Cuentos Policiales y de Misterio

CUENTOS POLICIALES Y DE MISTERIO Selección y notas Elkin Obregón S. 1 Primera edición 6.000 ejemplares Medellín, ju

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CUENTOS POLICIALES Y DE MISTERIO

Selección y notas

Elkin Obregón S.

1

Primera edición 6.000 ejemplares Medellín, julio del 2007 Edita: CONFIAR Cooperativa Financiera Calle 52 Nº 49-40 Tel. 5718484 Medellín [email protected] www.confiar.coop ISBN volumen: 958-33-9822-5 ISBN obra completa: 958-4702-7 Ilustración carátula: Alexánder Bermúdez Echeverri Diseño e Impresión: Pregón Ltda. Este libro no tiene valor comercial y es de distribución gratuita

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Índice El club de los martes................................7 Agatha Christie Un negocio con diamantes......................31 R. L. Stevens

El visitante nocturnode mister wong.....43 W. E. Dan Ross

Hombre y niño.........................................55 Michael J. Carroll El cerco......................................................71 P. Montblanc

Crimen sin pista.......................................77 Ellery Queen

Una coartada perfecta.............................89 Jacques Champagne 3

El señor Truefitt, detective......................101 Milward Kennedy

El pasado muerto.....................................113 Al Nussbaum Epílogo: Turno para el lector......................................129

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Los relatos policiales tienen en su contra la curiosidad que despiertan, la imposibilidad de abandonarlos una vez comenzados; lo que hace que las “minorías pensantes” (por calificarlas de alguna manera), que siguen aferradas al extraño esnobismo del aburrimiento, que confunden con la seriedad, se disculpen en público de leer lo que a escondidas les gusta. Jean Cocteau, prólogo a Petite histoire du roman policier, de Fereydoun Hoveyda.

No olvidemos tampoco las preguntas del león de Esopo al zorro, cuando dice: “¿Por qué no viniste a presentarme tus respetos?”, y la contestación de éste: “Señor, encontré las huellas de muchos animales penetrando en vuestro palacio, pero como ninguna indicaba su salida, preferí quedarme al aire libre”. ¿No es ésta acaso una prefiguración del detective moderno...? Fereydoun Hoveyda, Historia de la novela policiaca.

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El club de los martes Agatha Christie

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AGATHA CHRISTIE (1891-1976). Escritora inglesa, nombre definitivo en la literatura policial. Célebres creaciones suyas son Hércules Poirot, detective belga, y Jane Marple, anciana solterona provinciana. Su primer libro, que la lanzó de inmediato a la fama, fue El misterioso caso de Styles. Otros títulos: El asesinato de Rogelio Akroyd, El crimen del Orient Express, Diez negritos, El enigmático míster Quinn, Navidades trágicas, Intriga en Bagdad, y un larguísimo etcétera.

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El relato que aquí se incluye marca la aparición literaria de miss Marple. —Misterios insolubles. Raymond West, lanzando una bocanada de humo, repitió las palabras con una especie de placer deliberado. —Misterios insolubles. Y miró satisfecho a su alrededor. La habitación era amplia, con vigas oscuras cruzando el techo y buenos muebles. De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor y le gustaban los ambientes inspiradores y perfectos. La casa de su tía Jane siempre le había parecido el marco adecuado para su personalidad, y miró más allá de la chimenea donde ella se sentaba en el enorme sillón del abuelo. Miss Marple vestía un traje de brocado negro de cuerpo muy ajustado, con un pechero de encaje blanco de Manila forman9

do cascada. Llevaba puestos mitones también de encaje, y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos blancos. Estaba tejiendo... Algo blanco y suave, y sus ojos azul claro, amables y benevolentes, contemplaron con placer a su sobrino e invitados. Primero descansaron en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo, luego en Joyce Lemprière, la artista de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor Pender, anciano clérigo de la parroquia, y míster Petherick, abogado, un hombrecillo enjuto que usaba lentes, aunque miraba por encima y no a través de sus cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. Míster Petherick lanzó la tosecilla seca que siempre anticipaba a sus comentarios. —¿Qué has dicho, Raymond? ¿Misterios insolubles? ¡Ah!... ¿Y a qué viene eso? —A nada —replicó Joyce Lemprière—. A Raymond le agrada el sonido de esas palabras y por eso las pronuncia en voz alta. Raymond West le dirigió una mirada de reproche que la hizo echar la cabeza hacia atrás soltando una carcajada. 10

—Es un embustero, ¿verdad, Miss Marple? —preguntó—. Estoy segura de que usted lo sabe. Miss Marple sonrió amablemente, pero nada dijo. —La vida misma es un misterio insoluble —sentenció el clérigo en tono grave. Raymond se irguió en su silla para arrojar su cigarrillo al fuego con un ademán impulsivo. —No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía —dijo—. Pensaba sólo en meros hechos prosaicos y sencillos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicarse nunca. —Sé a qué te refieres, querido —repuso Miss Marple—. Por ejemplo, mistress Carruthers tuvo una experiencia muy extraña ayer en la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y cuando llegó a su casa descubrió que no tenía los camarones. Volvió a los dos establecimientos que visitara, pero los camarones habían desaparecido por completo. A mí eso me parece muy curioso. —Una historia bien extraña —dijo sir Henry en tono grave. —Claro que existen toda clase de posibles explicaciones —replicó Miss Marple, 11

con las mejillas rosadas por la excitación—. Por ejemplo, cualquiera pudo... —Mi querida tía —la interrumpió Raymond West con cierto regocijo—. No me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones... esa clase de cosas de las que podría hablarnos sir Henry, si quisiera. —Pero yo nunca hablo de mi trabajo — repuso sir Henry con modestia—. No, nunca hablo de mi trabajo. Sir Henry Clithering había sido últimamente comisario de Scotland Yard. —Supongo que habrá muchos crímenes y otros delitos que la policía nunca logra esclarecer —dijo Joyce Lemprière. —Creo que es un hecho admitido —afirmó míster Petherick. —Me pregunto qué cerebro es el mejor para desentrañar un misterio —dijo Raymond West—. Siempre he creído que la policía o el detective deben tropezar con su falta de imaginación. —Ésa es la opinión de los profanos —replicó sir Henry en tono seco. —En realidad necesitan ayuda —dijo Joyce con una sonrisa—. Para psicología e imaginación acuda al escritor... Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio. 12

—El arte de escribir proporciona la percepción del interior de la naturaleza humana —agregó en tono grave—. Y tal vez el escritor ve motivos que pasaría por alto una persona vulgar. —Sé, querido —intervino miss Marple— , que tus libros son muy inteligentes. Pero, ¿tú crees que la gente es en realidad tan desagradable como tú la pintas? —Mi querida tía —repuso Raymond en tono amable—, conserva tus creencias, y no permita el Cielo que yo las destroce en ningún sentido. —Quiero decir —continuó miss Marple, frunciendo un poco el ceño al contar los puntos de su labor—, que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, sino sencillamente tontas. Míster Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca. —¿No te parece, Raymond —preguntó—, que das demasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con imparcialidad, y considerar los hechos sólo como factores... me parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que por experiencia sé que es el único que da resultado. 13

—¡Bah! —exclamó Joyce, echando hacia atrás sus cabellos negros—. Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No soy sólo mujer... y digan lo que digan, las mujeres poseemos una intuición que le ha sido negada a los hombres... sino además artista. Veo cosas que ustedes no ven. Y también como artista he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido miss Marple. —No sé, querida —replicó miss Marple—. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles. —¿Puedo hablar? —preguntó el doctor Pender con una sonrisa—. No se me oculta que hoy día está de moda desacreditar al clero, pero oímos cosas que nos hacen conocer un lado del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior. —Bueno —dijo Joyce—. Me parece que formamos una bonita reunión representativa. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema... algún misterio que conozca personalmente y del que, desde luego, sepa la solución. Veamos, ¿cuántos somos? Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad tendríamos que ser seis. 14

—Te has olvidado de mí, querida —dijo miss Marple con una sonrisa radiante. Joyce quedó ligeramente sorprendida, pero se rehizo a toda prisa. —Sería magnífico, miss Marple —dijo—. No creí que le gustaría participar en esto. —Creo que será muy interesante —replicó miss Marple—, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista, pero el haber vivido todos estos años en Saint Mary Mead me ha hecho comprender el interior de la naturaleza humana. —Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa —dijo sir Henry con toda cortesía. —¿Quién empezará? —Supongo que no existe la menor duda en cuanto a eso —replicó el doctor Pender—, ya que tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros a un hombre tan distinguido como sir Henry... El aludido guardó silencio unos instantes, y al fin, con un suspiro y cruzando las piernas, comenzó: —Me resulta un poco difícil ceñirme al tema que ustedes desean, pero creo conocer un ejemplo que llena las condiciones requeridas. Es posible que hayan leído algún comentario acerca de este caso en los periódicos del 15

año pasado. Entonces se dejó a un lado como misterio insoluble; pero, como suele suceder, la solución llegó a mis manos no hace muchos días. Los hechos son muy sencillos. Tres personas se reunieron para cenar, entre otras cosas, langosta en conserva. Poco después, las tres se sintieron indispuestas y se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellas se restablecieron y la tercera falleció. —¡Ah! —dijo Raymond en tono aprobador. —Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento producido por la ptomaína, se extendió el certificado correspondiente y se enterró a la víctima. Mas las cosas no pararon ahí. Miss Marple hizo un gesto de asentimiento. —Supongo que surgirían las habladurías, como suele ocurrir —dijo. —Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y la esposa, míster y mistress Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Míster Jones era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo, aunque ordinario, vivaz, de unos cincuenta años. Su esposa era una mujer bastante vulgar, de unos cuarenta y cinco años, y miss Clark, una mujer de setenta, robusta y alegre, de rostro 16

rubicundo y resplandeciente. De ninguno de ellos podemos decir que resultara muy interesante. Ahora bien: las complicaciones comenzaron de modo muy curioso. Míster Jones había pasado la noche anterior en un hotelito de Birmingham y dio la casualidad de que aquel día habían cambiado el secante, que, por tanto, estaba nuevo; y la camarera, que al parecer no tenía cosa mejor que hacer, se entretuvo en colocarlo ante un espejo después que míster Jones escribiera una carta. Pocos días más tarde, al aparecer en los periódicos la noticia de la muerte de mistress Jones de resultas de haber ingerido langosta en malas condiciones, la doncella hizo partícipes a sus compañeros de trabajo de lo que había averiguado por medio del papel secante, en el cual leyó estas palabras: “Depende enteramente de mi esposa..., cuando haya muerto yo heredaré... cientos de miles...”. “Recordarán ustedes que no hace mucho tiempo hubo un caso en que la esposa fue envenenada por su marido. No se necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la camarera del hotel. ¡Míster Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos de miles de libras! Por casualidad, una de las doncellas tenía unos parientes en la pequeña población donde residían los Jones. Les escribió pidiendo informes y ellos con17

testaron que míster Jones, al parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la localidad, que era una hermosa joven de treinta y tres años, y empezó a surgir el escándalo. Se solicitó una revisión del caso, y en Scotland Yard se recibieron numerosas cartas anónimas acusando a míster Jones de haber envenenado a su esposa. Debo confesar que ni por un momento sospechamos que se tratase de algo más que de las habladurías y chismorreos del pueblo. Sin embargo, para tranquilizar la opinión pública, se concedió la orden de exhumación del cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basado en nada sólido y que luego resulta justificada. La diligencia dio como resultado el hallazgo de arsénico suficiente para dejar bien claro que la difunta señora había muerto envenenada por esta droga. Y Scotland Yard, junto con las autoridades locales, tuvo que probar cómo le había sido administrada y por quién. —¡Ah! —exclamó Joyce—. Me gusta. Esto es verdadera materia prima. —Naturalmente, las sospechas recayeron en el marido. Él se beneficiaba con la muerte de su esposa. No con los cientos de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero sí con la fuerte suma de ocho mil libras. Él no tenía dinero propio aparte de 18

lo que ganaba, y era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y que gustaba de frecuentar el trato de mujeres. Investigamos con toda la delicadeza posible sus relaciones con la hija del médico, pero aunque al parecer hubo una buena amistad entre ellos en cierto tiempo, habían roto bruscamente unos dos meses antes, y desde entonces no se volvió a verles juntos. El propio médico, un anciano de tipo íntegro y nada sospechoso, quedó aturdido por el resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de medianoche para atender a los tres intoxicados. En el acto comprendió la gravedad de mistress Jones y envió a buscar a un dispensario unas píldoras de opio para calmar sus dolores. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, falleció, pero ni por un momento pudo sospechar que se tratara de algo anormal. Estaba convencido de que su muerte fue debida a una fuerte intoxicación. La cena de aquella noche había consistido básicamente en langosta en conserva y ensalada, y pan y queso. Por desgracia no quedaron restos de langosta... la comieron toda y tiraron la lata. Interrogó a la camarera, Gladys Linch, que estaba llorosa y muy agitada y a cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró que la lata no estaba dilatada y que la langosta le había pare19

cido en magníficas condiciones. Estos fueron los hechos en los que debíamos basarnos. Si Jones había administrado arsénico a su esposa, parece evidente que no pudo hacerlo con los alimentos que tomaron en la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también... otro punto... el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en que la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar de antemano ninguno de los alimentos. —¿Y qué me dice de la señorita de compañía de la esposa? —preguntó Joyce—. De la mujer robusta y de rostro alegre. Sir Henry asintió: —No nos olvidamos de miss Clark, se lo aseguro. Pero nos parecieron dudosos los motivos que pudiera haber tenido para cometer el crimen. Mistress Jones no le dejó nada en absoluto, y como resultado de su muerte tuvo que buscarse otra colocación. —Eso parece eliminarla —replicó Joyce. —Uno de mis inspectores pronto descubrió un dato muy significativo —prosiguió sir Henry—. Aquella noche, después de cenar, míster Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de maíz diciendo que su esposa no se encontraba bien. Esperó en la cocina hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo fue a llevarlo a la ha20

bitación de su esposa. Esto, admito, pareció ser el cierre del caso. El abogado asintió. —Motivo —dijo, uniendo las puntas de sus dedos—. Oportunidad... y como viajante de una casa de productos químicos, pudo conseguir el veneno fácilmente. —Y era un hombre de moral débil — agregó el clérigo. Raymond West miraba fijamente a sir Henry. —Debe de haber una falsedad en alguna parte —dijo—. ¿Por qué no le detuvieron? Sir Henry sonrió sin ganas. —Ésa es la porción desgraciada de este asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero luego tropezamos con dificultades. Jones no fue detenido, porque al interrogar a miss Clark nos dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó mistress Jones, sino ella. Sí, parece ser que fue a la habitación de mistress Jones como tenía por costumbre: la encontró sentada en la cama y a su lado estaba el tazón de harina de maíz. “No me encuentro nada bien, Milly —le dijo—. Me está bien empleado por comer langosta de noche. Le he pedido a Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me veo con ánimos para tomarlo”. “Es una lástima —comentó miss Clark—, está muy bien hecho, 21

sin grumos. Gladys es realmente una buena cocinera. Hoy día hay muy pocas chicas que sepan preparar la harina de maíz como es debido. Si quiere puedo tomármelo yo, tengo apetito”. “Creí que continuabas con tus tonterías”, le dijo mistress Jones. Debo explicar —aclaró sir Henry—, que miss Clark, alarmada por su constante aumento de peso, estaba siguiendo lo que vulgarmente se conoce por dieta. “No te conviene, Milly, de veras — le dijo mistress Jones—. Si Dios te ha hecho robusta, tienes que serlo. Tómate esa harina de maíz, que te sentará de primera”. Y acto seguido miss Clark acabó con el tazón de harina. De modo que ya ven ustedes, así se vino abajo nuestra acusación contra el marido. Le pedimos una explicación de las palabras que aparecieron en el papel secante y nos la dio en seguida. La carta, explicó, era la respuesta a una que le escribiera su hermano desde Australia pidiéndole dinero. Y él le contestó diciendo que dependía enteramente de su esposa, y que hasta que ella muriera no podría disponer de su dinero. Lamentaba su imposibilidad de ayudarle de momento, pero haciéndole observar que en el mundo existen cientos de miles de personas que pasan los mismos apuros. —Y por eso la solución del caso se vino abajo —dijo el doctor Pender. 22

—Y por eso la solución del caso se vino abajo —repitió sir Henry en tono grave—. No podíamos correr el riesgo de detener a Jones sin tener en qué apoyarnos. Hubo un silencio, y al cabo dijo Joyce: —Eso es todo, ¿no es cierto? —Así quedó el caso durante todo el año pasado. La verdadera solución está ahora en manos de Scotland Yard, y probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los periódicos. —La verdadera solución —exclamó Joyce pensativa—. Quisiera saber... Pensemos todos por espacio de cinco minutos y luego hablaremos. Raymond West hizo un gesto de asentimiento al tiempo que consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los cinco minutos miró al doctor Pender. —¿Quiere usted ser el primero en hablar? —le preguntó. El anciano movió la cabeza. —Confieso —dijo— que estoy completamente despistado. No puedo dejar de pensar que de alguna manera el esposo tiene que ser la parte culpable, mas no me es posible imaginar cómo lo hizo; sólo sugerir que debió de administrar el veneno por algún medio que aún no ha sido descubierto, aunque 23

en este caso no comprendo cómo no se ha averiguado todavía. —¿Joyce? —¡La señorita de compañía de la esposa! —contestó Joyce, decidida—. ¡Desde luego! ¿Qué motivos pudo tener? El que fuese vieja y gorda no quiere decir que no estuviera enamorada de Jones. Podía odiar a la esposa por cualquier otra razón. Piensen lo que representa ser un acompañante... teniendo que mostrarse amable, estar de acuerdo siempre y someterse en todo. Un día, no pudiendo resistirlo más, se decide a matarla. Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda esa historia de que lo comió ella sería mentira. —¿Míster Petherick? El abogado unió las yemas de sus dedos con aire profesional. —Apenas tengo nada que decir. Basándome en los hechos no sabría qué opinar. —Pero tiene que hacerlo, míster Petherick —dijo la joven—. No puede reservarse su opinión. Tiene que participar en el juego. —Considerando los hechos —dijo míster Petherick—, no hay nada que decir. En mi opinión particular, y habiendo visto demasiados casos de esta clase, creo que el esposo es culpable. La única explicación es que miss Clark le encubrió por alguna razón de24

liberada. Pudo haber algún arreglo económico entre ellos. Es posible que él viera que iba a resultar sospechoso, y ella, viendo ante sí un futuro lleno de pobreza, tal vez se avino a contar la historia de haberse tomado la harina de maíz, a cambio de una suma importante. Si este es el caso, desde luego es de lo más irregular. —No estoy de acuerdo con ninguno de ustedes —dijo Raymond—. Han olvidado un factor muy importante en este caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión del asunto. La langosta estaba en malas condiciones, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se avisa al doctor, que encuentra a mistress Jones, que ha comido más langosta que los demás, presa de grandes dolores, y manda a buscar opio como nos dijo. no va él en persona, sino que envía a buscarla. ¿Quién entrega los comprimidos al mensajero? Sin duda alguna su hija. Está enamorada de Jones y en aquel momento se alzan todos los malos instintos de su naturaleza, haciéndole comprender que tiene en sus manos el medio de conseguir su libertad. Los comprimidos que envía contienen arsénico blanco. Esta es mi solución. —Y ahora díganos la suya, sir Henry — exclamó Joyce con ansiedad. 25

—Un momento —dijo sir Henry—. Todavía no ha hablado miss Marple. Miss Marple movía la cabeza tristemente. —Vaya, vaya —dijo—. Se me ha escapado otro punto. Estaba tan interesada escuchando la historia... Un caso triste, sí, muy triste. Me recuerda al viejo míster Hargraves que vivía en el Mount. Su esposa nunca tuvo la menor sospecha hasta que al morir dejó todo su dinero a una mujer con la que había estado viviendo, de la que tenía cinco hijos y que en un tiempo había sido su doncella. Era una chica agradable, decía siempre mistress Hargraves, de la que podía confiar que daba la vuelta a los colchones cada día... excepto los viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo Hargraves, que puso una casa a esa mujer en la población vecina y continuó siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo. —Mi querida tía Jane —dijo Raymond con cierta impaciencia—. ¿Qué tiene que ver el desaparecido Hargraves con este caso? —Esta historia me lo recordó enseguida —dijo miss Marple—. Los hechos son tan parecidos, ¿no es cierto? Supongo que la pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución, sir Henry. —¿Qué chica? —preguntó Raymond—. Mi querida tía, ¿de qué estás hablando? 26

—De esa pobre chica Gladys Linch, por supuesto... La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor... Y bien podía estarlo la pobrecilla. Espero que ahorquen al malvado Jones por haber convertido en asesina a esa pobre muchacha. Supongo que a ella también la ahorcarán, pobrecilla. —Creo, miss Marple, que sufre usted un ligero error... —comenzó a decir míster Petherick. Pero miss Marple, moviendo la cabeza con obstinación, miró de hito en hito a sir Henry. —Estoy en lo cierto, ¿no? Lo veo muy claro. Los cientos de miles... la crema aromatizada... Quiero decir que no puede pasarse por alto. —¿Qué es eso de la crema y de los cientos de miles? —exclamó Raymond. Su tía volvióse hacia él. —Las cocineras casi siempre ponen “cientos de miles” en la crema, querido —le dijo— . Son esos azucarillos rosa y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado crema para cenar y que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné ambas cosas. Ahí es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo entregó a la muchacha y le dijo que lo pusiera en la crema. —¡Pero eso es imposible! —replicó Joyce vivamente—. Todos la tomaron. 27

—¡Oh, no! —dijo miss Marple—. Recuerde que la señorita de compañía de mistress Jones estaba haciendo régimen para adelgazar, y en esos casos nunca se come crema; Y supongo que Jones se limitaría a separar los “cientos de miles” de su parte, poniéndolos a un lado de su plato. Fue una idea inteligente, aunque malvada. Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry. —Es curioso —dijo despacio—, pero da la casualidad de que miss Marple ha hallado la solución. Jones había seducido a Gladys Linch, como se dice vulgarmente, y ella estaba desesperada. Él deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys casarse con ella cuando su mujer muriese. Le entregó los “cientos de miles” envenenados, con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una semana. Su hijo murió al nacer y Jones la había abandonado por otra mujer. Cuando agonizaba confesó la verdad. Hubo unos momentos de silencio, y luego dijo Raymond: —Bien, tía Jane; tú has ganado. No comprendo cómo has adivinado la verdad. Nunca hubiera pensado que la cocinera pudiera tener nada que ver con el caso. —No, querido —replicó miss Marple—; pero tú no conoces la vida tanto como yo. 28

Un hombre del tipo de Jones... rudo y jovial. Tan pronto como supe que había una chica bonita en la casa me convencí de que no la dejaría en paz. Todo eso son cosas muy penosas y no muy agradables... No puedes imaginarte el golpe que fue para mistress Hargraves y la sorpresa que causó en el pueblo. De Agatha Christie. Obras escogidas. Tomo IV. Colección El lince astuto. Aguilar, Madrid. Traducción de C. Peraire del Molino.

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Un negocio con diamantes R. L. Stevens

R. L. Stevens. Seudónimo del neoyorquino Edward D. Hoch (1930). Aunque ha publicado varias novelas detectivescas, su mayor aporte a ese género está en el relato corto, que HochStevens maneja con indudable maestría. Algunos títulos: Night people and other stories, The great american novel, Five rings in Reno, Deduction.

La idea se la dio a Pete Hopkins una chica que arrojaba una moneda de un penique en la fuente de la plaza. Estaba siempre a la pesca de ideas para conseguir dinero, y cada vez resultaba más difícil encontrar una. Pero cuando levantó la vista desde la fuente hacia la ventana abierta de la Bolsa de Cambio de Diamantes, pensó que por fin había encontrado una buena. Se encaminó hacia la cabina telefónica del otro lado de la plaza, y llamó a Johnny Stoop. Johnny era el petimetre más elegante que Pete conocía, un verdadero modelo que podía entrar en una tienda y hacer que los empleados chocaran unos contra otros para atenderlo. Más aún, no tenía antecedentes allí, en el este. Y era dudoso que los policías pudieran relacionarlo con la larga lista de delitos que había cometido diez años antes en California. 33

—¿Johnny? Habla Pete. Me alegro de haberte encontrado. —Siempre estoy en casa durante el día, Pete, viejo. En rigor, acabo de levantarme. —Tengo un trabajo para nosotros, Johnny, si te interesa. —¿De qué clase? —Nos encontraremos en el bar Birchbark, y hablaremos de eso. —¿Cuándo? —¿Dentro de una hora? Johnny Stoop gruñó. —Digamos dos. Tengo que darme una ducha y desayunar. —Está bien, dos. Hasta luego. El bar Birchbark era un lugar tranquilo por la tarde... perfecto para el tipo de reunión que Pete necesitaba. Ocupó un compartimiento cerca de la parte trasera y pidió una cerveza. Johnny llegó con sólo diez minutos de retraso, y entró en el lugar como si lo inspeccionara para un robo, o para una chica que quisiera levantar. Al cabo eligió, casi a desgana, el compartimiento de Pete. —¿De qué se trata? El hombre del bar hablaba por teléfono, le gritaba a alguien acerca de una entrega, y el resto del lugar se hallaba desierto. Pete comenzó su explicación. —La Bolsa de Cambio de Diamantes. 34

Creo que podemos arrancarles un rápido puñado de piedras. Puede llegar a cincuenta mil. Johnny Stoop gruñó, con evidente interés. —¿Cómo lo hacemos? —Lo haces tú. Yo espero afuera. —¡Magnífico! ¡Y la policía me pesca a mí! —La policía no pesca a nadie. Entras con tranquilidad y pides ver una bandeja de diamantes. Ya sabes dónde está el lugar, en el cuarto piso. Ve al mediodía, cuando siempre hay algunos clientes. Yo provocaré un alboroto en el vestíbulo, tú tomas un puñado de piedras. —¿Y qué hago... me las trago, como solían hacerlo los chicos de los gitanos? —Nada tan grosero. De cualquier manera, los policías conocen esa treta. Los arrojas por la ventana. —¡Un cuerno! —Hablo en serio, Johnny. —Ni siquiera mantienen las ventanas abiertas. Tienen aire acondicionado, ¿no es así? —Hoy vi abierta la ventana. Ya conoces todo ese asunto de ahorro de energía... apagar los acondicionadores de aire y abrir las ventanas. Bueno, ellos cumplen con el pedido. Tal vez piensan que a cuatro pisos de altura nadie se meterá por allí. Pero algo puede salir: los diamantes. 35

—Parece una locura, Pete. —Escucha, arrojas los diamantes por la ventana desde el mostrador. Debe de estar a unos tres metros de distancia —hacía un rápido esbozo a lápiz de la oficina, mientras hablaba. —Ves, la ventana está detrás del mostrador, y tú enfrente de ella. Jamás sospecharán que los tiras por la ventana, porque ni te acercas a ella. Te registran, te interrogan, pero tienen que dejarte ir. Hay otras personas en el edificio, otros sospechosos. Y nadie te vio tomarlos. —De manera que los diamantes salen por la ventana. Pero tú no estás afuera para recibirlos. Estás en el vestíbulo, provocando un alboroto. ¿Y qué ocurre con las piedras? —Ésa es la parte inteligente. Debajo de la ventana, cuatro pisos más abajo, está la fuente de la plaza. Es bastante grande, de modo que los diamantes tienen que caer en ella. Caen en la fuente, y se encuentran allí tan seguros como en la bóveda de un banco, hasta que decidamos recuperarlos. Nadie los ve caer en el agua, porque la fuente funciona. Y nadie los ve en el agua, porque son transparentes. Son como vidrios. —Sí —convino Johnny—. A menos que el sol... —El sol no llega al fondo del estanque. Puedes mirarlos directamente y no verlos... salvo que sepas que están allí. Y nosotros lo 36

sabremos, y volveremos a buscarlos mañana por la noche, o a la noche siguiente. Johnny asentía. —Cuenta conmigo. ¿Cuándo lo hacemos? Pete sonrió y levantó su jarro de cerveza. —Mañana. Al día siguiente, Johnny Stoop entró en las oficinas del cuarto piso de la Bolsa de Cambio de Diamantes, exactamente a las 12 y 15. El guardia uniformado que se encontraba siempre junto a la puerta le dedicó apenas una mirada rápida. Pete lo contempló todo desde el rumoroso vestíbulo de afuera, y lo vio todo con claridad a través de las gruesas puertas de vidrio que iban desde el suelo hasta el cielo raso. En cuanto vio que el empleado sacaba una bandeja de diamantes para Johnny, miró a través de la oficina, hacia la ventana. Se hallaba abierta a medias, como el día anterior. Se encaminó hacia la puerta, tocó el grueso picaporte de vidrio, y se derrumbó hacia adentro, en apariencia desvanecido. El guardia del otro lado de la puerta lo oyó caer y salió para prestarle ayuda. —¿Qué le ocurre, señor? ¿Está bien? —Yo... no puedo... respirar... Levantó la cabeza y pidió un vaso de agua. Uno de los empleados ya había dado la vuelta al mostrador, para ver qué ocurría. 37

Pete se sentó y bebió el agua, en perfecta representación teatral. —Creo que me desvanecí. —Deje que le traiga una silla —dijo un empleado. —No, me parece que será mejor que me vaya a casa —se limpió el traje y les agradeció—. Volveré cuando me sienta mejor—. No se había atrevido a mirar a Johnny, y esperaba que los diamantes hubiesen pasado por la ventana, como se había planeado. Bajó en el ascensor y cruzó la plaza hasta la fuente. Siempre había una multitud en torno de ella, al mediodía: secretarias que llevaban su almuerzo en bolsas de papel de estraza, jóvenes que conversaban con ellas. Se mezcló con ellos, sin ser advertido, y se abrió paso hasta el borde del estanque. Pero era grande, y a través de las aguas onduladas no pudo estar seguro de ver nada, salvo las monedas sembradas en el fondo. Bien, de cualquier manera no esperaba ver los diamantes, de modo que no se desilusionó. Esperó una hora, y luego decidió que la policía debía estar interrogando aún a Johnny. Lo mejor que podía hacer era ir a su departamento y esperar un llamado. Éste llegó dos horas más tarde. —Fue difícil —dijo Johnny—. Al cabo me dejaron ir. Pero es posible que todavía me sigan. 38

—¿Lo hiciste? —¡Es claro que lo hice! ¿Por qué crees que me retuvieron? Se están enloqueciendo. Pero ahora no puedo hablar. Encontrémonos en el Birchbark, dentro de una hora. Me aseguraré de que no me siguen. Pete ocupó el mismo compartimiento de la trasera del Birchbark, y pidió su cerveza habitual. Cuando Johnny llegó, llegó sonriente. —Creo que lo logramos, Pete. ¡Maldito sea si no lo logramos! —¿Qué les dijiste? —Que no vi nada. Es claro, pedí una bandeja de piedras, pero cuando surgió el alboroto en el vestíbulo, fui a ver qué ocurría, junto con todos los demás. Había cuatro clientes, y en realidad no pudieron decidirse por ninguno de nosotros. Pero nos registraron a todos, e inclusive nos llevaron al centro, para registrarnos con rayos X, para estar seguros de que no habíamos tragado las piedras. —Me preguntaba por qué tardabas tanto. —Tuve suerte de que me dejasen salir tan pronto. Un par de los otros se comportaron en forma más sospechosa que yo, y eso fue una suerte. Uno de ellos tenía inclusive antecedentes de arresto por robo de un coche —lo dijo con modales superiores—. Los estúpidos de los policías consideran que cualquiera que robe un coche puede robar diamantes. 39

—Espero que no me hayan observado con demasiada atención. Soy yo quien provocó el tumulto, y tienen que llegar a la conclusión de que estoy metido en el asunto. —No te preocupes. Recogeremos los diamantes esta noche. Y saldremos de la ciudad por un tiempo. —¿Cuántas piedras había? —inquirió Pete, expectante. —Cinco. Y todas ellas una belleza. Los periódicos vespertinos lo confirmaron. Calcularon el valor de los cinco diamantes en 65.000 dólares. Y la policía no tenía pista alguna. Volvieron a la plaza a eso de la medianoche, pero a Pete no le gustó mucho. —Puede que estén a la pesca —le dijo a Johnny—. Esperemos una noche, por si los policías siguen merodeando por aquí. Cuernos, las piedras están seguras en su lugar. A la noche siguiente, cuando la noticia ya había desaparecido de los periódicos, remplazada por el robo de un banco, volvieron otra vez a la plaza. Entonces esperaron hasta las tres de la mañana, hora en que inclusive los parroquianos tardíos de los bares regresaban a sus casas. Johnny llevaba una linterna, y Pete usaba botas altas. Ya había considerado la posibilidad de no hallar uno o dos 40

de los diamantes, pero aun así se llevarían un buen botín. Por la noche, la fuente no funcionaba, y la serenidad del agua facilitó la búsqueda. Pete vadeó por entre las aguas someras, y casi en seguida encontró dos de las gemas. Le llevó otros diez minutos encontrar la tercera, y ya estaba a punto de irse. —Vayámonos con lo que tenemos, Johnny. La linterna se balanceó. —No, no. Sigue mirando. Encuentra por lo menos una más. De pronto quedaron envueltos en el resplandor de una linterna, y una voz gritó: —¡Quédense ahí! ¡Somos agentes de la policía! —¡Maldición! — Johnny dejó caer la linterna y se dispuso a correr, pero dos de los policías ya habían descendido de su patrullero. Uno de ellos extrajo la pistola, y Johnny se detuvo en seco. Pete salió del estanque y levantó las manos. —Nos pescó, agente —dijo. —Ya lo creo que los pescamos —gruñó el policía de la pistola—. Las monedas de esa fuente se destinan todos los meses a obras de caridad. Y cualquiera que las robe tiene que ser un individuo muy mezquino. Espe41

ro que el juez les dé a los dos noventa días de prisión. ¡Y ahora pónganse contra el coche, mientras los registramos! De Cuentos y relatos policiales. Prólogo y selección de Enrique Congrains Martin. Editorial Forja, Bogotá, 1989. Sin crédito de traducción.

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El visitante nocturno de mister wong W. E. Dan Ross

W. E. DAN ROSS (1912-1995). Escritor canadiense, autor de una vasta producción de relatos de diversos géneros. Más de 300 de ellos, todos de tema policial, fueron incorporados al fondo editorial de la Boston University. Varias de sus historias han sido llevadas al cine, la radio y la televisión.

Neil Munroe seguía la carretera que conducía a casa de Mei Wong, el anticuario. Mientras caminaba, lamentó haber hablado del anciano a aquel desconocido. Solo en la oscuridad de aquel suburbio desierto, se daba cuenta de cuán interesante había sido aquella conversación con el desconocido, vecino suyo de habitación en el hotel Empire, de Bombay. Había escuchado cada palabra con atención demasiado intensa. Después de echar una ojeada por los alrededores, Munroe se detuvo ante una casa encantadora, escondida entre palmeras y flores. No vio a nadie cuando, a buen paso, atravesó el jardín hasta la escalinata. Casi tenía la impresión de entrar en su casa. Conocía, palmo a palmo, aquella vivienda. Seis años antes, la nostalgia del mar le hizo volver a los barcos cuando trabajaba para 45

la “Compañía Mei Wong, de Bombay. Arte y Curiosidades”. Entonces tenía veinticinco años, y, además, el alcohol no había logrado todavía cambiarle. Ahora estaba junto a una ventana en sombras, y el silencio de la noche hacía que pareciese más ruidosa su agitada respiración. ¡Qué cosa más caprichosa, después de todo, encontrarse allí a punto de robar a Mei Wong! Había tomado esta decisión algunas horas antes, cuando por estar demasiado borracho fue borrado del escalafón del S. S. Karib. Cambió el barco y los muelles por la ciudad, con su ruido, su calor agobiante, sus vehículos bamboleantes y sus mendigos cojos y andrajosos Cuando, al fin, se encontró en la calma relativa del hotel Empire, se puso a buscar inmediatamente alguna cara conocida. Estar despedido y sin trabajo no era situación envidiable en un puerto como Bombay. Había entablado conversación con aquel desconocido y dicho también a su interlocutor que se hallaba colocado en la “Compañía de Arte y Curiosidades de Mei Wong, Bombay”. —¿Con Mei Wong? ¡Hombre inteligente y bondadoso! —había exclamado el desconocido, bastante impresionado. 46

—Sí, vale cualquier cosa —replicó Neil. Y de pie, en medio de la muchedumbre que colmaba el salón, su mente había dado un salto atrás, recordando un episodio que se le había quedado grabado cuando trabajaba con el viejo. Mei Wong habíale llamado un día a su casa del suburbio para que recogiese unos documentos y dinero para hacer una transacción aduanera. Mientras esperaba en el saloncito, Mei Wong entró en su despacho... dejando ligeramente entreabierta la puerta. El viejo anticuario se había dirigido directamente a un armarito, situado en un rincón de la estancia, y, una vez abierto, había cogido, de sobre un estante, un jarrón de la dinastía Chu, trabajado en forma de búho. Munroe había visto varias veces ese objeto horrible... y, sin embargo, extrañamente fascinador... en el despacho de Mei Wong. Por la puerta vio a Mei Wong levantar la cabeza del búho y extraer de él un gran fajo de billetes. Los contó y devolvió el resto a su escondrijo. Volvió a colocar el búho en el armarito y, regresando junto a Neil, le dio sus instrucciones. El recuerdo de este incidente había dado una idea al marino. Decidió robar al viejo aquella noche. 47

Ahora empujaba con precaución los postigos de una ventana y la abría suavemente. Antes de saltar al interior, tocó el bolsillo donde había metido el revólver. Pudiera ser que tuviera que servirse de él. La casa se hallaba en sombras, pero eso no le preocupó. Conocía casi a la perfección el camino a seguir. Atravesó la cocina sin ruido; luego, el pasillo. Tenía que pasar por delante del dormitorio para alcanzar la puerta de al lado, que era la del despacho. Y el escondite del viejo se hallaba en el armarito de ese despacho. Cautelosamente siguió la pared del pasillo. Cuando se acercaba al dormitorio de Mei Wong tuvo la impresión de haber oído un ligero ruido. Percibió entonces un débil rayo de luz que se filtraba por una ranura de la puerta. Acercándose en medio de la oscuridad más completa, miró por el ojo de la cerradura. Quedó paralizado por unos instantes. Mei Wong estaba sentado en una gran silla, junto a su cama, vestido completamente de blanco, como tenía por costumbre, pero no parecía sospechar en absoluto la presencia de Neil. No se movía. Tenía los ojos cerrados. Parecía dormido. Munroe respiró con más facilidad y sacó el revólver del bolsillo. 48

Después se dirigió al despacho. Se detuvo en la habitación en sombras. Luego la atravesó con rapidez, y se aprestaba a abrir el armarito cuando oyó ruido de pasos a su espalda. Dio media vuelta bruscamente mientras el despacho se iluminaba. Deslumbrado por esta repentina iluminación, se encontró cara a cara con Mei Wong. Los rasgos profundos del anciano oriental no mostraban sorpresa. —Es usted un visitante muy tardío —dijo, con voz suave. Munroe, una vez repuesto, apuntó con el revólver al pecho del anciano. —Es la mejor hora para lo que vengo a buscar. —Comprendo —continuó Mei Wong, mirándole con ojos escrutadores—. Lamento que nos volvamos a encontrar en semejante circunstancia. Siempre tuve predilección por usted. Neil sentía que las palabras del viejo le llenaban de vergüenza. No quería oírlas más. —Deje de hablar inútilmente. Quédese en donde está y no le haré ningún daño. Sin hacer caso de este consejo, Mei Wong dio un paso al frente. —Si su intención es abrir ese armarito para robarme, le prevengo que tendrá que matarme a mí primero. 49

El marino quedó aturdido. Sabía que sería necesario tratar con Mei Wong, pero jamás hubiera imaginado un ultimátum tan preciso. —No haga tonterías —dijo, con tono de advertencia—. Todo lo que quiero es dinero. Lo necesito con urgencia. Y no tengo intención de marcharme con las manos vacías. Espero que comprenda usted bien lo que quiero decir. Actuando como si no hubiera comprendido la advertencia, Mei Wong avanzó derecho hasta colocarse entre Munroe y el armarito. —Ahora bien, mi intención es impedirle que se acerque a este armarito, aunque sea con peligro de mi vida. Y usted, joven, debería comprenderlo así. —Si quiere usted que emplee medios violentos... —replicó Munroe con voz tajante, alzando el revólver. Mei Wong elevó las cejas en señal de incredulidad. —¿Sería capaz de matar, pues, a un anciano desarmado, por una suma ridícula?... ¿No se da cuenta de lo que eso le costaría? El marino miró intensamente al rostro rudo del viejo y comprendió que quedaba aún en él suficiente defensa para hacer aquel gesto imposible. 50

Sin embargo, hubiera sido fácil matar al anticuario y abandonar el escenario del crimen. Pero el viejo estaba allí, frente a él, y en su cara sólo había impreso un enorme interés hacia su interlocutor. Munroe recordó su antiguo valor y su bondad de otras veces. Y, entonces, bajó el revólver, lleno de malestar por la locura que le había empujado casi a matar a su antiguo bienhechor. —En un momento has adquirido un siglo de razón —le dijo entonces Mei Wong, tranquilo. En ese instante, una voz desconocida se dejó oír detrás de Munroe. —¿Qué pasa aquí? El marino giró bruscamente y vio entonces al hombre, con el cual había estado hablando en el hotel Empire, apuntándole con una pistola. El desconocido se dirigió a Mei Wong. —He seguido a este borracho desde el hotel hasta aquí. Hablaba mucho de usted y eso me hizo entrar en sospechas. Quizá usted se acuerde de mí: soy el inspector Jeddah, de la Policía de Bombay. Mei Wong frunció el ceño. —¿Ha venido usted como consecuencia de mi llamada telefónica a la Policía, hace unos minutos? 51

El inspector negó con la cabeza. —No. Ya le he dicho que he seguido a este muchacho. Le vi forzar la ventana y entrar en la casa. Mei Wong sonrió, indulgente. —Temo que se equivoque usted, señor. Este joven es empleado mío. —Sin embargo, tiene una forma rara de entrar en su casa. ¿Y qué me dice usted de esto? —El inspector avanzó un paso y le quitó a Munroe el revólver de la mano. El anciano parecía vacilar mientras el marino le miraba, lleno de pánico. Munroe se había quedado, de repente, sin fuerzas. —Pues si... —empezó a decir Mei Wong. Pero le interrumpió el ruido de un coche que se acercaba a la casa. —Creo que, esta vez, es la Policía. Algunos instantes después, Mei Wong abría, a dos oficiales con turbantes, la puerta de entrada a la casa. Cuando los conducía hacia el despacho, les dijo: —He oído un ruido sospechoso inmediatamente después de haberles llamado. Sean muy prudentes al abrir el armarito. Los dos hombres se acercaron con precaución a la puerta del armarito y uno de ellos la abrió de un tirón. Los dos, al mismo tiempo, dieron un paso atrás: en la sombra 52

se estiraba una enorme cobra. Su fea cabeza se balanceaba de un lado a otro, avanzando, presta a matar de una mordedura. Los dos policías hicieron fuego. Tiraron dos veces más aún hasta que la gigantesca serpiente quedó inmóvil en el suelo, enroscada en una última convulsión. Munroe estaba clavado en el suelo, mudo de horror. Se daba cuenta de la muerte atroz de que le había salvado Mei Wong. El viejo lanzó, entonces, un suspiro de alivio. —Esta serpiente estuvo a punto de morderme cuando entreabrí el armarito hace algunos minutos. Un hombre de mi posición siempre se gana enemigos. He sido atacado ya, en varias ocasiones, por un individuo medio loco: por esta razón mister Munroe se hallaba a mi lado con un revólver. Cuando el inspector y los dos policías se hubieron retirado, Mei Wong cerró la puerta con cuidado y se volvió a Munroe. —Escuche: a mí no me gusta mentir a la Policía —dijo—. Pero usted podrá subsanar esa mentira viniendo a trabajar de nuevo conmigo. El marino movió la cabeza. —Debió usted dejar que esa cobra terminara conmigo. Hubiera sido mejor. No merezco que me dé usted una nueva oportunidad. 53

—Al contrario, joven Munroe —dijo Mei Wong, sonriendo—. Precisamente me gustaría darle una nueva oportunidad. ¡Después de todo, hay que haber sido tentado para conocer la virtud! De Antología del cuento policiaco. Editorial Aguilar, Madrid. Colección El Lince Astuto, 1967. Traducción de Salvador Bordoy Luque.

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Hombre y niño Michael J. Carroll

Falta reseña autor

No hay advertencia. Ninguna. Me veo detenido ante una luz roja. La puerta del lado del pasajero se abre, y entra alguien. Tiene una pistola en la mano. —No se mueva, oiga. No se mueva un centímetro, o está muerto. Me congelo. —Eh, Wayne —dice otra voz—. Esta puerta está cerrada. El hombre del asiento delantero se vuelve con cuidado, y me apunta con los ojos y la pistola. —Quédese tranquilo, eso es todo, amigo. No hago nada. El botón de la puerta trasera chasquea cuando lo levanta. Miro con cuidado en el espejito retrovisor. La puerta de atrás se abre y alguien pone una maleta en el asiento trasero. —Eh —dice la voz de atrás—, aquí hay un chico. 57

Asiento Delantero vuelve la cabeza de costado, mira con rapidez hacia atrás, luego a mí, con demasiada velocidad para que yo pueda hacer algo. —Entra —dice—. No te va a morder. El otro penetra y cierra la portezuela. Se encuentra sentado junto a ésta, y apenas puedo verlo en el espejo. También él lleva un arma. —La luz está verde, amigo —dice Asiento Delantero —. Vamos. —¿Derecho? —Derecho —Asiento Trasero ríe—. Sí, vamos derecho. ¿Oyes eso, Wayne? Vamos derecho. ¿Oyes eso? —Lo oigo, lo oigo. Cálmate un poco, ¿eh? Mantengo la vista en el camino. —Eh, amigo —dice Asiento Trasero—, ¿qué le pasa al chico? ¿Está enfermo, o algo? —Está enfermo. —¿De qué estás hablando? —pregunta Asiento Delantero. —Este chico, está echado aquí como si estuviese muerto, o algo. —Está bajo medicación —explico. —¿Lo lleva a un médico? —pregunta Asiento Delantero. —Lo llevaba. 58

—Sí, es cierto, lo llevaba. Pero ya no. —Mire... —Cierre la boca, amigo, o su chico no llegará a ninguna parte. Miro de costado. Asiento Delantero no se ha movido. El arma sigue en su mano. —Mire el camino —dice. Miro el camino. —Siga los letreros hasta la Ruta Tres. —¿Qué edad tiene su chico? —pregunta Asiento Trasero. —Seis. —¿Cómo se llama usted, amigo? —pregunta Asiento Delantero. —Hanson —respondo—. Tim Hanson. —Muy bien, señor Hanson, me alegro de conocerlo. Yo soy Wayne, y ése del asiento trasero es Clark. Wayne y Clark, señor Hanson. Somos un equipo. No contesto. —¿Tal vez oyó hablar de nosotros? —No. —Eh, Clark. Fíjate. No oyó hablar de nosotros. ¿Está seguro de eso, amigo? Wayne y Clark. ¿Seguro que no oyó hablar de nosotros? —Sí. —Oye, ésa es buena. ¿Oíste eso, Clark? —Sí. —¿Quiere saber por qué ésa es buena, amigo? 59

—Wayne —dice Asiento Trasero. Su voz parece contener una nota de advertencia. —Tranquilo, no sudes, hombre. —Estoy tranquilo. ¿Por qué no dejas de parlotear? —Oiga, Hanson, ¿la radio funciona? — Asiento Delantero es un charlatán compulsivo. —No —respondo. De cualquier manera la manosea, usando la mano derecha. Miro en el espejito. Asiento Trasero tiene una pistola en la mano. Me vigila con cuidado. —¿Hacia dónde? —pregunto. —¿Eh? —Ya estamos casi en la Ruta Tres. ¿Hacia dónde? ¿Norte o sur? ¿Aminoro la marcha del coche? —Hacia el norte —ordena Asiento Delantero—. Luego tome la segunda salida. Desde ahí siga los carteles hasta Fletcher’s Pond. —Eh, Hanson —dice Asiento Trasero—, su chico ronca. ¿Eso significa algo? —Sí —ríe Asiento Delantero—, significa que está durmiendo. —Es el remedio —respondo. —¿Cómo se llama su chico? —pregunta Asiento Delantero. —Robert. —Robert. ¿Lo llama así? ¿O Bobby? 60

—Bobby. —Le digo, Hanson, que creo que está bien que Bobby duerma. Quiero decir que esto podría asustarlo un poco, no es cierto, darle una sacudida o algo por el estilo, ¿eh? —Imagino que sí. —Usted imagina. Sabe, Hanson, creo que se está tomando esto con demasiada calma. No estará planeando algo, ¿verdad? —No. —Eso es muy inteligente de su parte, Hanson, si lo dice en serio. Quiero creerlo. De veras que quiero. Es decir, podría convencerlo de lo inteligente que es, pero prefiero no perder tiempo. ¿Entiende? —Entiendo. —Nos acercamos a la salida, Hanson. No pase de largo. Se está portando muy bien. Como dije, me alegro de que entienda. Tomo la salida poco a poco. Mis ojos se desvían hacia el espejito lateral. No hay policías cerca. Sólo unos pocos coches en el camino. —Tómeselo con calma, Hanson. Tiene un buen coche. Ahora no querrá que quede destrozado, ¿no es así? Mira hacia el asiento trasero, sus ojos recorren el interior, pero en realidad mantiene la vista clavada en mí. Yo no puedo hacer nada. 61

—Usted conserva el coche muy limpio —continúa Asiento Delantero—. Me gustan los coches limpios, con los asientos limpios y todo. No querría ensuciarlo para nada. —Ya le dije —respondo—que no intentaré nada. —Ya lo sé, Hanson, y, como le informé, quiero creerle. Pero resulta difícil. Tengo una mala sensación acerca de usted. Mira demasiado en torno, y eso me pone nervioso. Tengo la sensación de que en realidad no me toma en serio. Déjeme que le diga algo que tal vez mejore nuestro entendimiento. Acabo de matar a un hombre. —¡Wayne! —exclama Asiento Trasero. —¡Cállate! ¿Qué demonios importa lo que diga, eh? Asiento Trasero se reclina contra el respaldo, pero parece apretar el arma con un poco más de fuerza. Continúo conduciendo, mis manos resbalan sobre el volante. —Acabo de matar a un hombre, Hanson, ¿y sabe por qué? Se me puso en el camino. En verdad es una razón un tanto estúpida, pero no me gusta la gente que se me pone en el camino. Entramos en un camino de tierra, estrecho y flanqueado de árboles, con muchos pozos profundos. Tengo ajustado el cinturón 62

de seguridad. Miro en el espejo. Los ojos de Asiento Trasero están clavados en mí. —Aunque choque contra un árbol —dice Asiento Trasero—, uno de nosotros lo liquidará. Conduzco con más lentitud. —Tiene razón, Hanson —dice Asiento Delantero—. Ahora bien, yo sólo maté a un hombre. Hasta ahora. Pero Clark tiene una verdadera lista. Pero no usa pistola. Muéstrale, Clark. —Eso puede esperar. —Clark, viejo, quiero que este hombre se convenza. Quiero que sea un verdadero creyente. Ahora bien, ahí está ese simpático y pequeño Bobby en el asiento trasero, y yo tengo el dedo en el disparador, de modo que no intentará nada. Muéstrale. Miro por el espejito retrovisor. Asiento Trasero sostiene ante el rostro un cuchillo largo, parecido a un estilete, y sus ojos dan la impresión de mirar a través de él. Vuelvo la mirada hacia la carretera. El coche avanza traqueteando. —He descubierto, Hanson —dice Asiento Delantero—, que la gente puede vivir mucho tiempo mientras la hieren; inclusive un chico. Estos chicos tienen mucha fuerza... por la juventud y todo eso, sabe. Supongo que se debe a la vida sana y a toda esa buena 63

sangre joven y rica, ¿eh? Trato de decir algo, pero no puedo. —Oiga, Hanson, ¿quiere que Clark le haga una demostración gratuita? —¡Por amor de Dios, dejen al chico en paz! —Hablo con rapidez, y las palabras se borronean—. Ni siquiera sabe lo que ocurre. —Eso está mejor, Hanson. Durante un rato me preocupó. No parecía lo bastante preocupado por ese chico suyo. —Déjelo en paz, nada más. —Bien, Hanson, estoy seguro de que lo dejaré en paz, pero en realidad eso está en sus manos. Pero no me preocupa. Mientras usted esté preocupado, Hanson, yo no lo estaré. Mis manos aferran el volante. Siento la humedad que se acumula debajo de mis brazos y me corre por la espalda. El camino es malo, el traqueteo me sacude el cuerpo. —Un poco más lento, Hanson, no tenemos prisa —dice Asiento Delantero. Saco el pie del acelerador. Asiento Delantero sigue hablando. —No tenemos ninguna prisa. Disponemos de todo el tiempo del mundo. Sabe, Hanson, dicen que el tiempo es dinero. Bueno, como dije, tenemos todo el tiempo del mundo. No puedo dejar de preguntar: 64

—¿Cuánto consiguieron? —De modo que lo sabe, ¿eh? —responde Asiento Delantero. —Cómo puede dejar de saberlo —declara Asiento Trasero—, si tú parloteas todo el tiempo. —Fue nada más que un banco pequeño —dice Asiento Delantero—, pero hoy es viernes. ¿Sabe qué ocurre los viernes? —¿Qué? —inquiero. —Este banco es parte de un centro comercial. Y todos los viernes por la tarde todas las tiendas envían su dinero al banco. —¿Y eso es lo que tienen en la maleta? —pregunto. —¿Bromea? Hombre, sin nos hubiéramos llevado todo, llenaría el coche, todas cositas pequeñas y los cheques... una enorme cantidad de cheques. No, tenemos los billetes grandes... de diez para arriba, todo lo que la gente cambió en las tiendas. Por lo menos treinta mil. —No es mucho, ¿verdad? —digo. De pronto Asiento Delantero se muestra furioso. —¿Qué demonios significa eso? —Se inclina hacia mí, bajando el arma. Mi pie se pone en tensión. Lo muevo hacia el freno. —Cállate, Wayne. ¡Ahora! —Hay una repentina nota de autoridad en la voz de Asien65

to Trasero. La sorpresa me hace saltar. Asiento Delantero se echa hacia atrás, y su arma vuelve a apuntarme. —Pincha al chico, Clark —dice. —¡No! —grito. —¡Pínchalo! —Tranquilízate, Wayne, no hizo nada. —Pero estaba por hacerlo. —Lo siento —respondo—. No quise hacer nada. —No bromee, amigo, intentó algo. Trató de distraerme. ¿No es verdad? —No —la voz se me quiebra. —Pedazo de mentiroso hijo de... —¡Wayne! Termínala. —Está bien, la terminaré. Pero ya me oyó, amigo, quiero que se quede callado. Y quiero decir callado. ¿Entiende? Conduzco en silencio. Una mirada rápida al espejo me muestra que Asiento Trasero tiene la pistola en la mano, apuntada con cuidado. Tengo que decir algo. —Diga, ¿qué piensan hacerle al chico? —Le dije que se calle —dice Asiento Delantero. Pasa un minuto. —Al chico no le pasará nada —responde Asiento Delantero—. No les pasará nada a ninguno de los dos, si no me traen problemas. 66

—No me importa lo que me hagan a mí. Pero dejen al chico en paz. —Aminore la marcha, amigo —dice Asiento Delantero—. Estamos llegando al lugar en que doblamos. Un camino más estrecho aún dobla a la derecha. Conduzco el coche por el camino, con lentitud. Los dos me vigilan con atención. —Dejen al chico aquí —digo—. Alguien lo encontrará. —Amigo, está loco. ¿Su chico no está enfermo? Cuernos, amigo, nadie lo encontrará aquí. Vea, tranquilícese. Está preocupándose demasiado por su chico. Podría intentar algo estúpido, y eso no les haría ningún bien a ninguno de los dos. La senda termina delante de una cabaña. Detengo el coche. Asiento Trasero sale. Asiento Delantero me apunta con la pistola. Permanezco inmóvil. Asiento Trasero lleva la maleta a la cabaña. Sale. Asiento Trasero abre mi portezuela con cautela. Me apunta con el arma. —¡Bueno Wayne, sal por tu lado! Asiento Delantero sale. —Afuera —dice, apuntándome a través del asiento—. Con mucha lentitud. Desciendo. Asiento Delantero da la vuelta al coche. 67

Los dos me apuntan con las pistolas. —¿Ahora? —pregunta Asiento Trasero. —No —responde Asiento Delantero. —¿Por qué no? Nadie oirá nada aquí. —¿Quién sabe? Es más seguro adentro. —Por favor —digo. Me tiembla la voz—. Dejen al chico en paz. Por favor. No le hagan daño. —Saque a su chico afuera, Hanson —dice Asiento Trasero. —¡Por favor! —Ahora, Hanson. Me vuelvo y abro la portezuela trasera. Me inclino y tomo al chiquillo dormido, pequeño para sus seis años. Mi mano derecha se hunde debajo de las mantas, buscando algo. Me incorporo con lentitud, sosteniendo al chico, la mano derecha debajo de las mantas. —Nada de tretas, ahora, Hanson, o su chico es el primero que la recibe. —Entre en la cabaña, Hanson —dice Asiento Trasero, moviendo el arma en esa dirección. Su primer momento de descuido. Le disparo a Asiento Delantero en el pecho, y luego saco el arma de abajo de las mantas. Asiento Trasero vuelve su pistola hacia mí, pero está fuera de equilibrio cuando dispara. Le meto una bala en el corazón. —¡Quieto! —Asiento Delantero está en 68

el suelo, la pistola apuntada hacia mí, la otra mano sobre su pecho—. No mueva esa arma, o el chico está muerto. —No dispare —respondo. Vuelvo la pistola hacia él. Está dolorido y en una posición incómoda. Le hago otro disparo. Me aseguro de que los dos están muertos, y luego reviso al chico. Está bien; vuelvo a depositarlo en el coche, con suavidad. Me tiemblan las manos. Arrastro los cadáveres hasta la cabaña. Saco la maleta conmigo y la pongo en el asiento trasero, con el chico. Más tarde estoy en una cabina telefónica, discando un número. Miro hacia el coche, estacionado cerca de la cabina. El chico sigue inconsciente. Atiende una mujer. —¿Señora Walters? —pregunto—. Hay algo muy importante que deseo decirle, así que escuche con cuidado. Tengo a su hijo, Jimmy. Si quiere recuperarlo, vivo, tendrá que... Y le digo a cuánto montará la suma del rescate. De Cuentos y relatos policiales. Editorial Forja, Bogotá, 1989. Traducción de Enrique Congrains Martín.

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El cerco P. Montblanc

P. MONTBLANC. Seudónimo del escritor y periodista francés Jean Aubresille (1952). Ha publicado numerosos relatos policiales en diversas revistas especializadas en ese género. Muchos de ellos han aparecido luego en varios libros, que llevan el título genérico de La proportion dorée. Actualmente es jefe de redacción de una agencia de noticias parisina.

—El caso —dijo el hombre gordo a su compañera—está prácticamente resuelto. Fueron muy ingeniosos, sí, pero nosotros tuvimos suerte. El placer del descubrimiento. Apuró con calma un sorbo de su coñac. La muchacha lo imitó, bebiendo a su vez un trago de su copa de vino; un claret tinto Burdeos de excelente cosecha, que el hombre había pedido para ella. Ambos miraron por un instante hacia afuera. A través de los ventanales del restaurante, la ciudad nocturna resplandecía abajo, lejana y tentadora. En la pequeña ensenada los veleros eran apenas oscuras siluetas, semiadivinadas en el bullicio de la noche. —A decir verdad —prosiguió el hombre gordo—, aún no sabemos cómo sustrajeron el uranio. Unos pocos gramos, ¿entiendes? Pero valen una fortuna, y serían letales en manos enemigas. No obstante, y para fortu73

na nuestra, traicionaron a un miembro de la pandilla, y éste los delató. Así que... Alguien llamó desde una mesa cercana: —Garçon... La voz del gordo se hizo inaudible. .................................................................. .............................................................. ...una moneda falsa, y ocultaron el uranio dentro de ella. El soplón asegura que la falsificación es perfecta. Bien fácil les hubiera sido hacerla llegar a su destino. Pero no hemos perdido el tiempo, y nuestros............................................................ ............... no lo saben, pero los tenemos cercados. Y el cerco es cada vez más estrecho. Sabemos que su hombre de confianza opera justamente en esta zona. A él y a sus compinches les esperan al menos diez años entre rejas. —Ésta es una zona de restaurantes, ¿no es eso? —dijo la mujer, con marcado acento extranjero. Era muy joven, y su cabello rubio brillaba como un soleil d’or. —Sí —respondió el gordo—. Restaurantes, discotecas, boites de lujo. Será cuestión de días echarle mano. Terminó su coñac, y pidió la cuenta. La diosa fortuna hizo que pagara en dinero contante. Al recibir el vuelto, retiró los dos billetes y dejó en la bandeja unas cuantas monedas. —Para usted —dijo—. Y gracias. —No puedo aceptarlas, señor —me apre74

suré a decir—. La propina está incluida en el servicio. El gordo se encogió de hombros, y guardó el resto del vuelto en su bolsillo. Después se retiró, dando el brazo a su bella acompañante. Unos segundos después alcancé a oír el ronroneo del auto que se alejaba. Abajo, las luces del puerto relucían como gemas celestinas. El placer del descubrimiento. Tardará algún tiempo en descubrir, si llega a hacerlo, que una de esas monedas está rellena de uranio. Y, suponiendo que al fin lo descubra, ya no podrá saber dónde la obtuvo. Sí, el cerco estaba ya demasiado estrecho. Y diez años a la sombra no es mi mejor proyecto de futuro. Mirando bien las cosas, el trabajo de mesero en un buen restaurante no es tan malo. Sobre todo por las propinas. De La proportion dorée, II. Le livre de poche, París. 1992. Traducción para este libro de Sonia Camargo R.

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Crimen sin pista Ellery Queen

ELLERY QUEEN. Seudónimo de los escritores norteamericanos Frederick Dannay (1905-1982) y Manfred B. Lee (1905-1971). Creadores de un personaje, llamado también Ellery Queen, protagonista de relatos considerados clásicos dentro del género detectivesco. Entre sus obras pueden mencionarse El misterio del sombrero romano, El misterio de la naranja china, El cuatro de corazones, Las aventuras de Ellery Queen, etc.

Generalmente, un crimen es algo desagradable, pero Ellery es un epicúreo en estas materias y afirma que algunos de sus casos poseen cierto regusto. Entre estas peligrosas delicadezas incluye El caso de las tres viudas. Dos de las viudas eran hermanas: Penélope, para quien el dinero no significaba nada, y Lyra, para quien lo era todo. Por tanto, las dos necesitaban grandes sumas. Todavía jóvenes habían enterrado a sus buenos maridos y volvieron a la casa de su padre, en Murray Hill, con gran satisfacción, según sospechaba todo el mundo, ya que el viejo Teodoro Hood estaba bien provisto con la moneda de la república y siempre había sido indulgente con sus hijas. Sin embargo, poco después del regreso de éstas, Teodoro Hood se casó por segunda vez con una señora como una catedral y de gran carácter. Alarmadas, las dos herma79

nas le declararon la guerra, a la que se unió su madrastra de buen gusto. El viejo Teodoro, cogido entre dos fuegos, sólo ansiaba paz, y al fin la encontró en la muerte, dejando la casa habitada exclusivamente por viudas. Una tarde, no mucho después de la muerte de su padre, un criado avisó a la gordita Penélope y al delgada Lyra que fuesen a la sala, donde las esperaba el señor Strake, abogado de la familia. La frase más insignificante del señor Strake era como la sentencia de un juez, y esa tarde, cuando dijo: “¿Quieren sentarse, señoras?”, su tono era tan siniestro como el de una amenaza. Las damas intercambiaron miradas y rehusaron. Poco después, las grandes puertas de estilo victoriano se abrieron y entró, con paso débil, Sara Hood, apoyada en el brazo del doctor Benedict, el médico de la familia. La señora Hood miró a sus hijastras con una especie de alegría y movió un poco la cabeza. Después dijo: —El señor Benedict y el señor Strake hablarán primero, luego lo haré yo. —La semana pasada —empezó diciendo el doctor—, su madrastra fue a mi consulta para el reconocimiento que le hago dos veces al año; como de costumbre, le hice un examen completo y, considerando su edad, la 80

encontré extraordinariamente bien. Sin embargo, al día siguiente volvió porque no se encontraba bien, por primera vez, dicho sea de paso, en ocho años. Creí al principio que se trataba de una infección intestinal, pero la señora Hood hizo un diagnóstico bien diferente. Yo no le podía creer, pero ella insistió en que le hiciese ciertas pruebas. Lo hice y comprobé que tenía razón. Había sido envenenada. Las regordetas mejillas de Penélope se pusieron ligeramente rosas, y las delgadas de Lyra pálidas. —Estoy seguro —continuó el doctor, dirigiéndose a un punto precisamente entre las dos hermanas—que comprenderán por qué les debo advertir que de ahora en adelante reconoceré a su madrastra todos los días. —Señor Strake —indicó la anciana señora Hood. —Por voluntad de su padre —dijo el letrado bruscamente, también dirigiéndose al punto equidistante—, cada una de ustedes recibe una pequeña cantidad de las rentas de la herencia. Mientras viva su madrastra la mayoría es para ella, pero a su muerte ustedes heredarán, a partes iguales, casi dos millones de dólares. En otras palabras, ustedes dos son las únicas personas en el mundo que se beneficiarían con la muerte de su ma81

drastra. Como ya he dicho a la señora Hood y al doctor Benedict, si este horrible asunto se vuelve a repetir, aunque sólo sea una vez, avisaré a la policía. —¡Llámela ahora! —gritó Penélope. Lyra no dijo nada. —Podría hacerlo, Penny —contestó su madrastra con una lánguida sonrisa—, pero las dos sois muy inteligentes y quizá no se resolviese nada. Mi mejor protección sería echaros de esta casa, pero desgraciadamente el testamento de vuestro padre me impide hacerlo. ¡Oh! Ya sé que estáis impacientes por libraros de mí. Tenéis gustos suntuosos que no pueden ser satisfechos con mi sencilla manera de vivir. A las dos os gustaría volveros a casar, y con el dinero podríais comprar nuevos maridos. La anciana se inclinó un poco hacia delante y continuó: —Pero tengo malas noticias que daros. Mi madre murió a los 99 años y mi padre a los 103. El doctor Benedict dice que yo todavía puedo vivir otros treinta años y tengo verdadera intención de que así sea. Con dificultad, se puso en pie y todavía sonriendo dijo: —Además, tomaré ciertas precauciones para asegurarme de ello. Después abandonó la habitación. 82

Exactamente una semana más tarde, Ellery estaba sentado al lado de la gran cama de caoba de la señora Hood, bajo la ansiosa mirada del doctor y del señor Strake. Había vuelto a ser envenenada. Afortunadamente, el doctor había acudido a tiempo. Ellery se inclinó sobre la cama de la anciana, que más parecía de yeso que de carne. —Esas precauciones que tomó, señora... —Le digo —murmuró ella—que fue imposible. —Sin embargo —dijo Ellery con decisión—, ocurrió. Así que resumamos. Usted puso barras en las ventanas de su dormitorio, una nueva cerradura en la puerta y durante todo el tiempo llevaba usted su única llave. Usted misma compró su propia comida, la cocinó en esta habitación y la comió aquí, sola. Está claro, entonces, que su comida no pudo ser envenenada antes, durante o después de su preparación. Además, usted me dijo que había comprado platos nuevos, que los había guardado aquí y que sólo usted los había utilizado. Por tanto, el veneno no pudo haber sido puesto en los utensilios de cocina, vajilla, cristalería o cubiertos usados en sus comidas. ¿Cómo fue entonces administrado? —Ése es el problema —dijo el doctor. —Y un problema, señor Queen —murmuró el abogado—, que me pareció, y al doc83

tor Benedict también, que era más de su incumbencia que de la policía. —Bien, mis métodos son siempre sencillos —contestó Ellery—, como ustedes podrán ver. Señora, voy a hacerle muchas preguntas. ¿Me da permiso, doctor? Éste tomó el pulso a la anciana señora y asintió. Ellery empezó el interrogatorio, al que ella contestaba en susurros, pero con gran firmeza. Había comprado un nuevo cepillo y pasta dentífrica. Sus dientes eran todavía propios. Tenía cierta aversión a los medicamentos y no había tomado droga alguna o paliativo de ninguna clase. Únicamente había bebido agua. No fumaba, ni comía dulces, no masticaba chicles ni usaba cosméticos... Ellery continuó, hizo todas las preguntas que se le ocurrieron y después se esforzó en encontrar otras. Finalmente, dio las gracias a la señora Hood, golpeó su mano cariñosamente y salió de la habitación, seguido del señor Strake y el doctor Benedict. —¿Cuál es su diagnóstico, señor Queen? —preguntó este último. —Su veredicto —dijo el letrado impacientemente. —Caballeros —repuso Ellery—, al eliminar también el agua que bebió, cuando examiné las cañerías y grifos de su habitación 84

y comprobé que no habían sido tocados, he agotado la última posibilidad. —A pesar de eso el veneno ha sido administrado por vía oral —interrumpió el doctor—. Ése es mi diagnóstico, y además he tenido cuidado de obtener corroboración médica. —Si es así, doctor —dijo Ellery—, sólo hay una explicación. —¿Cuál? —Que la señora Hood se está envenenando a sí misma. Yo en su lugar llamaría a un psiquiatra. ¡Buenos días! Diez días después Ellery se encontraba otra vez en la habitación de Sara Hood. La anciana estaba muerta. Había sucumbido a un tercer ataque de envenenamiento. Cuando recibió la noticia, Ellery había dicho, sin dudarlo, a su padre, el inspector Queen: “Es suicidio”. Pero no lo era, pues a pesar de la minuciosa investigación realizada por expertos policías, utilizando todos los recursos de la ciencia criminológica, no se pudo encontrar ningún resto de veneno, ni recipiente que lo hubiese contenido u otra posible pista, en la habitación o el baño de la señora Hood. Incapaz de creerlo, el mismo Ellery volvió a registrar todo, y su sonrisa desapareció al no encontrar nada que contradijera el anterior tes85

timonio de la anciana o los resultados de los peritos policíacos. Atormentó a los sirvientes e interrogó implacablemente a Penélope, que no dejaba de llorar, y a Lyra, que refunfuñaba constantemente, pero no descubrió nada. Finalmente, se fue. Era la clase de problema que la mente de Ellery, contra todas las protestas de su cuerpo, no podía abandonar. Durante cuarenta y seis horas estuvo pensando en ello, sin comer, ni dormir, paseando incesantemente por el pasillo del departamento de los Queen. A las cuarenta y siete horas, el inspector Queen lo cogió de un brazo y lo obligó a acostarse. —Creo —dijo el inspector—que ya van más de cien paseos. ¿Qué te atormenta, hijo mío? —Todo —gruñó Ellery, y se sometió a las aspirinas, una bolsa de hielo y un gran filete asado con mantequilla que le dio su padre. Cuando estaba comiendo el filete, gritó como un loco y corrió al teléfono. —¿Señor Strake? Aquí, Ellery Queen. Reúnase conmigo inmediatamente en la casa de Hood... sí, avise al doctor Benedict... sí, ya descubrí cómo fue envenenada la señora Hood. Y cuando estuvieron reunidos en el gran salón de los Hood, Ellery miró fijamente a la 86

gordita Penélope y a la delgada Lyra, y luego preguntó amenazadoramente: —¿Quién de ustedes pretende casarse con el doctor Benedict? E inmediatamente añadió: —¡Oh, sí, tiene que ser esto! Sólo Penélope y Lyra se benefician con la muerte de su madrastra; sin embargo, la única persona que pudo físicamente haber cometido el crimen es el doctor Benedict... ¿Quiere saber cómo, doctor? —preguntó Ellery cortésmente—. De un modo muy simple. La señora Hood experimentó su primer ataque de envenenamiento al día siguiente de su reconocimiento médico, por usted, doctor. Después de esto, usted anunció que la reconocería todos los días. Hay un preliminar clásico a todo examen médico de un paciente. ¡Estoy seguro, doctor Benedict —dijo Ellery con una sonrisa—, de que usted introducía el veneno en la boca de la señora Hood con el mismo termómetro que le tomaba la temperatura! De Antología de cuentos policiales. Selección de Javier Lasso de la Vega. Editorial Labor, 1967.

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Una coartada perfecta Jacques Champagne

JACQUES CHAMPAGNE (1922-?). Norteamericano. Estudió Derecho y Filosofía y Letras. Durante un tiempo, a partir de los 22 años, ejerció el cargo de comisario de policía. Oficio que le aportó sin duda valiosas experiencias para sus relatos policiales, muchos de ellos escritos en clave de humor negro.

Señores, me he enterado, en mi celda, de que organizan ustedes un concurso de novelas policíacas. Como todavía dispongo de tres días antes de mi ejecución, creo que mi historia personal y verídica puede interesarles. Ciertamente no soy escritor de oficio, y si en cuanto a la forma habrá mucho que reprocharme, en cambio, en cuanto al fondo, garantizo la exactitud. Los nombres también son verdaderos, pero eso no tiene mucha importancia, sobre todo para mí, puesto que dentro de tres veces veinticuatro horas me sentaré en la silla en la que no se puede uno sentar más que una vez. Sin embargo, quiero que se sepa después de mi muerte, cómo he cometido un crimen con una coartada perfecta, eliminando de este modo todos los peligros que esta acción puede traer consigo. Naturalmente, sé que mi calidad, por decirlo así, de condenado a muerte puede ha91

cer creer que se trata de una broma por parte mía. Pero puedo afirmarles que no hay nada de eso; por lo demás, no es ésta la hora ni el sitio de bromear. Me llamo Pete Blackbass. Sin que quiera jactarme de ello, he tenido cierta fama, entre los años treinta y cuarenta, cuando aún Chicago no era la ciudad de ahora, es decir, una ciudad aburguesada y mecanizada, en la que los artesanos honrados están fuera de su sitio. Se me tenía entonces por ser uno de los mejores pistoleros de la región de los Lagos. Nunca he pertenecido a una banda determinada; podría decirse que he trabajado en cierto modo a destajo, y puedo estar orgulloso de haber tenido entre mis clientes episódicos a grandes tan conocidos como Capone, Stirling, Howards, Diamond Jim y Milano. Me llamaban One Shot, ya que nunca he tenido que apretar dos veces el gatillo para presentar un trabajo del que, los que se acuerdan, admiran todavía el refinamiento y la perfección. Luego, paulatinamente, la metralleta y la bomba, manejadas por jóvenes advenedizos, han desperdigado la materia prima; la policía por su parte, con las “G”, ha ahuyentado a la clientela y, como muchos comerciantes, he notado que los negocios marchaban cada vez peor y que el marasmo invadía, poco a poco, el conjunto de mis actividades. 92

Antes de albergarme en los locales del Estado, vivía en un hotel meublé de tipo medio, en Strawford Street. No es ciertamente un piso del estilo de lo que he tenido en otros tiempos; pero, para el precio razonable que pago a fuerza de ingeniármelas de un modo o de otro, puede pasar, y, por lo menos, es cien veces mejor que esto. Por lo demás, en esta última temporada, a pesar de poner en juego todos los recursos, esto se va poniendo duro y como más a menudo perros calientes que pollo con gelatina. Empiezo a ver asomar el día en que tendré que abandonar este último refugio potable para descender un grado más en la escala social. Ahora que la cosa ya no tiene importancia, puedo incluso confesar que, prácticamente, estoy a la cuarta pregunta. De mi pasado esplendor sólo me queda un traje, aunque impecable, como siempre me han gustado; dos camisas, un poco deshilachadas, de popelina de seda; un viejo y fiel Lüger; Cecilia, una amiguita más joven que fiel, de la que no me hubiera preocupado hace un lustro, y, por último, una ficha en Washington, que ha venido a hacer casi imposible para mí toda operación importante. No obstante, antes de esta vez, que me parece definitiva, nunca he sido condenado. Mi trabajo era muy cuidadoso, y los abogados te93

nían mucha más talla que hoy, y sabían producir en el momento oportuno los testimonios irrefutables de la presunta inocencia de sus clientes. Un sábado, me encuentro con Erle Baxter. Cuando subía hacia el centro buscando algún primo que me sacase del apuro, tropecé de repente con este amigo de los buenos tiempos. Parece encontrarse en pleno auge y me siento contento de haber podido conservar un aspecto digno, con mi único traje. Después de las congratulaciones de costumbre y de los recuerdos de la antigua época, me invita a comer con él. Acepto sin dudarlo, una comida viene siempre bien cuando no se sabe si uno va a cenar. Conozco bien a Baxter y sé que rara vez es generoso sin motivo, por lo que me da en la nariz que puede proporcionarme dinero y un collar de perlas artificiales para Cecilia. En el transcurso de una comida sobria, pero nutritiva, me explica que trabaja de nuevo en el sector con algunos amigos, sin precisar cuáles, y que se ocupa, sobre todo, de la importación de cigarrillos mejicanos procedentes del Canadá. —A propósito —me pregunta—, ¿conoces tú a Lou Bastiano? Naturalmente que conozco a Bastiano, uno de los más grandes traficantes de ma94

rihuana del sector. Vive en una casita de la barriada más elegante, él solo, sin hacerse acompañar siquiera por un guardia de corps como en su gran época. —Un poco —respondo—. Entonces, ¿trabajas tú también en el tea? —No tiene importancia —. Baxter ha sido siempre discreto. Continúa, soñador: —Es un tipo muy chic. Sólo que, en su negocio, no toma bastantes precauciones. Tengo miedo de que cualquier día le ocurra algún accidente. Me daría mucha pena. Me mira risueño guiñando un ojo, y luego añade, cambiando de tono: —Dime, Pete, parece que no estás muy bien de perras en este momento. ¿Quieres que te preste quinientos dólares? Ya me los devolverás cuando puedas. Tengo la impresión de sentirme trasladado a los buenos viejos tiempos. Una hora más tarde, nos despedimos como buenos amigos después de haber discutido varias cosas. En la situación en que estoy, por quinientos green bucks merece la pena intentar muchas locuras, sobre todo teniendo guardadas las espaldas. Estoy completamente decidido a que el pobre Lou Bastiano sea víctima de un accidente. Al volver tranquilamente a pie, estudio el asunto y pongo las cosas en su punto. Hay 95

que vivir en la época presente y eliminar los peligros al máximum. Empiezo por remitirme cuatrocientos noventa dólares a lista de correos. Es inútil llevar de pronto mucho dinero encima. En el drugstore más cercano a nuestra casa compro una botella bastante grande de chianti. Es un vino de sabor especial y de color oscuro que me gusta bastante. Compro también uno de esos tarros de polvos contra el insomnio, siempre puede ser útil, y vuelvo a casa sin olvidar el collar de perlas artificiales y un surtido de cosas buenas para comer o para beber. Por una vez, Cecilia me acoge con alegría. Eso me complace, pues ella constituye una parte de mi coartada, y casi llego a sentirme otra vez enamorado. Quiere que nos sentemos en seguida a la mesa, el collar me permite hacerla esperar hasta las nueve. Hacemos entonces una verdadera cena de recién casados; Cecilia charlando, riendo, y yo explicándole que seguramente voy a encontrar un asunto interesante que nos permitirá volver a vivir bien. Con la ayuda de una botella de viejo whisky, ya la tengo casi borracha cuando destapo la botella, envuelta en paja, de chianti. He llenado nuestros dos vasos, cuando un ademán torpe no sé si mío o de ella vierte uno sobre mi pantalón. Es una catástrofe. Mi úni96

co pantalón... y ni la sal ni el agua que aplica Cecilia serán capaces de borrar la horrible mancha violeta. —¡Bah! —digo—. Voy a mandarlo con el sereno a la tintorería de al lado. En toda la noche tendrán tiempo de arreglármelo, y podré disponer de él mañana por la mañana. Ahora, a dormir. Como estaba previsto, Cecilia no es capaz de irse a la cama por sus propios medios, y mi traje de escocés, después de quitarme los pantalones, le produce tanta risa que ni siquiera se acuerda de proponérmelo. Entonces la hago beber el célebre chianti, cuidando de echar en la bebida grandes dosis de esos polvos que producen un sueño recalcitrante. Unos minutos más tarde, con la mezcla de la borrachera, el chianti y los polvos, se queda dormida con un sueño comatoso. No existe ningún peligro de que se despierte antes de mi vuelta a casa, y podrá jurar de buena fe que no la he abandonado en toda la noche. Además, nunca se ha visto a un asesino pasearse por la ciudad en paños menores. La desnudo como puedo, la acuesto y la tapo dándole un beso en la frente. Mi trabajo empieza ahora. A las diez, llamo al sereno. Es un buen hombre, dispuesto siempre a hacer un servicio por medio dólar. Él también podrá jurar 97

que no he abandonado mi habitación, y sabe cómo ando de indumentaria. Le explico lo que me ha ocurrido y le expongo mis deseos, ya que no quiero despertar a mi amiga. Sin dudarlo, coge el pantalón y los cincuenta centavos y se va tranquilamente hacia las escaleras. Aún no se ha cerrado la puerta, cuando recupero del paragüero el paquete que contiene el mono comprado en un almacén del centro, me lo pongo en un momento y echo a andar detrás del sereno sin olvidarme de meter en el bolsillo de delante, como un canguro, el Lüger, que hace su último viaje. No volverá conmigo. Hoy identifican demasiado fácilmente las armas por los proyectiles. Tengo la suerte de no encontrar a nadie al bajar los dos pisos y atravesar el hall. Éste es el único punto arriesgado de mi plan, y la suerte me sonríe. Sé que, como recadero concienzudo, el sereno nunca espera para hacer los encargos que le confían. He salido sin ser visto, basta con entrar lo mismo, y mi coartada quedará a prueba de bombas. Ahora bien, a las cuatro de la mañana, como cada dos horas, el sereno hará su ronda. En este momento, no habrá ningún peligro de encuentros, será suficiente que lo siga y que entre tranquilamente en mi casa, mientras él pasea por los pisos superiores (siempre em98

pieza por estos y visita los pasillos al bajar). Hago el trayecto hasta casa de Lou Bastiano andando. Tardaré cerca de una hora y media, pero estoy seguro de que un obrero con mono pasará inadvertido por las calles, sea la hora que sea. A las doce y diez, he alcanzado mi objetivo. Todo está en sombras, todo parece dormir. Erle Baxter me ha indicado la manera de llamar para poder entrar. Lou mismo me abre sin armas en la mano. Ya no se mata en Chicago, por lo menos no tanto como antes. —¿Eres tú, Pete? —me dice muy extrañado— ¿Qué quieres? —Me envía Erle, he aparcado la camioneta en la esquina —Esto para explicar mi vestimenta anormal—. Trabajo ahora para él; vengo a buscar los paquetes de tea que ha encargado. Confiado, Lou vuelve a cerrar la puerta y va delante guiándome. Un Lüger con silenciador no hace mucho ruido y me llamaban One Shot. Salgo tranquilamente, volviendo a cerrar con cuidado la puerta. Todo está tranquilo. Por el camino tiro el silenciador en una alcantarilla; la pistola, en otra. A las cuatro menos cinco, me encuentro en el hotel con el tiempo justo para ver al sereno, esclavo de su consigna, empezar a subir las escaleras. A las cua99

tro estoy en el sótano metiendo el mono en la caldera, encendida como un infierno. Nadie me ve subir a mi piso un tanto ligero de ropa. A las cuatro y cinco cierro suavemente la puerta al mismo tiempo que oigo al sereno volver a bajar del cuarto al tercero. He logrado lo que quería: una coartada perfecta. Naturalmente me preguntaréis que cómo con una coartada realizada tan cuidadosamente llego al triste momento de hacerme tostar dentro de tres días en presencia de altas personalidades del Estado y de periodistas. Es que, justamente, el sereno juró que yo no había abandonado la habitación en toda la noche, habiéndolo probado de un modo absoluto mi único pantalón. Y no sé nada de las drogas vendidas por los drugstores. Cuando volví a casa, Cecilia estaba muerta, envenenada, desde hacía por lo menos cinco horas. De Selecciones Ellery Queen de crimen y misterio. Empresa Editora Zig-Zag, S. A. , Santiago de Chile, 1967. Sin referencia de traducción.

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El señor Truefitt, detective Milward Kennedy

MILWARD E. KENNEDY BURGE (18941968). Escritor inglés, maestro ante todo del relato corto detectivesco. Entre sus libros se cuentan Asesinato superfluo, El fin de un juez, El cadáver en el frigorífico. Fue cofundador de una asociación de autores policíacos llamada The detection club. Utilizó también el seudónimo de Evelyn Elder.

El diminuto señor Truefitt contó su historia: A las 11:15, como todos los sábados, si el tiempo no lo impedía, volvía andando a su casa después de haber cenado en la de su cuñada. Aunque el tiempo era bueno, los caminos estaban enfangados. Al llegar a la carretera de Beechwood vio, no muy claramente, pues les debían separar unas veinte yardas, a un hombre caminando en su misma dirección. Cuando aquel hombre alcanzó la entrada de una vereda lateral (barrizal más que camino), que se perdía en el bosque, Truefitt oyó un grito y después lo vio doblar bamboleándose la esquina, y luego retroceder; parecía estar luchando, pero Truefitt no pudo distinguir contra quién. Un instante después había caído cuan largo era sobre la calzada. Truefitt corrió. La carretera y la vereda, negras como el carbón bajo los árboles, es103

taban desiertas. Sólo vio al hombre, que se quejaba, pero parecía hallarse inconsciente; Truefitt se arrodilló junto a él. “¿Qué pasa?” preguntó una voz. Levantando la vista, Truefitt divisó la silueta de un hombre, enmarcada por el umbral de la puerta de una casa situada al otro lado de la carretera. En pocas palabras le explicó lo ocurrido. “Mejor será traerlo aquí. Soy médico”. Truefitt recordó que, casi al final de la carretera de Beechwood, había que pasar por delante de una casa con la placa de latón de un médico. El médico... “¡Ah, sí! Willets”, se le acercó y, después de un rápido examen, ayudó a trasladar al hombre hasta la casa y a depositarlo en la sala de curas. —Donde sigue todavía —lo interrumpió el inspector. —El doctor me indicó el teléfono —continuó Truefitt—. Lo dejé cuidando del herido, quien evidentemente se encontraba en muy mal estado. ¡Ah, sí! Cuando lo examinó en la carretera, dijo: “¡Santo Dios! Es Overbury”. —¿Qué más, señor? —“En la central telefónica parecen haberse dormido todos” —dije gritando a Willets— . “¡Ah! Lo había olvidado por completo”, me dijo él a su vez, “la línea no funciona”. Después llamó a voces a alguien que estaba arri104

ba. Me había imaginado que el médico se hallaba solo y quedé sorprendido cuando vi bajar al señor Tribe. No lo conocía tampoco. Willets lo mandó a llamar a la policía, pero a mí me hizo quedarme. Volvimos a la sala de curas. El hombre parecía estar mucho peor. Ahora podía verlo más claramente. Le habían quitado el abrigo y la bufanda llenos de barro y le habían lavado la cara. Era otro desconocido. Desde luego nunca olvidaré su barba roja. Mientras esperábamos a que usted llegase, murió. El doctor dijo que tenía el cráneo fracturado, aunque la piel no presentaba ningún corte. Se produjo una pausa. —Gracias, señor Truefitt —El inspector cerró su libro de notas—. Esto quiere decir que habrá que registrar los bosques. Pero resulta extraño que no trataran de robar a Overbury; la agresión se hizo cerca de esta casa; no se tomaron ni la molestia de asegurarse de que nadie los viera. Miró a Truefitt con cierta desconfianza. Hacía poco que se había instalado en la vecindad, pero estaba comprobado que regularmente pasaba por allí todos los sábados hacia la misma hora. Aparentemente era un individuo muy respetable, pero nunca se sabía... Le pareció leer en la expresión de Truefitt que quería decir algo más. 105

—¿Se le ocurre alguna idea? —le preguntó. Truefitt bajó el tono de su voz. —Acaso —contestó—. Pero, en primer lugar, ¿no dijeron el doctor y Tribe que habían visto a Overbury horas antes, por la tarde? —Sí. Los tres habían estado jugando al bridge con el señor Amor, el actor. Se separaron de él momentos antes de las 11. El señor Tribe condujo hasta aquí al doctor Willets en su auto. El señor Overbury prefirió venir a pie, pero les prometió reunirse con ellos para tomar unas copas más. —Bien temprano para dejar de jugar — sugirió Truefitt. El inspector frunció el ceño. —Quiero decir que es extraño que dejaran el juego y se trasladaran aquí para tomar unas copas. Generalmente a los actores les gusta acostarse tarde. Pero... lo que más me asombró fueron los zapatos de Overbury. —¿Los zapatos? Son nuevos, desde luego, pero... —Más que nuevos es que están limpios. La chistera había rodado por el barro; la bufanda y el abrigo, asquerosos. ¿Por qué estaban limpios los zapatos? Y, sin embargo, el sofá en que echaron primero al muerto quedó sucio del barro de los zapatos. El inspector sonrió. 106

—¿Para qué iba nadie a mudarlo de zapatos? —preguntó—¿Y cuándo? —Estuve siglos enteros tratando de telefonear —repuso Truefitt. —¿Cree usted que el médico los cambió? Truefitt se encogió de hombros. —Es curioso que se hubiera olvidado de que el teléfono estaba averiado —comentó. —No lo entiendo. La voz del inspector denotaba impaciencia. —¿Y qué pasó en el bridge? —continuó Truefitt inalterable—¿Quién ganó? ¿A cuánto se jugaba? —¿Quiere saberlo de verdad? Muy bien, se lo preguntaré al doctor. Truefitt se quedó solo, engolfado en sus pensamientos. Pero el inspector regresó muy pronto, sonriendo bonachón. —Felizmente no lo traicioné. Ganaron Overbury y Tribe. Unos chelines... once chelines y seis peniques, para ser exactos. Sólo jugaban a un chelín los cien puntos. —Es curioso que no llevara monedas de plata en el bolsillo; sólo seis libras en billetes. Supongo que se le ocurriría llevar suelto el cambio de una libra, es decir, nueve chelines y seis peniques. También tenía un libro de cheques, pero las matrices no estaban rellenadas. ¿Era tan rico como para no preocuparse? 107

—Parece que usted lo observa todo... Era rico, efectivamente, pero en cuanto al cambio exacto... ¿por qué no? —Ya lo sé, pero... —vamos, señor Truefitt, ¿dónde quiere ir a parar? ¿Sugiere usted que Tribe agredió a Overbury desde la vereda y luego llegó hasta aquí dando un rodeo? ¡Cómo estarían los zapatos del señor Tribe...! El barro le llegaría a las rodillas. —Tenía una mota de barro a la altura de la rodilla. —¿Una mota? Esa vereda... —Ya sé. Era más bien como si se hubiera resbalado... Acaso en las escaleras. Claro que salió disparado a llamar a la policía. —Entonces, su teoría de nada nos sirve. ¿Y sus pantalones y los del doctor...? —Nos arrodillamos en la carretera. Pero ésa no es mi teoría, sino lo que usted supone que creo, inspector. Y en realidad pienso en algo muy distinto. El doctor Willets... Hace poco que vivo aquí, pero me extraña no haber oído hablar nunca de él. ¿Tiene mucha clientela? —No —el inspector frunció de nuevo el ceño, preguntándose si debía seguir perdiendo así su tiempo—. No empezó a ejercer aquí hasta hace dos años, pero... Bueno, no hay todavía bastante campo para un tercer médico. 108

—¿Qué es Tribe? —Corredor de bolsa. Lo sé porque una vez me dio un consejo sobre unos valores de caucho. Felizmente no lo seguí. El señor Truefitt sonrió con suavidad. —De Amor ya sé algo —comentó—. Un buen actor, pero bebe demasiado. No se puede confiar en él; por eso no le encargan papeles. —¿No querrá sugerir que los tres...? El inspector lo miraba asombrado. —Deje aquí a un par de agentes, inspector, y condúzcame a casa de Amor. Evidentemente había logrado causar impresión, pues no tuvo que insistir mucho para que el inspector aceptase. —La idea es ésta... —empezaba Truefitt a decir cuando llegaron frente a la casa del señor Amor. Calló mientras el inspector pulsaba varias veces el timbre, hasta lograr despertar a los habitantes. Por ello, a la idea se anticipó la aparición de un criado adormilado. ¿Estaba el señor Amor acostado? Bueno, quizá les bastara con interrogarle a él. ¿Había presenciado la salida de los invitados del señor Amor? ¿Sí? ¿Había visto al doctor Willets y al señor Tribe en el coche? ¡Ah! ¿El doctor conducía y el señor Tribe iba medio dormido en el asiento de atrás? ¿El señor Amor había dicho que el doctor hacía bien 109

en no confiar en el señor Tribe como conductor después de tantos whiskies? ¿Y el señor Overbury? ¿Seguro que estaba de pie al otro lado del auto y contestó que no confiaba en ninguno de los dos y prefería ir a pie? ¡Ah! la barba roja. El inspector estaba preocupado. Así, pues, el médico era quien había conducido. ¿Habría sido la conversación acerca de los whiskies sólo una broma? Y, sin embargo, Overbury fue a pie. Pero Tribe y Willets parecían bastante sobrios. ¿Sería esto efecto de la impresión? —Hemos de ver al propio señor Amor — decidió. El criado, aunque con desgana, les permitió esperar en el salón. Sobre la mesa de juego estaban todavía la baraja y unos cuadernos para anotar los tantos; cuatro sillas, ceniceros repletos; bebidas, en una mesa auxiliar... —Todo parece bastante normal —comentó el inspector. Pero Truefitt estaba estudiando los cuadernos. —Han arrancado las hojas de todas las jugadas —dijo—. Ni siquiera quedan las huellas de las cifras escritas. Esto quiere decir que han arrancado más de una hoja. Pero espere; alguien ha apretado con el lápiz aquí... —Es sólo una línea horizontal. —Una línea, un juego, inspector. ¿No terminarían la mano? 110

Hizo pasar las dos barajas entre sus dedos y sonrió. —¿Conque Overbury era muy rico, ¿eh? Me hubiera gustado jugar con él con estas cartas. Bueno, inspector, todo sucedió aquí. —¿Cree usted que lo mataron aquí? —Aquí lo golpearon. Supongo que descubrió lo de las cartas. Murió en la sala de curas. —¿Cómo hubiera podido andar todo ese camino? Además, el doctor estaba aquí. —Piense, hombre. Overbury estaba inconsciente, agonizante. Willets lo sabía. Él y Tribe lo llevaron a la sala de curas. ¡Bah! Tribe hizo como si se fuera andando; recorrería sin duda la alameda. Tribe, con una barba que le facilitó su amigo, el actor. Tribe salió de nuevo solo para dejarse caer tan artísticamente y ser conducido a la sala de curas. Mi papel era el de presenciar la “agresión” y la muerte, a varias millas de la casa de Amor. Me entretuvieron con el teléfono mientras cambiaban el “herido”, pero no los zapatos. —¡Los tres! —el inspector parecía convencido, aunque asombrado— Pero, ¿cuál de ellos lo heriría? Aunque no importa... Se oyó un sordo estampido al otro lado de la puerta; el inspector se volvió rápidamente. 111

—Ahora los otros dos jurarán que fue Amor —dijo el señor Truefitt. De Antología de cuentos policiales. Selección de Javier Lasso de la Vega. Editorial Labor, S. A. Barcelona, 1967.

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El pasado muerto Al Nussbaum

AL NUSSBAUM (1934-1999). Norteamericano, autor de numerosas novelas y relatos policiales. Colaboró asiduamente en las más prestigiosas revistas del género en su país. Su relato Collision se hizo acreedor al célebre Elgar Prize para la especialidad.

Cuando llegó a la tumba, Felix Kurtz se sentó en una lápida y lanzó una maldición. A los ochenta y cinco años, la edad no había disminuido su capacidad de desatar un verdadero torrente de imaginativos y profanos insultos; pero eso no le sirvió para detener el temblor de sus piernas, o para remediar su falta de aliento, que eran precisamente la causa de su ira. Sólo su propia debilidad podía enfurecerle más que el fracaso de los demás. La suya era una mente activa e impaciente, atrapada en un cuerpo ya incapaz de satisfacer sus exigencias, y a Felix Kurtz no le agradaban los recordatorios de esa situación. Cincuenta años, había pasado medio siglo desde el día del funeral. No había puesto el pie en el cementerio en todo ese tiempo, pero no tuvo ninguna dificultad para hallar la tumba cubierta de malezas, con su lápida 115

manchada por el paso del tiempo. Cuando una vida se ha construido sobre una sucesión de éxitos, cada fracaso se vuelve memorable. Siempre había asociado a Kurtzville, el pueblo fundado por su abuelo, con aquel temprano fracaso, más que con los inmensos beneficios que la venta de carbón había producido durante las dos guerras mundiales. Debido a ello, él se había sentido feliz cuando la disminución de los beneficios le obligó a cerrar las minas a finales de la década de los cuarenta, y trasladar sus oficinas centrales a Pittsburgh. Ahora, Kurtzville era el equivalente en Pensilvania de los viejos pueblos fantasmas del lejano oeste, y él había regresado para llevarse a uno de sus habitantes. Naturalmente, podía haber delegado el trabajo de supervisar el nuevo entierro a alguno de los muchos vicepresidentes de sus numerosas compañías. O podía no haber emprendido ninguna acción. El estado se habría encargado de trasladar la sepultura, junto a las de todos los demás, lejos del camino que seguiría la nueva autopista. Lo absurdo de su presencia en ese lugar no se le escapaba, pero tampoco le preocupaba. Ya había pasado demasiado tiempo desde la época en que se consideraba un ser racional. Sabía que las emociones de cualquier signo siempre habían gobernado sus acciones y reacciones. Sólo des116

pués de haber tomado una decisión, o de haber emprendido una acción cualquiera, Felix Kurtz buscaba las razones que las habían motivado. En este caso, no tenía ninguna razón; simplemente quería estar presente. Un camión con remolque, equipado con un montacargas y una grúa, entró por las herrumbradas puertas del cementerio y se acercó traqueteando hacia Kurtz por el camino de grava. Cuando pasó junto a la limusina negra donde esperaba el chofer de Kurtz, el hombre levantó rápidamente la ventanilla para que no entrasen el polvo y las pequeñas piedras que el camión despedía a su paso. Se detuvo cerca de la tumba. Tres obreros bajaron de la cabina. Mientras dos de ellos se ocupaban de buscar picos y palas del compartimiento que había detrás de la cabina, el tercero se aproximó a Kurtz. —¿Señor Kurtz? —preguntó—. ¿Cuál es la tumba? Kurtz señaló la tumba y los otros dos hombres se acercaron y dejaron caer sus herramientas con estrépito. El primer hombre se puso en cuclillas junto a la lápida y pasó la mano sobre las fechas. —Después de todo este tiempo no creo que quede mucho —dijo. —Se equivoca —dijo Kurtz contradiciéndolo—. El ataúd era de acero de la fundición 117

del pueblo. Se necesitaron seis hombres para cargarlo. —De cualquier manera, esto nos llevará tiempo, señor. Si quiere quedarse dentro del coche, yo le llamaré cuando estemos preparados para izarlo con la grúa. —Que no les lleve todo el día, yo les pago por hora —dijo Kurtz y se volvió hacia la limusina. Desde la ventana de su despacho que miraba hacia la entrada principal de la mina, Felix Kurtz observó que Myron Shay se ajustaba la corbata con dedos nerviosos mientras le explicaba algo a uno de los policías de la compañía. Las explicaciones eran innecesarias. Todo el mundo en el pueblo sabía del artista que había llegado desde un periódico de Washington D. C. Para hacer algunos dibujos durante el último derrumbe. También sabían que Kurtz le había contratado, apartándole de sus tareas en el periódico, con el pretexto de pintar un retrato de su hermana Emily, evitando por lo tanto una publicidad que podría haber resultado en una legislación que obligara a costosas medidas de seguridad en las minas. Unos minutos más tarde un empleado, llevando respetuosamente su visera en la mano, llegó para decirle que Myron Shay estaba abajo. Kurtz le dijo que le hiciera subir. 118

Se sentía feliz por la buena suerte, cualquiera fuese su causa, que había traído a Myron Shay hasta él cuando estaba a punto de mandarle a llamar. Myron Shay tenía aproximadamente veinticinco años. Diez años más joven que Felix Kurtz, y sus diferencias eran muy grandes. Kurtz era alto, de sólida contextura, y prefería los trajes oscuros, muy útiles para sus viajes al fondo de las minas. Shay era de estructura débil, inclinado a llevar colores marrones claros y azules y polainas cortas, amarillo brillantes, de caballero. Kurtz peinaba su negra cabellera hacia atrás y gastaba un gran bigote cuyos extremos se veían encerados y rígidos, mientras que el pelo rubio de Shay estaba partido al medio y su rostro sonrosado parecía no necesitar la ayuda de una hoja de afeitar. —Pensé que era usted un artista consumado —dijo Kurtz, tomando la iniciativa— . Creí que había dicho que podía trabajar en cualquier medio. Shay se detuvo frente al escritorio de ébano de Kurtz y cambió el peso del cuerpo de un pie al otro. —Sí, señor... arcilla, piedra, óleo, carbonilla... —¿Es normal que demore un mes en pintar un pequeño retrato? 119

—Bueno, señor, yo... —No importa, no importa —Kurtz le indicó que se callara con un gesto de impaciencia—. No pienso pagar por sus servicios a menos que sean completamente satisfactorios para el viernes de esta semana—. El artista del periódico ya no representaba una amenaza para él, pero Kurtz quería librarse de él antes de que algo sucediera y alterara la situación. —Oh, no pienso cobrarle por el trabajo, señor —dijo Myron Shay. Kurtz frunció el ceño. —¿Qué quiere decir? Shay movió nerviosamente las manos, como lo haría un hombre que se ve obligado a hablar cuando está acostumbrado a expresarse de otras formas. —Su hermana y yo... Emily y yo estamos enamorados. Queremos casarnos. Yo... he venido a pedir su consentimiento. Kurtz se echó a reír, luego se puso de pie y dio la vuelta al escritorio. —¿Usted quiere casarse con mi hermana? —Sí, señor. Yo la amo y... —¿Usted la ama? ¿Cree acaso que es el primer hombre que simula estar interesado por ella simplemente porque es mi hermana? Bien, permítame que sea el primero en informarle que ella es menor de edad y que 120

no tiene ningún bien propio. Y sólo porque le he contratado para que pinte su retrato, no crea que ignoro lo fea que es. —¡Señor! Emily no es una muchacha que carezca de atractivos, y además es un ser humano cariñoso y sensible. —¡Basta de estupideces! Mi hermana no va a atarse a ningún oportunista de segunda categoría. Supongo que piensa que voy a ofrecerle dinero para que se mantenga alejado de ella. Se equivoca. Yo soy el dueño de este pueblo y de todo lo que hay en él. Nada sucede aquí sin mi consentimiento y mi aprobación. Kurtz se adelantó súbitamente y cogió las muñecas de Shay con cada una de sus poderosas manos. —Usted está amenazando algo que me pertenece, de modo que haré lo mismo con usted .—Levantó los brazos hasta que los largos dedos de Shay le rozaron el rostro—. Tiene quince minutos para regresar al desván que utiliza como estudio, recoger sus cosas y largarse del pueblo. Si no lo hace, convertiré estos dedos en carne de embutido. Para enfatizar sus palabras, Kurtz hizo girar al joven y lo llevó a empellones a través de la habitación, deteniéndose sólo para abrir la puerta. Con el rostro lívido, Shay pasó junto a los empleados que cuchicheaban 121

en sus escritorios y abandonó las oficinas de la mina sin volver la vista atrás. Kurtz se dirigió hacia uno de sus empleados y le dijo: —Llame a la señorita Kurtz. Dígale que venga ahora mismo. El hombre regresó a los pocos minutos. —La señorita no está en su casa, señor Kurtz. La doncella me ha dicho que ha ido a posar para su retrato. Kurtz cogió el sombrero y abandonó la oficina, golpeándose el costado con el sombrero como si fuera un jinete de carreras. —Volveré más tarde —dijo por encima del hombro, y bajó los escalones de dos en dos. Se detuvo en la puerta principal para ordenarle a dos policías de la compañía que le acompañasen y luego hizo un gesto hacia su sedán. Kurtz subió al asiento delantero con el chofer y los dos policías ocuparon el asiento posterior. Cuando llegaron a la calle donde estaba situado el estudio del artista alcanzaron a ver que Emily y Shay abandonaban el bordillo en un coche descubierto. Shay volvió la cabeza y luego aceleró. —¡Debemos detenerles! ¡Intercéptales el paso! —gritó Kurtz al chofer. El hombre pisó el acelerador a fondo, pero el enorme sedán era incapaz de superar al pe122

queño convertible. Los dos coches recorrieron a toda velocidad las calles empedradas y Kurtz golpeaba el salpicadero con ambos puños. —¡Detenedles! —gritaba—. ¡Detenedles! El estampido de dos disparos de pistola se escuchó nítidamente por encima del rugido de los motores. Kurtz se volvió asombrado y vio que uno de los policías disparaba por la ventanilla del sedán con medio cuerpo fuera del coche. Delante de ellos, el pequeño convertible viró bruscamente, luego redujo la velocidad y, finalmente, se detuvo. El chofer de Kurtz frenó detrás del convertible y los cuatro hombres corrieron hacia el pequeño vehículo. Encontraron a Myron Shay acunando a Emily en sus brazos mientras una mancha roja crecía rápidamente en su vestido. Más tarde, en el hospital de la compañía, el Dr. Moreau salió de la habitación privada y cerró silenciosamente la puerta detrás de él, con la expresión casi oculta en un rostro ya profundamente grabado por el tiempo. Tanto Kurtz como Shay dieron algunos pasos hacia él, pero el médico clavó sus ojos inyectados en sangre en el joven y le habló, ignorando a Kurtz. Intercambiaron unas pocas palabras en francés, luego el anciano médico palmeó a Shay en un hombro y el joven se dirigió hacia la puerta de la habitación. 123

Kurtz hizo un movimiento para seguirle pero el médico se interpuso. —¿Cómo sucedió? —preguntó en inglés. Kurtz se humedeció los labios. —Un accidente... una lamentable equivocación. Emily huía con ese... ¡ese artista! Yo intentaba detenerles y uno de mis policías pensó que se había cometido algún delito. —Supongo que era el joven Shay quien debía sufrir el accidente... como los otros jóvenes que usted ha golpeado cuando demostraron algún interés en su hermana —dijo secamente el anciano médico. El shock se le estaba pasando y a Kurtz no le gustaba que sus subordinados le replicaran. —Escúcheme, viejo borracho, no me venga con sermones. Le di un trabajo cuando nadie lo hubiese hecho. —No mencionó que le pagaba mucho menos de lo que hubiese tenido que pagarle a otro médico—. En este pueblo usted sólo tiene dos trabajos, cuidar de los enfermos y enterrar a los muertos. Limítese a sus tareas de médico-funerario, nada más. —Sí, señor —dijo el médico humildemente, pero sus ojos despedían chispas. —Muy bien. Veo que nos entendemos. Ahora, ¿cómo es que usted y Shay son tan amigos? ¿Acaso él también es extranjero? —Ha estudiado en París y habla francés —explicó Moreau—. Nos conocimos cuando 124

él llegó al pueblo y descubrimos que teníamos afinidades en común. Kurtz observó la enrojecida nariz del médico. —¿Afinidades en común? ¿Como cuáles... whisky y gin? —Ajedrez y conversación —dijo el médico—. El idioma francés es muy conveniente para hablar de arte y literatura. Kurtz agitó un dedo debajo de la nariz del médico. —¿Cómo está su inglés para hablar de medicina? ¿Cuál es el estado de mi hermana? ¿Cuándo podrá abandonar este hospital? —El proyectil atravesó el asiento antes de herirla. No penetró muy profundamente y, aparentemente, ningún órgano vital se ha visto afectado, pero ha perdido gran cantidad de sangre —dijo el médico—. Yo no aconsejaría que la moviese de aquí al menos durante una semana. Debe hacer reposo absoluto... y no debe excitarse. Luego, si no se presentan complicaciones... —Alzó una mano con la palma hacia arriba en un gesto significativo. Kurtz se tranquilizó. —Está bien, doctor, pero le aconsejo que permanezca sobrio. El médico se puso rígido. —Nunca bebo cuando debo tratar a un paciente. —Cumpla con esa regla —dijo Kurtz. 125

Los días que siguieron fueron muy desdichados para Felix Kurtz. Era obvio que las noticias del accidente sufrido por Emily se habían difundido por todo el pueblo. Todo el mundo sabía que había sufrido su primer fracaso... el artista no se había marchado. Toda vez que Kurtz volvía la cabeza de forma súbita, sorprendía a la gente riéndose de él, y los grupos de mineros callaban cuando él aparecía. Kurtz sabía que sus empleados le odiaban, pero le sorprendió descubrir que el accidente de su hermana era una fuente de diversión debido a la preocupación que le causaba. A Kurtz no le gustaba que se rieran de él, pero por el momento se sentía incapaz de remediarlo. Emily estaba demasiado débil para abandonar el hospital y Myron Shay se había trasladado virtualmente al hospital para estar cerca de ella. Kurtz se vio obligado a postergar sus esfuerzos por romper ese romance hasta que la muchacha se repusiera. Entonces vería por cuánto tiempo seguiría siendo objeto del ridículo. Mientras tanto, las miradas de temor que recibió de la joven pareja durante sus diarias visitas al hospital hicieron que su humillación fuese mayor. Tanto él como ellos sabían que sus días estaban contados. Y entonces sucedió lo inesperado. Diez días después del accidente, Kurtz fue llamado al hospital. Se encontró con un Dr. Mo126

reau de rostro pétreo quien le informó que Emily había muerto durante la noche. Kurtz levantó la sábana y miró el cuerpo inmóvil durante un instante; luego, sin demostrar ninguna emoción, ordenó al Dr. Moreau que se encargara del funeral. —¡Señor Kurtz! ¡Señor Kurtz! —Era la voz del chofer y Kurtz despertó al sentir que el hombre le sacudía un brazo—. Ya están listos para izar el ataúd. —No grites, pedazo de tonto. Sólo estaba descansando los ojos. Bajó del coche y se reunió con los hombres que estaban junto a la tumba abierta. El camión estaba detrás de la fosa y unas pesadas cadenas habían sido aseguradas al sólido ataúd preparándolo para izarlo al remolque. Dos de los hombres estaban listos para accionar la grúa mientras el otro guiaría los movimientos del ataúd. —Bien, ¿a qué esperáis? Adelante con ello. El tiempo es dinero. Y tened cuidado... eso es muy pesado. —No tanto como lo era —dijo el hombre—. En la tumba hay un montón de herrumbre, no debe haber quedado más que una delgada hoja de metal. El hombre agitó la mano y la grúa comenzó a girar, izando la caja con la cadena. Entonces la masa roja del ataúd de acero sa127

lió a la superficie y osciló suavemente mientras el hombre en tierra lo sujetaba con una mano. De pronto, un costado de la fosa se derrumbó bajo el peso de una de las ruedas del camión. Cuando la rueda se deslizó hacia abajo, el camión se ladeó haciendo que el ataúd cayera sobre un costado y chocara contra una lápida y, finalmente se estrellara en la tierra. Los hombres que estaban en el camión se colgaron de la grúa y miraron asombrados hacia el ataúd. Kurtz se acercó y echó un vistazo. Una sección de la tapa se había roto, revelando la postrada figura de una muchacha vestida con el cuello alto y las mangas largas de la moda de hacía medio siglo. Una de las orejas había sido dañada por un trozo de la tapa y Kurtz la tocó con dedos temblorosos. La oreja de cera, como todo el resto de las falsas y delicadas facciones, había sido construida con amoroso cuidado por las sensibles manos de un artista. De Hitchcock presenta. Historias para leer con sangre fría. Ed. Círculo de Lectores, S. A. Bogotá, 1984. Traducción de Gerardo di Masso.

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Epílogo:

Turno para el lector

Y ahora, lector, como cierre de esta colección de relatos, le proponemos un pequeño enigma, para que también usted pueda ejercitar su capacidad deductiva. Hallará la solución del enigma en la página siguiente. Pero no se apresure a consultarla, si no quiere privarse del placer de hallarla por usted mismo. Adelante: Es de noche. Un viajero cruza la frontera de un extraño país, en el cual, y el viajero bien lo sabe, las personas de raza negra dicen siempre la verdad, y los blancos siempre mienten. Se trata de un hecho comprobado e irrefutable. 131

Un grupo de tres hombres avanza desde lejos hacia el recién llegado. Éste, porque las sombras de la noche le impiden verlos con claridad, grita: —¿Son ustedes blancos, o negros? El primero responde algo que, dada la distancia que aún lo separa de ellos, el viajero no logra interpretar. Pero unos segundos después, cuando el grupo está ya más cerca, el segundo hombre habla, y su voz se escucha con toda nitidez: —Te oímos desde el comienzo. Mi compañero te respondió que era negro, y es verdad. Yo también soy negro. El tercero de nosotros es blanco. Pero éste se apresura a exclamar: —No, no es así. Ellos dos son blancos, y yo soy negro. El viajero medita un momento, y después sonríe complacido. Pues, gracias a un ejercicio de raciocinio, ha descubierto de qué color es cada uno de aquellos hombres. Y ahora es el turno de que lo descubra usted, lector. Pero recuerde. No basta con dar simplemente la respuesta (podría acertar por simple casualidad, y no es esto lo que se pretende). Lo importante es que sepa decir la exacta y lógica deducción que lo ha llevado a ella. Tómese su tiempo. Y suerte. 132

SOLUCIÓN El primer hombre dijo algo algo que el viajero no oyó. Pero, atención: por fuerza, sus palabras tuvieron que ser “Soy negro”. Si lo era, porque los negros siempre son veraces. Si, por el contrario, era blanco, porque los blancos siempre mienten. El segundo hombre afirmó: “Mi compañero dijo que es negro”. Como así fue, en efecto, este segundo hombre dijo una verdad, y a partir de ese momento puede creérsele todo cuanto dijo después: “... y es verdad. Yo también soy negro. El tercero de nosotros es blanco”. Resulta entonces claro que el tercer hombre, al desmentirlo, está mintiendo. Así, pues: los dos primeros hombres son negros, el tercero es blanco.

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