pujantes. «Zapatos de calidad», decía el letrero encima de una puerta. Al fondo estaba Manuel Revilla, conversando con una mujer joven. —¡Hola, Nano! —me saludó entusiasta y salió a nuestro encuentro. —Parece que no hay necesidad de presentarlos —dijo Gloria. —Sí, claro, yo veo siempre su programa y le digo a mi hija que lo vea —dijo señalándome a la joven. —Hemos venido aquí porque sabemos que eres el fundador de la cadena de zapaterías más exitosa de Huaycán. Quiero que nos puedas contar tu historia... —iba a continuar y ya me estaba interrumpiendo, entusiasta. —Mira lo que estaba viendo con mi hija para mostrarte cuando llegaras —tenía un paquete de fotografías encima del mostrador—. Creo que las imágenes lo dicen todo. Desplegó las fotografías encima del vidrio. —Aquí estoy cuando recién llegué —continuó—. Dormíamos casi al aire libre.

Luego, como quien reparte naipes de una baraja, lanzó una segunda fotografía: allí estaba en una casita de madera con uno de sus hijos, que jugaba con zapatos en el suelo, y ya tenía una máquina de coser; luego lanzó la siguiente: ahora se le veía sonriendo con una máquina semiindustrial y en una casa de ladrillo, sin acabar; en otras fotos estaba con su segunda máquina, su hija crecida y en el techado del segundo piso; mostrando sus zapatos ante un ministro fujimorista, en la inauguración del segundo local; en la graduación de su hijo; recibiendo una condecoración del alcalde; inaugurando su tercera tienda, en un concierto en la vía pública; y con su imagen sonriendo, feliz, triunfante, realizado a través de su acción y no quebrado en la desesperanza, como un héroe. Cuando puso la última fotografía sobre la mesa no se escuchó nada, nadie habló, nadie pronunció palabra: no había palabras. Fue un momento que siempre tendré en mi corazón. Viendo el rostro curtido de Manuel mirándome ahora a mí con los ojos llenos de lágrimas, me dije que nada nos detendría. —Bueno, bueno —dijo de pronto, caminando hacia una de las vitrinas—. No nos pongamos sentimentales —sacó un zapato y me lo entregó—. Míralo bien, Nano. Analiza la suela ancha, las costuras. Dóblalo, si quieres, porque no le va a pasar nada, porque este es un zapato para Huaycán. —¿Cómo que un zapato para Huaycán? —le pregunté. —Claro. Mira, los zapatos que vinieron a vender aquí eran de marcas nacionales y extranjeras, pero diseñadas para caminar en vereda, en parquet, en ciudad, y no en camino de tierra, para subir cerro, como hemos hecho toda la vida aquí. Por eso, la gente se quejaba que no duraban. De eso me di cuenta cuando arreglaba los zapatos. Sus ojos resplandecían de orgullo cuando nos contaba esto. —Entonces me dije: algún día voy a fabricar zapatos duros para los que viven aquí. No botas que dan calor, sino zapatos de suelas duras, para trepar a los cerros, donde están las casas de la mayoría de gente. —¿Y cuándo comenzaste a hacerlo? —pregunté. —Apenas me compré mi primera máquina. Les decía a los clientes que venían con sus zapatos rotos que les haría unos zapatos duros. Ellos me decían: «Si haces eso, te quedarás sin trabajo», porque

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—Pues ahora espero sobrevivir primero al enemigo que antes creía era la solución a todo: el Estado. Después de esquivarlo o vencerlo, entonces creceré y ayudaré a otros a hacerlo a través de la empresa y, por qué no, de algún proyecto social. Los empresarios siempre debemos hacer algo por mejorar el mundo en el que vivimos, porque en él hacemos nuestros negocios. Si el mundo no anda, los negocios no andan. Se mostraba más resuelto ante la cámara de Francisco, que había vuelto a grabar desde que Eudocio mencionó con orgullo a su primer cliente. Los televidentes tendrían la mejor definición de responsabilidad social empresarial. Y nosotros teníamos un consejo de vida.

Zapatos para Huaycán

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Tras recorrer otros talleres en el parque, partimos hacia la ciudad. Al acercarnos al mediodía, el sol empezaba a brillar con más fuerza. A esa hora, la avenida Andrés A. Cáceres, la principal de Huaycán, estaba llena de gente y de comercios inquietos y pujantes. «Zapatos de calidad», decía el letrero encima de una puerta. Al fondo estaba Manuel Revilla, conversando con una mujer joven. —¡Hola, Nano! —me saludó entusiasta y salió a nuestro encuentro. —Parece que no hay necesidad de presentarlos —dijo Gloria. —Sí, claro, yo veo siempre su programa y le digo a mi hija que lo vea —dijo señalándome a la joven. —Hemos venido aquí porque sabemos que eres el fundador de la cadena de zapaterías más exitosa de Huaycán. Quiero que nos puedas contar tu historia... —iba a continuar y ya me estaba interrumpiendo, entusiasta. —Mira lo que estaba viendo con mi hija para mostrarte cuando llegaras —tenía un paquete de fotografías encima del mostrador—. Creo que las imágenes lo dicen todo. Desplegó las fotografías encima del vidrio. —Aquí estoy cuando recién llegué —continuó—. Dormíamos casi al aire libre.

Luego, como quien reparte naipes de una baraja, lanzó una segunda fotografía: allí estaba en una casita de madera con uno de sus hijos, que jugaba con zapatos en el suelo, y ya tenía una máquina de coser; luego lanzó la siguiente: ahora se le veía sonriendo con una máquina semiindustrial y en una casa de ladrillo, sin acabar; en otras fotos estaba con su segunda máquina, su hija crecida y en el techado del segundo piso; mostrando sus zapatos ante un ministro fujimorista, en la inauguración del segundo local; en la graduación de su hijo; recibiendo una condecoración del alcalde; inaugurando su tercera tienda, en un concierto en la vía pública; y con su imagen sonriendo, feliz, triunfante, realizado a través de su acción y no quebrado en la desesperanza, como un héroe. Cuando puso la última fotografía sobre la mesa no se escuchó nada, nadie habló, nadie pronunció palabra: no había palabras. Fue un momento que siempre tendré en mi corazón. Viendo el rostro curtido de Manuel mirándome ahora a mí con los ojos llenos de lágrimas, me dije que nada nos detendría. —Bueno, bueno —dijo de pronto, caminando hacia una de las vitrinas—. No nos pongamos sentimentales —sacó un zapato y me lo entregó—. Míralo bien, Nano. Analiza la suela ancha, las costuras. Dóblalo, si quieres, porque no le va a pasar nada, porque este es un zapato para Huaycán. —¿Cómo que un zapato para Huaycán? —le pregunté. —Claro. Mira, los zapatos que vinieron a vender aquí eran de marcas nacionales y extranjeras, pero diseñadas para caminar en vereda, en parquet, en ciudad, y no en camino de tierra, para subir cerro, como hemos hecho toda la vida aquí. Por eso, la gente se quejaba que no duraban. De eso me di cuenta cuando arreglaba los zapatos. Sus ojos resplandecían de orgullo cuando nos contaba esto. —Entonces me dije: algún día voy a fabricar zapatos duros para los que viven aquí. No botas que dan calor, sino zapatos de suelas duras, para trepar a los cerros, donde están las casas de la mayoría de gente. —¿Y cuándo comenzaste a hacerlo? —pregunté. —Apenas me compré mi primera máquina. Les decía a los clientes que venían con sus zapatos rotos que les haría unos zapatos duros. Ellos me decían: «Si haces eso, te quedarás sin trabajo», porque

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—Pues ahora espero sobrevivir primero al enemigo que antes creía era la solución a todo: el Estado. Después de esquivarlo o vencerlo, entonces creceré y ayudaré a otros a hacerlo a través de la empresa y, por qué no, de algún proyecto social. Los empresarios siempre debemos hacer algo por mejorar el mundo en el que vivimos, porque en él hacemos nuestros negocios. Si el mundo no anda, los negocios no andan. Se mostraba más resuelto ante la cámara de Francisco, que había vuelto a grabar desde que Eudocio mencionó con orgullo a su primer cliente. Los televidentes tendrían la mejor definición de responsabilidad social empresarial. Y nosotros teníamos un consejo de vida.

Zapatos para Huaycán

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

ya no vendrían a arreglarlos. Yo les contestaba: «El día que eso suceda, tendré un montón de plata y dejaré de trabajar». En lo único que me equivoqué es que sigo trabajando, pero es porque me gusta. Manuel había adaptado un producto común como un zapato a las necesidades de su medio, había descubierto la necesidad a partir de su oficio, y había decidido reinventarse él y reinventar el zapato. Ya no sería un «remendón», sino un confeccionista de calzado: dejaría el autoempleo para ser un empresario. Esa es la esencia de todo buen negocio. «No hay necesidad de que uno invente algo, de que uno sea un descubridor —digo en mis conferencias—. Solo es necesario hacerlo para tu entorno, reinventarlo, modificarlo. Allí está la base de una empresa exitosa. Siempre que veamos un producto, pensemos en cómo lo podríamos hacer de nuevo, en cómo lo fabricaríamos para el Perú». Una de las preguntas más importantes en el mundo empresarial es: «¿Qué es lo que valora la gente aquí?», pues los empresarios que tienen éxito como Manuel siempre están creando valor para el cliente. Además, Manuel definió adecuadamente su negocio. Esta es otra clave en el mundo de la administración. Los empresarios que definen de manera adecuada su negocio se pueden centrar en dar lo que quiere de verdad el cliente, en lo que valoran. En Huaycán eso se llama durabilidad. Por eso, pasó de reparar a dar resistencia. Redefinió su negocio y con ello su vida y la de sus hijos. Mientras nos mostraba las vitrinas con calzado para todas las ocasiones y todos los gustos, nos dijo: —Después, cuando el cliente me conoció y me compró, entonces pasé a ofrecerle calzado para sus hijos, para la niña cuando crece, para su esposa, pero siempre haciendo algo durable, porque sé que aquí a la gente no le sobra y que un zapato es una inversión. Antes de irnos, por último, nos contó que su zapatería estaba tan bien ubicada que un banco le pidió comprarle el primer piso. Él no dudó en venderlo. Estaba seguro de que su cliente no tendría problemas en subir al segundo piso a buscar su calzado. —Si subimos cerros, ¿cómo no vamos a subir escaleras para buscar zapatos? —nos dijo desde la escalera, abrazando a su hija y a su esposa.

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Los dueños del no «Hoy se metió un tipo de Fiscalización del municipio. Llámame urgente», decía el mensaje de texto que me envió Héctor al celular. Lo había llamado durante una hora, pero no me contestaba. Decidí seguir con el carro hacia la oficina. Cuando estuve cerca, vi una camioneta del Serenazgo y una buena cantidad de gente en la calle. Me alarmé. —¿Qué ha pasado? —le pregunté a Elizabeth, una de las chicas de la parte administrativa, que estaba afuera, junto al jardín de la entrada, conversando con Paola y Miriam, también del equipo de Somos Empresa. —Unos señores tocaron la puerta y se quisieron meter hasta el segundo piso, diciendo que eran de Fiscalización del municipio. Entonces salió Héctor a impedírselo —dijo Elizabeth, como cuando uno cuenta la travesura de un hermano ante su papá. —¿Y qué pasó? —pregunté impaciente. —Héctor los agarró a cada uno del cuello y los metió al baño. Los ha dejado encerrados, pero parece que desde allí han llamado al Serenazgo. Héctor ha llamado a la comisaría y ha dicho que unos extraños se han metido a la casa. Estamos esperando que venga la Policía. Héctor salió de la oficina y, desde el marco de la puerta, me miró, entre culpable y rabioso. —Es tu problema y tú lo resolverás —le dije. —¡Nano, esto es un hostigamiento! ¡Es una persecución! ¡Lo único que quieren es plata! —alcanzó a decir mientras yo prendía el carro y reiniciaba mi marcha, molesto. «Ahora sí vamos a entrar en guerra», pensé mientras partía. Las palabras de Héctor quedaron rebotando en mi cabeza. Me sentía como alguien perseguido. No habíamos hecho nada malo. Incluso habíamos preguntado a la municipalidad si esa era la zona adecuada para nuestro negocio, y nos habían contestado que sí. Pensaba en la gente que tiene pequeños negocios, en aquellos que deciden emprender con una mercadería comprada apenas con todo el capital que entra en sus bolsillos. Me sentía con rabia. La mezcla de sentimientos se iba acrecentando conforme avanzaba por las calles. Salí de San Isidro y enrumbé hacia Lince. 153

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

ya no vendrían a arreglarlos. Yo les contestaba: «El día que eso suceda, tendré un montón de plata y dejaré de trabajar». En lo único que me equivoqué es que sigo trabajando, pero es porque me gusta. Manuel había adaptado un producto común como un zapato a las necesidades de su medio, había descubierto la necesidad a partir de su oficio, y había decidido reinventarse él y reinventar el zapato. Ya no sería un «remendón», sino un confeccionista de calzado: dejaría el autoempleo para ser un empresario. Esa es la esencia de todo buen negocio. «No hay necesidad de que uno invente algo, de que uno sea un descubridor —digo en mis conferencias—. Solo es necesario hacerlo para tu entorno, reinventarlo, modificarlo. Allí está la base de una empresa exitosa. Siempre que veamos un producto, pensemos en cómo lo podríamos hacer de nuevo, en cómo lo fabricaríamos para el Perú». Una de las preguntas más importantes en el mundo empresarial es: «¿Qué es lo que valora la gente aquí?», pues los empresarios que tienen éxito como Manuel siempre están creando valor para el cliente. Además, Manuel definió adecuadamente su negocio. Esta es otra clave en el mundo de la administración. Los empresarios que definen de manera adecuada su negocio se pueden centrar en dar lo que quiere de verdad el cliente, en lo que valoran. En Huaycán eso se llama durabilidad. Por eso, pasó de reparar a dar resistencia. Redefinió su negocio y con ello su vida y la de sus hijos. Mientras nos mostraba las vitrinas con calzado para todas las ocasiones y todos los gustos, nos dijo: —Después, cuando el cliente me conoció y me compró, entonces pasé a ofrecerle calzado para sus hijos, para la niña cuando crece, para su esposa, pero siempre haciendo algo durable, porque sé que aquí a la gente no le sobra y que un zapato es una inversión. Antes de irnos, por último, nos contó que su zapatería estaba tan bien ubicada que un banco le pidió comprarle el primer piso. Él no dudó en venderlo. Estaba seguro de que su cliente no tendría problemas en subir al segundo piso a buscar su calzado. —Si subimos cerros, ¿cómo no vamos a subir escaleras para buscar zapatos? —nos dijo desde la escalera, abrazando a su hija y a su esposa.

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Los dueños del no «Hoy se metió un tipo de Fiscalización del municipio. Llámame urgente», decía el mensaje de texto que me envió Héctor al celular. Lo había llamado durante una hora, pero no me contestaba. Decidí seguir con el carro hacia la oficina. Cuando estuve cerca, vi una camioneta del Serenazgo y una buena cantidad de gente en la calle. Me alarmé. —¿Qué ha pasado? —le pregunté a Elizabeth, una de las chicas de la parte administrativa, que estaba afuera, junto al jardín de la entrada, conversando con Paola y Miriam, también del equipo de Somos Empresa. —Unos señores tocaron la puerta y se quisieron meter hasta el segundo piso, diciendo que eran de Fiscalización del municipio. Entonces salió Héctor a impedírselo —dijo Elizabeth, como cuando uno cuenta la travesura de un hermano ante su papá. —¿Y qué pasó? —pregunté impaciente. —Héctor los agarró a cada uno del cuello y los metió al baño. Los ha dejado encerrados, pero parece que desde allí han llamado al Serenazgo. Héctor ha llamado a la comisaría y ha dicho que unos extraños se han metido a la casa. Estamos esperando que venga la Policía. Héctor salió de la oficina y, desde el marco de la puerta, me miró, entre culpable y rabioso. —Es tu problema y tú lo resolverás —le dije. —¡Nano, esto es un hostigamiento! ¡Es una persecución! ¡Lo único que quieren es plata! —alcanzó a decir mientras yo prendía el carro y reiniciaba mi marcha, molesto. «Ahora sí vamos a entrar en guerra», pensé mientras partía. Las palabras de Héctor quedaron rebotando en mi cabeza. Me sentía como alguien perseguido. No habíamos hecho nada malo. Incluso habíamos preguntado a la municipalidad si esa era la zona adecuada para nuestro negocio, y nos habían contestado que sí. Pensaba en la gente que tiene pequeños negocios, en aquellos que deciden emprender con una mercadería comprada apenas con todo el capital que entra en sus bolsillos. Me sentía con rabia. La mezcla de sentimientos se iba acrecentando conforme avanzaba por las calles. Salí de San Isidro y enrumbé hacia Lince. 153

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

En el camino, mientras pasábamos por el mercado de ese distrito, se me vino a la cabeza el día en que Simón me fue a buscar al canal de televisión y nos fuimos a almorzar con Sonia. Recordé su rostro reflexivo y sonriente mirando a los ambulantes vendiendo libros en la calle. «No será tan fácil», dijo. Yo le pregunté a qué se refería. —No será tan fácil la revolución de las hormigas, porque los enemigos del carajo estarán al acecho. —¿Qué hormigas? ¿Qué enemigos? —le pregunté. Simón simplemente se quedó en silencio, mirando a los vendedores ambulantes de libros. Luego cambió de tema. En aquel momento sus palabras regresaron claras y nítidas. Parecía que Simón estaba a mi lado de nuevo. Di vuelta al carro y fui hasta la esquina, donde ocho años atrás Simón se había detenido a ver los libros de aquellos ambulantes. Allí estaban, como si el tiempo no hubiese pasado para ellos. Las avenidas habían cambiado, había nuevos edificios y la carga de carros era mayor (y, por lo tanto, también la de clientes, ya que vendían al paso, entre los cambios de luz del semáforo). Ofrecían las últimas novelas, los libros de autoayuda y ediciones de gerencia y management. Detuve mi carro junto a la vereda y me quedé observándolos un rato. Ellos saben claramente qué libros son los que quiere la gente, qué se vende, qué se está leyendo y para eso deben leer mucho. «Saben más de gerencia que muchos profesores de maestría», había dicho esa vez Simón. «¿Qué eran?», me pregunté. Para algunos economistas, son simplemente desempleados y, para otros, más obsesivos con las clasificaciones, subempleados. Para los izquierdistas recalcitrantes, son los pobres que se debe liberar de la explotación, aunque trabajen para ellos mismos. Para los municipios, son una fuente de recursos: les cobran por estar en las calles o les decomisan la mercadería. Para los abogados, son la informalidad, y, para los sociólogos, parte de la anomia. Para Indecopi, la Sunat y Defensa Civil, solo eran fuente de ingresos. Para los blanquitos, son los cholos que invadieron Lima, y, para Simón, la expresión del espíritu de lucha de los peruanos, el negocio en su fase inicial, el comienzo de su lucha por la riqueza y el progreso.

—Solo falta que nos dejen, que nos brinden fe de vez en cuando y que nos den más conocimiento. Eso es todo lo que necesitamos, Nano —dijo una voz a mi costado. «Es Simón», pensé, y volteé hacia mi derecha. Solo vi el asiento vacío del copiloto. En una fracción de segundo pensé aterrado que estaba perdiendo la razón o que el espíritu de Simón estaba efectivamente en el carro. —Eso es lo que hay que hacer —repitió la voz, ahora por el otro lado. Junto a mi ventana vi a un hombre con barba canosa y un montón de libros sostenidos en una especie de tablero. —¿No te acuerdas de mí? —dijo—. Soy amigo de Simón... Una vez pararon aquí para comprar un libro de Peter Drucker. Yo no lo veía meses y nos quedamos conversando un rato, así nomás, por la ventana, como ahora contigo. Estaba en tu carro y después publicaste tu libro y lo vendimos aquí, sin piratearlo al comienzo, por si acaso... Después, bueno, subieron el precio y ya lo comenzaron a piratear, pero yo no vendía, ¿ah?... —resopló apoyándose en el marco de la ventana del carro—. Luego de esa vez nos hemos visto varias veces con Simón, pero ya para hablar de sus ideas de arreglar el país y sus locuras sobre el desarrollo de los emprendedores. Hemos discutido bastante, porque, ¿sabes?, yo soy marxista, comunista como mi padre, y Simón cree que las empresas traen el desarrollo. Me quedé asombrado. «Ese hombre sabía de Simón, había estado con él, me podía dar noticias sobre él», pensé rápidamente. —¿Lo has visto? ¿Sabes dónde lo puedo encontrar? —pregunté, disimulando la ansiedad. —Bueno, no lo veo hace algunos meses. Luego miró atrás, como para que nadie lo escuchara, y dijo en voz baja: —Creo que está con los de ese movimiento revolucionario. Pero esos no son marxistas, son unos reformistas. A Piura debe haberse ido, porque los que venden libros políticos en esta zona me han dicho que allá están imprimiendo un folleto con las ideas de esos seudorrevolucionarios. Piura, debería ir a Piura, eso debía hacer. Dejé de escuchar al hombre, que había empezado a hablarme de las condiciones para la lucha revolucionaria. —Gracias, hermano, tengo que salir ya —dije, y encendí el carro.

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¿Dónde está la riqueza?

En el camino, mientras pasábamos por el mercado de ese distrito, se me vino a la cabeza el día en que Simón me fue a buscar al canal de televisión y nos fuimos a almorzar con Sonia. Recordé su rostro reflexivo y sonriente mirando a los ambulantes vendiendo libros en la calle. «No será tan fácil», dijo. Yo le pregunté a qué se refería. —No será tan fácil la revolución de las hormigas, porque los enemigos del carajo estarán al acecho. —¿Qué hormigas? ¿Qué enemigos? —le pregunté. Simón simplemente se quedó en silencio, mirando a los vendedores ambulantes de libros. Luego cambió de tema. En aquel momento sus palabras regresaron claras y nítidas. Parecía que Simón estaba a mi lado de nuevo. Di vuelta al carro y fui hasta la esquina, donde ocho años atrás Simón se había detenido a ver los libros de aquellos ambulantes. Allí estaban, como si el tiempo no hubiese pasado para ellos. Las avenidas habían cambiado, había nuevos edificios y la carga de carros era mayor (y, por lo tanto, también la de clientes, ya que vendían al paso, entre los cambios de luz del semáforo). Ofrecían las últimas novelas, los libros de autoayuda y ediciones de gerencia y management. Detuve mi carro junto a la vereda y me quedé observándolos un rato. Ellos saben claramente qué libros son los que quiere la gente, qué se vende, qué se está leyendo y para eso deben leer mucho. «Saben más de gerencia que muchos profesores de maestría», había dicho esa vez Simón. «¿Qué eran?», me pregunté. Para algunos economistas, son simplemente desempleados y, para otros, más obsesivos con las clasificaciones, subempleados. Para los izquierdistas recalcitrantes, son los pobres que se debe liberar de la explotación, aunque trabajen para ellos mismos. Para los municipios, son una fuente de recursos: les cobran por estar en las calles o les decomisan la mercadería. Para los abogados, son la informalidad, y, para los sociólogos, parte de la anomia. Para Indecopi, la Sunat y Defensa Civil, solo eran fuente de ingresos. Para los blanquitos, son los cholos que invadieron Lima, y, para Simón, la expresión del espíritu de lucha de los peruanos, el negocio en su fase inicial, el comienzo de su lucha por la riqueza y el progreso.

—Solo falta que nos dejen, que nos brinden fe de vez en cuando y que nos den más conocimiento. Eso es todo lo que necesitamos, Nano —dijo una voz a mi costado. «Es Simón», pensé, y volteé hacia mi derecha. Solo vi el asiento vacío del copiloto. En una fracción de segundo pensé aterrado que estaba perdiendo la razón o que el espíritu de Simón estaba efectivamente en el carro. —Eso es lo que hay que hacer —repitió la voz, ahora por el otro lado. Junto a mi ventana vi a un hombre con barba canosa y un montón de libros sostenidos en una especie de tablero. —¿No te acuerdas de mí? —dijo—. Soy amigo de Simón... Una vez pararon aquí para comprar un libro de Peter Drucker. Yo no lo veía meses y nos quedamos conversando un rato, así nomás, por la ventana, como ahora contigo. Estaba en tu carro y después publicaste tu libro y lo vendimos aquí, sin piratearlo al comienzo, por si acaso... Después, bueno, subieron el precio y ya lo comenzaron a piratear, pero yo no vendía, ¿ah?... —resopló apoyándose en el marco de la ventana del carro—. Luego de esa vez nos hemos visto varias veces con Simón, pero ya para hablar de sus ideas de arreglar el país y sus locuras sobre el desarrollo de los emprendedores. Hemos discutido bastante, porque, ¿sabes?, yo soy marxista, comunista como mi padre, y Simón cree que las empresas traen el desarrollo. Me quedé asombrado. «Ese hombre sabía de Simón, había estado con él, me podía dar noticias sobre él», pensé rápidamente. —¿Lo has visto? ¿Sabes dónde lo puedo encontrar? —pregunté, disimulando la ansiedad. —Bueno, no lo veo hace algunos meses. Luego miró atrás, como para que nadie lo escuchara, y dijo en voz baja: —Creo que está con los de ese movimiento revolucionario. Pero esos no son marxistas, son unos reformistas. A Piura debe haberse ido, porque los que venden libros políticos en esta zona me han dicho que allá están imprimiendo un folleto con las ideas de esos seudorrevolucionarios. Piura, debería ir a Piura, eso debía hacer. Dejé de escuchar al hombre, que había empezado a hablarme de las condiciones para la lucha revolucionaria. —Gracias, hermano, tengo que salir ya —dije, y encendí el carro.

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—¿Pero no me vas a comprar? —sacó un libro de Daniel Goleman, La inteligencia emocional en la empresa, y dijo, como un aplicado profesor de Gerencia—: Es una excelente continuación de su primer libro, esta vez aplicado todo a la cultura organizacional y al liderazgo ejecutivo. —Deberías dar clases de Gerencia en lugar de criticar a la empresa —le dije, entregándole el dinero a cambio del libro. —Una cosa es el negocio y otra la ideología, Nano —dijo. Luego se guardó el billete y se fue sin darme vuelto. Decidí ir hacia las oficinas de la ANDE. Buscaría a los muchachos de Emprende Joven de Independencia, buscaría a amigos emprendedores de varios conglomerados, buscaría a los directivos de la asociación. Si era preciso, buscaría también a la gente del movimiento revolucionario para hacer algo. ¿Qué? No lo sabía. Lo único que tenía claro era que debía hacer algo. Para suerte mía, esa tarde estaban todos en las oficinas de la ANDE. Daniel, director ejecutivo de la organización, había convocado a los muchachos para conversar sobre las inquietudes que yo le había comentado. Allí estaban, alrededor de la pequeña mesa que tenía como directorio. —¿Qué te trae por aquí? —dijo Daniel, serio como siempre. Ocupaba su cargo a pedido mío. Empresario de construcción y oficial de la Fuerza Aérea del Perú en retiro, lo había conocido cuando decidimos juntos apoyar a Jorge Santisteban, ex defensor del pueblo, en su corta campaña a la presidencia en 2001. Allí aprendí a apreciarlo y a conocerlo. Era un fiel creyente de la motivación empresarial e hicimos varias capacitaciones juntos. Fue fácil convencerlo para que aceptara el reto de dirigir la ANDE. —Estaba pensando en lo que los muchachos me plantearon la otra vez —dije—. Creo que sería interesante plantear una propuesta política. Ni bien terminé la frase, todos se lanzaron a hablar. —Justo de eso estábamos hablando —dijo Daniel. —Eso te queríamos proponer —comentó Juan Carlos. —Queremos hacer una huelga o una marcha —agregó Adolfo. —Bueno, bueno, ordenémonos —dije—. Hagamos una tormenta de ideas. —¿Qué es eso? —dijo Claudia.

—Es una técnica para buscar soluciones creativas. La aplicaban los japoneses para encontrar soluciones a sus problemas de producción en sus círculos de calidad total. Se trata de soltar ideas, aunque parezcan extrañas y sin censurarlas —les dije. Luego pregunté—: Entonces, ¿qué es lo que se les ocurre que no sea tan clásico como una marcha? —Deberíamos hacer una marcha, pero diferente —dijo Juan Carlos—. Quizá como un pasacalle o un desfile. —O una especie de hora loca —dijo Lucho, un empresario que nos apoyaba en la directiva de la ANDE. —¿Y por qué no un minuto loco, para que no sea tan caro? —dijo Henry, uno de los muchachos de Emprende Joven. —Eso es, eso es. Hay que hacer un minuto emprendedor —dijo Juan Carlos, entusiasmado. —Pero pueden asociarnos con el movimiento revolucionario —dijo Daniel, poniendo paños fríos a nuestro entusiasmo—. Hay que tener cuidado con eso. Acabo de escuchar en la radio que ahora han quemado un local de Sunat. —No, Daniel, no hay que hacer una huelga violenta —dijo Juan Carlos—. Hay que hacer una huelga de brazos caídos, como una vez me propuso un dirigente del mercado El Anexo de Piura. —Entonces, hagamos una especie de minuto de silencio, pero con bulla, como la hora loca. Y que se haga en la calle, frente a los negocios —intervino Daniel. Lo teníamos. Sería una especie de protesta rápida, original y que buscaba agrupar a los emprendedores alrededor de sus negocios, y contra los que Simón había llamado los enemigos del carajo. Había que organizarnos e ir incorporando a diferentes zonas comerciales y conglomerados. Había que trabajar. Fue el proceso creativo más rápido que había hecho como consultor. La tormenta de ideas más acelerada que había presenciado. Quizá por la pasión que le poníamos o por la desesperación de hacer algo o por estar inspirados en la fuerza del tema, lo cierto es que así decidimos hacer «El minuto emprendedor».

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

—¿Pero no me vas a comprar? —sacó un libro de Daniel Goleman, La inteligencia emocional en la empresa, y dijo, como un aplicado profesor de Gerencia—: Es una excelente continuación de su primer libro, esta vez aplicado todo a la cultura organizacional y al liderazgo ejecutivo. —Deberías dar clases de Gerencia en lugar de criticar a la empresa —le dije, entregándole el dinero a cambio del libro. —Una cosa es el negocio y otra la ideología, Nano —dijo. Luego se guardó el billete y se fue sin darme vuelto. Decidí ir hacia las oficinas de la ANDE. Buscaría a los muchachos de Emprende Joven de Independencia, buscaría a amigos emprendedores de varios conglomerados, buscaría a los directivos de la asociación. Si era preciso, buscaría también a la gente del movimiento revolucionario para hacer algo. ¿Qué? No lo sabía. Lo único que tenía claro era que debía hacer algo. Para suerte mía, esa tarde estaban todos en las oficinas de la ANDE. Daniel, director ejecutivo de la organización, había convocado a los muchachos para conversar sobre las inquietudes que yo le había comentado. Allí estaban, alrededor de la pequeña mesa que tenía como directorio. —¿Qué te trae por aquí? —dijo Daniel, serio como siempre. Ocupaba su cargo a pedido mío. Empresario de construcción y oficial de la Fuerza Aérea del Perú en retiro, lo había conocido cuando decidimos juntos apoyar a Jorge Santisteban, ex defensor del pueblo, en su corta campaña a la presidencia en 2001. Allí aprendí a apreciarlo y a conocerlo. Era un fiel creyente de la motivación empresarial e hicimos varias capacitaciones juntos. Fue fácil convencerlo para que aceptara el reto de dirigir la ANDE. —Estaba pensando en lo que los muchachos me plantearon la otra vez —dije—. Creo que sería interesante plantear una propuesta política. Ni bien terminé la frase, todos se lanzaron a hablar. —Justo de eso estábamos hablando —dijo Daniel. —Eso te queríamos proponer —comentó Juan Carlos. —Queremos hacer una huelga o una marcha —agregó Adolfo. —Bueno, bueno, ordenémonos —dije—. Hagamos una tormenta de ideas. —¿Qué es eso? —dijo Claudia.

—Es una técnica para buscar soluciones creativas. La aplicaban los japoneses para encontrar soluciones a sus problemas de producción en sus círculos de calidad total. Se trata de soltar ideas, aunque parezcan extrañas y sin censurarlas —les dije. Luego pregunté—: Entonces, ¿qué es lo que se les ocurre que no sea tan clásico como una marcha? —Deberíamos hacer una marcha, pero diferente —dijo Juan Carlos—. Quizá como un pasacalle o un desfile. —O una especie de hora loca —dijo Lucho, un empresario que nos apoyaba en la directiva de la ANDE. —¿Y por qué no un minuto loco, para que no sea tan caro? —dijo Henry, uno de los muchachos de Emprende Joven. —Eso es, eso es. Hay que hacer un minuto emprendedor —dijo Juan Carlos, entusiasmado. —Pero pueden asociarnos con el movimiento revolucionario —dijo Daniel, poniendo paños fríos a nuestro entusiasmo—. Hay que tener cuidado con eso. Acabo de escuchar en la radio que ahora han quemado un local de Sunat. —No, Daniel, no hay que hacer una huelga violenta —dijo Juan Carlos—. Hay que hacer una huelga de brazos caídos, como una vez me propuso un dirigente del mercado El Anexo de Piura. —Entonces, hagamos una especie de minuto de silencio, pero con bulla, como la hora loca. Y que se haga en la calle, frente a los negocios —intervino Daniel. Lo teníamos. Sería una especie de protesta rápida, original y que buscaba agrupar a los emprendedores alrededor de sus negocios, y contra los que Simón había llamado los enemigos del carajo. Había que organizarnos e ir incorporando a diferentes zonas comerciales y conglomerados. Había que trabajar. Fue el proceso creativo más rápido que había hecho como consultor. La tormenta de ideas más acelerada que había presenciado. Quizá por la pasión que le poníamos o por la desesperación de hacer algo o por estar inspirados en la fuerza del tema, lo cierto es que así decidimos hacer «El minuto emprendedor».

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¿Dónde está la riqueza?

Jesús, el intelectual emprendedor Noviembre empezó gris y con garúa, y un mensaje pareció nublarlo más. Cecilia me escribió diciendo que la empresa minera que habíamos visitado había pensado no invertir en el tema que les propusimos, porque estaban haciendo ya un gasto en un concurso municipal de parques en la ciudad en la que estaban. «Sembrarán flores, pero no ideas», le respondí en un mail. Siempre fastidia que una venta no se logre, porque implica mucha energía y tiempo invertido en vano. Uno estudia al prospecto de cliente, lo selecciona, busca la cita con el número uno, sortea secretarias como la sueca, hace la propuesta, ajusta los precios y, de pronto, un miembro del directorio u otro gerente creen que es más importante quedar bien con el municipio. Pero ese desengaño es importante: te da una energía basada en la frustración que, creo, es parte de la energía de los emprendedores. Una «piconería» sana, diríamos. Por eso llamé a Adela y le pedí que activara más citas y enviara mails a otras empresas mineras que estábamos prospectando. Y surtió efecto. Llamaron de un proyecto minero muy grande en Moquegua. Ya habíamos estado allí unos años atrás, animando a la gente a que aprovechara la coyuntura económica que iba a dar el proyecto para hacer negocios, y que no sucediera lo que en otras localidades, donde, después de la llegada de la minería, se instalaban los negocios de afuera. Es decir, otros aprovecharon el boom. Esta vez los encargados del proyecto estaban preocupados porque algunas voces agitadoras se oponían a la inversión con pretextos «ecológicos». Señalaban, entre otras cosas semejantes, que el agua se iba a gastar. Era el esquema antiminero nuevo que se escondía tras la defensa ambiental y que nunca había dicho nada cuando la minería era estatal y sí contaminaba, o que no decía nada de otras grandes empresas que contaminan, pero en las que hay trabajadores que se opondrían a sus ideas y, por lo tanto, no serían populares. Se trataba de una empresa muy seria. La habíamos investigado y tenía una de las mejores políticas ambientales y sociales del mundo. De hecho, había trabajado de la mano con Nelson Mandela en Sudáfrica. Estábamos seguros de que haría las cosas con seriedad y profesionalismo. Por eso aceptamos ir de nuevo.

De paso, eso me daba la oportunidad de reencontrarme con Jesús y revisar sus avances con el texto. No había tenido noticias suyas en varias semanas: le escribí un mail pero no obtuve respuesta de su parte. Estaba convencido, sin embargo, de que Jesús ya debía haberle encontrado el sentido al documento. Pero estábamos ya en Moquegua instalados en el hotel y sin saber de Jesús. Apenas llegamos a la ciudad, pasé a buscarlo a su casa y nadie contestó. Los vecinos decían no haberlo visto durante días. De todas formas, dejé una nota debajo de la puerta y regresé una hora después. Fue en vano. La tarde avanzó rápido y el fuerte sol de Moquegua dio paso a un viento gélido que me preocupó un poco: si hacía mucho frío, la gente podía desistir de ir al evento. Pero, para nuestra sorpresa, el patio del colegio estaba repleto, con las dos mil sillas ocupadas. La gente, entusiasmada, veía algunas partes de nuestro programa Somos Empresa, que siempre ponemos como adelanto. Pasamos por detrás del toldo hacia la parte posterior del estrado y esperamos. —¡Mierda, mucha mierda! —dijimos con Ángel, dándonos la mano antes de subir al escenario. Allá arriba percibimos el efecto de las luces, las caras de los emprendedores saludándonos, la música, los aplausos. A veces pensaba que parecíamos actores de circo llevando nuestra función por todo el país. Cuando iba a empezar a hablar me interrumpió Nicolasa, el títere de Ángel que todos conocían por el canal del Estado. Llevaba un cartel en el que había escrito: «¡No!». Y gritaba: «No, no, nooo». —¡Nicolasa! —le dije—. ¿Qué pasa? —Estoy en contra —me respondió. —¿De qué? —le pregunté de nuevo. —De todo —dijo, y la gente soltó una carcajada. Habíamos ideado esa forma de iniciar la conferencia para referirnos a lo que llamé los dueños del no. Los que se oponen a todo. —Los señores del no siempre dicen que no podemos —dije—. Para ellos todo es un peligro. Ellos ven la globalización con miedo porque no saben enfrentarla, porque no tienen las herramientas para remontarla y para aprovecharla. Los dueños del no quieren que tengas miedo como ellos o más que ellos. Por eso, te dicen que no puedes

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¿Dónde está la riqueza?

Jesús, el intelectual emprendedor Noviembre empezó gris y con garúa, y un mensaje pareció nublarlo más. Cecilia me escribió diciendo que la empresa minera que habíamos visitado había pensado no invertir en el tema que les propusimos, porque estaban haciendo ya un gasto en un concurso municipal de parques en la ciudad en la que estaban. «Sembrarán flores, pero no ideas», le respondí en un mail. Siempre fastidia que una venta no se logre, porque implica mucha energía y tiempo invertido en vano. Uno estudia al prospecto de cliente, lo selecciona, busca la cita con el número uno, sortea secretarias como la sueca, hace la propuesta, ajusta los precios y, de pronto, un miembro del directorio u otro gerente creen que es más importante quedar bien con el municipio. Pero ese desengaño es importante: te da una energía basada en la frustración que, creo, es parte de la energía de los emprendedores. Una «piconería» sana, diríamos. Por eso llamé a Adela y le pedí que activara más citas y enviara mails a otras empresas mineras que estábamos prospectando. Y surtió efecto. Llamaron de un proyecto minero muy grande en Moquegua. Ya habíamos estado allí unos años atrás, animando a la gente a que aprovechara la coyuntura económica que iba a dar el proyecto para hacer negocios, y que no sucediera lo que en otras localidades, donde, después de la llegada de la minería, se instalaban los negocios de afuera. Es decir, otros aprovecharon el boom. Esta vez los encargados del proyecto estaban preocupados porque algunas voces agitadoras se oponían a la inversión con pretextos «ecológicos». Señalaban, entre otras cosas semejantes, que el agua se iba a gastar. Era el esquema antiminero nuevo que se escondía tras la defensa ambiental y que nunca había dicho nada cuando la minería era estatal y sí contaminaba, o que no decía nada de otras grandes empresas que contaminan, pero en las que hay trabajadores que se opondrían a sus ideas y, por lo tanto, no serían populares. Se trataba de una empresa muy seria. La habíamos investigado y tenía una de las mejores políticas ambientales y sociales del mundo. De hecho, había trabajado de la mano con Nelson Mandela en Sudáfrica. Estábamos seguros de que haría las cosas con seriedad y profesionalismo. Por eso aceptamos ir de nuevo.

De paso, eso me daba la oportunidad de reencontrarme con Jesús y revisar sus avances con el texto. No había tenido noticias suyas en varias semanas: le escribí un mail pero no obtuve respuesta de su parte. Estaba convencido, sin embargo, de que Jesús ya debía haberle encontrado el sentido al documento. Pero estábamos ya en Moquegua instalados en el hotel y sin saber de Jesús. Apenas llegamos a la ciudad, pasé a buscarlo a su casa y nadie contestó. Los vecinos decían no haberlo visto durante días. De todas formas, dejé una nota debajo de la puerta y regresé una hora después. Fue en vano. La tarde avanzó rápido y el fuerte sol de Moquegua dio paso a un viento gélido que me preocupó un poco: si hacía mucho frío, la gente podía desistir de ir al evento. Pero, para nuestra sorpresa, el patio del colegio estaba repleto, con las dos mil sillas ocupadas. La gente, entusiasmada, veía algunas partes de nuestro programa Somos Empresa, que siempre ponemos como adelanto. Pasamos por detrás del toldo hacia la parte posterior del estrado y esperamos. —¡Mierda, mucha mierda! —dijimos con Ángel, dándonos la mano antes de subir al escenario. Allá arriba percibimos el efecto de las luces, las caras de los emprendedores saludándonos, la música, los aplausos. A veces pensaba que parecíamos actores de circo llevando nuestra función por todo el país. Cuando iba a empezar a hablar me interrumpió Nicolasa, el títere de Ángel que todos conocían por el canal del Estado. Llevaba un cartel en el que había escrito: «¡No!». Y gritaba: «No, no, nooo». —¡Nicolasa! —le dije—. ¿Qué pasa? —Estoy en contra —me respondió. —¿De qué? —le pregunté de nuevo. —De todo —dijo, y la gente soltó una carcajada. Habíamos ideado esa forma de iniciar la conferencia para referirnos a lo que llamé los dueños del no. Los que se oponen a todo. —Los señores del no siempre dicen que no podemos —dije—. Para ellos todo es un peligro. Ellos ven la globalización con miedo porque no saben enfrentarla, porque no tienen las herramientas para remontarla y para aprovecharla. Los dueños del no quieren que tengas miedo como ellos o más que ellos. Por eso, te dicen que no puedes

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¿Dónde está la riqueza?

competir y que todo lo que tenga que ver con globalización es malo. Para ellos, los chilenos, los vietnamitas o los chinos sí pueden competir, pero nosotros, no: nosotros somos incapaces de remontar la ola global. ¿Por qué? ¿Somos acaso menos o nos falta inteligencia?... Lo que pasa es que no saben crear riqueza y solo quieren dirigirnos desde el Estado. Por eso, dicen que todo lo debe hacer este Estado ineficiente y corrupto, que redistribuirá la riqueza sin saber hacerla. Nicolasa irrumpió: —Si quieres, te digo que sí a todo, papito. La gente estalló en risas. El evento transcurrió así, entre mis argumentos, películas y concursos para que el público participara. Al hablar, recorría con la vista las filas de la gente, buscando a Jesús. En ocasiones, me aproximaba a alguien que me parecía que era él, un poco cegado por el reflector que me alumbraba, pero me desengañaba al acercármele. Entonces recibí la señal de Héctor: debíamos cerrar ya el evento. —Emprendedores de Moquegua —dije—, aprovechen este momento. Los pueblos, las naciones y las personas debemos saber encontrar las oportunidades, y estas se encuentran muchas veces donde otros solo ven peligros. Precisamente, esa es una de las características de un emprendedor: ver donde otros no ven, inspirarse donde otros se asustan y afrontar donde otros salen corriendo. Luego de esto me quedé callado. Héctor me miró intrigado, porque habitualmente cerramos nuestras megaconferencias con la canción «Color esperanza», de Diego Torres. Esta vez no pedí la música. Estaba inquieto por saber qué había pasado con Jesús. Al final, ya tarde y cuando quedaba solo el personal de limpieza y los hermanos Pelusas —unos cusqueños expertos en sonido, que nos ayudaban en la acústica de nuestras conferencias y que viajaban desde su tierra a cualquier sitio que les pidiésemos—, se me acercó Martín, el menor de ellos, y me dijo que un muchacho se le había acercado en el evento y le había dejado un papel para mí. Casi se lo arranché de las manos y leí:

y he decidido ir. Debo decirte que el documento que me diste es un manifiesto político y que lo he ordenado y compaginado (inclusive he podido separar las citas y proverbios que tiene —que son de otros autores— y hasta un poema que hay al final). Pero lo más importante es que sepas que los del Movimiento Revolucionario Emprendedor me contactaron y quieren que vaya a esta reunión en Piura, donde decidirán una gran huelga nacional después de una serie de protestas violentas que ocurrieron allí. Pienso convencerlos de que ese no es el camino. Creo que debes ir tú también. Te enviaré el texto por correo desde alguna cabina en alguna parada. Me voy por tierra en un camión de un señor que lleva zapallos para allá. Saludos emprendedores, Jesús —Debemos salir ahora para Lima y no mañana —le dije a Héctor, que se quedó mudo cuando le di el papel—. Hay que ver si alcanzamos el vuelo que sale a las once de la noche. Miré mi reloj. Marcaba exactamente las nueve. —No alcanzamos —dijo Héctor, molesto por mi vehemencia—. Esta ruta es complicada y tiene niebla. Y en dos horas no la hace ni un experto. —Yo sí —dijo Jorge, el chofer—, pero esperen diez minutos a que termine de cargar el camión. Luego de hora y media de tensión, llegamos pálidos pero sanos al aeropuerto de Tacna. Eran cinco minutos antes de las once. Ángel sacó a Nicolasa y consiguió tres pasajes con las chicas de la aerolínea, que se tomaron fotos con el títere y le pidieron al capitán que esperara unos minutos, porque faltaba embarcarse una actriz de televisión.

Nano: No pude esperarte porque tuve que salir urgente para Piura. Allí va a ocurrir una reunión muy importante en tres días 160

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competir y que todo lo que tenga que ver con globalización es malo. Para ellos, los chilenos, los vietnamitas o los chinos sí pueden competir, pero nosotros, no: nosotros somos incapaces de remontar la ola global. ¿Por qué? ¿Somos acaso menos o nos falta inteligencia?... Lo que pasa es que no saben crear riqueza y solo quieren dirigirnos desde el Estado. Por eso, dicen que todo lo debe hacer este Estado ineficiente y corrupto, que redistribuirá la riqueza sin saber hacerla. Nicolasa irrumpió: —Si quieres, te digo que sí a todo, papito. La gente estalló en risas. El evento transcurrió así, entre mis argumentos, películas y concursos para que el público participara. Al hablar, recorría con la vista las filas de la gente, buscando a Jesús. En ocasiones, me aproximaba a alguien que me parecía que era él, un poco cegado por el reflector que me alumbraba, pero me desengañaba al acercármele. Entonces recibí la señal de Héctor: debíamos cerrar ya el evento. —Emprendedores de Moquegua —dije—, aprovechen este momento. Los pueblos, las naciones y las personas debemos saber encontrar las oportunidades, y estas se encuentran muchas veces donde otros solo ven peligros. Precisamente, esa es una de las características de un emprendedor: ver donde otros no ven, inspirarse donde otros se asustan y afrontar donde otros salen corriendo. Luego de esto me quedé callado. Héctor me miró intrigado, porque habitualmente cerramos nuestras megaconferencias con la canción «Color esperanza», de Diego Torres. Esta vez no pedí la música. Estaba inquieto por saber qué había pasado con Jesús. Al final, ya tarde y cuando quedaba solo el personal de limpieza y los hermanos Pelusas —unos cusqueños expertos en sonido, que nos ayudaban en la acústica de nuestras conferencias y que viajaban desde su tierra a cualquier sitio que les pidiésemos—, se me acercó Martín, el menor de ellos, y me dijo que un muchacho se le había acercado en el evento y le había dejado un papel para mí. Casi se lo arranché de las manos y leí:

y he decidido ir. Debo decirte que el documento que me diste es un manifiesto político y que lo he ordenado y compaginado (inclusive he podido separar las citas y proverbios que tiene —que son de otros autores— y hasta un poema que hay al final). Pero lo más importante es que sepas que los del Movimiento Revolucionario Emprendedor me contactaron y quieren que vaya a esta reunión en Piura, donde decidirán una gran huelga nacional después de una serie de protestas violentas que ocurrieron allí. Pienso convencerlos de que ese no es el camino. Creo que debes ir tú también. Te enviaré el texto por correo desde alguna cabina en alguna parada. Me voy por tierra en un camión de un señor que lleva zapallos para allá. Saludos emprendedores, Jesús —Debemos salir ahora para Lima y no mañana —le dije a Héctor, que se quedó mudo cuando le di el papel—. Hay que ver si alcanzamos el vuelo que sale a las once de la noche. Miré mi reloj. Marcaba exactamente las nueve. —No alcanzamos —dijo Héctor, molesto por mi vehemencia—. Esta ruta es complicada y tiene niebla. Y en dos horas no la hace ni un experto. —Yo sí —dijo Jorge, el chofer—, pero esperen diez minutos a que termine de cargar el camión. Luego de hora y media de tensión, llegamos pálidos pero sanos al aeropuerto de Tacna. Eran cinco minutos antes de las once. Ángel sacó a Nicolasa y consiguió tres pasajes con las chicas de la aerolínea, que se tomaron fotos con el títere y le pidieron al capitán que esperara unos minutos, porque faltaba embarcarse una actriz de televisión.

Nano: No pude esperarte porque tuve que salir urgente para Piura. Allí va a ocurrir una reunión muy importante en tres días 160

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¿Dónde está la riqueza?

Quinta reflexión

Aprendizaje

De regreso en Lima, le enseñé a Daniel la nota de Jesús, y él sugirió enviar a uno de los muchachos de Emprende Joven a Piura. Embarcamos a Juan Carlos, que es de Sullana. La orden era ubicar a Jesús y evitar que se metiera en problemas. Además, averiguar dónde era la reunión del movimiento. Yo llegaría en dos días, pues debía estar primero en Tarapoto. Pero antes de todo eso realizamos la primera jornada de «El minuto emprendedor». Fue en la galería ACCU, de Jesús María, y salió espectacular. Lo malo es que no acudió ningún medio de prensa, que era algo que también nos interesaba. Allí —acompañados de Lidia Cortez, Máximo San Román y varios dirigentes de mercados de Lima—, hicimos sonar silbatos y matracas durante un minuto, haciendo escuchar nuestra protesta por el ataque de los enemigos del carajo. Cuando estábamos en medio del minuto, miré los rostros entusiastas de mis amigos emprendedores. Gente que había permanecido mucho tiempo en silencio, soportando los abusos de un Estado que debía no solo servirlos, sino agradecerles por haber trabajado arduo por el progreso, por haber creído siempre que en esta patria pueden hacer su empresa. Pensé también que era hora de hacer llegar, además de la protesta, nuestras propuestas, que debían tener nuestro espíritu constructivo y nuestro ánimo edificador. Que era hora de cambiar las obsoletas ideas mercantilistas que buscaban el beneficio a partir de negocios hechos con el gobierno y las pasadas ideologías marxistas, que no entendían la naturaleza constructiva de la empresa, como lo había visto en Huaycán. Miré a un amigo poeta e intelectual que decidió acudir al evento y recordé también las palabras de Jesús: «Que se unan los creadores y no habrá bárbaros ni enemigos que nos detengan».

Encuentra las necesidades específicas de la gente de tu zona y especialízate en resolver sus necesidades, creando productos adaptados para ellos. Eso significa compenetrarte con sus necesidades muy particulares. Con ese propósito, debes recorrer la zona, observar bien lo que la gente hace con los productos, conocer el territorio. Esto es algo que las grandes marcas no pueden hacer y, por eso, elaboran productos generales. Debes pensar que una zona puede ser todo un gran mercado. Incluso una persona es un mercado. Después, adapta el producto o el servicio, mejora y reinventa según lo quiera el cliente, aun si eso significa redefinir lo que haces o lo que vendes. No te conformes con entregar productos genéricos. Hazlo. El cliente es el que manda. Así lo hizo Manuel y triunfó.

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De regreso en Lima, le enseñé a Daniel la nota de Jesús, y él sugirió enviar a uno de los muchachos de Emprende Joven a Piura. Embarcamos a Juan Carlos, que es de Sullana. La orden era ubicar a Jesús y evitar que se metiera en problemas. Además, averiguar dónde era la reunión del movimiento. Yo llegaría en dos días, pues debía estar primero en Tarapoto. Pero antes de todo eso realizamos la primera jornada de «El minuto emprendedor». Fue en la galería ACCU, de Jesús María, y salió espectacular. Lo malo es que no acudió ningún medio de prensa, que era algo que también nos interesaba. Allí —acompañados de Lidia Cortez, Máximo San Román y varios dirigentes de mercados de Lima—, hicimos sonar silbatos y matracas durante un minuto, haciendo escuchar nuestra protesta por el ataque de los enemigos del carajo. Cuando estábamos en medio del minuto, miré los rostros entusiastas de mis amigos emprendedores. Gente que había permanecido mucho tiempo en silencio, soportando los abusos de un Estado que debía no solo servirlos, sino agradecerles por haber trabajado arduo por el progreso, por haber creído siempre que en esta patria pueden hacer su empresa. Pensé también que era hora de hacer llegar, además de la protesta, nuestras propuestas, que debían tener nuestro espíritu constructivo y nuestro ánimo edificador. Que era hora de cambiar las obsoletas ideas mercantilistas que buscaban el beneficio a partir de negocios hechos con el gobierno y las pasadas ideologías marxistas, que no entendían la naturaleza constructiva de la empresa, como lo había visto en Huaycán. Miré a un amigo poeta e intelectual que decidió acudir al evento y recordé también las palabras de Jesús: «Que se unan los creadores y no habrá bárbaros ni enemigos que nos detengan».

Encuentra las necesidades específicas de la gente de tu zona y especialízate en resolver sus necesidades, creando productos adaptados para ellos. Eso significa compenetrarte con sus necesidades muy particulares. Con ese propósito, debes recorrer la zona, observar bien lo que la gente hace con los productos, conocer el territorio. Esto es algo que las grandes marcas no pueden hacer y, por eso, elaboran productos generales. Debes pensar que una zona puede ser todo un gran mercado. Incluso una persona es un mercado. Después, adapta el producto o el servicio, mejora y reinventa según lo quiera el cliente, aun si eso significa redefinir lo que haces o lo que vendes. No te conformes con entregar productos genéricos. Hazlo. El cliente es el que manda. Así lo hizo Manuel y triunfó.

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Capítulo 6 Enfrentando a los enemigos del carajo

Capítulo 6 Enfrentando a los enemigos del carajo

¿Dónde está la riqueza?

Después de «El minuto emprendedor», fui a la radio y comenté contento la realización de este primer encuentro. Recuerdo que una señora llamó indignada diciendo que aparentemente me había vuelto subversivo, como los del nuevo movimiento. Luego partí otra vez al aeropuerto, pues salíamos en la noche. En el camino revisé los correos y no había llegado el manifiesto que Jesús dijo que enviaría. En Tarapoto iba a iniciar un programa de motivación emprendedora muy diferente: Selva Ganadora. Había sido una iniciativa del Programa de Desarrollo Alternativo, entidad dedicada a proponer formas de progreso diferentes a las que ofrece el narcotráfico en la zona, pero ahora Somos Empresa había decidido hacerse cargo del proyecto. Durante diez semanas haríamos un programa de televisión y radio en la zona. Buscábamos que cuatrocientas comunidades en Ucayali, Huánuco y San Martín presentaran emprendimientos sociales y económicos como alternativa a la siembra ilícita de hoja de coca. Luego premiaríamos los emprendimientos de aquellos pioneros y comunidades de selva que decidían generar riqueza no a partir del cultivo para el narco, sino a partir de iniciativas de negocios locales. Para esto debíamos ir a las comunidades al interior de la selva y reconocer los proyectos con más posibilidades, para hacerles reportajes, monitorearlos y finalmente premiar a los más esforzados. En este primer viaje, sin embargo, solo presentaríamos el programa y algunos productos que habían participado el año anterior, a fin de interesar a la prensa local. El viaje de Tarapoto a Chiclayo fue largo. Llegamos a las seis de la mañana. Las calles estaban casi desiertas y muchos negocios, cerrados. Pensé en Simón. Era como si lo hubiese olvidado. Había hecho un nuevo periplo, ansioso, apurado, inquieto por nuestro 167

¿Dónde está la riqueza?

Después de «El minuto emprendedor», fui a la radio y comenté contento la realización de este primer encuentro. Recuerdo que una señora llamó indignada diciendo que aparentemente me había vuelto subversivo, como los del nuevo movimiento. Luego partí otra vez al aeropuerto, pues salíamos en la noche. En el camino revisé los correos y no había llegado el manifiesto que Jesús dijo que enviaría. En Tarapoto iba a iniciar un programa de motivación emprendedora muy diferente: Selva Ganadora. Había sido una iniciativa del Programa de Desarrollo Alternativo, entidad dedicada a proponer formas de progreso diferentes a las que ofrece el narcotráfico en la zona, pero ahora Somos Empresa había decidido hacerse cargo del proyecto. Durante diez semanas haríamos un programa de televisión y radio en la zona. Buscábamos que cuatrocientas comunidades en Ucayali, Huánuco y San Martín presentaran emprendimientos sociales y económicos como alternativa a la siembra ilícita de hoja de coca. Luego premiaríamos los emprendimientos de aquellos pioneros y comunidades de selva que decidían generar riqueza no a partir del cultivo para el narco, sino a partir de iniciativas de negocios locales. Para esto debíamos ir a las comunidades al interior de la selva y reconocer los proyectos con más posibilidades, para hacerles reportajes, monitorearlos y finalmente premiar a los más esforzados. En este primer viaje, sin embargo, solo presentaríamos el programa y algunos productos que habían participado el año anterior, a fin de interesar a la prensa local. El viaje de Tarapoto a Chiclayo fue largo. Llegamos a las seis de la mañana. Las calles estaban casi desiertas y muchos negocios, cerrados. Pensé en Simón. Era como si lo hubiese olvidado. Había hecho un nuevo periplo, ansioso, apurado, inquieto por nuestro 167

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país, ahora no guiado por sus acertijos y consejos, sino buscándolo. Bajé rápido del ómnibus, pues llevaba apenas una mochila. Debía encontrar al Ayabaquino, que me llevaría a Piura. Buscaba entre los taxis del terrapuerto cuando escuché una voz familiar, que me remontó a algún recuerdo que no pude identificar en ese momento. —Nano, Nano —era una voz gruesa, imperativa, que me puso tenso por alguna razón. Se trataba del profesor Julio Valencia. Había sido director de secundaria de mi Colegio Sagrados Corazones Recoleta, y además profesor de Matemáticas en cuarto y quinto de media. Era increíble, pero su voz me había remontado a los imprevistos exámenes en la pizarra, en los que jamás pude hacer un polinomio. —¡Hola, Julio! —le dije, sorprendido y feliz de encontrarlo allí. Después del colegio habíamos cultivado cierta amistad, debido a que él colaboraba activamente con las obras que había iniciado el padre Hubert Lanssiers como capellán de las prisiones y yo había tenido alguna participación en ellas cuando era miembro de una comunidad juvenil de los Sagrados Corazones. —¿Qué haces por aquí, hijo? —me dijo, con la misma sonrisa franca y noble que le había visto en todos los días en que lo traté después de aquellos exámenes de Matemáticas, cuando le decíamos El Perro Valencia. —Aquí, pues, visitando a la familia, porque sabes que soy chiclayano. Cargaba dos maletas enormes y pesadas. —Lo ayudo, profe —le dije, olvidándome del tuteo y volviendo a mi condición de discípulo. —No, no te preocupes. No las estoy sacando: las estoy enviando para Piura. —Casualmente voy para Piura —comenté—. Estoy esperando a un amigo que me va a llevar en su camioneta. El profe sonrió y me dijo: —De acuerdo, gracias. Así podemos conversar en el camino. Hace tiempo te he estado llamando y nunca contestas los mensajes. De nuevo retrocedí a la época de los exámenes en la pizarra y dije simplemente: —Es cierto. Es un problema que tengo. En ese instante llegó Noé Jiménez, el Ayabaquino. Era un empresario amigo que pertenecía a nuestra asociación de emprendedores.

Lo había conocido cuatro años antes, cuando organizamos el «Desafío extremo». Noé quedó entre los diez finalistas. Campechano, sencillo y de un entusiasmo desbordante, destacó desde la primera sesión que hicimos. Noé tenía una historia ejemplar de lucha y tesón. Muy pequeño, llegó de su Ayabaca natal solo con un short y un polo. Los zapatos eran un lujo para un niño que no tenía ni casa. Vendía chupetes, gaseosas y limpiaba algunos carros, pero «era feliz», como me dijo en una entrevista. —¿Qué más necesita un niño? —dijo mirando con una sonrisa hacia ese pasado que a otros les podría parecer aterrador. Un día compró una mano de plátanos y los convirtió en chifles, aprovechando una sartén y aceite prestados. Los vendió todos y descubrió que su futuro estaba en ese tradicional bocadito piurano. Hoy tiene la más moderna planta de chifles del Perú y exporta a Ecuador e incluso, en alguna ocasión, a Europa. Pero lo más importante de su historia empresarial ha sido su estrategia de crecimiento. Noé se dio cuenta rápidamente de que el mercado de chifles tiene mucha competencia en Piura, es un producto que no es tan difícil de elaborar y se hace con un ingrediente que abunda en toda la zona. Por eso, había que diferenciarse o encontrar una forma de redefinir el negocio. Noé hizo ambas cosas. Primero, apostó por certificarse y por presentar su producto de manera higiénica. Uniformó a su pequeño personal del puesto del mercado y puso un televisor, para que la gente se distrajera mientras consumía o esperaba el pedido. El éxito fue inmediato y rápidamente abrió un segundo y un tercer puesto en el mismo mercado y en otros locales en la ciudad. Después, vino la redefinición. Noé se preguntó si su negocio se basaba solo en los chifles o si podía diversificarse y crecer de otra manera. Entonces aplicó lo que vimos en «Desafío extremo»: preguntarle al cliente. —¿Qué es lo que usted me compra? —le decía a la gente que, sorprendida e intrigada, le respondía: —¡Chifles! —Sí, ya lo sé, señora —insistía Noé—. Pero ¿por qué me compra esto?

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¿Dónde está la riqueza?

país, ahora no guiado por sus acertijos y consejos, sino buscándolo. Bajé rápido del ómnibus, pues llevaba apenas una mochila. Debía encontrar al Ayabaquino, que me llevaría a Piura. Buscaba entre los taxis del terrapuerto cuando escuché una voz familiar, que me remontó a algún recuerdo que no pude identificar en ese momento. —Nano, Nano —era una voz gruesa, imperativa, que me puso tenso por alguna razón. Se trataba del profesor Julio Valencia. Había sido director de secundaria de mi Colegio Sagrados Corazones Recoleta, y además profesor de Matemáticas en cuarto y quinto de media. Era increíble, pero su voz me había remontado a los imprevistos exámenes en la pizarra, en los que jamás pude hacer un polinomio. —¡Hola, Julio! —le dije, sorprendido y feliz de encontrarlo allí. Después del colegio habíamos cultivado cierta amistad, debido a que él colaboraba activamente con las obras que había iniciado el padre Hubert Lanssiers como capellán de las prisiones y yo había tenido alguna participación en ellas cuando era miembro de una comunidad juvenil de los Sagrados Corazones. —¿Qué haces por aquí, hijo? —me dijo, con la misma sonrisa franca y noble que le había visto en todos los días en que lo traté después de aquellos exámenes de Matemáticas, cuando le decíamos El Perro Valencia. —Aquí, pues, visitando a la familia, porque sabes que soy chiclayano. Cargaba dos maletas enormes y pesadas. —Lo ayudo, profe —le dije, olvidándome del tuteo y volviendo a mi condición de discípulo. —No, no te preocupes. No las estoy sacando: las estoy enviando para Piura. —Casualmente voy para Piura —comenté—. Estoy esperando a un amigo que me va a llevar en su camioneta. El profe sonrió y me dijo: —De acuerdo, gracias. Así podemos conversar en el camino. Hace tiempo te he estado llamando y nunca contestas los mensajes. De nuevo retrocedí a la época de los exámenes en la pizarra y dije simplemente: —Es cierto. Es un problema que tengo. En ese instante llegó Noé Jiménez, el Ayabaquino. Era un empresario amigo que pertenecía a nuestra asociación de emprendedores.

Lo había conocido cuatro años antes, cuando organizamos el «Desafío extremo». Noé quedó entre los diez finalistas. Campechano, sencillo y de un entusiasmo desbordante, destacó desde la primera sesión que hicimos. Noé tenía una historia ejemplar de lucha y tesón. Muy pequeño, llegó de su Ayabaca natal solo con un short y un polo. Los zapatos eran un lujo para un niño que no tenía ni casa. Vendía chupetes, gaseosas y limpiaba algunos carros, pero «era feliz», como me dijo en una entrevista. —¿Qué más necesita un niño? —dijo mirando con una sonrisa hacia ese pasado que a otros les podría parecer aterrador. Un día compró una mano de plátanos y los convirtió en chifles, aprovechando una sartén y aceite prestados. Los vendió todos y descubrió que su futuro estaba en ese tradicional bocadito piurano. Hoy tiene la más moderna planta de chifles del Perú y exporta a Ecuador e incluso, en alguna ocasión, a Europa. Pero lo más importante de su historia empresarial ha sido su estrategia de crecimiento. Noé se dio cuenta rápidamente de que el mercado de chifles tiene mucha competencia en Piura, es un producto que no es tan difícil de elaborar y se hace con un ingrediente que abunda en toda la zona. Por eso, había que diferenciarse o encontrar una forma de redefinir el negocio. Noé hizo ambas cosas. Primero, apostó por certificarse y por presentar su producto de manera higiénica. Uniformó a su pequeño personal del puesto del mercado y puso un televisor, para que la gente se distrajera mientras consumía o esperaba el pedido. El éxito fue inmediato y rápidamente abrió un segundo y un tercer puesto en el mismo mercado y en otros locales en la ciudad. Después, vino la redefinición. Noé se preguntó si su negocio se basaba solo en los chifles o si podía diversificarse y crecer de otra manera. Entonces aplicó lo que vimos en «Desafío extremo»: preguntarle al cliente. —¿Qué es lo que usted me compra? —le decía a la gente que, sorprendida e intrigada, le respondía: —¡Chifles! —Sí, ya lo sé, señora —insistía Noé—. Pero ¿por qué me compra esto?

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¿Dónde está la riqueza?

Así, comenzó a anotar las respuestas: bocaditos, algo para llevar, un recuerdo de Piura, algo nutritivo y cómodo, snack regional, bocadillos saludables, regalo de viaje. Después de unos meses concluyó: —Venderé bocaditos regionales y saludables. Hoy Noé ofrece más de quince productos con ese concepto: chifles —por supuesto—, acuñas, algarrobina pura, algarrobina con miel, entre muchos otros, y el público lo prefiere. —¿Vamos a llevarlo al caballero? —dijo señalando a Julio. —Sí —dijo él, estirándole la mano—. Déjeme presentarme. Soy Julio Valencia, profesor, y he sido maestro de Nano. Noé casi se abalanzó sobre él y le dijo: —¡Profesor! Yo admiro a los profesores. ¿Usted qué le enseñó a Nano? ¿A leer? —Nooo —dijo Julio, riendo—. Le intenté enseñar a sacar la raíz cuadrada, pero fracasé. —Ahhh, eso sí sé —dijo Noé, mirándome de reojo. —¿Y por qué la pregunta? —dijo Julio. —Ahhh, Nano sabe por qué —respondió Noé, con sonrisa cómplice y haciéndome una seña como para que soltara el secreto. —Es que Noé recién está aprendiendo a leer —dije—. Y es el mejor productor y comerciante de chifles del Perú. —Y, si hubiese sabido leer, seguro trabajaría en un municipio y ganaría una mierda —dijo Noé, divertido. El profe estaba tan asombrado que al subir a la camioneta olvidó sus maletas en el piso. —Profesor, ¿sus bultos los deja nomás? —preguntó Noé con tanta naturalidad que no supe si era en broma o en serio. Durante la primera hora de viaje, no pude hablar nada con el profesor. Noé no dejó de interrogarlo sobre la metodología de educación que aplicaba, sobre cómo se enseñaba a leer y cómo a sumar, sobre si se enseña a enseñar. Estaba fascinado e intrigado con la presencia del profe. Miraba a ambos conversar animadamente y pensaba que el único intelectual que siempre estuvo en contacto con los productores fue el maestro. Recordé una frase de Jesús, referida a la necesidad de juntar a los creadores, a los formadores de ideas y de mentes, y a los formadores de productos y materias: «¡Cambiemos a los maestros, formémoslos como los primeros intelectuales que comprendan la

empresa y la generación de riqueza como antídoto a la pobreza, y cambiaremos el Perú!». Después vi la silueta de Julio recortada contra el desierto que acompañaba nuestro paso y pensé en la vida de ese hombre ya maduro, entregado con pasión a la tarea de formar jóvenes. Miré su casaca sencilla y recordé las veces que visité su departamento austero, donde ahora vivía solo con su esposa, después de haber logrado formar en la universidad a sus hijos. —¿Y cómo van los emprendedores? —dijo de pronto Julio, volteándose hacia mí. Él iba adelante con Noé y el chofer, y yo iba atrás, con sus cosas y las cajas de chifles. —Bien, muy bien... —dije. Me había cogido de sorpresa entre mis pensamientos. —¿Yo puedo ser un emprendedor? —me preguntó fulminante. —Bueno, sí..., esteee... Todos podemos ser emprendedores —respondí balbuceante—. ¿Quieres serlo? —lancé la pregunta y noté que estaba diciendo una estupidez. —No, no es que quiera serlo —me dijo despacio, didácticamente—. Quiero decir que si los profesores caemos en tu definición de lo que es un emprendedor. —Hace algunos días te hubiese dicho que me dejes pensar o hasta quizá que no —dije—. Pero precisamente hace tres días un amigo me escribió una reflexión sobre los trabajadores del conocimiento: los profesionales, los ejecutivos, los profesores... Ahora pienso más bien que sí pueden serlo, pero me queda una duda. —¿Cuál? —preguntó el profe. —Viven del sueldo, son asalariados. Trabajan para otro y yo digo siempre que el emprendedor es aquel que es su propio jefe. —Por eso nunca entendiste la lógica —dijo Julio—. Una cosa es la condición legal de empleado y otra es que aceptes esa condición como norma de vida, o sea mentalmente. Se es empleado en la cabeza, igual que se es libre en la mente, no por las cadenas —se volteó aún más en el asiento, entusiasmado con lo que decía—. Por eso te pregunto, porque yo nunca sentí que trabajaba para el colegio y porque en muchos casos los profesores trabajamos por vocación, no por necesidad. Si no, no aceptaríamos el bajo sueldo que generalmente nos pagan. Claro, hay mediocres que se meten al magisterio para tener algo fijo, pero esos son la minoría. Esos

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Así, comenzó a anotar las respuestas: bocaditos, algo para llevar, un recuerdo de Piura, algo nutritivo y cómodo, snack regional, bocadillos saludables, regalo de viaje. Después de unos meses concluyó: —Venderé bocaditos regionales y saludables. Hoy Noé ofrece más de quince productos con ese concepto: chifles —por supuesto—, acuñas, algarrobina pura, algarrobina con miel, entre muchos otros, y el público lo prefiere. —¿Vamos a llevarlo al caballero? —dijo señalando a Julio. —Sí —dijo él, estirándole la mano—. Déjeme presentarme. Soy Julio Valencia, profesor, y he sido maestro de Nano. Noé casi se abalanzó sobre él y le dijo: —¡Profesor! Yo admiro a los profesores. ¿Usted qué le enseñó a Nano? ¿A leer? —Nooo —dijo Julio, riendo—. Le intenté enseñar a sacar la raíz cuadrada, pero fracasé. —Ahhh, eso sí sé —dijo Noé, mirándome de reojo. —¿Y por qué la pregunta? —dijo Julio. —Ahhh, Nano sabe por qué —respondió Noé, con sonrisa cómplice y haciéndome una seña como para que soltara el secreto. —Es que Noé recién está aprendiendo a leer —dije—. Y es el mejor productor y comerciante de chifles del Perú. —Y, si hubiese sabido leer, seguro trabajaría en un municipio y ganaría una mierda —dijo Noé, divertido. El profe estaba tan asombrado que al subir a la camioneta olvidó sus maletas en el piso. —Profesor, ¿sus bultos los deja nomás? —preguntó Noé con tanta naturalidad que no supe si era en broma o en serio. Durante la primera hora de viaje, no pude hablar nada con el profesor. Noé no dejó de interrogarlo sobre la metodología de educación que aplicaba, sobre cómo se enseñaba a leer y cómo a sumar, sobre si se enseña a enseñar. Estaba fascinado e intrigado con la presencia del profe. Miraba a ambos conversar animadamente y pensaba que el único intelectual que siempre estuvo en contacto con los productores fue el maestro. Recordé una frase de Jesús, referida a la necesidad de juntar a los creadores, a los formadores de ideas y de mentes, y a los formadores de productos y materias: «¡Cambiemos a los maestros, formémoslos como los primeros intelectuales que comprendan la

empresa y la generación de riqueza como antídoto a la pobreza, y cambiaremos el Perú!». Después vi la silueta de Julio recortada contra el desierto que acompañaba nuestro paso y pensé en la vida de ese hombre ya maduro, entregado con pasión a la tarea de formar jóvenes. Miré su casaca sencilla y recordé las veces que visité su departamento austero, donde ahora vivía solo con su esposa, después de haber logrado formar en la universidad a sus hijos. —¿Y cómo van los emprendedores? —dijo de pronto Julio, volteándose hacia mí. Él iba adelante con Noé y el chofer, y yo iba atrás, con sus cosas y las cajas de chifles. —Bien, muy bien... —dije. Me había cogido de sorpresa entre mis pensamientos. —¿Yo puedo ser un emprendedor? —me preguntó fulminante. —Bueno, sí..., esteee... Todos podemos ser emprendedores —respondí balbuceante—. ¿Quieres serlo? —lancé la pregunta y noté que estaba diciendo una estupidez. —No, no es que quiera serlo —me dijo despacio, didácticamente—. Quiero decir que si los profesores caemos en tu definición de lo que es un emprendedor. —Hace algunos días te hubiese dicho que me dejes pensar o hasta quizá que no —dije—. Pero precisamente hace tres días un amigo me escribió una reflexión sobre los trabajadores del conocimiento: los profesionales, los ejecutivos, los profesores... Ahora pienso más bien que sí pueden serlo, pero me queda una duda. —¿Cuál? —preguntó el profe. —Viven del sueldo, son asalariados. Trabajan para otro y yo digo siempre que el emprendedor es aquel que es su propio jefe. —Por eso nunca entendiste la lógica —dijo Julio—. Una cosa es la condición legal de empleado y otra es que aceptes esa condición como norma de vida, o sea mentalmente. Se es empleado en la cabeza, igual que se es libre en la mente, no por las cadenas —se volteó aún más en el asiento, entusiasmado con lo que decía—. Por eso te pregunto, porque yo nunca sentí que trabajaba para el colegio y porque en muchos casos los profesores trabajamos por vocación, no por necesidad. Si no, no aceptaríamos el bajo sueldo que generalmente nos pagan. Claro, hay mediocres que se meten al magisterio para tener algo fijo, pero esos son la minoría. Esos

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¿Dónde está la riqueza?

no explican nuestro interés que, creo, es una pasión como la del emprendedor. —No lo había pensado así —respondí—. Pero tienes toda la razón. Desde esa perspectiva, los maestros de vocación tienen un sueño, una pasión y la persiguen. Esa es una de las principales características de un emprendedor: alguien que sueña y consigue su sueño. Además, me estás haciendo ver que los profesores son intraemprendedores, es decir, emprendedores dentro de la empresa u organización. Son los que trabajan no por el salario, sino porque creen en lo que hacen. Son los que tienen ese componente «voluntario» que asegura los resultados extraordinarios. Los intraemprendedores saben que su contrato es una formalidad y que, en realidad, ellos son sus propios jefes. Son parte de la propuesta emprendedora, pues para ser un emprendedor no es necesario estar fuera de una empresa, ser independiente o tener un negocio. Ser emprendedor es un concepto más amplio que ser empresario. —Entonces debería tener también una connotación ética —agregó Julio—. No puedes llamar emprendedor a cualquier comerciante o, peor aún, a un mercader de la muerte como el que comercia productos adulterados o envenena el ambiente con sus fábricas. Escuchándonos, pensé que estábamos delineando una especie de propuesta, que elaborábamos el perfil del emprendedor. «¿Será así el manifiesto de Simón?», me pregunté, recostándome en una de las cajas de Julio. —¿Qué llevas aquí? —dije, tocando las cajas cerradas con cinta Scotch. —Todos los principios para los emprendedores —contestó riéndose Julio. —¡Pasu que son de peso! —dijo Noé con dejo norteño, riendo también. El camino se volvió de pronto una línea recta que se prolongaba hasta el horizonte, mientras que el sol implacable comenzaba a azotarnos por el costado. Sentí un sonido del celular: había llegado un mensaje. Desesperado, marqué el número de la casilla de voz. Quería saber si era por fin Jesús enviándome el manifiesto. Tuve que esperar irritado las instrucciones de la operadora.

—Tiene usted un nuevo mensaje de voz. Marque uno para escucharlo, marque dos para escuchar los mensajes guardados... —¡Uno! —dije, y marqué alterado. —Mensaje enviado el 13 de noviembre a las diez horas —dijo la voz melodiosa y sin sentimientos. En seguida, se calló y entró la voz de Jesús. —Hola, Nano. Quería decirte que estoy bien y que... —la voz desapareció en medio de ruidos infernales. Luego el teléfono se cortó. Después de quince minutos más de viaje en los que nadie habló, Noé dijo: —Aquí ya debe haber señal. Miró a Julio, como haciéndole ver lo correcto de su frase y su conocimiento sobre la topografía del desierto. Pasé de nuevo por la voz melodiosa y luego escuché a Jesús. Me decía que había enviado el manifiesto a mi correo y que el 15, es decir, ese día, comenzaba la asamblea del movimiento en un local en el Mercado El Anexo, a las tres de la tarde. Inmediatamente, llamé a Juan Carlos. —Aló, Juan Carlos —le dije—. Me comuniqué con Jesús y envió ayer el manifiesto. Pídele a Adela que te lo envíe a tu correo y mándalo a imprimir allá en Piura. —Pero si ya lo imprimió Adela ayer en la mañana... Se lo está llevando un profesor. —¿Qué profesor? —alcancé a preguntar. Luego volvió a cortar. —Ya se fue otra vez —dijo Noé. Entonces Julio arrancó a reír a carcajadas. Yo lo miraba extrañado y Noé, molesto, pero Julio no paraba de reírse. Al rato y ya calmado, dijo: —El profesor soy yo, Nano, y lo que tienes atrás en esas cajas cerradas son trescientos manifiestos que Daniel mandó a imprimir y yo me ofrecí a traer. —Pero ¿usted?... Usted no está en la ANDE —dije, desconcertado. —No estaba, pero justo anteayer, después de escuchar lo de «El minuto emprendedor» en la radio, llamé a tu organización, hablé con Daniel y me inscribí para ayudarlos. A mi edad, quiero llegar a la tumba sabiendo que inicié el cambio del país. —Bueno, profe —aclaré—, no tanto como del país: de los emprendedores.

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no explican nuestro interés que, creo, es una pasión como la del emprendedor. —No lo había pensado así —respondí—. Pero tienes toda la razón. Desde esa perspectiva, los maestros de vocación tienen un sueño, una pasión y la persiguen. Esa es una de las principales características de un emprendedor: alguien que sueña y consigue su sueño. Además, me estás haciendo ver que los profesores son intraemprendedores, es decir, emprendedores dentro de la empresa u organización. Son los que trabajan no por el salario, sino porque creen en lo que hacen. Son los que tienen ese componente «voluntario» que asegura los resultados extraordinarios. Los intraemprendedores saben que su contrato es una formalidad y que, en realidad, ellos son sus propios jefes. Son parte de la propuesta emprendedora, pues para ser un emprendedor no es necesario estar fuera de una empresa, ser independiente o tener un negocio. Ser emprendedor es un concepto más amplio que ser empresario. —Entonces debería tener también una connotación ética —agregó Julio—. No puedes llamar emprendedor a cualquier comerciante o, peor aún, a un mercader de la muerte como el que comercia productos adulterados o envenena el ambiente con sus fábricas. Escuchándonos, pensé que estábamos delineando una especie de propuesta, que elaborábamos el perfil del emprendedor. «¿Será así el manifiesto de Simón?», me pregunté, recostándome en una de las cajas de Julio. —¿Qué llevas aquí? —dije, tocando las cajas cerradas con cinta Scotch. —Todos los principios para los emprendedores —contestó riéndose Julio. —¡Pasu que son de peso! —dijo Noé con dejo norteño, riendo también. El camino se volvió de pronto una línea recta que se prolongaba hasta el horizonte, mientras que el sol implacable comenzaba a azotarnos por el costado. Sentí un sonido del celular: había llegado un mensaje. Desesperado, marqué el número de la casilla de voz. Quería saber si era por fin Jesús enviándome el manifiesto. Tuve que esperar irritado las instrucciones de la operadora.

—Tiene usted un nuevo mensaje de voz. Marque uno para escucharlo, marque dos para escuchar los mensajes guardados... —¡Uno! —dije, y marqué alterado. —Mensaje enviado el 13 de noviembre a las diez horas —dijo la voz melodiosa y sin sentimientos. En seguida, se calló y entró la voz de Jesús. —Hola, Nano. Quería decirte que estoy bien y que... —la voz desapareció en medio de ruidos infernales. Luego el teléfono se cortó. Después de quince minutos más de viaje en los que nadie habló, Noé dijo: —Aquí ya debe haber señal. Miró a Julio, como haciéndole ver lo correcto de su frase y su conocimiento sobre la topografía del desierto. Pasé de nuevo por la voz melodiosa y luego escuché a Jesús. Me decía que había enviado el manifiesto a mi correo y que el 15, es decir, ese día, comenzaba la asamblea del movimiento en un local en el Mercado El Anexo, a las tres de la tarde. Inmediatamente, llamé a Juan Carlos. —Aló, Juan Carlos —le dije—. Me comuniqué con Jesús y envió ayer el manifiesto. Pídele a Adela que te lo envíe a tu correo y mándalo a imprimir allá en Piura. —Pero si ya lo imprimió Adela ayer en la mañana... Se lo está llevando un profesor. —¿Qué profesor? —alcancé a preguntar. Luego volvió a cortar. —Ya se fue otra vez —dijo Noé. Entonces Julio arrancó a reír a carcajadas. Yo lo miraba extrañado y Noé, molesto, pero Julio no paraba de reírse. Al rato y ya calmado, dijo: —El profesor soy yo, Nano, y lo que tienes atrás en esas cajas cerradas son trescientos manifiestos que Daniel mandó a imprimir y yo me ofrecí a traer. —Pero ¿usted?... Usted no está en la ANDE —dije, desconcertado. —No estaba, pero justo anteayer, después de escuchar lo de «El minuto emprendedor» en la radio, llamé a tu organización, hablé con Daniel y me inscribí para ayudarlos. A mi edad, quiero llegar a la tumba sabiendo que inicié el cambio del país. —Bueno, profe —aclaré—, no tanto como del país: de los emprendedores.

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El calor era casi insoportable y el reloj marcaba las tres de la tarde. Dejamos a Julio en una tienda de fotocopiadoras, donde lo esperarían Juan Carlos y Jesús para desempaquetar los manifiestos y engraparlos, pues no habían tenido tiempo para ello. Noé y yo continuamos hasta el Mercado El Anexo, que se llama así porque se desarrolló junto al Mercado Modelo en la calle Gonzalo Farfán. Entramos por la avenida del mercado. A pesar de la hora y de la consabida siesta piurana de la tarde, las galerías y los pasillos estaban llenos de gente. Puestos de fruta, peluquerías de cuatro metros cuadrados, cebiches al paso, sombreros de paja toquilla, al lado de desatoradores y juguetes de plástico, daban un aire surrealista al mercado. Mientras avanzábamos por los pasillos, me remontaba con el pensamiento a los hechos de semanas atrás. ¿Qué había sucedido para que, de pronto, un intento de reordenamiento del mercado terminara en el estado de sitio de toda la ciudad, cinco muertos, suspensión de garantías y centenares de heridos y detenidos? Uno recorría los rostros de los comerciantes y los veía alegres, con el aire amigable de los piuranos. Era difícil imaginarlos agresivos, violentos, como los había retratado la prensa en los días de la revuelta, que revisé al pasar por Lima. Durante decenas de años Piura creció sin violencia y sin convulsión. Vio sin grandes marchas o sindicatos la llegada del petróleo desde finales del siglo XIX, y luego la industrialización del algodón y la caña. Acogió una burguesía local que, a diferencia de otras, no se limeñizó y, más bien, conservó sus tradiciones y supo convivir de manera llana con quienes tenían menos. Por eso, la prensa local dijo que los actos de violencia habían sido ejecutados por pandilleros,

pero todos sabían que en Piura no existe aún ese fenómeno urbano. ¿Qué había pasado realmente durante las revueltas de marzo? Ningún periodista o analista se ocupó de ello. Lo único que ocurrió fue que la alcaldesa aplazó la reubicación del mercado hasta nuevo aviso, porque, decía ella, no se iba a dejar intimidar por un grupo de comerciantes matones. Avanzamos hasta una especie de patio de estacionamiento repleto de carretas y cajas con pollos, que llenaban todo el ambiente con olor a plumas y guano. Lo atravesamos y dimos con otra puerta de metal, que Noé empujó para abrir. Al entrar, vi un salón enorme, lleno de gente sentada en sillas de plástico. Estaba hablando una señora. Al parecer, tomaba lista: leía nombres y la gente levantaba las manos. Un ventilador de techo giraba apenas y la gente coreaba entusiasmada diversos lemas: «¡Abajo el Estado tributarista! ¡Abajo la inversión extranjera! ¡No a los impuestos! ¡Sí al emprendedor! ¡Robin Hood, viva Robin Hood!». Varias banderolas colgaban de las paredes, con los nombres de las bases o de los mercados que representaban. Mientras Noé hablaba con las personas que controlaban la entrada, detrás de unas cajas de cerveza a modo de parapeto, alcancé a leer: «Mercado Modelo de Belén», «Asociación de Emprendedores del Mercado Tres Regiones», «Mercado Cooperativo de Chimbote» y «Asociación de Comerciantes de Gamarra». —Pero no seas huevón —escuché decir a Noé. Supe que las negociaciones no andaban bien y que, de hecho, se complicarían. —Llamen a los compañeros de Seguridad —dijo una mujer delgadísima sentada junto al parapeto. En ese momento vi sorprendido llegar a Héctor con una vara de goma en la mano y un brazalete verde que decía «Seguridad». Estaba con dos tipos más. Uno era altísimo pero bastante delgado, con una inmensa cicatriz que le recorría la cara desde el párpado izquierdo hasta el final de la barbilla; el otro era un gordo enorme, casi como un luchador de sumo pero de piel cetrina. Héctor palideció y se detuvo. —¿Tú qué haces aquí? —le dije en el tono más calmado y pausado que pude. —No te lo pude decir —respondió Héctor inmóvil, sin dar un paso más.

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—Es que somos un país emprendedor y no has leído aún el manifiesto —dijo Julio, sonriente. —Entonces es verdad que esos manifiestos deben tener mucho peso, pero de ideas —dijo Noé. Al fondo se veía el inicio de la ciudad.

La asamblea

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¿Dónde está la riqueza?

El calor era casi insoportable y el reloj marcaba las tres de la tarde. Dejamos a Julio en una tienda de fotocopiadoras, donde lo esperarían Juan Carlos y Jesús para desempaquetar los manifiestos y engraparlos, pues no habían tenido tiempo para ello. Noé y yo continuamos hasta el Mercado El Anexo, que se llama así porque se desarrolló junto al Mercado Modelo en la calle Gonzalo Farfán. Entramos por la avenida del mercado. A pesar de la hora y de la consabida siesta piurana de la tarde, las galerías y los pasillos estaban llenos de gente. Puestos de fruta, peluquerías de cuatro metros cuadrados, cebiches al paso, sombreros de paja toquilla, al lado de desatoradores y juguetes de plástico, daban un aire surrealista al mercado. Mientras avanzábamos por los pasillos, me remontaba con el pensamiento a los hechos de semanas atrás. ¿Qué había sucedido para que, de pronto, un intento de reordenamiento del mercado terminara en el estado de sitio de toda la ciudad, cinco muertos, suspensión de garantías y centenares de heridos y detenidos? Uno recorría los rostros de los comerciantes y los veía alegres, con el aire amigable de los piuranos. Era difícil imaginarlos agresivos, violentos, como los había retratado la prensa en los días de la revuelta, que revisé al pasar por Lima. Durante decenas de años Piura creció sin violencia y sin convulsión. Vio sin grandes marchas o sindicatos la llegada del petróleo desde finales del siglo XIX, y luego la industrialización del algodón y la caña. Acogió una burguesía local que, a diferencia de otras, no se limeñizó y, más bien, conservó sus tradiciones y supo convivir de manera llana con quienes tenían menos. Por eso, la prensa local dijo que los actos de violencia habían sido ejecutados por pandilleros,

pero todos sabían que en Piura no existe aún ese fenómeno urbano. ¿Qué había pasado realmente durante las revueltas de marzo? Ningún periodista o analista se ocupó de ello. Lo único que ocurrió fue que la alcaldesa aplazó la reubicación del mercado hasta nuevo aviso, porque, decía ella, no se iba a dejar intimidar por un grupo de comerciantes matones. Avanzamos hasta una especie de patio de estacionamiento repleto de carretas y cajas con pollos, que llenaban todo el ambiente con olor a plumas y guano. Lo atravesamos y dimos con otra puerta de metal, que Noé empujó para abrir. Al entrar, vi un salón enorme, lleno de gente sentada en sillas de plástico. Estaba hablando una señora. Al parecer, tomaba lista: leía nombres y la gente levantaba las manos. Un ventilador de techo giraba apenas y la gente coreaba entusiasmada diversos lemas: «¡Abajo el Estado tributarista! ¡Abajo la inversión extranjera! ¡No a los impuestos! ¡Sí al emprendedor! ¡Robin Hood, viva Robin Hood!». Varias banderolas colgaban de las paredes, con los nombres de las bases o de los mercados que representaban. Mientras Noé hablaba con las personas que controlaban la entrada, detrás de unas cajas de cerveza a modo de parapeto, alcancé a leer: «Mercado Modelo de Belén», «Asociación de Emprendedores del Mercado Tres Regiones», «Mercado Cooperativo de Chimbote» y «Asociación de Comerciantes de Gamarra». —Pero no seas huevón —escuché decir a Noé. Supe que las negociaciones no andaban bien y que, de hecho, se complicarían. —Llamen a los compañeros de Seguridad —dijo una mujer delgadísima sentada junto al parapeto. En ese momento vi sorprendido llegar a Héctor con una vara de goma en la mano y un brazalete verde que decía «Seguridad». Estaba con dos tipos más. Uno era altísimo pero bastante delgado, con una inmensa cicatriz que le recorría la cara desde el párpado izquierdo hasta el final de la barbilla; el otro era un gordo enorme, casi como un luchador de sumo pero de piel cetrina. Héctor palideció y se detuvo. —¿Tú qué haces aquí? —le dije en el tono más calmado y pausado que pude. —No te lo pude decir —respondió Héctor inmóvil, sin dar un paso más.

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—Es que somos un país emprendedor y no has leído aún el manifiesto —dijo Julio, sonriente. —Entonces es verdad que esos manifiestos deben tener mucho peso, pero de ideas —dijo Noé. Al fondo se veía el inicio de la ciudad.

La asamblea

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Entonces me di cuenta de que en todos los encuentros «casuales» que había tenido con los del movimiento había estado Héctor. «¿Por eso siempre se nos acercaban con familiaridad?», pensé. Los recuerdos se acumulaban uno tras otro: el sándwich en el Pickles, el personaje de los volantes en Wilson, el tipo que nos alcanzó corriendo en Villa El Salvador. —¿Por eso no agarraste a los que metieron el petardo en Gamarra? —dije en voz alta y molesto, mientras los hechos se iban ordenando—. ¿Y por eso no querías que saliéramos de Moquegua la otra vez en la noche? Me abalancé hacia él. El gigante de la cicatriz estiró la mano y me cogió del hombro, pero Héctor dijo: —Déjenlo. Tiene algo que decirnos y lo vamos a dejar entrar. Él es un emprendedor como cualquiera de los que están aquí o más, y tiene todo el derecho a estar presente. El gigante me soltó y entré con Héctor al lado. —Nano, esto no tiene que ver contigo. O, mejor dicho, sí tiene que ver —se enredaba Héctor en la explicación. —Te escucho —le dije, avanzando por el salón en busca de una silla donde sentarme. —Nano, ¿qué tal? —saludaban unos con naturalidad, sin sorprenderse por verme. —Gracias por venir —dijo otro, y se puso de pie para estrecharme la mano. Alguno aplaudió y al fondo otros silbaron un poco. Por fin, encontré una silla casi en la primera fila y me senté. —La vez que escuchamos de la reunión de los emprendedores —dijo Héctor— sí dijeron el lugar. Lo que pasa es que no te lo dije porque sabía que irías y me pareció peligroso. De todas maneras, fui. Era una reunión para enrolar gente. Les dije que trabajaba contigo y que nos interesaba su propuesta. Por eso, me dejaron inscribirme. Desde entonces he ido a sus reuniones en el Comité de Lima, y debo confesarte que en muchos temas me parece que tienen razón. Pero luego comenzaron a plantear las acciones violentas... Igual decidí quedarme un tiempo adicional, para averiguar más... —una vez que retomó aire, continuó—. Luego empezaron los diferentes actos, algunos planificados. Fui conociendo gente interesante y muy deseosa por hacer de esto una propuesta constructiva, incluso un proyecto político. Hay mucha gente que sigue nuestro programa y

te escucha, como has visto ahora que te han saludado. Es gente sana, bien intencionada en su mayoría, pero están hartos como nosotros de la municipalidad. Noté una ira contenida en su rostro. —Quería contarte de todo esto, pero no ha habido ocasión... —concluyó aliviado. —Para comer sí ha habido ocasión —dije, medio molesto, pero también medio distendido, por la confesión de Héctor, al que estimaba muchísimo. Acto seguido, le pregunté en voz baja—. ¿Y qué has averiguado? —Están divididos... La mayoría no está de acuerdo con los planteamientos radicales y hay algunos que mezclan los conceptos con temas socialistas y nacionalistas... Creo que hay infiltrados de la extrema izquierda —señaló con el mentón al gordo enorme que se había quedado en la puerta—. Aquí los delegados entre los radicales tampoco deberían tener mayoría, pero saben hablar y azuzar a la gente. —Por favor, compañeros, vamos a comenzar la reunión —dijo un hombre que se había parado en una especie de mesa de centro grande colocada adelante—. Como presidente de la asamblea, quiero pedirles que usen bien su tiempo, porque nos cuesta estar aquí. Pidan educadamente la palabra, porque es lo único que pedimos, y no ofendan a ningún emprendedor presente: solo ofendemos o reaccionamos contra quienes nos agreden. Nunca supe si lo dicho era parte de sus reglas o se le había ocurrido en ese momento como inspiración. Me pareció una buena forma de iniciar una reunión de emprendedores. —Como ustedes saben —continuó—, nuestro movimiento ha crecido de manera desordenada en varias partes del país. En realidad, han sido varias iniciativas que se dieron a la vez y casi sin una orden central o una dirigencia que le diera conducción. Hemos sido varias representaciones de un mismo sentimiento, como cuando la hierba brota a la vez y de manera irregular en época de lluvias. —El movimiento no tiene un fundador o líder único, como otros, y nadie tiene claro cómo se inició —me dijo Héctor, despacio. Pensé en los primeros movimientos independentistas y en el surgimiento casi epidémico de las juntas de independencia en el periodo emancipador. Nadie tiene claro cómo se iniciaron. Unos

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Entonces me di cuenta de que en todos los encuentros «casuales» que había tenido con los del movimiento había estado Héctor. «¿Por eso siempre se nos acercaban con familiaridad?», pensé. Los recuerdos se acumulaban uno tras otro: el sándwich en el Pickles, el personaje de los volantes en Wilson, el tipo que nos alcanzó corriendo en Villa El Salvador. —¿Por eso no agarraste a los que metieron el petardo en Gamarra? —dije en voz alta y molesto, mientras los hechos se iban ordenando—. ¿Y por eso no querías que saliéramos de Moquegua la otra vez en la noche? Me abalancé hacia él. El gigante de la cicatriz estiró la mano y me cogió del hombro, pero Héctor dijo: —Déjenlo. Tiene algo que decirnos y lo vamos a dejar entrar. Él es un emprendedor como cualquiera de los que están aquí o más, y tiene todo el derecho a estar presente. El gigante me soltó y entré con Héctor al lado. —Nano, esto no tiene que ver contigo. O, mejor dicho, sí tiene que ver —se enredaba Héctor en la explicación. —Te escucho —le dije, avanzando por el salón en busca de una silla donde sentarme. —Nano, ¿qué tal? —saludaban unos con naturalidad, sin sorprenderse por verme. —Gracias por venir —dijo otro, y se puso de pie para estrecharme la mano. Alguno aplaudió y al fondo otros silbaron un poco. Por fin, encontré una silla casi en la primera fila y me senté. —La vez que escuchamos de la reunión de los emprendedores —dijo Héctor— sí dijeron el lugar. Lo que pasa es que no te lo dije porque sabía que irías y me pareció peligroso. De todas maneras, fui. Era una reunión para enrolar gente. Les dije que trabajaba contigo y que nos interesaba su propuesta. Por eso, me dejaron inscribirme. Desde entonces he ido a sus reuniones en el Comité de Lima, y debo confesarte que en muchos temas me parece que tienen razón. Pero luego comenzaron a plantear las acciones violentas... Igual decidí quedarme un tiempo adicional, para averiguar más... —una vez que retomó aire, continuó—. Luego empezaron los diferentes actos, algunos planificados. Fui conociendo gente interesante y muy deseosa por hacer de esto una propuesta constructiva, incluso un proyecto político. Hay mucha gente que sigue nuestro programa y

te escucha, como has visto ahora que te han saludado. Es gente sana, bien intencionada en su mayoría, pero están hartos como nosotros de la municipalidad. Noté una ira contenida en su rostro. —Quería contarte de todo esto, pero no ha habido ocasión... —concluyó aliviado. —Para comer sí ha habido ocasión —dije, medio molesto, pero también medio distendido, por la confesión de Héctor, al que estimaba muchísimo. Acto seguido, le pregunté en voz baja—. ¿Y qué has averiguado? —Están divididos... La mayoría no está de acuerdo con los planteamientos radicales y hay algunos que mezclan los conceptos con temas socialistas y nacionalistas... Creo que hay infiltrados de la extrema izquierda —señaló con el mentón al gordo enorme que se había quedado en la puerta—. Aquí los delegados entre los radicales tampoco deberían tener mayoría, pero saben hablar y azuzar a la gente. —Por favor, compañeros, vamos a comenzar la reunión —dijo un hombre que se había parado en una especie de mesa de centro grande colocada adelante—. Como presidente de la asamblea, quiero pedirles que usen bien su tiempo, porque nos cuesta estar aquí. Pidan educadamente la palabra, porque es lo único que pedimos, y no ofendan a ningún emprendedor presente: solo ofendemos o reaccionamos contra quienes nos agreden. Nunca supe si lo dicho era parte de sus reglas o se le había ocurrido en ese momento como inspiración. Me pareció una buena forma de iniciar una reunión de emprendedores. —Como ustedes saben —continuó—, nuestro movimiento ha crecido de manera desordenada en varias partes del país. En realidad, han sido varias iniciativas que se dieron a la vez y casi sin una orden central o una dirigencia que le diera conducción. Hemos sido varias representaciones de un mismo sentimiento, como cuando la hierba brota a la vez y de manera irregular en época de lluvias. —El movimiento no tiene un fundador o líder único, como otros, y nadie tiene claro cómo se inició —me dijo Héctor, despacio. Pensé en los primeros movimientos independentistas y en el surgimiento casi epidémico de las juntas de independencia en el periodo emancipador. Nadie tiene claro cómo se iniciaron. Unos

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dicen que fueron alentadas por Inglaterra para neutralizar el poder español; otros, que fueron los masones; y otros, que fue un proceso iniciado por los mismos criollos, hartos del dominio peninsular. Lo que sí sabemos todos es el resultado: la independencia. El presidente de la sesión explicó el carácter de la reunión. Dijo que en esa sesión, por voto de todos los asistentes, se decidiría la nueva forma de la organización y, sobre todo, el planteamiento de iniciar una huelga general indefinida, para pedir la reducción de impuestos, la derogación de las normas sobre licencias municipales y la salida de las grandes tiendas de provincias. La gente empezó a aplaudir. Era un aplauso diferente, como el de una barra o el de un concierto: tenía ritmo y alegría. No era el aplauso combativo y revolucionario que había escuchado en mi época de dirigente universitario, ni tampoco el aplauso sectario aprista: se trataba de una especie de pregón hecho con las palmas. De escucharlo desde afuera, cualquiera hubiese creído que era propiciado por un grupo de scouts o de retiro parroquial. Eso también me gustó. —Aquí no hablan mucho y deciden rápido —me susurró Héctor—. Como casi todos son comerciantes y empresarios, cuidan su tiempo, como lo ha dicho el presidente. Vas a ver que hablan tres o cuatro minutos y luego votan. No les gusta mucho el rollo, así es que o eres breve o eres muy contundente. Pensé que ese era el espíritu que se necesitaba en nuestras instituciones y en nuestro Congreso. Si así fuera, se tomarían más y mejores decisiones, y dejaríamos las bases de nuestro desarrollo a las siguientes generaciones. —Pido la palabra —dijo un tipo delgado, canoso y con acento selvático. —Hable —dijo el presidente. —Compañeros —comenzó—, el que habla ha sido dirigente desde la época del golpe contra Belaunde. Yo salí a defender la democracia sin saber siquiera qué era Acción Popular, el partido del presidente. Me dijeron que lo querían sacar y estando en quinto de secundaria salí a las calles del Cusco, que es donde vivía, y por eso me metieron en la cárcel. Luego me fui a vivir a Iquitos y allí empecé a vender mi mercadería en el Mercado Modelo, que es un mercado municipal. Lo único que he hecho siempre es pagarle

durante treinta años al municipio para que tenga el mercado cada vez peor... Además, he visto pasar el segundo gobierno de Belaunde, el primero de Alan, los de Fujimori, el de Toledo y otra vez el de Alan, y todos nos dijeron que arreglarían el mercado, que lo reubicarían y nunca hicieron nada. Siempre pensé que lo que debían hacer era dejarnos la administración. En dos años hubiésemos juntado todo el dinero para arreglarlo y hacerlo incluso un sitio turístico. Pero eso nunca sucedió. Por eso pido que se incluya entre los puntos de nuestra protesta que los mercados municipales se entreguen a quienes los ocupan. La propuesta fue seguida de muchos aplausos. —Se someterá a votación —dijo el presidente—. ¿Alguien más pide la palabra? Hubo un silencio largo. Luego se escuchó una voz fuerte desde la mitad del auditorio. —Yo, señor presidente. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de mediana estatura. Tenía un gorro negro tipo boina y un chaleco camuflado puesto, que le daban un estilo algo marcial, neutralizado por el polo naranja y verde que llevaba debajo. —Buenas tardes, compañeros emprendedores —dijo con una voz clara, entonada y potente—. Soy Pedro Yonanse, empresario comerciante de aquí de Piura y, además, un emprendedor desde pequeño por formación familiar. Mi padre vino desde Porcón, en Cajamarca, a Piura, porque quiso dedicarse al comercio en lugar de morirse de hambre allá. Era la época en que los hermanos evangélicos no habían llegado todavía a mi tierra para hacerla desarrollar. Desde pequeño vi a mi padre y a mi madre actuar esforzados, porque no trabajaban. Ellos me decían siempre: «Solo trabajan los que no tienen sueños». Los emprendedores no trabajamos —remató esta última frase con énfasis, para que lo aplaudieran, y así fue: una cerrada ovación agradeció sus palabras—. Desde pequeño he sabido dos cosas. Primero, que el esfuerzo es lo único que te mejorará la vida. Y, segundo, que nadie puede obligarme a hacer algo injusto, algo que no deseo, algo por lo que el otro no me paga o no me devuelve nada. Mi padre siempre me enseñó que yo no debía deberle nada a nadie, ni tomar nada gratis de otro. Me enseñó que las cosas costaban y que no debía ni pedirlas ni arrebatarlas, sino crearlas

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dicen que fueron alentadas por Inglaterra para neutralizar el poder español; otros, que fueron los masones; y otros, que fue un proceso iniciado por los mismos criollos, hartos del dominio peninsular. Lo que sí sabemos todos es el resultado: la independencia. El presidente de la sesión explicó el carácter de la reunión. Dijo que en esa sesión, por voto de todos los asistentes, se decidiría la nueva forma de la organización y, sobre todo, el planteamiento de iniciar una huelga general indefinida, para pedir la reducción de impuestos, la derogación de las normas sobre licencias municipales y la salida de las grandes tiendas de provincias. La gente empezó a aplaudir. Era un aplauso diferente, como el de una barra o el de un concierto: tenía ritmo y alegría. No era el aplauso combativo y revolucionario que había escuchado en mi época de dirigente universitario, ni tampoco el aplauso sectario aprista: se trataba de una especie de pregón hecho con las palmas. De escucharlo desde afuera, cualquiera hubiese creído que era propiciado por un grupo de scouts o de retiro parroquial. Eso también me gustó. —Aquí no hablan mucho y deciden rápido —me susurró Héctor—. Como casi todos son comerciantes y empresarios, cuidan su tiempo, como lo ha dicho el presidente. Vas a ver que hablan tres o cuatro minutos y luego votan. No les gusta mucho el rollo, así es que o eres breve o eres muy contundente. Pensé que ese era el espíritu que se necesitaba en nuestras instituciones y en nuestro Congreso. Si así fuera, se tomarían más y mejores decisiones, y dejaríamos las bases de nuestro desarrollo a las siguientes generaciones. —Pido la palabra —dijo un tipo delgado, canoso y con acento selvático. —Hable —dijo el presidente. —Compañeros —comenzó—, el que habla ha sido dirigente desde la época del golpe contra Belaunde. Yo salí a defender la democracia sin saber siquiera qué era Acción Popular, el partido del presidente. Me dijeron que lo querían sacar y estando en quinto de secundaria salí a las calles del Cusco, que es donde vivía, y por eso me metieron en la cárcel. Luego me fui a vivir a Iquitos y allí empecé a vender mi mercadería en el Mercado Modelo, que es un mercado municipal. Lo único que he hecho siempre es pagarle

durante treinta años al municipio para que tenga el mercado cada vez peor... Además, he visto pasar el segundo gobierno de Belaunde, el primero de Alan, los de Fujimori, el de Toledo y otra vez el de Alan, y todos nos dijeron que arreglarían el mercado, que lo reubicarían y nunca hicieron nada. Siempre pensé que lo que debían hacer era dejarnos la administración. En dos años hubiésemos juntado todo el dinero para arreglarlo y hacerlo incluso un sitio turístico. Pero eso nunca sucedió. Por eso pido que se incluya entre los puntos de nuestra protesta que los mercados municipales se entreguen a quienes los ocupan. La propuesta fue seguida de muchos aplausos. —Se someterá a votación —dijo el presidente—. ¿Alguien más pide la palabra? Hubo un silencio largo. Luego se escuchó una voz fuerte desde la mitad del auditorio. —Yo, señor presidente. Era un hombre de cincuenta y tantos años, de mediana estatura. Tenía un gorro negro tipo boina y un chaleco camuflado puesto, que le daban un estilo algo marcial, neutralizado por el polo naranja y verde que llevaba debajo. —Buenas tardes, compañeros emprendedores —dijo con una voz clara, entonada y potente—. Soy Pedro Yonanse, empresario comerciante de aquí de Piura y, además, un emprendedor desde pequeño por formación familiar. Mi padre vino desde Porcón, en Cajamarca, a Piura, porque quiso dedicarse al comercio en lugar de morirse de hambre allá. Era la época en que los hermanos evangélicos no habían llegado todavía a mi tierra para hacerla desarrollar. Desde pequeño vi a mi padre y a mi madre actuar esforzados, porque no trabajaban. Ellos me decían siempre: «Solo trabajan los que no tienen sueños». Los emprendedores no trabajamos —remató esta última frase con énfasis, para que lo aplaudieran, y así fue: una cerrada ovación agradeció sus palabras—. Desde pequeño he sabido dos cosas. Primero, que el esfuerzo es lo único que te mejorará la vida. Y, segundo, que nadie puede obligarme a hacer algo injusto, algo que no deseo, algo por lo que el otro no me paga o no me devuelve nada. Mi padre siempre me enseñó que yo no debía deberle nada a nadie, ni tomar nada gratis de otro. Me enseñó que las cosas costaban y que no debía ni pedirlas ni arrebatarlas, sino crearlas

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¿Dónde está la riqueza?

con mi cerebro y con mi esfuerzo —su entonación era emotiva y envolvente—. Por eso no entiendo cuando viene el Estado a pedirme plata a cambio de nada. El Estado no hizo nada por educarme: lo hicieron mis padres. Desde que tengo razón, el Estado tiene un gobierno lleno de mediocres, de pillos o de imbéciles que jamás han sabido darnos algo para el progreso. El progreso lo hicimos los emprendedores, porque éramos pobres. La pobreza fue nuestra madre, pero después la abandonamos para buscar a nuestra primera y única novia: la riqueza. Sin embargo, cuando la conseguimos, cuando la besamos, vinieron otros y nos dijeron que eso era malo, que eso era prohibido o que debíamos pagar por eso. Y ese hecho me parece un abuso. Nuevos aplausos interrumpieron su discurso. Estaba completamente de acuerdo con lo que decía. Hubiese suscrito una por una todas sus palabras. Inclusive aplaudí emocionado sus intervenciones. —¿Pero por qué ocurre esto? —preguntó al auditorio—. ¿Por qué nos expropian con los impuestos? ¿Por qué nos ahogan con trámites desde que decidimos emprender? ¿Por qué matan al emprendedor cuando recién empieza a caminar? Unos lo hacen porque creen que es malo que existamos: piensan que la empresa es la encarnación del mal, que es la explotación del hombre por el hombre. Son los que no saben generar nada de riqueza y se inventan que ellos la distribuirán arrancándosela a otros. Estaba a punto de aplaudirlo cuando irrumpió como poseído: —Pero los otros son los que no quieren que emprendamos. Esos son los que quieren solo lucrar y llevarse todo. Son los dueños de las corporaciones internacionales, los chilenos, los españoles, los yanquis, que quieren matar a los emprendedores peruanos, coludidos con la burguesía peruana y con los apristas, defendidos por Alan y sus secuaces, como Toledo. Parecía como si alguien lo hubiese reprogramado, como si se hubiese pasado a otro programa mental. No entendía nada. Había sido lúcido, preclaro en su análisis inicial y terminaba con las más trasnochadas ideas nacionalistas y antiglobales. —Les pido que iniciemos por eso una huelga radical, una huelga que el Perú recordará por generaciones, una huelga que nuestros nietos estudiarán en el colegio como un hecho histórico, como lo

hacemos nosotros sobre los fundadores de la República. No tengamos miedo a quebrar la llamada democracia, porque la democracia no sirve, es un invento para hacernos creer en las mayorías. Les pido que imaginen al gobierno puesto de rodillas cuando se dé cuenta de que somos nosotros los que movemos el país. Una huelga que comenten en todos los diarios e inclusive en la prensa extranjera —habló fuerte, enérgico, convincente, y muchos lo aplaudieron—. Creo que uno tiene que visualizar, que imaginar los sueños. A eso lo llamamos el poder de la visión y, por eso, quiero que escuchen esta noticia que he redactado. Así me imagino yo que la prensa podría escribir de nuestra hazaña. Todos quedaron en silencio. Solo se escuchaba el aire cortado por el viejo ventilador de techo, que no daba ni una pizca de aire fresco al salón abarrotado. Ya eran las tres de la tarde y el calor empezaba a propagarse más rápido en la densidad del vaho. Entonces Pedro, con voz segura y su inconfundible dejo piurano, leyó el papel que cuidadosamente había desdoblado de su bolsillo: «Anoche el presidente de la República, doctor Alan García Pérez, dirigió un mensaje a la nación a través de una serie de televisoras nacionales. En él reconoció lo que llamó “el espíritu emprendedor de millones de peruanos esforzados” y anunció una serie de medidas, entre las que destacaba una rebaja de tres puntos del IGV, licencias automáticas de funcionamiento, sanciones a las instituciones que impidan el emprendimiento y otras medidas “destinadas a mejorar la competitividad y el desarrollo empresarial de las grandes mayorías”. A la vez, pidió el levantamiento de la gran huelga nacional iniciada hace una semana por millones de pequeños y medianos empresarios, a los que se sumaron estudiantes, grandes empresas, asociaciones comunales e inclusive sindicatos, como la Central Única de Trabajadores del Perú. La huelga se inició hace exactamente siete días con una marcha en la que el Movimiento Radical Emprendedor lanzó la consigna de “brazos caídos y cero contribución”»... Pedro no pudo continuar, pues los asistentes empezaron a aplaudir e interrumpieron su lectura. —Su propuesta, emprendedor —dijo el presidente, gritando por encima de los aplausos. —Huelga emprendedora, radical e indefinida. ¡Hasta las últimas consecuencias!

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con mi cerebro y con mi esfuerzo —su entonación era emotiva y envolvente—. Por eso no entiendo cuando viene el Estado a pedirme plata a cambio de nada. El Estado no hizo nada por educarme: lo hicieron mis padres. Desde que tengo razón, el Estado tiene un gobierno lleno de mediocres, de pillos o de imbéciles que jamás han sabido darnos algo para el progreso. El progreso lo hicimos los emprendedores, porque éramos pobres. La pobreza fue nuestra madre, pero después la abandonamos para buscar a nuestra primera y única novia: la riqueza. Sin embargo, cuando la conseguimos, cuando la besamos, vinieron otros y nos dijeron que eso era malo, que eso era prohibido o que debíamos pagar por eso. Y ese hecho me parece un abuso. Nuevos aplausos interrumpieron su discurso. Estaba completamente de acuerdo con lo que decía. Hubiese suscrito una por una todas sus palabras. Inclusive aplaudí emocionado sus intervenciones. —¿Pero por qué ocurre esto? —preguntó al auditorio—. ¿Por qué nos expropian con los impuestos? ¿Por qué nos ahogan con trámites desde que decidimos emprender? ¿Por qué matan al emprendedor cuando recién empieza a caminar? Unos lo hacen porque creen que es malo que existamos: piensan que la empresa es la encarnación del mal, que es la explotación del hombre por el hombre. Son los que no saben generar nada de riqueza y se inventan que ellos la distribuirán arrancándosela a otros. Estaba a punto de aplaudirlo cuando irrumpió como poseído: —Pero los otros son los que no quieren que emprendamos. Esos son los que quieren solo lucrar y llevarse todo. Son los dueños de las corporaciones internacionales, los chilenos, los españoles, los yanquis, que quieren matar a los emprendedores peruanos, coludidos con la burguesía peruana y con los apristas, defendidos por Alan y sus secuaces, como Toledo. Parecía como si alguien lo hubiese reprogramado, como si se hubiese pasado a otro programa mental. No entendía nada. Había sido lúcido, preclaro en su análisis inicial y terminaba con las más trasnochadas ideas nacionalistas y antiglobales. —Les pido que iniciemos por eso una huelga radical, una huelga que el Perú recordará por generaciones, una huelga que nuestros nietos estudiarán en el colegio como un hecho histórico, como lo

hacemos nosotros sobre los fundadores de la República. No tengamos miedo a quebrar la llamada democracia, porque la democracia no sirve, es un invento para hacernos creer en las mayorías. Les pido que imaginen al gobierno puesto de rodillas cuando se dé cuenta de que somos nosotros los que movemos el país. Una huelga que comenten en todos los diarios e inclusive en la prensa extranjera —habló fuerte, enérgico, convincente, y muchos lo aplaudieron—. Creo que uno tiene que visualizar, que imaginar los sueños. A eso lo llamamos el poder de la visión y, por eso, quiero que escuchen esta noticia que he redactado. Así me imagino yo que la prensa podría escribir de nuestra hazaña. Todos quedaron en silencio. Solo se escuchaba el aire cortado por el viejo ventilador de techo, que no daba ni una pizca de aire fresco al salón abarrotado. Ya eran las tres de la tarde y el calor empezaba a propagarse más rápido en la densidad del vaho. Entonces Pedro, con voz segura y su inconfundible dejo piurano, leyó el papel que cuidadosamente había desdoblado de su bolsillo: «Anoche el presidente de la República, doctor Alan García Pérez, dirigió un mensaje a la nación a través de una serie de televisoras nacionales. En él reconoció lo que llamó “el espíritu emprendedor de millones de peruanos esforzados” y anunció una serie de medidas, entre las que destacaba una rebaja de tres puntos del IGV, licencias automáticas de funcionamiento, sanciones a las instituciones que impidan el emprendimiento y otras medidas “destinadas a mejorar la competitividad y el desarrollo empresarial de las grandes mayorías”. A la vez, pidió el levantamiento de la gran huelga nacional iniciada hace una semana por millones de pequeños y medianos empresarios, a los que se sumaron estudiantes, grandes empresas, asociaciones comunales e inclusive sindicatos, como la Central Única de Trabajadores del Perú. La huelga se inició hace exactamente siete días con una marcha en la que el Movimiento Radical Emprendedor lanzó la consigna de “brazos caídos y cero contribución”»... Pedro no pudo continuar, pues los asistentes empezaron a aplaudir e interrumpieron su lectura. —Su propuesta, emprendedor —dijo el presidente, gritando por encima de los aplausos. —Huelga emprendedora, radical e indefinida. ¡Hasta las últimas consecuencias!

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—¿Alguien más desea hablar? —continuó el presidente. Yo había volteado varias veces para ver si habían llegado Juan Carlos, Julio y Jesús, pero no los había visto. Así las cosas, le pedí a Héctor que fuera hacia la puerta para acelerar su ingreso. Pero él tampoco había regresado. Decidí entonces pedir la palabra. —Yo, señor presidente —dije, poniéndome de pie y avanzando hacia la primera fila para poder dar la cara a todos los asistentes. —No puede hablar, no puede hablar, no está inscrito —comenzaron a decir desde atrás y desde la zona de donde había hablado Pedro. —El señor Nano es un emprendedor y ha promovido el emprendimiento hace años, de manera que puede hacer uso de la palabra —dijo el presidente. Escuché, pese a ello, algunos abucheos. —Déjenlo hablar, tiene derecho —dijo de pronto Pedro, de pie y con voz potente. Los silbidos pararon automáticamente y se hizo silencio. De pie frente al auditorio, miré por última vez hacia el salón y no vi a mis compañeros. A continuación, dirigiéndome hacia el presidente, dije: —Antes de comenzar, quiero hacer una pregunta al compañero emprendedor Pedro. ¿Puedo hacerla? —Si el emprendedor Pedro acepta, por supuesto —dijo el presidente. Pedro asintió con la cabeza. —¿Por qué la huelga debe ser radical y hasta violenta, haciendo peligrar el sistema democrático? —pregunté. —Porque la democracia no sirve, ya lo dije —respondió Pedro—. Lo de las mayorías que deciden es algo falso e ineficiente. Es un mecanismo obsoleto. —Gracias, eso quería tenerlo claro —dije—. Bueno, mi nombre completo es Hernando Guerra-García Campos y provengo de una familia cajamarquina de padre y madre. Nací en Lima y viví allí, pero me siento cajamarquino. Mi abuelo paterno fue juez. Fue un hombre pobre que debió irse a vivir a Moyobamba porque su madre no lo podía mantener. Mi abuelo paterno fue coronel de caballería y también cajamarquino. No llegó a general porque se negó a fusilar a apristas en la revolución de 1932 —varios aplaudieron—. Mi padre es médico, un hombre que se dedicó a la ciencia y a la investigación

de la vida del hombre en los Andes. Mi madre fue ama de casa, una mujer con un talento extraordinario para el arte. Falleció cuando yo tenía dieciséis años. Ambos me enseñaron a querer al Perú y a conocerlo desde sus lados más humildes. Soy el tercero de seis hermanos hombres y me crié en Jesús María, sin nada de más, pero también sin nada de menos. Estudié Derecho en la Universidad Católica y luego hice una maestría en Administración en ESAN. Cuando hice allí mi tesis, descubrí a los empresarios de Gamarra. Desde entonces vivo difundiendo el espíritu emprendedor de los peruanos en donde pueda y como pueda —mi voz era aún tímida y sin el estilo de asamblea que había establecido Pedro—. Desde hace diez años trabajo para mí y soy dueño de mi destino. Renuncié a una corporación internacional para hacer mi propio negocio. Recién hace cuatro años gano lo que ganaba allí, pero es mi negocio. Cuando hablo de empresa lo digo con convicción, porque es lo que hago y lo hago con conocimiento, pues lo practico todos los días. Mi único jefe es el cliente y aprendí de mi familia a respetar a todos mis semejantes. Creo en el cliente como único jefe. No le debo favores a nadie y no quiero que me los deban. Me gusta que me paguen al contado y salir de las deudas rápido —sonreí a la gente y arranqué el primer aplauso—. He venido aquí porque creo que estamos en una época extraordinaria, una época de cambios, una época que nos plantea extinguirnos, sobrevivir o conquistarla: depende del camino que escojamos. Como muchas especies que no sobrevivieron, podemos ignorar lo que pasa en nuestro mundo y extinguirnos, o podemos mirar con calma, con razón y conocimiento el horizonte y decidir movernos en la dirección correcta. Ese gran cambio se llama globalización, y de cómo lo enfrentemos dependerá nuestro futuro, el de nuestras familias y el de nuestro país. Lo sé: los cambios dan miedo, los cambios crean situaciones que nos asustan y queremos echar a correr, gritar o escondernos... Eso es precisamente lo que no podemos hacer. Pero eso, también, es lo que muchos quieren que hagamos. Sí, eso quieren que hagamos los que no tienen salida, los que no saben cómo salir adelante pues nunca han luchado. Ellos quieren cargarse sobre nosotros y que los sigamos manteniendo con nuestros impuestos, como parásitos acostumbrados a chupar nuestra sangre. Eso quieren los incendiarios, los que no saben ver la salida y deciden no razonar, sino sacar la espada y cortar cuanta cosa

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—¿Alguien más desea hablar? —continuó el presidente. Yo había volteado varias veces para ver si habían llegado Juan Carlos, Julio y Jesús, pero no los había visto. Así las cosas, le pedí a Héctor que fuera hacia la puerta para acelerar su ingreso. Pero él tampoco había regresado. Decidí entonces pedir la palabra. —Yo, señor presidente —dije, poniéndome de pie y avanzando hacia la primera fila para poder dar la cara a todos los asistentes. —No puede hablar, no puede hablar, no está inscrito —comenzaron a decir desde atrás y desde la zona de donde había hablado Pedro. —El señor Nano es un emprendedor y ha promovido el emprendimiento hace años, de manera que puede hacer uso de la palabra —dijo el presidente. Escuché, pese a ello, algunos abucheos. —Déjenlo hablar, tiene derecho —dijo de pronto Pedro, de pie y con voz potente. Los silbidos pararon automáticamente y se hizo silencio. De pie frente al auditorio, miré por última vez hacia el salón y no vi a mis compañeros. A continuación, dirigiéndome hacia el presidente, dije: —Antes de comenzar, quiero hacer una pregunta al compañero emprendedor Pedro. ¿Puedo hacerla? —Si el emprendedor Pedro acepta, por supuesto —dijo el presidente. Pedro asintió con la cabeza. —¿Por qué la huelga debe ser radical y hasta violenta, haciendo peligrar el sistema democrático? —pregunté. —Porque la democracia no sirve, ya lo dije —respondió Pedro—. Lo de las mayorías que deciden es algo falso e ineficiente. Es un mecanismo obsoleto. —Gracias, eso quería tenerlo claro —dije—. Bueno, mi nombre completo es Hernando Guerra-García Campos y provengo de una familia cajamarquina de padre y madre. Nací en Lima y viví allí, pero me siento cajamarquino. Mi abuelo paterno fue juez. Fue un hombre pobre que debió irse a vivir a Moyobamba porque su madre no lo podía mantener. Mi abuelo paterno fue coronel de caballería y también cajamarquino. No llegó a general porque se negó a fusilar a apristas en la revolución de 1932 —varios aplaudieron—. Mi padre es médico, un hombre que se dedicó a la ciencia y a la investigación

de la vida del hombre en los Andes. Mi madre fue ama de casa, una mujer con un talento extraordinario para el arte. Falleció cuando yo tenía dieciséis años. Ambos me enseñaron a querer al Perú y a conocerlo desde sus lados más humildes. Soy el tercero de seis hermanos hombres y me crié en Jesús María, sin nada de más, pero también sin nada de menos. Estudié Derecho en la Universidad Católica y luego hice una maestría en Administración en ESAN. Cuando hice allí mi tesis, descubrí a los empresarios de Gamarra. Desde entonces vivo difundiendo el espíritu emprendedor de los peruanos en donde pueda y como pueda —mi voz era aún tímida y sin el estilo de asamblea que había establecido Pedro—. Desde hace diez años trabajo para mí y soy dueño de mi destino. Renuncié a una corporación internacional para hacer mi propio negocio. Recién hace cuatro años gano lo que ganaba allí, pero es mi negocio. Cuando hablo de empresa lo digo con convicción, porque es lo que hago y lo hago con conocimiento, pues lo practico todos los días. Mi único jefe es el cliente y aprendí de mi familia a respetar a todos mis semejantes. Creo en el cliente como único jefe. No le debo favores a nadie y no quiero que me los deban. Me gusta que me paguen al contado y salir de las deudas rápido —sonreí a la gente y arranqué el primer aplauso—. He venido aquí porque creo que estamos en una época extraordinaria, una época de cambios, una época que nos plantea extinguirnos, sobrevivir o conquistarla: depende del camino que escojamos. Como muchas especies que no sobrevivieron, podemos ignorar lo que pasa en nuestro mundo y extinguirnos, o podemos mirar con calma, con razón y conocimiento el horizonte y decidir movernos en la dirección correcta. Ese gran cambio se llama globalización, y de cómo lo enfrentemos dependerá nuestro futuro, el de nuestras familias y el de nuestro país. Lo sé: los cambios dan miedo, los cambios crean situaciones que nos asustan y queremos echar a correr, gritar o escondernos... Eso es precisamente lo que no podemos hacer. Pero eso, también, es lo que muchos quieren que hagamos. Sí, eso quieren que hagamos los que no tienen salida, los que no saben cómo salir adelante pues nunca han luchado. Ellos quieren cargarse sobre nosotros y que los sigamos manteniendo con nuestros impuestos, como parásitos acostumbrados a chupar nuestra sangre. Eso quieren los incendiarios, los que no saben ver la salida y deciden no razonar, sino sacar la espada y cortar cuanta cosa

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¿Dónde está la riqueza?

se les cruce, porque solo saben usar la fuerza: así han conseguido muchas veces lo que quieren. Eso quieren quienes nos dicen que no podemos competir, como si no tuviésemos la capacidad en nuestros cerebros y en nuestras historias de lucha por progresar. Quieren que te consideres inútil, quieren que tengas miedo para dejarte conducir, quieren que tengas miedo para dominarte Los emprendedores aplaudieron ruidosamente. —Porque una persona que confía en sí misma es peligrosa, es subversiva. Una persona que confía en sus capacidades puede hacerlo todo. Eso quieren aquellos que desean que trabajes para ellos como obrero, como oficinista nomás, porque desean el negocio para ellos. Por eso, manejan las leyes a su antojo; por eso, buscan los privilegios de los parásitos y los políticos, que se los entregan a cambio de dinero, porque es la única manera que conocen para conseguirlo. Ellos quieren que perezcas en el cambio, así que no te han dicho nada de la globalización, no te han alertado. Por eso, quieren que estudies, que te prepares como empleado en sus universidades y sus colegios diseñados para que trabajes para otros, no para que seas libre, no para que seas emprendedor. Yo mismo me iba sintiendo enérgico, mi voz iba subiendo y mis gestos empezaban a ser marcados, como lo había hecho Pedro. —¿Qué hacer, entonces? Algunos nos proponen responder; otros nos proponen reaccionar. Pero cuando lo hacemos ya no somos nosotros, somos la respuesta al otro, somos lo que los otros desean. Los emprendedores somos acción, no reacción; los emprendedores somos pregunta, no respuesta; los emprendedores somos propuesta, no protesta. Cuando uno es reacción, deja su esencia. Volvamos a nuestra esencia, a la creatividad, a decir por dónde debe ir nuestro país y a dejar de preguntarnos en qué momento se jodió. El Perú no está jodido, el Perú es posible, el Perú es un país de emprendedores que se construye todos los días en la acción de emprendedores empresariales en sus negocios, en el pensamiento y las creaciones de emprendedores intelectuales y artistas, en las propuestas dentro de sus organizaciones de intraemprendedores, en los proyectos de desarrollo de emprendedores sociales, en las investigaciones y conocimientos de los emprendedores innovadores y educadores. Me detuve un instante y, en una fracción de segundo, pensé en el último mensaje de Simón, un mensaje con rostros e historias:

allí estaban las caras de los emprendedores empresariales de Wilson, Gamarra, El Porvenir; las palabras de emprendedor intelectual de Jesús; los planteamientos intraemprendedores de Héctor; la pasión emprendedora del educador Julio; el recuerdo del emprendimiento social de Hubert Lanssiers, los procesos y cavilaciones mentales del emprendedor innovador de Hedwin Maguiña. Sí, esta aventura de vida había valido la pena. —Estoy de acuerdo: muchos no han sido capaces de vernos, nos han dicho informales, nos han dicho subempleados, nos han creído evasores de convicción e invasores por opción. Porque no han sabido entender nuestra apuesta por la acción y por el trabajo. Y luego dicen que luchan contra la pobreza, aunque la verdad es que la pobreza está en ellos, está en sus ojos de culpa, en sus cabezas ideologizadas, en sus análisis de especialistas en miseria. ¡No! ¡No! ¡No! Hay que decirles de una vez que nosotros luchamos por la riqueza y que no le tenemos miedo a esta palabra. Hay que decirles que no somos lo último de la sociedad, sino lo mejor, su vanguardia, los generadores del bienestar. Hay que explicarles que su Estado y su gobierno ineficiente y delincuente no crean riqueza: la expropia, la destruye, la roba o, en el mejor de los casos, la tiene inmóvil en sus arcas. Lo que sí hay que decirles es que estamos cansados de su extorsión y de sus impuestos. Hay que protestar y responder si nos atacan, pero no hay que crear violencia. ¿Qué hacer? Creo que hay que pasar a la acción. No podemos quedarnos indiferentes, cruzarnos de brazos, transar con sus normas y coimas. No podemos hacer, como muchos emprendedores en la historia, que dijeron: «Mientras no se metan con mi negocio, que sigan allí los ineficientes». En realidad, sí se meten, sí se meterán, porque construirán una sociedad en la que no podrás prosperar ni tú ni tu negocio. La inacción es la complicidad: no hay tiempo para encogerse de hombros. Creo que la acción es la política y este es un terreno que los emprendedores no podemos dejar, porque la contaminación de esa tierra va a podrir todo lo que sembremos, porque esa tierra puede también ser fértil y dar frutos si la labramos. Propongo un país de varios propietarios y no de pocos, un país centrado en la educación emprendedora, un país que compita en la globalización, un país sin la corrupción de los parásitos, un país con seguridad en la palabra, en las calles y en la gente. Un Perú emprendedor.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

se les cruce, porque solo saben usar la fuerza: así han conseguido muchas veces lo que quieren. Eso quieren quienes nos dicen que no podemos competir, como si no tuviésemos la capacidad en nuestros cerebros y en nuestras historias de lucha por progresar. Quieren que te consideres inútil, quieren que tengas miedo para dejarte conducir, quieren que tengas miedo para dominarte Los emprendedores aplaudieron ruidosamente. —Porque una persona que confía en sí misma es peligrosa, es subversiva. Una persona que confía en sus capacidades puede hacerlo todo. Eso quieren aquellos que desean que trabajes para ellos como obrero, como oficinista nomás, porque desean el negocio para ellos. Por eso, manejan las leyes a su antojo; por eso, buscan los privilegios de los parásitos y los políticos, que se los entregan a cambio de dinero, porque es la única manera que conocen para conseguirlo. Ellos quieren que perezcas en el cambio, así que no te han dicho nada de la globalización, no te han alertado. Por eso, quieren que estudies, que te prepares como empleado en sus universidades y sus colegios diseñados para que trabajes para otros, no para que seas libre, no para que seas emprendedor. Yo mismo me iba sintiendo enérgico, mi voz iba subiendo y mis gestos empezaban a ser marcados, como lo había hecho Pedro. —¿Qué hacer, entonces? Algunos nos proponen responder; otros nos proponen reaccionar. Pero cuando lo hacemos ya no somos nosotros, somos la respuesta al otro, somos lo que los otros desean. Los emprendedores somos acción, no reacción; los emprendedores somos pregunta, no respuesta; los emprendedores somos propuesta, no protesta. Cuando uno es reacción, deja su esencia. Volvamos a nuestra esencia, a la creatividad, a decir por dónde debe ir nuestro país y a dejar de preguntarnos en qué momento se jodió. El Perú no está jodido, el Perú es posible, el Perú es un país de emprendedores que se construye todos los días en la acción de emprendedores empresariales en sus negocios, en el pensamiento y las creaciones de emprendedores intelectuales y artistas, en las propuestas dentro de sus organizaciones de intraemprendedores, en los proyectos de desarrollo de emprendedores sociales, en las investigaciones y conocimientos de los emprendedores innovadores y educadores. Me detuve un instante y, en una fracción de segundo, pensé en el último mensaje de Simón, un mensaje con rostros e historias:

allí estaban las caras de los emprendedores empresariales de Wilson, Gamarra, El Porvenir; las palabras de emprendedor intelectual de Jesús; los planteamientos intraemprendedores de Héctor; la pasión emprendedora del educador Julio; el recuerdo del emprendimiento social de Hubert Lanssiers, los procesos y cavilaciones mentales del emprendedor innovador de Hedwin Maguiña. Sí, esta aventura de vida había valido la pena. —Estoy de acuerdo: muchos no han sido capaces de vernos, nos han dicho informales, nos han dicho subempleados, nos han creído evasores de convicción e invasores por opción. Porque no han sabido entender nuestra apuesta por la acción y por el trabajo. Y luego dicen que luchan contra la pobreza, aunque la verdad es que la pobreza está en ellos, está en sus ojos de culpa, en sus cabezas ideologizadas, en sus análisis de especialistas en miseria. ¡No! ¡No! ¡No! Hay que decirles de una vez que nosotros luchamos por la riqueza y que no le tenemos miedo a esta palabra. Hay que decirles que no somos lo último de la sociedad, sino lo mejor, su vanguardia, los generadores del bienestar. Hay que explicarles que su Estado y su gobierno ineficiente y delincuente no crean riqueza: la expropia, la destruye, la roba o, en el mejor de los casos, la tiene inmóvil en sus arcas. Lo que sí hay que decirles es que estamos cansados de su extorsión y de sus impuestos. Hay que protestar y responder si nos atacan, pero no hay que crear violencia. ¿Qué hacer? Creo que hay que pasar a la acción. No podemos quedarnos indiferentes, cruzarnos de brazos, transar con sus normas y coimas. No podemos hacer, como muchos emprendedores en la historia, que dijeron: «Mientras no se metan con mi negocio, que sigan allí los ineficientes». En realidad, sí se meten, sí se meterán, porque construirán una sociedad en la que no podrás prosperar ni tú ni tu negocio. La inacción es la complicidad: no hay tiempo para encogerse de hombros. Creo que la acción es la política y este es un terreno que los emprendedores no podemos dejar, porque la contaminación de esa tierra va a podrir todo lo que sembremos, porque esa tierra puede también ser fértil y dar frutos si la labramos. Propongo un país de varios propietarios y no de pocos, un país centrado en la educación emprendedora, un país que compita en la globalización, un país sin la corrupción de los parásitos, un país con seguridad en la palabra, en las calles y en la gente. Un Perú emprendedor.

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Entonces me quedé en silencio. Debo decir que esperaba aplausos, pero un ruido muy fuerte hizo que todos voltearan. El parapeto de cajas vacías de cerveza se había desmoronado y, entre sus escombros, avanzaba Héctor prácticamente cargando a Jesús. Atrás lo seguían Juan Carlos y Julio, que forcejeaban contra el luchador de sumo y el gigante flaco. —¿Qué pasa? —gritó el presidente. —Estos huevones no quieren que el señor Jesús entre, y él es un militante —gritó Héctor, ahora sí cargando a Jesús y abriéndose paso entre las sillas. —¡Señor, aquí no se aceptan insultos o adjetivos denigrantes contra emprendedores ausentes o presentes! —gritó el presidente. —Disculpe, presidente —dijo Héctor, y depositó a Jesús en el estrado improvisado. —¿Es usted militante? —preguntó el presidente. —Sí, señor, me inscribí hace un mes —me miró de reojo por la confesión—. Mi número es el 15711 y soy de la base de Moquegua, señor. —Entonces, ¿por qué no lo dejan entrar? —Porque traigo unos documentos que quiero repartir —dijo Jesús— y, como solo no puedo, quería que los repartieran los señores que vienen conmigo. No quiero dárselos a otros para asegurarme que se repartirán. Después de hacerlo, mis acompañantes se irán. —Permiso concedido, emprendedor —dijo el presidente y, señalando a Héctor, continuó—: Usted sí se retira del salón... Ah, pero antes se disculpa con los de la puerta y me acomoda las cajas, que son mías. Todos rieron. —Además, presidente —continuó Jesús, dándole una copia—, pido un cuarto intermedio para que la gente pueda leer el documento. Como se dará cuenta, no hablo muy bien: por eso lo he puesto por escrito, para que se entienda mejor. —Permiso concedido. A repartir rápido el documento. Doy veinte minutos para que lo lean. Los que no saben leer pídanle ayuda a un emprendedor. Ah, eso sí, nadie sale del salón ni siquiera para mear —ocasionó otra carcajada general. Jesús se me acercó con el documento impreso en la mano. 186

—Solo he repartido las primeras páginas, que es el resumen del llamamiento —me dijo emocionado—. Este es «El manifiesto emprendedor» o «El manifiesto de Simón». El documento íntegro lo repartiremos a la salida. Se quedó a mi lado esperando que lo viera. Tenía una portada en la que se veía el logotipo de la ANDE. Abrí y vi la primera página:

Manifiesto del emprendedor4 «No hemos nacido para morir, sino para comenzar». Hannah Arendt «Aprende a valorarte, lo que significa luchar por tu felicidad». Ayn Rand «Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú. Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú. Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, hazlo tú. Sé tú el que aparte la piedra del camino». Gabriela Mistral Desde hace algunas décadas venimos asistiendo al nacimiento de un mundo nuevo, cuyo límite parece ser el infinito. El avance tecnológico, el desarrollo de las comunicaciones y la abundancia de información han generado un cambio total. Parece que el futuro nos ha alcanzado, que la ciencia ficción es realidad y que la tierra ha vuelto a ser plana. Todo parece ser aquí y ahora; el tiempo y el espacio son diferentes. El mundo y la historia —que parecían poder ser explicados con grandes discursos llenos de certeza, orden y sencillez— aparecen hoy llenos de incertidumbre, relatividad, pluralidad, caos y complejidad. Más que una época de cambios, estamos asistiendo a un cambio de época, a un cambio veloz de paradigmas. Y, si bien todo cambio suele generar incomodidad, sensación

4  Fuente: Asociación Nacional de Emprendedores (ANDE).

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Entonces me quedé en silencio. Debo decir que esperaba aplausos, pero un ruido muy fuerte hizo que todos voltearan. El parapeto de cajas vacías de cerveza se había desmoronado y, entre sus escombros, avanzaba Héctor prácticamente cargando a Jesús. Atrás lo seguían Juan Carlos y Julio, que forcejeaban contra el luchador de sumo y el gigante flaco. —¿Qué pasa? —gritó el presidente. —Estos huevones no quieren que el señor Jesús entre, y él es un militante —gritó Héctor, ahora sí cargando a Jesús y abriéndose paso entre las sillas. —¡Señor, aquí no se aceptan insultos o adjetivos denigrantes contra emprendedores ausentes o presentes! —gritó el presidente. —Disculpe, presidente —dijo Héctor, y depositó a Jesús en el estrado improvisado. —¿Es usted militante? —preguntó el presidente. —Sí, señor, me inscribí hace un mes —me miró de reojo por la confesión—. Mi número es el 15711 y soy de la base de Moquegua, señor. —Entonces, ¿por qué no lo dejan entrar? —Porque traigo unos documentos que quiero repartir —dijo Jesús— y, como solo no puedo, quería que los repartieran los señores que vienen conmigo. No quiero dárselos a otros para asegurarme que se repartirán. Después de hacerlo, mis acompañantes se irán. —Permiso concedido, emprendedor —dijo el presidente y, señalando a Héctor, continuó—: Usted sí se retira del salón... Ah, pero antes se disculpa con los de la puerta y me acomoda las cajas, que son mías. Todos rieron. —Además, presidente —continuó Jesús, dándole una copia—, pido un cuarto intermedio para que la gente pueda leer el documento. Como se dará cuenta, no hablo muy bien: por eso lo he puesto por escrito, para que se entienda mejor. —Permiso concedido. A repartir rápido el documento. Doy veinte minutos para que lo lean. Los que no saben leer pídanle ayuda a un emprendedor. Ah, eso sí, nadie sale del salón ni siquiera para mear —ocasionó otra carcajada general. Jesús se me acercó con el documento impreso en la mano. 186

—Solo he repartido las primeras páginas, que es el resumen del llamamiento —me dijo emocionado—. Este es «El manifiesto emprendedor» o «El manifiesto de Simón». El documento íntegro lo repartiremos a la salida. Se quedó a mi lado esperando que lo viera. Tenía una portada en la que se veía el logotipo de la ANDE. Abrí y vi la primera página:

Manifiesto del emprendedor4 «No hemos nacido para morir, sino para comenzar». Hannah Arendt «Aprende a valorarte, lo que significa luchar por tu felicidad». Ayn Rand «Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú. Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú. Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, hazlo tú. Sé tú el que aparte la piedra del camino». Gabriela Mistral Desde hace algunas décadas venimos asistiendo al nacimiento de un mundo nuevo, cuyo límite parece ser el infinito. El avance tecnológico, el desarrollo de las comunicaciones y la abundancia de información han generado un cambio total. Parece que el futuro nos ha alcanzado, que la ciencia ficción es realidad y que la tierra ha vuelto a ser plana. Todo parece ser aquí y ahora; el tiempo y el espacio son diferentes. El mundo y la historia —que parecían poder ser explicados con grandes discursos llenos de certeza, orden y sencillez— aparecen hoy llenos de incertidumbre, relatividad, pluralidad, caos y complejidad. Más que una época de cambios, estamos asistiendo a un cambio de época, a un cambio veloz de paradigmas. Y, si bien todo cambio suele generar incomodidad, sensación

4  Fuente: Asociación Nacional de Emprendedores (ANDE).

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

de inseguridad y hasta cierto temor, bien manejado puede ser una gran oportunidad y esperanza. El meteoro de la nueva globalización, de la sociedad del conocimiento y de la posmodernidad ha caído en medio de nosotros, y amenaza, como en los tiempos de los dinosaurios, a los que no se atreven a cambiar. Es momento de reinventarnos, de recrear las relaciones entre los seres humanos, de tal manera que podamos aprovechar las ventajas del tiempo actual y eludir sus peligros. También desde hace algunas décadas venimos asistiendo al nacimiento de un Perú nuevo. Durante la segunda mitad del siglo pasado, millones de inmigrantes provincianos, venciendo la indiferencia, la pobreza y la violencia, llegaron a las ciudades con el sueño de construir en ellas su prosperidad personal y las de sus familias y comunidades. Hoy, dos generaciones después, han levantado ciudades prósperas donde antes había desiertos o pantanos, y creado una economía emergente vibrante. El empuje social de estos peruanos ha abierto una nueva oportunidad para construir lazos de confianza entre la sociedad espontánea y el Estado. Tanto el mundo como el Perú de hoy están reclamando un nuevo protagonista en la historia, un ciudadano que, con su manera particular de ver y de estar en el mundo, aproveche las posibilidades y enfrente los retos de la globalización y la sociedad del conocimiento. Un ciudadano que ha estado presente en toda la historia, pero que aparece hoy con más frecuencia con su capacidad de transformar la crisis en oportunidad; la necesidad, en motor de búsqueda; y la incomodidad, en invento de mejores formas de vida. Un ciudadano que concentra en sí las más valiosas características de la humanidad: libertad, iniciativa, creatividad, audacia, ética, trascendencia y responsabilidad social. Este ciudadano del siglo XXI, que ha sido identificado y estudiado primero por economistas y administradores, pero que aparece en todos los ámbitos de la vida social, es el emprendedor. Es el emprendedor —en comunión con otros emprendedores, en el Perú y el mundo— el llamado a transformar las relaciones y las instituciones humanas, de tal modo que podamos generar mejores condiciones de vida para todos. El emprendedor en el Perú quiere ser, ante todo, ciudadano libre con derechos y responsabilidades, y reclama que las leyes

e instituciones estatales estén orientadas a brindar apoyo, asistencia, incentivos, garantías y seguridad a su favor, para que pueda ejercer su libertad y su creatividad, y ser así plenamente ciudadano, ciudadano al servicio del país y de los suyos, ciudadano del Perú y del mundo global. El desarrollo del emprendedor requiere de un Estado que asuma y promueva sus características, y que le brinde las condiciones y oportunidades de construir su propio desarrollo, sobre todo salud, seguridad, justicia y educación. Si bien aparece en diferentes ámbitos de la vida nacional, como el deporte, la cultura o el desarrollo social, e incluso domina la escena económica en todas las regiones del Perú, el emprendedor carece de un correlato político organizado. Así es como surge la Alianza Nacional del Desarrollo Emprendedor, recogiendo la fuerza, el valor y la energía de los emprendedores y las emprendedoras del Perú, para organizar un movimiento que les permita ser gobierno y construir ese Estado impulsor del espíritu emprendedor. Es la fe en los hombres y las mujeres emprendedores de nuestra patria la que nos impulsa a convocarlos para su organización y movilización, y así conjugar en una nueva manera realidad y sueños, esfuerzo y metas, ética y política, bien personal y bien común, libertad e igualdad. Apostamos por la construcción de un Estado emprendedor que permita que la nueva historia de nuestra patria la hagamos juntos las personas y las comunidades que luchan por materializar sus sueños y los sueños del Perú. Por eso iniciamos esta causa convocando a los peruanos y peruanas emprendedores a una lucha por reivindicar y asumir este espíritu que recorrerá no como un fantasma, sino como una fuerza de triunfo por toda la aldea global. Por esto, con optimismo, afirmamos que creemos en:

188

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Un ser humano emprendedor:

Un ser humano que, ubicado en su historia y en su sociedad, sueña y se atreve a realizar sus sueños, y se realiza a sí mismo a través de sus decisiones, sus encuentros con otros seres humanos, y sus emprendimientos (empresariales, artísticos, familiares, sociales, deportivos, políticos, etcétera).

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

de inseguridad y hasta cierto temor, bien manejado puede ser una gran oportunidad y esperanza. El meteoro de la nueva globalización, de la sociedad del conocimiento y de la posmodernidad ha caído en medio de nosotros, y amenaza, como en los tiempos de los dinosaurios, a los que no se atreven a cambiar. Es momento de reinventarnos, de recrear las relaciones entre los seres humanos, de tal manera que podamos aprovechar las ventajas del tiempo actual y eludir sus peligros. También desde hace algunas décadas venimos asistiendo al nacimiento de un Perú nuevo. Durante la segunda mitad del siglo pasado, millones de inmigrantes provincianos, venciendo la indiferencia, la pobreza y la violencia, llegaron a las ciudades con el sueño de construir en ellas su prosperidad personal y las de sus familias y comunidades. Hoy, dos generaciones después, han levantado ciudades prósperas donde antes había desiertos o pantanos, y creado una economía emergente vibrante. El empuje social de estos peruanos ha abierto una nueva oportunidad para construir lazos de confianza entre la sociedad espontánea y el Estado. Tanto el mundo como el Perú de hoy están reclamando un nuevo protagonista en la historia, un ciudadano que, con su manera particular de ver y de estar en el mundo, aproveche las posibilidades y enfrente los retos de la globalización y la sociedad del conocimiento. Un ciudadano que ha estado presente en toda la historia, pero que aparece hoy con más frecuencia con su capacidad de transformar la crisis en oportunidad; la necesidad, en motor de búsqueda; y la incomodidad, en invento de mejores formas de vida. Un ciudadano que concentra en sí las más valiosas características de la humanidad: libertad, iniciativa, creatividad, audacia, ética, trascendencia y responsabilidad social. Este ciudadano del siglo XXI, que ha sido identificado y estudiado primero por economistas y administradores, pero que aparece en todos los ámbitos de la vida social, es el emprendedor. Es el emprendedor —en comunión con otros emprendedores, en el Perú y el mundo— el llamado a transformar las relaciones y las instituciones humanas, de tal modo que podamos generar mejores condiciones de vida para todos. El emprendedor en el Perú quiere ser, ante todo, ciudadano libre con derechos y responsabilidades, y reclama que las leyes

e instituciones estatales estén orientadas a brindar apoyo, asistencia, incentivos, garantías y seguridad a su favor, para que pueda ejercer su libertad y su creatividad, y ser así plenamente ciudadano, ciudadano al servicio del país y de los suyos, ciudadano del Perú y del mundo global. El desarrollo del emprendedor requiere de un Estado que asuma y promueva sus características, y que le brinde las condiciones y oportunidades de construir su propio desarrollo, sobre todo salud, seguridad, justicia y educación. Si bien aparece en diferentes ámbitos de la vida nacional, como el deporte, la cultura o el desarrollo social, e incluso domina la escena económica en todas las regiones del Perú, el emprendedor carece de un correlato político organizado. Así es como surge la Alianza Nacional del Desarrollo Emprendedor, recogiendo la fuerza, el valor y la energía de los emprendedores y las emprendedoras del Perú, para organizar un movimiento que les permita ser gobierno y construir ese Estado impulsor del espíritu emprendedor. Es la fe en los hombres y las mujeres emprendedores de nuestra patria la que nos impulsa a convocarlos para su organización y movilización, y así conjugar en una nueva manera realidad y sueños, esfuerzo y metas, ética y política, bien personal y bien común, libertad e igualdad. Apostamos por la construcción de un Estado emprendedor que permita que la nueva historia de nuestra patria la hagamos juntos las personas y las comunidades que luchan por materializar sus sueños y los sueños del Perú. Por eso iniciamos esta causa convocando a los peruanos y peruanas emprendedores a una lucha por reivindicar y asumir este espíritu que recorrerá no como un fantasma, sino como una fuerza de triunfo por toda la aldea global. Por esto, con optimismo, afirmamos que creemos en:

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Un ser humano emprendedor:

Un ser humano que, ubicado en su historia y en su sociedad, sueña y se atreve a realizar sus sueños, y se realiza a sí mismo a través de sus decisiones, sus encuentros con otros seres humanos, y sus emprendimientos (empresariales, artísticos, familiares, sociales, deportivos, políticos, etcétera).

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Un ser humano libre, ético y creador, cuyo crecimiento y desarrollo pleno pasa por el despliegue de su iniciativa y la trascendencia de sí mismo.

Un Perú emprendedor:

Cuna de las civilizaciones de América del Sur, tierra de emprendedores que supieron desde los tiempos preincas dominar las distancias y los accidentes de nuestra geografía, con sistemas organizativos y tecnologías respetuosas de la naturaleza y acordes a las exigencias del terreno que seguimos utilizando. Sociedad que en el espíritu emprendedor de su gente, su diversidad natural, geográfica o cultural, y los lazos comunitarios de sus ancestros, encuentra la oportunidad para generar la riqueza que requieren todos y cada uno de los peruanos y peruanas, y ubicarse así en el mundo global del siglo XXI.

Allí estaba, era la condensación de lo que pensaba Simón. Era, por fin, una propuesta que no se perdía en las ideologías solamente. A la vez, era una propuesta para un acuerdo, un llamamiento y una definición para el porvenir de nuestra nación. Estaba tan emocionado que leí con avidez y rapidez el texto, y aún me quedaba tiempo. Busqué la última página del documento y al pie escribí mis últimos pensamientos sobre esos días agitados:

Y por eso queremos:

Una política que atraiga y reúna a ciudadanos emprendedores con vocación de servicio, responsabilidad social, sentido de justicia, con principios éticos y comprometidos con el bien común y de los ciudadanos a quienes representan. Un estilo de vida democrático, donde nadie se sienta excluido o menos que los demás; donde se pueda participar con libertad y responsabilidad, con derechos y deberes, con igualdad y solidaridad; donde se recojan las buenas causas y se hagan más propuestas que críticas; donde se respeten nuestras diferencias y se genere un proyecto común. Un Estado gerencial eficiente, al servicio de la persona humana, que respete la libertad, que brinde educación, salud, seguridad y justicia, que sepa gerenciar y trabaje por resultados, que genere capacidades para que las personas y los grupos sociales generen riqueza y que promueva, especialmente, el desarrollo de los que menos tienen y viven más alejados. Una economía competitiva, libre, solidaria, inclusiva y respetuosa del medio ambiente; que cree y distribuya riqueza; que cree y promueva el espíritu emprendedor, que nos inserte en el mercado global, que impulse la responsabilidad social de los agentes económicos y que genere las condiciones que se requieren para el desarrollo integral de todos. 190

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Un ser humano libre, ético y creador, cuyo crecimiento y desarrollo pleno pasa por el despliegue de su iniciativa y la trascendencia de sí mismo.

Un Perú emprendedor:

Cuna de las civilizaciones de América del Sur, tierra de emprendedores que supieron desde los tiempos preincas dominar las distancias y los accidentes de nuestra geografía, con sistemas organizativos y tecnologías respetuosas de la naturaleza y acordes a las exigencias del terreno que seguimos utilizando. Sociedad que en el espíritu emprendedor de su gente, su diversidad natural, geográfica o cultural, y los lazos comunitarios de sus ancestros, encuentra la oportunidad para generar la riqueza que requieren todos y cada uno de los peruanos y peruanas, y ubicarse así en el mundo global del siglo XXI.

Allí estaba, era la condensación de lo que pensaba Simón. Era, por fin, una propuesta que no se perdía en las ideologías solamente. A la vez, era una propuesta para un acuerdo, un llamamiento y una definición para el porvenir de nuestra nación. Estaba tan emocionado que leí con avidez y rapidez el texto, y aún me quedaba tiempo. Busqué la última página del documento y al pie escribí mis últimos pensamientos sobre esos días agitados:

Y por eso queremos:

Una política que atraiga y reúna a ciudadanos emprendedores con vocación de servicio, responsabilidad social, sentido de justicia, con principios éticos y comprometidos con el bien común y de los ciudadanos a quienes representan. Un estilo de vida democrático, donde nadie se sienta excluido o menos que los demás; donde se pueda participar con libertad y responsabilidad, con derechos y deberes, con igualdad y solidaridad; donde se recojan las buenas causas y se hagan más propuestas que críticas; donde se respeten nuestras diferencias y se genere un proyecto común. Un Estado gerencial eficiente, al servicio de la persona humana, que respete la libertad, que brinde educación, salud, seguridad y justicia, que sepa gerenciar y trabaje por resultados, que genere capacidades para que las personas y los grupos sociales generen riqueza y que promueva, especialmente, el desarrollo de los que menos tienen y viven más alejados. Una economía competitiva, libre, solidaria, inclusiva y respetuosa del medio ambiente; que cree y distribuya riqueza; que cree y promueva el espíritu emprendedor, que nos inserte en el mercado global, que impulse la responsabilidad social de los agentes económicos y que genere las condiciones que se requieren para el desarrollo integral de todos. 190

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Reflexión

Jesús me miró anotando las ideas y me pregunto qué hacía. —Un libro que espero que leas —le dije, sonriendo. Una vez transcurridos los veinte minutos exactos, el presidente tomó la palabra nuevamente: —Emprendedores, hemos seguido nuestra norma. Hemos dejado hablar a los que desean hacerlo, les hemos pedido propuestas. Para nosotros, el consenso no es un acuerdo total, ni el de una mayoría que se impone sobre otra. Para nosotros, el consenso implica diálogo, y que puedas haber dicho tu opinión, luego de lo cual votamos, de manera que... —Un momento, presidente, quiero hablar —dijo Jesús. Todos lo escucharon sorprendidos. A pesar de su parálisis facial, sus palabras sonaron claras y fuertes. —Permiso concedido. Pero sea breve, porque ya estamos llegando a nuestro plazo —dijo el presidente y se volvió a sentar. Jesús se puso de pie en el estrado. Recordé que en nuestras conferencias él prefería no estar muy cerca de la gente. La distancia, la altura, le daban seguridad. Se le veía más pequeño; tenía su brazo izquierdo recogido como siempre y el otro con un leve temblor. Su pelo estaba algo desordenado, porque se había quitado la gorra que siempre usaba. Todos quedaron en silencio. —Soy Jesús y no tengo necesidad de contarles mi historia, porque ustedes pueden deducirla mirándome. Solo diré que mi padre

me enseñó a ver las estrellas y los cielos y que mi madre me dejó pequeño. Por este cuerpo, muchos se rieron de mí y otros me evitaron. Por esta voz, otros creyeron que no razonaba bien. Pero, ¿saben?, dentro de mí siempre hubo fuerza. Cuando crecí me di cuenta de que debía compensar mis capacidades por estos temas —y señaló con el brazo tembloroso su otra mano casi inmóvil—. Pero, en lugar de lamentarme, he considerado todo esto como una bendición. No me he rebelado, ni he insultado a Dios o a los hombres por esta condición. La he aprovechado, he podido ser más y mejor gracias a esto. Y, gracias a esta voz complicada y a mi parálisis facial, he podido ser un creador. No un creador de productos, aunque he vendido galletas que otros hacían para mí, sino de ideas y de literatura —muchos en el público sonreían—. Por eso, hace algunos días le escribí a mi amigo Nano y le dije que yo también era un emprendedor, y por eso me inscribí en este movimiento. Por eso, estoy hablándoles ahora, porque quiero, como dice este manifiesto, un país emprendedor. Este documento que ustedes han leído no lo escribí yo. Este documento lo escribió otro emprendedor hace muchos años. A mí me encargaron revisarlo, ordenarlo y editarlo, y, mientras lo hacía, pensaba que lo que allí decía se aplicaba exactamente a nuestros tiempos y que debía ser conocido por todos los emprendedores del Perú. Ese es el motivo por el que lo traje y se los he repartido. En realidad, es un documento más extenso, que contiene una propuesta para nuestro país y para aquellos que quieran emprender. Al final de este encuentro se los repartiré con mucho gusto, pero ahora necesito su atención —había una concentración absoluta de todos los que estábamos allí—. ¿Saben? A mí me cuesta escribir una página tres o cuatro veces más tiempo de lo que les cuesta a ustedes, pero no abandonaré el camino del escritor. Tuve que optar entre seguir comerciando o seguir mi pasión por las letras, así que a veces me falta para alimentarme. Pero eso es para mí un reto más. Me encanta el fútbol y así, con esta pierna encogida, lo juego y nunca ha sido impedimento para esta pasión. Y cuando juego y alguien me pasa o me mete el cuerpo, no se me ocurre meterle cabe, porque esas no son las reglas con las que juego, aunque otro lo haga. Porque así lo aprendí de mi padre, que sembró truchas en una laguna de Moquegua y, aunque no se lo reconocieron nunca, creó un

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Ya fue suficiente de pensar, ahora pasemos a la acción.

Aprendizaje

Nunca será suficiente con lo que hagas en una zona emprendedora. Una estrategia es especializarse, y la otra, desarrollar subproductos o crear una «aparente» diversificación. Así nos lo enseña Noé, quien, además de entregar un subproducto, lo hizo a partir de ver a lo que ya existía. Encuentra los productos de tu región o de nuestro país y ofrécelos al mundo, ya sea un producto o varios, como él.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

Reflexión

Jesús me miró anotando las ideas y me pregunto qué hacía. —Un libro que espero que leas —le dije, sonriendo. Una vez transcurridos los veinte minutos exactos, el presidente tomó la palabra nuevamente: —Emprendedores, hemos seguido nuestra norma. Hemos dejado hablar a los que desean hacerlo, les hemos pedido propuestas. Para nosotros, el consenso no es un acuerdo total, ni el de una mayoría que se impone sobre otra. Para nosotros, el consenso implica diálogo, y que puedas haber dicho tu opinión, luego de lo cual votamos, de manera que... —Un momento, presidente, quiero hablar —dijo Jesús. Todos lo escucharon sorprendidos. A pesar de su parálisis facial, sus palabras sonaron claras y fuertes. —Permiso concedido. Pero sea breve, porque ya estamos llegando a nuestro plazo —dijo el presidente y se volvió a sentar. Jesús se puso de pie en el estrado. Recordé que en nuestras conferencias él prefería no estar muy cerca de la gente. La distancia, la altura, le daban seguridad. Se le veía más pequeño; tenía su brazo izquierdo recogido como siempre y el otro con un leve temblor. Su pelo estaba algo desordenado, porque se había quitado la gorra que siempre usaba. Todos quedaron en silencio. —Soy Jesús y no tengo necesidad de contarles mi historia, porque ustedes pueden deducirla mirándome. Solo diré que mi padre

me enseñó a ver las estrellas y los cielos y que mi madre me dejó pequeño. Por este cuerpo, muchos se rieron de mí y otros me evitaron. Por esta voz, otros creyeron que no razonaba bien. Pero, ¿saben?, dentro de mí siempre hubo fuerza. Cuando crecí me di cuenta de que debía compensar mis capacidades por estos temas —y señaló con el brazo tembloroso su otra mano casi inmóvil—. Pero, en lugar de lamentarme, he considerado todo esto como una bendición. No me he rebelado, ni he insultado a Dios o a los hombres por esta condición. La he aprovechado, he podido ser más y mejor gracias a esto. Y, gracias a esta voz complicada y a mi parálisis facial, he podido ser un creador. No un creador de productos, aunque he vendido galletas que otros hacían para mí, sino de ideas y de literatura —muchos en el público sonreían—. Por eso, hace algunos días le escribí a mi amigo Nano y le dije que yo también era un emprendedor, y por eso me inscribí en este movimiento. Por eso, estoy hablándoles ahora, porque quiero, como dice este manifiesto, un país emprendedor. Este documento que ustedes han leído no lo escribí yo. Este documento lo escribió otro emprendedor hace muchos años. A mí me encargaron revisarlo, ordenarlo y editarlo, y, mientras lo hacía, pensaba que lo que allí decía se aplicaba exactamente a nuestros tiempos y que debía ser conocido por todos los emprendedores del Perú. Ese es el motivo por el que lo traje y se los he repartido. En realidad, es un documento más extenso, que contiene una propuesta para nuestro país y para aquellos que quieran emprender. Al final de este encuentro se los repartiré con mucho gusto, pero ahora necesito su atención —había una concentración absoluta de todos los que estábamos allí—. ¿Saben? A mí me cuesta escribir una página tres o cuatro veces más tiempo de lo que les cuesta a ustedes, pero no abandonaré el camino del escritor. Tuve que optar entre seguir comerciando o seguir mi pasión por las letras, así que a veces me falta para alimentarme. Pero eso es para mí un reto más. Me encanta el fútbol y así, con esta pierna encogida, lo juego y nunca ha sido impedimento para esta pasión. Y cuando juego y alguien me pasa o me mete el cuerpo, no se me ocurre meterle cabe, porque esas no son las reglas con las que juego, aunque otro lo haga. Porque así lo aprendí de mi padre, que sembró truchas en una laguna de Moquegua y, aunque no se lo reconocieron nunca, creó un

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Ya fue suficiente de pensar, ahora pasemos a la acción.

Aprendizaje

Nunca será suficiente con lo que hagas en una zona emprendedora. Una estrategia es especializarse, y la otra, desarrollar subproductos o crear una «aparente» diversificación. Así nos lo enseña Noé, quien, además de entregar un subproducto, lo hizo a partir de ver a lo que ya existía. Encuentra los productos de tu región o de nuestro país y ofrécelos al mundo, ya sea un producto o varios, como él.

Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

emprendimiento para los comuneros de esa localidad. «Lo importante es sembrar», me decía. «Aunque otros cosechen, nunca habrán sabido lo que es sembrar». Todos aplaudieron emocionados. El auditorio estaba entregado a Jesús, quien continuó: —¿Saben? Semanas antes de venir me ofrecieron un empleo. La región de Moquegua hoy tiene plata, tiene mucha plata por el canon. La gente hace cola para que le den un trabajito y se lo dan y, si no hay, se lo inventan. La directora del Sistema de Meteorología sabía de mi conocimiento en observación y pidió que me ofrecieran el puesto de observador meteorológico que había tenido mi padre. Hubiese podido aceptar y conformarme con el sueldo. De hecho, pude pensar que lo necesitaba por mi condición física o que lo merecía porque mi padre lo hacía. Pero aprendí hace tiempo que no merezco nada, que lo que tenga lo debo conseguir y no arrebatar a nadie con violencia o engaño. Por eso, decidí no aceptar ese trabajo, y porque, además, no creo en el trabajo. Creo que no nací para observar las estrellas, sino para alcanzarlas. El auditorio estalló en aplausos y en vivas que no pararon durante buen rato. —Bueno, señor Jesús —dijo el presidente—, ¿cuál es su propuesta? —La de Simón, señor —dijo Jesús fuerte y claro—, la del manifiesto, la de la acción y el respeto a los otros. El presidente miró a los demás y preguntó si alguien quería participar. Nadie levantó la mano. El silencio quedó interrumpido por una música que venía del mercado... «Saber que se puede», decía la letra de la canción que reconocí inmediatamente. Era «Color esperanza», de Diego Torres. Sonreí y confié en la señal. —Vamos a votar —dijo el presidente.

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Epílogo

Y qué pasó, dirá usted, y yo le voy a responder. La historia no la hacen doscientas personas reunidas en un salón. La historia la hacen los emprendedores, que salen todos los días a progresar, los emprendedores que miran el mundo como acción y no con indiferencia. La historia la harás tú si decides unirte y no esperar a que la tierra se pudra. Te cuento que muchos hemos iniciado el camino y que no nos detendremos. Yo así lo he decidido y a eso dedicaré cada uno de los días que me queden en este extraordinario país, porque creo que, para permitir más emprendimientos, ahora hay que transformar el Estado, hay que hacer un gobierno gerencial y hay que crear un país de propietarios. También puedo contarte que Jesús escribe un libro no sobre estos sucesos, sino sobre el poder del conocimiento. Que Julio es de nuevo mi maestro, que mi equipo de Somos Empresa sigue siendo un equipo extraordinario en la difusión del espíritu emprendedor, que Héctor nunca resolvió el tema con la municipalidad, pero que el alcalde no fue reelecto, y que al fin encontré a Simón. ¿Qué esperas? Ya sabes dónde está la riqueza. ¡Luchemos por ella!

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Nano Guerra-García

¿Dónde está la riqueza?

emprendimiento para los comuneros de esa localidad. «Lo importante es sembrar», me decía. «Aunque otros cosechen, nunca habrán sabido lo que es sembrar». Todos aplaudieron emocionados. El auditorio estaba entregado a Jesús, quien continuó: —¿Saben? Semanas antes de venir me ofrecieron un empleo. La región de Moquegua hoy tiene plata, tiene mucha plata por el canon. La gente hace cola para que le den un trabajito y se lo dan y, si no hay, se lo inventan. La directora del Sistema de Meteorología sabía de mi conocimiento en observación y pidió que me ofrecieran el puesto de observador meteorológico que había tenido mi padre. Hubiese podido aceptar y conformarme con el sueldo. De hecho, pude pensar que lo necesitaba por mi condición física o que lo merecía porque mi padre lo hacía. Pero aprendí hace tiempo que no merezco nada, que lo que tenga lo debo conseguir y no arrebatar a nadie con violencia o engaño. Por eso, decidí no aceptar ese trabajo, y porque, además, no creo en el trabajo. Creo que no nací para observar las estrellas, sino para alcanzarlas. El auditorio estalló en aplausos y en vivas que no pararon durante buen rato. —Bueno, señor Jesús —dijo el presidente—, ¿cuál es su propuesta? —La de Simón, señor —dijo Jesús fuerte y claro—, la del manifiesto, la de la acción y el respeto a los otros. El presidente miró a los demás y preguntó si alguien quería participar. Nadie levantó la mano. El silencio quedó interrumpido por una música que venía del mercado... «Saber que se puede», decía la letra de la canción que reconocí inmediatamente. Era «Color esperanza», de Diego Torres. Sonreí y confié en la señal. —Vamos a votar —dijo el presidente.

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Epílogo

Y qué pasó, dirá usted, y yo le voy a responder. La historia no la hacen doscientas personas reunidas en un salón. La historia la hacen los emprendedores, que salen todos los días a progresar, los emprendedores que miran el mundo como acción y no con indiferencia. La historia la harás tú si decides unirte y no esperar a que la tierra se pudra. Te cuento que muchos hemos iniciado el camino y que no nos detendremos. Yo así lo he decidido y a eso dedicaré cada uno de los días que me queden en este extraordinario país, porque creo que, para permitir más emprendimientos, ahora hay que transformar el Estado, hay que hacer un gobierno gerencial y hay que crear un país de propietarios. También puedo contarte que Jesús escribe un libro no sobre estos sucesos, sino sobre el poder del conocimiento. Que Julio es de nuevo mi maestro, que mi equipo de Somos Empresa sigue siendo un equipo extraordinario en la difusión del espíritu emprendedor, que Héctor nunca resolvió el tema con la municipalidad, pero que el alcalde no fue reelecto, y que al fin encontré a Simón. ¿Qué esperas? Ya sabes dónde está la riqueza. ¡Luchemos por ella!

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de METROCOLOR S. A., Los Gorriones 350, Lima 9, Perú, en noviembre de 2010.