Cuando Lo Nuevo Conquisto America

Cuando lo nuevo conquistó América Víctor Goldgel Cuando lo nuevo conquistó América Prensa, moda y literatura en el sig

Views 69 Downloads 0 File size 707KB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Cuando lo nuevo conquistó América

Víctor Goldgel Cuando lo nuevo conquistó América Prensa, moda y literatura en el siglo XIX Premio de ensayo Ezequiel Martínez Estrada Casa de las Américas 2016

casa

Edición y corrección: María Elena Pérez Herrera Diseño de colección y de cubierta: Pepe Menéndez Diagramación: Luis Moya Medina La obra se publica con la autorización de SIGLO XXI EDITORES ARGENTINA, su editor original. © Víctor Goldgel, 2016 © Sobre la presente edición: Fondo Editorial Casa de las Américas, 2016

ISBN 978-959-260-482-7

casa

FONDO EDITORIAL CASA DE LAS AMÉRICAS 3RA. Y G, EL VEDADO, LA HABANA, CUBA www.casadelasamericas.org

ÍNDICE

Presentación / 9 Agradecimientos / 11 Introducción. La era de lo nuevo / 13 El mito de la revolución / 13 Organización del libro / 26 El «espíritu del siglo» y sus monstruos / 31 El nuevo mundo / 34 Modernidad / modernismo / 39 ¿Modernidad periférica? / 41 Sed de novedades / 45 PARTE I Periódicos / 47 1. Nuevos medios hacia comienzos del siglo XIX / 49 El periódico como nuevo medio / 49 La retórica del entusiasmo y de las «nuevas ideas» / 56 La aceleración de las letras / 69 Inventar la nación / 81 2. Curiosidad y variedades / 87 Vergüenza y genio mercantil / 87 El público, la curiosidad y la ambición perezosa / 94 La sección Variedades / 104

PARTE II Moda / 117 3. Nuevas formas de deseo y consumo / 119 El nacimiento de la moda / 119 Los petimetres y la moda de la filosofía / 130 Res novae / 138 4. Moda y civilización / 143 La moda civiliza / 143 «El instinto del nuevo estilo» / 152 La moda es el nuevo lujo / 159 Moda y alienación / 168 La moda expande su imperio / 175 PARTE III Literatura / 183 5. La literatura del mundo nuevo / 185 Hacer ver / 185 La originalidad del velo poético romántico / 192 Fauna americana / 200 La lengua en su lugar / 212 6. Deseo y fastidio / 226 El romanticismo como ruptura / 226 La novedad literaria como germen de revolución / 230 Juvenilismo / 239 Monstruosidad y razón / 246 Jaqueca del alma / 251 Bibliografía citada / 265 Publicaciones periódicas / 299

PRESENTACIÓN

Este libro analiza con agudeza las conmociones que la entrada en la modernidad provocó durante la primera mitad del siglo XIX en Hispanoamérica. Y lo hace atendiendo tanto a los textos más transitados por los estudios literarios (el Facundo, por ejemplo) como a la abigarrada red de publicaciones periódicas que caracteriza a la época, y a las transformaciones que la moda impuso en la vida cotidiana de grupos sociales que empezaban a conceder una importancia sin precedentes al consumo de productos europeos y a su propia capacidad de «estar al día». La propuesta central de reconstruir las condiciones que hicieron posible el ascenso de lo nuevo como criterio de legitimación en la cultura hispanoamericana, es sin duda ambiciosa; sin embargo, la conciencia sobre las particularidades de cada una de las regiones analizadas que Goldgel demuestra tener le permite evitar las generalizaciones en que suelen incurrir quienes, cautivados por sus propias hipótesis –muchas veces brillantes–, proponen una visión de los hechos cuya claridad sugiere desde un comienzo su escasa validez como historia. Por el contrario, el autor toma distancia de aquellos compañeros de empresa que limitan su espectro a una literatura nacional determinada y plantea, en cambio, una comparación entre la Argentina, Chile y Cuba, áreas previamente marginales de notorio crecimiento económico durante la época. De este modo, demuestra que, al iluminarse las unas a las otras, las reflexiones producidas en torno a lo nuevo en cada una de ellas revelan algunos de los secretos de su complejidad, y deben por lo tanto ser entendidas como variaciones de un problema más amplio. 9

Con ese tema como eje, esta obra hilvana otros tan poco estudiados como centrales para una comprensión cabal del período, haciendo justicia a sus mutuas implicaciones. Entre ellos, el legado del discurso de la Ilustración en el pensamiento de las generaciones románticas, los efectos que la prensa periódica ejerce sobre el estilo literario y el vínculo entre literatura y consumo. No es difícil advertir el paciente trabajo de archivo que hay detrás de este libro. Goldgel recorre publicaciones periódicas cuyo valor para una adecuada estimación de la época suele ser pasado por alto por aquellos investigadores de la literatura que, no por elevar los textos canónicos a una esfera superior, dejan de encontrar en ellos las explicaciones a los más amplios problemas sociales. La variedad de sus fuentes hace que Cuando lo nuevo conquistó América eluda este peligro y, a la vez, dé un marco coherente a la indagación de grupos literarios tan diversos como la generación argentina del 37, el círculo de escritores que Domingo del Monte reúne en Cuba o los redactores de periódicos inmediatamente anteriores a las independencias, cuya inscripción en una misma historia cultural hispanoamericana no disuelve sus peculiaridades. Tal vez la clave para entender esta elección de perspectivas, métodos y objetos de estudio resida en la trayectoria académica del autor, formado primero en la Universidad de Buenos Aires y adscripto en la actualidad a la academia norteamericana y, por ende, familiarizado tanto con los modos de la crítica literaria y la historiografía argentinas como con las corrientes teóricas de los departamentos de literatura de los Estados Unidos, en los que el estudio de la cultura material y de la historia de los medios ha desempeñado en los últimos años un papel importante. Sobre la base de esa doble formación ha logrado un libro original e indispensable, en el que la nitidez del análisis contribuye a esclarecer la complejidad de las cuestiones que estudia. TULIO HALPERIN DONGHI 10

AGRADECIMIENTOS

Esta investigación pasó por varias etapas, y en cada una de ellas se benefició de la inteligencia y la generosidad de profesores, colegas y amigos. En Berkeley, Francine Masiello, Julio Ramos, Tulio Halperin Donghi y Michael Iarocci leyeron y releyeron, con una paciencia y un entusiasmo que aún me sorprenden, la tesis de doctorado a partir de la cual empecé a desarrollar el libro; también José Rabasa, Mark Healey y Richard Rosa me ofrecieron valiosos comentarios. Durante mis temporadas en Buenos Aires, La Habana, Santiago de Chile y diferentes ciudades de los Estados Unidos tuve el privilegio de poder discutir el proyecto con Adriana Amante, Graciela Batticuore, Luisa Campuzano, Christopher Conway, Ambrosio Fornet, Jorge Fornet, Brian Gollnick, Noé Jitrik, Alejandra Laera, Patricio Lizama, Mariano López Seoane, Celina Manzoni, Samuel Monder, Leandro Morgenfeld, Hernán Pas, Dan Rood, Julio Schvartzman, Silvia Tieffemberg y Carlos Venegas. También les debo mucho a mis colegas de Madison, donde encontré condiciones casi inmejorables para trabajar en el libro, y a los editores de las revistas Estudios (Universidad Simón Bolívar) y Media History (Routledge), donde se publicaron versiones previas de esta investigación. Aunque ya están algo lejanos, debo decir que mientras escribía también me sentí orientado por mis años en la UBA: por los mapas del siglo XIX que me ofrecieron cátedras como la de Cristina Iglesia, Susana Zanetti, Oscar Terán y María Teresa Gramuglio, por ejemplo, por la voz amenazadora de David Viñas, por las travesías teóricas de Beatriz Sarlo o por la vehemencia 11

de Daniel Link (de quien probablemente saqué la idea de que lo nuevo puede ser un objeto de estudio). El libro tampoco hubiera sido posible sin el apoyo financiero del Social Science Research Council, el Center for Latin American Studies de UC-Berkeley, el Kluge Center de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y la Provost’s Office y la Graduate School de la Universidad de Wisconsin-Madison, a su vez financiadas por la Wisconsin Alumni Research Foundation (WARF). Me gustaría agregar que la ayuda inicial, y por lo tanto la más decisiva, fue la que me ofrecieron mis padres, mis abuelos y el sistema de educación pública argentino. La persona que más fuerzas me dio para escribir este libro es Sarah Wells y, por lo tanto, se lo dedico. Washington D. C., 25 de febrero de 2013.

12

INTRODUCCIÓN La era de lo nuevo

EL MITO DE LA REVOLUCIÓN Ya sea en el mundo académico, en el de los suplementos literarios o en el de la publicidad, nuestra cultura cuenta con un criterio infalible para indicar el valor de una obra: decir que es nueva. Cuando se envía una contribución a una revista, cuando se recomienda un libro o cuando se lo publica, resulta imperativo explicar en qué reside su novedad. Nada más natural. Y sin embargo, como todo criterio de valor, lo nuevo tiene una historia: ser original no siempre fue un requisito, y decir algo novedoso, lejos de ser un imperativo, fue durante mucho tiempo sinónimo de estar equivocado. ¿Cuál es la historia de la centralidad de lo nuevo como criterio de valor en nuestra cultura? ¿En qué momento empieza a ser posible, por ejemplo, descalificar un libro por viejo? ¿De dónde proviene la fuerza de las modas académicas, capaces de redireccionar el trabajo de generaciones enteras de investigadores? ¿Bajo qué condiciones se vuelve indispensable «estar al día» y pierde en cambio importancia el diálogo con la tradición? Preguntas tan amplias solo admiten una respuesta parcial, y la que propone este libro es investigar la creciente presencia y legitimidad cultural de lo nuevo que caracterizó a la primera mitad del siglo XIX en Hispanoamérica. En medio de profundas transformaciones políticas, tecnológicas, económicas y sociales, y eclipsando otros horizontes de sentido como la tradición y el dogma religioso, lo nuevo se convierte durante esa época en un criterio central de asignación de valor. Comparando regiones que se embarcan en procesos de emancipación política –el Río de la 13

Plata y Chile– con el contexto todavía colonial de Cuba, analizo dicho proceso enfocándome en el surgimiento de un nuevo medio (el periódico), la consolidación de un dispositivo social que opera una renovación constante de objetos y prácticas (la moda) y la continuidad entre dos formaciones discursivas características del período (la Ilustración y el romanticismo). El periódico, la moda y los discursos ilustrados / románticos no solo buscaron legitimarse sobre la base de su novedad, sino que además hicieron de lo nuevo un objeto de reflexión permanente. Durante las primeras décadas del siglo XIX, tanto las sociedades hispanoamericanas como las de gran parte del planeta son ya conscientes de estar atravesando una serie de cambios económicos, políticos y sociales de proporciones inusitadas; en palabras de Eric Hobsbawm (1997: 9-11), «la mayor transformación en la historia humana desde los tiempos en que los hombres inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado». A pesar de que muchas de las fuerzas sociales y económicas que contribuyen a esa transformación radical ya estaban presentes en el período anterior, esa «era de la revolución», que se extiende entre 1789 y 1848, es el momento de su triunfo. Cuando lo nuevo conquistó América se ubica en la zona hispanoamericana de este contexto. Más allá de las continuidades en la vida social que puedan señalarse, casi todas las regiones del continente debieron pronto aceptar que la ruptura política con España era irreversible, y que había que convivir con las oportunidades y los peligros de la naciente era republicana. Como gran excepción a este proceso, Cuba conservó su estatuto colonial hasta finales de siglo, y experimentó los efectos de la Ilustración y el liberalismo al ritmo de la península; y lo que es aún más importante, el boom del azúcar la transformó en uno de los principales nodos de la modernidad atlántica, en la región hispanoamericana de desarrollo material 14

más notable y en un temprano ejemplo, por la vía de la esclavitud, de la capacidad deshumanizadora del capital. A los fines de este libro, en todo caso, los cambios que la era de la revolución trajo consigo solo son relevantes en la medida en que contribuyen a entender el modo en que la novedad se convirtió en un concepto central para la asignación de valor y sentido, cuyas connotaciones negativas fueron perdiendo peso. En el período anterior, lo nuevo también había estado muchas veces en la base de juicios estéticos, cognitivos y morales; estos juicios, no obstante, eran con mayor frecuencia condenatorios. Esto no significa, por supuesto, que la novedad haya tenido que esperar hasta el siglo XIX para ser valorada: desde el teatro de Aristófanes y la obra de Ovidio, pasando por los trovadores medievales y las Siete Partidas de Alfonso el Sabio, y alcanzando un conocido apogeo en el Renacimiento, la cultura occidental mostró un fuerte interés por lo nuevo. Desde finales del siglo XVI y hasta mediados del XVIII, sin embargo, el impulso innovador de la cultura española se había visto en gran medida interrumpido, sobre todo en el campo de las ciencias (Maravall, 1964: 188-192, 211, 223). En contraste con esto, a partir de las últimas décadas del siglo XVIII los letrados del Nuevo Mundo empiezan a recurrir a la categoría de lo nuevo para legitimar situaciones, objetos y prácticas. En aquellas regiones del continente en las que la cultura colonial había logrado menos desarrollo –como el Río de la Plata, Chile y Cuba–, lo nuevo alcanzó muy pronto un lugar de privilegio en el discurso de las elites. Es más: la experiencia de lo nuevo era concebida muchas veces como una tarea. En ese sentido, conviene recordar que las novedades efectivas (los primeros periódicos, los cambios en el consumo, el liberalismo, el ferrocarril, etc.) se vieron acompañadas por el militante deseo de novedades característico de las elites modernizadoras. Desde la perspectiva de estas, la definición de «novedad» que Covarrubias había dado en su Tesoro 15

de la lengua castellana o española de 1611 era ya insostenible: «Cosa nueva y no acostumbrada. Suele ser peligrosa por traer consigo mudanga de uso antiguo». Aunque la palabra conserva hasta muy entrado el siglo XIX su sentido muchas veces negativo de «desconcierto» o «sorpresa», este tipo de uso se vuelve cada vez más residual. De esta manera, la experiencia de lo nuevo signada por la incomprensión, el escándalo y la resistencia –ante una extravagancia en el vestir, un desvío de las normas sociales o un abandono de las reglas estéticas, por ejemplo– pierde terreno frente a otra caracterizada más bien por el entusiasmo. Con los experimentos liberales de comienzos del siglo XIX, las elites hispanoamericanas se vieron obligadas a redefinir sus vínculos con la tradición española y a actuar sobre la base de las nuevas realidades políticas. Una de las consecuencias más conocidas de este proceso fue el desarrollo, a lo largo del continente, del mito de la revolución –esto es, de la idea de que una ruptura radical con el pasado era a la vez posible, necesaria y autosuficiente–. Como parte de la elaboración de ese mito, el pensamiento liberal articuló una retórica rupturista en la cual la colonia quedaba asociada con lo viejo, el oscurantismo y la Edad Media, mientras que la emancipación se definía, en cambio, como el inicio de la era de lo nuevo (Subercaseaux, 1997: 28). Vale la pena consignar el gran olvido que esta retórica suponía: a lo largo del imperio, el discurso de la Ilustración había hecho que desde finales del siglo XVIII hablar de una ruptura con el pasado se volviese un lugar común. En 1791, por ejemplo, el Papel Periódico de La Havana propugna la fundación de la Real Sociedad Patriótica en la isla con el argumento bastante generalizado de que la «luz» va a poner fin a la edad de la oscuridad y el prejuicio (n° 71, 4/9/91, p. 283).1 Algo muy parecido va a afirmar, desde el momento 1

16

Las citas de las publicaciones periódicas siguen este formato (como el del presente ejemplo, muchos periódicos se conservan encuadernados en tomos

mismo de su aparición, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio en el Virreinato del Río de la Plata («Prospecto», 1802, IV), y lo mismo sucede con muchas otras publicaciones. El hecho de que a partir de las guerras de independencia la reivindicación de lo nuevo se cargase de connotaciones políticas, por lo tanto, no debería impedir observar que ya desde el período anterior suponía la ruptura con cierta época y la entrada en otra –justamente, la de las nuevas ideas–. Desde esta perspectiva, la condena del «insufrible silencio de tres siglos» con la que el primer periódico chileno se presenta a sus lectores (La Aurora de Chile, «Prospecto», 12/2/12, pp. 1-2), o la denuncia del «despotismo» y los «trescientos años de opresión y de silencio» que arroja en Cuba El Patriota Americano aprovechando un breve período de libertad de prensa («Introducción», t. I, 1811, s/p) respondían tanto a novedosas situaciones políticas como a la tradición discursiva del reformismo ilustrado. La importancia de dicha tradición quedó durante mucho tiempo invisibilizada por la condena del pasado colonial que exigieron las independencias, una condena que acercó a las elites a ese discurso de la Europa del norte según el cual el mundo hispano se caracterizaba antes que nada por la barbarie y el atraso. Poco a poco, tanto en América como en Europa, las revoluciones y las novedades producidas en torno a estas dejan de ser entendidas como anomalías, episodios aislados o signos de decadencia. Los cambios, empieza a argumentarse, son signos de progreso. En este sentido, revolución se transforma, a partir de 1789, en un concepto metahistórico, capaz de darle coherencia y valor trascendente a una miríada de episodios individuales de paginación continua). Los destacados en cursiva de las citas pertenecen a los originales, salvo que se indique lo contrario. La puntuación y la ortografía, en cambio, han sido levemente modernizadas para facilitar la lectura.

17

(Koselleck, 1985: 50). En el marco epistemológico que así se inaugura, lo nuevo y el mito de la revolución adquieren una legitimidad sin precedentes (Halperin Donghi, 1961: 23). Como había sucedido en otras partes del mundo, las nuevas repúblicas del continente llegaron incluso a instaurar un nuevo tiempo, como lo expresan el Almanak Patriótico de Buenos-Ayres para el año décimo de nuestra libertad, publicado en 1819, o el Almanak chileno para el año de 1831. XXII de nuestra libertad política. El pasado monárquico, en la misma medida, empezó a ser descripto como inquisitorial y opresivo. La experiencia de este nuevo tiempo, sin embargo, no era la misma para las diferentes generaciones, y en ese sentido conviene aclarar que, si bien las enfáticas denuncias del pasado fueron desde muy temprano necesarias para otorgarle legitimidad ideológica a la emancipación, quienes habían sido educados bajo la monarquía no consideraban aún absurdas ciertas continuidades. Para los argentinos o los chilenos que empezaron a escribir en la década de 1830, en cambio, ese pasado ya había perdido su coherencia con respecto al presente, y sus manifestaciones empezaban, por lo tanto, a ser percibidas como molestos obstáculos en la marcha del progreso (Lempérièriere, 2008: 249). Pero ya sea que lo pensemos en el marco de la Ilustración, en el de las luchas por la emancipación política o en el de los más tardíos esfuerzos por lograr una independencia cultural, el gesto rupturista que acompaña la celebración de lo nuevo exige que diferenciemos su efectividad retórica, indudable, del reduccionismo histórico que acarrea. Como observa Halperin Donghi: «La continuidad entre pasado prerrevolucionario y revolución puede –y acaso debe– ignorarla quien hace la revolución; no puede escapar a quien la estudia históricamente» (1961: 9). Analizar las declaraciones de ruptura con el pasado características del período exige entonces distinguir entre dos posiciones de sujeto (la de quienes creen en la ruptura y la de quienes se muestran escépti18

cos), pero no con el objetivo de elegir entre ellas: es una ficción iluminista considerar que la verdad solo es visible desde la segunda, o que el transcurrir de la historia hace que ya no sea posible creer en la primera (el «ya no»: gran comodín de la modernidad, como veremos). ¿Qué sentido tendría desestimar el gesto rupturista de los siglos XVIII y XIX, cuando este no deja de reiterarse de innumerables formas: en las vanguardias, en la publicidad, en las revoluciones políticas, en el fin de la historia, en esos teóricos de lo posmoderno que creyeron posible dar por terminada la era de la ruptura con una ruptura más? Por el contrario, resulta necesario analizar la historia del rupturismo, que en cierto momento se vuelve inseparable de la del tropo «modernidad». La modernidad, en efecto, no solo ha sido definida en términos de la racionalización y la secularización del mundo; como indica Fredric Jameson, también es posible pensarla a partir de su capacidad para producir una forma muy peculiar de excitación intelectual ante lo que parece ocurrir por primera vez (2002: 34). También Paul de Man se refiere a esta excitación, al hablar de un «tono» –esa zona afectiva del lenguaje, podríamos decir– propiamente moderno, en el que la confianza en la ruptura sobrevive a la cada vez más extensa tradición de «nuevos comienzos» (1983: 152). La mirada crítica, por lo tanto, exige al mismo tiempo no dejarse engañar por el gesto rupturista y analizar su poder de seducción, su capacidad de generar entusiasmo. La experiencia de lo nuevo puede ser analizada desde dos perspectivas muy distintas, que responden a las dos posiciones de sujeto recién mencionadas. De acuerdo con la primera (indispensable en el marketing académico), la ubicuidad de las polémicas en torno a lo nuevo hacia comienzos del siglo XIX permitiría afirmar que la cultura hispanoamericana entró en su etapa moderna mucho antes de lo que se suele suponer, y así tomar distancia de todos aquellos críticos que sitúan su origen en la consolidación de los Estados nacionales propia de las últimas décadas del siglo, 19

o de quienes ven en el modernismo el primer movimiento literario moderno. José Martí, desde este punto de vista, debería ceder su rol de primer teórico de la modernidad cultural hispanoamericana a Domingo F. Sarmiento, Sarmiento a Simón Rodríguez, este a los escritores ilustrados de finales del siglo XVIII, y así sucesivamente. La segunda perspectiva, más atenta a la historia, permite relativizar nociones como la de ruptura, observando el modo en que en todo presente habitan también el futuro y el pasado. El primer punto de vista preserva el atractivo de la novedad –con sus connotaciones modernas de mejora, liberación, originalidad, etc.– y, por ende, mantiene abierta la posibilidad de entender la importancia que este atractivo tuvo y sigue teniendo sobre los sujetos. El segundo produce cierto escepticismo hacia lo (supuestamente) nuevo y lo entiende, antes que nada, como una suerte de ilusión: simple efecto retórico o, en todo caso, variación del uso y la función de elementos culturales ya disponibles. La primera perspectiva genera el entusiasmo necesario para dejarse convencer por una periodización; la segunda nos hace ver las continuidades que la niegan. El hecho de que ambas se entrecrucen a lo largo de este libro se debe, me gustaría sugerir, a que cualquier estudio sobre la modernidad necesita valerse de los principios fundamentales de esta si es que aspira a la relevancia, y ponerlos en cuestión si es que aspira al rigor crítico. Esta doble relación con lo nuevo, por otra parte, no solo caracteriza nuestra posición como investigadores de un período determinado, sino también las tensiones ideológicas que le son propias. En lo que hace al siglo XIX hispanoamericano, la crítica cultural –Ángel Rama, por poner un ejemplo paradigmático (1985: 67)– ha sintetizado dichas tensiones oponiendo a quienes «maximizaron la posibilidad renovadora» (en particular, los jóvenes románticos de las regiones donde la tradición colonial ejercía menos peso, como el Río de la Plata) y quienes, en cambio, la minimizaron (como los escritores del neoclasicismo o, hacia fines 20

de siglo, los impulsores de las doctrinas positivistas de «orden y progreso»). Rama destaca el utopismo de los primeros y, momentáneamente transportado por la excitación moderna, sostiene además que fueron los artífices de «la primera operación vanguardista de los nuevos países». De los segundos hace una descripción acorde con los adjetivos que les dedica: «cautos», «equilibrados» y «realistas», estos prefirieron entender el cambio histórico en términos de «una evolución lenta que recogía las imposiciones recibidas de la colonia y procuraba modificarlas gradualmente» (1985: 67). Cuando se recorren los archivos de la primera mitad de aquel siglo, una metáfora en particular expresa estas tensiones: la del edificio. El modo en que un escritor la utiliza da una idea general de su orientación política (conservador, reformista, revolucionario) y, en ese sentido, de su manera de relacionarse con lo nuevo. En 1844, por ejemplo, la Revista Católica de Chile le critica a Francisco Bilbao que haya pintado «nuestra santa religión como un viejo edificio que es preciso derribar desde sus cimientos para establecer creencias que no se conocen todavía» (n° 31, 1/7/44, p. 252). Pocos años después, en una conocida polémica, Juan B. Alberdi apela a la metáfora para atacar a Sarmiento, a quien declara atrapado en una lógica belicosa incompatible con los nuevos tiempos: «Destruir es fácil, no requiere estudio; todo el mundo sabe destruir en política como en arquitectura. Edificar es obra de arte que requiere aprendizaje» (Alberdi y Sarmiento, 2005: 89-90). Desde posiciones más radicales, en cambio, era común opinar que los viejos edificios debían ser barridos del todo. En 1823, El Despertador Araucano sugiere al público de Santiago: «¿Por dónde pues empezar en un Estado en que nada hay hecho? ¿Por dónde? [P]or voltear todo lo inútil; que lo que se haya de hacer debe criarse todo de un golpe» (n° 1, 3/5/23, p. 6). Expresando una posición intermedia, el redactor de El Observador Americano de Buenos Aires señala en 1816 que las desgracias de los argentinos se deben en parte a que en lugar de «levantar el 21

nuevo edificio sobre algunos muros antiguos», estos quisieron tirar todo abajo (n° 1, 19/8/16, p. 4). La metáfora servía incluso para expresar la simultaneidad del entusiasmo y el escepticismo. Este es el caso, en 1821, de un periodista de La Habana: «He aquí el fruto que nos proporcionan las revoluciones: nosotros destruimos; echamos los fundamentos de un nuevo, sólido, y hermoso edificio [...] y después... después vuelta a destruir y vuelta a ser infelices» (El Amigo del Pueblo, n° 30, 22/7/21, p. 119). Arquitectos de una visión de la historia, cada uno de estos escritores le asigna un rol diferente a lo nuevo. Y dado que la novedad no arrasó con otros criterios de legitimación sino que se abrió camino entre ellos lentamente, no es extraño que a veces sus defensores la identificasen con lo antiguo para defenderla. Andrés Bello, por ejemplo, señala en El Repertorio Americano que las revoluciones hispanoamericanas se llevaron a cabo no como rechazo de la tradición de «nuestros mayores» sino, por el contrario, de acuerdo con «el espíritu de sus antiguas instituciones» (vol. 3, 1827, p. 194). Escribiendo en Inglaterra, donde el reformismo liberal impugnaba cualquier esbozo de jacobinismo, Bello fue uno de los tantos hispanoamericanos que se preocupó por presentar las insurrecciones como movimientos moderados (Pons, 2006: 274 y 286). Pero lejos de limitarse a cumplir fines tácticos, esa visión era coherente con el tradicionalismo político que había en gran medida caracterizado a las elites de la emancipación: el de las juntas americanas que se formaron alrededor de 1810, por ejemplo, cuyo enfrentamiento con la metrópoli pasaba por reivindicar antiguos derechos y libertades (Annino, 2003: 168). En ese sentido, cabe destacar que la denuncia de la hybris prometeica de quienes se creían capaces de construir un nuevo edificio social de la noche a la mañana no implicaba necesariamente un rechazo de las nuevas realidades. Por otra parte, si la metáfora del edificio nos parece hoy del todo coherente con la idea de que los hispanoamericanos se 22

estaban embarcando en un proceso de construcción de sus naciones, la existencia simultánea de otras –la del terremoto, por ejemplo– pone en duda esa confianza en la capacidad de los sujetos para usar las novedades como ladrillos. En 1812, La Aurora de Chile sugería que las revoluciones «se asemejan a esos grandes terremotos, que rasgando el seno de la tierra descubren sus antiguos cimientos, y su estructura interior: trastornando los imperios manifiestan la organización profunda, y los resortes misteriosos de la sociedad» (n° 23, 16/7/12, p. 1). En la base del optimismo de La Aurora estaba la idea de que las revoluciones no implicaban un comienzo ex nihilo sino más bien una reparación o restitución: las «novedades» chilenas de 1810 en adelante debían cobrar sentido en los esquemas conceptuales del pasado. Desde esta perspectiva se vuelve evidente que la renovación aún era parte de las costumbres; que estas, lejos de poseer la rigidez que sugiere el término tradición, constituían una arena de luchas y cambios (Thompson, 1993: 6). Además de la tradición política española, hubo también durante esas décadas otro pasado importante –uno mucho más local, por así decirlo–. A pesar del abismo que las separaba de regiones como México y Perú, donde fenómenos como el neoaztequismo habían puesto en evidencia la importancia de una conciencia criolla durante el siglo XVIII, también las elites de Cuba y el Cono Sur apelaron a ese pasado. Recordemos, por ejemplo, que fue el gran agente cultural cubano del período, Domingo del Monte, quien le sugirió a José María Heredia que buscase inspiración en Perú y Tenochtitlán y que, desde su construcción en 1837, el símbolo más popular de la ciudad de La Habana para la elite criolla fue la Fuente de la India (Venegas Fornias, 1990: 30). En Buenos Aires, del mismo modo, el tema indigenista (en combinación con el romano, por cierto) fue parte de la coreografía con la que se inauguró la pirámide de mayo en 1811 (Burucúa y Campagne, 2003: 450). Paradojas del nacionalismo: 23

como parte de su invención, las naciones modernas deben glorificar las raíces que las unen con la antigüedad más remota. En ese sentido, si ante el gesto rupturista debemos preguntarnos por las continuidades que este esconde, ante el tradicionalista la pregunta es la inversa; así como lo viejo puede ser utilizado con nuevos propósitos, la novedad no es menos nueva por vestirse a la antigua (Hobsbawm y Ranger, 1992: 5, 14). La aparición del espíritu de Huayna Cápac en «La victoria de Junín», el poema de José Joaquín Olmedo dedicado al gran héroe de la modernidad política hispanoamericana, o incluso la de los valientes aztecas en «En el teocalli de Cholula», de José María Heredia, podría hacer pensar que ese pasado iluminaba aún a los escritores hispanoamericanos. Hay que recordar, sin embargo, que la función de Huayna Cápac en el poema de Olmedo es anunciar el futuro, y que Atahualpa, Túpac Amaru y los aztecas responden, en la obra de Heredia, a las necesidades del mundo de Bolívar y los revolucionarios griegos. De modo más general, puede decirse que las alabanzas del pasado indígena por parte de las elites criollas triunfantes fueron una buena forma de cimentar su autoridad en el nuevo universo político sin por eso hacer concesiones a los pueblos originarios con los que efectivamente convivían (Jitrik, 1995: 38; Cañizares-Esguerra, 2001: 8-9). En la medida en que pierde su capacidad de darle sentido al presente, el pasado empieza a ocupar una posición diferente en el discurso cultural. A partir de su experiencia de los Estados Unidos, Alexis de Tocqueville (1840: 176) resume así el fenómeno: «Me remonto de siglo en siglo hasta la antigüedad más remota; no distingo nada que se parezca a lo que tengo delante de mis ojos. El pasado ya no ilumina el porvenir, el espíritu avanza entre tinieblas».2 De manera paralela, los esfuerzos por fomentar un tipo de experiencia que tuviera la novedad como centro –ya 2

24

A menos que se indique lo contrario, las traducciones me pertenecen.

presentes sin duda en el discurso ilustrado del siglo XVIII– alcanzan su paroxismo con el mito de la revolución. Si algo expresa este mito moderno por antonomasia es el hecho de que el presente ya no encuentra en el pasado las normas que necesita para orientarse y debe, por lo tanto, crearlas por sí mismo (Habermas, 1987: 7). Recordemos, por ejemplo, el futurismo descarnado de El Despertador Araucano, el periódico chileno que proponía voltear todo lo inútil: «Es forzoso renovarnos absolutamente: criarnos si es posible una manera nueva de ver y de sentir. Puesto que nuestra conducta anterior es mala y es pésima, nada arriesgamos en el cambio» (n° 1, 3/5/23, p. 3). La voluntad de hacer tabula rasa y orientar la razón y los sentidos hacia lo nuevo no podría ser más explícita. Como se desprende de todo esto, durante la primera mitad del siglo XIX la novedad desempeñó un papel central tanto en los esfuerzos por fundamentar la legitimidad política de las naciones hispanoamericanas como en la reformulación del vínculo que los sujetos establecían con el tiempo y con la historia. En la modernidad, argumentó Reinhart Koselleck (1985: 257), el «pasado presente» (la experiencia) pierde peso frente al «futuro vuelto presente» (la expectativa); el abismo que se abre entre ambos hace que el presente empiece a ser vivido como un tiempo de continua ruptura o transición, en el cual priman lo nuevo y lo inesperado. En este libro, la modernidad es concebida precisamente como una relación cotidiana con lo nuevo y lo inesperado, en la que la sensación de ruptura con el pasado se ve acompañada tanto por el entusiasmo como por el desconcierto y la angustia.3 3

Cabe señalar que las transformaciones radicales que caracterizaron el siglo XIX también habrían de generar, como reacción, y en particular durante la segunda mitad del siglo, un interés creciente por la memoria y el pasado, visible en la oleada de narraciones históricas que producen autores como Lucas Alamán, Bartolomé Mitre o Benjamín Vicuña Mackenna, en la importancia del recuerdo en generaciones literarias como la argentina del

25

ORGANIZACIÓN DEL LIBRO El libro se divide en tres partes. En la primera, el objeto principal de análisis es la prensa periódica; en la segunda, la moda; y en la tercera, el contínuum entre el discurso ilustrado de finales del siglo XVIII y los textos del período romántico que se abre hacia 1830. En diálogo con debates recientes sobre la historia de los medios, la primera sección considera el modo en que el periódico fue concebido como un nuevo medio para la producción escrita. Este enfoque, según propongo, permite entender una transformación más amplia en las prácticas de lectura y escritura, en los modos de autoridad discursiva (en los que, por ejemplo, empieza a cobrar peso la opinión del público o el estar al tanto de las publicaciones más recientes) y hasta en la forma en que una comunidad determinada definía la memoria y la capacidad de pensar. En ese sentido, presto especial atención a los esfuerzos por estimular la curiosidad del lector y por darles variedad a las publicaciones, y analizo el proceso de aceleración y simplificación de la prosa que, como consecuencia, se produce. Este proceso, por un lado, ponía en crisis la relación tradicional con el saber y, por otro, echaba luz sobre la evolución de algunas formas literarias, como la novela. La segunda sección analiza cómo, en el contexto de una fuerte transformación de los patrones de consumo, la moda fue extendiendo su área de influencia hasta imponer su lógica en la literatura, que empieza a regirse entonces por la lógica de la renovación acelerada: decir que el paso del tiempo les quita valor a los escritores y a los movimientos literarios, por ejemplo, se vuelve cada vez más frecuente. En la medida en que logró ochenta ( itri ,1 82: 8-80) o incluso en el propio modernismo ( ontaldo, 1 : 1 -2 ).

26

legitimar una dinámica de renovación periódica de objetos y de prácticas, la moda se convirtió, durante el período, tanto en un paradigma para las reflexiones sobre los tiempos modernos (en las que el concepto de moda se confundía muchas veces con el de «progreso») como en una novedosa fuente de valor en la esfera de las letras (en donde la ruptura con las formas literarias del pasado empezó a ser propugnada con intensidad creciente). No obstante, al entrar en conflicto con viejos criterios de validación, como la utilidad y la tradición, la moda despertó también múltiples resistencias. Así, abundan los letrados que, si bien celebran su potencial civilizador, descubren además, a través de ella, algunas de las aporías que la modernización traía consigo. La tercera y última parte explora las conexiones entre el discurso de la Ilustración y el romanticismo, y empieza por remontarse hasta finales del siglo XVIII para encontrar los antecedentes del súbito interés por la originalidad, la lengua americana y la realidad local que caracterizó las décadas de 1830 y 1840. Los escritores del período romántico hispanoamericano heredan el esfuerzo ilustrado por despertar un deseo de novedad y crear una nueva mirada sobre el mundo; estrechamente asociado al concepto de revolución, el romanticismo es concebido como un paradigma para pensar la experiencia del cambio y para propiciarlo. Aquella mirada y aquel deseo, que se manifestaron de modo extremo en el rupturismo estético del período, despertaron no pocos conflictos. Entendidas por algunos como originales y por otros como monstruosas, las novedades románticas obligaron a reconsiderar la noción misma de literatura, definida hasta entonces en estrecha asociación con el saber y la moral. Al mismo tiempo, la legitimidad creciente del deseo suscitó un sinnúmero de reflexiones en torno a su lado oscuro: el fastidio, la melancolía o el «mal del siglo». Dado que la literatura hispanoamericana del siglo XIX, en particular durante sus primeras décadas, consiste sobre todo en 27

los periódicos, las tres secciones del libro contienen numerosas referencias a ellos y, en particular, a los publicados entre 1790 (cuando aparece El Papel Periódico de La Havana, considerado por la crítica cubana como el primero con un peso significativo en la isla) y la década de 1850, cuando el universo literario empieza a estar más cerca del descripto por la abundante bibliografía sobre finales del siglo que al mucho menos estudiado de sus décadas iniciales (con la caída de Rosas, en 1852, la prensa argentina entra en una etapa de rápida expansión; diarios como El Ferrocarril, que aparece en Santiago en 1855, marcan en Chile el inicio de un periodismo independiente más ligado a la información y al mercado que a la propaganda doctrinaria; en Cuba, la era del periódico en tanto gran empresa se venía manifestando desde la década anterior, con publicaciones como El Faro Industrial y El Noticioso y Lucero).4 Como sus títulos anuncian, los periódicos de la época mezclaban la literatura con muchos otros intereses: El Despertador Araucano. Periódico político y literario (Santiago, 1823); El Granizo. Diario político, literario y comercial (Buenos Aires, 1827); El Observador Habanero. Periódico político, científico y literario (La Habana, 1820). A pesar de esta heterogeneidad, sus redactores solían trazar ciertas líneas divisorias: las publicaciones que tenían por objeto saberes científicos o literarios se distinguían tanto de las «políticas» como de las «mercantiles». El corpus de este libro está en gran medida constituido por estas publicaciones que, autodenominándose literarias, se autodefinieron como no políticas ni mercantiles, y se propusieron, en ese sentido, ir más allá de las llamadas «cuestiones del día». Se trata, en muchos casos, de publicaciones que solo conocen los especialistas. Al mismo tiempo, sin embargo, el corpus se ramifica hacia 4

28

Sobre los cambios que se operan en la prensa periódica hacia la década de 1850, véanse Checa Godoy (1993: 81-86), Valdebenito (1956: 64) y Fornet (1994: 44).

autores cuyos nombres son del todo reconocibles –el lector, de hecho, probablemente los perciba como centrales–. Entre los más recurrentes se cuentan, en el Cono Sur, Andrés Bello, Juan García del Río, Domingo F. Sarmiento, Victorino Lastarria, Alberto Blest Gana, Juan B. Alberdi, Juan María Gutiérrez, Esteban Echeverría y Juana Paula Manso; y, en el caso cubano, José Agustín Caballero, Félix Varela, Domingo del Monte, Cirilo Villaverde, Gertrudis Gómez de Avellaneda y Ramón de Palma. En lo que hace a escritores de la península cuyos textos circularon en Hispanoamérica (en algunos casos a través de Londres, donde había una gran concentración de exiliados españoles) se destacan José Joaquín de Mora y Mariano José de Larra. Si abordo los textos de estos escritores desde un punto de vista transregional y en estrecha relación con la prensa periódica es para evitar el modus operandi más característico de las investigaciones literarias, que consiste en limitar el análisis a autores individuales y en inscribirlos en sistemas literarios de escala solo nacional. En ese sentido, mi propuesta responde a una tendencia cada vez más marcada en los estudios del período. En una clásica muestra de la importancia que le concedemos a lo nuevo, la acumulación de investigaciones que giran en torno a la formación de comunidades imaginadas o esferas públicas nacionales, característica de las últimas dos décadas, empezó hace algunos años a estimular abordajes que, postulando el agotamiento de dichos estudios, buscan fundamentar su propio valor en el hecho de estar haciendo algo distinto (Roldán Vera y Caruso, 2007: 11; Brickhouse, 2004: 23; Mejías-López, 2009: 54). También mi enfoque pone de relieve el carácter transnacional de la cultura hispanoamericana de las primeras décadas del siglo XIX, un período en el que el continente se embarca en la extraña tarea de construir diferentes Estados sobre la base de una nacionalidad en gran medida común a todos ellos (Guerra, 2003: 220). Los letrados hispanoamericanos, en efecto, concebían la literatura del 29

continente en términos más o menos unitarios, tal como indica con toda claridad Sarmiento (1948: 208): «Nuestra literatura naciente es más bien que nacional, americana; en todas sus partes la civilización es poco más o menos una misma: el idioma, las costumbres, las ideas y aun los recuerdos históricos no se han trazado límites precisos todavía». Ahora bien, ¿por qué centrar el análisis en el Cono Sur y Cuba? Por un lado, por lo que ambas regiones tienen de distinto: en el caso del Cono Sur, nuevas repúblicas; en el de Cuba, un territorio que mantiene su estatuto colonial y un sistema económico basado en la esclavitud durante casi todo el siglo. Por otro lado, por lo que tienen en común. En primer lugar, ambas regiones experimentan un desarrollo económico sin precedentes durante el período. Fueron justamente las zonas antes marginales de Hispanoamérica, como Cuba, el Río de la Plata y Chile, las que mejor resistieron las crisis que trajo aparejada la emancipación (Halperin Donghi, 1980 [1969]: 165). En segundo lugar, aquella misma marginalidad hizo que la herencia cultural fuera en ellas mucho menos importante que en lugares como México o Perú, lo cual no pudo sino afectar el tipo de disposición de las elites hacia lo nuevo.5 5

30

Lejos de limitarse a la propia Hispanoamérica o España, los vínculos transnacionales de estas culturas incluían también regiones como los Estados Unidos (donde Félix Varela y José Antonio Saco editan sus periódicos, por ejemplo) y Londres (donde un número considerable de españoles emigrados mantiene en movimiento una serie de empresas editoriales que tienen a Hispanoamérica como horizonte). Periódicos como Variedades, o Mensagero de Londres (1823-1825) o El Instructor (1834-1841) fueron leídos a lo largo y a lo ancho de Hispanoamérica; solo entre 1823 y 1828, el editor Rudolph Ackermann publicó casi cien títulos en castellano (gran parte de ellos, sus famosos manuales escolares o catecismos) para ese nuevo mercado (Ford, 1982: 138). Aunque habría que esperar hasta el auge de los folletines para que la noción de industria literaria se convirtiese en moneda corriente en Europa, estas publicaciones son ya ejemplos de una época en

EL «ESPÍRITU DEL SIGLO» Y SUS MONSTRUOS Desde comienzos del siglo XIX, la invocación de la novedad no solo le asigna a esta un valor generalmente positivo sino que, además, incluye con cada vez mayor frecuencia la idea de que lo nuevo puede, y acaso debe, ser buscado por sí mismo (y no por lo que tenga de útil, por ejemplo). Si, como indiqué antes, el concepto de revolución adquiere durante la época una dimensión metahistórica, algo muy similar sucede con el de lo nuevo: cualquier novedad particular, empieza a argumentarse, es apenas el efecto de una fuerza más general: el «espíritu del siglo», el «Progreso». El deseo de lo nuevo encuentra así su justificación ideológica. El justo equilibrio entre este deseo presente en cada individuo y aquel espíritu de índole general no era fácil de establecer, sin embargo, como puede observarse en una de sus manifestaciones más discutidas durante la primera mitad del siglo XIX: la moda. En el creciente peso social de la moda, los letrados hispanoamericanos vieron, además de una manifestación del progreso, el peligro de ese accionar característico de la modernidad por el cual se privilegia de manera acrítica lo nuevo por sobre lo viejo. Pero el hecho de que el espíritu del siglo le diese a lo nuevo un carácter necesario también significó que nada que se opusiera a la ideología hilvanada en torno a dicho espíritu podía ser celebrado como tal. Y dado que los materiales consultados para esta investigación fueron producidos en su gran mayoría por y para las elites, no es sorprendente que en ellos las novedades relativas a los grupos subalternos sean ignoradas o percibidas como monstruosas. Las novedades lingüísticas constituyen un buen ejemplo: en casos como el de la Sociedad Patriótica de La Habana, que desde la que, como se ala icente Lloréns (1 : 1 ), las empresas editoriales francesas e inglesas «lanzaron sobre mérica sus productos con la misma fiebre especuladora que otros industriales».

31

finales del siglo XVIII advierte sobre la «corrupción» de la lengua en boca de los esclavos, o en el del Diccionario provincial de voces cubanas de Esteban Pichardo, publicado en la isla en 1836, el habla de los negros queda ubicada en una zona de incorrección o anomalía. Del mismo modo, en el Cono Sur, escritores como Esteban Echeverría, Domingo F. Sarmiento o Juan María Gutiérrez critican la resistencia de sus pares más conservadores a desarrollar una nueva lengua propiamente americana, pasando por alto que la literatura gauchesca la venía produciendo desde hacía varias décadas (Rama, 1994: 181), o que ellos mismos –es el caso de la lengua popular recreada en El matadero– la rechazaban por abyecta en el momento mismo de articularla. Y si los letrados de la Buenos Aires independiente viven con entusiasmo la proliferación de nuevas formas asociativas, no por eso celebran una de sus manifestaciones más importantes a partir de la década de 1820: las Sociedades Africanas (González Bernaldo de Quirós, 2001: 113-118). Para quienes las consideraban ilegítimas, despreciables o peligrosas, estas novedades lo eran únicamente en el peor sentido del término. El caso más extremo de esto probablemente haya sido la revolución haitiana, que no solo precedió en varios años al ciclo independentista de Hispanoamérica sino que, además, desembocó en una gran novedad: una república negra. El fantasma de Haití, que durante gran parte del siglo XIX acosa a las elites cubanas (y lo mismo podría decirse de otras, como la venezolana), pone en evidencia que solo cierto tipo de acontecimientos históricos eran experimentados de acuerdo con el emergente paradigma moderno de lo nuevo (es decir, como novedosos en un sentido celebratorio y rupturista). Un Estado negro no era inconcebible como parte del futuro de Cuba –podía llegar incluso a constituir la expectativa de gran parte de la población–, pero la elite criolla estaba lejos de incluir tal futuro en su discurso de lo nuevo. Para la elite, la realidad política generada por los exesclavos de Saint 32

Domingue era novedosa en el peor sentido posible; por eso, más que de novedad, hablaron de horror, monstruosidad y catástrofe (aunque también, con una mirada puesta en la apertura que la revolución haitiana creaba para Cuba en el mercado mundial del azúcar, de oportunidad). Al mismo tiempo, sin embargo, sus esfuerzos por silenciar los episodios de Haití pueden ser entendidos como el síntoma de los fuertes desacuerdos ideológicos de la época acerca de qué contaba o no como progreso (Fischer, 2004: 24). En ese sentido, limitarse a señalar el carácter ilegítimo que una novedad histórica como la revolución haitiana tenía desde el punto de vista de esas elites para las que se transforma en un gran fantasma tal vez impida entender que, en tanto res novae, Haití fue en realidad, como señala Ada Ferrer (2005: 82-83), un «símbolo multivalente, un símbolo que –usado por esclavos, amos o autoridades– permitía imaginar y hacer referencia a visiones divergentes del futuro». La experiencia de lo nuevo que caracteriza al período no responde, por tanto, a esa marcha lineal e irrefrenable que sugieren los títulos de periódicos como La Aurora, El Ferrocarril o El Progreso; esa experiencia, por el contrario, es la de las luchas por el sentido que se producen en torno a los cambios que los procesos históricos van imponiendo. La novedad, dicho de otra manera, no tiene una existencia extraideológica o extrasubjetiva. Para existir, debe ser construida discursivamente por los sujetos. Decir que algo es nuevo implica marcarlo; esa marca no solo pone de relieve al objeto sino que además trae consigo una firma y un comentario: quien marca algo como novedoso señala también su actitud en relación con esa novedad –un rechazo moral sustentado en las verdades eternas de la religión, por ejemplo, una celebración eufórica basada en la fe en el progreso o un esnobismo engendrado por el tabú de lo convencional–. En este sentido, la experiencia de lo nuevo fue tan propia de liberales convencidos de que cualquier novedad era signo indudable de mejora como de aquellos 33

sacerdotes que escribían periódicos para castigar, con los epítetos de novadores y noveleros, a quienes expresaban simpatía por las ideas de la Ilustración; tan propia de jóvenes románticos que celebraban el valor de la originalidad como de aquellos escritores para quienes lo original debía ser más bien llamado monstruoso, en la medida en que conllevaba un desvío censurable de las normas morales, epistemológicas y estéticas. EL NUEVO MUNDO Para entender mejor los diferentes sentidos que caracterizan la experiencia de lo nuevo durante el siglo XIX hispanoamericano vale la pena revisitar brevemente el concepto mismo de Nuevo Mundo. El 12 de octubre de 1492, como es bien sabido, Cristóbal Colón creyó haber desembarcado en Asia, es decir, en una tierra extraña pero no nueva. Su descubrimiento fue por lo tanto de una índole muy distinta al de Américo Vespucio: desde la perspectiva del primero, las «Indias» no podían ser algo nuevo, dado que los escritores de la antigüedad se habían referido a ellas; la originalidad del segundo, en cambio, radicó en negar que los antiguos hubiesen sabido de las nuevas tierras. Sin embargo, como ha observado Margarita Zamora (1993: 134), esto no significa que el verdadero descubridor de América haya sido Vespucio, sino más bien que todo viaje de descubrimiento se lleva a cabo, antes que nada, en la imaginación. Dicho de otra manera, que un descubrimiento no se debe tanto a la manifestación de una realidad empírica como al proceso epistemológico y retórico por el cual los sujetos la vuelven inteligible. Si Colón descubre América en el sentido de que revela a la Europa de finales del siglo XV la existencia de tierras que, aunque conocidas, han permanecido hasta entonces por fuera del alcance de su mirada, Vespucio la descubre en un sentido más moderno (o, si se quiere, 34

la inventa): declara estar frente a algo nuevo (Zamora, 1993: 98). Nuevo, desde esta última perspectiva, significa «desconocido hasta entonces». Como supo observar Edmundo O’Gorman, la construcción de América como un continente desconocido hasta entonces fue un proceso cultural que llevó varios años y provocó no pocos dilemas en el pensamiento europeo. Por ejemplo: si el mundo era uno solo, compuesto por Europa, África y Asia, ¿no supone la aparición de las nuevas tierras un dualismo irreductible? (O’Gorman, 1977: 135). Ante tamaña paradoja, no es extraño que la designación Nuevo Mundo anule su radical novedad al mismo tiempo que la formula, ya que las tierras recién descubiertas se conciben como un espacio adecuado para producir una nueva Europa –por ejemplo, llevando el cristianismo a sus habitantes (152)–. Nuevo, en este sentido, significaba repetido: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Galicia, etc. Esta es justamente una de las razones por las cuales críticos como Enrique Dussel (1995) o Walter Mignolo (2005: 21) utilizan el concepto de invención en vez del de «descubrimiento»: en tanto que creación de sus conquistadores, América les quitó a los pueblos originarios su derecho a nombrar y poseer simbólicamente su propio territorio. Pero si es evidente que las nuevas tierras contaban con un pasado desde el punto de vista de los pueblos originarios, cabe recordar que lo mismo sucedía desde el europeo. Para el primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, el Nuevo Mundo era tal «no porque se halló de nuevo, sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la Edad Primera y de Oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro, y peor» (Torres de Mendoza, 1868: 363). De este modo, la novedad del continente americano podía muy bien derivarse de su relación con el pasado; lo nuevo, así, podía en parte ser identificado con lo «primigenio» o lo «antiguo». En la medida en que era concebida como la potencial concreción de 35

mitos europeos (el de la Edad de Oro, por ejemplo), la novedad americana tenía también mucho de viejo (Reyes, 1991: 58; Uslar Pietri, 1998: 111). El problema se vuelve aún más complejo cuando consideramos que el pensamiento utópico avivado por los viajes de exploración revela, además de la recién señalada, una concepción de lo nuevo mucho más orientada hacia el futuro. Si el descubrimiento mismo de América ha sido entendido como uno de los fundamentos de esa confianza moderna en el futuro que poco a poco eclipsa a la escatología cristiana, esto se debe a que el pensamiento occidental no pudo subsumir por completo las nuevas tierras en los esquemas epistemológicos preexistentes. El descubrimiento, señala también O’Gorman (1977: 141-142), rompió «las cadenas milenarias» con las que Occidente se había atado. De esta manera, los escritores americanos desarrollaron un discurso en el cual el Nuevo Mundo se situaba en una posición de futuridad con respecto al Viejo (Alonso, 1998: 8). La concepción de la novedad americana vinculada con el porvenir va a alcanzar un punto culminante durante las primeras décadas del siglo XIX, cuando el continente se vea embarcado en una serie de experimentos políticos que contaban con pocos antecedentes en la historia europea (Pratt, 1992: 175-176). En ese momento se consuma esa imagen del Nuevo Mundo tan bien descripta por investigadoras como Beatriz González Stephan (1987: 162) o Susana Rotker (1998: 32): un mundo adánico, sin historia, cargado solo de futuro. De acuerdo con el proceso de formación de esa conciencia histórica moderna que privilegia las expectativas por sobre la experiencia, los escritores del siglo XIX hispanoamericano extreman el peso del futuro en su pensamiento hasta el punto de permitirse un rechazo abierto del pasado. ¿Cómo entender, si no, la afirmación de Domingo F. Sarmiento (1940: 190) de que «Rivadavia viene de Europa, se trae a la Europa; más todavía: desprecia a la Europa», o la fe de Eugenio María de Hostos (1976: 163) 36

en la capacidad de América de aportar «nueva savia a la vida universal», «nuevos principios a la moral, nuevos problemas a las ciencias políticas y naturales»? Desde el punto de vista del liberalismo, a partir de las revoluciones de independencia resultó relativamente fácil considerar que los americanos estaban a la vanguardia de Europa (como señala Vicente Lloréns [1979: 330], con la creación de la Santa Alianza en 1815 los liberales europeos empiezan a considerar que su continente había entrado «en un período de decrepitud extrema sin posibilidades de regeneración»). Y este renovado utopismo no se vinculaba únicamente con el surgimiento de las nuevas repúblicas, como demuestra la fascinación que un periodista manifiesta hacia 1840 ante el entusiasmo de los cubanos, atribuible en su opinión a que estos, a diferencia de los europeos, no viven en el «prosaico presente» sino en el «el poético porvenir» (El Museo de Ambas Américas, Valparaíso, t. 3, n° 25, 1842, p. 24). Los sueños modernizadores de las elites criollas, fuesen estas coloniales o independientes, eran en cierta medida la continuación de los sueños utópicos del siglo XVI, pero también radicalizaban su futurismo: en ellos, lo nuevo suponía ya muchas veces la ruptura con el pasado. Por último, conviene no olvidar el modo en que los discursos sobre la barbarie afectaban el significado de lo nuevo. Aun cuando los europeos aceptaran que América era la tierra del futuro, esto no quiere decir que considerasen a sus habitantes capaces de producir este futuro por sí mismos. Como ha demostrado Mary Louise Pratt (1992:152), los viajeros ingleses que recorrieron América a partir de las revoluciones de independencia como «vanguardia capitalista» construyeron la imagen de un continente castigado por el atraso y la negligencia. Desde la perspectiva de estos viajeros, la juventud de las nuevas naciones implicaba que la buena explotación de sus recursos naturales solo podía realizarse bajo la tutela de la civilización europea (Annino, 2003: 152). El discurso modernizador de las propias elites criollas contribuía a 37

esta interpretación, dado que privilegiaba los puntos de vista de la Europa del norte, según los cuales la decadencia geopolítica del imperio español era un claro signo de su primitivismo intrínseco. Nuevo, en este sentido, bien podía significar «novato» o «subalterno». «Novato», «repetido», «primigenio», «desconocido hasta entonces», «ruptura con el pasado»: aunque durante la primera mitad del siglo XIX lo nuevo conserva todos estos significados, el papel hegemónico les corresponde ahora a los dos últimos. Y si la coexistencia de estos sentidos vuelve la experiencia de lo nuevo algo mucho más complejo de lo que la denuncia del eurocentrismo puede sugerir, la creciente importancia de esos dos sentidos la vuelve paradójica, por no decir una contradicción en los términos. En la medida en que trae consigo ese creciente desplazamiento de la experiencia por las expectativas descripto por Koselleck, la modernidad, en efecto, sume a los sujetos en un mundo en cierta medida inexperimentable; el shock con el que teóricos como Georg Simmel y Walter Benjamin asociaban la vida cotidiana en las grandes metrópolis tiene en común con lo nuevo –en el sentido de ruptura con el pasado o de «lo nunca antes experimentado»– el hecho de ser por definición exterior al mundo de la experiencia: tener experiencia de algo exige neutralizar su novedad o su efecto de shock (Benjamín, 1999a: 132; Agamben, 2007: 55; Deleuze, 2002: 210). Casi tan importante como esto, sin embargo, es recordar que la experiencia de lo nuevo en tanto que ruptura con respecto a lo conocido hasta entonces es solo un momento en la relación de los sujetos con la novedad, y por lo tanto exige un análisis que no caiga en la mística de lo inefable. Teniendo en cuenta esto, puede decirse que es durante la primera mitad del siglo XIX cuando lo nuevo adquiere su carácter rupturista y emerge como criterio de valor fundamental en Hispanoamérica, para así observar, por ejemplo, que nunca antes de la década de 1830 ser joven había traído aparejada tanta legitimidad, que solo entonces 38

se vuelve posible celebrar sin ironía a un autor por estar de moda o que, con la irrupción del periódico en el universo literario, los escritores se descubren obligados a pensar y a producir textos con una rapidez que parece poner en crisis su propia autoridad. MODERNIDAD / MODERNISMO Si en la experiencia de lo nuevo de la primera mitad del siglo XIX se dejan todavía escuchar algunos ecos de las primeras construcciones discursivas en torno al concepto de Nuevo Mundo, cabe también señalar que el acceso que podemos tener hoy en día a dicha experiencia está mediado por conceptualizaciones posteriores. En los estudios literarios, la principal de ellas es la que gira alrededor de términos como modernismo. La modernidad, como indiqué más arriba, puede ser pensada como una nueva forma de experiencia histórica en la cual el presente se vive como un período de continua transición y ruptura; esta experiencia, sin embargo, debe ser articulada discursivamente, y es ahí cuando, según varios críticos, entra en juego esa categoría cultural, literaria o estética conocida en inglés como «modernism». Para Marshall Berman (1982: 16), por ejemplo, el modernismo (en su sentido anglosajón) no es otra cosa que la formación de un vocabulario cultural coherente para expresar la experiencia de la modernidad. Del mismo modo, Peter Osborne (1995: 12) afirma que la lógica de lo nuevo que caracteriza al modernismo (y a la moda, agrega) es solo la manifestación, en el plano estético, de una forma de conciencia histórica moderna. También Matei Călinescu (1987) traza una distinción semejante entre la modernidad como período histórico marcado por el triunfo de la burguesía y la modernidad como categoría estética, caracterizada más bien por su crítica radical de los valores burgueses. La primera tiene que ver con las transformaciones económicas, sociales y políticas que produce la 39

expansión capitalista; la segunda, vinculada al arte y la literatura, corresponde a cierto tipo de experiencia estética y subjetiva, y su manifestación se produce, justamente, a través de los diversos modernismos artísticos y literarios. La definición que hace Călinescu de esta modernidad estética se ajusta, por otra parte, a una visión generalizada en los estudios literarios que sitúan su centro de gravedad en la literatura europea: la que enfatiza el momento (convencionalmente situado alrededor de la obra de Charles Baudelaire) en el cual los escritores rompen con la modernidad burguesa. El arte y la literatura, a partir de entonces, hacen de lo nuevo su máximo valor; irónicamente, como supo observar Walter Benjamin (1999b: 22), esa última trinchera desde la que el arte busca resistir al mundo burgués se parece mucho a la más avanzada línea de ataque de la mercancía. Sin embargo, la insistencia misma en aislar una modernidad estética o una serie de «modernismos», útil sin duda para dar cuenta de la dinámica de innovación que caracteriza al arte moderno, de la resistencia que artistas y escritores empiezan a oponerle a la modernización y de la creciente autonomización de las esferas, impide preguntarse acerca de su historia. ¿Cuál es el proceso gracias al cual emerge la lógica de la ruptura? O, más específicamente, ¿cuál es la historia de lo nuevo en Hispanoamérica antes de su consagración en el modernismo y las vanguardias? Como indico a lo largo del libro, fenómenos ya indudables en la primera mitad del siglo XIX, tales como la exigencia del escritor de «estar al día», la aceleración de la prosa o la celebración de la originalidad, indican que la novedad empezó a reorganizar la esfera de las letras mucho antes de la aparición de cualquier modernismo. Quizás una de las razones por las que esto ha sido pasado por alto sea el uso de una concepción estrecha de literatura, a su vez potenciada por la lógica rupturista de los sucesivos movimientos literarios. En ese sentido, cabe preguntarse si la centralidad estética y epistemológica de lo nuevo propia de la 40

literatura de finales del siglo XIX y comienzos del XX no definía acaso ya al universo literario hispanoamericano cuando, a partir de las guerras de independencia, este se vio transformado por la irrupción de los periódicos. O, del mismo modo, si rupturas como la de los modernistas con el romanticismo tardío o la de las vanguardias con el modernismo no se produjeron sobre la base de ese tabú de lo viejo acerca del cual los hispanoamericanos habían reflexionado ya profusamente en las décadas de 1830 y 1840, cuando la moda –que incluía, por supuesto, los productos literarios– se transformó en una de sus obsesiones. Pero tampoco basta con señalar que en Hispanoamérica la modernidad literaria, por así decirlo, surge mucho antes que el modernismo. Sea donde fuere que la ubiquemos, la postulación de una modernidad literaria (es decir, de un «modernismo» en el sentido de Berman) no debería impedirnos preguntar acerca de otras articulaciones de la dinámica de la innovación, articulaciones que no por caer por fuera de lo literario (si por «literario» entendemos géneros como la poesía y la novela) carecen de una dimensión estética. ¿Qué tipo de disposición, si no la estética, presuponen las noticias curiosas o de color que los periódicos incluyen desde sus comienzos? ¿Y qué decir de las modas? Suele aclararse que hasta bien entrado el siglo XIX la literatura tenía en Hispanoamérica un sentido muy amplio, e incluía tanto producciones «literarias» como históricas, científicas o filosóficas. A lo largo del libro, me preocupo también por aclarar que, según el paradigma de las bellas letras, toda zona de la cultura podía y, acaso, debía ser abordada estéticamente. ¿MODERNIDAD PERIFÉRICA? ¿No es problemático, en todo caso, describir el siglo XIX latinoamericano en términos de su modernidad? «Los actuales 41

hispanoamericanos necesitan hacer esfuerzos de imaginación para poder figurarse lo que eran sus abuelos, tal vez lo que eran sus padres»; con el melancólico entusiasmo de los cultores del progreso, el historiador chileno Miguel Luis Amunátegui (1870, t. I, VI) describía así la ruptura del hilo conductor de la tradición. Sin embargo, como es sabido, la fe en el cambio profesada por los escritores liberales del siglo XIX ha suscitado airadas réplicas desde las más variadas posiciones políticas: la nacionalista (que denuncia la excesiva admiración por lo extranjero que acompaña a ese cambio), la conservadora (todavía respetuosa de la autoridad de «padres» y «abuelos») o la de quienes, favoreciendo un cambio más radical, observan que el sufrido por la familia Amunátegui solo hace más escandaloso lo poco que se han modificado las cosas para la mayoría de la población. Pero, quizás, frases como la citada parecen hoy en día muy discutibles porque contradicen una idea hegemónica en el campo intelectual, según la cual la modernidad latinoamericana es, en realidad, una seudomodernidad. Críticos de la más variada formación la reiteran: Octavio Paz (1993: 133), por ejemplo, denuncia en más de una ocasión el vano esfuerzo de las nuevas repúblicas por «vestir a la moderna las supervivencias del sistema colonial»; Roberto Schwarz (1987: 27) se refiere en gran parte de su obra al carácter inauténtico o postizo de su cultura; Roberto González Echevarría (2001: 146), por su parte, señala que el «carácter más sobresaliente de la modernidad en Latinoamérica es la conciencia que esta tiene de su falsedad»; y, de manera similar, Mabel Moraña (2010: 13) observa que las principales categorías del mundo occidental, tales como «capitalismo» y «modernidad», solo pueden aplicarse a nuestras sociedades cuando son matizadas o puestas en tela de juicio. Este tipo de perspectivas ha dado lugar a conceptos fundamentales para los estudios latinoamericanos, como los de modernidad periférica (Sarlo, 1988), «desencuentros de la modernidad» (Ramos, 1989), «el peso de la modernidad» (Alonso, 1998) o «las ideas fuera de 42

lugar» (Schwarz, 1987). Todas estas nociones ponen de relieve la inadecuación del término modernidad en América Latina, y sustentan una operación crítica medular en la historia cultural del continente: observar nuestra diferencia con respecto a la Europa del norte o los Estados Unidos.6 Como varios de estos autores también señalan, esta operación crítica no carece de riesgos. En la medida en que la constatación de aquella diferencia caracteriza a la historia cultural del continente, reflexionar acerca de la misma resulta sin duda necesario: la comparación con el supuesto centro –ya apocada, ya desafiante– tal vez sea la marca distintiva de un auténtico intelectual latinoamericano. Pero en la medida en que dicha constatación postula de manera implícita la existencia de una modernidad no periférica, identificar a América Latina como la tierra de la diferencia contribuye a mitificar la pureza de aquel centro. En realidad, describir la historia europea simplemente en términos de su «modernidad» solo es posible al precio de excluir todos los cuestionamientos que también fueron y siguen siendo parte de ella; tal como demuestra Bruno Latour (2007), la idea de modernidad está plagada de contradicciones en la mismísima Europa del norte, tempranamente (auto)concebida como su origen (Cooper, 2005: 123). Las posturas más anticolonialistas y antieurocéntricas corren así el peligro de esencializar la modernidad central de la que estaríamos excluidos y de perpetuar, por la vía de la denuncia, esa misma lógica eurocéntrica a partir de la cual toda resistencia se descubre condenada a definirse. Por supuesto, 6

El filósofo chileno Pablo Oyarzún (2001: 381), por ejemplo, considera que América Latina define siempre su identidad a partir de una «ontología defectiva», es decir, diciendo lo que no es. Esta operación, según Carlos Alonso (1998: 23-26), es la característica básica de la construcción de autoridad cultural en el continente. Para una crítica del concepto de modernidades alternativas, véanse Cooper (2005: 114), Harootunian (2000: XVI) y Jameson (2002: 12).

43

el cuestionamiento de la noción hipostasiada de centro puede tener efectos críticos –si permite liberar a la historia cultural de Hispanoamérica de la obligación eurocéntrica o antieurocéntrica de ser pensada en términos de su diferencia– o mistificadores –si contribuye más bien a olvidar la larga historia de colonialismo y explotación que les da un sentido económico y político muy concreto a nociones como «centro», «colonia» o «periferia» (por lo tanto, conviene distinguir entre una «diferencia», cuyas connotaciones multiculturales son bien conocidas, y una «desigualdad», que denota realidades bastante más intolerables [Moraña, 2010: 273])–. En todo caso, la denuncia del colonialismo debería también permitir evaluar tanto las limitaciones que ella misma impone a la hora de elegir perspectivas de análisis como la pertinencia o no de recordarles a sus interlocutores que el colonialismo en efecto existió y de alguna manera sigue existiendo. La crítica poscolonial nos advierte acerca de esa mirada metropolitana que, al negarse a conceder legitimidad a tradiciones ajenas, produce el «lado oscuro» del mundo moderno (Mignolo, 1995), pero también nos obliga a considerar el punto de inflexión a partir del cual dicha advertencia pierde su efecto crítico y se transforma en una prédica para los ya convertidos. Por todas estas razones, a lo largo del libro hago lo posible por no hacer de la diferencia latinoamericana el (periférico) centro alrededor del cual deben girar todas las hipótesis y por considerar que algunos aspectos de la cultura del continente pueden ser estudiados más allá de sus posibles contrapartes en otros hemisferios. La novedad, nos indican las fuentes, no siempre era percibida como moderna (ni, por lo tanto, como periférica); si recordamos, además, que la historia de lo nuevo es más extensa que la de la modernidad, es evidente que entender la segunda no es suficiente para comprender la primera. De hecho, el análisis de aquellas zonas de la cultura que suscitaron continuas reflexiones acerca del valor de la innovación (tales como la prensa periódica, la moda 44

y el discurso ilustrado) demuestra no solo el fortalecimiento de la novedad como criterio de legitimación sino también las resistencias que esto produjo. En otras palabras, las contradicciones y ambigüedades que acompañaron la parcial subsunción de la experiencia de lo nuevo en ese discurso que habría de conocerse algunas décadas más tarde como «modernidad». SED DE NOVEDADES Sin mencionar su título, me referí antes a un conocido ensayo de Roberto Schwarz, «Nacional por subtragáo», en el que empieza aludiendo al gusto por las novedades terminológicas y doctrinarias que caracteriza a los académicos latinoamericanos, síntoma indudable del carácter imitativo, postizo o inauténtico de la cultura del continente. El texto se publicó originalmente el sábado 7 de junio de 1986 en la Folha de São Paulo, pero la fecha y el lugar podrían haber sido muy distintos: aunque pocas veces articulados con la misma lucidez de Schwarz, desde comienzos del siglo XIX la historia cultural latinoamericana se caracteriza por este tipo de comentarios. Pero ¿qué pasaría si dejásemos de considerar, siquiera por un momento, y a riesgo de sacrificar nuestra autoridad como especialistas y como sujetos poscoloniales, que el problema de fondo es el carácter periférico de nuestra modernidad y que la fetichización de lo nuevo es solo una de sus manifestaciones? ¿Podemos analizar, además de nuestra condición periférica, problemas que atañen a la modernidad sin adjetivos? Porque, bien mirado, la sed de novedades terminológicas y doctrinarias también caracteriza los campos intelectuales del Norte... ¿No podríamos pensar, incluso, que justamente porque en el Norte las novedades no son percibidas de inmediato como derivativas, el Sur tal vez sea un espacio propicio desde el cual observar críticamente esa sed, tan central como periférica? ¿No constituye el Sur, 45

donde lo nuevo llega algo gastado –problematizado–, un punto de vista valioso para entender su poder de seducción? Fue con estas preguntas en mente que me acerqué a la Hispanoamérica de la primera mitad del siglo XIX, una región y un período a partir de los cuales tal vez no solo sea posible entender culturas nacionales específicas sino, también, problemas –como el de los nuevos medios, el de la moda o el de la Ilustración y el romanticismo– que conciernen tanto a otras partes del mundo como a nuestro presente.

46

PARTE I Periódicos

1. NUEVOS MEDIOS HACIA COMIENZOS DEL SIGLO XIX EL PERIÓDICO COMO NUEVO MEDIO Como respuesta a la exaltación generada por las tecnologías digitales, el mundo académico ha producido, durante el último cuarto de siglo, una cantidad inusitada de trabajos que destacan la larga historia de la relación entre los medios y el concepto de lo nuevo. Revistas como Media History o el Journal of Newspaper and Periodical History, por ejemplo, o la voluminosa historiografía de los viejos nuevos medios producida a partir del ya clásico When Old Technologies Were New [Cuando las viejas tecnologías eran nuevas], publicado por Carolyn Marvin en 1988, demuestran que la caracterización de los medios en tanto novedad ha ocurrido en una gran variedad de contextos y períodos.7 En el caso de América Latina, me gustaría sugerir, uno de los procesos más iluminadores para pensar dicho vínculo es el boom de periódicos que se produjo durante las primeras décadas del siglo XIX, caracterizado por algunos investigadores como la primera revolución de imprenta a gran escala de la región (Acree y González Espitia, 2009: 5). Como consecuencia de ese boom, la premisa de que el periódico servía simplemente para diseminar conocimientos que lo precedían se vio poco a poco desplazada por concepciones más complejas que prestaban mayor atención a la materialidad 7

Otros ejemplos de esta bibliografía incluyen Bolter y Grusin (2000), Burgess (2009), Chun y Keenan (2006), Gitelman (2006), Gitelman y Pingree (2003), Peters (2009) y Rabinovitz y Geil (2004). En los estudios latinoamericanos, Cinematógrafo de Letras, de Flora Süssekind (2006) [1987], constituye un texto pionero; también pueden consultarse los trabajos de Brown (2007), Gallo (2008), Martín-Barbero (1987) y Paz Soldán y Castillo (2001).

49

del nuevo medio y a su diferencia con respecto a los anteriores. Con el correr de los números y de los años, en efecto, los letrados hispanoamericanos empezaron a notar, muchas veces con consternación, los efectos del periódico sobre las formas de escritura y lectura, cuando no sobre la memoria y la capacidad misma de pensar. En este sentido, los debates acerca de la prosa acelerada, variada y simplificada característica de este nuevo medio establecieron algunos de los cimientos para discusiones posteriores en torno a formas literarias emergentes, como la novela. Quizás convenga recordar que, hasta comienzos del siglo XIX, muy pocas ciudades hispanoamericanas contaban con un periódico propio. Hasta el inicio de las guerras de independencia se habían publicado apenas cerca de 45 a lo largo del continente, la mayoría de ellos en lugares de larga tradición cultural, como México y Lima. Sin embargo, solo entre 1810 y 1830 se publicarían otros 500 (Earle, 2002: 27). Regiones como el Río de la Plata, Venezuela y Chile los vieron aparecer con el nuevo siglo: en 1801, en Buenos Aires; en 1808, en Caracas; en 1812, en Santiago. Cuba, transformada durante la época en una potencia económica mundial gracias al auge del azúcar, presentó un desarrollo más temprano: su primer periódico data de 1764, y hacia 1800 ya se publicaban los suficientes como para justificar la existencia de uno dedicado a criticar a los otros –El Regañón de La Havana–.8 A pesar de que hasta la segunda mitad del siglo XIX los más exitosos solían tener apenas unos pocos cientos de suscriptores, el hecho de que en las grandes ciudades se multiplicaran y debieran 8

50

En el caso de Buenos Aires se sabe que además hubo cuatro números manuscritos de una Gazeta de Buenos-Ayres de 1764 (Mariluz Urquijo, 1988). México, Guatemala y Lima tuvieron periódicos propios en 1722, 1729 y 1743, respectivamente (Otero, 1946: 50). Entre los numerosos estudios sobre los orígenes de la prensa periódica en Hispanoamérica, pueden citarse los de Álvarez y Martínez Riaza (1992), Checa Godoy (1993) y Palacio Montiel (2000).

competir entre sí para sobrevivir significó un cambio radical con respecto al siglo anterior. Aunque también el manuscrito o el libro impreso habían sido alguna vez nuevos medios, el periódico lo fue en un sentido específicamente moderno. En el contexto del surgimiento de una forma de conciencia histórica que privilegiaba las expectativas por sobre la experiencia –la «modernidad», según ha sido definida por Reinhart Koselleck (1985: 255-275)–, el periódico hispanoamericano constituyó un nuevo medio en la medida en que fue percibido como moderno, esto es, en tanto empezó a verse asociado a una retórica que privilegiaba la ruptura con el pasado por sobre la continuidad con la tradición cultural. Esta no fue, por cierto, la única forma en que los letrados lo entendieron. De acuerdo con el proceso de remediación (remediation) descripto por Jay David Bolter y Richard Grusin (2000: 60), por el cual un nuevo medio se define a sí mismo, a la vez, en términos de homenaje y superación de los medios anteriores, en Hispanoamérica a menudo se lo presentó como capaz de concretar las promesas que los libros no habían podido cumplir. Gracias a su bajo precio, la simplicidad de su prosa, su variedad y su brevedad ofrecía la posibilidad de, por ejemplo, transformar en lectores (y así empezar a instruir) a franjas de la población incapaces de comprar o leer libros. En este sentido, cabría pensar que este medio tenía muy poco de nuevo, ya que se limitaba a perfeccionar uno viejo, y hasta buscaba legitimarse comparándose con él; de hecho, los periódicos se publicaban muchas veces siguiendo una paginación continua, con el propósito de que el lector pudiera ir agrupando los sucesivos números en tomos. De la misma manera, se podría decir que publicaciones como las gacetas gauchas del Río de la Plata rearticulaban por vía de la imprenta formas orales que las precedían (Schvartzman, 1996: 165). La remediación, sin embargo, también implicaba un desafío a los medios anteriores, y por lo tanto un hincapié en lo que el periódico tenía de nuevo en 51

un sentido moderno. Con una fe similar a la puesta en las tecnologías digitales en las últimas dos décadas, la prensa periódica fue percibida con frecuencia como el medio que habría de poner fin a tres siglos de oscuridad en el continente. Si el discurso de la Ilustración articulado a lo largo del imperio durante el siglo XVIII les había dado una legitimidad sin precedentes a ciertas novedades como parte de una búsqueda de lo racional y lo útil, la intensificación de este proceso en la prensa periódica hizo que lo nuevo se transformase en una fuente de valor casi autónoma que parecía garantizar, por sí misma, el éxito de las publicaciones. La crisis de soberanía en el imperio y los movimientos de independencia fueron sin duda la principal causa de este masivo surgimiento de periódicos. A partir de la súbita ausencia del monarca provocada por la invasión napoleónica a la península, los asuntos del Estado empezaron a ser debatidos de un modo sin precedentes: se podría decir que así nace la opinión pública en la América española (Guerra, 1992: 16; Jocelyn-Holt Letelier, 1992: 219).9 Los periódicos, pasquines y panfletos –que no en vano eran llamados papeles públicos– se multiplicaron al calor 9

52

La historiografía también proporciona argumentos para pensar tanto antecedentes posibles de la opinión pública como su surgimiento efectivo en un momento posterior al aquí mencionado. Por ejemplo, refiriéndose a las invasiones inglesas a Buenos Aires de 1806 y 1807, Tulio Halperin Donghi (1972b: 26) señala que hablar de una opinión pública «ha dejado de ser inadecuado en este Buenos Aires que se siente lanzado de pronto a la gran historia». Otros autores, por el contrario, prefieren situar ese surgimiento en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la separación entre el Estado y la sociedad civil es más clara (Ossandón, 1998: 75-93; Sabato, 1998). Sobre el concepto de opinión pública, véanse también Goldman y Pasino (2008) y Palti (2007: 161-202). Sobre la relación entre los periódicos y la esfera pública en el siglo XIX latinoamericano, pueden consultarse los trabajos de Paula Alonso (2004), Christopher Conway (2006), Carlos Forment (2003), Iván Jaksic (2002), Francine Masiello (1994 y 1997), Pablo Piccato (2010), Sol Serrano (1994) y Ana María Stuven (2000). Para una crítica del con-

de las nuevas leyes de libertad de imprenta y del afán de discusión de un conjunto de sujetos súbitamente dados a la tarea de gobernarse a sí mismos y de demostrar la legitimidad de dicha empresa. La secularización del mundo del impreso hizo que los tipógrafos pudiesen distraerse de sermones, devocionarios y catecismos con odas patrióticas, proclamas y periódicos. Y aunque Cuba fue un caso muy distinto al de Chile o la Argentina, los interregnos liberales también hicieron sentir las consecuencias impresas de la discusión pública de las ideas: entre 1811 y 1814, se publicaron allí 34 periódicos y entre 1820 y 1823, otros 74 (Barros Arana, 1905: 14). Dada la trascendencia de los cambios que se operan a partir de la crisis de soberanía del imperio, no es extraño que los periódicos de la época hayan sido por lo general consultados como fuentes de información acerca de diversos aspectos de la historia política, o concebidos como elementos centrales en la formación de esferas públicas o comunidades imaginadas. Este tipo de abordajes, sin embargo, suele pasar por alto dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, el hecho de que el periódico es un soporte discursivo específico y que, por lo tanto, exige un análisis diferente al de otros medios, y en segundo lugar, su condición de novedad, destacada una y otra vez por sus primeros redactores. Con respecto a lo primero, las últimas dos décadas han visto florecer una serie de estudios que, eludiendo el biografismo, el afán panorámico y la teleología, no solo ubican el periódico en contextos de producción bien delimitados sino que, además, destacan su materialidad en tanto que medio.10 Lo segundo, no obstante, sigue

10

cepto de esfera pública tal como este ha sido popularizado por Jürgen Habermas, véanse Calhoun (1992), Chartier (1995) y Fraser (1992). Los trabajos de William G. Acree (2011), Ambrosio Fornet (1994), Pablo Martínez Gramuglia (2011 y mimeo), Hernán Pas (2008), Juan Poblete (2003) y Claudia Román (2003) son buenos ejemplos de esto. Lo mismo cabe decir de esa «nueva historia de la prensa» a la que Paula Alonso

53

siendo un problema casi inexplorado. A lo largo de este capítulo y el próximo, me pregunto, por lo tanto, acerca de los aspectos de la historia cultural que se vuelven visibles cuando dejamos de darnos por satisfechos con pensar el periódico en términos de su vínculo con la formación del Estado, de las esferas públicas o de las identidades nacionales (procesos que legitiman el análisis al precio de restarle relevancia) y cuando lo concebimos como una plataforma ideal para reflexionar acerca de las transformaciones culturales que le dieron a lo nuevo su sentido moderno. Que en esta sección me ocupe de los periódicos en su dimensión literaria no se debe tanto a que, como señalé en la introducción, muchos de estos se definieran a sí mismos como no políticos y no mercantiles, o a que incluyesen fábulas, poemas u otras formas de las bellas letras, como al hecho de que en sus páginas se reflexionaba de manera «literaria» (o «filosófica», por usar un término equivalente durante la época) acerca de la naturaleza del nuevo medio y de su posible impacto sobre la vida cultural, esto es, acerca de los cambios en las condiciones de posibilidad de esa totalidad del saber y las ciencias conocida como «letras» o «literatura». Y a pesar de que estos periódicos estuvieron evidentemente marcados por las guerras de independencia y los procesos de construcción de las nuevas naciones, las grandes similitudes que hay entre las publicaciones de las nuevas repúblicas y las de las regiones que mantuvieron su estatuto colonial, como Cuba, indican la necesidad de hipótesis que superen el marco de análisis que proporciona el moderno Estado-nación, hasta hoy dominante en los estudios de las letras hispanoamericanas del siglo XIX. Pero si reconocer la centralidad de los periódicos es indispensable para un análisis cabal de la cultura literaria del período, ( 4 ) se refiere en la introducción de su volumen. En la misma línea, véanse también las obras editadas por ván a sic( )y por arah Castro- larén y ohn Charles Chasteen ( ).

54

no lo es menos destacar su carácter precario. Su centralidad, por un lado, parece indiscutible: desde José Joaquín Fernández de Lizardi hasta Cirilo Villaverde, pasando por Domingo F. Sarmiento y Andrés Bello, los principales escritores de la época publicaron gran parte de su producción en periódicos, que con frecuencia eran editados por ellos mismos; fue también mediante ellos que las mujeres de la elite lograron muchas de sus intervenciones en la esfera pública, como en el caso del Álbum Cubano de lo Bueno y de lo Bello, que Gertrudis Gómez de Avellaneda publica en 1860, o el del Álbum de Señoritas, editado en Buenos Aires por Juana Manso en 1854; y fue también en periódicos donde muchas de las principales obras del siglo aparecieron por primera vez –el Facundo o el Martín Rivas, por ejemplo, por no mencionar a los grandes best sellers de la época, como las novelas de George Sand, Víctor Hugo, Alexandre Dumas y tutti quanti–. En rigor, la literatura hispanoamericana del siglo XIX es inconcebible sin la prensa periódica. Pero, por otro lado, la falta de un mercado para los textos impresos impuso fuertes limitaciones. Durante la primera mitad del siglo gran parte de los periódicos desaparecían tras unas pocas entregas; ni la publicación de sus listas de suscriptores (con las que se intimidaba a todo aquel que quisiera pasar por ilustrado) ni las exhortaciones a los morosos ni las desoladas quejas por la falta de solidaridad del público parecían servir de mucho. Como observó un periodista chileno, la historia de los periódicos en la región se redujo por mucho tiempo a «una larga sucesión de nacimientos ruidosos y de muertes prematuras» (Revista de Santiago, vol. III, 1873, p. 457). A pesar de la centralidad que tenía desde el punto de vista letrado, el periódico llevaba también una existencia por demás inestable, rasgo que contribuye a su conceptualización como nuevo medio –un medio con destino incierto, cuyo uso e impacto no están del todo elucidados–. Si un medio es realmente nuevo, se ha sostenido, es porque surge en un contexto en el cual todavía no está del todo claro qué es, cómo puede ser 55

usado y cuál va a ser su relación con los ya existentes (Gitelman y Pingree, 2003: XII; Peters, 2009: 18). En ese sentido, los periódicos hispanoamericanos perdieron su aire de novedad durante la segunda mitad del siglo, cuando las observaciones acerca de su carácter estandarizado, comercial y antiliterario empezaron a ser posibles. Como explico a continuación, hasta ese momento el carácter novedoso del periódico desempeñó un papel central en los debates literarios y en la conceptualización del vínculo entre las pasiones, el conocimiento y el lenguaje. LA RETÓRICA DEL ENTUSIASMO Y DE LAS «NUEVAS IDEAS» De los periódicos anteriores a las guerras de independencia se suele destacar la función de órganos oficiales desempeñada por muchos de ellos y la fuerte censura a la que todos estaban sometidos. Me gustaría poner de relieve otro de sus aspectos importantes, en particular en lo que atañe a la prensa ilustrada que se desarrolla hacia finales del siglo XVIII: la concepción del nuevo medio como herramienta para estimular el entusiasmo por el conocimiento. A lo largo de Hispanoamérica, en efecto, la prensa periódica florece al calor de las «nuevas ideas» de la Ilustración, que durante la colonia solían limitarse al ámbito de la economía o las ciencias físicas y luego pasaron a incluir también las sociales y políticas.11 De hecho, la Ilustración fue percibida como insepa11

56

Algunos análisis recientes sobre el discurso de la Ilustración en Hispanoamérica son los de Arias (2011), Cañizares-Esguerra (2001), Castro-Gómez (2005) y Meléndez (2005). En el Río de la Plata, las ideas económicas –y, en especial, el pensamiento agrario de los liberales españoles– constituyeron una de las principales vertientes del pensamiento ilustrado, como demuestran los estudios de Chiaramonte (1994: 46-74), Adelman (1999) y

rable de la prensa, dado que esta parecía constituir el vehículo ideal para difundir las nuevas ideas. El primer periódico de Buenos Aires, por ejemplo, destaca su capacidad para transmitir rápidamente las «ciencias y las artes», y llega a atribuirle un rol protagónico en «la restauración de la cultura» (El Telégrafo Mercantil, n° 18, 4/10/01, p. 117). Los siglos de oscuridad, en efecto, no podían ser dejados atrás con el simple ejercicio de la razón o, dicho de otra manera, las nuevas ideas no llevaban en sí la garantía del éxito. Una forma nueva de conservar la manteca o de fertilizar la tierra podía estar aislada durante décadas en la mente de su inventor, en una región determinada del globo o en un libro en lengua extranjera. Para que adquiriese valor real, era necesario que circulase por el mundo de un modo que solo la prensa podía garantizar. Así, el editor del segundo periódico de Buenos Aires, Juan Hipólito Vieytes, justifica la publicación de su Semanario de Agricultura, Industria y Comercio señalando que el nuevo medio brindará los conocimientos técnicos y científicos que los americanos necesitan para trabajar con mayor eficiencia y vivir más cómodamente. Se ha debido esperar hasta el nacimiento del periódico, observa Vieytes, para que la información dormida en los estantes de los doctos circule por los campos: «Mientras el ciudadano admira los principios de la más profunda teoría [...] el pobre habitador de la campaña se mantiene aislado y entregado a sí mismo siguiendo la rutina que aprendió de sus mayores sin adelantar un paso» (Semanario de Agricultura, «Prospecto», 1802, p. IV). El periódico se presentaba así como superior al libro para salvar el abismo epistemológico que separaba la ciudad del campo (aunque, como el propio Vieytes admitía, el analfabetismo Pastore (2000). Este desarrollo también ocurrió tempranamente en Cuba, como lo prueba el «Discurso sobre la agricultura de La Habana y medios de fomentarla» que Francisco Arango y Parreño dirige a la corona en 1792. Para un excelente y sucinto análisis de esta obra y del desarrollo de la economía política en la isla, véase Tomich (2003).

57

imperante en la población rural volvía indispensable la intermediación de los párrocos y de formas orales como el sermón). Asimismo, la disponibilidad de conocimientos que traía consigo la prensa periódica tampoco era suficiente para transformar el modo de vida de los americanos. Era necesario un elemento más, tan fundamental como las nuevas ideas y su difusión: el entusiasmo, el deseo de cambio. El periódico debía, por lo tanto, «inflamar» los corazones de sus lectores (Semanario de Agricultura, «Prospecto», 1802, p. V). Por eso, si el carácter «sencillo», «práctico» y «útil» de las enseñanzas del Semanario indica la confianza de Vieytes en la razón y el pragmatismo, su escritura apunta en gran medida a las pasiones. Lo peor que puede suceder, señala, es que los lectores, en lugar de sumarse a la misión transformadora, se queden «en una fría expectación». La «revolución» en las formas de vida de la campaña, les aclara, «no conocerá a otro autor que a vuestro celo y a vuestro amor patriótico». De esta manera, los periodistas de la Ilustración sientan las bases de una retórica del entusiasmo que marcará el tono de gran parte de la prensa hispanoamericana, durante décadas saturada de invocaciones, signos de exclamación y gritos de guerra. La fuerza divina que, según los griegos, arrobaba a las sibilas mientras daban sus oráculos (la pabra ένθoυδιαδμός / enthousiasmós, implica que se tiene un dios adentro: «en» + «theós»), y que desde Sócrates hasta los románticos se asociaría al genio y la inspiración del artista, exaltó también las mentes de los periodistas. Si en el mundo protestante el entusiasmo había sido durante el siglo XVIII sinónimo de fanatismo religioso, en los periódicos hispanoamericanos, en cambio, el concepto se asociaba al patriotismo: tanto al «entusiasmo divino que inspira [...] el amor al Rey [y] a la Patria» (Memorias de la Real Sociedad Económica de La Habana, 1817, p. 287) como a ese «entusiasmo patriótico» que lleva a romper con la monarquía, y que José María Heredia celebra durante su exilio en México (1990: 235). En cuanto fenó58

meno pasional o afectivo, el entusiasmo excedía los límites de la razón, por lo que se lo consideraba tan necesario como peligroso: si bien tenía el poder de transportar (un verbo vinculado a las teorías de las emociones del siglo XVIII), también podía perder al sujeto (Burgess, 2010: 230; Poe, 2010: 69-70). Como señala en Buenos Aires El Recopilador: «Sin el entusiasmo, es verdad, existirían pocas cosas grandes, mas entregado a sí mismo él arrastra hacia un mundo de ilusiones y fantasmas» (El Recopilador, n° 14, 1836, p. 106). Los doctores Manuel Hurtado de Mendoza y Celedonio Martínez Caballero (1821: 26-27), de hecho, lo definen en 1821 como vida aumentada del cerebro, esto es, como una «patología moral» muy semejante a la manía. Y, aunque admiten que procede de un «principio noble» (la admiración por lo bello, la virtud, la religión, etc.) y que, por lo tanto, las «almas baxas y comunes» son incapaces de sentirlo, enumeran también los mejores métodos para curar los casos extremos (viajes, baños, bebidas temperantes y, sobre todo, sangrías: «Los entusiastas, sangrados abundantemente [...] han dejado de entusiasmarse»). A pesar de estos peligros, los periodistas buscaban contagiar su entusiasmo a sus públicos, despertar su interés y su deseo. En tanto novedad tecnológico-cultural, los periódicos parecían garantizar por sí mismos el éxito de dichos esfuerzos. Quizás valga la pena recordar que aún era relativamente nueva la máquina que los hacía posibles, muchas veces caracterizada nada menos que como una «máquina para la felicidad» (Subercaseaux, 1993: 18).12 La frase inaugural del primer periódico chileno es elocuente: «Está ya en nuestro poder el grande, el precioso instrumento de 12

En la zona del Plata, la primera imprenta fue inaugurada por los jesuitas en 1766 en la ciudad de Córdoba; tras la expulsión de estos al año siguiente, queda paralizada hasta 1780, cuando el virrey Vértiz la lleva a Buenos Aires (Rojas, 1957: 458; Torres Revello, 1940: 154-155). El primer periódico chileno, por su parte, solo verá la luz después del desembarco de una imprenta y dos tipógrafos norteamericanos (dado que además de la máquina

59

la ilustración universal, la Imprenta» (La Aurora de Chile, «Prospecto», 12/2/12, p. 1). Los letrados consideraban que la imprenta marcaba un antes y un después en la historia de los pueblos, con esa fe rupturista en los avances tecnológicos y científicos con los que los modernos, como ironiza Bruno Latour (2007: 71), nos arrogamos la potestad divina de crear, una y otra vez, un nuevo tiempo. En 1818, por ejemplo, Juan García del Río comentaba con admiración al público chileno que los norteamericanos hacían dos cosas al instalarse en un nuevo territorio: trazar un camino y llevar por él una imprenta (El Sol de Chile, «Prospecto», 1819, pp. 1-2). Los letrados del siglo XIX extendían así, por vía de la imprenta, esa noción europea tan ampliamente denunciada por Walter Mignolo en The Darker Side of the Renaissance: la idea de que la escritura alfabética es superior a las otras y constituye, por lo tanto, un signo de civilización. Ya en el siglo XVI, señala Mignolo (1995), los españoles se enfrentaron a las culturas del Nuevo Mundo organizando diferentes formas de escritura de acuerdo con su mayor o menor semejanza con la alfabética, como parte de ese proceso más amplio de jerarquización en términos cronológicos que Johannes Fabian (1983: 31) tuvo el acierto de llamar «negación de la contemporaneidad», por el cual una sociedad determinada se asigna a sí misma un lugar en el presente y relega a las que considera atrasadas a posiciones del pasado (Mignolo, 1995: XI). Al ubicarse en la vanguardia del cristianismo y la civilización, los españoles establecieron desde muy temprano en América la curiosa y moderna costumbre de utilizar categorías temporales para reconocer o negar el valor de una cultura (Mignolo, 1995: 327).13

13

60

se necesitaban operarios que supieran usarla) en alparaíso, en 1811 ( aldebenito, 1956: 8 ilva astr o, 1958: 9-10). Para una crítica del texto de Mignolo y una visión alternativa acerca del valor de las formas de escritura no alfabéticas véase añizares-Esguerra (2001: 6 -69). hirin henassa (2001: 2 9-250), por su parte, le reprocha

Hacia comienzos del siglo XIX, en todo caso, los periodistas ya no recurren a la temporalización del valor para comparar la cultura europea con las de los pueblos originarios sino para distinguir el luminoso presente del oscurantismo de la era de la oralidad, el manuscrito y la censura inquisitorial de los libros. Los periódicos son entonces percibidos como los productos más modernos de la imprenta, capaces de estimular la vida intelectual y «fomentar el gusto a la lectura y por consiguiente a las luces» (La Miscelánea Chilena, «Prospecto», 1821, p. 2). Una de sus potencialidades, en efecto, era la de despertar en el lector un interés por instruirse. Hacia 1830, El Nuevo Regañón de La Habana lo comenta del siguiente modo: Es indudable que esta especie de escritos es la más a propósito para extender el gusto y la afición al estudio de las letras. Su corto volumen, su ínfimo precio, la brevedad con que tratan las materias y la diversidad de sus asuntos son causas de que todos los lean, y de que inciten la curiosidad y la instrucción general. Cierto es que con sol[o] su lectura no se adquieren sólidos conocimientos; pero promueven cuestiones y artículos que obligan a echar mano de libros maestros y obras elementales que permanecerían cubiertas de polvo en los estantes, a no ser por ellos (n° 2, 9/11/30, p. 9). Como indican El Nuevo Regañón y otras publicaciones de la época, periódicos y revistas parecen contar con tres ventajas fundamentales con respecto a los libros para entusiasmar a la población. En primer lugar, su brevedad. En oposición a los «libros maestros», por ejemplo, logran «estimular con digresiones cortas y científicas la aplicación de los jóvenes que se dedican a no prestar suficiente atención a la materialidad o los soportes específicos de la escritura alfabética y, en particular, a la forma impresa.

61

las letras y ciencias» (La Siempreviva, La Habana, t. I, 1838, p. IV). En segundo lugar, su bajo costo, que posibilita una cierta democratización del saber (a comienzos del interregno liberal de 1820-1823, El Argos de La Habana proclama en ese sentido que los periódicos «corren como el fuego eléctrico, y penetran al mismo tiempo a los palacios de los grandes y a las chozas de los infelices; los leen juntamente el marqués y el artesano» [n° 5, 1/7/20, p. 4]). En tercer lugar, la variedad de materias que tratan en sus páginas, un aspecto central que analizo con detenimiento en el próximo capítulo. El hecho de que ahora percibamos algunas de estas afirmaciones como cándidas e hiperbólicas, como expresión del voluntarismo idealista que caracterizó a los letrados de la Ilustración, es precisamente un indicio del poder de los periódicos para canalizar visiones utópicas durante el período. Tuvieran o no la capacidad de cumplir sus promesas, lo indudable es que funcionaron como el medio para la expresión de este tipo de utopías. El periódico, sin embargo, no era solo una versión más corta, barata y variada del libro; también era el medio más adecuado para entrar en contacto con los nuevos conocimientos literarios, científicos y técnicos. En la medida en que el imperativo de «estar al día» se vuelve más acuciante, empieza a quedar claro que, para educar al pueblo, ya no basta con haber leído grandes libros. Así, como parte de sus esfuerzos por inflamar el corazón del público y predisponerlo a su educación, los periodistas destacan que el nuevo medio es el soporte material más propicio para entrar en contacto con la información y los conocimientos más recientes. La ficción de «estar al día» confluye así con esa «ficción pedagógica» conceptualizada por Jacques Ranciére en El maestro ignorante, dado que los periodistas establecen una relación con sus lectores basada en la idea de que la desigualdad entre «maestros» e «ignorantes» se puede reducir haciendo que los primeros les expliquen las novedades a los segundos. Sin embargo, como 62

observa Ranciére (2007: 150), los educadores y las instituciones de las que forman parte, si aspiran a conservar su autoridad, no hacen más que ensanchar el abismo que los separa de los ignorantes; es más, el orden social mismo depende del éxito de la ficción pedagógica, dado que la idea de «Progreso» solo se sostiene sobre la base de esa concepción de la desigualdad en términos de retraso que suele estar en el centro de la pedagogía. No es casual, en consecuencia, que uno de los géneros literarios más frecuentados de la primera mitad del siglo XIX hispanoamericano haya sido el artículo de costumbres, en el que pedagogía y progreso se funden en un novedoso pacto de lectura que implica tanto la existencia de una opinión pública de la cual el escritor se dice portavoz como de un esfuerzo por guiar a dicha opinión desde la posición privilegiada del que más sabe. Del mismo modo, tampoco puede sorprender que las primeras novelas de la región se articulen a través de una voz que, al narrar, también moraliza y educa (Cornejo-Polar, 1994: 14-18). La propia poesía se basa durante la época en la ficción pedagógica y cumple, en palabras de Ángel Rama (1994: 65), una «función educadora y animadora». Pero es sin duda en los periódicos donde esta ficción exhibe de manera más extrema su fe en lo nuevo bajo el imperativo moderno de poner al público «al día». Ahora bien, ni el impulso pedagógico ni el afán por estar al día podían ser ajenos a los avatares de la historia, y por lo tanto conviene destacar que la crisis de la monarquía redefinió de manera radical el entusiasmo por la inculcación de las nuevas ideas. Una vez declarada dicha crisis, la preocupación por inflamar el corazón del pueblo empezó a estar muy vinculada con la discusión política, lo cual le dio un cariz nuevo a la voluntad de los periódicos de inscribirse en la tradición ilustrada y de estimular las mentes del pueblo. En Buenos Aires, el Mártir o Libre afirma en 1812 que la peor «peste» que puede apoderarse de una sociedad es la indiferencia por el bien público. En este sentido, el 63

estímulo social al que el periódico busca contribuir se asemeja a una terapia de shock: «un repentino estremecimiento» (n° 8, 18/5/12, p. 63). El mismo año, La Aurora de Chile publica «Del entusiasmo revolucionario», un artículo en el que se lo define como «un fuego, que no sé si es el amor sublime de la patria, el odio exaltado de la tiranía o el deseo heroico de gloria» (n° 31, 10/9/12, p. 2). En la colonia de Cuba la situación no es muy distinta durante los períodos liberales de 1812-1814 y 1820-1823 (a partir de esa fecha, el entusiasmo político es sobre todo rastreable en las publicaciones de los exiliados). En 1820, por ejemplo, un lector bautizado «Don Prudencio» le advierte al editor de El Argos que su periódico es considerado subversivo y, por lo tanto, le sugiere: «Hombre, déjate de entusiasmo, toma mi consejo, no más Argos» (n° 22, 13/12/20, p. 2). Tras la vuelta al absolutismo, en 1823, el padre Félix Varela afirma desde su exilio en los Estados Unidos que «el pecado político casi universal en aquella isla ha sido el de la indiferencia» y, aunque con un tono razonado y calmo, llama a sus compatriotas a la revolución (El Habanero, Filadelfia, t. I, n° 1, 1824, pp. 59-60). Ya desde sus títulos los periódicos de las primeras décadas del siglo se presentan como desengañadores, auroras, despertadores y gritos. Quizás valga la pena recordar, además, que en esos años la prensa periódica era muchas veces leída en un novedoso espacio de sociabilidad y de estimulación pública, a su vez organizado en torno a la ingesta de un estimulante: el café. Este entusiasmo por lo público y por las formas que la política hispanoamericana había empezado a adquirir a partir de 1808 parecía ser, en efecto, revolucionario. Pero ¿fue la revolución un resultado del entusiasmo por las «nuevas ideas»? De ningún modo, señalan una y otra vez los historiadores. Ya en 1971, por ejemplo, Arthur P. Whitaker (1971: 54) denunciaba el mito según el cual la Ilustración fue la causa de las independencias hispanoamericanas. Innumerables investigadores han expresado este tipo 64

de perspectiva: las nuevas ideas habían circulado por el territorio americano sin que a nadie se le ocurriera identificarlas con puntos de vista radicales (Halperin Donghi, 1980 [1969]: 77); la difusión masiva de las nuevas ideas no fue la causa de la crisis del orden colonial sino una de sus consecuencias (Fradkin y Garavaglia, 2009: 198); fue la ruptura con España lo que hizo posible que las ideas adquirieran un sentido nuevo (Palti, 2007: 43). La tradición de refutar el carácter intrínsecamente revolucionario de las nuevas ideas no se explica solo por la necesidad de someter la buena voluntad intelectual («las ideas no se matan») a alguna clase de contrastación empírica, ni por la prevalencia de una perspectiva teleológica que nos lleva a ver en el pasado solo la anticipación de lo que ocurrió después o, en palabras de Roger Chartier (1995: 223-224), a transformar «una herencia ideológica plural en una genealogía política necesariamente unitaria». Si seguimos sintiendo que, pese a todo, las ideas tienen su propia fuerza («Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras», secunda Martí a Sarmiento), es porque reconocemos la existencia de una serie de problemas que persisten, que incluyen tanto el de nuestra concepción plural, dinámica e históricamente fluctuante de lo que es una «idea» –de su existencia social, de su capacidad de convencer o estimular, de su peso político–, como el de esa lógica del entusiasmo y la «inflamación», ya evidente en los periódicos ilustrados, cuya importancia no puede ser desestimada por el simple hecho de que no sepamos cómo analizarla. Lo cierto es que, hacia comienzos del siglo XIX, los hispanoamericanos empezaron a concederles a las ideas una capacidad de transformación social de la que antes habían carecido y que el entusiasmo que las rodeaba tuvo, a partir de entonces, fuertes implicaciones políticas. Hasta ese momento, se limitaban a reflejar la realidad y contribuir a un conocimiento más acabado del mundo; lo que no hacían, lo que nadie pensaba que pudieran hacer, era producir revoluciones políticas o sociales (Jocelyn-Holt 65

Letelier, 1992: 230-231). En el mundo hispánico, las nuevas ideas se volvieron revolucionarias a partir de la crisis de soberanía provocada por Napoleón y de los consiguientes procesos revolucionarios. Esto no significa, insistamos, que antes de las revoluciones las ideas carecieran de capacidad de estímulo, sino que sus efectos estimulantes no parecían afectar demasiado la esfera de la política. Así, en 1801, cuando nadie en el Río de la Plata podía prever la ruptura del lazo imperial, el español peninsular Francisco Cabello y Mesa presenta su periódico al público con una loa al «espíritu Filosófico que analiza al hombre, lo inflama y saca de su soporación [sic]» (El Telégrafo Mercantil, n° 1, 1/4/1) y, pocas semanas después, incluso se queja de que la palabra «innovación» asuste a «los espíritus débiles» (n° 11, 6/5/01, p. 83). El cándido entusiasmo por lo nuevo de Cabello y Mesa contrasta con la ola de lamentaciones acerca del ciclo revolucionario que se levanta veinte años más tarde, y con la cual los hispanoamericanos se suman a una tradición vuelta célebre por la Revolución Francesa. En Buenos Aires, el padre Francisco de Paula Castañeda no dudará en caracterizar a los «filósofos» como «noveleros que embaucaron a la Francia y a la Europa con sus teorías inverificables» (Despertador Teofilantrópico Místico-Político, n° 3, 7/5/20, p. 21). Las nuevas ideas, en todo caso, se habían vuelto peligrosas solo al escapar de la mente de los filósofos; como observaba en 1816 otro periódico porteño, los problemas de Buenos Aires se debían menos a las ideas en sí que al hecho de que hubiesen sido llevadas a la práctica: el «espíritu de novedad», leemos, «temerariamente extendió su influjo a todos los ramos de la administración» (El Observador Americano, n° 1, 19/8/16, p. 3). No es de extrañar que ese «espíritu de novedad» fuese también duramente atacado por el bando español. En 1815, después de que Chile se viese reconquistado, el obispo de Santiago se refería a la época revolucionaria no ya en términos de entusiasmo sino de «ese frenesí rabioso por salirse de la esfera de la 66

Ley», de ese «empeño de la subversión, del transtorno [sic] y ruina de la Religión y del Estado» y, en suma, de esa «sacrílega manía del espíritu novador» (Gazeta del Gobierno de Chile, 16/2/15, p. 153). Algunos meses antes, la Gazeta había vinculado los trastornos políticos con el gusto por lo nuevo, al acusar a los argentinos del incendio revolucionario que se extendió en Chile con líneas a su vez devastadas por las erratas: «O! Argentinos altivos, e insconstantes! Oh! espíritus hijos de un clima todo fuego, todo llamas! Vosotros os señoriasteis del candoroso [...] Chile, y le persuadisteis cuantas falsedades y quimeras inventó vuestro genio sagaz, y naturalmente novedoso. Oh!» (24/11/14, p. 18). Era un ataque al país vecino, pero también una respuesta a la exaltación política local que, apenas dos años atrás, se había manifestado a través de la aparición del primer periódico chileno. Las críticas a la desestabilización política causada por la prensa adquirieron tanta presencia que en 1828 un periodista de Buenos Aires podía afirmar que, sin duda, «Caín leía periódicos en el paraíso terrenal» (El Diablo Rosado, n° 2, 14/4/28, p. 3). Incluso la prensa periódica de Chile, un país que ha pasado a la historia por la estabilidad política que alcanzó tempranamente, fue considerada «el órgano de las pasiones políticas», «un elemento de desorden y desmoralización» y «un verdadero coliseo Romano, donde debían expirar a manos de los tigres de la calumnia y la mentira los hombres más respetables» (El Mosaico, n° 1, 21/7/60, p. 4). Como señala Iván Jaksic (1991-1992: 123) –y esto puede también trasladarse al caso argentino–, la prensa chilena de la primera mitad del siglo fue eminentemente política y su tono, por lo general, «beligerante, sectario e injurioso». La introducción de la tercera imprenta en la historia chilena por parte del Ejército de los Andes en 1817, o la labor de Sarmiento como imprentero del Ejército Grande en la campaña contra Juan Manuel de Rosas, son buenos ejemplos del estrecho vínculo que existía entre prensa y guerra. 67

Desde este punto de vista, la hermandad entre palabra impresa y razón postulada por teóricos como Benedict Anderson (1993) y Jürgen Habermas (1981) en relación con la prensa queda bastante cuestionada, así como también el estereotipo del letrado como guardián y administrador del orden de los signos. En la lucha entre civilización y barbarie, los letrados-periodistas de la época no siempre estaban del lado de la primera. Los ejemplos abundan a lo largo del continente. «¡Sangre! ¡Fuego! ¡Bravura! ¡Injusticias! ¡Elecciones! ¡Dicterios! ¡Sarcasmos! ¡Apodos! Esto es lo que queremos»: así satiriza un periódico cubano los gustos del público (El Revisor Político y Literario, n° 3, 7/3/23, p. 4). Recordemos también el epíteto que Juan B. Alberdi le endilga a ese supuesto paladín de la civilización que fue Sarmiento: «gaucho malo» de la prensa (Alberdi y Sarmiento, 2005: 97). Como parte de la misma polémica con Sarmiento, Alberdi denuncia el uso del «calor» y el «arte de inflamar» por parte de los periodistas, a quienes llega a comparar con «esos seductores que hacen madres a las niñas honestas», y se distingue de ellos de manera tajante: «No trafico yo con el calor, es cierto; no vendo entusiasmo» (Alberdi y Sarmiento, 2005: 177-178). Los esfuerzos por entusiasmar a la nación fueron por lo tanto simultáneos a los intentos por moderar ese entusiasmo. La motivación que posibilitaban los periódicos podía transformarse muy rápidamente en una desestabilización excesiva y muy poco instrumentalizable, que por otra parte revela la estrecha correspondencia entre la naturaleza de la prensa y la de lo nuevo. Así como los periódicos traían aparejadas las nuevas ideas que ayudarían a los hispanoamericanos a «ponerse al día» y, al mismo tiempo, provocaban una inestabilidad política (y, como veremos, también epistemológica) sin precedentes, el concepto mismo de novedad oscilaba en la época entre dos sentidos: tenía ya la acepción positiva de ruptura con el pasado, pero también conservaba el sentido (muchas veces negativo) de «asombro». En el Río de la 68

Plata, por ejemplo, El Americano Imparcial observa que la emancipación política «causó tanta novedad en los hombres rancios y caprichosos, que aun todavía la tienen por irreligiosa» (n° 1, 17/1/25, p. 7). Y El Constitucional, por esos mismos años, afirma que cierto giro reciente en la política de Buenos Aires «ha causado tanta novedad [...] que unos se van de vareta y otros empiezan a perder el juicio» (n° 108, 4/9/27, p. 2). En estos uso del término, la novedad aludía a la sorpresa, pero también al desconcierto, el escándalo y hasta la locura. LA ACELERACIÓN DE LAS LETRAS Se trataba, en efecto, de una ambivalencia muy semejante a la que despertaban los periódicos, cuya capacidad de entusiasmar al pueblo parecía ser tan loable como peligrosa. Si desde un comienzo su estrecha relación con las nuevas ideas fue uno de los atributos más celebrados del periódico, que según una retórica de inspiración ilustrada llegaba para inaugurar una era de madurez racional y progreso, pronto quedó claro que también el propio medio estaba sometido a la innovación. Esto se manifestó en la relevancia creciente que adquirieron ciertos aspectos formales, como la brevedad y la variedad (algo perceptible a simple vista cuando uno compara publicaciones de 1800 con las impresas tres o cuatro décadas más tarde) pero, además, en un cambio importante en el modo en que los escritores concebían la función del medio. Si a principios de siglo Manuel Belgrano justificaba la aparición de su Correo de Comercio señalando la necesidad que tenía Buenos Aires de «un Periódico en que auténticamente se diese cuenta de los hechos que la harán eternamente memorable» («Prospecto», 1810, p. 2), destacando así el estrecho vínculo que veía entre el impreso y el respeto por el pasado, a medida que transcurren los años esta función queda eclipsada por otras 69

(Martínez Gramuglia, mimeo). El periodista chileno Julio Arteaga Alemparte, sintetiza así la función del nuevo medio: Hay hambre de novedad. Hoy nos fatiga lo que ayer hacía nuestro placer. Mañana arrojaremos con desprecio lo que hoy nos entretiene, nos encanta y tal vez nos hace felices. Nadie está en mejor posición de obedecer a esta tendencia que el diario. Solo en él puede satisfacerse esa persistente y dominadora necesidad (La Semana, Santiago, 3/3/60, p. 148). El siglo y medio transcurrido desde la aparición del texto de Arteaga parece haberlo quebrado en dos mitades. En la medida en que describen una relación moderna con lo nuevo, las primeras oraciones («Hay hambre de novedad. Hoy nos fatiga...») iluminan la realidad cultural de un extenso período en el cual todavía estamos inmersos; si algo demuestran estas líneas es que el análisis de lo nuevo como fuente de valor en la historia de los medios tiene que hacerse desde una perspectiva de larga duración. En cambio, la segunda mitad de la cita («Nadie está en mejor posición...») da la impresión de estar fuertemente fechada y remite a un tiempo con el cual ya no creemos tener mucho en común. Con el surgimiento de la radio, la televisión o Twitter, el periódico perdió su especial intimidad con lo nuevo. En la base de esta divergencia entre lo que nos es familiar y lo que nos es extraño reside la tensión entre novedad e historia que ha caracterizado el desarrollo de los «nuevos medios» a lo largo del tiempo. En ese sentido, resulta a la vez natural y sorprendente constatar que el siglo XIX vio en el periódico el medio más efectivo para satisfacer el «hambre de novedad»; para cubrir, en otras palabras, el deseo de renovación constante que definía cada vez con mayor intensidad la ciudad letrada. 70

Gran parte del valor de los periódicos derivaba de la velocidad con la cual podían reproducir y poner en circulación textos, opiniones y conocimientos, y su propio desarrollo fue entendido como un síntoma de la aceleración en el tempo de las letras: «Cuando se viaja al vapor», escribe Arteaga en el mismo artículo, «es necesario pensar también [al] vapor!» (La Semana, 3/3/60, p. 148). La rapidez de los tiempos, observa, exige medios más veloces; medios, por decirlo así, más inmediatos. Esta inmediatez era, según Arteaga, el rasgo distintivo del siglo: Quiere saberlo todo aunque no profundice nada. Busca el hecho, pocas veces la razón del hecho. Parece constantemente poseído por la idea de lo corto de la vida y quiere aprovecharla. Quiere burlar el tiempo, como ya con el vapor ha burlado el espacio, y tocar a las puertas de la eternidad diciendo: –Si nada he profundizado, todo lo he visto, todo lo he conocido, todo lo he tocado (La Semana, n° 35, 3/3/60, p. 148). Desde la perspectiva de los periodistas del siglo XIX, la afirmación de Ángel Rama (1984: 63) de que «la ciudad letrada quiere ser fija e intemporal como los signos» habría resultado insostenible. Incluso las revistas, publicaciones más pausadas, buscaron justificarse en relación con ese deseo de conocimiento fugaz. Como señalan los redactores de la Revista Bimestre de Cuba en 1831: «Piensan sus autores para nosotros: coligen y abrevian para nuestro ahorro de tiempo [...] y en pocas horas nos ponen en estado de hablar con magisterio de una obra o de una materia». Al hablar de un saber «que en una ojeada se adquiere» –que responde al deseo de «saberlo todo» sin perder demasiado tiempo en aprenderlo–, la Revista Bimestre subraya una de las grandes novedades de la era de los periódicos (n° 1, 1831, pp. 3-4). 71

En tanto que nuevo formato de publicación periódica, la revista empieza a volverse común durante el segundo cuarto del siglo. El Museo de Ambas Américas, por ejemplo, indica la necesidad que tiene Chile de revistas que, apoderándose de los preciosos tesoros del ingenio, se encarguen de distribuirlos entre nuestra sociedad, indicando concienzudamente lo que merece leerse; extractando lo que sea digno de conservarse; poniendo así al alcance de un gran número de personas la sustancia de tantas obras que es difícil y costoso adquirir, y popularizando las doctrinas que encierran (1/4/42, p. 7). Centradas en novedades científicas, literarias o artísticas, las revistas hicieron posible una globalización de la cultura sin precedentes, por la cual los textos de ciertos autores –Fenimore Cooper o Walter Scott, por ejemplo– se difundían con rapidez por las grandes ciudades del mundo (Hobsbawm, 1997: 278). El modo en que se autodefinieron echa luz no solo sobre distinciones en el interior de la prensa –tales como la que las oponía a los diarios– sino, también, sobre aquellos aspectos que hacían de los periódicos un universo claramente diferenciado del de los libros.14 Domingo F. Sarmiento describe la revista como una 14

72

El periódico es, simplemente, una publicación que aparece a intervalos regulares: diariamente, los martes, jueves y sábados, una vez por semana, cada dos semanas, etc. Hasta mediados del siglo XIX, solía consistir en una o dos hojas (cada una de las cuales se dividía en cuatro u ocho páginas al doblarse, en lo que se conoce como in cuarto o in octavo). El diario es un periódico que aparece todos los días. Cierto tipo de periódico fue llamado revista, pero durante el siglo XIX la diferencia entre ambos no está muy definida. A grandes rasgos, puede decirse que la revista en general no aparecía más de una vez por mes, se imprimía en un formato más pequeño, contaba con mayor cantidad de páginas y trataba asuntos que trascendían las «cues-

«especie de eslabón intermediario entre el libro y el diario», capaz de analizar problemas «con menos concisión que la que exige la foja diaria, sin perder sin embargo nada de la variedad de esta y de su importancia de circunstancias, lugar y tiempo, que tanto atractivo ejercen sobre el ánimo del lector» (1948: 203). En otras palabras, la revista conservaba una de las virtudes máximas de la prensa –su familiaridad con lo nuevo y con las circunstancias del momento– y, a la vez, eludía uno de sus mayores problemas –la exorbitante rapidez y brevedad con la que obligaba a escribir–. En oposición al libro, era una publicación rápida; en oposición al diario, en cambio, era «tranquila» y «duradera» (El Museo de Ambas Américas, «Prospecto», 1/4/42, p. 8). Los elogios de esta posición intermedia fueron parte de una discusión más general de los letrados del período, en la cual una de las preguntas principales era de qué modo los diferentes medios impresos disponibles permitían enfrentar la agitada relación entre novedad y cultura. La escritura «al vapor» trajo consigo una serie de transformaciones muy concretas en el universo de las letras. A un ritmo cada vez más acelerado, diarios y revistas multiplicaban y hacían más accesible la palabra, poniendo fin a una época en la cual la publicación de un texto impreso se vivía como una ocasión extraordinaria, pero también generando una crisis en los valores tradicionales de la institución literaria. En un artículo publicado en El Nacional de Santiago de Chile en 1841 bajo el título «El diarismo», Domingo F. Sarmiento se refiere a dichos cambios con característica lucidez: Las sociedades presentes se han personificado en el diario, y puede decirse que su literatura, sus idiomas y su elocuencia, se resienten de la estrechez de las páginas del diario, de tiones del día». Algunos autores que han buscado establecer esta diferencia son Ossandón (1998: 123), Cavalaro (1996: 7-8) y Auza (1999: 20).

73

su superficialidad y su valor de circunstancia. La vida de un sabio, bastaba apenas para producir en la antigüedad un libro; algunas horas son hoy suficientes para que el artículo vaya a la prensa (Sarmiento, 1948: 59). Una vez más, el periódico aparece aquí caracterizado de acuerdo con su capacidad de marcar el surgimiento de un nuevo tiempo –en el caso de Sarmiento, el «hoy» de los periódicos, separado por un abismo de la «antigüedad» de los libros–. En ese sentido, Sarmiento estaba lejos de creer que las presiones que los periódicos ejercían sobre la literatura fueran algo lamentable. Se limitaba más bien a examinar las nuevas condiciones del discurso escrito y a interpretarlas de una manera moderna, postulando una diferencia abismal entre pasado y presente. Y, dado que las sociedades presentes se «personifican» en el diario –esto es, puesto que este es el nuevo medio hegemónico–, Sarmiento (1948: 81) considera natural que la principal pluma española del siglo, Mariano José de Larra, no haya publicado libros sino artículos en diarios. Refiriéndose al oficio del periodista de modo más general, Sarmiento también afirma: «Sus más brillantes escritos, como los menos interesantes, mueren con el día en que ven la luz» (Sarmiento, 1948: 332). El periódico, en efecto, trae aparejado un nuevo tipo de relación con el saber y nuevos criterios de calidad literaria. Lo «brillante», así, pierde su valor ante la novedad; no por completo, sin duda, aunque algo es seguro: ningún lector de periódicos va a hacer a un lado el diario recién impreso para releer artículos viejos bien escritos. La pérdida de esa calidad literaria y ese vínculo más sosegado con el saber que supuestamente caracterizaban al libro tal vez fuera lamentable pero, más que nada, parecía ser necesaria; el progreso, después de todo, se había «personificado» en el diario. Aun cuarenta años más tarde Sarmiento destacaría la extraordinaria aceleración que 74

había producido el nuevo medio, al recordar la polémica sobre el romanticismo en que se enfrentaron El Semanario de Santiago y El Mercurio de Valparaíso en 1842. Aprovechando que el primero salía solo los sábados, con «un artículo que había pasado tres veces por la criba, y se publicaba con licencia del ordinario, como los antiguos libros», el segundo, un diario, lo acribillaba: «El Mercurio era una especie de revólver, tum... tum... tum... seis tiros a la semana». La combinación de polémica y nuevos ritmos de publicación, a la vez, generaba un nuevo tipo de lectura, muy diferente de la privada y silenciosa: «¡Qué crispaciones de nervios! ¡Qué sacudidas [...]!» (1948: 340). Sarmiento, por lo demás, estuvo lejos de ser el primer letrado en observar que los periódicos, además de difundir ideas e información, generaban una nueva prosa y una nueva clase de relación con el conocimiento ligadas a la variedad, la brevedad y la renovación constante. Uno de sus predecesores más notorios fue José Joaquín de Mora, un liberal español exiliado en Inglaterra durante la década de 1820, que luego se traslada a América del Sur. Periodista, poeta, político y jurista, entre otras ocupaciones, Mora empezó a dejar sus marcas en la cultura hispanoamericana desde Londres, donde a partir de 1824 redactó varias de las publicaciones de Rudolph Ackermann. Algunos años más tarde, recién llegado a Buenos Aires por invitación de Bernardino Rivadavia, describe del siguiente modo la importancia de los periódicos: «Estas producciones, que parecen destinadas a satisfacer una curiosidad momentánea, son, por la misma razón, los vehículos más oportunos de la verdad, y los instrumentos más eficaces de la ilustración» (El Conciliador, n° 1, mayo de 1827, p. 78). Ya sea que fuera oportuno porque la verdad cambiaba todo el tiempo o porque la curiosidad del lector duraba muy poco, lo cierto es que el periódico mostraba diferencias notables con respecto a formas anteriores del impreso. Con frecuencia creciente, parecía fundamentarse en lo efímero y concebir su tarea ya no como simple 75

ilustración sino como ilustración a alta velocidad. A medida que «la verdad» de la que habla Mora se distancia de los ritmos lentos de los libros, la erudición y el dogma, y a medida que el público se impacienta, lo momentáneo, lo pasajero, lo fugaz dejan de ser atributos negativos y adquieren un valor cultural sin precedentes. Una prosa simple, accesible y «momentánea» constituía, de este modo, uno de los requisitos básicos de toda publicación que quisiera conservar la atención de los lectores (El Conciliador, dicho sea de paso, duró apenas un número). De manera paralela, los cambios en el tempo del saber condujeron a otros letrados a una posición escéptica con respecto a los periódicos, e incluso a esa novedad tan celebrada a comienzos del siglo: la imprenta. Así, en 1836, un periodista montevideano señalaba la paradoja de que la máquina de Gutenberg, habiendo hecho circular todo tipo de conocimientos por el mundo, los hubiera vuelto también volátiles: «Esta utilísima invención ha producido efectos admirables, pero de un modo superficial; enseña a saber, pero no a pensar; no se sabe más de lo que se lee, y aun eso se olvida luego, porque no ha costado trabajo el aprenderlo» (El Republicano. Diario universal, n° 6, 6/5/36, p. 3). Como afirma algunos años después Juan B. Alberdi, el periodista «tiene que pensar al paso que escribe, por no decir después» (Alberdi y Sarmiento, 2005: 164). De este modo, al darle nueva vida a las imprentas del continente (en muchos casos, al inaugurarlas), los periódicos reavivaron también las críticas que la imprenta y la escritura habían recibido en momentos previos de la historia. El ataque de Platón a la escritura en el Fedro, por ejemplo, o los lamentos de los siglos XV y XVI acerca de los efectos nefastos que la imprenta habría de tener sobre la memoria y la sabiduría resurgieron así, a comienzos del siglo XIX hispanoamericano, gracias al boom de los periódicos. Al mismo tiempo, una queja, que acaso haya nacido con la prensa, se reitera una y otra vez durante las primeras décadas 76

del siglo: cualquiera se siente preparado para ser periodista (en la segunda sección del libro estudio este fenómeno en términos de la «moda de la filosofía» y la «manía de escribir»). Los redactores de la Gazeta de Buenos-Ayres, entre otros, señalan en 1815 la proliferación de «papeles frívolos, llenos de lugares comunes y de rumores vagos con el nombre de noticias», e indican la existencia, en Europa, de «jóvenes aventureros recién salidos de alguna universidad, que se alquilan» para escribirlos (n° 20, 9/9/15, p. 80). Así, la accesibilidad del saber en forma impresa parecía ser simultánea a su aparente degradación. Pero no se trataba, por supuesto, de que una multitud de «aventureros» hubiese copado las redacciones de los periódicos: el aventurero es solo la antropomorfización de una vida cultural desestabilizada por la prensa, debido a la multiplicación acelerada de textos, escritores y, en menor medida, lectores. Todos los periodistas, incluso los más serios, se vieron embarcados en la misma aventura. La posibilidad de leer y escribir estaba más cerca que nunca, pero esa cercanía ponía en crisis las normas del saber y del buen gusto de la ciudad letrada. Durante los primeros meses del siglo, y a pesar de sus defensas del nuevo medio, Buenaventura Pascual Ferrer se permite una burla que chilenos y argentinos habrán de repetir algunas décadas más tarde: en las pulperías ya no hay necesidad de papel de estraza para envolver la mercadería, puesto que puede utilizarse «papel fino y aun impreso, por haberse abaratado mucho este género con la abundancia de papeles periódicos» (El Regañón de La Havana, n° 1, 30/9/00, p. 3). A medida que las imprentas multiplican la escritura vulgar, especulativa y fragmentaria de los periódicos, la palabra escrita parece perder prestigio hasta reducirse a la más efímera y despreciable materialidad.15 15

Hacia 1800, cuando Ferrer publica ese texto, los escritores europeos también debatían acerca de los nuevos papeles. En 1790, por ejemplo, al hablar

77

Sin embargo, mirados con entusiasmo, estos cambios no implicaban tanto la degradación del saber y el buen gusto como la gestación de nuevos valores literarios. El propio Ferrer, por ejemplo, supo sintetizar el particular estilo que exige la prensa: mientras que el autor de obras largas busca fundamentar sus ideas en la erudición, las citas y la historia, el redactor de periódicos debe recurrir a lo «nuevo», una «variedad de asuntos» y un estilo accesible y vívido (El Regañón de La Havana, n° 9, 25/10/00, pp. 66-67). La vieja escritura, en efecto, solía ser descripta como erudita, profunda y con raíces en el pasado; la nueva, como variada, superficial y orientada hacia el futuro. Además, se la consideraba como el resultado de una nueva clase de autor, que no encontraba legitimidad en un título universitario o en el dominio del latín sino en la habilidad de «estar al día» y de comunicarse de manera clara. En tanto que el estudio de la producción literaria de las últimas décadas del siglo XIX demuestra que la búsqueda de autonomía literaria fue inseparable de un rechazo del periodismo (Ramos, 1989: 101-104), el análisis de su primera mitad indica, por el contrario, que los escritores se esforzaron por crear nuevos modos de prosa y de autoridad discursiva precisamente mediante los periódicos. Así, a la proclamación de José Martí de que «poesía es poesía» (1975: 181) puede oponérsele una que se repitió de innumerables formas desde comienzos del siglo: periodismo es periodismo. Mediante ella, los periodistas buscaban marcar un cambio radical en las condiciones de producción escrita. Cuando se tiene esto en cuenta, la comparación entre Cuba y la América independiente demuestra que el surgimiento de sobre la Revolución Francesa, Edmund ur e se ala que la proliferación de impresos supone una devaluación semejante a la del dinero: a la solidez del libro y el metálico opone las vanas especulaciones de los impresos sueltos y el papel moneda ( urgess, 2009: 211).

78

una nueva prosa y de formas modernas de autoridad discursiva dependió mucho más de la importancia creciente del periódico que de la fundación de las nuevas repúblicas. En efecto, a pesar de la represión política y la censura, el desarrollo de la prensa periódica contribuyó a que La Habana se transformara en uno de los principales centros de producción intelectual del mundo hispánico. Recordemos la opinión que expresa en 1834 el hispanista norteamericano George Ticknor acerca de la Revista Bimestre, editada desde 1831 por Domingo del Monte y José Antonio Saco: «Jamás ha sido intentada en Madrid una revista de tanto ingenio, variedad y fuerza» (cit. en Benítez Rojo, 1988: 17). El objetivo declarado de esa revista era comentar las obras científicas y literarias más recientes de América o Europa; Del Monte mismo tenía a su cargo la sección Noticias y Variedades Científicas y Literarias, desde la que manifestó ese esfuerzo por «estar al día» con el que suele asociarlo la crítica (Otero, 1990: 729). En este tipo de publicaciones ya es del todo visible esa avidez cosmopolita y moderna por «saberlo todo» que a fin de siglo Enrique Gómez Carrillo le iba a atribuir a Rubén Darío: del mismo modo que para Gómez Carillo (1900: 123) la mente del poeta nicaragüense era comparable a un «cinematógrafo que refleja incesantemente las mil fases de la sensibilidad, de la sabiduría y del pensamiento universales», para los periodistas de más de medio siglo antes, las revistas eran algo muy parecido (y de ahí muchos de sus títulos) a caleidoscopios, museos y repertorios. En ese sentido puede afirmarse que los debates sobre las literaturas nacionales característicos de las generaciones románticas fueron la continuación de disputas sobre el nuevo medio, esto es, sobre las posibilidades y los peligros que los periódicos introdujeron en la república de las letras. En particular, las discusiones acerca de la novela y su relación con los tiempos modernos de las que participaron escritores como Alberto Blest Gana parecen haber sido, en gran medida, un resultado del boom de los 79

periódicos, tanto por el nuevo modo de publicación de las novelas (el folletín) como por el nuevo lenguaje que ellos introdujeron. El folletín, como se sabe, ocupaba la parte inferior de la página del periódico y en un comienzo había estado dedicado a temas como la moda o la crítica teatral. A partir de la década de 1840 (en la Argentina, la de 1850), sin embargo, el creciente éxito comercial de las novelas las convirtió en el contenido principal del folletín (de ahí que la palabra «folletín» se transformase en sinónimo de «novela» [Laera, 2003: 417]). Blest Gana, uno de los escritores más comprometidos con este tipo de publicación, la consideraba un elemento indispensable en la consolidación de una cultura nacional, en gran parte debido al tipo de comunicación que instauraba con nuevas franjas de lectores. Hacia mediados de siglo, en su discurso de incorporación a la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile, afirmaba: Mientras que la poesía conserva siempre para el vulgo la apariencia de los antiguos ídolos cuyo lenguaje era comprensible únicamente a los sacerdotes del culto pagano, la novela, por el contrario, tiene un especial encanto para toda clase de inteligencias, habla el lenguaje de todos, pinta cuadros que cada cual puede a su manera comprender y aplicar y lleva la civilización hasta las clases menos cultas de la sociedad, por el atractivo de escenas de la vida ordinaria contadas con un lenguaje fácil y sencillo (Blest Gana, 1861: 88). Blest Gana traza aquí una oposición muy nítida entre dos lenguajes: el antiguo y hermético de la poesía, por un lado, y el mucho más accesible de la novela, por el otro. Para los críticos interesados en la novela hispanoamericana, esta temprana apología del género en una institución universitaria puede parecer un episodio notable, por no decir revolucionario. No obstante, me 80

gustaría enfatizar que esta oposición no era nueva. Desde finales del siglo XVIII, las páginas de la prensa habían incluido denuncias más o menos explícitas de los lenguajes de la antigüedad (el latín, el griego) y de aquellos letrados (los «sacerdotes» de la palabra) que usaban un léxico incomprensible para el resto de la sociedad. Del mismo modo, los periódicos también habían incluido fervorosas defensas de una prosa fácil de entender y vinculada con la experiencia cotidiana de amplios sectores de la población. Incluso se podría presentar una larga serie de comparaciones entre las críticas dirigidas tanto a los periódicos como a las novelas por la supuesta degradación que ambos acarreaban sobre el saber y la moral. Las interpretaciones utópicas y distópicas que suscitó el nuevo medio en la ciudad letrada fueron, por lo tanto, parte de las condiciones de posibilidad para los debates que recorrieron el siglo sobre la lengua, el estilo, el decoro y otros aspectos de lo literario. Así, la prensa periódica distó de ser una superficie en la que se veían reflejados los cambios en los ritmos del discurso o un simple vehículo que se limitaba a hacerlos llegar a todos los rincones del mundo. Fue, más bien, una de las fuerzas constitutivas de ese proceso. INVENTAR LA NACIÓN A la luz del nuevo medio, la fuerza de las letras parecía derivar menos de su masa que de su aceleración. El siglo obligaba a escribir y pensar rápido, eso era indudable, pero ¿escribir y pensar qué? Es ahí donde, en ocasiones, surge una gran dificultad. Es tal su compromiso con la lógica de lo nuevo que el periódico llega a exigirles a sus redactores que inventen, como le confiesa Sarmiento a Félix Frías en una carta de 1844: «Hallo la prensa estéril de asuntos y tengo que inventármelos para llenar las páginas como he ofrecido hacerlo» (Barrenechea y otros, 1997: 50). 81

En julio de 1842, poco antes de escribir esa carta, Sarmiento había ficcionalizado el problema en un «Diálogo entre el editor y el redactor» publicado en Valparaíso. El redactor confiesa allí que no tiene sobre qué escribir, dado que en esos días no hay cuestiones que despierten el interés del público, y el editor le advierte: «Un diario consume; es la boca hambrienta de un estómago estragado; tiene hambre, devora y nunca se sacia». El panorama es negro, y típico de la primera mitad del siglo: para llenar sus columnas, el periodista se ve forzado a «andar recogiendo la basura de otros diarios» (Sarmiento, 1948: 331). Inventar la nación era, desde este punto de vista, una obligación laboral, definida por las exigencias de un medio relativamente exitoso en Europa y Norteamérica que solo con mucha dificultad se desarrollaba en las ciudades hispanoamericanas. Pero plantear el problema en términos de la escasez de «asuntos», como hace Sarmiento, impide notar que esa aparente escasez implicaba en realidad –más allá de la pobreza que el sanjuanino pudiera atribuirle a la esfera pública chilena– la creciente presencia de otra cosa: lo nuevo como valor en sí mismo. Al referirse a la necesidad de «inventar» (en el sentido de crear novedades), también aludía –acaso sin ser del todo consciente– a un cambio importante en la relación del autor con sus textos. Los periódicos, en efecto, no solo hicieron que la figura pública del escritor se alejara de la del erudito y el sabio, sino que en algunos casos incluso lograron distanciarla de la noción misma de saber y de la necesidad de contar con ideas a la hora de escribir. Algunos años después, Arteaga Alemparte identificó este proceso con claridad al referirse al universo cultural rioplatense: El diarismo argentino es turbulento como su nación. Vive con el día. Rara vez recuerda hoy lo que ha dicho ayer [...]. El diarista argentino escribe mientras tiene papel y fuerza. Solo la fatiga lo detiene. [...] Se presenta una cues82

tión, enristra con ella y es capaz de tratarla hasta que le sorprenda la muerte, sin que jamás le falten las palabras aunque las ideas se le hayan agotado. Con media idea hace un largo artículo. Con dos buenas ideas hace un in folio (La Semana, n° 40, 7/4/60, p. 252). Arteaga se está refiriendo a periódicos políticos y, en particular, a ese entusiasmo tan mentado durante las guerras de independencia, y no menos criticado una vez que estas derivaron en guerras civiles. En el fragmento citado, asimismo, aparecen dos ideas clave para comprender la prensa periódica de un modo más general. En primer lugar, se sostiene que el periodista suele no recordar «lo que ha dicho ayer» ya que «vive con el día». En segundo lugar, se destaca su capacidad para tratar un mismo asunto «hasta que le sorprenda la muerte». ¿Cómo se concilian ambas cosas? En otras palabras, ¿cómo concebir la relación entre el instante y toda una vida que, según Arteaga, es propia del «diarismo argentino»? Tal vez la respuesta esté sugerida hacia el final de la cita: al periodista le basta con «media idea» para escribir «un largo artículo». La expresión «media idea» denota imperfección o incompletud y alude, así, a aquel ocaso de los sabios con el cual muchas veces se asoció el nacimiento de la prensa: la era de las ideas completas (la de los libros, de los modelos respetables, de la auctoritas) ha llegado a su fin; en la nueva era, la de los periódicos, los textos mueren con el día, ya que cada jornada exige un nuevo texto. El escritor vive así exiliado en un eterno presente. Ya sea que la entendamos como un rasgo de heroísmo o como un castigo dantesco, su labor interminable puede ser pensada como alegoría de la experiencia de lo nuevo. Los periodistas argentinos, en todo caso, no eran los únicos en recibir este tipo de crítica. El Nuevo Regañón de La Habana, por ejemplo, satiriza en 1831 al joven que pasea por el muelle con hambre de noticias, y a los «noveleros» en general, comparándolos 83

con esos redactores de periódicos capaces de «hablar horas enteras sobre cualquier asunto» (n° 53, 1/11/31, p. 5). La novedad, desde este punto de vista, es «cualquier asunto»: una cualquiera, a la que el periodista acude sin demasiados remilgos. Lo importante, para él, no es el tema particular; a sus fines, casi todos sirven. De este modo, la capacidad de tratar una cuestión sin cansar y sin cansarse, aun cuando no se tuviera mucho para decir acerca de ella –una habilidad asociada por siglos a las dotes retóricas–, pasa a ser parte de ese imperativo que el editor le transmite al redactor en el diálogo ficcionalizado por Sarmiento: alimentar ese estómago insaciable que es el periódico. A la vez, si se invierte el punto de vista se comprueba que ese imperativo legitima ciertos tipos de escritura, como escribir con apenas media idea. O, incluso, abandonar la escritura de ideas que supuestamente había caracterizado al discurso letrado hasta entonces y ensayar una escritura lo más ligera posible. En este punto, vale la pena adelantar algo que quedará más claro en el próximo capítulo: esa liviandad cada vez más común en la prensa periódica no era solo una consecuencia indeseada de su desarrollo o un síntoma de que la plaza literaria estaba siendo copada por individuos de bajos recursos intelectuales; por el contrario, muchos periodistas veían en ella una serie de virtudes. De manera apologética, una publicación de La Habana la define como «cierta facilidad y franqueza unida con la fuerza y con la rapidez». «La ligereza en un hombre –aclara– no puede ser considerada rigurosamente como frivolidad. [...] [L]igero es el céfiro, pero fecunda los jardines de la naturaleza; bailan las Gracias con ligereza, y forman la corte de la hermosura» (Recreo Literario, t. II, 1837, p. 150). Transportados por su estilo ligero, los periodistas eran capaces de «seguir la marcha variable que en su curso veleidoso lleva por todas partes la afición humana» (La Prensa, La Habana, n° 1, 1/7/41, p. 1). De este modo, si durante las primeras dos o tres décadas del siglo el periódico siguió siendo para muchos esa gran inven84

ción que sacaría al pueblo del letargo trasmitiéndole nuevas ideas y contagiándole un sano entusiasmo por las cosas de la patria, en décadas sucesivas resulta cada vez más evidente que el proceso de aceleración, aligeramiento e invención alejaba al nuevo medio de cualquier aura ilustrada tradicional y, en todo caso, lo vinculaba con esa ilustración a altas velocidades a la que me referí más arriba, dentro de la cual el periodista pensaba mientras escribía («por no decir después», como sugería Alberdi) y no aspiraba a profundizar en nada sino a canalizar la mayor cantidad de estímulos posibles (como observaba Arteaga Alemparte). Escribir sobre lo nuevo, en ese sentido, ya no significaba revolucionar la forma de ver el mundo, sino más bien someterse a sus exigencias –y, en particular, a las de la esfera cada vez menos precaria del periodismo, plagada de expectativas y de publicaciones rivales–. En efecto, mucho antes de que artesanos y campesinos se pudieran transformar en lectores, tal como ansiaban los periodistas ilustrados, los periódicos debieron preocuparse por no aburrir a quienes ya eran su público. Esto fue claramente visible en los producidos para el mercado hispánico desde Londres, donde la velocidad y los estímulos eran más imperiosos. La Colmena, por ejemplo, uno de los cientos de productos exportados por Ackermann & Co. a Hispanoamérica, nota que el lector, «saciado ya en parte por la multiplicidad de manjares que le presentan, se va haciendo de día en día más melindroso y difícil de contentar». Por ende, señala la revista, resultará necesario inventar constantemente nuevas formas de lograrlo. De esta manera, aquel letargo de tres siglos que los primeros periódicos se proponían conjurar va a dar paso a una hiperactividad a la cual las publicaciones apenas pueden contribuir, cual meteoros que «brillan solo un instante y desaparecen» (La Colmena, t. II, diciembre de 1843, s/p). El desafío de los periodistas ilustrados –despertar a sus compatriotas y hacerles ver el mundo con nuevos ojos– tiene así como contraparte, en las publicaciones más tardías, uno muy distinto: captar 85

la mirada nerviosa de lectores ávidos de novedades y acostumbrados a ellas. Desde la perspectiva abierta por el nuevo medio, la cultura se empezaba a parecer a la piedra de Sísifo. Y en un mundo en el cual el cambio era, cada vez más, la norma, inventar la nación no solo exigió dedicarle odas patrióticas, escribir sus leyes y descubrir los antiguos documentos que la presagiaban, sino también conceptualizar la nueva relación entre el conocimiento y el lenguaje que hacían posible los periódicos.

86

2. CURIOSIDAD Y VARIEDADES

VERGÜENZA Y GENIO MERCANTIL La precaria centralidad del nuevo medio en el universo de las letras dio lugar a dos actitudes opuestas: por un lado, la vergüenza que declaraban sentir quienes, enfocándose en su carácter indudablemente precario, se lamentaban del atraso de Hispanoamérica en relación con otras partes del globo; por otro lado, la confianza de quienes, advirtiendo su centralidad cada vez mayor, consideraban que el nuevo medio no solo gozaba de buena salud, sino que además podía ser un emprendimiento comercial viable. Lejos de tener como objetivo dictaminar cuál de estas actitudes correspondía mejor a la realidad, me interesa advertir las transformaciones en la esfera literaria que ambas reflejaban; por ejemplo, la creciente legitimidad de la variedad y de lo curioso en la página impresa, o el nuevo tipo de relación que se iba estableciendo entre escritores y lectores. Antes de entrar de lleno en estos cambios, sin embargo, vale la pena esbozar algunos de los rasgos cuantitativos (cantidades de suscriptores y de ejemplares publicados, insumos, ingresos, etc.) que estaban en la base de ambas actitudes. Cada vez más lejos de ser empresas solitarias, los periódicos de la primera mitad del siglo XIX se habían convertido, según algunos, en «tan indispensable necesidad como tomar café o chocolate por la mañana» y en la principal fuente de «los discursos, las reflexiones, los comentarios y las disputas que avivan la conversación» (Recreo Literario, La Habana, t. II, 1837, pp. 144-45). La fiebre de publicaciones desatada desde la década de 1810 había hecho que las imprentas disponibles muchas veces no dieran abasto: era frecuente la aparición de periódicos 87

con algunos días de atraso y la escasez de tipos (para componer el número 31 de La Aurora de Chile, por ejemplo, los tipógrafos debieron recurrir a la ele cursiva en las líneas inferiores de la última página, donde se comentan las noticias acerca de «la guerra civil del Alto Perú» traídas por la fragata procedente «del Callao», n° 31, 10/9/12, p. 4). Por otro lado, sin embargo, esta escasez y este atraso tal vez dijeran menos sobre la pujanza de los periódicos que sobre la precariedad de las imprentas, sobre todo si uno observa el problema desde la perspectiva de la segunda mitad del siglo, cuando las tiradas van a empezar a ser, en muchas ocasiones, de miles de ejemplares. (En ese sentido, la situación de Cuba es excepcional; ya en 1825, el Diario de La Habana tenía más de mil suscriptores). Hasta mediados de siglo la inmensa mayoría de las publicaciones desaparecía casi tan pronto como había aparecido. En el sur del continente, cualquier periódico que reuniese más de doscientos suscriptores podía considerarse afortunado.16 A esto se le debe agregar el hecho de que muchas publicaciones sobrevivían gracias al patrocinio estatal –a veces eran incluso

16

88

A pesar de la falta de estadísticas, algunos casos particulares dan una idea de la situación general. En 1827, por ejemplo, los redactores del periódico chileno El Verdadero Liberal dicen haber alcanzado «150 suscritores, número a que no ha llegado periódico alguno» (cit. en Silva Castro, 1958: 84). El famoso Semanario de Santiago (1842-1843), fundado por Lastarria, aparentemente no tuvo más de 100 suscriptores (El Mosaico, n° 1, 21/7/60). Sarmiento, por su parte, se vanagloria en 1849 de haber conquistado 368 suscriptores con su periódico La Crónica (Prieto, 1994: 266). Después de la caída de Rosas, la prensa de Buenos Aires florece y llega a ser posible que un diario como Los Debates (1852-1857) alcance los 2 300 suscriptores –«cosa sin ejemplo en estos países», según señala su editor, Benito Hortelano– (De Marco, 2006: 194). En 1852 La Voz del Pueblo Cubano publica más de 3 000 ejemplares diarios (Marrero, 1999: 24); también en Cuba, en 1857 el Diario de la Marina llega a los 7 500 (Fornet, 1994: 44).

órganos oficiales del gobierno–.17 De más está decir que el periodismo no era una gran fuente de ingresos para los escritores. En Chile, por ejemplo, el sueldo de un redactor era de entre 60 y 100 pesos al mes, un monto insuficiente para llevar una vida decorosa, pero que se sumaba a los otros ingresos del letrado, por lo general provenientes de empleos públicos y de la práctica del Derecho (Jaksic, 1991-1992: 131). La escasez de suscriptores era una fuente inagotable de desengaños para los periodistas, y se debía en parte a las tasas de alfabetización; en términos generales, puede decirse que hacia 1800 menos del 10 % de la población estaba alfabetizada, y que ese número solo aumentó a un 15 % hacia 1850 (Roldán Vera, 2003: 34). Sin embargo, cuando letrados como Manuel Belgrano declaraban vergonzoso que su ciudad careciese de un periódico, la acusación no se dirigía, por supuesto, a las masas, sino a los cientos de buenos vecinos que sabían leer y escribir perfectamente (Correo de Comercio, «Prospecto», 1810, pp. 1-2). A pesar de que desde esa fecha los periódicos se multiplican a lo largo del continente, la vergüenza y el desengaño todavía son rastreables hacia 1860, cuando Manuel Blanco Cuartín reflexiona en Chile sobre la morosidad que aqueja a la prensa en tierras americanas. Comparada con otras naciones o con los Estados Unidos, 17

En Chile, por ejemplo, la prensa estuvo subvencionada por lo menos desde 1825, cuando se promulgó un decreto que garantizaba una suscripción gubernamental de 200 ejemplares de cada periódico que se publicara (Jaksic, 1991-1992: 130). Aunque es probable que no se cumpliera siempre, este compromiso cobra relieve si se piensa que hacia 1841 el 0,3 % de las rentas públicas se destinaba a comprar periódicos (Silva Castro, 1958: 180-181; Barros Arana, 1905: 303-305). En el caso de la Argentina, el ejemplo más notorio de esto tal vez sea el del Archivo Americano, órgano de propaganda del gobierno de Juan Manuel de Rosas redactado entre 1843 y 1851, con una tirada de más de 1 500 ejemplares, que en su gran mayoría eran distribuidos en forma gratuita (De Marco, 2006: 176).

89

en cuyas grandes ciudades los ejemplares impresos cada día se contaban ya por decenas de miles, América del Sur presentaba, a los ojos de Blanco Cuartín, un «contraste vergonzoso» (El Mosaico, n° 1, 21/7/60, p. 3). La vergüenza de Blanco Cuartín se veía quizás intensificada por el hecho de que el periódico parecía tener un potencial muy superior a las necesidades de las naciones de Hispanoamérica. Ante este notorio desfasaje, los hispanoamericanos no concluyeron que el nuevo medio les quedaba grande, sino que sus sociedades le quedaban chicas a él. En tanto que máquina importada, el periódico exigía insumos que muchas veces no podían hallarse en suelo americano. Noticias, por ejemplo. Esto es así desde muy temprano, como lo deja ver Juan García del Río en 1819 en el periódico chileno El Telégrafo, al quejarse de que los «lectores de papeles públicos quieren absolutamente que se les den noticias, y noticias seguras, aun cuando no las haya» («Prospecto», 1819, p. 2). Hay que recordar que durante esos años las noticias extranjeras solo llegaban al ritmo irregular de la navegación a vela; a nivel mundial, el flujo de información solo empieza a consolidarse hacia mediados de siglo, junto con la generalización de los barcos a vapor y el establecimiento de líneas telegráficas y agencias de noticias (Desmond, 1978: 2 y 84). Pero dejando de lado este aspecto del problema, ¿acaso García del Río consideraba que en Santiago de Chile y sus alrededores no ocurría nada? En realidad, no sucedía nada que los periodistas considerasen digno de imprimirse, incluso cuando se trataba de las publicaciones más mundanas. Todavía en 1853 una revista chilena podía apelar a esa excusa en su resumen de noticias: «Grande y notoria es la falta de novedades y ocurrencias de que dar cuenta por ahora. El mes de setiembre se llevó el entusiasmo por las diversiones y paseos: la capital ha vuelto a su vida normal, a la pereza más aburridora que nos es dado imaginar» (n° 18, 8/10/53, p. 287). 90

Conviene señalar, en todo caso, que lo que entendemos hoy en día por «noticias» es en cierta medida un resultado del desarrollo de la prensa periódica (y, por lo tanto, no es extraño que, en esa acepción, en un comienzo escaseasen). Cuando García del Río escribe, la noticia no es todavía parte de la actualidad (una forma de experiencia del presente aún no del todo desarrollada); en muchos casos, de hecho, sigue siendo considerada parte de la historia. Así, al explicar las cuatro partes en que va a dividirse, El Mercurio de Chile indica a sus lectores: «La parte histórica será relativa a la historia del tiempo presente: comprenderá las noticias y el espíritu de los mejores papeles de Europa y de América» (n° 1, 1822, p. 3). ¿Cuál era la diferencia entre historia y actualidad? Como observa Daniel Woolf (2001: 81-82) al estudiar los orígenes de la noticia en Inglaterra, los acontecimientos del mundo solo dejan de ser percibidos como propios de la historia cuando empiezan a alcanzar a un público amplio de manera rápida y continua. La prensa periódica (y en particular la noticia) contribuye de esta manera a que el presente deje de ser algo simplemente instantáneo y empiece a durar, es decir, produce el nacimiento de la actualidad. Durante las primeras décadas del siglo, los escasos y poco leídos periódicos hispanoamericanos solo les dan a sus lectores atisbos de esa experiencia del presente. Sin embargo, es indudable que las condiciones en las que Blanco Cuartín expresaba su vergüenza eran nuevas. Hacia 1860, cuando escribe (y a pesar de lo que escribe), la prensa periódica chilena empezaba de hecho a dar sus primeros pasos como empresa mercantil viable (Fanor Velasco, Revista de Santiago, t. III, 1873, p. 457). Tal como señala ese mismo año Justo Arteaga Alemparte: Las exigencias de la publicidad crecen cada día más. Hoy, los diarios de cortas dimensiones han desaparecido de los centros de actividad política y comercial. [...] Así la fundación 91

en América de una hoja cuotidiana [sic] demanda fuertes desembolsos. Un diario para estar a medias montado necesita cuanto menos de dos a tres redactores, de tres a cuatro corresponsales en Europa y América, sin contar los de provincia (La Semana, Santiago, n° 36, 10/3/60, p. 170). Iba quedando atrás la época en que un periódico podía dedicar sus líneas a avisar que un rosario con cuentas y cruz de oro había sido hallado durante la última procesión, y que para recuperarlo su dueño debía simplemente acudir a casa de doña Juana de la Bara (El Telégrafo Mercantil, n° 1, 1/4/1, p. 8). Si bien las suscripciones con nombre y apellido seguían existiendo, el público de las décadas de 1850 y 1860, que en el sur del continente ya llegaba en algunas ocasiones a los 2 000 suscriptores por periódico, empezaba a definirse como consumidor anónimo. Este proceso, novedoso en ciudades como Santiago de Chile o Buenos Aires, estuvo lejos de tomar a los periodistas por sorpresa. Desde hacía ya varios años, las publicaciones en castellano de Londres les ofrecían a los hispanoamericanos un vocabulario y un repertorio de imágenes para describir el fenómeno. En 1843, por ejemplo, La Colmena explica sin eufemismos que la prensa de la época avanza, guiada por «el genio literario-mercantil», en un esfuerzo por «tentar el apetito» de los lectores (diciembre de 1843, s/p). Sus novedades han de ser, por lo tanto, las que el público prefiera. Los periódicos, señalaría más tarde en Chile La Semana, solo logran sobrevivir «entregándose en alma y cuerpo al abonado, ese tirano sin más Dios ni ley que su capricho» (n° 35, 3/3/60, p. 171). Durante la primera mitad del siglo, en todo caso, el «genio literario-mercantil» no solía manifestarse con tanta claridad. Dados los infrecuentes y exiguos márgenes de ganancia de las primeras décadas del siglo, el interés mercantil era simple92

mente inviable, al menos en regiones como Chile y Argentina. Si consideramos que el dinero de los suscriptores debía a veces conseguirse antes de dar inicio a la publicación, el rol que estos jugaban era acaso más cercano al del mecenas que al del consumidor. Más que al mercado, los editores debían apelar a la caridad y a la «benevolencia del pío lector que suele ser descontadizo [sic], y sobre todo, el que paga al librero si le complace la obra» (El Recopilador, 1836, p. 1). Aunque comparada con la austral la situación de Cuba era mucho más alentadora, los periodistas cubanos –en particular, los redactores de revistas literarias– fueron también profusos en lamentaciones. Por un lado, no hay duda de que el desarrollo de la prensa fue en la isla mucho más considerable. El Diario de La Habana no solo había superado el millar de suscriptores en 1825, como señalé, sino que, además, sus editores pagaban de buena gana 4 000 pesos anuales por el derecho de publicarlo. Los periódicos cubanos tal vez no pudiesen alquilar una página por 300 000 francos anuales, como haría en 1845 la legendaria La Presse, pero en casos como el del Diario de La Habana y La Prensa las ganancias eran lo suficientemente altas como para permitirles a sus propietarios sentir que estaban haciendo un buen negocio e invertir en nuevas tecnologías de impresión (Fornet, 1994: 25; Hobsbawm, 1997: 189; Marrero, 1999: 25). Tras la introducción, en 1834, de una prensa mecánica capaz de producir 1 500 ejemplares por hora, resultaba posible, por ejemplo, que un periódico como El Faro Industrial se presentase a sus lectores con el lema «Vender barato para vender mucho» (Fornet, 1994: 43-44). Pero, por otro lado, el universo de las revistas literarias volvió evidente que el mercado cubano estaba muy lejos de posibilitar la profesionalización del escritor. En efecto, si bien se multiplica el número de quienes «se meten a escritores», la suerte que corren las revistas tras el breve boom de fines de los años treinta demuestra que los compradores siguen siendo muy pocos 93

(La Cartera Cubana, t. III, julio de 1839, p. 8). Para sus redactores, esto se debía a una falta de compromiso con el saber y las bellas letras, ya que el mismo caballero que se niega a poner las monedas para la suscripción «dará veinte onzas por ver a una cómica» (t. VI, enero de 1840, p. 7). Del mismo modo, quienes sí soltaban las monedas no se preguntaban si el precio era alto o no. Como afirma en 1839 Del Monte (1909: t. VI, 58), las revistas encontraban mucho más sensato reunir unos pocos suscriptores que pagaran una suma elevada que arriesgarse a cobrar menos con la esperanza de conseguir algunos más. Hacia esa época, en todo caso, la perspectiva económica de las revistas cubanas era, en el mejor de los casos, ambigua. Por eso, tras indicar que «ya algunos han escrito y aun escriben con el deseo de reparar su bolsa algo vacía», un periodista podía jugar en 1839 con la idea de un «seguro literario» que protegiera a los escritores del eventual fracaso comercial de sus textos (La Siempreviva, t. III, 1839, p. 54). EL PÚBLICO, LA CURIOSIDAD Y LA AMBICIÓN PEREZOSA La precaria dimensión comercial, sin embargo, es bastante menos significativa que las transformaciones que se operan de manera paralela en el universo literario –la nueva relación que se establece entre escritores y lectores, por ejemplo–. Mucho antes de que el mercado se convierta en el principal determinante del éxito o el fracaso de una publicación, los periódicos le conceden una importancia fundamental a su cantidad de suscriptores y, en ese sentido, a ese sujeto de legitimidad creciente conocido como «público», que no es solo el de mayor competencia cultural sino también, como señala Graciela Batticuore, ese otro «poco intelectual y aplaudidor que viva a los poetas en los actos» (Batticuore, Gallo y Myers, 2005: 115). A través del público, en efecto, el 94

escritor articula una nueva forma de autorización. ¿Cómo entender, si no, el populismo avant la lettre de El Granizo de Buenos Aires, al afirmar del siguiente modo su superioridad con respecto a periódicos rivales?: «Nuestra única respuesta será: El Granizo en su cuarto número tiene triple suscripción que el Correo a los 27 y que la Atalaya. La edición de aquel se concluye luego que sale, y la de estos queda para envolver ají» (n° 4, 2/11/27, p. 2). La cultura colonial barroca, en la que una «literatura-espectáculo» de sermones y certámenes poéticos se ponía en escena para una población que la contemplaba de manera pasiva da paso, en el siglo XIX, a otra que empieza más bien a prestar atención a las condiciones impuestas por el público (Cornejo-Polar, 1994: 12-13); en cierta medida, podría decirse que ahora era este el que daba el espectáculo. En lo que hace a la prensa periódica, esa transformación ya se esboza en las publicaciones más tempranas, que si bien conciben a sus lectores como alumnos o receptores de enseñanzas, con frecuencia también les suplican que les envíen colaboraciones. Poco a poco, sin embargo, el público se transforma de aliado imprescindible en juez, cuando no en un verdadero déspota: ese «tirano sin más Dios ni ley que su capricho» del que hablaría La Semana. Esta nueva posición cultural de los lectores constituyó una de las manifestaciones más notables del desarrollo de las esferas públicas. A los modos tradicionales de sociabilidad –en casas de familia, tertulias, paseos, plazas, mercados, iglesias o pulperías– se les suman, desde las últimas décadas del siglo XVIII, las reuniones en cafés o en las imprentas de los periódicos, los salones literarios y los intercambios propios de las sociedades económicas y de «amigos del país». Y, dada la importancia de la emancipación política para el desarrollo de las esferas públicas hispanoamericanas, no es extraño que a lo largo del siglo XIX Cuba presente un cierto contraste con las nuevas naciones. Por un lado, cabe destacar que, si bien durante los períodos liberales de 1812-1814 95

y 1820-1823 surgen en la isla formas de relación con el público semejantes a las de otras áreas del continente, a partir de 1825 la censura estatal se intensifica (Davies, 2003: 425).18 Por otro lado, sin embargo, ninguna colonia tenía por qué ser ajena a algunas de las nuevas formas de sociabilidad y de asociación, como lo prueban las fundaciones, en 1787 y 1792 respectivamente, de las Sociedades Económicas de Amigos del País de Santiago y La Habana. El cariz democrático de este tipo de instituciones, por supuesto, variaba mucho entre colonias y naciones independientes, pero también entre república y república. Mientras que el Capitán General de la isla estaba a veces presente en las reuniones de la Sociedad Económica de La Habana (tal como habría de hacer luego el Emperador del Brasil en las del Instituto Histórico e Geográfico, a partir de 1838), la Sociedad Patriótica y Literaria de Buenos Aires, fundada en 1811, se reunía en un café y cada día designaba un nuevo presidente (Piccirilli, 1943: I, 120). Y si en el Chile de 1830 y 1840 era con frecuencia Andrés Bello, el prudente rector del Colegio de Santiago y luego de la Universidad, quien anunciaba al público las novedades en el saber y en 18

96

Si bien en Cuba la censura y el aparato represivo español en general restringieron la libre expresión y discusión de ideas, no es menos cierto que esta represión y censura eran funcionales al deseo de las propias elites criollas de mantener el orden que garantizaba sus fortunas. Una de las voces más críticas a este respecto tal vez haya sido la de Félix Varela, quien observa con crueldad: «Es preciso no perder de vista que en la isla de Cuba no hay opinión política, no hay otra opinión que la mercantil. En los muelles y almacenes se resuelven todas las cuestiones de Estado. [... ] [L]o demás queda para entretener las tertulias (cuando se podía hablar) pero no produce ni producirá un verdadero efecto político» (El Habanero, t. I, n° 1, 1824, p. 16). Y, con una frase que se ha vuelto famosa, agrega, para vergüenza de las burguesías nacionales: «Es preciso no equivocarse: en la isla de Cuba no hay amor a España, ni a Colombia ni a México, ni a nadie más que a las cajas de azúcar y a los sacos de café» (El Habanero, t. I, n° 1, 1824, pp. 16 y 19).

la enseñanza, en la Universidad de Buenos Aires de la década de 1830, en cambio, «las innovaciones culturales esenciales no eran aportadas por los maestros sino por los estudiantes» (Halperin Donghi, 1962: 53).19 Con mayor o menor libertad de prensa, con esferas públicas más grandes o más chicas, más democráticas o más verticalistas, todos los periodistas del continente debieron preocuparse por definir su relación con el público y, más en particular, por satisfacer los gustos de esa considerable zona de la población alfabetizada que se resistía a leerlos. El concepto tal vez más utilizado por los periodistas para referirse a dichos gustos fue el de curiosidad, dado que, aun cuando su objetivo final fuese instruir al pueblo (lo «útil»), el periódico tenía como tarea aún más urgente la de deleitarlo. Es decir, al mismo tiempo que se proponían crear lectores, los periodistas debían adaptarse a los gustos de los ya existentes. Si se tiene en cuenta la milenaria tradición del utile dulci, es evidente que no fue necesario esperar hasta la invención del periódico para que los escritores se valieran de lo curioso (o lo «dulce») para llevar adelante proyectos que tenían también una dimensión moral o educativa. Pero, en la era de los periódicos, lo nuevo se convirtió en la manifestación privilegiada de lo «dulce» –tanto de sus atractivos como de sus peligros–. Desde un comienzo, las noticias curiosas habían sido el punto de articulación de cierta disposición estética, de cierta mirada sobre el mundo capaz de prescindir de fines racionales y morales y dejarse simplemente entretener. Lo curioso era, de hecho, sinónimo de vistoso, y coincidía en parte con lo nuevo entendido 19

Un ejemplo es Juan B. Alberdi, quien presenta su «Fragmento preliminar al estudio del Derecho» para acceder al título de doctor. La historia de las instituciones educativas, sociedades literarias y academias de enseñanza, ciencias y artes de Buenos Aires durante las primeras tres décadas del siglo puede abordarse a partir de los estudios de González Bernaldo de Quirós (2001), Myers (1996 y 1999) y Luis A. Romero (1976).

97

como asombro: erupciones volcánicas, terremotos, meteoritos, niños con tres brazos, hombres que viven ciento quince años. La creciente centralidad cultural de lo nuevo, en su sentido moderno, sin embargo, hace que con el correr del siglo XIX la curiosidad del lector ya no pueda complacerse solo con lo extaordinario; lo eternamente curioso (un niño con tres brazos) empieza a cederle cada vez más espacio a lo que es curioso por ser nuevo en términos modernos (inventos y modas, por ejemplo). La curiosidad, podríamos decir, se temporaliza al verse cooptada por lo nuevo en el sentido de lo nunca antes visto. Las constantes reflexiones acerca de la necesidad de satisfacer la curiosidad de los lectores indican también que expandir el público implicaba concebirlo como más variado. Como señala en Buenos Aires El Telégrafo Mercantil: «los papeles públicos son la educación de los que no la tienen y la lectura de los que nada leen»; son, en otras palabras, una buena alternativa para el «Artesano, la Mujer, el Niño y el Holgazán (n° 10, 2/5/01, 77). Sin embargo, será sobre todo a partir de la década de 1840, con el auge del folletín, que los periódicos verán multiplicarse la cantidad de lectores y cambiarán su tipo de composición. Estas transformaciones han sido analizadas con lucidez por Juan Poblete en su estudio del entramado que se produce en Chile hacia mediados de siglo entre los periódicos, la novela de folletín y un nuevo tipo de público, conformado sobre todo por mujeres y artesanos. Gracias a su brevedad y a su lenguaje llano, señala Poblete (2003: 118 y 139), los periódicos hicieron posible que poco a poco fuera dejada atrás «la ética del estudio clásico, duro, largo y difícil» y se consolidara un tipo de lectura «extensiva» signada por la rapidez, la multiplicación de los textos y la circulación de novelas. Atendiendo a las asignaciones de género sexual de los fenómenos culturales que caracterizaron la época, Poblete (2003: 97-98) indica, además, que los periódicos parecían permitir el paso de «una lectura de estudio, masculina y sometida a la racionalidad de la inversión económica» a una «lectura de placer, femenina y 98

gobernada por la economía libidinal». Una gran parte del nuevo público –si no la mayor– estaba compuesto efectivamente por mujeres. Como ha observado Francine Masiello (1997: 77) en relación con el caso argentino, su peso como lectoras fue determinante para la subsistencia de las publicaciones literarias, e hizo posible que hubiera muchas expresamente dirigidas a ellas. La consolidación de este público, al mismo tiempo, fue paralelo al desarrollo de un tipo de lectura que se producía por fuera de las imposiciones de la institución educativa o de la Iglesia, y que no puede ser definida solo en términos empíricos o estadísticos, dado que su rasgo esencial es una cierta forma de leer, ligada a la privacidad o el ámbito familiar (Batticuore, Gallo y Myers, 2005: 105). De hecho, el éxito que los periódicos empiezan a tener a partir de mediados de siglo se debía, en cierta medida, a su capacidad para diferenciar con claridad sus tipos de lectores. Tal como señala Ambrosio Fornet (1994: 123) en relación con La Prensa de Cuba, los editores distinguían de manera notoria entre dos clases de públicos «con distintos intereses y poder adquisitivo: el que solo se interesaba en las noticias y anuncios, y el que solo se interesaba en las modas y la literatura. El primero estaba formado por hacendados y comerciantes; el segundo, por mujeres de clase alta y media». La Prensa (y esto no era excepcional) ofrecía por lo tanto dos tipos de suscripciones y solo la más cara daba derecho a colocar anuncios. Si bien es indudable que la novela por entregas se convirtió en uno de los principales alicientes para la lectura del periódico, también hay que preguntarse qué otras manifestaciones de lo «dulce» habían servido antes para ganar el beneplácito del público (incluso en aquellas publicaciones que más se preciaban de su vínculo con lo «útil»). ¿Cuáles habían sido los objetos que podían satisfacerla de manera legítima –es decir, sin herir la dignidad de los letrados–? En un principio, la amenidad proporcionada por las bellas letras parecía ser una ofrenda aceptable para la curiosidad o la disposición estética del lector. De este modo, 99

considerando que el fin último de la lectura era tener acceso a las ideas ilustradas que empezaban a estar disponibles a través de la prensa, el ingeniero Felipe Senillosa señalaba en 1815 en Buenos Aires: «como para leer todas estas cosas se necesita afición a la lectura y el modo más fácil de que se adquiera esta es el hacer familiares las bellas letras, concluiremos cada número con ciertas poesías nuevas, y alguna pequeña historia o cuento moral» (Los Amigos de la Patria y de la Juventud, «Prospecto», 1815). En términos más generales, la religión católica misma podía proporcionar la «dulzura» necesaria para la difusión de lo útil. En 1803, por ejemplo, uno de los doctores encargados de las campañas de vacunación había señalado la necesidad de acompañar el aspecto científico de la vacuna «de una pompa y aparato que imponga; revestirlo de una Ceremonia religiosa, ¿y qué medio más seguro para hacer un remedio grato, que el mezclarle la dulzura, la suavidad, y la fragancia? ¿Qué arbitrio más oportuno que acompañarlo con la Religión [...]?» (cit. en Aznar López, 1960: 32). Pero si a comienzos de siglo ofrecer religión, fábulas y poesía podía parecer suficiente para atraer lectores, pocos años más tarde los esfuerzos iban a ir más lejos. Como escribe José Joaquín de Mora: Puede suceder que una joven, que solo piensa en adornarse, tome en sus manos el Correo de Londres para estudiar en sus estampas la forma de un gorro o el corte de una dulleta; quizás, excitada su curiosidad, leerá de paso algún artículo, y ¿quién sabe si este incidente no le inspirará afición a la lectura? (Correo Literario y Político de Londres, n° 1, 1/1/26, p. 3). El Correo de Londres –otro emprendimiento de Rudolph Ackermann– incluía una serie de figurines como parte de la sección de modas. Mientras que para algunos escritores la distancia que iba de las bellas letras a la moda todavía era infranqueable, para otros el fin ya justificaba estos medios. Mora, como vimos, juzgaba 100

legítimo distanciarse de la figura tradicional del hombre de letras para abrazar el estilo ágil y el tono ameno del periodismo. Pionero en el uso de lo frívolo para conquistar lectores, su labor dejó marcas culturales visibles a lo largo de todo el continente (después de instalarse por algunos meses en Buenos Aires, Mora emigró sucesivamente a Chile, Bolivia y Perú). En la Argentina y Chile, por donde pasó hacia fines de la década de 1820, su actitud será recuperada pocos años más tarde por Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento. En el caso del segundo, en artículos como «Nuestro pecado de los folletines», que defiende el por entonces sospechoso género novelesco como una forma válida de poner en marcha la educación del pueblo. En el caso del primero, redactor principal de La Moda (1837-1838), en la confesión de que la «frivolidad» de su revista tuvo como objetivo «seducir lectores, pero no para sacarles su dinero, sino para hacerles aceptar nuestras ideas» (La Moda, n° 18, 17/3/38, p. 1). El anuncio de la última moda, de hecho, empezaba a ser uno de los principales alicientes para la curiosidad del público. Más que una frivolización de la esfera cultural, lo que se estaba produciendo era el aumento de la legitimidad de ciertas formas de «seducción» literaria, en sí mismas constitutivas de los esfuerzos por inculcar ideas o hacer entrar en razón a la sociedad. Lo frívolo, en efecto, dejaba de serlo cuando se transformaba en herramienta educativa. Además de contenidos específicos, como modas o literatura, usufructuar la curiosidad o la disposición estética de los lectores exigía presentar temas variados. El Recopilador, editado en Buenos Aires por Juan M. Gutiérrez y Esteban Echeverría, comenta en ese sentido a sus suscriptores las dificultades que implica tener que agradar tanto a la señorita deseosa de modas como al que apenas sabe leer y al sabio, y les advierte: Lo primero que tiene en vista El Recopilador es la variedad, el contraste en los artículos de sus columnas; sin esta condición, difícil o imposible es ser leído en los tiempos 101

presentes; tiempos en que la inteligencia es ambiciosa de saber, pero perezosa; en que la erudición no se busca ya en las fuentes, sino en los compiladores que ponen las ciencias al alcance de todo el mundo [...]. Sea lo que fuere, sin la variedad en los asuntos los suscriptores de un periódico de la especie de El Recopilador bostezarían y, lo que es peor, borrarían sus nombres de la lista de suscripción (n° 16, 1836, p. 122). Lo que podría parecer la degradación de la «erudición» en manos de los «compiladores» –esto es, de los periodistas– era, en realidad, el signo del surgimiento de nuevas franjas de público (capaces de leer periódicos pero no libros) y de un cambio en la relación con el saber (signada cada vez más por el acceso inmediato y la renovación constante). Con respecto a los nuevos tipos de público, Justo Arteaga Alemparte sostiene en Chile que «[m]ientras el libro necesita, para ser leído y aprovechado, de tranquilidad, de meditación, de inteligencias preparadas de antemano para gustarlo y comprenderlo [...], el diario tiene lectura, entretenimiento, instrucción y aprendizaje para todo el mundo» (La Semana, n° 35, 3/3/60, p. 147). La tendencia a la variedad, en este sentido, podría ser pensada como un esfuerzo por facilitar a esos nuevos lectores un tipo de experiencia hasta entonces exclusiva de la más cerrada elite. Como afirman los redactores de El Museo Americano, no en vano subtitulado Libro de todo el Mundo, la «instrucción» de sus páginas será tan amena y variada como «aquella educación general que las clases de la sociedad que tienen tanto sosiego deben a las relaciones habituales con los hombres distinguidos, a lecturas variadas y escogidas, a los recuerdos de los viajes» (t. I, 1835, p. 1). De esta manera, el nuevo medio permite a sus humildes lectores concretar en su imaginación, siquiera por algunas horas, esos viajes y esas visitas a salones que la vida real no podía ofrecerles. 102

Por otra parte, con frecuencia cada vez más creciente los periodistas consideraban que esa inteligencia «ambiciosa de saber, pero perezosa» constituía un rasgo general de la época, lo cual implicaba un cambio en la concepción del saber. Si bien desde finales del siglo XVIII los periódicos del imperio español habían emprendido la misión iluminista de estimular a un público aletargado y fomentar en él un deseo de instrucción, ofreciéndole una variedad de materiales de lectura, resultaría difícil encontrar en aquel contexto quejas contra esa ambición perezosa a la que se refiere El Recopilador en 1836. La pereza, en realidad, era una consecuencia inesperada del éxito de esa misión, dado que, al constituirse en intermediario entre el universo del saber y el público, fue el periodista quien la hizo posible: la población por fin empieza a leer y a mostrarse «ambiciosa de saber», pero prefiere la prosa simplificada, colorida y corta de los periódicos. En el corazón de la ciudad letrada, empieza así a adquirir forma una duda irresoluble, que por otra parte parece ser ubicua en la historia de los medios: ¿el fin los justifica? Dicho de otro modo, ¿conviene recurrir a formas simplificadas, rápidas y coloridas para iniciar al pueblo en la lectura, con la esperanza de que esto le haga luego buscar materiales cada vez más complejos, o se corre el peligro de que, con la excusa de que toda lectura es buena, los periódicos se transformen en simples instrumentos para complacer los deseos más frívolos y sensuales –o, peor aún, que los generen–? Por otra parte, en la medida en que el conocimiento parecía renovarse de manera cada vez más acelerada, la pereza tal vez no fuera un efecto de la oferta excesiva de «dulzura» sino más bien una forma moderna de prudencia, basada en la constatación de que el gran libro del saber humano tiene demasiadas páginas y, para colmo, estas se reescriben constantemente. Así, los periódicos pueden ser pensados como signos de esta nueva realidad y como respuestas a ella. En particular, el surgimiento de la revista es indisociable de la idea de que la heterogeneidad y la renovación 103

en las esferas del conocimiento constituyen nuevas condiciones materiales de la cultura; o, dicho de otra manera, de que la episteme ha empezado a fundamentarse menos en los pilares de las grandes obras y más en un tipo de lectura rápida y variada de un conjunto creciente de textos. Para cumplir la gran misión cultural de mantener al público en contacto con el cada vez más inestable libro del saber, sin embargo, revistas y periódicos debían además entretener la curiosidad de los lectores. Es justamente debido a esto que esa gran misión podía tocarse con la frivolidad: tanto las manifestaciones más serias de la variedad como las más frívolas apuntaban a un tipo de experiencia de lectura inclinada hacia la aprehensión de lo nuevo, lo «dulce» y lo heterogéneo. LA SECCIÓN VARIEDADES Gran parte de los periódicos contaba con una sección entregada casi por completo a la tarea de satisfacer la disposición estética que privilegiaba lo nuevo. Esta sección, aparentemente menor, pero que fue cobrando más y más peso con el correr de las décadas (de hecho, constituye el antecedente más claro del folletín), se solía denominar «Variedades».20 Su carácter intrascendente o marginal, me gustaría sugerir, le dio la levedad necesaria para moverse como una aguja imantada en la dirección de lo curioso, lo «dulce» y lo nuevo. Se trata, sin duda, de una de las zonas más periféricas y menos estudiadas del universo literario, una zona que estaba, literalmente, al borde de la nada. En ese sentido, el Mensagero Argentino se refiere en 1826 a ese espacio que, a la hora de cerrar la edición del periódico, siempre sobra o falta: «todo, en fin, es duda y ansiedad; y el dejar algunos blancos 20

Para un análisis de las Variedades en la prensa de la segunda mitad del siglo XIX, véanse Laera (2004: 80-83) y Román (2003: 464-465). También puede consultarse el análisis del fait divers de Roland Barthes (1964).

104

en el papel es el peor, aunque el más fácil de los recursos, porque entonces se retiran los señores suscriptores» (n° 46, 6/6/26). Si según el tópico literario la hoja en blanco amenaza al escritor al comienzo de su trabajo, los «blancos en el papel» se ciernen sobre el periodista cuando cree que ha concluido su tarea: ya escribió todo y, no obstante, un hueco en la página lo obliga a seguir redactando. De este modo, según explica el Mensagero Argentino, nace la sección Variedades: Así por precaver en lo posible estos inconvenientes, como por complacer a algunos lectores que no quieren se les abisme del todo en la política, se ha inventado el artículo denominado variedades, especie de mosaico en que se retacean párrafos de todas dimensiones [...] cosillas, que no serán de la importancia de la batalla de Waterloo, por ejemplo, pero que quizá puedan ser de algún provecho (n° 46, 6/6/26, p. 4). No estamos aquí, por supuesto, frente a una verdadera historia de la sección, sino ante un mito de origen que condensa varios de sus elementos fundamentales: su heterogeneidad, su trivialidad, su capacidad de divertir. Ese espacio en blanco y esa manera de llenarlo, de hecho, no eran nuevos en 1826, y hasta podría afirmarse que habían nacido con la prensa. Ya en 1801, por ejemplo, el redactor de El Telégrafo Mercantil de Buenos Aires dice contar con «un caudal de memorias eruditas y curiosas que llenarán los huecos que dejen las noticias, y cuya variedad, como en un Jardín las flores, recreará al paso que también instruya» (n° 15, 20/5/01, p. 116). Con el correr de las décadas, sin embargo, ese espacio en blanco que se produce cuando los textos largos no cubren bien la superficie de la página, ese blanco que surge como falta, como silencio, se verá cada vez más identificado con la naturaleza misma del periódico. En ese sentido, el relato mitológico 105

que articula el Mensagero Argentino no ilumina solo el origen de la sección Variedades, sino también el de la heterogeneidad constitutiva del nuevo medio. ¿Cuáles eran las características de esta sección? En principio, solía contener noticias curiosas, coloridas o afines a lo que mucho más tarde se conocería como amarillismo, así como también notas breves sobre inventos, descubrimientos y tecnología. Aunque el principio constructivo del mosaico para llenar los huecos y el deseo de variedad que los escritores le atribuyen constantemente al público fueron sin duda mucho más visibles en ella, la sección expresaba en realidad una tendencia propia del medio. ¿Cómo explicar, si no, la proliferación de títulos como El Museo, El Kaleidoscopio, Variedades, El Colibrí? El Mosaico, publicado en Santiago en 1846, aclara en su primer número «que de todo tenemos intenciones de hablar, y que de todo podemos ocuparnos» (14/6/46, p. 1). Impaciente hasta con la metáfora de su nombre, El Colibrí, publicado en La Habana entre 1847 y 1848, apela a otra y se define como «una especie de Mosaico literario» (t. I, 14/7/47, p. 4). En el caso de El Museo Americano, que prometía mezclar «cosas antiguas y modernas, animadas e inanimadas, monumentales, naturales, civilizadas, salvajes, pertenecientes a la tierra, al mar, al cielo, a todos los tiempos», esto significó una acumulación de textos sobre Chateaubriand, jirafas, globos aerostáticos, alquimia, desinfección de vestidos, mastodontes, Goya, ventrílocuos, justas caballerescas, riñas de gallos, iglúes y ballenas que habría causado la envidia de los surrealistas. Quizás sin llegar a estos extremos, un número cada vez mayor de periódicos buscaba dejarse leer, en cierta medida, como una sucesión de variedades. En prospectos y demás metatextos del período, los escritores suelen presentar una explicación muy clara de la variedad que debía caracterizar no solo a la sección sino a todo el periódico: dado que los lectores tienen diferentes intereses, nada más 106

natural que publicar distintos tipos de textos. Sin embargo, este razonamiento basado en la heterogeneidad del público debería complementarse con otro que tiene al individuo como fundamento. La importancia de las variedades tal vez residiera no solo en que los textos eran heterogéneos entre sí, sino en que eran diversos con respecto a la vida del lector. En ese sentido, hasta cierto punto eran ajenos a sus «intereses»: si los leía era, justamente, para distender los límites del propio interés –para renovarlo o, simplemente, para distraerse–. El término miscelánea, utilizado de vez en cuando como sinónimo, no indicaba tan bien que la razón de ser de la sección no era tanto la de agrupar materiales cuya heterogeneidad impedía ubicarlos en otra parte como la de brindarles espacio a textos coloridos y, por lo general, cortos; escritos que, más allá de que no tuvieran que ver con el objeto principal del periódico (ya fuera este científico, comercial, político, etc.), se referían sobre todo a aquello que estaba por fuera de la vida cotidiana de los lectores. Por lo tanto, la sección solía asociarse a la diversión, la frivolidad o la ligereza, incluso cuando podía incluir temas «serios» –por servirnos de un adjetivo de uso sintomáticamente generalizado en las publicaciones de la época–. Las variedades podían referirse, por ejemplo, a las ensaladas de moda en Londres (El Lucero, n° 69, 27/11/29, p. 3), a un jabón que hacía caer la barba en cuatro minutos (El Argos, La Habana, n° 25, 30/12/20, p. 5) o a la vida en otros planetas: «ya no se duda [de] que estas infinitas esferas están todas habitadas por seres que ha criado y conserva el Omnipotente» (La Abeja Chilena, n° 4, 5/7/25, p. 36). También era posible encontrar textos de perspectiva más local, aunque por lo general debían tener algún rasgo extraordinario: «El 14 del presente falleció en el partido de Colina Juan Asencio Arancibia de 116 años. Conservaba todo su pelo» (La Aurora, n° 4, 30/6/27, p. 3). Cabe suponer que, en el contexto de esta mezcla, incluso los temas serios eran recibidos con ligereza, 107

dado que su principal objetivo era satisfacer el deseo de variedad. En suma, con frecuencia se trataba de notas de color dirigidas a un público que no buscaba textos de largo aliento y que, sin duda, no compraba el periódico debido a un interés particular por las ensaladas inglesas o la vida extraterrestre, aunque sí por lo que todos estos materiales tenían en común: su carácter novedoso. Las variedades se inscribían así en una antigua tradición de noticias impresas (los corantos del siglo XVIII, por ejemplo) en las que no se hacían demasiados distingos entre lo verídico y lo ficcional, dado que su principal objetivo era entretener al lector (Davis, 1996: XII; Poovey, 2008: 78). «Todas estas cosas y otras muchas más no serán ciertas», observaba El Nuevo Regañón de La Habana en relación con noticias de hombres que viven doscientos años y mujeres que paren doce bebés de una sola sentada, «pero a lo menos divierten y causan maravilla» (n° 47, 20/9/31, p. 372). Al mismo tiempo, la centralidad que lo colorido tenía en las Variedades permite acaso vincularlas con ese modelo de percepción no verídico propio de esos juguetes ópticos –el caleidoscopio, el estereoscopio, etc.– analizados por Jonathan Crary (1992: 17), o incluso con lo que sería luego el cine de atracciones, una forma de arte basada no en su carácter narrativo o representacional sino en su capacidad de maravillar al espectador con sorpresas visuales (Gunning, 1990). El concepto mismo de variedad, ligado a la inconstancia o la mutabilidad, implicaba, según la edición de 1832 del Diccionario de la Real Academia Española, una «distinción en el artificio o colorido de las cosas» –esto es, una mera cuestión de forma–. Recordemos, por último, que hacia mediados del siglo XIX la palabra «variedades» empezaría asimismo a designar el espectáculo teatral también conocido como «revista» o «varietés». «Vaciedades, digo variedades», llega a titular en Cuba El Nuevo Regañón de La Habana (n° 45, 6/9/31). La sección, sin embargo, se desarrolla en un contexto en el cual la frivolidad y 108

la diversión eran cada vez más comunes y legítimas en el universo del impreso, debido en parte a que la mayor diversidad de publicaciones hacía posible cierta división del mercado. De acuerdo con esta tendencia, en 1847 los redactores de El Alegre de Valparaíso no sentirán vergüenza alguna al quitarse de encima el imperativo de lo útil que obsesionaba al siglo: «Muy advertida andaba ya por estos mundos la necesidad de una publicación periódica y hebdomadaria (semanal pod[r]íamos decir, pero sería demasiado claro) que, separándose de la clásica y común opinión de Horacio, dejara a un lado lo útil y se contrajese a lo dulce» (n° 1, 1847, p. 1). Esta «dulzura» plena no solo se autonomizaba de las concepciones pragmáticas y utilitaristas de lo literario, sino que llegaba incluso a negar el logos que estaba en la base de la concepción letrada del mundo: «Si se pudiera escribir con castañuelas, tal vez acertaríamos a poner al frente de El Alegre su verdadero preludio», afirman sus redactores. Porque ante la pesadez del lenguaje verbal, el mejor camino es minimizarlo: «Escribamos, pues, con plumas y hagamos parrafitos cortos» (n° 1, 1847, p. 1). El objetivo no era otro que divertir, y para eso era imprescindible una prosa fácil, agradable y colorida (El Alegre, dicho sea de paso, es uno de los primeros periódicos con tapa color de Hispanoamérica).21 Como señala Juan Poblete (2003: 122-123), mediante publicaciones como El Alegre es posible observar el surgimiento de nuevos grupos de lectores, movidos menos por el afán de educarse que por el de divertirse, y de una nueva forma de lectura en la que «la unicidad de la voz y el estilo del gran autor clásico» es reemplazada por «la multiplicidad de lo heterogéneo y 21

Cabe recordar que algunos periódicos habían empezado a ofrecer ilustraciones unos pocos años antes, entre otros, El Mosaico Mexicano (18361837; 1840-1842) y El Recopilador de Buenos Aires (1836). Sobre estas publicaciones, véanse Mathes (1984: 19) y Pas (2008: 39).

109

heteroglósico». En este sentido, si a principios del siglo pocos periodistas osaban llevar a la luz sus publicaciones sin un epígrafe en latín, El Alegre no duda en presentarse a su público con uno en castellano que demuestra la aceptación que lo frívolo podía tener para grandes sectores del público: «Este mundo es un fandango y el que no baila es un tonto». No se trata de un caso aislado. Unos pocos años antes la revista cubana Quitapesares había proclamado a viva voz: «¡Todo es farsa en este mundo!» (1845, p. 3). E incluso en 1838, también en La Habana, La Mariposa anuncia que habrá de volar «de flor en flor sin detenerse en ninguna, siempre festiva y juguetona» (cit. en Llaverías, 1959: 68). Este tipo de periódicos, que los historiadores de la prensa suelen llamar «menores» (Auza, 1999: 113), empiezan a multiplicarse durante esos años. Aunque distaban de constituir la mayoría de las publicaciones, el simple hecho de que fueran posibles indica una transformación en la república de las letras. De hecho, podría decirse que en los espacios frívolos del periodismo se produce una relativa suspensión del imperativo de instruir y de civilizar, y que esta suspensión permite el desarrollo de cierto esteticismo, de cierta sensualidad y lujuria formal, mucho antes de que corrientes como el decadentismo desembarquen en suelo americano. Los interiores y los materiales suntuosos del modernismo tienen antecedentes directos en este tipo de publicación literaria que abunda en la descripción de telas, plumas y perfumes.22 En contraste con los textos canónicos del período, en esos espacios se 22

En la sección sobre modas de El Iris, editado en México por José María Heredia, puede leerse por ejemplo: «Yo me hallo transformado en un petimetre y sentado en una poltrona frente a un tocador [...]. Las mesas que alternan con las sillas a mi rededor son de una madera preciosa, trabajadas con el mayor buen gusto, y sostienen vasos de la China llenos de flores que despiden efluvios de la más grata fragancia. Las paredes están cubiertas de terciopelo color de púrpura, contornados con galón de oro. El piso está alfombrado con un tapiz de casimir de Persia» (t. II, n° 25, 15/7/26, p. 177).

110

gesta una prosa fácil, «menor», movida no por la pulsión de informar, instruir o racionalizar sino por un deseo de distraer. Para quienes estaban familiarizados con estas publicaciones escritas al ritmo de las castañuelas, aquel libro sobre nada soñado por Gustave Flaubert acaso no tuviera mucho de sorprendente. Es sin duda cierto que periódicos como La Mariposa suelen ser simplemente tildados de frívolos y, en ese sentido, de cómplices silenciosos del statu quo, mientras que el artepurismo de Flaubert o el esteticismo modernista han podido ser entendidos como un profundo rechazo del mundo burgués. Pero, si bien el artepurismo se esfuerza por excluir lectores (escapar del mercado) mientras que el periodismo ligero se esfuerza por incluirlos (hacerse de un mercado), ambos tienen en común cierto repudio a la exigencia de moralidad y utilidad propia tanto de la burguesía europea como de las elites letradas hispanoamericanas. Sometida a una exigencia similar, la crítica que aún hoy en día se suele hacer de estas publicaciones en tanto que objetos inmorales e inútiles es la misma que en aquella época solía hacérsele a la ficción –y en particular a las novelas–. En realidad, la diferencia entre ambos universos literarios era más que nada de rango: alta o baja literatura. La primera, caracterizada por esa dificultad que, mediante el estilo, le presenta al público, quien considera que en eso consiste la tarea de convertirse en buen escritor. La segunda, caracterizada por la complacencia de quien prefiere más bien ser leído. Esta escritura abandonada al placer, complaciente, propia de los periódicos ligeros, empezó manifestándose en periódicos de La Habana como La Mariposa (1838), en parte porque la censura vedaba espacios discursivos más serios (la política), y en parte porque la riqueza económica de la isla contribuyó a una abundancia comparativa de publicaciones. La seguirían, un poco más tarde, prensas como la chilena. Nada podía estar más lejos del tono ilustrado de la primera mitad del siglo que el rechazo de todo rumbo moral y utilitario con 111

el que El Picaflor se presenta al público de Santiago en 1849: «¿De dónde viene? ¡Dios lo sabe! Ha sido quizá fecundado en el cáliz de alguna flor por un rayo del sol. ¿A dónde va? A donde lo conducen sus caprichos. ¿Vivirá? ¡Ay, pobre pajarillo!... ¡es tan débil!» (n° 1, 1/5/49, p. 1). Como los esteticistas, El Picaflor declaraba su absoluto desprecio por los hechos. El desafío era doble: a una larga tradición colonial y católica de censura a la ligereza (recordemos que la Inquisición solía prohibir libros por el simple hecho de no considerarlos edificantes) y a un discurso positivista y burgués en ciernes que oponía la escritura útil de los hechos y la información a la inútil de la ficción y las mentiras (Poovey, 2008: 286). La poesía, el drama y las novelas hispanoamericanas de la época, como es sabido, no iban tan lejos como los periódicos frívolos a la hora de articular este desafío, y acostumbraban más bien incluir la mayor cantidad de hechos y guías morales posibles. Si en la década de 1820 los redactores de La Abeja Argentina hacían derivar el valor de las bellas letras del hecho de que «un lenguaje más perfecto da mayor rapidez a la propagación de las luces» (n° 15, t. II, 15/7/23, p. 235), tres décadas más tarde El Picaflor coquetea con la idea de entregarse totalmente al capricho. Como se lee en la sección Novedades (otra forma de denominar las Variedades), el título del periódico «no significa más que variedad, un verdadero repertorio de preciosidades literarias» (n° 1, 1/5/49, p. 7). Por supuesto, El Picaflor, que en el fondo debe respetar la decencia si quiere ser admitido en la morada de sus «delicadas» lectoras, aclara que cada una de dichas preciosidades responderá al precepto horaciano de ser no solo agradable sino también útil. Lo útil, sin embargo, tiene un valor residual; es un material subsumido a la función dominante, la de la variedad o el «capricho». La variedad no era nueva en el periodismo hispanoamericano; sí lo era, en cambio, el hecho de que fuera un fin en sí misma. 112

Como señalé más arriba, la variedad podía ser una mera cuestión de forma. En cierta medida, la sección no estaba tan definida como otras por los contenidos o los hechos; o, quizás, habría que decir que nunca había sido tan cierto que la forma puede ser el contenido –en este caso, el color, lo heterogéneo–. Por eso, si las variedades contribuyen a la difícil tarea de renovarse en cada edición que pesa sobre el periódico, los inventos y descubrimientos que se anuncian en ella ilustran de modo paradigmático la fuerza que lo «dulce» o lo colorido tiene en esta renovación. Esos textos que en los periódicos redactados bajo el signo de la Ilustración tenían por función iluminar el camino del progreso a sus lectores (artículos sobre la vacuna, el magnetismo, el barómetro, una nueva especie de papas, etc.), conservan en publicaciones algo más tardías todo su carácter novedoso y muy poco de su utilidad. La avalancha de inventos que la sección registra tal vez no diga mucho sobre su valor práctico, su viabilidad o, incluso, su mera existencia; es una huella clara, en cambio, del deseo de variedad que se había instalado en el público. No es extraño, entonces, que esta tendencia a la variedad y a la variación propia del periódico pusiese en duda, según algunos, la seriedad de la prensa. En primer lugar, la yuxtaposición de textos breves con temas muy distintos entre sí propiciaba una lectura más superficial y alejaba peligrosamente al periódico de la razón, la profundidad y la coherencia.23 En segundo lugar, la variación constante que exigía la redacción del periódico era 23

Una de las reflexiones más conocidas acerca de este fenómeno es la de Walter Benjamin (1999a: 127), quien vincula la brevedad y la desconexión de las noticias entre sí a una «atrofia creciente de la experiencia», caracterizada por el reemplazo del relato tradicional por la información y la sensación. Para el caso hispanoamericano, véase Cruz Soto (2000: 436). Para el contexto europeo, véanse Goodman (2004: 74) y Campbell (2000: 41).

113

también un gran desafío para el escritor. En el Archivo Americano (1843-1851), por ejemplo, Pedro de Ángelis cuestiona ciertos artículos desfavorables al gobierno de Juan Manuel de Rosas publicados en Europa aludiendo, precisamente, a ese rasgo de la prensa, que obliga a una hiperactividad mediocrizante. ¿Qué tiempo puede quedarle al periodista para analizar los hechos del Plata, se pregunta De Ángelis, si pesa sobre él la obligación de «señalar cada veinticuatro horas los progresos del espíritu humano en todos los ramos del saber»? (n° 5, 31/7/43, p. 65). Según De Ángelis, la superficialidad a la que compele la escritura frenética del diario es incompatible con cualquier tipo de comprensión acabada o profunda de la situación política de Buenos Aires. Algo muy similar expresará Vicente Fidel López en 1854, al caracterizar al periodismo como el arte de «escribir sobre cosas aprendidas el día antes o ignoradas del todo» (El Plata Científico y Literario, vol. II, septiembre de 1854, p. 147). Sin embargo, a medida que el nuevo medio se consolida y que los acelerados ritmos de producción se internalizan, la superficialidad propia de esa renovación «cada veinticuatro horas» empieza a ser aceptada con menos reparos, y hasta con gusto. «Con el periódico en la mano», señala en La Habana el Recreo Literario, «le parece a uno que asiste a una gran función teatral» (t. II, 1837, p. 146). La sección Variedades, menos presionada que el resto del periódico por la exigencia de utilidad, sirve desde un comienzo como zona de pruebas. Si el periódico exacerba la aceleración de la palabra posibilitada por la imprenta, las variedades la llevan al paroxismo: la renovación «cada veinticuatro horas» del diario –o lo que en un comienzo fue lo mismo, la renovación cada siete, tres o dos días de los primeros periódicos– se reduce al máximo en esos pequeños textos que se dejan leer sin un parpadeo. Y esa renovación constante, como atestigua en Cuba El Kaleidoscopio, definía con creciente intensidad la vida 114

cultural. «Nuestro Kaleidoscopio» –afirman sus redactores– «será también un juguete de niños, pero de los niños en el saber» (t. I, n° 1, 23/1/59, p. 3). Que la infancia de la sabiduría pudiese ser comparada con una sucesión aleatoria de imágenes es un indicio evidente del prestigio que la variedad había adquirido.

115

PARTE II Moda

3. NUEVAS FORMAS DE DESEO Y CONSUMO

EL NACIMIENTO DE LA MODA En 1829 Domingo del Monte funda el semanario La Moda, que publica los primeros figurines en la historia de la prensa cubana; en 1837, en Buenos Aires, Juan B. Alberdi da inicio a un periódico con el mismo nombre; pocos años después, en Chile, Domingo F. Sarmiento se refiere a la moda en varios artículos y promete la publicación de figurines en su diario El Progreso, mientras que Andrés Bello escribe un poema de más de cuatrocientos versos en el que dialoga con ella. ¿Cómo explicar este interés generalizado? Quizás convenga destacar, antes que nada, que los escritores del período percibían la moda como algo nuevo. Indicar la novedad de la moda en tanto fenómeno social exige, sin embargo, distinguir entre sus aspectos sincrónico y diacrónico. De acuerdo con el primero, la moda puede definirse como aquel gusto o estilo que prevalece en un lugar y un momento determinados. A los fines de este estudio, sin embargo, las modas particulares que se suceden en Hispanoamérica son más o menos irrelevantes. Lo que cuenta, más bien, es la aceleración del proceso por el cual, a partir de comienzos del siglo XIX, cada una de ellas se vio obligada a dejar paso a la siguiente. Es esta dimensión diacrónica la que resulta fundamental para entenderla como un dispositivo social de renovación periódica de un amplio rango de objetos y prácticas: ropa, muebles, carruajes, formas de caminar y de conversar, usos del tiempo libre, bailes, literatura, etc. (Simmel, 1971: 302-303). Incluso en el universo de la vestimenta, la renovación periódica característica de la moda está lejos de ser una constante histórica. Hasta la segunda mitad del siglo XVIII, de hecho, las 119

elites hispanoamericanas podían vestir a lo largo de toda una vida los mismos trajes. Al mismo tiempo, era posible que una señora patricia llevara un traje de origen español no muy distinto al de sus criadas. Variaba, por supuesto, la calidad de los materiales: era su lujo, y no el hecho de estar a la última moda, lo que hacía visible la distinción entre clases sociales (Cruz de Amenábar, 1996: 79; Meléndez, 2005: 30; Halperin Donghi, 1972a: 57). Hacia comienzos del siglo XIX, esta estabilidad vestimentaria se quiebra, y el boom del azúcar hizo que esto ocurriera primero en Cuba. Ya en 1801 el Papel Periódico de La Havana publica un «Pedimento que presentan al tribunal de la moda los habitantes del Cantón de la miseria conyugal», en el que los maridos se dirigen a esta «[a]lta y poderosa señora» para suplicarle que no permita «que se haga novedad alguna sino cada tres o cuatro años, a fin de que siquiera tengamos el tiempo de saber cómo se llaman las cosas» (n° 74, 1/10/01, p. 313). Un año antes, el severo editor de El Regañón de La Havana había jugado con la posibilidad de fundar un periódico al que llamaría El Correo de las Modistas, que además de anunciar las modas pondría gran cuidado en «avisar el día de su anticuación [sic]» (n° 4, 21/10/00, p. 27). Si hacia 1801 la simple idea de una publicación de este tipo podía causar novedad –esto es, desconcierto–, durante la década de 1840, como veremos, la situación sería prácticamente la inversa. Aunque de manera algo más moderada y tardía, también en el sur del continente empezaron a notarse cambios. En los primeros años del siglo XIX, por ejemplo, la llegada a Chile de la moda neoclásica puso fin a una estabilidad que muchos ya juzgaban perpetua, produciendo una ruptura con el traje de tipo español que se había usado durante la segunda mitad del siglo XVIII. Al mismo tiempo, su irrupción hizo que el desfase entre la moda europea y la chilena, que según la historiadora Isabel Cruz de Amenábar (1996: 194-196) había sido de hasta cincuenta años en el siglo XVII, se acortara bruscamente a apenas cinco o 120

seis. Lo que se produjo en primer lugar, entonces, fue una aceleración del cambio. En segundo lugar, inaugurando una tendencia que el tiempo solo habría de fortalecer, las elites chilenas empezaron a tomar distancia de las formas españolas para atenerse a los dictados de la moda francesa (Cruz de Amenábar, 1996: 204). Por supuesto, este proceso llevó varias décadas; la llegada de modas transatlánticas solo habría de adquirir un ritmo regular hacia 1840, con la consolidación del flujo de información que trajo consigo el establecimiento de la Pacific Steam Navigation Company (Subercaseaux, 1993: 46). En ese momento algunos periódicos chilenos empezaron a incluir una sección fija sobre modas y a publicar figurines. Si bien de modo efímero, en la Argentina estas transformaciones en la prensa habían sucedido unos pocos años antes. Aunque La Moda, de Juan B. Alberdi, es el ejemplo al que suele acudir la crítica, ya en El Recopilador (1836) la moda constituye un objeto de interés importante, y lo mismo podría decirse de la sección Observador de las Modas del Diario de Anuncios y Publicaciones Oficiales de Buenos Aires, editado por José Rivera Indarte en 1835 (Szir, 2009: 62). Las formas de vestir rioplatenses, bastante estables desde la creación del virreinato en 1776, habían empezado a transformarse a partir de la revolución de 1810, y en particular desde fines de la década de 1820 (Saulquin, 2006: 27 y 36). Como observa Tulio Halperin Donghi (1972c: 148): «lo que se impone no es solo la moda europea, sino, buenamente, la moda. Cuando Mariquita Sánchez describe el vestido de la dama porteña en la época virreinal, no necesita agregar la fecha para la cual su descripción es válida». La moda, por otra parte, fue solo uno de los aspectos de una virtual revolución en los patrones de consumo que tiene lugar desde comienzos del siglo XIX, cuando la cultura material hispanoamericana empieza a absorber cantidades inusitadas de bienes 121

extranjeros.24 Por un lado, esto fue resultado de una concatenación de factores económicos: entre otros, la caída del monopolio español, el rol de los comerciantes ingleses, el abaratamiento de las mercancías posibilitado por la Revolución Industrial y la disponibilidad en Hispanoamérica de metálico o de otros «retornos» para adquirir dichos productos. El primero de estos factores (la caída del monopolio) fue probablemente el preferido por las elites a la hora de interpretar el fenómeno. Los otros, sin embargo, no fueron menos importantes. En regiones como el Río de la Plata, por ejemplo, los comerciantes ingleses (aunque, por supuesto, no fueran los únicos) tuvieron un impacto decisivo en la creación de un mercado. Su búsqueda acuciosa de compradores para sus stocks, combinada con la práctica de venderlos en remates (lo cual los volvía más baratos aún), hicieron posible que productos hasta poco antes inhallables, como las telas de algodón, se volvieran de uso cotidiano. Por otro lado, la revolución en los patrones de consumo se vio acompañada por un cambio drástico en el tipo de disposición subjetiva hacia el mercado y las mercancías. Mariquita Sánchez, por ejemplo, comienza sus Recuerdos del Buenos Aires virreynal contrastando la realidad de mediados del siglo XIX, en la que escribe, con la pobreza material del patriciado de su niñez: las mujeres de aquella época ya abismalmente lejana vestían géneros baratos «porque no había otros», los vidrios 24

Hablar de una revolución en el consumo puede parecer una exageración. En todo caso, el hecho de que los especialistas no logren ponerse de acuerdo acerca de si el término es adecuado o no en relación con el caso europeo sugiere que se trata de un debate que excede los puros datos y concierne más bien a transformaciones en la subjetividad y a conceptos como la moda y el deseo (Clunas, 1999: 1498-1499). Por otra parte, ya se trate de la europea o de la latinoamericana, la cultura material era lo suficientemente compleja como para que los historiadores, consultando fuentes distintas, postulen ya sea la profusión de bienes de consumo que caracterizaba a una determinada época, ya sea las extremas dificultades para acceder a ellos (De Vries, 1993: 89).

122

rotos de las ventanas eran reemplazados por papel y el virrey se veía obligado a pedir prestada vajilla a varios vecinos cuando celebraba alguna gran comida (Sánchez, 1953: 24-28). Según la autora, esto no se debía –o no únicamente– a la falta de riquezas de los porteños, sino a que a los ricos les parecía natural no gastar su dinero (Sánchez, 1953: 59). Al observar la transformación en los hábitos de consumo de su sociedad –«Lo muy preciso», escribe, «entonces era mucho»– está de hecho aludiendo a un giro cultural que privilegia la renovación y la diversificación constante de los objetos. En los albores de ese giro cultural, su salón había podido ser percibido como un verdadero gabinete de curiosidades. Según Vicente Fidel López (1913: 130), uno de sus visitantes, la dama reunía allí adornos exquisitos y curiosos de la industria y del arte europeo: porcelanas, grabados, relojes mecánicos con fuente de agua permanentes, figuradas por una combinación de cristales; preciosidades de sobremesa; antojos fugaces, si se quiere, pero que eran novedades encantadoras para los que nada de eso habían visto hasta entonces, sino los productos burdos y decaídos que el monopolio colonial les traía. En sus primeras oleadas, en efecto, el libre comercio supo suscitar en las elites hispanoamericanas un afán acumulativo semejante al de los coleccionistas europeos de hacía tres siglos. Los cuartos de maravillas del Renacimiento, posibilitados por los viajes de exploración del mundo, podían ahora armarse sobre la base de los catálogos de venta de los comerciantes ingleses y franceses. Durante la época, consumo y maravilla parecen ir de la mano, en la medida en que la Revolución Industrial y el libre comercio hacen posible que cantidades inusitadas de personas entren en contacto con lo nuevo: por un lado, descubrimientos e inventos que, como el daguerrotipo, suscitan testimonios cargados 123

de admiración (Cortés-Rocca, 2011: 18-20); por el otro, objetos de consumo acaso más prosaicos, como sombreros, vestidos, guantes, corbatas de seda y polvos dentífricos que, sin embargo, son descriptos en un lenguaje no muy diferente. La aplicación de esta retórica de lo maravilloso a las mercancías se vuelve notoria a partir de la década de 1840, cuando periódicos como El Artista (La Habana, 1847-1848) empiezan a hacer de las tiendas un objeto de atención constante, pero contaba con un antecedente muy claro en las descripciones de las vidrieras que ya publicaban los periódicos editados en Inglaterra para el público hispanoamericano. Al pasear por las calles de Londres, señala uno de estos periódicos, llaman la atención del espectador una multitud de objetos extraños cuyo uso no acierta a adivinar, y que a no ser por su aspecto nuevo y flamante que, desde luego, las califica de producciones modernas, se hallaría dispuesto a considerarlos como uno de aquellos objetos antiguos y misteriosos que frecuentemente vemos en los almonedas de trastos viejos, los cuales excitan la curiosidad del transeúnte que se devana los sesos por averiguar para qué pudieron haber servido (La Colmena, t. I, 1842, p. 283). El desarrollo de la industria hacía ahora posible que los objetos más extraños, hasta entonces asociados con el pasado y con regiones remotas, se produjeran a gran escala con vistas a un mercado cada vez más amplio. Al margen de su utilidad, estos objetos tenían un efecto estético intenso, y eran incluso capaces de generar resonancias literarias: aquellas tiendas, se lee en el mismo periódico, se asemejaban a «los palacios fabulosos de Aladino» (La Colmena, t. I, 1842, p. 283).25 25

En su proyecto de los pasajes, Walter Benjamin aborda de manera minuciosa esta fascinación por la mercancía. Véanse, por ejemplo, la sección de-

124

En el caso del Río de la Plata, el hecho de que se tratara de novedades «encantadoras», como escribe López, tampoco puede pasarse por alto. Las crónicas de la época anotan con fascinación y algo de angustia el poder de este hechizo, cuyo origen será crecientemente atribuido a esa divinidad caprichosa que era la moda. Los Recuerdos de Mariquita, que comienzan con la descripción de la austeridad material que había caracterizado a Buenos Aires durante la colonia, terminan de hecho aludiendo a su ingreso en el mundo de la moda europea. Al resistir las invasiones inglesas de 1806 y 1807, escribe, los vecinos de Buenos Aires descubrieron dos cosas: su capacidad para defenderse solos y «los géneros, los muebles ingleses y mil objetos de agrado y comodidad que no conocían» (Sánchez, 1953: 68). La historiografía argentina suele reparar en el primero de estos descubrimientos e incluso ve en él el nacimiento de la identidad nacional. Sin embargo, según deja entrever Mariquita, la identidad nacional tuvo un hermano gemelo: el gusto por la moda y los bienes extranjeros. El gusto de las elites por adquirir objetos novedosos se correspondía, a su vez, con ciertas nociones del pensamiento económico de la época; por ejemplo, con la tesis según la cual la civilización exigía una expansión del consumo (Flórez Estrada, 1831: 13). Así, Manuel Belgrano equipara indigencia y «apatía»: si labradores y jornaleros empiezan a salir de la miseria, observa, es porque «el deseo de poseer y disfrutar que desconocieron antes, va arraigando profundamente en ellos y despertando los vivísimos deseos de adquirir» (Correo de Comercio, n° 3, 17/3/10, p. 17). Juan Hipólito Vieytes, del mismo modo, se había lamentado de que el habitante de la campaña «labra solamente aquella pequeña porción que considera necesaria a su sustento; y lo que es peor, desconoce enteramente aquel deseo que nace con los dicada a la moda (Benjamin, 1999a: 62-81), y el artículo de Peter Wollen sobre este aspecto de la obra de Benjamin (Wollen, 2003).

125

hombres de aumentar sus comodidades y sus bienes» (Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, «Prospecto», 1802, p. V). Ese deseo, que según Vieytes «nace con los hombres» (algo, sin embargo, puesto en duda por el énfasis tembloroso de las bastardillas) estaba en el centro de la dimensión subjetiva del pasaje de una economía de subsistencia a una capitalista en los campos del Plata. En ese sentido, el hecho de que Vieytes pidiera la ayuda de los párrocos para difundir las ideas del Semanario no solo se explica por la necesidad de intermediarios a la hora de llegar a una población en gran parte analfabeta. La misión del religioso, como la de cualquier gobierno ilustrado, era también moral: difundir un ethos liberal de interés, trabajo y consumo.26 La relación de una sociedad con el consumo, por supuesto, no se articulaba solo en una dimensión subjetiva, o como fenómeno puramente ideológico. Antes de que pudiera emerger en los hispanoamericanos un deseo por consumir ciertas mercancías era necesario que entrasen en contacto con ellas; de ahí la relevancia que el encuentro con los ingleses y la libertad de comercio tiene en la interpretación de la historia de las elites criollas: la toma de La Habana en 1762, por ejemplo (Saínz, 1983: 140), o la de Montevideo, en 1807 (Acree y González Espitia, 2009: 19). También vale la pena destacar la importancia de las guerras de independencia, que hicieron que amplios sectores de la población, reclutados en los ejércitos, descubrieran las telas de algodón. Del mismo modo, el acceso a ciertos bienes de consumo exige la incorporación al mercado de sus potenciales compradores: los gauchos, vagos y mal entretenidos deben transformarse en trabajadores asalariados si quieren ropa (Mayo, 1995: 115-116; 26

Si tenemos en cuenta que, según la moral católica, la caridad debía estar por encima del interés personal y los bienes terrenales debían llegar por gracia divina antes que por el deseo de mejora del individuo, no puede sorprender que los párrocos hiciesen oídos sordos a la llamada de Vieytes (Martínez Gramuglia, 2009).

126

Johnson, 2011: 76-77). En ese sentido, Josefina Ludmer (1988: 17-18) propone pensar el paso de la «delincuencia» a la «civilización» mediante el género gauchesco: además del uso militar del cuerpo del gaucho en los ejércitos patriotas y del uso letrado de su voz en la literatura, destaca el uso del género para situar al gaucho bajo la égida del Estado y el liberalismo. «Proletarizados y militarizados a través del trabajo en la estancia y el servicio en el ejército», señala Fermín Rodríguez (2010: 246) en consonancia con la propuesta de Ludmer, «los cuerpos nómadas de la llanura quedan desubjetivados en términos políticos y resubjetivados en términos económicos como fuerza de trabajo». La coacción que implicaba este proceso es bien conocida y demuestra la escasa aplicación que tenían a veces las ideas del liberalismo (Halperin Donghi, 1972a: 372). La gesta discursiva para despertar deseos de consumo, presente ya en los periódicos de inspiración ilustrada, se extiende durante gran parte del siglo. El emigrado español José Joaquín de Mora la retoma en 1829 al llegar a Chile cuando señala que, si aún hay personas que viven bajo un techo agujereado y rodeadas de muebles toscos, esto cambiará apenas alguien «les haga conocer» la posibilidad de vivir de otro modo (El Mercurio Chileno, n° 11, 1/2/29, p. 525). Algunos años después, Domingo F. Sarmiento insiste en la importancia de este deseo de progreso material en cierta medida equiparable a un ansia de novedad y consumo. ¿Cómo entender, si no, aquellos primeros capítulos del Facundo en los que se preocupa por distinguir entre la ciudad, un espacio asociativo donde el deseo de comodidades y progreso material puede florecer, y el campo, cuyos habitantes subsisten con casi nada, visten desde tiempos inmemoriales el «traje americano» y perpetúan una vida «estacionaria», «la vida de Abraham»? (Sarmiento, 1940: 46-47). Según el sanjuanino, el ascenso de los caudillos introdujo en las ciudades esa moral indigente. Una vez sucedido esto, se puso de manifiesto que ese estilo de vida del todo 127

incompatible con el consumo de bienes europeos y con la moda que, en la campaña, podía suscitar agresiones ocasionales contra los viajeros vestidos a la europea, bien podía ser también una de las causas de la guerra civil. Es justamente por eso que Sarmiento se preocupa por señalar «la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho al frac y a la moda» (Sarmiento, 1940: 213); una guerra que vuelve verosímiles las historias de Simón Pereira, también narrada en el Facundo, y la del unitario ultrajado en «El matadero» de Esteban Echeverría. En ambos relatos, vestir a la moda significa enfrentarse a las cuadrillas «antimodernas» de la Mazorca.27 Sarmiento, sin embargo, expresa también las contradicciones presentes en el seno de la elite en relación con el consumo. Si al desarrollar esta oposición entre la moral bárbara y la moral civilizada en el Facundo (1845) vincula esta última con la moda y el lujo europeos, en Recuerdos de provincia (1851) traza una distinción adicional. Al rememorar su pasado, describe allí con nostalgia una moral civilizada pero construida sobre la «noble virtud de la pobreza». Se trata, por supuesto, de una pobreza 27

El rosismo, por supuesto, desarrolló su propio código de indumentaria, a cuyo carácter «monstruoso» Sarmiento le dedica varias páginas. Aunque en la actualidad los especialistas consideran que prendas como el moño usado por las mujeres federales constituyeron «una de las primeras manifestaciones auténticamente argentinas de la moda» (Saulquin, 2006: 39), el enfrentamiento político hacía que sus enemigos las asociasen con la barbarie. Por lo demás, dado que la apuesta ideológica de los federales era el nativismo, sus códigos de indumentaria no se prestaban a ser entendidos como moda. Sarmiento aprovecha este hecho para reclamar la moda y lo europeo para su propio bando. También cabe aclarar que la oposición convencional entre el universo vestimentario federal y el unitario se veía, en la práctica, muy relativizada: las damas de familias federales, por ejemplo, se lamentaban de que el bloqueo francés les dificultara el acceso a los productos exigidos por su coquetería (Amante, 2010: 148). Sobre la indumentaria rosista y sus diferencias con respecto a la de los unitarios, véase Root (2010).

128

«a la antigua», no la propia de gauchos sino del patriciado romano, gracias a la cual «una mujer industriosa, y lo eran todas, aun aquellas nacidas y criadas en la opulencia, podía contar consigo misma para subvenir a sus necesidades» (Sarmiento, 1960: 147 y 142). Como se sabe, el ejemplo paradigmático lo constituye su propia madre, quien tejía todos los días bajo la higuera con instrumentos que habían pertenecido a la familia por casi dos siglos. Pero si incluso los ricos, según Sarmiento, habían sabido vivir felices con cuatro sillas, una mesa y un tintero como único adorno, las revoluciones de independencia dieron inicio a una nueva era en la cual «había de mirarse de mal ojo y con desdén la industriosa vida de las señoras americanas, propagarse la moda francesa y entrar el afán en las familias de ostentar holgura» (Sarmiento, 1960: 154). La moda, y lo que Thorstein Veblen (1994) llamaría a fines de siglo XIX «consumo conspicuo» son, precisamente, rasgos distintivos de los nuevos tiempos. De hecho, como señala Tulio Halperin Donghi (1994: 21-22), Recuerdos de provincia puede ser leído en cierta medida como una protesta ante ese nuevo criterio de distinción social que era el dinero. Después de su viaje a Europa, en donde asiste al espectáculo de una civilización deficiente, la austeridad colonial recobra para Sarmiento cierto prestigio. Desde esa renovada perspectiva, era la ilustración (el tintero) y no la riqueza (la moda) lo que enaltecía al ciudadano. El objetivo de estos capítulos es justamente analizar esta expansión del área de influencia de la moda por la cual la madre de Sarmiento, última representante de la pobreza «civilizada», debe claudicar ante los avances modernizadores de sus hijas. Porque el interés de las elites hispanoamericanas por la moda –por moderarla, exaltarla o simplemente darle sentido– es, en efecto, un intento de entender procesos de modernización. Así como Claude Lévi-Strauss (1962: 128) ha señalado que ciertas especies son transformadas en tótems no porque sean buenas para comer sino porque son «buenas para pensar», podría decirse que en las ciudades hispanoamericanas la moda no sirvió solo para vestir y 129

distinguirse. Elevada al dudoso rango de diosa caprichosa, ayudó también a dar sentido a los confusos y acelerados cambios que experimentaba el continente. De manera indirecta, la racionalidad misma de la historia –esto es, del cambio– podía ser evaluada mediante la moda: si para algunos se trataba de una fuerza absurda y nociva para la estabilidad social, otros vieron en ella un agente racionalizador que venía a revitalizar y ordenar a sociedades sumidas en el letargo y la anarquía. Lejos de desestimarla por banal, muchos escritores se valieron de ella para tratar de descifrar la dinámica de innovación (constructiva, según algunos, destructiva, para otros) que afectaba a sus naciones. La historia, de hecho, parecía moverse con el mismo incomprensible arrebato que una moda: «tal es el siglo, y es necesario conformarse con él, es necesario seguirlo en sus caprichos, en sus veleidades, en su desordenada, pero fecunda carrera» (La Semana, Santiago, n° 35, 3/3/60, p. 148). LOS PETIMETRES Y LA MODA DE LA FILOSOFÍA Hasta comienzos del siglo XIX, la moda solo llegaba a las páginas de los periódicos como objeto de burla y censura. Dado que se había transformado en una de las regiones más ricas del planeta, no es extraño que los primeros signos de cambio se manifestaran en Cuba. Hacia la década de 1820, los periódicos de La Habana ya anotaban con fruición las transformaciones en la disposición subjetiva hacia el consumo, señalando la popularización de las telas más costosas, computando en más de un millón de pesos el valor de los diamantes exhibidos por los asistentes a cierto baile de bodas u oponiendo al «hombre de antaño», defensor de la austeridad, y al hombre de «modificante espíritu», deseoso de exhibir en la vía pública sus botones a la última moda (Anales de Ciencias, Agricultura, Comercio y Artes, t. I, 130

n° 2, agosto de 1827, p. 32; La Moda, 21/11/29, p. 46; Miscelánea Curiosa, n° 28, 28/1/24, p. 3). Pero aun en una ciudad tan afectada por la modernización como La Habana, y todavía en la década de 1830, los adeptos a la moda debían enfrentar dos grandes acusaciones: la de frívolos y la de escandalosos. En el universo literario, estas críticas procedían de la tradición del teatro y el costumbrismo satíricos, en la cual la figura del petimetre ocupaba un lugar central. Desde los gurruminos de Antonio de Zamora de comienzos del siglo XVIII, pasando por los petimetres y petimetras de Ramón de la Cruz, hasta llegar a figuras tardías como el Leonardo Gamboa de Cecilia Valdés, de Villaverde, el joven demasiado atento a su aspecto exterior tiene una presencia constante en las letras hispánicas (Sala Valldaura, 2009). En los periódicos hispanoamericanos, el tipo social del petimetre se manifiesta mediante estas y otras variantes: lechuguino, pisaverde, currutaco, dandi, paquete, etc. Según considero, la atención obsesiva que se le concede se debe, en gran parte, a que se lo percibe como el apoderado de una señora caprichosa, la moda, que a pesar de carecer de toda agenda política desestabiliza las normas sociales, incluidas las de clase y género. Si en el pasado las leyes suntuarias y la relativa escasez de bienes de consumo habían contribuido a que las diferentes clases sociales fueran distinguibles por su aspecto exterior –ya que cada una de ellas solo podía llevar determinados adornos, por ejemplo–, el debilitamiento de estas leyes, la expansión económica y la instauración de la moda como nuevo criterio de diferenciación social sobrecargaron la vida pública de equívocos. La «Carta sobre la confusión de los trajes», publicada en La Habana en 1791 y atribuida a José Agustín Caballero, sintetiza las preocupaciones que este proceso suscitó desde temprano en las elites: Los adornos y trajes que estaban establecidos para diferenciar las condiciones, al presente sirven para confundirlas. 131

No se distingue el noble del plebeyo, el rico del pobre, ni el negro del blanco. Regularmente se necesita verles las caras para no equivocarse por el vestido [...]. Igual atavío adorna a una Señora de carácter, como a una negra y mulata que deberían distinguirse por ley, por respeto y por política (Papel Periódico de La Havana, 24/3/91, p. 94). En gran medida, la riqueza generada por el azúcar permitía que plebeyos, negros y mulatos –con más recursos económicos que antes– pudieran comprar esos trajes y adornos. La pretensión de entender la realidad social en términos binarios que revela la cita, por otra parte, no significa que en Cuba solo se pudiera ser blanco o negro, rico o pobre, pero sí sugiere que, fuera uno lo que fuera, el lugar que le correspondía en la sociedad se consideraba establecido de una vez y para siempre. Cuando no respetamos las reglas vestimentarias que nos impone nuestro estamento, señala Caballero dos páginas después, «nos hacemos ridículos e ignorantes, hasta entrarnos en la tierra de la locura». Ridículos, ignorantes y locos: tres adjetivos que recaen una y otra vez sobre el petimetre. Este, por supuesto, pertenece a los estratos sociales más altos, y por lo tanto tiene derecho a comprarse aquellas prendas que, vestidas por un plebeyo o un mulato, provocarían no solo escándalo sino, también, un castigo. Dentro de su estamento, sin embargo, el petimetre produce un gran malestar. Como apoderado de la moda, transgrede en primer lugar los códigos vestimentarios tradicionales (lo cual, tanto en América como en España, implicaba cada vez más una proximidad excesiva con Francia). Esta transgresión exige tiempo y dinero, y el derroche que el petimetre hace de ambos es uno de los blancos más frecuentes a los que apuntan sus críticos; exige, por ejemplo, cambiar el sombrero, los zapatos, el pañuelo y los botones con una frecuencia que causa vértigo a la generación de sus padres, más apegada a la frugalidad y el ahorro. Pero su 132

transgresión –o más bien su locura, ya que el petimetre suele ser percibido como un desquiciado más que como un rebelde– afecta también las normas de género. «¿A qué clase pertenecen estos entes? –se pregunta un periodista hacia 1811 en La Habana–. Difícil es la respuesta; no son ni hombres ni mujeres». Lo que les resta masculinidad es, antes que nada, su familiaridad con la moda (de hecho, hacia comienzos de siglo la palabra «modistos» solía usarse en Cuba para designar a los petimetres). El hecho de ser hombres, inversamente, tiene como efecto una exaltación de la moda, dado que vestirse de maneras insólitas y seguir la moda era una práctica más o menos legítima dependiendo del género.28 Aunque las mujeres también fueran censuradas por su apego a la moda, su frivolidad y sus gastos excesivos, la progresiva simplificación del traje masculino que sigue a la Revolución Francesa y se extiende a lo largo del siglo hizo recaer sobre ellas la tarea de indicar, con su aspecto exterior, el estatus social de sus familias (Veblen, 1994: 51). Pocos días después de publicar el artículo sobre la confusión de los trajes, el Papel Periódico de La Havana incluye una «Carta crítica del hombre-mujer», también atribuida a Caballero. Si el primero de estos textos enfatiza los equívocos de clase que se producen en el cuerpo social, el segundo se enfoca en los de género; pero ya se trate de los unos o de los otros, la única forma de establecer la verdadera identidad de sujetos ambiguos, que visten como lo que no son, es acercarse y «verles las caras». El afeminado, escribe Caballero, padece una «confusión» que lo lleva a vestirse de manera extraña, una confusión que a su vez desconcierta y solo logra ser decodificada en términos de una 28

De manera mucho más atenuada, el petimetre preanuncia en este sentido la capacidad de las travestis de representar la representación –esto es, de poner de relieve el carácter performativo del género sexual y, en términos más generales, el carácter construido de la cultura– (Garber, 1997: 34).

133

no-masculinidad. Al mismo tiempo, si la mulata que viste como señora o el carpintero que viste como noble atentan contra la ley, el afeminado de clase alta causa un shock menos teñido de delincuencia. Aunque el hombre-mujer «es un monstruo que espanta», también es «risa que alegra, novedad que admira y juego que entretiene» (Papel Periódico de La Havana, n° 29, 10/4/91, pp. 114 y 116).29 Ahora bien, el petimetre no solo fascina a las elites por la desestabilización que causa en las normas de clase y de género, sino también porque su comportamiento anuncia algo. Los hispanoamericanos, en efecto, descubren en él el malestar generado por una serie mucho más amplia de cambios culturales, y se esfuerzan por aislar y neutralizar estos cambios atribuyéndoselos (como habría de suceder después con frases como es solo una moda, afirmar que cierta actitud o comportamiento era propio de petimetres fue desde muy temprano una forma de minimizar su importancia). Mientras que un escritor como Caballero presupone un orden social más o menos estático, en el que cualquier cambio hace pensar que ahí ha habido algún tipo de confusión, el petimetre basa su comportamiento en un principio opuesto: al entregarse a la moda, introduce en su sociedad, de manera pública y ostensible, en calles, salones y teatros, el escándalo de la renovación. Como «modisto», considera que los juicios sobre el mundo deben llevarse a cabo desde una perspectiva diacrónica. Su aspecto exterior y sus modales, por otra parte, proclaman que la tradición hispánica es insuficiente, lo cual lo sitúa en el grupo de los jóvenes «galo-manos» y amantes de las novedades. Como en el caso de «modistos» más tardíos, el petimetre desempeñó en 29

En su libro sobre el cuerpo en el siglo XVIII español, Rebecca Haidt (1998: 149) señala que el del petimetre produce una inestabilidad en términos de género similar a la que el del hermafrodita o el monstruo suscitan en relación con el orden cósmico. Véase también Martín Gaite (1972: 63-65).

134

ese sentido un rol central y reactivo en la formación de un discurso sobre la identidad hispanoamericana. Las sátiras que se le dedican son una de las primeras manifestaciones de esa crítica más general a la ridícula imitación de lo europeo que sirve como rito de pasaje intelectual a lo largo del continente. Del Monte, por dar solo un ejemplo, inicia su carrera literaria denunciando a dichos jóvenes «galo-manos», que se empeñan en comportarse como si estuvieran en Francia (El Americano Libre, n° 29, 19/1/23, p. 8). Dado que se entrega, antes que nadie, al espectáculo de la renovación constante y la imitación de lo francés, no es de extrañar que el petimetre sea el primero en recibir los epítetos de frívolo, ridículo y chocante que habrán de caracterizar a casi todas las críticas a la moda a lo largo del siglo. Ahora bien, aún más que la hegemonía francesa, el cambio cultural que con mayor urgencia debió atribuírsele tal vez haya sido «el deseo de cosas nuevas», como lo llamó el Papel Periódico de La Havana en 1794: Acostumbrados ellos a no tener fijación en alguna de sus modas e inquietudes, sus espíritus, con el deseo de cosas nuevas, pasan de lo frívolo a lo substancioso; y adquiriendo un espíritu de reforma, no hallan verdaderas las leyes de la Sociedad, y hasta en la misma Religión se quieren introducir estos reformadores (30/11/94, p. 382). Devorados por el deseo de novedad, los petimetres pierden el respeto por el statu quo. No se trata solo de una provocación o de una pose, ya que ese deseo patológico produce daños irreparables en su subjetividad. En la iglesia, por ejemplo, la ceremonia religiosa «les fastidia y les incomoda» (p. 382). Románticos avant la lettre, se aburren de la sociedad en que les tocó vivir. Su deseo de cambio y su proximidad con la moda van tan lejos que incluso transforman su percepción sensorial. El petimetre le reprocha a su peluquero: «No huele bien esta pomada, no es de 135

última» (Tertulia de las Damas, La Habana, 13/5/11, p. 19). Para él, sombreros, pomadas, códigos sociales y religión tienen algo en común: luego de algún tiempo terminan cansando. Como sugiere la cita, lo peligroso no era que ciertos individuos tuvieran un abstracto «deseo de cosas nuevas», sino el hecho de que consideraran cada vez más legítimo extender la zona de influencia de dicho deseo a las áreas más serias de lo social. El «deseo de cosas nuevas», capaz de afectar tanto aromas como aspectos más sustanciales del mundo, también caracterizó a cierta variante del petimetre: el erudito a la violeta. Llamado así por su insólita combinación de saber y perfume, este conocido personaje de erudición superficial comparte con el petimetre su indiferencia por todo lo que es serio y sólido (Cadalso, 1772: 6; Amann, 2008). Para ambos, lo único que cuenta son las apariencias. Así como el petimetre se vuelve apoderado de la moda con la ayuda de sastres y peluqueros, el erudito a la violeta memoriza nombres y citas de autores en boga para lucirse en los salones (Papel Periódico de La Havana, 15/7/92, p. 226). En 1811 El Correo de las Damas publica unas «Lecciones de educación moderna para ser sabio en breve tiempo», que, como Los eruditos a la violeta... de José Cadalso (1772), tiene a estos como blanco de su sátira. Para ser sabio en Física, por ejemplo, el periódico sugiere memorizar las palabras «gravitación, gas inflamable, oxígeno, carbónico»; al repetirlas en público, «lo tendrán a uno por físico de primer orden» (30/3/11, p. 1). De hecho, tal como indica Matthieu Raillard (2008: 109 y 117) al estudiar el siglo XVIII español, la atención dedicada al erudito a la violeta puede ser interpretada como signo de una crisis en la república de las letras, dado que la relativa democratización del conocimiento que la Ilustración trajo consigo y el prestigio social que el saber y el debate intelectual habían adquirido en lugares como Francia hicieron posible que la «erudición» se volviera cada vez más común (Álvarez Barrientos, 2006: 55-56). En Hispanoamérica, algo semejante ocurrió hacia comienzos del siglo XIX, cuando los 136

periódicos y las revoluciones de independencia hicieron posible no solo una relativa expansión del número de lectores y de escritores sino, también, nuevas figuras de autoridad discursiva, como la del publicista: el escritor que, a diferencia del autor tradicional, tenía a su cargo la interpretación y enunciación de la opinión pública (Martínez Gramuglia, 2011: 184-185; Poblete, 2003: 123). En tanto que criterio de legitimación, en efecto, la publicidad empieza a competir con la auctoritas, y lo mismo cabe decir de la novedad. En ese sentido, hacia mediados de siglo, un periódico de La Habana ya podía referirse a «la destrucción de la autoridad» operada en el universo de las letras: «El ardiente incremento y rápida sucesión de autores no deja tiempo para que alguno de ellos se erija como un modelo infalible» (El Colibrí, 2da época, t. 1, entrega 4, 1848, p. 100). El malestar que esto produjo se manifestó tempranamente en las reiteradas denuncias de la moda de la filosofía: aquella práctica, tan novedosa como inquietante, según la cual un número creciente de personas se consideraba capaz de pensarlo y discutirlo todo, y de hacerlo, para colmo, de manera pública. El Filósofo Verdadero (1813-1814), que se propone distinguir en Cuba entre «la ilustración filosófica de última moda» y las «reflexiones christiano-filosóficas», es un ejemplo paradigmático de esto. Con tono apocalíptico, el periódico advierte a sus lectores acerca del «torrente de males a que estáis expuestos, si os dejáis llevar de las tenebrosas ideas en que quieren imbuiros la caterva de seudofilósofos que hay entre nosotros» («Prospecto», 1813, pp. 1-2). Y, curiosamente, los defectos característicos de un seudofilósofo son también propios de petimetres y eruditos a la violeta. En particular, la superficialidad de su saber: Con solo haber manejado el libro de 40 hojas, frecuentado los cafés, practicado el galanteo, y cuando más haber ojeado (estos son los menos) algún compendio de historia [...], 137

y saber (esto sí con perfección) muchos retazos de novelas y poesías amatorias, admira el oírlos resolver y decidir las cuestiones más difíciles (El Filósofo Verdadero, n° 19, 19/7/13, p. 136). El galanteo, los cafés, las novelas y los poemas de amor sitúan a estos sujetos en el terreno más frívolo posible. Que quieran «hablar de todo, tratar de todo, escribir de todo» es absurdo, en la medida en que su conocimiento se basa en «libros y papeles que solo han visto por el forro o título» (El Filósofo Verdadero, n° 17, 5/7/13, p. 116). Lo que posibilitaba esta nueva forma de lectura y de relación con el saber basada en las meras apariencias era, en gran medida, la multiplicación de los textos impresos. Sin embargo, probablemente haya sido la libertad de prensa –establecida en 1812 y derogada en 1814– y el entusiasmo por la discusión política lo que hizo que estos sujetos se convirtieran en un objeto de especial preocupación en la isla. Hacia 1813, en efecto, la ampliación de la esfera pública –la vulgarización– era juzgada por muchos como una amenaza a la estabilidad social, incluidos sus fundamentos patriarcales: «Hasta en las señoras mujeres no falta ya quien echándolo de filósofa, dé su voto decisivo en estas materias» (El Filósofo Verdadero, n° 19, 19/7/13, p. 136). Aprender cualquier oficio, sostiene El Filósofo Verdadero, exige tiempo y esfuerzo. En cambio, la «turba» de seudofilósofos proclama su autoridad cultural «de la noche a la mañana» (n° 19, 19/7/13, p. 130). Las preguntas que subyacen a este malestar son simples: ¿Por qué se creen con derecho a opinar? ¿Quién los conoce? RES NOVAE La moda de la filosofía y las «nuevas ideas» –ideas de moda, según sus críticos– tuvo notables efectos políticos y socia138

les, e incluso puso de manifiesto que la disposición subjetiva hacia lo nuevo propia del petimetre tenía notorias similitudes con la de revolucionarios y socialistas. En Buenos Aires, por ejemplo, los clérigos se vieron obligados a defender las prerrogativas de la Iglesia ante los avances del laicismo. Hacia 1822, El Oficial de Día polemiza con aquellos que, como el ministro Bernardino Rivadavia, consideran que es posible llevar a cabo una reforma eclesiástica sin lastimar la religión. Según el periódico, las verdades católicas deben resistir los ataques que les dirige una nueva «secta anti-cristiana». El nombre que reciben los líderes de esta sintetiza la crítica que se les hace: «sabios derrepente» (n° 3, 22/8/22, p. 28). El Oficial de Día lanza sobre ellos una retahíla de epítetos, todos los cuales tienen en común hacer de la novedad un estigma: «literatos del día», «políticos de moda» (n° 5, 5/9/22, pp. 5354), «escritores advenedizos», «sabios de nuevo cuño», «novadores» (n° 11, 7/11/22, p. 94). La vehemencia de estos términos responde, en parte, a las hondas transformaciones en las instituciones del saber que se producen durante esos años, como por ejemplo el hecho de que en el Colegio de la Unión del Sud, inaugurado en Buenos Aires en 1818, se introduzca el estudio de las lenguas vivas y se ponga por primera vez en manos de un hombre laico –Juan Crisóstomo Lafinur– la enseñanza de la filosofía (Sanguinetti, 1963: 18; Gallo, 2008). La laicización simbolizada por el «filósofo» Lafinur logró también suscitar los furibundos versos del padre Castañeda: La finura del siglo diez y nueve Es la finura del mejor quiveve [sic]: Diga yo novedades Aunque pronuncie mil barbaridades: Dale que dale La pura novedad es lo que vale: Dele que dele 139

Dios, si hubiere remedio, lo revele (Despertador Teofilantrópico, n° 3, 7/5/20, p. 22). Aunque La finur(a) se apoyase en doctrinas falsas y advenedizas, tanto El Filósofo Verdadero como El Oficial de Día reconocían el encanto ejercido por estas. El primero explicaba de la siguiente manera el proceso por el cual se corrompe un hombre: Fue un niño bien educado en los principios de religión y moral; pero por una fatalidad se entregó después a doctrinas modernas, atraído de lo bello y gracioso de los discursos y pensamientos. Fue tomando afición a ellas, y ya no le place sino lo nuevo, lo extraño, lo singular (n° 34, 8/11/13, p. 42). Recordemos que el Papel Periódico de La Havana había descripto de un modo no muy distinto la caída del petimetre, primera víctima del deseo de novedad. Pero mientras que el petimetre recurre a lo frívolo para escapar del fastidio que el orden social le produce, el filósofo no se detiene ahí, sino que articula teorías revolucionarias. La novedad se plasma así en dos fenómenos sociales muy distintos aunque con un desarrollo paralelo: la moda y los trastornos sociales y políticos. El término que durante la época designa este último fenómeno es elocuente: innovaciones. Si los romanos denominaban res novae (cosas nuevas) a lo que actualmente llamamos revolución, al hablar de innovaciones los hispanoamericanos de comienzos del siglo XIX designaban algo no muy distinto. Por ejemplo, La Abeja Argentina, editada por la Sociedad Literaria de Buenos Aires, publica unos extractos del Tratado de sofismas políticos de Jeremy Bentham con el objeto de combatir «el temor de la innovación». Según Bentham, «innovación se ha convertido, en el uso común, en un término de reprobación», 140

hasta el punto de «hacerse sinónimo de trastorno y anarquía: la imaginación empieza a evocar espectros y la razón sucumbe» (n° 8, 15/11/23, p. 310; Chiaramonte, 1972: 357). Las innovaciones, de hecho, eran interpretadas por muchos como irracionales y destructivas; este es, sin duda, el caso de Pedro de Ángelis, que critica del siguiente modo a los políticos de Buenos Aires amantes de las reformas y de las citas de Bentham: Dueños del campo de batalla, dieron ensanche a su genio novador: y bajo el pretexto de organizar el país, rompieron todos los resortes de la administración, sin que les fuera posible reemplazarlos; porque no se cambian en un día los usos, las costumbres, y sobre todo los hábitos religiosos de un pueblo (Archivo Americano, n° 3, 30/6/43, p. 27). La calma de los conservadores se opone así a la precipitación de los liberales. Si la primera correspondía, según De Ángelis, a la estabilidad política lograda por Rosas, la segunda era, para él, el origen de la anarquía. En Chile, por mencionar otro ejemplo, la Revista Católica se refiere también a las innovaciones para caracterizar el socialismo. Aunque analizan el caso de Robert Owen con bastante detalle, sus redactores no dudan en afirmar que los socialistas se proponen simplemente «destruir el orden social existente» (t. II, n° 69, 15/7/45, p. 149). En otras palabras, a la hora de describir la búsqueda de innovación radical propia de los socialistas es posible prescindir de todo rasgo particular: se trata de una pura destrucción. Las teorías de estos «novadores» –como los llama la Revista Católica en esa misma página– amenazan entonces con «desencadenar sobre el mundo desconocidos y espantosos trastornos». Vale la pena indicar que la forma en que escritores como De Ángelis o publicaciones como la Revista Católica denunciaban las innovaciones políticas no era muy distinta de la manera en la que, 141

paralelamente, se atacaba la moda. En particular, ambas críticas parecen apuntar a la confianza irracional, pero cada vez más generalizada, que se deposita en lo nuevo. En ese sentido, podría pensarse que ese espíritu de reforma que la prensa cubana le había atribuido al petimetre en 1794, su fastidio ante lo real y su deseo de cambio, renació luego en filósofos, socialistas y románticos. La descripción que De Ángelis hace del «genio novador», de hecho, podría aplicarse a todos estos personajes: «Los espíritus inquietos y superficiales», escribe, «se fastidian cuando no innovan, aunque sea destruyendo lo que han edificado» (Archivo Americano, n° 9, 30/11/43, pp. 168-169). Para continuar este análisis, sin embargo, conviene dirigir ahora la mirada en otra dirección y observar aquellos discursos culturales y políticos que se propusieron defender la moda y exaltar sus promesas de progreso.

142

4. MODA Y CIVILIZACIÓN Nació el lujo en Vanidópolis [...]. Su cariñoso padre el Ocio, y su tierna madre la Locura, representaron un papel muy visible en esta parte del mundo imaginario. El Amor propio y la Novedad, tíos carnales del Lujo, tomaron a su cargo el fomento y la educación de este señorito [...]. Por este tiempo llegó a Vanidópolis con un gran séquito y comitiva, cierta señora extranjera llamada madamosela Moda [...]. Así que la vio el Lujo se apasionó. El Correo de las Damas, La Habana, 1811.

LA MODA CIVILIZA Si la prosperidad económica y la caída del monopolio hicieron posible un mayor consumo y el fortalecimiento de la moda, el discurso de la civilización los volvió legítimos. El consumo y la moda, dicho rápidamente, fueron con frecuencia defendidos como medios para alcanzar una vida civilizada. Las elites hispanoamericanas se hacían así eco de un ideal europeo, que entraría en crisis hacia finales del siglo XIX, y que daba a los bienes materiales un propósito y un sentido trascendentes (Williams, 1982: 23). En el mundo hispánico este ideal ya era del todo visible en las apologías del lujo del siglo XVIII (Sempere y Guarinos, 1788); en el siglo XIX, sin embargo, el eje de discusión pasó a ser la moda, dado que consumir al ritmo de ella estaba adquiriendo un prestigio sin precedentes. Uno de los periódicos que con más insistencia defendió este ideal civilizatorio fue La Moda, o Recreo Semanal del Bello Sexo, publicado en La Habana entre 1829 y 1831. Los «cambios periódicos» en el consumo, se puede leer en uno de sus primeros números, son «utilísimos y de gran influjo moral»; la moda, en ese sentido, tiene «el poderío de civilizar al hombre» (26/12/29, p. 114). «El solo hecho de haber modas en un país es ya indicio de su civilidad», señalaba, de manera similar, El Plantel (n° 1, septiembre de 1838, p. 33). Hacia 1838, estas ideas 143

se habían vuelto comunes en la prensa cubana. Ahora bien, ¿de qué forma podía la moda civilizar y contribuir al progreso de los hispanoamericanos? Los periódicos de las décadas de 1830, 1840 y 1850 que comparten esta convicción presentan por lo menos tres respuestas que vale la pena analizar por separado. En primer lugar, la moda es, según señalan, «expresión de la sociedad» –de una modernidad con casa matriz en la Île de France, pero también, de acuerdo con los preceptos del historicismo romántico, de la realidad local–. En segundo lugar, propicia emulación y distinción, es decir, fomenta el deseo de los ciudadanos de distinguirse de sus subalternos y de aproximarse a las clases más altas mediante su aspecto exterior. En tercer lugar, activa el comercio y la economía. La primera de estas respuestas es desarrollada con lujo de detalles en el Río de la Plata, sobre todo en dos publicaciones de fines de la década de 1830: la revista La Moda (editada semanalmente en Buenos Aires desde finales de 1837 hasta abril del año siguiente) y el periódico quincenal El Iniciador (que surge en Montevideo cuando La Moda cesa, y que dura nueve meses). En ambas publicaciones, diversos miembros de la generación del 37, como Juan B. Alberdi, Miguel Cané o Andrés Lamas, manifestaron su fe en la moda como medio civilizatorio (aunque, como veremos más adelante, también esbozaran una temprana reflexión sobre los problemas que la celebración de lo nuevo podía traer aparejados). La Moda, por ejemplo, busca legitimarse desde un comienzo mediante el análisis y la difusión de novedades europeas que atañían tanto a «las ideas y los intereses sociales» como a trajes y peinados (n° 1, 18/11/37, p. 1). La publicación era sin duda frívola, pero sus redactores estaban lejos de considerarla inofensiva, dado que lo frívolo tenía como función hacer leer lo serio, esto es, crear un público lector que solo más adelante tendría la capacidad de leer bien. Como hemos visto en los primeros capítulos, el ardid no carecía de antecedentes en la prensa hispanoamericana. 144

La moda, sin embargo, no era solo un señuelo para atraer lectores o «hacerles aceptar nuestras ideas» (n° 18, 17/3/38, p. 1). Según estos letrados, sus virtudes derivaban de su estrecha relación con los avances del siglo. El Iniciador extiende las propuestas de la revista de Buenos Aires y sintetiza así la cuestión: [A] nuestro juicio, a más de creer que no hay nada inútil en la sociedad, pensamos que la moda es el primero y más activo de todos los agentes del progreso. No hay modas retrógradas [...]. Por las modas de un pueblo se puede conocer el movimiento de su espíritu (n° 3, 15/5/38, p. 53). La idea de que entre las modas y los progresos sociales y políticos existía una relación necesaria no era insólita. En su Traité de la vie élégante, publicado en 1830 en la revista La Mode de París, Balzac había sostenido que analizar los peinados y cosméticos del pasado equivalía a «historiar las principales revoluciones de nuestro país» (La Mode, t. I, 1830, p. 130). Tampoco sería una idea pasajera. Charles Baudelaire (1923: 18-19), por ejemplo, afirmaría en 1863 que, a partir de los figurines de las modas pasadas, es posible deducir el pensamiento filosófico de sus respectivos tiempos. Aunque tal vez no indique demasiado sobre la relación efectiva entre moda y cambio social, la amplia difusión de estas ideas en Hispanoamérica dice mucho sobre la hegemonía cultural francesa y sobre la seguridad con la que el siglo XIX le asignaba sentido a la historia.30 En todo caso, la opinión según la cual «la moda es la faz más móvil de la sociedad, y por lo mismo la que más se perfecciona diariamente» (El Iniciador, n° 3, 15/5/38, p. 53) 30

Cabe aclarar que los estudios que se propusieron contrastar empíricamente la hipótesis del Zeitgeist o el «espíritu de la época» no lograron demostrar la existencia de ninguna relación. Véanse, entre otros, Barthes (2003: 415), Kroeber y Richardson (1940) y Perrot (1981: 39).

145

responde, en el caso rioplatense, a una coyuntura cultural específica: la de un grupo de letrados que define su proyecto de reforma en oposición a la aparente inmovilidad de las costumbres locales, y que confía en que una modificación de estas mediante la moda redundará en una mejora social. En efecto, la afirmación de que «no hay nada inútil en la sociedad» debe ser analizada a la luz de una convicción fundamental de la nueva generación de letrados que surge en el Río de la Plata hacia 1837: para gobernar no basta con firmar leyes. La experiencia histórica rioplatense, en ese sentido, era apenas una manifestación más de las dificultades de organización política que las naciones americanas habían debido enfrentar tras las guerras de independencia. «México adoptó la constitución de Norteamérica y no es libre», sostiene El Iniciador, reiterando un lugar común sobre el limitado alcance práctico de las constituciones en América Latina (1/10/38, p. 253; Pons, 2006: 295; Jocelyn-Holt Letelier, 1992: 329). La historia de la expansión europea había hecho que el territorio mexicano recibiera costumbres españolas, mientras que su vecino del norte –con mucha más fortuna, según se sugiere– las había recibido inglesas, y así se había familiarizado, desde temprano, con la libertad. Por eso, en contraste con México, en los Estados Unidos la democracia se expresaba tanto en las instituciones y los códigos legales como «en los vestidos y en las maneras» (La Moda, n° 3, 2/12/37). Este tipo de perspectiva, según la cual no bastaba con importar novedosas doctrinas e instituciones sino que era necesario, además, operar una reforma en esa totalidad de lo social conocida como «costumbres», fue característica de casi todos los análisis políticos producidos en esos años por la generación del 37.31 Desde su primera entrega, El 31

Véanse los trabajos de Halperin Donghi (1995) y Myers (1998). La postulación de un vínculo entre costumbres y sistemas políticos parece provenir directamente de De la démocratie en Amérique, de Alexis de Tocque-

146

Iniciador enfatiza que, si bien ya han conquistado su soberanía política, las naciones americanas todavía tienen que alcanzar otra mucho más amplia, que hoy definiríamos como cultural. Se trata de una revolución que romperá esa cadena no menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que como aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos, y todo lo ata, y a todo le imprime el sello de la esclavitud (n° 1, 15/4/38, p. 1). El hecho de que ningún aspecto de la sociedad exista de manera aislada exige llevar la revolución a todos los ámbitos de la vida diaria, mediante el ejercicio público de una crítica minuciosa e ininterrumpida de todos los elementos percibidos como atávicos (asociados, casi siempre, al pasado colonial y español). De tal forma lo inútil o lo banal están entretejidos en los hábitos y en las costumbres, que cualquier reforma social requiere tenerlos en cuenta. Así se entienden mejor las afirmaciones de La moda según las cuales lograr la ilustración del público exigía «mezclar la literatura a los objetos ligeros que interesan a los jóvenes» (n° 1, 18/11/37, p. 1). Lo que la revista postulaba de esta forma no era solo que a los jóvenes les gusta lo frívolo, sino también que modas vestimentarias, doctrinas políticas, peinados e ideas literarias, lejos de ser entidades heterogéneas, constituían diversas manifestaciones de una cultura unitaria y orgánica. Por lo menos ville. Sobre La Moda en particular, véanse Iglesia y Zuccotti (1997), Román (2003) y Root (2010); para un análisis de problemáticas similares en los escritos sobre moda de Domingo F. Sarmiento y Francisco Zarco, respectivamente, véanse Hallstead (2004) y Rodríguez Lehmann (2008).

147

hasta mediados del siglo XIX, esta forma de concebir la cultura fue bastante común en el mundo hispanoamericano. Para el escritor de la etapa histórica previa a la autonomización de las esferas del saber, cualquier aspecto de la vida social estaba en contacto con todos los otros, y escribir acerca de uno era, por lo tanto, hacerlo sobre todos. Como observa Tulio Halperin Donghi (1958: XX): La enseñanza romántica de que la vida de una sociedad y una cultura forma un todo solidario y organizado tiene como corolario que cualquier cambio en cualquiera de esos planos ha de lograr efectos en zonas muy alejadas de la estructura social o cultural. Por eso el ataque contra una realidad hostil puede darse con mayor eficacia en aquellos aspectos que se creen indiferentes, pero que en realidad no lo son. Durante las décadas de 1830 y 1840, tanto en el sur del continente como en Cuba, los hispanoamericanos consideraron que mediante la moda era posible intervenir en la dinámica de esa totalidad social. En un sentido esto era una novedad, y por lo tanto requería defensas y explicaciones. Pero, en otro sentido, era algo obvio. La contradicción se remonta al origen mismo de la moda, que desde un comienzo había sido definida como un nuevo uso o costumbre, en especial en la vestimenta. Si en tanto costumbre la moda constituía un objeto de reflexión legítimo, en tanto nueva ponía en duda esa misma legitimidad; una costumbre nueva, de hecho, es algo casi tan paradójico como una novedad de siempre. Sin embargo, a comienzos del siglo XIX esta paradoja empieza a quedar superada debido al ascenso de lo nuevo como fuente de asignación de valor. En primer lugar, los cambios se legitiman cada vez con menor frecuencia apelando a las costumbres, en las que siempre había sido posible encontrar los antecedentes necesarios para hacerlo; lo que ahora les da valor, por 148

el contrario, es que son parte de algo nuevo. En segundo lugar, la renovación se acelera, haciendo que las nuevas costumbres empiecen a importar más por su novedad que por sus contenidos específicos. En todos estos sentidos, el término moda fue utilizado para designar una realidad mucho más amplia que la vestimentaria; la poesía, por dar un ejemplo. Escribe Andrés Bello (1883: 198-199): «El arte de agradar yo sola enseño. / Ríete de las musas i de Apolo. / Si aplaudido un poeta en boga está, / [...] / débelo todo a mí, que, cuando tomo / esta mágica vara, lo más pobre / hago rico, i trasmuto el oro en cobre». Con menos pesadumbre que Bello, pero aludiendo al mismo fenómeno, La Moda de Domingo del Monte relata la llegada de un estudiante de Camagüey a la capital, donde escucha decir que una ópera está «de moda». El estudiante se sorprende, y su interlocutor le contesta que las piezas teatrales «no son, o no deben ser más que el retrato, la pintura de las costumbres, y ya ves que estas varían a cada momento» (2/1/30, p. 130). La moda queda así definida como una especie de Zeitgeist que cambia todo el tiempo. Durante la década de 1830, la idea de que la literatura debía ser expresión de lo social se habría de repetir una y otra vez en los círculos intelectuales que tenían puesta la mirada en París; para la revista cubana, esto equivalía a decir que la literatura seguía la moda. También según La Mariposa, la moda gobernaba el terreno de las letras. En 1838 sus redactores afirman: «La época, las circunstancias, en una palabra, la moda, sí, la moda, porque hasta sobre las nobles artes ejerce su tiránico imperio, ha impuesto a sus obras leyes, algunas veces muy duras» (n° 2, p. 148). Vale la pena notar que estas leyes incluyen las clásicas. En efecto, para La Mariposa, el clasicismo, al ser oportunamente reemplazado por el romanticismo, revela no haber sido más que una moda. En realidad, nada parecía inmune a ella: en Buenos Aires El Recopilador indica que la «gramática misma» sucumbe ante sus embates 149

(n° 14, 1836, p. 105); en un artículo dedicado a comentar la paleografía española, Antonio Bachiller afirma en La Habana que los caprichos de la moda afectan también los trazos con que se escribe (Repertorio de Conocimientos Útiles, n° 9, 27/12/40, p. 65); el redactor de la Revista de La Habana, por su parte, anuncia «los adelantos que la moda nos ha traído, no solo en las bellas artes, sino hasta en la literatura y en las conversaciones familiares» (t. I, 1853, p. 78). Aunque probar que los cambios de la gramática, la escritura y la literatura se debían efectivamente a una misma fuerza llamada moda habría sido una tarea difícil, lo indudable es que muchos letrados de la época parecían creerlo. Después de todo, la moda, como «la mano invisible» de Adam Smith, era una metáfora sugestiva: lo suficientemente concreta como para poder ser visualizada de manera cotidiana en la renovación periódica de vestimenta o en los figurines que la anunciaban, y lo suficientemente vaga como para abarcar todos los aspectos de una realidad en constante transformación. Tanto en una sociedad como la cubana, sacudida por la modernización desde fines del siglo XVIII y por los ensayos liberales de la península desde poco tiempo después, como en el resto del continente hispanoamericano, revolucionado a partir de las guerras de independencia, la experiencia del cambio exigió metáforas como esta para producir sentido. Tal vez por comodidad, esos esfuerzos suelen ser reducidos a la fe en el «Progreso», una imagen no menos abstracta. Sin embargo, la «Moda» también se escribía muchas veces con mayúscula y era identificada como un agente o una fuerza de cambio. A diferencia del progreso, se prestaba más a la personificación: a menudo se la designaba como divinidad, señora o soberana. «La moda es reina del mundo», afirma, por ejemplo, la Revista de La Habana (t. I, 1853, p. 78). Estas personificaciones tal vez resultaran necesarias para quienes veían que su sociedad se transformaba, pero no tenían del todo claro a quién o a qué debía atribuirse el cambio. 150

La moda, sobre todo, prometía orden. Su tiranía también debía ser entendida, por lo tanto, como manifestación de la sociedad: expresión de una actitud normativa o normalizadora. La proximidad entre lo uniforme y lo nuevo, en ese sentido, no debería pasarse por alto. Según algunos defensores de la moda, como Alberdi, Sarmiento o Del Monte, quienes se mantenían alejados de ella corrían el peligro de quedar excluidos del progreso –una idea popularizada por G. W. Hegel y reiterada en el siglo XX por autores como Fernand Braudel (Clunas, 1999: 1509)–. Como afirma en Cuba El Plantel, «[e]l progreso del siglo se comunica a todas las cosas, y el hombre estacionario en el vestido no tememos asegurar que lo sea también en el entendimiento: sirvan si no de ejemplos los turcos» (n° 1, septiembre de 1838, p. 33). Ahora bien, desde el punto de vista de la moda las costumbres ligadas al campo, a lo hispánico y a Oriente no solo resultaban problemáticas por su carácter bárbaro, sino también por la falta de homogeneidad que implicaban. Por ejemplo, Alberdi (1900: 170) estaba convencido de que el antiguo régimen, todavía presente en la cultura a pesar de la emancipación política, se eternizaba debido a «nuestra falta de creencias uniformes y nuevas, nuestra falta de luces nuevas, de espíritu común». Para letrados como él, la moda no solo anunciaba renovación y progreso, sino también unidad; como un director de orquesta, imponía un orden y un tempo a quienes volvían la vista hacia ella. En oposición a la «babilonia» de viejas costumbres que el escritor encontraba entre los americanos, la moda abriría el camino para un «espíritu común», que garantizaría las posibilidades de comunicación y armonía (El Iniciador, 1/10/38, p. 254). Desde esta perspectiva, las novedades que acarreaba no tenían nada de caprichosas. Por el contrario, suponían el más alto grado de racionalización.32 32

Este proceso de homogeneización ha sido teorizado, para un contexto distinto, por Norbert Elias (1993: 368-402). A pesar de que este autor centra

151

«EL INSTINTO DEL NUEVO ESTILO» En «Filosofía de la moda» –un breve trabajo que ya tiene un siglo pero del cual se siguen nutriendo los análisis teóricos del problema– Georg Simmel (1971: 294-297) indica que la moda genera dos efectos sociales simultáneos. En primer lugar, favorece la integración del individuo, quien procura imitar las formas generales de su comunidad.33 En segundo lugar, gracias a su continua renovación de contenidos y al hecho de que diferentes clases gastan diferentes modas, permite una diferenciación o individualización tan constitutiva de la vida social como aquella adaptación a lo general. Setenta años antes, La Moda cubana había expresado algo no muy distinto al comentar los «flujos» (sinónimo de manías) señalados por el filósofo español Ramón Campos: el «flujo por igualar nuestro exterior con el de la generalidad, es decir, por no disonar de los demás, o armonizar con ellos», y el «flujo por tener suposición, porque nos miren y hagan caso» (26/12/29, p. 113). Al combinarse, ambas tendencias ponen en movimiento la maquinaria de la distinción. Estos «flujos», como afirma La Moda, no se limitan a los individuos: cada «clase» se esfuerza por diferenciarse de la que le sigue y, de este modo, todas se «civilizan».

33

su estudio en las cortes europeas y en un período histórico que se inicia varios siglos antes, su concepto de racionalización guarda cierta semejanza con el de progreso de los letrados del 37, en la medida en que este implica formas de comportamiento uniformes con las cuales asegurar relaciones fluidas tanto entre América y Europa como entre las diferentes sociedades americanas. En este sentido, el análisis de Simmel confluye con la larga línea de estudios teóricos, ya del todo manifiesta en Herbert Spencer, que consideran la emulación de las clases más altas y la constante necesidad de distinguirse de las clases subalternas como el motor que mantiene activa la moda. Para una crítica de este tipo de teorías, véanse Svendsen (2006: 36-62) y Lipovetsky (1987: 55-70 y 213-217).

152

Con la moda, la larga historia de la distinción entra de lleno en el capítulo de la novedad. Si en el pasado, con el apoyo –al menos nominal– de las leyes suntuarias, las clases altas habían podido distinguirse mediante el consumo de ciertos objetos (terciopelo, carruajes, carnes, etc.), la era de la moda las obliga a redefinir sus medios.34 Como escribe Philippe Perrot (1981: 39), con la moda surge una nueva forma de consumo, fundada ya no solo en el poder de compra (una capacidad económica y jurídica) sino también en un saber, que es social y cultural. A menudo asociado al buen gusto, este saber será la forma de mantener a raya a los nuevos ricos. Todas las revistas y periódicos hispanoamericanos que se ocuparon de la moda, de hecho, tenían como una de sus funciones la de entrenar a sus lectores en el arte de consumir bien. Que la moda civilizaba, en ese sentido, significaba que permitía trazar el contraste necesario entre lo alto y lo bajo que la civilización y las clases necesitan para definirse. Y lo que ese contraste exigía, antes que nada, era estar al tanto de las modas y del «día de su anticuación», como burlonamente dijera Buenaventura Pascual Ferrer en 1800 (El Regañón de La Havana, n° 4, 21/10/00, p. 27). En su introducción a The Social Life of Things (La vida social de las cosas), Arjun Appadurai se refiere a este aspecto de la moda, a la que describe como un juego de reglas en continuo proceso de cambio, controlado por una minoría 34

Escribe, por ejemplo, Juan B. Alberdi (1856: 535): «Nos han regido por siglos las leyes españolas que dividían la sociedad en clases para el ejercicio de los consumos o gastos privados. [... ] Las telas de seda, los vestidos de cierto corte, las alhajas preciosas estaban prohibidas a los plebeyos, bajo penas severas. La Confederación Argentina ha derogado el principio de esa legislación insolente por los art. 15 y 16 de su Constitución, que han confirmado la igualdad de clases proclamada por la revolución democrática de SudAmérica». En cuanto a la historia europea, el proceso según el cual la moda desplaza las leyes suntuarias es tan antiguo como el ascenso de la burguesía. Para una síntesis de los varios autores que han estudiado esta relación entre moda y movilidad social, véase Entwistle (2000: 44-45 y 62-63).

153

de expertos o formadores de tendencias; si los consumidores de otros tiempos eran víctimas de la estabilidad de las leyes suntuarias, observa Appadurai (1986: 32), los modernos son victimizados por la velocidad del cambio.35 La renovación constante que impone la moda, desde esa perspectiva, tiene la función de dejar visiblemente rezagados a los sectores sociales inferiores. En sociedades como la rioplatense, cuyos discursos políticos estaban basados en valores republicanos e igualitaristas, las luchas por la distinción tenían algo de paradójico. El estudio de la moda, en este sentido, es una forma eficaz de poner de relieve la desigual importancia que las elites concedían a sus ideales liberales y a sus ideales democráticos. La moda se mostraba acogedora con los primeros, pero de manera clasista, erigiendo una barrera infranqueable para los segundos. Aunque toda persona decente debía seguirla, también contaba con la libertad para adaptarla a sus gustos individuales. En la práctica, sin embargo, no todos podían hacerlo; la mayoría de quienes lo intentaban, de hecho, lo hacía bastante mal –al menos según la visión de quienes se ubicaban a sí mismos más cerca del buen gusto–. Después de todo, el objetivo básico de dispositivos sociales como la moda o el buen tono siempre ha sido asegurar que «pueda decirse sin equivocación, esta es señora, aquella no lo es» (La Aljaba, 23/12/30, p. 3). Mutatis mutandis, la distinción entre castas se reinstauraba así mediante la diferenciación entre quienes sabían y quienes no sabían ejercer su derecho a la libertad. Desde el punto de vista político, este carácter nada inclusivo de la moda entraba 35

En su estudio sobre la moda, Gilda de Mello e Souza (1987: 140) apunta a lo mismo: «La lucha de clases se hará entonces por medio de la rapidez de los cambios». Cabe aclarar que Appadurai (1996: 66) también anota la necesidad de evitar el «efecto Veblen» y observa que el consumo no solo está ligado a la imitación de los estratos sociales más altos, sino que además revela la importancia de factores como el hábito.

154

en contradicción con los ideales democráticos que ciertos grupos, como la generación del 37, no pudieron o no quisieron resolver. Al mismo tiempo, la condición periférica de Hispanoamérica hacía que incluso los grupos sociales más elegantes estuvieran siempre rezagados, dado que, como es sabido, las elites localizaban a los formadores de tendencias en Europa. Lo temprano y extremo de su modernización hizo de Cuba un caso excepcional. Si en un comienzo los referentes habían sido hispánicos, y si durante los primeros años del siglo XIX Londres y París habían empezado a desplazarlos, hacia las décadas de 1830 y 1840 la elite cubana podía ya discutir cómo vestirse tomando en cuenta referentes locales. No se trataba solo de que el clima tropical permitiese a escritores como Cirilo Villaverde criticar a los periódicos que cometían la torpeza de reproducir en sus páginas modas francesas de invierno en plena primavera (El Faro Industrial, 6/3/42, p. 2).36 El desarrollo de un importante mercado de bienes de consumo permitía además que, hacia fines de la década de 1840, los periodistas cubanos ya mencionaran las tiendas locales, inaugurando así una nueva forma de publicidad. En El Colibrí, por ejemplo, puede leerse: «La Granada, calle de Cuba, esquina a la del Obispo. Es la tienda que está en moda» (t. I, segunda entrega, 1847, p. 63). El Artista, por su parte, enumera varias otras y comenta: «Mme. Ducas y Mme. Dumas, las dos afamadas modistas de la calle del Obispo, no ven libres ni por un momento de quitrines y volantes las puertas de sus concurridos establecimientos» (t. I, n° 1, 13/8/48, p. 16). Como antes los bailes y el paseo del Prado, ahora también algunas tiendas son lugares de tono. La sección Crónica de la Semana, común en las publicaciones de la época, se transforma en El Artista en «Crónica. Un paseo por las tiendas». El periódico, incluso, basa sus figurines en lo que tienen a la venta 36

Este artículo, titulado «Modas», está firmado por Sansueña, un seudónimo de Villaverde (Bueno, 1985: 179).

155

los sastres y modistas locales. Por supuesto, esto no significa que la moda tuviera un corte nativista (una posibilidad puesta en duda por los nombres de algunos establecimientos, como «La Isla de Cuba; Eco de Londres y París» [El Colibrí, t. I, primera entrega, 14/1/48, p. 29]). Sí indica, en cambio, que la oferta y la demanda eran lo suficientemente honrosas como para merecer un lugar en los periódicos y en la vida diaria de la elite habanera (Sarmiento Ramírez, 2000: 167). En regiones más alejadas y menos ricas, como el Río de la Plata, abundan en realidad las expresiones de deseo. Aunque muchos sentencian la necesidad de «[m]archar con el tiempo, con la moda» (El Iniciador, n° 3, 15/5/38, p. 54), los escritores son sobre todo conscientes de las dificultades con las que esta marcha se enfrentaba. Si en Europa las modas y los progresos «se comunican como la electricidad», agrega este artículo, en el Río de La Plata «no recibimos sino los reflejos de aquella luz, y los recibimos tal vez cuando la hoguera está moribunda». En esta cita, el complejo de periferia queda felizmente superado gracias a la torpeza conceptual con la que se lo expresa. En la incongruencia de sus metáforas, El Iniciador indica algo más que la simple fascinación con Europa, dado que al pasar de la electricidad –cuya novedad había sido reavivada en años recientes por científicos como Volta, Ohm y Ampère– a la atávica hoguera, revela que todo lo que la moda toca, una vez extinguido el destello inicial, envejece con rapidez. De esa manera, el pesar por esos meses que separaban a los rioplatenses de Europa se superpone con otra experiencia, también decepcionante: tras un primer instante de gloria, lo nuevo se arcaíza, tanto en América como en Europa. Debido justamente a la escasa fluidez en la llegada de los productos europeos, los hispanoamericanos sintieron con especial intensidad el hecho de que ninguna novedad sobrevive a la moda. Esta hacía del mundo un lugar del todo inestable, en el cual lo central no era lo nuevo sino la renovación constante. En ese sentido, 156

todos los periódicos y figurines que traían los barcos procedentes de Europa tenían algo en común: su capacidad de exponer de manera súbita el atraso de quienes más ansiaban «estar al día». Este atraso cumplió una función precisa en la maquinaria de la distinción; al igual que los materiales exóticos (y por lo tanto caros) que las elites de todo el mundo usaban para marcar su estatus, sirvió para organizar verticalmente a la sociedad. Todos los hispanoamericanos atrasaban, es cierto, pero algunos lo hacían más que otros. En sociedades como la argentina o la chilena, las prácticas y mercancías extranjeras introducidas por la moda servían para evidenciar tanto la distancia que separaba o debía separar a las clases altas de las otras como la proximidad de esos consumidores con las naciones más modernas (Orlove y Bauer, 1997: 147). En ese sentido, cuando El Iniciador sostiene que «[y]a no hay casi un solo joven de talento que no posea el instinto del nuevo estilo» (n° 10, 1/9/38, p. 225), no está describiendo la realidad rioplatense; está profiriendo una amenaza. De acuerdo con los patrones de distinción postulados por el periódico, los jóvenes que carecieran de interés por dicho estilo quedarían social e históricamente relegados. Cabe enfatizar que, para letrados como Del Monte, Alberdi o Sarmiento, la moda tenía la capacidad de moldear ciudadanos. En su opinión, las costumbres se autorregulaban a partir de dispositivos de coacción que, más allá de sus contenidos específicos, establecían una lógica de integración y exclusión de los sujetos. La moda era, para ellos, uno de estos dispositivos; en términos más generales, lo eran también el buen tono, el decoro, la urbanidad, las buenas maneras y todos aquellos mecanismos que diferencian lo vulgar de lo distinguido. La moda –pensada entonces como una forma regulatoria de lo social– podía a su vez ser instrumentalizada. Los letrados no solo se interesaron por la fuerza de este dispositivo social, sino que también procuraron darle una orientación política específica. Por eso, las críticas 157

al petimetre (en cualquiera de sus variantes) no tuvieron en el Río de la Plata y Chile la misma función que en Cuba. Si en la isla la prioridad era salvaguardar la estabilidad de una sociedad que no cuestionaba su organización estamental y racista, la situación de las nuevas repúblicas era, o al menos eso se suponía, la inversa. Para la generación del 37, por ejemplo, uno de los contenidos fundamentales de la moda era la «noble y sencilla elegancia» (El Iniciador, n° 2, 1/5/38, p. 30). «Los peinados se simplifican progresivamente: tienden a la griega, y a la romana, consecuencia sin duda del progreso del republicanismo en Francia», leemos en La Moda (n° 5, 16/12/37, p. 3). La moda de la «simplicidad», la «modestia» y la «sobriedad», vinculada con el sistema republicano y la democracia, contrastaba con la paquetería y el refinamiento excesivos, que se asociaban con las prácticas de sociabilidad del antiguo régimen. Pero, al mismo tiempo, no cualquier sencillez era deseable. La del «nuevo estilo» exigía siempre una aclaración: era una sencillez elegante que no debía confundirse con la vulgaridad ni con la barbarie. Una duplicidad análoga es visible en relación con el uso del término pueblo, a la vez fundamento último y amenaza máxima del discurso liberal letrado. El pueblo era «nuestra guía, nuestra antorcha» y al mismo tiempo el «pueblo multitud, el pueblo masa» (La Moda, n° 18, 17/3/38, p. 5; Stuven, 2000: 150). Las masas, que bajo el principio de la soberanía del pueblo habían sido convocadas a la participación política a partir de las guerras de independencia, eran percibidas como un reducto de ahistoricidad: «esa muchedumbre salvaje que vegeta en nuestros campos» (El Iniciador, n° 11, 15/9/38, p. 229). La moda no solo constituía una práctica literalmente visible; era también una excelente metáfora para expresar la superación del pasado y la puesta en marcha de los tiempos modernos. Entrar en el siglo del progreso exigía liberarse de ese apego por la «rutina» asociado a las formas de consumo del pasado, y que en términos políticos se 158

traducía en un sometimiento ciego a las formas tradicionales de autoridad (La Moda, n° 17, 10/3/38, p. 4). Ahora bien, cuando se tiene en cuenta la diferencia entre un dispositivo de longue durée como la distinción y los contenidos de los que puede valerse, una de las paradojas fundamentales de la moda queda resuelta: la no-novedad de lo nuevo. Sin duda el que sigue la última moda se vale de la novedad para distinguirse pero, al hacerlo, demuestra la falsa novedad de lo nuevo, que con la moda se ha convertido en el homogéneo combustible que mantiene en movimiento la maquinaria de la distinción. Al mismo tiempo, ese pesimismo a la Theodor Adorno, según el cual la distinción moderna es equiparable a esta maquinaria capaz de arrasar con cualquier resistencia, no debería hacernos olvidar el optimismo utópico de generaciones como la del 37 (Rodríguez Pérsico, 1992). Porque aunque hoy en día resulte evidente que la «noble» sencillez exigida por La Moda entraba necesariamente en conflicto con los ideales democráticos defendidos en sus mismas páginas, hacia 1837 un grupo importante de jóvenes letrados estaba convencido de que la moda y la distinción podrían luego despojarse de la lógica jerarquizante que las había definido desde siempre. Cuando, de acuerdo con la fe liberal, el último habitante del «pueblo masa» se convirtiera en un ciudadano decente, la moda sería por fin compatible con el igualitarismo. Acaso el novedoso peso de la moda como mecanismo social –el desconcierto o el encandilamiento producido por dicha novedad– haya sido, en parte, lo que hizo posible esas ilusiones liberales que, con el tiempo, habrían de volverse cada vez más indefendibles. LA MODA ES EL NUEVO LUJO Pocos asuntos despertaron tanto fervor en las elites criollas como el libre comercio, cuya gradual instauración comienza 159

durante las últimas décadas del siglo XVIII (Chiaramonte, 1972: 311-312). Este fervor se explicaba, en primer lugar, por las ventajas económicas que produjo. Sin embargo, también estaba bien provisto de justificaciones ideológicas. En The Passions and the Interests (Las pasiones y los intereses), Albert Hirschman analiza algunas de las teorías europeas de los siglos XVII y XVIII que postulaban que el comercio y el interés llevaban paz y cohesión a los pueblos debido a la abigarrada red de relaciones interpersonales que producían. De acuerdo con estas propuestas, el crecimiento del comercio interior generaba una mayor cohesión social, mientras que el del exterior ayudaba a evitar las guerras (Hirschman, 1977: 51-52). Fueron muchos los letrados hispanoamericanos que se hicieron eco de estos planteos. Sarmiento, por ejemplo, considera que el comercio no solo atañe a los «intereses materiales» sino que, además, tiene consecuencias «morales» sobre los pueblos. Al describir en 1841 el puerto de Valparaíso, señala: Los efectos europeos exhalan un olor de civilización, que esparciéndose en el aire, imprime a todo actividad y movimiento. Se desembarcan luces como se desembarcan géneros: las costumbres se modifican, las preocupaciones religiosas y los hábitos envejecidos pierden insensiblemente su pasada rudeza (Sarmiento, 1948: 133). Como tantos otros textos de este autor, la cita es un bricolaje de conceptos filosóficos en boga. El principal entre ellos es la idea de que el comercio dulcifica las costumbres, y parece estar tomado del Barón de Montesquieu (1872: 272): «El comercio [...] pule y suaviza las costumbres bárbaras, como se ve todos los días». Dado que la rudeza de las costumbres es inseparable de su carácter envejecido, suavizarlas –civilizarlas– implica poner en juego el progreso. Este, por su parte, promete reemplazar los hábitos del pasado y los prejuicios religiosos por un orden de otro 160

tipo (algo mucho más fácil de hacer, por supuesto, en ciudades sin un gran pasado ni demasiado respeto por la religión, como Valparaíso). Desde el comienzo del artículo, en donde señala que en Valparaíso se habla una multitud de lenguas extrañas y no se cree en Dios, Sarmiento destaca los beneficios que pueden derivarse de la buena fe comercial –elevada a la categoría de nueva religión–. La religión (vieja o nueva) no es, por otra parte, una práctica limitada a ciertos lugares y momentos. Mencionada en este pasaje entre las «costumbres» y los «hábitos», su sentido no podría ser más amplio –recordemos, si no, esos «gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo» de los que habla El Iniciador, capaces de afectar las leyes, las letras y las costumbres (n° 1, 15/4/38, p. 1)–. Religión, civilización y costumbres son, por ende, formas de describir la totalidad de lo social. La noción de comercio también se prestaba a este uso, ya que significaba, al mismo tiempo, intercambio de objetos, comunicación y trato. Para Sarmiento, el trato comercial con otras naciones –el comercio propiamente dicho– debía por sí mismo transformar el trato más general que los chilenos se daban entre sí y el que les daban a los extranjeros. El comercio, por otra parte, tenía un referente histórico concreto: las mercancías que transportaban esos barcos con banderas de todos los colores anclados en Valparaíso. Más que ocultar su relación con los seres humanos que los produjeron, los «efectos europeos» tienen, para Sarmiento, las virtudes mágicas de un amuleto; por lo tanto, tal vez no sea a Marx sino a la antropología adonde convenga recurrir para interpretar el fetichismo que despiertan en él. En sus textos de la época abunda este tipo de fetiches que desafían abiertamente las nociones más básicas del Iluminismo. Rosas habría sido derrotado, leemos en el Facundo (1940: 272), si el general que organizó la campaña de 1840 hubiera peleado «en silla inglesa y con el paletó francés». Y en Campaña en el Ejército Grande: «Silla, espuelas, espada bruñida, 161

levita abotonada, guantes, quepí francés, paletó en lugar de poncho, todo yo era una protesta contra el espíritu gauchesco» (Sarmiento, 1958: 141). Como un hueso, una piedra o una pluma en otras culturas, cada una de estas nuevas prendas tiene, para este autor, poderes sobrenaturales, o por lo menos el poder de sobreponerse a la barbarie. Vale la pena recordar que, según el clásico estudio de William Pietz (1987: 43), el fetiche nace cuando un propósito o un deseo se combinan con un objeto novedoso –en el caso de Sarmiento, el deseo modernizador en su encuentro con los productos de la industria europea–. Curiosamente en Campaña en el Ejército Grande, Sarmiento decide hacer su defensa del traje europeo cuando el general de la campaña le dice con sorna «van a mojársele las plumas», en referencia al penacho de su sombrero. La pluma, podría afirmarse, es tanto el símbolo central del relato –ya que los méritos del boletinero Sarmiento no son militares sino literarios– como el punto de articulación de civilización y naturaleza; el punto en el cual se revela si aquella controla a esta, o viceversa. Si algo quiere expresar Sarmiento a lo largo del texto es que su rango de pensamiento es más amplio que el de los gauchos que dominan el ejército: mientras que ellos se sienten desconcertados ante plumas literales y literarias, él utiliza ambas. Ese uso, a la vez, remite a un segundo aspecto fundamental en la conformación del fetiche: su estrecha relación con el cuerpo de quien cree en sus poderes (Pietz, 1987: 45). Es en gran medida este doble vínculo con lo novedoso y lo corporal lo que explica el hecho de que los ejemplos de Sarmiento suelan estar en la esfera de la moda vestimentaria. En el fragmento de «Un viaje a Valparaíso» antes citado, por ejemplo, los barcos hacen posible esta doble relación –esto es, traen novedades que afectan el cuerpo–. No es casual que, como contrapunto de sus generalizaciones grandilocuentes, Sarmiento incluya allí varias imágenes sensoriales: el olfato («un olor de civilización»), la vista («luces») y el tacto («rudeza») son estimu162

lados en forma sucesiva. Estas imágenes constituyen una parte esencial de la argumentación. Lejos de ser una noción abstracta, parece decir Sarmiento, la civilización tiene olor; lejos de ser solo mercancías, los objetos que trae el comercio producen efectos civilizatorios sobre los cuerpos. El proceso de civilización es para él, antes que nada, un trabajo sobre el cuerpo; en su época, recordemos, la civilización solía definirse con imágenes sensoriales: era la dulzura y la suavidad de las maneras. El cultivo de esa dulzura y esa suavidad requería condiciones materiales que eran más fáciles de encontrar en las ciudades; civilización, en este sentido, era sinónimo de urbanidad (Escobar, 1981: 423-424). Los lugares donde el comercio y la moda ejercían mejor sus poderes civilizatorios eran, por ende, las ciudades puerto. La Habana es otro buen ejemplo. Hacia 1831 los cubanos sostienen con orgullo que la moda habita en «las ciudades cultas» y que fue la libertad de comercio instaurada en la isla –es decir, el tráfico marítimo variado e intenso– lo que «preparó a la moda un durable imperio» (La Moda, 22/1/31, pp. 113-114). Como hemos visto en relación con el carácter chocante de la moda, para algunos periodistas la presencia continua de extranjeros en La Habana no podía sino acostumbrar a los cubanos a las formas y los colores de la civilización. De este modo, los extranjeros tenían una participación especial en ese gran drama llamado progreso, caracterizado por «el movimiento, el bullir y el espectáculo incansable de la ciudad» (La Moda, 22/1/31, pp. 113-114). Los efectos benéficos del «espectáculo» urbano se volvían aún más notables cuando se comparaba La Habana con poblaciones alejadas como Puerto Príncipe (la actual Camagüey), en donde la pobreza y el atraso eran visibles en las costumbres, la lengua y los cuerpos. Escribe Del Monte: Todo, pues, se resentía de semejante aislamiento; educación, costumbres, modales, y hasta el habla misma, puesto 163

que se conservaban todavía en el trato común locuciones y modismos castellanos, ya anticuados para el resto de la nación que estaba en contacto con las demás de Europa (El Plantel, n° 3, noviembre de 1838, p. 88). Para las elites de aquella época, ir a Puerto Príncipe era hacer un viaje al pasado. En La Habana, en cambio, la moda y el comercio dictaban ya ciertas conductas: «De día y de noche están abiertas las tiendas para proveer al antojo, al gusto o a la necesidad», se lee en La Moda (22/1/31, pp. 113-114). Aquel «deseo de cosas nuevas» que a fines del siglo XVIII afectaba únicamente a los petimetres, se había expandido hasta el punto de hacer posible el consumo en todo momento. En contraste con los hábitos de consumo del pasado reciente, la moda no solo traía progreso sino que, además, parecía presentar, al menos en las grandes ciudades, un menú de opciones tan amplio como el «deseo de cosas nuevas». Por eso para algunos escritores, los caprichos de la moda eran compatibles con los de las personas (una vez más, hay aquí cierta resonancia con la utopía liberal: así como podía llegar a transformarse en ciudadano pleno, autónomo y dueño de sus decisiones, todo individuo podía también llegar a ser un consumidor de ese tipo, por la vía paradójica de someterse a la moda). El periódico La Prensa, uno de los primeros en incluir folletines y una sección sobre modas en Cuba y en toda Hispanoamérica, publicó en 1842 un artículo en el que se anota aquella amplitud de posibilidades. Su redactor se pregunta, poniéndose en el lugar de sus «carísimas lectoras», por qué siguen la moda, para proponerles la siguiente respuesta: Porque esta hija predilecta del capricho y la inconstancia, criada entre los jardines de la elegancia y el buen gusto, respirando siempre el aire de la volubilidad, vaga allí cual mariposa saltando de una flor en otra [...]. Siempre voso164

tras la admiráis y festejáis; ella con sus mil rarezas, con sus mil encantos, con sus mil monadas, os subyuga, os seduce, os aturde hasta identificaros consigo misma (n° 37, 27/3/42, p. 2). Caracterizada como una especie de princesa tan inocente como frívola, mimada por padres ricos y permisivos, la moda consuma un deseo generalizado: hacer lo que uno quiera. Del mismo modo en que podían identificarse con las heroínas del folletín, las lectoras del periódico podían reconocerse en esta princesa; aunque de manera vicaria, accedían así a un mundo en el cual todos los caprichos eran posibles y donde, por lo tanto, cada una de ellas gozaba de esa autonomía que en la vida real les estaba vedada. En todo caso, más allá del grado de libertad real que supusiera seguir la moda, sus defensores estaban convencidos de que sus caprichos tenían el poder de acelerar el progreso –manteniendo activos tanto el comercio como la industria–. Ya en 1826, por ejemplo, el periódico El Iris, editado por José María Heredia, justifica la sección sobre modas y los figurines señalando que la austeridad es «tan nociva a la sociedad, como útiles a la misma los caprichos de los petimetres» (El Iris, México, n° 1, 4/2/26, p. 8). Al postular que la inconstancia de los petimetres y de la moda sin duda beneficiaba la producción industrial, retoma implícitamente viejos argumentos a favor del lujo. Del mismo modo, en 1834 Bello observa en El Araucano que, lejos de conducir a la ruina económica, como señalaban sus detractores, el lujo era el gran estímulo de la industria (n° 296, 1835, p. 1). Algún tiempo después, Alberdi (t. I, 1895: 140) evaluaría en términos aún más exaltados sus efectos sobre las nuevas repúblicas hispanoamericanas: «El lujo, que era un delito por la ley colonial, fue un acto honesto por la nueva ley. Fue el signo más visible de la vida libre, de la vida moderna, de la vida civilizada. Fue vivir la vida del 165

inglés, del francés, la vida de París y Londres, el gastar como ellos». Vale la pena notar la progresión con la que clarifica su idea (civilización / Europa / gran ciudad), así como también la equiparación que efectúa entre progreso y lujo. Conviene subrayar que el lujo moderno era ya inseparable de la moda. Con cada vez más frecuencia, era a ella a la que se le atribuían virtudes económicas. A mediados de siglo, en México, el periodista Francisco Zarco (1994: 518) escribe en uno de sus artículos sobre moda una síntesis inmejorable de esta postura: La cría de los gusanos de seda, y por consiguiente el cultivo de la morera, el del lino, el del algodón, la cría de carneros, la peletería, la tintorería, la mecánica, el dibujo, la joyería, la platería, las artes, la industria, la ciencia, el trabajo, todo esto moriría si no viviese de satisfacer las exigencias y los caprichos de la moda. Una modista viene a ser, en nuestra época de civilización y de progreso, una especie de sacerdotisa cuya grandiosa misión consiste en conservar y estrechar los vínculos que ligan a la especie humana. La moda, en efecto, era a veces considerada como una fuerza de globalización (si el término puede sonar anacrónico, no lo es más que la idea de que este proceso empezó en décadas recientes). Además de los mencionados por Zarco, otros materiales usados para la confección de ropa daban cuenta del fenómeno: cachemir, damasco, telas de Pekín, paja de Italia, etc. La importación de productos exóticos, como señalaría Simmel, era un aspecto constitutivo de la moda. En el caso hispanoamericano, sin embargo, todas esas regiones eran mediadas por Europa –vestir telas de lujo era, como acabamos de ver en la cita de Alberdi, «vivir la vida del francés, del inglés»–. El orientalismo, en ese sentido, generó modas que, al ser importadas a Hispanoamérica, permitieron que las elites, liberadas ahora del tutelaje 166

español –o, en el caso de cierto sector de las cubanas, deseosas de hacerlo–, consolidaran su «vida civilizada» a través de telas de origen colonial. Parecía cada vez más indudable que la moda mantenía activos el comercio y la industria. Para algunos, incluso demasiado activos. El periódico La Moda, por ejemplo, señalaba en Cuba que las modistas y los sastres ensayaban nuevos productos a un ritmo acelerado, ya que la estabilidad no podía más que perjudicarlos (22/5/30, p. 1). Esta hiperquinesis productiva tenía como efecto acelerar aún más la moda, ya de por sí signada por la velocidad del cambio. En este sentido, esa misma actividad económica que algunos entendían como signo de progreso era interpretada por otros como irracional y volátil. En Buenos Aires, de este modo, Pedro de Ángelis destacaba la estabilidad de la agricultura en comparación con el comercio y la industria, sometidos a los estragos de la moda y la renovación constante: Las variaciones de la moda, y los adelantos de la química y de la mecánica, son generalmente azotes formidables para las fábricas más bien establecidas. Sirva de prueba, entre otras infinitas que pudieran citarse, la decadencia de León, [en] Francia, desde que el paño ha sustituido a la seda en el traje de las gentes acomodadas. La simple innovación de sujetarse los zapatos con cintas en lugar de hebillas redujo a la miseria y a la bancarrota [a] un número considerable de especuladores en Birmingham, Sheffiel [sic] y otros pueblos de Inglaterra (El Lucero, n° 49, 3/11/29, p. 3). Desde esta perspectiva, los caprichos de la moda tenían efectos económicos y sociales que no podían tomarse a la ligera, como expresa de manera melodramática «La tejedora de sombreros de yarey», un relato publicado por Cirilo Villaverde en La Habana entre 1844 y 1845. Dado que la moda «es tan caprichosa 167

como voluble», advierte Villaverde, las industrias y los brazos que se dedican a producir esas mercancías «sufren sus fatales consecuencias». La decadencia del yarey, «la única industria honrosa en que libraba su subsistencia cierta clase de nuestra heterogénea sociedad», hace que en Cuba dichas consecuencias resulten especialmente funestas; en el caso de esta narración, lleva a la madre a la tumba y provoca el hambre de toda una familia (Villaverde, 1962: 10-11). Como De Ángelis, Villaverde enfatiza que la gran novedad introducida por la moda en las reflexiones sobre el lujo –el cambio acelerado, lo efímero– despertaba tanto entusiasmo como consternación. MODA Y ALIENACIÓN Articuladas muchas veces por los mismos que la celebraban, las críticas a la moda pueden ser leídas como uno de los pocos cuestionamientos que los letrados modernizadores de la época se permitieron hacer a la noción misma de progreso y a su fascinación por lo nuevo. Para estudiar este cuestionamiento, quizás sea útil regresar a Buenos Aires y poner de relieve a dos de las figuras más satirizadas por la generación del 37: el «paquete» y la «coqueta», descendientes directos de petimetres y petimetras, y víctimas del cuidado excesivo de las formas. «Es el Chiche de las damas [...]. Lleno de perfumes, de cadenas, de sortijas, es el modelo de los elegantes», escribe Bartolomé Mitre sobre el primero, con un tono tal vez excesivamente regañón para alguien que aún no contaba con dieciocho años de edad (El Iniciador, n° 8, 1/8/38, p. 165). En la misma vena, Miguel Cané se esfuerza por distinguir entre los jóvenes letrados y los jóvenes paquetes que se encuentran en una tertulia: «Para el que solo ha cuidado de formar su espíritu, la figura es lo accesorio» (El Iniciador, 168

n° 4, 1/6/38, p. 77). Y Carlos Tejedor describe así a la coqueta: «Persuadida [de] que su principal condición es agradar, el lujo la deslumbra, un tocador absorbe sus preciosas horas, o reclinada en un otómano, ojea rápidamente una insignificante novela» (La Moda, n° 19, 24/3/38, p. 6). En oposición a la esposa o la madre que la nueva nación requería, la coqueta exhibe así su abandono de las responsabilidades del hogar (Masiello, 1997: 76). Ahora bien, ¿por qué la insistencia en denunciar a paquetes y coquetas, tipos sociales que, por otra parte, cuentan con muchos de los rasgos más admirados por los cultores del progreso y la moda? Aunque ambos se liberan todo el tiempo del pasado, cultivan una relación íntima con la novedad y gozan de cierta cercanía con París y Londres, se muestran, además, por completo indiferentes a la suerte de la república. La crítica que los letrados modernizadores les dirigen pasa, justamente, por señalar que la importación cultural debe ir acompañada de una selección y una adaptación a la realidad local de los saberes y productos extranjeros. Este proceso exigía, por sobre todas las cosas, eludir la fascinación por las formas y enfatizar los contenidos, que, para la generación del 37, debían ser liberales y relativamente democráticos. En efecto, si bien es posible argumentar que la moda ejerció sobre ellos una fascinación que excedía cualquier cálculo utilitario, la opinión expresa de estos letrados era que las modas europeas solo podían ser objeto de un interés legítimo si se las consideraba en virtud de sus contenidos y de los cambios sociales que estos propiciaban. Así, las modas republicanas y burguesas traían aparejados valores liberales que no se podían encontrar, en cambio, en las modas aristocráticas del siglo anterior: la igualación de las clases que posibilitaba el frac, por ejemplo. Este rechazo de las puras formas, que sirvió a la generación del 37 para distinguir entre modas legítimas e ilegítimas, fue desarrollado de manera paralela en las discusiones sobre el arte y la literatura. La condena del formalismo, en particular, se 169

inscribía en el paradigma del «arte social», así como también en la larga tradición de las letras hispanoamericanas que exigía a los textos un compromiso explícito con los intereses de la patria: «Pintar la venida de la aurora para expresar la venida de la libertad es ser poeta; pero pintar la aurora porque es linda es expresar un signo sin idea», escribía Alberdi en El Iniciador (n° 4, 1/6/38, p. 77). Hasta entonces asociado con la oratoria, el fetichismo de la palabra que condenaba Alberdi había empezado a resonar en Europa en las discusiones en torno al arte por el arte (Rancière, 2009: 39). Para Sarmiento (1948: 218-221), del mismo modo, este fetichismo ponía en duda el valor de la novedad: si al romanticismo le cupo la gloria de liberar a los artistas de las reglas del pasado, al decantar en «arte por el arte» el movimiento demostró su inferioridad con respecto a aquellos que tenían como meta el progreso social. La literatura, en efecto, debía mantener a raya la banalidad que la acechaba y, para lograrlo, solo podía recurrir a la misma escolta que las buenas modas: las «ideas». Durante estos mismos años, La Siempreviva incluye en La Habana un texto titulado «Ideología» en el que sostiene una posición contenidista semejante a la de Alberdi y Sarmiento (aunque, por supuesto, mucho más alejada de la política). Según su autor, «[no] hay signos sin ideas, sin ideas no hay pensamiento [...]. Ved pues cómo la literatura no puede existir sin la ideología: si ella niega su auxilio [...] se sustituyen a sus encantos y bellezas las monstruosas concepciones de la fantasía» (t. I, 1838, p. 15). La literatura queda así dividida en dos zonas. Una es la legítima, que es aquella en la cual las palabras, bien provistas de ideas, logran trascender las «primeras impresiones de la novedad» –esto es, logran superar su efecto estético–. Y la otra es la que está caracterizada por la «demencia de los sentidos y el desenfreno de las pasiones» (t. I, 1838, p. 15). En ella habitan los «signos sin ideas», monstruos que la imaginación produce cuando evade la tutela de la razón. 170

Así, un artículo como «La generación presente a la faz de la generación pasada» resulta más que elocuente. Publicado en 1838 por el mismo Alberdi, se trata de un texto escrito contra la irracionalidad del signo sin idea y, en última instancia, la de lo nuevo. En él, un viejo –de ideas quizás antiguas, pero con la sabiduría y el carácter heroico de quien ha peleado en las guerras de independencia– tacha a la juventud de «generación de frases» (El Iniciador, n° 5, 15/6/38, p. 104). El artículo, por ende, puede ser leído como una autocrítica, que consiste en denunciar el peligro de que la repetición de «frases» en boga convierta a los jóvenes rioplatenses en meros títeres de Europa. Se trata de jóvenes inquietos, familiarizados con las producciones culturales más recientes y con el arte más moderno, pero incapaces de escuchar al viejo, a quien finalmente dejan hablando solo para irse a ver una pieza teatral de Eugène Scribe, el dramaturgo de moda. El viejo, lo viejo, invierte aquí el valor que posee casi siempre en los textos de la generación del 37: ya no se trata de la era de inmadurez, que según Kant dejamos atrás con la Ilustración, sino de un contrapeso indispensable. Como el paquete y como la coqueta, los jóvenes del artículo se han abandonado al fetichismo de lo nuevo. Y lo que Alberdi advierte es que la renovación de objetos, saberes y prácticas parece haberse vuelto un fin en sí misma, un «signo sin idea» indiferente a sus contenidos. En suma, una moda, tal como la entiende Simmel (1971: 297), es decir, un mecanismo social capaz de incorporar cualquier contenido, al margen de su utilidad social, o incluso de su valor estético (Svendsen, 2006: 26). Cuando de lo que se trata es de criticar el pasado, hablar de la moda es hacer referencia al progreso; pero cuando se trata, en cambio, de criticar el moderno fetichismo de lo nuevo, aludir a ella es una forma de poner en tela de juicio a quienes siguen ciegamente «formas», aun cuando sean las del progreso, dado que «copiar» conduce a los sujetos a ser esclavos en lugar de agentes 171

de la historia. Como señalé antes, la moda misma se articula sobre la base de esta aparente contradicción, según la cual esclaviza y libera al mismo tiempo. La moda, dicho de otra manera, impone condiciones no solo de universalización (todos deben someterse a ella) sino también de particularización, ya que su tiranía incluye el imperativo de que no se la adopte de manera automática, esto es, de que no se la copie. Se trata de una tiranía que exige sumisión, pero sumisión personalizada, juiciosa: gusto. En el imaginario de los jóvenes liberales de la época, esta tiranía que debe ser recibida con gusto se ubica en el extremo opuesto del despotismo.37 Una prenda de uso generalizado entre las mujeres de la elite manifestaba de manera cotidiana y concreta las limitaciones de este ideal de particularización o autonomía, así como también la importancia opresiva de la forma: el corsé. Este, en efecto, tenía la capacidad de encarnar el estrecho margen de libertad que la moda dejaba a sus súbditos. Casi todos los textos publicados en la prensa acerca de él lo censuraban de manera más o menos terminante; el hecho de que estas críticas se extendieran con fervor a lo largo de las décadas es la prueba más elocuente de lo inútil que resultaba. En opinión de casi todos, dañaba la salud de la mujer. Para muchos, además, les quitaba naturalidad: «Más parece una muñeca de palo o yeso que una persona que se mueve por su voluntad», señala en Buenos Aires El Recopilador (n° 21, 1836, p. 167). La reducción de la movilidad y la pérdida de «voluntad» que implicaba cumplían una función social específica: demostrar 37

El gusto, por supuesto, también implica clasismo y distinción. Baste con señalar que el ocaso de formas de validación centradas en la superioridad de una casta coincide con el surgimiento del gusto como forma de validación aparentemente más democrática, pero específicamente burguesa: reñida con la vulgaridad de ciertos sectores de la población y con la artificialidad y el exceso de otros (Cascardi, 1997: 140-142). Para el contexto del siglo XIX hispanoamericano, véase Silva Beauregard (2000: 36).

172

que esa mujer no tenía necesidad de trabajar. Pero su uso parecía también traer consigo trastornos físicos y mentales. Dado que apretaba el corazón, se creía que generaba no solo languidez y un rostro pálido sino, además, «propensión a la melancolía» (El Recopilador, n° 21, 1836, p. 166). No satisfecha con cubrir los cuerpos, la moda buscaba también transformarlos: «El color del rostro, la simetría de las facciones, la configuración de los miembros experimentan inconstante el gusto, como los vestidos», señalaba otro periódico porteño, recordando además a sus lectores que, en el pasado, algunas mujeres solían hacerse sangrías para adquirir la palidez que estaba de moda (El Iris, n° 17, 22/4/33, p. 4). Desde la perspectiva femenina, esta tiranía, representada por el corsé y las sangrías, resultaba preocupante. Para escritoras como Juana Paula Manso, por ejemplo, la mujer solo alcanzaría su emancipación cuando dejase de ser «muñeca de las modas» (La Ilustración Argentina, n° 2, 18/12/53, p. 17). También el Álbum de Señoritas alude a la pérdida de voluntad valiéndose de esta palabra. Al comentar con bastante desgano las modas del momento, afirma que, al imitar el figurín, la mujer americana «se torna muñeca» (n° 1, 1/1/54, p. 5). En estos textos confluye una crítica protofeminista con una apología liberal y romántica del poder del individuo y de la importancia del medio local. Según el Álbum, en efecto, las mujeres debían evitar seguir de cerca los figurines no solo debido a que perpetuaban su posicionamiento en el mundo de la frivolidad y el capricho sino además porque, a la hora de tomar decisiones sobre vestimenta y consumo, tanto mujeres como hombres estaban obligados a tener en cuenta el suelo en el que habitaban. De otra manera, al igual que una mujer de la sociedad patriarcal, América corría el riesgo de transformarse en «muñeca» de Europa. ¿Cuál era esa voluntad propia a la que se hacía referencia en las discusiones sobre la relación de las sociedades americanas 173

con Europa? En otras palabras, ¿en qué consistía lo «local»? Lo local (un problema central en el próximo capítulo) era por lo general más fácil de postular que de definir, sobre todo en aquellas regiones donde la tradición colonial no era fuerte, y que por lo tanto se definían a sí mismas, a la vez, como productos históricos y actos fundacionales. Si bien los letrados de corte liberal exigían la adaptación de modas y productos extranjeros a las particularidades locales, dichas particularidades debían ser construidas discursivamente. La idea de «una nación para el desierto argentino» ha sintetizado con nitidez este problema, que en realidad también es propio de otras partes del continente (Halperin Donghi, 1995; Myers, 2003: 306). El famoso discurso de 1842 en el que Lastarria propugna la originalidad de la literatura chilena, por ejemplo, llama la atención más que nada por la falta de sugerencias concretas (Scheerer, 1998: 246). Tal vez esa ausencia misma fuese el mayor rasgo típico de la cultura criolla de Chile y el Río de la Plata. En todo caso, estas dificultades para definir lo local no hicieron más que contribuir tanto al atractivo de la novedad como al vértigo que producía. Las entusiastas reflexiones sobre la moda que surgen en la década de 1830, en ese sentido, formaron parte de discursos rupturistas cuya vehemencia solo sería igualada por la de las vanguardias del siglo XX. Al mismo tiempo, sin embargo, paquetes, coquetas, sangrías y corsés se dejaban entender como manifestaciones cotidianas de una alienación ante lo nuevo que tal vez no fuera inherente solo a la moda, sino también a esa sociedad moderna de la cual esta era expresión.

174

LA MODA EXPANDE SU IMPERIO [Los petimetres] Consideran imperfecto lo que no ha mucho era la más exquisita pulidez: en fin, deseando ellos cosas nuevas siempre, adoptan lo que ahora poco despreciaron como indigno de sus pulidas perfecciones. Pero no es la razón quien los guía. Papel Periódico de la Havana, n° 93, 23/11/94, p. 374.

Al extender su imperio la moda desplazó otros criterios de validación como la utilidad, la religión y la tradición literaria, y contribuyó a una exacerbación y una mayor legitimidad del deseo y el placer. La Aljaba, por ejemplo, advierte en 1831 acerca del canto de sirena de lo nuevo, que amenaza con desviar a la juventud de su rumbo: al perder de vista el valor de lo «útil», las niñas se acostumbran «a no vivir sino deseando y aspirando a nuevas cosas para complacerse; y de aquí nace el recibir con tedio, o con frialdad, todo lo que no sea nuevo y variable» (n° 16, 7/1/31, p. 1). El daño moral de esta actitud era claro, puesto que las jóvenes que se abandonasen a la moda buscarían variedad en todo. La moda, efectivamente, implicaba tanto la celebración de los sentidos (que debían ser continuamente estimulados) como la del deseo (que es siempre deseo de algo más). Como afirmaba El Lucero de Buenos Aires: «Deseo de monja es fuego que devora. Deseo de inglesa es mucho más fuerte aún» (n° 69, 27/11/02, p. 3). Fanáticas de D’Albignac, el chef de moda en Londres, las inglesas de 1829 (al menos las imaginadas en el Río de la Plata) no tenían reparos en exclamar I die for it! (¡Me muero!) a la hora de calificar alguna de sus ensaladas. Poseídas por el deseo de cambio, las víctimas de la moda no solo prescindían de la decencia y los valores tradicionales, sino también de la razón, como muestra la denuncia al petimetre que hace el Papel Periódico de La Havana en 1794 que aparece en el epígrafe de este apartado. «No agrada la moda nueva por mejor 175

sino por nueva», sostendría un poco después El Iris de Buenos Aires, reproduciendo las palabras de Benito Feijóo (n° 17, 22/4/33, p. 3). Esta novedad, además, tenía muy poco que ver con el progreso o con cualquier otro tipo de discurso que la entendiera como paso intermedio en la construcción de algo más trascendente. En este sentido, El Iris agrega unas líneas más adelante: «Aun dije demasiado. No agrada porque es nueva, sino porque se juzga que lo es, y por lo común se juzga mal». Lo que este tipo de comentario deja entrever es que la moda le otorgaba un peso y una legitimidad sorprendentes a los juicios subjetivos sobre el mundo; que la verdad de estos juicios pasó a depender cada vez menos del uso de la razón que de las impresiones que la novedad causaba en el individuo. La expansión de la moda, dicho de otra manera, sugería que la experiencia individual estaba adquiriendo ese peso que, entre otras cosas, determinaría el alto valor de la originalidad, o incluso el éxito de la novela –una forma literaria centrada en las verdades subjetivas del individuo– por sobre géneros como el drama o la poesía –en los que los modelos y el decoro tenían mucha mayor centralidad– (Watt, 1959: 13). En términos de vestimenta, los periodistas de la época corroboraban esto cada vez que la moda repetía uno de sus trucos más asombrosos: hacer pasar por nueva una prenda del pasado. «¿Qué se me da a mí que lleven hoy las jovencitas los vuelos en los codos como nuestras tatarabuelas? –comenta en Cuba La Mariposa–. Para mí son nuevos; y esto basta» (t. I, n° 1, 1838, pp. 43-44). Los peligros que muchos veían en la moda correspondían a su capacidad de hacer de lo nuevo un valor puramente estético (es decir, ligado a la capacidad de complacer los sentidos, más que a la razón o a la moral) y subjetivo («para» alguien, y no «en sí»). Pero el desacuerdo entre moda y razón iba aún más lejos. El «deseo de cosas nuevas» –que se manifestaba con exageración en el petimetre y que caracterizaba en menor medida a todos los miembros de una sociedad cada vez más entregada a la moda– inauguraba un tipo de subjetividad muy reñida con los funda176

mentos de instituciones como la Iglesia. En buena medida, los defensores de la fe católica hicieron lo posible por neutralizar el avance social de la moda, que parecía estar realizándose a costa de las verdades sagradas. La moda, de hecho, tenía aires de religión alternativa, con sus propios templos, altares y sacerdotisas: «Vamos, pues, a abrir el templo de la Moda», se lee en el primer número de El Iris (México, 4/2/26, p. 8), mientras que El Alegre anuncia «las leyes que ese oráculo del mundo elegante ha inspirado en este invierno a sus sacerdotisas las modistas de París» (n° 1, 1847, p. 7). Además de las columnas que le dedicaba la prensa, contaba con lugares de adoración en las calles, los teatros y las tiendas. En Chile, por ejemplo, El Picaflor llama al teatro de la Victoria «templo de la hermosura y de la moda» (n° 2, 11/1/55, p. 30). En Buenos Aires, Juana Manso afirma que el local de las señoritas Juvin «es un templo en miniatura, templo del paganismo cuya diosa es la moda» (Álbum de Señoritas, n° 2, 8/1/54, p. 13). En La Habana, la revista Flores del Siglo la denomina «ídolo» y la ubica en un «altar» (t. II, 1845, p. 229). Las constantes alusiones al paganismo aseguraban que el culto a esta diosa no se confundiera con la verdadera religión pero, al mismo tiempo, la insistencia con la que los periodistas se valían de estas metáforas no podía sino terminar por gastar su ironía inicial y, acaso, restarle solemnidad al universo religioso del cual tomaban prestadas sus imágenes. Tal vez más que por su relación con la vanidad y los bienes materiales, la moda preocupaba a la Iglesia por su vínculo con el liberalismo: de hecho, eran los escritores liberales quienes se mostraban más afectos a ella. Hacia 1813, como hemos visto, El Filósofo Verdadero los fustiga por su adoración a lo nuevo. Remedando el discurso liberal de manera paródica, el periódico señala: ¿Hasta cuándo han de durar esas antiguallas [...]? Ya está el mundo fastidiado de tantas vejeces. Cosas nuevas, cosas nuevas es lo que place, aunque nos digan que no puede 177

haber cosa nueva debajo del Sol. ¿A ver si los liberales nos las dicen? Aunque, a la verdad, si hemos de hablar propiamente no son asuntos nuevos, sino renuevos (n° 29, 4/10/13, p. 25). Para los liberales, según esta denuncia, incluso prácticas religiosas tan sagradas como la de confesarse a la hora de la muerte se degradaban con el paso del tiempo hasta volverse «vejeces». El abismo abierto entre esta visión y la católica parecía ser insalvable. Así, para burlarse de la actitud liberal, periódicos como El Filósofo Verdadero pueden limitarse a repetir esas consignas, que consideraban en sí mismas ridículas: «Es la moda y es preciso seguirla; con que así liberalismo» (n° 29, 4/10/13, p. 25). Pocas personas estaban más calificadas que los profesionales del dogma para percibir el dogmatismo de la novedad y el progreso. Para sacerdotes como Castañeda, los dogmáticos de lo nuevo formaban una especie de «gran club que asocia a sí exclusivamente a los que se someten sin examen a las luces del siglo» (El Oficial de Día, n° 11, 7/11/22, p. 93). No obstante, una misma resignación unía a ambos sectores, puesto que decir es la moda era algo muy parecido a postular es la voluntad de Dios o es la costumbre. Partidario de esta última frase, El Nuevo Regañón de La Habana define con severa claridad la fuerza del statu quo: «Esta ley goza del privilegio de no tener que dar cuenta de sus motivos; y es preciso someterse a ella, no por estar fundada en razón, sino porque está establecida» (n° 33, 14/6/31, p. 257). Ante este tipo de afirmaciones, era muy fácil para los liberales censurar el fanatismo de quienes respetaban ciegamente la costumbre y consideraban, como observa El Nuevo Regañón dos páginas más adelante, que «vituperar los usos recibidos, es cosa propia de hombres atolondrados, que quieren hacerse originales». Sin embargo, ¿qué sucedería cuando la vituperación de los usos recibidos se volviera una costumbre? O, dicho 178

de otra manera, ¿cómo juzgar la fe en lo nuevo y en valores como la originalidad y el cambio? Poco a poco esta aporía –visible en primer lugar en la moda– se convertiría en un problema familiar para los intelectuales del siglo XIX. La esfera literaria tampoco fue inmune a los avances de la moda, y hasta podría afirmarse que el desarrollo de las literaturas nacionales hispanoamericanas se debió precisamente al hecho de que, a partir de la década de 1830, leer y escribir literatura se puso de moda. En ese sentido, es notoria la insistencia con la que los letrados de la época observaron la «irrupción de escritores en prosa y verso, que sin preparaciones ni estudios conocidos trataban de ser tenidos en algo» (La Prensa, n° 39, 29/10/41). Pocos años antes La Siempreviva había denunciado la «manía de escribir», tan contagiosa como una «peste» (t. I, 1838, p. 224) y todavía en 1853 la Revista de La Habana se lamenta de que la «literatura está de moda» y, por lo tanto, cualquiera se cree capaz de escribir versos (t. I, 1853, p. 78). Aunque en menor escala que en Cuba, la moda de escribir también se manifestó en las naciones del sur. En Buenos Aires, como veremos en el último capítulo, Pedro de Ángelis censura la admiración excesiva de los jóvenes de la generación del 37 por figuras como Víctor Hugo o Alexandre Dumas, así como su obsesión por «hablar de una nueva obra de Jorge Sand [sic] o del último poema de Lamartine» (Archivo Americano, n° 3, 30/6/43, p. 25). Con la creación de la Sociedad Literaria y de periódicos como la Revista de Valparaíso (1842), El Semanario de Santiago (1842-1843) y El Crepúsculo (18431844), también Chile experimentó un súbito interés por las letras. Y, si bien en un comienzo esta atracción fue solo compartida por un grupo muy reducido de personas, con el desarrollo de los folletines, como hemos visto, el público lector se fue ampliando. Como señala el periódico cubano Flores del Siglo: «Hoy la moda tiene otro imperio, los periódicos le prestan su apoyo, y la lectura de novelas, que siempre ha tenido aficionados, raya en delirio» (t. II, 179

¿1846?, pp. 229-230). Tanto en Cuba como en el Cono Sur, hacia mediados de la década de 1840 no se podía no haber leído a Eugène Sué, Alexandre Dumas o Frédéric Soulié. Que la literatura se hubiera puesto de moda no significaba solo que existía un deseo por producirla o consumirla. También quería decir que se había vuelto socialmente necesaria. Como señala Ambrosio Fornet para el caso cubano, a partir de cierto momento las elites ya no fueron capaces de prescindir de ella; la literatura, escribe, se había transformado en «un artículo de consumo suntuario desde que en Europa el éxito de los románticos la había convertido también en “moda”» (Fornet, 1994: 123). En los círculos de elite, estar al tanto de las últimas obras de ciertos novelistas era tan imperativo como vestirse bien antes de salir a la calle. Desde este punto de vista, folletines y figurines eran una misma cosa: ambos contribuían a navegar con éxito en las revueltas aguas de la vida social y ambos eran, por lo general, fabricados del otro lado del Atlántico. En ese sentido, para aficionados a la moda y la literatura como Del Monte, lo grave no era que París exportara sus tendencias literarias sino que, al advertir el crecimiento del mercado hispanoamericano, ciertos especuladores hubieran transformado a Francia en una «factoría» dedicada a la traducción sin rigor (Revista Bimestre, n° 5, 1832, p. 159). La frecuencia con la cual la prensa periódica recordaba a sus lectores que el mundo de las letras y el de la vestimenta eran en realidad muy distintos, es un claro indicio de lo mucho que se parecían. Con el correr de las décadas, aclaraciones tales como «la filosofía no es una cosa enteramente parecida a los tejidos de algodón» o «[e]l expendio de opiniones formadas es más grave que la venta de ropa hecha» se volverían cada vez más comunes (La Colmena, t. II, 1843, p. 169; Revista de Santiago, t. III, 1873, p. 458). Y, aunque ya a comienzos de siglo se hubiera observado una moda de la filosofía, hacia la década de 1840 las novelas revelaron ser el tipo de producción literaria que propiciaba esta confusión con 180

mayor éxito de público. Esto sucedió primero en las páginas de la prensa, cuyo éxito dependía, cada vez más, de satisfacer el gusto de sus lectoras. En Chile, por ejemplo, El Mosaico promete que «Las modas, las poesías, las novelas y todo lo que puede ser agradable al bello sexo tendrá su lugar escogido en nuestro periódico» (n° 1, 14/6/46, p. 1). Pero la moda no solo se tocaba con el universo literario, sino que además ayudaba a volverlo inteligible, como expresa con elocuencia un texto publicado en Chile bajo el título «Toilette, estilo y gramática», según el cual el estilo de un escritor se transforma, al igual que «la toilette», siguiendo la «moda». Partiendo de esa premisa, el artículo compara los libros bien escritos, pero censurables desde el punto de vista de los contenidos, con «individuos bien vestidos y mal criados». Como no podía ser de otra manera, también incluye un comentario sobre el fatal destino imitativo de los hispanoamericanos y, al hacerlo, remarca la proximidad entre la moda y las letras: «Trajes y literatura, entre nosotros, no son sino copias más o menos felices de otros pueblos» (La Semana, n° 6, 25/6/59, p. 89). Para quienes veían este proceso con suspicacia, el hecho de que la literatura se pusiera de moda no era tan preocupante como el de que, al hacerlo, sufriera cierta degradación. Los atributos esenciales de la moda –el capricho, la veleidad, la inconstancia– estaban reñidos con los valores literarios tradicionales. Incluso para un periodista pragmático como José Joaquín de Mora era evidente que la literatura solo podía desarrollarse al margen de la «moda, la ignorancia, el capricho»; en su opinión, únicamente el estudio de los autores clásicos garantizaba la solidez de las obras. De hecho, los textos clásicos eran los que habían logrado trascenderla; solo apelando a la estabilidad y la solidez de estos modelos era posible evitar que las creaciones literarias tuvieran el mismo destino que esas flores «efímeras, inodoras, que, cuando más, tienen un brillo aparente de corta duración» (El Mercurio Chileno, n° 16, 15/7/29, p. 479). Algunos años más tarde, también en 181

Chile, la Revista Católica haría una reflexión equivalente. Aunque no lo fundamentara en el clasicismo sino en la tradición y en el índice, el consejo que la Revista tenía para ofrecer a la juventud era muy similar al de Mora: «Tu lectura sea de libros probados y conocidos» (n° 2, 15/4/43, p. 14). Sin embargo, lo que todavía no se había probado ni conocido tenía una importancia cada vez mayor en la cultura hispanoamericana. Sería imprudente definir de manera abstracta este gusto por lo nuevo y ubicar su origen en un momento preciso. Resulta en cambio posible observar que, durante la primera mitad del siglo XIX, dicho gusto extendió su área de influencia. Tal vez no tuviera nada de extraño que un periodista explicara, hacia 1838, que la belleza física y la moda eran enemigas del paso del tiempo, pues «es más que todas las cosas la novedad agradable» (la cita, de hecho, era del siglo anterior). Lo sorprendente era leer en un periódico literario que una ópera, si se la escucha demasiadas veces, da náuseas, o que el valor de una obra como la del romántico argentino Echeverría se evaporó tan pronto pasó el brillo inicial que le confería su novedad (La Mariposa, t. I, n° 1, 1838, p. 42; La Semana, n° 29, 3/12/59, p. 55). Aunque la opinión de que «[t]odo lo viejo fastidia» fuera en sí misma bastante vieja, manifestar esa actitud hacia las producciones literarias de manera pública no lo era tanto (El Iris, n° 17, 22/4/33, p. 3). En este sentido, el hecho de que la literatura se pusiera de moda significa no solo que más personas leían novelas o escribían versos sino, también, que incluso el mundo de las novelas y los versos empezó a regirse por la lógica de la renovación acelerada.

182

PARTE III Literatura

5. LA LITERATURA DEL MUNDO NUEVO

HACER VER Ver el mundo de nuevo: en ese deseo se manifiesta la continuidad entre el discurso ilustrado de finales del siglo XVIII y el período romántico que se abre hacia 1830. En su definición más amplia, lo estético (ver el mundo; aprender a oírlo, a tocarlo, a saberlo) funciona en ese sentido como la bisagra entre esa zona del archivo hispanomericano que convencionalmente acotamos a lo filosófico o lo científico (la Ilustración) y esa otra que entendemos como literaria (el neoclasicismo y el romanticismo). Las odas al potencial económico de los ríos (Manuel José de Lavardén, 1801), a la vacuna (Andrés Bello, 1804) o al comercio (Narciso Foxá y Lecanda, 1847), por ejemplo, ponen en evidencia el esfuerzo de los escritores por ver y hacer ver el mundo como un conjunto de materiales útiles, así como también su convicción de que esa experiencia estética era, por un lado, indispensable y, por otro, solo un momento en un proceso más amplio de control y explotación de la naturaleza. A diferencia de muchos europeos, y a pesar de las denuncias del «hombre material» o «positivo» que ya se producen en la década de 1830, los escritores hispanoamericanos seguirán respetando por mucho tiempo este vínculo entre utilidad y belleza, como sugiere el diálogo que, tras conocer las cataratas del Niágara, Sarmiento sostiene con un «yankee» para quien el atractivo estético de estas tenía una relación directa con el desarrollo capitalista: «Beautiful! Beautiful! decia, i para esplicarme su manera de sentir la belleza, añadia: esta cascada vale millones!» (Sarmiento, 1996: 379). Aunque escandalizado por lo extremo del caso –en el cual es evidente que lo útil ya no es 185

un medio para lograr la «felicidad» de los pueblos, como lo había sido en el discurso ilustrado temprano, sino algo mucho más simple: una forma de hacer dinero–, Sarmiento deja también entrever una admiración aprobatoria. Para que en la república literaria hispanoamericana se generalizara la noción de que la belleza era incompatible con la utilidad y con el discurso burgués del progreso iba a ser necesario que la esfera estética lograse una mayor autonomía y que los Estados Unidos proyectasen una sombra todavía más larga en el hemisferio. Muy lejos aún del esteticismo y las reivindicaciones del espíritu que habrían de multiplicarse en Hispanoamérica durante las décadas finales del siglo XIX, el joven Sarmiento y sus predecesores ilustrados no tenían dificultades en encontrar utilidad en la belleza y belleza en la utilidad. Volvamos, por ejemplo, a ese Semanario de Agricultura, Industria y Comercio con el que, a partir de 1802, Juan Hipólito Vieytes se propone en Buenos Aires expandir nociones «útiles» que ayuden a la «felicidad» del pueblo. Uno de los anuncios que hace Vieytes al presentar su publicación es particularmente expresivo: su periódico ayudará al labriego «haciéndole conocer y discernir un sinnúmero de sustancias que acaso pisa y desprecia porque las desconoce enteramente» («Prospecto», 1802, p. VI). Con el desesperado optimismo de la tautología, Vieytes enfatiza que, para conocer, es suficiente con dejar de desconocer; que para ver basta con dejar de no ver. Las nuevas sustancias, en efecto, solo aparecen cuando hay una mirada ávida por encontrarlas –en otras palabras, una mirada que sepa darles su justo valor–. La obra de este autor se inscribe así en una tradición retórica iluminista de muy extensa duración. Dos siglos antes, por ejemplo, Francis Bacon (1861: 125) había subrayado que los grandes descubrimientos de la humanidad –como la pólvora, la brújula o la imprenta– se produjeron casi por casualidad; que estos inventos ya estaban al alcance de la mano desde hacía mucho tiempo, y que, para llegar a ellos, bastaba 186

con saber verlos. De manera similar, hacia mediados del siglo XX Thomas Kuhn (1987: 176) habría de destacar la capacidad de un nuevo paradigma para transformar la experiencia de los científicos y hacerlos sentir transportados «a otro planeta, donde los objetos familiares se ven bajo una luz diferente». Si tenemos en cuenta que durante el siglo XIX el periódico era considerado en Hispanoamérica el medio más adecuado para iluminar y hacer ver, no es extraño que ese encuentro con las sustancias que el campesino de Vieytes «pisa y desprecia», y que debe en cambio «conocer y discernir», se produzca una y otra vez en la prensa de la época: es el encuentro con esos «cuerpos hasta entonces mirados con descuido» que a partir de cierto momento los seres humanos no pudieron más que «examinar» y «estudiar» del que habla un periódico habanero en 1838 (La Mariposa, t. I, n° 1, 1838, p. 7), o con esas «sustancias que la naturaleza les ha prodigado, cuyo valor ellos no conocen» al que se refiere El Mercurio Chileno en 1829 (n° 11, 1/2/29, p. 526). Estas reiteraciones no solo revelan la prolongación de la retórica ilustrada hasta muy entrado el siglo XIX sino, también, la inseparabilidad del ver y el valorar: recordemos que, hasta ese momento, el valor estético y el económico habían constituido una unidad (Guillory, 1993: 316-317). Consideremos por un instante el caso de Adam Smith, un autor fundamental para Vieytes (Rodríguez Braun, 1997). Antes de la publicación de La riqueza de las naciones (1776), donde lo analizaría desde el punto de vista de la producción, Smith se ocupó del problema del valor en su dimensión estética, ligándolo más bien al universo del consumo (Poovey, 2008: 288). Así, su Teoría de los sentimientos morales, de 1759, establece que los objetos cambian de valor de acuerdo con el estado de ánimo de quien los contempla, y distingue entre la mirada melancólica (marcada por el spleen, la enfermedad y el escepticismo) y la mirada entusiasta (ligada a la salud y el buen humor). Solo mediante esta última, afirma Smith 187

(1767: 271-272), es posible apreciar las comodidades que ofrece el desarrollo material. Los periodistas ilustrados del mundo hispánico se preguntan entonces cómo fomentar esta mirada entusiasta, esa mirada que aprecie lo hasta entonces despreciado. En otros términos, ¿cómo hacer ver el mundo con nuevos ojos, a partir de una nueva moral que privilegie criterios como el interés y la utilidad? Con este desafío en mente, Vieytes promete ayudar al campesino «poniéndole a la vista el método de la economía rural» y «señalándole los nuevos ramos de la industria en que pueden emplearse con provecho los débiles brazos de su mujer y de sus hijos» (Semanario..., «Prospecto», 1802, p. VI). Las sustancias que los campesinos pisan distraídamente, la fuerza de trabajo de sus mujeres y sus hijos, la tierra fértil de la pampa: todo esto, insiste Vieytes, está al alcance de la mano. Tan solo se necesita verlo y, para eso, están las Luces. Los escritores ilustrados, primero, y los románticos, un poco más tarde, se hacen una misma pregunta: ¿De qué manera pueden las letras despertar el deseo de ver el mundo y de transformarlo? «¡Triste situación que mantendrá a nuestra América en la infancia por un tiempo ilimitado», exclama Vieytes, al constatar la ausencia de dicho deseo, «si de común acuerdo no ocurrimos a inflamar el corazón del labrador haciéndole recordar del letargo en que le ha sepultado su inacción!» (p. V). La primera persona del plural remite a los ciudadanos plenos: los adultos varones y educados de la elite. En tensión con esa madurez ilustrada aparece el campesino sin letras, cuya cultura oral es percibida como primitiva e infantil; en lo que concierne al nosotros, casi muda (no en vano la filosofía ha vinculado la infancia con una experiencia «muda», la experiencia del infans, del que no habla [Agamben, 2007: 64]). Pero conviene también notar que el labrador está en una «infancia» que se puede extender «por un tiempo ilimitado», lo cual no impide que ya esté «sepultado» por su inacción: 188

la contradicción de temporalidades que caracteriza a este breve fragmento expresa la idea de que la «infancia» o el «letargo» en que vegeta la población rural americana la mantienen ajena a la historia. Por eso «recordar» significa aquí «despertar», entrar en el devenir histórico; despertar, incluso, del mundo de los recuerdos, de la tradición, de los prejuicios. E «inflamar el corazón del labrador» a través del periódico, afirma Vieytes, es la única forma de conseguirlo. Las Letras ocupan así una posición paradójica: son, a la vez, algo hacia lo cual los campesinos se muestran indiferentes y aquello que va a poner fin a esa indiferencia; constituyen, al mismo tiempo, la «cocaína moral» de la que hablará a fin de siglo Dom Casmurro en la novela homónima de Machado de Assis y algo que puede hacer «bostezar», como temen Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez al publicar su periódico El Recopilador (n° 16, 1936, p. 122). La paradoja solo se resuelve si agregamos a la ecuación una dimensión pasional o afectiva: así como para ver es necesario querer ver, despertar exige tener el ánimo para hacerlo. Ahora bien, en los casos en que esto sucedía, ¿a qué debían los periódicos y las letras su capacidad de estímulo, su capacidad para hacer ver? Uno de los principales componentes activos de esa «cocaína moral», me gustaría sugerir, era lo nuevo. La capacidad de la literatura para «inflamar el corazón» y así hacer «conocer y discernir», en efecto, estaba en consonancia directa con el ascenso de lo nuevo en el sistema axiológico de la época. Ya presentes en los textos de la Ilustración, las reflexiones acerca de la cualidad estimulante de las letras, de su capacidad de entusiasmar (o coaccionar) y hacer ver el mundo con nuevos ojos, se extienden, de hecho, hasta muy entrado el siglo. En la década de 1870, por ejemplo, Juan María Gutiérrez elogia las ideas estéticas de su compañero de juventud, Esteban Echeverría, indicando que los ensayos literarios de este «no son la exposición únicamente de una nueva estética. [...] son, en realidad, el desarrollo de uno de 189

los medios con que el autor se proponía producir un sacudimiento y una transformación en el pueblo aletargado por la tiranía» (Echeverría, 1955: 130). El «letargo» del que habla Gutiérrez ya no es el de los «siglos de oscuridad» sino el impuesto por la represión política de Juan Manuel de Rosas, pero las imágenes de las que se vale para referirse a él son parte de esa tradición retórica copiosamente desplegada por los periódicos de la Ilustración. La «nueva estética» de Echeverría, la del romanticismo, era en sí misma un resultado de la tradición letrada del despertar y el hacer ver. El carácter estimulante de las letras derivaba, precisamente, de su novedad, esto es, de su vínculo privilegiado con el presente y de su capacidad de romper con el «letargo». Para entender este valor creciente de lo nuevo resulta imperativo considerar el mecanismo retórico mediante el cual, ya con claridad en las últimas décadas del siglo XVIII, los periódicos y las Sociedades de Amigos del País elaboran sus denuncias contra el prejuicio. Los miembros de la Real Sociedad Patriótica de La Habana, por ejemplo, creían estar embarcados en la tarea de «[d]esarraigar preocupaciones envejecidas» (Memorias de la Real Sociedad Patriótica de La Habana [RSPLH], 1795, p. 5), entre otras, la que calificaba de indigno el trabajo manual. Al aludir de esta forma al pasado, los letrados de la Ilustración eran enfáticos: dado que en el uso que le daban la palabra significaba prejuicio, toda «preocupación» era, por definición, vieja, es decir, previa a la era de la razón y las luces. Implícita en esta separación tajante entre presente y pasado hay una pregunta cuya efectividad va a ir creciendo a lo largo de las décadas: ¿cómo es posible que todavía exista gente que piense así –que piense, por ejemplo, que el trabajo manual es indigno–? Mediante esta pregunta, los periódicos ilustrados articulan una forma de coacción retórica propiamente moderna, sustentada en un sistema de valores en el que lo nuevo ocupa una posición de privilegio. De este modo, en el primer párrafo del «Prospecto» a su Semanario, Vieytes afirma: «Ya por fin se ha conocido que la agricultura es la primera, la más 190

noble y la más indispensable ocupación del hombre» (Semanario..., «Prospecto», 1802, p. III). «Ya es llegado el tiempo», insiste unas pocas líneas más abajo. A la pregunta subyacente de por qué deberían aceptarse las nuevas ideas, el letrado de la Ilustración responde apelando a su utilidad, pero también responde «por fin». Se insinúa así un desplazamiento que habrá de cobrar más y más peso con el correr del siglo, según el cual el porqué empieza a buscar su respuesta en el por-venir, que a su vez se fundamenta como negación del pre-juicio.38 Esta temporalización del valor, indispensable para hacer ver el mundo con nuevos ojos, para lograr que lo nuevo fuese apreciado, tendría no pocas consecuencias. Para ir del tiempo del prejuicio al presente de la Razón fue preciso poner en funcionamiento un protocolo de legitimación (el discurso del progreso, podríamos llamarlo) que fundamenta el valor en el paso del tiempo y que concibe la novedad como mejora. Lo que hoy parece natural, señala Vieytes, fue primero combatido «por todo el peso de la ciega costumbre» (Semanario..., n° 4, 13/10/02, p. 28). Y al admitir que las ideas novedosas están destinadas a ser vistas en el futuro como naturales, primero, y luego como prejuicio –en otras palabras, al aceptar que la razón y la verdad habitan en el porvenir–, el discurso ilustrado prepara el terreno para una novedad capaz de justificarse a sí misma, y a partir de la cual el moderno «por fin» adquiere esa inagotable validez que lo caracteriza hasta nuestros días. 38

Paradójicamente, el «por fin» moderno se articula a partir de las estrategias de coacción discursiva que lo preceden. En efecto, como sugerí en el capítulo sobre la moda, lo nuevo es a veces un mero material de dispositivos sociales de larga data: por ejemplo, la distinción. Ese «por fin» implica una demora, pero también, por eso mismo, una falta, y el sistema de reglas en el que se define esta carencia, como indicó hace ya tiempo Norbert Elias (1993), tiene una historia que solo se vuelve inteligible con una mirada de longue durée.

191

LA ORIGINALIDAD DEL VELO POÉTICO ROMÁNTICO Hay que resaltar que la capacidad de estímulo de las letras no se debía únicamente a la novedad de sus contenidos, como lo prueba la larga tradición de reflexiones acerca del velo poético que, según indicaba ya hacia 1446 el Marqués de Santillana (1988), hacía más atractivas las «cosas útyles». Esta capacidad de cautivar la disposición estética del lector y, así, hacerle ver los contenidos que de otra manera habría pasado por alto, recibe una renovada atención durante el período romántico, por dos motivos: por un lado, las nacientes literaturas nacionales se imponen la urgente responsabilidad de volver visible lo local; por otro, la originalidad del escritor se transforma en el componente fundamental de aquel velo. Las ideas y la utilidad, del lado de la Ilustración, las formas y la belleza, del lado del romanticismo: poco se gana con esta separación artificial. En efecto, ¿qué sucede cuando dejamos de pensar en el discurso ilustrado como un conjunto de nuevas ideas y nos preguntamos acerca de su dimensión retórica o estética? ¿No sería posible, por ejemplo, comparar el tan temido «letargo» (moral, intelectual) con esa automatización de la que hablarían luego los formalistas rusos al referirse a la literatura, y considerar que el estímulo con el que se buscaba interrumpirlo no podía prescindir de una búsqueda formal? En 1917, al referirse a esa automatización perceptiva que «devora los objetos», Viktor Schklovski se sumaba, de hecho, a una larga historia de reivindicaciones de la capacidad de la literatura para hacer ver. El artificio desautomatizador, señalaba en su conocido ensayo «El arte como artificio», permite que nuestro vínculo con las cosas del mundo no sea de reconocimiento, sino de visión: la relación de quien las ve por primera vez (Todorov, 2002: 60). Dado que para los escritores hispanoamericanos de la primera mitad del siglo XIX belleza, razón y moral formaban un todo inseparable, sus apologías de las letras revelan una y otra 192

vez las mutuas implicaciones del hacer ver, el hacer entender y el hacer bien. En 1823, por ejemplo, La Abeja Argentina explica que «el hombre es sensible antes de ser raciocinador» y, por lo tanto, siempre estará más inspirado «por las bellezas de la virtud que por sus ventajas»; en consecuencia, la efectividad de la literatura se basaba en los «dulces goces» y «placeres puros del espíritu» (n° 15, t. II, 15/7/23, p. 236). El mismo año que La Abeja, El Revisor Político y Literario expone en La Habana nociones muy similares al subrayar la importancia de los sentidos para el fomento de la «utilidad». Según esta publicación, la literatura «ameniza la esterilidad de las ideas, vistiéndolas con un ropaje, que si de él carecieran serían casi inaccesibles; nos dirige hacia los objetos y nos los hace considerar bajo el aspecto más grato» (El Revisor, n° 17, 9/4/23, p. 2). De este modo, la literatura revela la profunda utilidad de su belleza, a través de la cual puede cumplir su «misión civilizadora» (Flores del Siglo, t. I, 1852, p. 4). La función de la literatura es, de acuerdo con estas definiciones, la de propiciar, mediante sus recursos formales, el entusiasmo necesario para hacer ver lo que aún no se conoce (ver lo nuevo) o lo que se tenía olvidado (ver de nuevo). Se dejaban escuchar así los ecos de Ignacio de Luzán, cuya Poética había tenido una resonante segunda edición en 1789: [C]omo los hombres apetecen más lo deleitable que lo provechoso, encuentran desabrido todo lo que no los engolosina con el sainete de algún deleite, y esto es lo que se halla abundantemente en la poesía y la hace utilísima; pues las otras ciencias nos enseñan la verdad simple y desnuda, y el camino de la virtud y de la gloria, arduo, áspero y lleno de abrojos (Luzán, 1977: 191). Como en el caso de El Revisor, Luzán contrapone aridez y placer. Al quedar asociada a la primera, la desnudez es incapaz 193

de despertar el deseo: solo a través del «sainete» y la «golosina» es posible recuperar el erotismo. Como la del «ropaje» utilizada por El Revisor, las metáforas de Luzán resuenan con las de antiguas artes poéticas castellanas: el «velo poéthico» al que se refería Enrique de Villena (1989: 37) en 1428, por ejemplo, o aquella «muy fermosa cobertura» de la que hablaba el Marqués de Santillana (1988). La metáfora de la luz, central en el discurso ilustrado, no alcanzará nunca a eliminar de la mente de los escritores esta otra convicción de larga data: para ver es necesario ocultar.39 En Hispanoamérica, el énfasis de los escritores en la dimensión estética de las letras, en su capacidad para hacer ver, se vuelve especialmente notorio en los albores del período romántico, cuando fundar las literaturas nacionales se transforma en una preocupación central (Myers, 1994: 225). El adjetivo romántico, de hecho, se solía utilizar para llamar la atención acerca de algo, para marcar ese algo como objeto de interés para la mirada. Así lo explica en 1842 un periodista chileno, Salvador Sanfuentes, en su crítica al romanticismo: Si un discurso estaba plagado de frases campanudas e ininteligibles, si una mujer era extravagante en sus ideas, un hombre extraño en su conducta o en su modo de vestir, bien podían estar seguros de merecer esa calificación [...]. Pensaban unos que romántico era sinónimo de bello, otros que de nuevo, estos que de raro, aquellos que de maravilloso, muchos que de sublime, no pocos que de patético (El Semanario de Santiago, n° 2, 21/7/42, p. 12).

39

Recordemos el papel central que la amenidad y el color desempeñaron en el desarrollo de la prensa periódica, y el modo en que constitucionalistas como José Joaquín de Mora y Juan Bautista Alberdi podían recurrir a lo «dulce» (figurines de moda, por ejemplo) para generar lectores (véase capítulo 1).

194

¿Qué tenían en común conceptos como ininteligible, extravagante, extraño, bello, nuevo, raro, maravilloso, sublime y patético? Según Sanfuentes, muy poco. Desde su perspectiva, el hecho de que el término romántico se utilizara para expresar tal variedad de ideas solo podía significar una cosa: se había puesto de moda, e incluso quienes menos lo entendían lo repetían con fervor. Sin embargo, conviene también hacer ver lo evidente y señalar que esa aparente heterogeneidad estaba atravesada por una constante: cuando algo llamaba la atención –ya fuera por nuevo, por bello o por extravagante– el adjetivo romántico era capaz de caracterizarlo. Los ámbitos en que se podía producir este tipo de experiencia, como indica Sanfuentes, no eran solo literarios: además de «frases», podía tratarse de las ideas de una mujer o de la ropa de un hombre. La tradición literaria, sin embargo, contaba con las herramientas conceptuales más adecuadas para pensar las experiencias de lo «raro», lo «maravilloso» y lo «sublime»; en otras palabras, para entender la novedad: ese velo tejido con ininteligibilidad y extravagancia que servía para ocultar y, de ese modo, hacer ver de nuevo. Con el romanticismo, el «velo poéthico» empieza a ser pensado, sobre todo, en términos de originalidad y de genio. A partir de la década de 1830, los escritores hispanoamericanos se refirieron con insistencia a este particular atractivo que parecía ejercer la originalidad, incluso cuando lo que intentaban hacer era burlarse del romanticismo. Tal es el caso de Ramón de Palma, quien satiriza, en su artículo «La romántica», a la joven que «tiene necesidad de lo nuevo y misterioso». En el baile, por ejemplo, «sus ojos vagarán sin interés por todo el concurso que la rodea, hasta que descubra algún ser desconocido, cuyo porte y actitud ofrezcan algo de original y caprichoso» (El Álbum, t. III, junio de 1838, pp. 36-37). El joven romántico, por su parte, solo abandonará su desdén por la concurrencia en el momento en que descubra a «la única cara poética» de la noche. Aunque con sorna, De 195

Palma reconoce así la unión entre la «poética» y lo «original»: la poesía, a partir del romanticismo, dice no poder prescindir de la originalidad; y la originalidad, del mismo modo, se vuelve una categoría indispensable para pensar la praxis poética. Así, aun cuando afirmara rechazar el romanticismo, De Palma no dudaba en defender el valor de un texto comentando que, al leerlo, había sentido «una de aquellas impresiones que no pueden definirse, pero que las comprenderá muy bien todo el que tenga un corazón de artista» (El Álbum, t. V, agosto de 1838, p. 81). El universo en el que esas impresiones indefinibles adquirían valor estaba en tensión creciente con el de esos «matemáticos» y «economistas» que, en palabras de Domingo del Monte, consideraban a la poesía un «juguete insignificante» y al siglo XIX «el de las cosas, el positivo, el material» (Acta de las Juntas Generales de la Real Sociedad Económica de Amigos de este País [RSEAP], 1833, p. 47). La escritura económica empezaba por esa época a ser conceptualizada como transparente y a identificarse con la información y la capacidad denotativa del lenguaje, mientras que la escritura de imaginación, en cambio, se asociaba cada vez más con la connotación y la individualidad irreductible de un «estilo» con el que cada artista marcaba su originalidad, ofreciéndoles a sus lectores esas «impresiones» inefables de las que habla De Palma (Poovey, 2008: 306). Ya en 1831 un escritor francés soñaba, en la Revue des Deux Mondes, con la llegada de un futuro en el «que solo se pondrá el nombre del autor en la tapa de un libro»; en la novela, escribiría Gustave Flaubert algunos años más tarde, no hay temas mejores o peores: solo hay estilo (cit. en Rancière, 2009: 41 y 47). Aunque su compromiso cívico les impedía llegar a los extremos franceses, durante la década de 1830 los escritores hispanoamericanos también empezaron a idealizar esa indefinible marca de individualidad. No obstante, es preciso hacer una importante aclaración: si bien el romanticismo estaba estrechamente vinculado con el 196

fervor por lograr la originalidad, la originalidad no era un concepto nuevo. Lo nuevo, en todo caso, era su carácter fervoroso. Así, ante la fiebre romántica que se produce en Hispanoamérica a partir de 1830, muchos escritores les recuerdan a sus exaltados colegas que la originalidad es un valor eterno. Andrés Bello, por ejemplo, consideraba que la emancipación de las reglas y la elección de nuevos contenidos eran fenómenos universales en la tradición de las letras (Revista de Santiago, n° 3, 1848, p. 217), y en 1833 afirmaba que clásicos y románticos «existen siglos hace»; la única novedad, a su juicio, era que escritores y críticos se mostrasen decididos a hacer de cada una de esas posiciones una bandera y un motivo de guerra (El Araucano, n° 147, 5/7/33, p. 3). La calma y la moderación con las que el redactor de la Gramática negaba la excepcionalidad de la estética romántica son un rasgo recurrente en la crítica literaria, tanto durante el siglo XIX como más tarde. Para el hispanista norteamericano Russell P. Sebold, por ejemplo, la era de la «inspiración» estuvo lejos de eliminar esas reglas contra las cuales se revelaban los románticos; por eso escritores tan diversos como Wordsworth, Baudelaire, Bécquer o García Lorca, apunta Sebold en su prólogo a la obra de Luzán (1977: 27), pueden reiterar las recomendaciones comprendidas dentro de las reglas clásicas, aunque sin usar la palabra «reglas», por supuesto. Asimismo, muchos críticos se han entretenido identificando los modelos imitados por los románticos. Una de las víctimas más emblemáticas de este desenmascaramiento fue Esteban Echeverría. Como plantea Noé Jitrik (1967: 52 y ss.), abundan los críticos para quienes la originalidad de este autor no era más que una expresión de deseo. Echeverría, sin embargo, estimaba que «la imitación en poesía es un elemento infecundo; que solo la originalidad es bella, grande y digna» (Echeverría, 1955: 208). Dado que la imitación era el contrapunto a partir del cual tenían sentido las proclamas románticas de originalidad, en 1832 declara en la dedicatoria a Elvira que se ha esforzado por «salir 197

de las vías trilladas por nuestros poetas» (Echeverría, 1955: IX), para luego repetir en Los consuelos que «solo por no trillados senderos se descubren mundos desconocidos» (1871: 12) y volver a decirlo en la «Ojeada retrospectiva» (1991: 194). Ahora bien, ¿cómo interpretar el hecho de que los escritores románticos anunciaran con bombos y platillos su originalidad, o al menos su deseo de acceder a ella? Incluso si admitimos que artistas como Echeverría no podían alejarse demasiado de esa tradición estética contra la que con fervor protestaban, ¿no deberíamos considerar la originalidad de esta protesta? La retórica belicosa que despliegan, ¿no es acaso un signo de la legitimidad creciente de la ruptura y de una concepción moderna de lo nuevo? Y si la originalidad romántica fue apenas más exaltada que las anteriores, ¿no sería posible concluir que su novedad radicó, precisamente, en el valor que se le concedió a esa exaltación? Aunque indispensable para mantener el rigor analítico, la mirada serena de quien observa el carácter universal de la originalidad (Bello), la perduración de las reglas a lo largo de los siglos (Sebold) o la imposibilidad del escritor de ser realmente original (los críticos de Echeverría) se revela incapaz de apreciar la especificidad del entusiasmo romántico y, junto con él, la transformación del concepto mismo de originalidad. La originalidad, conviene advertir, se cargó de novedad de manera tardía, y al hacerlo sufrió un cambio significativo. Como señala Raymond Williams (1985: 231), mientras que hasta el siglo XVIII un texto original era ese a partir del cual se hacían las copias, y el pecado original era aquel al cual se remontaban todos los pecados sucesivos, con el romanticismo el concepto logra prescindir del pasado. Originalidad, con frecuencia cada vez más creciente, se vuelve sinónimo de espontaneidad y frescura: en otras palabras, de lo nuevo entendido como lo recién creado. Y dado que en el mundo hispánico el concepto de novedad todavía conservaba –aunque de manera cada vez más residual– sus connotaciones de desconcierto, sorpresa y escándalo, el de 198

originalidad también se vio contaminado por estas. Así, el poeta romántico pudo proclamar con orgullo su originalidad y sus críticos censurarlo justamente por eso. Es ese doblez semántico lo que permite que afirmaciones como las de Echeverría convivan con otras como las de El Nuevo Regañón de La Habana, en cuyas páginas se indica que «hacerse originales» es sinónimo de insultar las costumbres (n° 33, 14/6/31, p. 259). En lo que hace a sus connotaciones positivas, en todo caso, la originalidad se vinculó cada vez más con virtudes como la espontaneidad, la naturalidad y la frescura. Hacia 1801, el mayor elogio que podía hacerse de un poeta era destacar su respeto a las formas, su buen gusto, su erudición, su urbanidad y su decoro (El Telégrafo Mercantil, n° 1, 1/4/01, p. 3). Treinta o cuarenta años después, la validación transitaría caminos muy distintos, como lo prueban las afirmaciones de los periódicos, que procuran difundir la estética romántica, y los informes que siguen a los certámenes literarios de la época. Muy tempranamente para Hispanoamérica, en 1830, El Puntero Literario equipara en Cuba «la novedad y frescos coloridos» de ciertas composiciones literarias con su carácter «romántico» (n° 2, 9/1/30, p. 3). La literatura romántica, indica, «repugna todo lo que no sea lozano» (n° 1, 2/1/30, p. 2). Del mismo modo, tras otorgársele una mención especial al poema presentado por José Mármol en el concurso organizado en 1841 en Montevideo, Florencio Varela señala: «La elevación, la novedad, el frescor, la abundancia de sus ideas sorprenden en la primera lectura, y hacen casi olvidar los pecados contra el arte» (Domínguez, 1859: 79).40 Y si Varela, de formación neoclásica, 40

Vale la pena aclarar que Varela es considerado un poeta neoclásico. Más que probar lo errado de esta clasificación, su juicio de la obra de Mármol sugiere que muchos criterios estéticos que estamos acostumbrados a asociar con la generación romántica también podían ser incorporados por la anterior. Sobre su evolución como crítico literario y el certamen poético de Montevideo, véase Sarlo (1967: 69-77).

199

se mostraba indulgente hacia quienes faltaban el respeto a las convenciones formales (el «arte»), para escritores más entregados al romanticismo dichas convenciones no eran más que obstáculos para la plena expresión de las ideas y los sentimientos (Myers, 2005: 32). El «velo poéthico» de Villena era ahora entendido sobre todo en términos de novedad, frescor y sentimiento: de originalidad romántica. Al asignarle este alto valor a lo nuevo, el romanticismo se distinguía de estéticas anteriores pero se emparentaba con el discurso ilustrado y su retórica del «por fin». Durante el período romántico que se extiende entre 1830 y 1870, en efecto, el carácter exaltado que las «nuevas ideas» habían tenido por décadas en el terreno científico, social y político se traslada por fin a la literatura, dominada hasta muy entrado el siglo XIX por el decoro y la moderación del neoclasicismo. A partir de entonces ya no se trata solo de renovar las formas para hacer ver lo/de nuevo; dada la concepción rupturista de lo nuevo, y debido también al peso creciente que el «velo poéthico» o el «estilo» tenían en la visión de los escritores (en franca oposición, como decíamos, al lenguaje de los «matemáticos»), el valor de la obras literarias empieza a derivar tanto de los nuevos contenidos y recursos expresivos como de la vehemencia con la que se los anuncia y la originalidad que se les asigna, de la misma manera que las declaraciones rupturistas de la era moderna derivan su efectividad no solo de la discutible innovación objetiva que introducen, sino también de la pasión y el «frescor» con que son hechas. FAUNA AMERICANA Esas «sustancias» cuya existencia y valor los periodistas de la Ilustración querían hacer ver a sus lectores reaparecen, mutatis mutandis, en el período romántico: son la naturaleza y las cos200

tumbres del país, los personajes típicos, la lengua americana, la literatura nacional. Las condiciones locales, en efecto, conforman la gran sustancia que la mirada romántica descubre. En este sentido, una de las principales tareas de la época consistió en hacer visibles cosas que siempre habían estado ahí. Si hay un denominador común en los elogios que reciben los escritores emblemáticos del período romántico (José María Heredia, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Esteban Echeverría, José V. Lastarria o Domingo F. Sarmiento), se trata de la idea de que con ellos la literatura del continente por fin se empieza a fundamentar en materiales locales. Lo local (y, en particular, lo «nacional») se transforma así en la sal de la cultura. Al igual que la excitación moderna ante lo nuevo, la que produce lo local sobrevive a todas sus refutaciones. A partir del período romántico, los escritores (y esto, desde luego, se aplica también a los críticos literarios) solo podrán evitar las referencias a lo local al precio de prescindir del más ingente capital afectivo, institucional y político. Este fuerte interés por lo local es un rasgo definitorio de esa segunda revolución a través de la cual los letrados hispanoamericanos buscaron sumar la independencia cultural a la ya consolidada independencia política (Zea, 1949: 25; Jocelyn Holt-Letelier, 1992: 330; Halperin Donghi, 1995). Esta revolución, visible en especial a partir de la década de 1830, exigía no solo rechazar la tradición hispánica sino, además, elaborar una cultura nacional y los criterios necesarios para que las ideas extranjeras se ajustaran a los fines locales. Desde esta nueva perspectiva crítica resultaba de pronto evidente que la retórica iluminista estaba fuera de lugar, aunque no porque se tratase de un discurso adelantado a su época, es decir, de «nuevas ideas» en un mundo enlentecido por siglos de oscuridad, sino más bien por sus pretensiones de universalidad, con las cuales había logrado persistir a lo largo de las décadas sin demasiados cambios, vehemente e impotente, recurriendo una y otra vez a las mismas ideas 201

y los mismos giros expresivos, sin lograr reconocer la importancia de los rasgos locales. Pero si bien cabe destacar que el discurso de la segunda revolución le otorga al período un carácter profundamente original, también es necesario observar que una de las condiciones de dicha originalidad era hacer caso omiso de las continuidades con el pasado. Así, en las regiones donde primó el mito de la revolución resultaba casi imposible percibir el contínuum entre el discurso colonial de las «nuevas ideas» y el de la «segunda revolución». Aunque ambos se preocuparon por destacar la necesidad de una ruptura con el pasado, basta con tomar un poco de distancia para notar las numerosas herencias que el último recibe y, por lo tanto, se ve obligado a reacondicionar. Una de ellas fue la concepción absolutista de lo nuevo que, por un lado, hizo posible la continuidad del rupturismo y, por el otro, generó innumerables reacciones contra este. De este modo surgen muchas de las contradicciones que caracterizan a generaciones románticas como la del 37: la pasión por los proyectos modernizadores y la idea de que los ritmos de cambio de cada nación no pueden ser alterados por esos proyectos, por ejemplo; o la fe ciega en que una minoría ilustrada puede hacer ver al pueblo su realidad presente pero, también, la futura hacia la cual debe encaminarse, combinada con la convicción de que nada es tan importante como las costumbres de ese mismo pueblo y las leyes inmanentes que gobiernan los procesos históricos (Halperin Donghi, 1958: XXII). En todo caso, en tensión con lo que percibían como limitaciones del formalismo ilustrado (puestas en evidencia por los ciclos revolucionarios en Europa e Hispanoamérica, en los cuales la constante invocación de principios, derechos y libertades no había sido suficiente para cimentar un orden social aceptable y duradero), los escritores del período romántico propusieron una visión orgánica de lo social en la que las leyes y las costumbres se reflejaban entre sí. En ese sentido, cabe subrayar que lo que ponía 202

a las ideas ilustradas fuera de lugar (para usar la expresión de Roberto Schwarz, que retomaré más adelante) no era el atraso o la condición periférica de Hispanoamérica, sino el surgimiento de una perspectiva epistemológica que postulaba una relación necesaria entre ideas y lugares: el historicismo romántico. Según esta filosofía, la historia seguía leyes generales que, al mismo tiempo, incluían las variaciones particulares propias de cada nación (Myers, 1998: 437; Jarrells, 2009: 57-77). De ahí que Juan B. Alberdi se explayase en el Salón Literario acerca de la necesaria armonía entre «la ley universal del desenvolvimiento humano» y «las condiciones individuales de tiempo y espacio» (Weinberg, 1958: 139). Del mismo modo, Esteban Echeverría (1991: 170) destacaba que «cada sociedad tiene sus leyes o condiciones peculiares de existencia». La mirada sobre lo local, sin embargo, era impensable sin la mediación europea y, en ese sentido, es preciso recordar el dictum de Echeverría (1940: 217), que expresa de modo certero el funcionamiento del imperativo de hacer ver propio de la segunda revolución: «Tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad». En ese sentido, Flora Süssekind (1993: 468) hace una observación sobre Brasil que puede extenderse a toda la América hispana: los «cuadros de la naturaleza» típicamente románticos estuvieron acompañados por numerosos «cuadros de admiraciones e influencias». Para verlos cobrar forma basta con recorrer los epígrafes en francés de ese monumental análisis de lo local que es el Facundo. La fundación de las literaturas nacionales fue, en cierta media, la de esas condiciones «peculiares» o «individuales», dado que construir discursivamente la realidad local era el modo en que la literatura podía alcanzar esa originalidad de pronto tan exaltada. La mayor fuente de legitimidad del romanticismo en América Latina fue tal vez este énfasis en las condiciones locales a través del cual el movimiento rearticulaba una convicción ya muy 203

visible en las «epistemologías patrióticas» del siglo XVIII estudiadas por Jorge Cañizares-Esguerra (2001): el continente poseía una naturaleza y una historia cultural propias. Las más despiadadas críticas del romanticismo las recibían entonces quienes, al perder de vista el suelo en que habitaban, se dedicaban a copiar en sus obras a los artistas europeos. Dos ejemplos entre cientos: en la carta que sirve de prólogo a La novia del hereje, de 1854, Vicente Fidel López destaca sus esfuerzos por «dar verdad histórica y local» a su novela, esto es, por producir «un trabajo esencialmente americano en su fondo» con el cual mantener a raya las «ridículas parodias de las pasiones, de las tendencias, y de los estilos exóticos» características de otros autores (El Plata Científico y Literario, vol. II, septiembre de 1854, p. 148). Joaquín Blest Gana denuncia en los mismos términos a los jóvenes chilenos de la generación anterior: «La nacionalidad moría ocupando su lugar afectadas imitaciones de una escuela» (Revista de Santiago, t. II, septiembre de 1848, p. 69). Cada nación, descubrían, era diferente; y si acaso las divergencias entre las de América no eran muy marcadas, de lo que no cabía duda era de que el continente no era Europa. En ese sentido, la «llegada» del romanticismo a América fue el punto de partida de una concepción moderna de los sistemas literarios que se extiende hasta nuestros días. Como señala Jorge Myers (1994: 244), la historización de la realidad que caracterizó al siglo XIX y al romanticismo hicieron posible que la literatura dejara de ser entendida como una «colección de obras sueltas cuya relación significativa se daba con el corpus universal del pensamiento occidental», y que se transformara, en cambio, en un «producto histórico» definido a partir de una determinada «nacionalidad literaria». La literatura, en otras palabras, deja de pensarse como eternidad (Viñas, 1995: 14). De manera análoga a la moda, comienza a ser percibida como «expresión de lo social», es decir, como representación de una sociedad particular en un momento histórico determinado. Por eso El Puntero Lite204

rario destaca que los escritores cubanos están en proceso de crear lo «bello especial» con el cual podrán articular su diferencia con respecto a otras regiones (n° 3, 16/1/30, p. 3), y también por eso Joaquín Blest Gana destaca la necesidad del escritor chileno de hacer ver a sus lectores «esos cuadros tan originales, tan poéticos, marcados con el sello nacional» que caracterizan a Chile (Revista de Santiago, t. II, septiembre de 1848, p. 63). Aunque la necesidad de una mirada que pudiese explicar lo nacional adquiere centralidad durante el período romántico, no hay que olvidar algunos antecedentes cercanos. En primer lugar (y para esto basta con seguir el clásico estudio de Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo [1955]), sobresalen las apologías en las que escritores como Francisco Xavier Clavijero o Fray Servando Teresa de Mier respondieron a las tesis sobre la inferioridad de la naturaleza y la población americanas de escritores europeos del siglo XVIII como el conde de Buffon o Cornelius De Pauw. El primer periódico de Buenos Aires se sumó humildemente al debate al solicitar un «verdadero Escritor de América» que pudiese presentar «nuestra hermosa, joven y desconocida América ante los erguidos Filósofos del Viejo Mundo, que se la figuran una Morena cautiva, adornada su desnudez con ricas joyas, para causar aliciente a los ambiciosos Sultanes» (El Telégrafo Mercantil, n° 10, 2/5/01, p. 77). En segundo lugar, cabe recordar la importancia de los escritos de los viajeros científicos, entre los cuales Humboldt es un ejemplo paradigmático. Como observa Mary Louise Pratt (1992: 126), viajeros como él producen un segundo descubrimiento de América: la mirada europea reinventa el continente como naturaleza, como un espacio aún virgen en el que abundan los animales y las plantas, pero donde la organización social brilla por su ausencia. La implicación ideológica es clara: esa naturaleza en estado puro no podrá más que dejarse poseer por los «ojos imperiales». Los americanos, señala también Pratt (1992: 136-138), van a importar luego de Europa esa visión glorificada 205

de la naturaleza que Humboldt presentó en sus viajes. En este sentido, como demuestra Adolfo Prieto al estudiar el caso argentino, la literatura de esos viajeros tuvo un rol mediador fundamental en el desarrollo de la mirada local característico de las obras clave del siglo XIX como el Facundo. Por último, como tercer antecedente, salta a la vista la relevancia del surgimiento de las nuevas repúblicas, que hizo reaparecer al continente en los radares europeos y llevó a los criollos a una serie de gestas discursivas por explicar sus sociedades al resto del mundo (Jaksic, 2000: 95). El caso de Andrés Bello resulta ilustrativo: durante su estancia en Londres, entre 1810 y 1829, escribe su «Alocución a la Poesía», de inmediato celebrada por el deseo de independencia cultural que manifiesta (Henríquez Ureña, 1949: 103), y se embarca en publicaciones como la Biblioteca Americana (1823), con las que procura que América no solo se conozca a sí misma, sino también que se dé a conocer a la mirada europea como algo más que esa «Morena cautiva» de la que hablaba El Telégrafo Mercantil. Hacia la década de 1830, en todo caso, la pregunta por lo nacional hace que los esfuerzos por hacer ver las realidades locales del continente alcancen un punto culminante y que el universo de las bellas letras se vea revolucionado por ellos. En la literatura los ejemplos abundan: los «romances cubanos» que publica con seudónimo Domingo del Monte hacia 1829, la indagación del «desierto» que hace Esteban Echeverría en La cautiva (1837), la disección de las costumbres de los porteños que lleva a cabo Juan B. Alberdi en la revista La Moda... Lo nacional se vuelve incluso una obsesión allí donde era imposible proponer una independencia cultural con respecto a España: son los años en los que criollos cubanos reformistas como Felipe Poey, Esteban Pichardo, José Antonio Saco y el propio Del Monte publican una serie de investigaciones acerca de su realidad local en áreas que van desde las ciencias naturales y la geografía hasta la educación y la literatura (Benítez Rojo, 1994: 104). A pesar de que la isla contaba con una 206

gran tradición de estudios sobre lo local, producidos sobre todo en torno a la Sociedad Patriótica que empieza a sesionar en La Habana en 1793, la visibilidad adquirida por este grupo de criollos reformistas, cuya existencia misma representaba un desafío al colonialismo, le daba a toda indagación acerca de lo local un aire de rebelión (Llorens, 1998: 22). En ese sentido, en 1837 Del Monte afirma en una carta privada que las autoridades probablemente censuren El Aguinaldo Habanero, una obra por entregas que ya estaba en la imprenta, debido a que «es toda de habaneros; no hay línea que sea fruto exótico, y ya esto por sí es causa suficiente para que el inocente libro alarme a los vándalos que nos gobiernan» (1909: 156). Esta es también la época en la que el esclavo Juan Francisco Manzano afirma que algún día escribirá «una nobela propiamente cubana» [sic] (Manzano, 1972: 87); en que Félix Tanco y Bosmeniel, entusiasmado por la lectura del Bug-Jargal de Víctor Hugo, le dice al propio Del Monte: «Los negros en la isla de Cuba son nuestra poesía», y aclara: «los negros con los blancos, todos revueltos» (2002: 51); en que, distanciándose de los imitadores de la literatura francesa, Cirilo Villaverde publica la primera Cecilia Valdés (1839), centrada en «una cosa que es y no es», pero que es propiamente cubana: una mulata (Villaverde, 2000: 75-78); la época en la que Villaverde también escribe su Excursión a Vuelta Abajo y en la que sostiene que los esclavos al mando de los carruajes son «los gondoleros» de Cuba (Bueno, 1985: 169).41 Si la esclavitud era la gran obsesión de los criollos cubanos, cuyos sueños anticoloniales amenazaban siempre con convertirse en la pesadilla de una guerra racial, en las nuevas repúblicas la urgencia de una mirada y una interpretación originales sobre 41

Para un estudio de la representación de negros y esclavos en la literatura cubana del siglo XIX, véanse Vera Kutzinksi (1993), Jill Lane (2005), William Luis (1990) y Lorna Williams (1994).

207

lo local se debía más bien a la inestabilidad política e institucional que siguió a las declaraciones de independencia. La aparente imposibilidad de garantizar el orden y la prosperidad de las nuevas repúblicas llevó a los letrados a indagar en profundidad las «condiciones individuales de tiempo y espacio» de las que hablaba Alberdi. En textos como el «Fragmento preliminar al estudio del Derecho», de Alberdi, el Facundo de Sarmiento, la «Sociabilidad chilena» de Francisco Bilbao o las «Investigaciones sobre la influencia social de la Conquista y el sistema colonial de los españoles en Chile», de José Victorino Lastarria, los escritores se preguntaban una y otra vez acerca de las trabas que sus sociedades le oponían al progreso, enfocándose con frecuencia en las continuidades del pasado. Bilbao y Lastarria, por ejemplo, no solo analizaron en detalle las rémoras de la dominación española en el Chile independiente, sino que llegaron a postular que, a partir de 1829, se había producido en el país una verdadera reacción colonial (Jocelyn-Holt Letelier, 1992: 332). También cabe destacar la gran novedad del pasado: el interés por él era un resultado de la era de la revolución. Por eso Bilbao (1865: 3) puede comenzar su análisis aludiendo a las «épocas transitorias de la civilización», y asimilar el presente con un «desierto sin guía». Su historia de la sociedad española y del catolicismo, que lo lleva hasta la Edad Media e incluso hasta la de Moisés, es en todo momento la de la sociedad santiagueña de 1844 tal como esta era concebida por un liberal radicalizado ávido de mayores cambios. Pero más allá de sus inclinaciones políticas, los escritores recurrían al pasado en un esfuerzo por salir del vacío conceptual que en la mayor parte de América se asociaba con la emancipación y en Cuba con ese «pecado original» que, según José de la Luz y Caballero (1950), había sido la introducción de esclavos, un desierto en el que acechaban todo tipo de monstruos: esa «cosa que es y no es» sobre la que escribía Villaverde, por ejemplo, o la «Esfinge Argentina, mitad mujer, por 208

lo cobarde, mitad tigre, por lo sanguinario», de la que hablaba Sarmiento en el Facundo (1940: 4). Estos monstruos, en realidad, eran manifestaciones de una misma idea: la historia había producido un descomunal enigma que era imperativo resolver. De esa manera, los escritores del período a la vez postulaban la monstruosidad de su presente y procuraban transformarlo en un enigma histórico, con la esperanza de encontrarle solución. En Cuba, por ejemplo, la posibilidad de una guerra racial similar a la de Haití llevó a Saco y a Arango y Parreño a proponer una política de blanqueamiento a través de la inmigración (Martínez-Alier, 1989: 35; Duno Gottberg, 2003); en el sur, Sarmiento (1940: 10) se embarcó en un estudio del pasado argentino para reducir al monstruo Rosas a «una manifestación social», «una fórmula de una manera de ser de un pueblo». Y, dado que las nuevas repúblicas habían traído consigo una serie de novedades difíciles de comprender a lo largo de todo el continente, también los Estados Unidos podían revelar un carácter en apariencia monstruoso que, sin embargo, admitía una ulterior racionalización. En 1847, después de recorrerlos, Sarmiento (1996: 290) señalaba: No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creacion política, estraño como aquellos megaterios cuyos huesos se presentan aun sobre la superficie de la tierra. De manera que para aprender a contemplarlo, es preciso antes educar el juicio propio. Lo mismo había dicho poco tiempo antes acerca de la República Argentina en el Facundo: un «animal nuevo», «un mundo nuevo en política» (Sarmiento, 1940: 6). En ambos casos, su objetivo era expresar la diferencia radical del Nuevo Mundo, la imposibilidad de comprenderlo a través de las categorías existentes. La comparación con el megaterio, que remite al discurso 209

de los viajeros científicos, indica justamente la necesidad de un nuevo lenguaje para pensar lo americano: como señala Roberto González Echevarría (2006: 106), los esfuerzos de los cronistas españoles de los siglos XVI y XVII por hacer encajar la naturaleza del Nuevo Mundo en modelos epistemológicos previos, que no podían sino derivar en resultados «monstruosos», contrastan con los de los viajeros científicos y escritores como Sarmiento por concebir a América como un ser «distinto y autónomo» que exigía ser analizado en sus propios términos. La experiencia de lo nuevo (de las nuevas repúblicas, de la nueva importancia del pasado o de los nuevos desafíos sociales en economías esclavistas, por ejemplo) revelaba, en efecto, la necesidad de un lenguaje también novedoso. Antes de ocuparnos de eso, quizás convenga apuntar que todos los ejemplos anteriores remiten al problema de la diferencia latinoamericana, un tema soslayado en este libro debido, precisamente, a que tal vez no exista otro más recurrente. En todo caso, es probable que baste con recordar que la importancia de esta cuestión durante el siglo XIX ha sido analizada por los críticos más disímiles. En su análisis del Facundo, Julio Ramos demuestra cómo Sarmiento se autoriza en tanto escritor al indicar «su diferencia del saber europeo», una diferencia que le permite dar cuenta de esa barbarie que la ciencia del Viejo Mundo es, en cambio, incapaz de comprender (Ramos, 1989: 24). Carlos Alonso (1998: 45-46), quien marca explícitamente su desacuerdo con la perspectiva de Ramos, coincide sin embargo con él en situar la preocupación por la diferencia latinoamericana en el centro de su análisis. La fervorosa adopción del discurso de la modernidad por parte de los escritores hispanoamericanos, observa Alonso (1998: 23-26), suele incluir un reparo: el continente no puede ser bien explicado por dicho discurso. Dado que factores como la esclavitud, el analfabetismo o una economía semifeudal hacen que Hispanoamérica esté siempre al borde de transformarse en el contraejemplo no moderno 210

en relación con el cual se define la modernidad europea, y minar así la autoridad de sus escritores, estos reaccionan con una hábil maniobra retórica, que consiste justamente en enfatizar el carácter «inconmensurable» de las condiciones locales. Aunque de muy diversas maneras, los análisis de Ramos y Alonso ponen en evidencia el rédito que los escritores latinoamericanos obtienen al marcar su diferencia (una autoridad discursiva propia, una superioridad con respecto al saber europeo, cierta autonomía intelectual, etc.), pero también aluden a esa otra posibilidad, la del déficit, contra el cual los escritores reaccionan. Entendido en términos de barbarie durante el siglo XIX y de subdesarrollo durante gran parte del XX (Cândido, 1972: 337), esta falta con respecto a un ideal de civilización fue también el origen de una larga serie de monstruosidades. Ya en 1837, por ejemplo, Alberdi (en Weinberg, 1958: 130) se refería a «nuestro desarrollo irregular» para explicar «las numerosas anomalías de nuestra sociedad: la amalgama bizarra de elementos primitivos con formas perfectísimas; de la ignorancia de las masas con la república representativa». Estas observaciones se extienden a lo largo del tiempo hasta desembocar, vía Machado de Assis y António Cândido, en el famoso ensayo de 1973 «Idéias fora do lugar», en el que Roberto Schwarz (1981: 13-28) observa la extraña coexistencia de la Constitución brasileña de 1824, que copiaba la Declaración de los Derechos del Hombre francesa, y una economía basada en la mano de obra esclava. Los ideales europeos de libertad, señala Schwarz, se trastocaban en el Brasil esclavista en simples ornamentos modernos; la noción liberal de mérito, por ejemplo, sufría una monstruosa transformación en un sistema social regido por la lógica del favor (las ideas, van a responder otros críticos observando algo que el texto de Schwarz en realidad también permite pensar, no están nunca «fuera de lugar»; si parecen estarlo, esto no se debe a la superposición en abstracto de ideas liberales y economías esclavistas, sino más bien 211

a los procesos históricos y los antagonismos políticos que hacen percibir dicha superposición como contradictoria [Palti, 2007: 176-177]). En este tipo de afirmaciones en torno a la «amalgama bizarra» latinoamericana se pone de manifiesto aquel posible peligro de las teorías de la modernidad periférica o la diferencia latinoamericana que mencioné en la introducción: buscar continuamente las «distorsiones» de las ideas liberales en América Latina implica postular que esas ideas fueron alguna vez claras y unívocas –cuando, en realidad toda idea es, en sí misma, tan maleable como (a)histórica–, e incurrir así en una lógica binaria según la cual lo propiamente latinoamericano sería su diferencia respecto de Europa (Palti, 2007: 167-168; Ramos, 1989: 82). La diferencia como defecto, la diferencia como ventaja... Más allá de cuál sea la opción elegida, el razonamiento es el mismo y parte de una premisa que cobró plena forma durante la segunda revolución: el pensamiento latinoamericano no puede perder de vista lo local. Y uno de los requisitos para hacerlo, como señalé más arriba, es el desarrollo de un lenguaje propio. LA LENGUA EN SU LUGAR En el auge de esa segunda revolución que debía crear las condiciones para la independencia cultural del continente, la generación del 37 se propuso tomar por asalto la última gran fortaleza española en América: la lengua. Si en el mundo hispánico el siglo XVIII se había caracterizado por nociones de pureza y corrección lingüística (Lapesa, 1986: 419), la era de la revolución logró hacer de lo nuevo un elemento ineludible en los debates lingüísticos hispanoamericanos. Los motivos invocados fueron en especial dos: por un lado, la emancipación respecto de España; por el otro, las transformaciones científicas, tecnológicas y materiales que imponía el progreso, y a las cuales la lengua 212

debía adaptarse. En cuanto al primero, resulta difícil exagerar la especial importancia del vínculo entre nacionalismo y lengua durante el siglo XIX. Considerada como la gran compañera del imperio, al menos desde que en 1492 Antonio de Nebrija dedicara su gramática a la reina Isabel, la lengua castellana sufrió una reconsideración radical a partir de las independencias. «Cada Estado americano tendrá su dialecto», afirmaba ya en 1821, en Guatemala, José Cecilio del Valle (1982: 217-218), expresando así una idea con la cual jugarían algunos años después letrados como Sarmiento.42 Dado el carácter eminentemente político de los debates sobre la lengua en las nuevas repúblicas, las innovaciones que se proponían hacer fueron pensadas muchas veces en términos de libertad (emancipación de España), cuando no también de democracia (la voluntad del pueblo de hablantes en su lucha contra el despotismo de los gramáticos). Al referirse a la literatura hispanoamericana producida a partir de las guerras de independencia, Alberdi (1886: 56) observaba en 1841: «la libertad era la palabra de orden en todo, menos en las formas del idioma y del arte [...]; independientes en política, colonos en literatura». Tres años antes, el argentino ya había aludido a la «revolución» en la lengua operada por el «pueblo», destacando el advenimiento de una «forma americana» (El Iniciador, 1/9/38, p. 224). La retórica rupturista, sin embargo, era tan fuerte como la dificultad de definir los contenidos específicos de lo nuevo; al preguntarse en ese mismo artículo en qué consiste esta forma, solo atina a decir: «No está dada [...] lo que sabemos es que a quien toca darla es al pueblo americano y no al pueblo español». 42

Son muchos los estudios que abordan los debates sobre la lengua americana de la primera mitad del siglo XIX. Entre otros, puede citarse Briggs (2010: 138-160), Del Valle y Gabriel-Stheman (2004: 15-33), Ramos (1996: 23-35) y Rosenblat (2002).

213

Juan María Gutiérrez, compañero de Alberdi en el Salón Literario de 1837, también pensaba que la lengua era una arena política y propugnaba la independencia de la americana; la cuestión de la lengua, enfatizaría algunos años más tarde, al rechazar su designación como miembro en la Real Academia Española, «no es simplemente gramatical ni de Academias: es [una] cuestión social» (Gutiérrez, 1942: 79). Pero cabe aclarar que, si para estos letrados romper el vínculo lingüístico con España era un imperativo político y un signo de progreso, para otros, como Florencio Balcarce, la idea era más bien «un solemne disparate» y «una presunción ridícula» (Moglia y García, 1979: 201). Florencio Varela, también escandalizado ante las muestras de rupturismo que se producen en el Salón Literario, reconviene así a Gutiérrez: «Amigo mío, desengáñese usted: eso de emancipar la lengua no quiere decir más que corrompamos el idioma» (Moglia y García, 1979: 201). Corrupción y progreso, en efecto, parecían ser dos caras de la misma moneda. Por otra parte, como señalé antes, el problema no se reducía a la lucha contra la dominación cultural de España. La aceleración del cambio durante la era de la revolución llevó a muchos escritores americanos a buscar en la lengua esa misma velocidad con la que asociaban su experiencia del presente, una velocidad en apariencia incompatible con la morosidad del castellano. Así, en el prólogo que escribe en 1861 a las obras de Ramón de Palma, Anselmo Suárez y Romero (1861: X) observa que, en una era de «gritos interjeccionales» en la que es posible comunicarse de manera casi instantánea a través de grandes distancias, resulta imperativo «suprimir cuantos adornos sirvan únicamente para hacer lenta y obscura la expresión». Recordemos la creciente importancia del telégrafo en la época: en 1844 se inauguró la primera línea del continente americano, que unía Washington y Baltimore; en 1853, se instaló la primera en Cuba, que enlazaba La Habana y Bejucal; en 1866 se hizo el tendido definitivo del 214

cable submarino entre los Estados Unidos y Europa y, en 1877, el del que unía Cuba y la Florida (Díaz Martín, 2000: 526-527). En este contexto, y a la vez retomando las reflexiones sobre la lengua realizadas en torno a la prensa periódica, Suárez y Romero (1861: XI) declaraba la necesidad de que el castellano, «idioma pomposo», se adaptase: [T]endrá que sacudir [...] muchas de las formas amplias y embarazosas con que se asemeja, no al corcel que corre a escape por la llanura, sino al que obedeciendo a gentil jinete ostenta en cada paso que da por las calles y las plazas de una ciudad mil figuras y movimientos airosos y elegantes. El hecho de que este autor usara esa misma pomposidad que creía destinada a desaparecer sugiere, sin embargo, que la evolución del idioma no seguía una simple línea de aceleración. El pasado se continuaba en el presente tanto mediante esas formas «elegantes» que convivían con los «gritos interjeccionales» como en la recuperación de denuncias anteriores de la pomposidad del español. Por ejemplo, las dirigidas contra la escritura de culteranos y conceptistas durante el siglo XVIII (Lapesa, 1986: 426). Con una prédica más rupturista, hacia 1837 Alberdi (1886: 131) había hecho una crítica similar de la morosidad del castellano al destacar que las sociedades americanas eran más afines al «movimiento rápido y directo del pensamiento francés» que a los «eternos contorneos del pensamiento español». La lengua francesa, afirmaba, se destaca por su claridad, exactitud, concisión y elegancia, pero, sobre todo, por su capacidad de modificación rápida: cambia «cada día», de acuerdo con los últimos avances científicos y filosóficos. Del mismo modo, Sarmiento consideraba que la pereza cultural impuesta a lo largo de tres siglos por la metrópolis exigía que los hispanoamericanos se especializasen de manera urgente en «el arte de importar ideas». Esta importación 215

ya era evidente, señalaba, en los establecimientos de enseñanza; en el Instituto Nacional de Chile, por ejemplo, la mayor parte de la bibliografía que se utilizaba era de origen extranjero (Sarmiento, 1948: 221). Asimismo, al observar que las nuevas ideas procedían de Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, pero nunca de España, y que los textos en castellano disponibles en las librerías americanas eran en su mayoría editados en París, Burdeos, Bruselas o Londres, podía defender su propuesta para reformar la ortografía del castellano con un argumento terminante que demuestra las altas velocidades con las que se asociaba la vida cultural del presente: poco importaba que la madre patria conservase la vieja grafía puesto que, en veinte años, ya no quedaría ni siquiera el recuerdo de sus libros (Sarmiento, 1980 [1843]: 111). El mito de la revolución, que ya en 1818 había llevado a un periodista de Buenos Aires a defender la creación del Colegio de la Unión del Sud afirmando que a veces «era forzoso olvidarlo todo para aprenderlo todo» (El Censor, n° 152, 1818, p. 4), se extendía así a la esfera de la educación, las letras y la lengua misma. Ante este tipo de afirmaciones, fanáticos de la moderación como Andrés Bello protestaron con alarma contra el «prurito de novedad» o la «pretensión extravagante de decir cosas nuevas» (Rotker, 1994: 11). Si bien Bello admitía que las revoluciones políticas y el progreso de las ciencias volvían indispensables «nuevos signos para expresar ideas nuevas», también se apresuraba a censurarlos cuando su origen no era la necesidad sino la «afectación» (Rotker, 1994: 18). En realidad, todos los escritores compartían esta prevención; lo que los diferenciaba eran las maneras particulares en que distinguían entre novedades legítimas e ilegítimas. El propio Alberdi, cuyas loas al francés parecen volverlo un ejemplo paradigmático del eurocentrismo criollo, supo también avisar del peligro de que los autores americanos se convirtieran, en sus propias palabras, en «trompetas serviles de los nuevos escritores franceses» (El Iniciador, n° 10, 1/9/38, p. 225 216

y 15/6/38, p. 107). Bajo un principio universalista, el argentino proponía imitar la lengua francesa no por lo que esta tenía de francesa sino por su vínculo estrecho con los tiempos modernos: con el progreso científico-tecnológico, las libertades políticas y el librecambio, entre otras cosas. Imitarla «por francesa» –esto es, por afectación– implicaba, en cambio, perder de vista el modo en que las nociones extranjeras podían ayudar a que los hispanoamericanos entendieran sus propias sociedades. La dificultad de reducir posiciones como las de Alberdi o Sarmiento a su eurocentrismo es similar a la que presentan los debates lingüísticos de la época en relación con los esfuerzos por identificar y rechazar galicismos. ¿Cómo determinar la necesidad o no de incorporar al castellano cierta palabra francesa? ¿Cómo establecer el grado de «galicidad» de una voz utilizada en Francia pero que podía también derivarse de otras lenguas? En 1830, al criticar el discurso inaugural que José Joaquín de Mora pronuncia en el curso de oratoria del Liceo de Chile, Andrés Bello le achaca una larga nómina de galicismos, entre ellos, el uso del término dédalo para decir laberinto. La réplica de Mora pone de manifiesto uno de los problemas que hacía imposible el consenso: «¿podrá llamarse galicismo el uso de una palabra griega, histórica y que todas las naciones modernas hacen sinónima de laberinto?» (cit. en De Ávila Martel, 1982: 147). Esa misma palabra que a Bello le revelaba el «prurito de novedad» o la ignorancia del castellano por parte de Mora era, según él, una prueba de la necesaria perduración de lo antiguo en el presente. Como señalaba casi al mismo tiempo un periódico cubano, la prevención contra todas las palabras que «suenan a francesas» (lo cual, muchas veces, quería decir simplemente que sonaban raro) llevaba en ocasiones a condenar como galicismos algunas ya presentes en el Quijote (La Aurora, Matanzas, n° 56, 25/4/31, p. 2). En el caso de esas elites criollas ávidas por marcar sus diferencias con respecto a España, el carácter supuestamente universal 217

y moderno de los galicismos era mucho menos importante que la nueva función que estos cumplían: eludir el vínculo cultural con la antigua metrópolis (Süssekind, 1993: 465-467). Al mismo tiempo, esa nueva legitimidad que su función nacionalista (es decir, antihispánica) les daba se inscribía en una historia mucho más larga de debates en torno a la adopción de palabras extranjeras; paradójicamente, muchos de los argumentos a los que se recurría en la Hispanoamérica independiente eran los mismos que los españoles habían utilizado desde siempre: el padre Feijóo, por ejemplo, o incluso Juan de Valdés. En su Diálogo de la lengua, de 1535, este último había defendido la adopción de voces nuevas no solo «por necesidad» (es decir, por la inexistencia de un término equivalente en castellano), sino también «por ornamento» (De Valdés, 1860: 148). «¡Pureza!» –iba a exclamar Feijóo (1765: 318) dos siglos más tarde–. «Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria». A su juicio, los neologismos eran aceptables tanto por necesidad como por su atractivo estético: «basta que lo nuevo tenga o más propiedad, o más hermosura, o más energía». Pero si durante el siglo XVIII la decadencia cultural de España lleva a escritores como Feijóo a promover el estudio del francés, para muchos otros esa misma situación volvía intolerables los galicismos. En la década de 1790, por ejemplo, el Papel Periódico de La Havana reprochaba el uso de «randé vous» [sic] en vez de punto de reunión (n° 47, 12/6/91, p. 187). La Sociedad Patriótica de La Habana, por su parte, creyó necesario consignar por escrito que la costumbre de decir Remarcable era verdaderamente insufrible (Memorias de la RSPLH, 1795, p. 98). El acto de castellanizar los nombres propios también tuvo en ocasiones una carga polémica: «Rusó», escribe el redactor de El Filósofo Verdadero, muy poco amigo del ginebrino, y desafía: «Hablamos en castellano y se escribe como se pronuncia» (n° 1, 15/3/13). Por otro lado, las críticas que el castellano empezó a recibir en América en las que se lo comparaba con las lenguas de las naciones europeas hegemónicas tenían un precedente en las hechas 218

al latín (en particular, al que se enseñaba en las aulas). Ya comunes hacia comienzos del siglo XIX, los ataques al latín incluían dos argumentos fundamentales. En primer lugar, una lengua muerta no era el mejor sistema de signos para «estar al día»; las nuevas realidades que traía el progreso exigían nuevos signos y, ante la proliferación de «voces nuevas» introducidas por los avances científicos, «el latín se revela incapaz y se vuelve monstruoso» (El Censor, Buenos Aires, n° 152, ¿1818?, p. 7). En segundo lugar, la de Virgilio era una lengua del todo ajena a las realidades locales y, por lo tanto, ofuscaba la expresión y el pensamiento. En 1802, por ejemplo, el Papel Periódico de La Havana publica un artículo, titulado «Necesidad que hay de estudiar por principios la lengua nacional», en el cual propone que el análisis racional del castellano requiere, antes que nada, lograr cierta independencia respecto del latín y las demás lenguas muertas: ¿Por qué vamos a desenterrar los huesos de la lengua hebrea, de la griega y otras enteramente muertas, abandonando la de nuestra nación, que la hemos de hablar en los púlpitos, en las cátedras, en los tribunales, con nuestros amigos, con nuestros paisanos [...]? (n° 84, 24/10/02, p. 338). Los huesos, los usos: la oposición implicaba una defensa del habla (la parole de Ferdinand de Saussure), de la lengua puesta en uso en las iglesias y las universidades, pero también entre «amigos» y «paisanos». En cierta medida, tanto la defensa del uso (el «verdadero y único artífice de las lenguas», según Andrés Bello [1841:III]) como la celebración de la lengua del «pueblo» que caracterizaron las reflexiones lingüísticas de las décadas de 1830 y 1840, estaban ya en germen en este alejamiento del latín.43 43

Conviene aclarar que el latín tarda mucho en desaparecer de las aulas (en algunas, de hecho, esto nunca sucede). Cuando en 1827 Juan Egaña publica el primer tratado de filosofía en la historia independiente de Chile,

219

Durante una de las más estudiadas polémicas sobre la lengua del siglo XIX hispanoamericano, sostenida en Chile en 1842, Sarmiento no duda en tomar el partido del «pueblo» en la lucha de este contra los «gramáticos» (1948: 225-226). Las resistencias que estos oponen a las innovaciones lingüísticas de aquel, señala, son a la larga siempre en vano. En tanto que «partido retrógrado, estacionario», el de los gramáticos representa un Antiguo Régimen condenado a perecer ante los embates del habla real, la de las calles. Pocos años antes, Alberdi (1945: 208) les había sugerido a sus colegas rioplatenses que imitasen a Dante y forjasen su lengua sobre la base del habla de las calles de Buenos Aires. Pero, mientras que Sarmiento proponía una reforma de la ortografía basada en «la opinión pública» (1980 [1843]: 2) y Alberdi declaraba que las academias «están siempre llenas de pretensiones, de hinchazón, de presunción, y sin fundamento» (La Moda, n° 20, 31/3/38, p. 7), la extensión del vínculo colonial haría que los escritores cubanos se diferenciasen cada vez más de sus pares argentinos o chilenos por una glotopolítica conservadora. Así, por ejemplo, al comentar los méritos de la Ortografía reeditada por la Real Academia Española, la Revista Bimestre de La Habana afirma que las decisiones en materia ortográfica debían estar basadas en la «opinión de los doctos» (n° 2, 1831, p. 169). De la misma manera, mientras que Alberdi y Sarmiento no tenían reparos en combinar sus loas al «pueblo» con una celebración de la superioridad de la lengua francesa, en una reseña del Arte de hablar en prosa y verso de José Gómez Hermosilla la Revista Bimestre acusaba al autor de no haber denunciado lo suficiente «el estrago lo hace en latín, pro filiis et alumnis Instituti Nationalis. Por otra parte, la heterogeneidad social en la cual funcionaba la lengua hacía que las apelaciones letradas al uso tuvieran límites muy claros (como señalé en la introducción, los usos lingüísticos de la población negra no contaban con la misma legitimidad que los de los blancos, y algo similar podría decirse con respecto a cualquier otro grupo subalterno).

220

funesto» que el francés había causado en el castellano (n° 3, octubre de 1831, p. 300). Hermosilla, recordemos, definía el arte sobre la base de «principios verdaderos, inmutables y fundados en la naturaleza misma del hombre» y, por lo tanto, su obra se convirtió casi de inmediato en el súmmum de lo ridículo para los escritores que se identificaban con el historicismo romántico (cit. en Menéndez y Pelayo, 1961: 464; véase también Flitter, 1992: 32). La gran novedad romántica de lo local (ligada, como acabo de decir, a la importancia que se le asignaba al uso) era irreconciliable con esa poética neoclásica tardíamente reivindicada por Hermosilla. No obstante, el caso de Cuba también demuestra que las innovaciones lingüísticas podían darse a veces de modo mucho más concluyente sin necesidad de exaltados llamamientos a la modernización y la independencia. A pesar de la escasa libertad de expresión y del mayor respeto de los letrados cubanos hacia instituciones de corte conservador como la Real Academia, sus reflexiones sobre la lengua reflejaban cierta conciencia americanista (que, sin embargo, no era abiertamente antihispánica) y un grado de modernización notable. Ya en 1795 la Sociedad Patriótica discutía la conveniencia de un «Diccionario provincial de la Isla de Cuba», argumentando que resultaría imposible desarrollar la agricultura y el comercio sin fijar el sentido de las voces que se usaban en el país. En un esfuerzo por incluir en el orden del discurso vocablos ligados a la naturaleza y la economía particular del Nuevo Mundo, la Sociedad proponía una racionalización de las «voces criollas», que, eventualmente, podría extenderse a «toda la América» (Memorias de la RSPLH, 1795, pp. 106-109). Tres décadas más tarde, sus miembros vuelven a ocuparse de un proyecto semejante –y, una vez más, consideran conveniente enfatizar que este diccionario abarcará «signos nuevos para mentar objetos que no existen en España» (Acta de las Juntas Generales de la RSEAP, 1831, p. 68). Esta aclaración era exigida 221

tanto por la pureza de la lengua como por respeto al monarca: concederles legitimidad a signos nuevos que designaban objetos ya conocidos en la península habría significado incurrir en el neologismo, pero también en el desafío a la lengua imperial. De la misma manera, el Diccionario provincial de voces cubanas, de Esteban Pichardo, recoge voces que solo entrarían en el de la Real Academia Española muchas décadas más tarde: «complot», por ejemplo, acaso introducida por la inmigración francesa desde Haití y Santo Domingo, o «yanqui», testimonio de los tempranos vínculos de la isla con su vecino del norte, serán aceptadas por la Real Academia en 1869 y 1899, respectivamente. Si el estatuto colonial imponía límites muy concretos a las posibilidades de los letrados cubanos de proclamar el alejamiento de su lengua con respecto a la de Castilla, el crecimiento económico y la consecuente modernización los colocaba, en cambio, en una posición privilegiada para vehiculizar ciertas innovaciones. En la misma junta general en la que Del Monte presenta a la Real Sociedad Económica de Amigos del País los avances del recién mencionado diccionario de americanismos se produce «el más vivo entusiasmo» ante el proyecto de desarrollar una tecnología que aún no existe en España y que, por lo tanto, no cuenta con un signo apropiado en la lengua. Con cierto titubeo, flirteando con el galicismo, el secretario de la Sociedad anota que se trata de «un camino, o carril de hierro» (Acta de las Juntas Generales de la RSEAP, 1831, p. 25). En 1837 la isla estrenaría su ferrocarril, once años antes que en la península. La colonia, en este sentido, estaba a la vanguardia tanto en materia tecnológica como lingüística. El vocabulario era la zona de la lengua donde las novedades podían encontrar mayor margen de acción (Carilla, 1967: t. 1, 185). La historia del castellano en el Nuevo Mundo –la tierra del «chocolate» y el «choclo», de la «hamaca» y el «cacique»– fue desde un comienzo la de la necesidad de nuevos términos 222

«para significar algunas cosas innominadas en nuestro idioma» (Memorias de la RSPLH, 1795, p. 98). Durante la primera mitad del siglo XIX, sin embargo, las reflexiones sobre el léxico estuvieron fuertemente atravesadas por los procesos emancipatorios y de invención de lo local, por un lado, y por el gran interés por la filosofía, la ciencia y las culturas de la Europa no hispánica, por el otro. Era la época en que los americanos empiezan a usar palabras como «patriota» y «terrorismo» (una vez más, mucho antes de que las incorporen los diccionarios de la península), y en que se vuelven de uso corriente «pantalón», «frac» y «chaleco»; «parlamento», «debate» y «fusil»; «camino de hierro», «letra de cambio» y «pobre diablo» (Lázaro Carreter, 2002; Alatorre, 2002: 377). Asimismo, es el momento del florecimiento de americanismos. Si la crítica ha podido considerar la «Alocución a la poesía» de Andrés Bello como la primera proclama de independencia literaria del continente, esto se debe en gran medida a la presencia de «ananás», «maíz», «nopal», «yaraví» y otros signos lingüísticos cuyo referente era la recién redescubierta naturaleza americana (Rosenblat, 2002: 421-422). Un castellano cada vez más desviado del de Castilla, el creciente fervor por los americanismos, la multiplicación de la cantidad de neologismos producida por el libre comercio de ideas, la virtual desaparición de los libros editados en España ante la avalancha de ediciones francesas o inglesas: durante la primera mitad del siglo XIX, las novedades que afectaban la lengua se volvieron innegables, aunque la legitimidad y el significado de cada una de ellas estaban sujetos a apasionados debates. Tomemos de nuevo el caso del diccionario de Pichardo, que, además de americanismos decentes, incluía voces utilizadas por los negros bozales, como «fufú» o «mofongo». Aunque el propio Pichardo las había puesto en «cuarentena», calificándolas de «lenguaje relajado y confuso» (1953: LIII), sus críticos no tardaron en denunciar su obra como un conjunto de «voces de una etimología bárbara 223

y ridícula» que injuriaban la «lengua metropolitana» (Pichardo, 1953: XII; Alpízar Castillo, 1989: 54-101). Por esa época, los escritores cubanos produjeron una serie de textos –como la novela Francisco, de Anselmo Suárez y Romero, compuesta entre 1838 y 1839, o Petrona y Rosalía, de Félix Tanco Bosmeniel, redactada en 1838– que, si bien revelaban las inquietudes de las elites ante la mezcla racial y lingüística provocada por la esclavitud, también manifestaban la voluntad de reconocer esta mixtura como propiamente cubana (Ramos, 1996: 24). Como parte de los esfuerzos reformistas de esa década, desarrollados en estrecha relación con el fantasma de Haití, hacia 1838 Del Monte recopiló muchos de estos textos en el famoso dossier antiesclavista que le entregaría al ex cónsul británico Richard Madden. Para que relatos como Francisco resultasen inteligibles, incluyó una «Definición de voces cubanas» (Lewis Galanes, 1988: 257). Los localismos, sin embargo, eran solo una de las formas en que la lengua cubana revelaba su novedad con respecto a la de la metrópolis. Al incluir el habla de la población negra, los textos del dossier indicaban también la existencia de una voz hasta el momento no representada en la escena literaria de la isla: la autobiografía escrita por Manzano es, sin duda, el ejemplo más saliente de esto. En una indagación algo más siniestra sobre la lengua y la subjetividad de los esclavos, y del todo ajena al dossier abolicionista, se ubicaba el habla y la escritura en blackface44 de Creto Gangá, un personaje de la escena teatral y literaria creado por el gallego Bartolomé José Crespo. Como sugiere Jill Lane, la parodia del habla negra articulada a través de este personaje no fue solo una colorida manifestación de racismo. Cuando la población 44

El término blackface hace referencia a las caras pintadas de negro de los actores del Minstrel, un género teatral que se empieza a desarrollar en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX y que en la actualidad es sinónimo del racismo más extremo en la esfera de la cultura.

224

blanca se percatase de que, a través de los personajes en blackface del teatro bufo, era posible articular un discurso nacionalista y anticolonial, no resultaría inconcebible pensar a Creto Gangá como el primer autor que escribió «en cubano» (Lane, 2005: 59). También en el sur del continente las novedades lingüísticas eran interpretadas de maneras disímiles, sobre todo cuando tenían que ver con el habla popular. Como en el caso de la revolución haitiana, ciertas novedades eran percibidas como desviaciones monstruosas. Así ocurre con el habla de las negras en «El matadero», ubicada por Esteban Echeverría en la más abyecta de las posiciones. Comparada con ella, la de los gauchos correría con mucha mejor suerte en la literatura argentina. Como ha señalado Ángel Rama (1994: 181), los esfuerzos «reformistas» que demuestran escritores como Sarmiento o Alberdi en relación con la lengua palidecen ante la mayor innovación literaria de la época: la gauchesca. En efecto, ese género a la vez precedió y superó en más de un sentido el reformismo en abstracto que caracteriza a la generación del 37 y llegó a crear una lengua literaria por completo novedosa que ponía en evidencia que esa originalidad y ese estilo tan ansiados durante el período romántico podían alcanzarse sin declaraciones rupturistas ni desbordes románticos de individualidad. En 1848 Juan M. Gutiérrez lo reconocería en una frase que sintetiza el drama de esos letrados inmersos en la difícil tarea de hacer ver lo local sin por eso perder de vista lo extranjero: «Hasta el presente este género es lo único original que tenemos, lo único que puede llamarse americano: todo lo demás es una imitación más o menos feliz de la poesía europea» (cit. en Ascasubi, 1893: XXII).

225

6. DESEO Y FASTIDIO

EL ROMANTICISMO COMO RUPTURA «La civilización antigua y la moderna, o el genio clásico y el romántico»: en esas dos grandes fases divide la cultura occidental Esteban Echeverría (1955: 149). Con el mismo trazo grueso, Domingo F. Sarmiento (1948: 111) define el movimiento romántico como «protestantismo literario»: Víctor Hugo y Alejandro Dumas, observa, son al drama lo que Calvino y Lutero a la religión. Aunque son muchos los autores que han cuestionado la existencia de un auténtico romanticismo hispanoamericano (Paz, 1974: 121-124; Carilla, 1967: 41), a partir de la década de 1830 el movimiento ocupó la atención de las elites letradas y funcionó como catalizador en discusiones que apuntaban a aspectos muy amplios de la cultura. Auténtico o inauténtico, para escritores como Echeverría o Sarmiento, el romanticismo expresaba la novedad de una «civilización» cada vez más abierta a la reforma y la ruptura con los modelos culturales del pasado. Todas las discusiones sobre lo romántico, de hecho, pueden ser entendidas como debates en torno a lo moderno y acerca del valor de la novedad; e incluso podría afirmarse que, mucho antes de que el concepto de modernidad entrase en circulación, el de romanticismo sirvió para que los hispanoamericanos reflexionasen acerca de ella –si admitimos que, además de una categoría analítica, la modernidad es un hecho y un período histórico–. En el caso hispanoamericano, el movimiento romántico prometía antes que nada dejar atrás el pasado y entrar en sintonía con las necesidades del presente y del futuro. En ese sentido, como sugerí en el capítulo anterior, fue parte de un largo proceso cultural que llevó del discurso ilustrado 226

del siglo XVIII hasta el modernismo y las vanguardias. Ya fuese en su vertiente ilustrada, romántica, modernista o vanguardista, lo moderno prometía una ruptura con el pasado y, por lo tanto, una liberación. Además de observar los rasgos que hacían de la romántica una era diferente, conviene por lo tanto no perder de vista esta mecánica propiamente moderna por la cual el romanticismo pudo funcionar en la región como plataforma discursiva para la ruptura con el pasado. Durante el siglo XVIII, el rupturismo de las «nuevas ideas» se había caracterizado por sus inflexiones económicas o científicas y, a partir de las revoluciones de independencia, también por las políticas (Chiaramonte, 1994: 23-35 y 356; Sarrailh, 1957: 573). En tanto que bellas letras, sin embargo, la literatura permaneció más o menos estable hasta la década de 1830, cuando empezó a ser concebida como una entidad histórica, cuya constante transformación seguía la de la sociedad. Muy lejos de regodearse en escenas nocturnas y elementos oníricos o sobrenaturales, por otra parte, los románticos hispanoamericanos privilegiaron la razón y buscaron hacer de su obra un servicio público. En ese sentido, el tipo de subjetividad usualmente asociada a los romanticismos europeos –aquella que le otorga a cada individuo cualidades inconmensurables– se parece muy poco a esa otra teñida de liberalismo y espíritu dieciochesco que los escritores de Hispanoamérica manejan durante la primera mitad del siglo XIX. Como ha observado Jorge Myers (1998: 419), los romanticismos europeos solo llegaban a Hispanoamérica después de atravesar una importante serie de filtros: los gustos literarios de España y Francia, por ejemplo, que le asignaban un alto valor al decoro y la politesse, o los procesos políticos revolucionarios mismos. Por estas razones, los románticos hispanoamericanos de la época tuvieron sobre todo puntos de contacto con aquel romanticismo social francés analizado en el clásico estudio de Roger Picard (1944), en el que se destacan los nombres de Víctor Hugo, Lamartine y Saint-Simon. 227

El artista romántico tal vez fuese un individuo excepcional, un visionario, pero en las letras hispánicas estas cualidades lo ubicaban antes que nada en la posición del vate que debía guiar a su sociedad en la construcción de su futuro (Bénichou, 1977: 11; Flitter, 1992: 149; Myers, 2005: 30). Es esta particular inclinación hacia el futuro lo que hace que, comparado con el contexto europeo, el período romántico hispanoamericano parezca desconcertante. Si puede hablarse de una postura central en los mares de bibliografía sobre los romanticismos europeos, esta es la que los define en términos de una reacción ante la Ilustración o ante los cambios que experimenta el mundo a partir de la Revolución Industrial y las revoluciones burguesas, reacción caracterizada por una fuerte revalorización del pasado (Lówy y Sayre, 2001: 17-18 y 46). ¿Cómo entender entonces el hecho de que los escritores hispanoamericanos del período romántico expresen una perspectiva inversa? («Queremos una literatura profética del porvenir y no llorona de lo pasado» declara, tajante, Alberdi [La Moda, 7/4/38]). Ya señalé que el componente rupturista del romanticismo –como el del discurso ilustrado– prometía una liberación. Conviene agregar ahora que, al igual que el concepto de lo nuevo, el de ruptura es antes que nada negativo y, por lo tanto, el discurso rupturista en funcionamiento en diferentes sociedades les permite a estas liberarse de las más diversa cosas, a veces contradictorias entre sí. De este modo, en Europa el romanticismo podía ser un movimiento que reaccionaba contra el racionalismo, el materialismo y el rechazo del pasado propio de la Ilustración y que celebraba, en cambio, el espíritu y la Edad Media, mientras que en las nuevas repúblicas hispanoamericanas los románticos podían abrazar el programa de la Ilustración y el progreso en un esfuerzo por liberarse de las rémoras que la colonización española había dejado en el continente. En efecto, la apelación al pasado propia de los escritores europeos contrasta con la crítica abierta hacia él de los hispanoa228

mericanos, pero ambas posturas pueden ser entendidas como reacciones ante el presente. Como señala Bernardo Subercaseaux (1981: 79): Mientras los historiadores europeos se entregaban a sus raíces para encontrar en ellas la simiente de su futuro, Lastarria y los liberales hispanoamericanos se entregaban a igual tarea para mostrar que esas raíces eran las que estaban impidiendo la realización del porvenir. La estructura argumental del fragmento es idéntica a la de tantos otros que se podrían citar: América es distinta de Europa y, si para los europeos el pasado era una forma de esperanza, los letrados hispanoamericanos afines al liberalismo lo entienden más bien como un obstáculo en su camino hacia el futuro (Zea, 1949: 34). Como hemos visto, a los procesos de ruptura política con España que se extienden entre 1808 y 1826 se les sumaron, hacia la década de 1830, los intentos de ruptura con el pasado hispánico que caracterizaron a la segunda revolución, una revolución que, por un lado, condujo a una apreciación de las costumbres y los personajes locales, de las inflexiones americanas de la lengua y de ciertos textos coloniales ahora percibidos como antecedentes de lo nacional, pero que, por otro lado, se caracterizó por una fuerte retórica de futuridad (Alonso, 1998: 8). De este modo, en abierta oposición a doctrinas como la del Partido Conservador de Chile, que declaraba la necesidad de contrarrestar los efectos de la «civilización francesa» (esto es, los que producían «filósofos» y «novadores») a través de un restablecimiento del «espíritu español» (es decir, de la tradición), los escritores liberales de todo el continente buscaron establecer una síntesis entre las condiciones locales y las novedades literarias (Lastarria, 1885: 319). En tanto gran novedad en la escena cultural, el romanticismo estuvo en el centro de esta segunda revolución y dio pie a innumerables 229

discusiones en torno a la posibilidad y el valor del cambio –incluido, como veremos, el revolucionario–. LA NOVEDAD LITERARIA COMO GERMEN DE REVOLUCIÓN En 1842 el exiliado argentino Vicente Fidel López desata una conocida polémica acerca del romanticismo (Pinilla, 1943) al publicar en la Revista de Valparaíso un artículo en el que sostiene que un cambio en cualquier zona de la cultura produce necesariamente efectos en la totalidad de lo social, incluida la esfera política. Mientras que los gobiernos, indica López, tienen como principal preocupación conservar el equilibrio que asegura su poder, «toda novedad introducida en las ideas, las costumbres o los intereses es un elemento de disolución». Arremetiendo contra el «espíritu conservador» que considera endémico en Chile, el argentino hace entonces una loa de la capacidad de transformación social de las novedades literarias: Una novedad ensancha el campo del pensamiento; demostrando la estrechez de la circunferencia prescripta, demuestra la falsedad también de los dogmas que lo estrechan. Una novedad provoca dudas, reflexiones, desengaños, que todos a la vez son síntomas mortales para la dominación pacífica del antiguo régimen. He aquí el germen de revolución que siempre llevan las novedades literarias (Revista de Valparaíso, mayo de 1842, n° 4, p. 125). La novedad como un germen que se autorreproduce y se extiende por todo el cuerpo social: el artículo de López sugiere con esta imagen la necesidad de estudiar la cultura sin aislar sus diversas áreas. Si bien su objetivo manifiesto es analizar la escena 230

teatral de los años recientes, también enfatiza que la importancia de un elemento literario específico (por ejemplo, la ruptura romántica de las tres unidades en el teatro: unidad de tiempo, acción y lugar) solo deriva de su relación con la sociedad como un todo. ¿Cómo estudiar, si no, desde la perspectiva omniabarcadora de López, las particularidades de una literatura que carece aún de autonomía? Incluso el más interdisciplinario de los abordajes se queda corto a la hora de reconstruir la fluidez y la intensidad con que eran percibidas las interacciones de esa totalidad. Se suele decir, por ejemplo, que la literatura de la primera mitad del siglo XIX cumplía una función política. Sin embargo, con frecuencia esto lleva a pasar por alto las muchas otras funciones que también tenía; entre ellas, incluso la de generar efectos estéticos. Dado que en la experiencia cognoscitiva de letrados como López cualquier elemento literario era un escenario en miniatura donde se representaba el gran drama del mundo, la constante comunicación entre el detalle y la totalidad, por un lado, y entre las diferentes funciones de lo literario, por el otro, deben estar en la base de todo análisis de la literatura del período. Como es sabido, hacia comienzos del siglo XIX en Hispanoamérica la palabra literatura aludía a la totalidad del saber y de las letras; incluso otras expresiones como bellas letras (derivada del francés), en apariencia más específicas, eran a veces utilizadas con igual nivel de generalidad. Al mismo tiempo, en ocasiones dichos conceptos designaban algo mucho más particular: esas obras que, propias de géneros como la poesía o el drama, poseían un alto valor estético. En 1827, por ejemplo, José Joaquín de Mora, definía la literatura como la «autoridad suprema de todos los ramos intelectuales», que, lejos de ser una zona cultural más, era en realidad una «esfera de goces elevados y puros» desde cuya altura se podían controlar todas las planicies del conocimiento (El Conciliador, n° 1, mayo de 1827, p. 76). 231

Mora indicaba así la trinidad que caracteriza la literatura en su sentido más restringido durante la época: belleza, saber y moral. La estética (los «goces») era inseparable del saber («los ramos intelectuales»); así, un periódico de la misma década señalaba que las bellas letras conducían a un «lenguaje más exacto, más puro, más correcto» y, por lo tanto, daban «mayor rapidez a la propagación de las luces» (La Abeja Argentina, n° 15, 15/7/23, p. 235). Pero el saber y la estética, además, eran inseparables de la moral; nótese que, según Mora, los «goces» debían ser «puros». En ese sentido, cuando inaugura el curso de oratoria del Liceo de Chile, en 1830, destaca que la prosperidad de la institución y su permanencia como director exigían convencer a los vecinos de Santiago de que los estudios literarios no eran una pérdida de tiempo o, aún peor, de virtud: la retórica y la oratoria son, principalmente, la llave del «templo de lo que nuestros abuelos llamaban Letras Humanas». La literatura, insiste, es «el complemento de la más exquisita civilización [...] en cuya transparente atmósfera solo pueden respirarse afectos nobles e inocentes» (cit. en De Ávila Martel, 1982: 120-121). No por ser civilizados, subraya Mora, perderemos la inocencia. Pero ¿ocupaba realmente la literatura la posición privilegiada que escritores como él le asignaban? Es dudoso. Después de todo, cada definición laudatoria de las bellas letras revela antes que nada la necesidad de defenderlas. En particular, las apologías tratan de responder a dos acusaciones: inutilidad e inmoralidad. Como secretario de la Comisión Permanente de Literatura, creada en 1830 en el seno de la Sociedad Económica de La Habana, Domingo del Monte se constituyó en un paladín de las bellas letras y destacó su relación con el saber y la moral. Los avances en educación pública, agricultura y comercio, sostenía, estaban «íntimamente unidos» a la literatura. Esta, por consiguiente, debía considerarse «uno de los mejores modos de suavizar y de pulir las costumbres» (Acta de las Juntas Generales de la RSEAP, 232

1831, pp. 63-64).45 Del Monte respondía así a las sospechas de esos seres «matemáticos» que abundaban en la Sociedad Económica, para quienes la literatura era una práctica improductiva. Dado que una de las funciones de la literatura era transmitir modelos de comportamiento, su utilidad y su carácter edificante estaban vinculados. El efecto emocional de las artes, en ese sentido, podía ser puesto al servicio de un objetivo aún más noble que ellas mismas: civilizar a los sujetos (solo la más extrema frivolidad podría llevar a pensar que las bellas artes no tienen más propósito que el de divertir, señala la Encylopédie de Diderot y D’Alambert [cit. en Bürger y Bürger, 1992: 74-75]). El análisis del período romántico exige tener en cuenta de qué modo la función racionalizadora se extiende a lo largo del siglo, pero, además, la creciente importancia y legitimidad de otras: por ejemplo, la de demostrar la «estrechez de la circunferencia prescripta», tal como indica López. Desde esa perspectiva, la principal pregunta que desconcierta a los letrados del mundo hispánico a partir de la década de 1830 es si la literatura –modelo de civilización, de razón, de moral y de orden– puede ser al mismo tiempo un germen de revolución. Dicho de otra manera, ¿en qué medida las bellas letras deberían privilegiar el equilibrio o la permanencia y en qué medida deberían fomentar el cambio? Los hispanoamericanos pronto acusaron recibo de Hernani, en cuyo prólogo Víctor Hugo había definido el movimiento romántico como liberalismo en literatura; un mes y medio después de la famosa batalla que causó el estreno de la pieza en París, Antonio Bachiller y Morales 45

Para un breve análisis del papel que el «criterio de utilidad» desempeñó en esta exposición de actividades de la Comisión Permanente de Literatura, véase Vitier (1968: 20-21). Como señala Julio Ramos (1989: 41-45), mientras que en Europa esta concepción de la literatura fue repudiada más tempranamente, en América Latina la función racionalizadora de la lengua y las letras, «indispensable para todas las ciencias», se extendió al menos hasta finales del siglo XIX.

233

señalaba en La Habana eso que López habría de repetir doce años más tarde: «Es imposible que una innovación literaria que se ha discutido en medio de una grande revolución política no tenga otra relación con ella que la de ser su contemporánea» (El Puntero Literario, n° 15, 10/4/30, p. 4). A su juicio –y esto era un lugar común–, había que entender la batalla entre clásicos y románticos como un punto de inflexión «entre lo pasado y lo porvenir», lo cual tenía dos implicaciones simultáneas: en primer lugar, el romanticismo era una herramienta para efectuar la ruptura con el pasado y, en segundo lugar, esta ruptura era el resultado de un momento histórico y de un lugar determinados, dado que una nueva sociedad generaba necesariamente una nueva literatura. El romanticismo como herramienta de liberación, el romanticismo como resultado de una sociedad liberada: la imposibilidad de reducir la relación entre arte y sociedad a uno solo de estos sentidos es el origen de los debates interminables entre quienes apoyan el primero o el segundo (Rancière, 2009: 59). Conviene por lo tanto destacar la naturaleza posicional del romanticismo, esto es, el hecho de que fueron las diversas coyunturas políticas las que determinaron su mayor o menor carga revolucionaria. Aunque nada impide postular «una esencia romántica de América», como hace por ejemplo Cintio Vitier (1962: 5) en la introducción a su antología de poetas románticos cubanos, considerar que el romanticismo emana de la interioridad del Nuevo Mundo, de la del yo o de la moderna Europa del Norte, de cuyos reflejos se habrían alimentado los hispanoamericanos, supone pasar por alto que los términos con los que los grupos humanos se identifican unos a otros para darles sentido a situaciones culturales determinadas (por ejemplo, románticos) suelen responder a una lógica coyuntural, que no define tanto orígenes o esencias como conflictos ideológicos y posiciones de sujeto. Por consiguiente, en lugar de preguntarse si determinado escritor era o no romántico, como suele hacer la crítica, es nece234

sario indagar en qué momentos lo fue, según quiénes, con qué propósito y en relación con qué otros. Recordemos la polémica sobre la lengua que se produce en Chile, en medio de la cual Sarmiento observaba: Nos hemos visto, pues, metidos y sin saber cómo en una alta y peliaguda cuestión de idioma, de gramática, de literatura y aun de sociabilidad; porque tal es el enlace y la trabazón de las ideas, que no es posible hablar del idioma sin saber quién lo habla o escribe, para qué, para quiénes, dónde, cómo y cuándo (1948: 230). Como señalé en el capítulo anterior, escritores como Sarmiento o Alberdi consideraban que los neologismos y las demás herramientas que ayudasen a la formación de una lengua americana contribuirían a acabar con la tutela cultural de España; el romanticismo, del mismo modo, era hacia 1840 el guantazo con el que estos jóvenes letrados desafiaban a duelo al Antiguo Régimen de las Letras. Esos mismos jóvenes, sin embargo, no dudaban en quitárselo de encima cuando se cargaba demasiado de elementos subjetivos o antisociales, ni en volver a abrazarlo en cada ocasión en que letrados más tradicionalistas lo atacaban. De este modo quedan en evidencia las limitaciones de ciertas posturas de la crítica, como la afirmación de que no existió un genuino romanticismo en Hispanoamérica (Paz, 1974) o la idea de que los escritores del continente malinterpretaron el movimiento al percibirlo como una fuerza modernizante (Alonso, 1998: 84-85). Admitir el carácter posicional del romanticismo permite llegar a conclusiones opuestas y afirmar, por ejemplo, que cualquier forma cultural es genuina en la medida en que cumple una función, y que en ese sentido los hispanoamericanos rectificaron el romanticismo europeo para hacerlo funcionar dentro de sus propios paradigmas culturales. 235

De esta manera, más que inferir rasgos generales del romanticismo del tipo «desborde incontrolado» o «primacía del sentimiento» (Vitier, 1968: 20), conviene analizar el complejo equilibrio entre saber, moral y belleza que caracterizaba a cada contexto y que definía el espacio en el que se podía o no generar la victoria del sentimiento por sobre la razón. Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y Ruy Blas (1838), de Víctor Hugo constituyen dos buenos ejemplos. Las fantasías eróticas interraciales de la novela de Gómez de Avellaneda, en la que un esclavo cubano se enamora de su ama blanca, encontraron vía libre para su publicación en la península; al llegar a la isla, sin embargo, la novela fue confiscada, dado que las autoridades coloniales no consentían ningún «desborde» que aludiera a un potencial alzamiento de esclavos. El caso de Ruy Blas, drama que incluye una relación amorosa entre un lacayo y una reina, revela que en una república como Chile los desbordes y la primacía del sentimiento también tenían sus límites. Para los redactores de El Semanario de Santiago, por ejemplo, ese lacayo estaba lejos de representar la promesa de igualdad social con la cual se lo había asociado en otros contextos: se trataba, más bien, de un «loco de atar», una muestra más de las «monstruosidades» a las que era afecto Víctor Hugo (n° 2, 21/7/42, p. 13). No obstante, para otros escritores era evidente que esas «monstruosidades» habían dejado de serlo en las sociedades posrevolucionarias. Las guerras de independencia, les respondía Sarmiento (1948: 220) a los redactores de El Semanario, habían familiarizado a los hispanoamericanos con los generales sin alcurnia, «con estos Ruy Blas, que han aprovechado la ocasión de un sacudimiento social para manifestarse».46 46

Como señala José Luis Romero (2001: 172), a partir de la irrupción de las masas en la escena política tras las guerras, la elite se dividió en dos grandes sectores: por un lado, el de quienes «seguían aferrados a su ideología y se negaban a reconocer la nueva realidad social» y, por el otro, el de aquellos que «la reconocieron y se encaramaron sobre ella»; entre quienes la percibían

236

La naturaleza posicional del romanticismo se manifestó a través de estos vaivenes y estas aparentes contradicciones, e hizo que, en ciertas circunstancias, el movimiento fuese concebido como una herramienta para poner fin a la cultura y la sociedad hispánicas tal como habían sido entendidas hasta entonces, y que en otras, por el contrario, fuese incorporado al discurso cultural sin poner en peligro las nociones de saber y moral que tradicionalmente habían definido el orden de las letras (y, por extensión, el de la sociedad). El caso de Andrés Bello puede servir como último ejemplo. En 1833, el futuro redactor de la Gramática de la lengua castellana y del Código Civil de Chile se hace eco de los debates europeos sobre el romanticismo al preguntarse por qué el teatro habría de sostener la regla de las tres unidades en un mundo que había subvertido todas las normas: «si los imperios, las leyes, las ciencias, la política y hasta las religiones se mudan, ¿en qué puede fundarse la excepción de inmortalidad para el pequeño código literario del preceptor de Alejandro?» (El Araucano, n° 147, 5/7/33, p. 3). Antes de que los miembros de la generación del 37 desplegaran sus defensas del «arte social», Bello expresaba de esta manera su afinidad con la idea de que las letras se transforman junto con las sociedades. En 1848, sin embargo, manifestará una actitud muy distinta hacia el movimiento romántico; para entender ese cambio es indispensable tener presentes las revoluciones europeas de aquel año y el estado de sitio y los veinte muertos que hubo en Chile en 1846, episodios a los que muy pronto se les sumarían la fundación de la Sociedad de la Igualdad, por parte Francisco Bilbao y Santiago Arcos, y la revolución de 1851 (Collier y Sater, 1996: 105; Stuven, 2000: 149-159). Expresando grandes reparos ante esa libertad que sacudía a Chile como monstruosa, podríamos decir nosotros, y quienes la aceptaron como un nuevo escenario de sentido.

237

y a Europa, Bello señala en la Revista de Santiago la necesidad de combatir las extravagancias de la llamada libertad literaria, que so color de sacudir el yugo de Aristóteles y Horacio, no respeta ni la lengua ni el sentido común, quebranta a veces hasta las reglas de la decencia, insulta a la religión, y piensa haber hallado una nueva especie de sublime en la blasfemia (n° 3, 1848, pp. 209-210). La libertad se había trastocado en libertinaje. Lo que ahora preocupaba a Bello era el modo en que la ruptura con los preceptos neoclásicos podía ser utilizada como pretexto (como «color») para desafiar otros sistemas de autoridad y orden (la lengua, la decencia, la religión) sin los cuales la estabilidad social corría peligro. En ciertos contextos, las obras del romanticismo podían ser percibidas como una amenaza a la sociedad, pero estaban lejos de ser explosivas en sí mismas. Cuando Del Monte incluye artículos sobre Goethe, Byron, Chateaubriand y Scott en la revista La Moda, cuando en 1836 se publica en la isla una traducción en verso de Hernani y Francisco Javier Foxá escribe el primer drama romántico americano, el Don Pedro de Castilla, o cuando el mismo año, en Chile, se pone en escena Teresa, de Alejandro Dumas, traducida nada menos que por Andrés Bello, los disciplinados regímenes políticos de Cuba y Chile no sufren ningún tipo de erupción revolucionaria. No es extraño, en consecuencia, que la seguridad y el entusiasmo que muchos escritores demostraban al asignarle sentido político a su arte contrastara con las dudas y el pesimismo de otros, o de los mismos en circunstancias históricas diferentes. Ya en la segunda mitad del siglo, por ejemplo, José Victorino Lastarria expresaría una opinión bastante más desesperanzada que la de Bachiller y Morales y sus contemporáneos (incluido, tal vez, el propio Lastarria) que, a pesar de referirse al caso francés, puede iluminar también el de Chile o Cuba: 238

Los literatos franceses quisieron entonces conquistar para el arte lo que la revolución no había conseguido para el hombre, la posesión de su individualidad, el uso completo de sus derechos, esto es, la libertad; y declararon que el arte era un soberano que no dependía sino de sí propio: el Romanticismo era desde entonces lo que el self-government en política, proponiéndose alcanzar en el arte por medio de formas nuevas, con toda independencia de las reglas clásicas, ese paladión de la civilización moderna, la libertad, que no atinaban a conseguir en sociedad (Lastarria, 1868: VII). Esta caracterización de la literatura romántica como resultado de una derrota histórica más que como aliciente revolucionario, como discurso consolatorio más que como grito de guerra, planteada por el gran liberal de la generación chilena de 1842, vuelve evidente la necesidad de diferenciar entre el indudable fervor de los defensores de la libertad literaria y el debatido y debatible vínculo efectivo entre dicha libertad y la realidad social, que aún hoy sigue discutiéndose. JUVENILISMO Durante el período romántico la juventud se reveló como la figura social más afín al rupturismo moderno y al fervor por lo nuevo. Alrededor de ella giraron, exacerbados, los valores de originalidad, espontaneidad y sentimiento que solían asociarse con el romanticismo.47 Si los periódicos habían hecho posible 47

Durante las décadas de 1820 y 1830 los jóvenes habían adquirido una gravitación especial en la cultura y la política europeas; piénsese, por ejemplo, en los carbonarios y la proliferación de «juventudes» mazzineanas: asociaciones como la Joven Italia, la Joven Alemania, la Joven Polonia, etc. (Hobsbawm, 1997: 126-127). Para un estudio de la relación entre jóvenes

239

que «estar al día» se transformase en un gran valor literario, la irrupción de jóvenes generaciones en la república de las letras también prometía un vínculo más estrecho con las necesidades del presente, en un mundo en el cual los avances técnicos y científicos amenazaban con volver inútiles bibliotecas enteras –un mundo experimentado cada vez más en términos históricos en el que a todo, incluida la auctoritas, parecía llegarle su hora–. «¡Gloria mil veces a los que han unido, con pacto fraternal, la joven Buenos Aires a la joven Europa, a la joven humanidad!», proclamaban desde las páginas de El Iniciador los miembros de la generación del 37, que no por azar se autodenominaban «Nueva Generación» (n° 2, 1/5/38, p. 31). El Iniciador presenta abundantes ejemplos de este juvenilismo que funcionaba como clave para la comprensión de la historia: La Europa vieja, material, retrógrada, aristocrática, egoísta, cuyo tipo por excelencia es la España nosotros la aborrecemos mortalmente. La Europa Joven, religiosa, progresiva, republicana, humanitaria, la amamos con toda la expansión del alma (n° 3, 15/5/38, p. 60). La cita incluye las antítesis fundamentales del pensamiento romántico hispanoamericano: España y Europa, materialismo y espíritu, lo viejo y lo nuevo, antiguo régimen y republicanismo. Claramente asociada al segundo de los términos de la oposición, la juventud se caracterizaba por «la frescura, el verdor y la novedad» y por la capacidad de «elevarse a la altura de su tiempo» (El Porvenir, n° 14, 18/1/40, pp. 1-2). Vale la pena enfatizar lo excepcional del caso: nunca antes un grupo de jóvenes hispanoamericanos había creído posible arrogarse tal autoridad en virtud de su mero verdor; el fenómeno, por otra parte, resurgiría medio y política durante el siglo Luzzatto (1997).

240

XIX

en Europa, y en especial en Francia, véase

siglo más tarde, con los modernistas (Myers, 2003: 311; Rama, 1974: 147). El caso de Chile presenta algunas similitudes con lo recién expuesto y, en ese sentido, como veremos, también contrasta con el cubano. Con solo veinticinco años de edad, y al asumir su rol como director de la Sociedad Literaria en 1842, José Victorino Lastarria (Promis, 1995: 85 y 92) pronuncia ese conocido discurso en el que destaca la necesidad de que la literatura chilena alcance la originalidad. Aunque se ampara en la «opinión de los sabios» y advierte contra el ardor en el que se pierden a veces «los pueblos nuevos», abre al mismo tiempo el camino para que la juventud desempeñe un rol más importante en la escena literaria. Sin llegar por lo general a los extremos de Francisco Bilbao, quien denuncia los efectos retardatarios del «coro de las ancianas» (1865: 13), los jóvenes chilenos de la época son los primeros en considerarse capaces de discutir los fundamentos mismos de la producción cultural de sus mayores (Poblete, 2003: 177). Atrás parecían haber quedado los años en que la revolución y el juvenilismo se consideraban anomalías –como cuando en 1814, tras la reconquista española, un periodista señalaba que los sucesos revolucionarios eran propios de un mundo vuelto patas para arriba, en el que «los niños mandaban a los ancianos, y en donde los ignorantes hacían mudos a los sabios» (Gazeta del Gobierno de Chile, 24/11/14, p. 19)–. La generación de 1842, sin embargo, le asignaba a su época una novedad mucho mayor de la que los investigadores están dispuestos a admitir. Por un lado, señalan estos, las transformaciones que caracterizan a esos años pueden ser entendidas como la continuación de las iniciadas con las reformas borbónicas y los movimientos de independencia (Subercaseaux, 1993: 43). Por otro lado, aquella novedad fue en algunos casos exagerada retrospectivamente, como demuestran las opiniones que expresa el propio Lastarria acerca de Bello. Como subraya Iván Jaksic 241

(1995-1996: 117-118; 2000: 165), la imagen de Bello como representante de una «vieja civilización colonial» dominada por la tradición y el dogma y como enemigo de la «emancipación intelectual» propugnada por la joven generación solo fue construida muchos años más tarde; si bien la generación de 1842 tenía un compromiso político que la diferenciaba de las posiciones académicas y moderadas de aquel, Lastarria (2001: 168) exagera sus diferencias en un esfuerzo por destacar una actitud rupturista que lo ayude a posicionarse con mayor claridad en la historia intelectual de Chile. Este tipo de exageraciones retrospectivas, en todo caso, demuestran el continuo ascenso de lo nuevo como criterio de valor. Dicho ascenso es ya evidente en la retórica rupturista que desde un comienzo acompaña a la generación de 1842, pero se vuelve aún más claro a partir del agotamiento de las defensas del cambio gradual que se produce en la escena política chilena hacia finales de la década de 1840 (Stuven, 2000: 162-164). Así como la novedad de los escritores vinculados al romanticismo pasaba menos por la originalidad de sus textos que por el fervor con el que la defendían, el hecho de que sea fácil señalar el modo en que la cultura del pasado se extiende durante la década de 1840 no niega, e incluso pone de relieve, la novedad de esa retórica de ruptura ensayada por la juventud chilena. Aunque en Cuba la escena literaria también estuvo dominada por los jóvenes, el juvenilismo brilló por su ausencia; la retórica y los principios de esas juventudes europeas que tanto entusiasmaban a los argentinos no tenían posibilidad de hacer pie en una colonia donde imperaban la censura y la represión política, extremadas a partir de 1834 por el capitán Tacón, para quien los jóvenes criollos y el liberalismo con el que se los asociaba debían estar bajo control permanente (Martínez Carmenate, 1997: 124 y 168). El clima de persecución era tal que en una carta privada Del Monte podía llamar a la Isla de Pinos «la Siberia del imperio autocrático Taconino» (Revista de la Biblioteca Nacional, 242

1909-1910, III, 2/9/37, p. 80). Los jóvenes de tendencias renovadoras, de hecho, estaban arrinconados en las áreas más periféricas de las instituciones, tales como la sección de educación y la comisión permanente de literatura de la Sociedad Económica, y hasta se veían forzados a la apología: durante las Juntas Generales de la Sociedad Económica, por ejemplo, deben defenderse de las acusaciones que reciben de que las tareas de dicha comisión se reducen a «efímeros arrebatos de una juventud mal aconsejada» (Acta de las Juntas Generales de la RSEAP, 1832, p. 41). Es durante este período que Del Monte inaugura sus tertulias –una forma de sociabilidad mucho más viable, por discreta, que la frustrada Academia Cubana de Literatura–. Contaba con treinta y dos años de edad y ninguno de sus discípulos pasaba de los veinticinco (Fornet, 1994: 112). Pero si bien la represión colonial hizo que en la isla la juventud no pudiera adquirir la misma gravitación política que en las naciones independientes, esto no impidió el fortalecimiento de la figura del joven escritor o del joven poeta. Como señalé en el capítulo 4, al hablar de la moda de la literatura, los periodistas cubanos se lamentaban de que el romanticismo hubiese producido «una irrupción de escritores en prosa y verso», una verdadera «peste escritoril», sobre todo a partir de la década de 1830 (La Prensa, n° 39, 29/10/41, p. 3; La Siempreviva, t. I, 1838, p. 224). Aunque la crítica suele poner de relieve las insuficiencias de este proceso, el desarrollo de un pequeño mercado literario en Cuba eclipsa los esbozos aún más tímidos y fragmentarios de países como Argentina o Chile. Hacia fines de la década de 1830, los escritores cubanos vivieron ciertos atisbos de profesionalización. Como señala Ambrosio Fornet (1994: 112), los jóvenes del círculo delmontino carecían de otra profesión que no fuese la literatura y «aspiraban a obtener algún ingreso como autores y editores». Es la época en la que Plácido (Gabriel de la Concepción Valdés) firma un contrato con La Aurora de Matanzas por el cual 243

debe recibir un sueldo mensual de veinticinco pesos a cambio de la entrega de un poema por día (Arcos y otros, 2002: 158), y en la que un editor le paga seis onzas a José Jacinto Milanés por su obra El Conde Alarcos y un gerente de un teatro le paga otras ocho por el derecho de representarla (Revista de la Biblioteca Nacional, 1909-1910, 25/8/38, p. 82). Tal vez fuesen casos aislados, pero abrían un horizonte. Aunque la república literaria hispanoamericana todavía estaba muy lejos de novelas como Ídolos rotos (Manuel Díaz Rodríguez, 1901) o De sobremesa (José Asunción Silva, 1887-1896), en las que los escritores oponen, a la racionalidad política y económica, esa «teología estética» con la que, según Rafael Gutiérrez Girardot (1994: 299), se buscaría sacralizar al arte y al artista, casos como el cubano, el argentino o el chileno demuestran que hacia el inicio del período romántico los escritores se sentían dueños de nuevos deberes y posibilidades (Arcos y otros, 2002: 156). La actividad poética, cabe destacar, parecía valer cada vez más por sí misma. En efecto, hay innumerables indicios del nuevo valor simbólico que en Hispanoamérica se le asignaba a la figura del escritor y a su praxis. El hecho de que ya en 1834 Esteban Echeverría considerase que la poesía merecía un reconocimiento público y decidiese, por lo tanto, hacer algo insólito, publicar Los consuelos, un libro con sus poemas, es una muestra más que elocuente de ese peso (Batticuore, 2006: 15-22). Mientras que los escritores de períodos anteriores expresaban su pudor a través de siglas o seudónimos, los jóvenes de la era romántica, más allá de los ingresos que pudiesen recibir, buscaron una extrema visibilidad en la vida pública, lo que dio pie a innumerables reacciones. Entre otras, el Sarmenticidio que publica en 1853 Juan Martínez Villerga, que demuestra el éxito que había tenido Domingo F. Sarmiento en construir su «imagen de escritor» (Prieto, 1988: 483), o las frecuentes sátiras de ese joven enamorado que se empeña en publicar sus odas en los periódicos, que 244

ejemplifica de modo extremo el escándalo de una literatura ajena a los imperativos políticos y sociales. Fue precisamente aludiendo al mayor prestigio que la literatura y la figura del escritor habían adquirido que Pedro de Ángelis, el vocero intelectual del rosismo, buscó descalificar a los miembros de la Nueva Generación rioplatense. La pasión por la literatura de estos jóvenes, señalaba De Ángelis, les había hecho perder todo rastro de responsabilidad cívica: «Si pudieran escribir un drama como Alexandre Dumas, o una tragedia como Víctor Hugo, renunciarían hasta al cargo de Presidente» (Archivo Americano, n° 3, 30/6/43, p. 25). Aunque exacerbado aquí por la sátira, este culto romántico al artista –medium de la belleza y el sentimiento–, en efecto, se había iniciado durante la década de 1830. Ahora bien, en la medida en que el período romántico trajo aparejado el auge de la figura del escritor es posible afirmar que cualquier sujeto que fuese identificado en público con esta se volvía en cierta medida «romántico», más allá de lo que escribiera. Como señalé en el capítulo anterior, la palabra romántico significaba cosas muy diversas (ininteligible, extravagante, bello, nuevo, raro, sublime, patético, etc.), que, sin embargo, eran el signo de una constante: esa experiencia que se tiene ante algo/alguien que llama mucho la atención –el joven que se viste de manera extravagante y no se avergüenza de publicar sus poemas de amor en los periódicos, por ejemplo–. El romanticismo, desde esa perspectiva, se producía cada vez que un sujeto llamaba romántico a otro, incluso cuando este último, como solía suceder, rechazase de plano esa denominación. En este sentido, el enaltecimiento de la figura del joven escritor era un rasgo tan romántico como las sátiras que de él se hacían, y algo similar cabe decir de la originalidad. Al igual que el concepto de romanticismo, el de originalidad funcionaba de manera posicional y, por lo tanto, como hemos visto, no era incompatible con la imitación de modelos previos o la carencia absoluta de ideas 245

novedosas. La ruidosa y multitudinaria entrada de los escritores en la esfera pública que se produjo durante el período romántico los ubicó en una posición original. Así, hasta el más estéril de los poetas podía ser original, al menos en uno de los sentidos que se le daba al término: el de extravagante. El romanticismo no solo suponía ciertas novedades (la representación de lo local y de las necesidades del presente, por ejemplo) sino que también causaba novedad (por usar una expresión ya algo anacrónica que, como señalé en el capítulo 1, aludía al mismo tiempo al desconcierto y al escándalo). Por consiguiente, la figura del joven escritor no solo estaba vinculada a las nociones de liberación y progreso, como declaraban los defensores del juvenilismo, sino también a lo extravagante, indecente y ridículo; su originalidad, en consecuencia, podía ser percibida como monstruosa. MONSTRUOSIDAD Y RAZÓN Original para algunos y monstruoso para otros, las reacciones que produce lo nuevo son, en efecto, muy disímiles. Por un lado, como hemos visto, la nueva literatura era un arma efectiva para rechazar antiguos regímenes (como el neoclasicismo y la herencia española), y desde esa perspectiva la revolución y la ruptura eran valores a defender. Sin embargo, apenas empezaba a cobrar formas concretas, la novedad se convertía en monstruosa. Siguiendo esta lógica, en 1848 Joaquín Blest Gana (hermano del novelista) publica un artículo en Santiago en el que explica las virtudes y los defectos del romanticismo. Al referirse a la generación que se había interesado en el movimiento, afirma: Esta juventud demasiado ardiente por su mal, ávida de una luz cuyo brillo eclipsase los pálidos y acompasados reflejos de las añejas ideas, que morían caducas ante la 246

poderosa voz del espíritu nuevo que en su cerebro se agitaba, deseó efectuar una regeneración en su país [...]. Ella se infatuó con los rápidos progresos que hiciera en Europa una escuela literaria; escuela razonable y benéfica en su principio, puesto que destruyó muchos de los incómodos vínculos que los antiguos preceptos impusieron; pero que, degenerando en secta, prohijó bajo su nombre cuanto de más necio y ridículo les pluguiera abortar a mil cabezas enfermas (Revista de Santiago, t. II, 1848, p. 69). La cita hilvana una serie de conceptos clave del período romántico: la juventud y su ardor, el espíritu nuevo y la regeneración que trae aparejada, y el progreso y la razón en su lucha contra las doctrinas antiguas, pero también esas mentes enfermas de novedad de las que nacían las más variopintas monstruosidades. Para Blest Gana, como para todos aquellos que se hacían eco del discurso de la Ilustración, el rechazo de lo viejo era en principio suficiente; emancipada de un pasado oscuro, del prejuicio y del mito, la humanidad no podría sino avanzar en la dirección del Progreso (Foucault, 1984; Adorno y Horkheimer, 1979: 3-42). En ese sentido, mientras se limitó a aniquilar las «añejas ideas» y los «antiguos preceptos», el romanticismo se mantuvo bajo la égida de la razón. El problema fue que, como parte de esa misma tarea, debió reemplazarlos con algo, e incurrió así en todo tipo de excesos. Blest Gana revela en este punto la contradicción que limita el tono moderno de su pensamiento: lo nuevo es para él algo indispensable y, a la vez, incapaz de generar su propia legitimidad. Las críticas al romanticismo hechas por los hispanoamericanos permiten, por lo tanto, pensar dos tipos de relación con lo nuevo. La primera, saludable, responde a los mandatos de la razón; la segunda revela la enfermedad y el exceso pasional que siguen al esfuerzo que esa razón debe hacer para romper con 247

lo dado (se trata, por supuesto, de las dos caras de una misma moneda). Las reflexiones teóricas acerca de la labor poética siempre le habían asignado a la razón un lugar de privilegio. Para Luzán (1977: 239), por ejemplo, el juicio era «la potencia maestra y el ayo y director» del ingenio y la fantasía y sin su rigor ambos corrían el peligro de violar las normas de la verosimilitud y la conveniencia. Sin embargo, el período romántico evidencia una especial preocupación por la merma del poder del juicio racional, como demuestran las encendidas defensas que se le dedican a este a partir de la década de 1830. En Chile, por ejemplo, Salvador Sanfuentes afirma que las producciones románticas pierden su atractivo apenas desaparece «la efervescencia causada por la novedad» y cuando «la severa razón vuelve a sentarse sobre su trono» (El Semanario de Santiago, n° 2, 21/7/42, p. 12). Del mismo modo, en Cuba, José de la Luz y Caballero (1950: 94) destaca así la necesidad y el peligro del romanticismo: «Si por un lado es lícito abrir nuevas sendas al ingenio, sacudiendo el yugo de las reglas, jamás es permitido sacudir el de la razón; y esto han hecho infinitos románticos». Como vemos, la razón es un concepto central durante el período romántico, tanto en América como en la península; lo es, justamente, debido al desequilibrio estético y epistemológico que causa lo nuevo. En 1834 el español Alcalá Galiano había hecho, en su conocido prólogo al Moro expósito, una afirmación que en apariencia es inversa a la de Luz y Caballero, dado que presenta una valoración más positiva, pero que en realidad tenía el mismo objetivo de situar la razón en un primer plano: [El romanticismo] ha roto la cadena de tradiciones respetadas y dado un golpe mortal a ciertas autoridades tenidas hasta el presente por infalibles. Lo que antes se creía a ciegas, ahora se examina; ya se admita, ya se deseche, al cabo pasa por el crisol del raciocinio. Dando así suelta 248

al juicio, queda abierto el campo a errores y extravagancias; mas también están removidos los obstáculos que impedían ir a buscar manantiales de ideas e imágenes fuera del camino real y rectilíneo indicado por los preceptistas (cit. en Navas-Ruiz, 1971: 123-124). La razón ocupa en la cita dos lugares muy diferentes: es lo que controla y, al mismo tiempo, lo que está fuera de control; es algo fijo, un recipiente que resiste todo tipo de contenidos («crisol») y, al mismo tiempo, algo a lo que se le ha dado rienda suelta, que adquiere una agencia inesperada y contamina con «errores y extravagancias» los «manantiales» de lo nuevo. La crítica del racionalismo dieciochesco con la que convencionalmente se asocia el romanticismo europeo no debería impedir observar que, en el mundo hispánico, los escritores del siglo XIX extienden la soberanía de la razón y construyen, por lo tanto, sus propias definiciones acerca de ella oponiéndola, por ejemplo, a esas «cabezas enfermas» que generan monstruosidades. Considerando la facilidad con la que la razón podía desatarse, no es sorprendente que el romanticismo suscitase todo tipo de alarmas, ni que estas se viesen asociadas a esa gran sombra de la razón que es el cuerpo. En efecto, mucho más que cualquier movimiento literario anterior, el romanticismo afectó los cuerpos. Había una forma romántica de vestirse y de caminar, y la visita de las musas, por su parte, dejaba también sentir sus efectos: «fiebre», «peste», «contagio», «manía». Como una hinchazón, la enfermedad romántica hace visible esa corporalidad que, de otro modo, pasaría inadvertida; deja ver al joven escritor en toda su monstruosa originalidad. ¿Qué otra cosa es un monstruo si no un sujeto raro, desconcertante, nuevo, esto es, romántico? El romanticismo, de hecho, existió sobre todo como exceso, como «hinchazón» incómoda. De ahí la abundancia de sátiras en las que se destacan sus posiciones extremas. Como un engendro (ese 249

ser cuya extrema particularidad obliga a preguntarse por su génesis), el movimiento obliga a pensar en ese equilibrio, en esa razón y en esa salud que no respeta, y pone así en primer plano el exceso pasional y el cuerpo. La cita anterior de Blest Gana demuestra que, entre los peligros a los que conducía el culto a la novedad propio del romanticismo, se destacaban los corporales: si en un comienzo fue «razonable» y «benéfica», esa escuela pronto pasó a definirse por esas «cabezas enfermas» que no podían sino «abortar» creaciones ridículas. Al sacarse de encima los frenos impuestos por la utilidad y por la moral en su esfuerzo por hacer ver lo nuevo, los escritores románticos destruyen el frágil equilibrio entre razón y pasiones sobre el cual descansaba la inspiración del artista y transforman a la literatura en una caja de Pandora. Por eso las denuncias que se le hacen destacan con frecuencia el vínculo entre cuerpo y deseo: el deseo patológico de hacer pública la propia escritura, por ejemplo, tal como destacan jocosamente los editores de El Prisma al caracterizarse a sí mismos como «[i]mberbes jóvenes» movidos por «esa fiebre, esa ansia de publicar, que excede los límites de la exageración, contagia y trastorna todos los cerebros» (1846, p. 1). En última instancia, como señala Blest Gana, un deseo sin objeto, vano, irrefrenable, infinito: Nuestra juventud arrojose en brazos de una inspiración ardiente, gastándola en los más efímeros objetos que a su paso encontraba; lo que debía producir una consecuencia necesaria, el triunfo de esta inspiración, momentánea, superficial y sin freno, sobre la seria meditación y el pensamiento profundo (Revista de Santiago, t. II, septiembre de 1848, p. 69). La tradicional crítica del cuerpo y las pasiones aparece en esta cita como una denuncia de lo «momentáneo», lo que se va 250

encontrando al «paso», que no es más que la inclinación hacia lo nuevo. Para Blest Gana, la novedad era deseable solo en la medida en que contribuyera a la «regeneración» del cuerpo social hispanoamericano, entorpecido por siglos de oscurantismo; independizada del «pensamiento», se volvía enfermiza: lo fresco podía entonces trastocarse en superficial; lo espontáneo, en lo sin freno; lo nuevo, en lo efímero. Recordemos la indignación de El Semanario de Santiago ante las «monstruosidades» de Víctor Hugo y destaquemos su diagnóstico: «En fin, porque el romanticismo pide pensamientos nuevos y grandiosos, ellos [los seguidores de los románticos] han estrujado sus molleras para producir desatinos» (n° 2, 21/7/42, p. 13). Desatinos, monstruosidades, deseo: lo externo de la razón. Y, sin embargo, era justamente la razón, esa facultad exaltada desde finales del siglo XVIII por su capacidad de admitir lo nuevo, lo que conducía una y otra vez a ese exterior. JAQUECA DEL ALMA En nuestro siglo no existe una idea universalmente acatada [...]. Todo se discute, todo se niega, todo se innova; y este ímpetu devastador que arrebata en su curso la felicidad de las generaciones presentes encierra tanta grandeza, que no trocaran ellas, a buen seguro, su penoso desasosiego, por aquella apática dicha que supo colmar el deseo de las generaciones anteriores. El Colibrí, t. 2, sexta entrega, 31/12/47, p. 167.

Ese entusiasmo por lo nuevo con el cual los escritores hispanoamericanos, desde fines del siglo XVIII, habían defendido la necesidad de liberarse del pasado empieza a asociarse, durante el período romántico, con el desasosiego. Esteban Echeverría (1955: 150), por ejemplo, se refiere de diversas maneras a esa «imaginación sombría [...] que, insaciable y no satisfecha, busca siempre perfecciones ideales». Y si el poeta romántico puede contemplar con fascinación este deseo, el letrado responsable se 251

preocupa por problematizarlo. Echeverría mismo, por lo tanto, va a enfatizar en varias ocasiones la importancia de la tradición: he ahí una de las reacciones críticas que la fe en el progreso y el futuro genera en sus mismos cultores. De esta manera, en la «Ojeada retrospectiva» critica «la versatilidad de nuestro carácter, que nos lleva siempre a buscar lo nuevo y extasiarnos en su admiración olvidando lo conocido», y la explica en relación con la velocidad que caracteriza la vida intelectual de la época: dado que se suceden sin pausa, las propias producciones europeas que los hispanoamericanos buscan con tanta avidez «contribuyen muchas veces a que no tome arraigo la buena semilla y a la confusión de las ideas; porque hacen vacilar o aniquilan la fe en verdades reconocidas, inoculan la duda, y mantienen en estéril y perpetua agitación a los espíritus inquietos» (Echeverría, 1991: 186). Esta agitación perpetua era percibida cada vez más como el rasgo distintivo del siglo, visible en la tendencia a la variedad característica de los periódicos o en la renovación constante de la moda, pero también en la creciente importancia asignada al deseo, que el romanticismo transforma en un componente central de la naturaleza humana (Monder, 2010: 56). Por su parte, en 1837 Cirilo Villaverde publica en la revista Miscelánea de Útil y Agradable Recreo un relato corto, narrado en primera persona y titulado «El perjurio», que ejemplifica a la vez la importancia del deseo y la necesidad de censurarlo. Después de contar la traición de su amada, que entre otras cosas lo lleva a enfrentarse a un esqueleto que ríe, el narrador interrumpe su historia y nos revela que no había sido más que una pesadilla. Su madre se hace entonces presente y lo reconviene: «Esas ideas románticas, esa tu alma entusiasta y sombría, esa ansiedad tuya de buscar un corazón que te ame con el amor de los ángeles –es todo sueño y delirio» (t. II, septiembre de 1837, p. 28). El deseo en general y el amor romántico en particular, quedan así teñidos de sospecha, dado que pertenecen a un universo en el cual no es posible 252

diferenciar sueño y realidad; el plano de lo irreal y de lo incierto, que no es otro que el universo de la ficción y las novelas románticas. Por eso la lección materna concluye de modo tajante: «Dios y un corazón de madre –lo demás es falso, mentira» (t. 2, septiembre de 1837, p. 29). Pero el mayor problema que conllevaba el deseo no era generar amores falsos, sino producirlos de manera infinita. Según Echeverría, el entusiasmo romántico es sombrío debido a su carácter «insaciable», a su entrega absoluta a lo que todavía no es –en otros términos, a lo nuevo–. Los románticos no parecían avergonzarse de ese entusiasmo; por el contrario, solían exhibirlo, escribir acerca de él y suicidarse en su nombre, todo lo cual no pudo sino suscitar las más encendidas admoniciones. La sátira de la mujer romántica que Ramón de Palma publica en 1838 en La Habana es un ejemplo inmejorable de esto: ¿Te ha sucedido alguna vez, lectora mía, sentir en el fondo de tu alma un deseo sin objeto, una inquietud sin razón, un fastidio sin motivo? ¿No se han despertado en tu mente pensamientos vagos e indefinibles [...]? ¿No has probado la necesidad de ser otra cosa distinta de lo que eres, de gozar una felicidad que no concibes y de oír un lenguaje que no conoces? [...]. [T]u alma está empapada en el espíritu de la literatura. Tú eres romántica (El Álbum, t. III, junio de 1838, pp. 32-33). La voz irónica del narrador recupera así, en todo su doblez, nociones centrales en la producción cultural de la primera mitad del siglo XIX: esa «felicidad» que había funcionado como horizonte en el discurso ilustrado y reaparece ahora como sueño imposible; la capacidad de la literatura de estimular el deseo y moldear subjetividades opuestas al «letargo», pero sumidas en el vértigo de la insatisfacción; esa «inquietud sin razón» que los románticos 253

asociaban con lo nuevo y que, por supuesto, se extiende más allá de esta región y este período (un siglo más tarde, por ejemplo, Antoine de Saint-Exupéry definiría la nostalgia como le désir d’on ne sait quoi [el deseo de no se sabe qué] [1939: 223]). Si en el plano técnico el romanticismo libera al artista de las reglas, en el afectivo desata un deseo cuya indeterminación lo vuelve ingobernable. Vale la pena aclarar, sin embargo, que este movimiento incluye manifestaciones extremas de una inclinación mucho más generalizada, que además contaba con numerosos antecedentes: la figura tan frecuentemente satirizada del romántico tenía rasgos de peligrosidad y ridiculez muy similares a los que habían caracterizado antes a «petimetres», «filósofos» y «noveleros». Recordemos el ataque que el Papel Periódico de La Havana dirigió a los primeros por su patológico «deseo de cosas nuevas» (30/11/94, p. 382). La literatura, solía decirse, era expresión de la sociedad; la mujer, agrega De Palma, es «la personificación de la literatura». Como don Quijote o madame Bovary, lee demasiado y se lo toma todo muy a pecho. Las novelas de caballería, por ejemplo, producen un cierto tipo de mujer, y lo mismo puede decirse de la poesía mística, de las novelas sentimentales, del neoclasicismo y del romanticismo. ¿Qué distingue a la lectora romántica de sus antecesoras? Aunque son indudables ciertas semejanzas con la sentimental, que se mostraba afecta a «convulsiones y desmayos», y respondía en ese sentido al tipo de la histérica (De Palma, 1861: 27-28), cuentan más las diferencias. La romántica se concibe a sí misma como «mujer» antes que como «señora» y, sobre todo, es una persona «variable» que sigue de modo obsesivo las modas. Para entender la forma en que va vestida es indispensable «estar al corriente de los penúltimos dramas y novelas»; «penúltimos», aclara De Palma, ya que los cubanos están necesariamente atrasados con respecto a la cultura europea (como hará Sarmiento en Chile tres años más tarde, De Palma se jacta de su 254

mayor modernidad al declarar que ese romanticismo que tanto alboroto causa en la isla ya ha pasado de moda en Europa [1861: 34-35]). Pero acaso el rasgo más distintivo de la romántica sea su deseo «sin objeto» y «sin razón», un deseo inseparable de su cara oscura: el «fastidio». Hay pocos problemas tan románticos como el del fastidio, una afección definida por otra revista de La Habana como «jaqueca del alma» (Biblioteca Selecta de Amena Instrucción, t. IX, febrero de 1837, p. 278). Como sucedía a veces con el propio romanticismo, sin embargo, el fastidio solía ser pensado como una enfermedad de sociedades viejas y, por lo tanto, sus manifestaciones locales eran percibidas como afectación. En 1860, en su Álbum Cubano de lo Bueno y de lo Bello, Gertrudis Gómez de Avellaneda recurre a la antítesis entre lo natural y lo artificial para destacar el carácter espurio de la moda de los «dengues», también conocida como «moda de las ficciones y melindres». En ciudades «sencillas y puras» como La Habana, sostiene con voluntarismo la escritora, tales afectaciones tienen menos posibilidades de desarrollo (t. I, 2da entrega, p. 249). Sin duda, el malestar le preocupaba, dado que en otra entrega de su revista hace aún más explícito el estrecho vínculo entre deseo y fastidio: «Hoy está de moda el descontento. Cuando tenemos una cosa deseamos otra; cuando alcanzamos un bien ya no lo apreciamos bastante. ¿Llueve? Entonces suspiramos por la seca» (t. I, p. 338). Pero si se trataba de una «moda», esta se venía manifestando desde hacía mucho tiempo. De hecho, «el fastidio y el deseo de otra cosa» estaban ya en el centro de la sátira de Ramón de Palma, cuya romántica leía con fervor a Lord Byron y frecuentaba los versos melancólicos de su compatriota José María Heredia (El Álbum, t. III, junio de 1838, p. 40). En 1825, ahondando en un tema que lo tocaba de cerca, Heredia había compuesto «Placeres de la melancolía», un escrito en el que el yo poético se refiere a «la saciedad, el tedio devorante» que siguen al amor consumado 255

(Altenberg, 2001; Heredia, 1825: 118). El ansia de quienes todavía buscan los «gozes» [sic] es descripta en el poema como «amarga y fatal»; fatal, en gran medida, porque lleva a la infinita trampa del deseo, que Heredia define como «eterna agitación» y «tormento sin fin» porque sus promesas de felicidad quedan siempre pospuestas, incluso cuando se consuman (1825: 120). El sujeto oscila así entre el «ardor calenturiento» del deseo y el frío de ese «desierto» que es el tedio. La única forma de escapar de este ciclo en el cual el deseo lleva al tedio y el tedio al deseo, sugiere el poeta, es aceptar su fatalidad: abrazar la melancolía y sumirse en «cavilaciones deliciosas» a la luz de la luna o al fragor de las cataratas (1825: 119). De ahí esas famosas líneas de la «Carta del Niágara» que Heredia escribe en 1824 y que, algunos años después, publica en La Habana la revista La Moda: Así, así como los rápidos del Niágara hierve mi corazón en pos de la perfección ideal que en vano busco sobre la tierra. Si mis ideas, como empiezo a temerlo, no son más que quimeras brillantes, hijas del acaloramiento de mi alma buena y sensible, ¿por qué no acabo de despertar de mi sueño? ¡Oh! ¿Cuándo acabará la novela de mi vida, para que empiece su realidad? (Heredia, 1990: 253). El entusiasmo sombrío del que hablarían Villaverde y Echeverría ya está desplegado en estos textos de mediados de la década de 1820. Mientras que en «La romántica» tiene un aire ridículo, la melancolía parece más o menos legítima en los poetas, sobre todo en el caso de un exiliado como Heredia (el ennui, sugieren los críticos, surge con más fuerza allí donde la emancipación política está imposibilitada [Goodstein, 2005: 124]). En realidad, a pesar de las admoniciones y las caricaturas, ese deseo de no se sabe qué tenía un campo de acción cada vez mayor en el discurso cultural de la época. Francisco Bilbao (1865: 4), por ejemplo, 256

abría su «Sociabilidad chilena» formulando a sus lectores, con absoluta seriedad, una pregunta muy parecida a la de Ramón de Palma: «¿[...] habéis sentido [...] esos embelesos misteriosos, esas agitaciones volcánicas, esos llamamientos divinos hacia una cosa que no sabemos, invisible, infinita?». Lejos de desestimarlo por quimérico o peligroso, Bilbao destaca que este deseo es lo que permite escapar del «abismo de la nada», la «desesperación satánica» y el «suicidio social». ¿Qué abismo era este? En cierta medida, se trataba de ese desasosiego conocido durante la época como el mal del siglo, que si bien tenía antecedentes en la acedia cristiana, el taedium vitae de los romanos y la melancolía de los griegos, también ha sido interpretado como la denuncia romántica de la modernidad o como el desplazamiento de problemas sociales y políticos característicos del siglo XIX a una dimensión trascendental (Larocci, 2006: 49 y 206; Escobar, 1986: 346; Goodstein, 2005: 95). Si la modernidad, según hemos visto, puede ser entendida como un tipo de conciencia histórica en el que, en un contexto de aceleración del cambio, las expectativas priman sobre la experiencia (Koselleck, 1985: 255-275), fenómenos como el mal del siglo, la melancolía, el spleen o el ennui constituyen respuestas al abismo experiencial que produce la era de lo nuevo.48 Todos estos fenómenos son inseparables del deseo moderno que enferma a la romántica: nos aburrimos, afirma Walter Benjamin (1999b: 105), cuando no sabemos lo que estamos esperando. Fastidio y deseo, el abismo de la nada y los llamamientos divinos: lejos de ser términos contradictorios que se anulan entre sí, constituyen experiencias complementarias.

48

Entre la abultada bibliografía sobre la melancolía se destacan los trabajos de Freud (1979), Benjamin (1990) y Butler (1997). Sobre la presencia del spleen en Hispanoamérica, véase Rodríguez Lehmann (2008).

257

Para los hispanoamericanos que escriben a partir de finales de la década de 1830, Mariano José de Larra era uno de los principales modelos para pensar este abismo. En 1836, menos de un año antes de suicidarse, eleva a Honoré de Balzac al trono de los escritores costumbristas, destacando su capacidad para comprender el presente: [Balzac] conoce la Francia y su sociedad moderna, árida, desnuda de preocupaciones, pero también de ilusiones verdaderas, y por consiguiente desdichada [...]. Balzac ha recorrido el mundo social con planta firme [...] y ha llegado a su confín, para ver, asomado allí, ¿qué?: un abismo insondable, un mar salobre, amargo y sin playas, la realidad, el caos, la nada (Larra, 1997: 542). Es curioso observar el modo en que este pasaje resuena a otro, muy conocido, del Facundo de Sarmiento, quien tal vez lo plagia de manera inconsciente: Ahora yo pregunto: ¿Qué impresiones ha de dejar en el habitante de la República Argentina el simple acto de clavar los ojos en el horizonte, y ver… no ver nada; porque cuanto más hunde los ojos en aquel horizonte incierto, vaporoso, indefinido, más se le aleja, más lo fascina, lo confunde y lo sume en la contemplación y la duda? (1940: 63-64). La yuxtaposición de ambas citas permite observar que el mal del siglo que preocupaba a los románticos españoles y franceses era muy diferente del que desvelaba a los hispanoamericanos; si el abismo es, en Larra y Balzac, el de una sociedad ya carente de ilusiones, en Sarmiento se trata más bien de ese desierto en el cual la civilización no ha podido gestarse todavía. Al agotamiento del Viejo Mundo se le contrapone así la infinita posibilidad que se 258

abre en el nuevo. Mientras que en Europa ese mar «sin playas» del que habla Larra representa la decadencia de las naciones que han perdido el rumbo, en la Argentina del siglo XIX, como señala Fermín Rodríguez (2010: 212), el desierto funciona como un «comienzo radical y absoluto», esto es, como la condición de posibilidad de la nación futura. Recordemos las palabras de Alberdi: «Queremos una literatura profética del porvenir, y no llorona de lo pasado» (La Moda, 7/4/38). Los argentinos, por supuesto, no eran los únicos en apelar a esta antítesis, que era parte de un discurso ya tradicional en el que la naturaleza y el futuro quedaban ubicados del lado del Nuevo Mundo y la vida espiritual y el pasado del lado de Europa. José Antonio Echeverría, por ejemplo, observaba en La Habana: «La imaginación del cubano no evoca sus ilusiones del tiempo pasado, sino que se las despierta la espléndida naturaleza física que lo circunda». El escritor, por lo tanto, distingue entre una poesía anclada en los recuerdos, imposible en la isla, y una mucho más apropiada «poesía de la esperanza» (El Plantel, n° 3, noviembre de 1838, p. 94). Al mismo tiempo, cabe destacar que los criollos cubanos eran los americanos más europeos de la época, por el grado de modernización de la isla y porque, políticamente, formaban parte de España. Por lo tanto, también era común que se identificaran como miembros de una civilización provecta. El mismo año que Echeverría, Antonio Bachiller publica en otra revista de La Habana un artículo en el que responde a las críticas esgrimidas contra el romanticismo, y en particular a la que le achacaba una tendencia melancólica: «El salvaje canta cuando el hombre de las ciudades llora», escribe ubicándose, por supuesto, en la segunda posición (El Álbum, t. V, agosto de 1838, p. 27). La definición de melancolía que propone en ese artículo está centrada en la imposibilidad de lo nuevo: en «sociedades envejecidas», señala en la misma página, el sujeto no encuentra «novedad en los objetos materiales». 259

Si en el discurso ilustrado el gran obstáculo había sido el «letargo», en décadas posteriores el «fastidio» pasa muchas veces a ocupar su lugar, por más que al mismo tiempo se proclame la inocencia virginal del Nuevo Mundo. El fastidio, hay que aclarar además, no afectaba únicamente a esos lectores de la elite que, embebidos en el romanticismo europeo se sentían víctimas del mismo mal que Werther y Larra. En su «Memoria sobre la vagancia en la isla de Cuba», por ejemplo, Saco (1858: 183) propone la lectura como un «consuelo contra el fastidio» que ayudará a evitar otros menos nobles y mucho más extendidos, como el billar. La naturaleza del fastidio, en realidad, varía de acuerdo con la posición social: si el del patricio genera poesía, el del pobre, tal como observa Saco, genera más bien delincuencia, en el mismo sentido en que la combinación de ocio y pobreza no produce flaneurs sino «vagos» y «malentretenidos». Entre los estímulos a los que recurría el pueblo para paliar el fastidio se contaban, por supuesto, los químicos y los físicos. También en Cuba, Juan Justo Reyes se refería en otra memoria sobre la vagancia a la glotonería y la lujuria en la que caían quienes apelaban a ellos (Acta de las Juntas Generales de la RSEAP, 1831, p. 238). El problema con este tipo de estímulos, observaba en la misma época Andrés Bello, es que desembocan en el hábito y, por consiguiente, «vuelven a sumergir al hombre en sus nuevos deseos y en un nuevo tedio»: el fastidio, explicaba, es una patología del espíritu y debe ser combatida en ese terreno (El Araucano, n° 44, 16/7/31, pp. 3-4). A lo largo del libro destaqué la importancia de los periódicos, la literatura y la moda en tanto estimulantes del espíritu; lo nuevo, como hemos visto, era su principal componente activo. La moda se ocupaba nada menos que de rescatar periódicamente a los sujetos de la parálisis y la inercia con la que se asociaba cada vez más la tradición colonial; como «primero y más activo de todos los agentes del progreso», aseguraba que las sociedades estuvieran a la altura del siglo (El Iniciador, n° 3, 15/5/38, p. 53). 260

Del mismo modo, los periódicos se encargaban no solo de poner al día a sus lectores sino, también, de vivificarlos a través de la variedad. Ya en 1794 un periodista cubano se refería al fastidio y definía así las virtudes estimulantes del nuevo medio: «conviene entonces tener a la mano unas hojillas de papel que, sin tratar de asuntos demasiadamente serios, disipe estos nublados, y todo se consigue con la variedad de objetos» (Papel Periódico de La Havana, n° 7, 23/1/94, p. 25). Dado que las cosas «se hacen feas, fastidiosas, insoportables, si duran mucho», como observa con ligereza otro periódico de la isla, la variedad se vuelve indispensable (La Mariposa, I, n° 1, p. 43); Antonio Bachiller, de hecho, la define como un «descanso» (La Siempreviva, t. I, 1838, p. 104). A partir de la década de 1830, el fastidio pasó a ser percibido como la afectación de quienes se negaban a aceptar que el mal del siglo y el agotamiento espiritual eran problemas europeos y no hispanoamericanos. En ese sentido, vale la pena indicar que la sátira que hace Ramón de Palma de la romántica tiene claros paralelos con las críticas mucho más adustas con las que se ataca al romanticismo europeo. El propio De Palma publica un breve ensayo, titulado «La novela», en el que le reprocha a Villaverde el seguir demasiado de cerca la literatura del viejo continente: mientras que allí los escritores se ven obligados a recurrir a «medios con frecuencia inverosímiles y extravagantes para producir algún efecto nuevo» en lectores ya acostumbrados a todo, en Cuba el novelista no debe repudiar la inocencia, «pues hasta que no nos hayamos cansado de verla pintada tal cual es, no necesitaremos, para encontrar novedad, que los escritores nos la pinten como se les antoje» (El Álbum, t. I, abril de 1838, p. 21). Algo muy similar escribía casi al mismo tiempo José Quintín Suzarte en otra revista de La Habana: los novelistas románticos franceses, señala en La Siempreviva, eran la expresión de una sociedad con el «alma desgastada» que, por lo tanto, requería «impresiones lúbricas, o terribles, misteriosas, desconocidas para sentir» (t. I, 261

1838, p. 251). En Chile, Andrés Bello se burlaba del mismo modo del lugar de honor que los románticos les asignaban a las ideas de «esplín, hondo fastidio [y] gastada existencia» (1883: 205-206). ¿Qué otra cosa si no la pérdida de su condición divina abría la posibilidad de un alma «desgastada»? Como señala Elizabeth Goodstein (2005: 41), el relato que unía Ilustración, muerte de Dios y mal del siglo se vuelve un lugar común durante el siglo XIX europeo. En la misma entrega de El Álbum en la que De Palma publica su sátira, Del Monte, haciéndose eco de ese relato, condena al romanticismo: «Y se matan los hombres de aburridos», señala, porque «carecen de la fuerza vivificante y viril de la fe» (El Álbum, t. III, junio de 1838, pp. 13-14). Afeminados, perversos, corrompidos, debilitados por su escepticismo, escritores como Larra, Balzac, Sand o Dumas no parecen creer que exista un infierno peor que el mundo y hacen del suicidio, el adulterio, el desenfreno y la concupiscencia el núcleo de su escritura. Como haría Bilbao en su «Sociabilidad chilena», Del Monte pone el énfasis en la pérdida de la fe, que deja a los sujetos sin rumbo: «se extravían todos en un perdurable devaneo, y ni aun saben lo que han de desear» (El Álbum, t. III, junio de 1838, p. 13). Si para Heredia o Esteban Echeverría el romántico era un peregrino, para letrados como Del Monte es alguien que no tiene adónde ir: su mundo es un desierto en el que la sed de no se sabe qué lo es todo. Nos enfrentamos de este modo con la dimensión más sombría del entusiasmo romántico, cuyas monstruosidades les sugieren a los hispanoamericanos que la sana novedad que buscaban en sus gestas por hacer ver el mundo podía trastocarse en la novedad patológica de quien está fatalmente desencantado. Lo nuevo revela así, una vez más, su doble filo: construcción destructiva, liberación que esclaviza, peregrinación sin destino. Aunque algunos se centren en el entusiasmo y otros en su carácter sombrío, los escritores del período romántico reflexionan 262

de manera incesante –al definir al periódico como nuevo medio, al indagar en la lógica de la moda, al preguntarse acerca de la libertad que trae aparejada la literatura moderna– acerca de ese deseo de otra cosa que, fiel a sí mismo, se revela cada vez más exacerbado. Para muchos escritores, como hemos visto, esa melancolía a la que la búsqueda de novedades empezó a asociarse a partir de la década de 1830 era del todo ajena al continente americano o, por lo menos, debía serlo. Identificarse con el desasosiego romántico, desde esa perspectiva, significaba avalar de manera afectada las perversidades de escritores sin fe, sumidos en un desierto de ilusiones perdidas y, por consiguiente, desposeídos de ese futuro que esperaba a las naciones más jóvenes. El fastidio, sin embargo, parecía ocupar de forma creciente el lugar de ese «letargo» tan combatido por los letrados de la Ilustración y hacía que, a la preocupación por el peso muerto del pasado, que impedía a los sujetos entrar en el fluir de la historia, se le sumase la inquietud por la ligereza del presente; que el esfuerzo por entusiasmar al lector se viese desplazado por el de distraerlo, y que las gestas literarias por hacer ver lo nuevo derivasen en discusiones acerca de lo monstruoso. Las reflexiones sobre la importancia cada vez mayor que la variedad y la ligereza tenían en los periódicos, de la alienación que favorecía la moda o del deseo insaciable y, en consecuencia, enfermizo que fomentaba la literatura moderna demuestran que aun los más devotos cultores de lo nuevo retrocedían a veces desconcertados ante su prodigalidad sin límites.

263

BIBLIOGRAFÍA CITADA

ACREE, WILLIAM G. JR. (2011): Everyday Reading. Print Culture and Collective Identity in the Rio de la Plata, 1780-1910, Nashville, Vanderbilt University Press. ACREE, WILLIAM G. JR. y JUAN CARLOS GONZÁLEZ ESPITIA (2009): Building Nineteenth-Century Latin America, Nashville, Vanderbilt University Press. ADELMAN, JEREMY (1999): Republic of Capital: Buenos Aires and the Legal Transformation of the Atlantic World, Stanford, Stanford University Press. ADORNO, THEODOR y MAX HORKHEIMER (1979): Dialectic of Enlightenment, Londres y Nueva York, Verso. [Ed. cast.: Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sudamericana, 1987]. AGAMBEN, GIORGIO (2007): Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo. ALATORRE, ANTONIO (2002): Los 1001 años de la lengua española, México, FCE. ALBERDI, JUAN BAUTISTA (1856): Organización política y económica de la Confederación Argentina, Besanzón, Imprenta de José Jacquin. ——–— (1886): Obras completas, t. II, Buenos Aires, La Tribuna Nacional. ——–— (1895): Escritos póstumos de Juan Bautista Alberdi, Buenos Aires, Imprenta Europea. ——–— (1900): Escritos póstumos de J. B. Alberdi. Miscelánea. Propaganda revolucionaria, vol. XIII, Buenos Aires, Imprenta Juan Bautista Alberdi. 265

ALBERDI, JUAN BAUTISTA (1945): Escritos satíricos y de crítica literaria, comp. y prólogo de José A. Oría, Buenos Aires, Estrada. ALBERDI, JUAN BAUTISTA y DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO (2005): Las ciento y una cartas quillotanas, Buenos Aires, Losada. ALONSO, CARLOS (1998): The Burden of Modernity. The Rhetoric of Cultural Discourse in Spanish America, Nueva York y Oxford, Oxford University Press. ALONSO, PAULA (comp.) (2004): Construcciones impresas, panfletos, diarios y revistas en la formación de los estados nacionales en América Latina, 1820-1920, México, FCE. ALPÍZAR CASTILLO, RODOLFO (1989): Apuntes para la historia de la lingüística en Cuba, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales. ALTENBERG, TILMANN (2001): Melancolía en la poesía de José María Heredia, Fráncfort del Meno, Vervuert/Madrid, Iberoamericana. ÁLVAREZ BARRIENTOS, JOAQUÍN (2006): Los hombres de letras en la España del siglo XVIII. Apóstoles y arribistas, Madrid, Castalia. ÁLVAREZ, JESÚS T. y ASCENSIÓN MARTÍNEZ RIAZA (coords.) (1992): Historia de la prensa hispanoamericana, Madrid, MAPFRE. AMANN, ELIZABETH (2008): «Scarlett Letters. Translation, Fashion and Revolution in 1790s Spain», Dieciocho: Hispanic Enlightenment, vol. 31, n° 1, pp. 93-114. AMANTE, ADRIANA (2010): Poéticas y políticas del destierro. Argentinos en Brasil en la época de Rosas, Buenos Aires, FCE. AMUNÁTEGUI, MIGUEL LUIS (1870): Los precursores de la independencia de Chile, vol. I, Santiago, Imprenta de la República. ——–— (1888): Don José Joaquín de Mora. Apuntes biográficos, Santiago de Chile, Imprenta Nacional. ANDERSON, BENEDICT (1993): Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, FCE. 266

ANNINO, ANTONIO (2003): «Soberanías en lucha», en Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coords.), Inventando la nación. Iberoamérica siglo XIX, México, FCE. APPADURAI, ARJUN (1986) (comp.): The Social Life of Things. Commodities in Cultural Perspective, Cambridge, Cambridge University Press. [Ed. cast.: La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías, México, Grijalbo, 1991]. ——–— (1996): Modernity at Large: Cultural Dimensions of Globalization, Minneapolis, University of Minnesota Press. [Ed. cast.: La modernidad desbordada: dimensiones culturales de la globalización, Montevideo, Trilce, 2001]. ARCOS, JORGE LUIS y otros (2002): Historia de la literatura cubana, t. I, La Habana, Editorial Letras Cubanas / Instituto de Literatura y Lingüística José A. Portuondo. ARIAS, SANTA (2011): «La dialéctica de ver el Orinoco: la Historia corográfica y evangélica de la Nueva Andalucía de fray Antonio Caulín (1779)», en Stephanie Kirk (coord.), Desplazamientos y disyunciones: nuevos itinerarios de los estudios coloniales, Pittsburgh, Publicaciones del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, pp. 21-39. ASCASUBI, HILARIO (1893): Santos Vega o los mellizos de la flor, Buenos Aires, Peuser. AUZA, NÉSTOR TOMÁS (1999): La literatura periodística porteña del siglo XIX. De Caseros a la Organización Nacional, Buenos Aires, Editorial Confluencia. AZNAR LÓPEZ, JOSÉ (1960): El Doctor Don José de Flores. Una vida al servicio de la ciencia, Guatemala, Editorial Universitaria. BACON, FRANCIS (1861): The Letters and the Life of Francis Bacon, vol. 1, Londres, Longman, Green, Longman, and Roberts. BARRENECHEA, ANA MARÍA y otros (1997): Sarmiento-Frías. Epistolario inédito, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas. 267

BARROS ARANA, DIEGO (1905): Un decenio de la historia de Chile, 1841-1851, Santiago, Imprenta y Encuadernación Universitaria. BARTHES, ROLAND (1964): «La structure du fait divers», en Essais critiques, París, Seuil, pp. 188-197. ——–— (2003): El sistema de la moda y otros escritos, Buenos Aires, Paidós. BATTICUORE, GRACIELA (2005): «La cultura del trato o la casa y el alma. Mariquita Sánchez de Thompson», Revista Iberoamericana, vol. XXXI, n° 210, pp. 93-104. BATTICUORE, GRACIELA, KLAUS GALLO y JORGE MYERS (coords.) (2005): Resonancias románticas: ensayos sobre historia de la cultura argentina (1820-1890), Buenos Aires, Eudeba. ——–— (2006): «La formación del autor. Apuestas, retos y competencias», en Alejandra Laera y Martín Kohan (comps.), Las brújulas del extraviado. Para una lectura integral de Esteban Echeverría, Rosario, Beatriz Viterbo. BAUDELAIRE, CHARLES (1923): Le peintre de la vie moderne. Constantin Guys, París, Éditions René Kieffer. BELLO, ANDRÉS (1883): Obras completas de Don Andrés Bello, vol. III, Poesías, Santiago de Chile, Imprenta de Pedro G. Ramírez. ——–— (1841): Analisis ideolójica de los tiempos de la conjugacion Castellana, Valparaíso, Imprenta de M. Rivadeneyra. BÉNICHOU, PAUL (1977): Le temps des prophètes: doctrines de l’âge romantique, París, Gallimard. [Ed. cast.: El tiempo de los profetas, México, FCE, 1984]. ——–— (1981): La coronación del escritor, 1750-1830, México, FCE. BENÍTEZ ROJO, ANTONIO (1986): «Power/Sugar/ Literature: Toward a Reinterpretation of Cubanness», Cuban Studies, vol. 16, pp. 9-31. 268

——–— (1994): «¿Cómo narrar la nación?: El círculo de Domingo Del Monte y el surgimiento de la novela cubana», Cuadernos Americanos, vol. III, n° 45, pp. 103-125. BENJAMIN, WALTER (1990): El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus. ——–— (1999a): Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus. ——–— (1999b): The Arcades Project, Cambridge, MA, Harvard University Press. [Ed. cast.: Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005]. BERMAN, MARSHALL (1982): All That Is Solid Melts Into Air. The Experience of Modernity, Nueva York, Simon and Schuster. [Ed. cast.: Todo lo sólido se desvanece en el aire: la experiencia de la modernidad, México, Siglo XXI, 2006]. BILBAO, FRANCISCO (1865): «Sociabilidad chilena», en Obras completas, Buenos Aires, Imprenta de Buenos Aires. BLEST GANA, ALBERTO (1861): «Literatura chilena. Algunas consideraciones sobre ella. Discurso de don Alberto Blest Gana en su incorporación a la Facultad de Humanidades, leído en la sesión del 3 de enero de 1861», Anales de la Universidad de Chile, vol. XVIII, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, pp. 81-93. BOLTER, JAY DAVID y RICHARD GRUSIN (2000): Remediation: Understanding New Media, Cambridge, MA, MIT Press. BRICKHOUSE, ANNA (2004): Transamerican Literary Relations and the Nineteenth-Century Public Sphere, Cambridge, Cambridge University Press. BRIGGS, RONALD (2010): Tropes of Enlightenment in the Age of Bolívar: Simón Rodríguez and the American Essay at Revolution, Nashville, Vanderbilt University Press. BROWN, ANDREW (2007): «Tecno-Escritura: Literatura y tecnología en América Latina», Revista Iberoamericana, vol. 73, n° 220, pp. 735-741. 269

BUENO, SALVADOR (comp. y prólogo) (1985): Costumbristas cubanos del siglo XIX, Caracas, Ayacucho. BÜRGER, PETER y CHRISTA BÜRGER (1992): The Institutions of Art, University of Nebraska Press. BURGESS, MIRANDA (2009): «Nation, Book, Medium: New Technologies and their Genres», en Janet Giltrow y Dieter Stein (coords.), Genres in the Internet: Issues in the Theory of Genre, Amsterdam, John Benjamins, pp. 193-219. ——–— (2010): «Transport: Mobility, Anxiety, and the Romantic Poetics of Feeling», Studies in Romanticism, número especial, vol. 49, n° 2, pp. 229-260. BURUCÚA, JOSÉ EMILIO y FABIÁN ALEJANDRO CAMPAGNE (2003): «Mitos y simbologías nacionales en los países del cono sur», en Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coords.), Inventando la nación. Iberoamérica siglo XIX, México, FCE. BUTLER, JUDITH (1997): The Psychic Life of Power: Theories in Subjection, Stanford, Stanford University Press. [Ed. cast.: Mecanismos psíquicos del poder: teorías sobre la sujeción, Madrid, Cátedra, 2001]. CADALSO, JOSÉ («Joseph Vásquez») (1772): Los eruditos a la violeta, o Curso completo de todas las ciencias dividido en siete lecciones para los siete días de la semana, Madrid, Imprenta de Don Antonio de Sancha. CALHOUN, CRAIG (1992): «Introduction: Habermas and the Public Sphere», en Craig Calhoun (coord.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge, MA, MIT Press, pp. 1-48. CĂLINESCU, MATEI (1987): Five Faces of Modernity. Modernism. Avant-Garde. Decadence. Kitsch. Postmodernism, Durham, North Carolina, Duke University Press. CAMPBELL, KATE (2000): «Journalistic Discourses and Constructions of Modern Knowledge», en Laurel Brake, Bill Bell y David Finkelstein (coords.), Nineteenth-Century Media and the Construction of Identities, Nueva York, Palgrave. 270

CÂNDIDO, ANTÓNIO (1972): «Literatura y subdesarrollo», en César Fernández Moreno (coord.), América Latina en su literatura, México, Siglo XXI. CAÑIZARES-ESGUERRA, JORGE (2001): How to Write the History of the New World: Histories, Epistemologies, and Identities in the Eighteenth-Century Atlantic World, Stanford, Stanford University Press. [Ed. cast.: Cómo escribir la historia del Nuevo Mundo: historiografías, epistemologías e identidades en el mundo del Atlántico del siglo XVIII, Barcelona, FCE, 2007]. CARILLA, EMILIO (1967): El romanticismo en la América Hispánica, 2 t., Madrid, Gredos. CASCARDI, ANTHONY J. (1997): Ideologies of History in the Spanish Golden Age, University Park, The Pennsylvania State University Press, pp. 133-159. CASTRO-GÓMEZ, SANTIAGO (2005): La hybris del punto cero. Ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816), Bogotá, Editorial Pontificia Universidad Javeriana. CASTRO-KLARÉN, SARA y JOHN CHARLES CHASTEEN (coords.) (2003): Beyond Imagined Communities: Reading and Writing the Nation in Nineteenth-Century Latin America, Baltimore, The Johns Hopkins University Press. CAVALARO, DIANA (1996): Revistas argentinas del siglo XIX, Buenos Aires, Asociación Argentina de Editores de Revistas. CHARTIER, ROGER (1995): Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Barcelona, Gedisa. CHECA GODOY, ANTONIO (1993): Historia de la prensa en Iberoamérica, Sevilla, Alfar. CHIARAMONTE, JOSÉ CARLOS (1972): «La etapa ilustrada. 17501806», en Carlos Sempat Assadourian, Guillermo Beato y José Carlos Chiaramonte (coords.), Historia Argentina. De la conquista a la independencia, Buenos Aires, Paidós. 271

CHIARAMONTE, JOSÉ CARLOS (1994): La crítica ilustrada de la realidad. Economía y sociedad en el pensamiento argentino e iberoamericano del siglo XVIII, Buenos Aires, CEAL. CHUN, WENDY HUI KYONG y THOMAS KEENAN (coords.) (2006): New Media, Old Media: A History and Theory Reader, Nueva York, Routledge. CLUNAS, CRAIG (1999): Carlos Sempat «Modernity Global and Local: Consumption and the Rise of the West», American Historical Review, vol. 104, n° 5, pp. 1497-1511. COLLIER, SIMON y WILLIAM F. SATER (1996): A History of Chile, 1808-1994, Cambridge, Cambridge University Press. [Ed. cast.: Historia de Chile, 1880-1994, Cambridge, Cambridge University Press, 1998]. CONWAY, CHRISTOPHER (2006): «Letras combatientes: género epistolar y modernidad en la Gaceta de Caracas, 1808-1822», Revista Iberoamericana, vol. LXXII, n° 214, pp. 77-91. COOPER, FREDERICK (2005): Colonialism in Question: Theory, Knowledge, History, Berkeley, University of California Press. CORNEJO-POLAR, ANTONIO (1994): «La literatura hispanoamericana del siglo XIX: continuidad y ruptura (hipótesis a partir del caso andino)», en Beatriz González Stephan, Javier Lasarte y otros (comps.), Esplendores y miserias del siglo XIX. Cultura y sociedad en América Latina, Caracas, Monte Ávila Editores, pp. 11-23. CORTÉS-ROCCA, PAOLA (2011): El tiempo de la máquina. Retratos, paisajes y otras imágenes de la nación, Buenos Aires, Colihue. CRARY, JONATHAN (1992): Techniques of the Observer: On Vision and Modernity in the 19th Century, Cambridge, MA, MIT Press. [Ed. cast.: Las técnicas del observador: visión y modernindad en el siglo XIX, Murcia, CENDEAC, 2008]. 272

AMENÁBAR, ISABEL (1996): El traje. Transformaciones de una segunda piel, Santiago de Chile, Universidad Católica de Chile. CRUZ SOTO, ROSALBA (2000): «El periódico, un documento historiográfico», en Celia del Palacio Montiel (comp.), Historia de la prensa en Iberoamérica, Guadalajara, Altexto, pp. 421-440. DAVIES, CATHERINE (2003): «Founding-Fathers and Domestic Genealogies: Situating Gertrudis Gómez de Avellaneda», Bulletin of Latin American Research, vol. 22, n° 4, pp. 423-444. DAVIS, LENNARD J. (1996): Factual Fictions: The Origins of the English Novel, Philadelphia, University of Pennsylvania Press. DELEUZE, GILLES (2002): Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu. DE ÁVILA MARTEL, ALAMIRO (1982): Mora y Bello en Chile, Santiago, Ediciones de la Universidad de Chile. DE MAN, PAUL (1983): Blindness & Insight:Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, Minneapolis, University of Minnesota Press. [Ed. cast.: Visión y ceguera: ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea, Puerto Rico, Río Piedras/Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1991]. DE MARCO, MIGUEL ÁNGEL (2006): Historia del periodismo argentino desde los orígenes hasta el centenario de Mayo, Buenos Aires, Editorial de la Universidad Católica Argentina. DE MELLO E SOUZA, GILDA (1987): O espíritu das roupas. A moda no século dezenove, San Pablo, Companhia das Letras. DE PALMA, RAMÓN (1861): Obras de D. Ramón de Palma, prólogo de Anselmo Suárez y Romero, La Habana, Imprenta del Tiempo. CRUZ

DE

273

DEL MONTE, DOMINGO (1909) [1837]: Carta a José Luis Alfonso desde el Ingenio Santa Rosa, 5/2/1837, en Epistolario del Sr. José Luis Alfonso, Marqués de Montelo, «Cartas de Domingo del Monte, 1829-1853», Revista de la Biblioteca Nacional, La Habana, año I, vol. II. ——–— (1929): Escritos de Domingo del Monte, introducción y notas de José A. Fernández de Castro, La Habana, Cultural. ——–— (2002): Centón epistolario, vol. VII, La Habana, Imagen Contemporánea. DEL VALLE, JOSÉ y LUIS GABRIEL-STHEEMAN (eds.) (2004): La batalla del idioma: la intelectualidad hispánica ante la lengua, Madrid, Iberoamericana. DEL VALLE, JOSÉ CECILIO (1982): Obra escogida, selección, prólogo y cronología de Mario García Laguardia, Caracas, Ayacucho. DE VILLENA, ENRIQUE (1989): Traducción y glosas de la Eneida, vol. 1, comp. de Pedro M. Cátedra, Salamanca, Biblioteca del siglo XV. DE VRIES, JAN (1993): «Between Purchasing Power and the World of Goods: Understanding the Household Economy in Early Modern Europe», en John Brewer y Roy S. Porter (comps.): Consumption and the World of Goods, Londres, Routledge, pp. 85-132. DESMOND, ROBERT (1978): The Information Process. World News Reporting to the Twentieth Century, Iowa, University of Iowa Press. DÍAZ MARTÍN, ROBERTO (2000): «XIII Coloquio de Historia Canario-Americana», en Francisco Morales Padrón (comp.): VIII Congreso Internacional de Historia de America (AEA) (1998), pp. 523-536. DOMÍNGUEZ, LUIS L. (comp.) (1859): Escritos políticos, económicos y literarios del Dr. D. Florencio Varela, Buenos Aires, Imprenta del Orden. 274

DUNO GOTTBERG, LUIS (2003): Solventando las diferencias: La ideología del mestizaje en Cuba, Fráncfort del Meno, Vervuert/Madrid, Iberoamericana. DUSSEL, ENRIQUE D. (1995): The Invention of the Americas: Eclipse of «the Other» and the Myth of Modernity, trad. de Michael D. Barber, Nueva York, Continuum. EARLE, REBECCA (2002): «The Role of Print in the Spanish-American Wars of Independence», en IVÁN JAKSIC (coord.): The Political Power of the Word. Press and Oratory in Nineteenth-Century Latin America, Londres, Institute of Latin American Studies. ——–— (2005): «Sobre héroes y tumbas: National Symbols in Nineteenth-Century Spanish America», Hispanic American Historical Review, vol. 85, n° 3, pp. 375-416. ECHEVERRÍA, ESTEBAN (1871): Obras completas, vol. 3, ed. de Juan María Gutiérrez, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo. ——–— (1940): Dogma socialista, ed. de Alberto Palcos, La Plata, Universidad Nacional de La Plata. ——–— (1955): Prosa literaria, comp. y prólogo de Roberto F. Giusti, Buenos Aires, Estrada. ——–— (1991): Obras escogidas, comp. y prólogo de Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, Caracas, Ayacucho. EGAÑA, JUAN (1827): Tractatus de Re Logica, Metaphisica, et Morali, Santiago, Raimundo Rengifo. ELIAS, NORBERT (1993): El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Buenos Aires, FCE. ENTWISTLE, JOANNE (2000): The Fashioned Body. Fashion, Dress and Modern Social Theory, Cambridge, Reino Unido, Polity Press. ESCOBAR, JOSÉ (1981): «“Civilizar”, “civilizado” y “civilización”: una polémica de 1763», Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Roma, Bulzoni. 275

ESCOBAR, JOSÉ (1986): «Romanticismo y revolución», Estudios de Historia Social, n° 36-37, pp. 345-351. FABIAN, JOHANNES (1983): Time and the Other: How Anthropology Makes its Object, Nueva York, Columbia University Press. FEIJÓO, BENITO JERÓNIMO (1765): Cartas eruditas y curiosas, en que, por mayor parte, se continúa el designio del Theatro Crítico Universal, t. 1, Madrid, Gabriel Ramírez. FERRER, ADA (2005): «Temor, poder y esclavitud en Cuba en la época de la revolución haitiana», en José A. Piqueras (coord.), Las Antillas en la era de las Luces y la Revolución, Madrid, Siglo XXI, pp. 67-83. FISCHER, SIBYLLE (2004): Modernity Disavowed. Haiti and the Cultures of Slavery in the Age of Revolution, Durham y Londres, Duke University Press. FLITTER, DEREK (1992): Spanish Romantic Literary Theory and Criticism, Cambridge, Cambridge University Press. FLÓREZ ESTRADA, ÁLVARO (1831): Curso de economía política, París, Imprenta de Gaultier-Laguionie. FORD, JOHN (1982): «Rudolph Ackermann: Culture and Commerce in Latin America, 1822-1828», en Andrés Bello. The London Years, Londres, The Richmond Publishing Co. FORMENT, CARLOS A. (2003): Democracy in Latin America, 17601810, vol. I, Civic Selfhood and Public Life in Mexico and Peru, Chicago y Londres, University of Chicago Press. FORNET, AMBROSIO (1994): El libro en Cuba, siglos XVIII y XIX, La Habana, Editorial Letras Cubanas. FOUCAULT, MICHEL (1984): «What is Enlightenment», en Paul Rabinow (coord.), The Foucault Reader, Londres, Penguin. [Ed. cast.: ¿Qué es la ilustración?, Córdoba, Alción, 2002]. FRADKIN, RAÚL y JUAN CARLOS GARAVAGLIA (2009): La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires, Siglo XXI. 276

FRASER, NANCY (1992): «Rethinking the Public Sphere», en Craig Calhoun (coord.), Habermas and the Public Sphere, Cambridge, MA, MIT Press, pp. 109-142. FREUD, SIGMUND (1979): «Duelo y melancolía», en Obras completas, vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, pp. 235-255. GALLO, KLAUS (2008): «“A la altura de las luces del siglo”: el surgimiento de un clima intelectual en la Buenos Aires posrevolucionaria», en Jorge Myers (dir. del vol.) y Carlos Altamirano (dir. de la obra), Historia de los intelectuales en América Latina. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, Buenos Aires, Katz, pp. 184-204. GARBER, MARJORIE B. (1997): Vested Interests: Cross-Dressing and Cultural Anxiety, Nueva York, Routledge. GERBI, ANTONELLO (1955): La disputa del Nuovo Mondo: storia di una polemica, 1750-1900, Milán, Ricciardi. GITELMAN, LISA (2006): Always Already New: Media, History, and the Data of Culture, Cambridge, MA, MIT, 2006. [Ed. cast.: La disputa del Nuevo Mundo, México, FCE, 1978]. GITELMAN, LISA; GEOFFREY B. y PINGREE (coords.) (2003): New Media, 1740-1915, Cambridge, MA, MIT Press. GOLDMAN, NOEMÍ (coord.) (2008): Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850, Buenos Aires, Prometeo. GOLDMAN, NOEMÍ y ALEJANDRA PASINO (2008): «Opinión pública», en Noemí Goldman (coord.), Lenguaje y revolución. Conceptos políticos clave en el Río de la Plata, 1780-1850, Buenos Aires, Prometeo, pp. 99-113. GÓMEZ CARRILLO, ENRIQUE (1900): Sensaciones de París y de Madrid, París, Garnier Hermanos. GONZÁLEZ BERNALDO DE QUIRÓS, PILAR (2001): Civilidad y política en los orígenes de la nación Argentina: las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, FCE. 277

GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, ROBERTO (2001): La voz de los maestros. Escritura y autoridad en la literatura latinoamericana moderna, Madrid, Verbum. ——–— (2006) [1990]: Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative, Durham, North Carolina, Duke University Press. [Ed. cast.: Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, México, FCE, 2000]. GONZÁLEZ STEPHAN, BEATRIZ (1987): La historiografía del liberalismo hispanoamericano del siglo XIX, La Habana, Casa de las Américas. GOODMAN, KEVIS (2004): Georgic Modernity and British Romanticism. Poetry and the Meditation of History, Cambridge, Cambridge University Press. GOODSTEIN, ELIZABETH S. (2005): Experience without Qualities: Boredom and Modernity, Stanford, Stanford University Press. GUERRA, FRANÇOIS-XAVIER (1992): Modernidad e independencias: ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, Editorial Mapfre. ——–— (2003): «Las mutaciones de la identidad en la América hispánica», en Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coords.), Inventando la nación. Iberoamérica siglo XIX, México, FCE. GUILLORY, JOHN (1993): Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, Chicago, University of Chicago Press. GUNNING, TOM (1990): «The Cinema of Attractions: Early Film, Its Spectator and the Avant-Garde», en Thomas Elsaesser (coord.), Early Cinema: Space, Frame, Narrative, Londres, BFI Publishing, pp. 56-62. GUTIÉRREZ, JUAN MARÍA (1942): Cartas de un porteño. Polémica en torno al idioma y la Real Academia Español [polémica sostenida con Juan Martínez Villergas, seguida de Sarmenticidio], Buenos Aires, Editorial Americana. 278

GUTIÉRREZ GIRARDOT, RAFAEL (1994): «Conciencia estética y voluntad de estilo», en Ana Pizarro (coord.), América Latina: palavra, literatura e cultura, vol. 2, Emancição do discurso, San Pablo, Fundação Memorial da América Latina. HABERMAS, JÜRGEN (1981) [1962]: Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, Barcelona, Gustavo Gili. ——–— (1987): The Philosophical Discourse of Modernity: Twelve Lectures, trad. de Frederick G. Lawrence, Cambridge, MA, MIT Press. [Ed. cast.: El discurso filosófico de la modernidad, Buenos Aires, Katz, 2008]. HAIDT, REBECCA (1998): Embodying Enlightenment: Knowing the Body in Eighteenth-Century Spanish Literature and Culture, Nueva York, St. Martin’s Press. HALLSTEAD, SUSAN (2004): «Políticas vestimentarias sarmientinas: tempranos ensayos sobre la moda y el buen vestir nacional», Revista Iberoamericana, vol. 70, n° 206, pp. 53-72. HALPERIN DONGHI, TULIO (1951): El pensamiento de Echeverría, Buenos Aires, Sudamericana. ——–— (1958): «Prólogo», en Domingo F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América, México y Buenos Aires, FCE. ——–— (1961): Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Buenos Aires, Eudeba. ——–— (1962): Historia de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Eudeba. ——–— (1972a): Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI. ——–— (1972b): Argentina de la revolución de independencia a la confederación rosista, Buenos Aires, Paidós. ——–— (1972c): Hispanoamérica después de la independencia: consecuencias sociales y económicas de la emancipación, Buenos Aires, Paidós. 279

HALPERIN DONGHI, TULIO (1980 [1969]): Historia contemporánea de América Latina, Madrid, Alianza. ——–— (1994): «Sarmiento’s Place in Postrevolutionary Argentina», en Tulio Halperin Donghi, Iván Jaksic, Gwen Kirkpattrick y Francine Masiello (coords.), Sarmiento, Author of a Nation, Berkeley, University of California Press, pp. 19-30. ——–— (1995) [1980, 1982]: Una nación para el desierto argentino, Buenos Aires, CEAL. HAROOTUNIAN, HARRY (2000): Overcome by Modernity: History, Culture, and Community in Interwar Japan, Princeton, Princeton University Press. HENRÍQUEZ UREÑA, PEDRO (1949): Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, FCE. HEREDIA, JOSÉ MARÍA (1825): Poesías, Nueva York, Librería de Behr y Kahl. ——–— (1990): Niágara y otros textos. (Poesía y prosa selectas), comp. y prólogo de Ángel Augier, Caracas, Ayacucho. HIRSCHMAN, ALBERT O. (1977): The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before its Triumph, Princeton, Princeton University Press. [Ed. cast.: Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo, México, FCE, 1978]. HOBSBAWM, ERIC (1997): La era de la revolución 1789-1848, Buenos Aires, Crítica. HOBSBAWM, ERIC y TERENCE RANGER (1992): The Invention of Tradition, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press. [Ed. cast.: La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002]. HOSTOS, EUGENIO MARÍA DE (1976): Obras, comp. y prólogo de Camila Henríquez Ureña, La Habana, Casa de las Américas. 280

HURTADO DE MENDOZA y ANTONIO, MANUEL y CELEDONIO MARTÍNEZ CABALLERO (1821): Suplemento al diccionario de medicina y cirugía del profesor D. Antonio Ballano, vol. 2, Madrid, Viuda de Barco López. IAROCCI, MICHAEL (2006): Properties of Modernity. Romantic Spain, Modern Europe, and the Legacies of Empire, Nashville, Vanderbilt University Press. IGLESIA, CRISTINA y LILIANA ZUCCOTTI (1997): «El estilo democrático: último grito de la moda», Mora, Buenos Aires, n° 3, pp. 64-73. JAKSIC, IVÁN (1991-1992): «Sarmiento y la prensa chilena del siglo XIX», Historia, Santiago de Chile, n° 26, pp. 117-144. ——–— (1995-1996): «Racionalismo y fe: la filosofía chilena en la época de Andrés Bello», Historia, Santiago de Chile, n° 29, pp. 89-123. ——–— (2000): Andrés Bello: la pasión por el orden, Santiago de Chile, Editorial Universitaria. ——–— (coord.) (2002): The Political Power of the Word. Press and Oratory in Nineteenth-Century Latin America, Londres, Institute of Latin American Studies. JAMESON, FREDRIC (2002): A Singular Modernity: Essay on the Ontology of the Present, Londres y Nueva York, Verso. [Ed. cast.: Una modernidad singular: ensayo sobre la ontología del presente, Barcelona, Gedisa, 2004]. JARRELLS, ANTHONY (2009): «Associations Respect(ing) the Past: Enlightenment and Romantic Historicism», en Jon Klancher (coord.), A Concise Companion to the Romantic Age, Oxford, Blackwell, 2009, pp. 57-77. JITRIK, NOÉ (1967): Esteban Echeverría, Buenos Aires, CEAL. ——–— (1982): El mundo del Ochenta, Buenos Aires, CEAL. ——–— (1995): Historia e imaginación literaria. Las posibilidades de un género, Buenos Aires, Biblos. 281

JOCELYN-HOLT LETELIER, ALFREDO (1992): La independencia de Chile. Tradición, modernización y mito, Madrid, Mapfre. JOHNSON, LYMAN L. (2011): Workshop of Revolution: Plebeian Buenos Aires and the Atlantic World, 1776-1810, Durham, North Carolina, Duke University Press. KOSELLECK, REINHART (1985): Futures Past: On the Semantics of Historical Time, trad. de Keith Tribe, Cambridge, MA, MIT Press. [Ed. cast.: Futuro y pasado: para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993]. ——–— (2002): The Practice of Conceptual History. Timing History, Spacing Concepts, trad. de Todd Samuel Presner et al., Stanford, Stanford University Press. KROEBER, ALICE L. y JANE RICHARDSON (1940): «Three Centuries of Women’s Dress Fashion, A Quantitative Analysis», Anthropological Records, vol. 5, n° 2, pp. 111-153. KUHN, THOMAS S. (1987): La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE. KUTZINKSI, VERA (1993): Sugar’s Secrets: Race and the Erotics of Cuban Nationalism, Charlottesville, University of Virginia Press. LAERA, ALEJANDRA (2003): «Géneros, tradiciones e ideologías literarias en la Organización Nacional», en Julio Schvartzman (dir. del vol.) y Noé Jitrik (dir. de la obra), Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, La lucha de los lenguajes, Buenos Aires, Emecé, pp. 407-437. ——–— (2004): El tiempo vacío de la ficción, Buenos Aires, FCE. LANE, JILL (2005): Blackface Cuba, 1840-1895, Filadelfia, University of Pennsylvania Press. LAPESA, RAFAEL (1986): Historia de la lengua española, Madrid, Gredos. LARRA, MARIANO JOSÉ DE (1997): Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. de Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica. 282

LASTARRIA, JOSÉ VICTORINO (1885): Recuerdos literarios. Datos para la historia de la historia literaria de la América española i del progreso intelectual en Chile, Santiago de Chile, Librería de M. Servat. ——–— (1868): Miscelanea histórica i literaria, Valparaíso, Imprenta de La Patria. ——–— (2001): Recuerdos literarios, Santiago de Chile, Ediciones LOM. LATOUR, BRUNO (2007): Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica, Buenos Aires, Siglo XXI. LÁZARO CARRETER, FERNANDO (2002): «El neologismo en el DRAE», disponible en . LEMPÉRIÈRE, ANNICK (2008): «Los hombres de letras hispanoamericanos y el proceso de secularización (1800-1850)», en Jorge Myers (dir. del vol.) y Carlos Altamirano (dir. de la obra), Historia de los intelectuales en América Latina. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, vol. 1, Buenos Aires, Katz, pp. 242-266. LÉVI-STRAUSS, CLAUDE (1962): Le totémisme aujourd’hui, París, PUF. [Ed. cast.: El totemismo en la actualidad, México, FCE, 1997]. LEWIS GALANES, ADRIANA (1988): «El álbum de Domingo del Monte», Cuadernos Hispanoamericanos, n° 451-452, pp. 255-266. LIPOVETSKY, GILLES (1987): L’empire de l’éphémère. La mode et son destin dans les sociétés modernes, París, Gallimard. [Ed. cast.: El imperio de lo efímero: la moda y su destino en las sociedades modernas, Barcelona, Anagrama, 1990]. LLAVERÍAS, JOAQUÍN (1959): Contribución a la historia de la prensa periódica, La Habana, Publicaciones del Archivo Nacional de Cuba. LLORENS, IRMA (1998): Nacionalismo y literatura. Constitución e institucionalización de la «República de las letras cubanas», 283

Lleida, Edicions de la Universitat de Lleida (Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos). LLORÉNS, VICENTE (1979): Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Valencia, Castalia. LÓPEZ, FRANÇOIS y JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS (1995): «El libro y su mundo: la república de las letras en la España del siglo XVIII», en François López, Joaquín Álvarez Barrientos e Inmaculada Urzainqui (coords.), La república de las letras en la España del siglo XVIII, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, pp. 63-124. LÓPEZ, VICENTE FIDEL (1913): Historia de la República Argentina, Buenos Aires, Guillermo Kraft. LÓPEZ DE MENDOZA, ÍÑIGO, MARQUÉS DE SANTILLANA (1988): Obras completas, Barcelona, Planeta. LÓWY, MICHAEL y ROBERT SAYRE (2001): Romanticism Against the Tide of Modernity, Durham y Londres, Duke University Press. LUDMER, JOSEFINA (1988): El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, Buenos Aires, Sudamericana. LUIS, WILLIAM (1990): Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative, Austin, University of Texas Press. LUZ Y CABALLERO, JOSÉ DE LA (1950): Elencos y discursos académicos, La Habana, Editorial de la Universidad de La Habana. LUZÁN, IGNACIO DE (1977): La poética, o Reglas de la poesía en general, y de sus principales especies, ed., prólogo y glosario de Russell P. Sebold, Barcelona, Editorial Labor. LUZZATTO, SERGIO (1997): «Young Rebels and Revolucionaries, 1789-1917», en Giovanni Levi y Jean-Claude Schmitt (coords.), A History of Young People in the West, vol. II, Cambridge, MA y Londres, Harvard University Press, pp. 174-231. 284

MANZANO, JUAN FRANCISCO (1972): Obras, La Habana, Instituto Cubano del Libro. MARAVALL, JOSÉ ANTONIO (1964): «La estimación de lo nuevo en la cultura española», Parte 1, Cuadernos Hispanoamericanos, vol. 170, pp. 187-288. MARILUZ URQUIJO, JOSÉ MARÍA (1988): «La Gazeta de Buenos-Ayres (1764)», Academia Nacional de la Historia, Investigaciones y Ensayos, n° 38, Buenos Aires, pp. 449-483. MARRERO, JUAN (1999): Dos siglos de periodismo en Cuba, La Habana, Editorial Pablo de la Torriente. MARTÍ, JOSÉ (1975): Obras completas, vol. V, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales. MARTÍN-BARBERO, JESÚS (1987): De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía, Barcelona, Gustavo Gili. MARTÍN GAITE, CARMEN (1972): Usos amorosos del dieciocho en España, Madrid, Siglo XXI. MARTÍNEZ-ALIER, VERENA (1989) [1974]: Marriage, Class and Colour in Nineteenth-Century Cuba. A Study of Racial Attitudes and Sexual Values in a Slave Society, Ann Arbor, The University of Michigan Press. MARTÍNEZ CARMENATE, URBANO (1997): Domingo del Monte y su tiempo, La Habana, Ediciones Unión. MARTÍNEZ GRAMUGLIA, PABLO (2009): «El pensamiento agrario ilustrado en el Río de la Plata: un estudio del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio (1802-1807)», Mundo Agrario, Universidad Nacional de La Plata, vol. 9, n° 18, disponible en . ——–— (2011): «Autores y publicistas entre la colonia y la Revolución de Mayo», en Mónica Alabart, María Alejandra Fernández et al. (comps.), Buenos Aires, una sociedad que se transforma. Entre la colonia y la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Prometeo, pp. 173-207. 285

MARTÍNEZ GRAMUGLIA, PABLO (2011): «Pasados futuros en la prensa porteña a comienzos del siglo XIX» (mimeo). MARVIN, CAROLYN (1988): When Old Technologies Were New: Thinking About Electric Communication in the Late Nineteenth Century, Nueva York, Oxford University Press. MASIELLO, FRANCINE (1994): La mujer y el espacio público. El periodismo femenino en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Feminaria. ——–— (1997): Entre civilización y barbarie: mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna, Rosario, Beatriz Viterbo. MATHES, W. MICHAEL (1984): Mexico on Stone: Lithography in Mexico, 1826-1900, San Francisco, Book Club of California. MAYO, CARLOS A. (1995): Estancia y sociedad en la pampa, 17401820, Buenos Aires, Biblos. MEJÍAS-LÓPEZ, ALEJANDRO (2009): The Inverted Conquest: The Myth of Modernity and the Transatlantic Onset of Modernism, Nashville, Vanderbilt University Press. MELÉNDEZ, MARISELLE (2005): «Visualizing Difference: The Rhetoric of Clothing in Colonial Spanish America», en Regina Root (coord.), The Latin American Fashion Reader (Dress, Body, Culture), Oxford y Nueva York, Berg Publishers, pp. 17-30. MENÉNDEZ Y PELAYO, MARCELINO (1961): Historia de las ideas estéticas en España, vol. 3, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. MIGNOLO, WALTER (1995): The Darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality & Colonization, Ann Arbor, University of Michigan Press. ——–— (2005): The Idea of Latin America, Malden, MA, Blackwell Publishing. 286

MOGLIA, RAÚL J. y MIGUEL O. GARCÍA (eds.) (1979): Archivo del doctor Juan María Gutiérrez. Epistolario, t. I, Buenos Aires, Biblioteca del Congreso de la Nación. MONDER, SAMUEL (2010): La invención del deseo. Filosofía moderna y literatura argentina, Santiago de Chile, Cuarto Propio. MONTALDO, GRACIELA (1994): La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y modernismo, Rosario, Beatriz Viterbo. MONTESQUIEU, CHARLES DE SECONDAT (1872): Esprit des lois, París, Librairie De Firmin Didot Fréres. [Ed. cast.: El espíritu de las leyes, Madrid, Istmo, 2002]. MORAÑA, ISABEL (2010): La escritura del límite, Fráncfort del Meno, Vervuert/Madrid, Iberoamericana. MYERS, JORGE (1994): «Hacia la completa palingenesia y civilización de las naciones americanas: literatura romántica y proyecto social, 1830-1870», en Ana Pizarro (coord.), América Latina: palavra, literatura e cultura, vol. 2: Emancipação do discurso, San Pablo, Fundação Memorial da América Latina, pp. 221-250. ——–— (1996): «La cultura literaria del período rivadaviano: saber ilustrado y discurso republicano», en Fernando Aliata y otros (comps.), Carlo Zucchiy el neoclasicismo en el Río de la Plata, Buenos Aires, Eudeba. ——–— (1998): «La revolución en las ideas: la generación romántica de 1837 en la cultura y en la política argentinas», en Noemí Goldman (dir.), Revolución, república, confederación (1806-1852), col. Nueva Historia Argentina, t. III, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 381-445. ——–— (1999): «Una revolución en las costumbres: las nuevas formas de sociabilidad de la elite porteña, 1800-1860», en Fernando Devoto y Marta Madero (directores), Historia de la vida privada en la Argentina. País antiguo. De la colonia a 1870, Buenos Aires, Taurus. 287

MYERS, JORGE (2003): «“Aquí nadie vive de las letras”. Literatura e ideas desde el Salón Literario a la Organización Nacional», en Julio Schvartzman (dir. del vol.) y Noé Jitrik (dir. de la obra), Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, La lucha de los lenguajes, Buenos Aires, Emecé, pp. 305-333. ——–— (2005): «Los universos culturales del romanticismo», en Graciela Batticuore, Klaus Gallo y Jorge Myers (coords.), Resonancias románticas: ensayos sobre historia de la cultura argentina (1820-1890), Buenos Aires, Eudeba. NAVAS-RUIZ, RICARDO (1971): El romanticismo español. Documentos, Salamanca, Anaya. O’GORMAN, EDMUNDO (1977): La invención de América: investigación acerca de la estructura histórica del Nuevo Mundo y del sentido de su devenir, México, FCE. ORLOVE, BENJAMIN y ARNOLD BAUER (1997): «Chile in the Belle Epoque: Primitive Producers, Civilized Consumers», en Benjamin Orlove (coord.), The Allure of the Foreign. Imported Goods in Postcolonial Latin America, Ann Arbor, The University of Michigan Press, pp. 113-150. OSBORNE, PETER (1995): The Politics of Time: Modernity and Avant-Garde, Londres y Nueva York, Verso. OSSANDÓN, B. CARLOS (1998): El crepúsculo de los «sabios» y la irrupción de los «publicistas». Prensa y espacio público en Chile (siglo XIX), Santiago de Chile, Universidad Arcis. OTERO, GUSTAVO ADOLFO (1946): El periodismo en América Latina, Lima, Empresa Editora Peruana. OTERO, LISANDRO (1990): «Del Monte y la cultura de la sacarocracia», Revista Iberoamericana, vol. 56, n° 152-153, pp. 723-731. OYARZÚN, PABLO (2001): La desazón de lo moderno, Santiago, Arcis. PALACIO MONTIEL, CELIA DEL (comp.) (2000): Historia de la prensa en Iberoamérica, Guadalajara, Altexto. 288

PALMIÉ, STEPHAN (2002): Wizards and Scientists: Explorations in Afro-Cuban Modernity and Tradition, Durham, North Carolina, Duke University Press. PALTI, ELÍAS J. (2007): El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI. PAS, HERNÁN (2008): Ficciones de extranjería. Literatura argentina, ciudadanía y tradición (1830-1850), Buenos Aires, Ediciones Katatay. PASTORE, RODOLFO E. (2000): «Formación económica de la élite intelectual rioplatense en el marco de la España ilustrada. El caso de Manuel Belgrano», Spagna contemporanea, Torino, año IX, n° 18, pp. 33-48. PAZ, OCTAVIO (1974): Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, México, Seix Barral. ——–— (1993): El laberinto de la soledad; Postdata; Vuelta a El laberinto de la soledad, México, FCE. PAZ SOLDÁN, EDMUNDO y DEBRA A. CASTILLO (coords.) (2001): Latin American Literature and Mass Media, Nueva York, Garland Publishing. PERROT, PHILIPPE (1981): Les dessus et les dessous de la bourgeoisie. Une histoire du vêtement au XIX siècle, París, Fayard. PETERS, BENJAMIN (2009): «And Lead Us not into Thinking the New is New: A Bibliographic Case for New Media History», New Media & Society, vol. 11, n° 1-2, pp. 13-30. PICARD, ROGER (1944): Le romantisme social, Nueva York, Brentano’s Inc. [Ed. cast.: El romanticismo social, México, FCE, 1947]. PICCATO, PABLO (2010): «Public Sphere in Latin America: A map of the Historiography», Social History, vol. 35, n° 2, pp. 165-192. PICCIRILLI, RICARDO (1943): Rivadavia y su tiempo, 2 t., Buenos Aires, Peuser. 289

PICHARDO, ESTEBAN (1953) [1836]: Pichardo novísimo o Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas, ed. y prólogo de Esteban Rodríguez Herrera, La Habana, Editorial Selecta. [Publicado originalmente como Diccionario provincial de voces cubanas]. PIETZ, WILLIAM (1987): «The Problem of the Fetish, II», Res, n° 13, pp. 23-45. PINILLA, NORBERTO (comp.) (1943): La polémica del romanticismo en 1842: V. F. López, D. F. Sarmiento, S. Sanfuentes, Buenos Aires, Americalée. POBLETE, JUAN (2003): Literatura chilena del siglo XIX. Entre públicos lectores y figuras autoriales, Santiago de Chile, Cuarto Propio. POE, ANDREW (2010): The Sources and Limits of Political Enthusiasm, tesis doctoral, San Diego, University of California. PONS, ANDRÉ (2006): Blanco Whitey América, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, Universidad de Oviedo. POOVEY, MARY (2008): Genres of the Credit Economy: Mediating Value in Eighteenth and Nineteenth-Century Britain, Chicago y Londres, University of Chicago Press. PRATT, MARY LOUISE (1992): Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation, Londres, Routledge. [Ed. cast.: Ojos imperiales: literatura de viajes y transculturación, México, FCE, 2010]. PRIETO, ADOLFO (1988): El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Sudamericana. ——–— (1994): «Sarmiento: Casting the Reader, 18391845», en Tulio Halperin Donghi, Iván Jaksic, Gwen Kirkpattrick y Francine Masiello (coords.), Sarmiento, Author of a Nation, Berkeley, University of California Press, pp. 259-271. PROMIS OJEDA, JOSÉ (comp.) (1995): Testimonios y documentos de la literatura chilena, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello. 290

RABINOVITZ, LAUREN y ABRAHAM GEIL (coords.) (2004): Memory Bytes. History, Technology, and Digital Culture, Durham y Londres, Duke University Press. RAILLARD, MATTHIEU P. (2008): «Petimetres, pseudoeruditos and eruditos a la violeta: Anti-Models and the Eighteenth-Century Spanish Republic of Letters», Revista de Estudios Hispánicos, vol. 42, n° 1, pp. 109-129. RAMA, ÁNGEL (1974): «La dialéctica de la modernidad en José Martí», en AA.VV., Estudios martianos, San Juan, Editorial Universitaria, pp. 129-197. ——–— (1984): La ciudad letrada, Hanover, New Hampshire, Ediciones del Norte. ——–— (1985): La crítica de la cultura en América Latina, selección y prólogo de Saúl Sosnowski y Tomás Eloy Martínez, Caracas, Ayacucho, pp. 66-81. ——–— (1994): Los gauchipolíticos rioplatenses, Buenos Aires, CEAL. RAMOS, JULIO (1989): Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, México, FCE. ——–— (1996): Paradojas de la letra, Caracas, Ediciones eXcultura. RANCIÈRE, JACQUES (2007): El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires, Libros del Zorzal. ——–— (2009): La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura, Buenos Aires, Eterna Cadencia. REYES, ALFONSO (1991): Última Tule y otros ensayos, selección y pról. de Rafael Gutiérrez Girardot, Caracas, Ayacucho. RODRÍGUEZ, FERMÍN (2010): Un desierto para la nación. La escritura del vacío, Buenos Aires, Eterna Cadencia. RODRÍGUEZ BRAUN, CARLOS (1997): «Early Smithian Economics in the Spanish Empire: J. H. Vieytes and Colonial Policy», The European Journal of the History of Economic Thought, vol. 4, n° 3, pp. 444-454. 291

RODRÍGUEZ LEHMANN, CECILIA (2008): «La política en el guardarropas. Las crónicas de moda de Francisco Zarco y el proyecto liberal», Revista Iberoamericana, n° 222, pp. 133-143. ——–— (2009): «El spleen como discurso disciplinante. Las crónicas de la ciudad de Francisco Zarco y la resemantización del desencanto moderno», Revista Iberoamericana, vol. 8, n° 29, pp. 7-18. RODRÍGUEZ PÉRSICO, ADRIANA (1992): Un huracán llamado progreso. Utopía y autobiografia en Sarmiento y Alberdi, Washington, OEA/Interamer. ROJAS, RICARDO (1957): Historia de la literatura argentina, Buenos Aires, Editorial Kraft. ROLDÁN VERA, EUGENIA (2003): The British Book Trade and Spanish American Independence: Education and Knowledge Transmission in Transcontinental Perspective, Aldershot, Hampshire (Inglaterra) y Burlington (Vermont), Ashgate. ROLDÁN VERA, EUGENIA y MARCELO CARUSO (coords.) (2007): Imponed Modernity in Post-Colonial State Formation, Fráncfort del Meno, Peter Lang. ROMÁN, CLAUDIA (2003): «La prensa periódica. De La Moda (1837-1838) a La Patria Argentina (1879-1885)», en Julio Schvartzman (dir. del vol.) y Noé Jitrik (dir. de la obra), Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, La lucha de los lenguajes, Buenos Aires, Emecé, pp. 439-467. ROMERO, JOSÉ LUIS (1981): Situaciones e ideologías en Latinoamérica, México, UNAM. ——–— (2001): Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI. ROMERO, LUIS ALBERTO (1976): La feliz experiencia, Buenos Aires, La Bastilla. ROOT, REGINA (2010): Couture & Consensus: Fashion and Politics in Postcolonial Argentina, Minneapolis, University of Minnesota Press. 292

ROSENBLAT, ÁNGEL (2002): El español de América, comp. y prólogo de María Josefina Tejera, Caracas, Ayacucho. ROTKER, SUSANA (comp.) (1994): Ensayistas de nuestra América, Buenos Aires, Losada. ——–— (1998): «El evangelio apócrifo de Simón Bolívar», Estudios: Revista de Investigaciones Literarias y Culturales, vol. 6, n° 12, pp. 29-44. SABATO, HILDA (1998): La política en las calles, Buenos Aires, Sudamericana. SACO, JOSÉ ANTONIO (1858): Colección de papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la isla de Cuba, vol. 1, París, Imprenta de D’Aubusson y Kugelmann. SAINT-EXUPÉRY, ANTOINE DE (1939): Terre des homes, París, Gallimard. [Ed. cast.: Tierra de hombres, Buenos Aires, Sudamericana, 1939]. SAÍNZ, ENRIQUE (1983): La literatura cubana de 1700 a 1790, La Habana, Editorial Letras Cubanas. SALA VALLDAURA, JOSEP MARÍA (2009): «Gurruminos, petimetres, abates y currutacos en el teatro breve del siglo XVIII», Revista de Literatura, vol. LXXI, n° 142, pp. 429-460. SÁNCHEZ, MARIQUITA (1953): Recuerdos del Buenos Aires virreynal, Buenos Aires, Ene Editorial. SANGUINETTI, HORACIO J. (1963): Breve historia del Colegio Nacional de Buenos Aires, Buenos Aires, Edición de la Asociación Cooperadora Amadeo Jacques. SARLO, BEATRIZ (1967): Juan María Gutiérrez: historiador y crítico de nuestra literatura, Buenos Aires, Editorial Escuela. ——–— (1988): Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva Visión. SARMIENTO, DOMINGO F. (1940) [1845]: Facundo, Buenos Aires, Estrada. ——–— (1948): Obras completas, vol. 1, Artículos críticos y literarios. 1841-1842, Buenos Aires, Editorial Luz del Día. 293

——–— (1958) [1852]: Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América, prólogo y notas de Tulio Halperin Donghi, México y Buenos Aires, FCE. ——–— (1960) [1851]: Recuerdos de provincia, Buenos Aires, Eudeba. ——–— (1980) [1843]: Memoria sobre ortografía americana, Santiago de Chile, Imprenta de la Opinión. [Edición facsimilar en Alamiro de Ávila Martel: Sarmiento en la Universidad de Chile, Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile]. ——–— (1996) [1849-1851]: Viajes por Europa, Africa i América, 1845-1847, edición crítica coord. por Javier Fernández, Madrid, Colección Archivos/ALLCA XX. SARMIENTO RAMÍREZ, ISMAEL (2000): «El vestido y calzado de la población cubana en el siglo XIX», Anales del Museo de América, n° 8, pp. 161-199. SARRAILH, JEAN (1957): La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, Buenos Aires y México, FCE. SAULQUIN, SUSANA (2006): Historia de la moda argentina. Del miriñaque al diseño de autor, Buenos Aires, Emecé. SCHEERER, THOMAS M. (1998): «“…nuestro mal Discurso...”: José Victorino Lastarria y su discurso de Incorporación a la Sociedad Literaria (3 de mayo de 1842)», en Janik Dieter (coord.), La literatura en la formación de los Estados hispanoamericanos (1800-1860), Fráncfort del Meno, Vervuert/Madrid, Iberoamericana. SCHVARTZMAN, JULIO (1996): Microcrítica. Lecturas argentinas (cuestiones de detalle), Buenos Aires, Biblos. SCHVARTZMAN, JULIO (dir. del vol.) y NOÉ JITRIK (dir. de la obra) (2003): Historia crítica de la literatura argentina, vol. 2, La lucha de los lenguajes, Buenos Aires, Emecé. SCHWARZ, ROBERTO (1981): Ao Vencedor as Batatas, San Pablo, Duas Cidades. 294

——–— (1987): Que Horas São? Ensaios, San Pablo, Companhia das Letras. SEMPERE Y GUARINOS, JUAN (1788): Historia del luxoy de las leyes suntuarias de España, Madrid, Imprenta Real. SERRANO, SOL (1994): Universidad y Nación: Chile en el Siglo XIX, Santiago de Chile, Editorial Universitaria. SHENASSA, SHIRIN (2001): «The Lack of Materiality in Latin American Media Theory», en Edmundo Paz Soldán y Debra A. Castillo (coords.), Latin American Literature and Mass Media, Nueva York, Garland Publishing, pp. 249-269. SILVA BEAUREGARD, PAULETTE (2000): De médicos, idilios y otras historias. Relatos sentimentales y diagnósticos de fin de siglo (1880-1910), Bogotá, Convenio Andrés Bello, Editorial Universidad de Antioquia. SILVA CASTRO, RAÚL (1958): Prensa y periodismo en Chile, 18121956, Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad de Chile. SIMMEL, GEORG (1971): «Fashion», en Donald N. Levine (coord.), Georg Simmel on Individuality and Social Forms. Selected Writings, Chicago, University of Chicago Press, pp. 294-323. SMITH, ADAM (1767): The Theory of Moral Sentiments: To which is Added a Dissertation on the Origin of Languages, Londres y Edimburgo, Imprenta de A. Millar, A. Kincaid y J. Bell. [Ed. cast.: Teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 1997]. STUVEN, ANA MARÍA (2000): La seducción de un orden: las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Católica de Chile. SUÁREZ Y ROMERO, ANSELMO (1861): «Prólogo», en Ramón de Palma, Obras de D. Ramón de Palma, La Habana, Imprenta del Tiempo, pp. III-XXXV. 295

SUBERCASEAUX, BERNARDO (1981): Cultura y sociedad liberal en el siglo XIX. Lastarria, ideología y literatura, Santiago de Chile, Editorial Aconcagua. ——–— (1993): Historia del libro en Chile (alma y cuerpo), Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello. ——–— (1997): Historia de las ideas y de la cultura en Chile, t. 1, Santiago de Chile, Editorial Universitaria. SÜSSEKIND, FLORA (1993): «O escritor como genealogista: a funçáo da literatura e a língua literária no romantismo brasileiro», en Ana Pizarro (coord.), América Latina: Palavra, Literatura e Cultura, vol. 2, Emancipação do Discurso, San Pablo, Fundação Memorial da América Latina, pp. 451-485. ——–— (2006) [1987]: Cinematógrafo de Letras. Literatura, técnica e modernização no Brasil, San Pablo, Companhia das Letras. SVENDSEN, LARS (2006): Fashion: A Philosophy, Londres, Reaktion Books. SZIR, SANDRA M. (2009): «De la cultura impresa a la cultura de lo visible. Las publicaciones periódicas ilustradas en Buenos Aires en el siglo XIX. Colección Biblioteca Nacional», en Marcelo H. Garabedian, Sandra M. Szir y Miranda Lida (coords.), Prensa argentina siglo XIX: imágenes, textos y contextos, Buenos Aires, Teseo, pp. 53-84. THOMPSON, EDWARD PALMER (1993): Customs in Common, Harmondsworth, Penguin. [Ed. cast.: Costumbres en común, Barcelona, Crítica, 2000]. TOCQUEVILLE, ALEXIS DE (1840): De la démocratie en Amérique. Deuxième partie, vol. III, Bruselas, Hauman. [Ed. cast.: La democracia en América, Madrid, Trotta, 2010]. TODOROV, TZVETAN (comp.) (2002): Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Jakobson, Tinianov, Eichenbaum, Brik, Shklovski, Vinogradov, Tomashevski, Propp, México, Siglo XXI. 296

TOMICH, DALE (2003): «The Wealth of Empire: Francisco Arango y Parreño, Political Economy, and the Second Slavery in Cuba», Comparative Studies in Society and History, vol. 45, n° 1, pp. 4-28. TORRES DE MENDOZA, LUIS (1868): Colección de documentos inéditos, relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los archivos del reino, y muy especialmente del de Indias, Madrid, Imprenta de J. M. Pérez. TORRES REVELLO, JOSÉ (1940): El libro, la imprenta y el periodismo en América durante la dominación española, Buenos Aires, Peuser. USLAR PIETRI, ARTURO (1998): Nuevo mundo, mundo nuevo, selección y prólogo de José Ramón Medina, Caracas, Ayacucho. VALDEBENITO, ALFONSO (1956): Historia del periodismo chileno (1812-1855), Santiago de Chile, Círculo de Periodistas de Santiago y Círculo de la Prensa de Valparaíso. VALDÉS, JUAN DE (1860): Diálogo de la lengua, Madrid, Imprenta de J. Martín Alegría. VEBLEN, THORSTEIN (1994) [1899]: The Theory of the Leisure Class, Nueva York, Dover. [Ed. cast.: La teoría de la clase ociosa, México, FCE, 1951]. VENEGAS FORNIAS, CARLOS (1990): La urbanización de las murallas: dependencia y modernidad, La Habana, Editorial Letras Cubanas. VILLAVERDE, CIRILO (1962): La tejedora de sombreros de yarey, La Habana, Publicación de la Comisión Nacional Cubana de la Unesco. ——–— (2000): Cecilia Valdés, Madrid, Cátedra. VIÑAS, DAVID (1995): Literatura argentina y política. De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista, Buenos Aires, Sudamericana. 297

VITIER, CINTIO (1962): Los poetas románticos cubanos. Antología, La Habana, Consejo Nacional de Cultura. ——–— (1968): La crítica literaria y estética en el siglo XIX cubano, La Habana, Biblioteca Nacional José Martí. WATT, IAN (1959): The Rise of the Novel: Studies in Defoe, Richardson and Fielding, Berkeley, University of California Press. WEINBERG, FÉLIX (comp. y prólogo) (1958): El salón literario de 1837, Buenos Aires, Hachette. WHITAKER, ARTHUR P. (1971): «Changing and Unchanging Interpretations of the Enlightenment in Spanish America», en A. Aldrige Owen (coord.), The Ibero-American Enlightenment, Urbana, Illinois, University of Illinois Press, pp. 21-57. WILLIAMS, LORNA V. (1994), The Representation of Slavery in Cuban Fiction, Columbia, University of Missouri Press. WILLIAMS, RAYMOND (1985): Keywords. A Vocabulary of Culture and Society, Nueva York, Oxford University Press. [Ed. cast.: Palabras clave: un vocabulario de la cultura y la sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000]. WILLIAMS, ROSALIND (1982): Dream Worlds: Mass Consumption in Late Nineteenth-Century France, Berkeley, University of California Press. WOLLEN, PETER (2003): «The Concept of Fashion in The Arcades Project», Boundary 2, Durham, North Carolina, vol. 30, n° 1, pp. 131-142. WOOLF, DANIEL (2001): «News, History and the Construction of the Present in Early Modern England», en Brendan Dooley y Sabrina A. Baron (coords.), The Politics of Information in Early Modern Europe, Londres y Nueva York, Routledge, pp. 30-117. ZAMORA, MARGARITA (1993): Reading Columbus, Berkeley, University of California Press. 298

ZARCO, FRANCISCO (1994): Obras completas. Crónicas de teatro y de la ciudad. La moda, vol. 19, México, Centro de Investigación Científica Ingeniero Jorge L. Tamayo. ZEA, LEOPOLDO (1949): Dos etapas del pensamiento en Hispanoamérica. Del romanticismo al positivismo, México, El Colegio de México. PUBLICACIONES PERIÓDICAS CHILE

El Alegre. Repertorio de sonrisas, risas y carcajadas; colección de artículos de costumbres y de amena literatura, escritos en prosa y verso por varios autores contemporáneos El Araucano El Crepúsculo El Despertador Araucano. Periódico político y literario El Ferrocarril El Mercurio de Valparaíso El Mercurio Chileno El Mercurio de Chile. Periódico histórico-científico-económicoliterario El Mosaico. Periódico literario y de costumbres El Mosaico. Periódico semanal de ciencias, literatura y bellas artes El Museo de Ambas Américas El Picaflor. Periódico de literatura y bellas artes El Progreso. Diario comercial, político y literario El Semanario de Santiago El Sol de Chile El Telégrafo Gazeta del Gobierno de Chile La Abeja Chilena 299

La Aurora (1827) La Aurora de Chile. Periódico ministerial, y político La Miscelánea Chilena, o Memorias del tiempo y de la revolución La Semana. Periódico noticioso, literario y científico Revista Católica. Periódico filosófico, histórico y literario Revista de Santiago Revista de Valparaíso Tertulia de las damas. Papel periódico de La Havana CUBA

Actas de las Juntas Generales de la Sociedad Económica de Amigos de este País Álbum Cubano de lo Bueno y de lo Bello. Revista quincenal, de moral, literatura, bellas artes y modas. Anales de Ciencias, Agricultura, Comercio y Artes Biblioteca Selecta de Amena Instrucción El Álbum El Americano Libre El Amigo del Pueblo. Papel político, crítico y literario de la Habana El Argos. Periódico político, científico y literario El Artista. Publicación amena, oficial del Liceo Artístico y Literario El Colibrí. Dedicado a las damas El Correo de las Damas El Diario de La Habana El Faro Industrial de La Habana El Filósofo Verdadero El Kaleidoscopio El Noticioso y Lucero El Nuevo Regañón de La Habana El Observador Habanero. Periódico político, científico y literario 300

El Patriota Americano. Obra periódica, por tres amigos amantes del hombre, la patria y la verdad El Plantel El Prisma. Repertorio de ciencias, literatura, bellas artes, agricultura y comercio El Puntero Literario El Regañón de La Havana El Revisor Político y Literario Flores del Siglo La Aurora La Cartera Cubana La Mariposa La Moda, o recreo semanal de bello sexo La Prensa La Siempreviva. Dedicada a la juventud habanera Memorias de la Real Sociedad Patriótica de la Habana Miscelánea Curiosa. Diario de La Habana mercantil, político y literario Miscelánea de Útil y Agradable Recreo Papel Periódico de La Havana Quitapesares Recreo Literario. Colección escogida de novedades científicas, cuadros históricos, artículos de costumbres y misceláneas jocosas Repertorio de conocimientos útiles. Periódico de artes, ciencias naturales y literatura Revista Bimestre Revista de La Habana. Periódico quincenal de ciencias, literatura, artes, modas, teatros, etc. RÍO DE LA PLATA

Álbum de Señoritas. Periódico de literatura, modas, bellas artes y teatros 301

Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo Correo de Comercio Despertador Teofilantrópico Místico-Político Diario de Anuncios y Publicaciones Oficiales de Buenos Aires El Americano Imparcial El Censor El Conciliador El Constitucional. Diario comercial y político El Granizo. Diario político, literario y comercial El Diablo Rosado El Hijo Mayor del Diablo Rosado. Diario mercantil, político y literario El Iniciador. Periódico de todo y para todos El Iris. Diario del medio día. Político, literario y mercantil El Lucero. Diario político, literario y mercantil El Museo Americano. Libro de todo el Mundo. Historia. Viajes. Historia natural. Historia religiosa. Biografía. Miscelánea. El Observador Americano El Oficial de Día El Plata Científico y Literario El Porvenir El Recopilador. Museo Americano El Republicano. Diario universal El Telégrafo Mercantil Gazeta de Buenos-Ayres La Abeja Argentina La Aljaba. Dedicada al bello sexo Argentino La Ilustración Argentina. Museo de familias La Moda. Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres Los Amigos de la Patria y de la Juventud Mártir o Libre 302

Mensagero Argentino Semanario de Agricultura, Industria y Comercio Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata OTROS LUGARES DE PUBLICACIÓN

Correo Literario y Político de Londres (Londres) El Habanero. Papel político, científico y literario (Filadelfia y Nueva York) El Instructor, o Repertorio de historia, bellas letras y artes (Londres) El Iris. Periódico crítico y literario (México) El Mosaico Mexicano (México) El Repertorio Americano (Londres) La Colmena (Londres) Variedades, o Mensagero de Londres (Londres)

303