desterrados-eduardo-antonio-parra.pdf

e13A 'O S~UOP!P3 ---·-- Coedición: Ediciones Era/Universidad Autónoma de Nuevo León/Universidad Autónoma de Sinaloa

Views 142 Downloads 3 File size 19MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Citation preview

e13A 'O

S~UOP!P3

---·--

Coedición: Ediciones Era/Universidad Autónoma de Nuevo León/Universidad Autónoma de Sinaloa Primera edición: 2013 ISBN: 978-607-445-208-2 DR © 2013, Ediciones Era, S.A. de C.V. Calle del Trabajo 31 , 14269 México, D.F. Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico Este libro no puede ser fotocopiado ni reproducido total o parcialmente por ningún medio o método sin la autorización por escrito del editor.

This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers. www.edicionesera.com.mx.

Para María Elena Parra, más que hermana, amiga, compañera y cómplice ideal en la ruta de la vida

A la memoria de Daniel Sada, indiscutible maestro de maestros

Índice

• El caminan te 11 Mal día para un velorio

17 En la orilla

32 La costurera

42 Último round

57 El hombre del costal

60 Nunca había oído la letra 67 El festín de los puercos (HeribertoFrías en Tomóchic, 1892)

77 Paréntesis

86 Un diente sobre el pavimento

97 9

El despertar de la calle

107 No hay mañana 113 Calor callado

120 Nadie

131 La madre del difunto

142

10

El caminante



Pero en ocasiones creo que mi cerebro me engaña y no es verdad que en otra época permanecí en un solo sitio: un pueblo lejano lleno de gente conocida. De ser así, he estado siempre en el camino, en medio de ninguna parte, entre las siluetas fugaces de quienes, de pronto, dirigen una mirada indiferente a mi paso. No importa que los sueños me hablen de una casa de piedra, un sembradío y un arroyo casi seco, o de una madre muerta poco antes de la partida de su único hijo, o de un padre apenas entrevisto en los primeros pliegues de la niñez, desaparecido más tarde allende la frontera, como se esfuman las nubes tras las montañas: por el empuje del viento. Ciertas noches cálidas, bajo las temblorosas constelaciones, consigo atisbar en mi memoria - en lo que resta de ella- un rostro cuya sonrisa es signo de afecto. Otras noches mis tímpanos creen percibir el eco de un nombre, acaso el que llevé en una edad remota, pronunciado con ansiedad por labios de mujer. Mas el rocío de las madrugadas me trae un sabor de lágrimas de despedida, y entonces me da por reinventar una tarde en que opté por dejar la casa, el pueblo, la memoria feliz de los primeros años, para seguir las pisadas del autor de mis días. Era la hora del crepúsculo y había una joven junto a mí en la salida del pueblo. Sí. Sus brazos acogedores se amoldaban a mi espalda. Su calor me decía quédate, aquí serás feliz. Pero yo no pensaba sino en el sendero que se extendía interminable ante mi vista. ¿Existirá ese lugar al que algunos llaman la frontera? Me lo he preguntado por años, y se lo pregunto a todo aquel con quien me encuentro. En los inicios de este viaje, cuando caminaba por áridos llanos y las montañas apenas insinuaban sus contornos en la lejanía, con frecuencia me rebasaban largas caravanas cuyos guías confiaban en alcanzar muy pronto su destino. Luego, 11

conforme transcurrían los meses, éstas se extinguieron y ya sólo me topaba con algún caminante solitario como yo que me decía que los confines del país no estaban lejos, que no perdiera la esperanza, que la riqueza me aguardaba al otro lado de un río con dimensiones de lago, o una laguna con aspecto de mar, no recuerdo con exactitud. ¿Riqueza?, me preguntaba yo al ver sus andrajos, su rostro cansado, su expresión hambrienta. Y me alejaba de él sin decir nada. Durante su enfermedad, mi madre mencionó una nación de hábitos raros, ciudades de oro y dioses crueles, cuya lengua resulta incomprensible. Un reino, aseguró, protegido por muros y ríos anchísimos, con un ejército diestro en impedir la invasión de los bárbaros de piel oscura. Al notar en mi semblante que no entendía sus palabras, aquella moribunda, mi madre, me explicó con voz tierna, como si yo aún fuera el infante que buscaba su regazo: Los bárbaros somos nosotros, hijo. ¿Y mi padre?, pregunté de inmediato. ¿Él es un bárbaro también? Asintió con sus escasas fuerzas, y con sonrisa triste añadió que a pesar de la muralla, el agua y los soldados, desde tiempos antiguos muchos de los nuestros traspasan el límite con el fin de perderse en las ciudades áureas del país ajeno. Esta charla, que sólo retengo en sueños, me da ánimo para continuar unos meses, y la inercia los transforma en años. Pero cuando el frío arrecia y convierte mis pies en dos pesadas piedras, cuando el sol se llena de odio y quema con furia tal que mi piel ennegrece en instantes, cuando los campesinos rehúsan compartir conmigo el pan, o cuando la sed seca hasta mis ojos impidiéndome ver los escollos del camino, siento el impulso de abandonar la marcha, hablo conmigo y me digo es inútil seguir, nunca encontrarás lo que buscas, vuelve. Aunque, ¿volver adónde? Y golpeo mis sienes con los puños obligándome a recordar. Y grito. Increpo a las montañas y a los valles. Insulto a los desiertos que escuchan impasibles mis reclamos. Pateo el agua de los ríos por haberme diluido la memoria. Y lloro. Cuánto he sollozado de desesperación, dolor, ira, mientras me repito que tal frontera no es sino una ilusión, una esperanza vana, un embuste creado

12

r quienes necesitan tener fe en otros mundos, un cuento que madres han inventado con objeto de explicar a los hijos la ausencia de los padres. Mas estos arrebatos pasan rápido y el deseo e retorno se me apaga, pues no encuentro en mi interior las referencias suficientes para saber quién soy y de dónde vengo. En otra época lo supe, de eso no hay duda. Pero he atravesado rantos ríos que las escenas de mi pasado se han ido deslavando asta perder el color, la nitidez en los trazos, el timbre de las ·oces. Antes, cuando todavía era joven y transitaba regiones deérticas donde la lluvia y la vegetación constituían una promesa incumplida, la nostalgia mortificaba mi alma por las noches y repasaba mis recuerdos. Ya dormido, los sueños eran un adelanto de los sitios que pronto visitaría, como si la mente los lanzara de '-an guardia anticipando mi llegada. Así, vivía en el pasado y el futuro a la vez. Sin embargo, después de cruzar a nado el primer río de ancho cauce algo sucedió dentro de mí: por un tiempo ruve la sensación de caminar en círculos, sin alejarme del origen y sin acercarme a la meta. También perdí casi todos mis recuerdos, y los sueños enloquecieron ocupando su lugar. Desde entonces sólo tuve memoria al dormir, siempre en imágenes ocres, difusas, susurran tes. ¿Son recuerdos, o simples resonancias falsas de la época en que aún podía recordar? No lo sé. Aunque hay algunas de esas imágenes en las que creo. Antes de emprender el viaje fui con los jóvenes de mi edad al billar del pueblo. En tanto jugábamos una partida, les pregunté cuánto había de caminar para alcanzar la orilla del país. Sin despegar los labios, me miraron como se mira a los locos: con una mezcla de lástima y repulsión. Insistí, y ninguno quiso o supo responder. Busqué entonces en el café a los viejos sabios y cada uno de ellos ensayó una respuesta. Ajustándose los quevedos para ver mejor la lejanía, el maestro de la escuela habló de semanas de viaje a través de desiertos calcinantes y cumbres escarpadas. El alcalde frotó sus corvas rígidas y sugirió meses de ardua caminata. El sacerdote murmuró la palabra años una y otra vez, como si salmodiara una plegaria. Sin embargo, el más viejo de todos, de quien se aseguraba que había gastado la juventud de país en país,

13

me tomó de los hombros, echó su aliento agrio encima de mi rostro, y mirándome desde sus acuosas pupilas me dijo que debía estar preparado para un periplo que duraría toda mi existencia. Igual que el de tu padre; aunque tú no dejas un hijo que después vaya tras de ti. No he retenido bien el resto de sus palabras, pues en mis sueños su voz es apenas un susurro. Mencionó un gran río de aguas violentas, algo sobre la memoria, y extendió el brazo hacia el norte. Luego me dio la espalda y fue a descansar al lado de los otros ancianos. No le creí. De haberlo hecho, jamás habría partido. Pero hoy, después de fatigar durante años la tierra con las plantas de los pies, estoy seguro: el viejo sabio dijo verdad. Peor aún: el camino no sólo es infinito: es un ser vivo. Un dios iracundo que no suelta lo que engulle. Por eso los sedentarios que moran a su vera desconfían de él y se limitan a observar a los transeúntes como quien contempla la digestión del alimento a través de un enrevesado intestino. Un dios caprichoso. Cuando lo desea se ramifica, multiplicándose en veredas y senderos, para más adelante reunir sus brazos de nuevo en uno solo, en zigzag a ratos, ahora recto, enseguida curvo, ascendente o descendente. Transforma el paisaje a sus flancos según su arbitrio: arena yerma del llano, selvas rumorosas, lomeríos erizados de cactos y magueyes, valles lacustres, despeñaderos, planicies y hondonadas. Y si se le agotan las opciones, inicia otra vez. Cuando siento que avanzo por un paraje recorrido con anterioridad, echo mano de toda mi concentración para escrutar en torno mío los árboles, el ganado, las aves, las cabañas de los lugareños, las nubes, hasta convencerme. Nunca antes caminé por aquí, me digo aliviado. En esas ocasiones incluso he pensado que mi destino está cerca, y creo vislumbrar adelante, a lo lejos, la figura de mi padre (no lo conocí, es cierto, mas imagino una traza semejante a la mía). Y entusiasmado desvío mis pasos y me acerco a alguna vivienda lleno de esperanza, aunque también con actitud suplicante, temeroso de no ser comprendido, mordiendo la vergüenza al presentir en los ojos de los extranjeros el asco que debe provocarles mi notoria barbarie. Pero en cuanto 14

reparo en su piel oscura y escucho con claridad sus palabras de rechazo, me doy cuenta de que hablan mi lengua y comprendo que sigo en mi país. Sus voces suenan con un tono diferente al de la mía tan sólo porque somos de pueblos distantes. Decepcionado, me alejo fingiendo que no les entiendo, o respondo a sus agresiones con algún insulto aprendido de niño, o ya de adulto en cualquier región remota, y retomo el camino con la seguridad de encontrar, en mi siguiente parada, personas cordiales, caritativas con un peregrino que viene de tan lejos. Y las piernas me impulsan a continuar como si respondieran a una voluntad ajena, superior. Tal vez la del camino mismo. Yo obedezco, aunque mis zancadas sean más lerdas cada día, porque de un tiempo a esta parte he empezado a sentir cansancio. ¿Será que estoy envejeciendo demasiado rápido? ¿Qué la continua postergación de mi arribo a la frontera por fin aplastó las últimas esperanzas que había en mí? Quizá. Y la ausencia de memoria que obnubila mi entendimiento es otro peso sobre la espalda que entorpece las extremidades. Sin remembranzas nítidas el pueblo, la casa de piedra, los ancianos sabios, mi madre y aquella joven que fue a rogarme que no me fuera me resultan lejanos en extremo, pertenecientes a una época nunca ocurrida. No puedo creer en su existencia. De la de mi padre también poco a poco he comenzado a dudar. Ha desaparecido de mi horizonte. Desde hace semanas, o meses, nadie me visita por la noche. En lugar de las imágenes del sueño, al dormir me invade una agitación intensa, angustiante, vacía. No llegaré nunca. Los latidos sin ritmo del corazón me lo anuncian segundo a segundo. Seguiré andando hasta el último instante, cuando la muerte venga a arrebatarme de las garras de este sendero. Pero antes mi memoria quedará tan limpia como las dunas del desierto tras el soplo del viento matutino. Lo sé porque ya se huele en la atmósfera la humedad del próximo torrente. Allá delante su superficie espejea los rayos del sol con un murmullo sordo que apaga todos los sonidos. No parece mar, ni laguna, ni río, sino tan sólo agua, mucha agua. Avanzo decidido hacia ella mientras me voy despojando una vez más de la ropa, 15

de los pensamientos, de mi vida entera. Al otro lado se ve una pequeña sucesión de cerros escarpados que alguien podría confundir con una muralla, sus árboles lucen enjutos, con el tronco desnudo de ramas y follaje, como lanzas altas. Entro al caudal y mis pies agradecen la frescura líquida. Antes de sumergirme dirijo la vista al frente, distingo una franja de tierra ancha y serpenteante que asciende entre dos de los cerros, y me embarga una alegría serena. Ahora lo sé: cuando alcance la orilla opuesta, sin nada que me retenga en el pasado, encontraré sin problema el siguiente tramo del camino.

16

Mal día para un velorio

• í....e gusta con algo de violencia, se dijo Marcos sin pensar las palabras pero sintiendo cosquillas en las yemas de los dedos al ~-e rla caminar por el salón con un arreglo floral entre las manos. El repiqueteo de sus tacones de aguja estremeció la calma sofocó por un instante los susurros de quienes rezaban, en tanto el aire invernal absorbía un perfume salvaje, agresivo, que ocultó durante unos segundos el tufo a cera blanda y carne corrupta impregnado en las paredes. Marcos dudó si ese aroma era de las flores o de la mujer que se movía sin descanso de un lado a otro para conversar con los presentes, atender a los recién llegados, despedir a los que se iban y supervisar el servicio de café, como si en vez de un funeral fuera una exposición, llenando cada sitio con la calidez de su presencia mientras unas diminutas gotas le aparecían en la frente y encima del labio superior, igual que cuando se acercaba al orgasmo. Con violencia, se repitió Marcos. Aunque sin exagerar. Nada de excesos: nalgadas, apretones, mordidas y, eso sí, mucha fuerza en la penetración. Las cosquillas de los dedos encontraron eco en la parte superior de sus muslos y emprendían un ascenso rápido, pero al ver de nuevo a Ofelia, esta vez conduciendo a un par de ancianos lacrimosos hacia el féretro para que d~positaran sobre él una corona, se sintió avergonzado y sacudió la cabeza en un intento por reprimir los recuerdos. No lo conseguía. Se reacomodó en el asiento, miró a los hombres arrebujados en sus abrigos junto a las paredes recubiertas de duela, trató sin éxito de interpretar los comentarios en voz baja, y al fin se puso en pie con objeto de acercarse al cuerpo de Lorena por vez primera esa noche. Había avanzado apenas dos pasos cuando una dama gorda más o menos de la edad de Ofelia se le cruzó en el camino.

17

-Señor Del Fierro, qué pena -dijo en tanto le echaba encima un abrazo viscoso que lo devolvió de inmediato a la realidad- . Lo acompaño en su dolor. Qué desgracia, una mujer tan joven, tan bella, quién lo iba a pensar. Y en un día como hoy .. . Agradeció las condolencias y, con algo de esfuerzo, consiguió desprenderse de las carnes de la dama para continuar su camino. Sabía que todos estaban atentos a él, la presión de las miradas levantaba vibraciones en su nuca. Cerca del ataúd, a cuyos costados recitaban el enésimo rosario unas tías de Lorena que no recordaba haber conocido antes, se sintió de pronto inseguro, desproteg_ido, y buscó con la vista el apoyo de Ofelia. Ella recibía pésames en la puerta de la capilla, por lo que Marcos respiró fuerte, tensó los músculos y se arrimó adonde, a través de la cubierta levantada, el cristal protector permitía ver el rostro de su esposa muerta. Los técnicos de la funeraria la habían maquillado con destreza; aún conservaba la armonía de rasgos que lo hizo prenderse de ella casi al mismo tiempo de conocerla. Pero su piel antes tersa lucía endurecida, lisa, lo que le daba un aspecto de maniquí. Qué rápido actúa la maldita muerte, pensó Marcos con la garganta cerrada y desvió la vista. Tocó el vidrio en un ademán inconsciente mientras en el rincón resonaba un sollozo, acaso de una prima de la difunta conmovida con la escena. ¿Por qué tuviste que irte así, sin que nos lo esperáramos?, le preguntó en silencip. Ni tu madre ni tus tías ni nadie lo cree. ¿Te das cuenta la pena que desataste? Aunque quizá exageran sus demostraciones de luto porque ninguno se va a quedar mucho rato. La fiesta los espera en casa y, mientras están aquí por cumplir, con cara de circunstancia, sólo piensan en la cena, en los regalos y en el vino. No los culpes, ¿quién te manda morir en 24 de diciembre? Es mal día para un velorio ... Un leve soplo de viento le provocó un escalofrío justo cuando la recordaba una noche atrás, saliendo de la regadera mientras repasaba su listrrmc~ queridos en ninguna m o pero se me adelantó co había iniciado. -No entro en e te ·po de u2ares. _-o entiendo de música. No hablo con extraño . _-o hablo con nadie. Pero el dolor y la tristeza. Lo empujan a uno. Tampoco con él hablaba. Ni hablaré más. Ya no ha remedio. Han sido muchos años de silencio. ¿Me entiende? Y en el último instante me lo pidió. Quería escuchar esa canción. No tengo oído. ¿Cómo iba a sabérmela? A pesar de que él siempre la silbaba, no pude. Ni siquiera sé silbar. Apenas puedo tararear alguna melodía de mi juventud. Pero ésa no. -¿Cuál? -La que quería oír. El llamado de un cliente volvió a apartarme de la mujer. Fue un alivio: me desesperaba no entenderla, y más contemplar la impotencia que en su rostro se mezclaba con un dolor seco. Recogí los vasos de manos de Bulmaro y al entregarlos pasé cerca de la sinfonola. Me había olvidado de Eusebio, que ahora dejaba caer una ristra de monedas en la ranura y oprimía los botones al azar, repitiendo varias selecciones, sin prestar oídos a los parroquianos que se quejaban por anticipado. - ¡Chingao, Eusebio! -dijo uno de ellos-. ¡Tan bien que estábamos! -¡Aquí no es iglesia, cabrón! -le respondió con una seña obscena-. Este aparato es para que haya música, o no estaría aquí. La irrupción violenta de un corrido de los Tigres hizo pegar un brinco a la señora. Volteó a los lados con cara de susto y enseguida miró su copa como si considerara bebérsela de un solo trago con el fin de soportar el ruido. Optó por llevar otro cigarro a su boca. Chupó el aire con avidez, hasta que me acerqué a ella con un encendedor que había tomado de la barra. Luego de dos

72

fumadas, pareció recobrar cierta calma. Su voz inexpresiva adquirió una dureza opaca, y debí esforzarme para escucharla por encima de los acordes del acordeón y la guitarra. -No es ese tipo de canción la que busco. Pero seguro era aquí donde la escuchaba. Aunque decía que estaba en la consulta, yo sabía que le gustaba venir a beber. Llegaba en la noche silbándola. Medio tomado. Un día me dijo que me la silbaba a mí. Nunca le puse atención. Por eso cuando me lo pidió no supe qué hacer. Se fue sin oírla de nuevo. Me dejó, y yo supe que lo había decepcionado. -¿Quién? -me atreví a preguntar cuando el corrido reiniciaba en la sinfonola. -¿Es la misma de antes? -preguntó a su vez con una mueca de fastidio. No le respondí. En un rincón me pedían tragos, en otro la cuenta. Emprendí varios viajes a la caja. Las selecciones repetidas de Eusebio ahuyentaban a los jugadores de dominó y al mismo tiempo atraían a quienes pasaban por la calle frente a la cantina. Llegaron nuevos parroquianos que ocupaban las mesas libres, otros se acodaron en la barra, y pronto El Mingo's estuvo a reventar. El mismo corrido se repitió en las bocinas cuatro veces, pero cuando le llevé a Eusebio su enésima cuba la sinfonola crujió dando paso a un bolero en voz de Javier Solís. Sin escuchar la música que había escogido, en el punto más álgido de la borrachera, el hombre tenía la cabeza caída sobre el pecho y resoplaba. Ya no miraba a la mujer; con los ojos muy abiertos veía su vaso mientras peroraba en voz baja como un merolico vencido. -No, no sabe dónde se metió, un cabrón de éstos le va a agarrar una nalga en cualquier chico rato, o yo mismo, aunque ya no pueda ni caminar ni moverme, no debería estar aquí, o sí, segurito viene a recordarlo, como lo voy a recordar yo, sí, nomás nosotros dos nos vamos a acordar de él, era al único que le gustaba lo que yo ponía, no le importaba que se repitieran las rolas, incluso le gustaban más a la segunda o a la tercera que sonaban y me decía siempre Eusebio, ya es hora, que empiece la música, ¿no?

73

siado. -¿De quién hablas? -pregun é - ¿Pos de quién ha de ser? Lo dejé para atender otras ó Uc._ ......._.,_ ~t;¡:c::-Eed:pnao para allá escuchando por lo ~·-~..,. Javier Solís, volteaba de tan o permanecía sentada con espera, sin probar su copa que la cantina se hallaba ~ CJreocuo:ana de veras que fui a pararme a su lad . _ spe o. Al sentirme un borracho fuera a :::""" cerca, su gesto ape- d poco. rendón de que ya se - ¿Va a ordenar alo-o fuera. -Ésa tampoco es. --\.unqu e -e parece un poco más. Si tan sólo me hubiera dicho el tirulo. Ya Ye. Casi ni hablábamos. Fueron tantos años que nos dijimos todo lo que teníamos que decirnos. Ahora no hay remedio. O sí hay. Pero no sé qué hacer. Se estrujó las manos con desesperación y bajó la cabeza. Miraba su copa, igual que Eusebio. Era tan triste su aspecto que tuve el impulso de poner mi mano en su hombro, pero el cambio de disco en la sinfonola me distrajo. Con los primeros acordes de la balada, desde el otro extremo de la cantina se escuchó un grito. Reconocí las palabras arrastradas de Eusebio: -¡Claro que sí, chingao! ¡No puede haber borrachera completa sin la voz del Príncipe de la Canción! Al escuchar la melodía, la expresión de la mujer transitó del abatimiento a la sorpresa. Irguió la frente, miró a los hombres que atestaban El Mingo's, me miró a mí, y algo similar a una débil sonrisa libre de temblores asomó a sus labios. Extrajo un cigarro de la cajetilla, inclinó el cuerpo hacia la llama que yo le ofrecía, lo encendió y se dispuso a escuchar con toda su atención mientras fumaba. "Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir", corearon decenas de gargantas en la cantina, y ella detuvo el movimiento de su mano que en ese instante alejaba el cigarro de la boca. Fue como si los primeros versos la paralizaran. Cerró los ojos y el

74

suspiro que había reprimido durante toda la tarde se le escapó del pecho. "Me alejaste de todo, y ahora dejas que me hunda en el lodo", siguieron las bocinas y los hombres al tiempo que dos lágrimas resbalaban por las mejillas de la mujer. Conforme las estrofas de la canción transcurrían, ella fue envejeciendo. Su piel se volvió flácida, en sus párpados se multiplicaron las arrugas y su boca se deformó en un gesto de amargura. El cigarro se consumió entre sus dedos sin que moviera la mano y la ceniza cayó sobre la falda del vestido dejando pequeños grumos nevados en la tela negra. Permaneció quieta hasta el último verso, hasta el último acorde. Luego abrió los ojos, agarró la copa de ron y la vació de un trago. -Nunca había oído la letra -dijo al advertir que yo seguía a su lado-. Ahora lo entiendo. No supe qué decirle. Iba a inventar cualquier tontería, cuando la canción reinició en la sinfonola. La mujer se mordió los labios, y al hacerlo recuperó algo de lajuventud que había perdido en unos. cuantos minutos. Coreó en voz baja el inicio: "Si me dejas ahora" y sus pupilas se iluminaron. En tanto algunos borrachos cantaban al unísono con José José, otros levantaban una rechifla por la repetición de la pieza. Se oyeron los primeros insultos al aire y una clara mentada de madre dirigida a Eusebio, quien babeaba con la frente hundida en la superficie de su mesa. El ambiente se ponía cada vez más denso. Ella, entonces, sin dejar de tararear, tomó su bolso y con un ademán me pidió su cuenta. -Es cortesía de la casa, señora. -Gracias. Me tengo que ir -dijo y se puso de pie. -Vuelva, estamos para servirle. Apenas había dado el primer paso rumbo a la salida, cuando la música se interrumpió de golpe: el trío Los Abuelos acababa de llegar y Bulmaro desconectó la sinfonola. Hubo aplausos y protestas por partes iguales. La mujer se detuvo. Al volverse hacia mí, su rostro irradiaba una alegría tenue, pero alegría al fin . Acercó su rostro al mío para que los demás no escucharan sus palabras. -¿Cómo se llama la canción?

75

-"Si me dejas ahora" -le dije. -¿Se la sabrá el trío? -Seguro, señora. Entonces caminó como había entrado unas horas antes, con garbo y paso firme, hacia los tres ancianos de traje oscuro que afinaban sus instrumentos cerca de la entrada. Le habló al oído al del requinto ante la mirada curiosa de los demás. Cuando obtuvo una respuesta afirmativa, volteó a donde yo estaba para despedirse con un movimiento de cabeza. Su sonrisa era franca. Después se fue, seguida por los músicos y por la mirada turbia de Eusebio, quien también sonreía entre las babas de su borrachera, mientras murmuraba algo así como que el trío de viejos se iba a entumir de frío en el cementerio y daba dos aplausos cortos porque Bulmaro había reconectado la sinfonola y la voz del Príncipe de la Canción ya vibraba de nuevo en las bocinas.

\

76

El festín de los puercos (HeribertoFrías en Tomóchic, 1892)

• Para Antonio Saborit

Es el infierno, piensa el subteniente. Lo piensa mientras las primeras gotas de llovizna se estrellan en su quepí. El infierno. ¿En qué otro sitio podría existir un hatajo de puercos caníbales? En vano rasca su memoria buscando imágenes semejantes a la de este pueblo en llamas. Peor que' el infierno. Puercos del infierno se dice una vez más y procura borrar sus pensamientos, apartarlos de sí, para que no estorben su misión. El olor a lodo y humo que lo vino siguiendo desde el cuartel se enreda ahora con el fuerte tufo de la sangre, de pieles y cabelleras chamuscadas, de carne descompuesta. Y entonces el mismo pensamiento, obsesivo, giratorio, ocupa de nuevo su mente cuando recuerda ciertas lecturas: los cuentos de su abuela, las descripciones de los curas durante los sermones. El infierno. ¿Cuántos muertos hay entre las ruinas, hundidos en el zoquete, en los bosques aledaños? El subteniente sacude la cabeza, estornuda en silencio, escupe al lado sin detener su avance. Camina despacio, con el fusil listo para el disparo, los oídos atentos al ruido de la noche. Pisa con tiento y trata de mirar entre las sombras. Mas las sombras lo tienen cercado, se embarran pesadas y viscosas en su cuerpo, le aplastan los hombros y la cabeza, estorban sus movimientos y entumen sus miembros. Al abrir la boca, el subteniente mastica su consistencia terrosa. Por eso escupe de nuevo, para librarse de las sombras que tan sólo se rompen un poco más allá, en los restos del incendio de la iglesia: ese horno donde se quemaron vivos muchos de los rebeldes. Ese infierno. Su misión es explorar los restos del poblado. Debe asegurarse de que no haya enemigos fuera de los muros de la casa de Cruz

77

Chávez. Pero el subteniente sabe que ya casi o resta ninguno. ¿Cuántos serían capaces de sobrevi'ir a ese-· ·o:- Todo \ieron, él mismo vio a los que se rindieron horas ames con el fin de salvar la vida. ¿Y cuánta vida les queda?, se pregunta. Era una masa de moribundos. Sedientos, muertos de hambre. Como procesión de fantasmas rumbo a los tribunales del Juicio Final. Las familias de los caídos, dijo alguien. Viudas y huérfanos con los ojos amoratados y las bocas ávidas, abiertas, como si quisieran morder el aire para sentir algo en el estómago. Al verlos el subteniente creyó que la lucha había terminado, que con el triunfo el ejército se cubría de gloria. Gloria, sí. Pronto llegó la decepción. Todavía hay rebeldes en el pueblo, dijo un superior. Están atrincherados en casa de Cruz Chávez. Por eso, mientras el subteniente y un grupo de infantes peinan los escombros de Tomóchic, allá en la loma los comandantes preparan el ataque final. Una incursión completa destinada a borrar de la tierra y de la memoria de los hombres un pequeño pueblo en un rincón de México que se atrevió a levantarse contra el supremo gobierno. No hay nadie aquí, piensa, y su pensamiento se interrumpe al advertir que ha pisado una mano yerta. Asqueado, sin saber si está aún unida a algún cadáver o se trata de un despojo suelto, retira el_pie y desvíasus pasos. Nadie, salvo las ánimas de los difuntos. Animas en pena, se dice mientras recuerda cómo los vio morir uno a uno desde la loma donde contemplaba el combate como soldado de reserva, y piensa: Como malditos héroes, como seres mitológicos. Caían apretando el wínchester con las manos, la boca masticando espuma colorada, valerosos en el instante de la muerte, sin dejar de disparar ni al sentir que la metralla de los federales despedazaba su cuerpo, satisfechos de haberse llevado por delante por lo menos a unos cuantos enemigos. Carajos tomoches, se dice el subteniente con admiración, con rencor, con vergüenza. ¿Tánto valor para ~sto? Echa una ojeada a las sombras que envuelven el pueblo destruido e imagina en ellas las mandíbulas de los puercos triturando los miembros de los cadáveres. Horror, asco que en un segundo se convierte en deprecio hacia los enemigos. Nada, ni siquiera su famosa Santa de Cabora pudo

78

a)udarlos contra una fuerza tan grande, piensa. ¿Qué fue del gran poder de Dios? Ilusos pendejos. En un ademán inconsciente aunque lleno de orgullo acaricia el cañón de su fusil en tanto se pregunta cuántos soldados habrán partido al otro mundo a causa de sus disparos. Por lo menos tuve mi bautizo en combate, se ufana. Ya no soy un simple soldado de banqueta. Está a punto de soltar el arma cuando un bulto negro pasa arrastrándose a su lado, antes de desaparecer en la oscuridad dejando en el silencio una estela de gruñidos. Ah, cabrón, murmura el subteniente sin tiempo de disparar. Se detiene. Aguza el oído. Entre los tamborazos de su pecho sólo alcanza a percibir el jadeo intermitente de la noche: llovizna, viento, croar de sapos, chirriar de insectos invisibles, ladridos, gruñidos remotos. Sacude con una mano las sombras que ciñen su cabeza y atrás distingue el rumor de sus compañeros de patrulla, el cencerro agudo de alguna cabra que palpita en latidos cortos y rápidos. Más allá adivina el chisporroteo del agua sobre las fogatas del campamento, un canto desafinado, el gemir melancólico de una armónica. Visualiza a sus compañeros al calor del fuego y entonces el frío de la sierra se le viene encima. Es un frío que no había sentido en mucho rato, ocupado como estaba con su miedo. Un frío que paraliza, que vuelve sólidas las sombras, que sofoca los sonidos. Un frío de infierno que, al hacerse patente de pronto, se adhiere como escarcha a la angustia del subteniente que continúa con la vista f~a en el lugar por donde desapareció el bulto negro. Tranquilo, Heriberto, se dice. Debió ser un animal. Quizás un perro. Pero piensa: O un puerco. Intenta normalizar su respiración, su latir enloquecido. Aspira profundo y ahora sus fosas nasales se llenan del qlor a cansancio y angustia que proviene de su propio cuerpo entumido y sudoroso. El aroma de mi vida, sonríe con amargura. ·Todos los alzados han muerto o esperan la muerte en casa de Cruz Chávez, se repite una vez más memorizando el informe que dará a sus superiores al regresar al campamento. Enseguida añade para sí: Tranquilo, no fue más que un puerco. Prosigue su avance. Hunde las botas en el lodo. Abre los oídos pero un silen-

79

cio enorme, semejante al que minutos atrás pro~a su miedo, ha vuelto a cegar sus tímpanos. Lo reconoce: es el silencio que ocupa todos los rincones de Tomóchic, el que cae con las gotas de llovizna, se agita con el viento en las hojas de los árboles, crepita en el fuego, tiembla en los movimientos -calla en las bocas de los infantes a su espalda. El silencio de la angustia. Volvió a cundir, ahora lo sabe, cuando pensó que pudo haber sido un puerco lo que pasó a su lado.

Los avistaron por vez primera desde la loma la tarde del día anterior. Una de las soldaderas dio la voz. Vengan a mirar, gritó. No van a creer esto. Deambulaban entre los escombros de las casas. Grandes, gordos, hambrientos, salvajes como jabalíes. Andaban en grupos, se disgregaban y volvían a juntarse. De tanto en tanto hacían un alto para enterrar el hocico en el lodazal. Buscan bellotas, a lo mejor alguna mazorca o de perdido un olote, explicó un cabo. No seas buey, lo atajó la mujer, fijate bien, ciego. Y todos se ftiaron. Al principio batallaron para distinguir, por la distancia, mas con un poco de esfuerzo poco a poco alcanzaron a ver cómo el más grande de los puercos, semejante a un toro negro, luchaba con algo a ras del suelo. Las otras bestias se arrimaron a él. ¿Habrá encontrado una raíz?, se preguntó el subteniente. ¡Están tragándose a un cristiano!, gritó el cabo. ¡Puercos cabrones! Y enseguida el puesto entero de observación vibró de ansiedad, de movimiento, de voces. ¿Es uno de los nuestros?, preguntó un soldado. ¡Eso qué importa! ¡Es un cristiano! ¡Claro que importa! ¡Si se trata de un soldado federal la cosa es más grave! El asco atenazó al subteniente. Asco provocado por el espectáculo que apenas atisbaba en la hondura del valle, acentuado por los comentarios de los hombres a su alrededor. Aun así, salió corriendo a su tienda de campaña para buscar un catalejo. Volvió cuando el puesto de observación ya reventaba de militares. Mientras escuchaba los insultos de la tropa, vio a través del tubo cómo un grupo de cerdos se cebaba en un cadáver: arrancaban trozos, se los disputaban hocico con

80

ocico igual que hienas, se lanzaban tarascadas unos a otros con el fin de ahuyentarse. Las bestias cobardes rehuían la pelea, pero pronto hallaban otro cuerpo caído para hozar en él. La discusión sobre si eran federales o rebeldes siguió por un rato, hasta que un capitán le puso fin. Se trata de tomoches, dijo. No cabe duda. ¿Cómo puede estar tan seguro, mi capitán? Miren bien, respondió. Ahí, donde hay más tumulto. Los animales más chicos no son puercos. Son perros. Están defendiendo los cadáYeres de sus amos.

Tranquilo, Heriberto, se repite con insistencia y avanza otros dos pasos rumbo al incendio de la iglesia, donde las sombras se desdibujan agitándose entre rescoldos rojos. Tiembla de frío, de aprehensión. Los dientes le castañean y sólo puede evitar el ruido apretando mucho las mandíbulas. Una idea atroz le ronda la cabeza: Si la bala de un rebelde me tumbara, ¿cuánto tardaría en llegar el ·primer puerco? Tiembla de nuevo, esta vez con un estremecimiento larguísimo, intenso. Las bestias no esperarían su muerte. Ni siquiera se tomarían el trabajo de rematarlo. Comenzarían a comérselo vivo. Llega hasta el muro de una de las viviendas derruidas y pega la espalda a los adobes. No piensa moverse más. El miedo lo hace jadear. El rostro, el cuello, todo su cuerpo está empapado, pero no a causa de la llovizna, sino por el sudor amargo, apestoso, que desdibuja los otros olores en torno suyo. Incluso el olor de los cadáveres. ¿Para esto te entraste en el Ejército, Heriberto?, se pregunta. ¿Para esto dejaste los libros? Eres un imbécil. Deseabas vivir el heroísmo y hasta ahora nomás has visto cómo caen los verdaderos héroes asesinados por ti y por tus compañeros de armas. ¿Esto es la gloria? Quizá. ¿Y entonces el miedo que no te permite moverte, que te inutiliza para cualquier otra cosa que no sea jadear mientras piensas en la muerte? Carajo, malditos tomoches. Malditos puercos. Por un segundo, en su mente, alzados y bestias son la misma cosa: emisarios de este infierno vivo en que se ha convertido el pueblo de Tomóchic. Un infierno que en cualquier momento puede extender sus ga-

81

rras y jalarlo al abismo. ¿Cómo librarse de él? ¿Cómo conjurarlo? Mientras distingue las sombras de los infantes de su patrulla arrimándose al mismo muro, el subteniente se imagina sentado en su escritorio, abierto junto a él uno de sus libros favoritos, la pluma entre sus dedos rasgando un pliego de papel en blanco. ¿Por qué soy militar?, se pregunta. Si lo que yo deseo es escribir. Malditos tomoches. Malditos puercos. A unos pasos sus subordinados murmuran entre sí. No los ve con claridad, aunque puede oír sus voces entrecortadas, el crujir de sus esqueletos. Hablan de los puercos. Todos temen a los puercos más que a los rebeldes. Les tenemos miedo porque somos igual que ellos, piensa el subteniente y ese pensamiento lo llena a un tiempo de vergüenza y satisfacción. Aunque amarga, es una idea que lo distrae de su angustia. Sí, se afirma, como puercos nos lanzamos sobre los restos de Tomóchic, y no vamos a dejar nada. Nosotros y los generales y los caciques y la Iglesia y los extranjeros dueños de las minas y el presidente Díaz. Somos puercos que devoramos el cadáver de este pobre p4eblo después de verlo defenderse hasta morir. No soportamos a los héroes. Nos dan miedo. Hay que borrarlos de la memoria de los hombres. Ésas fueron las órdenes de don Porfirio. Debemos cumplirlas. Mi subteniente, dice entonces el soldado junto a él, aquí no hay nadie. ¿Por qué no nos volvemos? Quiere responder que sí, que hay que regresar a la seguridad del campamento, a la loma, lejos de este infierno de ruinas, ánimas en pena, rescoldos de incendios, bestias caníbales y deshonor, pero en cuanto separa los labios siente que un gemido está a punto de brotar de su garganta. Toma aire, repasa dos veces en la mente sus palabras y, cuando cree que ya posee de nuevo voz, repite la ordenanza: No vamos a retirarnos hasta que nos den la instrucción. Fue apenas un bisbiseo, pero al terminar de pronunciarlo el subteniente nota que a su alrededor el silencio adquiere consistencia, espesura, profundidad. Como él, los soldados callan porque, lo sabe, están recordando la escena del día anterior.

82

Perros y cerdos se enfrentaban con furia sobre los cadáveres de los alzados. Hasta la loma llegaban los ladridos furiosos, un tanto débiles por la lejanía, y de vez en vez el chillido de un marrano cuando alguno de los canes le arrancaba una oreja o la cola, o lograba prensarle una pata. El subteniente seguía el zafarrancho a través de su catalejo. Los perros sangraban, heridos en todo el cuerpo, aunque continuaban peleando con gallardía digna de admiración. Sin embargo, luego de unos minutos sucumbieron ante el tamaño, la fuerza y la superioridad numérica de sus contrincantes. Igual que sus amos, se dice el subteniente mientras observa a sus subordinados que, en posición de firmes, tratan de confundirse con el muro de adobe. Después la carnicería fue espantosa, dantesca. Los hocicos de los puercos cayeron sobre los vientres aún palpitantes de los perros moribundos, los reventaron a mordidas, arrancando tripas y órganos hasta que sólo quedaron restos de esqueletos entre los charcos de lodo. Cuando acabaron con ellos, iban a seguir con los cuerpos de los amos. El primer militar a quien la ira enloqueció fue el subteniente. Sacó la pistola y disparó el cargador completo sobre aquella grotesca comilona. Los demás lo imitaron. Pero la distancia era mucha y las balas nomás levantaban chisguetes ocres lejos de los puercos que masticaban la carne humana sin inmutarse. De pronto una bestia se vino abajo. Pegó un chillido que retumbó en el valle y comenzó a revolcarse en el zoquetal. Cuando intentaba levantarse, otro puerco se le fue encima. Enseguida llegaron más. Los chillidos se multiplicaron y la escena era una confusión de fauces, pataleos y mordidas que los militares tuvieron que abandonar a fin de conseguir un parapeto, porque desde la casa de Cruz Chávez los últimos tomoches comenzaron a responder el fuego que esta vez no iba dirigido a ellos. La confusión de la guerra, piensa ahora el subteniente. Después de tanto tiroteo lo único que logramos sacar ep claro es que los puercos, como nosotros los humanos, devoran todo lo que tienen enfrente, incluso a ellos mismos.

83

Un lejano toque de cornera se des20Ja en ecos múltiples sobre el valle y lo rescata de us recuerdo . ¿Es la orden para volver al campamento? No pudo reconocerla. El subteniente voltea hacia sus subordinados · ólo dis · 2"tle cinco bultos chaparros hechos bola contra el muro. Comprende que se están ocultando al escuchar pisadas del otro lado de las ruinas de la vivienda. ¿Puercos? ¿Enemigos? .-\ferra el cañón de su fusil, mas no se mueve. La corneta vuelve a lanzar us notas a la profundidad de la noche. Sí, es la orden e perada. Carajo, justo ahora, cuando no puede cumplirla, ni iquiera moverse. En este instante no siente admiración por los alzados. Su inconsciencia al enfrentarse al Ejército Federal ·a no le despierta respeto, sino odio. De no ser por ellos, Heriberto, no estarías aquí, en medio de la Sierra de Chihuahua, aterrorizado por los rifles y por los puercos. Estarías en el cuartel, en la ciudad de México, leyendo o escribiendo. Las pisadas se oyen cada vez más cerca, chacualean en el lodo, avanzan, se detienen, avanzan de nuevo. El subteniente escucha latir los corazones de sus subordinados, pero no el suyo. ¿Y si se tratara de otra patrulla del ejército? No, esa voz que cuchichea es de mujer. Son los rebeldes. Salieron de casa de Cruz Chávez a buscar un poco de comida para morir de bala y no de hambre. El subteniente entierra la espalda en los adobes mientras siente cómo un duro oleaje le asciende por la garganta con el sabor de la hiel. Cuidado con los tomoches, se dice. No se expongan a sus rifles. Tienen puntería de apaches, recuerda la voz del general. Sus piernas está11 a punto de no sostenerlo. El miedo es una hoja metálica que papalotea dolorosa dentro del estómago. Deja la espada, Heriberto, y toma la pluma, escucha dentro de su cráneo. Malditos fanáticos, piensa. Maldita Teresa Urrea, esa dizque santa que los azuzó contra el gobierno. Cuando, después de haber permanecido engarruñados durante una eternidad, sus subordinados comienzan a erguirse entre tronidos de huesos, a rodearlo, a estirar sus manos hacia él y tocarlo para comprobar que sigue vivo y está consciente, el subteniente comprende que el peligro ha pasado. Los tomoches se fueron, dice un miembro de la patrulla. Han de estar ya de vuelta 84

en casa de Cruz Chávez. Ya nos tocaron la orden varias veces, mi subteniente, dice otro. Vámonos. Dos hombres lo toman de los brazos y comienzan a caminar rumbo a las afueras de lo que era el pueblo. Entonces, con un remanso de alivio, al subteniente Frías le llega la certeza de que no morirá en Tomóchic, de que los cerdos no se cebarán en su carne inerte, de que regresará a la capital y algún día escribirá un poema épico que recuerde la matanza. Sí, como Troya para Homero, este pueblo en llamas -se convertirá en materia de su obra inmortal. Sólo tiene que dejarse conducir por sus subordinados, caminar, caminar con zancadas cada vez más largas igual que ellos, subir la loma dando el santo y seña, y llegar sano, entero, vivo, al campamento para rendir su informe a los superiores: No, mi general. Ningún vivo en lo que resta de las casas, ni en la iglesia, ni entre los escombros. Los sobrevivientes se concentran en casa de Cruz Chávez, donde aguardan nuestro ataque para que por fin los quitemos de penar. Lo único que vimos en Tomóchic fueron puercos. Sí, mi general, nomás puercos.

85

Parénte ·

• Se cruzaron al pie del el os cammaron hombro con hombro e Yfariano advirtió una cabellera emuelta en un aroma de flores. M - TOlverse. Fue ella quien giró el rostro. :o el taconeo al oír el timbre de su u:....:::J....ur-&. . ~~.~~-----..:.....:......z.o= solo por el pasillo del hotel. G::!~:m.Jt~es. ~Iariano encen~-,q~ ........~""'·•·>-