Cuentos sin respiro. 15 cuentos infantiles de suspenso

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CUENTOS SIN RESPIRO Quince cuentos infantiles de suspenso

CUENTOS SIN RESPIRO Quince cuentos infantiles de suspenso

Premio EDENOR 2005

CONCURSO ORGANIZADO POR LA FUNDACIÓN EL LIBRO EN EL MARCO DE LA 31.a EXPOSICIÓN FERIA INTERNACIONAL DE BUENOS AIRES EL LIBRO DEL AUTOR AL LECTOR

PREMIO

A ESCRITORES SIN LIBRO PUBLICADO EN EL GÉNERO CUENTOS INFANTILES DE SUSPENSO 2005

ISBN 987-20215-4-6

Diseño de tapa: Marcelo Bigliano Diagramación interior: Susana Mingolo

© 2005 by Fundación El Libro – Hipólito Yrigoyen 1628 – 5º Piso (C1089AAF) Buenos Aires, Argentina Tel. (011) 4374-3288 – Fax (011) 4375-0268

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723 Impreso en la Argentina en el mes de abril de 2005, por RDG Red de Gráfica internacional, S.A.

Prohibida su venta

JURADO DEL CONCURSO Oche Califa Duilio Ferraro Graciela Ortolá Silvia Schujer Ana María Shua

Índice

Palabras preliminares, EDENOR . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

9

Prólogo a los quince cuentos infantiles de suspenso premiados por Ana María Shua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

11

“El reloj” de Juliana Beatriz Accoce (primer premio) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

13

“El esqueleto de la tierra” de Martín Blasco (segundo premio) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

19

“Un mágico violín” de Élida N. Jurado de Janeiro (mención especial) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

27

“El fantasma de la mansión Talbot” de Pedro Mario Saito (mención especial) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

35

“Sopa de letras” de Albana María Morosi (mención especial) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

45

“Circo” de René Fabián Alegre (mención especial) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

53

“El Extraterrestre” de Rubén Antolín Heredia (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

61

“Mancha vuelve manchado” de Olga Appiani de Linares (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

71

“Hechizo de luna llena” de Liliana Edith Benítez (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

81

“El monstruo agazapado” de Ariel Díaz (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

89

“Desde esa ola” de Jorge Omar Díaz (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

93

“Anónimos” de Carla Dulfano (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

99

“La casa embrujada” de Silvia López (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

Palabras preliminares

“Les doy mi palabra” de Silvia Cacchione (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 “Anastasio” de Horacio Zabaleta (mención) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

El suspenso siempre fue un alimento para la imaginación de los niños. Cuentos que contenían suspenso nos atrapaban hasta lograr lo que nuestros padres anhelaban: que enmudeciéramos. Nos hacían absorber cada palabra que nos relataban o leíamos o cada imagen de la trama, hasta que volvíamos a la realidad cotidiana cuando concluía. Y no pocas veces buscábamos el placer de prolongarlo, creando o reinventando historias o finales diferentes. Edenor, que desde su misma creación pone toda su energía en el apoyo a la cultura, se complace en ofrecer la duodécima edición del Premio Edenor para escritores inéditos, con los mejores cuentos infantiles de suspenso presentados en el concurso que organizó la Fundación El Libro. Esta edición tiene características propias que merecen destacarse. El Primer Premio correspondió a Juliana Beatriz Accoce y, si bien en ediciones anteriores hubo ganadores jóvenes, nunca lo había logrado uno de 24 años, que además había escrito el cuento a los 17, cuando estaba en el ciclo secundario. Otro aspecto fue la participación de niños entre las 300 obras presentadas, quizás alentados por la exigencia de brevedad de los cuentos, de hasta seis carillas. Una vez más, se reafirma el alcance federal de este concurso literario, con participantes de La Plata, Hurlingham y José Mármol, en la Provincia de Buenos Aires; Chacras de Coria y General Al-

10 vear en Mendoza, Perito Moreno en Santa Cruz, Ciudad de Buenos Aires y Rosario, sólo por nombrar a los autores de los cuentos seleccionados por el jurado, ya que el listado completo del lugar de residencia de los escritores abarca a muchas ciudades más. También la inclusión de quince obras en esta edición constituye el número más elevado de los doce años que se realizan estos concursos, ya convertidos en un clásico. La tarea de apoyo a manifestaciones culturales, por parte de Edenor, no se agota con estos concursos. Desde 1998 se dictan talleres educativos interactivos para alumnos de escuelas primarias y EGB sobre la energía eléctrica, cómo se genera, la seguridad en el hogar y en la vía pública, uso racional de la energía, protección del medio ambiente, etcétera, a través del programa Conexión al Futuro, que ya logró capacitar a más de 590.000 alumnos de 1.400 escuelas. También está en vigencia desde hace años un programa de donación de una biblioteca por semana a escuelas del ciclo inicial, de 100 volúmenes cada una, con libros de texto y de esparcimiento, que permitió ya la entrega de 56.000 libros. Pero no queremos prolongar el suspenso, por lo que invitamos al lector a sumergirse en los apasionantes cuentos de las páginas que siguen. EDENOR SA

Prólogo a los quince cuentos infantiles de suspenso premiados

¿Habías pensado que la tierra puede tener esqueleto? ¿Qué pasaría si el mago del circo no estuviera haciendo trucos, sino verdadera y peligrosa magia? ¿Y si algún día, por un error misterioso, dejaras de crecer? ¿Te gustan los fantasmas, o te dan miedo? ¿Qué esperás encontrar en una casa embrujada? ¿Y si tu gato fuera capaz de convertirse en un león asesino? Todas estas preguntas (y muchas otras)… NO encontrarán ninguna respuesta en este libro. Porque estos quince cuentos, como todos los buenos cuentos del mundo, no dan respuestas, sino que sirven para hacerse más y más preguntas. En sus cuevas, antros, madrigueras, ataúdes y tumbas, tenebrosos escritores escribieron trescientos cuentos con su propia sangre. Pero después los pasaron en computadora y los mandaron a un concurso. De esos casi trescientos, solamente quince fueron encontrados lo bastante abominables como para encontrarse con vos. Sé que fue así, porque formé parte del jurado. Espero que te preocupen, te diviertan, te mantengan en suspenso, te asusten, te interesen y te guste mucho leerlos. Y que cuando termines este libro, en lugar de estar satisfecho, sientas una espantosa sed de más y más y más más. Porque los libros muerden. Y la mordida de un buen libro te puede convertir para siempre en vampiro de bibliotecas. ¡Que así sea! ANA MARÍA SHUA

EL R ELOJ

Autora:

Juliana Beatriz Accoce

A mi madre, en palabras de Alberto Cortez “la estrella y el viento de mi travesía; mi filosofía, mi apasionamiento mi mejor acento, mi soberanía”. A Leopoldo Brizuela.

Que los años por ti vuelen tan leves, Pides a Dios; que el rostro sus pisadas No sienta, y que a las greñas bien peinadas No pase corva la vejez sus nieves. Nació en La Plata en 1980. A los quince años obtuvo, por su inclinación a la escritura, una beca de estímulo otorgada por la Fundación B. A. Houssay, renovada por tres años consecutivos. Participó en los Torneos Juveniles Bonaerenses, obteniendo el er 1 premio en la etapa municipal y 2do en la regional en 1996, y el 2do premio en la etapa municipal en 1998, en la categoría Poesía. Asiste a talleres de escritura coordinados por Leopoldo Brizuela desde 1997. Estudia Letras en la Universidad Nacional de la Plata y desde hace tres años se dedica a la docencia. Email: [email protected]

FRANCISCO DE QUEVEDO

El tren en que venía Irene paró de tal manera que la puerta del vagón quedó justo donde su madre la aguardaba. No halló las cosas como esperaba, aunque no estaba segura si era porque habían cambiado o porque ella las recordaba con más colorido, menos ajadas, como se ven todas las cosas en la infancia. Su madre también estaba distinta, pero eso sí, no por efecto de la memoria, sino del tiempo. Mientras bajaba el equipaje y la abrazaba, y luego mientras caminaban hacia la casa unas pocas cuadras, tuvo la impresión de haber hallado el tiempo que en la ciudad se le iba tan rápido: estaba todo allí acumulado. También le pareció que allí todo tenía el color de la arena. La primera ceremonia al llegar a la casa fue tomar mate largamente en la cocina. Irene hablaba de los estudios que estaba por terminar, de las amigas con quienes vivía, del hombre con quien planeaba casarse. Luego comenzó a hacer preguntas sobre el pueblo, sobre sus antiguos compañeros, los que habían partido como ella, los que no se habían ido, los que tres años atrás habían asistido al velorio de su padre y los que no. Con las preguntas llegaron los recuerdos, desordenados, ilegítimos como todos los recuerdos, de su infancia. Del colegio sobre todo recordaba los recreos, los

16 juegos, las tonterías que habían sido para ella grandes aventuras. El recuerdo de un suceso, más nítido que otros, la llenó por un instante de secreta vergüenza. En el último año de la primaria, en un descuido de una compañera llamada Anita, Irene le había robado un reloj. Era un reloj de forma oval, con un espejito dentro y una pulsera de cadenita. Era probablemente bañado en oro, pero Irene no se lo había quitado por eso. Lo había hecho simplemente porque el reloj le gustaba mucho. Luego Anita había sospechado de ella y se lo había reclamado insistentemente, pero sin ningún escándalo, y había tratado de persuadirla del valor que para ella tenía el reloj que su madre le había dado; le había prometido que nadie se enteraría si se lo devolvía, pero Irene había negado una y otra vez y había optado por ofenderse ante la desconfianza de su compañera, quien finalmente se resignó a la negativa rogándole que jamás se olvidara de darle cuerda porque —le dijo— era muy delicado y se estropearía mucho. Pronto Irene se dio cuenta de que había sido una tontería quedarse con el reloj ya que no podría usarlo sin que fuera reconocido, así que tuvo que esconderlo en un hueco que había hecho ella misma bajo una baldosa floja en su cuarto, en donde guardaba sus secretos de la mirada materna. A veces, cuando estaba sola lo sacaba, se lo ponía en la muñeca y le daba cuerda, pero finalmente, cuando dejó el pueblo, el botín quedó allí olvidado.

Un rato más tarde, mientras se instalaba en su cuarto, que la madre mantenía limpio y en el mismo estado en que lo había dejado, recordó nuevamente el reloj. Corrió un poco la cama, reconoció la baldosa y la levantó, y lo encontró, bastante sucio de verdín. Lo limpió con cuidado y lo guardó en un bolsillo. Durante el almuerzo, hizo que su madre le contara todo lo que supiera sobre Anita. Ella —dijo la madre— se había mudado a las afueras hacía años, y no volvía al pueblo desde entonces. En un principio, las malas lenguas dijeron que sus padres la escondían porque estaba embarazada, pero nada confirmó ese rumor. Cuando sus padres murieron, no se la vio en el funeral. Los proveedores

17 que se llegaban hasta su casa tampoco la veían: encontraban su dinero en la puerta y allí dejaban sus pedidos. Irene decidió que iría a verla por la tarde. Se sentía avergonzada y llena de remordimiento, pero sólo ahora, ya mayor, comprendía que su falta era reparable: iría a buscar a Anita y le devolvería su reloj. Sin duda Anita se daría cuenta de lo apenada que estaba y la disculparía. Seguramente lo vería como una cosa de niñas y luego las dos podrían reír juntas del incidente. Pidió instrucciones para llegar hasta la casa, a unos ocho kilómetros campo afuera. Hizo chirriar su vieja bicicleta, que hubiera necesitado aceite, por el camino de tierra. Por momentos, se arrepentía de la idea. Tal vez Anita ni siquiera recordara el asunto. Y además, quién sabía qué graves motivos tenía para aislarse de esa forma. Sin duda, ella no era nadie para inmiscuirse, y lo mejor sería volver. Pero la casa ya estaba ante sus ojos. Respiró hondo y bajó de la bicicleta. En la puerta, la asustó el salto de un enorme gato manchado. Se tomó un segundo para reponerse, y golpeó. No hubo respuesta. Volvió a golpear. Sintió que alguien levantaba la tapa de la mirilla. Una voz de niña preguntó: —¿Quién es? —Busco a Anita. Soy Irene, una amiga, Irene Frías. —Ah, Irene… vos… podés pasar —fue la inesperada respuesta. La llave giró, giró el picaporte y se abrió la puerta. —Irene. Irene la reconoció enseguida. En el instante siguiente, el más aterrador de toda su vida, se dio cuenta de que hubiera sido imposible no reconocerla, porque Anita estaba, literalmente, igual que la última vez que la había visto. Tenía el cuerpo de una niña de doce años, su pelo, su rostro. De pie frente a ella, sólo sus ojos no eran los de una niña. Irene oyó de sus labios el reproche más resignado y triste que hubiera oído: —No le diste cuerda…

Nota: La primera frase del cuento pertenece a la cuentista norteamericana Flannery O’ Connor.

EL ESQUELETO DE LA TIERR A

Autor:

Martín Blasco

A mi madre, Elma Manino.

Nació en Buenos Aires el 24 de febrero de 1976. Cursó el secundario en el Normal 1 y en la Escuela de Arte Labarden, para luego estudiar dirección y guión de cine. Comenzó a trabajar en televisión como guionista y productor en Telefe, Ideas del Sur y Canal 9. En el año 2001 se mudó a San Martín de los Andes, Neuquén, donde nació su primer hijo. Actualmente reside en la provincia de Mendoza. Participó por primera vez en un concurso de literatura infantil en el año 2004, cuando ganó un segundo premio del concurso de la revista de Internet Imaginaria. Email: [email protected]

Lo que voy a contar no es una historia así no más. Se trata de un gran secreto que unos amigos y yo venimos guardando desde hace tiempo. A aquellos que duden de estar preparados para lo que voy a relatar, les advierto que sería mejor que dejaran de leer. Pero los que son valientes y se sienten capacitados para lo extraordinario, presten mucha atención porque esta historia cambiará sus vidas. Es hora de que el mundo sepa la verdad. Todo comenzó una tarde en que me encontraba en casa tomando la merienda. Mi papá y mi mamá estaban trabajando y mi hermana estaba escuchando música a todo lo que da en su cuarto. De repente oigo fuertes golpes en la puerta. Supe inmediatamente quién era: Rubinetti. Rubinetti es mi vecino y mejor amigo, se llama Edgardo pero todo el mundo lo llama por el apellido, Rubinetti. Le abrí y no me encontré al Rubinetti de todos los días, con sus rulos revueltos y su cara de estar espiando algo. No, éste era un Rubinetti distinto, más pálido y ojeroso, muy nervioso y mirando hacia todos lados. —Julián… no sabés lo que encontré… —dijo. —¿Esa medalla que me dijiste que ganaste jugando al fútbol pero que resulta que nunca la encontrás? —No, no… la medalla todavía no la encontré… pero creo que encontré algo importante… —¿Qué?

22 —Un hueso… —¿Un hueso? ¿Y? —Un hueso de esqueleto… —¿Un hueso de esqueleto? —Un hueso de esqueleto de dinosaurio… —¿Un hueso de esqueleto de dinosaurio? —Sí… La verdad, Rubinetti a veces es medio raro. Es mi amigo y yo lo quiero, pero eso no quita que tenga cosas raras, como esa medalla que nunca encuentra, su colección de bichos bolita o lo de cambiarse las medias cada dos horas pero usar siempre la misma remera. Así que como Rubinetti es raro, mucho no me extrañó que hubiera encontrado un hueso de esqueleto de dinosaurio. —¿Y dónde lo encontraste? —En la plaza… —¿En la plaza? —Sí, debajo del tobogán… Sí, Rubinetti es raro. Pero era un lindo día y no había nada en la tele, así que nos fuimos a la plaza. Antes de llegar pasamos por la casa de Wilson, otro amigo y vecino, que es uruguayo. Se llama Wilson Bianchi. Según él, Wilson es un nombre común en Uruguay, pero por lo que sé, allá en Uruguay hablan el mismo idioma que nosotros, así que tan común no debe ser. Llegamos a la plaza y fuimos derecho al tobogán. Y allí estaba el hueso misterioso: saliendo de la tierra, apenas visible y de color blanco, parecía un largo dedo. Rubinetti nos contó que dio con el hueso de casualidad, mientras perseguía a un pobre bicho bolita para su colección. Por suerte el bicho bolita logró escapar, si no hubiese compartido el triste destino de otros que Rubinetti guarda en un frasco vacío de mayonesa con un poco de tierra. Inmediatamente me acerqué para poder ver el hueso de cerca. Lo tomé con mis manos y noté la primera cualidad extraña de este descubrimiento: el hueso era blando y se doblaba con facilidad, cosa que ningún hueso hace. —Esto no es un hueso —dije. —¿Por qué no? —me respondió enojado Rubinetti. —Es muy blando, casi elástico. —Sí, lo noté. Para mí se trata de un tipo de hueso desconocido,

23 el esqueleto de un animal nunca antes encontrado que tenía la capacidad de ser muy flexible. Quizás ahora los científicos puedan usar este esqueleto para crear nuevas tecnologías y utilizarlas para hacer naves espaciales… Era un buen punto. Además, con sus ojos desorbitados y sus manos moviéndose de un lado a otro, Rubinetti podía ser muy convincente cuando quería. Y había nombrado las naves espaciales porque sabe bien cuánto me interesa ese tema a mí. A mí me gusta todo lo que tenga que ver con el espacio, mientras que a Rubinetti le interesan más los dinosaurios, así que si se trataba de un “hueso de esqueleto de dinosaurio útil para el desarrollo de naves espaciales” los dos estábamos contentos. El que se aburría un poco era Wilson: a él le gustan más los vampiros, los zombies y todo tipo de monstruos. Pero Rubinetti supo cómo engancharlo a él también. —Además, imagínense cómo sería un dinosaurio con esqueleto de goma… Sería una especie de monstruo… Quizá fuera también vampiro. Y a partir de ahí Wilson se interesó también, y los tres dedicamos toda nuestra atención al tema. La segunda cualidad extraordinaria de este hueso era que por más fuerza que hiciéramos no podíamos sacarlo de la tierra, estaba como clavado. Empezamos a cavar alrededor, con lo que comprobamos que el hueso era mucho más largo de lo que creíamos. A Wilson se le ocurrió que si el hueso era de dinosaurio, tenía que haber más huesos en otras partes, porque los dinosaurios son muy grandes, e inmediatamente nos pusimos a cavar en distintas partes de la plaza. Tal como Wilson supuso, había huesos elásticos en varios lugares. —Viendo las distancias que hay de un hueso a otro —dijo Wilson—, ¡debemos haber descubierto el dinosaurio más grande de todos los tiempos! —Elemental Watson —dijo Rubinetti. —Wilson, mi nombre es Wilson. Contentos con el descubrimiento, dimos la tarea por terminada y nos fuimos a nuestras casas, con la idea de continuar al día siguiente. Pero esa misma tarde, Rubinetti atacaba nuevamente mi puerta.

24 —Tenés que venir conmigo. Sin dudarlo lo seguí. Caminamos unas cuantas cuadras hasta dar con una plaza que está mucho más lejos de la que solemos ir. Sin perder tiempo Rubinetti me mostró un nuevo e inquietante descubrimiento: también en esa plaza había encontrado huesos de nuestro gigantesco dinosaurio. Al igual que los que había en la otra plaza, estos huesos estaban clavados en la tierra y no había manera de sacarlos. Lo más asombroso era que las dos plazas tienen casi diez cuadras de distancia una de la otra. El misterio crecía a cada paso que dábamos: ¿cuánto medía este dinosaurio?, ¿cómo se sostenía en pie un bicho tan grande con un esqueleto tan blando? Como nos vimos superados por tan grande misterio, decidimos hacer lo que todo el mundo hace en las películas: recurrir a la policía. Fuimos a buscar al policía que está siempre parado en la esquina de la casa de Rubinetti, que se llama Pancho, aunque hay que decirle “oficial Pancho” porque si no, se ofende. Nos costó un poco convencerlo, pero cuando escuchó que había un hueso de por medio, quiso ver de qué se trataba. Pensó que podía tratarse de un cadáver y nosotros no dijimos nada de dinosaurios ni de naves espaciales para no desilusionarlo. Sin embargo, cuando llegamos a la plaza y el oficial Pancho vio el hueso con sus propios ojos, descartó el tema rápidamente. —¡Pero qué hueso ni hueso! Esto es la raíz de un arbusto que crece en esta zona. ¡Por favor! Y luego de decirnos que no lo volviéramos a molestar, se fue muy enojado. Al principio nos quedamos congelados, no podíamos creer que no fuera un hueso de esqueleto de dinosaurio. Lo de la raíz explicaba que fuera blando y estuviese clavado a la tierra. Luego empezamos a sospechar que el oficial Pancho había descartado el tema muy rápidamente, como si no quisiera que siguiéramos investigando. Quizás habíamos descubierto algo que la policía y el gobierno quieren que quede oculto. Entonces la idea llegó a mi cabeza como un rayo que provoca un incendio, y me di cuenta de lo que en realidad habíamos descubierto. —Es mentira que esto sea una raíz —dije conmocionado—, esto es un hueso, pero no un hueso de dinosaurio, eso es una tonte-

25 ría. No, este hueso pertenece al esqueleto del animal más grande de todos los animales. ¡Éste es un hueso del esqueleto de la tierra! —¡¿Qué?! —¿No te das cuenta, Rubinetti? Por eso hay huesos de estos por todos lados, porque pertenecen al esqueleto de la tierra. Hace muchos años que se sabe que la tierra es redonda, ahora sabemos por qué: ¡es una cabeza! Y tiene huesos porque es como un gran animal, un gran ser vivo. El pasto vendría a ser como el pelo, las montañas serían como granos… —¿Y nosotros qué seríamos entonces? Y cuando Rubinetti me hizo esta pregunta, otra idea demoledora golpeó en mi mente. Si la tierra era como una cabeza y el pasto era pelo, entonces nosotros éramos… ¡piojos! —¡Piojos! ¡Los seres humanos somos sólo piojos! ¿Te das cuenta, Rubinetti? Quizá por eso no hay vida en Marte, porque Marte antes tenía piojos (es decir, hombres) y logró sacárselos. Quizás en este momento la Tierra está preguntándole a Marte cómo hizo para sacarse a los hombres de encima.

La verdad es una carga difícil de llevar. Desde ese día Rubinetti, Wilson y yo formamos una sociedad secreta a la que llamamos: Sociedad Secreta Pro Piojos, S.S.P.P. Guardamos con valor nuestro gran descubrimiento, llevando sobre nuestros hombros la pesada verdad. Hoy, por primera vez, doy a conocer esta historia que sólo creerán aquellos que están preparados; los demás pensarán que es un cuento. Una vez una persona estuvo a punto de descubrir nuestro secreto. Fue mi mamá, que mientras ordenaba mi cuarto descubrió mi carpeta de la S.S.P.P. Pensé que era el fin, y me estaba preparando para consolarla, cuando se dio vuelta y revolviendo mi pelo dijo: —¡Qué lindo! ¡Vos siempre serás mi piojito! Hice lo único que se puede hacer en un caso así: intenté sonreír y darle la razón. Pobre, no está preparada para la verdad.

UN MÁGICO VIOLÍN

Autora:

Élida N. Jurado de Janeiro

A Carlos, mi esposo y compañero, con amor.

Élida Norma Jurado de Janeiro. Soy porteña, afincada desde hace mucho tiempo en Hurlingham. Allí, entre plantas, flores y pájaros trabajo como esposa, madre y abuela y también como música y cuentera. Compongo canciones, obras instrumentales, y corales (soy profesora de música). Escribo cuentos y poemas casi siempre para chicos. Muchos fueron premiados y publicados. Algunas orquestas y coros interpretaron mis obras. Hoy me comunico con ustedes por medio de Yarí y su violín y deseo que lo disfruten tanto como yo, cuando lo escribí.

En las ruinas de las misiones jesuíticas, los visitantes escuchaban con atención al guía… “y aquí funcionaba el taller de instrumentos musicales. Los hacían muy buenos. Muchos se vendían al Alto Perú, al Imperio del Brasil, a…” La voz se fue apagando entre un fuerte olor a madera, viruta y aserrín y la música de un violín invisible que los envolvía y embelesaba. Era una melodía lenta que se animó más y más en una danza enloquecida. Finalmente, descansó en una nota larga que se perdió en la noche. Noche bruja. Donde todo podía suceder… o no. Quién sabe. Pero… ¿dónde están todos? ¿Y el guía? Noche bruja donde todo podía suceder. Y sucede. Parece un gran hormiguero la Misión. La gente viene y va, trabaja y canta, se siente protegida. Dentro de los altos muros nada malo puede pasar, aunque sus pobladores se sienten aislados de los otros pueblos originarios con quienes comparten lengua, dioses, mitos. Gente rara estos misioneros, aunque el trato es bueno. Con ellos aprenden el arte de la luthería (fabricación de instrumentos músicos), el canto a dos o más voces. Los encantan con el sonido de órganos y violines, les ayudan en las pesadas tareas de la agricultura y la carpintería. Claro que es mucho el rezar y que cuesta entender esa lengua

30 extraña que habla del infierno y del paraíso, santos y pecadores, premios y castigos eternos… Gente rara estos misioneros. Extrañan los trinos y chillidos de las aves de la selva, los gritos, los rugidos de las fieras, el murmullo de hojas y ramas secas quebrándose bajo los pies desnudos, el canto del río, de los arroyos… Extrañan el encuentro con los duendes y los fantasmas del agua, el misterio que esconde cada árbol y cada piedra y no poder entregar las ofrendas ni decir las palabras mágicas. Ya no pueden derivar por el río en sus canoas ni tienen el placer de robarles sus peces. O alguna corzuela al bosque. Mucho extrañan aunque afuera esperen el peligro y la muerte o la esclavitud, que es lo mismo. Como muchos, eso piensa Yarí, el más hábil, el mejor luthier de la misión. Ningún violín, viola o guitarra suena mejor que los que nacen de sus manos. Él lo sabe y, además, tiene el amor de Irupé. ¿Qué más puede pedir? Y… Pide volver, aunque sea por poco tiempo a la selva de su infancia. Quiere llevarle su música a los espíritus del agua y de la selva. —Eso quiero —decía Yarí esperando el momento adecuado para cumplir su deseo. El momento llegó. Esa noche tormentosa se abrieron las cataratas del cielo y una gran lluvia cubrió su huida de la misión. Con su arco, sus flechas y arpones y su violín favorito, salto el muro y corrió, corrió hasta perder de vista el lugar de sus cosas y sus seres queridos. El temporal tampoco detuvo a alguien que, escondido entre las columnas del patio, decidió seguirlo ya que estaba al tanto de sus planes. El perseguidor no le perdía pisada. Se escondía tras las colinas, se ocultaba en los troncos más gruesos. Corría Yarí, él corría detrás. “Tengo que adelantarme para dar el aviso —pensó—, cuando se duerma aprovecharé para hacer el cambio.” Fugitivo y perseguidor atravesaron colinas, arroyos, montes. Allá lejos la selva esperaba. La tormenta había pasado, resplandecían los verdes limpitos del follaje. Ya no corría Yarí pero marchaba sin detenerse, hasta que al

31 atardecer buscó un refugio para su fatiga y su sueño. Lo encontró y enseguida se durmió. El perseguidor no perdió tiempo y olvidando su propio cansancio, pensó: “Es el momento de quitarle su violín. Dicen que su sonido paraliza a las víboras y a los yacarés, a los pumas, a los jabalíes salvajes. Se lo cambiaré por éste, que no le servirá para defenderse”. Ajeno a semejante plan, Yarí dormía profundamente. Soñaba que volvía a ser un chico feliz en su choza de la selva. Su enemigo se acercó sigilosamente, muy rápido cambió las bolsas con los instrumentos y escapó con el codiciado violín. —Con este violincito nada me pasará en el camino y podré llegar hasta mis amos. Les diré a dónde va Yarí y ya se encargarán ellos de lo demás. Yo me vuelvo con mi paga a la misión y le cuento a Irupé que soy rico y que él se fue a la frontera donde lo esperaba otro amor. Y que no la quiere más. Disfrutando de antemano del éxito y de su “trabajo”, se alejó abrazado al violín tan codiciado, camino a la cita con sus patrones. El joven despertó. Comprobó que sus armas y su violín estaban allí, esperándolo para seguir viaje. Contento aceleró su marcha. La selva lo esperaba en ese amanecer luminoso. Se internó en ella buscando alimento. En un tronco hueco encontró miel silvestre con la que endulzó su paladar. Asustadas, las mariposas del lugar remontaron vuelo y llenaron el aire de aleteos y colores. Yarí suspiró. Se sentía emocionado y feliz. “Lo primero será ofrecer mi música a los fantasmas del agua”, prometió. Se acercó al río, sacó su violín, pero… —¡Éste no es el mío! ¿Qué pasó? ¿Alguien lo cambió? Imposible, si lo llevaba conmigo cuando escapé —se lamentaba. No podía sospechar de nadie, ya que no tenía enemigos. Probó ese pobre violín, rústico, con sus cuerdas flojas y gastadas. Sonó horrorosamente. Trató de ajustar las cuerdas pero la más aguda saltó, quebrada en dos partes. Con las restantes no tuvo mejor suerte. Sólo aguantó la más gruesa y grave, un sol bastante afinado para su oído exigente, que lo invitaba a tocar.

32 Pero no se animaba. No podía explicarse qué pasó con el suyo. Sólo Irupé sabía que iba a la selva. ¿Y entonces? ¿Se lo llevaron cuando se quedó dormido y lo cambiaron? Igual tenía que homenajear a los duendes. Con mucho cuidado pasó el arco sobre la única cuerda mientras repetía las palabras mágicas para llamar a los espíritus del agua y de la selva. Una melodía desconocida brotó del instrumento. Las aguas se agitaron. Una neblina transparente se levantó desde los camalotes y las flores acuáticas. Los duendes, las ninfas del agua y los fantasmas, una vez más, respondían a su llamado. Murmullos apagados brotaron de la niebla. Rompiendo el hechizo, un trote lejano retumbó en la maraña. Escuchó con atención, pegando el oído al suelo. “Son jinetes, quizá cuatro —adivinó—, y es muy raro que vengan por aquí.” El ruido de los cascos crecía y crecía, estaban ya muy cerca y al mismo tiempo el encanto y la magia desaparecían. “Aunque nadie conoce mi lugar preferido, será mejor que me esconda hasta que pasen y se alejen”, pensó Yarí y se escondió en una cueva, entre las piedras. Se equivocó, un enorme puma de ojos amarillos y rojos lo esperaba. Quiso paralizarlo con su música pero no pudo. Los rugidos de la fiera y los chirridos del instrumento lo delataron. Cayeron sobre el pobre Yarí feroces latigazos y una red que lo salvaron del puma pero lo entregaron a esas verdaderas fieras humanas. Eran los famosos Bandeirantes, que se encargaban de reclutar indígenas para las minas. Eran aventureros y bandidos al servicio de los dueños de las tierras del Sur del Imperio del Brasil. Como no les servían los negros esclavos traídos de África por ser demasiado altos y robustos para pasar por los estrechos túneles donde estaba el oro y las piedras preciosas, los llevaban a ellos. Esos indígenas por su escaso peso y talla eran más adecuados para trabajar allí. Lo hacían casi sin descanso, hasta morir. Yarí lo sabía, pero nunca pensó que sería un esclavo más. A través de la red vio cómo destrozaron su arco y flechas, el arpón y el violín de sus desdichas. Lo llevaron muy lejos de allí. Cruzaron la frontera en un galo-

33 pe tendido. Llegaron al campamento y enseguida lo arrojaron violentamente a un pozo. Estaba aturdido y lastimado. En medio de la oscuridad escuchó una voz. ¡No estaba solo! Lo reconoció. Su compañero de encierro era un muchacho que trabajaba con él en la Misión. Sí, era Yuchán. Arrepentido le confesó todo. Era él quien lo persiguió y entregó a los bandidos. Quería quitarle a Irupé y también recibir como pago un puñado de monedas de oro (que le prometieron y no le dieron). —Y ya ves, aquí estoy, maltratado y esclavo. Me engañaron. Merezco este castigo, hermano. Perdón. —Será difícil perdonarte, es muy grande el daño que me hiciste. Una cosa quiero preguntarte: ¿dónde está mi violín?, ¿qué has hecho con él? —Lo escondí en la gruta de la cascada, después me presenté ante ellos, les dije dónde estabas. Enseguida me di cuenta: me habían engañado, no me darían las monedas de oro. Traté de escapar pero me tiraron aquí y seré un esclavo más para ellos —terminó llorando. Yarí pensó: “¿Estará arrepentido por lo que hizo? No sé. Por las dudas, no le daré mucha confianza”. Y le dijo: —Algo bueno hiciste. Es el que tallé con más amor. Quería que su música me llevara a la selva con sus duendes y fantasmas. Lo voy a recuperar, te lo aseguro. Los Bandeirantes seguían vigilando junto al pozo. ¿Cómo salir de ese encierro? Yarí pensó que, como tallaba y trabajaba la madera, le resultaría sencillo hacer lo mismo en las paredes de barro del pozo. Pidió ayuda a Yuchán. Buscaron en el fondo algo que les sirviera y encontraron una piedra filosa. Empezaron a trabajar, alternándose en la tarea. Costaba ahuecar ese barro endurecido pero la desesperación por escapar les dio tanta fuerza que, poco a poco, tallaron una serie de hendiduras donde apoyarían los pies para poder subir. Pronto llegaría la noche, entre sus sombras podrían ocultarse y escapar. Las voces de los carceleros, cada vez más apagadas, se mezclaban con silbidos y ronquidos. —Parece que ya comieron y se preparan para dormir. Aprovechemos la ocasión —dijo Yarí.

34 Treparon por los huecos resbalando y volviendo a trepar. Empapados de sudor y muy agitados, llegaron a la salida. Yuchán se asomó apenas y espió. —Vamos, vamos, Yarí. Sólo quedan dos guardianes dormidos como troncos —susurró. Salieron a la carrera. No tardaron mucho los centinelas en dar gritos de alerta, al tiempo que montaban sobre sus potros veloces como el viento y al galope los persiguieron. Los muchachos no corrían, volaban. Agotados y jadeando llegaron por fin a la cascada, se escondieron en la gruta y se prepararon para defenderse. Se acercaban cada vez más… ya estaban ahí. Yarí tocó su violín maravilloso. Jinetes y caballos se paralizaron al escuchar la música y después escaparon espantados y en desorden, como si mil brujos los persiguieran. Eso era muy bueno, pero tenían que llegar cuanto antes a la frontera. Orientándose con las estrellas, por fin pudieron cruzarla. La selva estaba cerca, corrieron hacia ella y pronto los envolvió en su silencio y su misterio. Sería lindo quedarse un tiempo por allí, los regresaba a una infancia libre y feliz. “Irupé me esperará”, pensó Yarí y apoyó su cabeza en un tronco de ñandubay. Inmediatamente se durmió y tuvo hermosos sueños: en la selva levantaba su choza y en ella, con Irupé, criarían a sus hijos, cazadores, pescadores y también músicos, sí señor. Yuchán, tan cansado como Yarí, trató de imitarlo pero su arrepentimiento y su tristeza por entregarlo no lo dejaban dormir. Por fin, el poder salvar su vida y escapar de esa gente malvada lo calmó y el sueño lo venció también. “Aquí estaba la sala del coro, allí se reunía la gente para cantar y tocar instrumentos. Y esto es todo, señoras y señores, y creo que estarán de acuerdo conmigo en que no hay nada mejor que la luz de la luna que nos baña para iluminar este lugar de encantamiento…” Así terminó su relato el guía y acompañó a los turistas hasta el minibús, entre aplausos de agradecimiento. Sonrió complacido y se perdió entre la vegetación que avanzaba sobre las ruinas… Muy pronto el murmullo de un violín invisible envolvió la noche mágica con su melodía.

EL FANTASMA DE LA MANSIÓN TALBOT

Autor:

Pedro Mario Saito

A los queridos alumnos del colegio Nuestra Señora de Luján de los Patriotas y a sus incondicionales maestros, que tanto admiro.

Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1949. Desde su juventud incursionó en la poesía y la narrativa. Sus trabajos integran diferentes antologías, publicadas por Fundación Centro Cultural San Telmo; SADE —filial noroeste bonaerense— o auspiciadas por la Subsecretaría de Cultura de la provincia de Buenos Aires. Asimismo, fueron editados por distintas editoriales —Ediciones Baobab; Ediciones Cien— o publicaciones literarias: Entreletras y la Gente; Algo que leer. Fue colaborador guionista de unitarios en Editorial Columba y Ediciones Record, de Buenos Aires. Editó la revista de cultura La Bohème, auspiciada por la Cía. Lírica Giacomo Puccini. Coordina el taller literario “El Quijote” y dicta talleres en escuelas primarias. Entre otras distinciones, en 1986 recibió el 1er premio en el Certamen José Hernández (auspiciado por SADE) por el cuento “La casa de Belgrano”. En 1987, el 2 do premio en el concurso Rotary Club de Caballito, por el cuento “Anselmo Chaves, el Púa”. En 2000, el 1er premio del Certamen Julio Eguía Seguí, auspiciado por la Orden Civil Heráldica de la Amistad de Buenos Aires, por el cuento “Frank & Steing”. Email: [email protected]

El “Negro Blacke” era un viejo mañero; un viejo lobo de agua dulce que llevaba más horas recorriendo el delta del Paraná, piloteando aquella lancha de veinte asientos, que las que había caminado en tierra firme. Esperó que el último del contingente subiera a bordo, y cuando se hubo asegurado, comenzó la maniobra. Lentamente se apartó del embarcadero hasta lograr una prudente distancia; entonces, hizo girar ciento ochenta grados la lancha colectiva y emprendió la marcha, río arriba. Juanita y yo fuimos de los primeros en subir. Tuvimos suerte, nos sentamos adelante. La única vez que yo había subido a una embarcación había sido a un bote en los lagos de Palermo y Juanita, ni siquiera eso. De modo que, cuando la lancha cabeceó y hundió la proa lo suficiente para que el agua quedase a centímetros de la ventanilla, nuestra sonrisa, lejos de expresar alegría, se ahogó en un grito mudo que significaba: ¡bájenme de aquí! Sin embargo, la carcajada espontánea de los instructores y la pericia de Blacke nos inspiraron tranquilidad. En pocos minutos nos habituamos a los distintos corcoveos, zarandeos, balanceos y otros embates del agua. Integrábamos una compañía de exploradores de entre diez y doce años.

38 Las actividades habían sido programadas para desarrollar el espíritu de convivencia del grupo. Como parte del entrenamiento de supervivencia, acamparíamos a cielo abierto, aprenderíamos a pescar y a encender fuego. Todo era nuevo para nosotros; el río gigantesco, inagotable y turbio; el paisaje agreste, primitivo, donde las orillas eran devoradas por los álamos, los sauces y la más variada y tupida gama de arbustos y enredaderas. En las ramas, las aves increíblemente coloridas ensayaban cantos exóticos, armoniosos. Sólo el bullicio de los loros se hacía ensordecedor. Llevábamos dos horas navegando y nuestro alboroto del principio se había convertido en asombro y curiosidad. Lentamente, el Negro Blacke giró en un recodo del río y enseguida nos encontramos en medio de ese angosto canal, atravesando una alfombra de camalotes que, a nuestro avance, parecían abrirnos paso. —¡Maldita sea! —se le escapó entre dientes. Mariano, uno de los instructores, se acercó y le preguntó qué sucedía. —Tomé el canal equivocado, y no me gusta cruzar por aquí. Receloso, Blacke hizo silencio y el motor de la lancha pareció acompañarlo porque de repente sólo se escuchó el ruido de la quilla cortando el agua. Hasta los pájaros habían enmudecido; fue como si la soledad nos hubiera atrapado desprevenidos en aquel paraje solitario donde la sombra era tan cerrada que sentíamos frío. Fernanda, la otra instructora, supuso que nos habíamos detenido y se aproximó a indagar. —Jamás me detendría en este lugar —aseguró Blacke a media voz, señalando con la vista un viejo atracadero derruido y un camino hacia ninguna parte que se desdibujaba en la maleza. A escasos cien metros de allí, sobre el follaje, asomaba la parte alta de una antigua construcción: “La mansión Talbot”. La mansión estaba abandonada desde hacía décadas. Blacke contó que había sido propiedad del irlandés Roderick Talbot, un viudo adinerado. En mil novecientos cincuenta, había muerto su única hija, la bella Miss Tracy, víctima de una súbita enfermedad implacable.

39 De nada le sirvió el dinero, las miles de hectáreas y la hacienda a ese ganadero poderoso al que la providencia le había quitado la razón de vivir. Destruido, le encomendó a Tibor, su mayordomo, que cuidara la tumba de Tracy y regresó a Irlanda. Al poco tiempo, él también murió, de tristeza. Llegaron parientes reclamando la herencia. Algunos volaron espantados; a otros, misteriosamente, nunca se los vio regresar. —Desde entonces, nadie ha querido hacerse cargo de la propiedad —continuó, con los ojos extraviados a punto de escaparse de sus órbitas. —¡Sé que nada bueno sucede allí! La historia cayó como descarga eléctrica y un escalofrío recorrió la lancha. Juanita y yo nos miramos. El rostro supersticioso de Blacke era una bola de grasa brillosa que sudaba miedo. Su expresión grotesca nos causó gracia y sonreímos. Se dio cuenta de que nos estábamos burlando. Quizá por eso, agregó: —¡Todos saben que en esta isla sólo habitan alimañas y fantasmas! Con Juanita hicimos esfuerzos por contener la risa. A decir verdad, el horror instalado en nuestros compañeros contrastaba con nosotros. —¡No debería espantar a mis muchachos! —lo interrumpió Mariano. Blacke titubeó: —¡Pero… si los fantasmas no existen… señor! —aseguró, acotando con picardía—. ¡¿O sí?!… ¡Já já já…! Su risa cavernosa aún resonaba en el aire cuando alcanzamos el otro extremo del canal. Desembocaba en un holgado brazo del río, de unos doscientos metros de ancho. La lancha se alineó con la corriente y, dibujando en el agua una amplia estela difusa, realizó una comba exacta que nos llevó a la otra orilla. Habíamos llegado. Cuando hubimos descargado todo, Blacke soltó la amarra, se acomodó en su asiento y, a toda máquina, se despidió con un pitazo. Acampamos cerca de allí, en un claro de la isla. Esa noche nos divertimos mucho. Alrededor del fuego, comimos pescado frito;

40 jugamos, cantamos, y algunos contaron historias. Las hubo entretenidas, cómicas y de las otras. Juanita quiso hablar de la mansión abandonada. Excepto yo, nadie le hizo caso, por lo que se disgustó. —No te preocupes —le dije para animarla—, son unos tontos miedosos. Ella asumió ese aire seductor de chica distinguida que suele emplear y vaya a saber por qué me atrae y canturreó: —No se tú, pero yo de aquí no me voy sin conocer… la isla de Talbot. A la mañana siguiente nos separamos en dos grupos y los varones fuimos a pescar al muellecito. Cuando estábamos por regresar al campamento, advertí que debajo del aquél se hallaba amarrado un pequeño bote. —Para casos de emergencia —dijo Mariano. Después de comer, con todo el grupo salimos de caminata por la isla y aproveché para contárselo a Juanita. —¡Magnífico! —Claro, pero… ¿y con quién irás? —le pregunté. —Con vos, naturalmente. (Yo no sé, pero la opinión de Juanita siempre prevalece. Me pregunto por qué será.) Por la tarde, convinimos que la hora de la siesta era la apropiada. A decir verdad, yo no estaba tan seguro de lograr cruzar el río, a remo. Esa noche, la conversación del grupo vino de perilla. Hablaban de la pericia de Blacke, los isleros y la importancia del bote en aquel medio. —Quien no ha remado nunca, no conoce la confianza que uno adquiere de sí mismo —comenté sin pensar. Sin embargo, esto debió de haber caído bien, porque al otro día, Mariano nos llevó hasta un canal interno de la isla, a remar con el botecito. Algunos, no lo habían hecho nunca. Por supuesto, todas las veces que pude tomé los remos; hasta me convencí de que no había motivos para temer el cruce del río. El único inconveniente fue que quedé molido; por lo que le sugerí a Juanita que lo dejáramos para el día siguiente.

41 Aunque dormir a la intemperie no es tan agradable, esa noche lo hice de un tirón. Por la mañana, me levanté renovado. Era nuestro último día en la isla; la última oportunidad. Pensé en la linterna; tal vez nos haría falta. A las dos p.m., ya estábamos a bordo del bote. Me esforcé como nunca. Mientras remaba, preocupado, sólo pensaba en mis reservas físicas para el regreso. Quince minutos más tarde arribábamos a la isla de Talbot. —¿Cómo estás? —me preguntó Juanita. —¡Muerto! Esa expresión no fue la más apropiada, en ese lugar. Bastó para que inmediatamente el relato de Blacke acudiera a sugestionarnos. El camino apenas se distinguía debajo de la invasión de plantas. —¡Puajjj! —Un olor fétido arañó nuestras narices. —Será uno de esos parientes que nunca aparecieron —arriesgué tontamente. Resultó una pobre comadreja, convertida en banquete por las hormigas coloradas. Propuse regresar, pero Juanita no es de las que se rinden fácilmente. Sorteamos la maleza y el enorme arbusto que nos cerraban el paso y, ante nuestro asombro, la Mansión Talbot apareció maravillándonos con su extraña belleza y sus increíbles proporciones. Me pregunté cómo habrían hecho para construir allí esos colosales muros levantados con bloques de granito. El enorme portón de entrada era de madera maciza y se encontraba frente a una explanada cubierta, a la que se accedía por una amplia escalinata de marmol blanco. No pudiendo refrenar nuestra curiosidad, subimos hasta la entrada y golpeé el pesado llamador de bronce. Insospechadamente el portón cedió y entramos a la casa. A pesar de las telarañas y el polvo acumulado, todavía se podía apreciar el antiguo esplendor que alguna vez había tenido. El techo de la sala era abovedado, realzado por un exquisito vitreaux por donde se colaba el sol destiñendo sus rayos sobre las arcadas y columnas bellamente labradas; los pisos de roble aún no habían perdido su elegancia ni los muebles tallados, de caoba y ébano. Sobre la chimenea, resaltaba un genuino escudo de armas y todas las paredes estaban ador-

42 nadas por cuadros y retratos. La enorme pintura de una hermosa muchacha adolescente, iluminada tenuemente en la penumbra, nos cautivó. Nos preguntamos si sería Miss Tracy. Emocionados, recorrimos tomados de la mano casi todas las estancias. Las arañas, las ratas y las cucarachas habían tomado posesión de la casa, por lo que nos cuidamos muy bien de no molestarlas. Debajo de la escalera de acceso a la planta alta, descubrimos una puerta pequeña que se disimulaba en un ángulo. Encendí la linterna y bajamos por la angosta escalerilla hasta un pasadizo estrecho, que nos condujo al interior de una cripta revestida de moho y humedad. En el centro había un ataúd de mármol con una inscripción: “Tracy Talbot”. —Entonces, la historia de Blacke es verdad —dijo Juanita. Antes de que yo abriera la boca, se apagó la linterna. Juanita, temblando, me abrazó. La oscuridad era total… Yo también me abracé a ella. —¡Tengo miedo! —exclamó a media voz—. ¡Hacé algo! —¡Ay, Juanita…! Mientras intentaba encender la linterna, un ruido seco nos quitó el habla. —¡¿Qué… hacen… aquí?! —Una voz grave y ronca gruñó desde ninguna parte. Tenuemente, mi linterna volvió a alumbrar. Frente a nosotros, la figura patética de un viejo sucio, rotoso y desdentado, con el pelo desgreñado y los ojos saltones desencajados, nos miraba impaciente. Juanita seguía muda y yo sólo pude balbucear: “So… mos niños, señor… Está… bamos jugan… do… Ya nos… íbamos.” La puerta de la cripta se entreabrió y la luz del día llenó parcialmente la tumba. De pronto, la expresión del viejo había cambiado y nos miraba como un abuelo amistoso. Dijo que allí “dormía” Miss Tracy y que afuera estaba el sepulcro de Tibor, el mayordomo. Él siempre había amado a esa muchacha a quien había cuidado durante su enfermedad. Aún después de fallecida, continuó amándola en secreto. Tibor envejeció cumpliendo con su mandato, cuidando de que

43 los buitres de la familia la dejasen descansar en paz. Próximo a su muerte, cavó su propia tumba, junto a la cripta, y un día se acostó en ella para no levantarse más. El viento, la lluvia, el tiempo lo fueron cubriendo y allí permanece, custodiando a una amada que nunca supo de su amor. Juanita se atrevió a preguntarle: —¿Y usted, qué hace aquí? —Tibor era mi amigo. Cada tanto paso a visitarlo y después me voy. Exigió que nos fuéramos. No era bueno andar solos en esa isla, con tanta alimaña suelta. Al salir, vimos el montículo de la tumba de Tibor. La historia de Blacke había resultado cierta. Aunque parcialmente, porque fantasmas no vimos. De todos modos, nuestras piernas corrieron más rápido que nuestras mentes y en un tris estuvimos en el bote, de regreso.

Juanita le pidió al Negro Blacke que cruzara el canal por donde nos había traído, para ver una vez más la mansión Talbot. Se negó rotundamente. No quería que nadie viese la horrible figura del fantasma de Tibor deambulando por la isla. —¡Usted dijo que los fantasmas no existían, señor Blacke! —le reproché. —El de Tibor no es un fantasma cualquiera. Él cuida de su amada y espantará a quien se atreva a merodear por allí. El rostro supersticioso del viejo otra vez era una bola de grasa sudorosa y grotesca. Miré a Juanita y ya se nos hizo difícil contener la carcajada. Entonces, desairado, agregó: “¡Ríanse!… ¡Ríanse!… Pero quienes lo hemos visto, sabemos que el fantasma de Tibor tiene la figura patética de un viejo sucio, rotoso y desdentado, con el pelo desgreñado y los ojos saltones desencajados.”

SOPA DE LETRAS

Autora:

Albana María Morosi

A toda mi familia.

Nació en la ciudad de Buenos Aires en el año 1970. Es Licenciada y Profesora en Ciencias Antropológicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Email: [email protected]

Aquella noche olía a sopa de letras. De letras tricolores hinchadas, flameando bajo un mar de caldo como la bandera de un barco hundido. “Se podría jugar a la batalla naval”, pensó Inés mientras tripulaba su cuchara-submarino. “Pero es la hora de comer y no se puede”, se dijo. Como cada día a la hora de la cena, la obligación de comer se había instalado en la mesa. De los padres de Inés sólo se oía un ruido a dientes triturando. Desgarrando la carne al horno que venía después de la sopa. Si hubiera sido por Inés: nada de sopa. Pero no había escapatoria. Cada vez que levantaba la vista del plato encontraba los ojos certeros de su padre clavados en los suyos. Igual que los clava un sabueso en los de su presa. Inés entendía que debía comer. Que lo único importante en esa casa era comer. Así que, de mala gana, pescó las letras “íes” con el medio mundo de su cuchara y se las comió, porque eran las iniciales de su nombre. Más Inés que antes, buscó las letras “enes” y ninguna. ¡Qué clase de sopa es ésta, vacía de “enes”!, protestó para sí. Iba a pescar alguna letra “e” cuando se produjo un revoltijo dentro del plato hondo. Las letras como locas giraron hacia la derecha, des-

48 pués hacia la izquierda. Por último, se alinearon formando el signo que abre una pregunta. A Inés, le saltaron los ojos de asombro y levantó la vista hacia la de sus padres. No pudo más que aterrorizarse cuando vio que entre ellos se mostraban los colmillos, disputándose el último pedazo de carne. “Cada día se portan peor”, pensó Inés. Sus padres habían empezado a comportarse de un modo extraño un poco antes de la desaparición de Lucía, la gata de la casa. Desde entonces, no hablaban. Jadeaban, se olían, gruñían y hasta se rascaban la espalda contra las paredes.

Aquella noche a Inés no le quedó más remedio que volver sus ojos hacia la sopa fría. No salía de su asombro cuando las letras estallaron como fuegos artificiales. Después se agruparon consonantes y vocales en el centro del plato y como por obra de magia escribieron esta frase: “DEBAJO DE LA MESA”. Firmado: “MISH”. Inés leyó sin poder creer lo que leía. Cerró los ojos para ver si soñaba. Cuando los abrió no pudo dejar de temblar porque la frase seguía escrita. El mantel morado caía sobre el piso como el telón cerrado sobre un escenario. “¡Ni loca miro debajo de la mesa!”, pensó. “¡Y menos se lo cuento a ellos!” Porque Inés sentía que sus padres ya no la escuchaban. Es más, estaba segura de que no comprendían ni media palabra de lo que ella decía. Sólo le gruñían para obligarla a hacer esto o aquello. Muerta de intriga, Inés volvió a leer la frase escrita en el caldo. “¿Quién es MISH? ¿Será un nombre escrito en clave?”, se preguntó. Un relámpago iluminó la habitación y los pensamientos de Inés. Inés recordó que a Remigio, el gato del vecino, le decían Mish. Pero era imposible que fuera un mensaje suyo, porque Remigio

49 había desaparecido sin dejar rastro hacía más de un mes. Y a pesar de ser un gato poco común —podía pronunciar su propio nombre—, nunca había demostrado interés por aprender a escribir. “Remigio, descartado”, murmuró Inés y ya iba a comerse las uñas de los nervios, cuando vio que las tenía un poco más largas que el día anterior. Era imposible que le hubieran crecido tan rápido; sus padres la hubieran retado por comérselas. Pero últimamente no le decían nada. “Bastante trabajo tendrían comiéndose sus propias uñas.” Como era más curiosa que miedosa, Inés sabía que tarde o temprano miraría debajo de la mesa. Antes que comerse la frase escrita en la sopa era preferible mirar. Reunió coraje y con la punta de la cuchara levantó el borde del mantel. Ahí abajo, sobre el piso, había un papel blanco doblado en forma de triángulo. Inés aprovechó el instante en que sus padres lamían los platos para extender su mano debajo de la mesa y atrapar el papel. Apenas lo tocó sintió que era áspero como la lengua de un gato. Un gruñido la estremeció. Miró hacia arriba y encontró los ojos furiosos de su madre. Moviendo sus fauces en forma amenazante, le indicó que se fuera a dormir sin cenar. Inés cumplió de inmediato la orden. “¿A quién le importa la sopa?” Ni bien llegó a su habitación cerró la puerta y desdobló el triángulo de papel. Escrita en letras de sopa leyó esta frase: “MOCHILA DEL INODORO”. Firmado: “MISH”. “¡Ni loca meto la mano en la mochila del inodoro!”, pensó Inés aterrorizada. Cuando el padre irrumpió en su habitación, gruñéndole que se cepillara los dientes, Inés encontró la excusa perfecta para animarse. Entró al baño, cerró la puerta y levantó la tapa de la mochila del inodoro. Flotaba en el agua una pelotita de ping pong color amarillo. Inés la pescó con el vaso que usaba para enjuagarse la boca. Ni bien la tuvo entre sus manos un ojo gatuno parpadeó en su centro. Del susto, Inés soltó la pelotita que al llegar al piso se rompió

50 como un huevo. Entre sus cáscaras amarillas Inés vio relucir una llave dorada. Junto a la llave, una nota —escrita en letras de sopa— decía: “BAÚL DEL ALTILLO.” Firmado: “MISH”. ¡La llave del baúl! Inés murmuraba sin creerlo. Siempre se había preguntado qué guardaban sus padres allí. Recogió la llave y se fue ansiosa a su habitación. Se puso el camisón y se metió en la cama. Sus padres la dejaron sin el gruñido de buenas noches, como parte del castigo por no haber tomado la sopa. Inés pensó: “Mejor ¿A quién le gusta la sopa?”. Cuando en la casa sólo se oyeron alternados ronquidos, Inés abandonó sigilosamente su cama rumbo al altillo. Llevaba apretada en su mano izquierda la diminuta llave del baúl; para que no se le escapara y para asegurarse de que no soñaba. Sentía curiosidad y miedo, pero en desorden. Frente al baúl — no sin tiritar—, logró introducir la llave en la cerradura. La giró una vez y fue suficiente. Se moría de ganas de saber qué había adentro. Al abrir el baúl no encontró nada que le pareciera extraordinario: álbumes de fotos y papeles. Inés iba a suspirar de desencanto cuando sintió que los huesos le dolían muchísimo. Con un esfuerzo sobrehumano revolvió los papeles del baúl, como se había prometido. Lo último que alcanzó a ver fue un sobre blanco que —en letras de sopa— llevaba escrito el nombre: “INÉS”. Su cuerpo empezó a encogerse vertiginosamente. Apenas tocó el sobre áspero con un dedo, Inés se encendió como una bengala y cayó desvanecida de dolor al suelo.

Se despertó de una pesadilla creyendo ser otra. Reunió el coraje que le quedaba, tragó saliva, respiró hondo y sin saber por qué profirió un fuerte maullido. Oyó gruñidos que venían de la habitación de sus padres. Se habían despertado. Sin pensarlo dio un salto hacia la puerta del altillo y la cerró con doble vuelta de llave. Oyó el ruido de patas y ladridos subiendo por las escaleras. El corazón le latía rapidísimo.

51 Inés rasgó el sobre. Desde el interior de éste se precipitó hacia el suelo —igual que una hoja seca— una foto ajada. Inés oyó ladridos y rasgueos sobre la puerta de madera del altillo. Querían entrar como fuera. Si era preciso la derribarían. A Inés se le pusieron todos sus pelos de punta. Un pánico espeluznante le recorrió el cuerpo. Arqueó la espalda en posición de ataque y emitió un gemido de alerta animal. Cuando quiso levantar la foto del piso ya era tarde. No pudo más que arañarla con dos garras felinas. Las uñas de Inés además de largas ahora eran curvas y estaban crispadas. Algo más de ella se extendía en una cola y le costaba mirar hacia arriba. Aunque lo intentó, ya no pudo leer los nombres escritos en la foto de lo que parecía una familia. Ni reconocer las caras de aquellos extraños animales. No había escapatoria. No era un sueño. Un cambio sin retorno había ocurrido. Menos Inés que nunca, olió a sus padres por debajo de la puerta y sintió el resoplido furioso de sus hocicos húmedos. Pensó en Lucía y en Remigio. Una luz de entendimiento cruzó por sus ojos. Infrarrojos, incandescentes, encendidos como soles en la oscuridad de la noche.

CIRCO

Autor:

René Fabián Alegre

Dedicado a Dios, que le concedió al hombre el Don de la imaginación.

Nació hace 38 años y vive en Rosario, Santa Fe. Es técnico electrónico. Cursó la carrera de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Rosario hasta 4º año. Obras plásticas de su autoría fueron expuestas en Caminito, La Boca, Buenos Aires y en galerías locales. Ha concurrido a talleres literarios desde el año 2000 y colaborado con revistas del género en la ciudad y en localidades aledañas. Tiene en preparación un libro con su producción literaria. Email: [email protected]

“Señoras y señores, viernes 7 única función del Circo Internacional Sudamericano, en el predio del Parque Ferial de nuestra ciudad. Payasos, domadores, lanzallamas, equilibristas y la gran atracción, nunca antes vista: la caja de disecciones. Recuerden: este viernes, 21 horas.” La vieja camioneta iba levantando dos paredes de un polvillo gris, una tierra refinada por el paso de los carros y caballos por la calle principal del pueblo. Un polvillo que se adhería a todo. Los chicos detuvieron el picado en el potrero por un minuto para escuchar el altoparlante, que cada tres palabras emitía una descarga aguda, un chirrido que molestaba, pero que hacía juego con el aspecto de la propaladora extremadamente vieja a la que ya se habían acostumbrado. ¡Otra vez un circo, che! Por qué no traerán alguna vez a los “titanes en el ring”, siempre con la misma pavada. Ya no era novedad un circo en Villa del Campo. Cada cuatro meses aparecía alguno traído a través de las interminables giras por todo el interior de la provincia, para suplir el deseo de ver algo distinto, que provoque sensaciones nuevas, y que recree la vida de los chicos de campo, habituados ya a la matiné de los domingos anunciada por el campanario de la Iglesia. Danilo, al contrario de sus amigos, creyó que era el momento oportuno para conocer un circo. Era una materia pendiente en su vida adolescente. Quería guardar esa experiencia, materia pen-

56 diente en su vida adolescente. Quería guardarla para contársela a sus futuros hijos. “Una vez fui al circo”, aunque en verdad no le atraía demasiado esa atmósfera sórdida, triste, que no le parecía más que un muestrario de aspectos singulares de la vida. La ubicación estaba prevista. El terreno al lado de la plaza principal era el asentamiento que siempre se utilizaba para cualquier acontecimiento que reuniera a más de cien personas. De hecho, una semana antes ya estaban trabajando los cincuenta peones golondrina reclutados para armar la carpa, las gradas y el escenario. Fue como construir un sueño utilizando como telón de fondo el mediodía frío. Se niveló el terreno, se tensaron las cuerdas, se desplegaron las lonas, se armaron las estructuras a fuerza de unir caños oxidados y afirmarlos. El rojo, verde, blanco, rojo, verde, blanco, repetido infinidad de veces era un trompo que había perdido su girar sin rumbo, para detenerse y revivir por unas semanas un terreno baldío. Los vecinos modificaban su camino de todos los días para espiar la fila de carros ubicados en forma de”U” detrás del descampado. Querían ver algún enano, a la mujer barbuda, o payasos ensayando su número. Cada curioso babeaba su ansia, en parte aplacada por la muestra a la que se podía acceder en la casa rodante, sacando la entrada anticipada, entrando a una especie de museo de lo fantástico. Se podía casi tocar a un ternero de dos cabezas embalsamado, ver mariposas con dibujo de calavera en sus alas, y gatos con cinco patas metidos en frascos. En la interrumpida siesta del viernes, flameaban banderas de distintos colores sobre la carpa. Danilo las observaba desde la plaza del frente, en el anonimato de una rabona sin convencimiento. Las hormigas del pueblo habían encontrado un poco de dulce. Y allí se estaban amontonando. Ése era el verdadero espectáculo. La cola de gente era el collar que la noche se había puesto, vistiéndose de risas, de humo de cigarrillos, con un encaje de nostalgia. Porque el circo siempre traía el recuerdo de otros circos, de otras vidas, de otros años. Era un lugar en donde uno se podía reencontrar con el pasado. La señora con los dos chicos, los dos viejitos solos, los vecinos de enfrente, la dueña del forraje con sus sobrinas. Era imposible

57 contar toda la gente que estaba esperando desde hacía más de una hora. La fila continuaba bordeando la plaza, para perderse en la oscuridad. Nunca se habían visto tantas lamparitas de colores juntas. Había ansiedad y dolor de piernas. El que cobra la entrada me parece que es el equilibrista. No, che, no creo, es el mago. Sentado detrás de una improvisada ventanilla, la transpiración le marcaba surcos caprichosos a lo largo de toda la cara. No se “colen” que hay lugar para todos. Se avanzaba muy despacio, ya se veía el vallado y una luz alumbrando la grada enfrente del escenario. Cuanto más se acercaban, más se seguían apretujando. Pobre camisa blanca, pobres zapatos recién lustrados. La ropa del domingo y el clima festivo. El redoblante dejaba en el aire recargado un tono de suspenso. Todo ocurría ahí adentro. Se podía sentir los nervios de la noche del debut y despedida. Antes de que lograra sentarse en el asiento reservado de la primera fila, las luces comenzaron a apagarse, el show estaba comenzando puntualmente. Casi tropezando, Danilo se acomodó nerviosamente sobre la butaca de plástico gastado y comenzó a deslumbrarse mirando los haces de luz que seguían el movimiento de los trapecistas. Llegaron los primeros aplausos con la carpa llena y los vendedores de caramelos y pastillas que se apartaban para dejar ver. Luego los payasos, mostrando su número estudiado y calculado, hacían caer las primeras risas. El público se unía en una masa de gritos y exclamaciones. Mientras el show iba avanzando, venían a su mente escenas de la vida cotidiana y se agolpaban en cuadros, como si fuera el guión de una historieta. Así podía retroceder o avanzar indistintamente, pudiendo ver hasta este capítulo, el que estaba viviendo, reuniendo las imágenes en ese último cuadro. Un grupo de actores salía por el lado derecho de la escena, mientras el maestro de ceremonias, con su aspecto adusto y formal, presentaba el último número, el más esperado, la caja de disecciones. El juego de luces apuntó hacia el centro del escenario, adonde llegaron dos asistentes con una caja de forma rectangular, que apoyaron sobre dos caballetes. La caja era de color negro, con

58 bordes rojos, de una madera gruesa, que tenía una puerta en la parte superior, con unas bisagras pequeñas en el costado. Fue uno de los momentos en que el silencio fue frío, exacto; el disfraz adecuado para el miedo. Cuando el presentador dirigió las últimas palabras, “con ustedes el gran Merlín”, una figura alta, desafiante, se ubicó delante de la caja. Luego se adelantó unos pasos, y comenzó a explicar en forma lenta, con un acento extranjero, en qué consistía la prueba. Mencionó que la disección era una práctica milenaria, ya utilizada por el pueblo egipcio, que efectuaban a cadáveres de animales para estudiarlos. Después de varios siglos, ésta era la primera vez que se hacía en seres humanos, aseguró. Danilo iba repitiendo en voz baja las mismas palabras del ilusionista, seguro de memorizarlas para poder imitarlo frente a sus amigos. El murmullo desplazó el corto silencio, en el instante que pidió un voluntario para realizar el acto. Siempre se teme a lo desconocido, pensó. El mismo miedo irracional que se tiene al escuchar los cuentos del campo, “los sucedidos” contados por las abuelas, que son parte de la imaginería popular. Como nadie levantó su mano, la figura se acercó a la primera fila, y lo señaló. Sintió un raro escozor, la sensación de perder la máscara del anonimato para pasar a ser protagonista. No solía tener miedo. Acomodó su camisa, y se encaminó hacia la escalera del escenario, que subió sin apoyarse en el pasamanos. Con la cabeza erguida, pálida, intentando mirar a la gente en vano, porque las luces lo cegaban, se ubicó al lado de la caja. Cuando lo tomaron de los brazos y de los pies los asistentes, su corazón le habló pausado, tranquilo, ajeno a la soledad del acto. Se abandonó al hermetismo de la caja, que le pareció de una longitud exagerada. El ilusionista tomó las cuchillas, que tenían los mangos labrados con distintos arabescos, con incrustaciones de piedras brillantes. Las exhibía en el aire, haciéndolas girar, para luego introducirlas en las hendiduras ubicadas al costado de la caja. Cada uno de los cinco posicionamientos del filo brillante arrastró exclamaciones del público. Luego taparon la caja con un lienzo de seda blanco, que permitía distinguir el movimiento de las manos y pies salientes. Bastaron unos conjuros y un pase del redoblante para que el lienzo se levantase. Los asistentes, que estaban a un costado, colo-

59 caron la caja en posición vertical y la abrieron, dejando sentir el chirrido de las bisagras. La caja estaba vacía. El ilusionista abrió sus manos, y se inclinó hacia delante en forma de saludo y la gente comenzó a aplaudir. El aplauso se mantuvo por más de un minuto. Una vez más el circo había regalado, a cambio de pocas monedas, una fracción de ilusión y magia a la gente de Villa del Campo. A la mañana siguiente, la despedida fue rápida, las cuerdas se aflojaron, la carpa se desarmó y los tablones de las gradas se amontonaron sobre algún acoplado. Lo demás fue ver cómo la caravana se alejaba, con algo de nostalgia. Los curiosos ya no tenían más para ver. El éxito del circo se propagó también en los lugares vecinos. Pueblos fantasmas que se formaban alrededor de los quebrachales o la cosecha del algodón. Hasta esos lugares había llegado el mundo circense. Se comentaba que entre los atractivos más destacados estaba su pequeño museo fantástico. Allí se exponía, entre otras cosas, el cuerpo de un joven embalsamado con una camisa blanca y un par de zapatos muy bien lustrados.

EL EXTRATERRESTRE

Autor:

Rubén Antolín Heredia

A mi hija, Macarena Lucía, responsable de todas mis sonrisas.

1990: 1º Premio Certamen Literario 1990: 2º Premio Certamen Literario 1993: 1º Premio Poesía 1997: 1º Premio Poesía 2000: 3º Premio Poesía 2001: 2º Premio Cuento Luján de Cuyo, Mendoza 1988: 3º Premio Certamen Literario 1989: 2º Premio Certamen Literario 1990: 5º Premio Certamen Literario 1995: Mención especial

Socio fundador del Consejo Independiente de Cultura de General Alvear. Creador y Organizador del Certamen Literario Internacional “Alvear, Abrazo de Caminos”. Autor y director general del espectáculo músico-teatral “Paso del Pehuenche” puesto en escena el 17 de noviembre de 1990. Ha obtenido numerosos premios literarios en certámenes locales, provinciales y nacionales. Ha escrito en todos los géneros literarios. Guiones cinematográficos de corto y largo metraje pensados para cine o TV: La Casa del Sauce Grande, El libro, El niño del Taxi. Teatro: El amor, mañana (Opera Rock), La noche de Juan y José, La Defensa y varios scketch humorísticos. Novelas: Tierra de Sol, Vivir de Noche, Anécdotas y Fotos Lugareñas, La Finca Grande. Novelas para niños: Llegaron los Marcianos (I y II), La Isla Flotante. Autobiográficos: Dos años de Luces Rojas (editado), Cuando yo era chico… (en corrección para editar). Libro de cuentos: La Tarde de Tadeo, (editado) selección de cuentos premiados editada bajo el auspicio del Instituto Provincial De la Cultura. Libro de poesías: Versos Diversos (editado) PREMIOS RECIBIDOS: SADE (Delegación General Alvear, Mendoza) 1986: 3º Premio Certamen Literario 1989: 1º Mención Certamen Literario

General Alvear, Mendoza 1994: 2º Premio Certamen Literario 1994: 3º Premio Poesía Municipalidad de San Carlos, Tupungato y Tunuyán, Mendoza Mención especial Certamen Literario Subsecretaría de Cultura, Municipalidad de Mendoza 2º y 4º Premios Certamen Literario Mención especial Certamen Literario Berisso, Provincia de Buenos Aires 1990: 2º Premio Certamen Literario

Eran las nueve de la noche. Pablito caminaba nervioso y apurado por la vereda oscura y despareja. El ruido de sus pasos retumbaba en la soledad de la noche agregando más miedo al que ya sentía. Se había demorado mirando televisión en casa de su abuela y, al hablar con sus padres por teléfono, le había parecido normal ofrecerse a caminar solo las tres cuadras que lo separaban de su casa. Pero tenía diez años, y a esa edad todas las sombras son inmensas y todo lo desconocido, amenazador. Conocía cada casa por la que iba pasando y se apuraba tratando de llegar a aquellas que tenían luces en sus frentes o jardines. Pero había sectores muy oscuros y en ese momento iba pasando por uno de ellos, con los ojos muy abiertos y atentos a cualquier movimiento. De pronto lo vio. Era bajito. Tendría unos cincuenta centímetros de altura y estaba de pie, semiescondido a la sombra de un arbusto. Pablito se detuvo sin saber qué hacer. Sentía que sus piernas, paralizadas de miedo, no le respondían para avanzar ni para retroceder. El pequeño hombrecillo lo estaba mirando desde la penumbra. Aun con la poca luz que había, podía ver el brillo del traje y la forma del casco en su cabeza. Lo reconoció enseguida, los había visto muchas veces por la televisión y en algunas revistas: ese ser no era de este mundo, era un extraterrestre. Sabía muy bien en qué terminaban generalmente este tipo de encuentros con los huma-

66 nos: los marcianos (porque seguramente debía haber llegado desde Marte) los llevaban a sus naves, allí los estudiaban durante un tiempo y luego los devolvían a la Tierra. Calculó esa posibilidad como una aventura que podría contar a sus amigos, pero no se sentía muy seguro. ¿Quién le garantizaba que en la nave habría suficiente aire para él?… Además, pensar en que lo tocaran esos muñequitos cabezones, de ojos finitos y sin nada de cabello, no le pareció una cosa agradable. Tal vez hasta fueran pegajosos. Por otra parte, ¿y si por alguna causa, en vez de devolverlo, decidían llevarlo al planeta del cual venían?… En ese caso no volvería a ver a sus padres ni a sus compañeros de escuela… ¡No, decididamente no quería ir con ellos! Seguían mirándose los dos, inmóviles y guardando entre sí una distancia de unos tres o cuatro metros. Pablito miró de reojo a su alrededor. Buscaba en las cercanías posibles compañeros del extraterrestre que pudieran atacarlo por detrás. No vio a ninguno, pero presintió que debían andar por allí, quizá cazando a otros humanos para llenar el plato volador. Calculó que si intentaba seguir caminando, el hombrecito saltaría a la vereda y le cerraría el paso. Seguramente en su mano derecha, que tenía puesta sobre la cintura, empuñaba un arma de rayos paralizantes y entonces no tendría chance contra él. Al pensar en el arma del extraterrestre un recuerdo llegó a su mente como un relámpago: en el bolsillo tenía su honda. No la había recordado en un primer momento porque no era su costumbre llevarla a casa de su abuela, pero esa tarde, sin saber por qué, al verla colgada detrás de la puerta, la había tomado y la había metido al bolsillo junto a algunas piedras de mediano tamaño. —Por las dudas que vea una lagartija en el jardín de la abuela —pensó, aun sabiendo que no se atrevería a matarla. Pero esa decisión de último momento podía salvarlo ahora de emprender el indeseado viaje al Universo. Empezó a mover despacio su mano derecha hacia el bolsillo, tratando de que el pequeño no advirtiera ningún peligro en su movimiento. Recordaba que su adversario empuñaba su pistola de rayos y no quería tener un duelo al estilo del salvaje oeste con armas tan desparejas. Llegó a la honda y tomándola con dos dedos, pero

67 con firmeza, empezó a sacarla del bolsillo rogando que no se trabara. Luego sacó una piedra. Demoró segundos que le parecieron horas, sin perder de vista al viajero del espacio que seguía observándolo confiado desde su posición. Esta actitud le hizo dudar un instante. En películas había visto que estos seres podían ser muy resistentes a las armas terrestres. Su pequeña honda, comprada en el kiosco de la esquina, le pareció muy poco, comparada con una pistola de rayos que podía derretir el acero. Pero ya estaba jugado. Tenía que intentarlo y sólo después de hacerlo y fallar, se resignaría a dejarse llevar al espacio. Ya tenía la honda en sus manos, con una piedra en el cuero. Comenzó a levantarla tratando de advertir en su oponente cualquier signo de alarma. No debía fallar. Tendría que apuntar muy bien antes de soltar la piedra. Los últimos centímetros le parecieron interminables. Imaginó que estaba cazando una gran lagartija y le apuntó al pecho estirando los elásticos todo lo que pudo. Allí debía estar el corazón o lo que tuviera en su lugar. Tuvo un último pensamiento de compasión para ese hombrecito que había venido de tan lejos a morir aquí, en este pequeño planeta… y disparó. El ruido seco de la piedra pegando en el cuerpo del extraterrestre, ampliado por el silencio de la noche, lo sorprendió. Miró hacia el lugar donde aún apuntaba su honda. El hombrecito había desaparecido. Lo imaginó agonizando entre los pastos o solamente herido y dispuesto a responder al ataque. Pero no se quedó a averiguarlo. Corrió rápidamente hasta la esquina y desde allí, sin parar, hasta su casa. Mientras corría, miró varias veces hacia atrás, esperando ver al pequeño ser persiguiéndolo. Pero no vio a nadie. Al llegar a su casa, entró y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Entonces descubrió que estaba temblando y que sus padres lo miraban, sorprendidos de la palidez de su rostro. —¿Qué te pasó? —preguntó la madre. —¿Te sentís mal? Estás blanco… —dijo el padre acercándosele. —Me asusté… de algo… ya les cuento… —contestó Pablito jadeando. —¿De algo? ¿Qué era? ¿Alguien te siguió? —preguntó el padre alarmado.

68 —No, no, papá, espero que no… —dijo Pablito tomando el vaso de agua que le había alcanzado su madre. —¿Cómo “espero que no”? Entonces alguien te asustó… —insistió el padre haciendo un ademán de salir hacia la calle. —¡No, papá, no salgas! —gritó Pablito—. ¡Hay marcianos en el barrio! Los padres se miraron con una sonrisa reprimida y luego, con tono comprensivo, acariciaron la cabeza de su hijo. —Los marcianos no existen, hijo, seguramente te asustó una sombra —dijo su padre. —No, no era una sombra… yo lo vi… era bajito… con un traje brillante… quería llevarme… —se quejó Pablito, agregando: —Le pegué un hondazo. —¿Le pegaste un hondazo? ¿A un marciano? Le debe de haber dolido mucho… —comentó el padre sin creer una sola palabra. —Le pegué un hondazo y no lo vi más… por eso pude escapar —aclaró Pablito. —Bueno, entonces no hay de qué tener miedo. Seguramente lo mataste y ya no va a volver —dijo la madre tranquilizándolo, pero también sin creer en lo que su hijo les contaba. Pablito se sentó a cenar sin hablar más del tema. Sabía que por el momento no le creían, pero también sabía que al día siguiente, cuando encontraran el cuerpo del extraterrestre, tendrían que creerle. Mientras comía, imaginaba lo que estaría ocurriendo en el lugar. La gente de la casa donde estaba el hombrecito debía de haber oído el ruido que hizo la piedra al pegar. Con seguridad ya habrían salido y habrían encontrado el cadáver. También debían de haber llamado a la policía. Pensó en volver al lugar y contar todo, pero sabía que sus padres, a esa hora, no le darían permiso de salir nuevamente. Decidió esperar el día. Después de todo, él lo mató. Nunca había oído que alguien, en la Tierra, hubiera matado a un marciano. Seguramente en la mañana siguiente vendría la televisión y el lugar sería visto en todo el país y quizás en el mundo. Se sorprendió pensando en la fama que eso podría darle. Quizá lo llevaran a Estados Unidos a contar por televisión lo que había hecho. Viajaría acompañado de sus padres, que a partir de entonces jamás

69 dudarían de algo que él dijera. Aparecería en pantalla al lado del cadáver embalsamado del extraterrestre. La gente de la televisión pagaría todo lo que se les ocurriera comprar. Seguramente lo llevarían a conocer Disneylandia. Allí, el público lo reconocería y le pediría autógrafos. Se sacarían fotos abrazándolo, para mostrar a sus amistades al volver, diciendo: “Éste es el niño que mató al marciano”. Quizá, cuando fuera más grande, podría escribir un libro aconsejando el mejor modo de matar marcianos. Sería muy útil a la humanidad en caso de una invasión como la que recordaba haber visto por televisión. Con estos pensamientos se acostó a dormir. Le costó un poco, pero finalmente se durmió. Soñó con seres chiquitos y brillantes, como el que él había cazado, pero en el sueño eran amigos de los humanos. Cuando salió el sol ya se había despertado y estaba esperando a que su madre lo llamara, como siempre, diciéndole que eran las nueve. El día anterior la maestra no le había dado tareas para la casa y eso le venía bien para lo que tenía pensado hacer. Desayunó café con leche y pan con manteca y dulce, y cuando terminó se volvió a lavar la cara y los dientes. Debía tener buena presencia y la mente bien clara para responder a los reportajes. A las diez menos cuarto se miró por última vez al espejo y salió diciéndole a su madre que iba a casa de un compañero, a copiar unas tareas. El lugar estaba a una cuadra y media de su casa. Caminó pausadamente pensando en las respuestas que tendría que darles a las preguntas de los periodistas. Quería que sonaran lo más inteligentes posible. Comenzó a pensar en lo que sería unas horas más tarde, cuando llegara a la escuela. Lo recibirían con un aplauso y la directora y las maestras lo besarían emocionadas. Y hasta Martita, que nunca se había fijado en él, se acercaría en el recreo a felicitarlo y les diría a las otras niñas que siempre habían sido muy amigos. Y tal vez… más adelante… Llegó a la esquina y dobló. No había nadie en la calle ni en la vereda. Volvió a mirar bien para asegurarse de no estar equivocándose de cuadra. Pero no, ése era el lugar. Llegó hasta el sitio donde él estaba ubicado al disparar el hondazo y reconoció el arbusto ba-

70 jo el cual había intentado esconderse el pequeño viajero: era un gran rosal. No había nada que indicara que alguien había muerto allí, pero pensó que quizás estos marcianos no tuvieran sangre y siguió buscando algún indicio con la mirada. La puerta de la casa se abrió y una mujer con ojos de mal dormida salió, lo miró y sin darle importancia, tomó del piso un balde de basura y caminó hacia la vereda. Al notar que Pablito la miraba, lo saludó de mala gana y le preguntó: —Buen día, ¿necesitás algo? —Buen día, señora, no, pasaba nomás… —respondió a la vez que inventaba una conversación que le permitiera sacarse todas sus dudas. La señora volcó la basura en una bolsa de nylon negro y la dejó al lado del cordón de la vereda. Pablito tomó coraje y se le acercó, diciendo: —Señora, disculpe que la moleste… Anoche pasaba por allá — señaló la esquina—, y sentí un ruido por aquí… ¿Qué pasó? La señora hizo un gesto de rabia y señalando el jardín le contestó: —¿Que qué paso?… ¡Que algún mocoso de porquería, que no tenía nada que hacer, me destrozó el enanito de yeso de un hondazo! ¡Ayer a la tarde lo compré!… ¡Ni una noche me duró!… ¡También… si lo llego a agarrar….! Pablito no dijo una palabra, instintivamente se tocó el bolsillo donde todavía estaba su honda. Apretándola para que no se le notara, se fue alejando de la mujer que seguía quejándose, enojada. Sentía que por su piel, junto con su fría transpiración, resbalaban hasta el suelo todos sus sueños de fama y reconocimiento. Comenzó a caminar lentamente hacia su casa. Detrás de él, la mujer seguía maldiciendo, contándose a sí misma la tragedia de su jardín. Mientras tanto, al lado del cordón de la vereda y envuelto en una bolsa de nylon negro, el cadáver de un extraterrestre de yeso esperaba el paso del camión recolector…

MANCHA VUE LV E MANCHADO

Autora:

Olga Appiani de Linares

Este cuento está dedicado a mi gato Whisky, quien me lo inspiró con sus andanzas, y a mi familia, que soporta las mías por los techos de la literatura.

Nació en la ciudad de Córdoba el 26 de febrero de 1949. Empezó a escribir cuando tenía 40 años. En el año 1997 ingresó en la Licenciatura en Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Asistente a varios talleres literarios, incluso al de literatura infantil que coordina Graciela Repún en el IUNA. Participó en antologías, ganó premios y publicó un par de libros. PREMIOS OBTENIDOS 1994: 3º Premio Certamen Nacional Cuento. Lanús, provincia de Buenos Aires. 1995: 1º Premio Concurso Nacional Cuento. Tafí Viejo, Tucumán. 1º Premio Certamen Poesía Revista Lazos Cooperativos. Capital Federal. 1º Premio III Concurso de Cuento y Poesía. Morón, provincia de Buenos Aires. Premio Certamen Nacional de Cuento. Manzana de las Luces, Capital Federal. 1º Mención Certamen Nacional de Poesía. Haedo, provincia de Buenos Aires. 1º Mención Concurso Nacional de Cuento Corto. Hurlingham, provincia de Buenos Aires. 1996: 1° Premio Certamen Nacional de Cuento. San Nicolás, provincia de Buenos Aires.

1° Premio Concurso Literario. Olivos, provincia de Buenos Aires. 3º Premio Certamen Nacional de Poesía. José C. Paz, provincia de Buenos Aires. 1997: 1° Premio Certamen Nacional. Azul, provincia de Buenos Aires. 1° Premio VII Certamen Literario. Municipalidad de Cañuelas, provincia de Buenos Aires. Mención IX Certamen Literario SADE. Lanús, provincia de Buenos Aires. Mención Concurso Avón. Capital Federal. Mención Concurso Internacional de Ficción. Montevideo, Uruguay. 1998: 1° Premio II Certamen de Narrativa. Avellaneda, provincia de Buenos Aires. 1° Premio II Certamen Cuentos. Capitán Bermúdez, provincia de Santa Fe. 2° Premio Concurso Literario. Rubro Cuento. Jovita, provincia de Córdoba. 2° Premio 1° Concurso Literario. Rubro Cuento. Rojas, provincia de Buenos Aires. 2000: 1° Mención Concurso Literario Nacional. Rubro Cuento. Martínez, provincia de Buenos Aires. ANTOLOGÍAS La otra palabra. Fundación Avón, Capital Federal, 1998. LIBROS PUBLICADOS Paisajes Internos. Ediciones Arlequín de San Telmo, Buenos Aires, 1995. (por Premio Nacional de Poesía Alfonsina Storni 1995) Cuentos cotidianos (y de los otros…). Ediciones del Dock, Buenos Aires, 1996. (por Premio Fundación Savio de San Nicolás, 1996) Email: [email protected]

Ya había desaparecido otras veces, pero nunca había vuelto así, sucio de sangre, con pegotes en el pelo y las patas como oxidadas. —Mancha ¿dónde te metiste? —exclamé. No me contesta, o sí, pero yo no entiendo tanto su idioma de maullidos y ronroneos. Lo reviso por todas partes, a ver si está lastimado. No encuentro nada. Huele bastante mal, con un olor dulzón y pesado que revuelve el estómago. Voy a tener que bañarlo, aunque eso no le haga mucha gracia. Si mamá lo ve en esas condiciones, va a empezar a los gritos de nuevo. —¡Fabiana, que ese bicho asqueroso no se suba a los sillones ni a las camas! ¡Afuera tiene que estar, afuera! Parece que la estuviera oyendo. A ella no le gustan los animales, y los gatos, menos. Cuando encontré a Mancha quise esconderlo, pero él no paraba de maullar y no hubo caso. Si no fuera por la abuela, no me lo habría podido quedar. —Silvia, terminala. Todos los chicos necesitan una mascota, ¡hasta vos la tuviste en su momento, no sé por qué después te volvista tan maniática! ¡La verdad, no parecés hija mía! —le había dicho aquella tarde. —Mamá, ¡vos siempre le das la razón! ¡Así va a salir de caprichosa! —Mmm, ¡mirá quién habla! —suspiró entonces la abuela, mientras calentaba un poco de leche.

76 Mamá había salido de la cocina resoplando y bastante enojada con las dos y con Mancha. Pero mucho no podía protestar, porque la casa es de la abuela. Así que el gatito se quedó y con el tiempo se puso lindísimo. Tiene mucho pelo color naranja, unos ojos verdes preciosos y una mancha blanca en el pecho. Es bastante tranquilo, sobre todo desde que la abu lo llevó al veterinario para “hacerlo menos gato, Fabi querida, y que no venga todo lastimado por pelearse con otros, a vos no te gustaría eso, ¿no?”. ¡Y claro que no! Pero la verdad es que me asusté un poco cuando volvieron. Mancha estaba tan, pero tan dormido, que no había modo de despertarlo. Yo tenía miedo de que se muriese, pero la abuela me dijo que no me preocupara, que al día siguiente iba a estar bien. Y era cierto. Pero de vez en cuando, supongo que de puro aventurero, desaparece por unos días. Una vez se quedó encerrado en un garaje; otra, se ve que se había caído de algún lado, porque todavía renqueaba un poco cuando regresó. Pero nunca había vuelto así. Estoy a punto de bañarlo cuando llega la abuela. —¿Qué hacés, corazón? —me dice mientras vacía la bolsa de las compras. Después, lo ve. —¿Pero qué le pasó a este gatito? ¿Está lastimado? ¿De dónde salió esa sangre? —No sé, abue. Él no tiene nada, ya lo revisé… Justo iba a bañarlo, así mamá no lo ve tan roñoso… —Primero hay que saber por qué se manchó así, de dónde viene; alguien puede estar necesitando ayuda. Después nos ocuparemos de la limpieza y de tu mamá —agarra a Mancha que protesta, harto ya de tanto manoseo y se pone a revisarlo de arriba abajo. —Ya te dije, abue, él no está lastimado… —pero mi abuela es así, tiene que ver las cosas con sus propios ojos. Cuando finalmente lo deja en el piso, el gato se sube a la heladera de un solo salto, y allí, a salvo de nosotras, se empieza a pasar la lengua por todas partes con aire ofendido. —Sí, es sangre, Fabi —murmura. Es la primera vez que la veo con cara de susto. Y quizá sea por eso que yo me asusto también. Por un ratito la abuela se queda ahí parada, pensando, con las cejas fruncidas. Yo miro las arrugas que

77 se le hacen sobre la nariz y quiero que diga algo que me quite el temblor que empiezo a sentir en la panza. A mí me encantan las películas de terror, pero nunca tuve ganas de estar en una… por más que yo ya sepa que ahí todo es de mentira, igual la sangre no me gusta nada. Y que Mancha estuviese sucio de eso ¡menos! Sobre todo porque esto no es una película. Empiezo a imaginarme cosas horribles, de esas que pasan en lugares oscuros, donde siempre hay alguien escondido con un cuchillo o un hacha o cosas así. Pero aquí es la casa de la abuela, aquí no pueden pasar esas cosas ¿verdad? Pienso. A la izquierda vive don Ramón, el verdulero. Por un momento me lo imagino con máscara, riéndose con esa risa sin alegría que siempre tienen los asesinos. Pero después recuerdo su cara de Santa Claus y no puedo convencerme de que sea capaz de hacer algo así. Además, ya está algo viejo para andar persiguiendo gente entre cajones de tomate y de manzanas… Del otro lado está Teresa, la modista, que también vive sola desde que se le casó el hijo. No creo que ella tampoco sea una asesina loca, sólo una bruja antipática. De pronto me doy cuenta de que Mancha puede haber ido a cualquier lado, no sé por qué tendría que limitarse a las casas más cercanas, por más vago que sea. Es cierto que cuando se quedó encerrado en el garaje era en lo de don Ramón, pero ¿quién me dice que esta vez haya sido lo mismo? La abuela, sin dejar de fruncir el ceño, va hacia el teléfono: —Hola, Teresa. Sí, habla Matilde. La llamaba para saber si estaba todo bien… No, no, nada, es que estamos buscando al gato de mi nieta, y en una de ésas podía ser que se hubiese metido en su casa… No, claro, es cierto. Mancha no va a ser tan tonto como para ir allí, ahora que tiene a Nerón… No, la verdad, yo prefiero a los gatos. Los perros grandes me asustan un poco, qué quiere que le diga… Bueno, disculpe la molestia… Hasta luego…. Nos miramos. De allí no vino la sangre. La abuela me dice que me quede aquí, pero yo, ni loca. A ver si el asesino aprovecha para venir cuando me quede sola. Creo que la abuela se da cuenta de que tengo miedo, porque no insiste. Salimos a la vereda, con unos pocos pasos llegamos a la verdulería. Está cerrada. Ca-

78 minamos un poco más, tocamos el timbre en la casa de don Ramón. No contestan. —¡Esto es rarísimo! —dice la abuela—, Ramón nunca cerraría sin dejar un cartelito explicando por qué. Y un lunes a esta hora, ya tendría que estar abierto… —¿Pasa algo, doña Matilde? —pregunta el portero del colegio de enfrente, mientras cruza la calle. —No sé, Andrés. ¿Usted lo vio a don Ramón estos días? —El viernes temprano, cuando volvía del Mercado Central, con la camioneta llena de mercadería… Por eso me extrañó que después no abriese… —¿Tampoco el viernes? ¡Hombre! ¿sabe si lo hizo el sábado? —No, si yo me voy el viernes a la tardecita y vuelvo recién hoy al colegio… —¡Venga! —dice la abuela, arrastrándolo hacia el garaje, conmigo agarrada de su blusa—. ¡Don Ramón, don Ramón! —llama mientras golpea el portón—. ¿Está ahí? Nadie responde. Del garaje sale un olor fuerte y desagradable, el mismo que tenía Mancha en el pelo. —Andrés, llame a la policía. Acá hay algo que está muy mal – ordena la abuela con ese modo que mamá llama “esos aires de sargento”. Y Andrés se va. Nos quedamos solas. Ahora veo todo claro. El pobre don Ramón no es el asesino, sino la víctima. ¿Qué encontrará la policía al llegar? Seguro que eso mismo piensa la abuela, porque me mira y, con el tono que conmigo usa muy de vez en cuando, pero que yo ya reconozco como el de mejor hacer caso, me dice: —A casa, Fabi. Así que me voy. De mala gana, pero me voy. No es que quiera estar cuando abran la puerta y encuentren la cabeza del pobre don Ramón entre los zapallos, pero tampoco me hace mucha gracia quedarme sola. ¿Y si el asesino loco todavía anda por aquí? Por las dudas, me quedo en la puerta. Llega un patrullero. Al ratito, los bomberos. Rompen la puerta de la casa; debe ser más fácil ésa que la del garaje. Además, los bomberos y la policía siempre rompen cosas cuando vienen a ayudar. Ahora hay un montón de vecinos amontonán-

79 dose. Los policías no los dejan pasar y repiten a cada rato “Circulen, señores, aquí no hay nada que ver”, pero nadie les hace caso. Un poco después llega una ambulancia. Por más que estiro el cuello no puedo ver nada más que un revuelo de gente. De vez en cuando, el cabello bordó de la abuela brilla entre las gorras de la policía y los cascos de los bomberos. Seguro que ya le dijeron un millón de veces que circule. ¡Pobres, no saben lo cabeza dura que es mi abuela! Además, ella es la que descubrió el crimen. Mejor dicho, la que avisó, porque si no fuera por Mancha, no se entera nadie. Al fin se va la ambulancia y también los policías, menos uno que dejan de guardia en la puerta. Veo venir a la abuela. Parece cansada, pero contenta. No entiendo. ¿Cómo puede sonreír así después de encontrar al pobre don Ramón en pedacitos? ¿Y con un asesino suelto en el barrio? —Llegamos a tiempo, Fabi. Tiene una pierna rota y un buen golpe en la cabeza que sangró bastante, pero creo que se va a curar. No sé cómo se le ocurre a su edad andar subiendo y bajando de la camioneta con un montón de cajones a cuestas… Debe haber tropezado y al caer, por agarrarse de algo empeoró la cosa, porque se tiró todos los cajones encima… Mancha se debió colar otra vez en el garaje, pegote como es, se debe haber rozado con él, ensuciándose. El olor que tiene encima es de las verduras, que están casi todas podridas ya. Suerte que se le ocurrió salir por los ventiletes… Si no, o si se demora un poco más… no sé qué hubiese pasado. Suerte también que llegué antes de que lo bañaras, o no me habría dado cuenta de que algo malo estaba ocurriendo… pero ahora entremos, corazón, que debés estar muerta de hambre. Tomamos la leche y después sí, vamos a bañar a ese gato antes que vuelva tu madre del trabajo. Hoy no tengo ganas de discutir con ella. Ésa es toda una novedad, se los aseguro. Supongo que también ella se cansa a veces. Y con lo que nos va a costar bajar a Mancha de la heladera, las dos vamos a estarlo mucho más. Pero me alegra mucho que no haya ningún asesino loco dando vueltas por aquí. Y también que la curiosidad de Mancha haya salvado a don Ramón. ¿Le darán alguna medalla?

HECHIZO DE LUNA LLENA

Autora:

Liliana Edith Benítez

A mis críticos más queridos: Luciana, Malena, Valentina y Theo.

Nació en 1953. Es Profesora en Letras egresada de la Universidad Nacional de La Plata y se desempeña como docente del área de Lengua en EGB 3, Polimodal e Institutos Superiores de Formación Docente, en establecimientos Oficiales de la Provincia de Buenos Aires. Escribió una obra de teatro para chicos Castaña (versión libre del cuento “Kashtanka” de Anton Chejov), estrenada el 2 de julio de 1999 por el grupo EOS y en cartel hasta el año 2001. Integra los grupos de narración oral “Abuelas cuentacuentos” de la Biblioteca Euforión de La Plata y “Cuenteros de la Buena Pipa”. Email: [email protected]

El día en que Ana llegó al pueblo, a Mauricio le pareció que veía por primera vez los jazmines de las tapias, perdió las ganas de estar con sus amigos y descubrió que el bosque de eucaliptos era el mejor lugar para esconderse de la mirada de los grandes y pasarse toda una tarde charlando. Ni bien la vio, caminando por la playita como distraída, su corazón se desbocó. Pero cuando se encontraron, mientras tiraban piedras al río desde el puente, supo que quería estar todo el tiempo con ella. Con sus compañeras de la escuela no se podía hablar, eran unas tontas y se reían todo el tiempo, como si él tuviera monos en la cara. En cambio Ana tenía una mirada serena, un poco grave a veces, como si algo la preocupara. Sin embargo, lo que más le gustaba de ella era eso, cierto misterio en su forma de mirarlo. Las aventuras de antes se hicieron diferentes en su compañía y un día Mauricio se encontró mirando extasiado el cielo, hechizado por la luna. No veía ninguna otra cosa, ni siquiera la sonrisa complaciente de su papá. Se había vuelto un enamorado de la noche. En el verano, Marcos, su hermano mayor, lo tenía de aquí para allá haciendo los trabajos más insólitos; en el campo siempre había algo para hacer; pero por suerte, ahora, todos andaban ocupados con ese asunto de las ovejas degolladas y lo dejaban tranquilo.

84 Esa tarde se acostó en la lomita a esperarla. El sol de frente le calentaba la piel y pensó que estas vacaciones eran las mejores de su vida. Sus amigos le recriminaban que ya no se encontrara con ellos en el pool o en el cine del pueblo; pero a él nada le importaba. Desde la llegada de Ana, no hacía otra cosa que esperar el momento de estar con ella. Entrecerró los ojos y la vio: caminaba hacia él de espaldas al sol; su piel, todavía muy blanca, se recortaba sobre la luz como una figura gris, casi espectral. Caminaba poniendo un pie delante del otro con un andar felino y su pelo lacio flotaba en el viento. Mauricio se quedó todo lo que pudo con los ojos cerrados guardando esa imagen en su mente. —¡Qué calor! ¿Nos damos un chapuzón? —le dijo ella con picardía. Y sin esperar su respuesta se zambulló en el río y desde allí lo llamó seductora. De pronto, un remolino comenzó a “chuparla”. Ana gritaba y Mauricio en un acertado impulso no se tiró a rescatarla, tomó su lazo, que siempre lo acompañaba, y lo lanzó al centro del río. Ana se aferró a la cuerda con todas sus fuerzas y él tiró y la arrastró hasta la orilla. La levantó y la llevó a la lomita. Ana parecía un pichón después de un temporal, lloraba, temblaba sin parar y su corazón palpitaba como si el pecho no pudiera contenerlo. Mauricio la abrazó y cuando el temblor y los sollozos cesaron, se quedaron abrazados sintiendo que sus corazones se habían puesto de acuerdo para latir juntos. Esa noche, también se abrazaron sentados en el portal de la casa de Mauricio y miraron el cielo lleno de estrellas y la luna que cada día se ponía más panzona. Se dieron el primer beso, tierno, suave, húmedo, como los dos pensaban que debía ser un beso. Después Ana se paró y, aunque Mauricio quiso retenerla, se escapó corriendo y cruzó el monte de eucaliptos, Mauricio la siguió, pero pronto la perdió de vista. Se dio vuelta para regresar y entonces escuchó por primera vez el aullido de un lobo. Durmió mal, tuvo sueños extraños en los que era perseguido por gente con antorchas que gritaba. Podía sentir en sus pies la humedad del suelo y en su cuerpo desnudo, las ramas de los árboles que lo lastimaban. Al despertar, ya había salido el sol. No quiso

85 quedarse en la cama y se levantó. El cuerpo le dolía como si lo hubieran apaleado. Cuando se puso las zapatillas le llamó la atención que estuvieran sucias de barro; seguramente a la noche, volviendo del monte había pisado un charco y, distraído como estaba, no se había dado cuenta. Salió al fresco de la mañana y caminó hasta los corrales. El espectáculo fue desolador: cerca de media docena de ovejas yacían desparramadas por el campo, con la garganta abierta. Enseguida sintió que la cabeza le estallaba y vomitó aferrado a uno de los postes del corral. En el desayuno, la conversación fue corta, porque su padre se fue a recorrer los campos vecinos. No podían seguir perdiendo animales sin hacer nada. El abuelo salió detrás del padre, pero no lo acompañó, se sentó en uno de los sillones de la galería. Era una mañana soleada, pero unas nubes negras en el horizonte presagiaban tormenta. El abuelo encendió su pipa y el aroma a chocolate del tabaco se mezcló con el perfume del jazmín. —Ya lo van a encontrar —le dijo a Mauricio, que estaba sentado en el umbral. —¿A quién? —Al puma. —¿Cómo sabés que es un puma? Yo anoche escuché aullar a un lobo. —¿Un lobo? Podría ser, ésos andan siempre en manada, aunque hace muchos años que no se ha visto un lobo por acá…, dicen que antes bajaban de las montañas… a lo mejor es un lobisón, de ésos sí que he escuchado de chico. —¿Un hombre lobo, querés decir? —Claro. Un hombre que en las noches de luna llena se convierte en lobo. Dicen que es el séptimo hijo varón. —Abuelo, yo soy el número siete —dijo Mauricio con cautela, como si estuviera develando un misterio. El abuelo se empezó a reír a carcajadas, justo en el momento en que Nieves, la vieja criada que estaba en la casa desde antes de que naciera el abuelo, entraba con un mate. —Viejo charlatán, ¿no tiene algo mejor que hacer que asustar al chico? No te preocupés, querido, son habladurías de viejos, el lobi-

86 són hace años que no se ve —tranquilizó a Mauricio—; además, vos estás protegido, porque te apadrinó tu hermano mayor. Estás protegido, m’hijo —le dijo, mientras le ponía su propio rosario al cuello. Y considerando que lo dicho ponía punto final al tema, dio media vuelta y se fue, no sin antes persignarse y decirle al abuelo con enojo: —Si quiere tomar mate, se lo ceba usted, pues. El abuelo se volvió a reír, pero no tan fuerte como antes. —No te hagás problema, hijo, seguro que es un puma —dijo mientras encendía otra vez la pipa. Mauricio estaba confundido. ¿Y si el lobisón que atacaba el ganado era él? Lo mejor sería hablarlo con Ana. Ella, tan práctica para solucionar todo, tendría una respuesta. Se le fue la mañana pensando cómo explicarle sus temores sin quedar como un “gallina” y sin asustarla. Cuando tuvo armados sus argumentos, se fue a la casa de Doña Elcira, la madrina de Ana. La tía Elcirita, como la llamaba, la había invitado a pasar las vacaciones en su casa para que descansara de sus hermanas que se peleaban todo el tiempo. Si sabría él de eso… Su casa también era un “despiole” cuando estaban todos. Doña Elcira lo atendió en la puerta, pero no lo hizo pasar. Le dijo que Ana estaba con fiebre y que ni hablar de levantarse. Cuando estuviera mejor ya habría tiempo para visitas. Mauricio volvió a su casa y vagó como un alma en pena sin saber qué hacer. Esa noche, cerró las ventanas, porque el reflejo de la luna no lo dejaba dormir. A la madrugada, se despertó sobresaltado por un aullido largo, lastimero, profundo. Todavía en la cama y saliendo del sopor del sueño, volvió a escucharlo. Se levantó tropezándose con los muebles, se vistió apurado y buscó la carabina que le habían regalado para Navidad. No intentó salir por la puerta, se encaramó a la ventana y saltó a la galería. Las ranas croaban como en cualquier otra noche de verano y soplaba un viento de tormenta, pero las nubes no tapaban a la luna redonda y brillante. Sin hacer caso de los murciélagos, que lo acechaban con sus vuelos rasantes, enfiló derecho al monte. Mientras lo cruzaba, volvió a escuchar al lobo. Ahora sabía hacia dónde debía ir. La voz ve-

87 nía del campo de Doña Elcira. Cargó la carabina, no miraba por dónde caminaba, la emoción lo mantenía alerta y no quería detenerse porque tenía miedo de quedarse paralizado. Por eso no se dio cuenta de que había llegado hasta los corrales y que allí entre los balidos de terror de las ovejas, la bestia se ensañaba con el cuerpo frágil de un cordero; las fauces manchadas de sangre, y el lomo plateado por la luna. “Siempre andan en manada.” Por instinto miró a sus espaldas esperando lo peor, pero no, fuera del horrendo espectáculo, la noche era plácida. Cuando le apuntó a la cabeza se dio cuenta de era una magnífica loba joven que ya caminaba hacia él, sin temor. Mauricio tampoco se asustó, pero quedó como hipnotizado por su mirada. La hembra tenía un andar cadencioso, ponía una pata delante de la otra y avanzaba segura contra el viento que le levantaba el pelaje, gris, sedoso y le hacía entrecerrar los ojos. Venciendo el hechizo, afirmó la carabina en su hombro y disparó; la loba trastabilló y se desplomó. Mauricio salió corriendo y un aullido de dolor lo acompañó en su carrera a través del monte. A la mañana siguiente, se levantó tarde y con resaca, como si hubiera bebido mucho alcohol. No contó nada. En la cocina todos hablaban animadamente. —Como sea —dijo el padre—, se develó el misterio. —¿Cuál misterio? —preguntó Mauricio, todavía medio dormido. —Encontraron al puma, tal como yo dije —aclaró el abuelo. —El misterio que no se aclaró es el otro —dijo Marcos. La madre hizo un gesto de silencio, pero ya era tarde. Marcos concluyó la frase— …lo de Ana. ¿No es raro que una chica ande jugando con armas? —¿Qué le pasó a Ana? —preguntó Mauricio. —Nada serio querido, parece que estaba manipulando una carabina y se disparó un tiro en el brazo, pero está bien, fue sólo un rasguño —lo tranquilizó su madre—. Pensaba decírtelo más tarde. —¿Dónde está? ¿Puedo ir a verla? —La llevaron a Buenos Aires. No creo que vuelva este verano. —explicó el padre. —Pobre familia —dijo la madre con sincera preocupación—. Al menos, con seis hermanas más grandes que ella, no faltará

88 gente para cuidarla hasta que se mejore. No te preocupes, Mauricio, seguramente se escribirán muchas cartas hasta las próximas vacaciones. Mauricio sabía que no habría cartas, ni almuerzos en el bosque de eucaliptos, ni chapuzones en el río, ni próximas vacaciones juntos. Esa noche fue la última de luna llena. A la medianoche, Mauricio abrió la ventana de su dormitorio y escudriñó el monte de eucaliptos. No se veía nada, sólo se escuchaban los grillos y los sapos, pero en el momento en que el chico cerró la ventana para irse a dormir, un aullido atravesó la noche.

EL MONSTRUO AGAZAPADO

Autor:

Ariel Díaz

A mis nietos, Oriana, Rodrigo y Francisco.

Nació en Bahía Blanca, se recibió de Maestro en Tandil y estudió en la Escuela Nacional de Náutica. Recorrió el mundo como Oficial Maquinista y Jefe en la Marina Mercante Argentina. Jubilado, cambió el calibre por la lapicera. Comenzó a escribir diecisiete años atrás y lleva realizados ciento noventa cuentos. Ganó la Faja de Honor para Autores Inéditos 1991 otorgada por la Sociedad Argentina de Escritores y más de cien premios en Argentina, dos en Uruguay, dos en Estados Unidos, dos en México, uno en Francia y treinta en España. Ha colaborado con algunos cuentos en los diarios La Prensa, El Cronista, y en las revistas La Nación de los chicos, EMME y La Mancha en la Argentina; en la revista Círculo: Revista de Cultura de los Estados Unidos y en Finis Terrae de España, un boletín de la Asociación Gallega de Ciencia Ficción. Email: [email protected]

En el silencio de la noche cargada de susurros, la negrura se cierne sobre la figura solitaria que se atreve a caminar por el estrecho camino de tierra que hiende la espesura del bosque. Alguien avanza con los ojos muy abiertos, los labios resecos y temblorosos, alguien al que aterran los sonidos velados, la soledad y el juego alternado de luces y sombras. Es un niño, quizás un muchacho. Aguza el oído tratando de escuchar los rumores nocturnos, escudriña las tinieblas buscando la amenaza en cada sombra, en cada destello. Y tiembla al oír el rumor sordo de sus propios pasos. Un ulular mortecino nace del centro de la laguna que se extiende más allá de la hilera de árboles —sobre la margen izquierda del sendero—, se expande como una reverberación febril e invade el espíritu del pequeño; receloso, transforma cada siseo en rugido, cada agitar minúsculo de las hojas en la formidable embestida de un monstruo al acecho. La luz fantasmagórica de la luna mete sus dedos entre las ramas de los árboles frondosos y descubre sombras que quizá cobijan aves agoreras de picos curvos y ojos amarillos, murciélagos envueltos en el sudario negro de sus propias alas. Los dedos se alargan, atraviesan la espesura, llenan el camino, el espacio, rodean al niño y le estrujan el corazón. Sin embargo, el temerario gladiador continúa avanzando con la respiración suspendida, gira

92 buscando al enemigo, las imágenes tortuosas que la imaginación y sus sentidos se empeñan en descubrir. Una masa viscosa e inquietante de niebla compacta se propaga desde la laguna e invade los bajíos; rodea los pies del caminante como si pretendiera digerirlos. El tiempo se estira, un viento helado susurra entre las hojas de los árboles, entre los pajonales yertos; se dirige a la nuca del pequeño, que se estremece de frío y miedo. De pronto, el niño se detiene, mira en derredor, da dos pasos atrás y queda paralizado de terror cuando me descubre a su lado. Entonces extiendo los tentáculos y lo agarro de un brazo; pero se me resbala y escapa corriendo mientras da un alarido. Creo que esta noche me quedo sin comer.

“DESDE ESA OLA”

Autor:

Jorge Omar Díaz

A mi madre Nelly y a mi hermana Mónica. A mi esposa Laura. A mi padre, Antonio. En su memoria. Ellos caminan junto a mí, siempre.

Nació en Buenos Aires en febrero de 1968. Cursó estudios en la UBA, en Comunicación Social. Se recibió de Técnico Superior en Comunicación Publicitaria (1994-1996), en el Instituto de Formación Profesional (IFOP), Capital Federal. Desde 1992, se desempeña laboralmente en el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), Capital Federal, en Redacción Publicitaria y Diseño Gráfico. Realizó humor gráfico en el periódico comercial Páginas Marítimas, 1994-1995. Email: [email protected]; [email protected]

En casa siempre hacía mucho calor. Parecía que las paredes se derretían, que el techo nos comprimía, que las ventanas cuanto más las abrías más calor entraba. Mi cama era un lugar insoportable. Las sábanas eran como cartón rasposo y la almohada un bulto caliente que desprendía el olor de mi pelo transpirado como después de haber jugado al fútbol. Era una mezcla de sal y arcilla, un olor fuerte y penetrante. El sol parecía no haberse ido nunca de la habitación. Encender la lámpara era incendiar el ambiente con un enorme fósforo eléctrico. Todos mis trofeos resplandecían, aun con la luz apagada. La luna, que se filtraba por las rendijas de la ventana, acentuaba ese efecto. Todo parecía brillar allí adentro. Intenté dormirme. Eran las tres de la mañana cuando me pareció escuchar un extraño ruido metálico. Como si algo se deslizara sobre el piso. Me incorporé exaltado. Prendí esa maldita lámpara calurosa y con los ojos doloridos miré la puerta. Nada. Apagué la luz y volví a dormirme. Al rato otra vez el mismo ruido. Agarré la sábana y me cubrí hasta la cabeza. No tenía miedo, quise probar si así el ruido disminuiría. No dio resultado. Decidido, volví a encender la lámpara. Ya no hacía tanto calor. La puerta estaba abierta y se agitaba por la brisa que venía del pasillo. “Es raro”, me dije, “mamá nunca deja nada abierto”. Desde que entraron ladrones y se fue Ignacio el último verano, mi casa es como un bloque hermético por donde ni el aire

96 puede penetrar. Me levanté y caminé hasta la puerta. El pasillo estaba completamente desolado. No podía precisar de qué dirección provenía la brisa. Parecía un aliento gigante, como salido de una boca hedionda, de esas bocas que nunca van al dentista, de esas bocas de fumadores empedernidos. “Seguro que es papá fumando pipa allá abajo”, me volví a decir. “Él suele hacer eso. Pero es muy tarde, y además, esa costumbre sólo es para ‘las noches de invierno junto a la estufa’ como dice papá… y por supuesto con el permiso de tu madre.” El olor persistía. Sentí ganas de vomitar, de escupir, de sacarme lo pegajoso que se empecinaba en abrazar mi garganta. Alguien me observaba. Espiaba cada uno de mis pasos en la oscuridad. Alguien rigurosamente miraba mi figura en el borde de la puerta. Parado allí, más que calor, ahora tenía frío. Caminé hacia el baño. No sé por qué hice eso, no tenía ganas de ir. Prendí la luz y entré. Mi mirada, casi involuntariamente, se dirigió hacia el piso. La rejilla estaba dada vuelta, como si algo desde los desagües hubiese explotado. O, peor aún, como si algo hubiese salido volando velozmente por allí. Frío, ahora sí que hacía frío. Alguien se paró detrás de mí. Lo presentía, como cuando mi hermano quería asustarme disfrazado de fantasma. Me di vuelta rápidamente, seguro de encontrarme con el estúpido de Ignacio. “¡Otra vez vos, cortala querés!”, le dije. Mi hermano no se movía. Estaba envuelto en esa sábana blanca que usaba siempre para asustarme. Con odio y fuerza le arranqué la sábana. Sabía que su cara pecosa y sobradora iba a estar mirándome fijo para burlarse otra vez por haber conseguido asustarme. Esperaba eso, así que esforcé mi gesto de indignación para que no se riera de mí. Puse mi mejor cara de cansado y enfadado al mismo tiempo, como cuando papá me descubre usando la máquina de afeitar para pelar a Arnoldo, mi gato. “¡Ignacio, tarado, dejate de…!”, grité. Mi pulso se despertó de repente. Sentí la tibieza del rubor coloreándome el rostro. Mi corazón saltaba dentro del pecho como si quisiera salirse. No era Ignacio, no era su pecosa cara, no había burla. Debajo de esa sábana no había nada. Algo se había escurrido antes de que descubriera el velo. Las

97 sábanas no caminan solas. ¿Qué intrincado sistema de alambres o hilos invisibles habría usado Ignacio para lograr eso? Sentía mucho miedo. Quise gritar para que mis padres vinieran a verme, para que me despertaran de esa pesadilla. Pero mi garganta dolía, me impedía gritar. Apagué la luz del baño sin mirar atrás. Corrí por el pasillo que ahora me parecía más largo. Entré en mi habitación a oscuras. Me tropecé varias veces hasta que logré encontrar mi cama. Todavía estaba agitado. La cama estaba fresca, más que fresca, fría. No quería moverme, no quería que nada alterara la paz que reinaba. De repente algo me tocó suavemente los pies, como una pluma que te acaricia y desaparece. Había algo adentro de mi cama. Pensé en Arnoldo que, como todo gato, sufre de insomnio. Pero no, los gatos pesan, y el colchón no se había hundido. Era algo que volaba dentro de la cama. Volvió a rozarme más y más. Era insoportable. Insistía en dibujar como palabras en las plantas de mis pies. Aterrorizado prendí la luz. Algo se movía entre las sábanas. Podía ver su silueta que no paraba de correr entre mis piernas. “¿Quién sos?”, le pregunté no muy seguro de lo que hacía. Se detuvo. Parecía que me miraba, tapado con mi sábana. Una voz sorda y lejana me imploraba algo, susurraba, casi no la podía oír. “¡Volvé, no te podés ir así!”, es lo que pude entender. Algo húmedo se derramaba entre mis piernas. Pensé que me había hecho pis. Mi mamá se iba a enojar, a ella no le gusta que me moje. A ella no le gusta que me meta en lo profundo, que me vaya al fondo, que camine o corra buscando las olas, que me vaya a ese lugar en donde se mezcla el cielo y el mar. Ahora todo es húmedo y frío. La arena me raspa la espalda. Toda esa gente a mi alrededor aplaude mientras escupo el fantasma por la boca. Mi papá ayudó a que lo sacara, sus bigotes aún pican en mi cara. Mi mamá me abraza y yo le prometo no meterme más en el mar sin papá. Mientras tanto Ignacio, que otra vez quiso llevarme con él, me mira desde esa ola disfrazado de fantasma.

ANÓNIMOS

Autora:

Carla Dulfano

A Fabián, Denise, Daniela, Graciela Repún, a mis amigos y familiares. Y, muy especialmente, a mis padres.

Es profesora de música en escuelas del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Estudió literatura infantil con Ricardo Mariño, Gustavo Roldán, Adela Basch y Graciela Repún (actualmente). Publicó cuentos y canciones en manuales escolares, en las editoriales Puerto de Palos (“Anastasia la lechuza”), Troquel (Cuentos para “Ser humano”), Proyecto Base (poema “Las escondidas”), Cuadernillos del Ministerio de Educación (Cuento “El barco azul”, etc.), cuentos y poemas en revistas como La Nación de los chicos (“Un litigio medieval”). Para la libertad (“Las letras eligen presidente”), y en webs: www.ciudad.com.ar /chicos, www.el huevo de chocolate.com, entre otras. Publicó también en editorial Aique un poema ilustrado por Claudia Degliuomini (“El gigante y el enano”). Compuso canciones para el grupo “Andamio de ideas” (“El quijote y los chicos”, en el Centro Cultura Recoleta y “Tras las veinte mil leguas de viaje submarino” de Sergio Saposnic, en el Centro Cultural Rojas), cancioneros escolares para muchas escuelas del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, musicalizó la obra de Marcelo Birmajer El abogado del Marciano. Premios y menciones que ha recibido: 2002: Concurso literario de Cuento “El arte en septiembre”. Poder ciudadano, Capital Federal. Primer premio. 2003: Concurso literario de Cuento “La gente y el trabajo”. UCA. Mención. 2004: Concurso literario de Cuento. Andalucía, España. Mención. (Museo arqueológico de Córdoba) 2004: Certamen de la canción infantil. MOMUSI, Capital Federal. Mención. 2005: Certamen “para la igualdad”. Ayuntamiento Morón de la Frontera. Sevilla, España. Email: [email protected]

Cursaba el séptimo grado de la escuela de Caballito. Durante los recreos venían a verme chicos y chicas de todo el colegio. Había sido un hábil investigador privado desde 4º grado. Tenía experiencia y había resuelto todos los casos. Incluso los más difíciles, como el del sacapuntas extraviado, y el misterio de la mancha de tomate en el guardapolvo. Los chicos me pagaban con lo que podían: un chicle de banana, una figurita difícil de conseguir. Pero yo no lo hacía por el pago. Ser investigador privado era el sueño de mi vida. Un día vino a verme Milena, una nena de mi grado. Su perfume y el color rubio de su cabello me inmovilizaron por unos instantes pero recobré mi postura profesional y le pregunté qué necesitaba. Ella se sentó en el borde del escritorio de la maestra. Con una voz más dulce que de costumbre, dijo: —Recibí una carta anónima. —¿Qué tipo de… carta? —pregunté. —Ya te imaginarás… —¿E… e… ese tipo de cartas? Ella bajó del escritorio con un salto gatuno y sacó de su bolsillo un papel. Lo leí. Era una carta de amor. La guardé casi sin mirarla. —En una semana voy a resolver el caso.

102 —En cuanto a tus honorarios… tengo dos entradas para la cinemateca… —No te preocupes ahora por eso. —También tengo… —Nos vemos en una semana —dije levantándome para acompañarla a la puerta. Lo primero que hacía en estos casos era investigar a la víctima: sus pertenencias, los lugares que solía frecuentar… Fui hasta su banco, en la tercera fila del lado de la ventana. No encontré nada en particular, solamente tres chicles masticados, pegados bajo su mesa. Milena no parecía la clase de chica que haría algo así. Debían ser de otra persona. Me pregunté si ella los habría notado. Inesperadamente entró al aula el “Sapo” Scaramuza de 7º B. Buscaba una pelota. Era mi primer sospechoso. Desde principios de año, miraba a Milena con más interés que de costumbre. Se me ocurrió comparar su caligrafía con la de la carta. —¿Me das un autógrafo? —le pregunté de pronto. —¿Para qué? —gruñó incinerándome con la mirada. —Es que… te admiro. —Si me estás verseando, me las vas a pagar —dijo, y se acercó amenazante. Su figura de casi un metro ochenta ensombreció mi “mesa de trabajo”. —Ah, ya sé —sonrió de pronto como un monstruo al que se le da un sonajero y olvida su furia. —Me admirás por mi último récord. Pegué veinticinco chicles masticados en la pared del baño y después de una semana me los volví a comer. El sapo rió mientras un hilo de baba mojaba el cuello de su guardapolvo. —Sí, sí. Por eso quería tu autógrafo —reí falsamente—, y seguro que los pegás a veces debajo de algún escritorio, ¿no? —¿Es una queja? Yo los pego donde quiero —dijo con repentina seriedad y salió dando pisadas tan fuertes que levantaban polvareda. “El Sapo come chicles y los deja pegados en cualquier parte — pensé—. Entonces fue él…”

103 Aún no había pruebas suficientes. Tenía que comparar su letra con la de la carta. Pero cada vez que me acercaba al Sapo para pedirle un autógrafo, se enfurecía. No insistí más. Interrogué a otros compañeros. Ninguno comía esa clase de chicles. Pasaron dos semanas y yo no resolvía el caso. Milena y yo no tuvimos más contacto. Yo era demasiado cobarde para pedirle un autógrafo al Sapo. Tampoco me animaba a espiar sus carpetas para comparar su caligrafía. Milena casi ni me saludaba. Parecía decepcionada de mí. Cuando ya había perdido toda esperanza, vino a verme. Esta vez parecía realmente asustada. Había recibido otra carta. Me dijo: —Ésta es otra… Es una carta distinta… Estaba escrita con una máquina de escribir o una computadora. También era de amor. La vi tan nerviosa que le confesé la verdad: —Mile… no sé quién escribió la primera carta, pero yo escribí la nueva. Hacía mucho que ya no me saludabas. No sabía cómo acercarme a vos, y busqué una excusa para que vinieras a verme. Si no querés hablarme nunca más, estás en tu derecho. No sólo no resolví tu caso sino que te asusté más de lo que estabas —dije levantándome para acompañarla hasta la puerta. Milena la abrió lentamente. Antes de salir murmuró: —Yo también tengo que confesarte algo. La primera carta… la escribí yo. Era una excusa para acercarme a vos. Creo que nos pasó lo mismo. Yo pegué los chicles debajo de mi escritorio, para que sospecharas del Sapo… Pobre Sapo… Traté de decirle algo pero lo único que pude hacer fue besarla. Ella también me besó. —Tengo una idea —grité—. Realmente lograste engañarme con tu carta, y con tus pistas falsas. Creo que podrías… ¿qué te parece si…? Una semana después yo estaba en mi oficina, como siempre. Vino a verme un compañero de 6º B. Estaba en problemas. —Hola —le dije—. Te presento a Milena, es mi nueva ayudante…

LA CASA EMBRUJADA

Autora:

Silvia López

A Iván y Julián, espejo de mi paraíso.

Nació en Buenos Aires. Es narradora y poeta. Su formación como escritora se inició en 1991, en el taller de Marta Braier. Sus cuentos fueron reconocidos en varios certámenes: en 1994 obtuvo la tercera mención en el Concurso Joven Literatura de la Fundación Fortabat; en el año 2000, una mención en el VII Concurso Interamericano de Cuentos de la Fundación Avón para la Mujer; en el 2001, una mención en el Concurso Nacional “Cuentos para leer en el Subte”; y en el 2004, el tercer premio en el Certamen Internacional Letras de Oro. Es autora de una novela, poemarios y colecciones de cuentos, aún inéditos. Participó en la antología poética Detenerse en el tiempo, Editorial Botella al Mar (Buenos Aires, 2004). Actualmente trabaja en una nueva novela. El mundo de la infancia como paraíso perdido, como lugar auténtico donde reconocerse, aparece frecuentemente en su obra cuentística y poética. El relato “La casa embrujada” es su primera incursión en la literatura infantil. Email: [email protected]; [email protected]

En la casa embrujada hacía rato que no vivía nadie. Romina y Julieta se ocultaban siempre ahí, en el jardincito delantero, cuando jugaban a las escondidas. Sólo había que saltar una verja muy baja y ya estaban en él. Sabían que sus amigos no las descubrirían nunca, porque ¡a quién se le puede ocurrir meterse en una casa embrujada! Todos en el barrio aseguraban que por las noches se escuchaba el canto melodioso de una mujer, agudo y dulce, entonando una canción hermosísima que nadie conocía de antes, y que el piano tocaba solo, como pasa siempre en las casas embrujadas, y que el cartero dejaba cartas en el buzón, por más que todo el mundo supiera que allí no había nadie que las pudiera contestar. El jardín estaba muy abandonado. Los yuyos eran más altos que Romina, y los gatos habían hecho un club mucho más importante que el del Jardín Botánico. ¡Pero eso no era todo! Había una tortuga que las miraba con cara de vieja cada vez que entraban a esconderse, pero después se acostumbraba a ellas y retomaba sus paseos en círculo, siempre por el mismo camino. A Romina, la presencia de la tortuga la tranquilizaba. ¿Cuándo se había visto que en las casas embrujadas hubiera tortugas? Ratones, sí. Telarañas monstruosas, también. Y gatos negros, negrísimos, que corren como un rayo o muestran sus afilados dientes. Pero los de acá eran de muchos colores y estaban demasiado ocupados en lamerse sus pelos y alisarse sus bigotes. Además, ella había tenido de muy chi-

108 ca una tortuga que había desaparecido sin despedirse, a la que también le gustaba pasear así. Ese aire familiar que veía en ella también la tranquilizaba, como si se tratara de una vieja tía que estaba ahí para cuidarla. Una tarde se internaron en el jardín más de la cuenta y llegaron hasta la puerta de hierro oxidado y vidrios rotos. A Romina siempre le había parecido la entrada a un cuento de terror. Julieta se apoyó en ella para poder espiar. La puerta hizo un chirrido y se abrió un poco. Salieron corriendo, y sus compañeros de juego las descubrieron. Romina pensó, con alivio, que nunca más iban a meterse allí porque el escondite ya estaba quemado. Pero al día siguiente, Julieta llegó con la noticia de que en las casas embrujadas las brujerías sólo podían ocurrir de noche. No necesitaban jugar a las escondidas para curiosear un poco, y nada sucedería si entraban por la tarde. Romina tragó saliva y aceptó. ¡No podía mostrarse miedosa! Primero espiaron por los agujeros de los vidrios. Se veía un pasillo de baldosas blancas y negras, como un tablero de damas muy polvoriento. Terminaba en un cortinado rojo que se parecía al telón del salón de actos de la escuela. Tuvieron que empujar con fuerza entre las dos para que la puerta se abriera del todo. Les dio la bienvenida con un quejido largo y un chirrido oxidado. Caminaron en puntas de pie por el tablero de damas. A Romina, cada paso le cortaba la respiración. Al llegar a las cortinas, Julieta las abrió un poquito y espió. —Está todo oscuro. No se ve nada —informó. Romina se sintió aliviada. Entonces no había nada más que hacer. Se terminaba la expedición. Pero la precavida Julieta había traído una linterna y abrió las cortinas del todo. Un olor a encierro las invadió. El haz de luz iluminó una larga mesa, tendida como para una cena de varios comensales. Se acercaron sigilosamente. —¡Pero quién va a querer comer en esta mugre! —exclamó Julieta. —¡Shhhh! —la reprendió Romina, temiendo que alguien las descubriera.

109 Julieta tenía razón. La vajilla estaba llena de polvo, cada copa tenía el dibujo de una telaraña diferente, y un largo hilo, finísimo, se tendía entre los candelabros como la cuerda floja de un equilibrista. De pronto, Romina pegó un grito. —¿No era que había que callarse? —dijo Julieta. —¡Son los cubiertos de la abuela! —Bah. Cubiertos así puede haber en cualquier casa. —Sí. Pero tienen los mismos dibujos que tenían los de la abuela. Y acá está el tenedor con un diente de menos que ella se empecinaba en usar. —¿Y si acá vive un ladrón? —murmuró Julieta. —La abuela fue perdiendo los cubiertos uno por uno. Un día una cuchara, otro día un cuchillo. No se lo explicaba. Pensaba que los tiraba, distraída, a la basura. El último en desaparecer fue ese tenedor. Era el que más cuidaba. —Hay que descubrir al ladrón —resolvió Julieta. A Romina la idea no le gustó nada. Pero ahora no podía mostrarse indecisa. Después de todo, era a su abuela a la que le habían robado. El rayo de luz de la linterna descubrió que en el comedor había muchísimas cosas. Los objetos estaban agrupados por clases. Había una caja llena de anteojos. Otra con lapiceras. Estaba la caja de los encendedores, la de los destornilladores, la de los chupetes, la de los llaveros, la de los paraguas. Evidentemente, se trataba de un ladrón muy ordenado. De pronto, Julieta exclamó: —¡Ése es el sonajero de mi hermana! —¿Para qué el ladrón querría un sonajero? —Pero es que a mi hermana se le cayó al mar, en Mar del Plata. —¿No será uno igual? —Tiene la misma mordedura que le dejó ella. Siguieron recorriendo las habitaciones. Pero por más que buscaran, nadie aparecía. Ya no estaban muy seguras de lo del ladrón. Pero si realmente vivía uno allí, estaría muy incómodo, porque no había ni cama ni heladera. En todas partes descubrían más y más cosas. Libros, cuadernos escritos, ¡el cuaderno de Julieta de primer grado, con el dibujo del gato de la primera página, que creía perdido para siempre! ¡El abanico que le desapareció a una señora, en

110 un abrir y cerrar de ojos, en un casamiento! Romina se acordaba bien de él porque le había parecido una enorme mariposa negra, tenebrosa, de mal agüero, y ahora que la volvía a ver, otra vez el frío le corría por la espalda. Ya habían pasado mucho tiempo encerradas allí. Debía estar anocheciendo. De pronto, Julieta pegó un grito: —¡Esa pulsera no estaba ahí hace un momento, te lo juro! Entonces empezaron a revisar los lugares que ya habían revisado. Sí. Estaban seguras. Ahora había más cosas que antes. Y nadie las había puesto allí. Sin decirse una palabra, las dos juntas llegaron a la misma conclusión, al mismo tiempo. ¡Era el lugar de reunión de los objetos perdidos! Estaban a punto de confesarse lo que cada una pensaba cuando el piano empezó a sonar. La misma hermosa canción de todas las noches, entonada por la misma voz de mujer, invadió la casa. Pero no había nadie, aparte de ellas dos. De eso estaban seguras. Habían revisado cada rincón, palmo a palmo. Es cierto que ahora estaban las dos paralizadas en una habitación de la planta alta y no se atrevían a reanudar la inspección de la casa. Esperaron a que la canción terminara abajo, en el comedor. Una canción perdida, como todo lo que había allí. Entonces bajaron la escalera, a los tropezones por el apuro y la pobre luz de la linterna, esquivaron todos los cachivaches del comedor, la mesa tendida para una fiesta también perdida, y salieron al jardín, a la luz de la luna y, por fin, a la calle. Esa noche, Romina no pudo dormir. Pensaba, entre otras cosas, en las cartas de amor perdidas que el cartero dejaba, cada mañana, en el buzón. Y le dio mucha lástima darse cuenta de que en el mundo había tanto amor no correspondido.

LES DOY MI PALABRA

Autora:

Silvia Cacchione

A mis hijos

Nació en Buenos Aires en 1957. Es egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano” y de la Facultad de Filosofía y Letras, donde cursó la carrera de Letras. Ejerció la docencia como maestra de plástica y coordinó talleres literarios para niños. Actualmente desarrolla tareas de edición para diversas editoriales. Email: [email protected]

Me llamo Manuel y tenía 12 años cuando pasó lo que pasó, aquel verano que estuve en Buenos Aires. Y si ahora me animo a contarlo es porque ya no tengo miedo, y además porque me gustaría que los chicos de la ciudad sepan que allí también pasan cosas misteriosas. Siempre me pareció que a ellos les gusta reírse de los fantasmas y esas cosas, pero al final no creen en nada, ni siquiera en la magia. Por esos días mi mamá estaba en el hospital, enferma, yo estaba triste y extrañaba mucho a mi papá y a mis hermanos que habían quedado en el monte, donde nacimos. Todas las tardes salía a caminar en busca de aire y sol. Un día tuve mucha suerte, descubrí un lugar muy parecido al mío: un parque grande que llaman el Botánico. Tanto me gustaba que no podía volver a casa de los tíos sin darme antes un paseíto, y a medida que los días se hacían más largos, me iba quedando cada vez más tiempo. Hasta que llegó el 15 de diciembre. Ese día, los médicos le dijeron a mamá que ya casi estaba curada y que en cualquier momento la iban a dejar viajar, o sea, íbamos a estar en casa para Navidad. Cuando salí del hospital, estaba tan contento que me fui directo al Botánico, caminé entre los árboles como siempre y todo me parecía más lindo; al rato, me eché feliz en el pasto; el sol pegaba fuerte en la piel, cerré los ojos y no tardé en quedarme dormido.

114 No sé cuánto tiempo pasó, pero imagínense mi sorpresa cuando desperté y me encontré, solo y a oscuras, acostado bajo un árbol. Al principio, me costó recordar qué había hecho, tampoco tenía idea de qué hora era, nunca llevo reloj y en la ciudad me resulta difícil ubicarme, ni las estrellas se ven… Lo único seguro era que la noche había caído sobre mí. Al principio no me asusté, en serio, conocía de memoria el camino así que empecé a caminar tranquilamente hacia la salida; el susto llegó cuando me di cuenta de que las puertas de entrada estaban cerradas, bien cerradas, y no había manera de que pudiera abrirlas. Eso significaba una sola cosa: tenía que hacer algo, rápido, o pasaría la noche allí. Mi primer impulso fue tratar de pasar por entre las rejas, pero fue inútil. De pronto, sentí la respiración pesada y un molesto cosquilleo comenzaba a dar vueltas en mi estómago. Me senté en el suelo para tranquilizarme y pensar; cuando observé a mi alrededor, vi que los gatos que merodeaban por allí — los mismos que presenciaron mis forcejeos con las puertas— se me acercaban despacio, maullando bajito, cautelosos como son ellos; dos o tres se animaron a rozar la punta de mi zapatilla pero no mucho más. Los miré y, como tengo costumbre de hablar con los animales, me confesé con ellos: —¿Saben una cosa? Yo no tengo miedo de estar aquí adentro solo, eso ni lo piensen, a mí lo que me asusta es esta ciudad, sí, aunque no lo crean, esta ciudad es un verdadero monstruo para mí, no puedo confiar en ella… Y los tíos, pobres, deben estar como locos, ni idea tienen de por dónde ando… Creo que seguí un rato más hablando, o pensando en voz alta, no sé, cuando sentí que los gatos más chicos estaban bien pegaditos a mi cuerpo, incluso algunos me lamían las manos y la cara, los más grandes formaban un círculo alrededor de mí, me miraban fijamente y parecía que no se perdían palabra de lo que yo decía. Me mantuve callado unos minutos, pero enseguida reaccioné. “Muchachos, vamos, tengo que salir de aquí.” Ya tenía en mente un pequeño plan. Me treparía a uno de los árboles más grandes, cerca de las rejas, y una vez que estuviera sobre una rama que cruzara hacia afuera, me arrojaría desde ella has-

115 ta alcanzar la vereda. Más fácil imposible, cómo no se me había ocurrido antes. Me levanté de un salto y comencé a buscar un árbol robusto y alto. Los gatos me seguían inquietos, se enredaban en mis piernas maullando como enloquecidos. De pronto lo encontré, el árbol perfecto. Me dirigí a los gatos e intenté ser gracioso: “Chicos, sé que me van a extrañar pero es hora de despedirnos”. Como si hubieran leído mis pensamientos, se adelantaron y empezaron a formar una barricada frente al árbol. Les aseguro que no eran pocos, no sé de dónde habían salido pero había cientos de ellos, todos lanzaban estremecedores maullidos y movían las colas frenéticamente. Por unos segundos lograron paralizarme. Sin embargo, casi temblando, me acerqué y me arrodillé junto a ellos. Un viento dulce sopló en medio del silencio. Empecé a acariciarlos, uno a uno; no puedo decir cuánto tiempo me demoré, supongo que bastante, pero no podía detenerme, sentí que debía hacerlo. Los gatos fueron calmándose poco a poco, y cuando por fin estuve listo para despedirme, un gato gris y grande se separó del grupo, se puso justo delante de mi cara, y mirándome fijo maulló muy lentamente, como articulando con cuidado cada sonido; realmente pensé que estaba tratando de decirme algo pero la idea me pareció absurda; no sabía entonces qué pronto cambiaría de parecer. De todos modos, como única respuesta pasé la mano por el lomo del gato “cacique” y le dije adiós. Empecé a trepar sin dificultad, lo hice muchas veces en el monte, desde chico, y éste era un árbol duro y frondoso, no me iba a resultar complicado llegar a alguna de las ramas más altas. Apoyaba con cuidado un pie, después el otro, me sujetaba bien con las manos, subiendo rama a rama, despacito, un poquito más cada vez, mis viejas zapatillas se aferraban con fuerza y me ayudaban a no resbalar. Arriba estaba realmente oscuro, el follaje era tan intenso y cerrado que no dejaba ver ningún indicio de las luces de la calle, las mismas que minutos antes me habían guiado; me costaba trabajo adivinar por dónde seguir. Decidí entonces tomarme un descansito (me sentía agotado, como si hubiera trepado durante horas); aproveché para echar un vistazo a los gatos y hacerles alguna seña de que todo estaba bien.

116 —¡Eh, muchachos!, ya falta… —empecé a gritarles antes de mirar hacia abajo; cuando lo hice, la voz se me apagó de golpe en la garganta. Desde donde estaba apenas podía distinguirlos, no veía sus caras ni sus colas que, seguro, se agitaban nerviosas, tampoco escuchaba sus maullidos. Los gatos no eran más que diminutos puntos moviéndose en la tierra, una tierra que estaba horriblemente lejos de mí. Justo en ese momento, sentí que perdía el control de mi cuerpo y comenzaba a caer.

No sé cuánto tardé en reaccionar pero creo que estuve desmayado mucho tiempo. Un poquito de luz comenzaba ya a encender el cielo cuando pude abrir los ojos; me dolía todo el cuerpo y no podía moverme casi, sólo escuchaba unas voces alrededor de mí. Comencé a incorporarme, despacio y con bastante dificultad; en ese momento un murmullo creció de golpe, mientras una voz que con nitidez se distinguía del resto, me decía: “Veo que por fin estás bien”. Con toda la rapidez que pude, concentré mi visión hacia el punto de donde surgía la voz. Entonces lo vi. Parado majestuosamente delante de mí, hablándome con lentitud, estaba él…, el gran gato gris, el gato “cacique”. Es difícil explicarles con palabras cómo me sentí, pero creo que podrán imaginarlo, sobre todo si piensan en cualquier película de miedo, de esas que ustedes miran por televisión; así, como esos personajes asustados, estaba yo: el corazón me latía con fuerza, empecé a retroceder con torpeza hasta que caí sentado al suelo donde me quedé, sin dejar de mirar al gato, con los ojos como huevos fritos y la boca abierta colgando estúpidamente de mi cara. Como sea, y a pesar de algunas risitas contenidas que escuché, el gran gato se acercó a mí y me ofreció su mano (perdón, su pata) para ayudarme. —No te preocupes —decía, mientras realmente me levantaba— , es natural que estés sorprendido. Has establecido una comunicación especial a la que ustedes, los humanos, no están habituados. Eimiri, por favor, alcánzale un poco de agua a nuestro amigo.

117 En ese momento, la gata blanca que estaba junto al cacique se acercó a mí con un recipiente y me acarició suavemente: —Vamos, bebe tranquilo —dijo Eimiri. —Mi nombre es Atónatos —siguió el gato— y mi gente me ha designado desde hace años como su jefe y guía, desde entonces trato de servirles de la mejor manera. —Mu…mucho gusto —me escuché decir, no podía creerlo—. Yo me llamo Manuel. —Lo sabemos, como supimos desde el primer día que te acercaste a uno de nosotros que eras distinto. —No… no sé cuándo… —Te acercaste a Miceliu porque necesitabas hablar con alguien, y le confiaste lo triste que estabas por tu madre… —¡¿Cómo?! —interrumpí—. Un momento, no sé qué pasa aquí, pero yo no le conté nada a ningún gato —Atónatos me miraba serio—, perdón… quise decir a ninguno de ustedes. —No del modo en que estás acostumbrado a hacerlo, lo sé, pero sí lo hiciste con el pensamiento y con el corazón. Nunca estuviste aquí de paso, como hace la mayoría de los humanos. Estableciste un lazo con este lugar, te uniste a él, estabas preparado. —¿Preparado? ¿Para qué? —Para la comunicación. Me sentí desorientado, me parecía increíble lo que estaba sucediendo pero lo que más me sorprendía era que algo en mi interior crecía, se abría paso, algo luminoso, una sensación de bienestar que nunca antes había experimentado; algo que me permitía entender, cada vez mejor, las palabras del gran gato gris, o mejor dicho, de Atónatos. —Éste es un sitio cósmico, llamémoslo así; un lugar donde se concentra energía. El punto que elegiste para escapar de aquí es el centro exacto, y el árbol por donde comenzaste a trepar es el Árbol de la Sabiduría. Nadie hasta ahora se había fijado en él. Creo que por eso armamos tanto revuelo a tu alrededor cuando nos dimos cuenta de que lo habías elegido. Al principio tuvimos cierto temor, porque eres muy pequeño y no queríamos que te hicieras daño, por eso te hice tantas advertencias… —No entendía lo que me decías.

118 —Claro que no, en ese momento no podías hacerlo, pero sí pudiste entender que estaba comunicándome contigo. —Bueno, sí…, es verdad —de pronto los episodios vividos con los gatos, que hasta entonces giraban confusamente en mi cabeza, adquirieron sentido—. Es verdad. —Por supuesto, de eso se trata. El que asciende el Árbol de la Sabiduría es el que puede conocer todas las verdades. Si hubieras llegado hasta su copa, todos los misterios del Universo se habrían develado para ti. El tramo que lograste ascender antes de caer te concedió el don de la comunicación. A partir de ahora podrás comunicarte con cualquier ser poseedor de vida: plantas, animales, humanos (cualquiera sea el idioma que hablen), entenderás lo que te digan. La comunicación te permitirá vivir en armonía con el mundo. Los ojos de Atónatos no se despegaban de mí, parecían encerrar todos los secretos y a la vez toda la luz del Universo. En ese momento, creí en él como nunca antes había creído en nada más. Mientras trataba de armar alguna frase que sonara adecuada, un gato pequeño pero viejo se acercó a su jefe: —Atónatos, pronto comenzará a amanecer, el tiempo se acaba. —Sí, tienes razón. Manuel, la noche, madre de la magia y los misterios, está por terminar. Ahora debemos separarnos. Espero que no te olvides de nosotros. Cuida el don que has recibido y sé feliz. Apenas pronunció estas palabras, empezaron a separarse. De nuevo el aire se llenó de sus maullidos. Me quedé parado, sin moverme, viendo cómo los cientos de gatos que hasta ese momento me rodearon, se dispersaban a una velocidad asombrosa. El último en irse fue Atónatos; antes de perderse de vista, se detuvo y me echó una última mirada. Podría jurar que me sonrió. Los rayos del suave sol matutino ya atravesaban las innumerables hojas que cubrían el cielo. A mis espaldas escuché unos pasos y casi inmediatamente una voz que me decía: “Muchachito, ¿qué estás haciendo aquí?”. Sin duda, esta vez se trataba de una voz humana, giré la cabeza y vi a un señor mayor, con gorra y mameluco azul, que se acercaba. Era uno de los jardineros y, por la expresión de su rostro, comprendí de que no se explicaba cómo estaba yo allí a esa hora. Simulé estar muy asustado y le conté que me había quedado dormido, y encerrado, lo cual era cierto, pero por supuesto no le

119 conté mi experiencia con los gatos. Cuando caminábamos hacia la salida, pude ver a un costado del camino a Atónatos. No me prestó atención, estaba muy concentrado bebiendo su leche. Ya en la calle, respiré el aire fresco de la mañana, contemplé el cielo aún rosado, y decidí que no podía haber otra explicación: todo había sido un sueño, nada más que un extraño sueño. Pensaba en eso cuando escuché que alguien me decía: “¡Caray, hermano, qué mala cara!, se ve que pasaste una noche terrible”. Estaba a punto de contestarle, pero cuando lo miré, las palabras no salieron de mi boca. El que me hablaba era un perro. Pocos días después, a mamá le dieron el alta y volvimos a casa. Mis hermanos se dieron cuenta de que yo ya no era el mismo, pero no me animé a contarles. Sabía que no me entenderían, me lo decía mi poder de comunicación… Cada vez que preguntaban qué me había pasado, me encogía de hombros y respondía distraídamente: “Son cosas de la ciudad”.

ANASTASIO

Autor:

Horacio Zabaleta

A Ona y a Jeremías, que oyeron su lectura sin interrumpir y con cierto asombro.

Nació en Carhué, provincia de Buenos Aires, en 1957. Casado, dos hijos. Abogado, mudado de la abogacía a una vida itinerante frente a un lago patagónico, el mar o Gonnet, construyendo, a veces, las casas que diseñó. Escritor, en ocasiones, con diversos libros por escribir, con otros premios por venir y algunos que ya ocurrieron, hace mucho y no tanto. El último, primer premio de cuentos para adolescentes, premio Cuenco de Plata, Cuenta Conmigo Ediciones, 2003. Email: [email protected]

La casa del brujo no tenía vereda, daba a una calle de tierra que era oscura de noche, y el que se atrevía a pasar por allí no podía evitar que un escalofrío lo sacudiera. Era una casa grande y descuidada, no muy distinta de las demás de la cuadra si no hubiera sido por una especie de jaula enorme cuya cumbre en punta asomaba por sobre los techos, que recuerdo cada vez que veo la de los cóndores en el zoológico, aunque aquélla tenía algunos vidrios sanos y otros rotos entre los hierros rojizos de su estructura. Yo estaba feliz de que mi casa estuviera lejos, y me refugiaba en ella, aliviado, al llegar de lo de mi tía Alcira, que quedaba atravesando ese camino. Eso me parecía entonces, porque después, cuando fui más grande, supe que entre mi casa y la del brujo había sólo cuatro cuadras, que no son muchas para una persona grande. Mi primo Guille le decía El Brujo, y yo lo había visto alguna vez entrando a la casona como una sombra flaca. Se había quedado solo. Antes vivía con él una vieja, la bruja, mucho más peligrosa, que era la que cazaba a los niños que andaban por la calle, y no sólo por esa calle sino por cualquier otra del pueblo, porque la vieja salía en cualquier momento y uno podía verla caminando como si nada, con una bolsa grande cuyo bulto misterioso cargaba en un destartalado carrito. Nadie le decía nada por lo mucho que le temían; la dejaban andar y hacer de las suyas. Podía llevar un chico recién cazado en esa bolsa y nadie, ni el policía don Pepe, que estaba siempre en la es-

124 quina del banco, era capaz de hacer otra cosa que saludarla, todavía. Simulaban que no se daban cuenta, de puro miedo. Pero la vieja, la bruja, que la llamaban doña Rosario, desapareció un día. Mi primo Guille sabía que había tenido que trasladarse a un lugar donde los brujos viven todos juntos cuando llegan a una importancia mayor, por años cumplidos y por las brujerías que ya son capaces de hacer, un pueblo de brujos, con cuevas, o con castillos. La gente decía, por miedo también, que la vieja se había muerto. Mi primo Guille no se dejaba engañar. El terreno que hacia el fondo alcanzaba la mitad de la manzana estaba cercado por un tapial bastante alto. La otra mitad era un baldío abierto que había hecho propio el equipo de fútbol de los chicos del barrio, los Romperredes. Alguna vez fui al arco, porque faltó gente, pero ser gordo y tener menos años me mantenía siempre de observador. Nunca se consiguió que volviera una pelota que cayera del otro lado. Decían que el brujo las pinchaba inmediatamente con un cuchillo enorme. Tuvieron que alzar una red extendida entre dos palos altísimos para que la frenara cuando pateaban alto. Los que se asomaron por el tapial, nunca vieron más que una huerta de zapallos y tomates, antes que los árboles de frutos rosados y el enorme jaulón. Esos árboles impedían ver si en ella había algún niño cautivo o alguno de los balones acuchillados. Los partidos, juntos con la distancia hasta la casa, con ese espacio de árboles y verduras por medio, me hacían olvidar que más allá del paredón empezaba el reino del brujo. No era lo mismo que pasar por delante, cerca de la puerta por donde el brujo entraba con sus cargas ominosas y podía salir en cualquier momento, mientras uno pasaba temblando. Jamás hubiera imaginado que yo entraría allí, ni que pudiera haber algo en el mundo tan importante para rescatar que me obligara. Pero me equivocaba. Porque un día mi primo Guille me anunció que, al fin, de los huevos traídos del campo sobre los que una gallina se había sentado pacientemente, habían salido, entre los pollos, tres patos silvestres. Allí mismo, maravillados ante los impostores, nos los repartimos, uno para él, otra para su hermana y el tercero, que era algo más oscuro, fue el mío.

125 Los cuidábamos como invaluables tesoros: que tuvieran comida, que no les faltara agua para bañarse, que la gallina no advirtiera que no podían ser hijos suyos y los abandonara, y también que algún gato no viniera a comérselos. Por bastante tiempo nada nos importó más que esos juguetes tibios que caminaban bamboleándose. Cuando crecieron, yo no quería recortarle a Fredy, el mío, las alas para evitarle el vuelo, aunque mi primo me advirtiera del riesgo. Fue por eso que un día su empeño resultó, y Fredy se elevó por encima del alambrado del gallinero, siguió subiendo, pasó sobre el techo de la casa de mi tía y no paró hasta el medio de la calle, donde aterrizó con torpeza y dando una rodada. Cuando estaba por alcanzarlo, aleteó nuevamente y volvió a elevarse, esta vez más alto y veloz, mientras con desesperación yo trataba de seguirlo, corriendo por la calle. Tardé en advertir, con horror, que su descenso era ahora directo al patio de la casa del brujo. Y allí lo perdí de vista, tras el paredón, cerca del jaulón infame, donde los niños encerrados que esperaban quién sabe qué destino habrían visto su segundo aterrizaje, con la misma torpeza, o poco menos. El miedo se desprendía de la casa como un vapor cuando oscurecía. Pero aún era de día, así que mi temor mitigado por la luz casi no pesó cuando vi que Fredy desapareció tras la tapia lateral, cerca del frente de la casa, por donde el brujo entraba y salía, lejos del paredón final, que lo separaba de la cancha. Cuando el pato voló, yo estaba solo. Guille había ido al dentista con su madre. Nadie podía ayudarme. Casi todos los chicos del equipo podrían haber saltado trepando. Pero como yo era gordo y más chico, debí buscar otro recurso. Recordé una escalera no muy alta que había en el galpón de mi tío. Corrí a buscarla y con ella conseguí alzarme y luego caer en pleno patio de la casa temida. Ante mí, majestuosa, como la torre de París, la jaula de hierro se erguía a cinco pasos de mis ojos. A cinco pasos también, a un costado, las paredes traseras del caserón. Y poco fue lo que pude ver patio adentro, pero el brujo no parecía estar por allí, ni nada vivo. No se me ocurrió pensar en los dientes de un perro aguardándome. El brujo no tenía perros, por suerte, ni otro animal más feroz, como hubiera creído, con tiempo para reflexionar. ¿Dónde estaba Fredy? Dos tijeretazos en las alas hubieran evitado todo,

126 como bien me lo advirtiera Guille. Alerta, oteé por la presencia de un brujo o de un pato. Enseguida me pareció ver un aleteo. Y venía de adentro del jaulón. El reflejo de los vidrios sanos y rotos me impedía ver hacia adentro. La puerta estaba abierta y pensé que acaso los habría faenado el brujo. O estarían atados y amordazados. Y entre esos cuerpos consumidos, Fredy intentaba volar nuevamente, dándose contra los vidrios sanos arriesgando su vida ante el filo de los rotos. Esto me decidió. Entré sin pensarlo más. Y nadie se fijó en mí. Sólo las múltiples miradas imaginarias de innumerables flores que se elevaban con altivez desde canteros y macetas. Plantas diversas prolijamente ordenadas, en variedad y belleza como no había visto en ningún jardín de ese pueblo árido. Rastrillos, palas, tijeras de podar, una carretilla, regaderas, era lo que había, sin rastros de niños ni de pelotas despanzurradas. De ese esplendor me sacó otro aleteo de Fredy, y entonces lo vi, enredado en un helecho. No pareció de acuerdo con que fuera al rescate; peleaba su libertad, dando saltitos que quebraron las hojas y dejaron algunas plumas sueltas en mis manos. Esos segundos de lucha me distrajeron. Cuando al fin pude asirlo y empezaba a calmarlo con caricias, un carraspeo viril a mis espaldas me dejó clavado de terror, sin atreverme a dar vuelta y mirar a quien me había descubierto. —Buenas tardes tenga usted —dijo una voz con un acento extranjero. Eso venía bien para reafirmar a un brujo. Pero el tono lo contrariaba, diluía su efecto amedrentante. Me atreví a girar, y allí pude verlo al detalle, enfundado en un mameluco arratonado, con una canasta en un brazo y una azada en el otro. Era altísimo, flaco como una vara, la nariz afilada y caída, y más atrás los minúsculos ojos que no miraban con malicia. —Entré a rescatar mi pato —balbuceé, mirando el instrumento carpidor que en cualquier momento podía buscar mi corazón. —A ver —dijo, agachándose desde allá arriba hasta quedar a centímetros de mi cara y del fugitivo—. Es un bonito pato silvestre que ya reclama su libertad. —Se llama Fredy —dije. —¿Y tu? —preguntó. Cuando oyó la respuesta pareció iluminársele la cara: —¡ Como mi nieto! —exclamó—. Yo me llamo Anastasio. Luego dijo que venía de regar la quinta y juntar duraznos. Y

127 me dio una lección breve sobre patos silvestres y domésticos. Y que era más grato al espíritu ver a un ave libre que guardada. Me dijo que podía salir por la puerta de calle, y así atravesé con él la temible casona, donde no llegué a ver nada que no hubiera en cualquier otra casa. Sobre un anaquel, vi el retrato de una mujer mayor. Sería la que ahora moraba en un reino de brujos especiales. Advirtió que lo miré, y dijo: —Mi esposa, que ya no está conmigo. Antes de abrir la puerta, sacó una bolsa de nylon de un cajón e introdujo en ella seis duraznos de la canasta. Me los dio diciendo: —Si te gustan, puedes venir por más. Pero golpeá la puerta, no es necesario saltar la tapia. Ahora somos amigos. Con suavidad pasó un dedo por la cabeza del pato, y me palmeó la espalda, antes de cerrar tras de mí. Ya estaba en la calle, en la temida calle de la casona tenebrosa. De ella había salido vivo y con seis duraznos obsequiados por un brujo terrible. Y con mi pato que acataba la presión de mis manos y no intentaba escapar. Lo dejé en el gallinero, regresé la escalera al galpón y nunca le conté a Guille ni a nadie lo que me había pasado. A Anastasio no lo vi más, porque yo me fui poco después a vivir a otro pueblo. Antes llevamos a Fredy y a sus dos hermanos —recuperadas sus alas— a la laguna y los dejamos libres. Como previera el viejo, fue emocionante verlos levantar vuelo para reconocer su nuevo territorio. Bastante tiempo después, cuando Guille nos visitó, dijo que el Brujo había ascendido también, que había alcanzado mayor jerarquía y se había ido a vivir al pueblo de brujos, con cuevas o castillos, desde donde disponían las catástrofes del mundo. Pero esta vez, ya no le creí.

Impreso en la Argentina en el mes de abril de 2005, por RDG Red de Gráfica internacional, S.A.