deshabitados 2

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CAPITULO I El padre Justiniano ha llegado a tiempo para oír el tañido de las campanas y ver el vuelo desordenado de las palomas frente a su ventana. Ya durante el desayuno, recuerda haber mirado su lecho por entre la nube de vapor que se levantaba de una taza de leche caliente y haber experimentado la sensación de un triunfo. Un salto y ya está. La torre no se había desprendido aún del velo de niebla con que se cubre para dormir, y al padre Justiniano le pareció que la voz de la campana lo adelgazaba, para abrirse paso, llegar al lecho de los hombres dormidos y dejar en su oído ese pequeño llamado de Dios. Estaba de pie, mirando desde el campanario la ciudad aplasta-da, como un vasto panal, y los patios, como alveolos donde los hombres y las mujeres se desplazaban o permanecían quietos, con esa falta de sentido que tiene el movimiento en los insectos. Ahora, el cura Justiniano escucha el aleteo de las palomas. Con el crepúsculo, ha comenzado a mortificarle una voz interior que quiere ser escuchada. El padre Justiniano recuerda la mañana que tomó los hábitos, con la misma emocionada complacencia con que un viejo abogado recuerda el día que prestó juramento. Con la cabeza hundida entre los hombros y los ojos casi cerrados, el cura Justiniano sufre la evocación que más teme: Está de pie, con la cabeza forzadamente inclinada sobre el pecho. ¿Está también la madre? Sí, está. Pero, ¿qué hora es? Todo está obscuro. Las paredes de la iglesia semejan grandes lienzos negros sobre los que se hubiera pinta-do algunos rostros rosados y dispersos. Hay un brillo metálico en constante movimiento. Uno se imagina al hombrecillo encorvado, esforzándose por alcanzar los pedales con las puntas de los pies y deslizando las manos sobre un teclado amarillento en busca de la nota que necesita tocar. ¡Don Matías! ¡Qué chiquito era! Cesa la música. Hay un silencio corto que parece preceder al acto culminante de la ceremonia. Alguien entra en la iglesia por la puerta del fondo. No se escuchan sus pasos; debe ser un sacerdote o algún seminarista. ¿Pensaba en Dios? ¡Cómo podía pensar! El padre Justiniano siente que su recuerdo lo ha llevado al punto del que debía partir. Ellas saben que aquello no podría resistir el peso de su pensamiento. Se dice que ya es muy tarde y que debería ver si el sacristán cerró las puertas: "Si uno no ve las cosas personalmente, no se puede estar seguro". Intenta sacar su reloj. Se lo impiden los brazos del sillón, que son muy altos. ¿Quién le regaló? Está viejo; sobre todo la cadenilla. No vale la pena. El vidrio del reloj está salpicado de pequeñas manchitas. Si el padre Justiniano dijese en voz alta sus pensamientos, escucharíamos también, entre los que se refieren al sacristán o al reloj, otras frases cortas, dichas apresuradamente y en un mismo tono de voz: "La cadenilla de oro". "La música". "Otra vez". "¿Pensaba en Dios?". "El traje del obispo". "Mis manos estaban muy juntas". El padre Justiniano duda: ¿qué es lo que ha escuchado? ¿Es un llamado a la puerta o la necesidad que tiene de huir de sus pensamientos? Mira en esa dirección. Otra vez el mismo ruido. ¿Quién? —pregunta. ¡Padre, lo esperan para la confesión! Es el sacristán. Al cruzar la habitación repara en que sus pensamientos lo llevaron muy lejos. Ya está de vuelta. Le parece que el taladro está en sus manos y que debe usarlo hasta llegar a la pulpa. Una imagen que se le ocurrió mientras una señora confesaba pecados

verdaderamente pequeños. Cosas de señoras. La expresión de ellos es lo que recuerda. El sillón de cuero lo recibe con suavidad y con la tibieza que dejó su cuerpo. Otras veces se dice que él presiente su llegada y que entonces cierra los ojos para no verla. La primera vez Desde uno de los marcos, alguien; el tío Manuel- estira la mano y le da unas palmaditas en la mejilla que son todo un mensaje de ternura dicho con dificultad. Un poco más allá, el retrato del padre. Sí, con esas palabras preguntó a su madre. También hay un retrato de "Buco", el perro que acompañaba a Esteban a la pequeña escuela rural. Está mordiendo una pelota de colores. Junto a los rostros inmóviles o gesticulantes de sus familiares, hay también objetos que ahora, con el tiempo, sabe que le eran tan queridos como aquéllos. Recuerda un grifo del que siempre estaba brotando el agua, con un gorgoteo musical. También recuerda un ángulo de su habitación, entre la cama y un mueble donde se guardaba la ropa recién plancha-da. Era el lugar más acogedor d» la casa. Recuerda su forma. Una de ellas era más ovalada que las otras y, por esto, la primera mirada en la mañana era para ella. Cierran una puerta en alguna parte de ¡a parroquia. Se oye un ruido de pasos aproximándose. El padre Justiniano consulta su reloj: las ocho y media. CAPITULO II Cuando el sacristán cenó la puerta de la parroquia, Femando Durcot pensó que era ésa su primera visita nocturna al padre Justiniano. Durcot tenía que esforzarse para seguir los rápidos pasos de ese hombrecillo rengueante, acostumbrado a las tinieblas. Se detuvieron junto a una puerta que Durcot no conocía. ¿Quién es, Zambrana? -sonó la voz del padre Justiniano. Soy yo: Fernando Durcot, padre Justiniano. ¡Prenda la luz, Zambrana! Si Durcot hubiese podido penetrar las sombras habría reconocido en este objeto blanco que se movía en el aire un pañuelo con que el padre Justiniano enjugaba apresuradamente algunas lágrimas, se limpiaba la nariz y luego se tapaba la boca, carraspeando varias veces, hasta estar seguro de que su voz había repobrado su timbre habitual. Zambrana prendió la luz. El padre Justiniano estaba de espaldas. Sin moverse, invitó a Durcot: —Entre usted Fernando—. Luego, indicando con la mano el / modo de hacerlo: —antes, cierre esa puerta por favor. Durcot cerró la puerta sin dejar de mirarlo. El párroco seguía de pie, con todo su peso descansando en un solo lado del cuerpo, repartido entre una pierna rígida y un brazo tirante, aferrado al sillón, mientras la otra mitad descendía, abandonada, acentuando la angulosidad del hombro derecho que parecía crecer, como si esa parte de su esqueleto, cumpliendo el papel de una muleta interior y en el afán de sostener ese cuerpo laxo, hubiera roto la piel del hombro y levantado la sotana formando una aguda joroba excéntrica. Durcot dirigió rápidas miradas en todas las direcciones. Las respuestas no llegaban. Nada en su interior tenía un carácter definido. El padre Justiniano lo estaba mirando. Sus ojos, empequeñecidos por la luz, lo observaban atentamente. ¿Cómo ha estado usted, padre? El cura contestó separando las manos y levantando las cejas.

Durcot no agregó nada. 'Es decir, es lo de siempre'. Hay también algo como un reproche en el tono con que dijo esta última frase". Durcot ordenaba estos pensamientos sin mucha dificultad. Pero entonces era distinto; no podía sustraerse al temor de que su expresión denunciara sus pensamientos. Pensaba frases muy cortas, bruscamente interrumpidas por una mirada de su interlocutor o por otra mirada que él mismo dirigía sobre su rostro. Ahora era distinto. Sus pensamientos se formaban y avanzaban sin dificultad, alentados por un estado de espíritu verdaderamente extraño. ¡Cuánto tiempo que no disfrutaba de esa paz! ¿Sería eso la felicidad? —Y usted, ¿ha pensado en aquello? Durcot interrogó con les ojos. —Quiero decir, si todavía se siente "asaltado" por esas ideas -explicó con una sonrisa sólo perceptible en los ojos. A Durcot le costó responder. Esa forma velada de aludir a un tema que evitaban tratar directamente, había terminado por infundirle un temor ab-surdo. Durcot se sintió traspasado por un sacudimiento repentino. Una especie de alarma que sonaba por primera vez y que sin embargo traía un mensaje conocido. Era la primera vez que se refería a sus treinta y cinco años como si éstos fueran muchos. Como si ya hubiese dado el primer paso. ¡Claro que no! -protestó Durcot-. El padre Justiniano evitaba mirarle a la cara. —¿No cree usted? -insistió Durcot, a quien el silencio del párroco ponía en el mismo estado de angustiosa desorientación en que deja un apuntador descuidado al actor que ha olvidado su papel. Su caso es algo especial, Durcot... Su edad... Se llama soledad. Usted también se siente solo, Durcot... —dijo el párroco, pensando en que Durcot era el único que buscaba su compañía y advirtiendo después que señalaba en él una especie de orfandad social que podía ofenderle. No tuvo tiempo de corregir. —comenzó Durcot, y luego se detuvo. Estoy pensando en eso que usted acaba de decir: "La soledad atrae al que se siente solo". Alguna vez había pasado por mí ese pensamiento. ¿Por qué? —Quizás porque siempre he creído ver un gran parecido entre el espíritu del sacerdote y el del artista. No era la oquedad de un abismo lo que me atraía, sino un mar de cabezas y corazones humanos que podían pensar y sentir conmigo...Los sacerdotes en que usted piensa seguramente son monjes de vida contemplativa; a ellos también les repugna un poco. El padre Justiniano dijo estas palabras con el tono de quien ha sorprendido un pecado indudable. —Eso no es cierto, padre Justiniano. Sí, es cierto! -interrumpió el párroco-. Ustedes también hablan a la gente a través de libros donde está solamente una parte de su personalidad. Durcot aventuró un argumento que le pareció endeble en el mismo momento de ofrecerlo: —Pero es la mejor parte; no puede ser lo mismo que en la confesión. Algunas veces se confundían de tal modo sus pensamientos que parecían participar del mismo. Cuando esto sucedía, los dos callaban un momento. Necesitaban un tiempo para encontrar el cruce donde cada uno elegiría su propio camino. El cura Justiniano estaba arrepentido de haber hecho observaciones tan precisas y apremiantes. Aquello de la repugnancia por la gente, sin duda, había deprimido a Durcot; quizás, hasta lo había ofendido. Mientras Durcot pensaba en esto, creía tener un aspecto satisfecho, casi orgulloso. Es que

en el fondo, a Durcot lo poseía un sentimiento de individualidad que la observación del cura había acrecentado. Sin que sus pensamientos llegaran a revestirse de palabras, algunas ideas cruzaban rápidamente por su mente, como ondas cuya presencia se nota cuando ya no están y sólo son una huella muy leve, como esas arrugas apenas perceptibles que deja un agua tranquila en la arena. Se sentía como impulsado a ponerse de pie y decir algo en un tono nuevo y con palabras que esperaban desde hacía mucho tiempo. Algo lo obligaba a levantar la cabeza. Lo demás, eso por lo que él sentía repugnancia, era una mancha obscura, informe y cada vez más pequeña. ¡Qué aire tan deliciosamente extraño se respiraba! Mientras Durcot saboreaba las delicias de esa visión tan reconfortante, el viejo párroco estaba buscando la manera de suavizar sus observaciones. Se llevó la mano a la ceja y se la rascó nerviosamente. Sí, es verdad. Hoy día me he sentido particularmente ¡no preocupado!, triste. Durcot lo miró con curiosidad. El creía estar preparado contra cualquier sorpresa que viniese del cura párroco. Ya se consideraba acostumbrado a ese su modo de ser que él resumía diciendo: "En él vale más el hombre que el cura". Con esto quería significar, no tanto que el párroco fuese un mal sacerdote, como que era un hombre extraordinario y con frecuencia desconcertante. —Pero eso no es todo —agregó el párroco, seguro de haber desconcertado a Durcot-. neutros a nuestro afecto, el amor tan acendrado que se siente por Cristo o por la Virgen, no se dirige a un ser sobrenatural. Repentinamente, como un claro que se abre entre las nubes, Durcot comprendió que aquella conversación podría prolongarse demasiado y que María lo estaba esperando. ¿Tiene usted algo que hacer? Durcot dejó de buscar su reloj. Se dio cuenta de que su gesto había denunciado su impaciencia y provocado la pregunta del párroco. —No importa. Hay otras cosas que también quiero discutirlas con usted. Durcot se puso de píe. Sin abandonar su sillón, el padre Justiniano le extendió una mano blanda que Durcot estrechó afectuosamente. CAPITULO III La calle de Septiembre recibió a Durcot con un soplo de aire frío y el pregón de un vendedor de diarios. Era el mes de septiembre. "Una coincidencia", se dijo, "pero no en el tiempo", agregó, hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón, donde sus dedos jugaron con algunas migas endurecidas que le punzaban suavemente. Durcot levantó la mirada buscando la propagación de esas minúsculas y palpitantes flores blancas que creyó encontrar en forma de extensos y desgarrados velos de consistencia entre lechosa y textil. Era un manto sin mucha consistencia, como una gasa inmóvil y algo rojiza poique reflejaba la luz de la ciudad. Cada cien metros, otra calle la cruzaba resueltamente o se desprendía de ella, triste, como un brazo anquilosado. Algunas estaban mutiladas a cincuenta metros; pequeñas callecitas, casi privadas al uso de unas pocas casas, donde la noche formaba espacios de sombras y de silencio. Cuando Durcot salió de su casa en dirección a la parroquia, la calle había comenzado a

adormecerse, a ceder a la seducción que tiene la luz del atardecer. El paso de la gente copiaba insensiblemente un ritmo que se imponía con suavidad y que también parecía nacer en la luz. Durcot pensó que esa forma de vitalidad que circulaba por las calles era la postrer energía nacida de la urgencia de aprovechar los últimos minutos; algo de esa repentina lucidez que tienen los enfermos un poco antes de morir. Los caballos, seco el sudor con el primer soplo de aire frío, todavía tenían fuerzas para estirar el cuello y apresurar el paso ante la proximidad del descanso; hasta los transeúntes encontraban la manera de dar a su paso una celeridad inútil pero elegante. Durcot pasó junto a un mendigo. Vencido por la curiosidad, le dirigió una mirada aparentemente distraída. El mendigo lo estaba observando. ¡La práctica del oficio!", se dijo, en un intento por ocultar otro pensamiento. Si hubiera tenido el valor de dejarlo en libertad, tal vez habría dicho: "Insensibilidad. Pero Durcot sintió que ése era un reproche excesivo. Se dijo, satisfecho de haber dado con un pensamiento tranquilizador, que si evitó detenerse fue precisamente por caridad. Un resto de ingenuidad le hizo creer que al mendigo todavía le era humillante su oficio. Pese a todas las argucias de su pensamiento, Durcot no podía evitar un confuso sentimiento de responsabilidad social. Al cruzar la calle, entre dos automóviles que amenazaban encontrarlo antes de que ganara la acera, recordó por última vez la turbia mirada del mendigo y el fulgor violáceo que tenían sus labios entreabiertos. Durcot se detuvo. Llegó un perro blanco por la acera derecha y, casi al mismo tiempo, un borracho tambaleante abrió las puertas de una cantina sobre la acera izquierda. Durcot lo miraba con impaciencia. Levantó la pata, y aunque Durcot no vio claramente, supo, por un ruido que le era familiar, que el destino había elegido la acera derecha. La acera derecha corría junto a una interminable pared de ladrillo pintada de blanco. Probablemente la parte posterior de un colegio fiscal. Rara vez me equivoco. Además, por ésta se camina más libremente; no hay cantinas. María debe estar esperando. Hay que reconocer que el cura es desconcertante. A uno o dos de su muerte, porque está enfermo. ¡Y qué pensamientos! Esa audacia es lo que me falta. No son pocos. Para un escritor son poquísimos. No importa. A mi edad, un albañil ha hecho una casa. Hasta María. Es curioso. Fernando Durcot. El escritor Fernando Durcot. ¿Por qué no lo hago? A ver; hablemos claramente: un poco por falta de tranquilidad. Es cierto; pero sobre todo porque cada vez me estimo más y cada vez confío menos en mí. Falta de modestia, debí luchar desde el principio. Total: ni una sola conquista que valga la pena. Sin contar a la mujer del profesor de piano, claro está. No era fea. Pero tampoco hice yo de mi parte; dejé hacer". Durcot seguía caminando junto a la pared blanca. La decisión con que había comenzado a pensar no le impedía seguir con una mirada despreocupada las líneas de carbón que los niños habían trazado sobre la muralla, a la altura de su mano. Sólo después caería en cuenta de que sus reflexiones estaban contaminadas de otras ideas, nacidas en la observación de esas líneas. Y por la idea que Durcot tenía de la relación de tamaño y edad, imaginaba que serían de ocho a nueve años. ¿Había pintado él, alguna vez, los mismos motivos? No recordaba. Quizás alguna vez, en el banco de la escuela, con un alfiler. ¿Se explicaría esto por ser ése un barrio popular? Seguramente. Durcot imaginaba los mismos motivos pintados sobre un trozo de propaganda mural, en un barrio residencial elegante. No se le ocurría pensar que podrían estar pintados directamente sobre la muralla. Alguna experiencia infantil ya olvidada le había dejado, de esas casas, una imagen que él evocaba representada por un muro muy bajo y cubierto de una granulación

desigual sobre la que era imposible dibujar nada. Intuía la enorme influencia que tiene una educación refinada aun sobre la manifestación de esa parte de nosotros donde generalmente se cree que no llega educación alguna. Había otra región donde el niño en que Durcot pensaba —ayudado, sin duda, por una imaginación estimulada por la falta de experiencia directa— sólo había puesto una manchita negra. Eso era más tolerable. ¡Qué diferencia con la precisión anatómica con que esa misma parte estaba "explicada" en la pared blanca! Claro que al niño del barrio popular la vida le ofrecía experiencias cotidianas de cosas que el niño del barrio elegante sólo conocía por algunas reproducciones célebres que su hermano mayor coleccionaba o, un origen más directo aun, por lo que él imaginaba a partir de su propio cuerpo. Durcot estaba a punto de conceder a esos dibujos hechos con carbón un auténtico valor artístico; pero la pared blanca terminó súbitamente. Durcot percibía una sonoridad creciente que en su emisión debía ser violenta, pero que la distancia debilitaba comunicando una doble sensación de riesgo y aislamiento; algo como el grito de una multitud lejana o como el fragor de mar embravecido que se escucha pegando la oreja a una caracola marina. Pensó que esa corriente de aire sobre la que flotaban todos los ruidos que había desprendido de la ciudad tal vez traía, también, y él no podía distinguir, el ruido que hacía María al cerrar la puerta de su departamento; y el otro, más leve aun, de sus pisadas sobre la arena del parque, donde estaría esperándolo. Se alisó el cabello con la mano derecha y con la izquierda hizo detener un automóvil. CAPITULO IV El mismo viento que Fernando Durcot sintió pasar cerca de la parroquia jugaba en el parque de Los Cerezos con el vestido de María Bacaro. Hacía mucho que no leía, pero sus manos aún sostenían un libro abierto sobre su falda. Sus ojos estaban abandonados a todo lo que reclamaba su atención; eran pequeños y estaban penosamente rodeados de las primeras arrugas, como dos semillas obscuras de las que brotaran las primeras raíces. Por ellos hablaba el cansancio con más elocuencia que por su cuerpo; era una mirada de animal resignado. También sus pensamientos estaban abandonados. Hasta sus gruesos y negros cabellos parecían escapar al estiramiento con que solía reunirlos en un círculo perfecto sobre su nuca. El viento consiguió desprender un mechón que agitaba sobre su frente, produciéndole un escozor que soportaba como la única sensación física que la ponía en comunicación con su carne. Todo su cuerpo participaba de ese letargo que comenzaba en su espíritu y terminaba en un gesto desmayado de la mano, que estaba a punto de soltar el libro. No sabía cuánto tiempo estaba esperando. Se preguntaba si era a él a quien esperaba y, si realmente lo había esperado alguna vez. Sin saber por qué razonamientos que notó ordenarse sin hacer nada de su parte, su pensamiento la embriagó con una sensación nueva: era a ella a quien había esperado siempre y seguía aguardando todavía. Por un momento, sintió que la sangre circulaba con más fuerza y que una forma de orgullo, que a ratos le parecía monstruosa, había surgido misteriosamente del fondo de su espíritu. Pero por la izquierda llegaba Durcot, con ese su paso desigual que ella conocía tanto. Hubiera querido equivocarse, pero la distancia que los separaba era cada vez menor y apenas tuvo tiempo de llevarse la mano al cabello, a la cara después y por último al pecho. ¡Ah!; acabas de llegar...¿Qué quieres decir? Nada.

—Estás enojada... ¿Por qué? Durcot estaba de pie, un poco inclinado sobre María; ella seguía sentada, con el cuerpo tenso, como dispuesta a levantarse en cualquier momento. —Son las nueve... Era la hora convenida, ¿verdad? María tardó en responder. Se dio el tiempo necesario para decirse que su conducta era censurable, sólo en la medida en que el ofuscamiento le hacía dar pasos falsos, que comprometían más su situación. ¿Prefieres estar de pie? Durcot se sentó, evitando tocar a María. Entreabrió los labios y dejó descansar el peso de su cabeza apoyando los dientes en el pulgar de la mano derecha. Era un gesto de preocupación que adoptaba siempre que quería entregarse a pensamientos despreocupados. Mientras jugaba metiendo la uña entre sus dientes, vigilaba con el rabillo del ojo la forma gradual y disimulada con que María aflojaba los músculos de la espalda, hasta dejarla descansar contra el banco. ¡Tuviste alguna curación? -preguntó, sin mirarla, sintiendo el olor a éter de que estaba impregnada. La vieja Flor que se ha herido en un brazo. Durcot volvió la cabeza para mirarla. ¡Pero son tan sucias —se refería también a Teresa, la hermana—, que desde entonces no se había cambiado el vendaje! Tuve que hacerlo yo. Estaba empapado en pus -explicó, cerrando el libro que tenía en las manos y pasando los dedos sobre el lomo, en una caricia que Durcot siguió con la mirada. Así, vio aparecer un título: La Gran Libertad. Le sorprendió esa lectura en manos de María. ¿Política? -preguntó, señalando el libro. María distendió los labios sin separarlos: era casi una sonrisa. Estaba satisfecha de haber provocado una pregunta que podría dar comienzo a un diálogo que borrara la hostilidad de su encuentro. ¿Vale la pena? Tal vez...El libro es interesante. Durcot escuchó y comprendió solamente la primera frase. "¿Política? Algunas ideas generales; más bien, hechos ocurridos en otra parte del mundo; convengo; por curiosidad. Pero política, política pura; no puede ser". —Y la política; ¿vale la pena? —No sé. Durcot dejó de mirarla. algo así? María, que jugaba con el temor de Durcot, demasiado visible en el atolondramiento con que formulaba sus preguntas, creyó llegado el momento de aclarar el malentendido. Durcot la miró desconcertado. —Es un ensayo sobre el ejercicio de la voluntad. Hay hasta una dieta muy minuciosa: vegetales, cosas frescas para evitar las digestiones difíciles —María hablaba con esa modulación un poco nasal que daba a su voz, cuando advertía que la escuchaban con interés-. Durcot lo recibió y dejó caer sobre su portada una mirada de irónica comprensión. Sin proponerse, había conseguido dejar en María la impresión de que a sus ojos, aquel librito presuntuoso, era casi lo mismo que el borrador de un principiante a los de un escritor de vieja reputación. La Gran Libertad. Creía ver en esas tres palabras juntas, la definición más perfecta y

poética de la muerte. Se sorprendió y reprochó el haber pensado que ese título pudiera servir a un tema político: "La mediocridad de los problemas en boga. Devolvió el libro. ¿Quién es el autor? María levantó el libro con ambas manos, imitando un atril, para ofrecerlo a su displicente mirada. ¡Ah!; ¡es una mujer! -exclamó Durcot con desgano, leyendo el nombre y el apellido, sin detenerse en ninguno de los dos. Aunque nunca escriba una sola letra, seguiré considerándome hermano de estos pocos hombres. María y Durcot permanecían callados. Sin embargo, ella se decía que la actitud de Durcot estaba determinada por la suya. Ella sabía que el pensamiento oculto era el miedo de no inspirar deseo. Prefería adoptar como un acto de voluntad lo que su naturaleza hacía imposible. Durcot sintió que el brazo de María se acercaba hasta tocar el suyo. Sabía que estaba desnudo hasta un poco más arriba del codo; sin mirarlo, vio la granulación que el frío debió levantar sobre la piel. No estaba seguro pero le pareció que la respiración de María cambiaba de ritmo. María perdió el control. Un momento antes, cuando todavía no era más que una intención, pudo haber advertido los primeros síntomas de ese fenómeno de autosugestión que ahora la dominaba, y desistido de la lucha que quería librar consigo misma. Deslizó su mano hasta dejarla descansar sobre el banco, con la palma abierta, un poco ahuecada, como esperando algo que se posara en ella. Durcot, con la mirada puesta en el vacío, trataba de dominar un confuso sentimiento de lástima y antipatía. Le intimidaba y repugnaba la proximidad de esa mano en actitud mendicante. María giró lentamente la cabeza; cuando la detuvo, Durcot sintió una mirada hecha de examen y solicitud a la vez. Presentía que en el último momento su boca se resistiría al beso, e imaginaba fácilmente la desagradable humedad que dejaría en sus labios. Un poco, en dirección de tu casa. Ahora recuerdo que hace media hora que debía estar con el editor...Al pasar bajo el último árbol del parque, María pensó: "La misma comprensión que de la salud tienen los enfermos, tengo yo del amor". CAPÍTULO V Si María se hubiese propuesto recordar el momento que decidió bañarse, habría pensado que fue cuando, al despedirse de Durcot con un "buenas noches" cortante, se preguntó: "¿Qué haré sola en la casa?". Agregaría, además que "sola" quería decir, en ese momento, sola para siempre; y que inmediatamente después su cuerpo le sugirió la idea de que una sensación agradable podría disipar el malestar que sentía. La verdad es que María resolvió bañarse porque temió la inactividad y, con ella, la peligrosa profundidad que alcanzan ciertos pensamientos. Mientras se desvestía, trataba de establecer hasta qué punto habría intervenido esta idea en la elección del baño. María se desnudaba sin prisa, prolongando el placer de descubrir su piel al contacto de esa nube de vapor que la envolvía y tocaba con dedos húmedos e impalpables. Giró tratando de identificar algún objeto. Hundió los pies en el agua y se quedó de pie, sintiendo que la piel enrojecía y marcaba un límite preciso al contacto del agua caliente. María imaginó a Durcot comprando un diario de la tarde y leyéndolo allí mismo, parado al borde de la acera, porque el hombre que lo voceaba había agregado a la noticia del suicidio, el detalle de que se trataba de una enfermera. Interrumpió el curso de sus ocurrencias para cerrar la llave del agua. Primero era Durcot,

mirando espantado una fotografía de ella muerta, medio sumergida en el agua de esa misma bañera. El periódico caía a sus pies y él corría entre la gente abriéndose paso con las manos. Los transeúntes lo seguían con una mirada de asombro y curiosidad. Los policías se daban vuelta y luego intercambiaban una mirada que parecía decir: "Eso explica todo". Sensaciones que la contemplación de ese cuerpo desnudo suscitaba y que subían a los ojos en forma de oleadas que reclamaban más detenimiento en la observación, mayor detalle para la delectación que comenzaban a producir. Sus ojos recorrían el cuerpo de María reflejando la doble tarea a que estaban entregados: enviar apresurados mensajes de placer con los que su imaginación iba construyendo una escena erótica y disimular el efecto deformante que esa visión debía tener sobre su rostro. Por encima del rumor formado por las conjeturas y observaciones de los policías, se escuchaba el sollozo de Durcot, interrumpido por juramentos y reproches cada vez más severos. Observaba el rostro de María y después cerraba los ojos para escuchar mejor lo que Durcot decía de ella. En este punto, cuando saboreaba a hurtadillas el espectáculo que ofrecía Durcot, al dar testimonio de su amor en forma tan conmovedora, María se sumergió por completo y, como volviendo de un semisueño al que había sido arrastrada sin su consentimiento, se confesó, avergonzada, que el placer con que acariciaba estas imágenes la humillaba más que la actitud de Durcot en el parque. Mientras sus manos frotaban la piel, avivando el placer que el agua caliente le producía, buscaba una posición cómoda para descansar la cabeza. Cerró los ojos y antes de silenciar el incesante parloteo que bullía dentro de ella, una idea resumida en la frase: "No puede ser, no puede ser", la obligó a mover la cabeza como un péndulo que copiaba el ritmo de su pensamiento. Por fin, los músculos del cuello se aflojaron y su cuerpo se hundió del todo en el agua. Por sí solo, no habría encontrado la ocasión. Lo peor es que elegí un mal momento. Pero, ¿en qué momento debía ser? No, no es la ocasión; es el lugar. Estiró la mano por encima de su cabeza, tanteando con los dedos hasta encontrar la esponja. Ya noté un poco de esto, hace tiempo. Siento que abren una trampa bajo mis pies y que empiezo a caer irremediablemente. ¡Tanta fuerza, tanta seguridad...! Era él que las sostenía. Nada me protegería tanto como ese mezquino sentimiento que esta noche quise mendigar". Aunque tenía los párpados cerrados, sus ojos conservaban una actitud vigilante. Hubiera querido dominar su pensamiento, someterlo a un trabajo metódico; que le sirviera entonces, cuando estaba acosada por la idea de muerte y soledad; cuando era víctima de ablandamientos y caídas que la llevaban vertiginosamente hacia el llanto; que contuviera esa ola cálida, de contornos blandos, que se abría paso dentro de ella ahogando toda reflexión. Se mordió los labios y comprimió fuertemente los párpados que no lograron detener las primeras lágrimas. Un llanto tranquilo. La actitud mental con que lo acompañaba era más bien de curiosidad. Las regulaba a voluntad. María sacó las manos a la superficie y desvió el curso de sus lágrimas, acarició sus pómulos, después las sienes y por último alisó su cabello. Notó que sus manos habían perdido sensibilidad. Se miró los dedos. El agua los había remojado tanto, que la piel se contraía formando una confusa rugosidad violácea. Con una rapidez que no le dio tiempo a ninguna defensa, la visión de sus manos la llevó a pensar en la vejez. Pensó que de no haber llorado, ése sería el momento de entregarse a la desesperación; pero se sentía seca, sus pensamientos llegaban desnudos, vacíos de toda

emoción. "¿No es el temor de haber entrado en la vejez y la necesidad de darme una prueba de juventud lo que me hizo hacer el ridículo en el parque? Y el baño, ¿no es un pretexto para ver el grado de juventud que aún conserva mi cuerpo?" A las dos preguntas, María respondió con dos ligeras inclinaciones de cabeza que hundieron su mentón en el agua; sin vergüenza, sin humillación: con una profunda serenidad que la reconfortaba. CAPITULO VI Fata... ¡Señor! Durcot estaba sorprendido. Durcot se dio vuelta y encontró al conductor con un brazo extendido y la mano abierta. ¡Son veinte! —repitió el conductor, fingiendo asombrar por la cantidad que anunciaba. -exclamó Durcot, metiendo la mano al bolsillo y sacando un billete de veinte que entregó al conductor. ¡Señor, su cambio! —le gritó el conductor, en tono franca-mente divertido, echando la cabeza atrás para cambiar una sonrisa de complicidad con los pasajeros. Avanzó por el pasillo hasta llegar al fondo. Miró a derecha e izquierda. Todos los asientos estaban ocupados. Recordó algunos rostros sonrientes que su mirada fue registrando mientras avanzaba por el pasillo. Un obrero sin afeitar; una mujer de cabello blanco, con un niño en las faldas. Todos los rostros se unían en su recuerdo, a un solo cuerpo agitado por una misma hilaridad. Los evocaba bajo la forma mortificante de una hidra de cien cabezas, de bocas y ojos abiertos por una sola gran risa silenciosa. Mientras su mano trataba de evitar el contacto del pasamano grasiento en que se sostenía, rememoró las escenas de su infancia en las que más vergüenza había sentido. Su madre había salido precipitadamente, dejándolo al cuidado de la casa. Estaba solo, en medio de la habitación de su madre, rodeado de camas en desorden y ropas abandonadas sobre las sillas. Si en aquel entonces hubiera conocido la palabra "violación", ninguna le habría parecido expresar mejor lo que él estaba haciendo. La vergüenza y el llanto cesaron, solamente, cuando sintió que la madre volvió a salir, como si no lo hubiera visto. Notó que, justamente delante de él, un hombre que se ajustaba los anteojos continuamente, lanzaba nerviosas miradas en dirección a la puerta. Como el hombre se movía mirando a uno y otro lado de la calle, la mujer que viajaba a su lado comenzó a dar muestras de incomodidad. Luego dirigía los ojos a la calle, levantando las cejas, como después de satisfacer una curiosidad insignificante. Durcot se sintió atraído por esa cabeza redonda, recortada como la de un muchacho y graciosamente engarzada en un cuello delgado y desprovisto de músculo. "¡Qué hombre más nervioso! Acabará por enfadarla. Bonito pescuezo. ¿Dónde irá? Es raro que no lleve nada en las manos. ¿En qué se nota?" La mujer volvió la cabeza y lo miró distraídamente. "¡Eso es; la mirada! Es una mirada vieja". Durcot observó que la mujer juntaba los muslos, rehuyendo todo contacto con su vecino. "¿Qué clase de mujer será? Si en lugar de este hombre, estuviese a su lado otro más joven, ¡se cuidaría tanto...! ¿Por qué no? Puede ser completamente honrada". Durcot no había notado que el asiento era más alto que los otros. La mujer, comentando el alivio que sentía al librarse de su vecino, lo miró entornando los ojos y torciendo los labios. Durcot no quiso mostrarse impaciente: "No hay para que apurarse. —Estos nerviosos

deberían quedarse en su casa -dijo la mujer, como pensando en voz alta. Luego, reparando en la presencia de Durcot: ¿No le parece a usted? Durcot creyó distinguir en la pregunta un tono extrañamente familiar. Sí; sobre todo si está al lado de una mujer. Terminó su comentario con una ligera inclinación de cabeza ante la palabra mujer. Durcot pensó: "Recuerda el bochorno que pasé al pagar el pasaje; quiere ser amable". Durcot la miró: dos ojos pequeños e inexpresivos parecían señalar, con su falta de atractivo, el camino de la boca; los labios cerrados se prolongaban en una línea roja, hecha de saliva y lápiz labial. Durcot comprendió al fin y sonrió como ella, débil pero constantemente. ¿El hombre ése? —Sí. ¡Ah! Claro. -dijo la mujer, fingiendo arreglar algo en su zapato. Como la proximidad del asiento delantero le impedía inclinarse hasta tocarse el pie, levantó tanto la pierna, que el vestido se deslizó desnudando una rodilla redonda. Durcot pensó: "No cabe la menor duda; sería un idiota". ¿Le ayudo? La respuesta llegó a su oído con el cálido cosquilleo de dos labios que susurraron: —Bueno... CAPITULO VII Durcot hizo una venia. Ella agitó la mano abriendo y cerrando los dedos. Que si quiere con la luz apagada. —Sí, prefiero. Durcot la vio desaparecer cuando la franja de luz que penetraba por la puerta se fue adelgazando sobre su espalda hasta disolverse en la obscuridad. Igual que con el hombre que viajaba a su lado. Es increíble; todo este mundo de la mujer que nos atemoriza y seduce tanto, apenas nos abren una puerta, lo suficiente para meter la nariz, se despoja de todo atractivo; desaparece el interés y nos invade el tedio". ¿Te gusta la música? Por la forma como marcaba las palabras comprendió que era ésa la pregunta que no había entendido. La habitación debía ser pequeña y alta. Percibía fácilmente la proximidad de las paredes que debían estar cubiertas de papel floreado, de manchas de lápiz labial y números de teléfono. Como los ciegos sienten la presencia de un obstáculo, él sentía que el único espacio libre se abría encima de su cabeza. En esa dirección huían los olores, los ruidos, el calor; todo lo que forma el lenguaje de las cosas inanimadas y que Durcot sentía desprenderse con una profusión embriagadora. ¿Puedes ver? Sí, un poco. Adelantó un pie hasta tocar una superficie blanda y regular. Una alfombra. A la derecha tenía que estar la cama: de esa dirección llegaba un olor a loción y a transpiración humana que se imponía al perfume que despedían las invisibles flores que debían estar a la izquierda. ¿No te gusta hablar...? Si prefieres estar callado, no me importa... Desanudaba negligentemente su corbata, deteniéndose para palpar una imperfección de la tela: "Debe estar junto a la mesita de noche donde está la radio. ¡Qué

manera de engañarse; mucho más baja de lo que suponía! 'Las bajitas son mejores'. ¿No tienes apuro? La pregunta llegó junto con una mano que se movía ágilmente, buscando la piel desnuda. "Allá" era su derecha, donde él imaginaba la cama. Una cama sencilla, de madera, cubierta por una tela sedosa y acolchada sobre la que no pocas manchas recordarían la tristeza que sigue a ese acto des-provisto de amor. En ese gesto se reconoció: "Exactamente igual que la última vez". La última vez fue cuatro años antes. El mismo día que conoció a María. Desde entonces había recordado muchas veces el rostro de aquella mujer y siempre en la misma actitud que la encontrara: bebiendo un vaso de cerveza que otra mujer sostenía para obligarla a tomar. Recordaba cómo lo miró de reojo, mientras la cerveza que no podía tragar chorreaba sobre la mesa. ¡Si ella pudiera verme!" Sonrió en silencio, sobre un pie, mientras desataba el cordón del zapato. "Siempre parece la primera vez. Todo está bien hasta que uno siente las partes huesudas: la rodilla, los codos, los tobillos; toda esa parte dura es esencialmente masculina. Deberían ser como esas muñecas de goma con que juegan los niños. Demasiado corto el cabello. ¿Apago la radio? Era esa selección de olores excitantes lo que le hacía preferir el comedor para reposar la mayor parte del día. Se fumaba, había flores, dormían, se bañaban. ¡Pero deja pasar, Muñoz! ¡Por Dios, tienes una habilidad para meterte donde no debes! ¡Ah niñito éste! Muñoz se irguió perezosamente, dio tres o cuatro pasos desganados y se echó junto a la puerta. Cuando ésta se abrió, un par de zapatillas que alguna vez debieron ser blancas, pero que ya habían tomado el mismo color gris de todas las cosas de la casa, avanzaron silenciosamente hasta tocar su nariz. —En la puerta molesta más. ¿O para qué es una puerta...? ¡ Ah, qué noche! No podía dormir del lado derecho... ¿No dormiste bien? —...por mi brazo; y del izquierdo, por el corazón... Ya estoy aburrida... —Ya estará por llegar la señorita María. Cuando te cambie la venda te sentirás mejor —dijo Teresa, alcanzando a su hermana un platillo con dulce-. Flor no contestó. Sobre el mantel de felpa, las cuatro manos de las dos hermanas se movían ágilmente como pequeños animales ocupados en trasladar alimentos de un lugar a otro. Cuando la mano que descendía con un trozo de queso era de formas redondeadas, dedos cortos y carnosos, él sabía que pertenecían a la señora Teresa. En cambio, cuando se adelgazaba en dedos descarnados que sujetaban un pedazo de bizcocho, con la desinteresada precisión de una pinza; cuando, además, la piel que cubría esa mano parecía sobrar, como si antes hubiera contenido un cuerpo de mayor volumen, y sé arrugaba circularmente sobre los nudillos, como ondas que se abrieran en torno a una piedra arrojada en el agua, entonces Muñoz sabía que era la señorita Flor y que debía tomar el bizcocho con toda la delicadeza de que era capaz. Su diálogo estaba hecho de profundas exhalaciones que eran un comentario de sus dolencias; de contracciones faciales con las que querían decir algo a propósito del pan que esa mañana estaba más duro que de costumbre; o de un nervioso mordisqueo de los labios que equivalía a una protesta muda porque el cuchillo no estaba bien afilado. Pero no toda su conversación era quejosa. Había también palabras -chasquidos de lengua, ruidos guturales formados en el paso de la saliva espesada por el deseo- que eran todo un elogio del dulce de

mora que "esa vez sí que les resultó bueno". También los objetos les servían para comunicarse: la servilleta doblándose y desdoblándose lenta y silenciosamente sobre la falda, la cucharilla raspando el fondo de la taza, o el sonido quedo y lleno de dulzura del cuchillo penetrando en la miga del pan formaban un largo coloquio sobre el placer de comer juntas. Lo que llegaba al interior para untar las cosas de un barniz triste no era ya más que una semiclaridad que la felpa del mantel, las cortinas, los trajes negros y café de las dos hermanas y hasta el pelo gris sucio de Muñoz absorbían con avidez. Alcanzaba también para trazar una línea de luz verdosa sobre el largo cuello de una botella de anís casi vacía y que sólo se bebía en las grandes ocasiones -una visita del padre Justiniano, por ejemplo-; y aun, un último brazo de luz estiraba los dedos hasta alcanzar con las yemas el péndulo del reloj, que aparecía y desaparecía como un astro amarillo, ligero e implacable, como un pequeño sol recordando la fugacidad de los días. Muñoz pareció sentir la proximidad de una visita. Teresa, que estaba atenta a sus movimientos, pensó advertir: "Debe ser la señorita María"; pero sólo alcanzó a decir: —Parece que Muñoz ha sentido... ¡Ahí está! Las dos hermanas se levantaron al mismo tiempo. ¿Quieres traer las inyecciones? Yo abriré la puerta. Teresa dijo bueno, con dos o tres inclinaciones de cabeza que hicieron engordar su papada, abultándola bajo el mentón. Entre la puerta del comedor y la de calle, Flor tuvo el tiempo necesario para endurecer sus facciones y adoptar el aspecto de una enferma. ¡Retírate! —ordenó a Muñoz que olfateaba bajo la puerta tratando de identificar un olor a éter desconcertante. Pero pase usted, pase. ¡Muñoz! —Muñoz había comenzado a lamer los zapatos de María. ¡Otra vez! Así no va a sanar nunca. —Ahora me explico por qué ha pasado mala noche. Estas cosas no pueden dejarse mucho tiempo. Hay una secreción constante; si usted no la limpia, vuelve a infectar la herida... ¿Y su hermana? —Está bien. Ella siempre está bien. Y usted, ¿cómo se ha sentí-do? —Bien, gracias, bien... Yo estoy bien... ¡Tereeesa! Arriba está todo revuelto. —Aquí está. Teresa de pie, con las manos anudando y desanudando un pañuelo detrás de la cintura; Flor sentada, con la cabeza colgante, como derribada por el peso de un malestar difícil de reconocer, con las pupilas negras, apenas del tamaño de una lenteja, girando continuamente -con esa movilidad que sólo tienen los ojos de algunas aves tropicales- entre dos párpados planos y estirados como los bordes de un tajo en un trozo de cuero; Muñoz con el hocico entre las patas: los tres miraban atentamente y escuchaban el ruido de la sierra cortando el cuello de la ampolleta María midió la profundidad del corte, ladeó la ampolleta bajo una mirada atenta y la descabezó de un violento papirotazo. ¿No es lo mismo en el brazo? —preguntó Flor, friccionándose la parte más carnosa, como para mitigar el dolor de la inyección que todavía no le pusieron. María Bacaro respondió con autoridad: —No; no es lo mismo. En ninguna parte tenemos más carne que en las nalgas. Flor miró a Teresa y Teresa salió de la sala. Si no la hubiese mirado de ese modo, ella habría querido quedarse para ayudar en algo;

pero comprendió que era mejor dejar-las solas. Se interrumpió porque los zapatos de María Bacaro se detuvieron y los de su hermana se levantaron de la alfombra, mostrando las suelas, hasta desaparecer. "Debe estar acostada en el sofá". Imaginó a su hermana boca abajo, desnuda, como en uno de sus primeros retratos que ella conservaba. Del recuerdo de su marido, al que había matado un cáncer que hizo su aparición cuando nadie esperaba, pasó rápidamente al de la ropa interior de su hermana: "¿Se habrá cambiado? ¡Ay!; esta Flores muy descuidada. Menos mal que María es de confianza. Y no sé por qué se abandona tanto; ya me está preocupando". Seguía de pie, con la cabeza inclinada sobre el índice que levantaba negligentemente su labio superior. La misma luz revelaba manchas circulares en los vidrios y un color amarillento en las cortinas. "Hay que limpiar todo esto. El sol atravesaba el encaje de los visillos y dibujaba sobre el vidrio otro encaje más tenue y delicado. Entre las dos impresiones, Teresa se sintió transportada a una época de su vida —aquella en que vivía su marido— para la que ese zumbido y esos bordados de sol eran su música y su pintura. Abrió la puerta para dejar salir la última parte de una frase que María había comenzado en la sala conviene. Fuera de que nunca se sabe -se detuvo para sonreír a Teresa-, ¿no cree usted? Las dos acompañaron a María hasta la puerta. Primero Teresa, con menudos pasos, repartiendo su interés entre lo que decía María y el cerrojo de la puerta a la que su mano avanzaba en actitud de abrirla; después Flor, arrastrando los pies, con una cadencia solemne, que la cabeza acompañaba con aire heroico y martirizado. Hasta luego -respondieron Flor y Teresa al mismo tiempo. CAPITULO VIII "¡Tanto tiempo perdido, años! Creí que estaba preparado. Una forma de apostolado laico. Pensaba así y estaba atento al mismo tiempo, a dos sensaciones distintas. Una delante y otra detrás de su cabeza. La otra, detrás de su cabeza, era una cavidad con las mismas dimensiones de su nuca e, inclusive, con una depresión para la parte baja del cráneo, donde una hinchazón blanda, como una burbuja inflada por dentro, crecía incesantemente. La telaraña de luz en temblorosa suspensión y por debajo de la cual se notaban las anfractuosidades del techo envigado, como se di-buja el cuerpo de una mujer bajo una tela de seda, y ese aliento cálido, casi soporífero, que envolvía su nuca como otra piel ajena y más caliente, le hicieron olvidar por completo el resto de su cuerpo. No era un olvido de la memoria sino una falta de comunicación, aún sub-consciente, con todo lo que no fuera la cabeza. Sentir sus propios pensamientos también, porque lo que de ellos percibía no era su contenido de ideas sino la carga de emoción que arrastraban consigo. "He debido parecer sorprendido; muy sorprendido. Bien, por esta vez, pase; hasta puede servirle para distraer esa idea fija. La certeza de que esta vida, aún así, 'sin una zanahoria', vale la pena de conservarse. No solamente de Justiniano; también y sobre todo del padre Justiniano. La gente ya no acuerda al oficio de sacerdote la parte de misterio impenetrable, de fórmulas sólo por él conocidas, de condición innata que reconocía gustosamente en los brujos de las tribus. El brazo derecho sobre el que se había recostado y que desde entonces seguía aprisionado bajo sus costillas comenzó a insinuar un hormigueo en la axila que el padre Justiniano avivó abriendo y cerrando la mano. Todavía, y sin recurrir a la teología, uno podría inducirlas a buscar compensaciones, una ocupación que les deje la impresión de ser necesarias para algo, para alguien... Y la pobre, con su hermana y su Muñoz tan viejo como

ellas, pensando y pensando que cualquier noche puede ser la última y que entonces ni siquiera habrá saboreado plenamente la satisfacción de partir... Es curioso, no creí haber concedido a este tema, más tiempo del necesario; sin embargo, estoy pensando como si fuese una preocupación personal". El padre Justiniano sintió aumentar su interés por la mancha luminosa que comenzó a crecer, como si dos manos ocultas en la sombra la estirasen de ambos extremos, adelgazándola en el centro y dándole una forma de cintura. Recuperándose de la atracción luminosa, volvió sobre sus pensamientos. Se notaba el placer que experimentaba al dar a su preocupación una forma tan poco vulgar. Aquello de las hojas y de la mano que no debe llegar... ¿Dije la mano, o se me ocurre ahora? No recuerdo. Cuando la acompañé a la puerta ¡Y la puerta estaba abierta hasta esa hora! ¡Este sacristán recibirá una buena!". La negligencia del sacristán molestó tanto al padre Justiniano que en un brusco movimiento de enfado libró a su brazo de la presión de sus costillas, abandonando su peso muerto sobre la blanda curva de su vientre. Después volvió a pensar en la manera de caminar de Flor. "No conocía ese traje; ¿era blanco con flores negras o negro con flores blancas? La misma cosa que en el mantel que me compró el sacristán; no se puede saber cuál es el fondo". Si el padre Justiniano se abandonó en la cama a una meditación desordenada que incluía recuerdos y reflexiones nacidas de esos recuerdos -reflexiones que, como esos caballos que tienden a tomar insistentemente un lado del camino, mostraban una marcada propensión a incluirlo-, la señorita Flor, en cambio, llegó a su casa con unos gestos tan sueltos y decididos que su hermana no habría podido atribuirlos a un estado de confusión espiritual. Tan llenas de vitalidad, de una vitalidad extraña, estaban sus maneras -al entrar a la casa la había saludado con un "¿estás bien?", dicho con la desatenta curiosidad con que uno pregunta por el precio cíe algo que no se propone comprar-, que Teresa se dijo: "Si no la conociera como la conozco, pensaría que está enamorada". Flor llegó a un extremo: dedicó un minuto a Muñoz, para rascarle la cabeza con la mano enguantada, mientras deslizaba muy cerca de su oreja, esquiva, con una alegría reprimida, porque así, secreta, parecía producirle un goce mayor: "Y tú, chiquito, ¿qué has hecho esta tarde? ¿Ah? ¿Qué has hecho tú?". Muñoz parecía desconcertado. Cuando, con la cabeza sujeta entre las manos de Flor, torció los ojos para mirar en torno suyo, Teresa creyó ver una llamada de auxilio que no podía desoír. Hace tanto tiempo que no bañamos al pobre. Flor abrió las manos y la inquieta cabeza de Muñoz retrocedió con un sonoro sacudimiento de las orejas. Si al subir a su habitación, desde la escalera, no le hubiera dicho: "Teresa, come sola. Pero prefirió no decir nada. Se quedó en el comedor, acompañada de Muñoz, intentando descifrar ese misterioso cambio que coincidía con un intrigante enrojecimiento de los ojos al que un poco de polvo mal aplicado no podía ocultar. Mientras arriba, justamente encima del comedor, Flor se des-vestía rápidamente, abajo, en actitud meditativa, Teresa se mojaba los labios en una copa de vino aguado que sostenía con ambas manos para dirigir el líquido que inundaba su labio superior y luego descendía a la copa dejando un saborcillo alcohólico que recogía en la lengua. Arriba cayeron los zapatos de Flor, con un ruido blando, amortiguado por la piel de "Duque" —otro perro al que después de muerto sacaron la piel que usaban de alfombra entre las dos camas-, y luego

crujió el catre bajo el peso de su cuerpo deslizante bajo las sábanas que levantaron el camisón y pusieron en contacto su piel afiebrada con la frescura de las telas almidonadas. Abajo, Teresa, sin deseos de comer ni de subir al dormitorio, jugaba levantando la cabeza de Muñoz con la punía del pie que le servía de almohada, mientras dividía con la uña, en mitades cada vez más pequeñas, una miga de pan. 'Tanto tiempo pensando'. Últimamente, con esto del brazo y mi corazón... Pero no llamaré a Teresa. Necesito estar sola... ¿Qué es, qué es? ¿O es que, en el fondo, hace mucho tiempo que pensaba en todo eso y no sabía? Puede ser... ¿Qué habrá pensado el padre Justiniano? Ha debido creerme loca. Seguro que viene mañana. Con que no diga nada a Teresa. Ojalá no suba Teresa. ¡Cómo me ha cambiado esta confesión! Cuando comencé a hablar estaba tan segura, tan... Me sentía igual que ahora, que hace un momento, porque ahora estoy asustada. Esto es demasiado terrible para ser triste... ¿Cuánto tiempo duró? Me parece que solamente hablé yo. No recuerdo que él... ¿Sentiría pena por Teresa? Realmente no sé si la quiero. Si mis papas vivieran... Tal vez están leyendo mi pensamiento, y sufren. Qué obscura estaba la iglesia. En ese punto coincidía con el padre Justiniano. Flor se lamentaba de que el acceso de llanto hubiera echado a perder el efecto que hasta ese momento estaba causando. —Perdone usted, pero la naturaleza de mí, ¡oh!, iba a decir falta y ni siquiera sé qué es... —Está bien, está bien. Yo mismo estoy dando explicaciones. Vamos a ver: ¿de qué se trata...? —Estoy cansada. Sí, cansada de vivir. Si fuese solamente esto, los años; pero es que hay algo más: no hay nada delante. ¡Cuántas cosas! ¡'lodo sobre lo mismo! Pero me equivoqué. Quiero decir que de su falta de complicaciones me viene esta angustia. —¿Qué papel? —Juez y verdugo y víctima. En un caso semejante, si he comprendido bien, es indispensable tener calma... ¡No!, esto no quiere decir resignación, no; todavía no he dicho eso, quizás más adelante. —Perdón. —Óigame, óigame. Debo decirle que en su vida...ha faltado un marido. No, no pienso en mi hermana, ella se preocupa...Ahora vive del recuerdo de ambos... sombra...—Pero padre, comprenda usted loquees vivir sola, siempre sola, y tener todo el tiempo para preguntarse: ¿pañi qué vivo?, ¿para quién soy? Y que todo pase junto a una como delante de una piedra, que nadie, nadie, ¡ya no hablo de hombre!, que nadie se detenga a mirarnos. Que no podamos decir siquiera: ¡para esa mirada he vivido, nada más que para esa mirada! Y que pase el tiempo y una comience por no salir más de su pueblo, después de su casa, luego de su dormitorio, por último, que ya no pueda abandonar la cama. Y quedarse así, como una estatua, inmóvil, sintiendo que afuera, detrás de los vidrios de la ventana, hay ruidos, y voces, gente que habla, que se mueve... —Cálmese, cálmese. Usted está muy nerviosa... CAPITULO IX El hermano de turno consultó su reloj. Lo acercó a su oreja. Pablo estaba en medio de ellos. Miraba, con una mirada ausente, la caja de cartón que en otro tiempo guardó el tabaco importado que prefería su padre y del que conservaba un perfume rancio. Todavía conservaba, sobre un fondo escarlata, la efigie de un caballero de bigotes blancos y retorcidos, cuyas guías se elevaban hacia dos ojos satisfechos, describiendo una curva graciosa y tan simétrica que a Pablo le recordaba, sin mucha precisión, el manubrio de su bicicleta.

Mientras su mirada se posaba, sin penetrar, en la superficie de ese nido de cosas heterogéneas —botones, algunas etiquetas, fósforos sueltos, un billete alemán, frascos de antibióticos que le inyectaron el invierno pasado— sentía que la voz aguda, monótona, como sostenida en el límite de su esfuerzo, de un compañero de cabeza rubia provocaba en él un malestar creciente. Pablo hacía un esfuerzo -por separar las imágenes del niño aparecido en sus sueños y del compañero que seguía perorando a su lado. La mirada vacía, fija en su caja de cartón, podía parecer de duda, de desconcierto ante la variedad de cosas por clasificar, pero no era más que la manera de dejar en blanco su rostro, cuando en su mente se dibujaba algo que no quería mostrar. Recordaba que un momento antes había salido del dormitorio y llegado a la portería. Como era viernes, ése era el último correo que podía traer la carta que esperaba de su madre. Aprovechó un descuido del portero —estaba preparando una taza de café, de espaldas, inclinado sobre una hornilla- y llegó hasta la misma puerta de calle. Después de levantar la tapa del buzón y comprobar que estaba vacío, se quedó de cuclillas y con el aliento contenido, dispuesto a esperar la media hora que todavía quedaba para el "aseo", en la esperanza de ver llegar al cartero. Unos minutos después, cuando el temor de ser sorprendido aumentaba, reconoció el rumor de la goma aplastándose contra la tierra y el tic-tac rápido y regular de las ruedas de una bicicleta. Para el cartero, el buzón no era más que un tajo abierto en la puerta; para Pablo era una ventana por la que pudo ver los ojos grises del viejo cartero, después, sus temblorosos dedos introduciendo los sobres que caían dentro de la caja como si los hubieran sembrado. Pablo esperó inmóvil hasta que cesó todo ruido. Levantó los ojos y miró por la boca del buzón: muy lejos ya, la encorvada figura del cartero se deslizaba rápidamente sobre los dos círculos brillantes de su bicicleta. Entre la ansiedad por conocer lo que ella había resuelto sobre sus vacaciones y el temor de ser sorprendido por el portero, una idea incipiente, pero con algo de la seducción que podría alcanzar mejor meditada, asomó la cabeza para luego desaparecer, dejándole un sentimiento de curiosidad y de reproche por no haberla detenido y gustado mejor. Esta idea furtiva había nacido al contacto de aquellos sobres, delgados algunos, mostrando la indigencia de su contenido; ventrudos otros, llenos de hojas dobladas, como repliegues casi viscerales, en cuyo interior se guardaban como diminutos granos aislados o reunidos tantas letras, tantas palabras y frases. Ninguno podía traer el mismo mensaje que los demás; todos debían ser cajas de sorpresa de apariencia inofensiva. ; La muerte del padre de alguien? ¿Del alumno que se sentaba en el primer banco, junto a la ventana, y que hasta hace poco tiempo reía despreocupadamente? Pablo leyó el sobre de su madre: "Señor Director del Colegio". Pablo sacudió la cabeza para alejar estos recuerdos. La puerta se abrió inesperadamente. Era el director, con su pequeña cabeza desnuda colgando al extremo de un cuello oblicuo; sus ojos mojados, como dos piedrecitas azules debajo del agua, moviéndose lentamente bajo unos párpados que no se sabía dónde comenzaban, porque no tenía cejas, ni dónde terminaban porque tampoco tenía pestañas. —Pablo Pardo dijo, con un tono ambiguo, hábilmente escogido para dejar la frase entre un llamado y una interrogación. Como Pablo no reaccionara, agregó: ¿No es así? -esbozando con los ojos un rápido movimiento a derecha e izquierda, como pidiendo la confirmación de sus palabras, pero en verdad buscando al Pablo Pardo cuya identidad simulaba conocer.

Pablo Pardo... Pardo, hermano director. . El director volvió la espalda, al mismo tiempo que decía: —Venga señor Pardo; venga un momento. Pablo cruzó la habitación procurando leer en la mirada de sus compañeros la intención que traería el director. Al llegar a la puerta se avergonzó de esta actitud. Pedir que los que ignoraban su falta ledijeran si era por ella que lo buscaban le pareció una confesión de extrema inseguridad, de falta de confianza en sí mismo. Se detuvo frente a él, tratando de dar a su actitud toda la naturalidad de que era capaz. El director, que tuvo tiempo de verlo llegar continuó agitando el sobre que esta vez golpeaba su nariz. Por encima del sobre sintió Pablo asomar dos ojos lacrimosos que lo recorrían, desde los zapatos que no tuvo tiempo de lustrar hasta el cabello que tampoco había peinado. —Tías abuelas —dijo, simulando haber comprendido que debía responder a la última pregunta. ¡Ah! ¿Por qué? El año pasado también estuvo allá, ¿no es cierto? Aunque Pablo no ponía en duda que esas vacaciones las pasaría con sus tías, aquel "también" se destacó tanto entre las otras palabras que le pareció la única pronunciada. —Sí, el año pasado estuve allá. No importa. Pablo, que desde el mismo instante en que reconoció el sobre había adoptado un aire apesadumbrado, porque así disimulaba un sentimiento de gozo del que nunca estaba seguro que no tendría un lado, una implicación, causa o efecto de tristeza, encontró la oportunidad de acentuar esa expresión rechazando la oferta, como quien pide se le evite una causa más de sufrimiento. No, gracias hermano —dijo, cerrando los ojos, porque así creyó haber agregado a su expresión de tristeza un matiz de vergüenza que lo hacía aparecer penosamente consciente y solidario de un orden familiar inconfesable. El director lo miró un momento más y pareció haber sido alcanzado por la ficción de Pablo. CAPITULO X De noche, cuando unas cuantas palabras ahogadas en la almo-hada, imitando el hablar borroso de las personas dormidas, desanimaron la conversación de su compañero de pieza y después lo durmieron profundamente, Pablo sacó las manos de la cama y cruzó los dedos bajo su nuca. Sobre todo la tía Flor que siempre estaba enferma. O, por lo menos, en su caso no era así. Podría ser en el último día. ¿Qué estarían haciendo su tías en ese momento.' Las diez. Aunque la tía Teresa solía quedarse más tiempo en vela. Tal vez estaría tejiendo algo que después desharía, porque "se había soltado un punto". ¿Y Muñoz? ¿Cómo estaría Muñoz? ¿Durmiendo a los pies de la tía Teresa, con el hocico apoyado en sus zapatos? Del mismo modo que los niños eligen la parte más sabrosa de su plato para deleitarse con ella después, cuando todo lo demás fuera consumido y no tanto por el placer de guardar en la boca, al final, el sabor que más quisieran conservar, sino por el placer de postergar el momento de paladearla, de deleitarse con la espera, de repetirse a cada bocado, "falta lo mejor, aún no lo he tocado"; del mismo modo, Pablo evitaba 'mezclar en sus evocaciones de las tías y de Muñoz la imagen de Luisa. Para ella "el año" debía ser cuando cumpliera los veintiuno. No era difícil imaginar que el acontecimiento sería su matrimonio y que la boda no sería con él. ¿Cómo sería Luisa a los veintiún años? ¿Conservaría ese cabello largo que el año pasado caía en desorden sobre sus hombros y que ella echaba a la espalda con un movimiento de cabeza tan lleno de gracia, como rechazando una caricia en el cuello?

¿Cómo estaría? Quizás se lo había cortado y esto, naturalmente, la cambiaría mucho. Los que no podrían cambiar eran sus ojos. Era entonces que uno deseaba verla llorar. ¡Cómo serían de hermosos entonces! ¿Y si sus padres se la hubieran llevado de vacaciones a otra parte? No, no era posible. No parecían muy ricos; más bien daban la impresión de ser algo pobres. Luisa no estaba bien vestida. Es verdad que resultaba difícil recordar la tela, pero lo que no se podía olvidar era la forma alargada que daba a su cuerpo, la manera que tenía de acentuar la curva de la espalda, al llegar a la cintura, y que le daba un aire de despreocupación, de abandono... Afortunadamente las tías no se habían cambiado de casa como proyectaban el año pasado. Todavía sería posible saltar la verja y llegar a su casa y después salir con ella a caminar por las calles del barrio y que la gente se confunda y diga: "¿No son hermanos? ¡Qué cosa; yo hubiera jurado!"; y sentir que esas palabras le hacen brillar los ojos de felicidad, porque la posibilidad de ser hermanos es algo que encierra tanto como la de estar casados. En los últimos momentos, cuando aún tenía conciencia de estar hundiéndose en el sueño, Luisa seguía apareciendo y desapareciendo -m decidirse a entrar en él. Flor dejó de tejer inmovilizando los palillos en el aire, como un muñeco mecánico súbitamente detenido por algún desperfecto de su mecanismo; Teresa, que leía bonachonamente inclinada sobre un libro, a cuyas páginas dirigía una débil sonrisa, apenas esbozada, detenida en el borde mismo de los labios, borró rápidamente en su rostro, como sorprendida en culpa, todo signo de placer; por último, Muñoz, que descansaba el hocico sobre el empeine de Teresa, endureció el cartílago de sus grandes orejas lanudas que parecían vibrar ante la proximidad del sonido. CAPITULO XI Lo que Flor veía surgir al conjuro de ellas era el carácter dinámico, inexorable, de un tiempo universal, cruelmente opuesto a su noción individual que era estática. Ella describía el equivalente plástico de su concepción, en la frase: "No es el agua que se mueve bajo la barca, sino la barca sobre un río congelado". Creía ser el tiempo mismo, durando, avanzando con paso cada vez más lento por un universo paralizado y liso, sin obstáculos que detengan su marcha ni declives que la apresuren. Para Teresa, las campanadas tomaban la forma de una voz rectora que le recordaba la lentitud con que había arreglado su habitación o la falta de tiempo para tomar su velo y llegar a la iglesia antes que el padre Justiniano dijera el evangelio; pero que en todo caso creaba en ella un estado de conciencia culpable. En cuanto a Muñoz, el reloj se tornaba sonoro para recordarle que aquello que la primera vez tomó por un animal de forma confusa, pero en cuyo extremo pudo reconocer una cola constantemente batida, no era un animal; y que del mismo modo que él movía la cola cuando estaba contento, esa cola amarilla y reluciente debía tener alguna extraña relación con la cocina, porque sus doce ladridos coincidían con la hora de comida. Esta vez los ladridos fueron ocho, y Muñoz los sintió doblemente, porque Teresa los contaba acompañándose de unos golpes con el pie, sobre el que descansaba su cabeza. Un instante antes de que sonara el timbre —por algún ruido inaudible para las dos hermanas, pero que Teresa atribuía gustosa a una extraña facultad de premonición canina-, Muñoz gruñó y entornó los ojos para observar la reacción de sus amas. Flor preguntó: ¿Quién puede ser? Esperaba una de las respuestas que en ocasiones semejantes solía darle Teresa con aire maternal: "Será la vecina que quiere pedirnos algo" o "tal vez los del Ejército de Salvación, para vender sus revistas". Pero Teresa no contestó. Cerró su libro, señalando la página donde el gruñido interrumpió su lectura con una estampita recordatoria de la primera

comunión de su sobrino Pablo y luego salió del comedor seguida de Muñoz. Desde la sala, Flor, que permanecía atenta a todo ruido que llegaba del vestíbulo, escuchó que su hermana decía a Muñoz: ¡Qué es eso, Muñoz! ¡Si es el cartero! ¡Al cartero no se le hace nada! Ella sabía que el pobre Muñoz no tenía la intención ni los dientes con qué morder a nadie; pero su hermana aprovechaba el menor gruñido -al mismo tiempo que anunciaba la identidad del recién llegado- para dejar la impresión de que el cartero era persona grata a la casa y que, por consiguiente, se aclaraba al entendimiento de Muñoz jue ese hombre no debía ser devorado, destino del que no podría libarse el infortunado que se atreviera a entrar en ese domicilio sin el consentimiento de sus dueñas. No estoy para adivinanzas. Como Flor pareció sorprendida, Teresa agregó: —No te imaginabas, ¿ah? —Sí; ¡por qué no? -repuso Flor, abandonando su silla. Todavía está engomada. ¿Será el cartero? Pero no creo; debe ser en la oficina de reparto. Sin atender a las observaciones de su hermana, Flor envolvía al sobre en una mirada entre displicente y preocupada. CAPITULO XII La carta era de Marta, la madre de Pablo. Teresa iba a decir a su hermana que veía una extraña coincidencia entre la recepción de la carta y la estampa con que señaló la página del libro que leía, pero prefirió callarse porque pensó: "Me dirá que siempre la uso para señalar el libro y que alguna vez tendrá que llegar carta de ella, que eso no quiere decir nada... Muñoz observaba la escena, sin distinguir los movimientos que la ansiedad hacía ejecutar a las dos hermanas, simultáneamente, aunque de un modo diferente. Si el sobre estaba tan fuertemente engomado que Flor no podía despegarlo, Teresa aconsejaba, sin abrir los labios, cortarlo en un extremo, insinuando un movimiento que Flor completaba con más decisión; si al desdoblar las hojas descubrían que el pegamento las había alcanzado uniéndolas entre sí, Teresa hacía el gesto de despegarlas con mucho cuidado y Flor las despegaba. Así, Teresa, con esas insinuaciones y sugerencias hechas por medio de palabras entrecortadas, de gestos apenas esbozados, de tímidos movimientos inconclusos cumplía la función de esa parte de las máquinas, la más sensible, donde aparecen gráficamente adelantadas la presión, el desplazamiento o la fuerza que un instante después desarrollará la otra parte, la que ejecuta. "Queridas tías", leyeron al mismo tiempo. Teresa puso en su lectura el sentimiento que suponía encerrado en el encabezamiento de la carta; pero Flor usó un tono neutro, casi escolar, que acentuó el carácter formal de la salutación. Flor dejó caer los brazos como vencida por una fuerza superior a la suya. Sus ojos se movieron lentamente, hasta el rabillo. Desde allí espiaron la expresión de su hermana. Teresa se quitó dos o tres hila-chas imaginarias que su incomodidad puso sobre su blusa. -suplicó Teresa. Flor, que la tenía sujeta al extremo de una mirada intensa, la dejó en libertad volviendo los ojos a la carta. ¿'No crees? -preguntó Flor, buscando en Teresa algún signo de complicidad que no encontró. "cómo decir sin vergüenza", tiene gracia, ¿no es cierto? "...Pero esta falta de noticias no quiere decir que ustedes, con la bondad que tienen, no le

hablen a Pablo de su padre. —No leo más -se interrumpió Flor, como adoptando una decisión que la dignificaba—. ;Es que Carlos tiene algo que nosotras debamos ocultar a Pablo? Pero ¿te das cuenta? ¡Ah, no; no hay derecho...! Y tú, ¿no dices nada? Teresa no contestó. Hundida en su sillón, miraba la estampita de Pablo, que asomaba entre las páginas del libro, mientras su mano jugaba con una pelotilla blanda adherida a los pelos del cuello de Muñoz. Todavía se dio el tiempo necesario para desperezarse una o dos veces y sentir, al estirar las piernas, una corriente de bienestar físico, de placer, que no quiso relacionar con la noche pasada. Mientras terminaba de vestirse con un traje cuidadosamente elegido para no sufrir la tentación de salir, se preguntaba hasta qué punto podría ser aprovechable todo ese material que exigía ser transformado en literatura. Se sentía tan desorientado que se detuvo un momento más frente al espejo, fingiendo alisar el cabello que ya había peinado. Se miró atentamente y por milésima vez, pero con el mismo placer que la primera, observó que ese su rostro magro y de color ceniciento, que su labio inferior revuelto, como recién salido de un contacto repugnante, y sobre todo, la actitud de los ojos y las cejas, como regresando de una experiencia decepcionante, formaban el rostro, casi el emblema del tipo de escritor que quería ser. Recordaba que, al llegar a una esquina que encontró cubierta de vidrios trizados y alentado por no sabía qué extraña decisión, se había dicho: "No escribes por miedo. Era un perfil menos anguloso de lo que él hubiera querido y hasta con ciertas redondeces de almacenero satisfecho que le parecieron incompatibles con su oficio. Se sentó frente a su mesa de trabajo sobre la que esperaba, amenazante, una larga hoja de papel blanco. Ya con el lápiz en la mano y la hoja en la misma posición oblicua a que se había acostumbrado en el colegio, comenzó a sentir un temor creciente, tantas veces sentido, que su recuerdo lo paralizaba, ofreciéndole la oportunidad de compararse con una estatua de sí mismo, en actitud de escribir. Esa imagen del Durcot inmovilizado por el miedo, con el lápiz en la mano, sin atreverse a escribir una sola palabra, porque ella acarrearía otra y otra más, hasta que la hoja quedaría cubierta de frases que le revelarían, como piezas de un reloj desarmado, el mecanismo y funcionamiento de la máquina extraña que presentía y temía ser, le hacía pensar que su miedo debía ser igual al del joven cirujano, inmóvil, con el bisturí a escasos centímetros de la piel que no se atrevería a cortar, por el temor de que ese tajo le descubriera un mundo de visceras y humores cuya disposición y abundancia no podría prever, de órganos cuya forma y color le impresionarían de un modo u otro y frente a los cuales no sabría cómo reaccionar. Llamó en su auxilio a algunos recuerdos relacionados con éxitos pasados. Se sintió reconfortado y orgulloso, porque creía haber logrado una definición poética de la necesidad de muerte que acompaña a todo ser humano. Como su admiración por la literatura francesa era muy grande y la opinión que tenía de la literatura de su país muy pequeña, encargó la traducción de ese párrafo a un comerciante francés arruinado, al que conoció por intermedio de María. Porque Durcot se creía, antes de haber publicado nada, predestinado a la incomprensión de sus connacionales. Donde Durcot imaginaba encontrar cruelmente confirmadas estas observaciones era en la creencia de que su nacimiento en un país europeo habría producido la germinación exuberante a que estaba predestinada esa magnífica semilla que ahora, al caer en terreno estéril, languidecía impotente.

Por algún maleficio cuyas posibilidades poéticas presentía, el espíritu de la espuma, esto es, la idea de espuma, había sido condenado a una encarnación -como una bailarina que tuviese que vivir su segunda existencia en el cuerpo de un cuadrúpedo-, de la que gracias a un hada bienhechora -el almacenero arruinado-, se había librado produciendo una nueva transmigración en la que, ¡por fin!, el espíritu no sólo encontraba un cuerpo afín, sino un cuerpo que era casi el espíritu mismo. Pero a diferencia de otras veces, estaba decidido a no dejar que pasara ese estado de ánimo propicio, sin aprovecharlo para dar comienzo a la obra tanto tiempo esperada. Como su decisión era firme y creía que todas las dudas y temores habían sido disipados, ya no sentía ningún apuro en comenzar. Abrió la puerta y antes de cerrarla del todo miró su habitación con la misma ternura con que un niño se despide de su animal favorito, al que está seguro de encontrar en el mismo lugar que lo deja. CAPITULO XIII La desgreñada cabeza gris de la señorita Flor cruzó la delgada y caliente hoja de sol que cortaba la cocina por la mitad como un biombo dorado y transparente. Sin moverse, Muñoz olfateó el viejo olor agrio que emanaba de ella y comenzó a batir su pequeña cola de conejo. Flor avanzó envuelta en su larga bata gris ratón, con flores violetas, hasta apoyar el vientre en el borde de la mesa. "Todo fuera de su lugar. Está como loca. Natural. Natural, pero irritante. Le recuerda a su hijo. Pablo es más débil. Ojeras de niño onanista: la edad. el cuarenta y cuatro ya estaba embarazada, pero a fines. Recuerdo. No puede ser más de once. ¿Qué es? ; Lo de sus padres? Quizás. Sus manos saltaron ágilmente del calor de sus anchos bolsillos al frío de los platos embadurnados de grasa. Porque los canarios lloran trinando. ¿Desnudos...? Yo no comí.) Pero algún momento... Estaba segura que habían". Sus uñas comenzaron a desprender, bajo el enérgico chorro de agua, los residuos de grasa y salsa incrustados en las rugosidades de las hojas. Idiota. Comiendo hasta reventar y acostándose con el hijo del patrón. Cuando hay hijo. Teresa estará llegando. Los tranvías lentos. Están viejos. Besos y besos. Besos y besos. Al tomar una hoja de lechuga que el chorro de agua le arrebató de las manos, sus dedos se untaron de salsa y luego subieron hasta su nariz, para una comprobación que la dilató arrugándola y levantó el labio superior. Con Pablo, peor todavía. ¡Mucho peor! ¿Cómo se las arregla el padre Justiniano? ¡Ah!; la chica, sí. Ni una palabra. Hábil, hay que reconocer. Medio español: su madre. Apasionado. ¡Lástima! Calavera. Ya no hay libertad. Su voz arroncada. Lágrimas de cocodrilo. Los chicos también: ésos darían pena. ¿Cómo se habrían llamado? Jorge el mayor; los mismos ojos negros: picaros. ¿Y la niña? No, mujer no. Cuando son animales se prefiere macho. Enfermeras. Enfermeras. Premio al dolor". Las angulosas caderas de Flor giraron ágilmente, levantando una amplia curva gris ratón con flores violetas, que después se plegó fielmente a su cuerpo para salir con él de la cocina. Teresa cerró un ojo. Pablo pensará que he llorado". Por Pablo". Poca gente. Tres mujeres. Mayor proporción. ¡Cuatro mujeres! Peor. Un problema. Por eso hay solteronas: Flor. Flores. Pablo es medio pelirrojo. Raro". Con el índice derecho, levantando el párpado, desnudó su ojo izquierdo. Feo. No hay nada. El espejo reflejó una frase de letras verdes: "Crema Williams". Buscó1 >- nariz que imaginó brillosa. Buena idea. Después se graba: Crema Williams, Crema

Williams, Crema Williams. Teresa devolvió el espejo a la boca dentada de su bolsa. Lo sintió caer blandamente sobre su pañuelo, como restituido a su lugar natural. Cerró los dientes mordiendo la punta del pañuelo. El maquinista accionó una palancaí, cabeceó dos veces —todos los pasajeros cabecearon dos veces-, y el tranvía se detuvo. Teresa esperó que cesara todo movimiento, interrogando a las correas de cuero colgantes de los pasamanos y a la pluma en el sombrero de la mujer rubia. Desde la esquina su rostro respondió alegremente al saludo que desde dos cuadras de distancia le dirigía, por un flanco, el inmenso cuerpo rojizo del colegio de Pablo. ¡Pero Flor! El director preguntará: -¿Y su hermana? —Bien, gracias. Mi traje café era mejor. Más joven. Un poco pasado de moda. ¿Habrá tiempo? No hay nadie... Teresa se detuvo. Sus ojos fingieron reconocer la casa que buscaba. Abrió los brazos, en un movimiento que recordaba el batir de alas con que las aves corrigen la dirección de su vuelo, y cruzó la calle para evitar al borracho. "La puerta. Era café. ¿Ahí? Tal vez en la Dirección. Prefiero el vestíbulo. San Francisco. Una sola vez". La regordeta mano de Teresa presionó la pequeña mano de bronce y la obligó a golpear una vez. La puerta se abrió cediendo su puesto a un hábito negro, en cuyo pecho se recortaba, nítido, un rectángulo blanco. Por la manga del hábito creció una mano larga y por el cuello una cabeza chica, sonriente. ¿Doña Flor? —No. —Perdón. ¿Quién? —Su hermana, Teresa. "Su mano seca, callosa. ¿Por qué? ¡Ahí está Pablo! ¡Cómo ha crecido! Sonríe. Está contento; yo también. ¡El hermano te habla, atiende!". —Gracias, gracias. El hermano despidió a Teresa levantando las mejillas en una mueca de cordialidad y a Pablo con un cariñoso pellizco bajo la barbilla. No come bien. Son avaros; así hacen dinero. Sus zapatos lustrados. Ni una palabra de su madre. De Muñoz sí. Es un niño aún. Debe parecer mi hijo. Mejor hablarle. ¿Te gusta viajar en tranvía? -preguntó Teresa, obligando con la mirada a una respuesta inmediata. —Me gustaría, tía Teresa -respondió Pablo, mirando atenta-mente el orín que crecía circularmente, en torno a los zapatos del borracho. Primer día en la calle, en un año, para ver eso. Era mejor por otra calle. En el tranvía, Pablo ocupó el asiento junto a la ventana. Viajaron conversando con los ojos. Ella, observando las huesudas rodillas de Pablo, por las que parecía crecer telescópicamente; él, posando los ojos en la falda azul de su tía que se aclaraba hasta hacerse celeste en el lomo de los muslos. Teresa lo hacía desde sus ojos semicerrados, rodeando todo lo que encontraba del círculo negro, crespo y pastoso de sus pestañas embadurnadas de rimmel. Los ojos de Pablo sumaban ansiosamente los números de su boleto, al que solamente faltaba uno para llegar a veintiuno. Mal en el juego, bien en el amor. Luisa. Amor". —Ahí está nuestra casa, Pablito -dijo Teresa, señalándola con un corto movimiento del antebrazo, para que la cartera que colgaba de él cumpliera el papel de la mano que estaba ocupada en buscar la llave, en el bolsillo de su abrigo.

Hundida en la sombra húmeda de un gran árbol de alerce, la pequeña casa emergía con dificultad, sacando una ventana, el ángulo de una puerta o el extremo de la chimenea por entre el esqueleto de la enredadera que invadía todo su cuerpo de ladrillo. Así, desde la distancia, la enredadera seca semejaba una gran red vacía colgada al viento pero en la que se podía distinguir, como dispersos crustáceos o valvas incrustadas en sus hilos, la mancha roja de una portezuela, la punta café de una comisa, el blanco borroso de alguna cortinilla o el delgado cuerpo plateado del mástil, como un pescadito olvidado. Entonces, las partes visibles de la casa parecían insectos atrapados en sus hilos. Los guantes de encaje negro de Teresa empujaron la puerta y dieron un impulso a la cabeza de Pablo. Entraron. ¡Flooor! —Llamó Teresa, ahuecando la mano sobre su boca—. Debe estar arriba —dijo a Pablo confidencialmente—. Subamos —deslizó a su oído, con un destello de los ojos en el que Pablo leyó: "Vamos a sorprenderla". Subieron. Flor, de espaldas, alargaba su cuerpo rígidamente equilibrado sobre la punta de los pies, para alcanzar la jaula del canario. ¡Aquí está nuestro Pablo! -anunció Teresa con un modo declamatorio en el que quería introducir el testimonio de la emoción y gozo con que lo recibían, encubridor y compensatorio de la fría recepción de su hermana. Giró sin abandonar las hojas de lechuga que a modo de castañuelas sostenía con los brazos levantados; luego se inclinó para abrazarlo, plegando los brazos como alas. Pablo sintió la presión de los agudos codos que lo estrechaban, con esa ternura que en los seres feos se envilece bajo la apariencia del impudor o de la sensualidad viciosa. Por dos veces seguidas vio y sintió aparecer el ojo quieto de su tía —como si se posara sobre el suyo con la acariciante viscosidad con que un molusco se posa sobre otro para copular—, desaparecer después por la curva de su mejilla donde sentía llegar, desde la depresión formada por el semicírculo descarnado del pómulo, el cosquilleo de las pestañas que al juntarse, arrastraban la piel en una rugosidad que Pablo sentía formarse en rápidas contracciones musculares que aprisionaban su piel como una boca exigente. Parece una guagua; hay que meterle la comida en el pico -dijo Flor, dando la espalda a Pablo. —El sabe dónde está su comida, Flor. —Cuando la lechuga huele a lechuga -replicó Flor, mirando a Teresa por encima del hombro-; pero ésta huele a grasa. ¿Por qué no come solo? —preguntó Pablo. —Sí, come, hijito... —Porque está ciego —interrumpió Flor, secamente. ¿Y cómo salta, entonces? -dijo Pablo, mirando el inquieto cuerpo del canario. ¿No has visto a los ciegos cruzar la calle? Es igual. Mira -explicó Flor, ladeando la jaula. El canario flexionó sus frágiles piernas rosadas, saltó en el aire, aleteó torpemente y cayó al piso de la jaula. Pablo se acercó a la jaula. La cabeza giraba en cortos y rápidos movimientos que mostraban a uno y otro lado del pico los dos ojos secos, como botoncitos de cuero. ¿Qué le pasó? —preguntó Pablo, sin poder reprimir un temblor en su voz. —Una empleada idiota. Pero anda con tu tía; que te muestre tu habitación -dijo Flor, cerrando la puerta de la jaula. CAPITULO XIV

Durcot se detuvo a considerar las letras: "Una buena placa. Impresiona bien. Sello de agua. Gran firma ilegible". "No sé si hago bien. Salto al agua. Tapándose la nariz para no ahogarse. Olor a éter... Debe estar enojada". Sus manos dibujaron ágilmente un semicírculo encima de su oreja. Complacido, empujó la puerta sobre el nombre de María. "Ahí está. Los ojos de María lo interrumpieron. "¿Se puede pasar?", preguntó su cuerpo, curvándose como un naipe. María recogió su mirada lenta y aburridamente, haciéndola res-balar por el cuerpo de Durcot, arrastrándola por el piso después, hasta dejarla, profesional y ensimismada, sobre un antebrazo blanco y fofo como el vientre de un batracio. María detuvo la aguja. —El señor Durcot -lo presentó, mirándole los zapatos. Toda la vida igual"). Durcot sonrió al dueño del brazo y éste sonrió a su antebrazo explicando su inmovilidad. —Toma asiento -invitó María, señalando con la aguja el único sillón vacío. Una vergüenza"). Durcot retrocedió hasta sentir el borde del sillón en las pantorrillas; cruzó las solapas de su saco abierto y se sentó. —No duele nada -respondió María. —Las de aceite son más difíciles. ¿No es así? "Sí y no", respondió María, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos. —Yo soy más sensible a las de aceite -insistió la gruesa voz del paciente. María comentó que estaba asombrada: abrió la boca. Viejo desagradable"). La vena ofrecía su cuerpo al masaje o huía de él voluptuosamente, como el cuerpo de un pez bajo el agua. —Eso hace menos sensible la piel. Es solamente para desinfectar -explicó, decepcionante, la voz de María. Bajo la presión de los dedos de María, el algodón vació su alcohol y lo extendió sobre el brazo. ¿El señor también se pone inyecciones? -sonrió a Durcot la ancha boca carnosa del paciente. Durcoty María respondieron al mismo tiempo: —Sí. —Sí, después -confirmó Durcot, cordialmente. Tonta"). —No, no haga fuerza —ordenó María, abriéndole el puño. La punta de la aguja describió un círculo sobre la vena, como un arponero tratando de adivinar la dirección en que huirá el pez. "¿Dolió?"; miraron incrédulos los ojos de María. ¡Qué se va a hacer!"; sonrió la boca del paciente, tranquilizadora y resignada. Hubiera aceptado alguna mortificación física, hasta un dolor agudo, a condición de sentir el débil flujo de la inyección engrosando el caudal de su sangre, incorporándose al río interior que lo recorría de la cabeza a los pies. Una forma de obscura sensualidad compensaba la mortificación al pensar que algo extraño a su cuerpo lo penetraba tan íntimamente, que llegaba a formar parte de su organismo. Pero es mejor, ¿verdad? María siguió empujando el émbolo. Durcot y el paciente cambiaron una mirada estúpida. "Afuera se está mejor. No se cómo ha podido vivir así, tanto tiempo. Hundía y dejaba en libertad un resorte suelto del sillón que, como la cabeza de una caja de sorpresa, levantaba y deprimía una flor del tapiz. Lo mismo que el padre Justiniano. Dios y María Bacaro. Falta

de vitalidad. Ya está acabando. El brazo se dobló rápidamente para aprisionarla. CAPITULO XV El timbre sonó dos veces. María y Durcot se miraron. "Lo que faltaba: la vieja Flor. Pasear por la calle. ¡Qué sombrero!". —Si está ocupada, puedo...Pase usted señorita Flor. —Buenos días, señor Durcot. —Buenos días señora ("Señorita. Durcot salió precedido de varios "hasta luego" y "gracias" y de la adiposa figura del paciente. —Asiento. Siéntese ("Está más flaca que nunca".)—. ¿Y cómo se ha sentido? La señorita Flor suspiró, poniendo en sus ojos toda la resignación de que era capaz. ¿Ah? —insistió María. ¡Mal, pues; muy mal! Usted sabe... ¡No! ¡Qué va a sanar! Está igual. ¡Ay, Mariíta, ya me estoy aburriendo! María cerró los párpados bajo el peso del pudor, la comprensión y la gratitud que engendraba el diminutivo "Mariíta". —Le aseguro que ya no sé qué hacer -prosiguió Flor, alentada por la reacción de María—, Es una suerte tener un carácter como el suyo; tan... tan equilibrado, tan fuerte. María irguió la cabeza con energía, pero sonrió al mismo tiempo para matizar el cambio de actitud. ¡Un trapo! Los años, yo no sé -agregó, buscando las palabras con penosa coquetería entre los pliegues de su abrigo-, pero la verdad es que... —Usted se ve bien -desmintió María, señalando con una mirada vaga y movediza, como si fueran muchos, todos los detalles que le permitían asegurar que estaba bien. Cuando llegó al brazo, sus palabras se apresuraron a explicar lo que sus ojos habían denunciado-. Claro, con excepción del brazo. ¡A ver, déjeme mirarle! Flor extendió el brazo con la satisfacción del que presenta una prueba irrefutable. —Vamos a ver, vamos a... ¡Pero no está mal! Un poco, sí, toda-vía. Pero eso pasa... Pero está bien. Pudo haber sido peor. ¡Todo por su canario!; ¿no es así? Flor sonrió tristemente. ¿Inyecciones?; ya no son necesarias. Eso va solo. Se recuperará pronto -afirmó María, volviendo a su mesa. ¿Volverá?"). Quiero decir que no es solamente el brazo... -se detuvo porque sorprendió una mirada desatenta-. ¡Ay! Lo peor es que estoy nerviosa y mal humorada; la pobre Teresa, que es un roble de fuerte, en todo sentido, ya está aburriéndose. Hasta Muñoz me huye... Ya es tarde; y con Pablo en la casa... Mi sobrino; hijo de un hijo de mi hermano Raúl. Vino a pasar las vacaciones con nosotras —se levantó y encaminó hacia la puerta, acompañada por María-. Hasta entonces —se despidió Flor, envolviendo a María en una mirada enigmática y cuadriculada por su velo color malva. En el segundo piso del mismo edificio, Durcot paseaba su impaciencia, de una baldosa negra a una baldosa blanca. "¿Por qué no tendrá más luz? Roñería. Tanto de luz, entre tantos departamentos: a tanto. Ya son diez minutos. Suficiente para una inyección. Un oficio difícil, hay que reconocer. Desagradable. Practicantes. Cabezas sucias. Descansando, engordando. A esa mujer, por ejemplo. Observación. Repetía esto, tres, cuatro, diecisiete, incontables veces. Después desapareció por una puerta del fondo, rengueando, con el brazo tirante por el peso del balde rebosante de su obscura cosecha. Chéjov anotaba hasta lo que comía. por curiosidad. Pero ya está satisfecha. Ingenuo. Ya está decidido. Al principio sí, hay que reconocer. Vejez prematura. Eso explica su carácter.

Crisis. Estoy harto. Eso está bien. Se detuvo y retrocedió, porque su pie pisó un mosaico blanco y uno negro al mismo tiempo. Vamos afuera Femando Durcot. ¡A la luz!". La luz lo esperaba, rectangular como un libro amarillo, en la puerta del edificio. Antes de llegar a ella, Durcot sopló en ambos hombros levantando dos nubéculas de caspa. Lo hacía por costumbre; con esa falta de intención con que los hombres ajustan el nudo de su corbata. Los nudillos del párroco tamborilearon en la puerta. Cuando la señora de Garland la abrió, él estaba frotando la suela de sus zapatos contra el felpudo. ¡Adelante, padre, adelante! —Buenas tardes. Entraron en la sala que la señora había "llenado" con un ramo de dalias color malva. Esa mañana estuvo a punto de comprar flores amarillas; pero en el momento de pagarlas, el ramo se adelantó hasta una zona de luz que avivó tanto el tono de sus pétalos, que ella juzgó una tonalidad demasiado audaz para la ocasión. De modo que cuando el padre Justiniano, inclinándose sobre el florero, le dijo: "Qué bonitas flores. ¿Cómo se llaman?", ella respondió satisfecha pero con gesto indiferente: —Dalias. ¿Le gustan a usted, padre? —Sí. Son de un color agradable. Gracias. Está bien. Pero allí son de papel. — ¡Ah! —¡No, están bien hechas, le aseguro que le costaría distinguirlas! Porque también hay de las otras, claro está. ¿Cuánto tiempo le duran a usted? —¿Estas? —Sí... están... —Pues están como recién