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La racionalidad de las leyes penales La racionalidad de las leyes penales Práctica y teoría José Luis Diez Ripollés I

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La racionalidad de las leyes penales

La racionalidad de las leyes penales Práctica y teoría José Luis Diez Ripollés

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C O L E C C I Ó N ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Oerecho Consejo A s e s o r :

Perfecto Andrés Joaquín Aparicio Antonio Baylos Juan Ramón Capella Juan Terradillos

© Editorial Trotta, S.A., 2003 Ferraz, 55, 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: trotta(a)¡nfornet.es http;//www.trotta.es © José Luis Diez Ripollés, 2003 ISBN: 84-8164-615-6 Depósito Legal: M-25.523-2003 Impresión Marfa Impresión, S.L.

ÍNDICE

Presentación

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Capítulo I. INTRODUCCIÓN

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Capítulo II. LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

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1. Apunte metodológico 2. Las fases del proceder legislativo 3. La fase prelegislativa 3.1. Una acreditada disfunción social 3.2. Un malestar social. La preocupación y el miedo al delito 3.3. Una opinión pública. Los medios de comunicación 3.4. Un programa de acción 3.4.1. Los grupos de presión expertos 3.4.2. La desconsideración de la pericia 3.4.2.1. Los grupos de presión mediáticos 3.4.2.2. El protagonismo de la plebe 3.4.3. Los programas de acción técnicos 3.5. Un proyecto o proposición de ley. Las burocracias 4. La fase legislativa 4.1. Una iniciativa legislativa. El predominio gubernamental 4.2. Una deliberación. La relevancia de la ponencia 4.3. Una aprobación. La mayoría cualificada penal 4.4. La intervención del Senado 5. La fase postlegislativa 5.1. La activación de un interés. La preocupación por las consecuencias 5.2. La evaluación. Sus presupuestos 5.3. La transmisión de resultados

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Capítulo III. UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

1. La confrontación entre legislación y jurisdicción 1.1. La crisis de la ley 1.2. La racionalidad en la legislación y en la jurisdicción 1.3. La legitimación del control de constitucionalidad de las leyes 2. Opciones metodológicas de racionalidad legislativa penal 2.1. Un concepto de racionalidad 2.2. Aproximaciones sectoriales o globales 3. Los contenidos de la racionalidad legislativa penal 3.1. Los diferentes niveles de racionalidad 3.2. Su diversa presencia en la dinámica legislativa 4. El desarrollo de la racionalidad legislativa penal 4.1. Su sentido dentro de la actual política criminal 4.2. Su relación con la racionalidad en la administración de justicia penal 4.3. Líneas de avance

Capítulo IV. LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

1. Límites de la propuesta 2. El sustrato de la racionalidad ética. El sistema de creencias ... 3. El debate sobre los los fundamentos del derecho penal 3.1. Los vectores ordenadores 3.1.1. La teoría de los fines de la pena 3.1.2. La contraposición entre utilidad y validez 3.1.3. El principio de proporcionalidad o prohibición de exceso 3.2. Las clasificaciones de los principios fundamentadores..,. 4. Un modelo estructural de racionalidad ética penal 4.1. Los princip os de la protección 4.1.1. Elpr ncipio de lesividad 4.1.2. El p rncipio de esencialidad o fragmentariedad... 4.1.3. E l p r ncipio de interés público 4.1.4. E l p r ncipio de correspondencia con la realidad.. 4.2. Los princip os de la responsabilidad 4.2.1. El prncipio de certeza o seguridad jurídica 4.2.2. El pr: ncipio de responsabilidad por el hecho 4.2.3. El pr ncipio de imputación 4.2.4. El pr ncipio de reprochabilidad o culpabilidad .... 4.2.5. El pr ncipio de jurisdiccionalidad 4.3. Los princip os de la sanción 4.3.1. E l p r ncipio de humanidad de las penas 4.3.2. El p r ncipio teleológico, o de los fines de la pena

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ÍNDICE

4.3.3. El principio de proporcionalidad de las penas .... 4.3.4. El principio del monopolio punitivo estatal

Capítulo V. LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA MÁS ALLÁ DELSISTEMA DE CREENCIAS

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1. Contornos del problema 2. Los criterios ideales 3. Los criterios expertos 3.1. El criterio científico-tecnocrático 3.2. El criterio elitista 4. El criterio constitucionalista 5. El criterio democrático 5.1. Su legitimación 5.2. Su desarrollo

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Bibliografía citada

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PRESENTACIÓN

Mi preocupación por los temas objeto de esta monografía data de antiguo, del comienzo de la carrera académica. Mi tesis doctoral versó sobre uno de los ámbitos del derecho penal que estaba siendo sometido a una de las transformaciones más radicales de la segunda mitad del siglo XX, el derecho penal sexual. Ya entonces me convencí de la necesidad de disponer de un adecuado instrumental conceptual con el que abordar la creación o modificación del derecho en general, y del derecho penal en particular. De hecho, algunos de los temas abordados en esta monografía ya fueron objeto de mi atención en esos primeros trabajos. Sin perjuicio de haber padecido en una buena parte de mis investigaciones posteriores ese déficit conceptual, la asunción por mi parte de las enseñanzas de Política criminal en los estudios de Criminología de la Universidad de Málaga constituyó años más tarde la ocasión para volver a reflexionar más detenidamente sobre los criterios materiales que deberían orientar la legislación penal. Algunas publicaciones surgidas entonces —«El bien jurídico protegido en un derecho penal garantista», «Exigencias sociales y política criminal», «El derecho penal simbólico y los efectos de la pena»'— reflejaban este interés. La oportunidad que he tenido durante el curso académico 20012002 de quedar libre de obligaciones docentes, y de disponer de todo

1. Publicados, respectivamente, en Jueces para la democracia 30 (1997), Claves de razón práctica 85 (1998) y Actualidad penal (2001).

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mi tiempo para realizar lecturas imprescindibles y ordenar mis ideas, ha permitido finalmente elaborar el trabajo que presento. La investigación que sigue es, sin embargo, un estudio incompleto sobre la racionalidad legislativa penal. En realidad, se trata más bien de unos fundamentos sobre lo que debería ser una teoría de la legislación penal. Así, los capítulos II y III plantean de modo general los modelos dinámico u operacional, y prescriptivo o valorativo, respectivamente, sobre los que tal teoría pienso que debería asentarse^. Por su parte, los capítulos IV y V desarrollan el primero de los cinco niveles de racionalidad propuestos, a saber, el nivel ético. Pendientes de exposición y profundización quedan los otros cuatro niveles, esto es, el teleológico, el pragmático, el jurídicoformal y el lingüístico, siguiendo la clasificación de Atienza a la que me adhiero. Espero que yo mismo o algunos de mis discípulos interesados en esta problemática podamos atender en el futuro esta tarea, así como otros temas colaterales o complementarios de especial significación, ocasionalmente ya mencionados en el capítulo I o en diferentes pasajes de esta monografía. Este trabajo no hubiera sido posible sin el estímulo que durante años han supuesto los alumnos de Política criminal, sin las críticas y sugerencias de los profesores integrantes del área de Derecho penal de la Universidad de Málaga, y sin el apoyo personal y los consejos científicos prestados durante mi reciente año sabático por F. Zimring, de la Universidad de California en Berkeley, y por W. Perron, de la Universidad J. Gutenberg de Maguncia. A todos ellos mi agradecimiento. Una mención especial he de hacer a mi esposa. Tere, cuyo respaldo ha sido, como siempre, fundamental, y que ha tolerado con paciencia y comprensión mi prolongada ausencia del domicilio familiar durante doce largos meses. JOSÉ LUIS DIEZ RIPOLLÉS

En Málaga, a 15 de diciembre de 2002.

2. Su contenido, en versiones previas y algo distintas de la que aquí se expone, ha sido recogido ya en «Un modelo dinámico de legislación penal» y «Presupuestos de un modelo racional de legislación penal», trabajos publicados respectivamente en Diez Ripollés-Romeo Casabona-Gracia Martín-Higuera Guimerá (eds.), La ciencia del derecho penal en el nuevo siglo. Libro homenaje al profesor Cerezo Mir, Madrid, Tecnos, 2002, y en la revista Doxa 24 (2001).

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Capítulo I INTRODUCCIÓN

La escasa atención que se presta a la problemática relacionada con la creación del derecho en el ámbito de la investigación jurídica es un fenómeno cada vez más resaltado y criticado', sin que ello haya originado, sin embargo, un desplazamiento significativo del interés académico, que sigue centrado en el estudio de la aplicación judicial del derecho. Es sabido que no siempre las cosas fueron así. Basta para comprobarlo con contrastar el periodo codificador decimonónico, en el que la preocupación fundamental de los juristas residía en la elaboración de un cuerpo racional de leyes, con la tendencia predominante durante la mayor parte del siglo XX, encaminada a asegurar una interpretación racional de las leyes mediante la construcción de elaboradas categorías conceptuales y modos de argumentación^. Incluso se reitera

1. Véanse a título de ejemplo, entre muchos otros, con diferentes orientaciones metodológicas, Atienza, 9, 25; Calsamiglia, 161-162, 176-178; Cuerda Riezu, 1991, 73 ss.; Diez Ripollés, 1997, 13-15; Ferrajoli, 962-963; v. Hirsch, 161-163; Larrauri Pijoan, 95; Marcilla Córdoba, 2000, 93-95, 100-101; Salvador Coderch, 1982, 7980; Vogel, 249-252; Zapatero Gómez, 769-770; Domínguez Figueirido, 243-244, 256-257, 263; las diversas aportaciones en las obras colectivas de Gretel, Corona-PauTudela (coords.) y Carbonell-Pedroza (coords.), entre otras. Véase, sin embargo, una visión escéptica al respecto en Luhmann, 327-328. 2. De hecho, ese cambio de enfoque se vive en ciertos ámbitos filosóficojurídicos como algo todavía pertinente y que incluso debe ser objeto de profundización, teniendo que ver con una cierta crisis de la ley acompañada de una revalorización de la actividad judicial. Véase, por ejemplo, Prieto Sanchís, 5-45, 61-66. En un sentido más amplio, coloca en el centro del sistema jurídico a la actividad judicial, y en la periferia

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una idea según la cual no todas las tradiciones jurídicas han procedido al mismo grado de abandono de la antes llamada ciencia de la legislación, que habría sido especialmente acusado en ¡a tradición jurídica continental a diferencia del derecho común anglosajón'. En el contexto del derecho penal la necesidad de reorientar nuestra atención hacia la legislación es especialmente urgente: Ante todo porque, como he tenido ocasión de describir en otros lugares'', la ley penal ha acumulado recientemente unas funciones sociales significativamente distintas a las que le eran tradicionales, entre las que se pueden citar la asunción por el código penal, a falta de mejores alternativas, del papel de código moral de la sociedad, su protagonismo en la progresiva juridificación de cualesquiera conflictos o dilemas valorativos sociales, o su utilización con fines meramente simbólicos. En segundo lugar, y en estrecha relación con lo anterior, por la intensa implicación de la ciudadanía, directamente o mediante los medios de comunicación, en los debates sobre la configuración de la mayor parte de las leyes penales: sin ignorar la positiva consecuencia de reforzamiento de la sociedad democrática que ese fenómeno posee, trasluce igualmente una progresiva desconfianza de la opinión pública y la sociedad en general en los cuerpos expertos de la justicia; tendremos ocasión de ver la trascendencia que ello posee. En tercer lugar, por qué no decirlo, más de cien años de rigurosa profundización en los criterios que deben regir la exigencia de responsabilidad penal ante los tribunales han permitido alcanzar el nivel del escolasticismo, esto es, aquel en el que los nuevos y a veces refinados progresos conceptuales no rinden una mínima utilidad en la aplicación judicial; en desconcertante contraposición, el campo de la creación de las leyes que luego se han de interpretar se ha permitido que quedara en manos de la improvisación y el oportunismo social y político. El objetivo inmediato residiría en poner a punto un modelo de legislación que, entendiendo a ésta como un proceso de decisión, la aproxime lo más posible a la teoría de la decisión racionaF. Se han ofertado diversos modelos de legislación racional en la doctrina jurí-

al legislador, Luhmann, 320-328. Sobre las causas del predominio de la aplicación sobre la creación del derecho nos ocuparemos en un capítulo posterior. 3. Aluden a esas diferencias de atención Atienza, 95; Salvador Coderch, 1989, 11-14; Zapatero Gómez, 771. 4. Véase Diez RipoUés, 1998, 48-51; íd., 2001, 1-3. 5. Del alejamiento del actual proceder legislativo de tal modelo de decisión racional se hacen eco, entre otros, Atienza, 71; Floerecke, 354-355. A lo utópico que resulta pensar en una legislación perfectamente racional alude Ferrajoh, 963.

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INTRODUCCIÓN

dica. El que aquí se va a adoptar está claramente inspirado en el propuesto por Atienza, que se reclama a su vez, al menos en su aspecto dinámico, deudor de los de otros autores''. Este modelo estaría integrado por dos planos superpuestos. El primero, dinámico u operacional, debería ser capaz de describir y analizar críticamente el concreto funcionamiento del proceder legislativo: tras una previa identificación de las diferentes fases y subfases en que éste tiene lugar y sus respectivos límites, habría de prestar especial atención a las actividades desarrolladas en cada una de ellas así como a los agentes sociales que las impulsan, detectando las quiebras discursivas o condicionamientos que dan lugar a distorsiones importantes. El segundo, prescriptivo, debe establecer los contenidos de racionalidad que han de ser tenidos necesariamente en cuenta en todo proceder legislativo: tras la selección de los diversos criterios de racionalidad a considerar, y una vez establecida su secuenciación e interrelación, deberá asegurar su puesta en práctica mediante su desagregación en principios o reglas más específicos y susceptibles de utilización en la actual realidad legiferante, así como distribuirlos adecuadamente a lo largo de las diversas fases operativas, estando, así, en condiciones de identificar violaciones de tales exigencias de racionalidad. Objetivo último sería estar en condiciones de ejercer un control de legitimidad de las decisiones legislativas penales^. Control que no debiera limitarse a la verificación del cumplimiento de las formalida-

6. Véase Atienza, 27-28, 57-58, 64-71, quien cita respecto a lo aludido en texto a Noli, Wroblewsky y, en especial, Losano. Se basan en el modelo de Atienza, entre otros, Calsamiglia, 162, 174, si bien lamentando el estado embrionario de los modelos existentes, y la mayor parte de los autores participantes en la obra colectiva editada por Carbonell-Pedroza de la Llave (coords.), en especial Marcilla Córdoba y Aguiló Regla. Descartamos, en consecuencia, otros modelos que estimo menos elaborados, como los de Floerecke, 68-73; Hassemer-Steinert-Treiber, 13-14; Amelung, 1980, 2432; Zapatero Gómez, 785-788, u Oses Abando, 284. 7. Zapatero Gómez, 777-785, por el contrario, estima principales objetivos del fomento de los estudios de legislación el resaltar la primacía de la ley en el operar jurídico y la revalorización de la interpretación subjetiva de la ley. A su vez, Cuerda Riezu, 1991, 77-97, 115-116, con acertadas referencias a la relevancia de la interpretación subjetiva, parece vincular la urgencia de emprender estudios sobre la legislación penal a la obtención de una dogmática con mayor capacidad de análisis del derecho vigente. A mi juicio, si el primer objetivo de Zapatero trasciende a una teoría de la legislación, el segundo objetivo de Zapatero y el que, en estrecha conexión con éste, asume Cuerda implican implícitamente renunciar a la creación de una legislación racional y conformarse con un análisis descriptivo de ésta.

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des competenciales y secuenciales previstas para la elaboración legislativa en la Constitución, las leyes pertenecientes al bloque de constitucionalidad o las prácticas sociales consolidadas, sino que debería comprobar si se han respetado a lo largo de todo el proceso en una medida aceptable los parámetros de racionalidad exigibles. La conclusión de todo ello debiera ser el desarrollo, o eventualmente la profundización, en nuestro ordenamiento jurídico de vías que permitieran declarar la invalidez de toda decisión legislativa adoptada sin respetar tales requisitos. Ciertamente resulta incongruente que el control decisional haya quedado confinado al ámbito de la aplicación del derecho, mientras que su proceso de creación haya conseguido eludir hasta el momento cualquier control material, y aun formal, digno de mención".

8. Véanse también Marcilla Córdoba, 100-101; Vogel, 262-264. La incongruencia se acentúa si se piensa que el control decisional material es claramente superior en las disposiciones reglamentarias de carácter general que en las leyes formales, de lo que es un buen ejemplo, entre otros, la Ley del Gobierno de 27-11 - 97 en sus artículos 22 y 24. Ello permite la paradoja de que una vía para eludir ciertos controles materiales decisionales sobre reglamentos sea elevando el nivel de la norma al rango de ley. Sobre lo anterior, así como sobre la improcedente crítica de que ello supondría afectar al principio de la soberanía popular, véase Diez RipoUés, 1997, 14-15.

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Capítulo II LA DINÁMICA DE LA LEGISLACIÓN PENAL

1. Apunte metodológico Estimo que una adecuada profundización en el modelo legislativo anticipado obliga a comenzar por el plano dinámico u operacional. Aunque es comprensible la tendencia de la doctrina jurídica a prestar más atención al plano prescriptivo', en el que se desenvuelve más cómodamente —en cuanto que el enfoque jurídico, sin poseer la exclusiva, tiene una presencia dominante—, resulta difícil determinar y desarrollar los contenidos de la racionalidad legislativa sin saber con cierta precisión en qué contexto social se han de activar, con qué dificultades prácticas va a tropezar su implementación, y qué momentos son los decisivos para asegurar la debida consideración de cada una de esas racionalidades y sus elementos constitutivos. Ello explica que el presente trabajo se inicie con el estudio del primero de los planos aludidos. Antes de exponer el modelo dinámico que propongo, he de hacer algunas aclaraciones metodológicas: El modelo se ha formulado teniendo a la vista el decurso de la legislación penal, por lo que no pretende generalizarse a los procederes legislativos de otras ramas del derecho, aunque pienso que, en mayor o menor medida, puede serles también de utilidad. Por otro lado, no aspira a ser un modelo aplicable exclusivamente a la realidad políticocriminal española; aun1. Véase, por ejemplo, Atienza, 27 ss., con una actitud que ha sido seguida por la gran mayoría de los que se han ocupado recientemente de la ciencia de la legislación. Véase una actitud más próxima a la aquí defendida en Amelung, 1980, 47.

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que ciertamente se ha estructurado en torno a ella, he procurado tener en cuenta rasgos comunes a las sociedades democráticas avanzadas occidentales. En tercer lugar, se ha centrado en un cierto tipo de legislación penal, aquella que es capaz de suscitar la atención de amplios sectores sociales; aunque el interés social por los temas penales no deja de crecer y extenderse a cada vez más asuntos, restan sin duda ciertos ámbitos que se desenvuelven en gran medida en un plano mayoritariamente técnico; con todo, pienso que el modelo, con algunas acomodaciones que indicaré en su lugar, es en buena parte aplicable también a esa legislación^. Finalmente, lo que ofrezco a continuación es simplemente una hipótesis de la dinámica legislativa penal que, aunque apoyada a mi juicio en abundantes datos y argumentos, debería ser sometida a verificación empíricosocial y completada en muy diversos aspectos.

2. Las fases del proceder legislativo Un adecuado reflejo de la dinámica legislativa penal exige un modelo que, como ya ha sido propuesto por otros autores, se estructure en tres fases, que podemos denominar prelegislativa, legislativa y postlegislativa^, que tendrían lugar sucesiva y circularmente en el tiempo. La fase prelegislativa se iniciaría en cuanto se problematiza socialmente una falta de relación entre una realidad social o económica y su correspondiente respuesta jurídica, y concluiría con la presenta-

2. Véase, en este mismo capítulo, apartado 3.4.3. Sin consideración, sin embargo, queda la dinámica ocasionada por leyes penales que traen causa de decisiones provenientes de la Unión Europea o convenios internacionales, supuesto cada vez más frecuente, pero que estimo exige un modelo específico, que atienda debidamente a la dinámica supranacional; modelo, por lo demás, urgente, dados los importantes déficits de racionalidad que tales iniciativas legislativas suelen comportar en el ámbito políticocriminal. 3. Véanse Atienza, 68-71; Rodríguez Mondragón, 85-89; Soto Navarro, 193195, por más que esta autora sustituye el término «legislativa» por «parlamentaria», decisión que no comparto, pues deja fuera supuestos de legislación directa, sin intermediación del parlamento, por iniciativa popular, posible en ciertos ordenamientos. Una estructura distinta, aunque cercana, en Zapatero Gómez, 785-788. El modelo de Floerecke, 68-73, sin embargo, no idenrifica debidamente las tres fases del proceder legislativo, mezcla inadecuadamente la última etapa de la fase prelegislativa con la fase legislativa, y no diferencia los elementos operacionales de los prescriptivos.

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ción de un proyecto o proposición de ley ante las Cortes''. La fase legislativa comenzaría con la recepción en las Cortes de la propuesta legal, y tendría su fin con la aprobación y publicación de la ley. Por último, la fase postlegislativa arranca con la publicación de la norma y terminaría, cerrando el círculo, con el cuestionamiento por la sociedad en general, o por grupos relevantes de ella, de que la ley guarde una adecuada relación con la realidad social y económica que pretende regular. Aunque estructuralmente la fase legislativa constituiría el núcleo del proceso, ya que es en ella propiamente donde se toma la decisión legal, mientras que las otras fases se limitan a preparar o evaluar el proceso decisional, tendremos ocasión de ver que resulta equivocado subestimar la relevancia operativa de las restantes fases, singularmente la prelegislativa^. Por otra parte, las tres fases se encuentran en un contexto de retroalimentación que supera ampliamente la ya derivada de su circularidad: Así, la fase prelegislativa no sólo condicionará por lo general de modo decisivo el desarrollo de la legislativa, sino que predeterminará los aspectos en los que se habrá de poner el énfasis en la fase postlegislativa''. A su vez, la fase legislativa, además de marcar la pauta de los análisis postiegislativos, puede llevar a modificar en el futuro parte de los modos operativos de los agentes sociales determinantes de las diferentes etapas prelegislativas^. Y una fase postlegislativa seriamente desenvuelta suministrará información decisiva para eventualmente iniciar una nueva fase prelegislativa, pero también obligará a la fase legislativa a acomodarse a la rendición de cuentas a la que se le va a someter*.

4. Más raramente con una iniciativa legislativa popular. 5. Atienza, 68-70, sin embargo, pone especial énfasis en la fase legislativa estimando que en ocasiones las otras pueden no existir o carecer de importancia. Véase más adelante el apartado sobre las leyes especialmente técnicas, que son las que pueden plantear más claramente los fenómenos que señala Atienza. 6. Piénsese en ciertas necesidades u objetivos que el conjunto de la sociedad tiene muy claro que deben satisfacerse por la ley, y que persisten de forma, en buena medida, autónoma de los objetivos parlamentariamente asignados a la ley. 7. Por ejemplo, una prestación legislativa que no satisfaga las demandas derivadas de agentes sociales significativos de la fase prelegislativa puede activar iniciativas legislativas populares extraparlamentarias en los ordenamientos jurídicos que es posible o, donde ello no sea posible, una deslegitimación de la futura actividad legislativa. 8. Alude también a la interrelación entre las diferentes fases Atienza, 68.

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3. La fase prelegislatwa Tomando como referencia una propuesta de Schneider', esta fase constituye un proceso sociológico complejo constituido por cinco etapas sucesivas, que enseguida paso a analizar. Pero antes me gustaría atraer la atención del lector sobre la variación que experimentan en cada una de esas etapas dos variables especialmente significativas, los agentes sociales predominantes y el grado de institucionalización de la etapa correspondiente'". En efecto, si en la primera etapa los agentes sociales son grupos sociales muy diversos, este papel lo pasa a ocupar luego la ciudadanía en general o amplias capas de ella, a la que relevan los medios de comunicación, los cuales ceden generalmente el testigo a grupos de presión, normalmente expertos, concluyendo esta fase en manos de las burocracias gubernamentales o partidistas. Del mismo modo, mientras la primera y segunda etapa son procesos espontáneos, sin institucionalización aunque susceptibles de ser provocados institucionalmente, en la tercera se aprecia un conjunto de actividades muy consolidadas aunque no institucionalizadas, en la cuarta los comportamientos están parcialmente condicionados por las instituciones, y en la última etapa éstas ya han tomado el control del proceso. 3.1.

Una acreditada disfunción social

El proceso sociológico desencadenante de una decisión legislativa penal se inicia con el éxito de un agente social en hacer creíble la existencia de una disfunción social necesitada de algún tipo de intervención penal. Por tal disfunción social se ha de entender, en términos generales, una falta de relación entre una determinada situación social o económica y la respuesta o falta de respuesta que a ella da el subsistema jurídico, en este caso el derecho penal".

9. Véase Schneider, 792-793. 10. Por grado de institucionalización entiendo la medida en que determinadas actividades se desenvuelven dentro de las rutinas de organismos estructurantes de la organización sociopolítica, tales como la administración pública en sus diferentes variantes, partidos políticos, sindicatos, colegios profesionales, etc. 11. Véanse, en sentido muy semejante, Schneider, 793; Floerecke, 70. Pendiente de desarrollo queda el análisis de los mecanismos sociales que vinculan un desajuste social con una intervención jurídica, y más en concreto con una jurídicopenal, análisis que aquí no estamos en condiciones de hacer y que, evidentemente, es distinto del habitual enfoque prescriptivo sobré el tema.

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Para lograr tal éxito ese agente social deberá aportar datos, reales o ficticios, que permitan sentar las bases de una discusión al respecto, y estar además en condiciones de suscitar esa discusión en ámbitos comunicacionales relevantes en la sociedad. Por lo demás, el planteamiento de esa disfunción social se mueve todavía en un apreciable nivel de indefinición^^, de ahí que no se pueda hablar aún de un problema social, lo que exigiría una delimitación conceptual y una involucración emocional de la ciudadanía, que todavía no se han alcanzado". Los agentes sociales que pueden poner en marcha el proceso son muy plurales: Pueden ser fuerzas políticas, sociales o económicas institucionalizadas, eomo el gobierno, los partidos políticos, sindicatos, asociaciones empresariales, corporativas o profesionales, confesiones religiosas oficiales o semioficiales... También grupos sociales organizados pero no institucionalizados*'', como asociaciones medioambientales, feministas, pacifistas, religiosas, culturales, científicas, de opinión, de víctimas o de impulso de cualesquiera intereses. O personas aisladas como ensayistas, científicos, víctimas prominentes.... Y desde luego los propios medios de comunicación. El único requisito exigido es que sean capaces de aportar credibilidad a sus apreciaciones en el sentido antes indicado. La disfunción social puede ser, en sus presupuestos fácticos, real o aparente, cualidad esta última de la que los agentes sociales activadores del proceso pueden no ser conscientes, serlo o justamente estar movidos por la intención de hacer pasar por real una disfunción aparente. La frecuencia con que en el ámbito políticocriminal se trabaja con disfunciones sociales aparentes, esto es, con representaciones de la realidad social desacreditadas por los datos empíricosociales, no debería subestimarse'^. 12. Aunque no tanta como para que resulte incapaz de suscitar la discusión social. 13. Estos dos rasgos varían en los supuestos de legislación muy técnica, como tendremos ocasión de ver. 14. Prefiero esta terminología a la de «emprendedores morales», últimamente tan en boga, pero que conlleva implícitamente una actitud prejuiciosa frente a ciertos grupos sociales de presión a favor de otros. Sobre su origen, véanse Hassemer-SteinertTreiber, 24. 15. Schneider, 793, 794-797 aporta entre otros interesantes ejemplos históricos de disfunciones sociales reales que dieron lugar a significativas modificaciones legislativas penales las diferentes fases en la punición del vagabundeo que tuvieron lugar en la Baja Edad Media y en la Edad Moderna inglesas, estudiadas por Chambliss en 1964, o el surgimiento del delito de apropiación indebida en la Inglaterra del siglo xvill, analizado por Hall en 1952. Como caso de disfunción social aparente, especialmente útil

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La obtención de la credibilidad imprescindible para hacer un hueco a esa disfunción social en el debate colectivo no depende exclusivamente de las habilidades del agente social impulsor, sino asimismo de ciertas cualidades inherentes a esa disfunción, de las que se puede aprovechar el agente correspondiente: En primer lugar, tal desajuste social debe tener características susceptibles de despertar atención social. Ésta es un bien socialmente escaso, tanto en cuanto al número de asuntos como a la persistencia de ellos. Se han identificado ciertas cualidades de los asuntos sociales que originan efectos distintos: 1) Los asuntos remotos, irresolubles o incomprensibles terminan produciendo desinterés. 2) Los que tienen componentes dramáticos despiertan y mantienen fácilmente la atención: El dramatismo se concreta en la puesta en juego inmediata de intereses considerados vitales; este factor explica en gran medida la continua presencia en el debate social de disfunciones sociales afectantes a la criminalidad, o al menos a cierto tipo de ella. 3) Los asuntos sociales vinculados a la experiencia directa de la mayoría de los ciudadanos poseen un grado de atención intenso y persistente; sin embargo, esa consistencia puede perderse si se empiezan a ver como irresolubles, pudiéndose compensar la frustración mediante el desplazamiento de la atención hacia asuntos de los que no se posee experiencia directa y de los que, precisamente por ello, puede ofrecerse una descripción convincente de sus causas y remedios no accesible a la falsación empírica por el conjunto de la sociedad'*. En segundo lugar, amplios o relevantes sectores sociales deben considerar de utilidad el planteamiento de esa disfunción social. La utilidad percibida por la sociedad estará, por lo general, conectada a la resolución de los efectos negativos causados por la disfunción social, sean éstos materiales, expresivos o integradores'''. Esta utili-

para desarrollar ciertos programas de acción políticos, y también activadora de reformas penales, cita aquella que dio lugar a la legislación prohibicionista estadounidense sobre producción, comercio y consumo de alcohol («ley seca») de los años veinte del siglo XX, estudiada por Sinnclair en 1962. En esta última rúbrica resulta fácil de encuadrar igualmente la disfunción social, inicialmente cuando menos sobrevalorada y posteriormente retroalimentada por las propias decisiones legislativas penales, que ha originado la política criminal sobre drogas, con tan dramáticas consecuencias durante todo el siglo XX en los Estados Unidos y durante las últimas décadas del siglo en la mayor parte del planeta; véase al respecto Escohotado, II, 154 ss.; III, 9 ss. Véanse referencias a ulteriores ejemplos en Hassemer-Steinert-Treiber, 24, 28-29, 31-33. 16. Véase ampliamente, sobre esta caracterización de los asuntos sociales, Edelman, 12-36, en especial 27-34. 17. Sobre estas diferencias conceptuales, véase Diez Ripollés, 2001, 5-6.

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dad, imprescindible para obtener la credibilidad social, puede diferir notablemente de los intereses que persigan los agentes sociales impulsores del proceso'*. Acreditada la disfunción social en el sentido indicado, esta primera fase concluye con la inclusión en la agenda temática social del desajuste colectivo identificado y la apertura de la posibilidad de que el subsistema jurídicopenal tenga que modificarse para adaptarse a la nueva realidad socioeconómica. 3.2.

Un malestar social. La preocupación y el miedo al delito

Tras su inclusión en la agenda temática social, es preciso que el conocimiento de esa disfunción social se disemine de manera generalizada en la sociedad, acompañado de dos características. La primera es su estabilización cognitiva, es decir, una cierta resistencia a desaparecer de la agenda social. La segunda es su capacidad de involucración emocional de la población. A la hora de consolidar esa difusa percepción social emocionalmente cargada hay una serie de variables sociales que juegan un importante papel, y que han sido tratadas hasta hace poco por la criminología bajo el término general de «miedo al delito». El término, sin embargo, se ha mostrado en los últimos tiempos especialmente confuso y desorientador, tanto conceptual como metodológicamente, ya que tras él se esconden, al menos, cuatro ideas distintas, con diferente importancia en el tema que nos ocupa: la estimación del riesgo de sufrir un delito, el miedo de sufrir un delito, la preocupación sobre los niveles de delincuencia, y las modificaciones conductuales adoptadas para no sufrir un delito". A nosotros nos interesa especialmente la preocupación por la delincuencia y, en menor medida, las restantes, particularmente el miedo al delito propiamente dicho^".

18. Véase un interesante análisis de los intereses que realmente pueden impulsar a los poderes y fuerzas políticos en Edelman, ibid. También Floerecke, 70. 19. Por si fuera poco, cada una de estas magnitudes puede, a su vez, adquirir configuraciones distintas según vaya referida a uno mismo o a terceras personas. Véanse sobre estos problemas conceptuales y metodológicos, entre otros, Hale, 84-94; Skogan, 131-139; Bilsky, 315-318; KiUias, 399-400, 415-417. 20. De todas formas, la confusión conceptual y metodológica aludida hace que no siempre puedan diferenciarse adecuadamente los resultados relativos a cada una de las ideas o magnitudes aludidas. Véase un ejemplo claro de la confusión de planos en Ruidíaz García, 1977, 12-18, 25, 32, 59-60. A los problemas anteriores se añade uno más, el de que las investigaciones criminológicas se han centrado en el delito callejero o residencial, dejando fuera de consideración los delitos contra bienes jurídicos colectivos, así como buena parte de los refe-

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La preocupación por el delito o la delincuencia está muy vinculada a lo que se suelen llamar las actitudes punitivas presentes en una determinada sociedad, que expresarían los puntos de vista de los miembros de ésta sobre los contornos y el grado de intervención penal que consideran necesarios^'. Se diferenciaría de la punición objetiva, que registraría la efectiva amplitud e intensidad de la intervención penal en cierta sociedad^^, así como de las teorizaciones sobre el progresivo arraigo de sentimientos de inseguridad en la sociedad moderna'". Tal preocupación o actitudes constituyen un reconocido parámetro de las opiniones políticocriminales de una sociedad, y se configuran como un juicio de valor, apoyado predominantemente en componentes cognitivos, pero sin dejar de estar presentes secundariamente aspectos emocionales^''. Una de sus características más significativas es el ser muy volátil, con poca estabilidad y bastante influenciabilidad, algo muy importante si se piensa en su relevancia en esta etapa prelegislativa". Por otro lado, se desenvuelve de acuerdo a ciertas variables sociodemográficas: Tiene una directa relación con el género femenino, el incremento de edad y la tendencia política conservadora. Tiene una relación inversa con el grado de formación. El nivel de ingresos de la persona presenta una relación directa poco relevante, salvo la notable acentuación de tal relación que se produce si el nivel de ingresos va acompañado de un escaso grado de formación^''. ridos a bienes jurídicos individuales que no impliquen violencia, intimidación, prevalimiento o engaño. Es obvio que resulta urgente realizar progresos empíricos en este campo, por más que no se puede ignorar la mayor potencialidad generadora de miedo, en sentido amplio, de los delitos habitualmente estudiados. Eso lo han puesto de manifiesto Zimring-Hawkins, 8-13, 211-214 respecto a los delitos violentos. 21. Una expresión más precisa pero también más abstrusa sería la de «predisposición punitiva subjetiva». En inglés, subjective punitiveness, en francés, punitivité subjective. 22. También más precisamente la «orientación punitiva objetiva», objective punitiveness (ingl.), punitivité objective (fr.). Véase especialmente Killias, 368, 415-416. 23. Que se mueven en el aún más impreciso ámbito de las actitudes sociales generales, por más que puedan estar en el trasfondo de las concretas actitudes punitivas. Véase ese concepto, entre otros, en Silva Sánchez, 1999, 24-30. 24. Se diferenciaría del miedo, por el componente básicamente emocional de éste; de la estimación del riesgo, por ser éste un mero juicio cognitivo; de las modificaciones conductuales, por constituir éstas una reacción instrumental al riesgo percibido y, eventualmente, al miedo. Véanse distinciones próximas en autores citados en nota 19. 25. A diferencia de lo que sucede con el miedo propiamente dicho. Véase Killias, 416-417. 26. Con todo, no faltan ocasionalmente dudas respecto a la relación directa del sexo femenino o de la edad. Véanse Killias, 417-420; Skogan, 139; Ruidíaz García, 1994, 233-234; Garrido-Stangeland-Redondo, 146-148.

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Junto a las precedentes variables sociodemográficas, hay otras variables de importancia. La existencia de una victimización previa muestra una relación ambivalente: si un análisis global impide establecer relaciones firmes entre la preocupación social por la delincuencia y el hecho de haber sido victimizado, parece que existe una relación directa si se ha sido víctima de un delito que implique acometimiento personal, mientras que la relación es nula o incluso inversa si se ha sido víctima de un delito patrimonial sin acometimiento personal efectivo o posible^''. Por otro lado, se da una directa relación entre actitudes punitivas elevadas y el contacto con medios de comunicación que prestan especial atención a la delincuencia, en especial si realizan un trato sensacionalista de ella y preconizan la dureza frente al crimen^*. Asimismo, hay una directa relación entre la punición objetiva y las actitudes punitivas, de forma que cuanto más amplia e intensa sea la intervención penal real en una sociedad, mayor será también la predisposición social a incrementar la intervención: con esta significativa relación, que termina potenciando las diferencias nacionales inicialmente existentes, podríamos estar ante una inesperada confirmación de la función promotora o troqueladora del derecho penaP'. Tampoco podemos dejar de considerar el miedo al delito propiamente dicho, entendido como una emoción ligada al riesgo de ser objeto uno mismo u otros de un delito, dada su significación en el tema que nos ocupa: está bien establecido que su existencia incrementa las actitudes punitivas, en especial mediante el rechazo de políticas penales liberales, fomenta el desarrollo de tendencias deslegitimadoras del sistema de justicia penal, e incrementa de hecho la criminalidad al favorecer el abandono de los lugares públicos^".

27. Se percibe que en estos casos la preocupación se confina en el resarcimiento económico. Véase Killias, 422-424. De todos modos, habría que verificar la hipótesis de si el reciente fenómeno de agrupación de las víctimas y su configuración como grupo de presión se limita a reforzar las actitudes punitivas respecto a los delitos personalísimos o si extiende esa actitud a otros delitos. 28. Aunque persisten dudas respecto a qué es causa y qué efecto, la relación entre estas dos variables es mucho más estrecha que la que se da con el miedo (vid. infra). Véanse Killias, 421-422, 424; Skogan, 139; Garland, 146, 157-158, matizadamente; Cuerda Riezu, 2001, 197-198. En sentido contrario, Ruidíaz García, 1992, 938. 29. Aunque de nuevo aquí se tienen dudas respecto a qué sea causa y qué efecto. Véase Killias, 368-370, 384-387, 417. En cualquier caso, eso podría explicar en parte las dificultades que se aprecian para rebajar las demandas punitivas cuando las tasas de criminalidad descienden. Véase una alusión al fenómeno en los Estados Unidos y Reino Unido, en Garland, 163-164. 30. Véanse Hale, 82-84; Torrente Robles, 147.

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Entre los factores que lo determinan figura en primer lugar el sentimiento de vulnerabilidad^', que se desenvuelve sobre todo de acuerdo a tres variables sociodemográficas: el género femenino, que se ha mostrado como el mejor y más consistente predictor del miedo^^, el incremento de edad^^, y condiciones socioeconómicas como los bajos ingresos, la escasa formación y la pertenencia a minorías^''. La victimización previa es el segundo factor a tener en cuenta. Ahora bien, la victimización directa, sufrida por uno mismo, origina más modificaciones conductuales pero no necesariamente más miedo^^; es la victimización indirecta o vicaria, ligada a la que sufren otras personas, la que constituye un fuerte predictor del miedo. Es sabido hace tiempo que hay mucha más gente con miedo que personas victimizadas, y parece que el suceso padecido por otros tiende a excitar la imaginación sin que origine la necesidad de adoptar medidas realistas encaminadas a evitar el riesgo propio, que introducirían racionalidad en el análisis. De todos modos, en la activación de ese miedo juegan un factor importante ciertos aspectos: la correlación es fuerte si se conoce a la persona victimizada o ésta pertenece a la vecindad o barrio^''. Los medios tienen una influencia ambivalente: quien no está en contacto con ellos muestra menos miedo que quien sí lo está; si el suceso delictivo se encuadra en noticias locales suscita más miedo que si pertenece a noticias nacionales o internacionales,

31. Éste aparece conectado a la percepción por el sujeto de la concurrencia de tres elementos: exposición significativa al riesgo, pérdida de control de la situación y anticipación de consecuencias graves derivadas del delito. Véanse Killias, 407-411; Hale, 95-96. 32. Por más que las mujeres presentan, paradójicamente, un riesgo de victimización claramente inferior al de los hombres. La paradoja se ha querido resolver de diversas formas: Enfoques feministas explican que lo que sucede es que la ausencia de miedo masculina es irracional. Otras veces se ha puesto de relieve la alta cifra de victimización femenina oculta, acentuada aún más por su menor exposición al riesgo. Finalmente, se ha querido explicar por la diferente socialización de hombres y mujeres. 33. Variable ésta muy cuestionada en la actualidad, siendo uno de los puntos donde se concentran las críticas respecto a la confusión conceptual y metodológica a la hora de medir el miedo. 34. Variable que se considera la más coherente con la reaUdad de la dehncuencia, la más racional por tanto. Sobre las variables sociodemográficas, véanse Hale, 96-103; KiUias, 403-404; Skogan, 137-138; Bilsky, 322-325; Torrente Robles, 150. 35. Algunas investigaciones aisladas cuestionan esto. Véanse sobre este factor Hale, 103-108; Kilhas, 402-403; Bilsky, 325-326; Torrente Robles, 148, 152. 36. Más aún si la víctima muestra semejanzas personales o ambientales con el sujeto, o si se obtiene la información directamente de la víctima o mediante chismorreo.

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supuestos estos últimos que incluso pueden crear un sentimiento de seguridad respecto al propio entorno^^. Junto a estos dos factores se suele aludir uno medioambiental: la residencia en un barrio desorganizado, con poca integración social, incrementa, racionalmente, el miedo, en especial si se percibe la falta de autoridad para impedir tales conductas^^ En ocasiones se introduce también un cuarto conjunto de factores psicológicosociales^'. Pues bien, esta etapa prelegislativa concluye cuando una apreciable insatisfacción social en relación a la ausencia, presencia o modo de una intervención penal se estabiliza de manera generalizada. La insatisfacción se verá potenciada si está cargada emocionalmente, en particular si esa emoción toma la forma de miedo al delito. 3.3.

Una opinión pública. Los medios de comunicación

El malestar social existente precisa concretarse a través de un proceso comunicativo de intercambio de opiniones e impresiones, proceso que, por un lado, reforzará la visibilidad social del desajuste social y del malestar que éste crea y, por otro, otorgará a esa disfunción social la sustantividad y autonomía precisas para que se considere un auténtico problema social. En temas que ya arrastran, como hemos visto, una amplia atención y preocupación sociales son instrumentos imprescindibles de tal proceso comunicativo los medios de comunicación social. Va a ser en su ámbito donde tendrá lugar la relevante identificación del problema social a resolver'*", y van a ser ellos los que, con la pretensión de obtener un reconocimiento y una delimitación socialmente compartidos del problema, van a tomar inequívocamente la iniciativa en esta fase prelegislativa. Su protagonismo ahora, por consiguiente, es algo muy distinto del papel ambivalente que han podido jugar en la etapa precedente'". A este respecto devienen especialmente ilustrativos los

37. Véanse Hale, 109-112; Killias, 405-407; Torrente Robles, 149-150. 38. Se destaca que pintadas, gamberradas, destrozos de mobiliario urbano son tan eficaces como el propio delito a la hora de crear miedo. 39. Sobre estos dos últimos factores, véase Hale, 113-121. 40. Sin perjuicio de la operatividad de ámbitos comunicativos privados o públicos donde se anticipa o se consolida tal identificación. Así, entre los privados, el círculo familiar o de amistades; entre los públicos, manifestaciones espontáneas u organizadas de masas o colectivos. 41. De ahí que la discusión metodológica sobre la cualidad de causa o efecto de los medios de comunicación pertenezca a la etapa precedente, de surgimiento del malestar social.

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estudios sobre la formación de la opinión pública, tanto los que, referidos a la determinación de la agenda temática de los medios, estudian los mecanismos empleados para resaltar, oscurecer o priorizar ciertos temas, como los más radicales que, basados en cómo las noticias reconstruyen socialmente la realidad, parten de que su selección y configuración están sustancialmente determinadas por los programas políticos que se quieren desarrollar''^. En cualquier caso, los medios realizan diversas actividades para lograr el reconocimiento y la delimitación sociales del problema. Ante todo, trazan los contornos de éste, lo que llevan a efecto tanto reiterando informaciones sobre hechos similares, actividad que con frecuencia ya vienen ejecutando desde la etapa anterior, como agrupando hechos hasta entonces no claramente conectados''^, incluso realizando conceptuaciones nuevas de hechos criminales ya conocidos''''; todo ello puede originar, incidental o intencionalmente, una percepción social de que existe una determinada ola de criminalidad, lo que refuerza la relevancia del problema''^. En segundo lugar, destacan los efectos perjudiciales de la situación existente, dañosidad que pueden referir a ámbitos sociales muy distintos y desenvolver simultánea o alternativamente en planos materiales, expresivos o integradores. Finalmente, plantean genéricamente la necesidad de ciertas decisiones legislativas penales. Todo ese proceso da lugar a la conformación de la opinión pública sobre el tema en cuestión. Por opinión pública ha de entenderse, en el plano operacional en el que nos movemos, la opinión de un colectivo cualificado de personas, más concretamente, de aquellas que determinan los contenidos de los medios creadores de opinión. Me refiero, entre otros, a los redactores, guionistas o editorialistas, a los articulistas y comentaristas habituales y, en general, a todos aque42. No podemos detenernos en estos momentos en una descripción detallada de los resultados de estos estudios. Véanse, entre otros, Cobb-Elder, 82 ss.; Edelman, 14, 29, 90-102, 122-123; Muñoz Alonso-Monzón-Rospir-Dader, 219-319. Un interesante resumen en Soto Navarro, 126-132; también Ruidíaz García, 1997, 35-52; Cuerda Riezu, 2001, 188-198,201. Véase asimismo un tradicional, aunque poco analítico, estudio de la incuestionada influencia de un medio de comunicación. Los Angeles Times, en las reformas del código californiano entre 1955 y 1971, en Berk-Brackman-Lesser, 289-299. 43. Es decir, según la terminología de la sociología de la opinión pública, transformando lo que eran sucesos aislados (events) en un asunto persistente (issue). 44. Un buen ejemplo español, que se plasmó en la ley, es la transformación de ciertos supuestos de conducción temeraria en la figura de los conductores suicidas (art. 384 del código penal). Véase también Killias, 421-422. 45. Véanse Schneider, 793; Killias, 422; Cuerda Riezu, 2001, 188-198.

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líos que tienen capacidad significativa para seleccionar las materias a tratar y para decidir el modo de aproximación y énfasis en ellas; y no se puede olvidar, desde luego, a los diferentes sectores privados, corporativos, políticos... que, en el entorno de esos medios, se las arreglan para condicionar o influir en sus contenidos. No es, por tanto, la opinión mayoritaria de la sociedad, sea cual sea su modo de verificación, ni el total espectro de opiniones existente en la sociedad sobre el tema de que se trate, si es que tal espectro se puede presentar de un modo coherente, ni siquiera es la opinión del conjunto de personas que controlan los contenidos de los medios de comunicación, pues hay que restringir la referencia a los medios más relevantes. Por otra parte, tampoco hay que exigir que la opinión pública así definida sea uniforme o unánime, pero sí debe mostrar mayorías inequívocas o tendencias significativas. La opinión pública es, en definitiva, la opinión de unos expertos. Pero no de cualesquiera, sino de aquellos que pueden hipostasiar su opinión sobre la de la sociedad, dada su capacidad, reiteradamente acreditada"**, para conseguir que una amplia mayoría de ella comparta, aunque sea superficialmente, sus puntos de vista''^. Desde luego, el grado de sintonía puede variar en función de diversas variables. Destaca entre ellas la relación directa entre capacidad de influencia y alejamiento del tema en cuestión de la experiencia personal de los ciudadanos; por ejemplo, es más fácil convencer sobre asuntos internacionales que sobre temas de impuestos.

46. Esa influencia puede haber sido acreditada en el pasado mediante la confirmación de sus puntos de vista en sondeos o encuestas de opinión, o en votaciones en el marco de la democracia representativa. 47. Este concepto de opinión pública se mueve en un plano descriptivo u operacional, como todo este capítulo. En ese contexto creo que resulta difícil encontrar hoy en día orientaciones sociológicas que nieguen la descripción de la opinión pública como una opinión experta, debido a la mediación, sobre todo, de los medios de comunicación. Hasta un autor que podría pensarse que está en las antípodas de tal planteamiento, como Habermas, 1994, 435-462, creo que comparte, descriptivamente, este punto de vista. Cosa distinta es la fundamentación de por qué la opinión pública así concebida debe además corresponder realmente con las opiniones reales ampliamente mayoritarias de la sociedad y haber sido obtenida mediante un procedimiento deliberativo; eso es un problema prescriptivo, que debe analizarse en otro lugar. Sobre los diversos conceptos de opinión pública, véanse Zimmerling, 97 ss., quien opta abiertamente por degradar el concepto, dada su ambigüedad y manipulabilidad; Soto Navarro, 111-126, quien realiza una acertada síntesis de las diversas teorías contemporáneas de la opinión pública; Toharia, 60-70, más abierto a una consideración no experta déla opinión pública, al menos en cuestiones generales, pero sin poder dejar de reconocer la influencia determinante de los medios de comunicación.

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La opinión pública, así considerada, es un estado de opinión, esto es, una interpretación consolidada de cierta realidad social y un acuerdo básico sobre la necesidad y el modo de influir en ella""*. Lo que no suele ser, todavía, es un programa de acción, legislativa o de otro tipo, debido a que aún se mueve en un excesivo nivel de generalidad. Ello implica que no tiene capacidad por sí sola para acceder a la fase legislativa, ni siquiera para desencadenar la última y decisiva etapa prelegislativa, la de activación de las burocracias'". No obstante, ese estado de opinión prejuzga ya a grandes rasgos los programas de acción que ulteriormente van a ser sometidos a consideración y, por tanto, las opciones expertas o políticas subsiguientes. 3.4.

Un programa de acción

En esta fase lo que es un estado de opinión se ha de transformar, superando el nivel de generalización de la etapa anterior, en un programa de acción dirigido explícitamente a ofrecer propuestas de resolución del problema social planteado. Ello supondrá una profundización en el conocimiento de ese problema; una identificación del objetivo u objetivos que se estima que conllevarán su resolución; y un aporte de los medios o instrumentos que harán posible la obtención de esos objetivos, lo que, en el ámbito en el que nos movemos, implica la adopción o abstención de ciertas decisiones legislativas, sin perjuicio de otras decisiones sociales o institucionales complementarias o sustitutivas de aquéllas. 3.4.1.

Los grupos de presión expertos

Para que un programa social tenga virtualidad para activar la siguiente fase prelegislativa es preciso que adquiera respetabilidad social. Esta cualidad ha sido garantizada por el hecho de que los programas de acción han sido habitualmente formulados por grupos de presión expertos, que se han apropiado del problema hasta entonces radicado en la opinión pública^". Su pericia se concreta en el general reconocimiento de que poseen un conocimiento especializado del problema social a considerar, con el que están familiarizados, y que disponen

48. Garland, 157-158, habla de una «institucionalización» del malestar social previo. 49. Véase infra apartado 3.5. 50. Ello sin perjuicio de que hayan podido estar ya presentes en etapas prelegislativas precedentes. Véanse también Schneider, 793; Berk-Brackman-Lesser, 279-282.

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de los medios materiales y personales para profundizar en su análisis y búsqueda de soluciones. Se trata de grupos que defienden intereses muy diversos^': Pueden ser intereses ideológicos, entre los cuales merecen destacarse últimamente los grupos surgidos de la sociedad civil, como grupos de presión feministas, ecologistas, de consumidores, pacifistas..., o los que defienden intereses puramente científicos, reconducibles al seguimiento de un determinado paradigma científicosocial, como ciertas corrientes de la doctrina jurídica o criminológica, o incluso científiconatural. Pueden ser también intereses socioeconómicos, sea en función del papel que desempeñan tales grupos en el proceso de producción, como sindicatos y asociaciones empresariales, sea debido a la salvaguarda o ampliación de competencias profesionales que es tarea inherente a ciertos grupos corporativos, como en nuestro ámbito las asociaciones judiciales, de funcionarios penitenciarios, de médicos forenses...^^. La actividad de estos grupos está regida por el deseo de resolver el problema social de acuerdo a sus intereses: En primer lugar, se sirven de su prestigio para apropiarse del problema, lo que viene a significar que se admite su competencia para desarrollar un programa de acción. A continuación suelen desarrollar actividades de acopio de información, lo que desencadena eventualmente investigaciones más detenidas de aspectos concretos y, en todo caso, una organización de los resultados obtenidos. A ello siguen estudios y análisis de las alternativas disponibles para la resolución del problema, con uso de especialistas, si es preciso. Y se termina con propuestas factibles de intervención o abstención legislativa, acompañadas o no de medidas de otra naturaleza, y reforzadas en el mejor de los casos con un análisis de las consecuencias a derivar de aquéllas". Hay dos cualidades derivadas de todo el proceso precedente que

51. Sobre el concepto de grupo de presión, su distinción de grupos de interés y sus clases, véase desde la ciencia política Jerez Mir, 294-299, 302-308. Aunque el concepto de grupo de presión sólo se superpone parcialmente con el de agente social impulsor de la primera etapa de la fase prelegislativa —más cercano al concepto de grupo de interés—, véase lo ya dicho al respecto en el apartado 3.1. 52. Establecen claves muy significativas, a partir de un estudio empírico, sobre el modo de proceder de los grupos corporativos integrados en la justicia penal BerkBrackman-Lesser, 285-289. En un sentido más general, sobre la presencia del corporativismo en la sociedad moderna, Beck, 237 ss., en especial 258-267. 53. Sobre otros procederes eventualmente desarrollados por los grupos de presión, alejados del proceder argumentativo, y que ahora han de quedar fuera de nuestra consideración, véase Jerez Mir, 310-311.

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nos interesan especialmente: Por un lado, la consideración de los resultados obtenidos como dotados de legitimación científicosocial, lo que les otorga un status legitimatorio sustancialmente distinto al de la opinión pública, al beneficiarse de las concepciones sociales sobre la complejidad técnica de las intervenciones sociales. Por otro lado, y en relación con lo anterior, la adquisición por los grupos de presión elaboradores del programa social correspondiente de una influencia significativa en la activación del proceder legislativo. Bien es verdad que esta última capacidad puede graduarse a tenor de muy diversos factores, de entre los que podemos destacar a nuestros efectos los siguientes; De modo general, su capacidad organizativa y su capacidad para crear conflictos, aspectos ambos que no tienen por qué coincidir, y que en todo caso guardan estrecha relación con la naturaleza de los intereses que defienden^''. Asimismo, la mayor o menor cercanía social, profesional o incluso personal del grupo de presión a los agentes activos del ulterior proceder prelegislativo y legislativo^^. Fenómeno interesante al respecto es la progresiva influencia adquirida por la judicatura en detrimento de la doctrina jurídica^'. Una de las principales condiciones que contribuyen a ello es la directa configuración de las asociaciones judiciales como grupos de presión, que se han asegurado una permanente presencia en el debate público, algo que sólo de forma mucho más limitada tiene su correspondencia en la doctrina jurídica. Lo más cercano en España a ello en el ámbito jurídicopenal es el Grupo de estudios de Política criminal, que realiza una continua labor de estudio de temas políticocriminales conflictivos, que se plasma en una serie de publicaciones que ofrecen alternativas legales, algunas de ellas con reflejo directo en ciertas

54. Véanse más ampliamente Hassemer-Steinert-Treiber, 17-19; Amelung, 1980,50. 55. Véanse también Floerecl^e, Z47; Soto Navarro, 144, 198; Jerez Mir, 312315. En un sentido más amplio, Hassemer-Steinert-Treiber, 19, hablan del efecto positivo que posee la vinculación del grupo de presión al statu quo social. 56. Véase en Palazzo, 695-705, 714-721, 730-733, un ilustrativo análisis de ello en Italia. Creo que en España también se puede hablar en estos momentos de tal fenómeno, pese al predominio de académicos en las primeras propuestas de nuevo código penal (véase infra apartado 3.5). Más en general, sobre la influencia del conjunto de ciencias penales en el proceder legislativo, véase Amelung, 1980, 63-70. Destaca especialmente la reciente pérdida de influencia del saber experto jurídico en la labor legislativa penal alemana, y reivindica su necesario protagonismo, Vogel, 2-4, 11-12, 14-15.

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iniciativas legislativas, y que lleva a cabo más esporádicamente pronunciamientos sobre temas en ese momento objeto de debate público. El grupo de profesores alemanes que ha ido elaborando propuestas penales alternativas, con variada frecuencia, desde que en 1966 elaboró un Proyecto alternativo de código penal de notable influencia, es otro ejemplo'^. Otro elemento relevante puede ser la incapacidad de la doctrina para ofrecer datos o análisis sobre la realidad empíricosocial, dado su alarmante descuido de estas materias, lo que revaloriza las aportaciones basadas en la experiencia cotidiana de los jueces. Tampoco hay que olvidar la escasa capacidad doctrinal para tener presente la problemática de la práctica judicial, que se acentúa entre otros motivos con la separación entre derecho sustantivo y derecho procesal. De un modo u otro, supone una predominancia significativa de un grupo de presión sustancialmente corporativo frente a otro científico. Un ejemplo español reciente de cómo un problema de praxis judicial puesto de manifiesto por la judicatura acaba jugando un papel importante en una reforma legal es la reintroducción del delito de corrupción de menores del artículo 189.3: la insistencia de un sector minoritario del Tribunal Supremo, singularmente representado por el magistrado de Vega, en que resultaba complicado incluir esas conductas en otros artículos del código penal hizo que, pese a que el sector mayoritario del Tribunal Supremo no viera ese problema, el legislador lo utilizara como argumento relevante, al menos al inicio del proceso legislativo. Bien es verdad que, si se me permite el coloquialismo, se juntaron el hambre con las ganas de comer, pues había otras razones ideológicas de más calado. Merece igualmente resaltarse, en relación con este factor de cercanía, el decisivo papel que muchas veces juega el simple hecho de que un penalista ocupe puestos políticos clave en la toma de decisiones legislativas, el llamado factor personal*. Otro factor es la vinculación, o al menos el no alejamiento palmario, de sus análisis y propuestas expertos de las preocupaciones sociales originarias y de la opinión pública, disponiéndose de estudios sociológicos sobre los diferentes perfiles de los grupos de presión a este respecto^'.

57. 58. 59. presión

Véanse también Amelung, 1980, 64-65; Soto Navarro, 20-211. Véanse Palazzo, 696; Larrauri Pijoan, 2001, 15-106. Véase Soto Navarro, 143-144. Sobre la correspondencia entre los grupos de y la opinión pública, Rubin, 1999, 9.

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En cualquier caso es ampliamente reconocido que, por lo general, los grupos de presión expertos están en condiciones de realizar importantes manipulaciones de los hechos a analizar y/o de las propuestas a formular, que pueden determinar notablemente el ulterior devenir legislativo*". 3.4.2.

La desconsideración de la pericia

Pero un rasgo definitorio de la reciente política legislativa penal es la creciente pérdida de importancia de la respetabilidad social del programa de acción, sea porque la adquisición de tal cualidad ya no va ligada a la intervención de grupos expertos, sea porque se renuncia directamente a su adquisición. 3.4.2.1.

Los grupos de presión mediáticos

En el primer sentido hay que señalar la frecuencia cada vez mayor con que una opinión pública favorable es capaz de desencadenar por sí sola respuestas legislativas penales. De este modo, los grupos de presión mediáticos anticipan y sustituyen la intervención de los grupos expertos stricto sensu. Es cierto, como ya hemos visto, que la opinión pública es fruto de una tarea experta, y que ella es realizada por lo que se podría considerar un grupo de presión, el mediático, pero su nivel de análisis se ha estimado durante mucho tiempo que no alcanzaba la profundidad necesaria para satisfacer los requisitos de respetabilidad social inherentes a todo programa de acción. La modificación de este punto de vista supone uno de los mayores éxitos en el progresivo incremento de la función social de los medios de comunicación, que pasan a considerarse expertos a todos los efectos y con una polivalencia desconocida en los grupos de presión expertos propiamente dichos*'. Ello origina una serie de resultados negativos importantes: Se da por buena una visión simplificada y superficial de la realidad social y de las consecuencias de su intervención en ella, lo que supone un

60. Schneider, 797-798, ofrece un interesante ejemplo de ello aludiendo a un documentado análisis de Sutherland realizado en 1950 sobre las leyes norteamericanas sobre psicópatas sexuales, muy ligadas a los intereses corporativos de neurólogos y psiquiatras, pese a que nunca contaron con el apoyo de los criminólogos. 61. Véanse igualmente apurites de todo lo anterior en Palazzo, 733; Cuerda Riezu, 2001, 190, 205-207.

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notable descenso de las exigencias relativas al grado de análisis y reflexión de los problemas sociales preciso para poder justificar una intervención legislativa penal, en directa contradicción con la progresiva complejidad de nuestras sociedades. Se pierden oportunidades de corrección y rectificación de análisis ya realizados, en la medida en que desaparece de la etapa prelegislativa un nivel de elaboración de decisiones, el de los grupos de presión expertos. Se otorga la hegemonía en casi toda la fase prelegislativa a un único agente social, el grupo de presión mediático, dada la capacidad que ya tiene de influir, en la primera etapa, en la puesta de relieve del desajuste social, y la frecuencia con la que juega un papel importante en la siguiente etapa, de aparición de un malestar social. Se abre una importante brecha en la limitada autonomía que conviene mantener entre la fase prelegislativa y la legislativa, debido a la especial facilidad con que los grupos de presión políticos y parlamentarios pueden incidir sobre los contenidos de la opinión pública, condicionando el flujo de información o mediante el control directo o indirecto de los detentadores de los medios''^. Sin duda, no faltan ejemplos significativos de ocupación por los grupos de presión mediáticos del lugar de los grupos de presión expertos. Entre los ejemplos españoles podríamos citar la propuesta legislativa en curso sobre la ampliación del concepto de penetración en los delitos sexuales, mediante la cual se podrá equiparar el dedo a un objeto a tales efectos, y que es directa consecuencia de ciertas informaciones de los medios que mostraban su escándalo ante la unánime interpretación jurisprudencial que no consideraba penetración tal conducta; sus presiones condujeron de manera casi inmediata a la presentación de una proposición de ley, sin mediación previa alguna de discusión experta. Por lo demás, es sólo cuestión de tiempo que las reiteradas y alarmadas informaciones de los medios sobre el contenido jurídico del concepto de ensañamiento terminen por generar una utilización ventajista de ellas por algún actor legislativo que se plasme en un proyecto o proposición de ley que adecúe el concepto a lo que la opinión pública considera acertado.

62. Sin que ello suponga ignorar también su omnipresencia en ciertos grupos de presión expertos. Véanse también reflexiones en la misma línea en Cuerda Riezu, 2001, 205-207.

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El protagonismo de la plebe

En el segundo sentido, cabe apuntar la aparición en algunos países de la plebe como agente suficiente para activar la fase legislativa penal. Para que tal cosa se produzca es precisa una significativa transformación del agente social predominante en la segunda etapa prelegislativa. La ciudadanía o amplias capas de ella, que expresaban el malestar social de una forma indefinida y con una limitada operatividad, son obscurecidas aunque no eliminadas por la aparición de un grupo social capaz de formular programas de acción sin necesidad de esperar a las ulteriores etapas del proceso prelegislativo: se trata de los grupos de víctimas o afectados, acrecidos en su composición y consolidados en sus posibilidades de éxito por la solidaridad que generan en círculos sociales cercanos y mayores numéricamente''^. Los grupos de víctimas realizan una anticipación y sustitución de las dos siguientes fases del proceso prelegislativo; ya no sólo se prescinde de los grupos de presión expertos, sino que la propia opinión pública, entendida como mediadora experta de las preocupaciones sociales, queda en buena parte desconectada de tales iniciativas. Todo ello se desarrolla con un claro desentendimiento por la adquisición de respetabilidad social, al menos tal como ella suele entenderse. Tal respetabilidad se considera adscrita a una forma de razonar desligada de las auténticas necesidades de la gente corriente y condicionada por apriorismos ideológicos. Frente a ella, se hace gala de un conocimiento y visión superficiales de la realidad social, rechazándose cualquier aproximación elaborada a ella'''. Las consecuencias de tal protagonismo son evidentes: ante todo, se acentúan marcadamente algunos de los inconvenientes que ya presentaba la opinión pública como agente activador de respuestas legislativas penales, en especial su aproximación simplista a la realidad y la pérdida de oportunidades de reelaboración reflexiva y compartida

63. Sobre los grupos de víctimas, su contexto y relevancia, véase Garland, 11, 121, 159, 164 y notas respectivas. 64. El uso del término «plebe» conlleva un contenido peyorativo del que soy consciente, y que quizás no resulta tan marcado si empleara el término «vulgo», más conocido en el ámbito del derecho. Creo, sin embargo, que la evolución de este agente social justifica tal término; evitaré de todos modos el adjetivo «plebeyo», que posee otras connotaciones semánticas, y lo sustituiré por el de «populista». En cualquier caso es improcedente hablar de pueblo o ciudadanía, si por ello se entienden colectivos accesibles al razonamiento experto. En Estados Unidos se habla de populace, que se podría traducir, con una significación aún más peyorativa, como «populacho». Véase, entre otros, Rubín, 1999, 1 ss.

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de los análisis; por el contrario, no necesariamente se produce una mayor permeabilidad a las influencias políticas o parlamentarias, ya que el carácter populista de la iniciativa enajena en no pocas ocasiones la implicación de tales sectores institucionales''^. Pero es que, además, se produce un fenómeno cualitativamente distinto, el bloqueo emocional del análisis racional de la realidad: tales grupos están incapacitados para aceptar un discurso racional pleno, dado que sus integrantes, entre ellos los dirigentes o más implicados, buscan con sus propuestas superar el trauma emocional padecido como víctimas; utilizando una terminología luhmaniana se podría decir que los grupos de víctimas son grupos autorreferenciales''''. Las experiencias en este ámbito son en algunos países como Estados Unidos especialmente abundantes. El caso californiano de la ley denominada «a la tercera va la vencida» (three strikes and you're out) es un ejemplo paradigmático: la ley fue redactada por un fotógrafo, padre de una víctima de un asesinato, y miembro de un grupo de víctimas. Sustancialmente viene a decir que, tras la comisión de un tercer delito (felony) cualquiera, una persona ha de ser obligatoriamente condenada a una pena efectiva de 25 años a reclusión perpetua (entendido esto último en sentido estricto), sin posible libertad provisional antes de cumplir el 80% de los 25 años; además, ya la comisión de un segundo delito cualquiera conlleva una duplicación de la pena para él prevista; no es preciso que los delitos anteriores aludidos hayan sido violentos, aunque sí graves. La iniciativa encontró el apoyo, además de los grupos de víctimas, de dos grupos de presión, uno corporativo, la asociación de funcionarios de prisiones, y otro ligado a potenciales víctimas, la asociación nacional del rifle. La iniciativa estuvo fuera de la agenda política hasta que ocurrió el asesinato de una joven de 12 años, tras ser raptada de su propia casa y violada, asunto que tuvo una enorme cobertura mediática durante el mes en que se desconoció su paradero, atención social potenciada por que no hubo negligencia por parte de nadie y afectar a una típica familia de clase media, lo que facilitó la identificación del público, y por ser el autor un reincidente de delitos violentos en libertad condicional bajo prueba. Se avecinaba la elección de gobernador, a la que optaba el ejerciente, un republicano en una situación delicada, con una asamblea legislativa dominada por

65. Los cuales no suelen valorar igual, salvo excepciones, una iniciativa interpuesta directamente por los medios o por la plebe. 66. Véase una interesante caracterización de los grupos de víctimas en Rubin, 1999, 15-20.

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los demócratas. La asamblea respondió a la llamada del gobernador elaborando cinco alternativas para hacer frente a los reincidentes, siendo la última y más extrema de ellas literalmente la propuesta de Reynolds, el fotógrafo, pero no eligió ninguna, comprometiéndose a aprobar la que el gobernador escogiera: el cálculo político era que el gobernador se vería obligado a elegir una alternativa razonable, quedando privado así de la baza política de ser el duro contra los delincuentes. Pero el gobernador pidió que se aprobara la propuesta de Reynolds, rechazando una propuesta más matizada de la asociación de fiscales de California, y así lo hizo la asamblea legislativa en marzo de 1994. Pero la historia no queda aquí: la misma propuesta, que ya era ley, fue sometida a referéndum por iniciativa popular en noviembre de 1994; al ganar el plebiscito los grupos de víctimas impulsores de ella consiguieron adicionalmente que el legislativo, de acuerdo al ordenamiento californiano, no pudiera modificarla si no era con el apoyo de dos tercios de las dos cámaras. La propuesta de ley no fue objeto de análisis expertos de alguna significación, ni por profesionales de la justicia penal, ni por burocracias ministeriales o partidistas, ni siquiera por las fuerzas parlamentarias^^. En España, por el momento, aún no se ha llegado a tomar decisiones legislativas claramente determinadas por programas de acción populistas. Un intento sustancialmente fallido estuvo relacionado con las reacciones populares suscitadas por el crimen de Alcacer, un asesinato de tres adolescentes previamente raptadas y sometidas a todo tipo de violencias físicas, agresiones y vejaciones sexuales. El caso suscitó una iniciativa popular, impulsada por familiares de las víctimas, mediante la que se recogieron tres millones de firmas que pedían medidas legislativas draconianas contra los delincuentes sexuales, iniciativa por lo demás oportuna temporalmente, pues se estaba elaborando el código penal de 1995. Si no salió adelante fue justamente porque no se pudo desembarazar de su caracterización como propuesta puramente emocional, carente, por tanto, de respetabilidad social''^

67. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 3-16, 37, 138-145 —sobre nuevas propuestas populistas—, 192-194, 217-218. 68. Cuerda Riezu, 2001, 192-193, considera, por el contrario, que la iniciativa sí que tuvo éxito, en la medida en que el endurecimiento del régimen de cumplimiento conjunto de varias penas de prisión, tal como se reflejó en el artículo 78 del nuevo código penal, es consecuencia de tal movilización. Menciona al respecto diversas intervenciones parlamentarias significativas durante la discusión del nuevo código.

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Otro intento en marcha es el ligado a las reacciones populares por el asesinato de Klara, adolescente que lo fue por dos amigas suyas aparentemente por el simple hecho de experimentar nuevas sensaciones y reafirmar su personalidad. También ha originado manifestaciones y recogidas de firmas para garantizar que las víctimas puedan personarse como acusación particular en los procesos de menores, en contradicción con la ley del menor, que lo impide por razones resocializadoras. Su desenlace es incierto, pues los promotores han logrado el apoyo, tras muchas vacilaciones, de sectores expertos como el Defensor del pueblo andaluz y la comprensión de otros, como alguna comisión del Consejo general del Poder Judicial*'. La evolución acabada de señalar hacia una progresiva pérdida de la influencia experta en la fase prelegislativa constituye un serio retroceso frente a toda propuesta encaminada a incrementar la racionalidad de los procesos de decisión legislativos. Sin duda pecaríamos de ingenuidad si pasáramos por alto la parcialidad de la que suelen adolecer los análisis de los grupos de presión expertos''", pero tales grupos aceptan desenvolverse en el marco de los criterios de racionalidad socialmente vigentes, con las limitaciones en la defensa de sus intereses que ello conlleva y los controles externos a los que aquéllos dan pie. Tampoco deberíamos olvidar el notable grado de imaginería social que suele condicionar la delimitación del problema social en las etapas inmediatamente precedentes a aquella en la que intervienen los grupos de presión expertos, y que condiciona su trabajo. Pero

69. De todos modos, una ilustrativa visión del grado en que han cambiado las cosas en Europa en los últimos veinte años nos la ofrecen las descripciones que Hassemer-Steinert-Treiber, 25-30, y Amelung, 1980, 50-54, 58-63, hacen, en 1978 y 1980 respectivamente, de cómo se materializaba la política criminal alemana en esos momentos: predominio casi absoluto de los juristas, ausencia de interés en los medios por la política criminal, actitud de freno de los grupos de presión y las burocracias ministeriales a incrementos de criminalización, inexistencia de grupos de presión de afectados... —hasta el punto de que algunos juristas se sentían en la obligación de defender los intereses de esos grupos sin voz—. No creo equivocarme si afirmo que hoy en día harían una descripción muy distinta de la situación. Véanse ya algunas insinuaciones en Hassemer-Steinert-Treiber, 61-62. Recientemente, confirma la pérdida de influencia experta en la labor legislativa penal alemana Vogel, 250-252. 70. Un problema de mucho mayor calado, que supera ampliamente el objeto de este trabajo, pero que no debería olvidarse en ningún momento, es el grado en que, de manera general, el modo y los resultados de la actividad científicosocial han dado lugar a que en la sociedad moderna se haya generado tanta desconfianza hacia las propuestas expertas y una revalorización de las aproximaciones vulgares a los problemas sociales. Véase, sobre el cuestionamiento del modo de operar científico y de su credibilidad en la sociedad moderna, Beck, 203-235.

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hay notables diferencias entre esto último y los dos fenómenos analizados en los párrafos precedentes: la conversión de la opinión pública o de la plebe en agentes creadores de programas sociales se hace directamente a costa de renunciar implícita —opinión pública— o explícitamente —plebe— a ulteriores niveles de racionalidad, de restringir el espectro de actores sociales intervinientes en la consecución de la racionalidad legislativa, con el añadido de otorgar en menor o mayor medida un protagonismo exagerado a alguno de ellos, y de bloquear directamente, en el caso de la plebe representada por grupos de víctimas, el acceso a contenidos racionales en cuanto no se satisfagan ciertas condiciones emocionales. Resulta, por consiguiente, urgente devenir conscientes del problema y estudiar sus contornos, grado de desarrollo, causas y medios para contrarrestarlo'^'. Algunos autores que trabajan en países que padecen plenamente el fenómeno desde algún tiempo han identificado ya una serie de factores sociales que fomentan el predominio de programas de acción no expertos, y que serían variables independientes del incremento en las tasas de la criminalidad, así como del aumento de la preocupación por la criminalidad o del miedo al delito^^. El primero sería el consenso social sobre las medidas a tomar: cuanto mayor sea, más se potencia la demanda de éstas y más rápidamente se atiende, lo que sucede, desde luego, sin guardar relación con la racionalidad de las medidas solicitadas. Diferencias de opinión en el ámbito no experto respecto a cómo actuar han originado en ciertas épocas de alta criminalidad una paradójica ausencia de demandas legislativas populares. El segundo atendería a la confianza en la efectividad de las actuaciones de los poderes públicos: cuanto más se crea en su capacidad de influir en la realidad social, mayor presión no experta se ejercerá para que la pongan en práctica. La paradoja consecuente es que, al ser esa confianza mayor en periodos de descenso de la criminalidad, será en ellos en los que esa presión no experta sea mayor. El tercero se referiría a la ausencia de preocupaciones sociales más importantes: cuantos menos temas sociales candentes existan, más prioridad tendrán para la opinión pública y la

71. Véanse también, entre otros, Zimring-Hawkins-Kamin, 159 ss.; Garland, li15, 20, 133-134, 142-143, 145-146, 150-151, 171-173; Rubín, 1999, 4-5, 13; Floerecke, 356. Una visión distinta, aunque en un contexto no directamente políticocriminal, en Beck, 240 ss. 72. Véanse para lo que sigue Zimring-Hawkins-Kamin, 159-168, 178-180, a partir de la experiencia californiana.

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población en general el problema de la delincuencia y la necesidad de reaccionar frente a ella''^. La paradoja residirá ahora en que cuanto menos problemática resulte la convivencia social, más atención se prestará al delito. El cuarto alude al margen de arbitrio existente en la aplicación del derecho; cuanto menos discrecionalidad tengan atribuida los aplicadores del derecho —jueces y funcionarios penitenciarios—, mayor presión popular habrá para su modificación, o dicho de otro modo, un amplio margen de aplicación experta de la ley desincentiva las propuestas populares para la modificación de ésta. A estos factores yo añadiría otro, el de la disposición del legislador a legislar simbólicamente: tal actitud ejercería un efecto de llamada o, al menos, facilitador del acceso de las propuestas populares, de forma que cuanto más propenso se esté a no acomodar la respuesta legislativa a los criterios legitimadores de la intervención penal, mejor acogida tendrán las demandas populares de legislar^''. 3.4.3.

Los programas de acción técnicos

En ocasiones toda la fase prelegislativa vista hasta este momento se mueve en un ámbito experto, sin que la apreciación de la disfunción social despierte atención generalizada, ni suscite un malestar extendido en la colectividad, ni sea objeto significativo de consideración por los medios. Ello suele deberse a que el desajuste social, real o aparente, tiene caracteres especialmente técnicos que hacen que no resulte fácilmente perceptible por el conjunto de la sociedad o, aun siéndolo, a ésta no le parece un asunto lo suficientemente relevante como para ocupar su atención en éP^. El fenómeno se produce con más frecuencia en unos sectores jurídicos que en otros, más en derecho mercantil o civil registral, por ejemplo, que en derecho constitucio-

73. Eso tiene una vertiente, ligada a la estructura política, interesante: en Estados Unidos la localización de la mayoría de las competencias penales en los estados federados potencia este efecto en su ámbito competencial, ya que los estados federados tienen una agenda política mucho más reducida que la del gobierno federal. El hecho debería hacernos cautos en España y Europa frente a las tendencias a dar más competencias cercanas a las penales a las autonomías, o frente a un apresurado traspaso de las materias penales a una Unión Europea con una agenda política aún no suficientemente cargada. 74. Zimring-Hawkins-Kamin, 167-168, estiman, por el contrario, que esta actitud lo que hace es debilitar el efecto del último de los cuatro factores por ellos aludidos. 75. Sobre la caracterización de los asuntos capaces de suscitar mayor atención pública, véase supra apartado 3.1.

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nal, penal o laboral. Y dentro del derecho penal también se aprecian importantes diferencias: así, la configuración de los delitos, en especial si son violentos^'' o contra bienes jurídicos individuales, o la configuración de las penas suscitan una intensa atención pública, que suele estar ausente si se trata de delimitar conceptos dogmáticos como la comisión por omisión o el actuar en lugar de otro. Sin embargo, es fácil rastrear unas etapas prelegislativas equivalentes, por más que desarrolladas en todo momento en un nivel experto. A la puesta de relieve del desajuste social entre círculos expertos, donde alcanza un nivel de atención relevante, seguirá por lo general una inquietud generalizada, que será más marcada entre los ámbitos de pericia que operan con, o resultan directamente afectados por, la disfunción, como jueces, abogados, fiscales, funcionarios activos en esa área, etc. La opinión pública tiene su equivalente en la forma en que se va decantando el problema y apuntando soluciones a lo largo de ciertos ámbitos jurídicos con un nivel de pericia intermedio, como boletines internos corporativos, diarios jurídicos, artículos divulgativos en diarios de información general, pronunciamientos públicos de asociaciones judiciales o académicas, seminarios de trabajo, congresos jurídicos... A ello seguirá habitualmente el desarrollo de investigaciones que se publicarán en los medios expertos más autorizados y que reflejarán la respuesta elaborada que los diversos grupos de presión aportan al problema. En este sentido, no creo que se deba minusvalorar la existencia de una fase prelegislativa en las leyes muy técnicas, ni pasar por alto el proceso sociológico que también gravita sobre ellas^^. Ciertamente resulta imprescindible abrir líneas de investigación sobre su específico desenvolvimiento, en especial teniendo en cuenta que en algunos sectores jurídicos estamos ante el tipo predominante de legislación. 3.5.

Un proyecto o proposición de ley. Las burocracias

Los programas de acción elaborados en la etapa precedente sólo pueden tener acceso a la fase legislativa si adquieren la cualidad de 76. Los delitos violentos tropiezan al menos con tres dificultades para pasar desapercibidos: son conductas que generan inmediata preocupación social dada su estrecha vinculación a los principios básicos de la convivencia, son objeto cotidiano de atención de los medios, y carecen de un grupo experto con la suficiente competencia socialmente atribuida como para encomendar a él la resolución del problema. Véase un análisis cercano, aunque no equivalente, en Zimring-Hawkins, 1997, 197-199. 77. Habría que matizar, pufes, la afirmación de Atienza, 68-70, ciertamente muy contenida, sobre la inexistencia de una fase prelegislativa en algunas leyes.

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proyectos o proposiciones de ley. Tal cualidad no supone simplemente reestructurarlos de acuerdo a determinados formatos, sino que implica asimismo la apropiación del programa de acción por unos nuevos agentes sociales, las burocracias gubernamentales o partidistas, las cuales desarrollan la mayor parte de su labor inmediatamente antes de entrar en la fase legislativa, por más que no dejan de actuar también en esta ultima, aunque ya de forma secundaria y/o por vías interpuestas''". Estas burocracias tienen una serie de características: Su protagonismo en esta etapa es claramente mayor que el de cualquier otro agente social en las anteriores etapas, en la medida en que su intervención es en la práctica imprescindible para acceder a la fase legislativa subsiguiente; eso les permite tener una gran libertad de acción en la reconfiguración del programa de acción, aun cuando no puedan perder la conexión con las etapas precedentes. Están directamente sometidas a intereses políticos, los del ejecutivo y sus diferentes órganos, o los del secretariado de los partidos políticos, de los que en último término son expresión; ello no impide que su grado de compromiso con tales intereses sea muy diverso en función del nivel decisional en el que se muevan, ni que su labor tenga un importante contenido político junto al técnico^'. Como tales burocracias, son agentes sociales institucionalizados, lo que conlleva una estabilidad y especialización de sus actividades; ello sin perjuicio del notable mayor grado de institucionalización de las burocracias gubernamentales frente a las partidistas. Esta etapa prelegislativa burocrática se ha convertido en la práctica en el momento determinante de las decisiones legislativas, en detrimento de la fase legislativa, la única formalmente competente para tomar la decisión. Ello es consecuencia, por un lado, de la primacía que han adquirido los partidos políticos en el funcionamiento de nuestras democracias: aunque los parlamentarios se rigen por un modelo de mandato representativo en virtud del cual no están

78. Esta proyección sobre la fase legislativa hace que algunos autores incorporen esta etapa ya a la fase legislativa, algo que, sin embargo, creo que no da debida cuenta de su realidad. Así, en el sentido aquí propuesto, Schneider, 793; Soto Navarro, 193194; Zapatero Gómez, 786-787, dentro de su modelo. En sentido contrario, Atienza, 68-70; en la práctica, también Floerecke, 347 ss. 79. Hassemer-Steinert-Treiber, 12-17, y Amelung, 1980, 62-63, se refieren a diversas investigaciones que prueban el contenido también político de su actuar, la mayor importancia que finalmente terminan teniendo los niveles inferiores de una burocracia frente a sus niveles superiores, y las consecuencias materiales que derivan de su modo de distribuirse el trabajo.

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sometidos a mandato imperativo alguno™, de hecho funcionan bajo un régimen de pseudomandato imperativo de los partidos políticos, que neutraliza de diversos modos la imposibilidad legal de los partidos de revocar los nombramientos de los parlamentarios'*'. De esta forma los parlamentos no sólo se han convertido en asambleas de sujetos colectivos en los que se reserva la mayor parte de las iniciativas a los grupos parlamentarios, que a su vez reflejan a los partidos políticos, sino que además se han transformado en buena medida en meros notarios de las decisiones políticas extraparlamentarias adoptadas con anterioridad. Por otro lado, las burocracias son precisamente el brazo ejecutor de las decisiones políticas tomadas por los partidos, y eso reza también para la burocracia gubernamental, ya que el Gobierno se apoya en un determinado partido político, a quien ciertamente con no escasa frecuencia condiciona en sus actuaciones, pero es en cualquier caso a través de él como traslada sus decisiones al ámbito parlamentario'*^. La burocracia gubernamental tiene mucha más relevancia que las burocracias partidistas**^. Ante todo, porque su programa de acción, siempre que respete las directrices políticas generales, está destinado a ser asumido por el Gobierno y, a través de él, por el partido o partidos políticos que ostentan la mayoría parlamentaria. Ello, en condiciones normales, garantiza que culminará con éxito la fase legislativa, por más que pueda sufrir modificaciones de mayor o menor importancia, a las que además la burocracia gubernamental suele dar el visto bueno extraparlamentariamente. Por el contrario, la burocracia partidista no gubernamental generará habitualmente un programa destinado simplemente a marcar las diferencias con el de la mayoría, ofreciendo alternativas a las propuestas o a la ausencia de propuestas de ésta o del Gobierno, sin posibilidades de que llegue a convertirse en ley. Sólo excepcionalmente, si el programa emana de la burocracia del partido o partidos en el Gobierno, o si su pro-

80. Ni de sus electores ni de los partidos políticos bajo cuyo amparo han concurrido a las urnas, como ha ratificado reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional. 81. Por ejemplo, mediante exigencia de escriros de renuncia en blanco, hstas cerradas en las elecciones al Congreso, pactos para no admitir tránsfugas, etc. 82. Véase un análisis en la línea precedente en Cano Bueso, 208-209; López Garrido-Subirats, 45-46; Soto Navarro, 158-161. En un sentido más genérico, Beck, 242-243. 83. Algo que tiene su reflejo en las concepciones sociales: si en 1982 el 48% de los españoles según una encuesta del CIS pensaba que las leyes las hacían las Cortes, y el 28% pensaba que eran cosa del Gobierno, en 1987 el 39% daba el protagonismo a las Cortes mientras que el 4 3 % se lo daba al Gobierno. Véase Ruidíaz, 1994, 229.

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grama se asume por el Gobierno o la mayoría que lo sustenta, podrá sacar adelante la burocracia partidista sus programas de acción. Además, tal burocracia tiene un acceso privilegiado a la fase legislativa. En efecto, sus programas acceden a ella por la vía de los proyectos de ley, y no por la de las proposiciones de ley, propia de las burocracias partidistas. Los proyectos de ley tienen prioridad en la tramitación parlamentaria, lo que se reconoce en la Constitución de forma expresa, se plasma formalmente en una serie de disposiciones*'', y se aprecia en la práctica mediante el hecho de que más de dos tercios de las decisiones legislativas proceden de proyectos de ley. Finalmente, los mayores medios materiales y personales de la burocracia gubernamental, que se puede servir de toda la administración central, promueven una mayor calidad de los programas de acción de ésta frente a los de las burocracias partidistas, que se financian a cargo de ios presupuestos de los partidos*^. La trascendencia operativa que tiene y su carácter institucional aconsejan que esta etapa prelegislativa sea objeto de regulación. Los objetivos de ésta deben ser dos: El primero, asegurarle un elevado nivel de racionalidad, imprescindible dada su estratégica localización en el proceder legislativo. El segundo, prevenir el cierre de esta etapa sobre sí misma, tanto de cara a la posterior fase legislativa, algo demasiado frecuente en la burocracia gubernamental, como frente a las precedentes etapas prelegislativas, cuya palmaria desconsideración se ha constatado en diversos análisis sociológicos**'. La situación actual al respecto es profundamente insatisfactoria. No hay normas respecto a las'burocracias partidistas y, lo que es más

84. Véase artículo 89.1 CE y las disposiciones contenidas en los Reglamentos de las cámaras relativas a las facultades del Gobierno respecto a los proyectos de ley para incluirlos en el orden del día parlamentario, para solicitar sesiones extraordinarias, para tramitarlos por procedimiento de urgencia, o para retirarlos en cualquier momento antes de su aprobación definitiva. 85. Véanse también López Garrido-Subirats, 46-48; Amelung, 1980, 67; Soto Navarro, 164-165, 172-173; Floerecke, 351. Este autor, sin embargo, da protagonismo a una u otra burocracia en función del grado de politización que alcanza el proceso, de modo que si es alto primará la burocracia partidista, y si es bajo la ministerial (45-46, 51-52, 347-349). Creo discutible esta conclusión, incluso a partir de sus datos empíricos. Dado el fuerte condicionamiento de los partidos de la mayoría por el Gobierno, la politización a lo que lleva es a un mayor control por el Gobierno de todo el proceso, desde la última etapa prelegislativa hasta la fase legislativa. De algún modo el autor arrastra la confusión de planos entre fase prelegislativa y legislativa ya criticada supra, apartado 2. 86. Véase las conclusiones de Floerecke, 351-354, sobre la casi nula consideración de lo que éi llama los «intereses externos» en relación a tres leyes penales alemanas.

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grave, las que existen para la burocracia gubernamental son claramente insuficientes*^: se contienen singularmente en el artículo 22 de la Ley del Gobierno de 1997, complementada por ciertos Acuerdos del Consejo de Ministros, en especial los de 16 de enero de 1990 y 18 de octubre de 1991*"*. De conformidad con ellas se atribuye la competencia para elaborar anteproyectos de ley al Ministerio competente, que será por lo general en materia penal el de Justicia. Tal anteproyecto debe ir acompañado de estudios sobre la necesidad, oportunidad y coste de la decisión legislativa (art. 22.1 Ley Gobierno y Acuerdo Consejo de Ministros 26-1-90) y habrá de ajustarse a ciertos requisitos lingüísticos y jurídico-formales (Acuerdo Consejo de Ministros 18-10-91), además de ser informado por la Secretaría general técnica del Ministerio (art. 22.2 Ley Gobierno). El Consejo de Ministros es competente para decidir sobre la conveniencia de ulteriores consultas, dictámenes o informes —art. 22.3 Ley Gobierno—, pudiendo prescindir totalmente de ellos si hay razones de urgencia, a salvo los legalmente previstos, como el del Consejo general del Poder judicial en anteproyectos penales. El Consejo de Ministros es también competente para su posterior aprobación como proyecto de ley y remisión a las Cortes —art. 2.4 Ley Gobierno—, lo que debe hacer con inclusión de exposición de motivos, memoria y antecedentes. Una regulación satisfactoria de la burocracia gubernamental exigiría que se tuvieran en cuenta los dos objetivos antes señalados, lo que implicaría un conjunto de reglas organizativas y procedimentales: 1) Consolidación de un núcleo experto estable en el Ministerio de Justicia, que no esté constituido exclusivamente por juristas o criminólogos, y que tenga a su cargo la elaboración de los anteproyectos de ley penal, sin que baste con el control puramente técnicojurídico de la Secretaría general técnica**'. 2) Reconocimiento de un segundo

87. Una valoración semejante, tras el correspondiente análisis, en Soto Navarro, 198-199. 88. Estos Acuerdos, sin embargo, tienen una fuerza jurídica vinculante muy discutible. Véanse Abajo Quintana, 155-159, incluso desde un punto de partida favorable a dársela, en polémica con Santaolalla; López-Medel Rascones, 186. Hay que tener también en cuenta el artículo 108.1./) de la LO 6/85 del Poder judicial, que establece un dictamen preceptivo del Consejo general del Poder judicial en todos los anteproyectos de leyes penales, siendo más raro que el anteproyecto de ley penal exija asimismo un dictamen del Consejo de Estado a tenor del artículo 21 de la LO 3/80 del Consejo de Estado. 89. Sobre la problemática relación entre juristas y otros profesionales de las ciencias sociales en la elaboración de las leyes, debido a la diversa racionalidad que ponen en primer plano, véanse Atienza, 61-62; Amelung, 1980, 69-70.

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nivel de pericia estable u ocasional en el propio Ministerio, en el que intervengan expertos sin dependencia política directa, y que esté en condiciones de depurar los textos de contenidos especialmente circunstanciales, políticamente contingentes o defectuosos técnicamente; la Comisión general de Codificación o las comisiones específicas creadas ad hoc podrían ser una buena base'". 3) Obligatoriedad de un tercer nivel de actividades de pericia bajo iniciativa del Consejo de Ministros, con los siguientes contenidos: a) Consideración potenciada de los dictámenes preceptivos, asegurándose que su emisión se prevé para un momento en el que sus propuestas estén a tiempo de tenerse en cuenta, que no tienen vedado sistemáticamente el pronunciamiento sobre cuestiones políticojurídicas, o de oportunidad o conveniencia según la jerga administrativa, a favor de las técnicojurídicas, y cuyo carácter vinculante no debe negarse en todo caso", b) Expresa toma en consideración de las opiniones de los agentes sociales ya sobrepasados, en concreto, grupos de presión, opinión pública y afectados'^, a cuyos efectos se deberán utilizar mecanismos ya previstos legalmente para la elaboración de reglamentos'^, como el trámite de audiencia a grupos o asociaciones con fines relacionados con el objeto de la ley, o incluso el trámite de información pública, sin olvidar estudios fiables demoscópicos. c) Expresa valoración de la suficiencia del conocimiento experto adquirido durante la elaboración ministerial del anteproyecto, procediéndose a ulteriores estudios en caso contrario. 4) Aseguramiento de que el procedimiento decisional se va a mover en un plano sustancial y no meramente formal, lo que implica: a) la toma en consideración de determinados aspectos materiales'''; b) una adecuada secuenciación de la decisión que diferencie entre el análisis de la realidad social existente, los

90. Véanse análisis de la problemática de estas comisiones ministeriales de estudio, en Palazzo, 720, y Amelung, 1980, 63, 67-70. 91. Cabe pensar no sólo en el Consejo General del Poder Judicial sino igualmente en un Consejo de Estado con competencias ampliadas a anteproyectos de ley en general. 92. Por éstos se entenderán aquellos sectores de la ciudadanía, mínimamente organizados, que sufran en mayor grado los riesgos de convertirse tanto en victimarios como en víctimas. Véase una crítica, acertada, a la consideración de «los delincuentes» como afectados en Soto Navarro, 177, nota 187. 93. Véase al respecto el artículo 24.1 de la Ley del Gobierno. 94. De modo especial un análisis adecuado de la realidad social sobre la que se va a operar, de las necesidades sociales que se pretenden satisfacer y de las consecuencias sociales que se van a derivar de la intervención. Véase también Soto Navarro, 207-209.

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objetivos a perseguir y los medios a disponer para ello'^; c) atender a los resultados de disciplinas especializadas, sea en el ámbito empíricosocial sea en el jurídico; d) la concreción y desarrollo de las habituales referencias a necesidad, oportunidad y coste en función de las racionalidades que les sirven de referencia'*; e) una vinculación expresa de los contenidos técnicojurídicos a las racionalidades lingüística y jurídicoformal''', y f) una motivación individualizada de cada una de las decisiones de cierta relevancia contenidas en la norma propuesta, lo que habría de posibilitar su eventual cuestionamiento en la fase legislativa, además de sentar las bases para impugnaciones posteriores de la validez de la ley'^ La ausencia de la mayor parte de las exigencias anteriores ha sido patente en actividades legislativas penales fundamentales, como los proyectos gubernamentales de código penal que se sucedieron en los años ochenta y noventa y que condujeron finalmente al nuevo código: El trabajo básico de los primeros textos, como el proyecto 80 y la propuesta de anteproyecto de 1983, fue realizado por comisiones específicas de penalistas prestigiosos, procedentes tanto de la acade95. Véase una detenida y enriquecida consideración de estos aspectos, a partir de los Cuestionarios de evaluación alemanes, en Martín Casáis, 1989, 233-250. 96. El Cuestionario de evaluación que implanta el Acuerdo del Consejo de Ministros de 26-1-90 supone un muy limitado acercamiento a estos niveles de racionalidad ética, teleológica y pragmática, pues se centra mayoritariamente en el nivel de la racionalidad jurídicoformal. Sólo unas alusiones a los objetivos del proyecto, en un grupo de cuestiones centradas en problemas sistemáticos, y un tercer grupo de cuestiones especialmente preocupadas por los recursos materiales y personales necesarios para el desarrollo de la norma proyectada, con una vaga referencia al grado de aceptación entre los agentes sociales, apuntan a un nivel de justificación que supere el estrictamente técnicojurídico. Sobre las diversas racionalidades que han de estar presentes en el proceso legislativo, y sobre las que espero ocuparme en relación con la legislación penal en el próximo capítulo, véase Atienza, 27 ss. 97. De ello es una buena muestra el Acuerdo del Consejo de Ministros de 18-1091, por más que se limite a problemas de estructura sistemática y cuestiones básicas lingüísticas. Una valoración semejante en Larrauri Pijoan, 2001, 95. Véase también, supra, el Acuerdo de 26-1-90. Un análisis de ambos Acuerdos, en especial del de 1991, en Abajo Quintana, 125 ss. Véase también su encuadre jurídicocomparado en Salvador Coderch, 1986, 15-23; 1989, 37-43; Martín Casáis, ibid., y 1989a, 255-269. 98. En relación con esto último se plantea la cuestión, sobre la que ahora no voy a profundizar, de qué se ha de entender por «antecedentes necesarios» que, según el artículo 88 CE, deben ser remitidos con el proyecto de ley al parlamento. Véanse opiniones contrapuestas en Abajo Quintana, 146-147; Corona Perrero, 53-54, quien ve en esta exigencia constitucional el apoyo positivo de más rango a la necesidad de una correcta técnica legislativa; Cano Bueso, 212-213.

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mia como de la judicatura, sin que en ningún caso participaran profesionales de otro tipo, ni siquiera de profesiones cercanas como criminólogos, forenses... Directrices fundamentales de su actividad fueron acomodar los contenidos del código penal al corriente estado de la doctrina jurídico-penal, con especial preocupación por atender a las últimas tendencias de derecho comparado; las aportaciones empíricosociales carecieron en todo momento de una presencia propia, con alguna incidencia ocasional de reflexiones que preocupaban a ciertas agencias aplicadoras de la ley —como fue el caso durante la discusión del proyecto 80 de la preocupación hecha llegar por la policía sobre la conveniencia de rebajar la minoría de edad a los 15 años para abarcar un núcleo significativo de delincuentes—. Los debates sobre los primeros textos no salieron de ese ámbito de profesionales y de aportaciones". A medida que nos acercamos a lo que sería el proyecto final el papel decisivo pasa a un núcleo cerrado de personas, en estrecha vinculación con la burocracia gubernamental, aunque sin pertenecer de forma estable a ella, y con las mismas características profesionales que hasta entonces, salvo el hecho de la escasa representatividad profesional de algunos de los intervinientes. Los muy limitados intentos de abrir el debate se dirigieron de nuevo a penalistas académicos y, en menor medida, de la judicatura, como se percibe en la carta de participación enviada por el Ministerio de Justicia de la Quadra Salcedo a todos los catedráticos de derecho penal respecto al proyecto 92, o la reunión con los mismos fines del ministro de Justicia e Interior Belloch Julbe con un número reducido de catedráticos de derecho penal unas pocas semanas antes de comenzar la andadura parlamentaria del proyecto 94'°°. Por último, no debe olvidarse que esta etapa prelegislativa es igualmente susceptible de desarrollarse por una vía populista. El supuesto es paralelo al ya analizado en la anterior etapa, pero posee una mayor trascendencia operacional, ya que en este caso las iniciativas populistas pueden acceder a la fase legislativa sin necesidad de contar con las burocracias. Para ello es preciso que tales iniciativas estén en condiciones de transformarse en proposiciones de ley. 99. Una buena prueba de ello es la recopilación de críticas o alternativas hechas a la propuesta de anteproyecto de 1983, realizada por Mestre-Valmaña, passim, o la revisión general del mismo texto impulsada por el Ministerio de Justicia en los números 37 a 40 de la revista Documentación jurídica —AA.W., passim—, entre otras publicaciones. 100. Véanse Cerezo Mir, 1994, 142-152; Cuerda Riezu, 83-85; Larrauri Pijoan, 2001, 101-104, que recoge las opiniones de Gimbernat Ordeig, uno de los ponentes ministeriales del proyecto 80.

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El ordenamiento español ciega prácticamente tal posibilidad en derecho penal, al excluir de la iniciativa legislativa popular las materias que hayan de ser objeto de ley orgánica. Por si fuera poco, su regulación es muy restringida, con un mínimo de 500.000 firmas para que se pueda tomar en consideración como proposición de ley; admitida a trámite, aún se le puede impedir su entrada en la fase legislativa deliberante por el Gobierno si estima que supone un aumento de gasto público o una reducción de ingresos, y por el pleno del Congreso si decide no tomarla en consideración. Además, se priva a los promotores de ulteriores intervenciones, de modo que no pueden hacer ante las cámaras una defensa de la proposición, ni pueden retirarla si se desnaturaliza durante la deliberación parlamentaria"". Sin embargo, como ya hemos tenido ocasión de ver'"^, éste no es el caso de otros ordenamientos, donde una iniciativa legislativa popular puede transformarse en sus propios términos en ley penal. La situación legal española ha de valorarse positivamente. Una ordenación distinta otorgaría status legal a la vía populista de legislación penal, con todos los inconvenientes ya vistos, pero acentuados por su mayor virtualidad en esta etapa'"^

4. La fase legislativa Abarca el conjunto de actuaciones que tienen lugar en el parlamento desde que se recibe en las Cortes la propuesta legislativa hasta que se aprueba, publica y entra en vigor la ley. Se puede dividir en tres etapas en el Congreso: las de iniciativa legislativa, deliberación y aprobación, a las que habría que añadir una etapa más en relación con la actividad del Senado"^. Como en la fase anterior, nos interesa

101. Véanse al respecto artículos 127-129 del Reglamento del Congreso. 102. Véase lo dicho supra sobre la ley californiana de «a la tercera va la vencida», 3.4.2.2. 103. La valoración acabada de expresar no es contradictoria, como expongo en el último capítulo, con un criterio democrático de legitimación de las concretas decisiones legislativas penales, centrado en las convicciones generales: aquí de lo que estamos hablando es de garantizar un tratamiento experto de la realidad social y de las intervenciones sociales, sin perjuicio de que la decisión básica deba acomodarse a lo que derive del criterio democrático. De ahí el énfasis puesto en todo momento en no perder el contacto con los agentes sociales ya sobrepasados en esta etapa. Modifico así mi punto de vista expresado en Diez RipoUés, 1997, 17, nota 28. Véase una valoración distinta en Soto Navarro, 166-168. 104. Alude a las tres primeras fases Soto Navarro, 164.

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un análisis dinámico de todo ese decurso parlamentario, al objeto de identificar los momentos decisionales claves y sus actores, así como su peso relativo frente a las etapas prelegislativas precedentes. Dejaremos, pues, en un segundo plano los aspectos técnicojurídicos. Podemos ya anticipar una valoración global de toda esta fase, según la cual se confirma el predominio de la etapa prelegislativa gubernamental, no sólo frente a su correspondiente partidista, sino igualmente frente al conjunto de la etapa legislativa. Esta supremacía se concreta a través de dos relaciones constantes que funcionan en direcciones distintas: cuanto mayor sea la mayoría parlamentaria representada en el Gobierno, mayor protagonismo tendrá éste frente al parlamento. Cuanta más pluralidad ideológica o estratégica muestren el partido o partidos en el Gobierno, menos influencia tendrá la burocracia gubernamental frente a la partidista y al parlamento'"^. 4.1.

Una iniciativa legislativa. El predominio gubernamental

Elementos esenciales de esta etapa son, ante todo, la remisión del proyecto o proposición de ley a la mesa del Congreso por parte de los órganos legitimados para ello, es decir, el Gobierno, el Congreso, el Senado, las Asambleas legislativas de las Comunidades autónomas, y el cuerpo electoral a través de la iniciativa popular (art. 87 CE). Además, es condición para la posterior tramitación de las proposiciones de ley, o, lo que es lo mismo, de todas aquellas iniciativas no provenientes del Gobierno, que el pleno del Congreso acepte su «toma en consideración»'"*. Esta etapa es soportada básicamente por los proyectos de ley gubernamentales y las proposiciones de ley congresuales, con muy escasa representación de las proposiciones de ley del Senado, de las Comunidades autónomas o del cuerpo electoral. En el conjunto de legislaturas que van de 1979 a 2000 los proyectos de ley y proposiciones del Congreso no han constituido nunca menos del 88%, llegando en alguna legislatura al 98%, de todas las iniciativas legislativas'"^. Aunque las proposiciones de ley representan un número significativo frente a los proyectos de ley, de forma que desde la legislatura que comenzó en 1986 superan al número de proyectos de ley presen-

105. Véanse López Garrido-Subirats, 36-39, 46-48; Cuerda Riezu, 78, 80; Soto Navarro, 163-164. 106. A salvo las proposiciones de ley del Senado, que no precisan de este trámite. Véanse artículos 125 y 126 del Reglamento del Congreso de los Diputados. 107. Véanse López Garrido-Subirats, 42-43; vvfww.congreso.es.

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tados, aquéllas dejan en gran número de ser transcendentes en una temprana fase de la tramitación parlamentaria, más precisamente en el trámite preceptivo de aceptación de su «toma en consideración» por el pleno del Congreso, trámite al que no están sometidos los proyectos de ley. Su grado de descarte está en relación directa con el de la amplitud de la mayoría parlamentaria: en las dos legislaturas que van de 1979 a 1986 se aceptó la toma en consideración de sólo el 26% de todas las proposiciones presentadas por el Congreso, pero con la importante precisión de que el pase de una legislatura sin mayoría absoluta a otra con ella hizo caer el porcentaje de aceptación del 32% al 15%"'». Podemos estimar dos caracteres fundamentales de esta etapa: En primer lugar, el protagonismo de las iniciativas gubernamentales, que se asienta tanto en la tramitación preferencial de los proyectos, exentos de su toma en consideración por las cámaras, frente a las proposiciones, como en la utilización de la mayoría parlamentaria para cercenar las iniciativas que tienen su origen en el parlamento, lo que explica la diferente potencialidad de tal mayoría según el status cuantitativo que obtenga en la respectiva legislatura. En segundo lugar, el notable cierre sobre sí misma, al carecer de previsiones respecto a la intervención de otros agentes extra o incluso interparlamentarios. En efecto, no se prevé un periodo de información pública ni de audiencia a sectores presumiblemente afectados; tampoco está previsto el pronunciamiento del Senado, ni siquiera en iniciativas con repercusión territorial; y no se permite la defensa por sus promotores de la proposición de ley de iniciativa popular, aunque sí la de la proposición autonómica por una delegación de la Asamblea correspondiente"". La única excepción la constituye justamente la necesaria conformidad del Gobierno para tramitar cualquier proposición de ley que suponga aumento de gasto público o disminución de ingresos, según el artículo 126.2 del Reglamento del Congreso.

108. Las tres proposiciones de ley del cuerpo electoral presentadas en la legislatura 1982-1986 no llegaron siquiera a ser sometidas a consideración por el pleno, al ser descartadas ya por la mesa de la cámara por no cumplir los requisitos legalmente establecidos, a tenor del artículo 127 del Reglamento del Congreso. Véanse Cano Bueso, 211-212; López Garrido-Subirats, 40-41. 109. Véase artículo 127 del Jleglamento del Congreso de los Diputados. Véanse también López Garrido-Subirats, 40-41; Soto Navarro, 164-168, 175.

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Una deliberación. La relevancia de la ponencia

En esta etapa, la de mayor significación de esta fase, destacan el plazo de presentación de enmiendas tras la publicación de la iniciativa en el Boletín oficial de las Cortes, su remisión a la comisión correspondiente, el debate en el pleno de las enmiendas a la totalidad, la designación e informe de la ponencia, el dictamen de la comisión, y su debate y votación en sesión plenaria. El trámite de presentación de enmiendas está abierto a intervenciones parlamentarias muy diversas, pues aquéllas se pueden formular tanto por parlamentarios individuales como por grupos parlamentarios, si bien se aprecia una tendencia a reducir las iniciativas de los primeros, sea sustrayéndoles la facultad de presentar enmiendas a la totalidad, sea al hacer necesario que toda enmienda individual sea conocida y consecuentemente firmada por el portavoz del grupo parlamentario"". En cualquier caso resulta poco plausible entender esta amplia capacidad de enmiendas como un contrapeso a la escasa virtualidad de las iniciativas legislativas parlamentarias: el éxito de las enmiendas depende de ulteriores trámites en los que su potencialidad descenderá de forma pronunciada, salvo cuando complementen la iniciativa gubernamental, por lo que su número terminará con frecuencia sólo reflejando el grado en que se quiere mostrar la oposición a la iniciativa legislativa en curso. Esto es todavía más válido respecto a las enmiendas a la totalidad, las cuales pretenden escenificar la oposición a las iniciativas gubernamentales o de la mayoría parlamentaria'". La remisión del proyecto o proposición a la comisión correspondiente origina expectativas de una intervención parlamentaria más autónoma, de carácter experto, y con apertura a otros agentes sociales. Para que eso sea posible, las comisiones deben tener ciertas características orgánicas y determinadas competencias funcionales"^. En cuanto a lo primero, han de ser permanentes y estar especializadas por asuntos, deben tener una composición estable de miembros, escogidos por sus capacidades en la materia respectiva, y debe ser obligada la ausencia de representantes gubernamentales, salvo cuando sean llamados, y posible el debate a puerta cerrada. En lo concer-

n o . Véanse artículos 110.3 y 1 del Reglamento del Congreso. Véanse López Garrido-Subirats, 46. 111. Con un impacto comunicativo igual, o incluso mayor, que el de las proposiciones de ley presentadas por minorías parlamentarias —véase supra—. Véanse también Cano Bueso, 213-215; Soto Navarro, 168-169. 112. Véase también Soto Navarro, 169-170.

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niente a lo segundo, han de poder recabar comparecencias de especialistas, desde representantes o funcionarios del Gobierno hasta cualesquiera expertos o agentes sociales que se considere que tienen algo que decir, y deben estar en condiciones de realizar directamente actividades de recopilación de información y de análisis, lo que sin duda exige ciertos márgenes temporales y una mínima infraestructura de personal'". Todo ello se ve claramente potenciado si se prevé que las comisiones puedan tener competencia legislativa plena en algunas materias""*. Aunque el sistema parlamentario español dispone de la mayor parte de estos requisitos, no parece que se hayan aprovechado sus oportunidades. Hay algunas razones de ello: La competencia legislativa plena padece de unas limitaciones importantes. Ante todo no tiene competencias, entre otras materias, en leyes orgánicas, con lo que prácticamente deja fuera las materias penales, y, además, el pleno puede en muy diversos casos reasumir sus competencias delegadas"^. Lo anterior relativiza, por tanto, la opción por un aprovechamiento mayor de esta posibilidad"*". El trámite intermedio de ponencia ha robado un importante protagonismo a las actuaciones directas de la comisión, convirtiéndose en el elemento decisivo del conjunto de actividades de esta última. Una muestra de ello es que en ocasiones consume más tiempo que el resto de toda la fase legislativa, incluido el estudio en el Senado, por más que, significativamente, hay una relación inversa entre tiempo de estudio en la ponencia y cuantía de la mayoría parlamentaria"^. Este trámite constituye, desde luego, un buen momento para reforzar la autonomía parlamentaria, dado que es en él donde se deciden la mayor parte de las modificaciones de la iniciativa legislativa que van a incorporarse al dictamen de la comisión"*, y que su 113. Críticamente respecto a la experiencia alemana de audiciones de expertos en comisiones parlamentarias, debido a que es un momento procesal excesivamente tardío donde ya se lucha políticamente por sacar adelante un proyecto legal sin interés real en ilustrarse sobre el tema, y a que el contacto es muy superficial, Amelung, 1980, 66. 114. Como sucede en nuestro ordenamiento mediante el artículo 75.2 y 3 de la Constitución, desarrollado por los artículos 148 y 149 del Reglamento del Congreso. 115. Véanse artículos citados en nota precedente. 116. Por ejemplo, si en la legislatura 1979-1982 se dieron 46 casos, éstos fueron 74 en la de 1982 a 1986. Véanse López Garrido-Subirats, 44. 117. A juzgar por las legislaturas de 1979-1982 y 1982-1986, sin y con mayoría absoluta de un partido respectivamente. Véanse López Garrido-Subirats, 43-44. 118. Hasta el punto que de ella suele surgir un texto legal alternativo resultado de la incorporación de las enmiendas que se han considerado pertinentes. Véanse DuranRedondo, 260-261; López Garrido-Subirats, 43.

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funcionamiento informal y discreto permite todo tipo de negociaciones y transacciones sin temor a controles rígidos de otras instancias"'. Pero pierde elementos de pericia y de apertura a agentes sociales externos, ya que la elección de los ponentes se realiza por los grupos parlamentarios primariamente en función de su capacidad para expresar las directrices políticas respectivas'^", y las posibles consultas a agentes externos suelen estar fuertemente condicionadas por afinidades personales o políticas. En cualquier caso, el periodo de trabajo de la comisión y su ponencia constituye el momento procedimental decisivo de toda la fase legislativa, aquel, por consiguiente, en el que debieran centrarse los esfuerzos para incrementar los componentes de racionalidad. A tales efectos debiera profundizarse en el fomento de la competencia legislativa plena en ciertas leyes penales o de desarrollo de leyes penales. Ciertamente no convendría sustraer al pleno el establecimiento del catálogo de delitos y de sus correspondientes penas, la determinación del sistema básico de responsabilidad, o el sistema de penas. Pero sí sería adecuado reservar para las comisiones un buen número de decisiones, tales como la formulación de tipos especialmente complejos, la configuración de los aspectos más técnicos del sistema de responsabilidad y buena parte del sistema de ejecución de penas. Por otro lado, debieran impulsarse y desarrollarse reglamentariamente, si fuere preciso, las actividades de pericia y audiencia de agentes sociales que podrían ser llevadas a cabo por las comisiones. Una vía sería el obligatorio acompañamiento al dictamen de la comisión de determinados estudios sobre impacto social, costes económicos, viabilidad... de la iniciativa legislativa, estudios que debieran realizarse en sede parlamentaria en contraste a los aportados por los promotores, por lo general gubernamentales, de la iniciativa legislativa. Sería sensato no exigirles el detalle y minuciosidad que debieran tener estos últimos, pero deberían estar en condiciones de funcionar como una validación de los trabajos contenidos en la iniciativa legislativa'^'. 119. Véase un acertado análisis en Duran-Redondo, 249 y ss. Destacan también su relevancia Cano Bueso, 215-218; López Garrido-Subirats, 43. 120. Así, no es extraño que los ponentes de la mayoría estén en directo contacto y continua consulta con los promotores, generalmente gubernamentales, de la iniciativa. Sobre su componente político, véanse Duran-Redondo, 254-256; Cano Bueso, 217. 121. Véase una enérgica propuesta de introducción de actividades de información y pericia en las comisiones en Cano Bueso, 218-221; también Duran-Redondo, 263, respecto a la ponencia. En general, sobre la escasa consideración de los que él llama «intereses externos» en la fase legislativa, Floerecke, 352-354.

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El momento para potenciar la relevancia de las comisiones es propicio, pues ya se han asegurado un papel determinante en toda la fase legislativa'^^. Prueba de ello es el continuado incremento a lo largo de las sucesivas legislaturas del número de sesiones de las comisiones y del tiempo de su actividad'", por más que, como más singularmente hemos visto para la ponencia, parece apuntarse una relación inversa entre el incremento de la actividad de las comisiones y la cuantía de la mayoría parlamentaria'^"*. El debate en el pleno de la cámara'^^ es un trámite de muy diversa relevancia según los casos, pudiendo ser una mera formalidad, con rechazo de todas las enmiendas persistentes y mantenimiento del dictamen de la comisión, o bien suponer un momento clave para la obtención de compromisos al más alto nivel. Parece existir una relación inversa entre cuantía de la mayoría parlamentaria y trascendencia de las deliberaciones plenarias'^*". De todos modos, la amplitud del colectivo decisor y las normas de procedimiento hacen difícil en este estadio un replanteamiento general de la iniciativa legislativa, habiendo que conformarse con modificaciones aisladas, por más que puedan ser relevantes. 4.3.

Una aprobación. La mayoría cualificada penal

El momento de aprobación de la ley muestra diáfanamente de nuevo la relevancia de las iniciativas gubernamentales frente a las parlamentarias. El número de estas últimas aprobadas es claramente inferior al

122. Proponen reformas que hagan más operativas las comisiones y la ponencia Duran-Redondo, 239, 258, 263-264, con especial referencia a la inconveniencia de que, en virtud del artículo 64.1 del Reglamento del Congreso, estén autorizados a asistir los medios de comunicación. 123. Si en la legislatura 1982-1986 hubo 564 sesiones, éstas casi se habían duplicado en la legislatura 1996-2000. A su vez, el tiempo empleado fue de 2.158 horas en la legislatura 1982-1986, frente a las 3.584 horas de la legislatura 1996-2000. wvifw.congreso.es. 124. De forma que los niveles de actividad en comisiones se muestran especialmente altos en las legislaturas sin mayoría absoluta que van de 1989 a 2000. vvwrw.congreso.es. Floerecke, 348, 350-351, establece en Alemania una relación inversa entre el grado de politización de la iniciativa legislativa y la actividad de las comisiones, expresando así que una ley muy cuestionada se resuelve en las cúpulas de los partidos minimizando la actividad deliberativa. 125. Una vez entregado el dictamen de la comisión a la presidencia de la cámara y haber procedido ésta a elevarlo al pleno junto con los votos particulares y enmiendas que los grupos parlamentarios quieren defender. 126. Véanse López Garrido-Subirats, 44.

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de las primeras, con una regla de relación inversa entre cuantía de la mayoría parlamentaria y número de iniciativas parlamentarias aprobadas. Así, en las legislaturas con mayoría absoluta las proposiciones de ley parlamentarias aprobadas no superan el 7% del número de proyectos de ley aprobados, cifra que oscila entre el 9% y el 16% en legislaturas con mayorías inferiores'^^. Una garantía de racionalidad no desdeñable es la consolidación de la práctica política de que todas las decisiones legislativas penales sean objeto de ley orgánica: la consecuente mayoría absoluta necesaria para su aprobación implica que han de contar con un amplio apoyo parlamentario, de especial relevancia en legislaturas sin mayoría absoluta. Esta situación, reflejo adecuado del hecho que las leyes penales deben regular presupuestos básicos para la convivencia, se ha alcanzado de facto, dado que no es constitucionalmente obligado que todas las leyes penales se tramiten como leyes orgánicas, aunque sí una buena parte de ellas'^^ 4.4. La intervención del Senado El debate y aprobación en el Senado, y su eventual convalidación por el Congreso, es una etapa legislativa secundaria, en correspondencia con el escaso papel legislativo que desempeña la cámara alta'^'. Ello se refleja en un conjunto de previsiones constitucionales, como la tramitación previa de todos los proyectos y de todas las proposiciones de ley, incluidas las del Senado, en el Congreso, las limitaciones temporales en su actividad a que está sometido, o la posibilidad de levantar los vetos y enmiendas del Senado en el Congreso'^". Y se plasma, como no podía ser menos, en la práctica parlamentaria, en la que el número de proposiciones de ley senatoriales suele ser claramente inferior a las congresuales, y el porcentaje de leyes aprobadas con modificaciones del Senado no suele ser alto"'. Se ha establecido una relación directa entre número de leyes aprobadas con modificaciones senatoriales y cuantía de la mayoría 127. Véanse cifras en www.congreso.es; López Garrido-Subirats, 40-41. 128. Véase por todos Cerezo Mir, 1996, 152-153. 129. Véanse también López Garrido-Subirats, i5, 44-45. 130. Véanse artículos 88, 89.2, 90.2 y 3 de nuestra Constitución. Véase también Soto Navarro, 172. 131. Si en la legislatura 1979-1982 fue del 30%, en la de 1982-1986 llegó al 50%. Por el contrario, en esas mismas legislaturas el porcentaje de proposiciones senatoriales frente a las congresuales aprobadas es favorable a las primeras. Véanse López Garrido-Subirats, 45.

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parlamentaria, ya que se aprovecha por el grupo mayoritario el trámite del Senado para introducir variaciones a las que no se les quiere dar excesiva visibilidad, sea por su carácter polémico, sea porque corrigen defectos percibidos en la discusión plenaria congresual'^^. 5. La fase postlegislativa La fase postlegislativa está compuesta por el conjunto de actividades de evaluación de los diversos efectos de la decisión legal tras su entrada en vigor, y perdura hasta el momento en que se cuestiona de modo socialmente creíble su adecuación a la realidad social o económica que pretende regular. En ese momento se inicia una nueva fase prelegislativa. El concepto de efectos a evaluar se ha de entender en sentido amplio, referido a cualesquiera de los objetivos perseguidos por las diversas racionalidades de la ley, sin que proceda limitarlos a los más visibles, propios generalmente de la racionalidad pragmática'^^, pues los de otras racionalidades pueden ser igual o más relevantes'^''. Se han de incluir igualmente aquellos efectos relacionados con alguna de las diversas racionalidades que, sin ser objetivo de la ley, se han producido, con independencia de si han sido en mayor o menor medida previstos o han resultado imprevistos. La evaluación, lógicamente, ha de atender tanto los efectos presentes como los ausentes"'. Se pueden distinguir tres etapas en esta fase: la de activación, la de evaluación y la de transmisión. 5.1. La activación de un interés. La preocupación por las consecuencias Esta etapa es especialmente relevante en el tramo del procedimiento legislativo en el que nos encontramos, pues la limitada o inexistente institucionalización de una fase evaluadora de las decisiones legislati132. Véanse López Garrido-Subirats, 45. 133. Por ejemplo, la efectiva reducción de las tasas de cierta delincuencia, o el grado en que se han puesto en marcha los medios materiales o personales precisos para ejecutar la decisión legislativa. 134. Por ejemplo, la confirmación de que se ha eliminado una laguna de impunidad, o que se han pasado a tratar de forma desigual comportamientos hasta entonces tratados de la misma manera. 135. Véase una definición de evaluación legislativa próxima en Oses Abando, 282283, 285-287; en general, una clasificación de tipos de evaluación en Barberet, 110111.

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vas'^*" hace que su configuración e incluso su misma existencia quede a merced de este momento. Se trata de que ciertos agentes sociales suficientemente influyentes se muestren interesados en conocer las consecuencias de la intervención legislativa correspondiente. Hay una serie de condiciones sociales genéricas favorecedoras de la aparición y correspondiente actuación de tales agentes sociales: Ante todo, debe estar socialmente extendida la creencia de que las intervenciones penales son capaces de modificar la realidad social. Asimismo la comunidad debe haber interiorizado pautas de exigencia de responsabilidad por los efectos sociales producidos, y sus representantes han de mostrar disponibilidad para asumir tales responsabilidades. Y debe existir una cierta tradición tecnocrática de examinar los resultados de las intervenciones sociales'^''. También la decisión legislativa penal ha de estar en posesión de ciertas cualidades para motivar a su evaluación. Podemos señalar, entre otras, tres: En primer lugar, ha de ser una ley evaluable^^^: A mi juicio las leyes simbólicas son en principio, y en contra de lo que a veces se sostiene, susceptibles de evaluación. Ciertamente ello exige una adecuada identificación de los objetivos pretendidos, por muy incorrectos políticamente que nos parezcan, y un especial cuidado en incluir en el análisis el estudio de los otros efectos producidos o ausentes. Con todo, algunas pueden ser difícilmente evaluables, en especial las que se agotan en su propia creación, como es el caso de las leyes reactivas o de compromiso'^'. En segundo lugar, la ley ha de tener en sí misma virtualidad para suscitar interés evaluativo: Hay leyes que carecen de esa capacidad. Entre ellas se podrían citar las leyes sobrelegitimadas, esto es, leyes en las que el exceso de legitimación que ha acompañado su creación neutraliza un posterior interés social en ser evaluadas. El fenómeno es apreciable en leyes masiva y prolongadamente demandadas, a las

136. Véanse algunas referencias sobre la situación en otros países de nuestro entorno en Oses Abando, 285, 288. 137. Algo que en España en el campo políticocriminal sólo en tiempos recientes ha empezado a apreciarse, y de forma esporádica: aspectos jurídicopenales del plan nacional de drogas, plan nacional de malos tratos domésticos o plan policía 2000... Véanse Barberet, 116-117; Larrauri Pijoan, 2001, 105; Stangeland, 1998, 211. 138. Véase este problema, con algunos ejemplos, en Barberet, 110. 139. Véase sobre estos conceptos Diez RipoUés, 2001, 16-20. Parece apuntar a la inevaluabilidad en general de la legislación simbólica Barberet, 110; no así Larrauri Pijoan, 2001, 99-100. Ya me manifesté en general a favor de su evaluabilidad, en Cerezo Domínguez, 135-136.

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que los esfuerzos desplegados en su elaboración parecen dispensar de su evaluación posterior. O leyes cuya existencia y contenido están directamente determinados por instancias cuya decisión no puede o no conviene cuestionarse''"'. También es perceptible en leyes que se han desenvuelto por la vía populista, vía que implícitamente parte de una legitimación superior vinculada al ejercicio de la democracia directa. Este último fenómeno se dio con nitidez tras la implantación de la ley californiana de «a la tercera va la vencida»: a cuatro años de su entrada en vigor, en 1999, se planteó por los legisladores demócratas una iniciativa legislativa para financiar una evaluación de sus efectos, iniciativa que chocó con una fuerte resistencia republicana. Los partidarios de la evaluación la veían como una forma de cuestionar la pretendida eficacia de la ley, mientras que los motivos de los opositores eran fundamentalmente dos, uno explícito y otro implícito: por lo que se refiere al primero, se afirmaba que no tenía sentido que se pusiera en riesgo la creencia general en su eficacia —temor que realmente no era muy fundado, pues las creencias en la eficacia de una ley con tanto apoyo popular no son fáciles de conmover—; en cuanto al segundo, se presuponía que el mero cuestionamiento de su eficacia ya constituía una agresión a las creencias que la sustentaban. Lo cierto es que, aunque la ley para evaluar finalmente se aprobó, el gobernador la vetó alegando que era dudoso que fuera a producir más información útil que la ya disponible''". En tercer lugar, la ley ha de estar pendiente de evaluar, lo que no siempre es el caso incluso en leyes recién aprobadas. Así, entre estas últimas, las que podríamos denominar leyes preevaluadas no cumplen ese requisito: son leyes que han sido aprobadas con una fuerte oposición de agentes sociales o parlamentarios significativos, y cuya modificación se ha convertido desde su entrada en vigor, o incluso antes, en programa de acción de tales agentes. Tales circunstancias hacen que la ley propiamente pase de la fase legislativa a una nueva fase prelegislativa. La continuidad de esta última fase se podrá dar o no, para lo que será especialmente transcendente el hecho de si los

140. Se tratará de leyes penales derivadas de decisiones de la Unión Europea de distinto rango o de convenios internacionales. Piénsese, entre otros casos, en el reciente delito de corrupción en las transacciones comerciales internacionales (art. 445 bis) o, con mucha más trascendencia, en buena parte del contenido de los delitos relativos a drogas o de blanqueo de capitales. Permítaseme esta referencia, aunque ya he señalado supra que la dinámica de estas leyes no la iba a considerar en este trabajo. 141. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 220-222.

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agentes sociales insatisfechos sustituyen a los impulsores de la ley en fases claves del proceder legislativo. Un ejemplo extrapenal claro en España han sido las dos reformas de la ley de extranjería del año 2000, consecuencia la segunda de la incapacidad de la minoría parlamentaria mayoritaria de sacar adelante sus tesis en la fase legislativa de la primera ley. Los agentes sociales activadores pueden ser de muy distinta naturaleza. Rutinas internas institucionalizadas, como los servicios de la administración encargados de realizar de manera sistemática la evaluación de las leyes: pertenecerán por lo general a sectores del ejecutivo conectados con los encargados de su puesta en práctica'"*^, y presentan el inconveniente de su dependencia política'''^. Rutinas externas institucionalizadas, como centros y personal dedicados a la investigación social en universidades u otras instituciones públicas o semipúblicas: no se les podrá pedir por lo general que se activen de manera sistemática, no suelen realizar análisis comprensivos de todas las racionalidades sino sólo de aquellas que más les interesan •—análisis jurídicos, o sociológicos...— y mostrarán con frecuencia una clara dependencia financiera de fuentes externas. Instituciones promotoras, es decir, organismos institucionales que fomentan la realización de estudios mediante la elección de los temas y su financiación: la frecuencia con que lo hacen y la elección de los temas suelen estar muy condicionadas por factores coyunturales''*'', lo que hace que normalmente no sean agentes impulsores de evaluación sistemáticos, sino ocasionales y contingentes'''^, y que la oportunidad política desempeñe un papel excesivo. Grupos de presión, para los que la intervención social afecta de un modo u otro a sus intereses, a la búsqueda de la legitimación de éstos. Expertos o centros expertos no institucionalizados, compuestos por profesionales activos en alguna o algunas de las 142. Aunque no habría que renunciar a su localización en el legislativo o en el judicial. Véase una decidida propuesta para anclar las labores de evaluación en el parlamento en Oses Abando, 279 ss. También Cano Bueso, 220. Sobre las labores de evaluación desde el poder judicial, véase infra lo que se dice del Consejo general del Poder judicial. 143. Véanse también, con algunos ejemplos, Barberet, 120; Oses Abando, 280281,287. 144. Jugará, por ejemplo, un importante papel el grado en que la decisión legislativa y sus efectos afecte o pueda afectar a sus intereses funcionales o sus competencias. 145. El Consejo general del Poder judicial está mostrando muy recientemente indicios de conversión en una institución de fomento sistemático de la evaluación legislativa: así lo apuntan las iniciativas evaluativas sobre la ley del jurado, el nuevo código penal y la ley del menor. Véase también la entrevista a Giménez-Salinas en Larrauri Pijoan, 2001, 105.

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áreas competentes para la evaluación, generalmente centrados en ciertas racionalidades, y a los que impulsan sus pretensiones de obtener o consolidar ingresos económicos, o sus deseos de reafirmar su status o competencias profesionales. Medios de comunicación semiexpertos, determinados por el interés mediático del objeto de la intervención social o sus resultados, y que dirigirán su análisis hacia los puntos de interés correspondientes. Agentes populistas, en especial grupos de presión de víctimas, que actuarán impulsados por la búsqueda o reafirmación de su equilibrio emocional. 5.2. La evaluación. Sus presupuestos Tomada la decisión de evaluar una decisión legislativa penal, se ha de contar con los medios personales, materiales y metodológicos para llevarla a cabo. En cuanto a los medios personales se pueden señalar ciertos caracteres de la evaluación legal penal española: La disponibilidad de profesionales es muy diversa según las racionalidades a considerar, pues si las racionalidades lingüística, jurídicoformal o ética cuentan con una masa gris de profesionales del derecho suficiente y atenta a las reformas legales, otros profesionales que han de desarrollar una importante labor en las racionalidades pragmática o teleológica, aunque existen, están desconectados o poco conectados con la problemática de las intervenciones legislativas penales. La inexistencia de disciplinas autónomas que dirijan directamente su conocimiento experto al fenómeno de la delincuencia es una de las causas —el escaso reconocimiento social y académico del criminólogo es un ejemplo paradigmático—, la escasa apertura de las instituciones sociales que se ocupan de la creación y aplicación del derecho a profesionales no juristas es otra'""". Asimismo la actuación coordinada de profesionales diversos carece por lo general de estructuras funcionales en las que localizarse. Hay pocos servicios administrativos, institutos universitarios, despachos profesionales, departamentos de investigación periodística... con estructura realmente interdisciplinar en materias que tengan que ver con la delincuencia y la legislación penal, sin contar su escasa tradición'''^. Finalmente, en ciertos casos la actuación profesional de acuerdo a objetivos externos está muy poco desarrollada; ello es especialmente significativo en el ámbito universitario, donde

146. Véanse Larrauri Pijoan, 2001, 105-106; Barberet, 108. 147. Véase en general sobre la unilateralidad de los enfoques evaluatorios legales en diferentes países Oses Abando, 283.

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la elección de las actividades expertas a realizar está sustancialmente regida por las perspectivas de progreso en la carrera académica, y no por las demandas sociales a satisfacer con la pericia obtenida. En lo que concierne a los medios materiales se aprecian igualmente ciertas limitaciones: Hay poca tradición de asignar partidas presupuestarias para la evaluación de intervenciones penales legislativas''"', y no hay precedentes de una ley penal que lleve incorporada una partida presupuestaria para proceder a su evaluación, ni partidas presupuestarias finalistas en el Ministerio de Justicia, Consejo general del Poder judicial u organismos semejantes destinadas a tal fin''*'. Existen escasas instalaciones diseñadas para el desenvolvimiento en ellas de estudios de evaluación de leyes, en paralelo a la inexistencia de estructuras funcionales profesionales, lo que impide la acumulación de experiencias, materiales, bases de datos propias, etc., con la correspondiente optimización de recursos. Las carencias metodológicas son importantes: Ante todo, falta lo que podríamos llamar un sustrato experimental no programado sobre el que edificar las evaluaciones concretas; a este respecto la laguna más importante es la pobreza de nuestras estadísticas policiales y judiciales sobre la delincuencia'^"; pero también llama la atención la ausencia de series de encuestas de victimización, autoinformes u otros instrumentos cuantitativos, respecto a los que se carece de cualquier programación nacional y autonómica, por lo que se depende de estudios aislados, por lo general con contenidos no homologables; las carencias se incrementan cuando intentamos disponer de indicadores no estrictamente delincuenciales pero con directas aplicaciones políticocriminales, como indicadores perceptuales, de calidad de vida, económicos, de consistencia decisional, de eficiencia administrativa, los cuales resultan imprescindibles para cubrir adecuadamente el conjunto de racionalidades y su correspondiente riqueza expresiva'". A ello se une la ausencia de referencias experimentales sobre las decisiones legislativas concretas; no se suele disponer de evaluaciones pre-

148. El Plan nacional de drogas desde los años ochenta marcó una inflexión al respecto, que benefició a ciertos estudios sobre !a delincuencia, y otros planes, como el de violencia doméstica, han seguido en menor medida su estela. 149. Sin perjuicio de partidas genéricas destinadas a estudios o informes. 150. Sin que se puedan equiparar las primeras, mucho más desarrolladas, a las segundas, ni ignorar las novedades que se están intentando introducir en la recogida cuantitativa de los datos judiciales. 151. Véanse, entre otros, Barberet, 115-116; Stangeland, 1995, 803 ss.; 2001, 1618, 21-22 y, en general, las contribuciones del übro colectivo Diez Ripollés-Cerezo Domínguez (eds.), passim.

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vias sobre los parámetros sociales sobre los que quiere incidir la ley, que permitirían comparaciones precisas con los efectos actualmente producidos; esta carencia se refleja especialmente en el carácter formal o superficial con el que se satisfacen las exigencias legales sobre necesidad, oportunidad y coste de la ley en la última etapa prelegislativa y en la fase legislativa'^^, y en el carácter retórico y, por lo general, meramente descriptivo de los contenidos de la norma, propio de las exposiciones de motivos; mucho menos se procede a la realización de estudios piloto que permitieran prever la corrección de las medidas legales consideradas, algo que, si bien pudiera plantear problemas en leyes creadoras de delitos o penas, es aproblemático y útil en reformas sobre ejecución de penas'-^^. Tampoco se pueden ignorar los déficits de experimentalidad inherentes al carácter penal de la decisión legislativa, que impedirá regularmente la realización de experimentos propiamente dichos, esto es, aquellos en los que se contraponen un grupo experimental y otro de control, dado que tropezarán con diversos principios como el de legalidad o proporcionalidad, debiéndose concentrar en la realización de cuasiexperimentos a partir de series cronológicas de medidas""*. Y presentes han de tenerse igualmente los sesgos inherentes a ciertas evaluaciones, como aquellas que no pretenden ser expertas, al ser impulsadas por agentes sociales interesados en destacar aspectos llamativos para la opinión pública, o que tienen conclusiones prefijadas, debido a su integración en estrategias políticas o de grupos de presión, o que renuncian a incluir componentes participativos, como la visión de los afectados o de las instituciones encargadas de la aplicación de la norma'^^. 5.3. La transmisión de resultados Realizada la evaluación, es primordial una formulación contextualizada de los resultados obtenidos, más allá de la imprescindible referencia a los índices de fiabilidad o validez de los hallazgos. Así, hay que huir en lo posible de la jerga académica o administrativa; evitar formulaciones política o profesionalmente agresivas que enajenen la

152. Véase lo señalado supra. 153. Véanse alusiones a su inexistencia en relación al nuevo código penal y su discreta presencia en la ley penal del menor, en Larrauri Pijoan, 2001, 103, 105. 154. Por más que aquéllos no deban excluirse en ámbitos en los que existe discrecionalidad, como en la ejecución de penas. Véase también Barberet, 112-115. 155. Véase respecto a esto último Barberet, 119.

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atención de sectores decisores influyentes, aunque sin perjuicio, obviamente, de poner de manifiesto las realidades descubiertas; y se han de incluir recomendaciones de acción, con eventual inclusión de alternativas si presuponen determinadas opciones valorativas"*. Debe asimismo garantizarse una adecuada difusión de los resultados, que no deberán circular por circuitos de confidencialidad incluso si lo descubierto es potencialmente alarmante para la sociedad. Lo contrario supone renunciar a una elaboración democrática, que no populista, de las leyes e ignorar que la alarma social se combate con argumentos y medidas lo más efectivas posible, y no con menoscabos al debate público. En la práctica, de todos modos, resultados afectantes a ciertas racionalidades o a ciertos componentes de ellas sólo interesarán a sectores determinados y terminarán difundiéndose predominantemente en circuitos de comunicación expertos. Finalmente se accede a la evaluación de la evaluación: los resultados obtenidos se introducen en la arena pública, y quedan sujetos a todo tipo de interpretaciones e instrumentalizaciones por los diferentes agentes sociales, con vistas a la consolidación o no de la opinión de que existe una disfunción social que exige nuevas medidas legislativas, con lo que se cierra el círculo del proceder legislativo.

156. Véase también Barberet, 119-120.

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Capítulo III UN MODELO RACIONAL DE LEGISLACIÓN PENAL

1. La confrontación entre legislación y jurisdicción 1.1.

La crisis de la ley

Cualquier intento de profundizar en los contenidos de racionalidad que deberían resultar determinantes en todo proceder legislativo y en su resultado, la ley, ha de empezar por reconocer que la delimitación entre legislación y jurisdicción, entre lo que sea creación y aplicación del derecho, se mueve en estos momentos, tanto desde una perspectiva técnicojurídica como sociojurídica, sobre terreno poco firme. El protagonismo de la ley en la configuración del ordenamiento jurídico, rasgo esencial del derecho moderno', está siendo seriamente cuestionado, hasta el punto de que se ha convertido en un lugar común hablar de la crisis de la ley. Con ello se querría expresar que la ley ha perdido la centralidad que venía ocupando en el sistema jurídico desde la instauración del Estado de derecho liberal, como expresión de la voluntad general democráticamente expresada, reflejada en notas tales como su carácter único, originario, supremo e incondicionaF. Las causas de ello son de muy diversa índole. En primer lugar, la repercusión que en el papel de la ley y la

1. Sobre la ley y la legislación como elementos determinantes en el tránsito del derecho premoderno al derecho moderno, véanse, entre otros, Ferrajoh, 909-912; Luhmann, 255-256. 2. Véase sobre el concepto de «imperio de la ley» en su dos sentidos, fuerte —aquí seguido— y débil. Hierro, 287-291.

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legislación han tenido las sucesivas reestructuraciones del Estado de derecho moderno: Su configuración ilustrada y revolucionaria, en la que la ley era el instrumento encargado de la racionalización social mediante el traslado de las leyes de la naturaleza al orden social, y que tiene su apogeo en el proceso codificador, es sustituida más tarde por un Estado de derecho positivista. En él la ley, por un lado, alcanza el cénit de su importancia institucional, como producto de una voluntad contingente, no sometida a otros límites que la voluntad de los detentadores de la soberanía, pero, por otro, esa misma implícita arbitrariedad le priva de su estrecha vinculación a la razón, que se va desplazando paulatinamente de la creación a la aplicación del derecho; un buen reflejo de ello es el progresivo descuido en la ampliación o actualización de la empresa codificadora^. La aparición y consolidación del Estado de derecho social consagra un activismo normativo en el que a la ya perdida racionalidad de la ley se añade su desbordamiento por reglamentos y normas de inferior rango, instrumentos con mejores prestaciones en la nueva sociedad intervencionista. De modo casi simultáneo, la aprobación de constituciones con abundantes contenidos sustanciales, ligados a la protección de derechos fundamentales o al establecimiento de principios orientadores de la acción política, constriñe el ámbito de la ley al espacio existente entre la actividad reglamentaria y el debido respeto a los principios constitucionales: con la instauración de lo que ha sido llamado el Estado de derecho constitucional la ley sufre, pues, un nuevo embate, en este caso derivado de la pérdida de status consecuente a su necesaria acomodación a las prescripciones normativas constitucionales''. Entre los últimos desarrollos del Estado de derecho cabe aún men-

3. Con todo, Ferrajoli, 210-213, destaca acertadamente el inicial papel consagrador del derecho racional natural que desempeña el positivismo jurídico hasta que, con la consolidación del Estado de derecho liberal, pierde su referencia legitimadora externa. 4. Véase una brillante descripción en Prieto Sanchís, 5-44. También Marcilla Córdoba, 94-100. Un sugestivo análisis de esta evolución, guiado por la idea de que el modelo jerárquico que colocaba en primer plano la legislación se disuelve a lo largo de los siglos XIX y XX como consecuencia del terreno ganado por la jurisdicción a impulsos de la vigencia del principio de que el juez no puede abstenerse de tomar una decisión (principio de prohibición de denegación de justicia, o de inderogabilidad del juicio), en un contexto de producción legislativa masiva y poco consistente temporal y sustancialmente (objetivamente, en terminología funcionalista), en Luhmann, 277-280, 299-305, 310-319. Advierte de todos modos frente a periodizaciones groseras, influidas por el funcionalismo, Habermas, 1994, 519-527, por más que él mismo trabaje a fondo la contraposición entre Estado de derecho liberal y Estado de derecho social, con la pretensión de superarla (485 ss.).

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cionar los derivados del arraigo de la denominada sociedad del riesgo, ansiosa por prevenir peligros vinculados a actividades sociotecnológicas ambivalentes en su bondad: Ello, por un lado, demanda un intervencionismo administrativo superior al del Estado social, lo que parece exigir una legislación imprecisa que permita la discrecionalidad administrativa^, y, por otro lado, realza el protagonismo judicial, pues son finalmente los tribunales los que, ante la ausencia de conocimientos científicos seguros sobre las consecuencias de tales actividades tecnológicas, en principio lícitas, tienen la última palabra en cada caso sobre su procedencia''; en cualquier caso la legislación pierde racionalidad o queda condicionada por el casuismo judicial. A estas alturas, y en segundo lugar, se ha producido una notable transformación de las fuentes de creación del derecho. Ya no se trata sólo de constituciones materialmente enriquecidas, que privan a la legislación ordinaria de hecho, y no de un puro modo formal, de su carácter supremo e incondicional, sino de otro conjunto de fenómenos: en buena parte de Europa una cada vez más extensa legislación comunitaria se impone al legislador nacional pese a no proceder de un órgano legislativo, sin exigir refrendo parlamentario alguno y sin que cualesquiera teorías sobre distribución de competencias o delegaciones de soberanía puedan ocultar el hecho de que el legislador interno se encuentra cada vez más ante una situación de hechos consumados. En un plano distinto, el carácter único de la ley ha sufrido una alteración decisiva, tanto con la configuración del Estado autonómico, que ha introducido una pluralidad de legisladores, como con la inserción de una jerarquía entre las leyes —estatutos de autonomía, leyes orgánicas, ordinarias—, disimulada con frecuencia mediante criterios de competencia. A ello debe añadirse la marcada relevancia que han adquirido las llamadas fuentes sociales del derecho, que terminan siendo ocasión para la aprobación de unas leyes previamente pactadas por los agentes sociales al margen del parlamento^. En tercer lugar, el control de constitucionalidad de las leyes que ha traído consigo el Estado de derecho constitucional, lejos de limitarse a colocar la ley bajo los designios de la norma fundamental, ha desencadenado un protagonismo de la jurisdicción frente a la legislación desconocido hasta ahora en el derecho moderno. No se trata

5. Véase en este sentido, críticamente, Habermas, 1994, 519-527. 6. Véase sobre la labor de los jueces como arbitros de disputas entre expertos Beck, 250-251. 7. Véase en especial Hierro, 291-299. También Zapatero Gómez, 772-773; Prieto Sanchís, 28-31; Tudela Aranda, 105-107.

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simplemente de que los tribunales constitucionales, singularmente mediante la resolución de los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, corran el serio riesgo de suplantar al legislador, en especial cuando caen en la tentación de convertirse en legisladores positivos a través de sentencias que aportan determinados contenidos a la ley examinada^ La propia jurisdicción ordinaria, a cuenta de su capacidad para interponer cuestiones de inconstitucionalidad y de su obligación de realizar interpretaciones legales constitucionalmente conformes, ha asumido un papel que ha permitido decir a un destacado jurista que la vinculación del juez a la ley no es del todo cierta'. El rico contenido de principios de las modernas constituciones, y la necesidad de ponderar los en cada caso concurrentes, algo que se estima que no está al alcance de la perspectiva general y abstracta inherente a la legislación, ha originado que la aplicación judicial de cualquier ley se vea sometida a un previo análisis de su correspondencia en el caso concreto con ciertos principios, con independencia de su reconocimiento explícito o implícito en la norma legal correspondiente. Una conclusión negativa lleva a la inaplicación de las prescripciones de la ley mediante diversos mecanismos interpretativos, cuando no simplemente por medio de una consciente ignorancia de ella. En el ámbito penal, un buen ejemplo español es el tiempo que se tomó nuestro Tribunal Supremo, en los años ochenta, antes de empezar a aplicar la modificación legal que se había producido de las reglas del error de prohibición en la reforma de 1983'°. Esta vinculación del juez a los principios y no a la ley se ve además potenciada por la reciente evolución de la teoría de la argumentación jurídica, pensada desde luego para la aplicación del derecho y no para su creación, y que, localizando la racionalidad jurídica 8. A la problemática del control de la constitucionalidad de las leyes me volveré a referir infra. 9. Ferrajoli, 914. 10. Véase también sobre esa desobediencia a la ley, con ulteriores referencias. Cuerda Riezu, 1991, 81. Un ilustrativo ejemplo estadounidense, relativo a una administración de justicia dedicada en sus diferentes niveles a minimizar los desmesurados efectos punitivos de una ley surgida por iniciativa popular, se contiene en ZimringHawkins-Kamin, 125-133, 145-146, 218-220. Es interesante igualmente constatar, entre otros fenómenos, la ambivalente utilización de la interpretación subjetiva, basada en la voluntad del legislador, que hacen los tribunales: si bien formalmente se encuentra desacreditada como criterio de interpretación significativo, salta inopinadamente al primer plano cuando la argumentación judicial precisa apoyarse en ella para sacar determinadas conclusiones, para lo que no duda incluso en apoyarse en materiales prelegislativos. Véase al respecto Cuerda Riezu, 1991, 77-97.

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en la jurisdicción, reserva para la legislación poco más que la legitimación derivada de la autoridad". Tampoco se ha de olvidar el aparentemente inamovible rol asumido por los juristas desde el surgimiento, en el marco del Estado de derecho, del positivismo jurídico, momento en el que, a la búsqueda de una ilusoria neutralidad política y un pretendido incremento de la racionalidad, deciden limitar su estudio y sus aportaciones conceptuales a la aplicación del derecho. Se da por hecho, en consecuencia, que la creación del derecho es cosa de políticos, que no precisa de grandes elaboraciones conceptuales, en todo caso a desarrollar por filósofos del derecho, y que el jurista todo lo más debe aportar ocasionalmente cierta colaboración técnicojurídica. Las sucesivas transformaciones del Estado de derecho no parecen haber modificado significativamente tal actitud'^. Si a continuación nos preguntamos por la correspondencia en la ley penal de la evolución señalada, el cuadro que se nos muestra es uno matizado, que permite asumir en lo sustancial lo ya apuntado, pero con importantes precisiones. En lo concerniente a la transformación histórica producida en el Estado de derecho, no puede olvidarse que el derecho penal se ha mantenido durante los dos últimos siglos firmemente anclado en postulados básicos del Estado de derecho liberal originario: especialmente destacable es la persistencia de una profunda desconfianza hacia el uso por los poderes públicos de un instrumento jurídico tan poderoso como el derecho criminal, que sienta las bases para el mantenimiento de un conjunto de principios garantistas que permean toda la exigencia de responsabilidad penal, y que son objeto de periódicos intentos de desestabilización; a ello hay que añadir la continua pretensión desde la codificación novecentista, confirmada tras la superación en el siglo XX de los momentos más duros del positivismo jurídico, de identificar y clasificar de una manera racional los bienes básicos para asegurar la convivencia social, y que habrán de ser justamente por eso objeto de protección jurídicopenal. El positivismo jurídico no socava, salvo periodos transitorios, la racionalidad de un derecho penal que sigue estando sustancialmente contenido en los códigos, por más que la asedia mediante un notable incremento de leyes especiales. Tampoco el Estado de de-

11. Véanse Prieto Sanchis, 32-44, 52-66; Hierro, 296, 299-304; Ferrajoli, 914922. Desde una perspectiva autopoiética, Luhmann, 235-238. 12. Véanse Calsamiglia, 162-167; Cuerda Riezu, 1991, 77; Marcilla Córdoba, 98-100; Vogel, 249; Zapatero Gómez, 769-770.

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recho social, que es además testigo del desarrollo de la teoría del bien jurídico como barrera frente a los abusos de un eventual renacimiento del positivismo voluntarista, cuestiona el status de una legislación penal que no se ve como factor de transformación social. Distinto es el caso del Estado de derecho constitucional: aunque ciertamente los preceptos constitucionales que tienen que ver con los principios de exigencia de responsabilidad y de legitimidad de la sanción se conforman con reforzar jerárquicamente contenidos normativos ya asentados en el derecho penal'^, surgen fuertes tendencias a limitar los objetos de tutela del código a aquellos cuya valía tenga un explícito o implícito reconocimiento constitucional, así como a someterlos a ponderación con principios y valores constitucionales, todo lo cual tiene inmediatas repercusiones en el proceder legislativo y en la interpretación legal'"". A su vez, las exigencias de la sociedad del riesgo obligan a la ley penal a prestar atención a nuevos objetos de tutela colectivos, lo que fomenta sin duda una legislación mucho más imprecisa, con abundancia de tipos de peligro y frecuente uso de la técnica de la ley penal en blanco'^. Por lo que se refiere a las transformaciones en las fuentes de creación del derecho, los efectos sobre la legislación penal son claramente menores que en otros sectores del ordenamiento jurídico. En este sentido resultan decisivos el respeto de las competencias penales nacionales por la legislación comunitaria, la competencia exclusiva del Estado en materia penal en el nivel nacional y la indiscutida vigencia del principio de legalidad penal, reforzado por su apoyo constitucional y por una práctica parlamentaria que decide emplear la ley orgánica para legislar penalmente. No se puede olvidar, sin embargo, que no cesan de llegar instrumentos comunitarios de rango medio que obligan al legislador a acomodar el código penal a ciertas decisiones de órganos no legislativos de la Unión'* y que la legislación autonómica repercute indirectamente en los contenidos penales

13. Incluso se podría criticar a la Constitución española el grado insuficiente en que lo hace. 14. Por lo demás, no faltan intentos de refundar el derecho penal desde la Constitución. Véase, entre los más destacados, Mir Puig, 1982, passim. 15. Véase, entre otros. Silva Sánchez, 1999, 97-100. Tampoco faltan grandes procesos en los que es finalmente la jurisdicción la que marca la pauta entre diferentes opciones técnico-científicas. El caso más llamativo sería el de la sentencia del aceite de colza. Véase la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992. 16. Uno de los ejemplos más significativos es la reforma del código penal por LO 11/99, como se reconoce en la exposición de motivos de la ley.

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dada la frecuencia con que la técnica de la ley penal en blanco termina remitiendo a normas autonómicas'^. En cuanto al protagonismo de la jurisdicción frente a la legislación, se ha de reseñar ante todo que el Tribunal Constitucional se ha decidido, tras un buen tiempo de vacilaciones, a cuestionar la validez de ciertas decisiones legislativas penales con apoyo en algunos principios constitucionales, singularmente el de proporcionalidad'*. Asimismo, la jurisdicción ordinaria hace ya tiempo que ha asumido un papel garantizador de la vigencia de ciertos principios de naturaleza garantista, lo que realiza por lo general mediante interpretaciones teleológicas que le llevan con frecuencia más allá de su función aplicadora del derecho". A este respecto la jurisdicción penal dispone de una teoría de la argumentación, nucleada en torno a la teoría jurídica del delito, cuya profundidad y refinamiento le han dado una influencia tal que no resulta exagerado afirmar que la mayoría de las modificaciones legislativas relativas a los criterios de exigencia de responsabilidad penal han sido aplicadas previamente, por lo demás con escaso apoyo legal, en la jurisdicción^". El confinamiento de los penalistas en la aplicación del derecho tiene explicaciones adicionales a las que ya hemos visto para los estudiosos del derecho en general. En primer lugar, la conocida separación de von Liszt entre dogmática y política criminal llevó, sin que ésa fuera la pretensión de su formulador, a un descuido generalizado de la segunda, objeto fácil de todo tipo de críticas sobre su acientificismo; la medida en que tal evolución se ha asentado la dan propuestas como la de Roxin, que, tiempo más tarde, sólo se ve en condiciones de proponer aportaciones o directivas políticocriminales dentro de la propia teoría jurídica del delito, constituida en la materia por antonomasia de reflexión jurídicopenaF'. En segundo lugar, la enor-

17. Véase el estado de la cuestión en Cerezo Mir, 1996, 157. 18. Compárese su primera actitud en sentencias del Tribunal Constitucional 65/ 86 FJ 3, 19/88 FJ 8, 150/91 FJ 4b, 24/93 FJ 5, con las recientes SSTC 55/96 FFJJ 6 a 9, 161/97 FFJJ 8 a 11, 136/99 FFJJ 20 a 23, 27 a 30. Véase un sugestivo análisis de la jurisprudencia constitucional italiana, que muestra tendencias similares, en Palazzo, 721-727. 19. Véase un análisis de esa evolución en Silva Sánchez, 1999, 314-323. Véase también supra nota 10. 20. Piénsese en el delito continuado, los delitos de comisión por omisión, la consideración del error de prohibición, etc. Véanse al respecto mis afirmaciones en Diez Ripollés, 1997, 15. 21. Véase Roxin, passim. Un ilustrativo análisis de postura de von Liszt y de la evolución a que dio lugar se encuentra en García Pérez, 304-312, 355-356; cf. también Cuerda Riezu, 1991, 77.

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me potencia adquirida por la teoría jurídica del delito, cuyos ricos matices dan todo su juego en la aplicación del derecho, ejerce un efecto secante sobre cualesquiera esfuerzos tendentes a dotar de específicos contenidos de racionalidad a la creación del derecho. Por último, la habitual fundamentación del derecho penal a partir de los fines de la pena es un buen reflejo de un discurso legitimador de raíz, ahora sí, positivista centrado en la aplicación del derecho: Que la pena sea el centro de la argumentación presupone que la realidad jurídiconormativa del derecho penal ya existe, y que hay que justificar la aflicción que causa, a cuyos efectos surgen los principios limitadores de los objetos de tutela del derecho penal y los principios de la responsabilidad garantistas; un intento de legitimación que partiera de un derecho por crear empezaría, justo al revés, identificando al derecho penal con la tutela de bienes jurídicos de la suficiente importancia como para que a continuación nos preguntáramos hasta dónde podemos llegar en su salvaguarda. Sin embargo, esta evolución coincidente en cierta medida con otros sectores del ordenamiento jurídico no puede ocultar que la ley sigue gozando de una excelente salud en el derecho criminal. Una de las pruebas más visibles es el progresivo uso de la legislación simbólica, instrumento que recupera a la ley penal para labores de transformación o manipulación sociales, aunque sea a costa de ignorar principios básicos del derecho penaF^. Otra son las reacciones antijudicializadoras y prolegisladoras que se han producido en ordenamientos jurídicos que fueron demasiado lejos en el protagonismo otorgado a la jurisdicción, como es el caso de Estados Unidos: En efecto, una aplicación y ejecución del derecho penal sentida por la opinión pública como excesivamente garantista para el delincuente condujo inicialmente a una notable restricción del arbitrio judicial y penitenciario mediante la reducción de la discrecionalidad judicial en la fijación de la pena concreta y de la discrecionalidad en las decisiones administrativas de sometimiento a prueba, más adelante dio lugar a las comisiones de imposición de penas, que establecen de manera general escalas de pena en función de la concurrencia en los delitos de ciertas circunstancias, y en último término ha propiciado iniciativas legislativas, algunas populistas, que han eliminado o limitado drásticamente los marcos penales de los que los jueces pueden disponer^^. 22. Véase al respecto Diez Ripollés, 2001, passim. 23. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 24-27, 110-117, 173-176, 182-187, 194201, 209-215, 217-218, 231-232, con un análisis teórico sobre el reparto de funciones entre legislativo y judicial; Larrauri Pijoan, 1998, 13-15.

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La racionalidad en la legislación y en la jurisdicción

En el trasfondo de todo lo hasta ahora visto hay una cuestión que no se puede aplazar más, y es la de si la legislación está en condiciones de alcanzar un nivel de racionalidad equiparable a la de la jurisdicción. Tanto dentro de la sociología como de la filosofía del derecho, e incluso del derecho penal, existen voces que por diferentes vías destacan la imposibilidad de la legislación de alcanzar cotas de racionalidad en alguna medida equiparables a las de la jurisdicción. Para la teoría sistémica autopoiética de Luhmann legislación y jurisdicción se encuentran insertas en una relación simétrica, sin rangos^'', en la que la jurisdicción ocupa el centro del sistema jurídico y la legislación" la periferia. La jurisdicción adquiere ese lugar central porque se le asigna la tarea de lograr en todo momento la consistencia, la coherencia, del sistema jurídico. Esa tarea encuentra su explícita expresión en el principio de prohibición de denegación de justicia, que obliga a los tribunales a decidir todo caso que se les plantee jurídicamente, con independencia de que exista una legislación aplicable. Esta ineludible obligación de decidir, aunque sea a costa de proceder a simplificaciones, es la que permite a la jurisdicción alcanzar su independencia política en el marco de la división de poderes, dota de contenido a la argumentación jurídica y es su aportación al cierre operativo del sistema jurídico sobre sí mismo. Por su parte, la legislación se mueve en la periferia del sistema jurídico, en contacto con otros sistemas, singularmente el político, cuyas irritaciones recibe pero a las que no está obligada a responder, de modo que unas veces las atiende, procediendo a modificaciones jurídicas, y otras no. Es justamente esta ausencia de la obligación de decidir lo que le permite realizar su aportación al cierre operativo del sistema jurídico, en cuanto que lo hace autónomo frente a los otros sistemas de la sociedad. Por otro lado, la legislación es el lugar donde se transforma la política en derecho, satisfaciendo así otra importante misión, la de lograr el equilibrio temporal en el sistema social, un equilibrio que está ligado a la posibilidad del sistema político de activar la legislación cuando se ve irritado por otros sistemas. Ni una ni otra tarea legislativa pasan por el aseguramiento de la consistencia del sistema

24. Frente a la relación jerárquica que fue habitual durante mucho tiempo, en la que la jurisdicción se limitaba a aplicar deductivamente la ley. 25. Junto con la actividad contractual privada, que ahora vamos a dejar fuera de consideración.

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jurídico, muy al contrario, en ellas prima la variedad, la contingencia^'': por una parte, las leyes pretenden ser ambiguas, con cláusulas indeterminadas o de ponderación, para permitir a los tribunales llegar a soluciones casuistas adecuadas, por otra, la legislación está especialmente dispuesta a atender las irritaciones del sistema político, pues corre pocos riesgos, ya que las leyes se orientan siempre sobre consecuencias presumidas, en buena medida desconocidas, sin olvidar que la mera aprobación de la ley ya tiene en sí efectos políticos^^. En consecuencia, señala Luhmann, en la medida en que el mantenimiento de la consistencia es una tarea de la jurisdicción^* sólo en ella puede buscarse la racionalidad jurídica; así se explica por qué los repetidos intentos de los juristas por alojar la racionalidad del derecho en la actividad legislativa, construyendo una ciencia de la legislación, siempre han fracasado^'. Prieto Sanchís ha sostenido que la consolidación del Estado de derecho constitucional ha convertido a la jurisdicción y su racionalidad en la protagonista del devenir jurídico. La existencia de constitu-

26. La mejor prueba de que la legislación se opone al decidir consistente reside en que toda modificación jurídica contradice el principio de igualdad en la medida en que trata casos iguales de modo distinto según se produzcan antes o después de la entrada en vigor de la ley. 27. Luhmann destaca el incremento de frecuencia de las modificaciones legales, lo que él denomina la temporalización de la validez de las normas, debido a la especial sensibilidad cognitiva, es decir, irritabilidad frente a otros sistemas, de las leyes en la sociedad contemporánea. 28. Con todo, estima que la jurisdicción dispone de una fórmula de contingencia, de variedad, que le permite también a ella realizar modificaciones jurídicas. Esta fórmula es la de la justicia, que pretende asegurar el trato igual de los casos iguales y el desigual de los desiguales. Es, sin duda, la vía por la que en la concepción de Luhmann se destaca la idea del actuar judicial ligado a principios y no a la ley. 29. Véase Luhmann, 229-233, 235-238, 277-280, 299-305, 310-328, 426-429, 557-561, 563-564. La exposición realizada de las opiniones luhmannianas recoge las últimas conclusiones a las que llegó sobre este tema tras el giro autopoiético de la teoría sistémica. Sus concepciones anteriores mantenían igualmente la atribución de la contingencia a la legislación y la consistencia a la jurisdicción y apuntaban ya a esa relación simétrica y no jerárquica entre ambas; sin embargo mantenía una neta distinción entre programas finales propios de la legislación, y condicionales propios de la jurisdicción, que desapareció en sus últimos escritos a favor de la exclusiva presencia de los segundos —véase Luhmann, 195-204—, destacaba el enfoque cognitivo y proclive al aprendizaje de la legislación, ahora no desaparecido pero muy limitado debido al cierre autopoiético del sistema jurídico, y defendía la racionalidad del conjunto del sistema así como la interdependencia entre la racionalidad jurisdiccional y la legislativa. Véase un magnífico resumen de su postura sobre el tema que nos ocupa hasta 1990 en Giménez Alcover, 227, 242-242, 247, 256-257, 267-269, 274-280, 285, 324.

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Clones ricas en principios a respetar ha originado, por un lado, que la legislación deba aproximar su operar al propio de la jurisdicción: la tradicional racionalidad legislativa orientada a fines debe ceder frente a una racionalidad sistemática, atenta a verificar la acomodación de la ley a principios superiores. Por otro lado, esos principios exigen su ponderación en cada caso, algo que la ley con sus previsiones generales no está en condiciones de realizar, a diferencia de la jurisdicción. En ese contexto, frente a los esfuerzos por rehabilitar a la ley como núcleo de la actividad jurídica, lo que procede es acomodarla a la nueva distribución de competencias que postula el Estado de derecho constitucional, en la que su racionalidad queda en un segundo plano^°. Para Ferrajoli, mientras la legislación está sometida a todo tipo de intereses y a criterios representativos, la jurisdicción se configura como una actividad cognoscitiva, encaminada a la búsqueda de la verdad procesal. En ese dato encuentra la jurisdicción su legitimación dentro de la división de poderes, y mediante ese proceder está en condiciones de garantizar las libertades de los ciudadanos en el caso concreto, sustrayéndolos a las decisiones de las mayorías. Esa primacía de la racionalidad jurisdiccional frente a la legislativa se ve atemperada de dos modos: Por un lado, por el dato cierto de que la búsqueda de la verdad encuentra límites en la práctica judicial, que deben ser rellenados por la discrecionalidad, lo que hace que la legitimación del poder judicial sea siempre parcial e incompleta. Por otro lado, porque la jurisdicción, por mucho que las actuales constituciones permitan buscar la garantía de los derechos fundamentales más allá de la letra de la ley, no puede prescindir de la legitimidad formal derivada de la vinculación del juez a la ley; ello hace que precise de unas leyes mínimamente racionales y de una ciencia de la legislación que se ocupe de asegurar tal cosa^'. Distinto es el enfoque ilustrado de Habermas, quien fundamenta la legitimidad de las normas jurídicas en la racionalidad del proceso legislativo que ha llevado a su creación, proceso que configura un discurso políticojurídico en el que están presentes contenidos muy diversos: morales, ético-sociales, compromisos entre intereses y aspectos pragmáticos^^. En todo caso, cualquier discurso jurídico, de

30. Véase Prieto Sanchís, 31-45, 61-66. 31. Véase Ferrajoli, 553-559, 591-594, 960-963. Una visión pesimista sobre la capacidad de la legislación para garantizar los principios garantistas penales se aprecia también en Silva Sánchez, 1997, 309, 312-315, 323. 32. El contenido de la racionalidad legislativa se verá infra.

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creación o de aplicación del derecho, está condicionado por las exigencias comunicacionales del sistema jurídico, que pretenden compensar el hecho de la imposibilidad de acceder a un discurso racional pleno. En este contexto, hay que reconocer que los discursos aplicadores del derecho, al ocuparse de casos concretos, pueden presumir de una mayor racionalidad que los discursos creadores del derecho. Sin embargo, los discursos aplicadores no pueden sustituir a los creadores del derecho, que son los encargados de fundamentar las normas, hasta el punto de que los tribunales se han de limitar a redescubrir las razones con las que el legislador ha legitimado sus decisiones —sin duda con la pretensión de lograr una decisión coherente con todo el ordenamiento en el caso aislado—, pero sin que puedan disponer de aquéllas. Cuando no se pueda evitar que la jurisdicción decida en las zonas grises entre la aplicación y la creación del derecho, las razones propias de la aplicación deberán complementarse con las inherentes a la creación y, de todos modos, se precisará de una legitimidad adicional vinculada a la concordancia de la decisión con la opinión pública jurídica^^. Tampoco un importante sector de la filosofía del derecho española está dispuesto a dejar el campo libre a la racionalidad jurisdiccional. Para Atienza la racionalidad judicial es inalcanzable sin una previa racionalidad legislativa, y tampoco tiene sentido hablar de argumentación jurídica si ella no contiene dentro de sí la argumentación que se desarrolla en la elaboración del derecho. Por lo demás, la racionalidad en ambos momentos operativos del derecho ha de responder a exigencias similares, sin que ello suponga desconocer las diferencias existentes. Se ha de tratar, en cualquier caso, de una racionalidad fuerte, que no se limite a la coherencia lógicoformal sino que se ocupe también de los fines a obtener y de principios morales^"*.

33. Concepto que estima más amplio que la cultura de los expertos jurídicos, y a la que considera en condiciones de someter a discusión pública las decisiones judiciales. También estima Habermas que las crecientes funciones directivas de la administración le llevan en ocasiones a realizar discursos fundamentadores o aplicadores del derecho, además de los suyos propios meramente ejecutores, y en tales casos su legitimación precisa, además de los controles parlamentarios y judiciales, los derivados de la intervención directa o representada de los afectados. Véase sobre todo lo anterior Habermas, 1994, 285-291, 317-324, 340-348, 528-533. 34. Véase Atienza, 60-61, 74-91, 95-100. En un sentido semejante, Marcilla Córdoba, 100-106, con ulteriores referencias doctrinales. Véanse también, entre otros. Hierro, 295, 306-307; Zapatero Gómez, 777-783; Calsamiglia, 169-178; Cuerda Riezu, 1991, 80-81.

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Por mi parte, considero que la preferencia otorgada a la racionalidad jurisdiccional frente a la legislativa no está justificada. En primer lugar, porque se basa en una caracterización inexacta de la actividad legislativa: la crítica funcionalista autopoiética de que carece de consistencia, así como de que no es más que una actividad simbólica al servicio del sistema político, ignora a mi juicio sus propios presupuestos metodológicos, ya que el mismo cierre autopoiético del sistema jurídico obliga a éste a asegurar que la legislación satisfaga sus exigencias intrasistémicas de coherencia, no siendo posible que la legislación, por mucho que se encuentre en la periferia del sistema jurídico, se limite a reflejar las irritaciones del sistema político localizado en su ambiente. Las afirmaciones que destacan las dificultades de la legislación para acceder a una racionalidad sistemática pasan por alto que la obtención de un ordenamiento jurídico libre de contradicciones es siempre una meta de todo proceder legislativo^^, que se sustancia a través de técnicas tan acreditadas como la jerarquía de las fuentes legales, las remisiones o las cláusulas derogatorias y supletorias. En cuanto a sus problemas para realizar ponderaciones entre principios, no se alcanza a ver por qué la legislación no puede proceder a tales ponderaciones en el plano general que le es propio^^, con soluciones que podrán ser aplicadas sin problemas por la jurisdicción en la mayor parte de los casos. Por lo demás, sólo desde un rechazo a la principialización de la actividad jurisdiccional se puede hacer a la legislación el reproche de que su orientación a fines y a las consecuencias, dada la imprevisibilidad de su producción^^, le imposibilita un tratamiento racional de la realidad; la consideración de las consecuencias de su decisión es justamente una de las características fundamentales de una jurisdicción que busca su racionalidad con desapego de la ley. En segundo lugar, porque una racionalidad jurídica centrada en una jurisdicción intérprete de la Constitución da lugar a un modelo indebidamente estático de Estado de derecho: ante todo, porque

En un contexto más general, alude a la dependencia del positivismo legal, centrado en la aplicación del derecho, de la racionalidad práctica del legislador, la cual presupone Vives Antón, 383-384, 391-393. 35. Véase también Atienza, 60-61. 36. Por lo demás, convendría no olvidar que, salvando las debidas distancias, la actividad legislativa está acostumbrada a desenvolverse en un marco de compromisos entre intereses diversos, en donde se procura, como en la ponderación de principios, garantizar en lo posible una coexistencia de los diversos contenidos. 37. No por casualidad, ésa es una de las críticas fundamentales de Luhmann a la actividad de los tribunales constitucionales. Véase infra.

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origina una continua presión para incrementar la atribución de contenidos normativos a una decisión general constituyente localizada en el pasado, con la consecuente relativización de decisiones generales contemporáneas, en mejores condiciones para acomodarse a las actuales necesidades sociales. Por lo demás, la capacidad de adaptación de una jurisdicción con un ámbito interpretativo constitucionalmente expandido no puede contrarrestar la evidencia de la mayor fuerza socialmente transformadora de la legislación, aun sometida a una constitución materialmente enriquecida. En realidad, detrás de esa proyección a primer plano de la jurisdicción late una idea equivocada, la de que la relación entre jurisdicción y legislación es una de suma cero, de modo que todo lo que se otorgue a la jurisdicción va en detrimento de la legislación y viceversa; una constitución normativa, sin embargo, lo que plantea es una elevación del nivel de racionalidad tanto legislativa como jurisdiccional, para satisfacer así las pretensiones teleológicas, éticas y morales de la norma fundamental. Tampoco puede dejarse de mencionar que tal dinámica minusvalora uno de los fundamentos de todo Estado de derecho, su estructuración en torno a la ley como expresión de la voluntad general democráticamente expresada^*, imperio de la ley que se ve socavado por la aparentemente mayor trascendencia de decisiones particulares. Que eso es algo contraintuitivo se percibe fácilmente si apreciamos el reiterado uso de la técnica legislativa en nuestra sociedad, que sería superficialmente desacreditada si dijéramos que es mayoritariamente inconsistente y simbólica. En tercer lugar, el mantenimiento de un principio que nadie cuestiona frontalmente, la vinculación del juez a la ley, hace que la racionalidad jurisdiccional tenga como presupuesto un nivel apreciable de racionalidad legislativa. De hecho, en el improbable caso de que los tribunales prescindieran de la legislación ordinaria y operaran sólo a tenor de la Constitución, ellos precisarían que ésta fuera una norma con un significativo nivel de racionaÜdad... legislativa. En efecto, hay un importante sustrato de racionalidad común a legislación y jurisdicción, que es el que permite su interrelación, por más que el énfasis en unos contenidos u otros pueda ser bastante diferente^'. Las peculiaridades del ordenamiento penal abogan igualmente por el debido aprecio de la racionalidad legislativa. Al menor desgas38. Véase asimismo Hierro, 287-291, 304-307. 39. En cualquier caso, hablar de una racionalidad cognoscitiva en la jurisdicción, como hace Ferrajoli, es una pretensión en exceso ambiciosa.

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te que la idea del imperio de la ley ha sufrido en este sector jurídico'"* habría que agregar que, pese a todos los problemas, persiste una aspiración de racionalidad global de los contenidos legislativos penales, que se refleja formalmente en el mantenimiento de un único cuerpo legal casi omnicomprensivo, el código, y materialmente en la pretensión de lograr un catálogo de bienes jurídicos protegidos coherente, y de mantener un único sistema de responsabilidad penal y de sanciones, por más que no falten propuestas, hasta ahora inatendidas, para alterar esa situación"". Ahora bien, pienso que sólo la instrumentación de un adecuado control de la racionalidad legislativa permitirá el aseguramiento de ésta frente a las tendencias siempre presentes de irracionalismo voluntarista. A tales efectos se ha de asumir que el punto de referencia de ese control es un conjunto normativo cualificado, la Constitución y el bloque de constitucionalidad, y el órgano de control uno jurisdiccional, el Tribunal Constitucional. Pero esto nos introduce en otro tema problemático. 1.3.

La legitimación del control de constitucionalidad de las leyes

No es éste desde luego el lugar adecuado para ocuparse a fondo de este trascendente tema, ni tampoco estoy seguro de estar en condiciones de hacerlo, pero creo que puede resultar ilustrativo, de cara al ulterior análisis dpi contenido de la racionalidad de la ley penal, valorar ciertas opiniones autorizadas de la sociología del derecho y la filosofía jurídicopenal. En efecto, pese a la diferente actitud ante la legislación y su racionalidad que mantienen, tanto Habermas como Luhmann se muestran muy cautos respecto al papel que les corresponde a los tribunales constitucionales en el control de las leyes. Para el primero, la atribución de tal competencia origina dos riesgos de especial entidad: Por un lado, pone en peligro la división de poderes, en cuanto que tales tribunales, bajo las condiciones de un Estado de derecho social, no pueden limitarse a considerar programas sólo condicionales, sino que se ven obligados a ocuparse de programas finales, de directivas políticas orientadas al futuro, asu40. Véase supra apartado 1.1. 41. Piénsese en especial en las propuestas para crear un derecho penal de intervención, o uno más cercano al derecho administrativo, que no deberían respetar del mismo modo las exigencias de lesividad y responsabihdad habituales. Véase, entre nosotros, Silva Sánchez, 1999, 115-127, y una buena referencia crítica a esas tendencias en Martínez-Buján, passim; Schünemann, 15-36.

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miendo así competencias legislativas para las que carecen de legitimidad democrática"*^. Por otro, suelen transformar las constituciones en un orden de valores en lugar de considerarlas como un sistema de reglas estructuradas de acuerdo a principios, lo que les lleva a convertirse en una instancia autoritaria que ya no se ocupa de identificar normas obligatorias sino que asume la tarea de optimizar todos los valores, sin contradecir ninguno"*^. Su existencia sólo puede justificarse si ese control de las leyes se concibe como un autocontrol del legislador delegado en el tribunal'''', lo que exigiría una designación parlamentaria de los magistrados, la declarada adopción de una perspectiva de análisis propia de un legislador y la renuncia del tribunal a considerarse poseedor de una racionalidad superior a la de aquél. A su vez, el control de constitucionalidad debería limitarse estrictamente a asegurar que se respetan los presupuestos comunicacionales y los condicionamientos procedimentales del proceder legislativo, tanto en el ámbito parlamentario como en el de la opinión pública, sin que pueda aportar valores, y limitando las aportaciones de principios a aquellos inherentes al procedimiento democrático"*^. Para el segundo, los tribunales constitucionales se configuran como elementos esenciales del acoplamiento estructural que, a través de las constituciones modernas, se lleva a cabo entre el sistema político y el jurídico. Su legitimidad como controladores de la constitucionalidad de las leyes se basa en que sean capaces de mantener ese acoplamiento sin desdibujar los límites entre ambos sistemas; eso implica que no deben salir del ámbito de los programas condicionales, de forma que cuando el control de constitucionalidad les lleve a considerar programas finales, éstos sólo han de verse desde la perspectiva de cuáles sean las condiciones que deben darse para que tal programa final pueda aplicarse, debiendo dejar fuera de consideración toda reflexión sobre su oportunidad, coste, proporcionalidad, utilidad, etc.''*. Sólo de este modo su decisión sobre la constituciona-

42. Habermas considera que también bajo el paradigma del Estado de derecho liberal se altera la división de poderes, en la medida en que tales tribunales se ven obligados a acudir a legitimaciones externas. 43. Critica Habermas también que el punto de partida de la argumentación jurídicoconstitucional sean unos preceptos tan abstractos y cargados ideológicamente como los derechos fundamentales, en lugar de normas aisladas y concretas. 44. Aun cuando Habermas se lamenta de que no se haya valorado con el suficiente detenimiento la alternativa de crear una segunda instancia legislativa. 45. Véase Habermas, 1994, 294-348, 528-533. 46. Como es sabido, un programa condicional se distingue de un programa final en que en el primero se fijan las condiciones necesarias para producir ciertos efectos,

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lidad o no de la ley se podrá ver como una decisión jurídica. Sin embargo, es habitual que los tribunales constitucionales se impliquen en el desarrollo de directrices políticas, viéndose a sí mismos como agentes controladores de la ponderación de valores, con intervenciones arbitrarias vinculadas a valoraciones sociales consideradas plausibles. Eso hacer saltar por los aires la delimitación entre los sistemas jurídico y político''^. Actitud muy distinta se deduce de la concepción por Ferrajoli del Estado de derecho constitucional como aquel que ha incorporado en su ordenamiento como criterios de legitimación interna gran parte de las habituales fuentes de legitimación externa. Ello se logra mediante la integración en el sistema de criterios de legitimidad jurídica sustancial (validez) junto a los ya conocidos criterios de legitimidad jurídica formal (vigencia), y una estructuración jerárquica, con la constitución en la cúspide, de los diferentes niveles normativos y decisionales, en virtud de la cual cada nivel debe respetar los criterios de validez y vigencia suministrados por el nivel superior y asegurar a su vez la efectividad de sus prescripciones o decisiones en el nivel inferior. A partir de ese entrelazamiento puede caracterizar al Estado de derecho moderno como aquel ordenamiento cuya legitimación externa reside en que es posible la legitimación interna del poder. De tal entendimiento es fácil colegir'" unos tribunales constitucionales legitimados para controlar plenamente unas leyes ordinarias cuyos contenidos están ya predeterminados por unas constituciones normativas que han asumido ávidamente criterios de legitimación externa, entre ellos, programas políticos de acción'". A mi entender, planteamientos como el de Ferrajoli cuestionan la división de poderes, en detrimento del legislativo. En efecto, dejan sin margen real de actuación al legislador y le privan de este modo de su función mediadora entre política y derecho, función que no le convierte, como pudiera superficialmente pensarse, en un mero agen-

de manera que si se dan aquéllas deben producirse éstos, mientras que en el segundo se identifican los efectos que se quieren producir y se acepta una relativamente amplia e imprecisa variedad de acciones mediante las que se puedan lograr aquéllos. Así, los primeros se estructuran en torno a las condiciones, y los segundos en torno a las metas. Véase una síntesis de la concepción de Luhmann al respecto en Giménez Alcover, 218219. 47. Véase Luhmann, 229-233, 468-481, 557-561. 48. Al margen de la, ya aludida supra, vinculación laxa de los jueces a la ley ordinaria, atentos en todo momento a las normas constitucionales, 49. Véase Ferrajoli, 347-362, 898-907, 912-922. La conclusión final del texto es mía, sin que Ferrajoli la formule explícitamente.

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te del sistema político, contrapuesto a una jurisdicción que reflejaría los contenidos del sistema jurídico. Muy al contrario, el legislativo opera dentro del sistema jurídico, pero abierto a unos criterios de legitimación externa que un Estado de derecho como el que propone Ferrajoli habría fosilizado para siempre en la Constitución. Es cierto, sin embargo, que un control de constitucionalidad de las leyes resulta imprescindible para poner coto a un legislador arbitrario. Este cerco difícilmente se podrá erigir dentro de su propio ámbito de competencias, por ejemplo, mediante la creación de una segunda instancia legislativa, del mismo modo que el último control de la arbitrariedad de la jurisdicción no es el Tribunal Supremo sino una modificación legislativa^". Pero el freno a la arbitrariedad legislativa no se logra sin más desplazando tal riesgo a los tribunales constitucionales, los cuales manejan un material normativo, la Constitución, especialmente proclive a favorecer decisiones sobrepasadoras de la división de poderes^'. Es preciso asegurar un metacontrol de los citados tribunales mediante una estricta delimitación de sus competencias de control legislativo. A este respecto, la propuesta de Habermas de constreñir tal control a la comprobación de que se respetan las exigencias comunicacionales y procedimentales de un proceder legislativo deliberativo apunta en la dirección correcta. Se podría formular también, siguiendo a Hierro, en el sentido de que mientras el legislador debe partir de una concepción fuerte de la ley, que recoja con la mayor fidelidad posible la voluntad general, el tribunal encargado de su control se ha de conformar con una concepción débil, que simplemente aspire a verificar que los presupuestos para su formulación se han cumplido'^. Ahora bien, esos presupuestos no se limitan al respeto de las consabidas formalidades competenciales y secuenciales previstas en la Constitución y en las actuales leyes del bloque de constitucionalidad. La comprobación de que en su elaboración se ha producido una adecuada participación ciudadana y de que se han averiguado cuáles

50. Alude a esta alternativa en manos del legislador Cuerda Riezu, 1991, 82-83. 51. No se puede negar, sin embargo, que la mera existencia de un control de constitucionalidad de las leyes mediante tribunales constitucionales aporta de forma inmediata ciertas ventajas. Entre ellas, la que deriva de que es sustancialmente preferible una declaración de inconstitucionalidad de una ley que un continuo e impredecible goteo de forzadas interpretaciones legales conformes con la constitución procedentes de la jurisdicción ordinaria. 52. Véase Hierro, 288-291, 304-307.

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sean las opiniones sociales^' sienta las bases de la racionalidad ética^''; la verificación de que se han realizado los correspondientes estudios previos sobre la realidad social a incidir, los objetivos a perseguir, los medios de que se dispone y las posibles consecuencias de la decisión legislativa debiera asegurar un grado aceptable de racionalidad teleológica y pragmática; la coherencia con el resto del ordenamiento jurídico promoverá una racionalidad lógicoformal... En suma, la concurrencia de tales presupuestos hará que la ley supere el control de constitucionalidad por respetar un limitado nivel de racionalidad, sin que en ningún momento eso prejuzgue el contenido de la decisión legal finalmente adoptada ni su racionalidad socialmente exigible^^. Sin embargo, resultaría temerario dejar en manos de las posibilidades interpretativas que ofrecen los preceptos constitucionales la plena explicitación de las exigencias comunicacionales y procedimentales a controlar por el Tribunal Constitucional. Dada la vaguedad de la mayoría de las normas constitucionales a las que habría que acudir, se reeditaría el peligro de arbitrariedad de la jurisdicción constitucional. Lo pertinente es reformular, dentro del bloque de constitucionalidad, las normas que regulan el procedimiento de elaboración de leyes, de modo que, sin perder sus referencias constitucionales, se dé lugar a un notable enriquecimiento de sus exigencias. En cualquier caso, la limitación de toda esa normativa a los requisitos de lo que hemos llamado una concepción débil de la ley originará que el legislador siga teniendo bajo su responsabilidad, como no puede ser de otra manera, el contenido sustancial de la actividad legislativa y que en este sentido, más allá del respeto que debe a la Constitución, sólo esté sometido al control electoral derivado del funcionamiento democrático de la sociedad. Podríamos decir, volviendo a utilizar un símil jurisdiccional, que el control constitucional a lo único que aspira es a que motive bien sus leyes. Una ciencia de la legislación, de todos modos, no tiene por qué elegir entre convertirse en auxiliar de la jurisdicción constitucional, o del legislador en la plenitud de sus funciones. A ambos debe

53. Sobre la ineludible atención a los contenidos de la opinión pública y la sociedad civil, véase Habermas, supra. 54. Sobre las diferentes tipos de racionalidad, véase infra apartados 2 y 3. 55. Si utilizáramos la terminología funcionalista, se trataría de que el Tribunal Constitucional no se saliera del ámbito de los programas condicionales, de que realizara lo que Luhmann denomina en su abstracto lenguaje una recondicionalización de los programas finales del legislador. Véase Luhmann, supra.

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procurar ser útil profundizando en las singularidades de la racionalidad legislativa y aportando instrumentos para su mejora a todos los niveles.

2. Opciones metodológicas de racionalidad legislativa penal 2.1.

Un concepto de racionalidad

Es ya hora de comenzar a dotar de contenido a la racionalidad legislativa. Antes de iniciar una aproximación general a ella, que identifique sus pautas de referencia o niveles fundamentales, es preciso realizar dos aclaraciones. La primera es que las reflexiones que siguen se formulan pensando sobre todo en la racionalidad legislativa penal, objeto de este trabajo, por,más que se tiene la impresión de que buena parte de las afirmaciones que siguen serían aplicables, mutatis mutandis, a otros sectores del ordenamiento jurídico. La segunda es que no podemos postergar más la adopción de un determinado concepto de racionalidad, concepto cuyo contenido hemos podido dar hasta ahora por sobreentendido en la medida en que nos limitábamos a contraponer de una manera general las prestaciones de que eran capaces la legislación y la jurisdicción. Resultaría, sin embargo, iluso por mi parte intentar resolver problema de semejante trascendencia ahora y por quien esto escribe. De ahí que la cuestión se centre en asumir algún concepto de racionalidad que resulte mínimamente convincente y útil para el objetivo que perseguimos. A mi juicio, podría servir la idea de que con él se expresa la capacidad para mantener con un sector de la realidad social una interacción que se corresponde, que es coherente, con los datos que constituyen tal realidad y que conocemos. Por lo demás, como con la legislación penal nos movemos en el campo del control social jurídico sancionador^^, podríamos precisar más diciendo que, a nuestros efectos, es la capacidad para elaborar en el marco de ese control social una decisión legislativa atendiendo a los datos relevantes de la realidad social y jurídica sobre los que aquélla incide. La definición, creo, no se aparta sustancialmente de otras que se han propuesto en este contexto por voces más autorizadas que la mía^'', y no cierra el 56. Ámbito que comparte el derecho penal, cuando menos, con el derecho administrativo sancionador. 57. Atienza, 78-79, 85, habla, en terminología de Bobbio, de una razón fuerte, capaz de captar la esencia de las cosas, y estima que la precisamos para abordar proble-

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paso a propuestas de racionalidad discursiva que se ocupan de describir las condiciones que deben darse para que se obtenga un consenso respecto a lo que sea una decisión racional, esto es, coherente con la realidad social con la que se interactúa^^. De un modo u otro, la racionalidad legislativa penal supondría el punto de llegada de una teoría de la argumentación jurídica, a desarrollar en el plano del proceder legislativo penal, que garantizara decisiones legislativas susceptibles de obtener amplios acuerdos sociales por su adecuación a la realidad social en la que se formulan^'.

mas relativos a la comprensión del mundo —conocimiento— y a cómo actuar en él —problemas prácticos—; Calsamiglia, 169, 174, que prefiere hablar de «cuestiones», antes que usar un concepto tan amplio y ambiguo como el de racionalidad, piensa que en todo caso se trata de lograr un instrumento para decidir con conocimiento de causa. 58. En directa relación con la creación del derecho Habermas, 1994, 499-504, sostiene que la racionaHdad de las decisiones se obtiene mediante la autonomía pública de los ciudadanos, que les hace igual de competentes a la hora de acordar las reglas que les rigen. Véase ampliamente sobre el concepto de racionalidad legislativa Atienza. 77-91. Ya hemos visto que Luhmann rechaza toda racionalidad en la legislación, por estar carente de consistencia (supra apartado 1.2). Cabría añadir que, para él, los contenidos éticos y morales son ajenos al derecho —lo que permite precisamente el enjuiciamiento de éste desde el exterior—, y que la introducción en el sistema jurídico de aquellos intereses que han resultado más fuertes en el plano político no depende de su cualidad normativa sino de si encajan en las reglas de la autopoiesis del sistema. En cuanto al desarrollo de un procedimiento legislativo regulado jurídicamente, no hay que olvidar que tal procedimiento en ningún momento será capaz de influir en el sistema político, el cual lo utilizará a su conveniencia, pudiendo prescindir de él en cualquier momento. Por lo demás, estima que la pretensión de Habermas de que, sentados ciertos requisitos procedimentales, surgirá la razón, es ingenua, pues pasa por alto que no se está en condiciones de meter en el discurso todos los aspectos relevantes. En reahdad, pese a algunas manifestaciones en sentido contrario, Luhmann no cree que siquiera en la jurisdicción pueda hablarse de racionaHdad, o, al menos, de algo más que una racionalidad local, centrada en la decisión concreta. Pues tampoco en la jurisdicción, por más que se busque la consistencia, se puede garantizar que la decisión sea la correcta. Y es que esa consistencia resultaría apresurado que la identificáramos sin más con la racionalidad jurídicoformal, a la que ciertamente se aproxima, pues sólo busca mantener el cierre operativo del sistema impulsada por el símbolo de la validez, que se limita a asegurar la constante reproducción intrasistémica de las operaciones, y por el criterio de la igualdad que, como fórmula de contingencia, evita que las decisiones del sistema estén siempre repitiéndose. Véase Luhmann, 98-117, 195-204, 214-238, 280-281, 321-323, 326-328, 400-402, 434-439, 557-561, 563-564. 59. Apuntan claramente al desarrollo de una teoría de la argumentación jurídica legislativa Atienza, 91 ss.; Marcilla Córdoba, 101-107. Más escépticos, Salvador Coderch, 1982, 80; Cano Bueso, 207-208.

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Aproximaciones sectoriales o globales

Los contenidos de racionalidad a los que deba atenerse el proceder legislativo, sin embargo, pueden ser de muy diverso alcance según la opción metodológica adoptada: En amplios sectores jurídicos directamente implicados en la práctica de la elaboración de las leyes predomina lo que se ha denominado un modelo minimalista, especialmente preocupado por la obtención de la seguridad jurídica. Tal modelo coloca el énfasis en el lenguaje legal, en la estructura de la ley y en su inserción sistemática dentro del conjunto del ordenamiento, es decir, lo que vamos a considerar más adelante las racionalidades lingüística y jurídicoformal''''. Contenidos adicionales, referidos a los fines a perseguir por la ley y a los valores subyacentes, sin duda condicionan la tarea precedente, de la que son su presupuesto, pero deben quedar fuera porque son patrimonio de la actividad estrictamente política. A tales efectos es usual establecer una distinción entre técnica legislativa y ciencia de la legislación, que se correspondería con tal delimitación y que, aunque no parece que descargue a la segunda de la exigencia de racionalidad, la colocaría en cualquier caso en un plano distinto^'. En sentido opuesto, la concepción del derecho penal mínimo que desarrolla Ferrajoli acaba atribuyendo a la legislación una racionalidad casi exclusivamente ética, la cual, por otra parte, se formula sólo en términos negativos. En efecto, los contenidos externos de legitimación que el Estado de derecho logra característicamente introducir dentro de su legitimación interna*^ están constituidos, por lo que se refiere al derecho penal, por criterios éticos sobre cuándo y cómo prohibir, penar o juzgar. Estos criterios garantistas son reflejo de unos derechos fundamentales que constituyen principios ético-políticos externos al derecho y de él fundamentadores, que tienen su origen en la primacía a otorgar a la persona, y en la igualdad formal y material de ésta que ello exige. Por otro lado, tales garantías son formulables únicamente en sentido negativo, de forma que bajo los postulados de 60. Véanse, con diferentes variantes, Salvador Coderch, 1982, 80; 1986, 11; 1989, 19, 28; Sáinz Moreno, 20-22, quien incluye algún contenido adicional relativo al efectivo cumplimiento de la ley que podría considerarse inserto en una racionalidad pragmática; Tudela Aranda, 83-85, 86-89; Corona Perrero, 50-52. Describen también, críticamente, esta actitud Atienza, 33-36; Marcilla Córdoba, 107-109. 61. Véanse Salvador Coderch, 1989, 15, 39, 42-43, 45; 1986, 23-25, por más que este autor considera que una ciencia de la legislación desarrollada permitiría avanzar a la técnica legislativa; Abajo Quintana, 123-125. 62. Véase lo dicho supra, apartado 1.3.

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un derecho penal mínimo no se puede, por ejemplo, identificar un sistema de prohibiciones positivo legítimo''^, y lo mismo podría decirse de las sanciones o del proceso, lo que justamente le diferencia frente a un rechazable derecho penal máximo que, al introducir criterios positivos, introduce la discrecionalidad. Y es que el Estado de derecho que da cobertura a tal derecho penal mínimo sirve más para deslegitimar que para legitimar decisiones de los poderes públicos*'''. Si antes he sostenido que una decisión legislativa penal racional debe elaborarse atendiendo a los datos relevantes de la realidad social y jurídica con la que interactúa, no puedo compartir formulaciones reducidas de la racionalidad legislativa como las acabadas de recoger. Los partidarios de limitarse a una racionalidad técnicojurídica parecen buscar un campo de actuación alejado de las contingencias políticas, mucho más difíciles de afrontar racionalmente. Sin embargo, los contenidos éticos y estratégicos del debate político no se pueden eludir en fases más técnicas del proceder legislativo, en las que influyen de manera decisiva; pretensiones de neutralidad técnica ocultan una realidad operacional^^ y conceptual*"' en la que se produce una constante aportación de contenidos procedentes de niveles de racionalidad más plurales que los señalados; su desconsideración o el intento de establecer una solución de continuidad entre unos niveles u otros*"^ da una visión incompleta y por ello inexacta de lo que es un procedimiento legislativo racional. Por otra parte, como tendremos ocasión de ver, las mismas racionalidades lingüística y jurídicoformal precisan de un fundamento o apoyo ético, cuando menos, para poderse acti63. Lo que le lleva en algunos pasajes a minusvalorar la actividad legislativa, frente a la jurisdiccional, en cuanto dedicada aquélla a la satisfacción, mediante la regla de la mayoría, de intereses preconstituidos y directivas políticas más o menos contingentes. De ahí también que, cuando demanda una ciencia de la legislación, lo haga con el declarado propósito de asegurar la inclusión de esos principios éticos en las leyes, de forma que la jurisdicción pueda en su actuación respetar igualmente el principio de vinculación a la ley. 64. Véase Ferrajoli, 347-362, 460-465, 553-556, 591-594, 908-909, 913-914, 947-963. 65. Véase lo dicho supra, en capítulo II. 66. Véase lo que se dirá infra, apartado 3.1, sobre la interrelación entre las diversas racionalidades. 67. No creo que merezca la pena entrar aquí en un análisis de lo que debería denominarse técnica legislativa, frente a ciencia, o teoría, de la legislación. Intento en estas páginas describir los contenidos de la racionalidad legislativa en su totalidad y la adscripción de los contenidos a un lugar u otro es ahora secundario y quizás perturbador. Por lo demás hay también otras formas de diferenciar entre ambos conceptos que no presuponen una partición de las racionalidades en dos bloques disciplinares distintos. Véanse Atienza, 17-23; Marcilla Córdoba, 107-109.

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var*^ A su vez, la racionalidad legislativa que se desprende del derecho penal mínimo de Ferrajoli, aun cuando está dotada de unas sólidas bases éticas, resulta en extremo incompleta. Y ello no tanto porque se abstenga de proseguir el análisis de los ulteriores niveles de racionalidad de la legislación, pese a que ya dispone de los principios éticos de partida, cuanto porque el enfoque estrictamente garantista de los criterios identificados sólo permite averiguar aquello de lo que el legislador debe abstenerse, pero no aquello que debe hacer. Afortunadamente existen otros enfoques teóricos que se corresponden mejor con el conjunto de exigencias de racionalidad que el legislador debe atender: En el campo de la sociología jurídica hay que destacar sin duda la postura de Habermas, quien ha manifestado contundentemente que todo procedimiento legislativo democrático*'' debe atender a contenidos morales y éticos, a intereses, a cuestiones pragmáticas y a fórmulas de coherencia jurídica''". En la filosofía del derecho ha tenido especial eco entre nosotros la propuesta amplia formulada por Atienza, quien identifica una racionalidad legislativa estructurada en cinco niveles, los cuatro primeros instrumentales y uno último justificador. Tendríamos así los niveles o, mejor, racionalidades siguientes: lingüística, jurídicoformal, pragmática, teleológica y ética. Estas cinco racionalidades estarían a su vez afectadas por una dimensión transversal, la eficiencia, que afectaría a cada una de ellas dentro de sus límites. Pues bien, tales racionalidades podrían ser objeto de un análisis individualizado^^ así como de otro que se ocupara de destacar las interrelaciones entre ellas, tras lo cual se podrían realizar afirmaciones generales sobre la racionalidad de la concreta decisión legislativa^-'.

68. Véase también una crítica a este enfoque en Atienza, 33-36. 69. Al igual que todo modelo procedimental de formación de la voluntad política y, en sentido más abstracto, toda explicitación del principio del discurso en relación con normas jurídicas. 70. Véase Habermas, 1994, 187-201, 203-207, 217-225, 285-291, 340-348. Captan acertadamente la utilidad de la teoría del discurso de Habermas para la elaboración de la racionalidad legislativa Vogel, 255-260; Soto Navarro, 76-77. 71. En el proceso de producción legislativa interactuarían siempre cinco elementos, cuya diversa configuración en cada racionalidad marcaría una vía de profundización en el análisis del nivel respectivo. Tales elementos serían: edictor —autor de la norma—, destinatario —aquel a quien va dirigida—, sistema jurídico —conjunto del que pasa a formar parte la ley—, fin —objetivo perseguido— y valor —justificación del fin. 72. Véase Atienza, 24-63, 77-91. Han asumido la propuesta de Atienza, entre otros, Calsamiglia, 169-175, 178; Marcilla Córdoba, 108-115; Aguiló Regla, 249-251; Domínguez Figueirido, 244, 264-278.

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Dentro del derecho penal, Amelung ha propuesto vincular la política criminal a los modelos racionales de planificación desarrollados por la ciencia política, que contemplan muy diversos criterios de racionalidad, tanto de naturaleza material como instrumental, Palazzo ha defendido la involucración de la doctrina jurídicopenal en el desarrollo de un método de creación de leyes que garantice tanto una racionalidad lingüística o jurídicoformal, como una racionalidad de fines, orientada en las corrientes políticocriminales subyacentes, y una racionalidad instrumental que procure asegurar las condiciones empíricas para su obtención, y Vogel, a partir de la propuesta habermasiana, ha propugnado tres niveles de racionalidad legislativa penal, el ético-político, ligado a la cuestión de los bienes jurídicos a proteger, el pragmático, vinculado a la subsidiariedad y carácter de ultima ratio del derecho penal, y el de la coherencia, conectado con la validez constitucional y la adecuación políticocriminal y dogmática de la propuesta legislativa". 3. Los contenidos de la racionalidad legislativa penal 3.1.

Los diferentes niveles de racionalidad

A mi juicio, la propuesta de Atienza identifica y reparte de manera convincente los diferentes contenidos de racionalidad a tener en cuenta en la legislación, y es la que voy a tomar como punto de referencia a partir de este momento. Sin embargo, estimo conveniente precisar algunos aspectos y marcar algunas diferencias respecto al citado modelo, precisiones y diferencias que probablemente estarán en alguna medida condicionados por el enfoque jurídicopenal que está en el trasfondo. En primer lugar, creo que el estudio de las diversas racionalidades debe realizarse de modo inverso a como procede Atienza: si lo que queremos es establecer un procedimiento racional de elaboración de leyes, y no simplemente un instrumental de análisis racional de leyes ya existentes^"*, la racionalidad ética marcaría el ámbito de juego de las restantes racionalidades, la teleológica establecería los objetivos a satisfacer dentro de ese marco, y las restantes se sucederían en un orden de proyección decreciente de instrumentalidad. 73. Véanse Amelung, 1980, 22-31; Palazzo, 734-735; Vogel, 250-261. 74. Así lo pone de manifiesto con razón el propio Atienza, 91-92. Todo ello sin perjuicio del cambio de enfoque que viene impuesto en la fase postlegislativa, a la hora de evaluar leyes ya existentes. Véase sobre esta fase lo dicho en capítulo II, apartado 5.

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En segundo lugar, considero que a través de la racionalidad ética se saca a la luz el sistema de creencias, cultural e históricamente condicionado, que sustenta a una determinada colectividad''^, y en el que se ha de enmarcar necesariamente el proceder legislativo. En terminología de Habermas, se trata de identificar el mundo de la vida de los integrantes de la colectividad, aquel conjunto de actitudes vitales y principios reguladores del comportamiento que, en cuanto compartidos de forma generalizada, no están normalmente sometidos al principio del discurso sino que modulan todo actuar comunicativo. Es cierto que cambios culturales, repentinos o paulatinos pero por lo general ocurrentes en amplios intervalos temporales, pueden hacer necesario el sometimiento de tales contenidos éticos a un discurso racional, pero en todo caso darán lugar a un perfil bajo de debate, en el marco de grandes consensos y sin intereses particulares de por medio. Cada sector del ordenamiento jurídico dispone de sus criterios o principios éticos específicos, referidos al conjunto de interacciones con la realidad social propio de ese sector, por más que se producirán un buen número de coincidencias intersectoriales y que todos ellos serán coherentes con los criterios éticos que inspiran al ordenamiento en su totalidad^*. Dentro de los contenidos éticos que condicionarían la intervención jurídicopenal habría que distinguir en primer lugar unos principios que podríamos denominar estructurales de primer nivel, divididos a su vez en tres grandes grupos, y que establecerían los contornos básicos de una intervención penal legítima: Los principios de la protección atenderían a las pautas delimitadoras de los contenidos de tutela del derecho penal. Los principios de la responsabilidad se ocuparían de los requisitos que deben concurrir en un comportamiento para que se pueda exigir responsabilidad criminal por él, y de algunos aspectos de su verificación. Y los principios de la sanción destacarían los fundamentos de la reacción con sanciones a la conducta

75. Utilizo un concepto de ética diferenciado del de moral, en un sentido similar al que ha asumido Habermas, 1994, 187-207, 217-225, 285-287, en virtud del cual los contenidos morales poseen una validez universal, para cualquiera, mientras los éticos son válidos dentro de una determinada colectividad a partir de la autocomprensión que comparten sus integrantes. De todos modos, véase la matización que hago un poco más abajo. 76. Su identificación podría verse como un primer paso en la tarea señalada por Habermas de descomponer el original sistema de derechos, obtenido mediante el principio discursivo y el medio jurídico, y habitualmente reflejado en las constituciones, en un conjunto de principios y derechos más detallado en el marco del Estado de derecho. Véase Habermas, 1994, 158-160.

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criminalmente responsable^^. A estos principios les es común su origen ético, es decir, una legitimación vinculada a las profundas convicciones culturales de la colectividad'''', por más que el desarrollo de sus componentes en las subsiguientes racionalidades les pueda llevar a operar, según los casos, en planos ético-políticos, pragmáticos, de consistencia o de comunicabilidad. A la racionalidad ética pertenece igualmente el criterio democrático, esto es, el criterio que, una vez aseguradas con los principios estructurales las referencias éticas, va a permitir legitimar decisiones concretas controvertidas en las subsiguientes racionalidades o en la interrelación entre ellas. Este criterio, en el que nos detendremos más adelante^', remite a las convicciones sociales ampliamente mayoritarias, y tiene una relevancia distinta según la racionalidad de la que se trate: de gran importancia en la racionalidad teleológica, desciende en significación a medida que se avanza en los niveles de racionalidad, recuperando de nuevo su importancia cuando se trata de acomodar al conjunto de ellas*". Por lo demás, la propia estructura en cinco niveles de la racionalidad legislativa es una cuestión ética. Se podrá discutir en qué medida los juristas deben ocuparse del conjunto de los niveles de la racionalidad legislativa o, más bien, deben dejar a los políticos la determinación de algunos de ellos, pero en todo caso, a salvo mejores argumentos, no parece que nuestra interacción con la realidad social que ha de ser sometida eventualmente al control social jurídico sancionador deba atender a muchos más contenidos de racionalidad. Queda, sin duda, la cuestión de los contenidos morales, y no meramente éticos*'. Con todo, si aceptamos el planteamiento discursivo de Habermas, creo sostenible afirmar que su diferencia descansa realmente en el diferente grado de aceptación que logran, universal en los primeros, cultural e históricamente condicionada en los segundos, pero la aceptación tanto de unos como de otros se ha de obtener, a nuestros efectos, en el mismo lugar, el discurso creador de

77. Véase una referencia a estos principios, y una provisional profundización en los de tutela y de sanción, en Diez Ripollés, 1997, 12-13; 2000, 6-14. 78. Los principios garantistas, puramente negativos, de Ferrajoli, vid. supra, responderían a una caracterización de la racionalidad ética sustancialmente coincidente. Véase Ferrajoli, 460-465, 947-950, 956-959. 79. Véase infra capítulo V, apartado 5. 80. De hecho es un criterio que puede llegar a desempeñar excepcionalmente un papel dentro de la propia racionalidad ética, en tiempos de profundas variaciones culturales, pero en un contexto limitado. Véase supra. 81. Véase la distinción apuntada supra.

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normas jurídicas, y bajo las mismas condiciones, un determinado contexto ético o mundo de la vida"^. En consecuencia, bien puede decirse que a efectos operativos los criterios morales se incluyen en la racionalidad ética, con la peculiaridad de que poseen un poder de convicción discursiva mayor. En tercer lugar, y por lo que se refiere a la racionalidad teleológica, no comparto el punto de vista de Atienza de que se ha de ocupar de la eficacia de la ley, esto es, de si se pueden lograr los objetivos sociales perseguidos por ella". Sin duda éste es un importante aspecto que deberá ser sometido a consideración en alguna racionalidad, pero creo que hacerlo ya en este momento supone obviar el debate sobre los objetivos legales mismos. Así como en la racionalidad ética hemos descubierto los principios incuestionados que deben orientar cualquier decisión legislativa penal, se trata ahora, en esta racionalidad, de sentar las bases para un discurso éticopolítico en el que, presupuestos los principios anteriores, se produzca una confrontación racional entre contenidos éticos de segundo orden, es decir, carentes de una aceptación libre de cualquier desacuerdo en la colectividad, e intereses particulares y sectoriales muy diversos, procedentes todos ellos de agentes sociales y grupos de presión de amplio espectro*''. Tal confrontación implicará la obtención de compromisos y un empleo decisivo del criterio democrático. De ella habrán de surgir, en el ámbito jurídicopenal en el que nos movemos, una formulación de los objetivos perseguidos por esa concreta decisión legislativa penal, que determine, cuando menos, el objeto de tutela, su grado de protección deseable y los correspondientes niveles de exigencia de responsabilidad y de sanción aplicable que se estiman procedentes en caso de incumplimiento de la norma. De este modo se reflejará el acuerdo ético-político alcanzado sobre la importancia de lo protegido, la intensidad de la obediencia exigida.

82. Véanse algunas insinuaciones en ese sentido en Habermas, 1994, 161-163, 390-395. 83. Véase Atienza, 28, 38, 46-49, quien, con todo, incluye en ocasiones en esta racionalidad la identificación de los objetivos a obtener (38). Concibe esta racionalidad como orientada a la eficiencia de la ley, esto es, al aseguramiento de una correspondencia entre los recursos escasos y los fines pretendidos, Calsamiglia, 172-173, 175-176. 84. Véase en Habermas, 1994, 187-195, 203-207, 340-348, un reconocimiento del momento de contraposición entre contenidos éticos y morales, e intereses, en la formación deliberativa y democrática de la voluntad política. Sobre el modo en que se desenvuelven los agentes sociales y los grupos de presión en el proceso legislativo penal: véase lo dicho en capítulo II.

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las repercusiones negativas derivadas de tal desobediencia y su interrelación. Creo, en cuarto lugar, que es la racionalidad pragmática la que tiene la misión de ajustar los objetivos trazados por la racionalidad teleológica a las posibilidades reales de intervención social que están al alcance de la correspondiente decisión legislativa. Ello implica, en el ámbito jurídicopenal, asegurar lo más posible una respuesta positiva a una serie de exigencias mutuamente entrelazadas planteadas a la norma: Que el mandato o la prohibición sean susceptibles de ser cumplidos, satisfaciendo así la función de la norma como directiva de conducta. Que se va a estar en condiciones de reaccionar al incumplimiento del mandato o la prohibición mediante la aplicación coactiva de la ley, satisfaciendo así su función como expectativa normativa; la pregunta se extiende desde la persecución policial hasta la ejecución de la sanción, pasando por la activación de la administración de justicia*^. Que el directo cumplimiento de la norma es presumible que produzca los efectos de tutela perseguidos. Que la aplicación contrafáctica de la norma va a producir indirectamente esos mismos efectos de tutela. Y que la aplicación de la norma se va a poder mantener dentro de la delimitación perseguida de la responsabilidad y de la sanción. Mientras las dos primeras exigencias se ocupan de la efectividad de la norma, esto es, de su puesta en práctica o vigencia, las tres restantes lo hacen de su eficacia, es decir, de la obtención de los objetivos de tutela perseguidos**. Ambos aspectos, en cualquier caso, forman parte de una racionalidad pragmática que, en el ámbito del control social jurídico sancionador, tiene como presupuesto necesario, aunque no suficiente, para la obtención de los efectos de tutela pretendidos, la incidencia de la norma sobre los ciudadanos destinatarios de ella**^. 85. Apunta a esta distinción entre cumplimiento y aplicación Calsamiglia, 171172. Véase también la ilustrativa referencia que hace Larrauri Pijoan, 2001, 98, al escaso uso de esa diferencia terminológica en nuestro lenguaje políticocriminal frente al hábito contrario anglosajón. 86. Véase una clara distinción entre ambos aspectos en derecho penal en Hassemer-Steinert-Treiber, 20. 87. La propuesta realizada supone introducir la mayor parte de la racionalidad teleológica de Atienza en la racionalidad pragmática. Con todo hay que destacar que él mismo es consciente de la difícil diferenciación entre ambas, y que, ai analizar las racionalidades en sentido inverso a como nosotros lo hacemos, considera aspectos de efectividad previamente a los de eficacia. Véase Atienza, 27-28, 36-38, 42-49. Parece vincular en la racionalidad pragmática la eficacia y la efectividad Calsamiglia, 167168, 171-172, quien, por lo demás, nos recuerda la dificultad ínsita en la previsión de consecuencias.

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Comparto por lo demás la habitual caracterización de las racionalidades jurídico-formal y lingüística, la primera encaminada a asegurar un sistema jurídico coherente, y la segunda a garantizar las habilidades comunicacionales de las normas*^. Considero asimismo un acierto la configuración por Atienza de la eficiencia como una dimensión transversal, que no constituye un nivel de racionalidad independiente sino una cualidad exigible a cada una de las racionalidades y a la interrelación entre ellas. Dentro de cada racionalidad, asumiendo la pluralidad de contenidos existente, se trataría de prevenir que la priorización de ciertos aspectos en detrimento de otros no llegara hasta ei punto de que ya no correspondiera a un análisis de coste-beneficio. Y un papel semejante jugaría en el momento de integrar las diversas racionalidades en una sola norma legal^'. A partir de los presupuestos anteriores, una ley padecerá de irracionalidad ética si no se ajusta en su contenido a los criterios o principios éticos incuestionados del sector jurídico en el que nos movamos, en el caso del derecho penal, los principios estructurales antedichos. También carecerá de ella si renuncia al criterio democrático como principio último de resolución de las controversias dentro y entre las subsiguientes racionalidades'", o si prescinde de una estructura de racionalidad legislativa equivalente a la vigente en un determinado momento histórico y cultural. La irracionalidad teleológica aparecerá en la medida en que los objetivos a perseguir por la ley no hayan sido acordados en el marco de un empleo discursivo del criterio democrático, que haya prestado la debida atención a todos los componentes ético-políticos relevantes, o no reflejen tal acuerdo. La irracionalidad pragmática surgirá tanto ante leyes penales que no son susceptibles de un apreciable cumplimiento por los ciudadanos o de una significativa aplicación por los órganos del control social jurídico sancionador, cuanto ante leyes que, en cualquier caso, no logran los objetivos pretendidos. La irracionalidad jurídicoformal la posee-

Por otro lado, la medida en que la distinción entre racionalidad teleológica y pragmática se superpone con la ahora en Alemania profusamente utilizada distinción entre Verhaltensnorm y Sanktionsnorm es algo que dejamos para otro momento. Véase recientemente Haffke, 955 ss. 88. Véase Atienza, 27-36. Con razón previene Calsamiglia, 170, 176-177, frente a la tentación de trasponer sin más los criterios habituales de consistencia y sistematicidad propios de la aplicación del derecho a su creación, abogando por una elaboración relativamente autónoma de estos últimos. 89. Véase Atienza, 93-94. 90. El real pero limitado papel que juega en la racionalidad ética ya lo hemos señalado.

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rán leyes inconsistentes consigo mismas o que introducen o dejan sin resolver incoherencias en el sector jurídico en el que se insertan o en el conjunto del ordenamiento. Y la irracionalidad lingüística afectará a leyes cuya formulación impide o dificulta la transmisión de sus contenidos a los destinatarios de su cumplimiento o aplicación". Por último, y como Atienza ha señalado'^, la racionalidad legislativa precisa para su plenitud considerar la interrelación entre sus diversos niveles'^. A este respecto, una regla operativa útil en caso de conflicto puede ser la de que los niveles superiores primen sobre los inferiores, es decir, el ético sobre todos, el teleológico sobre el pragmático, jurídicoformal y lingüístico, etc. Sin embargo, este criterio debe matizarse, pues una de las funciones de la idea de eficiencia es lograr un equilibrio óptimo entre las diversas racionalidades, de modo que en ningún caso el aseguramiento de un determinado nivel de racionalidad conlleve la anulación de otro u otros'''. Esta pretensión, por otra parte, será en ocasiones lo suficientemente compleja de llevar a cabo como para que haya que acudir'^ al criterio democrático para dilucidar las pérdidas de racionalidad socialmente asumibles. Bajo esos parámetros, y sólo a título ejemplificativo'^, es fácil imaginar que la racionalidad ética tropezará con la teleológica cuando ésta se trace objetivos incompatibles con los criterios éticos fundamentales, con la pragmática cuando ésta busque asegurar la aplicación de la ley aun a costa de ciertas garantías ciudadanas, o con la jurídicoformal y lingüística cuando se vea conveniente mermar la seguridad jurídica o precisión comunicacional para favorecer ciertos márgenes de equidad en el caso concreto. Y que la teleológica, ade-

91. Sobre los diferentes supuestos de irracionalidad no podemos detenernos ahora. Su análisis presupone un estudio pormenorizado de cada una de las racionalidades. Véanse con todo los cuidadosamente identificados por Atienza, 29-30, 33, 37, 38, 39, 44-48. 92. Véase Atienza, 57-63, respecto a lo que él llama, con poco acierto, estática legislativa. 93. Me refiero en este pasaje a casos de conflicto entre racionalidades. Otra forma de interrelación entre ellas es la que se da en la medida en que las exigencias de una coadyuvan a la obtención de otra u otras. Véanse sobre estos casos, no problemáticos mientras se mantenga claramente la delimitación entre los elementos correspondientes a cada racionalidad, Atienza, 57-63; Calsamiglia, 172-178; Sáinz Moreno, 20-22. 94. En este sentido Atienza, 92-94. Véase sobre el contenido de la eficiencia lo dicho supra. 95. Por lo general sólo de la racionalidad teleológica para abajo. Véase supra el limitado papel del criterio democrático en la racionalidad ética. 96. Véase más ampliamente Atienza, 58-63. También Calsamiglia, 169, 170-171, 174.

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más, se verá frecuentemente confrontada con la pragmática a la hora de garantizar la obtención de sus objetivos, o con la jurídicoformal si pretende establecerlos sin preocuparse de su encaje en el conjunto de pretensiones vigentes en el actual ordenamiento jurídico. 3.2.

Su diversa presencia en la dinámica legislativa

En otro lugar he expuesto la necesidad de que todo modelo de legislación racional evite quedarse en el plano puramente prescriptivo, en el que se identifican los diversos contenidos de racionalidad a tener en cuenta, pero al que no le es directamente accesible el contexto operacional en el que tales racionalidades han de desenvolverse. A tales efectos he desarrollado un modelo dinámico de legislación penal que describe y analiza críticamente el concreto funcionamiento del proceder legislativo, creando así las bases para el efectivo asentamiento de las diversas racionalidades en la práctica legislativa'^. Concluida una primera formulación de la estructura y los contenidos de la racionalidad legislativa, puede resultar útil realizar una provisional distribución de sus niveles dentro de las diferentes fases y etapas de la dinámica legislativa, no sin destacar desde el primer momento el diferente grado en que cada una de las racionalidades habrá de estar presente en los respectivos tramos operacionales'^ Las racionalidades que predominarán en la fase prelegislativa varían sustancialmente según la etapa de ella en la que nos encontremos. Durante las primeras etapas, de acreditación de una disfunción social, consolidación del correspondiente malestar colectivo y configuración de una opinión pública, es la racionalidad teleológica condicionada por la ética la que ocupa el primer plano; sin embargo, la racionalidad pragmática se va progresivamente esbozando, en especial cuando en la opinión pública se aprecian formulaciones cercanas a un programa de acción. La racionalidad pragmática es la que ocupará el primer plano en la elaboración de programas de acción por los grupos de presión expertos, quienes se introducirán además con alguna frecuencia en el contexto de la racionalidad jurídicoformal y lingüística; por el contrario, los programas de acción de los grupos de presión mediáticos y populistas será extraño que alcancen la racionalidad pragmática, y sólo limitada o excepcionalmente se ocuparán de la racionalidad jurídicoformal o lingüística.

97. Véase supra capítulo II." 98. En lo que sigue me remito a los conceptos desarrollados en el capítulo II.

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En la elaboración de los proyectos o proposiciones de ley por las burocracias estará presente el conjunto de racionalidades, si bien será frecuente que la racionalidad teleológica venga ya muy condicionada y el trabajo se centre en las racionalidades pragmática, jurídicoformal y lingüística, con la debida toma en consideración de la ética''. En las diferentes etapas de la fase legislativa estarán presentes en todo momento las cinco racionalidades. La evolución apreciada en la fase prelegislativa desde una racionalidad ética a una lingüística no se registrará en esta fase. Al contrario, volverán a replantearse cuestiones de racionalidad ética y teleológica, que con frecuencia pasarán a ocupar más espacio en el debate que, desde luego, las racionalidades jurídicoformal y lingüística. Es el periodo del proceder legislativo en el que, por otra parte, saltarán a primer plano las posibles incompatibilidades entre las diversas racionalidades""*. En la fase postlegislativa se atiende de manera muy segmentada a las diversas racionalidades, consecuencia de que las plurales actividades de evaluación desarrolladas se suelen focalizar cada una de ellas en una u otra de esas racionalidades. En cualquier caso, predominará la racionalidad pragmática, y luego la jurídicoformal"". A salvo la necesaria profundización en la imbricación entre los contenidos de racionalidad y las fases operacionales del proceder legislativo'"^, lo hasta ahora visto permite sacar ya alguna conclusión relevante. Singularmente la de que la racionalidad legislativa no es, ni mucho menos, un asunto de juristas, técnicos o legisladores, sino que se desenvuelve en ámbitos sociales muy diversos. De especial significación resulta detenerse en la fase prelegislativa y observar en qué importante medida en las etapas previas a la de intervención de las burocracias entran en acción casi todas las racionalidades.

99. Para Atienza, 69, en esta fase están especialmente implicadas las racionalidades teleológica —que incluye contenidos por mí considerados pragmáticos— y ética; para Rodríguez Mondragón, 85-87, parecen predominar en esta fase las racionalidades ética, teleológica y pragmática. 100. Para Atienza, 69, están implicadas todas las racionalidades; para Rodríguez Mondragón, 87-88, parece que predominan las racionalidades jurídicoformal y lingüística, aunque también están presentes la teleológica y la pragmática. 101. Para Rodríguez Mondragón, 89, también predominará la racionalidad pragmática; para Atienza, 69, están en primer plano la jurídicoformal, la pragmática y la teleológica. 102. Que, como tantos otros aspectos de una teoría de la legislación, se mueve todavía en un plano preliminar.

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4. El desarrollo de la racionalidad legislativa penal Establecidos los contenidos básicos de una racionalidad legislativa que podría acomodarse a las necesidades jurídicopenales, el siguiente paso habría de consistir en dotar a los diversos niveles de racionalidad de principios, reglas y criterios diferenciados. Sólo ese desarrollo ulterior de la teoría de la legislación, que debiera especificarse según los sectores jurídicos objeto de atención, va a permitir enriquecer sus contenidos de modo que pueda abandonar meras caracterizaciones globales sobre cómo debiera ser el proceder legislativo y estar en condiciones de aportar instrumentos útiles para la elaboración del derecho. Los avances ya registrados genéricamente sobre las racionalidades lingüística y jurídicoformal'"^ deben especificarse en función de los diversos sectores jurídicos a los que atienden, y deben extenderse al resto de racionalidades. Sin duda la identificación de las disciplinas científicas o técnicas que tienen más importancia en cada una de las racionalidades es una labor meritoria'"'', pero un progreso sustancial sólo será posible si se avanza en las tareas acabadas de reseñar. 4.1.

Su sentido dentro de la actual política criminal

Pero antes de realizar progresos en la identificación y concreción de esas pautas en los diversos niveles de la racionalidad legislativa penal hay que responder convincentemente a una pregunta: si tiene sentido construir en derecho penal una nueva estructura conceptual, a cuenta de la creación de las leyes penales, pasando por alto que disponemos ya de teorías como la del bien jurídico, la jurídica del delito y la de los fines de la pena, cuya solidez, en especial la de las dos últimas, parece ofrecer expectativas de poder atender directamente a los problemas que nos preocupan'"^. En resumidas cuentas, tales construcciones teóricas ya habrían llevado a término la tarea de plasmar el conjunto de racionalidades en el derecho penal. Considero que, al margen de los argumentos generales, hay dos buenas razones para desarrollar una teoría de la legislación penal que, sin abdicar de los logros ya obtenidos en otros ámbitos de la 103. Plasmados en las directrices legislativas vigentes en diversos países. Véase en España, de modo especial, Acuerdo del Consejo de Ministros de 18-10-91. 104. Véase por ejemplo la tarea a este respecto realizada por Atienza, 30-31, 33, 37, 38, 39-40. 105. En último término, no se puede negar que ellas se han edificado en buena medida, correctamente, a partir de los contenidos de la racionalidad ética.

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reflexión jurídicopenal, ofrezca nuevas perspectivas de profundización en contenidos de racionalidad. —La primera de ellas tiene que ver con la necesidad de liberar a la reflexión jurídicopenal de las ataduras impuestas por las consecuencias del positivismo jurídico, y que le han impedido desarrollar todas sus potencialidades racionalizado ras: aunque en menor medida que en otros sectores jurídicos, hemos podido comprobar cómo el desplazamiento del énfasis desde la legislación a la aplicación del derecho ha afectado también de lleno al derecho penal"*^. Aun a riesgo de repetir algo de lo ya dicho'"^, conviene recordar que la consolidación del positivismo jurídico sentó las bases de una determinada manera de acercarse científicamente al derecho penal: hay que partir del derecho puesto, del derecho ya dado, mientras que la creación del derecho se deja en manos de un legislador al que en buena medida no se le plantean exigencias de racionalidad, exigencias que se reconducen a la aplicación del derecho*''^ La doctrina penal reacciona a esta situación de manera defensiva, no cuestionando la premisa mayor, la irracionalidad del legislador, sino intentando contrarrestarla mediante la racionalidad del aplicador del derecho, lo que implica dedicarse a racionalizar el derecho ya existente, considerado intocable. Eso explica que la legitimación del derecho penal se construya por la doctrina penal desde la teoría de los fines de la pena: lo que hay que legitimar no son los contenidos de tutela o las estructuras básicas de exigencia de responsabilidad, ni siquiera el sistema de penas. La determinación de todo eso compete a un legislador político cuyas decisiones son incuestionables. Lo que hay que justificar desde perspectivas éticas y teleológicas es simplemente la naturaleza de los efectos a lograr con una sanción así predeterminada. Por otro lado, esa trascendente reducción de los contenidos a legitimar'**' se ve potenciada en el debate contemporáneo por diversos factores: uno

106. Véase supra apartado 1.1. 107. Véase el párrafo del apartado 1.1 relativo al confinamiento de los penalistas en la aplicación del derecho. 108. El Estado de derecho constitucional crea ciertamente una racionalidad legislativa en su plano más elevado, la Constitución, pero, como hemos visto, ella repercute escasamente sobre el legislador, ejerciendo sus efectos especialmente en la aplicación del derecho, con el fenómeno de la judicialización. 109. Por más que, a partir de las conclusiones obtenidas sobre la legitimación de los efectos de la pena, pero sólo a partir de ellas, se puedan derivar consecuencias respecto a la naturaleza de los objetos de tutela, los contenidos de la responsabihdad y la configuración de las penas.

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de ellos es la reconducción de los planteamientos retributivos, abandonados los enfoques del idealismo alemán, a determinadas modalidades de prevención general""; otro, el afianzamiento de las teorías unitarias de la pena, que han sido capaces de desactivar los aspectos más problemáticos de las diversas teorías preventivas. Como consecuencia de ello, el debate actual sobre la pena ha abandonado en gran medida incluso el plano ético o teleológico para girar especialmente sobre problemas de racionalidad pragmática y, aun dentro de ella, más sobre problemas de efectividad que de eficacia: se trata primordialmente de verificar qué efectos son los más adecuados para asegurar que cualesquiera leyes realmente se cumplan o, en su defecto, se apliquen'". Mientras, por encima de toda esta evolución epistemológica sobrevuela el problema de la fundamentación de la pena —y sólo en cuanto de la pena, se dice, también del derecho penal—, aspecto al que se reconoce su primacía sobre la teoría de los fines de la pena pero al que se remite, vagamente, a la teoría sobre los objetos de tutela"^. Un poco más tarde la reflexión jurídicopenal se dedica asimismo a construir un sistema de responsabilidad que en todo momento se reclama destilación refinada del derecho vigente, al que interpreta y sistematiza. De ahí que asuma con entusiasmo la denominación de dogmática, como sinónimo de cientificismo, en cuanto se liga a un hecho, el derecho positivo, como dogma. Es cierto que la extremada perfección adquirida por tal sistema y plasmada en la teoría jurídica del delito ha hecho que terminara influyendo notablemente en la creación del derecho a la hora de fijar los criterios de responsabilidad; pero lo ha hecho mediante la detección de quiebras en el derecho vigente. Y lo que es más importante, incluso en tales casos se ha visto a sí misma desde una perspectiva negativa, condicionada por la iniciativa de otros, del legislador, lo que explica la presentación de

l i o . Véanse, por todos, respecto a la aproximación de las modernas teorías retributivas a las preventivo-generales integradoras, Hassemer-Steinert-Treiber, 162; Silva Sánchez, 1992, 198-210. 111. Véase sobre todos estos conceptos supra apartado 4.3. Por otra parte, de ese descenso del debate doctrinal a niveles de racionalidad inferiores no se libran, desde luego, las perspectivas abolicionistas, que se limitan a replantear el problema prestando especial atención a los ámbitos extrapenales. 112. Véase una crítica a la fundamentación del derecho penal exclusivamente desde la teoría de los fines de la pena en Diez RipoUés, 1988, 1086-1087; 1990, 318-319; 1991, 789 ss.; 2001, 6; Silva Sánchez, 1992, 179-181, 187-188, 193, 195-196, 217, 281; Valle Muñiz, 22; Prieto del Pino, 361-367.

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sus principios básicos como principios limitadores'", o su habitual denominación como derecho penal garantista. Y es al final de esta evolución cuando la reflexión penal se ha ocupado de construir una teoría sobre los contenidos de protección, a partir de la teoría del bien jurídico. Teoría, sin embargo, que no se aparta del enfoque garantista, meramente limitador de las iniciativas del legislador, ya adoptado por el sistema de responsabilidad. En este sentido, se adopta la sorprendente tesis de que, como las sanciones del derecho penal son muy graves, se han de restringir los objetos de tutela, lo que explicaría el principio de fragmentariedad, de subsidiariedad... Lo lógico, por el contrario, hubiera sido seleccionar primero los objetos de tutela especialmente importantes, y plantearse luego desde criterios éticos, teleológicos y pragmáticos hasta dónde se puede llegar para su protección en el uso del arsenal sancionador disponible en el Estado de derecho constitucional. En suma, la reflexión jurídicopenal se ha visto atrapada en una estrategia equivocada: no hay que asumir el arbitrio irracional del legislador e intentar atemperarlo mediante principios limitadores en el momento de la aplicación del derecho'", sino que hay que someter al legislador desde el inicio de su actividad a criterios racionales de legislación, previendo los medios jurídicopolíticos para ello. Un ejemplo significativo de lo difícil que resulta eludir la trampa puesta desde hace décadas por el positivismo jurídico a la reflexión jurídicopenal es, entre nosotros, la postura metodológica adoptada por Silva Sánchez: aunque el autor en algún momento parece considerar que es a través de las reformas legales, de la legislación, como se puede lograr de manera determinante que los fines y valores legitimadores que aporta la política criminal encuentren su debido reflejo en el derecho penal, en un momento temprano de su exposición, al adoptar la trascendente decisión de que es la dogmática el lugar fundamental de reflexión jurídicopenal, desplaza definitivamente el centro de atención de la creación a la aplicación del derecho. Ciertamente tal quiebro argumental no conlleva una restricción del razonamiento jurídicopenal, desde ahora dogmático, a la mera interpretación y sistematización del derecho positivo; muy al contrario, defiende una dogmática que se afana en la búsqueda de las premisas valorativas del derecho penal"^, lo que le conduce a los valores so-

113. Véase cita precedente y lo que se dirá en capítulo IV. 114. O durante su creación pero formulándolos desde una localización periférica. 115. La medida en que la atribución de tal tarea a la Dogmática supone una suplantación por ésta de la misión propia de la Política criminal, que el propio Silva ha

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cio-culturales vigentes, en cuya identificación será punto de referencia necesario, aunque no suficiente, la Constitución, pues el carácter abierto e impreciso de ésta obliga a acudir a los contenidos de una filosofía jurídica que sea compatible con los valores constitucionales y refleje los valores culturales dominantes. Pero lo que aquí nos interesa destacar es que todo ese proceso reflexivo, en la medida en que se realiza en el plano dogmático, tiene un límite irrebasable, que Silva se encarga de recordar en muy diversos lugares, el derecho positivo: la determinación de los fines del derecho penal, la construcción del sistema de atribución de responsabilidad penal... tienen amplios márgenes para la argumentación de diferentes alternativas, pero todas ellas han de ser compatibles con los enunciados del derecho positivo"^. Es indudable, como se encarga de recordar Silva, que la reflexión dogmática puede llegar a conclusiones críticas sobre el derecho vigente, pero la perspectiva de lege lata en la que aquélla se mueve"^ le imposibilita sacar consecuencias prácticas de ello: una vez agotadas todas las posibilidades, aun las más generosas, ofrecidas por los criterios de interpretación legal... sólo queda la respetuosa petición al legislador de que modifique la ley. Y ahí acaba la reflexión jurídicopenal, porque la creación del derecho no es asunto suyo. De este modo, un esfuerzo de fundamentación del derecho penal tan meritorio como el realizado por este autor cae en la misma trampa que sus predecesores: el jurista ha de presuponer la legitimidad del derecho vigente, y limitarse a buscarle sentido, con mayores o menores pretensiones, dentro de los límites ya dados. Si no se conforma con eso y quiere deslegitimar los fundamentos del derecho vigente habrá de

dicho previamente (véase, entre otros lugares, Silva Sánchez, 1992, 43-48) que es la encargada de identificar los fines y valores que han de regir la creación y aplicación del derecho penal, ha de quedar ahora fuera de discusión, pues estamos, a mi juicio, ante una confusión muy extendida que precisa de amplio espacio para refutarla. 116. Sobre la postura de Silva aquí recogida, véanse, entre otros pasajes, Silva Sánchez, 1992, 43-48, 52, 98-99, 103-114, 118-122, 133-134, 139-145, 173-174, 193-195. Su planteamiento no parece haber cambiado desde entonces, sino que más bien se ha reforzado, como lo muestra cuando en Silva Sánchez, 1999, 75-82, al sostener la posibilidad de una ciencia del derecho penal supranacional —al menos en el mundo occidental—, que configuraría el derecho penal sobre unos mismos valores compartidos, introduce la salvedad de que en todo caso se habrían de respetar los respectivos derechos positivos. 117. Y que el propio Silva, a la vez que la reconoce, pone especial interés en destacar que ofrece diferentes grados de vinculación según el ámbito en el que nos movamos, siendo menos estrecho en la Parte general del derecho penal. Véase Silva Sánchez, 1992, 118-122.

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abandonar su profesión y convertirse en un político, oficio poco acreditado académicamente. Si, obstinadamente, persiste en su deseo de seguir siendo jurista y meterse en camisa de once varas, lo mejor que puede hacer es lo que ya conocemos, vaciar la función de la ley, darle la vuelta mediante la actitud judicializadora que ya hemos visto y criticado en los primeros apartados"*. La segunda de las razones tiene que ver con la siempre aplazada extensión de la racionalidad jurídicopenal a los contenidos susceptibles de ser aportados por el conjunto de las ciencias sociales. Resulta plausible pensar que uno de los motivos fundamentales de que hayan fracasado todos los intentos hasta ahora realizados por insertar en el derecho penal los conocimientos de tales disciplinas, pese a que se han puesto reiteradamente de manifiesto las ventajas que reportarían, tiene que ver con el hecho de que se ha escogido un punto de referencia equivocado, la aplicación del derecho, cuando su pleno desenvolvimiento debe tener lugar en el marco de la creación del derecho'". Dentro de él, es en el ámbito, especialmente, de las racionalidades teleológica y pragmática donde pueden ofrecer toda su utilidad. 4.2.

Su relación con la racionalidad en la administración de justicia penal

Por lo demás, ya hemos tenido ocasión de constatar cómo el derecho penal mantiene unas capacidades de racionalización de la ley mayores que otros sectores jurídicos'^", y su habituación al uso de estructuras racionales rígidas y refinadas en la aplicación del derecho, como la de la teoría jurídica del delito, le coloca en una situación aventajada para fomentar estructuras categoriales de naturaleza similar en la creación del derecho'^'. No deberíamos, sin embargo, caer en el error de trasponer sin más la teoría jurídica del delito al ámbito de la racionalidad legislativa. El conjunto de principios que la sustentan deberá ser analizado en un nivel u otro de racionalidad, pero ello sucederá en el contexto de

118. Véase en especial apartado 1. 119. Llaman la atención sobre su importancia en este ámbito Hassemer-SteinertTreiber, 2. 120. Véase supra apartado 1.1 in fine. 121. Siempre que venza algunas inercias, como el efecto secante de la teoría jurídica del delito aludido en apartado 1.1 in fine. Véase ya una propuesta en ese sentido en Diez Ripollés, 1997, 14-15.

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la racionalidad correspondiente. La racionalidad legislativa no se agota en el aseguramiento de un sistema de responsabilidad socialmente convincente, debiendo atender igualmente, cuando menos, a una correcta determinación de los objetos de tutela y del sistema de sanciones. Tampoco, por mucha coincidencia que se produzca, es lo mismo establecer los criterios que en un momento cultural e histórico determinado han de regir la exigencia de responsabilidad por los actos de uno, que plasmar tales criterios de manera operativa en el marco de un proceso judicial encargado de determinar tal responsabilidad en un caso concreto. Fácil de apreciar es, por otra parte, la superposición parcial de contenidos que se produce entre los niveles de racionalidad legislativa y los criterios de interpretación de las leyes'^^. Así, la racionalidad lingüística se aproximaría al criterio gramatical, la racionalidad jurídicoformal al criterio sistemático, la racionalidad pragmática, en alguna medida, al criterio histórico, y la racionalidad teleológica al criterio teleológico-valorativo. Aún podría decirse que de algún modo la racionalidad ética tendría algo que ver con el criterio de interpretación conforme a la constitución. Este solapamiento no ha de extrañar, pues si a través de los diversos niveles de racionalidad legislativa se deciden los contenidos de la ley, es justamente la determinación de esos contenidos lo que persiguen los criterios de interpretación. Por otro lado, tal coincidencia parcial refuerza la consistencia del derecho penal como instrumento de control social, al dotarle de un sustrato epistemológico equivalente en diferentes niveles operacionales, asegurando la continuidad de una misma estructura de racionalidad en la creación y en la aplicación del derecho. De ahí que se haya de fomentar tal vinculación, aunque sin buscar paralelismos rígidos sospechosos. Entre otros motivos porque, dado el nivel aún rudimentario de la teoría y técnica legislativas, está todavía pendiente de una convincente disipación la duda de si no estaremos ante una coincidencia sólo superficial, deliberadamente buscada para ocultar las carencias conceptuales de la racionalidad legislativa mediante su acercamiento a modelos ya conocidos y consolidados en otros ámbitos del derecho penal. Es la idea de coordinación, más que de identificación, la que debería regir las relaciones entre las racionalidades de creación y aplicación del derecho'".

122. Véase Atienza, 97-99, quien establece una vinculación más estrecha que la que yo formulo. 123. Estima que una racionalidad legislativa desarrollada terminaría condicionando la racionalidad judicial de forma decisiva Calsamiglia, 177.

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Ciertamente los intentos de descomposición de los diversos niveles de la racionalidad legislativa penal serán inicialmente provisionales e incompletos. Ni siquiera estarán probablemente en condiciones de mantener una cierta proporcionalidad en la atención prestada a los contenidos de cada una de las racionalidades, centrándose más bien en aspectos de algunas de ellas de especial interés. Pero si logran distribuir de manera coherente principios y criterios entre las diversas racionalidades, y enriquecerlas progresivamente, ya se habrá realizado una labor, modesta, pero trascendente. A mi juicio, y sin perjuicio de su denominación como principio, regla o criterio, los materiales que se han de introducir en las sucesivas racionalidades pueden responder a alguna de las caracterizaciones siguientes: Por un lado, a partir de los principios estructurales de primer grado y, en menor medida, del criterio democrático, identificados y alojados en la racionalidad ética, se han de descomponer una serie de principios estructurales de segundo grado que desenvuelven su actividad dentro de los presupuestos específicos de alguna de las subsiguientes racionalidades, a cuyas pautas ético-políticas, de efectividad y eficacia, de consistencia o de comunicabilidad sirven. Por otro lado, existen unos principios a los que podemos denominar coyunturales, los cuales ya no constituirían un desarrollo de los principios estructurales de primer grado en cualquiera de las racionalidades subsiguientes, sino que, sin contradecir a éstos, expandirían las exigencias de racionalidad del nivel en el que se localizan en un plano más restringido y contingente, muy vinculado a las cambiantes realidades sociales o jurídicas, y sin un último fundamento ético. Ello explicaría igualmente que su relevancia se confine al ámbito de la creación del derecho, sin que tengan reflejo operativo en la aplicación de éste por la jurisdicción o la ejecución penales, a diferencia de lo que será normal en los principios estructurales'^''.

124. Véase una primera formulación de estos principios en Diez Ripollés, 1997, 12-13, 15-17.

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Capítulo IV LA RACIONALIDAD ÉTICA EN LA LEGISLACIÓN PENAL

1. Límites de la propuesta Lo que sigue a continuación no pretende ser una propuesta sintética de fundamentación del derecho penal. Ciertamente en las próximas páginas van a surgir la mayor parte de los principios y criterios usualmente empleados para dotar de fundamento al derecho penal. Pero no es mi pretensión acometer semejante tarea, la cual exigiría una argumentación detenida de los puntos de partida previos, sociológicos y filosóficos, adoptados, argumentación que, como se verá, va a estar en gran medida ausente de este trabajo. Mi aspiración se limita a profundizar en el modelo de racionalidad legislativa penal que he esbozado en el capítulo precedente. A tales efectos quiero exponer a continuación los contenidos de lo que he denominado la racionalidad ética, es decir, el primer nivel de racionalidad legislativa, aquel que contiene los elementos básicos y que por ello mismo condiciona a los restantes. Mis metas se reducen a lograr una identificación correcta de los principios de este nivel, así como su adecuado deslinde de los pertenecientes a niveles posteriores, con la esperanza de lograr una imagen coherente de la racionalidad ética. En línea con ese propósito, la caracterización que se haga de cada uno de los principios incluidos irá sustancialmente encaminada a dar razones convincentes sobre su presencia en este nivel de racionalidad, y no debe esperarse que sean objeto de una fundamentación que vaya más allá de lo imprescindible para las pretensiones anteriores. Descarto, por consiguiente, entrar en la rica polémica sobre los contenidos de estos principios, algo que, como he señalado. 109

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exigiría un estudio detenido sobre los fundamentos del derecho penal. De hecho, me sentiría ya satisfecho si logro formular una propuesta que pueda servir de base para otras más elaboradas que se apoyaran en la aquí presentada. Aunque la labor de identificar los contenidos de la racionalidad ética puede parecer sencilla, en cuanto que nos movemos en un plano elemental, que se limita a recoger convicciones muy arraigadas en un determinado periodo histórico, ya he tenido ocasión de llamar la atención sobre la continua, aunque lenta, evolución de los componentes éticos'. De todos modos, el mayor riesgo consiste en atribuir a este primer nivel de racionalidad elementos que, por muy relevantes que se consideren en estos momentos, no corresponden a creencias firmemente establecidas y relativamente inmunes al cambio. De ahí que la propuesta que presento esté abierta a todo tipo de reconsideraciones que permitan corregir los errores cometidos. Asimismo especial atención se habrá de prestar, en algún momento, al criterio, también ético, que permite legitimar decisiones concretas controvertidas en las subsiguientes racionalidades o en la interrelación entre ellas, esto es, al criterio democrático y a las alternativas que se plantean frente a éF. Discrepo, por lo demás, de la opinión de quienes estiman que este primer nivel de racionalidad, pese a su trascendencia, no puede aportar excesivos contenidos positivos o constructivos al proceso legislativo, suministrando sustancialmente exigencias negativas^. Muy al contrario, los valores que aquí hemos de identificar deben ser capaces de destacar las directrices por las que ha de transitar el conjunto de niveles de racionalidad legislativa, y para ello no pueden limitarse a señalar aquellas vías que resultan intransitables, sino que han de ser capaces asimismo de indicar la dirección correcta. De modo semejante, no basta con colocar en el encabezamiento de la racionalidad legislativa imponentes y genéricos principios, cuya excelencia impide que entren en contacto con los ulteriores y menos exquisitos niveles de racionalidad.

1. Véase, sobre la forma en que la sociedad toma en consideración esos cambios en las concepciones éticas, supra capítulo III, apartado 3.1. 2. Sobre el papel de este criterio, véase infra capítulo V, apartado 5. 3. Así Atienza, 1997, 39-40, 63, aunque reconociendo su determinante influencia sobre todo el proceso legislativo. Desde una visión más específica y dentro ya del derecho penal, en realidad también Ferrajoli (véase el análisis de este autor supra capítulo III, apartado 2.2).

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2. El sustrato de la racionalidad ética. El sistema de creencias La legislación penal, como el derecho penal en su conjunto, se mueve en el campo del control social jurídico sancionador, control encaminado a garantizar el orden social de convivencia. Este orden de convivencia, que implica la interacción y coordinación de los planes de vida de los diferentes miembros de la sociedad, no puede ni asegurarse ni legitimarse en la sociedad moderna si no se corresponde con el sistema básico de creencias del conjunto de la sociedad. Por tal hay que entender un entramado originario de actitudes vitales y principios reguladores del comportamiento, que condicionan de manera determinante los modos de interacción de los miembros de la sociedad y cuya aceptación está tan arraigada que sólo muy de cuando en cuando se somete alguno de sus aspectos a discusión. Su procedencia es imprecisa, debiendo rastrearse a través de largos periodos históricos de convivencia social, durante los cuales han ido sedimentándose y evolucionando, pero su identificación en un determinado momento histórico-cultural no debe ofrecer grandes dificultades, dada su generalizada asunción en todos los sectores sociales y su cualidad de rasgos definitorios de nuestra identidad social''. Habermas ha identificado ese sistema básico de creencias con lo que él denomina mundo de la vida, y lo ha convertido en uno de los elementos fundamentales de su teoría de la sociedad. En efecto, para él la sociedad moderna se estructura simultáneamente de modo normativo y sistémico, de modo que en ella hay que lograr tanto una integración social, basada en un consenso normativo, como una integración sistémica, derivada de sistemas no normativos, como el económico y el administrativo, que son ajenos a la conciencia de sus actores. La integración social se apoyaría en el mundo de la vida, esto es, en un sustrato de convicciones compartidas o precomprensiones, que no serían susceptibles de ser sometidas a discurso porque los partícipes de la comunicación social no pueden trascenderlas^, pero que sentarían las bases para que, con la mediación del lenguaje, se pudie-

4. Esta última expresión la utiliza Amelung, 1980, 36, 24. 5. Para Habermas el mundo de la vida sólo puede venirse abajo, derrumbarse en un determinado momento histórico, pero no cuestionarse mediante un discurso. Véase Habermas, 1987, II, 185-192. En mi opinión, sin embargo, el derecho nos ofrece de vez en cuando ejemplos de cómo ciertos principios significativos de nuestro sistema de creencias son sustituidos por otros en procesos lentos pero que implican un cuestionamiento racional de los principios que les han precedido. Más adelante llamaré la atención sobre la evolución del principio de imputación personal en este sentido.

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ran cuestionar discursivamente las restantes pretensiones de validez, entre ellas la que da lugar al discurso prácticojurídico'', además de constituir el sustrato valorativo en el que se desenvolvería el actuar comunicativo cuando no hay pretensiones de validez cuestionadas. En la reciente evolución de la sociedad contemporánea, sigue diciendo Habermas, se aprecia un progresivo desacoplamiento entre los dos elementos fundamentales de la estructura social. Especialmente preocupante es que la integración sistémica pugna por desplazar a la integración social, mediante lo que denomina la colonización del mundo de la vida por los sistemas económico y administrativo: éstos van incrementando su complejidad y capacidad de control, y a través de sus inercias funcionales se inmiscuyen en ámbitos sociales hasta entonces ligados a pautas de acción del mundo de la vida. Pues bien, el derecho sería en las sociedades complejas la fuente primordial de integración social, el cual estaría en condiciones, mediante un incremento notable de la racionalidad del mundo de la vida, de evitar la tendencia expansiva de los sistemas funcionales y de mediar en su legitimación e institucionalización en la estructura social. Ese incremento de racionalidad del mundo de la vida en sociedades complejas lo logra el derecho con el establecimiento de una regulación normativa de las interacciones sociales, que se plasma en un sistema de derechos y en una estructura que garantiza su respeto, el Estado de derecho. Resulta de interés destacar que, para este autor, el principio democrático, variante del principio discursivo para las normas de acción jurídicas, y que es el instrumento con el que se desenvuelve el sistema de derechos, utiliza, entre otras razones, argumentos de naturaleza ética, a través de los cuales se pretende atender a la autocomprensión de la sociedad, a sus valores y formas de vida más arraigados. Del mismo modo, entre los discursos que va a posibilitar el Estado de derecho mediante el establecimiento de un modelo racional de formación de la voluntad política se encuentran los discursos éticos, en los que los valores o intereses concurrentes se confrontarán con las autocomprensiones de nuestra vida colectiva. Por último, esta propuesta de intervención del derecho en la integración social de nuestras modernas sociedades debe ser desarrollada dentro de las

6. Que se diferenciaría del discurso práctico moral, así como de los discursos o críticas que atienden a otras pretensiones de validez distintas a la de la rectitud, cuales son la de verdad y de veracidad. Sobre la teoría del discurso libre de dominación de Habermas y las correspondientes pretensiones de validez, véase Habermas, 1974, 101140; 1987, I, 43-69, 143-146, 390-432.

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actuales realidades políticas, y a este respecto considera Habermas que la por él denominada política deliberativa será factible en la medida en que se reconozca que cualquier proceso discursivo de entendimiento social, al margen de las limitaciones contingentes que pueda sufrir y de las inercias sociales existentes, se produce en el contexto del mundo de la vida de una sociedad concreta''. La breve, y necesariamente superficial, exposición de Habermas no es más que un nuevo ejemplo, especialmente fundamentado, de algo que constituye un acervo de la sociología jurídica desde al menos von Weber*, y que un sector del ordenamiento tan cercano a los bienes primarios como es el derecho penal ha tenido siempre presente, por más que con frecuencia lo haya enmascarado con teorías aparentemente más prestigiosas: los principios que fundamentan el derecho, y el derecho penal en particular, no han de buscarse en lugares remotos sino que nacen dentro de nuestras sociedades, carecen de referencias externas a nosotros mismos, pues son un destilado de nuestras creencias más profundas, y se originan y modifican en sociedades cultural e históricamente condicionadas, aun cuando en ocasiones sean capaces de trascender concretas culturas y civilizaciones'. Como ya he señalado en otro lugar, cabe además partir de la idea de que cada sector del ordenamiento jurídico'" dispone de un conjunto de principios éticos escogidos por su especial referencia a la red de interacciones sociales reguladas por esa rama del derecho, sin que ello sea perjuicio para las frecuentes coincidencias intersectoriales ni para su inserción coherente en los criterios éticos que inspiran al ordenamiento en su totalidad". A mi juicio, sin embargo, un paladino reconocimiento de esta base ética de los principios jurídicopenales no se registra habitual7. Véase Habermas, 1987, II, 161-280, 451-469, 502-527, 542-572; 1994, 3245, 53-60, 140-143, 151-171, 177-222, 349-352, 358-398. Una síntesis de la postura de Habermas respecto a buena parte de los aspectos que aquí nos interesan puede verse en Soto Navarro, 56-71. 8. Lo que no implica que acepte el enfoque legitimatorio del poder y del derecho de von Weber. Véase una ilustrativa crítica al modelo weberiano y una alternativa muy atenta en cualquier caso al decisivo papel a jugar por el sistema de creencias, en Beetham, 3-25, 64-99. 9. Sobre la distinción entre los contenidos éticos y morales, véase lo que sostuve supra en capítulo III, apartado 3.1. 10. Y naturalmente otros muchos sectores de interacción social. Véase la distinción de Habermas entre los tres componentes del mundo de la vida: cultura, sociedad y personahdad, y su desenvolvimiento social. Habermas, 1987, II, 193-210. 11. Véase lo dicho supra en capítulo III, apartado 3.1.

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mente en las construcciones teóricas. Pero no sería justo afirmar que se rechaza, pues abundan las remisiones implícitas o las alusiones pasajeras a esa procedencia'^. Más bien sucedería que se siente la necesidad de arropar o incluso enmascarar tal origen, digamos, vulgar de nuestros principios mediante teorías de más renombre. La medida en que eso tiene que ver con una concepción elitista de los contenidos del derecho o con un infundado temor a su irracionalidad o mutabilidad, entre otras posibles razones, es algo que tendremos oportunidad de discutir más adelante'^. En cualquier caso, a los efectos que aquí perseguimos podríamos decir que hay tres vías por las que se produce esa disimulación en el discurso principial jurídicopenal: La primera de ellas tiene una fuerte querencia a recorrer la conocida senda del iusnaturalismo'"*, pero con profundas matizaciones históricas y culturales: un buen ejemplo al respecto puede ser Ferrajoli, quien estima que el conjunto de principios a los que debe acomodarse el derecho penal son producto de una pluralidad de corrientes de pensamiento filosóficojurídico que se han afanado, especialmente desde el siglo xviil, en identificar, a partir del primado de la persona y del principio de igualdad que lleva consigo, un conjunto de derechos fundamentales originarios, aunque históricoculturalmente condicionados, que darían una legitimación externa al derecho. Tales derechos fundamentales sentarían las bases de unos principios, los garantistas, que determinarían de modo definitivo la correcta configuración del derecho penal. Un corolario, estimable, pero también peligroso a efectos de la irrenunciable legitimación externa, sería la positivización de tales derechos fundamentales e incluso de algunos de los principios jurídicopenales mediante las modernas constituciones del vigente Estado de derecho, lo que posibilitaría una legitimación, ahora interna, del derecho penal'^. La segunda padece del vértigo hacia lo extrajurídico a que están sometidos los juristas tras el advenimiento del positivismo jurídico, y considera imprescindible encontrar un apoyo legal cualificado a los 12. Una llamativa excepción, como no podía ser de otra manera, la constituye la concepción del sistema jurídico en la sociedad por parte de Luhmann, que rechaza tajantemente cualquier relevancia de principios éticos o morales en el derecho, sea en la legislación sea en la jurisdicción. Para no reiterar cosas ya dichas en otro lugar, véase las referencias a este autor supra en capítulo III, apartados 1.2 y 2.1. 13. Véase infra capítulo V, apartados 2 ss. 14. No cabría excluir igualmente influencias de la ética kantiana. 15. Véase Ferrajoli, 5-6, 6-13, 67-71, 217-218, 347-362, 897-901, 907-909, 922929, 947-950, 954-959.

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principios del derecho penal, que lo encuentra naturalmente en las modernas y principialmente enriquecidas constituciones. Mir Puig construyó tempranamente una coherente fundamentación del derecho penal desde esa perspectiva"': sustenta todo el derecho penal, lo que significa la función de la pena y, a partir de ella, la teoría del delito, en la configuración constitucional de España como un Estado social y democrático de derecho. Por lo que se refiere a la fundamentación de la pena, el Estado social y democrático implicaría que ésta debe orientarse a la protección de los bienes de los ciudadanos frente a comportamientos a los que éstos atribuyan la cualidad de graves, lo que debe realizar mediante una prevención intimidatoria pero también integradora, para que de este último modo se refleje el consenso social; por otro lado, el Estado de derecho y democrático exigirá que esa prevención respete unos límites'^ que puedan garantizar que la prevención se ejerce en beneficio y bajo control de todos los ciudadanos. Por lo que concierne a la teoría del delito, estrechamente ligada a la de la pena, el Estado social exigiría que sólo se consideraran como delictivos hechos que fuera posible y necesario evitar, lo que se expresaría en la antijuricidad, mientras que el Estado democrático de derecho añadiría la exigencia de que sea lícito castigar a quien los realiza dadas sus circunstancias, lo que recogería la culpabilidad"*. La tercera tendencia encubridora de las concepciones éticas no ofrece una alternativa nítida frente a éstas, pues es más consciente que las corrientes anteriores del sustrato ético de los principios jurídicopenales. Lo que realmente lleva a cabo es un desapego —desacoplamiento diría Habermas— de la fuente originaria de esos principios, a saber, la sociedad en su conjunto con sus precomprensiones y convicciones vulgares, y los sujetos que se encargarían de elaborarlas conceptualmente, las élites jurídicas. En consecuencia, los principios 16. El autor advierte al inicio de su trabajo que la primera formulación de su tesis la hizo sin el apoyo de una Constitución aún inexistente, formulada más como un desiderátum, para a renglón seguido precisar que precisamente por ello tuvo que recurrir a otras referencias positivas, singularmente el código penal y el reglamento de prisiones. Véase Mir Puig, 1982a, 15-16. Sobre la tendencia a construir toda fundamentación del derecho penal sobre el derecho positivo, y la trampa dialéctica que ello conlleva, véase lo dicho supra en capítulo III, apartado 4.1. 17. El autor destaca entre ellos los de exclusiva protección de bienes jurídicos, proporcionahdad y culpabihdad. 18. Véase Mir Puig, 1982a, 15-48. El autor, por lo demás, utiliza continuas referencias al Estado social y democrático de derecho para fundamentar los ulteriores desarrollos que realiza de toda la teoría jurídica del dehto, ibid., 49 ss. El modelo legitimador de Pérez Manzano, descrito infra, apartado 3.1.2, es también otro ejemplo de estructuración positivista en torno a la Constitución.

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jurídicopenales serían el producto de la reflexión realizada por la intelligentsia jurídica en el marco de una cultura jurídica que, sin duda, tendría sus raíces en el sistema de creencias popular sobre el derecho, pero que sería lo suficientemente autónoma como para no sólo contradecir", sino igualmente imponerse legítimamente frente a tal sistema de creencias popular cuando éste fuera considerado incorrecto por los profesionales del derecho o de la filosofía jurídica^". La trascendencia de estos enfoques desdibujadores de las bases éticas de los principios fundamentadores del derecho penal no se manifiesta propiamente en la identificación de los principios estructurales de primer niveP', que tienen su sede genuina en la racionalidad ética. Aquí las coincidencias se acumulan, como no podía ser de otra manera dada la referencia ética que todas estas corrientes comparten. Los problemas surgen con el ulterior desenvolvimiento de estos principios, y la complementación con otros nuevos, que tiene lugar en los niveles de racionalidad subsiguientes. Como tendremos ocasión de ver más adelante, estas posturas inconsecuentes desembocan en una elección equivocada del criterio ético que ha de dirimir las controversias en las racionalidades posteriores o en la interrelación entre ellas. 3. El debate sobre los fundamentos del derecho penal 3.L 3.1.1.

Los vectores ordenadores La teoría de los fines de la pena

A la hora de ordenar o clasificar los principios básicos del derecho penal, una actitud que ha predominado durante los últimos decenios es aquella que ha colocado el punto de partida de toda argumentación en la teoría de los fines de la pena, la cual determinaría sustancialmente la configuración del derecho penal. A su lado aparecerían una serie de principios, de origen inicialmente impreciso y luego anclados en la Constitución, que se califican como limitadores del ius puniendi,

19. Algo que naturalmente en ningún momento se pone en cuestión. 20. Véanse entre otros muchos, y con diferentes matices, Amelung, 1980, 36; Hassemer, 1981, 128-144, 190, 205-206, 231-232, 258, 264-265; Hassemer-Muñoz Conde, 75-77, 168-169; Hassemer, 1999a, 157-163, 166, con un mayor respeto a lo que llama las concepciones cotidianas; Silva Sánchez, 1992, 57, 72-73,103-114, 133134, 171-178, 193; 1999, 75-82, 92-93, 94-95; Zipf, 52, 81-86; Palazzo, 728. 21. Sobre este concepto véase supra capítulo III, apartados 3.1 y 4.3.

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y que tendrían la función de introducir una serie de cautelas a las conclusiones a las que pudiera llevar un razonamiento exclusivamente orientado en el fin o los fines de la pena escogidos. Buenos ejemplos entre nosotros de este modo de razonar son las memorias de cátedra de autores como Muñoz Conde, Mir Puig u Octavio de Toledo. El primero considera que la norma penal tiene dos funciones, una protectora y otra motivadora, aunque enseguida aclara que la función protectora sólo se cumple en la medida en que se satisfaga la función motivadora, consistente en determinar comportamientos mediante la amenaza penal. Cuando pretende identificar la peculiaridad de la función protectora de la norma penal frente a otras normas jurídicas, coloca en primer lugar el hecho de la especial gravedad de los medios que emplea para lograr tal protección, y sólo en segundo lugar menciona el dato de que se limita a intervenir frente a los ataques más graves a la convivencia, sin profundizar más al respecto. Hay que esperar a la constatación por el autor de los excesos y arbitrariedades en los que puede incurrir el Estado con la utilización de medios tan graves como la pena o la medida para que se proceda a erigir una barrera tuteladora de las libertades individuales frente a la intervención estatal, lo que se logra mediante los principios, limitadores del ius puniendi, de intervención mínima e intervención legalizada^^. Es al socaire de esos principios como se empiezan a suministrar criterios para determinar los contenidos de tutela y la configuración de las penas^^. Para Mir la función del derecho penal no es otra que la función de la pena y la medida de seguridad, y la función de estas últimas es la protección de bienes jurídicos mediante la prevención de delitos de modo acorde a su gravedad y peligrosidad, utilizando para ello los efectos propios de la prevención general y especial. Sin embargo, la pena y la medida deben realizar esa función en el marco de unos límites que el Estado no puede sobrepasar. Por un lado, hay límites que surgen de la propia función, ya señalada, de la pena y la medida, y que se ocuparían de asegurar que ambas reacciones penales son efectivas y, por ello, necesarias: los principios de ultima ratio, frag22. No sin atribuir a éste también un fundamento eficientista, y no sólo garantista, a partir de su contribución a los efectos motivadores de la pena. 23. Así, dentro del aspecto que llama cuantitativo, referido a conductas, del principio de intervención mínima incluye los principios de fragmentariedad, subisidiariedad y no protección de contenidos morales, mientras que en el llamado aspecto cualitativo, referido a las sanciones, del mismo principio de intervención mínima, incluye los principios de humanidad y proporcionalidad. Véase Muñoz Conde, 1975, 33, 4648, 50-52, 59-60, 71-81, 86-87.

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mentariedad y protección de bienes jurídicos se ocuparían de garantizar tal cosa. Por otro lado hay límites, ahora políticos, a la intervención estatal con la pena y la medida, cuya misión es respetar las garantías individuales de los eventuales delincuentes y hacerlo de modo compatible con la precedente función de pena y medida: a tal fin surgen los principios de legalidad, protección exclusiva de bienes jurídicos, culpabilidad en sentido estricto y proporcionalidad^''. También Octavio de Toledo es decidido partidario de determinar la función del derecho penal a partir de la función de la pena y la medida, viendo la función de la pena en el mantenimiento del orden jurídico a través de la motivación en contra de la realización de delitos y ocasionada aquélla por su efecto intimidatorio. De todos modos, estima que la función del derecho penal no se agota en la función de la pena y la medida, sino que existe otra función-^^, que sería la función de incriminación, esto es, de selección de los comportamientos que se quieren prevenir; esta función, que se lleva a cabo con los tipos, deberá guardar coherencia con el orden jurídico que se quiere mantener. Ahora bien, las aportaciones del autor a la explicitación de esta función se limitan, reveladoramente, a destacar los límites derivados del Estado democrático y de derecho que se imponen al Estado a la hora de desarrollar esa función incriminadora, cuyos contenidos positivos no describe. Y esos límites, como era de esperar, se identifican con los límites del ius puniendi, surgiendo así los principios de subsidiariedad, protección exclusiva de bienes jurídicos, fragmentariedad y legalidad, que serán límites a la tarea incriminadora que se verán complementados, a la hora de establecer las consecuencias jurídicas, por las limitaciones deducidas de los principios de culpabilidad y proporcionalidad^^. 24. La reformulación que hace Mir a partir de la vigencia de la Constitución, y que hemos recogido supra en el apartado precedente, no altera sustancialmente los aspectos que ahora nos interesan. Véase Mir Puig, 1982, 60-61, 82, 88-100, 104-109, 114-128, 138-165. 25. Función a la que presta escasa atención, centrado como está en las consideraciones sobre la función de la pena y la medida, y que en cualquier caso coloca sistemáticamente detrás de estas últimas funciones. 26. Véase Octavio de Toledo y Ubieto, 190, 256-257, 269-278, 300-304, 313316,336,344,358-368. No han dejado de surgir, con posterioridad, posturas doctrinales que, en mayor o menor medida, siguen colocando el énfasis fundamentador del derecho penal en la teoría de los fines de la pena, a la que ciertos principios que habitualmente se derivan de la Constitución se conformarían con limitar. Véanse, entre otros, Zugaldía Espinar, 59-60, 89-90, 93-95, 230 ss., quien enumera entre esos principios constitucionales limitadores del ius puniendi a los de exclusiva protección de bienes jurídicos, interven-

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Incluso no han faltado tendencias que, reclamándose más consecuentes, han pretendido explicar todos esos principios limitadores también desde la perspectiva de la teoría de los fines de la pena, de lo que es un ejemplo muy caracterizado Gimbernat, quien se considera en condiciones de demostrar que principios básicos del derecho penal como los de imputación subjetiva, culpabilidad en sentido estricto o proporcionalidad son consecuencia obligada de la función preventiva de la pena^^. No es el momento ahora de realizar una crítica detenida a estos puntos de vista^^. Sin embargo hay una objeción, que ya he señalado en otro lugar^', de especial interés para nuestro actual propósito, y que no puede dejar de mencionarse. Me refiero a la unilateralidad de estos enfoques. En efecto, cimentar toda la fundamentación del derecho penal en torno a la justificación de los fines de la pena supone, en primer lugar, un drástico recorte de los contenidos legitimadores de aquél y de sus racionalidades ética y teleológica en particular: las decisivas cuestiones sobre los contenidos de tutela, las estructuras básicas de exigencia de responsabilidad o incluso el sistema de penas quedan colocadas en un segundo plano frente a la omnipresente cuestión de qué tipo de efectos es legítimo lograr con la sanción. Los contenidos así desatendidos unas veces se aprovechan mediante su reformulación en función de las exigencias de los correspondientes fines de la pena^", y otras se colocan frente a tales fines como un cuerpo extraño encargado de frenar en lo posible sus excesos^^ En realidad, dados ios perfiles de la discusión contemporánea sobre los fines de la pena^^, ni siquiera es correcto decir que estos enfoques se ocupan de una racionalidad ética o teleológica limitadas —referidas a las consecuencias penales—, pues más bien lo que hacen es ocuparción mínima, necesidad y utilidad de la intervención, culpabilidad, responsabilidad subjetiva, humanidad de las penas, fin resocializador de éstas, presunción de inocencia, igualdad ante la ley y derecho a no declarar contra sí mismo; García Rivas, 23, 26, 28-29, 43-46, para quien los principios constitucionales hmitadores del ius puniendi son los de legalidad, lesividad, intervención mínima, culpabilidad y resocialización. 27. Véase Gimbernat Ordeig, 1990, 151-157; 1990a, 175-181. También Luzón Peña, 1979, 23-25, 43-47. 28. Véanse al respecto las referencias contenidas en nota 112 de capítulo III. 29. Véase supra capítulo III, apartado 4.1. 30. Véase la postura de Gimbernat transcrita. 31. Véase la postura de los primeros autores transcrita. 32. Entre los que cabe destacar tanto el hecho de que los enfoques retribucionistas se han disuelto en ciertas modalidades de prevención general, como el fomento de las teorías unitarias que se ha producido debido a la desactivación de los aspectos más problemáricos de las diversas teorías preventivas. Véase supra capítulo III, apartado 4.1.

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se de problemas de racionalidad pragmática o, dicho de otro modo, ya no pretenden identificar cuáles sean los efectos de la sanción ética o teleológicamente correctos, sino que su preocupación está centrada en verificar qué efectos sean los más adecuados para asegurar que las leyes penales realmente se cumplan o, en su defecto, se apliquen^^. Es, por ello, muy desorientador que algunas de estas corrientes se llamen a sí mismas teleológicas: en el mejor de los casos, esto es, cuando no se limitan a plantearse problemas propios de la racionalidad pragmática, el telos al que se alude es exclusivamente el fin o los fines de la pena asumidos, descuidando el resto del rico contenido de la racionalidad teleológica^''. Por lo demás, la consistencia de la teoría jurídica del delito y la preeminencia en ella de esos principios llamados limitadores desmiente diariamente esas pretensiones de absolutizar la teoría de los fines de la pena^^. 3.1.2.

La contraposición entre utilidad y validez

Frente a las corrientes anteriores se ha ido progresivamente afianzando una forma distinta de ordenar el conjunto de principios del derecho penal. Su característica determinante es la renuncia a colocar la teoría de los fines de la pena en la cúspide de la fundamentación o, para ser más exactos, la colocación junto a aqu,élla en ese plano superior y con el mismo rango de los, ahora más frecuentemente llamados, principios garantistas. Éstos dejan así de ser meros límites para convertirse en principios fundamentadores tan originarios como la teoría de la pena. Y ello a pesar de que con frecuencia se les sigue atribuyendo una misión puramente negativa^*. 33. Ni siquiera está claro que la teoría de los fines de la pena atienda, dentro de la racionalidad pragmática, a la eficacia del derecho penal, pues se queda más bien en el mero aseguramiento de la efectividad. Es decir, no se ocupa tanto de cómo lograr los objetivos de tutela perseguidos, cuanto de asegurar, como acabo de señalar, que la ley se cumpla o, en su defecto, se aplique. El secundario lugar que ocupa en tal teoría el principio de subsidiariedad, remitido también a esos principios sólo limitadores de la pena, lo pone de manifiesto. Sobre cómo entiendo estos conceptos, véase supra capítulo III, apartado 3.1. 34. A saber, cuáles deban ser los concretos objetos de tutela y en qué contexto determinado de exigencia de responsabilidad y de incidencia de la sanción en el ciudadano deban pretenderse. Véase al respecto lo dicho supra, ibid. 35. Respecto a la relación entre la absolutización de los fines de la pena y el discurso positivista, incapaz de superar el ámbito de aplicación de! derecho, véase supra capítulo III, apartados 1.1 in fine y 4.1. 36. En este último sentido el ejemplo más claro, aunque desde luego no el único, lo constituye Ferrajoli. Véase un resumen de su postura al respecto supra capítulo III, apartado 2.2.

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A todo ese conjunto de opiniones doctrinales se le podría agrupar en torno a una dicotomía conceptual que todos compartirían con diferentes matices, esto es, la que contrapondría utilidad a validez. Si la fundamentación ligada a la utilidad giraría en torno a los fines de la pena, la conectada a la validez acogería los principios garantistas. Las diversas precisiones conceptuales o terminológicas a este esquema, algunas de las cuales vamos a ver a continuación, no lo alterarían sustancialmente. Por otra parte, contraposición como la mencionada gozaría de un acreditado refrendo desde la sociología: se podría retrotraer a la conocida distinción de von Weber entre racionalidad instrumental y racionalidad valorativa, o a la más moderna de Habermas entre facticidad y validez^''. De todos modos, sobre las dificultades que plantea la trasposición de estos conceptos sociológicos al ámbito fundamentador del derecho penal no podemos detenernos ahora^". Hassemer, por sí solo o en colaboración con otros autores, ha sido uno de los más tempranos defensores de una integración de todos los contenidos fundamentadores del derecho penal en torno a las dos ideas mencionadas. Sus primeras propuestas oponían los fines de la pena, centrados en la eficaz protección de bienes jurídicos y prevención de delitos, con unos principios políticocriminales que, mediante la formalización del control social penal, debían garantizar las libertades de los ciudadanos frente al Estado controlador^'. Más adelante, la idea de los fines de la pena se inserta en el concepto más amplio de la orientación a las consecuencias, tendencia que abarcaría igualmente los esfuerzos por dar un contenido material a la teoría del bien jurídico; sin embargo, las carencias de conocimiento empírico

37. Y no habría de olvidarse que la distinción de von Liszt entre política criminal y dogmática, con independencia de las consecuencias a que dio lugar, descansaba sobre bases equivalentes. 38. Sobre el hecho de que von Weber, en contra de lo que se cree, fundaba el derecho exclusivamente en la racionahdad instrumental, así como sobre la crítica que le hace Habermas, ha llamado la atención García Pérez, 315-318. En cuanto a la tentación de reconducir los conceptos de facticidad y validez a la dicotomía entre fines de la pena y principios garantistas, no deberían pasarse por alto las muy diferentes versiones que de la contraposición entre facticidad y validez en el derecho formula Habermas (véanse, entre otras, las que recoge en Habermas, 1994, 32-60, 161-171, 349-352), así como lo arriesgado que resulta asignar a la facticidad la teoría de los fines de la pena, con el marcado carácter directivo que ésta posee a diferencia del carácter funcional, carente de fin, que se suele atribuir a la facticidad. Presta especial atención a esta dicotomía, a la hora de configurar una teoría de la legislación penal. Soto Navarro, 124-125, 226. i9. Véase Hassemer-Steinert-Treiber, 52-60.

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en esos ámbitos llevarían a un déficit de legitimación del derecho penal'"', que debería ser compensado mediante la confrontación con el conjunto de principios formalizadores del control social penal, encargados de introducir un cierto grado de certeza que haga tolerables las incertidumbres"". Más tarde, dentro de un concepto amplio de merecimiento de pena que incluiría todos los principios determinantes de la política criminal y del delito, contrapone las ideas de justicia y utilidad, encontrándose dentro de la primera principios fundamentadores del derecho penal, como el de exclusiva protección de bienes jurídicos, pero, sobre todo, principios limitadores del ius puniendi; en la segunda enumera una serie de principios mayoritariamente atinentes a problemas de efectividad, eficacia o eficiencia'*'. También Pérez Manzano se acoge a la dicotomía aludida. Habría una racionalidad final de la pena y, en consecuencia, del derecho penal encaminada a la protección fragmentaria y subsidiaria"*^ de bienes jurídicos, y por tanto de la sociedad, mediante consideraciones de eficacia nucleadas en torno a un concepto amplio de prevención general. A ello habría que contraponer una racionalidad valorativa estructurada en torno a diversos principios, entre los que destacarían el de imputación subjetiva o culpabilidad y el de resocialización, orientados a la protección del individuo frente al ius puniendi. Todo ello traería origen del modelo de Estado social y democrático de derecho, y de los principios que lo caracterizan, contenido en nuestra Constitución'*'*. La construcción de Ferrajoli, aunque compleja, también es reconducible a una dicotomía semejante a las anteriores. Atribuye al derecho penal la finalidad general de minimizar la violencia social, que expresa en la idea de que con su intervención ha de asegurar que el número de violencias sociales prevenidas supere a las que causa. A tales efectos asigna al derecho penal dos fines preventivos contrapuestos: por un lado, la prevención de delitos, por otro, la prevención frente a reacciones informales al delito y penas arbitrarias o desproporcionadas; si el primer fin preventivo busca la utilidad de la

40. Ese déficit también lo percibe, en sentido inverso, si se echa por la borda la orientación a las consecuencias, Hassemer, 1981, 22-23. 41. Véase Hassemer, 1981, 22-23, 25-26, 220-222, 264-265, 297-303. 42. Véanse Hassemer-Muñoz Conde, 65-75, 113, 132. 43. Ambas cualidades las inserta en un contexto utilitario. Véase, entre otros lugares, Pérez Manzano, 222-223. 44. Véase Pérez Manzano, 56-70, 215-248, 255, 270-276, 283-285, 287-288, 291-292.

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mayoría de los ciudadanos, el segundo busca la utilidad de los desviados, de los delincuentes. Pero la eficaz obtención de estos fines obtiene su legitimación en la medida en que se convierten en instrumento para la salvaguarda de una serie de bienes, que no se deben lesionar ni con la realización del delito ni con la intervención punitiva, que son los derechos fundamentales. Estos derechos fundamentales tienen una naturaleza originaria, externa y previa al Estado de derecho y al derecho mismo"*^. En cuanto los dos fines contrapuestos del derecho penal los respeten, a través de la observancia de una serie de principios específicamente penales relativos a la pena, la prohibición y el enjuiciamiento, se logra un equilibrio entre la eficacia preventiva y la justificación axiológica. Por lo demás, la capacidad legitimatoria de estos principios penales es limitada, pues no son capaces de garantizar la justicia del sistema de prohibiciones ni del sistema penal en general, su potencialidad se limita a deslegitimar contenidos incongruentes con tales derechos fundamentales'"'. La contraposición entre utilidad y validez está igualmente presente en Silva Sánchez: en reiteradas ocasiones confronta los fines preventivos, orientados a la protección de la sociedad, con los principios garantistas, dirigidos a la protección del individuo, y considera al garantismo, en cuanto atiende correctamente a ambos aspectos, como el estado más evolucionado de la política criminal''^. Paulatinamente, sin embargo, opera una ampliación del concepto de fin, que llega de la mano de su acertada crítica a la pretensión de legitimar el derecho penal exclusivamente desde los fines de la pena; a ellos contrapone, en un plano de igualdad, otros fines del derecho penal, con los que está aludiendo a las garantías. Al incluir semánticamente a las garantías entre los fines del derecho penal, puede a continuación hablar de que la legitimación del derecho penal es en todo momento una teleológica''*, que abarca dentro de sí, por un lado, una

45. Los cuales se justificarían en la medida que los protegieran. 46. Véase Ferrajoli, 67-71, 325-332, 338-339, 460-465, 897-901, 907-909, 947950, 954-959. Conviene también destacar que el conjunto de principios indicados con alguna frecuencia dispone de justificaciones concretas tanto en virtud de los derechos fundamentales que garantizan como de los fines preventivos del derecho penal (véase, por ejemplo, FerrajoH, 391-400, 466-468, 483-484, 495-496). Eso naturalmente otorga a la dicotomía, tal como la formula Ferrajoli, una flexibilidad, pero al mismo tiempo una indefinición, mayor que en los otros modelos. 47. Véase Silva Sánchez, 1992, 13-14, 37, 39, 40-41, 188-193. 48. Sobre la problemática que plantea esta terminología ya hemos dicho algo supra.

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orientación a las consecuencias, a la eficacia empírica"***, y, por otro, una orientación a principios, una racionalidad valorativa^". Posteriormente, recepcionando a Ferrajoli pero con una formulación no coincidente con la suya, manifestará que la legitimación la obtiene el derecho penal de dos fuentes complementarias: por un lado el fin utilitario de prevenir la comisión de delitos así como las reacciones informales a ellos, por otro, el fin de reducir la violencia punitiva del Estado mediante el principio utilitario de intervención mínima y los principios garantistas del individuo^'. En cualquier caso, toda legitimación del derecho penal, o de un modelo políticocriminal, debe ser compatible con la constitución y el derecho positivo respectivos, y con determinadas estructuras de la realidad, singularmente la concepción de la persona como portadora de derechos inviolables^^. Es difícil subestimar la relevancia de la confrontación entre eficacia y validez en la legitimación del derecho penal moderno y en su desarrollo". Sin duda estamos ante dos ideas motrices, capaces de desencadenar el surgimiento de nuevos principios, cuando no el enriquecimiento o depuración de los ya existentes. Pero la estructuración de los fundamentos del derecho penal en torno a esa dicotomía da lugar, a mi juicio, a una visión en exceso esquemática de las bases del derecho penal. De hecho, la contraposición tiene su origen en el deseo de romper con la absolutización que había adquirido la teoría de los fines de la pena en cuestiones fundamentadoras; a este respecto sus prestacio-

49. Aunque en algún momento afirma, correctamente, que las consecuencias no deben ser sólo entendidas en sentido externo sino también interno o intrasistemático, con lo que, sin embargo, introduce componentes de racionalidad sistemática en este punto. Sobre la distinción entre ambos tipos de consecuencias y su frecuente confusión, véase Diez RipoUés, 1990, 313-315. 50. Silva Sánchez, 114-118, 179-181, 187-188, 193, 195-196, 210, 217, 281. 51. Véase Silva Sánchez, ibid., 210-212, 214, 241-242. Obsérvese que, a diferencia de Ferrajoli, el concepto de fin se extiende a ambos lados de la contraposición eficacia-validez, y que eso le permite que la evitación de penas arbitrarias o desproporcionadas —o el fin de limitar la intervención punitiva del estado— figure en el segundo polo de la legitimación, y no en el primero. Adopta un modelo de legitimación del derecho penal muy cercano a la propuesta de Silva Sánchez, con una interpretación de Ferrajoli equivalente, Prieto del Pino, 361368, 383, 399-400. 52. Véase Silva Sánchez, 118-122, 133-134, 138-140, 173-174, 193-195; 1999, 75-82, 94-95. 53. Véase una propuesta convmcente de desarrollo de estas dos ideas en el marco de la estructura categorial de la teoría jurídica del delito en García Pérez, 347-385.

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nes han sido encomiables. Pero ese propósito ha tendido a crear una estructura artificialmente limpia de contenidos opuestos en cada uno de sus polos, lo que, sin embargo, no ha sido posible llevar a cabo, como lo muestran algunos autores al insertar el principio de subsidiariedad en el polo de la validez, o el principio de fragmentariedad en el de utilidad^"*. En realidad, ni siquiera es siempre posible dentro de principios aislados excluir contenidos mixtos de fundamentación^^. Ahora bien, si los contenidos de eficacia y validez se superponen, el criterio pierde una gran parte de su capacidad discriminadora. Por otra parte, la creciente tendencia a sustituir el concepto de utilidad por el más amplio de fin puede convertirse en un caballo de Troya en contra de la nitidez de la distinción. Y es que puede conducir a una recuperación del monopolio de la pena como elemento fundamentador, aunque ahora con fines preventivos más complejos: se aprecia tal cosa claramente en varias de las propuestas doctrinales recogidas^'', o en la preferencia que Ferrajoli da en todo momento a los principios de la pena sobre los de la prohibición o el proceso^^. En esa misma línea de advertencia sobre tendencias de fondo cabe también aludir a que la contraposición que nos ocupa perpetúa la insatisfactoria distinción liszteana entre política criminal —utilidad— y derecho penal —validez—, con las inconvenientes consecuencias que de ella se han derivado para la reflexión jurídicopenaF*. La contundente, aunque grosera, confrontación no sólo ha fracasado en el establecimiento de límites nítidos, como acabamos de

54. Sobre lo primero, véase Silva Sánchez, 1992, 211, 214, 242, 246-249, por más que, como hemos visto supra, lo que confronta a utihdad es a su vez una mezcla de utihdad y validez. Sobre lo segundo, véase Pérez Manzano, 223. 55. Véanse supra las citas anteriores de Ferrajoh en nota 46; también Silva Sánchez, 1992, 295. 56. Así, la tesis de Silva Sánchez supra expuesta, al traspasar el fin de prevención de la violencia punitiva estatal al polo opuesto al de los fines de la pena, traslada un elemento que gira también en torno a la pena, ciertamente no a sus fines sino a las penas arbitrarias o desproporcionadas impuestas por el Estado, al polo en que debieran consolidarse contenidos ajenos a la pena. Ferrajoli —véase supra— no va tan lejos, al mantener ambos fines, el de prevención de delitos y el de prevención de la violencia punitiva, en un mismo fiel de la balanza. En otro sentido, véase cómo Pérez Manzano, 283-284, 285, 289-290, precisa en todo momento de la cobertura de los fines de la pena, por más que a veces diferenciando entre sus fases de conminación, imposición y ejecución, para introducir los componentes de validez en el derecho penal. 57. Obsérvese que Ferrajoh se plantea siempre las cuestiones de legitimación en primer lugar respecto a la pena, y luego en relación con las prohibiciones y el proceso. Véase Ferrajoli, 233 ss., 345 ss. 58. Véase lo dicho supra capítulo III, apartado 1.1.

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señalar, sino que ha frenado profundizaciones conceptuales ulteriores, fomentando superposiciones entre niveles de racionalidad muy diversos. El polo de la validez se ha convertido con frecuencia en un cajón de sastre, donde cabe todo lo que no tiene que ver con los fines de la pena, sin ningún criterio ordenador conceptual, lo que ha facilitado acudir al cómodo expediente de justificar sus contenidos en el derecho positivo, constitucionalizado o no. En cuanto al polo instrumental, no cuesta trabajo apreciar cómo también en estos autores se produce una mezcla, ya percibida en el apartado anterior, entre problemas de racionalidad ética, teleológica y pragmática. En cualquier caso, y al margen de las deficiencias que pueda presentar la distinción reiteradamente aludida, creo que no es posible diferenciar entre lo utilitario y lo valorativo al inicio de la fundamentación del derecho penal. Podríamos, dialécticamente, decir que en realidad todo es utilitario en sus comienzos, pues las decisiones políticocriminales básicas^' son todas ellas instrumentales, no se adoptan por el mero deseo de hacer patentes ciertos valores socialmente arraigados. El fin de mantener el orden social básico nos lleva a evitar los daños o riesgos más graves para bienes fundamentales para la convivencia; la voluntad de incidir sobre uno de los factores decisivos en la lesión o puesta en peligro de tales bienes nos conduce a intervenir socialmente sobre personas responsables o susceptibles de ser responsables de esos daños o riesgos; la decisión irrenunciable de lograr la neutralización de esas conductas tan socialmente perturbadoras nos remite al control social y, dentro de él, al control social penal. Pero al mismo tiempo la elección de esos fines, con sus inmediatas consecuencias instrumentales, tiene un componente valorativo indudable: podríamos haber decidido mantener socialmente la ley del más fuerte, o incidir exclusivamente sobre factores de prevención situacional*", o dedicarnos exclusivamente a políticas asistenciales sobre la marginación o la insatisfacción sociales, u optar, dentro del control social, por un sistema de recompensas en lugar de uno de sanciones. Pero es que, además, la concreción de esos objetivos obliga a acomodarse a ciertas concepciones valorativas sobre cómo es admisible perseguir esos fines. Tales concepciones reflejarán la vigente orde-

59. Véase una exposición de ellas en Diez Ripollés, 2001, 6-7. 60. Sin que ahora podamos ir más lejos, baste decir que me refiero a aquellos que impiden u obstaculizan materialmente que el delincuente o los posibles delincuentes puedan llevar a cabo el delito: diseños arquitectónicos, aparatos de alarma, procedimientos contables, etc.

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nación axiológica de los presupuestos esenciales para la convivencia, los criterios culturalmente vigentes sobre atribución y verificación de responsabilidad, y las condiciones socialmente aceptadas de ejercicio del poder sobre los ciudadanos*'. Ahora bien, esas concepciones valorativas no se limitan a establecer hasta dónde se puede llegar en la persecución de tales fines sino que también se pronuncian respecto al contexto de instrumentalidad en que deben perseguirse, pues la decisión de lo que debe considerarse instrumental o no, más allá de su ulterior desarrollo en subsiguientes racionalidades, es también una decisión valorativa. En suma, sin negar las virtudes explicativas de la contraposición entre utilidad y validez, no considero que sea una vía metodológicamente fructífera en la comprensión de la racionalidad ética. Tal distinción rompe una cadena de decisiones, fuertemente arraigada en el mundo de la vida o sistema de creencias, en la que se realiza una mezcla difícilmente separable entre valores e instrumentos. Los elementos de la racionalidad ética nacen en gran medida de la intersección de ambos aspectos, no de su separación. Otra cosa es que, en ulteriores racionalidades, donde se descomponen los puntos de partida éticos, se puedan lograr principios que respondan de una forma relativamente depurada a uno u otro polo de la dicotomía. Por lo demás, en la racionalidad ética los excesos no se frenan mediante un control recíproco entre utilidad y validez, sino mediante una conjunción articulada de todos los contenidos, que da lugar a una determinada imagen del mundo que se percibe como aceptable. Como tendremos ocasión de ver en un próximo apartado, resulta metodológicamente más prometedor ordenar la racionalidad ética desde la perspectiva de los elementos integrantes del control social, pues eso sí refleja las decisiones básicas adoptadas. 3.1.3.

El principio de proporcionalidad o prohibición de exceso

A un nivel comprensivo inferior, tampoco pueden dejar de mencionarse cierto número de posturas doctrinales que, cada vez con más frecuencia, utilizan el principio de proporcionalidad o prohibición de exceso como vector capaz de arrastrar tras sí la mayor parte de las referencias valorativas pertinentes para una teoría de la incriminación, esto es, para la identificación de los contenidos

61. Véase asimismo Diez RipoUés, 2001, ibid.

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de tutela del derecho penal''^. Tales corrientes doctrinales suelen apoyarse en un concepto amplio de proporcionalidad, compuesto de tres elementos diferenciados —idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto—, el cual tiene como base, o incluye de forma relevante dentro de sí, el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos. Así, Arroyo Zapatero estima que los criterios que han de guiar al legislador en los procesos de incriminación han de ser el de protección de bienes jurídicos y el de proporcionalidad. Este último —una de cuyas funciones es contrarrestar el excesivo arbitrio del que goza el legislador a la hora de determinar lo que sea bien jurídico— se dividiría en tres subprincipios: El de idoneidad alude a la eficacia de la intervención penal para proteger el bien jurídico, incluyendo en él propiamente tanto contenidos de eficacia como de efectividad y aun de eficiencia. El de necesidad lo identifica con las ideas de ultima ratio o subsidiariedad y, por tanto, en gran medida con razones de eficiencia. Y el de proporcionalidad en sentido estricto aporta, frente al contenido utilitario de los dos subprincipios anteriores, componentes de justicia a agrupar bajo la pauta del carácter fragmentario del derecho penal". Aguado Correa atribuye al principio de proporcionalidad o prohibición de exceso un papel central como límite a la incriminación de conductas por parte del legislador. El subprincipio de idoneidad lo identifica con la eficacia de la intervención penal para la prevención de delitos, lo que cerrará el paso a las teorías absolutas de la pena, a penas inadecuadas en su intensidad a la prevención, a la formulación de tipos penales con alta cifra negra, y a tipos o sanciones no operacionables en el ámbito procesal o penitenciario. El subprincipio de necesidad se concreta en el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos'''', el cual, al no constituir un límite suficiente a la actividad del legislador, debe ser complementado, también dentro del

62. El uso, más ocasional, de este principio con una mayor proyección, esto es, para fundamentar igualmente aspectos relativos al sistema de responsabilidad o al sistema de penas, queda ahora fuera de consideración. Tampoco me ocupo ahora del amplio uso que el Tribunal Constitucional ha realizado de este principio de proporcionalidad a la hora de ejercer e! control de constitucionalidad de las leyes. Espero atender debidamente en un trabajo posterior a tales pronunciamientos. 63. Véase Arroyo Zapatero, 1998, 1-9. Más ampliamente sobre su postura, infra capítulo V, apartado 4. 64. Al decir de la autora, sólo será necesaria y, por tanto, proporcional una intervención penal que proteja bienes jurídicos.

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subprincipio de necesidad, por los criterios de subsidiariedad y fragmentariedad; si el primero de estos criterios se centra en realidad en cuestiones de eficiencia''^, el de fragmentariedad asienta la idea de que sólo es necesario intervenir frente a los ataques a la convivencia social más graves y peligrosos''*. Por último, el principio de proporcionalidad en sentido estricto se ocupa de establecer un enlace material entre el delito y la consecuencia jurídica basado en el valor de justicia del Estado de derecho, en la interdicción de la arbitrariedad y en la dignidad de la persona'^. También Prieto del Pino ha elaborado una teoría incriminadora que tiene como punto de partida el principio de prohibición de exceso''*, y en la que ha prestado especial cuidado en no mezclar los componentes de racionalidad utilitaria con los de racionalidad valorativa, así como en asegurar la preferencia de esta última. La autora establece dos niveles en el proceso de incriminación de una conducta, uno externo y otro interno, siendo en el primero en el que se toma en términos generales la decisión de incriminar o no y eventualmente se prefiguran sus rasgos básicos, mientras que en el segundo se configura de forma concreta la incriminación. En el nivel externo, el principio de prohibición de exceso satisface en primer lugar el principio de fragmentariedad —expresión del principio de proporcionalidad en sentido estricto—, que se descompone en el subprincipio de exclusiva protección de bienes jurídicos y en el subprincipio de lesividad; sólo cuando estén satisfechas estas exigencias se atiende al principio de necesidad, que se descompondría a su vez en el subprincipio de idoneidad, vinculado a la eficacia y efectividad de la intervención, y en el de subsidiariedad conectado a razones de eficiencia. El nivel interno, a su vez, aportaría el criterio de proporcio-

65. Aunque considera que, como el criterio de protección exclusiva de bienes jurídicos, no pasa de ser un mero límite negativo. 66. Aun cuando reconoce que no está exento de referencias no utilitarias. 67. Su concreción deberá atender al desvalor de acción y de resultado del hecho, pero también a su compatibilidad con exigencias de prevención general y especial. Véase Aguado Correa, 113-120, 137-139, 147-309. 68. Una razón fundamental para acudir al principio de prohibición de exceso como pauta de una teoría incriminadora sería que este principio contendría dentro de sí los dos fines contrapuestos del derecho penal: el de prevenir comportamientos delictivos y el de prevenir la violencia punitiva estatal; el primer fin, utilitario, se serviría de los principios de idoneidad y necesidad, el segundo contendría tanto elementos utilitarios, a resolver también con las ideas de idoneidad y necesidad, como elementos de justicia, a solventar con el principio de fragmentariedad o proporcionalidad en sentido estricto.

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nalidad entre el ilícito incriminado y la pena prevista, y el criterio de necesidad relativo a la cuantía de la pena'''. A mi juicio, mérito incontrovertible de la utilización de la proporcionalidad o prohibición de exceso como vector de una teoría de la incriminación es su capacidad de abarcar dentro de sí tanto referencias utilitarias como valorativas. En este sentido constituye, aunque sea en el limitado ámbito de la determinación de los contenidos de tutela, un paso clarificador frente a las tesis de los apartados precedentes^". Una primera crítica que, sin embargo, merece esta corriente es la de no haber sido capaz de desengancharse plenamente de la dinámica de confrontación entre fines de la pena, por un lado, y límites del ius puniendi, por otro. De algtán modo, se habría limitado a trasladarla a la teoría de la incriminación. El principio de proporcionalidad acogería, en este caso, los límites a imponer a un Estado que tiene las manos demasiado libres a la hora de decidir qué comportamientos hay que prevenir, dado que el principio de protección exclusiva de bienes jurídicos" no parece suponer un freno suficiente, incluso si se conecta a ciertas referencias externas como la Constitución o la funcionalidad social. La progresiva sustitución del término «proporcionalidad» por el de «prohibición de exceso» es un magnífico indicio de cómo estamos ante la conformación de un conjunto de límites al ius tutelandi del Estado. En segundo lugar, su meritoria integración de componentes utilitarios y valorativos traspasa, indebidamente, dos referencias conceptuales. Por un lado, mezcla reflexiones utilitarias o valorativas referidas a los contenidos de tutela con las referidas a los contenidos de las sanciones, esto es, introduce en una teoría encaminada a determinar qué es lo que debe protegerse elementos pertenecientes a una teoría sobre los contornos y efectos que queremos asignar a las sanciones. Pero el que se deban atender principios utilitarios y valorativos en las tres decisiones político criminales básicas —qué proteger, a quiénes exigir responsabilidad, y cómo reaccionar— no significa que se deban mezclar los componentes, utilitarios o valorativos, de los tres juicios. 69. Véase Prieto del Pino, 382-390, 395-403. Autores que acuden al principio de proporcionalidad como criterio ordenador del proceso incriminador son, entre otros, Cobo-Vives, 81-90; Carbonell Mateu, 30, 33, 191-216; Lascurain Sánchez, 159-171, 174-179, 188-189. Véase también Silva Sánchez, infra apartado siguiente. 70. Sin perjuicio de que éstas tampoco han podido mantener sus postulados diferenciadores hasta el final, como ya hemos visto. 71. Con independencia de si.es presupuesto del principio de proporcionalidad o se encuentra inserto en él.

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Por otro lado, superpone de forma muy insatisfactoria elementos pertenecientes a niveles de racionalidad distintos. Incluso en las propuestas más depuradas conceptualmente, la idoneidad y la necesidad atienden mayoritariamente a problemas de racionalidad pragmática y en menor medida teleológica, mientras que la proporcionalidad en sentido estricto se ocupa sobre todo de cuestiones éticas y, en segundo plano, teleológicas. De un modo u otro, salvo alguna excepción''^, la precisión conceptual deja mucho que desear. Son en extremo frecuentes los cambios de localización y las superposiciones de los contenidos que se distribuyen en la tricotomía idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto, lo que descubre una importante vaguedad conceptual de tales términos. Por lo demás, no se acaba de entender bien a qué van referidas las iniciales reflexiones de eficacia, efectividad o eficiencia —la idoneidad o la necesidad— cuando por lo general aún no se han sentado plenamente las bases de qué es lo que se desearía, si se pudiera, proteger y en qué medida —proporcionalidad en sentido estricto. Uno no acaba de desembarazarse de la impresión de que estamos ante un nuevo fetiche conceptual, omnicomprensivo y encargado de sustituir o poner en segundo plano al de bien jurídico. A tales efectos se ha inflado de forma exagerada el contenido semántico de los términos «proporcionalidad» o «prohibición de exceso», para que puedan abarcar contenidos de lo más variopinto, y se ha establecido de manera forzada su vinculación estrecha al valor constitucional de la libertad^^. 3.2. Las clasificaciones de los principios fundamentadores Si ahora abandonamos el plano de los vectores ordenadores del conjunto de principios fundamentadores, y buscamos una clasificación coherente y pormenorizada de estos últimos, observamos que lo que predomina en la doctrina es una enumeración desestructurada de los principios a respetar. Naturalmente resulta imposible, además de poco útil, seguir la pista a tales enumeraciones o clasificaciones rudi-

72. Véase al respecto Prieto del Pino, 383-390, 395-399, quien pone de manifiesto con acierto lo que sigue en texto. 73. Más adelante tendré ocasión de pronunciarme sobre la injustificada absolutización que del valor constitucional de libertad se ha hecho en ciertas teorías de incriminación. Véase infra capítulo V, apartado 4.

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mentarías^'', de ahí que a continuación me vaya a centrar en algunos autores cuyas estructuras principíales han ido más lejos de lo habituaP^. La mayor profundidad analítica que demuestran nos obligará a precisar más las consideraciones críticas acabadas de realizar al conjunto de la doctrina, y a enriquecer por tanto el debate. Hassemer, por sí solo o en compañía de otros autores, apenas se ocupa del polo de utilidad, más allá de los fines de la pena, al proceder a una enumeración desestructurada de principios que mezclan efectividad, eficacia y eficiencia. Por el contrario, el polo de justicia es objeto de mayor atención, fundándolo en el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos a desarrollar dentro de las condiciones del control social penal; ello implica, dada la importancia de los bienes a proteger y la gravedad de las sanciones, colocar en primer plano la idea de la formalización del derecho penal. Este concepto^'' se descompondría en dos aspectos: una técnica de protección basada en el principio de legalidad, y unos principios valorativos, todos ellos limitadores de la eficacia o utilidad de la intervención punitiva del Estado en aras a la protección del individuo, que se enumeran sin ningún orden aparente y entre ios que vuelve a aparecer el principio de legalidad^^. Silva Sánchez se detiene en la identificación de los principios del fin de reducción de la violencia punitiva, y dentro de él, una vez mencionada la perspectiva utilitarista, que se resume en el principio de subsidiariedad, se centra en el análisis de la perspectiva garantista cuyos componentes agrupa también bajo la idea de la formalización. 74. Véase una interesante panorámica de la dispersión principial registrada en la doctrina, en Prieto del Pino, 370-390. 75. Sin duda hay muchos más autores que se podrían estudiar en este momento, pero las necesidades de espacio obligan a hacer una selección drástica. Véanse de todos modos las estructuras principíales de diversos autores que se han ido mencionando en los apartados precedentes, así como las que se aluden infra capítulo V, apartado 4. 76. El cual asumiría la propuesta de von Liszt sobre el papel de barrera del derecho penal frente a la política criminal. 77. En una de las últimas enumeraciones, de 1989, estarían, por este orden, los siguientes principios: proporcionalidad, culpabilidad, legalidad, publicidad del proceso, derecho a la defensa, derecho a ser oído, in dubio pro reo, recurso a instancia superior, derecho a intervenir en el proceso y a la prueba, prohibiciones de prueba, derecho a no declarar contra sí mismo, límites sociales y constitucionales en la ejecución penitenciaria, mientras en enumeraciones anteriores faltaban algunos de los principios procesales anteriores y aparecían otros. Véanse Hassemer-Steinert-Treiber, 4760; Hassemer, 1981, 128-160, 181-190, 297-303; Hassemer-Muñoz Conde, 68-75, 113-122; Hassemer, 1999, 24-29. Hassemer, 1999a, 176-178, 184-188, al hablar del sistema de imputación vigente, realiza de nuevo una intensa defensa de la «formalización» como el punto de referencia fundamental.

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Ésta tiene una vertiente formal, explicitada en el principio de legalidad, entendido como seguridad jurídica, legalidad formal y taxatividad^", y una vertiente material con cuatro principios: proporcionalidad, humanidad, igualdad y resocialización. La proporcionalidad alude al merecimiento de pena, con concreciones en el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos y en el de fragmentariedad. La humanidad, ligada al respeto de la dignidad humana, origina los principios de responsabilidad por el hecho, de prohibición de la responsabilidad objetiva y de prohibición de la punición del mero pensamiento. La igualdad tiene repercusiones generales sobre el sistema''', y ayuda a conformar el principio de culpabilidad*". La resocialización, a considerar en los tres niveles de ejecución, imposición y conminación de la pena, puede colisionar con la proporcionalidad, y desde luego con la prevención general intimidatoria —que pertenece al otro fin del derecho penaF'. Ferrajoli presta especial atención al desarrollo de sus principios garantistas, que originan un modelo de racionalidad que ha de modular el doble fin preventivo del derecho penal. Los dos elementos básicos del modelo son el convencionalismo, representado por el principio de legalidad, y el cognitivismo, representado por el principio de jurisdiccionalidad, aunque acaba concluyendo que todos los

78. Legitimadora ésta de la actividad judicial. 79. Como también le pasa a la proporcionalidad. 80. El principio de culpabilidad no pertenecería a esta perspectiva garantista, sino que sería transversal a los polos de utilidad y validez. A tales efectos no sería una garantía sino una síntesis del fin utilitario de prevención y de la perspectiva garantista del fin de reducción de la violencia punitiva: por un lado habría proporcionalidad e igualdad, por otro, prevención general, resocialización y humanidad. 81. El autor, tras unos escarceos previos, profundiza posteriormente en la identificación de los principios que debieran regir una teoría incriminadora. Ésta debiera partir de dos elementos, el principio de protección de bienes jurídicos y el de fragmentariedad: En el de protección de bienes jurídicos se produciría una confrontación entre merecimiento y necesidad de pena, respondiendo al primer aspecto las exigencias de referencia individual, dañosidad social y plasmación constitucional, mientras que en el segundo se atendería a la idea de subsidiariedad así como a la de susceptibiHdad de protección. En el principio de fragmentariedad habría que ocuparse de la modalidad de ataque al bien jurídico, donde de nuevo surgirían reflexiones de proporcionaüdad y utilidad, esto es, de merecimiento y necesidad. De todos modos este autor, en una obra posterior, negará al principio de protección de bienes jurídicos capacidad controladora de una teoría incriminadora y lo sustituirá por el principio de proporcionalidad —véase sobre este principio como vector ordenador supra—, aunque sigue atribuyendo al bien jurídico capacidad para discriminar si las normas, por defecto o por exceso, no reflejan la autocomprensión social. Véase sobre todo lo anterior Silva Sánchez, 1992, 13-14, 37, 3,9, 40-41, 97 n. 273, 246-267, 285-291, 294-296; 1999, 91-93.

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principios garantistas tienen su origen en uno solo, el de estricta legalidad: este principio en realidad no es más que el receptáculo, la vía de introducción, de los derechos fundamentales, derechos previos al Estado democrático y ligados a un Estado de derecho cuya misión reside en poner de manifiesto esos derechos naturales y positivizarlos**^. Este principio de estricta legalidad se descompone en 10 principios o axiomas, cada uno de los cuales está ligado a una condición de irrogación de la pena*'. Son los siguientes: consecuenciaüdad entre pena y delito, mera y estricta legalidad, necesidad, lesividad, responsabilidad por el hecho, culpabilidad o responsabilidad personal, amplia y estricta jurisdiccionalidad, acusatorio, carga de la prueba y contradictorio*"'. Por lo demás, todos esos principios se reordenan más concretamente a partir de un triple criterio, que atiende a las tres constricciones que el derecho penal hace al delincuente, a saber, la pena, el delito y el proceso, por más que durante esa reordenación surjan en ocasiones nuevos principios antes no mencionados o se reiteren algunos en diversos lugares"^. Lo primero que llama la atención de estas y otras posturas doctrinales es la remarcable tendencia a concentrarse en el desarrollo de lo que en el apartado anterior hemos llamado el polo de la validez. Por lo que se refiere al polo de la utilidad, lo normal es que la discusión acabe con la elección del fin o los fines de la pena, complementada todo lo más con la mención a una serie de criterios inconexos que se ocuparían de cuestiones de eficacia, efectividad o eficiencia. Tal actitud es incoherente no sólo con las posturas que han centrado la fundamentación del derecho penal en los fines de la pena, sino también con aquellas que quieren guardar un equilibrio entre utilidad y validez**. 82. A partir de ese momento el principio de legalidad se convierte, mediante el positivismo jurídico, no sólo en fuente de legitimación de las normas, sino asimismo en fuente de reconocimiento, como postulado metacientífico susceptible de control intersubjetivo. 83. Introducidas tales condiciones, dice el autor, de forma teórica y convencional. 84. A su vez, de la combinación de esos diez principios surgen 45 teoremas. 85. La justificación de las tres constricciones tiene que responder a cuatro preguntas: si, para qué, cuándo y cómo penar, prohibir o juzgar. Véase Ferrajoli, 5-13,65-73, 193-196,375-376, S97-901,907-912, 922-929, 958959; sobre el concreto desarrollo de los diversos principios, 362-409, 460-468, 483515, 546-549, 559-561, 572-579, 591-618, 621-641. 86. Una excepción, en el limitado ámbito de una teoría de la incriminación, la constituye Prieto del Pino, ibid. Véase también, en el marco de una estructura categorial de la teoría del delito, García Pérez, passim y, en especial, 347-385.

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En segundo lugar, hay dos ideas cercanas entre sí que parecen haber adquirido un gran predicamento a la hora de explicar el conjunto de principios no utilitarios, una de ellas es la formalización del derecho penal, y otra un metaprincipio de legalidad. Pero, sin negar la importancia de la seguridad jurídica*^ como uno de los elementos éticos básicos'*, nada parece justificar su elevación a exigencia originaria, capaz de contener dentro de sí y desarrollar todo el componente de validez del derecho penal, tanto a la hora de fijar el ámbito de tutela como la exigencia de responsabilidad, e incluso la configuración de la sanción penal. Uno puede estar de acuerdo con quienes sostienen que los rasgos peculiares del control social penal requieren una formalización estricta de su proceder**', pero cuesta trabajo ver qué tiene que ver tal cosa con los contenidos del principio de lesividad o de fragmentariedad, con el de imputación personal o el de reprochabilidad, con el de proporcionalidad o el de humanidad de las penas. Ciertamente se puede forzar una interpretación del conjunto de principios desde ese punto de vista, pero a costa de un empobrecimiento generalizado de las bases éticas del derecho penal. Tampoco se entiende por qué unos derechos fundamentales prejurídicos, que configuran el Estado de derecho y condicionan el derecho moderno'", sólo puedan desenvolverse como un conjunto de principios coherente en la medida en que estén amparados por el principio de legalidad; pareciera que, pese a los reclamos en sentido contrario, la legitimación interna tuviera la primacía frente a la externa. Y está pendiente de aclaración con qué útiles conceptuales, mas allá de los derechos fundamentales, el principio de legalidad identifica —y legitima— las condiciones de irrogación de la pena y el amplio número de principios que de ellas deriva. Mi tesis es que la relevancia otorgada a ambos principios, de formalización y legalidad, refleja, una vez más, dos limitaciones omnipresentes en la reflexión fundamentadora del derecho penal. La primera de ellas es la tendencia a razonar desde el derecho positivo, el temor al vacío que suscita toda propuesta fundamentadora que no pueda contar con un texto legal que la soporte". La segunda, en estrecha relación con la anterior'^, es la persistencia, pese a las apa87. Idea a la que creo que se puede reconducir en último término ambos conceptos. 88. Véase infra en este mismo capítulo. 89. Véanse Hassemer o Silva, supra. 90. Véase Ferrajoli, supra. 91. Sobre la influencia del positivismo jurídico en la forma de reflexionar del derecho penal, de nuevo he de remitirme a lo dicho supra capítulo III, apartados 1.1 in fine y 4.1.

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riencias, de una actitud defensiva en la configuración de los principios jurídicopenales, que lleva a que lo determinante sea cómo logramos frenar la intervención penal, y no cómo hay que legítimamente configurarla. En tercer lugar, las observaciones realizadas en el apartado anterior sobre la trabajosa delimitación entre los bloques principíales de utilidad y validez'^ se han de reproducir ahora, cuando nos vemos confrontados con las concretas enumeraciones de principios, abundando las superposiciones y entrecruzamientos, así como la confusión entre diversos niveles de racionalidad*''.

4.

Un modelo estructural de racionalidad ética penal

En último término, decisiva es la ausencia de un convincente modelo estructural que dé cobertura al conjunto de principios jurídicopenales. A esta carencia contribuye, sin duda, la frecuencia con que las construcciones doctrinales reducen el espectro de su interés a aspectos parciales de la estructura fundamentadora del derecho penal, con predominio del de los fines de la pena y, en menor medida, del de los criterios de exigencia de responsabilidad o del de los contenidos de tutela. El segundo factor determinante es la tendencia a ordenar los principios teniendo presentes los modelos categoriales vigentes de aplicación del derecho penal, y no directamente las necesidades de fundamentación de éste. A mi juicio, las claves para obtener un modelo estructural adecuado para verter en él la racionalidad ética del derecho penal hay que buscarlas en dos direcciones distintas: Por un lado, en las tres decisiones políticocriminales básicas que fundamentan el derecho penal, a saber, la de mantener el orden social básico mediante la evitación de los daños o riesgos más graves para bienes fundamentales para la convivencia; la de incidir sobre uno de los factores decisivos en la producción de tales perjuicios, lo que nos lleva a intervenir socialmente sobre personas responsables o suscepti-

92. Véase ibid. 9i. Véase supra apartado precedente. 94. Repásense, a este respecto, las citas doctrinales y las remisiones contenidas en este apartado. Véase una objeción del propio Silva Sánchez, 1992, 286-287, a la postura de Hassemer-Muñoz en este punto. En términos generales, sobre el problema en la doctrina. Prieto del Pino, 370-396.

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bles de ser responsables de ellos; y la de neutralizar tales conductas mediante el control social y, dentro de él, el control social penal. Por otro lado, en los elementos integrantes del subsistema de control social que es el derecho penal, es decir, las normas, las sanciones y el procedimiento de verificación de la infracción de aquéllas y de la determinación e imposición de éstas'^. Sobre estas referencias podemos agrupar los principios fundamentadores del derecho penal en tres grandes grupos: Los principios de la protección, que sentarían las bases con las que delimitar los contenidos de tutela del derecho penal. Los principios de la responsabilidad, que se ocuparían de los requisitos fundamentales que deben concurrir en un comportamiento para que se pueda exigir responsabilidad criminal por él. Los principios de la sanción, que determinarían los criterios configuradores de las reacciones sancionadoras a la conducta criminalmente responsable'^. Las próximas páginas habrán de demostrar si esta estructura es adecuada para poner de manifiesto de una forma suficientemente comprensiva los contenidos éticos que se derivan para el derecho penal de nuestro sistema de creencias. 4.1. Los principios de la protección Pretendo a continuación exponer cuatro ideas básicas relativas a las pautas que deben regir la elección de los contenidos de tutela por parte del derecho penal. Me consideraré satisfecho si mediante ellas logro identificar aquellos principios que serían aceptados de manera 95. La inserción del derecho penal en la teoría del sistema del control social, como un subsistema más, aunque con especiales características, ha sido una aproximación metodológica especialmente fructífera. Véanse, entre otros, Pitts-Etzioni, 160171; Clark-Gibbs, 153-171; Hassemer, 1981, 293-297; Muñoz Conde, 1985, 36-41; Diez Ripollés, 1997, 11. 96. Sin duda ha sido Ferrajoli quien más se acerca materialmente a la estructura por mí propuesta. Su referencia a la pena, el delito y el proceso como las tres constricciones que sufre el delincuente y que hay que justificar corresponde en gran medida a los tres bloques de principios por mí propuestos. Sin embargo, las diferencias son también notables: a Ferrajoli le es ajena la idea de los diversos niveles de racionalidad, de manera que, aunque a los principios que enumera dentro de esas tres grandes referencias les atribuye un contenido ético —véase supra capítulo III, apartado 2.2—, no los formula en un contexto que pretenda delimitar principios éticos de principios que respondan a otras pautas. Por otro lado, el autor coloca en primer lugar los principios de la sanción, residuo de una fundamentación centrada todavía en exceso en los fines de la pena, no diferencia entre principios de la protección y de la responsabilidad, y asigna un lugar propio a los principios procedimentales, que nosotros integramos en los principios de la responsabilidad.

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generalizada por nuestra sociedad por corresponder a nuestro sistema de creencias y si, al mismo tiempo, no son tan elementales como para poseer un contenido superficial. Naturalmente estos principios necesitarán de ulteriores desarrollos conceptuales para aprovechar todas sus potencialidades, y deberán ser realmente utilizados en un determinado contexto para que puedan llevar a cabo su función de identificación de esos contenidos de tutela. Pero ni una ni otra cosa pertenecen a este lugar, sino a racionalidades subsiguientes en las que los componentes éticos deberán insertarse. 4.1.1.

El principio de lesividad

La sociedad debe protegerse colectivamente frente a conductas que afectan a las necesidades de la convivencia social externa, conductas que en tal medida podrían considerarse como socialmente dañosas. No es éste, ciertamente, el momento de detenernos en el desenvolvimiento de esta idea'^. Baste ahora con decir que la exigencia de dañosidad social del comportamiento discrimina frente a otro tipo de conductas de las que ya no podría predicarse esa cualidad, dado que no afectarían a la convivencia social externa. En unos casos porque no obstaculizarían la realización de los planes vitales individuales ajenos —la autorrealización personal de terceros—, aunque sí podrían diferenciarse o incluso contraponerse a las conductas correspondientes a ellos. En otros casos porque, aun incidiendo en tales planes de vida, se estima que tales incidencias son inherentes a la interacción social y no exigen ningún tipo de reacción, o al menos ningún tipo de reacción colectiva. Este problema es tradicional tratarlo como el del deslinde entre derecho y moral'^ —aunque sin duda no se agota en él—, y quizás deberíamos seguir respetando la terminología. En cualquier caso se ha de tener en cuenta la ambigüedad del término moral, y más en un nivel como el de la racionalidad ética^'. De un modo u otro, pienso que la distinción entre ambos

97. Véase, entre otras muchas, posturas divergentes sobre el concepto de dañosidad social en Amelung, 1972, 350 ss., con un enfoque funcionalista; Ferrajoli, 466482, desde una perspectiva garantista meramente limitadora; Silva Sánchez, 1992, 268-271, intentando combinar aspectos funcionalistas y personalistas. Una sugerente crítica al concepto original de Amelung, en Soto Navarro, 146-148. 98. Véase por todos Silva Sánchez, 1992, 268-270. 99. Véase mi punto de vista sobre el papel en la racionaUdad ética de los contenidos morales en cuanto diferenciados de los éticos, supra capítulo III, apartado 3.1. Cf. asimismo la distinción entre derechg y moral en Habermas, 1994, 135-151, y contrapóngase a la de Ferrajoli, 203-216.

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conceptos siempre transita en torno al nivel de tolerancia sin reacción colectiva'"" que se está dispuesto a aceptar frente a perturbaciones de las interacciones sociales. Aunque el criterio de delimitación parece claro, su concreción en una racionalidad ulterior puede resultar muy problemática. Sin duda el grado de tolerancia de discrepancias en la interacción social es muy distinto en la actual sociedad pluralista al que existía en la sociedad europea de la reforma y la contrarreforma religiosas, por citar sólo ejemplos occidentales. Pero es que, además, resulta incorrecto presumir que en nuestra sociedad contemporánea hay una serie de comportamientos externos que merecerían de manera permanente el calificativo de «sólo inmorales», y que por eso mismo serían incapaces en cualquier circunstancia de afectar a la convivencia social externa; muy al contrario, la determinación de lo que debe quedar fuera del derecho penal en virtud del principio de lesividad está siempre en continuo movimiento"". En cualquier caso, se debería evitar la equiparación entre el principio de lesividad y el de protección exclusiva de bienes jurídicos. Sin negar la trascendencia histórica que ha tenido el concepto de bien jurídico protegido en la transformación de la antijuricidad formal, propia del estricto positivismo jurídico, en una antijuricidad material, lo cierto es que en las últimas décadas se ha abusado tanto de sus potencialidades que se le puede considerar en buena medida como un fetiche, cuya sola mención tiene capacidad para justificar casi

100. Entiendo por ella la reacción de una colectividad organizada, y, desde luego, no pienso en reacciones sólo de naturaleza penal. 101. El movimiento políticocriminal de eliminación de los contenidos inmorales del derecho penal, que tuvo lugar en Europa occidental y España en los años sesenta, setenta y ochenta fue en realidad un significativo avance en la configuración de una sociedad más plurahsta y tolerante. La despenalización de determinadas conductas que entonces se produjo no respondía siempre a que tales comportamientos eran incapaces de afectar a la convivencia social externa, como ya tuve entonces ocasión de señalar, sino a que determinadas incidencias sobre tal convivencia pasaron a ser socialmente asumibles en la sociedad tolerante y pluralista que se configuraba. Véase Diez Ripollés, 1981, 70-83, 96-99, 112-113, 214-226; 1982, 44-45, 133-136. Quiebros en ese proceso hacia una mayor tolerancia explican que, con el paso del tiempo, se hayan aceptado nuevos tipos penales cuya estructura no difiere sustancialmente de la de preceptos otrora denostados: si el artículo 432 del código penal, hasta 1988, castigaba a los que expusieren doctrinas contrarias a la moral pública, el actual artículo 607.2 castiga a quienes difundan ideas o doctrinas que nieguen la existencia de hechos de genocidio o pretendan rehabilitar a regímenes que las han amparado. Y algo parecido podría decirse de la contraposición entre el viejo artículo 431 de escándalo público y el actual 510.1 en su vertiente de provocación al odio contra ciertos grupos o asociaciones.

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cualquier cosa. La realidad, sin embargo, es que la discusión sobre la existencia o no de un bien jurídico protegido y cuál sea éste tiene en muchas ocasiones un contenido puramente nominalista, lo que se demuestra por su escasa capacidad discriminatoria en temas como las conductas inmorales acabadas de aludir o la polémica sobre los bienes jurídicos colectivos'"^. Ello no quiere decir, ni mucho menos, que el concepto de bien jurídico protegido haya devenido obsoleto, sino que es preciso colocarlo en el lugar que le corresponde. Con él disponemos de un instrumento técnico-jurídico, como también lo son los conceptos de desvalor de acción y de resultado o la estructura categorial de la teoría jurídica del delito, extremadamente útil, en este caso para agrupar, organizar y delimitar una buena parte de las aportaciones éticas y teleológicas que determinan el ámbito de tutela del derecho penal; además, su correcta configuración es susceptible de ofrecer prestaciones importantes en otras racionalidades, singularmente la pragmática y la jurídicoformal. Pero su empleo no puede obviar la tarea previa de dotarle de contenidos adecuados ni de buscar éstos en las racionalidades pertinentes. Sólo cuando hayamos logrado tal cosa dispondremos de una herramienta conceptual con capacidad discriminatoria"". E indudablemente la lesividad del comportamiento es uno de sus componentes éticos'""*. 4.1.2.

El principio de esencialidad o fragmentariedad

Identificada la dañosidad social de ciertas conductas, el derecho penal se percibe en la sociedad como un instrumento de control social cuyo empleo se reserva para prevenir conductas gravemente perjudiciales. Esta convicción social se plasma en dos ideas: su especialización en la

102. Véase asimismo una crítica a la sobrevaloración del concepto de bien jurídico protegido en Silva Sánchez, 1999, 90-91, 98. 103. Véase en el mismo sentido Soto Navarro, 125-126, 241-242. 104. Atribuye a la dañosidad social, aunque no la identifica con la lesividad, la cualidad de ser componente esencial en la concreción del concepto de bien jurídico Prieto del Pino, 411-413. Por lo demás, no deberíamos ignorar que la utilidad del concepto de bien jurídico se ha desenvuelto tanto o más en términos de aplicación del derecho que de creación del derecho: ha dado un impulso determinante a la interpretación teleológica de la ley, pero también a la sistemática e incluso a la histórica, con efectos decisivos en la comprobación de la tipicidad y en los concursos, entre otros lugares. Naturalmente, toda esta influencia sólo ha podido ejercerla en tanto en cuanto ha estado también muy presente en la creación del derecho.

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tutela de los presupuestos esenciales para la convivencia externa y la limitación de sus intervenciones a los ataques más intolerables a tales presupuestos imprescindibles"^^. Ambos conceptos suelen incluirse dentro de la expresión «principio de fragmentariedad»""'. Un importante sector doctrinal tiende a legitimar este principio a partir de la naturaleza de la reacción penal, más en concreto, mediante el resalte de la grave incidencia que la conminación, imposición y ejecución de la pena tienen sobre los intereses individuales. Se dice que el derecho penal ha de limitarse a proteger los presupuestos esenciales para la convivencia frente a los ataques más graves, porque sus medios de intervención son tan drásticos que es obligado que restrinja sus objetivos'"^. A mi juicio, tal modo de argumentar supone invertir el razonamiento, y es una muestra más del carácter defensivo, incapaz de poner coto a la creación irracional del derecho, que caracteriza a la perspectiva garantista""*. Hay una pregunta que queda en el aire: Si ése es el problema, ¿por qué no se soluciona del modo más sencillo, esto es, reduciendo sustancialmente el nivel aflictivo de las reacciones penales? Tomada tal decisión podríamos prescindir del carácter fragmentario del derecho penal. La fundamentación creo que ha de ser distinta. Es la gravedad de los ataques lo que legitima las duras intervenciones del derecho 105. Se podría alegar que el actual auge del derecho penal simbólico contradiría la existencia de tales creencias sociales. Nótese, sin embargo, que el aspecto del derecho pena! simbólico que ahora nos interesa, esto es, aquel por el que con el derecho penal se va más allá de la protección frente a los ataques más graves a los presupuestos esenciales para la convivencia —véanse las tres vías de identificación del derecho penal simbólico en Diez RipoUés, 2001, 16 ss.—, no implica propiamente el cuestionamiento por la sociedad de tal punto de partida sino su plena asunción, seguida de una incorrecta identificación de los contenidos imprescindibles para la convivencia... o, más frecuentemente, de un aprovechamiento por un legislador oportunista de tales creencias para obtener otros fines políticos mediante la criminahzación o descriminalización de comportamientos. 106. Locución que no es especialmente afortunada, en cuanto aporta un contenido semántico indicador de una cierta falta de perspectiva valorativa o de coherencia ordenadora, lo que ciertamente no corresponde al uso que del concepto ahora se hace. Su origen se encuentra justamente en Binding y en la crítica que él realiza al carácter incompleto de la Parte especial —a él se remite su introductor en España, Muñoz Conde, 1975, 7 1 ; véase también, entre otros. Octavio de Toledo, 362—. Quizás el neologismo «esenciahdad» refleje mejor lo que se quiere expresar. 107. Véanse dos buenos análisis sobre la fundamentación doctrinal del principio de fragmentariedad en García Pérez, 332-336; Prieto del Pino, 374-379. En ellos se demuestra cómo la doctrina, aunque con terminología muy variada, oscila entre su conexión a la naturaleza o a los fines de la pena. 108. No vamos a repetir ideas ya expuestas en otro lugar. Véase supra capítulo III, apartados 1.1, in fine y 4.1.

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penal, y no éstas las que exigen una limitación del ámbito de tutela de éste. Ante la constatación de que se producen ataques especialmente graves para la convivencia parece razonable que la sociedad, en primer lugar, especialice a uno de los subsistemas de control social en el afrontamiento de esas agresiones; no tiene sentido que utilicemos en tales casos los mismos medios de intervención que para afecciones sociales de menor importancia. En segundo lugar, también parece sensato que mediante ese mecanismo especializado de control social la sociedad esté dispuesta a llegar donde haga falta para prevenir tales ataques, a apurar los mecanismos de responsabilidad y sanción socialmente disponibles. El principio de esencialidad o fragmentariedad es, en sus consecuencias, un principio expansivo, no limitador: su repliegue inicial a los objetos de tutela indiscutibles y afecciones sociales más intolerables lo lleva a cabo para, a partir de allí, saltar hacia el empleo de todos los medios accesibles en el Estado de derecho. Limita los objetivos de tutela para poder ampliar los medios de intervención. Serán otros principios éticos, por lo general situados en el ámbito de la responsabilidad y la sanción, los que frenarán la tendencia expansiva de los principios de la protección, además de ciertos componentes de la racionalidad ético-política (teleológica) o pragmática que tendremos ocasión de considerar'"^. Tampoco resultan convincentes las propuestas de legitimar este principio desde los fines de la pena. Se sostiene que sólo reduciendo la intervención penal a la prevención de los ataques más importantes a los bienes esenciales se logrará tener eficacia en la obtención de los objetivos de la ley y ser efectivos en su cumplimiento y aplicación. Un enfoque como éste, de naturaleza cuantitativa y que desplaza la fundamentación de los contenidos de tutela del derecho penal desde la racionalidad ética y teleológica a la puramente pragmática, suscita algunas preguntas de difícil respuesta dentro de sus coordenadas arguméntales: La primera es por qué el criterio reductor ha de ser uno centrado en la gravedad de las conductas lesivas y no, por ejemplo, en la frecuencia de aparición de las conductas dañosas, con indepen-

109. Por otra parte, no conviene olvidar que ni siquiera es cierto que el derecho penal utilice siempre los medios de intervención más duros. Los instrumentos puestos a disposición del derecho administrativo sancionador han hecho que en ocasiones se prefiera por el justiciable la sanción penal a la administrativa —como en ciertos supuestos de derecho ambiental—, y que ciertas intervenciones civiles sean más temidas que las penales —como es el caso en la protección del honor—. Pero este problema nos llevaría demasiado lejos en estos momentos.

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dencia de la importancia del perjuicio social que causen"". La segunda plantearía la cuestión de para qué se quiere tener eficacia o efectividad: la pregunta puede responderse tautológicamente, dando lugar a una argumentación circular, algo así como que hay que ser eficaz y para eso hay que seleccionar los contenidos de protección que nos permitan ser eficaces. También se puede eludir la respuesta, remitiendo al decisionismo de un legislador que establece arbitrariamente los objetivos de tutela del derecho penal'". O se puede, acertadamente, responder que ello exige una previa justificación de los contenidos en cuya tutela se quiere ser eficaz. En suma, no se protegen los bienes más importantes contra los ataques más graves porque sólo así se puede ser eficaz o efectivo, sino que la relevancia de esos bienes y ataques, determinada mediante parámetros distintos a los pragmáticos, es el presupuesto de una ulterior exigencia de eficacia en su protección. Si esta exigencia no se puede satisfacer surgirán eventualmente renuncias de tutela, pero ya no derivadas de que tales objetos de protección no responden a ataques importantes a bienes esenciales para la convivencia que precisamente por eso se desean proteger. No creo, por otra parte, que se deba ir más allá en este nivel de racionalidad en la descomposición de este principio. La distinción entre conductas lesivas y conductas peligrosas, con las importantes discrepancias que conllevan ambas caracterizaciones, debe quedar para una racionalidad ulterior; y la contraposición entre desvalor de acción y de resultado es un instrumento técnicojurídico cuya utilidad presupone aún adicionales avances en racionalidad. Tampoco creo que el principio de subsidiariedad, pese a su importancia, deba tenerse en cuenta en la racionalidad ética, y todavía menos en estrecha conexión con el principio de fragmentariedad o esencialidad. Empezando por esto último, la integración de ambos principios en un metaprincipio de intervención mínima ha originado muchas confusiones conceptuales en las que algunos hemos caído durante demasiado tiempo"^. Por otro lado, en el principio de sub-

110. La concentración en las más frecuentes, aunque no tanto como para que su número tuviera efectos negativos en la eficacia o efectividad de la intervención, permitiría indudables ganancias en términos pragmáticos. Véase también críticamente, en este sentido, García Pérez, 334-336. 111. Es la extendida actitud positivista, que renuncia a introducir racionalidad en la creación del derecho, que ya hemos criticado supra reiteradamente. 112. Su creador fue Muñoz Conde, 1975, 59 ss. He utilizado este metaprincipio, entre otros lugares, en Diez RipoUés, 1981, 84 n. 257; 1997, 12. Una referencia al

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sidiariedad el componente de instrumentalidad es lo suficientemente predominante como para que sea más aconsejable insertarlo en racionalidades ulteriores; asimismo, su indudable componente ético queda reflejado debidamente en el último de los principios de la protección que vamos a considerar. 4.1.3.

El principio de interés público

La identificación de aquello cuya dañosidad social afecta de modo grave a los presupuestos imprescindibles para la convivencia externa precisa de un punto de referencia. Éste se obtiene mediante la remisión al interés público. Con ello se quiere decir que los comportamientos frente a los que ha de intervenir el derecho penal deben afectar a las necesidades del sistema social en su conjunto. Ello implica dos exigencias: En primer lugar, que estemos ante conductas cuyos efectos trasciendan el conflicto entre autor y víctima'". Al derecho penal se le atribuye, frente a otros sectores del ordenamiento, la función de intervenir cuando el conflicto tiene una potencialidad de generalización tal que, si no se reacciona de manera adecuada a él, puede generar unos efectos perturbadores que van más allá de los que ya produce en la concreta interacción social afectada"''. Dicho en términos simplificados, la pasividad ante el conflicto pondría en serio peligro la misma pervivencia del orden social"^. En segundo lugar, implica que ese conflicto que trasciende a la interacción entre autor y víctima se percibe como socialmente dañoso desde la perspectiva de los intereses generales, y no desde intereses exclusivos de ciertos grupos sociales. La determinación del criterio mediante el que se han de concretar esos intereses generales es un problema distinto, que veremos en otro lugaí de la racionalidad ética'"'. Aquí se trata de asegurar simplemente que se atiende a los inhabitual doble componente del principio de intervención mínima, que él no comparte, en Silva Sánchez, 1992, 246 n. 284. Han mostrado claramente la diversidad de planos valorativos albergados en los dos subprincipios del principio de intervención mínima García Pérez, 332-334, 370, 372-376; Prieto del Pino, 375-376, 396-401; Soto Navarro, 168. 113. Han puesto claramente esto de manifiesto, aunque dentro del concepto de dañosidad social, Hassemer, 1981, 25; Hassemer-Muñoz Conde, 71. 114. Todas las corrientes funcionalistas, tanto del funcionalismo estructural como sistémico, han prestado especial atención a este aspecto. 115. Esta exigencia de! principio de interés público no debe confundirse con otro principio ético, que veremos más adelante, el de neutralización de la víctima, aunque es indudable su proximidad conceptual. 116. Véase infra capítulo V la discusión sobre el criterio democrático.

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tereses del conjunto social, y no a intereses parciales, ni siquiera a intereses contrapuestos compatibles. 4.1.4.

El principio de correspondencia con la realidad

No sólo es preciso que el interés público condicione la identificación de las conductas gravemente dañosas para la convivencia social externa. Es necesario además que esa identificación, como la existencia de ese mismo interés público, se acomoden a ciertos modos de verificación de la realidad. En nuestra sociedad está profundamente enraizada una determinada forma de aproximación al mundo externo y, dentro de él, al mundo social. Frente a actitudes mágicas o religiosas, ya superadas, predomina una aproximación empírica a la realidad que, si bien inicialmente encontró su desarrollo en las ciencias naturales, a lo largo de los dos últimos siglos se ha extendido también al análisis de la realidad social. En consecuencia, todo análisis de la realidad que abandone ese plano tropieza necesariamente con una inconsistencia ética. Este principio, que se manifiesta de diversa forma también en los dos restantes bloques de fundamentación ética del derecho penal, vendría a decir en nuestro ámbito, el de los contenidos de protección, que toda conducta gravemente dañosa para los intereses públicos en el mantenimiento de determinada convivencia social externa ha de ser accesible a su constatación mediante las ciencias empíricosociales"^. 4.2. Los principios de la responsabilidad Ya hemos señalado en diversos lugares"* cómo los objetivos de tutela del derecho penal se han decidido garantizar incidiendo sobre uno de los factores decisivos, pero no exclusivo, en su menoscabo, a saber, las personas responsables o susceptibles de ser responsables de él. La instrumentación de esa decisión nos confronta con otro conjunto de contenidos éticos a respetar, los principios de la responsabilidad. Ellos reflejan las cualidades esenciales que la sociedad considera que deben concurrir para que a una persona se le pueda exigir responsabilidad por un comportamiento afectante a tales objetos de protec-

117. Véanse, entre otros, Hassemer, 1981, 19-26; Zipf, 97-100; Ferrajoli, 474; Diez Ripollés, 1990, 306-307; Soto Navarro, 156, 174-175. 118. Véanse en este mismo capítulo apartados 3.1.2 in fine y 4. La formulación inicial se encuentra en Diez Ripollés, 2001, 6-7. Una fundamentación de la imputación parcialmente coincidente, en Hassemer, 1999a, 163-164, 166-167.

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ción. De nuevo aspiro únicamente a acertar en su identificación, tarea en la que la principal dificultad surge a la hora de tomar la decisión de lo que debiera integrarse en la racionalidad ética, o dejarse para ulteriores racionalidades, pues a decir verdad la gran mayoría de los principios de la responsabilidad goza de una incontrovertida aceptación social"'. Estos requisitos se pueden descomponer en dos bloques: aquellos referidos a la cualidad del comportamiento mismo, y aquellos alusivos a las condiciones de verificación de su concurrencia. Nos ocuparemos separadamente de cada uno de los integrantes del primer bloque, y agruparemos los del segundo en un megaprincipio, el de jurisdiccionalidad, que iremos dividiendo en diversos subprincipios. 4.2.1.

El principio de certeza o seguridad jurídica

Mediante este principio se exige que el ciudadano sepa con precisión en qué circunstancias se le va a exigir responsabilidad, y con qué consecuencias. Sienta las bases, por consiguiente, para que aquél se encuentre en condiciones reales de acomodar su comportamiento a la norma. Y tiene como objetivo evitar la arbitrariedad de los poderes públicos. La consistencia ética de este principio está fuera de duda desde, al menos, la consolidación de las sociedades liberales democráticas occidentales, y su eventual cuestionamiento ha suscitado siempre desde entonces un significativo rechazo, hasta el punto de que ni siquiera en sociedades antiliberales se ha podido contradecir por mucho tiempo'^". Ha sido precisamente su indiscutible arraigo el que ha provocado ciertas tendencias doctrinales que han pretendido construir todo el sistema de responsabilidad penal, incluso el conjunto de principios del derecho penal denominados garantistas o, si se quiere, referidos a la validez en contraposición a la utilidad, al amparo de este principio; ya hemos criticado un poco más arriba tal punto de

119. Resulta ilustrativo al respecto comprobar cómo las diferentes tendencias metodológicas de la doctrina penal, por muy diferenciados que sean sus puntos de partida y fundamentación, no difieren apenas en los elementos de la responsabilidad. Véase una sugerente panorámica de los diferentes sistemas de imputación de responsabilidad históricamente producidos o conceptualmente posibles en Hassemer, 1999a, 167-184. 120. Véase Cerezo Mir, 1996, 162-167. 121. Véase supra apartado 3.2.

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No es éste el lugar para desarrollar su contenido, ni para poner de manifiesto la imposibilidad de una plasmación plena del principio'". Sí es importante destacar, sin embargo, que el principio de legalidad formal no pertenece a este nivel de racionalidad. Aunque es habitual colocarlo como algo previo al de seguridad jurídica o incluso integrarlo con él en un único principio, el de legalidad, en realidad su trascendencia no alcanza el nivel básico de la racionalidad ética. Sin duda, constituye un componente de legitimación de las demandas formuladas al ciudadano para que acomode su comportamiento a la norma que está fuertemente arraigado en nuestra sociedad: expresaría la necesidad de que tal demanda la formule el órgano más cualificado para velar por los presupuestos esenciales para la convivencia, el poder legislativo, y que lo haga a través del procedimiento formal más exigente, la ley. Sin embargo, más allá de su falta de vigencia en sistemas jurídicos éticamente cercanos al nuestro, como el anglosajón'^^, lo cierto es que la sociedad y, en menor medida, nuestra cultura jurídica reciente no parecen conmoverse por el socavamiento que el principio de legalidad formal está sufriendo en diversos frentes, singularmente en el ámbito de las leyes penales en blanco o en la fiel acogida por nuestro legislador de propuestas normativas de casi cualquier rango emanadas de la Unión'^"*. Parece, pues, más procedente desplazarlo al nivel ético-político de la racionalidad teleológica, donde, desde luego, deberá defenderse enérgicamente. 4.2.2.

El principio de responsabilidad por el hecho

Este principio quiere asegurar que sólo se exija responsabilidad por conductas externas y concretas, y se descompone en dos subprincipios, ambos formulados negativamente, el de impunidad del mero pensamiento y el de impunidad del plan de vida. El primero determina que las actitudes o decisiones que no se plasmen en una conducta externa han de quedar libres de cualquier responsabilidad penal, y tiene como consecuencia, por un lado, que no se haya de responder por la disposición genérica a delinquir, ni por la deliberación al respecto, ni siquiera por la mera resolución delictiva y, por otro, que de los elementos internos que originan o soportan los actos externos sólo se responde, en diferente medida, siempre que estos últimos tengan lugar. Entre las diversas fundamen122. Véase Cerezo Mir, 1996, 169-170. 123. Véase Cerezo Mir, 1996, 164. 124. Véase al respecto lo dicho supra capítulo III, apartado 1.1.

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taciones del subprincipio hay dos de clara raíz ética'"^: La primera estaría en estrecha correspondencia con el principio, de protección, de la lesividad: al igual que sólo consideramos lesivos aquellos comportamientos que afectan a la convivencia social externa, dado que sólo aspiramos a protegernos frente a ciertas perturbaciones de las interacciones sociales, del mismo modo estimamos improcedente exigir responsabilidad por actitudes o decisiones que no trascienden al exterior'-''. La segunda va más allá de la coherencia con lo que se quiere proteger, y haría referencia a la renuncia propia de una sociedad pluralista y secularizada a exigir jurídicamente adhesiones internas a las normas de convivencia, esto es, a vincular las conciencias individuales a los objetivos del orden y control sociales'-^. El segundo previene de que se deba responder por la práctica de determinadas formas de vida o actitudes existenciales, reduciendo el objeto de la responsabilidad criminal a conductas aisladas y su singular proceso motivacional. Consecuencia de ello es que, por un lado, sólo se pueda pedir cuentas por la realización de comportamientos concretos, delimitables espacial y temporalmente, y no por haber escogido un determinado plan de vida o modo de existencia'^'* y, por otro, que en la valoración de tales conductas no puedan tenerse en cuenta la adopción de determinadas actitudes existenciales, por muy desafectas al respeto de la convivencia social externa que sean'-'. La fundamentación ética de este subprincipio es en buena medida paralela al anterior: la protección frente a comportamientos que afectan

125. Otros fundamentos, de naturaleza teleológica —hay gran diferencia entre lo que uno se plantea hacer y lo que realmente hace, por lo que no se puede valorar del mismo modo lo que no sale de la conciencia del individuo que lo que sí lo haije— o pragmática —los problemas de prueba serían insalvables—, quedan en segundo plano ante éstos. 126. La observación hecha a propósito del principio de lesividad de que no hay conductas en sí mismas sólo inmorales, esto es, que no puedan afectar a la convivencia externa, no empece a lo anterior, pues allí nos estamos refiriendo siempre a conductas externas. 127. Tal pretensión no es contradictoria con las propuestas de resocialización individual o socialización colectiva que se defienden en el marco de los fines de la pena: ellas sólo son éticamente admisibles mientras procuren interiorizar las pautas exigibles de comportamiento externo, pero no cuando aspiren directamente a modificar las convicciones individuales. Rechaza, indebidamente a mi juicio, tal distinción respecto a la resocialización individual Ferrajoli, 208, 251-263. 128. Por ejemplo, por haber optado por ser un terrorista, un asesino en serie, un carterista, un narcotraficante... 129. Por ejemplo, las de ser ui\desalmado, un desleal, un antipatriota, un aprovechado frente a incautos...

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a la convivencia social externa está fundada en el objetivo de garantizar unas interacciones sociales que posibiliten en la mayor medida posible el libre desarrollo de la autorrealización personal de acuerdo a las opciones que cada ciudadano estime convenientes; no resulta consecuente con ello pedir cuentas por la elección de ciertos planes vitales, por más que puedan estimarse en la práctica incompatibles con el mantenimiento de esa convivencia externa, mientras tal incompatiblidad no se concrete en la efectiva realización de conductas contrarias a aquélla. En segundo lugar, la pretensión de que los ciudadanos renuncien desde un principio a adoptar determinados planes de vida, debiendo responder penalmente en caso contrario, sienta las bases de una sociedad totalitaria, que pretende garantizar el orden social básico mediante la privación a los ciudadanos de aquellas posibilidades existenciales que justifican precisamente el mantenimiento de ese orden social. Podría pensarse que la vigencia ética de este último subprincipio es cuestionable, en la medida en que parece resultar socialmente aceptable, o incluso demandada, la introducción de previsiones legales que tengan en cuenta la habitualidad de la conducta delictiva, la cualidad de delincuente habitual o la condición de reincidente"". Lo cierto, sin embargo, es que las justificaciones políticocriminales para introducir estas figuras procuran en todo momento alejar la sospecha de que se atiende al carácter disvalioso de ciertos planes de vida o actitudes existenciales. Al margen de la fuerza de convicción de tales argumentaciones, ello muestra en todo caso el reconocimiento de la vigencia del subprincipio que nos ocupa. 4.2.3.

El principio de imputación

Mediante este principio se ponen de manifiesto los criterios éticos por los que un comportamiento externo y concreto, y eventualmente un suceso a él subsiguiente, se pueden vincular a una persona. Se divide en dos subprincipios, el de imputación objetiva y el de imputación subjetiva. El subprincipio de imputación objetiva expresa la necesidad de que entre la persona y ese comportamiento o suceso se produzca una conexión objetiva, esto es, que tales hechos sean realizados o producidos materialmente por ese sujeto. La concreción de esa materialidad se lleva a cabo socialmente en torno a la idea de la causalidad, la 130. Véanse por ejemplo artículos 299, 153, 286.1, 94 o 22.8 de nuestro código penal.

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cual rige sin duda para la vinculación de un suceso al hecho que le ha precedido, pero también para caracterizar el comportamiento en sí mismo, para cuya comprensión, sea como actividad sea como pasividad, la causalidad natural juega siempre un papel directo o indirect o " ' . Probablemente corresponde también al plano ético una cierta graduación de esa vinculación objetiva entre el hecho y la persona, en particular la que se refleja en la distinción entre un comportamiento imperfecto y uno consumado, o una conducta de autoría y una de participación, incluso en la diferente gravedad atribuida con frecuencia a las conductas activas frente a las omisivas. Este subprincipio es objeto en racionalidades posteriores de un notable enriquecimiento, que no es ahora el momento de considerar. Baste citar la delimitación de la causalidad que se produce con los criterios de restricción de la imputación objetiva de resultados o con la teoría de la autoría y la participación'^^. Por su parte, el subprincipio de imputación subjetiva exige que esa vinculación objetiva entre el hecho y la persona que lo ha causado pueda atribuirse, de un modo socialmente asumible, a la voluntad de actuar o no actuar de esa misma persona, a cuyos efectos fija las condiciones de pertenencia subjetiva de un hecho a quien materialmente lo ha realizado o producido. Las dos relaciones de pertenencia generalmente aceptadas son la dolosa y la imprudente, las cuales en términos éticos marcan la diferencia entre aquello que el sujeto ha querido, y aquello que el sujeto ha podido evitar. Esa distinción sirve

131. Ciertamente, como puso de manifiesto Welzel, 43, y ha recordado entre otros Cerezo Mir, 1998, 51, todo comportamiento humano implica la utilización o toma en consideración de la causalidad. Y ello, preciso yo, con independencia de si del comportamiento se deriva causalmente un efecto externo separable de la acción, esto es, un resultado. Por lo demás, la formulación del texto respecto a la pasividad creo que podría ser compartida por estos autores. 132. Por lo demás este subprincipio ha tenido en el mismo plano ético alguna evolución reciente de interés, que también afectaría al principio de protección de la esencialidad o fragmentariedad: es el caso de la relativización de la importancia de la aparición de, y de la vinculación objetiva a, un resultado separable de la acción. Sin duda éste sigue teniendo un importante significado ético —recuérdese la frase de Welzel, 136, respecto al porqué de la casi omnipresente exigencia de resultado material en los delitos imprudentes, «la cosa no era tan grave cuando todo ha terminado bien», lo que él achacaba a un sentimiento irracional—, pero el afianzamiento de lo que se ha dado en llamar la sociedad del riesgo ha conllevado un resalte ético, tanto en términos de tutela como de responsabilidad, del comportamiento pehgroso en sí mismo. Las razones, sin duda, son independientes de aquellas que han impulsado la discusión dogmática sobre la relevancia del desvalor de acción y de resultado, y el papel a jugar en él del resultado material, pero esto es una problemática que nos llevaría ahora muy lejos.

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asimismo para marcar una graduación ética a tenor de la diferenciada intensidad de pertenencia que corresponde a ambas variantes, que deberá ser tenida en cuenta al exigir responsabilidad. A la racionalidad ética pertenece probablemente también la creencia de que existen otros componentes subjetivos que matizan o pueden enriquecer ocasionalmente esa imputación subjetiva. En cualquier caso, la configuración de las diversas modalidades de imputación dentro del dolo o de la imprudencia, así como adicionales precisiones sobre otros elementos subjetivos, se habrán de desenvolver cuidadosamente en ulteriores racionalidades'^^. Sin embargo, no podemos ignorar que el subprincipio de imputación subjetiva, con los contenidos acabados de exponer, es un criterio, para los parámetros evolutivos éticos, muy reciente. Hasta hace no mucho se ha considerado socialmente admisible atribuir un suceso a su causante aunque no concurriera ninguna relación subjetiva entre éste y aquél, bastando con que tal relación estuviera presente en un hecho previo'^'' con el que el suceso en cuestión tuviera una mera conexión objetiva. La proscripción de la denominada responsabilidad objetiva es, creo, un firme haber de la actual racionalidad ética'^^, por más que, dada su reciente consolidación, aún no se ha llevado hasta sus últimas consecuencias en algunos ordenamientos jurídicos'^^. Existe otro subprincipio cuya integración en este nivel de racionalidad es discutible, pero que si así se decidiera debería haber precedido a los dos subprincipios de imputación ya vistos. Me refiero al principio de personalidad física, el cual tiene en la actualidad'^^ el 133. Por lo demás, resulta quizás ocioso recordar que la agrupación de determinados contenidos éticos en el subprincipio de imputación subjetiva, como en los otros principios de la responsabilidad que estamos analizando, no tiene efectos determinantes sobre el concreto modelo categorial de responsabilidad que finalmente se adopte. 134. Respecto al que sí se cumplían los requisitos de imputación jurídica, en el mejor de los casos de imputación jurídicopenal. 135. Resultan muy ilustrativas las investigaciones de psicología evolutiva de Piaget, 91-93, 101-145, 156-165, 274-285, sobre el progresivo paso en el niño desde la responsabilidad objetiva a la subjetiva. Sus descubrimientos los proyecta a la evolución social, de forma que llega a la conclusión de que existe una estrecha vinculación entre sociedades autoritarias y vigencia de la responsabilidad objetiva, y sociedades democráticas y respeto de la responsabilidad subjetiva. 136. Ello se percibe especialmente, y sin perjuicio de otras variantes, en la desconsideración, por los delitos cualificados por un resultado más grave imprudente, de la diversa vinculación subjetiva con el hecho que se da en el dolo y la imprudencia, desconsideración que aún persiste en muchas legislaciones, aunque no en la española. Véase en general Diez RipoUés, 1983, 101 ss. 137. La exclusión de los animales como sujetos responsables es un contenido ético hace tiempo asentado.

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objetivo de excluir como sujeto penalmente responsable a la persona jurídica. Se trata de un principio que ha perdido la base ética que sin duda ha tenido durante bastante tiempo. Las transformaciones producidas en las sociedades capitalistas avanzadas han hecho que a la vida cotidiana y a nuestro sistema de creencias se haya incorporado un nuevo sujeto de la interacción social, los colectivos societarios. La autonomía por ellos adquirida, y su protagonismo social, conducen inevitablemente a la superación del subprincipio de personalidad física'^". No obstante, la inclusión entre los principios de la responsabilidad de esa nueva realidad ética se ve frenada por la constatación de que la mayor parte de estos principios se han construido sobre cualidades propias de las personas físicas, y no es nada fácil reformularlos de modo que puedan acoger a las personas jurídicas sin que al mismo tiempo pierdan el sustrato ético que les es sustancial. Estamos, por tanto, ante un problema de indefinición ética, con un principio que ha perdido su base ética pero que es por el momento insustituible en ese mismo nivel. Eso le otorga un status ambivalente y polémico, cuyo campo de análisis más apropiado quizás sea el de la racionalidad teleológica. 4.2.4.

El principio de reprochabilidad o culpabilidad"^

No basta para exigir responsabilidad con que se pueda atribuir subjetivamente a una persona el hecho por ella materialmente realizado o producido. Es preciso además que se le pueda pedir cuentas por el proceso de motivación que le ha llevado a tomar la decisión de realizar el comportamiento. Este principio, que se formula en términos negativos y excepcionales, expresa que la sociedad está dispuesta a renunciar a hacer responsable a una persona de comportamientos a ella imputables si, en alguna medida socialmente asumible, se puede afirmar que no pudo evitar tomar tal decisión, o le resultó especialmente difícil evitarla.

138. No es, por otra parte, algo nuevo en nuestra historia cultural la atribución directa de responsabilidad penal a colectivos —pueblos, países, razas o etnias, profesiones, grupos— por conductas realizadas por individuos aislados de entre ellos, pero es cierto que en los tiempos modernos procederes semejantes ya no disponen de fundamento ético. Otra cosa es que tengan apoyo político interesado u oportunista. 139. El término más adecuado para referirse a este principio ético es, desde luego, el de culpabilidad. Sin embargo, este vocablo ha incorporado tal variedad de contenidos semánticos que veo preferible mencionarlo acompañado del término reprochabilidad, probablemente abstruso en un contexto ético, pero que evita confusiones a los penalistas.

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El principio tiene como presupuesto la arraigada convicción ética de que el ser humano en condiciones normales dispone de un significativo margen de libertad a la hora de tomar decisiones. Esta creencia posee una trascendencia mucho mayor que la que se explícita en este contexto: sobre tal autocomprensión se han edificado las modernas sociedades democráticas, que se han trazado como objetivos la profundización en el ejercicio de las libertades individuales, sean privadas o políticas, y el aseguramiento de las condiciones sociales que las hagan posibles, y cuya estructura y correcto funcionamiento presupone la existencia de ciudadanos capaces de decidir libremente. Y sobre ella se asienta en último término el fundamental principio éticosocial de que todo ciudadano debe asumir la responsabilidad por las consecuencias de su actuar, el cual, además de difundirse por todos los ámbitos del actuar social, está en la base de la configuración de los principios de la responsabilidad que venimos considerando. Lo precedente no es obstáculo para que nos encontremos ante uno de los más claros ejemplos de creencia ética con un débil apoyo ontológico, tanto desde una perspectiva teórica como metodológica, lo que plantea indudables tensiones con el principio también ético de correspondencia con la realidad empírica, presente de un modo u otro en todos los bloques de principios fundamentadores del derecho penal''"'. Por lo demás, la concreción de los supuestos excepcionales en los que la sociedad considera que es aceptable renunciar a la exigencia de responsabilidad bajo los parámetros de este principio es una tarea sometida a considerables variaciones históricas y culturales, por lo que no resulta adecuado llevarla a acabo en este nivel de racionalidad''". Sin duda el que estemos ante un principio con problemas de compatibilidad con análisis empíricosociales de la realidad agrava la dificultad para estabilizar contenidos. No procede incluir en este nivel la referencia al principio de peligrosidad. Este principio, cuyo nacimiento se debe en buena medida a que constituía una alternativa frente a los déficits ontológicos que mostraba el principio de culpabilidad clásico'''^, empezó real-

140. Véase lo dicho en apartado 4.1.4, y lo que se dirá en próximo apartado. 141. Piénsese en la diversa actitud demostrada en relativamente cortos periodos de tiempo ante los trastornos neuróticos, las psicopatías, las limitaciones comportamentales derivadas de ciertas intoxicaciones —embriaguez habitual, síndrome de abstinencia...—, la actitud cognoscitiva exigida hacia la norma —desde el error iuris nocet a la obligada atenuación del error vencible— o la identificación de las causas de disculpa. 142. Ese papel lo desempeñó, simplificando mucho, en las escuelas positivas. Véase, por todos, Cerezo Mir, 1996, 96.

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mente a tener importancia práctica cuando se le configuró como un concepto complementario al de culpabilidad, mediante el cual se podía asegurar una mayor intervención social sobre ciudadanos que tenían una especial tendencia a incumplir la ley'**^ y que por eso mismo eran declarados peligrosos; pero, al adoptar tal función, perdió su componente ético para vincularse más bien a la racionalidad pragmática. Por otra parte, este principio nunca ha dejado de tener problemas con ciertas referencias éticas, como el respeto a los principios de lesividad, seguridad jurídica o responsabilidad por el hecho en sus dos vertientes'"'"', y ello incluso cuando se le ha formulado en sus términos más estrictos'''^. A ello se une que sus aportaciones pragmáticas han sido socavadas por una insuficiente fiabilidad de los pronósticos y una nunca satisfactoriamente conseguida diferenciación de las medidas que implementaba frente a las penas. De ahí que se pueda afirmar que la legitimación del principio de peligrosidad ha descrito un ciclo completo en el último siglo: a su rápida implantación en los años treinta sigue una consolidación que entra en crisis mediado el último tercio del siglo y que le ha conducido en su final a encontrarse fuertemente cuestionado''"'. Sería oportuno reflexionar sobre él en racionalidades posteriores. 4.2.5.

El principio de jurisdiccionalidad

Los principios de la responsabilidad quedarían incompletos si no atendiéramos, junto a las cualidades que debe poseer el comportamiento para que se pueda exigir responsabilidad por él, al consenso ético existente sobre los procedimientos de verificación de tal responsabilidad'''^. De nada serviría enumerar las características del com-

143. Esta compatibilización entre culpabilidad y peligrosidad es, como se sabe, obra de las escuelas intermedias del derecho penal, de las primeras décadas del siglo XX. Véase, por todos. Cerezo Mir, 1996, 33-34, 99-100. 144. En la medida en que no ha estado claro si el control social debía ir tan lejos, basarse en datos tan inaprehensibles para el afectado, u orientarse de un modo tan intenso en hechos futuros y aspectos existenciales. 145. Esto es, referido a ciudadanos criminalmente peUgrosos que ya han acreditado su pehgrosidad con la comisión de delitos. 146. De lo que es un paradigmático ejemplo la estricta regulación de la peligrosidad y de las medidas de seguridad llevada a cabo en el código penal español de 1995. 147. La consideración de los principios procesales como un componente más, aunque diferenciado, de los principios de responsabihdad se contrapone a la actitud habitual de la teoría que ve el derecho penal como un subsistema de control social (véase supra nota 96): ésta hace una divisió'n entre norma, sanción y proceso que lleva a incluir los criterios de responsabihdad junto a los de tutela bajo el amparo del concepto de

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portamiento responsable, si luego pasáramos por alto los criterios a los que nuestro sistema de creencias atribuye virtualidad para determinar la existencia de esa conducta responsable. Todos ellos creo que son adecuadamente abarcados bajo el concepto, propuesto por Ferrajoli, de principio de jurisdiccionalidad''"*. El primero de los subprincipios es el de monopolio estatal de la exigencia de responsabilidad penal'"*^. Con este principio la sociedad rechaza que sean los directamente afectados, o colectivos o grupos a ellos vinculados, los que determinen la responsabilidad concurrente. Prefiere desplazar la competencia hacia un tercero institucionalizado, el Estado, al que permite que se apodere del conflicto, sustrayéndolo a los inmediatamente implicados o a sus apoyos sociales. Tal decisión conlleva renunciar a una mayor cercanía en el análisis del hecho y a una atenta consideración de los intereses de las partes afectadas, pero lo que resulta éticamente decisivo es la doble pretensión de sustraer la determinación de la responsabilidad al mero juego de la correlación de fuerzas entre autor y víctima, y de asegurar que se coloca en primer plano la trascendencia del conflicto para el conjunto de la sociedad; si lo primero se corresponde con una de las decisiones fundamentadoras del orden social, para cuyo mantenimiento ha surgido la necesidad del control social, lo segundo es el correlato en el ámbito de los principios de la responsabilidad del principio de protección, ya visto, de interés público'^". Este subprincipio se desenvolverá en ulteriores racionalidades en diferentes direcciones, que ahora no es el caso considerar'^'. En este norma, y a tratar separadamente los criterios procesales. Estimo conceptualmente más clarificadora la estructuración propuesta, que da la debida relevancia a ios principios de la responsabilidad, en caso contrario ensombrecidos por los criterios de protección, y coloca los principios jurisdiccionales en estrecha relación con su fundamental, aunque no exclusivo, punto de referencia. 148. FerrajoU, 8-10, 71-73, 546-549, 559, 572-573, incluye, aunque no siempre de la misma forma, los principios procesales dentro de un principio general de jurisdiccionalidad, que luego divide entre jurisdiccional en sentido estricto y jurisdiccional en sentido lato, y que en cualquier caso es reconducible en último término al principio de legalidad. 149. Véase, por todos, Montero Aroca, 1997a, 11-12; 1997b, 15-18, quien califica tal principio como una opción civilizatoria decisiva. 150. Véase supra apartado 4.1.3. Este principio ha sido agudamente rebautizado por Hassemer, 1981, 67-72, como principio de neutralización de la víctima; la llamativa plasticidad de tal expresión no debe hacernos olvidar, sin embargo, que para abarcar plenamente las implicaciones de la idea expuesta en el texto habría que complementarlo con el de contención del autor. 151. Así, creo que desarrollos suyos serán la concreción del monopolio estatal en el monopolio jurisdiccional y procesal —véase al respecto Montero Aroca, 1997a, 12-

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nivel simplemente se cierra el paso a una estructuración de la determinación de la responsabilidad penal basada en la autotutela —el tomarse la justicia por su mano— o en la autocomposición sobre la responsabilidad —negociación sobre los límites de ésta—. Ello no excluirá, sin embargo, que en niveles inferiores de racionalidad se admitan ciertas flexibilizaciones de este subprincipio, ligadas casi siempre a cuestiones de racionalidad teleológica y pragmática, y compatibles con su mantenimiento. El segundo subprincipio exigiría la independencia e imparcialidad del órgano encargado de determinar la responsabilidad penal, es decir, el juez o tribunal. De entre la rica constelación de exigencias que se han ido formulando al titular de la jurisdicción creo que estas dos recogen con precisión las referencias éticas imprescindibles, sin perjuicio de requisitos adicionales localizados en otras racionalidades. Mediante la primera se aseguraría que la responsabilidad se determina por un órgano que no depende de ningún otro a la hora de tomar su decisión, de manera que está en condiciones de aplicar sin sometimiento a nadie los principios éticos de la responsabilidad así como aquellos que los desarrollan o complementan. Mediante la segunda se garantizaría que tal órgano se mantiene en todo momento como un tercero no implicado en el conflicto sobre la determinación de responsabilidad, lo que supone que ni es una de las partes enfrentadas ni tiene relaciones o intereses particulares que le lleven a preferir desde un principio que la decisión se decante en un determinado sentido'^-^. El tercer subprincipio consiste en el proceder contradictorio en la determinación de la responsabilidad. Asegurado que el decisor es independiente e imparcial, es menester que las partes enfrentadas estén en condiciones de confrontar realmente sus diversos puntos de vista. A tales efectos puede afirmarse que son exigencias éticas el que se cuente con una acusación precisamente formulada a la que referir el debate, una dualidad de posiciones respecto a esa acusación, y unas mismas oportunidades para defender las respectivas posiciones, que incluyan las facultades de alegar y probar los puntos de vista propios, y de conocer y rebatir las afirmaciones de la parte contraria'^^ Resul-

14; 1997b, 18-20—, así como el contenido nuclear del principio de formaüzación —véanse Hassemer-Steinert-Treiber, 54-62; Hassemer, 1981, 301-303; HassemerMuñoz Conde, 113-122; Silva Sánchez (1992), 250-251. 152. Sobre la importancia y contenido de estos dos principios, véanse, por todos. Montero Aroca, 1997, 109-115; 1997b, 86-89; Ferrajoli, 548-549, 591-594. 153. Véanse Hassemer, 1981,129-134; Ferrajoli, 619-625, 629-632; Montero Aroca, 1997a, 14-16, 26-32; 1997b, 25-30, 137-150, autor este último que ¡lega a

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ta fácil apreciar, por lo demás, la cercanía conceptual entre este subprincipio y, al menos, el principio de certeza o seguridad jurídica. Los numerosos elementos que se han de insertar en ese proceder para garantizar este consenso ético pertenecen a otro lugar. El cuarto y último subprincipio es el de actividad probatoria empírica. Con él se plantean dos exigencias. Por la primera se requiere que la existencia de una responsabilidad criminal y la delimitación de sus contornos se fundamente en una previa actividad probatoria, lo que tiene como inmediata consecuencia que no se puedan realizar afirmaciones o adoptar actitudes que prejuzguen los resultados de tal actividad; la presunción de inocencia sería una descripción acertada de tal exigencia'^'*. Por la segunda se plantea la necesidad de que la determinación de la responsabilidad se ajuste a la verdad material de lo realizado o sucedido, lo que implica que la actividad probatoria se lleve a cabo de modo coherente con la aproximación al mundo externo que corresponde a nuestro sistema de creencias; habrá de acomodarse, por tanto, a la metodología de verificación empírica así como a las reglas de la lógica y argumentación aplicadas a aquélla vinculadas'^^. Este subprincipio se desarrolla en ulteriores racionalidades no sin conflictos, hasta el punto de que opciones asumidas en la racionalidad teleológica tropiezan con frecuencia con cierta incomprensión ética'^''. Es el caso, por un lado, del desarrollo de la presunción de inocencia, en especial en lo que se refiere a la prohibición de ciertas intervenciones sobre el ciudadano y la consiguiente ilicitud de las pruebas así obtenidas; y, por otro, de la resignada aceptación de que es inalcanzable la verdad empírica en el proceso, dadas sus limitaciones temporales, personales y económicas. Todo ello se concreta, en el nivel teleológico, en los esfuerzos por acordar un concepto defendible de verdad forense o procesal'^^. Al margen de lo anterior, no se

negar la condición de proceso al sistema inquisitivo, por carecer en especial de estas cualidades y de las del subprincipio anterior. 154. Inserta igualmente la presunción de inocencia en el ámbito de los principios sobre la prueba, Montero Aroca, 1997b, 151-164. En alguna medida también Hassemer, 1981, 149-150. 155. Véanse sobre los hace tiempo abandonados sistemas de sometimiento personal a prueba, en el que destacaban las ordalías, y de pruebas legales, páginas ilustrativas en Foucault, 1983, 63-88. También, Ferrajoli, 112-115, y Hassemer, 1999a, 159, 162, 172, 177. 156. Aunque no tanta como para cuestionar esas decisiones teleológicas. 157. Son ejemplares al respecto los análisis de Hassemer, 1981, 134-158, y Ferrajoli, 16-45.

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pueden ignorar ciertas zonas de sombra en el respeto del subprincipio anterior, que tienen que ver casi siempre con inconsistencias que se arrastran de otros principios éticos: es el caso de las quiebras al principio de presunción de inocencia que aportan los principios formulados negativa o excepcionalmente'^*, o la imprescindible aportación de elementos normativos para completar la verificación de la concurrencia de ciertos principios con déficits ontológicos o acceso empírico dificultoso'^'. 4.3. Los principios de la sanción La gravedad de los daños amenazados nos ha llevado a incidir sobre uno de los factores decisivos en su producción, pero también nos ha hecho escoger la modalidad de intervención social más enérgica, el control social penal, que supone el empleo de penas. Su efectivo uso, sin embargo, se funda en un consenso ético que no se agota —aunque sí los presupone— en los contenidos éticos que han salido a la luz al estudiar las otras dos decisiones políticocriminales básicas. En directa relación con la sanción surgen pretensiones éticas que quieren asegurar que los efectos sociales a conseguir con las penas no van a superar los límites del ejercicio del poder acordados socialmente, esto es, que la protección frente a aquellos daños no se desnaturalice mediante un modelo de intervención penal que termine incidiendo de manera socialmente inasumible sobre los planes de vida de los ciudadanos""". De estas exigencias éticas vamos a ocuparnos a continuación"''. 4.3.1.

El principio de humanidad de las penas

Este principio concreta los niveles de afección personal que no deben superarse en ningún caso a través de la sanción penal. Va directamente referido a la naturaleza de las penas a conminar o imponer, o a su forma de ejecución. Su formulación negativa va pareja a su contenido incondicionado, de forma que hay ciertas reacciones penales consideradas éticamente inaceptables, con independencia de las conductas que las hayan originado, los daños sociales que éstas hayan 158. Véanse supra los principios de responsabilidad por el hecho y de reprochabihdad o culpabilidad. 159. Me refiero en especial al principio de imputación y al de culpabihdad. Pero sobre el tema de la normativización volveremos en otra ocasión. Véase en cualquier caso una detenida toma de postura en Diez RipoUés, 1990, 297-334. 160. Véase más ampliamente al respecto en Diez Ripollés, 2001, 6-8. 161. Véase una referencia a la dependencia en la elección de los fines de la pena de la racionalidad vigente en una determinada cultura, en Hassemer, 1981, 264-265.

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producido o los efectos sociopersonales que se quieran lograr con tales penas'*^. En agudo contraste con su profundo arraigo en nuestro sistema de creencias se encuentra la dificultad para concretar sus contenidos. En primer lugar, porque estamos ante un principio especialmente sensible a las variaciones que experimenta el mundo de la vida: así, su adquisición de un lugar preferente entre las exigencias éticas de la intervención penal, paralela al progreso en la configuración de las sociedades liberales democráticas""^, no ha impedido que la sociedad moderna en épocas de crisis se muestre dispuesta a reducir una parte significativa de sus contenidos; por lo demás, persisten en el mundo contemporáneo importantes diferencias culturales respecto a lo que sea una reacción penal inhumana"'''. En segundo lugar, incluso dentro del sistema de creencias vigente actualmente en la sociedad europea occidental aparecen discrepancias significativas en cuanto al contenido del principio de humanidad, tanto respecto a la naturaleza de la pena como a su forma de ejecución""^. Se puede decir, en consecuencia, que estamos ante un principio ético reconocido, pero pendiente de una delimitación consistente. Eso explica que su desarrollo tenga lugar en gran medida en ulteriores racionalidades. 4.3.2.

El principio teleológico, o de los fines de la pena

Bajo este principio se determinan los efectos sociopersonales que se considera éticamente aceptable lograr con la sanción penal. No va referido a la pena misma, sino a ciertos efectos a obtener a partir de ella. Con él se aspira a identificar hasta dónde estamos dispuestos a 162. Sobre esto último véase principio siguiente, infra, 163. Véase una interpretación bien distinta, y digna de consideración, de esta evolución en Foucault, 1978, 15 ss. 164. Véanse también Hassemer-Muñoz Conde, 172-173; Zipf, 41-42; Zugaldía Espinar, 254-262; von Hirsch, 129-138. 165. Piénsese en las discusiones, respecto a lo primero, y con alcance ciertamente muy distinto según los casos, sobre los ámbitos residuales de licitud de la pena de muerte, sobre la cercanía a las penas corporales de medidas de castración de delincuentes sexuales o de psicocirugía en psicópatas, sobre la persistencia de penas infamantes ligadas a los efectos mediáticos de estigmatización del delincuente, sobre la prolongación excesiva de las penas privativas de libertad, sobre la problemática relación con la prohibición de trabajos forzados de penas modernas como el trabajo en beneficio de la comunidad, sobre el resurgimiento de la confiscación general de bienes en los delitos de tráfico de drogas y asimilados. Y respecto a lo segundo, sobre el ya tradicional debate de hasta dónde se puede llegar en la resocialización del delincuente, o sobre la medida en que el cumplimiento de la pena privativa de libertad lleva aparejados privaciones o límites a otros derechos fundamentales del condenado.

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llegar en la producción de efectos sobre los ciudadanos, con el fin de satisfacer, mediante el control social penal, las pretensiones de tutela en el marco de las condiciones de responsabilidad establecidas. El principio no se ocupa, aunque con frecuencia tienda a verse así"'*', de cuestiones de efectividad o eficacia, es decir, no trata de poner de manifiesto qué efectos son los más adecuados para asegurar que las leyes penales realmente se cumplan o, en su defecto, se apliquen, o para lograr los objetivos de tutela perseguidos. Tales preguntas, sin duda de gran trascendencia, pertenecen a niveles de racionalidad posteriores. Aquí se busca simplemente averiguar las cualidades que deben poseer los efectos sociopersonales a producir para que resulten aceptables por nuestro sistema de creencias. Una vez que sepamos qué efectos estamos dispuestos a causar, nos preguntaremos cuál es su efectividad y eficacia en general o en relación con decisiones legislativas concretas. La estabilidad ética de este principio es muy alta, hasta el punto de que se puede decir que sus contenidos son sustancialmente los mismos a lo largo de toda la civilización occidental. Ciertamente la discusión sobre los efectos a producir con la pena ha estado en el centro del debate legitimatorio del derecho penal en muchas épocas, y singularmente en los tiempos modernos""^. Pero visto con perspectiva histórica es fácil apreciar que en nuestra cultura occidental todo se ha reducido a cambios de énfasis —en contadas ocasiones tan radicales como para impedir que los efectos sociopersonales desconsiderados o desacreditados siguieran jugando un papel cuando menos complementario—, a reformulaciones, más acordes con la sensibilidad ética de cada época, de convicciones persistentes, cuando no a meros cambios terminológicos. Podemos sintetizar los contenidos éticos en mayor o menor medida siempre presentes a partir de una serie de referencias fundamentales, en torno a las cuales se distribuirían los efectos sociopersonales considerados admisibles. Así, presupuestos de los efectos a producir serían que con ellos se pretenda prevenir directa, indirecta o mediatamente delitos; que se incida sobre delincuentes reales, potenciales o simplemente ciudadanos susceptibles de ser delincuentes"*"; que la pretensión sea impedir materialmente comportamientos, alterar pau166. Véase supra en este mismo capítulo, apartado 3.1.1, y capítulo III, apartados 1.1 y 4.1. 167. Sobre sus excesos ya he tenido ocasión de pronunciarme reiteradas veces. 168. Estas dos primeras referencias están estrechamente conectadas, como se puede ver, con las dos primeras decisiones políticocriminales básicas. Véase sobre ellas supra apartado 4 y Diez RipoUés, 2001, 6-7.

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tas de conducta, producir representaciones mentales, o suministrar información relevante; y que se trate de efectos que estemos en condiciones reales de producir mediante la pena""'. A partir de lo anterior, los efectos podrían consistir en la inocuización del sujeto, en su resocialización o reinserción, en la intimidación individual o colectiva, en mejoras de socialización individual o colectiva defectuosa, o en confirmación de pautas de comportamiento, los cuales podrían tener lugar durante la conminación, la imposición o la ejecución de la pena, sin que sean supuestos excluyentes. Todos los efectos constituirían un mal, aunque en muy diverso grado según los casos, para el afectado'^". Pues bien, tarea decisiva de la racionalidad teleológica será lograr un acuerdo ampliamente compartido sobre el modelo de interacción de estos efectos sociopersonales en un determinado ordenamiento jurídicopenal y en las concretas decisiones legislativas. 4.3.3.

El principio de proporcionalidad de las penas

La idea de la proporcionalidad ya ha sido analizada en un apartado anterior, en el que hemos descartado su utilización como criterio ordenador de una teoría de la incriminación, la cual vendría a ser superponible a los principios de la protección''''. Tampoco procede su empleo dentro del principio teleológico o de los fines de la pena, donde en ocasiones se le hace servir como elemento que depura las pretensiones de prevención general o especial'^^ haciéndolas más eficaces'^^; ni siquiera creo que tenga la función de elemento contrapesador de los fines preventivos de la pena, sea en el marco de las teorías unitarias de la pena, donde aparece en estrecha conexión semántica con la idea de retribución o su equivalente'^'*, sea insertada entre los límites del ius puniendf^^. 169. Exigencia ésta que es el correlato del requisito de correspondencia con la realidad empírica de los otros dos bloques de principios. Véase supra en este mismo capítulo apartados 4.1.4 y 4.2.5 in fine. 170. Véase un desenvolvimiento de estas referencias en cada uno de los efectos sociopersonales admisibles en Diez Ripollés, 2001, 7-14. 171. Véase al respecto apartado 3.1.3. 172. En el sentido de lo que en el apartado anterior hemos llamado efectos inocuizadores, resocializadores, intimidatorios individuales o colectivos y consolidadores de socializaciones defectuosas, también individuales o colectivas. 173. Véanse Gimbernat Ordeig, 1990, 151-153; Luzón Peña, 1979,23-25,38-39, 43-44. 174. Véase Cerezo Mir, 1996, 26-28. 175. Véanse Mir Puig, 1982, 158-159, 163-164; Octavio de Toledo, 366-368.

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El principio de proporcionalidad, como principio independiente dentro de los principios de la sanción, recoge la creencia de que la entidad de la pena, esto es, la aflicción que ella origina por su naturaleza e intensidad o por los efectos sociopersonales que desencadena, debe acomodarse a la importancia de la afección al objeto tutelado y a la intensidad de la responsabilidad concurrente. Se trata de un principio que asegura la coherencia con los otros dos bloques de principios éticos y, de este modo, aporta un contenido de legitimación significativo a la decisión políticocriminal de haber acudido al control social jurídicopenal. Si el primer principio de la sanción establece exigencias incondicionadas y el segundo descubre la utilidad de la pena, el tercero quiere garantizar que el mal que con ella misma o con sus efectos se produce guarde relación con la gravedad de lo dañado y de la responsabilidad por ello. El principio tiene que atender, ya en el nivel legislativo, dos planos, que podríamos llamar abstracto y concreto. Por el primero la entidad de la pena prevista ha de corresponder a la importancia de lo tutelado y al ámbito de responsabilidad establecido. Por el segundo la pena debe configurarse de tal manera que permita ser acomodada a las variaciones que la afección al objeto de protección y la estructuración de la responsabilidad puedan experimentar en el caso concreto. Es en la racionalidad teleológica donde habrá de lograrse un acuerdo sobre cuáles pueden ser las pautas mediante las cuales podamos establecer de modo satisfactorio una escala de proporcionalidad tanto abstracta como concreta. 4.3.4.

El principio del monopolio punitivo estatal

Mediante este principio, en gran medida paralelo al subprincipio de monopolio estatal en la exigencia de responsabilidad'^*, se plantea la exigencia ética de que no sean los directamente afectados o grupos y colectivos vinculados a ellos los que determinen la pena a imponer o controlen su ejecución. Esta demanda puede en ocasiones suponer cierta renuncia a una mejor comprensión del delincuente y, con frecuencia, cierta desconsideración de los intereses de las partes afectadas. Sin embargo, el otorgamiento de esas competencias al Estado garantiza también aquí que la determinación y ejecución de la pena se va a sustraer a la correlación de fuerzas existente entre autor y

176. Recoge la distinción conceptual entre uno y otro Montero Aroca, 1997a, 12; 1997b, 17-18.

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víctima, y que la función pública a desempeñar por la pena, singularmente sus efectos sociopersonales, van a ser respetados en los términos éticos ya conocidos'^^. Este principio está sometido a importantes tensiones en la actualidad, aunque no tantas como para que, por el momento, se pueda entender cuestionado'^". Así, en el plano de la imposición o determinación de la pena cabe señalar, junto a la tradicional y cada vez más residual existencia del perdón judicial, el auge de las conformidades durante el proceso, las repercusiones que la introducción de la mediación puede llegar a tener en la elección de la pena y los intentos por que la opinión de la víctima bloquee ciertas decisiones judiciales sobre la pena más adecuada'^'. En el plano de la ejecución de la pena, ciertos ordenamientos cercanos a nosotros han instaurado las prisiones privadas; pero en la misma dirección se orientan la aceptación de centros de internamiento privados para reforma de menores, la remisión de delincuentes, en especial drogadictos, a centros privados de tratamiento, o la pena de trabajo en beneficio de la comunidad gestionada por organizaciones privadas. También introducen tensiones las propuestas de atribuir una relevante repercusión punitiva a la reparación del daño, o las de participación de la víctima en las decisiones sobre régimen penitenciario, que en alguna medida van encontrando un hueco en nuestros ordenamientos. Quizás sea conveniente resaltar que estos recientes desarrollos están en gran medida originados por insuficiencias surgidas en el nivel de la racionalidad pragmática. En cualquier caso, mientras el juez siga teniendo la última palabra en la imposición de la pena'"", se rechace su ejecución directa por particulares y resulten efectivos la supervisión y control estatales, se podrá entender observado el principio ético que estamos considerando.

177. Se puede complementar lo aquí dicho, mutatis mutandis, con lo sostenido en apartado 4.2.5 al hablar del subprincipio del monopoho estatal en la exigencia de responsabilidad. También aquí se trata de evitar la autotutela y la autocomposición. 178. Aunque, sin duda, la evolución en el mundo anglosajón ha ido considerablemente más lejos que en el vinculado al derecho continental. Véase, respecto al primero, Garland, passim y, especialmente, 6-20, 109-110, 116-118, 121-122, 143-144, 159, 160-161, 176, 179-180. 179. Sobre lo que ya ha habido en España alguna propuesta prelegislativa. 180. Lo que no es del todo el caso en las conformidades. Véase Gómez Colomer, 1997, 253-261.

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Capítulo V LA CONSTRUCCIÓN DE LA RACIONALIDAD LEGISLATIVA MÁS ALLÁ DEL SISTEMA DE CREENCIAS

1. Contornos del problema La racionalidad ética de la legislación penal no concluye con el respeto de una serie de principios estructurales que se distribuyen en torno a las ideas de protección, responsabilidad y sanción. Al plano ético pertenece igualmente la identificación del criterio que ha de legitimar, en el desarrollo de las subsiguientes racionalidades, la adopción de concretas decisiones controvertidas, cuando éstas ya no se pueden apoyar en el consenso propio del sistema de creencias'. Vistos ya aquellos principios estructurales^, corresponde ahora determinar cuál haya de ser este criterio. La cuestión se centra en precisar qué punto de referencia y consecuente modo de proceder puede estimarse que cuenta con el respaldo de nuestro sistema de creencias a la hora de tomar decisiones colectivas vinculantes cuyos contenidos ya no pueden basarse en esas creencias compartidas. Se trata, pues, de decisiones que tienen que afrontar la presencia en la colectividad de creencias contrapuestas o, al menos, no coincidentes, de intereses personales o grupales muy diversos, de apreciaciones pragmáticas diferenciadas, etc. Y lo que vamos a pretender no es identificar las decisiones concretas a tomar en cada caso, algo que

1. La estructuración de la racionalidad legislativa en cinco niveles, algo que también se fundamenta en la racionalidad ética, no va a ser por el momento objeto de análisis. Sobre los contenidos de la racionalidad ética, véase supra capítulo III, apartado 3.1. 2. Véase supra capítulo IV.

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queda para racionalidades ulteriores, sino el criterio que preste, precisamente por su arraigo ético, validez o legitimidad a las decisiones que se adopten en consonancia con él. El mismo hecho de que debamos dedicar un buen número de páginas a debatir sobre su configuración, apreciándose una notable pluralidad de opiniones al respecto, nos indica que estamos ante un criterio éticamente problemático. Ello puede resultar sorprendente si de lo que se trata es de encontrar un criterio con apoyo ético, es decir, sustentado en el sistema de creencias y no sometido a discusión en principio. La hipótesis subyacente a toda mi exposición será, sin embargo, que las propuestas existentes diversas a la que yo voy a defender, o bien carecen de apoyo ético y son, en consecuencia indefendibles, o bien constituyen formulaciones incompletas o sesgadas de las creencias vigentes al respecto en nuestra sociedad. Como ya he señalado en otros lugares', la frecuencia de utilización del criterio variará notablemente según la racionalidad en la que nos encontremos, resultando de primordial importancia en la racionalidad teleológica o en la interrelación entre las cuatro racionalidades. Cuanto más firmes o ricas sean las bases consensúales de una determinada racionalidad, como es el caso de la racionalidad lingüística y, en menor medida, de la pragmática, más limitado será su uso.

2. Los criterios ideales Una primera posibilidad de configuración del criterio atiende a lo que podríamos denominar un punto de referencia ideal o apriorístico. Se parte de que los contenidos de las diversas racionalidades están predeterminados por las exigencias derivadas de un determinado modelo de sociedad, históricamente condicionado desde luego, pero que, una vez situados en él, no ofrece alternativas, o las limita considerablemente. Este enfoque da lugar a que un gran número de decisiones legislativas relevantes haya de quedar desde un principio exento de una confirmación sociológica, sea aquella derivada de las realidades sociales existentes, sea la que procede de las opiniones sociales efectivas, por lo menos mientras no se renuncie al mantenimiento o establecimiento de ese modelo de sociedad. Con alguna frecuencia este punto de vista resulta enmascarado mediante la utilización de arquetipos referidos a imágenes personales o colectivas ideales, que permiten aparentar la vinculación de las opciones selec3.

Véase supra capítulo III, apartado 3.1.

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cionadas con las decisiones que hubiera adoptado directamente la sociedad si se le diera oportunidad para ello; remisiones a la «persona media», al «ciudadano de orden», al «hombre normal», a las «capas sociales cultas»... cumplen esta función**. La trascendencia de esta tesis varía significativamente según se aspire a agrupar en torno a ella todos los contenidos de la racionalidad legislativa penal, se pretenda fundamentar sobre aquella premisa un núcleo básico de principios limitadores del arbitrio social a la hora de conformar la política criminal y el derecho penal, o se reduzca su virtualidad a la configuración de determinadas decisiones incriminadoras. Sobre esta última pretensión, es decir, los intentos por estructurar un cierto sector incriminador de conductas en función de algún criterio ideal, ha habido ejemplos muy llamativos, entre ellos el derecho penal sexual. Sin embargo, la proyección limitada de estos supuestos sobre el conjunto de la racionalidad penal, objeto de nuestro estudio, y el haberme ocupado de ello ampliamente en otro lugar, aconseja que lo dejemos ahora fuera de consideración^. Ferrajoli constituye a mi juicio un buen ejemplo de fundamentación apriorística del núcleo decisional esencial del derecho penal. Así, considera que existen unos derechos naturales de la persona, originarios, previos al estado y al derecho, que se plasman en los derechos fundamentales, y cuyos contenidos han sido identificados por la tradición ilustrada y liberal de los siglos XVII y xviii, a partir de orientaciones ideológicas complementarias''. Estos derechos naturales son el presupuesto de todo pacto político, de modo que el estado de derecho, cuya justificación reside en la protección de tales derechos, es previo al estado democrático, pues primero hay que determinar lo que no puede ser sometido a discusión, ni siquiera por mayoría. A medida que el estado de derecho se consolida, logra positivizar, constitucionalizar, tales derechos naturales, los cuales pueden desempeñar entonces una función de legitimación interna —desde dentro del ordenamiento jurídicoestatal—, del estado y del derecho. Justamente el principio de estricta legalidad sería el supra-

4. Como también la cumplen, en relación a unas realidades sociales que quedan sin verificar, las referencias a unos pretendidos «elementos constitutivos de nuestra sociedad» o expresiones equivalentes. 5. Véase Diez Ripollés, 1981, 119-136, 156-163, 175-183. 6. Entre ellas cita las doctrinas de los derechos naturales, del contrato social, de la filosofía racional, de la división de poderes, del positivismo jurídico y concepciones utilitarias.

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concepto encargado de acoger dentro de sí al conjunto de principios jurídicopenales que derivarían de esos derechos fundamentales. En todo caso, persiste la necesidad de mantener un plano de legitimación externa del estado de derecho, que nos permita deslegitimar desarrollos incorrectos de éste, y cuyas pautas valorativas seguirán siendo esos derechos fundamentales originarios, que en todo momento han de ser inmunes al criterio de las mayorías. Por otra parte, esos principios penales derivados de los derechos fundamentales protectores de la persona buscan el mayor grado de racionalidad en una sola dirección, mediante la limitación del ius puniendi estatal. Esto es, son propiamente incapaces de legitimar positivamente la intervención penal estatal, limitándose a deslegitimar lo que va contra los derechos fundamentales. De ahí que no haya principios que legitimen la justicia de un sistema de prohibiciones penal, incluso si se cuenta con el apoyo de las mayorías, pues éstas se limitan a expresar la concordancia con los valores o intereses dominantes, pero no la justicia de la decisión''. Silva Sánchez, a mi entender, proyecta el criterio ideal más allá del núcleo básico del derecho penal, y se sirve además de un arquetipo colectivo. Para este autor la determinación de las premisas valorativas del derecho penal y el control de la racionalidad de éste se logran mediante el consenso intersubjetivo entre la comunidad científica; el punto de referencia no pueden ser las demandas o convicciones sociales, que son irracionales, están cargadas emocionalmente y cuyo seguimiento daría lugar a un enfoque autoritario. Por otro lado, ese consenso de la comunidad científica tampoco puede transformarse en una cuestión de amplias mayorías, las cuales pueden haberse logrado irracionalmente. Se trata más bien de que el colectivo científico sea capaz de desarrollar unas condiciones materiales de argumentación —y no sólo formales en el sentido discursivo— que permitan aspirar objetivamente a un consenso. Se trata, en suma, de descubrir las reglas o principios que otorgan la racionalidad jurídica. A tales efectos el punto de referencia es el ideal normativo de la sociedad, un deber ser que va por delante de las tendencias sociales. En consecuencia, en la identificación de las premisas valorativas del derecho penal hay que acudir a criterios de filosofía jurídica. Éstos tendrán la última palabra, por más que deban formularse atendiendo a los valores socioculturales históricamente vigentes en nuestra socie-

7. Véase Ferrajoli, S-6, 67-71, 217-218, 347-362, 460-465, 897-901, 907-909, 922-929, 933-935.

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dad, y con especial respeto a los contenidos constitucionales, que expresan, aunque de una manera vaga e imprecisa, el consenso valorativo obtenido en nuestra colectividad. Por último, todo el conjunto de decisiones valorativas tendrá como límite el derecho positivo y ciertas estructuras ineludibles de la realidad*. Dentro de sus diferencias, las posturas de los dos autores acabadas de esbozar coinciden en la asignación a un determinado ideal normativo social de la competencia para determinar los contenidos de la racionalidad jurídicopenal. Ciertamente Ferrajoli tiende a colocar tales contenidos en un contexto menos condicionado históricamente que Silva, en cuanto que los vincula a un conjunto de tradiciones teóricas que permanecerían culturalmente estables desde hace más de tres siglos', mientras que el autor español insiste en su carácter histórico y mediado por determinados límites jurídicopositivos y de aceptación por la comunidad científica. Pero ambos comparten la idea de que estamos ante componentes previamente dados, apriorísticos, que la reflexión jurídicopolítica o jurídicofilosófica se ha de limitar a descubrir. Así las cosas, cabría pensar que la referencia de estos autores a ese ideal normativo social no es otra cosa que una remisión al nivel de racionalidad ética que con tanto ahínco vengo defendiendo en capítulos precedentes. De hecho, ya hemos tenido ocasión de mostrar cómo el conjunto de principios negativos y limitadores de Ferrajoli puede estimarse vinculado a ese tipo de racionalidad'", y las propuestas de Silva, más ambiciosas en cuanto a los contenidos, podrían también eventualmente remitirse a tal nivel de racionalidad. Si así fuera, no estaríamos más que ante una aproximación diferente de la por mí propuesta a las bases éticas del derecho penal. Pero si diéramos por buena tal interpretación cabría hacer la siguiente reveladora objeción: para estos autores esos fundamentos éticos no se identifican con el sistema de creencias compartido en una sociedad, muy al contrario, las convicciones sociales son necesariamente irracionales, en el caso de Silva, o no tienen capacidad para identificar los contenidos de justicia, en el caso de Ferrajoli. Las bases

8. Singularmente la concepción del ser humano como persona portadora de derechos inalienables. Véase sobre todo lo anterior Silva Sánchez, 1992, 111-114, 133-134, 138-140, 162-171, 173-174, 193-195, 233-236, 240-241, 259-260. Véase también Silva Sánchez, 1999, 75-82. 9. Y que en último término se habrían limitado a identificar unos derechos naturales siempre existentes. 10. Véase supra capítulo III, apartado 2.2.

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éticas de nuestra sociedad se encontrarían ya formuladas teóricamente y los científicos sociales se habrían de limitar a ponerlas de manifiesto sin preocuparse de que contradijeran las opiniones sociales al respecto. Este concepto de racionalidad ética, sin embargo, no puede compartirse. Ante todo, porque se desvincula del mundo de la vida y de las creencias sociales, y carece en consecuencia de legitimación por falta de apoyo social. Además, porque ignora que la racionalidad ética se encuentra sometida a continuas aunque lentas y paulatinas modificaciones, reflejo de las que se producen en el sistema de creencias, y el punto de vista criticado ni reconoce tal cosa ni podría ofrecer instrumentos metodológicos para su averiguación". Si, más allá de lo anterior, de lo que se trata es de encontrar una referencia valorativa que resulte operativa fuera de la racionalidad ética, el criterio ideal defendido por estos autores tiene dos insuficiencias especialmente relevantes. Por un lado, estos autores manejan un concepto de sociedad que pasa por alto la pluralidad de nuestras actuales colectividades. Es cierto que es necesario identificar un sustrato ético —por más que no comparta el modo como ellos lo hacen—, pero no podemos limitarnos a remitir cualesquiera decisiones políticocriminales a ese substrato, pues no está en condiciones de suministrar la respuesta a todas las preguntas. Es menester asumir el hecho de que nos encontramos ante sociedades pluralistas, con diferentes actitudes éticas una vez superado un fondo común, con intereses contrapuestos y visiones pragmáticas distintas, y precisamos de un criterio que nos guíe en tal contexto social, aquel en el que ya hemos salido de lo indiscutido'^. Por otro lado, y vista la objeción anterior desde otra perspectiva, la pretensión de que las decisiones adoptadas en los niveles de racionalidad legislativa ulteriores al ético deban deducirse directamente de un modelo ideal de sociedad pasa por alto la riqueza estructural de cada una de esas racionalidades y la imposibilidad práctica, y también teórica, de reducirlas a aspectos que se hayan dilucidado en una de-

11. Véase mi punto de vista supra capítulo III, apartado 3.1, y capítulo IV, apartado 2. 12. Por lo demás, supondría una confusión de planos pensar que los principios de la protección, y singularmente el de esencialidad o fragmentariedad, nos obligan a renunciar a intervenciones sociales cuando no hay acuerdo sobre cuál deba ser su configuración. Así, el principio de esencialidad exige que los objetos de tutela constituyan presupuestos esenciales para la convivencia externa y que se les ataque de manera intolerable, pero no dice cuáles sean ésos o de qué agresiones estamos hablando, ni garantiza que sea fácil lograr un acuerdo al respecto. Sobre estos principios, véase supra capítulo IV, apartado 4,1.

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terminada concepción filosóficojurídica o en un sistema de creencias compartido. Necesitamos de un criterio más flexible que nos permita seguir avanzando y profundizando en la racionalidad legislativa'^.

3. Los criterios expertos 3.1. El criterio científico-tecnocrático La tradicional formulación de estos criterios se identifica con un enfoque científico-tecnocrático, en virtud del cual la progresiva conformación de los contenidos del derecho penal se fundaría directamente sobre las conclusiones derivadas de la investigación empíricosocial. Las ciencias sociales que se ocupan de esta actividad, mediante el desarrollo de sus análisis de la realidad colectiva, pondrían de manifiesto las necesidades objetivas de la sociedad a satisfacer por la política criminal, evaluarían las consecuencias sociales que se derivarían de las diferentes formas de intervención disponibles e identificarían los modos e instrumentos con los que se habrían de llevar a cabo las intervenciones estimadas procedentes. La legitimidad de sus decisiones estaría vinculada a su nulo o escaso condicionamiento por esquemas valorativos previos, de modo que sus propuestas podrían reclamar a su favor una neutralidad valorativa y un carácter científico, ligados a la aproximación empírica realizada, que les otorgaría una ventaja comparativa respecto a cualesquiera otros criterios de determinación de los contenidos de la racionalidad legislativa penal''*. Las críticas a este modo de proceder son conocidas, y no merece la pena que nos detengamos demasiado en ellas. Ante todo, su pretendida neutralidad valorativa no resulta convincente, ya que parte de un determinado, aunque latente, modelo de sociedad, cuyo ocultamiento le permite descalificar a las restantes alternativas, a las que tacha de irracionales con el argumento de autoridad de que no se basan en datos empíricos. Por otro lado, por muy contrastados que

13. Véase, en contra de estos enfoques ideales, argumentos adicionales preocupados de forma especial en objetar las tendencias a identificar los objetos de protección penal a partir de ellos, y en desenmascarar lo que suele haber detrás de los arquetipos personales y colectivos, en Diez RipoUés, 1981, 175-183; 1997, 16-17. Véase igualmente una valoración crítica de la correspondencia con la realidad social de los arquetipos utilizados por el derecho, en Luhmann, 322-323. 14. Véanse referencias a esta postura en Diez RipoUés, 1981, 153-156, 168-174; 1997, 16; Zipf, 9, 12-13; Amelung, 1980, 20-21. En un contexto más amplio, Beetham, 73-74.

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estén los datos de la realidad social, de ellos no derivan en una relación lógica necesaria determinadas decisiones políticocriminales, a no ser que aceptemos incurrir en una falacia naturalística, pues del ser no deriva el deber ser. En realidad, el análisis previo de la realidad social constituye un elemento primordial para sentar las bases de una discusión fundamentada sobre los contenidos de la racionalidad legislativa —y dada la actual práctica políticocriminal siempre será poca la insistencia que se haga al respecto—, pero la disponibilidad de tales materiales no va a impedir el carácter valorativo en último término de la decisión que se tome. Por último, dejar en manos de los resultados científicosociales y de sus intérpretes la configuración del derecho penal contradice los postulados de una sociedad pluralista y democrática, en cuanto elude la socialmente atribuida capacidad de decisión y autorresponsabilidad de los ciudadanos, a los que sustrae la decisión sobre aspectos esenciales de la organización de la vida colectiva. Pero con la aparición de los intérpretes sociales entramos en otro ámbito de discusión, del que nos ocupamos a conti-

3.2. El criterio elitista Una variante especialmente significativa de los criterios expertos es aquella que atiende no tanto a la cualidad del conocimiento a partir del cual se han de tomar las decisiones políticocriminales cuanto a los agentes sociales que deben formularlas. Ello le permite eludir una buena parte de las críticas hechas a la variante científico-tecnocrática, ya que no se pretende negar la presencia de puntos de partida valorativos, y al mismo tiempo puede contrarrestar ciertas evoluciones populistas en el proceder legislativo penal que suscitan especial preocupación. Podemos quizás denominarla la variante elitista de los criterios expertos. No es extraño que una de las posturas más consecuentes al respecto haya surgido en Estados Unidos, donde el condicionamiento de la legislación penal por la plebe y los medios es especialmente marcado. Zimring-Hawkins-Kamin y Garland han destacado la configuración populista de la política criminal que se ha asentado en los Estados Unidos y, en menor medida, en Gran Bretaña: la política criminal, en sus diferentes planos de creación del derecho, aplicación 15. Véase también Diez RipoUés, 1981, 183-192, ampliamente y con numerosas referencias; 1997, 16. Críticas equivalentes en Silva Sánchez, 1992, 96-97; Zipf, 9, 12-13; Amelung, 1980, 20-21; Beetham, 69-75, entre otros.

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judicial y ejecución penal, ha dejado de ser considerada una ciencia social desarrollada por expertos, para convertirse en una materia cuyos contenidos son directamente sometidos a la consideración popular. A partir de la confluencia de muy diversos factores que ahora no nos podemos entretener en analizar'*, se ha producido la eliminación de fases intermedias expertas a la hora de tomar decisiones políticocriminales, de modo que éstas resultan de la interrelación, por un lado, de grupos de presión de víctimas y colectivos simpatizantes de ellas, o de los medios de comunicación y, por otro lado, de gobernantes y parlamentarios que han descubierto tanto la desconfianza popular hacia los expertos como las ganancias políticas que derivan de atender sin mediaciones a las demandas mediáticas o populistas. Eso ha fomentado la promulgación inmodificada de iniciativas legislativas populares, la privación a los jueces de casi todo su arbitrio a la hora de la imposición de la pena, y la desposesión de cualesquiera facultades discrecionales a los encargados del régimen de cumplimiento de las penas'''. Las consecuencias de todo ello se pueden resumir en un desmesurado uso del control social jurídicopenal, cuya intensidad se revela, además de ilegítima, innecesaria"*. El desafío residiría, según Zimring-Hawkins-Kamin, en ser capaces de legitimar que la creación y aplicación del derecho penal debe quedar fuera del control democrático directo, y que ha de confiarse a cuerpos expertos. Éstos, comisiones legislativas especializadas" y jue-

16. Los he analizado detenidamente supra capítulo II, apartados 3.4.2 y i.S. Véanse también las referencias que hago al final de este párrafo, infra. 17. Véanse ampliamente sobre este fenómeno Zimring-Hawkins-Kamin, 11-16, 179-180,231-232; Garland, 13-14, 20,133-134, lAl-lA^, 145-146,150-152,171-173. 18. De nuevo los autores que acabamos de citar —ibid.— lo han puesto ampliamente de manifiesto. Quizás conviene brevemente mencionar algunas reflexiones de Zimring-Hawkins-Kamin: las decisiones legislativas populares son irremediablemente rígidas en sus contenidos, escasamente adaptables a la plural realidad que han de atender, a lo que se une su difícil reforma posterior; el establecimiento de marcos penales fijos, al partir de imágenes genéricas del delito y del delincuente, tomar siempre como presupuesto el peor de los casos, y prescindir indebidamente de los beneficiosos efectos sociales que permite crear la distinción entre pena nominal y pena real, produce efectos distorsionantes, sin que ello suponga acomodarse a la actitud punitiva popular subyacente; en realidad, de las opiniones populares se tiende a deducir políticocriminalmente más cosas de las que realmente expresan, pues ellas no van más allá de pronunciamientos genéricos y poco matizados sobre los delitos y los delincuentes y están dispuestas a tolerar decisiones de los poderes públicos que no coincidan necesariamente con sus puntos de vista, sin que ello repercuta negativamente sobre los efectos preventivogenerales. Véanse Zimring-Hawkins-Kamin, 188-189, 192-203. 19. Algo similar a nuestras comisiones parlamentarias con competencia legislativa plena.

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ees, ya no se sentirían obligados a reflejar los sentimientos populares, y se esforzarían por realizar aproximaciones racionales a la criminalidad. La protección de la democracia exigiría precisamente huir del control popular de las decisiones políticocriminales. En nuestras democracias ya existen algunas instituciones esenciales configuradas con el declarado propósito de eludir el control popular mediante técnicas de delegación que crean órganos inmunes a las influencias externas. El caso paradigmático son los bancos centrales. La principal razón de su existencia no reside en que se necesite un especial conocimiento técnico a la hora de tomar las decisiones que les son propias, ni siquiera la conveniencia de que estén en condiciones de eludir las exigencias gubernamentales de intereses bajos para reducir la carga de la deuda pública; la auténtica razón está en la necesidad de contrarrestar las preferencias populares por políticas expansivas y, por tanto, inflacionistas, que los agentes políticos se muestran con frecuencia oportunistamenre dispuestos a apoyar, y que la población desea sin darse cuenta de su escasa eficacia y de que producen más daños que ventajas. Pues bien, del mismo modo que los bancos centrales no surgieron como corolario de una determinada teoría de la democracia, sino con el fin de salvaguardar cierta política monetaria, la política criminal experta nacería con la pretensión de lograr moderación en los niveles de intervención penal. Su implantación no debería exigir un consenso popular explícito, podría bastar con uno implícito, en la medida en que se fuera capaz de evitar reacciones adversas entre la población. Ello ciertamente será más fácil en sociedades donde la creencia en la necesidad del conocimiento experto a la hora de diseñar la política criminal no haya sido aún profundamente socavada por la reciente evolución populista^". Frente a una toma de postura tan contundente a favor de la variante elitista, queda necesariamente en segundo plano la extendida actitud que podríamos denominar moderada de esta variante, a la que ya nos hemos referido de pasada en otro lugar^'. Se trata de posturas doctrinales más reveladoras por lo que no dicen que por lo que dicen. El enfoque elitista que destilan deriva más bien de sus continuas referencias a una cultura jurídica o una comunidad científica que es la encargada de identificar los contenidos del derecho penal, incluso más allá de sus elementos básicos, y que es poseedora de las pautas que permiten advertir cuándo las convicciones sociales

20. Véanse Zimring-Hawkins«Kamin, 15-16, 203-209. 21. Véase capítulo IV apartado 2 in fine.

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mayoritarias, pese a su trascendencia en la determinación del derecho penal, no deben ser atendidas debido a su irracionalidad o, en ocasiones, deben ser modificadas en lo posible^^. Llegada la hora de valorar las posturas precedentes, es de justicia reconocer que no se pueden formular hoy en día criterios legitimadores de los contenidos del derecho penal sin prestar la debida atención al incontenible avance en nuestras sociedades de las diversas modalidades de populismo. El que las sociedades europeas occidentales no hayan alcanzado —¿aún?— los niveles hace ya algún tiempo consolidados en Estados Unidos no debería llevarnos a descartar apresuradamente las propuestas para contrarrestar su influencia que allí se formulan. Pero, del mismo modo, hemos de eludir la tentación de atribuir sistemáticamente a las propuestas populares o mediáticas un carácter irracional; además de lo injustificado que con frecuencia resulta tal calificativo^^, deberíamos ser conscientes de que una descalificación permanente de las opiniones populares cuestiona directamente el modelo de sociedad democrática y pluralista con el que nos identificamos y por cuya preservación nos esforzamos^''. Habría que empezar por relativizar adecuadamente los criterios elitistas desde la misma perspectiva que ellos cuestionan a los enfoques populistas, esto es, desde el riesgo de su irracionalidad: no resulta difícil percibir que las propuestas expertas, dado el lugar que suelen ocupar sus formuladores en la escala social, tienden a ser especialmente proclives a las sugerencias provenientes de los poderes públicos o de agentes sociales influyentes; por lo demás, los intereses corporativos, conectados a la defensa de su status profesional, constituyen un sesgo siempre a considerar. Bajo esos presupuestos, así como cuando se produzcan confrontaciones racionales entre las alternativas expertas y las populistas o mediáticas, precisamos de un criterio legitimador que supere unas y otras perspectivas". Eso no puede implicar, como ya hemos recordado en el apartado anterior, el arrumbamiento de las aportaciones provenientes de las élites jurídicas y científicosociales, ni su colocación al mismo plano

22. Véanse las referencias contenidas en la remisión de nota anterior. En cualquier caso, ya hemos tenido ocasión de ver en apartado anterior cómo la postura de Silva Sánchez, incluida en la referencia indicada, pese a sus continuas referencias a la actividad de los expertos jurídicos, en reahdad adopta más un criterio ideal que uno experto. 23. Véase al respecto mi punto de vista en Diez Ripollés, 2001, 12-13. También Rubin, 2001, 317-318. 24. Sobre esto véase más adelante infra. 25. Véanse también, sobre algunos de estos argumentos, Rubin, 2001, 317-318; Beetham, 88-90.

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que las propuestas populistas. Pero la vía para reforzar su merecida y determinante influencia en las decisiones políticocriminales transita por el reconocimiento popular de las aproximaciones expertas al control social jurídicopenal, y no por el blindaje de éstas frente a las influencias populares. Al estudiar los principios, anclados en nuestro sistema de creencias, que configuran la racionalidad ética de la legislación penal, hemos tenido ocasión de comprobar cómo pertenece a nuestro mundo de la vida la convicción de que las decisiones a tomar en este ámbito de intervención social deben guardar correspondencia con un acercamiento empírico a las realidades sociales. También hemos podido constatar cómo la sociedad asume que sólo se ha de intervenir en casos de interés público y que prefiere el monopolio estatal a la hora de perseguir y castigar las conductas criminales^''. Las élites jurídicas y científicosociales han de apoyarse en tales creencias a la hora de acreditar sus propuestas, y es quehacer de ellas mismas, junto a otros agentes sociales, el poner a la sociedad frente a sus propias contradicciones cuando pretende defender soluciones incompatibles con sus creencias más elementales. La confianza en que la espontaneidad social las resolverá está poco fundada. Una vez asegurado el reconocimiento social de la pericia políticocriminal, en nuestras sociedades ya existen mecanismos suficientes para evitar alteraciones transitorias e inconsecuentes de los principios básicos de intervención jurídicopenaF^. No parece justificado aislar un colectivo de expertos, que sería inmune a cualesquiera demandas populares. Un proceder legislativo y un control de constitucionalidad de las leyes conscientes del aludido condicionamiento ético serán los encargados de frenar las invasiones populistas a la hora de elaborar las leyes, y una administración de justicia y penitenciaria confiadas en el respeto que se tiene a sus saberes lo harán en el momento de aplicarlas. En cualquier caso, la última palabra no podrá quedar en manos de los expertos. Habrán de esforzarse, sin duda, por mejorar la racionalidad del debate público, potenciando sus componentes participativos y deliberativos, pero es inherente a la sociedad democrática y pluralista en la que vivimos que sean los ciudadanos, a los que se reconoce capacidad de análisis y reflexión críticos, los únicos legitimados para decidir en último término, mediante los diversos proce26. Véanse estos principios supra capítulo IV, apartados 4.1.3, 4.1.4, 4.2.5 m fine, 4.3.2, 4.3.4. 27. Véase también Rubin, 2001, 317-318.

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dimientos de manifestación de las opiniones populares existentes, los rasgos que debe poseer el control social jurídicopenal.

4. El criterio constitucionalista La remisión a la Constitución política de cierto Estado a la hora de determinar los contenidos de la racionalidad jurídicopenal puede realizarse desde dos perspectivas diferentes, no siempre bien delimitadas. Por la primera de ellas, que se ha dado en llamar amplia, la Constitución aporta un modelo de sociedad y un conjunto de decisiones valorativas genéricas bajo cuya inspiración debe configurarse el derecho penal desde sus fundamentos; como ya hemos tenido ocasión de ver en otro lugar^^, este punto de vista oculta las bases éticas de la racionalidad penal, a las que pretende sustituir por referencias positivistas. La segunda de las perspectivas, denominada en ocasiones estricta, da un paso más y sostiene que la Constitución contiene dentro de sí una buena parte de los principios jurídicopenales y de las decisiones políticocriminales que han de conformar el derecho penal; de este modo, nuestro texto fundamental pasa a ser el criterio determinante a la hora de justificar la adopción de cualesquiera decisiones controvertidas en los diferentes niveles de racionalidad^'. Naturalmente, es esta última perspectiva la que ahora nos interesa, y de la que vamos a realizar un análisis crítico tras describir algunas de sus variantes. Entre nosotros ha sido probablemente Álvarez García el que ha defendido de un modo más nítido los planteamientos desarrollados inicialmente por Bricola en Italia y asumidos por sectores significativos de las doctrinas italiana, española y alemana. Estamos ante una formulación que se restringe a la determinación de los contenidos de protección del derecho penal o, si se quiere decir de otra manera, a una teoría de la incriminación. Sólo la Constitución estaría en condiciones de suministrar pautas al legislador que permitieran concretar materialmente un concepto tan importante para la limitación del ius puniendi como es el de bien jurídico protegido^". La regla es clara:

28. Véase supra capítulo IV, apartado 2 in fine. 29. Véase una clara referencia a estas dos perspectivas en Soto Navarro, 101-102. Véase también Prieto del Pino, 420-422. 30. El texto fundamental plasmaría un punto de encuentro entre las concepciones culturales vigentes y el legislador, que permitiría eludir fórmulas vacías así como contrarrestar tendencias corporativistas o autoritarias.

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puesto que la libertad personal es el valor preeminente de la Constitución, su afección mediante las sanciones penales sólo estará legitimada en la medida en que se configuren como delito únicamente aquellas conductas que afecten a bienes con relevancia constitucional. Al respecto, cabe decir que hay valores o intereses constitucionales explícitos, implícitos y algunos ni siquiera implícitos pero ligados a valores constitucionales primarios". Por lo demás, de la Constitución no se derivan obligaciones positivas de penalizar, actividad ésta que queda al arbitrio del legislador, sino únicamente deberes de no penalización, de forma que sería inconstitucional la protección penal de cualquier interés no contenido en la Constitución". Carbonell Mateu también parte de que, al regir en nuestra Constitución un principio general de libertad, contenido en el artículo 10.1^^, y privar de libertad el derecho penal en un doble sentido, sea al prohibir conductas sea al imponer penas, la intervención penal sólo está legitimada si salvaguarda bienes con relevancia constitucional. Con todo, la Constitución no incorpora un programa políticocriminal concreto, pero sí unas líneas programáticas generales y un sistema de valores que no puede ser contradicho. Ese sistema de valores constitucional no está plenamente explicitado en la norma fundamental, y está compuesto por los derechos fundamentales, los derechos ciudadanos, los valores emanantes de ellos, los valores necesarios Y convenientes para hacer efectivos los derechos fundamentales, así como los que se desprenden como desarrollo de todos ellos. Mediante ese sistema valorativo la Constitución establece obligaciones positivas, explícitas o implícitas, de protección de ciertos bienes jurídicos, y fundamenta y limita la actuación de los poderes públicos; ello sin perjuicio de que el legislador, si respeta la relevancia consti31. Bienes constitucionales primarios serían, además de la libertad, todos aquellos bienes asimilables por su importancia a ella. También la intensidad de exigencia de responsabilidad y de la sanción estarían en función del carácter primario o no del valor constitucional. Por el contrario no servirían como puntos de referencia ciertos valores constitucionales evanescentes, los cuales, pese a ser mencionados expresamente en la Constitución, carecerían de la cristalización precisa para ser tenidos en cuenta. 32. A las objeciones sobre la excesiva rigidez de las constituciones para adaptarse a la evolución social se responde señalando que mediante el margen de actuación del que dispone el legislador, las decisiones del Tribunal Constitucional, la interpretación judicial conforme a la constitución, los tratados internacionales y, en último término, la reforma constitucional, se puede resolver el problema. Véase sobre todo lo anterior Álvarez García, 5-18, 21, 28-29, 31-39, 43. 33. En virtud del cual sólo puede limitarse la libertad de uno en aras de asegurar las libertades de los demás, y en todo caso en el mínimo imprescindible.

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tucional del bien y las garantías, también constitucionales, de selección de ellos, sea libre en sus decisiones^''. Para otros autores, entre los que destaca Arroyo Zapatero, los contenidos materiales de la Constitución proyectan su influencia sobre el conjunto del sistema punitivo. Esto es, la trascendencia de la Constitución no se concentra de forma predominante sobre los bienes protegibles o conductas incriminables, sino que se extiende a determinaciones muy precisas relativas a los criterios de imputación de responsabilidad y a los fines y configuración de las penas. Existirían cuatro o cinco principios penales con arraigo constitucional de los que derivarían la práctica totalidad de las decisiones políticocriminales y dogmáticas^^. Éstos serían los de protección de bienes jurídicos, intervención mínima o proporcionalidad, legalidad, culpabilidad y resocialización^^. Mediante ellos, desde luego, se anclaría en la Constitución el concreto catálogo de bienes jurídicos a proteger^'', pero también se legitimarían constitucionalmente las distinciones dogmáticas entre delitos de acción u omisión o entre delitos dolosos o imprudentes, las diversas estructuras típicas de peligro, la necesidad de la imputabilidad y del conocimiento de la antijuricidad, y la regulación de la tentativa, entre otros conceptos dogmáticos; su influencia se extendería igualmente a la identificación de los elementos

34. Cuando el autor se ocupa de la norma jurídicopenal considera que ella, aunque por lo general reflejará valores socialmente asumidos, deriva siempre de una decisión política de los representantes legítimos de la sociedad, decisión que deberá optar en todo caso por valores con relevancia constitucional, pues es mediante esa relevancia como se traduce el consenso social. Son erróneos, por tanto, los enfoques imperativistas de la norma, que remiten a una ética social dominante previa a la norma o las orientaciones liberales iusnaturalistas o ético-culturales. Es más, toda crítica al derecho penal que no sea intrasistemática, esto es, orientada a garantizar el respeto de los valores constitucionales, sino extrasistemática, es sólo una opinión personal sin categoría científica. Véase Carbonell Mateu, 27, 31, 33-36, 45, 48-55, 63, 79-82, 103, 193-194, 196, 207-209, 225-226. 35. Estos principios estarían estrechamente vinculados, por lo demás, a otros principios constitucionales más genéricos como los de igualdad, pluralismo, tolerancia, libertad, racionalidad y proporcionalidad, contenidos en los artículos 1 y 9 de nuestra Constitución. 36. Este último no se menciona en sus últimos trabajos. 37. A su juicio criterios determinantes en la selección de bienes jurídicos son, por un lado, su relevancia constitucional o eurocomunitaria y, por otro, su necesidad sistémica, si bien ello sigue otorgando un excesivo arbitrio al legislador ordinario, que debe contrarrestarse con otros principios constitucionales distintos al de protección de bienes jurídicos, en especial el de proporcionalidad estricta o fragmentariedad. Véase Arroyo Zapatero, 1987, 99-110; 1998, 1-9, 13.

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típicos relevantes para la configuración de delitos determinados —medios comisivos, exigencias subjetivas, cuantías de pena...—; y las reglas de interpretación legal y análisis sistemático serían igualmente deudoras de decisiones constitucionales^'. En el marco de la creación del derecho en el que nos movemos, la crítica debe iniciarse preguntándonos qué sentido tiene concentrar la atención, una vez que se ha aceptado que la Constitución se legitima por ser reflejo del consenso social obtenido en un momento histórico determinado, en la estabilidad valorativa que ella proporciona, con descuido de los mecanismos que permitan atender a las modificaciones que el citado consenso va teniendo con el transcurso del tiempo. El acuerdo ciudadano básico se edifica sobre un sistema de creencias compartidas, y tan relevante socialmente es encontrar un instrumento que las refleje con claridad y seguridad, como garantizar que tal instrumento va a ser capaz de adaptarse flexiblemente a las lentas pero permanentes transformaciones de nuestro mundo de la vida. Las tesis estudiadas destacan de forma predominante el primer aspecto, y terminan de este modo trasladando el énfasis desde el objetivo social pretendido, estructurar la sociedad en torno al vigente consenso social, al instrumento utilizado para ello, una norma positiva, lo que les lleva a congelar el consenso social alcanzado en cierto momento histórico. Que esto no es más que una nueva manifestación de la influencia del positivismo en la reflexión jurídicopenal es algo que no creo que merezca más referencia^'. Pero en realidad lo que aquí se discute es algo mucho menos trascendente. No se trata de debatir sobre el grado en que nuestro sistema de creencias ha encontrado acogida en el texto constitucio-

38. Véase asimismo García Rivas, 43-45, 46-53, quien además se vincula estrechamente a la teoría constitucional del bien jurídico de Eticóla —ya aludida—, si bien matizada con una exigencia adicional de consenso social. La tesis de Pérez Manzano, que ya hemos tenido ocasión de analizar en otros lugares —^véase supra capítulo IV, passim—, creo que se encuentra a medio camino entre una perspectiva amplia —véase supra en este apartado— y una perspectiva estricta en la línea de Arroyo, pero más comedida. 39. Un buen ejemplo es la referencia de Carbonell Mateu, supra recogida en nota, de que toda crítica al derecho penal extraconstitucional es mera opinión personal, sin categoría científica. Véanse por lo demás las lúcidas críticas que Ferrajoli, 199-200, 215-216, 472, 922-929, 933-935, formula a lo que él llama el constitucionalismo ético, que estima que es una variante del legalismo ético propio del positivismo, y cuya principal carencia sería la de eludir la legitimación externa del derecho. Sobre la excesiva influencia positivista en la fundamentación del derecho penal, y sus consecuencias, véase supra capítulo III, apartado 4.1, y capítulo, IV apartado 2.

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nal, ni de si, eventualmente, debemos superar las prescripciones constitucionales. Nuestro problema es cómo proceder ante supuestos socialmente controvertidos, supuestos, por tanto, ya no ligados a creencias compartidas de manera generalizada. Y al respecto disponemos de dos alternativas''": presuponer que las preguntas ya han sido previstas en alguna medida y las respuestas se encuentran en la Constitución, o asumir que el criterio de resolución de tales controversias ha de ser uno cercano al que nos ha servido para fundamentar la Constitución, esto es, las convicciones sociales, en este caso ya sólo mayoritarias. La opción por la primera alternativa se asienta sobre una ficción, la de que la norma fundamental responde a las preguntas fundamentadoras de la política criminal y del derecho penal. Pero por muchos contenidos implícitos o inmanentes que se incluyan en la Constitución'", en ella no se contiene algún modelo penal, ni un catálogo de bienes jurídicos, ni una estructura principial acabada, ni, mucho menos, una teoría jurídica del delito''^. Ella traza, sin duda, unas líneas de avance en torno a un modelo de sociedad determinado, configurado a grandes trazos, y establece unos principios, derechos fundamentales y criterios rectores sobre los que estructurarlo. Pero a la hora de descender al plano políticocriminal no ofrece más que previsiones fragmentarias, desde luego de gran trascendencia, pero incapaces de sustentar por sí mismas o de derivar directamente de ellas cualquier programa políticocriminal perfilado. Por otro lado, también discrepo de la pretensión, más comedida, de edificar los contenidos de tutela del derecho penal sobre la supremacía constitucional del principio de libertad individual. Ante todo, constituye en gran medida un nuevo trasunto de la fundamentación del derecho penal a partir de la naturaleza o los efectos de la pena: la tutela de ciertos bienes pasa a estar condicionada, no por la relevancia social de los ataques a ellos, sino por la gravedad de las sanciones —afectantes a la libertad— que se imponen a las conductas agresoras"*^. Por lo demás, la tesis ahora considerada no ofrece ningún criterio material de selección de los objetos de protección penal más

40. Descartadas las vistas en apartados anteriores. 41. Privados, por lo demás, de cualquier control intersubjetivo. 42. Véanse, entre otros, Ferrajoli, 477; Hassemer-Muñoz Conde, 69; Silva Sánchez, 1992, 176, 273-275; Zipf, 55-56, 94, 96; Soto Navarro, 108-110, 125; Muñoz Lorente, 106-117. 43. Véase al respecto lo ya dicho supra capítulo III, apartados 1.1 y 4.1, y capítulo IV, apartado 4.1.2. Véase asimismo en este contexto Soto Navarro, 105-106.

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allá del que remite a su acogida constitucional y cuya inconsistencia acabamos de criticar en el párrafo anterior. Muestra, además, una poco matizada absolutización del principio general de libertad, cuya función como valor superior del ordenamiento y fundamento del orden político y de la paz social no puede llevar a descontextualizarlo de los otros valores superiores o fundamentos del orden social, ni a difuminar los perfiles del resto de intereses sociales, constitucionales o no. Por último se funda en una incompleta concepción de la naturaleza de las sanciones penales, reducidas a las privativas de libertad: cabe preguntarse qué puede suceder en un derecho sancionador que no contemplara la privación de libertad, ¿podría extender casi indefinidamente sus ámbitos de tutela?, y si no fuera así, ia qué otro criterio constitucional habría que acudir para limitar su expansión?'*''. Estamos, pues, ante una tesis que origina una extremada simplificación, cuando no una insostenible formalización''^, de ios ámbitos de protección del derecho penal. En suma, las tesis constitucionalistas ignoran la complejidad y mutabilidad de las actuales sociedades, así como la pluralidad de frentes sociales a los que se ha de atender, datos ambos que no se pueden pasar por alto aun cuando se parta de un escrupuloso respeto de los principios de lesividad, esencialidad o fragmentariedad, y subsidiariedad del derecho penal. Proponen un modelo rígido de sociedad, escasamente dinámico o, todo lo más, sometido al arbitrio de las interpretaciones judiciales, en una nueva versión del fenómeno de judicialización en otro lugar estudiado'"'. El escaso, y siempre desconfiado, margen de autonomía otorgado al legislador ordinario constituye un freno a la acomodación del subsistema de control social penal a la evolución de las necesidades colectivas y a la toma en consideración de modificaciones valorativas de importancia que van teniendo lugar en el seno de la sociedad, frente a las que la Constitución se convierte, mediante su sobreinterpretación, en buena medida en una remora''''. Sin duda estas posturas tienen un fondo de razón, que no puede pasarse por alto: resultará ilegítima cualquier decisión legislativa que 44. Véase sobre este argumento Soto Navarro, 106-107. Algo parecido, mutatis mutandis, habría que decir sobre la observación de alguno de estos autores de que el criterio de afección a la libertad se refiere también a la limitación a la libertad que la misma prohibición conlleva. Véase supra Carbonell Mateu. 45. Véase sobre esto úkimo Soto Navarro, 104-105, 107-108. 46. Véase supra capítulo, III apartado 1. 47. Véanse también Palazzo, 707; Prieto del Pino, 421.

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se oponga frontalmente a lo dispuesto en la ley básica que estructura el consenso social alcanzado, sea en preceptos concretos sea en sus principios inspiradores""*. Pero la Constitución carece de potencialidad para ir más allá de una predeterminación genérica, con frecuencia negativa, de los principios que han de inspirar la racionalidad legislativa, singularmente una vez que se supera el nivel elemental de la racionalidad ética. Y eso es, por lo demás, lo que refleja la práctica de nuestro actual Estado, con un legislador ordinario que se siente libre, una vez desarrollada la mayor parte de la estructura institucional constitucionalmente prevista, de tomar decisiones legislativas asentadas sobre la mayoría electoral de la que dispone, aun cuando siempre respetuoso con las posibles objeciones de inconstitucionalidad que nuestro Tribunal Constitucional tramita con cautela"*'. La tesis constitucionalista debiera también decir si discrepa de esa arraigada práctica política^". 5. El criterio democrático 5.1. Su legitimación Bajo esta denominación se pueden incluir todas aquellas propuestas que acuden, llegada la hora de tomar una decisión políticocriminal controvertida, a las opiniones y valoraciones en ese momento mayoritarias en la sociedad sobre el tema en cuestión. También se conoce como el criterio de las convicciones generales o de la opinión pública. Comparto la idea de que éste es el punto de referencia al que nuestro sistema de creencias considera legitimado para resolver, una vez aseguradas las bases éticas^', las controversias que se suscitan durante el desarrollo de los subsiguientes niveles de racionalidad legislativa^^. Pero antes de entrar en precisiones relativas a cómo, en 48. Véanse, entre otros, Zipf, 81-86, 94, 96; Soto Navarro, 119-123. 49. Véanse Palazzo, 707-708, 723-727, con referencia a una semejante situación italiana; Soto Navarro, 112-114. 50. Véase una crítica global a las tesis constitucionalistas en Diez Ripollés, 1997, 16-17. Una nueva y mucho más rica formulación de las objeciones a estas posturas se encuentra en Soto Navarro, 101-123. Véase también, aunque desde una perspectiva más cercana a los planteamientos constitucionalistas amplios, Prieto del Pino, 420422. 51. Sobre el papel que puede excepcionalmente desempeñar en la propia racionalidad ética, a la que en todo caso pertenece, véase supra capítulo III, apartado 3.1. 52. Véase ya mi punto de vista en Diez Ripollés, 1981, 175-201, luego reiterado en diversos trabajos, como 1997, 16-17.

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mi opinión, debe delimitarse el presente criterio legitimador, y de responder a las críticas que se le formulan, conviene que nos detengamos en algunas posturas significativas que han propugnado este mismo punto de vista. Habermas ha realizado una contundente reivindicación del papel de la opinión pública en la tarea de creación del derecho. A la opinión pública la ha considerado un fenómeno social elemental, en el mismo plano que los conceptos sociológicos de acción o de actor social, y la describe como una estructura de comunicación de pareceres que utiliza un lenguaje natural y se desenvuelve en el mundo de la vida. Originada en interacciones comunicativas propias de la vida privada, se va ampliando y anonimizando sin perder por ello el nivel cotidiano de entendimiento. Se diferencia de las interacciones de la vida privada en que se proyecta a un número de sujetos cada vez mayor, que finalmente sólo entran en contacto recíproco mediante los medios. Rasgos esenciales de esta especial forma de comunicación son su fuerza de convicción, su renuncia a enfoques expertos y su influencia, además de en las conductas ciudadanas, en la formación de la voluntad colectiva institucionalizada. Pero la opinión pública, si quiere ser una contrapartida a los grupos de intereses conectados al poder económico y administrativo, ha menester de una sociedad civil, fundada sobre una red de asociaciones espontáneas que, apoyadas en los derechos fundamentales de asociación, reunión, libertad de expresión..., reflejen el pluralismo social". Además, necesita de unos medios de comunicación que se preocupen de atender y reforzar a un público ilustrado, independientes de los actores políticos y sociales, y capaces de asumir imparcialmente los objetivos y estímulos del público; ciertamente esta representación de los medios dista mucho de lo que la sociología nos enseña sobre la determinante influencia de los actores políticos en el establecimiento de la agenda mediática, pero es igualmente cierto que en situaciones de crisis es la opinión pública la que, por su mayor cercanía a los ámbitos de interacción privados y su alta sensibilidad, toma la iniciativa. En cualquier caso, esa concepción de la opinión pública constituye un buen apoyo sociológico para una política deliberativa que ha 53. Esta sociedad civil, sustrato de una auténtica opinión pública, tiene, sin embargo, SUS límites: precisa de una ciudadanía activa, lo que presupone, entre otras cosas, un correspondiente modelo de socialización; no puede pretender convertirse en la depositarla exclusiva de la legitimidad social; y sólo transformará su influencia política en poder político en la medida en que pase por el filtro del procedimiento democráticamente previsto de creación del derecho.

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de ser la base del nuevo paradigma jurídico procedimental del Estado de derecho. Mientras el Estado de derecho liberal, al limitarse a reconocer los derechos y libertades subjetivos, desatendió las posibilidades reales de su ejercicio, el Estado de derecho social, al tener que intervenir socialmente para asegurar su efectivo disfrute, terminó restringiendo el ámbito de esos derechos y libertades; la superación de ese dilema sólo es posible si se deja de pensar en los ciudadanos como meros destinatarios de derechos subjetivos, y se presta la debida atención a su papel como creadores del derecho; la autonomía privada sólo puede garantizarse si se dispone de autonomía pública, los seres humanos son libres en la medida en que obedecen precisamente las leyes que ellos mismos, intersubjetivamente, se dan. Es la génesis democrática del derecho la que previene frente a la sustitución de la legitimidad por la simple eficacia. En ese nuevo paradigma jurídico procedimental la integración social se asegura mediante la interacción entre una formación institucionalizada de la voluntad colectiva y un conjunto de comunicaciones públicas informales basadas en una opinión pública surgida de la sociedad civil. Tal opinión pública pasa a ser un poder comunicativo con incidencia sobre los tres poderes tradicionales^'', en la que participan todos los ciudadanos y no sólo las élites, y que elude cualquier rasgo totalitario al basarse en las condiciones del discurso^^. Beck adopta un enfoque más radical, pues aboga por una política descentralizada cuyas decisiones ya no se elaboren en el parlamento, sino que descansen fundamentalmente en los medios y en los movimientos sociales. Sólo de este modo nos podemos enfrentar, por un lado, al elevado grado de autonomía frente al control político parlamentario que están mostrando la economía y la ciencia, pese al enorme poder de transformación social que tienen sus decisiones y, por otro lado, al corporativismo que domina la política parlamentaria, en manos de los partidos políticos, la burocracia estatal y los correspondientes grupos de intereses a ellos conectados. Sólo los movimientos sociales y los medios están en condiciones de prescindir de la ficción del progreso indefinido, que sustenta a la economía y a la ciencia, y de eludir, mediante una democracia efectiva ni autoritaria ni jerárquica, una dirección social centralizada e inspirada por intereses par-

54. Habermas describe las diversas modalidades de influencia de la opinión pública sobre los tres poderes tradicionales del Estado, que debieran garantizarse. 55. Véase, sobre todo lo anterior, Habermas, 1994, 47-52, 225-229, 372-374, 390-398, 435-462, 468-506, 515-519, 527-537.

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ticulares^'. Su propuesta, en último término, rechaza una interacción entre la sociedad civil y los procedimientos institucionalizados de formación de la voluntad colectiva que vaya más allá de unos contactos superficiales, siendo la sociedad civil el auténtico actor de la política^''. Si abandonamos el campo de la sociología y nos introducimos en la ciencia política, Rubin se pregunta cómo es posible que todas las teorías sobre adopción de decisiones políticas se fundamenten sobre un modelo de decisión racional que niega cualquier función en él a las actitudes públicas, consideradas en todo momento elementos perturbadores de la racionalidad de la decisión. Por el contrario, en un plano descriptivo no deja de reconocerse la enorme influencia que adquieren las actitudes públicas a la hora de tomar decisiones políticas en todas las áreas sociales pero singularmente en algunas especialmente sensibles, como es la política criminal. A falta de un modelo teórico que nos diga cómo operar en ambientes sociales muy cargados popularmente, parece que sólo hay dos alternativas: o resignarse a la influencia populista y trabajar racionalmente en los campos sociales que le pasan inadvertidos, o seguir haciendo propuestas al margen de tal influencia, sabiendo que no tienen futuro. El autor, sin embargo, estima que las preocupaciones ciudadanas han de ser un factor importante a incorporar en toda decisión racional: desde un punto de vista teórico, porque la agenda de las decisio-

56. Véase Beck, 237-245, 267-268, 245-254, 278-289. 57. Considero oportuno aludir igualmente a un enfoque de psicología evolutiva que resulta fácilmente extrapolable a la sociedad en su conjunto. Me refiero a las conclusiones obtenidas por Piaget a partir del estudio del proceso de reconocimiento y aceptación de las reglas en el desarrollo infantil: el autor suizo muestra cómo, tras una primera fase en la que está ausente la conciencia de obligación de las reglas, surge una segunda en la que a las reglas se les atribuye un origen externo e inmutable que suscita un respeto unilateral, externo y superficial, sin que el sujeto se plantee su cuestionamiento. La tercera y última fase, sin embargo, concibe las reglas como producto de un acuerdo y susceptibles de cambio, por lo que su aceptación, ahora interna o moral, se basa en el respeto mutuo que opera dentro del grupo que las ha creado y al que pertenece el sujeto, quedando siempre abierta su modificación mediante el correspondiente intercambio de opiniones y juego de las mayorías en el grupo. El autor considera que este proceso es aplicable a la evolución social bajo el modelo funcionalista de Durkheim: a las sociedades fragmentarias en las que rigen deberes externos, elaborados al margen de los individuos que las componen y en las que la actitud predominante es el conformismo, suceden sociedades organizadas, en las que las obligaciones son asumidas internamente en la medida en que son producto de un método acordado para la búsqueda cooperativa del bien social entre los miembros autónomos integrantes de esa sociedad. Véase al respecto Piaget, 20-62, 70-83, 84-90, 285-296, 312-325, 333-343.

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nes políticas es fruto de la interacción entre las instituciones gubernamentales y el público; desde un punto de vista pragmático, porque el desempeño de cualquier decisión política presupone comprensión y apoyo públicos. En cuanto a lo primero, nuestra sociedad estaría demostrando una preocupante debilidad democrática si aceptara que temas tan relevantes como el incremento de la criminalidad y el miedo al delito se dejaran exclusivamente en manos de expertos. En cuanto a lo segundo, la política criminal estadounidense de los últimos veinte años ha mostrado su imposible aislamiento de la opinión pública, y aunque se le pueden reprochar muchas cosas, resulta injusto afirmar que sus deficiencias se han debido sin más a la vulnerabilidad de las actitudes públicas a la actividad distorsionadora de ciertos grupos de presión, o a los componentes de irracionalidad de aquéllas^*. De ahí que el autor defienda un modelo de decisión políticocriminal que integre enfoques expertos y populares, y fuerce, en caso necesario, a la obtención de compromisos^'. A mi parecer, la remisión a la opinión de las mayorías ciudadanas cuando se trata de dilucidar las controversias sobre diferentes alternativas de actuación social es, ante todo, un criterio enraizado en nuestras creencias más profundas relativas a cuál sea la fuente de legitimación política que funda nuestras actuales sociedades. La notable presencia de coincidencias básicas sobre los componentes elementales de nuestra convivencia, vinculadas a un sistema de creencias compartido, y que en el ámbito políticocriminal nos ha permitido construir la racionalidad ética*", no puede hacernos olvidar que todo ese afán por identificar unos puntos de vista valorativos comunes está impulsado por el deseo de construir un orden social de convivencia legitimado por el consenso o apoyo que obtiene de los integrantes de ese mismo cuerpo social. No hay en las sociedades modernas otra fuente de legitimación de las decisiones colectivas que la popular. Las referencias a cuadros de valores trascendentes, tradicionales o inherentes a la naturaleza humana o los grupos sociales, adquirirán fuerza legitimante sólo en la medida en que obtengan reconocimiento social en un momento histórico determinado'''. Cuando, abandonado el firme sustrato de creencias compartidas, la sociedad pretende progresar en su configuración y desarrollo, la

58. 59. 60. 61. pular en

Sobre esto último véase la opinión del autor más adelante. Véase Rubin, 1999, 3-14, 26, 29-31. Véase supra capítulo IV, apartado 4. Sobre el arraigo en las sociedades modernas de la fuente de legitimación ponuestro sistema de creencias, véase Beetham, 69-76, 88-90.

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fuente de legitimación sigue siendo la misma, por más que las discrepancias intersubjetivas e intergrupales que a partir de ese momento surgen obligan a acomodar la legitimación popular al criterio de las mayorías, con las cautelas precisas. A nuestros efectos, eso crea una continuidad en el desenvolvimiento de la racionalidad legislativa que permite, por lo demás, insertar sin esfuerzo al criterio democrático en nuestro sistema de creencias y, con ello, en la racionalidad ética. Por otro lado, la utilización del criterio mayoritario corresponde cabalmente con la estructura política de nuestras sociedades pluralistas y democráticas. Ellas se edifican sobre el presupuesto de que podemos contar en un grado aceptable con ciudadanos con capacidad de análisis crítico y responsables, los cuales poseen, por tanto, competencia para debatir y adoptar decisiones sobre asuntos esenciales de la convivencia social. El cuestionamiento de tal capacidad en general, y su sustitución por otros mecanismos de toma de decisiones colectivas fundamentales, supone el derrumbe de nuestros sistemas democráticos. Y un cuestionamiento más o menos sutil de esas cualidades ciudadanas, elemento nuclear de toda sociedad democrática, contienen tanto las posturas constitucionalistas*^ como aquellas que oponen la democracia representativa a la democracia deliberativa, tildada prejuiciosamente de democracia directa". Las primeras utilizan un texto positivo, ciertamente fundamental y dotado de legitimación popular, como ariete contra cualquier intento de someter a debate y decisión en la plaza pública asuntos sociales fundamentales; no son los ciudadanos sino los expertos en la interpretación de ese libro sagrado los que han de descubrir en él el contenido de cualesquiera decisiones colectivas fundamentales, en sus versículos siempre anticipadas. Las segundas trasmutan, por seguir con el símil, la representación popular en una especie de sacerdocio que coloca a los representantes electos en contacto directo con las esencias sociales, lo que les dota de una perspicacia en la comprensión y tratamiento de los problemas sociales de tal entidad que la opinión pública pasa a ser percibida como una fuerza social a la que hay que temer y darle señuelos, pero rara vez escuchar. El criterio democrático o de las convicciones generales ha de ser, además, el instrumento a través del cual se podrá profundizar en el

62. Véase supra, apartado anterior. 63. Véase una manifestación de este punto de vista en Zimmerling, 97 ss., en especial 112-113.

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desarrollo de una democracia participativa y deliberativa''''. Las decisiones colectivas habrán de ser el fruto de una estrecha interrelación de las instituciones canalizadoras de la voluntad colectiva con un sinnúmero de agentes ciudadanos, individuales y grupales, los cuales mantendrán una constante y decisiva influencia en los debates y conclusiones adoptadas sobre cuestiones sociales fundamentales. El progresivo enriquecimiento de los sectores y sensibilidades de la sociedad civil intervinientes y la mejora de las condiciones discursivas de tales debates públicos son los dos desafíos pendientes, si queremos avanzar hacia una sociedad en la que, como ha señalado Habermas y volviendo a patrones aristotélicos, la autonomía privada de los ciudadanos deje de tener sentido sin su correspondiente autonomía pública. Tampoco conviene descuidar el incontrovertible hecho de que, sin perjuicio del modelo de sociedad hacia el que caminemos, la relevancia contemporánea que las cuestiones de seguridad ciudadana, y de delincuencia en general poseen, así como la tendencia a resolver un buen número de conflictos sociales mediante el derecho penaF^, imposibilitan en la práctica aislar a la opinión pública de la política criminal. Parece tácticamente preferible concentrarse en la mejora de los requisitos participativos y discursivos que debiera satisfacer todo debate público sobre estos temas, que en ignorar o desacreditar, ilusoriamente, a tal opinión pública. 5.2. Su desarrollo Aceptadas, pues, las convicciones generales como criterio de resolución de las cuestiones controvertidas en los niveles de racionalidad legislativa subsiguientes a la ética''*, llega el momento de ocuparse de los problemas que su desarrollo plantea y de las objeciones que se le formulan'"''. 64. Sobre el diferente contenido de ambos calificativos, uno referido a la cantidad y otra a la calidad de la involucración ciudadana, véase Rubin, 2001, 318. 65. Véase Diez Ripollés, 1998, 48-49. 66. Véase la adhesión de Martínez-Buján Pérez, 428-429, y Soto Navarro, 123126, al punto de vista aquí defendido. Una postura cercana, en relación exclusivamente con la determinación de los contenidos de protección, en Zugaldía Espinar, 48-56. Más distanciadamente, dentro de una opción constitucionalista, De la Cuesta Arzamendi, 62-63; García Rivas, Sl-52. 67. Respecto a estas últimas, vamos a dejar fuera de consideración la global crítica funcionalista sistémica al consenso, que ahora nos llevaría demasiado lejos. Como es sabido, en sus primeros escritos Luhmann puso de manifiesto que la institucionaüzación o mantenimiento de las expectativas, lo que constituye la dimensión social de

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Un primer aspecto es el de su estabilidad, que aparece estrechamente unido al de su representatividad o fiabilidad. En efecto, son relativamente frecuentes las descalificaciones o los cuestionamientos de este criterio que se centran en lo extremadamente cambiante que es la opinión pública, la cual puede modificar radical y rápidamente sus puntos de vista a partir de ciertos sucesos aislados y coyunturales. De ahí suelen derivar objeciones adicionales ligadas a la dificultad de determinar en cada momento qué es lo que piensa sobre cierto tema la sociedad*". Estas críticas adolecen de una representación equivocada de lo que han de entenderse por convicciones generales en derecho penal, algo que no es equiparable sin más al concepto vulgar de opinión pública. Pues la remisión a las convicciones sociales no supone referirse a cualesquiera estados de opinión, sino que implica la búsqueda de puntos de vista firmemente arraigados en nuestra sociedad en un momento histórico determinado. A tales efectos debe asegurarse, en primer lugar, que estemos ante opiniones compartidas de manera generalizada por la población, de modo que sólo queden fuera de esa visión minorías muy reducidas. En segundo lugar, debe tratarse de pareceres que mues-

éstas, precisaba de consenso. Pero que dado que el consenso era difícil de obtener y ampliar —y con más razón en sociedades complejas en las que no todas las expectativas van referidas a todos y falta en muchos casos el espectador interiorizador del consenso—, era preferible suponerlo a partir del escasamente existente, de modo que quien lo niegue tenga la carga de la prueba. Pues bien, en las sociedades funcionales son los procedimientos, judicial y legislativo, y los roles en ellos de juez y legislador, los que consiguen el consenso, el cual se predica sin más de la decisión que juez y legislador tomen en el respectivo procedimiento. En sus últimos escritos insiste en que el derecho no se basa en el consenso —dado que si hubiera que partir del consenso se frenaría la evolución social— sino en cómo, ante un conflicto, se puede lograr acuerdo social sin contar con el consenso. Así pues, en lugar del consenso hay una remisión a normas competenciales y procesales que permiten atribuir a ciertos roles la decisión sobre lo que es válido y lo que no. Es el sistema jurídico mismo, con su abstracción, quien decide. Ahora bien, mientras en la jurisdicción el consenso es ciertamente una ficción, en la legislación, que, como sabemos, es la periferia del sistema jurídico, hace falta un consenso político; este consenso se ha de obtener dentro de un sistema político que realiza modificaciones legales cuando, presionado por otros sistemas funcionales, pretende mantener el equilibrio temporal del sistema social en su conjunto. Sin embargo, en el sistema político también el consenso pertenece a su periferia, siendo su centro la organización estatal, la cual tiene que estar en condiciones de no vincularse necesariamente a las decisiones de su periferia. Véanse Luhmann, 260-264, 321-323, 334-336, 416-429, 490-494; Giménez Alcover, 204-212. 68. Véanse, entre otros, Pérez Manzano, 213, 270-274, 276-283; Silva Sánchez, 1992, 112.

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tren una persistencia notable, esto es, que se hayan mantenido sustancialmente inmodificados por encima de circunstancias sociales pasajeras o acontecimientos aislados. En tercer lugar, su método de concreción ha de ser uno de inclusión y no de acumulación, o lo que es lo mismo, las decisiones sobre el contenido de tutela, el ámbito de responsabilidad o la configuración de las sanciones, sean de carácter general sean referidas a supuestos especiales, responderán a lo que prácticamente todos piensan que es lo correcto, y no a transacciones mediante las cuales se toman ciertas decisiones apoyadas por determinados sectores sociales como contrapartida por la adopción de otras impulsadas por sectores distintos*"'' ''". Existen, por lo demás, instrumentos científicosociales plenamente capacitados para verificar, con una amplia gama de matices, la persistencia de actitudes sociales ampliamente mayoritarias. Sin perjuicio de aludir luego a otros instrumentos más formales, como las consultas directas a la población, hay que reconocer a los métodos demoscópicos, en especial sondeos y encuestas de opinión, una fiabilidad y flexibilidad que les hace ocupar un importante espacio dentro de este criterio. Por la primera de esas virtudes, constituirán usualmente el contrapunto a las apresuradas conclusiones que se pueden sacar a partir de una apreciación directa del ambiente mediático, no siempre correcto reflejo de las preocupaciones ciudadanas. Por la segunda de ellas, constituyen un medio especialmente útil en sociedades populosas y complejas, con graves dificultades para una comunicación interpersonal suficientemente representativa. Se formulan, sin duda, razonables objeciones metodológicas a estos instrumentos. Baste citar, entre otras, el excesivo condicionamiento de los resultados a tenor de la formulación de las preguntas, la aparición de respuestas insinceras cuando existe crispación respecto al problema social, el excesivo esquematismo y superficialidad de sus análisis, la desactivación de decisiones sociales realmente significativas mediante la preeminencia otorgada a las posturas intermedias

69. Buscando, mediante este procedimiento, sumar amplios apoyos sociales a ciertas decisiones políticocriminales. 70. Una concepción coincidente de las convicciones generales, en Martínez-Buján Pérez, 429. A la idea de que hay que apoyarse en unas convicciones generales como las acabadas de describir responde la vigencia de fado en nuestro ordenamiento jurídico de la exigencia de la ley orgánica, con su requisito de mayoría cualificada, para aprobar todas las leyes penales. Esta práctica legislativa ha sido fomentada por una jurisprudencia constitucional que ha reconocido generosamente la reserva de ley orgánica en materia penal. Véase mi llamada de atención al respecto en Diez RipoUés, 1997, 17 n. 28.

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O de compromiso, el efecto retroalimentador de las opiniones mayoritarias que produce la mera difusión de los resultados^'. Pero la desacreditación de estos métodos encubre en un buen número de ocasiones el deseo del legislador o de agentes sociales preeminentes de reservarse para sí la determinación de lo que piensan las mayorías sociales. Es lo cierto, sin embargo, que el uso cada vez más profuso de sondeos y encuestas de opinión por las fuerzas políticas o parlamentarias para fundamentar las iniciativas legislativas puede suscitar otro tipo de problemas, y no sólo aquellos conectados a la manipulación de los resultados mediante su empleo sesgado o parcial. Me refiero a la tendencia de las fuerzas políticas a abstenerse de intervenir en el debate público previo de cuestiones fuertemente cargadas emocionalmente, ocultando o no exponiendo sus puntos de vista para evitar así su desgaste político, y asumiendo luego sin reservas las conclusiones puestas de manifiesto demoscópicamente; ella constituye una vía de arraigo, entre otras, del indeseado populismo^^. Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con la capacidad discursiva que se puede alcanzar en colectivos tan extensos como los que subyacen a las convicciones sociales mayoritarias. Las objeciones en este sentido van en una triple dirección: Una crítica maximalista sostiene tenazmente que las opiniones sociales sobre temas políticocriminales están total o profundamente condicionadas por sus necesidades psicológicosociaies, de manera que las propuestas procedentes de tal colectivo, en cuanto sólo aspiran a lograr mediante la reacción punitiva cierto equilibrio emocional, padecen siempre de un fuerte componente de irracionalidad''^. En otro sentido, se objeta el elevado grado de manipulabilidad al que son accesibles las opiniones sociales por parte de muy diversos grupos de presión o de interés^''. Finalmente, se destaca la incapacidad de la opinión pública para abordar temas

71. Objeciones, por otra parte, que son en buena medida superables. Por ejemplo, renunciando a su empleo en ciertos contextos socialmente tensos, fomentando su realización por una pluralidad de organismos independientes, asegurándose de que vayan precedidos de periodos amplios de información y discusión públicas, planteando directamente las reales alternativas existentes, fomentando la legitimidad de las opiniones minoritarias, etc. Véase un análisis de las objeciones que se formulan a ellos en Soto Navarro, 152-157. 72. Véase, sobre los problemas de estabilidad y fiabilidad de las convicciones sociales. Diez RipoUés, 1981, 192-198. 73. Véanse Luzón Peña, 1982, 146 ss.; Silva Sánchez, 1992, 233-236, 278-280, 307-308; Pérez Manzano, 270-283, 286, aunque 288-289. 74. Véanse Pérez Manzano, 213, 276-283; Prieto del Pino, 454-458.

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complejos políticocriminales con un mínimo conocimiento de causa y la imprescindible destreza técnica y argumentativa^^. No me voy a detener en la primera de las críticas; en otros lugares''^ me he ocupado del exagerado e injustificado realce que se ha dado al fenómeno psicológicosocial aludido, y de los intereses que pueden estar detrás de ello. Sólo diré que la operatividad de tales motivaciones inconscientes, cuyo reciente auge dentro de los grupos de presión de víctimas ya he tenido ocasión de analizar^'', está notablemente limitada por las propias aspiraciones del criterio democrático, que reniega de tal condicionamiento y se muestra dispuesto a contrarrestarlo a través de diversas estrategias''*. Por lo que se refiere a la influenciabilidad de las actitudes públicas por agentes sociales muy diversos, no creo que estemos ante un fenómeno social privativo del criterio de las convicciones generales; un análisis dinámico de cómo se elabora la legislación penal nos ha mostrado la profunda interrelación existente entre el conjunto de sectores sociales en ese proceso influyentes^'; el énfasis debe desplazarse hacia una correcta identificación y puesta de manifiesto de esas influencias en el desenvolvimiento del discurso políticocriminal. En cuanto a las dificultades con que se tropieza para desarrollar argumentaciones políticocriminales complejas en el seno de colectivos tan extensos y multiformes como los que sustentan a la opinión pública, la cuestión reside en plantearse hasta qué nivel de profundización ha de llegar el debate colectivo para que consideremos legitimadas sus decisiones políticocriminales, sin perjuicio de ulteriores desarrollos más técnicos de ellas. De todas formas, las críticas precedentes ponen sobre la mesa el auténtico dilema. Y éste no es otro que el de si nos hemos de conformar con la actual realidad del criterio democrático, o hemos de esforzarnos por crear un modelo decisional en el que se potencien sus cualidades y se reduzcan sus defectos. Al respecto, no podemos

IS. Véanse Rubin, 1999, 29-31; Zimring-Hawkins-Kamin, 188-189, 201-203; Prieto del Pino, 454-458; Berk-Brackman-Lesser, 175-179, estos últimos dentro de una crítica más general, con datos de mediados de los años cincuenta y sesenta, a la capacidad de las convicciones generales para influir en el proceso legislativo. 7é. Véase, por ejemplo. Diez RipoUés, 1990, 155-187, 246-251, 273-276, 282296, y, en especial, 307-310; 2001, 12-13. 77. Véase supra capítulo II, apartado 3.4.1.1. 78. Por más que no se pueda prescindir de él de forma absoluta. Pero también podríamos hablar del papel que juegan los componentes irracionales dentro de, por ejemplo, los criterios expertos. Véase lo ya dicho supra apartado 3.2 in fine. Recoge también acertadas reflexiones en esta línea Rubin, 1999, 9-13. 79. Véase supra capítulo II, passim.

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ignorar que el análisis de la dinámica de la legislación nos ha mostrado que uno de los fenómenos determinantes de la actual política criminal es su deriva populista o mediática'". Pero también unas páginas más arriba, al realizar la crítica de los criterios expertos, creo haber mostrado las claves que permiten integrar las aportaciones peritas en un contexto decisional en el que la última palabra la tiene siempre el conjunto de ciudadanos*'. Las alegaciones a favor de una teoría de la legislación acreditan aquí, una vez más, su pertinencia. Será mediante un desarrollo consecuente de ella como el criterio democrático encontrará un nicho en el que contextualizar adecuadamente sus prestaciones. En efecto, la estructuración de una racionalidad legislativa y su descomposición en cinco niveles temáticos y valorativos distintos, sustentado todo ello sobre firmes bases éticas*^, garantizan un proceder discursivo conceptual y valorativamente acotado, que fomentará debates centrados y relativamente inmunes a mixtificaciones y simplificaciones. En ese discurrir argumental prefigurado será más sencillo, sin duda, lograr esa complementación entre opinión pública y pareceres expertos, así como reconocer a estos últimos un campo propio de discurso, en la línea antes apuntada. Por otro lado, el modelo de racionalidad legislativa propuesto en ningún momento cuestiona los procesos institucionales de deliberación y formación de la voluntad colectiva. Muy al contrario, lo que justamente pretende es incardinarse en las diferentes fases del proceder legiferante, aportar a él su capacidad de diferenciación conceptual y valorativa, y repartir tales contenidos, con diferente énfasis, entre las diferentes fases o etapas". El mantenimiento, no sólo intacto sino considerablemente enriquecido, de todo el proceso institucional de adopción de decisiones colectivas permitirá a su vez que la imprescindible consideración de las opiniones populares encuentre claro y reforzado acomodo en un procedimiento legislativo que contendrá las necesarias previsiones sobre los momentos, decisivos, en que las opiniones populares deben jugar un papel determinante, sin que implique descartar las tareas y decisiones a llevar a cabo por los órganos sociales, ejecutivos y parlamentarios representativos de la sociedad.

80. ¡bid. 81. Véase supra apartado 3.2 in fine. 82. Sobre la pertenencia de los cinco niveles de racionalidad a nuestro sistema de creencias, véase supra capítulo III, apartado 3.1. 83. Véase al respecto lo dicho supra capítulo III, apartado 3.2.

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Es en este contexto en el que corresponde hacer algunas reflexiones sobre la función a desempeñar por las consultas populares constitucionalmente previstas en muchos ordenamientos. Es cierto que ellas constituyen un instrumento muy apreciable para verificar las opiniones colectivas sobre temas socialmente problemáticos y que, asegurado el necesario debate social previo del tema sometido a consulta y los demás requisitos metodológicos antes aludidos respecto a sondeos y encuestas de opinión, poseen mayor fiabilidad que estos últimos. Sin embargo, se abren las puertas al populismo en cuanto se atribuye a tales consultas la capacidad para eludir los controles institucionalizados de formación de la voluntad colectiva. Y esto último sucede si se atribuye a la iniciativa popular la competencia para presentar textos legislativos acabados de obligada tramitación parlamentaria y, todavía más, si se admite una aprobación igualmente popular de tales iniciativas sin pasar por ningún control parlamentario*''. Un último aspecto a considerar del criterio democrático es su sensibilidad a las garantías individuales. Está extendido en muchos círculos jurídicos el prejuicio de que las opiniones colectivas muestran una escasa disposición a aplicar cabalmente los derechos y garantías ciudadanos a aquellos miembros de la sociedad calificados como delincuentes o sospechosos de serlo. Estaríamos ante un criterio que tendría dificultades para salir de la perspectiva de la víctima del delito y adoptar la propia del delincuente, carencia ésta de gran repercusión en un sector del ordenamiento jurídico que, desde su configuración moderna durante la Ilustración, ha interiorizado una profunda desconfianza hacia el poder punitivo del Estado. La adopción del criterio de las convicciones generales constituiría, pues, un paso decisivo hacia el socavamiento del derecho penal garantista que, a trancas y barrancas, sigue vigente en buena parte del mundo occidental*^. Para algunos, incluso, la adopción del criterio democrático aboca necesariamente a un derecho penal autoritario*^, mientras que otros se preguntan qué tienen que ver las mayorías con la justicia*^. Muchos piensan, en cualquier caso, que la principal misión que compete al núcleo experto jurídico es la de esforzarse en defender.

84. do 3.5, 85. 260. 86. 87.

Véase un análisis de la acertada regulación española supra capítulo II, apartain fine. Véanse Pérez Manzano, 180-181, 256; Silva Sánchez, 1992, 232-241, 259Véase Silva Sánchez, 1992, 237. Véase Ferrajoli, 462-463.

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frente a los asaltos de la oportunidad política y de la insensibilidad popular, la vigencia de los principios garantistas***. A mi juicio, el importante significado que las garantías individuales tienen en la configuración del derecho penal, y su persistencia con mayor o menor intensidad a lo largo del tiempo, son la mejor refutación de las tesis anteriores. Sin negar que han sido unas élites las que desde la Ilustración han ido desarrollando y consolidando tales pautas, creo que es fácil llegar al acuerdo de que su vigencia en las actuales sociedades democráticas ha sido sólo posible gracias al arraigo popular que han adquirido*'. Los cuestionamientos populares de algunas de esas garantías'" puede considerarse, bien que están justificados, bien que son fruto de ciertas distorsiones en la percepción por la población de ciertas realidades sociales y su problemática. Ninguna de las dos alternativas debe descartarse y probablemente ambas son pertinentes según los casos. Así, no se puede excluir que ciertas corrientes deslegitimadoras de algunas garantías individuales hasta ahora incontestadas —piénsese, por ejemplo, en la progresiva admisión de ciertos análisis o recogida de muestras corporales, o de determinadas intromisiones en la, llamémosla así, intimidad financiera o comercial, o de la limitación de algunas actividades afectantes al ambiente en terrenos propios, o de la imposición de trabajos comunitarios a delincuentes"— están simplemente reflejando un cambio en las condiciones sociales del ejercicio del poder punitivo, el cual se ve en ciertas circunstancias menos temible o más soportable debido a la tutela perseguida. Si ni siquiera los principios éticos, arraigados en nuestro sistema de creencias, son inmutables'^, menos lo han de ser unos principios o decisiones políticocriminales de menor nivel y, por ello, más proclives a caer en controversia. Negar tal evolución es probablemente muestra de conservadurismo. Ciertamente habrá otros cuestionamientos populares que podrán parecer a las élites jurídicas injustificados, disponiendo de buenas razones para llegar a tal conclusión. Pero la respuesta a tal fenómeno no 88. Véanse, por ejemplo, al margen de los ya citados, Palazzo, 699-700, 728, 730-731; Amelung, 1980, 20-21, 35-38, 42-43. 89. Véase incluso Silva Sánchez, 1992, 192 n. 49. 90. Resulta poco plausible sostener que tenga apoyo popular el cuestionamiento del sistema garantista en sí mismo. 91. Por más que se exija a éstos un consentimiento claramente condicionado por la alternativa peor existente. 92. Hemos visto diferentes ejemplos de ello supra capítulo IV, apartado 4.

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ha de ser refugiarse en un saber experto inmune a tales cuestionamientos populares y que, además, se impone a ellos. El saber políticocriminal —y el saber jurídicopenal que de aquél deriva— es, como su nombre indica, un saber político, y es en la arena política donde debe defender sus postulados. O lo que es lo mismo, por muy buenos argumentos expertos de los que se disponga, las propuestas correspondientes sólo adquirirán la legitimación democrática y, por consiguiente, podrán hacer valer su pretensión de transformarse en normas colectivas imponibles erga omnes, en la medida en que sean acogidas por las convicciones generales^^. Es justamente la pretensión de ningunear a éstas y de reservar la competencia decisional a ciertas élites jurídicas, únicas pretendidamente capaces de penetrar en las esencias de los principios reguladores de nuestra convivencia, lo que puede calificarse, sin mayores trámites, de derecho autoritario'"*. Un último matiz habría que añadir: el lector es consciente de que en todas estas páginas nos estamos ocupando de la racionalidad legislativa, esto es, de la creación del derecho, en este caso, del derecho penal. Sería un error de bulto pensar que las controversias planteadas en la aplicación del derecho deban resolverse del mismo modo que las surgidas en su creación. Como resulta ahora muy alejado de mi propósito aludir al plano de la aplicación jurídica, baste con decir, en una formulación peligrosa por su generalidad, que las leyes penales se crean popularmente, pero no se aplican popularmente'^

93. Véase enérgicamente en ese sentido Habermas, 1994, 477. 94. Ya hemos señalado en otro lugar el relevante papel de la constitución. Me gustaría ahora sólo recordar que una contraposición entre valores constitucionales y creencias populares asentadas debe conducir, con todas las cautelas y tiempo precisos para asegurar una cierta estabilidad en las formas de convivencia..., a una reforma de la constitución. 95. Véanse advertencias en el mismo sentido en Hassemer, 1981, 280-281; Ferrajoli, 553-559, 614-618.

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