d60b26b948b85d49fcfbf95c1ddfd879 Direction

ENTONCES: ¿PONGO…., O NO PONGO PEDAL? (FANTASÍA HERMENÉUTICA sobre la compasión) POR: ROBERTO RUIZ GUADALAJARA “-¿Quién

Views 223 Downloads 120 File size 394KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

ENTONCES: ¿PONGO…., O NO PONGO PEDAL? (FANTASÍA HERMENÉUTICA sobre la compasión) POR: ROBERTO RUIZ GUADALAJARA “-¿Quién es?- preguntó la amada desde adentro. - ¡Soy tú! -. Y la puerta se abrió inmediatamente.” Attar de Neishapur En una de las aulas de una de las más importantes y prestigiosas escuelas de música de Nueva York, una de las más reconocidas maestras de piano del mundo intenta explicarle a una virtuosa alumna china una de las obras para piano más complejas del compositor alemán Robert Schumann. El nombre de la escuela: Manhattan School of Music; el nombre de la maestra: Nina Svetlanova; el nombre de la obra del compositor alemán: Carnaval Op. 9; el nombre de la alumna china: es mejor omitirlo, porque la historia que voy a contar no le favorece. La historia es verídica, me la narró un testigo presencial de la misma, Juan Pablo Horcasitas, quien es un joven y excelente pianista mexicano recién graduado en la escuela mencionada, y alumno también de la maestra Ninna Svetlanova. Pero la historia no sólo es verídica, es también representativa de una realidad a la que me quiero referir como punto de partida para la reflexión hermenéutica en relación con la compasión en la interpretación musical que es el motivo de esta ponencia. Pero siendo ésta una historia que refleja, como muchas otras, una realidad muy común en el ámbito de la interpretación musical, me interesa más que otras porque sucedió precisamente en una de las más importantes escuelas de música de Nueva York, a una de las más reconocidas maestras de piano del mundo, con una alumna que no sólo era virtuosa sino que también era china (lo cual en nuestros tiempos es casi sinónimo) y con una de las obras para piano que más posibilidades ofrecen para entender las intenciones que llevaron a su creador, Robert Schumann, a componerla, el Carnaval Op. 9. Vayamos por partes. La maestra Svetlanova, que ha seguido atentamente la ejecución de la obra mencionada con la partitura de la misma abierta sobre sus piernas, interrumpe la virtuosa ejecución de la pianista china justo en aquel fragmento del Carnaval que lleva el nombre de Chiarina, para explicarle a su alumna lo siguiente: que Robert Schumann fue un compositor alemán nacido en 1810, lo cual significa, entre otras cosas, que el destino le deparó la suerte de vivir en un siglo en el que el fenómeno del solista virtuoso que deslumbraba con su técnica y su prodigiosa ejecución a las multitudes (fenómeno iniciado por la figura del violinista Nicoló Paganini), se va a extender a lo largo y ancho del mundo musical europeo. Czerny, Cramer, Thalberg, Tausig, Liszt, Mendelssohn, Chopin, Wieck, entre otros muchos etcéteras, son sólo algunos de los nombres de los tantos virtuosos que con sus ejecuciones causaron furor en los salones donde se codeaban la decadente aristocracia del siglo XIX y la cada vez más próspera burguesía europea. El mismo Robert Schumann estaba llamado a ser uno de esos tantos virtuosos, pero su excesivo celo por alcanzar la perfección técnica lo llevó a utilizar un aparato que lo único que le dejó fue una irreversible parálisis por anquilosamiento del dedo anular de su mano derecha y una depresión que, aunada a sus tendencias naturales a los desequilibrios psíquicos, casi lo llevan a la locura, razón por la cual se dedicó más a componer que a tocar. En 1834, Schumann, quien además tenía no poco talento para la pluma, publica en colaboración con otros artistas y poetas el primer número de la que sería una de las gacetas de crítica musical más importantes de

su tiempo, la Neue Zeitschrift für Musik. En ella, el compositor y sus partidarios musicales se asumen como la Davidsbündler (Cofradía de David): “encargados de abatir mortalmente a los ‘filisteos’ de la música y las demás artes….En cada artículo, en cada frase, los autores hostigan a lo falso, al relumbrón, a la “hipocresía”, a la fealdad y a los polígrafos de oropel”. “Uno tras otro”, artistas como “Cramer, Czerny, Thalberg, Ruckgaber, Meyerbeer, son denunciados como pedantes, timoratos, conservadores, con un lenguaje parecido al de los mejores ejemplos de la literatura satírica. Frente a los enterradores del verdadero arte, los jóvenes románticos –y Schumann el primero- tratan de proteger al pasado contra la rutina o el virtuosismo excesivo, proporcionando una total ayuda a las novedades estéticas encaradas con el futuro.” Ese mismo año, y llevado por el mismo entusiasmo literario, Schumann inicia la composición de su Carnaval Op. 9 (la obra que la maestra Nina Svetlanova intentaba explicarle a la virtuosa alumna china). Dicha obra es un conjunto de veinte pequeños cuadros musicales, los cuales llevan nombres descriptivos relacionados con situaciones o personajes, ficticios o reales, como los de un baile de máscaras (hay que recordar que Schumann, inspirándose en el final de la novela de Jean Paul Richter, Die Flegeljahre, en donde precisamente se narra un baile de máscaras, ya había explorado esa idea en sus Papillons Op. 2 para piano). Personajes de la Commedia dell’ Arte como Pierrot, Arlequín, Pantalón y Colombina, alternan en este desfile con compositores como Chopin o Paganini; situaciones tales como una declaración de amor (Aveu), un reconocimiento (Reconnaissance) o un paseo (Promenade) coexisten con personajes que representan aspectos de la propia personalidad del compositor, tales como Eusebius y Florestán, que, además, eran algunos de los seudónimos con los que Schumann firmaba sus artículos. Valses a la manera de Schubert alternan con la Marcha de la Cofradía de David contra los filisteos. La obra es compleja, pues no sólo se trata de retratos psicológico-musicales, sino que es además una mezcla de broma o travesura musical: Fasching, Schwänke auf vier noten für pianoforte von Florestan (Carnaval, farsa sobre cuatro notas para pianoforte por Florestán), es el título original en alemán que Schumann dio a la obra, la cual, además, en palabras del compositor, “está construida tomando como base los nombres de las notas que forman parte del nombre de un pequeño lugar de Bohemia donde vivía un amigo musical”, además de ser también los nombres de las notas que aparecen en el apellido de Schumann (A-la, S-Mi bemol, C-do, H-si natural). El lugar citado es Asch y el “amigo musical” no es otro que Ernestine von Fricken, quien por esos tiempos era no sólo el amor de Schumann, sino que llegó a ser su prometida y a quien Schumann llamaba “Estrella”, y la cual está incluida también como personaje del Carnaval en una pieza que lleva ese nombre, lo que nos permite entender el carácter apasionado de la misma. Pero en medio de todo este desfile aparece un personaje muy importante para nuestra historia: Chiarina. Y Chiarina es la manera de decir en italiano el diminutivo del nombre de Clara, y éste, a su vez, era el nombre de la mujer destinada a convertirse no sólo en la pianista más importante del siglo XIX, sino en la esposa de Schumann, y quien, además, era hija del maestro del compositor del Carnaval, Friedrich Wieck, el cual, con el tiempo, pasaría de ser su principal protector, maestro y amigo, a convertirse en su más acérrimo enemigo, además de su suegro. Clara Wieck (más tarde y mejor conocida como Clara Schumann) era nueve años menor que el compositor, y éste, desde que entró a la casa de los Wieck como alumno del padre, sólo vio en ella durante muchos años “algo así como una niña con quien sólo quería reír y jugar”. Pero ya para 1835, año en que termina la composición del Carnaval, y Clara, a sus escasos dieciséis años regresa de dar una extensa gira de conciertos por las ciudades del norte de Alemania, Schumann la contemplaba, según sus propias palabras, “como una mujer que hablaba en forma muy inteligente y en cuyos ojos vio el secreto rayo del amor”, iniciándose de esa manera una relación amorosa en la que ambos protagonistas tendrían que luchar

contra la tenaz oposición del padre de ella, quien no veía con buenos ojos el que su discípulo le arrebatara a la niña prodigio de la cual era además de maestro, promotor y representante. Es a la Chiarina adolescente a la que Schumann incluye en su Carnaval y son los sentimientos que ella despierta en el compositor los que él describe en ese pequeño cuadro musical. Y éste, es el punto crucial de nuestra narración original, pues la maestra Nina Svetlanova, interrumpe en ese momento la ejecución de la obra para explicarle a la virtuosa alumna china todo lo anterior, con la intención de llevarla al terreno emocional adecuado para la correcta interpretación de la misma. Al terminar de escuchar la explicación y las sugerencias de la maestra para que encontrara el ángulo emocional correcto para aproximarse a las intenciones del autor, a unos centímetros por debajo de la mirada amurallada de la alumna brotó, a manera de respuesta, una pregunta que hizo presa de intensos espasmos intelectuales a la maestra Svetlanova. Pero para entender y dimensionar correctamente el calibre de lo dicho por la virtuosa alumna china y la inevitable reacción de su maestra, es necesario explicar un aspecto del mecanismo de todo piano que se considere decente, el cual está relacionado con el uso del pedal. Todo piano de cola tiene como mínimo dos pedales, como máximo tres. Pero, en ambos casos, el pedal que se encuentra en el extremo derecho, y que por lo tanto tiene que ser piedipulado por el ejecutante con su correspondiente pie derecho, cumple una función muy precisa: enriquecer la sonoridad de la ejecución gracias a que, al accionarlo, todas las cuerdas quedan libres para vibrar, ya sea por resonancia o por que son directamente percutidas por los martinetes, todo el tiempo que el pedal se mantenga accionado. Al soltar el pedal, los apagadores realizan de nuevo su función de impedir que las cuerdas vibren libremente. Además de la difícil labor que el ejecutante realiza con las manos sobre el teclado, es igualmente importante el trabajo desarrollado con los pies sobre los pedales, y de la misma manera que el de las manos, el trabajo con los pies requiere de una técnica muy precisa y depurada que obviamente se realiza en exacta coordinación con lo que realizan las manos. Sin embargo, a diferencia de lo que las manos tienen que hacer, lo que hacen los pies no siempre viene indicado en su totalidad en la partitura, pues en ocasiones el compositor sólo sugiere los puntos en los que de manera obligada deberá ser utilizado el pedal, dejando al criterio del ejecutante todo el demás manejo del mismo. Lo cierto, es que en una obra, sobre todo romántica como el Carnaval Op. 9, casi todo el tiempo se debe utilizar el pedal, por el tipo de sonoridades manejadas por el compositor a lo largo de la misma. En este sentido, el estudiante siempre se apoya en la sabiduría, la experiencia y la sensibilidad del maestro para realizar su ejecución, y así, a la larga, formarse un criterio propio. En todo caso, el uso del pedal es un medio de ejecución cuyo fin es ayudar a la interpretación. Es un recurso técnico que contribuye a expresar el contenido trascendente de la obra. Si hay una intención interpretativa que vaya más allá de la simple ejecución, el buen uso del pedal sirve para realizarla de manera más efectiva. Aún más, un uso técnicamente correcto del pedal no necesariamente implica una postura interpretativa, y mucho menos que la interpretación se apegue a las intenciones del compositor. En buen argot y con ayuda de la más elemental capacidad para efectuar transferencias mentales, diríamos que, aunque el ejecutante haga un uso correcto del pedal, si no tiene una concepción interpretativa clara y definida “la mona aunque se vista de seda, mona se queda”. Y eso fue lo que decidió la virtuosa alumna china, quedarse mona, aunque vestida de seda. Pues, lo único que le interesó al final de la erudita disertación histórico-interpretativa llevada a cabo por la maestra Nina Svetlanova en un esfuerzo por conducir a su virtuosa alumna china al terreno hermenéutico de la compasión con el creador de la obra, lo expresó de forma por demás contundente en esa histórica respuesta que culmina la narración que nos ocupa, pues la virtuosa alumna china sólo dijo con su muy disciplinado y oriental acento: “entonces…. ¿pongo, o no pongo pedal?”.

En esos momentos, el brutal impacto producido por la onda expansiva de la devastadora respuesta de la virtuosa alumna china, hizo que la razón de la maestra Nina Svetlanova naufragara en un mar de estupor

del cual salió milagrosamente viva y sin lesiones de consideración después de mucho luchar para llegarse a las playas de la razón. Pero mientras flotaba a la deriva del asombro tratando de encontrar una tabla aunque fuera de multiplicar para no perder la orientación del intelecto, la maestra Ninna se sumergió en un silencio en cuyos pliegues aún resonaba la pregunta de la virtuosa alumna china. Todo lo anterior me recordó, por un lado, la derrota hermenéutica a la que alude Jorge Luis Borges en su cuento La Busca de Averroes, en el que, en una imagen similar a la de los antiguos paletones Corona, en cuya envoltura aparecía un niño sosteniendo un paletón corona en cuya envoltura aparecía un niño sosteniendo un paletón corona en cuya envoltura aparecía un niño sosteniendo un paletón corona… y así hasta donde la imaginación y el ocio lo permitieran, de la misma manera, en la narración de Borges el lector se descubre a sí mismo como el último eslabón en una cadena de imposibilidades de comprensión interpretativas, en las que se da cuenta de su incapacidad para comprender la incapacidad de Borges, escritor argentino del siglo XX, que a partir de los escritos de un inglés, un francés y un español, intenta comprender la incapacidad de un médico y filósofo árabe del sur de la España musulmana del siglo XII, Averroes, para comprender a Aristóteles, un filósofo griego del siglo IV antes de Cristo. Por otro lado, y en un ejemplo menos ilustre, me recordó lo que hace algunos años me sucedió en una exposición de pintura que se llamó Rubens y sus contemporáneos, en la que una señora de origen desconocido, después de contemplar con profunda atención durante algunos minutos una de las crucifixiones del artista flamenco de principios del barroco ahí expuestas, lo único que alcanzó a dictaminar al final de sus intensas reflexiones fue, refiriéndose al Cristo ahí plasmado: “Pues ni parece que haya pasado cuarenta días en el desierto, como dicen que los pasó”. La arqueología mental aunada al recurso literario del narrador omnisciente, nos ha permitido saber que en la mente catapultada a la cara oculta de la luna de la maestra Svetlanova, la virtuosa alumna china continuó con la ejecución de los números restantes del Carnaval atenta siempre al uso correcto del pedal, mientras que la maestra Nina evocaba las palabras con que Sócrates intenta demostrarle al rapsoda Ión, en el diálogo que sobre la poesía escribió su discípulo Platón, que: “No es en virtud de una técnica por lo que los buenos rapsodas son capaces de decir todos esos bellos poemas, sino porque están endiosados y posesos”. Pero, se dijo la maestra Nina con plena conciencia de ser ella misma una prófuga del comunismo, ¿cómo le explico a esta hija de Mao lo que es estar “endiosado” en la música? La maestra Svetlanova evocó entonces en su mente la figura de Andrei Rubliov, iconógrafo ruso del siglo XIV, que al igual que todos los pintores de imágenes sagradas del cristianismo de origen bizantino, sabía que para que un icono alcanzara la condición de objeto sagrado era necesario que resultara ser no sólo verdadero y milagroso, sino sobre todo que fuera considerado aqueiropoiético, es decir, no hecho por mano humana aunque fuera la mano del pintor quien lo plasmara, sino creado gracias a la actividad del Espíritu Santo operando a través de la mirada del pintor que, si bien dominador de una técnica, era más bien gracias a la oración, la ascesis y el ayuno que se había puesto en condición de que la mano de Dios guiara cada uno de los trazos del pincel sobre la tabla. Sin embargo, la maestra Nina pensó, siguiendo la lógica de las ficciones literarias de Jorge Luis Borges, que así como Averroes, encerrado en el ámbito del Islam, no podía haber imaginado lo que era un drama sin siquiera sospechar lo que era un teatro, el alma atea de su comunista alumna china, no podía imaginar lo que el Espíritu Santo pueda ser sin sospechar siquiera lo que es la fe en Dios. A la memoria de la maestra Svetlanova acudieron entonces las palabras de una de las últimas entrevistas concedidas por el compositor Johannes Brahms, quien además había sido gran amigo de Clara y Robert Schumann, el creador de la obra que su virtuosa y atea alumna china seguía ejecutando implacable en su mente con inigualable precisión técnica. Brahms, quien fuera amigo íntimo de Clara (la Chiarina del Carnaval), al ser interrogado un año después de la muerte de ésta, en cuanto a sus procesos creativos,

señaló lo siguiente: “Siempre me he negado a revelar mi experiencia interior al componer. Es un tema que me provoca fuertes reticencias, pero desde la muerte de Clara en mayo pasado, he comenzado a ver las cosas desde otra perspectiva. Es más, siento que el fin de mi existencia terrena se aproxima. Después de todo, puede resultarle de interés a la posteridad saber cómo habla el Espíritu cuando su creatividad me toca. Por tanto, revelaré mis procesos intelectuales, psíquicos y espirituales al componer. Pues bien: Beethoven declaró que sus ideas venían de Dios, y yo puedo decir lo mismo. Eso es todo.” Sin embargo, al ser cuestionado sobre la manera en la que se relacionaba con el Creador, Brahms contestó lo siguiente: “No es sólo cosa de la voluntad operando a través de la mente consciente, que es sólo un producto evolucionario del ámbito físico y que muere con el cuerpo. Es algo que se alcanza con los recursos interiores del alma, el verdadero ego que sobrevive a la muerte. Esos poderes duermen en la mente a menos que sean iluminados por el Espíritu. Jesús nos enseñó que Dios es Espíritu y dijo : “Yo y mi Padre somos uno” (San Juan, 10,30). Advertir que somos uno con el Creador, como lo hizo Beethoven, es una experiencia maravillosa y deslumbrante. Muy pocos humanos llegan a darse cuenta de que esa es la razón por la cual existen tan pocos compositores, o genios creativos en la disciplina que sea. Pienso invariablemente en esto antes de componer. Ese es el primer paso. Cuando siento la urgencia comienzo por apelar a mi Creador y le hago tres preguntas relevantes sobre nuestra vida en este mundo: ¿woher, warum, wohin (de dónde, por qué, hacia dónde)? De inmediato percibo vibraciones que emocionan todo mi ser. Es el Espíritu que ilumina el poder de mi alma, y en este estado de exaltación veo claramente lo que hay de oscuro en mis ánimos cotidianos; luego me siento capaz de recibir inspiración de lo alto, como Beethoven. Sobre todo, me doy cuenta en ese momento de la enorme significación de la suprema revelación de Jesús. “Yo y mi Padre somos uno”. Esas vibraciones adoptan la forma de diversas imágenes mentales una vez que he formulado mi deseo y he resuelto lo que necesito: ser inspirado para componer algo que eleve y beneficie a la humanidad, algo de valor permanente. De inmediato, las ideas fluyen a través de mí, directamente de Dios, y no sólo miro diferentes temas en el ojo de mi mente, sino que vienen ya vestidas con el ropaje adecuado, con armonías y hasta orquestación. Medida por medida, el producto terminado se me ha revelado cuando me encuentro con esos extraños, inspirados momentos, tal como a Tartini cuando compuso la Sonata del Diablo, su gran obra. Tengo que hallarme en un estado casi de trance para lograr esos resultados, una condición que sucede cuando la mente consciente se encuentra postergada y el subconsciente está a cargo, pues es por medio del subconsciente, a su vez parte del Todopoderoso, por donde llega la inspiración. Tengo que andarme con cuidado, no obstante, para no perder la conciencia, pues de suceder eso las ideas desaparecen. Así escribía Mozart. Una vez le preguntaron cómo componía y Mozart contestó: ‘Es como un sueño vivo’. Luego describió cómo las ideas le llovían encima, ya vestidas de su ropaje musical, como me sucede a mí. Por supuesto que el compositor requiere de maestría técnica –forma, teoría, armonía, contrapunto, instrumentación-, pero eso no es difícil para cualquier persona con un poco de disciplina. Si bien debo aclarar que para adquirir la maestría sobre una gran orquesta, como la que tiene mi joven amigo Richard Strauss, se necesita de una habilidad excepcional….El Espíritu es la luz del alma. El espíritu es universal. El Espíritu es la energía creativa del cosmos. El alma del hombre no está al tanto de sus poderes hasta que la ilumina el Espíritu, de ahí que, para evolucionar y crecer, el hombre deba aprender cómo utilizar las fuerzas de su alma. Todos los genios creativos aprenden a hacerlo, si bien no todos se encuentran conscientes del proceso….Los poderes de los que los grandes compositores como Mozart, Schubert, Bach y Beethoven extraen su inspiración, es el mismo poder que permitió a Jesús realizar sus milagros. Los llamamos Dios, Omnipotencia, Divinidad, Creador. Schubert lo llamaba die Allmacht. Pero, como pregunta Shakespeare, ¿qué hay en un nombre? Es el poder que creó el mundo y el universo. Y ese enorme nazareno ebrio de Dios nos enseñó que podemos apropiarnos de él para nuestra propia edificación, aquí y ahora, y a la vez para alcanzar la vida eterna. Jesús mismo lo dice: Pedid y se os concederá; buscad y encontraréis; tocad la puerta y se os abrirá.”

La maestra Svetlanova pensó que aún en el caso de que, en un esfuerzo supremo por despojarse de su rojo pasado, la virtuosa alumna china le otorgara el beneficio de la duda al amparo de argumentos tan de peso como las palabras mismas de un genio de la talla de Johannes Brahms, quedaba por salvar el más difícil de los todos los obstáculos: ¿cómo mostrarle un camino para llegar a estar endiosado?, o más precisamente, ¿cómo se logra que esa prodigiosa fuerza poética se manifieste en un simple intérprete de la obra de un gran creador? La maestra Nina recordó a los alquimistas para quienes la obtención de la piedra filosofal era sólo la confirmación exterior de la transmutación que ya se había operado a nivel espiritual, y para quienes en ese momento el oro material carecía de importancia ante la fuerza, esplendor y plenitud de la luz interior que todo lo transforma, y no pudo evitar relacionarlo con lo que predicaba en sus clases Michael Foucault y de lo cual se da testimonio en la Hermenéutica del sujeto, en cuanto a que la recompensa en el proceso de búsqueda de la verdad no es tanto la verdad a la que se accede al final del mismo, como la transformación que se opera en el sujeto del conocimiento durante el proceso de búsqueda de esa verdad, transformación que se realiza gracias a lo que los griegos llamaban épiméleia, que es el ocuparse de uno mismo con la finalidad de llegar a conocerse a uno mismo como condición previa de todo intento por llegar a conocer lo otro. Lo cual a su vez la llevó a recordar aquella fábula según la cual, en su lecho de muerte terrenal, un alquimista que había llegado a obtener la piedra filosofal era requerido por su rey para que le revelara la fórmula que lo había llevado a tan alto logro. El alquimista agonizante, sin temor alguno le confesó a su codicioso señor cada uno de los pasos de la obra desde el principio de la misma hasta el final, pero le advirtió que en ningún momento del proceso debería de pensar en un camello pues en ese instante de manera inevitable y también irreversible toda la obra abajo se vendría. Abandonando al moribundo en sus últimos momentos después de haber obtenido la deseada información, el rey corrió al laboratorio del alquimista y comenzó la elaboración de la tan deseada piedra. Siguiendo con precisión cada una de las indicaciones llegó casi al final de la ardua operación y recordó entonces que lo único que le faltaba para alcanzar el tan deseado éxito era no pensar en un camello, sólo para contemplar horrorizado el irónico desplome de todo su trabajo. Desesperado volvió a comenzar pero cautelosamente decidió desde un principio no pensar en el camello, y así mientras más deseaba dejar de pensar en el camello más pensaba en él hasta que se volvió loco de tanto camello que pasaba por su mente. Todo lo cual le hizo recordar la parábola en la que Attar de Neishapur habla de cómo: “El amante, llamó a la puerta de su amada. -¿Quién es?- preguntó la amada desde dentro. - Soy yo – dijo el amante. - Entonces márchate. En esta casa no cabemos tú y yo.El rechazado amante se fue al desierto, donde estuvo meditando durante meses, considerando la respuesta de la amada. Por fin regreso y volvió a llamar a la puerta. -¿Quién es? – - ¡Soy tú! Y la puerta se abrió inmediatamente.” En ese instante la maestra Svetlanova renovó su convicción de que sólo el que deja de ser jorobado por su yo es capaz de lograr que el Yo del universo fluya a través de su palabra, y deseando sin desear para quedarse “no sabiendo toda ciencia trascendiendo” llega a ese estado de entusiasmo del que hablaba Platón por boca de Sócrates. Y reflexionó en cuanto a que seguramente esa es la razón por la que cuando Dante Alighieri inicia el canto que lo llevará por las esferas celestiales dirige su voz hacia Apolo diciendo: “¡Oh buen Apolo, para este último trabajo conviérteme en vaso tan lleno de tu valor como lo exiges para otorgar el amado laurel. Hasta aquí, una de las cumbres del Parnaso me bastó; pero ahora las dos me son

necesarias para entrar en lo que me queda por recorrer. Entra en mi pecho y canta por mi boca del mismo modo que cuando sacaste a Marsias de la vaina de sus miembros” (Divina Comedia Paraíso I, 13-21). Pues en tan crucial momento poético no le bastan a Dante la Musas ya invocadas al principio del Infierno y también del Purgatorio, es importante apelar entonces al que inspira a las inspiradoras, al que de acuerdo con Hesíodo en su Escudo de Heracles, preside los cantos de las Musas con los sonidos de su fórminge de oro (Escudo de Heracles 202-205), ya que como el mismo Dante señala en el canto siguiente, “el agua que estaba a punto de cruzar no se había atravesado nunca” (Divina Comedia Paraíso II, 7). Pero si Dante sabía que era inútil todo intento de cantar en la poesía sin la ayuda de las Musas era porque de Virgilio había recibido la enseñanza y éste, a su vez, lo había aprendido en los versos de Homero. Sin embargo, el nombre del infortunado Marsias trajo nuevos recuerdos al pensamiento de la maestra Svetlanova, en cuya mente la alumna china seguía sometiendo a férrea mordaza la voz del compositor del Carnaval imponiéndole su virtuoso yo. Recordó entonces que en la mitología griega abundan ejemplos de castigos infligidos por los dioses a aquellos mortales que intentaron contender por medio de su arte con las fuerzas creadoras en un insensato intento por tratar de afirmar el terreno de diferencia por encima de aquél en el que gracias a la búsqueda de la semejanza fluye con todo su poder la fuerza expresiva de la poesía. Pero además de Marsias, emergieron de las profundidades obscuras de Mnemósine las desafortunadas Piérides y el desdichado Támiris. Evocó el séptimo de los Nueve Libros de la Historia, en el que Heródoto llega con el ejército de Jerjes a la ciudad de Celenas, en Frigia, y detiene la marcha de su canto dedicado a la Musa de los muchos himnos para observar que “en la plaza misma de aquel lugar se encontraba colgada en forma de odre la piel de Marsias, a quien según cuentan los frigios Apolo desolló y colgó su piel.” Recordó también que seis siglos después, Pausanias narra en el segundo de sus libros dedicados a la descripción de Grecia, cómo en el templo del santuario consagrado a Apolo, en el ágora de la acrópolis de la ciudad de Sición, vecina a Corinto, “se hallaban ofrendadas las flautas con las que Marsias pretendió contender con el hijo de Leto.” Y acudió a su memoria la manera en la que en el libro primero de su Biblioteca Apolodoro narra como Marsias: “encontró la flauta que Atenea había rechazado porque le afeaba el rostro, e intentó emular a Apolo en el arte musical. Habiendo convenido que el vencedor dispondría del vencido a su antojo, llegada la prueba, Apolo compitió con la cítara invertida e invitó a Marsias a hacer lo mismo. Como no pudo, Apolo fue considerado ganador, por lo que colgó a Marsias de un alto pino y lo hizo perecer desollándolo”. Y renovó el horror que sintió cuando, en las Metamorfosis, se describe el lamentable fin del osado músico: “Al que grita”, escribió Ovidio, “se le ha arrancado la piel de todo su cuerpo y todo él no es sino una sola llaga; por doquier mana la sangre, y los nervios quedan al descubierto y las trémulas venas, sin la protección de la piel, se estremecen; se podrían contar sus vísceras palpitantes y las fibras que reciben la luz en su pecho. Los rústicos faunos, divinidades de los bosques; los sátiros, sus hermanos; Olimpo, que en estos instantes también le era querido, y las ninfas le lloran y con ellos cualquiera que en aquellos momentos hacía pastar a las bestias de lana y a los rebaños de bueyes. Sus lágrimas, al caer, empaparon la tierra fértil, y la tierra, empapada, acogió las lágrimas derramadas y absorbiólas en las profundidades de sus venas; después, habiéndolas transformado en agua, la reexpidió a los libres espacios de los aires”. En cuanto a las Piérides, recordó que en el noveno libro de su ya citada Descripción de Grecia, Pausanias menciona a Píero de Macedonia, “de quien se dice que tuvo nueve hijas y que les puso los mismos nombres que a las Musas, y que los llamados hijos de éstas por los griegos fueron en verdad hijos de las hijas de Píero.” Y en los versos de Ovidio las Musas refieren su contienda con aquéllas diciendo que:

“Las nueve necias hermanas, enorgullecidas de su número, luego de atravesar todas juntas las ciudades de Hemonia y de Acaya, llegaron aquí y nos desafiaron a todas en estos términos: ‘Dejad de engañar al pueblo incauto e ignorante con la dulzura de vuestros cantos; es con nosotras, diosas de Tespias, con quienes tenéis que competir, si tenéis confianza en vosotras mismas. Ni por la voz ni por el arte seremos vencidas y somos tantas como vosotras; vosotras, si sois vencidas, nos cederéis la fuente debida al hijo de Medusa, y la de Aganipe, que riega el país de los Beocios, o nosotras os cederemos las llanuras de Ematia hasta la nevada Peonia. Que las ninfas sentencien en nuestra pelea’. Era vergonzoso luchar, pero nos pareció más vergonzoso ceder; las ninfas elegidas juran por los ríos, y toman asiento en unas sillas talladas en la roca viva.” “La más grande de nosotras había concluido los doctos cantos; las ninfas declararon con voz unánime que las diosas que habitan el Helicón se habían llevado la victoria. Al llenarnos de improperios las vencidas, dijo: ‘Porque no os basta el haber merecido un castigo por vuestra falta y a vuestra falta añadís el insulto, como nuestra paciencia tiene sus límites, os castigaremos y llegaremos hasta y por donde la cólera nos arrastre’. Se echan a reír las hijas de Ematia y desprecian esas palabras amenazadoras; y al intentar hablar y extender con grandes gritos sus manos insolentes hacia nosotras, ven que por las uñas les salen alas y que sus brazos se llenan de plumas; y cada una ve que el rostro de la otra se endurece con un pico rígido y que una nueva especie de pájaros va a poblar los bosques. Y mientras quieren golpearse el pecho, quedan suspendidas en el aire, elevadas por el movimiento de los brazos; estos pájaros son las garzas, estrépito de los bosques. Hoy en día, también ha permanecido su antigua facundia en estos volátiles, su ronca charlatanería y su desmesurada afición a hablar”.

La maestra Svetlanova no pudo evitar por un momento el buscar en los rasgos de su virtuosa alumna china alguna semejanza con las garzas pero la distrajo de su ornitológico ejercicio el recordar a Támiris, de quien se había enterado por Homero en el canto en el que hace recuento de las mil ciento ochenta y seis naves aqueas que llegaron a las costas troyanas, y en donde dice de aquel que fue en Dorio donde las Musas pusieron fin a su arte, “pues en su jactancia se había vanagloriado de vencerlas en el canto. Pero ellas, irritadas, lo dejaron lisiado, y el canto portentoso le quitaron e hicieron que olvidase tañer la cítara.” Apolodoro añade que “Támiris, notable por su hermosura y por su destreza con la cítara, rivalizó con las Musas en un certamen lírico, conviniendo que si triunfaba podría yacer con todas, pero si era vencido le quitarían lo que ellas quisieran; al resultar ganadoras las Musas, lo privaron de la vista y el arte musical.” Pausanias da testimonio de que a treinta estadios de la puerta de Magalópolis se encuentra el río Balira, nombre que tomó porque Támiris arrojo allí la lira cuando se quedó ciego. Al llegar a este punto en sus recuerdos, fue inevitable para la maestra Svetlanova considerar el abismo insondable que mediaba entre la actitud hacia las fuerzas superiores de la poesía por parte de Homero, Virgilio y Dante, por un lado, y la soberbia de Marsias, las Piérides y Támiris, por el otro; entre el doctor Johannes Brahms y su constante anhelo de apropiarse de la divinidad por un lado y por el otro su virtuosa alumna que con la destreza de una acróbata del Circo Chino de Pequín trazaba en su imaginación cabriolas de medallista olímpico sobre el teclado con las notas de aquella parte del Carnaval en la que Schumann retrata a Paganini, quien, extraña coincidencia (aunque Borges asegura que “todas las cosas están unidas por vínculos secretos”) quien, decía de Paganini, fue el primero que en el paraíso de la música probó del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, aunque más para el mal que para el bien del arte pues a partir de ese momento para muchos ejecutantes fue más importante la perfección técnica que la gracia interpretativa olvidándose así de que vale más la gracia de la imperfección que la perfección sin gracia, y la maestra Nina no pudo evitar el recordar aquel verso escrito en la corteza de un olivo por el poeta de los bosques de Epidauro, Fáunides Agapimúnides Sagaposlambanómenos, en el que se lamenta diciendo “¿por qué tanto desearemos ser la gota si dejando de desear podríamos ser el mar?” Y creyó escuchar con claridad a su alumna acercándose a acordes agigantados al final del Carnaval, arrojando vertiginosos

torbellinos de notas a su oído, para entrar victoriosa por los dedos pero derrotada en el espíritu, por el arco triunfal de los acordes de La cofradía del rey David contra los filisteos, la última pieza del incomprendido Carnaval, y pensó en aquel David de los hebreos que antes de ser rey y cantar las mañanitas ahuyentaba los malos espíritus que atormentaban el corazón del rey Saúl con el poder de su canto y el tañido de su arpa, y se preguntó si alguna vez los chinos supieron que los griegos le dieron el nombre de ethos al poder de la música para transformar el estado de ánimo de quién la escucha. Y evocó a Anfión y a Zeto construyendo las murallas de Tebas, el uno haciendo que las piedras de su sitio se movieran al mágico influjo de los sones de su lira de oro, mientras el otro con la fuerza de su cuerpo las cargaba; y vinieron a su mente las palabras con que las sirenas intentaron seducir al varón rico en ardides diciéndole: “Ulises, de tu marcha refrena el ardor para oír nuestro canto, porque nadie en su negro bajel pasa aquí sin que atienda a esta voz que en dulzores de miel de los labios nos fluye”; y ya en medio del mental desfile de su propio Carnaval que amortiguaba el vendaval de acordes que su alumna arrojaba sin piedad en su imaginación atormentada, la maestra Svetlanova vio pasar frente a sus ojos a Orfeo de quién Simónides de Ceos escribió que “sobre su cabeza infinitos los pájaros revoloteaban y los peces saltaban fuera del agua azul al son de su bella canción”, y lo vio descender coronado de laurel y armado solamente con su lira al mundo de las sombras para amansar del can Cerbero los furores y persuadir a Caronte de ayudarlo a llegarse ante la presencia de Hades para convencerlo con su canto de que a Eurídice, su esposa, le permitiera regresar viva con él que sin ella estaba muerto. Pensó en la música de las pitagóricas esferas y en las visiones que al final del libro décimo de la platónica República dice haber tenido Er contemplando muerto pero más vivo que nunca la armonía del universo. Recordó el incesante sueño que en el sexto libro del Tratado de la República de Marco Tulio Cicerón tiene Escipión y las tribulaciones que llevaron al de Hipona a confesar en medio de dudas que “el que canta reza dos veces”. Y llegó por los laberintos de la memoria hasta la segunda parte del libro sexto del tratado De Música del maniqueo arrepentido en el que se enfrentó de nuevo al minotauro de todos los intérpretes al leer que “el comienzo de la soberbia es apartarse de Dios”, y pensó por elemental analogía que el comienzo de la soberbia en el intérprete es apartarse del compositor. Y de nuevo, cual su propio demon, escuchó las palabras de Sócrates diciéndole a Ión: “porque los poetas no son otra cosa que intérpretes de los dioses, poseídos cada uno por aquel que los domine”, y no pudo más que estar de acuerdo con el maestro del filósofo de los omóplatos enormes cuando dice que “una fuerza divina es la que mueve a los aedos, parecida a la que hay en la piedra que Eurípides llamó magnética y la mayoría, heráclea.” Y que “por cierto que esta piedra no sólo atrae los anillos de hierro, sino que mete en ellos una fuerza tal, que pueden hacer lo mismo que la piedra, o sea atraer otros anillos, de modo que a veces se forma una gran cadena de anillos de hierro que penden unos de otros. A todos ellos les viene la fuerza que los sustenta de aquella piedra. Así también, la Musa misma crea inspirados, y por medio de ellos empiezan a encadenarse otros en este entusiasmo”. Y en el fondo de la tormenta de sonidos que en su mental delirio le caía cual avalancha la maestra Ninna vio a su virtuosa alumna china contemplando su rostro sobre la nítida superficie del teclado y trató de imaginar la hermosura de los rasgos de aquel Narciso a cuyos padres un oráculo advirtiera que nunca permitiesen que su hijo contemplara su rostro en el espejo de las aguas porque ese día su hijo moriría, y en ese momento escuchó la voz de un ruiseñor irlandés agonizante que bañado por la luz plateada de la luna le contó que: “Cuando Narciso murió, el riachuelo de sus arrobamientos se convirtió de ánfora de agua dulce en ánfora de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron llorando por el bosque a cantar junto al riachuelo y a consolarlo. Y al ver que el riachuelo se había convertido de ánfora de agua dulce en ánfora de agua salada, soltaron los bucles verdosos de sus cabelleras, gritando al riachuelo. Y le dijeron: -No nos sorprende que llores así por Narciso, que era tan bello.

-Pero ¿era tan bello Narciso?- dijo el riachuelo. -¿Quién mejor que tú podría saberlo?- respondieron las Oréades. El nos desdeñaba; pero te cortejaba a ti, dejando reposar sus ojos sobre ti y contemplando su belleza en el espejo de tus aguas. Y el riachuelo contestó: - Amaba yo a Narciso porque, cuando se inclinaba en mi orilla y dejaba reposar sus ojos sobre mí, en el espejo de sus ojos veía yo reflejada mi propia belleza -.”

Y así, conforme avanzaba sobre las yemas firmes de los dedos de su virtuosa alumna china la cofradía del rey David exterminando filisteos, la maestra Svetlanova recordó que era el mismo David del “Miserere mei, Deus,..” que sirvió a Gustavo Adolfo Bécquer para narrar la leyenda de aquel músico romero que, en busca del perdón de Dios, aspiraba a componer un Miserere superior a cualquier otro y evocó la imagen de ese peregrino que llevado por la compasión hacía el dolor del rey salmista entendió a través de sus palabras su propio dolor. Y llegó al convencimiento de que sólo la compasión entendida como el ser capaz de “padecer con”, salvaría a su virtuosa alumna china de morir como Narciso. No sabía cuánto interés podrían sentir los chinos por Homero, si es que algún interés podrían sentir, pero sí sabía que Homero además de saber que no hay poesía que valga que no brote del hontanar del canto de las Musas, sabía que no hay forma mejor de hacer comprender aquello de lo cual no se tiene la experiencia que conducir al que escucha a padecer con el que habla llevado de la mano de la analogía para entenderse mutuamente en el terreno de la semejanza, pues una y otra vez, sea cantando la cólera del hijo de Tetis o los afanes de Ulises, Homero se vale del “como” para tratar de hacer comprensible su palabra: “Como el padre se lamenta al incinerar los huesos de su hijo recién casado, cuya muerte atribula a los míseros progenitores, así se lamentaba Aquiles al incinerar los huesos de Patroclo, arrastrándose al borde de la hoguera con entrecortados sollozos”.(Ilíada XXIII 222-224); “Como piensa en su cena el varón al que en un largo día con el sólido arado arrastraron los bueyes bermejos por el haza y, al fin, consolado, contempla el ocaso por marcharse a cenar aunque apenas le rigen las piernas, tal de amable la puesta del sol fue esta vez para Ulises” (Odisea XIII 31-35). Y de Homero lo aprendieron todos los poetas griegos y los no griegos también empezando por Virgilio: “como las hojas que en el bosque a los primeros días otoñales se desprenden y caen, o las bandadas de aves en vuelo sobre el mar que se apiñan en tierra cuando el helado invierno las ahuyenta a través del océano en busca de países soleados, así ante la barca de Caronte agolpábase la turba allí esparcida por la orilla”. (Eneida VI, 304-312). Y Dante, quién antes de cruzar el umbral de las puertas del infierno llama a Virgilio “tú guía, tú señor, y tú maestro”, sabedor de la eficacia del recurso lo hace suyo a lo largo de toda su “Comedia”: “Como el ciego va detrás del lazarillo para no extraviarse y para no tropezar en cosa que le dañe o quizás le mate, así iba yo por el aire acre y caliginoso escuchando a mi guía” (Divina Comedia Purg. XVI 10-15). Reflexionó en que si Ulises llora como lo hace cuando escucha al aedo Demódoco contar su propia historia es no sólo por cómo afecta su ánimo la belleza del canto del rapsoda sino porque lo cantado se asemeja plenamente a lo vivido, de tal forma que ethos, semejanza y compasión, coexisten en aquellos versos en los que: “Tales cosas contaba aquel ínclito aedo y Ulises consumíase dejando ir el llanto por ambas mejillas. Como llora la esposa estrechando en el suelo al esposo que en la lucha cayó ante los muros a vista del pueblo por salvar de la ruina a su patria y sus hijos; le mira que se agita perdiendo el suspiro con bascas de muerte y abrazada con él grita y gime; la hueste contraria le golpea por detrás con las lanzas los hombros y, al cabo,

se la lleva cautiva a vivir en miseria y en pena con el rostro marchito de tanto dolor; así Ulises de sus ojos dejaba caer un misérrimo llanto.”

Y pensó de nuevo, con total convencimiento, que es la analogía la llave que ayuda a abrir la puerta de los misterios a los que conduce la verdadera interpretación, pero recordó que, para que la analogía cumpla plenamente la función por la cual vino a este mundo, es importante que lo que se dice ya esté de antemano, aunque dormido, en el oído de quien lo escucha, pues la obra de arte es lo que es porque nos trae siempre noticias a nosotros de nosotros mismos pero revestidas de un ropaje tal que, al jamás imaginar que así se nos pudieran presentar, es entonces que penetran en el alma por un camino en el que la razón es la última en darse cuenta del asunto, pero que no por darse cuenta hasta al final tiene un papel de menos peso en el proceso, sino que es precisamente entonces, cuando al adquirir por medio de ella la conciencia plena del “qué”, del “cómo” y del “porqué”, irremediablemente lloramos, como diría Salvador Dalí, “lágrimas de inteligencia.” Trató entonces de encontrar la forma clara, inapelable y contundente de explicarle a su virtuosa alumna china que en la interpretación no sólo sirve la razón para entender el “cómo” del “qué”, sino para ir al fondo del “por qué” y así elevar al cuadrado la emoción que trastorna solamente al alma por lo que le dicen los sentidos. Y pensó por un momento en descender con su discípula oriental al segundo recinto del infierno para preguntarle a Dante si en verdad, cuando Francesca terminó su triste narración se desmayó porque su compasión se reducía solamente a sentirse conmovido hasta la médula por el dolor de los amantes, o porque la emoción de lo contado por Francesca, no sólo por el “cómo” sino así también por el “por qué” encontraron resonancia en sus vivencias y le recordaron que desde la muerte de Beatriz no había cesado en su actitud libertina, disoluta y licenciosa que tantos poéticos reproches le valió de su amigo Guido Cavalcanti, pudiendo en cualquier momento terminar siendo azotado eternamente por los vientos y compartiendo la misma dura suerte al lado de Francesca y de Paolo Malatesta, lo cual en todo caso es una forma más profunda de la misma compasión.

Y llevada por la compasión hacia su alumna recordó que cada una de las Suras del Corán se inicia siempre con la misma invocación que reza: “En el nombre de Alá, el compasivo, el misericordioso”, y pensó que Dios es el creador perfecto simplemente porque es el intérprete perfecto, y que es ambas cosas porque es la perfecta compasión, lo cual lo convierte inevitablemente en el más analógicamente hermeneuta de los Dioses, que entiende todo por la simple razón de que se entiende plenamente a sí mismo, y creyó comprender lo que en alguna ocasión le comentara el doctor Beuchot a un hermeneuta descarriado en el sentido de que Dios es un Dios analógico. Y entendió también lo que alguna vez leyera en las líneas que sobre el arte de los trovadores medievales escribiera un francés en cuanto a que “el amor, masculiniza a la mujer y feminiza al hombre en un gran sueño despierto cuyos personajes nunca saben quienes son ni en qué se transforman”, y ya en el paroxismo del analógico delirio pensó que de la misma forma la compasión humaniza a la divinidad y diviniza al hombre, de la misma manera que vuelve creador al intérprete y convierte en intérprete al creador en un juego hermenéutico cuyos personajes ya no saben quienes son ni en qué se transforman. Supo entonces que la compasión es la forma de la analogía donde se opera la alquimia del “solve et coagula” con que los filósofos de la ciencia de los vocablos equívocos persiguieron la vida eterna; que es el huevo filosófico donde la materia se espiritualiza y el espíritu se deja poseer por la materia y entendió por fin por qué a los cantores litúrgicos de la Europa medieval se les bendecía diciéndoles: “Cuidad de que lo que cantáis con vuestras bocas lo creáis en vuestros corazones y cuidad de que lo que creáis en vuestros corazones lo demostréis con las obras”. Escuchó entonces en su Carnaval mental los últimos acordes de esa Cofradía de David que le ayudaba en su propia lucha contra los filisteos, y en la que se mezclaban en una enorme y profunda unidad las voces y los cantos de Homero, Hesíodo, Simónides de Ceos y Pitágoras; Apolodoro, Pausanias, Sócrates, Platón y Aristóteles; Virgilio,

Cicerón, Ovidio, Dante, San Agustín, los incógnitos alquimistas y Mahoma; Mozart, Haydn y Beethoven; Brahms y Schumann; Wilde, Bécquer, Foucault, Borges, y muchos otros tantos e igual de amados etcéteras y les dijo adiós con la sonrisa de una ménade que abandona los brazos de Dionisos.

Fue en este punto cuando la maestra Nina Svetlanova se dio cuenta del asombro con el que los delicados ojos de su virtuosa alumna china la miraban, esperando una respuesta a una pregunta hacía tiempo ya olvidada. Sobre sus piernas permanecía abierta la partitura del Carnaval Op.9 de Robert Schumann en la pieza consagrada a Chiarina. Y escuchó otra vez la voz de pájaro oriental con que su alumna china preguntó de nuevo: “entonces…. ¿pongo, o no pongo pedal?”. Octubre del 2006