De QUINCEY (2005) La Farsa de Los Cielos (Prólogo, Sortilegio y Astrología, Notas)

THOMAS DE QUINCEY La farsa de los cielos Ensayos Traducción y prólogo: JERONIMO LEDESMA Paradiso De Quincey, Thomas

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THOMAS DE QUINCEY

La farsa de los cielos Ensayos

Traducción y prólogo: JERONIMO LEDESMA

Paradiso

De Quincey, Thomas La farsa de los cielos : ensayos - 1a ed. Buenos Aires : Paradiso, 2005. 172 p. ; 20x14 cm. Traducido por: Jerónimo Ledesma ISBN 987-9409-52-3 1. Ensayo Inglés I. Ledesma, Jerónimo, trad. II. Título CDD 824

Realizado con el apoyo del Fondo de Cultura B.A. de la Secretaría de Cultura del G.C.B.A.

Traducción y prólogo: Jerónimo Ledesma Diseño: Adriana Yoel Ilustración de Tapa: Albrecht Dürer, Carta de los cielos del norte, 1515 De esta edición: © Paradiso ediciones, 2005 Fco. Acuña de Figueroa 786, 1180 Buenos Aires www.paradisoediciones.com.ar ISBN: 987-9409-52-3 1º edición: 1000 ejemplares Hecho el depósito que indica la ley 11.723 Este libro se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2005, en Gráfica M.P.S. S.R.L., Buenos Aires - República Argentina

INDICE

PROLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 SORTILEGIO Y ASTROLOGIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 SOBRE EL SUICIDIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .51 CAMINANTE STEWART . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57 MODALES DE FRANCIA E INGLATERRA . . . . . . . . . . . . . . . . 73 SOBRE EL ESTADO ACTUAL DE LA LENGUA INGLESA . . . . . . . . 82 TEORIA DE LA TRAGEDIA GRIEGA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 SISTEMA DE LOS CIELOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 UN FRAGMENTO DESCARTADO DE LAS CONFESIONES . . . . . .154 NOTAS DEL TRADUCTOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .157 BIBLIOGRAFIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

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PROLOGO A LA FARSA DE LOS CIELOS

No me preocupa ninguna valoración que dependa de la comparación con otros. Colócame donde te plazca en la escala comparativa: pero aún estando en el fondo de tu catálogo, déjame gozar recordando las cartas que expresan el más ferviente interés por algunos pasajes de Las confesiones y, a través de su impulso, un interés por el autor. De Quincey: Prefacio a las Selecciones serias y risueñas (1853)

Este libro, que llamamos La farsa de los cielos, reúne ocho textos de Thomas De Quincey (1785-1859) nunca antes traducidos a nuestra lengua. Salvo el último, que es un fragmento descartado de las Confesiones de un Come-Opio inglés, extractadas de la vida de un intelectual (1821),1 son todos artículos publicados entre 1823 y 1851 en medios periodísticos ingleses. Encontrarás aquí estos personajes: un escritor buscando en una bañera algo que enviar a una revista; un astrólogo de nombre impronunciable que vive recluido en una cañada; animales (un cordero, un caballo) que parecen suicidas, pero que sólo carecen de la noción de espacio; un filósofo que está caminando siempre, que escribe libros imposibles (por ejemplo, unos Viajes por las zonas 1 De todas las traducciones del término “Opium-Eater”, la que elige Borges, “opiófago”, acaso sea la más apropiada. Las razones: brevedad, precisión, inexistencia en el diccionario, sublimidad y analogía con “antropófago”. Sin embargo, hemos preferido “Come-Opio” por recomendación de una crítica anónima, que no ha publicado ni piensa hacerlo. Esta opción, más literal y compacta, tiene un único defecto: imprime al original un tono cómico que no posee. La forma más habitual, “comedor de opio”, está irremediablemente estropeada por el significado del sustantivo “comedor”. Repárase en que el término “opium-eater” fue una invención exotista de De Quincey, inspirada en los theriakis de Turquía, que, según las crónicas, consumían el opio “crudo”.

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más interesantes del Globo: para descubrir la fuente del Impulso Moral: comunicados para conducir a la Humanidad por la convicción de los sentidos a una Existencia Intelectual y un sentimiento ampliado de la Naturaleza: en el año 5000 del conocimiento retrospectivo del hombre según cálculos astronómicos) y que sospecha que una liga mundial de monarcas aboga por su destrucción; el rostro abominable de un fantasma en la oscuridad del cielo; un niño juguetón y su opiómano padre demoliendo a flechazos los sagrados monumentos de la filosofía. Pero no sólo personajes raros encontrarás aquí; también reflexiones sobre diversos temas: sobre la opaca exactitud de las estrellas y la charlatanería sin vergüenza de los astrólogos, sobre la verdadera pero incalculable edad de la Tierra, sobre por qué el Biathanatos de Donne no es una apología del suicidio, sobre el origen material de la tragedia clásica, sobre el misterio del espacio, sobre los telescopios –que investigan ese misterio–, sobre la diferencia específica entre los modales de dos potencias de Europa (la hosquedad de Inglaterra versus la amabilidad de Francia), sobre el valor del slang y la evolución de los idiomas, sobre la palabra “humbug”, que significa “farsante”, sobre el origen digestivo de la locura. Y todo esto lo encontrarás en una prosa de estilo ameno, elaborado y erudito, pero nunca acartonada. Verás que el concepto de diferencia infinitesimal se ilustra con carreras de caballos y que el sentido de una nebulosa se esclarece –¿se esclarece?– por referencias al Paraíso Perdido de Milton. Leerás citas y traducciones y más citas. Acaso te parezca un cuadro extravagante, una tormenta en una palangana, un negocio con desparejas mercancías en vidriera. Pero no es otra la impresión que en general produce la obra entera de De Quincey. Cuando uno examina los catorce volúmenes de la clásica edición de Masson (1889-1890) o los ventiuno de la edición actual de Lindop (2000-2003), se siente como un mareo, un desconcertado asombro, por la variedad de cosas acumuladas. Cito algunos títulos: “El tocador de la mujer hebrea”, “La última 6

sesión del Parlamento”, “Coleridge y la ingesta de opio”, “Carlomagno”, “Revueltas”, “Recuerdos de Hannah More”, “Wordsworth”, “Sobre el origen de los rosacruces y los fracmasones”, “Ricardo simplificado o cuál es la diferencia radical entre Ricardo y Adam Smith”, “Los movimientos nacionales de moderación”, “La casuística de las comidas romanas”, “Sobre el cristianismo como órgano de la acción política”, “California y la manía de buscar oro”, “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”... La enumeración otra vez suena a baraja mezclada. Invoquemos la sensatez de la historia: “la obra entera –escribe su más fervoroso lector argentino– está hecha de artículos, que en aquel tiempo equivalían, en extensión y profundidad, a lo que hoy llamaríamos libros”.2 Así es. En un lapso de cuarenta y nueve años, escribiendo para publicaciones periódicas con agendas definidas, que participaban, a su vez, de una maquinaria en formación,3 corrido por las deudas y con una familia extensa, De Quincey intimó con todos los saberes y todos los géneros y todos los estilos, con los que manejaba y con los que no. Pero De Quincey no fue un “periodista” en el sentido moderno del término, ni un divulgador meramente, ni siquiera un pálido pirata, y en parte porque tuvo que ser estas cosas malgré lui, en un medio que lo reclamó como tal. Aún cuando escribiera anónimamente, no desaparecía en las palabras: las palabras, al contrario, lo hacían 2 En: Borges, Jorge Luis. Obras completas en colaboración. Buenos Aires: Emecé, 1997. p. 832-833. La frase de Borges es buena pero engañosa. La equivalencia entre artículos y libros disuelve el hecho de que los artículos, en aquel tiempo, no eran libros y que poseían otra condición social en la república de los textos. 3 “una maquinaria en formación”. Para el momento en que escribe De Quincey, en pleno siglo diecinueve, el universo de las publicaciones periódicas está, literalmente, en formación. Entre los periódicos del dieciocho y los del diecinueve, median varias cosas: la politización y diversificación de las publicaciones precipitadas por la revolución francesa y las guerras napoléonicas; la ampliación del público lector; la profesionalización de la escritura periodística que dio comienzo con la Edinburgh Review (1802), la primera en pagar sistemáticamente los textos.

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aparecer. Su escritura fue, con respecto a las exigencias de su tiempo, tan adecuada como inadecuada, tan dócil como resistente, y en esa soga de circo, se erigió su literatura. Si De Quincey, esa prosa que es De Quincey, se integra a su entorno, es por su seductora diferencia con la norma común, por su excepcionalidad.

La vida del intelecto Esta filosofía, que yo profeso sobre el éxito del escándalo y las creederas del lector, no se ha apoderado de mí de improviso, así como suele dominarnos una teoría nueva, expuesta con talento, aunque sea falsa, por un espíritu atrevido. No; creo ante todo en la experiencia... Lucio V. Mansilla: “¿Por qué...?”

En la biografía intelectual de De Quincey,4 estuvo primero la casa paterna en Greenhay, cerca de Manchester, y su biblioteca abastecida de textos religiosos, políticos y poéticos. En 1793, la muerte del padre puso todo en movimiento. La familia se mudó varias veces y De Quincey transitó por varias escuelas y estuvo bajo la tutela de varios guardianes, aunque ninguno, a su entender, satisfactorio. En sus conversaciones no faltaron ni el reformismo político ni la ciencia de punta. El nombre “Samuel Taylor Coleridge” llegó a sus oídos por primera vez hacia 1800, cuando era poco más que un niño, y llegó como el nombre de un personaje vinculado al radicalismo de Liverpool, no como el conservador acérrimo al que Coleridge nos acostumbró después ni como el profeta que gustaba a Carlyle. Su madre, mujer severamente religiosa, era adepta al círculo de Hannah More. El lector quizá ignora la peculiar política de esta mujer, More, que combatió activamente, con campañas y sermones, el liberalismo revolucionario de Thomas Paine y Los dere4 Para los datos de la biografía intelectual seguimos la introducción de Grevel Lindop a Works (2000-2003) y su biografía (1993).

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chos del hombre, a los que consideraba demoníacos. Fue por intermedio de un editor morista (si se nos permite el adjetivo) que De Quincey conoció parcialmente, en manuscrito, las Baladas líricas, el libro de William Wordsworth y Coleridge que hoy constituye la marca registrada del primer romanticismo y que tan importante sería, en todo aspecto, para la formación de De Quincey. En 1802, De Quincey abandonó la escuela de Manchester, en una huida que Las confesiones hicieron famosa y que no vale la pena repetir. Cualquiera que consulte ese libro sabrá lo que vino después: vagabundeos por Gales e Irlanda, pobreza en Londres, reconciliación con su familia, consumo posterior del opio para aliviar un dolor de muelas. De aquel tiempo nos queda un diario que De Quincey escribió durante 1803, lleno de intenciones literarias, reflexiones críticas y esbozos ensayísticos. Por ese diario sabemos que no sólo tenía juveniles anhelos sobre su futuro intelectual, sino también frondosas fantasías sexuales y un asiduo trato con prostitutas. También fue por entonces entusiasmado lector de las novelas góticas, genero que ensayaría, por encargo, más tarde, con su Klosterheim o la máscara (1832). Durante el período en Oxford (1804-1808), De Quincey empezó los estudios de Kant y conoció a Charles Lamb y, finalmente, a Coleridge y a Wordsworth. En 1808, como antes en 1802, se fugó de una institución educativa: habiendo elegido la totalidad de la tragedia griega como tema de examen, al segundo día de pruebas salió corriendo del college oxoniense. Poco tiempo después, estaba viviendo en Grasmere, en el pintoresco distrito de los Lagos, en un casa que había pertenecido a Wordsworth. Allí siguió leyendo filósofos: a Kant agregó Spinoza, Leibniz, los metafísicos alemanes (Fichte, Schelling, etc.). También consumió místicos y visionarios, como Boehme. Leyó con avidez, pero sin satisfacción, textos de economía política (hasta conocer la obra de David Ricardo, esta ciencia le pareció estancada, sin fundamentos sólidos). Pero lo más importante en ese período fue acaso el que 9

intimara personal e intelectualmente con Wordsworth y Coleridge, sus ídolos de juventud. De la conversación con ellos, especialmente con Wordsworth, derivó muchas de sus propias opiniones críticas, como la distinción entre literatura de poder y de conocimiento. En la relación con sus mayores también aprendió otras cosas, como la miseria de los intelectuales.5 En sus lecturas, había seguido –pudo comprobar– la misma dirección que Coleridge, “esa dirección en la que muy pocos de cualquier época nos siguen, la de los metafísicos alemanes, los latinistas, los platónicos taumatúrgicos, los místicos religiosos” (“Samuel Taylor Coleridge”, 1834).6 El opio, marca indeleble de De Quincey, era también la de Coleridge, lo que le ofrecía un grano más para identificarse con él y robarle su alma. De aquel tiempo es el irónico autorretrato que nos da en Las confesiones y que los críticos suelen emplear para caracterizar a De Quincey como romántico: una cabaña entre montes y lagos, una tetera inmortal, una mujer dócil, una garrafa de láudano (opio en forma líquida) y un libro de metafísica alemana. Con eso bastaba, decía el autor de Las confesiones, para saber que el Come-Opio andaba cerca. Como la primera edición del libro fue anónima, algunos afirmaron que el único que podía haberlo escrito era Coleridge. 5 De Quincey nunca dejó de profesarles admiración, aunque a veces la admiración se volviera ironía, ferocidad y desengaño. En un texto sobre la poesía de Wordsworth (Tait’s Magazine, 1845), anotó una enseñanza derivada de su trato personal con el poeta: “No confíes en los príncipes ni en los hijos de los príncipes. Esta fue la advertencia, la moraleja final en que sintetizó su experiencia un político agonizante. Del mismo modo podría decirse: No confíes en los intelectuales de tu época; no trabes un vínculo demasiado próximo con quienes viven en la atmósfera de la admiración y la alabanza. El amor de tales personas rara vez se ajusta al círculo estrecho de los individuos [...] Contempla, pues, el esplendor de tales ídolos como un extraño que pasa. Mira por un momento como quien comparte la idolatría, pero después sigue tu camino, antes que la fragilidad humana manche el esplendor o que tu admiración desinteresada se confunda con el ofrecimiento de laureles o el tributo de los aduladores.” (Works, 15, 224). 6 Sobre el primer conocimiento de Coleridge, Wordsworth y las Baladas líricas puede consultarse el estudio de Daniel Sanjiv Roberts (2000). La mayoría de los textos de De Quincey sobre esos Poetas de los Lagos han sido traducidos al español por Jordi Doce (2003).

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Estando en Grasmere planeó De Quincey una ambiciosa obra filosófica, De enmendatione humanu intellectus, que pretendía retomar una inconclusa obra de Spinoza. Ese proyecto quedaría abandonado para que sus hijos “hicieran memoria de mis esperanzas derrotadas y mis esfuerzos sin resultado, de los materiales acumulados en vano y de los cimientos sobre los que nunca se levantó una superestructura.” Pero más tarde, una copia de los Principios de Economía de David Ricardo, le insufló nuevos bríos, y pudo encarar un nuevo proyecto, igualmente ambicioso, que mezclaba un tema ricardeano –la economía política– con una intención kantiana –la fundación crítica de un sistema. Se trataba de escribir unos Prolegómenos a todos los futuros sistemas de economía política. Los redactó, dice, pero no llegó a publicarlos porque fue incapaz de terminar el prefacio y la dedicatoria. La estructura intelectual de De Quincey quedó fijada a estos disímiles saberes de la época que la historia denomina romántica; fue ese extraño aprendizaje el que dictó tanto la variedad como las limitaciones de sus futuros temas. En su primer trabajo sostenido, la conducción de la Westmorland Gazette, un periódico de la zona en que vivía, órgano de un candidato político conservador, repartió sus curiosos naipes con ingenio y soltura. A pesar de que el público campestre no debía ser muy metafísico, De Quincey se las arregló para insertar entre las notas folclóricas, las transcripciones de juicios criminales –tan demandadas por entonces– y los ensayos sobre economía política, algunos textos filosóficos (“Kant y Herder”, “Kant y el Dr. Herschel”, “El planeta Marte”). Sin duda, el formato de un periódico, que admitía la yuxtaposición de fragmentos, debía resultarle afín. Algo similar debía ocurrir con el modo de la autobiografía, que cultivó hasta su muerte: bajo la excusa de un yo, la autobiografía daba espacio a casi cualquier cosa, siempre que un estilo la sostuviera y una experiencia pudiera invocarse. A pesar de su trabajo y sus obligaciones familiares, De Quincey nunca dejó de leer libros raros, antiguos y difíciles, y siem11

pre se mantuvo informado sobre las novedades de su tiempo. Leyó lo que escribían sus contemporáneos casi en el momento en que se publicaba: al igual que Leigh Hunt, y a pesar de sus ideas políticas, fue admirador de Percy Shelley y John Keats; más tarde, aunque no escribió sobre ellos, porque la novela decimonónica no le caía particularmente en gracia, fue lector de Dickens y las Brontë. Ávido lector de diarios, siempre estuvo atento a la nueva información económica, a los cambios en el uso de la lengua y a las controversias políticas. Introdujo en sus escritos las imágenes que le procuraban la electricidad y la fotografía, nuevas invenciones de un mundo en progreso. Una anécdota temprana ilustra la amplitud de los intereses de De Quincey y el curioso modo en que pretendía combinarlos, como si todo fuera traducible o como si en los límites de la traducción se pudiera comprender –o hacer estallar– lo moderno. En Las confesiones dice que tempranamente adquirió el griego. “A los quince años, mi dominio del idioma era tan grande que no sólo componía versos griegos en los metros líricos sino que era capaz de conversar en griego de corrido y sin la menor dificultad; no he encontrado después a ningún helenista de mi época que alcanzase a tanto; en mi caso tal habilidad se debía a la práctica de traducir diariamente los periódicos a viva voz en el mejor griego que se me ocurriera extempore; la necesidad de forzar la memoria e invención en busca de toda suerte de combinaciones y perífrasis equivalentes a las ideas, imágenes y relaciones modernas me dio una gama de dicción que nunca habría logrado con la aburrida traducción de los ensayos morales”. Traducir al griego los periódicos no sólo suponía mejorar el griego sino también, y acaso más fundamentalmente, traducir la forma del propio tiempo, descomponerla, verla con la distancia que otorga la lengua de la cultura. Pero las ideas no engendran ideas como las mariposas engendran mariposas: sólo cuando se vuelve personal la biografía lite12

raria de De Quincey, e histórica su biografía personal, se empieza a entender qué pasó con este hombre en aquel tiempo. Hasta la muerte de su esposa –Margaret Simpson murió el año en que la reina Victoria ascendía al trono–, De Quincey tuvo con ella ocho hijos, tres mujeres y cinco varones. Para un arruinado, ocho es un número familiar considerable. Piensa en él, lector, en ese número, imagina esa cantidad de bocas, esos cuerpos queridos (De Quincey siempre fue un padre amoroso) pidiendo sustento. La mala administración de sus recursos, el patológico descalabro de las finanzas y el hecho de que un escritor de revistas, en aquella época, no pudiera tener un ingreso importante a menos que lo apuntalara otro trabajo (un puesto de editor o algo del estilo), sumergieron al grupo familiar en una vida de angustias y ansiedades. Durante el tiempo en que vivieron en Grasmere, De Quincey debió pasar largos períodos en Londres y Edinburgo, alejado de su familia, comunicándose con ella sólo por carta. Cuando se mudaron a Edinburgo, para evitar separaciones prolongadas, las cosas no mejoraron demasiado. En Escocia la morosidad no estaba penada por la ley directamente, pero había modos indirectos de perseguirla. Existía lo que se llamaba “tocar el clarín”. El acreedor iba a un tribunal y denunciaba al moroso. El tribunal, verificados los documentos, emitía una intimación de pago por orden del rey. Si el moroso no pagaba la deuda, un oficial de la corte iba a la plaza pública, tocaba el clarín y declaraba “rebelde” al moroso por haber desobedecido al rey. Como “rebelde”, el moroso podía ser encarcelado. En un lapso de ocho años, a De Quincey le tocaron el clarín por lo menos nueve veces, aunque una sola terminó en la cárcel y únicamente por un día. Para De Quincey, la ciudad se convirtió, como luego para Baudelaire, en un campo minado. En varias ocasiones tuvo que buscar asilo en el refugio de Holyrood, un sector de Edinburgo donde los morosos tenían inmunidad jurídica. El asedio de los 13

acreedores y la penuria económica obstaculizaban su trabajo, ciertamente. No sólo por la escasez de libros y las ingratas molestias de estar siempre en fuga, sino, en términos más físicos, por el riesgo concreto del arresto. A veces De Quincey tuvo que recurrir a sus hijos para hacer llegar sus textos (que eran traducibles en efectivo o pago de alguna deuda) a los editores. Un empleado de la Tait’s Magazine cuenta que no era raro que una de las hijas de De Quincey irrumpiera de pronto en la redacción, dejara un paquete sobre la mesa –un paquete que podía contener, por ejemplo, el último texto de esta antología– y saliera corriendo de vuelta a la ciudad. A veces eran otros los emisarios: un policía nocturno, un cochero. Estas circunstancias gravitaron en el modo de escribir de De Quincey. Como no sabía cuándo tendría que producir un artículo para renovar su crédito (no para sanear su economía, porque tal cosa era totalmente imposible), en sus mudanzas siempre acarreaba montones de libros, papeles y apuntes. Documentos legales y financieros convivían promiscuamente en su valija con resúmenes de libros, notas sobre sueños, listas de buenas ideas y ensayos a medio escribir. Los propietarios estaban tan advertidos del valor de ese cargamento como el mismo De Quincey, que lo custodiaba como un alucinado. Más de una vez fue retenido por dueñas de pensión. Más de una vez, tuvo que salir huyendo el Come-Opio dejando tras de sí parte de su desesperado capital. En un estudio sobre las fuentes de los escritos de De Quincey (The Mine and the Mint, 1965), Albert Goldman reveló un dato escandaloso. La mayor parte de los eruditos ensayos de De Quincey tenían una única fuente impresa, aunque el autor fingiese haber leído, como cualquier especialista, todos los textos sobre la cuestión. Es más: De Quincey rebajaba la fuente de la que saqueaba datos, casi siempre acusándola de un estilo flojo, que él venía a mejorar con el suyo. Este hábito pirata estaba vinculado a la situación de escritura de De Quincey, quien muchas veces 14

dependía de apuntes desprolijos tomados en tiempos diferentes, de los libros que tuviera a su inmediato alcance y de aquello que pudiera recuperar de su memoria, vasta pero imperfecta o, como dice Borges, “activa”.7 Lo notable, para Goldman, como para cualquiera, es que en esas operaciones de disimulado hurto, de traducción y pastiche, De Quincey forjara un original, un texto propio, convirtiendo la fuente en otra cosa, en un artículo con un valor y un sentido agregados del cual la fuente primera carecía. Los últimos días de Immanuel Kant, que se vende como un texto de De Quincey, y así debe ser, es la mejor ilustración del fenómeno. Wasianski, el último secretario de Kant, dejó un texto autobiográfico sobre la vejez, la agonía y la muerte del prestigioso filósofo. El texto de Wasianski, con el declarado propósito de testimoniar el heroísmo de ese grande hombre, resistente en la adversidad, abundaba en pormenores jugosos sobre su vida íntima, en notitas sobre las costumbres cotidianas y los devastadores efectos de su declinación. Las facultades de Kant se debilitan: sus teorizaciones se vuelven torpes, pierde la noción del tiempo, se queda dormido sobre las velas y se despierta con el gorro en llamas. De Quincey empieza traduciendo con fidelidad pasmosa el original de Wasianski, pero a medida que avanza, corta, reescribe y subraya cada vez más enérgicamente. Termina por engendrar un segundo texto en el que los detalles se han transformado en indudables pasos de comedia que conducen a la ejecución de un destino trágico. Aquello que en Wasianski estaba del lado de la vida, ingenuamente de ese lado, en De Quincey se organiza en 7 En el prólogo a Los últimos días de Emmanuel Kant y otros escritos (1986), Borges escribió: “De la suma de páginas que componen el libro de Las mil y una noches, De Quincey, al cabo de los años, rememoraba aquella en que el mago, inclinado el oído sobre la tierra, oye el innumerable rumor de los pasos que la recorren y sabe de quién son los de la única persona, un niño en la China, predestinada a descubrir la lámpara maravillosa. En vano busqué ese episodio en las versiones de Galland, de Lane y de Burton; comprobé que se trataba de un involuntario don de De Quincey, cuya activa memoria enriquecía y aumentaba el pasado.”

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drama, como si la literatura no admitiera, para representar la vida, otro registro que ése, y como si la vida, en esta tierra, representara ella misma un teatro dispar. La farsa de los cielos ¡Os hubiera elevado hasta las estrellas! Amalia, en la obra de Schiller, Los bandidos

Existe la costumbre de considerar a De Quincey como un subproducto de la era romántica, como un romántico menor. Al igual que Blake, pero sin su altísima poesía, al igual que Coleridge, pero sin su estatura intelectual8, De Quincey, el Come-Opio, habría sido un visionario, un tejedor de sueños, y sus mejores obras habrían sido esas que se constituyen, aparentemente, del otro lado de la noche, en las alucinaciones de los sueños, en las digresiones desgajadas de la temporalidad, en los paraísos recobrados, etc. Esta costumbre no es arbitraria y tiene su historia, una que emerge de las turbias aguas del romanticismo. No sería tan cuestionable (en cierto sentido, De Quincey fue un subproducto de la era romántica) si, por un lado, esta costumbre no implicara una gruesa falsificación y si no impidiera, por el otro, leer o releer a De Quincey. Considera este solo dato: para sostener esta costumbre, para que el Come-Opio siga siendo sólo el escritor de lo sublime, es preciso excluir el ochenta por ciento de su producción y leer el otro veinte de un cierto modo. Su reputación en español aún se debe a esta reducción a subproducto de la era romántica. Descansa, de forma casi exclusiva, en los ensayos del opio, en la sátira sobre el crimen como arte bella, en la descripción de la agonía de Kant, en los textos sobre sus mayores (Coleridge, Wordsworth) y en un puñado de otros artículos poco frecuentados. Esta selección no propone desromantizar a 8 “estatura intelectual”. La otra estatura de De Quincey, la física, era poca.

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De Quincey, sino ampliar la escena, cambiar algunos tonos, algunos énfasis. De ese modo, acaso sea la noción de romanticismo, antes que la imagen de De Quincey, la que haya que revisar. Lo que sigue es la explicación de esta propuesta. No pierdes mucho, lector, con esquivarla y saltar ya mismo a La farsa de los cielos. En la lectura de De Quincey como romántico menor, dos ideas se repiten solidarias. La primera es la idea reductora, convencional, del romanticismo como arte bella, como poesía de la imaginación y fuga del mundo. La segunda, que depende de la primera, la equiparación del Come-Opio con un sujeto que vive entre la nostalgia y el anhelo, entre la elegía y el proyecto utópico, asqueado del presente. Estas ideas son equivocadas, como su solidaridad. El consumo de opio, que De Quincey inició en 1804 y que mantuvo durante toda su vida, fue más que una adicción: fue una vía de reconexión con la comunidad, de la que el propio opio lo había excluido inicialmente. “El opio, escribió al editor William Blackwood en noviembre de 1820, me ha reducido a la descortesía de un silencio absoluto durante seis años; esto no me resultará tan doloroso si el mismo opio me permite, como creo que lo hará, enviarle un artículo.” No le envió el artículo a Blackwood, con quien De Quincey se enemistó por diferencias de criterio, sino al editor de la London Magazine. Pero el opio, sin duda, se comportó con docilidad y se prestó –tanto le agrada conquistar a los hombres– a otra forma de consumo, el literario. El artículo que envió a la London era la primera parte de Las confesiones de un Come-Opio inglés; por ellas De Quincey recibió reconocimiento inmediato, del público y de sus pares, y a partir de entonces, tuvo asegurado su lugar en la prensa. La publicación de Las confesiones fue a la vez un acto terapéutico y de marketing. Por la manera en que el “Come-Opio” digiere y asimila el romanticismo, es y no es “romántico”. Se lo puede definir como una parodia o una repetición del romanticismo, que señala su 17

muerte histórica y su renacimiento como convención, como modelo. Al identificarse públicamente con la figura del Come-Opio y establecer en la base de su carrera esta identificación, De Quincey trenza, en el medio social, en el mercado de la literatura, en su fuero interno, dos épocas: la de su primera formación, que tiene como protagonistas a Wordsworth y Coleridge, a Burke y Paine, a los revolucionarios franceses y el trágico Napoleón, y la época de su vida profesional, que se orienta, cada vez más resueltamente, al liberalismo reformista y la pequeña burguesía comerciante, al desaforado mundo de Balzac, de Dickens, de Marx. Algo stendhaliano hay en De Quincey y viceversa. La alianza que selló De Quincey con el opio, una alianza inscripta en su cuerpo, en sus hábitos (el opio se ingiere, no desciende del cielo ni nace del alma, como la inspiración), no fue un pacto con la muerte, sino una asociación productiva, una reinvención de sí para la era del capital. (De Quincey, el adicto, notablemente, vivió 74 años.) El tipo de producción que surgió de esa alianza, la producción del Come-Opio, con sus digresiones, fragmentos y fantasmas, con sus placeres y torturas, tampoco fue, por supuesto, la del prolijo filisteo –para usar el término de Arnold–, la del pequeño burgués de buena conciencia, ni la del autor olímpico que, desde su elevado sitial, desprecia y juzga el caos reinante con dedo erecto. No podía serlo. Fue una producción del gasto, que incluía en sus haberes, por definición, la deuda y la ruina. Por supuesto, esta producción, como arte, como estética, resultaba atractiva para el consecuente filisteo, una válvula de escape para su propia acumulación, una experiencia vicaria del desorden, de cuyos beneficios podía disponer entregando una dosis reducida del capital acumulado. Esa producción estética resulta más atractiva aún para el lector contemporáneo, que revaloriza la fragmentación, la ironía y las contradicciones grotescas. En los textos del opio (Las confesiones, El coche-correo inglés, Suspiria de profundis) se repite una estructura que va de la 18

autobiografía a la reelaboración onírica, a la literatura como sueño. Es un camino que lleva del escenario prosaico de la historia, marcado por el tiempo y sus inevitables pérdidas, a otro mundo que, si no es mera compensación del anterior, postula otro lugar, uno donde el yo deja la cárcel del tiempo y avizora, intuye, vive, momentáneamente, en la suspensión de los males que liberó Pandora. En la medida en que este camino empieza en la experiencia de la vida cotidiana y se eleva, gradualmente, al mundo de los sueños y la prosa apasionada –como llamaba De Quincey a la prosa poética– supone un sistema de valoración por el cual la meta, lo alto, es la visión sublime y unificada, y lo bajo, el sórdido y disperso ámbito de la vida. Lo que la ideología romántica prefiere ocultar, es la estructura doble del camino ascendente. Privilegiando la dirección (subir, siempre subir) y la continuidad (disolver, siempre disolver), el romanticismo suprime la estructura. Oculta que el camino al cielo, hecho de lenguaje, esta destinado a caer siempre y empezar de nuevo, siempre. Al menos en esta tierra prima la estructura del pecado. De Quincey fue, en cierto sentido, un propulsor de este pensar, aceptó la escala y la escalada de valores de su época, y él mismo se la aplica cuando reúne sus textos dispersos. Para la recopilación de sus escritos que lleva el título sugerente y aliterado de Selections Grave and Gay (Selecciones serias y risueñas), escribió un prólogo en el que intentaba clasificar su producción y señalar dónde y cómo hay que buscar el mérito. Postuló tres categorías, definidas menos por la temática de los textos que por el efecto que deberían ocasionar y el objetivo con que habían sido elaborados. En el punto más bajo, agrupó los textos que sólo habían querido entretener al lector, divertirlo, procurarle placer, como su Autobiografía; en el segundo, los textos que apelaban, predominantemente, a la facultad del entendimiento y que denomina “ensayos”; por último, textos como Las confesiones y su secuela, Suspiria de Profundis, que constituirían “un tipo más elevado de 19

composición”, un “modo de prosa apasionada que no puede agruparse con ningún precedente de las literaturas conocidas”. Evidentemente, el valor más alto, para De Quincey, estaba con este último modo de “literatura de poder”: veía su originalidad en esos textos que subían a la cúspide de lo más propiamente literario.9 Y a juzgar por el modo en que se recibió su obra, no se equivocaba. No obstante, admite, con cautela, que en cada categoría hay formas mezcladas, cuya determinación como “literatura” no es tan evidente. Y termina haciéndose una pregunta: “¿por qué accidente, tan ajeno a mi naturaleza, pretendo sentar las bases para una valoración más alta de mi trabajo (workmanship)?”. La pregunta no es sólo retórica. Ese accidente, ajeno a su naturaleza, es la presión de la propia ideología romántica. Hay un fragmento de Novalis que sirve para caracterizar el costado utópico del romanticismo. Escribió Novalis: “El paraíso está, por decirlo así, disperso en la tierra. Por eso es tan difícil de reconocer. Hay que reunir sus rasgos dispersos, rellenar su esqueleto; hay que regenerar el paraíso”.10 En esta consigna está sintetizado ese espíritu de reconciliación con la unidad perdida, que campea en los escritos de fines del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve y que, con el correr de los años, vino a representar cualquier romanticismo. Lo singular de esta consigna –que el arte, 9 A De Quincey le atribuyeron la primera definición de la palabra “literatura” como arte autónomo. En un texto temprano, las “Cartas para un joven cuya educación ha sido descuidada” (1823), escribió: “La palabra literatura es una perpetua fuente de confusión, porque se usa en dos sentidos, y en dos sentidos susceptibles de ser confudidos entre sí. En un uso filosófico de la palabra, Literatura es la antítesis directa de los Libros de Conocimiento. Pero en un sentido popular, es un mero término de conveniencia para designar abarcativamente todos los libros en una misma lengua”. Lo que De Quincey se pregunta entonces, para resolver la confusión, es qué se opone antitéticamente al conocimiento. No es el placer, dice, sino el “poder”. “Todo lo que es literatura busca comunicar poder; todo lo que no es literatura, busca comunicar conocimiento.” Sobre esta oposición, con distintas variantes, vuelve De Quincey en otras ocasiones. 10 Novalis, La enciclopedia (notas y fragmentos), trad. Fernando Montes, (Madrid: Fundamentos, 1976), p. 19.

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como instrumento del absoluto, debería concretar– reside en la creencia de que el paraíso es recuperable, de que es posible, de algún modo, por alguna operación mística, una vuelta a eso que se pone como remoto origen de lo escindido, de lo separado y caído en la historia. Regeneración del paraíso es sinónimo, en este punto, de realización del ideal. De aquí, una primera distinción entre De Quincey y esta vertiente del pensar romántico. Los escritos sobre el opio y sus ensoñaciones no admiten la posibilidad de regenerar el paraíso, porque parten del saber de que el único paraíso no vedado a los hombres es el paraíso perdido. Hillis Miller, en su The Dissapearance of God (1965), vio toda la obra de De Quincey como el efecto de una conciencia creada sobre este saber. En un intento desesperado, De Quincey habría escrito textos que buscaban remagnetizar el espacio que, sin Dios, se había vuelto loco; habría tenido experiencias, insatisfactorias, con sustitutos imperfectos (la escritura, la música y el opio) de esa unidad que ya no estaba. Pero Miller, a pesar de su lucidez, no hizo nada con la comicidad de De Quincey, y lo deja abandonado a un destino trágico y sublime de ruina gótica, que sólo en la muerte puede superarse. En la ley del antagonismo debe buscarse la diferencia básica de De Quincey con los anhelos románticos. Para De Quincey, la verdad, generalmente, está a medias, si los elementos no se organizan como pares antagónicos. Esta ley, que tomó del empirismo, junto con su defensa de la hilación en la prosa, fue un argumento central de su pensamiento. Todo respondía a esa ley, a un nivel ontológico, histórico y estético, porque era una ley de la vida: dos imágenes actúan y reaccionan por una intensa repulsión y antagonismo, y en esa confrontación, por contraste, se asocian. En una nota de 1823, De Quincey, el Come-Opio, discute con aquellos que criticaban a Milton el haber sido demasiado sofisticado en la representación del Paraíso. Invoca, como argumento, la ley del antagonismo. Cito extensamente porque aclara: “esta es 21

la clave para comprender toda la vistosa pompa de arte y erudición que Milton a veces despliega en situaciones de intensa soledad y en el seno de la naturaleza primitiva, como, por ejemplo, en el Edén de su gran poema y en el Páramo de su Paraíso recobrado. La sombría exhibición de un banquete real en el desierto acentúa y destaca la sensación de completa soledad y apartamiento de hombres y ciudades. Las imágenes de esplendor arquitectónico súbitamente erigidas en el centro mismo del Paraíso, como espectáculos evanescentes por la vara de un mago, ponen en portentoso relieve la profundidad del silencio y la despoblada soledad que posee este asilo del hombre cuando aún es inocente y feliz. De ningún otro modo y con ningún artificio menos profundo, podía conseguirse que el Paraíso entregara sus características específicas y diferenciales en una forma palpable para la imaginación. Como lugar de reposo, era necesario ponerlo en colisión directa contra el ajetreo incesante de la ciudad; como lugar solitario, contra la imagen de la tumultuosa muchedumbre; como centro de la mera belleza natural en su esplendor primitivo, contra imágenes de sofisticada arquitectura y trabajo humano; como lugar de perfecta inocencia en la reclusión, debía ser mostrado como el polo antagónico del pecado y la miseria del hombre social.” El paraíso debe ser visto, por lo tanto, como lo otro de la existencia social, como lo otro de la ciudad y la masa, lo otro del pecado. El opio, las visiones, los sueños, la poesía, la literatura de poder, pueden hablarnos en figuras de ese otro lugar, pero esa lengua mística, siempre será un lenguaje, propiedad del cuerpo y de la historia, condenada a la distorsión constitutiva del intérprete y a la irreparable fugacidad del tiempo. Ahora, esta renuncia a la regeneración del paraíso –y ésta es la segunda distinción de De Quincey con respecto a la ideología romántica– no provoca en sus escritos un lamento interminable, sino, por el contrario, la idea antagónica de una risa sobre las costumbres, de un radical escepticismo sobre los hombres. El paraíso está perdido, ciertas expe22

riencias pueden permitirnos atisbar, con nuestros “ojos de carne” (eyes of flesh), esa zona vedada. Pero mientras tanto, aquí en la tierra, justamente porque el Edén no está con nosotros y porque inútilmente queremos regenerarlo, se representa una farsa, la farsa de los cielos. Derivamos la expresión de un artículo que se llama “El sistema de los cielos” y que se incluye al final de esta antología. En la medida en que la obra de De Quincey consigue sus atisbos del cielo en el entorno de una población de personajes satíricos y en la medida en que la fragmentariedad, la ruina, es una de las marcas más evidentes de la obra, revertir el sistema celestial en farsa, en entremés, en relleno, nos ha parecido justo. Por otra parte, la traducción que hemos elegido para la palabra “humbug”, que aparece en dos importantes ocasiones, es “farsante”. Esta palabra, que expresa la avivada, la picaresca de la vida del mundo, se le aplicó al propio De Quincey al comenzar su carrera. Un periódico satírico que empezó a salir en 1824, la John Bull Magazine, incluyó entre sus atracciones principales una columna sobre los “Humbugs of the Age”, es decir, los “Farsantes de la época”, los “chantas”. Y el primero de estos farsantes, el Humbug N°1, fue el ComeOpio. Lo describieron así, injuriosamente: “Imaginate un animal de cinco pies de alto, que se encarama sobre unos palitos, que tienen las medidas pero no las delicadas proporciones de dos rodillos, con un tipo indescriptible de cuerpo cómico y una cabeza de la magnitud más portentosa, que le recuerda a uno esas caricaturas cabezonas que nos ofrecen los ilustradores ocurrentes. En lo que hace a la cara, su caracter totalmente grotesco queda por completo fuera del alcance de la pluma.” La farsa de los cielos propone dedicar más atención a la dimensión teatral en la que se desenvuelven los textos dequinceanos, al valor específico de sus retratos y ficcionalizaciones y al peso que él mismo concede a la representación en y de la vida pública. 23

La obra de De Quincey, por diversa, extravagante y estilizada, se presta a antologías y traducciones. Frecuentarla me permitió hacer uso de tal virtud. Por supuesto, la costumbre editorial de proponer siempre los mismos textos, hizo más fácil la tarea de elegir otra cosa. Pero lo más curioso es que los textos aquí reunidos, sin ser canónicos, tampoco son meramente coyunturales. De Quincey los valoraba, los incluyó en sus Selections Grave and Gay, los corrigió para que lo recordaran también por ellos. En la nueva edición de los Works (2000-2003), obra monumental e impecable, los artículos se ordenan cronológicamente. En La farsa de los cielos no seguí ese criterio correctísimo. El orden figura un itinerario, pero no uno cronológico. En los Works, asimismo, los textos se editan siempre en su primera versión, tal como salieron en los periódicos, con las variantes textuales en notas. Para la comunidad académica, en particular la anglosajona, donde se lee y estudia a De Quincey con intensidad, la aparición de los Works fue un acontecimiento glorioso. Los textos quedaron establecidos y la clásica edición de Masson quedó superada. Pero aquí las cosas son distintas. Los costosos Works aún no existen y Masson apenas se encuentra. Por otra parte, la edición de Masson fue De Quincey para aquellos de nuestros intelectuales que lo consumieron en su lengua: Borges, Bioy Casares, Girri... De modo que opté por un criterio mixto, adaptado a las circunstancias: algunos ensayos, como “Sortilegio y astrología”, “Sobre el suicidio” y “El sistema de los cielos”, pertenecen a la edición de Masson (Writings), quien los tomó de la edición que supervisó el propio De Quincey (Selections Grave and Gay). El resto procede de la nueva edición, a la que pude, finalmente, consultar. La información detallada sobre el origen de cada texto y la versión traducida, se encuentra en las notas. Allí también aclaro referencias que pueden resultar oscuras y traduzco expre24

siones que no están originalmente en inglés. La nueva edición fue muy útil para confeccionar las notas. Traducir a De Quincey me exigió algunos malabares. No siempre mantuve el equilibrio, pero lo intenté. A la conocida complejidad de la prosa (complejidad conceptual, sintáctica y retórica), hay que sumar la variedad de sus estrategias generales. Si comparamos, por ejemplo, “Teoría de la tragedia griega” con “El sistema de los cielos”, en el plano del método y el estilo, veremos que se ligan por contraste: mientras la “Teoría” avanza concéntricamente hacia el corazón material de las cosas, “El sistema” se expande como si buscara cubrir todo el espacio sideral. Prosa compleja y variada pero siempre movida por el ritmo. En ocasiones fue posible recrear ese valor y jugar con tonos y transiciones; en otras, traducir fue experimentar –cito un sueño ajeno– la sensación absoluta de caer. En la biblioteca de un rioplatense la prosa de De Quincey engendra riesgosas imágenes: un Halperín Donghi que se expresa como Mansilla, un Borges distendido, más macedoniano, que a veces se entrega al ripio que los periódicos perdonan. Cuando la escritura trata temas mundanos se vuelve cómica; cuando los temas son intelectuales, quiere sorprender; cuando el espíritu se juega, la prosa sube y se “apasiona” en arrebatos sublimes. En el campo de las palabras, en el léxico, De Quincey siempre busca ser preciso, pero casi nunca prolijo, una diferencia que los ensayistas, en especial los académicos, solemos olvidar. La puntuación es peculiar (De Quincey tenía su propia teoría de la puntuación) y la respeté hasta donde fue posible. Aunque no comentaré los textos, quiero entregar estas notas: 1. la bañera con papeles de “Sortilegio” existió; las “jóvenes damas” y el “muchacho” son hijos de De Quincey; 2. quien haya leído Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, advertirá un eco del efusivo Sapo en el Pozo en el sucio Chancho en la Cañada; 3. en el retrato de “Caminante Stewart” se puede leer un reflejo deformado del retratista: el Caminante 25

se une al Come-Opio en la excepcionalidad, pero como contracara; 4. el “sistema de los cielos” empieza con Kant y termina con Jean Paul, como si estuviera encerrado entre esos dos alemanes; 5. el fragmento de Las confesiones, como “Sortilegio”, es un autorretrato del artista como padre, comediante y destructor de falsos ídolos. Agradezco al British Council el habernos permitido consultar la British Library; al Conicet y la UBA, el apoyo brindado a mis investigaciones sobre De Quincey; a la Asociación Argentina de Cultura Inglesa, su amable disposición. Agradezco también a las personas que leyeron el trabajo y me dieron su desinteresada opinión sobre traducciones y notas (Américo Cristófalo, María Teresa Gramuglio, Adriana Yoel, Guillermo Toscano y García, Laura Gavilán, Eva-Lynn Jagoe, Paula Bruno, Agustina Lojoya). A Lila Monti le agradezco el amor y la paciencia. Dedico el trabajo a Lidia y Joaquín, mis padres. Jerónimo Ledesma

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Para hablarte, no quiero saber nada de tu amado Lactancio, ni de la indulgencia servil de tu leyenda, ni de la droga que piensa, ni de tu seria abominación del veneno. Esta es mi confesión preliminar. Thomas de Quincey, tú, el imaginador para quien el amor era una clepsidra rota, tú, que hacías gestos de burla y mirabas a los hombres como planetas extraviados, ven hoy a recorrer mi colección de máscaras, sabor del espejo, albergue de la tregua cotidiana. Ven, acuéstate en un propicio cielo de pizarra, hombre-dios buscando el ansioso, húmedo caer de las palomas sobre un arrabal de niñas hambrientas. Tirso, tirso y frente enriquecida de gas, toda vergüenza es inhumana y para anunciarte marcharon por la noche las infinitas caballerías del desvelo. Ven, dame el puro equilibrio de tu mundo nunca rebajado a comparar la muerte con la ambigüedad del sueño. Tirso del pensamiento, me rescataste del cielo y yo te lo agradezco. Ríe entonces de lo que el orden y el nivel te hubieran reservado: “Yo era célebre y admirado, ahora me comen los gusanos” Thomas de Quincey.

Alberto Girri, A Thomas De Quincey, en Playa sola, (1946).

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SORTILEGIO Y ASTROLOGIA1

1. Sortilegio en favor de una institución literaria Casi a mediados de febrero, recibí de pronto una invitación para contribuir con algún escrito de mi pluma al proyectado ALBUM de una nueva institución literaria, llamada el Ateneo, en una gran ciudad occidental.2 ¿Qué podía hacer? Antes de que llegara la invitación, el día 13 había comenzado; la leyenda “a vuelta de correo” era el único límite explícito para responderla; y la invitación estaba fechada el 10: por lo tanto, ya habían cumplido su corta vida en este mundo tres “a vuelta de correo”. No soy de las personas que, tratándose de pan, piden las cantidades discrecionales (pain à discrétion) de los restaurants parisinos;3 pero cuando se trata de tiempo, sí. Positivamente, siempre que debo pensar, requiero tiempo à discrétion. Y fue así que no me quedó otro recurso que éste: en mi estudio tengo una bañadera, tan grande que se puede nadar en ella, suponiendo que el nadador no sea un hombre ambicioso y se conforme con avanzar tres pulgadas como máximo. Esta bañadera, reemplazada por otra mejor (en lo que respecta a su función original), me presta ahora un servicio secundario como depósito de manuscritos. Está llena hasta el tope de papeles de todo tamaño y clase. Cada papel escrito por mí, a mí, para mí, de o sobre mí y, también, contra mí, puede ser hallado, luego de una búsqueda imposible, en este amplio repertorio. Digamos de paso que los textos agrupados en la última (u hostil) categoría, han sido compuestos, principalmente, por zapateros y sastres –un tipo de 29

personas muy afectivas, que se adhieren a uno con la constancia de un emplasto. Esta fidelidad es admirable; pero [suele manifestarse demasiado a menudo con mal humor y las pequeñas alteraciones nerviosas del apego excesivo.] No están contentos si no saben “en qué anda uno”, “qué tiene en mente” y a dónde viajará. A mí, por ser economista político, me asedian pidiéndome opinión sobre la moneda, especialmente por esa forma particular que son las facturas con dos años de atraso; y siempre quieren que responda a vuelta de correo. Pues bien, decidí sacar de este depósito algún escrito para el Ateneo. Era mi resolución indeclinable que la Institución fuera tratada con plena justicia, por lo menos en lo que puede procurar la voluntad humana. Dedicaría al Ateneo cuatro profundas zambullidas en la bañadera, cuando un solo hombre, por más hiperbólicamente ilustre que fuese, no podría haber hecho más de una. Por otro lado, el Ateneo debía conformarse con lo que le enviara la fortuna y no reprocharme nada por la sospecha de que los hubiera engañado. Para anular toda posibilidad de un reclamo semejante, solicité la presencia de tres jóvenes damas, que odian todo lo injusto, como si fueran fiscales, para que observaran el procedimiento en representación del Ateneo, controlaran que la pesca se hiciera correctamente y dieran aviso a la corte en caso de que algo anduviera mal. A las seis de la tarde todo estaba listo en mi estudio. La bañadera había sido intensamente iluminada desde arriba, para prevenir embustes en ese campo; y el joven que iba a ejecutar las zambullidas había terminado de ponerse una bolsa de papas nueva con agujeros en el fondo para sus piernas. Y como la bolsa estaba atada a su garganta con una tensión asfixiante, dejando un solo agujero para que pudiera mover su brazo libremente, queda claro que, aun cuando sus intenciones fueran sinceramente fraudulentas y tuviera un arreglo conmigo, no podría ayudarme ocultando papeles en su ropa ni con otra artimaña que quisiéramos perpetrar. Habiéndose sen30

tado las damas en lugares elegidos admirablemente para detectar cualquier movimiento sospechoso, los procedimientos comenzaron. Se dio el paso inaugural con un prolijo discurso de mi parte en el que protesté porque se me hacía objeto de sospechas infundadas y me esforcé por restituirle a mi imagen una absoluta pureza de intenciones; pero, lamento decirlo, sin éxito. Declaré, con cierto énfasis, que en la bañadera, aunque no podía decir dónde exactamente, había un texto que consideraba del mismo valor que la mitad de todas mis posesiones: “Y sin embargo”, continué, “si nuestro honorable amigo de la bolsa de papas pescara por azar ese mismo texto, estoy decidido a enfrentar la situación, sí, en ese caso, expresaré mi interés por la Institución sacrificando la mitad de mi reino. Aunque ese premio fuera pescado hoy aquí, abandonará esta casa con destino al Ateneo esta misma noche.” Ante lo cual, la cabecilla de las fiscales, a quien puedo llamar, en honor a Shakespeare, Porcia,* apagó desagradablemente mi entusiasmo diciendo que no había necesidad de tanta energía, porque ella y sus letradas hermanas se encargarían de cumplir el envío al Ateneo; de hecho, yo no tendría ningún mérito hiciera lo que hiciese. Entonces, para desalojar la melancolía provocada por los obstinados prejuicios de las fiscales, pedí un vaso de vino y, mirando al Oeste5, brindé a la salud del Ateneo, con la alegórica idea de una joven que está por ser mayor de edad y entrar en posesión de su dote. “Brindo por tu prosperidad, querida muchacha”, dije; “eres muy joven; pero ésa es una falta que, según un viejo adagio griego, disminuye día a día; estoy convencido de que siempre serás tan amable como ahora con los extraños necesitados de libros y periódicos. Nunca te vuelvas fastidiosa, querida, como acostumbran algunas de tu sexo” (diciendo lo cual, miré salvajemente a Porcia). Y luego di la señal al joven para que nos pusiéramos en campaña * El mercader de Venecia.4

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–los ojos de Porcia, advertí en silencio, brillaban como los de un águila. “¡Prepararse para bajar!”, exclamé; y luego: “¡Bajar!”. A la voz de “¡Prepararse!”, Bolsa de papas se había arrodillado sobre su pierna derecha (quedando su cara en ángulo recto sobre la bañadera); a la voz de “¡Bajar!”, hundió su brazo derecho en el proceloso mar de papeles. Durante un minuto estuvo trabajando en ellos como si remara; y entonces, ante la orden perentoria de “¡Arriba!”, elevó en el aire, como Bruto iluminado por la recriminación de César, su botín. Fue entregado, por supuesto, a las fiscales, que mostraron de inmediato una leve curiosidad femenina, ya que se trataba de una carta cerrada y podía ser una vieja carta de amor que yo hubiera escrito y que la oficina de correspondencia extraviada hubiera devuelto recientemente. Aún lucía fresca y floreciente. Así, aunque no fuera un premio para el Ateneo, podía ser un secreto interesante para las fiscales. Lo que resultó y sacamos en cada pesca, lo registraré con su correspondiente número de orden. N° 1. Era una invitación a cenar para el 15 de febrero que había olvidado abrir. Estaba, como dicen los financistas, “llegando al vencimiento”, pero no vencida, por fortuna (en cuyo caso sólo queda un pobre remedio), pues faltaban dos días para poder cobrarla. Arreció una discusión entre las fiscales sobre si ésto serviría para el Album a falta de mejor pesca. Yo postulé que sí, porque, si bien una invitación a una cena no podía ser vista razonablemente como un texto muy esmerado, siendo su lema Esse quam videri (que en buen latín significa “Comer* antes que aparentar comer”, como en los banquetes de Barmacida7), supongan, * Esse¸ comer: el lector, aunque no sea un latinista, tal vez conozca este significado adjudicado antiguamente al verbo Esse, por una chanza en latín corriente entre los escolares, a saber: Pes est caput, que a primera vista parece significar el pie es la cabeza, pero que en verdad significa: Pes (en su otro sentido, que equivale a Pediculus, un insecto que no debe ser nombrado) est, come- caput, la cabeza.6

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sin embargo, que hubiera enviado la invitación al Ateneo con un poder para que comieran la cena en mi lugar, ¿la inclusión de ese sólido bonus8 no habría disminuido la escasez de la carta como contribución para el Album y no habría mitigado la insatisfacción del Ateneo? Porcia opinó negativamente que tal cosa fuera posible, porque el Ateneo tenía 2000 bocas y debería haber, por lo tanto, 2000 cenas, un argumento que consideré vistoso pero, legalmente hablando, insostenible, porque el Ateneo tenía la posibilidad de designar un plenipotenciario –un hombre de inmenso calibre– para comer la cena en representación de los 2000. No sé qué tenía eso de gracioso, pero durante la acalorada pelea con Porcia, Bolsa de papas empezó a reírse tan descontroladamente que me vi en la obligación de ordenarle en forma imperiosa: “¡Prepararse para bajar!”. Pero antes de que pudiera obedecerme, fui sacudido por Porcia, que tenía en sus ojos una mirada de triunfo que me alarmó. Ella y sus hermanas fiscales habían estado examinando la invitación. “Y”, me dijo Porcia maliciosamente, “es cierto, como notaste, que faltan dos días para la cena del 15. Sólo que, por desgracia, la carta es del año equivocado: ¡es de hace cuatro años!” ¡Oh! ¡Imaginen qué horror! Además de la mortificación por la victoria de Porcia, me había librado por casualidad de que el plenipotenciario me acusara de enviarle lo que ahora podía ser considerado un fraude. Me apresuré a ocultar mi confusión dando las dos órdenes “¡Prepararse para bajar! y “¡Bajar!” casi en la misma exhalación. El N°1, después de todo el desperdicio de erudición legal sobre el caso, había estallado como una pompa de jabón; y ahora, en consecuencia, se había generado una mayor expectativa sobre el N°2. Con un gran temblor en la voz, di la orden final: “¡Arriba!”. N°2. Me desagrada mencionar que esta pesca dio como resultado una deuda.9 El disgusto estaba escrito en todos los rostros; y temo que a mi alrededor comenzó a crecer la sospecha, porque era posible (dada mi experiencia personal en estos mares), de que hubiera indicado al joven amigo dónde debía dragar en 33

busca de deudas para aumentar la posibilidad de éxito. Pero declaro fervientemente mi inocencia. Es verdad que sabía hacía tiempo que esa zona del canal estaba infestada de deudas. Había pasado muchas veces que buscando algún ensayo literario o filosófico, en el curso de una hora, sólo sacara variados ejemplares de deudas. Y había un vasto banco, que yo denominaba las Arenas de Goodwin10 porque en la memoria del hombre nada se pescó allí sino una infinita variedad de deudas –algunas grises por la antigüedad, otras de un tinte neutro, algunas verdes y vivaces. Pena fue lo que me inspiró ver a nuestro buzo sondear las aguas en esa peligrosa vecindad. Pero ¿qué podía hacer? Si se lo hubiera advertido, Porcia seguramente habría imaginado que en esa región había un enorme lecho de ostras o de perlas; y con la honestidad sólo habría conseguido una convicción unánime sobre mi traición. Justo debajo del mismo lugar en el que se había sumergido el buzo, descansaba, tan inmóvil como si estuviera anclada, una deuda muy antigua. La edad no había suavizado la atroz expresión de su rostro; por el contrario, la había hecho más terrible otorgándole un color amarillento. El tamaño de este monstruo era colosal, cerca de dos pies cuadrados; y en ocasiones me imaginaba que, a pesar de su vejez extrema, su crecimiento no había concluido. Lo conocía demasiado bien; porque cada vez que revisaba esa región de la bañadera, buscando lo que fuese y no encontrándolo, siempre tenía la certeza de que lo pescaría a ése que no quería ver de nuevo nunca más. A veces, incluso, lo encontraba bronceándose en la cima de todos los papeles; y me asaltaba la idea, que puede parecer fantasiosa, de que, en determinadas condiciones atmosféricas, salía a respirar. Pero esta vez no estaba bronceándose en la superficie; hubiera sido lo mejor para el Ateneo, pues en ese caso el joven habría sido cauteloso. Si no estaba arriba, sin duda estaba abajo, y en el mismo centro de la zambullida del buzo. Incapaz de controlar mis sentimientos, grité: “¡Virar a estribor!” Pero Porcia protestó enérgicamente con34

tra esta intervención de mi parte, por considerarla un evidente acto de malicia. “Bien”, dije, “hagámoslo a tu manera: verás lo que ocurre”. N° 3. Está de más decir que pescamos al horrible y viejo tiburón, según lo bautizara tiempo atrás: reconocí sus vastas proporciones y su aspecto bilioso no bien comenzamos a sacarlo, procedimiento que insumió más tiempo esta vez. Porcia estaba enojadísima porque había renunciado a su derecho de expresar enojo cuando neutralizó mi juiciosa intervención. Y se puso aun más enojada, pues, aunque yo lo lamentaba por el Ateneo, no pude evitar reírme cuando vi al truculento y anciano criminal expandir sus groseras dimensiones –todo esto ensombrecido por la demora y el mal humor– ante los ojos de las perplejas damas; tan poderoso era el contraste entre este Behemoth cetrino y las sonrosadas mejillitas. Dicho sea de paso, el N° 2 había sido un ejemplar de la intimidación de pago delicada, que exhala sólo zafiros de reclamo y persuasión; pero este N° 3 era un ejemplar de la especie opuesta, el reclamo horrífico y gorgónico, que dispara grandes cañones de amenaza. Como especímenes ideales en sus tipos, ¿no habrían tenido un valor para el museo del Ateneo, si tuviera un museo, o incluso para su Album? Esto sugerí yo, pero fue denegado, como todo lo demás que propuse; y con el argumento de que una gran ciudad era un depósito demasiado vasto de deudas, nativas e indígenas, como para que hicieran falta ejemplares exóticos. Decidido esto, apuramos la siguiente zambullida, la cual, siendo la última por contrato, nos puso a todos nerviosos. N°4. Ésta resultó ser, ¡ay!, un discurso dirigido a mí persona por un amigo ultra-moralista; un discurso sobre la postergación; y no estaba mal escrito. Había temido que viniera algo de esa índole; porque, en el momento de bajar, le grité al buzo: “¡Vira a estribor! Estás yendo de cabeza a los Goodwins; en treinta segundos naufragarás”. Ante esto, en una agonía de terror, el buzo desvío el rumbo, pero, evidentemente, sin sos35

pechar que había vastas estribaciones más allá de los Goodwins, cardúmenes y bancos de arena, por donde era muerte segura navegar sin tener conocimientos precisos de lo que ocultaba la superficie. Había llegado a un banco de arena ético. “Sin embargo, después de todo, como ésta es la última pesca”, dijo Porcia, “estando el discurso bien escrito, ¿no sería aceptable para el Ateneo?” “Posiblemente”, repuse, “pero es muy personal. No podría permitir que se me expusiera en un libro como un diletante por principio, a menos que el Ateneo agregara una nota con su sello oficial en la que expresara completo desacuerdo con la acusación, algo que por razones privadas pienso que el Ateneo podría negarse a hacer.” “Y bien,”, dijo Porcia, “dado que en forma arbitraria sustraes al Ateneo la pesca N° 4, que por contrato es parte indudable de ese cuerpo, estás en la obligación de concedernos una quinta zambullida; en especial por haber sido tan tramposo en todo este asunto.” Con el tono de un hombre agraviado, grité, “¡Amigo Bolsa de papas! ¿Escucharás en silencio esta acusación? Si, de mi parte, es un crimen saber y, de la tuya, no saber dónde están los Goodwins, entonces, ¿por qué no nos vamos al otro lado de esta habitación y dejamos que Porcia trate de hacerlo mejor ella misma? Yo le concedo la moción. Apruebo una quinta bajada: y sobre todo en virtud del viejo dicho que afirma que los números impares traen suerte: numero deus impare gaudet11; sólo le pediré a Porcia que oficie de buzo en esta última oportunidad.” Las tres fiscales adquirieron el rubor de rosas rojas ante este inesperado requerimiento. Una cosa era criticar la actuación, pero otra muy distinta hacerse cargo de ella: y las bellas fiscales temieron por su reputación profesional. En secreto, sin embargo, le susurré a Bolsa de papas: “Verás ahora que tales son el arte y la disposición femeninas que, cualquiera sea el monstruo que pesquen, lo declararán un gran premio y se las ingeniarán para sacar algún uso de él que nos deje en falta a nosotros”. 36

N° 5. Vibrantes, por lo tanto, eran las dudas, los miedos y las expectativas de todos nosotros cuando Porcia estuvo “Preparada para bajar” y luego bajó. Movió su mano y hurgó entre los papeles cinco minutos completos. Cerré los ojos pensando en desgracias anteriores; pero, estrictamente hablando, ella no tenía derecho a “hurgar” más de un minuto. Ella alegó que, por intuición, conocía en qué tipo de papel estaban escritas las intimaciones de pago; y cualquiera fuera la cosa que sacara, estaba decidida a evitar las deudas. “No te confíes”, dije; y al fin, cuando pareció haber elegido, di la voz de mando habitual: “¡Arriba!”. “¿Qué es?”, dijimos; “¿Cuál es el premio?”, corriendo todos hacia Porcia. ¡Oh, hermano, mi simpático lector! ¡Era una hoja en blanco! ¿Nos reímos o lloramos? Yo, por mi parte, tenía miedo de hacer cualquiera de las dos cosas. En verdad lo sentía por Porcia y, al mismo tiempo, por el Ateneo. Pero, ¡bendito seas, lector! No había tal llamado a la piedad para Porcia. Con la más extrema frialdad –tan preparado estaba su ingenio para afrontar cualquier situación– dijo: “¡Oh! Ésta es la carte blanche12 para registrar tus últimos pensamientos. Este es el papel en el que tienes que escribir un ensayo para el Ateneo; y estamos, así, facultados por la providencia para asegurar a nuestro cliente el Ateneo algo expresamente manufacturado para la ocasión, y no un viejo naufragio de los Goodwins. La Fortuna ama al Ateneo; y los cuatro intentos fallidos tenían el fin de fastidiar a esa institución para incrementar el valor de su premio final.” “¡Ah, por supuesto!”, dije en voz baja, “¡El fin de fastidiar! ¡Hay otras damas, además de la Fortuna, que entienden esa pequeña ciencia!” No era posible desobedecer a Porcia; por lo que me puse a escribir un ensayo sobre Astrología. Pero antes de comenzar, miré a Bolsa de papas, susurrando solamente: “¿Ves? Te dije lo que pasaría.” 37

2. Astrología Le pediré al Ateneo que acepte como contribución para su Album una simple reflexión sobre este tema tan desprestigiado. Respeto mucho la astrología; pero es curioso que mi respeto por la ciencia haya derivado de mi desprecio por sus cultores –no exactamente como una directa consecuencia lógica sino como una sugerencia casual de ese desprecio. Creo en la Astrología pero no en los astrólogos; en lo que a ellos respecta soy un infiel incorregible. Permítanme referir, primero, la ocasión que dio pie a mi reflexión astrológica; y luego, la reflexión misma. Cuando tenía aproximadamente diecisiete años, vagaba a pie por el norte de Gales. Durante un corto tiempo, mi centro de operaciones (al cual volvía siempre luego de todos los recorridos, fueran elípticos, circulares o en zig zag) fue Llangollen en Denbighshire, o Rhuabon13, a sólo unas pocas millas. Un día, una joven mujer casada, en cuya cabaña me habían recibido muy hospitalariamente, me dijo que en la vecindad vivía un astrólogo. “¿Cuál podría ser su nombre?” Era muy buen inglés el que mi joven anfitriona había hablado hasta ese momento; pero en este caso prefirió responderme en galés. Mochinahante fue la breve respuesta. Me permito suponer que mi transcripción de la palabra no resistirá la crítica galesa; pero ¿qué puede esperarse del primer intento de un hombre con la ortografía galesa?, la cual entonces era, y creo que lo es aún, un logro muy raro en los seis distritos del norte de Gales14. Pero ¿qué sig38

nificaba Mochinahante? Porque no hay diferencia entre que un hombre sea anónimo o se llame a sí mismo X.Y.Z.15 y que ofrezca una tarjeta de presentación con un nombre tan espantoso de decir, tan torturante de pronunciar, tan imposible de deletrear como Mochinahante. Que tenía un sentido traducible y que no era un nombre propio sino un sobrenombre y, de hecho, un gracioso sobriquet16, lo supe con certeza al observar que la joven sonreía al pronunciarlo. Mi siguiente pregunta me reveló que este monstruo de nombre pagano significaba Chancho en la cañada. Pero realmente, entre el monstruo original y esta interpretación inglesa, casi no se podía elegir; de hecho, la interpretación, como suele pasar, resultaba la más difícil de comprender. “Así es sin duda”, dice una dama que está junto a mi codo, atormentada por una pasión tan poco femenina como la curiosidad; “sin duda, es mucho más difícil; pues Mochina no sé cuánto podría, sabes, significar una cosa u otra, a pesar de lo que tu o yo pudiéramos decir en su contra; pero con respecto a Chancho en la cañada, ¡qué terrible disparate! ¡qué imposible descripción de un astrólogo! Un hombre que, déjame ver, hace alguna cosa con las estrellas: ¿cómo puede describírselo como un chancho? Un chancho en cualquier sentido, entiendes; un chancho en cualquier lugar. Pero, además, un Chancho en la cañada, ¿por qué? En el caso de que efectivamente fuera un chancho, debería ser un chancho en una cúpula o un chancho en la cima de un monte, de modo que pudiera elevarse sobre los vapores y la niebla. Ahora, te demando, adorable criatura, que nos expliques en el acto este acertijo. Tú lo conoces; llegaste al final del misterio; pero ninguna de nosotras, que estamos aquí sentadas, puede adivinar el significado; nos enfermaremos si nos haces esperar... Ya tengo un incipiente dolor de cabeza; dilo entonces de una vez y evítanos esta tortura”. ¿Qué debo hacer? Debo explicarle este asunto al Ateneo; pero si me detengo a desarrollar una explicación oral para uso 39

privado de la dama, no quedará tiempo disponible para el correo del pueblo, que no espera a ningún hombre y que es sordo incluso a las quejas de las mujeres. A modo de compromiso, por lo tanto, solicito a la dama que siga mi pluma con sus ojos radiantes, un medio por el cual obtendrá la explicación más pronta y el alivio más rápido para su dolor de cabeza. Yo, por mi parte, no divagaré y procuraré que mi respuesta sea tan parecida a una respuesta telegráfica, en lo que atañe a la velocidad, como una pluma metálica lo permite. Divido mi respuesta en dos partes: la primera se ocupa de “en la cañada”; la segunda de “chancho”. Mis investigaciones filosóficas y una visita al astrólogo me proporcionaron una razón profunda para describirlo como en la cañada: a saber que estaba en una cañada. Era el único ocupante de un pequeño receso entre los montes y el único que vivía en la casa; y era así tan completamente, que si alguna vez se incubara una conspiración en la cañada, sería claro para mí que Mochinahante estaría detrás de ella; si una guerra comenzara en esta cañada, Mochinachante sería el único combatiente; y si se impusiera en la cañada alguna contribución forzosa, Mochinachante (¡pobre hombre!) debería pagar todo de su propio bolsillo. La dama me interrumpe en este punto para decir: “Bueno, puedo entender eso; quedó bien claro. Pero deseo saber sobre Chancho. Pasemos a Chancho. ¿Por qué Chancho? ¿Cómo Chancho? ¿En qué sentido Chancho? No puedes tener, y lo sabes, ninguna razón profunda para eso.” Sí, la tengo, y una razón muy profunda, capaz de satisfacer a los filósofos más escépticos, a saber, que era un Chancho. Mi hermosa anfitriona me presentó a ese intérprete de estrellas personalmente; pues yo estaba ansioso por conocer a un astrólogo y en particular a uno que poseía, además de una profesión tan rara, el blando cuestionamiento de un nombre tan significativo. Habiendo contado con una oportunidad tan propicia para investigar la justeza de ese nombre, Mochinahante, aplicado al astró40

logo de Denbighshire, me atrevo a declararlo incuestionable. Había en su vestimenta un abandono y una decoloración antigua o aerugo17 que bastaban para justificar el nombre; y en su cara se depositaba esa herrumbre lúgubre (o lo que la numismática denomina técnicamente patina) que tiene un valor tan elevado cuando se encuentra en la cara acuñada de un príncipe siriomacedónico sepultado por el polvo hace largo tiempo, pero que, ¡ay!, nada vale si se encuentra en la cara de carne y hueso de un filósofo vivo. En términos humanos, se diría que el observador de estrellas necesitaba mucha agua y jabón; pero, en términos astrológicos, las aguas terrestres tal vez pudieran estropear sus vigilias celestiales. Mochinahante era bastante cortés; que un chancho, accidentalmente, sea sucio, no implica que sea grosero; y luego de hacerme sentar en su sillón de estado, comenzó su erudita tarea interrogándome sobre el día y la hora de mi nacimiento. Sabía el día con certidumbre; y con respecto a la hora dije lo que razonablemente puede esperarse de quien, sin duda, no estaba mirando un cronómetro cuando el hecho aconteció. Establecidas estas cuestiones, el astrólogo se retiró al cuarto vecino con el propósito (me aseguró) de elaborar mi horóscopo científicamente; pero a menos que descorchar botellas sea parte de ese proceso, tendería a pensar que el gran hombre, en vez de velar por mis intereses entre las estrellas y estudiar mi horóscopo, había estado buscando consuelo para sí mismo en el licor envasado. Regresó en un lapso de media hora; con un aspecto más lúgubre, más feroz, más mugroso (si la mugre permite este adjetivo), más herrumbrado, o mejor dicho más patinoso (si la numismática me presta el término), y mucho más necesitado de agua y jabón. Tenía en su mano un papel con diagramas que contenía supuestamente un veloz apunte de mi horóscopo; pero por el tizne que lo cubría, un visitante malicioso podría haber sugerido la posibilidad de que lo hubiera empleado para otros clientes además 41

de mí. Bajo el brazo llevaba un libro en folio que, según aseveró, era un manuscrito de inefable antigüedad. A éste no quería que lo viera; y antes de abrirlo, como si el libro y yo hubiéramos sido dos reos en los tribunales, sospechados de pergeñar alguna maldad conjunta (como la de atar un cohete a la peluca del juez), nos separó uno de otro tanto como lo permitían las dimensiones de la habitación. Concluidos estos actos solemnes, quedamos todos listos –yo, el volúmen en folio y Chancho en la cañada– para desempeñar nuestros papeles en la obra. Empezó Mochinahante: inició sus declaraciones en tono circunspecto, alegando, casi con lágrimas en los ojos, que si algo salía mal en las próximas revelaciones, era por completo contra su voluntad; que él era impotente y que no podía ser responsabilizado por parte alguna del mensaje desagradable que podría tener la desdicha de transmitir. Yo me apresuré a asegurarle que era incapaz de cometer esa injusticia; que de todo responsabilizaría a las estrellas; que por naturaleza, era muy tolerante; que cualquier leve resentimiento que pudiera albergar en mí por uno o dos años, estaría enteramente reservado para las constelaciones conspirativas; y, por último, que estaba preparado para resistir sus rayos más potentes. Chancho quedó complacido con mi sensatez –advirtió que trataba con un filósofo– y, en un tono más jovial, me explicó que mi “caso” estaba contenido en los diagramas, místicamente; esos documentos tiznados realizaban, de algún modo, preguntas al libro; y este libro –un libro de inefable antigüedad– era el que, en su condición de oráculo sombrío, daba las inflexibles respuestas. Pero yo no debía enojarme con el libro más que con él mismo, porque... “Claro que no”, respondí, interrumpiéndolo; “el libro sólo dicta los sonidos que están predeterminados por las claves en blanco y negro de los diagramas tiznados y yo no podría enojarme con el libro, porque diga lo que concientemente cree verdadero, más que con una botella de vino o de licor que se resista a darme sólo uno o dos 42

vasos del precioso brebaje que contiene, aunque yo quisiera doce, padeciendo un olvido momentáneo, habitual hasta en las mentes más brillantes, de que yo mismo, diez minutos antes, me lo había bebido casi todo.” Esta comparación, que para un crítico bien despierto podría parecer ligeramente malintencionada, recibió la total aprobación de Chancho en la cañada. Evidentemente creía que no existía ni podía ser concebido por la mente del hombre un estado mental más dispuesto a recibir noticias desastrosas que el que yo tenía entonces. Él experimentaba un pathos intenso a causa de la botella de licor. Yo me encontraba en un estado de excitación intensa (pathos combinado con horror) por la perspectiva del terrible discurso sobre mi vida futura que estaba por caer en mis oídos, catapultado por los diagramas tiznados, desde ese enorme libro de inefable antigüedad. Creo que entramos en conexión magnética. ¡Piensa en eso, lector! ¡Chancho y yo en conexión magnética! ¡Haciéndonos pases mutuos! ¿Qué habría sido de nosotros si de repente nos hubiera dado por echarnos a caminar sonámbulos? Chancho me habría dejado a mí su cañada; y yo habría lanzado a Chancho a una vida errante por la cual la condición poco higiénica y patinosa del astrólogo habría sido descubierta ante los ojos desconcertados de Cambria: El bravo Gloster quedó espantado [o podría haber quedado] en mudo trance. ¡A las armas!, gritó Mortimer [o, al menos, podría haber gritado] y empuñó su lanza trepidante.18

Pero Chancho era mejor hombre de lo que aparentaba. No cedió ni al magnetismo ni al licor envasado; en cambio empezó a leer del libro negro con la entonación de voz más terrible y, en términos generales, correctamente. Por cierto, cometió un grave error: empezó en la mitad de la oración en lugar de hacer43

lo por el principio; pero luego eso surtió un verdadero efecto lírico, además de que estaba disculpado por el licor envasado. Las palabras de revelación profética con las que comenzó fueron las siguientes: “también él [que era yo mismo, se entiende] será pelirrojo.” “Eso sí que es una sorpresa”, dije en voz baja; “las estrellas, parece, pueden mentir como las personas”. “También”, seguía Chancho sin parar, “tendrá veintisiete hijos”. Demasiado horrorizado estaba por la noticia como para emitir palabras de protesta. “También”, gritó Chancho con toda la fuerza de su garganta, “los abandonará”. La cólera restauró mi voz y exclamé: “Eso no es sólo una mentira de las estrellas sino una calumnia; y si es lícito iniciar una acción contra las estrellas, deberán indemnizarme”. Sería vano incomodar al lector con todas las profecías monstruosas que me leyó Chancho. Leía con una furia pítica inquebrantable. Su voz era espantosa: espantosas eran las acusaciones estelares en mi contra, cosas que iba a hacer, cosas que debo hacer: espantosa fue la ira con la que denuncié secretamente toda participación en los actos que estas malignas estrellas me asignaban. Pero siempre me domina la misma candorosa debilidad: cuando un hombre muestra confianza y fe absoluta en cualquier agente o fuerza, carezco de ánimo para desengañarlo o poner en evidencia su imbecilidad. Chancho confiaba –¡oh, cuán enteramente!– en su libro negro de inefable antigüedad. Demostrar que su libro era una estafa y que él era otra, lo habría aniquilado en el acto. En consecuencia, me resigné en silencio a pasar por el monstruo en que Chancho, bajo presión de las estrellas, me había convertido, en vez de alejarme con bronca de ese hombre solitario que, después de todo, no era culpable, pues actuaba en representación ministerial y leía únicamente lo que las estrellas lo obligaban leer. Me levanté sin decir una palabra, caminé hasta la mesa y pagué la tarifa; pues éste es un hecho desagradable que debemos registrar: los astrólogos no dan crédito ni descuentan nada por pagos 44

en efectivo. Le di la mano a Mochinahante; intercambiamos amables despedidas, el sonriéndome benignamente, en un completo olvido de que me acababa de lanzar a una vida de crímenes y tempestades; yo, en respuesta, diciendo secretamente, como la mejor bendición que pude imaginar: “¡Oh, Chancho, que los cielos envíen sobre tí su más selecta lluvia de jabones!”. Cuando emergí al aire libre, le comenté a mi hermosa anfitriona lo del cabello rojizo que el astrólogo miope le había arrebatado a las estrellas para mí y que yo, con permiso de las astros, cedería a Mochinahante para que se confeccionara una peluca compensatoria en sus inminentes días de calvicie. Pero no le dije nada sobre esa abundante provisión de niños con que me había dotado Moch. Me resguardé, por anticipación nerviosa, de la risa inextinguible que, estaba seguro, vendría de su lado; no obstante, cuando llegamos a la salida de la cañada y nos dimos vuelta para despedirnos de la morada astrológica, me vi desbordado por ataques de risa; porque de pronto imaginé un futuro retorno a este receso en las montañas con la joven legión de veintisiete niños. “¿Que yo abandono a estos niños queridos?”, exclamé, “¡lejos de eso! Respaldado por este ejército filial, me sentiré preparado para la misión de vengarme de los astros por las afrentas que me han dirigido a través de Chancho, su siervo. Será como el regreso de los Heráclidas al Peloponeso. La legión sagrada arrasará la “cañada” y yo me encargaré de Chancho; las sucesivas generaciones tomarán posesión militar del “-inahante”, mientras yo me apropiaré de “Moch” (que me imagino debe ser, en la larga palabra, la parte que corresponde a Chancho)”. Mi anfitriona rió contagiada por mi risa; pero tuve la cautela de no permitirle espiar mi visión de la legión sagrada. Porque la mente femenina es, por naturaleza, demasiado proclive a reír. Dejamos la cañada para siempre; y así terminó mi primera visita a un astrólogo, que también fue la última. 45

Lector, ésa fue la verdadera ocasión general de mi único pensamiento sobre la astrología; y antes de mencionar ese pensamiento, agregaré que el impulso inmediato que llevó mi mente en esa dirección fue éste: cuando fui a la mesa donde estaba el astrólogo, para pagar la tarifa, naturalmente me acerqué al libro en folio más de lo que habría permitido la prudencia astrológica. Pero en ese momento acaparaban la atención de Chancho las monedas de plata que tenía delante; las revisó con el cuidado esperable de alguien tan pobre y en un año tan penoso para la fabricación de monedas como el de 1802. Aproveché ese momento de avaricia de Chancho para mirar por sobre la persona del astrólogo, que estaba sentado y se inclinaba completamente sobre el libro. Estaba abierto; y de una mirada advertí que no era un manuscrito sino un libro impreso en caracteres negros. El mes de agosto aparecía como rúbrica al comienzo del ancho margen y debajo de él estaban los días de ese mes en orden sucesivo. “Entonces, Chancho”, pensé, “parece que cualquier persona nacida en el mismo día y la misma hora de agosto que yo, debe tener exactamente mi mismo destino. Pero un rey y un mendigo difícilmente coinciden así. Y puedes estar seguro, Chancho, de que toda la infinita variedad de casos contenidos entre esos dos termini difieren entre sí, en cuanto a la fortuna y los incidentes de la vida, como el rey y el mendigo, aunque no de forma tan notoria.” Esto confirmó mi desprecio por la astrología. Parecía necesariamente falso, falso por un principio a priori, a saber: que las posibles diferencias en las fortunas humanas, que son infinitas, no pueden medirse por las posibles diferencias en los momentos particulares del nacimiento, que son tan obviamente finitas. Esta forma de pensar se vio fortalecida por el hecho de que luego encontré esta misma objeción en Macrobio19. Macrobio puede haber robado la idea; pero sin duda no de mí, como yo, ciertamente, no la robé a él; de modo que hay aquí una concu46

rrencia, por caminos independientes, de dos personas, una de ellas un gran filósofo, con respecto a la misma objeción aniquiladora. Ahora viene mi pensamiento. Ambos, Macrobio y yo, estábamos equivocados. Hasta el gran filósofo debe admitirlo. La objeción es válida contra los astrólogos pero no contra la astrología. Nunca dos acontecimientos coincidieron en cuanto al tiempo. Todo acontecimiento tiene y debe tener una duración determinada; a ésta podemos llamarla su amplitud; y el verdadero locus20 del acontecimiento en el tiempo es el punto central de esa amplitud, que nunca fue ni será idéntico en dos acontecimientos diferentes, aunque, a primera vista, parezcan contemporáneos. Es la mera imperfección de los recursos del hombre para detectar las infinitas subdivisiones del tiempo lo que nos lleva a pensar en dos acontecimientos que concurren, al menos conjeturalmente, en sus puntos centrales. Esta imperfección es demoledora para las pretenciones de los astrólogos; pero la astrología se ríe de ella en los cielos; ¡y la astrología, armada con cronómetros celestiales, es verdadera! Permítanme ejemplificar el caso. No es habitual que una dificultad metafísica pueda limpiarse como la punta de una lanza. Ésta puede. Supongamos que dos acontecimientos ocurren en el mismo cuarto de minuto, esto es, en los mismos quince segundos; entonces, si empezaron exactamente juntos y terminaron exactamente juntos, no sólo tendrán la misma amplitud, sino que, además, las amplitudes coincidirán con precisión en cada una de sus partes y desplazamientos; en consecuencia, el momento central, esto es, el octavo, coincidirá rigurosamente con el centro de cada acontecimiento. Pero supongamos que uno de los acontecimientos, por ejemplo, A, empezó un solo segundo después que el otro, B; entonces, como aún suponemos que tienen la misma amplitud o extensión, A habrá terminado un segundo antes que B; y en consecuencia, los centros serán diferentes, 47

porque el octavo segundo de A será el séptimo de B. Los discos de ambos acontecimientos se superpondrán: A se superpondrá a B en el comienzo y B se superpondrá a A en el final. Ahora, admitamos que, en un caso particular, esta superposición no ocurre y que, en cambio, los dos acontecimientos se eclipsan mutuamente, y una superficie se apoya en la otra tan perfectamente como dos monedas en una apretada rouleau21 de monedas o como una cuchara de postre que encaja en el seno de la otra; en ese caso, el octavo segundo será el punto central de ambos acontecimientos. Pero aquí también surgirá una nueva duda con respecto al grado de rigor en la coincidencia; porque si se divide el octavo segundo en mil partes o sub-momentos, tal vez se encuentre que el centro de A da en el sub-momento 450 mientras que el de B da en el 600. O supongamos, otra vez, que salimos de este apuro: las dos criaturas armoniosas, A y B, corriendo juntas cabeza a cabeza, han dado ambas, simultáneamente, en el verdadero centro de los mil submomentos, que yace a mitad de camino entre el 500 y el 501. Todo esta bien hasta aquí; “todo bien allá atrás”22; pero sigamos adelante, por favor; subdividamos este último centro, que llamaremos X, en mil fracciones más pequeñas. Tomemos, mejor, un tren expreso de fracciones decimales y demos caza a A y B; doy mi palabra de que los alcanzaremos en algún momento u otro del viaje y que los detendremos en el acto mismo de la separación de sus centros, un crimen gravísimo para el ojo de la astrología; ya que es absolutamente imposible que los momentos iniciales, o submomentos, o sub-sub-momentos de A y B, puedan coincidir en forma absoluta. Nunca se oyó de una largada perfecta en Doncaster.23 Ahora, una precisión tan estricta no se requiere en la tierra. Arquímedes, como se sabe, nunca vio un círculo perfecto, ni siquiera, con su perdón, uno decente; porque, sin duda, al lector le consta el siguiente hecho, a saber, que si toma la pieza más perfectamente recortada, en papel o en seda, por los más deli48

cados dedos femeninos, con las más exquisitas tijeras de Salisbury, al examinarla con un microscopio, hallará sus bordes tremendamente desparejos; pero si aplica el mismo microscopio al recorte divino de la corola de una flor, la hallará cortada tan perfectamente y tan suave como un haz de luna. Nosotros en la tierra, repito, no necesitamos esa verdad rigurosa. Por ejemplo, ni tú, mi lector, ni yo necesitamos círculos, excepto cuando practicamos uno en el fondo de un barco porque lo queremos hundir para engañar a la aseguradora; o, para variar, si cortamos uno en la vidriera de una joyería para asaltarla; entonces, a nosotros no nos preocupa tanto si el borde es o no desparejo. ¡Pero eso no sirve para las constelaciones! Los astros n’entendent pas la raillerie24 en asuntos de geometría. El péndulo de los cielos estrellados oscila verdaderamente; y si el tiempo Greenwich del Empyreum25 no puede repetirse en la tierra sin error, un horóscopo es tan quimérico como el movimiento perpetuo o un impuesto razonable. De hecho, en la determinación de la natalidad, errar el verdadero centro por una trillonésima parte de un centillón es tan terrible como apuntar a un blanco y errar el tiro por el espacio de un carruaje con seis caballos. Si no se ha tenido éxito, no importa cuán cerca se ha estado de tenerlo. Y pasar por alto esto es tan absurdo como la respuesta de ese lugarteniente M., al que le preguntaron si tenía alguna relación con otro oficial del mismo nombre: –¡Ah, sí! Una muy cercana. –¿Cuál? –Bueno, verá, yo estoy en el regimiento 50 de infantería y él está en el 49. Y caminaba, de hecho, justo detrás de él. No obstante, a pesar de todo, los horóscopos pueden ser calculados por las mismas estrellas muy exactamente; y estoy convencido de que es así. Quizás hasta se imprimen en forma de jeroglíficos y se publican con la regularidad de un almanaque náutico; el único 49

problema es que no pueden ser reeditados en la tierra por ningún mecanismo pirata de libreros sublunares. La astrología es una ciencia muy profunda o, por lo menos, una muy alta; pero los astrólogos son todos farsantes26. He terminado y estoy orgulloso de mi obra, porque he conseguido tres cosas notables: liquidé a Macrobio; le curé el dolor de cabeza a una dama; y por último, que es lo más importante, expresé mi sincero interés en la prosperidad de un Ateneo recién nacido. Pero el correo del pueblo (un chico, en verdad, que monta un pony) se dispone a partir; y es probable que mi carta llegue demasiado tarde: un peligro del cual, con todos los que asedian mi vida, el desgraciado Chancho olvidó advertirme. 24 de Febrero de 1848

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NOTAS DEL TRADUCTOR Abreviaturas DRAE. Diccionario de la real Academia Española. Marín 1. William Shakespeare, Obras completas, trad. Luis Astrana Marín, México: Aguilar, 1991. Tomo I. Marín 2. William Shakespeare, Obras completas, trad. Luis Astrana Marín, México: Aguilar, 1991. Tomo II. Selections. James Hogg, ed.. Selections Grave and Gay, from Writings Published and Unpublished, by Thomas De Quincey, Edinburgh: James Hogg and Sons, 1853-1860. 14 vols. Works. Grevel Lindop, ed. The Collected Works of Thomas De Quincey, London: Pickering & Chatto, 2000-2003. 21 vols. Writings. David Masson, ed.The Collected Writings of Thomas De Quincey, Edinburgh: Adam & Charles Black, 1889-1890. 14 vols.

1 Publicado por primera vez con el título “Sortilege on behalf of the Glasgow Athenaeum” (Sortilegio en favor de El Ateneo de Glasgow) en el Glasgow Athenaeum Album (Glasgow: James Hedderwick and son, 1848), págs. 9-31. Debajo del título, centrado, aparecía el nombre “Thomas De Quincey”. El ensayo abría el volumen y venía fechado “24 de Feb. de 1848”. El Album estaba “respetuosamente dedicado” a “las Damas de Glasgow,/ generosas patronas/ de todo proyecto que tenga la Ilustración/ y la Elevación Moral/ por objetivo.” El “Prefacio”, fechado en “Glasgow, 18 de marzo de 1848”, explica que “este pequeño volumen ha sido realizado como contribución para la Feria de Damas que tendrá lugar el 22 y el 23 del corriente mes en beneficio de la Biblioteca del Ateneo de Glasgow”. El ensayo fue recogido, con correcciones, en Selections, Vol. IX, Leaders in Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting Them (Líderes de la literatura, con un comentario sobre los errores tradicionales que los afectan, 1858), págs. 261-283. Esa versión modificada es la que traducimos aquí. 2 La ciudad escocesa de Glasgow. 3 En 1846, en Francia, una serie de malas cosechas derivó en una crisis económica general y los alimentos, en consecuencia, fueron racionados. Curiosamente, De Quincey escribió este artículo cuando se desarrollaba en Francia la revolución –en parte detonada por la crisis económica– de 1848. La fecha original del artículo, 24 de febrero, corresponde al día en que abdicó el rey Luis Felipe. 4 En esta obra de William Shakespeare, para casarse con Porcia, Basanio le pide crédito a su amigo Antonio. Quien le proporciona el dinero a Basanio, con la garantía de Antonio, es Shylock, un prestamista judío de Venecia. Y acuerdan que en el caso de que Antonio no pueda devolverlo, deberá dar al judío una libra de su propia carne. Basanio consigue la mano de Porcia, pero la flota de Antonio se pierde en el mar y Shylock quiere cobrarse su deuda, como estipula el acuerdo. Porcia interviene, disfrazada de doctor en leyes, y salva Antonio

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de Shylock, señalando que el acuerdo lo autoriza a extraer una libra de carne pero ni una gota de sangre. Además, prueba la culpabilidad de Shylock por haber querido asesinar a un ciudadano de Venecia. Ver. El mercader de Venecia, Ac. IV, Esc. i., Marín I, págs. 1187-1195. 5 De Quincey está en Mavis Bush Cottage, en Lasswade, en las afueras de Edinburgo, y mira al Oeste, hacia Glasgow. 6 “Pes est caput”, en latín, según la interpretación de De Quincey: “El piojo come la cabeza”. “Esse quam videri”, en latín, literalmente, “ser antes que parecer”. 7 Barmacida: personaje de Las mil y una noches. La historia cuenta que un hombre empobrecido llamado Shakashik pedía limosna un día y fue recibido en la mansión de Barmacida. Éste le invitó un banquete. Pero, para sorpresa de Shakashik, Barmacida sólo le servía platos imaginarios. Shakashik, no obstante, le siguió el juego y fingió comer moviendo la mandíbula y tragando. Pero también fingió emborracharse con el vino que le ofrecía Barmacida y, con la excusa de la ebriedad, le asestó un golpe. Barmacida lo tomó bien y lo felicitó por haberse prestado a la broma. Desde entonces Barmacida y Shakashik fueron buenos amigos y celebraron banquetes por un largo tiempo. 8 En latín, “beneficio”. 9 “dun” es la palabra que traducimos por “deuda”. Designa en registro informal el documento que técnicamente se llama “intimación de pago”. 10 Las Arenas de Goodwin (“Goodwin Sands”) son peligrosos bancos de arena ubicados a cinco millas de la costa de Kent en el sur de Inglaterra. 11 En latín, “al dios le gusta el número impar.” Cf. Virgilio, Églogas, VIII, 75. 12 En francés, “carta blanca”. 13 Cf. Confessions of an English Opium-Eater, ed. Grevel Lindop, (Oxford, 1998), p. 11. 14 “Estoy seguro de que mi palabra escrita refleja la palabra oral que escuché, suponiendo que pronuncien la ch como una gutural céltica; y puedo jurar que tres de las doce letras, a saber: la primera, la décima y la undécima, son rigurosamente exactas. Bastante bien según creo, para un principiante: ¡que sólo el setenta y cinco por ciento pueda estar equivocado!” Esta aclaración figuraba en la primera versión del texto y fue suprimida para las Selections. Works, 16: 297, 298. 15 “X.Y.Z.” es el seudónimo con el que De Quincey publicó las “Confessions of an English Opium-Eater; Being an Extract of the Life of a Scholar” (Confesiones de un opiófago inglés, extractadas de la vida de un intelectual, 1821). Lo utilizó en la publicación de otros textos, como la serie de “Notes from the Pocket-Book of a Late Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago, 1823) y la primera entrega de “On Murder Considered as One of the Fine Arts” (Sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes, 1827). 16 En francés, “apodo”. 17 En latín, “moho”. 18 Cita de Thomas Gray, “The Bard” (El Bardo, 1757), I, 13-14. 19 Macrobio: Ambrosio Teodosio Macrobio (AD 400). Gramático latino, filósofo. Conocido por sus Saturnalia. Cf. la refutación de la astrología en La ciudad de Dios de San Agustín, Libro V.

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20 En latín, “lugar”. 21 En francés, “rollo, paquete de cualquier cosa de figura cilíndrica”. 22 Cf. Charles Dickens, Nicholas Nickleby, (Oxford: Oxford University Press, 1998), p. 50: “All right behind there, Dick?”, cried the coachman.” (“¿Todo bien allá atrás, Dick?”, preguntó el cochero”). 23 Doncaster, en South Yorkshire, es uno de los centros hípicos tradicionales de Inglaterra. 24 En francés, literalmente, “no entienden las bromas”; figurativamente, “son muy quisquillosos”. 25 El meridiano de Greenwich sirve de base para el sistema horario mundial. El “Empíreo” es el “cielo en que los ángeles, santos y bienaventurados gozan la presencia de Dios, fuego espiritual y eterno”. La palabra procede del griego en, en, y pur, fuego, por ser el sitio del fuego puro, eterno, y de las estrellas fijas o astros incorruptibles según el sistema antiguo (DRAE). 26 “Farsantes” por “humbugs”. Cf. infra p. 69, la reflexión sobre este término en “Sobre el estado actual de la lengua inglesa”. 27 Publicado por primera vez con el título “On suicide” en London Magazine, Noviembre de 1823, como una de las “Notes from the Pocket-Book of a Late Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago) firmadas por X.Y.Z. Esta serie de breves notas capitalizaba el éxito que, en años anteriores, habían tenido las Confesiones de un opiófago, firmadas también por X.Y.Z. Cuando en 1853 De Quincey empezó a reunir textos para una edición de sus Selections desarmó la serie y reubicó los textos con un criterio distinto. En la edición de los Writings de De Quincey Masson colocó esta “nota” en el Vol. VIII, Speculative and Theological Essays (Ensayos teológicos y conjeturales), págs. 398-403, por su proximidad con el ensayo Casuistry (Casuística, págs. 310-368). Éste, fundamental para comprender la particular legalidad dequinceana, incluye una reflexión sobre el sucidio entre los casos que no pueden ser juzgados sin una evaluación de las circunstancias particulares en que se inscribe. 28 John Donne (1572-1631). Escritor barroco inglés. Compuso poesía y polémicos tratados teológicos. El Biathanatos fue publicado póstumamente por su contenido controversial. Cf. Jorge Luis Borges, “El Biathanatos”, en Obras Completas, (Buenos Aires: Emecé, 1974), págs. 700-702. 29 Immanuel Kant (1724-1804). Filósofo alemán. La obra citada, La religión dentro de los límites de la mera razón, impresa en Jena, es de 1793. El ataque que allí dirige contra la necesidad de una institución eclesiástica le valió la reprimenda de Federico Guillermo II, quien le prohibió volver a escribir sobre religión en una carta que Kant, luego, hizo pública. De Quincey comenta el caso en "Kant in his miscellaneus essays" (Works, Vol. 7, págs. 59-62). El "autor moderno" al que alude De Quincey es el alemán Karl Friedrich Bahrdt (1741-1792). En System der moralischen Religion zur endlichen Beruhigung für Zweifler und Denker (Sistema de religión moral para la tranquilidad definitiva de escépticos y pensadores, Berlín, 1797), Bahrdt, según Kant, afirma que Jesús buscó su muerte para impulsar el plan divino por medio de un ejemplo vistoso. El comentario y la crítica de esta idea está en una nota del Libro II, Sección II, del citado libro de Kant. Véase La religión den-

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tro de los límites de la mera razón, Traducción, prólogo y notas de Felipe Martínez Marzoa, Madrid, Alianza, 1969, págs. 83-84. 30 Cesare Bonesana, marqués de Beccaria (1735-1795). El más conspicuo representante del iluminismo italiano. Sobre los delitos y las penas, publicada en Livorno (Liorna), en 1764, es su obra capital. Es una crítica del sistema de justicia y, sobre todo, de la aplicación de torturas y la pena de muerte como castigos. El libro engrosó el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia Católica. Fue consultado por todos los librepensadores de la época y traducido a numerosos idiomas. Los comentarios de Voltaire son de 1766 y suelen publicarse con el texto de Beccaria. Curiosamente, el Capítulo XX, “Del Suicidio”, no contiene ninguna referencia a un apólogo del suicidio del siglo XIII. Se menciona, sí, uno del siglo XVII, el “famoso Duverger de Hauranne, abate de Saint Cyran”, que escribió “en el año 1608 un Tratado sobre el suicidio” (Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, Buenos Aires: Heliasta, 1978, págs. 201-203). Saint-Cyran postula que la razón del hombre, al igual que la autoridad pública, puede ocupar el lugar de Dios, ya que mana de su luz, y puede decidir sobre la vida. De modo que, según SaintCyran, “cada cual puede matarse por el bien de su príncipe, por el de su patria y el de sus parientes” (p. 202). El abate concluye diciendo, según Voltaire, “que nos es permitido hacer por nosotros mismos lo que con tanta gloria hacemos por los otros”. Pero nada explícito se dice en el comentario sobre la extensión del argumento al caso de Jesús. 31 En latín, “a primera vista”. 32 En latín, “por analogía”. 33 En latín, “cansancio de la vida”. 34 En latín medieval, “asesino de sí mismo”. 35 Cf. infra p. 119. 36 Publicado por primera vez con el título “Walking Stewart” en London Magazine, Septiembre 1823, como una de las “Notes from the Pocket-Book of a Late Opium-Eater” (Notas del cuaderno de un ex-opiófago) firmadas por X.Y.Z. Cf. nota 27. Reimpreso en Selections, Vol. XII, págs. 1-18. Traducimos la primera edición, reimpresa en Works, Vol. 3, págs. 132-142. 37 John Stewart (1749-1822). Viajero, filósofo y autoproclamado “hombre natural”. De Quincey escribió otro ensayo sobre “Walking Stewart” en su “Autobiografía” para Tait’s Magazine en Octubre de 1840. Cf. Works, Vol. II, págs. 245-249 y 259-60. 38 Gertrude Elizabeth Mara (1749-1833). 39 Stewart, Travels over the most interesting parts of the Globe: to discover the source of Moral Motion: communicated to lead Mankind through the conviction of the senses to Intellectual Existence, and an enlightened Sense of Nature: In the year of man’s retrospective knowledge, by astronomic calculation 5000 (Viajes por las zonas más interesantes del Globo: para descubrir la fuente del Impulso Moral: comunicados para conducir a la Humanidad mediante la convicción de los sentidos a una Existencia Intelectual y un sentimiento ampliado de la Naturaleza: en el año 5000 del conocimiento retrospectivo del hombre según cálculos astronómicos, 1789). Éste es el primero de los 22 libros

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escritos por Stewart que se incluyen en el catálogo de William Thomas Lowndes, The Bibliographer’s Manual of English Literature, containing an account of rare, curious, and useful books, revisado por Henry George Bohn, 6 vols. (1864), vol. II, págs. 2515-17. La lista de Lowndes no incluye ni las ediciones de su poesía ni sus publicaciones en New York en 1796. En Londres, en 1810, se publicó una colección de sus obras en tres volúmenes. En las siguientes notas, cuando se consigna el título de un libro de Walking Stewart se agrega entre paréntesis su traducción t el año de publicación. 40 Stewart, The Apocalypse of Nature, wherein the Source of Moral Motion is Discovered and a Moral System established (El Apocalipsis de la Naturaleza, donde se descubre la fuente del impulso moral y se establece un sistema moral, 1790). 41 Flemático, melancólico y sanguíneo son tres de los cuatro humores (falta el colérico) que, según se creía, determinaban el temperamento de una persona. La referencia a un humor predominante era habitual en las discusiones de la Ilustración sobre el “carácter nacional”. Véase, por ejemplo, Kant, Boebachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen (Consideraciones sobre el sentimiento de lo Bello y lo Sublime, 1764), del cual De Quincey tradujo la sección sobre el “Carácter Nacional” (London Magazine, Abril de 1824), Cf. Works, Vol. 4, págs. 148-159. 42 Ambas palabras, la francesa “hélas!” y la inglesa “alas!”, son interjecciones que expresan preocupación o tristeza, como “¡ay!” en español. 43 Hyder Ali (1772-1782). Gobernante de Mysore, India. En 1763 Stewart llegó a Madras como escritor de la Compañía de las Indias Orientales [East India Company]. En 1765 se convirtió en el intérprete de Hyder Alí, avanzó en servicio hasta ser general y luego solicitó ser relevado de su cargo por haber sido herido en batalla. Pero en lugar de eso, fue arrestado. Consiguió escaparse a nado por un río. Estos datos biográficos no han sido verificados. Se reúnen en W. T. Brande, The Life of John Stewart (1822). 44 Stewart, The Harp of Apollo: exhibiting the Harmonies of the intelligible and universal Laws of Nature, to discipline de human mind in the conformation of the actions of thought to the most probable relations of things, and thereby diminish discord in moral opinion, to direct action to the accomplishment of sensate good, the sole purpose and interest of human existence (El Arpa de Apolo: que exhibe las Armonías de las Leyes de la Naturaleza inteligibles y universales, para disciplinar la mente humana adaptando las acciones del pensamiento a las relaciones más probables con las cosas, de modo que disminuya la discordancia en la opinión moral y la acción pueda orientarse al logro del bien perceptible, el único propósito e interés de la existencia humana, 1815). De Quincey equivoca el título al sustituir Arpa por Lira. 45 Stewart, The Sophiometer, or, Regulator of Mental Power: forming the nucleus of the Moral World, to convert talent, abilities, literature, and science, into thought, sense, wisdom, and prudence, the God of Man; to form those intermodifications of good and evil, whose preponderancy marks the characters of virtue and vice, by John Stewart, the only man of nature that ever

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appeared in the world; in the 7000th year of astronomical history and the first day of intellectual life or moral world, from the era of his work (El sofiómetro o Regulador del Poder Mental: que forma el núcleo del Mundo Moral, para convertir el talento, las habilidades, la literatura y la ciencia, en pensamiento, sentido, sabiduría y prudencia, el Dios del Hombre; para dar forma a esas intermodificaciones de bien y mal cuya preponderancia define los temperamentos virtuosos y viciosos, por John Stewart, el único hombre natural que vino al mundo; en el año 7000 de la historia astronómica y el primer día de la vida intelectual o mundo moral en la era de su obra, 1815). 46 Cuando Wordsworth escribió el panfleto Convention of Cintra (La Convención de Cintra, 1809), con el fin de protestar contra los términos de la evacuación francesa de Portugal, De Quincey lo asistió con la puntuación y viajó a Londres para seguir el trabajo en la prensa. Para el panfleto escribió De Quincey una nota sobre el Sitio de Zaragoza, que Wordsworth rechazó, y un epílogo sobre la correspondencia de Sir John Moore (1761-1809), que se publicó como Apéndice. 47 Hamlet, Ac. II, Esc. ii, vv. 379-380. "Yo sólo estoy loco con el Nornorueste; cuando el viento es del Mediodía, sé discernir un halcón de una garza." (Marín II, pág. 243). 48 Nabu-nazir, rey de Babilonia. Reinó del 747 al 733 aC. En su tiempo se introdujo un nuevo calendario. 49 En latín, “desde la fundación de la ciudad”. El Imperio Romano medía el tiempo a partir del dato tradicional de la fundación de la ciudad de Roma (753 aC). 50 En árabe, “fuga para huir del peligro”: refiere al viaje forzado de Muhammad desde la Mecca a medina en 622. Los musulmanes miden el tiempo desde el año de la Hégira. 51 En latín, “era”, “época”. 52 El monte Cáucaso está en Rusia. Biledulgerid es un desierto en Turquía. 53 En griego, “portadores de antorchas”. Los que llevan las antorchas en los Juegos Olímpicos. 54 John Dryden (1631-1700). El verso (“Great wits are sure to madness near allied,/ And thin partitions do their bounds divide”) pertenece a Absalom and Achitophel (1681), I, 163-164. Se traduce: “los grandes genios sin duda están aliados con la demencia,/ y son borrosos los límites que separan sus territorios”. 55 John Wilson (1785-1854). Colaborador de Blackwood’s Magazine; profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Edinburgh en 1820. Amigo de De Quincey. 56 Wordsworth, “Composed upon Westminster Bridge, September 1802” (Compuesto en el Puente de Westminster, en Septiembre de 1802), 13-14: “Dear God! the very houses seem asleep;/ And all that mighty heart is lying still!” (“¡Dios mío!, las casas mismas parecen dormir;/ y ese corazón poderoso aún descansa”). 57 En griego, “primera falsedad”. 58 Publicado por primera vez con el título “French and English Manners” en Instructor, V, 1850, págs. 33-5. Texto revisado en Selections, Vol. IX, Leaders in Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting Them (Los líderes de la literatura, con un comentario sobre los errores tradicionales que los afec-

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tan, 1858), págs. 98-107. Traducimos la primera versión, reproducida en Works, Vol. 17, págs. 43-48. 59 De Inverness, en el norte de Escocia. 60 John Scott (1783-1821). Periodista escocés, editor de la London Magazine 1820-1821. Publicó A Visit to Paris en 1815. 61 En francés, “diligencia, solicitud, cuidado”. 62 En francés, “habladuría o murmuración propia de comadres”. “Commère” significa “comadre”. 63 En francés, "mesa de huésped", es decir, la "mesa redonda en hospedajes, fondas, etc." 64 Marguerite Gardiner (1789-1849), Condesa de Blessington. Novelista irlandesa, autora de Conversations with Lord Byron, 1834. En The Idler in France (Una paseante en París, 1841) se encuentran opiniones de esta índole pero no la cita textual. 65 Publicado por primer vez con el título “On the Present Stage of the English Language” en Instructor, VI, 1850, págs. 97-101. Reapareció con el título “Language” primero en Selections, Vol. IX (1858) y, luego, con el mismo título en Writings, Vol. X, “Literary Theory and Criticism” (Teoría y crítica literarias), págs. 246-263. Aquí traducimos la primera edición, reproducida en Works, Vol. 9, págs. 56-68. 66 “seeking ‘for better bread than is made of wheat’”. Cf. El Quijote. La primera aparición del proverbio está en la Primera Parte, Capítulo VII, cuando la sobrina le pregunta a don Quijote: “¿No será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trastrigo” (Buenos Aires: Huemul, 1983, p. 59). Reaparece en la segunda parte de la novela (Cap. LXVII), cuando Sancho rechaza con refranes la conversión pastoral que anhela don Quijote, y dice: “... no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas” (Idem 835) para referir sus “castos deseos” de fidelidad a su esposa. La expresión popular “buscar pan de trastrigo”, es decir, “pan mejor que el de trigo”, significa, según Corominas, “buscar algo difícil o imposible sin necesidad”. Era popular antes de su aparición en El Quijote; se registra en Berceo y en el Arcipestre de Hita, entre otros. 67 “Ignore”, en inglés, “ignorar” se empleaba y se emplea en el vocabulario jurídico para los vetos y recusaciones de los proyectos de ley. 68 La frase, en inglés: “What on earth could the clause mean?” 69 El comentario de De Quincey concierne a la palabra “humbug”, que refiere tanto, según el Merriam-Webster Dictionary, a “algo ideado para engañar o confundir” como a “una persona que es deliberadamente falsa, engañosa o insincera”. Un humbug es un farsante, un impostor. Nuestro “chanta” recubre algo de ese significado y posee propiedades idiomáticas intransferibles. Ver el uso de humbug en la conclusión de “Sortilegio y astrología” p. 36. 70 En inglés, existe el adjetivo “rhadamanthine”, que significa “rigurosamente estricto o justo, a la manera de Radamantis”. Radamantis era un héroe cretense a quien el folclore griego celebraba por su prudencia y justicia. Se le atribuía la organización del código cretense. Después de su muerte fue llamado a los infiernos para juzgar a los muertos junto con Minos y

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Éaco, hijos de Zeus como él. La palabra entró en circulación hacia 1840. 71 Benjamin Feurchtegott Balthasar Bergmann, autor de Nomadische Streifereien unter den Kalmüken in der Jahren 1802 und 1803 (1804-5), traducido al francés como Voyage de Benjamin Bergmann chez les Kalmuks. Traudit de l’ allemand par M. Moris (1825), que fue la fuente del texto de De Quincey “Revolt of the Tartars” (La revuelta de los tártaros). 72 En latín, “es alabado pero hiela”. Cita de Juvenal, Sátiras (I, 74). 73 En latín, “pelota de juego”. 74 Carmina, II, 4. 75 Edward Gibbon (1737-1794), autor de History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Declinación y caída del Imperio romano, 1776-88). 76 En griego, “de otra lengua”. 77 En el original “outside barbarians”. 78 Johann August Ernesti (1707-1881), erudito en cultura clásica y teólogo. “Facetus”, en latín, “ingenioso”. “Nostro periculo”, “a nuestro riesgo” o “por nuestra cuenta”. 79 “brizna de paja”, es decir, “cosa sin importancia”. Cf. Shakespeare, Hamlet, Ac. IV. Esc. IV. 55. 80 Oliver Cromwell (1599-1658); Jules Mazarin (1602-1661), cardenal francés y hombre de estado. 81 Jean Baptiste Cant Hanet-Cléry (1759-1809), ayuda de cámara de Luis XVI, autor de Journal de ce qui s’est passé à la tour du Temple pendant la captivité de Louis XVI (Diario de lo ocurrido en la torre del Templo durante la captura de Luis XVI, 1798). El viejo Pistol, personaje de Shakespeare en Enrique V. La frase citada, en el Ac. II, Esc. I, 100. Marín I, pág. 582. 82 Johann Heinze (1717-1790), filólogo alemán; Christian Wolff (1679-1750), filósofo alemán, matemático y científico. 83 En alemán, “conocimiento” (Weisheit) del “mundo” (Welt). 84 En latín, “¡que la posteridad lo crea!”. 85 El “norteamericano” es James E. De Kay y el libro citado: Sketches of Turkey in 1831 and 1832. By an American (New York: J. & J. Harper, 1833). 86 Horacio, Ars Poetica, I, 48. La palabra “iunctura”, cuya idea es central para la poética de Horacio, ha sido traducida por “composición”, “trabazón”, “asociación”, “conexión”. Reaparece en el Vol. 242. 87 Del griego, “bestia grande”. En 1856, el paleontólogo Richard Owen le dio este nombre a un enorme mamífero de la era del Pleistoceno cuyos restos fósiles habían sido descubiertos en Brasil en 1789. 88 En latín, “esfuerzo”. De “nitos”, “apoyarse en”. 89 En el original “accomodation”. 90 Cf. Shakespeare, Enrique IV, 2a Parte, Ac. III, Esc. II, 84 y ss. 91 De Quincey nunca escribió este segundo ensayo. 92 Publicado por primera vez con el título “Theory of the Greek Tragedy” en Blackwood’s Magazine, XLVII, Febrero de 1840, págs. 145-53. Esa es la versión que traducimos aquí según la reproducción de Works, Vol. II, págs. 489-501. Una versión revisada, con pocas variantes, apareció en Selections Vol. IX, Leaders in

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Literature, with a Notice of Traditional Errors Affecting them (Líderes de la literatura, con comentarios sobre los errores tradicionales que los afectan, 1858), págs. 54-75. En carta del 10 de julio de 1839, De Quincey prometió enviar a Blackwood este artículo -con el título “Eurípides”- al día siguiente. El 23 de diciembre escribió a la revista preguntando cuándo iba a salir porque quería referirse en otro ensayo a sus comentarios sobre la moral de la tragedia griega. En esa misma carta señaló que “el ensayo necesita más desarrollo. Pero es, de hecho, la fundación de una teoría, sin la cual, estoy convencido, no puede entenderse la tragedia griega.” 93 Aristófanes (c. 448-c. 338 AC). Dramaturgo cómico griego. Las ranas y Lisístrata se cuentan entre sus obras más célebres. 94 .1 La “primera época dramática”: el teatro “isabelino” de William Shakespeare (1564-1616), Francis Beaumont (1584-1616) y John Fletcher (1579-1625), Ben Jonson (1572/3-1637), etc. El ascenso político de los puritanos, tras la caída de la monarquía, impuso, en 1642, la clausura de los teatros. Los actores que tomaran parte de obras dramáticas, por decreto oficial, serían castigados “como delincuentes”. La clausura rigió dieciocho años, hasta la Restauración de 1660, cuando Carlos II otorgó permisos a dos dramaturgos para que montaran sendas compañías teatrales. 94 .2 Doctor Johnson: Samuel Johnson (1709-84), el crítico inglés más importante del siglo dieciocho, publicó en 1765 una edición de la obra de Shakespeare en ocho volúmenes, a la que adjuntó un prefacio donde se lee, por ejemplo: “La nación inglesa, en el época de Shakespeare, estaba luchando para salir de la barbarie”. Johnson escribía luego de la recuperación de la preceptiva clásica, que había hecho ver las obras del teatro isabelino y jacobeo como obras desordenadas, irracionales o, según la terminología que el propio Doctor Johnson recoge en su Diccionario (1755), “románticas”. 95 Menandro (342-292 AC). Poeta y escritor cómico ateniense, característico del escenario histórico posterior a la caída de Atenas (404 a. c.). En rigor, como señala Jaeger en Paideia (Buenos Aires: FCE, 1993) al estudiar la relación entre el nuevo escenario y la producción artística, la prosa ganó entonces protagonismo frente a la poesía (modalidad que incluye el teatro). En este contexto “... sólo adquieren gran relieve la figura de Menandro y la influencia del nuevo tipo de comedia de este autor y de sus colegas de la segunda mitad del siglo IV. Era la última manifestación de la poesía griega dirigida al gran público: no ciertamente a la polis, como su predecesora, la antigua comedia y la tragedia de los grandes tiempos, sino a la sociedad culta, cuya vida e ideas refleja.” (385-386). 96 William Congreve (1670-1729). Dramaturgo de la época de la Restauración (1660-1702), contemporáneo de Dryden. Entre sus obras más conocidas están las comedias Love for Love (1695) y The Way of the World (1700). Los argumentos contra el teatro, de inflexión moral, que llevaron a la clasura de 1642 (ver nota 94.1), recrudecieron en esta época. Congreve fue uno de los más denodados impugnadores de dichos argumentos. 97 En latín, “toda la nación es una comedia”. Juvenal escribió (Sátiras, III, 100): “natio comoeda est”, es decir, “en la nación son todos comediantes”. En la come-

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dia antigua los actores vestían trajes esterotipados para indicar su condición. 98 Cf. Shakespeare, Hamlet, Ac. II, Esc. ii y Ac. III, Esc. ii., Marín II, págs. 219-288. 99 De Quincey, que estaba en Londres el 25 de febrero de 1809, pudo presenciar los momentos finales de este incendio que destruyó el Teatro Drury Lane. 100 En latín, “de un salto”. 101 En el original “human character”. Lo traducimos siempre por “personaje”. 102 Medea: hija de Eetes, rey de Cólquide. Es el prototipo de la hechicera (desciende, precisamente, de Circe). Prometió ayuda a Jasón para obtener el vellocino de oro, si aceptaba casarse con ella. Así fue y, obtenido el botín, se embarcó con los argonautas. Jasón y Medea tuvieron dos hijos. Vivieron felices en Corinto hasta que el rey Creontes quiso casar su hija con Jasón, el héroe. Para conseguirlo, desterró a Medea. Pero antes de que se cumpliera la orden, la hechicera ejecutó una venganza. Por intermedio de sus hijos envió a la novia, como obsequio, un vestido envenenado: al ponérselo, la novia murió quemada por un fuego misterioso. Contra Jasón, Medea mató a sus propios hijos. De Quincey alude aquí a la Medea de Eurípides. Jordan comenta que “el ejemplo es desafortunado. Si la mayoría de los protagonistas griegos son representados en estados de pasión que dejan poco margen para la duda o el desarrollo, Medea no es uno de ellos” (Thomas De Quincey, Literary Critic, New York: Gordian Press, 1973, p. 183). 103 En latín, “ante el pueblo”. Por lo que sigue, es evidente que De Quincey alude a la Poética de Horacio (I, 185), donde se mencionan actos que la tragedia no debe representar sino describir. 104 En francés, “cuadros vivos”. 105 Cornelio Agripa de Nettesheim (1486-1535). Ocultista alemán, autor de De Occulta Philosphia Libri Tres (1529). 106 August Wilhelm von Schlegel (1767-1845) y su hermano menor Friedrich von Schlegel (1772-1829). Críticos y filósofos alemanes, teóricos del primer romanticismo. Hay observaciones sobre el destino en la tragedia griega en las Conferencias sobre literatura y arte dramático dictadas por A. W. Schlegel en 1808. 107 Cf. Agamenón, la primera obra de la trilogía La orestíada. Casandra, hija de Príamo y Hécuba, tenía el don de ver el futuro, y la maldición de que nadie le creyera. Fue capturada por Agamenón en la guerra de Troya y asesinada por Clitemnestra. 108 “mutable distinctions”: cita del soneto XXII de William Wordsworth, “Hail, Twilight, Sovereign of one Peaceful Hour” (“Salud, ocaso, rey de una hora tranquila”, 1815). 109 Los persas (472 aC) de Esquilo toma acontecimientos de las guerras persas (490-79 aC), en las que Grecia combatió. Esquilo luchó en la batalla de Maratón (490 aC), donde Darío, el rey persa (del 521 al 486 aC), fue derrotado. Jerjes, el hijo de Darío, lo sucedió en el trono. En la obra de Esquilo el coro invoca al fantasma de Darío, quien interpreta la reciente derrota de los persas, bajo dominio de Jerjes, en Salamis, como castigo de la arrogancia de su hijo. Los persas también sufrieron graves derrotas en Termópilas.

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110 Existe una obra anónima titulada The Famous Tragedie of King Charles I. Basely Butchered (La famosa tragedia de Carlos I. Vilmente asesinado, 1649), la cual De Quincey, acaso con otra información sobre su fecha, atribuye a John Banks (c. 1650-c. 1700), un dramaturgo de la época de la Restauración cuya bibliografía no incluye un Carlos I. 111 “brutum fulmen”, en latín, “rayo irracional”, (Plinio, Historia Natural, II. 113); “Non quinto brevior, non sit productior, actu fabulae”, en latín, “Que no sea una obra ni más extensa ni más corta que cinco actos”, (Horacio, Arte Poética, II. 189-90); “stet pro ratione voluntas”, en latín, “que esté mi voluntad en lugar de mi razón”, ( Juvenal, Sátiras, VI. 223). 112 Los Heráclidas (es decir, los hijos de Heracles) es una obra de Eurípides fechada, aproximadamente, en el 430 a.C. 113 En rigor, la escena de Los Heraclidas está ubicada en un templo de Zeus, en Maratón. 114 Euristeo. 115 De Quincey escribe “particular tenses”. 116 Publicado por primera vez con el título “System of Heavens, as revealed by Lord Rosse’s Telescopes” en Tait’s Edinburgh Magazine, en Septiembre de 1846, como reseña del libro Thoughts on some Important Points relating to the System of the World (Algunas ideas relacionadas con elementos importantes del sistema del mundo). Por J. P. Nichol, LL. D., Profesor de Astronomía de la Universidad de Glasgow. El editor del libro era William Tait, propietario de la revista en que apareció la nota; y el autor, John Pringle Nichol (1804-1859), un amigo de De Quincey, acaso el más cercano en Glasgow. El texto fue reeditado, con muchas modificaciones, en Selections y luego recogido, sin variantes, por Masson, para la edición de los Writings, Vol. VIII, Speculative and Theological Essays (Ensayos teológicos y conjeturales), págs. 1-34. Esta versión es la que traducimos aquí. 117 Una traducción del breve ensayo de Kant, “Die Frage, ob die Erde veralte, physikalisch erwogen” (La cuestión de si la Tierra envejece, físicamente considerada”, 1754), realizada por De Quincey, fue publicada con el título “Kant on the Age of the Earth (Kant y la Edad de la Tierra) en Tait’s Magazine en noviembre de 1833. Cf. Works, Vol. 9, págs. 303-322. 118 Patrick Brydone, Tour through Sicily and Malta, 1773. 119 Giuseppe Recupero (1720-1778). Canónigo de la Iglesia Católica Romana y profesor de historia natural. En 1755, luego de la erupción del monte Etna, publicó Discorso storico sopra l’acque vomitate da Mongibello, e suoi ultimi fuochi avvenuti nel mese di marzo del corrente anno MDCCLV (Catania, Pulejo, 1755). 120 En latín, “Tierra”. En la cultura romana, es la diosa Tierra. De Quincey conserva la mayúscula en Earth (Tierra) para jugar con esa personificación. 121 En francés, “picardía”. 122 Afelio, en astronomía, “punto en que la órbita de un planeta dista más del sol” (DRAE). “¡Fuelle roto!”: “Bellows to mend!”. Masson invita a confrontar este pasaje con el poema en latín de Milton “Natura non pati Senium” (la naturaleza no sufre la vejez) que maneja un conjunto de imágenes afines con el texto

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dequinceano. La tesis del poema es que Dios ha establecido una dinámica para la tierra y una legalidad que sólo puede interrumpir el fin de los tiempos. Hasta tanto ese fin no llegue, la tierra conservará la “series justissima rerum”, “el orden justísimo de las cosas”. 123 Swift, Gulliver Travels. “Quinbus Flestrin”, en liliputiense, “hombre montaña”, se le aplicaba a Gulliver. 124 Cita del salmo noventa en la versión que aparece en el rito funerario del viejo Anglican Book of Common Prayer de 1662. En la Biblia de Jerusalén, se lee: “Tu devuelves al polvo a los hombres,/ diciendo: ‘Volved, hijos de Adán’./ Pues mil años a tus ojos/ son un ayer que pasó,/ una vigilia en la noche.” 125 “Hers is the wedding-garment, hers is the shroud”: cita de Coleridge, “Dejection: an Ode” (Abatimiento: una oda”), 49. 126 Renacimiento, regeneración (pálin, “de nuevo”, y génesiq, “nacimiento”). 127 “Y unza al yugo zorras y ordeñe machos cabríos”. Églogas, III, 91. 128 En latín, “por analogía”. 129 La carrera de caballos tradicional más antigua de Inglaterra, disputada en St. Leger, Doncaster. 130 El diálogo se registra en la Vida de Johnson que dejó Boswell. James Burnett, Lord Monboddo (1714-1799) era un antropólogo escocés. Escribió On the Origin and Progress of Language (Sobre el origen y el progreso del lenguaje, 1773-1792). 131 William Parsons (1800-1867), tercer Conde de Rosse, comenzó sus experimentos e investigaciones sobre el telescopio en 1826. Durante años se concentró en la construcción del espejo metálico más perfecto posible. En 1842 dio a conocer sus resultados. El espejo de Lord Rosse, por sus dimensiones, la perfección de su forma y la lisura de su superficie, superaba todo lo anterior en la materia. El imponente telescopio de 20 toneladas, en que se ensambló el nuevo espejo, fue instalado en el parque Lordship de Parsontown, en el Condado del Rey, a un costo de 30.000 libras. Antes de que apareciera, en 1846, el artículo de De Quincey, ya se habían comentado en todas partes las virtudes del telescopio del Dr. Rosse y sus maravillosos aportes a la astronomía: la definición de nebulosas, el descubrimiento de nuevas estrellas binarias y trinarias, etc. 132 En francés, “tablado”. 133 En latín, “la encontró de ladrillo y la dejó de mármol.” Cita de Suetonio, Los doce Césares, “Augusto”. 134 Cf. la discusión sobre “si los animales cometen suicidio alguna vez” en la última parte de “Sobre el suicidio”. 135 Paráfrasis de “Come, and I will show you what is beautiful” (“Ven, y te enseñaré qué es bello”), primer verso del Himno IV de los Hymns in Prose for Children (Himnos en prosa para niños, 1781), de Anna Laetitia Barbauld (1743-1825). En la primera versión de “El sistema de los cielos” De Quincey desarrolla en párrafo aparte esta reescritura. Cf. Works, Vol. 15, págs. 402-403. 136 La cabeza de Memnón: es lo que queda de un coloso egipcio que estaba en un jardín funerario de Tebas. Se dice que lo rompieron los ejércitos de Napoleón cuando quisieron trasladarlo. En 1816 el ingeniero Belzoni ideó un sistema

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hidráulico que permitió llevarla desde Tebas a Londres. Actualmente está en el Museo Británico. Se la conoce como el “Memnón menor” (“younger Memnon”). 137 El mapa en el cual basa De Quincey su lectura del “espléndido fantasma” de la nebulosa de Orión, está en el libro del Doctor Nichol. Lo reproducimos en la pág. 123. 138 En El paraíso perdido (II, 726 y ss), de John Milton, parodiando el nacimiento de Atenea, que nace de la cabeza de Zeus, el personaje Pecado, una mujer monstruosa (“Sin”, “Pecado”, en inglés, es femenino), dice haber nacido de la cabeza de Satán; y que fue éste quien le dio su hijo Muerte (“Death”, en inglés, posee género masculino). En el libro X, luego de la caída del hombre en la tentación, Satán regresa a su morada atravesando el espacio y se topa, triunfante, con su hija-esposa Pecado y su hijo Muerte. 139 Esta nota fue agregada en la versión corregida de “El sistema de los cielos” 140 En Latín, “y con olfato agudo/ percibió el aire sucio y contaminado de cadáveres”. Cita aproximada de Farsalia, VII, 829-30. 141 Paraíso perdido, X, 267-8 y 272-81. Traducción nuestra. 142 “a vision ‘to dream, not to tell’”. Cita de Coleridge, “Christabel”, I, 253. 143 William Herschel (1738-1822) y John Herschel (1790-1871). Este último investigó la región sur del cielo con el telescopio de su padre entre 1825 y 1838. 144 Cf. “Apocalipsis”, V, 1-10. 145 En el original, "world". Aquí empleamos la palabra "mundo", que debe entenderse no sólo como un cuerpo celeste sino como un conjunto de dichos cuerpos, como una constelación o una nebulosa. La palabra "world" tiene casi las mismas limitaciones de significado que la palabra "mundo", pero probablemente se usara en el lenguaje científico de la época para referir a un conjunto de cuerpos celestes. 146 En latín: “esse”, “ser”; “posse”, “poder” (posibilidad). Es la distinción aristotélica entre ser “en acto” y ser “en potencia”. 147 Friedrich Wilhelm Bessel (1784-1846), astrónomo alemán. 148 Tycho Brahe (1546-1601), astrónomo danés que determinó la posición de 777 estrellas antes de la invención del telescopio; Gian Domenico Cassini (1625-1712), astrónomo francoitaliano que midió el período rotativo de Marte y Júpiter; Jeremy Horrox (1617-41), astrónomo inglés que aplicó a la luna las leyes del movimiento de Kepler; James Bradley (1693-1762), astrónomo inglés que descubrió anomalías en la luz estelar causadas por el movimiento de la tierra. 149 Pulkovo, el observatorio ruso al sur de San Petersburgo (hoy Leningrado) fue construido en 1834-1839. Su telescopio era en 1839 el más grande del mundo. Andrew Ure (1778-1857) trabajó en la instalación del observatorio de Glasgow en 1809 y se desempeñó en él como astrónomo. 150 El nuevo observatorio se terminó en 1846. 151 Omar bin Khattab, segundo Califa del Islám. 152 Jacob von Frauenhofer (1787-1826), un físico y óptico alemán que sentó los fundamentos de la espectroscopía. El nombre “Frauenhofer” puede leerse como “cortejador de mujeres”; de ahí el juego con “Frauendevil”, es decir, el “diablo de las mujeres”.

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153 Jacob, hijo de Isaac y Rebeca en el Génesis. El “pozo de Jacob”, según el evangelio de San Juan (IV: 1-41), es el lugar de Samaría en que Jesús inició la conversión de los samaritanos ofreciéndole a una mujer el agua de la vida eterna. 154 Cf. San Juan, IX: 4. “Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar”. 155 Veáse nota 56. 156 En latín, “base, fundamento”. 157 La lista de Lloyd era un sistema de clasificación de barcos que se instauró en 1760. 158 Amrán es el padre de Aarón y Moisés (Exódo, 6: 20). Los cayados de ambos hijos de Amrán recibieron poderes de Dios. Pero aquí, por la figura que sigue, alude al cayado de Moisés. Cf. Éxodo 14:16. “Y tú [dice Yahvé a Moisés] alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los israelitas pasen por medio del mar, en seco.” 159 Jan Swammerdam (1637-1680). Naturalista holandés. 160 En español en el original 161 Ana (1665-1714) fue reina de Inglaterra desde 1702 hasta su muerte. Edmund Halley (1656-1742), el científico inglés que descubrió el cometa que lleva su nombre. 162 “Major”, en inglés, es “alcalde”. El día del Señor Alcalde se celebra en Londres el 9 de noviembre, en recuerdo de su inauguración. La ceremonia incluye un desfile que ya era tremendamente vistoso cuando De Quincey escribió este texto. 163 En francés, literalmente, “fuego de la alegría”. Se le decía así a las hogueras o fogatas encendidas en las fiestas públicas, precursoras de nuestros fuegos artificiales. 164 The Vicar of Wakefield (1766), célebre novela de Oliver Goldsmith (17301794) sobre las desgracias que a asolan a la familia de un pastor. 165 En griego, transcripción, “el todo no tiene principio ni final”. 166 Jean Paul Friedrich Richter (1762-1825). Escritor alemán muy alabado por De Quincey. Éste había publicado una traducción del texto de Richter “Traum über das All” (Sueño sobre el Todo, 1820-22), con el título “Sueño sobre el Universo”, en la la London Magazine, en marzo de 1824. Cf. Works (London: Pickering & Chatto), Vol. 4, págs. 59-63. La versión con que concluye "El sistema de los cielos" es una variación muy abreviada. 167 Este es uno de dos fragmentos que se encuentran en la colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York, escritos en tinta negra sobre papel de 185 mm., color crema, sin marca de agua. El que traducimos aquí (Works 2: 326-7) corresponde a la Parte II de las Confesiones de un Come-Opio inglés. Empieza con material ya conocido para el lector de esa obra, pero luego narra un episodio que el texto publicado no incluye. En la traducción hemos suprimido las variantes. 168 Una posesión francesa en Holanda, la ciudad fortificada de Bergen-opZoom, resistió repetidos ataques durante las guerras napoleónicas y se transformó en un sinónimo de invulnerabilidad. De Quincey indica que en la jerga universitaria se aplicaba a una persona muy estúpida, “impermeable a cualquier razonamiento o argumentación”.

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