Cuomo, Franco - Amalfi De Gunter, Caballero Templario.pdf

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Libro corregido por Iddunne. Colaboradora de www.pidetulibro.cjb.net

Gunt er de Amal fi , Cabal l er o T empl ar i o.

F r anco Cuomo

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LOS TEMPLARIOS Veintidós caballeros templarios cabalgan silenciosos, como volando sobre las arenas de la Tolemaida, en el novilunio de septiembre. Las seguras murallas del Templo quedaban ya a muchas millas de distancia a su espalda. Dentro de poco, según las órdenes recibidas, deberían alcanzar la franja de costa controlada por los caballeros de Damasco, evitando, de ser posible, cualquier encuentro y ganando sin mayores problemas el puerto de Tiro. Allí, y por parte del Maestre de aquella capitanía, habrían de recibir instrucciones más precisas sobre la continuación de su misión, que por el momento se les presentaba, más que indefinida, incierta y hasta contradictoria con los intereses de la cristiandad. ¿Por qué, en efecto, alejar de los puestos avanzados de los cruzados a veintidós guerreros de los más útiles, monjes combatientes dispuestos a hacer frente cada uno de ellos a compañías enteras de sarracenos, justo en el momento en que, en el desierto de Siria, estaban acumulándose hordas enemigas? Si el objetivo era el de alcanzar un puerto para embarcarse e ir a reforzar la guarnición de Chipre, amenazada por las escaramuzas de los turcos, cada vez más audaces, cada vez más frecuentes, ¿no habría sido más sencillo dirigirse hacia el cercano puerto de Jafa? Cosas así se iba preguntando Gunter de Amalfi, cabalgando a la cabeza del escuadrón que le había sido confiado, mientras el viento aumentaba su intensidad. Pero él era seguramente el único en interrogarse y atormentarse con mil inexplicables dudas. Para los demás, empezando por su ayudante, Simón de Domremy, caballero provenzal de más bien escasa fantasía, aunque de gran valor, todo lo que contaba era la Orden del Temple y la santa causa de la cruzada, con el rigor de sus reglas inescrutables y seguras, entre las que resplandecía, por encima de toda otra, la obediencia. El amalfiano Gunter Gioia, hijo de marinos, de cabellos rubios y piel morena, era contradictorio, como su propio nombre, que evocaba brumas germánicas y claridades mediterráneas al mismo tiempo. Y era inseguro, dubitativo, como trabajado por la vida en la melancolía confusa del nacimiento híbrido que aquel nombre expresaba. Su madre, la pálida y hermosa princesa Gwendala de Baviera, había sido raptada, cuando era todavía jovencísima, por los piratas berberiscos, durante una tentativa de peregrinación a Tierra Santa, mas liberada poco después por marinos cristianos del armador amalfiano Rosario Gioia, un poco pirata también él mismo, y un poco berberisco en los modos y en el color de la piel; y también un poco pariente de aquel Flavio Gioia al que se le atribuye la invención de la brújula. El matrimonio había sido la conclusión mis natural para ambos, y no solamente por evidentes razones de interés, ligadas, por ejemplo, al rescate que la avara familia bávara de Gwendala habría debido pagar por su liberación, sino también por la real existencia de una recíproca atracción. Como por una superposición de colores que produce imprevisibles manchas luminosas, ella habría quedado probablemente fascinada por la brutalidad salobre de aquel marino tan bronceado, más oscuro que los propios tunecinos que la habían raptado primero, y él, por su parte, por la finura sobrenatural de aquel santo rostro de ojos de niebla, al que unos pocos días expuesto al sol le habían producido terribles quemaduras. Así había nacido Gunter, que en las intenciones paternas también habría podido llamarse Lucas o Genaro, si la madre no se hubiese sentido tan ligada (y, por lo demás, ¿por qué impedírselo?) A las propias tradiciones. Pero no se le pone el nombre de Gunter a un niñito amalfiano para después abandonarlo a la edad de siete u ocho años, agravando el peso de un nombre ya de por si difícil de llevar con las murmuraciones inevitables ante una desaparición nunca aclarada del todo. Porque Gwendala no quiso exponerse jamás al riesgo de sucesivos raptos, un poco tratando confidencialmente marinos de las nacionalidades más dispares, dado que sentía nostalgia de la irrepetible experiencia probada en su primera juventud, y un poco por la costumbre de desvanecerse en los lugares más inesperados por causa de aquella manía suya nórdica de curarse la propia melancolía con dosis crecientes de zumo de uva fermentado y otras varias infusiones. Hasta que desapareció definitivamente, raptada según se cuenta –

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aunque nada se sabe con certeza– por pescadores sorrentinos, con los que se había entretenido discutiendo en la playa por la adquisición de una langosta. La fuerza del viento había crecido. Y los veintidós caballeros templarios continuaban avanzando con paso constante por entre los torbellinos de arena. En torno a ellos alboreaba. Gunter estaba indeciso sobre sí ordenar o no una parada para el descanso, como estaba previsto para las primeras luces del día, para confundirse entre las dunas a la espera de la oscuridad, y reemprender la marcha después del atardecer, o bien continuar, aprovechando la tempestad, que hacía las veces de escudo, ocultándoles a los ojos de los vigías sarracenos. Lo arrancó de sus dudas Simón de Domremy, solicitándole órdenes e implícitamente sugiriendo una parada. –Es casi de día. ¿Qué hacemos? Los hombres están extenuados. –Sigamos adelante –respondió Gunter fríamente, como si nunca hubiese alimentado la menor duda sobre sus propósitos–mientras dure la tempestad. Las nubes de arena nos permiten seguir avanzando sin ser vistos. –Pero los hombres... –No son hombres –cortó Gunter tajante–, son templarios. Simón enmudeció. En el fondo, su función era, aunque sin que él mismo siquiera lo sospechase, la de dar certidumbre a la incertidumbre de Gunter, la de resolver sus dudas manifestando opiniones que él pudiese contradecir con sus propias decisiones. Porque el amalfiano sabia muy bien, por experiencia más veces verificada sobre el terreno, que, para no equivocarse, bastaba con hacer lo contrario de lo que sugería el francés. Precisamente por esto, el francés era para él, más que el ayudante, el consejero ideal. Los veintidós caballeros templarios avanzaban en formación de cruz griega, una disposición de marcha práctica y elemental, que, al poder de símbolo cristiano, añadía una extraordinaria posibilidad de maniobra consintiendo a las dos alas laterales situarse en la posición más conveniente, tanto para sostener un choque cuanto para proteger una retirada. Era, por lo demás, con estratagemas militares de este tipo, fundadas sobre el adiestramiento más meticuloso y sobre el espíritu de la cruzada, como unas pocas decenas de caballeros templarios habían conseguido humillar a compañías enteras compuestas de millares de guerreros musulmanes en diversas ocasiones, pero sobre todo sembrando el terror en campo abierto. Tanto como para no hacer aparecer exageradas las crónicas de Giacomo de Vitry, que atestiguaba de ellos: ‘Todas cuantas veces se les llama a las armas, preguntan, no cuántos son los enemigos, sino en qué lugar se encuentran.’ Y no se explica de otro modo la actitud de Saladino, enemigo generoso y leal, que al hacer gracia de la vida a los cristianos prisioneros ponía la siguiente condición: ‘Con tal de que no se trate de caballeros del Temple.’ A los templarios les daba a elegir entre la muerte y la abjuración, y como no se diese nunca la menor vacilación en ninguno de ellos al elegir la muerte, los entregaba a los derviches para que los torturasen larga y atrozmente. Envueltos en sus mantos blancos, con la cruz bermeja sobre el hombro derecho, los veintidós caballeros continuaban adelante sin dar muestras de cansancio, no obstante el peso de las armas y la intensidad del viento. Cada uno llevaba, bajo la túnica de lino, una cota de malla con una chaqueta corta enguatada para la protección de los hombros y antebrazos de hierro. El yelmo cilíndrico, con fisuras para la vista y la respiración, les protegía de la arena, pero hacía insoportable el calor. El armamento propiamente dicho consistía en una espada de doble filo, con la punta redondeada (los templarios golpeaban sólo de tajo) y una lanza, un escudo de madera recubierta de cuero y láminas de metal, una daga corta y una maza turca con la cabeza en forma de bulbo. Bajo la silla solían extender una gruesa manta, para proteger el caballo, la cual era blanca, como el manto del caballero. El resto del equipo lo componían dos camisas, calzones de repuesto sostenidos por un cinturón corredizo, largas calzas, una casaca, una capa, un cobertor para las noches que hubiera que dormir al raso, utensilios para afeitarse y para comer, un hacha y algunas cosas más. Gunter y Simón marchaban a la cabeza de la formación, escoltados por tres caballeros que por turno sostenían en alto el estandarte de la Orden, llamado por los templarios el Bausant, esto es, una bandera blanca y negra, colores que en su elemental

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simplicidad debían significar mansedumbre y candor para los cristianos, violencia y muerte para los infieles. Detrás de ellos, doce caballeros constituían la formación en cruz griega propiamente dicha: tres por brazo, seis en posición horizontal y seis en vertical, variando, en el curso de la marcha, la andadura y las distancias, según una indescifrable lógica suya defensiva o de ataque. Cerraba la formación una retaguardia compuesta por cuatro turcópolos, esto es, caballeros indígenas a sueldo del Temple, mandados por un oficial denominado turcopoliero. La tempestad de arena era verdaderamente neutral. Así, si por una parte impedía a los musulmanes divisar a los cristianos, por otra no favorecía ciertamente las facultades visuales de estos últimos. Circunstancia que generó un acontecimiento verdaderamente imprevisto, haciendo que los veintidós caballeros templarios, lanzados en su ciego galope, terminaran por irrumpir justamente en medio de un campamento damasceno. La sorpresa fue recíproca y no dio lugar a reflexiones ni por una parte ni por otra. Pero los caballeros del Temple, aun constituyendo un número mínimo, tenían una ventaja: avanzaban ya encuadrados en una formación de combate dispuesta a cualquier imprevisto. Como una especie de máquina de guerra, ya programada para cualquier variante, sabían inmediatamente qué era lo que tenían que hacer. Además, estaban armados y ya dispuestos para el choque. Por su parte, los sarracenos estaban acampados a la espera de que el viento amainase. Aun siendo más de mil, yacían bajo las tiendas, entorpecidos por el sueño y por la tranquilidad derivada del hecho de encontrarse en territorio propio, sobre el que no era previsible, en el actual estado de cosas, ningún tipo de invasión o correría enemiga. Y, sin embargo, los cristianos estaban allí, delante de ellos, como llevados por el viento del desierto, enfundados en sus recias armaduras y ya lanzados al galope. Los centinelas, distraídos y somnolientos, apenas tuvieron tiempo de divisar los mantos deslumbrantes de la más temida milicia cristiana y echar a correr hacia el interior de las tiendas gritando: ‘¡Baus buyúd!..¡Baus buyúd!’ Es decir: ‘Diablos blancos’, que era como los árabes llamaban a los templarios. Y este grito bastó para sembrar el pánico, acrecido por la imprevista aparición del Bausant, cuya presencia en el campo significaba exterminio para todo aquel que no fuese cristiano, o viceversa: exterminio para los cristianos. En cualquier caso, desgracia total, derramamiento de hasta la última gota de sangre. El viento cegaba a las dos partes. Los veintidós templarios debieron parecer dos mil a los sarracenos sorprendidos en pleno sueño. Pasaron como una ráfaga de hierro por encima de sus tiendas golpeando los cuerpos y sembrando el terror. Alguno de ellos intentaba organizar un embrión de resistencia, pero, para entonces, ya los cristianos estaban más allá del campamento, sin haber perdido a un solo hombre. Solamente en este punto Gunter tiró de las bridas y desenvainó la espada, lanzando el grito de guerra de la Orden. –‘¡No por mi gloria, Señor, sino por la tuya!’ –‘¡No por mi gloria, Señor!’ –respondieron todos y, desenfundando a su vez las espadas, invirtieron la marcha. Los árabes no tuvieron tiempo de reponerse de la sorpresa inicial, y los pocos que intentaron resistir fueron los primeros en caer bajo los aceros cristianos. Los templarios volvieron a atravesar rápidamente el campamento musulmán dos, tres, cuatro, diez veces, mudando la formación cada vez y encontrando cada vez una de ellas menos resistente, hasta que el paso de los caballos comenzó a verse dificultado al tropezar sus patas con los cuerpos desmembrados y tiendas arrancadas, los víveres y los enseres esparcidos, vivaques desbastados, armas despedazadas. Como un arado que va abriendo surcos, los templarios continuaron arando el campo musulmán sistemáticamente, por aquí y por allá, hasta que quedaron solos con su Bausant, mientras que los últimos guerreros enemigos, reducidos a unas pocas decenas, se fueron dispersando, aterrorizados, por entre las dunas. Gunter ordenó todavía otra cabalgada contra los fugitivos, para impedir que se pudieran volver a reagrupar. Después, cuando los últimos árabes fueron diezmados por las espadas rotantes o por las férreas mazas de los cristianos, arrojó su blanco manto sobre la arena como firma, para que se supiese que por allí había pasado la caballería del Temple. El viento estaba amainando. En consecuencia, iba creciendo la visibilidad. Contó a sus huestes. Los templarios habían perdido tres hombres. No había tiempo para sepultarlos cristianamente. Por lo demás, habían tenido ya la sepultura más honorable que un guerrero

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pueda ambicionar sobre el campo de batalla: yacían bajo un cúmulo de cuerpos enemigos, y, muy pronto, la putrefacción los habría amalgamado en un único y glorioso monumento de carne. Faltaban ya pocas millas para superar la franja de tierra de nadie que, como una cuña, se insinuaba entre los estados cristianos del reino de Jerusalén y del condado de Trípoli. Gunter ordenó proseguir manteniendo la misma formación en cruz griega, cuya credibilidad mística y militar había salido decididamente acrecentada por el éxito del encuentro apenas concluido. No era necesario modificar la orden de marcha, puesto que los tres caídos eran todos turcópolos, es decir, mercenarios de la retaguardia, y su reconstitución no mudaba en gran medida la geometría –ni la fuerza de choque– de la escuadra. En silencio, los templarios reemprendieron su cabalgata hacia Tiro, rogando cada uno por su cuenta, y según su propia conciencia –como dictaba la regla de la Orden en circunstancias semejantes–, por los compañeros que habían caído. No se mostraban particularmente emocionados ni sorprendidos por lo acaecido. Por el contrario, salir vivos y vencedores de un encuentro en la medida de uno a cincuenta –como había sido en efecto la escaramuza entre los veintidós templarios y los algo más de mil sarraceno será perfectamente normal. El mismo Bausant, en efecto, con aquel su nombre aparentemente hermético, no era en realidad más que la heroica vulgarización, en un francés un poco arcaico, del grito ‘vau cent’, esto es, valgo por ciento. Un grito que, por lo demás, en tres siglos de cruzada, no había sido desmentido muchas veces por los hechos. Caballeros y cronistas de origen italiano lo llamaban el Valcento. El estandarte, ahora, estaba todo manchado de sangre; al igual que los blancos mantos de los diecinueve caballeros y las gualdrapas de sus caballos. Hasta el punto de que, con tanta rojez, las cruces de color bermellón del Temple resultaban ya indistinguibles. Por vez primera desde que habían partido, Gunter verificó si llevaba todavía al cuello, bien guardada bajo la cota de malla, el diminuto saco de cuero en el que iba, cuidadosamente sellado, el mensaje para el Maestre de la capitanía de Tiro. Allí estaba todo el secreto, todo el misterio de apariencia anacrónica, de su misión. Un misterio en el que, por otra parte, él no tenía ningún derecho a indagar. Tuvo casi un escalofrío al comprobar que únicamente ahora, después de cuatro días de marcha y de un combate trepidante, se había acordado de verificar que el objeto de la misión estuviese a salvo. Lanzó un suspiro de alivio al comprobar que el mensaje no se había perdido, pero se reprochó a sí mismo, ásperamente, por su distracción, interrogándose acerca de las tremendas consecuencias que habrían podido derivarse de ello. A duras penas podía ya vencer el sueño, pero no faltaban más que unas pocas millas para alcanzar las murallas de Tiro. Procuró mantener alerta la atención, en estas últimas e insoportables horas de marcha, alternando dentro de sí oraciones con la repetición de los deberes que comportaba su condición de caballero. –¿Queréis ser por todos los días de vuestra vida siervo y esclavo de la Orden? –le había sido preguntado por el gran Maestre en el momento de la iniciación. –Si, señor –había respondido él–, si Dios quiere. –¿Queréis, por todos los días de vuestra vida, abandonar vuestra voluntad y hacer sólo aquello que os será ordenado, sin poner impedimentos ni hacer ninguna pregunta? –Sí, señor, si Dios quiere. –¿Estáis casado o ligado a alguna mujer que pudiera reclamaros? –No, a ninguna. –Si ello sucediese, os restituiremos a esa mujer, después de haberos avergonzado delante de vuestros hermanos. –No estoy ligado a ninguna mujer. –¿Tenéis deudas que no podáis pagar? –No. –¿Pertenecéis o habéis pertenecido alguna vez a otra Orden? –No, nunca. –¿Pretendéis entrar en la caballería del Temple por simonía, intereses personales o vanidad? –No, ciertamente. No.

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–¿Estáis sano de cuerpo? –Sí. –¿Habéis nacido de un matrimonio regular? ¿Sois hijo de un caballero y una dama? –Sí, lo soy. –Y entonces, ¿prometéis delante de Dios, y de Nuestra Señora la Virgen María, que, por todo el tiempo de vuestra vida, viviréis sin poseer nada? –Sí, señor, lo prometo. –¿Prometéis que, por todo el tiempo de vuestra vida, ayudaréis a conquistar o defender, con la fuerza y el poder que Dios os ha concedido, el santo territorio de Jerusalén? –Si, señor, si Dios quiere. Durante una noche entera había respondido de rodillas a las preguntas rituales; después, al alba, le había sido colocado sobre los hombros el manto blanco de la Orden y el maestro de ceremonias le había ayudado a levantarse, comunicándole que su deseo de entrar en la Orden había sido escuchado favorablemente. En este punto, el Gran Maestre lo había besado en la boca y, después de haberle anudado fraternalmente los cordones del manto, le había dirigido un discurso que todavía recordaba con todo detalle. –Querido hermano, habéis solicitado una cosa muy grande –le había dicho– llamando a la puerta de nuestro Templo, del cual no conocéis más que los muros externos. Veis que poseemos hermosos caballos, hermosos vestidos, hermosas armaduras. Pero no conocéis los mandamientos que nos gobiernan. Desde este momento, vos, que erais libre y dueño de vos mismo, os convertís en siervo de vuestros hermanos. De ahora en adelante, no actuaréis jamás según vuestros deseos; si queréis ir más allá del mar, se os mantendrá aquí; si queréis permanecer aquí, se os mandará allá. Si queréis residir en Acre, se os enviará a Trípoli o Antioquía o a la tierra de Armenia. Si queréis permanecer en Tierra Santa, se os mandará a Puglia o a Sicilia, a Lombardía o a Francia, a Inglaterra o a Borgoña, o a cualquier otro lugar donde tengamos cosas o capitanías o intereses que proteger. Y si queréis dormir, se os mandará vigilar; y si queréis vigilar, se os ordenará iros a descansar a vuestro lecho. Si os queréis sentar, se os hará caminar; y si os queréis poner en marcha, se os impondrá la espera. Y cuando se os ordene partir, nunca sabréis para qué ni hacia dónde... ¿Estáis seguro, hermano, de poder soportar todo esto? –Sí, lo soportaré todo –había respondido Gunter, y así había sido acogido en la caballería templaria. Ahora, mientras que los muros de Tiro se iban haciendo más nítidos delante de sus ojos al resplandor de la luna, iba rumiando preguntas e interrogantes que contradecían sus votos de caballero. No porque hubiese nada de herético o de blasfemo en aquello que preguntaba, sino porque el sólo hecho de preguntarse –en su condición– era ya en cierto modo herejía. LA CRUZADA PERMANENTE Los diecinueve caballeros templarios fueron recibidos con todos los honores en la capitanía de Tiro. Muchos caballeros, aunque era ya de noche cerrada, acudieron a su encuentro. A la vista del Bausant y de las ropas ensangrentadas, el pueblo que se hallaba reunido en las calles les aclamó, entregándose a escenas de gran entusiasmo, dado que la llegada de una veintena de templarios representaba una enorme aportación –mucho más que un regimiento de cruzados corrientes– a la defensa de la ciudad contra eventuales correrías turcas o sirias. Tal era su fama, reconocida sin retórica por los cronistas y los cantores, que ciertamente no habían tenido nunca que forzar su fantasía para exaltar el valor de la caballería del Temple. El Maestre acogió a Gunter en el umbral de la capitanía y se abrazaron. Después de que las puertas se hubieron cerrado, se hicieron algunas preguntas e intercambiaron algunos signos convencionales de reconocimiento, acompañados de algunos golpes igualmente convencionales. Evitaron, sin embargo, solicitarse recíprocamente informaciones, así como insistir sobre otros detalles rituales, que hubieran podido aparecer como manifestaciones de desconfianza y exceso de celo inquisitorial, prefiriendo entablar una sobria conversación que, de cualquier modo, bastaba para desvanecer cualquier duda sobre

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la efectiva identidad templaria de ambos. –Vuestra ropa está llena de sangre –observó el Maestre. –Pero mi ánimo está blanco como la leche –respondió Gunter. –Se diría que os habéis batido como leones. –Leones sobre el campo, pero corderos en nuestra casa. –Y, sin embargo, lleváis una armadura ligera. –A la caballería de la encarnación le basta con la armadura de la fe. Quien está sin miedo y sin mancha puede enfrentarse al enemigo con una simple cota de malla. –A condición de que lo sostenga la fuerza del Redentor. –La fuerza no faltará jamás a la milicia del Temple, como ha escrito el beato Bernardo en el laude. –Es verdad, pero ¿con qué condiciones? –Observar la regla del venerable Hugo de Payns. –Bienvenido, hermano –dijo en este punto el Maestre, y volvió a abrazarle. Entretanto, Gunter extraía de debajo de la cota el saquito de cuero sellado y se lo entregaba. Después de haber confiado los caballos a los escuderos de la guarnición y de haberles asegurado de que serian convenientemente cuidados y alimentados, los recién llegados proveyeron a su propio sustento en el refectorio, donde comieron de dos en dos en la misma escudilla, según las normas. Les fueron servidas legumbres y raciones dobles de carne, a pesar de que era día de abstinencia, y vino. Las reglas de alimentación de los caballeros estaban rigurosamente sancionadas por los estatutos de la Orden. En particular, en lo concerniente a la carne, les estaba recomendado no abusar de ella, ya que se trataba de un alimento que tiende a provocar la corrupción del cuerpo; pero tampoco abstenerse de ella, para no debilitarse. Para evitar tanto el exceso como la abstinencia, estaba previsto que la carne les fuese servida tres veces por semana y, el domingo, una ración doble. Los otros días, los caballeros podían elegir entre diversos platos de legumbres y otros vegetales. Naturalmente, tales reglas variaban según las condiciones de cada uno, de las heridas que sufriesen, de eventuales enfermedades o de las pruebas que hubiesen afrontado o tuviesen que afrontar, todo ello a discreción del Maestre. A la discreción del Maestre estaba confiada también la medida del vino, a fin de que ninguno quedase privado del todo de él, puesto que ‘hasta se ha visto apostatar a los más sabios’, recordaba oportunamente el canon relativo a su consumo, ‘por falta de vino’. Durante la comida, los diecinueve caballeros, a los que se había unido el Maestre por deber de cortesía y una decena de templarios de Tiro, escucharon en silencio la lectura de las Sagradas Escrituras. Cuando hubieron terminado, se dirigieron a la capilla para dar gracias por las pruebas superadas. Después se retiraron a las estancias que les habían sido designadas. Fueron dispensados de la obligación de levantarse antes del alba con tal que cada uno recitase en el propio lecho, como era costumbre en semejantes casos, trece paternóster. El Maestre llevó consigo entonces, cuando los otros se hubieron marchado, a Gunter y a Simón, invitándoles a hacer una visita a la cripta del Bafomet, honor concedido a poquísimos y sobre el que pesaba la obligación de mantener el más estricto silencio, ya que podían derivarse múltiples equívocos de la divulgación fuera del Temple de semejante secreto –y hasta generar una espiral de muertes–, aunque en realidad no se trataba más que de una adquisición filosofal, en absoluto contraria a la verdad de la fe, sino más bien destinada a acrecentar su poder. Tres dignatarios se unieron a ellos. La entrada a la cripta estaba celada por una lápida de mármol situada detrás del altar de la capilla. Para moverla, bastó con que uno de los tres dignatarios hicieran presión sobre una cruz de piedra empotrada en el muro. Este mismo dignatario permaneció de guardia a la entrada, mientras que el Maestre y los demás descendían por una galería en rampa, extrañamente iluminada por unas luces cuyas fuentes no se distinguían. La misma luz brillaba en la cripta, sin las vibraciones propias de la llama de una torcida o una candela, sino que era estable, compacta, como irradiada por quién sabia qué astro, quizá robada a la luna por un invisible juego de espejos.

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Gunter no se asombró ante tal prodigio. Probablemente, ni siquiera lo advirtió, tan sobrecogido como estaba por la emoción que le producía el misterio en el que estaba a punto de sumergirse. Después de algunos instantes, por vez primera, habría visto el Bafomet, la ‘maravillosa cabeza’, de la que había oído decir y no decir, muy raramente, siempre y solamente a media voz, a hermanos ya ancianos, que inmediatamente se callaban cuando advertían que estaban siendo escuchados, viejos templarios sin edad, que ahora ya reposaban en la invulnerable quietud de las rocas. La sensación que experimentaron, tanto Gunter como Simón, fue la de encontrarse a punto de tener que afrontar una segunda y definitiva iniciación a los misterios del Temple – algo más allá de los deberes caballerescos y religiosos que con el primer juramento se habían comprometido a observar, más allá de la Jerusalén celeste por la que hasta ahora habían combatido, más allá de las mismas maravillas de la fe. Se miraron un instante a los ojos, como vacilando antes de adentrarse en el resplandor de la cripta, allá donde los rayos luminosos parecían concentrarse en una única y espesa niebla luminosa. Más allá de aquella niebla, evidentemente, estaba el secreto del Bafomet. Vacilaron, aunque se daban perfectamente cuenta de que se encontraban en un punto sin retorno: lo que ya sabían, aunque ello fuese nada frente a lo que aprenderían dentro de muy poco, les impedía cualquier asomo de arrepentimiento. Como intuyendo lo que significaba aquel intercambio de miradas, el Maestre les miró a su vez fijamente, asegurándoles: –Es algo maravilloso lo que estáis a punto de aprender. Es la materialización del sueño del amor universal en la gloria del Señor. Es la utopía realizable de la doctrina perfecta, del hombre cumplido, de la verdad definitiva. La intuición resolutiva que ninguna sociedad humana, ninguna escuela filosófica, ninguna fraternidad sobre la tierra había conseguido alcanzar hasta ahora. A la caballería del Temple le ha correspondido este privilegio, pero no todo caballero del Temple está dispuesto para conocerlo. –¿Qué es lo que nos ha hecho merecer que nosotros silo estamos? –Preguntó respetuosamente Gunter. –La dificultad y la delicadeza de la misión que os ha sido confiada, la prueba de valor que habéis dado sobre el campo y mi particular intuición. –Nosotros no conocemos todavía cuál ha sido nuestra misión –observó Gunter. –Muy pronto la conoceréis –respondió el Maestre–, pero no tiene nada que ver con cuanto estáis a punto de conocer ahora. ¿Estáis dispuestos? Gunter y Simón asintieron. –Jamás hablaréis con nadie –advirtió el Maestre– de lo que aprenderéis esta noche. Ni siquiera con vuestros hermanos templarios: ni siquiera con aquellos que os son familiares, a menos que se hagan reconocer con señales que os serán reservadas. Dicho esto, les hizo señas de que le siguieran y se adentró en la luz. La claridad era tan intensa que, más que cegar, aturdía, hasta hacer desaparecer de la mente toda sensación de tiempo y de lugar. Gunter tuvo cuidado de contar sus propios pasos –no más de tres–, consiguiendo, mediante esta modesta estratagema de la razón, no perder la cognición de la realidad. Tres pasos, unos tres segundos, se dijo. A pesar de lo cual el tránsito a través de aquel denso blancor sobrenatural le pareció que se prolongaba durante un tiempo infinito. Tanto que empezó a sudar, pues la luz era cálida, además de blanca. Pero estaba en un punto más allá del cual la luz se desvanecía de golpe, y todo a su alrededor se hacía oscuro y frío; de forma tan neta, que la claridad no se filtrase de ningún modo en las tinieblas, ni las tinieblas recibiesen a su vez ni un sólo ápice de luz. También esto le pareció a Gunter tremendamente antinatural, puesto que la luz y las tinieblas no pueden estar juntas de este modo, sin compenetrarse, influyendo la una en la otra, como sí fuesen el blanco y el negro de una bandera o una túnica. De este modo, pensándolo bien, además de en contraste con las cosas naturales, el fenómeno estaba en contraste con las sobrenaturales –se dijo Gunter, enfrascándose en un razonamiento que de alguna manera lo protegía del delirio–, porque también las aureolas de los santos brillaban en la noche.

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La explicación más lógica, insistió todavía dentro de sí, podría ser la existencia de un pasadizo secreto, una puerta invisible entre el ámbito iluminado y el oscuro, como forma de provocar el espejismo de una separación neta y milagrosa entre los dos opuestos. Pero ¿por qué buscar una explicación razonable –cedió finalmente Gunter–, cuando se puede cultivar la sublime ilusión de haber atravesado físicamente el Bausant? Dios sea loado, suspiró, por la gracia que me concede... Mientras la oscuridad se aclaraba repentinamente. Estaban ahora en una pequeña estancia, moderadamente iluminada, que a Gunter le pareció la misma en la que habían comenzado su viaje. Intentó enfocar adecuadamente la mirada. Sentía el cuerpo bien probado en todos los sentidos, pero estaba sereno de animo. Sintió cómo una extraordinaria tibieza le salía de la boca del estómago y se expandía por todo su pecho, procurándole una indecible sensación de confianza y de alegría de vivir. Como una embriaguez del espíritu y de la carne al mismo tiempo, que definitivamente hacia desaparecer todo vestigio de temor. Así, libre ya de los lazos de la percepción terrena, liberado también de todo vínculo con las emociones superfluas hasta el presente experimentadas, miró fijamente ante sí. Y vio al Bafomet. No eran dos caras, como se esperaba por todo cuanto había oído decir el demonio, sino un único rostro, mitad de marfil y mitad de bronce, mitad blanco y mitad moreno, mitad rasurado y mitad barbudo. Sobre la parte rasurada resplandecían dos ojos de zafiro; sobre la morena, dos topacios. La cabeza era sostenida por un cuerpo andrógino, laminado de oro y plata, rodeado de signos solares y lunares al mismo tiempo, de una sensualidad indefinible. Una minada de cuerdecillas diversamente anudadas pendía de la cabeza del ídolo, como una cabellera descuidada o una maldición. El Maestre desprendió dos de ellas y las entregó a los neófitos. Gunter y Simón las tomaron sin hablar, sin mirarse siquiera a los ojos, como irremediablemente inmersos en una historia cuyo sentido no acertaban a captar. –Llevaréis adosadas a vosotros estas cuerdas –dijo el Maestre–, anudándolas o desanudándolas según os será ordenado. Os reconoceréis entre los hermanos por los nudos. En su lugar y a su debido tiempo, seréis instruidos al respecto. Simón se prosternó, tendiéndose sobre el pavimento y anudándose la cuerda al talle, Gunter miró al Maestre a los ojos, concediéndose por una última vez el lujo de dudar. El Maestre sonrió y dijo: –No se te pide que adores al ídolo, sino a un principio. Y Gunter, sonriendo a su vez, se prosternó, ciñéndose la cintura con la cuerda milagrosa. Otros caballeros entraron en la estancia sobre cuyo pavimento se habían tendido Gunter y Simón, los brazos abiertos en cruz, la frente vuelta hacia abajo. En aquella posición, Gunter no podía distinguir más que los calzados. Casi todos llevaban las largas calzas de ordenanza entre los guerreros del Temple, con suela de cuero incorporada y cerradas con hebillas. Algunos, por el contrario, llevaban borceguíes de gruesa piel, con los lazos y espuelas, señal de que se trataba de altos oficiales y dignatarios. Algún otro, sin embargo, calzaba babuchas adamascadas con la punta curvada hacia lo alto, a la turca, y pantalones largos de seda violeta o azul, que iban estrechándose y anudándose en torno a la pantorrilla. Hacia estos últimos dirigió el Maestre sus pasos, como ansioso de saludarles, mientras que una nubecilla de incienso les envolvía. Las palabras, las pocas que consiguió captar, llegaron a los oídos de Gunter como envueltas en volutas de jazmín, de rosa, de incienso y de otras aromáticas esencias indefinibles. –Abufihamat, que la estrella de Oriente os bendiga –dijo el Maestre –Bufihamat, que el Ángel del Ocaso vele por todos vosotros, hermanos –respondió con acento marcadamente árabe uno de los huéspedes con pantalones de seda. Se abrazaron. –Nosotros que éramos occidentales –prosiguió el Maestre– nos hemos convertido en orientales... –Nosotros que éramos orientales –respondió el árabe, como recitando una letanía– nos hemos convertido en occidentales...

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Lo demás no pudo oírlo Gunter, porque, aturdido por el incienso y por la prueba a la que había sido sometido, se había sumergido en una especie de sopor sin sueño. Se despertó a una hora avanzada del día siguiente, sin poder distinguir si era mañana avanzada o ya por la tarde. La dispensa que había recibido, junto con los caballeros de su escolta, le consentía levantarse después del alba, sin especificar la hora. Estaba, pues, perfectamente en regla, aunque se había olvidado de recitar en el lecho los trece paternóster previstos por las normas en tales circunstancias. Restablecido por la colación, insólitamente copiosa que un siervo que estaba allí a la espera tenía preparada para él –a base de leche, sémola de grano y miel–, se revistió presurosamente con la camisa blanca y con el sayal gris, indumentaria cotidiana de los templarios en el interior de sus casas, y se precipitó hacia la estancia de Simón, ansioso de compartir con él las sensaciones y los ánimos de la nueva condición en la que les situaba la increíble prueba que apenas acababan de superar. Otros hermanos formaban cola delante de su puerta, como a la espera de noticias. También él, al igual que Gunter, había permanecido en el lecho hasta bien avanzado el día. Pero, al contrario que Gunter, no lograba despertarse del todo y era presa de una misteriosa fiebre. Había turbado el sueño de los caballeros alojados en los apartamentos contiguos con espantosos gritos, como si fuera atormentado por un íncubo. Se había apaciguado por la mañana, pero había comenzado a aullar de nuevo hacia mediodía. El capellán y el médico, llamados por los otros, se habían acercado entonces a su cabecera y habían procurado calmarlo con infusiones de hierbas y jaculatorias adecuadas. Pero Simón se había hundido más y más en su indescifrable malestar, cuyos síntomas se escapaban tanto a la experiencia del médico como del sacerdote. Parecía haberse calmado y conformado con tisanas (quizá también por las plegarias), pero no reconocía a nadie, pronunciaba frases sin sentido –muchas de ellas compuestas por palabras inventadas o pertenecientes a alguna lengua desconocida– y sudaba, como un esclavo fustigado. Alguno de los presentes gritó pensando en un milagro, cuando pareció que Simón estaba sudando sangre, pero se trataba solamente de tierra roja acumulada en la piel después de tres días de cabalgata, que ahora se fundía con el sudor. Quizá eran también de la sangre que había corrido a raudales en el campamento sarraceno, pero esto no modificaba en nada la sustancia del fenómeno. Esto es: nada de milagroso, ningún prodigio. Simón, simplemente, moría de fiebre, como tantos otros cristianos en Tierra Santa, macerado en su propio sudor. Así lo encontró Gunter cuando irrumpió en su habitación, después de haber logrado superar la barrera de hermanos que se amontonaban esperando. Justo a tiempo de enjugarle la frente un par de veces, inclinarse sobre sus labios para intentar buscarle un sentido a las sílabas insensatas que salían por ellos, y apretarle fuertemente los pulsos intentando detener los fuertes escalofríos. –¿Qué tiene? ¿Qué podemos hacer por él? –Gritó, volviéndose hacia el médico y hacia el sacerdote, quienes se encogieron de hombros, sacudiendo la cabeza y elevando hacia el cielo una mirada impotente. Dios mío, hazlo morir, dijo entonces, para sí, Gunter, volviendo a apretarle los pulsos; hazlo morir rápidamente. Dios mío, hazlo morir. Fue escuchado. Como sobre el campo de batalla, cuando se invoca un final rápido y posiblemente no doloroso para el compañero herido. LOS HERMANOS ORIENTALES Todas las armas, la ropa y los caballos de Simón fueron repartidos fraternalmente entre los dieciocho compañeros de viaje, incluido el rurcópolo superviviente, aun cuando la regla no lo exigiese. Pero extrañas reglas de fraternidad, muchas veces incomprensibles a la luz de los estatutos de la Orden, se establecieron entre los caballeros, que compartían durante semanas o hasta durante meses la soledad del desierto, aunque se separasen de los muros inexpugnables del rango y de la raza. Caprichos tiene la sed, se había dicho muchas veces Gunter, al sorprenderse bebiendo en la misma charca que un escudero moro o un recluta del Temple.

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A Gunter le tocó un caballo, que donó a la capitanía de Tiro para que lo destinase a un caballero pobre de nueva investidura. Se conmovió al recordar una canción, que Simón y él cantaban juntos, sobre la distinción que había que hacer entre los caballos. Tres tipos de caballo tiene el caballero: altos y fuertes para el carrusel, es decir, corceles, para usarlos en las fiestas y en los torneos; fuertes y ligeros para la guerra, es decir, corredores, para cabalgar en la liza, a campo abierto; ordinarios y vulgares para la paz, es decir, rocines, para destinarlos al carro y al trabajo. No era precisamente un rocín, pero tampoco corcel y, mucho menos, un corredor, el caballo que le había tocado en suerte. No pudiendo ser dedicado por consiguiente al desfile, ni tampoco a la humillación del arrastre o, mucho menos, del arado, podía encontrar una decente colocación en la dote de un aspirante a defensor del Santo Sepulcro. Pero ¿dónde estaba el Sepulcro y dónde la Resurrección? ¿Era verdaderamente el árabe un antiguo enemigo? ¿Y por qué había muerto Simón? A estos y otros interrogantes respondió el Maestre de Tiro durante una cabalgada de varios días, que les llevó muy lejos, dentro de los territorios más infieles de la región, más allá del valle de la Bekaa, hacia Damasco. –Simón ha muerto porque su alma no ha resistido el peso del conocimiento –dijo el Maestre, como intuyendo las preguntas que se agolpaban en el silencio de Gunter–. Es algo que ya les ha ocurrido a otros hermanos antes que a él, muertos o enloquecidos por haber sido incautamente situados frente a misterios que su mente no estaba en disposición de asimilar. Dentro de cada uno de nosotros hay un vaso, cuyas dimensiones varían de individuo en individuo, según la predisposición natural o la preparación adquirida. Simón, evidentemente, no había nacido ni predispuesto ni preparado. Las noticias que se han vertido en su vaso, por consiguiente, se han desbordado, convulsionando y envenenándole la sangre, hasta matarle. Soy yo quien le ha perdido al creerle dispuesto, como era tu caso, a encontrarse con el Bafomet. –Pero, Maestre, tampoco yo estoy seguro de haber comprendido todo cuanto había que comprender –objetó Gunter–. ¿Estáis seguro de que mi ánimo estaba dispuesto? –Tú has comprendido lo que tenias que comprender. No todo lo que se podía comprender. Ninguna gran verdad puede ser entendida en toda su complejidad de una sola vez. Tú has aprendido los elementos esenciales del conocimiento. Sobre éstos, ahora, tienes que construir. Pero no estás solo. Es toda la Orden del Temple la que, sobre las mismas bases, está laborando con vista a un único diseño. Y, cuando lo haya realizado, ya no habrá cruzadas. –Pero ¿no habíamos jurado combatir en una cruzada permanente? ¿No nos hemos empeñado en hacer de toda nuestra vida una cruzada? –La cruzada es un medio, no un fin. Estas tierras en las que estamos viviendo y combatiendo por generaciones no son santas únicamente para nosotros. Lo son también para nuestros enemigos. También ellos, al igual que nosotros, son depositarios de grandes y nobles verdades, tesoros de sabiduría, claves herméticas de inestimable valor. Por ahora no podemos hacer otra cosa que batirnos, cada uno en nombre de su propia verdad, para que prevalezca sobre la del otro. Pero la cruzada no podrá durar eternamente. Es la idea misma de la cruzada la que se ha ido desgastando sobre estas arenas ensangrentadas, sobre las piedras candentes de las ciudades saqueadas, sobre las invocaciones contrapuestas de los ejércitos inagotables. Mira a tu alrededor. Mira el incierto futuro de los estados cristianos. El reino latino vacila sobre la continua amenaza. El franco asentamiento no ha llegado a complementarse nunca. El condado de Edesa se ha perdido, y el de Tiro ha quedado reducido a una estrecha franja de tierra estéril. El principado de Antioquía está invadido a medias. ¿Qué sería de nuestras grandes ilusiones, de todas nuestras esperanzas, sí el dominio cristiano en Tierra Santa tuviese que resquebrajarse? –Dios no lo quiera. Pero es justamente para que así no ocurra por lo que combatimos desde siempre, ¿no es así? Mira, Gunter, los opuestos se atraen y se repelen con igual potencia. El oído que los divide no es sino la otra cara del amor que los une. Tú has combatido bajo el signo del Bausant en la guerra, pero también has atravesado los colores del Bausant en la paz, en el secreto del Temple. No creerás de verdad que el estandarte blanquinegro significa solamente vida para el amigo y muerte para el enemigo. Tú has visto la luz y las tinieblas de la cripta del Bafomet, has sentido sobre tu piel el calor y el frío. Tú conoces ya la fuerza de cohesión que se desprende de los opuestos y su poder iluminado. Así

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es también para el reino de Cristo y para el de Mahoma. El Islam y el Evangelio están destinados a fundirse en una única y grande fuerza, en una civilización que no tiene igual en el pasado. Este es nuestro designio. La milicia del Temple representa el único poder en disposición de construir este nuevo orden. –Pero esto nos expone a la acusación de apostasía o, peor aún, de herejía. ¿Quién nos comprenderá si nos equivocamos? ¿Quién creerá en la pureza de nuestras intenciones? –Nos equivocaremos solamente si somos traicionados. –¿Y quiénes son nuestros interlocutores? ¿Con quién podremos parlamentar? Si nosotros representamos el occidente, ¿quienes son nuestros hermanos orientales? –El Evangelio de San Juan es también conocido por los hermanos de la Media Luna. También entre ellos hay elegidos animados por la misma esperanza, consumidos por la misma cruzada. Es preciso empujar más hacia allá; es preciso caminar... –¿Hacia dónde? ¿Más allá de los límites que nos impone nuestra religión? ¿Más allá del Evangelio? –Más allá de todo, Gunter. Somos la institución más poderosa de la tierra, la única que está en disposición de poner paz allí donde siempre ha reinado la guerra. Nuestra doctrina nos da el dominio de la materia y del espíritu. El secreto del oro nos pertenece. El secreto del estado universal nos pertenece. El secreto de nuestra misma constitución física nos pertenece. ¿Quién nos ha creado? Un movimiento de partículas primordiales, mitad naturales, mitad divinas. ¿Qué nos mantiene en vida? Un movimiento, el mismo movimiento. Y nosotros podemos controlarlo porque lo conocemos; podemos mandar en la fuerza que nos mantiene unidos y en la que tiende a separarnos. ¿Lo comprendes, Gunter? Podemos imitar la muerte y la vida, a nuestro placer. Hemos superado con nuestros conocimientos los umbrales de la creación. Somos los hombres más cercanos a Dios que nunca han caminado sobre la tierra. Ni siquiera los profetas de Caldea, ni los sacerdotes de Isis en el antiguo Egipto, los adivinadores de la India, los encantadores persas... ninguno de ellos se ha acercado tanto a Dios como los caballeros del Temple. Somos los primeros en haber contemporizado los poderes del odio con los del amor en una única fuerza. Y es sobre esta fuerza sobre la que intentamos fundamentar el estado de la armonía universal. No hay ninguna otra sociedad, no hay ningún otro reino, en disposición de realizar semejante sueño. –Si no hay otro medio de defender el Sepulcro –suspiro Gunter–, si no hay otra esperanza para las armas cristianas... –Así es –cortó tajante el Maestre–. No hay otra esperanza. Continuaron cabalgando en silencio, manteniendo los caballos al paso y adentrándose por entre las ruinas de una antigua ciudad sepultada. De la arena emergían capiteles dóricos y penachos de mármol esculpidos. Ambos se habían sentado sobre las sillas y conducían despacio a los caballos por las bridas, teniendo cuidado de que no se lastimasen al caminar por entre aquellos montones de escombros. Un aullido animal proveniente de lo alto, sobre sus cabezas, los hizo estremecerse. Gunter desenvainó la espada y se puso en guardia. El Maestre le tranquilizó. –No temas –dijo, señalando la cima de la colina–. Es solamente un estilita, un santo varón que ha elegido vivir ahí arriba, en lugar de en una caverna, desnudo, expuesto al sol y a la intemperie. Gunter volvió a meter la espada en la vaina, mirando en la dirección indicada. Se esforzó por vislumbrar alguna señal de vida sobre el capitel de una columna despedazada que se erguía entre los restos de un templo, pocos metros más adelante, a contraluz. Y, efectivamente, algo vio. Era una especie de bestia peluda, con la piel cubierta de escamas morenas que formaban casi una coraza sobre su cuerpo, ceñida a la piedra, con la cual parecía amalgamada en una sola masa indistinta. Se habría dicho que era un gran hongo, o un liquen hirsuto, si dos ojos de mirada severa e intensa no hubiesen brillado en medio de la arrugada maraña de aquella piel. –¿Quiénes sois? –Gruñó el estilita–. ¿Quién se atreve a profanar mis dominios? –No somos profanos –respondió presto el Maestre, trazando en el aire, con la mano, un indescifrable signo––. Somos hermanos. ¿Cuál es vuestra palabra de paso? –A bufi hamat. –Bufihamat. ¡Adelante, hermanos! –y el eremita saltó como un simio desde su columna–. ¡Adelante, adelante, venid, venid adelante! Mi templo es vuestro templo.

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De entre las piedras circundantes emergieron árabes harapienros que se situaron en torno a ellos. Una vez más, Gunter estuvo a punto de sacar la espada, pero el Maestre lo detuvo. No había nada de amenazante en aquellos hombres del desierto. Por el contrario, el más anciano de ellos se inclinó y les saludó con deferencia. Todos los demás hicieron otro tanto. Los dos templarios se inclinaron a su vez. El eremita batió las palmas con alegre bestialidad y, brincando con su paso cojitranco, echó a andar por entre los escombros. El árabe más anciano hizo a los dos cristianos señas de que le siguieran. –¿Qué quiere decir abufihamat? –preguntó Gunter al Maestre, mientras se adentraban por un pasadizo entre las ruinas. –¿Qué te dice a ti el sonido de este saludo? –Que es árabe, lo mismo que la respuesta bufihamat –Sí, pero, ¿cómo suena? –Como Bafomet –Exacto. –Pero, ¿qué significa? –Se puede traducir como padre, uno solo de los significados entre siquiera el más importante. –¿Adónde nos conducen? –Entre los hermanos. Sin volver a hablar, los dos templarios siguieron a su guía por una escalera de piedra, mediante la cual accedieron a una vasta sala subterránea, donde fueron acogidos por un viejo sonriente, que los abrazó, invitándoles a sentarse ante una mesa sobre la que había frutas frescas y bebidas de colores insólitos. Otros gentilhombres de la comprensión. Pero ése es muchos otros, y tal vez ni orientales, vestidos con ropas ligeras, pero ricamente bordadas con símbolos e inscripciones, entraron en la sala a través de una abertura practicada en la pared, sonriendo y yendo a acomodarse sobre cojines que había colocados en torno a la mesa. –¿Quiénes son?–Preguntó Gunter. –Son sufíes –dijo el Maestre, al tiempo que respondía al saludo de ellos–. El sufismo es lo equivalente a nuestro pensamiento y a nuestros sueños en el Islam. –¿Nuestros interlocutores? –Más o menos –Pero no parecen guerreros. –No lo son. Nosotros somos invencibles. No tenemos interlocutores sobre el campo, solamente en el terreno de las ideas. Digamos que su doctrina es el equivalente islámico de la doctrina del Temple. ¿Comprendes? –Me esfuerzo en comprender. –En suma, ellos son la otra cara del Bafomet, la cara morena. ¿Comprendes ahora? –Creo que sí. –Siéntate entonces. Come, bebe, conversa. –No sé hablar en árabe. No lo suficiente. –Habla con los ojos, sonríe. Gunter tomó una fruta con mucha gracia, la contempló, sonriendo y mirando en torno, como para demostrar hasta qué punto lo apreciaba. Los comensales árabes respondieron a las sonrisas y gestos, exhortándolo a morderlo. Y él, sin dejar de mirarlo fijamente, lo mordió, abriendo los ojos en una mirada alegre, para enfatizar su placer. Así, sin dejar de entregarse a este ceremonial de miradas, gustó de una fruta tras otra. A continuación bebió, saboreando lentamente, de la copa que un personaje que tenía al lado, con turbante de finísima seda, sostenido por un broche de jade, le había ofrecido con desenvuelta familiaridad. –Pero este néctar lo conozco yo –dijo Gunter– Esto ya lo he bebido. –Naturalmente, es vino –dijo el Maestre. –¿Vino? ¿Aquí, entre los musulmanes?

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–Nuestro hermano Omar Khayyam ha escrito –intervino cortésmente en este punto el comensal árabe, en un correcto francés– que no hay nada más puro que el suspiro de un ebrio al levantarse el sol. –El emir Gaff Arí habla perfectamente la lengua francesa, y también el latín –explicó el Maestre, al comprobar el estupor de Gunter. –Yo creía que vuestras leyes –añadió Gunter, volviéndose hacia el emir– desaconsejaban semejantes placeres. –Es cierto –respondió Gaff Arí–, pero hay un tiempo para observar la ley y un tiempo para violarla. Así está escrito. –No conozco esa azora. De hecho, no es una azora; no está escrita en el Corán, sino en los vapores de la noche, sobre los reverberos de las estrelladas páginas del cielo, en los pliegues de la alegría que une a hombres diversos como nosotros a una misma mesa. Bebe, pues, hermano. Y, mientras le escanciaba para que bebiera, el emir hizo señas a los músicos para que se acercasen con sus instrumentos, de los cuales éstos comenzaron a extraer las notas de una dulcísima melodía, embriagadora como los olores de aquella inimitable noche. Danzarinas envueltas en sutiles velos seguían las notas, con los pasos lentos y cadenciosos, levantando sus minúsculos pies desnudos y arqueándolos graciosamente. Gunter dirigió al Maestre una mirada perdida e interrogativa, como pidiendo socorro, porque ahora era él, y no el príncipe árabe, su anfitrión, quien corría el riesgo de incurrir en una grave transgresión. El Maestre fue muy sincero: –Hay un tiempo para observar la ley –dijo, repitiendo las palabras de Gaff Arí– y un tiempo para violarla. –Está escrito –respondió a su vez el emir, encogiéndose de hombros con un gesto de fatal abandono, en el cual se mostraba toda su desarmada certidumbre de que no podía infligir una ofensa al verdadero Dios aceptando los placeres que él mismo ofrecía. Gunter debió de encontrarlo persuasivo, hasta el punto de preguntarse si, en el fondo, la verdadera ofensa para un Dios tan magnánimo no fuese más bien lo contrario, es decir, rechazar sus dones. Pero no tuvo tiempo ni deseo de adentrarse más en esta tan atormentada como simple disputa interior sobre la religiosidad de la transgresión, porque el velo de la danzarina más cercana le rozaba el rostro, haciendo que se diluyera todo rastro de cordura en una llama liberadora de calor. La danzarina se movía cada vez más deprisa, agitando el vientre a menos de una palma de los ojos de Gunter. Gaff Arí batió las palmas y otras mujeres se situaron en torno a la primera, siguiendo sus movimientos y expandiendo al aire sus velos. Y, con los velos, se expandía un efluvio de incienso mezclado a olor de sudor femenino, tan distinto al de los soldados, macerado entre las mallas de la armadura, emplastado de arena y mezclado con los pelos de los caballos. Gunter volvió a beber. Y la danzarina, airosamente, le envolvió el cuello con su echarpe de seda, mientras otra tomaba un puñado de arena y hielo y lo esparcía sobre su cabeza como si fuese agua bendita. Una tercera, simulando los andares de una pantera, se le acercó por un costado, jugueteando con la cinta de cuero que le ceñía la espada a la cintura. Gaff Arí participaba a su vez en la pantomima, fingiendo que era bestia y ululando. Gunter rugió, aceptando de esta manera el juego del serrallo, y tendió los brazos hacia las mujeres, engarfiando los dedos como garras. Después se tumbó sobre los cojines a la manera de los grandes felinos cuando bromean entre ellos. Había elegido de esta manera representar al león, permaneciendo de tal manera fiel, aunque fuese en el equívoco de esta desenfrenada fantasía oriental, a su papel de templario. Era, efectivamente, el león el único animal con el cual los caballeros del Temple podían enfrentarse y distraerse, según las prescripciones de sus estatutos, a través de la caza con lanza y el cuchillo como únicas armas, a cuerpo desnudo. Pero, ¿quién puede enfrentarse de tal modo al león sin ser un león a su vez? Así Gunter, en paz con su propia conciencia y en la más respetuosa observancia de sus votos, dejó que las otras bestias del serrallo lo liberasen de los hábitos, para que la caza pudiese desenvolverse como quería la regla, a cuerpo desnudo. Rodó entre una gacela y un antílope, engarfiando a la una y mordiendo al otro.

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Se defendió de una cebra que coceaba. Quedó herido por el mordisco de una histérica loba del desierto. Se dejó enrollar entre las espirales de una mítica sierpe inofensiva. Se hundió finalmente entre las fauces de una voraz hembra de caimán, que se arrojó sobre él. Y así se adormeció, al término de su aventura venatoria, en el quieto vientre de una bestia que no había cazado. Pocos metros más allá, totalmente indiferente a cuanto acaecía a su alrededor, el Maestre de Tiro y un hermano viejo de barba blanca disputaban de filosofía y religión haciendo comparaciones entre los escritos de Aristóteles y los de Avicena. –Nuestro Avicena ha leído cuarenta veces la obra de Aristóteles –decía el viejo– antes de intentar comprenderla. Está bien que la tengas en cuenta, aunque no te pido que hagas otro tanto con la obra de Avicena, puesto que estás ya de acuerdo sobre la falta de libertad de la creación y sobre la necesidad inderogable de todo cuanto acaece. –Sí, es cierto, estoy de acuerdo –respondía el templario, examinando los textos que el viejo le ofrecía–, pero eso es solamente filosofía. Yo busco informaciones más concretas. –¿Qué secretos vas buscando? ¿Quieres que hablemos del alma divina de los números, de las esferas celestes, de la irrigación de los campos? –No, de medicina. Busco el libro de la Curación. El de la Liberación ya lo conozco. –¿Conoces el Al Najat? –Preguntó el viejo asombrado. –Sí, en todos sus detalles –respondió el templario–. Ahora busco el Al Séyd. –Si lo buscas, ya lo posees. –¿Qué quieres decir? –Que las palabras no sirven –y el viejo se llevó el índice a los labios en señal indicativa de silencio; después hizo movimientos de entendimiento con ambas manos a la altura del pecho, cerca del corazón. El Maestre hizo otro tanto, entrecruzando los dedos y levantando las palmas unidas hacia el cielo, por encima de la cabeza. Continuaron así durante largo tiempo, como dos sordomudos, intercambiándose asombrosas informaciones sobre el arte de vencer la corrupción de los cuerpos y conciliar la necesidad de sobrevivir con la de ahorrarse los dolores superfluos. Placeres superfluos se ahorró seguramente Gunter durante todo aquel tiempo en el abandono de un sueño profundo que en parte lo liberaba de la servidumbre de las sensaciones hasta entonces experimentadas y en parte prolongaba indefinidamente sus efectos. Y habría continuado avanzando así quién sabe durante cuánto tiempo, dejándose vivir en sueños y soñando que vivía, si el Maestre no le hubiese despertado finalmente sacudiéndolo enérgicamente. Es tarde. Tenemos que regresar. Los vientos parecen favorables para el reemprendimiento de tu misión. Siento las corrientes que descienden monte abajo hacia el mar. Gunter se sacudió la modorra, dispuesto a montar de nuevo sin ni siquiera refrescarse el rostro ni tomar ningún alimento más, como había aprendido en los años de vida templaria. Acerca de su misión sabia tan sólo que desde Tiro tendría que reemprender el viaje con su escolta, esta vez por mar, bordeando las costas italianas, hacia Francia. No habría sido posible hacerse a la mar el mismo día de la muerte de Simón, por causa de una borrasca de insólita violencia. Pero ahora los vientos, según el Maestre, eran nuevamente propicios. No todo cuadraba, sin embargo, en la mente de Gunter. La gruta en la que, hacía apenas un movimiento, se había despertado aparecía desnuda y desierta, con la única excepción del Maestre y sus dos caballos. Los adobes que decoraban profusamente las paredes habían desaparecido, como disueltos por un encantamiento, e igualmente la vajilla, los cojines, el emir y sus misteriosos acompañantes, los músicos y las danzarinas, todo. También el penetrante perfume del incienso y del sudor había desaparecido, como el extraordinario serrallo en el que se había envuelto, con inhumana ebriedad, hasta el agotamiento de los sentidos. –Hazte cuenta de que has soñado –dijo el Maestre, montando a caballo–. Ello servirá para disculparse. Gunter asintió, montando a su vez en la silla. Pero el labio inferior le quemaba por el mordisco de la loba, los brazos los tenía marcados por el abrazo de la serpiente, la espalda la tenía señalada de profundos arañazos. Dolorido, al apretar las rodillas sobre los flancos del

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caballo, Gunter sintió que los calzones de hierro se deslizaban hacia abajo desde el talle. Comprobó que no llevaba cinturón. Embarazado, intentó sujetarse con una mano el indumento –que se encontraba entre los más pesados que ningún sastre o armador hubiese podido concebir jamás– y buscó con la otra un lazo, un trozo de brida, una cinta cualquiera. Encontró milagrosamente, bajo la cota de malla, un largo velo de seda transparente, bordado de signos zodiacales y otros dibujos celestes, adornado de franjas. No se atrevió a indagar su procedencia. Se lo anudó a la cintura, después de haberlo asegurado a las hebillas de la armadura, y apretó ligeramente las espuelas sobre la piel del caballo. El Maestre lo predecía en unos pocos metros. Se volvió para mirarle, al resplandor del alba, y fijó su vista irónicamente en el echarpe de seda que se había anudado al talle. –¿No sabes que para un caballero es muy grave perder el cinturón? –Pero yo lo he perdido en sueños –respondió Gunter, con igual ironía. –Eso no cambia nada las cosas. Somos también responsables de nuestros sueños. Pero ¿por qué sangras por el labio? –También ha sido durante el sueño. Me ha mordido una loba. El Maestre no respondió, pero giró a su alrededor una mirada inquieta, y lentamente desenvainó la espada, haciéndole señas de que hiciera otro tanto. Gunter obedeció y se puso a su lado, según las reglas, para estar dispuesto a fundirse con él en un único punto de defensa. Era ésta una práctica, ya experimentada más veces en las batallas de los templarios, que consistía en vincular a los caballeros individuales en parejas, multiplicando geométricamente su poder de ataque y de defensa. Como en el desfiladero de las Termópilas, donde los cuatro mil espartanos de Leónidas habían conseguido detener al numeroso ejército persa, simplemente combatiendo de dos en dos, hombro con hombro, mano sobre mano, centuplicando las propias fuerzas hasta el último aliento. Era por esto mismo, evidentemente, por lo que los templarios comían de dos en dos en una misma escudilla, dormían igualmente por parejas bajo la misma cobertura en las gélidas noches sirias, y cabalgaban a menudo de dos en dos –como está testimoniado por el sigilo del Temple– sobre el mismo caballo. Porque eran tan pobres, según la interpretación de algunos exegetas de la época, como para no poderse permitir la posesión de una cabalgadura propia. O por vía de una doctrina secreta suya, según otros cronistas más agudos, que comportaba una sublimación particular (y externa) de la intimidad fraterna. ¿Qué otra cosa de más esencial podía compartir un caballero, tras la comida y el lecho, sino el caballo? –He aquí algo que podría rescatarte de tus sueños– dijo el Maestre, señalando una nube de polvo que se precipitaba a su encuentro, como un tifón, dunas abajo. –Es un precio honrado –replicó Gunter, observando la nube que se acercaba–. No son más de un centenar; como mucho, ciento veinte. –Entonces estamos en ventaja –concluyó el Maestre–. Rodeémosles. Y se separaron, galopando en direcciones opuestas. Podrá parecer una vanidad de borrachos, trastornados por una noche de desenfreno e incapaces de valorar la gravedad de la situación en la que se encontraban. Pero no era así: dos templarios podían permitirse también esto, es decir, (‘cercar’ –y sin ni siquiera tantas historias, sin acordar un plan de ataque, sin muchos esfuerzos– un enemigo cincuenta veces superior, o quizá más. Cegados por la nube de arena que ellos mismos levantaban, los sarracenos avanzaban a marcha sostenida, probablemente apresurados por la necesidad de respetar unos tiempos de marcha feroces para trasladarse de un presidio a otro. Por eso no tuvieron ninguna posibilidad de ver bien a los caballeros cristianos –solamente dos, pero no lo sabían con seguridad– que arremetían contra ellos por los dos flancos aullando: ‘No por mi gloria, Señor... No por mi gloria, sino por la tuya.’ Habían trazado una semicircunferencia perfecta, cada uno sobre una vertiente, a la misma velocidad, reencontrándose ahora sobre los dos flancos anteriores de la misma columna. La geometría, o el sentimiento de la geometría y de sus reglas perfectas, formaban parte de los misterios del adiestramiento templario y de su fuerza insuperable. Así, intercambiando una mirada de entendimiento sobre las coordenadas de la evolución que tenían que llevar a cabo y el punto que había que tener presente como centro de sus maniobras circulares, los dos templarios se reencontraban a la altura deseada, penetrando por sorpresa en la compañía mora.

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Levantando las lanzas, Gunter y el Maestre atravesaron por lados opuestos la cabeza de la columna musulmana, golpeando e hiriendo hasta que sus mismas astas quedaron reducidas a pedazos de madera en adelante inutilizables. Pero una veintena de caballeros de la media luna rodaban por el suelo, mientras que el escuadrón pasaba a sus espaldas. En medio del tumulto, otros caballos se encabritaban tirando al suelo a quien los cabalgaban. Los dos templarios recorrieron menos de cincuenta metros en medio de este caos de sangre y de sudor, y después, volviéndose a encontrar en el centro de la formación enemiga, reaparecieron de nuevo a su cola. Habían dejado caer las astas de las lanzas y volteaban las espadas, hiriendo y mutilando hombres y caballos. Salieron otra vez detrás de la formación, ahora diezmada y dispersa, e intentando desesperadamente reconstruirse. Se detuvieron durante no más de dos o tres segundos; el tiempo necesario para mirarse a los ojos y agitar al viento una franja de Bausant que el Maestre llevaba bajo su jubón, como un saludo de muerte. De la retaguardia sarracena, ya trastornada por cuanto acababa apenas de suceder, surgió un grito de terror: ‘Baus buyúd... balis buyúd...’ No era ya solamente el Bausant lo que les aterrorizaba, sino el hecho de que el estado mayor –a la cabeza del grupo– había sido prácticamente diezmado, quizá del todo aniquilado. En suma, los mejores y los más fuertes –aquellos con los que el escuadrón entero contaba para la propia seguridad– habían sido eliminados. Aunque el resto de las fuerzas cristianas, a pesar de las apariencias quiero quién sabía qué otra maniobra demoníaca había detrás), no fuesen más que dos únicos caballeros. –¡A las mazas! –Gritó el Maestre, enfundando la espada. –¡A las mazas! –Coreó Gunter. Y esto significaba que la parte más comprometida del encuentro había pasado ya, y que ahora no se trataba más que de irrumpir por la espalda entre la tropa que se estaba dispersando, sin ninguna posibilidad de enfrentamiento singular, sino sólo golpeando y haciendo el vacío. No por mi gloria, Señor... –y los dos templarios caracolearon con seis monturas a lo largo y por entre los restos del escuadrón árabe, cada vez más desordenado, más disperso. Y cuando el último pelotón de supervivientes, en buena parte descabalgando, intentó reagruparse, gritó el Maestre: –¡A las hachas! –Al tiempo que arrojaba la maza ensangrentada. –¡A las hachas! –Gritó Gunter. Y volvieron a caer una vez más sobre aquellos desgraciados, machacando hombres y caballos a hachazo limpio, con aquellas hachas de doble filo que los caballeros teutónicos habían hecho casi populares en aquella época entre los cristianos, hasta que de todo el escuadrón no quedó más que un amasijo de cuerpos y armas destrozadas, amalgamados unos y otros en un emplasto de arena sanguinolenta. Lamentos e invocaciones religiosas ascendían hacia el cielo, mezclándose al coro de los relinchos de los caballos agonizantes. El Maestre dejó caer sobre el campo su manto con la cruz bermeja, como de costumbre, para que se supiese que por allí había pasado la milicia del Temple. Después espoleó el caballo y se dirigió hacia el luminoso reclamo del mar, en dirección a la costa, lejano de aquel túmulo de gloria. Pero no recorrió más que unos pocos pasos, porque el caballo empezó primero a cojear, luego se bamboleó y finalmente cayó de rodillas –como rogando del mismo modo que todos cuantos agonizaban a pocos metros de distancia– socorrido vanamente por su caballero. No había mucho que hacer por la bestia herida, sino ahorrarle la agonía. De modo que el Maestre sacó su daga y se arrodilló junto al caballo, acariciándole la crin dulcemente, mientras buscaba el punto del cuello en el que hundir la hoja para que la muerte fuese rápida y sin dolor. Y mientras lo acariciaba, le hablaba. Gunter, que a su vez había descendido de su caballo, se le acercó ofreciéndole de beber. El Maestre sacudió la cabeza y continuó hablándole al caballo en voz baja. Tenía el rostro cubierto de lágrimas. El llanto de un guerrero es algo muy extraño y solemne, por lo que Gunter, a pesar de que había combatido en gran cantidad de batallas, no había asistido a algo semejante sino en poquísimas ocasiones en toda su vida. Se encerró, pues, en una respetuosa e inmóvil

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concentración, esforzándose por sacar provecho espiritual de aquel testimonio inhabitual de ternura. ‘... En totes les besties qual és pus bella bestia epus corrent e que pusca sostenire més de trel,all’, decía el Maestre en una lengua desconocida, mientras continuaba acariciando el cuello del caballo, y las lágrimas le inundaban las mejillas, ‘ni qual és pus convenienen¡ a servir horne? E car cavail és la pus noble bistia e la pus convinent a servir borne, per acd de totes les brosties hom e/eec cavail, e donlo aborne qui fo eler de mil bornens; e per acb aquelí borne ha norn cavaller.’ “”Entre todas las bestias, ¿cuál es más bella y más veloz que el caballo y más dispuesta a sufrir todo tipo de fatigas, y más adaptada a servir al hombre? Y puesto que el caballo es la más noble bestia y la más adaptada pata servir al hombre, por eso entre todas las bestias el hombre elige el caballo, y lo donó al hombre que había sido elegido entre mil hombres; y por eso ese hombre se llama caballero.”” Concluido el elogio, el Maestre hundió la daga en el cuello del animal, en el punto donde se veía el bulto de una gran vena, de la cual prorrumpió un reguero de sangre, que fue a confundirse con las demás manchas rojas de la ropa, todavía húmedas. El animal pateó sin relinchar, levantando hacia el sol sus fauces humeantes, como si quisiera aspirar la luz; después se puso rígido, adoptando la dignidad de la muerte. Nubes de insectos runruneaban en su torno. Gunter ofreció al Maestre las bridas de su caballo, para que él montase primero. El Maestre, una vez sobre la silla, le tendió una mano para ayudarle a que se acomodara detrás de él. Parecía la representación viviente del sigilo del Temple, proyección de quién sabe qué doctrina secreta o entendimiento, mientras se alejaban los dos montados sobre la misma bestia, al paso, en el reverbero blanco de la mañana. De las armaduras se desprendían reflejos. La sangre que empapaba las vestiduras y el sudor del caballo se evaporaban conjuntamente. Perder el caballo constituye una gran mengua para el caballero, y también un gran dolor; pero perder el cinturón –rumiaba para si Gunter, jugueteando con la banda de seda que le rodeaba el talle– es algo deshonesto y estúpido. Repasando en la mente las reglas aprendidas en el momento de la investidura, recordó que el corte del cinturón y su consiguiente pérdida en combate comportaba pesadas sanciones de honor para el caballero. Hasta el punto de someterlo a la humillación de hacerle atar los brazos con él. El mismo cinturón que el adversario le había arrebatado sobre el campo. Por no hablar del ritual de la degradación –y de la privación, por consiguiente, del estado caballeresco–, que comportaba para el guerrero vil, desleal e impío el corte del cinturón por la espalda y de las hebillas de las espuelas. Pero eran pensamientos vagos, que se sobreponían en la mente fatigada de Gunter con los sufrimientos del calor y de la sed. Las espuelas estaban en su sitio, se dijo, verificando las hebillas; y por lo referente al cinturón, en el fondo, lo había perdido durante el sueño. Otros interrogantes se levantaban como llamaradas cada vez más candentes, cada vez más altas, del fondo del pozo de su alma. –Cada vez resulta más fácil vencer –dijo al Maestre cuando llevaban ya un rato cabalgando, con ostensible indiferencia, quizá tan sólo para hablar por hablar –¿Quieres decir que se vuelve algo aburrido? –Preguntó el Maestre. –Sí. –Nadie ha dicho que la lucha sea algo que deba siempre divertir. Aniquilar es un sacrificio semejante a ser aniquilado. –Pero lo que no comprendo es cómo se concilia nuestro sueno... Cómo se concilia la gran ilusión de una armonía universal, nuestra fe en el Bafomet pacificador, con la urgencia de degollarnos entre nosotros con tanta determinación.

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–De hecho, no se concilia. Pero así es: el sueño no te dispensa de los deberes que la realidad te impone. –¿Y entonces? ¿Qué ocurre con la doctrina perfecta? ¿De qué manera podrá expresarse la verdad definitiva? ¿Y entonces? ¿Y entonces?... Entonces nada. El sueño no será realizable hasta que la Jerusalén celeste se convierta en Jerusalén terrestre. Gunter no respondió. Las palabras del Maestre estaban claras. Continuaron cabalgando en silencio durante todo el día y durante la siguiente noche. No estaban fatigados ni hambrientos, ya bien entrada la mañana del día siguiente, cuando alcanzaron a avistar las murallas de Tiro. Solamente el caballo vacilaba. Se detuvieron para darle de beber, para que comiese un puñado de heno. Recorrieron las últimas millas a pie, para no fatigar todavía más al animal. –Maestre –dijo Gunter–, ¿en qué lengua hablabas a la oreja de tu caballo antes de matarlo? –En una antigua y noble lengua de Europa, muy familiar también entre los árabes: el catalán. –Es una lengua dulce, de las que se entiende el sentido por el tono, como música, aunque no se conozcan las palabras. –Por eso es muy amada por los poetas y los juglares, y por los caballeros solamente en alguna rara ocasión, de amor o dolor, o de ambas cosas. –Son ocasiones que nos convierten a todos en poetas o juglares. –Exactamente. Habían llegado a Tiro. Una patrulla de siete caballeros venia a su encuentro enarbolando el Bausant y el estandarte con la cruz bermeja. En el muelle, la galera en la que Gunter y sus compañeros habrían de reemprender el viaje estaba dispuesta para levar anclas, bien provista de agua y alimentos, con la tripulación ya en los remos. Gunter solicitó únicamente unos pocos minutos para poderse recoger en oración sobre la tierra todavía removida de la tumba de Simón. Se aseguró después de que el saquito de cuero que contenía el mensaje que le había confiado estaba cuidadosamente anudado y bien protegido bajo la cota de malla. Comprobó que la sagrada cuerdecilla recibida en la cripta estuviese en su lugar bajo la camisa, sujeta de tal modo que no perdiese el contacto con la piel, como le había sido recomendado a fin de que la misma energía de su cuerpo pudiese alimentar sin interrupción la fuerza protectora. Besó al Maestre y, finalmente, se embarcó. Partían solamente dieciséis. El turcopoliero y el rurcópolo supervivientes se quedaban en el Líbano.

LA NODRIZA DEL AGNUS DEI Era una nave de velas tristes, que tendían a inflarse. El esfuerzo cadencioso de los remeros acentuaba su majestuosa pereza. Solamente hacia bien entrada la tarde consiguieron tomar viento favorable y el casco se inclinó sobre la corriente, la proa rumbo a Chipre. Lo que el mar pudiese significar para Gunter de Amalfi, hijo de un marino tirreno y una dama bávara, era difícil de imaginar. Era como preguntarse qué eran para él los Alpes. En sus recuerdos de la infancia, ambas cosas se mezclaban, las olas paternas y las montañas maternas. Por esto, probablemente, había elegido el desierto. El vaivén lento y regular de las olas le provocó mareo y. más tarde, una sensación de náusea. Vomitó con discreción, inclinándose lo suficientemente fuera de la borda como para que nadie lo advirtiera. Aunque la noche iba blanqueándose por momentos, como violentada por una argéntea luna, cuyo deslumbre aumentaba con la complicidad del agua, en la que se reflejaba. A menudo le había sucedido siendo niño. Nadie ha dicho que los hijos de los marinos estén exentos del mareo. Pero entonces había dos personas dispuestas a consolarlo: el

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velludo Rosario y la blanquísima Gwendala: él diciéndole que aquello era una muy buena señal del destino –pues que todos los grandes navegantes han sufrido siempre por causa del mar, lo cual era una manera de sentirlo–; ella sosteniéndole la frente. Es importante, cuando se vomita, que alguien te sostenga la frente, se dijo Gunter, asomándose todavía una vez más por la borda, con imperiosa ternura. La autoridad del amor, en ciertos casos, es taumatúrgica. Su madre la había ejercido muy poco; su padre, demasiado. Así, el muchacho, entre mares y montañas, había terminado por refugiarse en el desierto. Y lo había encontrado antes, pero mucho antes de desembarcar en Tierra Santa: primero en la soledad claustral y después en la intransigencia de los votos caballerescos. Pero del rostro de Gwendala, de aquella blanca e inexpresiva mancha de amor aureolada de rubio, nunca se había liberado. A pesar del desierto y de la disciplina del Temple. Gwendala había regresado muy a menudo a sus fantasías nocturnas, a los delirios provocados por la sed, a las alucinaciones consiguientes a las batallas. A diferencia de Rosario, que, pese a tener muchas más razones para permanecer en la memoria del hijo, había sido irremediablemente excluido de ella. Por eso no se sintió completamente sorprendido Gunter, cuando se reponía de su ligero malestar, al darse cuenta que alguien, verdaderamente, le había sostenido la frente durante aquellos pocos minutos y ahora le enjugaba el sudor. No se volvió de propósito. Ya había bastantes milagros y apariciones. Cuando se vuelve de Tierra Santa hacia Occidente no se ven más que visiones, reliquias, tensiones y tabernáculos. Se juró a sí mismo que no se volvería hasta que la criatura, aunque fuese su propia madre rediviva, no hubiese hablado. No hubo de esperar mucho. –¿Sois un cruzado? –Preguntó una voz de mujer, mientras su dueña guardaba el pañuelo con que le había limpiado. No respondió, quizá desilusionado por la obviedad de la pregunta, dado que, sobre la armadura, llevaba puesto el manto blanco con la contraseña de los templarios. –Yo también soy cruzada –continuó la mujer con acento vago– He combatido con los hombres en las llanuras de San Juan de Acre y bajo las murallas de Sidón; y también en las tabernas de Trípoli. Esta vez Gunter se volvió, animado más por la curiosidad que por un interés real. No le importaba en modo alguno aquella criatura femenina que tenía a su espalda –y que le había tratado con suma gentileza, tenía que reconocerlo–, pero quería ver cómo estaba vestida, cuántos años tenía y a qué raza pertenecía. Era una peregrina de ojos escondidos, como enfebrecidos por una especie de mística exaltación, en cuyas ropas desgastadas se entreveía la majestad remota de una costosa indiferencia por los cánones de la elegancia corriente: ningún blasón, ninguna cifra, ninguna condecoración, sino tejido de un valor inusitado, entre cuyos pliegues relucía un pesado crucifijo de oro macizo, que pendía de la cadena de un rosario de perlas. –¿También en las tabernas de Trípoli? –Preguntó vacilante, inseguro acerca de la raza y de la fe de aquella mujer morena, de piel negrísima, cuyos crespos cabellos a duras penas se mantenían recogidos bajo la cofia adornada con una triple cruz. –Sí, en las tabernas, sobre el campo, en cualquier lugar... –respondió la mujer–. Nosotras, las damas jerosolimitanas de la caridad podemos socorrer a un hombre en cualquier circunstancia, en cualquier lugar, ya se trate de un guerrero o de un comerciante, y sea lo que sea lo que le ocurra. También sobre el puente de una nave –subrayó con inesperada ironía–, si sufre de mareos. No debe ser difícil –sonrió irónicamente Gunter a su vez– con armas tan preciosas. –Y señaló con el dedo el crucifijo de oro. Sin, no obstante, tocarlo, puesto que la mujer retrocedió un paso y lo empuñó como si fuese un puñal. –Has dicho bien, armas –y blandió el crucifijo, levantando el brazo. Era un arma auténtica, efectivamente, de hechura rara y refinada; un crucifijo cuya parte interior consistía en una hoja sutilísima y cortante, invisible hasta que se extraía de su funda. –No tengo la menor duda –dijo, todavía sonriendo, Gunter–. Está claro que para ejercitar la caridad en las tabernas se debe ir adecuadamente armado. –Sí, pero no te acerques.

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Gunter retrocedió, aunque seguía ostentando la más plácida de las sonrisas. La peregrina volvió a soltar el crucifijo sobre los pliegues de la falda. –¿Eres un verdadero templario? –Preguntó de nuevo–. Detestas a las mujeres. ¿No es así? –Sí, soy un templario. Y ésta es una nave templaria. ¿Qué hace una mujer a bordo de una nave templaria? Regreso con mis hermanas a la casa madre de Rodas. No puedo permanecer por más tiempo en Tierra Santa. Médicos y sacerdotes me lo han prohibido expresamente. No soporto el peso del amor divino. Veo a Nuestra Señora todos los días, sudo sangre, los ángeles no me dejan dormir por las noches... Un balido la interrumpió –Es el Agnus Dei, no te asombres. Lo llevo siempre conmigo. Y no mentía, porque por detrás de su falda apareció un minúsculo cordero, que hasta el momento había permanecido escondido. La mujer lo tomó en brazos y lo acaricio. –Me quiere mucho y no se separa nunca de mí. Ahora tiene hambre. Y, mientras decía esto, se desanudó la camisa, mostrando el seno henchido. Acercó delicadamente el pezón a la boca del animal, que permanecía inmóvil en dulce espera, y apretó la teta, haciendo fluir un chorro de leche. El corderillo, indudablemente habituado a esta insólita función, comenzó a mamar. Dos monjas, que habían permanecido hasta entonces retiradas en la sombra de un montón de cuerdas con un grupo de otras hermanas, se acercaron con discreción, tomando delicadamente a la peregrina por debajo de los brazos y llevándosela con su corderillo. –Debéis excursarla –dijo una de ellas, sin levantar la mirada– Debéis comprenderla. Doña Saura está mal. –El cielo le ha concedido una gran gracia, pero después se la ha negado. Quizá para ponerla a prueba... –¿Qué tipo de prueba? –Doña Saura está con nosotras desde hace muchos años. Jamás ha conocido varón, ni en Tierra Santa ni en su país. Esto lo sabemos con toda seguridad; todas podemos testimoniarlo, por el verdadero Dios. Pero justamente aquí, justamente en el lugar donde nació Nuestro Señor, doña Saura se ha quedado embarazada. Parece ser que es algo que ha ocurrido a otras vírgenes, a otras mujeres, antes que a ella. Se ven muchos milagros por estos lugares... Será el aire, el viento cálido, la arena... No lo sé. –¿Y qué ha sucedido después? –Al no existir la menor duda sobre la pureza de doña Saura ni sobre el misterio del niño que debía nacer aquí, justamente aquí, como Nuestro Señor, nos hemos dirigido todas a Belén en peregrinación, para que todo pudiera repetirse como en las Sagradas Escrituras. Pero... Doña Saura no ha resistido las fatigas del viaje. –¿Perdió al niño? –Sí, pero eso ha sido lo de menos... El obispo de Galilea nos ha excomulgado a todas y nos ha amenazado con mandarnos a la hoguera como herejes. Después se ha apiadado ante nuestra desesperación y nos ha hecho gracia de la vida, a condición, sin embargo, de que retornásemos a nuestra casa madre en Europa. Por eso hemos sido confiadas a los caballeros del Temple y embarcadas en esta nave. –Comprendo. Pero no creo que hagamos escala en la isla de Rodas. Está ocupada por los caballeros hospitalarios, quienes, a pesar de su nombre, son muy poco acogedores. Salvo en casos de especialísima necesidad, hacemos lo posible por evitar toda relación con ellos. –Pero nosotros no vamos a la isla de Rodas. Somos de Rodas Gargánico. –¡Dios mío! ¿Sois del feudo de San Severo? ¿Pullesas? –Pues sí, pullesas. ¿Qué tiene eso de extraño? –Os habréis cambiado por sarracenas convertidas, árabes, tal vez griegas del archipiélago. Sois, pues, negras. –Por fuerza. Con todo el sol que hemos tomado... Saura, entretanto, había empezado a lamentarse y a invocar a la Virgen. Las hermanas intentaban mantenerla quieta, dada su constitución robusta y la creciente agitación que, en el delirio, multiplicaba sus fuerzas.

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–Ayúdenos a sostenerla –dijo la monja–. En algunos momentos es más fuerte que un demonio. –Pero, ¿qué es lo que sucede ahora? –Está a punto de ver a la Virgen. Gunter se arrodilló junto a ella y la sostuvo por los pulsos. Se estremeció al comprobar que tenía las manos inundadas de sangre, y que también la camisa, por la parte del costado, estaba manchada. ¿No era aquello lo que había deseado toda su vida? Ni siquiera en sus morbosas fantasías templarias había osado Gunter esperar tanto: poder ser testigo de la pasión de Cristo, bañarse en su sangre, envolverse en el haz de músculos devastados de espasmo, lamer el místico sudor. Por eso se extendió por completo sobre el cuerpo de Saura, comprimiéndola contra la madera de la nave, mientras ella dialogaba en hebreo con quién sabía qué espíritu. Las otras monjas lanzaban al cielo estridentes jaculatorias, llorando y riendo, dando brincos en círculo ya sin poder contenerse. Alguna se arrancaba los vestidos y los cabellos. Marineros y caballeros, atraídos por el clamor, empezaron a reunirse en torno al grupo. Las visiones, la sangre de Saura y la exaltación de sus compañeras no degeneraron en orgía porque la tripulación estaba ya adiestrada para semejantes extrañezas. Navegando de aquí para allá por el Mediterráneo, los marineros de la cristiandad –cuyos oficiales eran generalmente genoveses y venecianos– estaban habituados a vivir con un cierto distanciamiento las consecuencias del extraño comportamiento que peregrinos y monjes, caballeros y mujeres piadosos podían tener en la ruta de ida y vuelta a Tierra Santa. Ciertamente, milagros e histerismos podían procurar algunas horas de recreo y diversión, pero, en el fondo, era solamente el fruto de una monótona y deprimente costumbre. El verdadero problema era los vientos, las corrientes y la conservación de la sopa, aquella extraordinaria mixtura de ajo y aceite que aseguraba durante semanas y aún meses un condimento fresco –por consiguiente, un motivo de supervivencia– para las tripulaciones afectadas por la fatiga y la sal. Concluida la tormentosa exhibición, Saura fue depositada para que durmiera en la toldilla de proa, la única parte de la nave dotada de alguna manera de aquel mínimo de comodidad que una celda monacal corriente está en disposición de ofrecer hasta al más desheredado de los religiosos occidentales. Comodidad que Gunter se esforzó en aumentar con alguna tela ornamentada, vino de una cierta calidad y legumbres condimentadas. Ciertamente, la leche hubiese sido un alimento más adecuado para la colación de la mañana. Pero el caso era que los marinos –y, en general, todo el que viaja por mar– tienen mucha mayor familiaridad con el vino que con la leche y el zumo de frutas. El vino se conserva bien; la leche se agria. Como la fruta, por lo demás. Saura durmió profundamente durante toda la noche. Gunter permaneció junto a ella, sin tumbarse en ningún momento, manteniéndose con el mentón apoyado en la espada, que había hincado sobre el pavimento, a la manera de los antiguos caballeros encargados de velar a una dama. Finalmente, logró adormecerse en aquella incómoda postura, hasta que Saura, despertándose de improviso, le dio un puntapié a la espada, haciéndole perder el equilibrio y, consiguientemente, precipitarse medio dormido en sus brazos. Saura rompió a reír, pues verdaderamente resultaba ridículo aquel caballero sorprendido en el sueño, que ahora intentaba sobreponerse, mientras que ella, por el contrario, se despertaba en medio de un desenfrenado e incontenible ataque de energía. ¿Méritos de la Santísima Virgen y de los espíritus con los que había estado charlando toda la noche? Probablemente, pensó Gunter. Aunque, por lo general, ciertos fenómenos debilitan más que vigorizan. Era verdaderamente imprevisible el modo en que esta cristiana florida y morena recobraba el conocimiento después de un abandono tan total a los misterios de la fe. Era verdaderamente inexplicable, sobre todo, la desenvoltura con la que pasaba de los tormentos de la Pasión a la euforia de unas vacaciones marineras. –Tengo hambre –dijo, alargando una mano hacia la sopa de legumbres, mientras que Gunter se reponía después de la voltereta. Y empezó a comer con una avidez voraz pero contenida, en ningún momento desairada. –Veo que te sientes bien –dijo Gunter, por decir algo. –Maravillosamente bien, dirás. Nunca me he sentido tan bien.

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También las heridas de la noche anterior habían desaparecido, observó Gunter. Aunque tuviese las palmas de las manos todavía vendadas, Saura articulaba los dedos con agilidad. El seno conservaba toda la turgencia del amamantamiento, pero oscilaba quietamente, animado por serenos suspiros, debajo del suave resguardo de la camisa prendida con lazos. Había todavía algunos rastros de sangre aquí y allá, sobre la ropa, pero ninguna señal de herida ni de hematoma. En suma, Saura estaba demasiado bien para haber sido crucificada hacía tan poco tiempo, aunque fuese en los más secretos rincones de su imaginación. –Tengo sed –dijo soltando la escudilla de la sopa. –Sólo hay vino –respondió Gunter. –Eso está muy bien –dijo, y bebió como un marinero. Fue interrumpida por el balido, semejante a una suave queja. Y, por entre las cuerdas amontonadas, reapareció el Agnus Dei. –He aquí que vuelve –sonrió Saura, y lo estrechó fuertemente entre sus brazos–. ¿Tú también tienes sed? Ten, bebe. Y le ofreció vino. El corderillo bebió con prodigiosa avidez. –¡Pero es vino! –Exclamó Gunter, sin disimular su estupor. –Hay un tiempo para el vino –rió ella– y un tiempo para la leche. –Hablas como una hurí –¿Qué sabes tú de las huríes, que detestas a las mujeres? –Conozco el Corán y las reglas del Islam, como todos los caballeros del Temple. –¡Inshallah, bravo! Entonces sabrás que hay muchas razones para ser hurí y muchas razones para ser santa, según las circunstancias, los signos y los presagios. –¿Y qué te dicen ahora los signos y los presagios? –Que soy una hurí –¿Por qué? –Por ti. Tiró de él hacia sí con tanta fuerza que le hizo perder de nuevo el equilibrio. Él se dejó arrastrar. Derramaron el vino y las legumbres. El Agnus Dei balaba mientras lamía los restos de la sopa. LOS ESTIGMAS DE SAURA Lo que había acaecido durante todos aquellos días, Gunter lo ignoraba. Cuidar de Saura era una tarea que lo había sobrepuesto a una fatigosa oscilación de pasiones y emergencias. En ciertos momentos se le volvían a abrir las heridas; en otros, se cicatrizaban. Una determinada hora tenía que vendarle los estigmas, otra besarle las cicatrices, todavía frescas. En un cierto punto ella se sumergía en el más hondo e impenetrable misterio, disertando con ángeles y otros invisibles visitantes; luego, de improviso, resurgía a la vida profana con una triunfante bestialidad terrena, hambrienta de comida y caricias. Una vez más, Gunter se reencontraba envuelto pasivamente en el signo del Bausant, atormentadamente, conmocionado por aquel sucederse de opuestos que no lograba controlar: el blanco y el negro, el calor y el frío, el espíritu y la materia. Como Saura fuese la encarnación del principio por el cual había combatido hasta ahora. Pero, desde luego, era mucho más fácil sobre el campo de batalla, todo era más sencillo cuando se trataba de enfrentarse a enemigos a cara descubierta, en el fragor de las espadas entrecruzadas que sabían dónde golpear y cómo defenderse. Llegaron a Chipre en medio de un chapoteo de remos que la ausencia de viento volvía tan intenso como el crujir de la tela de un vestido femenino. Un marinero vino a llamarle para advertirle que, dentro de poco, atracarían en Famagusta. Saura volvía en ese momento en sí, después de una última y agotadora cita con la Virgen, un coloquio extenuante y agitado, del que Gunter no había logrado descifrar una sola palabra. Como siempre, por otra parte, dado que, para agravar lo incomprensible de la situación, estaba el hecho de que Saura recurría –en estas místicas excursiones– a las lenguas más impracticables y remotas, desde el griego al arameo, desde el hebreo al más estricto pullés de Gargano. Nunca una palabra provenzal o en latín, en árabe corriente o en italiano.

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Un poco de árabe si que conocía Gunter, como cualquier templario de Palestina o Galilea. Pero, evidentemente, las visiones frecuentadas por Saura provenían de universos más cultos y exclusivos de los que la misma vidente, mujer maravillosamente rústica, acostumbraba practicar en su existencia cotidiana. Y luego estaba el Agnus Dei, caprichoso y entrometido como todos los cachorros, necesitado de leche y entretenimiento en tiempos regulares. Es probable que su presencia fuese efectivamente propicia y protectora, como la de un talismán o un escapulario, pero también es verdad que el animalillo estaba absolutamente incapacitado para cualquier milagro, por modesto que fuese, como el de procurarse por sí mismo el alimento y la ternura indispensable para su supervivencia. –Pero, ¿qué os decís? ¿Qué os decís tú y la Señora cuando os encontráis? –Preguntó nerviosamente Gunter, mientras se sujetaba las hebillas de la armadura y buscaba su manto blanco. Estaban a punto de entrar en el puerto y dentro de poco se tendría que encontrar con los dignatarios de la capitanía de Chipre. –¿Qué os decís? –Insistió–. ¿En qué lengua os habláis? –La Virgen está preocupada. Está muy preocupada –dijo Saura, levantándose lentamente y pasándose por el cuerpo una esponja mojada. La sangre se estaba coagulando lentamente. –¿Preocupada por qué? ¿Y por qué viene a decírtelo precisamente a ti? –Está preocupada por su hijo. Por su sepulcro. –El sepulcro es algo que corresponde a los soldados, no a los santos. Puede estar tranquila. –Pero es que... El espíritu de la cruzada se hace añicos entre odios y rencores. Los príncipes cristianos contienden entre ellos por lindes de tierras y privilegios heráldicos. Los obispos se ponen de lado de unos o de otros. El reino se desmorona; Antioquía está cercada; las plazas fuertes de Tiro y de Sidón están aisladas... –¿Desde cuándo la Virgen se ocupa de estrategia? –Desde que ha comprendido que los hombres, por sí solos, no saben hacer la guerra. –Pues, entonces, la próxima vez que le hables, dile que nos proteja con sus plegarias. En lo demás, ya pensaremos nosotros. –Está preocupada por el sepulcro de su hijo. –Tranquilízala. Dile que tenemos necesidad de bendiciones y de gracias, no de consejos... Sobre todo de una mujer. El Agnus Dei se estremeció balando y revolcándose en los cojines, como hacía generalmente cuando quería dar a entender que tenía hambre. –¡Y dale de comer a este cordero! –Prosiguió Gunter, que finalmente había encontrado su manto, completamente arrugado debajo de un banco y ahora lo estaba alisando antes de ponérselo–. ¿No ves que tiene hambre? ¿Dónde está la leche? –Allí, en aquel cacharro. Pero está completamente agriada. De fuera volvieron a llamar. –Estamos entrando en puerto. –Voy –respondió Gunter, y se echó el manto por encima de los hombros, después de haberlo hecho voltear con retórica magnificencia. Y se encaminó hacia cubierta. Con una mano apretaba los nudos de la sagrada cuerdecilla del Bafomet y con la otra comprobaba si el saquito de cuero con el mensaje estaba a buen recaudo bajo la cota. Ignoraba el contenido de las cartas que tenía que consignar en Francia, quizá en la capitanía de Lyon o tal vez en París, pero también esto estaba bajo secreto. Cada detalle lo iría conociendo, uno detrás de otro, de los priores de las casas por las que habría de pasar. Una sola cosa era segura: que el mensaje, que las cartas que llevaba enrolladas en el saquito, eran objeto de su misión. Y que ellas valían más que su propia vida y que la vida de sus compañeros. Ocho caballeros estaban a la espera sobre el muelle. Oscurecía. Los blancos mantos, en la semioscuridad del poniente, relucían como espejos. Las armas parecían de oro. Y eran las únicas cosas vivas. Los hombres, en su inmovilidad, parecían estatuas. Gunter se detuvo en Chipre durante una noche, el tiempo de hacer acopio de agua y víveres para la nave y hacer una visita a la capitanía del Temple. Fue el único en desembarcar, acompañado del jovencísimo Rodrigo de Sadaba, un caballero español animado

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por una gran pasión militar más que religiosa, que había tomado junto a él el puesto de ayudante que hasta hacía pocos días había ocupado el pobre Simón. Incapaz de soportar los ayunos y las prácticas ascéticas que imponía la vida de la Orden, Rodrigo había corrido ya muchas veces el riesgo de incurrir en graves sanciones por sospechas generadas por asuntos de mujeres –se decía que incluso había frecuentado sarracenas– y por haber practicado la caza en días dedicados a la meditación. Era, por ende, muy charlatán, hasta el extremo de que sus faltas o supuestas faltas llegaban a ser de dominio público entre los hermanos, por el hecho de que era él mismo el que dejaba intuir, muchas veces con una punta de mal disimulado orgullo, cuando el vino le tiraba de la lengua. Pero era un guerrero de extraordinario valor sobre el campo, generoso y leal, que en más de una ocasión había arriesgado su vida por salvar a un hermano. Como la vez que se había bajado del caballo en medio de una refriega para volver a poner la silla al piadoso Giovanni de Arras, caballero animado por una desenfrenada vocación mística y, por consiguiente, asiduo de los ayunos y de infringirse mortificaciones corporales, que al primer golpe de maza recibido sobre el escudo había perdido el equilibrio por causa de su debilidad. Pero, apenas repuesto sobre su silla, al ser golpeado otra vez, Giovanni volvió a caer. Entonces Rodrigo, a pesar de la furia del combate, lo volvió a colocar en su silla y, tomando el caballo por las bridas, los llevó hasta el más cercano puesto cristiano, donde se hacían fuertes infantes y arqueros. Y mientras se reintegraba a pie a la refriega, abriéndose paso hasta su caballo, alguien le había oído explotar en una risotada y gritar en dirección al exhausto Giovanni: ‘¡Si caes otra vez, ruega a Dios que te recoja, porque yo no lo haré, señor Espíritu Puro!’ Gunter le había elegido como ayudante después de la muerte de Simón por una razón que no tenía que ver con sus virtudes militares ni con sus imperfecciones canónicas: simplemente, lo había reconocido como inicio en los misterios superiores de la Orden por una cuerdecilla de nudos blanquinegra, semejante a la que él había recibido en Tiro, de la que le sobresalía un cabo por el costado, por entre los pliegues de la camisa. Gunter le había mostrado la suya sin hablar, mirando hacia otra parte, entrelazándola en los dedos de la mano izquierda, como le había sido explicado por el Maestre, de manera que los nudos tomaran una cierta disposición sobre los nudillos. Y Rodrigo había hecho otro tanto con la mano derecha. También el Maestre de Famagusta, donde los dos fueron recibidos con tantos miramientos, tenía a la vista el mismo signo. Como muchos otros caballeros de aquella casa, por lo demás. No era la primera vez que Gunter pasaba por la casa templaria de Famagusta, pero ello no le sirvió para ahorrarle, como siempre, un cierto sentimiento de inquieto estupor ante el fasto bizantino de aquella mansión, tan en contraste con la esencial sobriedad de las sedes de Tierra Santa y de los otros territorios asiáticos que los cristianos de Europa llamaban entre ellos Ultramar. Pero la sorpresa fue, con mucho, mayor en esta ocasión para Gunter, cuando fue admitido, junto con Rodrigo, al subterráneo del Bafomet. También la arcana efigie bifronte aparecía indeciblemente distinta, aquí en Chipre, no solamente por la magnificencia de los materiales y de las piedras preciosas que la adornaban, sino también por los inusuales símbolos que ostentaba. Más allá de la elemental claridad del códice ideal propuesto por la criatura andrógina que había conocido en Tiro, lampiña y barbuda al mismo tiempo, envuelta en una celestial dignidad en el signo común del sol y de la luna, el Bafomet de Famagusta se presentaba con un cuerpo de animal mitológico y complejo, exuberante de atributos diversos extrañamente situados según diseño hermético (o estético, quién podía saberlo) impenetrable y extraño. Era, en suma, una estatua sobrecargada de elementos laboriosos e indescifrables, ya fuera porque la singularidad del estilo, aunque fuese desde un punto de vista exclusivamente artístico, no ayudaba verdaderamente a comprender qué motivos pudiesen haber inducido al artífice a dotar al mismo animal, entre alas de águila o de quimera. Por no hablar de la cabeza, esto es, de la parte humana y expresiva de la criatura, en la cual la duplicidad originaria de los rostros aparecía enriquecida de una intrincada superposición de rasgos somáticos diversos, como para querer expandir de algún modo el sentido de la fusión entre la sabiduría oriental y la occidental, entre el Islam y el cristianismo, incluyendo también quién sabía qué otros cultos y civilizaciones.

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No había nada de monstruoso en todo esto, ni incompatible con cuanto Gunter había aprendido en Tiro. El simulacro fundía en una sola figura los animales sagrados de los cuatro evangelistas –explicó el Maestre al término de la reunión–, los mismos que sostenían el trono de Dios en el Apocalipsis. Pero estaban también el Kherub de Israel, la Esfinge de Egipto, el Marduk de los asirios y de los caldeos, el Pegaso de la caballería celeste. –Ciertamente, no existía ningún contraste –reconoció Gunter en su interior– entre la gran ilusión del Temple tal y como había sido revelada por el Maestre de Tiro, y tal como ahora le era comentada por el Maestre de Famagusta, algunos brazos de mar más hacia allá, hacia Europa. No había la menor sombra de incompatibilidad entre el sueño sublime de unir la cruz y la media luna en una única civilización y el de incluir la estrella de David y la cruz con asas del Osiris, más la inconmensurable herencia de los grandes misterios del pasado. Todo en nombre de una definitiva e inalterable armonía universal. Ciertamente, ningún contraste. Pero es extraño –volvió a decirse Gunter, divagando–, es verdaderamente extraño descubrir hasta qué punto la suerte de las ideas más sublimes es en la práctica semejante a la del adorno y otros detalles materiales de la vida cotidiana, como el alimento y la forma de vestir. Estaba en una capitanía templaria como aquella de la cual había partido, entre hermanos templarios como aquellos que había dejado, oyendo hablar de asuntos templarios sobre los cuales ya había sido informado por otros templarios. No había nada de nuevo o de distinto o variado, en la práctica, respecto a los que se podían considerar los rasgos recurrentes de su historia de cada día. Nada, excepto una idea de proporciones sin igual en la historia y el mobiliario LAS MESAS DEL GRIAL Al alba levantaron anclas hacia Occidente, apuntando directamente hacia Candia. El viento había aumentado notablemente en las últimas horas, tensando las dos grandes velas latinas, estriadas en blanco y negro. Lo que sirvió para ahorrar fatigas a los remeros, cuyas energías intactas tendrían seguramente mayor utilidad en el caso de un encuentro, no del todo improbable en aquellas aguas, con las galeras de la marina turca o con los veloces jabeques de los piratas berberiscos. La ruta hacia Candia no era la más segura, ya fuese por la extraordinaria variedad de malhechores e infieles por los que era frecuentada, como por la inclemencia de los vientos, inconvenientes ambos que se habrían podido evitar navegando por el litoral y haciendo escala en Rodas. Pero sobre la roca de Rodas ondeaba la cruz de los hermanos hospitalarios, con los cuales, aunque aliados y buenos cristianos, Gunter no quería tener nada que ver, motivado en este punto por aquella incurable rivalidad originaria entre las dos Órdenes por el primado de Tierra Santa que con el tiempo se había ido transformando en rivalidad y finalmente en rencor, hasta hacer prácticamente imposible la fusión tan insistentemente intentada por el papa para la seguridad del Sepulcro. ¿Y cómo dejar ésta de lado, desde el momento en que hasta en los retrais, la regla suprema de la Orden, donde todo estaba previsto y toda eventualidad minuciosamente contemplada con todo detalle, cualquier referencia a los hermanos hospitalarios aparecía consignada en un tono de evidente rivalidad? Bastaba con leer las normas que había que seguir en el combate, las disposiciones, por consiguiente, relativas a uno de los aspectos más difíciles y complejos de la vida templaria, para darse cuenta de ello: allí se encontraban frases como ‘cuando un caballero se encuentra en batalla separado de su escuadrón, corriendo el riesgo de quedar aislados, únase a la primera bandera cristiana que encuentre, aunque sea la de los hospitalarios... ‘ Y Gunter se acordaba muy bien de esto. ¿Por qué, entonces, ir ahora a la busca de los hospitalarios por mar sin necesidad, cuando hasta por tierra había que procurar evitarlos, salvo en caso de necesidad extrema, imposible de resolver por otros medios? Sí, era preciso evitar Rodas. Los retrais respondían a cada una de sus dudas como un libro adivinatorio, aunque se tratase de hecho de un rígido manual. La derrota establecida, a pesar de los riesgos que comportaba, era la justa. Y también los vientos eran propicios, muy propicios, a juzgar por la rapidez con que el navío, inclinado sobre un costado por el empuje de las velas, hendía las olas hacia Candia.

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El secreto estaba todo aquí: en conocer las reglas y observarlas. Te libran de obstáculos en toda circunstancia, dado que tú sepas captar su sentido y adaptarlo –se dijo Gunter al término de una jornada sumamente aburrida, ventosa y salada– a la situación en que te encuentras. Saura le ayudó a abrir las hebillas de la armadura y a liberarse de ella. El Agnus Dei jugueteaba entre sus piernas, balando y dándoles topaditas con la cabeza en las pantorrillas. Era una bestezuela caprichosa y tierna, omnívora y glotona, que balaba continuamente buscando un suplemento de comida o de caricias. La inestabilidad de la nave, que oscilaba con los cada vez más violentos golpes de las olas, acrecía su natural inquietud traduciéndola en un exceso de entrometimiento. –Sí, pero quiere más –respondió Saura, que continuaba quitándole el calzado metálico y la cota de malla –. Nunca se siente saciado. Dale más. Gunter obedeció. Y el Agnus Dei les dejó en paz para dedicarse a su nueva ración de leche. –¿Ves? –Dijo Saura–. Ahora se quedará tranquilo Y le dio para beber una infusión caliente. –¿Qué es esto? –Bebe. Gunter sorbió lentamente, saboreando. Después escupió algo duro, un poco arenoso. –Pero hay cosas en el fondo. –Mastica. Y Gunter masticó, lentamente, lo mismo que antes había sorbido, saboreando. Luego rió burlonamente y dijo: –Ten en cuenta que yo he vivido desde los veinte años en Ultramar y que he probado de todo. No habrás pensado aturdirme con un potingue de hierbajos que haga dar vueltas a la cabeza... Saura no respondió. Bebió a su vez de la misma sopa y masticó los fragmentos sólidos que había en el fondo. –El cuchillo del arco iris ha rasgado el velo de la noche –continuó Gunter, tumbándose cómodamente sobre los cojines–. Los peces juegan con el cangrejo, el toro intenta cornear al escorpión, el saetero quisiera poner orden por todas partes, pero, al final, es el león el que decide... Ya visto, ya vivido, ya sentido. No creas que me puedes aturdir con un potingue de hierbajos... Yo he bebido sangre de Cristo. –Bebe ahora tu kat, bebe tu kat –dijo Saura, y le tendió otra copa de su infusión, que por lo demás no tenía nada de extraordinario, sino que era solamente un condensado de catha edulis, un arbusto cuyos brotes, masticados o cocidos, procuran una gran disposición al diálogo, a la conversación, a la alegría de permanecer despierto sin limites de tiempo. En suma, una especie de excitación sociable, que traduce en un adormecimiento de los estímulos del sueño y el cansancio, pero sobre todo en una incontenible necesidad de hablar con alguien. –¿Crees que pueda ser tan complicada la ecuación? Aunque... –dijo Gunter, tomando ya otro sorbo de kat y volviendo de nuevo a masticar–. ¿Crees de verdad que pueda resultar tan difícil resolverla? –Pero ¿de qué hablas? –Preguntó Saura–. ¿De qué ecuación? La ecuación entre la sangre de Cristo y la realidad. Crees que es una tarea espiritual, aunque... Es una cuestión de números. –No te comprendo. No te sigo. –Pero si es muy simple. Basta con encontrar la fórmula. La copa del Grial ha sido sostenida solamente por dos mesas en la tierra, la mesa redonda de Merlín y la mesa cuadrada de José de Arimatea. Es una cuestión de números, una tarea geométrica. Quien consiga cuadrar el círculo tendrá el secreto del Grial. Y Arturo no lo ha comprendido, ni tampoco lo han comprendido sus caballeros. Han creído que la santa copa era un objeto que había que buscar por aquí o por allá, en un castillo o en un bosque, en una catedral o en una alcoba... Sin embargo, ellos han tenido el privilegio de sentarse alrededor de la mesa redonda. La cuadratura del circulo... Todo está ahí, es todo una cuestión geométrica. Tendió la mano para tener el otro kat. Pero Saura se la tomó entre las suyas, llevándosela a la boca y lamiéndosela como se lame una herida de siglos.

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El mar había crecido. El farol oscilaba horadando la oscuridad con sus débiles llamas. El Agnus Dei, saciado, dormía sobre su propia espuma blanca de lana. El cuerpo de Saura relucía como un ostensorio. Así, como buscando una antigua reliquia, Gunter se dejó hundir en aquella mística aurora. Y fueron una sola cosa con el ímpetu del viento, que azotaba el navío, con la atormentada tensión de las velas, con la memoria de los olivares que Saura arrastraba en sus ojos. Los cristianos la llaman Providencia; los fatalistas, Casualidad. Es un hecho que si no interviene tanto esta fuerza indefinida, nunca bien identificada, el desarrollo de las cosas terrenas podría llevar a insanables desequilibrios en el orden natural, con consecuencias imprevisibles. Ahora, si Gunter y Saura, presas de una pasión tan intensa, no hubiesen sido de alguna manera gobernados por la Casualidad o por la Providencia, no se sabe hasta dónde habría podido llegar: quizá al escándalo de un templario que renuncia a los votos o de una mujer piadosa que se queda encinta por segunda vez, ya sin el atenuante del cálido viento de Tierra Santa. Por el contrario, por el bien de todos, la Providencia y la Casualidad se aliaron, procurando en el giro de veinticuatro horas una desgracia resolutiva, aunque dolorosa; esto es, la muerte de Saura. Que se trató de un acontecimiento providencial y milagroso está demostrado por el hecho de que la Virgen en primera persona se vio implicada en él. Apenas se había repuesto Saura del éxtasis terreno del alimento y del amor. Bebió un poco de kat y se envolvió en un cálido manto. Salió a cubierta. El Agnus Dei la siguió balando. Gunter dormía. Una vez más se le apareció la Virgen, lo que no era precisamente un hecho extraordinario. Pero la Señora, esta vez, aparecía lejana, sobre las aguas, y la llamaba hacia sí. Todo se desarrolló muy lentamente, con tiempo suficiente como para haber permitido a cualquiera prevenir cuanto estaba sucediendo si hubiese sido útil o necesario. Saura sudaba. Ya chorreaban de sus manos estalactitas de sangre. La Virgen la seguía llamando: ‘Ven, ven...’ Y Saura corrió hacia ella, fuera de la borda. Una monja y un caballero intentaron sujetarla, pero su fuerza era ahora la fuerza sobrehumana (diabólica, según sostienen algunos) que se nutre de visiones. En todo caso, los tres terminaron por encima de la borda, agarrados unos a otros, y se hundieron sin dejar rastro. Cuestión de segundos, gracias también al peso de la armadura del caballero. Providencia y Casualidad habían laborado una vez más juntas para la historia, con excelentes resultados. Y el precio había sido bastante modesto. Ahora los templarios eran quince, pero no existía el menor riesgo de que su comandante pudiera romper sus votos. El Agnus Dei se quedaba huérfano, último recuerdo de Saura para el somnoliento Gunter en aquella penosa espiral de providenciales acontecimientos. Pero la tripulación proveyó, comiéndoselo. ¿Cómo negar a unos marineros genoveses la oportunidad de nutrirse con carne fresca en medio de una travesía? Gunter no se opuso: aquel banquete, en el fondo era una eucaristía. En la capitanía de Candia, Gunter se detuvo el tiempo necesario para recibir las últimas instrucciones en orden al mensaje del cual era portador. Supo, pues, que debía ser consignado en Carcasona, no después del solsticio de invierno. El tiempo era apenas suficiente para alcanzar un puerto en una única etapa y después proseguir a caballo, sin detenerse en ningún momento, avanzando por los montes hasta la costa terrena; embarcarse de nuevo para Francia y avanzar a través de la Provenza hasta el mismo corazón del Languedoc. No se quedó a dormir en aquella casa, a pesar de la insistencia del Maestre. Pero, de cualquier modo, se demoró con los otros hermanos en la práctica de un rito muy común a la sazón entre los templarios; común, pero también secretísimo, puesto que, de haber sido conocido, habría podido costarle a la Orden la acusación de herejía. Mucha literatura se ha escrito a este respecto. En realidad, no se trataba más que de escupir sobre la cruz. Algo que puede parecer blasfemo a un observador superficial, pero que sustancialmente no era sino la más incondicional manifestación simbólica del amor templario por el Redentor. Efectivamente, escupiendo sobre la cruz, los guerreros del Temple expresaban su odio por el

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instrumento del martirio y la solidaridad con la víctima. El sentido más elemental, en síntesis, era: maldita sea la cruz que tantos sufrimientos procuró a Nuestro Señor. La ceremonia comenzaba en un tranquilo clima de recogimiento. La cruz era puesta sobre el suelo. Los escupitajos no eran más que el comienzo. Después se pasaba a las invectivas, a las obscenidades, al vilipendio material. La cruz era golpeada, emporcada, renegada. Finalmente, un poco por causa de la exaltación, un poco por el cansancio, la reunión se disolvía en una suerte de inocua histeria, en la cual un extremado sentido del pecado se disolvía en una insostenible fiebre de inocencia.

MONJAS, MARINEROS GENOVESES Y PIRATAS TUNECINOS Vientos inconstantes y quietas ondas grises de otoño, rasgadas a trechos por ráfagas de lluvia, acompañaban la navegación de la galera cristiana más allá del Egeo, hacia el Adriático. El impulso de las velas, más pesadas por causa de la humedad, se había ido reduciendo. Hasta que, a la altura de Zanre, fue necesario encadenar a los remeros. Sobre el puente, los templarios haraganeaban, ostentando una metálica inmovilidad. Miraban hacia el horizonte, en pie, vistiendo sin armaduras relucientes, apoyándose en las espadas hincadas verticalmente sobre la madera de la cubierta, todos en la misma posición, como muletas o crucifijos. Los marineros se entregaban a sus quehaceres, entre cables y jarcias, pasando por entre ellos con la misma indiferencia con que uno pasa por entre las estatuas de un museo que ya resulta familiar. A popa, reagrupadas en un único amasijo de cansancio y de fe, las monjas jerosolimitanas recitaban a media voz sus oraciones. Todo esto es mortal, se dijo Gunter, que continuaba mirando al horizonte junto con sus catorce caballeros. El mar es un detestable predador. A mí me quitó la dulcísima e insustituible Gwendala, cuando todavía era un niño, y ahora a Saura. Pero no importa. Todo esto es soportable. Lo que me destroza es esta absoluta inactividad, esta agotadora sensación de impotencia, que nos obliga a esperar el curso de los acontecimientos, sin poder interferir de ninguna manera, sobre este inestable amasijo de maderas que no se sabe cuándo llegará a su destino. Dios, ayúdanos –invocó– a no me dejes morir de aburrimiento. Fue escuchado. Un marinero dio la voz de alarma desde lo alto de la cofa, señalando una vela negra que se acercaba por el suroeste. He aquí lo que los habitantes de la costa llaman ‘el peligro negro que viene del mar’, se dijo Gunter con un suspiro de alivio, como ante una noticia que le restituía una razón para vivir. Nunca se habría atrevido a esperar tanto para salir, en unión de sus catorce hermanos, de aquella ociosidad, de aquella forzada inactividad: una galera tunecina venia a su encuentro a una velocidad desproporcionada, bajo el empuje de tres hileras de remos, intentando interceptarles la ruta hacia el canal de Otranto. El comandante dio órdenes al contramaestre de exigir el máximo esfuerzo a los remeros, a latigazos si era preciso, intensificando al máximo el tiempo de boga. Los marineros que estaban libres de las maniobras necesarias para la navegación tomaron las armas. La distancia entre la galera tunecina y la de los templarios iba reduciéndose con tanta rapidez como para hacer pensar que era inevitable el abordaje. Las monjas, cada vez más unidas entre sí, cada vez más unificadas en la mancha negra de sus harapos, se abandonaron a escenas de desesperación y, al mismo tiempo, de exaltación, con sus ánimos divididos entre el deseo y el terror de un eventual martirio. Entonaron el Tedeum, que venía bien lo mismo si temían que si gozaban el suplicio, ya que se trataba de un canto de invocación, pero también de acción de gracias. –Llevadlas bajo cubierta –ordenó Gunter. Luego, volviéndose hacia el comandante ordenó: –Retened la marcha.

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–Pero así les alcanzaríamos en menos de media hora –respondió el oficial. –Déjales que se acerquen. –Por lo menos son ciento, tal vez ciento cincuenta hombres. No tenemos la menor posibilidad de rechazarlos. –Déjales que nos aborden. No había mucho que elegir. La galera tunecina se acercaba como un perro de presa, expandiendo en su torno baba blanca y estertores de odio. Por la amura de babor, de la que partiría, dentro de poco, el abordaje, una humeante masa de hombres oscuros y agitados se inclinaban sobre el mar, mostrando hojas relucientes de todo tipo, desde la convencional cimitarra hasta la lanza y el puñal. Como líneas convergentes que apuntan hacia un ángulo agudo, los dos navíos se flanquearon cada vez más cerca, en un crescendo de espuma y de amenaza, hasta que los primeros remos, al entrecruzarse, saltaron hechos pedazos. Una minada de brazos emergió de la galera tunecina, lanzando maromas y garfios. Las dos naves se unieron entre si en un intrincado abrazo, mientras los remos de entrambas volaban en astillas en el choque de los cascos. Los tunecinos saltaron en masa sobre la nave cristiana, en parte deslizándose por los cables de las maromas, en parte trepando por la arboladura. Los templarios y los marineros genoveses retrocedieron, dejándoles que se extendieran sobre el puente. Después, solamente cuando toda la tripulación tunecina estuvo a bordo, afrontaron el combate, poniendo en práctica un plan completo imprevisible. Los templarios se dividieron, y mientras siete de ellos, en unión de Gunter, permanecían a bordo, manteniendo ocupados a los asaltantes, los otros ocho, con Rodrigo al frente asaltaban a la galera tunecina, que había quedado prácticamente indefensa, y penetraban en ella armados de hachas. Tras eliminar la resistencia de los pocos marineros que habían permanecido a bordo, Rodrigo y los otros se dispersaron en el interior de la nave, bajando por las escalas que conducían bajo el nivel del mar, lanzando golpes a diestro y siniestro contra el maderamen. Sobre el puente de la nave cristiana, los tunecinos se batían como leopardos contra los siete templarios y los marineros genoveses, sin darse cuenta de que, entretanto, su galera estaba siendo demolida a hachazos por los templarios. Fue así como, en el transcurso de unos pocos minutos, de los flancos de la nave tunecina comenzaron a salir burbujas de aire, mientras el navío se inclinaba sobre los flancos. Los golpes se multiplicaban en el interior, mientras los pocos supervivientes, aterrorizados, emergían por las escotillas y se arrojaban al mar. Demasiado ocupados en su obra de demolición, evidentemente, los templarios redujeron lo que quedaba de la tripulación tunecina, aprestándose al hundimiento de la nave. –¡A pique, a pique! –el aullido de dos caballeros cristianos que volvían a salir a cubierta resonó terrible por encima de los gritos de los que todavía combatían– ¡A pique! Los marineros genoveses, armados de cuchillos de maniobra, se precipitaron sobre las amuras, cortando los cables de las maromas. La galera tunecina, desgajada de la cristiana, se bamboleó por completo, en medio de un estruendo de burbujas de aire, mientras del interior de su casco continuaban resonando los golpes del hacha de Rodrigo y de los caballeros que le acompañaban. Completamente desventrada por los templarios, la galera comenzaba a hundirse. Rodrigo, junto con otros cinco caballeros, se hundía con la nave, continuando con los hachazos. Con nitidez, por las escotillas sumergidas bajo la espuma, se oyó gritar: –¡No por mi gloria, Señor... Sino por la tuya! Los dos templarios que habían conseguido ganar la superficie, volvían a saltar a la nave cristiana, sobre la cual se había producido un silencio espantoso, puesto que los tunecinos, como paralizados e incrédulos ante el desastre, habían arrojado las armas y se rendían. Eran todavía más del triple que los templarios y los marineros genoveses contra los cuales se habían enfrentado, pero ya carecían de nave y de esperanza. Habían saltado para ganar botín y hacer prisioneros y habían sido apresados. Habían saltado para hundir y habían sido hundidos. Pero Rodrigo había muerto. Su sacrificio y el de los otros hermanos ahogados con la nave tunecina representaba un precio desproporcionado respecto a la acción cumplida y a los intereses de la Orden. Pero no había que poner reparos. Los templarios se contaron. Habían quedado reducidos a nueve. Más cinco monjas y ochenta y cuatro prisioneros tunecinos.

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Superado el estupor inicial, después de haber depuesto las armas y haberse dejado amarrar como borregos a la popa de la galera templaria, los tunecinos estallaron en una indecorosa ovación de sumisión, arrodillándose a los pies de los caballeros de manto blanco y abjurando de su propia fe, manifestándose dispuestos a abrazar la cristiana por haber conseguido salvar la vida. Era un espectáculo espeluznante: los árabes se revolcaban por la cubierta de la nave, intentando acercarse a los pies de los guerreros y de los marineros para besárselos, suplicándoles que no les infligieran sus tormentos. Y, para demostrar su sinceridad, renegaban de Mahoma, lanzando horribles blasfemias contra el Corán. Algunos, aprovechándose de que poseían un incierto conocimiento de la lengua siciliana o napolitana, o de otros dialectos de la costa, improvisaban jaculatorias al Corazón de Jesús y a la Virgen María. Uno, finalmente, consiguió recitar el Padrenuestro casi entero. No terminó, porque entre las tres monjas lo levantaron en vilo y lo arrojaron por la borda. Esto bastó para hacer que de nuevo reinara el silencio. Los prisioneros musulmanes, que habían perdido el respeto de sí mismos, fueron puestos a los remos, concediendo así un inesperado relevo a los remeros, que estaban rendidos. Los que sobraban, puesto que eran muchos, fueron arrojados a las sentinas, para que meditasen sobre los misterios de su repentina conversión. Fue reemprendida la navegación, rápida y silenciosa, por las aguas más seguras del Adriático, controladas por la marinería veneciana. Gunter se sentía afligido en su interior, aunque la dignidad e impasibilidad natural de su rango hacían de escudo a tanta y tan honda tristeza. Evitó participar de cualquier modo que fuese en las manifestaciones de júbilo de la tripulación y de las monjas por aquella extraordinaria victoria, que a los ojos de los otros se presentaba casi como sobrenatural, pero que él consideraba obvia y, bajo muchos aspectos repugnantes. Le repugnaba haberse tenido que batir con adversarios mezquinos. Ciertamente, se daba cuenta de que no se trataba sino de piratas, especie de chusma únicamente movida por las pasiones y por la urgencia del saqueo; pero no podía menos que seguir con la memoria de fantasmas gloriosos, rindiendo honor a la nobleza de tantos guerreros sarracenos con los cuales se había batido en Tierra Santa, defensores leales de una fe que ahora deshonraban estos bandidos del mar. Pero la Tierra Santa, con la grandeza sanguinaria de sus ideales, estaban muy lejos. Y, mientras las costas cristianas se hacían por momentos visibles, junto con la nostalgia, experimentó Gunter un inconcebible sentido de solidaridad, una piedad casi blasfema, por el antiguo enemigo que desde siempre luchaba contra ellos por el sepulcro del Redentor. Anochecía. La luna en cuarto creciente resplandecía en el cielo con un halo de melancolía. Gunter era consciente del trastorno que se estaba gestando en su vida por el solo hecho de su paulatino acercamiento a Europa. Aquella no era su tierra. No sabia nada de ella. La cristiandad de Occidente le era completamente extraña. Su patria, se dijo, mientras acariciaba bajo la camisa los nudos del Bafomet, estaba en Ultramar. Una monja pequeñita, devota y exaltada, turbada y enferma por los acontecimientos de aquel viaje imprevisible, tan inhabitual para una criatura preparada para la sencilla quietud del claustro, temblaba de pies a cabeza al ofrecerle la escudilla, y no se atrevía a mirarle cara a cara. Gunter rechazó el alimento con un ademán y ella soltó el tazón en el suelo. Después, con la mirada baja, permaneció inmóvil durante un instante. Sólo un segundo, porque, de improviso, dio media vuelta hacia la salida, como disponiéndose a echar a correr. Gunter la detuvo por un brazo. –Aguarda. La monja volvió a su inmovilidad y a sus temblores, con el rostro cada vez más enrojecido, sin responder. –Ayúdame a quitarme la armadura. Al ver que ella no se movía, Gunter insistió: –Te lo ruego; estoy cansado. Era verdad. El guerrero, sudoroso, todavía sucio de sangre, inclinaba la cabeza sobre su gris túnica monacal, invocando ternura. Era, en el fondo, el defensor de su pureza y de su libertad.

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¿Cuál hubiese sido su destino si no hubiese estado él allí para protegerla del ultraje de los piratas tunecinos? ¿En qué mercado habría sido vendida si él, junto con sus caballeros templarios, no la hubiese salvado? ¿Y qué era lo que le solicitaba ahora? Únicamente un poco de ternura. La monja empapó en el agua de un barreño una parte del borde de su túnica y, después de haberlo exprimido, se lo pasó por el rostro. El se dejó caer sobre los cojines amontonados en un rincón de la cabina y le señaló las hebillas que tenía que desabrochar. Ella no tenía práctica. Tendía la mano y la retiraba, la apoyaba sobre la armadura metálica, la movía de aquí para allá, como buscando sin encontrar. –Aquí –señaló él–, aquí, bajo la axila... Y le guió la mano hacia el cierre. Aquí, eso es... Justamente aquí, vamos, valiente... Hazlo con cuidado, con calma. Es muy sencillo, no te agites... Aquí, aquí, eso es, valiente. Era, sí, una mujer animosa. Tenía un pulso sutil y unos dedos como plantas trepadoras. Su mirada permanecía baja, los ojos semicerrados; pero las manos habían encontrado el camino y actuaban ágilmente. –Así, así... Animo, así... Gunter cerró los ojos y la dejó hacer. Los diminutos dedos de la monja se perdían por un laberinto de lazos, de hebillas, de charnelas...

ABELCAIN, CABALLO MANCHADO Caballos, caballos para reemprender la marcha. Volver a la silla, con las propias armas y proseguir hasta la Occitania, cumplir la misión, entregar el mensaje, adormecerse finalmente en una sana celda templaria, entre las seguras murallas de una capitanía, de un priorato, de un fortín. Caballos, caballos, Gunter no deseaba otra cosa, mientras miraba la costa cristiana de Gargano, cada vez más cercana, cada vez más incomprensible, más infiel. No había sentido tanto temor, tanto malestar, cuando desembarcó por primera vez en Ultramar. En el fondo, Ultramar no había resultado para él tan inquietante como ahora se le aparecía la antigua patria occidental. Porque ahora Ultramar estaba aquí, donde estaba a punto de desembarcar, y la verdadera patria estaba en Ultramar. Superada la punta de Gargano, la embarcación se deslizó dulcemente hacia la franja de arena entre Peschini y Rodas. La quilla no permitía una mayor aproximación. Por eso echaron el ancla a unas pocas brazas de la orilla, sobre la cual se habían reunido notables y pescadores. No era cosa de todos los días la llegada de una galera templaria procedente de Tierra Santa. Una bandada de barcas se separó, pues, de la playa, cargadas de sacerdotes y dignatarios, para salirle al encuentro Ostentaban estandartes bordados con cruces e imágenes santas, ostensorios dorados e incensarios humeantes. Gunter ordenó al capitán que izara, sobre el más alto de los mástiles, el Bausant, en señal de saludo. El ondear del mirico estandarte cruzado suscitó el entusiasmo de la multitud arracimada en la orilla y de los que iban en las embarcaciones, que entonaron un Tedeum. Gunter y los ocho caballeros supervivientes, firmes junto a él sobre el puente con toda la dignidad de sus relucientes armaduras, se intercambiaron miradas de ironía o de tristeza, quizá de nostalgia por los abisales silencios del desierto. Las barcas ya habían alcanzado la borda. Las notas del Tedeum y las aclamaciones de la gente se habían hecho ensordecedoras. El incienso, mezclándose con los vapores marinos, se condensaba en una nube piadosa y salinosa, que subía por encima de las velas en una especie de hosanna. El condestable de Peschini y el de Rodas subieron a bordo los primeros y se disputaron el honor de ofrecer a los caballeros del Temple dones y hospitalidad. Y cuando su rivalidad estaba a punto de convertirse en riña, Gunter los separó ofreciendo a su vez como

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presente a los ochenta y cuatro prisioneros tunecinos, para que fuesen repartidos por igual entre las dos comunidades. No habría podido ofrecer un regalo más grato. En gran parte, en efecto, los habitantes de los dos burgos marineros, sobre los cuales se había encarnizado en más de una ocasión la piratería de los sarracenos, tenía ya un pariente, ya un amigo, que rescatar de los mercados de Túnez o Argel. Ciertamente, el recibir en donación cualquier esclavo árabe no ofrecía enormes posibilidades de intercambio, pero otorgaba una hermosa satisfacción a cuantos todavía padecían por el recuerdo de una esposa o una hija raptada, de un hermano desaparecido, de un compañero perdido. Por otra parte, los habitantes de estos sitios fortificados de la costa estaban desde hacia tiempo habituados a compensar el dolor por las pérdidas afectivas sufridas durante las innumerables correrías de las que eran víctimas con orgullo de haber capturado a su vez algún infiel a quien tener como esclavo. Esto representaba en principio alguna remota esperanza de poderlo trocar por aquellos que habían sido raptados, pero después, con la llegada de la resignación y el conocimiento de hasta qué punto era improbable semejante intercambio, se transformaba en una especie de resarcimiento. Es verdad, efectivamente, que si las incursiones sarracenas se habían hecho más frecuentes en los últimos tiempos y, para muchas familias, era la señal de una pérdida, los habitantes de la costa habían reaccionado capturando a su vez piratas, también en más ocasiones. Así, los vacíos producidos venían siendo gradualmente colmados por la adopción en el seno de la comunidad de estos árabes más afortunados por lo menos que los cristianos raptados, que abjuraban sin remilgos de su fe originaria dejándose emplear dócilmente en cualquier menester público o doméstico. Se puede comprender, pues, con cuánta gratitud fue acogido el regalo de Gunter – ochenta y cuatro tunecinos en su mayoría jóvenes, robustos, dispuestos para todo tipo de tareas, para ser repartidos entre unas pocas decenas de familias– en una comarca en la cual la esclavitud hacía mucho tiempo que se había transformado en una forma de afiliación indulgente, casi una especie de tácito sufragio por las ánimas todavía vivas de los cristianos convertidos en esclavos. El reparto de los tunecinos entre las familias de Peschini y de Rodas se realizó sin bullicio ni desórdenes sobre la misma playa, inmediatamente después del desembarco, en medio de un clima de civilizada distensión. En la asignación, fueron privilegiados todos aquellos que habían sufrido pérdidas en las más recientes correrías, teniendo en cuenta los lazos de parentesco que cada uno podía mostrar en el confrontamiento de las desapariciones. En el sentido de que haber perdido una hija o un hermano valía más que haber perdido a un sobrino o un primo, y haber perdido a la mujer, más que a una sierva o a una cuñada. Una vieja de mirada bondadosa, envuelta en un chal negro que hacía resaltar la blancura de los cabellos ordenadamente recogidos sobre la nuca, daba vueltas por entre los tunecinos más jóvenes, con una cántara de leche, ofreciéndoles de beber. A uno que temblaba por causa del frío y de la fiebre, le regaló el chal, echándoselo amorosamente sobre los hombros. –¿Quién es ésa? –Preguntó Gunter al condestable de Rodas. –Es una mujer que, hace muy poco, ha perdido a sus tres hijos, los tres a la vez, capturados por los sarracenos en su última incursión. –¿Y por qué hace eso? No comprendo. –Lo hace con la esperanza de que también sus hijos, donde quiera que ahora se hallen, encuentren a una vieja madre que cuide de ellos. La repartición de los esclavos siguió adelante de esta forma, durante algunas horas, en un crescendo de amigable comprensión en el que terminaron por verse envueltos los propios tunecinos. No los templarios, captados por la urgencia de reemprender el viaje. Los notables insistieron para que Gunter y los otros caballeros se detuviesen siquiera hasta la noche, para participar en el banquete que los pescadores habían preparado. Era una invitación seductora, pero Gunter la declinó con firme cortesía. –Tenemos que partir rápidamente, inmediatamente –dijo.

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–¿Qué podemos hacer por vosotros? –Preguntaron casi a la vez, disputándose el honor de servirles, los condestables de Peschini y de Rodas. –Darnos caballos. Fueron atendidos sus deseos. En el transcurso de una hora, o quizá menos, fueron traídos a la playa más caballos, muchísimos más caballos, de los que necesitaban. Los caballeros pudieron elegir. Gunter no quiso elegir el suyo, quizá por pereza, o tal vez por una suerte de caballeresco desprendimiento ante el destino ligado a la caballería que le hubiere sido reservada. –Ocúpate tú de ello –dijo a aquel de sus hermanos que se hallaba más próximo–. No quiero saber el color del animal. –Me cargas con una grave responsabilidad –respondió el otro. –Lo sé, pero no quiero ver mi caballo. No quiero ser yo quien lo escoja. No me interesa su color. –De acuerdo. Y el otro caballero eligió un caballo para Gunter. Era una forma de superstición, aquella a la que Gunter había cedido, muy difundida entre los caballeros de todos los tiempos, que identificaba el destino propio con el del caballo, y que, por lo tanto, temen interferir por causa de una elección instintiva o superficial en los grandes designios de la suerte. –¿Por qué no elegís por vos mismo vuestro caballo? –Preguntó la monja que el día anterior se había cuidado de él y que no había dejado de mirarle durante toda aquella interminable pausa sobre la playa. –Porque los caballos no son otra cosa que la representación de nuestros vicios y nuestras virtudes –respondió Gunter–, y yo no quiero ocuparme de eso. –Pero, en un momento dado, vuestra vida depende del caballo. –Exacto. El caballo representa las posibilidades de vivir o de morir que me han sido dadas. No quiero ocuparme de eso. –¿Por qué tanto desprecio por la vida? Eso no es de cristiano. –No lo sé. No me hable más de ello. Gunter se alejó, ignorando a la monja. En realidad, su pensamiento estaba enteramente ocupado en el caballo que le sería entregado. Aunque rechazase ocuparse del asunto, le obsesionaba, suponiendo que podía conllevar un signo del destino que estaba reservado: un caballo blanco podía condensar en sí la luz divina –pensó–, pero un caballo negro es el emblema del misterio que huye de la luz; un caballo rojo es imprevisible, pero lleva consigo toda la energía del fuego. Le tocó en suerte un caballo manchado. Como señal, no le disgustó. En el fondo, se dijo, es como cabalgar los opuestos, como intentar conciliar en un dibujo providencial el blanco y el negro. Pero ¿no era aquello lo que andaba haciendo siempre? ¿No era éste, para un templario, el sentido primigenio de la doctrina secreta? Sí, en resumen, era como cabalgar el Bausant. Era un hermoso animal, de ojos bondadosos, pero de nariz nerviosa, y también esto le pareció a Gunter una señal de la contradicción que sus colores representaban. Su primera intención fue llamarlo Bausant, como la bandera blanquinegra que llevaba impresa la piel. Pero pensó que ello podría resultar irreverente. Así, después de haber reflexionado un poco, eligió para él un nombre sincrético y compuesto. Como Abelcain en el que se unía el sentido de la fraternidad y del fratricidio al mismo tiempo, por tanto, la contradicción llevaba a sus más extremas consecuencias. Un par de monjas solicitaron poder acompañar a los templarios en el viaje que se aprestaban a emprender, para servirles y auxiliarles en las más comunes necesidades cotidianas, como la cocina y el cambio de la ropa blanca. Pero Gunter no quiso. En primer lugar, porque la cosa era contraria a las reglas de la Orden, que, aunque violadas en alguna ocasión aislada, eran, sin embargo, respetadas en su conjunto; y después, porque la presencia de mujeres habría retrasado la marcha. Por ello, las religiosas fueron confiadas todas, sin ninguna exclusión, a las autoridades locales, para que se cuidasen de acompañarlas a la casa madre, que tenía su sede en la cercana roca de Isehitella.

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–¡Adiós, caballeros de Dios! –Gritó una de ellas al saludarles con lágrimas en los ojos, mientras ascendían con sus nuevas cabalgaduras por las rocas de Rodas. –¡Adiós, caballeros del Amor Divino! –Gritó otra. Los nueve templarios estaban ya lejos, en lo alto de la escarpada costa, y se formaban en columna en dirección al espeso bosque que circundaba el promontorio, acompañados por el eco de aquellas voces femeninas que, rebotando por entre las rocas, se entremezclaban en un juego de tiernos fragmentos sonoros, apasionados y llenos de sentido. – ¡Adiós, caballeros! –¡Divino amor! –¡Adiós, amor! Superada la cresta rocosa, los nueve templarios habían acelerado el paso, adentrándose al trote entre el verdor intrincado de los árboles. EL BOSQUE No hay nada menos cristiano ni más pagano que el bosque. Dios tiene necesidad de espacio y de luz, de inmensidad, se dijo Gunter, espoleando a Abelcain hacia el oscuro misterio de los árboles, para ser adorado. Dios está en el desierto, en el calor, en el reverbero del sol. Dios está paradójicamente lejano –donde puede inclusive suceder que los infieles se apropien de su sepulcro terrestre–, pero donde el aire está impregnado de universalidad más que de magia, de interrogantes más que de respuestas. Y allá lejos, suspiró una vez más Gunter dentro de sí, está mi patria, no aquí, donde he nacido. Allá, donde no existe certeza ni siquiera en la visión de una fuente cuando se tiene sed, donde Dios está en el jugo de la palma y en el azúcar de los dátiles. Aquí, en el bosque, tan oscuro y tan bárbaro, impenetrable a los rayos del sol, habitan seguramente espíritus y divinidades, reconoció el templario mirando a su alrededor con un escalofrío, pero no son los de la nueva religión: son gnomos deformes y hadas equívocas, espíritus emigrados de doctrinas perdidas, sacerdotes infernales de ritos sanguinarios. Aquí las almas vagas de la naturaleza se encarnan en la confusión primigenia de los animales y de las plantas. Aquí no se puede ni arar ni construir, todo escapa al control racional de los hombres. Se puede edificar un santuario en el desierto; pero en el bosque, no. En varias ocasiones, avanzando entre troncos y ramas, los caballeros se vieron obligados a desmontar y abrirse camino a hachazos. A pesar de ello, mantuvieron un orden de marcha regular, de manual, con Gunter, que abría la formación, flanqueado por dos ayudantes, otros tres detrás de ellos en hilera, y, al fondo, reagrupados, los tres últimos, cerrando y protegiendo el escuadrón. Era una clásica disposición en flecha, como la llamaban los templarios en sus ejercicios, que permitía avanzar de manera expedita –asegurando al mismo tiempo una adecuada protección– a través de recorridos difíciles y peligrosos, como una garganta rocosa o un sendero particularmente estrecho, como en este caso, en el oscuro corazón de un bosque. Cabalgaban junto a Gunter, ligeramente rezagados, Godofredo de Constanza y León de Varazze, un suizo y un ligur, que se compensaban mutuamente en cualidades y defectos: Godofredo era fuerte como una torre de asedio, servil ante las más inútiles e inobservadas reglas de la Orden, dispuesto siempre a lanzarse a la empresa más insensata para obedecer las órdenes recibidas; pero cretino, tan cretino, que muchos se habían llegado a preguntar si la iluminación de la fe en el acto de la iniciación caballeresca no le había disminuido irremediablemente el intelecto. León, por el contrario, era frágil (hasta donde podía serlo un templario, naturalmente) pero tan ágil y astuto como para no tener el menor problema para enfrentarse a cualquier tipo de adversario, indisciplinado y dispuesto a salir airoso del compromiso en las situaciones más desesperadas, a menudo critico ante las órdenes recibidas (hasta donde podía serlo un templario, se entiende) e inclusive dispuesto a transgredirías en nombre de la inteligencia y por el buen fin de la empresa que le había sido confiada. Por esto, Gunter, después de haber perdido a Rodrigo, arrastrado por la galera tunecina que él mismo había hecho zozobrar, había preferido a ambos como ayudantes: era una elección coherente, por lo demás, con el espíritu de los opuestos que a la sazón le dominaba, después de la iniciación al Bafomet, su vida y su fe.

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Y la primera incumbencia asumida por los dos caballeros llamados a asistirlo, por otra parte, parecía confirmar también en los efectos puramente simbólicos, además de en la práctica, las buenas razones de la elección. ¿No había sido Godofredo quien había elegido para Gunter el caballo manchado Abelcain? ¿No había sido León quien lo había ensillado? Seguían al grupo de cabeza, en extenuante cabalgada por entre los árboles, dos templarios franceses y un inglés: Perdigotto de Aquitania, Dionigi Nanterre y Telmo de Stratford. El grupo de cola lo componían dos alemanes y un francés: Cimbro de Svevia, Rambaldo de Graz y Folco de Auvernia. Los nueve caballeros experimentaron una sensación de alivio cuando, después de muchas horas de marcha, el camino desembocó en un claro, que les permitió vislumbrar finalmente un fragmento de cielo y respirar un aire más diáfano, no impregnado de musgo y podredumbre. El sol estaba todavía alto, aunque en su cabalgata a lo largo de aquella interminable galería de ramas y frondas entrelazadas unas con otras no habían podido tener más que una mínima percepción de él, mínima y discontinua, gracias a unos exiguos rayos y palidísimos fulgores. Por eso levantaron los ojos hacia lo alto, instintivamente aliviados por haber podido salir de aquella tumba arbórea que había supuesto para todos ellos hasta aquel punto el bosque; mas no habían tenido apenas tiempo de descansar la mirada, cuando un ave de asombrosas dimensiones, de envergadura semejante, por lo menos, a la extensión de ambos brazos de un hombre robusto, pasó a vuelo rasante sobre sus cabezas adentrándose y desapareciendo, entre un fragor de ramas, hacia la cima de una encina. En torno a ellos se produjo una lluvia de lianas y algunas hojas. Una rama cayó violentamente y les hizo pedazos. –Se ha apoyado allá arriba, entre aquellas hojas –dijo Gunter–. Tiene que ser enorme. –Más grande que un águila –añadió Godofredo–. Nunca he visto un pájaro tan grande. –Miradle, se está moviendo –dijo Folco de Auvernia–. Se desliza a lo largo de la rama. –Parece enteramente negro... ¡No, gris! –Aulló Perdigotto de Aquitania. –Tampoco gris –corrigió León–. ¿No ves que es marrón? –¿Marrón? –¡Pues sí, marrón!... Marrón sucio, gris oscuro. Como el sayal de un monje. Cimbro de Svevia, cogió una piedra y la lanzó. Otros caballeros hicieron lo mismo movidos por la curiosidad más que por instintos crueles, por hacer salir a la vista a aquella extraña criatura. Y alguna piedra tuvo que andar cerca de dar en el blanco, porque se oyó un gruñido y luego algo parecido a un lamento, estridente y desgarrador, que parecía invocar piedad. –Dejadme... Dejadme... ¡Por la misericordia de Dios! –Gemía la singular bestia alada–. Dejadme, por favor, que yo no os he hecho nada. Los nueve caballeros se miraron unos a otros con un cierto estupor, aun cuando estaban avezados a presenciar prodigios de todo género, intentando colegir el sentido de aquel extraño fenómeno que se les manifestaba en el profundo corazón del bosque. ¿Acción diabólica o milagro? Pero ¿qué criatura divina habría tenido interés en mostrárseles en un lugar tan inhabitual y expresándose por añadidura tan groseramente? ¿No era más lógico pensar que se habían encontrado con un genio silvestre, con una mitología monstruosa superviviente del paganismo, aterrorizada al ver aparecer a los caballeros cristianos? –¿Quién eres? –Le acució Gunter–. ¡Déjate ver! –Nadie –gritó la criatura desde la espesura del árbol–. No soy nadie. ¡Dejadme ir! –Para mí, que esto es cosa de brujería –dijo Godofredo–. Quememos el árbol. –¡Bravo! –Respondió León–. Así incendiamos el bosque... Con nosotros dentro. –Pero algo habrá que hacer– observó Perdigotto–. ¿Nadie lleva consigo agua bendita? –¡Nada de agua bendita!– Dijo Gunter–. Tomad un par de hachas. Cimbro y Rambaldo obedecieron y se situaron al pie del tronco. Gunter hizo señas de que empezaran a golpear. El árbol fue sacudido. La criatura aulló desesperadamente entre las hojas. –¿Qué pretendéis hacerme, por el amor de Dios?... ¿Qué me queréis hacer? –Nada –respondió Gunter–. No te queremos hacer nada. Pero baja. Déjate ver.

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–Pero ¿para qué? ¿Qué os he hecho yo? ¿Qué pretendéis? Gunter hizo señas a Cimbro y a Rambaldo para que golpeasen con más fuerza. –¡Parad, parad!... He comprendido –gritó la criatura–. Voy a descender, voy a descender... –Muéstrate –dijo Gunter–. No te haremos nada. –Por Dios... ¿Lo juras por Dios? –Que sí, que sí, lo juro... Baja –bramó Gunter impaciente–, baja de una vez, medrosísimo animal. –Está bien, está bien, ya bajo. Cimbro y Rambaldo dejaron de golpear el tronco con el hacha. En torno a ellos se creó un silencio irreal, puesto que los pájaros y los demás animales del bosque, espantados por tanto clamor, se habían retirado de aquel lugar. Y las hojas, a causa de la absoluta falta de viento, estaban quietas como si fueran de cristal sutil sobre troncos de piedra pulida. Los templarios miraban hacia arriba, expectantes. Y, finalmente, las ramas espesas de la encina se movieron, y un pequeño y peludo fraile, envuelto en un sayal que era todo él un puro recosido se dejó deslizar a lo largo del tronco, mirando a su alrededor con suspicacia. –Aquí estoy –dijo–. Ya he descendido. ¿Qué queréis de mí? –¿Quién eres? –Preguntó Gunter gentilmente. –¿No lo ves? No soy más que un pobre sacerdote que vive en su convento. –¿Y qué haces subido a ese árbol? –Bellotas. Estaba cogiendo bellotas para los cerdos del convento. –Pero ¿no has oído ese pájaro que volaba? –Intervino Godofredo–. ¿No has visto ese gran pájaro que ha pasado volando sobre nuestras cabezas? –Yo no he visto ni oído nada. –Pero si se ha posado precisamente sobre ese árbol –añadió León–. Justamente sobre la misma rama en la que estabas tú. –Yo no sé nada, ni he visto nada. Los templarios se miraron unos a otros en silencio. El monje les miró a su vez, con aires de desconfianza. –¿Tenéis quizá miedo de mí? –dijo –¿Miedo de qué? –Respondió Gunter, cada vez en un tono más cortés. –No sé nada, ni quiero saber nada. Pero tengo que... ¿Cómo se dice? Tengo que irme. ¿Habéis comprendido? Los templarios no respondieron. –Está bien, pues. Me voy. Adiós. Que lo paséis bien. –¡Espera! –Insistió Gunter. –¿Otra vez? ¿Qué quieres? –¿Adónde quieres ir? –A mi convento, ya te lo he dicho. Adiós. –¿Y dónde está tu convento? –¿Cuántas cosas quieres saber? En lo alto del Monte del Angel. León de Varazze rompió a reír: –¡Pero eso no es posible! Allí no hay quien pueda llegar. Está al otro lado del bosque. Se necesitan por lo menos tres días de marcha. –No te preocupes por eso. Me voy de aquí –respondió el monje, y comenzó a trotar por el claro del bosque, suscitando la hilaridad de los caballeros. –¡Deja ya de hacer el loco! –Dijo Gunter–. ¿No ves que está a punto de anochecer? Tú no puedes atravesar el bosque solo. Quédate con nosotros. Mañana por la mañana reemprenderemos la marcha todos juntos. –Os digo que no os preocupéis por mí –dijo una vez más el monjecillo, que continuó dando brincos, como tomando carrera para dar un salto. Hasta que, de improviso, ante el asombro, se elevó de la tierra–. No os preocupéis por mí –gritó desde lo alto otra vez, moviendo las manos en señal de saludo–. No os preocupéis... Conozco el camino. Preocupaos por vosotros. Estaba ya lejísimos. Ascendiendo en espiral por encima del claro del bosque, el frailecillo había alcanzado ya la cima de los árboles y extendía su mano agitando los brazos.

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El sayal aleteaba en el aire como las alas de un pájaro migratorio, suave. Volaba con gracia y, a la vez, con cansancio. Se comprendía fácilmente que el prodigio no era precisamente de los más sencillos. Pero era, sin embargo, un prodigio –se dijo Gunter resignado, encogiéndose de hombros, como ante el más embrollado de los encantamientos– y no había manera alguna de explicarlo. El monje volaba. Pasó dos veces por encima del claro, rozando la parte alta de la encina en la que había intentado esconderse, saludándoles con una carcajada. Después desapareció. –Dejemos que se vaya –dijo Gunter a media voz–. No sobrevolaremos el asunto. Se trata simplemente de un monje que vuela. La razón, por poco que pueda servir la razón en un caso semejante, prevaleció sobre el estupor. Por otro lado, lo acaecido no era, a fin de cuentas, tan extraordinario. Las crónicas de la época estaban repletas de casos de hombres sencillos que se elevaban sobre la tierra. Hasta el punto de que eran innumerables las técnicas y las modalidades descritas en los testimonios. Había predicadores que accedían al púlpito sin necesidad de utilizar la escalera, asombrando a los fieles con sobrenaturales saltos, y eremitas sorprendidos en meditación flotando en el aire delante de las grutas de su retiro. Había peregrinos que atravesaban ríos y brazos de mar, deslizándose sobre las olas como libélulas sin ni siquiera mojarse los pies. Algún santo varón se servia del manto para trasladarse de un lugar a otro sin tocar la tierra, lo que naturalmente, hacía más rápidos los traslados. Otros se limitaban también a ascender verticalmente en un estado de gran turbación de los sentidos, permaneciendo en éxtasis o desfallecimiento a varios palmos de altura, para después planear y tomar tierra en el mismo lugar del que se habían levantado. Y había quien lo hacia en estado de plena lucidez, con deliberada conciencia del prodigio, después de haberse concentrado en oración y haber solicitado, de lo profundo de sí mismos, la fuerza de quién sabe qué ocultos poderes; y quienes, por el contrario, eran raptados por sorpresa por la rareza del suceso, sufriendo por ello traumas irremediables. También el estilo del vuelo, a juzgar por los testimonios, variaba. Y así había quien se elevaba dulcemente, alargando el radio de la ascensión en una mística espiral y quien, por el contrario, tenía necesidad de tomar carrera o de llevar a cabo extremados esfuerzos musculares. Algunos oscilaban en el aire como gaviotas de alas grandes, otros que avanzaban en vuelo rasante, a menudo lastimados en la caída sobre piedras o rocas. Lo que ayudaba a los expertos a distinguir entre las posibles causas del fenómeno, consideradas divinas o diabólicas según las circunstancias en que el evento se registraba, la personalidad del protagonista, las leyes por él seguidas y una gran cantidad de detalles minuciosamente recogidos por los testigos más directos, pero, sobre todo, del éxito a menudo desastroso. No había, pues, mucho en qué pensar, explicó Gunter a sus compañeros, sobre la ordinaria maravilla a la que habían asistido. Tanto más cuanto que semejantes hechos no constituían una prerrogativa especial del universo cristiano –el que acaso había autorizado a proclamar el milagro–, sino que se verificaban con análoga frecuencia en todas partes del mundo, entre los seguidores de las más variadas religiones, con el auxilio de espíritus o de genios que nada tenían que ver con los misterios de la fe. ¿Acaso no había volado también Simón el Mago, convencido de poder pagar con dinero el secreto del Espíritu Santo, antes de estrellarse a los pies de Pedro? ¿Y cuántas historias se contaban en Tierra Santa sobre el éxito de los sufíes, áureos profetas de beatitud oriental, capacitados para flotar físicamente sobre las ondas invisibles de su filosofía insondable? No, no había por qué darle mayor importancia a lo sucedido. –No hablemos más de ello –concluyó Gunter–. El año mil hace tiempo que pasó. Ninguna persona en su sano juicio prestaría atención, hoy día, a un monje que vuela. Anochecía. Acamparon en el claro del bosque, donde, por lo menos, se podían vislumbrar algunas estrellas por entre las copas de los árboles. A otros vuelos más espectaculares, no menos milagrosos, aunque sí mucho más realistas, habían asistido los caballeros cristianos en Tierra Santa. En el asedio de Ascalón, los prisioneros de una y otra parte que rehusaron abjurar de su respectiva fe eran puestos sobre catapultas y lanzados lejos, a destrozarse contra las murallas de la plaza fuerte o contra las rocas agudas que se levantaban en la llanura circundante, según si el lanzamiento procedía de los muros o contra los muros de la ciudad rodeada. En Alepo, los musulmanes

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arrojaban a los cristianos a las fosas desde torreones altos como el cielo. En Nicea, los cristianos habían hecho lo mismo con los musulmanes. ¿Y no es más milagroso, más santo e indeleble en la luz del Dios, reflexionó Gunter, envolviéndose en el manto antes de adormecerse, el vuelo de miles y miles de hombres que caían destrozados en nombre de la propia fe, frente al de uno solo que, asimismo gracias a la fe, levitaba graciosamente sin ningún riesgo? En tal sentido, Gunter había recibido una inolvidable lección muchos años atrás, del Shaykh al–Jabal, Gran Maestre de los ismaelitas, también llamado Viejo de la Montaña, cuando había participado en una embajada templaria en su roca de Alamur, en Persia. Había muchas aficiones, inconfesables en la contraposición de las respectivas fes, entre el Orden cristiano de los templarios y el islamita de los asasi o asesinos, o hashisbin, así llamados por la leyenda según la cual habría sido el consumo desmedido de haschish la base de su devoción incondicionada en los enfrentamientos del Shaykh. Había afinidades ideológicas –ecuménicas, quizá, inspiradas en el designio común de una total pacificación en el sentido de la alianza cristiano–musulmana, designio que, únicamente ahora, podía Gunter comprender, después de la iniciación al Bafomet– y afinidades organizativas, habiendo sido constituida la Orden de los asasi sobre el mismo modelo que el de los templarios. Esto es, sobre dos jerarquías, cuyos grados se correspondían perfectamente: una jerarquía accesible, compuesta de caballeros por parte de los cristianos y rafi por parte de los musulmanes, escuderos yfida hermanos y lasik; y una jerarquía esotérica, superior, ascendente desde los priores o kabir a los grandes priores o da'i, hasta el Gran Maestre o Shaykh al– Jabal. Pero eran sobre todo afinidades subterráneas, inclusive mágicas, como si el destino de ambas órdenes estuviese ligado a una misma estrella. Como si un único y común destino de gloria y de potencia debiese conducirles a una misma e inevitable suerte de grandeza o de ruina. Al mismo tiempo que la embajada, los plenipotenciarios templarios tenían la delicada misión de convencer al Shaykh para que estableciera un tratado secreto con el rey Balduino de Jerusalén, comprometiéndose a entregar a los cruzados la ciudad de Damasco. A cambio garantizaban que no prestarían ninguna ayuda a los hospitalarios, aliándose a su vez secretamente con los cadi locales en sus planes de invasión de Egipto. La historia no suministra muchas aclaraciones, dada la evidente distracción de los cronistas, demasiado empeñados en su ansia de cantar gestas espectaculares, sobre el desenvolvimiento y los resultados finales de esta oculta tesitura diplomática. Pero se sabe de cierto que al menos sobre algunas bases doctrinales fundamentales, que se puede buscar en el Apocalipsis y en el Evangelio de Juan, templarios y asasis se entendieron. El Viejo de la Montaña recibió a sus interlocutores en la ciudadela encantada que se había construido sobre rocas inexpugnables, donde representaba como prisionero su papel dominador. Prisionero de los propios sueños, asediado en el espíritu de las armas de su propia iluminada potencia, el Shaykh vivía desde hacía decenios recluido en una estancia monacal, de la cual únicamente salía para pasear por la terraza que se extendía a lo largo de una explanada excavada en la misma roca sin dejarse de ningún modo distraer por la indescriptible belleza ni por los efluvios perfumados de los jardines que, desde allí arriba, podía admirar. Allí se encontraron los embajadores templarios y el Viejo, que amablemente entretuvo a sus huéspedes, disertando sobre los tesoros perdidos de la filosofía hermética, sobre los raros manuscritos sustraídos a las llamas que destruyeron la biblioteca de Alejandría, sobre las irrepetibles ilusiones supervivientes a la consunción de los mármoles de Grecia y de Egipto, sobre las miniaturas inexplicables de la India y sobre todas las maravillas que los adeptos habían recogido para satisfacer su inextinguible sed de conocimiento. Después, había bromeado maliciosamente, con gracia característicamente oriental, sobre las leyendas en su mayoría pueriles que rodeaban su fama. –¿Pero de veras piensan ustedes que la devoción incondicional de sus fieles –había dicho riendo– se nutre de cáñamo indio? ¿De veras creen ustedes que para obtener la absoluta obediencia de mis seguidores tenga que entontecerles con el hachís y con la seducción ocasional de las huríes? Vamos, vamos, seamos serios: el hachís y las huríes siempre han estado al alcance de quienes quisieran. Si mi secreto residiese en estas pequeñas cosas, sería un secreto bastante miserable. Es más, ni siquiera seria un secreto, dado que todos lo conocerían y podrían disponer de él a su gusto. Existen otros medios para

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imponer la obediencia ciega. Son otras las llaves que permiten la entrada a la estancia del mando. –¿Cuáles, venerable Shaykh –preguntó con respetuoso candor el más anciano de los templarios, que de llaves de ese género podía saber también algo? El Shaykh no respondió. Movió imperceptiblemente las manos en el aire, como si quisiera golpear la una con la otra, pero absteniéndose de hacerlo. A esta simple señal, inaudible y prácticamente invisible, tres jóvenes asasis comparecieron en la terraza y se inclinaron ante el Maestre. Vestían el uniforme de los rafi, esto es, una túnica blanca sin adornos, ceñida a la cintura por una faja roja. Sobre la cabeza llevaban un birrete igualmente rojo, a la manera frígia, en la cual era fácil reconocer, por quien tuviese una cierta familiaridad con los antiguos misterios, el gorro tradicional de los sacerdotes de Mirra. El Shaykh volvió a mover las manos, trazando un leve e indescifrable jeroglífico aéreo. A continuación, señaló un punto en el vacío, más allá de las almenas. Los tres asasis se inclinaron otra vez y se dirigieron decididamente hacia aquel punto, saltando al vacío y precipitándose sobre los riscos que había abajo. –Helo aquí –dijo entonces el Shaykh, con franca indiferencia a los asombros templarios–. Con esto nada tiene que ver el hachís ni, mucho menos, las huríes. Es a través de otros caminos como se accede al misterio de la sumisión. Ninguno de los presentes se atrevió a preguntarle cuáles eran aquellos otros caminos. FEDERICO Los templarios se despertaron en el claro del bosque presos de una inmensa melancolía. Estaban todos mojados por el rocío. Los pájaros y las demás bestezuelas silvestres llenaban el aire de estridentes reclamos ensordecedores, obsesivos y descarados. Gunter y los demás experimentaron un instintivo sentimiento de repulsión ante aquella naturaleza verde, húmeda e invasora, añorando el desolado silencio de Ultramar, tan nítido y seco. Tenían prisa. Renunciaron a las oraciones matinales para dedicarse a los caballos y las armaduras. El rocío lo humedecía todo, estropeando los metales y macerando el cuero. Se vistieron rápidamente y untaron de grasa las hojas de las espadas. No hay un signo peor para un caballero que una mora de herrumbre sobre sus armas. Gunter se aseguró de que la pequeña bolsa que llevaba colgando del cuello, en la cual estaba guardado el mensaje que representaba la única justificación, la sola explicación de su presencia en aquel horrible y deprimente lugar, estaba en su sitio. El cuero había sido afectado por la humedad, pero, por lo demás, todo estaba en regla. También los nudos blanquinegros de las cuerdecillas entrecruzadas bajo la camisa estaban en orden, aunque un poco manchados de aquel odioso lodo que le hacía añorar la límpida arena del desierto. Dio la orden de reemprender la marcha. Y todos se adentraron de nuevo en aquella oscura galería vegetal. Pero, esta vez, impulsado por una rabiosa y urgente necesidad de luz, decidió declarar la guerra a la naturaleza. –¡A las hachas! –gritó –¡A las hachas! –Respondieron todos, resueltos a abrirse un paso decoroso a través de aquella especie de subterráneo del cielo. Y así comenzó una histérica competición entre los nueve templarios contra la fuerza de los árboles. Llevando a sus espaldas, por las riendas, los caballos con la carga, los caballeros avanzaban a pie, abatiendo troncos y arrancando raíces. En torno a ellos, el bosque, callado, no replicaba a los hachazos. Ya no se oían siquiera los cantos de los pájaros ni los gritos de las ardillas. Los animales se habían refugiado en sus guaridas aterrorizados por tanto estruendo. En breve, los caballeros del desierto, ahora desmontados, se convirtieron en dueños del bosque e impusieron sus reglas. Los troncos caían abatidos, el musgo y los fragmentos de corteza se derramaban como sangre a su alrededor. Hasta que el techo de ramaje se derrumbó estrepitosamente como la techumbre de una catedral que se resquebraja

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como consecuencia de un cataclismo, y el sol pudo finalmente brillar sobre las armaduras y el sudor. Durante tres días, los caballeros avanzaron de este modo, subvirtiendo el orden del bosque y aterrorizando a los animales. Con los árboles abatidos por ellos se habría podido construir una flota; con el pánico de las bestezuelas, un calvario. Pero la naturaleza hostil de Europa estaba ya vencida, sometida. Los cruzados habían aplastado el bosque. Allí no había leones con los cuales competir ni ningún pretexto para poner a prueba las propias virtudes ascéticas; así, los caballeros se alimentaron de caza, prefiriendo las carnes de los gamos y de las liebres, guarnecidas de romero y tomillo. Finalmente, como una flecha que, después de haber atravesado el tórax de un hombre, reaparece por la espalda a la luz en un lacerante triunfo de sangre, los templarios alcanzaron el límite del bosque y volvieron a montar a caballo para aventurarse en la llanura. Recorrieron el último tramo, bromeando y pavoneándose entre ellos. Godofredo pretendía haber abatido más árboles que León. Perdigotto y Dionigi habían cazado más piezas que Telmo y Rambaldo. Cimbro había recogido más hongos que Folco. Y así sucesivamente, vanagloriándose con efímera fiesta de sus proezas de paz, los nueve templarios ganaron el bosque, dispuestos a adentrarse en el sol. Fueron acogidos por sonidos de cuerno y ladridos de perros. Una partida de caza estaba evidentemente teniendo lugar más allá de la sutil cortina de plantas que les separaba de la llanura. El sonido de los cuernos y de los ladridos se fueron haciendo cada vez más cercanos. Ellos espolearon a sus cabalgaduras y corrieron al encuentro de los cazadores. Se cruzaron con un ciervo en fuga que en aquel momento se arrojaba en el interior de la floresta, hiriéndose en su ciega carrera contra las ramas. No tuvieron tiempo de recorrer los pocos metros que les separaban del espacio abierto de la llanura, cuando se vieron sepultados bajo una lluvia de flechas. –¡Resguardémonos! –Gritó Gunter–. ¡Todos a resguardo! ¡Los cazadores están disparando sus flechas! Pero tres templarios ya habían caído del caballo y por dos de ellos ya no había nada que hacer. Perdigotto de Aquitania agonizaba entre estertores con la garganta traspasada por un sutil dardo de ballesta; Rambaldo de Graz se comprimía el estómago destrozado por dos flechas que, simultáneamente, le habían penetrado por el ombligo. Folco de Auvernia se revolcaba gimiendo entre las pezuñas de su caballo, con un hombro lacerado. La suya no era una herida grave, pero si dolorosa. Y sus agudos lamentos así lo demostraban. Pero Perdigotto y Rambaldo habían muerto. Instintivamente, los otros se reagrupaban blandiendo las espadas. Fueron embestidos por la jauría de perros lanzándose en persecución del ciervo. Los ladridos se transformaron en aullidos. A todo alrededor llovieron intestinos y patas cortadas. Las pobres bestias, todavía en disposición de correr, se dispersaron gruñendo. Los caballos de los cazadores, que los seguían de muy cerca, se encabritaron. Algunos tropezaron, quebrándose las patas, mientras los jinetes rodaban a los pies de los templarios. El espectáculo frente al cual se encontraron los que venían a continuación tenía a la vez algo de cómico y de horrendo; pero, sobre todo, era algo completamente inesperado. Seis caballeros envueltos en sus mantos blancos y llenos de fango se apretujaban los unos contra los otros, formando una única mole amenazante, de la que emergían a todo alrededor, como púas de un puerco espín, las espadas. Detrás de ellos el bosque devastado mostraba un escenario de insólita desolación: troncos heridos, ramas despedazadas, arbustos decapitados y hierba pisoteada. Perros desventrados y caballos renqueantes brincaban o se revolcaban por todas partes entre espasmos. Caballeros trastornados se ponían en pie intentando comprender qué era lo que estaba sucediendo. Alguno estaba a punto de echar mano a la daga o al cuchillo de caza. Había sido una masacre. Un caballero rubio con una chaquetilla corta dorada se adelantó a los demás agitando un brazo: –¡Deteneos! –Gritó–. ¡Deteneos, se trata sólo de un incidente! Después tiró de las bridas. El caballo se empinó y, majestuosamente, volvió a descansar las patas en el suelo, delante de los templarios. Otros cuatros caballeros, armados de escudos y de lanzas de manera distinta a los demás, se le acercaron y se situaron a su alrededor como protegiéndole. Llevaban puestos mantos blancos como los de los templarios, pero con la cruz negra de brazos y garras.

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Eran los señores de la Orden teutónica. El caballero rubio dirigió a Gunter una mirada perdida y movió los hombros, como queriéndose excusar por tanta destrucción. Todos callaban y permanecían inmóviles desde que él se había aproximado. Gunter hizo señas a sus compañeros para que bajaran las espadas. Aquel gesto suscitó un sentimiento general de alivio. Y el caballero rubio sonrió, aunque de manera casi imperceptible. Tenía los ojos azules y melancólicos, pero una extraordinaria impasibilidad en el conjunto de los rasgos, que se mostraba tenso y sereno al mismo tiempo, tal vez distraído por unos pensamientos que no le permitían hacerse cargo de la gravedad de lo acaecido. Los teutónicos eran aliados de los templarios en cuanto cruzados, pero también irreductibles adversarios suyos –como los hospitalarios, por lo demás– en la competencia por la primacía entre las supremas órdenes cristianas. Los templarios enfundaron sus espadas. –Tenemos dos muertos y un herido –dijo Gunter. –El herido será curado por los mejores médicos –dijo el caballero rubio–. Y los muertos serán sepultados en la catedral con todos los honores de la caballería. Bastará un oficio fúnebre ordinario y un palmo de tierra consagrada. Conozco la modestia de vuestras costumbres, que es semejante a la grandeza de vuestro valor –dijo el caballero–. Bienvenidos a mis tierras, caballeros del Temple. –Os agradezco vuestras gentiles maneras –replicó Gunter–, pero permitidme que os haga una pregunta... Fue interrumpido por el más próximo de los caballeros teutónicos, que, gritando un firmísimo ‘¡No!’, Espoleó a su caballo interponiéndose entre los dos. –Podéis hablar con el emperador, pero sin hacerle preguntas. El protocolo lo excluye. –¿El emperador? Los templarios se miraron entre ellos; después giraron al mismo tiempo la mirada hacia el caballero rubio, interrogativamente, y él les sonrió. El joven Federico de Hohenstaufen, con aquel rostro suyo tímido y grave enmarcado por rizos, animado de quién sabe qué curiosidad, era exactamente como cualquier cristiano se lo habría podido imaginar. Sin especiales esfuerzos de imaginación, pues, Gunter lo reconoció como quien era e inclinó la cabeza en señal de respeto, aunque también con discreción, para que su gesto de cortesía no pudiese ser interpretado como de sumisión, dado que los templarios no reconocían otra autoridad que la de Dios en el cielo y el Gran Maestre sobre la tierra. –¿Qué era lo que querías preguntarme? –Preguntó Federico, quizá con una punta de malicia, como complaciéndose en instigar al templario a incurrir en otro error de etiqueta. –No quisiera transgredir el protocolo, majestad. Vos sabéis que no puedo interrogarle. –Pero yo sí. De modo que –insistió el emperador, con socarrona indiferencia– soy yo quien te pregunta qué era lo que querías preguntarme, no tú quien me lo preguntas. Bastará con que respondas, quizá, mejor, evitando los interrogatorios. –Pero eso es un sofisma. –Digamos más bien que es un convencionalismo. –¿Y no es lo mismo? Federico rompió a reír. –¡Vaya! ¿Te has dado cuenta? Has utilizado la interrogación. Así que no puedo responderte. Repite la pregunta, pero con un giro de palabras, en tono afirmativo. Vamos, prueba. Gunter aceptó el juego. –De acuerdo. Creo que ese tipo de convencionalismo constituye un sofisma. Siento curiosidad por saber si su majestad piensa lo mismo que yo. –Bravo, eso está muy bien –se complació Federico, que se estaba divirtiendo de lo lindo–. Sí, considerándolo bien, tienes razón. Nuestros códigos de comportamiento son un conjunto de sofismas. Pero ¿adónde iríamos a parar si nos comportásemos como la gente común? Un caballero es un caballero, y un campesino es un campesino. Es el orden natural de las cosas, o el orden divino, que, después de todo, son la misma cosa, dado que a la naturaleza y a los hombres los ha creado Dios... Por otra parte, ¿no son también sofismas la diplomacia y la política? ¿No son sofismas los artificios de los literatos y de los artistas?

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Diciendo esto, Federico tiró de las bridas, situando lentamente su caballo sobre el camino de regreso. Gunter retrocedió, cediéndole el paso, pero el emperador le hizo señas de que cabalgara a su costado. Los otros se colocaron en hilera. –No debes maravillarte de nuestros vaniloquios –siguió Federico–. Nosotros amamos las palabras, nos gusta hacer juegos con ellas, medirnos sobre los enigmas que de ellas se puede extraer. Sé muy bien que vosotros, los caballeros de Ultramar, preferís la acción, que amáis más los hechos que las palabras. Pero los de esta parte del mundo hacemos mucha literatura. A veces, nos duelen los ojos de tanto cuanto leemos, y los dedos de tanto manejar la pluma. Escribimos, componemos versos... Pero tú, ¿qué era lo que querías preguntarme? A propósito, existe otra regla que hay que observar en la conversación con el emperador. No solamente está prohibido hacerle preguntas; es también obligatorio responder a las suyas. Pero, sin duda, son reglas que vosotros, como caballeros que sois, conocéis muy bien. ¿Es válida también entre vosotros los templarios verdaderamente la regla según la cual no se puede ser ordenado caballero si no se tienen por lo menos tres cuartos de nobleza? –Sí, majestad. Salvo méritos excepcionales o particulares intereses de la Orden. –Sí, cierto. Naturalmente... ¿Y vos, cómo habéis nacido? ¿Conde, barón, o qué otra cosa? –Barón. –¿Barón de qué? –De Amalfi. De la estirpe amalfiana de los Gioia. –Merecéis más. Os hago marques. –Os lo agradezco, majestad, pero no puedo aceptar. –¿Y por qué?... En el fondo, no se trata más que de añadir otro blasón a vuestro escudo. Veamos, podríais ser marqués de Sannicandro. O quizá no; más bien de Bisceglie. Es más bello. Está sobre el mar. –Las reglas de la Orden me impiden aceptar. No puedo tener otro blasón que el del Temple. Federico asintió y se encogió de hombros. –Lo siento –suspiró–; era solamente un regalo, por razones de hospitalidad... Y también para resarciros por las molestias que os hemos producido. Después de todo, habéis perdido dos hombres por culpa nuestra. –Sí, pero esos hombres no tenían precio. –Estoy convencido de ello. Federico se calló durante unos minutos; no demasiados, dado que jugar con las palabras representaba, para su divertimento, uno de sus pasatiempos preferidos. Finalmente, volviendo mentalmente al hilo del discurso interrumpido, volvió a proponer el tema inicial: –No habéis respondido a mi pregunta. ¿Qué era lo que queríais preguntarme? –Vuestro sistema de caza –respondió Gunter, esta vez con una especie de provocativa ironía–. Me despierta mucha curiosidad. –Me interesa, me interesa responderos. ¿Qué es lo que particularmente más os interesa? –Preguntó Federico, a quien no se le había escapado el tono irónico del templario–. ¿Qué es lo que os ha chocado? –He aquí, majestad. Me ha sorprendido el número de perros, caballos y caballeros lanzados en persecución de aquel ciervo. Eran verdaderamente tantos... Tantos cuantos nos bastarían a nosotros para tomar una fortaleza en Tierra Santa. Y después las flechas, todos aquellos dardos lanzados ciegamente... Parecía el asedio de Ascalón. ¿Y todo eso por un solo ciervo? –No, nada de interrogantes. ¿No lo recordáis? –Excusadme, majestad. En el acaloramiento del discurso... –Volved a hacer la pregunta en tono afirmativo. –Pues, todos aquellos hombres, todas aquellas flechas... Me ha sorprendido el hecho de que, para cazar un solo ciervo, hagan falta tantos hombres y se lleve a cabo tal desperdicio de flechas. –¿Y vosotros? ¿Qué sistema utilizáis para cazar en Tierra Santa? Me interesa. Estoy justamente escribiendo un tratado sobre la caza. –Nosotros damos caza únicamente al león, armados solamente con una lanza, a cuerpo desnudo. Son nuestras reglas.

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–Es una regla severa. –Ciertamente. La más severa de todas. –¿Y cuántos os enfrentáis al león? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Establece la regla el número? –Nunca más de dos. Pero es norma que cada uno consiga por sí solo su propio león. Había demasiado orgullo, demasiada vanidad en las palabras de Gunter, como para que él mismo no se diese cuenta de haber pasado el límite. Era toda aquella manía caballeresca de presumir la que hacia que los templarios resultantes irritantes, cuando no también odiosos, para los demás caballeros de Occidente. Una manía que podría algún día, si no la socorría un poder extraordinario, llevar a la Orden al aislamiento e inclusive a la ruina. Federico se había encerrado en un mutismo taciturno, acelerando la marcha de su caballo, y no daba señales de querer reemprender la conversación. Esta vez le tocó a Gunter enlazar con el tema planteado. Se esforzó en ser humilde, mostrando interés por algo que le era completamente indiferente. Lo consiguió. –¿Estáis, pues, escribiendo un tratado de caza? –Pregunto con evidente adulación–. ¿Qué género de tratado? ¿De qué animales se ocupa? ¿En qué lengua? –Os estáis distrayendo, caballero –respondió Federico con frialdad. Me habéis dirigido cuatro preguntas seguidas y no tenéis derecho a hacerme ni siquiera una. –Excusad, majestad. Pero es tan grande mi interés por lo que estáis escribiendo... –Entonces comenzad de nuevo. Plantead correctamente las cuestiones, evitando la forma interrogativa. –Sí, ciertamente. Pues decía que siento una gran curiosidad por el tratado que estáis escribiendo, y quisiera saber de qué animales habla y en qué lengua está escrito. Eso es, exactamente... ¡Querría tanto que me hablaseis de ello! –Así está mejor. Pero llamarlo tratado quizá resulte excesivo. Digamos que es un tratado, un manual, algo así... En latín, por supuesto, para no correr el riesgo de que cualquiera pueda leerlo, comprenderlo. Es conveniente que las cosas que amamos, inclusive las más simples, no estén al alcance de todos... Y lentamente Federico volvía a soltarse, a complacerse en sus palabras, pues la verdad era que no deseaba otra cosa. El tono se hizo confidencial: –He fundado una universidad en Nápoles para que la gente pueda refinarse, estudiar. He abierto escuelas en Padua, Bolonia y Salerno. He reunido una corte de sabios cristianos, hebreos y musulmanes en Palermo. No veo por qué habría que renunciar al latín. No es el que escribe el que debe acercarse al inculto, es el inculto el que debe intentar acceder al que escribe. Yo me he esforzado para que tal cosa pueda llegar a suceder... De qué animales se habla en mi tratado es lo que queréis saber, ¿no? De pájaros de caza, como de costumbre. No de pájaros cazadores. La gente vulgar está habituada a servirse de perros y de caballos para la caza. Yo puedo demostrar que es posible servirse también de pájaros. De pájaros especiales, naturalmente. Pájaros predadores. En suma, de halcones. –Es fantástico –exclamó Gunter, demostrando un interés que continuaba sin experimentar. Y Federico, animado, continuó: –Ya tengo el titulo dispuesto: De arte venandi cum avibus. ¿De qué trata? Del modo de adiestrar, amaestrar, emplear halcones para la caza del ciervo en la llanura. En el bosque no se puede, porque resulta impedida la visión del pájaro. Pero cuando el ciervo está en la llanura al descubierto, entonces no tiene escapatoria. Natural– mente, el halcón tiene que ser adiestrado con mucho cuidado. ¿De qué modo? Brevemente os lo explico... Habló sin interrupción durante tres horas, extendiéndose en detalles sobre la alimentación, sobre los materiales aptos para encapuchar al volátil, sobre el acolchado del manguito que había que llevar sobre el antebrazo para que el halcón pudiese apoyarse en él y utilizarlo como una especie de trampolín sin lacerar la carne del cazador... Discurrió largamente sobre las características del ambiente natural en el que resultaba más oportuno practicar este tipo de caza, sobre la calidad y sobre los limites de las diversas familias de rapaces adaptables a semejantes objetivos, sobre la potencia de sus garras, sobre la envergadura de las alas y sobre la cualidad propia de los halcones de permanecer suspendidos e inmóviles vigilando la presa desde lo alto. Habló de los gerifaltes y de los

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halcones, de los halcones peregrinos y de los altanes, de los halcones pequeños, de los cuclillos, los azores, los milanos... Se complació inclusive en entrar en detalles desagradables y horribles. El halcón debía ser habituado a alimentarse de carne puesta en las cuencas de los ojos de un ciervo embalsamado, de manera que, una vez lanzado en vuelo, se precipitase sobre el primer ciervo que avisara y le picotease los ojos en busca de alimento. El animal, cegado, se convertía en una presa más fácil para los cazadores. –Hace falta un texto exhaustivo, un tratamiento completo de este arte tan noble, tan considerado también por el gran Aristóteles. Es por esto –concluyó con complaciente sonrisa de emperador– por lo que me vengo dedicando desde hace años a recoger información sobre su práctica y a practicarlo yo mismo intensamente. Me he remontado hasta los romanos y los griegos, que ya lo conocían. He interrogado a expertos provenientes del África y de las marcas germánicas de Arabia y de Bizancio. Y aun cuando estoy dedicado a arduas y a menudo inextricables tareas de gobierno, jamás he dejado de interesarme por este arte. Alcanzaron un río de mansa corriente. Superada la orilla cubierta de grava, avistaron las torres de San Severo, donde tendrían que pernoctar. Una patrulla teutónica fue enviada por anticipado para preparar la acogida. –¿He respondido satisfactoriamente a vuestra pregunta? –Inquirió Federico, sacudiéndose el agua de sus gruesos borceguíes de caza–. ¿He satisfecho vuestra curiosidad sobre nuestras costumbres venatorias? –No podíais haber sido más exhaustivo –respondió Gunter, esta vez sin ironía. –Debéis comprendernos. Aquí no tenemos leones para cazarlos. Tenemos que ennoblecer, en todo lo que sea posible mediante la adopción de métodos complejos, la caza de los animales comunes. Pero os aseguro que también un jabalí puede dar mucha guerra. Las últimas palabras quedaron casi apagadas por los sonidos de trompas. Los heraldos, desde las murallas de San Severo, saludaban al soberano. La acogida en San Severo fue solemne, pero fría. No hubo escenas de especial regocijo ante la presencia del emperador. Y el hielo pareció aumentar entre la multitud reunida, extinguiéndose definitivamente hasta la más mínima tentativa de aplauso a la vista de los caballeros teutónicos y templarios añadidos al séquito de Federico. La tensión que se palpaba en el aire no impidió, sin embargo, a Gunter ni a sus compañeros experimentar una alegría plena y sincera, después de la amargura de las últimas vicisitudes, al constatar que el número de templarios presentes en la floreciente ciudad pullesa era con mucho superior a cuanto había esperado. Había buenas razones para que San Severo estuviese tan guarnecida en aquellos días por los caballeros templarios, y Gunter las conoció aquella misma noche, cuando, en unión a sus compañeros, fue recibido en la capitanía del lugar. El encuentro y la cena subsiguiente se convirtieron en un trepidante intercambio de noticias entre hermanos de comarcas muy lejanas. Y, a pesar de la prescripción de silencio durante las comidas, rígidamente sancionada por los estatutos de la Orden, la velada estuvo animada por una permanente conversación. Gracias también a la tolerancia del Maestre y de sus ayudantes, que, al igual que los otros, estaban ávidos de informaciones sobre Tierra Santa, ya que se estaban haciendo por momentos más insistentes, en los últimos tiempos, los rumores acerca de una probable (tal vez inminente) caída de los principados latinos. Y si los unos ardían en la urgencia de saber lo que acontecía en Ultramar, los otros sentían a su vez una intensa curiosidad por conocer la suerte del Temple en Occidente. De esta manera, Gunter se enteró de que, justamente por aquellos días, el emperador había cedido a los templarios el dominio de San Severo, decepcionando las esperanzas de los teutónicos asentados en la zona, que desde hacía tiempo lo reivindicaban. Por qué Federico había preferido a los templarios y herido tan duramente el orgullo de los teutónicos era algo que no estaba claro. Tal vez por complacer al papa, quien desde hacía tiempo le amenazaba con la excomunión por su reticencia a emprender una nueva cruzada. Quizá por una cierta desconfianza frente a los caballeros teutónicos, ya manifestada en otras ocasiones a pesar de la afinidad _originaria de la raza. Quizá por un natural sentido de repulsa hacia todo cuanto le recordaba sus raíces germánicas, sentimiento comprensible en quien, desde hacía tiempo, había rechazado estas raíces para asentarse en un solar mediterráneo. Pero, más que indagar las razones del privilegio recibido, lo que ahora apremiaba a los templarios era reforzar el propio asentamiento al tiempo que asumir un control definitivo de los territorios a ellos asignados. Esto explicaba la presencia de un contingente tan numeroso de caballeros

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del Temple en San Severo. Y explicaba también de alguna manera la escasa cordialidad con que habían sido acogidos el emperador y su séquito, dado el límite que la asignación a un orden caballeresco –templario o teutónico, lo mismo daba– habría seguramente significado a la autonomía de la ciudad. –Es desagradable –observó Gunter– no sentirse amado por la comunidad que se toma bajo la propia protección. –En Tierra Santa –añadió León–, los habitantes de las ciudades cristianas se sienten muy felices de tener a los templarios dentro de sus murallas. Saben bien que nuestra presencia garantiza su seguridad, y nunca pierden la ocasión de mostrarnos hasta qué punto nos están agradecidos. –Aquí es muy diferente –respondió el Maestre–. No estamos rodeados de infieles, y ni siquiera tan cercanos a la costa como para temer las incursiones. No somos tan indispensables como para suscitar simpatía. –No hay barbarie en torno nuestro –dijo otro–. Por consiguiente, tampoco amor. –Sin embargo, nos temen, que es como si nos amasen –concluyó el Maestre–. El miedo y el amor inducen a comportamientos idénticos. –Y a resultados idénticos, que es lo que, en definitiva, cuenta –precisó otro–. Mirad lo que ocurre con la fe. Para obtener la salvación eterna no es indispensable amar a Dios, es suficiente temerlo. Y dado que, de cualquier modo, se acaba en el Paraíso, dado que el resultado es el mismo, ¿para qué atormentarse en la búsqueda del amor divino? Eso es un lujo. Basta con el temor de Dios. Gunter no respondió. CAPRICHOS CORTESANOS Sopla el viento esta noche en la corte de Lucera. ¿Federico qué dirá? El templario no lo sabe... Así canturreaba un menestral, arrancando notas estruendosas de su instrumento, mientras que Gunter y sus cinco compañeros esperaban a que se abriesen las puertas de la residencia imperial de Lucera. Únicamente faltaba Folco, que, por causas de su herida, había tenido que permanecer en la capitanía de San Severo. Constituía una auténtica molestia, y una lamentable pérdida de tiempo, detenerse todavía en Puglia para rendir visita al emperador. Pero éste había tenido a bien invitarles, pues quería tenerlos todos para sí, al menos por una noche, a los caballeros de Tierra Santa. Era imposible sustraerse a semejante demanda, aunque solamente fuese por causa de la reciente donación que el monarca había hecho a la Orden. En el fondo, Federico había preferido los templarios a los teutónicos. Era preciso mostrarse gentiles con él, siquiera fuese con dignidad, sin ceder a las manías de su curiosidad. Pero, ¿quién era aquel músico que improvisaba versos herméticos y cadenciosos ante el castillo? Gunter le dirigió la palabra: –¿Qué sabes tú, menestral, de lo que dirá el emperador? –No soy un menestral, soy un trovador. –¡Bravo! Responde en rimas. ¿Y qué diferencia hay entre un trovador y un menestral? –Menestral es menos bello. –¿Cómo te llamas? –Antonello. La conversación se interrumpió aquí. Las macizas puertas del castillo se abrieron chirriando. Detrás, un bosque de lanzas hacían saltar resplandores intermitentes, reflejando las caprichosas llamas de las antorchas que iluminaban la fiesta de Federico. Los templarios entraron al paso. A sus espaldas, las puertas se volvieron a cerrar. La corte de Federico constituía una representación extraña y festiva, verificó Gunter, de lo que la doctrina iniciática del Bafomet habría podido producir en términos mundanos, si era prácticamente sin prejuicios. Había moros y cristianos, hebreos y persas, germanos muy rubios y sicilianos de cabellos negros, que se mezclaban en el gran salón hablando

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animadamente entre ellos, bebiendo juntos, tomando los alimentos con los dedos de las mismísimas bandejas. Astrónomos, poetas, arquitectos, músicos, banqueros: había de todo en torno a aquellas mesas repletas. Y todos se intercambiaban entre ellos bromas e informaciones, hojas escritas y dibujos, guiños acerca de las damas, que no permanecían en lugar aparte, según los usos del tiempo, sino que se entrometían agresivas, interpelaban, decían cuanto se les ocurría... Damas pálidas, trasparentes, exangües, y damas morenas, bronceadas, gordezuelas. Algunas vestían trajes austeros, como en cuaresma, con cofias que no dejaban entrever ni siquiera un mechón de cabellos; otras mostraban los hombros a través de aberturas generosas en los corsés de terciopelo. Ningún capricho de la moda fue ahorrado a los ojos de los atónitos visitantes de Ultramar. Federico acudió a su encuentro, con aquella su extenuada y extenuante sonrisa fijada en el rostro, abriéndose camino entre los cortesanos. –Esta noche me podéis dirigir libremente cualquier tipo de pregunta –dijo a Gunter, abrazándolo como a un viejo amigo–. Responderé a todo. –¿También si pregunto con el interrogativo? –Ya lo habéis hecho. –Majestad, es muy grande el honor que me hacéis. –También es grande el placer que vosotros me proporcionáis, caballeros de Ultramar. Gracias por haber venido. En realidad, era Federico quien tenía preguntas que hacer a los templarios, dudas que planear, curiosidad que colmar. Era Federico quien quería comprender más cosas sobre el asunto de las cruzadas, en el que estaba a punto de verse envuelto sin estar verdaderamente persuadido de que debía hacerlo, por la amenaza de la excomunión. –Si el papa se empeña –confió sin mucha convicción–, me decidiré a emprender esta nueva cruzada. Pero ¿qué sentido tiene? –¿Que qué sentido tiene una nueva cruzada? –Exclamó Gunter, sin la menor consideración por la etiqueta–. Majestad, yo me pregunto qué sentido tiene vuestra pregunta. Para nosotros, la cruzada es siempre la misma, ininterrumpida. Para nosotros, que vivimos en Tierra Santa, la cruzada no es una empresa, sino una situación permanente. No hay una primera, una segunda, una tercera cruzada... La cruzada no es un cálculo, es una idea. Es siempre y no es nunca. –Como el cero –le interrumpió Federico, que le había escuchado atentamente–. Los árabes nos han enseñado que, sin el cero, no se pueden hacer cuentas. Pero el cero no es nada, o bien lo es todo. Como una idea. –Sí, majestad... Pero se me hace difícil traducir a términos matemáticos el espíritu de la cruzada. –Por el contrario, es exactamente lo que yo llevo intentando hacer durante semanas, durante meses... Y, si lo consigo, mi cruzada será memorable, única en la historia. –¿Y por qué, majestad? –Porque se concluirá sin un solo golpe de espada. –¿De qué modo? –Ya estoy en conversaciones para un tratado con el sultán de Egipto. Todo se puede pagar. Compraré a peso de oro Jerusalén, Nazaret, Belén... –¿¡Jerusalén!? –Es mejor que a peso de sangre. Ya ha corrido demasiada sangre. Creo que también Dios estará de acuerdo en esto. –¿Por qué me decís esto, majestad? ¿Por qué me confiáis secretos tan peligrosos? –Porque sé que no se los revelaréis a nadie. Y, al tiempo que decía esto, Federico jugueteó, bajo los ojos de Gunter, sin que nadie se pudiese apercibir de sus ademanes, con una cuerdecilla de hilos blancos y negros, anudados entre sí. Gunter respondió mostrándole la suya. Ahora ya sabia por qué Federico había preferido los caballeros templarios a los teutónicos. –Y ahora habladme de Tierra Santa –dijo el emperador, ofreciéndole de beber. –Es una región maravillosa, majestad. –La amáis más que a Europa, ¿no es así?

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–La amamos... La amamos y basta. –¿Volveréis allí? –Si Dios lo quiere... –y Gunter suspiró casi para sí–: Dios lo quiera, Dios lo quiera... Permanecieron durante toda la noche hablando con el emperador, que por ellos descuidaba a toda la corte. En torno se entrecruzaban diálogos metafísicos de matemáticos y filósofos, madrigales de trovadores provenzales, exhibiciones de malabaristas armenios, excesos de tudescos crápulas, chismes y habladurías cortesanas... Federico exhausto, escuchaba las maravillosas historias de los templarios, ignorando a los demás. Se obstinaba en ostentar aquella su exagüe sonrisa a la que, por razones de etiqueta y de oportunismo político, no renunciaba nunca en público. Pero estaba deshecho por las fatigas del gobierno, por la petulancia del papa, por el doble juego de los barones y sobre todo, por las preocupaciones que le proporcionaba la última nidada de halcones recién llegada de los Apeninos. Habría dado todo un condado, o quizá un ducado, por una hora verdadera de sueño. Pero las palabras de los templarios valían más que todo eso. Alboreaba cuando las puertas del castillo de Lucera se abrieron otra vez para dejar pasar a los seis caballeros. El menestral, muerto de frío, estaba todavía allí, envuelto en sus harapos. A la vista, tomó rápidamente la mandolina y, con los dedos agarrotados por el hielo, arrancó de las cuerdas dos o tres notas, acompañadas con su voz estentórea: Caballeros de la cruz escuchad mi voz... Gunter detuvo su caballo. –¿Otra vez tú? ¿Quién eres? –Preguntó imperativamente–. ¿Qué quieres? –Ya es lo he dicho. Me llamo Antonello. –¿Y qué quieres? –Caballero, os lo suplico... Llevadme a Roma. LOS AMANTES DE LAS ESPADAS Folco había insistido, contra la voluntad de Gunter y del Maestre de San Severo, en reemprender el viaje a pesar de la herida. A la cálida quietud de la capitanía, había preferido el viento de la llanura y los brincos del caballo, que le procuraban lacerantes dolores de la espalda. Gunter cabalgaba a la cabeza, acompañado por León y Godofredo. Reagrupados, les seguían Cimbro, Dionigi, Telmo y Folco. La cima de los montes hacia las cuales se dirigían no estaban todavía nevadas, sino azuladas, tétricas, coronadas de nubes negras. Un octavo viajero se esforzaba por mantener a distancia su andadura, a lomos de un mulo, y arrastrando tras de sí otro mulo, sobre el que habían sido cargadas las provisiones y las pocas cosas esenciales de los templarios. Era el trovador Antonello. –Nosotros no vamos a Roma –le había respondido Gunter cuando le había suplicado que le llevara consigo. –No importa, caballero –le había respondido él–, basta con que vayáis en esa dirección. Llevadme hasta donde podáis. Debo llegar a Roma lo antes posible; tengo que ver el Tíber antes de morir. Os lo suplico, caballero. Gunter había sacudido la cabeza. No era en modo alguno posible. Siete templarios no sabrían qué hacer con un coplero, que entre otras cosas, les retrasaría mucho la marcha. Pero él había jurado que se mantendría al paso de ellos y que, por añadidura, se ocuparía de la carga y de las vituallas, que cocinaría, encendería el fuego por las noches, cuidaría los caballos, lavaría sus ropas y un sinfín de cosas más. Por su cuenta y riesgo, finalmente, había sido aceptado. –Pero ten cuidado –le había dicho Gunter–. Si te quedas retrasado, nadie te esperara. –Y si caes en un agujero –había añadido Godofredo–, nadie irá a sacarte. La primera jornada de viaje fue tranquila, a pesar del viento que soplaba sibilante, procedente de las montañas, y les daba de lleno.

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Ninguno tenía motivo para preocuparse por el destino de aquel andrajoso que renqueaba fatigosamente detrás de Folco, que se esforzaba por cabalgar con desenvuelto descuido, replegándose de vez en cuando sobre sí mismo por causa del dolor que le producía la herida. Se encontraron, ya entrada la mañana, con un campamento teutónico. Lo componían varios centenares de guerreros a la espera de reagruparse con otros hermanos suyos esparcidos por toda Puglia, para reemprender el camino hacia el norte. También ellos tenían una cruzada en curso, en los extremos territorios del hielo, donde se combatía por la cristianización del Báltico y de la misteriosa Eslavonia. Consideraban definitivamente perdida la batalla por el santo Sepulcro de Jerusalén y se iban retirando, cada vez más deprisa, de Tierra Santa, hacia las nieves y las brumas, más familiares para ellos, concentrando encarnizadamente sus fuerzas contra las tribus danesas y lituanas, contra los polacos y los rusos, animados por la gran ilusión de crear un estado cruzado autónomo que se extendiese más allá de la fortaleza de Biga y los grandes lagos helados, hasta los territorios del nordeste. La trayectoria de la marcha de los siete templarios y de su servidor menestral pasaba justamente a través de las tiendas teutónicas, que se extendían ordenadamente en círculo en la llanura, en un radio de varios kilómetros. Circunvalar el campamento habría dado la impresión de descortesía o de temor. Por eso, Gunter ordenó proseguir en línea recta, lentamente, adentrándose en el asentamiento teutónico. Los caballeros y la tropa estaban dedicados a las más comunes y diversas actividades cotidianas. Los escuderos sacaban brillo a las armaduras, afilaban espadas y hacían correr en círculo los caballos, para que hicieran ejercicio. Los mozos de cuadra acumulaban heno. Algún herrador herraba caballos o aventaba la hoguera con un fuelle. Los ayudantes calentaban al rojo hojas de hacha o de alabarda sobre las llamas, para después templarlas perezosamente mediante chorros de agua y martillazos. Caballeros sólo parcialmente recubiertos de trozos de armadura hacían esgrima entre ellos sin demasiada convicción, intercambiando golpes de manual. El máximo de fervor se notaba en torno a las colosales ollas ennegrecidas, por cuyos bordes asomaban grandes pedazos de jabalíes descuartizados. Los cocineros se movían agitados en torno a las cadenas que sostenían aquellos gigantescos recipientes, vertiendo en ellos, de vez en cuando, agua y canastos enteros de cebollas. Los templarios atravesaron el campamento a un paso lentísimo, saludando con la mano derecha levantada a la altura de la cabeza en señal de paz. Los caballeros más cercanos habían dejado de ejercitarse con las armas y respondían al saludo. Finalmente, uno se adelantó y les cortó el camino. –En nombre de Dios, caballeros del Temple –gritó–, ¿vuestras reglas os prohiben comer carne de cerdo? –En nombre de Dios, nada de eso –respondió Gunter. –Entonces quedaos a comer con nosotros. –Con sumo placer –rió Gunter, y desmontó de su cabalgadura, mientras un mozo de cuadra tudesco la sostenía por las brindas. Su risotada, entretanto, había contagiado a los demás, que hicieron otro tanto, mientras los sirvientes se afanaban en torno de ellos para hacerse cargo de los caballos. Hasta el menestral Antonello tuvo un escudero, por primera vez en su vida, que le sostenía las bridas de su mula. Únicamente Folco no reía y, al bajarse del caballo, resbaló y cayó al suelo. Se levantó deprisa, pero el brazo le sangraba y tenía el rostro deformado en una mueca de dolor. Fue el único inconveniente en aquella mañana ventosa, mientras una insólita alegría se expandía por las tiendas teutónicas, habitualmente tan tristes. A diferencia de los templarios, que estaban habituados a comer sobre una mesa rectangular, sentados por parejas ante una misma escudilla, los caballeros teutónicos se reunían para la comida en torno a grandes fuegos circulares, sirviéndose del calderón o de los mismos trozos puestos sobre las brasas. Sostenían con ambas manos patas enteras o grandes trozos de otra parte del cerdo, llevándoselos a la boca y arrancando la carne a mordiscos. Preferían el cerdo hervido, pero no desdeñaban la caza asada, aunque se tratase de animales grandes como el ciervo, el jabalí o el gamo. Sentían horror por los volátiles, desde el humilde pollo al noble faisán.

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Acompañaban el alimento con tragos prolongados de cerveza o hidromiel, mítica bebida de la fermentación de una solución acuosa a base de miel aromatizada con tomillo, romero y otras hierbas silvestres. Pero su pasión, en los territorios donde podían procurárselo, era el vino, que consumían en grandes cantidades. En Puglia y en Sicilia habían acabado con tabernas enteras. Silenciosos delante de la carne, que masticaban deprisa sin pronunciar una sola palabra, explotaban en una desenfrenada locuacidad, después de los primeros sorbos de hidromiel o de vino, improvisando ruidosos brindis o abandonándose a las más íntimas confidencias. Alguno se levantaba con el jarro y componía de improviso una estrofa, la mayor parte de las veces dedicada a las glorias militares de la Orden. Los otros se ponían a su vez en pie y le hacían coro, alternando las palabras con largos tragos. Gunter estaba sentado junto a Otto de Brema, el caballero que le había invitado. La conversación era fluida, gracias especialmente al poco de alemán que Gunter había aprendido de su madre en la infancia. Otto ensalzó las cualidades del hidromiel, informándole sobre el hecho de que su privación se encontraba entre las penas previstas en el más allá, según la leyenda que circulaba entre su gente, para quien muere de vejez o de enfermedad en vez de en medio de una batalla. Era sólo una broma coloquial, una poco comprometida digresión sobre los mitos remotos de un paganismo repudiado, pero que revelaba el patético malestar del neófito cristiano, para quien todavía no estaba claro el tránsito de una civilización a otra. Aunque pocos guerreros se habían batido con tanta determinación bajo las banderas cruzadas en Tierra Santa. –Solamente quien muera en combate podrá disfrutar de la carne del jabalí inmortal y del divino hidromiel –dijo Otto, evocando leyendas ancestrales de las que se mostraba orgulloso–. Nuestra fuerza en las batallas, nuestra superioridad sobre los otros guerreros reside justamente en esto. Nosotros deseamos morir sobre el campo de batalla, no amamos más que la guerra, única fecundadora del mundo. La única cosa que nos aterra verdaderamente es la paz. –Pero Cristo –aventuró Gunter– ha venido a la tierra a traer la paz. ¿No es por eso por lo que hemos combatido hasta ahora? –La paz, la paz... –suspiró Otto, echando más vino en su jarra–. La paz está sobre la punta de la espada. La paz está en la sonrisa de la muerte que te espía, que te corteja a cada paso de tu caballo. Cuentan las historias de mis antepasados que las puertas del feliz Walhalla permanecerán cerradas para quien haya elegido una vida sin peligros, sin sangre. Y mientras que nosotros, los guerreros, beberemos el hidromiel, que nos será servido por dulces valkyrias, repartiéndonos el alimento con los héroes, las almas de aquellos que hayan muerto en paz vagarán por las terroríficas galerías del Hel, bajo el peso sofocante de los nueve mundos, sin calor y sin luz... Así dicen las historias de mi Vaterland. –No he comprendido la última palabra. –Vaterland, tierra de los padres. ¿Cómo la llamáis en vuestra lengua? ¿Patria? –No lo sé, no tengo ni idea. Mi tierra está donde está mi gente. –¿Y dónde está tu gente? –Por todas partes. En Amalfi, donde he nacido, pero también en Ultramar, donde he vivido. No lo sé. Donde nace el sol o donde se pone... No sé explicarte. Ahora esta aquí. Dentro de algunas semanas estará en Occitania. Y después... No sé. Allá donde me mande la voluntad de Dios y de mi Maestre. –Oh, me disgusta, mi pobre hermano –dijo Otto, con un matiz de pena–. Lo siento por ti, mi pobre amigo sin Vaterland. Debe de ser terrible... Pero no te preocupes. Bebe. ¿Hidromiel o vino? –Vino. Yo prefiero el vino. –Yo también –admitió Otto, escanciando en la copa de ambos–, pero sólo para beberlo. La realidad es una cosa; la leyenda, otra. El hidromiel es la bebida de los dioses. –Y el vino es la sangre de un dios. –Amén. Con vosotros, los templarios, se acaba siempre hablando de la eucaristía y de los misterios de la fe. –Un misterio tira de otro. Bebamos.

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Continuaron así durante un rato, mezclando con blasfema ligereza sus discursos de borrachos con los grandes mitos de la sangre de Cristo y de la beatitud germánica. Hasta que fueron interrumpidos por el estribillo de un caballero que brindaba por la inminente campaña contra los paganos del norte. En tu cráneo entre corto o danés beben el vino de tu querido país. Que el jarro nuestra insignia sea. Los otros, presas de una regocijante excitación, empezaron a golpear los escudos y las armaduras con las copas, lanzando gritos de guerra: Lignum crucis–szgnum ducis! Lignum crucis–s¡gnum ducis! Lignum crucis–s¡gnum ducis!... Los escuderos les hacían eco: Ubi crux–ibi dux! Ubi crux–ibi dux!.. Siguieron maldiciones e invectivas contra los infieles que ocupaban los territorios al norte de las marcas germánicas, también considerados Vaterland por los caballeros teutónicos. Y todos, entre una exclamación y otra, gritaban: ‘Hinaus’, esto es, ‘fuera’, fuera todos de la tierra de los abuelos. Antonello, que había garabateado sobre una hoja algunos versos para un madrigal al convite, esperando ansiosamente el final de la comida para poderlo recitar a los comensales, plegó su escrito y se lo metió en un bolsillo sin atreverse siquiera ya ni a abrir la boca, mientras en su torno crecía la excitación. Y cuando la euforia llegó al paroxismo, cuando los gritos de los caballeros llegaron a parecerse a los truenos del temporal que se avecinaba, Otto hizo una seña con la mano y ordenó a voz en grito: –¡Mi amante!... ¡Traedme a mi única e insustituible amante! –¡Y a mí también!... ¡Mi amante! –Gritó otro, presa de una incontrolable excitación. –¡Mi amante!... ¡Traedme la amante! –Gritaron otros, casi gimiendo por el ansia de ser escuchados. Jovencísimos escuderos rubios corrieron llevando a cada caballero su espada. Y ellos, apretándola contra el pecho, se restregaban la empuñadura por el rostro, como arrebatados por un éxtasis de amor. Y unos besaban la empuñadura, otros lamían la hoja, otros acariciaban la punta. A los besos y las caricias siguieron las palabras, los susurros, las quejas de amor. –Amor, amor, amor... –gemía Otro, mirando los reflejos de la hoja, como presa de un encantamiento–. Amor de mi alma, ¿por qué hoy brilla tanto tu mirada? ¿Por qué destella más que el sol la luz de tus ojos? Alegría mía, alegría mía, tú me miras con amor. Y el escudero, con voz adolescente, de un timbre tan sutil que la hacía parecer angelical o femenina, respondió como si fuera la espada: –Mis ojos destellan porque un valiente me lleva a su costado, porque soy su alegría, porque soy su fuerza. –Sí, espada, sí, tú eres mi fuerza y mi alegría. Y te amo, te amo porque eres tú, porque me gustas, porque, sin ti, preferiría morir. –Y yo me he entregado a ti, y a ti, por toda la vida, he entregado mi alma de acero. Tómame, puesto que soy tu solo bien, tómame. Alrededor todo era un puro alborozo de amor entre los caballeros y sus espadas, a las que los escuderos prestaban sus voces con apasionada participación, dejándose envolver hasta las lágrimas en aquella inexplicable comedia. –Quiero desposarte –decía otro, mordiendo el filo de la hoja hasta hacerse sangre en los labios–, quiero desposarte en la primera aurora festiva. Ven, amor mío, ven. No está lejos la mañana de las nupcias.

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–No tardes, no tardes más –respondía el escudero–. Mírame, soy bella, soy virgen. Me he reservado para ti. No tardes. Otro caballero metía la espada en su funda, extrayéndola y volviéndola a introducir, para, finalmente, volverla a sacar y hablarle con encendida devoción: –¿Por qué te estremeces, amiga mía? ¿Por qué tiemblas en la vaina como si estuvieses encolerizada conmigo? –Porque la paz me da horror, porque tengo sed de sangre y de amor. Llévame al campo de batalla, caballero, llévame donde esté la guerra. –Aguarda todavía un instante, amor mío, aguarda, y después será más bello. –No, basta, no prolongues más la espera. Llévame al campo de muerte, muéstrame el jardín de amor repleto de rosas ensangrentadas. Desnúdame, caballero, desnúdame en medio del aire puro de la guerra. –Ven, entonces. Ven, alegría del guerrero. Ven, amor. Haz brillar tu acero bajo los rayos del sol. –¡Es el amor, es la alegría del amor la que lo hace brillar así! Un repentino chaparrón interrumpió el éxtasis de los caballeros. Los escuderos se apresuraron a retomar las espadas y las envolvieron en gruesas pieles de pécora para que no se mojasen. –¡Cuidado con nuestras esposas, muchachos! –Gritó Otto–. Envolvedlas bien en sus pieles. Que ni siquiera una sola gota contamine su piel de acero. La intensidad de la lluvia creció rápidamente. Nubes negras, laceradas de tanto en tanto por el estallido de los relámpagos, descendían rápidamente de los montes, extendiéndose por las llanuras. LA JERUSALÉN CELESTE Los siete templarios cabalgaban en medio de un torbellino de lluvia hacia las montañas. El menestral romano intentaba seguirles, pues había conseguido sustituir su mula por un caballo, del que se había apropiado en el campamento teutónico con insospechable destreza, aprovechándose de la vespertina somnolencia de los guardianes. Era la primera vez que montaba en una verdadera cabalgadura y tenía ciertas dificultades. Gunter precedía al grupo experimentando, legua tras legua, el placer de identificarse con la propia bestia. El caballo manchado Abelcain, tan descuidado y humillado hasta ahora por las molestias de los caminos y de las pruebas a las que había sido sometido, se revelaba como un animal generoso e incansable. Halagado por las ráfagas de viento que le azotaban la crin y por los picotazos de las salpicaduras de barro que levantaban por un lado y por otro sus pezuñas, Abelcain casi parecía agradecer las caricias a veces dolorosas de las espuelas de Gunter, relinchando de placer y acelerando la marcha a cada nueva solicitación del jinete. Como revitalizados por la carrera, como vigorizados por la nostalgia de las grandes llanuras de Tierra Santa, los templarios se perseguían entre ellos compitiendo y transformando en una especie de juego las dificultades del recorrido. Folco, aunque debilitado por la pérdida de sangre y atormentado por la herida, plantaba cara a los otros, superándoles de vez en cuando e intentando dar alcance a Gunter. La alegría de la cabalgada parecía inmunizarlo del avance lento de la muerte que descendía ya desde la espalda herida hacia el corazón. Ninguno de los otros daba la menor señal de intentar ayudarle, aminorando la velocidad u ofreciéndole el más mínimo socorro, para no herir su orgullo. De esta manera, casi impelidos por inercia por el ímpetu de la carrera, los siete caballeros no se detuvieron en el límite de la llanura, adentrándose ciegamente por la ladera de la montaña durante una noche entera. Alboreaba cuando alcanzaron la cima. Habían dejado el temporal a sus espaldas. Ante ellos, el día resplandecía con una luz tan transparente como para permitir la visibilidad hasta el mar desde la otra vertiente.

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A aquella luz miró Folco, sin caer del caballo. Se abandonó lentamente sobre el cuello empapado de lluvia y de sudor del animal, dejando resbalar los brazos sobre los costados, sin sacar los pies de los estribos. Jadeaba ligeramente, pero no mostraba ninguna señal de dolor en el rostro. De sus ojos, lúcidos y desmesuradamente abiertos, no emanaba pena ni preocupación. Guiñaba imperceptiblemente los párpados, esforzándose por mirar más allí de los primeros rayos de sol. Gunter se le acercó, ofreciéndole de beber. Folco bebió. Gunter le tomó por las manos, para ayudarle a descender de la silla. Él negó con la cabeza y estrechó con ambos brazos el cuello del caballo. –Anda, hermano, ven, yo re ayudo –dijo Gunter–. Ven –Es cuestión de minutos – susurró Folco–. No os haré perder el tiempo. –Por el contrario, nos lo harás perder si no descabalgas enseguida. Tienes que descansar. No podemos detenernos mucho tiempo. –Mira –dijo Folco, sin escucharle, señalando un punto lejano–, mira qué azul es... Así debe de ser la Jerusalén celeste. –Siempre hay tiempo para alcanzarla. Pero antes tenemos que volver a la Jerusalén terrena, al Sepulcro. –Jerusalén... –Folco sonrió levemente, un instante–. Jerusalén, el Sepulcro... Pero ¿qué dices? El Sepulcro está en todas partes, el mío está aquí. Y abrazó más fuerte el cuello del caballo, sepultando el rostro entre las crines. –Folco –llamó Gunter en voz baja. Pero Folco ya había muerto. Los otros hermanos se situaron en torno al caballo de Folco para ayudar a bajar su cuerpo de la silla. Tuvieron que hacer un gran esfuerzo, porque las rodillas y los brazos de Folco estaban adheridos como garfios en torno al animal. El tiempo de sepultar a Folco de Auvernia y de oficiar un breve servicio fúnebre sobre el desnudo túmulo de tierra bastó para que Antonello, trepando con su caballo por la ladera de la montaña, se reuniese con el grupo. Su conmoción de menestral sirvió para coronar la sobria ceremonia con algunos modestos versos de circunstancias. Folco había sido revestido con la armadura y tendido con las manos cruzadas sobre el pecho y las piernas puestas una encima de otra, a la manera de los caballeros. Los pies se apoyaban sobre el saco de viaje que contenía sus pobres utensilios de monje. La espada, desnuda, descansaba sobre el cuerpo, con la empuñadura sostenida entre las manos juntas. El escudo estaba apoyado sobre un costado. El agujero tenía una profundidad de apenas dos o tres palmos. Una ligera capa de tierra y hojas secas lo recubría, sin ninguna lápida. Duerme en paz, caballero, tus noches han acabado. No has muerto como soldado pero tu sepulcro es honorable. No estás solo, no estás cansado bajo tu blanco manto. Te acompaña la plegaria de nuestra humilde escuadra. En el azul de la mañana se concluye tu camino. Duerme en paz, caballero, tus noches han acabado. Así cantó el menestral, con voz sumisa, mientras los seis templarios volvían a montar sobre sus sillas y ya caminaban al paso por el valle, hacia el Tirreno y hacia Nápoles. NÁPOLES, LAS DAMAS ENTROMETIDAS Nápoles era una ciudad maravillosa y obscena, donde todos vendían de todo y todos compraban de todo. Ningún extranjero pasaba inadvertido. Los seis templarios y el trovador se dirigieron hacia el centro. No se lograba entender qué era lo que solicitaban o qué ofrecían. Ni siquiera en los mercados de los puertos egipcios con más tráfico, ni siquiera en los suk árabes de las más perdidas plazas fuertes libanesas, Gunter y sus compañeros habían tenido

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que sufrir una tremenda agresión de masas harapientas. Con una diferencia: por lo menos, en Ultramar, siempre había un barrio cristiano en el que refugiarse; aquí todo era un único y laberíntico barrio cristiano, en el que no era posible en modo alguno sustraerse al asalto extenuante de pedigüeños y traficantes de toda laya. Una vez más, Gunter experimentó una aguda nostalgia de Tierra Santa. Un olor intenso y penetrante de hortalizas hervidas y pescado frito se mezclaba con los gritos estridentes de los vendedores y de los compradores, produciéndole una creciente sensación de náusea. Finalmente, como una liberación, más allá de aquella inquieta marea humana, aparecieron las poderosas murallas del castillo. Gunter espoleó los flancos de Abelcain, que se adelantó decidido, atravesando la multitud, hacia el puente levadizo. Los otros hicieron otro tanto. Todos iniciaron un paso al trote, que pronto se convirtió en un galope. De este modo, derribando cestas de frutas y mesas repletas de panes, alcanzaron la entrada a la fortaleza, seguidos de maldiciones e invectivas. Únicamente cuando estuvieron en el interior de las murallas cayeron en la cuenta de que les habían robado la mula y las vituallas. Era demasiado tarde para volver atrás para perseguir a los hábiles ladrones, que, a estas horas, estarían ya muy lejos, con el animal, por alguna de las intrincadas callejuelas que se extendían entre el castillo, el mar y la colina. Por otro lado, aquella sustracción no les producía un perjuicio demasiado grave. No se trataba más que de procurarse otra mula, algunas mantas, unos cuantos utensilios y una razonable cantidad de alimentos no perecederos. De cualquier modo, ni los seis templarios ni el menestral tuvieron tiempo de reflexionar sobre lo que les había ocurrido, ni de decidir qué hacer, pues todavía antes de desmontar de sus cabalgaduras se vieron rodeados por una alegre comitiva de damas. –Llegáis a tiempo –les dijo, con desenvuelta familiaridad, la que parecía más autorizada, quizá una princesa– para participar en una corte de amor. El juicio tendrá lugar esta noche. Vuestra presencia, como caballeros completamente extraños a la materia de la tenson1 que hemos llamado a juzgar, nos será preciosa. Creedme, cada vez resulta más difícil dirimir estas contiendas, estas disputas entre enamorados que van multiplicándose. –Señora –dijo Gunter, descendiendo del caballo–, nosotros no tenemos práctica en juegos de amor. –Precisamente por esto estaréis en disposición de darnos opiniones desapasionadas, que nosotros tendremos muy en cuenta. Gunter inclinó la cabeza obsequiosamente, intercambiando una mirada perdida con los otros templarios. No comprendían, pero sentían una extremada curiosidad. La dama, sin aguardar una respuesta, concluyó: –Tenéis todo el tiempo necesario para asearos y descansar. La causa que se va a poner a discusión es bastante extraña. Se trata de establecer sí... Fue interrumpida por un gentilhombre que se acercaba con apático descuido. –No, doña Stefanetta, deje a nuestros huéspedes recuperar el aliento. Son caballeros del Temple, acostumbrados a contiendas más cruentas que las vuestras. –Precisamente por esto quisiera... –intentó replicar Stefanetta. –Ahora no, doña Stefanetta. El acuerdo es que se hable de amor solamente después del atardecer. La dama inclinó la cabeza, como Gunter había hecho poco antes, y se retiró con las otras. El gentilhombre que la había interrumpido se presentó a los templarios como el vizconde de Maddaioni, que hacia las veces de castellano por orden del emperador, que se encontraba en otra parte por razones de gobierno y de caza. Gunter, que ya estaba bien enterado por causa de recientes experiencias personales, asintió comprensivo. –Hay que comprenderlas –dijo el vizconde, lanzando una mirada hacia las damas que se retiraban a sus mansiones–. Después que han aparecido estas costumbres provenzales no piensan en otra cosa. Y no se las puede contradecir. Tienen mucha autoridad y son terriblemente susceptibles. Nos acusan de haberlas tenido siempre sometidas, de haberlas 1 Composición poética provenzal que consiste en una controversia generalmente de amores, entre dos o

poetas.

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privado de las libertades más elementales, de haber organizado las cosas para excluirías de todo tipo de participación en la vida pública. Escriben versos, componen madrigales, se interesan por la música y por la filosofía, pero sin conseguir extraer nada constructivo de estas manías suyas, se revuelven contra nosotros, lamentándose ser obstaculizadas. Sostienen que no disponen de suficientes oportunidades, de oportunidades semejantes a las de sus antagonistas varones, para expresar su propio talento. En resumen, vanidad femenina, vanidad de vanidades. –Comprendo –dijo Gunter–. Pero ¿en qué consiste esta corte de amor, esta tenson sobre la que seremos llamados a juzgar? –Nada serio. Al no poder inmiscuirse en las cuestiones de estado ni de derecho, al no poder interferir en la administración ordinaria de la justicia, estas damas, orgullosas de la autoridad de su rango, se han inventado, con complicidad de trovadores y otros gandules, unos tribunales a la medida de sus problemas. Esto es, tribunales de amor, tribunales de galanes en los cuales se examinan cuestiones inherentes al arte de amar, imitando los códigos y los procedimientos de la verdadera y auténtica justicia. –El hecho es –interrumpió tímidamente Antonello, que no se había perdido ni una palabra del diálogo– que, en los últimos tiempos, se han avenido a presidir estos tribunales nobles damas de altísimo rango, princesas de sangre real, e inclusive hasta reinas. Lo que ha terminado por otorgar a sus juicios una autoridad enorme; pero, sobre todo, ha servido para impedir que fuesen suprimidos de un plumazo. –Sí, eso es cierto –admitió el vizconde–. Y también porque, al fin y al cabo, no dan ninguna molestia. En el fondo, no se trata más que de una bagatela, una inocua pérdida de tiempo. –Pero nosotros no tenemos tiempo que perder –dijo Gunter–. Tenemos que partir inmediatamente. –Seria una afrenta tremenda para la corte de amor. Con lo quisquillosas que son, estas damas son capaces de armar una disputa por una nadería. Las he visto provocar contiendas imposibles de arreglar, asambleas interminables, inclusive duelos, por mucho menos. Si rechazáis su invitación, suscitaréis una tenson sobre la tenson. Os encontraréis envueltos en un debate acerca de por qué los templarios siempre se sustraen al juicio sobre las cuestiones de amor. Os veréis constreñidos a responder sobre las razones por las cuales caballeros tan valerosos sobre el campo de batalla contra los infieles vuelven la espalda cuando se trata de afrontar las batallas del corazón. En resumen, tendréis que dar explicaciones sobre cómo sois, qué es lo que pensáis, sobre las reglas que inspiran vuestro comportamiento, etcétera. –Nosotros no le debemos explicaciones a nadie. Y, mucho menos, a unas damas aburridas que, para darse una razón de existir, no saben encontrar nada mejor que ocuparse de las hazañas sentimentales de los demás. –De acuerdo, estoy perfectamente de acuerdo con vos por lo que respecta al juicio que habéis hecho sobre las damas –admitió Maddaioni–. Pero ¿por qué darles la satisfacción de sentirse ultrajadas? ¿Por qué proporcionarles un enésimo pretexto para que puedan murmurar sobre la hostilidad masculina? ¿Vale la pena? –¿Y quiénes son estas damas? Oigamos –dijo Gunter. Se sentía más inseguro que curioso. Toda la fuerza que sabía extraer de sí mismo sobre el campo de batalla le faltaba cuando se trataba de resolver sobre cuestiones de forma y etiqueta, aunque fuesen tan corrientes en aquel tiempo. Era también por esto, probablemente, por lo que había preferido las certidumbres graníticas de una orden caballeresca y monástica al mismo tiempo, con espíritu de cruzada permanente, a la aventurada variedad de elecciones con las que todo caballero de la época tenía diariamente que entendérselas. –¿Que quiénes son estas damas? –Maddaioni rompió a reír–. Ni siquiera os lo podéis imaginar. Aquí, en Nápoles, tenemos de todo, y lo mejor. Entre nosotros, la especie humana empieza en el barón. A las princesas se las expulsa; las duquesas se exportan, las condesas se venden en el mercado con los limones y la mandarinas. Y, como si todo eso no bastase, importamos, importamos linajes y blasones de todas partes: de Flandes, de Castilla, de la Provenza, de Aquitania, de Suabia, de la Occitania, de Iliria... Estamos ahogados por la nobleza, aquí en Nápoles. ¿Y vos me preguntáis con qué damas os debéis encontrar esta noche? He aquí la relación: a Stefanetta de Provenza ya la

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habéis conocido. Y habéis visto qué carácter, ¿no? Después está Adalazia de Aviñón, Bertrana de Mondragón, Giosranda de Benevento, Alaleta de Magonza, Ermissenda de Urgón, Mabilia de Sorrento, Rostanga de Tolosa, Fanetta de Miraval... –Pero ¿no hay ninguna que tenga un nombre cristiano? –interrumpió tímidamente Gunter– ¡Qué sé yo! Una María, una Francesca, una Giovanna... –Oh, sí, ciertamente. Ya os lo he dicho: aquí, en Nápoles, tenemos de todo. Y Maddaioni, después de una pausa de algunos segundos, evidentemente necesaria para reposar en la mente la relación de las damas y extrapolar los nombres cristianos, continuó: –Margarita de Sengur, Laura Cortez, María de Belvedere, Giovanna de Narbona... –Ya está bien, caballero. No querréis nombrarlas a todas. –¿Entonces estamos de acuerdo? ¿Os quedáis? Gunter miró interrogativamente a sus compañeros, como requiriendo el consejo de ellos. –En el fondo –dijo León–, no se trata más que de perder una noche. –Con tal de que partamos inmediatamente después, sin perder más tiempo –añadió Godofredo. –Sí, yo soy partidario de que nos quedemos –dijo Cimbro–, pero solamente por esta noche. –Decide tú –Admitió Telmo–. A mí me da lo mismo. –No sabría... –suspiró Dionigi. Y se desvaneció. El vizconde de Maddaioni y otros caballeros napolitanos se precipitaron a socorrerlo, pero Gunter les detuvo. –No os preocupéis por él. Tiene desmayos a menudo, por causa de los ayunos y de las mortificaciones corporales a las que se somete. Pero se repone rápidamente. En efecto, sostenido por Antonello, Dionigi se estaba ya levantando, girando en torno suyo una mirada perdida. –¿Qué ha sucedido? –Preguntaba, mirando a los presentes–. ¿Qué ha sido esto? –Nada, nada –bisbiseaba Antonello tranquilizador–. No os preocupéis, no ha sucedido nada. Los templarios pasaron las horas que les separaban de la corte de amor descansando, ordenando sus cosas, preparándose para la partida. Gunter quiso que Antonello, con su experiencia de vagabundo y trovador les explicase a qué código se tendrían que someter para expresar su juicio. Antonello confirmó la existencia de un ‘derecho del amor’, en parte fundado sobre la doctrina surgida de precedentes sentencias dictadas en varios lugares de Europa, en parte reductibles a las reglas escritas, conocidas por unos pocos expertos, entre los cuales se encontraban príncipes como Guillermo de Poitiers y Rambaldo de Orange, pero, sobre todo, poetas cortesanos e itinerantes de gran fama, como Goffredo Rudel, Giraud y Puyroner. A menudo sus intervenciones habían sido determinantes en los arrests d'amour, esto es, enlos decretos de amor pronunciados por aquellos tribunales, de manera de haberse convertido a su vez en jurisprudencia y doctrina. Los orígenes del código propio y verdadero tenía que hacerse remontar, refirió Antonello, a la época de Arturo. Parece ser que, de hecho, quien lo encontró fue un caballero bretón, que se había adentrado en una selva par alcanzar a Camelot y unirse a la compañía de la Tabla Redonda. En el bosque, el caballero encontró una damisela que le dijo: –Sé lo que buscas, pero jamás lo encontrarás sin mi ayuda. –Préstame, pues, esa ayuda –respondió el caballero–. ¿Hacia dónde debo dirigirme? –No lo diré si no me juras que tu pensamiento, una vez que hayas alcanzado Camelot, será para una dama a la que juraste amor en Bretaña. –¿Y cómo sabes tú eso? –Tú pediste y obtuviste el amor de una dama pura como un lirio –continuó la muchacha del bosque, que no era otra que una de las muchas hadas que abundan en aquella comarca–. Ahora estás a punto de olvidarla por complacer tu sed de gloria y de aventura. Pero no llegarás jamás al castillo de Camelot si antes no juras lo que te he pedido. –Está bien, lo juro. Mi primer pensamiento en Camelot será para la dama que he dejado en Bretaña. Entonces tienes que pensar rápidamente un regalo para llevárselo a tu regreso. –Está bien, lo haré. Dime ahora hacia qué parte debo encaminar mis pasos.

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–Pero para tu dama no es suficiente cualquier regalo. –No, es cierto; le llevaré un regalo extraordinario. Y, ahora, indícame el camino. –Tu dama desea el halcón mágico que descansa sobre una alcándara dorada junto al trono de Arturo. Ese es el regalo que le tienes que llevar. –Pero ¿cómo voy a apoderarme del halcón de Arturo? –Rebatió el caballero. –Si quieres que te indique el camino tienes que comprometerte a hacerlo. De otra manera, no saldrás jamás de esta selva. El caballero lo prometió. El hada le indicó el camino. Él pudo llegar a Camelot y se agregó a los señores de la Tabla Redonda. Pero solamente después de muchas vicisitudes, después de innumerables justas, combates y torneos, encontró el halcón apoyado sobre la alcándara dorada y se apoderó de él. Porque, finalmente, después de tantos años dedicado a las empresas más extravagantes y apasionantes, su sed de aventura se iba saciando lentamente y cediendo el paso a un mórbido deseo de templanza de amor. De este modo, aunque fuese tardíamente, el caballero cumplió la promesa y volvió a Francia con el halcón de Arturo, que las damas de Bretaña acogieron amorosamente entre ellas. Y fueron precisamente estas damas quienes descubrieron que el pájaro llevaba amarrada al cuello, bajo las plumas, con una cadenita engarzada de diminutas gemas, un pergamino con un texto escrito. Era el código del amor, cuya primera regla imponía la obligación, a quien lo hubiese encontrado, de difundirlo por el mundo y luchar por que fuese observado. De este modo, concluyó Antonello su relato, las damas de Bretaña se convirtieron en las primeras depositarias del ‘derecho de amor’ y se empeñaron en difundirlo por las demás cortes de la cristiandad. Nuevas sociedades de damas, teniendo por modelo a la bretona, surgieron por todas partes con la intención de hacer las reglas del amor: en Gasconia, en la Provenza, en el Languedoc, en la Loira y, más tarde, fuera de las comarcas francesas, ya por Italia, hasta Nápoles y la aislada Sicilia. –Pero no es una cosa seria –dijo Gunter. –¿Cómo que no? – Le contradijo el trovador–. Se trata de un asunto tan serio que hasta la reina Leonor de Aquitania, su hija María de Francia, la princesa Constanza de Brabante y otras ilustrísimas damas han hecho un deber personal el presidir las cortes de amor. –Así por juego, por divertimento. La autoridad de cualquier tribunal se funda sobre el poder que ha de obligar a seguir sus propias sentencias. ¿Y cuál es, pues, la autoridad de una corte de amor? ¿De qué medios coercitivos disponen? –Del más terrible de todos: la reputación. Esa misma reputación que impone a un jugador pagar una deuda de juego, aunque la ley no lo provee; esa reputación que no permite a un caballero permanecer tranquilamente en su castillo mientras otros parten para la cruzada; esa reputación que os obliga a no rechazar un duelo, aunque su causa nos parezca fatua y su objetivo vano: la reputación que depende, en suma, de la opinión de los otros, esa opinión común frente a la cual hasta los déspotas se ven constreñidos a aceptar sus designios. CORTE DE AMOR La audiencia de la damas se desarrolló con todo el rigor y la solemnidad de un auténtico procedimiento judicial, con la sola excepción de que comenzó con dos horas de retraso. A los templarios, habituados a la observancia de una rígida puntualidad hasta en los más comunes empeños de su vida cotidiana, aquello les pareció una eternidad. Pero ninguno de los otros caballeros hizo el más mínimo comentario, ya que tales retrasos formaban parte de las costumbres del lugar, hasta el punto de considerarse casi obligatorio en las ceremonias más solemnes, sobre todo si estaban caracterizadas por una predominante presencia femenina. La corte de amor se componía de sesenta damas, que hicieron su entrada en el aula cuando ya ésta estaba abarrotada de gentilhombres, abogados, testigos y partes de la causa.

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Presidía Stefanetta de Provenza. Las otras estaban sentadas en semicírculo, en tres filas en torno a ella. Fueron leídas unas breves fórmulas introductorias en latín, para sancionar la plena legitimidad de la corte para juzgar. Después, una de las gentildamas que desempeñaba funciones semejantes a las de un canciller –parece ser Alaleta de Maguncia– leyó en un premioso idioma itálico los artículos del ‘código del amor’ que construían la fuente natural (o mágica, sí había que dar crédito a las fábulas del trovador Antonello) que hacían referencia a aquella sede. Se trataba de una treintena de cánones, de los cuales Gunter intentó retener de memoria los más importantes o aquellos que le parecieron tales porque le impresionaron más. ‘Quien no sabe ocultar, no sabe amar.’ ‘El amor no puede ser constante; siempre debe crecer o disminuir.’ ‘Son insípidos los placeres que un amante procura al otro sin su consentimiento.’ ‘Nadie puede alimentar dos amores juntos. Pero nada excluye que una mujer pueda ser amada por dos hombres ni un hombre por dos mujeres’ ‘El matrimonio no es una excusa legítima contra el amor.’ ‘El amante que sobrevive al otro esta obligado a observar dos años de viudez.’ ‘El amor no puede habitar en la casa de la avaricia.’ ‘La facilidad del placer disminuye su valor; la dificultad, lo acrecienta.’ ‘El verdadero amante es siempre tímido.’ De la lectura preliminar del ‘código’ –pura formalidad procesal– se pasó a la enunciación de las sentencias sobre casos debatidos en la sesión procedente. Cada sentencia era dicha por una dama distinta, que asumía su maternidad suscribiendo el parecer expreso con nominativos remilgados y pintorescos, sugeridos por trovadores de confianza y leguleyos del amor, tales como ‘la señora de los verdes bosques’, ‘la marquesa de las flores de abril’, ‘la princesa de las violetas’ y otros parecidos. Giosranda de Benevento leyó: ‘Un amante feliz había pedido licencia a su dama para ofrecer sus homenajes a otra. Fue autorizado a ello y dejó de sentir por la primera amiga los afectos de otros tiempos. Después de un mes volvió a ella, manteniendo no haberse tomado con la otra ninguna libertad, sino haber querido simplemente poner a prueba la constancia de la amada. Pero ésta lo privó de su amor, sosteniendo que se había hecho indigno por el hecho de implorar licencia para amar a la otra. Sobre la disputa que se derivó de esto, nosotras decretamos que se debe tener en cuenta la naturaleza y los hábitos del amor, por los cuales a menudo, los amantes fingen tener lazos para poner a prueba la constancia y la fidelidad de la amada. De hecho y de derecho, por consiguiente, nosotras sostenemos que ésta puede sustraerse con tal pretexto a los brazos y a las caricias del amante, a menos que tenga la certidumbre del placer experimentado por él al simular la violación de la fe prometida. Así lo decía la Condesa de la zarzas silvestres.’ Tomó la palabra Ermissenda de Urgón: ‘La dama de un caballero que había partido en una expedición hacia Ultramar para más de dos años, desesperando de su regreso, buscó un nuevo amante. A esto se opuso un secretario del ausente, acusando a la dama de infidelidad. La dama sostuvo sus razones argumentando que dos años constituyen el tiempo de viudez previsto por el derecho del amor, y que en todo ese tiempo el caballero no la había siquiera consolado con algún escrito que la animase a conservarle su fidelidad. Vistos los hechos, y consideradas las sentencias ya emitidas por otras cortes de amor sobre este tipo de conflictos, tan frecuentes en nuestros días, sostenemos que ninguna dama tiene derecho a renunciar al propio amante con el pretexto de su larga ausencia, a menos que tenga noticia de acciones deshonestas cometidas por él. Nada debe interesarle más que la gloria que él se procure y el respeto que de ella se deriva para su blasón.

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Así lo decreta la Dama del otoño.’ Habló después Marbilla de Sorrento: ‘Una dama ya casada y ahora separada por divorcio de su esposo se lamenta del hecho de que este último le ha vuelto a requerir con insistencia su amor. El caso es de los más sencillos. El amor entre aquellos que estuvieron unidos por vínculos maritales no se debe estimar culpable sobre la base de nuestras costumbres, sino completamente honesto, independientemente de los modos y los motivos por los cuales se separaron. Así suscribe la Duquesa de los dátiles de mar.’ El uso de la palabra pasó a María de Belvedere: ‘Una dama colmada de atenciones tanto por parte de su marido como de su amante, indecisa sobre la elección entre los dos, nos planteó la cuestión de si el máximo de amor hay que buscarlo entre amantes o entre esposos. Nosotras consideramos completamente legítimo que la mujer sea amada por dos hombres, puesto que nuestro código lo admite. Pero no sostenemos que se pueda establecer una comparación entre los afectos que lo invisten. La pasión entre los esposos es por naturaleza y por costumbre completamente distinta de la que se da entre los amantes. Al no poderse confrontar, pues, las relaciones que no guardan ninguna semejanza entre ellas, rechazamos la instancia de la dama, por cuanto nos consideramos incompetentes para juzgar la cuestión por ella propuesta. Firmado: la Señora de las retamas.’ –¿Tendremos para mucho con estos aburridos asuntillos privados? –Preguntó Gunter al oído de Antonello, que, como menestral, era el único del grupo que tenía una noción de semejantes procedimientos. –No creo. Por lo general, no juzgo más que siete u ocho casos en cada sesión – respondió el trovador en voz baja–. Sin embargo... –Sin embargo, ¿qué? –Insistió Gunter en un susurro. –No me parece... No me parece –dijo Antonello, mirando en su torno con ojos expertos de rufián– que nos vayamos a librar de estas damas. –¿Qué quieres decir? –Observa cómo te mira Stefanetta. Y observa cómo Telmo mira a Giosranda de Benevento. Observa cómo Adalazia de Aviñón mira a León. Observa cómo Cimbro mira a Alaleta de Maguncia. Observa cómo Marbilla de Sorrento mira a Godofredo. Observa cómo... –¡Basta! Me dan vuelta los ojos. –No es fácil desentenderse de ciertos asuntos. Ahora había tomado la palabra Giovanna de Narbona: ‘Un caballero se enamoró de una dama ya ligada a otro, pero ella le prometió sus favores para cuando se rompiesen sus lazos con el primer amante. La dama se casó precipitadamente con el primer amante. El segundo, entonces, le requirió que ahora tenía que ceder a sus pretensiones, sosteniendo que el primer lazo había dejado de existir, pues se había establecido otro distinto mediante el matrimonio. La dama se opuso argumentando que se trataba del mismo lazo de unión. Nosotras rechazamos las argumentaciones de la dama y aceptamos las del caballero, puesto que su constancia no pudo verse desilusionada. Decretamos, pues, que ella le conceda su amor a quien por tanto tiempo lo ha esperado. Firmado: la Vizcondesa de la marea de agosto.’ Inmediatamente después habló Rostanga de Tolosa: ‘Un caballero requería insistentemente el amor de una dama, sin lograr vencer la resistencia de ella. Le envió muchos honestos regalos, que la dama aceptó con agrado, sin por

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ello ceder en su severidad al rechazarle. El caballero, ahora, se queja de haber estado ilusionado por la facilidad con que la dama aceptó sus presentes. Nosotras sostenemos que el caballero ha estado torpe al confiar sus esperanzas de amor a los regalos, pero desaprobamos el comportamiento de la dama que los ha aceptado. Es preciso que una mujer rechace los regalos que le sean ofrecidos con fines amorosos, salvo que esté dispuesta a recompensarlos. Pero ésta es materia abierta, que no entra en las competencias de nuestros juicios. Así lo decreta la Princesa del nogal y del castaño.’ Empezó después a hablar, como una exhalación, Fanetta de Miraval, conocida en las justas de los juicios de amor por un furor semejante a la inspiración divina, la cual ilustró, con un tono acongojado, una singular controversia: ‘Una dama había impuesto a su amante la condición de que no la alabase jamás en público, a fin de evitar que cualquiera pudiese intuir su relación. Pero, un día, el caballero, encontrándose en un alegre convite, oyó murmurar de la dama. Al principio, resistió la tentación de intervenir; pero después, como creciera en su torno la marea de las alusiones maledicentes, no pudo evitar defender su honor, alabando sus virtudes. La dama, al conocer el episodio, le retiró sus favores, aduciendo que él había violado la condición que ella le había impuesto. La corte no puede aprobar la severidad de la dama ni tener en ninguna consideración la condición puesta al amante. El caballero fue dulce y generoso al ceder a la tentación de defenderla contra los dardos de la murmuración. Por lo cual decretamos que ella tenga que ser agradecida y restituirle sus favores. Firmado: la Baronesa de las lobas.’ Agotadas las sentencias sobre casos examinados en el torneo precedente, fue dada licencia a los abogados de los nuevos demandantes para exponer las contiendas sobre las cuales había que juzgar. De esta forma, tuvo comienzo un recitado en el que los sofismas jurídicos se entremezclaban con el rigor de la métrica, la oratoria con el verso, la arenga con el madrigal. Asimismo, al fasto del escenario correspondía la modestia de los temas. Se echó mano de grandes poetas de la antigüedad, desde Safo a Virgilio, para defender la causa de una dama que pretendía del caballero el resarcimiento de un vestido verde ensuciado durante una excursión. Se citó a Sófocles para dar crédito a la reclamación de un gentilhombre que, habiendo ido descalzo en peregrinación a un renombrado santuario para obtener una gracia de amor, no solamente no había sido escuchado, sino que había enfermado gravemente. Se disputó, firmemente, sobre las ilusiones de la filosofía platónica para indagar en base a qué razones la mujer más lejana es siempre la más amada. Los templarios no esperaron el final del juicio. –No nos dejaremos implicar en esta justa ridícula –dijo Gunter en voz baja a León. –¿Qué hacemos? –Preguntó Telmo. –Nos vamos –respondió Gunter. Y se levantó, intentando hacer el menor ruido posible. Los otros hicieron lo mismo y ganaron, junto con él, la salida. Fueron seguidos, y alcanzados justo sobre la escalera que conducía a las cuadras, por Fanetta y otras damas. –¿Por qué nos hacéis la afrenta de abandonar nuestra asamblea antes de que concluya? –Preguntó Fanetta encolerizada–. ¿Tan poco os interesan las cuestiones de las mujeres? –Perdonad, señora –se excusó Gunter–. Nosotros estamos dispuestos a defender a las mujeres ante cualquier afrenta, peligro o agresión. Forma parte de nuestros deberes caballerescos proteger a los débiles contra cualquier tipo de insidia. Pero no me parece que, en este caso, vosotras estaréis amenazadas de ningún modo. –De acuerdo, no somos débiles ni estamos amenazadas. Por consiguiente, nuestro problema no puede interesaros. ¿Es así? –No comprendo la pregunta. No veo adónde quiere dirigirse vuestro discurso. –A demostraros que nosotras existimos para vosotros solamente si somos frágiles, insidiadas, amenazadas por algún peligro. Que, por otra parte, nos vendrían en todo caso de

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otros hombres. Pero si nos reunimos, si somos fuertes, o planteamos cuestiones que nosotras mismas estamos en disposición de resolver, entonces no existimos. –Insisto en que no comprendo, señora. No comprendo en qué podemos serviros, dado que vos misma decís que estáis en disposición de resolver vuestros problemas por vosotras mismas. –Si no lo comprendéis por vos mismo, no estoy dispuesta a explicároslo –cortó tajantemente Fanetta, resentida. –No os toméis las cosas así, señora –intervino León–; no es que vuestras cuestiones no nos interesen, es que se trata de asuntos tan particulares, tan alejados de nuestras competencias, que ello excluye por completo toda posibilidad de una contribución nuestra a su solución. Ya veis, no somos ni trovadores ni doctores, nosotros no entendemos ni de poesía ni de derecho... –Pero nosotras disputábamos sobre el amor –le interrumpió Adalazia. –No somos ni siquiera amantes –rebatió Godofredo. Las damas se echaron a reír. –Esto es algo –susurró Rostanga al oído de Fanetta– que siempre se puede remediar. Fanetta, que hasta aquel momento se había mostrado muy enojada, rió a su vez ruidosamente, más fuerte que las otras, acentuando la hilaridad. Los templarios se sintieron tremendamente ridículos. Las damas, despiadadas en su fatua superioridad cortesana, no hicieron nada por aliviarles la situación. Por el contrario, insistieron en su intercambio de comentarios picantes e incomprensibles en varias lenguas, acompañándolos de miradas y risitas desvergonzadas. Molesto por aquel arrogante murmullo, Gunter experimentó más que nunca –más aún que en medio de la intrínseca foresta o en medio de las brumas de los montes– la insanable nostalgia por las arenosas soledades de Tierra Santa, allí donde la clarificación de las situaciones era confiada al enfrentamiento de credos y espadas contrapuestos. Se dio cuenta, en resumen, de hasta qué punto la lejanía del escenario de sus gestas les estaba debilitando, de hasta qué punto eran vulnerables sus ánimos desenraizados del espíritu de la cruzada. Salvó la situación Antonello, el único que tenía una cierta experiencia de las bajezas femeninas y los engaños de amor, improvisando algunos anodinos versos sobre las cuerdas de su mandolina. Mas ni por ésas. Para superar la euforia vocinglera de las damas se vio obligado a gritar su ritornelo desgañitándose, como un vendedor ambulante, con penoso resultado. La noche fresca está para cantar, pero nosotros, sin embargo, nos tenemos que marchar. Vosotras sois tan bellas a la vista que, si nos quedamos, estamos perdidos. Feliz aquel que os busca y no os encuentra, porque encontraros somete a una dura prueba. Excusad si esta serenata os ha podido parecer un poco desgarbada. Y con esto termino y os saludo, no canto más, pues me he quedado mudo. Media hora después, los seis templarios y el menestral galopaban por fuera de las murallas, hacia el norte, sobre el zócalo de roca que delimita la colina de Posilipo. Bajo ellos, una marea perezosa argenteaba de espuma tenue los escollos. La luna brillaba sobre su huida como una bendición. Dejaban a sus espaldas a unas damas humilladas. Pero la humillación que llevaban dentro de ellos mismos por la violencia sufrida, por la villanía irrespetuosa por la que no habían podido pedir satisfacciones, por tratarse de ofensas infringidas por damas, era con mucho bastante más mortificante. Siguieron por la costa hasta la fortaleza de Gaeta. Cuando se desviaron hacia el interior, para rodear los grandes pantanos que hacían de baluartes naturales de los territorios del papa, ya era de día.

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LA JUSTA DE FONDI Llegaron a Fondi ya bien entrada la mañana. Era día de mercado y de justa. En el acceso a la plaza fortificada sobre la cual se desarrollaban todas las actividades de la comarca, desde el comercio hasta las inscripciones censales, se mezclaban los balidos de las ovejas con el griterío de hombres cargados de quesos, embutidos y jaulas llenas de pollos. Carros lentos, arrastrados por yuntas de búfalos o de bueyes, hendían la marca de rebaños y pastores que acrecentaban la congestión del trayecto hacia las murallas. Ulteriormente, dificultaban el avance los administradores, que estaban efectuando controles a diestro y siniestro, pidiendo cuentas de las mercancías y exigiendo tributos. Pocos soldados de caballería, protegidos por corazas de mimbre reforzado con pieles de cabra, vigilaban perezosamente todo aquel vaivén. La multitud, agolpada sobre el único sendero, no dio la menor señal de quererse apartar, a la vista de los caballeros, para cederles el paso. Ni los soldados dieron muestras tampoco de querer ayudarles a alcanzar su destino. Pero los templarios no aminoraron su andadura, manteniendo el trote, siguiendo una buena regla aprendida en Ultramar y dictada por la necesidad, frecuente en aquellos lugares, de atravesar rápidamente los mercados y las muchedumbres árabes. La experiencia les había enseñado que ralentizar el paso al cruzar una masa compacta de individuos significaba correr el riesgo de quedar bloqueados y no poder ya librarse, mientras que avanzar a velocidad media y sostenida garantizaba una razonable dispersión. La maniobra funcionó también en esta ocasión. Cuando los caballos estuvieron a pocos metros de la multitud, ésta, efectivamente, se abrió con rapidez, volcó y expandió por el declive un montón de redondos quesos. Una jaula de pollos se quebró y una orza de vino también se hizo pedazos, dejando derramar su contenido. Pero no hubo otros daños, y los siete jinetes pasaron piafando entre gallinas despanzurradas y charcos de vino, logrando de este modo alcanzar rápidamente las murallas. Los soldados a caballo, como subyugados a la vista de aquellos mantos blancos adornados por la cruz purpúrea del Temple, no se atrevieron a adelantarse para pedirles cuenta de aquella llegada imprevista. Así, en el curso de unos pocos segundos, Gunter y sus compañeros superaron el cuerpo de guardia y se detuvieron en el centro de la plaza. Bullían en torno los preparativos de la justa. Los carpinteros trabajaban para reforzar la empalizada que delimitaba el espacio dentro del cual se tendrían que enfrentar en torneo los caballeros contendientes. Activos escuderos aderezaban caballos e izaban las insignias. A juzgar por los estandartes, al menos siete u ocho concurrentes se iban a enfrentar en breve. ¿Por qué? Por algunos rebaños de ovejas, un buen lote de terreno cultivado o un viñedo, un poder completo de todas sus pertenencias humanas y animales, esto es, servidores y ganado en igual medida, y otros seductores bienes sobre los cuales se podía construir la fortuna de un caballero deshonrado y asegurarle un tranquilo porvenir de propietario terrateniente. Los templarios lo supieron por la propia voz de Martino de la Spiga, señor de Fondi, y de su preboste religioso Crescencio de las Tre Chiese, que acudieron a darles la bienvenida. Atónitos e incrédulos ante el honor que les suponía el paso de aquellas tierras de unos auténticos caballeros cruzados, provenientes de Tierra Santa, el castellano y el sacerdote se prodigaron en una patética sarta de homenajes y de sumisiones, que concluyó con el ofrecimiento de una hospitalidad incondicional y de todo cuanto pudiera servirles para proseguir su camino. –No sabemos agradeceros vuestra generosidad –respondió Gunter–, pero no podemos aceptar. No tenemos ni siquiera tiempo de bajarnos del caballo. Únicamente necesitamos pienso y provisiones. Hemos partido a toda prisa de Nápoles, sin poder acopiar provisiones, por causa de... Pero ésa es una larga historia. Tenemos que continuar. ¿Tenéis lo que necesitamos? –Caballero –dijo Martino–, hacednos el honor de participar en las justas con nosotros. Con lo que hay como premio de carreras os podréis proveer de todo cuanto necesitáis.

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–A nosotros no nos sirven para nada ni los rebaños de ovejas ni las fincas rústicas, sino únicamente bebidas y provisiones. ¿Tenéis de unas y de otras? –Participad en las justas con nosotros. Hacednos este honor y tendréis todo cuanto queráis. –Es imposible. No podemos batirnos con otros cristianos, ni siquiera por juego. Nuestras reglas nos lo prohiben, a menos que se trate de defender a un débil o a un oprimido. –¡Pero si aquí se trata precisamente de defender a un débil! –Intervino con tono resolutivo el preboste–. Está en juego el honor de una dama. La casta Ceprania de Esperia ha sido ofendida públicamente por Buro Sabino, el caballero más bruto de la comarca, que ha puesto en duda su virginidad burlándose de la honestidad de sus trajes. –¿Y nosotros qué tenemos que ver con eso? –Objetó Gunter–. ¿Qué tiene que ver el ultraje a esa tal Ceprania con un torneo en el cual están en juego rebaños y viñedos? –Tiene que ver en que el más temible de los contendientes, aquel al que, hasta ahora, se viene dando por seguro vencedor, es el propio Buro Sabino. –No, excúseme si os corrijo –intervino Godofredo–, pero las reglas de la caballería prevén un procedimiento completamente distinto en casos semejantes. Si una dama ha sido ofendida y alguien intenta descender al campo para defender su honor, es preciso que celebre el correspondiente y adecuado juicio. –¿Queréis decir una ordalía, un juicio de Dios? –Preguntó el sacerdote. –Sí, algo por el estilo. No se pueden mezclar las ovejas con la virginidad. Si se trata de defender la reputación de esa Ceprania, sólo por ella se debe combatir; pero no, desde luego, por unos trozos de tierra o unas cuantas cabezas de ganado. –Tenéis razón –admitió el preboste Crescencio–. Desde un punto de vista formal, tenéis verdaderamente toda la razón. Pero se da el caso de que no existe en toda la región un caballero que esté en disposición de enfrentarse a Buro. Su fuerza es tal que ni siquiera un toro enfurecido podría amedrentarlo. Por eso, este torneo ha venido a convertirse en un pretexto, quizá en la última ocasión, para ponerlo a prueba en un combate. –Pero ¿con quién, si nadie es capaz de enfrentarse a él? –Quizá el milagro de un poder, la codicia de poseer una viña y un rebaño, animará a alguno a descender al campo. –Por una propiedad, sí, y por el honor de una dama, no –reflexionó Gunter en voz alta–. Tenéis excelentes gentilhombres en estos lugares. Martino y el preboste se encogieron de hombros –Tenemos lo que tenemos –dijo con la cabeza gacha el señor de Fondi. León de Varazze tomó a Gunter por un brazo y le susurró algo al oído. –Pero ¿estás seguro de que se puede? –Preguntó Gunter, también en voz baja. –Completamente seguro. La situación es muy distinta de lo que parece. Las reglas no prohiben batirse; por el contrario, lo imponen, defender los derechos de un débil. –Pero nosotros nos batiremos por las provisiones. –Eso no cambia nada la situación. ¿Está o no está en juego el honor de una dama? –Sí, parece que sí. –Entonces, todo está en regla. El hecho de que haya un premio para el vencedor no cambia en nada las cosas. –De acuerdo, pero ¿qué vamos a hacer con las viñas y con las tierras? ¿Y con las ovejas? No podemos llevar tras de nosotros un rebaño. –Eso estaba yo pensando –dijo León, que se volvió al señor de Fondi y dijo–: Está bien; uno de nosotros aceptará luchar para reparar el ultraje sufrido por la señora Ceprania. Pero con una condición. –¡Todas las condiciones que queráis! –Se exaltó Martino, excitado ante la idea de poder contar algún día que había tenido a un templario en lucha en las justas de Fondi. –Nosotros no podemos llevarnos ni tierras ni sarmientos –continuó León–. Pedimos, pues, que el premio nos sea entregado en piezas de oro y plata a la partida. –Pero, ¿qué vamos a hacer con el oro y con la plata? –Bisbiseó Gunter. –Nos servirán para continuar el viaje sin problemas. Para el buen fin de nuestra misión. –Eres un maldito comerciante genovés.

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–Y tú un soñador amalfirano –replicó León en voz muy baja–. Yo hablo en interés de la Orden, pero eres tú quien debe decidir. –Es difícil –murmuró Gunter–. No está clara la cosa. –Combatamos y ganemos el oro. Eso lo simplificará todo. –De acuerdo –replicó León en voz alta. –De acuerdo –gritó Marrino radiante–. Recibiréis el premio, con tal de que uno de vosotros se arriesgue a combatir con Buro Sabino, en piezas de oro y plata. Los templarios no se apearon siquiera del caballo. Se limitaron, mientras los demás competidores se preparaban para el certamen, a hacer las cuentas para establecer cuál de ellos tenía que batirse en la justa. Le tocó a Dionigi, el más débil de la cuadrilla, que se encontraba casi exagüe por causa de los ayunos y de las mortificaciones físicas a las que se sometía desde hacía mucho tiempo en nombre de su idealismo. Delgado y enfermizo, presa fácil de los desvanecimientos imprevistos, Dionigi de Nanterre era el menos apto para resistir el empuje de Buro y de los otros pesados caballeros campesinos, que tenían más rabadanes que de gentilhombres. Pero, a pesar de todo, era un templario que había cazado el león de Ultramar y sembrado la muerte entre las hordas sarracenas bajo la insignia del Bausant. Así, por preocupante que resultase su candidatura, Gunter no intentó siquiera modificar la determinación de la suerte. Y también porque, tratándose de algo semejante a un juicio de Dios, interferir en el destino habría sido inoportuno y quizá contraproducente. La única libertad que se tomaron los templarios fue la de obligar a Dionigi a comerse algunos racimos de uva y a beberse una docena de huevos frescos, con el objeto de que recuperase algunas fuerzas. Lo que no era ciertamente forzar gravemente los designios divinos. Cuando se estaba tomando la séptima o octava yema, las tropas anunciaron la apertura del torneo. Lentamente, Dionigi condujo su caballo hacia la posición que le había sido designada. Estaba sobre la silla desde la noche presente. Ceprania de Esperia era una mujer de rara fealdad. Los cabellos negrísimos, recogidos bajo una rígida cofia decorada de perlezuelas multicolores, le caían por las mejillas mezclándose con la pelusilla del rostro. Un desaliñado corpiño de vellón le comprimía el seno deformándolo. El pecho derecho apuntaba hacia lo alto, desbordándose muellemente por el escote mal cortado. El otro cedía hacia el talle, bajo la apertura de un lazo desaliñadamente anudado. A la desarmonía general de las formas venía a unirse la asombrada vaguedad de la mirada, incierta y acuosa. Resultaba difícil establecer ad6nde exactamente estaba Ceprania dirigiendo los ojos, que, aunque muy móviles, el uno rotaba independientemente del otro, desvariando las pupilas hacia el exterior o recogiéndolas hacia la nariz con una repugnante fijeza. Era, en suma, tan repulsiva esta dama, que los templarios, a pesar de no estar habituados a este tipo de consideraciones, estuvieron de acuerdo en preguntarse con qué valor podría haberse tomado cualquier caballero la libertad de ultrajaría. No tuvieron, sin embargo, la menor dificultad en encontrar una respuesta a sus interrogantes, apenas vieron descender sobre el campo a Buro Sabino. De más de dos metros de alto y macizo como una encina, el campesino llevaba puesta una armadura de madera, puesto que no habría podido sostener el peso de una coraza metálica a su medida. Privado de espada y de cualquier otro tipo de arma afilada, blandía una clava reforzada con trozos de cadena y tachuelas puntiagudas. Tenía la cabeza muy pequeña, o así lo parecía en proporción con su extraordinaria complexión. Delgados eran también sus tobillos, sobre los que cargaba despiadadamente el desproporcionado peso de su cuerpo. Esto hacía que su paso fuese inseguro, entorpecido por ende por las espinilleras, asimismo de madera, y cuyos lazos parecían hender la carne. –Pero ¿dónde está su caballo? –Preguntó Gunter a Martino. –Buro combate a pie –respondió el señor de Fondi–. No hay una bestia capaz de soportar su peso. El torneo preveía tres niveles de combate.

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Al ser ocho los contendientes, habría cuatro encuentros para eliminar a los primeros cuatro caballeros. Después dos para eliminar a otros dos. Finalmente, el último, entre los que quedasen. Un sonido de trompa prolongado y estridente dio paso a la primera eliminatoria. Dionigi pareció como si no se enterase. Permaneció inmóvil, como adormecido en la silla, mirando para otra parte. Su adversario era un joven caballero de Anagni, que vino contra él al galope en medio de un torbellino de polvo. El frágil templario ni siquiera bajó la lanza. Aguardó a que el otro estuviese a su alcance, para desviar su golpe con un leve movimiento del escudo. A continuación, apenas se cruzaron, lo desarmó con un movimiento del codo, lo hizo rodar por tierra y continuó mirando para otro sitio. En el curso de unos pocos minutos, otros tres caballeros fueron tirados de sus caballos por sus respectivos adversarios. Quedaban, pues, en el campo cuatro contendientes, tres a caballo y Buro a pie. Ceprania de Esperia y las otras damas seguían el curso del torneo con trepidante participación, dando gritos y haciendo ondear los velos con que cubrían sus rústicos peinados. Tanto fervor ennoblecía un tanto el aspecto de la horrible Ceprania, que, ante el fragor de cada choque, se mordía los nudillos y emitía sofocados gemidos de excitación. Dionigi no dedicó más esfuerzos a la segunda contienda de los que había dedicado a la primera. Se limitó a hacer avanzar un poco, al paso, su caballo, distraídamente, y a esquivar la lanza de su adversario, para después golpearlo con el antebrazo enguantado de hierro sobre el cuello, según la técnica aprendida en las reyertas con los sarracenos en Tierra Santa. Ceprania y las otras damas se pusieron todas de pie, lanzando a diestro y siniestro gritos descompuestos. El adversario de Dionigi, que era un robusto luchador del Liri, caracoleó todavía durante algunos metros bajo el empuje de la carrera inicial y después fue a parar contra las vallas, en un fragor de metal y madera quemada. La excitación de las damas creció. Ceprania, prodigiosamente, se iba haciendo más y más bella. Ahora, Dionigi se había quedado ya solo en el campo con Buro. En torno a ellos se produjo un impresionante silencio. Buro permanecía inmóvil, con toda la espantable majestad de su mole sobrehumana, al lado del caballero que acababa de abatir. 'Dionigi dirigió su cabalgadura hacia el gigante. Después, como sí lo hubiese pensado mejor, retrocedió unos pocos metros. Después, desmontó de la silla y alejó de si al caballo, acariciándole el lomo. Dejó caer el escudo, se desabrochó el cinturón con la espada y se encaminó al encuentro de su adversario. Dirigió una mirada hacia Gunter y los otros templarios, como si quisiera asegurarse de que estaban allí, como queriendo decirles que no habría sido honroso enfrentarse a caballo con un adversario desmontado. Se fingió aburrido, quizá distraído, situándose a tiro del gigante. Y cuando estuvo a pocos pasos de él, le animó a golpearlo, volviéndole la espalda para saludar a Ceprania. Las mujeres aullaron, puesto que precisamente en aquel momento Buro había levantado la clava y estaba a punto de abatirla sobre Dionigi. Pero Dionigi no esperaba más que esto. Volviéndose de un salto, se arrojó a los pies del gigante, que, desequilibrado por el ímpetu del golpe fallado, rodó hacia delante. Dionigi, con las manos enguantadas de hierro, le golpeó en los tobillos, cortándole los tendones. Buro lanzó un grito bestial e intentó levantarse. Dionigi retrocedió un paso, situándose fuera del alcance de sus golpes. Ceprania, ahora estaba bellísima. Con un esfuerzo sobrehumano, al no poder recuperar la posición erecta, Buro se levantó sobre las rodillas, intentando alcanzar a Dionigi con sus golpes de clava. Dionigi retrocedió todavía más. Enfurecido por la rabia y el dolor intentó alcanzarle moviéndose a cuatro paras. Dionigi saltó y brincó en torno a él, riendo. Y todos los presentes rompieron a reír con él.

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Aún arrodillado, Buro era, de cualquier modo, más alto, mucho más alto e imponente que Dionigi. Y resultaba verdaderamente ridículo aquel gigante arrastrándose por la tierra, esforzándose por golpear a un caballero tan sutil y delgado como un sarmiento de vid. Ceprania lloraba de alegría. Como por virtud de un encantamiento, las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas y por el cuello hasta alcanzarle el seno parecían limpiar sus rasgos y regenerar su piel. Agotado por el esfuerzo y la humillación, ofendido por el templario que ahora ya le volvía la espalda, dirigiéndose hacia el extremo del campo, donde le esperaban sus compañeros, Buro Sabino lanzó otros golpes al vacío alocadamente y, finalmente, rodó por el suelo, golpeando desesperadamente el polvo con los puños. Cogió una piedra y la lanzó con fuerza, sin alcanzar a nadie. Ceprania tendió los brazos al cielo con tanta fogosidad, que la toca de vellón que llevaba sobre los hombros resbaló y cayó, mostrando toda la ubérrima gracia de su busto. Una dama, enloquecida de alegría, le arrancó la cofia de la cabeza y la arrojó lejos, mientras los cabellos se esparcían en torno a su rostro en un resplandor de ébano. Ahora, Ceprania no era ya la frágil criatura ofendida por la arrogancia de un invencible macho. Junto con el honor herido, el juicio de Dios le restituía una oculta y graciosa belleza. Reía, y alas de cuervo le enmarcaban el rostro. Los templarios no perdieron tiempo en preguntarse a través de qué suerte de brujería la horrenda señora de Esperia se había transformado en aquella dama bella y gentil. En el fondo, no era un prodigio tan sorprendente. Antonello acudió en auxilio del estupor general, con una balada en la cual se narraban historias intrincadas de bellísimos príncipes transformados en sapos, de sapos convertidos de nuevo en príncipes por un beso de amor, de damiselas encanecidas por un soplo de viento, de viejas rejuvenecidas por la mirada apasionada de un caminante. Se hacía necesario reemprender el viaje. Martino y el preboste Crescencio insistieron para que los templarios se quedasen por lo menos para el banquete de la noche. Gunter se excusó. Asuntos urgentes imponían reemprender la marcha inmediatamente. De las cuestiones administrativas inherentes a la recogida del premio se cuidó León de Varazze. Su desilusión fue tremenda cuando el señor Fondi, llevándolo aparte, le entregó una carta mediante la cual se comprometía a enviar a la Orden, en un próximo futuro, las piezas de oro pactadas. –Pero el compromiso –observó León– era que el premio fuese entregado a la conclusión del torneo. –No disponemos en nuestras cajas de semejante cifra –se excusó el señor Fondi–. Pero con esta carta estáis garantizados. En el transcurso de unos pocos meses recibiréis lo que os debemos. –En el transcurso de unos pocos meses estaremos lejos, muy lejos. –Por otra parte –explicó Marrino, mortificado–, aun cuando dispusiese de tanto dinero para poderlo entregar, tendría que reunir al consejo del feudo, escuchar el parecer de los legados, examinar las cuentas del tesorero. Y, para eso, habría de pasar muchos días, pues no se trata de operaciones sencillas... Con esta carta, por el contrario, podéis exigir vuestro crédito en cualquier momento. –Pero es que necesitamos el oro y la plata para llevar a término nuestra misión. Y tenemos que partir inmediatamente. –Y podéis partir. Partid, pues... Con esta carta es como si el oro y la plata os hubiesen sido ya entregados. Como si estuviesen ya en vuestras alforjas. Gunter se acercó para interrumpir aquel ruin regateo. –No importa. Aceptamos perder el premio, con tal de que nos suministréis lo esencial para el viaje. –Todo cuanto queráis –aseguró, con un suspiro de alivio, llevándose una mano al pecho. Martino de la Spiga. Ceprania, al enterarse de que los templarios se marcharían sin ni siquiera quedarse para la cena, fue presa de una aguda y repentina melancolía, que inmediatamente se transmitió a todas las otras damas. Volvió a recogerse su negra caballera bajo la cofia decorada de perlezuelas, se constriñó el seno bajo el juboncillo de vellón y se cubrió con los

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velos. Después, con un hilo de voz, rogó que le fuese al menos permitido besar al caballero que se había batido por ella contra el innoble Buro. Naturalmente, le fue concedido. Dionigi la dejó hacer, por más que le repugnaba aquel inesperado contacto con una mejilla femenina; pero, evidentemente, estaba señalado por las pruebas de la jornada. Por lo cual no resistió a la tensión de este ulterior riesgo. Así murió Dionigi, de un beso. Su cuerpo fue confiado, para las convenientes honras fúnebres, a la dama cuyo honor había rescatado. Todas las mujeres de Fondi, con la cabeza cubierta por un velo negro, se reunieron en torno a la de nuevo bella Ceprania y al preboste Crescencio, para tributar al templario Dionigi de Nanterre unas soberbias exequias. Gunter, León, Godofredo, Telmo, Cimbro y el menestral Antonello ya estaban lejos, al galope, sobre la ruta de Cassino. LOS HERMANOS ALBAÑILES DE CASSINO Después de haberlo encontrado en Tiro y en Chipre, Gunter volvió a encontrar al Bafomet tras las murallas de Montecasino. En abadía, lo menos tres monjes llevaban los nudos del cordón distribuidos en torno a la cintura según una orden que permitía el reconocimiento. Uno de ellos era el maestro albañil Valderigo de la Squadra, así llamado por el instrumento que señalaba cuáles eran sus funciones, y del cual no se separaba nunca, estando encargados de supervisar los trabajos para la ampliación de los lugares de oración en el monasterio. De hecho, Valderigo y sus compañeros trabajaban desde hacía años en la construcción de una auténtica catedral en el interior de aquella inexpugnable roca de la fe, que, por extensión y por la densidad de su población, podía considerarse, a todos los efectos, una ciudad. –Los libros podrán ser destruidos o robados, malentendidos expurgados. Basta una correría bárbara o un concilio para cancelar o reformar un evo entero de nuestra civilización. Pero las piedras no, las piedras no se dejarán expoliar ni malentender –dijo Valderigo a Gunter, mostrándole la ojiva en construcción de su catedral–. En las piedras permanecerá el único mensaje inalterable, la única información atendible sobre lo que nos queda del antiguo saber. –Oigo hablar en muchas lenguas –observó Gunter– y veo gente de todas las razas entre tus obreros. –También Salomón tuvo que recurrir a la mano de obra extranjera para la construcción del Templo. –¿Comparas tu iglesia con el Templo de Salomón? –Preguntó Gunter, con ironía casi despectiva. –No comprendo qué te hace volverte tan áspero, hermano. Tienes que haber sufrido mucho en estos últimos tiempos. ¿Qué es lo que te falta? –La Tierra Santa. Quiero volver allá. –La Tierra Santa está en todas partes, La cruzada está en Occidente tanto como en Oriente. ¿Lo comprendes? ¿Crees de verdad que vuestra misión ha consistido solamente en proteger a unos pocos millares de peregrinos deseosos de arrodillarse ante el Sepulcro? –Yo llevo a Tierra Santa dentro, como una enfermedad, y no consigo librarme de ella. Ayúdame. –Lee en la piedra, hermano. Mira este arco que se tiende hacia el cielo en espera de encontrarse con su sostén negativo, con el impulso opuesto, que le permitía sostenerse. Hemos construido más de setecientas iglesias en los últimos cien años. ¿Y tú hablas del Templo de Salomón? ¿Me preguntas con qué vanidad me permitía yo parangonar mi iglesia con el Templo de Salomón? Pero ¿con qué vanidad te permites tú comparar el templo de Salomón con mi iglesia? Europa entera está florecida de catedrales y de abadías. Mil cien han sido censadas en el año mil. Hoy son ya muchas más. Y continuarán creciendo, expandiéndose por todas partes. ¿Y tú me hablas de tu nostalgia por la Tierra Santa? ¡He aquí la Tierra Santa! Tú apenas acabas de llegar. Aquí está el Templo. Aquí está el sepulcro. Solamente tienes que darte cuenta.

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Gunter se dio cuenta, y no respondió. Valderigo continuó con dulzura: –Mira. Únicamente un edificio religioso puede dar informaciones precisas tanto sobre quién lo ha construido como sobre aquellos para quienes fue construido. Por esto es más importante que un libro. Pero no me malinterpretes. Nosotros damos mucha importancia a los libros aquí en nuestra casa. No hacemos más que recoger manuscritos y recopilarlos, traducirlos, encuadernarlos... –Basta, no me digas nada más –dijo Gunter, asiendo nerviosamente el cordón blanquinegro que llevaba en torno a la cintura–. No me digas nada más. Está todo muy claro. Valderigo calló comprensivamente, y lo acompañó a la celda en la que tendría que pernoctar. Aquí Gunter reconoció, en un bajorrelieve de proporciones diminutas, esculpiendo en el hueco de un ajimez, que en el lugar donde los dos arcos se encontraban sobre el capitel común de la única columna central, el Bafomet. No tenía nada que ver con el fasto de los simulacros venerados en las capillas secretas de los hermanos orientales. Era una estatuilla de la época romana, alisada por el tiempo y por los escalpelos de albañiles apresurados, situada junto a otras piedras para sostener el peso del ajimez. Representaba a Jano, la divinidad bifronte, que encontraba, por tanto, una colocación perfectamente natural para los fines arquitectónicos a los que había sido destinada. Además de a recoger manuscritos, según explicó Valderigo a Gunter, los benedictinos se dedicaban desde hacia tiempo a la búsqueda de los testimonios materiales de las civilizaciones pasadas: estatuas, cruces, fragmentos de templos. No quedaba gran cosa de la remota grandeza. Las ciudades blancas de otros tiempos habían sido transformadas en canteras de piedra para las edificaciones de las rocas, de los valles, de los castillos. Necesidades militares y alojamiento habían sustituido desde hacia tiempo a las puras urgencias de la belleza. Había sido necesario construir casas y fortalezas. Y para esto se desmantelaban templos, anfiteatros y arcos de triunfo. Nacían monasterios grises de los escombros de las ciudades blancas. Pero en las catedrales, sobre los campanarios y sobre las curvas de las cúpulas, estratos de piedra negra se alternaban con estratos de piedra blanca, reproduciendo idealmente el misterio del Bausant. Y de estas ruinas de piedra, de este magma de sueños despedazados, emergían señales y mensajes destinados a ser recogidos y recibidos (y salvados) solamente en parte. Como aquella efigie de Jano, de la divinidad romana en cuya doblez no era difícil para un iniciado reconocer el espíritu del Bafomet. Otros monstruos frecuentaron el sueño de Gunter aquella noche. Soñó con demonios y con ninfas de los bosques y de las aguas, de los negros abismos y de las altitudes airosas que todavía tendría que atravesar antes de culminar el cumplimiento de su misión. Experimentó la penosa sensación de que cuanto más se acercaba a la meta de su viaje tanto más aumentaba el camino que tenía que recorrer. Cuanto más se aproximaba la tierra de Francia tanto más lejana se la aparecía. El saquito de cuero que contenía el mensaje estaba siempre allí, sujeto al cuello, macerado por el sudor, por el viento y por la lluvia de la interminable cabalgada. Se aseguró de que estaba en su sitio, antes de sumergirse en el abismo del sueño. Se adentró por entre una doble hilera de árboles cada vez más tupidos. La hojarasca los sofocaba; las ramas lo engarfiaban. Y cuando ya no consiguió librarse, cuando la corteza y el musgo de los troncos lo abarcaron como en un abrazo, sintió la respiración y los labios de una mujer que le rozaban la nuca. Intentó separarse. Una ninfa arbórea, que era una misma cosa con la corteza de una encina, lo ciñó en su leñosa desnudez, soplando gemidos de viento y líquenes a través de los huecos arcillosos del tronco. Tenía los cabellos verdes, adornos de guirnaldas y vástagos, que se perdían por entre las trabazones de las ramas. Lo sacudió, tembló toda ella en su tentativa de estrecharlo con más fuerza, de acercar al rostro de Gunter sus ojos inundados de resma. Cayeron guirnaldas, hojas, telarañas y un nido. Huevos diminutos se hicieron añicos, expandiendo entre las raíces de las plantas su líquido rojizo. Gunter se liberó y corrió hacia un matorral espeso como una muralla. Lo atravesó sin preocuparse por las espinas que le arañaban la piel. Era como nadar por debajo del agua. Aguantó la respiración, hendiendo la barrera vegetal hasta que la hubo superado. Miró a lo alto. Ya no había ramas

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ni troncos. Se podía ver el cielo en toda su nocturna limpidez. Reconoció algunas estrellas, las mismas con las cuales estaba familiarizado en sus largas correrías nocturnas en Tierra Santa. Respiró, como quien aflora de un abismo liquido. Avanzó algunos pasos y sintió como si le faltara el terreno bajo los pies. Gesticuló en el intento de encontrar algo a lo que agarrarse. Se hundió. Era solamente un pantano, un tibio pantano fangoso. Pero se habría ahogado si dos robustos brazos femeninos no lo hubiesen sujetado. Gunter se dejó levantar del fango que ya le llegaba hasta los hombros. La criatura que lo había salvado lo arrastró hacia una orilla del estanque y allí lo solió, permaneciendo ella sumergida hasta el talle. Lo escrutó con grandes ojos acuosos, que a duras penas podían verse a través de la maraña de cabellos que le caían sobre el rostro. Gunter respiraba con fatiga. La criatura lo besó, soplándole en los pulmones una bocanada de aire cálido. Se acariciaron. Ella se acostó a su lado, acariciándolo con sus grandes y melancólicos senos. Una tristeza infinita se cernía sobre aquel abrazo lacustre. Demasiado débil para sustraerse a aquel abrazo y emprender la huida, Gunter dejó que la criatura se sumergiese más y más en sus inexplicables efusiones. Pero la melancolía dulce de aquel encuentro se transformó en disgusto para el pobre templario cuando sus manos, deslizándose ya por los flancos sumergidos de aquel ser, advirtieron el gélido contacto de viscosas escamas. La sirena, leyendo en sus ojos un horror instintivo y mal disimulado, se encogió en un suspiro de infidelidad que pareció el del chorro de un cetáceo. Le volvió la espalda y se zambulló, mostrando por un instante la aleta de la espalda, Agitó la cola como en un saludo, removiendo el agua, y se sumergió. Gunter se levantó con un esfuerzo y corrió por entre los vapores de aquel pantano desolado, sobrevolado de vez en cuando por míricos volátiles, mitad reptiles, mitad aves emplumadas, que lanzaban en su torno horribles y estridentes gritos. Apenas tuvo tiempo de levantar la mirada. Una quimera le venía al encuentro en vuelo rasante. Del cuerpo de leona, sostenido por unas inmensas alas angelicales desplegadas, se erguía un arrogante busto femenino, humanos hombros de domadora de caballos, brazos poderosos de cazadora de astros, cuello adornado con collares de perlas. Gunter escondió el rostro en la tierra. La quimera se le puso encima, obligándolo a volverse con una irresistible presión sobre la espalda. De nuevo un rostro de mujer. La quimera lo miraba fijamente con ojos atónitos de granito y nariz arrugada en una mueca de curiosidad, como hacen los grandes felinos cuando no saben morder o lamer, lacerar la carne o acariciarla con la lengua rasposa. La boca la tenía pintada, con todo el perímetro de los labios cubierto por una espesa capa de tierra roja, detrás de la cual, se entreveían unos dientes de marfil. Inmovilizado sobre el terreno, Gunter aguardó el mordisco fatal, tendiendo el cuello con la esperanza de que la muerte fuese rápida y segura, inmediata. Transcurrieron unos minutos interminables. Hasta que sobrevino algo peor que la muerte. Gunter advirtió con horror por si mismo, con un inmenso desprecio por su debilidad, que la presión de la bestia sobre su cuerpo era suave, que el cálido aliento del animal expandía en su torno promesas de inescrutable alegría, que la fuerza de aquellos brazos se desataba en una ternura infinita. La quimera sonrió, tendiendo los labios teñidos de rojo en una mueca circular, mórbida, mientras las mejillas se inflamaban en un imperceptible movimiento de estupor. Gunter se dejó arrastrar a una especie de irresponsable pereza. La quimera aflojó el abrazo para llevarse las manos a la cabeza y arreglarse, en un acceso de vanidad, los cabellos. Se los anudó sobre la cabeza, mostrando en toda su monstruosa majestad los gentiles rasgos de un heráldico rostro. Durante una fracción de segundo Gunter fue libre. Hubiera podido huir. Por el contrario, tendió a su vez los brazos y se agarró a la criatura, fuese mujer o leona. No le importaba. Una vez más, había cedido. Y era feliz, era tremendamente feliz por aquello que estaba sucediendo. Evitó hacerse preguntas. Era perfectamente consciente de que no se puede interrogar sobre los sueños desde el propio interior del sueño. Se daba cuenta de que cualquier distracción, cualquier curiosidad racional sobre lo extraño de aquella aventura –como

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preguntarse por qué siempre las criaturas femeninas de sus sueños fuesen todas así, sólo parcialmente humanas–, hubiese interrumpido repentinamente el curso de esa aventura. Sabia que se puede volar en sueños únicamente a condición de no preguntarse acerca de qué significaba volar en sueños. La quimera fue sacudida por un estremecimiento y agitó las alas. Gunter se sintió levantado. La quimera lo sostenía por las axilas y él le estrechaba a ella la cintura. Volaron. Hasta que el desenfrenado galope de un caballo no rompió la blanda quietud de las nubes en las cuales se habían refugiado. Abelcain, caballo manchado blanquinegro, venía a su encuentro relinchando y hendiendo las nubes. La quimera tuvo un movimiento de irritación, como si comprendiera que aquel caballo venía a llevarse a su caballero. Rugió, se lamentó, quizá lloró. Mostró las garras. Pero ¿de qué sirven las garras de una fiera en un sueño? Se irguió, pues, en una posición que expresaba toda su noble importancia, ostentando sus inútiles garras. Y así permaneció, inmóvil y rampante, como estampada en un escudo. Gunter, a quien ya nadie sostenía, se precipitaba. Abelcain lo tomó en su silla, antes de que llegase al suelo. Así, cabalgando los colores del Bausant, el templario se precipitó hacia el despertar. LA DAMADIÓS, SEÑORA DE LA SANTA SANGRE Quizá únicamente con la música es posible producir algo semejante a los mensajes que se acostumbra a dejar en las piedras de las catedrales –observó en voz baja el maestro Valderigo, escuchando con Gunter las notas que se elevaban del coro de la capilla durante la primera función de la mañana. Faltaban dos horas para la salida del sol. Dentro de poco, los templarios tendrían que reemprender el camino –Estos sonidos no podrán ser borrados –continuó–, como los números que regulan la distribución de los pesos del ábside sobre las columnas. Son las únicas normas que ningún concilio podrá derogar, que ninguna bárbara reforma podrá extinguir. Un arco siempre será un arco. Nunca se podrá construir del revés. Un canto siempre será un canto. No se podrá recomponer invertido el orden de las notas. Cambiarán las plegarias, cambiarán las leyes. Cambiarán las banderas y las fronteras de los estados. Nadie se atreve a admitirlo, pero nuestra civilización no sobrevivirá más que en la piedra y en la armonía de la música. Valderigo no respondió. Media hora después, los templarios aseguraban las cinchas de las sillas bajo el vientre de sus caballos. –Cumple con tu parte, hermano, cuando se trate de cambiar el mundo –dijo Valderigo a Gunter, abrazándolo y apretando los nudos que llevaba en la cintura. –¿Mi parte para cambiarlo o para conservarlo? –Preguntó Gunter, apretando a su vez en el brazo los nudos del cordón monacal de Valderigo. –Como te dicte tu conciencia y las reglas del venerable Bernardo –respondió Valderigo–. Hay momentos en los cuales se debe luchar por conservarlo. Hasta aquí has obrado bien. Pero te queda mucho camino por recorrer para el cumplimiento de la obra. Valderigo hablaba como un vidente. Y Gunter se dirigió a él como a un vidente. –¿Volveré a Jerusalén? –Le preguntó en un rapto de aprehensión. –No, no hay razón para ello. La Damadiós tiene necesidad de sus hijos más devotos aquí, en la marca de Europa. La santa ciudad de Jerusalén está ya perdida. Es aquí donde la Damadiós reclama a los caballeros dispuestos a verter su sangre en nombre de la verdadera fe. La ley está conservada en el Arca. Y el Arca ya no está en Jerusalén. –¿Quién es la Damadiós? ¿Y quién lo sabe? La Damadiós, la Señora de la Santa Sangre, la esposa de Cristo... ¿Quién lo sabe? Te lo explicarán mejor los hermanos de Tolosa y Montsegur. Pero tú acuérdate siempre de una cosa... Hizo una pausa. –¿Qué cosa? –Preguntó Gunter. –Ya no hay nadie que defender en Tierra Santa. El destino del Temple se cumple en esta parte del transmonte.

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–Adiós. Gunter montó en la silla y, sin volverse, apretó suavemente con las espuelas los flancos de Abelcain, procurando no hacerle daño. La noble bestia manchada emprendió el paso con indolente regularidad. León, Godofredo, Telmo, Cimbro y Antoncillo, que se habían mantenido a distancia durante la conversación de despedida entre Gunter y Valderigo, tiraron de las bridas y se pusieron a su vez en camino lentamente. Roma apareció ante ellos de improviso, apenas hubieron superado las colinas Albanas, después de muchas horas de cabalgada sostenida. Estaba allí delante, bien visible, a unas pocas leguas, ciudadela minúscula y grande como una aldea primordial. Mucho más pequeña, mucho más terrena, mucho más lóbrega y sombría que Jerusalén. Sofocada por las colinas y por el verde malsano de los bosquecillos alquirranosos, a pesar de estar iluminada por los resplandores rojizos de un sol ya declinante, Roma se presentaba como una mera bastante modesta. La blancura de los capiteles destrozados y los muñones musgosos de los acueductos ruinosos no le conferían precisamente una especial majestad. No ofrecía una dignidad, dijo Gunter para sí, que estuviese a la altura de su papel de mística morada del vicario de aquel Dios por el cual toda una civilización se estaba desangrando en Ultramar. Gunter no se dejó seducir una vez más por la nostalgia de Tierra Santa, que ya había conseguido controlar, pero no pudo menos que preguntarse por qué alguna vez un hebreo palestino se tuvo que hacer cargo de todos aquellos pecados de gentes completamente extrañas para él, interfiriendo en el orden por él constituido y desquiciándolo, hasta elegir la ciudad madre de los antiguos dioses como domicilio propio. ¿No habría sido más consecuente elegir Jerusalén en vez de Roma, se preguntó, como centro de la nueva religión universal? Se entretuvo dando vueltas en la cabeza, con perezosa complacencia, a estos pensamientos que no sabia si rozaban la inocencia o la herejía. Hurgó en los desordenados estantes de la memoria, entre los fragmentos de las parciales nociones clásicas aprendidas de los preceptores en la adolescencia, intentando reunir las teselas de una cosmogonía espectacular. Recorrió en pocos segundos el itinerario intrínseco de los supremos mitos paganos, se perdió en la pacotilla religiosa grecorromana, donde dioses y semidioses jugueteaban con sátiros y ninfas, pero también con los astros y los carros del sol. Por lo poco que sabia de ello, encontró la fábula sencillamente maravillosa y volvió a preguntarse cómo todo aquello se había podido dispersar en tan breve tiempo por la determinación de un profeta proveniente de comarcas remotas que no había encontrado nada mejor para deificarse que dar de beber a los otros su propia sangre. Pero quizá el misterio estaba precisamente allí, en la santa sangre. Pero ¿quién sería la Damadiós? ¿Quién será, se preguntó, esta esposa de Cristo que reclama a sus cruzados de Tierra Santa venir a Occidente? Reflexionó durante unos segundos sobre las palabras de Valderigo, sin sacar ninguna conclusión. Después recordó los ultrajes rituales a la cruz a los que había asistido en la casa templaria de Candia ¿Se trataba únicamente de afrentar al instrumento que había servido para la tortura de Cristo, como le había sido explicado, o era otra cosa? ¿No se trataba, tal vez, de rechazar la basta cristolatría de los devotos corrientes, para buscar el acceso a estancias espirituales más elevadas? ¿Y a qué precio? Por pura y simple asociación de ideas, mientras iba perdiéndose cada vez más en el dédalo de su inane curiosidad, le volvió a la mente la muerte del fiel Simón después de la iniciación al Bafomet en la cripta de Tiro. Caballero intrépido y alegre, templario de segura fe, Simón de Domremy había salido de aquella prueba con el rostro señalado por el desvarío que se parecía mucho a la demencia. Como si desde aquel momento esperanza, inteligencia y alegría hubiesen sido irremediablemente canceladas de su vida. Los cabellos negrísimos se habían vuelto blanquecinos. Hasta el bronceado de la piel, al que años de guerra en el desierto habían conferido una dignidad morisca, había quedado inexplicablemente transformado en una repentina palidez terriza. Y había muerto, en el transcurso de una noche, a causa de una fiebre desprovista de aparentes razones. Balidos de ovejas y reclamos de pastores lo sacaron de sus confusos pensamientos. Un rebaño atravesaba el camino impidiendo el paso a los cinco templarios y al menestral Antonello. Hombres y perros se afanaban por mantener unidos a los animales mediante gritos y ladridos.

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–¿Adónde vais, buena gente? –Preguntó Antonello a los pastores. –A Roma. –Van a Roma –repitió Antonello mirando a Gunter–. Mañana debe de ser día de mercado. –Lo he oído –gritó Gunter–. Ve con ellos. No son caminos para recorrerlos solos por de noche. El rebaño siguió adelante en medio de una nube de polvo, sudor y requesón. –¿Vosotros no venís? –Preguntó Antonello. Gunter sacudió la cabeza. –¿Vais a perder la ocasión de ver al papa por una vez en vuestra vida? –No hay nada que ver en Roma –intervino León, inquieto y apresurado–. Tenemos que irnos de aquí; alejarnos rápidamente de esta ciudad. –Es una ciudad bellísima –insistió Antonello, como herido en su orgullo–. ¿Cómo puedes decir que no hay nada que ver en Roma? –No hay nada en Roma –rebatió fríamente León–. Ni siquiera un rastro del sepulcro. Antonello estaba a punto de replicar, pero Gunter, dulcemente, le hizo señas para que callase. –¿No querías volver a ver Roma? Hela aquí –dijo con una media sonrisa–. Nosotros debemos proseguir. No tenemos tiempo para detenernos. –¿Entonces debo irme? Gunter asintió. Antonello tenía lágrimas en los ojos, como prendido por una emoción desproporcionada respecto a lo que era un simple adiós entre caminantes. –Ve, Antonello –añadió Gunter–. Vamos, corre; si no, vas a perder de vista a los pastores y te vas a quedar solo. –De acuerdo, caballero –dijo Antonello, sin mirarlo cara a cara–. Os cantaré un ritornello de adiós, a guisa de saludo. Y comenzó a cantar: ‘Hemos llegado finalmente a la Roma mía, pero no beberemos juntos en la hostería. Al deciros adiós se me parte el corazón que casi lloro de dolor. De no ser por vosotros, quién sabe dónde estaría segura mente nunca habría retomado aquí. Adiós, hermanos, la obra est acabada y también se ha acabado esta cabalgada.’ Fue interrumpido por un fragor como de cacharros rotos. –¡Atentos! –Gritó Gunter–. Algo sucede. Godofredo rodó por tierra con un ojo atravesado por una flecha. Un batallón de soldados irrumpió procedente de los matorrales, intentando rodear a los templarios. Antonello, con las mejillas inundadas de lágrimas, tiró de las bridas y les volvió la espalda, galopando hacia el rebaño. Telmo de Stratford, que estaba junto a él, hizo voltear la maza claveteada y se la lanzó. Golpeado entre el cuello y el hombro derecho, cayó de la silla en medio de un charco de sangre, con un crujido de huesos rotos al tiempo que lanzaba un inhumano aullido de dolor. –¿Por qué? –Gritó Gunter con furor bestial, corriendo en socorro del menestral–. ¿Por qué a él? –¡Nos ha arrastrado a una emboscada! ¡Maldita sea Roma! –imprecó Telmo, desenvainando la espada. –Así es, Gunter –bramó León–. El menestral nos ha traicionado. –¡Atención! –Y Cimbro desvió con el escudo un golpe de alabarda dirigido contra la nuca de Gunter. Los cuatro templarios se arracimaron juntos, hombro con hombro, tendiendo las espadas en su torno. Los guerreros que les atacaban, treinta o cuarenta, cayeron sobre ellos con la arrogante seguridad de la superioridad numérica.

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Eran hombres toscos y rudos, recubiertos de gruesas bandas de hierro, más adiestrados en las milicias policiales entre las señorías locales que en los combates a campo abierto. Se detuvieron sorprendidos cuando los de la primera fila cayeron con las piernas fracturadas. Los templarios les habían herido con sus golpes las rodillas y pantorrillas. –¡No por mi gloria, Señor! –Gritó Gunter. –¡No por mi gloria –respondieron los otros tres–, sino por la tuya! Y mientras Gunter corría adelante, los otros se abrieron en torno como las garras de un ave rapaz. Desconcertados, espantados, los soldados intentaron detenerse todavía, sin volver la espalda. Tropezaron, resbalaron, se entrelazaron entre ellos rodando a los pies de los templarios. Fueron ultimados a golpes de lanza y de espuelas, decapitados, mutilados. No quedaron más que cinco o seis supervivientes, que intentaron huir, buscando refugio en las sombras de la noche. Fueron perseguidos por Cimbro, Telmo y León de Varazze, con ojos avezados a las incursiones nocturnas en las callejuelas de las ciudades sarracenas, que los descubrieron entre los matorrales y los degollaron como los lobos degüellan a las ovejas. Gunter, enfundada la espada, se inclinó sobre el cuerpo de Antonello. El menestral agonizaba. –¿Por qué Antonello? –Preguntó, limpiándole la sangre que le inundaba por completo–. ¿Por qué lo has hecho? –Por voluntad de Dios, caballero. También yo soy un soldado. –¿Soldado de Cristo como nosotros? –No, caballero, no como vosotros. Yo soy soldado del papa. En torno se había hecho el silencio. Los gemidos de los soldados que habían caído rodando por tierra se habían ido apagando y definitivamente disolviendo en el aire frío de la noche. Cimbro, Telmo y León volvían de entre los matorrales y llegaban junto a Gunter. –¿Qué pretende el papa de nosotros? –Preguntó Gunter–. ¿Por qué nos has arrastrado a esta emboscada? –No lo sé, caballero. Yo solamente quería volver a Roma. Tengo tantos antecedentes penales que me esperaba la pena de muerte. –Y, ya ves, la has tenido. –Ha salido mal. Me habían prometido que si os acompañaba hasta aquí, si hubiese señalado vuestra llegada, hubiese sido indultado. Podría morir en Roma, en mi lecho. –Pero ¿qué querían de nosotros? –No lo sé, caballero, os lo juro. Yo solamente tenía que señalar vuestra llegada. –¿Y cómo podían saber que llegaríamos justamente aquí, y esta noche? –Tienen agentes por todas partes. El último de ellos contactó conmigo en el monasterio de Cassino, esta mañana. Pero otros también en Nápoles, en Fondi... Gunter se incorporó. Dio unos pasos. Añadió: –Dadle los sacramentos –dijo volviéndose a los otros, que eran monjes, además de guerreros–. Después de todo, es un cristiano. León asintió y se inclinó sobre Antonello. –Caballero –llamó Antonello. Gunter se volvió –Caballero, como ves, te he servido. Ahora ya sabes que no te debes fiar ni siquiera del papa. Sonreía. En el fondo, al traicionar a su buen templario, le había rendido un servicio. Algo que le servía por lo menos para mitigar aquella punta de remordimiento, de nostalgia por su amistad, que seguramente le atormentaba ante la extrema experiencia de la muerte. Antonello y Godofredo fueron sepultados juntos, como caballeros cristianos incidentalmente caídos en el interior y en el exterior de las murallas del mismo castillo. Por mucho que había avanzado la noche, los templarios decidieron reemprender el camino. LAS BRUJAS PERFECTAS DE CARCASONA Se embarcaron en Civiravecchia a bordo de una coca pisana, un mercante de velas cuadradas con un vientre ancho y plano, en el que podrían encontrar espacio suficiente los

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caballos, el heno y una enorme cantidad de mercancías. La navegación era muy lenta, a través de un mar sin incógnitas, sin riesgos, sin historia. Atormentados por interminables días de aburrimiento y noches de insomnio, fortalecidos únicamente en su paciencia, los cuatro templarios fondearon en Marbella una tediosa mañana de lluvia. Se sometieron con admirable resignación a los controles aduaneros de celosos funcionarios, decididos a dar al traste con el vergonzoso tráfico de reliquias provenientes de Turquía y de Grecia. Justamente en aquellos días, en efecto, las autoridades eclesiásticas se habían dirigido a príncipes y soberanos que controlaban las arribadas a puerto, lamentando un insólitamente excesivo comercio de clavos de la cruz, místicos prepucios, plumas de las alas del arcángel San Gabriel, huesos y despojos momificados de mártires cristianos y otras cosas por el estilo. En particular, se había desatado la alarma con el descubrimiento de una sospechosa compraventa de objetos de San Lucas, al mismo tiempo en Nápoles, Valencia, Barcelona, Milán, Brescia, Venecia y hasta París. En tal cantidad, que ni siquiera recurriendo a las más milagrosas justificaciones se habrían podido rebatir las sensatas objeciones derivadas de los más elementales conocimientos anatómicos de la época. Habían existido inquietantes precedentes: cuatro cabezas y ocho brazos de San Blas, adquiridos por párrocos de Nápoles, Montpellier, Orberello, Capua, París, Compostela y otros centros menores; senos de Santa Águeda vendidos en Catania, Roma, Siponro y París; un frasco lleno de lágrimas de Jesús y varios envoltorios con sobras de la última cena repartidos entre el convento benedictino de Vendome y otras ilustres abadías de la cristiandad. No había tampoco convento de la costa, desde Cádiz a Parras, en el cual no estuviesen disponibles ampollas con leche de María y cabellos, kilómetros de cabellos rubios o morenos, de tal o cual virgen cristiana. La situación se había hecho cuanto menos embarazosa. De aquí las investigaciones, los controles, el requerimiento por parte de las autoridades eclesiásticas de un mayor rigor aduanero. Pero sin éxito, salvo algún que otro golpe espectacular por parte de investigadores obstinados, como el secuestro de los despojos de los cuarenta mártires de Sebastián, al mismo tiempo en Brescia y Constantinopla. Particular preocupación había provocado en los ambientes episcopales el descubrimiento de una partida de sábanas santas vendidas en Besanon, Compiégne, Lisboa, Turin, Carcasona y, finalmente, en Roma, donde, una vez adquirida, había empezado a ser objeto de culto. Pero ni siquiera un escándalo de tales proporciones, sobre el cual, por otra parte, el buen sentido aconsejaba callar, había servido para contener de ninguna manera aquel innoble aunque inocuo comercio. Gunter y sus compañeros perdieron horas preciosas en espera de que las pesquisas llevadas a cabo en el barco se terminasen. Solamente después de mediodía, finalmente, les fue consentido dejar la nave con los caballos, montar en la silla y atravesar la valla fortificada del puerto. Había cesado de llover. Un pálido sol brillaba sobre el camino de Toulouse. Fortalecidos por el ocio forzado de la travesía marina, los cuatro templarios cabalgaron ininterrumpidamente durante todo el día y la noche siguiente; sobrepasaron Montpellier y se adentraron en el Languedoc, en dirección a Carcasona, donde su misión debería tener su término. Dejaron transcurrir sobre la silla otra jornada entera, sin advertir la más mínima fatiga, habituados como estaban a interminables marchas de semanas y semanas por el desierto. Comían carne seca y bebían de las botas de cuero sin descender del caballo. Dormían sin dejar de cabalgar, en una especie de duermevela consciente, que en ciertos casos les hacía evocar fragmentos de sueño y confortantes visiones. Si algún caballero advertía el cansancio más que otro, un segundo caballero montaba detrás de él sobre la misma bestia y lo sostenía durante el tiempo indispensable para su descanso. De este modo, Gunter y sus tres compañeros recorrieron sin detenerse la campiña de Beziers, de Narbona y de Minerve, alcanzando las proximidades de la meta. Estaban atravesando un último tramo de bosque, a pocas millas ya de las redondas torres de Carcasona, cuando advirtieron en el aire un canto tenue como un lamento, melancólico y dulce. Aflojaron el paso y, a pesar de las tupidas sombras nocturnas, abandonaron el sendero para dirigirse hacia el reclamo. Avanzaron con circunspección extrema, entre raíces y espesos matorrales, hasta que la cantinela se hizo más distinta y apareció ante sus ojos un claro ligeramente iluminado por antorchas.

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Era un espacio angosto, que en los siglos pasados había hospedado probablemente un templete romano o un altar de sacrificios céltico. Por todos los alrededores había esparcidos fragmentos de columnas, piedras dispersas de forma geométrica y troncos cortados como queriendo delimitar un círculo. Y, en el centro, un capitel abatido, enguirnaldado, junto al cual cuatro muchachas danzaban con movimientos lentos, unidas por las manos y sacudiendo levemente la cabeza. Anduvieron así hacia adelante, girando en redondo y pronunciando incomprensibles letanías, hasta que una de ellas lanzó un alarido de pájaro, rompió la cadena y comenzó a agitar los brazos como si estuviera a punto de echar a volar. Otras mujeres, algunas de ellas encapuchadas, o por lo menos protegidas por negros mantos, salieron fuera de los árboles y las rodearon. Así cantó la muchacha, simulando el vuelo de un pájaro: Como una tórtola huye en primavera, yo volaré llorando en la noche, clamando el nombre de mi Señora para que me haga volver a la morada. Las otras la agarraron hasta inmovilizarla, cantando a su vez: Como rapaces, nosotras te seguiremos y te daremos despiadadamente caza hasta que en el nombre de Nuestra Señora no hayas vuelto a la morada. Privada de sentido, la muchacha fue llevada de allí. La segunda irrumpió en el circulo, comportándose más o menos del mismo modo. Imitaba también los movimientos de un animal pequeño, y cantaba de esta forma: Como un topo en el trigo del estío, lanzan en torno gritos desesperados, clamando el nombre de mi Señora para que me haga tornar a la morada. Una vez más, las otras la agarraron hasta quitarle la respiración cantando a coro: Como felinos, nosotras te buscaremos, y dondequiera que vayas te descubriremos hasta que en el nombre de Nuestra Señora no hayas vuelto a la morada. Fue llevada de allí como la primera. Entró una tercera en el círculo y cantó: Como loba de otoño sin amos sollozaré entre los arbustos de moras, clamando el nombre de mi Señora para que me haga volver a la morada. Todo siguió desarrollándose del mismo modo. Cantaron las otras, envolviéndola como si la quisieran capturar. Como perros que siguen el rastro, nosotras no te perderemos jamás de vista hasta que en el nombre de Nuestra Señora no hayas regresado a la morada. Cantó la última, saltando de un ángulo a otro del descampado. Como una rana que remonta el río de invierno, ir gimiendo entre las espuelas clamando el nombre de mi Señora para que me haga volver a la morada. Las otras la rodearon, contoneándose a sus pies, hasta hacerla tropezar y caer entre ellas: Como serpientes nos pondremos junto a ti, siempre dispuestas a interrumpir tu canto hasta que en el nombre de Nuestra Señora hayas regresado a la morada. Cuando estuvo concluida la cuarta exhibición, y con ella fue cerrada la representación animal de las cuatro estaciones, la inmensa tristeza y el sentido de opresión que había caracterizado toda la ceremonia se desataron en una alegre euforia. Las muchachas que habían recitado de vez en vez la fuga de la tórtola y el pánico del topo, la

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infelicidad de la loba y el extravío de la rana, corrieron nuevamente hacia el centro del círculo, uniéndose con las manos con todas aquellas que, por el contrario, habían representado el papel de perseguidoras. Algunas llevaron una ancha cacerola de barro cocido y la apoyaron sobre el capitel despedazado: estaba llena de un líquido ambarino y humeante, probablemente vino caliente, en el cual floraban pedazos de frutas y manojos de hierba. Sirviéndose de un cazo común, cada una de ellas se escanció una o más veces en un tazón. Todas bebieron. Después, lanzando gritos de alegría, volvieron a danzar en círculo; pero mucho más alegremente, mucho más frenéticamente que al principio. Desde las sombras, los cuatro templarios seguían la escena en silencio, conteniendo hasta la respiración, como si fuesen cortezas de árboles y musgo, ramas y frondas del bosque en el cual se ocultaban. –¿Qué hacemos? –Preguntó Cimbro en voz baja–. ¿Intervenimos? –¿Cómo vamos a intervenir? –Dijo Telmo–. ¿Y por qué? –Forma parte de nuestros deberes defender la fe dondequiera que sea puesta en cuestión. –No me parece que aquí se esté poniendo en cuestión la fe. –¿Cómo que no? Esto es brujería. –Son solamente muchachas que se divierten –les interrumpió Gunter–. Guardad silencio, o terminaremos por aguarles la fiesta. –Si se trata de una fiesta –suspiró León–, ¿por qué no participamos también nosotros? Ese vino caliente debe de estar buenísimo. –Pero ¿quién es la Señora? –Insistió Cimbro–. ¿Quién es esa oscura divinidad femenina a la que las muchachas invocan con tanta devoción? –Dejad ya de hacer preguntas –dijo Gunter. Las muchachas continuaron danzando, cada vez más vertiginosamente. De tanto en tanto se detenían para volver a beber. Una de ellas se apartó hasta un ángulo, con una bandeja colmada de tortas. Todas se arrimaron en torno a ella dando gritos de alegría, alabando la forma y el sabor de aquellos dulces calientes, que denotaban el apasionado celo de quien los había preparado. Eran panes guarnecidos de uvas pasas y de azúcar, con mermelada y especias, cortados en forma de luna, de estrella o de triángulo. Los templarios observaron a pocos metros de distancia. Las mujeres comían y reían. Después comenzaron de nuevo a cantar y a danzar en círculo. Algunas acompasaban el tiempo batiendo sobre tamboriles de piel o soplando en delgadísimas cañas agujereadas. La fiesta siguió adelante en un crescendo de euforia juvenil, hasta que una de ellas le hizo una seña a las otras para que se detuviesen. Se hizo en torno un gran silencio, y la mujer habló, volviéndose hacia las sombras de las vallas circundantes: –¿Cuánto tendremos que danzar todavía, caballeros, para que os decidáis a salir de vuestro escondite? Una vez más, algunas mujeres, bellas y arrogantes, intentaron poner en situación embarazosa a los templarios. En Nápoles lo habían conseguido las señoras de la corte de amor, constriñéndolos además a emprender la fuga. Pero esta vez, aun cuando había sido cogido por sorpresa, Gunter estaba preparado. Y no lo habría permitido. La única cosa, para replicar a su arrogancia y a su belleza, se dijo, era mostrarse igualmente bellos y arrogantes. Algo que, para cuatro caballeros con blancos mantos con cruces bermejas, que regresaban de Tierra Santa, no debía resultar difícil. El espíritu con el que había que enfrentarse a aquellas mujeres era en el fondo el mismo con el que había que enfrentarse a una horda sarracena. Era, en suma, el espíritu del Bausant: humildes y cándidos como corderos con el hermano, terribles y orgullosos con los infieles. De otro lado, un tanto infieles, teniendo en cuenta la rareza de sus juegos nocturnos, si que debían serlo aquellas muchachas. Gunter salió de entre los matorrales con paso seguro y mirada despectiva, con el manto orgullosamente sostenido sobre los hombros. Sus tres caballeros lo seguían de cerca, con circunspecta altanería, bellísimos con sus armaduras y tremendamente arrogantes. –Henos aquí –dijo Gunter–. ¿Qué queréis de nosotros? –No, decid más bien qué queréis vosotros de nosotras –replicó la muchacha, y todas las demás rompieron a reír–. Sois vosotros quienes estabais escondidos espiándonos.

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–Escucha, tortolita... –respondió Gunter frunciendo el ceño–. Nosotros no espiábamos a nadie. Tú y tus amigas, más bien, sois quienes espiáis en la noche, imitando lobas y ranas, topos y pájaros. –Nosotros hacemos aquello que nos parece mejor. No debemos explicaciones a nadie. –Nada de eso, nada de eso. Con los tiempos que corren, vosotras nos debéis un saco de explicaciones, porque nosotros somos caballeros cruzados y tenemos todo el derecho para investigar sobre lo que está sucediendo. Sin embargo... –¿Sin embargo, qué? ¿Sobre qué queréis investigar, caballeros? ¿Sobre el hecho de que algunas muchachas se divierten de noche y algunos hombres se esconden para espiarías? ¿Sobre el hecho de que, una vez descubiertos, estos hombres intenten justificarse con extravagantes explicaciones? Tú no conoces esta tierra. –¿Por qué? ¿Qué tiene de especial esta tierra? ¿No es una tierra cristiana? –Claro que sí, claro que sí; lo es. Pero aquí vive un pueblo libre y cortés, que gusta de divertirse y no hacer preguntas ni que se las hagan. ¿Hacemos un pacto? –¿Qué tipo de pacto? –Nada de diabólico. Vosotros dejáis de hacernos preguntas y nosotras tampoco os las haremos a vosotros. Tenemos tortas y vino caliente. ¿Queréis compartirlos con nosotras? Gunter vaciló: miró a los otros. Tuvo la impresión de que estaban de acuerdo, a pesar de su compostura, un tanto distante. Asintió. Las muchachas batieron las palmas y se reunieron en torno a los cuatro templarios. Ellos se desciñeron las espadas y las soltaron en tierra, en señal de tregua y de descanso. La rana saltó para colocarse al lado de Cimbro. La loba ofreció a Telmo una torta en forma de estrella y vino. La topo se tumbó a los pies de León. La tórtola, aquella que había conducido la conversación y el pacto con Gunter, le ofreció de beber en una ancha copa sobre cuyo borde era legible una extraña inscripción: Qui bien beurra Dieu voira Qui beurra tota d'une baleine votra Dieu el la Madeleine. –Quien beba bien –dijo Gunter, llevándose el tazón a los labios–, verá a Dios... –Quien se lo beba todo de un trago –le ayudó a proseguir la muchacha–, verá a Dios y a la Magdalena. –No vale –sonrió Gunter, con una punta de sarcasmo–. No rima. Gunter bebió, saboreó, volvió a beber. –Quien beba sin pausa –dijo la muchacha–, verá a Dios y a su esposa. ¿Está bien así?. Si, la rima está bien, pero ¿qué significa? La muchacha se encogió de hombros. –Es solamente una inscripción convivial. Una invitación a beber. –Y yo la acepto. Sírveme más. La muchacha le escanció. Gunter bebió. Alboreaba. En torno, la hierba estaba cubierta de rocío. La muchacha tuvo un estremecimiento De frío. Gunter, abrió su manto y la protegió cálidamente –¿Cómo te llamas? –Perfecta. –¿Y lo eres? –No, ciertamente. Pero tú llámame imperfecta. Así no te llevarás ninguna desilusión. –Yo me llamo Gunter. –¿Y cómo os llamáis entre vosotros? –Hermanos, solamente hermanos. –¿Y lo sois? No hablaron más. Se defendieron de la luz del sol naciente hundiéndose entre los pliegues del manto, hasta cubrirse el rostro.

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–¿Quién es la Señora? –Preguntó Telmo a la muchacha loba. –La Señora es la Señora –respondió ella–. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué te importa? –¿Por qué la invocáis? –Nosotras no invocamos jamás a nadie. Evocamos, que es distinto. –¿Qué diferencia hay? –La misma que entre el amén y el nema. ¿Comprendes? –No. –Entre el blanco y el negro, entre el calor y el frío, entre las tinieblas y la luz... –He comprendido, sí. También yo conozco algo por el estilo. –No lo bastante, caballero, no lo bastante. –¿Qué sabes tú? ¿Por qué las mujeres estáis juzgando siempre? –¿Qué dices tú al término de tus plegarias? Telmo pensó en ello unos momentos. La pregunta era extraña. –¿Quieres saber qué es lo que digo cuando termino de rezar? –Sí. ¿Cómo concluyes? –Pues... Digo ‘así sea’. –Eso es. Nosotras por el contrario decimos ‘sea así’. –¿Y en qué cambia la cosa? –En todo. Esa es la diferencia entre invocación y evocación. ¿Está más claro ahora? Telmo no respondió. La atrajo hacia sí, tomando un trozo de torta. –¿Es ahora el momento para beber? –Preguntó. La muchacha asintió con la cabeza. Bebieron. Al abrazarla con más fuerza contra sí, Telmo derramó el fondo de la taza sobre el manto, manchándolo. Pero era una mancha bellísima, de un rojo nítido, ejemplar, de la misma tonalidad de la cruz. –Mira –sonrió la muchacha observándola–, parece puesta ahí a propósito. Se diría una aureola. –¿Cómo te llamas? –Preguntó Telmo, rozándole la oreja con los labios. –Perfecta. –Es una hermosa fiesta –dijo León a la muchacha que se había acurrucado a sus pies, introduciendo junquillos en la espesa maraña de sus cabellos arcillosos–. Pero ¿por qué tanto misterio? –Porque solamente el misterio puede preservar del mal. No hay otro camino para escapar. Hay que mantener el secreto sobre todo. –Un secreto es algo más serio que la reserva de cualquier muchachita sobre sus caprichos nocturnos. –Te equivocas. Tu misma supervivencia, la supervivencia de tu mundo está confiada al secreto. –¿Qué quieres decir con eso? ¿Que el equilibrio de nuestra civilización se funda todo él sobre el secreto? Es cosa sabida. Está escrito en el Zohar: el mundo es estable sólo en virtud del secreto, y, si el secreto fuese divulgado, el mundo se volvería inestable. Sócrates no habría sido obligado a beber la cicuta si no hubiese hablado demasiado. Al Hallay no habría sido hecho pedazos si no hubiese buscado prosélitos. El mismo Cristo no habría terminado en la cruz si... ¿Y tú me hablas del secreto en que hay que mantener una fiesta nocturna? ¡Pobrecita! –¿Quieres más? –Preguntó la muchacha, ofreciéndole de beber. –Sí –respondió León, y alargó la copa. –Es auténticamente verdadero lo que dicen de vosotros por estos lugares –dijo ella vertiendo el vino. –¿Qué dicen? –Es sólo un modo de hablar. Cuando alguno bebe mucho, dicen de él que bebe como un templario. –Es verdad, bebemos mucho. A pesar de que nuestras reglas imponen la sobriedad. Es una de las transgresiones a la que de vez en cuando nos abandonamos. El hecho es que

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nos excedemos siempre tanto en los méritos, vamos siempre tanto más allá de lo que nos es requerido, que para restablecer el equilibrio necesitamos cometer de vez en cuando alguna falta. Es una forma de humildad, un modo de sustraerse a esa perfección que nos haría santos. Nosotros vivimos continuamente bajo el ala de la muerte, bordeamos a cada instante el abismo del martirio. Para regresar a la normalidad, para huir de la gloria de los altares, episódicamente cedemos a la tentación, buscamos asilo entre los pecadores comunes. Y nadie ha dicho que eso no represente un mérito ulterior. La besó. Todo el ser de ella vibró como la cuerda de un arpa y rodeó su cuello con los brazos, como si fuese un nudo corredizo, en torno a su nuca. En ambos se manifestaba el ímpetu de la predicación y de la conversión, aunque hubiese sido muy difícil establecer quién de ellos era el neófito y quién el predicador. –Cuánto misterio inútil –suspiró León–, cuánto secreto. ¿Es un secreto también tu nombre? –No. –Dímelo entonces. ¿Cómo te llamas? –Perfecta. –No es absolutamente necesaria solamente la guerra para demostrar el propio valor – dijo a Cimbro la muchacha rana, con tono cadencioso, dando brincos en su torno. Corrían y se empujaban, persiguiéndose como por el juego, hasta la orilla del torrente cercano. Ella sumergió las manos en el agua y le salpicó el rostro. –No es absolutamente necesaria la guerra... –repitió cada vez más irónica, más provocativa, pasándole las manos mojadas por los tobillos y después, levantándole las sayas, por las piernas. –No, ciertamente, no es solamente la guerra. Pero la guerra... la prefiero. Eso es todo. –¿Por qué? ¿Es tan divertida? –Es clara. Todos saben lo que deben hacer en ella, tanto el amigo como el enemigo. Es clara, sí. Y también es divertida, ya que me lo preguntas. Sí, es mucho más divertida que tantos juegos cortesanos inspirados por el aburrimiento. –¿Te has enfrentado con la muerte? –Sí, a menudo. –¿Y el amor? ¿Te ha...? –Rió la muchacha. –No comprendo. ¿Por qué haces tantas preguntas? –Porque yo también quiero ser clara. Basta una simple vocal en el lugar preciso para darle la vuelta al sentido de una palabra. Amoral es lo contrario de moral. Amarte debe ser lo contrario de muerte. –Sois cultas. Sois verdaderamente cultas las muchachas de estas comarcas. Jugáis con las palabras. –Intentamos leer, mantenernos informadas. ¿Te asombra? –No. Pero no te sigo. No te comprendo. –Tócame entonces. Te estoy hablando de amor. Es mejor hablar de amor que de muerte. –Ahora hablas de amor. Antes dijiste amarte. Has cambiado una vocal y has quitado ‘te’. –No –dijo la muchacha, levantándose las faldas hasta la cintura–. No he quitado nada. Yo no quiero nada cuando se trata de amor. Tócame. –Tú juegas –dijo Cimbro tocándola–. Continúa jugando con las palabras. –Si, juego. Me gusta jugar. Juego y basta. Ven, juguemos juntos. Cimbro continuó acariciándola. Ella se puso a desabrochar los cierres de la armadura. Siempre resultaban tremendamente difíciles los preámbulos del amor con los guerreros. Se pinchó en un dedo con un gancho. Él se lo lamió. –Juguemos –insistió ella con un suspiro que a Cimbro, completamente inexperto en este tipo de juegos, a diferencia de tantos de sus hermanos, le pareció casi un desvanecimiento. –¿Qué te pasa? –Preguntó alarmado–. ¿Te sientes mal? –Pues claro que no. Me siento magníficamente. Continúa, no te detengas, continúa. –No sé siquiera cómo te llamas. –Me llamo como mi piel, como tus manos, como estos instantes.

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–¿Cómo? ¿Dímelo? –Perfecta. Ninguno de los cuatro templarios tuvo modo de interrogarse sobre la extraordinaria homonimia de las muchachas con las que se habían entretenido, habiendo tenido lugar, cada una de las conversaciones, en una celosa e impenetrable intimidad, separadas unas parejas de las otras. Y, por otra parte, ninguno llamó por su nombre a su propia amiga al saludarla delante de los otros, por lo que la prodigiosa coincidencia permaneció prácticamente secreta. –Te volveré a ver pronto –dijo a Gunter la primera de las cuatro Perfectas. –Es improbable –respondió Gunter, apretando las cinchas sobre los lomos de Abelcain. –Por el contrario, será muy pronto. Será por una sola vez y, después, nunca más – dijo la muchacha con un velo de desoladora melancolía en la mirada–. Pero muy pronto. En Montsegur. –Pero yo voy a Carcasona. Mi viaje concluye allí. –No, caballero. Tú irás a Montsegur. –Me parece muy difícil. –Es allí donde te volveré a ver. –¿Qué te lo hace pensar? –Lo sé. Dichas estas sencillas palabras, Perfecta besó a Gunter en la boca y huyó corriendo hacia las verdes frondas, hacia donde ya se habían encaminado sus compañeras. MONTSEGUR LA INEXPUGNABLE En menos de una hora volaron los cuatro templarios, sobre sus caballos, desde la llanura cercana al bosque hasta las murallas de Carcasona. Era una espléndida mañana de diciembre, diáfana y luminosa. Faltaban dos días para el solsticio, término fijado para la conclusión de la misión. Alcanzar con tanta anticipación el lugar de la cita final compensaba a Gunter de todas las dificultades, de las atormentadoras dudas sobre la propia capacidad de conseguirlo y, sobre todo, de la lacerante melancolía que iba creciendo en su interior conforme se alejaba de Tierra Santa. Se sentía tan feliz, tan desenfrenadamente conmovido y agradecido al Señor en el momento de traspasar la gran puerta de acceso a la ciudad, que se cubrió hasta la cabeza con el manto para esconder las lágrimas. No es de caballeros llorar si no es de alegría, se dijo, pero, en todo caso, jamás públicamente. De cualquier modo, reflexionó, nada le impedía dedicar parte de su llanto a los hermanos perdidos a lo largo de la ruta. Así lloró también por ellos; por consiguiente, no solamente de alegría. Cierto que la nobleza de sus lágrimas no se habría resentido de ello. Recordó el llanto del Maestre de Tiro en el desierto libanés sobre los restos de su caballo muerto. En el fondo, hay que admitir finalmente que hay dolores a los cuales es lícito reconocer una dignidad semejante a la de la alegría, para justificar el llanto del guerrero. Analizada tan racionalmente la propia conmoción, Gunter dejó de llorar, puesto que los pensamientos habían desplazado a los sentimientos. Se quitó el manto de la cabeza, se pasó un borde de él por los ojos y las mejillas humedecidas y aceleró el paso hacia una roca octogonal sobre la cual ondeaban las insignias del Temple. La desilusión para Gunter y sus compañeros fue mucho más aguda, pero, justamente por esto, quizá más controlada, que la gozosa exaltación provocada por la proximidad de Carcasona. La capitanía templaria había sido prácticamente evacuada. Para administrar los servicios esenciales y para custodiar las propiedades, no habían permanecido más que el ecónomo y el capellán, ayudados por unos cuantos sargentos y algunos escuderos. –Sabíamos de vuestra llegada –dijo el ecónomo, invitándoles a entrar–. Todo ha sido dispuesto para que podáis permanecer aquí durante esta noche. –Pero yo debo ver enseguida al Maestre –dijo Gunter. –Todo el capítulo, con la guarnición al completo, se ha trasladado a Montsegur. Mañana podréis reuniros con ellos.

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–¿Por qué en Montsegur? –Es allí donde se han reunido todos, con los hermanos de las otras casas occitanas, para tomar las decisiones que la gravedad del momento requiere. –¿Qué decisiones? ¿Qué momentos? ¿Qué es lo que está pasando? –No sé nada más y no puedo deciroslo. Entrad ahora. Mañana reemprenderéis el camino. Gunter sacudió la cabeza negando. –No –dijo, aunque su deseo de pasar finalmente una noche entre las quietas murallas templarias fuese muy intenso–. No, no es posible. Tenemos que reunirnos con ellos enseguida. –Paraos al menos para comer. El camino es largo. Pero Gunter había tirado de las bridas y ya le volvía la espalda. Se volvió e hizo todavía una pregunta: –¿Por qué Montsegur? El ecónomo se encogió de hombros. –Ya te lo he dicho, hermano. Están todos reunidos... –He comprendido –le interrumpió Gunter–. No puedes decirme nada más: ya me lo has advertido. Y, sin escucharle más, espoleó nerviosamente a Abelcain, caballo afectuoso y dócil, haciéndole daño quizá por primera vez, aunque fuese ligeramente. León, Cimbro y Telmo le siguieron, sin intercambiar ni una sola palabra, ni siquiera una mirada. Sabían bien que el peso de su cansancio, por grave que fuese, no habría podido en modo alguno justificar retrasos ni relajaciones. Pocos minutos después, los cuatro templarios dejaban nuevamente a sus espaldas las blancas murallas que con tanta angustia habían visto brillar en aquella avanzada y dulcísima mañana. Nevó. Durante toda la tarde y durante toda la noche siguiente, los templarios permanecieron firmes en sus sillas, sin detenerse ni en Livoux ni en Lavelanet, hasta que ante sus ojos escocidos por el insomnio apareció como un sueño la roca de Montsegur, altísima y coronada de nubes, reluciente de cristales de hielo a la luz del alba. Vista así, desde abajo, la majestad del castillo en el cual sabían que estaban reunidos maestres y hermanos, restituyó a los templarios la confianza de las últimas horas. Montsegur era parangonable al Krak de los Caballeros, a la inmensa fortaleza que los arquitectos templarios habían construido sobre el desfiladero de Homs, en Ultramar, allá donde confluían los caminos de Trípoli, Damasco y Alepo. Gunter había pasado largas temporadas allí años atrás, entre aquellas escarpaduras gigantescas, en el interior de las cuales se decidían los últimos destinos de las cruzadas. Montañas enteras habían sido desmontadas, rocas inmensas reducidas a fragmentos, templos abatidos y transformados en grutas de piedra, para edificar la inexpugnable Krak de los Caballeros. Resultaba muy confortable ahora, para Gunter y sus compañeros, saber que detrás de aquellas murallas igualmente poderosas, igualmente inaccesibles, se estaban tomando nuevas insondables decisiones para la suerte del Temple y de la cristiandad. Así, trastornados por la alternancia de emociones contrapuestas, embriagados por la sucesión de la euforia y depresiones, los cuatro templarios comenzaron a trepar por las pendientes que conducían a la roca. Dos caballos, extenuados por el ininterrumpido esfuerzo de las últimas jornadas, cayeron agotados a mitad de la subida. No sostenidas evidentemente por la misma fe que sus jinetes, las bestias cedían a las consecuencias inevitables del esfuerzo físico, muriendo. La proximidad de la meta minimizaba el daño provocado por la pérdida de las cabalgaduras, pero acrecentaba desmesuradamente la gratitud y el amor de cada uno de los caballeros por su animal propio. El último trecho fue, pues, recorrido a pie, y fueron los cuatro caballeros quienes sostuvieron, animaron, arrastraron a los caballos supervivientes durante toda la subida. Abelcain se encontraba entre los dos que permanecían vivos. Solamente cuando alcanzaron el foso y el puente levadizo fue bajado, los cuatro templarios volvieron a montar, para entrar dignamente en Montsegur, dos en cada uno de los caballos, casi como silo hubiesen hecho a propósito para exhibir una señal de reconocimiento, para mostrarse como emblemas vivientes del sigilo del Temple. –Aquí en Montsegur verás cosas que te sorprenderán –dijo a Gunter el Maestre de todas las casas de Occitania–, pero no deberás dejarte sorprender. Y no deberás intercambiar una sola palabra sobre ello ni siquiera con los fidelísimos hermanos que te han acompañado

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hasta aquí en este viaje. Tú conoces el Bafomet; ellos no. Tú podrás, por consiguiente, comprender el misterio de la Damadiós, de nuestra Señora; ellos, no. Gunter de descolgó del cuello la bolsa que contenía el mensaje y se la entregó. –Yo sólo tengo que entregarte esto –dijo–. Mi misión termina aquí. –No –respondió el Maestre, rechazando la bolsa–, tu misión no concluye en Montsegur. Tendrás que llevarla todavía contigo, y entregarla a otros, lejos de aquí. –Pero yo debía llevarla a Carcasona –insistió Gunter–. En Carcasona me han dicho que debería venir a Montsegur. Ahora estoy en Montsegur. ¿Es que ha habido variación respecto a las órdenes que recibí en Tierra Santa?. –Sí. –¿A quién, pues, deberé entregársela? –Se te dirá. Gunter inclinó respetuosamente la cabeza y volvió a anudarse al cuello los lazos que aseguraban la bolsa. –Permanezco a la espera de las órdenes que me deis –dijo con resignado sentido de la disciplina. –Las tendrás muy pronto –¿Puedo preguntar una cosa? –Ciertamente –sonrió el Maestre–, si no es por pura y fútil curiosidad. –¿Quién es la Damadiós? –Aquí la llamamos la Damadiós para distinguirla de las comunes damas, de las hadas de la comarca, que, según la gente sencilla, proliferan entre los bosques y los espejos de agua –explicó con cierta indulgencia el Maestre, encogiéndose de hombros, como sí la cosa no le importase demasiado–. Pero no es preciso mitificar. No debes enfatizar las imágenes que te sean propuestas. La Damadiós es como su nombre: es la Señora Dios. No debes hacer filigranas con esto en tu fantasía. Nosotros siempre hemos sido muy devotos de la Virgen. El mismo venerable Bernardo, a quien debemos la regla y el reconocimiento de nuestra Orden, asegura haber sido nutrido por la leche de la Virgen Negra, bajo frondas de encinas y de acebuches. ¿Por qué tanto estupor? –Así es, Maestre. ¿Por qué entonces tanto misterio? –Preguntó Giunter–. Siempre hemos venerado a la madre de Dios. ¿Por qué entonces tantas habladurías, tantos discursos a media voz, tantas palabras dichas y no dichas? –La madre de Dios, dices tú. ¿Y por qué precisamente la madre? ¿No podría ser la esposa? –¿La esposa de Dios? –La esposa del Verbo. Ten en cuenta una cosa, hermano. Nuestra Señora puede ser cualquier cosa, puede tener todas las virtudes y defectos, excepto uno. –¿Qué es? –No puede ser estúpida. No se puede dejar embarazar sin siquiera darse cuenta, sin saber siquiera de quién. Por esto preferimos suponer que se trata de la esposa y no de la madre de Dios. Pero de esto no debes hablar con nadie. –No, ciertamente. –Aquí en el Languedoc existen las pruebas de cuanto digo. Y, desgraciadamente, no somos los únicos en saberlo. Por esto, una tragedia espantosa está por abatirse sobre esta gente, sobre esta comunidad sana y feliz, culpable solamente de saber más de cuanto sería lícito saber. Por esto, tu misión no puede terminar aquí. Deberás llevar a otro lugar el mensaje que te ha sido confiado. Aquí ya nada está seguro. Estamos a punto de dejar definitivamente estos territorios. Se volvieron a encontrar, ya avanzada la noche, en la cripta subterránea del templo, donde una ceremonia extraordinaria y solemne estaba a punto de celebrarse. Gunter era el único de los cuatro templarios que había sido invitado. Se quedó estupefacto al darse cuenta de que, a pesar de lo restringuido que era el número de participantes, entre las columnas se sentaban muchas damas. Era la primera vez que veía mujeres acogidas en una sesión templaria, por lo general tan exclusiva y reservadas.

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–Tú continúas asombrándote por todo –le susurró al oído el Maestre, como si hubiese leído sus pensamientos–, porque tienes miedo de todo. Hasta ahora, tu valor lo has mostrado solamente en el campo de batalla, donde cada cosa estaba confiada a tu capacidad física para resolverla o a sucumbir con honor. Pero el acceso a un nivel superior de conocimiento te espanta. –Es verdad –admitió Gunter–. Hasta ahora he vivido de mis certezas. Únicamente de ellas me he alimentado. ¿Por qué quieres desquiciarías? –Porque esta liberación te pertenece. Tú eres digno. A los hermanos tuyos que no lo son nadie intentará imponerles nuevas visiones del mundo. Las que ya tienen son más que suficientes. Vivirán tranquilos por el resto de sus días, y morirán en paz consigo mismos y con el mundo. –¿Por qué yo no? –¿Lo preferirías? Aún estás a tiempo. Vete, si quieres. Abandona esta reunión que no podrá proporcionarte otra cosa que dudas, tormento, inseguridad... En aquel momento, entre las mujeres vestidas de negro que tomaban asiento en la cátedra, Gunter vio a Perfecta. –No, no, permanezco –dijo–. Dado que la paz ya la he perdido, pongamos a prueba la fe. Y también la fe vaciló para Gunter cuando se inició el insólito concilio. Muchas verdades en las que hasta ahora había creído sin plantearse preguntas fueron puestas en discusión. Inclusive la sacralidad de la vida y la obligación de consevarla fueron debatidas. –La vida es tan bella –dijo una mujer–, que no debería ser un deber conservarla. Ello la rendiría odiosa, como todas las cosas que comportan una obligación. En principio, semejante afirmación no fue contestada. Se disertó sobre métodos. No podía uno liberarse de la vida –fue la opinión expresada por la mayoría– mediante un acto de violencia, como una puñalada o un nudo corredizo, la ingestión de una poción venenosa o un salto en el vacío. Sí se podía uno dejar morir, sin embargo, renunciando al alimento o por exceso de comida, echándose a dormir al borde de un barranco en el que se podía precipitar, o tomando un baño en un río de corriente insidiosa en el que se podía ahogar. La inanición fue descartada por el largo tiempo que requería; la indigestión, por la vulgaridad y el excesivo tormento que comportaba. Se convino que el método más practicable fuese el de exponerse al hielo después de haber sudado, tumbándose, por ejemplo, sobre un pavimento helado después de haber tomado un baño caliente, hasta contraer una pulmonía. Gunter se sintió desconcertado por la naturaleza con que se discutía sobre la muerte como un evento vital. Le fue genéricamente explicado que aquella clase de muerte, querida y provocada, debía ser considerada solamente un expediente comprensible por parte de quien tuviese deseos de acelerar la propia liberación. ¿Pero la liberación de qué? ¿No habían estado todos de acuerdo en considerar la vida como un don gozoso? ¿Entonces? Entonces se trataba de otra cosa, re flexionó Gunter. Se cernían sobre aquella asamblea premoniciones de tragedia, a las cuales nadie hacia ilusión, pero que en realidad justificaban todos aquellos discursos con una urgencia común, inconfesada, de sustraerse a un tremendo destino. Los templarios no participaban, no intervenían. Su presencia era como un testimonio. Un anciano se levantó para hablar en una lengua dulce, calidísima, que Gunter ya había oído en otra ocasión. ‘Deali caritat, leialtat, justicia e veritat en lo mbn’, dijo. ‘Comenenemistat, desleialtat, injúria efalsetat, e per ar¿ fó error e torbament en lo poble de Déu, qui era creat pero que Dus sia amat, conegut, honorat, servil e temut per borne.’ Había oído hablar en esta lengua en Ultramar, en el valle de la Bekaa, por boca del hermano con el cual se había enfrentado y exterminado a una columna entera de sarracenos. Dos contra cien, recordó Gunter, o ciento veinte. Aquellas sí que eran grandes ocasiones. Desaparecerán del mundo la caridad, la lealtad, la justicia y la verdad.

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Comenzarán la enemistad, la deslealtad, la injusticia y la falsedad, y de esto surgirán los errores y turbaciones en el pueblo de Dios, que había sido creado para que Dios fuese amado, conocido, servido y tenido por los hombres. Visiones para la fe. Estaba todo tan claro entonces... La cruz por una parte, la media luna por la otra. Se vivía sin equívocos. Ahora estaba aquí, lejos de Tierra Santa, en tierra cristiana, envuelto en disputas ideológicas que le confundían las ideas. –‘Al comenfament, con o en lo món vengul menyspreament de justicia per minvamet de caritaí’–continuó el viejo–‘convenc que justicia retornas en so honramentper temor; epera de tot lopob e oren eís milenaris, e de cascun mil o elet e trial un home pus amable, pus savi, pus le ial e pus forts, e ab pus noble coratge, ab més d'ensenyamenís e de bon nodrimenís, que tots los a tres... e aquelí borne ha nom cavaller.’ ¿Qué significaba todo esto? ¿Por qué esta desolada lección sobre los orígenes de la caballería? –Porque tiene necesidad de ayuda –explicó a Gunter el Maestre, secamente–. Porque, precisamente por falta de caridad y de justicia, están a punto de ser aniquilados. –¿Y qué haremos nosotros? –Nada. –Pero la suya es una llamada dirigida a nuestros deberes, a nuestro honor de caballeros. –Nosotros somos cruzados, siempre hemos combatido bajo insignias cristianas. Si contra esta buena gente albigense se está preparando una cruzada, no podemos intervenir en su defensa, no podemos batirnos contra la cruz. No combatiremos contra ellos. –No comprendo nada. Cada vez resulta todo más confuso. –Esta cruzada no nos concierne, eso es todo. No nos uniremos a los cruzados, como espera el papa. No podemos siquiera ir al campo de batalla contra ellos. –¿En conclusión? Desde el principio, cuando sobrevino en el mundo el desprecio de la justicia por falta de caridad, se estableció que ésta viniese restaurada por medio del temor; y por eso todo el pueblo fue dividido por millares, y de cada mil de ellos fue elegido y consagrado uno que fuese más amable, más sabio, más leal y más fuerte que los otros, y que sobresaliese sobre todos por nobleza, valor, sabiduría, experiencia y devoción... Y ese hombre es el caballero. –En conclusión, nada. Abstenemos es lo máximo que podemos hacer por estos pobres cátaros, tan puros e inocentes como para representar un peligro para la civilización. ¿Lo comprendes? –No, pero si así lo ha decidido la Orden... –Así lo ha decidido. Hablaron muchos después del viejo, hombres y mujeres. Más allá de la piedad por esta comunidad sobre la cual se cernían inescrutables amenazas, más allá de la instintiva pena por la suerte de aquella mujer graciosa que continuaba sonriéndole, Gunter se sintió íntimamente herido por el descubrimiento de haber sido de alguna manera engañado. Allí todas las mujeres se llamaban Perfecta y todos los hombres Perfecto. Era un titulo, no un nombre, que les correspondía por haber alcanzado una dignidad espiritual que les situaba por encima de los demás. Eran como sacerdotes y, en cuanto tales, oficiaron un rito, que en su liturgia llevaba el nombre de consolamentum. Los perfectos y las perfectas eran asistidos por los buenos y por las buenas, unas especies de clérigos con competencias más o menos análogas a aquellas de que se sirve una misa cristiana. Todos se lavaron las manos y recibieron un Paternóster, exactamente como devotos corrientes, deteniéndose, sin embargo, para comentar cada frase y extraer de ellas los más ocultos significados. Después se intercambiaron entre ellos abrazos y bendiciones, se demoraron en la descripción de los pecados cometidos y de las gracias recibidas, reconfirmaron la firmeza de su abrenuntiatio, esto es, de la renuncia al vínculo con la Iglesia de Roma, y, finalmente, abrieron sobre la cátedra el Evangelio de San Juan. El libro estaba apoyado sobre un trozo de lino muy blanco, y junto a él había una jofaina y un montón de pañuelos blancos para ser utilizados por los oficiantes para secarse las manos. Después recitaron plegarias tan bellas que los templarios, a pesar del carácter evidentemente hermético de la ceremonia, no pudieron por memos que unirse a ellos. Los

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cátaros se mezclaron con los caballeros cristianos y, cogiéndose de las manos, crearon una cadena de fraternidad. –Objeto de nuestra adoración es un solo Dios –recitaron a una voz–, que de la nada extrajo todos los elementos, los cuerpos y los espíritus para ornamento de su propia majestad. Y lo hizo con la palabra, por la cual ordenó, con la razón, por la cual dispuso, y con la virtud, con la cual pudo. Por esto, los griegos llamaron al mundo Kosmos, que significa ornamento. Perfecta, la mujer que Gunter conocía solamente ahora por este nombre, había venido a su lado y le apretaba con fuerza la mano. Como si se tratase de celebrar un matrimonio. –Dios es invisible, aunque se vea –dijo ella. –Invisible, aunque se vea –repitió Gunter. –Es incomprensible, aunque se manifieste. –Incomprensible –repitió Gunter. –Inestimable, aunque se muestre a los sentidos humanos. –Inestimable –repitió Gunter. –Por eso es tan verdadero y tan grande –concluyó Perfecta, y lo besó. Todos hacían otro tanto, en torno a ellos, intercambiando signos de paz. MYRTA MYRTILLA ¿Por qué no me has dicho tu nombre? –Preguntó Gunter a Perfecta, cuando estuvieron solos–. ¿Por qué te has burlado de mí? –Somos gente a la que nos gusta bromear. Los franceses del norte no nos lo perdonan –respondió Perfecta–. Es por esto por lo que nos detestan y se arman contra nosotros. En esta parte tienen gran fortuna los trovadores y los menestrales; los que están locos de amor, aquí encuentran asilo; las hadas tejen impúdicas tramas amorosas; los duendecillos se lo toman todo a juego. Así hemos sido hechos. Nos gusta bromear. –Pero tú no eres ni un hada ni un duende. Y, sin embargo, has jugado conmigo. ¿Por qué? –Me llamo Myrta. Este es mi nombre profano. No hay ningún motivo para ocultarlo. Ya ves, ahora mismo te lo he dicho. ¿Hacemos las paces? ¿Dejas ya de guardarme rencor? –Sí, ciertamente. Pero te llamaré Myrtilla. También a mí me gusta bromear algunas veces. –Está bien, me gusta. Es un bonito nombre que sabe a bosque, a matorral. Y, después, tú puedes hacer conmigo lo que quieras. Finjamos con mi nombre. Yo te amo. Gunter la besó. Myrta se estrechó con fuerza contra él. –Jugar, jugar entre nosotros –dijo ella–; es un modo de ocultar nuestros sentimientos, de protegerlos. –¿De qué? –Preguntó Gunter en un susurro. –No lo sé. Somos tan frágiles. –¿Te asusto? –Me asusta el amor, me asusta la felicidad que experimento al acariciar tus cabellos. Me asustan tus ojos y tu respiración, por la alegría que me procuran. Me asustan tus dedos, por el calor que irradian sobre mi piel. Sí, Gunter, me asustas. –¿Y qué puedo hacer para tranquilizarte? ¿Decirte que tú me asustas? ¿Hablarte de amor a mi vez? –No decir nada. Tú puedes hacer conmigo lo que quieras. –Eso es precisamente lo que me asusta. Me otorgas una tremenda responsabilidad. –Pero no; no eres responsable. Puedes hacer lo que quieras porque soy yo quien te lo pide. Desde este momento no hay pecado, ni escrúpulos ni culpas. Eres puro, Gunter. Yo te absuelvo. Puedo hacerlo. Tengo facultades para ello, porque soy sacerdotisa, soy perfecta y soy mujer. Te absuelvo, te bendigo y te amo. Haz conmigo lo que quieras, te lo suplico. Los templarios no reemprendieron el camino. Los tiempos y la urgencia de la misión parecían haberse alejado. Las órdenes tardaban en llegar. A las apremiantes preguntas de Gunter, acerca de qué era lo que tenía que hacer con su mensaje y sobre dónde tenía que

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entregarlo, cuándo y a quién, el Maestre respondía que era preciso esperar, sin dar ulteriores explicaciones, como era costumbre en la Orden. Y, como era también costumbre, Gunter no insistió, encerrándose en su espera silenciosa y atormentada, sobre la cual gravitaba la pena por todos aquellos nobles caballeros del Temple que habían caído en el transcurso del viaje, sin ni siquiera conocer el objeto de la misión, únicamente por ayudarle a llegar vivo a su destino en los tiempos establecidos. Pero el destino, ahora, se presentaba incierto, y los tiempos cada vez más vagos. Y así llegó la Navidad, sin solemnidad ni devoción, en medio de un clima humillante de incertidumbre. Montsegur no era Belén. Y aquella era la primera Navidad que Gunter, que tenía ya más de cuarenta años, pasaba lejos de Tierra Santa, si se exceptuaban los tiempos de la infancia y de la adolescencia, habiendo sido ordenado caballero a los dieciséis años, convertido en templario a los diecisiete y partiendo a los dieciocho. Montsegur no era Belén. Muchas misas se celebraron igualmente por los cristianos presentes en la roca, que eran muchos. Pero la indiferencia general de la población, la ausencia de todo tipo de emoción por esta celebración tan dulce, tan tierna en los recuerdos de Gunter, acrecentaba su inquietud, postrándolo en una profunda melancolía, que solamente Myrta conseguía con esfuerzo aliviar. –Estamos perdiendo el tiempo –le confió en un momento de gran desazón la mañana del veinticinco de diciembre, al despertar junto a ella después de una noche en la que los fervores del amor apasionado habían prevalecido sobre los deberes de la fe, aniquilándole–. Nada de esto se corresponde con mi historia, con mis esperanzas, con mis votos... La trama de mi vida está saltando hecha pedazos. Me he salido de la ruta. Se me escapa el final. Lo había previsto todo y, por el contrario, ahora todo se me presenta muy oscuro. Myrta no respondió. Se levantó del lecho y fue a prepararle una tisana de hierbas. –No estoy preparado para este tipo de amor –continuó Gunter, como hablando solo–. Es algo que mata el corazón, que seca el alma. –Déjalo ahora –le interrumpió imperativamente Myrta, volviendo a la cama con la tisana y una bandeja de frutas–. ¿Crees que eres el único en haber infringido los votos, en haber comprometido ciertas esperanzas, en haber perdido de vista el final de la historia? Bebe esto y olvídate de todo. También yo me he salido de la ruta, por ti. No estaba previsto, pero ha sucedido. Y me siento feliz por ello. No cambiaría lo que nos ha pasado por nada del mundo. Y no me importa cómo termine. Gunter calló, bebió la tisana, se sintió mejor y comió la fruta. Un repique de campanas, fuera, volvió a serenarlo. Debía de haber una vía de salida, se dijo. Pero no se detuvo a preguntarse cuál podría ser. El cuerpo de Myrta era tibio y tranquilizador, la habitación estaba bien caldeada. Permanecieron en el lecho hasta muy tarde. Esto estaba, para Gunter, contra todas las reglas. Pero las reglas valen hasta que se infringen. Una vez infringidas a medias, no se comprende por qué no se deban infringir por completo. Sobre todo, si la infracción más grave ya ha sido realizada. Levantarse pronto o tarde, después de todo cuanto había acaecido, no añadía ni quitaba culpas cometidas, si de culpas se trataba. Era del todo irrelevante. Se está en pecado mortal o no se está. ¿Cambia, pues, algo si al pecado mortal se le añade uno venial como la pereza? Al menos de esa última culpa, Gunter se absolvió por sí solo. La ventaja de pecar en grande es que ya no hay ninguna razón para echar cuenta de tantos pequeñísimos pecados que, en condiciones normales, habrían resultado vergonzosos. Ya avanzada la mañana, poco antes del mediodía, llegó una austera mujer vestida de negro. Entró con una bolsa llena de viandas, como un ama de casa que vuelve del mercado, y la soltó sobre la mesa, junto a la cama, sin prestar atención a Myrta ni a Gunter, todavía arropados bajo las mantas. Después, lentamente, se liberó del manto y de los otros indumentos pesados en que se envolvía, hasta que quedó cubierta únicamente por una simple camisa de lino. A continuación, sin decir una sola palabra, se introdujo en el lecho. –¿Quién es? –Preguntó Gunter a Myrta en voz baja, todavía aturdido por el sueño. –Es Alice, mi socia. Está muy cansada. Tienes que haberla visto ya en la cripta, la noche de la ceremonia. No ha vuelto a casa desde entonces. –¿Y qué ha estado haciendo durante todo este tiempo?

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–Ha ido a pie hasta Lavelanet. –¿Por un voto? –No, por el mercado, por la compra. Se encuentran cosas estupendas todavía en el mercado de Lavelanet, setas y caza, fruta fresca, carne seca, y todo muy barato. Lleva un poco de tiempo, pero resulta muy conveniente. –Comprendo, pero ¿quién es ésta Alice?– Preguntó Gunter, que ahora empezaba ya a despertarse y a coordinar mejor las ideas. –Es mi socia, ya re lo he dicho. –¿Qué quieres decir socia? ¿Tenéis negocios en común? –Lo tenemos todo en común. Cierto. Ningún perfecto puede vivir solo. Todos están ligados a su socio o a su socia de por vida. No nos molestamos entre nosotras, pero tenemos la obligación de no separarnos jamás y de compartirlo todo. Es la única imposición que tenemos que aceptar. –¿Y si te aburres de ella, si la compañía de tu socia te llegase a resultar insoportable? Myrta sonrió, sacudiendo la cabeza con maternal comprensión, y le respondió como se le responde a un niño. –¿Recuerdas aquella canción que cantábamos en el bosque la otra noche, cuando vosotros nos espiabais desde la espesura? –‘Como felinos, nosotras te buscaremos –canturreó–, y donde– quiera que vayas te descubriremos... Como canes que siguen un rastro, jamás te perderemos de vista... Como serpientes, estaremos junto a ti...’ –‘Hasta que en el nombre de Nuestra Señora –recordó Gunter a su vez– no hayas retornado a la morada.’ –Eso es –concluyó Myrta–. Nuestro empeño es por la vida. Cuando recibimos el secreto de la perfección, somos confiados a un hermano o a una hermana de más edad, con el que tenemos que compartir la existencia. Pero, te lo repito: nunca nos molestamos los unos a los otros. –¿Una hermana de más edad? –Dijo Gunter, mirando a Alice adormecida–. No me parece que lo sea tanto. –Oh, sí –rió Myrta, procurando que no se la oyera–. Lo es. Solamente que no lo aparenta. Nosotras llevamos una existencia tan parca, tan sana, tan sencilla, que los años apenas dejan huellas sobre nuestros cuerpos. –Pero, ¿cuántos años tiene Alice? –No lo sé. Una cincuentena, creo. –¿Cincuenta? –¿Por qué te maravillas? Te lo he explicado. Nosotros no aparentamos la edad que tenemos. Alice dormía profundamente. Gunter y Myrta, ahora ya completamente despejados, se levantaron. Transcurrieron los días y semanas sin que Gunter viese a sus hermanos ni fuese convocado para ninguna comunicación de los superiores del Temple. La vida con las dos perfectas transcurría lenta y dulce, cálida de inusitados placeres. Myrta era una mujer pequeña y fuerte, impulsiva y curiosa, participe hasta la indiscreción de los problemas del amado. Su belleza, mediterránea y selvática al mismo tiempo, se veía realzada y aumentada, además de por su extremada juventud, por sus formas rotundas y redondas. Sus senos, colmados, estaban siempre turgentes hacia lo alto, como si los pezones fuesen ojos perennemente vueltos hacia arriba, para escrutar el cielo. Alice era una mujer tierna e indulgente, delgadísima, casi ausente. Participaba en la vida de Myrta, y ahora también en la de Gunter, con sonrisas a la vez cómplices y distantes. Hablaba poquísimos, rezaba a menudo, trabajaba mucho. No se llegaba a comprender en qué medida aprobaba o deploraba la transgresión de la que se había hecho culpable su socia, pero se había dejado arrastrar a su vez a ella con un sereno abandono que tal vez encontraba justificación en ella por su obligación de compartir toda pena y toda alegría con aquella cándida y vivaz hermana con la que convivía, menor que ella tanto por experiencias como por edad. Su vida en común estaba organizada según los esquemas de una inefable geometría espiritual. Las dos mujeres administraban juntas, con absoluta paridad, una existencia recluida en el amplio y confortable espacio de una gran estancia circular, sin paredes ni

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divisiones internas de ningún género. Los lechos estaban apoyados sobre una espesa estera de palma, con varios cobertores, una chimenea siempre encendida, perfume de hierba quemada y diversos pucheros y cacerolas colgando de la pared. Tanto Myrta como Alice llevaban puestas constantemente, dentro del cálido refugio de la casa, túnicas de lino blanquísimo. En ocasiones se envolvían en austeros mantos negros, cuando tenían que salir, y se ponían una capucha en la cabeza. Si eran llamadas a ejercer sus deberes sacerdotales, como asistir a un moribundo u oficiar una función, se ponían una túnica negra, idéntica a la que llevaban los perfectos del sexo masculino, recogida a la altura del talle por una cinta a la cual estaba prendido un estuche de cuero que contenía un pergamino con inscripciones sagradas. Nunca se desnudaban del todo, ni siquiera en plena intimidad. Conservaban siempre, sobre la piel, una camisa; inclusive cuando dormían. A este respecto, sus reglas eran intransigentes. ‘No dormirás nunca sin camisa ni calzón’, había leído Gunter una vez en uno de los libros que las dos mujeres tenían amontonados junto a la pared. ‘No permanecerás nunca solo cuando te haya sido asignado un compañero. No renegarás jamás de tu fe, ni siquiera por temor al agua, al fuego o a cualquier otro suplicio.’ La presencia de Gunter no había alterado el orden de aquella existencia, que se conducía por el hilo de unas normas tan rígidas, ni corrompido de ningún modo la fe de Myrta ni de Alice, que de tanto en tanto dedicaban horas a la lectura del Evangelio de San Juan y de otros fragmentos de la Escritura, evidentemente extrapolados y recompuestos según un designio religioso que no era el de la Iglesia de Roma. Para hacerlo, se retiraban a un pequeño oratorio que se comunicaba con la estancia circular, enteramente revestido de troncos, en el que previamente habían puesto a calentar grandes piedras planas. Entraban en este espacio angosto cuando las piedras estaban ya candentes y vertían sobre ellas agua, produciendo una gran humareda, agradable al olfato por causa de los aromas vegetales esparcidos sobre las brasas. Permanecían largo tiempo en aquella especie de horno, Myrta y Alice, leyendo y haciendo comentarios, hasta que el sudor maceraba los paños en los que estaban envueltas y éstos se les pegaban casi por completo a su piel. En este punto, salían de allí para sumergirse en una tina de agua helada y frotarse recíprocamente con ramas todavía verdes. La mayor parte de las veces, cumplida esta operación, volvían a entrar en el oratorio caliente para volver a salir poco después, volver a entrar, volver a salir, entrar de nuevo... Esta operación les producía un gran bienestar, por cuanto Gunter podía constatar, al contrario que aquellos sus pobres libros, indignamente deteriorados por la humedad y el calor, reducidos la mayor parte de las veces a un amasijo indecoroso de páginas opacas, arrugadas, casi ilegibles, entre las cuales únicamente las dos perfectas eran capaces de entrever principios y máximas útiles para sus devociones. –Pero ¿cómo es conciliable este fervor vuestro, este vuestro rigor religioso, con las libertades que nos estamos tomando? –Preguntó una noche Gunter a Myrta, después de que, al término de una de sus lecturas en el baño de vapor, las dos mujeres se habían escondido bajo las mantas bebiendo vino caliente con clavo. –¿Y cómo conciliar todo esto con tus reglas monásticas? –Rebatió Myrta riendo. –De hecho –admitió Gunter–, no es conciliable. Vivo esta contradicción sin podérmela explicar. Me gusta y basta. No lo comprendo. –¿Te hace infeliz? –No, me atormenta, que es distinto. Soy espantosamente feliz..., y esto no está en absoluto previsto. Me atormenta. –Vive, pues, tu felicidad y deja que se pierda el tormento –intervino Alice–. No hay nada que conciliar. La alegría y el dolor se alternan y se suceden sin explicación. Como la suerte y la desgracia, el orden y el desorden, el bien y el mal. No hay por qué hacer de ello un drama. Dios tiene necesidad del mal tanto como del bien. Toda cosa es necesaria a su contraria y todo entra en la armonía general del universo. –Es terrible eso que dices. –Pero ¿por qué? –Porque lo justifica todo, porque cancela toda culpa. Es espantoso. –¿Tanto te preocupa la culpa? –Sin duda no hay redención... Si eres libre... ¡Es pavoroso sentirse libre!

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–Escucha, Gunter, si lo que quieres es una lección de catecismo, vuelve al Temple –le interrumpió Myrta con aquella amorosa superioridad que alguna vez la volvía odiosa e irresistible al mismo tiempo–. Tócame las piernas, acaríciame. ¿Te gusta? ¿Es verdaderamente tan espantosa esta libertad? Tócame más, tócame... No terminarás en la hoguera por esto; no es posible que eso te ocurra por tan poca cosa. –La hoguera no me asusta. –Entonces relájate. Si tocarme te da miedo, déjate al menos tocar. El alma no está en juego. Esto es solamente cuestión del cuerpo. Con dedos expertos, empezó a hurgarle; con labios tiernos, lo besó. Alice, entretanto, se había adormecido y ya no les escuchaba. Myrta lo besó de nuevo, le mordió suavemente en un hombro. Él la dejó hacer. La chimenea expandía en torno volutas de humo y efluvios de hierba. Hacía una noche magnífica, blanquísima, que desde el exterior se licuaba en la estancia a través de las fisuras de las ventanas entornadas. No es posible, se dijo Gunter, sumido en un mórbido entumecimiento, como de fiebre, no es posible que Dios conceda placeres a quien tan torpemente le ha servido. Y éste fue el último de sus pensamientos razonables, porque ya había perdido definitivamente el alma, y Myrta se había apropiado de ella. La mantuvo estrechada contra sí hasta el alba. –¿Es verdaderamente tan espantosa esta libertad? –Suspiró la perfecta–. Eres libre, Gunter; todos somos libres. Pero Gunter, que, hasta ahora, había identificado la libertad con la soledad inmensa de Ultramar, con los amplísimos desierto de Siria y Palestina, no comprendía. Una mujer le hablaba de libertad, pero él nunca se había sentido tan prisionero. Para liberarlo llegó, finalmente, a la mañana siguiente, un emisario del Maestre, que lo recondujo al Temple con urgencia. EL SACRIFICIO DE LOS CABALLEROS GRISES Pedro de Aragón, único rey cristiano que se había echado al campo de batalla de parte de los herejes albigenses denominados cátaros, había sido hecho prisionero en la batalla y asesinado. El ejército de las gentes de Occitania, tan poco avezadas en las armas como insuperables en los cantos de amor y en los más inocuos placeres de la vida, había sido dispersado por la caballería pesada de Simón de Montfort. Los cruzados que habían bajado del norte invadían el Languedoc, incendiando y destruyendo sistemáticamente toda forma de vida. Ni siquiera los animales ni las plantas sobrevivían a su paso. Beziers había caído. Narbona, Minerve, Perpiñán, Carcasona y la misma Toulouse estaban amenazadas. El círculo se iba estrechando irremediablemente en torno a Montsegur. Reunidos en la gran sala de la capitanía, los templarios presentes en la roca escuchaban en silencio la relación de un mensajero. –Ya no se combate –concluyó el mensajero–, porque ya no hay combatientes con vida. En torno se hizo un gran silencio y todos miraron al Maestre, que estuvo largo rato callado antes de hablar, como atormentado por una penosa incertidumbre sobre las decisiones que tendría que tomar. Finalmente, con el rostro marcado por el profundo malestar que le embargaba y una voz que traicionaba la confusión de sus sentimientos, hablo así: –No tenemos otra salida sino marcharnos, evitando todo posible encuentro. Bien sé que esto os repugna. Muchos de vosotros habéis combatido sobre y bajo las murallas de Jerusalén, de Acre, de Damieta, de Constantinopla, como cruzados. Pues bien, también son cruzados estos caballeros que se aprestan a asediar Montsegur. Es una cruzada distinta, de acuerdo, una cruzada que hiere nuestras conciencias. No tomaremos parte en ella, no nos uniremos a ella para masacrar a esta buena gente con la cual hemos compartido nuestra existencia durante años. Pero tampoco podemos defender a esta buena gente, porque para la Iglesia está manchada de herejía; no podemos tomar las armas contra otros cruzados, por innoble y sanguinaria que sea la empresa que se disponen a cumplir. Con estas palabras, el Maestre transmitió a toda la comunidad templaria su embarazo, su consternación, su pena. Callaba ahora, como esperando una reacción, una

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señal de asentimiento o de disconformidad, una respuesta para sus dudas, pero ninguno de los caballeros presentes pidió la palabra. –Sin embargo... Sin embargo –continuó el Maestre después de un silencio todavía preñado de las palabras que acababa de pronunciar–, no cargaré a ninguno de vosotros con una responsabilidad tan grande. No impondré ningún vínculo a las conciencias de aquellos que quieran permanecer aquí, en Montsegur. El que quiera compartir su destino con este desdichado y bondadoso pueblo puede hacerlo. Podrá batirse contra los cruzados de Montfort... a condición, sin embargo, de renunciar a las insignias del Temple. Aquellos que permanezcan no tendrán ni bandera ni cruz. Combatirán con mantos grises, sin blasón, con escudos desnudos, sin ningún tipo de distintivo. Nadie podrá enarbolar el Bausant ni lanzar jamás ningún grito. Se interrumpió porque le faltó la voz a causa de la emoción. –Ninguno de aquellos que permanezca –continuó– podrá invocar a Dios en la batalla, ni siquiera si cae bajo los golpes del enemigo... si no es en el silencio del propio corazón. Ninguno podrá gritar su fe. Quien quiera, puede hacerlo ahora por última vez: no por mi gloria... –No por mi gloria, Señor, no por mi gloria –gritaron todos–, ¡sino por la tuya! El eco de aquel grito, que tanto terror había sembrado en Tierra Santa entre los sarracenos y los infieles de todas las razas, resonó ahora en toda su orgullosa certeza contra la bóveda de arcos de la capitanía, propagándose por el exterior, sobre los quietos techos de otros infieles, no ya como amenaza, sino como prueba extrema de amistad y de muerte. En el silencio que siguió, el único sonido perceptible fue el rumor de los blancos mantos cruzados, de los que se despojaban los templarios, amontonándolos en un rincón, para no volvérselos a poner nunca más. Después, los que habían decidido permanecer y los que, por el contrario, se disponían a partir se fundieron en un abrazo. Los había que no lograban contener las lágrimas. Gunter se contaba entre los que decidieron quedarse. Estaba desanudando los cordones del manto para soltarlo con los otros, cuando el Maestre le hizo señas de que le siguiera. –Tú no –le dijo, después de haberlo conducido a otra sala, en la cual le esperaban León, Cimbro y Telmo–. Tú no puedes permanecer en Montsegur. Debes llevar a cabo tu misión. ¿Dónde está el mensaje? –Siempre aquí –respondió Gunter, mostrándole el saquito anudado al cuello, protegido por la cota de malla–. No me separo nunca de él, como me ha sido ordenado. –Tu sacrificio seria inútil. –Si es por eso, también el de los otros. Nadie puede detener al ejército de Montfort. Pero no se combate únicamente para vencer. Unas veces se vence y otras se muere. –Sí, así es. Pero para ti es distinto. No puedes elegir. Para ti hay órdenes precisas. Partirás mañana. –¿Dónde debo entregar el mensaje? –En la casa de madre de Payns. Remontarás la Auvernia hasta Clermont Ferrand, después la Borgoña hasta Dijón. Seguirás exclusivamente este camino –explicó el Maestre, mostrándole un mapa–, y te detendrás solamente en las casas y basílicas templarias señaladas en este mapa con una doble cruz. –¿Por qué sólo por estos caminos? No es el recorrido más breve. –No, pero sí son los caminos controlados por la Orden, los únicos que podemos recorrer con la certeza de no encontrar obstáculos ni insidias. –¿Y después de Dijón? –Irás por este camino –indicó el Maestre sobre el pergamino– hasta el Bosque de Oriente. Allí os estarán esperando hermanos que os escoltarán hasta Payns. –¿Qué tendré que hacer para reconocerlos? –Serán ellos quienes os reconocerán. –¿Y cómo harán para conocer el punto exacto y el día de mi llegada? –Seguid el itinerario que os he dicho. Siempre habrá quien señalará vuestro paso y os socorrerá, si tuvieseis necesidad de ello, y sea lo que sea lo que ocurra. –¿No es muy complicado? ¿No resulta arriesgado que haya demasiada gente que conozca mis paradas?

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–Al contrario; nosotros somos invencibles en la cristiandad precisamente porque podemos detenernos y comunicarnos sin riesgo, más de prisa que cualquiera, sirviéndonos de caminos nuestros, cominos que hemos dibujado sobre los mapas y excavado en la piedra y que hoy controlamos por la libertad de todos. –¿Qué quiere decir la libertad de todos? –Quiere decir que no habrá hombres libres hasta que todos no puedan comunicarse entre ellos, detenerse e ir adonde quieran. Y esto puede asegurarlo solamente una Orden soberana e independiente como la nuestra, una Orden que esté más allá de los Estados, que gaste todos sus recursos en alcanzar una armonía universal, en cuyo ámbito los campesinos puedan cultivar la tierra sin ser oprimidos; los mineros, excavaría; los comerciantes, vender o comprar; los albañiles, construir casas o templos de paz; los artistas, realizar sus sueños, y los sabios, prodigar los frutos de su intelecto para bienestar de la comunidad, protegidos todos sin excepción por caballeros honrados y fuertes, vinculados por un pacto de fraternidad entre ellos y un juramento inviolable ante Dios. Es por esto por lo que hasta ahora hemos construido más caminos que iglesias, más factorías que monasterios, más albergues que castillos, pero también torres y bastiones para defenderlos, plazas fuertes inexpugnables y arsenales militares. –¿Partiré yo solo? –Con uno de los tres templarios que te han seguido hasta aquí. Elígelo tu. –Elegiría a León de Varazze, dado que es mi lugarteniente. Pero no quiero forzar la voluntad de ninguno de ellos. Si él ha elegido permanecer, me irá bien cualquiera de los otros. –Es lo mismo. A los tres les gustaría quedarse. –Que lo echen, entonces, a suerte. Así lo hicieron. Le tocó a Telmo de Stratford acompañar a Gunter. Los cuatro templarios se abrazaron y se besaron repetidamente en las mejillas. Telmo retomó el manto blanco, que hacía apenas un momento se había quitado y se lo echó sobre los hombros. –¿Y tú, Maestre, qué harás? –Preguntó Gunter. –Me quedo en Montsegur. –¿No es una pérdida demasiado grave para la Orden? –Ninguna pérdida es leve. –No quiero perderte Myrtilla. Yo te amo, Myrta Myrtilla. No tengo fuerzas para dejarte –así decía y repetía una y otra vez Gunter aquellas última noche en Montsegur, como un lamento, estrechando fuertemente a su perfecta entre los brazos y acunándola como si fuese una niña–. Vente conmigo, Myrtilla. Nadie podrá alcanzarte ni hacerte ningún daño se vienes conmigo. –Sabes bien que no quiero, sabes que no puedo –dijo ella con un hilo de voz, sin renunciar a sonreírle como siempre, aún cuando estuviese a la vez intentando contener las lágrimas. –Entonces, yo me quedo. No me voy. –No, Gunter, tú re irás. Aunque yo me quede, tú te irás. Una perfecta no puede sustraerse a su destino, ni tampoco un templario. Me odiarías todo el resto de tu vida si, por causa mía, por el amor de una mujer, traicionaras tu fe. –Yo he perdido la fe. Estoy solo. –La fe se pierde y se vuelve a encontrar, si no hay por medio alguna infamia o alguna traición. Pero si traicionases por mí, por una mujer, nunca más tendrías paz. Serias perseguido el resto de tus días por los fantasmas del Temple, de tus hermanos caídos en Tierra Santa, por los sueños de que te alimentaste de niño. –Y si parto, serán otros fantasmas los que me persigan. Recuerdos, no fantasmas. Tú no podrás olvidarme jamás. Estaré siempre a tu lado. Pero no seré un fantasma, un íncubo, una persecución... Seré simplemente Myrta, tu Myrtilla, una memoria de amor. Insistía en sonreír, esforzándose en darle valor, pero las palabras se deshacían en la boca, y ya no tenían ni saliva para tragar. Dentro de nada estallaría en llanto, y no quería que él la viese llorar. Gunter lo comprendió y la atrajo contra sí fuertemente, de tal modo que pudiese esconder el rostro en su pecho y finalmente pudiese llorar haciéndose la ilusión de no ser vista.

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Myrta sacudió la cabeza. –Ya lo hemos decidido, Gunter. Estaban solos como la primera vez, sumergidos en aquel tibio montón de mantas, que resultaba tanto más confortable cuanto más se deshacía. Como la primera vez, Alice no regresaría sino hasta bien entrada la mañana, reclamada en otro lugar por sus deberes rituales, o tal vez inspirada por una instintiva discreción respecto a la joven socia, en aquel momento tan especial para ella. El reverbero de la chimenea iluminaba con sus destellos irregulares el orden sencillo de aquella nívea estancia circular. La mirada de Gunter se deslizó por sobre todos los detalles, que parecían allí combinados según una lógica del adorno inexplicablemente cruel, con el fin de diluir la intensa melancolía que experimentaba. Miró las escudillas dispuestas en fila sobre la repisa, la mesa con el frutero colmado de frutas, los libros amontonados en un rincón, el atril y, finalmente, los reflejos de las llamas sobre el bronce de las ollas. Las brasas vibraban como alimentadas por un invisible fuelle. Gunter se aterró ante los atroces pensamientos que el fuego le suscitaba. Todo esto, se dijo, quedará reducido a cenizas. Este inocente orden, esta apacible nitidez de las cosas, esta pureza que sabe a fruta y a leche, todo esto terminará en el fuego. Estas paredes serán derruidas y quemado todo cuanto contienen. Myrta será muerta; la pequeña, frágil y dulce Myrta, violada y matada, en nombre de un principio. –Tú vendrás conmigo –empezó de nuevo Gunter. –No, no iré –repitió Myrta, fatigosamente. –Entonces, yo me quedo. –Ni yo iré, ni tú te quedarás. Pero no debes atormentarte, amor mío. Ya te lo he dicho. Nosotros no nos dejaremos jamás. Aunque me quede en Montsegur, iré contigo, adonde quiera que tú vayas. Aunque partas para no regresar jamás, tú te quedas en Montsegur, conmigo, para siempre. –Esas son sólo palabras. –No, son un hecho, una realidad, una parte viva de ti que se ha transferido aquí, dentro de mí, en mí vientre... Y crece, crece, crece, crecerá hasta salir fuera, para hablar con tu voz, para mirar el mundo con tus ojos. No quería decírtelo, porque sé que esto aumentará tu pena, sin embargo... sin embargo –Myrta rompió a llorar sin preocuparse ya por ocultar el rostro–, debería hacerte feliz, debería darte fuerzas para partir sin pesar, porque de alguna manera permaneces conmigo en Montsegur. Gunter no supo qué decir. Le acarició la cara, la besó, le preguntó si lloraba de alegría o de dolor. Ella dejó de llorar y sonrío.

EXTERMINIO EN EL LANGUEDOC Estaba ya muy avanzada la mañana cuando, contra todas las reglas de los templarios, Gunter y Telmo dejaron a sus espaldas las murallas de Montsegur y, con rapidez, descendieron por la acentuada pendiente, sujetando los caballos por las bridas. Había dejado de nevar ya hacía días. La nieve se estaba derritiendo y alimentando fangosos arroyos por entre los pliegues del imponente zócalo de rocas. Una lluvia menuda y constante batía sobre el terreno y sobre los bloques de hielo residuales, formando una amalgama resbaladiza. Solamente al término del descenso, después de haber guiado y sujetado sus caballos para que no se precipitasen por la empinada ladera, los dos caballeros montaron sobre sus sillas y se volvieron para mirar por última vez la roca. –¿Cuánto podrá resistir? –Dijo Telmo.

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–No lo sé. Puede que tres meses, puede que treinta años –se encogió de hombros Gunter, respondiéndose a sí mismo más que a su amigo, al tiempo que espoleaba su caballo. Como por tétrica casualidad, Abelcain volvió también el morro hacia las murallas y relinchó. Cabalgaron durante horas sin hablar, bajo la lluvia. Después se intercambiaron alimentos y comieron, sin desmontar. –La mejor parte de nosotros se ha quedado en Montsegur –dijo Telmo–. La peor, lo abandona. –¿Cómo puedes dividir las dos partes? –Objetó Gunter, como repasando en su mente una lección estudiada durante largas y eternísimas noches de aprendizaje de la vida–. La mejor parte que hay en ti tiene necesidad de la peor para expresarse. Como cuando combatíamos bajo los muros de Jerusalén. –No comprendo qué quieres decir. –Es muy sencillo, si se piensa en ello. Nuestro fin era noble; pero nuestros métodos, abyectos. Combatíamos bajo el signo de la cruz. Matábamos y nos dejábamos matar para liberar el sepulcro de uno que había predicado el mandamiento de no matar. En todo esto hay algo que no cuadra. –¿Te sientes culpable por ello? –Yo me siento siempre culpable. Es la única certeza que permanece en mí. Me alimento de culpa. No podría sobrevivir sin ella. A la mañana siguiente se cruzaron, en el camino de Muret, con la vanguardia de la caballería de Montfort. Reconocidos como cruzados provenientes de Tierra Santa por las insignias que llevaban sobre los escudos y los mantos, fueron objeto de grandes manifestaciones de simpatía, a las cuales ellos respondieron con movimientos no tan entusiastas de la cabeza. Conforme progresaban hacia el norte, crecía el número de jinetes con los que se cruzaban, hasta que hubieron de encontrarse con una densa masa de hombres armados, muchos de ellos a pie, así como máquinas de asedio, carruajes y turbas de sacerdotes vociferantes. Estos últimos invocaban a Dios con arrogancia, levantando las manos al cielo y lanzando jaculatorias con rabiosa prepotencia. Impetraban la protección divina para los cruzados contra los cátaros, pero su mística exaltación, su furor, era tal, que casi proporcionaba la impresión de que estuviesen amenazando a Dios, en vez de implorándolo. –¡Unios a nosotros, caballeros del Temple! –Les gritó un obispo recubierto de una armadura, sorprendido por la presencia de dos cruzados que avanzaban en dirección opuesta–. ¡Unios a nosotros, en nombre de Dios! –En el nombre de Dios –respondió Telmo sin detenerse–, las órdenes que hemos recibido nos llevan hacia otra parte. –Pero, para servir a Dios, debéis invertir la marcha –insistió el obispo, rodeado de sacerdotes y otros hombres armados–. Dios nos quiere a todos reunidos, allá en Montsegur, para que extirpemos la última herejía que todavía nos envilece. Sacerdotes y soldados se aglomeraron en torno de los dos templarios. –A Dios ya le hemos servido en Tierra Santa –le apostrofó Gunter despectivo–. Y ahora sabemos bien dónde tenemos que servirle, según cuanto nos ha sido ordenado. –¿Adónde vais entonces? –Adonde nos manda el Temple. Al responder, Gunter había apoyado la mano sobre la empuñadura de la espada y Telmo había hecho otro tanto. El obispo se echó a un lado, cediéndoles el paso. Y su escuadra también se abrió, dejándoles pasar. Gunter y Telmo remontaron, cada vez con mayor lentitud, la tumultuosa corriente del ejército, en una sucesión alternativa de aplausos e invectivas; aplausos por sus insignias de cruzados e invectivas por el hecho de que marchaban en dirección contraria a la cruzada. Hasta que, a última hora de la tarde, alcanzaron la llanura donde el grueso del ejército estaba disponiendo el campamento para pasar la noche. Innumerables hogueras ardían en medio de aquella amplia marea de tiendas que se perdía de vista en el horizonte. Pero la cosa más impresionante era el celo con que los carpinteros y clérigos se afanaban y prodigaban en la fabricación de efímeras tarimas, destinadas a la demolición a la mañana siguiente y en

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torno a las cuales los capellanes disputaban ruidosamente por un espacio para decir misa o predicar. Frecuentes altercados entre obispos y caballeros, entre soldados y sacerdotes, acrecentaban la confusión trágica –y en ciertos aspectos cómica– de aquel escenario desolado. –¡Que ningún hereje sobreviva! –Advirtió un sacerdote, al finalizar un exaltado sermón, lanzado desde lo alto de una de aquellas improvisadas tarimas. –Pero ¿cómo haremos para distinguir a los cristianos de los herejes? –Replicó un caballero. –Matadlos a todos –gritó el sacerdote–. Dios, después, sabrá reconocer a los suyos. Hizo falta toda una noche y otro día para que los dos templarios, progresando a un paso lentísimo por entre aquella masa de hombres y de armas, superasen a toda aquella formación de cruzados y pudiesen finalmente introducirse en la red de caminos libres que le había sido señalada. Cuántos hombres, pensó Gunter, apenas pudo respirar nuevamente el aire libre de la llanura; cuántos hombres armados y cuánta fe para dar muerte a mi hijo. Atravesaron tierras desoladas sobre las cuales no quedaban ya más que alguna que otra rara señal de vida. Junto con las cosechas, los cruzados de Montfort habían quemado también los árboles y degollado a los animales. De pueblos y granjas enteras no quedaban más que informes montones de casas derruidas y vigas incineradas, a los que era imposible acercarse por el hedor de los cadáveres insepultos. Una horrenda calígine de muerte se cernía sobre toda la región. No había nadie a quien se pudiera socorrer. Como dominadores absolutos de aquel escenario silencioso, habían quedado los perros, que, reunidos en manadas y animados por la extraordinaria abundancia de alimentos, corrían veloces de un montón de ruinas a otro. La única variación sobre sus ladridos la constituían los mugidos lastimeros de las pocas vacas supervivientes y ahora privadas de dueños que enloquecían por causa del tremendo dolor de sus ubres henchidas de las que nadie podía nutrirse ya. Superada finalmente aquella comarca de muerte, hasta hacía poco renombrada por la alegre prosperidad de su gente, por la laboriosidad de sus artesanos y por la inextinguible fantasía de sus cantores, Gunter y Telmo se encaminaron a través de caminos seguros, a lo largo de los cuales volvieron a encontrar vida y oficios, campesinos al arado, herreros al yunque, posadas impregnadas de olor a menestra y a pan apenas sacado del horno. Eran los caminos templarios, en torno a los cuales la espada de la Orden aseguraba con su protección una tranquilidad sin condiciones y también una cierta libertad de costumbres. Recorrieron muchas millas sin encontrar insidias ni tener que recurrir ni una sola vez a las armas, pernoctando en casas confortables, en las cuales eran reconocidos y acogidos como si les esperasen desde hacia mucho tiempo. Participaron en los ritos y en las funciones de las comunidades que les ofrecían hospedaje. Se reencontraron con el placer de cuidar de los caballos en la tibieza de una cuadra bien aderezada y de alimentarlos sin tener que medir el heno, y huntarles la piel con aceite después de haberles librado de los arreos. Recuperaron, finalmente, el bienestar del sueño entre los muros protegidos por hermanos bien armados. Pero, lejos de serenar a Gunter, lejos de colmar aquella intolerable sensación de vacío que había extinguido su fe, toda aquella paz no hacía más que acrecentar su tormento. Cuanto más se simplificaban las cosas en el exterior, más se complicaba dentro de él la maraña de encontrados sentimientos e interrogantes respecto a cuanto había dejado a sus espaldas. Trató de calmar su inquietud haciendo cálculos mentalmente. Si Montsegur resistiese durante años, como era probable, él podría regresar a tiempo dentro de aquellas murallas para conocer a su hijo. No sabría qué nombre le habrían puesto, pero no le sería difícil encontrarlo. Se preguntó qué nombre le habría puesto Myrtilla, de qué lo habría alimentado, con qué juegos lo habría alegrado en medio de la angustia sofocante de aquel universo de tinieblas. Imaginó caballos de trapo y diminutos carros de madera, con los cuales transportar grava para construir castillos en los cuales hospedar a los perdidos reyes de las fábulas. Se interrogó por el sonido de su primer gemido y sobre el sabor de los frutos que Myrtilla habría descortezado para él.

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Soñaba así despierto, para ayudarse a deslizarse en un sueño sin sueños, todas las noches, ya fuese permaneciendo sobre la silla, ya fuese tendido en el acogedor lecho de una casa templaria. EL ORACULO FATIGADO En Dijón, Gunter volvió a encontrar, una vez más, al Bafomet. No tenía nada que ver con el ídolo austero de Tiro, con el mítico simulacro de Chipre, ni con la piedra desgastada de Montecasino. Era un gran ángel mecanizado y, según aseguraban los hermanos de aquella capitanía, inteligente. Un autómata, en suma, capacitado para mover las articulaciones y emitir sonidos, unos sonidos que, de vez en cuando, eran interpretados y recibidos como respuestas. Únicamente unos pocos dignatarios especializados en el arte de la mecánica y de los números eran depositarios de su secreto. En realidad, la máquina sacra no estaba programada ni, aparentemente, era previsible en sus reacciones. Bastaba con un impulso, con una operación oculta que sirviese para ponerla en movimiento, y actuaba. El secreto estaba todo allí, en el impulso. Una compleja maraña de cifras anotadas sobre una mesa de marfil permitía, a los pocos que poseían la clave, traducir la matemática en verbo. No era, después de todo, una cosa nueva. Parece ser que Alberto Magno y el erudito pontífice Silvestre habían poseído ambos cabezas mecánicas, estatuas móviles y doradas, capaces de suministrar respuestas a las preguntas que les eran dirigidas. Se había hablado más veces de magia con referencia a semejantes prodigios, pero, en el secreto del Temple, estas habladurías habían sido redimensionadas en general –según Gunter recordaba– por las explicaciones de los hermanos versados en el estudio de las matemáticas, los cuales habían justificado el fenómeno remitiéndose a la realidad recurrente de los opuestos, en una especie de sistema binario en el cual los números pares e impares se contraponían entre ellos, como el calor con el frío, el blanco con el negro en el Bausant, emblema de la Orden, pero también símbolo compendioso de todas las verdades conocidas. Algo de este tipo Gunter lo había ya visto y verificado en Ultramar, en los laboratorios del mago EI–Ghirbi, de El Cairo, que no pocos caballeros cristianos habían frecuentado, ocultos bajo disfraces de caminantes, para hacerse predecir el futuro. No se trataba, en el fondo, más que de muñecas que estaban en disposición de animarse, de dejarse poseer por un espíritu, dotadas sobre todo del poder de dar indicaciones militares o la ubicación de tesoros escondidos. Era por esto, evidentemente, por lo que los agentes del Temple y los soberanos comprometidos en la cruzada las tenían muy en cuenta. Otra vez, más tarde, retenido durante días en un monasterio sufí como miembro de una delegación templaria en el transcurso de ciertas negociaciones con el califa de Bagdad, Gunter había pasado toda una noche descifrando los signos de una marioneta animada, que le suministró indicaciones esenciales para el éxito de aquella misión diplomática. Se trataba de una figurilla humana sujeta a una columna vertical de hueso, sobre la cual había toda una sucesión de pernos de oro, que remataban en siete series de lazos móviles y láminas de plata. Este ingenio, evidentemente maniobrado por alguien que tenía la misión de suministrar informaciones, expresaba combinaciones de signos que, una vez referidos a los expertos descifradores del Temple, se traducían en mensajes. A los ojos de Gunter no resultaba después de todo tan asombroso este sofisticado ángel de Dijón, que movía de vez en cuando las alas y emitía lamentos herrumbrosos. –Pregúntale lo que quieras –dijo el Maestre, que se contaba entre los raros y orgullosos conocedores de aquel oscuro mecanismo–; pero no más de dos o tres preguntas. Su alma está fatigada. –No sé qué preguntarle –dijo Gunter esquivo–. Las órdenes que he recibido están claras y bien detalladas. No preveo níngún imprevisto. –Los imprevistos son tales precisamente porque nadie los prevé –rió el Maestre, ante la evidente contradicción en los términos de Gunter. –De acuerdo, pero no tengo preguntas. No sé qué preguntar. –No importa, prueba.

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–Está bien –aceptó Gunter un tanto fastidiado, como por juego–. ¿Volveré alguna vez a Tierra Santa? El ángel se movió, chirrió al efectuar media vuelta sobre sí mismo y movió ligeramente las alas. –¿Qué respondió? –Preguntó Gunter. –Dice que es una pregunta genérica. No comprende qué entiendes tú por Tierra Santa. –¿Genérica la Tierra Santa? ¡La Tierra Santa es la Tierra Santa! Todos sabemos lo que es. –Quizá el oráculo intenta decir que toda la tierra es santa, y no comprende a qué parte del mundo te refieres. ¿Quizá esta tierra en la que nos encontramos ahora es menos santa que otras? Intenta formular mejor tu pregunta. Sé preciso. –Está bien. ¿Volveré alguna vez a Jerusalén? Otros movimientos del ángel, con algunas variaciones. Pero, esta vez, la criatura desplazó imperceptiblemente los ojos, haciéndolos girar en la esfera de un campo visual bastante restringido, y emitió un débil sonido gutural. –¿Qué ha dicho? –Dice que no. Dice que ninguno de nosotros volverá a ver Jerusalén, pero que muchos templarios que ahora se encuentran allí regresarán pronto a su tierra madre, aquí, en la marca de Europa. –¿Y a Montsegur? ¿Volveré a Montsegur? –Es una pregunta genérica. El oráculo no sabe qué responder. –¿Cuántos años resistirá Montsegur? –No responde. No sabe qué es Montsegur. –¿Y a mi hijo? ¿Lo veré alguna vez? –Pregunta inadmisible. Tu hijo no existe, dice el ángel. Gunter no planteó más preguntas. Extraño vidente este ángel, pensó, que encuentra las preguntas tanto más genéricas cuanto más específicas son. Acostumbrado a otros prodigios, le pareció que todo aquello se parecía demasiado a un juego de sociedad, mucho más que a aquellos herméticos rituales para los que los niveles superiores de la Orden le habían preparado. El Maestre cubrió la máquina con un paño negro y la bendijo, devotamente, como deseándole un buen descanso. –El ángel está fatigado –dijo en voz baja–. No le cansemos con otras preguntas. –¡Lástima! –Exclamó Gunter, encogiéndose de hombros–. Me hubiese gustado hacerle otra pregunta. –¿Qué pregunta? –Nada de particular. Una pequeñez. Pero específica, muy específica. –¿Cuál? –¿Existe Dios? ¿Qué piensas? ¿Crees que el ángel sabrá algo al respecto? –Lo que yo creo es que tú estás más cansado que el ángel, hermano. Creo que debes dormir. LOS NÚMEROS DE ORO Alcanzaron el borde del Bosque de Oriente después de una cabalgada sin riesgos ni aventuras por las algodonosas nieblas de Borgoña y la Champaña. Descansaron un poco menos de una hora en la capitanía de Villeneuve, última plaza fuerte de guardia de los territorios secretos, justo el tiempo de que los caballos recuperasen el aliento y consumir ellos una comida decente. Telmo estaba nervioso. –Hemos llegado a nuestro destino –dijo–. ¿Qué debemos hacer ahora? –No preocuparte de nada –respondió Gunter–. Es muy sencillo. Unicamente tenemos que volver a montar a caballo y reemprender el camino del bosque. –¿Para ir adónde? –No lo sé, no tiene importancia. No es competencia nuestra saberlo.

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–Eso lo he comprendido, pero ¿adónde vamos? –Hay alguien que nos espera, alguien que nos marcará el camino. –Pero ¿adónde? ¿Dónde es la cita? –Aquí fuera. No te preocupes, ven. No hicieron más que salir y montar en la silla cuando fueron rodeados por un grupo de caballeros. Uno de ellos llamó a Gunter por su nombre. –Gunter de Amalfi –gritó–. ¿Estás aquí por tu gloria? –No por mi gloria –respondió Gunter con presteza–, sino por la del Señor. –¿Qué llevas contigo? –Números, pesos, medidas. –¿Qué itinerarios has seguido para poder llegar hasta aquí? –He caminado a lo largo de la recta y de la curva, buscando el punto de encuentro. –¿Según la geometría terrestre? –Conozco las leyes terrestres, pero también las celestes. –¿Llevas contigo frutos de oro? –Sí, miel. –¿Dónde la has recogido? –En el Jardín de las Hespérides. –Adelántate, hermano. Hazte reconocer. Gunter avanzó hasta ponerse al lado del caballo del otro. Se abrazaron, tocándose según un código convencional en los pulsos, el cuello y las ingles, por donde corren los canales esenciales de la sangre. –Muéstrame la esmeralda –dijo después el caballero. –Desde que cayó de la frente de Lucifer, se perdió en la hierba del Edén –respondió Gunter––. Nadie sabe ya dónde está. –Y, sin embargo, dicen que alguien la había encontrado y tallado, haciendo de ella una copa que todos llaman Grial. –También la copa se ha perdido. –¿Y su contenido? –Lo estamos buscando. –Ven conmigo entonces, sígueme. El caballero espoleó su caballo. Gunter y Telmo hicieron otro tanto y se pusieron en camino con él, escoltados por los demás. Reconocido finalmente como templario, después de haber agotado el intercambio de las señales y las palabras de paso, ahora eran conducidos a la casa madre, a lo largo del itinerario secreto del bosque. Superada una primera zona intrincada de espinos y de árboles de alto fuste, majestuosos como columnas, se adentraron en un laberinto húmedo y verde, cada vez más tupido, cada vez más inextricable. Recorrieron lóbregas espirales e imprevisibles variantes a través de un follaje espeso como el pelo de un animal, hasta que la vegetación empezó a hacerse más diáfana, los árboles a distanciarse entre ellos, los matorrales a espaciarse sobre la costra musgosa de un terreno cada vez más mórbido, por momentos más dócil. Se detuvieron cuando la consistencia del terreno se volvió tan enrarecida, tan cenagosa, que no permitía a los caballos avanzar más. Los animales se hundían en el fango hasta la mitad de las patas. Una luz mortecina se filtraba a través de las nubes negras, bajísimas, que contrastaban con la humareda neblinosa que se elevaba del suelo. Un pantano impracticable se extendía delante de los caballeros. Algún que otro extraño pájaro lacustre pasaba de vez en cuando sobrevolando sus cabezas en vuelo rasante. Burbujas intermitentes de gas afloraban a la superficie borboteando, como producidas por un sifón subterráneo o una pérdida de aire de quién sabe qué improbable conducto. El caballero que conducía el grupo se descolgó un cuerno que llevaba sujeto a la cintura y sopló en él, extrayendo un sonido prolongado. Era una especie de reclamo sibilante, cortante como la hoja de un cuchillo, que parecía hendir la niebla. Otros sonidos, cuando el eco se hubo perdido más allá del pantano, respondieron con intermitencia regular, como expandiendo las notas de un mensaje. Los caballeros aguardaron. Después, de improviso, las burbujas del fondo comenzaron a aflorar con rapidez creciente, casi frenética, multiplicándose y

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sobreponiéndose hasta que la plana superficie del pantano no estuvo completamente cubierta por un turbión de vórtices y espumas. Los caballos retrocedieron y se encabritaron, retrocediendo espantados, a pesar de que para algunos de ellos debía de tratarse de un espectáculo habitual. Finalmente, toda la superficie del pantano fue recorrida por una onda deslizante y comenzó a oscilar, expandiendo en torno salpicaduras de fango. –¿Qué está sucediendo? –Preguntó Gunter, apretando con fuerza las rodillas sobre los flancos de Abelcain. –No es nada –respondió el caballero–. Son nuestros arquitectos, que están apartando el pantano para dejarnos pasar. La montaña de fango se levantó en medio de un tumulto de mecanismos y sifones. Luego empezó a inclinarse hacia un lado, entre salpicaduras de espuma. Emergía un pasadizo de piedra. Los caballeros se adentraron por él, mientras las orillas del pantano se ensanchaban, para después volver a cerrarse a sus espaldas, conforme ellos avanzaban hacia el interior. El caballo de Telmo coceó varias veces al aire, intentando retroceder. –Controla tu animal –gritó Gunter–. No corremos ningún peligro. –Pero el pantano puede engullirnos a todos –dijo ansiosamente Telmo, esforzándose con toda su alma por sostener las bridas. –También Moisés debió de tener algunas dudas al atravesar el mar Rojo, pero finalmente prevaleció la fe en él. –No sé qué pueda tener que ver la fe aquí. Esto es una auténtica y verdadera diablura. –Es solamente un sistema de cierre. Ven, sígueme. El camino se volvió más seco. La onda de fango refluyó blandamente detrás de ellos recubriendo el pasadizo. Los caballos, al sentir nuevamente la tierra firme bajo sus pezuñas, piafaron y patalearon. Los caballeros los pusieron al trote. Ahora estaban sobre los territorios inviolables del Temple, protegidos por un inexpugnable sistema de compuertas. –Bien, hete finalmente aquí, mon frere –sonrió el Maestre de Payns al acoger a Gunter con los brazos abiertos–. Verdaderamente, no has perdido el tiempo. –Verdaderamente –dijo Gunter, dejándose abrazar–, he hecho el viaje lo más deprisa que he podido. –Esperemos al menos que las cifras estén en orden –suspiró el Maestre, y tendió la mano–. Veamos esas cartas. Siempre resulta más complicado hacer cuentas entre números árabes y romanos. Gunter le entregó el saquito que durante tanto tiempo había llevado colgando del cuello. El Maestre lo abrió, extrajo de él un estrecho pergamino enrollado y le echó un vistazo, alejando con un ligero codazo a un hermano que estaba demasiado cerca. –Me parece perfecto –dijo, mientras continuaba recorriendo los signos con la mirada– . Todo perfecto y regular... Bravo. –¿Puedo considerar concluida mi misión? –Creo que sí, y de la mejor manera. –Entonces, ¿me puedo ir? –¿Y adónde quieres ir? –No lo sé... Decía andar, salir de aquí. –Vete, por ahora. Pero hay otras órdenes para ti. –¿Podemos hablar de ello enseguida? –No, ahora ve a dormir. Ya he dado órdenes para que tú y tu ayudante seáis alojados convenientemente. Gunter inclinó la cabeza y se volvió de espaldas, dirigiéndose hacia la salida. El Maestre lo llamó. –Espera. –Aquí estoy, Maestre. –¿Quieres satisfacerme una curiosidad? –Naturalmente, si puedo. –¿No te interesa conocer el objeto de tu misión? ¿No tienes ninguna pregunta que hacer?

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–Verdaderamente, tendría muchas; pero nuestras reglas no lo prevén. He recibido órdenes y las he cumplido. Es facultad tuya darme explicaciones o negármelas. Yo no insisto. –¿Qué es lo que querrías saber, por ejemplo? –¿Por qué me han mandado desde Tierra Santa, donde, sin embargo, hay tanto que hacer? ¿Por qué me fue asignada una escolta tan numerosa para transportar simplemente un despacho? ¿Por qué los soldados del Papa han intentado interceptamos y aniquilarnos? ¿Por qué todo el sistema de las comunicaciones templarias ha sido movilizado para controlar mi recorrido?... Y así sucesivamente, preguntas de este tipo. El Temple ha pagado un precio doloroso por esta misión mía. Muchos hermanos de gran valor han muerto junto a mí durante todos estos meses. A menudo pienso en ellos. –El Temple es hoy mucho más rico y poderoso, gracias a estos números que nos has traído –dijo el Maestre, mostrándole un instante el pergamino, lleno de signos y de cifras–. No era un despacho corriente el que te ha sido confiado, pero no te ilusiones sobre su significado. Solamente son números. –Los números pueden significarlo todo y no significar nada. Por unos números se puede también morir, como les ha sucedido a mis compañeros de viaje. –Sí, pero te lo repito: no te ilusiones, no alimentes con ello tus sueños. No se trata ni de las medidas del Arca ni de la fórmula del líquido del Grial... Es solamente contabilidad, mon frere. Pero hay momentos en los cuales la contabilidad es más importante que los sueños. Porque puede servir para realizarlos. –No te comprendo, Maestre. ¿Quieres decir que el Grial no existe? ¿Que los grandes misterios por los cuales hemos hecho votos de llevar una vida de sacrificios y aventuras son únicamente la proyección de nuestra fe visionaria? –No, digo solamente que, en ciertos momentos, el Grial es llevado en las manos y en otros momentos desaparece del todo. Depende de las circunstancias. Probablemente, cuando en la tierra no hay nadie digno de poseerlo, se desvanece, asciende al cielo. Pero no te atormentes por esto... Son asuntos que no tienen nada que ver con tus números de oro. –¿Números de oro? ¿Os he traído de Tierra Santa números de oro? –En un cierto sentido, sí. Pero no te dejes seducir por la fantasía; la alquimia no entra en esto para nada. Es verdad, somos depositarios de secretos que nos permiten destilar oro a partir de la piedra. Son incontables los hermanos que cultivan este arte en la oscuridad de los subterráneos, dejándose envenenar por el mercurio y por los humos de los hornos incandescentes. Pero nada de esto se relaciona con tus números de oro. –Maestre, ¿qué estás intentando decirme? –Que tus números, las cuentas que nos has traído, valen más que todo el oro que podríamos destilar de la piedra durante siglos de durísimo trabajo. Te lo digo para liberarte de cualquier duda o remordimiento que puedas albergar sobre el fin de tus compañeros. En este pergamino está resumido con todo detalle el plan necesario para la transferencia a Occidente de todos los bienes, de todas las riquezas de Ultramar. Tierra Santa ya está perdida. No podremos resistir allí más que unos pocos años todavía. Pero esto no nos dañará de ningún modo, no debilitará nuestra Orden. Por el contrario, nos hará tan fuertes... más fuertes que ningún soberano, que ningún príncipe cristiano, que el mismo papa. Ninguno de ellos podrá hacer ningún proyecto, decidir hacer la guerra o firmar la paz, empeñarse en ninguna contienda, sin poner sobre la balanza de sus propios poderes también la espada de los templarios. –¿Dices que Tierra Santa está perdida? ¿Y lo dices como si fuese algo conveniente, como si se tratase de una bendición del cielo? –Lo es, mon frére. Para nosotros, los templarios, significa el inicio de una época nueva, en la cual seremos los únicos dominadores de la cristiandad. Es un bien que esto nos haya tocado a nosotros, porque únicamente nosotros estamos en disposición de superar las angustiosas barreras de la fe para crear una única federación de paz en unión de los hebreos y de los musulmanes. –¿De qué modo debería terminar nuestra derrota en Oriente para darnos tanto poder en Occidente?

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–Ya ha sucedido, mon frére. Tú has constituido el trámite para ello con este simple despacho. Toda la población cristiana de Ultramar, desde las más grandes familias a los más pequeños comerciantes, no habrían podido jamás transportar a Europa sus propios bienes. Príncipes y prelados no habrían tenido ningún modo de salvar sus tesoros. Los señores de Tiro y de Edesa, los príncipes de Antioquía, los mercaderes de Acre, todos, en suma, perderían todo lo que tienen si no lo confiasen a la Orden del Temple, esto es, a la única organización dotada de medios tales como para poder efectuar una operación tan compleja sin riesgos. Ellos nos han consignado todos los tesoros, todas las riquezas, y nosotros damos a cambio cartas en las que está precisado cuanto nos han depositado, trámite necesario para poder rescatar en Europa el valor equivalente en dinero, en cualquier capitanía o casa templaria. No es alquimia, pero, sin duda, dará más frutos que la piedra filosofal. –Comprendo. Pero esto significa que nosotros nos lucraremos de las desgracias y desventuras de otros. –Por el contrario, significa que les ayudaremos a resolver sus problemas, a transferir sus capitales, que, de otro modo, perderían. Es un servicio por el cual estarán dispuestos a pagar una cantidad equitativa. –Sacaremos, pues, ventaja de una catástrofe como es la pérdida de Tierra Santa. –No es una catástrofe, puesto que nos permitirá realizar el gran sueño de la pacificación universal. También Jerusalén será libre, cuando nosotros hayamos salido de ella, porque pertenecerá a todos, sin distinciones de raza o de fe. Solamente entonces, el Grial podrá volver a la tierra, finalmente digna de acogerlo, y nosotros seremos sus custodios. –El sueño es espléndido, pero el método me repugna. –No tienes por qué arrugar la nariz. Es un método que, en el curso de unos pocos siglos, se hará de uso común. Nosotros somos solamente los primeros en aplicarlo, porque hemos sabido sacar provecho del conocimiento de los números. Será mucho más conveniente para todos cuando con un simple testimonio escrito, con una tablilla sobre la cual haya registradas unas cifras, cualquiera pueda trasladarse sin riesgos de una ciudad a otra, sin llevar consigo valores de ningún tipo, contando con la posibilidad de cobrar donde quiera un crédito reconocido. –¿Por qué me has contado todo esto, Maestre? No te lo había preguntado. –Era necesario para que comprendieses cuál ha sido el sentido de tu misión, para darte paz. –Pero así lo que has hecho es quitármela del todo. –No te he quitado nada, mon frére. Tú has perdido la paz hace ya bastante tiempo. Era verdad. No tenía ya nada que añorar, ni siquiera la Tierra Santa, y Montsegur no era ya más que un recuerdo desgarrador, un peso insostenible para su conciencia fatigada, en el cual los últimos frágiles vislumbres de ternura y de amor iban dispersándose como reverberos de hielo. HOMBRES ROJOS MÁS ALLÁ DEL OCASO Como un pájaro que ha quedado atrapado en una catedral, por haberse aventurado en vuelo hasta la cavidad del ábside, un pájaro que lenta, pero violentamente, se mata batiendo la cabeza contra las vidrieras, en su intento de remontar los senderos de la luz exterior, del mismo modo Gunter pasó los días de su descanso en Payns, sometiéndose a extenuantes ejercicios espirituales y a penitencias corporales que, lejos de indicarle razonables vías de salida, acrecentaban ulteriormente la maraña de los dilemas en los que se debatía desde hacía tiempo. Estaba, pues, aturdido por el insomnio y los ayunos cuando fue convocado al capítulo del Temple, dos semanas más tarde. Le fue ordenado interrumpir inmediatamente los ejercicios espirituales y reemprender los militares. Le fue, además, prescrita una dieta a base de carne, vino y otras sustancias fuertemente nutritivas, a la cual debía atenerse rigurosamente. Era evidente que se quería que recuperase las fuerzas, probablemente con vistas a quién sabía qué nuevas tareas.

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Gunter estuvo dispuesto a cumplir rigurosamente las órdenes recibidas, aunque no fuese con aquel mismo excesivo celo de que había dado pruebas en la penitencia, como si quisiese aniquilar en la tensión del cuerpo cualquier equívoco del alma o cualquier interrogante de la mente. Comió mucho, bebió todavía más, ingiriéndolo cotidianamente todo en el curso de extenuantes ejercicios, que hacían prever interminables duelos con los brazos cargados de pesado lastre y cabalgadas con armadura de combate a través de impracticables y accidentados itinerarios. Bastaron unos pocos días para restituirle toda su vitalidad de guerrero, pero también la determinación necesaria para desenredar la duda que más le atormentaba. Decidió que regresaría a Montsegur para unirse a los caballeros grises contra los cruzados exterminadores de Montfort. Volvería a ver a Myrtilla y conocería, cuando naciese, a su hijo. Convocado nuevamente por el capítulo, pidió con firmeza ser enviado al Languedoc. Le fue negado. Insistió. Fue reprendido. –¿Te has olvidado, Gunter de Amalfi, de que has jurado ser, durante todos los días de tu vida, esclavo y siervo de al Orden? –le recordó el Maestre con desacostumbrada aspereza–. ¿Te has olvidado de que has renunciado a tu voluntad para hacer todo aquello que te sea ordenado, sin poner impedimentos ni hacer preguntas? –No, señor, no lo he olvidado. Pero también he jurado que me batiría en cualquier lugar para que ningún cristiano fuese oprimido injustamente. –¿Y en defensa de qué cristianos, contra qué opresores, tienes intención de combatir allá? –Hay una comunidad de cristianos puros allá en el Languedoc, que está a punto de ser aniquilada en nombre de un equivoco, de un malentendido, justamente a causa de la pureza de sus hijos; tan puros y buenos, tan santos, que la Iglesia de Roma, humillada por la comparación, les ha juzgado herejes. Vivían en paz en Toulouse, Montsegur, Beziers, Carcasona, Albi, por lo que son llamados albigenses. Pero su verdadero nombre es el de cátaros, porque cátaros, en griego, significa puro. –En qué tremenda confusión has debido caer, hermano, si te atreves a defender, en una casa del Temple, a una secta de herejes. –No son herejes, no pueden serlo, puesto que hasta el venerable Bernardo de Claraval, nuestro padre espiritual, los ha defendido. –Y ahora, encima, te conviertes en blasfemo. Citas indebidamente a un santo. –Pero él los conocía, y les dijo que no existen plegarias más cristianas que las de ellos. Y así es, os lo juro. Yo los he oído rezar. Son puros. –Ya está bien, hermano. Enseguida serás informado del nuevo encargo que se te hace. – ¿Cuándo? –Te llamaremos. Ahora vete, y reanuda tus ejercicios. –¿Espirituales o militares? –Preguntó Gunter, con un amargo sarcasmo que casi rozaba la provocación. –Militares, hermano, militares. Te servirán más. Por la noche, en el refectorio, Gunter buscó a Telmo como de costumbre. Habitualmente, compartían la cena, según la regla templaria, comiendo juntos de la misma escudilla. Preguntó a los otros. Ninguno supo darle la menor explicación. Fue a buscarle a su celda y la encontró vacía, la cama hecha y ni rastro de las pocas pertenencias de Telmo. –Ha debido partir –le dijeron. Se informó de por dónde y de por qué así, de improviso. Nadie supo decírselo. Por otra parte, semejantes preguntas resultaban inclusive embarazosas. Un templario parte, le respondieron evasivamente, cuando recibe la orden de partir. Va donde le dicen que vaya, adonde el Temple lo reclama. Gunter no insistió, porque conocía demasiado bien las reglas. Un templario no está ligado a nadie. Se va de al lado de quien sea sin saludarle. Su fuerza está en la soledad. Todo era, pues, perfectamente regular. Gunter lo sabía. Volvió al refectorio y compartió la cena con un nuevo hermano, al que hasta entonces no había visto nunca.

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Después de la cena, se dirigió a las cuadras, para ocuparse personalmente de Abelcain. Estaba demasiado ligado a su bestia manchada, para dejar que otros se ocupasen de su comida. Y, además, en medio de la irremediable incomodidad de su situación, era la única criatura con la que podía comunicarse sin intermediarios ni reglas. Pero el caballo no estaba allí. En su lugar encontró un caballo negro, robusto y piafante, ansioso de pienso y de caricias. Preguntó a los escuderos dónde estaba su animal. –Ha habido un intercambio de caballos –dijo un mozo de cuadras–, pero no lo sé con precisión. –Nuevas partidas, nuevas llegadas –añadió otro–. Se ha producido alguna alteración en la adjudicación de los animales. –Ahora tu caballo es éste –dijo un tercero, señalando el caballo negro. También esto era perfectamente regular. Tanto las armas como los caballos no pertenecían a los caballeros, sino a la Orden. También esto estaba sancionado por las reglas. Gunter experimentó el extraño impulso de relinchar, de reclamar de alguna manera a Abelcain, de hacerse oír por él, por dondequiera que, en aquel momento, estuviese galopando. Su dignidad de caballero le hizo contenerse. Tenía otro animal del que ocuparse. El caballo negro tenía hambre. Recogió una doble medida de pienso y se la llevó. El animal comió ávidamente. Él le acarició el morro. –¿Cómo se llama? –Preguntó a un escudero. –No lo sé. Acaba apenas de llegar. –¿Y su caballero? –Tú eres ahora su caballero. –Dadle más cebada –dijo Gunter acariciándolo una vez más. El caballo estiró el cuello hacia adelante y restregó la cabeza contra su brazo. Gunter lo abrazó con fuerza y lo besó detrás de las orejas, deseando en lo más íntimo de su corazón que también Abelcain, dondequiera que estuviese, recibiese aquella noche, de su nuevo dueño, su ración de heno y de caricias. Le fue ahorrado un nuevo gélido encuentro con el capítulo. El Maestre quiso verle a solas y fue muy gentil con él, como la noche de su llegada. –El Temple te debe mucho, Gunter de Amalfi, mucho más de lo que puedas imaginar –le dijo, tomándolo afablemente del brazo–. Pero ya conoces las reglas: cuanto más méritos se hagan, menos se será recompensado. –Y cuanto más incurras en fallos –prosiguió Gunter, citando a su vez con resignación–, tanto más serás socorrido y complacido. –Bravo. Eso lo simplifica todo. –¿Dónde queréis mandarme? –Tú has expresado tu deseo de ir al Languedoc. Me agradaría contentarte. Pero ya conoces las reglas: no actuarás jamás según tus deseos; si te quisieses quedar aquí, se te mandaría allá. –Y si quisieras ir allá, se te mandará a otro lugar. –Bravo; eso es, justamente. Si quieres dormir, se te hará velar, y si quieres estar despierto, se te ordenará irte a dormir. –Pues sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Adónde debo ir? –Ven, te lo voy a explicar. El Maestre condujo a Gunter a una sala en la cual había acumuladas cartas de todo tipo, pergaminos, mapas... –Son rutas de mares lejanos –explicó el Maestre–, que solamente conoce la marinería de la Orden. Son tierras de más allá del ocaso, donde hombres de piel roja extraen plata para el Temple de las entrañas de unas minas tan grandes como ciudades. Únicamente unos pocos caballeros de toda confianza pueden ser informados de esto... Gunter partió aquel mismo día. Cabalgó ininterrumpidamente hasta alcanzar la costa, diseminada de escollos profundos y cortantes como dientes de dragón, sobre los cuales un mar negro y espumoso se precipitaba con olas en forma de duna que, de algún modo, le recordaron por última vez el desierto. Aquí se embarcó en un drakkar danés, un tipo de barco denominado así por los salvajes del norte en su idioma, por su terrorífica forma de dragón, que enarbolaba en su mástil la insignia blanquinegra del Temple. Era un navío sutil provisto de remos y de una

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única vela, con los flancos recubiertos de escudos. Los remeros bogaban al aire libre y no iban encadenados. Eran muy extraños los ornamentos tallados sobre los bordes y sobre la proa, empezando por el mascarón, que representaba una serpiente con cuernas. Gunter no había visto nunca una embarcación semejante en las aguas de sus idas y venidas entre Tierra Santa y Europa. Pero también era verdad que nunca había visto un mar tan negro ni marineros tan rubios, tan iguales los unos a los otros ni tan ausentes en la fijeza uniforme de sus miradas azules. Por lo demás, no había nada que pudiese asombrarlo. Sobre esta extravagante nave, conducida por una tripulación que se expresaba en un dialecto del todo desconocido para él, formado más de gruñidos y de sonidos guturales que de palabras, Gunter dejó definitivamente Europa, derecho hacia las playas felices –así, al menos, le fue dicho–, cuya gente acogía festivamente a los extranjeros, coronándoles la cabeza con plumas. EPÍLOGO. TREINTA AÑOS DESPUÉS, EN MONTSEGUR Montsegur resistió durante treinta años el asedio de los cruzados, es decir, mucho más de lo que es necesario para que un niño se convierta en un hombre. Así, el hijo de Gunter y de Myrtilla tuvo tiempo para nacer, crecer, convertirse en muchacho, más tarde en hombre, y finalmente morir como todos los habitantes de la roca cuando ésta fue por fin conquistada. Por una fatalidad singular de la historia, Jerusalén cayó el mismo año que Montsegur y se perdió para siempre. Los templarios fueron los últimos caballeros en dejar Tierra Santa por el puerto de Acre, después de haber sostenido la ciudad durante cuarenta días y procurado a la población cristiana el tiempo necesario para evacuaría. Poco menos de trescientos, apoyados por un centenar de hospitalarios y teutónicos, tuvieron en jaque a ciento sesenta mil sarracenos provenientes de Egipto y de Siria, los cuales no pudieron poner pie tras las murallas de Acre hasta que el último cristiano fue embarcado. Los tesoros de Tierra Santa estaban desde hacia ya tiempo al seguro en las casas templarias de Francia, gradualmente transportados en cofres desde el Oriente, según el plan secreto de que Gunter había sido portador. Nunca la Orden del Temple fue más rica y poderosa que entonces, nunca un sueño estuvo tan cercano a su realización. Sin embargo, tampoco una ilusión se consumió nunca tan deprisa. La Orden fue aniquilada en el transcurso de una noche, mediante un golpe de mano de los esbirros franceses, que engañó a todos haciendo creer a cada uno de los templarios que era el único en ser arrestado y que sería inmediatamente liberado por los otros. Víctimas de una ingeniosa estratagema, los caballeros más temibles de la cristiandad se dejaron todos encadenar sin oponer resistencia, amamantados por un orgullo que les hacía estar seguros de poder contar con una fuerza oculta e invencible. Se fueron en las carretas de los guardias con suficiencia, como fastidiados más que preocupados, convencidos de que en pocos días iban a recibir las excusas del rey por aquel terrible equívoco. Fueron aherrojados en subterráneos de los más remotos castillos, donde la mayoría de ellos murió bajo las torturas, por no revelar los secretos de que eran depositarios o confirmar acusaciones infamantes. Traicionados por el papa, sometidos durante años a tormentos inhumanos, algunos supervivientes, reducidos a larvas casi vegetales, admitieron culpas nunca cometidas, tales como para que la Iglesia justificara la muerte en la hoguera de Jaime de Molay, último Gran Maestre, y de los caballeros que le habían permanecido fieles. Una bula papal ratificó, ‘con amargura y tristeza’, la disolución definitiva del Temple. A los pocos supervivientes les fue concedido retirarse a un convento o bien, como humillante alternativa para quien quisiese conservar la espada, ingresar en la Orden de los Hospitalarios. FIN

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