Desde La Persistencia-Volumen I

DESDE LA PERSISTENCIA (Relatos) Agrupación Cultural Ave Fénix Edición al cuidado de Gonzalo Portals Zubiate 2 Edicio

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DESDE LA PERSISTENCIA (Relatos)

Agrupación Cultural Ave Fénix Edición al cuidado de Gonzalo Portals Zubiate

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Ediciones Ave Fénix, Lima. Desde la Persistencia Lima: Agrupación Cultural Ave Fénix, 2005 Establecimiento Penitenciario de Régimen Especial “Miguel Castro Castro” De esta edición: Ediciones Ave Fénix, Lima, 2005 Impreso y hecho en el Perú / Printed and made in Perú Lima, octubre de 2005 Hecho el Depósito Legal Registro N° 1501012003 - 0151 Carátula: Víctor Abraham / Sangre inmortal, 2005; óleo, 50 cms. x 80 cms., Dibujos en nogalina: Víctor Abraham Edición al cuidado de: Gonzalo Portals Zubiate

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DESDE LA PERSISTENCIA Benjamín Cama Martínez Germán Arapa Luque Oscar Abraham Gilbonio Navarro Helí de la Cruz Azaña Manuel Marcazzolo Molero Juan Alonso Aranda Company Víctor Claros Ayala

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A nuestros familiares: Que fundaron una nueva forma de ternura, un nuevo modo de hacer camino en el Perú con su infatigable persistencia.

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PRESENTACIÓN Son las circunstancias históricas, las condiciones objetivas que confluyen en un lugar y tiempo determinados, más allá de la voluntad y los deseos de los hombres, las que ponen a estos en la situación de definir su destino y su meta. Hay momentos en que se impone, por ser siempre más cómodo ir acorde con la corriente imperante, vivir y morir conforme las normas, los esquemas y los límites establecidos por una sociedad. Pero no. La lucha entre lo fácil y lo laborioso se resuelve siempre de manera distinta en el cerebro de aquellos hombres cuya vida se empeña por la conquista de una sociedad superior, de plena humanidad, y la integridad de sus sentimientos, esfuerzos y pasiones son puestos al servicio de los que más pueblan la tierra, los despojados. Y es una constante para quienes abren trocha en la historia transitar una senda de riesgos y sacrificios, afrontar la censura, la persecución, la prisión o la muerte. Galileo, Servet, Giordano Bruno y tantos hombres de ciencia lo testifican, y para los artistas, acaso el carácter contestatario o de ruptura de sus obras, les significó desde la antigüedad ser considerados una especie subversiva, peligrosa para los intereses de privilegios dominantes del momento. El pecado de estos hombres fue el haber sido transformadores, el haber 6

deslindado campos y caminos con aquellos del ámbito decadente y retardatario de su tiempo. Entonces en nuestro país, para quienes en nuestra época no aceptaron vivir como meros observadores, y siendo sensibles al latido del pueblo, les ha sido imposible ignorar las últimas décadas de un siglo estremecedor con la confrontación interna que trastocó nuestra historia, removió las estructuras de la sociedad entera y conmovió a los peruanos. Así es que por diversos accidentes y circunstancias de la vida en los escabrosos años noventa devenimos en prisioneros; las alas cortadas, los espacios comprimidos, el cielo cuadriculado que se nos impuso, pretendiendo reducirnos a la condición de subhumanos; aislados del medio social, político y cultural existente, sometiéndonos a un estado de torva aniquilación permanente, mediante condiciones indecibles de encierro, al amparo de leyes restrictivas y represivas como jamás se han visto en el Perú y en la propia América Latina, en lo fundamental aún vigentes para la vergüenza nacional. Hubo momentos de aislamiento casi absoluto en que rozarse los dedos con el ser querido que nos visitaba –padres, hijos, hermanos, esposa– constituía el instante de dicha mayor durante la fugaz visita y aún así había que esperar otro mes para volver a intentarlo en la más desoladora pero radiante de 7

las ansiedades, y el optimismo que no cejaba de resplandecer en nuestro espíritu en serena sublevación contra el inicuo sistema. Durante los breves momentos del encuentro, hubo niños que no podían reconocer a sus padres, cuyos rostros se desdibujaban en la penumbra tras las torturantes rejillas de los locutorios. Hubo parejas que en un momento habían sido pero que luego dejaron de serlo al no soportar el horror de un régimen deshumanizante. Pero las madres demostraron ahí su temple especial, su profunda y maternal disposición permanente, y, sin necesidad de comprenderlo todo, fueron quienes mantuvieron a nuestro lado su incesante presencia. De éstas, hubo aquéllas también a quienes no pudo alcanzarles la vida para ver y sentir el retorno del hijo y compartir de nuevo el franco ofertorio de la mesa hogareña. Adicionalmente, la información fue censurada hasta intolerables límites inquisitoriales, y aquí el descubrimiento de un periódico, una revista o una radio obtenidos subrepticiamente se sancionaba con el destierro del pabellón, hacia la penumbra de las mazmorras infestadas de roedores, es decir, las celdas de castigo llamado el hueco. Las ansias incontenibles de recorrer con la mirada algunas líneas nos llevaban a rebuscar retazos de papel impreso en los desperdicios y hasta nos quedábamos absortos ante el hallazgo de etiquetas de medicamentos y detergentes porque buena parte de los prisioneros éramos personas que solían leer con avidez. El único texto 8

autorizado era la Biblia; pero aun así, antes que la ficción y la idea de la felicidad en un paraíso idílico, en sus ancestrales páginas confirmamos la marcha profunda de la historia, de la dura lucha por la libertad de los pueblos, como la del pueblo hebreo. Sus libros poéticos, proféticos y los históricos eran convertidos en material afortunado y rico para las interminables polémicas que se encendían al interior de las celdas hasta madrugadas inacabables en las que destellaba la interpretación y la síntesis objetiva que nos proporcionaba el trasfondo histórico y doctrinal de las antiguas culturas del Medio Oriente y, desde luego, la consiguiente comprensión de sus evangelios, tan profundamente arraigados en buena parte del orbe y, antitéticamente, todo esto ante el desagrado de los celadores de turno. Por otro lado, el bolígrafo desnudo y servicial y el papel higiénico se convirtieron en las más preciadas materias a esgrimir durante las noches, clandestinamente, y al amparo de la tenue y lejana bombilla eléctrica de los pasadizos, pues las celdas carecían de iluminación. Recostados en el enrejado, con la intermitente compañía de los grillos nocturnos, con el chillido de la lechuza que hendía la noche allá afuera, o las ráfagas intimidantes de los vigías armados en los torreones, dimos a luz nuestros primeros atisbos literarios – muchas veces requisados con inaceptable insolencia–, inspirados primigeniamente en la urgencia de otorgarle lo mejor que teníamos a 9

quienes tan distantes nos anhelaban pero tan cercanamente vivían estampados en nuestras memorias: nuestras familias. Así fueron adquiriendo forma los poemas en los versos intensos para la amada lejana, ausente o impedida drásticamente de asistirnos en nuestro cautiverio. Así se iban edificando páginas de especial plenitud y hondura, desconocidas aún para el gran público, mediante las cuales el pleno cariño nuevo, una nueva concepción de la relación más directa existente entre el ser humano dimensionaba el valor que tenía la otra mitad decidida a sostener el cielo junto a nosotros. Del mismo modo se compaginaba la producción, infrecuente en otras situaciones, de relatos para los pequeñines, que a la vuelta nos contestaban con garabatos y corazones tiernos. Las epístolas a la familia y a los amigos, asimismo, adquirían una importancia inusitada y fueron embelleciéndose con lo que se podía, incorporando dibujos, colores, juegos, y adivinanzas en un proverbial intento de comunicación total, donde la imaginación y la fantasía y un vasto universo de ideas tenían un espacio propio y más humano frente a la vana pretensión de aherrojarnos. Con mil astucias fueron acumulándose, con solemne parsimonia, los diversos libros que hoy poseemos, para acompañarnos en un clima adverso de prohibiciones y requisas. Muchas veces, se desglosaban para que sus páginas iluminasen 10

nuestras mentes celda por celda, con inexorable exactitud, cuando no podía leerse en voz alta para todo el piso, y se les dotaba de comentarios, críticas y resúmenes. Con el tiempo se pudo implementar una exigua biblioteca con el apoyo de una institución humanitaria, y nuevas posibilidades de conocimiento se abrieron al poseer un libro para tres internos durante el encierro de veintitrés horas y media, y, entonces, apenas ya alcanzaba el tiempo para el estudio, imbuidos totalmente en la lectura, haciendo circular los textos con febril entusiasmo. Así se dieron grandes ocasiones para la exposición de todo lo aprendido en cada lectura, y, como se entenderá, los debates y críticas se hacían inevitables, sirviendo a la extensión de nuestros horizontes culturales. Los primeros pasos tímidos, los iniciales intentos de plasmar las ideas en obras poéticas y narrativas se hicieron una constante necesidad. Las voluntades individuales y creativas fueron aglutinándose en cada pabellón del presidio de Canto Grande. La decisión de desenvolver arte y literatura signó la conformación de diversos círculos donde las composiciones fueron sometidas a reconocimientos, a sistemáticas críticas pugnando de este modo por desarraigar criterios campesinistas, dogmáticos, sectarios, y hasta retardatarios. No bastó la pura disposición y buen deseo de hacer arte y literatura, pues éramos conscientes de 11

las limitaciones en cuanto al manejo del lenguaje literario en la elaboración de textos ricos en connotaciones tanto en el contenido y en la forma, y, lo que era evidente, el poco dominio de las estructuras y las técnicas narrativas para dar vida a ficciones o historias que tenían su origen en experiencias inéditas dentro de la literatura nacional. Estas vivencias tenían que ser contadas por sus propios protagonistas dentro de la tendencia de una literatura de aprendizaje y de construcción de una sensibilidad renovadora en el abordaje artístico de la realidad. Fue una dura brega por dar forma a tumultuosas ideas, a propósitos ambiciosos y a necesidades de compartir vivencias, esperanzas y preocupaciones comunes con otras latitudes y otros ámbitos. Para resolverlos, se propuso el estudio en forma colectiva. Para esto, los más avanzados asumieron la tarea de transmitir a los otros, y, poco a poco, se fueron elevando, definiendo los dotes incipientes, dormidos tal vez, de quienes a veces se mostraron deslumbrados al descubrírsele su talento, llegando a publicaciones no por cierto concluyentes sino más bien todavía incipientes, con la noción de ser sujetas a la elevación y transformación necesarias, como todo lo que es susceptible de avance. Así fue que se publicó la pre-edición de El mundo está cambiando, un conjunto de relatos sencillos dirigidos a los niños. Las aguas siguieron su cauce sin el bramar de 12

un torrente, pero fluyendo siempre, nutriendo una nueva hornada de trabajadores del arte y la literatura, una peculiar hornada surgida en severa fragua, prueba viviente de que no existe opresión ni desdicha suficientes para someter la conciencia del hombre; probando, más bien, que éste es capaz, precisamente por ser superior a las dificultades, de transformar el sufrimiento y la adversidad en un canto auroral de recias voluntades. Entonces, el conjunto de composiciones reunidas en el presente volumen constituye, pues, una muestra del canto sincero y pujante de quienes se propusieron con tenacidad –y en cierto modo lo están consiguiendo– una nueva manera de seguir batallando y que en este proceso van dejando huellas indelebles, plasmaciones que no son sino símbolo de la imposibilidad vencida. Fácil hubiera sido echarse a morir; menos comprometido hubiera sido componer los tan de moda cuartillas y divertimentos frívolos, para entretener lectores, o generar llantos que busquen conmover con el espectáculo de las vicisitudes del prisionero; pero, esto no hubiera sido sino el superficial vertido personal o el quejido individual sin mayores horizontes ni perspectiva. Por eso quizás defraude a aquel que pretenda encontrar en estas páginas una literatura de compungidas almas llorosas y aisladas, de quejas estériles, o párrafos asépticos o al margen de la problemática del país y del mundo contemporáneo. Se trata, más bien, de un tipo de escritura que se cimienta en la inagotable vena 13

creadora de las masas populares y tiene como norte las estrellas que señalan el tortuoso camino hacia la armonía y la libertad. Esperamos que este trabajo aporte a las letras y a la propia comprensión de la realidad peruana, convencidos de que un capítulo de nuestra historia está culminando, aunque queden heridas profundas, no restañadas aún; latidos dolorosos que urgen ser escuchados, problemas que claman solución, superando el encono, el resentimiento, el espíritu de venganza y, de hecho, asumiendo la necesidad de un proceso ineludible de brega por la democracia y el desarrollo que demanda nuestro pueblo. Lima, primavera del 2005 (Por diversas dificultades, al fin superadas, el presente libro vio postergada su publicación por espacio de dos años) Agrupación Cultural AVE FÉNIX

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EL REGRESO DE LUCILA CCORAC

BENJAMÍN CAMA MARTÍNEZ

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BENJAMÍN CAMA MARTÍNEZ (Lima, 1970) Estudió en Fe y Alegría N° 10 de Comas. También realizó estudios de Administración y Contabilidad en el I. S. T. “Carlos Cueto Fernandini”. Actualmente escribe poesía y narraciones breves. Posee un poemario inédito. Obtuvo en el año 2002 el 3er. premio del certamen de poesía a nivel de los centros penitenciarios de Lima organizado por Confraternidad Carcelaria del Perú. Eventualmente pinta al óleo.

“Madre del cielo” 16

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omo si una gigantesca mano me cerrara el paso me detengo, sin tocar aún la puerta, frente a mi casa. Todo parece en ella tan distinto, que hasta su espacio está como encogido en la noche, como si no existiera, como si yo tampoco estuviera frente a su pared de adobes, a su forma de antaño. Un punto en el inmenso terreno conquistado por emigrantes ayacuchanos peleando por un techo. Aquí he de reencontrarme con los que amo. Ahora que he vuelto (¡diez años!) ya no soy la misma. Y la que fue mi morada previa es esto: una obligada permanencia en las alturas que roza, desde su fría dimensión, el cielo y el infierno, la aniquilación y el optimismo, la fuerza y la debilidad. Pero qué otra cosa podría ser sino eso: Yanamayo. Una esfera de tiempo y frío siempre idéntica a sí misma, que rueda buscando aplastar la vida, triturarla de a pocos. Ahora, Lima me ha parecido una vieja antena curvada sobre los esplendores ofensivos de unos pocos, contados, que lo tienen todo frente a los contrastantes anillos polvorientos adonde he llegado, con la vida que no se agota. Y cuando veo la pampa que casi no ha cambiado, recuerdo la vida que viví sin vivirla del todo en el lejano presidio, su arquitectura aniquiladora, sus muros levantados para la iniquidad y el escarnio; los cantos de los prisioneros en el alba, los himnos de 9

los presos políticos en el crepúsculo. Pero antes, recuerdo la hora casi remota en que me llevaron en un carguero militar de un verde de muerte, convertida en un costal con papas que tiraron, ¡puaf!, unos kilos simplemente que tiraron al piso, boca abajo, tiritando, hasta el alma, para luego cruzar la cordillera por los aires, y yo sobre otros y uno sobre mí, ahogándome por la presión, haciendo tintinear las cadenas que muerden mis muñecas y los tobillos entumecidos. Y en los momentos más intensos no dejaba, sin embargo, nunca de volver con la memoria a mis tesoros: Rosaura, Marita y Juanito. ¡Hola, mamita! ¡Hola, mi vida! Ellos entraban como la luz a otra luz, como ahora entre las rejas fantasmas de la memoria que me trae de nuevo la profunda noche que cae sobre la planicie desolada de la puna; ahí, Lucila Ccorac borda un tapete, con una rosa que se abre, una espina que no hincará a nadie, pensando en ellos, los hijos ausentes, a poco de llegar al penal, pero ¡qué rabia!, cuando recién había empezado, me dejo descubrir, pagando así mi distracción y la inexperiencia con la mezquina incautación de mi única herramienta. Se han llevado la aguja preciada, el hilo rojo, la tela beige... Es la primera requisa de la policía de Yanamayo. Habrá otras más. Y ahí escuchas unas palabras de aliento: Tienes que ser fuerte, madrecita; lo mejor que puedes hacer por los tuyos es sobrevivir aquí, mantenerte sana y aprender... ¿Qué cosas?, dije. Sí muchas, me contestó la voz de 10

la celda del lado. Ahí encontré que los prisioneros siempre estudian y discuten sobre la contradicción en todo el fondo de las cosas, desde una rosa hasta el universo, de lo más chiquito a lo más grande. Luego, aprendería a entender yo también, con el correr del tiempo, a ver dónde había que dar una solución para la marcha de los acontecimientos, aun la más simple, la que nos hace más humanos entre lo humano; cada uno en su orilla, pero más humanos; cada uno con sus cosas, pero más humanos. Y luego, dónde darle la estocada a la estupidez, al pesimismo del hombre, a la miseria que lo corroe, al hambre que lo estrangula desde todos los vértices que le apuntan sin sosiego. Todo, todo iría comprendiéndolo. Pensándolo bien, la mordaza, el silencio que te imponen desde dentro o desde afuera te crea una libertad mayor y es para que se expresen mejor del todo la voz y el alma, la vida misma, más libre. Y en esto lo de la cárcel no todo es negro, siempre hay una luz por más tenue que parezca y, eso sí, hay que saber ensancharla; tampoco todo es brillante; ni el todo es todo. En resumidas cuentas, todo en la vida parece empezar de nuevo –se empieza de nuevo, ciertamente-, y en el fondo hemos nacido para tener que empezar de nuevo desde donde estás, desde donde has llegado, aunque fracases, para ser otro, para entrar como arena deleznable o como torbellino en el futuro, en esa visión intensa de la humanidad libre que hay que saber tejer desde ahora. Pero qué digo. El hombre aprende al sufrir, y, 11

hablando de conocer, pude ver en mí misma, en mi cuerpo y en mi mente lo que nunca podía haber mirado o sabido de otro modo, a no ser en más tiempo y, desde luego, con otros resultados. Pues bien, a mí me detuvieron el 90. Fujimori ya está en el gobierno. Era una semianalfabeta, aquella mujer poco leída que llegó al penal sin saber a dónde, a qué sitio, a qué lugar en el espacio, a qué tumba en la patria; es más, quien también, con el tiempo que todo lo madura y hace crecer, aprendería con mis cincuenta años a cuestas a leer en los hombres, en la vida y en los libros y a escribir mejor, pensar mejor porque así lo quería, voluntad con voluntad, y porque no me faltaron, eso sí, maestros que solícitos y pacienciosos me llevaron a descubrir en poco tiempo un libro, los cuentos que tanto prefiero hasta ahora y sobre todo si van ilustrados estos, porque siempre recuerdo que Rosaura desde tierna me llenó las paredes de la casa con flores, el sol saliendo amarillo de los cuadernos, las caritas del mundo, y los patitos, ¡aquellos patitos!, y yo comparaba cada figura que hacía mi hija con los trazos indelebles de la vida misma. Así fue que la compañera Julia, en la cárcel, me decía: Rápido aprendes madrecita, parece que tus cualidades contenidas recién brotaran, y que tú eres buena para darle a los libros, a los dibujos, un poco a todo. Eso es bueno. Y pensaba yo que eso sería porque antes no me alcanzó el tiempo, porque desde niña tuve que trabajar, pues, en la 12

chacra, en la casa del Gobernador del pueblo; luego con Venancio, mi marido, ayudándole en el almacén más grande de los Gamarra hasta el accidente donde murió y que mi compañero me dejó sola con mis hijas y tuve que tener ahí que seguir yo en otros distintos oficios, sola, terminando por parar en la hacienda de Ayzarca, hasta el día en que irrumpieron hombres armados y repartieron el ganado del hacendado en medio de himnos y consignas, y yo también, terminé llevándome allí mi becerrito (que después sería la causa de estar corrida), viendo en la noche desde el cerro cómo quemaban mi casa los sinchis, y, entonces, ahí decidimos marcharnos sólo con nuestras ropas puestas; los paisanos, los comuneros tuvimos que huir a Lima por Pujas, por Vilca, por Toccto Ccasa, por San Clemente… Hay que salir de aquí, nos dijimos; los yanahumas vendrán y matarán, robarán y violarán a nuestras hijas, desaparecerán a nuestros hijos, todo, todos a Lima; adiós taita Nolasio, adiós doña Antuca, nos estamos yendo, adiosito a todos, bajaremos con nuestra ropita, nuestros centavitos, a pie, en mula, en carro, todos, todos, quemarán, destruirán todo. Así fue. Así quedará registrado. Desaparecieron al pueblo, lo arrasaron todo. Entonces llegué a esta Lima en donde me dediqué a la venta de comida sobre una carreta, con mis hijas, atendiendo a mis comensales que eran más los del barrio y los de más allá, los albañiles, los maestros en construcción, los obreros, 13

los madrugadores y los nocturnos que no faltaban nunca, y, como esto no bastaba, pues lavaba ropa yendo a casas, y en las tardes vendía en la puerta de mi casa algunas frutas, pero más eran las frutas que se malograban que las que se vendían. Aunque ahora creo mejor que haya sobrado, porque ahí nomás comenzaron a frecuentarme los amigos de mi hija mayor, de Rosaura, mientras me hacía yo también amiga de ellos, de los jóvenes conversadores que llegaban a nuestra choza. Pasaron dos años. Dos meses. Semanas. Días. Noches. Y los muchachos, cada vez más familiares, más de uno casi de la casa, que se dio tanto de eso de: Mamita, una porción de chanfainita, ya, ya, cómo está usted; qué dice el negocio; qué novedades por el barrio, bueno, bueno, y así cada vez esto, lo otro, toda una encarnación de buenos chicos, qué alegres y qué correctos, qué hormigas para los trabajos, y ahora que lo pienso, fue lindo, más natural que lo normal, la vida misma, el mundo tal como es. Así, la llegada de los muchachos en las madrugadas o de improviso, en cualquier hora, cualquier día, cualquier noche, ya no fue un problema. Más bien los esperaba, encariñada ya!, eran como de la familia y hasta me molestaba entonces si no aparecían. Muchas veces se quedaban, se iban al clarear la mañana sin que nadie los sintiera, como sombras celestes. Y mi hija parecía ser otra en ese entonces: más comprensiva: esto no es así; esto sale mejor si lo haces de este modo; se hizo, más ordenada. 14

Primero lo principal, después el resto, decía. Su disciplina hacía la vida del hogar pobre más soportable y más humana que nunca tal vez. Y sus trazos, sus dibujos aprendidos en forma autodidacta se iban haciendo más seguros e intensos y yo los contemplaba con mis ojos de mirar y mi corazón de sentir lo nuestro, el sufrimiento, la penuria inacabable, el arenal ardiente de los dolores, se pintaba en la tela, y para que las cosas sean más bellas, decía, deben poseer el color que sacude, el contenido profundo que te conmociona, elevándote, elevándonos, y no escatimaba sugerencias, tal o cual modificación o agregado, y allí conformamos un equipo tan integrado para que ella pudiera plasmar en sus bocetos lo que ambas sentíamos de la existencia, de nuestra vida nueva que se iba abriendo en la pobreza. Pero allí nomás, luego de esos dos años, un día detuvieron a los cuatro muchachos y a la muchacha bonita que me frecuentaban. Esto lo supe por una nota que esa noche de la detención con alguien me envió Rosaura, a la casa, no sé, con quién envió, no podría precisarlo, desde algún lugar, y que me la leyó Marita, mi otra hija, donde me decía que quemara los escritos que guardaba en su cajón junto a sus dibujos, bajo la cama. Los encontré, allí estaban los papeles, dormidos. Cuando hacía cenizas de tantas letras, tan menuditas que me confundían la vista, tocaron duro la puerta y me encimó el allanamiento. Todo fue pateado: la mesa, las sillas, mi hija menor que descansaba, y a la vieja pendeja, como me dijeron, le dieron golpes. 15

Ahí fue que tasajearon esos energúmenos mis viejos colchones, los únicos, desgarraron cada ropa de Rosaura para ver si escondía allí dentro algo que no sabría decir qué podría haber sido. En fin, me apresuraron: Rápido, rápido, carajo, no se haga, dijeron o mejor gritaron, quisieron después que todo lo pusieron al revés, que firmara yo una hoja blanca, más acusadora cuanto más blanca (y esto lo sabría también más tarde ¡Qué no sabría además de otras cosas de la policía más tarde!). Como apenas sabía leer y escribir, dijeron que pusiera nada más que la huella digital, ponga aquí, dijo el más liso, levante el dedo, nos acompañará para aclarar, oiga. Pero lo que sé que me aclararon ellos fue que esa noche me golpearon como nadie nunca antes lo había hecho, culatazos en la espalda, en la cabeza, diga la verdad, mierda, golpe en los brazos, arriba, abajo, en la cabeza, en el vientre, y patadas en la pierna hasta revolcarme, y yo nada que decir. ¿Qué quemabas, vieja pendeja? –dijo todavía uno que me zamaqueó. Yo qué podría haberles dicho, y qué es lo que había dejado de decirles con tanto golpe de uno, de dos, que opté por callar todo, y ya que los verdugos, por cada respuesta chica o grande, más patadas me daban, entonces, allí me dije: mejor me callo, así está mejor, que más bien venga la muerte y que el Señor, que debe estar viendo todo, si es que existe, proteja a mis dos hijas y a mi nieto, hijo de Rosaura, el Juanito y sus cuatro años. ¡Hola, mamita! decía. 16

¡Hola, mi vida!, yo le respondía al dueño del futuro. Ahora te veré, hijo. Vino después la “investigación” policial. Los grandes titulares de los periódicos: ¡Hallan arsenal en casita de esteras! Una ambulante lo escondía! Luego el “juicio”. Insistieron en preguntarme cada rato sobre Rosaura. Dónde está. Tantas cosas hablaron de ella que hasta dijeron: Es responsable de Propaganda del Partido. Ella hace los afiches con puños elevados y fusiles. Que yo había hecho bien en aceptar los cargos de posesión de explosivos, que en la cama hallaron cuatro cartuchos; que en el ropero había abundante propaganda subversiva; que en el viejo sacón de Rosaura había un revólver calibre 38 (¿y cuándo yo acepté todo esto, sí nada había?), y allí nomás, como la cosa más fácil del mundo, apurados, (¿a dónde iban apurados?), me pusieron diez años, dizque por colaboración, ¿colaboración? ¿Mis frutitas sobrantes?, ¿el plato de comida?, ¿el suelo sin colchón de mi casa? Y todavía me preguntaron ¿Está conforme con la sentencia? ¡Qué gracia, señor Juez! ¡Diga usted sí o no! ¡Qué voy a decir sí! ¡Manam! ¡Responda usted como se le está pidiendo! Juicio sumario dicen. Y se cerró el bendito juicio como se cierra un portón en la oscuridad, y entras en el infierno, así de fácil. Esa noche en mi celda lloré de rabia y hasta fiebre me dio, pero las muchachas de Canto Grande me dieron valor, ese valor cosechado en la 17

lucha, con la vida que llevaban en la punta de los dedos, y con los días supe ganar la pelea de mentes a aquellos gallinazos, a esos de la DINCOTE, a esos del Fuero Militar. Así una vez me sacaron a la Dirección del Penal para decirme: Tú hija es una desalmada porque no te visita; dinos dónde está (¡Ay, Señor, váyanse al demonio!). Mi Rosaura, si hubiera venido, también la hubieran detenido; eso es seguro, como dos y dos son cuatro, les dije. Quizá como queriendo revivir los últimos momentos con ella, se me dio por dibujar aquellos días, a escondidas, poco a poco con otra voluntad más grande y más clara, con las manos cada vez más firme y de pronto me encontré ante maceteros, jarras, frutas que salían de mi esfuerzo. Luego, ya retratando a las chicas, sus rostros en sus tareas cotidianas; a los campesinos como en mi niñez; a los obreros marchando en las calles. Claro, no eran perfectos, pero había que atreverse a hacerlos mejor cada día. Éramos cinco mujeres que pintábamos: Yo, la mayor, imbuida de fe en los carboncillos, los pinceles, las cartulinas y los colores. Así hasta el día en que nuestro pabellón fue bombardeado, ametrallado, ahogado en la humareda de incendios y gases tóxicos. Ahí tuvimos que amortajar con cantos a tantos jóvenes en cuatro días de resistencia (mayo), que al final, tendidas en la tierra (era mayo el mes), nos pisaban y nos llamaban una a una... Vieja, ¿qué has estado enseñando a las otras? (era mayo el mes, y 92 el año, imperecedero). Ahora te mandamos a Yanamayo, terruca. Y ustedes, los que este relato 18

leen, ya conocen cómo fue esa historia. Hecha un costal, el aislamiento que te aplasta, el frío, la lluvia que hacía crecer el musgo en los patios silencionsos del presidio y los días que por ellos caminé (¿cuántos fueron?) Podría calcularlos, pero prefiero hoy destacar el mañana. Sobre lo sucedido, ya nada puedo hacer, pero el futuro está aquí, frente a mí y es hora de afrontarlo. En el tiempo no se espera, se hace el camino. Tanto rato, por fin toco la puerta, y tardan en responder, ¿cuánto habrá crecido mi Juanito? ¿Me reconocerá?, me digo. Mi corazón grita de emoción. Me distrae un tropel de niños que llegan para jugar en la pampa bajo la luz del foco mortecino de un poste. Ahí, la puerta se abre, ¿a quién busca?, me dice una anciana, desconocida para mí. A mis hijas, le digo. La mujer contrae el rostro, me mira con un sentimiento de culpa o extravío. Luego adopta una expresión severa y me sentencia, definitiva: aquí no viven. Pero por favor... me da un portazo ante las narices. Mis ideas vagan ahora en un espacio y tiempo indefinidos, buscando un sostén como una barca a la luz del faro que la desancle de la borrasca. Los abrazos están para siempre frustrados, ¿dónde están? Me aturdo a pesar de sentirme dura. ¿Dónde están si no están aquí? Diez años, me digo. Todo podría haber pasado, ¿pero qué ha pasado? ¿Es mi casa o no es mi casa? Dudo. Estamos sólo yo y el silencio y la noche ominosa. 19

Habrán visto algo raro, los mocosos detienen, entonces, el juego y se acercan. Me rodean, me miran. No los conozco. Siento que soy una extraña en mi propio barrio. No sé si son las miradas inocentes que me conmueven o mi propio sentimiento contenido, pero mis pupilas comienzan a humedecerse. De pronto, ¡comadre!, oigo una voz aguda que llega desde el zaguán contiguo y cada vez más próxima, con la sombra que se acerca ¡Comadrita!, le grito, sin poder contenerme. Quién diría que hay momentos en que una vuelve a ser niña y busca el arrullo placentero tal como me lo están dando estos abrazos ¡Venga, comadrita!, dice ella. ¡Ay, las dos después somos llanto nomás! ¡Venga a mi casa! ¡Otros ocupan ya desde tiempo tu casita! ¡Venga!, dice y entramos. Allí están los viejos muebles cobijados por la sala precaria pero serena, las cosas aguardando a nadie con esa silenciosa dignidad de los objetos al ser retratados en un cuadro, que no cambian mucho si no manteniéndose o destruyéndose, yendo a ser lento polvo y abandono rutinario. ¿Cuántos años?, oigo hablarme. Y Paula, con quien converso, veía sin ver las cosas de su propia casa. Parecía recordar el día de la detención de su vecina y comadre, los empujones con los carajos hirviendo en los oídos de todos mientras se escuchaban los aparatosos disparos y el despliegue policial que llenaba el espacio de las casas desde donde reflejaban la escena huidizas miradas en la noche amenazante. Es cierto, que de eso han pasado años y cosas y hechos y fatales noticias... 20

—¡Paulita! ¡Qué vida! ¡Todo lo que nos pasa! —dije. —Pensaba sobre ciertas cosas, los mal sueños de esos años, Lucila —me dice. Y la conversación se extiende largo rato, atropellándose las palabras en los labios debido a la emoción y a tantas cosas que tenemos que decirnos ahora y que pugnan por salir sin orden, sin cronología, cortándonos una y otra vez para chisporrotear como si no fueran memoria, como si no hubieran caducado en su significación. Para Paula Avendaño, viuda de Restauración Mallqui, asesinado el 19 de junio de 1986, en El Frontón, parecen agolparse nuevamente en sus fibras íntimas los invívitos y condensados efluvios de aquellos tiempos bélicos, vertiginosos y cruentos de los 80. Ahora, está mi comadre para responder, no sabe cómo, lo que han sido los destinos de mi Rosaura, de Marita y el Juanito. Y ahí habla Paula como midiendo distancias: —Ah, te digo que a Rosaura...a ella no volví a verla más, luego que la cogieron, casi al año que a ti. Yo fui de dependencia en dependencia, preguntando, tratando de saber qué era de ella, con esa preocupación que tú me conoces. Ya que Rosaura era mi ahijada, cómo no haber indagado sobre su paradero. Llevándole la ropa que conseguí, algo de comida; pero, nada. No pude saber más de ella, hasta ahora...Sabíamos de ti, 21

que te llevaron a Yanamayo, pero, ¡qué podíamos hacer!, no se te podía visitar, había tantas trabas. Tú estás de regreso, pero Marita y Juanito se volvieron a Ayacucho, no sé... Se escucha un sollozo, la impotencia que ya no puede detenerse, como si se quebrara algo dentro de mí. En el fondo no sólo yo sollozo ahí, sino, ¿cuántas madres, cuántas hermanas y otras tantas esposas? Y pienso en las tantas mujeres que somos juntas. Rosaura, ¿dónde está? Viva o muerta, pero ¿dónde? Si vive, no queda sino su regreso, la vuelta de mi hija algún día; si muerta, queda el sepultarla como se debe. Aquí Paula, viendo que pienso en algo, se levanta y me abraza y dice que ya es tarde para tantas penas y tantas alegrías, que empieza la madrugada. Efectivamente, cómo han pasado tantas horas. Bueno, le digo, dormiremos un rato en lo poco que queda de la oscuridad, pero eso sólo para comprender mejor el derecho que nos asiste de seguir cambiando el mundo, la vida. Aún queda mucho por hacer. Y, entonces, afuera, en el aire libre y celeste se escucha el primer canto del gallo.

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PERICOTES DE DOS PATAS

GERMÁN ARAPA LUQUE

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GERMÁN ARAPA LUQUE (Huancané, Puno,1946) Estudió Secundaria Comercial en el Instituto Comercial Nº 55, anexo de la G.U.E. “Melitón Carvajal”. Obrero de la Municipalidad de San Juan de Miraflores, se adentró como autodidacta en la Literatura hacia el año ‘96. Posee numerosos relatos breves, la mayoría inéditos. Obtuvo menciones honrosas en los Viernes Literarios.

“En 24

manos del pueblo”

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— ¡M

ira, mira lo que esconde Angelino! — dice Paulino a su hermano Julián, jalándole de la camisa de bayeta. A la espalda de la casa ellos pastorean sus ovejas, juegan con esa plena libertad ajena a cualquier zozobra, a pesar de las múltiples recomendaciones de la madre en el buen cuidado de los animales. Sentados en la cuesta del andén más próximo disparan con sus hondas de goma para tumbar piedras que han enfilado como blanco sobre una roca grande a manera de estatuas indefensas. Comen cebada tostada al mismo tiempo que disparan alegremente sus proyectiles, sin suerte, por supuesto, mientras las ovejas pastan a su libre albedrío en las cuestas del andén. El cielo azul turquesa, el aire fresco y el suave esplendor del sol de la tarde otoñal bañan el paisaje cautivador de Huancho “Lima”; todo esto contrasta con el silencio del paraje. En esta parte de la ciudad altiplánica las cosechas ya han sido recogidas y sólo quedan los andenes a merced de los ganados, que pacen dispersos y mansos, casi inmóviles. Angelino, el primo contemporáneo de los mozalbetes, también pastorea sus ovejas cerca de su casa, distante a la casa de Paulino y Julián, juega con los carritos de piedra, jalándolos de la 26

pita amarrados del carro, hay veces empujando por las carreteras imaginarias que él ha construido, y ahí están las quebradas sinuosas, los abismos que serpentean hacia el horizonte, los diminutos valles donde los vehículos zigzaguean hacia destinos que su conductor les traza; pero, de pronto, como si recordara súbitamente algo, deja la ruta fantástica y se dirige a su casa, entra presuroso a la habitación donde se guardan las cosas de valor, las elementales materias de la alimentación y la vida; al poco rato sale con un paquete bajo el brazo que esconde apresurado entre los arbustos de muña, no muy lejos de la casa. Luego, a pesar de que queda todavía tiempo para pastorear, arrea afanosamente sus ovejas al corral, seguido de “Chaco”, el perro chusco, ceniciento y huesudo, que no se le desprende. Paulino, que ha visto el misterioso afán del primo Angelino, sin que este lo vea, se aproxima con rapidez hacia el lugar del secreto, hurga en el arbusto que emana un tibio olor a menta, recoge algo y regresa inmediatamente con el paquete hacía donde Julián le espera sonriente. Cuando los hermanos abren el envoltorio de papel grueso de azúcar, ambos se sorprenden. Sus grandes ojos traviesos se abren más al ver el tremendo molde de queso todavía fresco, hurtado por Angelino. Sin pensar ni perder tiempo, muy orondos, le agregan la cebada tostada que disponen y, entre risas, mostrando los dientes cariados, dan cuenta del hallazgo; en tanto siguen pastando sus animales. 27

Entre tanto, Angelino que acaba de guardar su ganado va directamente al lugar de su escondrijo; pero grande es su sorpresa al no hallar nada allí. Empieza a buscar desesperadamente en los alrededores por si acaso hubiese confundido de sitio. Pero nada. Piensa que algo raro le ocurría, vuelve a mirar el lugar donde hace poco lo puso, pero no está; mira al lugar donde estaban jugando los primos, pero no les vio. Ahí murmura algo y pensativo, se rasca la cabeza. “Pero si aquí lo guardé” se dice. La cólera se va apoderando de su alma. Ve al “Chaco” que olfatea a su lado, moviéndole la cola; “este perro ha sido...”, piensa y, monta en ira, y carga todo el infortunio sobre el pobre animal, lo golpea y lo persigue a pedradas. “Chaco”, ayayando de dolor huye cuesta abajo del andén. Angelino, sin sospechar de sus primos, se marcha, con la seguridad de que “Chaco” se ha comido el queso. Todo esto es observado con minuciosidad por doña Jacinta madre de Paulino y Julián sin que lo notasen ninguno de los muchachos. Por eso para la noche Jacinta invita a Angelino y a la madre a compartir la cena de ese día y poner en marcha lo que tiene en mente. Cuando la oscuridad cae sobre Huancho “Lima” y las estrellas titilan con intensidad en el fondo azul del cielo sin luna, llegan a la casa doña Rosita y su hijo Angelino, mamá Jacinta les hace 28

pasar a la cocina levantada con paredes de piedra, en forma circular y techada con paja de cebada e ichu donde se ve colgar de su interior como adornos lágrimas de hollín. Sobre una piedra saliente de la pared un mechero de cebo alumbra con su luz tenue, este bailotea en medio del humo de la leña, sacudido por el viento y está como quejándose. Disipado el tormento del humo, que un momento les ha hecho llorar. Doña Jacinta escurre el agua y vacía de la olla la papa sancochada sobre la “Jencuña”1, además los invitados y los hijos reciben su “fatacaldo”2 con charqui de carnero. Así mismo, mamá Jacinta ordena a sus hijos que traigan un molde de queso para acompañar a la papa recién sacada de la olla. Paulino y Julián se miran la cara sorprendidos. La orden de la madre entra como una lezna en el corazón de los mostrencos que se empujan el uno al otro con los hombros, insinuándose quién va por el queso, que ya debería estar allí sobre la “jencuña” con la papa suculenta. Finalmente parado un momento, Julián sale refunfuñando hacia la otra habitación, donde debe estar la canasta del queso, la mira en medio de la penumbra amarrada de la viga del techo, pero él no se acerca a ella y más bien se vuelve dubitativamente a la cocina. Ya allí, simulando una inocencia que por dentro le descorazona, dice, con las manos cruzadas sobre el vientre: 1 2

Jencuña: Mantel hecho de lana para llevar fiambre. Fatacaldo: Caldo de morón, entero. 29

—¡Mamita! Ya no hay queso, seguro que el gato se lo habrá comido, o quizá los pericotes. La madre mira a sus hijos y socarronamente responde: —¡Sí! Seguro un pericote con dos patas y cabeza negra se lo habrá comido. O tal vez dos pericotes. Dentro de la humilde habitación las paredes de piedra parecen reflejar una asidua presencia fantasmagórica, amarilla y muerta, donde parpadea la sombra irreal y oscura de los chicos y la madre que aguarda allí sentada. La llama chisporrotea desde el fondo de cada leña que aún queda en el fogón para seguir espantando el frío incisivo que muerde en el aire. Los hermanos y el primo Angelino permanecen ligeramente callados y se van asustando más cuanto más entienden la falta en que han caído. Avergonzados como están, no atinan a dar una salida, una solución plausible al aprieto del cual son cómplices activos. Angelino está mudo. Doña Jacinta para hacerlos comprender la falta y para conducirlos por buen camino piensa que aún están a tiempo de corregirse y se anima a contarles, mientras comen, con el sabor irremisiblemente perdido por el asunto del queso, una historia real de la vida misma. 30

Esta había ocurrido hace mucho tiempo; sin embargo, las consecuencias estaban vivas y frescas como si hubiese sido ayer. Apoyados por otras comunidades aledañas con las cuales no sólo nos unen lazos de trueque, en las multitudinarias jornadas, inacabables y amorosas del ayni, para el sembrío o la siega, en las recíprocas visitas para el baile y las fiestas y las fechas patronales, los comuneros de Huancho “Lima” se levantaron en defensa de su dignidad, contra la opresión de los mistis gamonales y el abuso de las autoridades de la provincia de Huancané. Allá por el año 1923, sí, por esos años, yo y mis padres nos habíamos escondido en el cerro “Phantani”, desde allí vimos cómo el ejército del batallón 21 de la provincia de Huancané cometió el genocidio contra los indefensos habitantes de Huancho que habían sido sorprendidos en sus casas, la soldadesca prendió fuego a los techos de paja y estas ardieron como fogatas en la noche, mientras familias enteras eran fusiladas. Tiempo después, curadas las heridas y reconstruido el Ayllu Huancho, de entre los comuneros de mi única querencia, porque allí nacieron mis padres, mis abuelos, todos mis antepasados, sobresalía por ese entonces don José Luque, no sólo por su tamaño y el color de su piel sino por su propia forma de vida que llevaba. Este hombre muy presuntuoso cabalgaba por esos 31

lugares montado en su alto caballo bayo, puesto el mejor poncho de la comarca, poncho fino tejido con lana de vicuña de color camello, con ribetes en arco iris, sombrero de paja palma traída desde el Norte del Perú y botas del Ejército con espuelas de plata incrustadas, cabalgando siempre hacia Tumanta3, su destino cotidiano. Ya en la comunidad, por ese tiempo empezaron a desaparecer toros, los mejores carneros, caballos, mulas y también enseres de valor de los comuneros. Casualmente ocurría también lo mismo en otras comunidades. ¡Vaya! ¡Y no había ni santo ni seña de quién pudiera ser! El recelo y la preocupación cundieron en las comunidades. Por eso las fiestas tenían una parte de prevención y rabia, y, por otro lado, de alegría y olvido. Nos decíamos algo en el oído en un momento, y, en otro, la risa por quítame la paja de encima. Sin embargo los comuneros, las familias, los afectados y aquellos que no estaban vivían confiados en la serena sabiduría de los viejos yatires4 de la comunidad quienes calmaban la ambición o la venganza de los que desangraban a los pueblos. Se les pedía a ellos que señalaran la procedencia y hasta el origen y el rostro y el nombre de los ladrones. Pero nada. Ellos no tenían la fuerza suficiente para internarse en el mundo de los apus, que les daba clarividencia, y salir con la respuesta que necesitábamos. Así pasó buen 3 4

Tumanta: Recodo del río Huancané y aledaños. Yatires: Los que saben.

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tiempo y no se logró averiguar gran cosa. Pero, la verdad es que cada cierto tiempo seguían perdiéndose los animales: un día dos asnos, otro día una montura nueva y hasta frazadas y ponchos recién tejidos, que tenían que ser llevados por sus dueños a las ferias de la provincia y ser vendidos o cambiados en trueque por cañihua, por sacos de azúcar, arroz y otras cosas. Asimismo, don José Luque iba cada domingo a Huancané a tomar aguardiente con el sargento de la Guardia Civil, a saludar a su compadre, el juez Peñaloza; otras veces salía de la casa del letrado Arenas. Andaba como todo un cacique gamonal, su porte le favorecía; alto, fornido, tez de bronce, propia de la herencia ancestral, nariz aguileña, el bigote tupido parecía llenarle la cara de una seria y solemne distancia que los alejaba de los hombres, pero la sonrisa cautivadora hacía soñar a más de una moza del lugar, especialmente durante las fiestas de la comunidad donde se dedicaba a tocar huaynos hechiceros con su acordeón. Hablaba con esmerada bondad y respetuosamente se disculpaba cada vez que le llegaba una copa de licor del lado de la gente humilde y tomaba moderadamente como que se cuidaba de algo. La gente lo llamaba “hermano José”. De todas las fiestas se retiraba cortésmente, cuando se entraba al grito, a las conversaciones destempladas y cuando el alcohol surtía sus efectos nocivos, desaparecía de inmediato en la oscuridad de la noche, como un gato. Casi nunca se le veía 33

trabajar en la chacra. Doña Catalina, su esposa, era la que administraba la casa y decía que su esposo estaba en viaje de negocios casi siempre. Un día que trabajábamos desyerbando en el papal, algunas mujeres murmuraban en voz baja: —¡Dicen que se ha perdido un toro en la estancia de Chacamarca! —comentaba la más chismosa, la Ludovina Cutipa. Otra agregó, preguntando bajito: —¿No será que don Pepe...? —¡Yosay tatito5! ¡Jesucristo y los arcángeles se apiaden de mí, de lo que estoy pensando, porque doña Cata siempre nos sirve chairo caldo con presas frescas! -dijo una vez Floripa Condori, mi comadre. Las sospechas en la comunidad iban aumentando día a día. Cada vez que don José salía de viaje se perdía algún ganado. Mucho, ¿no? Así, una noche desapareció un toro del comunero don Manuel Quispe sin que el dueño se haya dado cuenta ni escuchado ruido alguno, mucho menos había ladrado su perro bravo. Horas después don Manuel y los vecinos, sin perder tiempo, comunicaron en secreto a las autoridades del Ayllu Huancho para coger al astuto abigeo. Ya todo el pueblo estaba preparado porque se tenía 5

Yosay tatito: Dios mío.

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por casi seguro quién podía ser el dañoso. Se pensaba en José Luque, así fuera otro esta vez no podía irse con las suyas. Así, pues el indeseable fue esperado en el callejón de Sajsa-Uyo. Ya entrada la noche, con la luna muy arriba, clareando, vimos a un hombre cabalgar con trote lento hacia Huancho “Lima”. Cuando estuvo cerca de una esquina llena de árboles y piedras, los hombres, diestros en lacear ganado le asentaron las cuerdas de cabuya por diferentes lados. Era efectivamente don José Luque Luque y se veía que retornaba de Tumanta. El hombre de sonrisa que gustaba a las mozas se resistió ferozmente lanzando amenazas y puntapiés: —¡Desgraciados, suéltenme! ¡Los haré meter a la cárcel! ¡Suéltenme, desgraciados! –Bramaba, con la boca llena de espuma. Amarrado lo llevamos a su casa, que no estaba muy lejos del lugar, para la inspección. Teníamos toda la seguridad de que él era el ladrón. Sólo nos faltaba encontrar las pruebas. Ya en su casa los comuneros hallaron carne fresca de res en un lugar especialmente adecuado para tal fin, y que estaba al costado de la cocina en un cuarto aparte, cuando se siguió buscando, más cosas hallamos; también algunos objetos de valor sustraídos que estaban empacados, listos para llevar a Tumanta. Los comuneros pudieron reconocer sus pertenencias perdidas. Allí, ante la 35

evidencia, el muy canalla tuvo que confesar sus fechorías, después de un agotador interrogatorio, donde no se le tocó ni un pelo, sin embargo no delató a sus cómplices de Tumanta y de otros lugares. Al día siguiente, fue llevado a “Huayñun Pata” de la estancia Huayllaraya, allí pues donde la gente de la comunidad se reúne cada fin de mes, en ese lugar también bailamos hasta ahora. Doña cata iba amarrada junto al esposo, más atrás eran llevados los hijos menores vendados los ojos. Los comuneros nombraron el comité de aukiles6 para que decidiera la suerte del ladrón y de su familia, según la costumbre. Desde tempranas horas de ese día esperaron ellos el castigo ejemplar, así como nosotros para aplicar el principio moral de nuestros antepasados: “Ama sua, ama quella, ama llulla”. Esa mañana estaba soleada y contrastaba con los rostros serios de los comuneros. Todos esperaban pacientemente. Los pájaros empezaron a cantar anunciando el mediodía. Los hombres dejaron de chajchar la coca de la thinka7, ceremonia de nuestros antepasados que se lleva a cabo en cada acto, así sea para empezar el trabajo o ceremonias más grandes como ese hecho. Estaba yo, sentada junto a mi comadre Floripa Condori, la coca estaba amarga ni con 6 7

Aukiles: ancianos. Thinka: Ofrenda para pedir licencia.

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“lliktha”8 endulzaba, así que escupí todo sin que me vean, además no me gusta. Mas los hombres masticaban haciendo bola en un lado del cachete, parecían desahogar su ira en la coca. La tonada del canto de los pájaros era más intensa. Allí nuevamente, uno de los Aukiles abrió la “Estalla”9 blanca con coca para pedir licencia al Auqui Alajjpacha10 y a la Pacha Mama11: Escogió las hojas más verdecitas y lozanas y las echó en una copa con aguardiente, luego invitó a cada uno de nosotros a hacer lo mismo; después levantó la copa invocando plegarias, seguidamente esparció el contenido de la copa hacia el cielo, una parte de la coca se enterró en la esquina de la habitación donde se encontraban los acusados. Pronto saldrían con la sabia decisión los ancianos y yatires, aún deliberaban algunos asuntos finales. Los postes estacados de eucalipto esperaban en silencio, no muy lejos de donde se reunían la mayor parte de los comuneros, ordenadamente; más allá había una ruma considerable de muña seca amontonada, lista para hacer fogata. La gente se inquietaba por la demora de los aukiles y yatires que no salían de la habitación que había allí, ¡hasta ahora están algunas paredes! ¿No doña Rosita? Al ver todo estos preparativos se me escarapelaba el cuerpo, pues nunca había visto estas cosas. Bien, Llikta: Preparado en base a la ceniza del tallo de quinua. Estalla: manta pequeña de lana, solo para el uso de la thinka. 10 Auqui Alajjpacha: Padre que está en el cielo. 11 Pacha Mama: Madre tierra. 8 9

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mientras el reo y su familia permanecían separados entre sí, pero vigilados celosamente por cientos de ojos. La mujer lloraba en un silencio lastimoso. Los tres hijos como estaban vendados no podían darse cuenta de lo que pasaba. El villano José Luque, consciente de sus fechorías, seguramente, pensó que esta vez no tendría salvación; por eso se le vio la cara de otro mundo. Ya en una ocasión que nadie había olvidado se le perdonó junto al Justo Condori, los comuneros habían sido indulgentes con ellos, debido a la información que dieron al Ejército, traicionando a sus hermanos alzados en armas, contra los gamonales entre los años 1923 a 1925. Como repito, la comunidad de Huancho “Lima” fue masacrada sin piedad por esa deslealtad, ahora, de nuevo había vuelto a traicionar la confianza de su pueblo, no podía haber pues otro castigo más que la muerte; ahora sí no se escaparía. En eso, por fin salieron los ancianos y con rostros serios ordenaron de inmediato la ejecución de los dañosos. Fueron sacados de la habitación hacia los postes de eucaliptos, donde en desgarrador suplicio mudo, pataleando las piernas, más la cara no se les veía, pues estaban con vendas, me imagino cómo estaría de morado y con la lengua afuera al ser colgados como espantapájaros dos cuerpos grandes y tres pequeños. La gente estaba muda, nadie dijo nada, mi lengua estaba pegada y mis dientes duros al ver este espantoso castigo, luego fueron quemados y 38

sus cenizas echadas a las aguas de Tumanta para que ni sus almas regresasen a robar. Eliminado el mal, la tranquilidad volvió a la comunidad. Entonces, mamá Jacinta calla y mira tiernamente de nuevo a sus hijos que están como si despertaran de un mal sueño. A Paulino y Julián les remuerde la conciencia por lo que han hecho, están todavía absortos de haber escuchado la historia del implacable castigo a la familia Luque de quienes no habían sabido nada hasta hoy. Una semana antes cuando mamá Jacinta fue a Huancané a negociar con chuño y lana, preparándose para la fiesta de la Virgen de las Nieves, ya que la víspera de ese 5 de Agosto, quería participar en la veneración y bailar dentro del jolgorio general, ahí fue que los niños decidieron sustraer el queso de la canasta y comérselo en ausencia de la madre. Al final, cuando confiesan todo a la madre acerca del queso de la canasta y lo del primo Angelino, que llora con la cabeza gacha, doña Jacinta no tiene otra cosa que decirles, a manera de norma familiar: —Vayan, hijos, a dormir. Y cuando tengan hambre, coman, pero digan, avisen lo que han tomado. Así serán hombres razonables. Doña Rosita, abraza a su hijo Angelino y se aúna a doña Jacinta y le dice: 39

—Mamay, espero que estos chicos aprendan de tu ejemplo. Mañana vendré a pasar el día contigo. Afuera cuando Angelino y su madre salen, bajo la luna que resplandece sobre las nubes, gira un viento cálido que también los chicos sienten desde la casa.

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LOS ÁRBOLES

OSCAR ABRAHAM GILBONIO NAVARRO

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OSCAR ABRAHAM GILBONIO NAVARRO (Lima, 1966) Hizo estudios secundarios en el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe y siguió la especialidad de Ingeniería de Sistemas en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Escribe narraciones desde fines de los 90. Actualmente publica poemas en diferentes boletines de poesía. Algunos de sus cuentos se publicaron en “El mundo está cambiando”.

“Así se ve un estado policiaco” 42

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¡T

ío, una pichanguita, tío! ¡Se lo dejo como nuevo! ¡Vamos pe’ tío...! ¿Ya? No lo conozco, pero así le digo para ganarme su confianza, a ver si me acepta. Es un señor con terno, corbata y maletín, será profesional tal vez, en eso me doy cuenta que sus zapatos están con polvo y lo persigo un trecho con mi caja al hombro. El “tío” acepta, yo me acomodo sobre la caja, soplo mis manos, señal de que voy a empezar. Tengo que impresionarlo, también, pues. Saco mi funda y ¡Zas!, un sacudón. Sigo con el cepillo, ¡fuera polvo! No me ha dicho si también quiere lustrada, pero cargo y pienso: será servicio completo; una pasada con betún y dejo secando un ratito. Ahora le toca al otro zapato. Han recuperado su color. Voy guardando mis materiales, me quedo con la funda y la escobilla. Un estirón y empiezo a sacar brillo. Deben quedar como espejo. ¡Cric! ¿Oyó como rechina? ¡Listo! ¡Son cincuenta céntimos! ¡Gracias, tío! Mientras camino por el Parque Universitario en busca de otro cliente, les contaré cómo me inicié en este trabajo. Fue hace un tiempo, Roberto me animó un día diciéndome: Vamos a trabajar al centro de Lima, lustrando zapatos se gana. Al comienzo sólo le escuchaba, pero me decidí 44

cuando mamita se puso delicada: tenía que ayudarla, pues mi hermano había viajado a mi tierra, a mi querido Ayacucho, en busca de papá y no teníamos noticias de ellos. Mi hermana Elisa, que antes vivía con nosotros, se había casado y tenía que trabajar para sus hijos. Tengo cuatro hermanos más, pero todos están en Ayacucho. Pensando en lo que me había dicho Roberto, ahorré y fui donde el carpintero Julián. —Por favor... quiero una buena caja de lustrabotas— le dije, y me la hizo bien maciza, es mi acompañante en la faena, tiene sus divisiones para guardar las herramientas de trabajo; todo debe estar bien ordenado. Roberto me enseñó este oficio, somos del mismo barrio y vamos pa’quí y pa’llá juntos. Me enseñó a tener pulso. Al comienzo se iban sin pagarme y hasta recibía cocachos, algunos clientes no tienen paciencia, porque les adornaba las medias a la altura del borde del zapato con una banda de betún; me faltaba práctica, seguramente. Roberto me decía también: Ten cuidado, ¿no ves que recién estás aprendiendo?. Y es que yo quería terminar rápido. Me di cuenta de que poco a poco se aprende, no todo sale bien al comienzo: se tiene fallas; no hay por qué apurarse. Después ya no manché nadita. Hasta con medias blancas 45

meto ahora betún negro y salen intactas. Cuando Roberto me trajo a este lugar, el resto de muchachos me miraron de pies a cabeza. —¡No te dejes!—, me advirtió, y cuando quise ponerme a trabajar, me botaron diciendo: esta es mi zona, me vas a hacer la competencia. Iba más allá, igualito me decían; al final, recorrí todo el Parque y no hubo lugar para mí. Un día tuve que trompearme con un muchacho casi de mi edad. Hicieron ronda los demás y nosotros, al centro, nos trenzamos. Me sirvió haber entrenado con Roberto. El otro muchacho — se llama Raúl— se puso a llorar, y yo quedé magullado, sólo así fui aceptado en el grupo. Desde ese momento, Raúl siempre me saluda. Mientras trabajo me gusta conversar con mis clientes. Varios me preguntan de dónde soy. No pareces de Lima, dicen. Les respondo que soy de Arequipa. Porque si decía de Ayacucho, se ponían como inquietos y me preguntaban otras cosas. Sólo hablo de esto con mis amigos de confianza. Por eso mejor yo les pregunto primero de dónde son ellos, cómo les va en su trabajo o si tienen hijos de mi edad o dónde trabajan. Algunos clientes son conversadores; me gusta cuando me cuentan sobre su trabajo, porque yo quiero saber cómo es cada trabajo, para escoger mañana más tarde cuando estudie, aunque me 46

dicen ellos que cuesta caro estudiar. Este año no fui al colegio. El próximo retornaré sin falta. Todavía estoy a tiempo y vengo comprando mis útiles. Ya sé leer porque mi hermano Pablo y la profesora Paulina me enseñaron antes de venir a la capital hace dos años. Trabajo durante la mañana, en la tarde nos juntamos todos los lustrabotas —somos quince— y jugamos fulbito en el centro del Parque Universitario. Después de esto casi al anochecer ya regreso a casa, varias veces me he pasado de paradero por quedarme dormido en el micro. “Audaz” hace guardia en mi chocita; cuando llego se agita de contento y ladra avisando a mamá. Ella enciende la cocina de kerosene y al rato estamos cenando juntos. Conversamos un poco sobre lo sucedido en la jornada, sobre lo que haremos al día siguiente, la beso en la frente y me acuesto, al poco rato me duermo. Será porque estoy cansado o porque no tenemos TV que ver. A veces me despierto de un de repente y veo a mi madrecita, muy tarde incluso, sentada al lado de la lámpara, tejiendo alguna chompa que tiene que entregar para la exportadora del ingeniero López. Me he puesto a pensar en lo mucho que trabajamos los pobres para poder sostenernos. Yo veo que la plata no alcanza, cada vez son menos los que dan propina o dicen: ¡Quédate con el vuelto! No faltan por ahí los que quieren 47

“camaronear”. Algunos se hacen los borrachos; otros, que no escucharon bien el precio que se les dijo. Tengo que ponerme fuerte cuando me toca uno de estos rebuscones. Entonces, eso sí, gritando le digo: ¡No se haga, pues, señor!, mis compañeros se ponen atentos por si necesito ayuda. Hemos aprendido a defendernos unos a otros. El “vivo”, de mala gana, mete su mano al bolsillo y paga refunfuñando. Así a veces estoy seriote, otras, río por dentro, por ganarle la altura a los manganzones. Otra cosa es cuando son sinceros y me dicen que no tienen más dinero, los comprendo y los atiendo, motivos tendrán. Cuando vemos un gringo nos acercamos. “Debe tener dólares”, pensamos. Una vez pasó uno con botas de vaquero, hablaba otro idioma. Nos ofrecimos y él no sabía a quién escoger. Dos dedos le enseñamos, eso significa dos dólares. De pronto Julio le enseñó su mano con un solo dedo levantado y el gringo prefirió con él. Esa tarde suspendimos nuestro fulbito; estábamos molestos por lo que había hecho Julio. —¡Hay que acordar la tarifa!—,propuso Roberto. —¡Sí, pues, todos debemos decir lo mismo! —¡Si uno se rebaja lo friega todo! —dijo Calín y agregó algo que había escuchado a su padre que es obrero: —¿Por qué no hacemos como un sindicato? —¿Sindicato? 48

—Sí, significa estar unidos, un mismo interés. —¡Ya pe’! —Aceptamos y, ahí mismo, aprobamos nuestro primer acuerdo. Pregunté: —¿Qué haremos con el que friega mandándose por su cuenta? —¡Lo apanamos! —, respondieron todos, hasta Julio, aunque por ésta se la perdonamos de veras. Una tarde Vicente se percató que le faltaba una lata de betún marrón. Reciencito la había comprado. De la caja bien difícil que se caiga, ¿no?, uno se daría cuenta ¿Alguien pues la había agarrado? ¿Quién andaba con malas mañas? Tenía que haber sido mientras jugábamos fulbito y dejábamos las cajas al costado de la “cancha”. Pedro estuvo de suplente, él tiene que saber, ha estado extraño. ¡Enseña tus materiales, Pedro!, —le dijimos. Pedro cogió su caja y quiso correrse; pero lo chapamos y le bajamos el pantalón ¡Qué vergüenza! ¡Justo cuando pasaban dos escolares bonitas con su uniforme planchadito! Fue lo que se nos ocurrió hacer en ese momento, porque no queríamos un ladrón entre nosotros. Pedro se quedó pensativo, entonces conversamos y le preguntamos: ¿Por qué te dio ganas de robar si estamos trabajando bien? Casi no respondió y esquivó, pero algo dijo que su familia tenía problemas, discusiones, que no les alcanzaba para comer. No volvió a hurtar; pero sé de algunos que 49

no se corrigieron así nomás. No todos tenemos el valor de ser correctos a pesar de las tentaciones y las dificultades, pienso yo. A veces atiendo a jóvenes que se van a una cita; están un poco nerviosos; quieren impresionar a su pareja y me esmero para que queden bien sus zapatos. También hay señoritas con falda corta que cuando levantan la pierna enseñan todo. ¡No seas vivo, cholito! —me dicen y ya no miro más, pero pienso entre mí: “Ya sé de qué color es”. Tal vez lo hacía antes por curiosidad y también de puro palomilla. Ahora lo he dejado. No saco nada de esa conducta. Por esta zona hay unos guardias que pasan en su tanqueta cuidando el Ministerio. Les llaman “de asalto”. No me gusta atenderlos porque algunos son conchudos; tienen unas tremendas botas que comen mucho betún, y al final, cuando les pido por mi trabajo, responden: —¿Qué cosa?, ¿Vas a cobrar a tu jefe? —, y se van caminando con algún pretexto —. ¡Si te roban tu caja, me avisas nomás! — ¡Como si en algo me fueran a ayudar! ¡Esos! Pero tengo un betún especial para los conchudos; lo preparo con pilas viejas, les saco el carbón, lo muelo con una piedra, lo mezclo con un poquito de grasa y ¡Ya está! Sale brillo, pero nomás camina un rato y desaparece. 50

Un día vinieron al Ministerio los profesores que estaban en huelga. Yo regresaba del comedor popular con Roberto y Calín, estaba recogiendo yo mi caja que encargo, como siempre, a la señorita de la agencia de viajes “Hidalgo” cuando voy a almorzar; entonces, se desató una correteadera. Los profesores hasta brincaban para que no les caigan los palos, los guardias pegaban duro. ¡Imagínate que te caiga un garrotazo! Eso debe doler, ¿sólo porque piden aumento? Todos nos quedamos asombrados mirando. No entendíamos. Pensé en mi profesora ¿No estará ella también allí? ¿No tenemos que respetar a nuestros maestros? Pero los guardias, eso vimos, no perdonaban ni a las mujeres y me dije: “Si mi mamita fuera profesora, le estarían pegando así porque sí. Yo no lo permitiría, ¿no? La acompañaría para cuidarla”. Esa vez nos alegramos un poco, cuando, en medio del forcejeo, un profesor le metió un codazo en el hocico a un policía a quien sus propios colegas le decían “buldog”, ése era uno de los más pegalones y de verdad parecía colgarle el hocico como a un perro rabioso, y feo para malas, pero el codazo estaba bien dado. Yo salté, creo de gusto, pero ahí nomás ya no pudimos ver más ni a aquel profesor ni al “buldog”; el humo de la bomba lacrimógena lo tapó todo, y nos hizo llorar a baldes. Toda la cara me ardía, como si me hubieran pasado ají; nosotros al menos, nos refrescamos rápido en la pileta, cogiendo nuestras cajas, pero los vendedores ambulantes de comida, ropa, 51

cassettes, anteojos, etc. no sabían si salirse o quedarse cuidando sus puestos en las veredas porque no faltan quienes “jalan” la mercadería, eso lo saben por experiencia: ahí están los “pirañas”, así los llaman porque la piraña es un pez mordelón que ataca a su presa “en mancha”, no uno, sino un montón y cuando ellos asaltan también actúan así, algunos distraen, unos son “campana” y otros arranchan. También les dicen “terokal” porque buscan ese pegamento amarillento que lo tienen en bolsas, lo usan no para pegar sino para “soplarlo” y así drogarse; de tanto verlos, porque abundan en Lima, he conversado con varios de ellos. Un día les pregunté qué veían, qué sentían con el terokal. Dijeron ver fantasías, que se sienten como en las nubes, que les da valor y se olvidan de todos sus problemas y penas: de su padrastro borracho y pateador; de la hermana que se mete a forro con los rateros; de que no hay comida, y hasta de la escuela donde nada les gusta; pero sólo es momentáneo, después vuelven a la realidad. Mientras se franqueaban conmigo, vi que otros de la mancha seguían a una chicoca que llevaba descuidada su cartera; otros, el “Pelón”, con dos más, la picaban a toda carrera por el callejón de la gruta, le habían arranchado el monedero a una “tía” cuando subía al micro. Más tarde, volverían al punto, mascando chicle o con papas rellenas envueltas en papel periódico. Achorados, únicos dueños de las calles. Los policías miran nomás. Habían dos chibolas de diez años entre ellos, les decían “mujeres tempranas”, “jugadoras”, y 52

también se desesperan por terokal. Una vez su jefe “Malambo” me invitó: —¡Prueba! —me dijo. —¿Para qué? —le respondí. —Vas a sentirte chévere, no seas miedoso — me insistió, entregándome la bolsa, mientras otros “pirañas” metían candela. —¡Anda!, ¿O te chupas? Serás otro, causita. —Vuela, Chino —me decía el “Petete”. Roberto y los otros lustrabotas observaban más allacito. Pensé: “Valiente es el que deja el vicio, no el que se mete”. Y me acordé de mi mamita, de Pablo, de sus consejos, de lo que conversamos una noche. Entonces, le regresé la bolsa a Malambo y me dirigí hacia Roberto. Sólo oí algunas murmuraciones a mis espaldas pero seguí caminando. ¿Qué conversamos aquella noche con Pablo? A ver, todo empezó cuando pregunté: ¿Por qué hay pirañas y niñas que se prostituyen? Y mamá protestó sorprendida: ¿Qué cosas hablas, hijo? Pensé: “De repente he dicho una mala palabra”, pero intervino Pablo y dijo: Déjalo que pregunte, mamá; peor sería que se quede con las dudas o que le respondan otros con falsedades, y me explicó como él sabe hacerlo, mediante cuentos o parábolas (¿así se dice, no?):

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—Los hombres son como los árboles —dijo—. Cuando están tiernos, necesitan más cuidado, necesitan que se los alimente, regándolos, que se les desyerbe para retirarles la maleza y se los pode para quitarles lo que no está bien y puedan crecer sanos y rectos. Pero si se los abandona, esos arbolitos crecerán como pueden, buscarán desesperadamente alimentos para sobrevivir, algunos serán cubiertos por la hierba mala y se convertirán en eso, en algo dañino; otros, a duras penas se desplegarán por entre la maleza, pero crecerán torcidos y debilitados y sólo unos pocos lograrán crecer derechos. Reflexionó: —Árbol saludable da buenos frutos; en cambio, árbol chueco y enfermo ¿qué puede dar? —Malos frutos —respondí. Entonces, mamá agregó: En mi niñez casi todos los árboles crecían sanos, difícil era ver ladrones, maleados y ése que, siendo hombre, quiere ser mujer. Todos andaban derechito aunque ignorábamos muchas cosas porque a las justas estudiábamos primaria, pero gente trabajadora, ¡eso sí!, aprendimos a ser. Después he visto cómo aumentan esos males en el país, y aquí en la capital, peor. —¿Por qué crece todo eso? — pregunté. —Es que los arbolitos son abandonados a su suerte –dijo Pablo volviendo al ejemplo—. Es como 54

una gran plantación, donde los dueños, que deberían velar por el riego, el desyerbe y la poda se han corrompido. Dicen: “Los niños son el futuro del país”, pero se ocupan de lo que sólo les resulta beneficioso a ellos. Algunos pequeños labradores hacen lo que pueden, pero las plagas siguen causando estragos, y el clima se ha tornado sombrío, frío, los rayos del sol apenas llegan y los arbolitos mendigan su calor. En ese momento pensé: “En verdad las cosas no son tan simples. Si queremos buenos árboles, debemos cambiar a los dueños de la plantación por quienes sí se preocupen. No será fácil, va a requerir bastante esfuerzo”. Ahora que sigo creciendo y aprendiendo, comprendo mejor. Recuerdo a mi hermano; quizá tarde un tiempo, pero sé que volverá. Tengo unas tremendas ganas de estudiar para enseñar a los demás. Me llaman, es un cliente, iré a atenderlo.

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REFLEJOS INOCENTES

HELÍ DE LA CRUZ AZAÑA

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HELÍ LUIS DE LA CRUZ AZAÑA (Ancash, 1965) Nació en Chimbote, Santa, Ancash, el 7 de septiembre de 1965. Estudiante de Medicina. Desde 1994 se interesa por la poesía y la narrativa, y cultiva esta afición hasta la actualidad.

“Libertad” 57

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C

uando uno de los niños alcanzó a ver que la profesora se acercaba presurosa en dirección al aula, corrió hacia su pupitre y exclamó agitado: —¡La profesora! ¡La profesora! ¡Viene la profesora! El resto de alumnos que se hallaban fuera de sus asientos, al oír el inesperado anuncio del niño, se sobresaltó y empezó a desplazarse atropelladamente, chocando unos con otros. El ambiente bullanguero del aula se iba tornando en silencio grave, pasmoso. Cuando los últimos rezagados tomaban posesión de sus asientos, la profesora hizo su ingreso.

—¡Buenos días, niños! —, saludó sonriente, como cada mañana. —¡Buenos días, profesora! — respondieron al unísono los niños. —¿Cómo están, chicos? ¿Alguien ha faltado a clases? — y dispuso sus objetos sobre el escritorio. Nadie contestó. Sorprendidos por la pregunta, los niños solo acertaron a mirarse entre sí, recelosos. Si bien la pregunta no tenía un carácter distinto al de una simple inquietud, a la profesora le interesaba conocer en lo más mínimo la actitud que los alumnos adoptaban, fuera en conjunto o de manera individual, frente a las interrogantes planteadas; reacciones que ella iba registrando 59

detalladamente en una libreta de anotaciones, para luego examinarlas a la luz de lo métodos y parámetros de observación de la personalidad infantil. Éste era un trabajo de campo que venía realizando silenciosamente teniendo como grupo de estudio a sus discípulos, que oscilaban entre los cinco y siete años de edad. Así, mientras iba registrando la asistencia de los alumnos presentes, también realizaba las anotaciones de aquellas manifestaciones psicológicas que ella podía observar en cada uno. La profesora, joven titulada en psicología infantil, trabajaba como tal en una institución de salud mental, pero debido a sus magros ingresos se desempeñaba como educadora. La crisis económica que ahogaba el país, obligaba a miles de intelectuales y profesionales pequeño-burgueses a buscar un empleo secundario con el cual sostener sus decaídos presupuestos. Ibethe, que así se llamaba, no tenía inconvenientes para desenvolverse con eficiencia en las actividades de aplicación que su carrera le ofrecía, de tal manera que, como ambas actividades guardaban estrecha relación, ella la aprovechaba para desarrollar su trabajo de investigación. Después de pasar lista a sus alumnos, se levantó de su silla y se encaminó al frente, procurando atraer la atención de los niños: —¡A ver, pongan atención! El día de hoy, como nos 60

toca arte, vamos a aprovechar para actividades de dibujo y pintura, ¿están de acuerdo? —¡De acuerdo, profesora! — contestaron animosos los niños. —Bien, entonces saquen sus cuadernos de dibujo, sus colores y borradores… Los niños abrieron prestos sus mochilas, maletines y bolsos donde cargaban sus útiles. Muchos no contaban con éstos, ya sea porque se les había quedado en casa o porque simplemente no los tenían. Como Ibethe sabía de este problema –un problema educativo que se repetía en todos los niveles de la educación pública- encontró la solución, improvisando una salida salomónica: logró que todos los niños hicieran uso colectivo de los útiles. Y cuando consideró que todos los alumnos podrían desenvolverse a pesar de las dificultades, procuró armonizar el ambiente de la sala, levantando así los ánimos alicaídos de algunos niños que reprimían su turbación de no poder contar con los útiles requeridos. Estos últimos aún no comprendían que el hecho de no contar con aquellos implementos obedecía a la miseria de sus padres, agravada por la profunda diferencia de las clases sociales existentes en la sociedad. —Bueno, niños, pongan atención nuevamente— dijo la profesora— ahora que ya están formados en grupos, van a trabajar en silencio. Nadie debe estar moviéndose ni caminando por los pasadizos. Los lápices, los colores, el borrador, el tajador o lo que 61

sea, deben utilizarlos de los que hay en cada grupo de trabajo formado. Por ningún motivo deben recurrir a otros grupos. Cualquier inquietud deben consultármela para ver cómo les puedo ayudar, ¿de acuerdo? —¡Sí, profesora! —respondieron todos. —Bien, ahora pongan mucha atención a lo que voy a indicar— advirtió Ibethe—. Lo que tienen que hacer es lo siguiente: van a dibujar y pintar un tema que exprese algo muy querido por ustedes. Algo por lo que tienen mucho afecto y no cambiarían por nada del mundo, ¿me entienden? A ver, para que estén claros, les doy unos casos. Veamos, por ejemplo, si yo tengo una mascota y ésta me es muy querida, entonces, debo dibujar mi mascota; otro, si yo tengo un juguete que es muy querido, entonces, dibujo mi juguete; otro, si me gusta el mar, la ciudad o el campo, y me son muy queridos esos paisajes, entonces, debo dibujar esos paisajes, ¿me entendieron ahora? —Si, profesora, ¡Qué fácil! — respondieron unos. —¡Uuuuh…!Qué papayita! —replicaron otros. —Bien, niños, me alegra que sean inteligentes. Ahora pónganse a trabajar en silencio. Y cuando terminen no se olviden de ponerle título a sus dibujos. Ah, los que terminen antes pueden entregar y salir al patio. Los niños, al escuchar estas últimas palabras de la profesora celebraron con algarabía, y luego, extendiendo sus cuadernos de dibujo o las hojas 62

bond entregados por la profesora, apoyaron los codos sobre las láminas blancas e inclinaron sus cabecitas, concentrados en bosquejar la imagen que a cada uno se le manifestaba en la mente. Sarita, con sus escasos cinco añitos, niña muy despierta, inteligente y conversadora, era para la profesora una fuente de constante orgullo. Le causaba admiración por ser una niña que aprendía con facilidad sus lecciones y se destacaba entre los niños alcanzando notas sobresalientes en su rendimiento integral. Era la única niña que, cuando conversaba con la profesora se comportaba con una madurez propia de adultos. Sin embargo, así como tenía esas virtudes, también poseía sus defectos y uno que la profesora había advertido era que, cuando se indignaba por algún acto que a ella no le agradaba, la ira la expresaba cargada de impotencia. Todo un dilema para la profesora fue este contraste en el comportamiento de la niña, y aunque había decidido investigarla con acuciosidad, todavía no había dado el primer paso en la búsqueda de ese objetivo. Sarita, consciente que el ser más querido de su vida era su padre, decidió dibujarlo en su hoja bond. No usó otros colores más que el gris carboncillo del lápiz grafito que utilizaba diariamente. Recordó la última vez que había visto a su padre y se puso a hacer sus trazos tal como lo dictaba la memoria. Se esmeró por plasmarlo muy hermoso y lleno de adornos. Y cuando terminó de 63

dibujar, trazó unas letras mayúsculas grandes debajo del dibujo que decía “MI PAPITO”. Luego, observó detenidamente una y otra vez su dibujo para ver si algo le faltaba y como consideró que ya estaba completo, se sintió satisfecha y, sonriente, se levantó de su asiento para acercarse al escritorio de la profesora y entregárselo. —Ya terminé mi dibujo, profesora— dijo la niña con voz queda, alcanzando la lámina. —Muy bien, Sarita, puedes salir al patio—replicó la profesora, recibiendo el dibujo. Cuando la niña cruzaba el umbral de la puerta, encaminándose al patio, Ibethe se quedó paralizada observando el dibujo que acababa de recibir. “¿Qué es esto?”, dijo para su coleto. “!No entiendo!”. Intrigada se puso a examinarlo en forma exhaustiva, pero no encontró nada comprensible. Irónicamente, la frase del título resaltaba con una claridad inverosímil, pero no guardaba ninguna relación con el dibujo; éste era un enmarañado de líneas que se entrecruzaban dando forma a diminutas figuras romboidales. Pero también adquiría el aspecto de una doble lámina de redes o algo por el estilo. Sin embargo, en ambos casos coincidían con un mismo fondo: una sombra oscura, fantasmagórica, 64

misteriosa. “No puede ser”, volvió a decirse ensimismada en sus pensamientos, “algo está fallando en Sarita”. Instintivamente se arrepintió de pensar así, pero ya no pudo evitar que una corriente de escalofrío le surcara el cuerpo de cabeza a los pies. Un temor que la aturdía empezó a invadir su alma. Esperó con ansiedad que todos los alumnos entregaran sus dibujos y salieran al patio para poder conversar en intimidad con la niña. Y una vez que todos abandonaron el aula, mandó a llamar a Sarita. Ella se acercó corriendo. —¿Sí, profesora? ¿Me llamó usted? — preguntó la niña, acercándose. —Sí, hijita, te mandé llamar…—dijo la profesora, sin poder disimular su preocupación. —Quiero hacerte unas preguntitas, ¿me permites? —Sí, profesora ¿por qué? — contestó Sarita, con resolución. —Bueno, primero debo felicitarte por el hermoso dibujo que has hecho— dijo Ibethe, tratando de dar confianza a la niña; es muy bonito. —¿Si? — dijo la niña alegre. Sus ojos y su rostro se encendieron de tierna felicidad—. Entonces, ¿le gustó, profesora? —Sí, ya te dije que es muy bonito…— reafirmó la profesora. —¡Gracias, profesora! — se encantó ella. —¿Así que dibujaste a tu papito, eh? — siguió inquiriendo Ibeth. 65

—Sí, profesora, es lo que más quiero en la vida—dijo Sarita, con inocencia natural. —Yo quería dibujar a mi mamá y a mi papá juntos, pero más lo quiero a mi papá. Además, mi mamá también lo quiere mucho; por eso dibujé sólo a mi papito. —Hmm… Ya veo, ya veo—respondió sin convencimiento la profesora, observando meticulosamente el rostro de la niña, tratando de encontrar algún rastro de anormalidad, y luego, inesperadamente, preguntó: —¿Has ido al médico últimamente? Sarita frunció el entrecejo, sorprendida por el giro de la conversación y contestó intrigada: —¿Al médico? No, profesora, no he ido… —Hmm…¿Tampoco has tenido dolores de cabeza últimamente? — volvió a inquirir Ibethe. —¿Dolores de cabeza? Hmm…Creo que sí, no me acuerdo— respondió la niña. —Ajam… entiendo, entiendo— articuló la profesora, como convencida de que lo que quería averiguar lo había conseguido. Luego añadió: ¿Para mañana puedes comunicar a tu papá o tu mamá que vengan? Quisiera conversar con cualquiera de ellos… —Mi papá…—Sarita iba a mencionar que su padre no iba a poder ir, pero se acordó de que su madre le había dicho muchas veces que no hablara de su padre en la escuela. Entonces cortó la frase y 66

continuó—: mi madre va a estar muy contenta de venir a hablar con usted, profesora, le comunicaré su encargo. —Bien, Sarita, entonces, mañana la espero a ella. Ahora puedes continuar con tu recreo…— concluyó. —Sí, profesora. Gracias— dijo la niña y se alejó con pasitos rápidos en dirección hacia donde jugueteaba un grupo de niños. La profesora se quedó mirándola absorta en sus pensamientos. Una sombra de angustiante preocupación atenazaba su espíritu. Esa misma tarde, Sarita comunicó el encargo a su madre. Ella, al recibir la noticia, se inquietó un poco y se sintió avergonzada por la irresponsabilidad de no haberse acercado a la escuela en más de cuatro semanas para saber cómo iba el rendimiento de su pequeña. Desde luego, ella tenía confianza en que su hija estuviera bien en sus estudios, pues sus notas así lo indicaban. Lo que le había impedido acercarse a la escuela era la abrumada ocupación en un taller de confecciones y sus tareas domésticas. Así que esta vez, solicitando una tolerancia en su centro de trabajo, se presentó a la escuela, muy temprano. —Buenos días, profesora, me informó Sarita que usted quería comunicarse conmigo— saludó la señora Martha, estrechando la mano de la profesora. Luego se excusó por no haber ido antes: 67

—Discúlpeme, profesora, no he podido venir estas semanas. Espero que mi hija no le haya ocasionado molestias… —Gracias por venir, señora Martha— correspondió la profesora, y añadió: —precisamente quería hablarle de Sarita. Se ha presentado un problema… —¿Un problema? ¿A qué problema se refiere, profesora? —dijo inquieta, la madre de la niña. —Por favor, señora Martha, quiero que lo tome muy serenamente, sin desesperación, que eso no va a conducir a nada. Debemos actuar con mucha serenidad para poder saber qué pasos hay que dar para resolver este problema. La niña tiene un problema de salud —anunció fríamente, Ibethe—. Quizá usted, señora Martha, tenga conocimiento de este problema. Quisiera que me lo comunicara si es así… Yo no me he dado cuenta hasta el día de ayer. Naturalmente, la niña parece estar en un buen estado físico y cualquiera que la ve puede pensar que está bien de salud, más no es así. Su problema de salud es de orden mental. —¿Mental, dice usted? ¿Quiere decir que mi niña sufre de algún trastorno mental? — se alarmó, incrédula la madre, e insistió—No puede ser, es absurdo. Mi Sarita tiene buen comportamiento. Yo lo sabría si ella tuviera alguna alteración, ¿no?, ¡yo lo sabría!... —La entiendo, señora Martha, la entiendo. Tranquilícese. Yo misma no comprendo aún cómo una niña inteligente y sobresaliente, como es Sarita, puede estar padeciendo una alteración. Tiene que haber algún factor de casualidad. En estos casos, 68

no hay nada que no tenga su origen en algún hecho que esté afectando el interior de la persona. Como le digo, yo recién ayer me he llegado a dar cuenta de este problema, cuando hice dibujar a los niños un tema donde debían expresar aquello que era más querido para ellos. Entonces Sarita me entregó este dibujo, donde, según ella, ha dibujado a su padre. Vea, señora Martha— dijo la profesora, sacando el dibujo de un folder y alcanzándoselo— convénzase usted misma. La madre cogió la hoja bond con el dibujo mencionado y se puso a observarlo con detenimiento. Vio las líneas entrecruzadas con su fondo sombreado y oscuro. Quizá ella tampoco hubiera podido imaginarse lo que observaba. Era una figura ininteligible, imposible de ser descifrada por cualquier mente adulta. Sin embargo, al pie de esta figura irreconocible, los símbolos gráficos lo explicaban todo. Sarita había exteriorizado y plasmado en su dibujo lo que su consciente, tierno e inocente, había abstraído: el reflejo de la naturaleza transformada por la mano del hombre. Al ver el cuadro pintado por su hija, la señora Martha se ensimismó transportándose en sus recuerdos. Evocó imágenes vivas de aquel aciago día en que su esposo fue intervenido y detenido por la policía. Eran tiempos en que el pueblo había decidido tomar las armas y asaltar los cielos; su marido era un obrero que trabajaba en una empresa de capitales extranjeros. Para que firmara 69

las actas de diligencia policial donde habían registrado pruebas “sembradas” los policías lo habían molido a golpes. Incluso, habían llegado a chantajearlo golpeando a su mujer. Mas él permaneció inconmovible en su actitud de no firmar, consciente que al hacerlo se comprometía y comprometía a otros. Los engorilados se lo llevaron con rumbo desconocido. Fueron días de angustiosa búsqueda de su marido, pero nadie le daba razón de su paradero. Entonces, cuando llegaba la quinta semana de desaparecido y ella ya se imaginaba lo más funesto, unos compañeros de trabajo aparecieron por su casa y le comunicaron que su marido había sido confinado en la prisión de máxima seguridad, acusado de realizar supuestas actividades de “terrorismo”. Miles y miles de hombres y mujeres hacinaban las prisiones por estas causales políticas. Y aunque a su marido, en un proceso abierto, nunca pudieron demostrarle la responsabilidad en los hechos que se le imputaban, lo penalizaron con una condena injuriosa. Recordó que, cuando acontecieron estos hechos, ella se encontraba en un avanzado estado de gravidez esperando a su hoy pequeña Sarita. Fue muy duro para ella asimilar este golpe de la vida. Creyó que el mundo se le venía encima y estuvo consternada y consumida al borde de la desesperación. En la soledad de su desamparo lloró desconsoladamente muchas veces, ahogando su indignación e impotencia, de no poder hace nada contra aquel poder opresor que la había hecho 70

desgraciada. Logró aferrarse a un hilo de esperanza, sostenida por el latido silencioso del ser que llevaba en su vientre y por el brillante futuro que roturaba la historia. Entonces, su mundo volvió a sonreír, superando la tribulación. Recordó las recientes fechas en las que había ido a visitar a su marido. Era doloroso encontrarlo en durísimas condiciones infrahumanas. El odio del enemigo que tiene el poder en sus manos se expresaba en una crueldad vil e insana. Sin embargo, aun cuando todos sabían que los hombres del pueblo, libres y aherrojados, llevaban la procesión por dentro, por el giro de la causa, él nunca dejó de recibirla con una sonrisa calurosa y optimista. “Ten paciencia, Martha —le decía—, son circunstancias políticas muy difíciles que vivimos, pero ya cambiarán…”. Aún no había tenido la oportunidad de estrechar a su hija entre sus brazos. El carácter restringido de la prisión impedía todo contacto directo con la visita y él tuvo que resignarse a observarla desde el otro lado del locutorio. Sarita empezó a crecer, articulando sus primeras palabras, y luego, conversando en cada visita con su padre, creía que su padre era un ser invisible. Como nunca alcanzó a verle la cara, la niña nunca supo cuáles eran sus rasgos físicos, de tal manera que se limitó a idealizar su imagen, de una manera vaga y difusa, tal como lo percibía a través del locutorio. Se le anegaron los ojos emocionada de 71

sensible consternación al comprender que su pequeña, a pesar de su corta edad e inocencia, tenía que pagar las consecuencias del influjo de una sociedad injusta. —Ah, era esto…—dijo pausadamente, enjugándose los ojos y tratando de forzar una sonrisa. Sí, profesora, así es como ve Sarita a su padre. —No comprendo…—dijo intrigada la profesora, apoyándose en el respaldo de su silla. —Bueno, le explico profesora—ofreció Martha—. El papá de Sarita, mi esposo, está recluido en la prisión de máxima seguridad. Nunca he hablado de esto, profesora, pero como la situación así lo amerita hoy lo doy a conocer. A Sarita ya estoy llevando continuamente a visitarlo, pero cuando estamos allá en la prisión no podemos saludarnos ni siquiera con los dedos. ¡No podemos tocarnos, profesora! Usted viera qué situación tan inhumana y torturante es. ¡Ni los animales podrían estar así! Entonces no nos queda otra cosa que hablarle a través de unas mallas con las que está hecho el locutorio. Nosotros casi ni le podemos ver el rostro porque es un lugar frío, oscuro y tenebroso. Seguramente eso es lo que Sarita ha dibujado. Como no ve a su padre, concibe que la imagen de él es así— terminó de explicar. —¿Ah,si? ¡Es increíble! Nunca hubiera imaginado eso. Yo,… yo pensé que Sarita estaba enferma — tartamudeó desarmada, la profesora. —No, profesora, no es así. Creo que se ha equivocado en sus apreciaciones— sentenció la 72

madre. Afuera, en el patio, bajo un cielo que empezaba a pintarse de acero y un sol de las ocho de la mañana de un día de primavera, Sarita jugueteaba con sus amiguitas, sin saber que su madre y la profesora habían llegado al desenlace feliz de un problema del cual ella, sin siquiera imaginarlo, era la protagonista.

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UN TECNÓCRATA EN LA NOCHE

MANUEL MARCAZZOLO MOLERO

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MANUEL MARCAZZOLO MOLERO (Lima, 1959) Estudió en el Colegio Nacional de Varones de Vitarte. Ha realizado estudios de Sicología en la Universidad Cayetano Heredia. En el Instituto Gamor siguió Fotografía. Dirigente de la Comunidad Campesina de Jicamarca, Anexo 8. Posee una novela y un libro de cuentos inéditos.

“Contradicción irreconciliable” 75

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M

ira la calle atestada de gente, vehículos y el neón como alhaja, pedrería de colores que contrasta con la noche. Para él, es un placer pasear en este mundo civilizado; sentarse a la mesa de un café, pero no en uno cualquiera, a degustar ese singular y exquisito brebaje. Le parece inconcebible el percance que acaba de tener, aunque no es razón para arruinar la buena percepción que está teniendo. Todo es terriblemente bueno y lo disfruta: el clima, la gente y el placer de caminar a su regalada gana y, en ese “y” malévolo se enrosca el problema o pellizco que amenaza traerse abajo su buena percepción. Entra en la galería y del saque la siente “plena”; avanza entre la gente que entra y sale de los negocios, otros simplemente miran los escaparates. Los olores mezclándose: pasteles, frituras, telas, cueros y perfumes. Allí nomás de lleno contra su nariz el aroma que lo predispone, cancha “pop corn” y el anuncio empotrado cubierto por un vidrio: “El nombre de la rosa”. —No me lo pierdo—, piensas y consultas tu reloj: nueve y veinticinco, faltan cinco minutos para el inicio de la función. Felizmente ya no hay nadie en la ventanilla, te apresuras y depositas el dinero, la mujer que expende las entradas te mira y sonríe indulgente. — Con usted son dieciséis, faltan cuatro y completamos el mínimo para poder pasar la película— te dice. Nuevamente sientes el pellizco, hincón o como lo quieras llamar, jodiéndote y 77

agriándote el momento. Volteas, sigues la dirección del dedo de la boletera, y ahí donde indica el dedo ves que varios te miran cómplices. — Manténgase por aquí; yo le paso la voz— te vuelve a hablar. Luego: Es la crisis, señor, la cosa está que ya no se puede vivir; lleve su chocolate, fruna, chicle o galleta; miras a esta otra mujer que te habla, y te pone ante los ojos la caja con sus golosinas para que le compres. Te vas sin decirle nada, ganas de insultarla, de patearla no te faltan. Te sientas pegado a la ventana que mira al pasaje que da a la galería frente a la boletería. La gente sigue pasando, como a ti te gusta, en cantidades y con los rostros ávidos por comprar. Sostienes adrede la taza delante de tu rostro y sientes el aroma grato de la negra esencia caliente que bebes, doblemente agradable ingresando a tu organismo. ¡Tecnócrata!, puta, así te gritó ella, y este pellizco que empieza a amenazar nuevamente tu momento perfecto. Eterno cazador de momentos perfectos, el exquisito líquido ingresando en tu torrente sanguíneo. Claro, por supuesto, la novela la has leído. Señor, una propinita, tenemos hambre, los dos pares de ojos tristes mirándote. Mocosos vagabundos, seguro son ladronzuelos. Señor, para un pancito, te alarga la mano. El mozo presto, acudiendo en tu ayuda. La mujer de la boletería, nueve y cuarenta. Otro sorbito a tu café, con estilo, las órdenes menores, mendicantes que 78

imperaron en la feudalidad y empezaba a surgir el desacuerdo con el sistema que dominaba, los dulcinianos y fratichelis, hebras de la novela que acuden a tu memoria estimulada por el café. Aquí cuatro clientes, incluyéndote tú, la abadía pugna entre órdenes religiosas por imponer sus ideas. Dos turistas que conversan en su lengua, el otro cliente que te da la impresión de que espera a alguien. Un emperador y el Papa que se disputan la hegemonía del poder en la Europa de aquel entonces. Los tres mozos conversan entre ellos, el cajero los mira y bosteza. —¡Tecnócrata, burócrata, eso es lo que eres!—, recuerdas que así te dijo ella. —Cómo hablas así, Mariela — le respondiste sonriendo. —Claro, pues, qué se puede pensar de una persona que defiende, sustenta cínica y mezquinamente teorías económicas que no solucionan los problemas económicos del país. —¿Por qué dices esto? ¿No ves todo el esfuerzo que hacemos por sacar adelante al país? —¿Cuál esfuerzo?, lo que veo es que unos pocos resuelven sus problemas y se hacen cada vez más ricos, y tú les sirves como un buen trepón. Te das cuenta de lo malagradecidos que son, no saben reconocer el sacrificio que hacen hombres como tú. Siempre dispuesto a dar la cara por tu país, hombre de principios es lo que eres, convencido de la grandeza de la Nación, y haces 79

todo lo que está a tu alcance porque prospere y sea un país moderno ¿Cómo se vivía en el país antes de que ustedes tomaran las riendas? Sólo caos, inflación galopante, guerra, terrorismo y muchos muertos. Tomas el último sorbo de café, un cuarto para las diez. —Señor — el mozo cortés—, no lo vaya a tomar a mal. Te sobresaltas, miras absorto por la ventana. —¿Sí? —¿Va pedir usted algo más? Dentro de un momento cerramos. Los otros mozos miran, te das cuenta que eres el único que está quedando en el café. —¡Oh¡ perdón, la verdad que no, sólo estoy esperando que pase el tiempo —señalas al cine. —El cine —sonríe el mozo—, la situación está brava, la gente no tiene plata, ya casi no pasan función de noche. Vuelves a mirar por la ventana, en la boletería no hay nadie, la mujer se pasea en el salón de ingreso al cine, mira a todos los lados y consulta su reloj. —¿Ve?, hoy tampoco va a haber función, nadie compra así nomás, los negocios con las justas sobreviven. —Pero estamos mejor que antes, ¿no?—, no te pudiste aguantar. —¿Antes de qué? —te pregunta. Te arrepientes de haber preguntado, pero ya 80

está hecho y no puedes eludir, no puedes cabrearte de dar una respuesta. El mozo te mira, y su “¿antes de qué?” lo has sentido como un bofetón. Dile adiós a la película. La abadía, su biblioteca que era un portento del conocimiento de aquella época. El mozo sigue allí mirándote, qué joda, espera tu respuesta. El fuego consumiendo los libros. —¿Antes de este gobierno, cómo vivíamos?— , magistral tu respuesta. El mozo te mira y duda, a su bofetón has respondido con un mazazo. Los crímenes apocalípticos en la abadía. Argumento contundente el tuyo. Esos diálogos eruditos entre el exbibliotecario ciego, Jorge, y el representante de la orden franciscana, William de Baskerville, hombre progresista que por encargo del Abad trata de descubrir al criminal que asesina en la abadía. Recobras confianza, seguridad en lo que eres. — ¿El señor se está refiriendo a la falta de trabajo, a la pobreza y al hambre?—. Él mismo se responde: Pienso que seguimos igual de mal y eso si no estamos peor. Los vendedores ambulantes de la puerta del cine empiezan a retirarse. Cinco para las diez, los encuentros sodomitas en la abadía. Los otros dos mozos, empiezan a levantar las sillas sobre las mesas. El ocultamiento y mercadeo del conocimiento. El andar de la gente en la galería se 81

hace pausado. —Sí, precisamente de ello estoy hablando— dices, ignorando la respuesta que el mismo mozo ha dado—, lo fundamental es que hoy, y gracias al gobierno, el nuestro, estamos siendo parte de la democracia civilizada y moderna que se impone en el mundo. —¿Cómo es esto? ¿Me lo puede explicar el señor? Las luces en el cine se apagan, qué pena. Cierto, hoy tampoco hay función. La reunión de los eruditos más claros de ambas órdenes; discusiones candentes de la fe. Los franciscanos, benedictinos y en medio, como hurón retrógrado, la tenebrosa Inquisición. —¡Claro, no faltaba más! —aquí te luces— Hoy, por ejemplo, nuestro país es nuevamente aceptado como miembro de la Comunidad Internacional. Somos bien vistos en el seno de las naciones civilizadas. Hoy pagamos puntualmente nuestra deuda, nuestro Estado está al día, -te faltan agallas o eso que saben llevar los varones para reconocer que eres tú el que lo dice-, la producción nacional ha crecido, hay presencia de los principales bancos del mundo en nuestro país, nuestra seguridad social es una de las más modernas en Latinoamérica. Nos encontramos integrados a la selecta red de la comunicación digital, y, algo importantísimo, todos tenemos 82

igualdad de oportunidades en el mundo de los negocios—. Estás soberbio. A ver qué te responde este prieto. Se rasca la cabeza, no sabe por dónde coger la contundente fundamentación que has dado. —No pongo en duda lo que habla el señortampoco lo podrías—. Lo que ha dicho no cambia nada nuestras vidas, porque cada día somos más pobres, hay hambre, trabajo no es fácil encontrar, y los sueldos que pagan no alcanzan para nada. ¡Uy!, cuidado, esto más parece una confabulación para joderte el día. Mira, los otros dos cómplices de éste se han acercado, como quien patea piedritas. Consultas tu reloj, diez y cinco. — Buenas noches, señor— se inmiscuye en la conversación—, usted se quiere burlar de nosotros cuando dice que también podemos participar en el mundo de los negocios. —¡No, de ninguna manera! En el libre mercado, todos tienen igualdad de opciones. —Y dígame, señor ¿con qué plata puedo tener posibilidad, si lo que gano con las justas alcanza para parar la olla de mi casa?, eso que mi pobre mujer también trabaja. ¿No ves? ¿Qué te decía?, éstos tienen influencias perniciosas, ideas subversivas, quieren que todo se lo den fácil. ¿Qué saben éstos de sacar 83

adelante un país como el nuestro? dulcineanos y fratichelis, órdenes menores, hermandades mendicantes. ¿Qué le respondemos a éste? Órdenes que iban de pueblo en pueblo envenenando a la chusma con su prédica de pobreza y humildad, y los menesterosos los seguían. Éstos quieren que el Estado les resuelva sus problemas domésticos, son incapaces de ver que ustedes tienen responsabilidades elevadas y por algo no son los elegidos. Ten cuidado, Francisco, mira la forma en que te ven. —Esa no es responsabilidad del Estado, si nos pusiéramos a resolver los problemas particulares de cada uno en qué acabaríamos. Es como si te quisieran tasajear con sus miradas. Saqueaban, incendiaban las propiedades de los nobles señores y las de los santos varones de la Iglesia, esa chusma no entendía de progreso. Todo quieren que se lo resuelvan fácil, como si ustedes no tuvieran bastante con dirigir la buena marcha del Estado. “Populacho retrógrado”, incapaz de comprender la modernidad. -¿Te parece correcto a ti, —mira cómo te habla este insolente — que en nombre de lo que llamas “modernidad”, el pueblo con las justas coma?. ¿Te das cuenta?, estos individuos están carcomidos por ideas, costumbres del pasado, 84

quieren entrabar la evolución de la historia y la marcha moral de la sociedad. ¡Sean malditos! Por la galería casi no transita ya nadie, pasa un marica conversando con un posible cliente. Diez y veinticinco, te quieres librar del cerco que te han tendido éstos, cómo te has podido enganchar en esta discusión estúpida y grosera con estos hombres, que más allá de satisfacer sus necesidades básicas no comprenden que implica progreso y menos toman conciencia de la revolución tecnológica que estamos viviendo. —¿Desearían que volvamos a lo de antes, cuando el país llegó a ser un caos y estuvo en peligro de ser tomado por la subversión?—, les enrostras. Los mozos se miran entre ellos, después te miran. Qué patético se ve el café despoblado y con las sillas sobre las mesas. — La subversión no es la causa, si no vea Ud., ya no hay subversión, pero hay más pobreza y una mayor explotación. —¡Qué! ¿Estás de acuerdo con lo que hicieron los subversivos? La discusión con estos individuos se te hace áspera. —De lo primero que deben preocuparse los que gobiernan, es del trabajo, salud, educación y después que vengan todos los adelantos científicos 85

que sean. ¡Ah! Pero eso sí, que beneficien a todos. Sí, éstos están por malograrte el día, encima acosan e infaman al gobierno. Qué se creerán, quieren culparlos a ustedes de los problemas que siempre han existido. Ignorantes que son, intentan negar los beneficios de la modernidad que el gobierno se esfuerza por traer. — ¡Vamos a cerrar!— la voz del cajero quebrando el silencio incómodo. —¡Qué tarde se ha hecho! —dices mirando tu reloj. Los mozos se van retirando, el que te atendió se queda a tu lado, te entrega la factura en una bandeja y se retira. Éstos jamás sabrán poner sus ojos más allá de sus intereses estrechos, ni podrán ver los altos ideales que guían a hombres como tú. Necios, se niegan a ver cuál es la fuente del progreso y de la riqueza. Te pones de pie, pagas, y, con mucha dignidad en una mirada rápida al mozo que te atendió, dejas en la bandeja la propina. Una inclinación de cabeza de parte de él. Como hombre de ideas superiores, tienes que saber castigar todo aquello que atente contra la democracia civilizada, así como saber diferenciar y ser indulgente con las mayorías que son arrastradas por serpientes instigadoras. La galería, el colorido anémico del neón. ¡Pucha! Te quiere fallar el darte 86

caballos. Un cuarto de hora más y dan las once. Risas falsas de homosexuales que les sirven para llamar la atención de los transeúntes. Una gavilla de mocosos zarrapastrosos deambula entre la gente. Te empiezas a deprimir. Los vendedores ambulantes, que a esta hora de la noche asaltan el centro histórico de la ciudad. La modernidad que se construye es asfixiada por esta gente, cómicos chabacanos, ilusionistas de medio pelo. Llegando a casa, tendrás que tomarte algo que te relaje y puedas dormir. Mendigos, locos y toda esta fritanga de gente que te tortura, y desnudan la democracia que ustedes dicen construir, la dejan tal cual es. Algo en ti, aún intenta sublevarse, la realidad es más poderosa. Sientes dentro tuyo como si te dieran un manazo en la oreja ¡Good boy!.

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EL ÚLTIMO SUEÑO

JUAN ALONSO ARANDA COMPANY

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JUAN ALONSO ARANDA COMPANY (Lima, 1969) Estudió Primaria y Secundaria en el Colegio Salesiano Don Bosco del Callao. Ha estudiado Administración en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) y Economía en la Universidad Nacional del Callao (UNAC). Participó en el taller de pintura del maestro Leandro Ureta. Posee una novela corta “Reencuentro”, aún inédita.

“…Sepa que la riega” 89

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Ni colores, ni sol durante días y días sino la piedra gris.

E

Eduardo Maller

l color de la pared era verde suave. La habitación limpia, y frente a él un escritorio —de fina madera cuya especie no pudo reconocer—, y sobre éste una plaquita plastificada que contrastaba con el fino florero de porcelana que albergaba flores de estación. Estaba sentado él sobre un diván de cuero negro y en la penumbra, su mirada se posó en el techo; tenía la sensación de encontrarse en un ambiente de paz, pero lo que no entendía era por qué tenía los brazos entumecidos y la sensación de que esto no era real. Aun así se concentró y dijo al hombre de guardapolvo blanco, de espeso bigote y cara de boxeador, que estaba al otro lado del escritorio: le digo que sí, doctor, todos los días lo mismo, se me repite la misma pesadilla, no hay forma de evitarla, mis gritos se escuchan en todo el barrio. A mi mujer no la dejo dormir; ella es quién me despierta. He intentado todo: hierbas, sedantes, curanderos. Con los sedantes, al principio, me iba bien, pero luego mi cuerpo pedía más dosis. Comenzaba la noche bastante relajado, sereno, soñaba con cosas agradables, como por ejemplo, que conducía la camioneta y estábamos yendo de paseo en medio de un sol brillante, juntos toda la familia, la flaca a mi costado y los pequeños atrás junto a la “Chispa”. ¿Ya le dije que “Chispa” es mi perra, una fiel guardiana? Ahora, hasta ella se me 91

asusta cuando duermo. Bueno, doctor, le decía, pues, que conducía en una espléndida mañana, pero allí de pronto lo mismo... Le ardía la garganta y parecía que hubiera estado varios días sin agua, por eso pasó pesadamente la ardiente y espesa saliva en una dolorosa deglución. Inesperadamente sin saber por qué, cambió su estado de ánimo. Ahora estaba angustiado, y su vida se diría que dependiese de aquel hombre que estaba delante de él y a quien en ese instante habló nuevamente: —¡Lo mismo, doctor, estoy desesperado! ¡Ud. Tiene que ayudarme! El hombre lo miró inquisitivamente y ensayó, con un cínico esfuerzo, un extraño tono amistoso. —Cálmese, para eso estoy aquí. Tome un poco de agua; recuéstese y cuénteme. Tomó el vaso con agua; mas, cuando la bebió, le vino una sensación de ardor, sin embargo volvió a relajarse y prosiguió contando su sueño: —Gracias, doctor. Le digo que de repente ya no conducía la camioneta, sino el cargador frontal y, repentinamente el día se convertía en noche oscura, y llovía torrencialmente y me iba desbarrancando, sucio de lodo, hacia un abismo, en una caída indetenible. Yo mismo me daba 92

fuerzas para sujetarme al timón; pisaba a fondo el freno; y nada: la máquina seguía cayendo conmigo al fondo de un río turbulento, cuyo caudal había aumentado por las lluvias de la estación. Ud. sabe cómo llueve en la sierra y cómo se cargan los ríos como monstruos rugientes, y cuando caía a ese río oscuro, sin fondo, justo en el instante en que ya me iba a morir porque la máquina ganaba más velocidad en su caída; cuando mi cabeza giraba dentro de un vértigo, una mano recia me sujetaba, me levantaba salvándome desde un espacio que yo no reconocía, y ahí experimentaba gran tranquilidad y a mi cuerpo y a mi vida los sentía renacer. Ésta es la parte del sueño que me trae una gran serenidad; pero allí venía lo peor, porque quería ver quién me salvaba, y, cuando volteaba a verle el rostro, me daba con un hombre encapuchado que me apuntaba con una pistola, insultándome, golpeándome, preguntándome, por gente que no conocía, por nombres que no sabía, por las labores en la Federación, en el Sindicato, que yo nunca había realizado. De ahí es que me decía: —¿Así que no quieres hablar? Pues, llévate tus secretos... Sentía el frío del arma en la nuca. Y la verdad es que yo me moría de miedo porque ese hombre que me salvaba no venía sino a matarme. Yo decía que no lo haga, que no me mate, que no sabía más cosas de lo que me preguntaba, pero él 93

percutaba el arma... —¿Y? ¿Usted moría? —No, doctor, eso era precisamente lo peor. Yo no veía que moría. El hombre apretaba el gatillo, percutaba, pero el arma no estaba cargada. Y él reía. Volvía a golpearme en la espalda, en los riñones, en las piernas, y se repetía nuevamente la escena interminablemente. —¿Y cuándo acababa esta escena? —Cuando llegaba a despertarme mi mujer, doctor. Ahí me despierto. —Oiga, ¿y me va a decir que siempre es el mismo sueño? Supongo que variará algo, ¿no? —Sí, por supuesto, unas veces al inicio, pero siempre termina con el mismo final, aunque en otro escenario. —Me dice usted que esta pesadilla se parece mucho a ciertos hechos que le han sucedido, ¿no es así? —Sí, doctor, yo era maquinista del Ministerio de Transportes y Comunicaciones. Por muchos años fui dirigente muy activo y apreciado del Sindicato de Trabajadores del sector. Y cuando trabajaba en el lugar donde caían huaycos, que no dejaban paso a los vehículos hacia la capital, yo manejaba un cargador frontal, junto a otros maquinistas. Muchas veces, luego de horas de trabajo, nos ganaba la noche, y los transportistas se quejaban porque su mercadería se echaba a perder. Hacían una bolsa con dinero y pagaban al ingeniero jefe y éste nos presionaba para que trabajáramos horas 94

extras. Claro, alguito nos iba a caer, es decir, nos caía. Una vez yo llevaba ya muchas horas dale y dale y el agotamiento cumplió ahí su papel: me descuidé por el cansancio y, al despejar la carretera por el lado de la hondonada, me fui con el cargador hacia el fondo. No sé cómo, pero logré tirarme fuera de la máquina. Y era precisamente una noche oscura y con un chubasco que le daba duro a la tierra; los que me buscaban tardaron varias horas en encontrarme; ya cuando me daban por muerto, los del equipo de salvataje me hallaron semienterrado e inconsciente. Lo otro es más penoso: tiempo después me detiene la policía acusándome de subversivo. Al poco tiempo me derivaron a un cuartel y la gente del Ejército me amenazaba con matarme si no decía algo, de un hecho que ni yo mismo sabía. Me golpearon tanto, me torturaron casi hasta la locura. Luego, la cárcel, el juicio, los años de prisión. Salí. Me siguieron vigilando y, hoy, mi pesadilla continúa. Destrozaron mi vida; soy un hombre que no puede vivir, tengo miedo hasta para dormir. —Cálmese, hombre. Pienso que lo más terrible ya pasó. Ya está Ud. libre, es tiempo que aprenda también a liberarse de sus temores usted mismo. Piense que han sido situaciones muy dramáticas las que le tocó vivir, y esas experiencias traumáticas han dejado huellas profundas en su psique. Lo que tiene se llama terror nocturno y es sólo el reflejo de lo que vivimos, y basta una pequeña dosis de imaginación para que nos avasalle. El cerebro del hombre no descansa 95

nunca, es por eso que a veces nos acostamos con un problema por resolver y a la mañana siguiente ¡zas! lo solucionamos. También nuestro cerebro ve todas las posibilidades durante el sueño y las resuelve; no es magia ni obra de otro mundo, es parte de su ser, a todos nos ocurre lo mismo; por eso, cuando tenga esos sueños, trate de recordar que sólo son sueños, y dígase: “esto no es real, esto no existe; por lo tanto, es parte de mi imaginación nada más y yo lo puedo controlar”. Trate de despertar y verá que estuvo soñando y lo controlará. —Doctor, ¿Ud. cree que será así de fácil? —Estoy seguro. Piense en lo que le he dicho. Repítase tantas veces como pueda: “Yo puedo controlar mis sueños; los sueños, sueños son”, y dormirá de lo más bien. Le deseo buena suerte. Lo espero mañana. —Está bien, doctor, le agradezco, lo veré mañana. Y salió de la habitación. En eso se vio que estaba encima de su vehículo, con la seguridad de que aquellos sueños eran ya parte de su pasado y que valió la pena consultar a ese doctor. Al principio él se negaba a pisar un consultorio de ésos; tenía la falsa idea de que al psiquiatra sólo van los que están locos; si bien mucha gente piensa así, creía él que ése no era su caso. Era un hombre que había sufrido mucho y aprendido tanto más, pero quería dejar de sufrir. Reflexionaba en voz baja: el doctor me ha dicho que puedo controlar 96

los sueños; es bueno estar trabajando con el cargador frontal de nuevo. En ese instante vio que de pronto oscurecía y unas gotas de agua mojaban su rostro. —¿Cargador frontal...?, pero si yo ya no trabajo en el Ministerio. ¿Qué hago aquí? Detendré la máquina. ¡Diablos, no para!. Sintió que llovía como si le tirasen baldes con agua sobre la cara. —¡El freno!, ¿Dónde está el freno? ¡No!, ¡no! ¡Es un sueño! ¡Yo controlo mis sueños! ¡Esto no es verdad! Sentía que se golpeaba. Le parecía como si le estuvieran pateando y que veía, al fondo, el barranco pavoroso. —¡No es realidad! ¡Ahhhh...! En eso sintió una mano que tironeaba de la suya y era como si oyera desde una distancia indeterminada una voz que le apremiaba: “¡Despierta!”. Se sintió nuevamente a salvo. Sin embargo, no sabía por qué las muñecas le dolían ahora y tenía el cuerpo totalmente entumecido y frío. Le parecía estar despertándose del accidente, despertando de la pesadilla que acababa de tener. Pero sus ojos refrescaron su memoria y, a través de una indecisa vigilia, notó la oscuridad de un ambiente extraño, que no era el aire nocturno de la noche vasta y libre de afuera, sino otro, el de 97

una asfixiante habitación a oscuras. La lluvia le parecía ser al mismo tiempo real e irreal, pero sentía que estaban empapados su ropa y el cuerpo que empezaba a tiritarle. Se dio cuenta que yacía tirado sobre el piso húmedo y, entonces, vio la tenue forma de un balde cerca, aunque su cerebro no llegaba aún a comprender toda esta situación confusa. Ahí otra vez sintió un nuevo jaloneo que venía como de un sueño real. —¡Despierta de una vez! Estaba como borracho. La cabeza le dolía y en ésta las imágenes de su vida giraban en un lento torbellino opresivo por lo que sólo atinó a decirse: “Sólo es un sueño”. En eso sintió un súbito golpe brutal en las costillas que lo devolvió a la realidad. Aunque aturdido, notó que era un golpe de metal. Trató de cogerse el sitio adolorido, pero los grilletes se lo impidieron. Oyó un leve chasquido y vio una llama que al encender el cigarro iluminó el rostro irregular de un hombre con aspecto de boxeador y bigotes gruesos y, al lado de éste, la sombra de otro que lo encañonaba, y que le dijo: —¡No, carajo, yo soy real! Oyó también que el hombre con aspecto de boxeador dijo:

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—¡Déjalo que siga despertaremos de un cuete.

soñando...!

...Lo

En el oscuro calabozo, el sindicalista se dio cuenta que estaba en medio de un interrogatorio. Escuchó el rastrillar del arma. —Por última vez, ¿vas a hablar? — oyó que le dijeron. —No sé de qué quieren que hable..., no sé de qué me preguntan—, atinó a decir frente al hombre con cara de boxeador, el mismo de sus sueños. Luego se escuchó un sordo estruendo y el fogonazo iluminó la habitación. Después, sólo el profundo silencio. Al día siguiente encontraron, en el acantilado de la carretera que va al sur, el cadáver de un hombre atado y con el cráneo agujereado por un disparo.

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UN ITINERARIO

VÍCTOR CLAROS AYALA

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VICTOR CLAROS AYALA (Lima, 1964) Hizo estudios secundarios en el Colegio José Carlos Mariátegui de El Agustino. Culminó estudios en la Especialidad de Matemáticas en la U.N.E. “Enrique Guzmán y Valle” La Cantuta. Publicó eventualmente poemas en trípticos de poesía como “POIESIS” y en algunas revistas culturales de El Agustino. En prisión, desde fines de los 90, inició un proceso de aprendizaje en el arte de narrar en el Taller de Narrativa “José Saramago”.

“Ven” 101

102

J

ano, siempre Jano, con sus dos caras abiertas al pasado y al porvenir. Las huevas. Pero juro que iré a verte –me dije–. Pero antes, sí, esa flaca era mi desgracia, que los reclamos, que la movilización de mañana, que hay que cambiar la currícula, que hasta cuándo la Comisión Reorganizadora, que el Centro Federado, que los cachacos no tienen cuándo salir, y dejo de contar porque de eso ya estaba podrido en la universidad. Yo sí estaba ahí para estudiar a forro, puro libro, terminar mi carrera y graduarme, como lo quería mi family: un señor ingeniero industrial, ¡qué caray! Luego engancharme suavecito a una buena chamba, tener un jato propio y hacerme de una familia bacán, con mi media naranja, por supuesto, y darle un mejor status social, qué más se puede pedir, mujer. En esto siento que mis extremidades entumecidas empiezan a acalambrarse, y ahora cómo calcular la hora en este habitáculo —digo—, donde la noche lo cubre todo y sientes un pesado abrigo que te aprisiona por todos lados y te nace la angustia de estar como enterrado vivo, como cuando tus pesadillas de niño, allá en Huaraz, lejos del tiempo, por siempre, eternamente. Apenas puedo sentarme con las piernas flexionadas y el respirar se me hace más doloroso; y este olor, entremezclado con mi propia transpiración y la atmósfera cargada de meadas y excremento, penetra en mí hasta irritarme las fosas nasales y los ojos. Mejor cierro los ojos, que son iguales a tenerlos 103

abiertos en este capullo de cemento, este fardo funerario moderno en plena década de los 90´. En medio del vaho, entre los laberintos de la mente, dejo todo atrás, las calles, los sueños y corro como potro encabritado en la inmensidad del paisaje de una playa desierta, sintiendo la suavidad de la arena blanca a través de mis pies y la brisa marina acariciándome el rostro y el murmullo del mar, confiándome mil secretos. ¿Mi mujer? No, no me paltees. Mi flaca es Elena, aunque de flaca tenga poco, ella es mi amazona, mi guerrera. Bueno, en fin, es la que pone en movimiento este pechito. Pero ¡Cuidado! Eso sí, si me descuido me suelta su rollo social, figúrate que una vez me enganchó en una "movi"; un poco más y meo los pantalones que los tengo bien ajustados, perdón, bien puestos. Hubo full bombas lacrimógenas, carreras, ¡corre, carajo! Rochabús, varazos, balas a diestra y siniestra. Era una vaina, las cosas en que me metía. ¡Pásame la F...! ¡Fuera, cabrón! Todo era una correteadera, ni que fuese el mismo campo de batalla. Menos mal que tengo físico, se podría decir que soy agarrado, ¡oiga, presumido! Así que corrí, zafé culo y no paré hasta perderme de vista, nada de cojudeces conmigo hombre. Ahí no va para tanto aguante ¿Y la flaca? Dándole por aquí, dándole de trompadas para allá ¡Pásame la E...! Eso sí que es joder por las puras. Elena olvidándose de uno, pero por qué tenía que ser yo el epicentro de sus cuidados. Basta que uno sea parte de la masa y eso vale ¡Vale! 104

Para eso eres, pues, joven. ¡Pásame la P...!, que no frieguen. La calle es pura historia —decía Elena—, de las calles sale la libertad zangoloteando de la mierda misma del sistema ¿Dónde se apalean al maestro, a los obreros, a los estudiantes? ¿Dónde se marcha agitando contra la injusticia y el hambre? ¿En tu salita, en tu zaguán? ¡No! ¡En las calles! Ahí se da todo, en la calle viva, de las masas, de las olas humanas. Hasta que dieron conmigo. ¿Quién? La policía, pues. Así que tú eres fulano de tal, ¿no? me dijeron. Ahora te fondeamos, ¿dónde está Jano?, preguntaron. Quién es ése, no lo conozco, les dije. Recuerdo ardiéndome, como un tronco chamuscado, el estómago. No han dejado de golpearme e insultarme, después. Y ahora estoy luchando contra la tumefacción de los costados, sacudido por puntapiés que te hacen ver el mundo en estrellas, sin hacer caso a las vendas que cubren tus ojos, que no sirven sino para que te hagan ver mejor tu pasado y tu porvenir en segundos, como si el vértigo de lo que sucede lo hubieran llenado en la capucha que te han puesto sobre la cabeza para traerte aquí. Se cubre tu cabeza húmeda de sangre, agua, mierda, o lo que sea, no sabes, pero sí te jodieron una costilla estos jijunas; ahí sí que te ensartaron; estás molido, oye, comelibros, ratón de biblioteca, hijito de la casa, ricura de las hembritas de barrio. Ya, sácate la capucha, me dice alguien. Cobraste, hombre.

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Aunque ahora podría decirse que ese bichito social le había picado. ¿Preocupado, yo?, para nada. Esto pasará. Ya verás cuando terminemos la carrera y nos casemos. Estos berrinches son de las aulas, nada más. La flaca es pura conciencia social, pero deja que termine la carrera, también le pasará. O que termine ya de una vez esta vaina, digo. Sí, de eso se trata. Creo que en el fondo ellos se ahogan en sus miedos y temores, como este oficial que para insultándome desde la puerta, en este momento: ¡A este conchasumadre nadie le habla! Que coma su caca si tiene, y antes de las seis le mojan el piso. ¡Ah!, eso sí, aunque haga un calor de la puta madre, ninguno se me saca el pasamontañas. A la semana de la "movi" volví a verla. ¿Cómo que a quién?, a ella, a la flaca, me la encontré en la universidad, estuvo en cama después de la golpiza. Pero había que ver eso, cuidar que la acometida de protesta de los estudiantes no tenga ribetes de movilización subversiva contra el régimen. Aunque, flaca, hay que reconocer que no eres de tierra, de mineral inerte, había que salir a las calles de pura historia, como decía ella. Para qué se inventaron las formas de lucha en las calles, mar humano que las avenidas devoran para devolverlas hasta el cielo, árbol de fuego que marca la marcha de los pueblos con su tambor y sus himnos. Claro, flaca, ahí está tu corazón rebelde, mojado de luz, y que yo digo que no has aprendido aún a no meterte en esos líos, Elena. Y tú 106

me increpas: desconsiderado, ingrato, egoísta, cobarde, pusilánime, y para allí. Peleamos. Sí. ¿Cómo olvidarlo? ¿Recuerdas? Fue esa tarde a la sombra de ese ponciano en que nos prometimos amor y el inicio de tu prédica social sobre la conciencia, que es luz en la cabeza de los hombres para hallar su rumbo propio, y que los jóvenes son la promesa no de su pellejo, sino de algo más grande, más infinitamente libre, y que no pueden enterrar o callar, y que la historia la hacen las masas, exigiendo que les entreguen lo que siempre fue de ellos, de los jóvenes, de los niños, de los innumerables, de ti, de mí, de nuestros hijos que nos esperarán más allá de nuestras miserias. Sí, recuerdo, flaca, Elenita, yo, el egoísta, el pusilánime inconsciente social de los 90´. Yo soy uno nada más, pero espérate, cuando nuestro lugar aromado por el viejo árbol guardián nos aguarde para sellarnos en la reconciliación. Tú eras la cabeza iluminada, tu puño encendido de cólera en mi camino. Yo, la tierra de mi mismo camino para que pases, pasemos, tú y yo, todas las causas. Será que por eso no alcancé a comprender cuál era la química nuestra, lo que nos ataba y desataba, y era entonces como si yo jalase una cuerda por un extremo, y tú, por el otro; fuerzas definitivas, flaca, ambos cediendo la fuerza necesaria para el punto de equilibrio, para la inequívoca comunión, flaca, ¿me escuchas?, ¿escuchas el pavoroso chirrido de la placa de metal de la puerta?, sí, la plancha cuyo gozne herrumbroso me tuercen las neuronas, que 107

rompe mi charla contigo, mi pensamiento ágil que sacuden estos cancerberos, pero me pongo alerta ahora, es tan rápido el fogonazo de luz que entra (faro, linterna, foco eléctrico, mi propia luz golpeándome). Parpadeo con ese parpadeo que ilumina la conciencia como relámpago perdido en esta mazmorra de voraz tiniebla, y tiembla la aceitosa nocturnidad de los asesinos. Sin embargo, estoy seguro que ahí han dejado caer algo, ese sonido sordo de algo blando que cae al piso y ahí viene rodando veloz, hasta golpearme la pierna izquierda, como si una rata herida se chocara conmigo hasta inmovilizarse. Percibo, a pesar de la húmeda fetidez que llena este pequeño espacio, ese aroma agradable, dulcificado. Tanteo, ansioso, con la ávida curiosidad del ciego, cojo esa redondez pavorosa y mansa del fruto, y entre el temblor de mis manos me asalta la duda, ¿es una fruta envenenada? Fruta venida con qué designio. Entre la desgracia y la dicha pigmea de que no sea cierto; y puesto que se impone el vivir, la froto entre las palmas de la mano, la acaricio como a un animal, haciéndola rodar por mi mejilla, y la devoro finalmente, con cáscara y todo, esto es, que no quede prueba alguna que comprometa este desconocido envío. Con el último trocito que mastico con fruición, se dibuja en mi memoria el valle norteño de los grandes naranjales, con los árboles bordados de esos soles jugosos, cuando mis padres y la familia entera salpicábamos con la creciente cosecha el 108

suelo de Huando y, donde en las tardes, de regreso al hogar, iban imponiéndose las risas y los cantos de los trabajadores en la fiesta de la cosecha que no terminaba. Es cierto, peleamos muchas veces y cada una de esas veces notaba un cambio, un detalle distinto. Nuestras conversas fueron pasando poco a poco, como agua que crece, de las trivialidades de enamorados, del amor enamorado, ¿así se dice?, a las grandes reflexiones profundas de las que se tiñe la vida y sus preocupaciones. Elena, hablabas, con la fluidez insaciable de tu verbo, de temas sociales, de las situaciones políticas en las que el mundo se enreda y se desenreda, levantando como el mar a las olas, a los hombres. Entonces yo la quería con extraño acometimiento, con descuidada animación. Yo callaba, simplemente escuchaba su rara versatilidad en los temas de importancia capital en un mundo que se mueve a velocidad cósmica. Y una que otra vez asentía ante alguna argumentación que no alcanzaba a cuestionar, mucho menos a rebatir. ¡Maldita sea, la luz repelente otra vez! Me salpica el agua que alguien deja caer con fuerza al piso y moja mi pantalón y parte de mi pecho ¿Agua limpia? ¿Del excusado? No importa, extiendo mi mano hacia el suelo, la humedezco, luego la acerco a mi boca, y mi lengua va recorriendo muy despacio la palma de mi mano. Voy así bebiendo un poco de vida ahora, que estimo que deben ser eso de las seis de la tarde de un día que no puedo precisar, ya sin tiempo. Es 109

posible que sea también ya un tiempo sin medida, sin calendario, que uno consume como un animal que es exactamente tiempívoro (esta palabra no está en el diccionario, claro, flaca, Jano, Jano: Lucho, luego existo, ¿quién lo dijo?). ¿Pero tú no me dijiste una vez que hay que cambiar todo? Ahora recuerdo tus palabras, Jano: ¡Mira y mírate tú, pedazo de cobarde, cómo otros construyen con sus manos el futuro que tú y tus ojos miopes no logran alcanzar a comprender ni ver!, eso me dijiste, Jano. Pero todo pasa. Y aquella vez me perdí, y pasó buen tiempo, flaca, hasta que me dí con él, con Jano, que me buscaba (yo había salido de fuga, de viaje, de fingida urgencia, y esto lo sabía Elena, no se le podía engañar), pero esa vez en el jirón de la Unión, lo vi entre triste y corajudo, a nuestro amigo, y me dijo, como quien no quiere la cosa, que Elena quería verme; que no podía salir a buscarme, que dónde diablos me había metido, oye, hijo de la pura sombra, y ahora, dada la situación tendría que llevarme con ella. Yo no tenía, así las cosas, muchas opciones. Me miró con ojos fieros diciéndome, apenas estuvimos solos en la plaza San Martín: Elena nos espera; te quiere ver. Ahora se me viene la impulsiva lógica de la realidad que no se puede obviar. Pienso: de ésta no salgo con vida; seré una cifra más en la estadística fría de los números. Bueno, íbamos en lo de Jano —¡ah!, siempre este Jano de las dos caras, sur y norte simultáneos— ; me llevó hasta la choza de Collique de donde 110

salió una viejecita pariente de no sé quién, que preguntó: ¿Hijos, han comido? ¿Cómo están las cosas? Y saludamos a la mamita que se escurrió al fondo de la humilde casita, y cuando entramos vimos una manta huancaína que separaba el dormitorio hecho con paredes de quincha, ahí encontré a Elena, pálida ella, postrada en la cama sobre una tarima, dándole la luz cenicienta del día en su piel sudorosa. Me miró con la ternura trémula de quien se va lejos. Algo se me rompió dentro, viejo, perdón, compañero; algo doloroso, quedé mudo. Me tocó los zapatos y sentí, como ahora, un sentimiento de desastre, que te arrincona hasta estar en condición de gusano, turbia arena deleznable, inútil. ¿Cómo estás, Elena?, le dije estúpidamente, y estúpidamente me callé. Tanto convencionalismo, a pesar de tener frente a ti a tu otra mitad. Así que aguanta, ahora eres mitad hombre y acabas de ser sacudido por una ráfaga de electricidad que te barrió de un plumazo tus recuerditos de idiota, una más y te descargan el cerebro; vuelas o tiemblas como con una terciana, te joden a más no poder, hombre; pero, no aúllas, sólo un grito de maldición ininteligible, se te pararon los pelos de punta con un escalofrío de miles de hormigas de hielo, punzándote, sacudiéndote, hasta que te traga la cueva oscura de la inconsciencia. Cuando despiertas, no sabes si es madrugada, o mediodía, no sabes si es jueves, o domingo, ni puedes ya saber que vives en el sueño, o sueñas que vives una pesadilla; cuando te paras, o mejor sería decir, cuando quieres pararte, tu 111

cuerpo no responde, no responden tus brazos sin fuerza y las piernas sin dimensión, porque están como amputadas, que ya no son tuyas, como esa vez cuando Elena te contó antes de morir que ella no sintió, luego de la ráfaga de plomo, sus piernas, y quedó inmovilizada como para siempre en el piso frente al fresco y vigoroso mensaje que acababa de escribir con esa claridad ensangrentada de las letras de pintura roja que ahí se vuelca de la lata deslizándose, buscándote para tocarte, tiñendo con tu sangre el piso, hasta que no supiste cuál era tu sangre y cuál la pintura, Elena. Ahí apareció Jano, siempre Jano, conteniendo a los del patrullero con disparos, y más allá, otras ráfagas de apoyo para garantizar la tarea. Pues, se creyó seguro que el patuto pasaría por la otra vía, nada más. Pero no. Demasiada confianza, salió uno del carro y a la distancia disparó contra ti. Así terminabas de escribir una página de historia. Ahí, Jano, eso sí, buen combatiente, dispuesto a todo, arrojando la granada, mientras rampaba, acercándose, levantándose, y logró sacarte de esa pesadilla, diciéndote con todo su cuerpo grandote: Resiste, Elena, compañera, los brazos por aquí, el carro nos aguarda. Y desde ahí no dijiste más nada, compañera. —¿Aún estás moqueando por no hablar?—, escuchas que te dicen, barriendo tus recuerdos donde están la viejita, Jano y tú con Elena que ya se iba. Ahora tú eres otro número oscuro, blanco en el papel blanco, un signo negro en una hoja negra. 112

No existes, muchacho. Eres sólo un par de oídos que te zumban de tanta especialidad que plasman en ti sus métodos científicos. Para eso está el orden, la ley, y sus guardianes. Te levantas, y te aplasta la justicia de la sociedad. Así siempre tienes que mirar sin mirar, pensar con todo menos con la cabeza, ésta es sólo para los que piensan como un subversivo enemigo y traidor a la patria, a Dios y a la familia. Prohibido buscar el detalle oculto de las cosas; no jodas, no sientas nada por los de abajo, vomítate hacia arriba, no existe la miseria, ésa es sólo una idea de los comunistas, no comprendas nada porque ahí sí te jodiste, loco; sácate la mugre para que algún día seas algo útil para la sociedad, para tus hijos, no puedes ni tienes que pensar en el origen del Estado, la familia y la propiedad privada. Sácale la vuelta a lo nuevo. Adultera la verdad, de allí nace la bienaventuranza. Tu pellejo es primero, joven; el resto, nadie te llama a ovillar nada. Nuevamente se han ido los del interrogatorio. Mi cabeza piensa, mi ánimo resiste ahora en la oscura prohibición en que sumen el pensar. Y te dices que toda ley se cumple como necesidad, y si ésta no es así, no es ley. Que todo cambia en la tierra, en el aire, en el agua y en el fuego, y que todo está en movimiento, ¡Oh! ¡Ecce-Homo!, y que la materia cambia desde su oriunda eternidad, ¡ay!, por encima de ti y hasta en contra de ti, pero tú, amor de mi vida, pedazo infinitesimal de materia bellamente organizada, eres “hombre mío en rechazo y observación, vecino en cuyo cuello 113

enorme sube y baja, al natural, sin hilo, mi esperanza...”, no escapes, ni puedes escapar a esta ley. Así dijiste, Elena. Ahora lo recuerdo. Confío en ti, —dijiste—, confiamos en ti, incluyendo (miraste a Jano, Jano, siempre Jano, el pasado y el futuro) a los que piensan que tú tienes ya una cruz signada en la frente, no cambiante en tu vida. Mi vida ahora es un bregar, Elena, como los cinco días que me tienen aquí. Aquí es que me sacan, me levantan como a un saco sin peso. Tiembla la luz en su brusca luminosidad, las siluetas se mueven como carbones blancos que apenas veo; me sientan en un sillón. Me da vueltas la cabeza y como remolino blanco se descarga la luz en mis retinas por el golpe brutal que me dan en la cabeza. ¿Vas a hablar? Tuco pendejo, te quieres pasear con nosotros, ¡ya!, ¿quiénes son los otros? ¿Dónde están?, escucho que dicen. Dale duro, carajo, si no canta. Patéale en los huevos, a ese conchasumadre. Elena, buena compañera, no te vencieron. ¡Bueno, cuélgalo así, es sólo el comienzo para entrar en calor! Estás jodido. Perdiste. Ahora sí te hacemos un cabro eléctrico con la descarga en el culo. No digo nada; pero puedo hablar. Sí, avanzo, Jano ¿Voy por buen camino? Está bien, Jano, me digo. Uno me suelta de la soga con que me han colgado, cortésmente como al Cristo de la fábula; se cree José de Arimatea, este mojón, que me dice: Te van a seguir maltratando, joven, te puedo ayudar. Soy tu amigo, estos métodos no son buenos ¿Te acuerdas de las frutas que te tiraba? Pienso: se cagaron conmigo. Puedes confiar en mí. 114

Luego: estamos cansados, queremos que termine esto por tu bien. Mira, levanta la cabeza, toma, te he traído comida caliente para ti solo. Se retira. Ahora veo que no hay nadie en la sala llena de luz. Empiezo a comer poco a poco, me dan ganas de vomitar. ¿Vas a hablar?, oigo. Pienso: pero qué es mi vida. He deseado en un principio vivir el momento, vivir y morir apaciblemente en un lugar que el sistema me reservaba, negándome a ver las cosas, vivir con la única condición que otorga la vida de verdad, porque la vida, en su esencia, en todo hombre, es la lucha y ésta es nuestra felicidad. Ahora que ponen fin a la historia, a las ideologías (eso hacen creer, oiga), abrazo un solo camino, puesto que el hombre sin ideales carece de alma. Y esto también es una forma de felicidad. ¿De qué te ríes?, me dice alguien que ha entrado y se ha plantado frente a mí, a dos metros, con las manos en la cintura. ¿Se volvió loco este huevón? Patéale la cara así; que vomite ahora mismo todo lo que acaba de tragar este terruco conchasumadre! Me tumban al suelo y siento luego unas botas pisándome la cabeza, mientras otro se pone a saltar sobre mi espalda. Generosa esta policía, ¿quién los comandará? ¡Ya, carajo! ¡Estamos perdiendo tiempo con esta mierda! ¡Llévenlo a la camioneta!, dice otro que acaba de ingresar a la habitación. Me arrastran hacía afuera. Todo está oscuro. Me levantan dejándome caer violentamente sobre la camioneta. Partimos. Parece oírse a lo lejos el 115

rumor del mar, sus olas. Creo que llegamos, vuelvo la cara y arriba veo las estrellas que se abren como un disparo a un toldo en la noche que no te abriga, frente al viento que silba, y se me vienen a la cabeza la sonrisa de Pablo y Efraín y Julia y José; un mundo que muere y otro que nace. Ya no siento miedo. Y está presente ahora la transparente permanencia de Elena, el viejo árbol, Jano y el reencuentro en algún lugar para ver a los niños y escuchar sus risas...

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ÍNDICE EL REGRESO DE LUCILA CCORAC ................................. 15 PERICOTES DE DOS PATAS ............................................... 23 LOS ÁRBOLES ....................................................................... 41 REFLEJOS INOCENTES ........................................................ 56 UN TECNÓCRATA EN LA NOCHE ................................... 74 EL ÚLTIMO SUEÑO .............................................................. 88 UN ITINERARIO ................................................................... 100

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“Saludar con inmenso espíritu a todos los poetas, narradores y artistas revolucionarios, como en el Perú, Argelia, Turquía, quienes han sufrido persecuciones, encarcelamientos, quienes aún en pleno siglo XXI sufren las sombras del medioevo en los más crueles e inhumanos campos de concentración” José Saramago

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“Desde la persistencia”, volumen de relatos forjado durante años de reclusión y vigilancia permanente al interior del Establecimiento Penitenciario de Régimen Especial “Miguel Castro Castro”, se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2005 con un tiraje de 1000 ejemplares.

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