Del amor

Del Amor Alfonso Fernández Tresguerres Ortega distinguía el amor de los amores. El autor cree preferibles los segundos a

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Del Amor Alfonso Fernández Tresguerres Ortega distinguía el amor de los amores. El autor cree preferibles los segundos al primero.

Decía Ortega y Gasset que el enamoramiento es una especie de imbecilidad transitoria. A mí, tratándose de asunto tan escurridizo como es éste del amor, la definición me parece tan buena como cualquier otra y mejor que muchas. Mejor, por ejemplo, que esa cursi teoría de la media naranja que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes; porque con demasiada frecuencia uno advierte que la persona amada es cualquier cosa menos esa otra mitad nuestra con la cual anhelamos unirnos; y, sin embargo, no hay escape posible una vez que el proceso se ha puesto en marcha. Amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento: uno no se enamora de otro por el mero hecho de proponérselo, tras advertir en él cualidades deseables o compatibles con las propias, ni tampoco cabe dejar de amar mediante un análogo esfuerzo. Una vez que el veneno corre por las venas no hay antídoto posible: sólo queda esperar a que remitan los síntomas.

Objeciones similares podrían hacerse a la teoría de la cristalización de Sthendal, para quien el enamoramiento sería un fenómeno proyectivo: uno se enamora cuando proyecta en otra persona determinadas perfecciones y la adorna con ellas, hasta el día fatal en que descubre que ese ser no existe en realidad, que es un mero producto de su imaginación, que lo que amaba era, en suma, un simple fantasma. De creer a Sthendal hay que suponer que el enamorado vive, mientras ama, sumido en un estado de engaño tan inconsciente como dulce. Pero es lo cierto que a veces se ama sabiendo que no debería amarse, que el objeto de nuestro amor no es en absoluto amable, y, pese a todo, no hay remedio. Los amores de Swann, narrados por Proust en el primer volumen de A la recherche du temps perdu, constituyen, a este respecto, un buen ejemplo de anticristalización: Swann no vive en absoluto engañado respecto a Odette: es plenamente consciente de sus mentiras, de su vulgaridad, de su mezquindad; consciente incluso de que ni siquiera es su tipo de mujer, pero no puede evitar amarla... ni casarse con ella.

¿Y qué decir de Espinosa? He aquí su explicación: «El amor –leemos en la Etica– es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior». ¿Una alegría? Yo no sé si esto puede ser cierto cuando hablamos del amor entendido como filia (cariño, amistad) o incluso como ágape (caridad, amor al prójimo), pero que el amor del que ahora nos ocupamos, el amor como eros, sea siempre un estado de alegría unido al conocimiento de la causa externa (la persona) que nos la provoca, es hablar por hablar: la alegría conlleva (si no me equivoco) estados de ánimo de serenidad o sosiego, pero el amor es esencialmente intranquilidad y desasosiego, al menos hasta que el amor eros deviene filia, cariño, momento en el que se comienza a compartir la cama como se comparte la mesa. Y obsérvese que éste es uno de los desenlaces posibles del amor. El otro es el olvido. Entre ambos no hay alternativa, porque el desasosiego y la intranquilidad inherentes al enamoramiento mismo suponen un estado de activación tal que resultaría sencillamente insoportable mantener durante mucho tiempo, así que una de dos: o el amor se transforma en otra cosa o desaparece. No, definitivamente no cabe estar de acuerdo con Espinosa: muy a menudo el amor es tan alegre como una gripe; algo a lo que, por cierto, se parece bastante: en ambos casos hay un periodo de incubación, de fiebre y de remisión de los síntomas; y, como en la gripe, tampoco uno queda inmunizado para siempre, porque la próxima vez el virus será distinto.

De manera que lo del estado de imbecilidad transitorio no me parece mala sugerencia. Un especie de imbecilidad transitoria, dicho sea entre paréntesis, que es el precio que tenemos que pagar a cambio de las ventajas adaptativas que trae aparejadas para la especie la reproducción sexual. Definir el enamoramiento como una imbecilidad pasajera es, seguramente, una definición operatoria. Se define el enamoramiento por lo que el enamorado hace, a saber: el imbécil. Y ciertamente, sólo un estúpido sería capaz de empobrecer su vida mental, de reducir su campo perceptivo y motivacional hasta el extremo de concentrarse maniáticamente en un solo objeto, al punto de que todo lo demás pasa a un segundo plano o simplemente desaparece. El enamorado es un maniático, y como el maniático, el loco o el imbécil, razona conforme a una lógica propia; una lógica en la que los principios elementales de identidad, no-contradicción y tercero excluso con frecuencia se hallan ausentes; y así, el enamorado cree lo increíble, espera contra toda esperanza, considera probable lo imposible e imposible lo evidente. Y por fin, cuando un día las cosas vuelven a su sitio, cuando remiten los síntomas y desaparece la fiebre, le cuesta entender lo que ha ocurrido, y a veces da en pensar que lo que ha ocurrido es sencillamente que él mismo ha sido una prueba tangible del efecto Barnum, según el cual cada minuto que pasa nace un tonto, es decir, que el incremento de tontos en la población mundial tiene lugar a razón de uno por minuto; y una prueba también de la que podríamos considerar una variante del mismo efecto, una variante que establece que un tonto por tonto que sea siempre encuentra otro más tonto que él y que, además, lo admira, y que, a lo mejor, hasta se enamora de él. No andaba muy descaminado Kierkegaard cuando afirmaba que «todos los amantes son igualmente ridículos».

Yo no sé si todo esto tiene mucho que ver conmigo, porque, de natural, soy poco enamoradizo: tal vez me gusten demasiado las mujeres. Al día de hoy han sido contadas las ocasiones en las que me he visto sumido en tal estado (aunque no por ello he sido menos estúpido en múltiples ocasiones y por múltiples motivos); y si me he enamorado poco, aún desearía haberlo hecho menos: cuando se está enamorado se pierde

demasiado tiempo, y, además, yo poseo la sorprendente habilidad de dar siempre con la persona equivocada (en una ocasión, tan equivocada que ni siquiera me creyó), y saber que a ellas les ha sucedido lo mismo, ni es un gran consuelo ni una compensación apreciable. Puesto a elegir, prefiero los amores al amor (la distinción es de Ortega). Los amores, esas cosas que pasan con las mujeres (al menos en mi caso), son más divertidos, te llevan menos tiempo y te vuelven menos tonto.

De los amores Atilana Guerrero Sánchez Respuesta al artículo «Del Amor», publicado por Alfonso Tresguerres en El Catoblepas

Después de leer el artículo titulado «Del Amor» de Alfonso Tresguerres –El Catoblepas, nº 2, pág. 4– he recordado cierta teoría que Miguel de Unamuno expone en la novela Niebla a través de la conversación entre el protagonista, Augusto Pérez, y su amigo del casino, Víctor –o, que exponen ambos personajes a través de la pluma de Unamuno, como le hubiera gustado decir al autor. En ella se barrunta una idea del amor de tradición platónica con la que nos gustaría responder a la propuesta por el profesor de Oviedo. Dicho sea de paso que, como dos «intermediarios», reavivamos así la polémica que con Ortega mantuvo el escritor de la «nivola», continuándola en el terreno del amor como materia filosófica. En efecto, pretendo extraer de las palabras de don Augusto la crítica a la tesis de Ortega en la que Tresguerres se apoya para sostener su argumentación, por lo menos en cuanto a la diferencia entre el amor y los amores. Con todo, hay también que decir que me sumo al plan desmitificador que se emprende en dicho artículo contra ideas consideradas tan «elevadas», aunque esto suponga tener que dirigir nuestra mirada hacia la zoología y «aledaños».

Para ir directamente al asunto escuchemos las palabras con que Augusto Pérez le cuenta a su amigo lo que le ocurre desde que se ha enamorado:

«—Pero no sé lo que desde entonces me pasa; casi todas las mujeres que veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he enamorado ya de tres, digo no, de cuatro; de una primero, que era todo ojos; de otra, después, con una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he seguido a las cuatro.¿Qué es esto? —Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma sin tener dónde verterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remegió con sus ojos esa charca en que tu amor dormía : se despertó éste, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como tú se enamora de veras de una mujer, se enamora a la vez de todas las demás.[...] —¡Vaya una metafísica! —Y ¿qué es el amor sino metafísica?»{1}

Si empezamos tirando del hilo que el propio Tresguerres nos suministra y repasamos las definiciones del amor que a lo largo de su artículo desestima, la primera es la teoría de la «media naranja» que Platón puso en boca de Aristófanes en el Banquete. Esta, al ser un mito, creemos que no se puede impugnar como tal teoría sin atender al contenido «racional», o sea, al «fulcro» real que todo mito envuelve. Ahora bien, sin comprometernos con el contenido «aprovechable» de dicho mito, ¿acaso en este diálogo de Platón no hay otras teorías alternativas?, ¿qué decir de las palabras de Diotima a Sócrates?, ¿no es la lección con que podemos rechazar toda definición sustancialista de una realidad tan «escurridiza»? «Escurridiza», en efecto, o dicho de otro modo, dialéctica; a la que no podemos «detener» en sólo uno de sus «momentos», como me parece que le sucede a nuestro autor. Éste nos presenta el proceso del enamoramiento como una enfermedad («imbecilidad transitoria» en expresión de Ortega) semejante a una gripe, imparable y con sus distintas fases, la última de las cuales puede ser la amistad –cosa distinta al amor– («compartir la cama como se comparte la mesa») o el olvido. Queremos entonces discutir si la amistad (filía) es otra cosa que el amor (eros), según afirma Tresguerres, o no. Anunciamos ya que nuestra postura vendría a sostener que lo que aquí se esconde es la exposición analítica de una realidad que no admite semejante formato, pues el olvido no sería un desenlace o acabamiento del verdadero amor, sino del falso, mientras que la amistad no sólo sería un desenlace o acabamiento, sino la estructura misma del proceso cuya génesis llamamos «enamoramiento». En todo caso, daríamos así a la palabra «acabado» su clásico significado de lo que se ha «cumplido», «terminado» o «llevado a efecto».{2}

Veneno, enfermedad, fuerza invencible, ¿no son metáforas del amor aún mucho más oscuras que los mitos que pretenden criticar? Se afirma en tono reprobatorio: «amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento»; y nosotros nos preguntamos: ¿qué operaciones humanas son fenómenos de la voluntad y del reconocimiento? Es evidente que no podemos elegir de quién «enamorarnos», pero tampoco podemos elegir muchas otras relaciones sociales y no por eso dejan de ser racionales. Que sea libre o no la actuación del «imbécil transitorio» dependerá, repetimos, de que la veamos como la «preparación» hacia otro «estado» o estructura –al fin y al cabo por eso es transitorio– segregable de su, según algunos, «ridícula» génesis.

Entonces empezaremos a ver acertada la definición de Espinosa («el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior»): si sabemos que la «alegría» es «el paso del hombre de una menor a una mayor perfección» y se dice «perfección» de «la esencia de una cosa cualquiera en cuanto que existe y opera de cierto modo», ¿no es cierto que nuestro «amor» por alguien es una forma de «perseverar en nuestro ser»? Apoyándonos en la definición del hombre como «animal ceremonioso», «amar» a alguien supone cumplir con una serie de ceremonias o normas objetivas establecidas en la sociedad de referencia que sólo desde fuera de esta –como estaría el extranjero, figura que representa el «espectador» de la literatura antropológica–, o desde otras normas en conflicto de la misma sociedad, –«solterón empedernido» o «mujerprofesional-independiente»– podrían verse «ridículas». En todo caso, tan ridículas como la ideología que a estas ceremonias muchas veces envuelve, inseparable aunque disociable de ellas{3}. Las llamadas por Espinosa «afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los afectos» son los síntomas del amor que tal vez pudieran justificar la opinión de Kierkegaard que asume Tresguerres de que todos los amantes son igualmente ridículos; no obstante, «el temblor, la palidez, los sollozos, la risa, etc. se refieren sólo al cuerpo, sin relación alguna con el alma»{4}. O dicho de otro modo, la etología{5} tiene mucho que decir sobre esas «afecciones externas» que constituyen la materia de los rasgos subgenéricos o cogenéricos de nuestra conducta como individuos, aunque ello no deba suponer el olvido de una «escala» distinta, la de la praxis humana, en la cual se encuentran las relaciones de amor entre personas, irreductibles al terreno zoológico.

Dice Espinosa en la proposición III de la parte tercera de la obra comentada que «las acciones del alma brotan sólo de las ideas adecuadas; las pasiones dependen sólo de las inadecuadas»; en ella nos basamos para poder explicar esa «experiencia» compartida por muchos de que el «amor» no es alegría, sino, como Tresguerres recuerda, «intranquilidad y desasosiego».Es la misma tristeza de aquel que no consigue, o duda de si conseguirá, lo que desea, por tanto, es una «pasión del alma», no una «acción» aquello a lo que Tresguerres se refiere. Más que una refutación, por cierto, esta «experiencia» aludida es una prueba más de la definición de Espinosa. No dudamos de que el amor es alegría cuando es «correspondido», pero es esta idea de la «correspondencia» la que nos recuerda al mito de Aristófanes que querríamos desterrar por lo que tiene de automatismo encubierto, que paradójicamente Tresguerres utiliza: «doy siempre con la persona equivocada». En su lugar habría que decir: «me precipito». Otro gran estoico aconseja de este modo en la elección de los amigos: «Tú delibera con el amigo todas tus cosas, pero ante todo sobre él mismo. Después de la amistad se ha de ser fiel; antes de ella se debe juzgar. Es un absurdo confundir los deberes y obrar en contra del precepto de Teofrasto, el de confiarse antes de conocer y el de romper esa confianza cuando se conoce»{6}.

Con ella enlaza, por cierto, la cita de Unamuno con la que hemos comenzado, de la que es preciso, a continuación, explicitar su filiación platónica: lo que le pasaba a Augusto Pérez, es aquello que Diotima le cuenta a Sócrates que debe ocurrir con todo aquel que siga el camino recto, a saber, «empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de estos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí»{7}. El amor es «el deseo de poseer siempre el bien», según enseña Diotima, y la acción especial en la que este deseo se manifiesta es la «procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma». ¿Cómo podemos recoger la objeción que Tresguerres presentaría a esta definición con su ejemplo de los amores de Swann? Pues, si, como se afirma por su parte, este tipo de amores demuestran que uno no se enamora de lo estimable o lo conveniente («video meliora proboque deteriora sequor»), admitiríamos que se pueda cometer el mal a sabiendas... En realidad, esos amores o «amistades peligrosas» afianzan aún más la teoría platónica, ya que casi todos, salvo estupidez congénita del amante, son ejemplares de la confianza en nuestras «dotes educativas»: lograr hacer del amado el ser estimable que se adivina entre tanto defecto suele ser la esperanza, no siempre frustrada, del enamorado.

Siguiendo a Platón, entonces, entendemos que el «enamoramiento» de Ortega es una manía que «empobrece la vida mental» siempre que se presupongan los «estadios» superiores, que son propiamente desde los que hablamos una vez «liberados»; también Platón reconoce que será necedad quedarse en la belleza de un solo cuerpo sin ver que es afín a la belleza de los otros. Ahora bien, ¿qué sentido tiene la diferencia entre el amor y los amores al margen de la dialéctica platónica del «ascenso» y el «descenso»? Sin dicha dialéctica se desconecta la Idea de aquellos cuerpos que participan de ella, sustancializándola, a la vez que «restando realidad» a sus «inferiores». No en vano Ortega, experto en zafarse de resolver aquello a lo que apunta –desflorador de ideas fue llamado por alguien acertadamente– dice que «los amores» son historias más o menos accidentadas que acontecen entre hombres y mujeres»{8}; él «prefiere» hablar del «amor» en general. Desde nuestro punto de vista este método podrá ser característico de la «amplitud de miras» de nuestro filósofo, pero es también el modo más fácil de no decir nada. Al contrario, la primera pregunta con la que Sócrates en el Banquete comienza su intervención –asegura que sin dilucidarla no puede proseguir– es la siguiente: ¿es Eros amor de algo o de nada? De este modo se emprende la concepción según un formato funcional, en la que sí importan los «valores» que se den a la «variable»: amor de ...lo que se tiene necesidad. En nuestro caso, nos centraremos en el amor entre hombres y mujeres, o, platónicamente

dicho, el deseo de «engendrar en la belleza según el cuerpo», no porque lo consideremos el más importante, pues en principio tendríamos que decir que es una especie de amor entre otras, sino porque es el propio Tresguerres el que nos «obliga» a tener que buscar una definición algo menos «accidental» que la orteguiana de «cosas que pasan» entre hombres y mujeres.

Pero no sólo Platón, sino que también Aristóteles consideraba la relación entre hombre y mujer como un tipo de amistad, incluso como el tipo de amistad más perfecto, aunque admitiendo la superioridad del varón –uno de los puntos en los que Aristóteles va a la zaga de su maestro. Las tres clases de amistad (por utilidad, por placer y por bondad) que en la Ética a Nicómaco{9} se reconocen, –propiamente «amistad» es la última, en la que se reúnen las anteriores que solas se dan «por accidente»–, a su vez se dividen según si lo que une a los amigos es la igualdad o la superioridad. Como amistad fundada en la superioridad, la de hombre y mujer es citada junto a la que mantienen padre e hijo, el mayor y el joven o el gobernante y el gobernado: «Así ni obtienen lo mismo el uno del otro ni deben pretenderlo»{10} pues, evidentemente cada uno tiene una misión distinta en la asociación{11}. Según esta clasificación, Tresguerres parece colocar a los «amores» como relaciones de amistad fundadas en el placer o la utilidad («son más divertidos, te llevan menos tiempo y te vuelven menos tonto» dice de ellos), pero no en la virtud misma de los amigos, como sería lo deseable.

Para «traducir» a nuestros términos las palabras de Platón podríamos hablar del amor o amistad «ética», en lugar de amor «según el cuerpo», por un lado, y del amor o amistad «moral», cuando este es entendido «según el alma», por otro. «Cuerpo» y «alma» aquí serían los dos modos en que podemos considerar a las operaciones de los sujetos corpóreos según estén destinadas a la generación y conservación de las individualidades en tanto que elementos de un todo distributivo, o a la «generación» –ya no biológica– y conservación de las individualidades en tanto que forman parte de un todo atributivo. El «amor ético» consistiría en un tipo de relación mantenida con un individuo corpóreo en tanto que, además del beneficio mutuo por la convivencia, tiene como rasgo propio la generación de nuevos sujetos corpóreos, constituyéndose como «familia». El que llamamos «amor moral» se entiende como el que se establece entre los camaradas o compañeros, así como el que une a profesor y alumno en la medida en que su asociación está destinada a la futura inclusión del pupilo en algún grupo social que forme parte del Estado o como miembro del propio grupo que es el Estado o sociedad política. Esta clasificación incluiría la de Aristóteles en la medida en que Platón no considera las amistades «por accidente», acaso porque son los «peldaños» que no nos podemos «saltar» en el «ordo cognoscendi». El amor «ético», con todo, no es inferior o vulgar para Platón porque sea entre hombre y mujer, sino por razón de la participación en la «inmortalidad» o duración de su «obra». Los «hijos inmortales» como son las ideas, son preferibles a los mortales, lo cual tampoco es de extrañar cuando es el Estado en su eutaxia y sus ciudadanos (amor como virtud «moral») lo que es preferido al individuo corpóreo (amor como virtud «ética»). Podemos ver, además, claramente en el mismo Banquete, además de en la República, que la amistad entre hombre y mujer no tiene por qué estar determinada por la procreación, dejando el camino abierto a la posibilidad (histórico-política, ya ideada en el diálogo citado) de que, «por enseñárseles las mismas cosas», hombres y mujeres puedan estar unidos «en cuerpo y alma», es decir, que «amor» y «amistad» no sean dos instituciones en conflicto irresoluble.

Y aquí es adonde queríamos llegar. Lo que le pasa a Augusto Pérez o al mismo Tresguerres, a saber, que les gusten «las mujeres» en plural, es decir, la clase distributiva de los elementos del sexo femenino, es lo que le pasa a cualquiera que ya «conoce la belleza» en un cuerpo, obligándole a verlo bajo su forma universal. Pero, tal «amor al prójimo» es absurdo si, a su vez, no se conjuga con criterios morales o atributivos que restrinjan el «radio de amor» a alguna persona en particular. Es, en el fondo, contra lo que piensa Tresguerres, la mejor manera de no perder el tiempo.

Amor sin metafísica Alfonso Fernández Tresguerres A propósito de un texto de Atilana Guerrero Sánchez

He leído con gran interés la respuesta de la profesora Guerrero Sánchez –«De los amores»– a mi artículo «Del amor», y no puedo menos de sentirme muy agradecido por el interés que me presta, al tiempo que felicitarme porque aquellas pocas líneas mías hayan sido ocasión de que ella escriba el hermoso artículo con que nos regala a los lectores de El Catoblepas. Dicho esto (y dicho muy de veras), debo, no obstante, hacer algunas puntualizaciones, o, si se quiere, debo, como es natural, responder, a mi vez, a su respuesta; porque yo, que estoy lejos de parecerme a Sócrates, desearía, sin embargo, que Atilana Guerrero fuese mi Diotima, y que sus palabras me excusasen de efectuar más averiguaciones, pero presiento que subsisten en mí algunas dudas.

Mucho me gustaría tener de mi lado a Ortega para poder enfrentarme a Atilana Guerrero, quien dice tener a Unamuno del suyo (aunque no alcanzo a ver en qué medida las palabras que cita del autor de Niebla contribuyen a apoyar las tesis que mi interlocutora defiende), pero me temo

que las posiciones del filósofo madrileño se encuentran, al menos en esto del amor, más próximas a las de ella que a las mías. Así que no sé yo si no tendré que vérmelas con los tres, lo que, sin duda, es como para desanimar a cualquiera. Pero, en fin, allá vamos.

I

Comenzaré por defenderme de una objeción de carácter (me parece a mí) más bien historiográfico o filológico. En efecto: se me reprocha que en la mención que hago del Banquete, de Platón, me refiera sólo a la teoría de Aristófanes; y se me pregunta si acaso en ese diálogo no se exponen otras. Naturalmente que sí. De sobra sé que no es la de Aristófanes la única, y tampoco aquélla que pueda ser considerada conclusión del debate, y, por tanto, la que se pudiera suponer que defienden Platón y Sócrates. Pero es que yo no pretendía hacer un juicio sobre la teoría platónica del amor, ni tampoco sobre El Banquete. Me referí a la teoría de Aristófanes sencillamente porque quería referirme a la teoría de Aristófanes: entre otras cosas porque la teoría de la «media naranja» ha tenido una enorme trascendencia (llegando a animar incluso algún programa de televisión) y porque la considero actuando detrás de múltiples concepciones del amor; entre otras, detrás de todas aquéllas que, como la de A. Guerrero, consideran el amor eterno y, por lo mismo, único (tal es, por otra parte, el contenido racional o «fulcro real» que encierra el mito narrado por Aristófanes).

Y por cierto que la teoría (o al menos algunos aspectos de ella) que Platón pone en boca de Sócrates tiene ya bastante que ver (o así lo interpreto) con mis propias posiciones: que el amor sea hijo de Penía (la pobreza) y Poros (rico en recursos), y que, por ello, como dice Sócrates: «lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia», sugiere, a mi juicio, uno de los aspectos esenciales de eso que llamamos «enamorarse»: vivir en un estado intermedio entre tener y no tener, poseer y no poseer, conocer y no conocer a la persona amada. Nos enamoramos, en gran medida, de lo que desconocemos, de aquello del otro que no poseemos del todo. El amor se alimenta, sin duda, del misterio; y en esto consiste el secreto (o uno de los secretos) del arte de la seducción que practica don Juan: resultar profundamente desconocido. La transparencia es esencial en la amistad, pero debilita el amor. Le resta interés. Creo (si mi memoria no me engaña y si mi lectura fue acertada) que esta idea es una de las constantes que animan En busca del tiempo perdido. Me limitaré sólo a unas palabras de Proust: «El amor –escribe–, en la ansiedad dolorosa como en el deseo feliz, es la exigencia de un todo. Sólo nace, sólo subsiste si queda una parte por conquistar. Sólo se ama lo que no se posee por entero». La amistad nace del conocimiento; el amor, de la incertidumbre y del anhelo de conocer. Por eso, cuando nos acostumbramos a ver a otro con ojos de amigo es muy difícil comenzar a verlo con ojos de amante. Del amor se puede pasar, sin duda, a la amistad (el odio y la indiferencia son las otras alternativas), pero el camino inverso, las más de las veces, resulta inviable: de la amistad es muy difícil pasar al amor. Tal vez por eso decía La Bruyère que: «El amor que crece poco a poco y por grados se parece demasiado a la amistad para ser una pasión violenta»; o lo que seguramente es lo mismo, aunque dicho de otro modo: «El amor comienza por el amor; y no se sabría pasar de una fuerte amistad más que a un amor débil». (Espero que mi traducción no le haga traición imperdonable, pero es que no conozco versión española.)

Con esto enlaza perfectamente una segunda objeción que me hace A. Guerrero. Decía yo, en efecto, aunque no en tono reprobatorio (¿reprobatorio hacia quién?), que «amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad ni del reconocimiento», y me pregunta ella qué operaciones lo son, para añadir que si bien no podemos elegir de quién nos enamoramos, tampoco podemos elegir otras muchas relaciones sociales. No sé si entiendo bien: ¿sugiere, acaso, la profesora Guerrero que la mayor parte de nuestras operaciones no son voluntarias y que la mayor parte de nuestras relaciones no son elegidas? ¿Qué nos determina?, pregunto yo. Sostengo, por el contrario, que la mayor parte de nuestras operaciones son producto de la voluntad y del reconocimiento (aunque, sin duda, no elegimos entre un conjunto de posibilidades infinitas. Ser libre no consiste en una capacidad de elección absoluta, sino en poder optar entre varias alternativas (muchas o pocas, según el caso) que, ciertamente, nos vienen dadas por distintas circunstancias). Decidir hacerse musulmán, encontrar el sentido de la vida jugando al dominó, o el color de una camisa, son fenómenos de la voluntad y del reconocimiento. Y como ellos una lista interminable de operaciones humanas, y entre ellas (y esto es lo importante) se encuentra la amistad: yo elijo y decido quiénes son mis amigos; y esa elección va precedida, sin duda, del conocimiento y se va forjando en el trato mutuo. Pero, en cambio, no elijo ni decido de quien me enamoro. La amistad es algo que se elige (y lo mismo los amores); el amor es algo que sucede (o no sucede). Y ocurre aun en el caso de que nada veamos en esa persona que resulte especialmente amable por sí mismo; de la misma manera que puede no ocurrir por más que en una persona determinada encontráramos dadas todas las condiciones para ser amada. Como señalaba Chesterton: «Admiramos a las personas por motivos, pero las amamos sin motivos». Lo que acaso podríamos traducir a los siguientes términos: hace falta un motivo para hacerse amigo de alguien, pero absolutamente ninguno para enamorarse. Y creo también que elegimos la mayor parte de nuestras relaciones. A decir verdad, casi todas, excepto las sanguíneas: no elegimos a nuestra familia, pero sí elegimos, como se ha dicho, a nuestros amigos y a nuestros amantes, y no sólo a ellos: también a nuestros conocidos (a quienes deseamos seguir re-conociendo), a nuestros contertulios o a aquellos con quienes jugar al mus. Y aun aquellas relaciones que se han establecido sin la mediación de nuestra voluntad (compañeros de trabajo o vecinos, pongo por caso), frecuentemente, si no la relación misma, elegimos su mantenimiento, su continuidad, porque, quien más y quién menos, puede cambiar su lugar de trabajo o su domicilio. Pero en el amor no se elige en absoluto: ni el inicio ni el fin.

De todos modos, ¿no advierte mi interlocutora que ella misma se contradice? Tras afirmar que no elegimos la mayor parte de nuestras relaciones (entre ellas el amor, en lo que sé estamos de acuerdo) nos aconseja, con Séneca, que evitemos la precipitación en la elección de amigos y de amores, y que seamos lo suficiente sensatos como para deliberar y juzgar previamente. ¿En qué quedamos? Afirma que no elegimos de quien nos enamoramos y, al mismo tiempo, explica los«errores» en el amor como la consecuencia de una actividad irracional insuficiente. Su confianza en la razón es tal que incluso sostiene que si los amores «equivocados» de Sawn demuestran que no siempre nos enamoramos de lo conveniente o estimable, estamos admitiendo que se puede cometer el mal a sabiendas. Al margen de que mi filiación socrática no llega al punto de creer que nadie hace el mal a sabiendas, el equivocarse o no en el amor no tiene nada que ver con hacer o no hacer el mal. Equivocarse en el amor no es un problema moral: es una faena. Y, en cualquier caso, si Sawn no viendo amable a Odette, sin embargo, la ama, eso demuestra que amarla o no amarla no depende de su voluntad, y si no puede no amarla, nada de lo que hace (aunque tuviera que ver, que no lo tiene, con el mal) es a sabiendas. Hasta Sócrates le exculparía.

II

Atilana Guerrero abre su artículo con unas palabras de Unamuno en las, dice ella, va a apoyarse para rebatir las tesis defendidas en mi artículo. La cita de Unamuno (recodémoslo) refiere una conversación en la que Augusto confiesa a su amigo Víctor que desde que se ha enamorado, se enamora de todas las mujeres, a lo que Víctor le responde que enamorarse de veras de una mujer equivale a enamorarse a la vez de todas. Esas palabras, según mi interlocutora, son de filiación platónica, porque señalan el primer peldaño de la teoría platónica del amor: el paso del amor a la belleza de un cuerpo al amor de todos los cuerpos bellos. Pero Augusto se habría quedado sólo en ese primer momento, sin completar el ascenso (dialéctico) a la Belleza en sí, o si se quiere, refiriéndonos ahora expresamente al amor (y ésta es ya la tesis de Atilana Guerrero, no de Platón), al amor a alguna persona en particular, al amor único y eterno. Y el artículo de la profesora Guerrero se cierra, como si de su conclusión natural se tratase, con una nueva referencia a estas mismas palabras para, apoyándose otra vez en ellas, emitir un diagnóstico (psicológico, no filosófico) sobre Tresguerres. A Tresguerres le sucede lo mismo que a Augusto: que le gustan las mujeres. Que le gustan las mujeres en plural, y por ello, como Augusto, su forma de vivir el amor no ha pasado del primer peldaño, y en consecuencia, tampoco su forma de concebirlo ha pasado de ahí. Su concepción del amor sería (y esto ya lo digo yo, no ella) una teoría del primer peldaño.

De nuevo me siento muy honrado por el interés que se me presta, pero creo que si toda la argumentación desplegada por A. Guerrero tenía como finalidad llegar a la conclusión de que a Tresguerres le gustan las mujeres, podía habérsela evitado: bastaba con que me lo hubiera preguntado. En efecto, me gustan las mujeres (más de lo que yo quisiera, por cierto), pero ésa es una pobre conclusión para tan hermoso artículo, porque, ¿a quién puede importarle que a Tresguerres le gusten las mujeres, comenzando, claro está, por las propias mujeres? Pero es que, además, se está llevando la cuestión a un terreno puramente subjetivista y psicologista: ¿acaso una determinada teoría filosófica ha de ser explicada en términos de las disposiciones psicológicas del autor? ¿Tendrá, después de todo, razón Fichte cuando afirmaba que «el tipo de filosofía que se hace depende del tipo de hombre que se es»? Yo creo que aquí, como en todo, debemos «volvernos a las cosas mismas»; y si las ideas de Tresguerres sobre el amor merecen ser discutidas (y me alegro de que así sea), habrán de ser discutidas en sí mismas, en lugar de reducirlas a una conjetura psicológica que se hace sobre su forma de vivir el amor; porque, después de todo, y lo digo con entera cordialidad, sin la menor acritud, lo que hace Atilana Guerrero no pasa de ser una conjetura: que yo recuerde, no es gran cosa lo que ella sabe acerca de mi vida amorosa.

Pero vayamos al texto de Unamuno. ¿Es tan claro, tan manifiesto, que en él se está hablando del amor? Yo no lo creo. No creo que se esté hablando del amor, y acaso ni siquiera de los amores: de lo que se está hablando es del deseo. Lo que le sucede a Augusto es que, como el gentilhombre aquél que un día descubrió con asombro la ingente cantidad de años que llevaba hablando en prosa, ha descubierto, ya mayorcito, que desea al noventa por ciento de las mujeres. Pero, ¿qué tiene que ver esto con el amor? El noventa por ciento de los hombres sanos desea al noventa por ciento de las mujeres (aunque también es verdad que el noventa por ciento de las mujeres sanas dicen no desear ni al diez por ciento de los hombres; y yo no tengo porque dudar que sea así. La explicación podría ser de carácter cultural: la fuerte represión de la que frecuentemente ha sido objeto la sexualidad femenina; pero también podría ser biológica: aquello de los sociobiólogos (Dawkins, por ejemplo) de que para el varón, poseedor de una célula sexual muy abundante y de fácil producción, la mejor estrategia evolutiva consiste en fecundar todas las mujeres posibles; en tanto que la mujer, dueña de una célula sexual más rara y para quien el embarazo supone, al contrario que para aquél, una fuerte inversión, en lugar de prodigarse en relaciones sexuales, se halla interesada en una relación segura). ¿Qué tiene que ver el deseo, que manifiesta Augusto, con el amor? Sin duda, no hay amor sin deseo, pero sí deseo sin amor (incluso deseo sin amores, quiero decir, sin el establecimiento de ningún lazo más allá del deseo mismo). Que Augusto diga que ese día ya se ha enamorado de cuatro, es hablar por hablar: ha deseado a cuatro, y para el caso a otras cuatrocientas con las que pudiera haberse cruzado en la plaza mayor de Salamanca. No es extraño que quedé consternado ante la explicación que le da Víctor (enamorarse de una equivale a enamorarse de todas), y que le replique que ésa es una explicación metafísica; porque, sin duda, eso es lo que es: metafísica (y que el amor no es más que metafísica, también es hablar por hablar: en el amor existen componentes físicos por todo el mundo conocidos y actividades de carácter operatorio muy definidas que nada tienen de metafísicas). Enamorarse de una mujer (y para el caso de un hombre, claro es) no sólo no es enamorarse de todas, porque enamorarse de todas es no enamorarse de ninguna, sino que consiste en fijarse obsesiva y maniáticamente en ésa, destacarla sobre el resto, desearla con carácter único y exclusivo; es acaso, como sugería Bernard Shaw, establecer entre ella y el resto unas diferencias seguramente excesivas y tal vez inexistentes. Es en ese momento cuando el deseo, distributivo al conjunto de las mujeres, queda provisionalmente bloqueado y desconectado, tal vez por la

necesaria colaboración de los dos miembros de la pareja en la cría de un ser de crecimiento tan lento como es el ser humano (me refiero a la famosa idea del «contrato sexual», popularizada por Helen Fisher). Y cuando desaparece el amor (el enamoramiento), cuando finaliza ese estado de estupidez transitorio en que nos ha sumido la selección natural para dar cumplimiento a las tareas anteriormente mencionadas, cuando ha pasado el tiempo que la selección natural «considera prudencial» para que la reproducción haya tenido lugar (independientemente de que así haya sido o no) y la supervivencia de la cría se halle garantizada, el amor deviene filia, que mantiene a la pareja unida por otros lazos que tienen poco que ver con la relación inicial, o indiferencia, que conduce al olvido. Y uno descubre entonces que la clase distributiva de las mujeres continúa en el mismo lugar en el que estaba antes del sopor en que el amor lo había sumido. Eso que llamamos enamoramiento es una de las sutilezas mejor trabadas por esa gran astuta a la que hemos dado en llamar «selección natural».

III

Con todo, la principal objeción que hace Atilana Guerrero a mí concepción del amor es que se trata de una concepción analítica, siendo así que el amor es un proceso dialéctico, y, como tal, sólo puede ser recogido en una concepción dialéctica, como es el caso, según mi interlocutora, de la que ella defiende. Veamos esto con algún detenimiento.

La concepción del amor que yo esbozo en el mencionado artículo, sería una teoría analítica, en opinión de A. Guerrero, porque me quedo en el primero de los momentos del proceso: el enamoramiento (para el que ella no parece tener mayores inconvenientes en aceptar el diagnóstico de «estupidez transitoria»), sin advertir que ése no es más que el primer paso (la preparación, de ahí su carácter transitorio) hacia otros estados superiores y más perfectos, que, en lo esencial, coinciden con la amistad; amistad que, de este modo, piensa A. Guerrero, no sería desenlace o acabamiento del amor, sino la estructura de aquel proceso que se inicia con el enamoramiento; amistad que sería, en suma la esencia misma del amor, que, si es verdadero, necesariamente se ve abocado a este estado de perfección. Por eso, tampoco es el olvido un desenlace o acabamiento posible del amor verdadero: sólo lo es del falso. Ahora bien, el paso de uno a otro, es decir, el paso (dialéctico) del enamoramiento al amor acabado (amistad), mi interlocutora parece pensar que viene posibilitado por la mediación del espíritu objetivo, que opera en tanto que negación del estado puramente subjetivo del enamoramiento, obligando a los miembros de la pareja a la aceptación de normas, ceremonias y compromisos objetivos que acaban por constituir a la pareja en familia, cuyos fines son, entre otros, los siguientes: la generación de nuevos sujetos operatorios (¿por qué no decir hijos, sin más?), la ayuda mutua que se prestan los esposos para preservar en el ser, con la consiguiente alegría, y la consecución de estados de perfección cada vez más elevados mediante el ejercicio de las dotes educativas de ambos miembros de la pareja que hacen del uno y de la otra seres cada vez más estimables y amables. ¿Aceptaría Atilana Guerrero concepciones de amor como las que se recogen en palabras como éstas?:

«El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no pasajero. Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad».

«El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Perfección de los cónyuges en el amor y procreación tienen que ir unidos; los hijos son fruto del amor y sólo prosperan en ese clima; el amor conyugal que no tiende a la transmisión de la vida, fácilmente se ahoga en una concentración egoísta».

Se trata «un amor eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de la persona y por tanto es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicos de la amistad conyugal».

Se trata de textos tomados del Catecismo de la Iglesia Católica y del Concilio Vaticano II. Mas entiéndaseme bien: que la concepción del amor de la profesora Guerrero tenga mucho que ver (al menos eso creo) con la de la Iglesia Católica, no la convierte en perversa en sí misma, ni es motivo para descalificarla o rechazarla a priori. Las razones del rechazo (si ha de haberlo, y en mi caso así es) son otras, a saber: que en ambos casos, en el de la Iglesia Católica y en el de Atilana Guerrero, nos encontramos ante concepciones del amor puramente idealistas y espiritualistas. Porque éste es, finalmente, el diagnóstico que yo, a mi vez, hago sobre la teoría que nos presenta la profesora Guerrero: se trata de una teoría de cuño idealista y espiritualista. Pero, como es obvio, debo matizar las razones de tal diagnóstico y matizar, al mismo tiempo, mi propia postura.

IV

Vayamos, en primer lugar, con aquello de la constitución de la pareja en familia; constitución dada por la mediación del espíritu objetivo, quien obliga a la asunción de ceremonias y compromisos legales (no exclusivamente éticos, sino, insisto, legales) que cristalizan en la figura del matrimonio; algo que sólo el «solterón empedernido» (también la «mujer-profesional-independiente») podría ver como «ridículo», dice A. Guerrero, acaso, se me ocurre a mí, porque el solterón piensa como lord Byron que: «El matrimonio es al amor lo que el vinagre al vino. El tiempo hace que pierda su sabor». Yo no tengo por qué adoptar aquí el prosopon de «solterón empedernido» (eso sí que resultaría ridículo), pero sí me gustaría hacer alguna observación. Para empezar, no veo por qué motivo el soltero (ya le hemos llamado bastantes veces «solterón») habría de ver como ridícula una opción distinta a la suya (no me parece que ese fuese el caso, por ejemplo, de Kant, sin duda uno de los patronos de los solteros. Es más, creo recordar que Kant, independientemente de cuál fuese su circunstancia personal, aconsejaba vivamente el matrimonio, aunque creo también que era él quien decía que en esto del matrimonio sucede lo mismo que con los pájaros: el que está dentro de la jaula quiere salir, y el que está fuera quiere entrar; lo mismo que respondía Sócrates cuando le preguntaban si era mejor casarse o no casarse: «Cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás»). Pero es que, por otra parte, ser soltero o casado, además, por supuesto, de figuras absolutamente objetivas pertenecientes a la esfera de la legalidad, son también, seguramente, formas de ser, disposiciones del ánimo: se puede ser soltero casado y casado soltero, todo depende de la forma en que uno viva el amor y la relación de pareja, y las más de las veces sin que le sea dado hacerlo de otro modo (por eso decía que frecuentemente es una disposición, y no una decisión). Faulkner lo expresó de forma contundente: «hay algunos hombres –escribe– que son incorregible e invenciblemente solteros prescindiendo de las veces que se casen, de la misma manera que hay otros que son maridos condenados y castrados aunque no encuentren nunca una mujer que cargue con ellos». Precisamente, la soltería así entendida es una de los genuinos rasgos de don Juan, independientemente de que, al mismo tiempo, sea o no sea un seductor. Don Juan y el seductor son dos personajes distintos, que pueden coincidir o no en uno sólo: contra lo que tantas veces se ha dicho, no le es esencial a don Juan ser un seductor, pero sí ser un soltero (en el sentido que lo venimos entendiendo), o dicho de otro modo, lo distintivo de don Juan no es que tenga muchas mujeres, sino que no pueda tener ninguna: que no pueda amarrar su vida (y tampoco su libido, claro está) a una sóla mujer.

Pero volvamos al espíritu objetivo. ¿Debemos entonces suponer que el verdadero amor, el amor acabado (auténtico, perfecto), tiene como condición esencial la sanción legal, al punto de que cuando no se diera habría que hablar de falso amor, puesto que es ella, precisamente, la que opera la transformación del enamoramiento en amor? Me parece excesivo. Ciertamente, la vida de pareja exige el despliegue de múltiples ceremonias (comenzando por la ceremonia del propio amor físico, algo que ni siquiera al «solterón empedernido» le parece «ridículo») y la adquisición de múltiples compromisos, pero, ¿es tan claro, tan manifiestamente obvio que tales compromisos, para serlo realmente, han de poseer un carácter legal? ¿No basta acaso con el compromiso ético mediante el que dos personas se ligan en una red de obligaciones mutuas, de derechos y deberes? A la Iglesia Católica le parece que no, y sus razones son meridianamente claras, aunque, esta vez sí, ridículas: sin la sanción legal de la pareja no quedan debidamente aseguradas ni la crianza ni la educación de los hijos. ¿Acaso lo que nos sugiere Atilana Guerrero va en esta dirección?

Por otra parte, ¿qué sucede cuando el amor tiene por objeto a otra persona con la que no es posible establecer compromisos legales, por ejemplo, porque ya los tiene establecidos, es decir, porque ya constituye una familia? ¿Habría que relegar ese amor al mundo de las apariencias y calificarlo de falso amor? ¿Y cuando el amor no es correspondido y, en consecuencia, no puede cristalizar en forma alguna, y tampoco, claro está, dar el paso a su constitución en familia? ¿Es también falso? ¿Un amor no correspondido es, por eso mismo, un falso amor? ¿Un amor imposible es, por su misma imposibilidad, constitutivamente falso? Me parece que quien responda afirmativamente a tales preguntas entiende el amor como una especie de sociedad mercantil; y claro es que yo no me puedo asociar a una persona si ésta no quiere asociarse conmigo o si ya tiene un socio: mi sociedad no pasará de ser un mero proyecto, una pseudosociedad, una pura apariencia. Pero el amor (por suerte, mas también por desgracia) es más irracional que todo eso.

Irracional y no siempre tan alegre como piensa mi interlocutora. El amor, según ella, es alegría porque amar y ser amado significa ayudarse mutuamente a preservar en el ser. O a destruirse, añadiría yo. Tal vez tenga razón F. de la Rochefoucauld cuando dice que: «Si juzgamos al amor por la mayoría de sus efectos, se parece más al odio que a la amistad». Y esto nos conduce al centro mismo de la concepción del amor que nos presenta A. Guerrero: el verdadero amor, que es eterno y, en consecuencia, único, no es otra cosa que amistad.

Comencemos por los dos primeros rasgos. El olvido, se nos dice, nunca es un desenlace del verdadero amor, sino de los falsos; de ahí debemos concluir que el amor es eterno y único. Las objeciones que se me ocurren son varias. En primer lugar, ¿cuál es el criterio que se maneja para hablar de amores verdaderos y falsos, para distinguir los unos de los otros? Supongo que no se tratará nuevamente de la sanción legal, porque estaremos de acuerdo en que se puede sancionar legalmente una unión establecida sobre un amor falso o incluso sobre una ausencia de amor en absoluto. El criterio tampoco puede residir en los sentimientos experimentados por el enamorado: al menos yo no alcanzo a ver en qué habrían de diferir los sentimientos suscitados por el amor genuino y por los falsos. La experiencia común de los más de los mortales más bien apunta en dirección contraria: uno siempre piensa que jamás se ha enamorado como la última vez. El criterio que buscamos me parece (en el contexto de la concepción de A. Guerrero) que sólo podemos buscarlo en la duración misma del amor: el verdadero amor no acaba, es eterno. Pero esto supone

que sólo podríamos calificar un amor de verdadero una vez que, no ya con la muerte de uno de los cónyuges se haya producido la disolución de la pareja, sino que habrá que esperar a la muerte de los dos, para poder estar seguros de que el superviviente no ha vuelto a establecer otra relación similar, en cuyo caso el amor, al menos por su parte, habría de ser considerado falso.

Si el amor es eterno y único, ¿por qué de hecho nos enamoramos sucesivas veces?, ¿por qué, a menudo, el amor acaba?, ¿por qué nos engañamos?, ¿por qué somos adúlteros? Responder diciendo que en ese caso se trataba de un amor falso es absolutamente gratuito y constituye un puro sofisma, toda vez que lo que se hace es aplicar el calificativo «falso» a posteriori, esto es, al amor acabado, pero sin que se nos proporcionen los criterios mediante los cuales podríamos, en su inicio, distinguirlo del verdadero. Apelar a la duración como criterio distintivo, además de falaz, como acabamos de señalar, resulta inconsistente: una pareja puede mantener durante toda la vida el vínculo legal que los une cuando ya toda atisbo de amor ha desaparecido; y puede hacerlo por diversas razones, entre otras los hijos. Es posible que las parejas con hijos se separen menos, como observa A. Guerrero apoyándose en Aristóteles, pero, sea cuál sea la razón por la que esto fuera así en la época del filósofo griego, hoy existen poderosas razones para ello; pero razones de carácter mucho más material que las que parece sospechar mi interlocutora: razones puramente económicas, por ejemplo.

Afirmar, pues, que el verdadero amor es único y eterno, creo que carece de todo fundamento. Nos enamoramos sucesivas veces, y este hecho tan simple es prueba suficiente contra la que no sirve el argumento ad hoc de la falsedad cada vez que un amor acaba: no hay amores verdaderos y amores falsos, o si se quiere, todos los amores son verdaderos. Sencillamente, uno se enamora o no se enamora. Y lo demás es metafísica.

Otra cosa es que, acabado el amor, la pareja permanezca unida por el vínculo de la amistad; pero ésta no es la consumación dialéctica del enamoramiento, sino otra cosa completamente distinta. Se pregunta A. Guerrero si el amor (eros) es otra cosa que la amistad (filia). Por mi parte no dudo en responder: desde luego que lo es. Yo no estoy enamorado de mis amigos. Pero esta afirmación no aspira a alcanzar un mero efecto retórico fácil, sino que apunta a algo verdaderamente esencial, a saber: la amistad es múltiple, comprende en su radio de acción a varias personas, en tanto que el amor es exclusivo. Se pueden tener, al mismo tiempo, varios amigos, pero no se puede amar, al mismo tiempo, a varias personas, sino a una sóla, insistente, maniática, furibundamente. Como señalaba Adam Smith: «Los que limitan la amistad a dos personas parecen confundir la sabia seguridad de la amistad con los celos y la insensatez del amor». Otra cosa es que muerto el amor se troque en amistad y la pareja permanezca unida por un cariño tan profundo como se quiera, nacido del conocimiento mutuo, de la convivencia y de la comunión de intereses, pero no es ésta la coronación dialéctica del amor, sino un vínculo sustancialmente nuevo. Como decía Víctor Hugo: «El amor abre el paréntesis y el matrimonio lo cierra». Y por cierto, no estoy de todo seguro que esta postura no sea compatible con la del propio Aristóteles, a quien A. Guerrero invoca como defensor de la identificación entre filia y eros, o dicho de otro modo, defensor de la teoría según la cual la esencia del amor (eros) sería la amistad (filia). En la Ética a Nicómaco, Aristóteles no niega que el amor (eros) sea compatible con la amistad (filia), o lo que es lo mismo, que la relación de pareja pueda incluir la amistad como uno de sus elementos propios; pero que reduzca el uno a la otra, es decir, el amor a la amistad, considerando ésta la esencia de aquél, me parece que es mucho decir. Cuando se refiere, en sentido estricto, a la relación de pareja que llamamos «amor» utiliza el término eros, pero no filia, como podría esperarse si, en su opinión, fuesen una y la misma cosa. Mas aún: la distinción entre ambos sentimientos y los términos con que designa cada uno de ellos resulta bastante nítida en algunos pasajes, como cuando dice: «Para los amantes la vista es el sentido más preciso, para los amigos la convivencia». O también: «Parece, sin duda, que la benevolencia es el principio de la amistad, así como el placer visual lo es del amor». Pero permítaseme que insista aun con otra cita, cuyo interés es notable: «No es posible –dice Aristóteles– ser amigo de muchos con perfecta amistad, como tampoco estar enamorado de muchos al mismo tiempo (pues amar es como un exceso y está condición se orienta, por naturaleza, sólo a una persona)». Y un poco más adelante nos aclara en qué consiste ese exceso: «el amor tiende a ser una especie de exceso de amistad, y éste puede sentirse sólo hacia una persona; y, así, una fuerte amistad sólo puede existir con pocos». Por lo pronto, Aristóteles distingue aquí el amor, que tiene por objeto a una sóla persona, de la amistad, que se extiende a varias (aunque sean pocas). Ahora bien, cuando afirma que el amor es un exceso de amistad, ¿qué quiere decir? ¿Acaso que el amor no es, en el fondo, otra cosa que amistad? Pero entonces, ¿de qué tipo de amistad estamos hablando? Obviamente, desde la perspectiva aristotélica, de una forma imperfecta de amistad, dado que la perfecta amistad sólo es posible entre iguales, y hombre y mujer no lo son. ¿Habría que concluir entonces que el amor es una amistad imperfecta, establecida sobre una comunidad de intereses sexuales, reproductivos y económicos? Pero en ese caso, la sustancia misma del amor queda sin ser dilucidada, porque subsistiría la pregunta de por qué establecemos esa amistad excesiva e imperfecta con esta persona y no con la otra, es decir, ¿por qué nos enamoramos? Sin embargo, la posición de Aristóteles resulta menos confusa si suponemos que Aristóteles da por supuesto el primer paso del proceso, esto es, el amor mismo, el enamoramiento, que nos vincula a una sóla persona (sin proponerse explicar tal fenómeno), y lo que intenta decir es que, pasado el tiempo, esa vinculación amorosa a una sólo persona ha ido cristalizando en una comunidad de intereses que, muerto el enamoramiento, mantiene unida a la pareja transformando el amor en una forma peculiar de amistad; una amistad excesiva (por dirigirse a una sóla persona) e imperfecta.

Atilana Guerrero se apoya también en Aristóteles para descalificar mi concepción de los amores, por estar fundados, según ella, en el placer y la utilidad. Y menciona de nuevo a Aristóteles, sin advertir que en las palabras que cita del filósofo griego éste afirma expresamente que en la amistad amorosa (el matrimonio) confluyen, a un tiempo, lo agradable, lo útil y el placer. Aristóteles niega que la verdadera amistad puede establecerse exclusivamente sobre el interés, el placer o la utilidad, pero no que los excluya. Son cosas muy distintas. De igual modo, que el amor pueda incluir o transformarse en amistad no significa que se reduzca a ella ni que sean una y la misma cosa. Naturalmente que la amistad, el amor

y los amores incluyen el placer, la utilidad y lo agradable: ¿o es que nos hacemos amigos o amantes de alguien por el mero impulso ético de ejercer la virtud de la caridad, sin que sea necesario que la relación con la otra persona nos reporte las satisfacciones mencionadas? Amistad, amor, y amores, no son otra cosa que el encuentro de dos egoísmos que se complementan y se satisfacen mutuamente. Y lo demás vuelve a ser pura metafísica. El caso del amor es el más intenso y seguramente por eso es también el más frágil. El amor es, por su propia naturaleza, exclusivo y acaparador, carece de la flexibilidad y de la «generosidad» de la amistad y de los amores, que toleran perfectamente la existencia de terceros en la vida del otro, y es esa misma rigidez la que le lleva a quebrarse con facilidad: lo que en un amigo o en un amante sería una pequeña falta que ni necesita ser perdonada porque por sí misma se olvida, es para el enamorado motivo de desolación, de ira, de odio incluso. La activación, no sólo anímica, sino también fisiológica, es tal que difícilmente puede ser sostenida mucho tiempo, y entonces acaece el olvido o la transformación en ese otro sentimiento más seguro y sosegado al que llamamos «amistad».

Los amores sí son una forma de amistad (una amistad sexuada y sexual, podríamos decir). Tal vez la forma más perfecta de amistad que quepa establecerse entre un hombre y una mujer; acaso porque como decía La Bruyère: «La amistad puede subsistir entre gentes de diferente sexo, exenta incluso de toda grosería. Una mujer, sin embargo, mira siempre a un hombre como hombre; y recíprocamente un hombre mira a una mujer como mujer. Esta relación no es ni pasión ni amistad pura: constituye una clase aparte». Pero el amor no tiene nada que ver con la amistad. Se puede ser amigo del amante, pero no de quien estamos enamorados, mientras estamos enamorados. Creo que, en efecto, vuelve a tener otra vez razón La Bruyère cuando afirma que: «El amor y la amistad se excluyen el uno al otro».

Así pues, no creo en absoluto que el amor sea único y eterno ni tampoco que consista, en último término, en amistad. El enamoramiento comienza y finaliza en sí mismo, nos es ningún paso a otro estado superior o más perfecto (amor como filia). La amistad (filia) es otra cosa sustancialmente diferente, no la culminación del amor (eros), porque el amor (eros) no más que el enamoramiento: un estado temporal y sucesivo (quiero decir que nos enamoramos sucesivamente de distintas personas, aunque no al mismo tiempo), que, como he sugerido, acaso dura el tiempo que la selección natural considera el mínimo necesario para que se produzca la reproducción y la crianza de la prole. Pasado ese tiempo, muerto el amor y despertados los dos miembros de la pareja del sopor del enamoramiento, se produce el olvido o, si la comunidad de intereses y el cariño son los bastante fuertes, se mantiene la unión en otro plano que, en efecto, tiene mucho que ver con la amistad. Permíteseme que una vez más recuerde a La Bruyère: «Los que al principio se aman con la más violenta pasión contribuyen pronto, cada uno por su parte, a amarse menos, y enseguida a no amarse en absoluto»;a lo que habría que añadir: o a amarse de otro modo; de un modo en el que se mezclan el cariño, la amistad, la camaradería, la complicidad incluso, sentimientos todos ellos hermosísimos y capaces de establecer por sí mismos un vínculo extraordinariamente fuerte entre la pareja, pero que nada tienen que ver con esa pasión a la que llamamos «amor». Porque el amor es una pasión (una «pasión del alma», si así se quiere decir), claro que lo es, una pasión con la que no es fácil vivir (por eso decía que prefiero los amores al amor), pero de la que yo (se ve que menos racionalista que Espinosa y A. Guerrero) dudo mucho que pueda ser eliminada o sustituida por buenas razones (por «ideas adecuadas»).

Amistad, amores y amor son tres afecciones muy distintas: las dos primeras, parecidas entre sí en muchos aspectos, son moderadamente intensas, sosegadas y con una cierta persistencia en el tiempo (la amistad más que los amores); la tercera, diametralmente opuesta a ambas, es intensa, turbulenta, frágil y efímera. Las tres forman parte de eso que Atilana Guerrero denomina «amor ético». No alcanzo a entender las razones por las que incluye en esta categoría sólo al amor de pareja (el matrimonio, la familia), relegando, en cambio, la amistad y la camaradería (los amores parecen ser una categoría que ella no contempla) al ámbito de lo que llama «amor moral». Naturalmente que la relación de pareja es una relación «según el cuerpo», máxime cuando la pareja se halla ocupada en la realización de las operaciones pertinentes encaminadas a la generación de nuevos sujetos corpóreos. Pero, ¿acaso la relación entre amigos, camaradas, profesor y alumno, no es también una relación corpórea? ¿O es que en estos casos nos relacionamos sólo «según el alma»? ¿Y eso que es? Cierto es que con nuestros alumnos no solemos dedicarnos a la tarea de generar nuevos sujetos corpóreos, pero limitar la relación según el cuerpo a la relación física de carácter sexual resulta tan burdo como gratuito. La relación con el amigo o con el camarada es (como la relación con el amante o la pareja) una relación genuinamente ética porque es una relación que se establece con el otro en tanto que individuo, y esa relación incluye tanto actividades corpóreas (aunque no reproductivas, desde luego) como espirituales. Del mismo modo que la relación de pareja, siendo, como es, una relación ética incluye no sólo actividades corpóreas, sino también actividades que obligarían a Atilana Guerrero a incluirla en la categoría del «amor moral». Si no me lo considera una impertinencia, le sugeriría a la profesora Guerrero que revisará esa clasificación. Me atrevo a sugerirle, por ejemplo, que en lo que ella denomina «amor moral», lo que realmente tiene cabida es una tercera forma de amor de la que no hemos hablado: me refiero al amor como ágape; al amor entendido como la amistad, la benevolencia, la caridad incluso que se extiende a los miembros de un grupo (vecinos, conciudadanos, &c.) y a cada uno de los individuos, pero no en tanto que individuo con el que tenemos una relación particularizada (y ética, por tanto), sino en tanto que miembro de la comunidad. Ahora bien, aunque en la distinción entre «Ética» y «Moral» conviene hilar muy fino, porque no son cuestiones que se presten a una distinción dicotómica fácil (apenas hay problema ético que no nos arroje de inmediato al ámbito de la moralidad, y viceversa), creo que aquello de lo que Atilana Guerrero y yo estamos debatiendo (con profundo placer por mi parte), a saber: amistad, amores y amor, caen de lleno en el ámbito del «amor ético».

Amor y Pedagogía (Crítica de la crítica de A. Tresguerres)

Atilana Guerrero Sánchez Segunda respuesta en la discusión sobre el amor provocada por el artículo aparecido en el nº 2 de El Catoblepas

Vayan por delante, antes de continuar la discusión, mi agradecimiento al profesor Tresguerres por la respuesta que me dedica en su extenso y jugoso artículo del número anterior de El Catoblepas (nº 4, pág. 15) y mi intención de proseguir el debate hasta que «la cosa misma» lo exija.

La respuesta, no obstante («Amor sin metafísica»), al texto («De los Amores») con el que yo a su vez respondí a su artículo («Del amor») me ha hecho pensar que, en efecto, él ha respondido a mi artículo, pero sin contar con el suyo que originó el mío. O sea, que no ha tenido presente qué fue lo que en primer lugar se dijo a juzgar por las objeciones que me presenta.

Mi estrategia en aquella primera vez fue conjugar la argumentación sistemática a propósito del hilo que su propio artículo seguía, con el repaso de los lugares –autores, ejemplos, &c.– en el orden en el que básicamente estaban expuestos. Siguiendo el profesor Tresguerres la misma forma de respuesta, detecto el problema de que, sin acudir al núcleo de su previa exposición –la diferencia entre el «amor» y los «amores», que no admito como dos conceptos claros y distintos, y de la que traté de dar razón desde mi perspectiva–, me adjudica o da por supuestas algunas afirmaciones que nunca fueron por mí defendidas.

Con todo, también hay que decir en auxilio de los dos polemistas que el terreno en el que hasta ahora discutimos –y del que parece difícil salir– es más el de la sabiduría moral mundana apoyada en la académica, en funciones que podríamos llamar de reforzamiento de argumentos, que el de la filosofía académica propiamente dicha. Esto, que podríamos achacar a la naturaleza del asunto tratado, supone el inconveniente que la misma filosofía mundana tiene, la confusión conceptual. De este modo me explico el que se me haya entendido con tan poco acierto.

Cuestiones de principio son aquellas a las que hay que acudir para deshacer el entuerto. Primero: la definición del amor, segundo: la libertad, tercero: la moral platónica.

§§§

1. En cuanto a la definición del amor, ni Tresguerres ni yo ofrecimos una tesis propiamente dicha; él se acogió a la de Ortega como la «menos mala» entre otras, y yo acudí a Platón, con el rodeo de Unamuno, al parecerme el mejor lugar clásico al que acudir como punto de partida en la crítica de ideas –o «fenómenos» de ellas– cuya carga ideológica pretendemos «neutralizar» haciendo una especie de «puesta entre paréntesis» histórica. Casi se podría decir que estamos de acuerdo con Platón además de por lo que dice, por lo que no dice.

Así pues, el conflicto que presentaba Tresguerres, a saber, la diferencia entre lo que él llamaba con Ortega el «amor» y los «amores» de un lado, y la «amistad» de otro, yo quería resolverlo por medio de las ideas de ética y moral de Gustavo Bueno como el modo de entender las operaciones de los sujetos corpóreos operatorios, en tanto que estos forman parte de un todo distributivo o atributivo, respectivamente. Dicha distinción entiendo que está presente en Platón al hablar del amor «según el cuerpo» y «según el alma» y de ella me serví para situar el debate. Nada menos psicológico, como se califica injustamente a mi argumentación, puesto que es un asunto más bien lógico, de lógica material. Yo, por mi parte, en lugar de entender psicológicamente aquello de lo que, con cierta impudicia, nos informa el profesor Tresguerres en su primer artículo –de lo que se olvida en el segundo–, trato de «recogerlo» desde un punto de vista, repito, lógico material. La razón que yo esgrimía se basaba en que me parece que hablar de «las mujeres» desde un plano distributivo, o ético, únicamente, sin determinaciones de orden moral o político, no es procedente.

Pues bien, me encuentro ahora con que paso de sostener la definición de Platón-Diotima: «amor es el deseo de poseer siempre el bien», a sostener, según se me adjudica incomprensiblemente, que «el amor es eterno y único», vinculando mi perspectiva a la de la Iglesia Católica, y además, ¡que no hay amor sin sanción legal!

Yo no reconozco dichos «añadidos», de modo que no tendría por qué dar razón de ellos, y sí recomendar, a riesgo de parecer caer en un «tic» profesional –que de todos modos Tresguerres me permitiría cuando me pide que sea como Diotima– que volviera a leer mi texto. Con todo, como, a lo mejor, lo que dije «sonaba» a eso, y, además, el buen profesor es el que repite aquello que está bien, me explicaré mejor: el amor no es que no sea eterno, es que nada lo es, por suerte o por desgracia. Si yo entendía por «amor» una especie de amistad determinada entre personas, cuando estas se conceptúan desde un punto de vista ético, es evidente que no puede ser eterna, a no ser que las personas sean divinas, pero yo hablaba de personas humanas. En cuanto a lo de «único», evidentemente, lo será para la «pareja» que lo consiga, –siendo «única» la persona, no el «amor»–, ortograma que hasta ahora no deja de estar presente en el medio cultural en que vivimos; pero la indisolubilidad de la misma estará en función de lo que yo llamaba una concepción funcional, en la que el amor depende del objeto que tomemos de referencia: lo que sea bueno «para toda la vida», no creo, salvo ignorancia, que lo queramos «para un rato». En este sentido me apoyaba yo en Aristóteles para calificar como de «amistad por el placer o la utilidad» lo que Tresguerres llamaba «amores», en plural, pues pedir que una persona te divierta y no te quite tiempo es concebirla como un entretenimiento indigno. Aquí la cuestión del tiempo como criterio de la «eutaxia» no la pongo yo, sino la naturaleza de la materia que se ama, pues, por ejemplo, es propio de la juventud, dice Aristóteles, preferir el placer a la virtud, pero las amistades en esa materia fundadas necesariamente duran poco por lo endeble de lo que las sostiene.

De todas formas, aunque el amor no sea eterno, sí se puede decir que se considere «sub specie aeternitatis», dicho con Espinosa, pues la misma preocupación por su duración es ya sólo entendible cuando sus cualidades no comportan verdadero interés, volviendo a la concepción «accidental»: como el hombre libre que en nada piensa menos que en la muerte, la «pareja» que cuando se casa –o se «enamora»– comienza disponiendo los planes para cuando la relación se acabe, se puede decir que ya está muerta.

Por otro lado, entre lo que dice la Iglesia Católica y lo que Tresguerres propone, me quedo con la primera sin lugar a dudas, y no me extraña que se me vincule, desde sus tesis, a dicha institución. Con todo, la Iglesia, Tresguerres y yo somos los tres vértices de un triángulo que pueden asociarse dos a dos frente al tercero. Del siguiente modo: prefiero que, amparado en fundamentos metafísicos, alguien cumpla con un deber moral o ético o jurídico de una sociedad dada, a aquel que, por criticar, con toda razón, semejantes fundamentos, no cumpla con dichos deberes objetivos, para cuyo incumplimiento no tiene, además, razones, ni metafísicas, ni materialistas o críticas. Por mi parte querría poder reconstruir desde una filosofía materialista los fundamentos metafísicos de instituciones que, procedentes de sociedades ya fenecidas, la Iglesia no inventó, sino que mantuvo con más o menos reformas. En ello supongo estar de acuerdo con el profesor Tresguerres. Por otro lado, la Iglesia comparte con Tresguerres más de lo que este se imagina toda vez que, para que el matrimonio se mantenga, aquella considera necesaria la gracia divina y Tresguerres, como consecuencia de no creer que exista semejante fuerza sobrenatural, la considera una institución destinada al fracaso. Yo, en cambio, a diferencia de ambos, sitúo en las operaciones normativizadas de los sujetos operatorios insertos en un mundo «en marcha» civilizado la causa de que esta institución se mantenga, que tiene, por cierto, tanto de institución económica como de política, ética o moral. Incluso también hay una fuerza superior a la que el profesor de Oviedo apela para explicarla, como es la de la selección natural, en funciones muy parecidas a las del genio maligno que, artero y engañador, nos hace «enamorarnos» para cumplir su misión: la reproducción ¿No es esto metafísico? Gustavo Bueno, en relación a este problema ha dicho: «Importa destacar hasta qué punto la fundamentación teológico-positiva de la moral es filosóficamente (gnoseológicamente) equivalente a la fundamentación científico-positiva de la misma (aunque ésta sea, por su contenido, tan distinta de aquella)»{1}. Así, mientras que yo trataba de ejercitar, no digo que lo lograra, el materialismo formalista, que considera que la moralidad tiene un fundamento material y, a la vez, formal-trascendental, Tresguerres argumentaba desde el positivismo que niega otro fundamento que no sea factual o positivo.

Por último, ¿qué decir de la sanción legal? En principio, que me parece propio de refluencias bárbaras (en estos días se ha dado la noticia de que se ha considerado legal en España un matrimonio celebrado únicamente por el rito gitano), sean «horizontales» o «verticales», la propagación de conductas de «evitación» en este sentido.

En todo caso, yo me equivoqué al creer sumarme a la «desmitificación» que el profesor Tresguerres inició, por cuanto no consideré los dos sentidos en que esta operación puede realizarse, según explica Gustavo Bueno en El Mito de la Cultura. En efecto, el sentido «ascendente», que «eleva» el mito originario a dogma, y el sentido «descendente», propio del racionalismo ilustrado, que pretende destruir las pretensiones de verdad del mito. Por mi parte creí estar de acuerdo con el profesor Tresguerres en atacar el uso de la Idea de Amor, convertida en Idea-fuerza de un prestigio sorprendente, como mito oscurantista que «recubre» en las sociedades democráticas del presente un «todo complejo» de ceremonias, operaciones de los sujetos, programas de televisión, películas, literatura, &c., que es preciso analizar, por simple higiene o «policía» filosófica, desde una perspectiva racionalista. Sin embargo, el profesor Tresguerres no sólo no presenta la desmitificación en este sentido, sino que hace del mito un dogma, pues no sólo admite el significado «standard» de dicha idea-fuerza, sino que además lo justifica científicamente, «por el bien de la especie». Él tiene de su parte la opinión pública y yo, sin embargo, acepto con dudas la posibilidad de hablar en estos términos («amor», «amistad», «matrimonio») sin que la deformación ideológica distorsione mi postura. Cabría seguir el paralelismo que dicho mito guarda con la Idea de Cultura en las dos acepciones, subjetiva y objetiva, que también del amor se pueden dar: el «amor de», en sentido subjetivo, que limita, por sujetarse a una materia, la concepción metafísica u oscurantista, y que encontramos ya como crítica de la misma en Platón, y la acepción objetiva, absoluta, en la que «Amor», a secas, significa, como Idea-fuerza, todo aquello de lo que Tresguerres nos informa; en definitiva, el también denominado «amor romántico».

2. En cuanto al problema de la libertad, tan entretejido con el asunto principal, el profesor Tresguerres afirmaba, a propósito de la ausencia de elección en el amor, que ser libre «consiste en poder optar entre varias alternativas». Pues bien, dicha libertad es sólo negativa, «libertad de», y la mera capacidad de elegir entre alternativas, al margen del proyecto global dentro del cual dicha elección se consideraría un eslabón necesario, nos parece insuficiente. La libertad positiva no habrá que ponerla en la elección, sino en la trayectoria personal global, que una vez cumplida, nos constituye; de ahí que mi posición ante la «elección» en el amor estuviese de acuerdo con Tresguerres al aceptar la ausencia de libertad. En realidad lo de «elegir» a la persona adecuada sólo es decisivo vistas las consecuencias, hasta el punto de que desde estas, a veces no importa el no haber tenido dicha «capacidad», y, en todo caso, la única manera de que las consecuencias no sean indeseables está en aquel consejo de Séneca de deliberar y no confiarse en exceso. Ahora bien, dicho consejo es inoperante desde una concepción del amor como la que el profesor Tresguerres sostiene y según la cual no tenemos absolutamente ninguna responsabilidad en nuestras acciones cuando de «la voz del instinto» se trata.

Yo, por mi parte, me niego en rotundo a aceptar la existencia de semejante «fuerza arrebatadora» que interrumpe la racionalidad de nuestras operaciones y permite a quien la invoca, por un fenómeno de la falsa conciencia, justificar la irresponsabilidad en segmentos de la vida personal tan importantes y decisivos como aquellos que tienen que ver con la constitución de la familia, por ejemplo, entre otros. Es más, me niego a admitir que se pueda decir de cualquier género de realidad que sea «irracional» en el modo absoluto en el que se dice del «Amor» –que deja traslucir la concepción del mito en su sentido vulgar: mito frente a «logos». Por lo pronto, no hay ninguna realidad irracional en sí misma. En su lugar hablaremos de una realidad inconmensurable o incompatible con otras realidades, en este caso operaciones de los sujetos corpóreos, y entre medias de cuyo conflicto, situados desde una de las partes, podemos dialécticamente llegar a «negarle» su razón, que por sí misma tiene. Ahora bien, aceptar, desde una filosofía materialista, que la «irracionalidad» –sea esta propiciada por la Selección Natural o por las Erinias–, nos «somete» en sucesivos segmentos de nuestra trayectoria vital, es tanto como considerar las operaciones por dicha fuerza impulsadas al margen de la praxis personal. Las consecuencias que se deducen son tales que mejor será rechazar dicho supuesto.

3. Y esto tiene mucho que ver con la moral platónica que, según parece, yo defendía por exceso de ingenuidad. En efecto, se deriva de la idea de libertad del materialismo filosófico que «nadie hace el mal a sabiendas», o dicho de otro modo, que lo que mi polemista defiende, a saber, que «nos enamoramos de lo que desconocemos», es un contrasentido. Mejor estaría decir que la gente se enamora por engaño, pues no es otra cosa lo que significa seducir, como el propio Tresguerres reconoce. Seducir significa, según el diccionario, engañar con arte y maña, o sea, que no es «lo desconocido» lo que don Juan, siguiendo el arquetipo clásico, presenta a su víctima, sino la apariencia de verdad. La máxima platónica, entonces, no es que sea utópica, salvo que se entienda en un sentido mentalista que no creemos sea su sentido originario, sino que es un modo de concebir la razón en un sentido corpóreo operatorio, casi una tautología irónica dicha contra el relativista: «conocer» el bien no es otra cosa distinta del «hacerlo». Bastará entonces convenir en que aquel que ama a alguien o algo «sin motivos» sólo lo hace aparentemente, es decir, sus motivos no «existen» desde una perspectiva etic, pero sí emic, y de ello algún día se dará cuenta, en el mejor de los casos. Por otra parte, eso de que «equivocarse en el amor» no tiene que ver con la moral, me parece una excusa de la propia falta de sindéresis, como cuando se habla de «embarazo no deseado»: dudamos de que a quien le «acaece» el embarazo tuviera «deseo» alguno planeado, siendo así el embarazo un contundente modo de poder «volver a la realidad». «Equivocarse» implica rectificación, pero si abandonamos a la «irracionalidad» o el capricho nuestras acciones ni siquiera tendremos «derecho» a decir que nos equivocamos, puesto que tampoco queríamos acertar.

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Dicho esto, hay una serie de preguntas que mi polemista formula y a las que me gustaría responder para aclarar puntos importantes de la discusión. No obstante, son muchas y variadas de modo que no daré respuesta directa a todas ellas, ya sea por mi ignorancia o porque considero han podido ser respondidas ya.

La principal trataba de la distinción entre ética y moral: se me dice que no se entiende por qué razones hablo de «amor ético» sólo en el amor «de pareja», relegando la amistad y la camaradería al ámbito del «amor moral». «¿Acaso –me pregunta Tresguerres– la relación entre amigos, camaradas, profesor y alumno, no es también una relación corpórea?, ¿O es que en estos casos nos relacionamos sólo 'según el alma'? ¿Y eso qué es?»

En efecto, yo reinterpreté la distinción platónica del amor «según el cuerpo» y «según el alma» a la luz de la distinción entre ética y moral de Gustavo Bueno que, teniendo su base en la tradición, ha sido renovada sobre todo para evitar las acepciones convencionales con que dichos términos se han ido lastrando desde algunas tradiciones filosóficas, sobre todo universitarias, y que han perjudicado la misma filosofía moral del antiguo bachillerato que hoy se denomina en los planes de estudios vigentes «Vida moral y reflexión ética». Pues bien, el profesor Tresguerres ha

cometido el error de confundir las relaciones «corpóreas» con las relaciones «éticas», cruzando además las dos clasificaciones de Platón y de Bueno al preguntarme por el significado de las relaciones «según el alma» frente a las éticas=corpóreas.

Así pues, a pesar de que pueda estar equivocada en cuanto al fondo del asunto, parece que las preguntas están basadas en un error de comprensión de mi primera exposición. Repito, entonces, lo dicho: Es evidente que todas las relaciones entre sujetos corpóreos son materiales, pero si desdoblamos el principio fundamental de la sindéresis en sus dos contextos (distributivo y atributivo) en los que se da la existencia de dichos sujetos, habrá que ver cuál es el deber al que se ordenan las operaciones en un contexto y otro.

Si el principal deber ético ordena las operaciones de los sujetos humanos en tanto que contribuyen al mantenimiento en la existencia de la mera individualidad corpórea, al margen del «lugar» político que dicha individualidad ocupe en la sociedad de referencia, entonces, serán éticas las relaciones que guardan los familiares entre sí y la familia misma podrá verse como una institución eminentemente de valor ético. Ahora bien, la perspectiva ética es abstracta puesto que es imposible no encontrar a los individuos sometidos desde su nacimiento a las normas de grupos diversos a los que pertenecen y por los cuales los consideramos desde el contexto atributivo o del grupo al que pertenecen y cuyas acciones, entonces, deben contribuir a la existencia del propio grupo, y no del individuo; ahora la misma familia puede ser vista como un grupo que exige de sus componentes el sacrificio de su individualidad única, que siempre podrá ser vista como «sustituible». La relación dialéctica entre ambos contextos hace que haya situaciones imposibles de resolver si no es a favor de un contexto u otro, no siendo tampoco la contradicción entre ellos tan constante como para considerarlos incompatibles por principio. Pues bien, es imposible entender desde uno solo de dichos contextos distributivo o atributivo tanto las relaciones llamadas de «amor» como de «amistad», puesto que participan de ambos a la vez, prueba de lo cual es que se necesite del ámbito jurídico que regule los conflictos provocados por dicha participación. Sin embargo, nos parece que, de poder resolver con cierto criterio la diferencia entre lo que Tresguerres llamaba «amor» y «amistad», la clasificación de Platón se ajusta con toda claridad a la diferencia entre ética y moral. En primer lugar, la diferencia entre el amor «según el cuerpo» y el amor «según el alma» se define por lo que cada uno de ellos «produce»: el primero, a otros cuerpos, o sea, hijos, y el segundo, «ideas», o sea, los «instrumentos» de la política, cuando ésta es entendida como la actividad propia del filósofo. Es más, mi postura, también de acuerdo con Platón, negaba la posibilidad de entender el «amor» sin contar con el contexto atributivo o moral, como parecía que Tresguerres suponía, puesto que las normas éticas son sólo posibles dado el conflicto entre los grupos humanos regidos por normas morales diversas.

Para terminar, no sólo Platón, sino que también Lenin viene a decir lo mismo sobre el amor en relación al conflicto ético-moral:

«Desde luego, la nueva actitud de la joven generación hacia las cuestiones de la vida sexual es una actitud 'de principios' y se basa en una supuesta teoría. Muchos califican su posición de 'revolucionaria' y 'comunista'. Piensan sinceramente que esto es así. Yo, un viejo, no soy de esa opinión. Aunque no tengo nada de asceta sombrío, la llamada 'nueva vida sexual' de la juventud –y frecuentemente de los adultos– me parece con bastante frecuencia una vida puramente burguesa, me parece una variedad de las respetables casas burguesas de tolerancia. Todo esto no tiene nada de común con el amor libre, como lo entendemos los comunistas. Usted, naturalmente, conoce la famosa teoría de que, en la sociedad comunista, satisfacer el deseo sexual y las inquietudes amorosas es una cosa tan sencilla y tan de poca importancia como beberse un vaso de agua. A causa de esta teoría del 'vaso de agua' nuestra juventud ha perdido los estribos. [...] Estimo que la famosa teoría del 'vaso de agua' no tiene nada de marxista y, además, es antisocial. En la vida sexual se manifiesta no sólo lo que al hombre ha dado la naturaleza, sino también lo que –elevado o ruin– le ha reportado la cultura. [...] Naturalmente, la sed exige verse satisfecha. Mas ¿acaso una persona normal, en condiciones normales, se pondría en plena calle a beber de un charco enfangado? ¿O de un vaso cuyos bordes hayan pasado por decenas de labios? Pero lo más importante de todo es el aspecto social. Beber agua es cosa realmente individual. Pero en el amor participan dos, y surge una tercera, una nueva vida. Aquí aparece ya el interés social, surge el deber ante la colectividad.»{2}

Amor sin pedagogía Alfonso Fernández Tresguerres Nueva respuesta a Atilana Guerrero

Hace bien Atilana Guerrero en titular su segunda crítica «amor y pedagogía», ya que, ciertamente, son muchas y muy variadas las lecciones que en ella pretende impartirme: lógica, libertad, ética, moral... Nada menos que todo un curso intensivo y acelerado de materialismo filosófico. Y yo se lo agradezco; mas, aunque agradecido, soy, sin embargo, torpe discípulo, de ahí, tal vez, que, las más de las veces, ni se me alcance lo pertinente de las mismas ni, por supuesto, tampoco lo atinado. Mi interlocutora ha diagnosticado (sin duda, esta vez con todo acierto) que ella es buena

profesora y yo mal alumno; así que, con toda humildad y ninguna competencia, me limitaré a apuntar algunas cosas a propósito de su crítica y dejaré la pedagogía para mejor ocasión. Al mismo tiempo, adelanto que, de no plantearse en la (previsible) nueva respuesta de mi polemista alguna cuestión tan radicalmente novedosa, que, por lo mismo, exija respuesta, yo, por mi parte, doy por finalizada esta polémica, porque, en los términos en que ha sido planteada, me parece que no ya no da mucho más de sí, de manera que con mucho gusto dejaré que sea Atilana Guerrero (si así lo desea) quien diga la última palabra.

Como ella misma reconoce, son múltiples las cuestiones (interrogantes, sí, pero no sólo interrogantes) de mi primer respuesta de las que no se hace cargo su crítica. Y no seré yo quien las remueva con fatigosa repetición (tanto para ella como para mí, y, por supuesto, también para el lector). Ella sabrá por qué no se ocupa en responder a tales cuestiones, y, en cualquier caso, el lector interesado puede disponer de los textos de ambos y extraer sus propias conclusiones. A mí, particularmente, su segunda crítica (al contrario que la primera) me ha decepcionado, porque en ella prácticamente ha desaparecido toda argumentación encaminada a apuntalar unas determinadas tesis en confrontación con las mías, para lo cual, como es lógico, habría que comenzar por enfrentarse a las críticas y objeciones apuntadas en mi primera respuesta; pero lo cierto es que apenas se hace la menor alusión a ésta, y, en lugar de ello, lo que hace A. Guerrero es ensayar algunas maniobras (no demasiado hábiles, si se me permite decirlo) tendentes a ocultar tanto mi crítica como sus propias contradicciones; maniobras que Atilana Guerrero realiza bajo la permanente invocación del materialismo filosófico, mas no en tanto que instrumental o coordenadas filosóficas desde las que realizar el análisis y la crítica (lo que sería del todo natural y lógico), sino, muchas veces, con funciones próximas a las de escudo protector, y otras, no pocas, como simple arma arrojadiza, olvidando la profesora Guerrero en sus lecciones materialistas que yo conozco el materialismo filosófico, no diré que mejor, pero al menos tan bien como ella. Y nadie piense que pretendo subir el tono del debate o caldearlo hasta extremos insoportables: hablo con toda sinceridad y de buena fe. Francamente, yo no he visto por ninguna parte la «crítica de la crítica de A. Tresguerres».

Consecuentemente con lo dicho anteriormente, me limitaré a responder a las cuestiones suscitadas por A. Guerrero en su segunda crítica, y lo haré siguiendo el mismo orden en que son expuestas por ella. Y ello obliga a comenzar por un asunto preliminar; algo que me resulta tan incomprensible como sorprendente. Según mi interlocutora, en mi respuesta yo me olvido del núcleo de mi previa exposición, de aquello –dirá más adelante– de lo que informé con cierta impudicia, es decir, me olvido de mi primer artículo –«Del amor»–, causante de esta polémica. Lo de la impudicia debe referirse, probablemente, a mi afirmación de preferir los amores al amor, porque, decía yo, son más divertidos, te quitan menos tiempo y te vuelven menos tonto; afirmación de la que mi interlocutora se escandaliza por considerarla actividad (supongo que también información) indigna. Y su escándalo (creo yo) obedece a un doble motivo: en primer lugar, no advertir el trasfondo irónico de esas palabras (lo que, por supuesto, no supone la renuncia a la idea misma ni el desligarse de lo que ella implica: eso no sería ironía, sino bufonada); y, en segundo lugar, no caer en la cuenta de que nada indigno hay en una relación entre dos personas adultas que, en plena posesión de sus facultades mentales (como suele decirse), conocen y aceptan las reglas del juego mediante las cuales establecen una interacción que no suponga daño físico ni menoscabo moral para ninguna de las partes implicadas, es decir, nada indigno existe en mi relación con otra persona, si a esa persona esa misma relación le resulta igualmente satisfactoria o placentera (divertida), no se le convierte en un permanente obsesión (le quita menos tiempo) ni interfiere en sus actividades cotidianas (la vuelve menos tonta), al contrario de lo que sucede (ésa era mi tesis) con lo que llamamos «enamoramiento». Una relación tal sólo puede ser vista como indigna por la Iglesia Católica o por alguien acosado por la urgente necesidad de constituirse familia. Pero dejando esto a un lado, ¿qué quiere decir la profesora Guerrero cuando afirma que en mi respuesta me olvido de mi primer artículo? ¿Defiendo, acaso, posiciones contrapuestas o siquiera distintas? En absoluto, y si alguien se empeña en sostener lo contrario, no bastará, como es lógico, que lo afirme: deberá demostrarlo con los textos en la mano. Tanto en el artículo original como en mi primera respuesta a A. Guerrero se defienden sustancialmente las mismas posiciones e idéntica concepción del amor, si bien es preciso reconocer que formalmente ambos escritos son muy distintos. El primero respondía a la idea que yo me había formado de la Guía de perplejos, a saber: escritos breves (luego han comenzado, ellos por su cuenta, a hacerse cada vez más largos), una especie de pinceladas sobre las cuestiones más variopintas, no exentas de cierta ironía, humor y hasta alguna frivolidad e impudicia (si por tal entendemos las tomas de partido y declaraciones en primera persona). Seguramente, de tales objetivos sólo he alcanzado los dos últimos, pero ésa es otra historia. Lo que ahora me importa subrayar es que en un género de esas características la argumentación por extenso ni es procedente ni resulta posible (si el escrito ha de ser breve), lo que no significa, por supuesto, la abdicación de las tesis defendidas. Las palabras que hieren el pudor y provocan el escándalo de la profesora Guerrero han de ser situadas en ese contexto. Es obvio (puesto que ella no lo entendió así) que con ellas no alcance el tinte irónico y humorístico que me proponía, pero es obvio también que, logrado o no, tal tinte se aplicaba a la rápida exposición de ideas que, en todo caso, habían sido meditadas y que (al margen de su acierto o no) yo me sentía dispuesto a defender bajo otra forma argumentativa, si las circunstancias así lo requiriesen. Y algo así es lo que, a instancias de Atilana Guerrero, hice en mi primera respuesta a su crítica. Pero lo que de ningún modo puedo admitir es que en tal respuesta yo comience por desentenderme o desconectarme de mi primera exposición.

Tras esta cuestión preliminar, A. Guerrero organiza su crítica en tres núcleos diferenciados: la definición del amor, el problema de la libertad y la moral platónica. Responderé en el mismo orden.

I

En cuanto al primero, no seré yo, desde luego, quien, pretenciosamente, afirme haber propuesto una definición en forma del amor. He sugerido, eso sí, que lo que llamamos «amor» (en sentido erótico: amor como eros) no es otra cosa distinta del «enamoramiento», que no son dos pasos de un solo proceso, que iniciándose en el primero halle su culminación en el segundo, sino una y la misma cosa; y por ello, acabado el enamoramiento no se arriba al amor, en tanto que estado adulto, maduro o perfecto, del que aquél fuese una fase preparatoria, tal vez estúpida o atolondrada, pero necesaria, en todo caso, sino al olvido o a la persistencia de la unión entre los miembros de la pareja, pero establecida ahora sobre un vínculo sustancialmente nuevo; un vínculo que, determinado, en gran medida, por una serie de intereses comunes, tiene más que ver con la amistad que con el amor propiamente dicho. Y he sugerido también que las peculiares características biológicas de nuestra especie y la labor realizada sobre ellas y a partir de ellas por la selección natural podría, seguramente, ayudarnos a entender todo ese proceso.

Atilana Guerrero no sólo no está de acuerdo con ninguna de esas sugerencias (algo en lo que se halla en su perfecto derecho, por supuesto), sino que las califica de metafísicas y míticas; más en concreto: considera que mediante ellas yo procedo a la conversión de un mito en dogma. Ahora bien: ¿cuál es el mito?, ¿cuál el postulado metafísico? ¿El amor mismo? En ese caso sobra toda la metafísica del amor con la que la profesora Guerrero nos agasaja. En lugar de ello, lo que debe es proceder a su desmitificación. Pero, ¿en qué lugar de sus escritos se encuentra tal desmitificación? ¿O el mito es la selección natural? ¿O acaso la sospecha de que algunas de nuestras características biológicas (lento desarrollo, que obliga a la unión cooperativa de los dos miembros de la pareja) han determinado algunas de las peculiaridades de nuestro comportamiento sexual (sexualidad activa todo el año), así como algunas emociones características (amor o enamoramiento), puestas al servicio de esos imperativos biológicos en los que está en juego la supervivencia de la especie? Parece difícilmente discutible que la mayor parte de nuestras emociones presentan, en términos biológicos, un importante carácter funcional, medido en términos de supervivencia (algo que ya fue señalado por el propio Darwin); y si esto es válido, no ya para las emociones consideradas básicas o elementales (como, por ejemplo, las diez señaladas por Izard), sino también para las compuestas o complejas, ¿acaso resulta el amor algo demasiado sublime o espiritual como para tratar de entenderlo en este mismo esquema? ¿Podría, tal vez, aceptarse este planteamiento en el caso del asco, por ejemplo, como mecanismo emotivo capaz de alejarnos de estímulos potencialmente peligrosos y dañinos, pero no en el del amor, cuya espiritualidad y pureza inmaculada lo mantienen al margen de la prosaica corriente evolutiva?

Ciertamente, la complejidad de los cursos históricos, políticos, sociales, éticos y, en suma, culturales (en sentido objetivo), en los que es preciso situar la praxis humana, obligan a desbordar este ámbito, si se desea proceder a una adecuada intelección del amor humano y de las instituciones de la familia o el matrimonio. Pero sostengo que cualquier reflexión sobre el amor (también sobre la familia o el matrimonio) que se establezca al margen o desconectada de ese contexto biológico es puramente espiritualista y metafísica. Y ése es el caso de la Iglesia Católica y el de Atilana Guerrero. Ella considera metafísica mi postura y yo considero metafísica la suya. Con la diferencia de que yo le explico los motivos de mi juicio y ella no me explica los motivos del suyo. La crítica que me hace también podría resumirse así: «Tresguerres dice esto y Atilana Guerrero no es partidaria.»

No me sorprende, pues, que la profesora Guerrero confiese que, puesta a elegir entre la postura de la Iglesia Católica y la de Tresguerres, se quedé, sin duda, con la primera. Por lo menos, en este caso mi interlocutora admite que mi diagnóstico fue acertado. Incluso ella misma sugiere otro importante motivo por el que se encuentra perfectamente decidida a unirse a la Iglesia frente a Tresguerres, a saber: que considera preferible que alguien cumpla con un determinado deber (y en el contexto en el que estamos hablando se refiere, obviamente, a la generación de nuevos individuos, previa constitución de la pareja en familia o matrimonio), aunque sea empujado por principios metafísicos, a que no lo haga. A ello tengo que hacer dos observaciones: en primer lugar, que el afirmar que la familia, el matrimonio o la reproducción constituyen un deber, resulta, cuando menos, discutible, a no ser que optemos por considerar inmorales al conjunto de los solteros o al de aquéllos que, por los motivos que sea, han decidido renunciar a su reproducción (y me permito observar que también en este aspecto parece Atilana Guerrero acercarse llamativamente a las posiciones de la Iglesia Católica, quien, por cierto, se contradice, desde el momento que prescribe el celibato para sus propios miembros); y en segundo lugar, que una acción que se sigue de fundamentos metafísicos, oscuros o míticos, es indigna y difícilmente puede ser considerada moral, y acaso ni siquiera humana, del igual modo que la felicidad alcanzada por procedimientos alienantes, embrutecedores o estúpidos, no es felicidad, sino estupidez: un estado que, en lugar de desarrollar nuestra humanidad, la rebaja. Por lo demás, es curioso que A. Guerrero, que considera ridículo y burlesco ver a la selección natural en ese papel de genio maligno, capaz de engañarnos para que cumplamos nuestras funciones reproductivas, piense, no obstante, que se trata de noble misión si en lugar de la selección natural son unos principios oscurantistas y metafísicos los que nos impelen a lo mismo.

En otro orden de cosas, yo jamás he afirmado que el matrimonio sea una institución condenada al fracaso. ¿Sería tan amable A. Guerrero de señalar el lugar en el que hago tal aseveración? He afirmado (lo repito) que amor (erótico) y enamoramiento son una y la misma cosa (lo contrario es pura metafísica); he afirmado, también, que se trata de un estado efímero; y he afirmado, finalmente, que, tras él, puede continuar la pareja unida por unos lazos que tienen más que ver con la amistad y el cariño que con el amor propiamente dicho; unión que puede establecerse bajo la forma legal del matrimonio, aunque no es estrictamente necesario. Ahora bien, que esa unión matrimonial fracase o no, dependerá, sin duda, de múltiples circunstancias, y, en todo caso, fracasará unas veces sí, y otras, no: ¿quién sería tan osado o majadero como para afirmar que sea algo condenado al fracaso, sin más, máxime teniendo a la vista múltiples ejemplos de lo contrario? Yo no, desde luego.

Por último, tras los análisis que acabo de exponer y criticar, la profesora Guerrero se atreve con un nuevo diagnóstico: ella estaría ejercitando el materialismo formalista, en tanto que mis posiciones habría que encuadrarlas en el positivismo moral. Pero, ¿a qué se refiere? ¿Está hablando de ética y moral, en general, o del amor y el matrimonio? Si lo primero, su diagnóstico me parece tan ridículo y gratuito como improcedente y fuera de lugar; y si lo segundo, ¿en qué se basa para afirmar que no concedo al amor o al matrimonio otro fundamento que no sea meramente factual o positivo? ¿Acaso porque considera que mi concepción del amor presenta una filiación científico-positiva (biológica), concluye que, por tanto, es también positiva desde el punto de vista moral, siendo el positivismo moral el lugar propio donde corresponde situarla? ¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? Además, ¿no habíamos quedado en que se trataba de una teoría mítico-dogmática? Decidámonos: o mítico-dogmática o científicopositiva. En cualquier caso, si, según su interpretación, yo considero el amor y el matrimonio como fenómenos determinados por la selección natural, tal posición tendría poco de factual o positiva; al contrario, se trataría de fenómenos con un fundamento trascendental (aunque fuese una trascendentalidad mítica): sencillamente, porque no sería pensable otro factum sobre el cual pudieran establecerse. ¿Y cuál es el fundamento material y formal-trascendental de las posiciones de A. Guerrero? Veamos si damos con él.

Yo tampoco me atrevería afirmar que la profesora Guerrero haya propuesto una definición acabada del amor, mas, por lo que creo entender, afirma, más o menos, lo siguiente: se trata, según ella, de un proceso que consta de dos momentos: el enamoramiento (para el que no parece tener demasiados inconvenientes en aceptar aquello de la «estupidez transitoria», y el amor, propiamente dicho, que, en lo esencial, coincide con la amistad (el amor-eros sería, así, una subclase del amor-filia). Ahora bien, el paso de uno a otro (del enamoramiento al amor) viene dado (eso parece opinar A. Guerrero) por la asunción, por parte de los miembros de la pareja, de una serie de compromisos objetivos, que, básicamente, pueden resumirse en uno: la constitución de la pareja en familia, en matrimonio, entre cuyos objetivos primordiales se encuentra, además de la perfección mutua de los esposos, la generación de nuevos sujetos operatorios. Y esta concepción del amor es, afirma mi interlocutora, una concepción dialéctica, toda vez que el amor mismo es un proceso dialéctico. Mas si admitimos que en ese proceso dialéctico es preciso identificar un segundo momento que suponga la negación del primero (del enamoramiento, en tanto que estado, acaso, de atolondramiento o imbecilidad), al tiempo que da paso al segundo (al amor como filia matrimonial), me parece que es fácil concluir que esas funciones sólo pueden ser encomendadas a aquellos compromisos objetivos, de los que ella habla, que, asumidos, suponen la constitución de la pareja en familia. Y ello, claro está, lo mismo en sociedades bárbaras que en sociedades desarrolladas (naturalmente que no es una invención de la Iglesia Católica), sólo puede llevarse a cabo mediante algún tipo de sanción legal, que convierte la relación puramente subjetiva (intersubjetiva) en una formación del espíritu objetivo. Y si no es esto lo que quiere decir Atilana Guerrero, entonces créame que no es tan buena profesora como imagina, aunque yo, por supuesto, continué siendo tan mal alumno como supone. Pero si la relación no culmina (por las razones que sean) en la constitución en familia, entonces, preguntaba yo, ¿no podría hablarse de verdadero amor? De sus posiciones parece deducirse que la respuesta es: no. Y yo lo he impugnado y lo sigo impugnando de forma rotunda.

Pero hay más: en su primera crítica afirma textualmente que «el olvido no sería un desenlace o acabamiento del verdadero amor, sino del falso». De ahí se deduce (por más que mi interlocutora se llame a escándalo) que el verdadero amor es único (si es cierto que no acaba). Por tanto, o uno no se enamora (verdaderamente) nunca o se enamora una sola vez. Y si esto es así, entonces la duración del verdadero amor se corresponde con la duración de la vida del amante, es decir, la vida entera (lógicamente, si por parte de la persona amada se trataba, asimismo, de verdadero amor, durará, igualmente, lo que la vida de éste). Esto es (y Atilana Guerrero lo sabe muy bien) lo que yo quería decir al afirmar que de su concepción del amor se desprende también que, además de único, el amor es eterno. Obviamente, yo no hablaba de «amor eterno más allá de la muerte». Pero repito que ella (como cualquier lector que haya leído mi respuesta) lo ha entendido perfectamente. El nuevo escándalo que parece suscitarle esa conclusión (inevitable desde sus presupuestos) y la impugnación que hace de la misma con afirmaciones tales como que nada es eterno, que difícilmente podría afirmar ella la eternidad de una relación que no se establece entre personas divinas, &c., no es más que una burda maniobra, consistente en dotar al término «eterno» de un sentido que en modo alguno tenía en mí texto, con el objeto de levantar una cortina de humo con la que ocultar otra de sus frecuentes contradicciones. Como es lógico, una tal estratagema sólo al lector ingenuo o desprevenido podría engañar. La verdad es que yo comienzo a dudar seriamente que ella misma sepa lo que realmente quiere decir. Y me permito, a mi vez, aconsejarle que vuelva a leer no sólo mi artículo, sino también el suyo.

Ahora, en su nueva crítica, Atilana Guerrero añade al panorama descrito un nuevo y significativo detalle: el amor, único y eterno, que sólo alcanza tal estado de amor mediante su constitución en matrimonio, no tolera tampoco que la pareja que se casa comience por disponer los planes por si, llegado el momento, la relación acabase. O sea: hasta el momento sabíamos que el amor no existe al margen del matrimonio; ahora se nos enseña, además, una de las exigencias esenciales del matrimonio mismo: no establecerse en régimen de separación de bienes.

Finalmente, para acabar ya con este primer punto (la definición del amor), se queja A. Guerrero de haber sido tratada injustamente por mí cuando califico de psicologista la conclusión a la que llega en su primera crítica. Por el contrario, su argumentación (dice ella) es lógica, y, más en concreto, lógico-material. Pues bien, dejando a un lado que la Lógica es una disciplina tan material como cualquier otra, por lo que cabría discutir la posibilidad de una lógica no material, dado que la llamada «lógica formal» acaso no sea sino un subgrupo de la lógica material misma, lo que tal vez podría hacer redundante la expresión de la profesora Guerrero, lo cierto es que yo no califique de psicológica (o mejor: psicologista) a la totalidad de su argumentación, sino a la conclusión o diagnóstico que ella establecía acerca de mis propias posiciones (lo que le pasa a Tresguerres es que le gustan las mujeres en plural, &c.), porque lo que hace Atilana Guerrero es explicar (e impugnar) mi concepción del amor a

partir de una simple conjetura que ella hace sobre mis peculiares disposiciones psicológicas a la hora de vivir el amor o de relacionarme con las mujeres (distributiva o atributivamente). Y he dicho (y lo repito) que, sobre ser ésa una pobre conclusión y carente de todo interés, resulta inadmisible en estricta argumentación filosófica. Por lo demás, es obvio que el discurso de A. Guerrero se halla construido lógicamente (¡cómo si no!), lo que no es obstáculo para que, desde una argumentación lógica, se alcance una conclusión psicológica o psicologista. Y ese es el caso de su primera crítica.

II

En cuanto al problema de la libertad, mi única alusión al mismo fue para afirmar que no elegimos de quién nos enamoramos, que amar o dejar de amar no son fenómenos que dependan de la voluntad o el reconocimiento. En su primera respuesta, la profesora Guerrero, que estuvo de acuerdo (aunque más tarde, sin ver en ello la menor contradicción, nos aconsejase prudencia y reflexión para evitar las equivocaciones), añadió, incluso, la sugerencia de que ninguna operación humana es un fenómeno de la voluntad o el reconocimiento, lo que parecía conducir a la negación (confirmada por ella) de la libertad de elección en la mayor parte de nuestras relaciones sociales. Yo manifesté mi sorpresa ante tal conclusión, y sostuve que, por el contrario, la mayor parte de las operaciones y de las relaciones humanas son productos de la voluntad y del reconocimiento, y son, por tanto, elegidas (en el ámbito de las relaciones, todas, a excepción de la familia sanguínea y del amor, no así los amores), y añadí que, sin duda, esa capacidad de elección no se despliega sobre un conjunto infinito de posibilidades; que ser libre no es una capacidad de elección absoluta o abstracta, sino de elección sobre un repertorio de alternativas (más o menos amplio, según los casos), cada una de las cuales puede, ella misma, hallarse determinada, con lo que, en efecto, la libertad no habría que ponerla tanto en la capacidad de elección en una circunstancia dada, cuanto en el conjunto de la vida entera del individuo. Pero Atilana Guerrero no parece advertir que en la breve alusión que hago al problema de la libertad se halla absolutamente presupuesta la distinción entre libertad de (negativa) y libertad para (positiva), y, acaso por ello (con la generosidad profesoral que la caracteriza), se siente obligada a impartirme una nueva lección, esta vez sobre la libertad.

Ambas acepciones de libertad se encuentran absolutamente trabadas entre sí, porque no son dos cosas distintas, sino dos momentos (esta vez sí) de un mismo proceso; y admitiendo que la libertad para no se encuentra, primariamente, en la elección concreta, sino en el proyecto global de la persona (proyecto que la va constituyendo propiamente en persona), no es menos cierto que la libertad para, en tanto que proyecto global, presupone la libertad de, porque es evidente que ese proyecto sólo se realiza, sólo va cristalizando y tomando forma, mediante elecciones concretas que presuponen la existencia de la libertad de; y lo único que yo hice fue sugerir algo que, por lo demás, resulta absolutamente obvio: que esa libertad de mediante la cual se va configurando la libertad para, en tanto que proyecto global del individuo, no es una libertad de elegir entre una serie infinita, absoluta o abstracta de posibilidades, sino sobre un sistema de alternativas dadas, que hace que puede afirmarse mi libertad para, aun en el supuesto de que esas alternativas dadas estuviesen ellas mismas determinadas (histórica, política, social, cultural o biológicamente determinadas).

Y sostuve, en efecto, que no somos libres de elegir de quien nos enamoramos, aunque, sin duda, sí lo somos para decidir que lugar ocupará esa persona en nuestra vida: podemos casarnos con ella, pero también huir a la otra parte del mundo, pegarle tres tiros o intentar venderle una enciclopedia. Así que difícilmente estoy defendiendo (como se me atribuye) la existencia de una fuerza arrebatadora que interrumpe nuestra racionalidad, y mucho menos pretendo acudir a la hipótesis de una tal fuerza como coartada para la irresponsabilidad ante la constitución de la familia (algo que, en cualquier caso, es la obsesión de Atilana Guerrero, no la mía: yo no ligo, necesariamente, amor y familia o matrimonio, como he repetido hasta la saciedad). Si se quiere, puede decirlo aún de otra forma: sostengo que no somos libres de enamorarnos o no de una persona, ni de dejar o no dejar de estar enamorados, pero somos libres para elegir el papel que desempeñará esa persona en nuestra vida. Brevemente: podemos ligar nuestro proyecto vital a esa persona o no hacerlo. Por vía de ejemplo: el obispo de una determinada diócesis (es un simple ejemplo) no es libre de enamorarse o no de una feligresa, pero, sin duda, sí lo es para decidir qué hacer a continuación: colgar los hábitos y huir con ella a las Antillas, resistir la tentación y continuar siendo obispo, gozarla clandestinamente, y continuar siendo obispo también, &c. Ahora sí cabe invocar la ayuda de Séneca.

III

Y vayamos ya con lo de la moral platónica. Pero antes unas consideraciones previas, al hilo, siempre, de las hechas por mi interlocutora.

Cuando afirmo que, en gran medida, nos enamoramos de lo que desconocemos, lo único que quiero decir es que el amor se alimenta, en una parte importante, de aquello que ignoramos de la persona amada, y, consiguientemente, del halo de misterio que la recubre. Obviamente, no me refiero a que nos enamoremos de aquello que desconocemos en absoluto: ¿cómo puedo enamorarme de una mujer que ni siquiera sé que existe?

¡Hasta el mismo Bécquer, para enamorase, necesitaba, al menos, la presencia de una sombra femenina, entrevista en alguna callejuela de Sevilla! A lo que me refiero, dicho de otro modo, es a que la trasparencia entre dos personas conduce al cariño, a la amistad (incluida la amistad matrimonial), a la indiferencia o al desprecio, según los casos. Pero lo que llamamos «enamoramiento» se alimenta de lo que se conoce y de lo que se ignora, de lo que sabemos y de lo que imaginamos (aquí podríamos acudir a Stendhal), de lo que tenemos y de lo que se nos niega; en suma: de la presencia y ausencia de la persona amada (es, como el conocimiento, en la perspectiva de la reminiscencia platónica, un estado intermedio entre saber y no saber). Y ese juego de darse y sustraerse es esencial en la habilidad seductora que muestra don Juan (que es, en sentido estricto, un juego); que además engañe o no, que muestre o no apariencia de verdad, resulta accidental; podría darse el caso, pero no es estrictamente necesario: no hace falta que don Juan mienta, pero sí que se oculte, que ni se muestre ni se entregue del todo. Don Juan no admite (no puede admitir) otra intimidad que no sea la sexual (y aun ésta de carácter efímero). No puede permitir que la amada le vea remendando las medias rotas o caminar por la casa en ropa interior, tosiendo y rascándose el sobaco. Don Juan necesita resultar desconocido e inaccesible, pero no es preciso que, además, sea un embustero. En El último tango en París, la protagonista se enamora fulminantemente del hombre maduro y reservado que, sin mediar palabra, le hace el amor y la sodomiza en un apartamento vacío, para desaparecer luego. Pero cuando sabe todo lo que hay que saber: que se trata de un pobre hombre que regenta un hotelito modesto, viudo reciente, y cornudo, para más señas; cuando descubre que el proyecto vital al que la invita a sumarse no incluye coitos furibundos en apartamentos vacíos, sino ocupar el lugar de patrona adúltera y fenecida, todo el hechizo desaparece. Ciertamente, la historia podría finalizar de otro modo: la ligazón por la filia matrimonial, el explotar juntos el hotel, los hijos... Yo no prejuzgo lo uno como mejor que lo otro: digo sólo que son dos cosas sustancialmente distintas (y supongo que todo el mundo entenderá esto como lo que es: un simple, y exagerado, ejemplo: espero que nadie concluya que Tresguerres entiende por amor el copular en apartamentos vacíos).

Respecto a lo de si hacemos o no el mal ha sabiendas, ya he manifestado mis recelos al respecto. Sin duda que es así en algunos casos, pero, ¿lo es siempre? Lo dudo. Es cierto, seguramente, que lo que un individuo elige, lo elige en tanto que bueno o deseable (en sí mismo o, al menos, bueno y deseable para él), por lo que cabría suponer que lo que se quiere, es querido en tanto que bueno o deseable, y, en consecuencia, nunca se quiere el mal, de donde se podría concluir que el fin último de una acción mala no es el mal mismo, sino el bien, o, si se quiere, lo que (erróneamente) se tiene por bueno (según la célebre formulación escolástica: «quidquid appetitur, sub specie boni appetitur»). Si eso es lo que se quiere decir cuando se afirma que nadie hace el mal a sabiendas, me parece que no hay mayor inconveniente en aceptarlo. Sin embargo, es discutible que esa misma ignorancia puede extenderse al conjunto de los actos aisladamente considerados, cuando los desligamos del proyecto general en el que se insertan y al que sirven y en el que, ocasional, aunque erróneamente, pudiera buscárseles justificación. Intentaré explicarme con un ejemplo: un grupo terrorista comete sus atentados con los ojos puestos en lo que, sin duda, ellos consideran bueno (la liberación de su pueblo de una supuesta opresión, &c.), y, desde esa perspectiva, cabe decir, desde luego, que no hacen el mal a sabiendas, en la medida en que el fin último perseguido no es el mal, sino lo que se considera bueno, es decir, el motor y el fin de sus acciones no es el mal, sino el bien (aunque se hallen equivocados); pero dudo mucho que los atentados y los asesinatos en sí mismos, vistos en abstracto, individualmente, y desligados del proyecto vital que los anima, no sean considerados por los miembros de dicho grupo como algo malo y no deseable, pero que, en todo caso, llevan acabo a sabiendas de que, aunque malos, se hallan justificados por el proyecto histórico del que forman parte. De otro modo, tales individuos habrían de ser considerados simples imbéciles morales, y su responsabilidad moral resultaría, cuanto menos, discutible, a menos que tal responsabilidad recaiga, precisamente, sobre la ignorancia misma: ciertamente, un individuo es responsable, también, de su ignorancia y de sus errores. Conviene matizar estas cuestiones. En cualquier caso, trasladar esta discusión al terreno del amor y afirmar, como hace A. Guerrero, que las equivocaciones en el amor constituyen un problema moral, ya que quien se equivoca en ese terreno es culpable, al menos, de falta de sindéresis, me parece aún más problemático; y bastante desafortunado el símil en el que se apoya la argumentación: que equivocarse en el amor sea una simple excusa para la falta de sindéresis, lo mismo que cuando se habla de un embarazo no deseado, es comparación poco feliz. Para que se produzca un embarazo se han tenido que realizar una serie de operaciones corpóreas muy concretas, asumidas y consentidas por los dos individuos participantes en ellas; y existen, asimismo, otra serie de operaciones, también muy concretas, tendentes a evitarlo. Desde este punto de vista, hablar de un embarazo no deseado resulta, en efecto, ridículo, ya que, por más que, en términos puramente subjetivos, no haya sido deseado, en términos objetivos es una completa falta de sindéresis: resultaría absurdo que la niña llegara a casa diciéndole a mamá que ella no quería quedar embarazada, tan absurdo como que dijese que no sabe cómo ha podido suceder. Pero si para que se produzca o no se produzca un embarazo existen una serie de operaciones muy precisas sobre las que ejercitar la prudencia, ¿puede decirse lo mismo del hecho de enamorarse? ¿Cuáles son las operaciones (acompañadas de reflexión) que yo debo realizar para enamorarme o no enamorarme de alguien? ¿Puedo, acaso, decidir enamorarme de alguien? ¿Puedo decidir no hacerlo? La sindéresis se manifestará en el momento inmediatamente posterior, en el que yo tengo que decidir el lugar que deseo que esa persona ocupe en mi vida; y, por supuesto, que si considero esa relación buena para toda la vida, no la querré sólo para un rato; y, por supuesto, que puedo equivocarme; y, por supuesto, que si me equivoco, soy responsable de mi equivocación, lo que equivale a decir que debo asumir la equivocación misma y sus consecuencias. Que además se diga que he actuado inmoralmente, lo juzgo excesivo: ¿o acaso calificaremos de inmorales al conjunto de separados y divorciados? Temo que por este camino acabemos topando nuevamente con la Iglesia. En todo caso, la sindéresis, la prudencia o la reflexión entrarán en juego (sin que pueda justificarse el abdicar de ellas) posteriormente, pero en el enamoramiento mismo no pintamos absolutamente nada.

Y vamos, ya para acabar, con el intento que hace Atilana Guerrero de reinterpretar la distinción platónica entre amor «según el cuerpo» y amor «según el alma» en términos de la establecida por Gustavo Bueno entre ética y moral. Me acusa mi interlocutora de que en mi crítica a tal intento confundo las relaciones corpóreas con las relaciones éticas. A ello tengo que decir lo siguiente: todas las relaciones son relaciones corpóreas, en el sentido de que no es posible relacionarse con nada o con nadie de otra forma que no sea mediante el cuerpo: el difunto posee un círculo de relaciones más bien escasas. Pero es que, además, fue ella la que reinterpretó la distinción platónica a la luz de la establecida entre ética y moral en los términos siguientes: amor «según el cuerpo» sería el «amor ético», y es el que se da en el seno del matrimonio, que tiene como misión

esencial la generación de nuevos sujetos corpóreos (por cierto: sería preocupante que generasen sujetos incorpóreos); en tanto que el amor «según el alma» vendría a identificarse con el «amor moral», en el que habría que incluir todas las otras formas de amor, entre ellas la amistad entre amigos o camaradas, o la relación profesor/alumno (ambos son ejemplos suyos). Es decir, que A. Guerrero no sólo está identificando las relaciones éticas con las relaciones corpóreas (algo de lo que me acusa a mí), sino que, además, las restringe a unas relaciones corpóreas muy precisas: las sexuales. Pero que el deber ético fundamental consista en que mi acción contribuya a preservar en la existencia a los individuos en tanto que sujetos corpóreos, no significa que la institución ética fundamental (y menos la única) sea aquélla que tiene como finalidad la generación de esos mismos sujetos, tal como parece pensar la profesora Guerrero, relegando el resto de las relaciones, alguna de ellas genuinamente ética (como la amistad) al ámbito del amor moral. Todas las relaciones son (repito) relaciones corpóreas. La diferencia entre ética y moral no estriba en que en la primera la relación se establezca según el cuerpo y en la segunda, no (¿sobre qué podía establecerse?), Si no en que en la primera la relación tiene lugar con el individuo en tanto que individuo particular, y en la segunda, en cambio, con el individuo en tanto que miembro de una colectividad. Ahora bien, esas relaciones corpóreas admiten, sin duda, grados diversos: desde la relación corpórea mantenida a una distancia de 0 cm. (como es el caso de los esposos ocupados en labores reproductivas), hasta una distancia tal que diríase que la relación corpórea misma ha desaparecido, como sucede con dos conciudadanos que ni siquiera se conocen, pero que se hallan inevitablemente ligados por una red de obligaciones y derechos morales y jurídicos sólo posibles porque ambos están vivos y forman parte de una misma comunidad, es decir, porque poseen un cuerpo: muertos tales cuerpos y borrados tales individuos del mundo de los vivos, toda relación ha desaparecido.

Pero, más allá de esto, ¿es posible combinar la distinción entre amor «según el cuerpo» y amor «según el alma» con la distinción entre ética y moral? Yo no lo creo. Y explicaré por qué.

La clave reside (creo yo) en lo que hayamos de entender por amor «según el cuerpo». Si significa amor físico, sexual, entonces es claro que sólo un tipo de amor corresponde a esa clase: el amor entre cónyuges o amantes. Y es claro, también, que todas las otras formas de amor (la amistad, por ejemplo) habrían de ser consideradas como amor «según el alma», que lo único que significaría en este contexto es que no comportan relación sexual (ésta parece ser la interpretación de Atilana Guerrero). Pero, en este caso, lo que resulta completamente gratuito y ridículo es proceder (como hace ella) a la identificación o superposición de esa forma de amor, según el cuerpo, con el «amor ético»; sencillamente porque existen múltiples formas de amor genuinamente éticas que no presuponen relación sexual, aunque no por ello dejen de ser relaciones estrictamente corpóreas: la relación madre/hijo, la establecida entre amigos o la que liga a un profesor y un alumno; no tanto, acaso, la que liga a profesores y alumnos, abstractamente considerados; la que liga, diríamos, a la «clase de los profesores» y la «clase de los alumnos», lo que tal vez podría ser visto como una relación moral (cuando se establecen, por ejemplo, el conjunto de derechos y deberes de cada uno de los colectivos), pero sí, con toda certeza, la que liga a este profesor con este alumno, a quien explica, reprende, anima o corrige ejercicios. La relación de una madre con su hijo, una relación genuinamente ética, es una relación corpórea: ¿o acaso la madre que acaricia y amamanta a su hijo no se está relacionando con él según el cuerpo? ¿Y qué decir de la filia que liga a dos personas? Dos amigos enfrascados en una animada conversación se están relacionando según el cuerpo, porque el aparato fonador con el que emiten sonidos, las células ciliadas del órgano de Corty, que resultan estimuladas por ellos, y el cerebro que los interpreta, son órganos tan corpóreos como aquéllos mediante los cuales generamos nuevos sujetos humanos. Pensar otra cosa, equivaldría a hacer una lectura cartesiana de Platón y suponer que en dicha conversación la interacción se produce exclusivamente entre dos res cogitans.

Si, por el contrario, se dijese que amor «según el cuerpo» se refiere al cuerpo en un sentido amplio, que incluye cualquier relación corpórea, no sólo aquéllas de carácter sexual, entonces la identificación respectiva del amor «según el cuerpo» y amor «según el alma» con el«amor ético» y el «amor moral», resultaría, de nuevo, improcedente, mas ahora no porque se haya restringido hasta niveles inaceptables la extensión del «amor ético», sino porque, al contrario, se habría hecho tan amplia que, sencillamente, la clase del «amor moral» se nos habría quedado vacía (se correspondería, en sentido estricto, con la clase vacía). ¿Qué relaciones serían aquéllas según el alma, sin intervención del cuerpo? ¿Qué relaciones habría que colocar en el «amor moral»? Ninguna: en ese sentido amplio, toda relación tiene lugar según el cuerpo.

Y permítaseme, finalmente, unas palabras respecto a Lenin y la teoría del vaso de agua. Sólo quiero subrayar que entre constituirse en matrimonio, como lugar único en el que satisfacer el impulso sexual, y arrojarse al primer charco enfangado con el que uno se encuentra, existen, sin duda, términos medios. En lo que a mí respecta (permítaseme la impudicia), suelo beber con la frecuencia suficiente como para no necesitar lanzarme de cabeza al primer charco que me viene a mano. Por lo demás, tampoco soy especialmente reparado en beber en un vaso por el que otros han bebido... siempre que se halle convenientemente limpio. Yo en estas cosas digo lo mismo que Ovidio: Mille licent sumant, deperit inde nihil. / Conteritur ferrum, sílices tenuantur ab usu; / sufficit et damni pars caret illa metu (O sea: «Aunque sean mil los que os gocen, nada se pierde por ello. El hierro se desgasta y las piedras se consumen con el uso; pero esa parte vuestra resiste y no hay que temer que se deteriore»).

En Asturias acostumbramos, incluso, a beber la sidra simultáneamente por el mismo vaso. Pero, en fin, dejémoslo aquí: continuar con este símil podría suscitar nuevos escándalos.

En cuanto a lo de que en el amor participan dos, estoy totalmente de acuerdo; pero que surja una nueva vida o no, depende, precisamente, del uso que decidan hacer esos dos de su libertad de y para.

Polémica sin amor Atilana Guerrero Sánchez Tercera respuesta en la discusión sobre el amor iniciada tras el artículo de Alfonso Tresguerres en el nº 2 de El Catoblepas

Mi respuesta al profesor Tresguerres quiere comenzar –casi se puede decir «como es habitual»– ante todo agradeciendo de nuevo su intervención del último número y felicitándole por ella, aunque lamento que la polémica pueda llegar a su fin. Espero que esta no sea la última palabra sobre el único tema del que Sócrates reconocía saber algo y que mi interlocutor –o aquel que lo considere oportuno– continúe con el asunto, a lo mejor criticando los términos en que nuestra discusión ha sido planteada.

Por mi parte, intentaré en esta nueva contestación compensar la decepción que mi segunda crítica produjo a mi estimado polemista y para ello será bueno empezar diciendo dos palabras sobre su comprensión de la misma. En efecto, ejercí –parece que mal– el papel de Diotima, pero no en cuestiones de materialismo filosófico (lo cual hubiera sido, por descontado, impertinente), sino en la cuestión del amor propuesta por el profesor Tresguerres y, además, a instancias suyas. Evidentemente, comprendí la ironía de sus palabras, pero él, sin embargo, no la captó en las mías: el estilo versallesco que intenté imitar de sus escritos –y en el cual es un verdadero artista– creí que podía ser compartido. En este sentido, las «lecciones» de materialismo filosófico estaban siendo impartidas más como autologismos que como dialogismos, pues, sin duda, soy yo la que necesito regresar a los principios para no perderme, más que para enseñarlos. De enseñar a alguien, acaso, sería al posible lector que se acercase a la polémica sin conocer el sistema del materialismo filosófico, uno de cuyos desarrollos, por cierto, se debe a mi interlocutor. En fin, trataré de repasar uno por uno los que me parecen puntos oscuros de la discusión, y esta vez sin ironía.

1

Empiezo por el asunto preliminar propuesto en la última respuesta del profesor Tresguerres.

En ella se me pregunta por el «olvido» que le hice notar cometió acerca de su primera exposición y se me exige que lo demuestre «con los textos en la mano». Como verá es fácil de responder, puesto que yo no me refería con el «olvido» al mantenimiento de posiciones contradictorias en su concepción del amor, y tiene razón en que sustancialmente viene a decir lo mismo en sus dos escritos. Quise decir que Tresguerres se olvidaba de su escrito porque yo no obtenía como conclusión de mi artículo que a Tresguerres (como al Augusto de Niebla) «le gusten demasiado las mujeres», sino que ésta era una información que él mismo suministraba y de la cual me serví como principio del que partir; de ahí que recogiera aquel texto de Unamuno e hiciera el desafortunado paralelismo, a juzgar por el trajín que nos está dando.

Es más, el profesor de Oviedo me hacía ver en su respuesta que a nadie le interesaban sus gustos personales, con lo cual estoy tan de acuerdo que por eso decía yo que se «olvidaba».

Pero esto no tiene ninguna importancia, la «conjetura psicológica» me sirvió para proponer el problema del amor visto desde la lógica de las clases distributivas y atributivas. Lo que sí tiene importancia es que Tresguerres sepa que yo no me ocupaba de él sino, efectivamente, de «las cosas mismas» que él puso sobre el tapete, aunque fuera en primera persona. Intenté hacer ver que hablar de «las mujeres» como el conjunto de los individuos de sexo femenino, era adoptar un punto de vista distributivo sobre un conjunto de elementos que podían organizarse desde otros parámetros, los atributivos o morales, para lo cual era necesario romper la aparente claridad de la perspectiva médica-biológica, digamos. Con todo, por si fuera poco, venía yo a decir que lo que le pasa a Tresguerres, como a Augusto (y prácticamente a «todo el mundo») es, según Platón, estar en el «camino recto», a saber, «no quedarse en la belleza de un solo cuerpo sin ver que es afín a la belleza de los otros».

De modo que, no sólo no estábamos hablando de su vida amorosa, sino de que su teoría del amor, en cierto aspecto, cuadraba con lo que Diotima explicaba a Sócrates en el Banquete. Eso de la «teoría del primer peldaño» no fue mi parecer, aunque reconociera que la posición de Tresguerres era producto de una abstracción artificiosa consistente en atenerse sólo a la «belleza distributiva» –recuerdo como ejemplo de esta perspectiva la frase de Ortega: «ellas son tantas y nosotros sólo somos uno.»

Mi crítica se orientaba en el sentido de mostrar la necesidad de introducir el contexto atributivo para definir el amor personal, sin cegar la fuente biológica de la que evidentemente se nutre. Esa era la misma preocupación de Lenin que se manifestaba en el texto seleccionado.

Confieso, finalmente, que lo que me preocupaba-escandalizaba de la postura de Tresguerres era el individualismo que se dejaba traslucir, por ejemplo, en frases como esta: «Amistad, amor y amores no son otra cosa que el encuentro de dos egoísmos que se complementan y se satisfacen mutuamente.» Defender, así, una idea de persona presente en la tradición social y cultural determinada que nos rodea, la católica, frente a otra, la calvinista, que también nos rodea, y que debiéramos rechazar desde el materialismo filosófico.

2

Con lo dicho, no obstante, no quiero obviar el problema principal de la distinta concepción que sostenemos acerca del amor.

Por lo pronto, el resumen que se realiza de mis tesis, si se puede hablar así, es bastante ajustado siempre que se rectifique la tendencia a adjudicarme posturas «límite» –«amor único y eterno», «reproducirse es un deber», «prohibida la separación de bienes»...– que concedo como propia del contraste argumentativo. Para que las palabras vuelvan a sus quicios bastará con que el lector valore la polémica en su conjunto.

Es verdad que no ofrezco una tesis propiamente dicha, sino una crítica de las expuestas por mi interlocutor. Formalmente, mi propuesta es una reconstrucción de la elaborada por Tresguerres ante los mismos «hechos» que este presenta, de los cuales nada tengo que decir, salvo que son una «experiencia antropológica» de todos conocida: me refiero a eso que llamamos «enamoramiento» como «imbecilidad transitoria», en palabras de Ortega; «afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los afectos», según Espinosa, &c., y cuya escala no es la de la filosofía moral sino la de la psicología o etología.

¿Es por ello mi posición espiritualista? Creo que en modo alguno, puesto que no tenemos que hablar de los motores de la acción moral, sino de la acción moral misma. Yo no dudo de que las hormonas tengan mucho que decir en esto del amor, pero la perspectiva filosófica cuenta con ellas para desbordarlas. El fundamento formal que yo encontraba para evitar el reduccionismo no era más que reconocer que las operaciones de los enamorados están sujetas a las normas éticas y morales de naturaleza histórica.

¿Es el amor un mito? Me pregunta el profesor Tresguerres. Y yo le respondo: en un sentido estricto, si amor es lo que él dice que es, sí; la desmitificación que ejerzo consiste en eliminar el carácter irracional o místico con que se quiere envolver a las relaciones de amor en nuestro presente social –no tanto en la postura de Tresguerres, que opta por el biologicismo, probablemente como rechazo de lo mismo–, «rebajándolas» a ser un tipo de amistad entre otras.

Ya sé que, hasta cierto punto, llevo la contraria al español que usamos y para el cual amor y amistad son dos instituciones distintas. Por esa razón yo aceptaba conservar el uso normal de las palabras siempre que entendiéramos que lo que en román paladino es «amor» se debe entender como amor «ético», o sea, aquella amistad que busca el mantenimiento de la individualidad orgánica de los amantes, y en su caso, la generación de otros individuos –que no es obligatoria, sin más–; y la «amistad», como la relación que propiamente une a los sujetos por los lazos de la moral, es decir, según el grupo político, en sentido amplio, al que pertenecen. Esto es lo mismo que, por tercera y espero última vez, he dicho que aparece en el Banquete de Platón al hablar del amor «según el cuerpo» y «según el alma». ¿Dónde está el problema? Yo no identifico o superpongo el amor «según el cuerpo» o «sexual» con el ámbito ético, sino que digo que cae dentro de este ámbito, además de, por supuesto, muchos otros «amores» aparte del sexual: fraterno, paterno, &c. En general, las relaciones familiares son éticas, pero habría más –recuerdo la definición de la medicina de Platón como «el amor a las cosas del cuerpo».

Me parece que el error de Tresguerres reside en que cree que yo digo que sólo es ético el amor sexual, cuando lo que afirmo es lo contrario: que si es sexual, es amor ético.

Ambos amores o amistades éticas y morales (me da igual el nombre con tal de que se entienda el concepto) son disociables, pero inseparables existencialmente. Es más, la realidad es que su conflicto es constitutivo y de ahí se deriva que sea difícil ser amigo del amante o amante del amigo, pero no imposible, sino incluso deseable, o por lo menos, no creemos que su dialéctica sea tan dioscúrica como Tresguerres la presenta. A su solución yo la rechazaba por analítica, puesto que resulta de eliminar o no considerar el fundamento material que una pareja, pasada la «fase» ética (amor o enamoramiento), sigue conservando como tal pareja. El ingreso en una nueva «fase» moral de amistad u olvido (una vez llegado el «cansancio» o «la rutina», como se suele decir) me parecía un modo de librarse del conflicto ética-moral.

¿Cuál es ese vínculo «sustancialmente nuevo» que «determinado, en gran medida, por una serie de intereses comunes, tiene más que ver con la amistad que con el amor» y que hace que la pareja persista a pesar de todo? Por mi parte no encuentro otra «sustancia» más contundente que los propios cuerpos operatorios –que «siguen siendo los mismos»– para hacer continuar la relación pasado el «atolondramiento»; cuerpos que, como en el mito de Aristófanes, han llegado a trabar una «esfera» propia (casa y demás objetos que constituyen el «círculo de felicidad» del hogar).

Aprovecho para deshacerme de algunos malentendidos: no creo que la familia, el matrimonio o la reproducción sean un deber en absoluto; en todo caso dependerá de los arquetipos normativos que en la vida del sujeto se presenten como alternativas según el modo de la conexión sinecoide; siguiendo con los malentendidos: los solteros, divorciados o aquellos que renuncian a la reproducción, son literalmente inmorales – entendiendo la moral en el sentido del materialismo filosófico– respecto del grupo de referencia que se disuelve o al que renuncian, puesto que el conflicto del que hablamos entre la ética y la moral no ha de ser siempre superado desde el «heroísmo» (hay parejas que no merecen tal sacrificio, por así decir).

Otro malentendido más, que no me concierne directamente: la Iglesia Católica no se contradice porque prescriba el celibato para sus propios miembros, precisamente volviendo a la dialéctica ético-moral: hace falta que alguien se ocupe de los fieles para que cada vez sean más; la dedicación exclusiva de los sacrificados sacerdotes se parece más a la del gobernante de la República de Platón que al reprimido histérico.

Por último: cuando me pregunta si se puede hablar de «verdadero amor» aunque la relación no culmine en familia, pues por mis posiciones se deduciría que no, le respondo que una pareja es ya una familia; si se refiere a la relación que se termina, respondería que sí con tal de que se renuncie al olvido, es decir, que desde una concepción del «sentido de la vida» materialista no hay trayectoria vital recorrida, capaz de constituir parte formal de la misma, que no determine el curso del resto: por eso me negaba a admitir el «olvido» (salvo en sentido psicológico, claro) y jamás afirmé que el verdadero amor sólo fuera único.

Creo que dicho esto se desvanecerá mi adscripción a las filas de la Iglesia.

3

A continuación vamos a presentar el tipo de relaciones de «amor» entre hombres y mujeres como un modo de contradicción dialéctica procesual{1}. En ello nos hemos basado al defender el «enamoramiento» como la génesis de un proceso que ha de terminar, como en su estructura, en un tipo de «amistad».

El esquema material de identidad del que partimos y por cuya «fractura» se establecen los términos de la incompatibilidad (o contradicción) que hay que «superar» es la familia que da origen a nuevos individuos. Pues bien, si un estado es una sociedad de familias, esta será el marco de actividad de la dialéctica que supone multiplicidad de «núcleos» de desarrollo. La «fractura» de la familia produce la multiplicidad de sujetos corpóreos que, sin guardar relaciones de parentesco ente sí, están en proceso de «búsqueda de pareja» para a su vez formar otras nuevas familias. La contradicción ético-moral ante la que nos encontramos es, entre otras de sus ramificaciones, la siguiente: toda familia tiene como obligación conseguir que sus hijos puedan, en un determinado momento de su vida, «romper» con la familia de origen y formar parte del ámbito moral en el que se percibirán como ciudadanos, bien sea para formar otra familia o bien para constituirse en individuos adultos independientes. Aquí las categorías de «lo mismo» y de «lo otro» que Platón utiliza en el Sofista serían «pariente» y «no pariente» o «familiar» y «no familiar».

La contradicción o incompatibilidad dialéctica entre los individuos que se rigen por el ortograma de «emancipación de la familia de origen para constituir otra» no es la única posibilidad concebible, puesto que cabe establecer cuatro situaciones de movimiento:

A) Aquellas de las que se puede decir que «lo mismo» se reproduce en «lo mismo»: sería el caso del individuo que decide no formar una familia y vivir solo. Este modelo es un arquetipo en auge en las sociedades desarrolladas.

B) Aquellas de las que se puede decir que «lo distinto» se mantiene como distinto: son las parejas que se consideran «circunstanciales» o «amores» según Tresguerres; por el grado de independencia que cada uno de los miembros quiere mantener podría verse como la asociación fundada en lo útil o lo agradable, según la terminología aristotélica.

Cabría poner en correspondencia estos dos tipos, como dice Bueno, con los procedimientos llamados analíticos o de «ratificación». La ratificación del que sigue siendo «hijo» o «hija» y no pasa a ser «padre» o «madre» o «marido» o «mujer».

C) Conjunto de procesos o cursos tales en los que el desarrollo de «lo mismo» conduce o desemboca en «lo otro» –que se supondrá de algún modo dado– incompatible con el origen. Hablaremos de procedimientos dialécticos «divergentes» o «por divergencia». En esta situación caben aquellos procesos reconocidos como «enamoramiento» en el sentido peyorativo de Ortega, el amor como alineación.

D) Conjunto de diversos procesos o cursos tales que sus desarrollos, según sus propios esquemas, conducen o desembocan a una misma configuración que obliga a rectificar las originantes. Hablaremos de procesos dialécticos «convergentes» o «por convergencia». Aquí cabría la amistad fundada en la igualdad o la nueva familia constituida.

Los procedimientos que corresponden a estas dos últimas situaciones podrán ser denominados «dialécticos» (por oposición a los «analíticos») o de «rectificación» (por oposición a los de «ratificación»). Aquí la rectificación sería la de la familia de origen o de la situación de soledad.

4

No querría terminar sin hacer una última concesión a mi papel de Diotima malograda: la cuestión del amor fue analizada por el profesor Tresguerres, creía yo, sin que Gustavo Bueno se hubiese pronunciado por escrito antes sobre el asunto. Pues bien, antes de disponerme a escribir esta ¿última? respuesta he descubierto que estaba equivocada: en el prólogo al libro de María Teresa González, Corín Tellado, medio siglo de novela de amor (1946–1996), publicado en la editorial Pentalfa de Oviedo en 1998, nada menos que nos encontramos con un prólogo de Gustavo Bueno titulado «Las 'novelas de amor' de Corín Tellado desde la dialéctica ética-moral». En él no sólo se habla del amor sino que, desde mi punto de vista, si lo hubiera conocido antes, no me hubiera hecho falta acudir a Platón, ni a Espinosa, ni a Séneca, ni a Unamuno, para no terminar de decir claramente, a juzgar por lo que entiende mi polemista, lo que Gustavo Bueno dice así:

«Desde esta perspectiva etic acaso fuera posible concluir que los personajes de la novela de Corín Tellado actúan en las situaciones 'sencillas' en las cuales sus relaciones mutuas implican un conflicto entre ciertas normas éticas y ciertas normas morales. A saber: las normas éticas que tienen que ver con el ejercicio del amor físico (que no es reducible al ejercicio puro del sexo, aunque sí incluye el contacto físico entre los cuerpos: de hecho Corín Tellado, como observa María Teresa González, considera al beso como la expresión más característica del amor entre sus personajes) y las normas que establecen reglas limitativas o preceptivas de los contactos físicos entre los individuos, en función de los grupos a los que estos pertenecen.»

Nota final a un debate sobre el amor Alfonso Fernández Tresguerres

Última respuesta a Atilana Guerrero

Me había propuesto que la anterior sería mi última respuesta en este ya largo debate con la profesora Atilana Guerrero. Es obvio, por tanto, que incumplo tal propósito, aunque no del todo, porque no será esta más que una simple nota en la que renuncio a repetir argumentos o críticas y también a ensayar formulaciones nuevas: creo, en efecto, que en los términos en que ha sido planteada, la polémica ya no da más de sí. Deseo, únicamente, despedirme de la misma con algunas observaciones.

En primer lugar (es una simple broma), yo no dejo de sorprenderme de la facilidad que muestra Atilana Guerrero para hallar títulos tan pintorescos a sus artículos: «polémica sin amor», en esta ocasión: ¿debo suponer que hasta este momento la polémica había sido con amor? ¿Habrá dejado de amarme? Yo siempre he dado por supuesto que estábamos discutiendo sobre amor, pero sin amor, no ya, claro es, sin amor erótico, sino ni siquiera amor en tanto que filia (no nos conocemos); si acaso, un cierto amor como ágape, en la medida en que ambos nos reclamamos discípulos de un mismo maestro (a quien, por cierto, si todos han de salirle como nosotros, ¡líbrele Dios de sus discípulos!). Por eso digo que el título es pintoresco: ¡lo único que nos faltaba era terminar la polémica casándonos! Claro que también puede tratarse de una sutil ironía de la profesora Guerrero que a mí, como parece habitual, se me escapa: tenga cuidado A. Guerrero, no le vaya a suceder lo que a las tías de Proust, que de puro sutiles no se les entendía nada. Pero en fin, insisto en que nadie (y menos mi interlocutora) tome esto más que por lo que es: una simple broma.

Al margen ya de bromas, como digo, deseo tan sólo hacer algunas observaciones (ahora completamente en serio).

Como ya he tenido ocasión de señalar, a mí la primera crítica de A. Guerrero me resultó francamente interesante y sugerente: se discutían las posiciones que yo defendía sobre el amor y se ofrecían otras alternativas. Naturalmente, yo no estuve de acuerdo ni con sus críticas ni con sus propuestas, que me parecían marcadamente idealistas y espiritualistas, y muy próximas a las de la Iglesia Católica. Pero, con todo, me pareció un planteamiento coherente y que merecía la pena discutir. Su segunda crítica, en cambio (también lo he dicho), me decepcionó profundamente, porque A. Guerrero más que continuar ahondando en sus tesis, apuntalándolas o clarificándolas en contraposición con las mismas, continuando con la crítica de éstas, lo que hizo fue iniciar una serie de maniobras de «despiste», consistentes en ignorar todos aquellos aspectos de mi respuesta en los que no le interesaba entrar, y en las que no le quedó otro remedio que hacerlo, lo que hizo fue desviar mis argumentaciones, como si no tuviesen nada que ver con ella, que en ningún momento habría dicho tal cosa determinada, y para alcanzar tal objetivo no le importó en incurrir en contradicciones con lo mantenido en su primera respuesta (contradicciones que estoy seguro que advierte, pero que ni he conseguido que reconozca, ni lo conseguiría; obviamente, en el supuesto de que continuara intentándolo, cosa que no voy a hacer). Un tercer recurso que explotó cumplidamente en aquella ocasión fue el de acogerse permanentemente al amparo del materialismo filosófico: «A. Guerrero o la ortodoxia buenista» o «Tresguerres o el desvío biologicista del buenismo», supongo que podría subtitularse nuestra polémica, desde la perspectiva emic de mi interlocutora, naturalmente, no desde la mía, por supuesto, que no acabo de ver la pertinencia de aquellas lecciones materialistas de la profesora Guerrero, ni en qué medida las líneas esenciales del materialismo filosófico apoyan más sus tesis que las mías. Muchas de aquellas observaciones no venían a cuento, y cuando eran atinadas (caso de la libertad) se hallaban absolutamente presupuestas en mi propia argumentación; otras, finalmente, eran simplemente infructuosas, como el intento (ya desde su primera respuesta) de encajar la distinción entre «amor según el cuerpo» y «amor según el alma» con la distinción establecida por Bueno entre ética y moral.

Como digo, aquella segunda respuesta de Atilana Guerrero me decepcionó y me «despistó»: al final, acabé por no saber qué era exactamente lo que quería decir mi interlocutora, y comencé a dudar seriamente de que lo supiera ella misma.

Tras un nuevo intento por mi parte de clarificar su postura y la mía, llega su tercera respuesta que (lo confieso) ya no ha conseguido ni decepcionarme ni «despistarme», porque, finalmente, he acabado por entender la estrategia argumentativa de la profesora Guerrero, a saber: ignorar por completo las críticas que hago a sus posiciones; ignorar, asimismo, los argumentos que presento en defensa de las mías. Nada de todo eso es discutido por ella, quien, en lugar de eso lo que hace es «recomponer» sus piezas (en un permanente intento de «salvar las apariencias», sin importarle incluso contradecirse a sí misma), de tal manera que parecen quedar a salvo de mis objeciones, mis tiros pasan completamente alejados, nada tienen que ver con ella, que de ningún modo habría dicho tal cosa: lo que sucede es que yo no la he entendido. Si tuviera tiempo y ganas para continuar oficiando de hermeneuta de A. Guerrero, le señalaría, una a una, todas esas «recomposiciones» y contradicciones (algo que, de todos modos, ya intenté en mi anterior respuesta, sin el menor resultado, tal como ahora sé que cabía esperar).

Sólo dos muestras: si yo llamo la atención sobre el sentido irónico que encerraban algunas de mis palabras, responde que las de ella también, lo que sucede (¡cómo no!) es que ella sí captó mi ironía, pero, naturalmente, yo no capté la suya. Ella habría estado imitando mi estilo versallesco, algo que no entiendo muy bien a qué se refiere, a no ser que A. Guerrero haya ¿adivinado? mi debilidad por los moralistas franceses del XVII (muy

especialmente La Bruyère). En todo caso, supongo que sea lo que sea lo que ella entienda por estilo versallesco no es ningún elogio; esta vez sí (pero sólo esta vez) ha sido irónica mi interlocutora. Pero tampoco me preocupa lo que opine de mi estilo. La segunda muestra es la más sorprendente de esta tercera respuesta suya: resulta que con todo aquello de «amor según el cuerpo» y «amor según el alma», relacionándolo con la distinción entre ética y moral, lo único que Atilana Guerrero quería decir es que el amor erótico, sexual, es una relación ética. ¡Esta sí que es buena! O sea, que llevamos discutiendo seis meses y ella lo único que quería decir era eso. ¿Y entonces por qué hemos discutido, pregunto? ¿Acaso yo lo negaba? Aunque, bien pensando, seguramente es que yo, como ya es habitual, no la entendí. Pero sucede que no es eso lo que A. Guerrero dice en sus dos primeros escritos (ahí están para releerlos): esa es su última recomposición para echar tierra sobre un asunto en el que se había visto abocada a mantener posiciones ridículas, absurdas e insostenibles.

Con todo, en su última respuesta, Atilana Guerrero introduce dos novedades (ignoro si porque se le han ocurrido en un momento de inspiración o porque alguien se las ha sugerido): la primera consiste en plantear el asunto que estamos debatiendo en el contexto de las figuras dialécticas, tal como son entendidas por Gustavo Bueno; la segunda, un texto del propio Bueno. Me referiré brevemente a ambas.

Por lo que hace a la primera cuestión, confieso que no me he tomado la molestia de revisar el análisis de la profesora Guerrero, es decir, de plantear, por mí mismo, la cuestión en tales términos para examinar a dónde podría conducirme. Me limitaré, pues, a señalar los resultados a los que llega mi interlocutora. Estos no pueden resultar más pintorescos, a saber, habría cuatro tipos de personas: A: las que viven solas; B: las que tienen parejas circunstanciales (amores); C: las que, además, se enamoran (en sentido peyorativo, subraya A. Guerrero: el positivo ya sabemos cuál es para ella); y D: los que se casan y reproducen. ¿Y bien? ¿Qué añade eso a la polémica que nos ocupa? ¿Qué se nos dice que con esto que supiéramos ya? Excepto, claro está, la valoración de la propia A. Guerrero (valoración que, por lo demás, ya conocíamos, y que sólo se nos presenta desde otra perspectiva); porque su clasificación no es una mera tipología o taxonomía (que, por lo demás, resultaría de una trivialidad pavorosa), sino una clasificación estructurada jerárquica y axiológicamente: únicamente los pertenecientes al grupo D (los que se casan y reproducen) habrían ingresado de lleno en el ámbito de la dialéctica y de la moralidad; los del grupo C, aunque dialécticos, lo son de rango menor, y su moralidad es también más dudosa, por hallarse alienados, precisamente por el amor mismo. En cambio, los de los grupos A y B son meros analíticos y simplemente inmorales (¡a quién se le ocurre vivir solo, en lugar de casarse y reproducirse!). Imagino también que únicamente los varones situados en el grupo D son aquellos que introducen la perspectiva atributiva en su relación con las mujeres (algo que a. Guerrero no cesa de exigirme). Ahora bien, si relacionarse atributivamente con las mujeres equivale a casarse con ellas, entonces difícilmente (al menos en nuestra cultura) se puede hacer más que con una. Pero la relación atributiva (tanto con mujeres como con varones) es mucho más amplia que eso, y ni siquiera es un posicionamiento moral que quepa exigir a alguien, sino un hecho inevitable: tenemos forzosamente múltiples relaciones atributivas, y múltiples perspectivas atributivas en nuestras relaciones (con varones y mujeres), y, sencillamente, no puede ser de otro modo. Paralelamente, considerar la perspectiva y la relación distributiva en el contexto de la relación con las mujeres (o con los varones) como inmoral (eso parece deducirse de los reproches que, al respecto, me dirige la profesoras Guerrero, aunque, ¡cualquiera sabe!, a lo mejor no es eso lo que quiere decir) es simplemente absurdo y gratuito.

Y en otro orden de cosas, ¿por qué considerar tales grupos como si fuesen una especie de compartimentos estanco? Un individuo puede hallarse, al mismo tiempo, en las situaciones A, B y C (vivir solo, tener pareja ocasional y estar enamorado), o A y B (vivir solo y tener pareja ocasional sin estar enamorado), o A y C (vivir solo y estar enamorado sin tener pareja), o B y C (tener pareja ocasional y no vivir solo, porque vive, también ocasionalmente, con esa pareja). Ni siquiera es clara la incompatibilidad de D con el resto de los grupos, si acaso, sólo con A, aunque, de todos modos, desde D se podría volver a A, tras un divorcio, por ejemplo, lo que para A. Guerrero imagino que supondrá una especie de degradación moral (otra vez en consonancia con la doctrina de la Iglesia Católica). Un individuo puede estar casado (D), tener parejas ocasionales (B) y estar enamorado (C), de su pareja legal o de su pareja ocasional, o incluso de otra persona distinta a esas dos; o puede estar casado (D) y tener parejas ocasionales (B), siendo lo bastante inteligente como para no estar enamorado de nadie (C); o casado (D) y enamorado de otra persona (C), aun sin tener ninguna pareja ocasional (B).

Supongo que según Atilana Guerrero todas esas mezcolanzas han de ser arrojadas, sin más, al cubo de la inmoralidad. ¿Y qué haremos con las parejas homosexuales? ¿Dónde vamos a colocarlas? ¿Son analíticos o dialécticos? ¿O se trata de una nueva inmoralidad? ¿Y las parejas estériles que no pueden cumplir con el alto valor moral de la reproducción? Imagino que no en el ámbito de la inmoralidad, ya que se trata de una deficiencia biológica de la que no son responsables, pero seguramente sí en el de la frustración permanente, ¿o no?

En cuanto al texto de Gustavo Bueno citado por Atilana Guerrero, he de decir que yo sí conocía ese escrito, y debo añadir que no consigo entender en qué medida esas palabras de Bueno apoyan la postura de la profesora Guerrero, hasta el punto de que, si lo hubiera conocido antes – dice– no hubiese necesitado acudir ni a Espinosa, ni a Platón, ni a Séneca, ni a Unamuno: le hubiesen sobrado todos. (¡Esto sí que es un discípulo, D. Gustavo!).

Veamos. Si yo no entiendo mal lo que dice Bueno es que el amor físico, sexual, erótico es una relación ética (totalmente de acuerdo), y añade que esa relación ética se halla permanentemente envuelta por contextos morales que la orientan en una determinada dirección, que la limitan e incluso que la imposibilitan por completo, reduciéndola al mero contacto físico del beso, tal como sucedía en los contextos morales propios de la Dictadura (absolutamente de acuerdo otra vez). ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con la discusión que mantenemos la profesora Guerrero y yo?

Yo he insistido repetidamente (no sólo en la polémica con A. Guerrero, sino también en otros lugares) en la enorme dificultad, por no decir imposibilidad, sin más, de separar los contextos éticos de los morales (cualquier problema o cuestión que pertenezca por derecho propio a cualquiera de esos ámbitos acaba por arrojarnos, finalmente, al otro: será difícil hallar un problema ético que no presente de inmediato un aspecto moral, y viceversa, un problema moral que no acabe por repercutir, de algún modo, en el ámbito de la ética); y en concreto, como digo, esos contextos morales envuelven de manera constante a los contextos éticos, orientándolos, limitándolos, &c.; algo que puede suceder con las normas morales del propio grupo al que pertenecen (en lo que nos ocupa) los enamorados (como es el caso al que se refiere Bueno), o con el enfrentamiento entre las normas morales de dos grupos distintos, con el enfrentamiento de dos morales distintas. Imaginemos, por ejemplo, una relación amorosa entre dos individuos pertenecientes a etnias distintas (payo y gitano, pongamos por caso; o familias: Romeo y Julieta, aunque resulta más contundente el primer caso). Es evidente que la propia relación amorosa que liga a los dos individuos es una relación ética, pero no lo es menos que se halla absolutamente determinada por las morales de los grupos a los que cada uno pertenece; grupos que podrían considerar, por ejemplo, que de ninguna manera un gitano puede relacionarse con un payo, o viceversa, lo que podría dificultar la relación o imposibilitarla en absoluto. Todo esto resulta evidente. Y eso es lo que yo entiendo en las palabras de Bueno. En cuanto a lo que en ellas encuentra A. Guerrero para considerar que apoyan de forma absoluta sus propias posiciones, resulta para mí (como muchas otras cosas de la profesora Guerrero) un completo misterio.

Sin amor y sin sentido Margarita Fernández García A lo largo de la polémica sobre el amor la postura de la profesora Guerrero ha variado de tal forma que parece haber caído en el sinsentido

Sé que no he sido invitada a este banquete y pido disculpas por entrar en él casi a los postres y sin ningún presente a los anfitriones. Digo esto por que no es mucho lo que aportaré sobre el tema, únicamente la visión de alguien que ha seguido desde el inicio la polémica y que se ha quedado perpleja ante algo, que cuando menos, puedo calificar de incongruencia por parte de la profesora Guerrero.

En primer lugar, me gustaría explicar cual es mi posicionamiento, intentando no agotar al posible lector que ya estará tanto o más versado que yo en ella. Leí con gusto el artículo del profesor Tresguerres «Del amor», disfruté con su tono sarcástico y con esa verdad, tal vez terrible, que muchos hemos experimentado: la irracionalidad del amor y la pérdida que en muchos casos, no diré en todos, sentimos de nosotros mismos; pues, llegados al momento de rendir cuentas sobre lo sucedido, comprobamos que el tiempo ha transcurrido sin nuestra anuencia y que hay una parte de ese tiempo, que es nuestro tiempo, nuestra vida, que ya resulta irrecuperable para siempre. De la misma forma y con el mismo placer leí sus dos repuestas a la profesora Guerrero («Amor sin Metafísica» y «Amor sin pedagogía») en las que aparecía un detallado y profundo análisis del amor, que no se desviaba para nada de su idea original y en las que destruía todas las objeciones hechas por la profesora en sus dos réplicas («De los amores» y «Amor y Pedagogía»). Dicho esto, espero que quede claro que mi crítica va dirigida, no al profesor Tresguerres, sino a la profesora Guerrero, y que si me decido a realizarla es únicamente porque en su última respuesta («Polémica sin amor») no veo nada nuevo que pueda incitar al profesor de Oviedo a contestar otra vez.

Hablaba antes de la incongruencia de la profesora Guerrero que parece haber llegado a un límite casi absurdo en su último escrito, «Polémica sin amor» aparecido en el nº 7 del Catoblepas, pues nada hay en él de las primitivas ideas sobre el amor defendidas por ella con anterioridad. Creo que para cualquier lector esto es obvio. Además la profesora Guerrero nunca ha hecho frente a las críticas que se le han planteado, su estrategia ha sido el escudamiento en el malentendido y en «decir digo donde dije Diego». No me parece esta una postura coherente, más bien una cobardía. En su intento de achacar sus variaciones ideológicas a otra cosa que no sea ella misma, Atilana Guerrero ha utilizado todos los ardides posibles, desde olvidar cosas por ella escritas y que despues no parecían convenirle, pasando por citar constantemente a personas relevantes, no de forma muy acertada, para ocultarse tras ellos, hasta afirmar que no se la ha entendido porque no se ha sabido captar su ironía... ¿ironía?, yo desde luego nunca tildaría como irónica la forma de escribir de la profesora, más bien parece que habla desde las cumbres seguras y firmes de aquella que cree que sabe.

Como no me gusta hacer afirmaciones gratuitas, intentaré a continuación poner de relieve, utilizando los textos de su autora, las contradicciones en las que ha incurrido, las críticas a las que no ha contestado y los cambios que ha dado al término Amor del que en principio parecía estar tan segura (seguridad que la llevó a polemizar con el profesor Tresguerres). Para esta labor recurriré a las ideas centrales que han sustentado la discusión. Estas ideas serán:

El amor único y eterno como amor verdadero La desmitificación del amor La evolución como hipótesis metafísica La distinción Ética-Moral Queda así el posible lector avisado de mis intenciones y juzgue él qué sentido o finalidad pudo tener esta polémica por parte de la profesora Guerrero, pues es algo que a mí se me escapa.

1. Del amor único y eterno como amor verdadero

Se quejaba en su artículo «Amor y Pedagogía» Atilana Guerrero de haber sido malinterpretada y haberse dado por supuestas algunas afirmaciones, como que el amor es único y eterno, que nunca fueron por ella defendidas; y de nuevo volvía a insistir en ello en el artículo «Polémica sin amor», donde dice: «Por lo pronto, el resumen que se realiza de mis tesis, si se puede hablar así, es bastante ajustado siempre que se rectifique la tendencia a adjudicarme posturas «límite» –«amor único y eterno», «reproducirse es un deber», «prohibida la separación de bienes»...– que concedo como propia del contraste argumentativo. Para que las palabras vuelvan a sus quicios bastará con que el lector valore la polémica en su conjunto».

Realmente, como a cualquier lector atento, esta queja me pareció improcedente y me llevó, tras releer su primer escrito, a la conclusión de que había en ella un no querer asumir lo dicho, simple y llanamente; pero las palabras quedan y podemos recurrir a ellas. En su primer artículo la profesora Guerrero, hablando por boca de Diotima, afirmaba que el amor es «el deseo de poseer siempre el bien y la acción especial en la que este deseo se manifiesta es en la 'procreación de la belleza' tanto según el cuerpo como según el alma». Supongo yo que el adverbio «siempre» significa de forma constante, en todo momento, en todo caso y de manera indefinida, y supongo también que entenderá la profesora Guerrero que esta manera indefinida significa perdurable hasta la muerte (que en el lenguaje vulgar en el que se escriben los mitos puede denominarse amor eterno). Esta caracterización del amor surge de su teoría de que el amor (eros) y el amor (filia) son una y la misma cosa, en contra de la opinión de Alfonso Tresguerres que afirmaba que son cosas distintas y diferenciadas, el primero correspondería a la fase de enamoramiento,pasión inicial en una relación amorosa que algunas veces puede desembocar en filia, pero otras muchas en olvido o en indiferencia.

Añadamos a esto que la profesora finaliza su artículo con la siguiente afirmación: «pero, tal amor al prójimo es absurdo, si a su vez, no se conjuga con criterios morales o atributivos que restrinjan el radio del amor a alguna persona en particular. . Es, en el fondo, contra lo que piensa Tresguerres, la mejor manera de no perder el tiempo». Pienso que considerar absurdo el amor que no se centra en una persona en particular quiere decir que éste sólo ha de tener un objeto único en su manifestación. Si a ello añadimos que el amor, como dice la profesora, ha de ser para siempre (de manera indefinida), la conclusión es que Atilana Guerrero nos propone una visión de éste como único y eterno. Eso sí, nos advierte muy seriamente que estas cualidades pertenecen al amor verdadero. Pero la confusión no termina aquí, sino que unos párrafos después de haber mostrado su indignación por haber sido mal interpretada, vuelve a la carga y nos dice que el amor puede ser considerado como una «sub specie aeternitatis» para pasar más tarde a afirmar que«la «pareja» que cuando se casa –o se «enamora»– comienza disponiendo los planes para cuando la relación se acabe, se puede decir que ya está muerta.» Esta afirmación sólo puede ser hecha por alguien que efectivamente ha idealizado el amor de tal forma que piensa que la equivocación es imposible, que el tomar precauciones por si el fracaso, que nadie quiere, llega (estoy hablando de separación de bienes –de qué otra cosa podía a ser–), es una especie de traición hacia el otro, una falta de confianza.

A pesar de este idealismo camuflado, no tiene empacho en dar consejos como los que le da al profesor de Oviedo en su primer artículo: «...paradójicamente Tresguerres utiliza: "doy siempre con la persona equivocada". En su lugar habría que decir: "me precipito"». Y es que Atilana Guerrero ve los fracasos amorosos de los otros como errores, como precipitaciones, debidos a la falta de reflexión que nos llevan a confundir el amor auténtico con no sé qué otra cosa. Pero, ¿cómo saber cuando el amor es auténtico? El sentimiento es subjetivo, nadie puede aleccionarnos ni presentar ante nuestros ojos el canon ideal por el que seamos conscientes de si estamos o no errados. La única forma de comprobación que tenemos es a posteriori, cuando la pasión inicial se ha transformado ya en frustración, acomodamiento u olvido, y, pensando sobre ello, nos confesamos nuestra ceguera. Además creo que la precipitación es una exigencia de ese estado de enamoramiento. La ansiedad por estar con el

ser amado nos invade y nos ofusca, la adrenalina que corre por nuestras venas nos impulsa y asumimos riesgos de una forma loca y adictiva. Estas categorías de verdadero, o auténtico, y falso respecto al amor no me parecen demasiado pertinentes, ya que únicamente pueden ser confirmadas cuando el enamoramiento (amor) ha cristalizado, por los motivos que sea, bien en filia, bien en olvido. Bien es cierto que la profesora reconocerá en su segundo escrito (el mismo en el que rechaza la separación de bienes) esta realidad: que no sabemos previamente los resultados de nuestro quehacer amoroso, y también es cierto que éste será uno de los muchos cambios que tendrá su concepto del amor a lo largo de la polémica.

Existen aún otros puntos que quisiera tratar en este apartado, el de la sanción legal de amor y la visión de la libertad sexual como algo, cuanto menos, pernicioso, que la profesora Guerrero niega haber defendido. Pero, recapitulemos y veamos lo que le dice al profesor Tresguerres a propósito de las insinuaciones de éste sobre el parecido de la teoría expuesta por ella y la de la Iglesia Católica. Dice Atilana Guerrero en «Amor y Pedagogía»: «Con todo, la Iglesia, Tresguerres y yo somos los tres vértices de un triángulo que pueden asociarse dos a dos frente al tercero. Del siguiente modo: prefiero que, amparado en fundamentos metafísicos, alguien cumpla con un deber moral o ético o jurídico de una sociedad dada, a aquel que, por criticar, con toda razón, semejantes fundamentos, no cumpla con dichos deberes objetivos, para cuyo incumplimiento no tiene, además, razones, ni metafísicas, ni materialistas o críticas». ¿A qué deber se refiere la profesora? Dentro del contexto en el que nos estamos moviendo, «moral o ético» (no hace ninguna diferencia entre ellos) «o jurídico», solamente puede tratarse de una sanción proveniente de la sociedad, y esta sanción es tomada como un deber que ha de ser cumplido aunque este basado en fundamentos metafísicos. Por otro lado, la separación que hace entre el amor verdadero y la sexualidad libre me resulta una dogmatización del amor como idea-fuerza. El trasnochado texto de Lenin en el que la sexualidad aparece dibujada como algo denigrante para la persona («beber en un charco enfangado»), parece llevarnos más a una visión de la naturaleza humana como llamada a la castidad casi angelical, que a una visión integral de ésta. Si a todo esto añadimos la visión dualista platónica y cristiana sobre el hombre, podemos darnos cuenta de donde proviene la postura idealista de Atilana Guerrero. La sexualidad no es un apartado distinto al ser mismo de la persona, por mucho que siglos de oscurantismo religioso nos lo hayan presentado como algo por lo que debíamos de sufrir castigo y mostrar arrepentimiento. Además por medio de la sexualidad encontramos la mayor parte de las veces la recompensa del cariño, que no es poco, y en algunas ocasiones incluso el amor sin connotaciones idealistas.

Con todo lo argumentado anteriormente discernimos en la profesora Guerrero una visión moralista y decimonónica del amor, totalmente metafísica e idealista. Y es que aunque la profesora Guerrero grite enfadada que sus tesis se basan en el materialismo filosófico, nada de lo por ella escrito parece confirmarlo. Realmente Gustavo Bueno ha dotado a la filosofía de un excelente instrumento de trabajo, pero no nos equivoquemos Atilana Guerrero no es Gustavo Bueno, ni el uso, algunas veces de forma totalmente incorrecta, de los términos acuñados por aquel garantiza en modo alguno los razonamientos de ésta.

2. La desmitificación del amor

Tras haber perfilado las características del amor en su artículo «De los amores» (único y perdurable por ser el amor auténtico), la profesora Guerrero nos dice con toda seriedad en «Amor y Pedagogía» que ella ha intentado en todo momento desmitificar la idea-fuerza del amor, destruyéndola con su argumentación (es de suponer que en el primer artículo), y que para su propio disgusto se vio decepcionada por el profesor Tresguerres ya que éste había hecho un dogma del mito (desmitificación ascendente). Menos mal que la profesora Guerrero nos aclara que ella está intentando desmitificar la idea del amor. Confieso que si ella no llega a afirmarlo tan tajantemente, mi simpleza mental no lo hubiese descubierto. En su último escrito «Polémica sin amor» dice: «la desmitificación que ejerzo consiste en eliminar el carácter irracional o místico con que se quiere envolver a las relaciones de amor en nuestro presente social –no tanto en la postura de Tresguerres, que opta por el biologicismo, probablemente como rechazo de lo mismo–, «rebajándolas» a ser un tipo de amistad entre otras.» Pero, de qué tipo de desmitificación nos habla la profesora. Somos ya suficientemente adultos, socialmente, como para discernir entre la amistad, ligada o no al sexo, y el amor. ¿Reconocerá ahora Atilana Guerrero que el amor y los amores son cosas diferentes, cosa que negaba a capa y espada? ¿No es absurdo que su intento de desmitificación vaya dirigido a los amores, amistades con sexo, y no a la idea-fuerza del amor?

Supongo que en esto del amor o de los amores cada uno habla de la feria según le ha ido en ella. Desgraciadamente somos muchos más los que regresamos de la feria con el ánimo por el suelo, renegando de nuestra suerte mientras miramos el saldo emocional de nuestros bolsillos marcando números rojos, que los que regresan de ella por un camino de flores abrazados a ese ser maravilloso que colma y calma todos sus anhelos. Prueba tangible de ello es que en el bagaje de la mayoría de las personas no existe un amor, sino varios y, además, acompañados de sus respectivos fracasos. Pero la profesora Guerrero continúa afirmando lo contrario, y ¿no es eso otra cosa que fortalecer el mito del amor? ó ¿es tan ingenua que piensa que reafirmando las tesis trasnochadas del amor romántico está destruyendo el mito? Dice que la teoría de Alfonso Tresguerres es metafísica por incluir como elemento importante dentro de la atracción amorosa factores etológicos, y no es capaz de analizar la profunda dogmatización que hace del concepto amor al tomar un punto de vista totalmente idealista, más de acuerdo con la idea-fuerza del amor que lo que ella misma puede sospechar. Desde mi punto de vista para desmitificar el amor sólo necesitamos vivir, más que teorizar, y reflexionar sobre lo vivido.

Nos han dormido con sueños de príncipes y amores más allá de la muerte, con medias naranjas que encajan en nuestras expectativas, con un ser predestinado para cada uno de nosotros, que, perdidos en la vida, hemos de buscar porque nos está esperando en una esquina cualquiera. Pero crecemos y toda esa real patulea de príncipes y princesas se queda convertida en el currante con el mono lleno de grasa o en la desconocida que nos espera tras la puerta bata de guatiné en ristre; la muerte es sólo eso, sin más romanticismos; nuestra media naranja ha exprimido nuestro jugo y nos ha tirado al cubo de la basura; y, para colmo de males, solemos ser tan despistados que lo único que encontramos a la vuelta de la esquina es al vendedor de la ONCE. ¿Qué nos queda?..., resignarnos, comprar ese cupón que nunca nos toca e intentar hacer más llevadera nuestra soledad.

Soy de las que piensan que esto del amor mas que una cuestión teórica, rayana a lo sublime, es una cuestión práctica, cotidiana, observable, a poco avispados que seamos, en actitudes, comportamientos, datos e historias que pululan a nuestro alrededor: estadísticas de divorcio con tasas en alza, múltiples relaciones rotas no plasmadas en papeles, relaciones acabadas apenas han comenzado, otras que no acaban por miedo, aquellas que no se inician por conformidad. La estadística no lo abarca todo, hay más lágrimas vertidas en nombre del amor o de los amores que lo que sus fríos números reflejan, ya que para ella no cuentan los fracasos de mi vecina del bajo ni los míos propios. No es el marujeo ni el chismorreo quien nos informa, es la vida misma la que día a día nos da una bofetada tras otra y hace tambalearse nuestros sueños del gran amor, la que nos hace pasarle por el hombro la mano a una amiga que llora su vacío triste, la que nos hace bajar la cabeza avergonzados cuando vemos la traición en aquellos que nos habían servido de ejemplos para seguir creyendo en nuestro maravilloso cuento de hadas.

Nos hablaba, la profesora Guerrero en su escrito, transcendiendo este espacio de cotidianeidad en el que yo me muevo y su discurso parecía surgir de la misma boca de Diotima de Mantinea. Hermosas palabras las de Platón, metafísica pura, cuentos de filósofos pero cuentos al cabo para seguir acunando nuestro engaño, nuestra ansia terrible de huir de la soledad. ¿Siguió Platón sus propios consejos? ¿Disfrutó de ese amor con mayúsculas o su corazón sufrió, igual que el nuestro, ante la negativa de un cuerpo que nos rechaza? Teorizar sobre el amor es fácil, vivirlo resulta más complicado, porque el amor no es fruto de la voluntad, a ésta apenas le quedan fuerzas para poder recomponernos una vez hemos admitido nuestra equivocación respecto al objeto en el que habíamos volcado nuestra pasión. El amor, enamoramiento, es la forma más irracional y quizá más fuerte de nuestras emociones, y sospecho que es en este punto donde reside la magia que a todos nos a subyugado alguna vez, haciéndonos sentir ridículamente únicos, insospechadamente felices, paradójicamente otros, nuevos para nosotros mismos, descubiertos y salvados por los ojos del amado. Nuestro error reside en pedirle peras al olmo y pensar que tan delirante situación puede permanecer eternamente.

3. La evolución como hipótesis metafísica

En «Amor y Pedagogía» la profesora Guerrero nos expone su postura sobre el matrimonio, diferenciándola de las teorías metafísicas de la Iglesia Católica y del profesor Tresguerres. Pero ¿por qué es metafísica la teoría del amor del profesor de Oviedo?... pues por tomar en consideración la teoría evolutiva y afirmar que la etología tiene que estar implicada no sólo en la antropología, sino también en la filosofía si queremos que sea seria. Y no es que el profesor promueva una postura de reduccionismo etológico, simplemente afirma que este no puede dejar de ser tenido en cuenta. Pero veamos lo que dice Atilana Guerrero: «Yo, en cambio, a diferencia de ambos, sitúo en las operaciones normativizadas de los sujetos operatorios insertos en un mundo «en marcha» civilizado la causa de que esta institución se mantenga, que tiene, por cierto, tanto de institución económica como de política, ética o moral. Incluso también hay una fuerza superior a la que el profesor de Oviedo apela para explicarla, como es la de la selección natural, en funciones muy parecidas a las del genio maligno que, artero y engañador, nos hace «enamorarnos» para cumplir su misión: la reproducción ¿No es esto metafísico?».

Quisiera hacer dos objeciones que me parecen fundamentales. La primera es que Atilana, escudándose en un texto de Gustavo Bueno que poco o nada tiene que ver con el asunto tratado, llega a la sorprendente conclusión de que el profesor Tresguerres profesa un positivismo moral. La extrapolación no puede ser más absurda, como le contesta éste en su réplica: «Por último... la profesora Guerrero se atreve con un nuevo diagnóstico: ella estaría ejercitando el materialismo formalista, en tanto que mis posiciones habría que encuadrarlas en el positivismo moral. Pero, ¿a qué se refiere? ¿Está hablando de ética y moral, en general, o del amor y el matrimonio? Si lo primero, su diagnóstico me parece tan ridículo y gratuito como improcedente y fuera de lugar; y si lo segundo...¿Acaso porque considera que mi concepción del amor presenta una filiación científico-positiva (biológica), concluye que, por tanto, es también positiva desde el punto de vista moral, siendo el positivismo moral el lugar propio donde corresponde situarla?»

En segundo lugar, puedo decir que no comprendo qué tiene de metafísica la selección natural, el conocimiento científico es totalmente opuesto a la metafísica a no ser que caiga en un reduccionismo tal que los fenómenos estudiados sean tenidos como único referente, sin otro tipo de

contextualización; pero este no es el caso del profesor, que desde su primer escrito ha tenido en cuenta otros factores. Creo que la única postura reduccionista durante la polémica ha sido la de Atilana Guerrero, que parece prescindir de los factores biológicos del amor (enamoramiento).

Hoy en día no podemos olvidar que eso que llamamos enamoramiento tiene una base química. H.L. Mencken describe esta situación como «simple estado de anestesia de los sentidos» producido por lo que se ha dado en llamar química del amor. Podemos decir que en el trance de enamorarnos pasamos a un estado de ánimo, no voluntario, que provoca actitudes sobradamente descritas (euforia, alegría, atolondramiento...); pero ¿qué es lo que causa tales sensaciones?, pues algo tan simple como una molécula: la feniletilamina (FEA). Es ésta una anfetamina natural que corre por nuestro cerebro revolucionándolo y acelerándolo. No estoy con esto afirmando que este enamoramiento químico sea el único causante de lo que denominamos amor, existen, así mismo, rasgos culturales, aprendizajes realizados, expectativas sociales que influyen igualmente. Podemos citar como ejemplo la teoría de los «mapas del amor» de sexólogo John Money. Según Money durante nuestra infancia construimos un mapa mental que determinara aquello que hará que nos enamoremos e incluso lo que nos excitará sexualmente. Este mapa mental se desarrolla a partir de asociaciones y relaciones con la familia, los amigos y las experiencias fortuitas. Ciertos rasgos de personalidad de aquellos con los que tratamos nos resultarán más atractivos que otros y poco a poco iremos formando un modelo en nuestra mente, un molde subliminal de aquello que nos atrae o nos produce rechazo. Este mapa toma la forma de una protoimagen de la pareja ideal, de tal forma que mucho antes de que el amor de nuestra vida pase a nuestro lado, nosotros hemos elaborado ya las características ideales de esa persona. Armados con nuestro ideal nos lanzamos a la calle y, de pronto, bajo la tenue luz de una farola descubrimos una mancha amorosa que encaja con algunas de las características tan afanosa como inconscientemente elaboradas, y proyectamos sobre ella el propio mapa del amor. Claro está que normalmente es mucho más lo que cada uno de nosotros proyectamos de esa imagen que la correspondencia real entre el objeto del amor real y el ideal, y por ello no es de extrañar que a la larga nos sintamos defraudados, engañados, cuando en realidad ha sido una especie de autoengaño que nosotros mismos hemos originado.

Pero no acaba aquí la incoherencia de la profesora Guerrero, en su último escrito «Polémica sin amor» parece cambiar su postura y nos informa de lo siguiente: «Formalmente, mi propuesta es una reconstrucción de la elaborada por Tresguerres ante los mismos «hechos» que este presenta, de los cuales nada tengo que decir, salvo que son una «experiencia antropológica» de todos conocida: me refiero a eso que llamamos «enamoramiento» como «imbecilidad transitoria», en palabras de Ortega; «afecciones exteriores del cuerpo que acompañan a los afectos», según Espinosa, &c., y cuya escala no es la de la filosofía moral sino la de la psicología o etología.» Tiene razón la profesora, el tema fue tratado por su interlocutor siempre desde el punto de vista de la antropología filosófica y fue ella la que introdujo de una forma totalmente descontextualizada la perspectiva ética, de la que hablaremos en el siguiente capítulo. Aparte de esto ¿llama Atilana Guerrero reconstrucción de una teoría al tildarla de metafísica, como previamente hizo?.. más bien pienso que es, como muchas veces ha hecho a lo largo de esta polémica, un no querer asumir las críticas para lo que cambia argumentaciones anteriores pretendiendo que no fueron bien entendidas.

Pero volviendo al punto anterior (química/ambiente), tengo que reconocer mi ignorancia para saber en qué medida son los unos (factores biológicos) o los otros (factores sociales) los responsables del amor, pero si afirmo que ninguno de ellos anula o determina nuestra libertad, y entramos aquí en la segunda parte de este capítulo.

Podemos decir que con anterioridad el tema de la libertad no había aparecido en la polémica, salvo en la afirmación realizada por el profesor Tresguerres de que no elegimos de quien nos enamoramos, que amar o dejar de amar no son fenómenos de la voluntad. Pero la profesora Guerrero tiene a bien informarnos ampliamente sobre la libertad en su segundo escrito «Amor y Pedagogía», donde nos dice que la introducción de elementos químico-biológicos en el tema del amor, lleva a la no asunción de responsabilidad en nuestras acciones escudados por «la voz del instinto», y escribe: «Yo, por mi parte, me niego en rotundo a aceptar la existencia de semejante «fuerza arrebatadora» que interrumpe la racionalidad de nuestras operaciones y permite a quien la invoca, por un fenómeno de la falsa conciencia, justificar la irresponsabilidad en segmentos de la vida personal tan importantes y decisivos como aquellos que tienen que ver con la constitución de la familia (....). Ahora bien, aceptar, desde una filosofía materialista, que la «irracionalidad» –sea esta propiciada por la Selección Natural o por las Erinias–, nos «somete» en sucesivos segmentos de nuestra trayectoria vital, es tanto como considerar las operaciones por dicha fuerza impulsadas al margen de la praxis personal. Las consecuencias que se deducen son tales que mejor será rechazar dicho supuesto.»

La respuesta del profesor Tresguerres («Amor sin Pedagogía») fue de un peso y un razonamiento tan fuerte y justificado, que la profesora Guerrero no volvió a mencionar el tema de la libertad, como si de un olvido sin trascendencia se tratase. Parece que Atilana Guerrero «olvida» muchas de las cosas a las que no sabe hacer frente y me gustaría recordarle una de sus frases, que ella aplicó al error moral, pero que yo la interpreto aquí de una forma más general: «"Equivocarse" implica rectificación, pero si abandonamos a la "irracionalidad" o el capricho nuestras acciones ni siquiera tendremos "derecho" a decir que nos equivocamos.»

4. La distinción ética moral

En el primero de sus artículos la profesora Guerrero intenta una traducción de las relaciones éticas y morales al lenguaje platónico, haciendo corresponder con las relaciones éticas el «amor según el cuerpo» y a las relaciones morales, el «amor según el alma». Nos precisa estos conceptos en el siguiente párrafo: «El «amor ético» consistiría en un tipo de relación mantenida con un individuo corpóreo en tanto que, además del beneficio mutuo por la convivencia, tiene como rasgo propio la generación de nuevos sujetos corpóreos, constituyéndose como «familia». El que llamamos «amor moral» se entiende como el que se establece entre los camaradas o compañeros, así como el que une a profesor y alumno en la medida en que su asociación está destinada a la futura inclusión del pupilo en algún grupo social que forme parte del Estado o como miembro del propio grupo que es el Estado o sociedad política.»

La contrarreplica del profesor Tresguerres, auténtica lección de materialismo filosófico, no se hizo esperar. La diferencia ética y moral reside en que en la primera se establecen relaciones entre individuos en tanto que individuos particulares, y en la segunda estas relaciones son entre individuos en tanto que miembros de una sociedad. Así, pues, el problema reside en lo que la profesora Guerrero entienda por «amor según el cuerpo» o «amor ético», si por él entiende el amor físico, sexual, entonces solamente correspondería a los amantes, y quedarían excluidas de este ámbito otras relaciones de amor como pueden ser la amistad o el amor entre los miembros de la familia, que son relaciones corpóreas y profundamente éticas, lo cual es totalmente incongruente; si por el contrario entiende por «amor según el cuerpo» cualquier tipo de relación corpórea, no sólo la sexual, caería nuevamente en la incongruencia, ya que la clase de «amor según el alma» o «amor moral» quedaría absolutamente vacía porque todas nuestras relaciones son relaciones corpóreas.

Nos dice el profesor de Oviedo que, aunque afecciones distintas, amor, amores y amistad son relaciones éticas (relaciones entre individuos en tanto que individuos) y que lo que la profesora Guerrero denomina «amor moral» solamente tiene cabida en una concepción del amor no tratada hasta este momento, el amor como ágape, es decir, como benevolencia y caridad que se extiende a los miembros de un grupo, no tanto como individuos, sino como miembros de una comunidad.

Con toda sinceridad puedo decir que tras esta crítica a Atilana Guerrero esperaba de ella al menos una rectificación, pero para mi sorpresa ésta nunca se produjo. Su segundo artículo nada dice sobre este tema, que será retomado en el tercero y por ahora último, «Polémica sin amor». Veamos a continuación lo que nos dice en él atraves de los textos: «Ya sé que, hasta cierto punto, llevo la contraria al español que usamos y para el cual amor y amistad son dos instituciones distintas.(...) ¿Dónde está el problema? Yo no identifico o superpongo el amor «según el cuerpo» o «sexual» con el ámbito ético, sino que digo que cae dentro de este ámbito, además de, por supuesto, muchos otros «amores» aparte del sexual: fraterno, paterno, &c. En general, las relaciones familiares son éticas, pero habría más –recuerdo la definición de la medicina de Platón como «el amor a las cosas del cuerpo». Me parece que el error de Tresguerres reside en que cree que yo digo que sólo es ético el amor sexual, cuando lo que afirmo es lo contrario: que si es sexual, es amor ético. Ambos amores o amistades éticas y morales (me da igual el nombre con tal de que se entienda el concepto) son disociables, pero inseparables existencialmente.»

¿Qué decir ante esto? Como observadora de la polémica opino que es una táctica ruin el no saber aceptar los propios errores y el mentir sobre lo que se ha dicho (como si los lectores fuésemos tontos) de forma tan descarada. Una y otra vez la profesora Guerrero no argumenta, sólo reforma sus respuestas, eliminando e introduciendo en ellas aquello que se le antoja más pertinente para mantener, no sus tesis, sino la sensación de sentirse como la sabia vencedora. Al principio me preguntaba por qué esta polémica, qué finalidad ha tenido... y sigo sin poder alcanzar una respuesta.

Yo no soy pródiga en citas, como se puede comprobar a lo largo de mi escrito, pero si me gustaría finalizar con una de Platón en El Banquete: «Pues he aquí lo que sucede: ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio, porque ya lo es, ni filosofa todo aquel que sea sabio. Pero a su vez los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.»

Sin polémica y con sentido Atilana Guerrero Sánchez Última respuesta de Atilana Guerrero

De nuevo me alegro de poder seguir agradeciendo al profesor Tresguerres su atención y celebrar esta vez, como novedad, el que una nueva voz se haya sumado a la polémica, aunque sea en calidad de convencida de las teorías de mi contendiente, casi como «testimonio real» de la verdad de las mismas.

Comenzaré, pues, por responder ante una acusación de tipo erístico que al unísono me dirigen y según la cual mis intervenciones se parapetan bajo la fórmula del «no es eso, no es eso», evitando la argumentación y desoyendo las objeciones que se me presentan: sólo puedo decir que no hay razón para seguir discutiendo si se cree que el contendiente comete dichas «infracciones dialécticas» a sabiendas. Es preferible, en lugar de especular sobre las intenciones o maniobras de los polemistas, ceñirse al tema que nos convoca y del cual, por cierto, empezó a dejarse de hablar –así se explica el título de mi anterior intervención– cuando las estrategias de la disputa empezaron a ser objeto de interés.

En resumen, el diagnóstico de mi postura como metafísica y espiritualista por parte del profesor Tresguerres creo que sólo tiene como apoyo mi negativa a considerar a la etología como la fuente última de explicación de determinadas operaciones antropológicas como son las que se desenvuelven en la órbita de lo que él llamó «enamoramiento» o «amor». Dichas operaciones, decía yo, no son distintas del resto de las ceremonias antropológicas dentro de la sociedad civilizada, por muy «cercanas» que nos parezca que se encuentran de sus paralelos animales. ¿Qué tiene de espiritualista exigir la especificidad de las acciones éticas y morales?

Pasaré a continuación a responder a las demás cuestiones de la última intervención de los dos contendientes, empezando por el profesor Tresguerres.

En primer lugar, me sorprende que al profesor le parezca sorprendente que podamos estar discutiendo para llegar a la conclusión de que el amor sexual es una relación ética. Para llegar a ella se han tenido que negar otras, así como negar, por mi parte, que sea el mantenimiento de la individualidad corpórea el objeto de cualquier especie de amistad. Estoy de acuerdo con él en que no es ningún descubrimiento, como por cierto no lo es prácticamente ninguna de las conclusiones que de la filosofía moral puedan extraerse, aunque no creo que haya sido esa la conclusión de la polémica, sino la siguiente: que la diferencia entre el amor y los amores tomada de Ortega, punto de partida de la discusión, no estaba explicada por el profesor Tresguerres, y que, en mi modesta opinión, cabe ser explicada mediante la diferencia entre las totalidades atributivas y distributivas que constituirían los sujetos humanos objeto de nuestro «amor». Así, se mostraba cómo era imposible tener «gusto» por un conjunto de la población tan considerable como es el de «las mujeres» –según expresión del propio Tresguerres– sin los criterios atributivos que hicieran que semejante grupo se redujese hasta llegar al número con el que prácticamente es viable , en la sociedad en la que vivimos los que estamos discutiendo, el mantenimiento de la norma de la pareja monógama.

Aprovecho, entonces, para señalar qué tenía de particular la cita de Gustavo Bueno del prólogo al libro sobre Corín Tellado, a saber, que las normas morales eran las que establecían «reglas limitativas o preceptivas de los contactos físicos entre los individuos». Esto es algo muy distinto a la invocación de imperativos biológicos.

Sobre esta cuestión de la diferencia entre ética y moral el profesor Tresguerres alude a otros lugares, además de esta polémica, donde ha tratado la dificultad de separar ambos contextos. Pues bien, uno de esos lugares es la conferencia publicada en El Catoblepas (nº 5, pág. 11) titulada «La Etología y sus implicaciones éticas».

Por mi parte, creo que he encontrado en dicha conferencia la introducción de un concepto, el de «ética subjetiva», que puede estar causando un «ruido de fondo» en esta polémica y que merece la pena aclarar.

Allí se afirma que hay una «Ética no trascendental o subjetiva» que, a diferencia de la moral, plenamente antropológica, y de la ética trascendental, nos sitúa en las cercanías de la conducta etológica:

«Podríamos decir, en consecuencia, que la Etica, en la medida en que tiene como referencia al individuo en tanto que individuo, y, por extensión, a la familia e incluso al grupo, es el ámbito en el que cabe registrar la mayor proximidad entre la moralidad humana y el comportamiento animal. Tales normas de conducta, innatas unas, aprendidas otras, constituyen un aspecto del comportamiento moral del ser humano en el que la perspectiva etológica puede resultar de todo punto necesaria y pertinente».

Desde mi punto de vista, no sólo dicho concepto no es necesario, puesto que no hay que buscar un punto intermedio de conexión entre la conducta etológica y la moralidad, como si, al ser dos planos abstractos, tuviera que encontrarse el camino que lleva de uno a otro, como un «atajo»; sino que, además, la ética, como consideración de las acciones de los hombres desde una perspectiva distributiva, es aún más abstracta o está «más alejada» de la materia de las conductas animales que la propia moral, ya que la perspectiva ética sólo puede surgir del conflicto entre diversos grupos humanos, cuando la perspectiva moral, por decirlo así, ya está consolidada. La prueba de ello es que «la humanidad», como tal, no existe, y sí diversos grupos humanos en conflicto, desde alguno de los cuales puede ser llevado a cabo un proyecto político que tenga como horizonte tal idea de humanidad, como Gustavo Bueno ha señalado en diversos lugares.

Si aceptásemos esa «ética no trascendental», también tendríamos que hablar de una «moral no trascendental», pero, ¿por qué hablar de ética y moral en contextos en los que la etología tiene su cierre categorial establecido?

Todo esto tiene que ver con la polémica sobre el amor en la medida en que, de estar funcionando para mi polemista el concepto de «ética subjetiva» o «no trascendental», comprenderíamos por qué se puede amparar en la «selección natural» para justificar la estupidez o irracionalidad, o exigir que una concepción materialista entienda el «amor» como una emoción al servicio de la especie.

Respecto a la profesora Fernández he de decir que me honra cuando se toma tanto interés en buscar las incoherencias que he ido desgranando a lo largo del debate.

No obstante, sería aconsejable que no otorgase tanto valor a la coherencia y se preocupara más por la verdad. En este sentido, me temo que ha confundido la naturaleza de mi intervención en esta polémica cuando considera fuera de lugar llegar al «sinsentido». Nada mejor podría esperarse de un diálogo en el que se demuestra que no se sabe cuál es la esencia del amor o la amistad, como en el Lisis de Platón.

Desde el primer artículo publicado titulado «Del Amor» hasta hoy, hemos ganado bastante, a saber, demostrar la contradicción principal en la que mis dos contendientes se han instalado sin problemas y que resumo así –versión mixta Tresguerres-Fernández–: se dice que el amor es un mecanismo emotivo de carácter biológico necesario que, sin embargo, como nos quita tiempo y produce tristeza, es mejor que, a modo de gripe, lo pasemos lo más rápido posible y, concediendo a la Naturaleza lo que es suyo –al César lo que es del César–, demos por bueno lo que no tiene más remedio que ocurrir; a la vez que, por otro lado, se afirma que la vida de la mayoría de las personas es un rosario de fracasos amorosos que demuestran que el mito de la «media naranja» y el «príncipe azul» es una farsa y que, lo mejor, para no sufrir, es dedicarse a la misma actividad desenfadadamente, sustituyendo el ortograma de la monogamia vitalicia estricta por la monogamia pasajera. ¿En qué quedamos?, ¿por qué es un fracaso vital lo que es natural que ocurra desde sus presupuestos?, ¿puede una ley natural ser burlada mediante los consejos que Tresguerres y Fernández nos revelan?...Si recapacitan se darán cuenta de que sólo desde el mito del «amor eterno» es posible asumir –especialmente con desconsuelo– que existe el error o la equivocación en el proceso de «enamoramiento». «Dar con la persona equivocada», en palabras de Tresguerres, ¿no es suponer que hay una persona «acertada»?

Doy por terminada mi intervención en esta polémica por una razón muy sencilla que Lenin expresó de este modo a Clara Zetkin, hablando sobre cómo el comunismo debía tratar las cuestiones sexuales y del matrimonio:

«Ahora todo el tiempo y todas las energías deben concentrarse en otra cosa. Hay preocupaciones más importantes y más graves.»

Última respuesta a Atilana Guerrero Margarita Fernández García Segunda intervención de la profesora Margarita Fernández en la polémica sobre el amor, suscitada por el artículo publicado por Tresguerres en el nº 2 de esta revista

Comienzo este segundo y último escrito a Atilana Guerrero, agradeciéndole su contestación e intentando aclarar algunas de las cuestiones suscitadas a partir de ella.

Iré por partes, procurando ser breve para no cansar al posible lector ni a mi interlocutora, y respondiendo a las críticas que hace la profesora en su artículo «Sin polémica y con sentido» (El Catoblepas, nº 9, noviembre 2002, pág. 17), dirigidas unas individualmente y otras de forma colectiva.

La primera de las cuestiones que analizaré se refiere al reproche, más que crítica, dirigido contra mi persona, pasaré, en segundo lugar, a tratar aquellas criticas en las que estoy involucrada junto al profesor Tresguerres, y, por último, intentaré matizar las ideas de Atilana Guerrero sobre la conferencia «La etología y sus implicaciones éticas» (El Catoblepas, nº 5, julio 2002, pág. 11) del profesor de Oviedo, pues me ha llamado mucho la atención la lectura que de ella hace la profesora y pienso que merece la pena ser tratada.

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Parece algo contrariada Atilana Guerrero porque mi aportación a la polémica no venga a fortalecer su postura, sino más bien a ponerla en entredicho, y me recomienda que no dé tanto valor a la coherencia y me preocupe más de la verdad. Es éste un consejo que no pienso seguir por dos razones evidentes: primera, mi interés por la coherencia es una exigencia de mi congruencia interna, y segunda, me parece un juicio de intenciones el que Atilana Guerrero suponga que no me preocupo por la verdad de los temas que trato. Ésta es la única «crítica» individual que he recibido y pienso que con lo expuesto queda suficientemente respondida.

Pero, sin embargo, tengo algo que decir sobre la apología que del sinsentido hace la profesora al proponernos éste como finalidad última en una discusión. Considero una perdida de tiempo y neuronas la búsqueda del «sinsentido» por sí mismo, y más en una polémica que pretende ser seria. Nos dice la profesora Guerrero que nada mejor que ese sinsentido puede «esperarse de un diálogo en el que se demuestra que no se sabe cuál es la esencia del amor o de la amistad», y yo me siento en el deber de informarla que desde el primer artículo («Del Amor», El Catoblepas, nº 2, abril 2002, pág. 2) el profesor Tresguerres hizo una separación radical entre ambos términos como cosas bien diferenciadas, cuya definición, no de forma sistemática pero sí con rigor, fue matizando a lo largo de sus escritos. No puedo decir lo mismo de la profesora Guerrero, ya que la polémica parece haberse suscitado, en principio, por su negativa a considerar a eros y filia como dos cosas distintas, y, dado que para ella no hay distinción, consecuentemente no puede haber definición posible que capte la esencia de ambos términos. Pienso que el sinsentido de la profesora hunde sus raíces en este punto, y crece bajo las ramas de no dar su brazo a torcer ante la evidencia, buscando refugios en terceros, tergiversando las críticas que se le hacen o, simplemente, obviándolas como si nunca hubiesen existido. Ejemplo de esto último puede ser la ausencia de respuesta rigurosa a mi escrito,o el olvido, otro de sus múltiples olvidos, de la critica que le hace A. Tresguerres en su artículo «Nota final a un debate sobre el amor» (El Catoblepas, nº 8, octubre 2002, pág. 17), donde deja totalmente en entredicho la visión de la «dialéctica» del amor de A. Guerrero. ¿Vemos alguna réplica, alguna explicación, respuesta o rectificación por parte de la profesora? No, simplemente es otra de esas cuestiones que Atilana Guerrero desestima cuando no es capaz de sostener su argumentación inicial.

2

Nos dice la profesora que contra ella y al unísono se ha vertido una acusación de tipo erístico, es decir, de buscar la polémica por la polémica, sin otro sentido que el triunfo sobre el adversario pasando por encima de las exigencias de la verdad y utilizando todo tipo de sofismas. No hubiese sido yo tan dura con las palabras, pero, en modo alguno, me parecen desacertadas, ya que si me decidí a intervenir en la polémica fue ante el desconcierto que me producían las constantes contradicciones, omisiones y trucos utilizados por la profesora Guerrero, y este desconcierto fue el que me llevó a la pregunta, manifestada en mi escrito, sobre la posible finalidad que todo esto podía tener. Caben dos alternativas, la primera que dichas «infracciones dialécticas» se cometan a sabiendas y la segunda que se cometan sin saberlo; si la primera, entonces la acusación sería cierta, si la segunda, solo cabría decirle a la profesora que se tome algo más en serio su preparación dialéctica. La respuesta a este dilema no me va a quitar más tiempo, pero he de decir que la pregunta por la finalidad sigue estando ahí, intacta. Todo aquello que dije, lo sigo manteniendo, y lo mantengo porque está cimentado en la evidencia de los escritos de A. Guerrero, las contradicciones y olvidos que puse de manifiesto no son míos, sino de ella. Mi única labor fue sistematizarlos y presentarlos (no tanto ante los dos polemistas, cuanto ante el posible lector) de forma ordenada. Labor de hormiguita que realicé sin saber que lo que, en último término, perseguía Atilana Guerrero era el sinsentido... ¡Trabajo perdido!

Dice también la profesora de Córdoba que el diagnóstico de su postura como idealista y metafísica viene dada por su negativa «a considerar a la etología como fundamento último de explicación», postura en la que parece situarnos al profesor Tresguerres (sobre cuyo pensamiento hablaré

más tarde como ya he dicho) y a mí. Tengo que decir que por lo que a mí respecta esta afirmación de A. Guerrero es totalmente gratuita: el tener en cuenta los fundamentos etológicos y las aportaciones que estos puedan tener en el estudio de la naturaleza humana, constituida además por otros múltiples factores, históricos, temporales, ambientales, culturales en fin, nada tiene que ver con una postura reduccionista como la que ella alude. Creo que en mi anterior escrito hablé no sólo de una base química en el enamoramiento, es decir, biológica, como la propuesta por H.L. Mencken, sino que añadí que esta base química estaba moldeada por otros factores fruto del aprendizaje, culturales en el más amplio sentido, como la teoría de Money sobre los mapas del amor. ¿Es esto reduccionismo etológico?... Lo dudo, pero en todo caso he de decir que señalé también mi ignorancia en cuanto a la importancia que unos y otros (factores biológicos y factores ambientales) tienen en la conducta de la persona, por lo que no creo que su acusación pueda ser mantenida en pie.

Le digo a la profesora Guerrero que no cabe refugiarse en que su postura es rechazada por no considerar a la etología como fuente última de explicación, pues nadie durante esta polémica ha optado por tal posición. Si se la ha tildado de idealista camuflada ha sido por otras razones que intentaré explicar brevemente. En primer lugar por su posicionamiento fundamentalista en el otro extremo, negando cualquier aportación proveniente de la etología para la explicación del ser humano, desvistiéndolo así de algo que le es esencial, a saber, su condición de animal, con todas las matizaciones que se quiera, pero animal, y presentándolo como un ente espiritual que no puede ser confundido (¿rebajado?) con el resto de seres existentes, pues lo ha despojado de todo lo que en común tiene con ellos. En segundo lugar por su defensa, que no intento de desmitificación, de la idea fuerza del amor, tan próxima a la de la Iglesia Católica, como ella misma aceptó, que la lleva a ver las relaciones sexuales lúdicas, sin ningún afán de compromiso y mucho menos de procreación, como algo pernicioso, y a postular, no sé si de forma inconsciente, el amor como único, eterno y verdadero. Digo que no sé si de forma inconsciente al ver el enojo que esto último parece causarle, pero que es la consecuencia inmediata de lo argumentado por A. Guerrero en sus artículos.

Utiliza la profesora Guerrero el desconsuelo descrito tras el fracaso amoroso para intentar, sin mucho éxito, probar la acusación de que tanto el profesor Tresguerres como yo partimos del «mito del amor eterno», único presupuesto desde el que se puede explicar, según dice, el error o la equivocación en el proceso de enamoramiento y por tanto también esa sensación de dolor interno ante la perdida de lo que amamos. ¿Puedo recordarle a la profesora que fue ella quien dijo que para evitar el error en el amor, y por tanto el sufrimiento que es consecuencia de este, era aconsejable no precipitarse en la elección? ¿No es esto lo mismo que afirmar que con la debida reflexión se puede llegar a la consecución de ese amor «maravilloso»? Parece ser que Atilana Guerrero confunde lo dicho por ella con lo defendido por los otros de una manera tan escandalosa que desvirtúa la polémica totalmente. Claro que he hablado de desconsuelo y de dolor ante la negativa del ser que amamos y que en consecuencia queremos poseer de alguna manera, casi todos hemos pasado por esta experiencia o, al menos, conocemos a personas que la han sufrido, pero no creo que nada de esto justifique una creencia subyacente en el mito del amor, ni alcanzo a comprender la relación que la profesora establece entre una y otra cosa.

Pero prosigamos en el análisis y detengámonos en el punto en el que la profesora Guerrero pone en nuestras bocas «que lo mejor para no sufrir es dedicarse a la misma actividad –suponemos que la afectivo-sexual– desenfadadamente, sustituyendo el ortograma de la monogamia vitalicia estricta por la monogamia pasajera». Es ésta, la de los gustos amorosos y formas de relación de otras personas, una cuestión en la que nunca osaría dar consejos, no llego a considerarme una Elena Francis, y si alguno hubiese de dar sería que aquello que se haga sea sin la precipitación que suele acompañar al proceso de enamoramiento. De todas formas me gustaría profundizar en los términos de monogamia vitalicia estricta y monogamia pasajera, pues pienso que no es del todo acertada esta catalogación. Lo de la monogamia vitalicia estricta parece ser más una excepción, muy en consonancia con una idealización del amor, que una realidad. De todas formas parece ser esta la postura que defiende A.Guerrero, y yo me pregunto si esa monogamia vitalicia estricta no es lo mismo que el amor eterno y único, eso sí, de forma estricta, palabra que me lleva siempre a pensar en una coerción.

Según Helen E. Ficher en su libro Anatomía del amor y basándose en el estudio realizado por Whyte en 1978 sobre un total ochocientas cincuenta y tres culturas, la monogamia, entendida como tenencia de un único cónyuge independientemente del sexo, es una práctica restringida al 16% de las culturas humanas, el resto, un 84% permiten la poligamia, sea ésta poliginia o, en menor medida, un 0'5%, poliandria. Además de esta restricción hay que añadir que la monogamia no implica fidelidad, ya que su significado es el de «condición, regla o costumbre de estar casado con una sola persona a la vez», lo que no nos lleva a concluir que los integrantes de la pareja sean sexualmente fieles entre sí. Miremos a nuestro alrededor y nos daremos cuenta de cuantas veces se rompe esa regla: relaciones de una noche, relaciones duraderas extramatrimoniales, prostíbulos... todo ello nos habla de la trasgresión de esa costumbre, trasgresión, que he de decir, se sanciona socialmente de forma distinta en virtud del sexo, siendo más dura si quien la trasgrede es una mujer que un hombre. En nuestra civilización, la occidental, la infidelidad es la primera causa de divorcio, pero esto tiene como consecuencia la formación de nuevas parejas que seguirán viviendo bajo los presupuestos monogámicos, unión con un solo cónyuge. Hablamos así de una monogamia reincidente o pasajera, término que tanto asusta a la profesora Guerrero, pero que parece estar asentado en nuestra sociedad, bien es cierto que de una manera bastante peculiar, dado que el individuo que practica el adulterio no quiere normalmente que éste transcienda. ¿Dónde queda la monogamia vitalicia estricta?... supongo que en algún pequeño sector, pero no podemos tomar a esta como la práctica más extendida.

Como punto final quiero insistir en que al realizar un análisis de este tipo no tiene nada que ver con aquello que me achaca la profesora de Córdoba, a saber, aconsejar un tipo u otro de relación.

3

En este apartado trataré sobre el comentario que Atilana Guerrero hace de la conferencia «La etología y sus implicaciones éticas» de Alfonso Tresguerres (El Catoblepas, nº 5, julio 2002, pág. 11), centrándome en dos puntos diferenciados, el primero de ellos referido a la forma y el segundo, al fondo. En cuanto al primero no sé si tildar de mala fe o de falta de ortodoxia la forma de citar de la profesora Guerrero, a quien no parece importarle nada fragmentar un párrafo y descontextualizarlo para aparentar «su verdad», y esto es lo que ha hecho en su cita de la conferencia. Que yo sepa un punto y seguido significa que se continúa con el mismo tema, que no hay ruptura en el hilo argumental de lo que se está diciendo, y que si propiciamos dicha ruptura podemos variar su contenido. Se incomoda la profesora de que se tache de erística su forma de argumentar, pero ciertamente lo es. Ésta acusación es lo suficientemente grave como para no ser justificada y para ello transcribo a continuación el párrafo íntegro, señalando en negrita la parte citada por Atilana Guerrero, donde podrá verse que el sentido de éste es radicalmente distinto al que quiere hacernos creer la profesora.

«Podríamos decir, en consecuencia, que la Ética, en la medida en que tiene como referencia al individuo en tanto que individuo, y, por extensión, a la familia e incluso al grupo, es el ámbito en el que cabe registrar la mayor proximidad entre la moralidad humana y el comportamiento animal. Tales normas de conducta, innatas unas, aprendidas otras, constituyen un aspecto del comportamiento moral del ser humano en el que la perspectiva etológica puede resultar de todo punto necesaria y pertinente. Pero desde el momento en que abandonamos ese contexto, la luz arrojada por el etólogo se hace cada vez más tenue, hasta desaparecer por completo. Esto sucede ya en el propio campo de la Ética. Las normas éticas presentan inicialmente dos características que pueden resultar aparentemente contradictorias: por un lado, son universales; mas por otro, su campo de aplicación es muy restringido. La restricción viene dada por el hecho de que el destinatario primero e inmediato de la norma ética es el individuo concreto que tengo a mi lado, o la familia, o todo lo más el grupo cuasifamiliar. Pero son universales, decimos, porque hay que suponerlas actuando en el seno de todas las familias o pequeños grupos humanos. Hasta aquí es hasta donde puede llegar la perspectiva etológica. Del paso siguiente ya nada puede decirse en términos biológicos.....». No continúo la trascripción del texto, mucho más largo, porque me parece innecesario y el lector puede acudir a la fuente, además queda ya suficientemente demostrado el ardid utilizado por la profesora

Dejando ya este punto referido a la forma de la crítica de Atilana Guerrero, que aunque nos dice mucho sobre su talante intelectual no quiero que sea el centro de mi análisis, atendamos al problema de fondo, mucho más importante, y que radica en la falta de comprensión por parte de la profesora de aquello que supongo ha leído. Y digo esto sin ironía, pues mi lectura de la conferencia del profesor Tresguerres me lleva a ver como surrealistas las conclusiones que parece inferir la profesora Guerrero, tal parece que hayamos leído textos diferentes. Pero vayamos parte por parte intentando deshacer los equívocos que ésta parece haber provocado.

Es patente que Atilana Guerrero confunde lo que Alfonso Tresguerres denomina ética subjetiva con una ética de tipo subjetivista que implicaría un relativismo moral desde el cual el profesor defendería su postura ante el amor, y así nos dice: «Todo esto tiene que ver con la polémica sobre el amor en la medida en que, de estar funcionando para mi polemista el concepto de «ética subjetiva» o «no trascendental», comprenderíamos por qué se puede amparar en la «selección natural» para justificar la estupidez o irracionalidad, o exigir que una concepción materialista entienda el «amor» como una emoción al servicio de la especie.»

Vemos que la profesora Guerrero parece no atender más que a aquello que le conviene. Cualquiera que haga una lectura de la citada conferencia se dará cuenta de ello, pues desde su inicio podemos ver como en todo momento se intentan demarcar los límites entre la moralidad y el etologismo, y también darnos cuenta de cómo desde una antropología filosófica seria es preciso tener en cuenta para el estudio del hombre, donde la moralidad es quizás una de las notas esenciales, el conocimiento que los etólogos puedan aportar. Dónde están los límites de esta aportación es el tema que se plantea en la conferencia.

En un breve resumen podemos decir que la línea de demarcación se encuentra en la distinción entre cultura subjetiva, que engloba aquellas conductas fruto del aprendizaje por medio de las cuales se busca la especialización para la supervivencia, y que pueden ser desarrolladas por el hombre y algunos otros animales, y cultura objetiva, es decir, creaciones materiales fruto de operaciones de individuos que son propias sólo del ser humano. La aportación de la etología tiene cabida dentro de la cultura subjetiva, pero muestra su incapacidad dentro de la cultura objetiva por su concepción cerrada del hombre como un ser ahistórico. Nos dice el profesor que el hombre fuera de esos procesos históricos que se dan en el

ámbito de la cultura objetiva no es nada, y por ello el etologismo se muestra insuficiente en el campo de la moralidad que se da siempre dentro de un contexto social, histórico y político, es decir, dentro de la cultura objetiva.

Si aplicamos a esto la distinción materialista entre ética y moral tendremos:

1. La ética, entendida como relación que se establece entre individuos en tanto que individuos y por extensión a la familia y al grupo, contendría las características intragenéricas de la moralidad humana. Aquí nos encontramos con eso que el profesor Tresguerres ha dado en llamar «ética subjetiva», única parcela de la moralidad que puede ser estudiada por el etologismo, ya que se da en el ámbito de la cultura subjetiva. Sin embargo, y aún dentro del campo de la ética, el estudio etológico se revela ya como insuficiente, porque la ética en sentido trascendental, kantiano, es el resultado de la cultura objetiva. Se concluye así que solamente la ética no trascendental, subjetiva, que no subjetivista, cae de lleno dentro de las categorías biológicas, y es en este campo donde las aportaciones de la etología pueden y deben ser tenidas en cuenta.

2. La moral, relaciones ente individuos en tanto que ciudadanos insertos en un proceso histórico-político, es totalmente transgenérica, está ligada a la cultura objetiva y no puede ser estudiada desde presupuestos etológicos que no tienen en cuenta los parámetros culturales en los que ésta se produce.

¿Qué cabe decir tras esto de las acusaciones de la profesora Guerrero al profesor Tresguerres?... Supongo que lo más oportuno es guardar silencio, pues en mi fuero interno tengo la convicción de la profesora nunca admitirá su equivocación. Por mi parte nada más tengo que decir, salvo felicitar a Atilana Guerrero por su cita de Lenin, única parte de su artículo con la que estoy de acuerdo, y cuya recomendación pienso seguir.